Publicado en
agosto 22, 2010
Para mí agente, Hellen Heder,
maestra en el arte de los “thríllers”.
Prólogo
Aquí vienen. ya puede distinguirse el tintineo de los arreos y el polvo que levantan en el camino hacia el cálido cielo estival. Son peregrinos volviendo de Canterbury tras la Pascua. Lucen distintivos en capas y sombreros con la imagen del arzobispo mártir Tomás Becket: un buen negocio para los monjes de Canterbury.
Constituyen una agradable distracción en el tráfico de carretas cuyos fatigados conductores y bueyes regresan a sus casas tras una dura jornada arando y sembrando el campo. Los peregrinos, en cambio, bien alimentados, marchan bulliciosos y exultantes, pues como premio a su travesía, les ha sido concedida la gracia.
Uno de ellos, sin embargo, aparentemente tan satisfecho como los demás, es un asesino de niños, y Dios no considerará merecedora de su gracia a una persona de su condición.
Encabezando la procesión va una robusta mujer montada en una yegua roana. Lleva prendido un distintivo de plata en el tocado. Es fácil reconocerla: se trata de la priora del convento de Santa Radegunda, en Cambridge. Va hablando en voz alta. La monja que la acompaña, en su dócil percherón, guarda silencio; tan sólo ha podido comprar un Tomás Becket de estaño.
El apuesto caballero que cabalga entre ellas, manejando con destreza su corcel, viste sobre su cota de malla un tabardo con una cruz —testimonio de que ha participado en una cruzada— y un distintivo de plata semejante al de la priora, y comenta sotto voce las afirmaciones de la religiosa. Ella no le oye, pero sus chanzas hacen sonreír nerviosamente a la joven monja.
Siguiendo al grupo va un carro descubierto tirado por mulas. Transporta un objeto rectangular, algo pequeño para el espacio del que dispone. Un caballero y su escudero parecen custodiarlo. Está cubierto por un lienzo con símbolos heráldicos. Con el traqueteo, la tela se ha deslizado dejando a la vista uno de los ángulos, de oro labrado. Podría tratarse de un gran relicario o de un pequeño ataúd. El escudero se inclina desde su montura y estira el lienzo para que el objeto vuelva a quedar oculto.
A continuación aparece un funcionario del rey. Bastante jovial, grandullón y obeso para su edad, incluso vestido de paisano no puede ocultar su condición: por una parte, su sirviente lleva un tabardo real bordado con los leopardos de la Casa de Anjou; y por otra, de sus alforjas repletas sobresalen un ábaco y el afilado extremo de una balanza para pesar monedas. Cabalga solo, sin más acompañante que su sirviente. A nadie le agrada un recaudador de impuestos.
He aquí al prior. También es posible reconocerlo porque lleva una casulla morada, como todos los canónigos de San Agustín.
Se trata de un personaje importante, el prior Geoffrey, del monasterio agustino de Barnwell, que, emplazado en un recodo del río Cam, empequeñece al de Santa Radegunda, su vecino. No es extraño que no se lleve bien con la priora. Él tiene tres monjes a su servicio, un caballero —otro cruzado, a juzgar por su tabardo— y un escudero. Desafortunadamente, el prior está enfermo. Debería ir a la cabeza de la procesión, pero parece que su voluminoso abdomen le está torturando. Gruñe e ignora al clérigo de tonsura que trata de distraerle. Pobre hombre, no hay alivio para él en este trecho, ni siquiera una posada hasta llegar a su enfermería, en el priorato.
Un burgués con rostro enérgico y su esposa demuestran su preocupación por el prior ofreciendo consejos a sus monjes. Un juglar toca el laúd y canta. Detrás de él va un cazador, con lanzas y perros del color del cielo inglés. En pos se ven las mulas de carga y el resto de los sirvientes. El séquito de siempre.
Y a la cola de la procesión, aún más plebe. Un carro con un vistoso toldo de signos cabalísticos. Dos hombres en el pescante —uno grande, el otro pequeño—, ambos de piel oscura. El más alto lleva un turbante al estilo moro que envuelve su cabeza y sus mejillas. Curanderos trashumantes, tal vez.
Y sentada en la parte posterior, balanceando las piernas como una campesina, una mujer. Contempla todo lo que la rodea con avidez. Sus ojos observan un árbol o un terreno de pasto como si les preguntara: ¿cuál es tu nombre?, ¿para qué sirves?, y si no eres útil, ¿por qué existes? Parece un juez en un tribunal. O un idiota.
En la amplia pradera que se extiende ante toda esta gente —pues incluso en el Gran Camino del Norte, en este año del Señor de 1171, están vedados los árboles a una distancia menor de lo que alcanza una flecha para que no sirvan de refugio a los asaltantes— se alza en un extremo del camino un pequeño oratorio de madera, como los que suelen verse habitualmente por aquí, que alberga una estatua de la Virgen.
Algunos de los jinetes se disponen a hacer una inclinación a modo de saludo al pasar, pero la priora, con grandes aspavientos, exige que alguien la ayude a desmontar. Avanza pesadamente sobre la hierba, se arrodilla y reza. En voz alta.
Uno tras otro, con cierta reticencia, la imitan. El prior Geoffrey pone los ojos en blanco y gruñe mientras lo ayudan a descender del caballo.
Incluso los tres ocupantes del carro se han apeado y están de hinojos; si bien, lejos de la vista, el hombre de piel más oscura dirige sus oraciones hacia el este. ¡Dios se apiade de todos si sarracenos e infieles pueden andar por los caminos de Enrique II impunemente!
Los labios musitan a la santa, las manos dibujan una invisible cruz. Seguramente Dios está llorando, pese a permitir que las manos que han desgarrado carne inocente permanezcan sin mácula.
La caballería vuelve a montar y avanza en dirección a Cambridge; la cháchara disminuye y sólo se oye el rumor de los carros de tiro y los gorjeos de los pájaros.
Pero tenemos entre manos una madeja que desenredar, un hilo que nos conducirá hasta el asesino de niños. Y para descubrirlo, primero debemos retroceder unos doce meses en el tiempo...
Capítulo 1
Inglaterra, 1170
Un año estridente: Un rey clamó para librarse de su arzobispo. Chillaron los monjes de Canterbury al descubrir desparramados los sesos de aquel arzobispo sobre las piedras de su catedral. El Papa increpó exigiendo al monarca penitencia. La Iglesia de Inglaterra vociferó triunfante: habían logrado poner al rey en su lugar.
Y muy lejos, en Cambridgeshire, un niño gritó. Fue un sonido diminuto, metálico, que, sin embargo, se hizo un hueco entre los demás.
Ese grito atronó esperanzado como una señal, como una súplica: «Venid, llevadme de aquí, tengo miedo». Hasta entonces, los adultos habían protegido al niño del peligro, alejándolo de colmenas y marmitas bullentes, y del fuego del herrero. Debían estar cerca de él. Siempre lo estaban.
Al oírlo, los ciervos que pastaban bajo la luz de la luna alzaron la cabeza y miraron a su alrededor, ninguna de sus crías estaba en peligro. Siguieron pastando. Un zorro detuvo su trote y con una pata levantada se dispuso a tantear por sí mismo la gravedad de la amenaza.
La garganta que emitió el grito era demasiado pequeña y el lugar demasiado apartado para que algún ser humano pudiera acudir en su auxilio. El grito cambió, se tornó en algo asombroso, increíblemente agudo, hasta tal punto que se asemejaba al sonido del silbato con que el cazador llama a los perros.
Los ciervos corrieron, dispersándose entre los árboles. Sus colas blancas abatiéndose como piezas de dominó en la oscuridad.
El grito se volvió ruego, tal vez al torturador, tal vez a Dios —«por favor, no...»— antes de desaparecer en un monocorde gemido de agonía y desesperanza.
Un sentimiento de gratitud invadió el aire cuando el sonido cesó y fue sustituido por los habituales ruidos nocturnos. El susurro de la brisa entre las ramas, el gruñido de un tejón, cientos de chillidos de pequeños mamíferos y pájaros que morían devorados por sus predadores naturales.
Entretanto, en Dover, un anciano era urgido a atravesar el castillo a una velocidad desacorde con su reumatismo. Era un castillo enorme y frío, con ecos estremecedores. Sin embargo, y a pesar de la premura con que debía moverse, el anciano seguía helado, debido en gran parte al miedo que sentía. El criado le estaba conduciendo hacia el hombre a quienes todos temían.
Avanzaron a lo largo de corredores de piedra. Unas veces pasaban junto a puertas abiertas por las que salía luz y calor, de las que escapaban conversaciones o las notas de una viola. Otras, las puertas estaban cerradas. El anciano imaginaba que detrás de ellas se desarrollaban escenas impías.
A su paso, los sirvientes del castillo se encogían o eran apartados del camino, de modo que dejaban tras ellos un reguero de bandejas caídas, orinales derramados y exclamaciones de dolor mal contenidas.
Al final de una escalera circular se encontraron con una larga galería en la que se hallaban una sucesión de escritorios alineados junto a las paredes y una gran mesa cubierta por un fieltro verde, dividido en cuadros, donde se veían diversas pilas de fichas. Alrededor de treinta contables atiborraban la sala, rasgando los pergaminos con sus plumas, mientras se oían los chasquidos de las cuentas de colores desplazándose por los alambres de sus ábacos. Daba la sensación de hallarse en un campo lleno de grillos voluntariosos.
La única persona inmóvil de la estancia era un hombre sentado en el alféizar de una de las ventanas.
—Aarón de Lincoln, mi señor —anunció el criado.
Aarón de Lincoln se hincó sobre una de sus doloridas rodillas y se tocó la frente con los dedos de la mano derecha. Luego extendió su palma en señal de obediencia hacia el hombre de la ventana.
—¿Sabéis qué es eso? —Aarón, incómodo, miró la gran mesa que tenía detrás y no respondió. Sabía lo que era, pero la pregunta de Enrique II era retórica—. No es una mesa para jugar al billar, os lo aseguro —continuó el rey—. Son mis dominios. Esos cuadrados representan mis condados en Inglaterra y las fichas sobre ellos muestran qué parte de los ingresos que aporta cada uno le corresponde al Tesoro Real. Poneos de pie. —El monarca tomó al anciano del brazo y lo llevó junto a la mesa, señalando uno de los cuadrados—. Este cuadrado es Cambridgeshire —indicó, y soltó a Aarón—. Apelando a vuestra considerable agudeza para las finanzas, Aarón, ¿cuantas fichas calculáis que hay en él?
—¿No las suficientes, mi señor?
—En efecto —afirmó Enrique—. Cambridge es habitualmente un condado rentable. No demasiado activo, aunque genera una cantidad considerable de grano, ganado y pescado, proporcionando sustantivos dividendos al Tesoro. Al igual que hace su numerosa población judía. ¿Creéis que la cantidad de fichas aquí colocadas representa cabalmente su riqueza? —Nuevamente, el anciano no respondió—. ¿Y a qué lo achacáis? —preguntó el rey.
—Supongo que se debe a los niños, mi señor. La muerte de un niño es siempre algo lamentable —repuso Aarón, débilmente.
—Verdaderamente, lo es. —Enrique bajó de la ventana, se sentó en el borde de la mesa y dejó que sus piernas se balancearan—. Y cuando se transforma en un asunto económico, es desastroso. Los campesinos de Cambridge se han sublevado y los judíos están... ¿dónde están?
—Refugiados en este castillo, mi señor.
—Lo cual les ha sido permitido —confirmó el soberano—. En efecto, gracias a mi caridad, están en mi castillo, alimentándose con mi comida y defecándola acto seguido, porque están demasiado asustados como para irse. De todo lo cual se deduce que no estoy obteniendo de ellos ganancia alguna, Aarón.
—No, mi señor.
—Además, los campesinos sublevados han incendiado la torre del ala este, donde se guardaban los registros de lo que adeudan a los judíos y, en consecuencia, a mí, por no mencionar las cuentas de los impuestos que deben, porque creen que los judíos están torturando y asesinando a sus hijos.
Por primera vez, el anciano oyó en su interior el silbido de la esperanza entre los tambores que anunciaban la ejecución.
—¿Y vos no, mi señor?
—¿Yo no, qué?
—¿No creéis que los judíos están matando a esos niños?
—No lo sé, Aarón —contestó el rey, benévolamente. Sin apartar la vista del anciano, levantó la mano. Un oficial se acercó corriendo para entregarle un pergamino—. Ésta es una declaración de un tal Roger de Acton, en la que sostiene que es una práctica habitual entre vosotros. De acuerdo con el buen Roger, durante la Pascua los judíos suelen torturar hasta la muerte al menos a un niño cristiano introduciéndole en un tonel con bisagras que tiene clavos por dentro. Lo han hecho desde siempre, y así seguirán haciéndolo. —El rey leyó el pergamino—: «Ponen al niño dentro del tonel y lo remachan para que los clavos penetren en su carne. Luego, esos demonios recogen la sangre que se filtra en unos recipientes, para mezclarla con sus alimentos rituales». —Enrique II miró al anciano—. Nada agradable, Aarón —y continuó leyendo—. «Oh, y ríen a carcajadas mientras lo hacen».
—Sabéis que eso no es verdad, mi señor.
Por toda respuesta, sólo se escuchó un nuevo chasquido en el ábaco.
—Pero en estas Pascuas, Aarón, en éstas, habéis comenzado a crucificarlos. A decir verdad, nuestro buen Roger de Acton declara que el niño que encontraron había sido crucificado. ¿Cuál era el nombre de ese niño?
—Peter de Trumpington, mi señor —informó el oficial.
—El tal Peter de Trumpington fue crucificado, y puede que los otros dos niños desaparecidos hayan tenido el mismo destino. La crucifixión, Aarón. —Aunque el rey la pronunció suavemente, la poderosa y terrible palabra atravesó la fría galería, acrecentando su poder a medida que avanzaba—. Ya hay agitadores que pretenden hacer del pequeño Peter un santo, cómo si aún no tuviéramos suficientes. Hasta ahora han desaparecido dos niños, y otro, atormentado y desangrado, fue hallado en mis tierras, Aarón. Es demasiada carnaza. —Enrique bajó de la mesa y caminó por la galería, dejando atrás el campo de grillos. El anciano lo seguía. El rey arrastró un taburete que había debajo de una ventana y dio un puntapié a otro cercano a Aarón—. Sentaos.
Aquel extremo de la sala era más silencioso. El glacial y húmedo aire que entraba por las ventanas sin cristales hizo temblar al anciano. De los dos, Aarón era quien llevaba las ropas más lujosas. Enrique II vestía como un cazador, incluso de modo descuidado. Mientras las cortesanas de su esposa se untaban los cabellos con ungüentos y se perfumaban con esencias aromáticas, el rey olía a caballo y a sudor. Sus manos parecían de cuero de lo curtidas que las tenía, y el cabello rojo, muy corto, le nacía de una cabeza tan redonda como una bala de cañón. No obstante, pensaba Aarón, nadie lo habría confundido jamás con otra persona. Todos sabían que aquel hombre gobernaba un imperio que se extendía desde las fronteras de Escocia hasta los Pirineos.
No habría sido difícil guardarle aprecio —tentación que le había rondado a Aarón— si el hombre no fuera tan horrorosamente imprevisible. Cuando se encolerizaba, lanzaba invectivas y las personas morían.
—Dios odia a los judíos, Aarón —declaró el monarca—. Vosotros matasteis a Su Hijo. —Aarón cerró los ojos y esperó—. Y Dios me odia. —Abrió los ojos. La voz del rey se alzó en un lamento que retumbó en la galería como un bramido desesperado—: Señor misericordioso, perdona a este rey arrepentido e infeliz. Tú sabes mejor que nadie que Tomás Becket se oponía a mí en todo y que por ello, enfurecido, clamé por su muerte. Peccaví, peccavi, algunos caballeros no comprendieron mi enfado y lo asesinaron, pensando que eso podría complacerme. Por tal abominación Tú, en tu infinita justicia, me has dado la espalda. Soy un gusano, mea culpa, mea culpa, mea culpa. Me arrastro bajo tu ira mientras el único merecedor de tu gloria, el arzobispo Tomás, se sienta a la diestra de Jesucristo, vuestro piadoso hijo. —Los rostros se giraron hacia el rey. Las plumas quedaron suspendidas en el aire, los ábacos se detuvieron. El monarca dejó de golpearse el pecho—. Y, o mucho me equivoco, o el Señor será tan intolerante como yo —prosiguió en tono de conversación. El rey se inclinó, puso un dedo debajo de la mandíbula de Aarón de Lincoln y la levantó suavemente—. En el momento en que esos bastardos cercenaron a Becket, me convertí en un ser vulnerable. La Iglesia quiere venganza, quiere mi hígado, caliente y humeante, quiere su recompensa y debe obtenerla, y una de las cosas que quiere, y que ha querido desde siempre, es que vosotros, los judíos, seáis expulsados de la cristiandad. —Los contables habían vuelto a sus tareas. El rey agitaba el documento que tenía en su mano ante las narices del judío—. Esto es una demanda, Aarón, una reclamación para que todos los judíos sean expulsados de mi territorio. En este instante, una copia de este documento, también escrita por el señor Roger de Acton, que los sabuesos del demonio le trituren los testículos, ha sido enviada al Papa. El niño asesinado en Cambridge y los demás desaparecidos servirán de pretexto para exigir la expulsión de vuestro pueblo. Y, tras la muerte de Becket, no estoy en condiciones de negarme, porque, si lo hiciera, Su Santidad se persuadiría de que debe excomulgarme y mi reino quedaría en entredicho. ¿Comprendéis lo que eso supondría? Seríamos arrojados a las tinieblas; a los recién nacidos se les negaría el bautismo; no se celebrarían matrimonios; los muertos no tendrían sepultura con la bendición de la Iglesia. Y cualquier advenedizo con mierda en los calzones podría desafiar mi derecho a gobernar. —Enrique se puso de pie y comenzó a caminar; hizo una pausa para enderezar un tapiz que el viento había movido—. ¿No soy un buen rey, Aarón?
—Lo sois, mi señor. —Una respuesta justa. Y también verdadera.
—¿No soy bondadoso con mis judíos, Aarón?
—En efecto, lo sois, mi señor. —Nuevamente, la verdad. El soberano cobraba impuestos a los judíos con la constancia de un granjero que ordeña sus vacas. Pero en todo el mundo, ningún otro monarca había sido más ecuánime con ellos ni mantenía en su reino un orden tan firme como para que los judíos estuvieran más seguros que en cualquier otro país conocido del orbe. Acudían desde Francia, España, territorios destino de los cruzados, e incluso Rusia, para disfrutar de los privilegios y la seguridad de encontrarse en la Inglaterra de los Plantagenet.
«¿Adonde podremos ir?», pensaba Aarón. «Señor, Señor, no nos envíes de vuelta al desierto. Si ya no podemos tener nuestra Tierra Prometida, por lo menos permite que vivamos bajo la protección de este soberano».
Enrique asintió con la cabeza.
—La usura es pecado, Aarón. La Iglesia no la aprueba, ni permite que los cristianos corrompan su alma practicándola. Esa tarea os corresponde a vosotros, los judíos, que no tenéis alma. Por supuesto, eso no impide que la Iglesia os pida dinero prestado. ¿Cuántas catedrales se han construido con vuestros empréstitos?
—Lincoln —comenzó a contar Aarón con sus dedos temblorosos y artríticos—, Peterborough, St Albans, no menos de nueve abadías cistercienses, mi señor, también están...
—Sí, sí. No obstante, lo que aquí nos concierne es que la séptima parte de mis ingresos anuales proviene de los impuestos que pagáis vosotros, los judíos. Y la Iglesia desea que me deshaga de vosotros. —El rey estaba de pie, y una vez más su sangre angevina se hizo notar en las imprecaciones que resonaron en la galería—. ¿Acaso no he asentado la paz en este reino como nunca antes había sucedido?
Los secretarios, inquietos, desatendieron sus ábacos para mover afirmativamente la cabeza. «Sí, mi señor». «Lo habéis hecho, mi señor».
—Lo habéis hecho, mi señor —confirmó Aarón.
—Y no ha sido gracias a los rezos ni al ayuno, os lo aseguro. —Enrique había vuelto a serenarse—. Para equipar mi ejército, pagar a mis jueces, sofocar rebeliones en otros territorios y solventar los infernales y costosos hábitos de mi esposa, necesito dinero. Paz es dinero, Aarón, y dinero es paz. —El rey se aferró a la capa del anciano y lo arrastró hacia sí—. ¿Quién está matando a esos niños?
—No somos nosotros, mi señor, lo desconocemos.
En ese instante de proximidad, los crueles ojos azules de Enrique, con sus pestañas casi invisibles, escudriñaron el alma de Aarón.
—¿Lo desconocemos? —coreó el rey. Soltó al anciano, que se tranquilizó y se alisó la capa, pero mantuvo su rostro junto al de Aarón—. Creo que será mejor que lo descubramos, ¿verdad? Y con urgencia —susurró suavemente.
Mientras el oficial acompañaba a Aarón de Lincoln a la escalera, se oyó la voz de Enrique II.
—Echaría de menos a los judíos, Aarón. —El anciano se volvió hacia el rey, que sonreía. O eso dedujo al contemplar sus dientes pequeños y sanos en un gesto parecido a una sonrisa—. Pero ni remotamente tanto como vosotros, los judíos, me echaríais de menos a mí —precisó.
En el sur de Italia, algunas semanas después, Gordinus el africano pestañeó amablemente ante su visitante y agitó un dedo. Sabía cómo se llamaba, pues había sido anunciado con gran pompa: «De Palermo, en representación de nuestra más graciosa majestad, su excelencia Mordejai ben Beraja». Incluso conocía su cara, aunque Gordinus sólo recordaba a las personas por sus enfermedades.
—Almorranas —evocó triunfal—, padecéis de almorranas. ¿Cómo siguen?
Mordejai ben Beraja no solía desconcertarse con facilidad. No podía permitírselo, dado que era el secretario personal del rey de Sicilia y el depositario de los secretos de la casa real. Aunque, ciertamente, se sintió ofendido —que un hombre padeciera de almorranas no era algo que debiera ser proclamado en público—, no dejó que su cara lo reflejara y habló con voz fría.
—He venido para saber si Simón de Nápoles ha partido sin dificultad.
—¿Partido, qué? —preguntó Gordinus con interés.
Aquel genio, pensó Mordejai, siempre había sido difícil de tratar y en ese momento, cuando comenzaba a declinar, era casi imposible. Decidió utilizar el efectivo plural mayestático.
—Si ha partido hacia Inglaterra, Gordinus. Simón Menahem de Nápoles. Lo enviamos a ese país para solucionar un problema que se les ha presentado a los judíos de allí.
El secretario de Gordinus acudió en su ayuda. Fue hacia una pared llena de pequeños compartimentos de los que sobresalían rollos de pergamino que a primera vista parecían tubos. Hablándole como a un niño, le susurró animosamente:
—Como recordáis, mi señor, teníamos una carta del rey... ¡Oh, Dios! La ha cambiado de lugar.
El asunto llevaría su tiempo. Lord Mordejai caminó torpemente por el suelo de mosaicos, donde se veían cupidos disparando sus flechas. Debía de ser romano, a juzgar por su antigüedad. El lugar había sido una de las villas de Adriano.
«Estos doctores se rodean de lo mejor», pensó Mordejai olvidando que los suelos de su propio palazzo en Palermo eran de mármol y oro.
Se sentó en un banco de piedra, al aire libre, junto a una balaustrada, desde donde se divisaba la ciudad a sus pies y, a lo lejos, las aguas turquesas del mar Tirreno.
—Su excelencia necesita un almohadón, Gaius —advirtió Gordinus, siempre alerta por su profesión.
Gaius fue a buscar un almohadón y dátiles y vino.
—¿Su excelencia bebe vino? —preguntó tenso.
El séquito del rey, como el propio Reino de Sicilia y todo el sur de Italia, se componía de muchas razas y religiones: árabes, lombardos, griegos, normandos y —como en el caso de Mordejai— judíos. Ofrecer una bebida podía constituir una ofensa dependiendo de las normas que la religión imponía a los hábitos alimentarios de unos u otros.
Su excelencia asintió con la cabeza. Se sentía mejor. El almohadón era una comodidad para su trasero, la brisa del mar le refrescaba, el vino era bueno. No tenía por qué ofenderse con la franqueza de un anciano. De hecho, cuando concluyera con su misión se ocuparía del tema de las almorranas. La última vez Gordinus se las curó. Después de todo, esa ciudad era un lugar dedicado a curar a los enfermos, y si alguien podía ser considerado el decano de su gran escuela de medicina, ése era Gordinus el africano.
Olvidando a su invitado, el anciano continuó con la lectura de un manuscrito. La piel oscura y mustia de su brazo se estiró cuando su mano introdujo una pluma en la tinta para hacer una modificación. ¿Era tunecino? ¿Moro, tal vez?
Al llegar a la villa, Mordejai había preguntado al mayordomo si debía quitarse los zapatos antes de entrar.
—He olvidado cuál es la religión de vuestro amo.
—También él, excelencia.
Sólo en Salerno, pensaba Mordejai en ese momento, los hombres se olvidaban de sus costumbres y de su Dios para venerar a los enfermos.
Él no estaba seguro de aprobarlo. Sin duda era maravilloso, pero aquello contravenía las leyes eternas: se diseccionaban cadáveres, las mujeres se libraban de fetos indeseados y se les permitía practicar la medicina, la carne era mancillada por la cirugía.
Eran cientos las personas que, atraídas por su fama, llegaban a Salerno, arrastrándose a través de desiertos, estepas y montañas para ser curados. Ya fuera solos o acarreando a sus enfermos.
Mientras contemplaba el conjunto de tejados, torres y cúpulas que estaban más abajo y degustaba el vino, Mordejai se maravillaba de que, entre todas las ciudades, fuera Salerno y no Roma, París, Constantinopla o Jerusalén la que había desarrollado la escuela de medicina más importante del mundo.
En ese preciso momento el tañido de las campanas del monasterio llamando a novenas se cruzó con el grito del muecín, que desde la mezquita convocaba a la oración, pugnando, a su vez, con el coro de los cantores de la sinagoga. Todos esos sonidos remontaron la colina para alcanzar los oídos de los hombres que estaban en el balcón, en un revoltijo de desafinados tonos graves y agudos.
Ésa era la clave, por supuesto. La mezcla. Los rudos y codiciosos aventureros normandos que fundaron su reino en Sicilia y el sur de Italia habían sido pragmáticos y habían mostrado al mismo tiempo visión de futuro. Siempre que un hombre se adecuara a sus propósitos, no importaba a qué dios adoraba. Si ansiaban la paz, y en consecuencia, la prosperidad, debían integrar a los distintos pueblos conquistados. No habría sicilianos de segunda clase. El árabe, el griego, el latín y el francés serían lenguas oficiales.
Cualquier hombre, independientemente de su fe, podía llegar hasta donde su capacidad se lo permitiera.
«No debería quejarme», pensaba Mordejai. Él mismo, un judío, trabajaba para un rey normando junto a cristianos de la Iglesia ortodoxa griega y católicos fieles al Papa. La galera de la que había desembarcado formaba parte de la Armada Real de Sicilia, a cargo de un almirante árabe.
Abajo, en las calles, la chilaba se rozaba con la cota de malla del caballero; el caftán, con el hábito del monje. Sus dueños no sólo no se insultaban, sino que intercambiaban saludos, noticias y, sobre todo, ideas.
—Aquí está, mi señor —anunció Gaius.
Gordinus cogió la carta.
—Ah, sí, por supuesto. Ahora recuerdo... «Simón Menahem de Nápoles partirá en un barco para cumplir una misión especial...», mmm... mmm, «los judíos de Inglaterra se encuentran en un aprieto de cierto peligro. Los niños del lugar son torturados y asesinados...», oh, por Dios... «y se culpa de ello a los judíos», ¡oh, por Dios, por Dios! «Se le ha encomendado descubrir qué ocurre y enviar con el mencionado Simón a una persona versada en causas de muerte, que hable tanto inglés como yidis, y no cometa indiscreciones en ninguna de las dos lenguas». —Gordinus sonrió a su secretario—: Y así lo hice, ¿no?
Gaius adoptó una actitud diferente.
—En ese momento surgió un asunto, mi señor...
—Por supuesto, lo hice, lo recuerdo perfectamente. Y no sólo envié a un experto en procesos mórbidos, sino a una persona que habla latín, francés y griego además de las lenguas requeridas. Un buen estudiante. Así se lo dije a Simón, que parecía preocupado. «No encontraréis una persona mejor», le aseguré.
—Excelente —exclamó Mordejai—. Excelente.
—Sí, creo que cumplimos con lo especificado por el rey —afirmó Gordinus, todavía con tono triunfal—. ¿No es así, Gaius?
—Hasta cierto punto, mi señor.
Había algo extraño en la actitud del sirviente. Mordejai estaba acostumbrado a percibir ese tipo de cosas. Comenzaba a preguntarse por qué Simón de Nápoles se habría preocupado por la elección del hombre que iba a acompañarlo.
—A propósito, ¿cómo está el rey? —preguntó Gordinus—. ¿Solucionó ese pequeño problema?
Mordejai, que ignoraba cuál era el pequeño problema del rey, se dirigió a Gaius.
—¿A quién envió?
Gaius echó un vistazo a su amo, que había reanudado la lectura.
—La elección fue inusual y me pregunté... —susurró Gaius con voz apenas audible.
—Escuchad, esta misión es extremadamente delicada. No habrá elegido a un oriental, ¿verdad? ¿A un amarillo, que se distinguiría como un limón en Inglaterra?
—No, no lo hice. —Gordinus había vuelto a integrarse en la conversación.
—Bien, entonces, ¿a quién envió? —Gordinus se lo dijo. La incredulidad hizo mella en Mordejai—. ¿Cómo? ¿A quién?
Gordinus se lo repitió.
El de Mordejai fue otro de los gritos que rasgaron el aire en aquel año de chillidos.
—¡Sois un estúpido, un anciano imbécil!
Capítulo 2
Inglaterra, 1171
—Nuestro prior se muere —anunció el joven monje desesperado—. El prior Geoffrey está agonizando sin un lugar donde yacer. En nombre de Dios, os pedimos prestado vuestro carro.
Toda la comitiva había sido testigo de las discusiones del monje con sus hermanos acerca del lugar apropiado para que el prior pasara sus últimos minutos terrenales. Los otros dos preferían el catafalco abierto en el que viajaba la priora, o incluso el suelo, antes que el carro cubierto de aquellos buhoneros paganos.
Un círculo de hábitos negros rodeaba al prior, como cuervos revoloteando sobre la carroña, agobiándolo con sus cuidados mientras éste se retorcía de dolor.
La monja joven agitaba un objeto sobre el enfermo.
—Los auténticos nudillos del santo, excelencia. Aplicáoslo nuevamente... os lo ruego. Esta vez, sus poderes milagrosos...
La suave voz se volvió casi inaudible entre las impacientes solicitudes del clérigo llamado Roger de Acton, el mismo que había estado molestando al pobre prior con sus asuntos desde que habían salido de Canterbury.
—El verdadero nudillo de un verdadero santo crucificado, sólo hay que tener fe
Incluso la priora pregonaba a los cuatro vientos su preocupación.
—Posadlo sobre la parte afectada, orando con mayor devoción, prior Geoffrey, y el pequeño Peter obrará.
La cuestión fue dirimida por el mismo enfermo, quien, entre bramidos profanos y dolientes, logró indicar que prefería cualquier lugar, aun cuando fuera pagano, en tanto le permitiera estar lejos de la priora, los fastidiosos monjes y el resto de estúpidos bastardos reunidos a su alrededor para contemplar su agonía. Con inusitado énfasis, afirmó que él no era un entretenimiento morboso. Algunos campesinos que pasaban por el lugar se habían detenido para mezclarse entre la caballería y observaban con interés las contorsiones del prior.
El carro de los vendedores ambulantes fue el lugar elegido. En consecuencia, el joven monje se acercó a dialogar con sus dueños, en normando, con la esperanza de que entendieran el idioma. Hasta ese momento habían oído que tanto ellos como la mujer que los acompañaba hablaban una lengua extranjera.
En un primer momento, parecieron desconcertados.
—¿Qué le ocurre? —preguntó entonces la muchacha pequeña y desgarbada.
El monje la alejó agitando su mano.
—Apartaos, esto no es asunto de mujeres.
El más bajo de los dos hombres miró hacia el carro con cierta preocupación.
—Por supuesto... ¿Señor...?
—Hermano Ninian —apuntó el monje.
—Soy Simón de Nápoles. Este caballero es Mansur. Naturalmente, hermano Ninian, nuestro carro está a vuestro servicio. ¿Qué mal aqueja a este pobre hombre?
El hermano Ninian se lo explicó.
El sarraceno no modificó su expresión. Probablemente jamás lo hacía. Pero Simón de Nápoles, haciéndose cargo de la aflicción, era todo simpatía.
—Tal vez podamos brindarle más ayuda —ofreció—. Mi acompañante es miembro de la escuela de medicina de Salerno.
—¿Un médico? ¿Es médico?
El monje salió corriendo hacia el círculo donde se hallaba el prior, mientras gritaba:
—¡Son de Salerno! ¡El moreno es médico, un médico de Salerno!
Un médico de renombre. Todo el mundo lo conocía. El hecho de que los tres procedieran de Salerno explicaba que parecieran tan extraños. ¿Quién sabía qué aspecto tenían los italianos?
La mujer se aproximó a los dos hombres sentados en el pescante.
Mansur observaba a Simón con una de aquellas miradas suyas que parecían desollarlo lentamente.
—El bocazas este les ha dicho que soy un doctor de Salerno.
—¿Eso dije? Yo dije mi acompañante.
Mansur se dirigió a la mujer.
—El pagano no puede orinar —le explicó.
—Pobre hombre —se compadeció Simón—. Lleva más de once horas así. Se queja de que va a explotar. ¿Es posible tal cosa, doctora? ¿Morir ahogado por los propios fluidos?
Sí, ciertamente, era posible. No había más que ver los saltos de dolor que daba el hombre. De seguir así, terminaría por explotar, o al menos su vejiga lo haría. Era algo propio de la condición masculina. Lo había visto en la mesa de disección.
Gordinus había utilizado un cadáver para mostrar una patología similar, pero había dicho que el paciente podría haberse salvado si... si... Ah, sí. Eso era. Y su padrastro había visto emplear ese procedimiento en Egipto.
—Humm... —se limitó a decir.
Simón la acechaba como un ave de rapiña.
—¿Puede curarse? Oh, Dios, si eso fuera posible, el beneficio que obtendríamos para nuestra misión sería incalculable. Es un hombre muy influyente.
A Adelia aquello no le importaba. Sólo veía en él a una criatura que sufría. Y sabía que, sin su intervención, la agonía continuaría hasta que su propia orina lo envenenara. Sin embargo, debía contemplar la posibilidad de que su diagnóstico fuera equivocado. Existían muchas causas que podían provocar la retención de orina. No podía errar.
—Humm... —volvió a decir, pero con otro tono.
—¿Es arriesgado? —El tono de Simón también había cambiado—. ¿Puede morir? Doctora, debemos considerar que nuestra posición...
La doctora lo ignoró. A punto estuvo de darse la vuelta y pedirle a Margaret su opinión antes de que la invadiera una abrumadora sensación de soledad. El espacio que ella había ocupado durante buena parte de su niñez estaba vacío, y así seguiría. Margaret había muerto en Ouistreham.
Junto con la desolación llegó la culpa. Margaret jamás debió haber emprendido aquel viaje, pero había insistido tanto... Adelia tenía debilidad por ella. Necesitaba de una compañía femenina y como le aterraba que no fuera la de su estimada servidora, había accedido. Fue demasiado. Casi mil millas de viaje por mar y el golfo de Vizcaya azotado por la peor tempestad fueron condiciones demasiado duras para una anciana. Una apoplejía. La mujer que con su amor había sostenido a Adelia durante veinticinco años había sido sepultada en la tumba de un minúsculo cementerio a orillas del Orne. Tendría que enfrentarse sola a la travesía a Inglaterra. Una Ruth en tierras foráneas.
—¿Qué habría dicho esa noble alma ante una situación así?
«No sé para qué me preguntáis. De todos modos, nunca tenéis en cuenta mis opiniones. Sé que os arriesgaréis por el pobre caballero. Os conozco, florecilla, no me importunéis pidiéndome consejo, ya que nunca obráis en consecuencia».
«Y, efectivamente, nunca la obedecí», se dijo suavemente Adelia recordando su bella entonación de Devon. Margaret sólo había sido su caja de resonancia. Y su consuelo.
—Tal vez deberíamos partir, doctora —aconsejó Simón.
—El hombre está moribundo.
Ninguno ignoraba el peligro que correrían en el caso de que la operación fallara. Desde que habían desembarcado en aquel desconocido país, Adelia no había sentido más que desolación. Su exotismo otorgaba un halo de hostilidad incluso a la más cordial de las compañías. Pero en este asunto, ni el peligro latente ni el posible beneficio —si el prior resultaba curado— tenían mayor importancia: ella era médico y un hombre estaba muriendo; no había alternativa.
Adelia miró a su alrededor. La calzada, probablemente romana, era recta como un dedo apuntando en una dirección. Hacia el oeste, a su izquierda, donde empezaban las tierras pantanosas de Cambridgeshire, el terreno era llano. La pradera oscura y las tierras húmedas se perdían en el horizonte dorado y bermellón del atardecer. A su derecha había una colina boscosa de poca altura y rodadas que llevaban hasta allí. No se divisaba ningún lugar habitado, una casa, una granja, ni siquiera la cabaña de un cazador. Sus ojos se detuvieron en la zanja, casi una acequia, que discurría entre el camino y las colinas. Se quedó contemplando su contenido como si admirara las bendiciones de la Naturaleza.
Necesitarían privacidad. También luz. Y algo que había en la zanja.
La doctora dio instrucciones.
Los tres monjes se acercaron cargando a su doliente prior. Un indignado Roger de Acton corría junto a ellos, todavía pregonando la eficacia de la reliquia de la priora. El mayor de los monjes se dirigió a Mansur y a Simón.
—El hermano Ninian dice que vosotros sois doctores de Salerno. —Su rostro y su nariz podrían haber afilado un pedernal.
Simón miró a Mansur por encima de la cabeza de Adelia, que permanecía en medio de ambos.
—Ateniéndome rigurosamente a la verdad, puedo deciros que contamos entre nosotros con considerables conocimientos médicos.
—¿Podéis ayudarme? —gritó nerviosamente el prior a Simón.
—Sí —repuso con firmeza, disimulando la opresión que sentía en las costillas.
De todos modos, el hermano Gilbert se colgó del brazo del inválido, reticente a entregar a su superior.
—Prior Geoffrey, ignoramos si estas personas son cristianas. Necesitaréis del consuelo de la oración. Me quedaré junto a vos.
Simón meneó la cabeza.
—Para realizar la curación es necesario obrar en soledad. Entre el doctor y su paciente debe haber privacidad.
—¡Por Jesucristo, dadme algún alivio!
Nuevamente fue el mismo prior Geoffrey quien resolvió la cuestión. Arrojó al suelo al hermano Gilbert y su cristiano solaz. Apartó a los otros dos monjes y les pidió que esperaran allí. El caballero montaría guardia.
Agitando las piernas y tambaleándose, el prior llegó a la abertura trasera del carromato. Simón y Mansur lo levantaron con esfuerzo y lo acomodaron dentro.
Roger de Acton corrió hasta él.
—Señor, si tan sólo dierais una oportunidad a los poderes milagrosos del nudillo del pequeño Peter...
El grito del prior fue categórico.
—¡Ya lo hice, y sigo sin orinar!
El carro osciló por la cuesta y desapareció entre los árboles. Adelia, que había estado escarbando en la zanja, lo siguió.
—Temo por él —confesó el hermano Gilbert. En su voz se percibían más celos que ansiedad.
—Brujería —fue lo único que Roger de Acton pudo exclamar—. Es mejor morir que resucitar por obra de Belcebú.
Ambos caminaban detrás del carro, pero el caballero del prior, sir Gervase, siempre dispuesto a burlarse de los monjes, les cerró rápidamente el paso.
—¿Acaso no han oído que no desea compañía?
Sir Joscelin, el caballero de la priora, fue igualmente enérgico.
—Creo que debemos respetar su voluntad, hermano.
Los dos permanecieron juntos. Aquellos cruzados con cota de malla que habían luchado en Tierra Santa desdeñaban como inferiores a los monjes con hábito que servían pacíficamente a Dios.
El sendero acababa en una extraña colina. El carro ascendió hasta un gran círculo de hierba en medio de los árboles. El reflejo de los últimos rayos de sol lo asemejaba a una gran cabeza calva, verde y aplanada, que proyectaba una luz inquietante sobre el borde del camino, donde el resto de la partida esperaba acampada, cerca de los caballeros.
—¿Qué lugar es ése? —preguntó el hermano Gilbert, mirando hacia el carro, aun cuando no podía distinguirlo. Uno de los escuderos, que estaba desensillando el caballo de su amo, interrumpió su tarea.
—Allí arriba está Wandlebury Ring, señor. Ésas son las colinas de Gog Magog.
Gog y Magog. Gigantes británicos tan paganos como su nombre.
La comitiva cristiana se apiñó alrededor del fuego, tanto más cuando se oyó la voz de alarma de sir Gervase que llegaba desde la oscuridad del bosque.
—Sacrificio sangriento. La cacería salvaje1 clama allí arriba, señores. ¡Oh, es horrible!
Los cazadores del prior Geoffrey, que reunían a sus perros al caer la noche, resoplaron y asintieron con la cabeza.
También Mansur desconfiaba del lugar. Se habían detenido a mitad de camino, en una depresión de la cuesta. Desenganchó las mulas —alborotadas a causa de los gemidos que salían del carromato—, las amarró con una cuerda para que pudieran pastar y se dedicó a encender un fuego.
Volcaron en un cuenco lo que quedaba de agua hervida. Adelia puso dentro lo que había recogido en la zanja y lo observó.
—¿Juncos? ¿Para qué? —preguntó Simón. Adelia se lo explicó y el hombre palideció—. Él... él no lo permitirá... Es un monje.
—Es un paciente —puntualizó Adelia, y escogiendo dos tallos de junco los agitó para escurrirles el agua—. Tenedlo preparado.
—¿Preparado? Ningún hombre está preparado para algo así. Doctora, mi fe en vos es absoluta pero... si me permitís haceros una pregunta... ¿habéis llevado a cabo este procedimiento antes?
—No. ¿Dónde está mi morral?
Simón la siguió cruzando la hierba.
—¿Habéis visto hacerlo al menos?
—No. Maldición, no tendremos suficiente luz. Dos faroles, Mansur —exigió, alzando la voz—. Habrá que colgarlos de los arcos del toldo. ¿Dónde estarán esos lienzos? —se preguntó mientras hurgaba en la alforja de piel de cabra donde tenía sus útiles.
—¿No deberíamos aclarar este asunto? —preguntó Simón, tratando de calmarse—. No habéis realizado nunca esta operación ni habéis visto practicarla.
—No, ya os lo dije —espetó Adelia—. Gordinus la mencionó una vez. Y Gershom, mi padre adoptivo, me describió el procedimiento después de haber visitado Egipto. Lo vio pintado en una antigua tumba.
—Pinturas de antiguas tumbas egipcias —repitió Simón dando el mismo peso a cada una de las palabras—. ¿Eran pinturas en colores?
—No veo ninguna razón por la que no debiera dar buen resultado —replicó Adelia—. Conforme a mis conocimientos de anatomía masculina, el procedimiento tiene sentido.
La doctora se puso en marcha. Simón se lanzó tras ella y la detuvo.
—¿Podemos avanzar un poco más en este razonamiento lógico, doctora? Estáis a punto de realizar una operación peligrosa...
—Sí. Sí... eso creo.
—... a un prelado de considerable jerarquía. Sus amigos esperan allí abajo... —advirtió Simón de Nápoles apuntando hacia el pie de la colina, que poco a poco iba quedando a oscuras—. No todos aprueban nuestra intervención en este asunto. Para ellos somos extranjeros, no nos tienen por personas de prestigio. —Tuvo que hacerse a un lado para poder seguir hablando, pues la doctora había seguido su camino en dirección al carro—. Podría ocurrir, no estoy diciendo que en efecto ocurra, pero en el caso de que el prior muriera y sus amigos aplicaran su propia lógica, evidentemente nos colgarían a los tres de sendos árboles, como quien cuelga ropa lavada en una cuerda. Vuelvo a preguntar: ¿no deberíamos dejar que la Naturaleza siguiera su curso? Tan sólo pregunto.
—El hombre se está muriendo, maese Simón.
—Yo... —Los faroles de Mansur iluminaron el rostro de Adelia y Simón se detuvo, vencido—. Bueno, mi Becca haría lo mismo. —Rebecca era su esposa, el rasero con el que medía la caridad de los seres humanos—. Adelante, doctora.
—Necesitaré de vuestra ayuda.
Simón alzó los brazos y los dejó caer.
—La tendréis —prometió, y salió junto a ella, suspirando y murmurando—. ¿Sería tan malo que la Naturaleza siguiera su curso, Señor? Es todo lo que pregunto.
Mansur aguardó hasta que subieron al carro y entonces se apostó de espaldas a él, con los brazos cruzados, a modo de centinela.
El último rayo de sol del ocaso se apagó sin que la luna hubiera aún ocupado su lugar en el cielo para compensarlo. Las tierras pantanosas y la colina quedaron a oscuras.
En la pradera, junto al camino, una gruesa figura se separó del grupo de peregrinos que rodeaban el fuego, aparentemente urgido por sus necesidades corporales. Valiéndose de la oscuridad, atravesó el camino y con sorprendente agilidad para su peso saltó la zanja y desapareció entre los arbustos cercanos al sendero. Maldiciendo para sus adentros las zarzas que rasgaban su capa, trepó hasta la planicie donde estaba el carro, olfateando para guiarse por el olor de las mulas y orientándose por un atisbo de luz a través de los árboles.
Sin embargo, se detuvo para escuchar la conversación de los dos caballeros que estaban de pie como dos imponentes estatuas en un tramo del sendero desde donde no se veía el carro. La parte del yelmo que les cubría la nariz los volvía indistinguibles.
Oyó que uno de ellos hablaba de la cacería salvaje.
—... la colina del Diablo, sin duda.
—Ningún campesino se acerca al lugar y sería deseable que tampoco nosotros nos viéramos obligados a hacerlo. Antes preferiría a los sarracenos —replicó claramente su compañero.
Al escuchar aquello, el hombre se santiguó y siguió subiendo con sumo cuidado. Pasó sigilosamente junto al árabe, otra estatua bajo la luz de la luna, y, por fin, llegó a un lugar desde el cual podía vislumbrar el interior del carro, que a la luz de los faroles resplandecía como un ópalo en un fondo de terciopelo negro.
Se acomodó cuanto pudo. A su alrededor, el paso indolente de los animales hacía crujir los arbustos. Una lechuza surgió chillando de su cabeza dispuesta a cazar. Súbitamente se oyeron voces en el carro. Una de ellas se distinguía con claridad.
—Recostaos. Esto no os causará dolor. Maese Simón, si pudierais levantar su hábito...
—¿Qué hace ella aquí? ¿Qué tiene en la mano? —se oyó preguntar al prior Geoffrey con voz aguda.
—Recostaos, cerrad los ojos, tened la seguridad de que esta dama sabe lo que hace —le respondió el hombre al que llamaban Simón.
—No la tengo. He caído en manos de una bruja. Que Dios tenga piedad de mí, esta mujer va a sacarme el alma a través del pene. —En la voz del prior se percibía pánico.
—No os mováis. Maldición —repuso nuevamente la voz melodiosa, con severidad y concentración—. ¿Queréis que vuestra vejiga explote? Sostened el pene en alto, maese Simón. Arriba, necesito que se mantenga en una postura que no ofrezca resistencia. La bacinilla, Simón, rápido, sostenedla ahí.
El prior chilló.
Entonces se oyó un sonido, como si una cascada cayera en una pila, y un grito de satisfacción, similar al de un hombre que ha saciado su apetito carnal o cuya vejiga se ha liberado de una tortuosa presión.
Desde su escondite, el recaudador de impuestos del rey abrió los ojos como platos, hizo una mueca de interés, asintió para sí y comenzó a bajar la cuesta.
Se preguntaba si los caballeros habrían oído lo mismo que él. Probablemente no, pensó.
No estaban lo suficientemente cerca del carro y la toca que protegía su cabeza del yelmo metálico atenuaría el sonido. Por lo tanto, sólo él, además de los ocupantes del carro y el árabe, estaba en posesión de esa misteriosa información.
Desanduvo el camino por el que había llegado, agazapándose en las sombras. Sorprendentemente, a pesar de la oscuridad, eran muchos los peregrinos que esa noche se habían adentrado en la colina.
Vio al hermano Gilbert, que presumiblemente intentaba descubrir qué estaba ocurriendo en el carro. Vio a Hugh, el cazador de la priora, empeñado en el mismo propósito o tal vez atisbando en la espesura, como se esperaría de él. Y esa figura indefinida que se deslizaba entre los árboles, ¿era la de una mujer? ¿La mujer del mercader en busca de un lugar privado donde hacer sus necesidades? ¿Una monja dando cuenta de lo mismo? ¿O un monje?
No había modo de saberlo.
Capítulo 3
El amanecer iluminó a los peregrinos que aguardaban junto al camino, desanimados e irascibles. La priora reconvino a su caballero cuando éste se interesó por cómo había pasado la noche.
—¿Dónde habéis estado, sir Joscelin?
—Custodiando al prior, señora. Estaba en manos de forasteros y tal vez necesitara ayuda.
A la priora eso no pareció importarle.
—De modo que eso hicisteis. Y si hubiera querido continuar anoche, ¿quién habría podido protegerme? Apenas distan cuatro millas para llegar a Cambridge. El pequeño Peter aguarda al relicario donde se depositarán sus huesos, y ya ha esperado demasiado.
—Deberíais haber traído los huesos con vos, señora.
El viaje de la priora a Canterbury no había sido tan sólo un devoto peregrinaje. También había tenido por objeto recoger el relicario encargado a los orfebres del mártir Tomás Becket, que, tras doce meses de trabajo, estaba terminado. Allí descansarían los restos del nuevo patrón del convento, que hasta ahora yacían en una urna de ínfima calidad en Cambridge. La priora tenía grandes expectativas acerca de lo que ocurriría después.
—He traído su santo nudillo —repuso bruscamente— y si el prior Geoffrey tuviera tanta fe como presume, habría sido suficiente para curarlo.
—Aun así, madre, ¿cómo podíamos dejar al pobre prior en una situación tan delicada y en manos de desconocidos? —preguntó suavemente la joven monja.
En verdad, la priora era capaz de ello, pues la escasa simpatía que el prior Geoffrey le profesaba era correspondida.
—Él tiene su propio caballero, ¿no? —preguntó a sir Joscelin.
—Para montar guardia durante toda la noche se necesitan dos hombres, señora —explicó sir Gervase—. Uno de ellos vigila mientras el otro duerme.
El caballero estaba algo irascible. De hecho, ambos vigías tenían los ojos enrojecidos, un indicio de que ninguno había dormido.
—¿Acaso yo he dormido? Tanta gente yendo y viniendo a mi alrededor sin dejar de alborotar. ¿Por qué necesita él doble custodia?
En buena medida, la animosidad que existía entre el convento de Santa Radegunda y la congregación de San Agustín, en Barnwell, se debía a que la priora Joan suponía que el prior sentía envidia de los milagros que ya había realizado el pequeño Peter en su convento. Sin contar que, una vez que instalaran al pequeño santo en la sepultura adecuada, su fama se expandiría, los devotos se acercarían a hacer rogativas que duplicarían los ingresos del convento, y los milagros, por ende, aumentarían. Ante tan poderosos motivos no era de extrañar la envidia del prior Geoffrey.
—Pongámonos en marcha. No podemos esperar a que se recupere —ordenó la priora—. ¿Dónde está ese Hugh con mis sabuesos? —preguntó después mirando a su alrededor—. ¡Demonios! Es capaz de haberlos llevado a la colina.
En un instante sir Joscelin partió en busca del indisciplinado cazador. Sir Gervase, temiendo por sus propios perros, que se habían sumado a la jauría de Hugh, lo siguió.
El descanso de toda una noche le había sentado bien al prior. Acomodado en un tronco, devoraba con apetito los huevos que los italianos freían en una sartén, mientras trataba de decidir cómo formular las numerosas preguntas que rondaban en su cabeza.
—Estoy asombrado, maese Simón —empezó el prior.
El hombrecillo que tenía enfrente asintió con la cabeza.
—Es comprensible, excelencia. «Certum est, quia impossibile».
El prior se asombró aún más al oír que un vulgar mercachifle citaba a Tertuliano. No obstante, la definición había sido precisa: «Cierto es porque es imposible». ¿Qué clase de gente era aquélla? En cualquier caso, el religioso comprendió que para averiguarlo lo mejor era empezar por lo elemental.
—¿Dónde está la mujer?
—Le agrada recorrer las colinas, excelencia, para recoger hierbas y estudiar la Naturaleza.
—Pues en esta colina debería hacerlo con cautela. Los lugareños la evitan pues creen que la habitan fantasmas y brujas, y sólo sus ovejas vienen a pastar aquí. Dicen que Wandlebury Ring es el lugar donde aparece la cacería salvaje.
—Mansur va siempre con ella.
—¿El sarraceno? —Aun cuando el prior Geoffrey se consideraba un hombre de criterio amplio y le estuviera agradecido a aquella mujer, se sintió decepcionado—. Entonces, ¿es una bruja?
—Excelencia, os rogaría que... — trató de explicar Simón con un gesto de desaprobación— si pudierais evitar la mención de esa palabra en su presencia... Podría decirse que es una doctora diplomada —agregó. Una vez más, las palabras de Simón eran absolutamente fieles a la verdad—. La escuela de Salerno permite que las mujeres practiquen la medicina.
—He oído algo de eso —reconoció el prior—. Salerno, ¿verdad? Pero me parecía tan imposible de creer como que las vacas vuelan. Parece que de ahora en adelante tendré que mirar al cielo esperando verlas.
—Será lo mejor, excelencia.
El prior continuó comiendo y disfrutando del verdor de la primavera y de los gorjeos de los pájaros como no lo había hecho desde hacía tiempo. Entretanto, trataba de evaluar la situación. Si bien aquellas personas eran, sin duda, poco respetables, también eran educadas. Ergo, no eran en absoluto lo que parecían ser.
—Ella me salvó, maese Simón. ¿Aprendió a practicar esa operación en Salerno?
—Según creo, lo aprendió de los mejores médicos egipcios.
—Extraordinario. Decidme cuáles son sus honorarios.
—No aceptará que le pague.
—¿Cómo es posible? —El asombro del prior Geoffrey experimentaba un incesante aumento. El hombre que tenía delante y la mujer que lo había salvado no parecían tener un centavo—. Me insultó, maese Simón.
—Excelencia, os pido disculpas en su nombre. Me temo que entre sus habilidades no figuran los buenos modales para con los pacientes.
—No, en efecto —convino el prior. Y por lo que había visto, tampoco recurría a las artimañas propias de la seducción femenina—. Perdonad la impertinencia de un anciano, pero os lo pregunto para poder dirigirme correctamente a ella. ¿A quién de ustedes dos... le dedica su cariño?
—A ninguno de los dos, excelencia. —En lugar de sentirse ofendido, al mercachifle le había causado gracia la pregunta—. Mansur es su sirviente, un eunuco. Le ocurrió una desgracia. Por mi parte, tengo esposa e hijos en Nápoles. No nos une esa clase de relación, somos sólo aliados circunstanciales.
El prior, a pesar de no ser un hombre ingenuo, le creyó, y su curiosidad se avivó aún más. ¿Qué demonios harían en ese condado?
—No obstante, debo deciros que, cualquiera que sea vuestro propósito en Cambridge, se verá entorpecido por el hecho de que el grupo esté constituido de manera tan peculiar. La señora doctora debería contar con compañía femenina.
Ahora le llegó el turno a Simón de sorprenderse. El prior Geoffrey comprobó que verdaderamente aquel hombre no veía a su cora-pañera más que como a una colega.
—Supongo que estáis en lo cierto —admitió Simón—. Tenía una acompañante cuando partimos para cumplir con esta misión, la niñera de su infancia, pero la anciana murió durante el viaje.
—Os aconsejo que busquéis a otra. —El prior hizo una pausa y luego continuó—: Habéis mencionado una misión. ¿Puedo preguntaros de qué se trata? —Simón parecía dudar—. Maese Simón, presumo que no habéis hecho la travesía desde Salerno tan sólo para vender panaceas. Si la vuestra es una misión delicada, podéis hablar impunemente de ella conmigo —propuso el prior, y como Simón seguía indeciso, chasqueó la lengua, indicando la obviedad de sus palabras—. Metafóricamente, maese Simón, me tenéis cogido de los testículos. ¿Cómo podría traicionar vuestra confianza sabiendo que estáis en posición de defenderos simplemente informando al pregonero de que yo, un canónigo de San Agustín, persona de cierta importancia en Cambridge y, me enorgullece decirlo, en todo el reino, no sólo dejé la parte más íntima de mi cuerpo en manos de una mujer, sino que también permití que introdujera en ella el tallo de una planta? Parafraseando al inmortal Horacio: «¿Qué ocurriría en Corinto?».
—¡Ah...! —exclamó Simón.
—Así es. Hablad con libertad, maese Simón, y saciad la curiosidad de un anciano.
En consecuencia, Simón le contó que habían viajado a Inglaterra para descubrir al individuo que estaba asesinando y secuestrando a los niños de Cambridge. El objetivo de la misión no era usurpar las potestades de los funcionarios locales.
—Es sólo que en algunas ocasiones las investigaciones realizadas por quienes detentan la autoridad tienden a cerrar bocas en lugar de abrirlas, por lo que nosotros, anónimos e ignorados... —Simón hizo hincapié en que no se trataba de una intromisión. Sin embargo, dado que el descubrimiento del asesinato se había demorado... obviamente, se trataba de un asesino particularmente artero... deberían tomar precauciones especiales...—. Nuestros señores, aquellos que nos han enviado, parecen convencidos de que la señora doctora y yo poseemos las aptitudes adecuadas para resolver este asunto.
Al escuchar el relato, el prior Geoffrey comprendió que Simón de Nápoles era judío. Inmediatamente le invadió el pánico. En calidad de autoridad suprema de una gran orden monástica, sería responsable por el estado del mundo cuando tuviera que comparecer ante Dios, el día del Juicio, que no tardaría en llegar. ¿Qué respondería al Todopoderoso, que había ordenado que en él imperara la única y verdadera fe? ¿Cómo justificaría ante el trono de Dios la existencia de no conversos que infectaban lo que debía ser un cuerpo íntegro y perfecto? ¿Por qué motivo no había hecho nada?
Era una antigua lucha. Mientras se educaba en el seminario, el humanismo había sido tema de fervorosa discusión y sus argumentos se habían impuesto. ¿Qué podía hacer?
No estaba entre los que fomentaban el exterminio. No quería ver almas —si los judíos tenían alma— desamparadas, arrojadas al infierno. Además de dar su apoyo a los judíos de Cambridge, los protegía, aun cuando reprendía duramente a otros hombres de la Iglesia que al pedirles dinero en préstamo alentaban en ellos el pecado de la usura.
Ahora estaba en deuda con uno de ellos: le debía la vida. Y, en efecto, si ese hombre —judío o no— podía resolver el misterio que estaba causando tanto dolor en Cambridge, el prior Geoffrey estaría a su disposición. No obstante, ¿por qué había traído consigo a un médico, mejor dicho, a una mujer que ejercía la medicina?
Cuando el prior Geoffrey terminó de escuchar el relato de Simón, el desconcierto ocupó el lugar del asombro, en buena medida debido a la franqueza del hombre, una característica que hasta el momento no había encontrado en su raza. En lugar de palabras cautelosas o incluso arteras, había oído la verdad.
«¡Pobre tonto!», pensaba el prior. Unas pocas palabras persuasivas habían sido suficientes para que revelara sus secretos. Qué mente tan cándida. Carecía de astucia. ¿Quién habría enviado a ese pobre tonto?
Simón ya había contado su historia. Sólo se oía el canto de un mirlo, que llegaba desde un cerezo silvestre.
—¿Os han enviado los judíos para rescatar a los judíos?
—De ningún modo, excelencia. En verdad os digo que el principal interesado parece ser el rey de Sicilia, un normando, como bien sabéis. Incluso a mí me sorprende que así sea. Pero no puedo dejar de suponer que otras personalidades influyentes han intervenido también en este asunto. Nuestras credenciales no fueron cuestionadas en Dover, lo que me hace pensar que los funcionarios ingleses no ignoran nuestra misión. Puedo garantizaros que si se demostrara que los judíos de Cambridge son culpables de este horroroso crimen, me ofrecería voluntariamente para preparar la cuerda que los ahorque.
Bien. El prior le creía.
—Pero ¿puedo preguntar por qué, para, llevar a cabo la empresa, era necesario incluir a esa doctora? Seguramente, dado que se trata de una rara avis, despertaría una curiosidad indeseada si fuera descubierta.
—También yo tenía mis dudas al principio —declaró Simón.
No habían sido dudas, sino consternación. Nadie le había dicho nada acerca del sexo del médico que lo acompañaría hasta que la doctora y sus sirvientes abordaron el barco que los llevaría a Inglaterra. Para entonces, ya era tarde para protestar. De todos modos, lo había hecho. Gordinus el africano —el más grande de los médicos y el más ingenuo de los hombres— creyó que sus aspavientos eran ademanes de despedida, y los devolvió efusivamente mientras el navío se alejaba.
—Tenía mis dudas —prosiguió—. Sin embargo, ha demostrado ser modesta y capaz, y habla fluidamente inglés. Más aún... —sonrió Simón con deleite, acentuando las arrugas de su rostro, mientras distraía la atención del prior de un tema confidencial; ya tendría ocasión de revelar cuál era la peculiar habilidad de Adelia, pero aún no era el momento—, como diría mi esposa, el Señor tiene sus propios motivos. De otro modo, ¿cómo se explica su presencia en una situación tan crucial? —El prior Geoffrey asintió suavemente con la cabeza; no había duda de ello. Él mismo ya se había arrodillado agradeciendo a Dios Todopoderoso haber puesto a esa mujer en su camino—. Sin embargo —continuó Simón—, nos sería de utilidad conocer cuantos detalles posea sobre la forma en que fue asesinado ese niño y las condiciones en que desaparecieron los otros dos antes de llegar al pueblo.
La frase quedó flotando en el aire.
—Los niños... —enunció por fin, pesadamente, el prior Geoffrey—. Debo deciros, maese Simón, que cuando partimos hacia Canterbury los desaparecidos ya no eran dos, como decís, sino tres. De hecho, de no haberlo prometido, no habría formado parte de esta peregrinación, pues me aterrorizaba que el número siguiera aumentando. Que Dios se apiade de ellos, todos tememos que los pequeños hayan tenido el mismo destino que el primer niño, Peter. Crucificado.
—No por los judíos, excelencia. Nosotros no crucificamos niños.
«Vosotros crucificasteis al hijo de Dios», pensó el prior. Pobre tonto, si revelaba que era un judío en el lugar al que se dirigía, lo descuartizarían. Y a su doctora con él.
«Maldición, tendré que intervenir en este asunto», se dijo.
—Debo advertiros, maese Simón, que nuestra gente está muy mal predispuesta hacia los judíos. Temen que otros niños sean secuestrados.
—Excelencia, ¿se ha hecho ya alguna investigación? ¿Qué pruebas permiten culpar a los judíos?
—La acusación se produjo casi inmediatamente —explicó el prior Geoffrey— y tengo motivos para temer que...
Los poderosos acudían a Simón Menahem de Nápoles porque conocían bien sus capacidades. Su talento como agente, investigador, mediador, interrogador y espía hacía que la gente lo tomara por quien parecía ser. Ninguna persona podría creer que aquel hombrecillo insignificante, nervioso, entusiasta, incluso ingenuo, que divulgaba información fidedigna, fuera capaz de superarla en inteligencia. Sólo cuando el trato estaba hecho, la alianza sellada o el fondo del asunto descubierto, comprendían que Simón había logrado exactamente lo que sus amos querían. «Pero es un tonto», se dirían.
Y era a ese tonto —que había analizado la personalidad del religioso y había descubierto que se sentía profundamente en deuda— a quien el sutil prior le estaba refiriendo cuanto deseaba saber.
Todo había acontecido aproximadamente un año antes. El último viernes de Cuaresma, Peter, un niño de ocho años que vivía en Trumpington, una aldea al suroeste de Cambridge, había ido a recoger, por encargo de su madre, ramas de sauce, que en Inglaterra reemplazan a las de olivo para la celebración del Domingo de Ramos.
Peter no había hecho caso de los sauces que crecían cerca de su casa y había corrido hacia el norte, a lo largo del Cam, recolectando ramas del árbol que estaba a orillas del río, en la zona vecina al convento de Santa Radegunda. Se decía que era un árbol sagrado porque lo había plantado la propia santa.
—Como si una santa germana de los tiempos oscuros hubiera venido hasta Cambridgeshire para plantar un árbol —ironizó con amargura el prior, interrumpiendo su relato—. Pero esa arpía... —añadió refiriéndose a la priora de Santa Radegunda—, eso se lo calla.
Ese mismo día, el último viernes de Cuaresma, algunos de los judíos más importantes y ricos de Inglaterra se habían reunido en Cambridge, en la casa de Chaim Leonis, con motivo del casamiento de su hija. Peter vislumbró el festejo desde el otro lado del río mientras recogía las ramas. Y en lugar de regresar por el mismo camino, tomó la ruta más corta, por la judería. Cruzó el puente y pasó por la ciudad para contemplar de cerca los carruajes y las ornamentadas monturas de los caballos de los invitados, guarecidos en el establo de Chaim.
—El tío de Peter era el mozo de cuadra de Chaim.
—¿Aquí se permite que los cristianos trabajen para los judíos? —preguntó Simón como si no conociera la respuesta—. ¡Santo Cielo!
—Oh, sí. Los judíos son patrones muy serios. Y Peter visitaba regularmente el establo, e incluso la cocina, donde la cocinera de Chaim, también judía, solía darle dulces, un hecho que perjudicaría a la familia, porque más tarde se consideraría que los habían utilizado como señuelo.
—Adelante, excelencia, os escucho.
—El tío de Peter, Godwin, estaba tan ocupado con esa cantidad inusual de caballos que no podía prestar atención al niño y le pidió que regresara a su casa. Y allí creyó que estaría hasta que, esa noche, ya tarde, la madre de Peter llegó hasta eí pueblo preguntando por él. Hasta ese momento nadie se había dado cuenta de que el niño había desaparecido. Se dio alerta a la guardia y también a las autoridades que vigilaban el río. Era probable que el cuerpo hubiera caído en las aguas del Cam. Al amanecer rastrearon la ribera. Nada.
Nada al cabo de una semana. La gente de la ciudad y los aldeanos que el Viernes Santo llegaban de rodillas hasta la cruz dirigían sus oraciones a Dios Todopoderoso rogando por el regreso de Peter de Trumpington.
El lunes siguiente, sus preces tuvieron la más espantosa respuesta. El cuerpo de Peter fue hallado en el río, cerca de la casa de Chaim, atrapado debajo de un embarcadero.
—No obstante, la culpa no recayó en los judíos —prosiguió el prior encogiéndose de hombros—. Los niños suelen dar volteretas y pueden caer al río, dentro de un pozo o en una zanja. Pensábamos que había sido un accidente hasta que se presentó Martha, la lavandera. Martha vive en Bridge Street, y Chaim Leonis es uno de sus clientes. Dijo que la noche en que el pequeño Peter desapareció ella había dejado una canasta con ropa limpia en la puerta trasera de la casa de Chaim. Como la puerta estaba abierta, entró en la casa...
—¿Entregó la ropa limpia tan tarde? —preguntó sorprendido Simón.El prior Geoffrey ladeó la cabeza.
—Creo que debemos aceptar que Martha sentía curiosidad. Nunca había visto una boda judía. Al igual que ninguno de nosotros, por supuesto. En cualquier caso, entró en la casa. La parte de atrás estaba desierta, los invitados se habían trasladado al jardín delantero. En el corredor, una puerta que daba a una de las habitaciones estaba medio abierta...
—Otra puerta abierta —recalcó Simón, que aparentemente volvía a sorprenderse.
—¿Os estoy contando algo que ya sabéis? —preguntó el prior mirándolo a la cara.
—Mis disculpas, excelencia. Continuad con vuestro relato, os lo ruego.
—Muy bien. Martha miró hacia el interior de la habitación y vio, dice que vio, un niño colgado de las manos en una cruz. No pudo más que sentirse aterrorizada porque, en ese preciso instante, la esposa de Chaim apareció en el corredor y la insultó. Ella huyó.
—¿Sin dar alerta a la guardia? —preguntó Simón.
El prior movió la cabeza, asintiendo.
—En efecto, ahí reside la debilidad de su relato. Suponiendo que Martha viese el cuerpo en el momento en que dice haberlo visto, no dio alerta a la guardia. No avisó a nadie. Sólo lo hizo después, cuando el cadáver del pequeño Peter fue descubierto. Entonces refirió lo que había visto a un vecino, que a su vez se lo contó a otro vecino, que fue al castillo y se lo dijo al alguacil. En el sendero que conduce a la casa de Chaim se encontró una rama de sauce. Un hombre que suele llevar turba al castillo declaró que el último viernes de Cuaresma, desde la orilla opuesta del río, avistó a dos hombres, uno de ellos con un sombrero como el que usan los judíos, que desde el gran puente arrojaban un bulto al Cam. Luego otros dijeron que habían oído gritos que provenían de la casa de Chaim. Yo vi el cadáver cuando lo sacaron del río y pude observar los estigmas de la crucifixión. —El prior frunció el ceño—. El pequeño cuerpo estaba horriblemente hinchado, tenía marcas en las muñecas y el vientre parecía haber sido abierto con algo semejante a una lanza, y... tenía otras heridas. En el pueblo inmediatamente hubo un gran tumulto. Para evitar que todos los hombres, mujeres y niños judíos, que estaban bajo la protección del rey, fueran víctimas de una carnicería, el alguacil y sus hombres, actuando en nombre del monarca, los llevaron rápidamente al castillo de Cambridge. En el trayecto, de todos modos, aquellos que buscaban venganza se apoderaron de Chaim y lo colgaron del sauce de Santa Radegunda. Cuando su esposa rogó por él, la capturaron y la descuartizaron. —El prior Geoffrey se santiguó—. El alguacil y yo hicimos lo que pudimos pero fuimos superados por la furia de los aldeanos. —Dolorosos recuerdos le hacían fruncir el ceño—. Vi hombres decentes transformados en seres demoníacos y matronas convertidas en mujeres abandonadas a sus instintos. —El religioso se quitó el solideo y se pasó la mano por la calva—. Incluso en esas circunstancias, probablemente habríamos podido poner freno al problema. El alguacil trató de restaurar el orden y se esperaba que, dado que Chaim estaba muerto, los demás judíos pudieran regresar a sus hogares. Pero no. En ese momento apareció Roger de Acton, un clérigo nuevo en nuestro pueblo, y uno de los peregrinos a Canterbury. Sin duda lo habréis visto, un sujeto pertinaz, de piernas magras, rasgos miserables, rostro pálido, un ser de dudosa honradez. El señor Roger... —en la mirada que el prior le lanzó a Simón se percibía desaprobación— casualmente es primo de la priora de Santa Radegunda, y pretende ganar fama garabateando opúsculos religiosos que no revelan más que su ignorancia. —Los dos hombres menearon la cabeza. El mirlo seguía cantando. El prior Geoffrey suspiró—. El señor Roger oyó la tétrica palabra, «crucifixión», y se aferró a ella como un hurón. Era algo nuevo, algo más que una mera acusación de tortura como las que los judíos siempre han inspirado. Os pido perdón, maese Simón, pero siempre ha sido así.
—Me temo que es cierto, excelencia.
—Se trataba de una nueva representación de la Pascua, un niño digno de sufrir el martirio del Hijo de Dios y, por lo tanto, indudablemente, un santo y un hacedor de milagros. Lo habría sepultado con decoro, pero me lo impidió esa bruja con aspecto humano que se hace pasar por monja de la orden de Santa Radegunda. —El prior agitó su puño en dirección al camino—. Ella secuestró el cuerpo del niño, reivindicando que era suyo, tan sólo porque los padres de Peter viven en un terreno propiedad del convento. Mea culpa. Me temo que ambos nos disputamos el cadáver. Pero esa mujer, maese Simón, ese monstruo, no veía el cuerpo de un niño que merecía cristiana sepultura, sino una adquisición para la guarida del demonio que ella denomina convento, una fuente de ingresos generados por peregrinos e inválidos que buscan curación. Una atracción, maese Simón. —El prior se recostó—. Y en eso se ha convertido. Roger de Acton ha divulgado la noticia. Han visto a nuestra priora pidiendo consejo a los cambistas de Canterbury acerca de la manera de vender las reliquias y símbolos del pequeño Peter en la puerta del convento. Quid non mortalia pectora cogis, auri sacra fames!2
—Estoy impresionado, excelencia —afirmó Simón.
—No puede ser de otro modo, señor. Ella tiene un nudillo de la mano del niño, que, al igual que su primo, apretó contra mi cuerpo en medio de mi dolor, diciendo que me curaría instantáneamente. Como veis, Roger de Acton desea agregarme a su lista de milagros, para que mi nombre sea incluido entre los de aquellos que solicitan al Vaticano la canonización del pequeño Peter.
—Entiendo.
—Ese nudillo que, siendo tan agudo mi dolor, no tuve escrúpulos para tocar, no surtió ningún efecto. Mi alivio provino de un origen más imprevisible —indicó el prior, poniéndose de pie—. Lo cual me recuerda que me urge hacer mis necesidades.
Simón alzó una mano para detenerlo.
—Pero, excelencia, ¿qué se sabe de los otros niños, los que aún no han aparecido?
El prior Geoffrey se quedó inmóvil, como si estuviera escuchando el canto del mirlo.
—Por el momento, nada. El pueblo se ha saciado con Chaim y Miriam. Los judíos alojados en el castillo se estaban preparando para partir cuando otro niño desapareció y entonces no nos atrevimos a trasladarlos.
El prior miró hacia otro lado para que Simón no pudiera ver su rostro.
—Fue el Día de Difuntos. Un niño de mi propia escuela. —Simón notó que la voz del prior se quebraba—. Luego una niña, la hija de un criador de aves. El Día de los Santos Inocentes. Que Dios nos ayude. Más recientemente, el día de San Eduardo, rey y mártir, otro muchacho.
—Pero, excelencia, ¿quién puede acusar a los judíos de estas desapariciones? ¿Acaso no están aún encerrados en el castillo?
—Al parecer, maese Simón, a los judíos se les atribuye ahora la capacidad de volar sobre las almenas del castillo, arrebatar a los niños y desgarrarlos a dentelladas antes de arrojar sus cadáveres en el pantano más cercano. Os aconsejaría que no revelarais vuestra condición, puesto que... —el prior hizo una pausa— han aparecido signos.
—¿Signos?
—Los encontraron en las zonas donde fueron vistos cada uno de los niños. Símbolos cabalísticos. Los aldeanos dicen que se parecen a la Estrella de David. Y ahora —el prior Geoffrey cruzó las piernas— tengo que hacer mis necesidades. Es un asunto de cierta importancia.
—Buena suerte, excelencia. —Simón lo vio caminar vacilante hacia los árboles. Pensó que había acertado al revelarle tanta información. Había ganado un valioso aliado. A cambio de los datos que el prior le había aportado, él le había brindado otros, aunque no todos.
La tierra aplastada del sendero que iba hacia la cima de la colina de Wandlebury provenía de algunas de las grandes zanjas que los primeros pobladores habían cavado para defender el lugar. Las ovejas, a su paso, la habían nivelado. Adelia, con una canasta en el brazo, ascendió fácilmente y se encontró a solas en la cima de la colina, un inmenso círculo cubierto de hierba, moteado con excrementos de ovejas semejantes a grosellas.
Vista desde lejos, la colina parecía un terreno pelado. Los únicos árboles crecían un poco más abajo y se agrupaban en la ladera que miraba hacia el este. El resto estaba cubierto por matas de espino y enebro. La superficie tenía hoyos por todas partes y curiosas depresiones, algunas de ellas de dos o tres pies de profundidad y al menos seis de diámetro. Un buen lugar para torcerse el tobillo.
Hacia el este, por donde salía el sol, el declive era suave; hacia el oeste la ladera caía abruptamente hacia la llanura.
Adelia se abrió la capa, cruzó las manos por detrás del cuello y dejó que la brisa traspasara a través de la odiosa túnica de burda lana adquirida en Dover que Simón de Nápoles le había rogado que usara.
—Para llevar a cabo nuestra misión debemos engañar a la gente común de Inglaterra, doctora. Si vamos a mezclarnos con ellos para descubrir qué saben, debemos tener una apariencia similar.
—¿Y sin duda creeréis que cada uno de los rasgos de Mansur son los de un siervo sajón? Además, ¿qué podéis alegar respecto a nuestros acentos?
Pero Simón había argumentado que tres extranjeros que iban de un lugar a otro ofreciendo medicinas milagrosas —y por ello ganándose la simpatía del vulgo— podían oír más secretos que un millar de inquisidores.
—Debemos evitar que nuestra jerarquía nos aleje de aquellos a los que interrogaremos. No es su respeto, sino la verdad lo que vamos a buscar.
—Con esto —replicó Adelia refiriéndose a la túnica— no será respeto lo que obtendremos. —No obstante, el cabecilla de la misión era Simón, más experimentado que ella en el arte de engañar. Adelia se había vestido con aquella prenda, que era básicamente una tela cerrada en los hombros por dos prendedores, conservando debajo su ropa interior de seda. Aun cuando nunca se había contado entre quienes seguían los dictados de la moda, ni siquiera por acatar las órdenes del rey de Sicilia habría tolerado la arpillera sobre la piel.
La luz le cegaba. Estaba cansada. Había pasado la noche en vela, cerciorándose de que su paciente no tuviera fiebre. Al amanecer, la piel del prior estaba fresca y su pulso normal. Aparentemente la operación había sido un éxito. Sólo quedaba por ver si podía orinar sin ayuda y sin dolor. Por el momento, todo en orden, como solía decir Margaret.
Adelia comenzó a caminar, buscando especies vegetales que pudieran ser de utilidad. Mientras pisaba el terreno con sus bastas botas —otro detalle del disfraz— percibió un aroma dulzón y desconocido. Entre la hierba había plantas medicinales: brotes de verbena, hiedra terrestre, hierba gatera, lechuguilla, clinopodio, una especie que los ingleses denominaban albahaca silvestre, aunque por su aspecto y su aroma no podía decirse que verdaderamente lo fuera. En cierta ocasión había comprado un antiguo herbario inglés a los monjes de Santa Lucía, pero no había podido leerlo. Se lo había regalado a Margaret, a modo de recuerdo de su tierra natal y sólo lo volvió a recuperar cuando continuó con sus estudios sobre el reino vegetal.
Era emocionante —tanto como lo habría sido encontrarse por casualidad con una personalidad ilustre— ver crecer allí, a sus pies, las mismas especies que había observado en las ilustraciones de aquel herbario. El autor, que como la mayoría de los herboristas se apoyaba en los conocimientos de Galeno, prescribía las recomendaciones habituales: laurel para protegerse de los rayos; consuelda para ahuyentar la peste; mejorana para asentar el útero —como si el útero pudiera flotar hasta la cabeza y volver a bajar dentro del cuerpo femenino cual cereza dentro de una botella—. ¿Por qué los estudiosos nunca observaban?
La doctora comenzó a arrancar algunas plantas.
De pronto se sintió inquieta. No había razón para estarlo, el gran círculo seguía tan desierto como antes. La sombra de las nubes pasó rauda sobre la hierba; la luz del día cambió. Un espino raquítico tomó la forma de una anciana encorvada; el súbito chillido de una urraca hizo que los pájaros más pequeños salieran volando.
En cualquier caso, habría deseado no ser la única silueta que sobresalía en medio de tanta llanura. Qué tonta había sido. Las plantas y la aparente desolación del lugar la habían tentado y, cansada de la cháchara que la acompañaba desde Canterbury, había cometido el error de aventurarse sola por esos parajes, después de pedirle a Mansur que cuidara del prior. Un gran error. Había anulado su inmunidad ante los predadores. De hecho —como bien sabían los hombres de la región— estar allí sin la compañía de Margaret y Mansur era como llevar un letrero que dijera: «Venid a violarme». Si la invitación fuera aceptada, no sería responsabilidad del violador, sino suya.
Maldecía la prisión en la que los hombres encarcelaban a las mujeres. Adelia ya había padecido sus barrotes invisibles cuando —para ir de una clase a otra— Mansur insistía en acompañarla por los largos y oscuros corredores de la escuela de Salerno. Sentía que de ese modo se destacaba entre los demás estudiantes y adquiría la apariencia de una persona ridícula, rodeada de privilegios especiales.
Pero, ciertamente, había aprendido la lección el día que prescindió de su acompañante. Recordaba el ultraje y la desesperación con las que había tenido que defenderse, con uñas y dientes, de un estudiante; la sensación indigna de pedir auxilio a gritos —que, gracias a Dios, habían sido oídos— y el consiguiente sermón de sus profesores y, por supuesto, de Mansur y Margaret, acerca de los pecados de la arrogancia y la negligencia, que atentaban contra la buena reputación. Nadie había culpado a aquel joven, aunque más tarde Mansur —para enseñarle a tener buenos modales— le había roto la nariz.
Pese a todo, Adelia seguía siendo la misma, su arrogancia no había desaparecido, y se obligó a caminar un poco más, aunque en dirección a los árboles, recogiendo un par de plantas antes de mirar a su alrededor.
Nada. La brisa agitó las flores del espino; la luz volvió a atenuarse cuando una nube pasó delante del sol.
Apareció un faisán, aleteando y chillando. Adelia se volvió para mirar.
Como si hubiera brotado de la tierra, un hombre se dirigía hacia ella, proyectando una larga sombra.
Esta vez no se trataba de un estudiante con la cara llena de granos. Era uno de los rudos y leales cruzados que custodiaban la peregrinación. Los eslabones metálicos de su cota de malla siseaban bajo el tabardo. En su boca se dibujaba una sonrisa, pero sus ojos tenían una expresión tan dura como el metal que le cubría la cabeza y la nariz.
—Bien, muy bien... —decía por anticipado—, muy bien, señorita.
Adelia se sintió profundamente consternada a causa de su propia estupidez y de lo que se avecinaba. Contaba con algunos recursos; uno de ellos, una pequeña y siniestra daga que llevaba dentro de la bota. Se la había dado su madre adoptiva, una siciliana resuelta, con el consejo de dirigirla al ojo del atacante. Su padrastro judío le había sugerido una defensa más sutil: «Decid a vuestros agresores que sois una doctora y miradlos con preocupación, como si hubieran estado en contacto con la peste. Eso hará flaquear a cualquier hombre».
No obstante, dudaba acerca del ardid más aconsejable para enfrentarse a la masa metálica que avanzaba hacia ella. Y, teniendo en cuenta la misión que debía cumplir, tampoco podía divulgar cuál era su profesión.
El hombre estaba aún a cierta distancia. Se mantuvo erguida y trató de conservar la altivez.
—¿Sí? —respondió bruscamente. Tal vez habría podido impresionarlo si hubiera podido decir que era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar y estuvieran en Salerno, pero en esa solitaria colina aquello poco podía ayudar a una extranjera pobremente ataviada, de quien se sabía que viajaba en un carro de buhoneros, acompañada por dos hombres.
—Así me gusta —replicó el hombre—, una mujer que dice «sí».
Siguió avanzando. Ya no cabían dudas sobre sus intenciones. Adelia se agachó, buscando a tientas dentro de su bota.
Entonces dos cosas sucedieron a un tiempo, procedentes de distintas direcciones.
Se oyó el zumbido del aire que, desde detrás de los árboles, era desplazado por algo que giraba a través de él. Una pequeña hacha clavó su hoja en la tierra, entre Adelia y el caballero. Por otra parte, un grito resonó en la colina.
—En nombre de Dios, Gervase, reunid a vuestros malditos perros y llevadlos de regreso al camino. La señora está impaciente.
Adelia advirtió un cambio en la mirada del caballero. Se inclinó hacia delante, arrancó enérgicamente el hacha de la tierra y se puso de pie, sonriendo.
—Debe de ser mágica —comentó en inglés.
El otro cruzado seguía gritándole que buscara a sus perros y regresara al camino. La turbación del hombre frente a Adelia se transformó en algo semejante al odio, y luego, en forzado desinterés. Entonces se dio la vuelta para reunirse con su compañero.
Adelia pensó que no había hecho buenos amigos en ese lugar.
«Dios, cómo detesto tener miedo, —se dijo—. Maldito sea. Y maldito sea este maldito país, al que no quería venir».
Disgustada consigo misma porque estaba temblando, caminó hacia un lugar sombreado debajo de los árboles.
—Os pedí que os quedarais junto al carro —indicó la doctora en árabe.
—Es verdad —acordó Mansur.
Adelia le devolvió el hacha, a la que él llamaba parvaneh, es decir, mariposa. Mansur se la metió en un extremo del cinto, de modo que quedara oculta debajo de la túnica, mientras dejaba a la vista su daga tradicional enfundada en su hermosa vaina. El hacha era un arma inusual entre los árabes, pero no para las tribus, y los antepasados de Mansur pertenecían a una de aquellas que se habían enfrentado a los vikingos y se habían dirigido a Arabia, donde a cambio de sus mercancías exóticas no sólo habían obtenido armas, sino el secreto para fabricar el acero de calidad superior con el que estaban hechas.
La señora y su sirviente bajaron juntos la colina, caminando entre los árboles. Adelia a trompicones; Mansur, a grandes zancadas, con tanta facilidad como si anduviera por un sendero.
—¿Qué clase de mierda de cabra era ésa? —quiso saber el árabe.
—Uno de ellos se llama Gervase; el otro, Joscelin. Eso creo.
—Cruzados —espetó Mansur, y lanzó un escupitajo.
Tampoco Adelia tenía en alta estima a los cruzados. Salerno estaba de paso hacia Tierra Santa y había tenido oportunidad de verlos cuando iban o volvían. La mayoría de los soldados del ejército cruzado eran intolerables. Tan ignorantes como entusiastas de la obra que realizaban para mayor gloria de Dios, alteraban la armonía en la que vivían diferentes credos y razas con sus protestas por la presencia de judíos, moros y cristianos, a los que a menudo atacaban por practicar religiones diferentes de la suya. A su regreso, habitualmente se les veía amargados, enfermos y empobrecidos. Sólo algunos habían sido recompensados con las riquezas o la gracia divina que esperaban y, en consecuencia, eran igualmente molestos.
Conocía a algunos que jamás habían ido a Ultramar —como denominaban al Reino de Jerusalén— y simplemente se quedaban en Salerno hasta que agotaban la suma de dinero que recibían por sumarse a las cruzadas. Luego retornaban a su lugar de origen, donde se ganaban la admiración de la gente de la ciudad o la aldea con algunos cuentos producto de su imaginación y una túnica de cruzado que habían comprado a bajo precio en el mercado de Salerno.
—Habéis asustado a uno de ellos —afirmó Adelia—. Fue un buen tiro.
—No —respondió el árabe—, fallé.
—Mansur, escuchadme —pidió la doctora—. No estamos aquí para matar a la población...
Adelia se detuvo. Habían llegado a un sendero y un poco más abajo estaba el otro cruzado, al que llamaban Joscelin, el protector de la priora. Había encontrado a uno de los sabuesos y estaba agachado, enganchando una correa a su collar, mientras amonestaba al cazador que estaba junto a él.
Viéndolos llegar, el caballero se incorporó, sonriendo. Saludó a Mansur con la cabeza y le deseó un buen día a Adelia.
—Me complace veros acompañada, señora. Éste no es lugar apropiado para que las bellas damas paseen solas, ni para que otros lo hagan.
No hizo referencia al incidente en la cima de la colina, pero fue hábil: pareció disculparse en nombre de su amigo y reprobó la actitud de la dama. No obstante, ¿por qué la había calificado de bella si no lo era, y menos disfrazada para el papel que representaba? ¿Se sentían los hombres obligados a cortejar? Si así fuera, pensó Adelia de mala gana, probablemente ese hombre tuviera más éxito que la mayoría.
El caballero se había quitado el yelmo y la toca, dejando a la vista su espeso cabello negro, ondulado y bañado en sudor. Los ojos eran sorprendentemente azules. Y teniendo en cuenta su posición, estaba dedicando su cortesía a una mujer que aparentemente no tenía ningún merecimiento.
El cazador se mantuvo alejado, en silencio, observándolos con resentimiento.
Sir Joscelin preguntó por el prior. Adelia fue muy cuidadosa al decir, señalando a Mansur, que el doctor creía que su paciente estaba respondiendo favorablemente al tratamiento.
Sir Joscelin hizo una reverencia al árabe. Adelia pensó que al menos había aprendido buenos modales en su cruzada.
—Oh, sí, la medicina árabe —añadió—. Los que hemos estado en Tierra Santa le tenemos gran respeto.
—¿Vos y vuestro amigo habéis estado juntos allí? —preguntó Adelia, intrigada por la disparidad entre los dos hombres.
—En distintos momentos —explicó sir Joscelin—. Es bastante extraño, pero a pesar de que ambos somos hombres de Cambridge, no nos encontramos hasta que estuvimos de regreso en nuestro país. Ultramar es un vasto territorio.
A juzgar por la calidad de sus botas y el pesado anillo de oro que lucía en uno de sus dedos, el cruzado había sido generosamente recompensado.
Adelia saludó con la cabeza y siguió su camino; sólo después de haberlo dejado atrás recordó que correspondía hacer una reverencia ante el caballero. Sin embargo, pronto se olvidó de él y del bruto que tenía por amigo. Era doctora, y su mente estaba ocupada con su paciente.
Cuando el prior regresó triunfal, descubrió que la mujer estaba de vuelta, sentada junto a los restos de la fogata, mientras el sarraceno cargaba el carro y ensillaba las mulas.
Había temido que llegara ese momento. Una persona tan distinguida como él se había tendido, medio desnudo y aullando de miedo, frente a una mujer, una mujer, perdiendo la compostura y la dignidad. Sólo por sentirse en deuda con ella, por saber que sin su atención habría muerto, no se había atrevido a ignorarla o a escabullirse antes de que pudieran volver a encontrarse.
La doctora lo miraba mientras se acercaba.
—¿Habéis orinado?
—Sí.
—¿Sin dolor?
—Sí.
—Bien.
Una escena le vino a la mente. Una vagabunda estaba en medio de un parto difícil en el portal del priorato. El hermano Theo, el enfermero, no tuvo más alternativa que atenderla. A la mañana siguiente él y Theo visitaron a la madre y al bebé. El prior se preguntaba quién se sentiría más avergonzado por aquel encuentro: la mujer, que durante el parto había exhibido sus partes más íntimas a un hombre, o el monje, que se había visto obligado a ayudarles a ella y a su hijo.
Ninguno de los dos. No hubo vergüenza. Se miraron con orgullo.
Lo mismo había sucedido en ese momento. Los brillantes ojos castaños que lo miraban eran briosos y asexuados, como los de un camarada de armas. Él era un soldado, inexperto quizás. Juntos habían luchado contra el enemigo y habían vencido. Le estaba tan agradecido por esa actitud como por haberlo aliviado. El prior se dirigió hacia la doctora y acercó los labios a su mano.
—Puella mirabile.
Si Adelia hubiera sido expresiva —cosa que no era—, habría abrazado a aquel hombre. El método había funcionado. Desde hacía mucho tiempo no practicaba la medicina general, por lo que había olvidado el inmenso placer de ver a una criatura liberada de su sufrimiento. No obstante, el prior tenía que estar al tanto del pronóstico.
—No tan mirabile. Puede volver a suceder —le advirtió.
—¡Maldición! ¡Maldita, maldita sea! —exclamó el prior—. Os ruego que podáis disculparme, señora —añadió a continuación, recuperando la compostura.
Adelia le dio una palmada en la mano, le invitó a sentarse en el tronco y se arrodilló sobre la hierba.
—Los hombres tienen una glándula asociada a sus órganos reproductores. Rodea el cuello de la vejiga y el primer tramo de la uretra. En vuestro caso, creo que su tamaño ha aumentado. Ayer ejercía tanta presión que la vejiga no podía vaciarse —explicó la doctora.
—¿Qué debo hacer?
—Debéis aprender a aliviar la vejiga, si fuera necesario, tal como yo lo hice: usando un tallo como catheter.
—¿Catheter? —El prior se sorprendió al oír que la mujer decía la palabra «tubo» en griego.
—Sería conveniente que practicarais. Puedo enseñaros.
Santo Dios, pensó el prior, era capaz de hacerlo. Para ella no era más que un procedimiento médico. ¡Tener que discutir estos temas con una mujer, y que una mujer hablara con él de eso!
Durante el viaje desde Canterbury el prior apenas había advertido la presencia de la joven como una integrante más de la muchedumbre. Aunque —ahora se daba cuenta— llegada la ocasión de pasar la noche en una posada, ella, al igual que las monjas, había ocupado los aposentos para mujeres en lugar de permanecer en el carro junto a sus compañeros. La noche anterior, mientras miraba con preocupación sus partes pudendas, podía haberla confundido con uno de sus escribas, concentrado en un complejo manuscrito. Y esa mañana, la actitud profesional con que ella estaba abordando la situación los sostenía a ambos por encima de las turbias aguas del género.
Aun así, ella era una mujer y, por desgracia, tan poco atractiva como su conversación. Una mujer apta para mezclarse entre la multitud y pasar desapercibida. Una mujer que no llamaba la atención. Un ratón entre ratones. Dado que ahora él centraba toda su atención, se sintió irritado de que así fuera. No había motivo para semejante falta de atractivo. Sus rasgos eran pequeños y proporcionados, al igual que su cuerpo, a juzgar por lo poco que permitía apreciar la capa que la cubría. Su piel tenía la belleza morena y aterciopelada que suele encontrarse en el norte de Italia y en Grecia. Los dientes eran blancos. Debajo de la cofia que llevaba calada hasta las orejas presumiblemente estaba su cabello. ¿Qué edad tenía? Todavía era joven.
El sol brilló sobre un rostro que privilegiaba la inteligencia a la belleza. La agudeza le privaba de femineidad. No había huella de artificio. Era honesta, el prior le reconocía esa virtud. Pulcra como una tabla de lavar, pero —si bien él era el primero en condenar a las mujeres que se pintaban— sentía que la absoluta ausencia de artificio en una de ellas era casi una afrenta. Aún era virgen, podría haberlo jurado.
Adelia vio ante sí a un hombre que comía en exceso, como solía ocurrir con los superiores de los monasterios, aunque en este caso la glotonería no intentaba compensar la falta de actividad sexual. Se sentía segura en su compañía. Desde el primer momento había percibido que para él las mujeres sólo eran criaturas de la naturaleza, porque, extrañamente, no recurría al acoso o a la tentación. Los deseos de la carne estaban allí, pero no eran satisfechos ni controlados por medio de azotes. Los ojos bondadosos hablaban de una persona que se sentía bien consigo misma. Un hombre que toleraba los pecados menores, incluidos los propios. El hombre sentía curiosidad por ella; por supuesto, todos sentían lo mismo una vez que se les prestaba atención.
A pesar de que se esforzaba por ser amable, la doctora se estaba impacientando. Había pasado la mayor parte de la noche atendiéndolo. Lo menos que él podía hacer era seguir su consejo.
—¿Estáis escuchándome, excelencia?
—Os ruego que me perdonéis, señora —repuso el prior enderezándose.
—Os dije que puedo enseñaros a usar el catheter. Si aprendéis cómo hacerlo, os resultará sencillo poner en práctica el procedimiento.
—Señora, creo que podemos esperar a que surja la necesidad.
Muy bien, pensó Adelia, si así lo prefería.
—Mientras tanto, deberíais hacer más ejercicio y comer menos. Cargáis demasiado peso.
—Salgo a cazar todas las semanas. A caballo, o a pie, siguiendo a los perros —explicó el prior Geoffrey, herido en su amor propio.
Dominante, pensó el prior Geoffrey. ¿Y es de Sicilia? Su experiencia con las mujeres sicilianas —breve pero inolvidable— le recordó el atractivo de las árabes. Los ojos negros que le sonreían por encima de un velo; el roce de los dedos teñidos de henna; las palabras tan suaves como la piel, el aroma de...
Por Dios, pensó Adelia. ¿Por qué le dan tanta importancia a las fruslerías?
—No me importa —repuso bruscamente.
—¿Cómo?
La doctora suspiró, impaciente.
—Según veo, lamentáis que tanto la mujer como la doctora carezcan de ornamentos. Es lo que siempre sucede —afirmó—. De ambas estáis percibiendo lo que en realidad son, señor prior. Si deseáis ornatos, tendréis que buscarlos en otra parte. No tenéis más que pasar esa piedra —le indicó, señalando una roca cercana— y encontraréis un charlatán que podrá deslumbraros con la conjunción favorable de Mercurio y Venus, que os prometerá un venturoso futuro y os venderá agua coloreada a cambio de una pieza de oro. A mí me da lo mismo. Yo sólo os mostraré la realidad.
El prior estaba desconcertado. Tenía ante sí la confianza, incluso la arrogancia, de un experto artesano. La mujer podría haber sido un fontanero al que había recurrido para reparar una cañería rota. Salvo porque, según recordó, había evitado que estallara su cañería personal. Sin embargo, hasta lo práctico podía embellecerse.
—¿Sois tan directa con todos vuestros pacientes?
—No suelo atender pacientes.
—No me sorprende.
Adelia se rió.
Fascinante, pensó el prior, extasiado. Recordó a Horacio: «Dulce ridentem Lalagen amabo». «Seguiré amando a mi Lalage de dulce risa». Pero la risa le había conferido instantáneamente a la joven mujer vulnerabilidad e inocencia, algo totalmente opuesto a la actitud admonitoria que había adoptado antes, por lo que el súbito cariño que brotaba de él no tenía por destinataria a Lalage, sino a una hija. El prior decidió que debía protegerla.
Adelia tenía la mano extendida y le estaba ofreciendo algo.
—Os he prescrito una dieta.
—¡Papel, por el Señor! —exclamó el prior—. ¿De dónde obtenéis papel?
—Los árabes lo fabrican.
El paciente echó un vistazo a la lista. La caligrafía de la doctora era abominable, pero logró descifrarla.
—¿Agua? ¿Agua hervida? ¿Ocho tazas al día? Señora, ¿queréis matarme? El poeta Horacio dice que nada valioso puede esperarse de las personas que beben agua.
—Podríais probar con Marcial —respondió la doctora—, él vivió más años. Non est vivere, sed valere vita est. La vida no es vivir, sino estar sano.
El prior meneaba la cabeza, asombrado.
—Os ruego que me digáis vuestro nombre —pidió humildemente.
—Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar —enunció Adelia—. O doctora Trótula, si preferís. Es el título que la escuela de Salerno otorga a las mujeres profesoras3.
El prior no sabía cuál elegir.
—¿Vesubia? Un bonito nombre, muy original.
—Adelia —sugirió ella—. Sencillamente, fui encontrada en el Vesubio. —La mujer extendió la mano como si fuera a estrechar la del prior, éste contuvo el aliento, pero, en cambio, le cogió la muñeca. Apoyó el pulgar en el dorso y con los otros dedos presionó la parte más blanda. Sus uñas estaban cortas y limpias, como todo su cuerpo—. Me abandonaron en la montaña cuando era un bebé. En una vasija de barro. —La doctora hablaba distraídamente. El prior comprendió que, en realidad, su intención no era contarle su vida, sino mantenerlo callado mientras oía su pulso—. Los médicos que me encontraron y me criaron pensaron que posiblemente yo era griega, porque en Grecia existía la costumbre de abandonar a las hijas no deseadas. —Soltó la muñeca del prior y meneó la cabeza—. Demasiado rápido. En verdad, deberíais adelgazar.
«Debe cuidarse», pensó Adelia. Era la única solución.
Al prior le rondaban en la cabeza aquellas peculiaridades. Si bien el Señor podía exaltar a los menos encumbrados, no era necesario que ella exhibiera su innoble origen a todo el mundo. ¡Oh, Dios! Lejos de su medio estaría tan expuesta como un caracol sin su concha.
—¿Habéis sido educada por dos hombres?
Adelia se sintió ofendida, como si el prior hubiera sugerido que su crianza no había sido normal.
—Era un matrimonio —aclaró, frunciendo el ceño—. Mi madre adoptiva también es una Trótula. Una cristiana nacida en Salerno.
—¿Y vuestro padre adoptivo?
—Un judío.
De nuevo lo mismo. ¿Le contaría Adelia también aquello a las aves del cielo?
—Entonces, ¿fuisteis educada en su fe?
Para el prior era importante saberlo. Podía ser su estigma, debía salvarla de la quema.
—No tengo fe, excepto en aquello que puede ser demostrado.
—¿Sabéis qué es la creación? ¿El propósito de Dios? —preguntó el prior horrorizado.
—Ciertamente, la creación existió. Que hubiera un propósito, lo ignoro.
«Dios mío, —pensaba el prior—, no la castigues todavía. La necesito. No sabe lo que dice».
Adelia estaba de pie. Su eunuco había girado el carro, de modo que estaba listo para bajar al camino. Simón caminaba hacia ellos.
—Señora Adelia, estoy en deuda con vos y quiero recompensaros tanto como sea posible. Podéis pedirme un favor y, con la gracia de Dios, os lo concederé.
Adelia se volvió para mirarlo; estaba considerando la oferta. Vio sus ojos amables, su inteligencia, su bondad. Le agradaba. Pero para su profesión lo importante era su cuerpo. Todavía no, pero sí algún día. Observar la glándula que había dificultado el funcionamiento de la vejiga, pesarla, compararla...
Simón comenzó a correr en dirección a ellos. Ya la había visto mirar de esa manera en otras ocasiones. Adelia sólo era capaz de juzgar las cosas con criterio médico: le pediría al prior que le permitiera disponer de su cadáver.
—Excelencia —intervino Simón, jadeando—, excelencia, si desearais tener una gentileza, podríais persuadir a la priora para que permita a la doctora Trótula ver las reliquias del pequeño Peter. Tal vez puedan arrojar luz acerca de la manera en que murió.
—¿De verdad? —El prior Geoffrey miró a Vesubia Adelia Rachel Ortese—. ¿Y cómo podríais hacerlo?
—Me dedico a los muertos.
Capítulo 4
A medida que se acercaban a la gran puerta de la abadía de Barnwell, el lejano castillo de Cambridge se iba haciendo visible en la única elevación que había en varias millas a la redonda. Las ruinas de la torre, que se había incendiado el año anterior, y el andamiaje que las rodeaba le conferían a su silueta un aspecto descuidado y espinoso. Aunque comparado con las grandes ciudadelas que Adelia había visto en las laderas de los Apeninos era una fortaleza más bien pequeña, otorgaba un rudo encanto al paisaje.
—La construyeron los romanos —señaló el prior Geoffrey— para evitar que los enemigos cruzaran el río, pero, como muchas otras, no sirvió para derrotar ni a los daneses ni a los vikingos, ni tampoco al duque Guillermo de Normandía, que después de derribarla tuvo que reconstruirla de nuevo.
La caravana se había reducido. La priora se había adelantado a toda velocidad, llevando consigo a su monja, su caballero y su primo, Roger de Acton. Los comerciantes habían tomado el camino hacia Cherry Hinton.
El prior Geoffrey, exultante y nuevamente a caballo, iba a la cabeza de la procesión inclinándose hacia el pescante del carro tirado por mulas para hablar con sus salvadores. Con el ceño fruncido, su caballero, sir Gervase, cerraba el desfile.
—Cambridge les sorprenderá —iba diciendo el prior—, tiene una buena escuela pitagórica a la que asisten estudiantes de distintos lugares. A pesar de ser una ciudad del interior, su puerto fluvial es muy activo, casi tanto como Dover, aunque felizmente hay menos franceses. Las aguas del Cam pueden ser lentas, pero son navegables hasta su unión con el río Ouse, que a su vez desemboca en el mar del Norte. Me atrevería a decir que son pocos los países de Occidente que no llegan a nuestros muelles con sus mercancías, distribuidas luego por toda Inglaterra en caravanas de mulas que parten de las vías romanas que atraviesan la ciudad.
—¿Y cuáles son las mercancías que salen de Inglaterra? —preguntó Simón.
—Lana. Excelente lana de Anglia Oriental —repuso el prior Geoffrey con una sonrisa que dejaba a la vista la satisfacción del prelado cuyas tierras proporcionaban buena parte de esa lana—, pescados ahumados, anguilas, ostras. Oh, sí, maese Simón, Cambridge podría calificarse como próspera en lo comercial y, me atrevería a decir, cosmopolita en su manera de pensar.
¿Se atrevía a decirlo? Su corazón sentía cierto recelo cuando miraba a los tres ocupantes del carro. Incluso en una ciudad acostumbrada a ver escandinavos bigotudos, plebeyos con zuecos, rusos de ojos rasgados, templarios, caballeros hospitalarios de San Juan llegados de Tierra Santa, magiares con sombreros de piel de astracán, encantadores de serpientes, dudaba que pudiera pasar desapercibido ese trío de seres extraños. Echó un vistazo a su alrededor y se agachó un poco más.
—¿Habéis pensado en cómo presentaros? —susurró.
—Teniendo en cuenta que nuestro buen Mansur ya es merecedor de crédito por haberos curado, excelencia, pienso continuar con el engaño presentándolo como médico; la doctora Trótula y yo seremos sus ayudantes. ¿Será el mercado un lugar apropiado? Debemos encontrar un lugar donde realizar nuestras indagaciones.
—¿En ese condenado carro? —Simón de Nápoles había logrado provocar la indignación del prior—. ¿Haréis que lady Adelia reciba los escupitajos de las feriantes? ¿Permitiréis que la asedien los vagabundos? —El prior trató de calmarse—. Comprendo que, dado que en Inglaterra no hay médicos mujeres, es necesario disfrazar su profesión. Ciertamente, la tendrán por una extravagancia —«más de lo que en verdad es», pensó—. Pero no la degradaremos a la altura de una prostituta chillona. La nuestra es una ciudad respetable, maese Simón, podemos ofreceros algo mejor que eso.
—Excelencia —se limitó a decir Simón, con una inclinación, mientras pensaba para sus adentros: «Sabía que lo haríais».
—También sería prudente que ninguno de vosotros declare su fe, o su falta de ella —continuó el prior—. Cambridge es como una ballesta bien tensada, cualquier anormalidad podía volver a aflojarla. —Especialmente, pensó el religioso, si esas tres anormalidades estaban decididas a ponerla a prueba.
El prior hizo una pausa. El recaudador de impuestos estaba junto a ellos y frenaba su caballo para que fuera al paso de la mula. Hizo un ademán en señal de respeto al prior, saludó con la cabeza a Simón y a Mansur y se dirigió a Adelia.
—Señora, hemos compartido esta caravana y aún no hemos sido presentados. Sir Roland Picot, a vuestras órdenes. Rowley para los amigos. Permitidme felicitaros por haber sido la artífice de la recuperación de nuestro buen prior.
Simón se inclinó hacia él.
—Las felicitaciones le corresponden a este hombre, señor —aclaró, señalando a Mansur—. Él es nuestro doctor.
—¿Seguro? He tenido noticia de que se oyó una voz femenina dirigiendo la operación.
«¿Quién habría hecho circular aquello?», se preguntó Simón.
—Di algo —pidió a Mansur en árabe, dándole un codazo. Mansur lo ignoró. Simón le golpeó subrepticiamente el tobillo—. Háblale, zoquete.
—¿Qué es lo que ese gordo quiere que diga?
—El doctor se siente complacido de haber podido servir al prior —explicó Simón al recaudador—. Dice que espera atender del mismo modo a todos los habitantes de Cambridge que deseen consultarlo.
—¿Ah, sí? —replicó sir Rowley Picot, evitando mencionar que sabía árabe—. Su voz es asombrosamente aguda.
—Exactamente, sir Roland —afirmó Simón—. Su voz puede ser confundida con la de una mujer. —Y agregó en tono más confidencial—: Debo informaros de que cuando era un niño el señor Mansur fue recogido por unos monjes que, al oírlo cantar, descubrieron su maravillosa voz y se aseguraron de que la conservara para siempre.
—¡Un castrato, Dios mío! —exclamó sir Roland, observando al sarraceno.
—Ahora se dedica a la medicina, por supuesto —aseguró Simón—, pero cuando canta en alabanza al Señor, los ángeles lloran de envidia.
Mansur, que había oído la palabra «castrato», comenzó a proferir insultos, causando más llanto en los ángeles con sus diatribas a los cristianos, en general, y con sus alusiones al morboso afecto entre los camellos y las madres de los monjes bizantinos que lo habían castrado, en particular. El timbre de su voz de soprano rivalizaba con el canto de los pájaros y se fundía en el aire como un carámbano.
—¿Lo veis, sir Rowley? —insistió Simón—. Sin duda, ésa fue la voz que se oyó.
—Así debió ser —acordó sir Roland—. Así debió ser —repitió, sonriendo a modo de disculpa.
El recaudador siguió tratando de conversar con Adelia, pero las respuestas de la doctora fueron breves y hoscas. Estaba harta de los molestos ingleses. Era el campo lo que atraía su atención. Como había vivido entre colinas, pensaba que la llanura no le gustaría. No había imaginado cielos tan enormes, ni el significado que conferían a un árbol solitario, a una rara chimenea torcida, a la torre de una iglesia que se recortara contra él. El terreno dibujaba un damero verde esmeralda y negro. La diversidad de verdes le sugería que podría descubrir muchas hierbas desconocidas.
Y sauces. El paisaje estaba lleno de estos árboles, bordeando los arroyos, las zanjas y los senderos. Sauces para contener las riberas de los ríos, sauces dorados, blancos, grises, sauces cabrunos, sauces para hacer paletas de madera para jugar al criquet y para obtener mimbre, y una variedad llamada sarga, un sauce muy hermoso con los destellos del sol moteando sus ramas y más bello aún porque su corteza proporciona un brebaje que alivia los dolores.
Adelia fue impulsada hacia delante cuando Mansur frenó a las mulas. La procesión se había detenido abruptamente porque el prior Geoffrey había levantado una mano y había comenzado a rezar. Los hombres se quitaron los sombreros y los sostuvieron junto a su pecho.
Al traspasar la gran puerta del monasterio vieron un carro salpicado de barro. La sucia tela que lo cubría dibujaba la forma de tres pequeños bultos debajo. El hombre que conducía los caballos iba con la cabeza gacha. Lo seguía una mujer, gritando y rasgándose las vestiduras.
Los niños desaparecidos habían sido hallados.
Dentro del predio de San Agustín, en Barnwell, se encontraba la iglesia de San Andrés, un templo de unos doscientos pies de longitud, esculpido y ornamentado para mayor gloria de Dios. Pero ese día, la luminosidad del sol estival que se filtraba por las altas ventanas ignoraba el artesonado del techo, los rostros de piedra de los priores cuyas tumbas rodeaban las paredes, la estatua de San Agustín, el fastuoso pulpito, el brillo del altar y el tríptico. En su lugar, caía como una saeta sobre los tres pequeños ataúdes colocados en la nave, cada uno de ellos cubierto con un paño violeta, y sobre las cabezas de los hombres y mujeres que, ataviados con sus ropas de trabajo, se habían reunido en torno a ellos.
Los restos habían sido hallados esa mañana en una cañada, cerca del dique Fleam. Un pastor se había topado con ellos al amanecer, y desde entonces no había dejado de temblar.
—No estaban allí anoche, os lo juro, prior. No podía creer que fueran ellos. Los zorros no los habían atacado. Estaban tendidos uno al lado del otro, Dios los bendiga. Muy ordenados, podría decirse... —Una náusea le impidió continuar.
Sobre cada uno de los cuerpos alguien había colocado un objeto semejante a los hallados en los lugares donde los niños habían desaparecido: una suerte de Estrella de David hecha con juncos.
El prior Geoffrey dio orden de que los tres bultos fueran trasladados a la iglesia, resistiendo los desesperados intentos de una de las madres por quitarles el paño que los cubría. Había enviado un mensajero al castillo para alertar al alguacil de que podían ser nuevamente atacados y para pedirle que —dado que tenía potestad para investigar las causas de muertes violentas— examinara inmediatamente los restos y llevara a cabo una investigación entre toda la población. Así había logrado mantener la calma, pero los ánimos subyacían exaltados.
La voz del prior resonó con la convicción necesaria para apaciguar los gritos de la madre, que se transformaron en un llanto silencioso cuando le garantizó que la muerte sería esclarecida.
«No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la última trompeta»4
El perfume de los jacintos silvestres que crecían junto a las puertas, que en ese momento estaban abiertas, y el incienso que impregnaba el interior conseguían tapar el hedor de los cuerpos en descomposición. Y el canto prístino de los canónigos casi lograba hacer inaudible el zumbido de las moscas que, atrapadas bajo el paño violeta, trataban de escapar.
Las palabras de San Pablo mitigaban en parte el dolor del prior, que imaginaba las almas de los niños irrumpiendo en las praderas celestiales. Pero no acallaban su ira, porque habían sido catapultados hacia aquéllas antes de tiempo. Dos de los niños le eran desconocidos, pero el otro se trataba de Harold, el hijo del vendedor de anguilas, pupilo suyo en la escuela de San Agustín. Un niño brillante, de seis años, que asistía a clases una vez a la semana. Había sido identificado por su cabello rojo. Todo un pequeño sajón. En otoño se había deleitado con las manzanas del huerto del priorato.
«Y yo le pegué en el trasero por eso», pensó el prior.
Oculta tras una columna en la parte posterior de la iglesia, Adelia observaba que en los rostros que rodeaban los ataúdes surgía poco a poco cierto consuelo. La estrecha relación entre el priorato y el pueblo le desconcertaba. En Salerno, los monjes, incluso aquellos que salían al mundo a desempeñar su tarea, mantenían cierta distancia entre ellos y los feligreses.
—Pero nosotros no somos monjes —le había explicado el prior Geoffrey—, somos canónigos.
La diferencia parecía ser sutil. Ambos vivían en comunidad, eran célibes y servían al dios de los cristianos. No obstante, en Cambridge esa diferencia determinaba la vida cotidiana.
Cuando las campanas de la iglesia dieron la noticia de que los niños habían sido hallados, los habitantes de la ciudad llegaron corriendo para abrazar y ser abrazados en su dolor.
—Nuestra orden es menos rígida que la benedictina o la cisterciense —había aclarado el prior—. Dedicamos menos tiempo a la oración y al canto y más a la educación, a brindar ayuda a los pobres y enfermos, a oír confesiones y a las tareas parroquiales en general. Seguramente estáis de acuerdo con nosotros, mi querida doctora, todo con moderación —había añadido, tratando de sonreír.
Adelia lo vio bajar del coro —después de haber pedido a los presentes que se retiraran—, mientras caminaba hacia la luz del sol junto a los padres, a los que prometía oficiar los funerales... «y descubrir al demonio que ha hecho esto».
—Sabemos quién lo ha hecho, prior —anunció uno de los padres.
Las expresiones de anuencia resonaron como gruñidos caninos.
—No pueden ser los judíos, hijo. Todavía están dentro del castillo.
—Ellos tienen sus propias maneras de salir.
Los cuerpos, todavía debajo de los paños violetas, fueron respetuosamente retirados. El alguacil, luciendo el sombrero de magistrado —que indicaba que estaba a cargo de la investigación— los acompañó cuando atravesaron una de las puertas laterales.
La iglesia se quedó vacía. Simón y Mansur decidieron, prudentemente, no adentrarse en ella. ¿Un judío y un sarraceno en medio de esas piedras sagradas? ¿En un momento como ése?
Con el morral de cuero de cabra a sus pies, Adelia permanecía oculta entre las dos columnas más cercanas a la tumba de Paulus, el primer canónigo de San Agustín de Barnwell, que había ido a ocupar su lugar junto a Dios en el año de Nuestro Señor de 1151. La inquietaba lo que se avecinaba. Hasta entonces, nunca había rehuido la responsabilidad de realizar un examen post mórtem. Y tampoco lo haría ahora. Para eso estaba allí.
—Os envío a cumplir esta misión junto a Simón de Nápoles no sólo porque sois el único anatomista que habla inglés, sino porque sois la mejor de todos —había dicho Gordinus.
—Lo sé —había respondido ella—, pero no quiero ir.
Se había visto obligada a hacerlo: el rey de Sicilia así lo había ordenado.
En la fría sala de piedra de la escuela de medicina de Salerno donde se hacían las disecciones utilizaba siempre sus propios instrumentos, y su asistente era Mansur. A su padre adoptivo, que dirigía esas actividades, le confiaba la tarea de dar a conocer sus hallazgos a las autoridades. Porque, aun cuando Adelia era capaz de interpretar lo que decían los cuerpos de los muertos mejor que su padre y que cualquier otra persona, era preciso mantener la creencia de que lo concerniente a los cuerpos enviados por su signoria era competencia del doctor Gershom ben Aguilar. Incluso en Salerno, donde se permitía practicar la medicina a las mujeres, la disección de cadáveres —muy útil para entender cómo se había producido la muerte y, con mucha frecuencia, a manos de quién— era profundamente repudiada por la Iglesia.
Por el momento, la ciencia vencía a la religión. Otros médicos conocían la utilidad del trabajo de Adelia y era un secreto a voces entre las autoridades laicas. Pero si un funcionario hiciera llegar una queja al Papa, sería expulsada de la morgue y, muy posiblemente, incluso de la escuela de medicina. De modo que, aunque esa hipocresía lo avergonzaba, Gershom obtenía prestigio gracias a descubrimientos que no eran suyos.
Era lo más conveniente para Adelia, cuyo deseo era permanecer en segundo plano. Como médica, los ojos de la Iglesia no se posaban sobre ella; como mujer, contrariamente a lo esperado, le aburría hablar de temas femeninos; no sabía hacerlo. Semejante a un erizo mezclado entre las hojas otoñales, era punzante con aquellos que trataban de sacarla a la luz.
Pero tratándose de enfermos, las cosas eran distintas. Antes de que se dedicara a trabajar con cadáveres, los que padecían enfermedades habían visto en Adelia una faceta que muy pocos habían percibido y aún la recordaban como un ángel sin alas. Los hombres a los que curaba solían enamorarse de ella y el prior se habría sorprendido al saber que había recibido más propuestas matrimoniales que muchas salernitanas ricas y hermosas. Todas habían sido rechazadas. En la morgue de la escuela, en Salerno, se decía que a Adelia un hombre sólo le despertaba interés si estaba muerto.
Cadáveres de todas las edades llegaban hasta aquella larga mesa de mármol de la escuela desde el sur de Italia y Sicilia, enviados por su signoria y los praetori, que tenían razones para querer enterarse de cómo y por qué se habían producido las muertes. Habitualmente Adelia lo descubría. Los cadáveres eran su material de trabajo, tan normal como una horma para un zapatero. Incluso si se trataba de niños. Tenía la convicción de que la verdad sobre su muerte no debía ser sepultada junto con ellos. Pero esos casos, siempre lamentables, la perturbaban, y si se trataba de asesinatos, la conmocionaban enormemente. Los cuerpos que la aguardaban ahora serían probablemente más terribles que todos los que había visto. No sólo eso, debía examinarlos en secreto, sin el instrumental que le proporcionaba la escuela, sin la ayuda de Mansur y, sobre todo, sin el aliento de su padre adoptivo: «Adelia, debéis evitar el pavor. Estáis trabajando para combatir la crueldad humana».
Nunca le había dicho que estuviera combatiendo el mal; al menos, no el Mal con mayúscula, porque Gershom ben Aguilar creía que el hombre era artífice de su propia bondad y maldad. Dios y el diablo no tenían nada que ver en ello. Pero sólo podía predicar esa doctrina en la escuela de medicina de Salerno, e incluso allí con ciertas reservas.
La autorización para que ella llevara a cabo su particular investigación en una retrógrada ciudad inglesa —donde podía ser apedreada por realizarla— era en sí misma extraordinaria. Simón de Nápoles había librado una ardua batalla para lograrla. El prior se había mostrado reticente a dar su permiso; le horrorizaba pensar que una mujer pudiera estar en condiciones de hacer semejante tarea y le asustaba lo que sucedería si se corría la voz de que una extranjera había estado escudriñando y palpando los cadáveres de esos pobres niños.
—Cambridge lo tildará de profanación... Yo mismo no estoy seguro de que no lo sea.
—Excelencia, permitid que descubramos de qué manera murieron los niños, puesto que los judíos encarcelados no han tenido participación en esos crímenes. Vos y yo somos hombres de nuestro tiempo, sabemos que las alas no brotan de los hombros de las personas. En algún lugar, un asesino se mueve impunemente. Permitid que esos pequeños y tristes cuerpos nos digan quién es. La muerte habla con la doctora Trótula. Ellos le hablarán.
—Es algo que va en contra de los preceptos de la Santa Madre Iglesia, significaría profanar la santidad del cuerpo —respondió el prior Geoffrey, para quien los muertos que hablaban pertenecían a la misma categoría que los humanos alados.
Simón prometió entonces que no se diseccionarían los cuerpos, que sólo se examinarían, a lo que el prior finalmente accedió. El hombre de Nápoles sospechaba que el religioso les había dado su consentimiento no porque creyera que los cuerpos pudieran revelar algo, sino por temor a que —si la petición era rechazada— Adelia pudiera regresar al lugar del que había venido, dejándolo solo ante la próxima arremetida de su vejiga.
De modo que Adelia se vio sola, en un país donde no quería estar, teniendo que enfrentarse a la peor de las atrocidades.
«Pero ése, Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar, es vuestro propósito», se dijo. En momentos de vacilación, le gustaba enumerar los patronímicos que, al igual que su educación y sus extraordinarias ideas, le habían procurado pródigamente el hombre y la mujer que la habían recogido de la vasija, entre la lava del Vesubio, para llevarla a su hogar. «Sois la única capaz de hacerlo, de modo que... hacedlo».
De los tres objetos hallados sobre los cuerpos de los niños muertos, uno ya había sido enviado al alguacil; otro fue hecho añicos por un padre fuera de control y el tercero, rescatado in extremis por el prior, le había sido entregado discretamente a la doctora, que en ese instante lo tenía en la mano.
Tratando de no llamar la atención, lo levantó cuidadosamente para verlo a través de un rayo de luz. Estaba hecho de juncos, bella e intrincadamente entretejidos, y formaba un quincunce. Si el tejedor pretendía que fuera una Estrella de David, faltaba uno de los vértices. ¿Un mensaje? ¿Un intento de incriminar a los judíos por parte de alguien con pocas nociones de judaismo? ¿Una firma?
En Salerno, pensaba Adelia, habría sido posible localizar al limitado número de personas con destreza suficiente para hacer esa estrella, pero en Cambridge, donde los juncos crecían indiscriminadamente en las orillas de los ríos y arroyos, la cestería era una actividad doméstica. En el corto trecho que conducía hasta el priorato había visto a mujeres sentadas en la puerta de sus casas con las manos ocupadas en tejer esteras y canastos que eran verdaderas obras de arte, y a hombres que hacían intrincados techos de juncos. No, no había nada que esa estrella pudiera decirle por el momento.
El prior Geoffrey regresó, un poco más animado.
—El magistrado ha visto los cuerpos y ha dispuesto que se haga una investigación.
—¿Y a qué conclusiones ha llegado?
—Los declaró muertos. —Adelia parpadeó—. Sí, sí, era su deber. Los magistrados no son elegidos en virtud de sus conocimientos médicos. De momento, los restos reposan en la cámara de Santa Berta. Es un sitio tranquilo y frío, un poco oscuro para vuestro propósito, pero hemos puesto faroles. El velatorio, por supuesto, habrá que demorarlo hasta que vuestro examen haya concluido. Oficialmente, estáis aquí para amortajarlos. —Adelia volvió a parpadear—. Sí, sí. Será visto como algo extraño, pero soy el prior de esta orden y sólo Dios Todopoderoso tiene más autoridad que yo.
El prior la condujo ampulosamente hacia la puerta lateral de la iglesia y le dio instrucciones. Una novicia que estaba desmalezando el jardín del claustro los miró con curiosidad, pero bastó que su superior chasqueara los dedos para que volviera a concentrarse en su trabajo.
—Os acompañaría, pero debo ir al castillo para discutir ciertas eventualidades con el alguacil. Que esto quede entre nosotros: estamos tratando de prevenir otro tumulto.
Mientras miraba a aquella figura menuda, vestida de marrón, que andaba trabajosamente cargando con su morral de cuero de cabra, el prior rogó que por esa vez las leyes de la ciencia y la de Dios Todopoderoso coincidieran.
Regresó a la iglesia con la intención de tomarse un minuto para orar ante el altar, pero una gran sombra que se acercó desde una de las columnas de la nave lo sorprendió desagradablemente. En la mano llevaba un rollo de vitela.
—¿Qué os trae por aquí, sir Roland?
—Vengo a rogar que me sea permitido observar los cuerpos en privado, excelencia —explicó el recaudador de impuestos—, pero tal parece que alguien se me ha adelantado.
—Esa tarea corresponde al magistrado que investiga, que ya la ha realizado. En un par de días comenzará la búsqueda para encontrar al asesino.
Sir Roland señaló la puerta lateral con la cabeza.
—Sin embargo, os he oído dar instrucciones a la dama para que los examine más exhaustivamente. ¿Creéis que ella puede descubrir algo más?
El prior Geoffrey miró a su alrededor en busca de ayuda, pero no la encontró.
—¿De qué manera puede lograrlo? ¿Hará magia? ¿Invocará a sus espíritus? ¿Es una nigromante? ¿Una bruja?
El recaudador de impuestos había ido demasiado lejos.
—Esos niños son sagrados para mí, hijo, tanto como esta iglesia. Debéis partir —repuso serenamente el prior.
—Os ruego que me perdonéis, prior —se disculpó sir Roland, que no parecía apenado—. Pero este asunto también es de mi incumbencia, según declara esta orden del rey. —El recaudador hizo flamear el rollo de manera que el sello real quedara a la vista—. ¿Quién es esa mujer?
Cualquier orden real estaba por encima de la autoridad del prior de una congregación religiosa, aun cuando su palabra estuviera próxima a la de Dios.
—Es una doctora versada en procesos mórbidos —declaró, vacilante, el prior Geoffrey.
—Por supuesto, Salerno. Debí haberlo imaginado —se dijo el recaudador de impuestos y silbó con satisfacción—. Una mujer médica, procedente del único lugar de la cristiandad donde eso no implica una contradicción.
—¿Estáis al tanto de ello?
—Pasé por allí una vez.
El prior alzó una mano admonitoria.
—Sir Roland, por la seguridad de esa joven, por la paz de esta comunidad y de la ciudad, lo que os he contado debe quedar dentro de estas paredes.
—«Vir sapiens quipauca loquitur»5, excelencia. Es lo primero que aprende un recaudador de impuestos.
No tan sabio como astuto, pensó el prior, pero probablemente capaz de guardar silencio. ¿Cuál era el propósito de ese hombre? Una súbita idea hizo que el prior extendiera su mano.
—Dejadme ver el documento. —Le echó un vistazo y se lo devolvió a sir Roland—. No es más que la acreditación habitual de un recaudador de impuestos. ¿Acaso el rey ha decidido gravar la muerte?
—De ninguna manera. —La idea parecía haber ofendido a sir Roland—. O al menos no más que de costumbre. Pero si la dama va a realizar una investigación extraoficial, tanto la ciudad como el priorato podrían ser objeto de impuestos punitivos. No estoy diciendo que vaya a ocurrir, pero podrían aplicarse las consabidas multas arbitrarias, confiscación de bienes y otras medidas similares. —Las regordetas mejillas de sir Roland se abultaron en una sonrisa cómplice—. Salvo, por supuesto, que yo esté presente para verificar que todo está en orden.
El prior había sido vencido. Hasta entonces Enrique II se había controlado, pero parecía del todo irrefutable que en la próxima sesión de los tribunales superiores Cambridge seria multada, porque allí había muerto uno de los judíos que más ganancias proporcionaba al rey. Cualquier infracción a sus leyes otorgaba al monarca la oportunidad de llenar sus arcas a expensas de los infractores. El rey tenía muy en cuenta la palabra de sus recaudadores, los más temidos entre los funcionarios reales. Si éste en particular le informaba sobre alguna irregularidad relacionada con la muerte de los niños, los dientes de ese codicioso leopardo Plantagenet arrancarían a la ciudad su corazón.
—¿Qué queréis de nosotros, sir Roland? —preguntó el prior Geoffrey, abatido.
—Quiero ver los cuerpos.
Esas palabras, pronunciadas serenamente, sacudieron al prior como un látigo.
La antigua cueva donde la sajona Santa Berta había pasado su vida adulta —hasta que abruptamente los invasores daneses acabaron con ella— era del todo inadecuada para la labor de Adelia. Aparte de que sus espesos muros conservaban el frío del interior y de que estaba aislada en medio de un pantano —en el extremo más lejano de las praderas pobladas de ciervos de Barnwell—, su estrechez y oscuridad no podía suplirse con los faroles que el prior había provisto. La rendija que hacía las veces de ventana estaba cerrada con un cilindro de madera. Las plantas de perifollo que llegaban a la altura de la cintura proliferaban alrededor de una minúscula puerta debajo de un arco.
Al demonio con todo aquel secreto. Sería necesario dejar la puerta abierta para tener suficiente luz. El lugar estaba invadido por las moscas que trataban de entrar. ¿Cómo esperaban que pudiera trabajar en esas condiciones?
Adelia puso su morral de cuero de cabra sobre la hierba y lo abrió para verificar su contenido. Cuando volvió a hacer el inventario tuvo que admitir que estaba demorando el momento en que tendría que abrir la puerta.
Se sintió ridicula. No era una aficionada. Se arrodilló rápidamente y pidió a los muertos que estaban del otro lado de la puerta que la perdonaran por manipular sus restos. Pidió que le recordaran el respeto que les debía. «Permitidme que vuestra carne y vuestros huesos me cuenten lo que vuestras voces no pueden decir».
Siempre repetía esa frase. Ignoraba si los muertos la oían, pero su ateísmo no llegaba tan lejos como el de su padre adoptivo. Sin embargo, sospechaba que lo que tenía por delante esa tarde podría hacer que así fuera.
Se irguió, se puso el delantal de hule que llevaba en el morral, se quitó el sombrero y se ajustó en la cabeza un casco de gasa con una pieza de vidrio en la parte de los ojos. Y abrió la puerta de la celda.
Sir Roland Picot disfrutaba de la caminata, satisfecho consigo mismo. Sería más fácil de lo que había pensado. Una mujer loca, y extranjera, no tendría más remedio que sucumbir ante su autoridad, pero era una recompensa excepcional que alguien de la jerarquía del prior Geoffrey también estuviera bajo su dominio por haberse asociado con esa mujer.
El recaudador de impuestos hizo una pausa junto a la cueva de la anacoreta. Parecía una enorme colmena. En verdad, los antiguos eremitas amaban las incomodidades. Y allí, al atravesar la puerta abierta, la vio, concentrada en algo que estaba sobre una mesa.
Poniéndola a prueba, sir Roland la llamó:
—¿Doctora?
—¿Sí?
«Ja, ja», pensó el recaudador, «tan fácil como atrapar a una polilla».
—¿Me recordáis, señora? Soy sir Roland Picot, a quien el prior... —comenzó a decir cuando ella se enderezó y lo miró.
—No me importa quién sois —repuso bruscamente la polilla—. Venid aquí y mantened a las moscas alejadas.
Sir Roland estaba frente a una silueta humana con mandil y cabeza de insecto. Arrancó del suelo un manojo de perifollo y se acercó llevando consigo las umbelíferas. No era así como lo había planeado, pero obedeció y trató de encogerse para poder atravesar la entrada a la colmena.
—¡Oh, Santo Dios! —exclamó, mientras intentaba retroceder.
—¿Qué ocurre? —preguntó Adelia. Estaba contrariada y tensa.
El hombre se apoyó contra el arco de la puerta, respirando profundamente.
—Jesús, ten piedad de nosotros.
El hedor era atroz; y aún peor era lo que yacía sobre la mesa, ante sus ojos.
—No os mováis de la entrada. ¿Sabéis escribir? —preguntó la doctora con fastidio.
Sir Roland asintió con la cabeza; tenía los ojos cerrados.
—Es lo primero que aprende un recaudador de impuestos.
Adelia le alcanzó una pizarra y una tiza.
—Escribid lo que os diga. Y entretanto, mantened a las moscas alejadas. —El disgusto se esfumó de su voz y comenzó a hablar monótonamente—. Los restos de una mujer joven. Algo de cabello claro todavía adherido al cráneo. Por lo tanto, es... —la doctora interrumpió el monólogo para consultar una lista que llevaba escrita en el dorso de la mano— Mary. La hija del criador de aves. Seis años. Desaparecida el Día de los Santos Inocentes, es decir, hace alrededor de un año. ¿Estáis escribiendo?
—Sí, señora. —La tiza chirrió sobre la pizarra. Sir Roland siguió mirando hacia el exterior.
—Los huesos están al descubierto. La carne, prácticamente en estado de descomposición. Ha estado en contacto con cal. Hay un polvillo de algo que parece lodo seco en la espina y un poco en la parte posterior de la pelvis. ¿Hay lodo en estos parajes?
—Estamos en el límite de los pantanos. Los cuerpos fueron hallados en ese lugar.
—¿Los cadáveres yacían boca arriba?
—Por Dios, no lo sé.
—Si así fuera, eso explicaría los rastros en la espalda. Son escasos. No fue sepultada en lodo, sino más bien en cal. Manos y pies atados con tiras de material negro. —La doctora hizo una pausa—. En mi morral hay pinzas. Alcanzádmelas.
Sir Roland hurgó en la bolsa y le entregó un par de finas pinzas de madera. Luego vio cómo Adelia las usaba para coger una porción de algo que sostenía frente a la luz.
—Madre de Dios.
El recaudador volvió a la entrada, extendiendo su brazo hacia el interior para seguir agitando el perifollo. Desde el bosque llegaba el canto del cuclillo, que evocaba los días cálidos y el aroma de la verbena entre los árboles. «Bienvenido», pensó. «Gracias a Dios, bienvenido. Os habéis retrasado este año».
—Abanicad con más fuerza —espetó la doctora, y luego siguió con su parlamento monocorde—. Las ligaduras están hechas de lana. Mmmm. Alcanzadme un tubo de vidrio. Aquí, aquí. ¿Dónde estáis? Maldita sea. —Sir Roland encontró el tubo en el morral, se lo entregó, esperó y volvió a tomar posesión de él. Su contenido era una cinta cochambrosa—. Hay fragmentos de yeso en el cabello. También un objeto pegado. Humm. Con forma de rombo, probablemente algún dulce pegajoso que se ha secado. Será necesario examinarlo más detenidamente. Alcanzadme otro tubo. —La doctora indicó a sir Roland que sellara ambos tubos con la arcilla roja que llevaba en el morral—. Roja para Mary, un color diferente para cada uno de los otros. Tenedlo presente, por favor.
—Sí, doctora.
Con frecuencia las visitas del prior Geoffrey al castillo eran precedidas por grandes fastos, y el alguacil Baldwin era retribuido en sus visitas con igual pompa. Una ciudad siempre debe tener presente quiénes son sus dos hombres más importantes. No obstante, ese día —claro indicio del grado de preocupación del prior— había dejado de lado trompeta y séquito, y cabalgaba a través del gran puente en dirección al castillo con la sola compañía del hermano Ninian.
La gente del pueblo lo perseguía, colgándose de su estribo. A todos les respondía negativamente. «No, no han sido los judíos. ¿Cómo podrían haberlo hecho? No, mantened la calma. No, todavía nadie ha sido atrapado, pero Dios nos ayudará a encontrar al culpable. No, olvidaos de los judíos, no han sido ellos».
El prior temía por los judíos y los gentiles. Si se producía otro tumulto, la ira del rey se dirigiría a su ciudad. Y por si no tuviera suficiente, pensaba furioso el prior, estaba el recaudador de impuestos. Dios lo castigaría, a él y a toda su descendencia. Además de que el sagaz sir Roland estaba investigando un asunto en el que verdaderamente habría preferido que no se entrometiera, el prior estaba preocupado por Adelia, y por sí mismo.
«El advenedizo se lo contará al rey, —iba pensando—. Tanto para ella como para mí será la ruina. Sir Roland sospecha de nigromancia; ella será colgada por esa causa y yo... seré denunciado ante el Papa y expulsado de la Iglesia. Si al recaudador de impuestos tanto le interesaba ver los cuerpos, ¿por qué no insistió en estar presente cuando el magistrado los examinó? ¿Por qué eludió la vía oficial si él mismo es un funcionario real?».
Igualmente inquietante era que la cara de sir Roland le resultara familiar. Sir Roland. Sir Roland, en efecto —«¿desde cuándo el rey confería ese título a los recaudadores de impuestos?»—, le había molestado a lo largo de todo el trayecto desde Canterbury.
Cuando su caballo abordó esforzadamente el empinado camino que llevaba al castillo, en la mente del prior se dibujó una escena que había tenido lugar en esa misma colina un año antes. Los hombres del alguacil trataban de mantener a una multitud enloquecida lejos de los aterrorizados judíos. Él mismo y el alguacil vociferaban inútilmente tratando de guardar el orden.
Pánico y odio, ignorancia y violencia... El demonio estaba en Cambridge ese día.
«Y también el recaudador de impuestos». Un rostro apenas vislumbrado entre la multitud, y olvidado hasta ese momento; crispado, como todos los demás, mientras su dueño peleaba... ¿Con quién? ¿Contra los hombres del alguacil? ¿O a favor de ellos? En medio de aquella espantosa aglomeración de ruidos y brazos habría sido imposible saberlo.
El prior azuzó a su caballo.
La presencia de ese hombre, aquel día, en aquel lugar, no tenía por qué ser necesariamente siniestra. Los alguaciles y los recaudadores de impuestos suelen prestarse servicios. El alguacil recolectaba las ganancias del rey; y el recaudador garantizaba que éste no tomara para sí una parte demasiado generosa de ese dinero.
El prior frenó su caballo al recordar. «Pero volví a verlo en Santa Radegunda mucho después. Estaba aplaudiendo a un hombre que caminaba sobre zancos. Y fue entonces cuando desapareció la pequeña Mary. Que Dios se apiade de nosotros».
El prior clavó las espuelas en los flancos de su caballo. Aceleró. Debía hablar con el alguacil con más urgencia que nunca.
—Mmm, la pelvis está rota desde abajo. Posiblemente se trate de un daño accidental post mórtem, pero dado que las cuchilladas parecen haber sido infligidas con considerable fuerza y los otros huesos no están dañados, lo más probable es que haya sido causado por un instrumento que perforó la vagina hacia arriba en un ataque.
Sir Roland la odió. Odió su voz ecuánime, mesurada, que al pronunciar esas palabras violentaba incluso la esencia de lo femenino: no era propio de una mujer abrir los labios para dejar escapar obscenidades. El hecho de enunciarlo en voz alta la convertía en cómplice. Una delincuente, una hechicera. Sólo los ojos de un ser sanguinario podían haber dirigido la mirada hacia aquellas atrocidades.
Adelia trataba de imaginar que aquel cuerpo era el de un lechón. Cuando era estudiante, solía hacer sus prácticas con esos animales. Su carne y sus huesos eran los más parecidos a los humanos. En las colinas, detrás de un alto muro, Gordinus conservaba cerdos muertos para sus alumnos, algunos enterrados o expuestos al aire, otros en chozas de madera o en establos de piedra.
La mayoría de los alumnos que se adentraban en esa granja de la muerte caían desmayados por la repulsión que les causaba estar en medio de las moscas y el hedor. Sólo Adelia observaba el maravilloso proceso que convertía un cadáver en nada. «Porque hasta un simple esqueleto es efímero y, abandonado a su suerte, finalmente se desmenuza hasta convertirse en polvo», decía Gordinus. «Es un proceso maravilloso, querida, gracias al cual los cadáveres acumulados a lo largo de mil años no nos han invadido».
Era maravilloso. Un mecanismo que disponía de sus propios recursos para ponerse en acción cuando la respiración abandonaba el cuerpo. La descomposición la fascinaba porque —todavía no comprendía cómo— cuando los cadáveres no estaban en un lugar accesible a las moscas de la carne y los moscardones, el proceso se desarrollaba igualmente sin su participación.
De modo que Adelia, una vez licenciada, había aprendido su novedoso oficio con los cadáveres de los cerdos. En primavera, en verano, en otoño y en invierno. Cada estación con su propio grado de descomposición. Cómo habían muerto. Cuándo. Cerdos sentados sobre sus patas traseras, cerdos cabeza abajo, cerdos tendidos boca arriba, cerdos descuartizados, víctimas de enfermedades, enterrados, no enterrados, conservados en agua, cerdos que habían vivido muchos años, cerdas que habían parido, cerdos machos, lechones.
El lechón. El momento de tomar partido. Había muerto reciéntemente, sólo tenía unos días. Ella misma lo había llevado a la casa de Gordinus.
—Algo nuevo. No puedo definir cuál es la sustancia que tiene en el ano.
—Algo antiguo —había dicho Gordinus—, tan antiguo como el pecado. Es semen humano.
El maestro la había conducido hacia el balcón desde donde se veía el mar turquesa, la había invitado a sentarse, la había reconfortado con un vaso de su mejor vino tinto y le había preguntado si deseaba continuar o regresar a la tarea de un médico común.
—¿Veréis la verdad o la eludiréis?
Gordinus le había leído algunos poemas de Virgilio, uno de las Geórgicas —no podía recordar cuál—, transportándola hasta las colinas de la Toscana, sin caminos y bañadas por el sol, donde las ovejas, rebosantes de leche, saltaban por la mera dicha de saltar y se tendían junto a los pastores bajo el influjo de la flauta de Pan.
—Cualquiera de ellos puede coger una oveja, meterle las patas traseras en sus botas y su miembro en el ano del animal —había asegurado Gordinus.
—No —desmintió ella.
—O de un niño.
—No.
—O de un bebé.
—No.
—Oh, sí. Lo he visto. ¿Os parece que eso corrompe a las Geórgicas?
—Eso lo corrompe todo. No puedo continuar.
—El hombre habita entre el Paraíso y el Infierno —le aseguró alegremente Gordinus—. En ocasiones se eleva hacia el primero, en otras se arroja hacia el precipicio. Ignorar la capacidad humana de hacer el mal es tan obtuso como negarse a ver las alturas a las que puede impulsarse. Tal vez todo se deba a la rotación de los planetas. Habéis visto con vuestros propios ojos los abismos del hombre. Os he leído algunas líneas que muestran su elevación. Volved a casa, doctora, y poneos una venda en los ojos. No os culpo. Pero al mismo tiempo, tapad vuestros oídos ante los gritos de los muertos. La verdad no es para vos.
Adelia había regresado a casa —a las escuelas y a los hospitales—, donde recibía el aplauso de aquellos a los que enseñaba y curaba, pero sus ojos ya no estuvieron vendados, ni sus oídos tapados. Los gritos de la muerte habían penetrado en ellos y, en consecuencia, volvió al estudio de los cerdos, y cuando estuvo preparada, al de los cadáveres humanos.
No obstante, en casos como el que tenía delante en ese momento se ponía una venda simbólica para poder seguir adelante, dotándose de imaginarias anteojeras para no caer por la paralizante pendiente de la desesperación. Ese sencillo recurso le permitía ver el cadáver de un cerdo en lugar del cuerpo desgarrado —alguna vez inmaculado— de un niño.
Las puñaladas que rodeaban la pelvis habían dejado marcas distintivas. La doctora había visto antes heridas de cuchillo, pero no como ésas. La hoja del instrumento que las había causado parecía biselada y de doble filo. Le habría gustado extraer la pelvis para examinarla con más tiempo y mejor luz, pero le había prometido al prior Geoffrey que no diseccionaría los cuerpos. Chasqueó los dedos para que el hombre le entregara la pizarra y la tiza.
Mientras dibujaba, el recaudador la estudió. Los oblicuos rayos de sol que se filtraban por los barrotes de la minúscula ventana caían sobre Adelia, que con su extraño atavío semejaba un monstruoso moscardón rondando sobre la mesa. La gasa suavizaba los rasgos de su cara dándole el aspecto de una lepidóptera; las hebras de pelo pegadas sobre la frente recordaban a antenas aplastadas. Y la doctora murmuraba. Aquel «humm» era tan persistente como el zumbido de la nube omnívora, voladora y compacta suspendida sobre ella.
Adelia completó el esquema y le entregó nuevamente la pizarra y la tiza.
—Tenedlos —le ordenó.
Echaba en falta a Mansur. Cuando sir Roland se quedó quieto, observó su aspecto. Lo había visto en otros. Se preguntó a sí misma, con cierto cansancio, por qué siempre querían matar al mensajero.
El hombre le devolvió la mirada. ¿Ésa era la causa de su disgusto?
La doctora salió, espantando moscas.
—La niña me está contando lo que le sucedió. Con suerte, incluso podrá decirme dónde. A partir de esos datos, y con un poco de fortuna, seremos capaces de deducir quién lo hizo. Si no deseáis saberlo, podéis iros al infierno. Pero antes traedme a alguien que sí lo desee.
Se quitó el casco, se peinó con los dedos el cabello con reflejos rubios y enfocó su rostro hacia el sol.
Eran los ojos, concluyó sir Roland. Con los ojos cerrados recuperaba su edad —según podía apreciar, era apenas más joven que él— y adquiría cierto atractivo femenino, aunque no para el recaudador, que prefería mujeres más tiernas y rollizas. Los ojos abiertos la envejecían. Oscuros y fríos como guijarros y tan carentes de emotividad como esas pequeñas piedras. No era sorprendente, teniendo en cuenta lo que solían mirar.
Pero si en verdad ella pudiera oficiar de oráculo...
Adelia miró al recaudador.
—¿Y bien?
—Su servidor, señora —afirmó, arrebatándole la pizarra y la tiza.
—Allí hay más gasa —indicó Adelia—. Cubrios el rostro y luego venid a ayudarme.
Y los modales, pensó el recaudador. Le gustaban las mujeres con buenos modales. Mientras volvía a ponerse la máscara, enderezaba sus hombros estrechos y retornaba hacia el osario, esa mujer reflejaba la cortesía de un soldado extenuado que regresa al combate.
El segundo bulto contenía el cuerpo de Harold, el niño de cabello rojo, hijo del vendedor de anguilas y pupilo del colegio del priorato.
—Su carne está mejor conservada que la de Mary, casi momificada. Le han cortado los párpados y los genitales.
Rowley dejó de espantar las moscas para santiguarse.
La pizarra se llenó de palabras impronunciables. Pero ella las había pronunciado.
Cuerda de atar. Un instrumento afilado. Inserción anal.
Una y otra vez, cal.
Eso le interesaba a la doctora, según lo que el recaudador pudo deducir de sus «humm».
—Cantera de cal.
—El camino de Icknield está cerca de aquí —indicó sir Ro-land, con sentido práctico—. Las colinas de Gog Magog, donde nos detuvimos a causa del prior, son de cal.
—Los dos niños tienen cal en el cabello. En el caso de Harold, hay restos incrustados en sus talones.
—¿Qué significa eso?
—Que fue arrastrado por el suelo.
El tercer bulto contenía los restos de Ulric, de ocho años, desaparecido ese mismo año durante los festejos de San Eduardo. Como su muerte había sido más reciente que las otras, los frecuentes «humm» de la doctora alertaron a Rowley —que había comenzado a reconocer las señales— de que allí había más material para investigar, y más interesante.
—Sin párpados, sin genitales. Este cuerpo no fue sepultado. ¿Qué clima tuvieron en marzo de este año?
—Creo que fue seco en toda Anglia Oriental, señora. En general, se oían quejas: los cultivos recién sembrados estaban marchitándose. Frío y seco.
Frío y seco. La memoria de Adelia —afamada en Salerno— buscó en la granja de la muerte y llegó hasta el cerdo número 78 de principios del verano. Casi el mismo peso.
Aquel cerdo también había muerto alrededor de un mes antes, con clima frío y seco, y estaba en estado de descomposición más avanzado. Adelia habría esperado que el cuerpo del niño hubiera estado en condiciones similares.
—¿Os mantuvisteis con vida después de vuestra desaparición? —preguntó la doctora al cuerpo, olvidando que no era Mansur sino un extranjero quien la escuchaba.
—Jesús, ¿por qué decís tales cosas?
Adelia citó el Eclesiastés, como lo hacía con sus estudiantes. «Todo tiene su momento; y su tiempo... Hay tiempo de nacer y tiempo de morir. Hay tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado». También hay tiempo para pudrirse.
—¿Significa eso que el demonio lo mantuvo con vida? ¿Durante cuánto tiempo?
—No lo sé.
Había un millar de razones capaces de causar las diferencias entre ese cuerpo y el del cerdo número 78. La doctora estaba cansada y perturbada, y eso la volvía irritable. Mansur no habría formulado la pregunta. Comprendía que era mejor considerar su observación como una pregunta retórica.
Ulric también tenía cal incrustada en los talones.
Cuando los tres cuerpos estuvieron nuevamente envueltos, listos para ser introducidos en ataúdes, el sol comenzaba a declinar. La mujer salió para quitarse el mandil y el casco mientras sir Roland bajaba los faroles y los apagaba, dejando el habitáculo y lo que había en su interior en una bendita oscuridad.
Al llegar a la puerta el recaudador se arrodilló como lo había hecho alguna vez frente al Santo Sepulcro, en Jerusalén. Aquella diminuta cámara era apenas más amplia que la que ahora tenía delante. La mesa donde yacían los niños de Cambridge tenía aproximadamente la misma medida de la tumba de Cristo. Y también estaba a oscuras. Más allá, en los alrededores, había una multitud de altares y capillas que formaban la gran basílica que los primeros cruzados habían construido en los lugares sagrados, de donde provenía el eco de las oraciones de los peregrinos y el canto de los monjes griegos de la Iglesia ortodoxa, que entonaban sus interminables himnos en el Gólgota.
Pero frente a esta puerta sólo se oía el zumbido de las moscas.
En aquella ocasión había orado por el alma de los muertos y para pedir ayuda y perdón para sí mismo.
Esta vez oró por ellos.
Cuando salió, la mujer estaba lavándose la cara y las manos con agua de un tonel. En cuanto terminó, él hizo lo mismo. El agua tenía saponaria, que formaba espuma. Se lavó las manos rompiendo los tallos. Estaba cansado. Jesús, vaya si lo estaba.
—¿Dónde os alojáis, doctora? —preguntó sir Roland.
Adelia lo miró como si nunca antes lo hubiera visto.
—¿Cómo dijisteis que os llamabais?
Sir Roland trató de no disgustarse. Por la apariencia de la doctora, podía comprender que estaba más cansada que él.
—Sir Roland Picot, señora. Rowley para los amigos.
Entre los cuales, evidentemente, no era probable que pudiera contarla.
Adelia asintió con la cabeza.
—Gracias por vuestra ayuda.
La doctora guardó las cosas en su morral, se lo echó a la espalda y partió.
El recaudador salió corriendo tras ella.
—¿Puedo preguntaros qué conclusiones habéis obtenido de vuestra investigación?
Adelia no respondió.
Malditas mujeres. Dado que había anotado sus comentarios, supuso que seguramente la doctora dejaría que a partir de ellos sacara sus propias conclusiones. Pero Rowley, aunque no era un hombre humilde, sabía que se había encontrado con una persona que tenía conocimientos inalcanzables para él.
—¿A quién daréis a conocer vuestros hallazgos, doctora? —volvió a intentar el recaudador.
No hubo respuesta.
Ambos caminaban atravesando las largas sombras de los robles, que caían sobre la puerta del coto de ciervos del priorato. Desde la capilla llegaba el tañido de una campana que llamaba a vísperas y, más adelante —donde a la luz del ocaso se dibujaban los contornos de la panadería y la destilería—, siluetas vestidas con casullas violetas salían de los edificios hacia los senderos, como pétalos que el viento arrojara en la misma dirección.
—¿Asistiremos a vísperas? —Sir Roland sentía que nunca como en ese momento había necesitado el bálsamo de la letanía vespertina. La doctora meneó la cabeza—. ¿No vais a orar por esos niños? —preguntó disgustado. Cuando Adelia se volvió para mirarlo observó que su rostro parecía el de un espectro, a causa de una fatiga y una desazón que superaban las suyas.
—No estoy aquí para rezar por ellos. He venido a hablar por ellos.
Capítulo 5
De regreso del castillo a su nada desdeñable morada, hogar de todos sus antecesores en San Agustín, el prior Geoffrey tuvo que resolver varios asuntos.
—La mujer le está esperando en la biblioteca —informó secamente el hermano Gilbert. El monje no aprobaba una reunión de igual a igual entre su superior y una mujer.
El prior Geoffrey entró en la biblioteca y se sentó en la gran silla que estaba detrás de su escritorio. Sin saludar apenas ni ofrecer asiento a su visita, pues sabía que no era necesario, le explicó en pocas palabras su responsabilidad para con los de Salerno, cuál era su problema y qué solución proponía.
La mujer escuchó. Si bien no era alta ni gorda, con sus botas de piel de anguila, sus brazos musculosos cruzados sobre el delantal y el cabello gris que escapaba del pañuelo manchado de sudor que llevaba en la cabeza, tenía la apariencia contundente y la bárbara femineidad de una sheela-na-gig6 que convertía la confortable habitación colmada de libros en una cueva.
—En consecuencia, os necesito, Gyltha —concluyó el prior Geoffrey—. Ellos os necesitan.
—El verano se acerca —apuntó Gyltha con su voz profunda—. En verano estoy ocupada con las anguilas.
A finales del verano, Gyltha y su nieto salían de los pantanos empujando carros con toneles repletos de anguilas plateadas, retorciéndose en su agonía, y se instalaban en su cabaña, con techumbre de juncos, a orillas del Cam. De allí, en medio de maravillosos vapores, salían anguilas encurtidas, saladas, ahumadas y en gelatina. Todo gracias a unas recetas que sólo Gyltha conocía, superiores a cualesquiera otras, y cuyos clientes apreciaban y esperaban cada año.
—Lo sé —repuso pacientemente el prior Geoffrey. Luego se apoyó en el respaldo de su gran silla y volvió a hablar con su pronunciado acento de Anglia Oriental—. Pero es un trabajo condenadamente pesado, y estás envejeciendo.
—También tú.
Se conocían bien. Mejor que la mayoría de las personas. Un joven sacerdote normando había llegado a Cambridge para hacerse cargo de la parroquia de Santa María hacía veinticinco años. Una joven y enérgica mujer de los pantanos se había encargado de las tareas domésticas de su casa. A nadie le habría sorprendido que pudieran ser algo más que un patrón y su sirviente. Los ingleses eran tolerantes respecto del celibato, o negligentes, dependiendo del punto de vista. Y Roma aún no había comenzado a amenazar con el puño a las «esposas de los sacerdotes», como lo hacía en este momento.
No obstante, la cintura del joven padre Geoffrey se fue ensanchando con las comidas de Gyltha y la misma Gyltha también engordó; si se debió a sus recetas o a otra cosa, era algo que nadie excepto ellos dos sabía. Al ser llamado por Dios para ingresar en la orden de San Agustín, el padre Geoffrey ofreció a Gyltha una asignación mensual, pero ella la rechazó y desapareció en el pantano del que era oriunda.
—Podría procurarte una o dos criadas —sugirió con voz seductora el prior— para que se ocupen de la cocina, del orden, eso es todo.
—Extranjeros —gruñó Gyltha—. No me llevo bien con los extranjeros.
Al mirarla el prior recordaba cómo había descrito Guthlac a las gentes de los pantanos, a quienes el ilustre santo había tratado de inculcar el cristianismo: «Grandes cabezas, largos cuellos, pálidos rostros y dentaduras equinas. Señor, sálvanos de ellos». Pero ellos tenían los medios y la independencia que se necesitaban para resistir a Guillermo el Conquistador, durante más tiempo y con más firmeza que el resto de los ingleses.
Tampoco les faltaba inteligencia. Gyltha era la persona ideal para el plan que el prior Geoffrey tenía en mente: era lo suficientemente culta y, al mismo tiempo, conocida y respetada por los habitantes de Cambridge para servir de puente entre unos y otros. Si aceptara...
—¿Acaso no era yo un extranjero? —preguntó el prior—. Y te hiciste cargo de mí. —Gyltha sonrió y por un momento su sorprendente encanto le recordó al prior Geoffrey aquellos años en su pequeña casa parroquial, junto a la iglesia de Santa María. Aprovechó su ventaja—. Será bueno para Ulf.
—Le va bastante bien en la escuela.
—Cuando se toma la molestia de asistir.
El hecho de que el joven Ulf hubiera sido admitido en la escuela del priorato tenía menos que ver con su inteligencia —considerable, aunque peculiar— que con la sospecha, nunca confirmada por el prior, de que por ser nieto de Gyltha, el chico también era nieto suyo.
—Es necesario pulir un poco sus modales.
Gyltha se inclinó hacia delante y apoyó un dedo lleno de cicatrices en el escritorio del prior.
—¿Qué están haciendo ellos aquí? ¿Me lo dirás?
—Enfermé. Ella me salvó la vida.
—¿Ella? He oído que fue el moreno.
—Ella. Y no fue brujería, de ningún modo. Es una verdadera doctora. Sólo que es mejor que nadie lo sepa.
De nada serviría ocultárselo a Gyltha. Si aceptaba ocuparse de los salernitanos, lo descubriría. En cualquier caso, la mujer era tan hermética como las ostras marinas que le regalaba todos los años, de las cuales el prior había seleccionado las mejores, que en ese momento estaban en la cámara de hielo del priorato.
—No sé con certeza quién los envió aquí —continuó el prior—, pero tienen la intención de descubrir quién está matando a los niño?
—Harold. —El rostro de Gyltha no demostraba emoción, pero su voz era suave; tenía trato con el padre de Harold.
—Harold.
Gyltha asintió.
—Entonces, ¿no fueron los judíos?
—No.
—Nunca creí que hubieran sido ellos.
Desde los claustros que comunicaban la casa del prior con la iglesia llegaba el sonido de la campana que llamaba a los hermanos a vísperas.
Gyltha suspiró.
—Las criadas, como prometiste, y sólo me ocuparé de la maldita cocina.
—Beningne, Deo gratias. —El prior se puso de pie y acompañó a Gyltha a la puerta—. ¿Los Tubs siguen criando esos perros malolientes?
—Más malolientes que nunca.
—Ve con uno de esos perros apestosos. Que no se aparte de ella. Si hace preguntas, puede causar problemas. Es necesario que estés atenta. Ah, y ellos no comen nada de cerdo ni marisco.
El prior, a modo de despedida, le dio a Gyltha una palmada en el trasero. Luego cruzó los brazos debajo de la casulla y salió hacia la capilla para las vísperas.
Adelia se sentó en un banco del jardín del priorato. Olía el aroma del romero, que formaba un seto bajo bordeando el parterre de flores que tenía a sus pies, mientras escuchaba los salmos de vísperas que el aire de la noche traía desde el claustro atravesando los muros vegetales del jardín hasta los oscuros árboles del paraíso. Intentaba dejar la mente en blanco, permitir que esas voces masculinas vertieran un bálsamo en las heridas causadas por las abominaciones humanas. «Que ante ti se haga valer como el incienso mi plegaria, mi elevación de manos, como la ofrenda de la tarde...»7, cantaban.
En la casa donde el prior Geoffrey les había alojado por esa noche a ella, a Simón y a Mansur, les servirían la cena. Eso implicaría sentarse a la mesa con otros viajeros, y Adelia no estaba de ánimo para conversaciones triviales. Ajustó las correas de su morral de cuero de cabra para que, por el momento, la información que los niños muertos le habían proporcionado quedara atrapada en él, en forma de palabras escritas en tiza sobre una pizarra. Al día siguiente, cuando lo abriera, sus voces se liberarían y colmarían sus oídos. Pero esa noche incluso ellos debían ser silenciados: Adelia no podía tolerar más que la serenidad de la noche.
No se puso de pie hasta que la oscuridad la envolvió. Cogió su morral y caminó por el sendero. Los largos rayos de luz se proyectaban por las ventanas gracias a las velas de la casa de huéspedes.
Había sido un error irse a dormir sin cenar. Adelia yacía insomne en un estrecho catre, dentro de una estrecha celda que daba al pasillo, reservada a huéspedes féminas, molesta por el mero hecho de estar allí, molesta con el rey de Sicilia, con ese país y hasta con los propios niños muertos, que le imponían la carga de su agonía.
—No sé si podré ir —le había replicado a Gordinus la primera vez que él le mencionó el asunto—. Tengo a mis alumnos, mi trabajo.
Pero no era cuestión de elección. La orden de buscar un experto en el estudio de los cadáveres había sido impartida por un rey ante el cual —debido a que también gobernaba el sur de Italia— no había posibilidad de apelar.
—¿Por qué me elegís a mí?
—Porque cumplís con los requerimientos del rey —había explicado Gordinus—. No conozco a ninguna otra persona que los reúna. Maese Simón tendrá la fortuna de contar con vos,
Simón no se consideró tan afortunado como agobiado por la responsabilidad. Adelia se percató de inmediato. A pesar de sus credenciales, la presencia de una mujer médico, un ayudante árabe y una acompañante femenina —Margaret, la bendita Margaret, todavía vivía— había agregado un Pelion de complicación a la Ossa de una misión que ya era compleja.
Pero una de las aptitudes de Adelia —perfeccionada en el rudo ambiente de las escuelas— era hacer que su femineidad fuera casi invisible, exigiendo que no se le hicieran concesiones, mezclándose entre los hombres y pasando casi desapercibida. Sólo si su profesionalidad se ponía en duda, sus compañeros descubrían a una Adelia perfectamente visible, que se expresaba en un lenguaje áspero —de ellos había aprendido a insultar— y capaz de mostrar un temperamento aún más hosco.
No hubo necesidad de recurrir a ello, pues Simón se mostró cortés y así, en el transcurso del viaje, fue librándose de sus preocupaciones. Él la encontró modesta, una calificación que —Adelia había comprobado— solía otorgarse a las mujeres que no causaban problemas a los hombres. Aparentemente, la esposa de Simón era el paradigma de la modestia judía y él juzgaba a todas las demás mujeres de acuerdo con ese modelo. Mansur, el otro cómplice de Adelia, había dado prueba de su valía y, hasta alcanzar la costa de Francia, donde Margaret había fallecido, todos habían viajado en perfecta armonía.
Tan sólo la regularidad de su período le recordaba a Adelia que no era un ser neutro. Y la llegada a Inglaterra y el traslado en carro adoptando el rol de integrantes de una trouppe de curanderos ambulantes sólo les había ocasionado falta de comodidades y asombro.
Aún era un misterio el motivo por el cual el rey de Sicilia había involucrado a Simón de Nápoles, uno de sus investigadores más capaces —por no hablar de la propia Adelia—, en un asunto que afectaba a los judíos de una pequeña isla húmeda y fría en el confín del mundo. No le había sido revelado a Simón, ni tampoco a ella. Su misión era lograr que el nombre de los judíos estuviera libre de la mácula del asesinato, un propósito que sólo lograrían si descubrían la identidad del verdadero asesino.
Intuyó que no le gustaría Inglaterra, como así fue. En Salerno era un miembro respetado de una prestigiosa escuela de medicina en la que nadie, salvo los recién llegados, se sorprendía al conocer a una mujer que practicaba la medicina. En esa isla la habían hundido en un estanque. Los cuerpos que acababa de examinar habían ensombrecido su visión de Cambridge. No era la primera vez que veía despojos de seres asesinados, pero raramente habían sido tan terribles como éstos. En algún lugar del país, un carnicero de niños estaba vivo y se movía con libertad.
La tarea de identificarlo sería extremadamente difícil debido a la falta de respaldo oficial y a la necesidad de simular que, de ningún modo, ése era su propósito. En Salerno, aun cuando debía ocultar su identidad, el trabajo se realizaba de acuerdo con las autoridades; aquí sólo tenía de su parte al prior, e incluso él no se atrevía a divulgarlo.
Todavía molesta, se durmió y tuvo oscuros sueños.
Se levantó tarde, algo que no solía concederse a otros huéspedes.
—El prior nos indicó que, debido a vuestro agotamiento, os excusáramos de asistir a maitines —le contó el hermano Swithin, su pequeño y rechoncho anfitrión—. Pero mi deber es asegurarme de que vuestro apetito sea satisfecho al despertar.
Adelia desayunó en la cocina: jamón —un raro lujo para alguien que viajaba con un judío y un musulmán—, queso fabricado con leche de las ovejas del priorato, pan fresco elaborado en su tahona, manteca recién hecha y mermelada —receta del propio hermano Swithin—, una porción de pastel de anguila y leche tibia recién ordeñada.
—Estabais desfallecida, señora —comentó el hermano Swithin, sirviéndole más leche—. ¿Os encontráis mejor ahora?
Adelia le sonrió. Lucía un bigote blanco.
—Mucho mejor.
Había estado desfallecida, sí —aunque posiblemente ella y el hermano Swithin no se refirieran a lo mismo—, pero había recuperado el vigor. El resentimiento y la compasión por sí misma habían desaparecido. ¿Qué importaba que tuviera que trabajar en un país extranjero? Los niños eran universales. Habitaban un territorio que superaba la idea de pertenencia a un lugar y estaban bajo la protección de leyes eternas. El salvajismo del que habían sido víctimas Mary, Harold y Ulric no la ofendía menos por el hecho de que esos niños no hubieran nacido en Salerno. Eran hijos de todos, sus hijos.
Adelia se sintió más segura que nunca. Era preciso eliminar a ese asesino para que el mundo estuviera más limpio.
«Si alguien ofende a uno de estos pequeños, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de moler...».
Del cuello de ese delincuente, aunque aún ignoraba quién era, estaba colgada Adelia, doctora Trótula de Salerno, especialista en muertos, que no escatimaría esfuerzos y brindaría todo su saber y su experiencia con el fin de abatirlo.Volvió a la celda para plasmar en papel sus observaciones. De ese modo, cuando regresara a Salerno, podría enviar el registro de sus hallazgos al rey de Sicilia, aunque no supiera con qué objetivo los reclamaría el monarca.
Era un trabajo arduo y lento. Más de una vez tuvo que soltar la pluma para taparse los oídos. Entre las paredes de la celda resonaban los gritos de los niños. «Por favor, silenciad vuestras voces para que pueda averiguar quién es él». Pero ellos no habían querido morir y no podían ser acallados.
Simón y Mansur ya habían partido para alojarse en un lugar escogido por el prior. Allí tendrían la privacidad necesaria para cumplir su misión. Pasado el mediodía Adelia se reuniría con ellos.
Le sorprendió, pero no le disgustó —pues le permitía investigar el territorio del asesino y tener una perspectiva de la ciudad— que el hermano Swithin, atareado con un nuevo contingente de viajeros, estuviera dispuesto a dejarla ir sin escolta, y que en las calles de Cambridge —repletas de gente—, mujeres de todos los estamentos sociales fueran de aquí para allá sin compañía y con el rostro descubierto.
Era un mundo diferente. Sólo los estudiantes de la escuela pitagórica, tocados con birretes rojos y muy ruidosos, le resultaron familiares. Los estudiantes eran iguales en todo el mundo.
En Salerno los aleros protegían del inclemente sol y los puentes elevados proyectaban sombra en las calles, pero esta ciudad se abría como una flor para atrapar toda la luz que el cielo inglés pudiera ofrecer.
En realidad, había siniestros callejones laterales, donde proliferaban como hongos toscas construcciones con techos de juncos. Pero Adelia recorrió sólo las calles principales, todavía alumbradas por el largo atardecer, sin preocuparse por su reputación o su monedero como no lo habría hecho en Salerno.
En Cambridge de lo único que se protegían era del agua, que corría por canales a ambos lados de la calle, de modo que cada vivienda, cada tienda, tenía una pasarela para acceder a ellas. Cisternas, bebederos y estanques confundían la visión y duplicaban las imágenes. Junto a un camino, un cerdo se reflejaba nítidamente en el charco donde estaba. Los cisnes parecían flotar unos sobre otros. Los patos nadaban por encima de un arco ojival: la entrada de una iglesia que se alzaba frente a su estanque. Erráticos cursos de agua devolvían imágenes de techos y ventanas; espejadas en los riachuelos, las copas de los sauces parecían crecer hacia abajo. El sol del ocaso teñía todo de ámbar.
Adelia sentía que Cambridge tocaba la flauta para ella, pero no estaba dispuesta a bailar. El reflejo que todo duplicaba era síntoma de una duplicidad más profunda, dos caras, una ciudad de Jano por donde caminaba con sus dos piernas, como cualquier otro hombre, una criatura que asesinaba niños. Hasta que fuera descubierto, Cambridge usaría una máscara con la que era imposible saber si debajo de ella se escondía el hocico de un lobo.
Inevitablemente, se desorientó.
—Por favor, ¿podría indicarme cómo llegar a la casa del viejo Benjamín?
—¿Para qué queréis ir allí, señora?
Era la tercera persona a la que había pedido ayuda, y la tercera que le había preguntado para qué quería ir allí.
Se le ocurrió responder «estoy pensando en abrir un burdel», pero sabía que no debía exacerbar la curiosidad de Cambridge, por lo que se limitó a decir «me gustaría saber dónde está».
—Subid por el camino y girad a la izquierda en Jesus Lane; está en el recodo, frente al río.
Al llegar al río se encontró con una pequeña aglomeración de gente que se había reunido para observar a Mansur mientras descargaba las últimas cosas del carro y se disponía a llevarlas al zaguán de la casa.
El prior Geoffrey había creído oportuno que, dado que los tres estaban de parte de los judíos, los salernitanos ocuparan durante su estancia una de las casas abandonadas de la judería. No le había parecido prudente alojarlos en la lujosa mansión de Chaim, que estaba un poco más adelante, siguiendo el curso del río.
—Como era prestamista, el viejo Benjamín inspiró menos animosidad en la ciudad que Chaim, que era rico —explicó—, y además desde la casa se ve el río.
Para Adelia, la existencia de una zona denominada judería —la casa de Benjamín estaba en uno de sus límites— era una prueba de que los judíos de Cambridge habían sido excluidos, o se habían excluido ellos mismos, de la vida de la ciudad, como ocurría en casi todas las ciudades inglesas que habían atravesado.
Si bien privilegiado, era un gueto y había quedado desierto. La casa del viejo Benjamín mostraba signos de un incipiente temor. Ocupaba la esquina de una calle sin salida, para que, ante un eventual ataque, estuviera tan oculta como fuera posible. Había sido construida con piedra en lugar de adobe y cañas, y tenía una puerta capaz de soportar la embestida de un carnero. El nicho de una de las jambas estaba vacío y dejaba ver que el marco de la mezuzá había sido arrancado.
Del escalón más alto surgió una mujer que ayudó a Mansur con el equipaje. Adelia se acercó.
—¿Ahora trabajas para ellos, Gyltha? —gritó uno de los mirones.
—Ese es mi problema —respondió la mujer que estaba de pie en el escalón—. Tú, ocúpate de los tuyos.
Hubo risas disimuladas, pero la gente no se dispersó. Comentaban la situación en el desenfadado inglés de Anglia Oriental. Algo de lo ocurrido al prior en la peregrinación circulaba como moneda corriente.
—No son judíos. Nuestra Gyltha no aceptaría trabajar para los infieles.
—Ese, el que tiene la tela en la cabeza, dicen que es el doctor.
—Por su aspecto parece más un demonio.
—Aunque sea un sarraceno, dicen que curó al prior.
—Me pregunto cuánto cobra.
—¿Será esa mujer su mascota?
La pregunta fue acompañada por un gesto con la cabeza que señalaba a Adelia.
—No, no lo soy —respondió Adelia.
El hombre que había preguntado estaba desconcertado.
—¿La señora habla inglés?
—Sí, ¿y vos?
El acento de aquella gente —la pronunciación, las extrañas inflexiones y la entonación ascendente con que terminaban las frases— era diferente del inglés de la península del suroeste que Adelia había aprendido sentada en las rodillas de Margaret, pero lograba comprenderlo. Parecía más divertida que ofendida.
—Un gatito gracioso, ¿verdad? —anunció el hombre a la improvisada asamblea—. Y ese moreno, un buen médico, ¿no? —preguntó luego dirigiéndose a Adelia.
—Mejor que cualquiera de los que pueda encontrar por aquí.
Tal vez fuera cierto, pensó Adelia. El enfermero del priorato no era más que un simple herborista que, aun cuando tenía buena voluntad, había obtenido sus conocimientos de libros cuyo contenido —en opinión de la doctora— era en su mayor parte totalmente erróneo.
Las personas a las que el herborista no podía tratar y las que intentaban hacerlo por sus propios medios estaban a merced de los curanderos de la ciudad, que les vendían elaboradas, inútiles y costosas pociones, probablemente desagradables al paladar y preparadas con la intención de impresionar, más que de curar. Su nuevo amigo hizo una observación.
—Entonces, creo que pagaré una visita. El hermano Theo, del priorato, se ha dado por vencido conmigo.
—Diles qué es lo que te pasa —le sugirió su vecina con un codazo, una mujer que sonreía burlona.
—El hermano Theo cree que me hago el enfermo —manifestó obedientemente Wulf— y no sabe cómo tratarme.
Adelia advirtió que nadie hacía preguntas acerca del motivo por el cual ella, Simón y Mansur estaban allí. Para los hombres y mujeres de Cambridge era natural que en su ciudad se establecieran extranjeros. Llegaban de todas partes para comerciar, no había mejor lugar para hacerlo. Era el país del dragón.
La doctora trató de abrirse paso para llegar a la entrada, pero una mujer que tenía en brazos un niño pequeño le impidió continuar.
—Le duele mucho este oído. Necesita un médico.
No todos los integrantes de aquel grupo estaban libres de curiosidad.
—Está ocupado —apuntó Adelia, pero el niño se quejaba del dolor—. Está bien, le miraré yo. —Uno de los integrantes del grupo sostuvo amablemente un candil mientras Adelia le examinaba el oído y abría con impaciencia su morral para buscar las pinzas—. Ahora sostenedlo para que no se mueva.
Adelia extrajo una pequeña bola. Tuvo suerte de no perforarle el tabique.
—¡Que me aspen si no es una mujer sabia! —exclamó alguien.
En segundos se vio rodeada entre empujones de quienes pedían que los atendiera. En ausencia de un doctor, una mujer sabia serviría.
La rescató oportunamente la mujer a la que habían llamado Gyltha. Bajó los escalones y se abrió paso en dirección a Adelia, apartando con los codos los cuerpos que obstruían el camino.
—Váyanse —les pidió—. Todavía no se han mudado, vuelvan mañana.
Gyltha llegó hasta Adelia y la empujó a través del portal.
—Rápido, niña —apuró, dispersándolos a empujones—. ¿Qué habéis hecho? —susurró.
Adelia la ignoró.
—Ese anciano, el que está allí —dijo, señalándolo—, tiene unas fiebres que lo hacen temblar.
Parecía malaria, algo extraño. La doctora creía que esa enfermedad no se manifestaba fuera de los pantanos de Roma.
—Es el doctor quien debe decir eso —declaró Gyltha en voz alta para que la oyeran—. Entrad, niña. Seguirá enfermo mañana —agregó luego a Adelia.
De todos modos, tal vez no fuera posible ayudarle demasiado. Mientras Gyltha la arrastraba para que subiera los escalones, Adelia le gritaba a la mujer que sostenía el cuerpo tembloroso del anciano.
—Llevadlo a casa, debe estar en cama. Tratad de bajar la fiebre con paños fríos —fueron las últimas indicaciones que logró dar antes de que la mujer la arrastrara hasta la casa y cerrara la puerta.
Gyltha miró a Adelia y meneó la cabeza. Lo mismo hizo Simón, que había estado observando la escena.
Por supuesto. El doctor era Mansur. Ella debía tenerlo presente.
—Pero sería interesante si el diagnóstico fuera malaria —le comentó a Simón—. Cambridge y Roma. La característica en común son los pantanos. Eso supongo.
En Roma, algunos atribuían la enfermedad al efecto de los «malos aires», de ahí su nombre. Otros creían que era consecuencia de beber agua estancada. Adelia estaba abierta a todas las hipótesis, dado que ninguna había sido probada.
—Hay una cantidad increíble de enfermos de esas fiebres en los pantanos —le contó Gyltha—. Nosotros la tratamos con opio. Detiene el temblor.
—¿Opium? ¿Cultiváis adormidera por aquí? —Santo Cielo, cuánto sufrimiento podría aliviar si tuviera acceso al opio. Nuevamente pensó en la malaria—. Me pregunto si existe alguna posibilidad de observar el bazo del anciano cuando muera —le susurró a Simón.
—Podríamos pedir autorización —ironizó Simón, poniendo los ojos en blanco—. Fiebres, asesinatos de niños, ¿cuál es la diferencia? Delatemos quiénes somos.
—No me he olvidado del asesino —protestó Adelia—. He estado examinando su obra.
—¿Mal? —preguntó Simón mientras le cogía la mano.
—Mal.
La irritación de su rostro dejó paso a la aflicción. El que estaba allí era un hombre con hijos imaginando lo peor que pudiera ocurrirles. Adelia pensaba que Simón tenía una extraña capacidad para comprender a los demás que lo convertía en un buen investigador. Pero eso tenía su precio.
Buena parte de su comprensión estaba dirigida a ella.
—¿Podéis tolerarlo, doctora?
—Para eso me he preparado.
—Nadie está preparado para lo que vos habéis visto hoy —afirmó Simón, meneando la cabeza. Luego respiró profundamente—. Ella es Gyltha. El prior Geoffrey la ha enviado para que tenga la amabilidad de ocuparse de la casa. Está al tanto de nuestro cometido —indicó después en su inglés poco fluido. De un rincón surgió una figura que había estado merodeando como un animal—. Éste es Ulf. Nieto de Gyltha, según creo. Y esto es... ¿qué es?
—Es Salvaguarda —respondió Gyltha—. Ulf, quítate la maldita gorra delante de una dama.
Adelia jamás había visto un trío tan rotundamente espantoso. La mujer y el chico tenían cabezas con forma de ataúd, rostros huesudos y grandes dientes, una combinación que ella reconocería como característica de los pantanos. Si Ulf no era tan inquietante como su abuela, se debía a que era un chico, de ocho o nueve años, y sus rasgos todavía tenían la redondez propia de la infancia.
Salvaguarda era una enorme pelota de lana apelmazada de la que salían cuatro patas como agujas de tejer. Tenía apariencia de oveja pero tal vez fuera un perro. Ninguna oveja olía tan mal.
—Un regalo del prior —aclaró Gyltha—. Tendréis que encargaros de alimentarlo.
La sala donde estaban reunidos no era mucho más agradable. Estrecha y miserable, se accedía a ella directamente desde la puerta principal. Al final de la habitación había otra puerta similar que comunicaba con el resto de la casa. Incluso durante el día, la sala debía de ser oscura. Esa noche un farol complementaba las dos saeteras y dejaba a la vista anaqueles desnudos y rotos.
—Aquí es donde el viejo Ben hacía su trabajo —informó Gyltha—. Sólo que algún hijo de perra ha robado todos sus bienes —añadió con firmeza.
Algún otro, o tal vez el mismo hijo de perra, había usado el lugar como letrina.
La nostalgia desgarraba a Adelia. Sobre todo, la nostalgia por Margaret, su afectuosa presencia. Pero también, oh Dios, por Salerno, los naranjos, el sol y la sombra, los acueductos, el mar, el baño romano de la casa en la que vivía junto a sus padres adoptivos, los suelos de baldosas, los sirvientes educados, su reconocimiento como médica, las aulas de la escuela, las ensaladas: no había comido verduras desde su llegada a aquel condenado país carnívoro.
Gyltha abrió la puerta interior y pudieron apreciar la amplitud del salón del viejo Benjamín, que mejoraba la primera impresión. Olía a agua, lejía y cera de abejas. Cuando entraron, dos criadas con baldes y trapos desaparecieron de su vista por una puerta que estaba en el otro extremo. De un techo abovedado colgaban cadenas de las que pendían bruñidas lámparas de sinagoga, que iluminaban ramas verdes recién cortadas y los pulidos suelos de madera de olmo. Una columna de piedra sustentaba una escalera curva por la que se podía acceder al ático y bajar al sótano.
Era una sala alargada, cuyas ventanas esmeriladas, que cubrían arbitrariamente toda la pared izquierda, conferían una apariencia fuera de lo común. Sus distintos tamaños sugerían que el viejo Benjamín —un hombre para quien era una cuestión de principios no desperdiciar nada— había ampliado o reducido los marcos originales colocando en su lugar esos vidrios que, no habiendo sido reclamados por sus propietarios, pasaron a pertenecerle. Había un mirador, dos celosías, abiertas ambas para que entrara la brisa del río, un pequeño panel de cristal y un rosetón de vidrio coloreado que de seguro procedía de una iglesia cristiana. El efecto era desordenado, pero original y no carente de encanto.
Sin embargo, para Simón y Mansur el non plus ultra se hallaba en otro lugar: en la cocina, una construcción separada del resto de la casa. Hacia allí se apresuraron, alentando a Adelia a seguirlos.
—Gyltha es cocinera —apuntó Simón como si emergiera de las arenas de Egipto rumbo a Caná—. Nuestro prior...
—Que nunca deja de protegernos... —interrumpió Mansur.
—Nuestro muy buen prior nos ha enviado a una cocinera que está a la par de mi buena Becca. Gyltha superba. Doctora, venid a mirar lo que está preparando.
En un enorme hogar algo giraba ensartado en varillas de hierro, salpicando con grasa la turba encendida; de los calderos colgados con ganchos rezumaban vapores que olían a hierbas y a pescado; una masa de color crema reposaba en la gran mesa enharinada, lista para amasar.
—Manjares, doctora, suculento pescado, lampreas. Lampreas* ¡alabado sea el Señor!, pato guisado en miel, cordero.
Adelia nunca había visto a dos hombres tan entusiasmados. El resto del día, hasta el anochecer, se fue en desempaquetar. Había habitaciones de sobra. A la doctora le habían asignado el solar, un agradable aposento que daba al río, un lujo después de haber dormido en los dormitorios comunitarios de las posadas. Las hornacinas estaban vacías; su contenido había sido saqueado por los insurrectos, pero habían dejado los estantes, donde podría colocar sus hierbas y pociones.
Cuando finalmente la cena estuvo dispuesta, a Gyltha le irritó que Mansur y Simón se tomaran tanto tiempo en sus abluciones, y lo mismo Adelia —como si temiese que la mugre de la casa fuera perniciosa— en lavarse las manos antes de sentarse a la mesa.
—Se enfría —les espetó bruscamente—. No cocino para paganos a quienes no les importa que la buena comida se enfríe.
—No es así. De ninguna manera —le aseguró Simón.
La mesa ofrecía todas las delicias que se podían encontrar en aquellas tierras pantanosas: aves de corral y pescados. Los nostálgicos ojos de Adelia añoraron alguna que otra verdura, pero sin duda lo que allí había era apetitoso.
—Bendito seas Hashem, nuestro Dios, rey del Universo, que nos alimentas con los frutos de la naturaleza —agradeció Simón. Luego cogió de la mesa una blanca rebanada de pan, partió un trozo y se dispuso a comerlo.
Mansur invocó la bendición de Salmán el Persa, que había dado alimento a Mahoma.
—Que la buena salud nos acompañe —ofreció Adelia, y se sentaron a la mesa para compartir las viandas.
Durante el viaje en barco desde Salerno, Mansur había comido con la tripulación. Pero el último tramo de la travesía por Inglaterra había discurrido entre posadas y campamentos imponiéndolos una democracia que ninguno de ellos deseaba abandonar. En cualquier caso, dado que Mansur debía aparecer como la autoridad de la casa, habría sido incoherente que comiera en la cocina, junto con los sirvientes.
Adelia había pensado dar a conocer sus hallazgos durante la comida, pero los hombres, sabiendo qué clase de información recibirían, sólo parecían dispuestos a dejarse indigestar por la comida de Gyltha. Los elogios que estaban dedicando a los corderos, cremas y quesos eran interminables. Para ella, por el contrario, la comida era semejante al viento: necesario para propulsar barcos, aves y aspas de molinos; pero por lo demás, intrascendente.
Simón bebía vino. Un barril de su viña favorita de la Toscana había viajado con ellos porque, según se decía, los vinos ingleses eran imposibles de catar. Mansur y Adelia, como siempre hacían, bebían agua hervida y filtrada.
Simón le insistía constantemente para que bebiera vino y comiera más, a pesar de que ella explicó que había desayunado opíparamente en el priorato. Al hombre de Nápoles le preocupaba que la repulsión provocada por el examen de los cuerpos pudiera tener consecuencias en su salud. Eso le habría sucedido a él, pero Adelia lo consideraba una reconvención acerca de su profesionalidad y alegó, con tono mordaz:
—Ése es mi trabajo. ¿Para qué otra cosa he venido?
Mansur le sugirió a Simón que la dejara tranquila.
—La doctora siempre picotea, como un gorrión.
El árabe, ciertamente, no estaba picoteando.
—Engordaréis —advirtió Adelia, que sabía cuanto le horrorizaba la idea. Muchos eunucos engullían hasta transformarse en obesos.
Mansur suspiró.
—Esta mujer es una sirena de la comida. Puede llegar al alma de un hombre a través de su estómago.
A la doctora le divirtió que Mansur viera a Gyltha como una sirena.
—¿Puedo decírselo a ella?
Para su sorpresa, él se encogió de hombros y asintió.
—Oooh... —fue la respuesta de Adelia.
En los muchos años transcurridos desde que sus padres adoptivos eligieran a Mansur como su guardaespaldas, Adelia nunca le había escuchado decir un cumplido a una mujer. Inesperada e inexplicablemente, la destinataria era una matrona que tenía cara de caballo y con quien no podía hablar en el mismo idioma.
Las dos criadas que los atendían —ambas se llamaban Matilda, y sólo se diferenciaban por las iniciales de los santos de sus parroquias, por lo que una de ellas era Matilda B. y la otra, Matilda W.— estaban tan recelosas de Mansur como si un oso amaestrado se hubiera sentado a cenar. Entre risitas nerviosas iban y venían con los platos sin acercarse al extremo donde estaba sentado Mansur y dejando la comida en la mesa para que los demás comensales se la pasaran.
«En fin, tendrán que acostumbrarse a él», pensaba Adelia.
Finalmente las criadas despejaron la mesa. Simón se preparó simbólicamente para la batalla, suspiró y apoyó la espalda en la silla.
—¿Y bien, doctora?
—Todo son hipótesis, como podéis comprender —comenzó Adelia. Ésa era su invariable advertencia. Luego esperó a que los dos hombres manifestaran su acuerdo y respiró profundamente—. Creo que los niños fueron llevados a una cantera de cal para ser asesinados. El caso del pequeño Peter podría ser diferente. Tal vez por haber sido la primera víctima, el asesino aún no había establecido una pauta. Pero en los tres cuerpos examinados, los dos chicos tenían cal incrustada en los talones, lo que indicaría que fueron arrastrados por el suelo, y había rastros de esa sustancia en los restos de todos ellos. Sus manos y pies estaban atados con tiras de tela. —Adelia miró a Simón—. Lana negra, de buena calidad. He conservado algunas muestras.
—Preguntaré entre los mercaderes de lana.
—Uno de los cuerpos no fue enterrado. El asesino lo conservó en algún lugar seco y frío —afirmó la doctora con voz firme—. También es posible que la niña haya sido apuñalada varias veces en la zona púbica. De los niños, el cuerpo mejor preservado carece de genitales y diría que el otro también sufrió la misma brutalidad. —Simón se había cubierto la cara con las manos. Mansur estaba inmóvil—. Creo que en todos los casos se les cortó los párpados; no puedo saber si antes o después de matarlos.
—Los demonios están entre nosotros. Señor, ¿por qué permitís que los torturadores del Gehena8 habiten en cuerpos humanos?
Adelia habría replicado que atribuir los asesinatos a la acción de fuerzas satánicas era una manera de absolver al autor de los crímenes, que de ese modo no sería más que la víctima de esas fuerzas incontrolables. Ella lo veía como un hombre rabioso, como un perro. Pero entonces pensó que admitir que estuviera enfermo era también darle una excusa para lo imperdonable.
—Mary... —La doctora hizo una pausa. No solía cometer el error de llamar a un cadáver por su nombre, restaba objetividad e introducía emoción cuando era esencial ser impersonal. No sabía cómo le había sucedido—. La niña —volvió a comenzar— tenía algo pegado en el cabello. En principio pensé que sería semen... —Simón se aferró a la mesa; Adelia se obligó a recordar que no estaba hablando con sus alumnos—. No obstante, el objeto ha conservado su forma rectangular original, probablemente fuera un dulce. Debemos considerar especialmente la hora y el lugar en que fueron descubiertos los cuerpos —prosiguió serena—. Fueron encontrados en el barro; había restos de lodo sobre ellos, pero el pastor que los encontró aseguró al prior Geoffrey que no estaban allí el día anterior. Por lo tanto, fueron trasladados desde el lugar donde estaban guardados, sobre cal, hasta el sitio donde los encontraron esta mañana, sobre el lodo.
Como si no hubiera pasado un año.
Simón trataba de interpretar la mirada de Adelia
—Esta mañana llegamos a Cambridge —recordó—. La noche anterior estuvimos en... ¿cómo se llamaba ese lugar?
—Era un paraje de las colinas de Gog Magog. De cal.
Mansur comprendió lo que Adelia intentaba decir.
—Entonces, ese perro los trasladó durante la noche. ¿Para nosotros?
Adelia se encogió de hombros. Sólo se pronunciaba sobre aquello que podía ser demostrado. Los demás debían sacar sus propias conclusiones. La doctora esperaba las de Simón de Nápoles. El viaje compartido había incrementado su respeto hacia él. El candor que mostraba en público no era fingido, sino su manera de reaccionar cuando estaba con gente. Pero en modo alguno revelaba su brillante y rauda capacidad analítica. Sólo cuando se quedaba con Mansur y con ella, tenía la gentileza de permitirles ver cómo funcionaba su cerebro.
—Lo hizo. —Simón golpeó suavemente la mesa con los puños—. Hay demasiadas conexiones como para suponer que sea una coincidencia. ¿Durante cuánto tiempo estuvieron desaparecidos los pequeños? ¿Un año en uno de los casos? Pero bastó que la caravana de peregrinos se detuviera en el camino y nuestro carro subiera por la colina para que todos ellos fueran hallados.
—Nos ve —observó Mansur.
—Nos vio.
—Y traslada los cuerpos.
—Trasladó los cuerpos. ¿Y por qué? —Simón mostró las palmas de las manos—. Tenía miedo de que descubriéramos el escondite donde los guardaba.
Adelia asumió el rol de abogado del diablo.
—¿Por qué le asustaría que nosotros los encontráramos? Otras personas sin duda se han adentrado en esas colinas durante los últimos meses y no lo hicieron.
—Tal vez no hayan sido tantas. ¿Cómo se llamaba la colina? El prior me lo dijo. —Simón se dio un golpecito en la frente y luego miró a la criada que entraba para despuntar el pabilo de las velas—. Ah, Matilda.
—Sí, señor.
—Wand-le-bury Ring —enunció Simón inclinándose hacia delante. La joven abrió mucho los ojos, hizo la señal de la cruz y volvió por el camino por el que había venido. Simón miró a su alrededor—. Wandlebury Ring —repitió—, lo que suponía. Nuestro prior estaba en lo cierto. El lugar está relacionado con una superstición. Nadie se acerca allí, sólo las ovejas. Pero esa noche nosotros lo hicimos. Y él nos vio. ¿Qué hacíamos allí? Lo desconocía. ¿Armar nuestras tiendas de campaña? ¿Pasar la noche? ¿Recorrer el terreno? Sin la certeza de nuestros propósitos se asustó, puesto que allí estaban los cuerpos y podíamos encontrarlos. No tuvo otra opción que cambiarlos de lugar. —Simón se recostó de nuevo en el respaldo de la silla—. Su guarida está en Wandlebury Ring.
«Nos vio». Imágenes de unas alas de murciélago que se agitaban sobre una pila de huesos, un hocico olfateando el aire para detectar intrusos y unas garras que súbitamente se clavaban en ella sobrecogieron a Adelia.
—Entonces, ¿desenterró los cuerpos? ¿Los llevó a otro lugar? ¿Los dejó donde pudieran ser encontrados? —preguntó Mansur. La incredulidad daba a su voz un tono más agudo del habitual—. ¿Puede ser tan necio?
—Trataba de desorientarnos para que no supiéramos que los cuerpos habían estado en contacto con cal —explicó Simón—. No contaba con que la doctora Trótula estuviera aquí.
—Tal vez quería que se encontraran —sugirió Adelia—. ¿Estará riéndose de nosotros?
De repente apareció Gyltha.
—¿Quién intenta asustar a mis Matildas? —increpó con agresividad, blandiendo unas tijeras en actitud amenazante. Simón cruzó las manos sobre el regazo.
—Wand-le-bury Ring, Gyltha —pronunció lentamente Simón.
—¿Qué pasa con ese lugar? No creerán lo que dicen sobre él, ¿no? ¿Cacería salvaje? No me llevo bien con esas cosas. —Gyltha bajó el candil y comenzó a recortar la punta de la vela—. Es sólo una maldita colina. No me llevo bien con las colinas.
—¿Cacería salvaje? —preguntó Simón—. ¿Qué significa eso?
—Un grupo de malditos perros con ojos rojos dirigidos por el príncipe de la oscuridad. No creo una palabra. Para mí no son más que vulgares asesinos de ovejas. Y tú, Ulf, sal de ahí, mugriento, antes de que te eche los perros encima.
En el otro extremo del salón había una galería. La escalera estaba oculta por una puerta disimulada en el revestimiento de madera, de la que en ese momento asomó sigilosamente la pequeña y poco agraciada figura del nieto de Gyltha. Murmuraba y miraba a los extranjeros.
—¿Qué dice el chico?
—Nada. —Gyltha le dio un coscorrón y lo llevó hacia la cocina—. Pregúntenle a ese holgazán de Wulf. Dice que vio una vez la cacería salvaje. Lo contará todo a cambio de una cerveza.
Cuando Gyltha se marchó, Simón repitió:
—Cacería salvaje, benandanti, chausse sauvage, das woden he-re. Es una superstición extendida por toda Europa, con más o menos variaciones. Siempre hay perros con ojos flameantes, un terrible jinete negro y muerte para aquellos que los ven.
El silencio reinó en la sala. Adelia fue consciente de la oscuridad más allá de las dos celosías abiertas, donde animales invisibles hacían crujir la maleza. Desde los juncos del río, el primaveral canto de un ave que les había acompañado durante la cena le pareció el augurio de infaustos sucesos. La doctora se frotó los brazos: tenía la piel de gallina.
—Entonces, ¿debemos suponer que el asesino vive en la colina? —preguntó Adelia.
—Es posible que así sea —respondió Simón—, o tal vez no. En mi opinión, los niños desaparecieron en los alrededores de la ciudad, aunque no es probable que llegaran hasta la colina por su cuenta. Ni tampoco que una criatura pasee habitualmente por ese lugar de forma que él sólo tuviera que acechar hasta que se acercaron. O bien llegaron allí atraídos por algo, lo que también es improbable dado que hay una distancia de varias millas, o fueron trasladados. En consecuencia, podemos presumir que nuestro hombre busca a sus víctimas en Cambridge y utiliza la colina como lugar para cometer los crímenes. —Simón parpadeó ante su copa de vino como si la viera por primera vez—. ¿Qué diría mi Becca de todo esto? —se preguntó, y bebió un sorbo. Adelia y Mansur aguardaron. Había algo más. Algo que había estado rondándoles y por fin se abría paso—. Hay otra explicación... —Simón comenzó a hablar lentamente—, que no me gusta, pero debo considerar. Casi con certeza, nuestra presencia en la colina precipitó el traslado de los cuerpos. ¿Qué habría ocurrido si en lugar de haber sido detectados por un asesino que ya estaba in situ, un hecho muy fortuito, lo hubiéramos llevado con nosotros? —Ese «algo» ya estaba dentro de la habitación—. ¿A quién estábamos atendiendo? Al prior Geoffrey. ¿Qué estuvieron haciendo los demás miembros de nuestro grupo esa larga noche? ¿Eh? Amigos míos, tenemos que considerar la posibilidad de que nuestro asesino sea uno de los peregrinos que encontramos en Canterbury.
Más allá de las celosías, la noche se volvió más oscura.
Capítulo 6
Las camas mullidas eran una de las cosas a las que Gyltha no se avenía. Adelia había pedido un colchón de pluma de ganso, como el que usaba para dormir en Salerno, y así se lo dijo. No parecía un encargo difícil de cumplir, puesto que los gansos moteaban los cielos de Cambridge.
—Las plumas de ganso son un suplicio, no se pueden lavar. El colchón de paja es más limpio, el relleno se cambia todos los días.
La tensión interfería entre ambas mujeres sin que ninguna supiera por qué. Desde el momento en que Adelia había pedido más ensalada en la comida, Gyltha se había sentido ofendida en su dignidad.
Ante semejante encrucijada, la respuesta sobre el colchón decidiría quién detentaría la autoridad en el futuro.
Por una parte, la organización de un hogar —aun tan modesto como aquél— superaba con mucho las habilidades de Adelia, que no sabía comprar provisiones, ni negociar con otros mercaderes que no fueran los boticarios. Tampoco sabía hilar ni tejer. Sus conocimientos sobre hierbas y especias tenían más relación con la medicina que con la cocina. En materia de costura, su experiencia se limitaba a zurcir piel o músculos desgarrados o volver a unir rápidamente los cadáveres que había destrozado.
En Salerno, aquello no había tenido importancia. Su venerable padre adoptivo, tras detectar tempranamente en ella un cerebro que rivalizaba con el suyo propio, y porque su ciudad era Salerno, la había alentado a convertirse en doctora, siguiendo sus pasos y los de su esposa. La organización de su espaciosa villa descansaba en manos de su cuñada, una mujer que sin necesidad de alzar la voz la hacía funcionar como un engranaje bien ungido.
Por otra parte, la estancia de Adelia en Inglaterra sería temporal y difícilmente tendría oportunidad de ocuparse de asuntos domésticos, además de que no estaba preparada para ser intimidada por un sirviente.
—Quiero que os aseguréis de que efectivamente la paja se cambie todos los días —concluyó secamente.
Una entente que por el momento favorecía a Gyltha. El resultado final estaba por concretarse. Quizá más adelante, ahora le dolía la cabeza.
La noche anterior Salvaguarda había compartido el solar con ella. Otra batalla perdida. A sus protestas de que el perro olía demasiado y debía pernoctar a la intemperie, Gyltha había respondido:
—Órdenes del prior. Os seguirá a todas partes.
Los ronquidos del animal se habían mezclado con voces y chillidos desconocidos que llegaban desde el río. La posibilidad, sugerida por Simón, de que el asesino tuviera un rostro familiar, había perturbado su sueño.
Antes de retirarse a dormir, Simón había redundado en el tema.
—¿Quiénes durmieron en el campamento junto al camino y quiénes partieron? ¿Un monje? ¿Un caballero? ¿Un cazador? ¿Un recaudador de impuestos? ¿Alguno de ellos se escabulló para recoger esos pobres huesos? Debemos tener presente que eran livianos y tal vez se llevara uno de los caballos de la caravana. ¿El mercader? ¿Uno de los escuderos? ¿El juglar? ¿Los sirvientes? No podemos descartar a ninguno de ellos.
Quienquiera que fuera la había acechado durante la noche a través de la ventana, y después se coló en la habitación adoptando la forma de una urraca que arrastraba a un niño vivo en sus garras. Había despedazado el cuerpo sobre el pecho de Adelia, mirándola descaradamente con su ojo sin párpado mientras picoteaba el hígado del niño.
Era una imagen tan vivida que se despertó jadeando, convencida de que un pájaro había matado al niño.
—¿Dónde está maese Simón? —preguntó a Gyltha. Era temprano. Se asomó a las ventanas de poniente de la sala, donde la sombra que proyectaba la casa cubría el prado hasta cerca del río. La luz del sol se reflejaba en el Cam, brillante, profundo y sereno, filtrándose entre los sauces. Adelia tuvo que contener el súbito impulso de chapotear en él como un pato.
—Salió. Quería averiguar dónde había mercaderes de lana.
—Teníamos previsto ir a Wandlebury Ring —comentó Adelia, irritada—. Así lo acordamos anoche. La prioridad es descubrir la guarida del asesino.
—Eso dijo él, pero como el señor Negro no podía, irán mañana.
—¡Mansur! —exclamó bruscamente Adelia—. Se llama Mansur. ¿Por qué no puede ir?
Gyltha le hizo señas para que la siguiera hasta el final de la sala y entraron en la tienda de empeños del viejo Benjamín.
—Por ellos.
De puntillas, Adelia observó a través de una de las saeteras.
Junto al portal se veía una multitud. Algunas personas estaban sentadas, como si hubieran esperado allí durante mucho tiempo.
—Quieren ver al doctor Mansur —aclaró Gyltha, con énfasis—. Por eso no pueden ir a las colinas.
Una complicación imprevista. Al presentar a Mansur como médico —un médico desconocido, extranjero, en una ciudad populosa— no se les había ocurrido que podía ser requerido por pacientes. La noticia del encuentro con el prior se había difundido: en Jesus Lane obtendrían la cura para sus enfermedades.
Adelia estaba abrumada.
—Pero ¿cómo los voy a atender?
Gyltha se encogió de hombros.
—Por su aspecto, diría que la mayoría morirá de todos modos. Podemos contarlos entre los fracasos del pequeño Peter.
El pequeño Peter, los huesos del milagroso esqueleto que la priora había pregonado a los cuatro vientos, como un feriante, a lo largo de todo el camino desde Canterbury.
Adelia suspiró por el pequeño santo, por la desesperación de aquellos que llegaban hasta él y la desilusión que ahora les llevaba hasta su puerta. Lamentablemente, salvo en unos pocos casos, la doctora no podría hacer más que el pequeño Peter. Hierbas, sanguijuelas, pociones, incluso la fe, no podían detener el embate de las enfermedades que aquejaban a la mayor parte de la humanidad. Ella deseaba que no fuera así. ¡Vive Dios si lo deseaba!
Pero hacía mucho tiempo que no se dedicaba a pacientes vivos, salvo aquellos casos in extremis —y sólo si no había otro médico disponible— como el del prior.
No obstante, el dolor se había congregado frente a su puerta. No podía ignorarlo.
Tenía que hacer algo. Pero si la veían practicando la medicina, todos los doctores de Cambridge correrían a contárselo al obispo. La Iglesia no aprobaba la intervención humana en la enfermedad. Durante siglos habían sostenido que la oración y las reliquias de los santos eran los métodos que Dios proporcionaba para curar. Cualquier otra forma era considerada satánica. Más tarde se permitió realizar tratamientos fuera de los monasterios, siempre y cuando los llevaran a cabo médicos laicos —en tanto respetaran los límites impuestos—, pero a las mujeres, intrínsecamente pecadoras, les estaba forzosamente prohibido, salvo en el caso de las comadronas reconocidas como tales, e incluso ellas tenían que ser cuidadosas para que no las acusaran de brujería.
Hasta en Salerno, el más prestigioso reducto de la medicina, la Iglesia había tratado de aplicar su ley a los médicos exigiéndoles celibato. No lo había logrado, y tampoco había conseguido prohibir que las mujeres de la ciudad fueran médicos. Pero Salerno era la excepción que confirmaba la regla.
—¿Qué haremos? —se preguntó Adelia. Margaret, la más práctica de las mujeres, lo habría sabido. «Todas las cosas tienen solución. Deja que la vieja Margaret se ocupe».
Gyltha chasqueó la lengua impaciente.
—¿Por qué lloriqueáis? Es tan fácil como besar mi mano. Tenéis que actuar como si fuerais la ayudante del doctor, la que prepara sus pociones. Ellos dirán en inglés qué les pasa. Vos se lo diréis al doctor en esa jerigonza con que os entendéis, él os responderá en ese mismo idioma y les aconsejaréis qué hacer.
Una explicación rudimentaria, tan sencilla como eficaz. Cuando fuera necesario indicar un tratamiento sería el doctor Mansur quien, en apariencia, daría instrucciones a su ayudante.
—Muy ingenioso —admitió Adelia.
Gyltha se encogió de hombros.
—Evitará que nos molesten.
Cuando Adelia le puso al tanto de la situación, Mansur se lo tomó con calma, como era su costumbre. Sin embargo, Gyltha no estaba satisfecha con su aspecto.
—El doctor Braose, que atiende en el mercado, usa una capa con estrellas, tiene una calavera sobre la mesa y una cosa para leer en las estrellas.
Adelia se irguió, como lo hacía cuando alguien aludía a la magia.
—Este doctor practica la medicina, no la hechicería.
Cambridge debería conformarse con un rostro de águila negra envuelto en una kufiya y una voz de niño cantor. Suficiente magia para cualquiera.
Ulf fue enviado al boticario con una lista de encargos. Se dispuso una sala de espera en la antigua tienda de empeño.
Los muy ricos tenían médicos a su servicio. Los muy pobres se curaban a sí mismos. Quienes llegaban hasta Jesus Lane no pertenecían a ninguna de esas dos categorías. Eran artesanos y jornaleros a quienes —en el peor de los casos— les sobraban un par de monedas o incluso un pollo para pagar por el tratamiento.
La enfermedad había hecho estragos en ellos. Los remedios caseros no habían funcionado, tampoco las donaciones de dinero y aves de corral al convento de Santa Radegunda. Como Gyltha había dicho, allí estaban los fracasos del pequeño Peter.
—¿Cómo le ha ocurrido esto? —preguntó Adelia a la mujer de un herrero, limpiando suavemente una costra amarilla de sus ojos completamente pegados. Y recordó que debía agregar—: El doctor quiere saberlo.
Aparentemente, alentada por la priora de Santa Radegunda, la mujer había humedecido un paño en las pústulas de la carne descompuesta del pequeño Peter cuando lo sacaron del río y luego se había frotado los ojos con él para curar su creciente ceguera.
—Alguien debería matar a esa priora —comentó Adelia a Mansur en árabe.
La esposa del herrero no podía entender las palabras, pero captó el sentido y se defendió.
—No fue culpa del pequeño Peter. La priora dijo que no recé lo suficiente.
—Si no la mato yo antes —concluyó Adelia. Nada podía hacerse para curar la ceguera de esa mujer, pero la mandó a casa con una solución diluida y filtrada de agrimonia, que con el uso regular le aliviaría la inflamación.
Ninguno de los casos que siguieron contribuyó a disminuir la ira de Adelia.
Huesos que por estar rotos desde hacía demasiado tiempo se habían torcido. Un bebé, muerto en brazos de su madre, que hubiera podido salvarse con un brebaje de corteza de sauce. Tres dedos del pie fracturados que se habían gangrenado y cuya amputación no habría sido necesaria si el paciente no hubiera perdido tiempo rogando al pequeño Peter.
Después de la sutura y el vendaje, el amputado había pasado un rato recostado y se había ido a su casa. La sala de espera se había vaciado. Adelia estaba fuera de sí.
—Dios maldiga a Santa Radegunda y a todos sus huesos. ¿Habéis visto al bebé? ¿Lo habéis visto? —preguntó a Mansur con ira—. ¿Y por qué le recomendasteis azúcar al chico con tos?
Mansur había degustado el poder y había comenzado a hacer movimientos cabalísticos con los brazos, sobre la cabeza de los pacientes, cuando se inclinaban ante él.
—Azúcar para la tos.
—¿Ahora sois doctor? El azúcar puede ser el remedio árabe, pero en este país es escaso y muy caro. De todos modos, en este caso no causará ningún daño.
Salió en estampida hacia la cocina para beber un trago de licor. Cuando terminó, lanzó la taza de hojalata al agua.
—Malditos sean. Maldita sea su ignorancia.
Gyltha dejó de amasar el pan y levantó la cabeza para mirarla. La mujer le había ayudado a interpretar algunos de los misteriosos síntomas de los habitantes de Anglia Oriental: por ejemplo, «tembloroso» significaba inestabilidad en las piernas.
—Chica, habéis salvado el pie del joven Coker.
—Su trabajo es hacer techos de junco —indicó Adelia—. ¿Cómo hará para subir escaleras con sólo dos dedos en un pie?
—Es mejor que no tener pie.
La actitud de Gyltha había cambiado, pero Adelia estaba demasiado deprimida para notarlo. Esa mañana, veintiuna personas desesperadas habían acudido a ella, o en realidad, al doctor Mansur, y si los hubiera atendido a tiempo, podría haber curado a ocho de ellos. En las condiciones en que habían llegado, no había logrado curar más que a tres. En verdad, a cuatro; el chico con tos podría haber mejorado inhalando esencia de pino si sus pulmones no hubieran estado tan dañados.
No haber estado antes en Cambridge para curarlos la agobiaba; ellos la habían necesitado.
Mordisqueó distraída una galleta que Gyltha había deslizado en su mano. Es más, pensó, si los pacientes seguían llegando en esas cantidades, tendría que instalar su propia cocina. Se necesitaría tiempo y espacio para preparar tinturas, brebajes, ungüentos, polvos. No confiaba en los boticarios desde que se había descubierto que el signore D'Amelia adulteraba sus polvos más caros con cal.
Cal. Allí es donde ella, Simón y Mansur deberían estar, buscando la cal de Wandlebury Ring, aunque reconocía que Simón había sido prudente por no ir solo a ese misterioso lugar. Tal vez hiciera falta más de una persona para mirar detenidamente esas extrañas canteras, por no mencionar la posibilidad de que el asesino a su vez los estuviera observando, en cuyo caso Mansur sería muy útil.
—¿Dijisteis que maese Simón fue a ver a los mercaderes de lana?
Gyltha asintió con la cabeza.
—Se llevó las tiras que ese demonio usó para atar a los niños. Quería averiguar si alguno de ellos las había vendido, y a quién.
En efecto, Adelia había lavado y secado dos de las tiras para él. Puesto que Wandlebury Ring debía esperar, Simón había empleado su tiempo buscando en otra dirección. Pero le sorprendía que hubiera puesto al tanto a Gyltha de sus propósitos. En fin, dado que el ama de llaves era una persona honesta...
—Venid conmigo —le pidió y la guió escaleras arriba. Luego se detuvo—. Esta galleta...
—Mis pastas de avena y miel.
—Muy nutritiva.
Adelia llevó a Gyltha hasta la mesa del solar donde estaba el contenido de su morral de cuero de cabra. Señaló uno de los objetos.
—¿Habéis visto antes algo como esto?
—¿Qué es?
—Creo que es alguna clase de dulce. —Tenía forma de rombo, estaba gris y seco como una roca. Adelia tuvo que usar su cuchillo más afilado para cortar una porción, que dejó a la vista el interior, rosado con un tenue aroma—. Estaba enredado en el cabello de Mary. —Gyltha cerró con fuerza los ojos y se santiguó. Luego los abrió para observar detenidamente—. Diría que es gelatina —la animó Adelia—. Con perfume a flores o a frutas. Endulzada con miel.
—Confitura de gente rica —comentó inmediatamente Gyltha—. Nunca he visto algo así. Ulf. —En un segundo el nieto entró en la habitación, por lo que Adelia supuso que había estado detrás de la puerta—. ¿Has visto alguna vez algo así? —le preguntó su abuela.
—Dulces —gruñó el chico, confirmando que había estado detrás de la puerta—. Compro dulces todo el tiempo, sí, gasto todo el dinero...
Mientras hablaba, sus ojos pequeños y astutos hacían un inventario de los objetos obtenidos en la celda de Santa Berta que podían servir como prueba: el rombo, las tiras de lana restantes que se secaban en la ventana. Adelia los cubrió con un lienzo.
—¿Y bien?
Ulf meneó la cabeza con indudable autoridad.
—Por la forma, no son de aquí. En este país son enroscados o redondos.
—Entonces, vete —le ordenó Gyltha—. Si él no los ha visto, no son de aquí —aseguró cuando el chico salió.
Era decepcionante. La noche anterior la sospecha que pendía sobre todos los hombres de Cambridge se había limitado a los peregrinos. Aun así, sin contar a las esposas, las monjas y las sirvientas, las personas que había que investigar ascendían a cuarenta y siete.
—Seguramente podemos descontar al mercader de Cherry Hinton. Parece inofensivo —habían decidido.
Pero al consultar a Gyltha descubrieron que Cherry Hinton estaba al oeste de Cambridge y, en consecuencia, en la linde con Wandlebury Ring.
—No debemos descartar a nadie —había dicho Simón.
Para acotar las sospechas por medio de las pruebas que ya tenían —antes de comenzar los interrogatorios sobre las cuarenta y siete personas— Simón se había encargado de determinar el origen de las tiras de lana, y Adelia, del rombo. Pero éste no pudo ser identificado.
—Aunque debemos suponer que esta rareza reforzará su conexión con el asesino una vez que lo encontremos —dijo la doctora a Gyltha.
—¿Crees que tentó a Mary con eso?
—Sí.
—Pobre pequeña Mary, tenía miedo de su padre, siempre pegándoles a ella y a su madre, un torturador, tenía miedo de todo. Nunca se iba lejos —recordó Gyltha—. ¿La tentaste con esto, miserable? —preguntó, mirando el rombo petrificado.
Las dos mujeres compartieron un momento de reflexión: una mano hacía una seña, la otra sostenía el exótico dulce, la niña atraída por él, cada vez más cerca, un ave rapaz se lanzaba sobre un armiño.
Gyltha corrió escaleras abajo para advertir a Ulf del peligro que representaban los hombres que ofrecían cosas a los niños.
Seis años. Asustada de todo, seis años junto a un padre brutal, y una muerte horrorosa, pensaba Adelia. «¿Qué puedo hacer? ¿Qué haré?».
También ella bajó las escaleras.
—¿Puedo llevarme a Ulf? Quizá me sea de utilidad ver los lugares donde desapareció cada niño. Y quisiera examinar los huesos del pequeño Peter.
—No os dirán mucho, chica. Las monjas los hirvieron.
—Lo sé. —Era el procedimiento habitual con un posible santo—. Pero los huesos saben hablar.
Peter era el primus inter pares de los niños asesinados, el primero en desaparecer y el primero en morir. De lo que podía inferirse, su muerte no era similar a las otras dos, pues presumiblemente había ocurrido en Cambridge. Además era la única muerte relacionada con la crucifixión, y salvo que se probara lo contrario, ella y Simón habrían fracasado en la misión de exonerar a los judíos, sin importar cuántos asesinos hubiera en las colinas de cal. Así se lo explicaba a Gyltha.
—Tal vez sea posible persuadir a los padres de Peter para que hablen conmigo. Seguramente vieron el cuerpo antes de que lo recibieran las monjas.
—¿Walter y su esposa? Ellos vieron las uñas de sus pequeñas manos y la corona de espinas en su cabecita. No dirán nada nuevo, perderían un montón de dinero.
—¿Ganan dinero con su hijo muerto?
Gyltha señaló con la mano río arriba.
—Si llegas hasta su casa en Trumpington podrás ver a la gente clamando por entrar allí para respirar el mismo aire que respiraba el pequeño Peter y tocar su camisa, aunque no podrán, porque cuando murió usaba la única que tenía, y a Walter y Ethy sentados en la puerta, cobrándoles un penique a cada uno.
—Qué vergonzoso.
Gyltha colgó un caldero sobre el fuego y volvió a mirar a Adelia.
—Aparentemente, nunca habéis pasado necesidades, señora.
Aquel súbito tratamiento de «señora» no era un buen augurio; la complicidad que habían logrado esa mañana disminuía. Adelia reconoció que no.
—Imaginad que tenéis seis niños a los que alimentar, además del que murió, y que a cambio de la casa donde vivís, aparte de labrar vuestras tierras, tenéis que arar y cosechar los campos del convento cuatro días a la semana. Por no mencionar que Agnes está obligada a hacer la maldita limpieza. Tal vez no aprobéis su conducta, pero no es vergonzoso tratar de sobrevivir.
Al cabo de un rato, Adelia rompió el silencio.
—Entonces iré a Santa Radegunda y pediré que me permitan ver los huesos que tienen en su relicario.
—Bah.
—Al menos, echaré un vistazo al lugar —repuso Adelia—. ¿Me guiará Ulf hasta allí?
Lo haría, aunque no de buen grado. También el perro, que parecía fruncir el ceño tan horriblemente como el chico.
Tal vez con esos acompañantes —o a pesar de ellos—, Adelia podría mezclarse entre la gente de Cambridge.
—Mezclarme entre la gente —le explicó enfáticamente a Mansur cuando él se aprestó a acompañarla—. No podéis venir. Sería más fácil pasar desapercibida junto a un grupo de acróbatas.
Mansur protestó, pero Adelia le explicó que era pleno día, que habría gente por todas partes, que llevaba su daga y un perro apestoso cuyo hedor mantendría alejado a cualquier asaltante. De todos modos, la doctora pensó que a él no le resultaría desagradable quedarse junto a Gyltha en la cocina. Y partió.
Detrás de un huerto, una superficie elevada bordeaba un campo comunal que llegaba hasta el río, dividido en franjas cultivadas. Hombres y mujeres roturaban la tierra para la siembra de verano. Uno o dos se tocaron la frente como saludo. Más lejos, la brisa combaba la ropa tendida.
El Cam hacía de límite. Al otro lado del río había un territorio con suaves ondulaciones, zonas con árboles, otras cubiertas de hierba, una mansión que en la distancia parecía de juguete. Detrás de Adelia, la ciudad, con sus bulliciosos muelles en la ribera derecha, parecía disfrutar de un espectáculo incesante.
—¿Dónde está Trumpington? —preguntó a Ulf.
—Trumpington —gruñó el chico al perro.
Doblaron a la izquierda. La posición del sol de la tarde indicaba que iban hacia el sur. Vieron pasar botes; mujeres y hombres se impulsaban con pértigas rumbo a sus tareas; el río era su calle. Algunos saludaban a Ulf; el chico les respondía inclinando la cabeza y le hacía comentarios al perro sobre ellos: «Swaney va a cobrar sus rentas, viejo mugriento; Gammer White con la ropa lavada para los Cheny; la hermana Gordi va a llevar provisiones a las eremitas, mira cómo se esfuerza; la vieja Moggy terminó temprano en el mercado».
Avanzaban por un paso elevado para evitar que las botas de Adelia, los pies desnudos del chico y las patas de Salvaguarda se hundieran en los prados donde las vacas pastaban entre la hierba crecida, flores amarillas, sauces y alisos. Sus pezuñas sonaban como ventosas.
Adelia jamás había visto tanto verde y tanta variedad de tonalidades. Ni tantos pájaros. Ni vacas tan gordas. Los pastos de Salerno eran secos, sólo aptos para las cabras.
El chico se detuvo y señaló, a lo lejos, un grupo de tejados de junco y la torre de una iglesia.
—Trumpington —le dijo al perro.
Adelia asintió.
—¿Dónde está el árbol de Santa Radegunda?
El chico puso los ojos en blanco. Recitó: «Santa Rada», y volvió al sendero por el que habían llegado.
Cruzaron el río por un puente para caminantes que bordeaba la ribera izquierda del Cam hacia el norte, con Salvaguarda siguiéndoles lenta y pesadamente los pasos. A cada rato, el chico le presentaba sus quejas al perro. Adelia comprendió que estaba molesto con Gyltha por haber cambiado de ocupación. Como recadero en el negocio de las anguilas, solía recibir propinas de los clientes, una fuente de dinero de la que ahora carecía.
Decidió ignorarlo.
El pitido de un cuerno de caza les llegó desde las colinas del oeste. Salvaguarda y Ulf alzaron sus poco agraciadas cabezas y se detuvieron.
—Lobo —le informó Ulf al perro.
El eco se extinguió y continuaron su camino.
Desde esa orilla se vislumbraba a la perfección la ciudad de Cambridge. Recortados contra un cielo inigualablemente puro, sus techos desiguales —entre los que sobresalían las torres de las iglesias— se veían más imponentes, e incluso más bellos.
A lo lejos se divisaba el gran puente, un arco enorme y sólido, abarrotado de gente. Más allá, donde el río formaba un profundo lago, a los pies de la colina del castillo —casi una montaña en esa planicie—, los barcos se amontonaban en los diques, y desde esa perspectiva parecían definitivamente enredados. Grúas de madera descendían y se elevaban como garzas. Se oían gritos e instrucciones en distintos idiomas. Las embarcaciones eran tan variadas como las lenguas: largos botes de carga, barcas tiradas por caballos, barcas impulsadas con pértiga, canoas, buques como arcas, e incluso, para sorpresa de Adelia, un dhow, una típica embarcación árabe. Podían verse hombres con trenzas rubias, cubiertos con pieles de animales que les daban aspecto de osos, que bailaban saltando entre las barcas para entretener a los trabajadores de los muelles.
El bullicio y el ajetreo acentuaban la quietud de la ribera por la que la doctora caminaba junto al chico y el perro. Oyó que Ulf le anunciaba al animal que estaban cerca del árbol de Santa Radegunda.
Así lo dedujo Adelia, pues había sido rodeado por una cerca y fuera había un puesto con una pila de ramas. Dos monjas las cortaban en ramas más pequeñas, haciendo un hatillo con cada una y vendiéndolas a los buscadores de reliquias.
De modo que ése era el lugar donde el pequeño Peter había recogido sus ramas para la Pascua y, en consecuencia, era también el lugar donde Chaim, el judío, había sido ahorcado.
El árbol estaba fuera del terreno del convento, delimitado por un muro que, siguiendo el curso del río, llegaba hasta las puertas de un cobertizo donde se guardaban los botes y hasta a un pequeño embarcadero, mientras que por el oeste se internaba en el bosque y no era posible ver dónde terminaba.
Más allá de las puertas abiertas, otras monjas trajinaban en medio de una multitud de peregrinos, como abejas vestidas de negro y blanco que guiaban a los recolectores de miel hacia su colmena. Adelia atravesó el arco de la entrada. Una monja sentada frente a una mesa en el patio soleado advertía a un hombre y a una mujer que estaban delante de ella:
—La visita a la tumba del pequeño Peter cuesta un penique. O una docena de huevos. Estamos escasos de ellos. Las gallinas no están poniendo.
—¿Un frasco de miel? —propuso la mujer.
La monja hizo un gesto reprobatorio, pero les permitió pasar. Adelia contribuyó con dos peniques, porque la monja estaba preparada para impedir la entrada de Salvaguarda y Ulf se negaba a pasar sin el perro. Las monedas tintinearon en un cuenco prácticamente lleno. La anterior discusión había detenido la fila de gente que se alineaba detrás de ella, y una de las monjas encargadas de la vigilancia se disgustó por la demora y estuvo a punto de empujarla para que atravesara el pórtico.
Era el primer convento que Adelia visitaba en Inglaterra y no pudo evitar compararlo con San Jorge, el mayor de los tres conventos de religiosas de Salerno y el más familiar para ella. Sabía que la comparación era injusta. San Jorge era un edificio fastuoso de mármol, mosaicos y puertas de bronce abiertas a unos jardines donde las fuentes refrescaban el ambiente; un lugar —la madre Ambrosia siempre lo decía— para alimentar de belleza a las almas que llegan hasta allí ávidas de ella.
Si las almas de Cambridge esperaban que Santa Radegunda les proporcionara esa clase de sustento, se irían hambrientas. La dote de aquel hogar femenino había sido escasa, lo que sugería que los generosos de Inglaterra no apreciaban a las mujeres que consagraban su vida a Dios. En realidad, había una agradable sencillez en las líneas del conjunto de edificios rectangulares de piedra anexos al convento, aunque ninguno de ellos era más grande ni estaba más ornamentado que el granero de San Jorge. La belleza brillaba por su ausencia. También la caridad. Las monjas de Santa Radegunda estaban más ocupadas en vender que en dar.
Innumerables puestos se sucedían a lo largo del sendero que conducía a la iglesia exhibiendo talismanes, insignias, estandartes, placas, símbolos del pequeño Peter, ampollas que contenían la sangre del llamado a ser santo, que, si en verdad era sangre humana, estaba tan aguada que apenas tenía un tinte rosado.
En el ambiente se percibía la ansiedad por comprar. «¿Cuál es bueno para la gota? ¿Para la diarrea? ¿Para la fertilidad? ¿Puede éste curar los temblores de una vaca?».
Santa Radegunda no esperaría los años que al Vaticano le llevaría confirmar la santidad de su mártir. Tampoco lo había hecho Canterbury, donde la industria en torno al mártir Tomás Becket era mucho mayor y más organizada.
Aleccionada por los juicios de Gyltha acerca de la necesidad, Adelia no se atrevió a culpar abiertamente al convento por ese comercio, pese a despreciar la vulgaridad con que se realizaba. Roger de Acton estaba allí, yendo y viniendo a lo largo de la fila de peregrinos, blandiendo una ampolla mientras alentaba a la multitud a comprarla. «Quien se lave con la sangre contenida en esta pequeña ampolla no necesitará lavarse nunca más». Por la agria vaharada que dejaba a su paso se hubiera colegido que predicaba con el ejemplo.
Ese hombre había animado el viaje desde Canterbury, como un mono enajenado, con sus continuos gritos. Su sombrero de orejeras era demasiado grande para él, y su sayo verde y negro estaba cubierto de salpicaduras de barro y comida.
En una peregrinación integrada en su mayoría por personas educadas, el hombre parecía un idiota. Pero allí, en medio de seres desesperados, su voz cascada sonaba perentoria. Roger de Acton decía «comprad» y sus oyentes compraban.
Suponiendo que Dios dotara a sus elegidos de una sagrada demencia, Acton inspiraba el respeto de uno de esos hombres esqueléticos que dicen incongruencias en las cuevas de Oriente o un estilita balanceándose en su columna. ¿Acaso no seguían los santos una vida de privaciones? ¿No llevaba el cadáver del mártir Tomás Becket un cilicio lleno de piojos? La suciedad, la exaltación y la habilidad para citar la Biblia eran a menudo sus señas de santidad.
Roger de Acton pertenecía al tipo de personas que Adelia tenía por peligrosas. Las que denunciaban a excéntricas ancianas como brujas, las que llevaban a las adúlteras a comparecer ante un tribunal o las que alzaban sus voces incitando a la violencia contra otras razas u otras creencias. La pregunta era: ¿cuan peligroso podía ser?
«¿Habéis sido vos?», se preguntó Adelia. «¿Habéis merodeado por Wandlebury Ring? ¿Verdaderamente os bañáis en la sangre de los niños?».
Sin embargo, no podía preguntárselo directamente a él, no hasta que tuviera una buena razón. Entretanto, sus cualidades lo convertían en un buen candidato.
Pasó junto a ella sin reconocerla; y tampoco lo hizo la priora Joan, con la que se cruzó cuando se dirigía a la entrada. Vestía ropa de montar y llevaba un halcón en la muñeca. En su camino, alentaba a los clientes con un tally ho, como el cazador que ha avistado a un zorro.
Adelia había creído por la actitud segura e intimidatoria de la priora que el convento que dirigía sería un probado modelo de organización. En cambio, la negligencia era evidente. Alrededor de la iglesia crecía la maleza, en su techo faltaban tejas. Los hábitos de las monjas estaban remendados, el lino blanco de debajo de los tocados negros se veía especialmente sucio y sus modales eran bastos.
Arrastrando los pies en la fila para entrar en la iglesia, se preguntó cuál sería el destino del dinero que la orden ganaba gracias al pequeño Peter. Saltaba a la vista que no se utilizaba para glorificar a Dios. Tampoco para proporcionar comodidades a los peregrinos: nadie asistía a los enfermos, no había bancos para los inválidos que esperaban, ni lugares a resguardo del calor. Si alguien solicitaba alojamiento para pasar la noche le remitían a una lista con las posadas de la ciudad que se exhibía en la puerta de la iglesia.
Pero a los suplicantes que arrastraban los pies junto a ella no parecía importarles. Una mujer con muletas se jactaba de haber visitado las glorias de Canterbury, Winchester, Walsingham, Bury St Edmunds y St Albans mientras mostraba sus insignias a quienes la rodeaban, pero toleraba el descuido del lugar. «Tengo mis esperanzas puestas en éste —decía—. No es un santo todavía, pero fue crucificado por los judíos: Jesús lo escuchará, estoy segura».
Un santo inglés que había tenido el mismo destino a manos de los mismos verdugos que el Hijo de Dios. Que había respirado el mismo aire que ellos respiraban en ese momento. Sin darse cuenta, Adelia se encontró rogando para que su santidad fuera verdadera.
Una vez dentro del templo vio a un clérigo sentado ante una mesa junto a la pared, anotando la declaración de una pálida mujer que le decía que se sentía mejor después de haber tocado el relicario. Algo demasiado insípido para Roger de Acton, que llegó como ferviente devoto.
—¿Os sentís fortalecida? ¿Habéis sentido la presencia del Espíritu Santo? ¿Vuestros pecados han sido perdonados? ¿Vuestra enfermedad se ha curado?
—Sí—afirmó la mujer—. ¡Sí! —repitió con mayor fervor.
—¡Otro milagro!
La mujer fue llevada al exterior para que los que formaban la fila la vieran.
—¡Se ha curado! Alabado sea el Señor y su pequeño santo.
La iglesia olía a madera y a paja. Un laberinto dibujado con tiza en la nave sugería que alguien había intentado reproducir el laberinto de Jerusalén sobre la piedra, pero eran pocos los peregrinos que obedecían a la monja que les impulsaba a recorrerlo. Los demás se dirigían atropelladamente hacia la capilla lateral, donde estaba el relicario. Adelia todavía no alcanzaba a verlo.
Mientras aguardaba, se entretuvo en observar el lugar. Una fina placa de piedra rezaba: «En el año de Nuestro Señor de 1138, el rey Esteban sancionó la donación que William Le Moyne, orfebre, hizo a las hermanas del claustro recientemente fundado en la ciudad de Cambridge para honrar al difunto rey Enrique».
Probablemente eso explicaba la pobreza del convento. La guerra que Esteban había librado contra su prima Matilda había terminado con el triunfo de ella, o en realidad, de Enrique II, su hijo. Al rey seguramente no le agradaría hacer donaciones a un convento protegido por el enemigo de su madre durante trece años.
La lista de prioras que lo habían dirigido mostraba que la madre Joan detentaba esa jerarquía desde hacía dos años. El abandono que se percibía en la iglesia hablaba del poco entusiasmo con que desempeñaba su tarea. Sus intereses, más seculares, estaban insinuados en la pintura de un caballo, cuyo epígrafe señalaba: «Corazón Valiente. 1151 d.C. - 1169 d.C. Mi buen y fiel servidor». Una brida y un freno colgaban de los dedos de madera de una estatua de Santa María.
La pareja que precedía a Adelia ya había llegado al relicario. Cuando se arrodillaron, la doctora pudo verlo por primera vez. Contuvo la respiración. Allí, en medio del blanco resplandor de las velas, había trascendencia suficiente para perdonar todas las vulgaridades que había observado antes. No se trataba sólo del relicario, sino de la joven monja que, arrodillada e inmóvil como una piedra, con gesto trágico y manos unidas en oración, representaba una escena de los Evangelios. Una madre, su hijo muerto. La escena transmitía tierna gracia.
A Adelia se le erizó la piel de la nuca. Se sintió súbitamente embelesada por el deseo de creer. Seguramente la deslumbrante verdad que irradiaba ese lugar llevaría las dudas hasta el Cielo para que Dios se riera de ellas. La pareja rezaba. Su hijo estaba en Siria, Adelia les había oído hablar de él. Al unísono, como si lo hubieran ensayado, susurraban:
—Oh, niño santo, si mencionas el nombre de nuestro hijo ante el Señor y lo envías de vuelta a casa, sano y salvo, os estaremos eternamente agradecidos.
«Permitidme creer, Dios», pensaba Adelia. Un ruego tan puro y simple como ése tenía que ser escuchado. «Tan sólo permitidme creer. Tengo ansia de fe».
El hombre y la mujer salieron abrazados. Adelia se arrodilló. La monja le sonrió. Reconoció a la pequeña y retraída acompañante de la priora durante la peregrinación a Canterbury, pero su timidez se había transformado en compasión. Sus ojos reflejaban una expresión amorosa.
—El pequeño Peter os escuchará, hermana.
El relicario tenía la forma de un ataúd y había sido colocado sobre una tumba tallada en la piedra para que estuviera a la altura de los ojos de quienes se arrodillaban ante él. Allí, pues, era donde había ido a parar el dinero del convento: a una gran urna con incrustaciones de gemas en la que un orfebre había labrado escenas hogareñas y campestres que describían la vida del niño, su martirio a manos de los demonios y su ascensión al Paraíso guiado por Santa María. En uno de los lados tenía una incrustación de madreperla tan fina que hacía las veces de ventana. En el interior, Adelia sólo pudo distinguir los huesos de una mano sobre una pequeña almohadilla de terciopelo, dispuestos como si fueran a otorgar una bendición.
—Podéis besar su nudillo si así lo deseáis —sugirió señalando un ostensorio apoyado sobre un almohadón, encima del relicario. Se asemejaba a un broche sajón y tenía un hueso nudoso y diminuto engastado en oro y piedras preciosas.
Era el hueso trapecio de la mano derecha. La gloria se desvaneció. Adelia volvió a la realidad.
—Otro penique para ver el esqueleto entero —ofreció.
En la blanca y hermosa frente de la monja se dibujaron surcos. Luego se inclinó hacia delante, quitó el ostensorio y levantó la tapa del relicario. Al hacerlo, su manga se arrugó y dejó a la vista un brazo amoratado.
Adelia, impresionada, la miró. «Golpean a esta joven dulce y amable». La monja sonrió y se cubrió con la manga.
—Dios es bondadoso —declaró.
Adelia esperaba que lo fuera. Sin pedir permiso, cogió una de las velas y orientó la llama hacia los huesos.
Eran muy pequeños, pobre niño. La imaginación de la priora Joan había magnificado la idea de Adelia sobre el santo. El relicario era demasiado largo, el esqueleto se perdía dentro de él, como un niño pequeño vestido con prendas muy grandes para su tamaño.
Adelia sintió en los ojos el escozor que precede a las lágrimas. No obstante, pudo ver que la única distorsión en las manos y en los pies era la falta del trapecio que se exhibía. Las uñas no estaban dañadas. Las costillas y la espina dorsal no habían sido perforadas. La herida provocada por una lanza que el prior Geoffrey había descrito a Simón probablemente se debiera a que la mortificación del cuerpo fue más allá de lo que la piel podía soportar. El estómago se había desgarrado.
Pero allí, en la zona de los huesos pélvicos, se veían los mismos cortes, marcados e irregulares, que había visto en los cadáveres de los otros niños. Tuvo que contenerse para no sacarlos del relicario y examinarlos más detenidamente, pero estaba casi segura. El niño había sido apuñalado repetidamente con ese cuchillo tan especial, de un tipo que jamás había visto.
—Eh, señora. —La fila que tenía detrás se estaba impacientando.
Adelia se santiguó y salió. Cuando dejó su penique sobre la mesa del clérigo que estaba junto a la puerta, éste le preguntó:
—¿Habéis sido curada, señora? Debo anotar todos los milagros.
—Puede escribir que me siento mejor.
«Justificada» habría sido la palabra más apropiada. Ahora lo sabía. El pequeño Peter no había sido crucificado. Había muerto de modo más obsceno. Como los otros niños.
«¿Cómo declarar eso en la investigación del magistrado?», pensó amargamente Adelia. «Yo, doctora Trótula, tengo la prueba material de que este niño no murió en una cruz, sino en manos de un carnicero que todavía camina entre vosotros».
«¿Cómo exponerlo ante un jurado que nada sabe de anatomía y nunca daría credibilidad a las aseveraciones de una mujer extranjera?».
Sólo cuando estuvo fuera de la iglesia advirtió que Ulf no había entrado con ella. Lo encontró sentado en el suelo, junto al portón, con los brazos rodeando las rodillas.
—¿Erais amigos vos y el pequeño Peter? —le preguntó súbitamente Adelia, dándose cuenta de la posibilidad.
Salvaguarda fue destinatario de un elaborado sarcasmo.
—Jamás fui a la maldita escuela con él durante todo el invierno. Por supuesto que no.
—Entiendo. Lo siento. —Adelia había sido desconsiderada. El esqueleto que acababa de ver era el de un compañero de escuela y amigo del chico que, presumiblemente, lloraba por él.
—No son muchos los que pueden decir que han ido a la escuela con un santo.
El chico se encogió de hombros.
Adelia no estaba acostumbrada a tratar con niños. La mayoría de los que había conocido eran niños muertos. No sabía dirigirse a ellos salvo para preguntar y cuando no le respondían, como en este caso, no sabía qué hacer.
—Regresaremos al árbol de Santa Radegunda —propuso. Quería conversar con las monjas que estaban allí.
Volvieron sobre sus pasos. Un pensamiento hostigó a Adelia.
—Por casualidad, ¿visteis a vuestro compañero de escuela el día que desapareció?
Exasperado, el chico miró al perro.
—Era Pascua. Mi abuela y yo todavía estábamos en los pantanos.
—Ah. —Adelia siguió caminando. El intento había valido la pena.
Detrás de ella, el chico murmuró al animal.
—Pero Will estuvo con él, ¿verdad?
Adelia se puso frente a él.
—¿Will?
Ulf se molestó. El perro continuó obtuso.
—Él y Will fueron juntos a buscar ramas de sauce.
En el relato acerca del último día del pequeño Peter, que el prior Geoffrey había narrado a Simón y éste, a su vez, a Adelia, no se mencionaba a Will.
—¿Quién es Will?
Cuando el chico se disponía a responder al perro, Adelia le cogió del mentón, de modo que Ulf no tuvo más alternativa que mirarla a la cara.
—Preferiría que hablarais directamente conmigo.
Ulf volvió a girar el cuello y miró nuevamente en dirección a Salvaguarda.
—Ella no nos gusta, ¿verdad?
—A mí tampoco me agradáis vosotros —afirmó Adelia—. Pero lo que importa es saber quién mató a vuestro compañero de escuela, cómo y por qué. Estoy capacitada para investigar este tipo de cosas y ahora preciso de los conocimientos que tenéis sobre este lugar. Dado que vos y vuestra abuela estáis a mi servicio, debo pediros vuestra colaboración. El que nos agrademos el uno al otro, o no, carece de importancia.
—Los malditos judíos lo hicieron.
—¿Estáis seguro?
Ulf la miró a los ojos por primera vez. Si el recaudador de impuestos hubiera estado con ellos en ese momento, habría visto que —como había ocurrido con Adelia mientras hacía su trabajo— los ojos del niño envejecían. Adelia vio en ellos una sagacidad casi perturbadora.
—Venid conmigo —indicó Ulf.
Adelia se restregó la mano en la falda —el cabello que sobresalía de la gorra de Ulf estaba grasiento, y posiblemente, habitado— y lo siguió. El chico se detuvo.
Al otro lado del río vieron una enorme e imponente mansión con un terreno cubierto de hierba que conducía a un pequeño embarcadero. Los postigos cerrados y la maleza que crecía alrededor demostraban que estaba abandonada.
—La casa del jefe de los judíos —señaló Ulf.
—¿La casa de Chaim? ¿Donde se supone que Peter fue crucificado?
El chico asintió.
—Sólo que no lo estaba. No allí.
—Me han dicho que una mujer vio el cuerpo colgado en una de las habitaciones.
—Martha —contestó Ulf con un desdén semejante al de un enfermo de reumatismo crónico, condenado a padecerlo de por vida—. Ésa diría cualquier cosa para hacerse notar. —Como si hubiera ido demasiado lejos en su crítica, agregó—: No quiero faltarla. Sólo digo que no lo vio, ni tampoco el viejo que vende turba. Venid a mirar.
Regresaron al camino. Pasaron por el sauce de Santa Radegunda y el puesto de ramas en dirección al puente.
Llegaron al lugar donde el hombre que surtía de turba al castillo había avistado a dos judíos arrojando un bulto —supuestamente el cuerpo del pequeño Peter— al Cam.
—¿El vendedor de turba también está equivocado? —preguntó Adelia.
El chico asintió.
—El viejo está medio ciego y es un mentiroso rastrero. No vio nada. Porqué...
Habían dado la vuelta y ahora miraban hacia el lugar desde donde se veía la casa de Chaim.
—Porque... —Ulf señaló el embarcadero vacío sobre el agua—, porque allí es donde ellos encontraron el cuerpo. Atrapado entre los malditos pilotes. Nadie tiró nada desde el puente porque...
Ulf miró a Adelia, expectante. La estaba poniendo a prueba.
—Porque los cuerpos no flotan contra la corriente —concluyó Adelia.
Los ojillos astutos y vivarachos de Ulf se animaron súbitamente, como los de un maestro ante un alumno que inesperadamente responde de manera correcta. Adelia había aprobado.
Pero si el testimonio del vendedor de turba era a todas luces falso, eso significaba que las palabras de aquella mujer, asegurando que poco antes había visto el cuerpo crucificado de Peter en la casa de Chaim, eran cuestionables. ¿Por qué el dedo acusador apuntaba directamente hacia los judíos?
—Porque esos malditos lo hicieron —insistía el chico—. Pero no en ese momento.
Ulf le hizo a Adelia una seña con la mano para que se sentara en el suelo y luego se colocó a su lado. Comenzó a hablar rápido, permitiéndole entrar en su mente infantil, que sacaba sus conclusiones —contrariamente a las de los adultos— basándose en su propia perspectiva.
A Adelia le costaba seguirle, no sólo por la pronunciación, sino por el dialecto. Saltaba entre las frases reconocibles como quien salta las matas de una ciénaga.
Por lo que pudo deducir, Will era un niño de aproximadamente la misma edad de Ulf, que realizaba la misma tarea que Peter, juntar ramas de sauce para la celebración del Domingo de Ramos. Will vivía en Cambridge, pero se había encontrado con el niño de Trumpington en el árbol de Santa Radegunda, donde a ambos les habían llamado la atención los festejos de boda que tenían lugar en el jardín de la casa de Chaim, al otro lado del río. Peter había cruzado el puente en compañía de Will y atravesaron la ciudad para ver qué pasaba en los establos que estaban detrás de la casa.
Después, Will había dejado a su compañero, llevándose consigo las ramas de sauce que debía entregar a su madre de vuelta a casa.
Hizo una pausa, pero Adelia sabía que había más. Ulf era un narrador nato. El sol calentaba y era agradable estar sentado a la sombra de los sauces, aun cuando el pelo de Salvaguarda, pegajoso y duro, crujiera de manera sospechosa. Ulf, con sus pequeños pies prensiles sumergidos en el río, se quejaba; tenía hambre.
—Dadme un penique y traeré unos pasteles de la tienda.
—Más tarde. —Adelia lo alentó a continuar—. Dejadme recapitular. Will partió a su casa, Peter desapareció en la de Chaim y nunca volvieron a verlo.
El chico resopló burlón.
—Nunca volvió a verlo ningún hijo de perra salvo Will.
—¿Will lo vio de nuevo?
Había sucedido más tarde, ese mismo día, al anochecer. Will había regresado al Cam para llevar un balde con la cena a su padre, que estaba calafateando una de las barcas durante la noche, dejándola preparada para la mañana siguiente. Desde la orilla de Cambridge Will había visto a Peter al otro lado del río en la ribera izquierda.
—Estaba aquí, justo en este maldito lugar donde estamos sentados.
Will gritó a Peter que tenía que regresar a su casa.
—Debía hacerlo —agregó Ulf, juicioso—, si quedas atrapado en los pantanos de Trumpington de noche, los fuegos fatuos te llevan al infierno.
Adelia ignoró el comentario sobre los fuegos fatuos; no sabía qué eran, ni le importaba.
—Os escucho.
—Entonces Peter le contestó que iba a encontrarse con alguien por los ju-judíos.
—¿Ju qué?
—Ju-judíos. —Ulf estaba impaciente. Por segunda vez apuntó con el dedo hacia la casa de Chaim—. Ju-judíos, eso fue lo que dijo. Iba a encontrarse con alguien por los ju-judíos e invitó a Will a acompañarlo. Pero Will dijo que no, y está muy contento de no haber ido, porque desde entonces nadie ha vuelto a ver a Peter.
Ju-judíos. ¿Encontrarse con alguien por los ju-judíos? ¿Cumplir un encargo de alguno de ellos? ¿Y por qué esa denominación infantil? Había cientos de denominaciones despectivas para los judíos; había oído infinidad de ellas desde su llegada a Inglaterra, pero jamás ésa.
Adelia siguió cavilando; trató de recrear la escena de aquella noche junto al río. Incluso a plena luz del sol, con la muchedumbre reunida en torno al árbol de Santa Radegunda, un poco más arriba, esa parte de la ribera era serena, el bosque y la pradera se unían detrás de ella. Sin embargo, en aquel momento tuvo que haber sido muy tenebrosa.
De la narración se deducía que Peter era un niño fantasioso, romántico. Ulf había descrito a un chico que se distraía más fácilmente que el formal Will.
No era difícil imaginarlo: una pequeña figura, saludando a su amigo, pálido entre la penumbra de los árboles, desapareciendo entre ellos para siempre.
—¿Se lo ha contado Will a alguien?
No lo había hecho. Al menos, a ningún adulto. Estaba demasiado asustado por la posibilidad de que los malditos judíos fueran tras él. Y tenía razones para temer aquello, en opinión de Ulf. Sólo entre sus pares, en aquel mundo secreto e ignorado de la camaradería infantil, había confesado lo que sabía.
De cualquier modo, el resultado había sido el deseado: los judíos habían sido acusados, y el asesino y su esposa, castigados.
«Dejando el terreno libre para que el asesino volviera a matar», pensó Adelia.
Ulf la estaba observando.
—¿Queréis saber más? Hay más, pero tendréis que mojaros las botas.
Ulf le mostró la prueba concluyente de que Peter había regresado más tarde a casa de Chaim, la prueba de la culpabilidad del judío. Tuvieron que abrirse paso hacia la orilla del río y caminar agachados. Y, en efecto, se mojó los pies; y el bajo de la falda. Y una considerable cantidad del lodo de Cambridge cubrió el resto de su cuerpo. Salvaguarda les siguió.
Cuando los tres resurgieron en la ribera, oscuras sombras que no provenían de los árboles cayeron sobre ellos.
—Por Dios, mira, si es esa perra extranjera —exclamó sir Gervase.
—Surgiendo del río como Afrodita —agregó sir Joscelin.
Iban vestidos de cazadores, con prendas de cuero, montados en sus ruanos como si fueran dioses. Delante de sir Joscelin se veía el cadáver de un lobo, envuelto en una manta de donde pendía un hocico que aún conservaba el rictus de un gruñido.
El cazador que los había acompañado en la peregrinación estaba detrás. Sujetaba con una correa tres sabuesos; cada uno con un tamaño suficiente como para llevar a Adelia en el lomo; la observaban tranquilamente desde sus morros peludos.
Hubiera querido huir, pero sir Gervase, con un rodillazo, adelantó su caballo de modo que Adelia, Ulf y Salvaguarda quedaran dentro de un triángulo, del que los caballos eran los lados y el río a sus espaldas, la base.
—Deberíamos preguntarnos qué hace nuestra visitante chapoteando en el barro, Gervase —manifestó sir Joscelin.
—En verdad, deberíamos. También deberíamos contar al alguacil lo de las hachas mágicas que aparecen cuando un caballero se digna prestarle atención. —Más jovial, pero aún amenazante, Gervase estaba decidido a recuperar la supremacía que había perdido en el encuentro con Adelia—. ¿Qué tenéis que decir ahora, bruja? ¿Dónde está vuestro amante sarraceno? —A medida que preguntaba, su tono de voz aumentaba—. ¿Qué haríais si os arrojáramos al río? ¿Eh? ¿Será ése su hermano? Se le ve bastante sucio.
Esta vez ella no se dejó amedrentar. «Imbécil ignorante», pensaba. «Os atrevéis a hablarme». Al mismo tiempo, estaba fascinada, no les quitaba los ojos de encima. Eran tan abominables que eclipsaban incluso a Roger de Acton. Sir Gervase la había intimidado en la colina sólo para demostrar que podía hacerlo, y lo haría otra vez si su amigo no estuviera allí. Sólo era poderoso ante los indefensos.
¿Sería él?
El chico estaba más quieto que un muerto. El perro se había arrastrado sigilosamente hasta ocultarse detrás de las piernas de Adelia, donde los sabuesos no pudieran verlo.
—Gervase —increpó bruscamente sir Joscelin. Y luego se dirigió a Adelia—: No prestéis atención a mi amigo, señora. Está molesto porque su lanza falló con el viejo lobo —explicó, dando una palmada en la cabeza del animal— y la mía dio en el blanco. —El caballero sonrió a su compañero antes de volver a mirar hacia abajo, en dirección a Adelia—. Oí que el buen prior os ha encontrado un alojamiento más adecuado que el carro.
—Gracias —contestó Adelia—. Así es.
—Y vuestro amigo, el doctor, ¿se ha establecido aquí?
—Sí.
—Un curandero sarraceno y una prostituta causarán buena impresión.
Sir Gervase era cada vez más grosero y ofensivo.
«Esto es estar entre los débiles», pensaba Adelia. «El fuerte puede insultarlos con impunidad. Bueno, eso está por ver».
Sir Joscelin ignoró a su compañero.
—Supongo que vuestro doctor no podrá hacer nada por el pobre Gelhert. El lobo le desgarró la pata —repuso, señalando con la cabeza a uno de los sabuesos, que tenía la pata levantada.
«También eso es un insulto», pensaba Adelia, «aunque no tenga la intención de serlo».
—Se le dan mejor los seres humanos. Deberíais aconsejar a vuestro amigo que consultara a alguien cuanto antes.
—¿Eh? ¿Qué dice esa perra?
—¿Pensáis que está enfermo? —preguntó Joscelin.
—Hay algunos signos.
—¿Qué signos? —La ansiedad invadió súbitamente a Gervase—. ¿Qué signos, mujer?
—No estoy en condiciones de decirlo —le respondió Adelia a Joscelin. Era cierto, no había ningún signo—. Pero debería consultar a un médico, y rápido.
—¡Oh, Dios! —La ansiedad se estaba convirtiendo en alarma—. Ya he estornudado siete veces esta mañana.
—Estornudos —repitió Adelia, reflexiva—. Eso es, entonces.
—Oh, Dios mío.
Sir Gervase tiró de las riendas y azuzó a su caballo, clavando las espuelas en los flancos. Adelia, aunque salpicada por el barro, estaba satisfecha.
Joscelin se quitó el sombrero sonriendo.
—Buenos días, señora.
El cazador le hizo una reverencia, reunió a sus perros y los siguió.
«Podría ser cualquiera de ellos», se dijo Adelia al verlos alejarse. «Gervase es un bruto, el otro no».
Sir Joscelin, a pesar de sus modales corteses, era un candidato tan digno de considerar como su censurable compañero, por quien obviamente sentía afecto. Había estado en la colina esa mañana.
Pero ¿quién no? Hugh, el cazador, tras esa cara tan insípida, podía ocultar la brutalidad que en Roger de Acton estaba a la vista. El mercader de mejillas gordinflonas de Cherry Hinton. También el juglar. Los monjes. Aquel al que llamaban hermano Gilbert, un chiflado como jamás había conocido. Todos ellos habían tenido acceso a Wandlebury Ring esa noche. En cuanto al inquisitivo recaudador de impuestos, todo le hacía sospechoso.
¿Y por qué sólo estoy considerando a los hombres? ¿Qué sucede con la priora, la monja, la esposa del mercader o las sirvientas?
Pero no. Adelia absolvía a todas las mujeres. No era un crimen propio de ellas. No porque las mujeres no pudieran ser crueles con un niño —había examinado muchos cuerpos víctimas de tortura y abandono—, pero en lo tocante a ataques sexuales siempre habían estado involucrados hombres. Siempre.
—Os hablaron. —La seriedad de Ulf, a diferencia de la actitud de Adelia, había sido producto del terror—. Cruzados. Han estado en Tierra Santa.
—En efecto, así es —afirmó rotundamente Adelia.
Habían estado allí, se habían enriquecido y habían demostrado su valentía. El prior Geoffrey le había otorgado a sir Gervase el señorío de Coton, y a sir Joscelin el convento de Santa Radegunda le había entregado el de Grantchester. Ambos eran grandes cazadores y el prior les cedía a Hugh y a sus sabuesos cuando tenían que abatir un demonio como el que cargaba el caballo de sir Joscelin —había matado ovejas cerca de Trumpington—, porque Hugh era el mejor cazador de lobos de Cambridgeshire.
«Hombres», pensó Adelia al percibir la admiración de Ulf. «Aunque sean niños».
Pero ese niño volvía a mirarla con su sabiduría práctica.
—¿Estuvisteis con ellos?
Ella también había superado la prueba.
Amigablemente, caminaron de regreso hacia la casa del viejo Benjamín. El repugnante Salvaguarda los seguía.
Ya estaba oscuro cuando Simón volvió, hambriento. Un guiso de anguila y un pastel de pescado lo esperaban. Era viernes y Gyltha había respetado estrictamente las prescripciones para la cena. Simón se quejó de la gran cantidad de mercaderes de lana que había en Cambridge y los alrededores.
—Fueron amigables, me explicaron que mis retazos provenían de un antiguo lote de lana... reconocible por algo que distinguen en el pelo... Se ofrecieron a ayudarme a seguir el rastro hasta encontrar el fardo del que había formado parte...
A pesar de la sencillez de su aspecto y su vestido, Simón de Nápoles procedía de una familia rica y nunca se había parado a pensar el trayecto que la lana recorría desde la oveja hasta que se convertía en una pieza de tela. Estaba asombrado.
Mientras comía, compartió sus indagaciones con Adelia y Mansur.
—Usan orina para lavar los vellones, ¿lo sabíais? Los lavan en cubas que llenan con la contribución de todos los miembros de la familia. Cardado, vapor, calor y presión, tejido, teñido, mordientes. ¿Podéis concebir lo difícil que es lograr el color negro? Experto credite. Se debe partir de una tintura azul intenso, o una combinación de tanino y hierro. El amarillo es más simple. Hoy he conocido teñidores que desearían que todos nos vistiéramos de amarillo, como damas de noche... —Los dedos de Adelia comenzaron a repiquetear en la mesa. El brillo de los ojos de Simón indicaba que su búsqueda había sido exitosa, pero ella también tenía novedades. Simón lo advirtió—. Oh, bien, las hebras se clasifican en función de su resistencia, pero, aun así, no podríamos haber rastreado el origen de este jirón de tejido... —Simón lo sostenía amorosamente en la mano y Adelia notaba que, más allá del interés que tenía por esos temas, no había olvidado el propósito con que había sido utilizado— si no hubiera formado parte del orillo de un tejido, una urdimbre para reforzar los bordes característica del tejedor... —Simón vio la ansiedad en los ojos de Adelia y fue al grano—. Es parte de un lote enviado al abad de Ely hace tres años. El abad tiene la concesión para abastecer a todos los conventos de Cambridgeshire de la tela con que hacen la ropa de sus monjes.
Mansur fue el primero en responder.
—¿Un hábito? ¿Es la tela del hábito de un monje?
—Sí.
A la afirmación siguió uno de aquellos silencios reflexivos que caracterizaban sus cenas.
—El único religioso al que podemos absolver es al prior, que estuvo con nosotros toda la noche —indicó Adelia.
Simón asintió.
—Sus monjes visten de negro debajo de la casulla.
—También las monjas —recordó Mansur.
—Es cierto. —Simón le sonrió—. Pero en este caso es irrelevante, porque en el curso de mis investigaciones me crucé otra vez con el mercader de Cherry Hinton que, casualmente, comercia con lana. Me aseguró que las monjas, su esposa y las sirvientas pasaron la noche en tiendas de campaña, rodeadas y custodiadas por los hombres de la comitiva. Si una de esas damas es nuestro asesino, no podría haber pasado desapercibida mientras recorría las colinas transportando cuerpos. —Eso dejaba sólo a los tres monjes que acompañaban al prior Geoffrey. Simón los consideró uno por uno—: ¿El joven hermano Ninian? Lo dudo, aunque, ¿por qué no? ¿El hermano Gilbert? Un hombre desagradable, un posible sujeto de investigación. ¿El otro? Nadie podía recordar el rostro o la personalidad del tercer monje. Hasta que no hagamos más averiguaciones, la especulación es inútil —admitió Simón—. Un hábito desgastado, arrojado en una pila de cosas en desuso tal vez; el asesino pudo haberlo comprado en cualquier lugar. Continuaremos cuando estemos más descansados. —Simón se apoyó contra el respaldo y tomó su copa de vino—. Y ahora, doctora, perdonadme. Los judíos raramente nos dedicamos a cazar, como sabéis, y me he convertido en algo tedioso, como cualquier cazador que relata cómo abatió a su presa. ¿Qué novedades tenéis?
Adelia relató los hechos en orden cronológico y con aspereza. Su día de caza había sido más fructífero que el de Simón, pero dudaba que a él le gustara el resultado.
A Simón le parecieron alentadoras sus conclusiones acerca de los huesos del pequeño Peter.
—Lo sabía. Podemos asestarles un golpe. El niño nunca fue crucificado.
—No lo fue —confirmó Adelia, que había transportado a sus oyentes al otro lado del río al referirles su conversación con Ulf.
—Lo tenemos —farfulló Simón tomando vino—. Doctora, habéis salvado a Israel. ¿El niño fue visto después de salir de la casa de Chaim? Entonces, todo lo que tenemos que hacer es buscar a ese chico, Will, y llevarlo a declarar ante el alguacil. «Señor alguacil, aquí hay una prueba viviente de que los judíos no tuvieron nada que ver con la muerte del pequeño Peter...» —Su voz se fue apagando cuando vio la expresión de Adelia.
—Me temo que lo hicieron ellos —intervino la doctora.
Capítulo 7
Ese año el número de lugareños encargados de montar guardia en el castillo de Cambridge para asegurarse de que los judios allí refuigados no escaparan fue disminuyendo hasta que sólo quedó Agnes, la esposa del vendedor de anguilas y madre de Harold, el niño cuyos restos aún esperaban sepultura.
La pequeña choza de mimbre que ella misma se había construido parecía una colmena en contraste con las grandes puertas. Durante el día se sentaba en la entrada a tejer; a un lado tenía una de las alabardas que su esposo usaba para cazar anguilas, con la punta clavada en el suelo, al otro, una gran campana. Por las noches dormía en la choza.
En una ocasión en la que el alguacil había tratado de sacar clandestinamente a los judíos en medio de una oscura noche de invierno creyendo que Agnes dormía, la mujer había utilizado sus dos armas. El espadón pasó rozando a uno de los hombres que acompañaban al alguacil y la campana había despertado a la ciudad. Los judíos tuvieron que retornar velozmente.
La entrada posterior del castillo también estaba custodiada, en este caso por unos gansos que anunciaban la presencia de cualquiera que tratara de salir, semejantes a aquellos de Roma que dieron la alarma al Capitolio cuando los galos quisieron usurparlo. El intento de los hombres del alguacil para expulsarlos de los muros del castillo había causado graznidos tan intensos que nuevamente la alarma corrió por la ciudad.
Mientras subía por el empinado camino que llevaba al castillo, Adelia se asombraba de que a los hombres del pueblo se les permitiera desobedecer a la autoridad durante tanto tiempo. En Sicilia, una patrulla de soldados habría resuelto el problema en minutos.
—¿Para provocar una masacre? —preguntó Simón—. ¿Qué lugar podría garantizar que los judíos no sufrirían la misma situación?
Todo el país creía que los judíos de Cambridge crucificaban niños.
Ese día Simón estaba alicaído y —sospechaba Adelia— muy disgustado. No obstante, su razonamiento era acertado.
Reflexionó acerca de la moderación con que el rey de Inglaterra debía manejar el asunto. Habría esperado que un hombre temperamental como él se vengara cruelmente de los habitantes de Cambridge por haber asesinado a los judíos que más ganancias le proporcionaban. Enrique había sido responsable de la muerte de Becket, era un tirano, como cualquier otro. Pero hasta ese momento su mano permanecía inmóvil.
Adelia le había preguntado a Gyltha qué creía que podía esperarse. Ésta le explicó que la ciudad acataría a regañadientes la multa que el rey impusiese por la muerte de Chaim, pero no presentía ejecuciones en masa. El rey era tolerante en tanto no le robaran sus ciervos o le contrariaran más allá de lo tolerable, como había hecho el arzobispo Tomás Becket.
—No me gustaban los viejos tiempos, cuando su madre y su viejo tío Esteban se peleaban. ¿La horca? Mandaba a un barón al galope, y no importaba de qué lado estaba él ni de qué lado estaba uno: colgaba a la gente sólo por rascarse el culo.
—No es mala idea —replicó Adelia—, pues es una costumbre asquerosa.
Las dos estaban empezando a llevarse bien. Gyltha le contó que la guerra civil entre Matilda y Esteban se extendió hasta los pantanos. La isla de Ely, y su catedral, habían cambiado de dueño tantas veces que nunca se sabía quién era el obispo.
—Nosotros, los pobres, moríamos y los lobos destrozaban los cuerpos. Y cuando Geoffrey de Mandeville llegó... —en ese momento, Gyltha había meneado la cabeza y había interrumpido el relato—, hace casi trece años, pues desde entonces, y durante este tiempo, Dios y sus santos durmieron y no se enteraron de nada.
«Durante trece años Dios y sus santos durmieron». Desde su llegada a Inglaterra Adelia había oído esa frase sobre la guerra civil docenas de veces. Su recuerdo todavía hacía palidecer al pueblo. La proclamación de Enrique II había puesto fin a las luchas. Y durante veinte años, Inglaterra se había convertido en un país pacífico. El Plantagenet era un hombre más sutil de lo que se creía. Tal vez era digno de consideración.
Recorrieron la última curva del camino y llegaron al muro cubierto de hierba que estaba delante del castillo.
La sencilla fortaleza normanda que Guillermo el Conquistador había construido para vigilar el cruce del río se había agrandado, su empalizada de madera había sido reemplazada por gruesos muros de piedra y el edificio se había expandido: el castillo contaba con muchas dependencias, iglesia, caballerizas, corrales, barracas, aposentos para las mujeres, cocinas, lavandería, huertos y herbarios, lechería, terrenos donde tenían lugar las justas, patíbulos y calabozos para que un alguacil administrara una ciudad importante y próspera. En uno de los extremos, andamios y plataformas cubrían la torre en construcción que reemplazaría a la que se había incendiado.
Afuera, dos centinelas se apoyaban en sus lanzas y hablaban con Agnes, que tejía sentada en un banco a la entrada de su colmena. Otra persona estaba sentada en el suelo con la cabeza apoyada en el muro del castillo.
—¿Ese hombre está en todas partes? —gruñó Adelia.
Al ver a los recién llegados, Roger de Acton se puso en pie de un salto, cogió un tablero de madera, lo colocó sobre un tronco tirado en el suelo y comenzó a gritar. El mensaje, escrito en tiza, decía: «Orad por el pequeño Peter, que fue crucificado por los judíos».
El día anterior había honrado con su presencia a los peregrinos de Santa Radegunda. Hoy, esperando que el obispo visitara al alguacil, Acton estaba preparado para lanzarse sobre él.
Una vez más, no reconoció a Adelia ni a los dos hombres que iban con ella, pese a la singularidad de Mansur. La doctora pensó que Roger de Acton no veía personas, sólo alimento para el infierno, y advirtió que la sucia sotana que usaba era de fibras de lana semejantes a las que había investigado Simón.
Parecía desilusionado por no haber conseguido intimidar al obispo, pero no cabía duda de que tarde o temprano lo lograría. «Los judíos azotaron al pobre niño hasta desangrarlo —gritaba—. Hicieron rechinar sus dientes y dijeron que Jesús era el falso profeta. Lo atormentaron de distintas maneras y luego lo crucificaron».
Simón se dirigió a los soldados y solicitó ver al alguacil. Dijo que eran de Salerno. Tuvo que alzar la voz para que lo oyeran.
El más viejo de los centinelas no se impresionó.
—¿De dónde dicen que son? —El guarda se dirigió al clérigo que chillaba—. ¿Os importaría cerrar la boca?
—El prior Geoffrey nos ha mandado visitar al alguacil.
—¿Qué? No oigo nada con los gritos de ese bastardo.
El centinela más joven señaló a Mansur.
—Ah, ¿éste es el doctor negro que curó al prior?
—El mismo.
Entonces Roger de Acton reconoció a Mansur y se acercó. Su aliento era fétido.
—Sarraceno, ¿sabéis quién es Nuestro Señor Jesucristo?
—Cerrad la boca —le espetó al oído el centinela más viejo—. ¿Y eso? —indicó dirigiéndose a Simón.
—El perro de esta dama.
Si bien habían podido desembarazarse de Ulf con cierta dificultad, no habían conseguido disuadir a Gyltha para que les liberara de la compañía de Salvaguarda.
—No me protege —había protestado la doctora—. Cuando me enfrenté a esos malditos cruzados se escondió detrás de mí. Es un cobarde.
—Su trabajo no es luchar —había dicho Gyltha—. Es salvaguardar.
—Creo que pueden entrar, ¿no, Rob? —El centinela le guiñó el ojo a la mujer que estaba sentada ante la choza de mimbre—. ¿De acuerdo, Agnes?
Aun así, el capitán de la guardia los había registrado y una vez hubo comprobado que no llevaban armas ocultas, los autorizó a atravesar la pequeña puerta. Acton trató de pasar con ellos y tuvieron que detenerlo.
—¡Es preciso matar a los judíos! —gritaba—. ¡Matar a los que crucifican!
Las medidas de seguridad se hicieron evidentes cuando fueron conducidos al patio, donde unos cincuenta judíos disfrutaban de un momento de esparcimiento bajo el sol. La mayoría de los hombres caminaba y conversaba. Las mujeres parloteaban en un rincón o jugaban con sus hijos. Vestían como cualquier cristiano, aunque uno o dos hombres se cubrían con el típico gorro cónico. Sin embargo, sus ropas raídas permitían distinguir que sus integrantes eran judíos.
Adelia estaba asombrada. En Salerno había judíos pobres, al igual que sicilianos, griegos y musulmanes pobres, pero la caridad que fluía de sus comunidades disimulaba esa pobreza. De hecho, los cristianos de Salerno sostenían, con cierto sarcasmo, que «entre los judíos no existen pordioseros». La caridad era un precepto que defendían todas las religiones. Para el judaismo, todo lo que el hombre posee pertenece a Dios, y Él concede su gracia al que da, más que al que recibe.
Adelia recordó al anciano que había sacado de quicio a la hermana de su madre adoptiva por negarse a agradecerle lo que había comido en su cocina. «¿He comido algo que os pertenecía? Lo que como pertenece a Dios», alegó.
La caridad del alguacil para con esos huéspedes no deseados no parecía ser tan magnífica. Estaban enjutos. Tal vez las comidas del castillo no estuvieran de acuerdo con las prescripciones que su religión exigía y, en consecuencia, muchos optaban por no comer lo que se les daba, aventuró. Pero también la ropa, que seguramente era la que llevaban puesta cuando se les obligó a abandonar sus casas el año anterior, comenzaba a hacerse jirones.
Algunas mujeres les miraron expectantes mientras atravesaban el patio. Los hombres estaban demasiado enfrascados en discusiones y no se dieron cuenta de su presencia.
El más joven de los soldados que los había recibido en la entrada les guiaba. Cruzaron el puente que salvaba el foso, la puerta enrejada y luego otro patio.
El frío y enorme salón estaba muy concurrido. Mesas armadas sobre caballetes se extendían hasta el fondo del recinto, cubiertas por documentos, listas y cuentas. Los contables los estudiaban minuciosamente, para después correr a la tarima, donde un hombre corpulento, sentado ante otra mesa con documentos, listas y cuentas, los apilaba a tal velocidad que amenazaban con caérsele encima.
Adelia no sabía cuál era la función del alguacil, pero Simón les había explicado que, en lo concerniente al condado rural donde ejercía esa función, era el hombre más importante después del rey. Representaba a la corona y, junto con el obispo diocesano, impartía justicia y era el único responsable de recaudar impuestos, mantener la paz, perseguir a los delincuentes, garantizar que no se trabajara los domingos —y vigilar que eso se cumpliera para que todos pagaran el diezmo y la Iglesia amortizara sus deudas a la corona—, organizar las ejecuciones, apropiarse en nombre del rey de las pertenencias de los ajusticiados, y también de las de huérfanos, fugitivos y bandidos, asegurándose de que su botín fuera a parar a las arcas reales. Y dos veces al año, enviar el dinero obtenido y el registro de las cuentas al Tesoro Real en Winchester, a riesgo de perder su puesto si faltaba un solo penique.
—Con tanta responsabilidad, ¿por qué alguien querría ese puesto? —preguntó Adelia.
—Se lleva un porcentaje —precisó Simón. A juzgar por la calidad de las vestimentas del alguacil de Hertfordshire y por la cantidad de oro y piedras preciosas que adornaban sus dedos, el porcentaje era alto, aunque, seguramente, el alguacil Baldwin lo juzgaba insuficiente. Más que «acosado», la palabra que mejor le describía era «enajenado». Observaba con la mirada vacía de un loco al soldado que les había anunciado.
—¿No ven que estoy ocupado? ¿No saben que los jueces ambulantes están a punto de llegar?
A su lado, un hombre alto y robusto que estaba inclinado sobre unos papeles se enderezó.
—Señor, creo que estas personas pueden ser de utilidad en el asunto de los judíos —indicó sir Rowley.
Le hizo un guiño a Adelia, que lo miró sin benevolencia. Otro igual que el omnipresente Roger de Acton. Y tal vez más siniestro.
El día anterior el prior Geoffrey había enviado una nota a Simón alertándolo sobre el recaudador de impuestos del rey: «El hombre estaba en la ciudad al menos en dos de las ocasiones en que desaparecieron niños. Que Dios Nuestro Señor me perdone si siembro dudas sobre alguien que no las merece, pero nos corresponde ser cautos hasta que estemos seguros».
Simón comprendía que el prior tuviera motivos para sospechar, pero no más que de cualquier otro. Decía que le gustaba lo que había visto del recaudador de impuestos. Adelia, en cambio, desconfiaba de esa apariencia amigable desde que sir Rowley le había impuesto su presencia mientras examinaba los cadáveres de los niños. Le parecía un ser perturbador.
Aparentemente sir Rowley tenía el castillo a sus pies. El alguacil le miraba suplicante, incapaz de afrontar algo más que sus asuntos inmediatos.
—¿No saben que vendrá un magistrado?
Rowley se dirigió a Simón.
—Mi señor desea saber que os trae por aquí.
—Con el permiso de vuestro señor, desearíamos hablar con Yehuda Gabirol.
—No hay problema, ¿verdad, mi señor? ¿Puedo mostrarles el camino? —preguntó sir Rowley, que ya se había puesto en marcha.
El alguacil se aferró a él.
—No me abandonéis, Picot.
—Es sólo un momento, mi señor, os lo prometo.
El recaudador condujo al trío a través del salón, hablando durante todo el camino.
—El alguacil acaba de saber que los jueces ambulantes pretenden administrar justicia en Cambridge, justo cuando toca rendir cuentas al tesoro, lo que significa una considerable cantidad de trabajo extra, y se siente algo, abrumado, podría decirse. También yo, por supuesto. —Les sonrió con su cara gordinflona. Habría sido difícil encontrar un hombre menos abrumado—. Tratamos de descubrir quién tiene deudas con los judíos, y por lo tanto, con el rey. Chaim era el principal prestamista de este condado y todas sus cuentas se perdieron en el incendio de la torre. La dificultad que implica recuperar los documentos perdidos es grande. No obstante... —Sir Rowley hizo una especie de pequeña reverencia a Adelia—. He oído que la señora doctora ha estado chapoteando en el Cam. Jamás lo hubiera creído de una doctora, considerando lo que se vierte en él. Pero tal vez tuvierais vuestros motivos, señora.
—¿Con qué motivo se celebran las sesiones jurídicas? —preguntó Adelia.
Habían pasado debajo de un arco y seguían a sir Rowley por la escalera helicoidal de la torre. Las pisadas de Salvaguarda se oían detrás de ellos.
—En realidad son juicios a cargo de los jueces ambulantes del rey. Un día del juicio casi tan terrible como el juicio divino para aquellos que están bajo su autoridad. Se juzga la cerveza y se castiga a quien le agrega agua. Se juzga el pan y se castiga a quienes no lo pesan honestamente. Se juzga la culpabilidad o inocencia de los prisioneros que están en la cárcel. Se decide a quiénes liberar. Declaraciones de tierras, propiedades, pleitos, su justificación... la lista es extensísima. Es necesario que se constituyan los jurados. No ocurre todos los años, pero cuando ocurre... ¡Madre de Dios, ayúdanos, a fe mía que esta escalera es empinada!
Sir Rowley jadeaba. Por las saeteras abiertas entraban rayos de sol que iluminaban los minúsculos rellanos, cada uno con su puerta en forma de arco.
—Deberíais tratar de perder peso —le aconsejó Adelia, que tenía delante el trasero del recaudador mientras subía la escalera.
—Soy un hombre musculoso, señora.
—Gordo —afirmó la doctora y aminoró el paso mientras el hombre doblaba la curva que tenía delante; de ese modo pudo susurrarle a Simón, que estaba detrás—: Se quedará para escuchar lo que digamos.
Simón soltó la balaustrada y abrió los brazos.
—Él ya sabe por qué estamos aquí. Él sabe... Señor, está subiendo con vos estas escaleras y sabe quién sois. ¿Cuál es la diferencia?
La diferencia era que el hombre podía sacar conclusiones de lo que dijeran a los judíos, mientras que ella no daría nada por cierto hasta tener pruebas contundentes. Además, no confiaba en sir Rowley.
—¿Y si él fuera el asesino?
—Entonces, ya lo sabe. —Simón cerró los ojos y buscó a tientas el pasamano.
Sir Rowley los esperaba al final de la escalera, muy ofendido.
—¿Me creéis gordo, señora? Debo deciros que cuando Nur al Din supo que estaba en camino, levantó su campamento y se perdió en el desierto.
—¿Habéis ido a las cruzadas?
—Los Santos Lugares serían obras inconclusas sin mi participación.
El recaudador los dejó en una pequeña sala circular donde la única comodidad eran unos bancos y una mesa iluminados por dos ventanas sin cristales, prometiendo que el señor Gabirol los atendería en unos minutos y que les enviaría a su escudero con bebidas.
Simón paseaba de un lado a otro y Mansur se quedó de pie, como era habitual. Adelia se acercó a las ventanas —una miraba al este, la otra al oeste— para estudiar el panorama desde cada una de ellas.
Hacia el oeste, entre las colinas, podían verse techos con almenas en los cuales flameaba un estandarte. A pesar de que en la distancia era una miniatura, el feudo que sir Gervase había recibido del priorato era más grande de lo esperado para un caballero. Si el que sir Joscelin había recibido de las monjas —en el sureste, más allá de lo que se alcanzaba a ver desde allí— era igualmente grande, aparentemente ambos caballeros habían salido favorecidos con sus cruzadas.
Llegaron dos hombres. Yehuda Gabirol era joven. Sus negros aladares, rizados como tirabuzones, enmarcaban unas mejillas hundidas, con un matiz de palidez latina.
Le acompañaba un anciano que parecía haberse fatigado al subir la escalera. Casi sin aliento, aferrado al marco de la puerta, se presentó ante Simón.
—Benjamín ben Rav Moshe. Si vos sois Simón de Nápoles, he conocido a vuestro padre. El viejo Eli todavía vive, ¿verdad?
El saludo de Simón fue seco, algo poco habitual en él. Del mismo modo presentó a Adelia y a Mansur: tan sólo dijo sus nombres, sin explicar el motivo de su presencia.
El anciano saludó inclinando la cabeza; aún resollaba.
—¿Sois vosotros los que ocupáis mi casa?
Aparentemente, Simón no estaba interesado en responder.
—Somos nosotros. Espero que no os moleste —intervino Adelia.
—¿Cómo podría molestarme? —preguntó tristemente el viejo Benjamín—. ¿Está en buenas condiciones?
—Sí, supongo que al estar ocupada se conservará en mejor estado.
—¿Os gustaron las ventanas del salón?
—Muy bonitas y originales.
Simón se dirigió al joven.
—Yehuda Gabirol, justo antes de Pascua, el año pasado, contrajisteis matrimonio con la hija de Chaim ben Eliezer, aquí, en Cambridge.
—La causa de todos mis problemas —reconoció melancólicamente Yehuda.
—El joven viajó desde España para casarse —explicó Benjamín—. Yo arreglé el casamiento. Sigo pensando que fue una buena elección. Si el resultado fue desafortunado, ¿es culpa del casamentero?
Simón continuó ignorándolo. Tenía los ojos puestos en Yehuda.
—Un niño de esta ciudad desapareció ese día. Tal vez el señor Gabirol pueda arrojar luz sobre lo que ocurrió.
Adelia nunca había visto esa faceta de Simón. Estaba disgustado.
Los dos hombres prorrumpieron a hablar en yidis. La aguda voz del joven era más audible que la de Benjamín, de tono más grave.
—¿Debería saberlo? ¿Acaso soy el guardián de los niños ingleses?
Simón le dio una bofetada.
Un gavilán se apoyó en el alféizar de la ventana, pero partió enseguida, perturbado por la vibración: el sonido de la bofetada retumbó entre las paredes de la sala.
En la mejilla de Yehuda se veían las marcas de los dedos.
Mansur se adelantó previendo un contraataque, pero el joven estaba encogido de miedo y se había cubierto la cara con las manos.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer?
Adelia permaneció impasible junto a la ventana mientras los tres judíos recuperaban la compostura suficiente para arrastrar tres bancos hasta el centro de la habitación y tomar asiento.
«Hasta para esto tienen un ritual», pensó la doctora.
Benjamín era el que más hablaba; el joven Yehuda se balanceaba y lloraba.
Había sido una buena boda, recordó Benjamín, una alianza entre el dinero y la cultura, entre la hija de un hombre rico y este joven erudito español de excelente cuna al que Chaim pretendía como yerno, y quien le otorgaría una cuantiosa dote...
—Continuad.
—Era un bello día, a principios del verano. El palio nupcial de la sinagoga estaba adornado con prímulas. Yo mismo rompí la copa9.
—Continuad con el relato.
—Después de la ceremonia fuimos a casa de Chaim, donde se había organizado un banquete que, en virtud de la prosperidad del dueño de la casa, puede durar hasta una semana. Flautas, tambores, violines, címbalos, mesas repletas de manjares, copas de vino que se llenaban una y otra vez, la consagración de la novia, vestida de seda blanca, discursos, todo estaba preparado en el jardín, junto al río, porque la casa no era suficientemente grande para albergar a todos los invitados, algunos de los cuales habían viajado más de mil millas para llegar hasta allí. —Luego Benjamín admitió—: Tal vez, en alguna medida, Chaim estuviera ostentando su riqueza ante la gente de la ciudad.
Así era, pensó Adelia sin poder evitarlo. Presumía ante los burgueses de que, pese a no invitarle a sus casas, no tenían inconveniente en pedir dinero en préstamo.
—Adelante —instó Simón sin remordimientos. En ese momento Mansur alzó una mano y se acercó de puntillas a la puerta.
—¡Él! —exclamó Adelia, tensa. El recaudador de impuestos estaba escuchando.
Mansur abrió la puerta con tal fuerza que arrancó la mitad de los goznes. No era sir Rowley quien estaba arrodillado en el umbral, con la oreja a la altura del ojo de la cerradura. Era su escudero. En el suelo, a su lado, había una bandeja con un botellón y varias copas.
Con gran agilidad Mansur recogió la bandeja y de un puntapié hizo rodar escaleras abajo al hombre que escuchaba a escondidas. El escudero, un jovenzuelo, llegó hasta un rellano donde quedó doblado, con los pies por encima de la cabeza.
—¡Ay, ay...! —se le oyó quejarse.
Pero cuando Mansur hizo ademán de seguirlo y patearlo otra vez, el joven se puso de pie tambaleando y siguió bajando.
Adelia se asombró de que los tres judíos sentados en los bancos prestaran tan poca atención al incidente, como si se tratara de otro pájaro posado en el alféizar.
«¿Es el gordinflón sir Rowley el asesino? ¿Por qué le inquietan los asesinatos de esos niños?».
Para ciertas personas la muerte era algo excitante; Adelia lo sabía porque había tenido oportunidad de conocerlas. Cuando trabajó con cadáveres en la cámara de piedra de la escuela no faltaron quienes pretendían llegar hasta allí recurriendo al soborno. Gordinus se había visto obligado a apostar un centinela en su granja de la muerte para impedir el paso de hombres, e incluso de mujeres, deseosos de echar un vistazo a los cadáveres putrefactos de los cerdos.
Durante el examen que había realizado en la celda de Santa Berta la doctora no había detectado esa peculiar forma de lascivia en sir Rowley. Simplemente parecía consternado.
Pero había enviado a esa criatura —Pipin era el nombre del escudero— para escuchar a escondidas, lo que sugería que el recaudador quería estar al tanto de las investigaciones que realizaban ella y Simón, tal vez por curiosidad —en cuyo caso, ¿por qué no preguntarles directamente a ellos?— o por temor de que esas investigaciones condujeran hasta él.
¿Qué clase de hombre era?
No el que parecía. Era la única respuesta. Adelia volvió a prestar atención a los tres hombres sentados en círculo.
Simón todavía no había autorizado a Mansur a servir lo que había en la bandeja. Estaba presionando a los dos judíos para que siguieran contando lo que había ocurrido durante la boda de la hija de Chaim.
—Era casi de noche. Los invitados se habían retirado al interior de la casa para bailar, pero los faroles del jardín permanecían encendidos. Y posiblemente los hombres estuvieran un poco borrachos —añadió Benjamín.
—¿Vais a contarnos lo que ocurrió?
Simón jamás había mostrado tanta ira.
—Eso hago. Entonces, la novia y su madre, dos mujeres tan unidas como uña y carne, salieron a tomar el aire y conversar. —Benjamín hablaba cada vez más lentamente, reticente a decir lo que venía a continuación.
—Había un cuerpo. —Todos miraron a Yehuda. Se habían olvidado de él—. En medio del jardín, como si alguien lo hubiera arrojado desde el río, desde un bote. Las mujeres lo vieron, un farol lo alumbraba.
—¿Un niño?
—Tal vez. —Si Yehuda lo había visto aturdido por el vino, sólo habría vislumbrado una silueta—. Chaim lo vio. Las mujeres gritaron.
—¿Lo visteis, Benjamín? —intervino por primera vez Adelia.
Benjamín la miró, pasó por alto su pregunta y se dirigió a Simón.
—Yo era el casamentero —contestó a modo de respuesta.
El que había arreglado esa gran boda en la que habían abundado los brindis. ¿Era posible que no hubiera visto nada?
—¿Qué hizo Chaim?
—Apagó todos los faroles —repuso Yehuda.
Adelia vio que Simón asentía, como si le pareciera razonable. Si una persona descubría un cadáver en su jardín, en primer lugar apagaría los faroles para que los vecinos o la gente que pasara por allí no lo vieran.
Una reacción sorprendente, se dijo Adelia, pero ella no era judía. A ellos les habían endilgado la calumnia: en Pascua los judíos sacrifican niños cristianos. Era como una sombra adicional, cosida a los talones, que siempre los perseguía.
—La leyenda es una herramienta —le había dicho su padre adoptivo— utilizada en contra de todos los que temieron y odiaron la religión por aquellos que les temen y odian. En el siglo I d.C, en el Imperio Romano, los acusados de usar la sangre y la carne de los niños para sus rituales fueron los primeros cristianos.
Luego, durante muchos siglos, se creyó que los devoradores de niños eran los judíos. La creencia estaba tan profundamente arraigada en la mitología cristiana, y los judíos la habían padecido tan a menudo, que la respuesta automática ante el descubrimiento del cuerpo de un niño cristiano en el jardín de un judío fue el ocultamiento.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —gritó Benjamín—. Decídmelo, ¿qué debíamos haber hecho? Los judíos más poderosos de Inglaterra estaban con nosotros esa noche. El rabino David había venido de París; el rabino Meir de Alemania, ambos son grandes conocedores de la Biblia. Sholem de Chester había traído a su familia. ¿Podíamos permitir que esos señores fueran despedazados? Necesitábamos tiempo hasta que se marcharan.
De modo que mientras esos importantes invitados montaban en sus caballos y se dispersaban en la noche, Chaim envolvió el cuerpo en una sábana y lo llevó al sótano.
Cómo y por qué había aparecido el cuerpo en el jardín y quién lo había atacado eran asuntos que difícilmente consideraron los judíos de Cambridge. Su preocupación era librarse de él.
No era porque carecieran de humanidad —se dijo Adelia—, pero cada uno de ellos sentía tan cercana la posibilidad de ser asesinado, junto a toda su familia, que cualquier otra preocupación estaba más allá de sus posibilidades.
Y se libraron torpemente del problema.
—Estaba amaneciendo —siguió Benjamín— y no habíamos tomado ninguna decisión. El vino y el miedo nos impedían pensar. Chaim fue quien decidió por todos nosotros, por sus vecinos. Dios lo tenga en su gloria. «Vayanse a sus casas y ocúpense de sus cosas como si nada hubiera sucedido. Yo me encargaré de esto; mi yerno y yo», dijo. —Benjamín se quitó la kipá y se pasó los dedos por la calva como si todavía tuviera pelo—. Jehová, perdónanos. Así lo hicimos.
—¿Y qué hicieron Chaim y su yerno?
Simón estaba inclinado hacia Yehuda, que nuevamente ocultaba su rostro entre las manos.
—Ya era de día, no era posible sacarlo a escondidas de la casa sin que alguien lo viera. Hubo un silencio.
—Quizá —interrumpió Simón— Chaim recordó que había un conducto en su sótano. —Yehuda lo miró—. ¿Qué era? —preguntó Simón casi con indiferencia—. ¿Una cloaca? ¿Una vía de escape?
—Un albañal —admitió vacilante Yehuda—. Por el sótano pasa un arroyo.
Simón asintió.
—Ya veo, un albañal en el sótano. ¿Es grande? ¿Llega hasta el río? —preguntó, echando un rápido vistazo a Adelia, que asintió en conformidad—. ¿Acaso da debajo del pilote donde se amarran las barcas de Chaim?
—¿Cómo lo sabéis?
—Por lo tanto —alegó Simón, todavía suavemente—, lanzasteis el cuerpo a través del desagüe.
Yehuda se estremeció y volvió a llorar.
—Rezamos por él. En la oscuridad del sótano pronunciamos nuestras oraciones por el muerto.
—¿Pronunciasteis vuestras oraciones por el muerto? Por Dios, qué bien. Eso habrá complacido al Señor. Pero no comprobasteis si el cuerpo flotaba en el río, ¿o sí?
Yehuda, sorprendido, dejó de llorar.
Simón se puso de pie y alzó los brazos como si suplicara al Dios que dejaba vivir a hombres tan necios como aquéllos.
—Se hizo una batida en el río —intervino Adelia en el dialecto de Salerno, que sólo comprendían Simón y Mansur—, toda la ciudad salió a buscarlo. Aunque el cuerpo hubiera quedado atrapado entre los pilotes, una búsqueda tan exhaustiva lo habría descubierto.
Simón meneó la cabeza.
—Tuvieron tiempo de sobra para meditarlo —dijo, abatido, en la misma lengua—. Somos judíos, doctora. Los judíos cavilamos. Consideramos los posibles resultados, las ramificaciones, nos preguntamos si es aceptable para Dios, y si de todos modos debemos hacerlo, aunque no lo sea. Os aseguro que en el momento en que terminaron de reflexionar y tomaron su decisión los buscadores ya habían pasado por allí. —Simón suspiró—. Son unos asnos, peor que asnos; sin embargo, no asesinaron al niño.
—Lo sé.
Pero no habría tribunal que les creyera. Temiendo, con razón, por sus propias vidas, Yehuda y su suegro habían tomado una decisión desesperada llevándola a cabo con poca destreza. Sólo habían ganado unos días de alivio, durante los cuales el cuerpo, atrapado en el pilote, debajo del agua, se hinchó lo suficiente como para desengancharse por sí mismo y reflotar hacia la superficie.
Adelia, impaciente, se dirigió a Yehuda.
—Antes de lanzarlo por el albañal, ¿observasteis el cuerpo? ¿En qué condiciones estaba? ¿Estaba mutilado? ¿Llevaba ropa?
Yehuda y Benjamín la miraron con terror.
—¿Habéis traído a una mujer morbosa ante nosotros? —preguntó Benjamín a Simón.
—¿Morbosa? —Simón pretendió golpearles de nuevo. Mansur extendió su brazo para impedirlo—. Vosotros, que arrojasteis a un pobre niño por un desagüe, ¿habláis de morbo?
Adelia salió de la sala, dejando a Simón en plena invectiva. Todavía había una persona en el castillo que podía decirle lo que deseaba saber.
Cuando cruzaba el salón camino del patio, el recaudador de impuestos advirtió su partida. Se alejó durante un instante del alguacil para dar instrucciones a su escudero.
—El sarraceno no está con ella, ¿verdad? —preguntó nerviosamente Pipin, que todavía se masajeaba el trasero.
—Sólo quiero que averigüéis con quién habla.
Adelia cruzó el patio soleado en dirección al rincón donde estaban reunidas las mujeres judías. Distinguió a la que buscaba por su juventud y porque, entre todas, ella estaba sentada en una silla que dejaba a la vista su vientre abultado. Al menos de ocho meses, calculó.
La doctora hizo una reverencia a la hija de Chaim.
—¿Señora Dina?
Unos ojos oscuros, enormes y recelosos la miraron.
—¿Sí?
La joven estaba demasiado delgada para su condición. El vientre redondeado parecía una protuberancia invasora adherida a una esbelta planta. Las ojeras y las mejillas hundidas sombreaban una piel como de vitela.
Pensando como médica, Adelia se dijo: «Os hace falta la comida de Gyltha, señora; me ocuparé de eso».
Se presentó como Adelia, hija de Gershom de Salerno. Su padre adoptivo podía ser un judío no practicante, pero no era momento para discutir sobre su apostasía, o la suya propia.
—¿Podríamos hablar? —inquirió mirando a las mujeres que la rodeaban—. ¿A solas?
Por un momento Dina permaneció inmóvil. Llevaba un velo casi transparente para protegerse del sol; su ornamentado tocado no era apropiado para las faenas diarias. La seda del vestido tenía bordados de perlas que asomaban por debajo del viejo mantón que le envolvía los hombros. Adelia intuyó apenada que llevaba la ropa con la que se había casado.
Finalmente, Dina agitó una mano y las mujeres se dispersaron. Fugitiva y huérfana, todavía detentaba autoridad entre las personas de su mismo sexo. Su padre había sido el hombre más rico de Cambridge. Y estaba aburrida. Llevaba un año encerrada junto a ellas y seguramente había oído todo lo que tenían que contar más de una vez.
—¿Sí?
La joven se levantó el velo. No tenía más de dieciséis años y, era encantadora, pero en su rostro se percibía amargura. Al oír el motivo que había llevado a Adelia hasta allí, rezongó.
—No hablaré sobre eso.
—Hay que coger al verdadero asesino.
—Todos ellos son asesinos.
Dina inclinó la cabeza como quien se dispone a escuchar, y apuntó con el dedo para indicar a Adelia que escuchara junto a ella.
Desde el otro lado del muro llegaban débilmente los gritos de Roger de Acton, que aparentemente estaba recibiendo al obispo en la entrada del castillo.
—Debemos matar a los judíos —se desprendía de su monserga.
—¿Sabéis lo que ellos le hicieron a mi padre? ¿Lo que le hicieron a mi madre? —El gesto de aflicción hizo que su joven rostro pareciera aún más joven—. Echo de menos a mi madre; la añoro.
Adelia se arrodilló junto a ella, le cogió una mano y se la llevó a la mejilla.
—Ella desearía que fuerais valiente.
—No puedo.
Dina echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas se derramaran profusamente.
Adelia miró hacia el lugar donde estaban las otras mujeres, que avanzaban ansiosas y vacilantes, y meneó la cabeza para indicarles que no se acercaran.
—Sí, sí podéis —la alentó Adelia, y llevó la mano de Dina y la suya al vientre de la joven—. Vuestra madre desearía que fuerais valiente en nombre de su nieto.
Pero el dolor de Dina se mezclaba con el terror.
—Ellos matarán también al bebé —repuso abriendo mucho los ojos—. ¿No los oís? Van a entrar aquí. Entrarán.
Ciertamente, la situación en la que se hallaban era terrible. Adelia había imaginado el aislamiento, incluso el aburrimiento, pero no lo que significaba esperar, día tras día, como un animal entrampado, que los lobos llegaran. Era imposible olvidar que había una manada de ellos fuera. Los aullidos de Roger de Acton estaban allí para recordarlo.
La doctora trató inútilmente de consolarla.
—El rey no permitirá que entren. Vuestro esposo está aquí para protegeros.
—Él... —espetó Dina. El desprecio secó sus lágrimas. ¿A quién desdeñaba tanto? ¿Al rey o a su esposo? La joven no había conocido a su prometido hasta el día de la boda. Una costumbre que Adelia siempre había considerado desafortunada. La ley judía no permitía que una mujer joven se casara contra su voluntad, pero muy a menudo eso sólo significaba que no podía ser obligada a casarse con un hombre al que odiaba. La misma Adelia había escapado del matrimonio gracias a la liberalidad de su padre adoptivo, que había acatado su decisión de permanecer célibe.
«Ya hay buenas esposas, en cantidad, gracias a Dios —había alegado—, pero pocas buenas médicas. Y una buena doctora vale más que un rubí».
En el caso de Dina, el aciago día de la boda y el posterior encarcelamiento no habían sido un buen augurio para la dicha matrimonial.
—Escuchadme —exigió bruscamente Adelia—, si no queréis que vuestro hijo se pase el resto de su vida encerrado, si no queréis que un asesino quede libre y mate a otro niño, decidme sin más dilación lo que quiero saber. —Y en su desesperación, agregó—: Perdonadme, pero debéis recordar que él mató a vuestros padres.
Los hermosos ojos de Dina, con las pestañas húmedas, la miraron como si fuera una ingenua.
—Lo hicieron por eso mismo. ¿No lo sabíais?
—¿Qué?
—El motivo por el cual asesinaron al niño. Lo mataron sólo para poder culparnos. De otro modo, ¿por qué habrían dejado su cadáver en nuestro terreno?
—No —refutó Adelia—. No.
—Por supuesto que sí. —Dina hablaba con desprecio—. Fue algo premeditado. Luego arengaron a la multitud: «Debemos matar a los judíos», «Debemos matar a Chaim, el usurero». Eso es lo que gritaban y eso es lo que hicieron.
«Debemos matar a los judíos». Desde el portón se oía el eco de esa frase como si la pronunciara un loro.
—Desde entonces han muerto otros niños —informó Adelia, desconcertada por lo que acababa de escuchar.
—Es obra de ellos. Sus asesinatos son la excusa para que la gente, llegado el momento, nos cuelgue a todos nosotros. —Dina era inexorable—. ¿Sabíais que mi madre se puso delante de mí? ¿Sabíais que lo hizo para que la destrozaran a ella y no a su hija?
Súbitamente la joven se cubrió el rostro con las manos y comenzó a balancearse, como lo había hecho su esposo poco antes. Pero Dina estaba rezando por sus muertos.
«Ose shalom bimrovav hu iaase shalom aleinu veal kol Israel; Veimru: Amen».
—Amén. «El que establece la armonía en sus alturas, nos dé con sus piedades paz a nosotros y a todo el pueblo de Israel. Amén». Si estás ahí, Dios —rogó Adelia— que así sea.
Evidentemente, para esas personas su situación era producto de una actitud deliberada, un plan de los cristianos para matar niños y, de esa manera, acabar con los judíos. Dina no se preguntaba por qué. La historia era su respuesta.
Suavemente, aunque con firmeza, Adelia apartó las manos de Dina para poder ver su rostro.
—Escuchadme, señora. Un hombre mató a esos niños. Uno. He visto sus cuerpos. Les ha causado heridas tan terribles que puedo deciros por qué lo hizo. Lo hizo porque su grado de lujuria es inconcebible, porque no es un ser al que podamos reconocer como humano. Simón de Nápoles ha venido a Inglaterra para liberar a los judíos de su culpa, pero os pido vuestra ayuda, no porque seáis judía, sino porque atenta contra toda ley, la de Dios y la de los hombres, que un niño padezca lo que ellos padecieron.
A lo largo del día los ruidos del castillo se habían incrementado y los delirios de Roger de Acton quedaron reducidos a la categoría del piar de un pájaro.
Un toro que esperaba ser alimentado embestía la superficie áspera de la piedra donde los escuderos afilaban las armas de sus amos. Los soldados se entrenaban. Los niños, a quienes recientemente se les había permitido jugar en el jardín del alguacil, reían y gritaban.
Fuera, en el lugar donde se realizaban las justas, el recaudador de impuestos, decidido a adelgazar, se había unido a otros caballeros que se ejercitaban con espadas de madera.
—¿Qué es lo que queréis saber? —preguntó Dina.
Adelia le acarició la mejilla.
—Sois digna de vuestra valiente madre —alabó y respiró hondo—. Dina, visteis el cuerpo tendido en el suelo antes de que se apagaran las luces, antes de que lo cubrieran con una sábana, antes de que se lo llevaran de allí. ¿En qué condiciones estaba?
—Ese pobre niño. —Esta vez Dina no lloraba por su propio dolor, por su bebé, por su madre—. Ese pobre niño. Alguien le había cortado los párpados.
Capítulo 8
—Tenía que asegurarme —explicó Adelia—. El niño podía haber muerto a manos de una persona que no fuera nuestro asesino, o incluso por accidente, y las heridas podían ser posteriores a su muerte.
—Eso sucede —indicó Simón— cuando se trata de muertes por accidente, los arrojan al patio del judío que esté más cerca.
—Necesitaba asegurarme de que había muerto de la misma forma que los otros. Necesitaba una prueba. —Adelia estaba tan cansada como Simón, si bien no tan disgustada como él por el tratamiento que los judíos habían dado al cuerpo que encontraron en su jardín. Sentía pena—. Ahora tenemos la certeza de que los judíos no lo mataron.
—¿Y quién va a creerlo? —se quejó Simón rotundamente desalentado.
Estaban cenando. Los últimos rayos de sol penetraban a través de las ridículas ventanas, templando la sala y dando un matiz dorado a la jarra de peltre de Simón, que, temiendo acabar el vino, había vuelto a beber cerveza inglesa. Mansur tomaba una bebida de agua de cebada que Gyltha le había preparado.
—¿Por qué ese carnicero les corta los párpados? —preguntó Mansur.
—No lo sé. —Adelia prefería no imaginarlo.
—¿Queréis saber lo que pienso? —preguntó Simón.
Ella no quería saberlo. En Salerno le entregaban cuerpos, algunos muertos en circunstancias sospechosas. Ella los examinaba y entregaba los resultados a su padre adoptivo, que a su vez los transmitía a las autoridades; después, los cuerpos eran retirados. Algunas veces había sabido lo que le había sucedido al delincuente, si había sido capturado... pero siempre con posterioridad a su trabajo. Ésta era la primera ocasión en la que estaba involucrada en la cacería del asesino y no estaba disfrutando de la situación.
—Creo que murieron demasiado rápido —anunció Simón—. El asesino quiso atraer su atención incluso después de muertos.
Adelia giró la cabeza y observó los pequeños insectos que bailaban en un rayo de sol.
—Yo sé qué partes le cortaré cuando lo atrapemos, inshalá —exclamó Mansur.
—Y yo seré vuestro ayudante —acordó Simón.
Los dos eran muy diferentes. El árabe estaba erguido en su silla, los contornos de su oscuro rostro se desdibujaban entre los blancos pliegues de la kufiya. El judío permanecía inclinado hacia delante, con el sol alumbrando el perfil de su mejilla, haciendo girar una y otra vez el botellón con sus dedos. Pero ambos pensaban lo mismo.
¿Por qué veían aquello como lo más grave? Tal vez para ellos lo fuera, pero era trivial, como castrar a un animal solitario. El daño causado por esa criatura en particular era demasiado grande para ser castigado por un humano. El dolor provocado había llegado muy lejos. Adelia evocó a Agnes, la madre de Harold, y su vigilia. Pensó en los padres congregados en torno a los pequeños ataúdes en la iglesia de San Agustín; en los dos hombres en el sótano de Chaim, rezando mientras violentaban su naturaleza librándose de una temible carga. Pensó en Dina, que nunca podría librarse de la sombra que la cubría.
Tanto daño merecía maldición eterna. No había reparación posible para los que seguían vivos. No en esta vida.
—¿Estáis de acuerdo conmigo, doctora?
—¿Qué?
—Mi teoría sobre las mutilaciones.
—No es de mi incumbencia. No estoy aquí para comprender los motivos que pueda tener un asesino para cometer sus crímenes. Tan sólo para probar que los cometió. —Los hombres la observaron—. Os pido disculpas —repuso más serena—. Pero no quiero saber qué hay en su mente.
—Probablemente haya que hacerlo antes de que este asunto concluya, doctora. Pensar como él piensa —indicó Simón.
—Vos lo haréis, sois el clarividente.
Simón suspiró con tristeza. Todos estaban melancólicos esa noche.
—Consideremos lo que ya sabemos sobre él. ¿Mansur? —Ningún asesinato con anterioridad al del niño santo. Tal vez sea nuevo en este lugar, podría haber llegado hace un año.
—Ah, ¿entonces creéis que ya ha hecho esto antes en algún otro lugar?
—Un chacal es siempre un chacal.
—Es verdad —concedió Simón—. O quizá sea un nuevo soldado del ejército de Belcebú, que comienza a satisfacer sus deseos.
Adelia frunció el ceño. Según su intuición, el asesino no era un hombre muy joven.
Simón levantó la cabeza.
—¿Qué os parece, doctora?
La doctora suspiró, la arrastrarían hacia ese asunto a su pesar.
—¿Estamos haciendo suposiciones?
—Poco más podemos hacer.
Reticente, porque su percepción era apenas una silueta vislumbrada en la niebla, Adelia comenzó.
—Los ataques son frenéticos, lo que sugiere juventud, pero a la vez planificados, lo que sugiere madurez. Atrae a sus víctimas hacia un lugar concreto y solitario, como la colina. Creo que esto es así para que nadie oiga a sus torturados. Posiblemente se tome su tiempo. No en el caso del pequeño Peter, claramente más apresurado, sino con los otros niños. —Hizo una pausa porque su teoría era horrorosa y estaba fundada en escasas pruebas—. Es posible que los mantenga con vida durante algún tiempo después del secuestro. Eso sugeriría una paciencia perversa y un gusto por las agonías prolongadas. Esperaba que el cadáver de la víctima más reciente, teniendo en cuenta la fecha en que fue secuestrada, mostrara un estado de descomposición más avanzado. —Adelia los miró—. Pero eso puede deberse a tantos motivos que, como hipótesis, no tiene peso alguno.
—Ajá. —Simón apartó su copa como si la bebida le ofendiera—. No seguiremos especulando. De todos modos, tenemos que investigar los movimientos de cuarenta y siete personas, no sólo de los que vestían hábitos de lana negra. Le escribiré a mi esposa para decirle que no regresaré a casa por ahora.
—Otra cosa —intervino Adelia—. Hoy cuando hablé con la señora Dina, me comentó que los asesinatos son el resultado de una conspiración para culpar a su pueblo...
—No lo son —opinó Simón—. Quizás trata de implicar a los judíos con sus Estrellas de David, pero no mata por ese motivo.
—Estoy de acuerdo. Cualquiera que sea la primera motivación de estos asesinatos, no es racial. Hay demasiada ferocidad sexual en ellos. —La doctora hizo una pausa. Se había jurado no adentrarse en la mente del asesino, pero sentía que de sí misma surgía un apéndice que lograba alcanzarla y atraparla—. No obstante, no existe razón alguna para que no se beneficiara con esa suposición. ¿Por qué arrojó el cuerpo del pequeño Peter en el jardín de Chaim?
Simón levantó las cejas. La pregunta no necesitaba respuesta: Chaim era judío, el eterno chivo expiatorio.
—Eso funcionaría muy bien —contestó Mansur—. Ninguna sospecha sobre el asesino. Y... —el moro cruzó su garganta con el dedo—, adiós, judíos.
—Exactamente —afirmó Adelia—. Adiós, judíos. Una vez más, convengo en que es probable que el hombre quisiera implicar a los judíos cuando cometía sus crímenes. Pero ¿por qué eligió a ese judío en particular? ¿Por qué no dejó el cuerpo en alguna de las otras casas? Estaban vacías y oscuras porque todos los habitantes de la judería se hallaban en la boda de Dina. Si cogió un bote, y seguramente así fue, esta casa, la del viejo Benjamín, es la más cercana al río. El asesino podía haber depositado el cuerpo aquí. En cambio, asumió un riesgo innecesario y eligió el jardín de Chaim, que estaba bien iluminado, para arrojarlo.
Simón se inclinó un poco más hacia delante. Su nariz casi tocaba uno de los candelabros de la mesa.
—Continuad.
Adelia se encogió de hombros.
—Basta observar el resultado final. Los judíos inculpados; la multitud enloquecida; Chaim, el prestamista más importante de Cambridge, ahorcado. La torre que contenía los registros de todos aquellos que debían dinero a los usureros, por ejemplo, a Chaim, incendiada.
—¿Le debería el asesino dinero a Chaim? ¿Nuestro asesino, una vez satisfecha su perversidad, también quería cancelar su deuda —Simón consideraba la posibilidad—. Pero ¿pudo haber calculado que la multitud incendiaría la torre? ¿O que ésta iría a buscar a Chaim y lo ahorcarían?
—Él es parte de la multitud —alegó Mansur. Su voz infantil se transformó en un chillido—: «Debemos matar a los judíos, debernos matar a Chaim, terminar con la roñosa usura. Al castillo, llevemos antorchas».
Sorprendido por el sonido, Ulf asomó la cabeza por la balaustrada de la galería, como un pompón de diente de león blanco, y despeinado en la creciente oscuridad.
Adelia le hizo un gesto admonitorio.
—Es hora de dormir.
—¿Por qué hablan en esa jerigonza extranjera?
—Para que no escuchéis las conversaciones de los demás. A la cama.
Ulf asomó medio cuerpo.
—¿Entonces creen que los judíos no mataron a Peter y a los otros?
—No —contestó Adelia. Y agregó, dado que Ulf había sido quien había descubierto el desagüe y se lo había mostrado—: Peter estaba muerto cuando lo encontraron en el jardín. Estaban asustados y lo pusieron en el albañal para que no sospecharan de ellos.
—Muy listos, ¿verdad? —gruñó disgustado el chico—. Entonces, ¿quién lo mató?
—No lo sabemos. Alguien que quería culpar a Chaim, tal vez una persona que le debía dinero. Ya es hora de que os vayáis a la cama.
Simón levantó una mano para detenerlo.
—No sabemos quién fue, hijo, tratamos de descubrirlo. —Luego se dirigió a Adelia en salernitano—: El chico es inteligente y nos ha sido de utilidad. Tal vez pueda investigar para nosotros.
—No. —Adelia se sorprendió de su propia vehemencia.
—Puedo ayudar. —Ulf abandonó la balaustrada y bajó corriendo las escaleras—. Soy un buen rastreador. Puedo seguir una huella por toda la ciudad.
Gyltha llegó para encender las velas.
—Ulf, vete a dormir antes de que alimente contigo a los gatos.
—Cuéntales, abuela —pidió Ulf con desesperación—. Diles que soy un rastreador hábil. Y oigo cosas, ¿verdad, abuela? Puedo oír cosas que nadie oye porque nadie me presta atención. Puedo ir a muchos lugares... Es mi deber hacerlo, abuela. Harold y Peter eran mis amigos.
Los ojos de Gyltha se encontraron con los de Adelia. El instantáneo terror que reflejaron advirtió a Adelia que Gyltha pensaba igual que ella: el asesino volvería a matar.
Un chacal es siempre un chacal.
—Ulf puede venir con nosotros mañana y mostrarnos dónde fueron hallados los tres niños —dijo Simón.
—Eso es al pie de Wandlebury Ring —objetó Gyltha—. No quiero que el chico esté por allí.
—Llevaremos a Mansur con nosotros. El asesino no está en la colina, Gyltha. Está en la ciudad. Allí secuestró a los niños —explicó Simón.
Gyltha miró a Adelia. Ésta asintió. El chico estaría más seguro en su compañía que rondando por Cambridge rastreando sus propias pistas.
—¿Qué haremos con los enfermos?
—El doctor no atenderá ese día —declaró Simón con firmeza.
—De camino a la colina visitaremos a los casos más graves de ayer. Quiero asegurarme del diagnóstico del niño con tos. Y la amputación necesita un cambio de vendajes —dijo Adelia igualmente firme.
—Deberíamos habernos presentado como astrólogos, o abogados. Algo inútil. Me temo que el espíritu de Hipócrates nos ha ungido con el yugo del deber —apuntó Simón.
—Así es. —En el restringido panteón de Adelia, Hipócrates era el dios supremo.
Lograron que Ulf desapareciera hacia el sótano donde dormían él y las criadas. Gyltha se retiró a la cocina y los tres extranjeros reanudaron su conversación.
Simón golpeteaba la mesa con los dedos, pensativo. De pronto se detuvo.
—Mansur, mi buen y sabio amigo, creo que tenéis razón. Nuestro asesino formaba parte de la multitud congregada hace un año que clamaba por la muerte de Chaim. Doctora, ¿estáis de acuerdo?
—Podría ser —admitió cautelosa Adelia—. Ciertamente, la señora Dina cree que la multitud fue congregada deliberadamente.
«Debemos matar a los judíos», pensó. La exigencia preferida de Roger de Acton.
—Tal vez los actos de esa criatura sean tan horribles como su persona.
Lo dijo en voz alta, aunque tenía sus dudas: el asesino de niños sería una persona persuasiva. No podía imaginar a la tímida Mary tentada por Acton, sin importar cuántos dulces le ofreciera. Ese hombre carecía de astucia, era un bufón horrible que no hacía más que perorar. Sin embargo, aun cuando despreciaba profundamente a esa raza, probablemente hubiera pedido dinero prestado a un judío.
—No necesariamente —objetó Simón—. He visto a hombres que al salir de la contaduría de mi padre con los monederos repletos de su oro condenaban la usura. No obstante, el hombre viste esa tela de lana y debemos averiguar si estuvo en Cambridge en las fechas indicadas.
Simón estaba más animado. Quizás pudiera adelantar su regreso a casa.
—Au loup! —Ante el desconcierto de sus compañeros, sonrió y aclaró—: Estamos sobre la pista, amigos míos. Somos como Nimrod. Señor, si hubiera sabido las emociones que depara la caza, habría abandonado mis estudios para convertirme en cazador. Tyer-hillaut. ¿Es así el reclamo?
—Creo que los ingleses gritan halloo y tally ho —sugirió amablemente Adelia.
—¿Sí? Con qué rapidez se corrompe la lengua... Bien, lo que importa es que nuestro objetivo está en el punto de mira. Mañana regresaré al castillo y usaré este excelente órgano —Simón se dio un golpecito en la nariz, que se movía como la de un animal en busca de su presa— para husmear quién es el hombre de Cambridge reticente a saldar su deuda con Chaim.
—Mañana no —adujo Adelia—. Mañana iremos a Wandlebury Ring a indagar, y debemos ir los tres. Y Ulf.
—Pasado mañana, pues. —Simón no se daría por vencido. Alzó su jarra, primero hacia Adelia y luego hacia Mansur—. Estamos en la pista, señores. Un hombre de edad madura, que estuvo en Wandlebury Ring hace tres noches, en Cambridge tales y cuales días. Un hombre que debía mucho dinero a Chaim y dirigió a la multitud que clamó por la sangre del prestamista. Que tiene relación con las prendas de lana negra que usan los religiosos. —Simón bebió un gran trago de cerveza y se limpió la boca—. Prácticamente sabemos de qué medida son sus botas.
—Que podrían ser de cualquier otra persona —concluyó Adelia.
A esa enumeración, ella habría agregado un toque de genialidad, porque, seguramente, si al igual que Peter los otros niños habían ido voluntariamente al encuentro de su asesino, éste tuvo que persuadirlos con encanto, incluso con humor. Pensó en el obeso recaudador de impuestos.
Gyltha no se avenía bien con la costumbre de trasnochar y llegó dispuesta a limpiar la mesa mientras los extranjeros todavía estaban sentados a su alrededor.
—Echemos un vistazo a ese dulce. Tengo al tío de Matilda B. en la cocina. Fabrica confituras. Tal vez haya visto algo parecido —comentó Gyltha.
Un comportamiento así habría sido impensable en Salerno, pensó Adelia mientras subía las escaleras. En la villa de sus padres, su tía se aseguraba de que los sirvientes no sólo supieran cuál era su lugar, sino de que lo demostraran con su actitud, y hablaran, respetuosamente, sólo cuando se dirigían a ellos. Pero ¿qué era preferible?, ¿deferencia o colaboración?
Volvió con el dulce que había encontrado enredado en el cabello de Mary y desplegó el lienzo en la mesa. Simón retrocedió. El tío de Matilda B. lo tocó con un dedo pálido y meneó la cabeza.
—¿Estáis seguro? —preguntó Adelia y apuntó una vela hacia el confite para iluminarlo mejor.
—Es un jujube —reconoció Mansur.
—Hecho con azúcar, según creo —apostilló el tío—. Muy caro para mi tienda, nosotros hacemos los dulces con miel.
—¿Cómo lo habéis llamado? —preguntó Adelia a Mansur.
—Un jujube. Mi madre los hacía. Que Alá la proteja.
—¡Un jujube! —exclamó Adelia—. Por supuesto, los hacen en el barrio árabe de Salerno. Oh, Dios... —La doctora se desplomó en una silla.
—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? —Simón estaba de pie junto a ella.
—No eran ju-judíos, eran jujubes.
Adelia cerró los ojos y los mantuvo apretados, esforzándose en representar mentalmente la escena en la que un niño miraba hacia atrás antes de desaparecer entre las sombras de los árboles.
Cuando los abrió, Gyltha había acompañado a Matilda B. y a su tío hasta la puerta y ya estaba de regreso. Unos rostros perplejos la observaban.
—Eso fue lo que dijo el pequeño Peter. Ulf me explicó que Peter le gritó a su amigo Will, desde el otro lado del río, que iba a buscar ju-judíos. Pero no fue eso lo que dijo. En realidad, fue a buscar jujubes. Una palabra que Will jamás había oído y la tradujo como ju-judíos.
Todos enmudecieron. Gyltha había acercado una silla y se había sentado junto a ellos, con los codos en la mesa y las manos en la frente.
Simón rompió el silencio.
—Tienes razón.
Gyltha les miró.
—Le tentaron con eso, seguro. Pero nunca había oído esa palabra.
—Posiblemente los traiga un comerciante árabe —señaló Simón—. Son dulces de Oriente. Buscaremos a alguien que tenga relación con árabes.
—Cruzados a quienes les gusten los dulces, posiblemente —opinó Mansur—. Los cruzados solían traerlos consigo de regreso a Salerno. Tal vez alguno de ellos los haya traído hasta aquí.
—Cierto —indicó Simón nuevamente exaltado—. Es cierto. Nuestro asesino ha estado en Tierra Santa.
A la mente de Adelia no acudieron sir Gervase o sir Joscelin, sino, una vez más, el recaudador de impuestos, otro cruzado.
Las ovejas, como los caballos, no pisan por propia voluntad a los caídos. El pastor a quien llamaban el viejo Walt seguía a su rebaño —que, como todos los días, iba a pastar a Wandlebury Ring— cuando observó que en esa marea lanuda se abría una brecha, como si un profeta invisible la hubiera instado a dividirse. Al llegar al obstáculo que los animales debían sortear, la marea ya había vuelto a unirse. Pero su perro estaba aullando.
Entonces vio los cuerpos de los niños —cada uno con un extraño símbolo en el pecho— y sintió que el curso de su vida, en la que su único enemigo eran el mal tiempo o criaturas de cuatro patas, se rompía.
Ahora el viejo Walt trataba de cambiarlo. Murmuraba a solas, con las manos resecas y arrugadas sobre el cayado. Una especie de saco le cubría los hombros y la cabeza. Los ojos, como dos abalorios, miraban fijamente el lugar donde había visto los cadáveres. Ulf, sentado junto a él, dijo que estaba rezando a la Virgen.
—Seguramente para que purifique el lugar.
Adelia se había sentado en un tronco un poco más atrás. Salvaguarda estaba a su lado. Intentaba sonsacar al pastor, aunque los ojos del hombre recorrieron su silueta sin verla. Pudo comprobar que una mujer extranjera era para el pastor algo tan desconocido que se transformaba en invisible.
Sería Ulf quien hiciera las preguntas, ya que, al igual que el pastor, era un habitante de los pantanos y, en consecuencia, conocía perfectamente el paisaje.
El paisaje era ciertamente misterioso. A la izquierda de Adelia, la pendiente del terreno bajaba hasta la llanura del pantano y el océano de alisos y sauces que guardaba tantos secretos. Hacia la derecha se veía la cima lejana y desnuda de la colina con las laderas boscosas donde ella, Simón, Mansur y Ulf habían pasado las tres últimas horas examinando las extrañas depresiones del terreno; se habían agachado para mirar debajo de los arbustos y habían buscado una guarida donde hubiera podido cometerse el asesinato, sin resultados.
Una y otra vez las nubes oscurecían el cielo, llovía levemente y relucía de nuevo el sol. Aquello parecía afectar a los sonidos de la naturaleza: el canto de las currucas; las hojas que se estremecían bajo la lluvia; la brisa que hacía crujir un viejo manzano; los resuellos de Simón, hombre de ciudad, mientras avanzaba a trompicones; el ruido seco con que las ovejas engullían bocados de hierba, todo estaba, a juicio de Adelia, recubierto de un denso silencio en el que aún resonaban gritos insólitos.
Al divisar a lo lejos al pastor —el pastor del priorato, porque aquéllas eran las ovejas de San Agustín—, encontró la excusa para dejar a los dos hombres husmear y, contenta, se fue con Ulf para hacerle algunas preguntas.
Repasaba por enésima vez el motivo que los había llevado hasta aquel lugar: los niños habían muerto en un terreno de cal. No había duda de ello.
Pero habían sido encontrados en el lodo, allí abajo, en el sendero fangoso por el que transitaban las ovejas de camino a la colina. Y más: habían sido hallados la mañana posterior al alboroto que había provocado la presencia de extraños.
Ergo, los cadáveres habían sido trasladados durante la noche. Desde sus tumbas de cal. Y la cantera más cercana, la única desde donde era posible hacer ese traslado en tan pocas horas era Wandlebury Ring.
Miró hacia allí, pestañeando para apartarse las gotas de lluvia, y vio que Simón y Mansur habían desaparecido.
Estarían abriéndose paso entre los profundos y oscuros senderos —alguna vez habían sido zanjas que rodeaban la colina— que las copas de los árboles oscurecían aún más.
¿Qué antiguos pobladores habían cavado esas zanjas y con qué propósito?
Adelia se preguntó si la sangre de los niños habría sido la única derramada en aquel terreno. ¿Era posible que un lugar fuera intrínsecamente malvado, que atrajera lo más oscuro del alma humana y, por eso mismo, al asesino?
¿O tal vez Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar era presa de las supersticiones como el anciano que murmuraba conjuros de pie en la hierba?
—¿Hablará con nosotros? —musitó la doctora—. Debe saber si hay una cueva o algo semejante allí arriba.
—Se niega a subir por la colina —farfulló Ulf, en respuesta—. Dice que el viejo Nick baila allí por las noches. Los hoyos del suelo son sus huellas.
—Pero permite que sus ovejas suban.
—En esta época del año tendría que recorrer muchas millas para encontrar pastos como éstos. El perro las acompaña y le avisa si algo anda mal.
Un perro inteligente. Sería suficiente que Adelia abriera la boca para que Salvaguarda se escondiera hasta que ella decidiera bajar de la colina.
La doctora se preguntaba a qué Virgen invocaba el pastor. ¿A María, madre de Jesús? ¿A alguna divinidad primitiva?
La Iglesia no había logrado prohibir todos los dioses paganos. Para este anciano las depresiones que se veían en la cima de la colina eran las huellas de un horror que había precedido al Satán de la cristiandad durante miles de años.
En la mente de Adelia surgió la imagen de una bestia gigante, con cuernos, que a su paso pisoteaba a los niños. Se santiguó. ¿Qué le estaba sucediendo? El frío y la humedad comenzaron a provocarle malestar.
—Maldita sea, preguntadle si verdaderamente ha visto al viejo Nick en la cima.
Ulf formuló la pregunta con una voz alta y cantarina que ella no podía comprender. El anciano respondió en el mismo tono.
—Dice que no se acerca a ese lugar. No le culpo. Ha visto los fuegos durante la noche...
—¿Qué fuegos?
—Luces. Walt supone que es el fuego del viejo Nick, que danza alrededor de él.
—¿Qué clase de fuego? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Pero el staccato de preguntas había perturbado la comunión que el pastor había establecido con el espíritu del lugar. Ulf hizo un gesto a Adelia para que cerrara la boca y ésta volvió a meditar sobre los espíritus del bien y del mal.
Ese día, en la colina, Adelia se había alegrado de llevar bajo la túnica el pequeño crucifijo de madera que Margaret le había regalado, y que usaba por amor a su niñera. No tenía nada en contra de la fe que predicaba el Nuevo Testamento, que era una religión piadosa y sensible. De hecho, de rodillas junto a su niñera agonizante, había sido al Jesús de Margaret a quien había suplicado que la salvara. Él no lo había hecho, pero Adelia lo perdonaba. El amoroso y viejo corazón de Margaret ya estaba muy cansado para seguir funcionando y al menos su muerte había sido serena.
Lo que Adelia le reprochaba a la Iglesia era que representara a Dios como un ser trivial, estúpido, avaro, retrógrado, un tirano antediluviano que, habiendo creado un mundo tan magníficamente variado, prohibía hacer preguntas sobre su complejidad, dejando que su pueblo se debatiera en la ignorancia.
Por no mencionar las mentiras. A los siete años, cuando era alumna del convento de San Jorge, Adelia estaba dispuesta a creer lo que las monjas y la Biblia dijeran. Hasta que la madre Ambrosia mencionó la costilla...
El pastor había terminado sus oraciones y le estaba diciendo algo a Ulf.
—¿Qué dice?
—Habla de los cuerpos, de lo que el demonio les hizo.
Era evidente que el viejo Walt se dirigía a Ulf como a un igual. Tal vez el hecho de que el chico supiera leer lo elevaba a un nivel superior al del pastor, y eso obviaba la diferencia de edades.
—¿Y ahora?
—Dice que jamás había visto algo así desde la última vez que el viejo Nick estuvo aquí y le hizo algo parecido a unas ovejas.
—Oh. —Un lobo u otro animal, pensó Adelia.
—Lamenta no ver muerto a ese hijo de perra, pero sabe que volverá.
«¿Qué le hizo el viejo Nick a las ovejas?».
—¿Qué hizo? —preguntó de pronto Adelia—. ¿Qué ovejas? ¿Cuándo?
Ulf hizo la pregunta y recibió la respuesta.
—Fue durante un año de grandes tormentas.
—Por Dios, cómo no lo he pensado. ¿Dónde enterró a los animales?
Al principio Adelia y Ulf usaron ramas de árboles como si fueran picas, pero la cal se desmenuzaba con demasiada facilidad y no sacaban una cantidad considerable, de modo que se vieron obligados a cavar con las manos.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Ulf, no sin motivo.
—Huesos, niño, huesos. Alguien que no era un zorro, ni un lobo ni un perro, alguien, atacó a esas ovejas. Eso dijo el pastor.
—El dijo que fue el viejo Nick.
—No existe ningún viejo Nick. Las heridas eran similares, ¿no fue eso lo que dijo?
El rostro de Ulf perdió el brillo, un signo —Adelia estaba empezando a conocerlo— de que no le había gustado oír la descripción de las heridas. Tal vez no tenía que haberlo escuchado. Pero era demasiado tarde.
—Debemos seguir cavando. ¿En qué año fueron las grandes tormentas?
—El año que se derrumbó el campanario de Santa Etel.
Adelia suspiró. En el mundo de Ulf las estaciones se sucedían sin que nadie reparara en ello, los cumpleaños pasaban desapercibidos, sólo los hechos inusuales registraban el paso del tiempo.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó la doctora, y agregó, con sentido práctico—: ¿En Navidad?
—No era Navidad, era la época de las prímulas. —La expresión del rostro de Adelia, veteado de cal, instó a Ulf a concentrarse en la pregunta—. Hace seis o siete Navidades.
—Seguid cavando. Seis o siete años antes.
Por aquel entonces había en Wandlebury Ring un corral para las ovejas. El viejo Walt había dicho que allí encerraba al rebaño durante la noche. Había dejado de hacerlo desde la mañana en que encontró la puerta rota y abierta y los animales muertos en la hierba alrededor del corral.
Cuando el prior Geoffrey supo lo ocurrido, no hizo caso a la endemoniada historia del pastor. Un lobo, aseguró, y dispuso una cacería para encontrarlo.
Pero Walt sabía que no se trataba de un lobo. Los lobos no hacían eso. El pastor había cavado un pozo al pie de la colina, lejos de las pasturas, y había trasladado los cuerpos, uno por uno, para enterrarlos «de manera reverente», según le contó a Ulf.
¿Hay almas humanas tan atormentadas como para clavar una y otra vez su cuchillo en el cuerpo de una oveja? Dios quiera que sólo exista una.
—Aquí hay algo. —Ulf había descubierto un cráneo alargado.
—Bien hecho. —Los dedos de Adelia también tropezaron con unos huesos—. Debemos encontrar los cuartos traseros.
El viejo Walt les había simplificado las cosas. Con la intención de que los espíritus de sus ovejas descansaran en paz había dispuesto los cadáveres en prolijas hileras, como soldados muertos en el campo de batalla.
Adelia tiró de uno de los esqueletos, se acuclilló en el suelo y le sacudió la cal. No había luz suficiente para examinarlos. Tendría que esperar a que la lluvia cesara. Al cabo de un rato dejó de llover.
—Ulf, buscad a maese Simón y a Mansur —pidió serenamente la doctora.
Los huesos estaban limpios, no tenían nada de piel ni lana, lo que concordaba con el largo tiempo que habían estado sepultados. La parte que en un cerdo —el único esqueleto animal que Adelia conocía— correspondía a la pelvis y al pubis estaba terriblemente dañada. El viejo Walt tenía razón: no había marcas de dientes, eran heridas de puñal.
Cuando el chico partió, Adelia buscó su morral, aflojó el cordón, sacó la pequeña pizarra que llevaba a todas partes y comenzó a dibujar. Las roturas de los huesos coincidían con las que había visto en los cuerpos infantiles. Si no eran obra del mismo cuchillo, se trataba de uno muy similar, toscamente afilado, como el borde de una madera plana a la que le hubieran sacado punta.
¿Qué clase de arma era ésa? Ciertamente no podía ser de madera. Ni tampoco de acero, y dudaba que fuera de hierro con esa forma indefinida. Y sin embargo era terriblemente incisiva: la espina dorsal del animal estaba seccionada.
¿Acaso había sido ésa la primera vez que el asesino había puesto de manifiesto su furia descontrolada? ¿Con animales indefensos? Siempre con los indefensos.
Pero ¿por qué ese intervalo de seis o siete años hasta que había vuelto a matar? Ese tipo de conductas no se podían controlar durante tanto tiempo. Posiblemente no existiera tal intervalo. Habría seguido matando animales en algún otro lugar y sus muertes se habrían atribuido a un lobo. ¿En qué momento los animales habían dejado de satisfacerlo? ¿Cuándo había pasado a los niños? ¿Había sido el pequeño Peter el primero?
Quizá se había ido a otra ciudad —un chacal es siempre un chacal—, sembrando la muerte a su paso, y al final había regresado a esa colina, su lugar favorito. El lugar de su danza ritual.
Adelia cerró la pizarra para protegerla de la lluvia, apartó el esqueleto y se recostó en el suelo boca abajo tratando de llegar hasta la profundidad del pozo, donde había más huesos. Alguien le dio los buenos días.
«Ha vuelto».
Durante un instante permaneció inmóvil; luego giró torpemente, con las manos en los esqueletos que tenía detrás para evitar que su torso cayera encima de ellos.
—¿Hablando con huesos otra vez? —preguntó con interés el recaudador de impuestos—. ¿Qué le dicen éstos? ¿Beeeee?
Adelia advirtió que la falda se le había levantado dejando a la vista buena parte de su pierna desnuda, pero no estaba en posición de taparse.
Sir Rowley se inclinó, puso sus manos bajo las axilas de Adelia y la levantó como si fuera una muñeca.
—Lázaro levantándose de la tumba. Totalmente cubierta de polvo. —El recaudador comenzó a sacudir su ropa, levantando nubes de cal de olor ácido.
Adelia apartó la mano, ya no asustada, sino disgustada, muy disgustada.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—Paseando. Es saludable, doctora, seguramente estaréis de acuerdo.
Sir Rowley estaba radiante y de buen humor; su nítida figura destacaba en el brumoso paisaje gris. Con las mejillas rubicundas y la capa parecía un descomunal petirrojo. Se quitó el sombrero para hacerle una reverencia y con el mismo movimiento recogió su pizarra. Con aparente torpeza, la abrió y se dispuso a mirar los dibujos.
La cordialidad desapareció. El recaudador se inclinó para observar el esqueleto. Lentamente se irguió.
—¿Cuándo ocurrió esto?
—Hace seis o siete años —respondió Adelia.
«¿Habrá sido él? ¿Se esconderá la locura detrás de esos desenfadados ojos azules?», se preguntó la doctora.
—Entonces, comenzó con ovejas.
—Sí.
«¿Una inteligencia veloz? ¿O astucia para fingir, sabiendo que ella ya lo habría deducido?».
La mandíbula de sir Rowley estaba tensa. El hombre que ahora tenía delante era diferente, mucho menos benévolo. Parecía haber adelgazado.
La lluvia era más intensa. No había señales de Simón ni de Mansur.
De repente la cogió del brazo y la arrastró. Salvaguarda, que no había alertado a la doctora de que alguien se acercaba, correteaba alegremente detrás de ellos. Adelia sabía que tenía que sentir miedo, pero todo lo que sentía era furia.
Se detuvieron al abrigo de una haya.
—¿Por qué siempre me lleváis ventaja? —Picot la zarandeó—. ¿Quién sois, mujer?
Ella era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar y estaba siendo maltratada por un hombre.
—Soy una doctora de Salerno. Me debéis respeto.
Sir Rowley se miró sus enormes manos, aferradas a los brazos de Adelia, y la soltó.
—Os ruego vuestro perdón, doctora. ¿Estáis bien? —repuso con tímida sonrisa.
El recaudador se quitó la capa, la extendió cuidadosamente al pie del árbol y la invitó a sentarse sobre ella. Adelia se alegró de hacerlo; todavía le temblaban las piernas. El hombre se sentó a su lado.
—Veréis, tengo particular interés en descubrir a este asesino, pero cada vez que sigo un hilo que puede llevarme a las profundidades de su laberinto, no encuentro al Minotauro, sino a Ariadna —explicó juiciosamente.
—Y Ariadna os encuentra a vos. ¿Puedo preguntaros qué hilo os ha conducido hoy hasta aquí?
Salvaguarda levantó la pata en el árbol y luego se instaló en una de las esquinas libres de la capa.
—¡Oh, eso! —exclamó sir Rowley—. Es fácil de explicar. Cuando me solicitasteis que anotara la historia que esos pobres huesos os contaron, indicasteis que habían sido trasladados desde cal a lodo. Una reflexión instantánea sugería incluso en qué momento se había realizado el traslado. —El recaudador la miró—. Supongo que vuestros compañeros están buscando en la colina. —Adelia asintió—. No encontrarán nada. Lo sé bien porque he estado rondando por la colina las dos últimas noches y creedme, señora, no hay lugar donde guarecerse cuando llega la oscuridad. —Sir Rowley golpeó con el puño el trozo de capa que había entre los dos. Adelia se sobresaltó y Salvaguarda la miró—. Pero está allí. Maldita sea. La clave hacia el Minotauro conduce a ese lugar. Esos pobres chicos así lo indican. —El recaudador se miró la mano como si jamás se la hubiera visto antes y la abrió—. De modo que me excusé con el señor alguacil y monté mi caballo para volver a mirar. ¿Y qué descubrí? A la señora doctora escuchando lo que dicen otros huesos. Ya lo sabéis todo.
Sir Rowley había recuperado su alegría. La lluvia había caído suavemente mientras él hablaba. En ese momento reapareció el sol.
Adelia lo creyó tan variable como el clima y pensó que ocultaba algo.
—¿Os gustan los jujubes?
—Los adoro, señora. ¿Por qué? ¿Me ofreceréis uno?
—No.
—Ah. —La miró con los ojos entornados, como si se tratara de alguien cuya mente no debía perturbar. Luego habló lenta y amablemente—. Tal vez podáis decirme quién os ha enviado, a vos y a vuestros compañeros, a realizar esta investigación.
—El rey de Sicilia.
—El rey de Sicilia —asintió cautelosamente sir Rowley.
Adelia comenzó a reírse. Podría haber dicho la reina de Saba o el Gran Panjandrum. El recaudador no reconocería que decía la verdad, dado que no estaba acostumbrado a ello. La tomaría por loca.
La luz del sol se filtraba entre las ramas de haya arrojando sobre ella una lluvia de cobrizos peniques recién acuñados.
Su penetrante mirada ensombreció a Adelia, que miró hacia otro lado.
—Volved a casa —aconsejó sir Rowley—. Regresad a Salerno.
La figura de Ulf apareció junto al pozo de las ovejas guiando a Simón y a Mansur hacia ellos.
El recaudador se irguió muy serio.
—Buenos días, señores —saludó y a continuación explicó el motivo de su presencia.
Debido a su colaboración con la doctora cuando ésta había realizado el examen post mórtem de los pobres niños... dedujo, al igual que ellos, que la colina era el lugar de... Había sondeado el terreno sin hallazgo alguno... Sería conveniente que los cuatro intercambiaran sus averiguaciones para llevar a ese demonio ante la justicia...
Adelia se alejó en dirección a Ulf, que estaba sacudiendo su gorra en la pierna para quitarle las gotas de lluvia. El chico señaló al recaudador de impuestos.
—No me gusta.
—A mí tampoco —admitió Adelia—. Pero a Salvaguarda parece agradarle.
Estaba contemplando cómo sir Rowley acariciaba la cabeza del perro. «Más tarde lo lamentará», pensó distraída la doctora.
Ulf gruñó, disgustado.
—¿Creéis que el que hizo eso a las ovejas fue el mismo que mató a Harold y a los otros?
—Sí. El arma era similar.
—Me pregunto dónde ha estado asesinando todos estos años —repuso Ulf.
Era una pregunta inteligente. Hasta Adelia se la había formulado a sí misma. El recaudador de impuestos también debería habérselo preguntado. Y no lo había hecho.
«Porque lo sabe», pensó la doctora.
Mientras conducía el carro camino a la ciudad —se diría que eran buenos vendedores de medicinas después de un día dedicado a recolectar hierbas—, Simón de Nápoles expresó su satisfacción por haber unido fuerzas con sir Rowley Picot.
—Pese a su tamaño, posee una mente ágil como pocas. Está sumamente interesado en el significado que otorgamos a la aparición del cuerpo del pequeño Peter en el jardín de Chaim y, considerando que él tiene acceso a las cuentas del condado, ha prometido ayudarme a descubrir quién es el hombre que le debía dinero. Asimismo, investigará con Mansur los barcos de mercancías de Arabia para saber cuál de ellos trae jujubes.
—Por Dios —protestó Adelia—. ¿Le habéis contado todo?
—Casi todo. —Simón sonrió ante su exasperación—. Mi querida doctora, si es el asesino, ya lo sabe.
—Si es el asesino, sabe que lo estamos acorralando. Sabe lo suficiente como para querer que estemos lejos. Me aconsejó que regresara a Salerno.
—Sí, en efecto, está preocupado por vos. «No tiene sentido involucrar a una mujer. ¿Queréis que la asesinen en su cama?», me dijo. —Simón le guiñó un ojo; estaba de buen humor—. Me pregunto por qué a las personas siempre las asesinan en el lecho. Nunca a la hora del desayuno. O en el baño.
—Oh, basta. Yo no confío en ese hombre.
—Yo sí, y tengo bastante experiencia con los hombres.
—Me perturba.
—Y considerable experiencia con las mujeres, también. —Simón le hizo un guiño a Mansur—. Creo que a ella le gusta.
—¿Os ha contado que fue cruzado? —preguntó Adelia furiosa.
—No. —Simón había girado la cabeza para mirarla y se había puesto serio—. No, no me lo ha dicho.
—Lo fue.
Capítulo 9
Era costumbre entre los habitantes de Cambridge que aquellos que habían participado en una peregrinación celebraran una fiesta a su regreso. Durante la travesía solían formarse alianzas, realizarse transacciones comerciales, concertarse arreglos matrimoniales o, simplemente, habían compartido santidad y exaltación. Sus mundos se habían ampliado y se recreaban intercambiando esas experiencias y reuniéndose una vez más para hablar de ellas y dar gracias por haber regresado sanos y salvos.
En esa ocasión le correspondía a la priora de Santa Radegunda ser la anfitriona. No obstante, dado que el suyo era aún un convento pequeño y pobre —situación que la priora Joan y el pequeño Peter se encargarían de modificar en breve—, el honor de celebrar el festejo en su nombre había recaído en su caballero y arrendatario, sir Joscelin de Grantchester, cuyos salones y posesiones eran considerablemente más grandes y opulentos que los de la priora, una anomalía frecuente en el caso de aquellos que a cambio de sus servicios recibían tierras de las congregaciones religiosas menos importantes.
Sir Joscelin tenía fama como anfitrión. Se decía que el año anterior, con motivo de un festejo en honor del abad de Ramsay, treinta vacas, sesenta cerdos, ciento cincuenta capones, trescientas alondras —utilizaron sus lenguas— y dos caballeros habían muerto por la causa; estos últimos en una refriega como divertimento para entretener al abad que superó deliciosamente esa expectativa.
Por todo ello, las invitaciones eran muy codiciadas. Quienes no habían formado parte de la peregrinación, pero tenían estrechos vínculos con los peregrinos —esposas que habían permanecido en casa, hijas, hijos, gente importante del condado, canónigos, monjas—, tomarían por un ultraje no ser incluidos. Y, puesto que había que invitarlos, los preparativos del banquete eran tantos que a los sirvientes apenas les quedaba un segundo para bendecir a la priora de Santa Radegunda y a su leal caballero, sir Joscelin.
No fue sino la mañana del día del festejo cuando un heraldo llegó con una invitación para los tres extranjeros de Jesus Lane. Vestido para la ocasión, provisto de un cuerno que debía hacer sonar, se ofendió cuando Gyltha le hizo pasar por la puerta trasera.
—No se puede usar la puerta delantera, Matt. El doctor está con sus pacientes.
—Es sólo un aviso, Gyltha. Mi señor envía sus invitaciones con un pregón.
Gyltha lo llevó a la cocina y le convidó a un vaso de cerveza casera. Quería saber qué estaba sucediendo.
Adelia y el doctor Mansur conversaban en la sala con el último paciente del día. Siempre dejaba a Wulf para el final.
—Wulf, no tenéis ninguna enfermedad: ahogos, malaria, tos, moquillo o lo que diablos sea, y sin duda no estáis amamantando.
—¿Es lo que el doctor dice?
Adelia se dirigió cansinamente a Mansur.
—Decidle algo, doctor.
—Ese perro haragán merece una patada en el culo.
—El doctor os recomienda trabajar con entusiasmo al aire libre.
—¿Y mi espalda?
—Vuestra espalda está sana.
Wulf era un extraño fenómeno. En una sociedad feudal donde todos —excepto la creciente clase mercantil— tenían que ganar su sustento trabajando para otros, él había escapado del vasallaje, huyendo probablemente de su señor y casándose con una lavandera de Cambridge dispuesta a trabajar por los dos. El hombre tenía, literalmente, miedo al trabajo. La sola idea lo enfermaba. Pero temeroso del desprecio de la sociedad —y no queriendo provocarse alguna dolencia— necesitaba que lo declararan enfermo.
Adelia le trataba con la misma amabilidad que al resto de sus pacientes. Se preguntaba si, post mórtem, no sería conveniente preservar su cerebro para enviarlo a Salerno. Quería constatar que no le faltaba ningún componente. De cualquier forma, se negaba a comprometer su deber como médico diagnosticando una afección que no existía y prescribiendo tratamientos para ella.
—¿Y qué me decís de fingirse enfermo? Todavía tengo esa enfermedad, ¿verdad?
—Un caso difícil —repuso Adelia, y cerró la puerta tras él.
Todavía estaba lloviendo, y el frío y la humedad reinaban en toda la casa. Gyltha había manifestado su desacuerdo con la idea de encender el fuego desde finales de marzo hasta principios de noviembre, de modo que el único lugar abrigado era la cocina, apenas separada de la vivienda. Un sitio bullicioso, equipado con aparatos tan temibles que, de no ser por sus cautivantes aromas, podría haberse tomado por una sala de tortura.
Ese día exhibía un nuevo objeto: un tonel de madera similar al lessiveuse de las lavanderas. La mejor ropa interior de Adelia, de seda de color azafrán —desconocida en Inglaterra—, colgaba de una cuerda para que el vapor le alisara las arrugas. Si mal no recordaba, creía haberla guardado entre la ropa planchada de su alcoba.
—¿Para qué es eso?
—Para vuestro baño —contestó Gyltha.
Adelia no se resistió. No se había vuelto a bañar desde que se había marchado de Salerno, y echaba de menos la piscina de teselas y agua caliente de la villa de sus padres adoptivos. Los romanos la habían construido hacía casi mil quinientos años. El cubo de agua que Matilda W. le llevaba al solar todas las mañanas no podía compararse. No obstante, todo estaba dispuesto con demasiada suntuosidad, por lo que preguntó:
—¿Porqué?
—No voy a permitir que me hagáis quedar mal en la fiesta —explicó Gyltha.
Entonces le contó que había interrogado al mensajero y así había averiguado que, a petición del prior Geoffrey, sir Joscelin convidaba a su fiesta al doctor Mansur y a sus dos ayudantes, dado que, si bien no eran verdaderos peregrinos, se habían unido a ellos en el último tramo de su viaje de regreso.
Gyltha se lo había tomado como un desafío. La solemnidad de su expresión dejaba ver que estaba emocionada. Aliada con esos tres tipos extravagantes, quería demostrar, tanto por amor propio como para que su prestigio social estuviera a salvo, que eran unos dignos y elegantes señores ante la mirada escrutadora de los ilustres de la ciudad. Su escaso conocimiento acerca de las exigencias de tales ocasiones fue completado por Matilda B., cuya madre, sirvienta del castillo, solía ayudar junto con otras doncellas a acicalar a la esposa del alguacil cuando había festejos.
En su juventud, Adelia había dedicado demasiado tiempo al estudio despreciando las diversiones propias de las muchachas de su edad. Después, el trabajo ocupaba todo su tiempo. Como no pensaba casarse, sus padres adoptivos la habían dispensado de adquirir modales cortesanos. En consecuencia, estaba exiguamente preparada para asistir a los bailes que se celebraban en los palacios de Salerno, y cuando no le quedaba otra opción que ir, se pasaba la recepción detrás de una columna, resentida y avergonzada.
Habida cuenta de ello, la invitación despertó una antigua alarma. Instintivamente trató de buscar una excusa para no tener que asistir a la fiesta.
—Debo consultar a maese Simón.
Pero Simón estaba en el castillo, encerrado con los judíos, tratando de descubrir quién era el deudor que podía haber deseado la muerte de Chaim.
—Opinará que deben asistir —apuntó Gyltha.
Probablemente tenía razón. Allí estarían congregados muchos de los sospechosos, quizás soltaran la lengua después de haber bebido. Sería una oportunidad para descubrir qué sabían unos de otros.
—De todos modos, habrá que enviar a Ulf al castillo para preguntárselo.
A decir verdad, Adelia había descubierto que no le desagradaba tanto la idea de asistir a la fiesta. Sus días en Cambridge estaban cubiertos por la pátina de la muerte: los niños asesinados, algunos de sus pacientes. El pequeño con tos finalmente había contraído neumonía; el hombre con malaria había muerto, al igual que el que tenía una piedra en el riñon, y la mujer que había dado a luz había acudido a ella demasiado tarde. Los éxitos de Adelia —la amputación, la fiebre, la hernia— podían descontarse de sus fracasos.
Sería bueno, por una vez, ver cómo se divertían las personas saludables. Siempre podría permanecer, como era su costumbre, en segundo plano y pasar desapercibida. Después de todo, una fiesta en Cambridge no podía competir con la sofisticación de los ágapes de los palacios de la realeza y las dignidades de la Iglesia en Salerno. No debía dejarse acobardar por lo que, inevitablemente, sería una reunión bucólica. Y ansiaba bañarse. De haberlo creído posible lo habría pedido antes. Imaginó que preparar un baño era otra de las muchas cosas con las que Gyltha no se llevaba bien.
De todos modos, no tenía alternativa. Gyltha y las dos Matildas estaban decididas. Tenían poco tiempo. El festejo, que podía durar seis o siete horas, comenzaba a mediodía.
Adelia se desvistió y se sumergió en la tina. A continuación las criadas vertieron lejía y un puñado de preciados clavos de olor. La restregaron enérgicamente con piedra pómez y la sumergieron mientras su cabello se impregnaba de la mezcla antes de pasarle el cepillo y enjuagárselo con agua de lavanda.
La sacaron del agua, la envolvieron en una sábana y la introdujeron el cabello en el horno donde se cocinaba el pan.
Su cabello era decepcionante. Se habría esperado más de lo que había debajo del sombrero o la toca que siempre usaba. Lo llevaba cortado a la altura de los hombros.
—El color está bien —señaló Gyltha, algo reticente.
—Pero es demasiado corto —objetó Matilda B.—. Tendremos que usar redecilla.
—Las mallas son caras.
—Todavía no he decidido si iré —gritó Adelia desde el horno.
—Maldita seáis —le respondió Gyltha.
Finalmente, aún de rodillas delante del horno, Adelia le indicó a sus criadas dónde guardaba el monedero. Estaba repleto. Simón la había provisto con una letra de crédito de la casa Luccan —banqueros mercantiles con representantes en Inglaterra— y había retirado dinero suficiente para los dos.
—Si vais al mercado, es hora de que las tres tengáis nuevas túnicas. Compraos una pieza del mejor barragán.
Le avergonzaba permitirse esos lujos mientras las voluntariosas mujeres usaban ropas gastadas.
—Una pieza de lino servirá —sugirió Gyltha, lacónica y contenta.
Las criadas apartaron a Adelia del horno, le pusieron su ropa interior y la sentaron en un banco para cepillarle el cabello hasta que relució como el oro. Habían comprado una malla plateada con la que confeccionaron pequeñas redecillas que enroscaron a las trenzas, sujetas sobre las orejas. Todavía estaban trabajando en el peinado cuando llegó Simón. Al ver a Adelia, parpadeó.
—Bien. Bien, bien...
Ulf estaba boquiabierto. Adelia se ruborizó.
—Tanto alboroto, y no sé si iremos finalmente —repuso enfadada.
—¿Acaso creéis que podemos dejar de ir? Querida doctora, si a Cambridge le fuera negada la oportunidad de veros ahora, el cielo lloraría. Sólo conozco una mujer tan bella como vos, y está en Nápoles.
Adelia le sonrió. Era un hombre sutil que sabía ser galante sin pretender seducir. Tenía siempre la precaución de mencionar a su esposa, a la que adoraba, para resaltar no que él era un hombre prohibido, sino que ella, Adelia, era una mujer prohibida para él. Cualquier otra actitud habría puesto en peligro una relación que necesariamente era estrecha. Eso les había permitido ser compañeros y profesarse mutuo respeto por sus cualidades profesionales.
Y era un bello gesto por su parte ponerla a la par de su esposa, a la que todavía veía como a la delgada doncella de piel de marfil con la que se había casado en Nápoles hacía veinte años. Aunque tras haberle dado nueve hijos, la dama ya no fuera tan esbelta.
Esa mañana Simón tenía un aspecto triunfal.
—Regresaremos pronto —anunció—. No diré nada hasta que haya descubierto los documentos probatorios, pero existen copias de las cuentas que se quemaron. Estaba seguro de que las había. Los banqueros de Chaim las guardaban y como son extensas, pues aparentemente el hombre había prestado dinero en toda Anglia Oriental, las he llevado al castillo para que sir Rowley me ayude a estudiarlas minuciosamente.
—¿Es una decisión prudente?
—Creo que sí. El hombre es experto en contabilidad y está tan ansioso como nosotros por descubrir quiénes eran los deudores de Chaim y quién lo lamentaba tan profundamente como para desear su muerte.
—Hum...
Simón no estaba dispuesto a escuchar las dudas de Adelia. Creía saber qué clase de hombre era sir Rowley, sin importarle que hubiera sido un cruzado. Se vistió rápidamente con sus mejores ropas, para estar a tono con el festín de Grantchester, y volvió a salir en dirección al castillo.
Adelia decidió que se pondría su vestido gris para contrarrestar el brillo de la seda de color azafrán, que sólo quedaría a la vista en el corsé y las mangas.
—No deseo llamar la atención.
Sin embargo, las Matildas optaron por la única prenda digna de mención que quedaba en su guardarropa, un vestido de brocado con los colores de un tapiz otoñal. Después de vacilar un instante, Gyltha estuvo de acuerdo. Lo pasaron cuidadosamente sobre el peinado de Adelia. Sobre las nuevas medias blancas le calzaron las zapatillas puntiagudas que Margaret había bordado con hebras de plata.
Los tres arbitros retrocedieron para observar el resultado.
Las Matildas hicieron un gesto de aprobación y aplaudieron. Gyltha asintió:
—Creo que estará bien. —Toda una hipérbole viniendo de ella.
Adelia echó un rápido vistazo al reflejo de su figura en la parte inferior de un caldero pulido pero irregular. Vio algo parecido a un manzano deforme, pero, obviamente, obtuvo la aprobación de los demás.
—El doctor debería llevar un paje a la fiesta —sugirió Matilda B.—. El alguacil y los demás tienen pajes detrás de su silla, ataja-pedos los llama mi madre.
—¿Un paje?
Ulf, que seguía mirando a Adelia sin cerrar la boca, advirtió que cuatro pares de ojos se posaban sobre él y salió corriendo.
La cacería y la lucha que siguieron fueron terroríficas. Los gritos de Ulf atrajeron a los vecinos, que pensaron que otro niño estaba en peligro. Adelia, que se mantuvo a distancia para que los manotazos en el agua no la salpicaran, se reía a carcajadas.
Se gastó más dinero, esta vez en la tienda de trapos viejos de Ma Mill, donde encontraron un tabardo —viejo, pero todavía útil— casi de la medida justa que después de frotarlo con vinagre quedó impecable. Vestido con esa prenda, con la blonda cabellera —cortada como la de un paje— rodeando un rostro descontento y brillante como una cebolla en escabeche, Ulf también recibió la aprobación general.
Mansur los eclipsó a ambos. Un agal reemplazaba a su habitual kufiya. La seda caía, suave y ligera, sobre una túnica de lana blanca. Una daga con piedras preciosas brillaba en el cinto.
—Un hijo del Mediodía —exclamó Adelia, con una reverencia—. ¡Eeh l-Halaawa di!10
Mansur bajó la cabeza, pero sus ojos se posaron en Gyltha, que, ofuscada, atizó el fuego.
—Un gran mayo adornado —declaró.
«Oh, oh», pensó Adelia.
Había mucha comicidad en la parodia de buenos modales con que se recibían los sombreros, espadas y guantes de los invitados, mientras las botas y las capas arrastraban el barro de la caminata desde el río —casi todos llegaban en bote desde la ciudad—; en la artificiosa formalidad con que se trataban los allegados entre sí; en las sortijas que adornaban los curtidos dedos femeninos que fabricaban queso en la lechería de su señor.
Pero también había mucho que admirar. Cuánto más amigable resultaba que —en lugar de ser anunciados por un mayordomo con bastón blanco y mentón en alto— fuera el propio sir Joscelin quien recibiera a sus invitados en el arco de la puerta tallada con motivos normandos; que para combatir el frío se ofreciera a los invitados vino especiado y tibio en lugar de vino fresco; que llegara el aroma de las carnes de oveja, vaca y cerdo que se asaban en el patio en lugar de simular ante el huésped —como alguien había hecho en el sur de Italia— que la comida aparecía por arte de magia, con sólo hacer una seña con la mano.
De todos modos, con Ulf con el ceño fruncido y Salvaguarda pisándole los talones —mientras los pajes de algunas damas portaban a sus perritos falderos—, Adelia no estaba en posición de ser desdeñosa.
Mansur, obviamente, había ganado prestigio a los ojos de Cambridge. Su vestimenta y su estatura llamaban la atención. Sir Joscelin le dio la bienvenida con un gracioso saludo y un «As salam alaikum»11.
El asunto de su daga también se resolvió con gracia.
—La daga no es un arma —explicó sir Joscelin a su sirviente, que se esforzaba por arrancarla del cinto de Mansur y dejarla junto a las espadas de otros invitados—. Como bien sabemos los cruzados, para un caballero como él es un ornamento.
Sir Joscelin hizo una reverencia a Adelia y le pidió que transmitiera al doctor, en su idioma, sus disculpas por la demora con que había recibido su invitación.
—Temía que le aburrieran nuestras rústicas diversiones, pero el prior Geoffrey me aseguró que no sería así en absoluto.
Aun cuando el caballero siempre se había mostrado cortés, a pesar de que ella debía de parecerle una mujerzuela extranjera, Adelia advirtió que Gyltha había divulgado que la ayudante del doctor era virtuosa.
La bienvenida de la priora fue brusca y desatenta. El saludo que su caballero dedicó a Mansur y a Adelia la había desconcertado.
—¿Habéis tenido trato con estas personas, sir Joscelin?
—El buen doctor salvó el pie del hombre que fabrica los techos de junco, señora, y probablemente, también su vida —le respondió el caballero. Pero sus ojos azules miraban divertidos a Adelia, que temió que él supiera quién había realizado la amputación.
—Mi querida joven. —El prior Geoffrey la cogió del brazo y la apartó del lugar—. ¡Qué bella se os ve! Nec me meminisse pigebit Adeliae, dum memor ipse mei dum spiritus hos regit artus12.
Adelia le sonrió, le había echado de menos.
—¿Cómo sigue vuestra salud, señor?
—Orinando como un caballo de carreras, gracias a vos —le confesó al oído, para que ella pudiera entenderlo a pesar del bullicio—. ¿Y cómo va la investigación?
Adelia se disculpó por su negligencia al no mantenerlo informado; si habían podido avanzar tanto se lo debían a él, pero habían estado muy ocupados.
—Hemos avanzado y esperamos avanzar aún más esta noche —comentó Adelia—. Si lo deseáis, ¿podríamos ir a veros mañana para hablaros de nuestros descubrimientos? Querría preguntaros algunas cuestiones acerca de...
Pero el mismísimo recaudador de impuestos estaba allí, a escasos metros, mirándola por encima de la muchedumbre. Comenzó a abrirse paso entre un grupo de invitados en dirección a ella. Parecía más delgado.
—Señora Adelia —saludó sir Rowley con una reverencia. La doctora le respondió con una inclinación.
—¿Maese Simón está con vos?
—Se ha demorado en el castillo —respondió el recaudador, con un guiño de complicidad—. Tuve que acompañar al alguacil y a su esposa hasta aquí y me vi obligado a dejarlo en medio de su tarea. Me rogó que os dijera que llegará más tarde. Diría que...
Imposible saber qué intentaba decir sir Rowley. Su frase fue interrumpida por el sonido de una trompeta. Los invitaban a pasar a comer.
El prior Geoffrey se unió a la procesión para llevar a Adelia hacia el salón. Mansur iba a su lado. Después tendrían que separarse. El prior iría hacia la mesa principal, que estaba en el centro, sobre una tarima; ella y Mansur ocuparían una posición más modesta. Adelia tenía curiosidad por saber qué ubicación le correspondería; la prioridad era una enorme preocupación tanto para los anfitriones como para los invitados. Había visto a su tía de Salerno al borde del colapso cuando debiendo sentar alrededor de su mesa a numerosos invitados ilustres tuvo que hacer mil combinaciones para que ninguno se sintiera mortalmente ofendido. En teoría, las reglas eran claras: la jerarquía de un príncipe y un arzobispo eran equivalentes; lo mismo ocurría con un obispo y un conde; un barón de un feudo precedía a un barón extranjero y así en orden descendente. Pero si un legado con el mismo rango que un barón pertenecía al papado, ¿dónde se sentaba? ¿Qué ocurría si el arzobispo había contrariado al príncipe, lo que era muy frecuente? O viceversa, lo que era aún más frecuente. Un insulto involuntario podía originar una enemistad entre señoríos. Y el culpable era siempre el pobre anfitrión.
El asunto preocupaba incluso a Gyltha —que se sentía indirectamente involucrada—, puesto que había sido invitada para preparar en las cocinas de Grantchester tentadores platos con anguilas que se servirían esa noche.
—Estaré observando. Si sir Joscelin les sienta mas allá del salero, no volverá a recibir de mí ni un solo barril de anguilas.
Al entrar en el salón, Adelia pudo distinguir la cabeza de Gyltha, que, oculta detrás de una puerta, la buscaba con ansiedad. El ambiente era tenso, los invitados se lanzaban miradas expectantes, mientras, impasible, el maestro de ceremonias de sir Joscelin les conducía hasta sus asientos. Los que luchaban por ascender en la sociedad —en especial aquellos cuya ambición les había proporcionado una posición, dejando atrás su humilde origen— eran tan sensibles como los encumbrados, o tal vez más.
Ulf ya había hecho una rápida inspección.
—Él aquí, y vos más allá —dijo señalando con el dedo en una y otra dirección—. Vos sentaos aquí —le indicó a Mansur con el tono aniñado, pausado y cauteloso con que siempre se dirigía a él.
Pronto comprobó con alivio, tanto por ella como por Gyltha, que sir Joscelin había sido considerado. También Mansur le estaba agradecido por semejante honor para con él, aunque contaba con la compañía de su daga —mucho más que un objeto decorativo—. No podía esperarse que lo sentaran en la mesa de las personas más ilustres, donde estaban los anfitriones, el prior y el alguacil, entre otros. Pero la larga tabla apoyada en caballetes que ocupaba toda la longitud del gran salón no quedaba muy lejos. Aquella encantadora monja, la que había permitido que Adelia mirara los huesos del pequeño Peter, estaba a su izquierda. Menos afortunado, Roger de Acton había sido ubicado enfrente.
El sitio del recaudador de impuestos había sido largamente meditado. En virtud de su ocupación no era un personaje muy estimado; no obstante, era un representante del rey y, en ese momento, la mano derecha del alguacil. El anfitrión había optado por lo más seguro. Sir Rowley Picot estaba junto a la esposa del alguacil, haciéndola reír.
Como era previsible —tratándose de una mujer que tan sólo ayudaba al doctor a preparar sus pociones y, por añadidura, extranjera—, Adelia se sentó frente a otra de las improvisadas mesas de un extremo del salón, destinada a los invitados de menor jerarquía. En todo caso, su puesto distaba varios asientos del ornamentado recipiente para la sal que marcaba el límite entre los invitados y los sirvientes, también presentes para dar cumplimiento a la orden de Cristo: alimentar a los pobres. Los que eran aún más pobres estaban agrupados en el patio, alrededor de un brasero, esperando las sobras. A la derecha de Adelia estaba Hugh, el cazador, tan inexpresivo como de costumbre, aunque la saludó con bastante cortesía. A la izquierda, un hombre pequeño y anciano que no conocía. Le desagradó que el hermano Gilbert ocupara un lugar frente a ella. Pero así fue.
Los comensales ya estaban congregados en torno a las mesas y los padres, con disimulo, daban bofetadas a sus hijos cuando trataban de partir un trozo de pan, porque mucho tenía que suceder antes de que pudieran poner algún otro alimento sobre éste. Sir Joscelin debía declarar su fidelidad a su señora, la priora Joan, lo que hizo con una rodilla en el suelo, y luego le entregó —a modo de simbólica renta— seis palomas blancas como la leche en una jaula dorada.
El prior Geoffrey debía bendecir la mesa. Las copas se alzarían para brindar en honor de Tomás de Canterbury y de su nuevo recluta para gloria de los mártires, el pequeño Peter de Trumpington, la raison d'être de ese festejo. «Una curiosa costumbre», pensó Adelia cuando se puso de pie para brindar por la salud de los muertos.
Entre los murmullos respetuosos se oyó un chillido discordante.
—El infiel insulta a nuestros santos. —Roger de Acton apuntaba con triunfal indignación a Mansur—. Brinda por ellos con agua.
Adelia cerró los ojos. «Dios, no permitáis que apuñale a ese cerdo».
Pero Mansur permaneció sereno, sorbiendo su agua. Sir Joscelin aplicó a Acton una reprimenda que oyeron todos los presentes.
—Por su fe, este caballero renuncia a beber alcohol, señor Roger. Si no sois capaz de tolerar bien la bebida, os sugiero que sigáis su ejemplo.
Bien hecho. Acton se hundió en su asiento. La opinión que Adelia tenía de su anfitrión mejoraba. Pero no debía dejarse cautivar por él. «Memento mori», se dijo. «Recuerda que vas a morir». Él podía ser el asesino; era un cruzado, como el recaudador de impuestos. Y como otro hombre que estaba en la mesa principal, sir Gervase, que había seguido cada uno de los pasos de Adelia desde que había entrado en el salón.
«¿Será él?».
Adelia tenía la certeza de que el asesino había participado en las cruzadas. No se trataba sólo de haber descubierto que el dulce era un jujube árabe, sino del tiempo transcurrido entre el ataque a las ovejas y la muerte de los niños: coincidía exactamente con el período en que Cambridge había recibido la convocatoria de Ultramar y había respondido enviando a sus hombres. El problema era que no habían sido pocos.
—¿Que quiénes se fueron de la ciudad el año de la gran tormenta? —había repetido Gyltha ante la pregunta de Adelia—. Bueno, estaba la hija de Ma Mill, que, siguiendo con la tradición familiar, se hizo vendedora ambulante...
—Hombres, Gyltha, hombres.
—Oh, un montón de ellos. El abad de Ely ordenó que el país se uniera a la cruzada. —Cuando Gyltha decía «país» se refería al condado—. Debieron de ser cientos los que partieron junto a lord Fitzgilbert hacia Tierra Santa.
Le contó también que aquel había sido un mal año. La gran tormenta había arruinado las cosechas, las inundaciones arrasaron personas y viviendas, los pantanos quedaron anegados, incluso el sereno Cam creció furiosamente. Dios había demostrado su ira por los pecados de Canterbury. Sólo una cruzada contra sus enemigos podría aplacarla.
Lord Fitzgilbert, que buscaba en Siria terrenos con que sustituir los suyos, que habían quedado inundados, clavó un estandarte con la cruz en la plaza del mercado de Cambridge. Los jóvenes a quienes la tormenta había destruido sus medios de vida respondieron a su llamamiento, del mismo modo que los ambiciosos, los aventureros, los pretendientes rechazados y los casados con mujeres cargantes. Los tribunales ofrecieron a los delincuentes la opción de ir a la cárcel o unirse a la cruzada. Los pecadores que se confesaban ante los sacerdotes también eran absueltos si optaban por hacerse cruzados. Un pequeño ejército había abandonado la ciudad.
Lord Fitzgilbert había regresado en un ataúd y yacía en su propia capilla, debajo de una efigie de mármol que mostraba su imagen, con las piernas —vestidas con calzas— en cruz, como correspondía a un cruzado. Algunos murieron después de regresar, a causa de las enfermedades que habían contraído, y descansaban en tumbas más modestas, con una sencilla espada esculpida en la piedra. Otros no fueron más que un nombre entre los muchos que conformaban la lista de muertos que trajeron los supervivientes.
No faltaban los que habían optado por quedarse en Siria, donde encontraban posibilidades de llevar una vida más opulenta y menos húmeda, mientras otros regresaron a sus antiguas ocupaciones, de modo que —ése era el consejo de Gyltha— Adelia y Simón deberían observar atentamente a los comerciantes, algunos villanos, un herrero y el propio boticario que proveía de medicinas al doctor Mansur, por no mencionar al hermano Gilbert y al silencioso canónigo que había acompañado al prior Geoffrey en el camino.
—¿El hermano Gilbert fue a la cruzada?
—Así es. También es sospechoso, no volvió rico como sir Joscelin y sir Gervase. Muchos pidieron dinero prestado a los judíos, pequeñas sumas, pero suficientemente importantes para ellos, y no pudieron pagar los intereses. No me extrañaría que el que gritaba exigiendo colgar a los judíos fuera el mismo demonio que mató a los pequeños. A muchos les gustaría ver a un judío colgado, y se dicen cristianos.
Abrumada por la magnitud del problema, en el rostro de Adelia se había dibujado una mueca de desaliento, pero el razonamiento del ama de llaves era incuestionable.
De modo que, en medio del festejo, mientras miraba a quienes la rodeaban, no debía adjudicar un significado siniestro a la evidente riqueza de sir Joscelin. El origen bien podía ser Siria, en lugar del judío Chaim. Sin duda, la propiedad de un sajón se había transformado en un edificio de piedra de considerable belleza. El enorme salón que cobijaba a los invitados tenía un techo de artesonado tan bueno como cualquiera que hubiera visto en Inglaterra. Desde la galería situada más allá de la tarima, los músicos tocaban la viola y la flauta con una destreza que superaba la de un aficionado. Los utensilios de hierro que habitualmente llevaban los invitados a una comida se habían vuelto innecesarios: cada comensal encontraba en la mesa un cuchillo y una cuchara. Los platos y los aguamaniles eran de plata exquisitamente labrada y las servilletas de damasco.
Adelia expresó su admiración ante los comensales. Hugh se limitó a asentir. El hombrecillo que estaba sentado a la izquierda intervino:
—Deberían haberlo visto en los antiguos tiempos, cuando pertenecía a sir Tibault, el padre de sir Joscelin: era un granero carcomido a punto de derrumbarse. Un viejo inmundo, el caballero. Dios lo tenga en su gloria, aunque murió a causa de la bebida. ¿No es así, Hugh?
—El hijo es diferente —gruñó Hugh.
—Así es, diferentes como el queso y la cal. Joscelin le ha dado vida a este lugar. Le ha dado buen destino a su oro.
—¿Oro? —preguntó Adelia.
Al hombrecillo le entusiasmó su curiosidad.
—Eso me dijo. «Hay oro en Ultramar, señor Herbert. A montones». Veréis, soy su zapatero; un hombre no le mentiría a quien le hace las botas.
—¿También sir Gervase regresó con oro?
—Una tonelada o más, cuentan, sólo que cuida mejor su dinero.
—¿Consiguieron juntos el oro?
—No puedo responderos. Es probable. Difícilmente se les ve separados. Son como David y Jonathan.
Adelia echó un vistazo a la mesa de los ilustres, donde estaban David y Jonathan, bien parecidos, seguros, cómodos el uno con el otro, conversando por encima de la cabeza de la priora.
«¿Y si los asesinos fueran dos, que ambos estuvieran de acuerdo...?». No lo había pensado, pero debería haberlo hecho.
—¿Están casados?
—Gervase tiene esposa, pobrecita, está postrada y babea. —El zapatero estaba feliz de demostrar su conocimiento sobre esos hombres insignes—. Sir Joscelin está negociando su matrimonio con la hija del barón de Peterborough. Será una buena pareja.
El estridente sonido del cuerno malogró la conversación. Los invitados tomaron asiento. La comida estaba en camino.
En la mesa de los ilustres, Rowley Picot entretenía a la esposa del alguacil y le rozaba la rodilla con la suya. También le hacía guiños a la monja joven sentada en la mesa de más abajo, para hacerla sonrojar, pero sobre todo sus ojos se dirigían a la pequeña doctora, sentada entre las personas de nivel inferior, las que trabajaban esforzadamente con sus manos. Tal y como iba ataviada, debía reconocer que estaba bastante bien. Su piel blanca y aterciopelada desaparecía en el corsé de color azafrán e invitaba a acariciarla. Involuntariamente movió la punta de los dedos. No era lo único digno de palpar, el cabello dorado sugería que también era rubio el que rodeaba...
Aquella maldita ramera —sir Rowley espantó su ensueño lujurioso— estaba descubriendo demasiadas cosas, y también maese Simón, y confiaban en que el maldito gigante árabe los protegería, un eunuco, por Dios.
«Demonios, hay más», pensó Adelia.
Por segunda vez, el cuerno anunció otra hilera de sirvientes que llegaban de la cocina, encabezados por el maestro de ceremonias. Nuevas bandejas, incluso más grandes, se apilaban como pequeñas montañas. Eran necesarios dos hombres para transportarlas. Los alegres convidados —aún más alegres al verlas— las recibían con expresiones de júbilo.
Los restos de la comida que se había servido en primer lugar fueron retirados y colocados en una carretilla para llevarlos afuera, donde hombres, mujeres y niños harapientos esperaban para lanzarse sobre ellos. Nuevos platos ocuparon su lugar.
—Et maintenant, milords, mesdames... —Por segunda vez, se oyó al jefe de cocina—. Venyson en furmety gely. Porcelle farce enforce. Pokokkye. Cranys. Venyson roste. Byttere truffée. Pulle end-re. Braun freyez avec graunt tartez. Leche Lumbarde. A soltelle.
Francés normando para denominar comida francesa.
—Habla en francés —explicó amablemente el señor Herbert, como si no lo hubiera dicho ya la primera vez—, sir Joscelin trajo a ese cocinero de Francia.
Adelia deseó que hubiera regresado a su país. No podía más. Se empezaba a sentir rara.
Se había negado a beber vino y había pedido agua hervida, una solicitud que sorprendió al sirviente que llenaba las copas de vino y que no había sido satisfecha.
Estaba sedienta, y el señor Herbert la había persuadido de que en lugar de vino o cerveza optara por una bebida inocua hecha con miel, de la que ya había vaciado varias copas.
Pero aún estaba sedienta. Hacía señas frenéticas a Ulf para que le trajera un poco de agua del aguamanil de Mansur, pero él no la veía.
Fue Simón de Nápoles quien respondió a sus señas. Acababa de entrar y estaba presentando sus disculpas a la priora Joan y a sir Joscelin por su demora.
«Ha descubierto algo», pensó Adelia, irguiéndose en la silla. Por su manera de andar podía deducir que el tiempo que había pasado en el castillo había rendido sus frutos. Lo observó mientras hablaba animadamente con el recaudador de impuestos en un extremo de la mesa de los ilustres; luego desapareció de su vista para tomar asiento un poco más adelante, en la misma mesa y en el mismo lado que ella.
En la mesa, pavos reales sacrificados una semana antes lucían su cola desplegada y carnadas de lechones crujientes exhibían lánguidos la manzana que tenían entre los dientes. El ojo de un avetoro asado —que sin duda conoció tiempos mejores entre los juncos de los pantanos a los que pertenecía— miraba acusadoramente a Adelia. En silencio se disculpó con él: «Lamento que os hayan metido trufas por el culo».
Nuevamente vislumbró el rostro de Gyltha asomándose por la puerta de la cocina. Adelia volvió a enderezarse. «He dicho mucho a tu favor».
En su plato limpio apareció un guiso de venado y avena. Le echó gely de una salsera: grosellas, tal vez.
—Quiero una ensalada —rogó, desesperanzada.
Las palomas, símbolo de la renta de la priora, se habían escapado de la jaula y se habían unido a los gorriones en las vigas del techo, desde donde dejaban caer sus excrementos sobre las mesas.
El hermano Gilbert ignoraba a las monjas que tenía a cada lado. En cambio, miraba a Adelia.
—Deberíais avergonzaros de vuestro cabello, señora —le advirtió, inclinado hacia delante, desde el otro lado de la mesa.
—¿Por qué? —preguntó Adelia, devolviéndole la mirada.
—Sería mejor que ocultarais vuestros bucles debajo de un velo, que vistierais ropas de luto y olvidarais vuestro aspecto exterior. Oh, hija de Eva, aceptad el atuendo de penitencia que corresponde a las mujeres por la ignominia de Eva, el odio que merecéis por haber causado la caída de la raza humana.
—No tiene la culpa —la defendió la monja que estaba a su izquierda—, la caída de la raza humana no es culpa suya. Tampoco mía.
Era una mujer enjuta, de mediana edad, que había estado bebiendo copiosamente, al igual que el hermano Gilbert. A Adelia le gustaba su aspecto.
El monje se dirigió a ella.
—Silencio, mujer. ¿Vais a discutir con el gran San Tertuliano? ¿Vos, que pertenecéis a una orden de costumbres disipadas?
—Sí —repuso la monja, con jactancia—. Tenemos un santo mejor que el vuestro. Tenemos al pequeño Peter. Lo mejor que vosotros tenéis es un dedo gordo del pie de Santa Eteldreda.
—Tenemos un fragmento de la Santísima Cruz —gritó el hermano Gilbert.
—¿Quién no? —se mofó la monja sentada a la derecha.
El hermano Gilbert parecía haber descendido de su corcel al polvo y a la sangre del campo de batalla.
—El pequeño Peter se irá a la mierda cuando el archidiácono investigue vuestro convento, puerca. Y lo hará. Oh, yo sé lo que ocurre en Santa Radegunda: indisciplina, incumplimiento de los santos oficios, hombres en vuestras celdas, partidas de caza, travesías río arriba para aprovisionar a vuestras anacoretas. Oh, no lo creo. Lo sé.
—Sí, les llevamos provisiones —respondió la monja sentada a la derecha del hermano Gilbert, tan gordinflona como delgada era su compañera—. Y si luego visito a mi tía, ¿cuál es el problema?
Adelia volvió a escuchar la voz de Ulf cuando le hablaba de la hermana Gordi. Miró a la monja con los ojos entrecerrados.
—Os he visto —afirmó alegremente—. Os he visto impulsando vuestro bote río arriba.
—Apuesto a que no la habéis visto hacerlo de regreso. —El hermano Gilbert hervía de furia—. Pasan toda la noche fuera del convento. Su comportamiento es licencioso y concupiscente. En una orden decente habrían sido azotadas hasta que sus culos sangraran, pero ¿dónde está su priora? De caza.
Un hombre que odia; un hombre odioso. Y un cruzado. Adelia se inclinó sobre la mesa.
—¿Os gustan los jujubes, hermano Gilbert?
—¿Qué? ¿Qué? No, detesto los confites.
El monje no le prestó atención y siguió con sus denuncias sobre Santa Radegunda. Una voz serena y triste sonó a la derecha de Adelia.
—A nuestra Mary le gustaban los confites.
Las lágrimas rodaban penosamente por las vigorosas mejillas, de Hugh, el cazador, cayendo en su guiso.
—No lloréis —le suplicó Adelia—. No lloréis.
—Era su sobrina. La pequeña Mary fue asesinada. La hija de su hermana —le susurró a la doctora el zapatero sentado a su izquierda.
—Lo lamento —se compadeció Adelia tocando la mano del cazador—. De verdad lo lamento.
Unos ojos empañados por las lágrimas, infinitamente tristes, la miraron.
—Lo encontraré. Le destrozaré el hígado.
—Ambos lo encontraremos —aseguró Adelia. Le irritaba que la arenga del hermano Gilbert importunara un momento como ése—. No es San Tertuliano —corrigió adelantando el torso para clavarle al monje un dedo en el pecho.
—¿Qué?
—Tertuliano. El que habéis citado cuando os referíais a Eva. No es un santo. ¿Creéis que era santo? Pues no lo era. Se apartó de la Iglesia. Era... —formuló cuidadosamente— heterodoxo. Eso era. Se unió a los montañistas. En consecuencia, nunca fue consagrado santo.
Las monjas se regocijaron.
—¿No lo sabíais? —dijo la enjuta.
La respuesta del hermano Gilbert fue ahogada por un nuevo toque de trompeta y otra hilera de sirvientes que desfilaba a lo largo de la mesa ubicada sobre la tarima.
—Blaundersorye, curlews en miel, pertyche, eyround angels, petyperneux...
—¿Qué es «petiperné»? —preguntó el cazador, todavía con lágrimas.
—Pequeños huevos revueltos —le respondió Adelia y comenzó a llorar sin poder controlarse.
La parte de su cerebro que no había perdido por completo la batalla con el aguamiel hizo que se pusiera de pie y llegara hasta una mesa lateral donde había una pequeña jarra de agua. Aferrada a ella se dirigió a la puerta, seguida de Salvaguarda.
El recaudador de impuestos la observó alejarse. Varios invitados ya estaban en el jardín. Los hombres miraban pensativos los troncos de los árboles, las mujeres se dispersaban para buscar un lugar tranquilo donde ponerse en cuclillas. Los más pudorosos formaban una inquieta fila para usar los bancos con agujeros para el trasero que sir Joscelin había instalado sobre el arroyo que corría hacia el Cam.
Bebiendo ávidamente de la jarra, Adelia salió a dar un paseo, pasó por los establos, y sintió el reconfortante olor de los caballos, atravesó oscuros corrales donde aves de rapiña encapuchadas soñaban con abalanzarse en picado y matar. Había luna. Había hierba, un huerto... El recaudador de impuestos la encontró dormida debajo de un manzano. Cuando estiró sus brazos hacia ella, la figura pequeña, oscura y hedionda que estaba a su lado levantó la cabeza, y otra, mucho más alta y con una daga en el cinto, surgió de las sombras. Sir Rowley les mostró a ambos sus manos vacías.
—¿Creéis que sería capaz de hacerla daño?
Adelia abrió los ojos. Se incorporó, le dolía la cabeza.
—Tertuliano no es ningún santo, Picot —le dijo.
—Siempre lo dudé —comentó el recaudador, en cuclillas junto a ella. Se había dirigido a él como si fueran viejos amigos y eso le llenó de placer—. ¿Qué habéis estado bebiendo?
—Era amarillo —explicó Adelia, tratando de concentrarse.
—Aguamiel. Es necesario tener la fortaleza de un sajón para resistirla —indicó, y de un tirón la puso de pie—. Venid, os libraréis de ella bailando.
—No sé bailar. Vayamos a dar una patada al hermano Gilbert.
—Me estáis tentando, pero creo que es mejor que bailemos.
En el salón habían retirado las mesas. Los sobrios músicos de la galería se habían trasladado a la tarima, transformados en tres hombres fornidos y sudorosos: uno tocaba el tamboril y los otros dos eran violinistas; uno de ellos indicaba los pasos de baile con gritos que superaban los chillidos, las carcajadas, los pisotones y las vueltas en la pista de baile.
El recaudador de impuestos arrastró a Adelia hasta allí.
El baile no se parecía a las disciplinadas y complejas danzas que se bailaban de puntillas en los palacios de Salerno. En Cambridge no había elegancia. Su gente no tenía tiempo para tomar lecciones bajo el auspicio de Terpsícore, simplemente bailaban. Sin cansarse, sin detenerse, sudorosos, tenaces, apasionados, impulsados por salvajes dioses ancestrales. Un tropezón aquí o allá, un movimiento equivocado, ¿qué importaba? «Otra vez, a la carga, a bailar. Al ataque. El pie izquierdo hacia la izquierda, el derecho le sigue. Espalda con espalda. Recoger la falda. Sonreír. Hombro derecho con hombro derecho. Giro a la izquierda. Hacia delante. En diagonal. Giro, señores y señoras, giro, cabrones. Otra vez».
En los muros, las antorchas centelleaban como un fuego expiatorio. De los juncos que habían quedado machacados en el suelo emanaba un incienso verde que impregnaba el salón. No había tiempo para recuperar el aliento. Tocaba el «paso del caballo», atrás en círculo, al centro, bajo el arco, otra vez, otra vez.
La aguamiel se evaporó y fue reemplazada por la embriaguez del baile colectivo. Rostros refulgentes aparecían y desaparecían, manos escurridizas cogían a Adelia, haciéndola girar. Sir Gervase, un desconocido, el señor Herbert, el alguacil, el prior, el recaudador de impuestos, sir Gervase otra vez, que la hacía girar con tanta violencia que Adelia temió que la soltara y la lanzara contra la pared. Hacia el centro, bajo el arco, al galope, giro.
Imágenes fugaces llenaban la retina de Adelia y desaparecían. Simón le hizo una seña para anunciarle que se marchaba, pero su sonrisa —en ese momento sir Rowley la hacía girar velozmente— le alentó a seguir disfrutando. La alta priora y el pequeño Ulf daban vueltas cogidos de la mano, impulsados por la fuerza centrífuga. Sir Joscelin le hablaba con seriedad a la pequeña monja mientras pasaban, espalda con espalda, dibujando una curva. Un círculo de admiradores rodeaba a Mansur, que danzaba con el rostro impasible sobre espadas cruzadas mientras entonaba un ma-quam. Roger de Acton trataba de hacer que una ronda fuera hacia la derecha. Fue arrollado.
Oh, Dios, el cocinero y la esposa del alguacil. No había tiempo para sorprenderse. Hombro derecho con hombro derecho. A bailar, a bailar. Sus brazos y los de Picot formaron un arco, Gyltha y el prior Geoffrey pasaron debajo de él. La monja enjuta y el boticario. Luego Hugh, el cazador, y Matilda B. Todo el mundo, desde los que estaban más allá del salero a los que tenían mayor jerarquía, servía a un dios democrático que bailaba. Oh, Dios, esto es disfrutar. Sin parar. A bailar.
Adelia no advirtió que sus zapatillas se habían desgastado por completo hasta que sintió el ardor que la fricción le provocaba en las plantas de los pies.
Se alejó del tumulto. Era hora de partir. Algunos invitados también se disponían a hacerlo. Un grupo muy numeroso se había reagrupado en las mesas laterales, donde se estaba sirviendo la cena.
Renqueando, se dirigió hacia la puerta. Mansur la siguió.
—¿Maese Simón ya se ha ido? —le preguntó.
Mansur fue a buscarlo y regresó desde la cocina con Ulf dormido en sus brazos.
—La mujer dice que salió. —Mansur nunca llamaba a Gyltha por su nombre, siempre le decía «la mujer».
—¿Ella y las Matildas se quedan?
—Ayudarán con la limpieza. Nosotros llevaremos al chico.
Aparentemente, el prior Geoffrey y sus monjes habían partido hacía tiempo. También las monjas, salvo la priora Joan, que en un extremo de la mesa sostenía una porción de pastel de carne de caza en una mano y una jarra de cerveza en la otra. Estaba tan afable que le sonrió a Mansur y cuando Adelia le dio las gracias con una reverencia, la bendijo con la mano que sostenía el pastel.
Fueron al encuentro de sir Joscelin, que volvía del patio, donde, a la luz de la lumbre, se distinguían figuras royendo huesos.
—Ha sido un honor, señor —correspondió Adelia—. El doctor Mansur me ha pedido que le exprese nuestra gratitud.
—¿Regresaréis por el río? Puedo preparar mi barca...
No era necesario, habían llegado en el bote del viejo Benjamín, pero se lo agradecieron. La orilla, aunque iluminada por una única antorcha colocada en un poste, estaba demasiado oscura para distinguir el bote del viejo Benjamín de los otros que esperaban a lo largo de la ribera, pero como todos ellos —excepto el del alguacil Baldwin— eran igualmente sencillos, se llevaron el primero de la fila.
Adelia se sentó en la proa; Ulf —aún dormido— fue depositado en su regazo. El desdichado Salvaguarda se mantuvo de pie con sus patas apoyadas en el pantoque. Mansur cogió el mástil...
El bote se balanceó peligrosamente cuando sir Rowley saltó dentro de él.
—Al castillo, barquero —ordenó, y se sentó en la bancada—. ¿No es esto agradable?
Desde el agua surgía una ligera bruma. El brillo débil e intermitente de la luna desaparecía cuando los árboles de las orillas formaban un arco que convertía el río en un túnel. Un bulto de un blanco espectral se transformó en una ráfaga de plumas y en una andanada de graznidos cuando un cisne surgió de la oscuridad. Como solía hacer cuando remaba, Mansur cantaba en voz baja, para sí mismo, una reminiscencia atonal de aguas y juncos de otra tierra.
Sir Rowley felicitó a Adelia por el virtuosismo del barquero.
—Es un árabe de las marismas —explicó ella—. En los terrenos húmedos se siente como en casa.
—Qué curioso para un eunuco.
Adelia se puso inmediatamente a la defensiva.
—¿Y qué esperabais? ¿Hombres gordos apoltronados en un harén?
El recaudador estaba desconcertado.
—Sí. En realidad, los únicos que he visto lo eran.
—Cuando fuisteis a las cruzadas —sugirió Adelia aún con agresividad.
—Cuando fui a las cruzadas —admitió sir Rowley.
—Entonces, vuestro conocimiento de los eunucos es limitado, sir Rowley. Confío ciegamente en que Mansur se case con Gyltha algún día. —Maldición, su lengua todavía estaba suelta a causa de la aguamiel. ¿Habría traicionado a su querido árabe? ¿Y a Gyltha?
No permitiría que ese sujeto, ese posible asesino, denigrara a un hombre que no estaba dispuesto a lamerle las botas.
Rowley se inclinó hacia delante.
—¿Realmente es lo que esperáis? Pensé que su... eh... condición impedía pensar siquiera en el matrimonio.
Maldición, por mil demonios. Ella misma había originado esa situación y ahora debía aclarar la condición del castrado. Pero ¿qué podía hacer?
—Lo único imposible es que de esa unión nazcan niños. Pero como Gyltha ya no está en edad de concebirlos, eso no será una preocupación para ellos.
—Entiendo. ¿Y respecto a las demás obligaciones del matrimonio?
—Los eunucos pueden tener una erección —declaró bruscamente. Al diablo con los eufemismos. ¿Por qué eludir los fenómenos orgánicos? Si el caballero no deseaba saberlo, que no hubiera preguntado. Advirtió que su respuesta impresionaba al recaudador. Pero todavía no había terminado—. ¿Creéis que Mansur eligió ser lo que es? Fue capturado por traficantes de esclavos cuando era un niño y vendido a unos monjes bizantinos que para preservar su voz lo castraron; de ese modo podría conservar su registro de soprano. Es una práctica común entre ellos. Él, a los ocho años, tenía que cantar para los monjes. Sus torturadores fueron monjes cristianos.
—¿Puedo preguntaros cómo se convirtió en vuestro sirviente?
—Escapó. Mi padre adoptivo lo encontró en una calle de Alejandría y lo trajo a nuestra casa en Salerno. Mi padre tiene la costumbre de recoger a los seres perdidos y abandonados.
«Basta, basta», se dijo Adelia. ¿Por qué ese deseo de contarle su vida? Aquel hombre no significaba nada para ella, era aún peor que nada. No tenía sentido compartir su historia con él.
Una gallineta hizo crujir los juncos. Algo, una rata de agua tal vez, se deslizó hacia el agua y se alejó nadando, dejando una estela plateada a causa de la luna. El bote se adentró en otro túnel.
—Adelia —interrumpió sir Rowley.
—¿Sí? —murmuró ella, con los ojos cerrados.
—Ya habéis brindado vuestra colaboración para aclarar este asunto. Cuando lleguemos a la casa del viejo Benjamín os acompañaré y hablaré con maese Simón. Debo hacerle entender que es hora de que regreséis a Salerno.
—No entiendo qué queréis decir. Aún no hemos descubierto al asesino.
—Nos estamos acercando a su guarida. Si le hacemos salir, será muy peligroso hasta que lo atrapemos. No quiero que se lance sobre uno de los nuestros.
—¿Uno de los nuestros? —La desazón que el recaudador de impuestos siempre le había suscitado se volvió más intensa y aguda—. Soy una persona cualificada, elegida para esta misión por el rey de Sicilia, no por Simón, y, ciertamente, no por vos.
—Señora, sencillamente estoy preocupado por vuestra seguridad.
Demasiado tarde. No debía haber sugerido que una mujer como ella regresara a casa. Había insultado su habilidad profesional.
Adelia comenzó a hablar en árabe, el único idioma en el que podía insultar libremente porque Margaret no lo entendía. Dijo frases que había oído pronunciar a Mansur en sus frecuentes discusiones con el cocinero marroquí de sus padres adoptivos. Sólo en esa lengua podía contrarrestar la furia que sir Rowley le inspiraba. Habló de asnos anormales y de la preferencia antinatural que el recaudador tenía por ellos. De sus atributos caninos, sus pulgas, del funcionamiento de sus intestinos y de sus hábitos alimenticios. Le dijo dónde podía meterse su preocupación, una exhortación que nuevamente involucraba a sus intestinos. Poco importaba que Picot fuera capaz de comprender sus palabras. Podía captar lo esencial.
Mansur los condujo fuera del túnel con una sonrisa burlona.
El resto del viaje transcurrió en silencio.
Cuando llegaron a la casa del viejo Benjamín, Adelia no permitió que Picot la acompañara.
—¿Le llevo al castillo? —quiso saber Mansur.
—A cualquier lugar, llevadlo a donde sea.
A la mañana siguiente, el administrador de las aguas llegó con la noticia de que Simón había muerto y su cadáver había sido enviado al castillo. Adelia comprendió entonces que mientras ella se deshacía en insultos, el bote había pasado junto al cuerpo, que flotaba, boca abajo, hacia los juncos de Trumpington.
Capítulo 10
—¿Me está escuchando? —preguntó Sir Rowley a Gyltha señalando a Adelia.
—Y todo Peterborough —respondió Gyltha. El recaudador de impuestos había estado gritando—. Pero no está atendiendo.
Adelia sí escuchaba, pero no a sir Rowley Picot. La voz que resonaba en su cabeza era la de Simón de Nápoles, no decía nada importante, simplemente conversaba, como solía hacerlo, con su estilo sencillo y ameno. Como si verdaderamente, en ese momento, estuviera hablando de la lana y sus procesos. «¿Podéis concebir lo difícil que es lograr el color negro?».
Adelia quería decirle que lo difícil era concebir que estuviera muerto, que demoraba ese momento porque la pérdida era demasiado grande y en consecuencia debía ignorarla; esa vida que faltaba dejaba en evidencia el profundo vacío que él había llenado. Estaban equivocados. Simón no era la clase de persona que pudiera estar muerta.
Sir Rowley miró a los que se habían reunido en la cocina del viejo Benjamín, pidiendo ayuda. ¿Todas las mujeres habían enmudecido? ¿Y el niño? ¿Acaso ella pensaba quedarse sentada mirando el fuego para siempre? El recaudador apeló al eunuco, que, de pie en la puerta, con los brazos cruzados, miraba el río.
—Mansur. —Sir Rowley se acercó para mirarlo a la cara—. Mansur. El cuerpo está en el castillo. De un momento a otro los judíos lo descubrirán y le darán sepultura. Saben que él era uno de los suyos. Escuchadme. —Sir Rowley extendió una mano hasta el hombro del árabe y lo sacudió—. No hay tiempo para lamentos. Ella debe examinar el cadáver cuanto antes. Simón fue asesinado, ¿lo comprendéis?
—¿Habláis árabe?
—¿Qué idioma creéis que estoy hablando, pedazo de camello? Despertadla, haced que se mueva.
Con la cabeza inclinada hacia un lado, Adelia reflexionaba acerca del equilibrio que Simón había logrado, el afecto desprovisto de deseo, el reconocimiento, su respetuoso humor. Una amistad tan rara entre un hombre y una mujer que era improbable que la vida volviera a premiarla con algo semejante. Podía adivinar cómo se sentiría si perdiera a su padre adoptivo.
Luego se enfadó y acusó a la sombra de Simón. ¿Cómo había podido ser tan descuidado? Era un ser valioso para todos ellos. Lo necesitaban y no estaba. Morir en un cenagoso río inglés había sido muy estúpido.
Esa pobre mujer a la que tanto había amado. Sus hijos.
Sintió la mano de Mansur en el hombro.
—Este hombre dice que Simón fue asesinado.
Un minuto después, Adelia estaba de pie.
—No —refutó mirando a Picot—. Fue un accidente. Ese hombre, el administrador de las aguas, le dijo a Gyltha que fue un accidente.
—Había encontrado las cuentas, mujer, sabía quién era. —Exasperado, sir Rowley masculló entre dientes. Luego comenzó a hablar pausadamente—. Escuchadme. ¿Me estáis escuchando?
—Sí.
—Simón llegó tarde a la fiesta de Joscelin. ¿Me oís?
—Sí, lo vi.
—Se acercó a la mesa principal para disculparse por su demora. El maestro de ceremonias lo condujo hasta su lugar, pero cuando pasó junto a mí, se detuvo y dio un golpecito en una cartera que llevaba en el cinto. Y dijo... ¿estáis atendiendo? Dijo: «Lo tenemos, sir Rowley. He encontrado las cuentas». Habló en voz baja, pero eso fue lo que dijo.
—Lo tenemos, sir Rowley —repitió Adelia.
—Eso fue lo que dijo. Acabo de ver su cuerpo. La cartera no está en el cinto. Le asesinaron para quitársela.
Adelia oyó que Matilda B. dejó escapar una angustiosa exclamación y Gyltha hizo oír su protesta. ¿Ella y Picot hablaban en inglés? Seguramente.
—¿Por qué os lo contaría? —preguntó Adelia.
—Santo Cielo, mujer, los dos habíamos estado ocupándonos del asunto durante todo el día. Era inconcebible que los únicos registros de las deudas fueran aquellos que se incendiaron. Los malditos judíos podían haberlos conseguido si se hubieran dado cuenta. Los tenía el banquero de Chaim.
—No digáis eso de ellos. —Adelia le puso una mano en el pecho a sir Rowley y lo empujó—. No digáis eso. Simón era judio.
—Exactamente —asintió él, sujetándole las manos—. Precisamente porque era judío debéis venir conmigo ahora y examinar su cuerpo antes de que los judíos se hagan cargo de él. —Sir Rowley vio la expresión de Adelia y sin ningún miramiento prosiguió—: Qué le sucedió. Cuándo. A partir de esos datos, si somos afortunados, seremos capaces de deducir quién. Vos me lo enseñasteis.
—Era mi amigo —repuso Adelia—. No puedo.
Su alma se rebelaba ante esa posibilidad. Lo mismo le habría ocurrido a Simón si hubiera podido imaginarse observado, palpado y cortado por ella. De todos modos, los preceptos del judaismo prohibían la autopsia. Adelia solía desobedecer a la Iglesia cristiana, pero por respeto al querido Simón, no ofendería a los judíos.
Gyltha se interpuso entre los dos para observar atentamente el rostro del recaudador.
—¿Estáis diciendo que maese Simón fue asesinado por los mismos que mataron a los niños? ¿Es eso?
—Sí, sí.
—¿Y ella puede descubrirlo si observa ese pobre cadáver?
Sir Rowley reconoció en Gyltha a una aliada y asintió.
—Es posible.
—Trae su capa —pidió Gyltha a Matilda B. Luego se dirigió á Adelia—. Iremos juntas. —Y por fin, a Ulf—: Quédate aquí y ayuda a las Matildas.
Sir Rowley y Gyltha condujeron apresuradamente a Adelia por las calles, en dirección al puente. Mansur y Salvaguarda los seguían. Ella continuaba protestando.
—No puede haber sido el asesino. Sólo ataca a los indefensos. Esto es diferente, es... —Hizo una pausa mientras trataba de definir qué era—. Es parte de los horrores de todos los días.
Para el funcionario que les había dado la noticia, los cuerpos que flotaban en su río eran algo común. Ella tampoco había dudado de que se hubiera ahogado; había examinado demasiados cuerpos llenos de agua en la mesa de mármol de la morgue de Salerno.
Las personas se ahogaban mientras se daban un baño; los marineros caían por la borda, muchos de ellos no sabían nadar y las olas descomunales les arrastraban mar adentro. Niños, hombres y mujeres se ahogaban en ríos, lagos, fuentes y charcas. La gente hacía apreciaciones erróneas, daba pasos imprudentes. Era una manera habitual de morir.
Percibió los resoplidos impacientes del recaudador de impuestos mientras avanzaban a toda velocidad.
—Nuestro hombre es un perro salvaje. Los perros salvajes saltan a la garganta cuando se sienten amenazados. Simón se había convertido en una amenaza.
—No era muy grande —señaló Gyltha—. Un hombrecillo agradable, pero para un perro salvaje no era más grande que un conejo.
No lo era. Excepto para ser asesinado. La mente de Adelia se resistía a aceptarlo. Ella y Simón habían llegado a Inglaterra para resolver un problema en el que estaba implicada la población de una pequeña ciudad de un país extranjero, no para estar en el mismo aprieto. Se había creído exenta de peligro en virtud de alguna dispensa especial concedida a los investigadores. Y sabía que Simón había pensado lo mismo.
Hizo un alto.
—¿Hemos estado en peligro?
El recaudador de impuestos también se detuvo.
—Me complace comprobar que lo habéis entendido. ¿Pensabais que estaríais eximidos de él?
Nuevamente marchaban a toda velocidad. Sir Rowley y Gyltha hablaban por encima de la cabeza de Adelia.
—¿Lo visteis partir, Gyltha?
—No, se asomó a la cocina para elogiar la comida y me dijo adiós. —La voz de Gyltha se quebró un instante—. El mismo caballero cortés de siempre.
—¿Fue antes de que comenzara el baile?
Gyltha suspiró. Había pasado la noche atareada en la cocina de sir Joscelin.
—No me acuerdo. Es posible. Dijo que se dedicaría a estudiar un par de cuestiones antes de irse a dormir, eso recuerdo. Por eso se iba temprano.
—Dedicarse a estudiar.
—Sus propias palabras.
—Iba a examinar las cuentas.
Como de costumbre, el puente estaba lleno de gente. No era sencillo caminar alineados. Sir Rowley cogió a Adelia firmemente del brazo y avanzaron chocando con los transeúntes, en su mayoría funcionarios reales, luciendo los collares que indicaban su rango. Eran muchos, y todos igualmente apresurados. Adelia se preguntó vagamente para qué habían ido a Cambridge.
La pregunta y la respuesta siguieron rondando en su cabeza.
—¿Dijo que volvería a casa caminando o en bote?
—Estaba ya muy oscuro y seguramente no eligió caminar. —Como la mayor parte de los habitantes de Cambridge, para Gyltha el bote era el único medio de transporte—. Tal vez alguien que salía en ese mismo momento se ofreció a dejarlo en casa.
—Me temo que es lo que sucedió.
—Oh, Dios, ayúdanos.
No, no. Simón no era incauto. No era un niño al que se tienta con jujubes.
Tontamente, como el hombre de ciudad que era, habría intentado caminar por la orilla del río. Habría resbalado en la oscuridad, un accidente, pensaba Adelia.
—¿Quién más se marchó en ese momento? —preguntó Picot.
Pero Gyltha no lo sabía. De todos modos, ya habían llegado al castillo. Ese día no había judíos en el patio interior. En su lugar había más funcionarios, se veían por docenas, como una plaga de escarabajos.
El recaudador de impuestos informó a Gyltha.
—Funcionarios del rey. Han llegado para administrar justicia. Lleva días preparar a los jueces ambulantes. Es por aquí; lo llevaron a la capilla.
Así lo habían hecho, pero cuando llegaron, la capilla estaba vacía, salvo por el sacerdote del castillo, que recorría la nave agitando un incensario tratando de purificarla.
—¿Sabíais que el cadáver era de un judío, sir Rowley? Qué cosa. Pensábamos que era cristiano, pero cuando nos dispusimos a amortajarlo.... —El padre Alcuin cogió del brazo al recaudador de impuestos y se alejó con él para que las mujeres no oyeran—. Cuando lo desvestimos, fue evidente. Estaba circuncidado.
—¿Qué habéis hecho con él?
—No podía estar aquí, por todos los cielos. Pedí que lo retiraran. Éste no es lugar para sepultarlo, por más que los judíos armen un escándalo. He pedido al prior que intervenga. Es un asunto que en realidad compete al obispo, pero el prior Geoffrey sabe cómo calmar a los israelitas.
El padre Alcuin vio a Mansur y palideció. —¿Por qué habéis traído a otro pagano a este lugar sagrado? Sacadlo fuera.
Sir Rowley advirtió la desesperación en el rostro de Adelia. Cogió al pequeño sacerdote de la pechera de su sotana y lo levantó varías pulgadas del suelo.
—¿Adonde han llevado el cuerpo?
—No lo sé, soltadme, demonio. —Picot volvió a depositarlo en el suelo—. Ni me importa —añadió, desafiante. Luego el sacerdote volvió a balancear el incensario y desapareció en una nube de incienso y mal humor.
—No le tratan con respeto —protestó Adelia—. Oh, Picot, haced lo necesario para que sea sepultado como corresponde a un judío. A pesar de su apariencia de humanista cosmopolita, en el fondo Simón de Nápoles había sido un judío devoto. Su propia falta de observancia a los preceptos de la religión siempre le había preocupado. Para Adelia era terrible que su cuerpo fuera enterrado sin más, ignorando los ritos de su religión. Gyltha estaba de acuerdo.
—Eso no está bien —opinó Gyltha—. Lo dice la Biblia: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han colocado»13. —Blasfemias, tal vez, pero las palabras fueron pronunciadas con indignación y dolor.
—Señoras —intervino sir Rowley Picot—, aunque tenga que recurrir al Espíritu Santo, maese Simón será sepultado con la veneración que merece. —Salió y regresó al cabo de un momento—. Al parecer, los judíos ya se lo han llevado.
El recaudador partió hacia la torre de los judíos. Las mujeres lo siguieron; Adelia se aferró a la mano del ama de llaves.
El prior Geoffrey estaba en la puerta de la torre hablando con un hombre al que ella no conocía, aunque podía verse que era un rabino. Lo supo, no por los bucles o la barba sin recortar, ni por su ropa —tan raída como la del resto de los judíos—, sino por sus ojos. Eran los de un erudito, más severos que los del prior Geoffrey, si bien revelaban el mismo grado de conocimientos. Hombres con ojos como ésos habían conversado largamente sobre las leyes del judaismo con su padre adoptivo. Un estudioso del Talmud, pensó Adelia, y se sintió aliviada. Cuidaría del cuerpo de Simón como él habría deseado. Y dado que era algo prohibido, no permitiría que el cadáver fuera sometido a una autopsia, por más que sir Rowley insistiera. Un consuelo para Adelia.
El prior Geoffrey tomó las manos de la joven entre las suyas.
—Mi querida niña, qué golpe, qué golpe para todos nosotros. Para vos, la pérdida debe de ser incalculable. Dios lo tenga en su gloria. Cómo me agradaba ese hombre; la nuestra fue una relación breve, pero pude percibir la dulzura del alma de maese Simón y su muerte me causa un profundo dolor.
—Prior, debe ser sepultado de acuerdo con las leyes de su religión, lo que significa que debe hacerse hoy. Mantener el cuerpo insepulto durante más de veinticuatro horas sería una humillación.
—En cuanto a eso... —El prior Geoffrey estaba incómodo. Se dirigió al recaudador de impuestos, al igual que el rabino. Era un asunto de hombres—. Nos encontramos ante una situación nueva, sir Rowley, en verdad estoy sorprendido de que no haya sucedido antes, pero tal parece que, felizmente por supuesto, ninguno de los miembros de la comunidad del rabino Gotsce refugiada en el castillo ha muerto durante el año que han pasado encarcelados...
—No será por la comida —comentó el rabino Gotsce. Su voz era grave y su cara no mostraba indicios de que estuviera bromeando.
—En consecuencia —continuó el prior— y admito mi responsabilidad en esto, aún no se ha decidido...
—No hay cementerio para los judíos en el castillo —concluyó el rabino Gotsce.
El prior Geoffrey asintió.
—Me temo que el padre Alcuin sostiene que todo el predio del castillo es terreno cristiano.
Sir Rowley hizo una mueca.
—Tal vez esta noche podamos llevarlo a la ciudad a escondidas.
—Tampoco hay cementerio para los judíos en Cambridge —declaró el rabino Gotsce.
Todos lo miraron, excepto el prior Geoffrey, que parecía avergonzado.
—¿Qué hicieron en el caso de Chaim y su esposa? —preguntó
Rowley.
—Están en un terreno sin santificar, con los suicidas. Cualquier otra cosa habría provocado un nuevo tumulto —explicó el prior.
La puerta abierta de la torre, frente a la cual estaban reunidos, dejaba ver el ajetreo que había en su interior. Mujeres con cuencos y lienzos colgados del brazo subían y bajaban la escalera circular mientras un grupo de hombres conversaba de pie en el vestíbulo. En medio de ellos Adelia vio a Yehuda Gabirol, que se mesaba los cabellos. Ella hizo lo mismo, porque a la confusa situación se añadía que alguien estaba sufriendo. La conversación del prior, el rabino y el recaudador de impuestos fue interrumpida una y otra vez por un sonido fuerte y profundo que salía de una de las ventanas más altas de la torre, una mezcla de gruñido y el soplido de un fuelle defectuoso. Los hombres lo ignoraron.
—¿Qué es eso? —preguntó Adelia, pero nadie le prestó atención.
—¿Dónde lleváis habitualmente a vuestros muertos? —quiso saber Rowley.
—A Londres. El rey fue tan considerado como para concedernos un cementerio junto al barrio judío. Siempre lo hacemos así.
—¿Es el único?
—El único. Tanto si morimos en York, como en el límite con Escocia, en Devon o en Cornualles, debemos llevar el ataúd a Londres. Tenemos que pagar un arancel especial, por supuesto. Y contratar a perros para que ladren cuando pasamos por las ciudades. —El rabino sonrió sin regocijo—. Resulta caro.
—No lo sabía —repuso sir Rowley.
—¿Por qué deberíais saberlo? —concedió amablemente el rabino.
—Estamos en un aprieto —señaló el prior Geoffrey—. El pobre hombre no puede ser enterrado en los terrenos del castillo y dudo que podamos eludir a la gente de la ciudad durante el tiempo necesario y con la suficiente seguridad como para llevarlo subrepticiamente a Londres.
¿A Londres? ¿Subrepticiamente? El malestar de Adelia se convirtió en una ira que difícilmente podía contener. Dio un paso adelante.
—Me perdonaréis, pero Simón de Nápoles no es un problema del que haya que deshacerse. Fue enviado a este lugar por el rey de Sicilia para rastrear a un asesino que se encuentra entre vosotros y si este hombre está en lo correcto —dijo señalando al recaudador de impuestos— murió por ese motivo. En nombre de Dios, lo mínimo que podéis hacer por él es sepultarlo respetuosamente.
—Tiene razón, prior —asintió Gyltha—. Era un buen hombre.
Las dos mujeres estaban avergonzando a los hombres. Desde la ventana se oyó otro gruñido que se transformó en un inconfundible grito femenino que produjo mayor bochorno.
El rabino Gotsce se sintió obligado a dar una explicación.
—La señora Dina.
—¿El bebé? —preguntó Adelia.
—Un poco antes de tiempo —anunció el rabino—, pero las mujeres tienen esperanzas de que todo salga bien.
Adelia oyó las palabras de Gyltha.
—«Yahvéh me lo dio, Yahvéh me lo quitó»14.
La doctora no preguntó si Dina estaba bien porque era evidente que no lo estaba. Encorvada, sintió que se liberaba de una parte de su disgusto. En un mundo perverso habría algo nuevo y bueno.
El rabino percibió lo que le sucedía.
—¿Sois judía, señora?
—Fui criada por un judío. No soy más que una amiga de Simón.
—Él me lo dijo. Podéis estar tranquila, hija mía. Para todos los que formamos parte de esta pequeña y desventurada comunidad, el entierro de vuestro amigo es un deber sagrado. Ya hemos realizado el tahará, hemos lavado su cuerpo, lo hemos limpiado de pecado para que comience su viaje hacia la otra vida. Lo hemos vestido con los tajrijim, la sencilla mortaja blanca. Tal y como ha dispuesto el rabino Gamliel, gran sabio, ahora mismo se está fabricando un ataúd de madera de sauce para él. ¿Veis? Me he rasgado las vestiduras por él.
El rabino se había rasgado la pechera de su túnica —ya algo raída— en un gesto ritual de duelo. Adelia tendría que haberse dado cuenta de ello.
—Os estoy muy agradecida, rabino. Pero debo pediros algo más. Él no debe estar solo.
—No está solo. El viejo Benjamín es el shomer, vela por él y está recitando los salmos pertinentes. —Se detuvo y miró a su alrededor. El prior y el recaudador de impuestos estaban discutiendo acaloradamente, y prosiguió en voz queda—: En cuanto al entierro, somos personas flexibles, nos hemos visto obligados a serlo, y el Señor sabe que hay cosas imposibles para nosotros. Será clemente con lo que decidamos. —Su voz se convirtió casi en un susurro—. Hemos descubierto que los preceptos cristianos también son flexibles, especialmente cuando se trata de dinero. Estamos recolectando lo poco que tenemos para comprar una parcela de terreno en este castillo donde nuestro amigo pueda yacer dignamente.
Por primera vez en el día, Adelia sonrió.
—Poseo dinero en abundancia.
El rabino Gotsce retrocedió.
—Entonces, no es necesario preocuparse. —Y tomando la mano de Adelia pronunció la bendición prescrita para los que están de duelo—: «Bendito eres Tú, Señor, Dios Nuestro, Rey del universo, juez verdadero».
Durante un breve instante, Adelia se sintió embargada de una grata serenidad. Tal vez fuera la bendición; tal vez, la compañía de hombres de buena voluntad; tal vez, el alumbramiento del hijo de Dina.
Sin embargo, más allá de las ceremonias con las que fuera sepultado, Simón estaba muerto. El mundo había perdido a alguien muy valioso. Y habían apelado a Adelia para establecer si lo sucedido había sido un accidente o un asesinato. Nadie más que ella podía hacerlo.
La doctora aún se resistía a examinar el cuerpo de Simón. En parte, así lo entendía, por miedo a lo que pudiera decirle. Si la bestia que andaba suelta lo había matado, habría asestado una estocada mortal tanto a Simón, como a su decisión de continuar con la misión. Faltando éste, la responsabilidad era exclusivamente suya; sin él, Adelia no era más que un junco solitario, frágil y temeroso.
Pero el rabino, con quien sir Rowley había sostenido una discusión, no tenía intención de permitir que Adelia se acercara al cuerpo de Simón de Nápoles.
—No —refutaba—, de ningún modo, y mucho menos una mujer.
—Dux femina facti15 —intervino el prior Geoffrey, con sentido práctico.
—Señor, el prior tiene razón —suplicó Rowley—. En lo que atañe a este asunto, quien dirige nuestra empresa es una mujer. Los muertos le hablan, le dicen la causa de su muerte, y, en consecuencia, podremos deducir quién la provocó. Se lo debemos al difunto, pero también, y en nombre de la justicia, para saber si el asesino de los niños también fue el suyo. Por Dios, él investigaba en bien de vuestro pueblo. Si fue asesinado, ¿no queréis que su muerte sea vengada?
—Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor16. —El prior seguía colaborando—. «Álzate de mis huesos, oh vengador, destinado a perseguir con el fuego».
El rabino hizo una reverencia.
—La justicia es buena, señor, pero hemos descubierto que sólo en el otro mundo podremos lograrla. Pedís que lo hagamos en nombre de Dios, pero ¿puede complacer al Señor que no respetemos sus leyes?
—Testarudo el pordiosero —advirtió Gyltha a Adelia, sacudiendo la cabeza.
—Como es característico en un judío.
Adelia solía preguntarse cómo habían sobrevivido esa raza y la religión frente a la hostilidad universal, un hecho para ella inexplicable.
Exilio, persecución, degradación, intentos de genocidio; todos los castigos infligidos al pueblo judío no habían logrado sino aferrarlos aún más tenazmente a sus creencias. Durante la primera cruzada, los ejércitos cristianos —henchidos de fervor religioso y alcohol— habían asumido el deber evangélico de convertir a los judíos con los que se encontraban dándoles la alternativa de ser bautizados o morir. La elección tuvo como resultado la muerte de cientos de judíos.
El rabino Gotsce era un hombre razonable, pero prefería morir en los escalones de su torre antes que violar uno de los principios de su fe permitiendo que una mujer tocara el cadáver de un hombre, más allá del beneficio que pudiera reportar.
Una muestra más de que en lo referente a la inferioridad del sexo femenino, las tres religiones coincidían. De hecho, los judíos devotos agradecían diariamente a Dios no haber nacido mujer.
Mientras la mente de Adelia se ocupaba con estos pensamientos, una enérgica discusión tenía lugar, sobresaliendo entre todas la voz de sir Rowley, que en ese momento se dirigía hacia ella.
—Esto es todo lo que he podido obtener: el prior y yo estamos autorizados para observar el cuerpo. Vos tendréis que permanecer fuera y decirnos qué debemos buscar.
Absurdo, pero nadie había sido excluido, tampoco ella. Con considerable esfuerzo, los judíos habían llevado el cadáver a la sala de lo alto de la torre, la única desocupada, la misma donde ella, Simón y Mansur habían conocido al viejo Benjamín y a Yehuda.
Aparentemente preocupado por la posibilidad de que la joven invadiera la sala, el rabino la conminó, en un exceso de celo profesional, a esperar en el rellano de la escalera, con Salvaguarda a su lado. Oyó que la puerta se abría. El canto del viejo Benjamín irrumpió brevemente en el hueco de la escalera antes de que la puerta volviera a cerrarse.
Picot tenía razón. Simón no debía ser enterrado sin haber sido escuchado. El espíritu de ese hombre vería como una gran profanación que nadie oyera lo que su cuerpo tenía que decir.
Adelia se sentó en un escalón de piedra y trató de serenarse mientras se concentraba en recordar cuáles eran los síntomas de la muerte por ahogamiento. No sería fácil. Sin la posibilidad de cortar una sección de pulmón para ver si estaba hinchado, si contenía lodo o algas, el diagnóstico dependería en buena medida de la exclusión de otras causas de muerte. De hecho, era improbable que hubiera algún signo que les indicara que había sido asesinado. Quizás podría determinar si estaba vivo cuando cayó al agua, pero aun así quedaría otra pregunta sin responder: ¿había caído o le habían empujado?
Oyó la salmodia del viejo Benjamín y el ruido sordo de las botas del recaudador de impuestos, que bajaba la escalera en dirección a ella.
—Tiene un aspecto sereno. ¿Qué hacemos?
—¿Tiene espuma en la boca y en las fosas nasales?
—No. El cuerpo ha sido lavado.
—Presionad el pecho. Si sale espuma, secadla, y volved a presionar.
—No sé si el rabino me lo permitirá. Manos gentiles.
Adelia se puso de pie.
—No le preguntéis, sencillamente, hacedlo. —Nuevamente se había convertido en la doctora de los muertos. Rowley subió apresuradamente la escalera.
«No tendrás que temer del terror de la noche, ni de la flecha que vuela por el día»17.
Adelia se apoyó en el triángulo de la saetera que tenía detrás, distraídamente acarició la cabeza de Salvaguarda y miró el conocido paisaje, el río, los árboles, y más allá, las colinas. Una poesía bucólica de Virgilio.
«Pero me aterroriza pensar en ese paisaje de noche», pensó.
Sir Rowley estaba nuevamente junto a ella.
—Espuma —dijo, secamente—. Las dos veces. Rosada.
Se había caído al agua vivo. Un indicio, pero no una prueba. Podría haber sufrido un paro cardíaco que hizo que se cayera al río.
—¿Hay magulladuras?
—No veo ninguna. Tiene cortes entre los dedos. El viejo Benjamín dijo que encontraron tallos de plantas en ellos. ¿Eso significa algo?
Significaba que Simón estaba vivo cuando había caído al agua. En el terrible minuto —ése era el tiempo estimado— que tardó en morir había arrancado juncos y algas que quedaron dentro de sus manos cuando se cerraron en el espasmo fatal.
—Buscad moretones en la espalda, pero sin ponerlo boca abajo. Está prohibido.
En esta ocasión pudo oírse la discusión entre Rowley y el rabino. Las voces de ambos sonaban bruscas. El viejo Benjamín los ignoraba.
«Sobre los frescos pastos me lleva a descansar, y a las aguas tranquilas me conduce»18.
Sir Rowley ganó. Regresó a donde estaba Adelia.
—Hay moretones aquí y aquí —señaló, posando su mano sobre un hombro e indicando con la otra una línea que atravesaba la parte superior de la espalda—. ¿Fue golpeado?
—No. Sucede a veces. El esfuerzo por volver a la superficie rompe los músculos que rodean los hombros y el cuello. Se ahogó, Picot. Es todo lo que puedo deciros. Simón se ahogó.
—Hay otro moretón muy distinto —añadió Rowley. Esta vez se llevó el brazo a la espalda y dibujó un círculo con los dedos, entre los omóplatos—. ¿Qué pudo haberlo causado? —Al ver que la doctora fruncía el ceño, escupió en el escalón donde estaba parado y se arrodilló para delinear un pequeño círculo mojado en la piedra—. Algo así. Redondo, distinto, como os dije. ¿Qué puede ser?
—No lo sé. —La exasperación se apoderó de ella. Con sus nimias leyes y el temor a la impureza innata de las mujeres, estaban erigiendo una barrera entre médico y paciente. Simón la llamaba y ellos no le permitían escucharlo—. Perdonadme —dijo.
La doctora subió las escaleras y entró en la sala. El cuerpo yacía de lado. En un instante salió fuera otra vez.
—Fue asesinado —le anunció a Rowley.
—¿El mástil de una barca?
—Es probable.
—¿Le hundieron con él?
—Sí.
Capítulo 11
La muralla era una fortificación desde la cual los arqueros podían repeler —como sucedió durante la guerra entre Esteban y Matilda— un ataque al castillo. Ese día estaba silenciosa y vacía, salvo por el centinela que hacía su ronda y la mujer —cubierta por una capa y con un perro a su lado— que estaba de pie junto a una de las almenas, a quien saludó sin obtener respuesta.
Era una hermosa tarde. La brisa del oeste, que había desplazado la lluvia hacia el este, arrastraba unas nubes que parecían lana de cordero por el impecable cielo azul; inflaba los techos de lona de los puestos del mercado; agitaba los gallardetes de los barcos amarrados junto al puente; mecía las ramas de los sauces en una danza armónica y formaba en el río brillantes olas irregulares, tornando más bello y vivido el paisaje que Adelia despreciaba. Parecía no verlo.
«¿Cómo habría podido hacerlo? ¿Cómo habría conseguido llevarlo hasta una posición que le permitiera empujarlo al agua?», se preguntaba. No habría requerido mucha fuerza para golpearlo con el mástil en la espalda. Habría descargado todo su peso sobre él de modo que no pudiera moverse. Un minuto o dos, quizás, mientras escarbaba como un escarabajo, y esa vida sensible y bondadosa se había extinguido.
Oh, Dios, ¿cómo había sucedido? Adelia imaginó oleadas de barro dificultando la visión de las algas que le rodeaban y le atrapaban, agónicas burbujas indicando los últimos rastros de respiración. Comenzó a respirar con dificultad, sintió el pánico de quien está tragando agua, pese a que inhalaba el aire limpio de Cambridge. «Basta. Esto no le ayudará», se conminó. ¿Qué podría ayudarle?
Sin duda, encontrar al asesino —que era también el asesino de los niños— y llevarlo ante un tribunal, pero cuánto más difícil sería lograrlo sin él. «Probablemente tengamos que hacerlo antes de que este asunto esté terminado, doctora. Pensar como él piensa».
Ella le había respondido: «Vos lo haréis, sois el clarividente». Supo entonces que debía tratar de adentrarse en una mente que veía la muerte como algo conveniente, y en el caso de los niños, placentero. Pero se sentía empequeñecida. La ira despertada por la tortura de los niños había sido la de un deus ex machina, que estaba allí para poner las cosas en orden. Ella y Simón se habían mantenido al margen, sin llegar a involucrarse; no eran su continuidad sino su conclusión. Pero su tácita intangibilidad —no estaba previsto que los dioses se conviertan en mortales— se había quebrado con la muerte de Simón, arrojando a Adelia al mismo saco que los habitantes de Cambridge, tan ignorantes e indefensos como minúsculas briznas, sacudidas por el viento, en manos del destino.
Ahora compartía el dolor de Agnes, sentada ante su choza; de Hugh, el cazador que se lamentaba por su sobrina; de Gyltha y de cualquier otro hombre o mujer que pudieran perder a un ser amado.
Sólo cuando oyó unos pasos conocidos que avanzaban hacia ella supo que los había estado esperando. Saber que el recaudador de impuestos era tan inocente de los crímenes como ella misma le había proporcionado una tabla de salvación a la que aferrarse. Y de no ser porque aquella revelación la desconcertaba, se habría alegrado de disculparse humildemente por sospechar de él.
Era preferible parecer una persona imperturbable, excepto con sus seres más cercanos. Adoptaba la actitud amable pero distante de quien había elegido su profesión respondiendo a la llamada del dios de la medicina. Era su coraza para desviar la impertinencia, el exceso de confianza y, en ocasiones, el descarado atrevimiento con que sus alumnos y sus primeros pacientes habían intentado tratarla. En efecto, Adelia se veía como un ser apartado de la humanidad, un fortín sereno y oculto con el que sus semejantes podían contar si era necesario, aunque nunca se dejara involucrar.
Pero ante el dueño de los pasos que se aproximaban Adelia había mostrado dolor y pánico, había pedido ayuda, rogado, se había apoyado en él, aun en medio de su sufrimiento había agradecido que estuviera junto a ella.
En consecuencia, el rostro con que Adelia miró a sir Rowley Picot estaba pálido.
—¿Cuál ha sido el veredicto?
No había sido convocada para mostrar las pruebas al jurado que precipitadamente se había constituido para investigar la muerte de Simón. Sir Rowley había creído que revelar su condición de experta en la muerte no le beneficiaría ni a ella ni a la verdad.
«Sois mujer, y extranjera. Aun cuando os creyeran, sólo os granjearíais una mala reputación. Yo les mostraré la magulladura en la espalda y explicaré que él estaba investigando las finanzas del asesino de los niños, y que por ese motivo se convirtió en su víctima. Pero dudo que el funcionario a cargo de la investigación o el jurado, todos aldeanos, tengan la inteligencia necesaria para desenredar esa intrincada madeja con algún argumento creíble».
A juzgar por el aspecto de sir Rowley, no lo habían hecho.
—Muerte accidental por ahogamiento —anunció—. Me han tomado por loco. —El recaudador apoyó las manos en una almena y lanzó un exasperado suspiro hacia la ciudad, que se veía más abajo—. Todo lo que pude lograr es socavar apenas su convicción de que el hombre que mató al pequeño Peter y a los otros niños fue uno de los suyos y no un judío.
Durante un segundo algo se irguió en la turbulenta mente de Adelia, mostrando su horrenda dentadura; luego volvió a hundirse en ella, para ocultarse detrás del dolor, la desilusión y la ansiedad.
—¿Y el entierro?
—Ah, venid conmigo —indicó Picot.
En un instante el servil Salvaguarda se irguió sobre sus patas como husos y salió trotando tras él. Adelia lo siguió más lentamente.
En el gran patio, la construcción progresaba. Los golpes insistentes y ensordecedores del martillo en la madera ahogaban el parloteo de los funcionarios. En un rincón se montaba un nuevo patíbulo con tres horcas que utilizarían los tribunales cuando los jueces ambulantes vaciaran las cárceles del condado y juzgaran los casos de las personas acusadas. Junto a las puertas del palacio se había instalado una larga mesa y un banco a los que se llegaba subiendo unos escalones —casi a la altura de la cuerda del cadalso— para que los jueces quedaran por encima de la multitud.
El estruendo se debilitó un poco cuando sir Rowley, seguido por Adelia y su perro, doblaron una esquina. Dieciséis años de paz con el rey de la Casa de Anjou habían permitido que los alguaciles de Cambridgeshire se construyeran una prolongación de sus aposentos, de modo que bajando unos peldaños se llegaba a un jardín rodeado de muros al que se accedía desde el exterior por un arco.
Dentro todo era silencio. Adelia podía oír las primeras abejas del verano volando de una flor a otra.
Un verdadero jardín inglés, un espacio concebido para el esparcimiento y el cultivo de plantas medicinales y no como un monumento. En esa época del año carecía de colores, excepto por las prímulas que crecían entre las piedras de los senderos y la mancha azulada de un parterre de violetas que se apiñaban siguiendo la parte baja de un muro. Se sentía la frescura del follaje y el olor a tierra.
—¿Esto servirá? —preguntó sencillamente sir Rowley. Adelia lo miró, muda—. Es el jardín del alguacil y su esposa. Han accedido a que Simón sea sepultado aquí —explicó Picot con exagerada paciencia. Luego la cogió del brazo y la condujo hacia un sendero donde un cerezo silvestre desparramaba sus delicados capullos blancos sobre la descuidada hierba, salpicada de margaritas—. Éste es el lugar que hemos elegido.
Adelia cerró los ojos e inspiró profundamente.
—Quiero pagarles —dijo al cabo de un rato.
—De ninguna manera —se negó el recaudador, ofendido—. En realidad, no me he expresado bien al decir que es el jardín del alguacil, pues, en última instancia, es el jardín del rey. Él es el propietario de cada acre de tierra inglesa, excepto las que pertenecen a la Iglesia. Y como Enrique Plantagenet aprecia a sus judíos y yo soy su representante, sencillamente me limité a señalar al alguacil Baldwin que al ceder un espacio a los judíos se lo cedía al rey. Lo que también hará, de otra manera y en breve, porque Enrique tiene previsto visitar el castillo, otro factor que señalé a su señoría. —Sir Rowley hizo una pausa y frunció el ceño—. Tendré que presionar al rey para que en cada ciudad haya un cementerio judío. Es un escándalo que carezcan de ellos. No creo que esté al tanto.
Tal vez no fuera cuestión de dinero, pero Adelia sabía a quién debía pagar. Había tiempo para hacerlo, y adecuadamente.
La doctora flexionó su rodilla ante Rowley Picot en una profunda reverencia.
—Señor, estoy en deuda con vos. No sólo por esta muestra de amabilidad, sino por las injustas sospechas que albergué con respecto a vuestra persona. Lo siento profundamente.
Rowley la miró.
—¿Qué sospechas?
Adelia hizo un gesto vago.
—Pensé que podíais ser el asesino.
—¿Yo?
—Habéis ido a las cruzadas. Según creo, también él. Habéis estado en Cambridge en las fechas pertinentes y en Wandlebury Ring la noche en que fueron trasladados los cuerpos de los niños... —Por Dios, cada vez que exponía su teoría le parecía más razonable. ¿Por qué debía disculparse?—. ¿Qué otra cosa cabía pensar? —preguntó.
Parecía estar petrificado. Sus ojos azules la miraban y la señalaba con el dedo, incrédulo. Luego se señaló a sí mismo.
—¿Yo?
Adelia se impacientó.
—Veo que era una sospecha vil.
—Condenadamente vil —insistió sir Rowley, tan enérgicamente que espantó a un petirrojo que emprendió el vuelo—. Señora, debo haceros saber que me gustan los niños. Sospecho que soy padre de algunos, aun cuando no puedo reivindicar mi paternidad. He estado buscando a ese bastardo, os lo dije.
—El asesino también podía haberlo dicho. No explicasteis por qué.
Picot lo pensó un instante.
—¿No lo hice? En rigor, sólo me importa a mí, aunque dadas las circunstancias... Esto será una confidencia, señora —declaró mirando a Adelia.
—Guardaré el secreto.
A pocos pasos de donde estaban había un bancal de hierba. Tiernas hojas de lúpulo formaban un tapiz contra los ladrillos del muro. Rowley lo señaló y se sentó junto a Adelia, con las manos enlazadas sobre las rodillas.
—Para empezar, debo deciros que soy un hombre afortunado. —Había sido afortunado por tener un padre que hacía monturas y arneses para el señor de Aston en Hertfordshire y se encargó de que tuviera educación; por tener una figura y una fortaleza que llamaban la atención; por tener un cerebro ávido de conocimientos...—. También deberíais saber que mi destreza matemática es sobresaliente, al igual que mi dominio de lenguas...
Nada tímido para hablar con franqueza, pensó Adelia, divertida. Era algo que solía decir Gyltha.
Las habilidades del joven Rowley Picot habían sido advertidas tempranamente por el amo de su padre, que lo envió a la escuela pitagórica de Cambridge, donde estudió las ciencias de los griegos y los árabes y donde, a su vez, fue recomendado por sus tutores a Geoffrey de Luci, canciller de Enrique II, quien le dio trabajo.
—¿Como recaudador de impuestos? —preguntó Adelia con inocencia.
—En principio, como funcionario del alto tribunal encargado de las causas de derecho privado —explicó sir Rowley—. Finalmente, llegué a trabajar para el propio rey, por supuesto.
—Por supuesto.
—¿Puedo continuar con el relato —quiso saber Picot— o preferís que hablemos del clima?
—Os ruego que continuéis, señor. Estoy verdaderamente interesada —pidió Adelia, recapacitando.
¿Por qué se burlaba de él precisamente ese día? Él, que lograba con sus hechos y palabras hacer su sufrimiento más llevadero. «Oh, por Dios», pensó, horrorizada. El hombre le resultaba atractivo.
La revelación surgió como un ataque, como si hubiera estado acechando en algún lugar estrecho y secreto dentro de ella y súbitamente hubiera crecido demasiado para seguir pasando inadvertido.
¿Atractivo? Con sólo pensarlo las piernas le flaqueaban, su mente sentía una especie de embriaguez, y también algo parecido a la incredulidad ante lo inverosímil y el reproche ante un descubrímiento tan inoportuno.
«Es un hombre demasiado liviano para mí», se decía Adelia. «No por su peso, ciertamente, sino por su frivolidad. Un trastorno, una locura causada por un jardín en verano y su imprevista amabilidad. O se debe a que en este momento estoy desolada. Pasará. Tiene que pasar».
Sir Rowley hablaba animadamente sobre Enrique II.
—Soy el hombre del rey en todo. Hoy soy su recaudador de impuestos. El día de mañana estaré a su disposición para lo que él decida. ¿Quién era Simón de Nápoles? ¿Qué hacía?
—Era... —Adelia trataba de ordenar sus ideas—. ¿Simón? Bueno... entre otras cosas, trabajaba secretamente para el rey de Sicilia. —La doctora trató de dominar sus manos; él no debía notar que le temblaban. Se concentró—. Alguna vez me confesó que era semejante a un doctor de lo incorpóreo, como una persona que enmendaba situaciones desafortunadas.
—Un hombre encargado de darles solución. «No os preocupéis, Simón de Nápoles se ocupará de esto».
—Sí, supongo que eso era.
El hombre que estaba a su lado asintió, y como ella sentía un feroz interés en saber quién era, y todo lo concerniente a él, comprendió que también era un hombre encargado de dar soluciones y que el rey de Inglaterra habría dicho en angevino: «Ne vous en faites pas, Picot va tout arranger».
—Es extraño, ¿verdad? —sugirió sir Rowley—, que la historia comience con un niño muerto.
Un niño de sangre real, heredero del trono de Inglaterra y del imperio que su padre había construido para él. Guillermo Plantagenet, hijo del rey Enrique II y de la reina Leonor de Aquitania, nacido en 1153. Muerto en 1156.
—Enrique no cree en las cruzadas: «Daos la vuelta y mientras estéis lejos algún bastardo os robará el trono». —Rowley sonrió—. Sin embargo, Leonor sí cree en ellas y participó en una cruzada con su primer esposo.
Su viaje había generado una leyenda que aún se cantaba en toda la cristiandad —si bien no en las iglesias— y que trajo a la mente de Adelia imágenes de una amazona con los pechos desnudos, avanzando por las arenas del desierto, refulgente y maliciosa, mientras arrastraba a Luis, el pobre y piadoso rey de Francia tras ella.
—A pesar de ser muy pequeño, Guillermo era muy decidido y había jurado que iría a las cruzadas cuando creciera. Incluso Leonor y Enrique habían fabricado una pequeña espada para él, y después de la muerte de su hijo ella quiso que fuera llevada a Tierra Santa.
Sí, pensó Adelia, conmovida. Había visto muchos casos así de paso por Salerno: un padre que llevaba la espada de su hijo, o viceversa, camino a Jerusalén —una cruzada en nombre de otro— como resultado de una penitencia o para cumplir un juramento propio o una promesa que sus muertos no pudieron satisfacer.
Tal vez uno o dos días antes no se habría conmovido tanto, pero la muerte de Simón y esa nueva e imprevista atracción parecían haberla sensibilizado frente al doloroso amor de toda la humanidad. Qué lamentable.
—Durante mucho tiempo el rey se negó a enviar a alguien. Sostenía que Dios no le negaría el Paraíso a un niño de tres años por no haber cumplido un juramento. Pero la reina no le daba tregua y en consecuencia, hace unos siete años, eligió a Guiscard de Saumur, uno de sus tíos de la Casa de Anjou, para llevar la espada a Jerusalén. —Rowley volvió a sonreír para sus adentros—. Enrique siempre actúa con conocimiento de causa. Lord Guiscard era el candidato idóneo: fuerte, emprendedor y conocedor de Oriente, pero de mal carácter como todos los Anjou. Una disputa con uno de sus vasallos amenazaba la paz en Anjou, por lo que el rey pensó que si Guiscard estaba ausente durante un tiempo las cosas se calmarían. Un guardia montado lo acompañaría. Enrique pensaba también que debía enviar a uno de sus hombres con Guiscard, un hombre astuto, con habilidades diplomáticas, o, como él mismo declaró: «Alguien lo suficientemente fuerte para mantener al cabrón lejos de los problemas».
—¿Vos? —preguntó Adelia.
—Yo —asintió Rowley—. Al mismo tiempo, Enrique me nombró caballero porque sería el encargado de transportar la espada. La propia Leonor la sujetó con una correa a mi espalda y desde ese día hasta que la dejé nuevamente en la tumba del pequeño Guillermo, nunca me aparté de ella. Por la noche, cuando me la quitaba, dormía con ella al lado. Y así, partimos hacia Jerusalén. —El nombre de esa ciudad se apoderó del jardín y de ellos dos, invadiendo el aire con la adoración y la agonía de tres religiones que mantenían una relación hostil, como astros que emiten su propia vibración mientras se precipitan hacia el choque—. Jerusalén —volvió a decir Rowley y citó a la reina de Saba—: «Yo no creía en ello hasta que he venido y lo han visto mis ojos. En realidad, no se me dijo ni la mitad»19.
Sobrecogido, había pisado las mismas piedras que el Salvador había santificado, había avanzado de hinojos a lo largo de la Vía Dolorosa, se había postrado, llorando, en el Santo Sepulcro. En aquel entonces agradeció que ese núcleo de máxima virtud hubiera sido liberado de la tiranía de los infieles por los hombres de la primera cruzada, para que los peregrinos cristianos pudieran volver a venerarlo, como él hacía. No encontraba palabras para expresar su admiración por ellos.
—Aún hoy no comprendo cómo lo lograron. —Sir Rowley meneaba la cabeza, como si continuara preguntándoselo—. Moscas, escorpiones, sed, calor; los caballos morían mientras los jinetes cabalgaban y no era posible tocar la maldita armadura sin ampollarse los dedos. Fueron diezmados por las enfermedades. Dios nuestro padre estaba con ellos. De otro modo no podrían haber recuperado la morada de su hijo. Al menos, eso pensaba entonces.
También había otros placeres, más profanos. Los descendientes de los primeros cruzados se habían adaptado a la tierra que llamaban Ultramar. En efecto, era difícil distinguirlos de los árabes, cuyo modo de vida imitaban.
El recaudador de impuestos describió los palacios de mármol, los patios con fuentes e higueras, los baños.
—Os lo juro, los grandes baños moriscos están bajo el nivel del suelo.
El aroma intenso y punzante de la seducción impregnaba el pequeño jardín.
Si bien a todos los caballeros de la expedición les cautivó la peculiar, extravagante y exótica santidad del lugar, a Rowley le había fascinado especialmente su carácter difuso y complejo.
—Era desconcertante. Todo estaba enmarañado. No hablo sólo de cristianos contra sarracenos, nada es tan sencillo. Creía, Dios santo, que un hombre era mi enemigo porque creía en Alá. Y, oh, Dios, que aquel que se arrodillaba delante de una cruz era un cristiano y debía estar de mi lado. Pero nada era necesariamente así, aunque ese hombre, en efecto, fuera un cristiano. Era igualmente probable que se hubiera aliado con un príncipe musulmán.
Por lo que Adelia sabía, los mercaderes italianos habían comerciado alegremente con sus pares musulmanes de Siria y Alejandría mucho antes del año 1096, cuando el papa Urbano llamó a liberar los Santos Lugares del dominio de los mahometanos. Habían maldecido la expedición salvadora, y volvieron a hacerlo en 1147, cuando los hombres de la segunda cruzada llegaron nuevamente a Tierra Santa sin más claridad que sus predecesores acerca del mosaico de culturas que invadían el lugar. De ese modo, habían deteriorado el rentable intercambio que había existido entre diferentes religiones a lo largo de generaciones.
Mientras Rowley describía la mezcla que lo había subyugado, Adelia se angustiaba. Sus últimas defensas se derrumbaban ante él. Siempre dispuesta a calificar y descalificar, encontraba en ese hombre una capacidad de percepción inusual para un cruzado. No. No. Ese capricho debía desaparecer. No debía admirarlo. No quería enamorarse.
Rowley, ignorante de sus tribulaciones, continuó con su relato.
—En principio me asombró que el apego de judíos y musulmanes por el Santo Templo fuera tan ferviente como el mío. Para ellos era un lugar igualmente sagrado.
Si bien en un primer momento esa certeza no había abierto paso a la duda acerca de la causa de los cruzados —eso «llegaría más tarde»—, comenzó a disgustarle la intolerancia, manifiesta e intimidatoria, de la mayoría de los recién llegados. Prefería el modo de vida y la compañía de aquellos que eran descendientes de cruzados, que se habían adaptado a ese crisol de culturas. Gracias a su hospitalidad, el aristocrático Guiscard y su séquito habían podido disfrutar de esa diversidad.
No tenían motivo para regresar a casa. Aprendían árabe, se bañaban en agua aromatizada con aceites, cazaban junto a sus anfitriones con pequeños y feroces halcones de Berbería, vestían cómodas túnicas y disfrutaban de la compañía de mujeres complacientes, bebidas refrescantes, almohadones mullidos, sirvientes negros, comidas condimentadas con especias. Cuando se preparaban para la batalla, cubrían su armadura con ropones para protegerse del sol. De ese modo, salvo por la cruz que exhibía su escudo, no se diferenciaban de los sarracenos.
Guiscard y su pequeño ejército entraron en guerra. Los peregrinos se transformaron en cruzados. El rey Amalarico había alistado urgentemente a todos los francos para evitar que el general árabe Nur al Din —que había marchado hacia Egipto— lograse unir a los musulmanes para luchar contra los cristianos.
—Un gran guerrero, Nur al Din, y un gran bastardo. En aquel momento nos parecía que al unirnos al ejército del rey de Jerusalén nos uníamos al Rey de los Cielos.
Y así partieron hacia el sur.
Adelia advirtió que pese a que había hecho un relato minucioso, dibujando para ella domos blancos y dorados, grandes hospitales, calles repletas de gente, inmensos desiertos, los hechos inherentes a la cruzada eran exiguos.
—Una sagrada locura. —Aparentemente era todo lo que Rowley tenía que decir sobre la guerra, aunque agregó—: Aun así, hubo caballerosidad por parte de ambos bandos. Cuando Amalarico enfermó, Nur al Din decidió interrumpir la lucha hasta que se restableciera.
Pero el ejército cristiano estaba formado por la escoria de Europa. Como consecuencia del perdón que el Papa otorgaba a pecadores y criminales, en tanto estuvieran dispuestos a seguir el camino de las cruzadas, habían llegado a Ultramar hombres que mataban indiscriminadamente, con la certeza de que sin importar lo que hicieran, Jesús los recibiría en sus brazos.
—Eran como ganado —precisó—, que apestaba tanto como los corrales de donde provenían. Habían escapado de la servidumbre, querían tierras y riquezas.
Masacraban a griegos, armenios y coptos, cristianos más antiguos que ellos, porque pensaban que eran infieles. Judíos y árabes, versados en la filosofía de griegos y romanos, y avanzados en matemáticas, medicina y astronomía, ciencias que los semitas habían legado a Occidente, caían ante hombres que no sabían leer ni escribir, ni veían motivo alguno para aprender a hacerlo.
—Amalarico trató de mantenerlos bajo control —repuso Rowley—, pero continuaban acechando como buitres. Al volver a nuestras líneas descubrimos que habían abierto la barriga a los cautivos porque pensaban que los musulmanes se tragaban las piedras preciosas para ponerlas a salvo. Mujeres, niños, no importaba nadie. Algunos no llegaron a formar parte del ejército, organizaron bandas que vagaban por los caminos para saquear las caravanas que transportaban mercancías. Incendiaban y saqueaban, y si eran capturados decían que lo hacían por la inmortalidad de su alma. Probablemente sigan haciéndolo. —El cruzado hizo una pausa—. Y nuestro asesino era uno de ellos.
Adelia levantó rápidamente la cabeza para mirarlo.
—¿Lo conocéis? ¿Estuvo allí?
—Nunca lo vi, pero sí, estaba allí. —El petirrojo había regresado. Revoloteó sobre un arbusto de lavanda y miró un instante a los dos seres silenciosos del jardín antes de emprender el vuelo detrás de un acentor—. ¿Sabéis lo que estamos consiguiendo con nuestras grandiosas cruzadas? —preguntó sir Rowley. Adelia meneó la cabeza. La decepción no era una expresión propia del rostro de ese hombre, pero apareció en ese momento, envejeciéndole. Supuso que la amargura yacía escondida, oculta bajo la máscara de su jovialidad—. Os diré qué están logrando. El odio que están suscitando en los árabes supera en mucho el que sus distintos pueblos solían tenerse entre sí. Conseguirán que se alie contra la cristiandad una fuerza tan poderosa como jamás se ha visto. El islam.
Rowley se dirigió a la casa. Ella lo observó alejarse. Ya no le parecía rechoncho. ¿Cómo había podido pensar algo semejante? Era corpulento.
Le oyó pedir cerveza.
Picot regresó con jarras en ambas manos y le ofreció una.
—La confesión da sed —señaló.
¿Era así? Adelia tomó la jarra y bebió de ella, incapaz de apartar los ojos del hombre. Intuía con espantosa claridad que, cualquiera que fuera el pecado que tuviera que confesar, lo absolvería.
Rowley estaba de pie, mirando a la doctora.
—Llevé a la espalda la espada de Guillermo Plantagenet durante cuatro años. Durante las batallas, la colocaba bajo mi cota de malla para que no se dañara. Me dejó una marca tan profunda en la piel que todavía conservo una cicatriz con forma de cruz, semejante a la del asno que llevó a Jesús a Jerusalén. La única cicatriz de la que estoy orgulloso. —Rowley entornó los ojos—. ¿Queréis verla?
Adelia le sonrió.
—Tal vez en otro momento.
La doctora se reprochó ser una mujer fácil, seducida hasta el enamoramiento por el relato de un soldado. Ultramar, valentía, cruzadas, una fantasía romántica. Debía recuperar la compostura.
—Muy bien, en otro momento —concedió Rowley. Bebió de su cerveza y se sentó—. ¿Dónde estaba? Oh, sí. En ese momento íbamos hacia Alejandría. Debíamos evitar que Nur al Din construyera sus embarcaciones en los puertos de la costa de Egipto. Los sarracenos no habían comenzado la guerra naval, pero lo harían algún día. Y como dice el proverbio árabe, es mejor oír las flatulencias de los camellos que los rezos de los hombres. De modo que allí estábamos, luchando en medio del Sinaí. Arena, calor y el viento que los musulmanes denominan jamsin azotaban nuestros ojos. Arqueros escitas a caballo atacaban desde todos los ángulos. Malditos centauros, las flechas caían sobre nosotros como una plaga de langostas. Hombres y caballos terminaban como erizos. La sed. Y en medio de todo aquello, Guiscard enfermó gravemente. En toda su vida apenas si había enfermado y de pronto se sintió aterrorizado por la idea de su finitud. No quería morir en tierra extranjera. «Llevadme a casa. Prometedme que me llevaréis hasta Anjou», imploró. Se lo prometí.
En nombre de su amo enfermo, Rowley había tenido que rogar de rodillas al rey de Jerusalén que le concediera autorización para regresar a Francia.
—A decir verdad, me alegré. Estaba hastiado de tanta muerte. Me preguntaba constantemente si Jesucristo había venido a la tierra para eso. Y la idea del niño que en la tumba esperaba su espada empezaba a quitarme el sueño. Aun así... —Sir Rowley terminó su cerveza y luego meneó la cabeza, cansado—. Aun así, al decir adiós me sentí culpable, un traidor. Os lo juro, jamás habría partido antes de ganar la guerra si Guiscard no me hubiera elegido para llevarlo de vuelta a casa.
No, pensó Adelia. No lo habría hecho. Pero ¿por qué se disculpaba? Estaba vivo, y también los hombres a los que habría podido matar si hubiera permanecido allí. ¿Por qué le avergonzaba más haber abandonado una guerra como aquélla que haberla continuado? Tal vez fuera la bestia que habita en todos los hombres, y por todos los cielos, se dijo. «Mi emoción se debe sin duda a la mala bestia que hay en mí».
—Comencé a organizar el viaje de regreso. Sabía que no sería fácil. Estábamos en medio del Desierto Blanco, en un lugar llamado Bahariya, un asentamiento grande por ser un oasis, pero me sorprendería que Dios alguna vez hubiera oído hablar de él. Intenté volver hacia el oeste, para dar con el Nilo y navegar en dirección a Alejandría, que todavía no había caído en manos enemigas. Desde allí podríamos cruzar a Italia. Pero además de la caballería escita, de los asesinos escondidos detrás de cada maldito arbusto y los pozos envenenados, estaban nuestros propios bandoleros cristianos en busca del botín, y a lo largo de los años Guiscard había adquirido tantas reliquias, joyas y sedas que nos veíamos obligados a viajar con una caravana de mulas de dos yardas de largo, que no hacía más que incitar al saqueo. Por eso llevábamos rehenes.
Adelia sacudió la jarra.
—¿Rehenes?
—Por supuesto. —Rowley estaba irritado—. Allí es algo normal. Como comprenderéis, no buscábamos exigir un rescate, como se hace en Occidente. En Ultramar, los rehenes son un resguardo. Eran una garantía, un contrato, una forma viviente de buena voluntad, una promesa de que el acuerdo sería respetado; formaban parte del intercambio diplomático y cultural entre razas. Princesas de los francos, de sólo cuatro años de edad, eran retenidas para garantizar una alianza entre sus padres, cristianos, y los captores moros. Los hijos de grandes sultanes vivían en los hogares de los francos, en ocasiones durante años, como garantía de que la conducta de su familia sería la correcta. Los rehenes evitan derramar sangre. Son un buen recurso. Es como estar en una ciudad sitiada y tratar de llegar a un acuerdo con quienes imponen el sitio. Se necesitan rehenes para garantizar que los bastardos no entren en la ciudad violando y matando, y que aquellos que se rinden no adopten represalias. En el caso de que alguien deba pagar un rescate y no reúna inmediatamente la suma exigida, tiene la posibilidad de ofrecer rehenes como garantía por la parte que adeuda. Los rehenes se utilizan para casi todo. Cuando el emperador Nicéforo quiso que un poeta árabe fuera a su corte, entregó rehenes al califa Harun al Rashid, a cuyo servicio estaba el poeta, como garantía de que el hombre sería reintegrado al califa según lo pactado. Es algo semejante a empeñar bienes.
Adelia meneaba la cabeza, asombrada.
—¿Y funciona?
—A la perfección. —Rowley meditó sobre lo que había dicho—. Bueno, casi siempre. Nunca advertí que un rehén saliera mal parado, aunque me han contado que los primeros cruzados fueron bastante rudos. —Picot estaba ansioso por tranquilizar a Adelia—. Es un método excelente. Preserva la paz, facilita el entendimiento entre bandos. Sin ir más lejos, esos baños moriscos... Nosotros, hombres de Occidente, jamás habríamos sabido de ellos si algún rehén de noble cuna no hubiera exigido a su regreso que los instalaran.
Adelia se preguntaba cómo funcionaba esa reciprocidad. ¿Qué enseñaban a cambio los caballeros europeos —de cuya higiene no tenía un alto concepto— a sus captores?
Se estaba desviando del tema central. El relato era minucioso. Rowley no quería que terminara, y ella tampoco, parecía terrible.
—De modo que tomé rehenes. —Adelia observó los dedos crispados de sir Rowley, aferrados a la túnica—. Había enviado un emisario a Al Hakim Biamrallah de Farafra, el hombre que tenía bajo su control la mayor parte de la ruta que debíamos recorrer. Hakim era fatimí, pertenecía a la rama chií del islam. Sus hombres se estaban pasando a nuestro lado, en contra de Nur al Din, que no era fatimí. —La miró por encima del hombro—. Os advertí que era complicado. El emisario había llevado obsequios y había pedido rehenes para garantizar la seguridad de Guiscard, sus hombres y sus bestias de carga en su recorrido hacia el Nilo. Allí íbamos a liberarlos. Los hombres de Hakim recogerían a los rehenes en ese lugar.
—Entiendo —asintió Adelia, muy suavemente.
—Un viejo zorro astuto, Hakim. —Lo dijo con admiración; era el reconocimiento de un zorro a otro—. Pese a su larguísima barba blanca, tenía esposas a montones. Ya nos habíamos encontrado varias veces, habíamos cazado juntos. Me gustaba.
Adelia seguía mirando las manos de Rowley, que asían la túnica como un halcón la muñeca de su amo. Le gustaban esas manos.
—¿Y él aceptó?
—Oh, sí. Aceptó. El emisario regresó sin los obsequios y con los rehenes. Eran dos muchachos. Ubayd, el sobrino de Hakim, y Jaafar, uno de sus hijos. Ubayd tenía alrededor de doce años. Jaafar... Jaafar tenía ocho, era el favorito de su padre. —El recaudador de impuestos hizo una pausa y continuó, abstraído—. Chicos agradables, bien educados, como todos los niños sarracenos. Les entusiasmaba ser rehenes en nombre de su tío y de su padre. Se sentían importantes. Para ellos era una aventura. —Las grandes manos se curvaron, mostrando los huesos de los nudillos—. Una aventura —repitió.
El portón del jardín del alguacil chirrió y entraron dos hombres con picos. Pasaron delante de sir Rowley y Adelia saludando con el sombrero, y siguieron por el sendero rumbo a un cerezo, donde comenzaron a cavar.
Sin hacer comentarios, el hombre y la mujer que estaban sentados en el banco de hierba giraron la cabeza para mirarlos como si se tratara de sombras distantes que nada tenían que ver con ellos; como si la acción transcurriera en un lugar totalmente distinto.
—Me tranquilizó descubrir que Hakim no sólo había enviado conductores de mulas y camellos para ayudarlos a transportar los bienes de Guiscard, sino también un par de guerreros para custodiarlos. Para entonces, nuestro grupo de caballeros había mermado. James Selkirk y D'Aix habían sido asesinados en Antioquía. Gerard de Nantes había muerto en una gresca en una taberna. Los únicos supervivientes del grupo original éramos Guiscard, Conrad de Vries y yo. Guiscard, demasiado débil para montar a caballo, viajaba en un palanquín que avanzaba al paso de los esclavos que lo cargaban, por lo que el viaje a través del árido paisaje se hizo arduo y lento. La salud de Guiscard fue empeorando, hasta que no pudimos seguir adelante. Estábamos a mitad de camino, era tan complicado regresar como continuar. Pero uno de los hombres de Hakim conocía un oasis a una milla del camino. Llevamos a Guiscard hasta allí y montamos nuestras tiendas. Era un lugar diminuto, con algunas palmeras de dátiles. Estaba vacío, pero milagrosamente su fuente tenía agua dulce. Allí murió Guiscard.
—Lo lamento —dijo Adelia. El abatimiento del hombre que tenía a su lado era casi palpable.
—También lo lamenté yo, y mucho. —Rowley levantó la cabeza—. Mas no había tiempo para sentarse a llorar. Vos, mejor que nadie, sabéis lo que ocurre con los cuerpos, y cómo el calor lo acelera. Para cuando llegáramos al Nilo el cuerpo ya se habría... Por otra parte, Guiscard pertenecía a la Casa de Anjou, era tío de Enrique Plantagenet, no un vagabundo que pudiera ser sepultado en una tumba anónima cavada en arena egipcia. Sus seres queridos necesitarían que una parte de él regresara para poder realizar los ritos funerarios. Además, yo le había prometido llevarlo de regreso a casa. Fue entonces —reconoció Rowley— cuando cometí el error que me acompañará hasta la muerte. Que Dios me perdone. Dividí a nuestro grupo. Para llegar más rápido, decidí dejar a los dos jóvenes rehenes en el lugar donde se encontraban, mientras que De Vries y yo, con un par de sirvientes, volvíamos rápidamente a Bahariya llevando el cadáver, con la esperanza de encontrar un embalsamador. Después de todo, estábamos en Egipto, y Herodoto había descrito con prolijos detalles el método con que los egipcios conservaban a sus muertos.
—¿Habéis leído a Herodoto?
—Acotaciones sobre Egipto, muy ilustrativas.
Pobre Rowley, pensaba Adelia. Brincando por el desierto con un guía de mil años de antigüedad.
Sir Rowley continuó.
—Los muchachos estaban de acuerdo. Los dos guerreros de Hakim cuidarían de ellos, tenían muchos sirvientes y esclavos. Les entregué el espléndido pájaro de Guiscard para que lo hicieran volar mientras estábamos ausentes. Ellos también eran aficionados a los halcones. Agua, alimento, tiendas, cobijo por la noche. Hice todo lo que pude. Envié a uno de los sirvientes árabes para que pusiera al tanto a Hakim de lo ocurrido y le dijera dónde estaban los chicos, por si algo me sucedía. —Una lista de excusas que se habría dado a sí mismo miles de veces—. Pensé que sólo De Vries y yo correríamos riesgos. Los muchachos estaban a buen recaudo. —Picot se volvió hacia ella, como si quisiera sacudirla—. Era su maldito país.
—Sí —confirmó Adelia.
Desde el fondo del jardín, donde los hombres cavaban la tumba de Simón, se oía el repetitivo ruido del pico y la pala. Parecían estar a tres mil millas del crisol de arena caliente donde, en ese momento, ella apenas podía respirar.
—Construimos un arnés para llevar el palanquín con el cadáver de Guiscard entre dos animales de carga, y acompañados sólo por dos arrieros, cabalgamos tan rápido como fue posible. Resultó que no había embalsamador en Bahariya, pero encontré un viejo hechicero que extrajo el corazón y me lo entregó en un frasco donde se conservaría y luego hirvió el resto del cuerpo para recuperar el esqueleto.
Ese procedimiento era más lento de lo que Rowley habría esperado, pero por fin, con los huesos de Guiscard en una alforja y el corazón conservado en un frasco cerrado, él y De Vries habían partido de vuelta hacia el oasis. Lo alcanzaron ocho días después de haberlo abandonado.
—Divisamos los buitres desde tres millas antes de llegar. El campamento había sido asaltado. Todos los sirvientes estaban muertos. Los guerreros de Hakim se defendieron con coraje antes de ser destrozados. Se veían tres cadáveres pertenecientes a los asaltantes. Las tiendas habían desaparecido, los esclavos, los objetos, los animales. En el terrible silencio del desierto, oímos que alguien gimoteaba en la copa de una de las palmeras. Era Ubayd, el mayor de los muchachos. Estaba vivo y no tenía heridas visibles. Los habían atacado durante la noche, y en la oscuridad él y uno de los esclavos habían logrado trepar a un árbol y esconderse entre el follaje. El chico había pasado allí tres días y dos noches. De Vries tuvo que subir y desengancharle las manos para bajarlo. Lo había visto todo. No podía moverse. A Jaafar, el niño de ocho años, no pudimos encontrarlo. Todavía estábamos revisando el lugar, tratando de buscarlo, cuando Hakim llegó con sus hombres. Había recibido mi mensaje junto con la noticia de que un grupo de asaltantes vagaba por el lugar. Inmediatamente montó su caballo y salió como un viento del infierno hacia el oasis. —Rowley dejó caer su cabeza, avergonzado por retribuir bien con mal—. Hakim no me culpó. No dijo una palabra, ni siquiera después, cuando encontramos... lo que encontramos. Ubayd le explicó, le dijo al anciano que yo no tenía la culpa, pero todos estos años he sabido quién fue el culpable. Jamás debí dejarlos, debí llevarme a los muchachos conmigo. Eran mi responsabilidad. Eran mis rehenes. —Los dedos de Adelia cubrieron sus manos crispadas. Él no lo advirtió—. Cuando, por fin, Ubayd estuvo en condiciones de relatar los hechos, nos explicó que la banda estaba formada por veinte o veinticinco hombres. Mientras veía la masacre había oído distintos idiomas. «Principalmente el de los francos», dijo. Y había oído los gritos de su pequeño primo, pidiendo ayuda a Alá. Los seguimos. Nos llevaban treinta y seis horas de ventaja, pero con semejante botín no podrían ir muy rápido. Al segundo día vimos las huellas de un caballo que se había apartado de los demás y se había dirigido al sur. Hakim había enviado a algunos de sus hombres tras la banda de asaltantes. Yo seguí las huellas del jinete solitario. Miré hacia atrás, no sé por qué lo hice. El hombre podía haberse desviado por una docena de motivos. Pero creímos saber cuál era. Lo intuimos al ver a los buitres volando en círculo sobre un objeto que estaba detrás de las dunas. Un pequeño cuerpo desnudo estaba arqueado en la arena, como un signo de interrogación. —Rowley tenía los ojos cerrados—. Ningún ser humano debería ver o describir lo que le habían hecho a ese niño.
«Yo lo hice», pensó Adelia. «Y os enfadasteis mientras los estudiaba en la celda de Santa Berta. Los describí y lo lamento. Cuánto lo lamento por vos».
—El niño y yo habíamos jugado al ajedrez durante el viaje. Era inteligente, me ganó ocho de cada diez partidas.
Envolvieron el cuerpo en la capa de Rowley y lo llevaron al palacio de Hakim, donde fue enterrado esa noche entre los gemidos de las mujeres.
Luego comenzó la verdadera cacería. Una persecución extraña, conducida por un cabecilla musulmán y un caballero cristiano, bordeando los campos de batalla donde la media luna y la cruz estaban en guerra.
—El demonio moraba en ese desierto —reflexionó Rowley—. Nos envió tormentas de arena que borraron las huellas, los lugares donde hacíamos un alto para descansar no tenían agua y estaban devastados por los cruzados o los moros, pero nada podía detenernos, y finalmente, encontramos a los bandoleros. Ubayd los había descrito correctamente, era un grupo variopinto. En su mayoría desertores, fugitivos, las escoria de las cárceles de la cristiandad. Nuestro asesino había sido su capitán y al llevarse al niño también había tomado la mayor parte de las joyas; sus hombres debían apelar a sus propios recursos, que no eran muchos. Apenas opusieron resistencia. En su mayoría estaban atontados por el hachís; otros peleaban entre sí por lo que quedaba del botín. Antes de que murieran, le preguntamos a cada uno de ellos adonde había ido su jefe, quién era, de qué lugar venía. Ninguno sabía demasiado acerca del hombre a quien habían seguido. Un cabecilla violento, un hombre afortunado, fue lo que dijeron. Afortunado. Para una escoria como aquélla el lugar de origen nada significa. Para ellos era sólo un franco más, lo que significaba que podía haber vivido en cualquier lugar desde Escocia hasta el Báltico. Sus descripciones tampoco eran mucho mejores; alto, de mediana estatura, moreno, rubio. Lo que decían no servía de mucho. Cada uno de esos hombres tenía su propia idea acerca de su jefe. Uno de ellos dijo que de la cabeza le salían cuernos.
—¿Dijeron su nombre?
—Lo llamaban Rakshasa. Es el nombre de un demonio. Los moros asustan a los niños con él. Según me contó Hakim, los rakshasi venían del Lejano Oriente, India supongo. Los hindúes los lanzaron sobre los musulmanes en una antigua batalla. Asumen distintas apariencias y atacan a las personas durante la noche.
Adelia se inclinó hacia atrás y cogió un tallo de lavanda. Lo frotó entre sus dedos y miró el jardín que la rodeaba tratando de fundirse con el verdor inglés.
—Es inteligente —admitió el recaudador de impuestos, y luego se corrigió—. En realidad, más que inteligencia, tiene instinto, puede oler el peligro en el aire, como una rata. Sabía que lo estábamos buscando, sé que lo sabía. Estábamos seguros de que se dirigía hacia la parte alta del Nilo y lo hubiéramos atrapado, Hakim había dado aviso a las tribus fatimíes, si no hubiese virado hacia el noreste, de regreso a Palestina.
Recuperaron su rastro en Gaza, donde descubrieron que había zarpado del puerto de Teda en un barco con destino a Chipre.
—¿Cómo? —preguntó Adelia—. ¿Cómo encontraron el rastro?
—Las joyas. Se había llevado la mayor parte de las joyas de Guiscard. Se vio obligado a venderlas una por una para mantenerse lejos de nosotros. Cada vez que lo hacía, las tribus de Hakim nos daban aviso. También nos habían dado su descripción, un hombre alto, casi tanto como yo. —En Gaza, sir Rowley perdió a sus compañeros—. De Vries quiso quedarse en Tierra Santa. Jaafar había sido mi rehén, él no había tomado la decisión que había provocado su muerte y no tenía por qué sentirse obligado a continuar. En cuanto a Hakim... un buen hombre. Quiso acompañarme, pero le dije que era ya anciano y que de todos modos no podría pasar desapercibido en la Chipre cristiana, sería como una hurí entre un grupo de monjes. Bueno, no se lo dije así, aunque ésa era la idea. Me arrodillé ante él y juré por mi Señor, por la Trinidad y por la Virgen María que perseguiría a Rakshasa hasta la tumba si fuera necesario, le cortaría la cabeza a ese bastardo y se la enviaría. Y con la ayuda de Dios, eso haré.
El recaudador de impuestos se dejó caer de rodillas, se quitó el sombrero y se santiguó.
Adelia estaba sentada, paralizada, confundida por la repulsión y el enorme consuelo que encontraba en ese hombre. Algo de la soledad a la que había sido arrojada por la muerte de Simón había desaparecido. Pero él no era otro Simón. Se había mantenido fiel a su promesa, tal vez se había apoyado en ella al interrogar a los asaltantes. «Interrogar» era sin duda un eufemismo para referirse a la tortura hasta la muerte, algo que Simón no habría deseado ni hubiera podido hacer. Por Jesús —cuyo atributo era la misericordia—, ese hombre había jurado venganza y rogaba por ella en ese momento.
Pero cuando Adelia cubrió su mano crispada, las lágrimas de sir Rowley humedecieron sus dedos y, por un momento, alguien que —como su difunto amigo— podía sufrir por un niño de otra raza y religión había llenado el espacio que Simón dejara vacío.
Adelia recuperó la compostura. El recaudador se levantó, seguiría el relato deambulando por el jardín.
Del mismo modo que sir Rowley la había transportado a través de las tierras desiertas de Ultramar, estaba dispuesta a acompañarla mientras, cargando las reliquias del muerto, refería su persecución de Rakshasa por Europa.
De Gaza a Chipre. De Chipre a Rodas; había zarpado en el barco siguiente, pero una tormenta separó al cazador de su presa y Rowley no volvió a encontrar rastros de él hasta Creta. De allí a Siracusa, y siguiendo la costa de Apulia, a Salerno...
—¿Vivíais entonces allí? —preguntó Rowley.
—Sí, allí estaba.
A Nápoles, a Marsella, y por tierra a través de Francia.
Ningún hombre había hecho una travesía tan curiosa en un país cristiano, le dijo, porque los cristianos no tuvieron un papel importante. Quienes lo ayudaron fueron los despreciados: árabes y judíos, orfebres, fabricantes de baratijas, prestamistas y dueños de tiendas de empeño, gente que trabajaba en recónditos callejones donde hombres y mujeres cristianos enviaban a sus sirvientes con objetos para reparar. Moradores de los guetos, la clase de personas a quien un asesino perseguido y desesperado, con una joya para vender, estaba obligado a acudir para conseguir dinero.
—No era la Francia que conocía, era como estar en un país completamente distinto. Me sentía como un ciego a merced de que ellos me indicaran el rumbo. «¿Por qué perseguís a ese hombre?», me preguntaban. Y yo les respondía: «Mató a un niño». Eso bastaba. Sí, el primo, la tía, la cuñada o el hijo habían oído que en el pueblo vecino un extranjero tenía una chuchería para vender, y a un precio irrisorio porque debía venderlo rápido. —Rowley hizo una pausa—. ¿Os habéis dado cuenta de que todos, los judíos y árabes de la cristiandad parecen conocerse entre sí?
—Es preciso que así sea —confirmó Adelia. Rowley se encogió de hombros.
—De cualquier modo, nunca permanecía en un lugar el tiempo suficiente para alcanzarlo. Cuando llegaba al pueblo vecino, había escapado hacia el norte. Siempre hacia el norte. Sabía que se dirigía a algún lugar en particular. —Había otras escalas horrendas en el camino—. Había cometido otro crimen en Rodas antes de que yo llegara. Una niña cristiana fue encontrada en una viña. Toda la isla estaba enfervorizada.
En Marsella causó otra muerte; aquella vez la víctima había sido un niño mendigo secuestrado junto al camino. Su cadáver apareció tan mutilado que incluso las autoridades, que no solían preocuparse por el destino de los vagabundos, habían ofrecido una recompensa a quien encontrara al asesino.
En Montpellier, otro niño, de sólo cuatro años.
—«Por sus frutos los conoceréis», dice la Biblia. Yo lo conocía. Él iba sembrando mi mapa de cuerpos de niños, como si no pudiera pasar más de tres meses sin saciarse. Cuando le perdía el rastro, sólo tenía que esperar el grito de un padre resonando de una ciudad a otra. Entonces montaba a caballo para seguirlo.
También había encontrado a las mujeres que Rakshasa iba dejando como estela.
—Atrae a las mujeres. Sólo el Señor sabe por qué. No las trata bien. Todas las criaturas golpeadas a las que interrogaba se negaban a colaborar con mi búsqueda. Aparentemente esperaban y deseaban que volviera. No importaba, para entonces yo estaba siguiendo al pájaro que llevaba consigo.
—¿Un pájaro?
—Un miná. En una jaula. Supe que lo había comprado en un zoco de Gaza. Podría deciros incluso cuánto pagó por él. Pero por qué lo llevaba consigo... tal vez fuera su único amigo. —En el rostro de Rowley se dibujó una sonrisa—. Eso le distinguía, gracias a Dios. Más de una vez recibí noticias acerca de un hombre alto que llevaba un pájaro enjaulado en su montura. Y por fin, averigüé adonde se dirigía. Se aproximaban al valle del Loira.
Sir Rowley se había desviado porque en Angers estaba el hogar de los huesos que transportaba.
—¿Debía perseguir a Rakshasa, como había jurado? ¿O cumplir mi promesa a Guiscard y permitir que descansara en su última morada? —Estaba en Tours cuando el dilema lo llevó a la catedral para rezar pidiendo consejo—. Y allí Dios Todopoderoso, en su maravilla y gracia, y viendo que mi causa era justa, me tendió su mano. —Porque cuando Rowley salía de la catedral por el pórtico oeste, parpadeando hacia la luz del sol, oyó el graznido de un pájaro que llegaba desde un callejón. La jaula estaba colgaba en la ventana de una casa—. Lo miré, y él a mí. Dijo buenos días en inglés. Pensé: «El Señor me ha guiado hasta este callejón por algún motivo, veamos si es la mascota de Rakshasa». Entonces llamé a la puerta y una mujer me abrió. Pregunté por su esposo. Dijo que había salido, pero yo podía percibir que estaba allí y que era él. La mujer era similar a las otras, desaliñada y asustada. Desenvainé mi espada y traté de abrirme paso pero me golpeaba mientras trataba de subir la escalera, colgada de mi brazo como un gato, no dejaba de chillar. Desde la habitación de arriba oí los gritos de él y luego un golpe muy fuerte. Había saltado por la ventana. Bajé, pero la mujer me impidió el paso y cuando llegué al callejón ya se había marchado. —Rowley se pasaba las manos por el cabello espeso y rizado, desesperado, mientras describía la infructuosa persecución que había tenido lugar a continuación—. Por fin regresé a la casa. La mujer no estaba, pero en la habitación de arriba encontré la jaula, con el pájaro revoloteando en su interior, en el lugar donde había caído cuando él saltó. La levanté y el ave me dijo dónde lo encontraría.
—¿Cómo? ¿Os lo dijo?
—Bueno, no me dijo en qué casa vivía. Me miró con sus ojos vivaces, rodeados de pliegues, y dijo que yo era un lindo niño, un niño inteligente, lo habitual. Si bien eran banalidades, me impresionó oírlo porque sabía que era la voz de Rakshasa. Él lo había adiestrado. No había nada llamativo en lo que decía, sino en cómo lo decía. El acento. Hablaba con el deje de Cambridgeshire. El pájaro había copiado el habla de su amo. Rakshasa era un hombre de este condado. —El recaudador de impuestos se santiguó en señal de agradecimiento al Dios que había sido bondadoso con él—. Dejé que el pájaro recitara su repertorio. Tenía tiempo suficiente para llevar a Guiscard hasta Angers. Sabía hacia dónde se había dirigido Rakshasa. Volvía a su lugar de origen, para establecerse con lo que le quedaba de las joyas de Guiscard. Eso hizo, y esta vez no se me escapará. —Rowley miró a Adelia—. Todavía tengo la jaula.
—¿Qué pasó con el pájaro?
—Le retorcí el pescuezo.
Los hombres que cavaban la tumba habían partido sin que Adelia y Rowley lo advirtieran. Habían terminado su trabajo. La larga sombra que el muro proyectaba en el final del jardín había alcanzado el banco de hierba.
Adelia tembló con el aire helado del anochecer. En ese momento se dio cuenta de que llevaba un rato sintiendo frío. Aún le quedaban muchas cosas por saber, pero no se vio con ánimo de continuar. Tampoco él.
—Debo ocuparme de los preparativos —declaró Rowley.
Otros lo habían hecho por él.
Un alguacil, un árabe, un recaudador de impuestos, un prior agustino, dos mujeres y un perro permanecieron en la entrada del jardín, de pie en el peldaño más alto, mientras Simón de Nápoles, en su ataúd de sauce, precedido por hombres con antorchas y seguido por todos los hombres judíos del castillo, era enterrado debajo del cerezo silvestre, en el otro extremo del jardín. No los invitaron a acercarse más. Bajo una luna casi llena, las siluetas del cortejo fúnebre se veían muy oscuras, y los capullos del cerezo muy blancos, como una ráfaga de nieve suspendida en el aire.
El alguacil se mostraba inquieto. Mansur puso sus manos en los hombros de Adelia y ella se recostó sobre él. Aunque no comprendía las palabras, escuchaba la sucesión de notas graves que emitía el rabino al recitar el Salmo 91.
Acostumbrados a que el castillo fuera un lugar ruidoso, todos ignoraron las voces que se alzaban junto a la puerta principal, las de aquellos a quienes el padre Alcuin había hecho llegar su descontento.
Después de escuchar al sacerdote, Agnes había abandonado su choza para dirigirse a la ciudad, mientras Roger de Acton trataba de persuadir a los guardias de que el entierro secreto de un judío en el terreno del castillo era una profanación.
Bajo el cerezo, los hombres del cortejo fúnebre percibieron sus protestas. Sus oídos estaban habituados a los conflictos.
—«El male rachamim... —la voz del rabino Gotsce no decayó— sho chaim bahmro...». Señor, pleno de maternal compasión, concede el absoluto y perfecto descanso bajo tus alas protectoras, en el firmamento radiante, espacioso, sagrado y puro, a nuestro hermano Simón y a las almas de todos los hombres de nuestro pueblo dentro o fuera de las tierras por donde pasó Abraham, nuestro antecesor...
«Palabras», pensó Adelia. Un pájaro inocente puede repetir las palabras de un asesino. Otras palabras pueden pronunciarse en homenaje a una de sus víctimas y ser un bálsamo para el alma.
Los hombres arrojaron puñados de tierra sobre el ataúd. La procesión cruzó el jardín para salir por el arco y, aunque Adelia no era judía y para ellos era sólo una mujer, todos la bendijeron al pasar junto a ella, que seguía de pie en el peldaño más alto.
«Hamakom y'nachem etchem b'toch sh'ar availai tziyon ee yerushalayim». Que Dios te consuele entre los dolientes de Sión y Jerusalén.
El rabino se detuvo e hizo una reverencia al alguacil.
—Os agradecemos vuestra bondad, señor, y esperamos que no os cause problemas.
Luego, todos desaparecieron.
—Bien —intervino el alguacil Baldwin alisándose la ropa—. Debemos volver al trabajo, sir Rowley. Si es verdad que el demonio les encuentra ocupación a las manos ociosas, no descubrirá ninguna aquí esta noche.
Adelia le expresó su gratitud.
—¿Podré visitar la tumba mañana?
—Supongo que sí. Y traed con vos al doctor. Todas estas preocupaciones me han producido una fístula que me incomoda al sentarme. —El alguacil miró hacia la entrada—. ¿Qué es ese tumulto, Rowley?
Eran unos diez hombres armados con distintos pertrechos domésticos —horquetas de sus jardines, cuchillos de cocina— con Roger de Acton a la cabeza, todos ellos poseídos por una rabia mucho tiempo reprimida. Corrían hacia el jardín gritando tantos insultos que apenas podía distinguirse «asesino de niños» de «judío».
Acton se dirigía hacia los peldaños, blandiendo en una mano una antorcha y en la otra una horqueta.
—El judío debe desaparecer del foso que han cavado, porque el Señor nos ha salvado de su inmundicia. Hemos venido a arrojarlo fuera de nuestras posesiones. Oh, temblad ante el nombre del Señor, traidores —gritaba, mientras escupía saliva. Detrás de él, un hombre blandía un temible cuchillo de carnicero. Los otros hombres se dispersaron en su búsqueda—. Encontrad la tumba, hermanos, para que podamos descargar nuestra furia sobre su cadáver. Porque se os ha prometido que aquel que castigue a los infieles no será castigado.
—No —espetó Adelia—. Han venido a desenterrarlo. Han venido a desenterrar a Simón. No.
—Mujerzuela. —Mientras Acton subía los peldaños apuntaba con la horqueta a la doctora—. Vos y vuestra lujuria habéis acompañado al asesino de niños, pero ya no toleraremos esa vergüenza.
Uno de los hombres estaba junto al cerezo, gritando y gesticulando hacia los demás.
—Aquí, es aquí.
Adelia esquivó a Acton, bajó los escalones y comenzó a correr hacia la sepultura. No sabía qué haría al llegar. Sólo podía pensar en que tenía que detener ese horror.
Sir Rowley Picot corrió tras ella y Mansur los siguió. Roger de Acton les pisaba los talones y los otros intrusos trataban de interceptarlos. Todos se confundieron en una maraña de choques, aullidos, puñetazos, puñaladas, pisotones. Adelia cayó bajo el tumulto.
Semejante violencia la desconcertaba. No tanto por la intención de castigar, sino por la irracionalidad salvaje de los hombres.
Una bota le rompió la nariz. Se cubrió la cabeza, sobre ella el mundo se fragmentaba en trozos dentados.
Desde algún lugar una voz firme e imperiosa dominó la situación: la voz del prior.
Poco a poco los fragmentos fueron cayendo. Después nada. Más tarde logró ponerse de pie y ver siluetas que se apartaban del lugar donde Rowley Picot yacía con un cuchillo de carnicero clavado en la ingle. La sangre manaba profusamente a su alrededor.
Capítulo 12
—¿Estoy muerto? —preguntó sir Rowley al aire.
—No —le respondió Adelia.
La mano débil y pálida del recaudador hurgó debajo de las sábanas. Se oyó un grito de cruda agonía.
—Oh, Jesús, ¿dónde está mi verga?
—Si os referís a vuestro pene, aún está allí. Bajo los apositos.
—Oh. —Volvió a abrir los ojos—. ¿Funcionará?
—Estoy segura de que funcionará satisfactoriamente en todos los sentidos —replicó Adelia con claridad.
—Oh.
Sir Rowley cayó nuevamente en un estado de sopor. La breve conversación lo había reconfortado, aunque no tenía conciencia de que hubiera tenido lugar.
Adelia se inclinó sobre él y acomodó las sábanas.
—Pero estuvo a punto de desaparecer —murmuró suavemente.
No sólo había corrido el riesgo de perder su membrum virilis sino también la vida. El cuchillo había tocado una arteria. Si Adelia no hubiera presionado la herida con el puño mientras trasladaban a Rowley al interior del edificio, se habría desangrado y muerto antes de que ella pudiera utilizar la aguja y el hilo de bordar de lady Baldwin. Aun así —aunque lo ignoraran todos los que la rodeaban, ansiosos—, la sangre había brotado de tal forma que, si las suturas estaban en el lugar correcto era, sencillamente, porque la suerte había estado de su lado.
Con todo, la batalla todavía no estaba ganada. Había logrado extraer los restos de la túnica que el cuchillo había hundido en la herida; pero para saber qué cantidad de detritus de la hoja había quedado dentro, habría que lanzar los dados. Un cuerpo extraño podía corromper los tejidos —habitualmente así sucedía— y, en consecuencia, provocar la muerte. Recordaba la descomposición característica de los cadáveres gangrenosos y, también, que había buscado con una curiosidad distante el lugar donde se había originado la fatalidad.
En esta ocasión, no permanecía distante. Cuando la herida de Rowley se inflamó y comenzó a delirar a causa de la fiebre rezó como nunca lo había hecho, mientras humedecía su frente con agua fría y dejaba caer gotas de una pócima refrescante entre sus labios, flaccidos y cadavéricos.
¿A quién había dirigido sus rezos? A todo, a la nada. Había suplicado, rogado, exigido que la ayudaran a traerlo de vuelta a la vida. Maldición. ¿Qué les había prometido a todos los dioses a los que había apelado? ¿Fe? Entonces ya era seguidora de Jehová, Alá y la Santísima Trinidad, sin olvidar a Hipócrates, y había llorado de agradecimiento cuando el rostro del paciente pareció relajarse y su respiración dejó de ser un estertor para convertirse en un suave ronquido. Cuando Rowley despertó de nuevo, Adelia lo vio explorar instintivamente con su mano. ¡Qué seres tan primitivos eran los hombres!
—Aún está ahí —dijo, y cerró los ojos con alivio.
—Sí —asintió Adelia.
Incluso a un paso de la muerte conservaban la noción de su sexualidad.
Rowley abrió los ojos.
—¿Me estáis cuidando?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Cinco noches y... unas siete horas —indicó Adelia después de mirar hacia la ventana. A través de los maineles, el sol de la tarde proyectaba haces de luz en el suelo.
—¿Tanto? —Rowley trató de levantar la cabeza—. ¿Dónde estoy?
—En lo alto de la torre.
Poco después de la operación —realizada en la mesa de la cocina del alguacil— Mansur había llevado al paciente hasta allí, en una sorprendente demostración de fortaleza, para que médico y paciente estuvieran en un lugar privado y tranquilo mientras Adelia luchaba por salvar su vida.
La sala no tenía excusado. Pero Adelia había contado con la colaboración de personas que deseaban, es más, lo ansiaban, subir y bajar escaleras llevando bacinillas. En su mayoría, mujeres judías agradecidas a sir Rowley por haber defendido el sepulcro de un hombre de su pueblo. En efecto, todos los judíos habían ofrecido su ayuda. Pero Adelia tuvo que rechazar a la mayoría para no ofender a Mansur y Gyltha, que habían abrazado esa causa como propia.
La brisa entraba por los vanos de la sala manteniéndola libre de los hedores que circulaban en el nivel más bajo del castillo y de las emanaciones de sus pozos ciegos. Su única mácula era el tufillo de Salvaguarda; aun cuando el animal tenía prohibida la entrada, la pestilencia se colaba por debajo de la puerta. De nada había servido que le bañaran, pues el olor del animal continuaba atenazando el olfato más atrofiado. De hecho, era lo único agresivo en él: astutamente se había escabullido de la refriega en el jardín del alguacil, en lugar de defender a su ama.
—¿Maté a ese bastardo? —preguntó sir Rowley desde la cama.
—¿Roger de Acton? No, está bien, aunque encarcelado en la torre central. Dejasteis a Quincy, el carnicero, lisiado, a Colin de St Giles con un tajo en el cuello, y uno de los sujetos que pronunciaba sus inflamadas arengas tiene sus perspectivas de paternidad notoriamente mermadas, pero el señor Acton huyó sin heridas.
—Merde.
La breve conversación lo había agotado. Sir Rowley volvió a sumirse en la inconsciencia.
Primera prioridad, la cópula. En segundo lugar, la batalla. Y aunque estaba mucho más delgado, la gula era evidente, tanto como la arrogancia. En suma, reúne la mayoría de los pecados capitales. «¿Por qué, entonces, entre todos los hombres, sois el único para mí?», pensó Adelia.
Gyltha lo había adivinado. En el punto álgido de la fiebre, cuando Adelia se negaba a ser reemplazada del lecho del enfermo, el ama de llaves había dicho:
—Está bien que lo améis, pero de nada le servirá que enferméis por cuidarlo.
—¿Amar a ese hombre? —Vaya disparate—. Estoy cuidando a un paciente. Él no es... oh, Gyltha, ¿qué haré? Él no es la clase de hombre adecuado para mí.
—¿Qué demonios tiene qué ver eso con la clase de cabrón que sea? —había dicho Gyltha con un suspiro.
De hecho, Adelia se vio obligada a confesar que no tenía nada que ver.
En verdad, podían decirse muchas cosas a favor de sir Rowley. Como había demostrado con los judíos, era un defensor innato de los desamparados. Era divertido, la hacía reír. Y en medio de la fiebre había regresado una y otra vez a la duna donde yacía el cuerpo mutilado del niño, para volver a padecer la misma culpa y el mismo dolor. Su mente había perseguido al asesino, en un delirio tan ardiente y terrible como las arenas del desierto, hasta que Adelia se vio obligada a administrarle un opiáceo por temor a que su debilitado organismo se extenuara.
Pero, asimismo, había mucho que decir en su contra. La fiebre también lo había incitado a murmurar sus apreciaciones carnales sobre las mujeres que había conocido. A menudo les atribuía cualidades de las comidas que había degustado en Oriente. La pequeña Sahira, tierna como un tallo de espárrago. Samina, tan rolliza que bastaba para una cena completa. Abda, negra y hermosa como el caviar. Más que una lista de cualidades, era un menú. En cuanto a Zabida, sus escasos conocimientos de lo que hombres y mujeres hacían en la cama se habían ampliado hasta el asombro con las proezas de esa mujer acrobática y gregaria.
Más escalofriante aún fue la revelación de la ambición que lo impulsaba. Al principio, mientras escuchaba las fantásticas conversaciones que Rowley mantenía con un ser invisible, Adelia había confundido el frecuente uso de «Señor». Había imaginado que se refería al Señor de los Cielos, pero luego descubrió que se trataba de Enrique II. La imperiosa necesidad de encontrar y castigar a Rakshasa se vinculaba con sus servicios al rey de Inglaterra. Si libraba a Enrique del incordio que privaba al tesoro de los ingresos que le proporcionaban los judíos de Cambridge, Rowley esperaba la gratitud del rey y un considerable ascenso.
—¿Barón u obispo? —preguntaba en su delirio, aferrándose a la mano de Adelia, como si de ella dependiera esa decisión—. ¿Obispado o baronía? —Cualquiera de esas excelentes perspectivas le provocaba mayor agitación—. No se moverá. No puedo moverlo —decía, como si el carro que había adosado al destino del rey fuera demasiado pesado.
Así era él. Sin duda valiente y piadoso, pero sibarita, lujurioso, astuto, codicioso, ávido de prestigio. Imperfecto, licencioso. No era el hombre que Adelia habría esperado, deseado o amado.
Pero lo hizo.
Cuando aquella cabeza dolorida había girado sobre la almohada, dejando el cuello a la vista y pronunciando su nombre —«¿Adelia? Doctora, ¿estáis ahí?»—, sus pecados se habían derretido, y lo mismo había ocurrido con el corazón de Adelia.
Como Gyltha había dicho, la clase de hombre que él fuera no tenía la menor importancia.
Pero debía tenerla. Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar tenía propios y firmes principios. No ambicionaba riquezas o ascensos. Aspiraba a vivir al servicio del don que le había sido concedido. Porque era un don, y no implicaba la obligación de engendrar vida, como lo hacían las otras mujeres, sino de descubrir más sobre la naturaleza de la vida para poder salvarla.
Siempre había sabido, y aún lo sabía, que el amor romántico no era para ella. Estaba destinada a la castidad, como las monjas, casadas con Dios. Una castidad enclaustrada en la escuela de medicina de Salerno, desde donde había imaginado conservarla hasta llegar a una vejez serena, útil y respetada, despreciando —lo admitía— a las mujeres que se entregaban a una pasión desgarradora.
Sentada en la sala de la torre, reprochaba al ser que había sido, de lisa y llana ignorancia. Qué ingenua había sido. No conocía ese torbellino por el que la razón se dejaba arrasar, a sabiendas de su error.
Debía razonar.
Constituía un privilegio salvar la vida de cualquier ser humano, pero salvar a ese hombre era, más que un privilegio, su dicha. Le molestaba incluso que la apartaran de su lado cuando era necesario que atendiera, junto con Mansur, a los pacientes que las Matildas enviaban al castillo.
Pero era hora de recuperar el sentido común.
El matrimonio era imposible. Aun suponiendo que él se lo propusiera, lo que era poco probable, Adelia tenía en alta estima su propio valor y dudaba de que él pudiera reconocerlo. Por una parte, a juzgar por el color del vello púbico que había descrito durante sus más lujuriosos desvarios, prefería a las morenas. Por otro lado, no podía —y no lo haría— competir con mujeres como Zabida.
No. No era probable que una mujer que practicaba la medicina, reservada y de rostro poco agraciado, lo atrajera. La ansiedad con que reclamara su presencia en medio de la fiebre había sido una súplica de ayuda.
Él la veía como un ser asexuado. De otro modo el relato de su cruzada no habría sido tan franco y tan pródigo en insultos. Un hombre podía hablar en esos términos con un sacerdote amigable, con el prior Geoffrey tal vez, pero no con la dama de sus sueños.
En cualquier caso, si aspiraba a un obispado no podría proponer matrimonio a mujer alguna. ¿Ser la amante de un obispo? Había montones de ellas. Algunas exhibían su condición, desvergonzadamente. De otras se rumoreaba en voz baja, entre risitas, que tras algún oculto matorral, dependían del capricho de su amante diocesano.
«Bienvenida a las puertas del paraíso, Adelia. ¿Qué habéis hecho con vuestra vida?». «Fui la amante de un obispo, Señor».
¿Y si se convertía en barón? Como todos ellos, buscaría una heredera para incrementar sus posesiones. Pobre heredera. Una vida dedicada al hogar, a criar niños, a recibir a su esposo y alabar sus malditas hazañas cuando regresara del campo de batalla al que su rey lo hubiera arrastrado; donde, indudablemente, dicho esposo había tenido otras mujeres —morenas en este caso— y había engendrado hijos bastardos con la concupiscencia de un conejo en celo.
Había alcanzado deliberadamente tal grado de furia ante el hipotético adulterio de sir Rowley Picot y sus amantes ilegítimas que, cuando Gyltha entró en la habitación con un cuenco de habas para el paciente, Adelia, agotada, le dijo:
—Vos y Mansur os ocuparéis del cabrón esta noche. Me voy a casa.
Yehuda la detuvo al pie de la escalera para preguntarle por Rowley y para llevarla a conocer a su hijo. El bebé que se acurrucaba contra el pecho de Dina era minúsculo, pero parecía gozar de buena salud, pese a la preocupación de sus padres porque su peso no aumentaba.
—El rabino Gotsce está de acuerdo. El Brit milá deberá posponerse; no es posible realizarlo dentro de los ocho días de rigor. Lo haremos cuando esté más fuerte. ¿Qué os parece, señora?
Adelia consideró prudente no someter al niño a la circuncisión hasta que creciera un poco.
—¿Creéis que se debe a mi leche? —preguntó Dina—. No tengo suficiente.
Adelia no era partera. Conocía los rudimentos de esa especialidad, pero Gordinus siempre había enseñado a sus alumnos que era mejor dejar esa práctica en manos de mujeres expertas —o como quisieran llamarlas— salvo que se presentaran complicaciones. Su opinión se fundaba en la observación: si se comparaban los partos atendidos por comadronas y los asistidos por médicos, hombres por añadidura, eran más los niños que sobrevivían si llegaban con la ayuda de esas mujeres. Su criterio no era bien visto por los médicos y tampoco por la Iglesia. Para ambos era beneficioso tildar de brujas a la mayoría de las matronas. Pero la cantidad de muertes en Salerno —tanto de bebés como de sus madres— cuando el parto era atendido por un médico de sexo masculino sugería que Gordinus estaba en lo cierto.
De todos modos, el bebé era muy pequeño y la leche de su madre no parecía alimentarlo.
—¿Habéis considerado la posibilidad de buscar una nodriza? —sugirió Adelia.
—¿Y dónde podríamos encontrarla? —preguntó Yehuda con un desdeñoso acento ibérico—. ¿Acaso la turba que nos condujo a este lugar tuvo en cuenta si entre nosotros habría madres que amamantaran? Se les pasó por alto. No sé por qué.
—Puedo preguntar a lady Baldwin si hay alguna en el castillo —insinuó vacilante Adelia, previendo que la sugerencia sería rechazada.
Originalmente Margaret había sido su nodriza y Adelia sabía de hogares judíos que contrataban mujeres con esa finalidad. Pero no sabía si la rigidez de ese pequeño enclave admitiría que su nuevo miembro fuera amamantado por un pecho no judío.
Dina la sorprendió.
—Leche, de eso se trata, esposo. Confío en que lady Baldwin encuentre una mujer honrada.
Yehuda apoyó suavemente su mano en la cabeza de su esposa.
—Siempre que ella no considere que estáis faltando a vuestro deber de madre. Con todo lo que habéis sufrido, somos afortunados tan sólo por tener este hijo.
Oh, la paternidad le había hecho madurar. Y Dina, aunque ansiosa, estaba más feliz que la última vez. Quizás su matrimonio era más prometedor de lo que había creído en un principio. Cuando Adelia se despidió, Yehuda la siguió.
—Doctora...
Adelia se dirigió velozmente hacia él.
—No debéis llamarme doctora. El doctor es el señor Mansur Khayoun de Al Amarah. No soy más que su ayudante.
Obviamente, lo ocurrido en la cocina del alguacil se había divulgado. Pero ya tenía demasiados problemas como para tener que enfrentarse a la oposición de los médicos de Cambridge, por no mencionar a la Iglesia, que inevitablemente surgiría si se difundía la noticia de que era doctora.
Mansur había estado presente durante la operación. Podría decir que era el experto que supervisaba su tarea, que la urgencia tuvo lugar en un día sagrado para los musulmanes y que Alá no habría admitido que estuviera en contacto con la sangre, o algo similar. Yehuda se inclinó ante ella.
—Señora, sólo deseaba deciros que el niño se llamará Simón.
—Gracias —murmuró Adelia, estrechando su mano. Aunque todavía estaba cansada, el día había cambiado, ella misma había cambiado, se sentía vital, incluso nerviosa, porque el niño llevaría el nombre de su amigo. Experimentaba una rara sensación, parecida a la de estar flotando.
Comprendió que estaba enamorada. El amor, aun condenado al fracaso, daba alas a su alma. Las gaviotas nunca habían dibujado círculos tan perfectos en la bóveda celeste, nunca sus graznidos habían sido tan emocionantes.
La prioridad de Adelia era visitar al otro Simón. De camino al jardín del alguacil recorrió el patio en busca de flores que llevar a su tumba. Esa parte del castillo era estrictamente utilitaria; las gallinas y los cerdos habían acabado con la mayor parte de la vegetación, pero algo de hiedra había prendido en lo alto del viejo muro y un ciruelo silvestre florecía en el montículo donde se había erigido la torre de madera original.
Unos chiquillos se deslizaban por una rampa de madera, y mientras Adelia arrancaba con tristeza unas ramas, un niño y una niña se acercaron a conversar.
—¿Qué es eso?
—Es mi perro —les dijo Adelia.
Por un momento se quedaron pensativos. Luego preguntaron:
—Ese negro que está con vos, señora, ¿es un hechicero?
—Es doctor.
—¿Está curando a sir Rowley, señora?
—Él nos cae bien —interrumpió la niña—. Dice que tiene un ratón en su mano, pero en realidad es una moneda y nos la regala. Me gusta sir Rowley.
—También a mí —reconoció Adelia, sin querer. Sintió que su confesión era tierna.
—Allí están Sam y Bracey. No debieron dejarlos entrar, ¿verdad? Ni siquiera para matar judíos, dice mi papá.
El niño señaló un lugar junto a los nuevos cadalsos, donde había una doble picota de la que sobresalían dos cabezas. Tal vez fueran las cabezas de los hombres que custodiaban la puerta por la que Roger de Acton y la gente de la ciudad habían entrado en el castillo.
—Sam dice que él no quería dejarlos entrar, pero los cabrones se abalanzaron sobre él —dijo la niña.
—Por Dios —exclamó Adelia—, ¿desde cuándo están allí?
—No debieron dejarlos entrar, ¿verdad? —preguntó el niño.
La niña estaba más dispuesta a perdonarlos.
—Los dejan en libertad por la noche.
La picota era terrible para la espalda. La doctora se dirigió hacia allí. Del cuello de cada uno de los guardias pendía un cartel qué decía: «Incumplimiento del deber».
Adelia eludió cuidadosamente la inmundicia que las víctimas acumulaban alrededor de sus pies, dejó su ramillete en el suelo y levantó uno de los carteles. Acomodó las chaquetas de los guardias para que la cuerda, que les ahogaba, no estuviera en contacto con la piel.
—Creo que así estarán mejor.
—Gracias, señora.
Ambos la miraron de frente, con franqueza militar.
—¿Cuánto tiempo deben permanecer así?
—Dos días más.
—Oh, Dios. Sé que no es fácil, pero si dejáis que vuestras muñecas carguen el peso de tanto en tanto e inclináis las piernas hacia atrás, disminuirá la presión sobre la columna.
—Lo tendremos en cuenta, señora —respondió cansinamente uno de los hombres.
—Bien.
La esposa del alguacil estaba en uno de los extremos de su jardín, observando los tanacetos mientras mantenía una conversación a gritos con el rabino Gotsce, que en el extremo opuesto se inclinaba sobre la tumba.
—Deberíais usarla en los zapatos, rabino, como yo. El tanaceto cura los temblores. —La voz de lady Baldwin llegaba sin esfuerzo hasta la muralla.
—¿Mejor que el ajo?
—Infinitamente mejor.
Entretenida e inadvertida, Adelia se detuvo en el arco hasta que lady Baldwin la descubrió.
—Adelia, estabais aquí. ¿Cómo se encuentra hoy sir Rowley?
—Mejor. Gracias, señora.
—Bien, muy bien. Un luchador tan valiente es irreemplazable. ¿Y cómo está vuestra pobre nariz?
Adelia sonrió.
—Compuesta, ya me he olvidado de ella.
La carrera para detener la hemorragia de Rowley había borrado todo lo demás. No advirtió que su nariz estaba fracturada hasta dos días después, cuando Gyltha comentó que se había puesto gibosa y azulada. En cuanto se deshinchó, pudo colocarse el hueso en su lugar sin dificultad.
Lady Baldwin asintió.
—¡Qué bonito ramillete verde y blanco! El rabino está visitando la tumba. Id a reuniros con él. Ah, y el perro, ¿es un perro, verdad?, también.
Adelia caminó por el sendero hacia el cerezo. Sobre la tumba había una sencilla tabla de madera, donde habían grabado en hebreo una expresión equivalente a «Aquí yace...», seguida por el nombre de Simón. Debajo se veían las iniciales de las palabras hebreas que significaban «Que su alma esté ligada a la corriente de vida eterna».
—Por ahora debemos conformarnos con esto. Lady Baldwin está buscando una lápida de piedra para reemplazarla lo suficientemente pesada para que no sea posible levantarla. De ese modo la tumba no correrá el riesgo de ser profanada. —El rabino se puso de pie y se quitó la tierra que tenía en las manos—. Es una buena mujer.
—Lo es.
Más que del alguacil, aquél era el jardín de su esposa, donde jugaban sus hijos y donde cultivaba las hierbas que daban sabor a su comida y aromatizaban sus aposentos. No era poca cosa que hubiera cedido una parte al cadáver de un hombre despreciado por su religión. Había que reconocer que dado que en última instancia esos terrenos pertenecían al rey, era un asunto de force majeure, pero, descontando lo que pensara en privado, lady Baldwin había accedido con amabilidad.
Más aún, puso en práctica el principio según el cual la caridad genera obligaciones al que da tanto como al que recibe. Lady Baldwin estaba demostrando su preocupación por el bienestar de la extraña comunidad que habitaba su castillo. Le había cedido a Dina los pañales más nuevos de su bebé y había sugerido que los judíos recibieran una parte del pan que se horneaba en el castillo para que no tuvieran necesidad de hacerlo ellos mismos.
—Son seres humanos, como nosotros —le había explicado lady Baldwin a Adelia durante una visita al enfermo en la que le había llevado gelatina de pierna de cordero—. Y su rabino sabe mucho sobre hierbas, verdaderamente. Tal parece que las comen en cantidad en Pascua aunque eligen las amargas, rábano picante y otras similares. ¿Por qué no algo de angélica para endulzar un poco?
—Así deben ser las hierbas que comen en Pascua —repuso Adelia, sonriendo.
—Sí, eso mismo me contestó cuando se lo pregunté.
Adelia le demandó si conocía alguna nodriza para el bebé. Lady Baldwin prometió conseguir una.
—No una de las mujerzuelas del castillo, por cierto —declaró—. Ese bebé necesita leche cristiana honorable.
Al depositar el ramo sobre la tumba, Adelia se sintió culpable de no haber cumplido con Simón. El nombre grabado en la tabla de madera debería gritar que había sido asesinado en lugar de describirlo como víctima de su propia negligencia.
—Rabino, necesito vuestra ayuda —pidió Adelia—. Debo escribir a la familia de Simón. Su esposa y sus hijos deben saber que ha muerto.
—Escribidles, entonces. Nos ocuparemos de enviar la carta. Algunos de nuestros conocidos en Londres pueden hacerla llegar a Nápoles.
—Os lo agradezco. Pero no se trata de eso. ¿Qué debo decirles? ¿Que fue asesinado aunque su muerte haya sido declarada accidental?
—Si fuerais su esposa, ¿qué desearíais saber?
—La verdad —respondió Adelia inmediatamente; pero luego reflexionó—. Oh, no lo sé. —Para Rebecca sería mejor sufrir porque su esposo se había ahogado. De ese modo se evitaría torturas inútiles sobre los últimos minutos de Simón, o que el horror corrompiera su duelo y clamara exigiendo justicia—. Supongo que es mejor callar —concluyó, vencida—. Al menos hasta que su muerte sea vengada. Una vez que se descubra al asesino y sea castigado, tal vez pueda contarles la verdad.
—¿La verdad, Adelia? ¿Así de simple?
—¿No lo es?
El rabino Gotsce suspiró.
—Quizá para vos. Pero como nos enseña el Talmud, el nombre del Monte Sinaí proviene de la palabra que en hebreo significa odio, siná, porque la verdad despierta odio hacia aquel que la dice. Jeremías...
Oh, Dios. Jeremías, el profeta lloroso. Ninguna de las voces serenas, sabias e inteligentes de los judíos que hablaban en el soleado atrio de la villa de sus padres adoptivos lo había mencionado jamás sin vaticinar el mal. Era un día tan bello y las flores del cerezo estaban tan hermosas...
—Debemos recordar el antiguo proverbio judío: la verdad es la mentira más segura.
—Nunca lo he entendido —repuso Adelia.
—Tampoco yo —afirmó el rabino—. Pero de alguna manera nos advierte que el resto del mundo nunca cree totalmente en la verdad de un judío. Adelia, ¿creéis que tarde o temprano el verdadero asesino será descubierto y condenado?
—Tarde o temprano. Dios quiera que sea cuanto antes.
—Amén. ¿Y ese día dichoso la buena gente de Cambridge rodeará este castillo, llorando, afligida por haber matado a dos judíos y haber confinado a los demás? ¿Creéis que será así? ¿Que la noticia se difundirá por la cristiandad y todos sabrán que los judíos no crucifican niños por placer? ¿También creéis eso?
—¿Por qué no? Es la verdad.
El rabino Gotsce se encogió de hombros.
—Es vuestra verdad, la mía, la del hombre que yace en este lugar. Hasta puede que los habitantes de Cambridge crean en ella. Pero la verdad viaja lentamente y se debilita en su camino. Las mentiras convenientes son fuertes y viajan más rápido. Y ésta era una mentira conveniente. Los judíos pusieron al Cordero de Dios en la cruz. Por lo tanto, crucifican niños. Una cosa y la otra concuerdan. Una mentira tan oportuna como ésa se difundirá rauda por toda la cristiandad. Y si llega hasta un pueblo de España, ¿no creerán que sea verdad? ¿No lo harán los campesinos de Francia? ¿Los de Rusia?
—Por favor, rabino, no sigáis.
Aquel hombre parecía haber vivido miles de años, y tal vez así fuera. Se agachó para quitar un capullo de la tumba. Luego se irguió, cogió a Adelia del brazo y fue con ella hasta la puerta.
—Descubrid al asesino, Adelia. Libradnos de nuestro Egipto inglés. Pero no por ello dejarán de ser los judíos quienes crucificaron a ese niño.
Descubrid al asesino, pensaba la doctora mientras bajaba por la colina. Descubrid al asesino, Adelia. No importaba que Simón de Nápoles estuviera muerto y Rowley Picot fuera de combate y que sólo quedaran ella y Mansur. Mansur no hablaba inglés y ella no era un sabueso sino una doctora. Y por encima de todo, eran los únicos que pensaban que había un asesino que debía ser descubierto.
La facilidad con la que Roger de Acton había reclutado hombres para atacar el jardín del castillo demostraba que Cambridge aún culpaba de los asesinatos a los judíos, por muy encerrados que estuvieran cuando se cometieron tres de los crímenes. No había lugar para la lógica. Los judíos eran temidos por ser diferentes y para la gente de la ciudad el temor y lo desconocido implicaban poderes sobrenaturales. Los judíos habían matado al pequeño Peter, ergo, habían asesinado a los otros.
A pesar de ello, a pesar del rabino y de Jeremías, a pesar de su dolor por Simón, de su decisión de renunciar al amor carnal y seguir la senda de la ciencia y la castidad, el día insistía en presentarse igualmente hermoso ante sus ojos.
Se sentía llena, fortalecida. Desde luego, era vulnerable a la muerte y al dolor de los demás, pero también a la vida en su infinita extensión.
La ciudad y su gente nadaban en una pálida efervescencia dorada, como el champán. Un grupo de estudiantes la saludó quitándose el sombrero. Al llegar al puente hurgó en su bolsillo en busca de medio penique y descubrió que no tenía.
—Oh, adelante, entonces. Os deseo un buen día —dijo el hombre encargado del peaje y no se lo cobró.
Ya en el puente, los hombres que conducían los carros levantaban la fusta a modo de saludo, los que iban a pie le sonreían.
Adelia se dirigió por el camino más largo hacia la casa del viejo Benjamín. El que bordeaba el río. Las copas de los sauces la rozaban amigablemente y los peces que se acercaban a la superficie hacían burbujas semejantes a las que sentía en sus venas.
Había un hombre en el techo de la casa del viejo Benjamín. La saludó. Adelia le devolvió el saludo.
—¿Quién es?
—Coker, el techador —le dijo Matilda B.—. Cree que su pie está mejor y que hay que cambiar una o dos tejas.
—¿Lo hace a cambio de nada?
—Por supuesto —afirmó Matilda, guiñando un ojo—. ¿Acaso el doctor no le curó el pie?
Adelia había adjudicado a la falta de modales la ingratitud de los pacientes de Cambridge, que raramente o nunca se mostraban complacidos con el tratamiento que recibían del doctor Mansur y su ayudante. Habitualmente abandonaban la sala con el mismo aspecto hosco con que entraban, en agudo contraste con los salernitanos, que dedicaban cinco minutos a elogiarla.
Pero no fue solo la reparación del techo: un suculento pato —ofrecido por la esposa del herrero cuyos ojos ya no supuraban— les esperaba para la cena. Un frasco de miel, una cesta con huevos, una porción de manteca y una vasija conteniendo algo de aspecto repulsivo que resultó ser hinojo marino habían sido depositados anónimamente en la puerta de la cocina, lo que sugería que los habitantes de Cambridge optaban por formas de agradecimiento muy específicas.
Sin embargo, faltaba algo importante: ¿dónde estaba Ulf?
Matilda B. señaló el río, donde se distinguía una gorra marrón entre los juncos, debajo de un aliso.
—Está pescando truchas para la cena, Gyltha no debe preocuparse, le tenemos bien vigilado. Le ordenamos que no se moviera de ese lugar, ni por jujubes ni por ninguna otra cosa.
—Os ha echado de menos —señaló Matilda W.
—Y yo a él.
Era verdad, aun en medio de la lucha feroz para salvar a Rowley Picot había lamentado la ausencia del chico y le había mandado mensajes con Gyltha. El ramo de prímulas atadas con un lazo que Ulf le había enviado con su abuela «para deciros que lamenta la pérdida que habéis sufrido» estuvo a punto de hacerla llorar. Ese nuevo amor que sentía irradiaba su luz hacia los demás. Con la muerte de Simón su brillo se proyectaba en aquellos que, ahora comprendía, se habían convertido en seres necesarios para su bienestar. Ulf no era sólo el chico sentado en un cubo, con el ceño fruncido, entre los juncos del Cam, con una caña casera en sus manos mugrientas.
—Hacedme un hueco —le dijo Adelia—. Dejad que esta dama se siente.
El chico se movió a regañadientes y ella ocupó su sitio. A juzgar por la cantidad de truchas que se retorcían en la cesta, Ulf había acertado con el lugar. Era un arroyo que brotaba entre los juncos y se abría paso a través del limo, formando un canal de tamaño respetable antes de llegar al Cam.
Si se comparaba con la zanja que estaba al otro lado de la ciudad —el King's Ditch, un dique pestilente y estancado que alguna vez había servido para repeler a los invasores daneses—, el Cam era limpio; pero Adelia temía que el pescado, que forzosamente comían los viernes, no podía estar en buen estado si provenía de un río al que se vertían excrementos y ganado de todo el condado.
Agradeció que Ulf hubiera elegido un lugar de agua clara para lanzar su caña. Permaneció en silencio durante un rato, observando el sinuoso movimiento de un pez, que se distinguía tan claramente como si nadara en el aire. Entre los juncos, los destellos de las libélulas parecían piedras preciosas.
—¿Cómo está Rowley-Powley?
El apelativo era desdeñoso.
—Mejor, y no deberíais ofenderlo. —Ulf gruñó y sacó la caña con su captura—. ¿Qué gusanos estáis usando? —preguntó Adelia con amabilidad—. Dan buen resultado.
—¿Éstos? —escupió—. Esperad a que los tribunales comiencen a colgar gente, entonces veréis verdaderos gusanos, con ellos se puede conseguir el pescado que se quiera.
—¿Qué tienen que ver los ahorcados con esto? —preguntó imprudentemente la doctora.
—En la horca, cuando los cadáveres se pudren, se encuentran los mejores gusanos. Todo el mundo lo sabe. Con esos gusanos se puede sacar cualquier pez, ¿no lo sabíais?
No, no lo sabía y habría deseado no saberlo. Ulf la estaba castigando.
—Debemos hablar. Maese Simón está muerto. Sir Rowley en cama. Necesito a alguien que sepa pensar para que me ayude a encontrar al asesino. Sois buen pensador, Ulf, y lo sabéis.
—Sí, maldición, lo soy.
—No quiero oíros maldecir.
Ambos permanecieron en silencio. Ulf estaba usando un curioso artilugio de su invención; un hilo corría a través del canuto de una gran pluma de pájaro para que el cebo y los diminutos anzuelos se mantuvieran en la superficie del agua.
—Os he echado de menos —reconoció Adelia.
—Uh. —Si pensaba que así lo ablandaría... pero después de un rato Ulf añadió—: ¿Creéis que él ahogó a maese Simón? —Sí, sé que lo hizo.
Otra trucha se acercó al gusano, el muchacho la desenganchó y la arrojó a la cesta.
—Es el río —afirmó Ulf.
—¿Qué queréis decir?
Adelia se puso de pie. Ulf la miró por primera vez. El pequeño rostro arrugado mostraba concentración.
—Es el río. El río se los lleva. He estado preguntando...
—¡No! —Adelia casi le gritó—. Ulf, por favor, no debéis hacerlo, no debéis. Simón también estaba haciendo preguntas. Prometedme, prometedme...
Ulf la miró con desdén.
—Todo lo que hice fue hablar con los parientes. ¿Cuál es el peligro? ¿Estaba escuchando mientras lo hacía? ¿Se convierte en cuervo y se posa en los árboles?
Un cuervo. Adelia temblaba. «No diría eso delante de él».
—Esta charla me asquea. ¿Queréis saber o no?
—Quiero saber.
El chico sacó el hilo del agua, lo separó de la caña y los flotadores, acomodó los elementos cuidadosamente en el cesto de mimbre que usan los pescadores de Anglia Oriental y luego se sentó con las piernas cruzadas, mirando a Adelia, como un pequeño Buda a punto de ofrecer su sabiduría.
—Peter, Harold, Mary, Ulric. Hablé con sus parientes, parece que nadie más los ha escuchado. Todos ellos, todos, fueron vistos por última vez en el Cam o yendo hacia él. —Ulf levantó un dedo—. ¿Peter? Junto al río. —Levantó otro dedo—. ¿Mary? Era la hija de Jimmer, el criador de aves, sobrina de Hugh, el cazador. ¿Y adonde iba cuándo la vieron por última vez? Iba por el juncal camino de Trumpington para llevar la cena a su padre. —Ulf hizo una pausa—. Jimmer era uno de los que se abalanzó ante las puertas del castillo. Todavía culpa a los judíos de lo de Mary.
De modo que el padre de Mary había formado parte del grupo de hombres que seguía a Roger de Acton. Adelia recordó su aspecto de matón y que maltrataba a su hija y, muy probablemente, atacaba a los judíos para librarse de su propia culpa.
Ulf continuó con su lista. Apuntó con el pulgar río arriba.
—¿Harold? —Ulf frunció el ceño apenado—. El hijo del vendedor de anguilas. Había ido a buscar agua para cubrir las anguilas. Desapareció. —Se inclinó hacia delante—. Iba hacia el Cam.
—¿Y Ulric? —preguntó Adelia mirándolo a los ojos.
—Ulric —replicó Ulf— vivía con su padre y sus hermanas en Sheeps Green. Desapareció el día de San Eduardo. ¿En qué día cayó el último San Eduardo? —Adelia meneó la cabeza—. Lunes —repuso y volvió a sentarse.
—¿Lunes?
Ulf también meneó la cabeza ante su ignorancia.
—¿Os estáis burlando de mí? El día de lavar la ropa, mujer. El lunes es el día de lavado. Hablé con su hermana. Se les había acabado el agua de lluvia para hervir y enviaron a Ulric con un par de cubos...
—Río abajo —susurró Adelia, terminando la frase.
Adelia y Ulf se miraron. Luego giraron la cabeza y miraron hacia el Cam.
Estaba crecido. Durante la semana había llovido copiosamente. Adelia recordó cómo había tenido que cerrar los postigos de la sala de la torre para impedir que la lluvia entrara. Ahora, con su aspecto inocente y brillante por el reflejo del sol, el agua llegaba hasta el borde más alto de sus riberas como una sinuosa marquetería.
Seguramente no fueran los únicos en advertir que el río era el factor común en las muertes de los niños, aunque el funcionario a cargo de la investigación era completamente estúpido. No obstante, el significado podría habérseles escapado. Para la ciudad, el Cam era despensa, vía de navegación, lugar de lavado. Sus orillas proporcionaban combustible, juncos para hacer techos, madera para fabricar muebles. Todos usaban el río. Que los cuatro niños hubieran desaparecido en sus alrededores no era tan sorprendente; tal vez todo lo contrario.
Pero Adelia y Ulf sabían algo más. Simón había sido arrojado deliberadamente a las mismas aguas. La coincidencia había llegado demasiado lejos.
—Sí —ratificó ella—. Es el río.
Al atardecer, el Cam se volvía bullicioso. Figuras de barcos y personas se confundían contra el cielo rojo del atardecer. Quienes volvían a su casa después de un día de trabajo en la ciudad saludaban a los trabajadores que regresaban del campo hacia el sur, o insultaban si su bote provocaba un atasco. Los patos se dispersaban, los cisnes armaban alboroto al emprender el vuelo. Un bote de remos llevaba un ternero recién nacido para ser alimentado por manos humanas junto al fuego.
—¿Creéis que se llevó a Harold y a los otros a Wandlebury? —preguntó Ulf.
—No. Allí no hay nada.
Adelia comenzaba a dudar que los crímenes se hubieran cometido en la colina. Era un sitio demasiado abierto. El prolongado sufrimiento al que habían sido sometidos los niños requería mayor privacidad, la que podía ofrecer una habitación, un sótano, un sitio donde esconderlos, a ellos y a sus gritos. Wandlebury era un lugar solitario pero la agonía era ruidosa. Rakshasa habría temido que fueran oídos antes de tiempo.
—No —repitió Adelia—, aunque llevara los cuerpos a la colina fue en otro lugar... —Iba a continuar, pero se detuvo antes de decir «donde los mató». No debía olvidar que Ulf era sólo un niño—. Y estáis en lo cierto, fue en el río o cerca de él.
Los dos siguieron mirando el friso móvil que formaban las personas y los botes.
Pasaron tres criadores de aves con los botes muy cargados. Llevaban pilas de gansos y patos que se servirían en la mesa del alguacil. Vieron al boticario en su barca de mimbre y cuero. Ulf dijo que cortejaba a una muchacha que vivía cerca de Seven Acres. Un oso adiestrado iba sentado en la popa de un bote mientras su amo remaba hacia su casucha, cerca de Hauxton. Las mujeres del mercado volvían con sus cajones vacíos, impulsándose con facilidad. Una barca de ocho remos remolcaba a otra, que transportaba cal y greda, en dirección al castillo.
—¿Por qué lo seguiste, Hal? —murmuró Ulf—. ¿Quién era?
Adelia pensaba lo mismo. ¿Qué habría atraído a todos los niños por igual? ¿Quién había estado en el río para llevarlos hacia el señuelo? ¿Quién había dicho «ven conmigo»? No los había tentado sólo con jujubes, debía tratarse de un personaje que les inspirara respeto, confianza, familiaridad.
Adelia se puso de pie.
—¿Quién es ése? —preguntó al ver una figura con capucha en un bote.
Casi había oscurecido por completo. Ulf lo observó atentamente y respondió.
—¿Él? Es el viejo hermano Gil.
—El hermano Gilbert. ¿Adonde va?
—Lleva provisiones a los anacoretas. Barnwell tiene los suyos, igual que las monjas. Todos viven en los bosques que estan río arriba. —Ulf escupió—. La abuela no se lleva bien con ellos. Cree que son espantapájaros viejos y sucios, que se apartan de todo el mundo. Dice que no son cristianos.
De modo que los monjes de Barnwell usaban el río para abastecer a sus eremitas, tal como hacían las monjas.
—Pero está anocheciendo —repuso Adelia—. ¿Como es que salen tan tarde? El hermano Gilbert no regresará a tiempo para las completas.
Los religiosos vivían en función de los tañidos que anunciaban las horas dedicadas a la oración. Para la poblaclon de Cambridge las campanadas eran el reloj según el cual —durante el día— concertaban citas, daban la vuelta a la clepsidra o proponían y cerraban tratos. Sus tañidos llevaban a los labradores al campo en laudes y los enviaban de vuelta a casa en vísperas. Durante toda la noche el sonido de las campanas no interrumpía el sueño de los seculares, pero los religiosos, hombres y mujeres, debían salir de sus celdas y dormitorios para cantar las vigilias.
Una vergonzosa complicidad cubrió las factores nada bonitas de Ulf.
—Porque les permite pasar una noche fuera del convento, dormir bajo las estrellas, cazar o pescar al día siguiente, visitar a algun amigo. Tal vez por eso lo hacen. Por supuesto, las monjas aprovechan, dice la abuela. Nadie sabe qué hacen en esos bosques, pero... —De pronto, Ulf miró intrigado a Adelia—. ¿El hermano Gilbert?
La doctora lo miró de la misma manera, y asintió.
—Podría ser él.
Qué vulnerables eran los niños. Si Ulf —a pesar a su natural perspicacia y del conocimiento que poseía de las circunstancias— no era proclive a sospechar de una persona de prestigio a la que conocía, los otros niños habrían sido presas fáciles.
—El viejo Gil es malhumorado, lo sé — admitió el chico reticente—, pero no les miente a los chicos y es un cru... —Ulr se tapo la boca. Por primera vez Adelia lo vio turbarse—. Oh, fue un cruzado.
El sol ya había caído. Los pocos botes que quedaban en el Cam llevaban faroles en la proa. El río se convirtió en un desordenado collar de luces.
Ulf y Adelia seguían sentados en el mismo lugar, resistiéndose a moverse. El río les provocaba tanta atracción como rechazo, el alma de los niños que se había llevado estaba muy cerca; el crujido de los juncos parecía traer su murmullo.
—¿Por qué no los traes de vuelta, cabrón? —gruñó Ulf.
Adelia lo abrazó. Podía llorar por él. También deseaba que el tiempo y la naturaleza retrocedieran y trajeran a los niños de vuelta a casa.
Se oyó el grito de Matilda W. Los llamaba para la cena.
—¿Qué haremos mañana? —preguntó Ulf mientras iban hacia la casa—. ¿Podemos llevar al negro? Sabe remar bastante bien.
—Jamás se me ocurriría ir sin Mansur —contestó Adelia— y si no lo tratáis con respeto, os quedaréis en casa.
Ambos sabían que era necesario explorar el río. En algún sitio a lo largo de sus orillas habría una construcción, o un sendero que llevara hacia ella, donde habría tenido lugar aquel horror. Algo lo delataría. Adelia no esperaba encontrar una señal clara, pero creía poder reconocerla si la veía.
Esa noche, una silueta de pie en la ribera opuesta del Cam les vigilaba. Adelia la divisó desde la ventana abierta de su aposento, mientras se cepillaba el cabello. El terror la paralizó. Por un momento, ella y la sombra que estaba debajo de los árboles se miraron con la intensidad de dos amantes separados por un abismo.
Le dio la espalda, apagó la vela y buscó la daga que guardaba en la mesita de noche antes de irse a dormir. No se atrevía a apartar la vista de aquella silueta. Temía que cruzara el río y entrara por la ventana.
Cuando tuvo el puñal en la mano se sintió mejor. Era ridículo. Para llegar a la casa del viejo Benjamín aquel ser debería tener alas o un artefacto como los que se usaban para cruzar el foso de un castillo. La casa estaba a oscuras y no podía verla. Pero se sintió observada cuando cerró la celosía. Bajó las escaleras descalza, para ase-gurarse de que todas las puertas estuvieran bajo llave, sintiendo que esos ojos perforaban las paredes. Salvaguarda la seguía receloso. Dos brazos levantaron un arma sobre su cabeza cuando llegó a la sala.
—Cabrón —gruñó Matilda—. Vete a asustar a otro.
—Lo mismo digo —declaró Adelia, jadeando—. Hay alguien al otro lado del río. —La criada bajó el atizador.
—Ha estado allí todas las noches desde que se fueron al castillo. Mirando, siempre mirando. Y el pequeño Ulf era el único hombre en la casa.
—¿Dónde está Ulf?
Matilda señaló la escalera que llevaba al sótano.
—Duerme tranquilo.
—¿Estáis segura?
—Segura.
Las dos mujeres miraron al mismo tiempo a través del cristal de la ventana.
—Se ha ido.
Adelia se habría alarmado menos si la misteriosa figura hubiera permanecido en el mismo lugar.
—¿Por qué no me lo dijisteis?
—Creí que ya teníais bastantes problemas. Pero se lo dije a los guardianes del río. Unos inútiles de mierda. No vieron a nadie. No es raro, con el escándalo que armaron al cruzar el puente para llegar a la otra orilla. Creyeron que era un mirón.
Matilda B. fue hasta el centro de la habitación para dejar el atizador en su lugar. Por un instante, el artefacto vibró contra los barrotes del brasero, como si la mano que lo sostenía se estremeciera demasiado y no se animara a soltarlo.
—No es un mirón, ¿verdad?
—No.
Al día siguiente, Adelia llevó a Ulf a la torre del castillo. Se quedaría con Gyltha y Mansur.
Capítulo 13
—No iréis sin mí —protestó sir Rowley. Pero al tratar de salir de la cama perdió el equilibrio—. Oh, Dios, haced que Roger de Acton se pudra. Dadme un cuchillo de carnicero y le cortaré sus partes pudendas. Las usaré como carnaza para pescar. Le...
Adelia y Mansur contuvieron la risa. Alzaron al paciente y lo volvieron a dejar en la cama. Ulf recuperó el gorro de dormir de Rowley y se lo puso nuevamente en la cabeza.
—Mansur y Ulf me acompañarán. Además, haremos el recorrido de día. Entretanto, os permito un poco de ejercicio, algo liviano, como caminar lentamente por la sala para fortalecer los músculos. Como vos mismo habéis comprobado, es todo lo que estáis en condiciones de hacer. —El recaudador dejó escapar un gruñido de frustración propinando un puñetazo a las mantas, lo que provocó otro quejido, esta vez de dolor—. Basta de tonterías —le advirtió Adelia—. De todos modos, no fue Acton quien os clavó el cuchillo. En realidad, no puedo aseguraros quién fue.
—No me importa. Quiero verlo ahorcado antes de que los jueces de los tribunales superiores vean su maldita tonsura y lo dejen ir.
—Debe ser castigado —opinó la doctora. Acton era sin duda responsable de instigar al enfurecido grupo que se había abierto paso a la fuerza para profanar la tumba de Simón—. Pero no deseo que lo ahorquen.
—Ha atacado una propiedad del rey, mujer, y casi me deja castrado. Deberían cocinarlo a fuego lento con una espada en el culo. —Sir Rowley cambió de posición y la miró de soslayo—. ¿Habéis considerado el hecho de que vos y yo fuimos los únicos que resultamos heridos en la refriega? Además de los muchachos que pude dejar fuera de combate, por supuesto.
Adelia no lo había pensado.
—En mi caso, una nariz rota difícilmente merece ser calificada como una herida. Pudo haber sido mucho peor.
Había sido un accidente, en algún sentido, causado por ella misma al involucrarse en la pelea.
—Más aún —añadió Rowley, todavía con malicia—. El rabino salió ileso.
Adelia no lograba entender.
—¿Estáis acusando a los judíos?
—No, en absoluto. Sólo estoy señalando que el buen rabino no fue agredido. Lo que digo es que, después de la muerte de Simón, sólo hay dos personas que siguen preguntándose quién mató a los niños. Vos y yo. Y ambos resultamos heridos.
—Y Mansur —observó distraídamente Adelia, aunque él había salido ileso.
—Ellos no lo vieron hasta que se sumó a la pelea. Además, Mansur no ha hecho preguntas, su inglés no es precisamente lo que se dice fluido.
—No comprendo vuestro razonamiento. ¿Estáis diciendo que Roger de Acton es el asesino? ¿Acton?
—Estoy diciendo, maldición —la debilidad ponía de mal humor a Rowley—, digo que fue instigado a hacerlo. Alguien le sugirió, a él o a un miembro de su banda, que vos y yo éramos aliados de los judíos y que debían matarnos.
—Desde su punto de vista, todos los aliados de los judíos deberían morir.
—Alguien —explicó el recaudador de impuestos entre dientes—, alguien quiere darnos caza. A nosotros. A vos y a mí.
Por Dios, pensó Adelia, no, a los dos no. Sólo él había estado haciendo preguntas junto con Simón. En la fiesta, Simón le había dicho: «Lo tenemos, sir Rowley». La doctora tanteó el borde de la cama y se sentó.
—Ajá —exclamó Rowley—, ahora se está haciendo la luz, Adelia. Os quiero lejos de la casa del viejo Benjamín. Debéis venir a vivir aquí, con los judíos, durante un tiempo.
Adelia recordó la silueta entre los árboles. Le había ocultado a Rowley lo que ella y Matilda habían visto la noche anterior. Nada podía hacerse al respecto y no tenía sentido agregarle una nueva frustración.
Era Ulf quien había estado en peligro. El asesino iba tras otro niño y había elegido a ése en particular. Adelia lo sabía. Por ese motivo el chico pasaría las noches en el castillo y, durante el día, Mansur lo vigilaría de cerca.
Pero, Dios santo, si esa criatura consideraba que Rowley constituía una amenaza, siendo tan ingenioso, y contando con tantos recursos... entonces, dos seres a los que amaba estaban en peligro.
«Maldito sea», pensó luego la doctora. «Rakshasa está logrando lo que desea gracias a nosotros, y encima nos ha arrinconado a todos en este maldito castillo. De este modo jamás lo encontraremos. Al menos, yo he de moverme con libertad».
—Ulf, explicadle a sir Rowley vuestra teoría sobre el río.
—No, dirá que es una estupidez.
Adelia suspiró. Percibía incipientes celos entre los dos hombres de su vida.
—Debéis contárselo.
El chico lo hizo, con resentimiento y sin convicción. Rowley desestimó la hipótesis.
—En esta ciudad todo se relaciona con el río. —Desdeñó por igual la posibilidad de que el hermano Gilbert fuera el sospechoso—. ¿Creéis que es Rakshasa? Un monje enclenque como él no podría cruzar el monte de Cambridge, no me lo imagino cruzando el desierto.
Ninguna opinión era concluyente. Gyltha llegó con la bandeja del desayuno para Rowley y se sumó a la discusión.
Pese a la aparente ligereza con que hablaban del horror y la sospecha, la charla dejó mella en Adelia. Al fin y al cabo aquellas personas eran seres queridos para ella. Bromear con ellos, aunque fuera sobre la vida y la muerte, le resultó tan desconcertante y placentero —ella, que jamás había bromeado— que durante un instante experimentó una punzante felicidad.
Hic habitat felicitas.
Ese enorme, lujurioso y mágico hombre que estaba en cama, llevándose el jamón a la boca, había sido suyo. Su vida había dependido de ella, la había conservado no sólo gracias a su habilidad, sino a la energía que le había transmitido. La doctora había pedido esa gracia y le había sido concedida.
Pero aun cuando para ella fuera maravilloso, su amor no era correspondido y debería convivir con esa tristeza el resto de su vida. Los momentos que pasaba en su compañía no hacían más que confirmar que sería desastroso mostrarse vulnerable ante él. Podría aprovecharlo para rechazarla o incluso para manipularla. Los propósitos de ambos eran mutuamente destructivos.
De todos modos, esos momentos no se prolongarían durante mucho más tiempo. La herida estaba cicatrizando, y Rowley ya no aceptaba que ella lo vistiera. En cambio, dependía de los cuidados de Gyltha o lady Baldwin.
—Es una indecencia que una mujer soltera se inmiscuya en esa parte del cuerpo masculino —había alegado, secamente.
Adelia había preferido no preguntarle cuál habría sido su destino si ella no se hubiera inmiscuido en el momento indicado. Ya no la necesitaba. Debía retirarse.
—De cualquier modo, debemos explorar el río —afirmó Adelia.
—En el nombre de Dios, no podéis ser tan condenadamente estúpida —espetó sir Rowley.
Indignada, se puso de pie. Estaba dispuesta a morir por ese cerdo, pero no a ser insultada. Le ajustó con rabia las mantas, y su aroma —una mezcla de la tintura de trébol que le administraba tres veces al día y la manzanilla con que se lavaba el cabello— envolvió a Rowley hasta que el tufillo de Salvaguarda, que pasó junto a la cama siguiendo a su ama, lo aniquiló.
Cuando Adelia salió de la sala, Rowley miró a quienes le rodeaban en silencio.
—¿No estoy en lo cierto? —preguntó en árabe a Mansur—. No permitiré que ella explore el río —agregó, irritado a causa del cansancio.
—¿Dónde le permitiréis estar, efendi?
—En una cama, como corresponde. —Si no hubiera estado débil e irascible, no lo habría dicho, al menos no en voz alta. Nervioso, miró al árabe, que se le acercaba. No estaba en condiciones de pelear con ese bastardo—. No quise decir eso —se disculpó, precipitadamente.
—Está bien, efendi —repuso Mansur—. De lo contrario, me veré obligado a abrir nuevamente vuestra herida y a agrandarla.
Esta vez el aroma que envolvió a Rowley —una combinación de incienso y madera de sándalo— le llevó de regreso a los zocos.
El árabe se inclinó sobre él y ante su cara juntó la punta de los dedos de la mano izquierda y los tocó con el índice de la mano derecha, un delicado movimiento que ponía en duda a los progenitores de sir Rowley señalando que podía haber tenido cinco padres.
Luego se incorporó, hizo una reverencia y salió de la sala, seguido por el niño con aspecto de gnomo, cuyo gesto era más simple, más crudo, pero igualmente explícito.
Gyltha recogió los restos del desayuno, cogió la bandeja y salió tras ellos.
—No sé qué quisisteis decir, chico, pero hay mejores maneras de explicarlo.
«Oh, Dios», pensaba sir Rowley, hundiéndose en el colchón. «Me estoy volviendo pueril. Señor, sálvame, aunque sea cierto. Aquí es donde la querría, en mi cama, debajo de mí».
Y tanto la deseaba que había tenido que detenerla cuando cubría su herida con esa inmundicia verde, esa mixtura de consuelda. Porque su miembro había recuperado su vigor y tendía a ponerse erecto cada vez que ella le tocaba.
Reprochaba a su Dios —y a sí mismo— que lo hubiera puesto en ese aprieto. Adelia no era en absoluto su tipo de mujer. ¿Excepcional? No conocía otra mujer igual. Le debía la vida. Pero, sobre todo, podía hablar con ella como no podía hacerlo con ninguna otra persona, hombre o mujer. En su relato de la persecución de Rakshasa le había contado aspectos de sí mismo más que al propio rey, y temía, además, haber revelado otros detalles inconvenientes en su delirio. En su compañía podía blasfemar —aunque no a ella, como lamentablemente había sucedido hacía breves instantes— y eso la transformaba en una compañía tan agradable como deseable.
¿Podría seducirla? Muy probablemente. Era versada en todas las funciones del cuerpo, pero indudablemente ingenua acerca de lo que hacía latir más rápido los corazones. Y Rowley había aprendido a confiar en el considerable y misterioso atractivo que tenía para las mujeres.
Seduciéndola, no obstante, sólo lograría despojarla de un plumazo, no sólo de su ropa, sino de su honor y, por supuesto, de aquello que la hacía excepcional, convirtiéndola en una mujer más en otra cama.
Y él la quería tal como era: con sus «humm» cuando estaba concentrada, con su vestimenta atroz —aunque en la fiesta de Grantchester le había sorprendido su estampa—, con la importancia que otorgaba a toda la humanidad, incluso —más aún, particularmente— a su escoria, con esa seriedad que podía transformarse en una risa asombrosa, con la manera en que erguía los hombros cuando se sentía intimidada, con el modo en que combinaba sus temibles medicinas, con la amabilidad con que sus manos llevaban la taza a su boca, con su modo de caminar, con su modo de hacer todas las cosas. Adelia tenía virtudes que él nunca había conocido: todo en ella era virtud.
—¡Oh, demonios! —exclamó sir Rowley a la sala vacía—. Tendré que casarme con esa mujer.
La aventura río arriba, si bien hermosa, no dio fruto. Considerando cuál era su objetivo, Adelia se sentía avergonzada de disfrutar tanto. Se dejaba llevar por los túneles que formaban las copas de los árboles y al salir nuevamente a la luz del sol, veía a las lavanderas que interrumpían su trabajo para saludarlos. Una nutria astuta nadaba junto al bote mientras hombres y perros, desde la orilla, trataban de cazarla; los criadores de aves desplegaban sus redes; los niños pescaban truchas; y durante millas la ribera estuvo desierta excepto por las currucas, que se balanceaban peligrosamente en los juncos mientras cantaban.
Salvaguarda los seguía corriendo pesaroso por la orilla. Se había revolcado en algo que hacía intolerable su presencia en el bote. Mansur y Ulf se alternaban para impulsarlo, compitiendo entre sí. Al ver la naturalidad con que hacían avanzar la embarcación, Adelia quiso intentarlo; supuso que sería sencillo, pero terminó colgada del mástil como un mono. Afortunadamente el bote siguió deslizándose sin su ayuda mientras Mansur la rescataba y Ulf se carcajeaba.
Una multitud de cabañas, chozas y casetas de vendedores de aves se alineaba junto al río. Todas quedarían desiertas por la noche. Cada una lo suficientemente desolada como para que cualquier grito que saliera de ellas no pudieran percibirlo más que los animales salvajes. Por otra parte, eran tan numerosas que les habría llevado un mes investigarlas, y un año recorrer los pequeños senderos y los puentes entre los juncos que conducían a las que estaban más alejadas.
De los afluentes del Cam, algunos eran meros arroyos; otros, canales de considerable tamaño aptos para la navegación. Las grandes llanuras estaban surcadas por vías navegables: los pasos elevados, puentes y caminos terrestres estaban en malas condiciones y a menudo eran intransitables, pero cualquier persona podía ir donde deseara con un bote.
Mientras Salvaguarda cazaba pájaros, los tres exploradores comían pan y queso y bebían la mitad de la sidra que Gyltha les había dado, sentados en la orilla, junto al depósito donde sir Joscelin guardaba sus botes. En las paredes colgaban remos, mástiles y cañas de pescar, cuyo brillo se reflejaba tembloroso en el agua. Nada allí hablaba de muerte. A lo sumo, la vista en lontananza de la gran casa de Grantchester confirmaba que —como todos los señores feudales— sir Joscelin estaba demasiado ocupado y el horror podía pasar inadvertido. Pero salvo que las ordeñadoras, los vaqueros, los mozos de cuadra, los labriegos y los sirvientes de la casa —que allí vivían— fueran cómplices en el secuestro de los niños, era improbable que el cruzado fuera un asesino en su propia casa.
De regreso hacia la ciudad, Ulf escupió en el agua.
—Ha sido una maldita pérdida de tiempo.
—No exactamente —precisó Adelia. La excursión le había servido para advertir algo que habían pasado por alto. Tal vez los niños siguieron voluntariamente a su secuestrador o bien fueron llevados a la fuerza, pero en cualquier caso era imposible que hubieran pasado inadvertidos. Todos los botes que navegaban desde el gran puente río abajo eran de poco calado y tenían los topes bajos, lo que hacía imposible ocultar la presencia de una criatura más grande que un bebé, salvo que estuviera tendido bajo la bancada. En consecuencia, los niños se habían escondido por sí mismos o bien yacían inconscientes bajo una piel, un saco de arpillera o algo similar, y así continuaron hasta el lugar de su muerte.
La doctora lo explicó en árabe y en inglés.
—Entonces, él no va en bote —reflexionó Mansur—. Ese demonio los lleva en su montura. Viaja por tierra.
Era posible. En esa parte de Cambridge las zonas más habitadas estaban junto a las vías navegables. El interior era virtualmente un desierto, salvo por los animales con pezuñas que pacían en las llanuras. Pero Adelia lo dudaba. El protagonismo del río en la desaparición de los niños sugería lo contrario.
—Entonces es el opio —propuso Mansur.
¿Opio? Era una posibilidad. La insólita extensión de las plantaciones de adormidera en esa región de Inglaterra y la facilidad con que podía disponer de sus propiedades medicinales había complacido, aunque también alarmado, a Adelia. James, el boticario que visitaba a su amante por las noches, la destilaba en alcohol, y con el nombre de licor de San Gregorio, lo vendía indiscriminadamente, si bien lo guardaba debajo del mostrador, alejado de la vista de los clérigos, que lo consideraban impío por su capacidad para aliviar el dolor, un atributo que sólo le correspondía al Señor.
—Eso es —declaró Ulf—. Les da unas gotas de licor de San Gregorio. —El chico entrecerró los ojos y mostró los dientes—. «Bebe un sorbo de esto, cariño, y ven conmigo al paraíso».
Su caricatura del malévolo engaño les causó escalofríos pese a que era un cálido día de primavera.
Adelia volvió a sentir escalofríos a la mañana siguiente, cuando tomó asiento en el despacho privado de una contaduría. Los vidrios de las ventanas estaban unidos por soldaduras de plomo; la sala estaba abarrotada de documentos y arcones con cadenas y cerrojos; un recinto poco acogedor, masculino, construido para intimidar a potenciales deudores y para que las mujeres no se sintieran cómodas en absoluto. El señor De Barque, de De Barque Hermanos, la recibió receloso y respondió negativamente a su solicitud.
—Pero la letra de crédito estaba librada a nombre de ambos, a nombre de Simón de Nápoles y al mío —protestó Adelia. Le pareció que las paredes absorbían sus gritos.
De Barque extendió un dedo y desplegó en su escritorio un rollo de vitela con un sello.
—Leedlo por vos misma, señora, si sabéis leer en latín;
Adelia lo leyó. Entre los «hasta el momento», los «por cuanto» y los «en conformidad con» los banqueros Luccan de Salerno —emisores de la letra— prometían pagar las sumas citadas en nombre del firmante, el rey de Sicilia, a los hermanos De Barque de Cambridge cuando Simón de Nápoles, el beneficiario, las solicitara. No se mencionaba a otra persona.
Adelia contempló el rostro obeso, impaciente y desinteresado que tenía delante. Era fácil insultar a una persona que necesitaba dinero.
—Pero estaba implícito, yo tengo la misma responsabilidad que maese Simón en la empresa, fui elegida para eso —explicó Adelia, que suponía que el banquero la consideraba una meretriz.
—Estoy seguro de que así es, señora —repuso el señor De Barque.
—Una nota al banco de Salerno o al rey Guillermo, en Sietelia, verificará quién soy.
—Entonces enviad esa nota, señora. Mientras tanto... —El señor De Barque cogió del escritorio una campana y la hizo sonar para llamar a su secretario. Era un hombre ocupado.
Adelia no se movió de su asiento.
—Eso llevará meses.
No tenía dinero ni siquiera para enviar la carta. Sólo había encontrado unos peniques en la habitación de Simón. Éste tampoco había solicitado a los banqueros más dinero ni había guardado el que tenía: lo llevaba en la cartera que su asesino había robado.
—Puedo pedir un préstamo hasta que...
—No concedemos préstamos a mujeres.
La doctora se zafó del secretario que la tomaba del brazo para llevarla hacia la salida.
—¿Qué puedo hacer entonces?
Tenía que pagar lo que debía al boticario, al hombre que esculpiría el nombre de Simón en su lápida de piedra, Mansur necesitaba unas botas nuevas, ella necesitaba unas botas nuevas...
—Señora, la nuestra es una organización cristiana. Os sugiero que os dirijáis a los judíos. Son los usureros que elige el rey y, según entiendo, sois persona de su agrado.
La mirada del hombre era tajante: ella era una mujer, y aliada de los judíos.
—Estáis al tanto de la situación de los judíos —alegó Adelia con desesperación—. No tienen acceso a su dinero.
Por un momento, las arrugas le confirieron cierta calidez al rostro obeso del señor De Barque.
—¿No lo tienen?
Mientras subían la colina, Adelia y Salvaguarda vieron pasar junto a ellos un carro que llevaba mendigos a la prisión. El bedel del castillo estaba haciendo una redada. Serían sentenciados en las próximas sesiones de los tribunales superiores. Una mujer sacudía las rejas con sus manos esqueléticas.
Adelia la miró. Comprendió cuan indefensos estaban los indigentes. A ella jamás le había faltado dinero. Tenía que volver a Salerno, pero no podía, no hasta que hubiera descubierto al asesino. Y aun entonces, ¿renunciaría a...? Quiso apartar el nombre de sus pensamientos. Tendría que dejarlo tarde o temprano. De todos modos, no podía viajar. No tenía dinero.
¿Qué haría? Era una Ruth en un país extranjero. Ruth había resuelto su situación por medio del matrimonio, pero en este caso no existía esa posibilidad. ¿Podría al menos subsistir? Mientras estuviera en el castillo, los pacientes irían a verla allí. Ella y Mansur habían alternado el cuidado de sir Rowley con la atención a esos enfermos. Pero casi todos eran pobres y no estaban en condiciones de pagar con dinero.
Su ansiedad no disminuyó cuando, al entrar en la sala de la torre con Salvaguarda, encontró a sir Rowley levantado y vestido. Estaba sentado en la cama y conversaba con sir Joscelin de Grantchester y sir Gervase de Coton.
Se dirigió hacia él.
—Necesita descansar —le dijo bruscamente a Gyltha, apostada como un centinela en un rincón.
Ignoró a los dos caballeros que se habían puesto de pie al verla llegar —Gervase a regañadientes, y sólo cuando su compañero se lo indicó— para tomar el pulso a su paciente. Era más firme que el suyo.
—No os enfadéis con nosotros, señora —declaró sir Joscelin—. Hemos venido a expresarle nuestra simpatía a sir Rowley. Fue una bendición de Dios que el doctor y vos estuvierais aquí. Ese pobre diablo de Acton... sólo nos queda esperar que los tribunales no le permitan escapar de la horca. Todos estamos de acuerdo en que colgarlo es lo más apropiado.
—¿Lo creen de veras?
—Esta dama no acepta esa penalidad. Tiene métodos más crueles —precisó Rowley—. Ella administraría una dosis de tintura de hisopo a todos los criminales.
Sir Joscelin sonrió.
—Eso es realmente cruel.
—¿Acaso vuestros métodos son efectivos? Encerráis a la gente, la ahorcáis, cortáis sus manos. ¿Podemos dormir tranquilos gracias a eso? ¿Desaparecerán los criminales cuando Roger de Acton muera en la horca? —preguntó Adelia.
—Él provocó un tumulto —replicó Rowley—, invadió un castillo del rey, casi me convierte en un castrado. En lo personal, desearía ver a ese bastardo con una espada en el culo asándose a fuego lento.
—Y el asesino de niños, señora, ¿qué haríais con él? —preguntó amablemente sir Joscelin.
Adelia no tenía respuesta.
—Duda —indicó sir Gervase con disgusto—. ¿Qué clase de mujer es ésta?
Era una mujer para quien matar legalmente era una desfachatez por parte de aquellos que imponían esa penalidad —tan fácilmente, y en ocasiones, por tan poco— porque la vida, para ella que luchaba por salvarla, era el único y verdadero milagro. Una mujer que no comulgaba con el juez ni con el verdugo, sino con el que ocupaba el banquillo del acusado. Se preguntaba qué habría hecho en sus circunstancias, qué clase de persona habría sido si le hubiera tocado su mismo destino. Si no la hubieran recogido del Vesubio dos médicos de Salerno, ¿podría estar ella en ese banquillo?
Para ella la civilización se había interpuesto en el camino de la violencia y la ley debía ponerle fin. No matar significaba creer que el hombre podía mejorar. Adelia suponía que el asesino de niños debía morir, como debía morir un animal rabioso. Pero como doctora que era, se preguntaría siempre a qué se debía su rabia y lamentaría no saberlo.
Al apartarse de los caballeros en dirección a la mesa de los medicamentos advirtió que Gyltha estaba rígida.
—¿Qué ocurre?
El ama de llaves parecía extenuada, súbitamente envejecida. Las manos sostenían con desgana una pequeña cesta de mimbre, con la actitud de los fieles que reciben del sacerdote la hostia consagrada.
—Sir Joscelin me ha traído unos confites, Adelia, pero Gyltha no me permite comerlos —aclaró Rowley desde la cama.
—Soy solamente el portador. Lady Baldwin me pidió que los trajera.
Gyltha miró a Adelia; luego dirigió la vista a la cesta. La sostuvo con una sola mano y con la otra abrió ligeramente la tapa. Dentro, sobre hermosas hojas, había muchos jujubes de distintos colores y aromas, con forma de rombo, como huevos en un nido.
Las mujeres se miraron. Adelia se sintió mal. De espaldas a los hombres, susurró:
—¿Veneno?
Gyltha se encogió de hombros.
—¿Dónde está Ulf?
—Mansur —susurró a su vez Gyltha—, a salvo.
—El doctor le ha prohibido a sir Rowley los confites.
—Entonces, podéis convidar a nuestros visitantes —sugirió Rowley.
No podían esconderse de Rakshasa. Eran su objetivo. Dondequiera que estuvieran, estarían en su punto de mira.
Adelia saludó a los hombres con una leve inclinación de cabeza, les deseó buen día y fue hacia la puerta seguida por Gyltha, que llevaba consigo la cesta.
Los medicamentos. Adelia volvió apresuradamente para controlarlos. Todos los frascos tenían tapa, las cajas estaban apiladas en orden, tal y como ella y Gyltha solían dejarlas.
Era absurdo. El asesino estaba fuera, no podía tocarlas. Sin embargo, la noche anterior la había aterrorizado la fantasía de un Rakshasa alado. Debía reemplazar todas las hierbas, incluso el jarabe, antes de administrárselas a los enfermos.
¿Estaba fuera? ¿Había estado allí? ¿Estaba allí en ese momento?
La doctora oyó que a sus espaldas los hombres conversaban sobre caballos, como solían hacer los caballeros. Podía percibir que Gervase estaba apoltronado en su asiento; sentía que estaba pendiente de ella. Sus frases eran forzadas y vagas. Cuando lo miró, el hombre hizo un gesto deliberadamente despectivo.
Adelia no sabía si era el asesino, pero indudablemente era un bruto y su presencia era un insulto. Fue hacia la puerta y la dejó abierta.
—El paciente está cansado, caballeros.
Sir Joscelin se puso de pie.
—Lamentamos no haber visto al doctor Mansur, ¿verdad, Gervase? Por favor, hacedle llegar nuestros saludos.
—¿Dónde está? —preguntó sir Gervase.
—Enseñando árabe al rabino Gotsce —respondió Rowley.
Al pasar junto a Adelia rumbo a la puerta, Gervase, simulando hablar con su compañero, murmuró:
—Qué curioso, un judío y un sarraceno en un castillo real. ¿Para qué demonios fuimos a las cruzadas?
Adelia cerró la puerta de golpe.
—Maldita sea. Mujer, trataba de sacarles el tema de Ultramar para descubrir quién estuvo allí, dónde y cuándo. Quizá uno de ellos podía decirme algo sobre el otro.
—¿Lo hicieron?
—Los habéis despedido demasiado rápido, maldición. —La ira de sir Rowley era un signo de su recuperación—. Sin embargo, casualmente el hermano Gilbert admitió haber estado en Chipre en el momento oportuno.
—¿El hermano Gilbert ha estado aquí?
Y el prior Geoffrey, el alguacil Baldwin, el boticario —con un brebaje que, había jurado, curaría la herida en minutos—, y el rabino Gotsce.
—Soy un hombre popular... ¿Qué ocurre? —preguntó sir Rowley. Adelia había arrojado una caja de bardana sobre la mesa y la tapa se había soltado dejando escapar una nube de polvo verde.
—No sois popular —afirmó Adelia entre dientes—, sois un cadáver. Rakshasa os habría envenenado. —La doctora fue nuevamente hacia la puerta y llamó a Gyltha, que ya subía las escaleras con la cesta. Adelia se la arrebató, la abrió y la puso debajo de las narices de Rowley—. ¿Sabéis qué es esto?
—¡Jesucristo! —exclamó Rowley—. Jujubes.
—He estado preguntando —intervino Gyltha—. Una niña se los dio a uno de los centinelas. Dijo que eran un regalo de su ama para el caballero que estaba en cama en la torre. Lady Baldwin iba a traerlos, pero sir Joscelin le ofreció ahorrarle el esfuerzo. Siempre tan cortés ese caballero, no como el otro.
Gyltha no se entendía con sir Gervase.
—¿Y la niña?
—El centinela es uno de los que el rey envió desde Londres para custodiar a los judíos. Se llama Barney. Dice que no la conoce.
Llamaron a Mansur y a Ulf para departir sobre el asunto.
—Podrían ser simples jujubes, como sugiere su aspecto —opinó Rowley.
—Chupad uno y lo sabréis —dijo bruscamente Ulf—. ¿Qué pensáis, señora?
Adelia había cogido uno con sus pinzas y lo estaba oliendo.
—No lo sé.
—Sugiero hacer una prueba —propuso Rowley—. Se los enviaremos a Roger de Acton con nuestros saludos.
Era tentador, pero Mansur se los llevó al patio y los arrojó en la forja del herrero.
—No habrá más visitas en esta sala —ordenó Adelia—. Y ninguno de vosotros, especialmente Ulf, está autorizado a salir del castillo o pasear dentro de él sin compañía.
—Por Dios, mujer, así nunca lo encontraremos.
Aparentemente Rowley había estado investigando desde su lecho de enfermo, valiéndose de su papel de recaudador de impuestos para interrogar a los visitantes.
Los judíos le habían contado que Chaim, respetuoso con sus principios, nunca había hablado sobre sus clientes o mencionado la magnitud de sus deudas. Los únicos registros existentes eran aquellos que se habían quemado y los que le habían sustraído a Simón.
—Salvo que el tesoro de Winchester tenga una lista de las cuentas, lo que es probable. He enviado a un escudero para averiguarlo. Al rey no le agradará. Los judíos generan gran parte de los ingresos de esta nación. Y si Enrique no se siente complacido...
El hermano Gilbert había declarado que preferiría morir en la hoguera antes que pedir dinero a los judíos. Lo mismo habían dicho el cruzado boticario, sir Joscelin y sir Gervase, aunque con menos vehemencia.
—No dirían que lo hicieron, por supuesto, pero los tres parecen haber logrado la prosperidad con su esfuerzo.
Gyltha asintió.
—Les fue bien en Tierra Santa. James abrió su botica cuando volvió. Gervase, aunque era un cerdo asqueroso de chico y ahora no es mucho mejor, recibió tierras. Y el joven Joscelin, que de haber sido por su padre no tendría con qué taparse el culo, hizo de Grantchester un palacio. ¿El hermano Gilbert? Es un hombre común.
Se oyó una respiración fatigosa en la escalera. Lady Baldwin entró en la sala con una mano en la cintura. En la otra traía una carta.
—Enfermedad. En el convento. Que Dios nos ayude. Si fuera la peste...
Matilda W. llegó detrás de ella.
La carta era para Adelia, la habían enviado a la casa del viejo Benjamín, por lo que Matilda la había traído hasta el castillo. Era un trozo de pergamino arrancado de algún manuscrito, lo que revelaba su terrible urgencia. Pero la escritura era firme y clara.
La priora Joan hace llegar sus saludos a la señora Adelia, ayudante del doctor Mansur, de quien ha recibido buenas referencias. La pestilencia ha estallado entre nosotros y ruego, en nombre de Jesús y de su santa Madre, que la mencionada señora visite el convento de la bendita Santa Radegunda para que explique al buen doctor lo que sucede y aconseje cómo aliviar a las hermanas que sufren. Su estado es muy grave, algunas están al borde de la muerte.
Una posdata decía:
No se discutirán los honorarios. Todo debe hacerse con discreción para evitar que cunda la alarma.
Un mozo de cuadra y un caballo esperaban a Adelia en el patio.
—Llevaréis un poco de mi caldo de carne —dijo lady Baldwin—. Joan no suele alarmarse. Debe ser una situación extrema.
Adelia pensó que, en efecto, debía serlo para que una priora cristiana pidiera auxilio a un médico sarraceno.
—La enfermera también ha caído —anunció Matilda B. Se lo había dicho el mozo de cuadra—. La mayoría vomita y caga hasta la consumación. Que Dios nos ayude, podría ser la peste. ¿No ha sufrido bastante esta ciudad? ¿Por qué el pequeño Peter no les evita esto a las hermanas?
—No iréis, Adelia —declaró Rowley tratando de salir de la cama.
—Es mi deber.
—Me temo que debe ir —intercedió lady Baldwin—. Pese a todos los rumores malintencionados, la priora no permitirá que un hombre entre en un santuario habitado por monjas, salvo que se trate de un sacerdote que vaya a escuchar su confesión. Si la enfermera ha quedado hors de combat, la señora Adelia es la mejor opción, una excelente opción. Con un diente de ajo en cada fosa nasal no sucumbirá.
Dicho lo cual, lady Baldwin salió para preparar su caldo de carne.
Adelia estaba dando explicaciones e instrucciones a Mansur.
—Oh, mi fiel amigo, debéis cuidar de este hombre, esta mujer y este niño mientras esté ausente. No debéis permitir que vayan solos a ninguna parte. El demonio está fuera. Prometedme por Alá que los protegeréis.
—¿Y quién os protegerá a vos, pequeña? Esas santas mujeres no pondrán objeción ante la presencia de un eunuco.
Adelia sonrió.
—No es un harén. Esas mujeres protegen su templo de los hombres. Estaré bien.
Ulf se colgó de su brazo.
—Yo puedo ir. No soy un hombre todavía. Allí me conocen. Nunca he cogido nada.
—Esto tampoco lo cogeréis.
—No iréis —manifestó Rowley crispado, arrastrando a Adelia hacia la ventana, lejos de los demás—. Es un maldito plan para que estéis desprotegida. De alguna manera, Rakshasa es parte de él.
Al verlo nuevamente de pie, Adelia recordó cuan grande era y comprendió lo que significaba un hombre poderoso para los indefensos. Comprendió también que para Rowley el asesinato de Simón había precedido al suyo. Ella temía por él tanto como él temía por ella. Era conmovedor y gratificante, pero había cosas que atender.
Debía indicar a Gyltha qué medicamentos de la mesa tendría que reemplazar, debía recoger otros de la casa del viejo Benjamín... no tenía tiempo para él en ese momento.
—Sois el único que ha estado haciendo preguntas —repuso, suavemente—. Os ruego que cuidéis de vuestra persona y de mi gente. En este momento sólo necesitáis que os cuiden. Gyltha se ocupará de vos. —Adelia trataba de separarse de él—. Debéis comprenderlo, mi deber está junto a ellas.
—Por Dios —gritó sir Rowley—, ¿podéis dejar de representar el papel de doctora por una vez?
«¿Representar el papel de doctora?».
A pesar de que todavía notaba el contacto de su mano, Adelia sintió que el suelo se quebraba entre los dos. Miró a sir Rowley a los ojos a través de ese abismo. Para él ella era una agradable criaturita que se engañaba a sí misma, entreteniéndose, sencillamente, como una solterona que llena su tiempo mientras espera el momento trascendental para una mujer.
Pero, si así fuera, ¿qué significaba la fila de enfermos que la aguardaban todos los días? ¿Qué significaba Coker, que podía subir escaleras para reparar techos? ¿Y qué significaba él —se preguntó asombrada, mirándolo a los ojos—, que se habría desangrado hasta morir?
Tuvo la absoluta certeza de que jamás se casaría con aquel hombre. Ella era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar. Podría ser una persona solitaria, pero siempre sería doctora.
Se sacudió para librarse de él.
—El paciente puede volver a comer sólido, Gyltha. Estos medicamentos deben ser reemplazados por otros nuevos —dijo, y se marchó.
Además, necesitaba los honorarios que la priora le había prometido.
La iglesia de Santa Radegunda y los edificios anexos daban una impresión engañosa. Construidos al término de la invasión danesa, antes de que la congregación se quedara sin dinero, el edificio principal del convento, la capilla y los claustros eran amplios y solitarios y habían conocido el reinado de Eduardo el Confesor. Estaban apartados del río, ocultos entre los árboles, para que los largos barcos de los vikingos —que serpenteaban por las aguas poco profundas de los afluentes del Cam— no pudieran descubrirlos.
Los monjes que lo habitaron habían muerto y el lugar había sido otorgado a una orden de religiosas.
Edric le contaba todo esto a Adelia mientras, seguidos por Salvaguarda, cabalgaban hacia una entrada lateral del muro. Las puertas principales estaban clausuradas para los visitantes.
Al igual que Matilda W., el mozo de cuadra se sentía agraviado porque el pequeño Peter no hacía su trabajo.
—No da buena impresión ver el convento cerrado, justo cuando empieza la verdadera temporada de peregrinaciones —señaló—. La madre Joan tiene motivos para estar molesta.
Edric ayudó a descender a Adelia delante del edificio donde se encontraban el establo y las casetas de los perros —de todos los edificios pertenecientes al convento que Adelia había visto, era el único que se conservaba en buen estado— y señaló un sedero que bordeaba un prado.
—Que Dios os acompañe, señora.
Obviamente, él no lo haría.
Pero Adelia no estaba preparada para aislarse del mundo exterior. Ordenó al mozo de cuadra que fuera al castillo todas las mañanas: llevaría los mensajes que ella necesitara enviar, preguntaría cómo estaban sus amigos y traería la respuesta.
Luego partió con Salvaguarda. El ruido de la ciudad, en la otra orilla, se desvaneció. Las alondras volaban a su alrededor, su canto surgía burbujeante. Detrás de ella, los perros de la priora ladraron y un corzo bramó en algún lugar del bosque que tenía frente a sí.
Recordó que en ese mismo bosque estaba el feudo de sir Gervase.
—¿Es posible controlar esto? —preguntó la priora Joan. Estaba mas ojerosa que en su último encuentro con Adelia.
—No es la peste y tampoco es tifus, gracias a Dios. Ninguna de las hermanas tiene una erupción. Creo que es cólera —declaró Adelia. La priora se puso pálida, por lo que agregó—: Se manifiesta con menos virulencia que en Oriente, pero es bastante serio. Estoy preocupada por vuestra enfermera y por la hermana Verónica. —Eran, respectivamente, la más anciana y la más joven del convento. La hermana Verónica era la monja que se había presentado ante Adelia como una imagen de gracia imperecedera mientras rezaba sobre el relicario del pequeño Peter.
—Verónica. —La priora parecía angustiada, y eso le causó buena impresión a Adelia—. La más dulce de todas, que Dios se apiade de ella. ¿Qué debemos hacer?
¿Qué se debía hacer, en efecto? Adelia miró consternada hacia el otro lado del claustro, donde, más allá de las columnas del corredor, se erigía lo que parecía un enorme palomar, con dos filas de diez arcos sin puertas; cada uno de ellos daba a una celda de menos de cuatro pies de ancho donde las monjas estaban postradas. No había enfermería. El título de enfermera parecía ser una denominación honorífica que recaía en la anciana hermana Odilia, sencillamente porque era entendida en hierbas. Tampoco tenían salón. De hecho, no había ningún aposento que las monjas pudieran compartir.
—Los monjes que vivían originalmente en este convento eran ascetas y preferían la privacidad de las celdas individuales —señaló la priora, advirtiendo el gesto de Adelia—. Las hemos conservado porque hasta el momento no hemos tenido dinero para reformar nada. ¿Podréis arreglároslas?
—Necesitaré ayuda.
Ya era suficientemente difícil cuidar por sí sola a veinte mujeres gravemente enfermas, con diarrea y vómitos, en una sala. Pero tener que ir de una celda a otra, subiendo y bajando por los peldaños fatídicamente estrechos y sin pasamanos terminaría por aniquilar a la encargada de dispensar los cuidados.
—Me temo que los sirvientes huyeron ante la mención de la peste.
—De ningún modo queremos que regresen —advirtió Adelia con firmeza.
Un vistazo al edificio del convento sugería que aquellos que debían mantenerlo en orden habían permitido que reinara la negligencia mucho antes de que se desatara la enfermedad, incluso ese abandono bien podría ser su causa.
—¿Puedo preguntaros si compartís vuestras comidas con las demás religiosas?
—¿Y qué tiene eso que ver, señora?
La priora estaba ofendida, como si Adelia estuviera acusándola de no cumplir con su deber.
Y de algún modo así era. Recordaba que la madre Ambrosia se ocupaba de la correcta alimentación del cuerpo y del espíritu cuando presidía la mesa en el inmaculado refectorio de San Jorge, en el que todas las comidas estaban acompañadas por la lectura de un pasaje de la Biblia y donde la falta de apetito de una monja podía ser detectada para actuar en consecuencia. Pero Adelia no quería una confrontación tan temprana y aclaró:
—Podría estar relacionado con el envenenamiento.
—¿Envenenamiento? ¿Estáis sugiriendo que alguien trata de matarnos?
—No de manera deliberada, pero sí accidentalmente. El cólera es una forma de envenenamiento. Y dado que parecéis estar libre de él...
La expresión de la priora sugería que comenzaba a arrepentirse de haber llamado a Adelia.
—Da la casualidad de que tengo mis propios aposentos y habitualmente estoy demasiado ocupada con los asuntos del convento, por lo que no puedo comer con las hermanas. La semana pasada estuve en Ely, consultando al abad sobre... temas religiosos.
Comprando uno de los caballos del abad, eso había dicho Edric, el mozo de cuadra.
La priora Joan continuó.
—Os sugiero limitar vuestra curiosidad al asunto que tenemos entre manos. Decidle a vuestro doctor que no hay envenenadores aquí, y en el nombre de Dios, preguntadle qué debemos hacer.
Lo que debían hacer era pedir ayuda. Lo que enfermaba a las monjas no estaba en el aire del convento, aunque el lugar era frío, húmedo y olía a podrido. Adelia regresó hasta las casetas de los perros y ordenó a Edric que fuera a buscar a las Matildas. Llegaron junto con Gyltha.
—El chico está a salvo en el castillo con sir Rowley y Mansur —anunció cuando Adelia la reprendió—. Creo que me necesitáis más que ellos.
Eso era indudable, aunque peligroso para todos.
—Os agradeceré que estéis aquí durante el día —explicó Adelia a las tres mujeres—. No debéis pasar la noche en este lugar porque mientras dure la pestilencia no podréis comer la comida del convento ni beber su agua. Os exijo que sea así. En el claustro habrá cubos con brandy y después de tocar a las monjas, sus bacinillas o cualquier cosa que les pertenezca, debéis usarlo para lavaros las manos.
—¿Con brandy?
—Con brandy.
Adelia tenía su propia teoría respecto a enfermedades como la que aquejaba a las monjas. Como tantas de sus teorías, difería de Galeno u otras en boga. Creía que la diarrea, en casos como aquél, era el intento del cuerpo de liberarse de una sustancia que no podía tolerar. De alguna manera el veneno había entrado en el cuerpo, ergo, de alguna manera saldría de él. A menudo el agua estaba contaminada —como ocurría en las zonas más pobres de Salerno, donde la enfermedad estaba siempre presente— y por eso consideró que era la fuente original del veneno hasta que no se probara lo contrario. Dado que cualquier destilado, en este caso el brandy, solía evitar la putrefacción de las heridas, también podría actuar sobre cualquier veneno procedente del cuerpo que estuviera en contacto con las manos de una enfermera, impidiendo el contagio.
Ése era el razonamiento de Adelia, y actuaba en consecuencia.
—¿Mi brandy? —protestó la priora al ver que el tonel de su sótano se vertía en dos cubos.
—El doctor insiste en que lo hagamos —repuso Adelia, simulando que Edric traía del castillo mensajes con instrucciones de Mansur.
—Deberíais saber que es el mejor brandy español —alegó Joan.
—Aún más a mi favor.
Se hallaban en la cocina. Adelia tenía ventaja sobre la priora, sospechaba que nunca había entrado allí. El lugar era oscuro y estaba lleno de alimañas. Varias ratas habían huido al verla entrar y Salvaguarda había aullado tras ellas con un entusiasmo que su ama no le conocía. Las paredes de piedra estaban impregnadas de grasa. Las hendiduras de la mesa tocinera eran visibles incluso con los recipientes desparramados y llenos de mugre. Había un leve olor a rancio. Las ollas, que colgaban de ganchos, rezumaban suciedad y restos de comida, las latas de harina estaban descubiertas y se intuía movimiento en su interior; lo mismo podía decirse de los tanques abiertos con agua para cocinar. Adelia se preguntaba en cuál de ellos habrían hervido el cadáver del pequeño Peter y si lo habrían lavado después. Hebras de carne colgaban de un cuchillo, hediondas como pus. Después de olerlas miró a la priora.
—¿Decís que no hay aquí un envenenador? Vuestras cocineras deberían ser arrestadas.
—Tonterías —sentenció la priora—. Un poco de suciedad jamás ha hecho daño a nadie. —Pero sujetó el collar de su mascota para que dejara de lamer un mejunje irreconocible pegado a una fuente que estaba en el suelo—. No pago al doctor Mansur para que su subordinada espíe el lugar, sino para que mis monjas se curen.
—El doctor Mansur sostiene que tratar el lugar es tratar al paciente.
Adelia no estaba dispuesta a ceder. Había administrado una pildora de opio a las monjas que estaban más graves para aliviar sus retortijones, y aparte de lavar a las otras y darles sorbos de agua hervida —algo que ya había encargado a Gyltha y Matilda W.— poco más podía hacerse por las enfermas hasta que la cocina estuviera en condiciones de ser utilizada. Miró a Matilda B. para encargarle su hercúlea tarea.
—¿Podéis hacerlo, pequeña? ¿Limpiaréis estos establos de Augea?
—¿También guardaban aquí los caballos? —preguntó Matilda B. mientras se arremangaba.
—Es muy probable.
Adelia salió a inspeccionar; la resentida priora la siguió. En el refectorio, una vitrina contenía frascos etiquetados que demostraban el conocimiento que la hermana Odilia tenía sobre las hierbas. También encontró una enorme provisión de opio, excesiva en opinión de la doctora, que, conociendo el poder de la droga, mantenía oculta una dosis mínima ante la eventualidad de un robo.
La doctora comprobó que el agua del convento era potable. El terreno estaba coloreado por la turba, pero el agua pura que brotaba de las capas inferiores corría por un conducto a través de los distintos edificios del convento. Primero abastecía a la cocina, antes de pasar por el lugar donde se preparaban las conservas de pescado, situado en el exterior; luego iba a la lavandería y a la pila, y seguía su curso a lo largo de un práctico declive pasando bajo un largo banco con múltiples agujeros —el excusado— en el edificio anexo. El banco estaba bastante limpio, aunque nadie había cepillado el albañal desde hacía semanas. Un trabajo que Adelia reservaba a la priora. No había razón alguna para que se lo encargara a Gyltha o a las Matildas.
Pero eso quedaría para más tarde. Habiendo hecho lo posible para que la condición de sus pacientes no empeorara, Adelia orientó su energía a salvar sus vidas.
El prior Geoffrey acudió a salvar sus almas. Un gesto que le honraba, considerando la enemistad existente entre él y la priora. Y que además demostraba su valentía, habida cuenta de que el sacerdote que habitualmente oía en confesión a las religiosas se había negado a asistirlas, enviando una carta con una absolución general para cualquier pecado que pudiera surgir.
Llovía. El agua surgía a chorros de las gárgolas, desde el techo del corredor del claustro hacia el jardín descubierto del centro. La priora Joan recibió al prior y se lo agradeció con rígida cortesía. Adelia llevó su capa mojada a la cocina para que se secara.
Cuando regresó, el prior Geoffrey estaba solo.
—Pobre mujer. Cree que trato de robarle los huesos del pequeño Peter aprovechándome de su situación.
—¿Estáis bien, prior? —preguntó Adelia, contenta de verlo.
—Muy bien —repuso, guiñándole un ojo—. Por ahora todo funciona correctamente.
Estaba más delgado, su aspecto era más saludable. Eso la tranquilizó y también la misión que había traído al prior al convento.
—Los pecados parecen ser insignificantes, salvo para ellas —explicó la doctora, refiriéndose a las monjas. En los momentos más terribles, cuando se creían al borde de la muerte, había escuchado las razones por las cuales la mayoría de sus pacientes se sentían merecedoras del pavoroso fuego del infierno—. La hermana Walburga se había comido un trozo del embutido que llevaba a las anacoretas, pero a juzgar por su aflicción se diría que la mujer era una combinación de jinete del Apocalipsis y meretriz de Babilonia.
De hecho, Adelia ya había desestimado las acusaciones del hermano Gilbert en relación con la conducta de las monjas. Un médico conocía muchos secretos de un paciente gravemente enfermo y ella había descubierto que esas mujeres podían ser chapuceras, indisciplinadas, en su mayoría iletradas —defectos que ella adjudicaba a la negligencia de su priora—, pero no inmorales.
—Se reconciliará a través de Cristo —dijo solemnemente el prior Geoffrey.
Cuando terminó de confesar a las monjas de la planta baja, ya había oscurecido. Adelia lo esperaba delante de la celda de la hermana Verónica, al final de la fila, para iluminarle el camino hacia las celdas superiores.
—He dado a la hermana Odilia la extremaunción —anunció el religioso.
—Prior, aún tengo esperanzas de salvarla.
El religioso le dio una palmada en el hombro.
—No lo creo, salvo que pudierais realizar milagros, hija. —El prior miró hacia la celda que acababa de abandonar—. Temo por la hermana Verónica.
—Yo también.
La joven monja estaba más enferma de lo esperado.
—La confesión no ha aliviado a esa niña del sentimiento de haber pecado —manifestó el prior Geoffrey—. Ésa es, posiblemente, la cruz que cargan las almas puras como la suya. Temen demasiado a Dios. Para Verónica, la sangre de nuestro Señor todavía está húmeda.
Adelia acompañó al prior mientras subía, quejoso, los peldaños, resbaladizos a causa de la lluvia. Entonces regresó hasta la celda de Odilia. La enfermera llevaba días tendida en la cama. Con sus manos nudosas, teñidas de turba, se esforzaba por apartar las sábanas. Adelia volvió a cubrirla, secó el óleo que le resbalaba por la frente y trató de que comiera un poco de la gelatina de ternera de Gyltha. La anciana apretó los labios.
—Os fortalecerá —rogó Adelia. No era una buena señal. El alma de Odilia quería liberarse de su cuerpo vano y exhausto. Sentía que dejarla era una deserción, pero Gyltha y las Matildas, contra su voluntad, se habían marchado y sólo quedaban ella y la priora para alimentar a las religiosas.
Walburga —a quien Ulf llamaba la hermana Gordi, pero que ya no lo era tanto— dijo:
—Dios me ha perdonado. Alabado sea el Señor.
—Sabía que lo haría. Ahora, abrid la boca.
Pero después de unas cucharadas, la monja volvió a demostrar preocupación.
—¿Quién alimentará a nuestras anacoretas? Es un pecado comer si ellas pasan hambre.
—Hablaré con el prior Geoffrey. Abrid la boca. Una por el Padre, muy bien, otra por el Espíritu Santo...
La hermana Agatha, que ocupaba la celda contigua, tuvo otra recaída después de comer tres cucharadas.
—No os preocupéis —aseguró, secándose la boca—. Me sentiré mejor mañana. ¿Cómo están las demás? Decidme la verdad.
Adelia sentía simpatía por Agatha, la monja que había tenido el valor suficiente —¿o la suficiente embriaguez?— para provocar al hermano Gilbert en la fiesta de Grantchester.
—La mayoría están mejor—respondió Adelia. Aunque luego, al advertir la mirada socarrona de Agatha, agregó—: Pero la hermana Odilia y la hermana Verónica no están tan bien como desearía.
—Oh, no, Odilia —exclamó Agatha con apremio—. Es un alma noble. María, Madre de Dios, intercede por ella.
¿Y Verónica? ¿No pedía que intercediera por ella? La omisión era extraña. Lo mismo había sucedido con sus otras compañeras. Sólo Walburga, que tenía casi su misma edad, se había interesado por ella.
Tal vez la belleza y la juventud de Verónica les provocaran celos, así como el hecho de que fuera, obviamente, la favorita de la priora.
En efecto, era la favorita. El dolor que Adelia había visto en el rostro de Joan cuando presenciaba el sufrimiento de Verónica hablaba de su gran amor por ella. La doctora se había convertido en una persona sensible a todas las expresiones de amor y sentía sincera compasión por la priora. Se preguntaba si la energía que dedicaba a la caza era una manera de desviar esa pasión, dado que —por ser una monja, y además la superiora— la culpa debía desgarrarla.
¿La hermana Verónica sabía que era objeto de deseo? Probablemente no. Como dijera el prior Geoffrey, la sutileza de esa joven sugería una vida espiritual que no poseía el resto de la congregación.
Sin embargo, las otras monjas debían de saberlo. La joven no se quejaba, pero los moretones visibles en su piel indicaban que había recibido castigos corporales.
El prior había terminado su recorrido por las celdas. Adelia le pidió que se lavara las manos con brandy. El procedimiento le desconcertó.
—Habitualmente el interior de mi cuerpo se beneficia de él. No obstante, acataré cualquier cosa que vos ordenéis.
La doctora le alumbró el camino hacia la puerta, donde un mozo de cuadra lo esperaba junto a los dos caballos.
—Un sitio siniestro —comentó, demorando su partida—. Tal vez se deba a su arquitectura o a los monjes bárbaros que lo construyeron, pero siempre que estoy aquí siento la presencia del maligno en lugar de santidad. Y esta vez no me refiero a la priora Joan. Y la disposición de esas celdas... —El prior hizo una mueca de asco—. Me resisto a dejaros aquí, con tan poca asistencia.
—Tengo a Gyltha y a las Matildas —contestó Adelia—. Y a Salvaguarda, por supuesto.
—¿Gyltha está con vos? ¿Cómo es que no la he visto? Entonces, no debo preocuparme. Esa mujer puede disipar las fuerzas de la oscuridad con una sola mano.
El prior le dio su bendición. El mozo de cuadra cogió de sus manos la caja con los sagrados óleos, la colocó en la bolsa de su montura, ayudó, no sin esfuerzo, al religioso a subir al caballo y ambos partieron.
Había dejado de llover, pero las nubes ocultaban la luna, en aquel momento llena. Durante unos minutos Adelia se quedó escuchando el sonido de los cascos mientras se disipaban en la oscuridad. No le había contado que Gyltha no se quedaba en el convento por la noche, y que precisamente por las noches tenía miedo.
—Siniestro —repitió en voz alta—. Incluso el prior lo percibe.
Luego regresó al claustro, pero dejó abierto el portón. Nada había fuera que la asustara más que el convento mismo. No había aire, mucho menos luz divina, no había ventanas ni siquiera en la capilla, sólo saeteras abiertas en las toscas paredes de piedra, prueba de que habían sido construidas para resistir la barbarie.
Pero la barbarie había entrado. En la cripta de la capilla, horrorosamente antigua y estrecha, se habían esculpido escenas en las que dragones y lobos se atacaban mutuamente en medio de figuras humanas. Las volutas del altar rodeaban una silueta con los brazos en alto, Lázaro tal vez, aunque a la luz de las velas adquiría una apariencia demoníaca. El decorativo follaje que rodeaba los arcos de las celdas imitaba un tupido bosque; la hiedra se enredaba en los contrafuertes.
Por la noche, sentada junto al catre de una monja, Adelia, que no creía en el demonio, se descubrió tratando de percibir su presencia. Oyó el grito de un buho a modo de respuesta. Para la doctora, y para el prior Geoffrey, los veinte enormes agujeros —diez abajo, diez arriba— donde estaban confinadas las monjas acentuaban la barbarie.
La llamaron desde otra celda. Recorrió valerosamente los peldaños oscuros y siniestros y la estrecha cornisa que conducía hasta allí.
Durante el día, cuando Gyltha y las Matildas regresaban, trayendo con ellas el bullicio y el sentido común, se permitía descansar una o dos horas en los aposentos de la priora, pero incluso entonces el oprobio de esas dos filas de celdas —semejantes a tumbas de trogloditas— se infiltraba en sus sueños. Esa noche, mientras caminaba por el claustro para examinar cómo estaba la hermana Verónica, la luz de su farol iluminó las horribles cabezas que coronaban los capiteles de las columnas. Le parecieron seres animados que le hacían muecas. Se sintió feliz de tener a Salvaguarda a su lado.
Verónica se sacudía en su catre, disculpándose con Dios por no haber muerto.
—Perdonadme, Señor, por no estar con vos. Mis pecados no deben provocar vuestra ira porque iría hacia vos si pudiera...
—Qué tontería —rechazó Adelia—. Dios está absolutamente conforme con vos y desea que estéis viva. Abrid la boca, tengo un poco de deliciosa gelatina de pierna de cordero.
Pero Verónica, como Odilia, no comió. Finalmente Adelia le dio media pastilla de opio y se quedó junto a ella hasta que surtió efecto. Su celda era la más sencilla. El único ornamento era una cruz, como los crucifijos que todas las monjas tenían en la pared, urdida con mimbre.
En algún lugar de los pantanos resonó el canto de un avetoro. Fuera, el agua goteaba sobre la piedra con exasperante regularidad. Oyó que la hermana Agatha vomitaba en su celda, un poco más adelante, y fue hacia allá.
Para vaciar la bacinilla era necesario salir del claustro. Una nube que se desplazaba permitió que el resplandor de la luna alumbrara su regreso. Adelia vio la figura de un hombre junto a uno de los pilares del corredor.
Cerró los ojos.
Luego volvió a abrirlos y siguió adelante.
Era una ilusión, producto de las sombras y el brillo de la lluvia. Allí no había hombre alguno. Puso la mano en la columna y se recostó sobre ella un instante, respirando agitadamente. La silueta que había distinguido tenía cuernos. Salvaguarda no parecía haberlo detectado, pero rara vez distinguía algo.
«Estoy agotada», se dijo.
Desde la celda de Odilia se oyó el grito agudo de la priora Joan.
Después de rezar sus oraciones, Adelia y la priora envolvieron el cuerpo de la enfermera en una sábana y lo llevaron a la capilla. Lo depositaron en un improvisado catafalco, fabricado con dos mesas cubiertas por un lienzo, y encendieron velas que colocaron en la cabecera y a los pies.
La priora comenzó a cantar un réquiem. Adelia regresó a las celdas para quedarse junto a Agatha. Todas las monjas estaban dormidas, lo que agradeció. No se enterarían de la muerte de su compañera hasta que fuera de día y para entonces estarían en mejores condiciones. ¿Llegaría alguna vez la mañana a ese horrible lugar? «Un sitio siniestro», había dicho el prior.
El eco lejano de la firme voz de contralto que llegaba desde la capilla no sonaba como un réquiem cristiano, sino como el lamento por un guerrero caído. ¿Había sido la muerte de Odilia o algún elemento presente en la piedra lo que había invocado a la figura con cuernos en el claustro?
Fatiga, volvió a decirse Adelia. Estaba cansada.
Pero la imagen perduraba y para librarse de ella apeló a su imaginación. La reemplazó por otra, más voluminosa, divertida, infinitamente más amada: Rowley apareció allí para reemplazar el horror. Con la reconfortante presencia de ese custodio, Adelia se durmió.
La hermana Agatha murió la noche siguiente.
«Sencillamente su corazón parece haber dejado de latir», fueron las palabras de Adelia en un mensaje que envió al prior Geoffrey. «Estaba mejorando. No lo esperaba».
Y la doctora había llorado por eso.
Con un poco de descanso y la comida de Gyltha, las demás monjas se recuperaron con rapidez.
Verónica y Walburga, las más jóvenes, estuvieron levantadas y atareadas antes de lo que Adelia habría deseado, aunque era difícil resistirse a su entusiasmo.
No obstante, no era sensato que insistieran en cumplir con su deber de aprovisionar a las olvidadas anacoretas, especialmente porque para llevarles suficiente cantidad de alimentos y turba eran necesarios dos botes, y cada monja debía impulsar el suyo.
Adelia apeló a la priora Joan para que les prohibiera hacer esfuerzos. Aún estaba agotada, y lo hizo sin tacto.
—Todavía son mis pacientes. No puedo permitirlo.
—Todavía son mis monjas. Y las anacoretas, mi responsabilidad. Cada cierto tiempo, la hermana Verónica, especialmente, necesita la libertad y la soledad que encuentra entre ellas. Siempre que lo ha solicitado, se lo he concedido.
—El prior Geoffrey me prometió que abastecería a las anacoretas.
—Prefiero no opinar sobre las promesas del prior Geoffrey.
No era la primera vez, ni la segunda ni la tercera que Joan y Adelia se enfrentaban. La priora, consciente de que sus múltiples ausencias habían llevado al convento y a sus monjas al borde de la ruina, trataba involuntariamente de conservar su autoridad oponiéndose a Adelia.
Habían discutido acerca de Salvaguarda. La priora decía que apestaba, lo cual era cierto, pero no más que los lugares donde vivían las monjas. Habían discutido acerca de la administración del opio; la priora había decidido adoptar el criterio de la Iglesia.
—Dios nos envía el dolor, sólo Dios puede librarnos de él.
—¿Quién lo dice? ¿Qué pasaje de la Biblia afirma tal cosa? —había preguntado Adelia.
—Me han dicho que esa droga crea dependencia. Se crearán el hábito de tomarla.
—No lo harán. No saben qué están tomando. Es una solución temporal, un soporífero para aliviar el dolor.
Tal vez porque había ganado esa discusión, perdió esta otra. Las dos monjas obtuvieron el permiso de su priora para llevar provisiones a las eremitas. Adelia comprendió que ya no podía hacer más por ellas y abandonó el convento dos días más tarde.
El mismo día en que los tribunales superiores comenzarían la vista en Cambridge.
Para cualquier persona el bullicio hubiera sido molesto, pero para Adelia, que había estado rodeada de silencio, era un azote. La caminata desde el convento fue ardua. Había recorrido el camino cargando la pesada bolsa con los medicamentos. Sólo quería llegar a la casa del viejo Benjamín y descansar, pero la multitud que contemplaba el desfile la detuvo en Bridge Street.
Al principio le costó comprender quiénes eran esos visitantes. Los músicos de librea que montando sus caballos hacían sonar trompetas y batían tamboriles la llevaron de regreso a Salerno, a la semana que precedía al Miércoles de Ceniza, cuando el carnevale llegaba a la ciudad pese a todos los esfuerzos de la Iglesia para evitarlo.
Pasaron más tambores, y pertigueros, con trajes muy ornamentados y grandes mazas doradas sobre los hombros. Y, Santo Cielo, obispos con mitra y abades sobre caballos adornados, algunos de ellos saludando. Y un comediante que hacía el papel de verdugo con capucha y hacha...
Luego supo que el verdugo no era un comediante. No había acróbatas ni osos adiestrados. Los tres leopardos, símbolo de los Plantagenet, estaban bordados por doquier. Los hermosos palanquines llevados por hombres vestidos con tabardos transportaban a los jueces que el rey había enviado para poner a Cambridge en su balanza, y si Rowley estaba en lo cierto, quedaría desequilibrada.
No obstante, la gente los aclamaba. Estaba ávida de entretenimiento, y parecía que los juicios, las multas y las sentencias por venir podían proporcionárselo.
Apabullada por el alboroto, Adelia vio de pronto a Gyltha abriéndose paso entre la muchedumbre desde el otro lado de la calle, con la boca abierta, como si también ella estuviera ovacionando el desfile. Pero nada más lejos.
«Oh, Dios Todopoderoso, no permitas que lo diga, ni siquiera que lo pronuncie», rogó Adelia.
Gyltha corrió hacia la calzada. Un jinete se vio obligado a frenar su caballo. Maldijo y llevó hacia un lado a su tembloroso corcel para no pisotearla. Ella hablaba, miraba, se aferraba a la gente. Ya estaba cerca. Adelia retrocedió para eludirla, pero era imposible no oír sus gritos.
—¿Alguien ha visto a mi muchacho?
Gyltha podría haber sido ciega. Se colgó de la manga de Adelia sin reconocerla.
—¿Has visto a mi niño? Se llama Ulf. No lo encuentro.
Capítulo 14
Se sentó a orillas del Cam, en el mismo lugar y sobre el mismo cubo que había usado Ulf mientras pescaba. Miraba el rio. Sólo eso. Atrás quedaban las calles bulliciosas y agitadas. En parte por la llegada de los jueces, y en parte debido a la búsqueda de Ulf. La propia Gyltha, Mansur, las dos Matildas, los pacientes de Adelia, los clientes de Gyltha, los vecinos, los jueces locales, y otros, simplemente preocupados, todos buscaban a Ulf con creciente desesperación.
—El chico estaba inquieto en el castillo y quería ir a pescar —le explicó Mansur a Adelia, imperturbable, casi rígido—. Fui con él. Entonces la gordita —se refería a Matilda B.— me llamó desde la casa para que arreglara la pata de una mesa. Cuando volví a salir, ya no estaba. —Mansur se negaba a mirarla, lo que revelaba su profundo disgusto—. Decidle a la mujer que lo siento.
Gyltha no lo había culpado, no culpaba a nadie. El terror era tan grande que no podía mudarse en ira. Su cuerpo tenía el aspecto marchito de una mujer más mucho más pequeña y anciana, pero no estaba dispuesta a quedarse quieta. Ella y Mansur ya habían vadeado el río en ambas direcciones, preguntado a cuanta persona entontraron, y saltado a los botes para descubrir cualquier cosa que pudieran ocultar. Ese día interrogarían a los mercaderes que se apostaban junto al gran puente.
Adelia no fue con ellos. Toda la noche estuvo junto a la ventana del solar, observando el río. Cuando amaneció, se sentó en el lugar de Ulf, donde continuó observando, dominada por un dolor terrible y paralizante, aunque en cualquier caso nada le hubiera apartado de allí. «Es el río», había dicho Ulf y ella se repetía una y otra vez esa frase porque, si dejaba de escucharla, le oiría gritar.
Rowley se abrió paso ruidosamente entre los juncos y llegó renqueando hasta Adelia para convencerla de que abandonara ese lugar. Trató de convencerla, la sostuvo entre sus brazos. Aparentemente quería que fuera al castillo, donde se requería su presencia, ocupado como estaba con los tribunales. Continuamente mencionaba al rey. Ella apenas lo oía.
—Lo siento —repuso Adelia—, pero debo permanecer aquí. Es el río. El río se los lleva.
—¿Cómo puede llevárselos el río?
Rowley le habló suavemente. Creía que estaba loca, y por supuesto, así era.
—No lo sé —respondió la doctora—. Debo quedarme aquí hasta que lo averigüe.
Rowley insistía. Ella lo amaba, pero no lo suficiente como para ir con él. Estaba bajo el influjo de un amor diferente, más imperioso.
—Volveré —anunció finalmente Rowley.
Adelia asintió y apenas advirtió su partida.
Era un hermoso día, soleado y cálido. Desde los botes, la gente —enterada de lo ocurrido— gritaba palabras de aliento a la mujer sentada en la orilla sobre un cubo, con un perro a su lado.
—No te preocupes, tesoro. Seguramente está jugando en algún lugar. Volverá, como la falsa moneda.
Otros apartaban sus ojos de ella y permanecían en silencio.
Adelia no los veía, no los oía. Veía el pequeño cuerpo de Ulf, flacucho y desnudo, luchando por librarse de las manos de Gyltha cuando se disponía a dejarlo caer en el agua para bañarlo.
«Es el río».
Tomó la decisión cuando, al atardecer, vio que la hermana Verónica y la hermana Walburga pasaban en su bote. Walburga la reconoció y remó hacia la orilla.
—Seguramente nos echaréis un sermón, señora. Ocurre que las provisiones que envió el prior no bastaban para alimentar a un gato y debemos volver río arriba para llevar más. Pero nos sentimos fuertes otra vez, ¿verdad, hermana? Fuertes por la gracia de Dios.
La hermana Verónica parecía preocupada.
—¿Qué os sucede, señora? Se os ve cansada.
—No me sorprende —declaró Walburga—, está cansada por haber cuidado de nosotras. Es un ángel. Dios la bendiga.
«Es el río».
Adelia se puso de pie.
—Iré con vosotras, si me lo permitís.
Complacidas, las monjas la ayudaron a subir al bote y la sentaron en la bancada de popa, con las rodillas flexionadas tocando el mentón y los pies apoyados en una jaula con gallinas. Se rieron cuando Salvaguarda, al que llamaban «viejo apestoso», se dispuso a seguirlas, contrariado, por el camino de sirga.
Las religiosas le contaron que la priora Joan estaba proclamando al mundo entero que el pequeño Peter había resurgido: muchas de sus monjas habían estado enfermas, pero sólo dos habían muerto y una de ellas era muy anciana. El santo había sido sometido a prueba y había cumplido.
Las dos monjas se turnaban para impulsar el bote con una frecuencia que ponía de manifiesto que aún no habían recuperado toda su energía, pero no le daban importancia.
—Fue más difícil ayer —explicó Walburga— porque cada una llevaba su bote. Pero el Señor nos infundió su fortaleza.
Walburga indicó que podía seguir un trecho más antes de descansar. Con todo, los movimientos de Verónica —más gráciles y menos esforzados— delinearon una encantadora figura mientras los delgados brazos presionaban el mástil y lo levantaban casi sin salpicar a sus compañeras de viaje.
Pasaron por Trumpington, por Grantchester...
Estaban en un lugar del río que la expedición formada por Adelia, Ulf y Mansur no había explorado. Las aguas se dividían: hacia el sur seguía el Cam; desde el este recibía un afluente. El bote se dirigió hacia el este.
Walburga, que estaba remando, respondió a la pregunta de Adelia, la primera que formulaba.
—Éste es el Granta, el que nos lleva a las anacoretas.
—Y a casa de vuestra tía —añadió Verónica, sonriendo—. También nos lleva a la casa de vuestra tía, hermana.
En el rostro de Walburga apareció una sonrisa.
—Así es. Se sorprenderá de verme dos veces en una semana.
El paisaje allí era distinto. Una extensión de tierras altas y planas donde la hierba firme y árboles más grandes reemplazaban a los juncos y los alisos. A la luz del ocaso, Adelia distinguió setos y cercas en lugar de diques. La luna, una tenue lámina redondeada en el cielo del atardecer, comenzaba a delinearse con nitidez.
Salvaguarda empezó a renquear. Verónica propuso que la pobre criatura viajara con ellas. Cuando las gallinas dejaron de protestar por su presencia, el silencio fue interrumpido sólo por los últimos gorjeos de los pájaros.
Walburga guio el mástil hacia una ensenada desde la cual partía el sendero que llevaba a la granja de su tía. Mientras avanzaba torpemente por él, dijo:
—No carguéis todo sola, hermana. Dejad que los mayores os ayuden.
—Lo harán.
—¿Podréis conducir el bote de regreso por vos misma?
Verónica asintió y sonrió. Walburga hizo una reverencia a Adelia, se despidió y se fue.
El Grama se hacía más estrecho y oscuro a medida que serpenteaba por un valle. En ocasiones las ramas de las hayas caían hasta el agua y la monja tenía que agacharse para esquivarlas. Verónica se detuvo para encender un farol, que puso a sus pies, con el que logró iluminar aproximadamente un par de metros las oscuras aguas que tenían delante, donde se reflejaban los ojos verdes de algunos animales que las miraban antes de perderse entre la maleza.
Cuando dejaron atrás los árboles pudieron ver nuevamente la luna, que plateaba un paisaje blanco y negro de setos y pasturas. Verónica impulsó el bote hacia la orilla izquierda.
—Final del viaje, alabado sea el Señor.
Adelia miró hacia delante y señaló una enorme elevación a lo lejos que terminaba en una planicie.
—¿Qué es eso?
Verónica se giró para mirar.
—¿Allí? Eso es Wandlebury Ring.
Por supuesto, eso era.
Una estrella diminuta y titilante parecía haberse posado en la cima de la colina. Su brillo era intermitente y por momentos se volvía invisible. Adelia se movió para que Verónica levantara la jaula de gallinas que estaba debajo de sus piernas.
—Esperaré aquí —dijo.
La monja la observó con recelo. Luego miró las canastas que aún estaban en el bote y que debía transportar hasta las invisibles ermitas.
—¿Podéis dejar el farol aquí? —preguntó Adelia.
La hermana Verónica ladeó la cabeza.
—¿Tenéis miedo de la oscuridad?
Adelia meditó sobre la pregunta.
—Sí.
—Quedáoslo entonces. Que el Señor os proteja. Regresaré lo más pronto posible.
La monja cargó un costal sobre el hombro, aferró la jaula con la otra mano y partió por el sendero iluminado por la luna en dirección a los árboles.
Adelia esperó a que se alejara, luego puso a Salvaguarda en la orilla, cogió el farol, lo alzó para comprobar que la llama de la vela era vigorosa, y comenzó a caminar.
Durante un rato, el río y el sendero que lo bordeaba serpentearon en la dirección que ella quería seguir, pero después de una milla tal vez, comprendió que ese rumbo la alejaría hacia el sur. Abandonándolo, caminó hacia el este en línea recta, como un cuervo, aunque un pájaro no tendría que sortear los obstáculos con los que se topó Adelia: extensos zarzales, lomas y hondonadas, resbaladizos a causa de la lluvia reciente; cercas que no siempre era posible atravesar de un salto o reptando por debajo de ellas.
Si desde Wandlebury Ring alguna persona hubiera observado las vueltas con que intentaba sortear esos obstáculos, habría visto una luz minúscula y errática en medio de la oscuridad del campo que deambulaba sin rumbo aparente. Una luz que desaparecía ocasionalmente: cuando ella caía y trataba torpemente de evitar que el farol se golpeara contra el suelo y se apagara.
Salvaguarda, a su lado, esperaba hasta que Adelia volvía a ponerse de pie. De vez en cuando un ciervo o un zorro se cruzaban a toda velocidad en su camino, sorprendiéndola, porque no los había oído. El sonido de sus propios sollozos —que no eran producto de la pena o el cansancio, sino del esfuerzo— le impedía oír cualquier otra cosa.
No obstante, si en Wandlebury Ring había un observador, notaría que a pesar de su trayectoria caprichosa la pequeña luz se acercaba.
Y Adelia, avanzando afanosamente por su valle de sombras, veía que la colina crecía lentamente hasta llenar todo el paisaje que tenía delante. La estrella ya no emitía una luz intermitente, sino un resplandor sostenido. Estuvo a punto de vomitar, disgustada por su propia estupidez.
«¿Por qué no vine directamente a este lugar? Los cuerpos de los niños me lo dijeron. Cal, dijeron. Donde nos mataron había cal. El río me ha obnubilado. Pero el río conduce a Wandlebury Ring. Debí haberme dado cuenta».
Con el cuerpo arañado y ensangrentado, renqueando, aunque con el farol todavía encendido, trepó hasta una superficie plana, para descubrir que era el mismo lugar —la calzada romana— donde una vez el prior Geoffrey había gritado a todo el que quisiera oírlo que no podía orinar.
El lugar estaba desierto. Era tarde; la luna estaba alta. Pero Adelia no tenía noción del tiempo. No existía el pasado y las personas que lo habitaron. No existía un chico llamado Ulf. Había dejado de verlo y oírlo. Sólo había una colina y debía llegar hasta la cima. Seguida por el perro, subió por el empinado sendero sin recordar la primera vez que lo recorrió. Sólo sabía que debía ir por ese camino.
Cuando llegara a la cima, tendría que buscar la luz intermitente. La desconcertaba que ya no fuera visible. «Oh, Dios, no permitas que se apague». En la oscuridad, en esa enorme sucesión de montículos, jamás encontraría el lugar.
De pronto la vio. Un resplandor surgió entre las ramas de más allá. Corrió sin tener en cuenta las depresiones del terreno. Cayó al suelo, y esa vez el farol se apagó. No le importó. Comenzó a arrastrarse.
Era una luz extraña, no provenía de un fuego encendido, ni de una vela. Se parecía más a un rayo dirigido hacia arriba. Mientras se esforzaba por acercarse, sus manos no encontraron terreno en el que apoyarse, su cuerpo se propulsó hacia delante y cayó en un declive del terreno. Salvaguarda miraba hacia delante; allí estaba la luz, a tres yardas de ella, en el centro de una depresión con forma de cuenco. No era fuego, ni un farol. No había nadie en el lugar. La luz provenía de un agujero en la tierra. Era la boca del infierno iluminada por las llamas que ardían en su interior.
Adelia tuvo que apelar a todas sus aptitudes, a sus conocimientos sobre ciencias naturales, a las hipótesis probadas, a los asertos del sentido común, para confrontarlo con lo irracional, para luchar con el pánico que la invitaba a apartarse llorando del agujero. Rogó a Dios que la librara de ese sentimiento.
«Dios Todopoderoso, defiéndeme del terror nocturno».
Adelia oyó una voz en su interior.
—No es el pozo del infierno, es sólo un pozo.
Por supuesto, eso era. Un pozo, tan sólo un pozo. Y Ulf estaba dentro.
Comenzó a reptar hacia delante. Su rodilla chocó contra algo que estaba sobre la hierba. Parecía formar parte del terreno, pero, después de tantearlo, Adelia descubrió que era un objeto fabricado por el hombre. Una rueda enorme y sólida. Se acercó y comprobó que estaba cubierta de turba.
Extendió el brazo para impedir que Salvaguarda se acercara demasiado; luego, con la lentitud de una tortuga, estiró el cuello para asomarse al borde del pozo.
Era un boquete de unos seis pies de ancho. Sólo el Señor sabría cuál era su profundidad. La luz que surgía de su interior no permitía calcularlo, pero era profundo. Una escala bajaba hacia la claridad. Todo era blanco, hasta donde podía ver.
Cal. No cabía duda, era cal. La que había cubierto a los niños muertos.
No era obra de Rakshasa. Una excavación como ésa implicaba un trabajo a gran escala. Él lo había encontrado y lo había usado. Sin duda lo había usado.
¿Todas las depresiones de la colina eran entradas ocultas a yacimientos de cal? ¿Para qué era necesaria tal cantidad de cal? No era momento de planteárselo. Ulf estaba allí abajo. También el asesino. Él iluminaba el lugar. La luz provenía de antorchas encendidas, la misma que solía ver el pastor. Por Dios, deberían haberlo descubierto. Habían rastreado aquella apestosa colina, recorriendo todas las depresiones para inspeccionarlas. ¿Por qué habían ignorado esa abierta invitación al mundo subterráneo?
Porque no era abierta.
La rueda cubierta de turba con la que había tropezado no era tal, sino una tapa, la cubierta de un aljibe. Cuando estaba colocada, la depresión del terreno tenía el mismo aspecto que las demás.
Rakshasa era un sujeto ingenioso.
Pero parte del terror que erizaba la piel de Adelia la abandonó. Recordó que mientras el carro de Simón subía por el sendero hacia Wandlebury Ring, Rakshasa había sido presa del pánico. Se sabía culpable y durante la noche había sacado los cuerpos del pozo para que su guarida no fuera descubierta.
«Este túnel es su escondite», pensó Adelia. Un lugar tan preciado que lo hacía vulnerable. No sólo lo delataba ante ella; aun cuando la tapa estuviera en su lugar, él sabía que era el túnel que conducía a lo más íntimo de su ser, la entrada a su alma pútrida, la fatalidad al descubierto. Su mera existencia era un ultraje a Dios. Y ella lo había encontrado.
Adelia prestó atención. Oyó a su alrededor a los seres que habitaban la colina, pero desde el túnel no surgía sonido alguno. No tenía que haber ido sola. Por Dios, ¿qué ayuda podía ofrecerle a ese niño? No contaba con refuerzos y nadie sabía dónde estaba.
No obstante, las circunstancias no habían permitido que fuera de otra manera. ¿Qué otra cosa podía hacer? No importaba. Ya estaba hecho. La leche se había derramado y era preciso secarla de algún modo. Si Ulf estaba muerto, podía retirar la escala y volver a colocar la rueda en su lugar. Sepultaría en vida al asesino y se iría de allí mientras Rakshasa se pudría en su propia tumba.
Pero Adelia intuía que Ulf no había muerto porque, gracias a lo que los cuerpos le habían contado, suponía que el asesino mantenía con vida a los niños hasta saciarse. Aun cuando fuera sólo una hipótesis, una frágil prueba, una tenue certeza, aquello la había impulsado a viajar en el bote de las monjas y emprender la marcha campo a través hacia ese pozo infernal para... ¿para qué?
Boca abajo, con la cabeza sobre el pozo, Adelia meditaba sobre las alternativas con la fría lógica de la desesperación. Podía ir en busca de ayuda, pero considerando el tiempo que le llevaría, no era una alternativa válida. El último lugar habitado que había visto era la granja de la tía de Walburga, y estando tan cerca de Ulf no se atrevía a abandonarlo. Podía bajar al pozo y ser asesinada, algo para lo que en última instancia estaba preparada, si gracias a ello Ulf lograba escapar. O bien, y esa opción era considerablemente más meritoria, podía bajar y matar al asesino. Lo que implicaba encontrar un arma. Debía encontrar un palo, una piedra, algo afilado.
De pronto, Salvaguarda se movió. Un par de manos agarraron a Adelia de los tobillos, la levantaron y la desplazaron hacia delante. Entonces, emitiendo un gruñido por el esfuerzo, alguien la arrojó dentro del pozo.
La salvó la escalerilla. A mitad de camino chocó con ella, rompiéndose algunas costillas pero logrando deslizarse por los peldaños más bajos durante el resto del descenso. Tenía tiempo, aparentemente tiempo de sobra, para pensar. «Debo permanecer consciente», se dijo, antes de golpearse la cabeza contra el suelo y perder el conocimiento.
Recuperó la conciencia mucho tiempo después, mientras viajaba lentamente entre una borrosa multitud que insistía en moverse, cambiarla de lugar y hablarle, lo que la irritó tanto que sólo porque estaba muy dolorida no pudo ordenarles que no lo hicieran. Poco a poco fueron alejándose y las voces se desvanecieron. Sólo una seguía molestándola.
—Silencio —ordenó y abrió los ojos. Pero le costaba tanto esfuerzo hacerlo que decidió seguir inconsciente durante un rato, lo cual era igualmente imposible porque el horror esperaba por ella y por alguien más, y su cerebro, decidido a luchar por su supervivencia y la de ese otro ser, insistía en seguir funcionando.
Debía serenarse y pensar. Pero el dolor se lo impedía. Le estaban trepanando el cráneo. Quizá sufría una conmoción, aunque no podría estimar su gravedad sin saber durante cuánto tiempo había estado inconsciente. Maldición. Le dolía la cabeza, y también las costillas; con un gesto crispado, logró inspirar profundamente. Probablemente no se había perforado el pulmón. Aparentemente estaba de pie, con los brazos por encima de la cabeza, y eso le comprimía el pecho.
No importaba. En una situación de peligro tan evidente, el estado de salud no era importante. Debía pensar y sobrevivir.
Estaba en el pozo. Recordaba haber visto la entrada. Habría llegado al fondo. Un breve vistazo le reveló que estaba rodeada de blancura. No podía recordar cómo había pasado de un lugar a otro. Era la consecuencia natural de la conmoción. Obviamente, la habían empujado, o se había caído.
Alguien más había caído o había sido arrojado allí antes o después que Adelia, porque en el intento de abrir los ojos había distinguido una figura en la pared opuesta, la que producía ese sonido incesante y tan irritante.
«Sálvame y protégeme, Señor y amo, y te seguiré. Toda mi vida me inclinaré humildemente ante mi Señor. Castígame con tu látigo y tus escorpiones, pero bríndame tu amparo».
La que balbuceaba era la hermana Verónica. La monja estaba a unos diez pies de ella, al otro lado de esa cámara sin techo, el hueco del pozo. Le habían arrancado la toca, que le colgaba del cuello, y los mechones de cabello le caían sobre el rostro como ráfagas de oscura niebla. Tenía las manos por encima de la cabeza, esposadas a un perno fijado en la pared. Adelia supuso que ella se encontraba en la misma situación.
La hermana Verónica estaba aterrorizada, no podía controlarse. Le caía baba por el mentón, temblaba tanto que las esposas de hierro que le aprisionaban las muñecas golpeteaban, marcando el ritmo de los ruegos que salían de su boca.
—Mantened la boca cerrada —exigió Adelia, malhumorada. Verónica abrió los ojos, atemorizada, aunque en alguna medida su mirada era justificadamente acusadora.
—Os seguí cuando vi que os habíais marchado.
—Una imprudencia —opinó Adelia.
—La bestia está aquí. María, Madre de Dios, protégenos. Él me atrapó, está aquí abajo. Nos devorará. Oh, Jesús, María, ambos tienen que salvarnos, tiene cuernos.
—Me atrevería a decir que sí, pero dejad de gritar.
Tratando de sobrellevar el dolor, Adelia giró la cabeza para mirar a su alrededor. Su perro yacía despatarrado al pie de la escalerilla, con el cuello roto.
Un sollozo escapó de su garganta. Pero se obligó a conservar la compostura. No había lugar para ese sufrimiento. Debía pensar en sobrevivir. Pero Salvaguarda...
Dos antorchas opuestas, colocadas a cierta altura en sendos soportes, iluminaban con su llama las paredes rugosas y redondeadas; un alga verde manchaba su blancura. El lugar donde estaban Adelia y Verónica parecía ser la base de un enorme tubo de papel grueso, sucio y arrugado.
Estaban solas, no había señales de la bestia que había mencionado la monja, aunque de cada una de las paredes salían dos túneles. El que estaba a la izquierda de Adelia tenía una boca pequeña, por la que había que entrar a gatas y estaba cerrada con una reja de hierro. El de la derecha estaba iluminado por invisibles antorchas y su agrandada abertura permitía que un hombre pasara agachado. Un recodo impedía ver su longitud, pero inmediatamente después de la entrada, apoyado en la pared y reflejado en la blancura de la cal que tenía enfrente, había un escudo abollado y pulido que ostentaba el símbolo de los cruzados.
Y en el sitio de honor, en el centro de esa sala de tortura, entre ella, Verónica y el perro muerto, estaba el altar de la bestia.
Era un yunque. Tan inofensivo en el lugar correcto, tan horrendo allí. Un yunque arrancado del cálido cobertizo de juncos del herrero para colocar sobre él a los niños y apuñalarlos. El arma estaba en un extremo; entre las manchas se distinguían las partes brillantes de una punta de lanza. Biselada, como las heridas que había causado.
Por Dios, un pedernal, como los que abundan en los yacimientos de cal. Los antiguos demonios habían excavado esos túneles buscando piedras que pudieran tallar para matar. Tan primitivo como ellos, Rakshasa usaba un instrumento fabricado por seres oscuros en una época oscura.
Adelia cerró los ojos.
Pero las manchas de sangre eran opacas. Nadie había muerto sobre el yunque en los últimos tiempos.
—Ulf —gritó, abriendo los ojos—. Ulf.
A su izquierda, desde la lejana oscuridad del túnel, ahogada por la porosidad de la cal, pero aún audible, llegó una queja ininteligible.
Adelia miró hacia arriba y dio gracias al círculo de cielo que estaba sobre su cabeza. El malestar de la conmoción y las náuseas causadas por el olor omnipresente de la cal y la pestilencia de la resina que se quemaba en las antorchas dieron paso al fresco aire de mayo. El chico estaba vivo.
Sobre el yunque, a sólo unos pasos, estaba el arma lista para que su mano la alcanzara.
A juzgar por la situación de Verónica, sus manos también estarían amarradas, y las esposas que sostenían sus brazos en alto estarían sujetas a un perno fijado en la pared de cal. Y la cal se desmenuzaba, como la arena.
Adelia flexionó los codos y tiró del perno. Oh, demonios. Sintió un latigazo en el pecho. Seguramente con ese movimiento se había perforado el pulmón. Dejó que su cuerpo colgara de las esposas, resoplando, y esperó a que de su boca saliera sangre. Después de un rato comprobó que eso no sucedía, pero si esa maldita monja dejara de lamentarse...
—Basta de gimotear —le gritó a la joven—. Prestad atención, empujad. Maldición, hacia abajo. El perno. En la pared. Saldrá si tiráis de él. —Aun en medio del dolor, Adelia había percibido que la cal cedía un poco.
Pero Verónica parecía no entenderla. Sus ojos estaban muy abiertos y miraban desaforadamente, como los de un ciervo enfrentado a unos sabuesos. Y tartamudeaba. Tendría que hacerlo por sí misma.
Evitaría otro esfuerzo. Pero si meneaba las esposas el perno se movería lo suficiente como para crear un agujero a su alrededor y saldría con facilidad.
Comenzó a sacudir frenéticamente las manos. En su mente sólo existía esa pieza de hierro, como si ella misma estuviera fijada a la cal; no sin dolor, lograba desprender pequeñas partículas y veía que el extremo del perno se iba alejando de... La monja gritó.
—Silencio —gritó a su vez Adelia—. Estoy concentrada.
La monja siguió gritando.
—Él viene.
A su derecha algo se movió. Con reticencia, Adelia giró la cabeza. Verónica podía verlo, pero a ella se lo impedía la curva del túnel. No obstante, distinguió un reflejo en el escudo. La superficie despareja y convexa reflejaba un cuerpo oscuro, degradado y monstruoso a la vez. Era una criatura desnuda y se miraba, pavoneándose. Se tocó los genitales y luego el aparato que tenía en la cabeza.
La muerte se preparaba para hacer su aparición.
Invadida de un terror extremo, Adelia perdió todos sus principios. Si hubiera podido, habría caído de rodillas y se habría arrastrado a los pies de esa criatura. «Haced lo que os guste con la monja y el niño, pero dejadme marchar», le habría dicho. Si sus manos hubieran estado libres, habría corrido hacia la escala, dejando atrás a Ulf. Había perdido el coraje, la razón, todo excepto el instinto de supervivencia.
Y el remordimiento. Remordimiento de que en medio del pánico surgiera una visión, no del Creador, sino de Rowley Picot. A punto de morir, deshonrosamente, lamentaba no haber amado a un hombre de la única manera que valía la pena.
La criatura salió del túnel. Era alto, y lo parecía aún más gracias a su cornamenta. Una máscara de piel de venado le cubría la parte superior del rostro y la nariz, pero el cuerpo era humano; el pecho y el pubis estaban cubiertos de vello oscuro. Su pene estaba erecto. Meneándose, se acercó a Adelia y se apretó contra ella. Donde debía haber ojos de ciervo había agujeros y desde ellos unos ojos azules y humanos la miraban. La boca sonreía. Olía a animal.
Adelia vomitó.
Cuando la criatura retrocedió para evitar el borbotón, la cornamenta se balanceó, dejando a la vista las cuerdas con las que se sostenía en la cabeza, que no estaban tan apretadas como para evitar que se tambaleara.
«Qué vulgar». El desprecio y la furia la invadieron. Tenía mejores cosas que hacer que estar allí, amenazada por un embaucador disfrazado con un traje de manufactura casera.
—Apestáis como mierda de perro —le espetó—, no me asustáis. —Con semejantes artimañas difícilmente podía hacerlo.
Su actitud le desconcertó. Los ojos enmascarados cambiaron de expresión, sus labios sisearon. Adelia vio que su pene decaía. Pero con una mano buscaba a tientas detrás de él. Encontró el cuerpo de la hermana Verónica. Tanteando hacia arriba llegó hasta el cuello de su hábito y lo rasgó hasta la cintura. La monja gritó.
Sin dejar de mirar a Adelia, exhibió fugazmente su arrogancia. Luego se dio la vuelta y le mordió el pecho a Verónica. Cuando giró para ver la reacción de Adelia, su pene estaba nuevamente erecto.
Comenzó a insultarlo. El lenguaje era su única arma arrojadiza.
—Fanfarrón de mierda, chapucero, embaucador inmundo, ¿hay algo que seáis capaz de hacer bien? ¿Hacer daño a mujeres y niños cuando están atados? ¿No sabéis excitaros de otra forma? Tanta mascarada para tan poco hombre, sólo un engreído niño de teta.
De dónde había surgido ese vocabulario era algo que Adelia no sabía ni le importaba saber. Iban a matarla, pero no moriría degradada, como Verónica. Moriría insultando.
Dios Todopoderoso, había dado en el blanco. La criatura había perdido la erección otra vez. Siseaba y, mientras seguía mirando a Adelia, desgarró el hábito de la monja hasta la entrepierna.
Adelia apeló a todos los idiomas: árabe, hebreo, latín y el inglés de Anglia Oriental que hablaba Gyltha. Obscenidades de ignotos bajos fondos acudieron en su ayuda. Lo tildó de bestia informe, mocoso, lameculos, lascivo, comemierda, pedorrero, farsante maloliente, homo insanus.
Mientras le gritaba miraba su pene, que le indicaba quién estaba ganando la batalla. Adelia sabía que el acto de matar le provocaría la eyaculación, pero para estar en condiciones de eyacular la bestia necesitaba percibir el miedo de su víctima. Algunas criaturas —su padre adoptivo se lo había dicho—, los reptiles, por ejemplo, arrastraban a los humanos bajo el agua donde permanecían hasta que su carne se ablandaba lo suficiente para comerla con placer. Para la criatura que tenía delante, era el terror lo que las volvía más tiernas.
—Sois un... cocodrilo —le gritó. El temor nutría a Rakshasa. Era su fuente de excitación, la sopa que lo alimentaba. Si se lo negaba, y si Dios así lo quería, no podría matar.
Siguió gritándole: era un asqueroso, un onanista, un cerdo con cerebro de gusano y pito ridículo; las plantas de frambuesa tenían bolas más grandes.
No tenía tiempo siquiera para sorprenderse de sí misma. Tenía que sobrevivir. Provocarlo. Mantener la sangre hirviendo en sus propias venas y enfriar la de Rakshasa. Con cada palabra sacudía los aros de metal que le rodeaban las muñecas, mientras el perno de la pared iba cediendo.
En el vientre de Verónica había sangre. Su terror era tan desmedido que yacía inerme ante el abuso de esa criatura, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la boca con el rictus de una calavera.
Adelia seguía vilipendiándole. Sin embargo, fue el propio Rakshasa quien, arrancando de la pared los grilletes de la monja, la golpeó en la boca y la llevó del pescuezo hacia el pequeño túnel, donde la hizo caer de rodillas. De un tirón quitó la reja y señaló hacia el interior.
—Traedlo —ordenó.
Los insultos de Adelia empezaron a sonar entrecortados. Iba a traer al niño a ese lugar infecto para mancillarlo.
Verónica, de rodillas, miraba a su torturador, aparentemente desconcertada.
Rakshasa le dio una patada en el trasero y le señaló el agujero del túnel, pero seguía mirando a Adelia.
—Traed al chico.
La monja reptó dentro del túnel. A medida que avanzaba, el sonido de los grilletes se iba apagando.
Adelia suplicó en silencio. «Dios Todopoderoso, llévame contigo, esto es más de lo que puedo soportar».
Rakshasa había levantado el cuerpo de Salvaguarda. Lo arrojó sobre el yunque, con las patas hacia arriba. Sin apartar la vista de Adelia, alcanzó el puñal de piedra y verificó que estaba bien afilado cortando el dorso de su muñeca. Luego levantó el brazo para mostrarle la sangre.
«Si necesita mi terror», pensó Adelia, «ya lo tiene».
La cornamenta se tambaleó cuando, por primera vez, dejó de mirar a Adelia y bajó la vista. Alzó el cuchillo...
Adelia cerró los ojos. No estaba dispuesta a contemplar el ceremonial. Prefería que le cortara los párpados, de ese modo no podría verlo.
Pero tuvo que oír cómo el cuchillo entraba en la carne, el sonido de la succión de los líquidos, los huesos que se astillaban. Una y otra vez.
Ya no insultaba, no desafiaba. Sus manos estaban quietas. Si existía el infierno, pensaba Adelia, esa criatura tendría uno propio. Los ruidos cesaron. Oyó sus pasos, que se acercaban, olió su hedor.
—Mirad.
Adelia meneó la cabeza y sintió un golpe en el brazo izquierdo que le hizo abrir los ojos. La criatura la había atacado con su arma para lograr obediencia. Era un ser nimio.
—Mirad.
—No.
Ambos lo oyeron. Había movimiento en el túnel. Bajo la máscara de venado asomó la dentadura de Rakshasa, que miraba hacia la boca del pasadizo por donde Ulf salía tropezando. Adelia también volvió la cabeza.
«Que Dios lo proteja».
El chico era pequeño, puro, demasiado real, demasiado normal para ese escenario monstruoso que la criatura había preparado para él. Ulf miraba de soslayo. Adelia sintió vergüenza de que la viera allí.
Ulf estaba completamente vestido, pero tambaleante y no del todo consciente. Tenía las manos atadas por delante y manchas alrededor de la boca y la nariz. Láudano. Se lo habían acercado al rostro para que no alborotara. Los ojos del niño se abrieron desmesuradamente al recorrer el inmundo caos que había sobre el yunque.
—No tengáis miedo, Ulf —le gritó Adelia. No era una sugerencia, sino una orden. No debía alimentar a la bestia demostrando su temor.
—No tengo miedo —susurró el chico, tratando de concentrarse.
Adelia recuperó el coraje y la valentía y la ferocidad. Ningún dolor podía detenerla. Rakshasa se dirigía hacia Ulf. Sacudió rabiosa las manos y el perno cedió. Con el mismo impulso bajó los brazos para que la cadena que unía los grilletes llegara al cuello de Rakshasa y así estrangularlo. Pero no alcanzó la altura necesaria y la cadena cayó sobre la cornamenta. Adelia se colgó de él y comenzó a balancearse. La cornamenta se ladeó y se desplazó hacia atrás. Las cuerdas que la sostenían se tensaron bajo la nariz de Rakshasa y sobre sus ojos. Por un momento permaneció ciego, desorientado. Su pie resbaló al pisar restos de intestinos y se cayó. Adelia se desplomó con él.
Se oyeron gruñidos, de uno y otro. Adelia se colgó de la bestia, no podía hacer otra cosa. Los dos estaban sujetos a la cornamenta. Ella, de la cadena, y él, de las cuerdas. Sus cuerpos enredados. Rakshasa se retorcía, debajo de ella, que intentaba presionar con sus rodillas el brazo que sostenía el puñal. Torpemente, trató de zafarse de ella para poder atacarla. Pero Adelia luchó con todas sus fuerzas, resistiendo. Mientras se debatía con la bestia, gritaba al chico.
—Ulf, marchaos de aquí. La escalerilla. Debéis salir de aquí.
Él quiso erguirse, pero volvió a resbalar y nuevamente se encontraron en el suelo. El cuchillo se le cayó de la mano. Arrastrando a Adelia consigo, intentó recuperarlo y embistió contra Ulf y Verónica tratando de incluirlos en la refriega. Enmarañados, los cuatro rodaron por el suelo.
Adelia creyó percibir ruido en algún lugar, un sonido desconocido. No le dio importancia. Estaba ciega y sorda. Sus manos habían encontrado la cornamenta y trataban torpemente de girarla para que una punta atravesara el cráneo de Rakshasa. Aquel sonido no significaba nada, aunque fuera su propia agonía. Debía mover las astas, clavarlas en su cerebro. No dejarse vencer. Ni dejarle escapar. Debía matarlo.
Las cuerdas se soltaron y la cornamenta quedó en sus manos. El rostro que ocultaba se deslizó, alejándose, y se agazapó dispuesto a saltar.
Durante un segundo estuvieron enfrentados, mirándose con furor y jadeando. El ruido ya era claramente audible, provenía de la superficie, era una combinación de sonidos familiares, tan ajenos a esa situación que Adelia no les prestó atención.
Sin embargo, a la bestia sí pareció afectarle. La expresión de sus ojos cambió; la tensa dicha de la muerte los abandonó dejando paso al desánimo. La criatura aún era una bestia que mostraba los dientes, pero estaba alerta, oliendo, meditando. Tenía miedo.
Bendito sea Dios, pensó Adelia, temiendo equivocarse. Era maravilloso, el sonido de un cuerno y el ladrido de unos perros.
La cacería venía a buscar a Rakshasa.
Un rictus tan bestial como el de aquella criatura se dibujó en los labios de Adelia.
—Ahora, os toca morir a vos.
Un grito bajó por el túnel.
—Holaaaa.
Maravilloso. Era la voz de Rowley. Y eran los enormes pies de Rowley los que bajaban por la escalerilla.
Los ojos de la criatura buscaban frenéticamente, por todas partes, su cuchillo. Adelia lo vio primero.
—No —gritó Adelia y cayó sobre el arma, cubriéndola—. No la tendréis.
Rowley, espada en mano, se acercaba al pie de la escala. Los cuerpos de Ulf y Verónica entorpecieron su avance.
Desde el suelo, Adelia atrapó el talón de Rakshasa, pero sus dedos resbalaron en la mugre. Rowley lanzaba puntapiés para apartar a la monja y al chico de su camino. Adelia vislumbró las piernas y el trasero de Rakshasa, que huía hacia el túnel más grande. Rowley corrió tras él, tropezando con el escudo. Le oyó blasfemar y luego le perdió de vista.
La doctora se sentó y miró hacia arriba. Los aullidos de los perros se oían con nitidez. Sus hocicos y dientes se asomaron a la boca del túnel. La escalerilla se movió. Alguien se disponía a bajar.
Le dolía todo el cuerpo, le habría gustado desmayarse, pero aún no podía permitírselo. La lucha no había terminado. El puñal no estaba allí. Tampoco Verónica ni el chico.
Rowley salió corriendo del túnel. De un puntapié apartó el escudo de su camino y lo arrojó contra el yunque. Luego cogió una de las antorchas y volvió a desaparecer por donde había venido.
Se quedó a oscuras, la otra antorcha tampoco estaba en su lugar. Un destello de luz le permitió observar una nube de polvo de cal y el extremo de un hábito negro que desaparecían por el mismo túnel del que había salido Ulf. Adelia lo siguió reptando. No. No podía suceder. Ya los habían rescatado. No podía volver a perderlo.
El túnel era apenas un agujero, una excavación incompleta. La antorcha de Verónica iluminaba una sucesión de piedras brillantes e irregulares que se asemejaban a un friso. Cuando el túnel cambió de dirección siguiendo la veta, dejó de ver la llama. Estaba en la oscuridad total, como un ciego. Pero continuó.
No. No podía permitirlo. No ahora que los habían rescatado. Se arrastró sobre un costado. La herida que Rakshasa le había infligido debilitaba su brazo izquierdo. Estaba cansada, muy cansada. Cansada de tener miedo. Pero no había tiempo para el cansancio. No en ese momento. Los nodulos de cal se desmenuzaban debido a la presión de su mano derecha. Tenía que recuperar al chico. Tenía que salvarlo.
Los encontró en una minúscula cámara, acurrucados como un par de conejos. La hermana Verónica sostenía en alto la antorcha. Con el otro brazo rodeaba a Ulf —mustio y con los ojos cerrados—, al tiempo que la mano aferraba el puñal.
Los hermosos ojos de la monja estaban pensativos. Podía razonar, aunque de la comisura de sus labios caía un hilo de baba.
—Debemos protegerlo. La bestia no se llevará esta presa.
—No lo hará —dijo suavemente Adelia—. Ha escapado, hermana. Lo atraparán. Dadme el puñal.
Junto a un poste de hierro fijado al suelo colgaban algunos trapos, de los que salía una correa y un collar, como los de un perro, si bien del tamaño del cuello de un niño. Estaban en el depósito de Rakshasa.
El resplandor de la antorcha teñía de rojo las paredes circulares y dibujaba figuras temblorosas. Adelia no se atrevía a apartar la vista de la monja, algo que en otras circunstancias jamás hubiera hecho; en aquel útero obsceno, los embriones no habían esperado para nacer sino para morir.
—Si alguien ofende a estos pequeños, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de moler —declaró Verónica.
—Sí, hermana —asintió Adelia—. Así será.
Luego reptó hasta ella y le quitó el puñal.
Entre las dos arrastraron a Ulf por el estrecho túnel. Cuando salieron vieron a Hugh, el cazador. Confundido, observaba el lugar con un farol en la mano. Rowley salió del otro túnel entre exabruptos, estaba fuera de sí.
—Lo perdí. Hay docenas de malditos túneles y mi maldita antorcha se apagó. El bastardo conoce el camino, yo no. —Rowley se dirigía a Adelia como si estuviera furioso con ella. De hecho, estaba furioso con ella—. Tiene que haber otro túnel en algún lugar. —Luego se le ocurrió preguntar—: Mujer, ¿os ha hecho daño? ¿Cómo está el niño?
Rowley les instó a subir por la escalerilla. Él, con Ulf al hombro, los seguía.
Para Adelia, la ascensión se hizo interminable. Cada avance significaba vencer el dolor y la debilidad. Habría vuelto a caer en el pozo si Hugh no hubiera estado detrás para sostenerla. La puñalada del brazo le ardía y temía que pudiera estar contaminada. Sería tan ridículo morir ahí. Le pondría brandy, o musgo, eso podría servir. No debía morir, no después de haber vencido.
«Hemos vencido, Simón», se dijo cuando respiró el aire puro. Trepó por el último peldaño y miró hacia abajo, donde estaba Rowley.
—Ahora sabrán que no lo hicieron los judíos.
—Lo sabrán —corroboró el recaudador.
Verónica subía aferrada a Rowley, llorando y farfullando. Adelia logró esforzadamente poner pie en tierra. Los perros la olieron y movieron la cola contentos, con la satisfacción del deber cumplido. Hugh los llamó y se apartaron. Rowley salió del túnel.
—Vos se lo diréis. Les diréis que los judíos no lo hicieron. Dos caballos pastaban cerca de ellos.
—¿Allí murió nuestra Mary? ¿Allí abajo? ¿Quién lo hizo? —preguntó Hugh.
Adelia le contó cuanto sabía.
Hugh permaneció inmóvil un instante. El farol que iluminaba su rostro desde abajo dibujaba sombras que lo distorsionaban.
Oscilando entre la frustración y la indecisión, Rowley dejó a Ulf en brazos de Adelia. Necesitaba hombres para explorar los túneles. Ninguna de las mujeres estaba en condiciones de buscar refuerzos y no se atrevía a abandonarlas o enviar a Hugh.
—Alguien debe custodiar este túnel. Él está bajo esta maldita colina y tarde o temprano se asomará como un conejo, sé que en algún lugar hay otra salida.
Rowley le arrebató el farol a Hugh y se dispuso a recorrer la cima de la colina para encontrarla, aunque sabía, al igual que todos los que allí estaban, que era un intento inútil.
Adelia dejó a Ulf sobre la hierba, en el borde de la depresión, y con su capa le hizo una almohada. Luego se sentó junto a él y respiró el aire de la noche. ¿Cómo era posible que aún no hubiera amanecido? Olió el aroma del espino y del enebro. El dulce olor de la hierba le recordó que estaba mugrienta de sudor, sangre y orina, probablemente la suya propia, y del hedor del cuerpo de Rakshasa. Sabía que aunque pasara el resto de su vida bañándose, jamás podría desprenderse de aquel olor.
Se sentía consumida, como si sólo quedara de ella un saco de piel temblorosa.
A su lado, Ulf se incorporó y con los puños cerrados inspiró trabajosamente el vivificante aire. Miró a su alrededor: el paisaje, el cielo, Hugh, los perros, Adelia.
—¿Dónde estoy? ¿Fuera? —logró preguntar con dificultad.
—Fuera y a salvo —le respondió Adelia.
—¿Lo atraparon?
—Lo harán. —Dios quiera que así sea.
—Él nunca... me dio miedo —explicó Ulf, agitándose—. Luché con ese cabrón, le grité, no me dejé vencer.
—Lo sé. Usó un licor de adormidera para aplacaros. Sois demasiado valiente para él —repuso Adelia. Ulf comenzó a llorar y la doctora lo abrazó—. Ya no es necesario que seáis valiente.
El grupo esperaba a Rowley.
Un atisbo de gris en el cielo, hacia el este, reveló que la noche terminaba. Al otro lado del pozo la hermana Verónica, arrodillada, susurraba oraciones que se confundían con el ruido de las hojas.
Hugh tenía un pie apoyado en el último peldaño de la escalerilla. De ese modo podía percibir cualquier intento de huida. Su mano estaba sobre el cuchillo de caza que llevaba en el cinto. Tranquilizó a sus perros, llamándolos por sus nombres y diciéndoles que eran valientes. Luego miró a Adelia.
—Mis muchachos siguieron el olor de ese viejo perro mestizo durante todo el camino —relató Hugh. Los sabuesos lo miraron. Parecían comprender que los había mencionado—. Sir Rowley tuvo un raro presentimiento. «Ella ha ido a buscar al niño, y es muy probable que la maten por hacerlo», dijo. Estaba desesperado y dijo algunas cosas sobre usted. Pero yo le recordé que llevabais un perro viejo y apestoso y que mis muchachos seguirían el rastro. ¿Estaba con vos?
Adelia se irguió.
—Sí.
—Lo siento de verdad. Pero cumplió con su deber.
La voz del cazador era mesurada, monótona. Bajo sus pies, la criatura que había destrozado a su sobrina corría por algún tramo de los túneles de cal.
Un rumor hizo que Hugh cogiera el cuchillo que llevaba en el cinto. Tan sólo era un buho que emprendía el vuelo en su última incursión nocturna. Se oyeron trinos somnolientos. Los pájaros despertaban. Podía distinguirse a Rowley, no sólo la luz de su farol: una silueta grande y atareada que usaba su espada como báculo para hollar el terreno. Tarea inútil, pues los arbustos de esa superficie accidentada e irregular tamizaban la luz de la luna, creando sombras capaces de ocultar cualquier figura sinuosa que se escabullera.
Hacia el este el cielo era extraordinario, rojo, tempestuoso y amenazante, con un ribete negro y dentado.
—Una advertencia para los pastores —anunció Hugh—. El demonio está presente al rayar el alba.
Adelia observó el cielo con apatía. Junto a ella, Ulf demostró la misma indiferencia.
«Está perturbado», pensó Adelia, «igual que yo. Hemos tenido experiencias más allá de lo imaginable que nos han contaminado. Tal vez yo pueda soportarlo, pero ¿podrá él? Él, que ha sido el engañado».
Ese pensamiento le devolvió la energía. Con gran esfuerzo se puso de pie y caminó por el borde del pozo hacia el otro lado, donde Verónica estaba de rodillas, con las manos alzadas en oración. El resplandor del amanecer la iluminaba. Con la cabeza hacia abajo, rezaba con el mismo fervor con que Adelia la había visto por primera vez.
—¿Hay otra salida? —le preguntó.
La monja no se movió. Sus labios se detuvieron un instante. Luego siguió susurrando un padrenuestro.
Adelia le dio un puntapié.
—¿Hay otra salida?
Hugh carraspeó en señal de protesta.
La mirada de Ulf, que había seguido a Adelia, traspasó a la monja. Su voz resonó en todo Wandlebury Ring.
—Fue ella —exclamó señalando a Verónica—. Malvada, es una mujer malvada.
—Silencio, muchacho —murmuró Hugh, impresionado.
Las lágrimas rodaban por la cara de Ulf, pero había recuperado su inteligencia, su entusiasmo y su amarga desazón.
—Fue ella. Ella puso esa cosa sobre mi cara y me llevó. Ella estaba aquí con él.
—Lo sé —afirmó Adelia—. Fue ella quien me arrojó al pozo.
Los ojos de la monja se posaron suplicantes en Adelia.
—El diablo era demasiado fuerte para mí —explicó—. Me torturaba, lo habéis visto. Nunca quise hacerlo. —Sus ojos enrojecieron, reflejando la luz del alba.
Hugh y Ulf se habían girado súbitamente hacia el este. Adelia se dio la vuelta. El cielo refulgía salvajemente, como si todo un hemisferio se iluminara amenazando con envolverlos. Y allí, como por arte de magia, distinguieron al propio demonio, una oscura silueta recortada contra el cielo, desnudo y corriendo como un venado.
Rowley, que se había alejado unas cincuenta yardas, salió a la carrera para interceptarlo. La figura dio un brinco y cambió de dirección. Hasta ellos llegó el aullido de Rowley.
—¡Hugh, se escapa, Hugh!
El cazador se arrodilló y habló en voz baja con sus perros. Luego los soltó. Con la gracia con que se balancean los caballos de madera comenzaron la cacería en dirección al sol naciente.
El demonio corría, corría como un poseído, pero la silueta de los sabuesos ya se recortaba contra el horizonte.
En ciertos aspectos la escena semejaba la ilustración de una miniatura del infierno en un manuscrito iluminado: sobre un fondo rojo brillante destacaba en negro el contorno de los perros que trotaban y del hombre con las manos en alto, como si quisiera trepar al cielo, antes de que la jauría cayera sobre sir Joscelin de Grantchester y lo hiciera pedazos.
Capítulo 15
Rowley ayudó a Adelia y al chico a subir a uno de los caballos con los que habían llegado. Hugh alzó a la monja hasta la otra montura. Los hombres tomaron las riendas y bajaron por la colina, sorteando los tramos más accidentados para evitar que Adelia sufriera las sacudidas.
Avanzaron en silencio.
En la mano que tenía libre, Rowley llevaba un fardo hecho con su capa. En él había un objeto redondo que atraía a los perros. Hugh tuvo que apartarlos. Adelia le echó un vistazo y ya no volvió a mirarlo.
La lluvia que había auspiciado el cielo del amanecer comenzó a caer cuando llegaron al camino. Los campesinos que pasaban rumbo a sus tareas los saludaban quitándose las capuchas y observando de reojo la pequeña procesión seguida por los perros con los belfos rojos.
Al atravesar una zona cenagosa, Rowley apuró el caballo para hablar con Hugh, que se apartó del camino y regresó con un puñado de musgo de la ciénaga.
—¿Es éste el lodo que aplicáis sobre las heridas?
Adelia asintió, escurrió el agua de una de las esponjas de turba y se la aplicó en su brazo.
No tenía sentido morir ahora a causa de la gangrena, cuando ni siquiera era capaz de preguntarse por qué debía ser así.
—Sería bueno que lo aplicarais también en el ojo —le aconsejó Rowley. Sólo entonces Adelia advirtió que tenía otra herida y que su ojo izquierdo se estaba cerrando.
El caballo de la monja los había alcanzado. Adelia observó con interés que la joven se cubría la cara con la capa. Hugh la había envuelto para conservar el decoro.
Rowley observó su aspecto.
—¿Podemos continuar? —preguntó, como si ella hubiera exigido que se detuvieran, y tiró de las riendas sin esperar respuesta.
Adelia se irguió.
—No os he dado las gracias —comenzó y sintió la presión de la mano de Ulf en su hombro—. Los dos queremos agradeceros...
No había palabras para expresarlo.
—¿Qué demonios creíais que estabais haciendo? ¿Sabéis cómo he sufrido?
—Lo siento —balbuceó Adelia.
—¿Eso es todo? ¿Eso es una disculpa? ¿Os estáis disculpando? ¿Tenéis mera idea de...? Debo haceros saber que por la gracia de Dios pude abandonar los tribunales temprano. Partí hacia la casa del viejo Benjamín porque estaba muy apenado por vuestro sufrimiento. ¿Sufrimiento? María, Madre de Dios, ¿qué puedo decir de mi sufrimiento cuando descubrí que os habíais marchado?
—Lo siento —repitió Adelia. En algún lugar muy profundo, en medio de su agotamiento, sintió un diminuto estremecimiento, una burbuja en movimiento.
—Matilda B. sugirió que probablemente estuvierais rezando en la iglesia. Pero yo sabía muy bien que aguardabais a que el maldito río os contara algo. Se lo dije a Matilda: ha salido a buscar al bastardo como la estúpida mujer que es.
La burbuja se hizo más grande y se unió a otras. Adelia oyó que Ulf resoplaba, como solía hacerlo cuando algo le entretenía.
—Veréis... —intentó decir.
Pero Rowley continuó implacable, reprochándole su insensatez. Al oír el cuerno de Hugh en la otra orilla, había vadeado el maldito río para alcanzarlo. Inmediatamente, el cazador le propuso rastrear a Adelia por el olor de Salvaguarda.
—Hugh me contó que el prior Geoffrey os adjudicó el maldito animal precisamente con ese propósito, porque había temido por vuestra seguridad en una ciudad extranjera y ningún otro perro tenía un hedor tan fétido. Siempre me pregunté por qué os acompañaba a todas partes. Al menos tenía sentido, dejaba una huella, más de lo que vos hicisteis.
«Pobrecito, qué enfadado estaba». Adelia miró al recaudador de impuestos y suspiró, fascinada.
Le refirió cómo se había precipitado hacia la casa del viejo Benjamín y había subido a la habitación de Adelia. De allí había tomado la estera donde dormía Salvaguarda regresando rápidamente con los sabuesos de Hugh para que la olieran. Obtuvieron los caballos arrebatándoselos a inocentes e indignados jinetes que se cruzaron en su camino.
Galoparon a lo largo del camino de sirga. Siguieron el rastro por el Cam, luego por el Granta. Casi lo perdieron al cruzar la llanura...
—Y si ese perro vuestro no hubiera apestado, Dios sabe qué habría sido de vos. Habría cargado con eso durante años, arpía descabellada. ¿Sabéis cuánto he sufrido?
Ulf soltó una carcajada. Adelia apenas podía respirar; daba gracias a Dios Todopoderoso por ese hombre.
—Os amo, Rowley Picot —logró decir.
—Eso no viene al caso —refunfuño—. Y no es divertido.
El sopor comenzó a embargarla. La presión de Ulf en sus hombros la mantenía sobre la montura. No podía rodearla con los brazos para no causarle dolor.
Más tarde recordaría que al pasar por los grandes portones del priorato de Barnwell le vino a la memoria la primera vez que ella, Simón y Mansur entraron allí en su carro de trashumantes, ignorantes de lo que les esperaba, como recién nacidos. «Pero ahora todos lo sabrían, Simón. Todos».
Luego el sueño la sumió en una larga inconsciencia en la que sólo tuvo una vaga noción de la voz de Rowley, que resonaba como un tambor dando explicaciones, y de las órdenes del prior Geoffrey, que aunque desconcertado, daba instrucciones. Estaban pasando por alto lo más importante y Adelia se despertó lo suficiente como para decir: «Quiero bañarme», antes de volver a dormirse.
—Y en nombre de Dios, no os mováis de ahí —le ordenó Rowley y dio un portazo.
Ella y Ulf estaban solos en una cama. Adelia observaba las vigas de madera y el familiar artesonado del techo de la habitación; recordaba haberlo visto. Velas. ¿Velas? ¿No era de día? Sí, pero los postigos estaban cerrados para evitar que la lluvia las apagara.
—¿Dónde estamos?
—En la casa de huéspedes del prior —dijo Ulf.
—¿Qué sucede?
—No lo sé.
Ulf estaba sentado junto a ella con las rodillas flexionadas y la mirada perdida. ¿Qué estaba mirando? Adelia le rodeó con su brazo sano y lo estrechó contra ella. Era su único compañero y lo mismo podía decir él de ella. Los dos habían sobrevivido a las circunstancias más penosas que un ser humano podía imaginar. Sólo ellos sabían cuan grande era la distancia recorrida, cuánto tiempo les había llevado y, en efecto, cuan lejos se habían visto obligados a llegar. Por haber estado expuestos a la oscuridad más extrema habían descubierto cosas que no deberían saber, no sólo acerca de sí mismos.
—¿Me lo contaréis?
—No hay nada que contar. Ella llegó con su bote hasta el lugar donde yo estaba pescando y dijo: «Oh, Ulf, creo que el bote está haciendo agua». Dulce como la miel. Después puso esa cosa sobre mi cara y me dormí. Desperté en el pozo. —Ulf echó la cabeza hacia atrás y en la habitación resonó un grito incrédulo, que mostraba la inocencia de su infancia hecha trizas—. ¿Por qué?
—No lo sé.
El chico la miró desesperado.
—Ella era pura. Él era un cruzado.
—Eran monstruos. Sus semblantes engañaban, pero eran dos monstruos que se encontraron. Ulf, son muchas más las personas como nosotros, no como ellos. Infinitamente más. Aferraos a esa idea.
Adelia trataba de seguir su propio consejo.
Los ojos de Ulf se fijaron en los suyos.
—Vinisteis a buscarme.
—No iba a dejaros en sus manos.
El chico meditó un momento y en su pequeño y poco agraciado rostro resurgió algo de su antigua personalidad.
—Os oí. Chica, no ahorrasteis insultos. Jamás había oído semejantes burradas, ni siquiera de los soldados.
—No se lo contaréis a nadie, o volveréis al pozo.
Gyltha apareció en el vano de la puerta, y Rowley se asomó detrás de ella. Estaba furiosa y aliviada. Las lágrimas corrían por su cara.
—Tú, pequeño gusano —le gritó a Ulf—. ¿No te lo dije? Te daré una paliza...
Sollozando, corrió para alzar a su nieto, que dio un suspiro de satisfacción y tendió sus brazos hacia ella.
—Dejadnos a solas —pidió Rowley. Detrás de él había varios sirvientes. Adelia vio el rostro preocupado del hermano Swithin, el encargado de la hostería del priorato.
Gyltha se dirigía a la puerta con Ulf en sus brazos. Se detuvo para preguntar a Rowley:
—¿Seguro que no puedo hacer nada por ella?
—No. Fuera.
Gyltha se demoró un poco mirando a Adelia.
—Qué día tan dichoso el que llegaste a Cambridge —exclamó y desapareció.
Llegaron hombres con una enorme tina de baño, en la que comenzaron a verter jarros de agua hirviendo. Uno de ellos dejó unas barras de jabón amarillo sobre una pila de ásperos retazos de sábanas viejas que en el monasterio suplían a las toallas.
Adelia observó ávida los preparativos. Si bien no podía quitarse la mugre que los asesinos habían dejado en su mente, al menos se desprendería de la que quedaba en su cuerpo.
El hermano Swithin parecía preocupado.
—La señora está herida, debería traer al enfermero.
—Cuando encontré a la señora estaba rodando por el suelo, luchando contra las fuerzas del mal. Sobrevivirá.
—Al menos deberíamos contar con una doncella que la atienda.
—Fuera. Ahora mismo —ordenó Rowley. Luego tomó entre sus brazos todos los jarros con agua hirviendo que tenían los sirvientes, se acercó a la puerta y la cerró en su cara.
Adelia advirtió que era un hombre imponente. La gordura de la que alguna vez se había burlado había disminuido. Todavía pesaba más de lo debido, pero la fortaleza de sus músculos era patente.
Rowley avanzó hacia el lugar donde ella estaba acostada, la cogió de las axilas y la levantó. Luego la puso de pie en el suelo y comenzó a desvestirla, quitándole su horrorosa túnica con sorprendente delicadeza.
Adelia se sintió muy pequeña. ¿Eso era seducción? Seguramente él se detendría cuando llegara a su enagua.
No era seducción y no se detuvo. Eran cuidados lo que le estaba brindando. Cuando Rowley levantó su cuerpo desnudo y lo deslizó en el agua Adelia miró su rostro. Bien podría haber sido el de Gordinus al practicar una autopsia.
Creyó que se sentiría avergonzada. Pero no lo estaba.
El agua estaba tibia y se sumergió en ella. Antes cogió uno de los jabones y lo restregó contra su piel, disfrutando de su aspereza. Tenía dificultad para levantar los brazos, por lo que decidió dejar una parte de su cuerpo fuera del agua, lo suficiente para pedir a Rowley que le lavara el cabello y sentir sus dedos firmes en el cuero cabelludo. Los sirvientes habían dejado aguamaniles con agua limpia que el vertió sobre el cabello para enjuagarlo. Tampoco podía doblarse para llegar hasta los pies, de modo que también él se los lavó, minuciosamente, dedo por dedo.
Al mirarlo, Adelia pensó: «Estoy bañándome, desnuda, sin espuma que me oculte y un hombre me está lavando. Mi reputación está arruinada y al infierno con ella. He estado en el infierno y todo lo que deseaba era vivir para este hombre, que me rescató de él».
Adelia, Ulf, todos habían caído en un mundo para el que ni siquiera las pesadillas les habían preparado. Un mundo paralelo y tan próximo, que un solo paso en falso podía hacer que cayeran otra vez en él. Estaba al final de todo, o tal vez al principio. Habían conocido una violencia tal que, aunque lograron sobrevivir, lo convencional parecía una ilusión. El hilo de su vida había estado tan próximo a cortarse que jamás volvería a depender del futuro.
Y en aquel momento había deseado a ese hombre. Y aún lo deseaba.
Adelia, versada en todas las funciones del cuerpo, era totalmente ignorante acerca de ésta. Se sentía enjabonada, lubricada, por dentro y por fuera. Como si de ella brotaran hojas, su piel se erizaba hacia él, desesperaba para que la tocara el hombre que en ese momento no miraba sus pechos, sino el moretón que le cubría las costillas.
—¿Os hizo daño? ¿Verdaderamente os hizo daño? —preguntó Rowley.
Adelia se preguntó qué significarían para ese hombre las magulladuras y las heridas en el brazo y en el ojo. Entonces comprendió que se refería a la posibilidad de que hubiera sido violada. La virginidad era el Santo Grial de los hombres.
—¿Y si así fuera? —preguntó amablemente.
—De eso se trata —reconoció Rowley, arrodillándose junto a la tina para que sus cabezas estuvieran al mismo nivel—. Durante todo el camino hacia la colina pensaba en lo que él podría haceros, y en tanto lograrais sobrevivir, no me importaba. —Rowley meneó la cabeza ante lo extraordinario—. Violada o en pedazos, quería que volvierais. Sois mía, no suya.
«Oh. Oh».
—Él no me tocó —confesó Adelia—, aparte de esto y esto otro. Me curaré.
—Bien —declaró Rowley bruscamente y se puso de pie—. Bien, tengo muchas cosas por hacer. No puedo entretenerme bañando mujeres. Tengo pendientes muchos preparativos, entre ellos los de nuestro casamiento.
—¿Casamiento?
—Hablaré con el prior, por supuesto, y él hablará con Mansur. Estas cosas deben hacerse como corresponde. Y el rey... Tal vez mañana, o pasado mañana, cuando todo esté arreglado.
—¿Casamiento?
—Debéis casaros conmigo, mujer. Os he visto desnuda mientras os bañabais.
Rowley se iba a marchar. Era cierto que se marchaba.
Pese al dolor, Adelia salió de la tina y cogió una de las toallas. No habría mañana, ¿no se daba cuenta? Los mañanas estaban llenos de cosas horribles. Hoy, ahora, era lo esencial. No había tiempo para hacer lo que se consideraba apropiado.
—No me dejéis, Rowley, no soportaría estar sola.
Y era cierto. No todas las fuerzas de la oscuridad se habían esfumado. Una estaba aún en algún lugar de ese edificio. Una parte de ellas acecharía siempre sus recuerdos. Sólo él podía mantenerlas alejadas.
Temblando, tendió sus brazos para rodearle el cuello y sintió la cálida y húmeda suavidad de su propia piel, que rozaba a Rowley.
El recaudador se libró suavemente de ella.
—Esto es otra cosa, ¿no lo comprendéis, mujer? Es nuestro matrimonio, debe hacerse de acuerdo con las leyes sagradas.
Un buen momento, pensó ella, para que él se preocupara por las leyes sagradas.
—No hay tiempo. Más allá de esa puerta no hay tiempo.
—No, no lo hay. Tengo que ocuparme de algo muy importante. —Rowley comenzaba a jadear. Los pies desnudos de Adelia estaban sobre sus botas, la toalla se había caído y cada pulgada de su cuerpo estaba en contacto con la de ese hombre—. Me lo estáis poniendo muy difícil, Adelia —repuso Rowley—. En más de un sentido.
—Lo sé.
Adelia podía sentirlo. Rowley fingió un suspiro.
—No será sencillo poseer a una mujer con las costillas rotas.
—Debéis intentarlo.
—Oh, Cristo —espetó con crudeza.
Y la llevó al lecho. Y lo intentó con acierto. Primero la abrazó suavemente y la apoyó contra su pecho y le susurró en árabe, como si el inglés y el francés no fueran suficientes para decirle cuan hermosa le parecía aunque tuviera un ojo negro, y después la sostuvo entre los brazos para soportar el peso de su cuerpo y no comprimirlo. Ella supo que era hermosa para él, tanto como él lo era para ella, y que eso era el sexo, esa palpitante y placentera cabalgata hacia las estrellas.
—¿Podéis hacerlo otra vez?
—Bueno, bueno... mujer. No. No puedo. Todavía no. Ha sido un día difícil.
Pero después de un rato, probó, satisfaciéndola igualmente. El hermano Swithin no era generoso con las velas, que se apagaron dejando la habitación en penumbra. La lluvia todavía azotaba los postigos. Ella estaba tendida en los brazos de su amante, respirando el delicioso aroma del jabón y el sudor.
—Os amo tanto —susurró Adelia.
—¿Estáis llorando? —preguntó Rowley poniéndose de pie.
—No.
—Sí, estáis llorando. El coito tiene ese efecto en algunas mujeres.
—Vos lo sabéis, por supuesto —le increpó secándose los ojos con el dorso de la mano.
—Amor mío, tenemos todo lo que deseamos. Él ya no está, ella será... bueno, veremos. Yo seré recompensado como merezco y vos también, no creeréis que no os merecéis nada. Enrique me dará una buena baronía donde ambos prosperaremos y criaremos docenas de pequeños barones lindos y regordetes.
Rowley salió de la cama y buscó su ropa.
Falta la capa, se dijo Adelia. Estaba en algún lugar, fuera de esa habitación; tenía dentro la cabeza de Rakshasa. Más allá de la puerta todo era terrible. Sólo podían tener todo lo que deseaban allí, en ese momento.
—Quedaos conmigo.
—Regresaré. —La mente de Rowley ya se había alejado de ella—. No puedo estar aquí todo el día, obligado a copular con una mujer insaciable contra mi voluntad. Tengo cosas que hacer. Debéis dormir.
Y se marchó.
Con los ojos fijos en la puerta, Adelia pensaba, furiosa, que podía tenerlo para siempre; a él y a sus pequeños barones. ¿Qué significaba representar el papel de doctora comparado con esa felicidad? ; Quiénes eran los muertos para apartarla de la vida?
Con esa nueva convicción, volvió a tenderse en la cama y cerró los ojos, bostezando satisfecha. Pero mientras se dejaba vencer por el sueño, su último pensamiento inteligible fue acerca del clítoris. Era un órgano sorprendente y maravilloso. Debía prestarle más atención la próxima vez que diseccionara a una mujer.
Siempre, ante todo, la doctora.
Se despertó protestando porque alguien repetía su nombre, pero estaba decidida a seguir durmiendo. Resopló entre el olor acre de las sábanas, que habían sido guardadas en poleo para ahuyentar las polillas.
—¿Gyltha? ¿Qué hora es?
—Es de noche. Hora de que os levantéis, niña. Os traje ropa limpia.
—No.
Adelia se sentía como si la hubieran apaleado y le dolían las magulladuras. Debía quedarse en cama. Accedió a mirar con un ojo.
—¿Cómo está Ulf?
—Durmiendo el sueño de los justos. —La áspera mano de Gyltha acarició la mejilla de Adelia un instante—. Pero vos debéis levantaros. Hay algunos señorones reunidos que quieren que respondáis a sus preguntas.
—Lo supongo —contestó Adelia, cansinamente.
El juicio sería rápido. Su testimonio y el de Ulf serían fundamentales, aunque había cosas que era mejor no recordar.
Gyltha fue a buscar comida, lonchas de tocino flotando en un delicioso caldo de alubias. Adelia estaba tan hambrienta que se incorporó por sí misma.
—Puedo comer sin ayuda.
—No, maldición, no podéis.
Dado que le faltaban las palabras, Gyltha expresaba su gratitud por el regreso de su nieto llenando con enormes cucharadas la boca de Adelia, como si fuera un pichón.
Cada pregunta debía ser formulada entre una y otra cuchara de tocino.
—¿Qué han hecho con...?
Adelia no tenía fuerzas suficientes para nombrar a esa demente. Y suponía, abatida, que debido a que era una demente, debía procurar que no la torturaran.
—En la habitación vecina. Atendida como una marquesa. —Los labios de Gyltha se torcieron como si los hubiera tocado un ácido—. No lo creen.
—¿Qué es lo que no creen? ¿Quiénes?
—Que ella hacía esas... cosas, junto con él. —Tampoco Gyltha lograba pronunciar los nombres de los asesinos.
—Ulf puede decírselo. Y yo. Gyltha, ella me arrojó al pozo.
—¿Visteis que era ella? ¿Y qué vale la palabra de Ulf, un chiquillo ignorante que vende anguilas con su ignorante abuela?
—Fue ella.
Adelia escupió la comida pues el pánico le subía por la garganta. Estaba de acuerdo en ahorrarle a la monja la tortura; pero no toleraría que la liberaran. La mujer no estaba en su sano juicio. Podía hacerlo otra vez.
—Peter, Mary, Harold, Ulric... confiaban en ella, por supuesto, y aceptaron su convite. Una religiosa que ofrecía jujubes que un cruzado le había enseñado a preparar. Luego el láudano en la nariz de los niños, hay cantidad de sobra en el convento. —Nuevamente Adelia veía unas manos delicadas alzadas en actitud de ruego que al caer mostraban los grilletes de hierro que las aprisionaban—. Dios Todopoderoso... —clamó y se pasó la mano por la frente.
Gyltha se encogió de hombros.
—Al parecer las monjas de Santa Radegunda no hacen esas cosas.
—Pero era el río. Lo sabía, por eso subí a su bote. Tenían libertad para recorrerlo de un lado a otro, hacia Grantchester, donde estaba él. Era un personaje familiar, la gente la saludaba o ni siquiera advertía su presencia. Una monja devota llevando provisiones a las anacoretas. Nadie controlaba sus movimientos, y, ciertamente, menos que nadie la priora Joan. Y Walburga, si era su cómplice, siempre iba a la casa de su tía. ¿No pensaban qué hacía toda la noche fuera del convento?
—Yo lo sé, Ulf lo sabe. Pero veréis... —Gyltha era un obstinado abogado del diablo—. Ella está casi tan magullada como vos. Una de las hermanas vino a bañarla porque yo no puedo tocar a la bruja, pero eché un vistazo. Moretones por todas partes, mordiscos, un ojo cerrado como el vuestro. Mientras la bañaba, la monja lloraba por lo que había sufrido la pobre criatura, todo por ayudaros.
—A ella... le gustaba. Disfrutaba cuando él la maltrataba. Es verdad.
Gyltha se había retraído, frunciendo el ceño. No entendía.
¿Cómo explicarle, a ella o a cualquiera, que los gritos de terror de la monja durante las embestidas del depravado se mezclaban con aullidos de dicha extrema y delirante?
Gyltha no podía comprender tanta perversidad, pensó Adelia con desesperación. Ella misma tampoco lo entendía.
—Le llevaba a los niños y fue ella quien mató a Simón —reveló Adelia con desgana.
El cuenco se deslizó de las manos de Gyltha y rodó por la habitación desparramando caldo por todo el suelo de madera de olmo.
—¿Maese Simón?
Adelia recordó la fiesta en Grantchester. Vio a Simón de Nápoles, conversando nervioso con el recaudador de impuestos en uno de los extremos de la mesa principal, con las cuentas en su cartera. Tan sólo unas sillas les separaban del anfitrión al que inculpaban y pocas más de la mujer que le proporcionaba las víctimas. Vio al asesino ordenarle que matara a Simón. Y volvió a verlos bailando, al cruzado y a la monja, dándose mutuas instrucciones. «Por Dios, ¿cómo no se lo había imaginado?». El irascible hermano Gilbert, el que odiaba a las mujeres —sin ser consciente de ello—, había tenido la bondad de indicárselo: «Pasan toda la noche fuera del convento. Su comportamiento es licencioso y concupiscente. En una orden decente habrían sido azotadas hasta que sus culos sangraran, pero ¿dónde está su priora? De caza».
Simón había partido temprano para examinar las cuentas que había obtenido. Dejarlo con vida suponía arriesgarse a que descubriera quién tenía motivos pecuniarios para implicar a los judíos en los asesinatos. Su anfitrión había regresado del jardín después de comprobar que su cómplice estaba en camino.
La monja se había retirado de la fiesta temprano. Vio a las otras monjas en Grantchester más tarde, pero no a ella. No había duda. Y a la priora la vio un poco más tarde. Y entonces, ¿qué? La más amable y angelical de las monjas habría dicho: «Está muy oscura la noche para caminar tan lejos, maese Simón, puedo llevaros en bote hasta vuestra casa si me lo permitís. Hay espacio suficiente para vos, y me agradará contar con vuestra compañía».
Adelia vio la imagen del tramo del Cam donde los altos sauces impiden el paso de la luz y una delgada figura con muñecas fuertes como el acero hundiendo el mástil en el agua, presionando con él a un hombre como si pescara un pez con un arpón mientras Simón luchaba por mantenerse a flote y finalmente se hundía.
—Él le ordenó que matara a Simón y le robara la cartera —explicó Adelia—. Ella hizo exactamente lo que le pidió, era su esclava. En el pozo tuve que quitarle a Ulf, creo que pensaba matarlo para que no la delatara.
—¿Acaso creéis que no lo sé? —preguntó Gyltha, aun cuando sus manos se movían expresando su rechazo—. ¿Acaso no me ha contado Ulf lo que ella hizo? Y también lo que ambos le habrían hecho si el buen Dios no os hubiera enviado para detenerlos. Lo mismo que les hicieron a los otros... —Gyltha entrecerró los ojos y se puso de pie—. Vayamos a su habitación para asfixiarla con una almohada.
—No. Todos deben saber lo que ella hizo, y lo que él hizo.
Rakshasa había logrado huir de la justicia. Su terrible final... —Adelia cerró su mente a aquella espantosa escena que se dibujaba contra el cielo del amanecer— no había sido justicia. Eliminar a esa criatura del mundo había impedido poner en uno de los platillos de la balanza la pila de pequeños cadáveres que había sembrado en su trayecto desde Tierra Santa. Aunque lo hubieran capturado, llevado ante los tribunales, juzgado y ejecutado, la balanza no habría estado en equilibrio para aquellos a quienes arrebató a sus hijos, pero al menos la gente habría sabido lo que el asesino había hecho y habría visto el castigo. Los judíos habrían sido públicamente exonerados. Más importante aún, la ley, que transforma el caos en orden, que distingue a la civilización humana de los animales, habría sido respetada.
Mientras Gyltha la ayudaba a vestirse, Adelia hacía examen de conciencia para cerciorarse de que sus objeciones contra la pena de muerte seguían intactas. Así era. Los locos debían ser controlados, ciertamente, pero no asesinados por orden judicial. Rakshasa había escapado de los procedimientos legales; no debía suceder lo mismo con su cómplice. Sus acciones debían darse a conocer para restablecer en alguna medida el equilibrio del mundo.
—Debe ser juzgada —repuso Adelia.
—¿Creéis que irá a juicio?
Golpearon la puerta. Era el prior Geoffrey.
—Mi querida niña, mi pobre y querida niña. Doy gracias al Señor por vuestro coraje y decisión.
Adelia pasó por alto sus plegarias.
—Prior, la monja... Fue cómplice en todo. Es tan asesina como él. Ella mató a Simón de Nápoles sin titubear. ¿Creéis lo que os digo?
—Me temo que debo creerlo. He oído el relato de Ulf, que, aunque confuso debido al soporífero que le administró, no deja dudas acerca de que ella lo secuestró conduciéndole a ese lugar donde su vida corrió peligro. He escuchado también los testimonios de sir Rowley y el cazador. Esta misma noche he visitado el pozo con ellos.
—¿Habéis ido a Wandlebury?
—Sí —confesó el prior, con desgana—. Hugh me llevó hasta allí y debo confesar que nunca he estado tan cerca del infierno. Por Dios, qué elementos encontramos. Mi único regocijo es saber que el alma de sir Joscelin arderá durante toda la eternidad. Joscelin... —el énfasis con que hablaba el prior reforzaba su convicción—, un chico de este lugar... al que pensaba proponer como futuro alguacil del condado. —Una chispa de indignación animó los cansados ojos del prior—. Incluso acepté una donación para nuestra nueva capilla de esas manos abyectas.
—Dinero de los judíos —adivinó Adelia—. Les debía dinero a los judíos.
El prior suspiró.
—Lo supuse. Bueno, por fin nuestros amigos de la torre han sido absueltos.
—¿Y sabrá la ciudad que han sido exculpados? —Olvidando sus modales, Adelia señaló con el pulgar la habitación donde se alojaba la monja—. ¿Será llevada a juicio? —añadió algo molesta. Había intuido cierta reserva, algo nebuloso en las respuestas del prior.
El religioso se dirigió hacia la ventana y abrió un poco el postigo.
—Ellos dijeron que llovería. El amanecer fue una verdadera advertencia para los pastores. Bueno, los jardines lo necesitan después de una primavera tan seca. —El prior cerró el postigo—. Sí, los altos tribunales, que gracias al Cielo aún siguen aquí, harán una proclama declarando la inocencia de los judíos. Pero en cuanto a la... mujer... He convocado a todos aquellos que están preocupados por llegar a la verdad del asunto. Están llegando en este momento.
—¿Un consejo? ¿Por qué no un juicio? ¿Y por qué durante la noche?
Como si Adelia no hubiera hablado, el prior continuó.
—Esperaba que se realizara en el castillo, pero los miembros de los altos tribunales creyeron conveniente que el interrogatorio se realizara aquí para evitar que se confunda con los procesos legales. Después de todo, aquí es donde los niños están sepultados. En fin, ya veremos...
Un hombre tan bueno, su primer amigo en Inglaterra, y aún no le había dado las gracias.
—Excelencia, os debo mi vida. Si no me hubierais regalado el perro, pobre criatura... ¿Habéis visto lo que le hicieron?
—Lo vi. —El prior Geoffrey meneó la cabeza. Luego esbozó una sonrisa—. He dado instrucciones para que sus restos sean entregados a Hugh, de quien el hermano Gilbert sospecha que entierra a sus perros en el cementerio del priorato a escondidas. Salvaguarda bien puede yacer junto a otros seres menos leales. —En medio de tanto dolor, la muerte de Salvaguarda era un hecho menor. No obstante, había sido motivo de pena. Adelia se sintió reconfortada—. Sin embargo —continuó el prior—, como vos y yo sabemos, también le debéis la vida a alguien que detenta más derechos y, en parte, estoy aquí respondiendo a su petición.
Pero la mente de Adelia estaba nuevamente ocupada con la monja. Iban a dejarla en libertad. Nadie la había visto matar. Ni Ulf, ni Rowley, ni siquiera ella. Era una monja, la Iglesia temía el escándalo. La dejarían libre.
—No lo consentiré, prior —exclamó.
El prior Geoffrey, que había pronunciando palabras obviamente lisonjeras, se quedó boquiabierto. Parpadeó.
—Una decisión algo precipitada, Adelia.
—Todos deben saber lo que ocurrió. Ella debe ser juzgada aunque sea considerada demasiado enferma para recibir una sentencia. Por los niños, por Simón, por mí. Encontré su guarida y a punto estuve de morir allí. Es necesario, forzosamente, hacer justicia. No se trata de ser sanguinario o de buscar venganza. Pero si todo esto no tiene su debida conclusión las pesadillas de muchas personas no tendrán fin. —De pronto se detuvo, como si acabara de comprender algo de lo que el prior había dicho—. Os pido disculpas, excelencia, estabais diciendo que...
El prior Geoffrey suspiró y volvió a comenzar.
—Antes de que me viera obligado a regresar al tribunal, no sé si sabéis que el rey ha llegado, él vino a verme. A falta de nadie más, parece considerarme in loco parentis...
—¿El rey? —Adelia no lograba seguir el hilo de sus palabras.
El prior suspiró una vez más.
—Sir Rowley Picot. Sir Rowley me ha pedido que venga a veros para —en verdad, sus gestos sugerían que era un asunto ya resuelto— pedir vuestra mano.
Era lo que completaba ese día extraordinario. Había caído en el infierno y había sido rescatada de él. Un hombre había muerto destrozado. En la habitación contigua había una asesina. Había perdido su virginidad, una pérdida gloriosa, y el hombre que se la había llevado optaba por la etiqueta, utilizando los buenos oficios de un sucedáneo de padre para pedir su mano.
—Debo agregar —explicó el prior Geoffrey— que la proposición tiene un coste. Durante las sesiones de los tribunales, el rey ha ofrecido a sir Rowley el obispado de St Albans, y yo mismo he oído que Picot rechazaba la oferta con el argumento de que quería tener libertad para casarse. —¿La quería hasta tal punto?—. El rey Enrique no se sintió complacido —prosiguió el prior—. Tiene un particular interés en designar a nuestro buen recaudador para dicha diócesis, y ciertamente no está acostumbrado a que frustren sus planes. Pero sir Rowley fue inflexible.
En esa ocasión la boca de Adelia permaneció inmóvil, incapaz de pronunciar la respuesta que debía dar.
Junto con el arrebato del amor llegó el miedo a decir que sí, a aceptar que era lo que más quería, porque esa mañana Rowley había ahuyentado el daño causado a su mente y la había purificado. Lo cual, por supuesto, era peligroso. Si se había sacrificado tanto por ella, ¿no era correcto y hermoso que hiciera un sacrificio similar por él?
Sacrificio.
El prior Geoffrey alegó:
—Aunque haya desilusionado al rey Enrique, el pretendiente me ha encargado que os diga que sigue siendo una figura estimada y elegida para ocupar una alta posición, de modo que la unión no será para vos desventajosa. —Viendo que Adelia aún no respondía, continuó—: A decir verdad, yo estaría feliz de veros unida a él. —Unida—. Adelia, querida. —El prior Geoffrey le cogió la mano—. El hombre merece una respuesta.
La merecía. Y se la dio.
La puerta se abrió y el hermano Gilbert permaneció en el umbral, malinterpretando la escena que tenía delante —el superior de su congregación con dos mujeres en un dormitorio—, qué indecoroso.
—Los señores están reunidos, prior.
—Entonces debemos atenderlos. —El prior le cogió la mano a Adelia y se la besó. Pero lo decididamente indecoroso fue el guiño que Gyltha y él intercambiaron.
Las dignidades convocadas se habían reunido en el refectorio del monasterio. De ese modo los monjes podían utilizar la iglesia en sus horas de vigilia, como hacían habitualmente. Por su parte, ellos no interrumpirían el consejo, dado que ya habían cenado y faltaban horas para el desayuno.
Quizás nunca supieran que se había realizado, pensó Adelia.
El denominado consejo era, de hecho, un juicio. No se juzgaba a la joven mujer que estaba convenientemente escoltada por la priora y la hermana Walburga, con la cabeza algo inclinada y las manos mansamente cruzadas.
La acusada era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar, una extranjera —quien, a petición de la priora Joan, había sido obligada a abandonar el lecho donde convalecía— por haber formulado una acusación injustificada, obscena, demoníaca, contra un miembro inocente y piadoso de la santa orden de Santa Radegunda, y debía ser castigada por ello.
Adelia estaba de pie en el centro de una sala. Los diablillos que tachonaban las vigas del artesonado le sonreían. La larga mesa y sus bancos habían sido trasladados hacia uno de los extremos. Contra la pared se alineaban las sillas de los jueces. Esas variaciones habían alterado las bellas proporciones del salón, aumentando la crispación de Adelia, fruto de la incredulidad, la ira y, por qué no decirlo, el decidido terror, puesto que frente a ella estaban tres de los muchos jueces ambulantes llegados a Cambridge para las sesiones de los altos tribunales, los obispos de Norwich y Lincoln, y el abad de Ely. Eran los representantes de la autoridad legal de Inglaterra. Podían cerrar sus puños enjoyados y aplastar a Adelia. También ellos parecían disgustados por verse privados de su merecido sueño —después de un largo día dictaminando— y haber tenido que ser trasladados en medio de la noche y la tormenta desde el castillo hasta San Agustín para sentarse frente a ella. Adelia sentía que la hostilidad que emanaba de esos hombres era suficiente para que a su paso las ramas que estaban en el suelo se hicieran trizas y formaran pilas.
El más hostil era el archidiácono de Canterbury. No era juez, pero se consideraba —y evidentemente los demás coincidían con su apreciación— la voz del finado y mártir Tomás Becket, y todo indicaba que cualquier ataque a un miembro de la Iglesia —en este caso, la denuncia de Adelia contra la hermana Verónica de Santa Radegunda— era para él comparable con la actitud de los caballeros de Enrique II que habían desparramado los sesos de Becket en el suelo de su catedral.
El prior Geoffrey se sorprendió de que todos fueran hombres de la Iglesia.
—Señorías, esperaba también la asistencia de algunos seculares.
—Este asunto atañe exclusivamente a la Iglesia —respondieron. El prior se vio obligado a callar. Ellos eran sus superiores.
Un joven, entendido con todo ese procedimiento, los acompañaba, aunque a juzgar por su vestimenta no era clérigo. Traía una escribanía para tomar notas. Adelia supo su nombre cuando alguien se dirigió a él: Hubert Walter.
Detrás de las sillas se alineaban varias personas que trabajaban para los tribunales, dos secretarios —uno de ellos dormía de pie—, un hombre armado que había olvidado quitarse el gorro de dormir antes de ponerse el yelmo, y dos alguaciles con esposas en el cinto y sendas mazas.
Adelia estaba sola y alejada de ellos, Mansur no había sido autorizado a quedarse a su lado más que un momento.
—¿Qué es... eso, prior?
—Es el sirviente de la señora Adelia, su señoría.
—¿Un sarraceno?
—Un distinguido doctor árabe, su señoría.
—Ella no necesita doctor o sirviente, y tampoco nosotros.
Mansur fue expulsado de la sala.
El prior Geoffrey permaneció de pie junto al alguacil Baldwin en uno de los extremos de la fila de sillas; detrás se distinguía al hermano Gilbert.
Aquel bendito había hecho todo lo posible. Había contado la horrenda historia, explicando la participación de Simón y Adelia, había dado a conocer los hallazgos de maese Simón y las circunstancias de su muerte, había referido las pruebas que había visto con sus propios ojos al descender por el pozo de Wandlebury Ring, concluyendo con la acusación contra la hermana Verónica.
Había tenido la precaución de no comentar que Adelia había examinado los cadáveres de los niños y la calificación con que contaba para hacerlo. Ella agradecía a Dios que lo hubiera pasado por alto. Su situación ya era suficientemente complicada como para añadirle además una acusación por actos de brujería.
Se llamó a Hugh, el cazador, que esperaba en el refectorio con sus garantes, los hombres que —de acuerdo con el sistema legal de Inglaterra— daban fe de su honestidad. De pie, sosteniendo el sombrero a la altura del pecho, declaró que, al mirar en el pozo, había identificado la figura desnuda de sir Joscelin de Grantchester. Había descendido, examinado el puñal de piedra, y en la cámara con forma de útero había reconocido el collar de perro sujeto a una cadena.
—Era de sir Joscelin, sus señorías. Había visto docenas de veces a su perro con ese collar, y su sello estaba grabado en el cuero.
El collar del perro fue entregado, el sello examinado.
No quedaban dudas de que sir Joscelin de Grantchester había matado a los niños. Los jueces estaban consternados.
«Joscelin de Grantchester debe ser declarado culpable de felonía y asesinato. Sus restos serán exhibidos en la plaza del mercado de Cambridge y no recibirán cristiana sepultura».
En cuanto a la hermana Verónica...
No había pruebas concluyentes en su contra porque no se permitió que Ulf diera su testimonio.
—¿Cuántos años tiene el niño, prior? No debería contar con un garante hasta que cumpla doce.
—Nueve, su señoría, pero es un niño perspicaz y honesto.
—¿Cuál es su condición?
—Es persona libre, su señoría, no un siervo. Trabaja con su abuela vendiendo anguilas.
En ese momento el hermano Gilbert intervino. Susurró arteramente algo en el oído del archidiácono, dando señales de satisfacción.
Ah, la abuela no era casada, jamás lo había sido, posiblemete fuera progenitura de hijos ilegítimos. El chico era una especie de bastardo, no tenía rango social alguno. La ley no le reconocía derechos.
Por lo tanto, Ulf, como Mansur, había sido confinado a la cocina aneja al refectorio. Gyltha le tapó la boca para que no se oyeran sus gritos y ambos escuchaban desde el otro lado de la ventanilla, a través de la cual llegaba el aroma del tocino y el caldo que iba impregnando las lujosas capas de armiño de los jueces, mientras el rabino Gotsce —también en la cocina— les traducía al inglés lo que esos señores decían en latín. Su presencia había escandalizado a la corte.
—¿Habéis traído a un judío ante nosotros, prior Geoffrey?
—Su señoría, los judíos de esta ciudad han sido groseramente calumniados. Puedo demostrar que sir Joscelin era uno de sus principales deudores y que parte de su vileza consistió en lograr que ellos fueran acusados por sus crímenes y que sus cuentas fueran quemadas.
—¿El judío tiene pruebas?
—Las cuentas fueron destruidas, su señoría, como os dije. Pero seguramente el rabino tiene autoridad para...
—La ley no le reconoce autoridad.
La ley tampoco reconocía que una monja en cuyo rostro se percibía la pureza de su alma pudiera hacer aquello que Adelia alegaba.
La priora habló en su nombre.
—Como Santa Radegunda, la amada fundadora de nuestra orden, la hermana Verónica nació en Turingia. Pero su padre, un mercader, se estableció en Poitiers, donde ella fue entregada al convento cuando tenía tres años. Siendo aún una niña fue enviada a Inglaterra. Incluso a tan temprana edad era evidente su devoción por Dios y su Santa Madre, que ha conservado desde entonces. —La priora Joan había atemperado su voz; las manos callosas a causa de sostener las riendas estaban ocultas en sus mangas. Todo en ella indicaba que era la autoridad de una disciplinada congregación religiosa—. Señorías, doy fe de la modestia y la templanza de esta monja, y de su devoción al Señor. Más de una vez, mientras las demás monjas disfrutaban de sus momentos de recreo, ella ha permanecido arrodillada junto a nuestro bendito pequeño Peter de Trumpington.
Desde la cocina se oyó un chillido ahogado.
—A quien ella condujo a la muerte —concluyó Adelia.
—Dominad vuestra lengua, mujer —le advirtió el archidiácono.
La priora se giró hacia Adelia y la señaló con el dedo. Su voz resonó como un cuerno de caza.
—Juzgad por vosotros mismos, señorías. Juzgad entre eso, una víbora difamadora, y esto, un ejemplo de santidad.
Por desgracia, el vestido que Gyltha le había traído era el que Adelia había usado en la fiesta de Grantchester. El corsé era demasiado bajo y el color demasiado vivo. No resultaba favorecida en la comparación con el sobrio blanco y negro de la monja. Desafortunadamente también, en medio de su dicha por el regreso de Ulf, Gyltha había olvidado traerle un velo o un sombrero, y en consecuencia, Adelia, que había perdido el que llevaba en las profundidades de Wandlebury Ring, tenía la cabeza tan descubierta como una ramera.
Nadie, salvo el prior Geoffrey, habló en su nombre.
Ni siquiera Rowley Picot, pues no estaba presente.
El archidiácono de Canterbury se puso de pie. Todavía llevaba las zapatillas que usaba al levantarse de la cama. Era un anciano diminuto, pleno de vitalidad.
—Expidámonos presto sobre este asunto para que todos podamos retornar a nuestros lechos y si descubrimos que la acusación ha sido malintencionada... —eí rostro que miró a Adeíia era el de un mono malvado— los responsables serán azotados.
Uno por uno, los pilares sobre los que Adelia había construido su alegato fueron analizados y descartados.
¿La palabra de un menor, bastardo y vendedor de anguilas, contra la de una esposa de Cristo?
¿La familiaridad que la dama tenía con el río? ¿Quién, en esa ciudad rodeada de agua, no era diestro manejando un bote?
¿Láudano? ¿No estaba generalmente disponible en cualquier botica?
¿Que ocasionalmente pasara la noche fuera del convento? Bien...
Por primera vez, el joven llamado Hubert Walter —que había estado concentrado en sus anotaciones— alzó la cabeza e hizo oír su voz.
—Tal vez eso necesite una explicación, señor. Es algo inusual.
—Si me permitís, señorías. —La priora Joan volvía a atacar—. Llevar provisiones a nuestras anacoretas es un acto de caridad que consume todas las energías de la hermana Verónica. Podéis ver cuan frágil es. En consecuencia, cuenta con mi permiso para pasar esas noches dedicada al descanso y la meditación en compañía de una de las eremitas antes de regresar al convento.
—Loable, en verdad.
Los ojos de los jueces se posaron, llenos de admiración, en la figura de la hermana Verónica, delgada como una vara de sauce.
Adelia se preguntaba quién sería esa eremita, y por qué no había comparecido ante esa corte para decir cuántas noches ella y la hermana Verónica habían dedicado a la meditación: ninguna, podía asegurarlo.
Pero era justificable. Precisamente por ser una anacoreta no habría llegado hasta allí. Exigir que lo hiciera sólo daría lugar a nuevas comparaciones desventajosas, esta vez, entre la estridencia de Adelia y el respetuoso silencio de Verónica.
«¿Dónde estás, Rowley? Si vamos a casarnos, no deberías haberme dejado sola. Rowley, la dejarán libre».
El desmoronamiento continuó.
¿Quién había visto cómo había muerto Simón de Nápoles? ¿La investigación no había confirmado acaso que murió ahogado, por accidente?
Las paredes del gran salón se cerraban en torno a ella. Un alguacil observaba las esposas, tratando de determinar si su tamaño era adecuado para las pequeñas muñecas de Adelia. Sobre su cabeza, las gárgolas se regodeaban; los ojos de los jueces la desollaban.
El archidiácono estaba preguntando acerca de los motivos que la habían llevado a Wandlebury Ring.
—¿Con qué intención fue hasta ese infame lugar, señorías? ¿Cómo sabía lo que ocurría allí? Podríamos suponer que ella era cómplice del demonio de Grantchester en lugar de la santa mujer a la que acusa, cuyo único crimen, aparentemente, fue seguirla sin pensar en su propia seguridad.
El prior Geoffrey abrió la boca, pero Hubert Walter, que seguía entretenido, se anticipó a sus palabras.
—Creo que debemos aceptar, señorías, que los cuatro niños murieron antes de que esta mujer llegara a Inglaterra. Al menos, debemos exculparla de esos crímenes.
El archidiácono estaba disgustado.
—No obstante, hemos probado que es una calumniadora y ella misma ha declarado que sabía de la existencia del pozo y las circunstancias relacionadas con él. Es extraño, señorías. Me resulta sospechoso.
—También a mí —intervino el obispo de Norwich, bostezando—. Condenen a la maldita mujer a ser azotada y terminemos con esto.
—¿Ése es el veredicto de todos?
Ése era.
Adelia gritó, no en su defensa, sino en nombre de los niños de Cambridge.
—No la dejéis ir, os lo ruego. Volverá a matar.
Los jueces no la escucharon, ni siquiera la miraron. Su atención se había vuelto hacia la persona que acababa de entrar en el refectorio, por la cocina, con un cuenco de caldo con tocino del que daba buena cuenta.
Guiñó un ojo a la asamblea.
—¿Un juicio, verdad?
Adelia esperaba que ese hombre, vestido con ropas sencillas, fuera despedido entre epítetos despectivos por donde había venido. Un par de sabuesos habían entrado con él. Sería un cazador, llegado a ese lugar por equivocación.
Pero los señores jueces permanecían de pie haciendo reverencias.
Ennrique Plantagenet, rey de Inglaterra, duque de Normandía y Aquitania, conde de Anjou, se sentó en la mesa del refectorio, dejó que sus piernas se balancearan y miró a su alrededor.
—¿Y bien?
—No es un juicio, excelencia. —El obispo de Norwich se había despertado y trinaba como una alondra—. Tan sólo un consejo, una investigación preliminar acerca de la muerte de los niños de nuestra ciudad. El asesino ha sido identificado pero esa... —dijo señalando a Adelia— esa mujer ha acusado de complicidad a esta monja de Santa Radegunda.
—Ah, sí —asintió el rey, complacido—. Pensé que el reino de lo espiritual contaba aquí con un exceso de representantes. ¿Dónde está De Luci? ¿Y De Glanville? ¿Dónde están los representantes del mundo terrenal?
—No quisimos interrumpir su descanso, excelencia.
—Muy considerado —repuso Enrique, aún complacido. Sin embargo, el obispo temblaba—. ¿Y a qué conclusiones hemos llegado?
Hubert Walter había abandonado su lugar para ubicarse junto al rey, con el pergamino en la mano. El monarca dejó el cuenco de caldo para leerlo.
—Espero que no os importe que me entrometa en este caso. Me está causando algunos problemas. Mis judíos de Cambridge han sido encarcelados en la torre del castillo por este motivo. —Luego el rey agregó, amablemente—: Y en consecuencia mis ganancias han disminuido.
La frase del soberano hizo que los jueces se revolvieran, turbados.
Mientras leía el pergamino, el rey cogió un puñado de ramas del suelo. Un tenso silencio reinó en la sala, sólo interrumpido por la lluvia que golpeaba los cristales de las altas ventanas y un perro que roía un hueso que había encontrado debajo de la mesa.
Adelia no sabía cómo se sostenía en pie. Le temblaban las piernas. Ese hombre de aspecto tan común había sembrado un terror indiscriminado en el refectorio.
El rey comenzó a murmurar, acercando el pergamino a un candelabro para leer mejor.
—El chico dice que fue secuestrado por la monja... no reconocido por la ley... humm. —Enrique puso una de las ramas que sostenía junto al candelabro—. Espléndido caldo, prior —comentó distraídamente.
—Gracias, excelencia.
—El conocimiento del río, y el uso que la monja hacía... —Otra rama fue depositada junto a la primera—. Un opiáceo... —Esta vez la rama quedó encima de las otras dos, formando una cruz—. Toda la noche en vigilia con una eremita... —El rey levantó la vista—. ¿La eremita ha sido llamada a prestar testimonio? Oh, no, lo olvidaba, esto no es un juicio.
Las piernas de Adelia se debilitaron, pero en esa ocasión debido a una esperanza, tan tenue que apenas se atrevía a alentar. Las ramas de Enrique Plantagenet, claramente entrecruzadas —como si las hubiera dispuesto para el juego que consistía en quitar una de ellas sin mover las demás— se multiplicaban con cada párrafo de las pruebas que ella había presentado en contra de Verónica.
—Simón de Nápoles, ahogado mientras estaba en posesión de las cuentas... el río otra vez... un judío, por supuesto, qué se podía esperar... —El rey meneó la cabeza ante el trato desconsiderado hacia los judíos y siguió leyendo—: Las sospechas de la mujer laica... Wan-del-bury Ring... sostiene que ella fue arrojada a un pozo... no vio quién... peleas... mujer laica y monja... ambas heridas... niño rescatado... caballero del lugar responsable...
El rey dejó de leer, miró la pila de ramas, luego a los jueces.
El obispo de Norwich carraspeó.
—Como veréis, excelencia, todos los cargos contra la hermana Verónica carecen de sustento. Nadie puede acusarla porque...
—Salvo el niño, por supuesto —interrumpió Enrique—, pero no podemos dar ningún valor legal a sus palabras, ¿verdad? No, estoy de acuerdo, todo es circunstancial —alegó, y volvió a mirar las ramas—. Maldición, hay cantidad de circunstancias, pero... —El rey infló sus mejillas, sopló con fuerza y las ramas se desparramaron—. En consecuencia, ¿qué habéis decidido hacer con esta dama calumniadora llamada... Adele? Vuestra caligrafía es lamentable, Hubert.
—Lo siento, excelencia. Su nombre es Adelia.
El archidiácono estaba cada vez más inquieto.
—Es imperdonable que ella calumnie de esa manera a una religiosa. Su actitud no puede ser ignorada.
—Ciertamente —afirmó Enrique—. Deberíamos colgarla, ¿estáis de acuerdo?
El archidiácono pasó a la ofensiva.
—Esta mujer es una extranjera, no se sabe de dónde ha llegado, vino en compañía de un judío y un sarraceno. ¿Permitiremos que eleve sus calumnias contra la Santa Madre Iglesia? ¿Con qué derecho? ¿Quién la envió y por qué? ¿Para sembrar discordia? Os digo que el demonio la ha puesto entre nosotros.
—En realidad, fui yo —manifestó el rey.
Sobre la sala se abatió el silencio como una avalancha de nieve. Desde la puerta que estaba detrás de los jueces se oía chapotear a los monjes de Barnwell mientras se dirigían desde el claustro hacia la iglesia bajo la lluvia.
El rey miró por primera vez a Adelia, y una sonrisa dejó a la vista sus pequeños dientes feroces.
—No lo sabíais, ¿verdad? —Luego se dirigió a los jueces, que seguían de pie. No habían sido invitados a tomar asiento—. Veréis, señorías. Los niños estaban desapareciendo en Cambridge, y lo mismo pasaba con mis ingresos. Los judíos estaban en la torre. En las calles había tumultos. Entonces le dije a Aarón de Lincoln, lo conocéis, obispo, os ha prestado dinero para vuestra catedral: «Aarón, debemos hacer algo respecto a lo que ocurre en Cambridge. Si los judíos están masacrando niños para sus rituales, debemos llevarlos a la horca. Si no, será otro el que deba morir». Lo que me recuerda... —El rey alzó la voz—. Venid, rabino, me han dicho que esto no es un juicio. —La puerta de la cocina se abrió y el rabino Gotsce entró cautelosamente, haciendo frecuentes reverencias, que daban cuenta de su nerviosismo. El rey no le dio importancia—. Como decía, Aarón se retiró para pensar sobre el asunto, y cuando lo hubo meditado, regresó. Declaró que el hombre que necesitábamos era, sin duda, Simón de Nápoles. Otro judío, señores, un investigador de renombre. Aarón también sugirió que Simón viniera acompañado por una persona experta en el arte de la muerte. —El rey dedicó otra de sus sonrisas a los jueces—. Seguramente os preguntaréis: ¿qué es un experto en el arte de la muerte? Yo mismo me lo pregunté. ¿Un nigromante? ¿Una especie de torturador refinado? Pero no, tal parece que existen personas calificadas que pueden interpretar los cadáveres, y en este caso, podían descubrir de qué manera habían muerto los niños de Cambridge y eso podía dar indicios acerca de quién había sido el asesino. ¿Hay un poco más de este excelente caldo?
La digresión en medio del discurso del rey se produjo tan rápidamente que pasaron unos instantes antes de que el prior Geoffrey se levantara y cruzara la sala hacia la ventanilla, como un sonámbulo. Como algo natural, una mujer le alcanzó un cuenco humeante. Lo cogió, regresó y se lo ofreció al rey con una rodilla en el suelo.
En el ínterin, el rey se había dedicado a conversar con la priora Joan.
—Esperaba ir a cazar verracos esta noche. ¿Será demasiado tarde? ¿Habrán regresado a su guarida?
La priora pareció confusa, pero estaba encantada.
—Todavía no, excelencia. Si me permitís una sugerencia, vuestros sabuesos pueden guiaros hacia los bosques de Babraham donde... —Su voz se fue apagando a medida que comprendió su error—. Sólo repito lo que he oído, excelencia. No tengo tiempo para cazar.
—¿De verdad, señora? —Enrique parecía muy sorprendido—-. He oído que sois famosa, una asidua Diana.
Una emboscada, pensó Adelia. Advirtió que estaba presenciando un ejercicio que, más allá de que resultara exitoso, llevaba la astucia al terreno del arte.
—Entonces... —prosiguió el rey, masticando—. Gracias, prior. Entonces pregunté a Aarón: «¿Dónde demonios encontraremos un experto en el arte de la muerte?». Y él dijo: «No es necesario ir muy lejos, excelencia. En Salerno». A nuestro Aarón le agrada bromear. Aparentemente, en la excelente escuela de medicina de Salerno se enseña esa misteriosa ciencia. De modo que, para abreviar un poco esta larga historia, escribí al rey de Sicilia... —El rey dirigió una mirada fulminante a la priora—. Es mi primo, como sabéis. Le escribí para solicitarle los servicios de Simón de Nápoles y de un experto en la muerte. —Enrique había tragado demasiado rápido y comenzó a toser. Hubert Walter le dio unas palmadas en la espalda—. Gracias, Hubert —dijo secándose los ojos—. Bien. Dos cosas salieron mal. Por una parte, yo estaba fuera de Inglaterra combatiendo a los malditos Lusignan cuando Simón de Nápoles llegó a este país. Por otra, parece que en Salerno las mujeres estudian medicina. ¿Pueden creerlo, señorías? Y algún idiota incapaz de distinguir a Adán de Eva en lugar de enviar a un experto en el arte de la muerte mandó una experta. Allí está. —Sólo el rey se dignó mirar a Adelia. Los demás continuaron con los ojos fijos en él—. Por lo que me temo, señorías, que no podremos ahorcarla, aunque fuera nuestro deseo. No nos pertenece, es una subdita del rey de Sicilia y mi primo Guillermo querrá que se la devolvamos en buenas condiciones. —El rey había bajado de la mesa, caminaba por la sala hurgándose los dientes, sumido en profunda meditación—. ¿Qué podéis decir, señorías? ¿Creéis que, teniendo en cuenta que esta mujer y un judío parecen haber evitado que más niños tuvieran una muerte horrenda en manos de un caballero cuya cabeza ahora se conserva en un barril de salmuera del castillo... —Enrique suspiró desconcertado y meneó la cabeza—, podemos atrevernos a azotarla? —Nadie habló. No se esperaba que lo hicieran—. De hecho, señorías, me atrevo a asegurar que mi primo Guillermo no verá con buenos ojos que alguien importune a la señora Adelia pretendiendo acusarla de brujería o conducta indebida. —La voz del rey se había convertido en un látigo—. Como tampoco lo haré yo.
«Os serviré el resto de mis días», pensó Adelia, llena de gratitud y admiración. «Pero, incluso vos, el gran Plantagenet, ¿lograréis que esta monja sea juzgada?».
Rowley había llegado a la sala. Hizo una reverencia al monarca, mucho menos alto que él, y le entregó algunas cosas.
—Siento haberos hecho esperar, excelencia. —Ambos se miraron y Rowley asintió. Eran aliados.
Rowley caminó en dirección al prior Geoffrey. Su capa se veía más oscura, mojada por la lluvia, y olía a aire fresco. Eso era él, aire fresco, y Adelia se sintió súbitamente colmada de felicidad por llevar un vestido con corsé y la cabeza descubierta como una ramera. Podía haberse desnudado nuevamente para él. «Seré vuestra ramera todas las veces que lo deseéis, estoy orgullosa de serlo».
Le vio comentar algo. El prior dio instrucciones al hermano Gilbert, que salió de la sala.
El rey había vuelto a ocupar su lugar sobre la mesa. Se dirigió a la más gorda de las tres monjas que estaban en el centro del refectorio.
—Hermana, sí, vos, venid aquí.
La priora Joan miraba con desconfianza a Walburga, que, recelosa, se acercaba al rey. Los ojos de Verónica seguían mirando hacia abajo y sus manos no se habían movido en ningún momento.
Con más amabilidad, pero con el mismo audible tono de voz, el rey la interrogó:
—Decidme, hermana, ¿qué hacéis en el convento? Hablad con franqueza, os prometo que nada os sucederá.
Lo hizo, las palabras surgieron entrecortadas al principio, pero pocas personas podían resistirse a Enrique cuando era amable, y Walburga era una de ellas.
—Medito sobre la palabra del Señor, excelencia, como las demás, rezo las oraciones de la fundadora de nuestra orden y voy en bote a llevar provisiones a las anacoretas... —En ese punto hubo un atisbo de duda.
Adelia comprendió que Walburga, con su escaso dominio del latín, estaba tan desconcertada por el desarrollo de los acontecimientos que no había comprendido la mayor parte de lo dirimido.
—Y así pasamos los días, casi siempre...
—¿Os alimentáis bien? ¿La comida es abundante?
—Oh, sí, excelencia. —Walburga podía hablar sobre ese tema y se sentía más segura—. La madre Joan siempre nos trae algunas de las liebres que caza y mi tía prepara la manteca y la crema. Nos alimentamos muy bien.
—¿Qué más hacéis?
—Lustro el relicario del pequeño Peter y hago trabajos de cestería que los peregrinos compran como recuerdo y...
—Apuesto a que sois la mejor tejedora del convento —opinó Enrique, muy jovial.
—Bueno, no debería decirlo, pero lo hago muy bien, aunque tal vez la hermana Verónica y la pobre hermana Agnes podrían igualarme.
—Supongo que cada una tiene su propio estilo. —Walburga parpadeó. Enrique comprendió que debía formular la pregunta de otro modo—. Si quisiera elegir un recuerdo entre una pila de ellos, ¿podríais decirme cuál fue hecho por vos, por Agnes o por Verónica?
Por Dios. Adelia sintió un escalofrío. Miró a Rowley, pero él no le devolvió la mirada. Walburga se rio tímidamente.
—No es necesario, excelencia. Puedo hacer uno para vos, gratis.
El rey sonrió.
—Vaya, ya le he pedido a sir Rowley que traiga algunos. —El monarca cogió uno de los pequeños objetos de la pila de figuras y esteras que el recaudador de impuestos le había entregado—. ¿Habéis hecho éste?
—Oh, no. Ése lo hizo la hermana Odilia antes de morir.
—¿Y éste?
—Magdalene.
—¿Y este otro?
—Verónica.
—Prior —llamó. El hermano Gilbert había regresado. El prior Geoffrey traía otros objetos para que Walburga los observara—. ¿Y éstos, niña? ¿Quién los hizo?
Estaban en la palma de su mano, como estrellas hechas con tallos, bella e intrincadamente entretejidos con la forma de un quincucio.
Walburga disfrutaba del juego.
—Ésos también los hizo la hermana Verónica.
—¿Estáis segura?
—Completamente segura, excelencia. Es su diversión. La pobre hermana Agnes decía que no debía hacerlos, porque tenían un aspecto pagano, pero no hacían ningún daño.
—Ningún daño —coreó suavemente el rey—. ¿Prior?
El prior Geoffrey se puso frente a los jueces.
—Señorías, estos recuerdos estaban sobre los cadáveres de los niños cuando los encontraron en Wandlebury. Esta monja acaba de identificarlos. Ha dicho que son obra de la religiosa acusada.
Adelia contuvo la respiración. No era suficiente. Ella podría dar cientos de excusas. Era ingenioso, pero no constituía una prueba.
Sin embargo, lo fue para la priora Joan, que miró a su protegida con desesperación.
Lo fue para Verónica. Durante un instante permaneció serena. Luego gritó, levantó la cabeza y sacudió las manos.
—Protegedme, señorías. Creéis que fue devorado por los perros, pero está allí arriba. Allí arriba.
Todos los ojos miraron, junto con ella, las vigas donde las gárgolas se reían desde las sombras y luego se dirigieron a Verónica. La monja se había tirado al suelo y se retorcía como una posesa.
—Os hará daño. Me hace daño cuando no le obedezco. Me hace daño cuando entra dentro de mí. Él hace daño. Oh, salvadme del diablo.
Capítulo 16
El aire de la sala se enrareció volviéndose tórrido y pesado. Los hombres estaban cabizbajos, las bocas inexpresivas, los cuerpos rígidos. Verónica giraba entre la paja del suelo, levantándose el hábito, señalando su vagina y gritando que el diablo había entrado por allí.
Los objetos hechos por la monja, livianos como plumas, resultaron ser una prueba de tanto peso que todas las mentiras quedaron a la vista. Se había abierto una puerta por la que salía toda la pestilencia.
—Le rogué a la madre... sálvame, sálvame María... pero él me clavó su cuerno aquí, aquí. Me hizo mucho daño... Tenía una cornamenta... Yo no podía... Dulce hijo de María, me obligó a ver las cosas que hacía... cosas horribles, horribles... había sangre, mucha sangre. Ansiaba la sangre del Señor, pero era esclava del diablo... él hace daño... me mordió los pechos... aquí, me desnudó... me pegó... puso su cuerno en mi boca... Rogué que Jesús me ayudara... pero él es el príncipe de la oscuridad... oigo su voz, me dijo que hiciera cosas... tenía miedo... detenedlo... no lo dejéis marchar...
Ruegos, humillaciones. Una y otra vez.
«Ésa fue su alianza con la bestia», pensó Adelia. Una y otra vez. Durante meses le había procurado un niño tras otro, había observado la tortura, y no había intentado liberarse. Eso no era esclavitud.
Además de exponer su alma, Verónica también exponía su joven cuerpo. Se había recogido la falda por encima de las pantorrillas. Sus pequeños pechos asomaban entre las rasgaduras de su hábito.
Era una actuación. Culpaba al demonio. Había matado a Simón. Estaba disfrutando. Era sexo, sólo eso.
Los jueces estaban más que embelesados. El obispo de Norwich apoyaba la cabeza en su muleta. El anciano archidiácono resoplaba. Hubert Walter babeaba. Incluso Rowley se pasó la lengua por los labios.
Cuando Verónica hizo una pausa para recuperar el aliento, un obispo dijo casi reverentemente:
—Está poseída por el demonio. Jamás he visto un caso tan claro.
Los demonios lo habían hecho. Una vez más el príncipe de la oscuridad intentaba socavar los cimientos de la Santa Madre Iglesia. Un incidente lamentable pero comprensible, parte de la lucha entre el pecado y la santidad. Sólo el demonio era culpable. Adelia miró el rostro del único hombre de la sala que contemplaba el espectáculo con irónica admiración.
—Ella mató a Simón de Nápoles —afirmó Adelia.
—Lo sé.
—Ella participó en el asesinato de los niños.
—Lo sé.
Verónica se arrastraba por el suelo, en dirección a los jueces. Se aferró a las zapatillas del archidiácono y su cabellera suave y oscura cayó sobre los pies del religioso.
—Salvadme, mi señor, no dejéis que me obligue otra vez. Ansío reunirme con el Señor, llevadme con mi Redentor. Apartad al demonio.
La inocencia había desaparecido de la enajenada y desmelenada Verónica y el atractivo sexual había ocupado su lugar, más viejo y magullado que aquello que reemplazaba, pero aun así atractivo.
El archidiácono se agachó hacia ella.
—Ya está bien, niña.
La mesa se sacudió cuando Enrique saltó de ella.
—¿Criáis cerdos, señor prior?
El prior Geoffrey miró hacia otro lado.
—¿Cerdos?
—Cerdos. Que alguien ayude a esta mujer a ponerse de pie.
Se dieron instrucciones. Dos hombres armados levantaron a Verónica, que quedó colgando entre ambos.
—Ahora, señora —le dijo Enrique—, podréis ayudarnos.
Verónica levantó sus párpados para mirarlo. La expresión de sus ojos era calculadora.
—Llevadme con mi Redentor. Dejad que lave mis pecados en la sangre del Señor.
—La redención está en la verdad y, por lo tanto, nos contaréis cómo mató el demonio a los niños. Debéis mostrarnos de qué manera lo hizo.
—¿Es lo que el Señor quiere? Había sangre, mucha sangre.
—Insisto en ello. —El rey levantó una mano. Era una advertencia para los jueces, que se habían puesto de pie—. Ella lo sabe. Lo vio. Nos lo mostrará.
Hugh entró con un lechón, que mostró al rey. El monarca lo aprobó. Cuando el cazador pasó junto a ella camino de la cocina, Adelia, desconcertada, vio un hocico pequeño y redondeado. Olía a granja.
Uno de los hombres armados pasó arrastrando a Verónica en la misma dirección, seguido por el otro, que llevaba ceremoniosamente, en sus manos abiertas, un puñal con la hoja tallada, un puñal de piedra, el puñal.
¿Eso es lo que quiere que suceda? Dios, sálvanos.
Todos, los jueces, Walburga —parpadeando—, se apretujaron rumbo a la cocina. La priora Joan trató de mantenerse alejada, pero el rey la cogió por el codo y la llevó consigo.
—Ulf no debe ver esto —replicó Adelia cuando Rowley pasó a su lado.
—Lo envié a casa con Gyltha.
Luego, él también salió en dirección a la cocina. Adelia permaneció en el refectorio vacío.
¿Acaso era todo aquello una maniobra del rey? No se trataba sólo de probar la culpabilidad de Verónica: Enrique estaba vengándose de la Iglesia, que lo había condenado por el asesinato de Tomás Becket.
También eso era horrible. Una trampa tendida por un rey artero no sólo para que cayera una criatura que —dado que la trampa era tan artera como él— no tenía más alternativa que caer en ella, sino para que su mayor enemigo comprobara su propia debilidad.
Sin embargo, aunque la criatura que cayera en ella fuera vil, una trampa era siempre una trampa.
A causa de las idas y venidas la puerta del claustro estaba abierta. Amanecía y los monjes cantaban. No habían dejado de cantar en ningún momento. Mientras escuchaba esas voces acompasadas y armoniosas, sintió que el aire nocturno enfriaba las lágrimas que corrían por sus mejillas. No las había notado.
Escuchó la voz del rey desde la cocina.
—Ponedlo en la tabla del carnicero. Muy bien, hermana. Mostradnos lo que él hizo.
Luego pusieron el puñal en la mano de Verónica.
—No es necesario que lo utilicéis. Sólo decidnos cómo lo hizo.
Las palabras de la monja se oían nítidamente a través de la ventanilla.
—¿Seré redimida?
—La verdad es redención —repitió el rey, inexorable.
Silencio.
—A él no le gustaba que cerraran los ojos. —Se oyó el primer chillido del lechón—. Y luego...
Adelia se tapó las orejas, pero sus manos no lograron aislarla de otro grito, más desgarrador, y luego otro. La voz de la monja se alzaba sobre ellos.
—Así, luego así, y luego...
Estaba loca. Si antes había tratado de engañar con astucia, no era más que la astucia del insano e incluso ese recurso la había abandonado. «Dios, ¿qué hay en esa mente?».
¿Carcajadas? No, era una risita nerviosa, un sonido maníaco que iba en aumento. Mientras succionaba la vida que se estaba cobrando, la voz humana de Verónica se transformaba en algo inhumano que se alzaba sobre los gritos de agonía del lechón, hasta que se convirtió en un sonido estridente que evocaba a un animal con los dientes manchados de hierba y largas orejas. El sonido quebró la serenidad de la noche.
Era un rebuzno.
Los hombres armados llevaron nuevamente a la monja hasta el refectorio y la arrojaron al suelo. La sangre del lechón que empapaba su hábito caía sobre la paja. Los jueces describieron un gran círculo para eludirla. El obispo de Norwich se sacudía distraídamente la sotana salpicada. Mansur y Rowley tenían una expresión pétrea. El rabino Gotsce estaba increíblemente pálido. La priora Joan se dejó caer en un banco y ocultó la cabeza entre las manos. Hugh se apoyó en el marco de la puerta con la mirada extraviada.
Adelia corrió hacia la hermana Walburga, que se tambaleaba y estaba a punto de caer. Le faltaba el aire. La doctora le apretó las comisuras de los labios.
—Tranquila. Respirad lentamente.
Se oyó la voz del rey.
—Bien, señorías, aparentemente la hermana le prestó al demonio toda su colaboración.
En el silencio de la sala sólo se oía la respiración de la aterrorizada Walburga.
Al cabo de un rato habló uno de los obispos.
—Será juzgada por un tribunal eclesiástico, por supuesto.
—Eso significa que le concederéis los beneficios que corresponden al clero —objetó el rey.
—Todavía está entre los nuestros, excelencia.
—¿Y qué haréis con ella? La Iglesia no puede sentenciarla a muerte, no puede derramar sangre. Todo lo que vuestro tribunal puede hacer es excomulgarla y enviarla al mundo de los laicos. ¿Qué ocurrirá la próxima vez que un asesino la tiente?
—Cuidado, Plantagenet —amenazó el archidiácono—. ¿Acaso continúa vuestra disputa con el bendito Tomás? ¿Deberá morir otra vez a manos de vuestros caballeros? ¿Pondréis en duda sus palabras? «El único rey que el clero reconoce es Jesucristo, y él obedece al Rey de los Cielos. Los miembros de la Iglesia deben regirse por sus propias leyes». La excomunión es la coerción más efectiva. Esta mujer desquiciada perderá su alma.
Ésa era la voz que había resonado en una catedral cuando la sangre de su arzobispo manchó los peldaños. Y resonaba en ese momento en un refectorio provincial donde la sangre de un lechón empapaba las baldosas.
—Ella ya ha perdido su alma. ¿Deberá Inglaterra perder más niños? —se oyó decir a otra voz, la que aplicaba la lógica secular. Era lo razonable.
Pero no en ese momento. Enrique se aferró a los hombros de uno de sus hombres armados y lo sacudió. Luego hizo lo mismo con el rabino, y con Hugh.
—¿Lo veis? Esa era la disputa entre Becket y yo. Podéis juzgarlos en vuestros propios tribunales, le dije, pero entregadme a los culpables para que los castigue. He perdido, ¿lo veis? Los asesinos y los violadores andan sueltos por mi territorio porque he perdido.
El rey recorría la habitación sacudiendo y arrojando a los hombres como si fueran ratas. Hubert Walter se colgó de uno de sus brazos, suplicando, y fue arrastrado.
—Excelencia, debéis recordar, os lo ruego...
El monarca se libró de él y lo miró.
—No lo toleraré, Hubert —declaró, secándose la saliva—. ¿Me habéis oído, señorías? No lo toleraré. —Más tranquilo, el rey se enfrentó a los temblorosos jueces—. Juzgadla, condenadla, quitadle su alma, pero yo no permitiré que el aliento de esa criatura corrompa mi reino. Enviadla nuevamente a Turingia, a las Indias, a donde sea. No admitiré que mueran más niños y por la salvación de mi alma os juro que si dentro de dos días ese ser sigue respirando el aire del territorio Plantagenet, declararé ante el mundo entero lo que la Iglesia ha consentido. Y vos, señora... —Era el turno de la priora Joan. El rey le tiró del tocado para levantar su cabeza, que estaba apoyada en la mesa, dejando a la vista el cabello hirsuto y gris—. Si impusierais a vuestras religiosas la mitad de la disciplina que aplicáis a vuestros sabuesos... Ella debe marcharse, ¿lo comprendéis? Debe marcharse, o de lo contrario derribaré vuestro convento, piedra por piedra, con su superiora dentro. Ahora, abandonad este lugar y llevaos a ese gusano apestoso con vos.
Fue una partida lamentable. El prior Geoffrey estaba junto a la puerta. Se le veía viejo y descompuesto. Ya no llovía, pero el aire húmedo y helado del amanecer rodeaba de espesa niebla las figuras cubiertas por capas y capuchas que montaban sus caballos, o subían en sus palanquines, volviéndolas indistinguibles. Sólo se oía el ruido de los cascos sobre los adoquines, los resoplidos de los caballos, los primeros trinos de los zorzales y el canto de un gallo desde algún gallinero lejano. Nadie hablaba. Todos parecían sonámbulos, almas en el limbo.
Todo lo contrario a la ruidosa despedida del rey: un alboroto de sabuesos y jinetes cabalgando hacia el portón rumbo a la llanura.
A Adelia le pareció ver dos figuras con velo escoltadas por hombres armados. Tal vez la silueta encorvada, con sombrero, que avanzaba pesadamente hacia el castillo era la del rabino. Sólo Mansur, Dios le bendiga, estaba junto a ella.
La doctora regresó al refectorio para consolar a Walburga. Se habían olvidado de ella. Luego esperó a Rowley Picot. Y siguió esperando. Tal vez se había marchado.
—¿Estáis mejor? —preguntó Adelia. Le preocupaba el estado de Walburga. Su pulso se había acelerado de manera alarmante después de presenciar la escena en la cocina. La monja asintió.
Ambas se movían serenamente en medio de la niebla. Mansur iba junto a ellas. Dos veces se dio la vuelta para buscar a Salvaguarda. Dos veces lo recordó. Al darse la vuelta por tercera vez...
—Oh, no, por Dios.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mansur.
Rakshasa caminaba detrás de ellos, oculto en la niebla.
Mansur cogió su daga; luego la volvió a poner en el cinto.
—Es el otro. Quedaos aquí.
Aún con la respiración entrecortada, Adelia vio que Mansur se adelantaba para hablar con sir Gervase, que parecía un espectro. Estaba consumido y extrañamente indeciso. Él y el árabe recorrieron un trecho. Los perdió de vista, pero los oyó murmurar.
Mansur regresó sin compañía. Él y las dos mujeres siguieron caminando.
—Debemos enviarle un frasco de ungüento —indicó Mansur.
—¿Por qué? —Dado que nada de esa noche resultaba normal, Adelia sonrió—. ¿Tiene sífilis?
—Los otros médicos no han podido ayudarlo. El pobre hombre ha intentado consultarme durante estos últimos días. Dice que estuvo vigilando la casa del judío esperando mi regreso.
—Lo vi. Me teme. Le daré su maldito ungüento y le pondré pimienta. Le enseñaré a no acechar en la orilla de los ríos. A él y a su sífilis.
—Haréis lo que debe hacer una doctora —la reprendió Mansur—. Es un hombre afligido, teme por lo que pueda decir su esposa. Que Alá se apiade de él.
—Debería haberle sido fiel —opinó Adelia—. Oh, puede ser gonorrea. —La doctora seguía sonriendo—. Pero no se lo diremos.
Ya había amanecido cuando traspasaron las puertas de la ciudad. Podían ver el gran puente. Una manada de ovejas lo cruzaba causando desorden. Algunos estudiantes volvían tambaleándose a sus casas después de haber pasado la noche fuera.
Resoplando, Walburga dijo de pronto, incrédula:
—Pero ella era la mejor de nosotras, la más pura. La admiraba por ser tan buena.
—Estaba loca —repuso Adelia—. No es responsable de ser una enferma.
—¿Qué es lo que causa esa enfermedad?
—No lo sé.
Tal vez la tuviera latente desde hacía tiempo. Una persona reprimida, condenada a la castidad y a la obediencia desde que tenía tres años, encuentra por casualidad a un hombre que la domina. Rowley le había dicho que Rakshasa atraía a las mujeres.
«Sólo Dios sabe por qué. No las trata bien». ¿El coito salvaje había dado rienda suelta a la locura? Era posible.
—No lo sé —volvió a decir Adelia—. Debéis respirar sin esforzaros. Lentamente.
Un jinete se acercó cuando llegaron al pie del puente. Sir Rowley Picot miró a Adelia.
—¿No merezco una explicación, señora?
—Se la he dado al prior Geoffrey. Vuestra proposición me honra y me complace. —Oh, era terrible—. Rowley, sólo me casaría con vos, con ningún otro hombre jamás, jamás. Pero...
—¿Acaso no me porté bien esta mañana cuando hicimos el amor?
Deliberadamente Rowley hablaba en inglés y la monja que estaba junto a Adelia se sorprendió al descubrir que conocía el antiguo idioma anglosajón.
—Sí, os portasteis muy bien.
—Os rescaté. Os salvé de ese monstruo.
—También es cierto.
Pero había sido la combinación de aptitudes que ella y Simón de Nápoles poseían lo que les había conducido hacia Wandlebury Ring, a pesar de que había cometido un enorme error al aventurarse sola.
Esas mismas aptitudes le habían permitido salvar a Ulf, habían liberado a los judíos. Aunque nadie, excepto el rey, lo había mencionado, su investigación había demostrado aguda lógica y frío razonamiento y... en fin, instinto, pero instinto basado en el conocimiento. Raras aptitudes en una época dogmática, demasiado extrañas, tanto que le causaron a Simón la muerte; demasiado valiosas para ser sepultadas y eso sucedería si ella se casaba.
Angustiada, Adelia había meditado sobre todo aquello. El resultado era inexorable. Aunque se hubiera enamorado, todo en el mundo permanecía igual. Los cadáveres seguirían gritando. Tenía el deber de oírlos.
—No soy libre, no puedo casarme —repuso—. Soy una doctora de los muertos.
—Podéis iros con ellos.
Rowley azuzó a su caballo y partió hacia el puente, dejándola desconsolada y extrañamente resentida. Ni siquiera se había ofrecido a llevarla a su casa.
—Eh —le gritó—, supongo que enviaréis la cabeza de Rakshasa a Oriente, para que la reciba Hakim.
—Sí, con gran satisfacción.
Siempre podía hacerla reír, aun cuando estuviera llorando/
—Bien —contestó.
Muchas cosas sucedieron ese día en Cambridge.
Los jueces de los altos tribunales escucharon los testimonios y dictaminaron sobre casos de robo, monedas con los bordes recortados, riñas callejeras, un bebé asfixiado, bigamia, disputas territoriales, cerveza aguada, panes que pesaban menos de lo debido, testamentos polémicos, incautación de bienes con muerte de la víctima, mendicidad, pleitos entre capitanes de barcos mercantes, peleas a puñetazos entre vecinos, incendios intencionados, herederas fugitivas, aprendices traviesos.
A mediodía se hizo un alto. Los tambores redoblaron y las trompetas sonaron para pedir que la muchedumbre que poblaba el patio del castillo prestara atención. Un heraldo, de pie en el estrado junto a los jueces, desplegó un rollo para leerlo en voz tan alta que se oyó en toda la ciudad.
—Se hace saber que, ante Dios y para satisfacción de los jueces aquí presentes, se ha probado que el caballero llamado Joscelin de Grantchester fue el vil asesino de Peter de Trumpington, de Harold, de la parroquia de Santa María, de Mary, hija de Bonning, el criador de aves, y de Ulric, de la parroquia de San Juan, y que el mencionado Joscelin de Grantchester murió durante su persecución de manera acorde con sus crímenes, devorado por perros. Se hace saber también que los judíos de Cambridge han sido absueltos de su culpabilidad por esos crímenes y de toda sospecha relacionada con ellos, por lo que retornarán a sus legítimos hogares y ocupaciones sin impedimento alguno. En el nombre de Enrique, rey de Inglaterra, servidor de Dios.
No se mencionaba a la monja. La Iglesia no hablaba del asunto.
Pero Cambridge era un mar de murmullos y a lo largo de la tarde Agnes —la esposa del vendedor de anguilas y madre de Harold— desarmó la pequeña colmena frente a la que se sentaba a las puertas del castillo desde la muerte de su hijo. Arrastró los materiales por la colina y volvió a construirla en el portal del convento de Santa Radegunda.
Todos fueron testigos.
Otras cosas sucedieron en secreto, y en la oscuridad, aunque nunca se supo quiénes fueron los responsables. Seguramente, las altas dignidades de la Santa Iglesia se reunieron a puerta cerrada y uno de ellos clamó: «¿Quién nos librará de esa mujer que nos avergüenza?», así como Enrique II había gritado una vez pidiendo que lo libraran del turbulento Becket.
Lo que sucedió después fue más confuso, porque no se dieron instrucciones, aunque tal vez hubiera insinuaciones livianas como mosquitos, tanto que no podía decirse que habían existido, deseos expresados en un código tan bizantino que no admitía traducción, y que sólo comprendían quienes lo conocían. Todo eso, tal vez, para que no se dijera que algunos hombres —no eran clérigos— amparados por la oscuridad de la noche habían ido al convento de Santa Radegunda y hecho su tarea cumpliendo órdenes de alguna otra persona.
Posiblemente Agnes sabía algo pero guardó silencio.
Ambas cosas, lo transparente y lo sombrío, sucedieron sin que Adelia se enterara. Por orden de Gyltha, durmió durante todo el día. Cuando se despertó, se encontró con una fila de pacientes que serpenteaba por Jesus Lane. Esperaban que el doctor Mansur los atendiera. Se ocupó de los casos más graves. Luego hizo un alto y consultó a Gyltha.
—Debería ir al convento para ver cómo está Walburga. He sido negligente.
—Teníais que reponeros.
—Gyltha, no quiero ir a ese lugar.
—Entonces no vayáis.
—Debo ir. Otro ataque similar puede paralizar su corazón.
—Las puertas del convento están cerradas y nadie atiende a los que llegan hasta allí. Eso es lo que dicen. Y ésa, ésa... —Gyltha todavía no lograba pronunciar su nombre—. Se ha ido, eso dicen.
—¿Ya no está? —Nadie pierde el tiempo cuando el rey da una orden, pensó Adelia. Le roy le veult—. ¿Adonde la han enviado?
Gyltha se encogió de hombros.
—Se ha ido. Es todo lo que sé.
El alivio que sintió Adelia prácticamente le sanó las costillas. Enrique Plantagenet había purificado el aire de su reino para que ella pudiera respirarlo.
Sin embargo, al hacerlo había enrarecido el de otra nación. ¿Qué harían con ella en ese otro lugar?
Adelia trató de evitar la imagen de la monja contorsionándose, tal como la había visto en el suelo del refectorio, aunque en su fantasía aparecía encadenada, en un lugar oscuro y mugriento. No lograba apartar esa visión y la preocupación que le causaba. Era una doctora y los verdaderos médicos no juzgaban, sólo diagnosticaban. Había curado heridas y enfermedades de hombres y mujeres que en lo personal le disgustaban sin que eso repercutiera en su trabajo. Sus temperamentos podían causarle rechazo, no sus cuerpos sufrientes y desvalidos.
La monja estaba loca. En bien de la sociedad debería estar bajo vigilancia durante toda su vida. Pero...
—Que Dios se apiade de ella y la trate bien —murmuró Adelia.
Gyltha miró a la doctora como si también fuera una lunática.
—Ha sido tratada como merecía —repuso impasible—. Eso dicen.
Ulf, como por ensalmo, estaba estudiando. Se le veía más tranquilo y serio que antes. Gyltha dijo que el chico quería ser abogado. Y si bien era algo agradable y admirable, Adelia extrañaba al antiguo Ulf.
—Aparentemente las puertas del convento están cerradas —le contó Adelia—. Pero debo entrar para ver a Walburga. Está enferma.
—¿Qué? ¿La hermana Gordi? —Ulf estaba nuevamente en forma—. Venid conmigo, no podrán dejarme fuera.
Gyltha y Mansur podrían hacerse cargo de los demás pacientes. Adelia fue a buscar sus medicamentos. La sandalia de la Virgen era una hierba excelente para la histeria y el pánico. Y el aceite de rosa era sedante.
Partió junto a Ulf.
Desde los muros del castillo, un recaudador de impuestos que disfrutaba de un merecido descanso después del ajetreo de los tribunales reconoció dos delgadas figuras entre las muchas que cruzaban el gran puente. Habría distinguido a la silueta algo más alta entre millones, por su espantoso sombrero.
Era el momento indicado, aprovechando su ausencia. Pidió su caballo.
¿Por qué sir Rowley Picot —para sanar su corazón herido— sintió el impulso de pedir consejo a Gyltha, un ama de llaves y vendedora de anguilas? No lo sabía con certeza. Tal vez porque en Cambridge ella era la mujer más cercana al amor de su vida. Quizás porque ella también lo había cuidado para devolverlo a la vida, porque era un ejemplo de sentido común, porque las indiscreciones sobre su pasado... Sencillamente porque sentía ese impulso, al demonio con todo lo demás.
Apenado, Rowley masticaba una de las empanadas de Gyltha.
—No quiere casarse conmigo, Gyltha.
—Por supuesto. Sería un desperdicio. Ella es... —Gyltha trataba de establecer una analogía con algún personaje de leyenda, pero sólo le venía a la mente la palabra «unicornio»—, es especial —prefirió decir.
—Yo soy especial.
Gyltha se levantó para darle a sir Rowley una palmada en la cabeza.
—Vos sois un buen chico y llegaréis lejos, pero ella es... —Nuevamente, no lograba hacer la comparación—. El buen Dios rompió el molde después de hacerla. Todos la necesitamos, no sólo vos.
—¿Y no la tendré de ninguna manera?
—Tal vez no le interese casarse, pero hay otras maneras de obtener lo que deseas.
Gyltha sabía desde hacía tiempo que tratándose de un deseo tan particular —y precisamente por serlo— lo mejor era satisfacerlo de manera abundante, saludable y frecuente.
Una mujer podía conservar su independencia, tal y como ella había hecho, y aun así tener recuerdos que hicieran más cálidas las noches de invierno.
—Santo Dios, mujer, ¿estáis sugiriendo...? Mis intenciones para con la señora Adelia son... eran... honorables.
Gyltha, que nunca había considerado el honor como un requisito para que un hombre y una mujer florecieran, suspiró.
—Eso es enternecedor, pero no os servirá de nada.
Rowley se inclinó hacia delante.
—Muy bien. ¿Cómo?
La ansiedad de su rostro era capaz de derretir un corazón más duro que el de Gyltha.
—Por Dios, creía que erais un hombre inteligente y sois un verdadero zoquete. Ella es doctora, ¿no?
—Sí, Gyltha —asintió Rowley, tratando de ser paciente—. Ése es el motivo por el que no me ha aceptado.
—¿Y qué hacen los doctores?
—Atienden a sus pacientes.
—Eso hacen y creo que aquí hay una doctora que podría ser más tierna que ninguna otra con un paciente, siempre que él esté muy mal y suponiendo que ella le tuviera cariño.
—Gyltha —declaró gravemente sir Rowley—. De no encontrarme indispuesto repentinamente, os pediría a vos que os casarais conmigo.
Vieron la multitud en la puerta del convento después de cruzar el puente y dejar atrás los sauces de la ribera.
—Oh, Dios, se ha corrido la voz —exclamó Adelia.
Agnes y su pequeña choza estaban allí, como una incitación al crimen.
Era previsible. La furia de los habitantes de Cambridge había cambiado de destinatario y la multitud se unía en contra de las monjas, así como antes se había unido en contra de los judíos.
Sin embargo, no era una turba. Había bastante gente, principalmente artesanos y comerciantes, pero su furia iba desapareciendo para mezclarse con... ¿emoción tal vez? Adelia no podía precisarlo.
¿Por qué no tenían una actitud más violenta, semejante a la que mostraron frente a los judíos? Posiblemente estuvieran avergonzados. Habían descubierto que los asesinos no estaban entre un grupo de seres despreciados. Eran de su propio bando, personas respetadas, una de ellas una amiga de confianza a la que saludaban casi todos los días. Si bien era cierto que la monja ya estaba lejos y no podían lincharla, podían responsabilizar a la priora Joan por permitir que una demente hubiera gozado de ese enorme grado de libertad durante tanto tiempo.
Ulf conversaba con Coker, el techador, aquel a quien Adelia le había curado el pie. Hablaban en el dialecto de la gente de Cambridge, incomprensible para la doctora. El paciente de Adelia, que habitualmente la saludaba con afecto, evitó mirarla. Al regresar, tampoco Ulf la miró.
—No entréis —le dijo.
—Debo hacerlo, Walburga es mi paciente.
—Bueno, no iré con vos. —La cara del chico se había endurecido, como sucedía cuando estaba disgustado.
—Entiendo. —No debía haberlo llevado. Para él ese convento se había convertido en el hogar de una bruja.
En la sólida hoja de madera se abrió una portezuela y por ella salieron dos trabajadores cubiertos de polvo.
Adelia vio su oportunidad. Con un «permitidme», se escabulló y oyó que cerraban la puerta detrás de ella.
Inmediatamente percibió algo extraño y un silencio absoluto. Alguien, presumiblemente los trabajadores, habían clavado tablas de madera ante la puerta de la iglesia, la misma que solía estar abierta a los peregrinos que se reunían allí para rezar ante el relicario del pequeño Peter de Trumpington.
Qué curioso, el niño perdía su falsa denominación de santo cuando se descubría que había sido sacrificado por cristianos. También era curioso que el menoscabo general que la indolente priora había ignorado se hubiera convertido tan rápidamente en deterioro.
Mientras caminaba por el sendero en dirección al edificio del convento, Adelia evitó pensar que los pájaros habían dejado de cantar. En realidad aún cantaban, pero el tono era diferente. La doctora temblaba, sería obra de su imaginación.
Los establos y las casetas de los perros de la priora Joan estaban desiertos. Las cuadras tenían los portillos abiertos.
El edificio de las monjas estaba silencioso. Al llegar a la entrada del claustro Adelia sintió que no podía continuar. El día estaba gris —algo inesperado para esa estación— y las columnas que surgían entre la hierba le recordaron vagamente la noche en que había visto la sombra malvada de un ser con cuernos, como si el obsceno deseo de esa religiosa lo hubiera convocado.
«Por Dios, él está muerto y ella se ha ido. No queda nadie aquí». Sin embargo, había alguien. Una figura con un tocado rezaba en el corredor que conducía al sur, tan inmóvil como las piedras sobre las que estaba arrodillada.
—¿Priora?
La figura no se movió.
Adelia se acercó y le tocó el brazo.
—Priora. —La ayudó a ponerse de pie.
Tan sólo había pasado una noche y la mujer se había convertido en una anciana. Su cara grande y poco agraciada se había hundido y deformado; parecía una gárgola. Lentamente giró la cabeza.
—¿Qué?
—He venido a... —Adelia alzó la voz. Era como hablar con un sordo—. He traído medicamentos para la hermana Walburga. —Tuvo que repetirlo. Todo indicaba que Joan no la reconocía.
—¿Walburga?
—Está enferma.
—¿Enferma? —La priora apartó la vista—. Se ha ido. Todas se han ido.
De modo que finalmente la Iglesia había entrado allí.
—Lo siento —susurró Adelia. Y era cierto. Era terrible ver a un ser humano tan deteriorado. No sólo eso. También era terrible ver el convento ruinoso, había algo extraño, el edificio parecía combado y el claustro daba la impresión de haberse inclinado. El olor, la forma, eran diferentes.
Y había un sonido casi imperceptible, como el zumbido de un insecto atrapado en un frasco, apenas audible.
—¿Adonde ha ido Walburga?
—¿Qué?
—La hermana Walburga. ¿Dónde está?
—Oh. —La priora intentó concentrarse—. Con su tía, supongo.
Entonces, no tenía nada que hacer allí. Podía irse. Pero Adelia se demoraba.
—¿Hay algo que pueda hacer por vos, priora?
—¿Qué? Idos. Dejadme en paz.
—Estáis enferma, puedo ayudaros. ¿Hay alguien más aquí? Por Dios, ¿qué es ese sonido? —Aunque tenue, el silbido era exasperante—. ¿No lo oís? Es una especie de vibración.
—Es un fantasma —repuso la gárgola viviente—. Mi castigo es oírlo hasta que se detenga. Ahora, idos. Dejadme escuchar los gritos de los muertos. Ni siquiera vos podéis ayudar a un fantasma. Adelia retrocedió.
—Enviaré a alguien —alegó, y por primera vez en su vida huyó de un enfermo.
El prior Geoffrey. Él podría hacer algo, sacarla de allí, aunque los espectros que rondaban a Joan la perseguirían a donde fuera.
También siguieron a Adelia mientras corría. Casi se arrojó a través de la portezuela en su urgencia por salir.
La doctora recobró la compostura y se puso frente a la madre de Harold. La mujer la miró como si ambas compartieran un poderoso secreto.
—Se ha ido, Agnes. La han enviado a otro lugar. Todas se han ido. Queda sólo la priora —repuso débilmente Adelia.
No era suficiente. Su hijo había muerto. Los aterradores ojos de Agnes decían que había más, lo sabía, las dos lo sabían.
Entonces Adelia comprendió. Todo adquirió sentido. Aquel olor tan fuera de contexto que no había reconocido era el agrio hedor de la muerte reciente. Dios, por favor. Percibió por el rabillo del ojo la extraña asimetría en el palomar que habitaban las monjas, debía haber dos filas de diez celdas, pero en una había nueve: una blanca pared ocupaba el lugar de la décima.
El silencio, esa vibración... como el zumbido de un insecto atrapado en un frasco, «el grito de los muertos».
Adelia se tambaleó entre la multitud y vomitó.
Alguien, aferrado a la manga de su vestido, le hablaba.
—El rey...
El prior. Él podía detener todo aquello. Debía encontrar al prior Geoffrey.
La voz era insistente.
—El rey os ordena presentaros ante él, señora.
En el nombre de Cristo. ¿Cómo se atrevían a hacer semejantes atrocidades en el nombre de Cristo?
—El rey, señora... —insistía un sujeto de librea.
—El rey puede irse al infierno. Debo encontrar al prior.
El siervo de librea la cogió de la cintura y la subió a un caballo. El animal trotaba mientras el mensajero real cabalgaba a su lado y manejaba las riendas.
—No es necesario mandar a los reyes al infierno, señora. Suelen estar allí.
Cruzaron el puente, subieron la colina y atravesaron las puertas del castillo para llegar al patio.
El mensajero la ayudó a bajar del caballo.
En el jardín de la familia del alguacil, donde habían sepultado a Simón, Enrique II —de regreso del infierno— estaba sentado con las piernas cruzadas en el mismo banco de hierba donde Rowley Picot le había relatado su viaje a Tierra Santa. Estaba zurciendo un guante de caza con hilo y aguja mientras dictaba a Hubert Walter, quien, arrodillado a su lado, llevaba la escribanía colgada del cuello.
—Ah, señora...
Adelia se arrojó a sus pies. Después de todo, un rey podía hacerlo.
—La han emparedado, excelencia. Os lo ruego, detenedlos.
—¿A quién han emparedado? ¿Qué debo detener?
—La monja. Verónica. Por favor, excelencia. La han emparedado viva. —Enrique se miró las botas, mojadas por el llanto de Adelia.
—Me dijeron que la habían enviado a Noruega. Pensé que era extraño. ¿Sabíais esto, Hubert?
—No, excelencia.
—Debéis sacarla de allí. Es obsceno, una abominación. Oh, por Dios, no puedo tolerarlo. Está loca. Su maldad es producto de la locura.
En su dolor, Adelia daba puñetazos en el suelo.
Hubert Walter se quitó la pequeña escribanía que tenía colgada y sentó a Adelia en el banco. Le habló suavemente, como a un caballo.
—Tranquila, señora. Quieta. Así, así, debéis tranquilizaros.
Hubert le dio un pañuelo con manchas de tinta. Adelia se sonó la nariz. Trató de controlarse.
—Excelencia, tapiaron su celda en el convento con ella dentro. La oí gritar. Por muy condenables que sean sus actos, esto no puede permitirse. Es un crimen que clama al Cielo.
—Debo decir que me parece un poco cruel —opinó el rey—. Así es la Iglesia, ya veis. Yo sencillamente la habría colgado.
—Debéis detener esto —le gritó Adelia—. Aun sin agua... una persona puede resistir tres o cuatro días esa tortura.
—No lo sabía. ¿Lo sabíais, Hubert? —demandó Enrique con vivo interés. El rey cogió el pañuelo de la mano de Adelia y le secó el rostro, muy serio—. Comprendéis que no estoy en condiciones de hacer nada, ¿verdad?
—No, no lo comprendo. El rey es el rey.
—Y la Iglesia es la Iglesia. ¿Los escuchasteis anoche? Pues hoy me escucharéis a mí, señora. —Adelia miró hacia otro lado. El rey le dio una palmada en la mano y luego la puso entre las suyas—. Escuchadme. —El monarca alzó las dos manos y señaló la ciudad—. Allí hay un andrajoso al que llaman Roger de Acton. Hace unos días, el desgraciado incitó a una multitud a atacar este castillo, este castillo real, mi castillo. Durante ese ataque vuestro amigo y mi amigo, Rowley Picot, fue herido. Y yo nada pude hacer. ¿Por qué? Porque ese desquiciado tiene una tonsura en la cabeza y puede escupir un padrenuestro, con lo que se convierte en un clérigo de la Iglesia y tiene derecho a sus beneficios. ¿Puedo castigarlo, Hubert?
—Le habéis dado una patada en el culo en nombre de Picot, excelencia.
—Le he dado una patada en el culo y hasta eso me ha reconvenido la Iglesia. —El rey cogió el brazo de Adelia y lo movió de arriba abajo para hacer el correspondiente ademán—. Cuando esos malditos caballeros interpretaron mi ira como una orden y montaron sus caballos para matar a Becket, tuve que someterme a ser flagelado por todos los miembros del cabildo de la catedral de Canterbury. La humillación de desnudar mi espalda ante su látigo fue la única manera de evitar que el Papa impusiera una interdicción a toda Inglaterra. Esos malditos monjes. Creedme, esos bastardos pueden dar fe de ello. —El rey suspiró y soltó la mano de Adelia—. Algún día este país se habrá librado del dominio del Papa, si Dios quiere. Pero aún no. Y no gracias a mí.
Adelia había dejado de escuchar. Había captado lo esencial, pero no las palabras. Se puso de pie y caminó por el sendero hacia la tumba de Simón de Nápoles.
Hubert Walter, impactado por semejante lèse majesté, intentó ir tras ella, pero se lo impidieron.
—Os tomáis mucho trabajo con esa mujer ruda y recalcitrante, excelencia.
—Le doy utilidad a lo útil, Hubert. Fenómenos como ella no llegan a mí todos los días.
Por fin el sol asomó, como correspondía a un día de mayo, llenando de vida el jardín que la lluvia había refrescado. Los tanacetos de lady Baldwin habían crecido, las abejas iban de un lado a otro entre los perifollos.
Un petirrojo que estaba en la tumba voló cuando percibió la proximidad de Adelia, aunque no fue muy lejos. La doctora usó el pañuelo de Hubert Walter para limpiar sus excrementos.
«Estamos entre bárbaros, Simón».
La tabla de madera había sido reemplazada por una elegante lápida de mármol, grabada con su nombre y una frase: «Que su alma se una a la corriente de vida eterna».
Eran bárbaros amables, eso era lo que Simón le decía. Luchaban contra su propia barbarie: Gyltha, el prior Geoffrey, Rowley, el extraño rey...
«No obstante», le respondía Adelia, «no puedo tolerarlo».
Se dio la vuelta, y ya serena, regresó por el sendero. Enrique había continuado con su costura y miraba a Adelia mientras se aproximaba.
—¿Y bien?
Con una reverencia, Adelia declaró:
—Os agradezco vuestra consideración, excelencia, pero no puedo permanecer más tiempo aquí. Debo regresar a Salerno.
El rey cortó el hilo con sus dientes pequeños pero fuertes.
—No.
—¿Perdón?
—He dicho no. —El rey se puso el guante y movió los dedos, admirando su trabajo—. Vive Dios, que soy ingenioso. Seguramente lo he heredado de la hija del curtidor. ¿Sabíais que entre mis antepasados hay un curtidor, señora? —El monarca le sonrió—. He dicho que no, no podéis partir. Necesito de vuestro particular talento, doctora. En mi reino hay gran cantidad de muertos que desearían ser escuchados, Dios sabe que los hay. Y quiero saber qué dicen.
Adelia lo observó.
—No podéis retenerme aquí.
—¿Hubert?
—Creo que descubriréis que puede, señora —informó Hubert Walter, con tono de disculpa—. Le roy le veult. Ahora mismo, siguiendo instrucciones del rey, estoy escribiendo una carta al rey de Sicilia solicitándole que nos permita contar con vuestra presencia durante un tiempo más.
—No soy un objeto —gritó Adelia—. Soy un ser humano, no podéis pedirme en préstamo.
—Y yo soy un rey —sostuvo el monarca—. Tal vez no pueda controlar a la Iglesia, pero, por la salvación de mi alma, os juro que controlo cada maldito puerto de este país. Y si digo que os quedáis, os quedáis.
Enrique la miraba con amable desinterés, simulando estar enfadado. Adelia sabía que su amabilidad, su encantadora franqueza, eran meras herramientas que utilizaba para gobernar un imperio y que, para él, ella no era más que un artefacto que algún día podría ser útil.
—Entonces también me emparedáis a mí.
El rey levantó las cejas.
—En cierto modo así es, aunque espero que vuestro confinamiento os resulte más cómodo y placentero que... bueno, no hablaremos de eso.
«Nadie hablará de eso», pensó Adelia. El insecto zumbaría en el frasco hasta que llegara el silencio. Y ella tendría que vivir con ese sonido el resto de su vida.
—La habría dejado marchar, si hubiera podido. Lo sabéis —precisó el monarca.
—Sí. Lo sé.
—En cualquier caso, señora, me debéis vuestros servicios.
¿Durante cuánto tiempo tendría que zumbar antes de que la dejara marchar?, se preguntó la doctora. El hecho de que ese frasco se hubiera convertido en un lugar amado para ella no venía al caso.
Pero así era.
Adelia estaba recuperando el equilibrio y podía pensar. Se tomaría tiempo para hacerlo. El rey era paciente con ella, lo que indicaba que la valoraba. Muy bien, lo aprovecharía.
—Me niego a permanecer en un país tan retrógrado que sus judíos sólo cuentan con un cementerio en Londres.
El rey estaba desconcertado.
—¿No hay otros?
—Debéis saber que no.
—En realidad, no lo sabía. Los reyes tenemos que ocuparnos de gran cantidad de cosas. —Enrique chasqueó los dedos—. Escribid, Hubert: cementerios para los judíos. —Luego se dirigió a Adelia—. Ya está. Le roy le veult.
—Gracias. —La doctora regresó al asunto que tenían entre manos—. ¿Puedo preguntaros por qué estoy en deuda con vos?
—Me debéis un obispado, señora. Tenía la esperanza de que sir Rowley llevara adelante mi lucha contra la Iglesia, pero ha rechazado mi oferta porque quiere ser libre para casarse. Según entiendo, vos sois el objeto de sus aspiraciones matrimoniales.
—No soy un objeto en absoluto —replicó Adelia con desgana—, puesto que, a mi vez, he rechazado a sir Rowley. Soy una doctora, no una esposa.
—¿Es eso cierto? —El rostro del rey se iluminó; luego adoptó una expresión doliente—. Sin embargo, me temo que ahora los dos lo hemos perdido. El pobre hombre se está muriendo.
—¿Qué?
—¿Hubert?
—Eso creemos, señora —anunció Hubert Walter—. La herida que sufrió en el ataque al castillo ha vuelto a abrirse y un médico de la ciudad dice que...
Hubert se encontró hablando con el aire, lèse majesté, otra vez. Adelia había desaparecido. El rey la vio cerrar la puerta de un golpe.
—Sin embargo, es una mujer de palabra. Y, felizmente para mí, no se casará con él. —El rey se puso de pie—. Creo, Hubert, que aún podremos nombrar a Rowley Picot obispo de St Albans.
—Él os lo agradecerá, excelencia.
—Creo que sí, muy pronto, afortunado demonio.
Tres días después, el insecto dejó de zumbar. Agnes, la madre de Harold, deshizo su choza en forma de colmena por última vez y regresó a casa, junto a su esposo.
Adelia no oyó el silencio hasta más tarde. En ese momento estaba en la cama con el obispo electo de St Albans.
Epílogo
Ya se van los jueces ambulantes, por la vía romana, desde Cambridge hasta la próxima ciudad donde comenzarán nuevos procesos. Suenan las trompetas, los alguaciles echan a patadas a los excitados niños y los perros ladran al paso de ornamentados caballos y palanquines. Los sirvientes espolean a las mulas cargadas con rollos de vitela repletos de palabras; los secretarios garabatean en sus pizarras; los perros responden al chasquido del látigo de su amo.
Se han ido. El camino está vacío, excepto por humeantes pilas de estiércol. Una nueva Cambridge rastrillada y adornada suspira con alivio. En el castillo, el alguacil Baldwin se retira a descansar con un paño húmedo en la cabeza mientras, en el patio, los cadáveres se balancean en el cadalso bajo la brisa de mayo, que esparce capullos sobre ellos como una bendición.
Hemos estado demasiado ocupados con nuestros propios asuntos para observar a los tribunales en acción. Pero si los hubiéramos observado, habríamos sido testigos de algo nuevo, de algo maravilloso, de un momento crucial en el que las leyes de Inglaterra dieron un gran salto desde la oscuridad y la superstición hacia la luz.
Durante las sesiones de los tribunales nadie fue arrojado al estanque para comprobar si era inocente o culpable del crimen que le imputaban (era inocente el que se hundía y culpable el que flotaba). No se fundió hierro en la mano de mujer alguna para demostrar que había robado, matado, etcétera (si la quemadura se curaba en el transcurso de cierto número de días, era exonerada. De lo contrario, castigada).
Tampoco el dios de las batallas solventó las disputas territoriales (que hasta hace poco las partes en liza resolvían peleando hasta que uno de ellos muriera o gritara «cobarde» y arrojara su espada en señal de rendición).
No. Nadie solicitó la opinión del dios de las batallas, del agua, del hierro candente, como lo habían hecho hasta entonces. Enrique Plantagenet no creía en ellos. En su lugar, fueron doce hombres los encargados de considerar las pruebas sobre el crimen o el pleito en cuestión para luego decir a los jueces si en su opinión eran suficientes.
Esos hombres formaron lo que se dio en llamar un jurado. Una primicia.
Hubo otra novedad. En lugar de la antigua tradición legal según la cual cada barón o señor feudal podía sentenciar a aquellos que le habían perjudicado y colgarlos de acuerdo con su criterio, Enrique II otorgó a los ingleses un sistema legal metódico y único, aplicable en todo el reino y denominado derecho consuetudinario.
¿Y dónde está ese astuto rey que facilitó a la civilización semejantes adelantos?
Ha dejado que los jueces procedieran y se ha ido de caza. Podemos oír a sus perros ladrando por las colinas.
Tal vez sabe, como nosotros, que sólo permanecerá en el recuerdo popular por el asesinato de Tomás Becket.
Quizá sus judíos sepan —lo saben— que aunque fueron absueltos en Cambridge seguirán llevando el estigma del asesinato ritual de niños y serán castigados por los siglos de los siglos.
Así son las cosas.
Que Dios nos bendiga a todos.
* * *
NOTA DE LA AUTORA
Es casi imposible escribir una historia que transcurre en el siglo XII tratando de que sea comprensible y sin caer en algún anacronismo. Para evitar confusiones, he utilizado nombres y términos modernos. Por ejemplo, Cambridge se llamó Grentebridge o Grantebridge hasta el siglo XIV, mucho después de que fuera fundada la universidad.
El título de doctor no era concedido entonces a los médicos, sólo a los profesores de lógica. No obstante, la operación descrita en el capítulo II no es un anacronismo. La idea de utilizar juncos como catéteres para vaciar una vejiga comprimida por la próstata puede hacernos estremecer, pero un eminente profesor de urología me aseguró que ese procedimiento se llevó a cabo durante siglos, como puede comprobarse en las ilustraciones de antiguos murales egipcios.
El uso de opio como anestésico no está citado en los manuscritos médicos de la época, hasta donde sé, posiblemente porque habría despertado la indignación de la Iglesia, que creía que el sufrimiento era una forma de salvación. Pero el opio se conseguía fácilmente en Inglaterra, especialmente en la zona de los pantanos, desde épocas remotas y no es improbable que los doctores menos preocupados por los preceptos de la religión y más preocupados por sus pacientes lo empleasen; también solían utilizarlo los cirujanos en los barcos.
Aunque he agregado personajes de ficción entre los niños desaparecidos y he ambientado el relato en Cambridge, la historia del pequeño Peter de Trumpington es casi la copia de un misterio de la vida real, relacionado con la muerte de un niño de ocho años, William de Norwich, en 1144. A partir de ese hecho los judíos de Inglaterra comenzaron a ser acusados de cometer asesinatos rituales.
Si bien no hay registro de que la espada del primogénito de Enrique II hubiera sido llevada a Tierra Santa, la que perteneció a su segundo hijo, también llamado Enrique, fue transportada hasta ese lugar por Guillermo el Mariscal. De ese modo se convirtió postumamente en cruzado.
Durante el reinado de Enrique II los judíos de Inglaterra fueron autorizados a tener sus propios cementerios locales; el derecho fue otorgado en 1177.
Es poco probable que haya canteras de cal en la colina de Wandlebury, pero ¿quién sabe? Los hombres del Neolítico hacían excavaciones para extraer las piedras con las que tallaban sus cuchillos y hachas. Una vez que habían agotado las existencias de un túnel lo llenaban con escombros, dejando leves depresiones en la hierba que les señalaban el lugar que ya habían explotado. Dado que en el siglo XVIII Wandlebury se convirtió en un terreno de propiedad privada donde se construyeron establos para caballos de carreras —ahora pertenece a la Cambridge Preservations Society—, incluso esas depresiones habrían sido cubiertas para alisar el terreno por donde pasarían los caballos.
De modo que, en beneficio del relato, me siento justificada por haber trasladado a Cambridgeshire uno de los cuatrocientos túneles descubiertos en Grime's Graves, un lugar cercano a Thetford, en Norfolk. Esas obras asombrosas —hoy en día es posible visitar alguna aunque hay que descender una escalera de treinta pies para poder entrar— acaban de ser identificadas como lo que realmente fueron en el siglo XIX, ya que hasta ahora se creía que las depresiones del terreno eran tumbas («graves»), de ahí su nombre.
Por último, en la Inglaterra del siglo XII las diócesis episcopales eran más escasas que en nuestros días y mucho más extensas. Por ejemplo, durante algún tiempo, Cambridge estuvo bajo el control de la diócesis de Dorchester, en el lejano condado de Dorset. En consecuencia, el obispado de St Albans sólo existe en la ficción.
* * *
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
ARIANA FRANKLIN
Nació en Devon y, como su padre, se hizo periodista.
Tras participar junto con la Marina Real vestida de uniforme de combate en una de sus prácticas militares en Gales, acompañó a la reina en una visita oficial, no pudo celebrar su veintiún cumpleaños porque tenía que cubrir un asesinato y se casó, de forma casi inevitable, con otro periodista.
En ese momento decidió que permanecer casada era una buena idea, por lo que abandonó su carrera en los periódicos nacionales y se instaló en el campo a escribir para revistas, tener dos hijas y estudiar Historia Medieval.
Maestra en el arte de la muerte, su primer thriller histórico, discurre en el siglo XII, su época preferida, y fue considerada la novela mejor documentada del año por el historiador y periodista de la BBC David Starkey..
MAESTRA EN EL ARTE DE LA MUERTE
Inglaterra, año del Señor de 1171: en Cambridge aparece el cadáver de un niño horriblemente asesinado. Otros muchos han desaparecido. Los judíos, directamente acusados de estos crímenes por la todopoderosa jerarquía católica, buscan refugio entre los muros del castillo para evitar las iras de los soliviantados ciudadanos. Al rey Enrique esta situación dista de complacerle: necesita a los judíos para llenar sus arcas y debe encontrarse al verdadero culpable para aplacar al pueblo, que ha elevado a la categoría de santo al niño asesinado.
Para esclarecer la situación aparecen en Cambridge un reputado investigador, Simón de Nápoles, acompañado de una misteriosa mujer, Adelia Aguilar, y de un enigmático hombre de origen árabe, Mansur.
La especialidad de Adelia, doctora en la célebre escuela de medicina de Salerno, es el estudio y la disección de cadáveres. Se trata de una maestra en el arte de la muerte, algo que debe disimular cuidadosamente si no quiere correr el riesgo de ser acusada de brujería.
Las investigaciones conducen a Adelia hasta el último rincón de Cambridge. Encontrará amigos que la ayudarán y hallará el amor... pero también tendrá que luchar denodadamente con un terrible asesino dispuesto a seguir matando y con las supersticiones y prejuicios de los habitantes de la ciudad.
* * *
FIN
© 2007, Ariana Franklin
Título original: Mistress of the Art of Death
© De la traducción. 2007, Luisa Borovsky
©2007, Santillana Ediciones Generales, S. L.
Colección Suma de Letras
Primera edición: febrero de 2007
Diseño de cubierta: Alejandro Terán
Diseño de interiores: Raquel Cañé
ISBN: 84-8365-012-7
Depósito legal: M-777-2007
1 Según un antiguo mito de los pueblos germanos y britanos, distinguir en el cielo una partida de caza dirigida por almas en pena presagiaba una catástrofe o la muerte de quien la contemplaba.
2 Virgilio, Eneida, III, 57. «¡A qué no arrastrarás a los mortales corazones, impía sed de oro!»
3 Se llamaban así por Trótula de Salerno (P-1085), doctora especializada en enfermedades ginecológicas. Muy célebre en su época, destacó entre el círculo de doctoras llamadas Mulieres Salernitae, las Damas de Salerno.
4 1 Corintios 15, 51-52.
5 Hombre sabio, poco hablador.
6 Figuras talladas de mujeres desnudas que exhiben la vulva. Suelen verse en iglesias, conventos y castillos medievales de Irlanda e Inglaterra. Se cree que pueden simbolizar a las antiguas diosas paganas, ser icono de fertilidad, una advertencia ante el pecado de la lujuria o una protección contra el mal.
7 Salmo 141,2.
8 Gehena significa valle de Hinón en griego, un lugar cercano a Jerusalén en el que los judíos apóstatas sacrificaban a sus hijos a dioses paganos.
9 En las bodas judías la ceremonia finaliza cuando se rompe la copa que los novios han compartido previamente. Esta costumbre data de los tiempos talmúdicos y simboliza la idea de que se debe mantener la destrucción del templo de Jerusalén en la mente.
10 Expresión en egipcio que significa «¡Qué belleza!».
11 Tradicional saludo árabe cuyo significado es «Que la paz sea contigo».
12 Virgilio, Eneida, IV, 335-336: «Nunca me pesará acordarme de Elisa mientras conserve memoria de mí mismo, mientras anime mi cuerpo el soplo de la vida». El prior cambia el nombre de Elisa por el de Adelia.
13 Juan 20,13
14 Job 1,21
15 Virgilio, Eneida, I, 364: «Una mujer capitanea la empresa».
16 Virgilio, Eneida, IV, 624-625.
17 Salmos 90, 5
18 Salmos 23,2.
19 1 Reyes, 10, 7.