Publicado en
agosto 01, 2010
.jpg)
SHARI ANTON
MI ENEMIGO,
MI AMOR
Para Ross y Ruth Foley,
por dar al amor una
segunda oportunidad.
¡Brindo por vuestro éxito!
Agradecimientos
Un autor forma parte de un equipo. El mío es excelente.
Doy las gracias a mi agente, Pamela Hopkins, porque nunca ha perdido la fe en mí.
A mi editora, Karen Kosztolnyik, que no deja de animarme a escribir la mejor historia.
Y a vosotros, los lectores, a los que todos nos esforzamos en agradar.
Mi más sincero agradecimiento a todos.
Capítulo 1
Otoño, 1333
El nervioso escudero fue el encargado de anunciárselo, tal como Sir John Hamelin había ordenado. Padre quería verla en su sala de cuentas sin dilación.
Eloise Hamelin taconeaba a paso ligero por el suelo del pasillo, segura de que podría justificar sus últimas compras.
Mantener un castillo tan grande y bien conservado como el de Lelleford requería la adquisición de ciertos bienes. Eloise libraba a su padre de la tarea de comprar las cosas más cotidianas, como especias y barriles de cerveza, sacos de grano o pescado en salazón —esenciales para pasar el invierno—, y otros artículos de primera necesidad para el hogar. En compensación, a su padre no le molestaba que ella se diera algún que otro capricho.
El día anterior, habían asistido mercaderes de toda Inglaterra a la feria anual que se celebraba en el pueblo cercano y Eloise tuvo la oportunidad de inspeccionar montones de productos. Su último antojo consistió en varias piezas de la más fina lana, una compra que le había parecido indispensable, y estaba convencida de que era el motivo de la llamada de su padre.
La mayor parte de la lana la utilizaría en la fabricación de prendas de invierno para su padre. No permitiría que el señor de Lelleford volviera a Westminster, a la fiesta que el rey daba por Navidad, si no era vestido con prendas de auténtico lujo.
La lana que sobrara la utilizaría para ella, para trajes elegantes. Aún no le había dicho que deseaba acompañarlo a la corte del rey, sino que esperaba el momento adecuado para pedírselo y que su padre no pudiera negárselo.
Tenía que dejar que lo acompañase.
Eloise no dudaba de que su padre tenía la intención de encontrarle marido. ¿Qué mejor momento para negociar un matrimonio que en una reunión en la que estarían presentes los hombres más poderosos del reino? Estaba destinada a realizar un buen matrimonio y, además, lo consideraba su deber.
Sólo que, esta vez, quería echarle un vistazo ella misma para asegurarse de que se tratara de un hombre sano y fuerte, no como Hugh St. Marten, que había muerto a sus pies en la escalinata de la iglesia antes de haber podido pronunciar sus votos matrimoniales.
El susto la había dejado aturdida durante días. Dos meses después, la pena por la muerte de Hugh aún persistía. No llegó a conocerlo muy bien, pero le resultaba lo bastante agradable como para sentir lástima por el súbito e innoble fallecimiento de un hombre tan joven.
La gente intentaba no recordarle el suceso pero, de vez en cuando, había visto las miradas de conmiseración y escuchado «pobre Lady Eloise» cuando creían que no se daba cuenta, y detestaba que la compadecieran.
Se detuvo delante de la puerta de la sala de su padre. Antes de llamar, se alisó el vestido verde esmeralda y se sujetó un mechón rebelde en la trenza. Por último, se irguió, apretó la mandíbula y tocó en la gruesa puerta de roble.
—¿Eloise?
La voz de su padre tenía un tono agudo, incluso al otro lado de la puerta. Tal vez no fuera el mejor momento para pedírselo.
—Sí, padre.
Oyó correr el cerrojo y la puerta se abrió dando paso a una pequeña sala que olía a pergamino nuevo, tinta y velas de cera de abeja. Sin darle tiempo ni a pestañear, su padre la hizo entrar.
Eloise ahogó un pequeño grito al ver el desorden que reinaba en la sala, incapaz de comprender por qué la mesa de roble estaba cubierta de rollos de pergamino, ni por qué un bote abierto de tinta de color azul goteaba sobre los ropajes del inconsciente hermano Walter, derrumbado con la cabeza gacha sobre un asiento junto a la mesa.
¿Estaba muerto el monje? No. El joven clérigo respiraba, aunque muy ligeramente. Eloise se inclinó y con mano temblorosa tocó el corte sanguinolento que presentaba en la sien.
La puerta se cerró de un golpe y Eloise dio un respingo.
—¡Déjalo en paz!
Demasiado confusa para hacer nada, Eloise se retiró ante la orden de su padre. La furia le oscurecía sus ojos gris claro, que armonizaban con su menguante cabellera. Nunca antes lo había visto respirar con tanta dificultad, ni se había percatado de la fragilidad que se escondía tras su imponente figura.
Desesperada por encontrar sentido a lo ilógico de la situación, preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
Su padre sacudió la mano gordezuela en dirección al monje, que se había convertido recientemente en su escribiente.
—Ese imbécil ha demostrado no ser digno de mi confianza. Puedes hacer lo que quieras con él cuando me haya ido.
—¿Ido? ¿Adónde? ¿Por qué?
Su padre se acercó a la mesa y metió varios rollos de pergamino en una bolsa de cuero negro.
—Será mejor que no lo sepas —contestó mirando al religioso—. Me han declarado rebelde, Eloise. En estos momentos, el conde de Kenworth viene hacia aquí para arrestarme.
Desconcertada, no hacía más que mirar a su padre. Debía de tratarse de un error, pero no tenía ni idea de quién podía ser el culpable.
Su padre terminó de cerrar la bolsa.
—No muestres resistencia a Kenworth. Déjalo entrar y permítele registrar el castillo. Dale comida. Sírvele nuestro mejor vino. ¡Pero por todos los Santos, no le des motivos para que tome Lelleford por la fuerza!
Eloise salió de pronto de su estupor.
—Santo Dios, padre, ¿de qué se os acusa exactamente?
—De traición.
Eloise sintió que se le revolvía el estómago y que se le doblaban las rodillas. Estaba segura de que un delito así merecía el peor de los castigos. Ahorcado, destripado y descuartizado.
De un baúl que había en un rincón de la habitación, sacó un pequeño cofre de oro con rubíes incrustados y lo puso en la mesa. Sacó dos puñados de monedas, las metió en su monedero y lo cerró.
—Cose algunas monedas en el dobladillo de tus ropas en el caso improbable de que te veas obligada a dejar Lelleford. Ruego a Dios que Julius esté ya de vuelta a casa y pueda hacerse cargo de la situación.
Julius, su hermano mayor, había ido de peregrinación a Italia. Era inútil desear que entrase por la puerta en aquel preciso momento.
—Padre, tiene que haber alguna manera de resolver…
—La hay pero no con el conde de Kenworth. Él y yo llevamos demasiado tiempo enemistados. No envíes a Jeanne ni a Geoffrey en busca de ayuda. No pueden hacer nada para ayudarme, y cuantos menos hijos míos se vean involucrados, mejor. —Se colocó al hombro la bolsa abultada con los rollos de pergamino—. Me llevaré a Edgar conmigo. Ahora mismo debe de estar preparando los caballos.
Eloise comprendió entonces el nerviosismo del escudero cuando fue a avisarla de que su padre quería verla. Edgar debió de haber sido testigo de lo ocurrido entre John Hamelin y el hermano Walter, y muy posiblemente sabía cómo había resultado herido el monje.
—¿Y qué ocurrirá con el hermano Walter?
—El maldito de él vivirá. Probablemente sea mejor no retenerlo. Sólo tienes que fingir no saber nada de mis asuntos y todo irá bien.
Nunca, en sus diecisiete años de vida, se había sentido tan ignorante y asustada. El pánico se le mezclaba con la rabia por la forma en que su padre iba a abandonarla al peligro.
Eloise quería que se quedara, pero si no se marchaba acabaría colgado en el patio de su propio castillo y con su propia soga.
Notó cómo se le formaba un nudo en la garganta y las lágrimas se arremolinaban en sus ojos. Se maldijo por ello. No era momento para sentimentalismos. Sir John Hamelin, caballero del reino y consejero de confianza del rey, encontraría la manera de hacer frente a los cargos y evitar la horca.
Pero, por el momento, ella tenía que concentrarse y comportarse como su padre le había ordenado.
—¿Sabéis cuándo llegará el conde?
—Probablemente antes de la comida de la noche.
Sólo quedaban unas horas. No había tiempo suficiente para prepararse, pero era lo único que podía hacer.
—Será mejor que os deis prisa entonces.
—Te mandaré una nota haciéndote saber cómo estoy cuando lo considere seguro. Haz lo que te he dicho y todos estaréis a salvo. Deposito en ti toda mi confianza, Eloise. No me falles.
—¿Alguna vez lo he hecho?
El padre ladeó la cabeza y se le suavizó la expresión.
—No. De todos mis hijos, tú siempre has mostrado una lealtad inquebrantable. Cuídate, hija.
Eloise sabía que a su padre le disgustaban las demostraciones de afecto, pues no solía mostrar su lado más dulce, y no quería ponerlo en una situación embarazosa. Pero estaban solos y no iba a ver lo en una larga temporada. Entonces, Eloise abrió los brazos y rodeó su cuerpo rollizo.
Aun antes de notar que su padre respondía al abrazo, pudo oír el acelerado latir de su corazón.
—No te preocupes, Eloise —le susurró al oído—. Todo saldrá bien.
Eloise quería creerle y, conteniendo las lágrimas, se separó.
—Que Dios os acompañe, padre.
Éste corrió el cerrojo y abrió la puerta lentamente, echando un vistazo a ambos lados del pasaje antes de salir. Eloise se apoyó en la mesa e inspiró profundamente varias veces. No había tiempo para la rabia ni la autocompasión. ¿Por dónde empezar? El hermano Walter seguía tirado en el suelo, inconsciente, la sangre de la sien se estaba secando rápidamente resaltando escandalosamente en la pálida piel. Un hombre de poca confianza, según su padre. El monje se merecía todo lo que le ocurriera por haber contribuido a la caída de Sir John Hamelin.
Bueno, caída no era la palabra exacta. Seguro que se trataba de un malentendido que su padre conseguiría solucionar. ¿Traición? ¡Impensable! A menudo había oído a su padre alabar la política del rey Eduardo y se había mostrado muy efusivo sobre la habilidad de éste como militar. No tenía sentido que su padre traicionara al joven rey al que tanto admiraba.
No hagas nada. Finge no saber nada.
Por todos los santos, ¿estaba seguro su padre de lo que le estaba pidiendo? Claro que sí, pues le había dado instrucciones muy precisas de cómo debía comportarse.
El monje se retorció y gimió. El muy necio no merecía que se preocupara por él pero tenía que hacerlo si quería hacerle creer que acababa de entrar en la habitación y lo había encontrado herido. Se arrodilló y le puso una mano en el hombro.
—Hermano Walter, ¿me oís? ¿Estáis despierto?
—Se-Señora… Eloise, yo… —El monje abrió los ojos ligeramente.
—No habléis. Debisteis de tropezar y golpearos la cabeza con la mesa. ¿Podéis incorporaros?
El monje se apoyó en un brazo y se enderezó, moviendo a continuación la cabeza como si quisiera colocarse el cerebro en su sitio.
Cuando pareció haber recobrado el equilibrio, Eloise se alejó del monje, a quien de buena gana arrojaría al calabozo.
El hermano Walter miró a su alrededor. ¿Estaría buscando a su padre? Eloise levantó un bote de tinta caído.
—Vaya desastre. Me atrevería a decir que a mi padre no le gustará ver todas sus cosas fuera de su sitio. Venid conmigo, bajemos al salón y ocupémonos de esa herida antes de ordenar la sala.
—¿Dónde está… Sir John?
—No lo sé —contestó ella, tragando el nudo que se le había formado en la garganta—. ¿Podéis caminar?
—Creo que sí —dijo el monje.
Eloise vio el esfuerzo que le costaba ponerse en pie pero no fue capaz de sentir compasión por él. Le curaría las heridas si era necesario y después tal vez podría sonsacarle alguna información.
No hagas nada, se recordó.
Esa iba a ser la orden más difícil de cumplir. No lograba comprender por qué su padre había considerado mejor huir del enfrentamiento. Se preguntaba por qué no habría sido mejor asegurar el castillo, colocar más guardias e impedir la entrada al conde.
Desde la época de la gran conquista, Lelleford había soportado rotundos ataques y largos asedios. Con la llegada del invierno, el conde no podría mantener a sus hombres a la intemperie durante mucho tiempo sin pasar hambre y frío. Las despensas del castillo estaban repletas tras la reciente cosecha y los pozos rebosaban agua. Habría sido el momento perfecto para soportar un asedio.
Aun con la amenaza de la horca, huir parecía una postura muy cobarde, y nunca habría imaginado a su padre capaz de algo así.
Eloise se acercó a la puerta mientras le daba tiempo al monje para ponerse en pie, pensando que su padre sabía lo que hacía. Tenía que confiar en que él sabría la mejor forma de enfrentarse no sólo al conde sino también a los cargos que pesaban sobre él.
Tal como le había ordenado su padre, daría de comer a los invasores, les serviría el mejor vino y se comportaría como la perfecta anfitriona. Evitaría a toda costa que el conde de Kenworth tomara Lelleford por la fuerza.
Viajar con el conde de Kenworth no era muy diferente a viajar con el propio rey, a ambos les gustaba la comodidad y no reparaban en gastos a la hora de equipar a sus séquitos.
Sir Roland St. Marten comió en la gran tienda en compañía de William, conde de Kenworth, y sus caballeros. Fuera, los escuderos y los hombres de armas comían alegres aunque de manera menos suntuosa.
Cualquiera diría que aquellos hombres viajaban por placer y no en una importante misión. Kenworth parecía no tener prisa por llegar a Lelleford, detener a Sir John Hamelin y llevarlo a Westminster para ser juzgado.
Roland pensaba que Kenworth se equivocaba al creer que, con la sorpresa a su favor, el caballero permitiría al conde entrar en la fortaleza y se rendiría fácilmente.
John Hamelin no era el tipo de hombre que se dejaba golpear. Tras haber pasado varios días en Lelleford, Roland sabía que el castillo era resistente y estaba bien guarnecido. Sir John podría resistir un asedio durante meses si quisiera.
Pero capturar a Sir John era problema del conde, no suyo. La obligación de Roland era ocuparse de la supervisión de Lelleford en nombre del rey y asegurarse de que la detención se llevara a cabo con limpieza.
Tenía intención de mantenerse imparcial en todo aquel asunto, puesto que ésa era la única postura inteligente.
El conde se llevó a la boca el último pedazo de lamprea y se limpió la boca con un trago de buen vino. Felicitó al cocinero eructando satisfecho y poniendo así fin a la comida.
Kenworth dejó la copa en la mesa y sonrió a los caballeros que lo atendían.
—Esperemos que el cocinero de Lelleford sea tan bueno como el nuestro. No me gustaría viajar hasta tan lejos para verme obligado a comer guisos aguados y mal vino. Decidme, St. Marten, ¿los cocineros de Lelleford hacen buen uso de las especias?
En vista de que era el único del séquito que había estado en el castillo de Lelleford, todas aquellas preguntas iban dirigidas a Roland. ¿Qué le importaría más al conde, la táctica defensiva de la fortaleza, el tamaño de sus despensas o los hombres que Sir John podría mandar a combatir?
Nada más unirse al séquito del conde, Roland se había dado cuenta de que éste no veía la posibilidad de que fueran a encontrar obstáculos y no le agradaban aquellos que opinaban lo contrario.
Guardarse su propia opinión en presencia de hombres de mayor estatus había sido la primera lección que Roland había aprendido al entrar al servicio del rey. Los duques y los condes del reino sólo aceptaban indicaciones de sus consejeros de confianza y entre ellos, aunque la mayoría de las veces hacían lo que querían.
Y lo que le apetecía al conde en ese preciso momento era deshacerse de Sir John como si de una molesta espina en el dedo se tratase.
—No tengo quejas de la hospitalidad de Lelleford, ni en lo referente a la comodidad de las camas ni a la calidad de las viandas que allí se sirven. —Al notar el disgusto del conde, Roland se apresuró a variar el tono de su explicación—. Tenéis que recordar que mi estancia en Lelleford tuvo lugar en un momento en que los Hamelin tenían interés en causar buena impresión a mi familia. Sin duda las comidas y la compañía no son siempre tan excelentes y acertadas como las vuestras, señor.
—Yo diría que no. —Kenworth se reclinó en el asiento—. Por poco. Si Hugh —que en paz descanse— estuviera vivo, ahora vos seríais pariente de ese traidor.
Roland dejó entrever un escalofrío de repulsión totalmente sincero.
—Alabado sea Dios por su oportuna intervención, aunque desearía que no hubiera recurrido a una solución tan drástica.
Ni un día había dejado de recordar la muerte de su hermanastro, de ver cómo la fascinación de Hugh con la novia desaparecía a medida que el dolor lo abrumaba y ponía los ojos en blanco justo antes de sufrir un colapso. Hugh St. Marten había muerto de una forma innoble, tumbado de bruces en los escalones de la iglesia a los pies de su futura esposa.
Y la futura esposa, Lady Eloise Hamelin, no había derramado ni una sola lágrima por el hombre que tanta devoción había demostrado por ella y que nunca habría negado nada a su prometida. Roland había tratado de convencer a Hugh para que reconsiderase el matrimonio, pero sin éxito.
—Eso le hace preguntarse a uno si no sería algún ser maligno, y no Dios, el que intervino en aquella funesta circunstancia —dijo el conde tamborileando con los dedos sobre el apoyabrazos de su asiento.
Dada la repentina muerte de Hugh, Roland también había sospechado que podría haberse tratado de un acto de traición, aunque no había encontrado pruebas satisfactorias.
—Los médicos de mi padre nos aseguraron que la muerte se debió al débil corazón de Hugh, no a un acto vil.
Para vileza, la del propio Roland. Aún seguía teniendo pesadillas con el acalorado enfrentamiento que había mantenido con Hugh el día de su muerte. Le resultaba inevitable pensar que su discusión pudiera haber contribuido a dañar el corazón ya de por sí débil de Hugh, y con ello a acelerar su muerte.
—Es una pena. Si se hubiera tratado de un acto premeditado, ahora podríais aprovechar esta situación para vengar la muerte de Hugh. Oportunidades como ésa no se presentan a menudo.
Incómodo con el tono del conde, Roland se apresuró a dejar clara su postura en el asunto.
—No tengo ningún asunto pendiente con Sir John que no sea su traición hacia nuestro amado soberano.
—Como queráis, pero zanjar los asuntos personales resulta siempre de lo más satisfactorio. —Kenworth se levantó de pronto—. Si queremos probar la hospitalidad de Lelleford esta noche, debemos irnos. Preparad a los hombres.
Roland se sacudió de la mente los recuerdos desagradables y los restos de culpabilidad y salió de la tienda junto a los demás caballeros. Se dirigió a los caballos —la tarea que le había sido encomendada en este viaje— para asegurarse de que se les estaban dando todos los cuidados, un trabajo sencillo gracias a la eficacia de los escuderos, que sabían que los caballos eran una de las posesiones más apreciadas por los caballeros. Escuderos y mozos de cuadra corrían de aquí para allá preparando las sillas para sus caballeros, entre ellos Timothy, el escudero de Roland.
Le resultaba extraño tener a un joven ocupándose de tareas que hasta hacía bien poco tiempo le habían correspondido a él. Habían ocurrido muchas cosas en los dos últimos meses, desde la muerte de Hugh.
Tras la boda que no había llegado a celebrarse, Roland había marchado a la guerra contra los escoceses en compañía de Sir Damian, el caballero que lo había acogido como a un hijo durante casi toda su vida ya quien había servido después como fiel escudero. Las cosas dieron un giro repentino entonces. Se encontraba en el momento adecuado en el lugar equivocado, Hallidon Hill, protegiendo las espaldas del rey cuando más se necesitaba.
Un año mayor que el vigesimosegundo rey de Inglaterra, y un poco más alto y ancho de hombros que él, Roland se había ganado la admiración del rey Eduardo por su destreza en el campo de batalla y su acertada intervención entre él y la espada de un escocés.
Después llegó la recompensa. En el transcurso de las pocas semanas que estuvo al servicio del rey fue nombrado caballero, recibió como regalo varios caballos de los establos reales, así como todas las armas y la cota de malla que exigía su rango, y un escudero, Timothy. Lo único que le faltaba eran los suficientes ingresos para poder mantener su nuevo rango y los regalos que había recibido.
Motivo por el cual Roland estaba seguro de que el rey Eduardo le había encomendado aquella tarea. Los reyes podían ser extremadamente generosos con quienes los servían bien.
Roland tenía intención de comenzar su escalada social siguiendo fielmente las órdenes de su rey, aunque al maldito conde de Kenworth se le metiera en la cabeza llevar a cabo alguna maldad.
La tienda del conde descendió al suelo. Pronto, tienda, mástiles, mobiliario y comida estuvieron metidos en los carros que transportaban el material. Los caballeros y los hombres de armas se prepararon para tomar sus puestos en la comitiva.
Rápidamente, Roland terminó de inspeccionar arreos, bocados y correas. Cuando se aseguró de que ningún caballero ni el conde se caerían de sus caballos por negligencia de algún escudero, se acercó a su propio caballo y a su escudero.
—¿Todo listo, Timothy?
Con una radiante sonrisa, el chico de dieciséis años hizo una profunda reverencia.
—Sí, Sir Roland. Podéis comprobar vos mismo que no hay nada suelto o fuera de su lugar. No estaría bien que el caballero encargado de los caballos se cayera del suyo, ¿verdad?
—Diablillo descarado. ¿Tenemos alguna noticia?
Timothy miró por encima del caballo negro de Roland hasta localizar al escudero del conde.
—Se está tramando algo —susurró el chico—. Gregory lo sabe pero no lo dice. Sólo sonríe como si conociera el secreto. Puede que los demás nos estemos equivocando, y no me gusta hablar mal de un compañero, pero…
—Entonces no hables más. La especulación no hace ningún bien.
—Os pido disculpas, señor, por faltar a mi deber.
Roland apretó el hombro flaco de su escudero, sorprendido de que un chico tan delgado aunque alto para su edad pudiera levantar la silla a lomos de un caballo tan alto como el suyo.
—No has faltado a tu deber, Timothy. No puedes informarme de cosas que no sabes. Presta atención a todo lo que ocurra. Es lo único que te pido.
El escudero levantó la barbilla en un gesto de pura determinación y, haciendo una nueva reverencia, se dirigió a su montura.
Roland montó y espoleó suavemente a su caballo hacia delante. Entre los primeros puestos de la comitiva, el conde hablaba con gesto serio con los dos hombres que habían de adelantarse hasta Lelleford y requerir la hospitalidad del castillo para el conde y su séquito por esa noche.
Roland se preguntaba si Sir John abriría en efecto las puertas a Kenworth o lo mandaría al infierno. Y en el primer caso, se preguntaba si el conde procedería al arresto con la dignidad que le era debida a Sir John o actuaría de mala fe.
A Roland le hubiera gustado saberlo, pero durante la comida con los caballeros y el conde no logró averiguar mucho más que Timothy con el resto de escuderos y mozos.
Tal vez no hubiera nada que averiguar. Tal vez no había razón para temer traición alguna.
Tal vez las vacas daban vino y las ovejas sábanas de hilo. Su instinto no le había fallado nunca. Seguía sintiendo un cosquilleo en la nuca. Estaba tan seguro de que el conde de Kenworth tenía la intención de torturar a Sir John Hamelin como de que la hija de este último había intentado dominar a Hugh.
Verdaderamente, había que dar gracias porque Hugh hubiera logrado escapar de esa «soga» envuelta en sedas y lazos, aunque soga al fin y al cabo. Su sonrisa resplandeciente ocultaba un corazón de hielo, y tras sus modales distinguidos se escondía una voluntad de hierro. Un hermoso rostro y una mente astuta.
Había ido a Lelleford con la esperanza de que le gustara la que habría de ser la esposa de su medio hermano. Y así había sido. Tal vez demasiado.
Desgraciadamente, también había decidido que no era la mujer adecuada para éste.
Roland sonrió deseando que llegara el momento en que Lady Eloise Hamelin se enterase de que al «desagradable sapo» del hermano de Hugh St. Marten le había sido encomendada la tarea de supervisar el señorío de Lelleford.
Iba a ser un interesante duelo de voluntades hasta ver quién de las dos prevalecía en las próximas semanas. Un torneo que no tenía intención de perder.
Capítulo 2
Eloise ayudó al hermano Walter a sentarse en un banco cerca de la chimenea, que lanzaba destellos de luz anaranjada en la cavernosa estancia. Si hubiera tenido que decir cuál era su rincón favorito del castillo, sin duda sería aquél.
Cuando era pequeña, se sentaba en el suelo a los pies de su madre mientras aprendía a tejer la lana. Desde allí veía las coloridas banderas que pendían de sus mástiles y las armas antiguas que colgaban de las paredes, cada una de las cuales había sido testigo de un pedazo de la orgullosa historia de la familia.
Y allí también pasaban la tarde sus padres, rodeados de sus hijos y los perros de caza favoritos de Sir John. Hablaban de lo que había sucedido durante el día, se entretenían con algún tranquilo pasatiempo y hacían planes para el futuro.
Uno a uno, todos la habían abandonado. Su madre había muerto, Jeanne se había casado; Geoffrey se había exiliado voluntariamente en París y Julius había ido en peregrinaje a Italia. Y ahora su padre.
Ella había soportado la desaparición de cada uno de ellos en su momento y había llegado a aceptar sus motivos. En todos los casos menos en el último.
Miró al enorme lebrel inglés que pasaba la mayor parte del tiempo junto al fuego, demasiado viejo ya para correr por los campos, pero demasiado querido para que su padre pudiera sacrificarlo como había hecho con otros animales cuando no servían para el trabajo. El animal no podría comprender por qué su dueño ya no le rascaba las orejas, igual que Eloise no podía comprender por qué el señor del castillo había decidido abandonar allí a su hija.
Decidida a no dejarse llevar por el sentimiento de autocompasión que la invadía —un lujo que no podía permitirse—, mandó a una de las sirvientas a buscar una palangana con agua y tiras de algodón para preparar un vendaje y procedió a retirar el pelo manchado de sangre de la fea herida.
El monje hizo un gesto de dolor. Eloise, sin embargo, no sintió remordimiento alguno por hacer le daño al hombre que su padre había considerado indigno de su confianza. El clérigo probablemente sabría por qué su padre había considerado necesario abandonar Lelleford, incluso puede que fuera la causa, pero no se atrevía a preguntar por miedo a revelar que sabía que su padre se había fugado.
¿Dónde estarían su padre y Edgar en aquel momento? Habrían atravesado ya las murallas? ¿Adónde irían una vez que hubieran salido de las tierras de Lelleford?
Tuvo que esforzarse por mantener un tono de voz despreocupado.
—No es muy profunda. Os aseguro que no serán necesarios puntos. Limpiaré la sangre para asegurarme pero creo que sobreviviréis al percance sin daños importantes.
—Alabado sea Dios —musitó el hermano Walter con el rostro aún pálido.
—Así sea —respondió Eloise, por costumbre, aunque también agradecía que el monje hubiera recobrado el sentido.
No obstante, parecía un poco confuso. Tenía la mirada perdida en algún punto del gran salón, como si tuviera el pensamiento en otra parte, lejos de su herida. ¿Se sentiría culpable de haber tomado parte en el aprieto en que se veía su padre? Eloise esperaba que así fuera.
Al ver la sangre, las gentes del castillo se acercaron para satisfacer su morbosa curiosidad. La sirvienta se acercó con cuidado para no derramar el agua de la palangana. A su lado, arrastrando los pies llegó Isolda, la criada de Eloise, que llevaba toallas, carga menos pesada para favorecer el paso de sus pies deformes.
¿Sabría Isolda que su querido hermano Edgar había abandonado Lelleford en compañía del señor del castillo? ¿Habría informado Edgar a Isolda de que Sir John Hamelin requería los servicios del joven escudero en una huida apresurada del castillo?
Eloise tomó la toalla de manos de Isolda pero no pudo ver señal de preocupación alguna en la curva que formaban los labios de la joven, ni en sus dóciles ojos marrones, lo que le hizo pensar que o bien Isolda no sabía nada del peligro que pudiera estar corriendo su hermano o sabía ocultar la preocupación muy bien. Eloise empapó la punta de la toalla en el agua y comenzó a limpiar suavemente la herida.
—Tal como pensaba. Es fea pero no profunda. No será necesaria sutura.
Isolda ladeó la cabeza para tener una mejor vista de la herida.
—Sí que es fea. ¿Cómo se ha hecho un corte así, buen monje?
El hermano Walter seguía con la mirada perdida y su silencio preocupó a Eloise.
Desde que llegó a Lelleford a finales del invierno procedente de la abadía de Evesham, un monasterio que su padre ayudaba a mantener, el hermano Walter se había mostrado siempre muy callado. Pasaba el tiempo ocupándose de las cuentas de su padre o rezando en la capilla. Rara vez hablaba, a menos que se dirigieran a él, pero siempre contestaba cuando se le preguntaba directamente o se le hacía un comentario. ¿Acaso el golpe de la cabeza le había dañado más de lo que a simple vista parecía?
—¿Hermano Walter?
—¿Señora? —contestó él dando un respingo al oír su nombre.
—Isolda os ha preguntado cómo os habéis hecho la herida.
—Debí de golpearme con la mesa cuando…
—Se detuvo al tiempo que se llevaba la mano a la herida. Parecía que se le estaba pasando el mareo—. Lady Eloise, vuestro padre, he de hablar con él.
Se ha ido y sabéis muy bien por qué.
—No sé dónde está mi padre en este momento pero seguro que, sea lo que sea, lo que tenga que decirle podrá esperar a que hayamos vendado esa herida.
—No hay tiempo —dijo él, levantándose del banco con signos evidentes de agitación—. Tengo que encontrarlo inmediatamente.
Eloise tomó al monje de la ancha manga de su hábito marrón.
—Aún estáis sangrando. Sentaos antes de que os caigáis, os lo ruego.
El monje la miró con un gesto de cólera inusual en él y de un tirón se zafó de Eloise.
—¿Alguien ha visto al señor en los últimos minutos? —gritó a los presentes.
Los presentes guardaron silencio y algunos movieron la cabeza por toda respuesta.
—¡Que todos los santos nos ayuden! —dijo el hermano Walter al tiempo que se dirigía hacia las escaleras y desaparecía tras ellas, llamando desesperadamente a Sir John.
—Es extraño —dijo Isolda entre risas nerviosas—. No sabía que el monje pudiera moverse tan rápidamente ni gritar tan alto. Es como si una abeja se hubiera colado bajo su hábito y amenazara con picarle en sus partes nobles.
Eloise no pudo evitar sonreír ante los modales irreverentes de su criada y al pensar que el hermano Walter realmente merecía que le picaran.
Se sacudió de la cabeza tan absurdos pensamientos. Pronto llegaría el conde en busca de su padre para arrestarlo y tendría que estar preparándose. Sólo había un problema: ¿cómo podía prepararse alguien que se suponía que no sabía nada? Ni siquiera sabía si podía dejar que el hermano Walter corriera por todo el castillo llamando a gritos a su padre.
—Ya puedes vaciar la palangana —dijo Eloise a la sirvienta—. Parece que la herida del buen monje es la menor de nuestras preocupaciones.
Tras ello, el resto de los presentes volvió a sus quehaceres, excepto Isolda, que se quedó mirando hacia las escaleras, confusa. El sonido de las sandalias de cuero sobre la piedra precedía el retomo del monje, que al llegar al gran salón echó un vistazo a la estancia y finalmente salió al patio.
—Debe de tener algo importante que decirle al señor —suspiró Isolda—. ¿Qué pensáis que podrá ser?
—No tengo la menor idea.
Aunque probablemente pronto lo averiguaría. Si el hermano Walter no encontraba a Sir John, iría a buscarla a ella —al menos eso esperaba—, aunque no estaba segura de querer oír lo que fuera a decirle.
Eloise se debatía inquieta entre el deseo de saber lo que le estaba aconteciendo a su padre y el temor a conocer los detalles. Lo que desde luego no iba a hacer era salir corriendo tras el monje. Hasta que éste se dirigiera a ella, lo único que podía hacer era comportarse como si el mundo no estuviera a punto de derrumbarse sobre ella con gran estruendo.
Eloise posó la mano en el hombro de Isolda. Tres años separaban a señora y criada en edad, aunque en ese momento Eloise se creyera más vieja que los altos robles de los bosques que rodeaban Lelleford.
—¿Has terminado ya con las tareas del día?
—Casi, señora. Si no necesitáis más mis servicios, subiré a vuestra cámara a coser el desgarrón de vuestro vestido gris.
Subir y bajar las escaleras era tremendamente doloroso para la criada y Eloise lo sabía. A sus catorce años, Isolda nunca se quejaba de dolor ni de tener que trabajar. Ella lo soportaba estoicamente como si sus pies fueran normales y hacía todo lo que se encomendaba. Para recompensar la valentía de su criada y no herir su orgullo, Eloise intentaba no tratarla de forma diferente a los demás sirvientes de edad y con funciones similares.
—Ya que vas a mi cámara, sube un cubo con carbón. Si esta noche hace el mismo frío que la pasada, puede que tengamos que encender el brasero.
La chica hizo una inclinación de cabeza. Con el movimiento, unos mechones de pelo rubio se le salieron de la trenza cubriéndole de manera descarada la frente. Era una chica muy bonita. Muy dulce. Muy desafortunada.
Ante la necesidad de mantener las manos y la mente ocupadas, Eloise se dirigió a las escaleras con la intención de ordenar el desastre en la sala de cuentas de su padre, aunque no sabía dónde había de colocar todos aquellos rollos de pergamino.
Antes de llegar a la escalinata, uno de los guardias de la torre de entrada se presentó en el gran salón y se dirigió directamente a ella.
—Lady Eloise, se requiere su presencia en la puerta exterior.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. El conde no podía haber llegado tan pronto.
—¿Con qué motivo?
—Dos mensajeros esperan fuera. Piden vuestra hospitalidad para que el conde de Kenworth y su séquito pasen la noche en el castillo. Como el señor ha salido a cazar, Sir Marcus pensó que los mensajeros debían pedíroslo a vos.
Sir Marcus, uno de los caballeros del señorío, era el capitán de la guarnición de Lelleford.
—¿Mi padre ha salido a cazar?
—Sí, señora. Edgar y él llevaban consigo un halcón cuando abandonaron el castillo. —El guardia sonrió—. Hemos apostado a ver si el señor consigue cazar a esa garza enorme que ha estado hostigando el lago de las truchas.
Por lo que parecía, todo el mundo en el castillo creía que el señor había salido con su halcón. Su padre había tenido el aplomo —o tal vez la astucia— de darle a ella una excusa creíble para su huida.
Eloise siguió al guardia hasta el exterior del castillo y bajó la rampa del polvoriento patio que servía como barrera entre la torre del homenaje y la torre de entrada situada en la muralla interior. Ese punto era lo más cerca que se permitía estar a alguien desconocido. En tiempos revueltos, los visitantes eran obligados a detenerse y a responder a algunas preguntas antes de tenderles el puente levadizo por el que se atravesaba la muralla exterior. Se trataba en ambos casos de gruesos muros piedra levantados con el propósito de defender el castillo de las fuerzas invasoras, guarnecidos por guardias bien entrenados.
Estaba tentada de ordenar que izaran el puente y bajaran el rastrillo. Desgraciadamente, su padre le había ordenado que permitiera entrar al enemigo, algo que aún seguía pareciéndole totalmente desacertado.
Cerca de la torre de entrada, Sir Marcus estaba junto a Sir Simon, el administrador de su padre. Los dos eran fuertes guerreros que habían estado al servicio de éste desde que le alcanzaba la memoria.
¿Les habrá contado padre el apuro en que se encuentra?, se preguntó Eloise. Tendría sentido contárselo a sus dos caballeros de confianza.
Finge ignorancia.
Qué irritantes resultaban las órdenes de su padre, pardiez, especialmente las que tenían que ver con la alimentación y entretenimiento del conde. Tener al enemigo en su salón, bebiéndose el vino de su padre. Pero eso no era lo peor. La costumbre de la hospitalidad la obligaba a ofrecer a Kenworth la mejor cama de la torre del homenaje, la de su padre.
Eloise se detuvo al llegar junto a los caballeros.
—Parece que vamos a tener visita.
Simon asintió al tiempo que entrecerraba los ojos grises.
—Y no son bienvenidos. El conde de Kenworth trae consigo varios caballeros y hombres de armas.
Caballeros armados y hombres de armas enarbolando picas. Invasores, no invitados. Se esforzó por mantener la calma.
—Bueno, no es extraño que un conde viaje con séquito, ¿no es así?
—Así es, pero Kenworth no es amigo de Sir John. He enviado un grupo de hombres en busca del señor. Lo más prudente sería esperar a que regresara antes de conceder al conde nuestra hospitalidad. Desgraciadamente, no lo es tanto hacer esperar a un hombre de tan alto rango.
A juzgar por sus comentarios, Eloise dedujo que padre no le había dicho a Simon que realmente no iba de caza. De hecho, a excepción del monje, la única que sabía el motivo de la visita del conde era ella misma y tenía la orden de dejar entrar a aquel bastardo.
—¿Creéis que mi padre negaría la entrada al conde?
Simon levantó la comisura de los labios con desdén.
—El señor podría sentirse tentado pero dudo mucho que fuera capaz de semejante insulto.
Eloise soltó una maldición. Tenía la esperanza de que la respuesta fuera la contraria con tal de ganar un poco más de tiempo. Eloise miró entonces a Marcus.
—¿Y vos estáis de acuerdo?
Marcus se encogió de hombros antes de contestar:
—Me temo que Simon tiene razón. Debemos permitir que Kenworth y sus caballeros pernocten en la torre del homenaje, pero su séquito puede acampar fuera de nuestras murallas. Cuantos menos hombres haya que vigilar en el interior mejor.
—¿Estará de acuerdo el conde con ello?
Simon resopló.
—No se le dará la opción, señora. Si quiere una comida decente y una cama blanda para dormir, tendrá que aceptar nuestras condiciones. Son algo habitual y no debería oponerse.
La tranquilidad de los caballeros pareció calmar un poco sus nervios. Llevarían a cabo su deber de proteger el castillo, al menos hasta que descubrieran la verdadera razón de la visita del conde. ¿Pero qué ocurriría cuando supieran que su señor había sido acusado de traición? Eloise esperaba que se mostraran sorprendidos e incrédulos pero fieles a Sir John Hamelin y por extensión a su hija.
—¿Dónde están los mensajeros?
Simon indicó con la mano hacia la puerta exterior.
—Tras la muralla.
Flanqueada por los caballeros, Eloise atravesó la torre de entrada y salió a la explanada del castillo. Dos hombres de armas vestidos con el uniforme negro y dorado esperaban junto a sus monturas. Ambos mostraban la expresión sobria de los soldados, sin dar pista alguna de la desagradable razón de la visita de su señor, por lo que Eloise supuso que no sabían cuál era. Inspiró profundamente para calmarse y se dirigió a ellos.
—Podéis informar al conde de Kenworth de que estaremos complacidos de ofrecerle nuestra hospitalidad para pasar la noche. ¿Cuándo habremos de esperar su llegada?
El más alto de los dos se inclinó ligeramente.
—Agradecemos vuestra amabilidad, Lady Eloise. El conde llegará esta tarde.
No quedaba mucho tiempo.
—Haced llegar al conde nuestros saludos.
Los mensajeros montaron y se alejaron a gran velocidad, levantando polvo a medida que se acercaban a la puerta de la muralla externa.
Simon cruzó los brazos y murmuró:
—Insensatos.
—Igual que el conde —añadió Marcus.
Y como mi padre a veces, pensó Eloise aunque no dijo nada.
Se dio la vuelta para volver a la torre del homenaje, pero entonces vio que el hermano Walter se dirigía hacia ella con los ojos muy abiertos y como enloquecidos, con un reguero de sangre seca que le bajaba por el rostro hasta el cuello. El hombre se desmayaría si no dejaba de correr por el castillo. Eloise suspiró preguntándose si no sería esto lo mejor.
Marcus se inclinó hacia ella.
—¿Qué diablos le ha ocurrido al monje?
—Se golpeó la cabeza y se ha hecho una brecha. El muy idiota se niega a que se la curemos.
Marcus levantó una ceja al captar la manera insultante en que su señora se dirigía a un hombre con hábito ya continuación intercambió una mirada divertida con Simon.
—¿Queréis que le obliguemos a colaborar, señora?
—Sólo si no logro hacerle entrar en razón.
Eloise abandonó a los dos caballeros y se dirigió hacia el clérigo, no muy segura de qué hacer con él. ¿Encerrarlo en su habitación? ¿Echarlo del castillo? ¿Dejar que siguiera comportándose a su antojo?
El hombre se detuvo entonces.
—¿Habéis visto al señor, milady?
—Me han dicho que ha salido de caza. Volved…
—¡No! ¡No puede haber salido del castillo!
—¡Os aseguro que es así! —exclamó Eloise sujetándole por el antebrazo con la esperanza de poder calmarlo—. Dejad que os vende la cabeza y decidme por qué motivo buscáis a mi padre con tanta urgencia.
El monje cerró los ojos. Hundió los hombros y agachó la cabeza hasta que clavó la barbilla en el pecho.
—Que el cielo nos asista. Si el señor ha abandonado Lelleford, temo que sea necesario un milagro para salvarnos.
Su desolación la dejó helada.
—Hermano Walter, será mejor que os expliquéis.
El monje levantó la cabeza lentamente.
—Rezar por la intervención de nuestro Señor. Estaré en la capilla, señora, de rodillas suplicando hasta que pase la tormenta.
Y diciendo esto se alejó entre el revuelo de sus amplios ropajes. Eloise reprimió una queja y a regañadientes lo dejó marchar, consciente al menos de dónde podría encontrarlo.
—¿Señora?
Eloise miró por encima del hombro y vio a Simon en el mismo sitio donde lo había dejado.
El hombre trató de sonreír aunque sin éxito.
—Supongo que el monje sigue sin entrar en razón. ¿Queréis que vaya tras él y le obligue a sentarse para curarle las heridas?
Eloise negó con un gesto de la mano.
—No, dejémosle. Ha ido a rezar. Tal vez el Señor le sane la cabeza. —Y tal vez simplemente era una forma de no estar en presencia de ella—. Decidme, Simon, ¿conocéis bien al conde de Kenworth?
—Lo suficiente, y también a la mayoría de sus caballeros.
La mayoría de los caballeros, barones y ricos señores del reino, se conocían por haber luchado juntos a lo largo de los años en distintas guerras, o entre ellos en los torneos. Simon probablemente supiera cómo tratar al conde mejor que ella.
—¿Qué le puedo ofrecer de comida al conde para asegurarme que esté de buen humor?
Simon pensó un momento y finalmente respondió:
—Anguila.
Anguila. El único plato que le producía a ella ardor de estómago con sólo olerlo. Aun así, ordenaría que se sirviera con la esperanza de que las molestias de estómago fueran lo peor que habría de soportar esa noche.
Eloise permanecía sentada respirando suavemente, los ojos cerrados, agradeciendo que le cepillaran el cabello con largas y suaves pasadas del peine. Isolda parecía percibir la necesidad de paz de su señora, por lo que realizaba la tarea sin su habitual charlatanería.
Las últimas dos horas habían pasado como en un sueño.
La cocinera se había quejado por tener que añadir la anguila al menú, ya que no le agradaban los cambios repentinos, ni siquiera aunque un miembro distinguido del reino fuera invitado inesperadamente. Eloise había aguantado con paciencia el sermón de la mujer. De no haberlo hecho, el resultado habría sido una desastrosa comida compuesta por platos fríos y mal condimentados.
Arreglar el desorden de la sala de cuentas de su padre demostró ser una tarea descorazonadora. Mientras ordenaba y buscaba un lugar para los rollos de pergamino desperdigados por toda la estancia, no pudo evitar preguntarse por qué su padre se había llevado consigo algunos de ellos. ¿Acaso contenían pruebas concluyentes de su culpabilidad o de su inocencia? Si era inocente, ¿por qué no se había quedado para enfrentarse al conde?
No había dejado de decirse así misma que su padre admiraba demasiado al joven rey Eduardo como para traicionarlo. Sin embargo, John Hamelin había huido llevando consigo pruebas posiblemente condenatorias. Tras vacilar un momento, había tomado algunas monedas de oro del cofre y las había ocultado en su dormitorio, por si se daba el caso de que decidiera coserlas al dobladillo de sus prendas.
Además, estaba el hermano Walter que, por lo que ella sabía, seguía arrodillado en el suelo de la capilla inmerso en fervorosa súplica. Mirarlo la había indispuesto y enfadado tanto que había tenido que abandonar la capilla en silencio sin molestarlo.
El cepillado de sus cabellos no había bastado para tranquilizar su atribulada mente, pero al menos ya no le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Sería capaz de saludar al conde sin mostrar desprecio por él. Si quería dar a su padre tiempo para alejarse de Lelleford todo lo posible no le quedaba más remedio que agradar a Kenworth.
—¿Lazos? —preguntó Isolda.
—Sí. Carmesí y oro.
Mientras Isolda buscaba los lazos, Eloise se limpió los cabellos que habían caído en los hombros del vestido de terciopelo de color carmesí ribeteado de oro que llevaba. Era el más rico y elaborado de los que poseía, confeccionado para su boda con Hugh St. Marten, el único día que lo había lucido.
Las habilidosas manos de Isolda tejieron una gruesa trenza alternando cabello y lazos.
—Hermosa para presentarse ante la nobleza, señora.
Lo suficiente para distraer al conde durante una o dos horas mientras su padre y el hermano de Isolda ponían tiempo y tierra de por medio.
—Eso espero. Isolda, ¿hablaste con Edgar antes de que mi padre y él se fueran… a cazar?
—Hablé con Edgar por última vez esta mañana. ¿Por qué?
Eloise mantuvo una lucha interna con su conciencia. Contenerse para no hablar a Isolda de la adversidad que se cernía no le sentaba bien. Si algo horrible le ocurriera a Edgar, su hermana sufriría lo indecible.
—Sólo me preguntaba si te habría dicho adónde tenían intención de ir.
—A mí no. —Isolda desató el lazo y rió—. Si tuviera alguna moneda apostaría a que han ido tras la garza. Pero están tardando mucho. Tal vez el señor piense que es más importante cazar a la garza que esperar la llegada de ese conde.
Isolda daba por sentado que la patrulla había encontrado a su señor y le había informado de la inminente llegada del conde. Eloise sabía que los hombres estarían preocupados y confusos tras haber buscado a su padre en sus habituales zonas de caza sin éxito.
—Tal vez. —Eloise se levantó del escabel y se ajustó el ceñidor de oro que daba dos vueltas al talle hasta caer suavemente sobre sus caderas—. ¿Te parece que necesito algún otro adorno? ¿Un colgante de oro o un broche tal vez?
—No, señora. Sería una pena. Cuando los hombres se fijen en vuestro rostro, no se darán cuenta de nada más.
—Me adulas, Isolda.
—No es más que la verdad.
Eloise sabía que los hombres se fijaban en otras partes del cuerpo de una mujer. Demasiadas veces se había sentido inspeccionada de la cabeza a los pies, juzgada por sus formas y sus bienes materiales. Algunos se detenían en su pecho, otros preferían mirar sus caderas. Había aprendido a distinguir la sincera apreciación de la lujuria. El aspecto de algunos hombres le parecía repulsivo mientras que otros provocaban en ella un delicioso hormigueo.
Se tiró ligeramente de la manga para alisar el terciopelo y no pudo evitar los recuerdos de la funesta boda. Hugh St. Marten y algunos miembros de su familia habían llegado días antes de que tuviera lugar la ceremonia. En los pocos momentos que habían tenido para estar a solas, ella había intentado en vano sentir aquel placentero cosquilleo por su prometido.
En sus ojos había podido percibir una mezcla de afecto y deseo. Como esposa diligente, habría compartido el lecho con Hugh y le habría dado hijos. Tal vez, con el tiempo, habría llegado a sentir un profundo cariño hacia él.
Pero, por desgracia, en aquel momento sus ojos se habían fijado en otro. Un hombre absolutamente inadecuado, irritante y muy atractivo que provocaba en ella no hormigueos sino un profundo ardor. Con un escalofrío agradeció de nuevo a los hados haber descubierto inconscientemente el desdén que éste sentía hacia ella antes de hacer el ridículo con él, el medio hermano de su prometido. Muy a su pesar, seguía viendo el rostro de Roland St. Marten con más claridad que el de Hugh.
Un toque en la puerta trajo a Eloise de vuelta a la realidad. Isolda dejó entrar a un criado.
—Sir Simon reclama vuestra presencia, señora. El conde ha llegado.
—Bajaré enseguida.
El criado se marchó corriendo. Eloise inspiró profundamente en un intento por calmarse.
—Debe de ser un hombre aterrador ese conde —comentó Isolda—. Es raro verla tan nerviosa.
—¿Se nota demasiado?
—Os retorcéis las manos todo el tiempo. Es una señal inequívoca.
Eloise detuvo el movimiento.
—Desearía que mi padre estuviera aquí para saludar al conde. Los miembros de la alta nobleza pueden ser unos invitados endiablados.
Con tan desagradable pensamiento, se dirigió hacia el gran salón. Junto a la puerta se encontraba Simon con un grupo de caballeros ataviados con cota de malla y un grupo de escuderos. Eloise supuso que el de más edad y mejor vestido debía de ser William, conde de Kenworth.
Con la barbilla levantada y la espalda derecha, Eloise se preparó para llevar a cabo su obligación y poco le faltó para tropezar con sus propios pies cuando vio a un caballero que se apartaba un poco de los demás.
Roland St. Marten. Vestido con cota de malla. Convertido en caballero y evidentemente al servicio del conde de Kenworth. Escuchaba con gran interés algo que Simon estaba diciendo al conde, por lo que Eloise esperaba que no hubiera reparado en su breve titubeo.
De gran altura y robusta complexión de guerrero, Roland tenía además un cabello negro como el azabache que le acariciaba los hombros. Poseía unos ojos color avellana de aguda mirada y una poderosa mandíbula. En su primer encuentro, Eloise había reparado instantáneamente en sus encantos, fascinada por su aura de fuerza y poder.
Él había advertido a Hugh de que no debía casarse con ella porque la consideraba una esposa inadecuada. El muy sinvergüenza. Nunca en toda su vida alguien había osado insultarla de esa manera.
Concéntrate en el conde.
En su rostro se dibujó una sonrisa agradable y cálida. Entonces Roland pareció percatarse de su presencia y volvió hacia ella sus ojos de intenso color avellana. Eloise notó débiles las rodillas y la boca seca. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no prestar atención al calor que se arremolinaba en su interior y dominar la desvergonzada reacción que provocaba en ella la presencia del hombre que a esas alturas debería ser —si el destino no hubiera intervenido— su hermano por matrimonio.
El hombre que había dicho de ella que era una descarada y a quien ella en aquel momento no consideraba más que un rastrero y desagradable sapo.
Furiosa, Eloise consiguió dirigir la atención a quien debía, al conde que estaba allí con intención de arrestar a su padre por traidor.
El conde de Kenworth también había reparado en ella. La inspeccionaba con ojos entornados y labios apretados. Era bajo. Medio calvo. Bien alimentado. Un mezquino cerdo con forma humana.
Simon pareció aliviado al verla.
—Señora, nuestro invitado, William, conde de Kenworth.
Eloise hizo una profunda reverenda delante del conde, en señal de respeto a un hombre de su rango.
—Señor. Vuestra visita nos honra. Os damos la bienvenida a vos y a vuestros caballeros.
—¿Habéis sido vos quien ha ordenado que mi séquito se quede fuera de las puertas?
Eloise se irguió para enfrentarse a la desaprobación del conde.
—Sólo seguí la recomendación de nuestros caballeros, señor. Dejaremos la decisión final a mi padre.
—Entiendo por vuestras palabras que no está aquí.
Ni iba a estarlo.
—Ése es el motivo por el que nos conducimos con prudencia —dijo volviéndose hacia Simon—. ¿Alguna noticia sobre el paradero de mi padre?
—No, señora. Le he explicado al conde que Sir John había ido a cazar al no saber que íbamos a recibir visita. Espero que nuestra patrulla y Sir John lleguen de un momento a otro.
Eloise tuvo que esforzarse por no sonreír.
—Señor, ¿puedo ofreceros a vos ya vuestros caballeros una copa de nuestro mejor vino y comida para haceros la espera más agradable?
El conde se volvió hacia sus caballeros.
—Quiero que se envíen patrullas. ¡Buscadle!
Padre necesita más tiempo.
—Estoy segura de que no será necesario. Padre estará aquí para la comida de la noche.
—Sospecho que no. —El conde dio un amenazador paso en dirección a ella al tiempo que miraba a Simon—. ¡Juro que si Hamelin no aparece pronto seréis declarada culpable de ayudar a un traidor!
Eloise dejó escapar un grito ahogado que a punto estuvo de hacer que se atragantara.
Simon desenvainó la espada y el roce del acero en su funda de cuero se convirtió en una invitación a la batalla que encontró rápida respuesta por parte de los caballeros del conde.
—¿Sir John un traidor? —preguntó Simon con fiereza—. ¡Nunca! ¿Cómo osáis insultarle en su propio salón, y más cuando no está delante para defenderse de semejante acusación?
El conde hizo un gesto de desprecio con la mano.
—¡Hamelin ha recibido la acusación formal! ¿Y cómo osáis desenvainar vuestra espada ante un miembro de la realeza? ¡Apresadle!
Una última espada salió de su funda. La de Roland.
—No apresaremos a nadie que no sea Sir John. Guardad vuestras espadas.
El conde apretó las manos, concentrando su furia en Roland.
—He dado una orden y espero que sea obedecida.
—Y yo estoy a las órdenes del rey; y pienso obedecer. Intentad apresar a Sir Simon y yo me pondré de su lado.
—Valiente imbécil. El rey tendrá noticias de vuestra insolencia.
A Roland le temblaban los labios.
—Adelante, señor, proceded. Así Eduardo sabrá que he realizado sus deseos a la perfección. Si pretendéis enviar una patrulla de caballeros, hacedlo. Yo aceptaré la amable invitación de Lady Eloise de una copa de vino.
Eloise se acordó de respirar cuando Roland envainó su espada, pues lo tomó como señal de que el peligro había pasado y se dio cuenta de que a quien el caballero prestaba servicio en realidad era al rey Eduardo, no a Kenworth. No sabía si debía sentirse aliviada o no.
El conde hizo un gesto a sus caballeros.
—Id. Antes de marchar, dejad guardias en el puente. Ningún habitante de Lelleford podrá salir del castillo hasta que Hamelin sea arrestado.
Los caballeros guardaron sus espadas y Eloise mantuvo las manos quietas.
Antes de que pudiera ofrecer una copa de vino nuevamente, el conde miró a Simon y a Roland.
—Traed a todos los caballeros de Lelleford al salón. Quiero tenerlos bien a la vista. Tened en cuenta que ayudar a un traidor está penado con la horca y no dudaré en castigar a aquel que interfiera en el arresto de Hamelin.
Con esas palabras, Kenworth se dirigió con paso firme a la mesa donde un sirviente había dispuesto jarras y copas.
Simon bajó la espada.
—¿Qué está pasando aquí, Roland? Nada de esto tiene sentido. ¿De verdad se ha acusado a Sir John de traición?
—Me temo que sí. Kenworth ha venido para arrestar a Sir John y llevarlo a Westminster a fin de que sea juzgado. El rey será el juez.
Eloise se obligó a mirar a Roland a los ojos color avellana. No vio en ellos desprecio hacia su padre, pero tampoco un signo de que su opinión hacia ella hubiera mejorado. Aun así, tenía que saberlo con certeza.
—Mi padre no traicionaría al rey Eduardo, estoy segura de ello.
—Entonces no tiene nada que temer.
—¿De veras? —Eloise ya no estaba segura de nada. Kenworth le parecía un hombre sediento de sangre. La sangre de su padre.
—Corresponde al rey decidir si es culpable, señora, y Eduardo es un hombre de inteligencia y honor.
Eso había oído, y más de una vez, de boca del hombre al que ahora se acusaba de ser un traidor.
—Vos servís a Eduardo, no al conde. ¿Qué hacéis aquí?
Roland miró a su alrededor antes de fijar de nuevo la vista en ella.
—Por orden del rey, estoy aquí para hacerme cargo de Lelleford hasta que se decida el destino de vuestro padre.
Sorprendida, Eloise consiguió aguantar el grito de rechazo y disgusto. ¿Roland St. Marten a cargo de Lelleford? ¡Impensable!
Capítulo 3
La indignación reverberaba en los ojos zafiro de la mujer, profundos lagos azules en los que cualquier hombre podría ahogarse si no se andaba con cuidado.
Roland nunca había dudado por qué Hugh se había rendido instantáneamente a los encantos de su futura mujer. La belleza de Eloise llamaría la atención de cualquier hombre. De piel clara, boca atrevida, formas ágiles y dueña de un porte regio, la mujer era merecedora de halagos a su hermoso rostro, figura curvilínea y gracia innata.
Incluso sabiendo que Eloise Hamelin estaba prometida a su medio hermano, Roland no había quedado inmune a su belleza. Desde el momento en que fueron presentados, había notado el hormigueo que un hombre sano sentía cuando veía a una mujer deseable, motivo que le había hecho envidiar a Hugh por compartir su lecho conyugal con tan adorable mujer.
Desgraciadamente, en el transcurso de los dos días previos a la ceremonia, había visto a Hugh enamorado de su prometida hasta el punto de no ver la presunción de la que hacía gala ésta. De su atrevida boca salían atrevidas palabras. Sus ojos de zafiro relucían con ira a la más mínima provocación. Nunca había conocido a una mujer menos dócil.
Aun así, si Eloise hubiera mostrado alguna señal de admiración hacia Hugh, Roland no habría tenido que advertirle del fuerte temperamento de su prometida. Debería haberse dado cuenta de que Hugh estaba perdidamente enamorado de ella y no le escuchaba. Tampoco había contado con que la mujer iba a escuchar por equivocación sus comentarios y por tanto a tener que añadir su propia opinión en una discusión ya de por sí acalorada.
Al final, Hugh había muerto enfadado con Roland por hablar mal de Eloise, que había decidido volver a vestirse con el mismo vestido color carmesí ribeteado en oro que se había puesto el día de la boda. El tejido de terciopelo moldeaba su cuerpo a la perfección, igual que aquel día, invitando a cualquier hombre a apreciarlo, y lo que era aún peor, a desear tocarlo.
—Esto es intolerable —espetó ella—. Seguro que habéis entendido mal las instrucciones del rey. No puede haber ordenado semejante insulto.
—Os aseguro, señora, que el rey no tenía intención de insultaros personalmente. Él sólo desea asegurarse de que Lelleford sea correctamente administrado en ausencia de vuestro padre.
Las aletas de la nariz se le abrieron. Entonces, con la misma rapidez con que se había encendido su ira, aplacó el fuego con el hielo de su voluntad. Nunca antes había conocido a una mujer cuyas emociones se alteraran con tanta rapidez. De nuevo parecía relajada, dueña de su control, regia.
—Podéis decir al rey que no necesitamos a nadie para supervisar el señorío —dijo finalmente en ese tono sublime que conminaba a obedecer de inmediato.
Pero a él no le importaba decepcionarla.
—Me temo que no es decisión de ninguno de los dos.
Eloise miró a Simon en busca de una ayuda que el administrador no podía garantizar. Se limitó a mover la cabeza.
—Señora, si el rey así lo ordena hemos de obedecer. Os garantizo que lo considero un insulto pero es mejor que sea Sir Roland a quien el rey haya encomendado la labor que a ningún otro caballero.
La aceptación de lo inevitable por parte de Simon no le sentó bien y Roland no tuvo la menor duda de que la dama del castillo habría aceptado a cualquier otro con menos disgusto. Saberlo le molestaba, pero no necesitaba la aprobación de Eloise ni tampoco su apoyo. La cooperación de los caballeros era mucho más importante para su éxito.
Lelleford se jactaba de tener un grandioso salón, digno de un miembro de la realeza, tributo a la herencia, riqueza y alta posición de los Hamelin. Era asimismo una impresionante fortaleza, con sólidas defensas y una guarnición bien entrenada. Si todos los caballeros del señorío se aliaran contra Roland, no tendrían problemas en echarlo y bajar el rastrillo.
Acostumbrado a obedecer órdenes, Sir Simon parecía resignado a aceptar lo que su señora temía. Roland sólo podía esperar que Sir Marcus y los otros se mostraran igualmente sensatos.
Roland miró a Kenworth, de pie aún junto a una mesa de caballete, que parecía contento de beber una segunda copa de lo que seguro era un buen vino.
—Será mejor que reunamos a los demás —le dijo a Simon—. Y rápido. No quiero dejar a Kenworth solo demasiado tiempo.
Simon se inclinó ligeramente hacia Eloise.
—Tened cuidado con Kenworth, señora. El conde responde con facilidad a las provocaciones y tiene mal genio. Regresaremos lo antes posible.
Eloise se cruzó de brazos y les regaló su mirada más mordaz. Por muchas ganas que tuviera de soltar alguno de sus comentarios cargados de cinismo, se contuvo limitándose a un amable:
—Muy bien.
Simon se dirigió entonces a la puerta. Roland vaciló pero finalmente lo siguió, preocupado por tener que dejar a Eloise a solas con Kenworth. Pero el conde le había ordenado que acompañara a Simon y ya le había provocado bastante por un día. Con toda seguridad, la joven estaría segura en el salón durante un rato, siempre y cuando se abstuviera de expresarle sus opiniones al conde.
—Simon tiene razón. Tened cuidado.
Eloise alzó la barbilla y la nariz en un gesto altanero. Sin una palabra, se giró sobre los talones y se dirigió hacia el hombre contra el que la acababan de advertir.
Bueno, la habían advertido. Quizá debería hacer caso, aunque sólo fuera porque Simon también le había dicho que tuviera cuidado.
Fuera, en el patio, Roland alcanzó a Simon, que ya se dirigía a la puerta interior.
—¿De qué se acusa exactamente a Sir John? —preguntó Simon con voz áspera y la mandíbula apretada.
Del peor delito atribuible a un caballero inglés que Roland pudiera imaginar en los tiempos revueltos que corrían.
—Se le acusa de conspirar con los escoceses.
—¡Ja! ¿John? Nunca. ¿Y el rey ha creído esa tontería?
—No conozco los detalles ni el autor de la acusación, sólo que el rey ha recibido una misiva en la que se lo condena.
Simon se esforzó por digerir la información y, finalmente, dijo:
—Sir John no es un traidor.
Roland admiraba la lealtad inquebrantable del administrador, aunque éste estuviera equivocado.
—Eso lo decidirá el rey. Mi obligación es asegurar que Lelleford y su gente no sufren hasta que la situación se resuelva de un modo u otro.
—¿Por qué vos?
¿Por qué él? Roland esperaba que fuera porque el rey lo consideraba digno de confianza y hubiera querido darle la oportunidad de demostrarlo. Pero era una razón de poco peso para confiársela a Simon.
—Tal vez el rey sólo quiera mantenerme fuera de su vista.
Simon parecía divertido.
—Entonces sólo os envía para irritarnos.
—Lady Eloise desde luego no parece contenta de volver a verme.
—Después de lo que sucedió…, y con la sorpresa por la acusación contra su padre, no la culpo. Creo que se ha tomado la noticia bastante bien.
Simon también se había dado cuenta de su comportamiento inusualmente gentil. No era propio de Eloise morderse la lengua. Tal vez, la presencia del conde había subyugado su naturaleza cambiante. Aun así, no dudaba que se estaba preparando una tormenta, sólo era cuestión de tiempo que estallara.
Conforme se acercaban a la puerta, Sir Marcus salió a su encuentro, con el ceño intensamente fruncido.
—¿Es cierto?
Roland no dudaba que para ese momento todos en el castillo ya sabrían por qué la puerta exterior del castillo había sido cerrada.
Simon explicó a Marcus brevemente lo ocurrido y a continuación le ordenó que fuera al salón, no sin antes advertirle que vigilara a Eloise de cerca. Este obedeció, pero sólo después de quejarse sobre lo exagerado que le parecía que el conde hubiera ordenado bajar el rastrillo, porque estaba seguro de que Sir John regresaría de cazar en breve y solucionaría el malentendido.
Roland admitió que era posible que John hubiera ido a cazar realmente. Varias personas lo habían visto salir a caballo con su escudero y un halcón en el brazo. Como también parecía casi imposible creer que John se alejara de Lelleford sin decir nada a Simon ni a Marcus, sus hombres de confianza, sin decirles el motivo de su marcha ni el lugar al que partía.
Conforme hacían la ronda por el patio reclutando a los demás caballeros, parecía cada vez más claro que todos creían verdaderamente que Sir John había salido a cazar la garza. Aun así y pese a no tener una razón contundente para no creer en la veracidad de la historia, Roland no podía quitarse de encima la impresión de que John se había enterado de que el conde había partido con la intención de arrestarlo y había decidido huir.
Dejó de darle vueltas a la idea cuando entró en el salón.
Ni rastro de Marcus, ni del conde, ni de Eloise.
El pelo de la nuca se le erizó.
Simon hizo una señal a un criado.
—¿Dónde está la señora?
El criado miró hacia las escaleras que conducían al piso superior.
—Ha llevado al conde a la sala de cuentas del señor.
—¿Está Marcus con ella? —preguntó Simon con expresión enfurecida.
—No. El conde mandó a Marcus a buscar al hermano Walter.
Roland se dirigió a las escaleras seguido de cerca por Simon, deseando fervientemente que Eloise se hubiera tomado en serio la advertencia que le había hecho. Aunque, si Kenworth le había ordenado que le enseñara la sala de cuentas de Sir John, a ésta no le habría quedado más remedio que obedecer. Aun sin saber dónde se hallaba la sala, Roland la habría encontrado igualmente siguiendo el sonido de la voz de Kenworth.
—¡Estoy en mi derecho! Es vuestro padre, el traidor, quien ya no tiene derecho alguno!
Roland entró en la pequeña sala. Kenworth estaba sentado tras la mesa de roble delante de un montón de rollos de pergamino. Eloise estaba de pie de espaldas a la puerta, los brazos cruzados y la espalda rígida.
—Mi padre no es un traidor —exclamó.
—Las pruebas que se hallan en mi poder dicen lo contrario, y si hay más pruebas entre los documentos de vuestro padre, tengo la intención de encontrarlas.
Kenworth miró por encima de Eloise.
—Ah, St. Marten. ¿Habéis encontrado a Hamelin ya?
Eloise se giró sobre los talones. La ira que bullía en su interior se había convertido en preocupación.
—Todavía no. Al menos, ninguna patrulla ha regresado, que yo sepa.
El alivio de Eloise contrastaba fuertemente con la frustración de Kenworth. El conde hizo un gesto con la mano indicándole que se retirara.
—Marchaos. Roland, la dama y los caballeros habrán de quedarse en el salón bajo vigilancia. La próxima noticia que quiero oír es que John Hamelin ha sido capturado.
—Como digáis, señor —contestó Roland que, deseando poner a Eloise fuera del alcance de Kenworth, ofreció una mano con la palma hacia arriba.
—Venid, señora.
Ella miró la mano extendida y, con gesto airado, pasó junto a él. Roland sintió un leve pinchazo pero la dejó marchar sin mostrar reacción alguna. Para Eloise él era el enemigo, el usurpador de la autoridad de su padre sobre su señorío. Que esta misión molestara a la dama del castillo no era de sorprender.
Era cierto. Había sido enviado con la orden de supervisar la detención en nombre del rey, no para trabar amistad con Eloise Hamelin, aunque tampoco es que deseara hacerlo. Cuanto menos trato tuviera con aquella mujer, mejor.
Roland salió de la sala de cuentas y cerró la puerta tras él. Se dirigió a Simon, que permanecía fuera, casi al final del pasaje, por donde pasaba Eloise en aquel momento. El ribete dorado de su vestido carmesí relucía con la luz que entraba por una rendija.
—No le está permitido a nadie tocar los documentos privados de padre sin su permiso —dijo petulantemente al administrador—. ¿Tenemos que soportar esta insolencia?
—Por parte de un conde, mucho me temo que sí —respondió Simon—. Por mucho que comparta el disgusto que os causa su presencia y la misión que lo ha traído a Lelleford, no podemos entorpecer a Kenworth sin arriesgar nuestro propio pellejo y el de vuestro padre aún más. ¿Por qué quiere hablar con el hermano Walter?
—Cree que el escribiente de padre puede ayudarle a encontrar lo que está buscando. De verdad os digo que si supiera que puedo echar al conde sin causar a mi padre más problemas, lo haría.
Airada aunque manteniendo el control, se giró para hacer frente a Roland.
—Si debemos sufrir esta injuriosa invasión de nuestro hogar, desearía saber cuáles son vuestras intenciones como supervisor de nuestro señorío.
No tenía que dar explicación alguna a la hija del señor, pero, dado que estaba presente el administrador —de quien necesitaba la cooperación para que todos aceptaran su autoridad de forma pacífica—, decidió que era una cortesía que no podía evitar.
—El rey me ha concedido el poder sobre Lelleford. El arresto de Sir John presenta un riesgo tanto de un ataque del exterior como de un brote de agitación en el interior. Es mi obligación velar por que nada de eso ocurra.
—¿Tenéis prueba de semejante concesión de autoridad?
—La tengo y se la presentaré a Sir John en cuanto aparezca. Tal vez deberíamos esperar su regreso en el salón.
—¿Ya nos estáis dando órdenes?
—No es una orden, tan sólo una sugerencia. No, veo qué sentido tiene permanecer en medio de este pasaje cuando podríamos estar sentados en un banco del salón.
Eloise frunció los labios y se giró para descender la estrecha escalera de caracol. Simon y él siguieron su regio caminar a través del salón hacia la mesa en la que se habían dispuesto jarras y copas.
Sirvió a sus caballeros primero, una violación poco sutil de las reglas de hospitalidad imperantes, haciéndole ver así que no lo consideraba un invitado sino un intruso, como si él no lo hubiera notado ya. Cuando finalmente le entregó una copa llena de vino de color rubí, lo hizo con una mirada que sugería que preferiría tirarle la bebida a la cara.
Roland tomó un sorbo y se obligó a apreciar el rico aroma y el cuerpo del vino. Desgraciadamente, no podía sacarse de la mente la fragancia de la mujer que tan reacia se mostraba a servirle.
Mientras otras mujeres usaban aromas florales y empalagosos que sólo acertaban a ofrecer una tímida señal de su presencia, Eloise poseía un penetrante aroma de exóticas especias que despertaba en él pensamientos poderosamente eróticos que lo arrastraban a querer saborear la delicadeza oculta bajo tan atractivo envoltorio.
Alzó la copa en señal de apreciación.
—Divino, como siempre.
Los labios de Eloise se curvaron en una falsa sonrisa.
—Me alegra que sea de vuestro agrado. No dudéis en decirme si la comida que se servirá esta noche es igualmente de vuestro particular agrado.
—El conde me preguntó una vez si había encontrado algo que me disgustase en la hospitalidad de Lelleford. Con toda sinceridad le informé de que no había sido así. Sospecho que podrá comprobar personalmente que le decía la verdad.
—Si hubiera tenido otra opción…
—Pero no es así. Además, aun dadas las desafortunadas circunstancias, dudo que su orgullo os permitiera obsequiarle con algo que no sea lo mejor de Lelleford.
—¿Creéis que me conocéis muy bien?
La había calado dos meses antes y aún no había encontrado la razón para cambiar de opinión. Orgullosa. Descarada. Demasiado directa y franca.
—Lo suficiente.
Eloise se inclinó hacia delante y susurró:
—No sabéis nada.
Su perfume y su cercanía le nublaron el juicio. Con gran esfuerzo Roland contraatacó acercándose hasta quedar muy cerca de ella.
—¿Eso creéis? Ya se verá entonces, señora.
Simon se aclaró la garganta.
Roland volvió la atención de nuevo a un sitio más apropiado. Por las heridas de Cristo, el enfrentamiento con Eloise lo había tenido tan absorto que hasta había olvidado que no estaban solos, distrayéndose de su obligación. No volvería a ocurrir.
Hizo su entrada en el salón entonces un ceñudo Marcus acompañado por un hombre de armas en cuyo antebrazo descansaba un halcón peregrino.
—Tenemos dos problemas —dijo Marcus—. No puedo encontrar al hermano Walter. Tal como sugeristeis señora, miré primero en la capilla. No está en su cámara. Nadie parece haberle visto. Pero eso no es lo peor. —E hizo un gesto al soldado—: Informad.
El soldado se dirigió entonces a Simon.
—Hicimos lo que nos ordenasteis. Primero buscamos en el lago de las truchas y luego en las zonas de caza favoritas de Sir John. No hallamos rastro ni del señor ni de Edgar hasta hace una hora. —El soldado miró al halcón—. Estaba atado en un árbol cerca del viejo molino, a plena vista, como si estuviera esperando a que alguien lo trajera de vuelta a casa.
Durante el silencio por la sorpresa que sobrevino, Roland dejó la copa en la mesa. Ya nadie podía creer que Sir John Hamelin estuviera cazando. Había dejado el halcón en un lugar donde sabía que lo buscarían y se había fugado después.
El conde no se mostraría complacido y Roland temía ser el encargado de informarle. Aun así, había que hacerlo.
—Informaré a Kenworth —dijo, observando el rostro ceñudo de media docena de caballeros—. Os pido que esperéis en el salón.
Todos se mostraron de acuerdo.
Eloise volvió los ojos color zafiro hacia él.
—Nosotros no vamos a dar al conde ningún motivo para que haga daño a Lelleford y a su gente. Os pido que os aseguréis de hacer vos lo mismo.
Roland se dirigió entonces a la sala de cuentas consciente tanto de la innecesaria advertencia de Eloise como de sus lágrimas contenidas.
Nada de lo vivido hasta entonces había preparado a Eloise para hacer frente a la exhibición de mal genio de un noble del reino.
Sentada en el estrado, con el conde ocupando la silla de su padre junto a ella, Eloise trataba de dominar el estómago. Pero con la actitud hosca de Kenworth y el desagradable olor de la anguila, daba la batalla por perdida. En vista del agradecimiento recibido por haberle preparado uno de sus platos preferidos, igual podría haberle dado estofado aguado.
Y su estómago no estaría tan revuelto como el humor de Kenworth.
Porque si estar sentada junto a aquel grosero conde no fuera ya bastante molesto, a su otro lado estaba Roland St. Marten. Un hombre cuya presencia física hacía que su corazón latiera un poco más rápido y fuerte cada vez que se acercaban demasiado. Desde luego, no era la reacción más adecuada.
Y justo en aquel momento se encontraba demasiado cerca de él, sentada en el mismo banco, separados sólo unos centímetros. A esa distancia, su aroma varonil casi se imponía al de la anguila. Casi.
A decir verdad, se alegraba de haber contado con la presencia de Roland durante la larga tarde que habían vivido y cuando las patrullas regresaron y los caballeros del conde informaron del fracaso de su búsqueda. Aunque odiaba admitirlo, sólo los modales tranquilizadores de Roland y su firme presencia de ánimo habían conseguido mantener la ira del conde bajo control.
Sin duda alguna, Lelleford se encontraba firmemente controlado por William, conde de Kenworth. Sus guardias se estaban ocupando de las puertas, con orden de no dejar salir a nadie sin permiso. Ni ella ni los caballeros de Lelleford podían salir del salón, ya que Kenworth temía que pudieran intentar escapar para ir en ayuda de su señor.
Había tomado el control del castillo, pero no a la fuerza, y Eloise daba gracias por ello al Señor y, aunque a regañadientes, a Roland St. Marten.
Lo cierto era que ella debería haber tenido un papel más importante en la situación en vez de dejar que Roland asumiera casi toda la tarea. Innegablemente, el hombre poseía una gran fuerza de voluntad e irradiaba un aura de poder que se mezclaba con una gran inteligencia. Aunque éste se mostraba educado, Eloise no tenía dudas de que si se le ofendía, también podía ser peligroso. A la vista estaba que no había vacilado en enfrentarse al conde y a sus caballeros con su espada para defender a Simon, lo que era una buena señal.
Aun así, había aceptado su ayuda con demasiada facilidad. Igual que habían hecho los caballeros de Lelleford aceptando su autoridad sin reparo. Simon no había discutido a la hora de ceder su habitual lugar en la mesa a Roland. Simplemente, se había movido un sitio en el banco para que Roland pudiera sentarse. Marcus también aceptaba la autoridad de Roland como algo inevitable, por lo que no merecía la pena protestar.
Todo su ser se rebelaba al pensar que otro hombre que no era su padre, ni ella en su ausencia, fuera a hacerse cargo del señorío. Era insultante, mortificante… e inevitable. Pero diantre, no tenía que gustarle ni tampoco tenía que fingir que le gustaba.
Al menos no con Roland St. Marten.
Kenworth era otro asunto.
Quería que el conde se fuera, pero no demasiado pronto. Allá adónde se dirigiera su padre, quería que llegara sano y salvo sin tener que preocuparse de que hubieran salido en su persecución. Seguro que tenía que haber una manera de mantener al conde y a sus caballeros en Lelleford uno o dos días para darle a su padre un poco más de tiempo.
Kenworth adoraba su buen vino. ¿Sería posible mantener a un hombre ebrio varios días? Borracho no podría pensar con claridad y mucho menos montar a caballo para perseguir a su padre.
Desgraciadamente, dudaba mucho que Kenworth se dejara engañar. Sólo conseguiría crearse más problemas.
El conde tomó su copa. Cuando lo vio fruncir el ceño al ver el recipiente vacío, Eloise llamó a un criado.
—Trae una jarra de vino para el señor —pidió al chico alto, que se apresuró a obedecer.
Kenworth golpeó la mesa con la copa, lo que le hizo a ella dar un respingo a consecuencia del cual sus hombros chocaron con los de Roland.
Duro y firme como una roca, ni se inmutó. Casi inmediatamente, Eloise irguió la espalda, pero no antes de que la calidez de aquel cuerpo invadiera el suyo haciéndola sentir segura con su sólida presencia. Se apoyó en ambas cosas ante la mirada desaprobadora del conde.
—Vuestros sirvientes son unos vagos, Lady Eloise. Ese mozo no está preparado para servir una gran mesa.
Eloise se sintió ofendida de inmediato. El mozo se había ganado el derecho a servir la mesa grande, no había cometido ningún error durante la comida, exceptuando que no se había dado cuenta de que el conde pretendía vaciar un barril de vino él solo. Sin embargo, no le haría ningún bien informar a Kenworth de su error.
—La culpa es mía, señor. Debería haberme asegurado de que le sirvieran los criados más experimentados, no un mozo que podría verse intimidado ante el honor de servir a un conde. No contamos con invitados de tan alto rango en nuestro humilde salón todos los días.
Las dulces palabras tenían un repugnante sabor en su boca, pero parecieron aplacar el humor de Kenworth. Este se reclinó en la silla y su ceño pareció suavizarse un poco en señal contemplativa. La contemplaba a ella. Eloise deseó entonces poder leer los pensamientos que se ocultaban tras los ojos entornados de aquel hombre.
—¿Ningún personaje de alto rango últimamente? —preguntó.
—No, señor.
—¿Ningún terrateniente?
Eloise enlazó las manos sobre el regazo.
—Ningún terrateniente escocés ha visitado nunca Lelleford.
—Me perdonaréis si no os creo. Vuestra mentira muestra que sois cómplice de vuestro padre traidor. No es una sorpresa, supongo. De hecho, sospecho que una recua de traidores reside dentro de estas murallas.
Por las heridas de Cristo, estaba harta de aquel odioso conde y sus terribles acusaciones.
—Entonces me temo que os equivocáis, señor.
—Yo creo que no, pero ya se verá.
A Eloise le hervía la sangre. El mozo se acercó entonces con el vino y Eloise extendió la mano, tomó la jarra y le hizo una señal al chico de que se alejara. Deseando tener el coraje para intoxicar a aquel bastardo, llenó su copa.
—Creo que os equivocáis con mi padre también.
—En cuanto a Sir John, no albergo dudas sobre su culpabilidad y pronto deberían aparecer las pruebas que así lo demuestren. —El conde miró a su alrededor—. Ya las tendría si ese condenado clérigo no hubiera desaparecido.
Eloise dejó la jarra en la mesa. Aunque la irritaba que el hermano Walter hubiera desaparecido, la aliviaba que no pudiera ser llamado para ayudar al conde a husmear entre los documentos de su padre.
—La última vez que vi al hermano Walter, poco antes de vuestra llegada, estaba en la capilla. Adónde haya podido ir después lo desconozco.
—St. Marten, al amanecer espero que hayáis podido atrapar a ese escurridizo monje.
Roland se inclinó hacia delante para poder mirar al conde, que estaba al otro lado de Eloise.
—Como deseéis, señor. Si está dentro de estos muros, lo encontraremos.
No era justo que incluso la voz de aquel hombre la afectara, un grave eco que reverberaba a lo largo de su columna vertebral.
Entonces fue el conde quien se inclinó hacia delante y Eloise, atrapada entre los dos, trató de hacerse pequeña, aunque sin conseguirlo.
—Será mejor que esté entre estos muros o quienes lo hayan ayudado a escapar sufrirán por ello.
Eloise estuvo a punto de echarse a temblar ante la amenaza.
—Tal vez el monje aparezca por deseo propio —dijo Roland con un tono que a Eloise le pareció desprovisto de toda preocupación—. ¿Qué pasará con Sir John?
Kenworth se reclinó en su asiento de nuevo y tamborileó con los dedos sobre el reposabrazos.
—He pensado mucho en ello. Hamelin quiere que crea que ha huido, igual que quería que todo el mundo creyera que había salido a cazar. Una treta muy acorde para un traidor. Pero no me dejaré engañar. Está cerca, aguardando mi próximo movimiento. —Se inclinó hacia delante para alcanzar la copa y dio otro sorbo—. Por la mañana, enviaremos de nuevo patrullas de búsqueda. Entre mis hombres se encuentran dos de los más hábiles rastreadores del reino. Si Hamelin está por estos alrededores, lo encontraremos.
Eloise pensó en la breve charla que había mantenido con su padre. Le había dicho que era mejor qué no supiera adónde se dirigía. Ella había asumido que su padre intentaría alejarse todo cuanto le fuera posible.
Kenworth cortó un trozo de asquerosa anguila. Se le revolvió el estómago de nuevo pero con más fuerza. Sería una demostración de malos modales abandonar la mesa antes que la persona de mayor rango hubiese finalizado la comida, pero si no lo hacía cometería una ofensa mayor.
—Señor, el día ha sido largo y cansado. Si me lo permitís, me gustaría retirarme.
El conde la miró con desaprobación antes de hacerle una señal con la mano para que se alejara.
—Tenéis… mal aspecto. Se os permitirá subir a vuestra cámara con la promesa de no abandonarla hasta mañana por la mañana.
Ella no deseaba nada más que un poco de intimidad y la comodidad de su cama.
—Tenéis mi promesa.
—Os aviso de que habrá un guardia en la parte superior de la torre para asegurarme de que cumplís vuestra palabra.
Un guardia en la puerta. No para protegerla de algún daño sino para vigilarla, como si estuviera prisionera. ¿Cuántos insultos más tendría que soportar, sin posibilidad de defenderse, antes de que aquel odioso conde se marchara?
—Entonces os deseo que paséis buena noche.
Eloise se levantó. Por el rabillo del ojo vio que Isolda se levantaba de su sitio y se dirigía hacia las escaleras. Con el estómago completamente revuelto, Eloise no esperó a su criada sino que se apresuró a llegar a sus aposentos.
Una vez allí, se acercó a una estrecha ventana y vació el estómago. Tras inspirar profundamente varias veces el aire fresco, pensó que podría controlar el mareo.
Por todos los santos, cuánto detestaba aquel pescado. Y al conde de Kenworth. Y a Roland St. Marten. Y el revuelo que su padre esperaba que ella solucionara.
Se dirigió entonces a la cama y fue ahí cuando se percató del rollo de pergamino que reposaba sobre el cabezal.
Confusa, lo desenrolló y reconoció la inconfundible letra de su padre.
Sigue cumpliendo mis órdenes y todo saldrá bien. Sé valiente. Estoy vigilando y regresaré cuando Kenworth se haya marchado.
Las manos de Eloise temblaron.
¿Cómo se las habría ingeniado su padre para hacerle llegar el mensaje? Pero lo que era más importante, ¿cómo podría ella informarle de que regresar no era lo más inteligente?
Tal como el conde sospechaba, su padre estaba vigilando lo que ocurría en Lelleford. Quizá conseguiría evitar la detención igual que había hecho ese día. Todo perfecto, si ése fuera el único problema.
Desgraciadamente, aunque el conde se marcharía de Lelleford en breve, Roland St. Marten no. Este se quedaría allí con su escudero y una pequeña compañía de hombres de armas. En cuanto su padre apareciera, Roland llevaría a cabo la orden y ejecutaría el arresto.
Al otro lado de la puerta oyó el resoplido de Isolda. La criada se habría dado cuenta ya de que su hermano tendría serios problemas por ayudar a Sir John. Ahora señor y escudero regresarían creyéndose a salvo y sólo conseguirían que los arrestaran.
Eloise dejó a un lado el pergamino y se puso de pie preguntándose cómo darle la mala noticia. Cuando la puerta se abrió, toda idea de preparar a la criada se disipó.
Justo detrás de Isolda estaba el hombre cuya presencia, y obligación, impedía el regreso sano y salvo de su padre a casa.
Roland St. Marten.
Capítulo 4
La aprensión de Eloise se desvaneció con tal rapidez que Roland casi puso en duda lo que su vista y su intuición le dictaban. Sin darle tiempo a seguir contemplando su reacción, Eloise retiró la vista y ocupó sus manos con lo primero que se le ocurrió, el rollo de pergamino. Lo guardó bajo el ceñidor de oro sin darle mayor importancia.
Habiendo recobrado la compostura, Eloise lo miró inquisitiva, ladeando la cabeza y arqueando las cejas con delicadeza.
Roland rodeó a la criada que le impedía el paso y entró en la cámara, una estancia ricamente dispuesta y agradablemente perfumada, apropiada para la mujer que habitaba en ella.
Era una cámara confortable. Esteras tejidas cubrían el suelo de tablones pulidos, y grandes y coloridos tapices con motivos florales colgaban de las paredes blanqueadas. Sobre la cama con dosel vio un cobertor de terciopelo color azul intenso a juego con las colgaduras recogidas en ese momento con un cordón dorado. El jergón de Isolda ocupaba un rincón de la estancia, no muy lejos de las dos sillas de respaldo alto ricamente labradas que flanqueaban el brasero de acero con patas.
Vislumbró porcelana blanca bajo la cama —un orinal probablemente—, que hacía juego con la palangana dispuesta sobre una mesa entre otros objetos femeninos. Un vaso plateado buscaba su hueco entre lazos, peines y diminutas botellas de colores.
Un rayo que anunciaba tormenta iluminó momentáneamente la habitación. El susurro de la brisa fresca jugueteó con los lazos carmesí y oro de la trenza de Eloise. Él tuvo que reprimir el deseo de quitárselos y soltarle el cabello.
Roland sabía que Hugh había pasado tiempo con su prometida en esa cámara, porque insistía en que tenían que conocerse antes de casarse. No pudo evitar preguntarse en aquel momento si la pareja habría hecho algo más que hablar. Para mortificación suya, imaginó al hechizado Hugh y a su obstinada prometida, sueltos los lazos del vestido, entrelazando sus cuerpos sobre aquel cobertor de terciopelo azul.
Fuera como fuese, la relación entre ambos había terminado con la muerte de Hugh. Aun así, no le resultaba fácil apartar la erótica visión de Eloise tumbada en el colchón bajo el cuerpo de Hugh.
—Me gustaría hablar con vos, Lady Eloise. Es necesario que comprendáis.
La expresión de Eloise se tomó burlona.
—¿Comprender, Sir Roland? Habéis invadido mi casa. En respuesta a semejante afrenta, esperáis que os alimente y os dé cobijo a vos y a vuestros esbirros con todo lujo. Que me comporte como una humilde criada mientras jugáis a ser el amo del castillo. Decidme señor, os lo ruego, ¿qué es lo que a vuestro juicio no he comprendido?
Roland cruzó los brazos mientras hacía acopio de paciencia, que esperaba que le durase las semanas venideras. Tratar con Eloise Hamelin perjudicaba seriamente su naturaleza, por lo general amigable.
Sin perder de vista a Eloise, se dirigió a la criada:
—Isolda, espera en el pasillo. Y cierra la puerta cuando salgas.
La mirada de Eloise se endureció.
—Mi criada se queda.
—Olvidáis quién está al mando, señora. Sería un error aprobar que vuestra criada desobedezca mis órdenes.
—Una orden ridícula.
—Pero una orden al fin y al cabo. ¿Isolda?
Con los labios fruncidos, Eloise hizo un gesto de asentimiento a su criada y al momento escuchó el inconfundible resoplido de Isolda y el chirrido de la puerta al cerrarse.
Sólo el roce de la lengua rosada sobre el grueso labio inferior delataba su nerviosismo.
—Decidme lo que tengáis que decir y marchaos.
No quería otra cosa que salir de la habitación, no tener que tratar con Eloise más de lo necesario.
—Tanto Sir Simon como yo os hemos advertido de la cambiante naturaleza de Kenworth. Sin embargo, tentáis su ira abandonando el salón antes de lo debido. Sólo he venido para advertiros de que no hagáis nada más que pueda disgustarle mientras esté aquí.
Eloise arqueó una ceja.
—Decidme. ¿No le habría disgustado más si me hubiera indispuesto violentamente estando sentada junto a él? Creí haberle hecho un favor levantándome de la mesa.
Roland no veía ninguna señal de que estuviera sufriendo. A decir verdad, parecía gozar de un excelente estado de salud.
—¿Os encontráis mal?
—Ya no. El olor de la anguila me revuelve el estómago, así que juzgué más oportuno levantarme antes de que se hiciera evidente.
—¿Por qué habéis servido anguila entonces?
—Simon me dijo que al conde le gusta especialmente.
Así es que había servido un plato que no podía tolerar en un gesto para aplacar a Kenworth, quien consideraba aquella comida como poco más que una obligación.
—Un gesto innecesario, me temo. Lo único que podría aplacar al conde es la captura de Sir John. A menos que podáis servir a vuestro padre en una fuente, ni toda la anguila del mundo, por muy bien preparada que estuviera, podría mejorar el humor de Kenworth.
—Estoy empezando a comprenderlo —contestó Eloise mirándose las manos enlazadas, un pulgar acariciando inquieto la otra mano—. ¿Qué le ocurrirá a mi padre si lo capturan?
Roland inspiró para coger fuerza. Eloise ya lo había oído antes. Nada había cambiado.
—Será llevado a Westminster para ser juzgado.
—¿De veras? ¿Y no decidirá Kenworth administrar justicia de forma inmediata?
Eloise dijo esto último con dureza, haciéndose eco de las reservas que él mismo albergaba hacia las intenciones de Kenworth.
—Simon me ha dicho que mi padre ha sido acusado de conspirar con los escoceses. Pero yo me niego a creerlo. Padre respeta al rey. Piensa que Eduardo se condujo admirablemente durante el último levantamiento. Esta acusación de traición no tiene sentido. Quienquiera que acuse a mi padre comete un grave error —añadió Eloise.
Oyéndola hablar como una hija leal, Roland tuvo que admitir, aunque a regañadientes, que era digna de admiración.
—Verdaderamente, no sé cómo llegó a oídos del rey. Lo único que sé es que Eduardo tiene en su poder una misiva que señala a Sir John como culpable.
—¿Habéis visto vos esa misiva?
—No, sólo me han hablado de su existencia. El propio rey. Si os sirve de consuelo… —aunque no tenía ni idea de por qué era necesario ofrecerle consuelo, ni tampoco tenía motivos para pensar que ella fuera a aceptarlo viniendo de él—, Eduardo está siendo duramente presionado para que crea que Sir John es un traidor. Sería mejor que vuestro padre presentara defensa directamente ante el rey y cuanto antes mejor.
Eloise pensó en ello un momento.
—Entonces, si os lo preguntaran, ¿vos aconsejaríais a mi padre presentarse ante el rey?
—Lo haría. —Algo en el tono y la forma de preguntar le llamó la atención—. Eloise, ¿sabéis dónde está vuestro padre? ¿Podríais hacerle llegar este consejo?
Eloise dejó escapar una risa contrariada.
—Ojalá lo supiera y pudiera hacerle llegar vuestro consejo —dijo moviendo una mano en el aire—. Verdaderamente, sospecho que Kenworth no permitirá que mi padre se defienda.
—No podéis estar segura.
—No, es cierto. Hay demasiadas cosas que no sé, excepto que mi padre se ha ido, a Kenworth le ha sido encomendada su captura, y vos estáis ahora a cargo de Lelleford. Todo ello escapa a mi comprensión.
Le temblaba el labio inferior al hablar. Los ojos se le nublaron y Roland creyó sentir un temblor interno en respuesta a lo que veía, aunque se maldijo por ello y se apresuró a sofocarlo. Eloise se estaba permitiendo un poco de autocompasión, eso era todo, una emoción que él no podía soportar.
—Tal vez las emociones os embargan porque os agarráis con firmeza a la promesa que le hicisteis.
—¡No estoy emocionada!
Al decirlo, se giró sobre los talones y se acercó a cerrar las contraventanas. Una parecía negarse a querer cerrarse y al verla esforzarse Roland terminó por acercarse a ayudarla.
Gran error. Había olvidado cuánto le había costado contenerse durante toda la cena ante el aroma que desprendía aquella mujer, cuánta fuerza de voluntad había necesitado para evitar acercarse a ella en un esfuerzo por distinguir la especia o la potente flor que emitía tan sensual fragancia.
Con un golpe seco y efectivo, la contraventana quedó cerrada.
Debería alejarse, salvo que sus pies parecían no querer moverse.
Eloise alzó la vista y lo miró con ojos húmedos que reflejaban su propio aturdimiento. Ella tampoco parecía poder moverse, simplemente se quedó allí quieta y en silencio a la sombra de él, demasiado cercano y tentador.
El atractivo de Eloise despertó en Roland una reacción puramente masculina, como el hierro ante una piedra magnetita, y Roland maldijo esa parte de su cuerpo que se hinchaba en respuesta perfectamente comprensible ante una hermosa mujer. Puede que fuera una respuesta natural, pero no le estaba permitido sucumbir. No cuando tenía que hacerle comprender que debía someterse a su autoridad. No cuando la visión del cuerpo de Eloise enlazado con el de Hugh permanecía fresca en su imaginación.
Finalmente, retrocedió.
—Tal vez encontréis la situación más tolerable por la mañana.
—¿Seguiréis aquí? ¿Y el conde?
—Sí.
—Entonces la situación seguirá siendo intolerable. Os ruego que digáis a Isolda que entre cuando salgáis.
Así daba por concluida la conversación, con regios modales. Debería tomarlo como una afrenta pero no se le ocurría una buena razón para discutir y odiaba pensar que Eloise tuviera razón, especialmente si Sir John continuaba sin dejarse capturar.
—¿Creéis que habrán encontrado un lugar seco en el que cobijarse, señora?
Desde su posición sentada con las piernas cruzadas en medio de la cama, Eloise miró a Isolda metida en su jergón. La única luz en la estancia provenía de los carbones del elegante brasero que habían encendido en la fría y tormentosa noche.
—Es muy probable. —La débil respuesta no apaciguaba la preocupación por su padre y, evidentemente, tampoco satisfizo la de Isolda por su hermano.
—Sir John hizo bien llevándose a Edgar con él —dijo Isolda—. Mi hermano conoce estas tierras y el castillo tan bien como el señor.
Eloise percibió el miedo y el orgullo en su voz. Fuera lo que fuese lo que el destino guardara para Sir John, Edgar lo compartiría con él. Cuando todo terminara, el escudero sería recompensado generosamente o colgado junto al señor al que servía.
Un temblor le recorrió el cuerpo a Eloise, que ella atribuyó al delgado tejido de lino de su camisón, y bajó la vista hacia el rollo de pergamino que tenía en el regazo. Pensaba que, de alguna manera, Edgar debía de haber entrado subrepticiamente en Lelleford para dejarle el mensaje en la cama. Cómo, lo ignoraba, pero era la única explicación posible.
—Tanto padre como Edgar son hombres con recursos. Ojalá supiera cómo alertarlos de lo que está ocurriendo en el castillo.
En especial del papel que Roland St. Marten tenía en el asunto. Aunque Kenworth se marchara pronto, como parecía creer su padre, éste se encontraría con Roland a su regreso.
Estaba claro que antes la había tomado desprevenida.
Después de haber logrado que la presencia de Roland durante la cena no la afectara, se había visto obligada a hablar con él en su cámara, un lugar en el que jamás habría imaginado que lo vería. Había conseguido ocultarle el pergamino, pero no sus caóticas emociones.
Eloise no recordaba cuándo había sido la última vez que la habían visto llorar. Siempre, si las lágrimas amenazaban con fuerza, buscaba un lugar íntimo para derramarlas. Además, llorar la dejaba agotada y sin fuerzas, y detestaba tanto perder el control que había aprendido a mantener siempre una férrea compostura.
No se había dejado llevar por las emociones. Las lágrimas se le habían agolpado en los ojos, pero no las había derramado, aunque le había costado mucho contenerlas cuando el tono grave de Roland penetró en su interior ofreciéndole una reconfortante seguridad.
¡Maldición! Ella no quería ni apreciaba los intentos de Roland de mostrarse cortés. Era el enemigo, el invasor. El sapo desagradable que había intentado convencer a su medio hermano para que no se casara con ella.
Un breve y extrañamente tierno encuentro no lo absolvía de todos sus pecados. Ni tampoco los pocos momentos felices que habían compartido antes de mostrarse como el hombre falso que era en realidad.
En alguna ocasión se le había ocurrido que él tenía buena opinión de ella. Fue un día en que Roland entró en el establo estando ella allí y, en aquel momento, le habría gustado que hubiera entrado buscándola a ella. Pasaron largo rato en agradable compañía admirando los caballos.
Él apreció entonces la gracia y el corazón de la yegua de ella. Eloise, a su vez, no pudo por menos de admirar la elegancia y la potencia del semental que montaba él. Le había impresionado con su encanto y su ingenio al tiempo que se había deleitado con su galantería. Era una pena —había pensado entonces— que Roland fuera el menor de sus hermanos, un escudero con poco dinero aún, lejos de ser el heredero inmediato de la baronía de su padre.
Su falta de lealtad hacia Hugh había hecho que se sintiera culpable, sentimiento que empeoró cuando oyó por casualidad la poca estima en que Roland la tenía, para finalmente resultarle insoportable cuando Hugh murió.
En su cabeza, Eloise sabía que su necia preferencia por Roland no había causado la muerte de su prometido, pero en su corazón resonaban ecos de castigo divino.
Isolda se incorporó en su jergón.
—Señora, no estaréis pensando en advertirles, ¿verdad? Sería imprudente y peligroso.
Arrancada de sus pensamientos, Eloise releyó la nota de su padre. Desde el momento en que la encontró, se le habían ocurrido varios planes, todos ellos a cual más temerario e igualmente condenados al fracaso. Incluso en el supuesto de que pudiera encontrar la manera de salir sin ser vista de Lelleford, dudaba mucho que consiguiera localizar a su padre con facilidad y entrar después en el castillo a hurtadillas.
Tal como ella lo veía, su obligación estaba en el castillo, con la gente de Lelleford, y su padre no apreciaría ver cómo ella ponía el señorío en un peligro mayor aún.
Roland se creía a cargo de su hogar. Era necesario que alguien lo vigilara de cerca para evitar posibles abusos de poder. Además, el mejor momento para avisar a su padre sería cuando Kenworth y sus hombres se hubieran marchado y las puertas dejaran de estar tan celosamente guardadas.
—No, no creo que pudiera abandonar el castillo sin ser vista. Y si las patrullas de vigilancia no son capaces de encontrarlo, dudo mucho que yo tuviera más suerte. Confío en que mi padre hará lo que considere más adecuado.
Igual que ella debía hacer lo que considerara más adecuado. Por eso había permitido que Isolda; viera el mensaje, consciente de que su criada guardaría el secreto porque su hermano se hallaba involucrado. Por la mañana le hablaría a Simon de los planes de su padre y le pediría consejo sobre qué hacer, si es que podía hacer algo.
Nadie más debía ver u oír el mensaje. Ya había sido bastante descuidada al permitir que casi cayera en manos enemigas.
Eloise se deslizó fuera de la cama y caminó por la habitación. Cogió las tenazas que había junto al brasero y, sujetando firmemente entre ellas el pergamino, lo acercó cuidadosamente a las ascuas ardientes. El borde se oscureció y se retorció al quemarse y empezó a salir humo, aunque no llamas.
Isolda tosió y agitó la mano delante de la cara.
—Qué mal huele aquí, señora.
Así era, y la cosa empeoraría si ardía la pieza hecha con el pellejo de un animal que había debajo.
—Abre las contraventanas.
Aún resonaba el eco de truenos en la lejanía pero lo peor de la tormenta había pasado y la lluvia se había convertido en una fina cortina. Una leve brisa empujaba al interior las gotas de agua y se llevaría consigo el humo y el mal olor.
Decidida a destruir el mensaje de su padre, Eloise volvió a acercarlo a las ascuas. De nuevo el borde se oscureció y se retorció, pero, entonces, una bocanada de aire sopló haciendo relucir una diminuta llama.
Fascinada, Eloise observó cómo el fuego avanzaba por el pergamino hasta llegar a las palabras escritas por su padre. Oía toser a Isolda mientras ella se apartaba el humo de la cara con una mano.
Fuera, en el pasillo, alguien gritó «¡Fuego!». La puerta se abrió de golpe y su sorpresa fue mayúscula. Roland estaba en la puerta con los ojos muy abiertos por el pánico.
—¡Señora la estera! —chilló Isolda.
Eloise volvió la atención hacia el pergamino que ardía en el brasero. Un trozo se había desprendido y había ido a parar sobre la estera junto a sus pies desnudos. Antes de que pudiera reparar en ello, Roland cruzó la estancia tomando de camino la palangana.
Eloise se echó hacia atrás y dio un grito ahogado al notar el agua en el pecho y el brazo.
Cualquiera hubiese jurado que todo un ejército subía por las escaleras, a juzgar por el ruido proveniente del exterior Simon llegó con un cubo lleno de agua, al igual que los otros hombres que lo acompañaban.
Eloise enrojeció de vergüenza de la cabeza a los pies. Sólo había querido reducir el pergamino a cenizas. La expresión de intensa desaprobación que vio en los ojos de Roland la acusaba de haber intentado incendiar el castillo entero.
Isolda se cubrió la cara con las manos. Simon frunció los labios y sacudió la cabeza. Eloise pensaba en cuánto deseaba salir volando por la ventana cuando escuchó un rugido proveniente del pasaje.
—¿Qué diantres está ocurriendo?
El conde. Por todos los santos.
Roland hinchó el pecho y a continuación expulsó el aire y tiró la palangana sobre la cama.
—Simon, detén al conde si puedes. El peligro ha pasado. Todo el mundo puede regresar a sus jergones o a sus quehaceres.
Con un gesto de asentimiento, Simon sacó a sus hombres de la estancia. Eloise esperaba que Roland hiciera lo mismo. Deseo inútil. La puerta se cerró con fuerte estruendo.
A continuación ladeó la cabeza y arqueó las cejas. Era su manera de pedir una explicación.
Eloise alzó la barbilla.
—Deberíais sentiros avergonzado. No había motivo para gritar la alarma.
Roland no podía creer su temeridad. Desde el momento que olió el humo, no había podido controlar el latido desaforado de su corazón. A su mente habían acudido imágenes horribles. La estancia en llamas. La mujer atrapada o algo peor. Había visto y olido la carne quemada durante la guerra contra los escoceses y no quería repetir la experiencia. Aún podía sentir el nauseabundo olor que empeoraba al mezclarse con el denso humo que flotaría en el aire durante toda la noche, tal vez durante días.
Hizo entonces un gesto hacia la puerta.
—¿De haber estado vos de guardia junto a la puerta y oler el humo, no habríais gritado la alarma?
—¿Estabais de guardia en mi puerta? —preguntó con el ceño fruncido.
—Tengo muy mala suerte con los dados.
—¿Contra quién perdisteis?
—Contra Simon, cuyo sueño acabamos de interrumpir. Él tomará el relevo después.
—Oh. Bueno, entonces, tal vez deberíais haberos tomado un momento para comprobar si realmente había peligro antes de molestar a Simon.
—Uno no se arriesga con el fuego. —Miró el pergamino mojado aún pegado a las tenazas, lo que le hizo suponer que se trataba del mismo que había visto tomar a Eloise antes de irse a dormir.
En aquel momento no le pareció importante, ocupado como estaba observando la cámara, imaginando a Hugh abrazado a Eloise sobre aquella misma cama.
—¿Qué tratabais de quemar?
—No es de vuestra incumbencia —dijo ella escondiendo detrás de la espalda las tenazas.
—Todo lo que ocurra a partir de ahora en Lelleford es de mi incumbencia. Dádmelo.
El mentón altivo y delicadamente dibujado de Eloise se alzó aún más.
—Es privado. Y me parece que no es muy correcto por vuestra parte continuar en mis aposentos después de entrar sin permiso y estando yo dentro.
—¡Tal vez deberíais haber cerrado con cerrojo entonces!
—¡Nunca he tenido necesidad de hacerlo! ¡Nadie se ha atrevido antes a entrar sin ser invitado!
No tenía intención de pedirle perdón. Dio un paso hacia ella intencionadamente amenazador y la miró con el ceño fruncido que él sabía que podía hacer temblar a sus soldados.
—O me dais el pergamino voluntariamente o lo tomaré a la fuerza.
—¡Bellaco!
¿Era un bellaco mejor o peor que un sapo desagradable? Roland decidió no preguntar. Se limitó a mantener la mano extendida y hacer un gesto de impaciencia con los dedos.
—Ahora mismo, Eloise.
—¡No tenéis ningún derecho!
No pensaba luchar con ella delante de un testigo. Para salvaguardar su orgullo y librar a Eloise de más vergüenza ordenó:
—Isolda, sal fuera.
—¿Otra vez? —murmuró la criada.
Desde luego aquella criada debía de haber aprendido sus insolentes modales de su señora.
—No será mucho rato, te lo aseguro.
Eloise frunció el ceño al oírlo. A lo mejor por fin se había dado cuenta de que hablaba en serio. Era evidente que si daba una orden, ya fuera a una criada o a la hija de un caballero, esperaba que le obedeciesen.
Isolda se arrastró hacia la puerta.
—Si le hacéis daño, señor, responderéis ante el diablo.
—Cualquier daño que pudiera sufrir será porque se lo haga ella misma.
Demonios. ¿Por qué tenía que darle explicaciones a una criada? ¡No tenía que dar explicaciones a nadie!
Tras cerrar la puerta, se encontró a solas con una obstinada y bellísima mujer cuyo camisón húmedo dejaba traslucir una figura de finas curvas y hermosos atributos. Los pezones oscuros endurecidos por el frío presionaban sobre el delgado tejido del camisón, una erótica invitación para las manos de un hombre. Una molesta picazón en la palma de la mano le instaba a responder.
¿Podría seducirla a su antojo? Era un pensamiento tentador, pero consiguió apartarlo de su mente rápidamente. Su misión era proteger Lelleford, incluyendo a sus habitantes, especialmente a la hija del señor.
No deseaba enfrentarse a ella, ni mental ni físicamente. Por desgracia, Eloise se negaba en redondo a acatar su autoridad.
Con la mano extendida, se acercó a ella. Por cada uno de sus pasos, Eloise retrocedía otro hasta que finalmente su espalda chocó contra la pared.
—Ya no podéis retroceder más, señora. Así que entregádmelo.
Eloise se deslizó por la pared mientras el camisón se arremolinaba a sus pies como una nube. Se sentó sobre el pergamino y cruzó los brazos bajo los pechos respingones.
—Iros, villano, o gritaré, y lamentaréis la afrenta de esta noche.
Roland suspiró interiormente, sin más remedio que ceder a lo inevitable, lamentando de antemano lo que tenía que hacer.
—No me dejáis opción, señora.
—No os atreveréis a tocarme. Un caballero decente…
El reto demostró ser la gota que colmó el vaso de su paciencia. La tomó de los brazos y a continuación la levantó en volandas, todo intento de protesta por parte de Eloise perdido entre los gruñidos y los gritos ahogados que terminaron con su estómago sobre el hombro de Roland.
Para afianzar el peso sobre su hombro, Roland colocó una mano en el suave y redondo trasero que le caía a la altura de la mejilla. Las aletas de la nariz se le abrieron para dejar que penetrara el aroma de la mujer mientras a él se le agitaba el cuerpo con el contacto de aquellas prietas carnes que tenía bajo sus dedos.
Eloise se dedicó a golpearlo con el puño cerrado en la parte baja de la espalda terminando así con la exquisita fantasía de girar la cabeza y encontrarse con la dulce suavidad femenina.
—¡Bajadme, bestia!
Roland palmeó el trasero de Eloise con firmeza para que sirviera de advertencia, pero no demasiado fuerte como para hacerle daño.
—Os aconsejo que me hagáis caso ahora mismo. Podría dejaros una señal donde nadie pudiera verla.
Eloise se quedó quieta, en absoluto silencio. Roland miró el pergamino y las tenazas que estaban en el suelo. Primero se desharía de la gritona que tenía sobre los hombros, y después tomaría el pergamino medio quemado.
Reticente a que terminara la paz, y a alejarse de la calidez del cuerpo femenino aunque fuera en una posición tan indecorosa, se dirigió a la cama.
—No soy vuestro enemigo, Eloise. Me creáis o no, me aseguraré de que nada malo os ocurra ni a vos ni a vuestra gente ni al señorío en ausencia de vuestro padre. Vuestra cooperación no es vital, pero ciertamente me haría la labor más fácil.
—¿Por qué habría de cooperar con vos? —resopló ella.
—Porque los dos queremos lo mismo. Si continuáis luchando contra mí, Eloise, tendré que emplear métodos más duros con vos, y odiaría tener que hacerlo. No me obliguéis a utilizar la mano.
Roland era consciente de que había movido la mano. De que seguía haciéndolo. Se movía en círculos sobre aquel trasero, sobre sus muslos. Eloise parecía tan suave al tacto, como una gatita que tuvo una vez que le solía morder y arañar hasta que, se dio cuenta de que podía confiar en él. Excepto que Eloise no era una gatita sino una leona regia con zarpas afiladas y ningún motivo para confiar en él.
¿Qué haría si deslizaba la mano bajo el camisón para acariciarla como era debido? ¿Sería capaz de domarla con sus caricias, de inducirla a ronronear? Una curiosidad que no se atrevía a satisfacer, sin embargo.
—Os lo ruego, bajadme.
Una petición, no una orden.
—Si lo hago, ¿os quedaréis quieta? Si me haréis perseguiros por toda la estancia, os juro que no actuaré con tanta suavidad la próxima vez.
Notó un suspiro por su parte. ¿Resignación?
—Habéis ganado esta escaramuza, Sir Roland. Lo único que os pido es que me concedáis un favor cuando leáis el mensaje.
Roland se quedó helado. ¿Un mensaje? ¿De quién? ¿De Sir John? ¿Con qué derecho pedía un favor?
—¿De qué se trata?
—Me disgusta verdaderamente esta desconcertante posición. La cabeza empieza a darme vueltas.
¿Le faltaría el equilibrio necesario para salir corriendo? Tal vez. Además, no podía quedarse al toda la noche con ella sobre los hombros, el culo en pompa, a merced absoluta de sus deseos.
Porque tenía que admitir que sentía deseos, aunque no tuviera ningún derecho a satisfacerlos.
Echó un vistazo hacia el lugar en el que había tirado la palangana y dejó con cuidado a Eloise sobre el cobertor de terciopelo azul. Quedó tumbada de espaldas frente a él en toda su gloría femenina, los ojos muy abiertos y ligeramente vidriosos, consciente de su posición vulnerable. Por todos los santos, era como si estuviera desnuda por lo poco que su camisón húmedo cubría.
Eloise inspiró profundamente, demasiado para su gusto. Roland quedó hechizado con el subir y bajar de su pecho y el pulso comenzó a acelerársele.
Si se inclinara sobre ella, podría saborear las puntas de tan jugosos pechos, abandonarse al placer de tan suntuoso festín y, con toda seguridad sufrir un agudo dolor en sus regiones inferiores el resto de la noche.
—¿Qué favor?
—Que consideréis cuidadosamente las consecuencias antes de actuar.
—Soy un hombre cuidadoso, Eloise.
—¿De veras? Vuestro hermano Hugh lo era. De vos no estoy tan segura.
Una vez más la visión de Hugh y Eloise revolcándose en el cobertor de terciopelo se le vino a la mente. ¿Acaso habría logrado Hugh aplacar a la leona llenándola de caricias, de besos, haciéndole el amor?
Roland volvió a centrarse en lo que debía. Sin dar más concesiones, cruzó la estancia y tomó el pergamino. De las pocas palabras que no habían resultado quemadas por el fuego o la tinta corrida por el agua lanzada por él, consiguió captar el significado del mensaje y supo quién lo había enviado.
Si Sir John le había dado órdenes a su hija antes de huir, Eloise había sabido todo el tiempo el paradero de su padre.
—Visteis a vuestro padre antes de que huyera —dijo arrugando el pergamino—. Sabíais que Sir John no estaba cazando.
—Lo sabía.
Su voz parecía demasiado cercana para que estuviera hablándole desde la cama. Entonces se dio la vuelta y vio que estaba justo detrás de él.
—¿Dónde se oculta?
Eloise movió la cabeza.
—Me ordenó que permitiera la entrada al conde, que hiciera lo que fuese para asegurarme de que Kenworth no se viera obligado a tomar Lelleford por la fuerza. Y se fue. —Agitó la mano señalando el pergamino—. De lo que ocurriera después, sólo sé que está esperando la oportunidad para regresar. Roland, os ruego que no le contéis nada de esto a Kenworth.
Eloise le estaba pidiendo que se uniera a ella en aquella conspiración. ¡Había que tener agallas para pedirle una cosa así! Pero claro, qué otra cosa podía esperarse de una mujer tan obstinada como aquélla.
—¡En nombre de Dios! ¿Por qué iba a hacerlo?
Los dedos de Eloise se posaron entonces en el brazo de Roland.
—Porque si el conde llega a enterarse de que mi padre está al acecho, nadie en Lelleford estará a salvo, lo que según vos es vuestra responsabilidad. Pensad en ello. ¿Qué podríais hacer si el conde decidiera prenderle fuego a la torre del homenaje o utilizarme como cebo para hacer salir de su escondite a mi padre? ¿Podríais detenerlo, cumplir vuestra promesa al rey?
Se maldijo porque la mujer tenía algo de razón. Irritado, levantó el pergamino.
—¿Cómo llegó a vuestras manos?
—Lo encontré en mi cama. No sé cómo ha llegado hasta aquí.
¿Se atrevería a creerla?
—Obviamente, alguien lo ha traído.
Asintió pero no dijo más. No era necesario, realmente. Si Sir John no lo había hecho personalmente, lo habría hecho su escudero, lo que significaba que, aparte de las puertas, había una manera oculta de entrar y salir del castillo.
—¿Quién más sabe del mensaje?
—Isolda.
—¿Nadie más? ¿Simon? ¿Algún otro caballero?
Eloise sacudió la cabeza y Roland no pudo por menos de preguntarse de nuevo si creerla o no. Eloise parecía sincera, pero hasta el momento lo había engañado a él y a todos los demás.
Quedaban aún unas horas para el amanecer, tiempo suficiente para decidir qué hacer con la información. Tal como le había dicho a Eloise, normalmente era un hombre cuidadoso, y en ese momento se abría una delgada línea entre ayudar a un fugitivo de la justicia y guardar una promesa hecha al rey.
—Tendréis mi respuesta por la mañana.
Eloise retiró la mano del brazo del hombre.
—Rezaré para que toméis la decisión correcta.
Roland dudaba mucho si confiar en su decisión de rezar. Consideraría con sumo cuidado qué decir y qué no decir al perverso conde.
Capítulo 5
Eloise bajó la escalera con cautela. Se había sentido tentada de quedarse en sus aposentos, pero se resistió a hacerlo porque le parecía de una cobardía inaceptable.
Tenía que saber qué había sucedido durante la agitada noche, que ella había pasado dándole vueltas a quién podría haberle dejado el mensaje de su padre y asustada por lo que Roland hubiera decidido hacer con la información. Se le había formado un nudo en el estómago con la incertidumbre.
Pero también había tenido que luchar con la irritante reacción de su cuerpo hacia la masculinidad mostrada por Roland.
Santo Dios, qué fuerte era aquel hombre. La había levantado del suelo y se la había echado al hombro como si no pesara más que un saco de grano, en una exhibición de fuerza y frustración hacia —tenía que admitirlo— el inmaduro comportamiento de ella.
En vez de sentarse como una cría sobre el pergamino medio chamuscado, debería haber intentado negociar su colaboración.
Pero lo que era aún peor, después de que la dejara sobre la cama, había percibido el deseo que vibraba dentro de él. Totalmente preparada para recibirlo sobre su cuerpo, no había sentido miedo alguno sólo una extraña y acuciante expectación que bullía en todo su ser.
Le resultaba ciertamente molesto admitir que no había pronunciado ni una palabra de queja ni levantado un dedo en defensa propia. Inexcusable.
En defensa de Roland había que decir que había ganado su propia batalla interior, pues fue capaz de dominarse cuando recordó que estaba allí para protegerla. Ella contaba con ese fuerte sentido de la obligación que tenía Roland, con su honor de caballero, para que su indiscreción no resultara perjudicial. Nunca debería haberle hablado de su temor por las intenciones de Kenworth con su padre.
Eloise miró a su alrededor en el gran salón y se fijó en que había menos gente de lo habitual desayunando. De los caballeros de Lelleford, sólo Simon estaba presente. Se encogió al ver dos guardias vestidos con el uniforme de los hombres del conde apostados cerca de la puerta, aunque ni Kenworth ni Roland estaban a la vista.
Aliviada aunque confusa, se deslizó en un banco junto a Simon. Este parecía cansado, probablemente porque lo despertaron antes de que tuviera que tomar el relevo ante su puerta la noche anterior, algo que no tenía sentido alguno para ella. ¿No habían de ser los hombres de Kenworth los que la vigilaran? Desconcertante.
—¿Dónde está todo el mundo?
Simon tragó una cucharada de gachas.
—Kenworth ha estado en el salón hasta que salió el primer rayo de sol. Está tan seguro de sus rastreadores que quería estar con la patrulla cuando encuentren a Sir John. Algunos de nuestros caballeros están con él, otros han acompañado a St. Marten a buscar al hermano Walter.
Otro misterio. ¿Dónde demonios podría haberse metido el monje y por qué? Deseó en silencio que Roland tuviera buena suerte y lo encontrara antes de que regresara el conde. Ella también tenía algunas preguntas que hacer al monje.
—Me sorprende que Kenworth haya permitido a nuestros caballeros salir del salón.
—Kenworth teme que conspiremos si nos deja a solas juntos demasiado tiempo. Somos rehenes los unos de los otros. —Alzó una ceja—. Vos también. Os lo ruego, señora, conteneos.
Al contrario de lo que había hecho la noche anterior, quería decir.
Puesto que Kenworth no irrumpió en su cámara, entendía que Simon le habría dado al conde alguna explicación de por qué había hombres por el pasillo portando cubos de agua. Debía admitir que Roland tenía razón: si ella hubiera estado delante de la puerta de su habitación y hubiera olido el humo, habría dado la voz de alarma como había hecho él.
En vista de los resultados de sus impetuosas acciones, debería haber esperado hasta esa mañana para destruir el pergamino, lanzándolo a las llamas de la chimenea. Así Roland no habría descubierto que su padre estaba en la zona y no podría traicionar su posición ante Kenworth.
—¿Habéis hablado con Roland esta mañana?
Simon dejó la cuchara de peltre en la escudilla de madera vacía y la puso a un lado. En poco más que un susurro respondió:
—Me ha contado lo del mensaje y que lo ha destruido. Tenemos suerte de que no le diera por entregárselo al conde.
El nudo de su estómago pareció disolverse. La actitud de Roland no le dio la sensación de triunfo pero sí de alivio.
—Parece que no está tan interesado en la captura de mi padre como en llevar a cabo la promesa hecha al rey.
—Su obligación está aquí con nosotros —dijo él, asintiendo.
Era reconfortante pero eso no significaba que la situación hubiera cambiado. Roland seguía siendo el invasor, y ella seguía rebelándose contra la autoridad sobre su hogar que le había concedido el rey.
Consciente de que no podía hacer nada, pasó al otro tema que le preocupaba.
—Simon, ¿hay alguna manera de entrar en el castillo que no sea a través de las puertas?
Simón se acarició la barbilla.
—Creía que no, pero estoy empezando a pensar que debe de haber alguna. Roland dice que encontrasteis el mensaje en la cama cuando os retirasteis de la mesa anoche, mucho después de que Kenworth ordenara cerrar las puertas y apostar guardias de vigilancia.
—Entiendo que Edgar se ocultó en alguna parte y lo dejó en mi cámara, pero no puedo comprender cómo lo hizo.
—Es un misterio. —Simon se removió inquieto, señal de lo incómodo que le hacía sentir la idea de que alguien pudiera entrar o salir del castillo sin ser visto—. Tal vez exista un pasadizo secreto que comunique con las despensas o con la cripta de la capilla, excavado hace siglos y del que el señor tuviera conocimiento.
Simon no tuvo que decir que si su padre conocía la existencia de un pasadizo, debería haber informado a su administrador. Eloise pensaba que también debería haber informado a su hija.
Eloise reprimió un bostezo y se estiró. Si no se levantaba y se movía un poco, se quedaría dormida en la mesa. Ahora que sabía que Roland no utilizaría los acontecimientos de la noche anterior en su contra o en contra de su padre, podría relajarse un poco.
De momento, dejaría en manos de Simon el asunto del pasadizo secreto. Él investigaría y le informaría si descubría algo.
No se atrevió a mencionar el incidente nocturno que había interrumpido su sueño. Si se quedaba allí sentada cavilando sobre lo cerca que había estado de un beso, o algo más, se volvería loca.
—¿Estáis confinado en el salón? —preguntó a Simon.
—Así es. Vos no, pero no os alarméis si os sigue algún guardia. Si os mostraran el menor signo de insolencia, informadme de inmediato, que ya me encargaría yo de ponerle en su lugar.
No pudo por menos de sonreír ante la confianza demostrada por Simon.
—Deduzco que tenéis cierta autoridad sobre los hombres del conde.
—Soy un caballero, el administrador de Lelleford, lo que me confiere cierta autoridad. Además, los hombres que nos vigilan ahora son los mismos que permanecerán aquí con St. Marten. Será mejor que conozcan cuál es su lugar y sus límites desde el principio.
—¿Y St. Marten?
—Andaos con cuidado con él, señora. Tiene la venia del rey para darnos órdenes. La presión de la soga que nos imponga dependerá de la relación que tengamos con él.
La sonrisa de Eloise se notó algo forzada ante la mención de la palabra «soga».
—¿Queréis decir que debería comportarme con amabilidad con él?
—No sería mala idea.
Eloise se levantó del banco sin poder evitar oír el eco de las órdenes que su padre le había dado de aplacar a Kenworth. Seguía pareciéndole una desfachatez. Y ahora Simon le sugería que no enfadara a Roland.
¿Y cómo convivir con una espina que no consigues arrancarte? Imaginaba que intentado no prestarle atención. Imaginaba.
Lo primero que tenía que hacer era comer algo. Después hablaría con la cocinera sobre las comidas del mediodía y de la tarde. Y más tarde hablaría con las lavanderas, sí, se mantendría ocupada y así no pensaría en Kenworth ni en sus rastreadores ni en el paradero de su padre o del hermano Walter.
Ni tampoco pensaría en si habría disfrutado con el beso de Roland. Mientras que los labios de Hugh eran delgados y resecos, los de su medio hermano aparecían repletos e incitantes. Una boca muy tentadora.
Maldición. Tenía que dejar de comparar a los dos hermanos. No era justo para ninguno de ellos y sólo le recordaba su infidelidad hacia Hugh.
Uno de los guardias del conde la siguió a la cocina y después a la lavandería. Se quedó a una respetuosa distancia y guardó silencio. Aunque no se interponía, a Eloise le irritaba su presencia.
Justo antes del mediodía, cuando se dio cuenta de que no tenía nada más que hacer para mantener sus pensamientos a raya, Roland y Marcus atravesaron las puertas del salón llevando consigo a desaliñado hermano Walter. El monje consiguió distraerla del hermoso hombre que había ocupado sus pensamientos la noche anterior y gran parte de esa mañana.
Los ropajes del hermano Walter estaban embarrados y hechos jirones. Había perdido una sandalia también. Eloise percibió el mal olor y le entraron náuseas. No era barro lo que cubría el hábito de monje.
Tras ella, Simon dejó escapar una maldición inapropiada.
Horrorizada, señaló hacia la puerta.
—Que no entre en el salón hasta que deje de oler. Haré que lleven cubos de agua al patio.
Roland pareció no mostrarse de acuerdo, pero después cambió de opinión.
—Mirad a ver si encontráis unas ropas del hermano Walter que no huelan tan mal —le dijo a Marcus para a continuación sacar a empujones al monje al patio.
El rostro de Marcus se iluminó, divertido.
Eloise no parecía nada divertida, sin embargo.
—¿Qué demonios os ha hecho traer al monje al salón? Por todos los santos, ¿dónde lo habéis encontrado?
—Corriendo por el patio en dirección a los establos. Le dimos caza. Sin saber cómo, se cayó en el montón de estiércol. Creo que Roland lo traía aquí directamente porque no sabía qué otra cosa hacer con él —contestó Marcus sonriendo ampliamente—. Con vuestro permiso, señora, iré a ver si nuestro monje tiene otro hábito y otro par de sandalias.
Eloise no podía por menos de admitir que la escena tenía gracia y además pensaba que el hermano Walter merecía lo que le pasara.
Fueron necesarios varios cubos de agua para limpiar al monje, los primeros utilizados en arrancar le la suciedad del hábito. Él permaneció quieto estoicamente durante todo el proceso y enrojeció cuando le ordenaron desvestirse. Roland cortó la tímida negativa.
Eloise apartó la vista al ver que el monje obedecía, tan sólo vio de reojo las ropas húmedas. No la imitó el resto de curiosos reunidos ante el peculiar baño. Más de una de las sirvientas rió descaradamente. Eloise creyó que debería haberles ordenado que se alejaran, pero el monje era el único culpable de lo que le estaba ocurriendo.
—Oled, Lady Eloise. ¿Todavía apesta?
La orden de Roland no hizo sino provocar más risas a los presentes. Gracias a los hados, Marcus había encontrado un hábito limpio.
Eloise se apiadó del monje y resistió el deseo de acercarse a oler.
—Ya no huele mal. Ahora puede entrar en el salón.
—Señora —dijo el hermano Walter suavemente—, preferiría la soledad de la capilla para poder rezar…
Roland lo agarró por la capucha del hábito.
—Al salón, buen monje. Ahora que os tengo no dejaré que os apartéis de mi vista. Además, estoy ansioso por escuchar vuestras razones para huir…
Igual le ocurría a Eloise, a pesar de que temía que no iba a gustarle lo que el monje tenía que decir.
Tras terminar la comida y con una cerveza en la mano, Roland se dejó caer en el banco frente a Simon y Marcus. No se le ocurría una manera más agradable de esperar a que Kenworth regresara que en compañía de aquellos caballeros.
Además, gracias a ellos no pensaba en la dama del castillo, que había demostrado ser más que una simple distracción.
Mientras buscaba al hermano Walter, no había podido dejar de darle vueltas a su encuentro con Eloise la noche anterior.
Echarle el agua había sido una forma de apagar las llamas que consumían el pergamino que ella tenía en la mano y la estera que había bajo sus pies.
Desgraciadamente, también había empapado el camisón que llevaba puesto, de forma que el delgado lino se había convertido en un velo transparente que dejaba ver sus senos. Que sus pezones fueran dos manchas rosadas era más de lo que necesitaba saber.
No estaba particularmente orgulloso de haberla levantado del suelo y habérsela echado al hombro. Había sido una exhibición de modales bárbaros para ser un caballero. Aun así, era lo único que se le había ocurrido para separar a Eloise del pergamino sobre el que se había sentado.
El recuerdo de su cuerpo cálido y suave sobre su hombro lo había mantenido despierto toda la noche. Su aroma aún flotaba en su nariz. Y lo que era aún peor tampoco podía olvidar la visión de Eloise tumbada en la cama esperando un beso suyo, o algo más.
Poco le había faltado para cumplir las expectativas de la dama.
Y es que ella se había mostrado tan consciente de su presencia varonil como él de la presencia femenina de ella. Se había quedado quieta, tal vez algo confundida por la inexplicable atracción que había entre un hombre y una mujer que supuestamente no podían soportarse.
Eloise le resultaba fascinante.
Lo era en aquel mismo instante. Estaba desconcertada y la culpa la tenía el hecho de que al hermano Walter le faltara una sandalia. El monje no hablaba. Le había dicho a ella que no podía decir nada a nadie hasta que hablara con Sir John.
A Roland no le importaba. Él ya había cumplido con la tarea de encontrarlo que le había encomendado Kenworth, quien parecía creer que el clérigo podía suministrarle información sobre la traición llevada a cabo por Sir John. La negativa del monje a responder a las preguntas de Eloise, sin embargo, irritaba a la dama hasta lo indecible.
Ver a Eloise a punto de explotar era algo glorioso de contemplar. Esta recorría el salón supervisando desde la limpieza hasta que la comida hubo terminado, con la eficiencia de un general con sus tropas. Claro que ningún general contoneaba las caderas de esa forma al caminar.
Y cada vez que pasaba cerca del taburete que había junto a la chimenea en el que el desventurado monje estaba sentado, lo miraba como si quisiera enviarlo al mismísimo infierno.
Marcus se inclinó hacia delante, con un brillo travieso en los ojos.
—¿Cuánto tiempo creéis que el buen monje guardará silencio una vez que Kenworth empiece con él?
—No mucho —resopló Simon—. El conde no dudará en usar medidas más duras que las de Lady Eloise para hacerle hablar.
Roland asintió en silencio y en verdad no deseaba pensar en las torturas que Kenworth podría llevar a cabo con el reticente monje si Sir John seguía en paradero desconocido.
Ciertamente, deseó poder cerrar las puertas para que el conde se quedara fuera de los muros de Lelleford. Kenworth seguiría siendo insoportable tanto si encontraba a Sir John como si no, bien regodeándose o con el ceño bien fruncido.
Además, tal y como Roland veía su cometido, tendría que proteger al monje de Kenworth, igual que había desenvainado la espada para apoyar a Simon, y al igual que había hecho guardia junto a la puerta de Eloise para asegurarse de que no le ocurría nada malo.
Para un hombre acostumbrado a ser responsable sólo de sí mismo, últimamente había acogido a varios individuos bajo su ala. Timothy. Eloise. El monje. Las gentes de Lelleford.
Un pensamiento sobrecogedor.
Una sonrisa afloró a los labios de Marcus.
—El hermano Walter lamentará haber abandonado la seguridad del montón de estiércol. Sigo sin comprender por qué pensó que podría ocultarse en el establo. —Dio un codazo a Simon—. Hasta tú te habrías reído al verlo salir del montón.
Mientras Roland y Marcus reían, Simon no dejó ver más que un leve movimiento en la comisura de los labios.
En su primera visita a Lelleford, Roland los había apodado Marcus el Bromista y Simon el Serio. Durante años los dos habían servido lealmente a Sir John Hamelin, un barón menor que poseía tierras suficientes para dar a varios caballeros un cómodo nivel de vida.
La acusación de traición afectaba a los caballeros tanto como al propio John. De ser declarado culpable, John sería colgado y el rey entregaría todas las posesiones de Lelleford a uno de sus favoritos. Que a un caballero se le permitiera permanecer en Lelleford dependía del deseo del nuevo señor y de las ganas del caballero de jurar lealtad a éste.
Roland dio un sorbo a su cerveza y trató de no codiciar lo que John Hamelin podía perder.
—Lo que me inquieta es por qué el monje se sintió empujado a ocultarse. Se muestra firme en su deseo de hablar con John.
Simon se acarició la barbilla.
—Igual que ayer. Para un hombre habitualmente callado, ha hecho mucho ruido últimamente.
—Tal vez deberíamos intentar averiguar lo que sabe antes de que vuelva Kenworth.
Simon se levantó del banco.
—Lo mismo que estaba pensando yo —murmuró mientras se dirigía a la chimenea seguido de cerca por Roland y Marcus.
Simon se cruzó de brazos junto al taburete en el que estaba sentado el monje, una pose intimidatoria que éste no podía ignorar.
—Es probable que Kenworth no encuentre a Sir John —declaró Simon—, y que regrese de muy mal humor. Por el bien de todos nosotros, creo que deberíais decirnos todo lo que sabéis.
El monje levantó la vista y miró a Simon con ojos tristes.
—No. Sir John debe decidir lo que quiere que sepáis sobre sus asuntos. No quebraré la confianza que tiene en mí ni por vos ni por el conde.
Roland escuchó el roce de las prendas de seda de Eloise, que se acercaba a él.
—Ya habéis quebrado la confianza de mi padre. —La acusación de Eloise hizo que el hermano Walter parpadeara sorprendido—. Opino que la herida de vuestra cabeza es el resultado de una pelea entre mi padre y vos, y no de una desafortunada caída.
El monje respondió con toda tranquilidad:
—Es cierto, señora, que vuestro padre y yo intercambiamos algunas palabras desagradables, pero podéis estar segura de que mi herida no me la causó él. De no haber sufrido lo que vos bien habéis descrito como una desafortunada caída, el señor ahora no… —Sacudió la cabeza—. No puedo decir nada más.
Las puertas del salón se abrieron y Kenworth entró seguido de varios caballeros de Lelleford. Su profundo ceño revelaba el resultado de su búsqueda. Roland no estaba seguro de que el fracaso de los rastreadores fuera bueno o malo.
En cierta forma sería mejor para todos, excepto para Sir John, tal vez, que Kenworth lo hubiera capturado y se hubiera ido de Lelleford llevando consigo a su prisionero. Por otra parte, Roland albergaba algunas dudas sobre la culpabilidad de Sir John, dudas planteadas por la absoluta e inquebrantable seguridad de Eloise y los caballeros sobre su inocencia.
Los ojos del conde se iluminaron al ver al hermano Walter.
—Vaya, vaya. Uno de los fugitivos ha sido encontrado. ¿Dónde demonios habéis estado, Walter?
El hermano Walter se levantó con visible esfuerzo, manteniéndose firme ante el disgusto que mostraba el conde.
—Rogando para obtener guía, señor conde.
Una fastidiosa sensación de que algo no iba bien inquietaba a Roland, aunque no podría decir por qué. Tal vez la postura súbitamente rígida del monje, o su uso de las palabras «señor conde», le hacían sospechar de cierta familiaridad.
—¿Por qué habríais de necesitar guía? —preguntó Kenworth—. Vuestra obligación me parece bastante clara —dijo haciendo un gesto con la mano hacia Eloise—. Haced que me traigan comida a la sala de cuentas. El monje y yo tenemos que buscar unos papeles. Por lo más sagrado, si no logro encontrar a ese traidor, ¡encontraré la prueba de su traición!
Eloise sintió que se le erizaba el cabello pero tuvo la prudencia de hacer un gesto de asentimiento en señal de obediencia.
El conde giró sobre sus talones, el monje vaciló un poco antes de seguirle. Fiel a su obligación, Roland también lo siguió.
Cerca de la escalera, el conde volvió la cabeza y vio a Roland, que se detuvo en seco.
—No se requiere vuestra presencia, St. Marten.
—Pues yo creo que sí, señor. Si algo malo le ocurriera al hermano Walter, el rey me haría responsable.
—No le ocurrirá nada malo —dijo Kenworth con una malévola sonrisa en los labios—. Walter no sirve a Lelleford, sino a mí, y por tanto es asunto mío y no vuestro.
Sorprendido, Roland miró al monje, cuya expresión continuaba siendo estoica. No se molestó en negarlo.
Ahora Roland sabía por qué Kenworth había estado tan seguro de la presencia de Sir John Hamelin en Lelleford y de que sería capturado. El monje era el espía de Kenworth, alguien que informaba al conde con antelación de los planes de Sir John. ¿Acaso no habría sido el monje quien le había facilitado las pruebas de la traición de Sir John?
Roland hizo lo único que podía hacer en aquella circunstancia. Con una ligera inclinación, retrocedió.
—Os dejaré con vuestra tarea, entonces.
Sin más comentario, el conde y el monje desaparecieron escalera arriba. Roland no tenía que decidir si decírselo a los demás o no. Todos lo habían oído.
Eloise se sentó en el taburete en el que había estado el monje, su incredulidad compitiendo con su rabia.
—¡El muy traidor! —exclamó—. ¿Cómo se atreve a hablar de quebrar la confianza de mi padre cuando todo tiempo ha estado de parte del conde?
La urgencia de correr a reconfortar a Eloise a punto estuvo de subyugar la lógica de Roland. No podía tomarla en sus brazos y… ¿qué? ¿Decirle que todo saldría bien? No era verdad. Además, ella tampoco parecía estar a punto de echarse a llorar ni de necesitar el calor de nadie, mucho menos de él.
Así que resolvió dirigir su atención a Sir Peter, uno de los caballeros de Lelleford.
—¿Han fracasado los rastreadores?
—No del todo. Si Sir John está en los alrededores, está bien escondido.
—¿Están buscando todavía?
—Sí, han recibido órdenes de buscar hasta que caiga la noche, si es necesario.
—¿Por qué ha regresado Kenworth?
Peter sonrió ligeramente.
—Kenworth no es un hombre paciente.
—¿Y el resto de vosotros?
El fuerte caballero se encogió de hombros.
—O Kenworth no quería que viéramos fracasar de nuevo a sus hombres, o temía que pudiéramos zafarnos y ayudar a Sir John. Lo único que sé es que aunque esta nueva búsqueda estaba demostrando ser igualmente infructuosa, ordenó a sus hombres que continuaran y a nosotros que regresáramos con él.
Eloise se levantó del taburete con elegancia.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Esperar —respondió Roland, consciente de que los caballeros se preguntaban lo mismo y probablemente les irritara la perspectiva de tener que tomar alguna decisión sobre qué hacer—. Todo depende del éxito de la patrulla de búsqueda, y de lo que Kenworth encuentre en la sala de vuestro padre.
Eloise miró hacia las escaleras y después a cada uno de los caballeros con gesto agrio.
—Odio no poder hacer nada —dijo y, a continuación, salió en dirección a la cocina.
Capítulo 6
Roland salió de la torre con los pensamientos en un caos absoluto.
Al igual que Eloise, odiaba no poder hacer nada, tener que permitir que los acontecimientos siguieran su curso sin poder controlarlos.
Aunque no se podía decir que él hubiera ejercido demasiada influencia sobre las cosas buenas que le habían ocurrido en los últimos meses. Por un golpe del destino había llamado la atención del rey Eduardo, una situación fortuita que le había dado la oportunidad de mejorar mucho en su vida.
Pero lo podía perder todo en menos que cantaba un gallo.
Con las manos detrás de la espalda, se dirigió hacia la torre de entrada. Los guardias, hombres de armas de Kenworth, lo saludaron al atravesar el arco y la puerta de hierro.
Tanto el patio del castillo como la liza estaban en calma. Lugares en los que uno esperaría encontrar movimiento de gente haciendo sus quehaceres diarios, o granjeros arrendatarios que venían a visitar los establecimientos de los artesanos que se alineaban a lo largo de toda la muralla, pero apenas unas cuantas almas circulaban en esos momentos.
El martillo del herrero estaba en silencio; la puerta del zapatero cerrada. Las mujeres visitaban el pozo común pero no se entretenían a cotillear. Tampoco había niños jugando con palos y aros. La única actividad tenía lugar alrededor de los establos, donde escuderos y mozos de cuadra se afanaban con los caballos recién llegados.
Inquietante. Como si todo el mundo estuviera conteniendo el aliento a la espera de la captura de su señor, o de la ira del conde si éste lograba escapar.
Kenworth y el monje estarían ocupados en la sala de las cuentas bastante tiempo buscando las pruebas de la culpabilidad de Hamelin. Resultaba asombroso pensar que el conde había metido un espía al servicio de Sir John, y que éste no se había dado cuenta de que estaba dando trabajo a un informador.
Sin embargo, era una espada que oscilaba en dos sentidos. Al igual que el monje había espiado a John, también debía de haber sido el que advirtiera, tal vez involuntariamente, de la llegada inminente del conde, permitiendo que John escapara de Lelleford antes de poder ser arrestado. Roland sintió un escalofrío al pensar en lo que el conde le haría a su informador por haberlo dejado escapar.
Pero no era obligación suya. El monje debía haberse dado cuenta de que se ponía a sí mismo en peligro al aceptar la posición de espía. Ahora tendría que pagar por su error.
De forma instintiva, Roland miró hacia el camino de ronda situado en lo alto de la gruesa muralla que rodeaba la fortaleza. Arqueros vestidos con el uniforme del conde hacían la ronda, vigilando por si aparecía algún signo de peligro o regresaban los de más hombres de Kenworth.
Si los rastreadores no encontraban a Hamelin, sería el diablo ante quien habría que rendir cuentas. Y si Hamelin era capturado, eso sería lo mejor para todos, excepto, tal vez, para John y su hija.
Roland sacudió la cabeza. Lo mejor sería no pensar en Eloise. Ya se había visto afectado en varias ocasiones en el día por el aroma que desprendía o el recuerdo de cómo la había tirado sobre la cama y a punto había estado de besarla. Con demasiada viveza recordaba cómo lo había mirado con aquellos ojos de zafiro, expectante, deseosa.
La intensidad que había cobrado la tensión entre ambos lo había pillado desprevenido, y no podía permitirse cometer el grave error de involucrarse físicamente con una mujer a la que se suponía que tenía que proteger. El rey pediría su cabeza ante semejante falta a la obligación, eso si los caballeros de Lelleford no se la cortaban antes por haber robado la virginidad de su señora.
No ocurriría. No con Eloise. No con la mujer que tan cerca había estado de convenirse en la esposa de su medio hermano. No con la mujer por la que los dos habían discutido, la última vez que habían hablado antes de la muerte de Hugh.
Un grito furioso proveniente de los establos llegó a sus oídos.
Los escuderos de los caballeros de Kenworth permanecían alineados frente a los escuderos de Lelleford. Con los brazos cruzados sobre el pecho, los caballeros se estaban retando.
El que más gritaba era el escudero del conde, Gregory. Un muchacho alto y fuerte, sobrino de Kenworth, que se alzaba como el líder. El muchacho ponía nervioso a Roland. Gregory utilizaba a menudo su grave tono de voz y su amenazante actitud para asegurarse de que los otros escuderos lo reconocieran como a alguien superior en riqueza y rango. Faltaban dos meses para que lo armaran caballero y Roland sentía lástima por el aún desconocido chico que Gregory elegiría como escudero.
Apretó el paso cuando vio que Gregory alzaba un puño apretado.
—¡Será colgado como merece! —declaró el escudero arrancando con ello los gritos en señal de asentimiento de los que estaban de su lado y las protestas airadas de los otros.
Roland buscó entre ellos a Timothy. El chico permanecía a un lado, cerca de los caballeros de Lelleford pero no entre ellos, como si estuviera preparado para tomar parte si era necesario pero a la espera.
Igual que Roland se había mantenido a la espera hasta que la circunstancia requiriera ponerse del lado de Simon contra Kenworth.
El chico aprendía rápido y bien.
—¡Vuestro todopoderoso conde tiene que encontrarlo antes de poder colgarlo! Y parece que no está teniendo mucha suerte, ¿no os parece? —ésa fue la respuesta a modo de insulto.
Roland no sabía cuál de los escuderos de Lelleford se había atrevido a responder. Aunque eso daba igual, se había limitado a exponer lo que todos ellos pensaban.
Sin dudarlo, Roland se interpuso entre ambas facciones. Casi de inmediato, las fieras miradas se suavizaron, los brazos se relajaron, y la calma reinó. Puede que los escuderos se insultaran entre ellos sin reparos, pero respetaban la autoridad y el rango de Roland, que siempre hablaba bien del entrenamiento que estaban recibiendo.
También tenía a su favor que la mayoría de los escuderos eran sólo unos muchachos, únicamente unos pocos eran mayores y se acercaba el momento de que los armaran caballeros. En el rostro de éstos seguía presente la mirada ceñuda, y con ellos habría problemas después si sus caballeros no se ocupaban de instruirlos en la necesidad de hacer valer la paz, de reforzar los principios de la caballería que requerían de ellos un comportamiento honorable hacia otros caballeros.
Desgraciadamente, Roland no podía imaginarse a Kenworth instruyendo a Gregory en ese sentido.
—Os advierto a todos —dijo Roland con voz suave y casi inaudible—. Cualquier escudero que golpee a uno de sus compañeros recibirá como castigo la orden de amontonar estiércol en pago a tan innoble comportamiento. Sugiero que os dediquéis a hacer algo más propio de vuestra categoría que gritaros unos a otros como vulgar chusma.
Los escuderos comenzaron a dispersarse evitando mirarle. Todos excepto dos que parecían querer enfrentarse. Gregory, naturalmente, y Alan, a quien Roland reconoció como el escudero de Sir Marcus. Estupendo. El escudero del conde y el del capitán de la guarnición de Lelleford. Sólo tenían ojos el uno para el otro.
—Gregory, Alan, al igual que otros escuderos de vuestra edad, espero de vosotros que deis ejemplo de comportamiento caballeroso a los demás.
—Los dos se volvieron para mirarle, en sus ojos un gesto de sorpresa horrorizada—. Si uno de los chicos más jóvenes sucumbe a la tentación de pelear, vosotros tendréis que ocuparos de que no lo haga so pena de recibir el mismo castigo que él.
Roland vio ira en los ojos de Alan, aunque el escudero se mordió el labio inferior para evitar contestar. No hizo lo mismo Gregory, que pareció hincharse ofendido.
—Os estáis sobrepasando, Sir Roland. Kenworth tendrá noticia de esto.
Roland se inclinó hacia delante, harto de que se cuestionara su autoridad.
—Me amenazas con Kenworth. Él me amenaza con el rey. Juro que estoy temblando de miedo de pensar lo que el rey va a hacerme cuando se entere de que tuve que impedir una pelea entre escuderos y después tuve que conminarlos a que se mostraran responsables de su obligación de mantener la paz en Lelleford.
Se reclinó entonces y observó a ambos grupos de escuderos.
—No nos corresponde a nosotros juzgar, culpar o absolver. Ocupaos de vuestras obligaciones. Si no tenéis trabajo suficiente en que ocupar vuestras manos y vuestras mentes, yo os conseguiré más.
No fue necesario decir más para que se dispersaran. Ninguno de ellos parecía contento con la interrupción pero todos obedecieron. Los últimos dos en romper contacto visual fueron Gregory y Alan. Habría problemas entre ambos de nuevo si la situación no terminaba pronto. Lo mejor para todos sería que Kenworth abandonase Lelleford —con o sin John Hamelin—, llevando consigo a sus caballeros y éstos con ellos a sus escuderos.
Había perdido la cuenta de todas las veces en los últimos dos días que había deseado que Kenworth desapareciera. ¿Cuántas veces habría deseado Eloise que todos ellos abandonaran Lelleford? Especialmente desde que había encontrado el mensaje de su padre sobre la cama.
—Bien hecho, señor.
Probablemente no mereciera tal alabanza de Timothy. Roland no sabía si verdaderamente debería haber dejado que Gregory y Alan llegaran a los puños para aliviar la rabia que sentían. Por desgracia, independientemente del resultado, poco habría servido para aplacar las hostilidades existentes entre los dos escuderos.
El único escudero que permaneció allí fue Timothy, que miraba a Roland con lo que a éste le pareció verdadera admiración. Esta visible consideración sirvió para levantar sus ánimos como ninguna otra cosa, aunque no había hecho nada especial para ganarse el respeto y la lealtad del chico.
—Tal vez. Pero mientras Kenworth permanezca aquí, habrá dos facciones con ánimo de lucha y las escaramuzas continuarán. Los escuderos fieles a Sir John están acostumbrados a defender su honor con la misma fiereza con que actúan sus caballeros o su propia hija.
Timothy frunció el ceño.
—No se trataba de Sir John, sino de su escudero. Gregory sostiene que Edgar será colgado junto a su señor por haberlo ayudado a escapar. ¿Es cierto?
Gregory había sido más rastrero de lo que Roland había imaginado.
—Eso depende de la decisión del rey, me temo. Uno podría argumentar que Edgar no tuvo más remedio que obedecer las órdenes de su señor y por lo tanto sería inocente.
—O el rey podría decidir que el escudero ayudó a un traidor, y condenarle por traición —dijo Timothy, cuyo ceño se había suavizado ligeramente—. Si eso ocurriera, dejaría en una pésima situación a la hermana de Edgar. Él es su único protector frente a los insultos o algo peor.
Debido a la deformidad de sus pies, era muy probable que Isolda sufriera física y mentalmente. La gente, en especial los hombres jóvenes, podían ser muy malvados y crueles con una pobre campesina sin nadie que la defendiera de los insultos y otros ataques.
—Dudo mucho que su señora permitiera que le hicieran daño.
Timothy dejó escapar un gruñido de desdén.
—Las damas de alta alcurnia tienden a no darse cuenta del daño que sufren los que están por debajo, eso suponiendo que se dan cuenta de su existencia.
Roland supuso que bajo las palabras de su escudero debía ocultarse algún tipo de incidente personal.
Timothy provenía de una familia de campesinos. Se las había arreglado solo, a base de duro trabajo, para asegurarse una posición entre el personal del rey. Había trabajado en los establos hasta que éste lo presentó, junto a otros cuatro, como candidatos para que Roland eligiera a su escudero.
Por qué éste lo había elegido a él, no podría decirlo. Tal vez fuera por su ingenio, o por su entusiasmo a la hora de agradarle, que, a veces, incluso hacía que se tropezara. Lo más probable fuera porque Roland dudaba mucho que algunos caballeros quisieran tomar como escudero a un chico de clase baja. Pero no importaba. Se llevaban bien, y el chico a menudo se adelantaba a las órdenes de Roland. Timothy se adaptaba bien a él.
—No te gustan las damas de alta cuna, ¿no es así?
—No mucho.
Una nube oscureció el rostro habitualmente alegre de Timothy, y Roland supo que no le contaría nada de forma voluntaria. El chico también podía ser reservado, lo que Roland consideraba un rasgo positivo. Nunca tendría que preocuparse ante la posibilidad de una indiscreción por parte de su escudero.
Timothy ladeó la cabeza.
—Dudo mucho que Lady Eloise sea diferente del resto de las que he conocido en la Corte del rey. No tenéis más que ver cómo se pasea sin mirar a nadie.
Roland miró por encima del hombro. Ciertamente, Eloise salía a pasear al patio de armas, con la espalda siempre erguida y los ojos al frente, como si no quisiera perder de vista un objetivo.
Eloise caminaba con paso resuelto pero poseía una gracia que delataba no sólo su alta cuna sino su esbelta figura de ciprés. Al igual que el árbol, aun que imponente, podía doblarse con el fuerte viento y soportar la mayor de las tormentas.
Puede que no se fijara en nadie, pero todo el mundo se fijaba en ella, a juzgar por la forma en que todos volvían la cabeza a su paso. Roland envidiaba al guardia que caminaba a sólo unos pasos detrás de ella, regalándose la vista con el ágil balanceo de sus caderas, ésa era su obligación.
—Tal vez Lady Eloise sólo piense en lo que tiene que hacer cuando llegue a su destino.
—Debe de ser algo muy importante entonces.
Sus palabras hicieron que Roland se preguntara cuál sería su destino.
Pinchado por la suspicacia, Roland dejó a Timothy y, haciéndole una señal al guardia que caminaba tras Eloise para que se marchara, tomó su lugar. Ella lo miró de reojo, haciendo notar que se había dado cuenta de su presencia pero sin dar señal alguna de lo que sintiera por ello.
—¿Tomando el aire? —preguntó Roland.
—Buscando un momento de soledad, que acabo de perder.
Tanto si quería su compañía como si no, ahora que había ordenado al guardia que se marchase, no tendría más remedio que sufrir su presencia. Además, sentía curiosidad.
—Os pido disculpas por la intrusión, pero ya que acabo de romper vuestra paz, podríais decirme qué os ha hecho salir aquí fuera.
—¿Tan difícil os resulta creer que deseara aclarar mis pensamientos y estirar las piernas al mismo tiempo?
Una búsqueda razonable para cualquier otra mujer, pero no para ella. A juzgar por lo que había observado, Eloise no hacía nada sin un motivo. Aun así, él no quería utilizar un tono duro con ella, pero tampoco que lo ignorara por completo.
—¿Habéis conseguido aclarar vuestros pensamientos?
Eloise sabía que no podía atreverse a contarle a Roland St. Marten sus verdaderos pensamientos. Algunos, los que se referían a él, eran demasiado personales y ya le resultaban bastante molestos. Otros, los referentes a su padre y a Lelleford, podían traerle problemas. Y los que concernían al monje desleal y su terrible traición la habían dejado sin habla.
No, confiarle sus preocupaciones a Roland no sería inteligente.
Tampoco podía decirle que estaba inspeccionando la muralla con todo cuidado de no levantar sospechas. Debía haber una manera de salir de Lelleford que no fueran las puertas, o bien a través de una puerta secreta en la muralla o a través de un pasadizo subterráneo excavado bajo la torre.
Ella no la utilizaría. Su ausencia se notaría demasiado rápido, y los caballeros que se lo permitieran serían castigados. Sin embargo, podía confiar en alguien para que intentara salir de la torre. Quién y cuándo dependía de lo urgente que fuera la circunstancia y de si conseguía encontrar el pasadizo.
Había comenzado la búsqueda fuera porque hacía un día radiante y no muy frío para haber pasado ya la época de la cosecha, y necesitaba salir y respirar profundamente para que el pánico no se apoderara de ella. Si Roland decidía caminar a su lado, sería mejor cambiar el tema de la conversación.
—Os vi cerca de los establos, hablando con los escuderos. ¿Algún problema?
La sonrisa de Roland decía que se había percatado de su intención, pero fue lo suficientemente discreto como para aceptarlo.
—Todos sienten la tensión y algunos son proclives a aprovecharla para sus propios fines.
Eloise observó a Roland y su perfil le recordó a Hugh ligeramente. El dulce, gentil Hugh, que había caído muerto a sus pies. Casi no pudo contener un escalofrío.
Él le devolvió la mirada, y el dulce parecido con su medio hermano desapareció.
—Los escuderos de Kenworth estaban provocando a los de Lelleford con el asunto de la culpabilidad de vuestro padre, y la pena que pueda llegar a sufrir Edgar por ayudar a su señor. Cuanto más tiempo estén esos escuderos en mutua compañía, bueno… Sería mejor para todos que la situación se resolviese pronto.
Excepto que la situación no mejoraría hasta que Kenworth se fuera, no se resolvería hasta que su padre fuese declarado inocente y Roland St. Marten abandonara Lelleford.
—¿Cuánto tiempo más esperáis que contemos con la compañía de Kenworth?
—Hasta que decida que vuestro padre no está en la zona o consiga capturarlo.
Eloise se mordió el labio inferior. Roland y ella sabían que Sir John Hamelin no saldría de su escondite en un futuro cercano, especialmente después de haberle resultado tan eficaz.
Se detuvo odiándose por estar en deuda con Roland por su silencio en lo referente al mensaje de su padre y sabiendo que debería darle las gracias por no habérselo contado a Kenworth.
Eloise entrelazó las manos para evitar que temblaran.
—No le contasteis a Kenworth que sabéis que mi padre se oculta cerca de aquí. ¿Por qué?
Roland cruzó los brazos, molesto por la indecisión. Ella guardaba silencio, esperando que su vacilación desapareciera, aunque sabía que él confiaba en ella tanto como ella en él, que no era mucho.
—Por muchas razones, mi deseo de que el conde desaparezca, entre ellas. En eso, confío que vos y yo estemos de acuerdo.
Y no se equivocaba. Excepto que la marcha del conde sólo resolvería la mitad de su problema. La otra porción estaba ante sus ojos en ese momento. Demasiado seguro de sí mismo. Demasiado atractivo. Una amenaza para el regreso a casa de su padre y para su salud mental.
—Entre mis deseos está el veros a todos desaparecer.
La forma en que las comisuras de sus labios se alzaron pareció encender una chispa intensa y peligrosa en sus exquisitos ojos color avellana, y su traicionero corazón se aceleró.
—Me temo, señora, que no puedo concederos todos vuestros deseos —dijo con suavidad, el ronroneo de su voz le resultó letalmente perturbador, como si le hubiera leído la mente descubriendo el deseo que ardía en su corazón. Como si Roland supiera que algunos de esos deseos no tenían nada que ver con su padre, ni con el conde, ni con pasadizos secretos.
Imposible. Roland era un hombre normal, que no podía adivinar sus más íntimos y profundos pensamientos.
—Tenéis razón. Estamos de acuerdo en lo que se refiere al conde. Entonces, ¿cómo nos desharemos de él?
La sonrisa de Roland se expandió.
—Ojalá tuviera una respuesta. —Se encogió de hombros—. Desgraciadamente, tendremos que esperar a que se vaya.
Eloise cruzó los brazos, pateó el suelo y frunció el ceño.
—Esperar a que Kenworth decida irse nos volverá locos a todos.
—Sobreviviremos. Vamos, mi señora, las sombras empiezan a alargarse. Deberíais regresar al salón.
No podía continuar con su búsqueda llevando a Roland como guardia. Además, en algún momento durante su paseo había empezado a preguntarse si realmente existiría un pasadizo. De haberlo, Simon o Marcus tendrían que saber de su existencia, y nadie sabía nada.
Pero, ¿de qué otro modo habría entrado Edgar en la torre para dejar el mensaje? Desconcertante.
Juntos, caminaron en dirección a la puerta de entrada.
—¿Creéis que habrá más problemas entre los escuderos? —preguntó ella.
—Es probable. Especialmente con Gregory, el escudero de Kenworth.
—¿Y cómo es eso?
—Gregory es tan arrogante como su señor, tan decidido a ver a Edgar colgado como Kenworth con vuestro padre. —Roland se detuvo—. Timothy me expresó su preocupación por la seguridad de la hermana de Edgar. No estaría de más vigilar de cerca de Isolda.
Otro ataque de ira prendió en el interior de Eloise.
—¡Si algún hombre se atreve a ponerle la mano encima, no sólo perderá la ofensiva mano sino su inútil cabeza! ¡Sólo porque su hermano no esté aquí para protegerla no significa que sea vulnerable! La sola idea de pensar que alguien podría aprovecharse de una chica tan inocente…
Roland posó una mano en su hombro.
—Escucho vuestras palabras, Eloise, y estoy de acuerdo. Se les ha recordado a los escuderos que están aquí para proteger la paz y mostrar buenos modales. Si es necesario, designaré a alguien para que la vigile. Sólo decidle que sea cautelosa.
La cálida mano y el tono suave de Roland no consiguieron que su irritación se esfumara, pero sí consiguieron tranquilizarla. Si algo malo le ocurriera a Isolda… Pero no le ocurriría nada. Porque Roland no lo permitiría y ella le creía y confiaba en su palabra, al menos en eso.
Naturalmente, ella haría lo que estuviera en su mano para proteger a su criada de los insultos, pero era la firme determinación de Roland de cumplir con su obligación lo que disipó sus miedos.
Roland se dio cuenta al mismo tiempo que ella que aún la estaba tocando. Con aquellas grandes manos, de largos dedos y ancha palma. Notó la fuerza, la calidez que irradiaban, y tuvo la extraña sensación de que si se inclinara hacia delante y buscara consuelo en sus brazos, él se mostraría dispuesto y contento de dárselo.
Siempre había sido ella la que infundía ánimo, nunca lo había buscado para sí.
Formaba parte de su obligación como señora del castillo de su padre dar limosna y administrar las medicinas a los pobres. Una obligación que nunca había evitado porque le agradaba. Eloise sabía que a veces con una mera sonrisa le alegraba el día a un aldeano, que con una caricia podía detener el llanto de un niño.
Pocos se atrevían a tocarla sin su expresa invitación o permiso. Y cuando lo hacían era siempre con el respeto debido a su rango.
Que Roland se hubiera atrevido… Le parecía extraño no sentir la necesidad de sacudirse la mano de encima.
Claro que nadie buscaría consuelo en los brazos del enemigo. Por mucho que estuvieran de acuerdo en su actitud hacia el conde, seguían manteniendo posiciones opuestas. Ella se mantenía del lado de su padre y de Lelleford, él del lado del rey y de sí mismo.
Tampoco tenía que olvidar que ella no le gustaba a Roland St. Marten; para él era una fresca, una mujer del todo inadecuada para su hermano.
Finalmente se deshizo del contacto con él.
—Iré a ver a Isolda —consiguió decir al tiempo que se dirigía sola y en silencio hacia la torre.
A lomos de su corcel gris, en lo alto de una frondosa colina a menos de una legua de distancia, Sir John Hamelin escudriñaba la fortaleza, la joya de sus posesiones.
Lelleford. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Maldición. Él deseaba dormir en su cama esa noche en vez de tener que hacerlo en el duro suelo. Pero no era posible. Y si se paraba a pensar en el hombre a quien Eloise habría cedido su lecho, con su grueso colchón de plumas y su cálido cobertor, ardía de ira. Un lujo que no podía permitirse en ese momento.
Si perdía los nervios y la habilidad para evitar a los rastreadores de Kenworth, esa noche dormiría en su castillo, sí, pero en el húmedo y oscuro calabozo. Y Edgar con él.
Maldito Kenworth. Ese hombre debería haber suspendido la búsqueda el primer día. Pero no. El viejo zorro no se había dejado engañar por su argucia del rastro falso. Muy al contrario, había decidido quedarse a disfrutar del buen vino y el cálido fuego, por no hablar de la blanda cama, mientras enviaba patrullas a inspeccionar las tierras.
John sonrió y admitió que sentía un poco de admiración por su enemigo. Los dos se habían peleado con dureza muchas veces, y se conocían bien. La próxima vez que se encontraran cara a cara, felicitaría a William, de caballero a caballero, por una campaña ejecutada con tanta inteligencia.
Edgar salió entonces del matorral que lo ocultaba ajustándose la vaina de la espada sobre la túnica. A sus dieciséis años, a punto de alcanzar la edad adulta, el escudero se había adaptado con mucha facilidad a la tarea de esconderse con su señor.
John finalmente había apartado de su cabeza las punzadas de culpa por haberse llevado al chico consigo. Edgar le había demostrado muchas veces que se podía confiar en él, además de ser una grata compañía. Se había ganado su puesto, y cuando llegara el momento de armarlo caballero, John quería dotarlo de los mejores pertrechos, la armadura más fina y el mejor caballo que le fuera posible.
Claro que antes de eso tendrían que conseguir salir del berenjenal en el que estaban metidos. Y no deseaba pensar mucho en ello, tampoco, so pena de ponerse furioso.
Edgar se subió al caballo, ajustó las riendas con las manos enguantadas y dedicó a su señor una sonrisa que hizo que se le iluminara el corazón.
—¿Adónde vamos ahora, señor? ¿Nos quedaremos en el molino esta noche?
—No. Probablemente sea seguro en estos momentos, pero no deberíamos pasar la noche dos veces en el mismo lugar.
Edgar escudriñó la bóveda que formaban sobre sus cabezas las cimbreantes copas de los árboles.
—Va a llover esta noche. Necesitaremos un lugar cubierto. Sé que no os gusta la idea de involucrar a inocentes, pero ningún aldeano os negaría cobijo.
—No me arriesgaré.
—¿Las cuevas, entonces?
Era una posibilidad, pero John tenía otro destino en mente. No le gustaba haber llegado a tal punto pero en su situación, pero parecía la única salida razonable.
—¿Crees que podríamos llegar a la Taberna del Zorro y la Paloma antes de que caiga la noche?
La sonrisa de Edgar se desvaneció.
—Habéis decidido abandonar las tierras de Lelleford.
No era una decisión fácil.
A John le disgustaba abandonar a su suerte a su hija a pesar de que fuera sobradamente capaz. Tenía a Simon y a Marcus de su lado, y, tal vez, Julius regresara pronto de Italia para relevarla de la enorme responsabilidad de supervisar las propiedades de la familia mientras su padre se enfrentaba a la acusación de traición.
Ansiaba retorcerle el pescuezo a ese torpe del hermano Walter hasta que se pusiera de color azul y revelara todo lo que sabía.
Pero, sobre todo, odiaba que Kenworth supiera que había ganado esta batalla. Ceder terreno al conde le revolvía las tripas y se maldijo por no ver otra opción si quería ganar la guerra. Y estaba decidido a hacerlo.
Además, sólo en Londres podría conseguir la ayuda que necesitaba para enfrentarse a los cargos. ¿Cómo? Conocía a algunos hombres que estarían dispuestos, aunque todavía no había decidido en quién confiar.
Aún tenía tiempo, pero no mucho.
—Sí. Marcharse parece ser la única manera de hacer que Kenworth abandone mi castillo. Quiero a ese bastardo fuera de mi cama.
Edgar giró la cabeza y observó la vista que se disfrutaba desde la cima. A John no le pasó inadvertido el anhelo del chico hacia el hogar. Y después la preocupación, probablemente por Isolda, seguida de la determinación de asistir a su señor adondequiera que éste le condujera.
—Podemos llegar a Cambridge fácilmente si tomamos el camino principal —dijo Edgar—. Pero tal vez sea mejor que dejemos marcas para despistar.
—No, quiero que Kenworth crea que nos hemos alejado bien para que se preocupe de si estaremos lejos de su alcance.
Un brillo de maldad inocente brilló en los ojos del escudero.
—Podríamos dejar marcas en dirección norte, hacia Escocia. ¿No creéis que eso le revolvería las entrañas al conde?
John echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír por primera vez en muchos días.
Capítulo 7
Uno de los rastreadores más apreciados por Kenworth se agachó y, con la punta de un palo, dibujó un mapa en la tierra.
—Hemos encontrado excrementos de caballo frescos en las colinas. Han pasado un tiempo ahí —dijo levantándose y mirando a Kenworth—. Observándonos, imagino. Desde allí puede divisar la liza si tiene buena vista.
Roland notó los labios curvados hacia abajo de Kenworth, pero consiguió que su rostro no mostrara emoción alguna, obligándose a mostrarse neutral.
Una posición que no había conseguido mantener últimamente.
Al principio, había creído en la culpabilidad de John Hamelin, debido especialmente al disgusto que al rey parecía producirle el contenido de la misiva que había llegado a sus manos. Pero en ese momento, Roland ya no estaba tan seguro. No después de pasar varios días con la gente que conocía y amaba a Sir John. A pesar de la lamentable acusación de traición, los sirvientes y los hombres de armas de Hamelin —por no mencionar a su categórica hija— se mantenían leales a su señor.
Una devoción así era digna de elogio, y Roland comenzaba a creer que el apoyo que demostraban no estaba fuera de lugar. Sólo deseaba que Sir John hubiera llevado el asunto de una forma diferente.
Sin embargo, fuera lo que fuera que creyera en ese momento sobre la culpabilidad de Sir John, su deber seguía siendo el mismo: hacerse cargo de Lelleford en el nombre del rey y velar por su seguridad. Y estaba convencido de que podría llevarlo a cabo mejor lejos de la presencia de Kenworth.
El rastreador se inclinó de nuevo sobre el mapa señalando con el palo.
—Desde las colinas las marcas conducen al molino y después van directas hacia el norte. Por lo que aquí vemos, señor, siguen avanzando.
—¿A qué distancia están? —preguntó Kenworth rascándose la barbilla.
—Hemos seguido las marcas a lo largo del río —dijo el rastreador levantándose—. Desde ahí hemos podido ver por dónde decidieron vadearlo para cruzar a la otra orilla. Parece que Sir John finalmente ha movido ficha.
Haciendo caso omiso de los murmullos contrariados del caballero, el conde replicó:
—Podría ser una treta.
—Puede ser, señor, pero yo diría que se le han terminado los escondrijos —respondió el rastreador—. Lo estábamos cercando y creo que decidió que era el momento de poner tierra de por medio.
El hombre parecía tan seguro de sí mismo que Roland quería creerlo.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué hacia el norte? —murmuró el conde para sí y a continuación miró hacia el patio—. ¿Qué está tramando ese Hamelin?
—Tal vez busque la ayuda de algún aliado —sugirió uno de los caballeros—. Considero que no sería muy prudente por su parte involucrar a terceros, pero puede que esté desesperado.
¿Desesperado? Roland no opinaba lo mismo. Lo más probable era que Sir John sencillamente se hubiera dado cuenta de que el conde no se marcharía de Lelleford fácilmente, por lo que había decidido tomar otro plan de acción para echar de su casa al enemigo. Un buen plan, pero en opinión de Roland, John había tomado la dirección equivocada. Debería dirigirse a Londres, hacia el rey, en vez de ir dejando marcas por todo el norte de Inglaterra.
Kenworth se frotó la barbilla de nuevo.
—No confío en esas huellas. Nuestra presa lleva días eludiendo a las patrullas y de pronto se marcha. Por todos los santos, ojalá supiera qué está pensando ese hombre, cuáles son sus razones para hacer lo que hace.
Roland dudaba que el conde agradeciera su opinión, pero llegados a ese punto quería hacer cualquier cosa para acelerar su marcha.
—Sir John tenía que rendirse o huir. Es posible que esperara que al llegar y no encontrarlo en el castillo, os fuerais de inmediato. Sin embargo, adivinasteis su juego y os quedasteis, por lo que ha tenido que cambiar su plan. Cuál es ese nuevo plan, no puedo decirlo, pero coincido con vuestro rastreador al creer que Sir John ha abandonado los alrededores de Lelleford. Y de ser así, deberíais seguirlo, so pena de arriesgaros a perderlo.
—Lo que me inquieta es que las marcas sean tan claras. Sí, quiere que las siga, coincido con vos. Intuyo que es una trampa, ¿no sería un estúpido si lo persigo?
Otro de los caballeros se aclaró la garganta.
—Si me lo permitís, señor, también es posible que las marcas sean tan claras porque Sir John tiene prisa. Puede que no tenga tiempo para cubrirlas porque desee llegar a la frontera con Escocia…
—¡Escocia! —exclamó Kenworth palideciendo.
Roland se guardó para sí el indeseable pensamiento de que el conde pudiera necesitar su ayuda si tenía que marchar tras Hamelin todo el camino hasta la frontera escocesa y más allá.
El caballero continuó.
—¿No resulta lógico que el traidor busque cobijo y ayuda de algún terrateniente escocés? Tal vez el mismo con quien haya estado conspirando en contra del rey.
El rastreador se volvió hacia el conde.
—Si eso es cierto, señor, Sir John nos lleva ya varias horas de ventaja y tendremos problemas para alcanzarlo antes de que llegue a la frontera.
El conde recuperó la compostura y algo de color.
—Ni siquiera Hamelin sería tan estúpido. Dirigirse a Escocia es casi como admitir su culpabilidad, para lo cual no hay defensa alguna.
—Aunque así sea, señor, es nuestro deber capturarlo —insistió el caballero—. Cuanto más lejos llegue, menos oportunidades tendremos de darle alcance, sean cuales sean sus intenciones.
Todos los caballeros parecían estar de acuerdo. Sólo Kenworth vacilaba, y Roland sólo podía pensar en un motivo para ello.
—Señor, si lo que os preocupa es que Hamelin pueda ejercer su dominio sobre Lelleford, os aseguro que no debéis preocuparos. En caso de que lo intentara, juro que lo capturaremos y os enviaremos aviso. Lo único que tenéis que hacer es mantenerme informado de vuestro paradero.
Kenworth suspiró.
—No estoy seguro de que no vayamos tras una pista falsa, pero parece que es la única que tenemos. Preparad a los hombres. Saldremos en una hora.
Los caballeros se dispersaron, llamando a gritos a sus escuderos y a sus caballos, ordenando que se preparara todo para partir.
Aunque ansioso por decirle a Eloise que uno de sus deseos iba a cumplirse, Roland permaneció junto al conde observando los preparativos iniciales.
Era el día que había estado esperando desde que llegaran. El alivio dio paso a la expectación para convertirse finalmente en miedo. Cada emoción lo atravesó fugazmente, poniendo en evidencia sus inseguridades a la hora de dirigir Lelleford.
Claro que sabía cómo supervisar unas propiedades. Uno básicamente tenía que dejar que los acontecimientos aprendidos desde hacía tiempo siguieran su curso. Esperaba no encontrar resistencia en Simon y Marcus, y que la mayor parte de los habitantes de Lelleford obedecieran sus órdenes.
Era Eloise de la que no estaba seguro, aunque parecía haber llegado a una envidiable paz con la situación. Tal vez, con un poco de suerte, la joven aceptaría sus órdenes sin rebelarse.
Tampoco contaba con ello, de todos modos.
—Vamos, St. Marten —ordenó el conde, iniciando sus pasos hacia la torre—. Tenemos que llegar a un acuerdo.
Roland lo acompañó, bastante dispuesto a acordar con el conde casi cualquier cosa en aquel momento.
—¿De qué se trata, señor?
—Hamelin está tramando algo. Lo intuyo. Y vos habéis expresado en voz alta mi mayor temor, que cuando me haya ido pueda intentar entrar en Lelleford y cerrarme las puertas. Si lo consiguiera, podría mantenerse encerrado aquí durante mucho tiempo. —El conde empezó a subir las escaleras de la torre—. Os dejaré unos cuantos hombres como apoyo. ¿Creéis que será suficiente para impedir la entrada a Hamelin y capturarlo si se da la oportunidad?
—Lo creo, señor.
—Os quedáis con una gran responsabilidad.
—Y haré todo lo que esté en mi mano para cubrir las expectativas del rey.
Kenworth lo miró de reojo al oír el nombre del rey como si hubiera olvidado quién había dado inicialmente a Roland la orden de hacerse cargo de la situación.
—Bien. Os ruego mantengáis las puertas cerradas al menos dos días más, para que ninguno de los caballeros de Lelleford vea la posibilidad de tomarme la delantera y avisar a Hamelin de que voy tras él.
—Como digáis.
Roland entró en el salón detrás de Kenworth, que llamaba a gritos a Gregory.
No se veía a Eloise por ningún sitio, pero Simon estaba sentado en su lugar habitual en la mesa sobre el estrado, aún confinado en el salón y seguro que presto a salir de él.
Tan pronto como el conde desapareció escaleras arriba, Roland se dejó caer en el banco junto al caballero.
—En breve quedaréis libre, Sir Simon —comenzó a decir con una sonrisa, y a continuación le relató al administrador el informe del rastreador y la decisión de Kenworth de marcharse.
Simon tomó un gran sorbo de cerveza, tras lo cual dejó la jarra en la mesa con elegante gesto.
—Alabados sean los santos. ¿Dentro de una hora decís? ¡Ya lo creo que son buenas noticias!
¿Y dónde estaba Eloise para contarle la buena nueva y contemplar su rostro iluminado por la alegría?
—Sí, buenas noticias, aunque no podremos salir fuera del castillo aún en varios días. Al conde le preocupa que alguno de vosotros pueda salir en busca de Sir John y le advierta. Aun así, la situación aquí mejorará y doy gracias por ello a Dios y a los hados.
—Todos lo haremos.
Un fuerte golpe en las escaleras interrumpió su celebración. Kenworth irrumpió en el salón seguido por Gregory, arrastrando el baúl con las ropas del conde, y el hermano Walter, cargado con un saco enorme que Roland supuso eran todas las posesiones del clérigo.
Mientras Gregory salía por la puerta, el monje quedó rezagado junto al conde.
—Me gustaría hablar con ella un momento —murmuró el hermano Walter.
—Tonterías —respondió el conde—. Dudo que Lady Eloise tenga interés alguno en lo que puedas querer decirle. Sigue a Gregory. Te buscará un lugar en el carro.
El monje lanzó a Simon una mirada suplicante y éste le dio la espalda intencionadamente, evitando así al monje que había estado espiando a John Hamelin.
Aunque tenía curiosidad por la petición del monje, Roland no se interpuso. Era mejor que aquél se marchara sin molestar a Eloise.
Kenworth se acercó a la mesa y Simon y Roland se pusieron en pie.
—Cuando capture a Sir John, puede que crea necesario volver. Confío en que lo encontraré todo en orden.
Roland le hizo una reverencia de respeto —y de despedida—, pero sin inclinarse demasiado.
—Esperemos que no sea necesario.
El conde salió del salón, ignorando a todo el que se cruzó con él, incluido Timothy, que le hizo una seca reverencia en la que Roland no vio mucho respeto.
—¿Dónde está Lady Eloise? —preguntó Roland a Simon—. Debería estar avisada de la marcha del conde.
—No estoy muy seguro, pero no puede andar lejos.
Lo que significaba que podía estar en cualquier parte. Roland hizo señas a Timothy, que atravesó el salón rápidamente.
—Encuentra a la señora. Aún no sabe que Kenworth se va.
El escudero sonrió.
—¿Es cierto entonces? Kenworth marcha tras Sir John?
Ante el gesto afirmativo de Roland, la sonrisa del chico se hizo más grande y echó a correr hacia la cocina.
El humor de Roland pareció aligerarse aún más, hasta que miró a Simon, que bebía de su jarra con actitud pensativa.
El administrador debería de estar contento de la marcha del conde pero no le agradaba saber el motivo por el que lo hacía. Roland sospechó que a Eloise tampoco.
Con el corazón latiéndole violentamente, y aguantando la respiración, Eloise alzó la antorcha un poco más, alejando el halo de luz lo suficiente para asustar a otra rata. El animal corrió a esconderse tras un montón de basura en un rincón del calabozo. Otro escalofrío le recorrió la espalda.
Ya había registrado la despensa y la cripta, hasta el último y oscuro rincón de la torre sin encontrar pasadizo oculto alguno, ni una puerta que le hubiera pasado inadvertida con anterioridad. Poca esperanza le quedaba de hallarlo en aquella parte del castillo, pero tenía que mirar.
El guardia que la seguía a todas partes preguntó con un gruñido de disgusto:
—¿Qué estamos haciendo aquí abajo, señora?
Era la primera vez que le hablaba. Normalmente, la acompañaba sin cuestionar sus actividades, limitándose a observar. Evidentemente, creía que estaba loca por adentrarse en el calabozo vacío.
—Mi padre tiene la costumbre de inspeccionar todas las zonas del castillo una vez a la semana. En su ausencia, tengo la intención de hacer lo mismo.
—Yo no pasaría aquí demasiado tiempo si fuera vos. Seguro que no es lugar para una dama.
Tras echar un vistazo a los grilletes clavados en la pared de piedra, y el enorme y amenazador potro de tortura, tuvo que darle la razón. No era un lugar agradable para nadie, pero ¿acaso no era ésa la esencia de un calabozo?
Hazlo.
Eloise avanzó, reanudando su búsqueda a lo largo de las paredes, evitando pensar en las ratas y otras alimañas. Algo crujió bajo sus pies. Algo redondo y blanco. Un hueso.
Dio un grito horrorizada, y se llevó una mano a la garganta, dejando volar la imaginación hacia el oscuro destino de algún pobre hombre pudriéndose en aquel rincón. No, no era posible. Al menos, no lo creía, no quería creer que su padre pudiera ser tan cruel.
Pensó entonces en un hueso de animal. Restos de una comida.
El guardia sonrió con suficiencia, y Eloise notó que las mejillas le ardían de vergüenza. Por todos los santos, se había asustado sin razón.
De lo alto de las escaleras, oyó que la llamaban y pudo reconocer la voz de Timothy, el escudero de Roland.
—¡Aquí abajo!
Sus pasos retumbaban en los escalones. Bajó el último con un salto y una sonrisa. Eloise pensó que se trataba de un chico escandaloso, dueño de un rostro adorable con los rasgos suaves de un niño. Un muchacho agradable, aunque sólo fuera por su particular actitud hacia Isolda.
Mientras que los extraños solían ignorar o evitar intencionadamente a la criada con un defecto en los pies, Timothy siempre se mostraba disponible y amable, un tributo a quienquiera que hubiera sido responsable de moldear su comportamiento. ¿Roland? No era muy probable. Más bien una mujer.
El escudero, siempre educado, hizo una reverencia.
—Debéis subir, señora, a decir adiós al señor.
Eloise escuchó las palabras, aunque sin comprender muy bien su significado.
—¿Al señor?
—William, conde de Kenworth, está preparando su marcha. Creo que será algo digno de ver.
—¿Ahora?
—Si no os dais prisa, os lo perderéis.
Eloise dejó la antorcha en manos del guardia y empezó a subir las escaleras tan rápido como le permitían las piernas. Se apresuró por los pasillos hasta llegar al salón, desierto casi por completo. Sólo estaba Isolda, que se acercó a ella arrastrando los pies.
—¿Lo habéis oído, señora? El conde se va.
—Eso me ha dicho Timothy. ¿Ya se ha marchado?
—Puede. Lo único que sé es que todos han ido a las puertas. Tendréis que daros prisa si queréis verlo marchar.
Eloise cruzó a todo correr el patio del castillo y salió a la liza. Desde allí pudo ver a la gente congregada alrededor del conde, sus caballeros, los escuderos y los caballos de éstos, y los carros cargados con las pertenencias de todos ellos.
También alcanzó a ver al hermano Walter, sentado en uno de los carros cerca de la puerta, cuyo rastrillo ya se estaba levantando para dejarles paso. Qué bien que el conde hubiera decidido llevarse consigo al espía.
¡Un día glorioso!
Pero según se acercaba más, se preguntó por qué no todos compartían su alegría. La multitud guardaba un silencio alarmante, el único ruido que se escuchaba era el que formaba la comitiva.
Simon y Marcus fruncían el ceño, lo mismo que Roland.
Había dejado que el júbilo nublase su sentido común, tan feliz estaba con la marcha de Kenworth que no se había parado a pensar en por qué.
¿Acaso habría sido capturado su padre? El miedo le retorcía las entrañas. Empezó a caminar más despacio buscando alguna señal de la presencia de su padre, o de Edgar. Al no ver a ninguno, su miedo cedió un poco, hasta que se dio cuenta de que, tal vez, el conde los mantenía presos fuera de las puertas.
Se hizo un hueco entre Marcus y Simon, aunque ninguno se dio cuenta de su presencia, pues estaban demasiado concentrados en Kenworth mientras subía a su montura. Desde allí, el conde miró a Roland.
—Mi mayor deseo es que el primer mensaje que os envíe sea para informaros de nuestro éxito. Si nuestra presa consigue escapar, os informaré de mi paradero en caso de que a ese estúpido traidor se le ocurra regresar.
Eloise sintió que las rodillas le flaqueaban. Su padre aún no había sido capturado.
—Id con Dios, señor —respondió Roland.
Sin más comentario, Kenworth dirigió su caballo hacia la puerta, seguido por sus caballeros, y levantando una nube de polvo a medida que la comitiva iba tomando velocidad.
Eloise tiró de la manga de Marcus.
—¿Qué ha ocurrido?
—Los rastreadores han encontrado marcas que creen pueden ser de Sir John. El conde ha decidido seguirlas.
—¿Está en lo cierto esos rastreadores?
—Es probable —suspiró Marcus.
Eloise contuvo la urgencia de llamar al conde e invitarle a volver a la torre, y allí agasajarlo con toda la atención que le fuera solicitada con tal de que se quedara tranquilamente junto al fuego. Un pensamiento ridículo: Se reiría en su cara.
—Si las marcas son tan claras, es porque Sir John quería que Kenworth las siguiera. Yo no me preocuparía del destino del señor todavía, mi señora —dijo Simon con gesto ofendido.
—Pero tampoco debería albergar falsas esperanzas sobre su libertad —dijo Roland—. Sir John tendrá que enfrentarse a los cargos por traición más tarde o más temprano, tanto si es hecho prisionero por el conde como si decide entregarse.
Con una pesada losa en el corazón pesado como una losa, Eloise dejó a los hombres dirigiéndose hacia la torre y subió al camino de ronda.
El viento helado hacía presa en sus prendas agitándole el velo e impidiéndole ver los campos que rodeaban el castillo. Se envolvió la garganta con la pieza de seda blanca y se apoyó contra la gruesa y fría piedra, para observar desde allí a los últimos caballeros del conde que atravesaban el puente levadizo.
Les deseó buen viaje a todos.
Aun así, no podía apartar la sensación de impotencia al saber que su padre estaba en algún lugar y ella no podía hacer nada para ayudarlo. Desde el momento en que la dejara sola y asustada en la sala de cuentas, Eloise no había podido deshacerse de la angustiosa sensación. Había luchado contra ella lo mejor que había sabido, intentando sustituirla por la ira.
Ahora, la sombra se cernía como un muro insuperable que no podía derribar ni tampoco rodear. Las lágrimas llenaron sus ojos. No evitó que cayeran, tampoco habría podido aunque hubiera querido.
—Id con Dios, padre —susurró, deseando que su padre pudiera oír sus plegarias.
Claro que eso no era posible. Estaba demasiado lejos. Demasiado inmerso en sus problemas para oír la voz de su hija o para prestar atención a sus preocupaciones.
El ruido de pisadas retumbando sobre los escalones de piedra la alertaron de la presencia de un intruso. Con la base de la mano se secó las mejillas húmedas.
Para consternación suya, era Roland.
¿Qué más quería aquel hombre de ella? Deseó poder gritarle, decirle que se fuera con el conde. Excepto que no podía confiar en que no se le rompiera la voz o se echara a llorar de nuevo. Además, aquel hombre casi nunca la escuchaba.
Sin embargo, siempre parecía estar cerca cuando la asaltaban las peores crisis emocionales. ¿Acaso habría percibido que había subido al adarve para calmar el horrible dolor de corazón que sentía? ¿Acaso sería capaz de percibir que a la más mínima invitación por su parte ella correría a abrazarse a él a llorar como una niña? No se atrevería. Le daría demasiada ventaja, especialmente en ese momento en que se convertía en el soberano de Lelleford.
Y uno no tenía que darle ventaja al enemigo.
Desgraciadamente, pensar en Roland como un enemigo se le hacía cada vez más difícil. Odiaba que tuviera el control sobre su hogar, pero el hombre, el caballero cuya fuerza no disminuía ni un ápice cuando decidía ser gentil y amable, la intrigaba.
Roland le dedicó una leve pero atractiva sonrisa y a continuación se apoyó en el muro de piedra junto a ella, los hombros de los dos a escasos centímetros el uno del otro, y se asomó para observar a los hombres de armas que se alejaban.
El cuerpo enorme de Roland le sirvió de parapeto contra el viento, haciendo que los escalofríos disminuyeran, un servicio que dudaba mucho fuera su intención llevar a cabo. Ya que había echado a perder la soledad buscada, no sintió culpa alguna por aprovecharse un poco del cobijo que le proporcionaba.
Abajo, los hombres corrían de aquí para allá acomodando enseres y tiendas, recogiendo las armaduras y ocupando su lugar correspondiente en la comitiva. Tantos hombres para acompañar a un conde, para capturar a un solo hombre, y aun así no lo habían conseguido. Menos mal que todos los campos habían sido segados. La zona que hasta hacia pocos minutos había sido el campamento de la pequeña guarnición parecía en ese momento un basurero.
Con el conde a la cabeza, la columna frontal comenzó a marchar a semejanza de una larga y oscura serpiente deslizándose a través de los campos, aunque en dirección opuesta a la que había esperado.
—¿Por qué marchan hacia el norte?
—Las marcas de Sir John se dirigen hacia el norte, más allá del río. Uno de los caballeros de Kenworth sugirió que tal vez se estuviera dirigiendo hacia Escocia.
Eloise consiguió ahogar el ataque de pánico.
—Eso es absurdo.
Roland inspiró profundamente como si necesitara hacer acopio de toda su paciencia.
—No he dicho que sea así, sólo que algunos piensan que está buscando la protección de algún terrateniente escocés. Eloise, sean cuales sean las intenciones de vuestro padre, no hay nada que podamos hacer para ayudarle.
Ella ya lo suponía.
Abajo, una docena de carros cargados con equipaje y provisiones cerraba la comitiva. En uno de ellos iba sentado el hermano Walter, envuelto en su hábito marrón para protegerse del viento helado. Nunca antes había visto una figura tan desamparada, aunque no podía negar que se alegrara de perderlo de vista.
—Supongo que debería estar molesto porque el conde se lleve a su espía. Ahora ya nunca conoceremos sus secretos. Si aquella mañana hubiera sabido hasta dónde alcanzaba su traición, os juro que habría permitido que Marcus le hubiera amenazado con el filo de su espada para obligarlo a hablar. He oído que lo encontrasteis herido en el suelo de la sala de cuentas, sangrando y confuso.
Eloise estaba segura de que su padre y el monje habían intercambiado duras palabras, que hasta era posible que, durante la pelea, su padre hubiera empujado al monje contra la mesa, por mucho que éste asegurara que el golpe sólo se debía a su torpeza.
—Se negó a decirme cómo se había herido, se negó a revelarme lo que sabía de la desaparición de mi padre. Debería haber insistido.
Pero no lo había hecho. Entonces llegó Kenworth y el monje pasó a comportarse como un imbécil para pasar a encerrarse con el conde y luego ya no lo había visto apenas.
—Quería hablar con vos antes de irse —dijo Roland—. Pero el conde no se lo permitió. Me pregunto qué habrá hecho cambiar a ese monje de opinión.
Eloise no tenía la más mínima idea.
—¿Encontraron algo importante en la sala de cuentas?
—Tengo mis dudas. No habría sido muy propio del conde contener las ganas de contar algo así.
Pequeño consuelo.
—Tal vez no haya nada que encontrar.
Kenworth se internó en las tierras boscosas del norte y desapareció de la vista. Por fin se había ido. Eloise escuchó el rechinar del puente levadizo y el rastrillo que cerraba de nuevo la puerta de entrada.
Roland retrocedió un paso, dejando que el viento afilado mordiera la carne de Eloise, y ésta se volvió para mirarlo. Roland apoyó la cadera contra la muralla de piedra, con expresión pensativa. Entonces, le tomó una mano y le frotó los nudillos con el pulgar para quitarle una mancha. La ternura del gesto fue como dulce música para su alma.
—Timothy me ha dicho que os encontró en los calabozos. Ingrato lugar para una dama de alta cuna como vos. ¿Qué hacíais allí?
Eloise no podía decirle lo que estaba buscando realmente.
—Una inspección rutinaria.
Roland sonrió.
—Eso dijo vuestro guardia. No creo que os creyera tampoco. Estabais buscando un pasadizo secreto, ¿verdad?
Le irritó profundamente que lo hubiera adivinado. Le recordó el susto y la vergüenza que había pasado en aquel terrible lugar, y el silencio fue toda su respuesta.
—Eso pensaba —continuó Roland apretándole la mano con más fuerza—. Eloise, no sois la única que se pregunta cómo llegó el mensaje de vuestro padre. Sé que lo estabais buscando porque Marcus y yo hemos inspeccionado las paredes de la torre piedra a piedra, hasta los calabozos, y no hemos encontrado nada.
Maldita sea.
—Pero si no existe un pasadizo secreto, ¿cómo llegó entonces?
—No lo sé. Sigue siendo un misterio. Tal vez si todos nos lo propusiéramos, hallaríamos la solución. A ninguno nos gusta la idea de que alguien pueda entrar sin ser visto.
Mientras hablaba seguía acariciándole los nudillos, de forma ausente pero posesiva, como si tuviera todo el derecho y nadie pudiera discutírselo. Ella debería soltarse, marcar las distancias entre ambos, porque ahora que Kenworth se había ido, Roland era quien daba las órdenes.
¿Se mostraría justo y honrado? ¿O impondría su poder a la fuerza, una maza gigante sobre sus cabezas?
Todos en Lelleford parecían deseosos de aceptar el mando de Roland sobre el señorío. Simon y Marcus lo consideraban un hombre justo. Podría evitar el aliento de su autoridad, pero ella quería algo más de aquel hombre.
La atracción que sentía hacia él era inexcusable. Sin embargo, se deleitaba con la sensación de sus manos entre las de él, incluso deseaba explorar las profundidades de su atractivo.
Cuanto más tiempo continuara allí, más oportunidades tendría de comportarse como una idiota. Si seguía sus impulsos, traicionaría la confianza de su padre.
Finalmente retiró la mano, y el frío se hizo patente. La sombra amenazaba con cubrirla de nuevo. Y con un ejemplo de fuerza de voluntad del que su padre estaría orgulloso, volvió sus pensamientos a temas mundanos.
—Los aldeanos estarán contentos de ver las puertas abiertas de nuevo. En cuanto se den cuenta de que el conde se ha ido, se arremolinarán en el patio para saberlo todo.
—Su curiosidad tendrá que esperar. Las puertas permanecerán cerradas al menos dos días más. No estaría bien que algún caballero saliera para correr a avisar a vuestro padre.
Eloise apretó los dientes. Con la marcha del conde, había esperado poder saborear la libertad. Pero Roland se había dado prisa en quitarle la miel de los labios.
—Entonces seguimos siendo prisioneros.
—Dos días, Eloise. Estoy seguro de que podréis esperar dos días.
Capítulo 8
Roland pensaba que era una broma pesada del destino. Hacía tres días que el conde se había ido y había amanecido con amenaza de lluvia. Eloise se movía inquieta delante de la chimenea, con la capa puesta, deseosa de salir.
No había sobrellevado los dos días de confinamiento adicionales muy bien, ni siquiera cuando le había dado libertad total para pasear por el castillo sin llevar un guardia a todas partes.
Aunque sólo fuera por el mal tiempo, se veía obligado a posponer el paseo a caballo que Eloise quería dar hasta la aldea.
Roland cortó un trozo de pan y trató de concentrarse en su comida, sin mirar siquiera el estofado de Eloise.
Pero era imposible. Estaba magnífica en aquella postura, la boca fruncida, las manos entrelazadas a su espalda, sus impacientes pasos, largos pero gráciles.
Lo miró de nuevo con su gesto de mayor desdén. Le estaba resultando muy difícil no removerse en su asiento.
—Esto es absurdo, Roland. Os aseguro que no hay ninguna banda de rufianes ahí fuera. Ningún bribón se atrevería a entrar en las tierras de mi padre.
A juzgar porto que sabía del fervor de Sir John Hamelin en lo que se refería a la protección de su señorío, probablemente tuviera razón. Guardias patrullaban la zona regularmente y se ocupaban de los villanos de forma rápida y eficaz. Y Roland tenía la intención de que tas cosas siguieran igual.
—Las patrullas regresarán pronto, y cuando Simon y Marcus me aseguren que no hay ningún bandido merodeando por la zona, podréis salir.
—¿Cuánto tiempo tardarán?
—No importa lo que tarden.
Eloise se dirigió a un taburete que había junto al fuego y se sentó, resoplando.
—Si no se dan prisa, tendré que preocuparme más de no empaparme que de los merodeadores.
—Entonces tal vez deberíais retrasar vuestro paseo a la aldea hasta que pase la tormenta.
La sugerencia le valió una siniestra mirada de la joven.
Roland hizo acopio de toda su paciencia.
—La aldea, seguirá ahí después de comer.
—Sí, pero a los aldeanos se les ha denegado la entrada al castillo durante varios días. Nunca antes había ocurrido algo así, y estoy segura de que algunos de ellos pueden estar pasando penurias, y que otros tendrán miedo. Su seguridad y, en algunos casos, su supervivencia depende de nosotros. Será mejor que los visite cuanto antes para tranquilizarles y decirles que los problemas que pueda estar teniendo mi padre no les afectarán.
Roland sabía que Marcus tenía la intención de acercarse al pueblo, una señal para todos de que a pesar de los problemas de su señor, la vida volvería a la casi total normalidad. También sabía que una visita de la hija de su señor haría maravillas en los ánimos de los preocupados campesinos.
Aun así, sabía perfectamente que la urgencia de Eloise por salir no se debía sólo a su preocupación por los aldeanos.
—Ardéis en deseos de montar a caballo.
—Cierto. Me gusta montar a caballo tanto como a vos.
Los dos habían descubierto el placer que a ambos les causaba poco antes de la muerte de Hugh. Roland recordó un día en que, al ver que Eloise se dirigía a los establos, decidió seguirla y tratar así de conocer un poco más a la futura esposa de su hermano.
Allí intercambiaron historias de caza, de saltos a caballo por encima de los troncos y largos paseos por tranquilos caminos. Había entrado llevado por la curiosidad y había salido de allí encantado y también absolutamente seguro de que Eloise Hamelin no era la esposa adecuada para su apacible hermano.
Ahora deseaba, por varias razones, haberse guardado la curiosidad y no haber decidido querer conocerla ni haberle hecho aquella observación a Hugh.
—¿Aún tenéis aquella yegua castaña?
La expresión de Eloise se suavizó un poco.
—Sí. A pesar de su edad, sigue teniendo brío, aunque no corra tan rápido y durante tanto tiempo. Y vos, ¿seguís teniendo el semental negro?
—El mismo no. Cayó en Escocia.
—Una pena. ¿Fue durante una batalla?
—Sí. Valiente hasta el final.
Roland había llorado la pérdida de tan magnífico caballo, pero admitía que el dolor se vio suavizado con el corcel que le había sido concedido en sustitución. Un espléndido animal joven, de color negro, y con una fuerza arrasadora. Regalo de un rey agradecido.
Timothy se inclinó sobre su hombro para rellenarle la copa de cerveza.
—¿Queréis más pan o queso, señor?
—No, gracias.
—Si no me necesitáis para nada más, saldré a practicar en el patio.
Por lo que Roland sabía, la mayoría de los caballeros y los escuderos estaban fuera recorriendo los campos, asegurando la protección de Lelleford.
—¿Con quién estás practicando?
—Hasta que los otros vuelvan, practicaré cargando contra el estafermo con mi lanza.
A Roland le parecía extraño que su escudero saliera solo al patio a enfrentarse con el estafermo, pero no iba a cuestionar los deseos del muchacho de perfeccionarse, algo que iba logrando sin duda.
—Ve entonces. Mantén la punta bien alta.
Una sonrisa afloró en el rostro del escudero.
—Me esforzaré por no caer, también. Con vuestro permiso, señor.
Timothy se alejó y Roland notó que el salón estaba empezando a quedarse vacío. La mayoría de la gente había terminado de comer y retomado sus tareas.
Roland deseó tener él también algo que hacer.
Tal como esperaba, la gente había retomado sus hábitos sin alboroto, y no se requería de su dirección. Eso estaba bien.
Si no fuera porque la confianza que todos tenían en sus capacidades conllevaba aburrimiento para él, y le hacía sentir inquieto. A veces se buscaba algo que hacer para mantenerse ocupado y de paso evitar la tentación de entrometerse en el camino de Eloise, aunque sólo fuera para ver dónde estaba y qué estaba haciendo. Así no le haría alguna absurda pregunta con el único objetivo de escuchar el sonido de su voz.
Tal vez debería unirse a Timothy en la liza.
En ese momento la puerta se abrió arrancándolo de sus pensamientos. Simon entró y se quitó la capa húmeda.
Eloise se levantó al instante.
—¿Alguna noticia?
El administrador hizo una ligera reverencia.
—Parece que hemos capeado el temporal bien, señora. No hemos encontrado nada fuera de lo normal. Espero que Marcus pueda decir lo mismo cuando regrese.
Eloise se giró para mirar a Roland.
—¿Puedo salir ahora?
Este sacudió la cabeza.
—Marcus está inspeccionando la zona que rodea la aldea. Esperamos su informe.
Sacudiendo las manos en el aire, Eloise elevó los ojos y se dejó caer de nuevo en el taburete, su exasperación era evidente.
Roland trató de no sonreír y se dio cuenta de que Simon hacía lo mismo.
Suponía que no era extraño que, en algunas situaciones, Simon y Marcus actuaran como tíos tolerantes ante algunos comentarios y actos de Eloise. Los dos la adoraban, la protegerían con sus vidas sin dudarlo. Eloise sentía por ellos la misma devoción, y siempre acudía en busca de su consejo y compañía.
Él solía unirse consciente de que era aceptado, aunque aún se sentía un extraño.
Probablemente fuera mejor así. Puede que tuviera un control temporal sobre Lelleford, pero algún día o bien Sir John regresaría o el rey acabaría concediendo el señorío a otro señor. En cualquier caso, Roland tendría que renunciar a él.
Cuándo llegaría ese momento, dependía del resultado de la captura y el juicio de John. Dado que no había recibido noticias ni del conde ni del rey, no tenía idea de cómo estaban yendo las cosas.
Eloise estaba sentada con los brazos cruzados, la punta del pie golpeando el suelo de piedra frente a la chimenea.
Simon se unió a él en la mesa, contento de haber salido de la torre.
El administrador se inclinó hacia delante y susurró:
—En verdad os digo, Roland, que no creo que haya ningún peligro esta mañana. Además, ordenaréis que un escolta vaya con ella, ¿no es así?
A lo que Roland respondió:
—Sí. No podemos permitir que salga de las murallas sin protección. Si un canalla sin escrúpulos estuviera pensando en adueñarse de las posesiones de Sir John podría intentar forzar un matrimonio con la hija de Hamelin. ¿Se negará a llevar escolta?
—No, si se da cuenta de que es necesario, creo.
Roland apuró la cerveza y se levantó.
—Vamos, Eloise, antes de que desgastéis esa piedra.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella entornando los ojos.
—A la aldea. Es lo que queríais, ¿no?
Eloise se levantó de un salto.
—Sí, pero… no veo la razón para que me acompañéis.
—Vuestro padre tiene enemigos. Si alguno de ellos planeara raptaros nos costaría salvaros. Debéis darme vuestra palabra de que no saldréis de la fortaleza sin escolta.
Eloise se mordió el labio inferior mientras asumía las implicaciones de un posible rapto y la lógica que la orden de Roland tenía.
—Tenéis mi palabra.
Y la creyó. Eloise era una mujer inteligente además de hermosa que reconocía el peligro que tanto ella como el señorío de su padre corrían. No quería preocuparla pero tampoco deseaba que corriera riesgos innecesarios.
—Vamos, entonces —dijo Roland con una sonrisa, ansioso por salir de las murallas—. Podréis admirar mi nuevo semental.
Eloise se puso la capa y salieron del salón a toda prisa. Tenía los ojos brillantes de expectación.
—¿Tan grande es?
Un caballo más grande de lo que hubiera esperado jamás, un caballo de batalla criado en los establos del rey.
—Juzgadlo vos misma.
Salieron al patio de armas y Roland hacia la zona de entrenamiento. Timothy ya no tenía todo el patio para él solo.
Uno a uno, los escuderos que habían regresado con Simon se colocaban las lanzas en el costado y cargaban contra el estafermo. La mayoría de ellos golpearon el objetivo y lograron pasar sin ser derribados de sus monturas, para delicia del grupo de muchachas que se había congregado alrededor para observar y animar.
Roland detuvo ligeramente el paso cuando Timothy tomó su lanza. El muchacho normalmente lo hacía bien, y esta vez no fue distinto. Con un elegante movimiento, cargó contra el estafermo y salió airoso, tras lo cual dirigió su montura hacia las jóvenes criadas, que lo recibieron con elogios.
Roland no pudo evitar reírse.
—No me extraña que Timothy tuviera ganas de salir del salón.
—Isolda me dijo que tenía cosas que hacer. Me pregunto qué tareas la esperaban en la liza —suspiró Eloise—. Es agradable oír sonidos alegres en el patio de nuevo.
Roland estaba de acuerdo. Permanecieron allí de pie, observando a los jóvenes. Los chicos exhibían su talento para delicia de las risueñas jovencitas. Roland se dio cuenta en seguida de quién era la joven a la que Timothy dedicó la reverencia más profunda. Isolda le correspondió animándolo entusiasmada.
La inquietud que Roland intercambió con Eloise no necesitaba palabras. Su escudero, la criada de ella. Ambos jóvenes pero con una edad suficiente para conocer sus mentes y sus cuerpos.
—Isolda tiene catorce. ¿Debería preocuparme por ella? —preguntó Eloise.
A sus dieciséis, Timothy era un buen chico, pero sin duda sufría las necesidades acuciantes de todo joven. En otras condiciones, Roland no se preocuparía de si su escudero se entretenía con una criada igualmente ávida. Sin embargo, el pie deforme de Isolda no le permitía hacer movimientos bruscos, lo cual la hacía más vulnerable que las demás.
Y tampoco estaba su hermano Edgar para defender su honor si fuera necesario, ¿Acaso habría decidido Timothy ocupar ese lugar? Era posible, dada la preocupación que había mostrado por ella unos días antes.
—Si disfrutan de la compañía del otro, no veo razón para interferir. Sin embargo, si os preocupa, decídmelo y hablaré con Timothy.
Eloise lo miró con una mezcla de gratitud y un sentimiento que Roland no pudo definir. ¿Sorpresa tal vez? Pero antes de que pudiera estudiar las profundidades de sus ojos color zafiro, Eloise se dirigió a los establos, ansiosa por salir.
Camino a los establos, Roland saludó a dos hombres de armas, uno de ellos perteneciente a la guarnición que le había sido asignada por Kenworth, y el otro soldado de Lelleford. Con ayuda de los mozos de cuadra, prepararon los caballos en un santiamén.
Eloise montó con la habilidad de una mujer de alta cuna entrenada desde pequeña, y manejaba las riendas como cualquier hombre. Roland marchaba el primero a lo largo del puente levadizo, consciente de la hermosa figura de la joven sobre su yegua, aun que estuviera cubierta por la larga capa ribeteada de piel.
—Podemos ir más rápido si queréis —gritó Eloise—. Vuestro hermoso semental parece muy capaz de correr.
No era una queja, simplemente una graciosa petición.
Roland elevó la vista a las oscuras nubes que cubrían el cielo y decidió aceptar.
—Id vos primero entonces, así no tendré que preocuparme de no perderos.
Con un bufido nada propio de una dama, Eloise hincó las espuelas en los flancos de su yegua y lo adelantó. A Roland no le costó alcanzar su paso, ni le pasó inadvertida la expresión presumida de su rostro. Galoparon juntos hasta que llegaron a la aldea y aflojaron el paso.
Las cabañas de madera con los tejados de paja se alineaban en un círculo dejando en el centro una zona verde con el pozo común. Los jardines y la huerta, que ni dos meses atrás lucían pletóricos de flores y verduras, habían sido segados, tras lo cual se permitía al ganado y a las aves de corral mordisquear los restos de hierba.
En plena época de cosecha, los aldeanos se ocupaban de las tareas relacionadas. Añadían paja a los tejados de las casas, arreglaban vallas y cerrojos o cortaban madera recogida en el bosque cercano.
Trabajaban duro a fin de prepararse para los rigores del largo invierno.
Al notar la presencia de Eloise, los niños salieron al camino y alegremente corearon su nombre. Eran tantos, que tuvieron que detenerse.
—¡Tened cuidado! ¡No me gustaría que acabarais aplastados como bichos! —dijo Eloise riéndose y quitando así dureza al comentario.
Roland no la había oído reír antes, no como en ese momento, tan de buena gana. Fue como si su felicidad hubiera lanzado un hechizo sobre él y, por un momento, olvidó dónde estaba y por qué había acompañado a Eloise. Sólo podía disfrutar de la vista de aquella hermosa mujer cuya risa alegre retumbaba por toda la aldea.
Eloise desmontó y saludó a cada niño por su nombre. Revolvía el pelo cariñosamente a unos, a otros los abrazaba. Uno en particular, un pequeño golfillo, le tiró del vestido hasta que lo tomó en brazos y lo abrazó durante un largo rato.
Era un aspecto de ella que Roland nunca había visto, un lado cálido y adorable, y verla así hizo que se le formara un nudo en el estómago.
Destilaba cariño entre los pequeños aun sin perder la compostura de su alto rango, esa actitud noble que la separaba y colocaba por encima de los campesinos.
Los gritos alegres de los niños alertaron a sus padres, que dejaron sus quehaceres para atender a su señora. Naturalmente, Eloise, que también sabía todos sus nombres, preguntó por los enfermos y por el estado de las cosas en la aldea. Durante el intercambio de cumplidos e información, Eloise no dejó de sonreír abiertamente, demostrando un genuino interés por aquellos a los que quería.
Inevitablemente, uno de los campesinos se acercó a ella con el ceño fruncido.
—¿Es cierto, señora? ¿El señor ha sido acusado de traición?
Su amplia sonrisa cedió un poco, ligeramente.
—¿Puedes imaginar algo más ridículo? De todos los hombres de este reino, nadie sirve al rey con más agrado que mi padre. ¿Acaso no le habéis oído todos hablar de las innumerables virtudes de nuestro soberano? —Hizo una pausa esperando a que todos asintieran y después continuó—. ¿Acaso Sir John Hamelin no ofrece al rey sus servicios de caballero durante cuarenta días personalmente en vez de pagar a otros para ofrecer tal servicio, como hacen otros señores?
Esta vez, los gestos de asentimiento llegaron más rápidamente.
—Sí lo hace, señora.
—Se toma muy seriamente sus obligaciones, Sir John.
—Estoy de acuerdo —declaró Eloise—. Quien quiera que haya presentado estos cargos no tardará en darse cuenta de su error, os lo aseguro. No temáis. Mi padre demostrará que es inocente.
Con ayuda de un poyo montó de nuevo y señaló con la mano hacia Roland.
—Este es Sir Roland St. Marten. Muchos de vosotros lo recordaréis.
De nuevo, los aldeanos asintieron con la cabeza, y Roland sintió el peso de sus miradas sobre él. No reconocía el rostro de uno solo de los aldeanos, pero era evidente que ellos sí lo habían observado y lo recordaban de su anterior visita.
—Sir Roland y sus hombres están aquí para apoyar a nuestra guardia en ausencia de mi padre. Así que ya veis, estamos preparados para cualquier eventualidad. No debéis temer por vuestras vidas ni por vuestro sustento. Todo irá bien.
Le costó un poco darse cuenta de que Eloise acababa de minimizar su verdadera obligación como supervisor de Lelleford, para dar a los aldeanos la impresión de que tan sólo era un caballero más para defender el señorío en caso de problemas.
¿Cómo se atrevía?
Roland avanzó un poco hacia Eloise y se inclinó levemente para que sólo ella pudiera oírle.
—Mi función implica bastante más que dar apoyo a la guardia, señora. ¿No deberíais decirles la verdad?
Eloise arqueó una ceja.
—¿Acaso vuestros guardias no hacen el mismo servicio que los guardias de Lelleford?
—Sí, pero…
—¿Y no sois vos su jefe?
—Sabéis que sí.
—Entonces, no he dicho ninguna mentira, ¿o sí? Vamos, busquemos un refugio contra la lluvia.
Y sin darle tiempo a responder, Eloise se subió la capucha de la capa para cubrirse de la llovizna que comenzaba a caer, sacándolo de su línea de visión.
Una efectiva maniobra de guerra, un golpe veloz y una retirada apresurada siempre conseguían desequilibrar al enemigo.
¡Descarada! Entonces, ¿ésa era la táctica que pensaba emplear? Para él no era un problema. Le enseñaría que a él no era fácil hacerle perder el equilibrio.
Eloise terminó de despedirse de los aldeanos y se alejó en busca de refugio para la lluvia. Cuando finalmente se giró hacia él, lo miró con tanta inocencia que a él le costó discernir si su anterior maniobra no habría sido obra de su imaginación.
—¿Preparado para regresar? —preguntó, y Roland tuvo que apartar su momentánea confusión.
Si salían a galope tendido hacia el castillo lograrían evitar empaparse.
Momentos antes, al entrar en la aldea, deliberadamente había evitado mirar hacia la iglesia de piedra, pero el lugar en el que murió Hugh no admitía negación alguna.
Aún podía verle en los escalones de piedra, resplandeciente en sus ropajes de boda, feliz y orgulloso, mirando a Eloise, ambos tomados de la mano.
Había amanecido un día cálido, lucía un sol radiante, y el novio no era consciente de nada más que de su hermosa prometida, cuyo honor y conveniencia había defendido frente a un entrometido medio hermano medía hora antes.
Hugh no le había dirigido la palabra ni le había mirado desde entonces. Había muerto enfadado con el medio hermano que se había atrevido a exponerle su preocupación por el matrimonio.
Como si hubiera sentido lo que Roland estaba pensando, Eloise dijo suavemente:
—Yo aún no puedo pasar por delante de la iglesia sin recordarlo.
Roland experimentó de nuevo el tremendo choque que le causara ver a Hugh llevarse la mano al pecho, mientras su rostro se retorcía de agonía, y su cuerpo inerte caía sobre los escalones.
—Creía haber dejado toda la tristeza en su tumba —dijo Roland consciente de la tensión de su voz, y tuvo que aclararse la garganta para evitar las lágrimas.
Eloise lo miró conmovida.
—Dar sepultura a un hermano tan querido debe de haber sido horrible para vos. Mis dos hermanos están vivos y se encuentran bien, que yo sepa. Me quedaría desolada si perdiera a alguno de ellos.
Según él creía, ella no había experimentado desolación con la muerte de Hugh, no había sentido una soledad tan profunda como para derramar lágrimas.
—No amabais a Hugh como merecía.
Eloise parpadeó sorprendida ante la grave acusación.
—Admito que no amaba a Hugh. Sólo tuvimos dos días para conocernos, y unas pocas horas a solas para hablar. Pero sí me pareció un hombre amable. Honorable.
Una descripción bastante precisa de Hugh. Mucha gente lo había querido, pero el respeto era otra cosa.
Puede que Hugh fuera adorable, pero nunca había sido un gran líder. Siempre había tratado de agradar a todos y había terminado satisfaciendo a muy pocos. El resultado era que todo el mundo se aprovechaba de él.
Sin duda, Hugh se había sentido obnubilado por el aura que rodeaba a Eloise, por lo que había cedido a todos sus caprichos.
—Hugh se enamoró de vos desde el momento que os vio.
Eloise sonrió con tristeza.
—Eso me decía. Yo no creí sus declaraciones caballerosas, por supuesto. Nadie entrega su corazón a otro tan rápidamente. Recitaba palabras dulces para impresionar a su prometida, eso es todo.
¿Acaso Eloise no sabía que Hugh se había enamorado perdidamente de ella? Roland aún veía la mirada hechizada de su hermano mientras hablaba de la hermosura y el encanto de su prometida. Muchos habían luchado, incluso muerto, por los favores de aquella mujer.
—Sois una mujer hermosa, Eloise. No tengo la menor duda de que la mayoría de los hombres os encuentran atractiva y seductora con sólo miraros. ¿Por qué dudáis de que Hugh os admirase y desease por encima de otras mujeres?
Eloise se quedó callada y, a pesar de que la capucha le ocultaba el rostro, Roland habría jurado que se había sonrojado. ¿Tal vez porque le había dicho que era hermosa? Estaba seguro de que se lo habrían dicho muchas veces. Tenía que saber que su rostro y su figura la situaban entre las mujeres más deseadas del reino.
—Si un rostro bonito es todo lo que se necesita para conseguir el cariño de un hombre, entonces es que todos sois unos necios —declaró fervientemente.
Roland admitía que había visto a muchos hombres comportarse como idiotas por una mujer, pero también viceversa. Había observado a algunos miembros del bello sexo, desde lujuriosas criadas hasta ardientes damas nobles, llegar a límites insospechados para llamar la atención de un hombre que consideraban atractivo. Cuando la atracción se mezclaba con el deseo la gente perdía el juicio.
—¿Acaso las mujeres sois diferentes? ¿Acaso no es el bello rostro de un hombre o la anchura de sus hombros lo que primero os atrae?
Con el descaro del que Roland la había acusado delante de su hermano, Eloise inspeccionó su rostro, pasando después a los hombros y terminando en los muslos tensos contra su montura. Roland notó que se caldeaban sus regiones inferiores tras el atrevido estudio.
—No niego que siempre es agradable mirar a un hombre atractivo. Vos poseéis unas bellas facciones y una figura bien esculpida. No tengo la menor duda de que muchas mujeres se habrán sentido atraídas por vuestro físico. Pero eso no significa que todas ellas estuvieran dispuestas a entregaros su corazón. —Eloise tiró de las riendas y su yegua retrocedió de inmediato—. El amor es algo más profundo que el deseo de poseer a alguien por el aspecto físico.
Y diciendo esto, condujo al animal hacia el camino mientras la lluvia comenzaba a arreciar. Roland levantó la cabeza, agradecido por la lluvia, fría y húmeda. Tal vez para cuando llegaran al castillo hubiera logrado contener la reacción normal que un hombre tenía al ver la apreciación en la mirada de una mujer.
¿Conque Eloise lo consideraba algo atractivo?
No podía negar la atracción física que sentía hacia Eloise Hamelin. Ya había tratado de mantener esa reacción bajo control una vez, consciente de que iba a ser la esposa de Hugh. Y aún seguía sin poder permitirse cortejarla, por mucho que le agradara la idea.
Había estado a punto de convertirse en su hermana por matrimonio. Era la hija de un hombre acusado de traición, y, por tanto, un inconveniente para un hombre que quisiera ascender en su posición. Y en caso de que los cargos se resolvieran a favor de Sir John, ella volvería a estar destinada a un hombre de mayor posición y riqueza que Roland St. Marten.
Una causa perdida. Intocable.
Una mujer con un cuerpo deseable que ansiaba acariciar y excitar. Con unos delicados dedos que ansiaba tener alrededor de su miembro abultado. Una mujer en cuyos abismos, y si las circunstancias fueran otras, estaría más que dispuesto a zambullirse, al menor signo de invitación.
Con una última mirada hacia la iglesia, Roland condujo a su semental hacia el camino, sintiendo la aguda punzada de la excitación en sus partes nobles y un profundo dolor en el corazón, abrumado por la culpa.
Deseaba a una mujer que no podía tener, que no debería querer, una mujer a la que, probablemente, había juzgado mal. Tal vez Eloise tuviera razón. Tal vez los hombres eran unos necios en lo que a mujeres se refería.
Eloise entró en la sala de cuentas y encontró a Simon sentado en el escritorio de roble, haciendo anotaciones en un estrecho libro de contabilidad hecho con pliegos de papel de vitela encuadernados en cuero.
Levantó la vista al oírla.
—¿Señora?
Eloise oyó el saludo pero no podía dejar de mirar las manchas de sangre en la planchas de madera junto al escritorio. La sangre del hermano Walter. Se necesitaría un ungüento muy potente y frotar con fuerza para quitarlas.
Aún podía ver al clérigo tirado en el suelo, inmóvil, y oír el eco de la voz de su padre llenando la habitación.
Y ahora los dos estaban lejos de allí y ella seguía sin saber qué había pasado entre los dos.
Sintiéndose más abandonada de lo que sabía que era recomendable, se centró en el momento presente y en por qué estaba buscando a Simon.
—¿Os parece que falta algo?
Simon movió la pluma.
—No, todo parece estar en orden. Los libros de contabilidad, las escrituras y otros documentos de vuestro padre, todo está aquí. Si el conde encontró algo de valor para su causa, debe de habérselo llevado consigo.
—Roland cree que el conde habría fanfarroneado delante de todos si hubiera encontrado algo valioso.
Simon asintió ligeramente.
—Es una buena suposición, aunque no podemos estar seguros.
Eloise se debatía entre decirle o no a Simon lo de los rollos de pergamino que su padre se llevó consigo. ¿Qué debía guardar en secreto y a quién?
Los caballeros de su padre eran fieles a su señor, pero ¿podría esa fidelidad verse en peligro si les decía que probablemente Sir John se hubiera llevado pruebas incriminatorias contra él?
—Simon, habéis servido a mi padre desde antes de que yo naciera, durante muchos años habéis sido su administrador. De todos nosotros, puede que vos seáis quien mejor lo conocía. Ahora os pregunto, ¿puede haber algo de verdad en esos cargos?
La expresión de Simon se oscureció y Eloise se apresuró a levantar una mano y la movió en señal negativa.
—Pensadlo un momento. Su posición hace que esté en contacto con mucha gente de muy diversas creencias. ¿Es posible que estando en la corte o tal vez en alguno de sus viajes alguien lo pusiera en una situación que haya podido dar lugar a un malentendido? ¿O tal vez se viera envuelto en una maquinación para mejorar su posición dentro de la corte y algo saliera mal?
A Eloise no le gustó la expresión que vio en el rostro de Simon. Los dos sabían que cuando se trataba de sacar beneficio de algo, su padre era capaz de saltarse la ley un mal menor si pensaba que podía sacar más.
—Es difícil contestar, señora. —Simon hizo un gesto señalando la habitación—. No he encontrado indicio alguno y os juro que no tenía conocimiento de maquinación alguna. Puede que alguna vez haya rozado la ilegalidad, pero de ahí a cometer traición… No sé qué decir.
Así que hasta que no hablara, con su padre no podía absolverlo ni culparlo. Eloise inspiró profundamente y pasó a otro tema en el que necesitaba el asesoramiento de Simon.
—¿Habéis visto el documento que prueba la autoridad de Roland sobre Lelleford?
—¿Con qué objeto? —preguntó Simon sorprendido.
Lo que se temía. Simon y Marcus habían aceptado la palabra de Roland.
—Roland asegura poseer un escrito del rey que le concede autoridad sobre Lelleford y que tenía que enseñar a mi padre. En ausencia de él, ¿no deberíamos pedirle que nos lo enseñara?
Tras pensarlo un momento, Simon dejó a un lado la pluma.
—Confío en la palabra de St. Marten. Él no proclamaría algo que no es cierto.
La fe incondicional de Simon le resultaba crispante.
—¿Sólo porque es un caballero?
—Porque sé que es un hombre de honor —dijo él ladeando la cabeza—. Igual que sé que vos lo creéis. ¿Qué os hace poneros en su contra, señora?
Quiero que se vaya.
Temía lo que pudiera ocurrir si seguía en Lelleford. Veía el brillo del deseo en sus ojos y ella respondía de buen grado. Además, estaba empezando a gustarle aquel hombre. Le estaba empezando a costar posicionarse en su contra cuando de acción y de palabra Roland estaba demostrando ser todo lo contrario a lo que ella quería que fuera. No cuestionaba su honor, no después de su ofrecimiento a hablar con Timothy si ella lo consideraba oportuno… ¿Qué otro caballero se habría preocupado por el trato que una criada recibiera de manos de su escudero? Especialmente una criada desfigurada cuyo único familiar del sexo masculino estaba en compañía de un hombre acusado de traición.
Y, en la iglesia, se había sentido tentada de arrojarle los brazos al cuello y reconfortarle. Algunas de sus palabras hacia ella habían sido duras, pero comprendía el dolor que las había provocado y estaba más que dispuesta a perdonarle la falta de cortesía.
Si pudiera obligarlo a marcharse, no tendría que preocuparse por él nunca más. Él era capaz de derruir sus defensas, y Eloise tenía que agarrarse a la que podía ser su única posibilidad de construirse un escudo.
—Si mi padre estuviera aquí, pediría que se le mostrara el escrito del rey. Simplemente creo que nosotros deberíamos hacer lo mismo.
Simon estudió la estudió atentamente un momento, y finalmente sonrió, una sonrisa cariñosa y tolerante.
—Entonces deberíais solicitarlo, señora, y no prestar atención a mi torpe parecer.
Y eso era lo que tenía intención de hacer, en cuanto viera a Roland.
Capítulo 9
Roland titubeó antes de entrar en el salón que Eloise había convertido en una enorme sala de costura. Piezas de telas de diversos colores aparecían extendidas sobre numerosas mesas de caballete donde las mujeres se preparaban para cortarlas, tijera en mano.
Eloise caminaba entre el caos organizado, como un general entre sus tropas, perfectamente cómoda en su papel. Se movía entre las mesas inspeccionando cada pieza, frunciendo el ceño mientras consideraba qué decisión tomar, y una vez tomada, su ceño se aligeraba mientras daba las instrucciones precisas de cómo quería que se cortara la prenda.
Aunque no podía oír cada una de sus palabras, escuchó lo suficiente para saber que la mayor parte de las telas estaban destinadas a hacer túnicas para Sir John, y el resto serían vestidos para Eloise.
Roland se detuvo junto a Isolda, que supervisaba la mesa en la que se seleccionaban los hilos más finos para la costura y los que se utilizarían para decorar cuellos y dobladillos.
—¿Qué es todo esto?
La joven arqueó una ceja como si pensara que era tonto por no reconocer lo que era obvio.
—¿Señor?
—Es obvio que estáis haciendo vestidos, ¿pero por qué tantos a la vez?
—Ah —dijo Isolda una vez aclarada su confusión inicial—. La señora Eloise desea que las prendas estén terminadas antes de la fiesta de Navidad en la corte, por eso los estamos haciendo ahora.
Prendas que Sir John nunca vestiría si pasaba toda la temporada en un juicio en vez de asistir a las suntuosas fiestas de la corte. Aun así, Eloise insistía en comportarse como si nada se interfiriera en el plan original de pasar las fiestas envueltos en el esplendor de la corte y los nobles.
Eloise estaba de pie junto a una mesa cercana, contemplando una pieza de color azul zafiro tan brillante que rivalizaba con el color de sus propios ojos.
Roland la imaginó envuelta en ella, la suave lana cayendo como una lujosa cascada sobre sus magníficas curvas, marcando y ciñendo en los lugares apropiados.
Pero es que no había un solo lugar inapropiado en el cuerpo perfecto de aquella mujer. Se maldijo por imaginarse tirando de los lazos que ceñían el vestido, dejándola a merced de sus ojos, ver la suave maravilla que se ocultaba bajo el vestido medio abierto.
Eloise miraba la tela con expresión soñadora, y tomó una esquina de la pieza para comprobar la textura entre sus dedos pulgar e índice. Un simple acto, pero tan cargado de sensualidad que Roland notó que le faltaba el aire.
Eloise dejó la tela en la mesa y se giró hacia la muchacha con las tijeras.
—Una túnica para el señor. El dobladillo llevará un vivo dorado…
—Es una pena —dijo Roland.
La sorpresa ante la interrupción rivalizaba con el aturdimiento de Roland por haber expresado en voz alta sus pensamientos. Sin decir una palabra, Eloise dejó claro que esperaba una explicación por su parte. Roland debería alejarse de allí y no interferir con lo que no era asunto suyo.
—El color hace juego con vuestros ojos. Sería una pena convertir esa tela en algo que no sea un vestido para vos.
El ligero temblor en los labios de Eloise le decía que su comentario había sido recibido con agrado o, al menos, con diversión. Eloise observó de nuevo la pieza, su deseo de hacerse algo para ella seguía siendo evidente. Acarició la tela suavemente haciéndola ondear entre sus dedos, lo que provocó un escalofrío interno en Roland al imaginar esos dedos acariciando su piel.
—Es la más cara y también la más hermosa de todas, por eso creo que debe corresponder al hombre que ha pagado por ellas.
Roland recuperó la compostura.
—Vuestro padre no me pareció un hombre vanidoso. Además, pensad en lo orgulloso que se sentiría al presentar a su hermosa hija en la corte ricamente vestida.
Eloise levantó la vista y lo miró a través de unas espesas pestañas de color oscuro.
—¿Eso creéis?
Roland no podía creer que Eloise estuviera poniendo en duda sus encantos, por lo que supuso que la pregunta era ni una cuestión de orgullo. No estaba claro que Sir John estuviera en posición de presentarla a la corte en esas navidades. Aun así, la imaginó del brazo de su padre, con su regio porte, apenas rozando el suelo de los salones del palacio de Westminster y haciendo una reverencia ante el rey. Estaba seguro de que una mirada suya bastaría para caldear los cuerpos de todos los hombres presentes.
El pensamiento provocó un injustificado ataque de posesión que rozaba los celos. No tenía ningún derecho sobre ella, nunca lo tendría. Era inevitable que otro hombre poseyera algún día a Eloise Hamelin, por mucho que la idea pudiera molestarle.
—Lo creo.
—Sir Roland tiene razón, señora —dijo Isolda poniéndose de su lado—. Con el mismo corte de vuestro vestido de terciopelo color carmesí, quedaría muy bonito.
—Quedaría magnífico.
Eloise parecía compartir la opinión, porque sus ojos de color zafiro se agrandaron, brillantes como estrellas.
—Mi querida Isolda. Qué magnífica idea —dijo Eloise mostrando su acuerdo con un gesto de la mano—. Que así sea, entonces. Para mí, con el mismo corte que el de terciopelo carmesí. Supervisa el corte, Isolda, para que se haga correctamente.
Isolda se acercó a la mesa, y Eloise se dirigió a Roland, su sonrisa más y más amplia a cada paso. Roland sintió que el pulso se le aceleraba como siempre que estaba muy cerca de ella, y por mucho que lo intentara, no podía moverse, romper el hechizo que pesaba sobre él.
Eloise se detuvo a unos pocos centímetros, lo suficientemente cerca como para extender la mano y tocarlo. Roland cruzó los brazos y se aseguró de estar firmemente adherido al suelo.
—Supongo que debería daros las gracias —dijo Eloise con apenas un susurro. Con un guiño de complicidad, añadió—: Tengo que admitir que buscaba una excusa para hacerme un vestido con esa tela azul. Es un color fabuloso, y el tejido muy suave al tacto.
Afortunadamente, las buenas maneras de la corte acudieron a su rescate.
—Encantado de estar a vuestro servicio, señora. Ahora, si me disculpáis, debo…
Eloise posó los dedos sobre su brazo haciendo que se detuviera en seco.
—¿Podríamos hablar un momento antes?
Roland asintió consciente de que no podría salir de allí. Eloise retiró la mano y miró hacia el salón.
—Vayamos donde no puedan escucharnos.
Despierta su curiosidad, Roland la siguió hacia una alcoba cerca de las escaleras. La sonrisa de Eloise había desaparecido y él sintió mucho que así fuera.
—¿Ocurre algo?
Eloise se frotó las manos, un gesto que Roland le había visto hacer cada vez que se ponía nerviosa o se enfadaba.
—Creo que no, pero Simon y yo pensamos que deberíamos asegurarnos —contestó ella retirando la vista brevemente, un tanto vacilante—. Cuando llegasteis, dijisteis que traíais un escrito del rey para mi padre, en el que se os concedía la autoridad sobre Lelleford en su ausencia. Hemos sido laxos al no pedir que nos lo enseñéis.
Era una petición perfectamente lógica. Sin embargo, ¿por qué sentía que era un intento más de Eloise por desacreditarlo?
—¿Habéis hablado con Simon de esto?
—Está de acuerdo en que, estando mi padre ausente, alguno de nosotros debería ver el escrito.
—Y ese alguien sois vos.
—O Simon, si así lo preferís —dijo ella ladeando la cabeza.
Tal vez se estuviera ofendiendo sin razón. Le habían ordenado que entregara el escrito a Sir John, claro que Sir John no estaba allí. Eloise sólo estaba velando por los intereses de su padre, y no podía culparla por ello.
—¿Podéis leer el escrito?
—No soy analfabeta. Domino el latín y el francés.
—Entonces venid.
Sorprendida al no encontrar más impedimento por su parte, Eloise siguió a Roland escaleras arriba. Desde allí, no podía evitar mirar el balanceo de su amplia espalda o los músculos de sus piernas.
Justo después de su enfrentamiento en la iglesia, se había jurado que no volvería a fijarse en el bello rostro de aquel hombre ni en sus fuertes hombros nunca más. El calor subió a sus mejillas al darse cuenta de que parte del cuerpo del hombre estaba siendo el objeto de su mirada en ese momento. Una parte que nunca había imaginado admirar en ningún hombre. Roland era una bonita vista para admirar, por delante o por detrás, y era imposible no apreciar su figura.
Al llegar al final de las escaleras, Roland giró a la derecha, en dirección a la cámara que ocupaba. Había sido la cámara, de los hermanos de Eloise pero ninguno de los dos había sido capaz de ocuparla durante más de un mes seguido.
Contempló el familiar mobiliario. Dos camas, la de Julius vestida con un cobertor azul, la de Geoffrey con uno verde. Una mesa de roble flanqueada por dos sillas, un tablero de ajedrez en el centro con las piezas preparadas para una partida.
Sólo el baúl de la ropa de Julius permanecía bajo la ventana cerrada, esperando el regreso de su dueño de Italia, fuera cuando fuera. No mucho tiempo atrás, ella misma había guardado todas las pertenencias de Geoffrey en su baúl para llevárselo a Cornualles con motivo de su boda con Leah. Bueno, casi todas sus pertenencias.
Mientras Roland extraía una gran saca de debajo de la cama, Eloise cruzó la estancia y se acercó a la repisa de la chimenea. Tomó en sus manos la favorita de entre las preciosas figuras de madera talladas por su hermano y de la que no había sido capaz de separarse. Era un sapo enorme apoyado sobre las ancas traseras, con una mirada de absoluta satisfacción, como si acabara de tragarse el escarabajo más grande y sabroso del mundo.
Geoffrey lo había tallado para hacerla sonreír y su magia se apoderó de ella en ese instante. Notó la suave madera entre sus manos y deseó que el tallista estuviera allí para compartir la carga de los problemas de su padre. ¿Por qué su padre no había querido que Geoffrey, con todos sus conocimientos de leyes, fuera en su ayuda? Eloise no podía saberlo.
—Me han dicho que Geoffrey talló esas figuras —dijo Roland—. Un talento muy útil en un hombre.
—Geoffrey vendía sus tallas para ganar dinero y no morir de hambre cuando estuvo en París —dijo ella devolviendo el sapo a la repisa, consciente de que si su hermano no hubiera sido capaz de venderlas para pagarse los estudios, la comida y un techo, puede que hubiera regresado muchos años antes, ahorrándoles así sufrimientos y preocupaciones. Pero aquellos malos tiempos habían pasado ya, y no merecía la pena recordarlos—. Esto es sólo un ejemplo de su talento. Los caballos que mi padre guarda en su cámara son magníficos.
—Tendréis que enseñármelos algún día.
Parecía sincero, así que tal vez lo haría, algún día.
Roland sacó el rollo de pergamino, el lacre rojo intacto.
—Aquí está el escrito —añadió.
Eloise lo tomó pero no lo abrió. El sello real estaba impreso en el lacre, prueba suficiente para ella de que Roland decía la verdad, de que había perdido. Roland St. Marten tenía autoridad sobre Lelleford y permanecería allí hasta que el destino de su padre fuera decidido. Y no había nada que ella pudiera hacer para echarlo.
¡Mal rayo partiera al rey por haber puesto a Roland en su camino! ¿Por qué él, el único hombre que conseguía sin esfuerzo alguno que su cuerpo temblara de excitación? ¿Por qué ese caballero con una constitución de guerrero y unos modales corteses que no podía evitar admirar? ¿Por qué Roland St. Marten, el hombre que había advertido a su hermano de que una mujer tan descarada y testaruda no era la esposa más adecuada?
Lo que había querido para su hermano, era muy probable que también lo quisiera para sí, una mujer sumisa y amable, algo que Eloise no era.
Pero Roland la deseaba. A veces, cuando la miraba, podía ver el fuego en su mirada, hasta podía sentir la pasión que despertaba en él. Tan fuerte era la atracción entre los dos que no costaría mucho que se convirtieran en amantes. Demasiado fuerte, de hecho.
—¿Cómo llegasteis al servicio del rey?
Roland ladeó la cabeza y entornó los ojos, dejándole ver que había vuelto a tomarle desprevenido. Pero, como siempre, se recuperó rápidamente.
—Estaba en el lugar inadecuado en el momento preciso. A veces, una batalla toma un giro inesperado. Me encontré protegiendo la espalda de Eduardo, y en pago por el servicio recibí una recompensa que no estoy muy seguro de que mereciera.
—Os tomó a su servicio.
—Me introdujo en la corte, me dio una armadura nueva, caballos y un escudero.
Eloise conocía el funcionamiento de los favores reales. Por un buen servicio, un caballero del rey podía ascender y amasar una fortuna rápidamente.
—¿Tierras no?
—Aún no.
Eloise miró el sello del rey; y de nuevo a Roland, sin poder evitar el escalofrío que le recorrió la es pina dorsal.
—¿Es eso lo que esperáis conseguir aquí? ¿Tierras? ¿Lelleford?
Roland le sonrió con amargura.
—No, señora, nada tan grande como Lelleford. Espero una pequeña parcela y los ingresos suficientes para mantener mi oficio de caballero. Mi servicio aquí no me garantiza nada más.
Sus palabras parecieron tranquilizarla un poco. Había otras formas en que los reyes recompensaban a aquellos que les mostraban lealtad.
—Tal vez Eduardo os compense con una heredera.
Él se encogió de hombros.
—Uno nunca sabe qué forma tomará la generosidad del rey.
Estaba claro que Roland aceptaría cualquier favor que Eduardo quisiera concederle, se mostraría agradecido y se esforzaría por seguir aumentando su riqueza. ¿Acaso no era así como funcionaban las cosas? Algunos hombres habían nacido para heredar, otros para ganarse la vida o para casarse bien.
Roland había elegido la segunda, y ella no podía culparlo por su ambición, un rasgo de la personalidad de los hombres de su familia. Eloise sólo deseaba que a Roland le hubiera sido encomendada otra misión para demostrar lealtad al rey.
—¿Vais a leer el escrito?
Las palabras de Roland la devolvieron al presente y a lo que había ido a hacer allí.
—No. No es necesario. Reconozco el sello del rey. Confío en la autenticidad del documento que os confiere autoridad sobre Lelleford, como dijisteis —dijo ella dejando el rollo junto al tablero de ajedrez—. Lo dejaré con los documentos de mi padre, claro. Querrá verlo… algún día.
—Vaya, vaya. La dama se echa atrás. Creía que no viviría para verlo.
—Os aseguro que no sé de qué habláis.
—Oh, claro que sí. Esperabais que no tuviera el documento y tener así la excusa para echarme. Admitidlo, tenéis que aceptar lo que no podéis cambiar.
Eloise inspiró profundamente. Admitirlo le costaba, no le gustaba que Roland hubiera adivinado sus intenciones. No sólo era un hombre fuerte y de buenos modales, sino que también era inteligente. Una combinación letal.
—Si el conde se hubiera presentado en vuestro hogar para arrestar vuestro padre y hubiera dejado a un extraño al cargo de las posesiones de los St. Marten, ¿cómo os habríais sentido?
—Sin duda, igual que vos —contestó él pasándose la mano por el cabello azabache, en sus ojos una chispa de ira—. Me habría quedado lívido, incrédulo, y furioso. Defendería a mi padre hasta mi último aliento y con mi espada si fuera necesario.
—¡Yo también podría empuñar una espada!
Roland sonrió ante su sincera determinación. Desgraciadamente, no sólo no podría levantar una, sino que le habían ordenado dejar entrar al conde sin oponerle resistencia.
—Seríais un contrincante muy fiero, Eloise Hamelin.
—¿Es un cumplido, Sir Roland?
Roland extendió la mano en el gesto que los hombres solían emplear para sellar un trato.
—¿Una tregua, señora?
—Pedís demasiado —dijo ella mirando su mano.
—No os estoy pidiendo que os rindáis, sólo que no sigáis enfrentándoos a mí. De verdad, Eloise, no pretendo haceros ningún daño ni a vos ni a los vuestros.
Sólo que ya lo había trastocado todo. Su vida perfectamente planeada; sus creencias sobre la que era su obligación; su sentido común. Especialmente esto último. Aún no lo había tocado y una desazón la embargaba ante la idea.
Incapaz de resistirlo más, colocó la mano sobre la de él y soportó el calor ardiente que el hombre emitía, dejando que penetrara en su cuerpo.
—Mon Dieu.
Tras unos instantes de vértigo, Roland admitió con apenas un susurro:
—Lo sé, yo también puedo sentirlo.
Eloise alzó la vista y miró los ojos avellana de Roland, oscurecidos por el deseo. ¿De verdad sentía él lo mismo, como si su sangre se hubiera vuelto espesa y muy caliente?
—Esto no debería ser así.
—La atracción entre nosotros está ahí, tanto si queremos como si no.
—Pero yo no te gusto.
Roland parecía verdaderamente confuso.
—Yo nunca dije eso.
—Le dijiste a Hugh que era una descarada, inapropiada para…
Lo que ella no fue capaz de decir en voz alta, lo dijo él.
—Inapropiada para ser la esposa de Hugh. Aunque lamento la manera en que se lo dije, y que te sintieras dolida por mis palabras, sigo creyéndolo. Habrías hecho mala pareja con Hugh, pero con otro hombre… —Roland avanzó un paso, acortando la distancia entre ambos, y le acarició la barbilla suavemente con un dedo—. Para otro hombre menos apacible, serías… perfecta.
Eloise cerró los ojos y tragó con dificultad, apretando la mano de Roland con más fuerza en un vano intento de mantener el equilibrio mental.
—¿Un hombre como tú?
—Nunca me atrevería.
Uno de los dos debería retirarse, terminar con ese encuentro tan inapropiado. Eso era lo que le decía su sentido común. Su cuerpo, sin embargo, se inclinaba hacia el de Roland, recordando otro momento en que habría jurado que él había deseado besarla, aunque había tenido la fuerza de voluntad para no hacerlo.
—Pero sí quieres atreverte.
—Lo que yo quiera no importa. Me enviaron aquí para asegurar que nada malo le ocurriría a Lelleford y a su gente, lo que te incluye a ti.
¡Maldito sentido de la obligación!
—No soy tan frágil, Roland. Te aseguro que soy muy capaz de cuidar de mí misma.
Sus palabras le valieron otra caricia bajo la barbilla, un leve roce que hizo que le temblaran las rodillas.
—No eres frágil, pero sí vulnerable. Sería ruin por mi parte aprovecharme.
—¿Entonces qué vamos a hacer, Roland? Acabas de decir que la atracción está ahí. ¿Fingiremos que no existe? Me parece que eso ya lo hemos intentado y hemos fracasado.
Roland le tomó la mejilla en una mano, su rostro evidenciaba la batalla que estaba teniendo lugar en su interior.
—Eres una tentación para mí, más allá de toda lógica.
—Igual que tú para mí.
La amarga sonrisa volvió al rostro de Roland, que apoyó la frente en la de Eloise, su aliento en el rostro de ella.
—¿Te han besado alguna vez, Eloise?
—Una o dos veces.
—¿Hugh?
—No.
Entonces, Roland descendió hacia los labios de Eloise, una caricia suave y húmeda que le hizo perder la cabeza y sentir fuego en sus regiones inferiores. Con los ojos cerrados, Eloise se zambulló en un territorio poco familiar, deleitándose en las sensaciones que ambos temían.
Le había mentido. Nunca nadie la había besado, no de aquella manera.
Roland sabía a cerveza y olía a lana y a humo de la chimenea, pero también a algo más que era único en él.
Eloise sintió que Roland retrocedía, poniendo fin a un beso demasiado breve aunque muy turbador.
—¿Qué he hecho, Eloise?
Los remordimientos que vio en él fueron demasiado para ella. ¿Acaso no se había sentido como en un sueño, también él? Tal vez necesitara más práctica. Quizá con otro beso, tal vez dos, podría atraerlo hacia ella.
—A mí parecer, lo has hecho muy bien. Pero parece que yo no. ¿Probamos otra vez?
—No —dijo él inspirando profundamente y mirando la luz del sol en lo alto—. Señora mía, no.
—¿Por qué no? Sé que me falta habilidad, pero puedo aprender.
Roland sacudió la cabeza como si no pudiera creer lo que le estaba pidiendo.
—¿Es eso lo que crees? ¿Qué te falta habilidad?, Por todos los santos, Eloise. Otro beso como éste y olvidaría dónde estamos y…
De forma abrupta, Roland retrocedió y le dio un beso en el dorso de la mano que no había soltado en ningún momento, y finalmente la dejó.
—Tengo que irme.
—Pero, Roland…
—Uno de los dos tiene que ser sensato.
Retrocedió sin mirar por dónde iba, chocando contra la puerta medio abierta, y la abrió por completo de un golpe. Con una maldición giró sobre sus talones y salió corriendo.
Aturdida, Eloise se dejó caer en una de las sillas cercanas, con las manos temblorosas y el corazón agitado. Tras irnos minutos, sus enmarañados pensamientos se aclararon, y fue capaz de contemplar lo ocurrido momentos antes bajo una nueva luz.
Roland no había salido de allí porque le disgustara estar con ella sino porque le había gustado el beso tanto o más que a ella. Se había quedado tan impresionado que el guerrero digno y seguro de sí mismo había tropezado con la puerta.
Eloise se llevó un dedo a los labios y sintió brotar una sonrisa en su boca aún cálida.
Por todos los santos, no estaba bien mostrarse tan petulante tras ver que Roland había perdido el equilibrio momentáneamente. Era despreciable reírse del mal ajeno.
Echó un vistazo hacia las camas de sus hermanos y se preguntó en cuál dormiría Roland. Probablemente en la de Julius, bajo la cual guardaba sus pertenencias.
Los pensamientos de Roland debían de haber ido más allá de un simple beso, hacia lo que seguía de forma natural… si lo que les había oído decir a las criadas era cierto.
El acto sexual. Dos cuerpos unidos. Convertirse en amantes.
¿Qué tipo de amante sería Roland?
Se decía que algunos eran tiernos y amaban despacio, mientras que otros eran bruscos y apresurados. Para algunas mujeres el acto resultaba tedioso y, para otras, maravilloso.
Era un descaro por su parte desear que Roland regresara junto a ella, echara el cerrojo de la puerta y la llevara a terrenos aún menos conocidos para ella.
Esperó, intentando que sus pensamientos regresaran de lo prohibido. Desilusionada por esperar que Roland volviera y entrara por la puerta, tomó el pergamino y se levantó, las piernas aún inestables.
Cuando llegó a la puerta, se detuvo en seco al escuchar voces. Estas llegaban en un susurro, con tono apremiante, de las escaleras del servicio.
—No deberíamos subir aquí. Hemos estado a punto de ser vistos —decía una voz masculina, un joven. Parecía angustiado.
—Pero no nos han visto.
¿Isolda?
—No querría que te avergonzaran. Tal vez deberíamos…
¿Timothy?
Isolda rió en tono bajo.
—Te preocupas demasiado. Ven. Conozco un lugar en el que nadie nos encontrará.
—¿Estás segura, cariño?
—Lo estoy.
Oyó entonces el roce de los tejidos y un cambio en el sonido de los pasos.
—No es necesario que me cojas en brazos, Tim. Puedo bajar sola las escaleras.
Silencio.
—¿De verdad quieres que te deje en el suelo? Te juro que no te dejaré caer.
Un largo suspiro. ¿Un beso, tal vez?
—Lo sé ¿Acaso no eres un joven fuerte y grande que empuña una lanza con tanta facilidad? No tengo miedo.
—No te haré daño, Isolda. Nunca.
—Lo sé, Tim, lo sé.
Eloise cerró los ojos y bajó la cabeza, escuchando cómo se alejaban los pasos de Tim por las escaleras. ¿Debía ir tras ellos o dejarlos?
Santo Dios, eran muy jóvenes, e Isolda muy vulnerable.
O tal vez no. Eloise recordaba cuando ella tenía catorce años, y estaba loca por un caballero que no se atrevía a acercarse a ella porque era la hija del señor. Desilusionada, había envidiado las relaciones que las criadas llevaban en secreto y los besos robados.
Ninguno de los dos agradecería la interrupción al igual que ella se habría puesto furiosa si alguien hubiera interrumpido su beso con Roland.
Claro que Tim e Isolda estaban a punto de hacer algo más que besarse. Pero incluso sabiéndolo, ¿tenía ella derecho a tratar de proteger a Isolda de lo que la criada obviamente quería de Tim?
¿De lo que ella misma quería de Roland?
Cerró la puerta de la cámara tras de sí, muy consciente de la envidia que sentía de Isolda por la facilidad con que podía tomar un amante y por el cariño y cuidado que Tim tenía la intención de prodigarle.
Con el escrito del rey en las manos, no podía evitar pensar —de camino a la sala de cuentas de su padre— de quién era Tim escudero. Estaba totalmente segura de que su señor también se tomaría muchos cuidados para agradar a su amante.
¿No podía ser tan sencillo, tan natural para señor y señora? ¿No podía tomar a Roland de la mano y conducirle también a un lugar privado, donde nadie pudiera encontrarlos, a un lugar que nadie salvo ellos dos conocieran?
Roland creía haber llegado a las almenas sin que nadie hubiera notado su confusión y excitación. Aunque él tampoco estaba en condiciones de saber lo que estaba haciendo. Todos lo habrían visto salir, habrían notado su agitación y el abultamiento bajo sus calzas y supuesto que necesitaba un poco de intimidad.
Se apretó contra la fría piedra del muro y miró hacia fuera, de cara al viento helado.
¡Por todos los santos! Seducido por Eloise, la había besado, y se juraba que no podía entender por qué había bajado la guardia tanto como para permitir que ocurriera.
¡Eloise era verdaderamente una mujer atrevida!
Y él había resistido. Dios sabía que lo había intentado pero Eloise se había mostrado tan presta a que ocurriera algo que la tentación había sido superior a él.
En el momento que le había dicho que Hugh no la había besado, se sintió liberado de la terrible sensación de que pudiera estar comparándoles, y acabó cediendo.
Debería haber subido a su cámara solo, haber sacado el escrito y haber bajado con él al salón. Así no habría probado el sabor de sus labios ni estaría sufriendo en ese momento los demonios que por la noche lo atormentarían.
Le había sido confiada la protección de Lelleford y eso significaba proteger a sus habitantes, especialmente a la hija del señor. ¿Pero quién le iba a decir que iba a tener que protegerla de sí mismo?
¿Acaso no era Eloise la misma mujer contra la que había advertido a su hermano, a la que había descrito como una mujer de corazón de hielo por no haber derramado una sola lágrima por la muerte de Hugh?
No, no lo era, y eso formaba parte de su particular infierno. Decidida, sí, pero también cálida y generosa. Una leona noble, que también sabía ronronear.
Por los clavos de Cristo, cómo la deseaba. Todavía no alcanzaba a comprender cómo había logrado dejarla en su cámara de sólido cerrojo en la puerta y dos blandas camas en el interior.
Pero lo había hecho, y era lo mejor que podía hacer, por mucho sufrimiento que implicara para él.
Ella no estaba destinada a ser suya, nunca lo sería.
¿Entonces qué vamos a hacer, Roland? Acabas de decir que la atracción está ahí. ¿Fingiremos que no existe? Me parece que eso ya lo hemos intentado y hemos fracasado.
Sí, él había fracasado. Estrepitosamente. Deshonrosamente.
Y si volviera a tentarlo, atrapándolo en su mirada de zafiro, con la barbilla elevada para mostrarle el ángulo perfecto de sus labios, probablemente volvería a ceder. Una y mil veces.
No era la primera mujer a la que había besado, nada más lejos de la verdad. Pero ninguna de las amantes que había tenido, desde la cariñosa criada de la casa de su padre hasta una dama noble con quien había estado en la corte del rey, había conseguido incendiar su cuerpo y su alma con sólo un beso.
Si no la conseguía, se volvería loco.
Pero también sería una locura tenerla.
Roland se separó del muro. Tal como él lo veía, tenía sólo dos opciones. Abandonar Lelleford —algo que no podía hacer— o tomar a Eloise por amante.
Se rió de su propia arrogancia. Como si se tratara sólo de su opinión. Nunca había tomado a una mujer por la fuerza, y no iba a empezar ahora, especialmente con una mujer que no tenía reparos en formular sus deseos alto y claro.
Tal vez hubiera leído demasiadas cosas en el beso que habían compartido. Tal vez sus propios deseos le hicieran ver cosas irreales. Tal vez un beso era lo único que Eloise había deseado.
Sólo que su instinto, que nunca le había fallado hasta el momento, le decía que si hubiera conducido a Eloise a una de las camas, ella habría estado más que dispuesta a yacer con él.
Verdaderamente, Eloise no era frágil, tal como había dicho. Ninguna mujer que hubiera conocido antes era capaz de expresar sus opiniones como Eloise. Ninguna tenía su fuerza de voluntad. Y si su deseo era que fueran amantes, sería un idiota rechazándola.
Tendrían que ser discretos. Tanto la reputación de Eloise como la posición de Roland en tanto que supervisor de Lelleford podrían verse en tela de juicio si eran descubiertos. Pero si tenían cuidado…
Entonces así sería. No se resistiría pero tampoco sería él quien iniciara la relación. Si ella lo deseaba se lo haría saber. Dejaría que fuera Eloise quien lo atrajera a su cama para que nadie pudiera acusarlo de estar aprovechándose de ella.
Dios sabía que Eloise no necesitaría perseguirlo demasiado.
Capítulo 10
Cuando todas las piezas estuvieron cortadas, almacenadas y empaquetadas en el orden en el que las prendas debían ir confeccionándose, Eloise empezó a preocuparse por el paradero de Isolda.
Al no hallarse ni en el salón ni en la cámara que compartían, Eloise se puso la capa y salió de la torre. Encontró a la criada en el mismo sitio que la hallara el otro día —sentada en un banco a lo largo de la muralla de la liza observando a Timothy empuñar la lanza.
En ese momento sólo Roland y Timothy estaban practicando. Utilizaban espadas de madera para ello, no llevaban cota de malla, ni siquiera una chaqueta guateada de protección. Vestidos con sendas túnicas marrones de manga corta ceñidas al cuerpo, atacaban y paraban golpes en una pelea fingida.
Eloise trató de no fijarse en la elocuente figura de Roland, la gracia y la fuerza que imprimía a sus movimientos. Ahora sería el momento perfecto para mantener una conversación privada y sincera con Isolda sobre Timothy, y no dejaría que los movimientos bien sincronizados y seguros del hombre la distrajeran.
Eloise se deslizó en el banco e Isolda la saludó frunciendo ligeramente el ceño.
—¿Me necesitáis, señora?
—No. Sólo me preguntaba qué te mantenía alejada del salón tanto tiempo. Ahora ya lo veo.
El ceño fruncido de Isolda se transformó en una tierna sonrisa.
—Es maravilloso contemplarle.
Eloise miró el objeto de la atracción de Isolda, y pensó que el señor del muchacho también proporcionaba una agradable diversión para la vista.
—¿De veras?
—Sí, señora —suspiró—. Algún día será un excelente caballero, igual que Sir Roland.
Los hombres habían bajado las espadas, y Roland hablaba con su escudero en voz demasiado baja para que Eloise alcanzara a escucharles. Timothy asintió y, con una mirada de determinación en el rostro, volvió a cruzar la espada con Roland. El ritmo fue elevándose, las espadas chocaban entre sí cada vez con mayor fuerza y rapidez.
De hecho, el muchacho mantuvo el ritmo impuesto por su señor, cuya habilidad era incomparable, incluso en aquel sencillo ejercicio de lucha.
—Ciertamente —reconoció, lo cual no era buena señal para Isolda, una pobre campesina huérfana. Cuanto más creciera Timothy, menos posibilidades habría de que deseara seguir en su compañía.
Pero si Edgar se hacía caballero, su hermana también se beneficiaría del ascenso de su hermano. Desgraciadamente, las perspectivas de futuro de Edgar no tenían buen aspecto en ese momento, y nunca llegarían a nada si John Hamelin se arruinaba.
Eloise hizo acopio de todo su coraje para dar el consejo que no estaba muy segura de que fuera necesario ni siquiera deseado, con la esperanza de no estropearlo todo.
—Isolda, sé que has estado con Timothy casi toda la tarde. ¿Quieres contarme algo?
Isolda ladeó la cabeza interrogativamente.
—Estaba arriba y os oí hablar. No era mi intención, pero tampoco quise interrumpir.
La criada no parecía enfadada ni tampoco avergonzada al saberse descubierta, simplemente estaba pensativa.
—¿Lo desaprobáis?
—No necesariamente —dijo Eloise. Lo cierto era que Timothy le parecía un joven cariñoso y galante—. Sólo quiero asegurarme de que no te hacen daño.
—Queréis decir q no queréis que me quede preñada.
Eloise no había pensado en tanto, sólo le preocupaban los sentimientos de Isolda cuando Timothy abandonara Lelleford, lo que sucedería algún día. Igual que Roland.
—No sería buena cosa siendo tan joven.
—Cierto, pero no tenéis que preocuparos. Sé cómo evitarlo.
Aquello era totalmente nuevo para Eloise, tanto el hecho de que hubiera una forma de evitarlo como que Isolda la conociera.
—¿Y esa forma de prevención que dices es… eficaz?
—La mayoría de las veces —dijo Isolda con sonrisa maliciosa—. ¿Por qué, señora? ¿Estáis pensando acaso en tomar un amante?
Eloise no quería ni imaginar la expresión que debía de estar poniendo o el tono de su voz para que Isolda hubiera pensado algo así. Desgraciadamente, la criada estaba en lo cierto, aunque Eloise no iba a reconocerlo.
—Habrá un día en que semejantes conocimientos me serán de utilidad.
—¿Con Sir Roland tal vez?
—¡Isolda! ¡Menuda insolencia!
La criada se encogió de hombros.
—No sería una sorpresa que lo hicierais. Todos hemos visto las largas miradas, la forma en que los dos bailáis alrededor del otro. Es la comidilla de todo el salón.
Eloise cerró los ojos y se apoyó contra el muro de piedra dejando escapar un gemido. Era inadmisible para la señora del castillo, quien aparentemente debería haber sido más discreta en su trato con Roland.
¿Por qué nada escapaba a esas agudas miradas y esas lenguas se movían más rápido que las alas de una abeja?
Y si las siervas del señorío hablaban, los guardias también se darían a la especulación, y en esos momentos hasta los aldeanos sabrían de la admiración de su señora hacia Sir Roland.
Maldición.
—¿Es que no hay nada sagrado, ni siquiera privado?
—No mucho, señora. Si os sirve de consuelo, todo el mundo lo tiene en gran consideración. De hecho, Cook piensa que ya es hora de que tengáis una aventura apasionada. Dice que os hará bien.
Eloise abrió los ojos desmesuradamente.
—Eso dice, ¿no?
—Sí. ¿Y por qué no? Sir Roland es un hombre guapo y un caballero de honor. Nadie en todo Lelleford os culparía por llevároslo a la cama. Yo tampoco.
Ruborizada, Eloise pensó que aquélla era probablemente la conversación más impropia que había tenido con Isolda. Siempre se habían mostrado sinceras la una con la otra, pero nunca hasta el punto de tratar un tema tan delicado.
¿Pero con quién más podía hacerlo? Desde luego no con su padre ni con sus hermanos. Su madre había muerto antes de que llegara el momento de hablar del tema y su hermana se había casado joven y vivía lejos. ¡Aun así, discutir esos asuntos con una criada, más joven que ella, que parecía saber más de la vida y de los acontecimientos que tenían lugar en la torre que su señora no era propio!
—No recuerdo haber pedido permiso a nadie, ni siquiera a ti.
—No necesitáis mi permiso, señora. Sólo pensé que os gustaría saberlo.
Permanecieron sentadas en silencio durante un rato, observando los embates de los hombres en su ejercicio. El sudor brillaba en el ceño de Timothy mientras que Roland parecía estar refrenándose un poco frente a su escudero.
Maldición. El hombre tenía realmente un aspecto magnífico. Le parecía tan atractivo que a veces el corazón se le aceleraba peligrosamente y las rodillas le flaqueaban. Podría quedarse horas allí sentada, contemplando los flexibles músculos de sus brazos y sus ágiles piernas.
A eso había que añadir que también era un hombre galante cuando la ocasión lo requería y considerado con ella cuando ésta lo necesitaba. Podía ser muy directo, incluso brusco cuando sus emociones se apoderaban de él, como cuando habían hablado en la iglesia.
Pero también podía ser gentil, incluso tierno, como cuando se besaron esa mañana. Un beso que le había hecho albergar pensamientos pecaminosos y deliciosos sobre el lugar al que uno o dos besos conducían: a su cama o a la de él; a actos de los que sólo había oído hablar pero que aún no había experimentado por sí misma.
Toda su vida había creído que el primer hombre con el que se encamaría sería su esposo, le habían contado que su obligación era proteger su virtud hasta ese momento, aunque sabía que no todas las mujeres nobles llegaban vírgenes al matrimonio, que las familias estaban más centradas en las ganancias que implicaban los contratos matrimoniales que en la virginidad de la mujer. Se trataba de algo sobre lo que solía hacerse la vista gorda, siempre y cuando ésta no estuviera embarazada de otro hombre en el momento de la boda, y dependiendo del rango del novio.
¿Podría ella tomar un amante y no sufrir la peor de las consecuencias? Y más aún, ¿no sería maravilloso que su primera experiencia se realizara con un hombre que ella sabía podía ser cariñoso, uno por el que había empezado a sentir más de lo que debería?
Un hombre que deseaba.
Eloise urgió a Isolda a hablar.
—Dime.
Isolda sabía exactamente a qué se refería.
—Si se hace con la mujer encima, la semilla del hombre se derrama sobre él en su mayoría.
Eloise arrugó la nariz.
—Suena bastante sucio.
—Pero a algunos hombres no les gusta con la mujer encima. Si es el hombre quien se pone encima, habrá de sacar su verga antes de que expulse la semilla.
Eloise estaba empezando a dudar si en realidad quería hacerlo.
—Aún más sucio.
Isolda dejó escapar una risa nerviosa.
—Lo es. Todo se pone pringoso si el hombre no tiene cuidado. —Se detuvo para añadir—: También he oído que puedes lavarte tus partes muy bien con agua de limón. Dicen que mata la semilla antes de que pueda brotar.
—¿Agua de limón?
—Con mucho limón.
—Los limones son caros.
—Por eso usamos alguna de las otras dos formas.
Eloise decidió que no quería saber qué método habían utilizado Isolda y Timothy.
Riéndose de buena gana, Roland le dio unas palmaditas a Timothy en el brazo y le entregó su espada de prácticas. El muchacho salió corriendo hacia la armería cercana y Roland se dirigió hacia la puerta de entrada, con la intención de subir a la torre del homenaje.
Pero entonces la vio y cambió de dirección.
Isolda se levantó del banco.
—Si queréis saber mi opinión, señora, sería una buena idea tener uno o dos limones a mano antes de Todos los Santos.
Todos los Santos. Apenas quedaban dos días. Una fiesta que se caracterizaba por las hogueras, las comilonas y los disfraces de la gente. Los supersticiosos seguían practicando rituales paganos que los protegieran de los fantasmas, las brujas y todo tipo de demonios, y el monje de la aldea hacía la vista gorda porque no podía hacer nada para evitarlo.
Un día en el que la cerveza y el vino corrían a mares y todo tipo de vicios estaban permitidos.
Isolda hizo una reverencia ante Roland al cruzarse con él en el patio. Este le dedicó una amable sonrisa aunque no le dirigió la palabra, ni siquiera aminoró el paso.
Eloise hizo entonces ademán de levantarse también, pero Roland le pidió que permaneciera sentada con un gesto de la mano. Ella obedeció, mientras un estremecimiento recorría su interior debilitándole las rodillas. Teniendo en cuenta la naturaleza de la conversación que había tenido con Isolda, no le sorprendía nada el latido acelerado que había tomado su corazón.
Roland se sentó en el sitio que había dejado libre Isolda. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas. Entonces respiró profundamente en busca del valor que necesitaba para lo que tenía que decirle.
—Timothy e Isolda. Lo han hecho.
Y tanto, aunque Eloise no estaba muy segura de cómo se sentía al respecto. Por una parte, Isolda parecía saber lo que hacía, pero por otra, Santo Dios, no tenía más que catorce años. Y su amante no era mucho mayor.
—Lo sé. ¿Timothy te lo ha contado?
—Ha llegado tarde al entrenamiento, y su forma de caminar lo decía todo. Cuando le pregunté, admitió dónde había estado. ¿Isolda te lo ha confesado?
Eloise cruzó los brazos y se apoyó contra el muro.
—Oí una conversación sin querer. Cuando saliste de tu cámara después de nuestra… conversación, bajaste por la escalera de los siervos en vez de la principal, así que debiste de cruzarte con ellos —suspiró—. Podría haber hecho algo, pero no lo hice.
—¿Lamentas no haberlo hecho?
—Aún no lo he decidido.
Roland asintió, comprensivo.
—¿Quieres que le ordene a Timothy que se aleje de ella?
—¿Acaso lo haría?
—Me gustaría creer que sí.
—Entonces la cuestión es, ¿les estaríamos haciendo un favor o simplemente entrometiéndonos en algo que no es asunto nuestro?
Roland la miró de soslayo.
—Timothy es mi escudero e Isolda tu criada. ¿Quién más podría tener el derecho a interferir por su propio bien?
—¿Entonces crees que deberíamos hacerlo?
Roland se cruzó de brazos y se reclinó sobre el muro, a escasos centímetros de ella. Para asombro de Eloise, y dadas sus reacciones ante la cercanía del hombre, se sintió cómoda. Sólo quería apoyar la cabeza contra su hombro y gozar de su cercanía un rato.
—¿Está triste Isolda?
—Lejos de ello. Parece… contenta, feliz, lo que no es muy habitual en ella. ¿Y Timothy?
Roland se rió.
—Anda pavoneándose como un gallo. Cuando le pregunté si sabía cómo proteger a Isolda de… las consecuencias, me miró como si me hubiera vuelto loco. Dijo que sabía lo que hacía. Ha sido una conversación extraña. Me ha hecho sentirme viejo.
Eloise sabía exactamente cómo se sentía. Ella no sólo se había sentido vieja sino ignorante. Pero gracias a su criada, ya no lo era.
—Isolda también sabe lo que se hace —suspiró—. Lo que significa, supongo, que deberíamos dejarlos en paz.
Tras un momento de silencio, Roland dijo:
—Son jóvenes pero no niños. Conozco de algunos matrimonios que han tenido lugar con parejas aún más jóvenes. Y parece que se quieren.
Eloise no pudo por menos que sonreír al darse cuenta de algo.
—Así que aquí estamos, convenciéndonos de que no debemos hacer nada al respecto, algo que no se nos da muy bien.
Roland giró la cabeza para mirarla y Eloise ni si quiera trató de controlar los estremecimientos que su intensa mirada provocaba en ella. Santo Dios, Roland tenía unos ojos preciosos, y a esa distancia podía discernir motas doradas entre el color miel verdoso.
—A veces es mejor dejar que las cosas ocurran.
Lo dijo en apenas un susurro, con suavidad, y Eloise sabía que ya no hablaban del escudero y la criada.
—A veces —susurró ella deseando que Roland captase el doble sentido.
Roland miró entonces sus labios.
—¿De verdad lo crees?
—Así es.
El ruido de la puerta de la armería la distrajo, haciéndola recordar que estaban sentados en un lugar público. Timothy había salido y atravesaba el patio haciendo todo lo posible por ignorar a las dos personas sentadas en el banco.
Roto el hechizo, Roland se levantó y extendió la mano. Demasiado formal para el gusto de Eloise, le dijo:
—Venid, señora, os escoltaré hacia el salón. Necesito lavarme.
Eloise aceptó su mano y se levantó deseando que las rodillas la obedecieran. Roland dejó caer la mano casi de inmediato, lo que hizo que Eloise se preguntara si no lo habría imaginado todo.
Durante el trayecto hasta la torre, Roland se mantuvo silencioso y distante, y Eloise se preguntó si realmente tendría necesidad de los limones que sabía estaban almacenados en la despensa.
Excepto en las comidas, Roland apenas había visto a Eloise en los últimos dos días. Entre la supervisión de la sala de costura y los preparativos para la celebración de Todos los Santos, Eloise había corrido de aquí para allá todo el día, entre la cocina y la aldea.
Roland permanecía junto a Marcus observando cómo encendía con una antorcha las primeras hogueras que arderían durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche. La gente comenzó a gritar de júbilo cuando las llamas se elevaron y la madera ardiente comenzó a chisporrotear.
En su rostro había una gran sonrisa, jubilosa y brillante como las llamas de la hoguera, dando la bienvenida a los espíritus benignos y manteniendo alejados a los demonios.
Roland había tenido dos días para pensar en ello, y seguía sin saber si la había comprendido bien o habría malinterpretado sus palabras por completo. Tras su conversación en el banco, Eloise no había dado indicación sobre una y otra posibilidad y le resultaba tremendamente frustrante.
Marcus llamó su atención con un codazo y señaló a un grupo de niños disfrazados con pieles y máscaras de animales que se acercaban sigilosamente a un grupo de niñas que, lógicamente, salieron corriendo al verlos, gritando como sólo las niñas gritan al oírlos rugir y gruñir.
Sonriendo, se fijó en los disfraces de los demás, niños y adultos. Además de las pieles, había demonios y algún santo que otro, todos juntos en la celebración pagana del Samhain o el día de Todos los Santos para los cristianos.
Eloise parecía haber decidido no disfrazarse, al igual que Roland y la mayoría de los caballeros y hombres de armas. Alguien tenía que velar por la seguridad de la torre mientras los demás festejaban.
Los barriles de cerveza que se habían sacado al patio permanecían alineados a lo largo de la muralla y multitud de mesas se habían cubierto de fuentes con pan negro y queso así como grandes cuencos con nueces y cestas llenas de manzanas de un rojo brillante.
—Tengo que encender dos hogueras más entre la torre y la aldea —dijo Marcus—. ¿Quieres venir?
Roland lo consideró durante un momento, pero entonces vio a Eloise dirigiéndose hacia las mesas de comida. Y, de pronto, sintió un gran deseo de comerse una manzana.
—No, ve y diviértete. Yo vigilaré esto.
Antes de que Marcus diera un solo paso, dos niñitas rubias se acercaron a él corriendo, los ojos muy abiertos por el miedo, que habría creído cierto de no ser por las grande sonrisas que cubrían sus rostros relucientes.
—¡Sálvanos papá! ¡Sálvanos!
¿Marcus padre? A Roland no se le había ocurrido pensar que alguno de los caballeros del señorío pudiera estar casado, y no recordaba haber visto a las niñas en la torre ni que le hubieran presentado a su esposa.
Un muchacho cubierto con una máscara se les echó encima, envuelto en una piel de oso, gruñendo como un verdadero animal.
Riéndose, Marcus levantó a las niñas y Roland capturó al oso y se lo echó encima del hombro.
—No es justo —gruñó el chico, la voz silenciada bajo la piel de oso—. Siempre las salvas, papá.
Marcus apretó a las niñas contra sí.
—Sí, lo hago, igual que espero que no sigas aterrorizándolas.
—Es un juego.
Marcus se rió.
—Tal vez sea un juego para ti. Pero tu madre no dice lo mismo. —Dejó a las niñas en el suelo—. Y ahora, iros. Tratad de no meteros en problemas, ¿vale?
Las niñas se fueron tras prometer que se portarían bien, aunque ningún adulto lo creería. El chico se limitó a suspirar con resignación.
Roland agitó al chico que llevaba sobre el hombro y que no tendría más de siete años.
—¿Qué hacemos con el oso, Marcus? Un depredador tan fiero no debería correr libre por ahí.
El chico se puso rígido, al darse cuenta de que había sido cazado por un desconocido.
—¿Qué dices tú, Otto? ¿Dejamos que Sir Roland se ocupe de ti igual que hice yo con el oso bajo cuya piel ahora te escondes?
—¡No! —exclamó Otto estirándose y retirándose la máscara tras la que se ocultaba un rostro muy parecido al de Marcus—. No dejarás que me despelleje, ¿verdad, papá?
Marcus se frotó el mentón.
—Bueno, pues no sé. No se puede dejar que los osos de verdad campen a sus anchas por ahí. Tal vez, si te comportaras como un oso manso…
—O al menos uno menos malhumorado —dijo Roland—. Tal vez, si Lady Eloise pudiera conseguirle algún dulce con que satisfacer su hambre, Otto dejaría de gruñirles a sus hermanitas.
Que Otto se rindiera ante el soborno no fue ninguna sorpresa aunque, recordando su infancia, Roland sabía que la solución no duraría mucho. Las hermanas del chico regresarían buscando ayuda varias veces más antes de que acabara el día.
Roland dejó a Otto en las manos de su padre. Tras un breve abrazo y una palmada cariñosa en el trasero, Marcus dejó al niño en el suelo y se alejó a encender las hogueras.
Otto se quedó mirando a Roland con cautela.
Con las manos apoyadas en las caderas, Roland le devolvió la mirada al pilluelo.
—¿Qué dulce te apetece más?
—Tarta.
—¿Alguna en particular?
Otto sacudió la cabeza.
—No muy caprichoso, ¿eh? Veamos qué tiene la señora para nosotros.
Juntos cruzaron el patio sorteando a los niños que correteaban por todas partes y saludando a aquellos con los que se cruzaban. Conforme se acercaban a la mesa, Otto se volvió a poner la máscara.
Eloise los vio llegar y se llevó la mano al pecho mientras inspeccionaba a Otto.
—¡Por todos los santos, Sir Roland! ¡Un oso ha cruzado las puertas! ¿Qué hacemos?
Al niño se le oyó reír bajo el supuesto gruñido de animal fiero.
—Este oso busca una tarta. Ha prometido no perseguir ni comerse a nadie si le damos su premio.
—Difícil trato, pero creo que he visto… —Eloise se giró y buscó entre las mesas—. ¿Te gusta la de albaricoque?
Otto asintió vigorosamente.
Con elocuente gesto, Eloise le entregó el dulce y el niño se alejó tras prometer que no les haría nada más a sus hermanas. Eloise se giró entonces hacia Roland, con una suave sonrisa en el rostro.
—Ahora que el oso ha sido derrotado, tal vez su captor quiera disfrutar también de su recompensa. ¿Una tarta?
Un beso.
Roland extendió el brazo y tomó una manzana.
—Esto es suficiente —dijo al tiempo que daba un mordisco a la manzana para mantener la boca ocupada y evitar así decir lo que consideraba una justa recompensa.
Había mordido un trozo demasiado grande. Un hilo de jugo se deslizó por una comisura, pero antes de que le diera tiempo a limpiarla, Eloise la enjugó con la punta de un dedo.
Roland se quedó de piedra pero tragó cuidadosamente para no atragantarse.
—¿Cómo has conocido a Otto? —preguntó ella con toda tranquilidad.
Roland tragó por fin el bocado.
—Estaba con Marcus cuando sus niñas se le acercaron rogando que las salvara. Él las tomó en brazos y yo me quedé con el chico.
—Buena estrategia.
—Eso parece. No me había dado cuenta de que Marcus estaba casado.
—No lo está. Su amante vive en la aldea con sus hijos —suspiró—. Marcus se casaría con Claire si ella lo aceptara, pero ya ha enterrado a dos maridos y se niega a tomar un tercero. Dice que disfruta con las libertades de una viuda. Yo creo que teme que si se casa con Marcus le ocurra algo malo.
Igual que le había pasado a ella. Con Hugh.
Basta. Lo último que quería hacer era recordarle a su hermano.
—¿Qué otros actos has planeado para este día?
—Juegos para los niños. Las manzanas colgantes. Esta noche habrá música y baile. Sé de un grupo de chicas que tienen la intención de bajar al río esta noche y lavar sus vestidos.
Roland arqueó una ceja y ella se explicó.
—Se dice que si lavas tu vestido en las aguas frías de un río en la víspera de Todos los Santos, verás la cara de tu verdadero amor en la falda mojada.
—No me parece muy creíble.
—Puede, pero una mujer quiere asegurarse de todas las formas posibles.
Lo dijo con tanta seriedad que se temió que estuviera hablando otra vez de Hugh. Pero Hugh ya no estaba. Su rostro no podría aparecer en la tela mojada.
—¿Irás al río con ellas?
Sus ojos color zafiro relucían con actitud traviesa. Actitud de mujer traviesa.
—No. Yo tengo… otros planes para la víspera.
Estaba flirteando con él.
—¿Como qué?
Eloise se sonrojó, un tono sonrosado que iluminó sus mejillas. Encantadora. Y tan seductora como el canto de una sirena.
—Oh, ya pensaremos en algo. Tal vez un baile.
La confirmación de que sus planes lo incluían puso en marcha sus pensamientos y la sangre empezó a hervirle en las venas. Podía bailar toda la noche si así conseguía tener a Eloise entre sus brazos.
—Me gusta bailar.
—Maravilloso —dijo ella mirando su mano—. Termina tu manzana, Sir Roland. Están mejor si se comen antes de que amarilleen.
Roland había olvidado la manzana, pero dio otro mordisco mientras la observaba alejarse. ¿Sus caderas oscilaban más que de costumbre? ¿Acaso le estaba invitando a seguirla con la mirada que acababa de lanzarle por encima del hombro?
Se habría puesto a gritar de alegría de no estar en el centro de toda aquella gente. Una multitud que se iría volviendo más y más escandalosa a medida que la cerveza empezara a correr, algunos acabarían borrachos incluso antes de que comenzara el baile.
Sí, bailaría alrededor de la hoguera con Eloise, y cuando se asegurara de que nadie miraba, la llevaría a algún rincón oscuro y oculto y le robaría un beso, tal vez dos, tal vez más.
Eloise a punto estuvo de ponerse a patalear de frustración.
Ya era de noche. La música había comenzado y no se veía ni rastro de Roland en el patio. Estaba segura de que le había dejado claro que lo estaría esperando.
Por todos los santos, había sido tan directa con él por la tarde que aún se ruborizaba al recordar con qué descaro le había tocado la comisura de los labios, cómo le había ordenado casi que bailara con ella alrededor del fuego.
Nunca antes había solicitado las atenciones amorosas de un hombre, y ahora se preguntaba si no lo habría hecho mal.
En los últimos dos días había visto cómo actuaban las criadas, se había fijado en cómo hablaban con la mirada y cómo movían sus cuerpos cuando se paseaban entre los hombres. Había aprendido mucho observando y ahora deseaba poner en práctica las sutiles formas de la seducción.
Tal vez hubiera sido demasiado sutil. Tal vez Roland no supiera de sus planes para bailar con él y pasar después a algo más íntimo. Bueno, aún quedaba tiempo para corregir cualquier error. La noche era joven y todo estaba listo.
Había encontrado dos preciosos limones cuyo jugo estaba mezclado con agua y oculto en su cámara. Isolda le había dejado caer que no la esperara para dormir.
Lo único que necesitaba era al hombre que quería convertir en su amante, una perspectiva que le provocaba escalofríos y la aterraba al mismo tiempo.
Entonces lo vio, al otro lado de la hoguera, caminando junto al fuego, buscando entre la multitud. Apenas si pudo contenerse para no ponerse a saltar y mostrarle dónde estaba.
Sintió un vuelco en el estómago cuando al fin la vio. Le pareció una eternidad el tiempo que tardó en acercarse y hacerle una cortés reverencia.
—¿Me haréis el honor, señora?
Eloise consiguió que la voz le saliera.
—¿Cómo podría rechazar invitación tan galante, amable caballero?
Roland le ofreció la mano y ella introdujo la suya en ella, lejos quedaba toda sombra de duda. Era una sensación maravillosa, inevitable, el estar girando alrededor del fuego con Roland St. Marten. Entre sus brazos y también fuera de ellos, deslizamientos y reverencias. Oía la música, sentía el calor de las llamas, pero no prestaba atención más que al brillo de sus ojos.
Entonces el sonido de la música se amortiguó y la luz se volvió más tenue. Solos en la oscuridad, sin saber dónde y sin que le importara, Roland la atrajo hacia sí y pudo sentir su excitación.
—¿Alguien te echará de menos? —le susurró Roland junto a los labios.
—No más que a ti.
Otro beso, más profundo esta vez, llenó de escalofríos el cuerpo de Eloise tal como había esperado cada vez que estaba cerca de él.
—¿Estás segura, Eloise?
El eco de las palabras de Timothy retumbó en sus oídos. ¿Estás segura, cariño? Escudero y caballero se comportaban igual. Y al igual que su criada, ella tampoco tenía miedo.
—Lo estoy.
—¿Dónde?
—Mi cámara. Está todo listo.
Roland sonrió al escuchar sus palabras.
—Yo desde luego lo estoy.
Con las manos entrelazadas, Roland la condujo a través de la liza, manteniéndose ocultos entre las sombras. Casi habían llegado a la torre de entrada cuando Simon se cruzó en su camino.
El caballero se percató de sus manos entrelazadas y dejó escapar un suspiro. Eloise se mostró un tanto avergonzada.
—Siento molestar, señora, Roland. Un mensajero del conde de Lancaster acaba de llegar. Trae noticias de Sir John.
Capítulo 11
Eloise no revelaba emoción alguna mientras leía la misiva a la pálida luz de una antorcha en el salón.
¿Era la misma mujer de brillante sonrisa que había contemplado todo el día? ¿La misma mujer directa y sensual que había besado en la oscuridad y a la que se disponía a llevar a su cámara? Roland no podía creer lo fácilmente que había pasado de la sensualidad a la actitud regia, de ser una mujer magnífica en toda su feminidad a la dama del castillo.
Y aun así Roland tenía que admirar la dignidad de Eloise frente a la adversidad. Si tuviera que luchar en una batalla querría tenerla de su lado. Aun con recelo, habían pactado una tregua y finalmente un acuerdo. De no haber sido porque la atracción física había acelerado el proceso, aún estarían regalándose contestaciones airadas.
Eloise enrolló el pergamino y se dirigió al mensajero.
—Hay comida y bebida en abundancia en la liza. Os ruego aceptéis nuestra hospitalidad.
El mensajero respondió con una reverencia.
—Mi agradecimiento, señora. Debo salir al alba y me gustaría llevar una respuesta, si así lo deseáis.
El mensajero fue despachado y Eloise entregó la misiva a Simon.
—No son buenas noticias.
Eloise comenzó a pasear por el salón frotándose las manos, palma con palma, señal indiscutible de su agitación.
Roland deseaba tomarla en sus brazos y decirle que todo saldría bien, pero se quedó donde estaba. Primero tenía que saber hasta qué punto eran malas noticias. Además, tampoco estaba muy seguro de que ella recibiera bien un abrazo en ese momento, delante de Simon. Bastante avergonzada se había mostrado cuando el administrador los había encontrado con las manos entrelazadas.
Puede que Eloise tuviera la intención de permitirle unas licencias con ella que no le permitiera a otro hombre, pero en privado. También él deseaba mantenerse fuera de las miradas ajenas.
Simon se sentó a una de las mesas de caballete y desenrolló el pergamino. Roland desvió la atención de Eloise para leer por encima del hombro de Simon.
Seguido de cerca por el conde de Kenworth, Sir John había dirigido sus pasos hacia Londres y le había pedido ayuda a Henry, conde de Lancaster, quien era un fiel partidario del rey Eduardo, como Roland sabía. Pero éste, en vez de darle cobijo, lo había enviado a la Torre de Londres a la espera de la decisión del rey.
De eso hacía ya dos días.
No era extraño que Roland no hubiera tenido noticias de Kenworth. El conde debía de haber encontrado la pista de John Hamelin y lo había forzado a actuar.
—¿Por qué acudió a Lancaster? —preguntó Eloise.
Simon pareció ponderar la cuestión un momento.
—Lancaster es un hombre razonable. Vuestro padre y él a menudo comparten opiniones en los temas que se discuten en el Parlamento. No son muy amigos pero supongo que Sir John lo consideró su última opción.
—Un error.
Roland no pensaba lo mismo. Henry de Grosmont no sólo era conde de Lancaster, sino de Leicester, Derby y Lincoln. Un aliado poderoso. Y la Torre de Londres tampoco era sólo una prisión, si no una fortaleza en la que se guardaban las armas, el dinero y los animales salvajes del rey además de ser una segura residencia para éste.
—Si me disculpáis, señora, creo que vuestro padre ha hecho una buena elección.
Eloise pareció ofenderse.
—¡Lancaster lo ha encerrado en la Torre! ¿Cómo puede ser bueno algo así?
—La Torre no es un lugar tan malo —explicó Roland ante la incrédula mirada de Eloise—. Es cierto, vuestro padre está encerrado en una cámara, pero su rango le permite ciertas comodidades. Tendrá una cama y comida decentes y se le permitirá, bajo vigilancia, por supuesto, estirar las piernas en el patio. Además, está en el corazón de Londres. Desde allí podrá contactar con quien crea que le puede servir de ayuda a la causa y tendrá acceso a las últimas noticias. Pero lo que es más importante, ya no corre ningún peligro respecto a Kenworth.
Eloise se frotó la frente como si le doliera y tratara de calmar el dolor.
—¿Entonces qué podemos hacer para ayudarle?
Muy propio de Eloise. Siempre quería hacer algo cuando no había nada que pudiera hacerse. Fue Simon el que respondió.
—Vuestro padre nos pide que nos tomemos nuestro tiempo. Le enviaremos el dinero que necesita y esperaremos instrucciones.
Eloise resopló ligeramente.
—De nuevo me pide que no haga nada.
—¿De nuevo?
Eloise se mordió el labio inferior y les dirigió una mirada llena de pesadumbre.
Al tiempo, un escalofrío recorrió la espalda de Roland. Cuando pilló a Eloise tratando de quemar la carta de su padre, había creído que le había contado todo lo que sabía, pero al parecer no era así. Se había guardado un último secreto.
No pudo ocultar la decepción de su voz cuando dijo:
—Eloise, ¿hay algo importante que debiéramos saber?
Ella se sentó en el banco junto a Simon.
—La mañana que se fue, mi padre me hizo llamar a la sala de cuentas. El hermano Walter yacía en el suelo, sangrando, inmóvil. —Se detuvo al revivir la experiencia—. Padre estaba furioso con el monje, lo llamó desleal. Entonces me dijo que el conde de Kenworth llegaría en unas horas y por qué. Me dijo que dejara pasar al conde, que le diera comida y bebida, que no hiciera nada que lo empujara a tomar Lelleford por la fuerza.
Simon frunció el ceño en señal de desaprobación.
—Todo el tiempo supisteis las intenciones reales del conde, que vuestro padre no había salido a cazar. ¿Y aun así no nos avisasteis a Marcus ni a mí?
—Mi padre sugirió que no hiciera nada, Simon. ¡Fue una orden que no podía desobedecer! Si él os hubiera llamado a su sala, ¿no habríais hecho lo mismo, no me habríais mantenido en la ignorancia?
Simon se retorció disgustado.
—¿Entonces por qué me lo decís ahora?
—Porque no puedo seguir sentada viendo cómo mi padre es castigado por un crimen que no creo que haya cometido. Padre también dijo que no contactara con mis hermanos para pedirles ayuda. Creo que ha llegado el momento de llamar a Geoffrey.
Tras un momento, Simon asintió.
—Puede que Sir John no se alegre mucho de verlo, pero parece lo más sensato.
Roland no pudo evitar preguntar:
—¿Por qué Geoffrey?
—Mi hermano estudió leyes en París.
Entonces se dio cuenta de lo poco que sabía de los hermanos de Eloise. Su hermana Jeanne se había casado muy joven y había oído rumores de una pelea entre Sir John y el marido de Jeanne, motivo por el que ésta no había asistido a la fatídica boda de Eloise. Tampoco lo había hecho su hermano mayor, Julius, por estar de viaje en peregrinación a Italia. Pero nada se había dicho del paradero de Geoffrey.
Cualquiera pensaría que un hombre buscaría a su hijo que sabía de leyes de encontrarse en problemas.
—¿Por qué no quería vuestro padre que Geoffrey se enterara?
Eloise se puso rígida.
—No se llevan muy bien.
Roland comprendió que debía de tratarse de una larga y dolorosa historia, una que Eloise no le había contado el otro día cuando estuvieron juntos en la cámara de sus hermanos y tampoco parecía dispuesta a contársela en ese momento. Pero consideraba que no era ése el mejor momento para pedirle respuestas que satisficieran su curiosidad.
—¿Contestará vuestro hermano a la llamada?
—Creo que sí. Sólo espero que pueda llegar para ayudar a mi padre. El mensaje tardará días en llegar a Cornualles, y fuego unos días más para que Geoffrey llegue a Londres. Para entonces…
Cerró los ojos e inspiró profundamente. Roland sólo podía imaginar el horror que sabía llegaría. Un juicio rápido y una rápida sentencia.
—Geoffrey tiene tiempo —dijo Roland—. Por lo que sé, estas cosas pueden durar semanas, incluso meses. Sé de un hombre que lleva en la Torre desde la primavera a la espera de que el rey tome una decisión.
Cuando Eloise abrió los ojos, vio en ellos una chispa de esperanza y se preguntó si había hecho bien en decírselo. También sabía el caso de otro hombre que había salido a los pocos días de su captura, pero ese hombre había matado a uno de los escuderos del rey y su crimen lo habían presenciado varios testigos.
Roland esperaba que la causa contra John no pudiera probarse tan rápidamente y con resultados tan fatales. Sabía que había alguna prueba —la carta que estaba en posesión del rey— pero no conocía su contenido.
Eloise se levantó del banco.
—Simon, elegid un hombre de fiar para que le lleve la carta a Geoffrey. Informad también al mensajero de Lancaster que voy a preparar un paquete para que se lo entregue.
—Sé a qué hombre enviar —informó Simon al tiempo que se levantaba y salía en su busca dejando a Eloise y a Roland a solas.
Esta tomó la carta y la enrolló.
—Con vuestro permiso, Sir Roland. Tengo muchas cosas que hacer esta noche.
Lo estaba despachando con su más regia actitud. ¿Cómo podía ser tan fría y distante con él cuando sólo unos minutos antes habían estado a punto de convertirse en amantes?
Roland le puso las manos en los hombros y la notó tan rígida e inflexible que a punto estuvo de retirarlas. Entonces lo miró, sus ojos de zafiro brillantes de ira, como si sólo se tratara de un obstáculo en su camino. Aun así, Roland no cedió, con el único deseo de suavizarla y darle todo el consuelo que pudiera.
No, no habría juegos en la cama esa noche. La unión de sus cuerpos que con tanta ansia había esperado tendría que seguir esperando. Pero Eloise y él se convertirían en amantes, si no era esa noche, sería en otro momento. La atracción existente entre los dos era demasiado fuerte. Le daría tiempo para superar este traumático acontecimiento, se mostraría paciente y cercano.
Y entonces la conduciría del regio trono a una blanda cama, y haría ronronear a la gatita que sabía llevaba dentro.
Cuando la tensión cedió por fin, fue para él una verdadera recompensa, un precioso regalo.
—Discúlpame, Roland. Deseaba que esta noche fuera… diferente.
Roland depositó un delicado beso en su frente.
—Haz lo que debas. Yo estaré aquí. ¿Puedo ayudarte?
Ella sacudió la cabeza.
—Tengo que escribir las cartas para Geoffrey y para mi padre, empaquetar unas cuantas túnicas y dinero para mi padre. Creo que es mejor que lo haga sola.
Debía haber algo que él pudiera hacer.
—¿Y qué pasa con Edgar? También agradecería una muda.
Eloise gimió y bajó la cabeza. Su pelo le hizo cosquillas en la barbilla, el olor al fuego de las hogueras y a especias que no pudo identificar jugueteó con sus sentidos.
—Isolda. Hay que decírselo. Pero lo cierto es que no tengo idea de dónde puede estar.
—Yo la encontraré. Ve y escribe esas cartas.
Quiso besarla de nuevo pero Eloise se deslizó con rapidez dejándole un vacío en los brazos y un peso en el corazón.
Eloise redactó la carta de Geoffrey, un mensaje sencillo. ¡Si tan sólo supiera qué decirle a su padre!
Había empezado dos veces y no había podido terminar ninguna de las dos cartas —una le parecía demasiado furiosa y la otra demasiado fría— lo que le hizo preguntarse si debía realmente escribirle. Tal vez debiera limitarse a enviarle el dinero que le había pedido y las túnicas que no había pedido pero que ella iba a enviar.
¿Estaría acomodado en una confortable cámara tal como pensaba Roland o lo habrían echado a un calabozo infestado de ratas y basura? Un escalofrío la recorrió al recordar su visita al calabozo de Lelleford, y se imaginó que el de la Torre sería mucho peor. Su padre no le daba ninguna pista en su carta, tan sólo unas breves letras en tono lacónico para decir cómo había llegado a esa situación y que necesitaba dinero. No había mencionado a Edgar. Sabía Dios dónde estaría el pobre escudero.
¿Pero qué decirle a su padre? ¿Que la vida en Lelleford seguía, que había encendido las hogueras para celebrar la fiesta? ¿Que se había permitido hacer a un lado los terribles problemas mientras planeaba convertirse en la amante de Roland?
Se sentía culpable y reticente. Era insoportable. Casi podía oír la voz estruendosa de su padre, despotricando, diciéndole lo que opinaba de sus planes, de esa manera de malgastar los limones.
¿Cómo había podido pensar por un momento siquiera que podía tomar un amante sin sufrir consecuencias? Especialmente si se trataba del hombre a quien se le había asignado la supervisión de Lelleford. Un hombre del rey. Relacionado con aquellos que querían destruir a su padre, culparlo de traición.
El enemigo. El invasor.
Sólo que también era un galante caballero, un hombre cuyos besos y suaves caricias la hacían estremecerse como ningún otro hombre había hecho.
Era una locura recordar el vigoroso beso que habían compartido en la oscuridad, la cabeza le daba vueltas pero ella no había tenido miedo en ningún momento. También lo era recordar la manera en que le había puesto las manos sobre los hombros con firmeza evitando que se marchara, obligándola a comprender que estaba con ella para todo lo que necesitara, tanto si quería como si no.
Eloise dejó a un lado la carta para Geoffrey y cogió una bolsa de cuero. Metió en ella todas las monedas que pudo y ciñó las tiras. Era una cuantiosa suma para serle confiada a un mensajero, un extraño que podría no ser de fiar. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?
Envolvió la bolsa en una túnica de manga larga hecha de lana y luego la guardó en una saca junto con otras dos túnicas, una de algodón ligero y otra confeccionada con terciopelo de color azul oscuro que le parecía la más apropiada para una audiencia con el rey.
Padre tenía que vestir sus mejores galas en el juicio. Ella sabía que las apariencias contaban. Una túnica limpia y ricamente decorada recordaría a todos el rango y la riqueza de Sir John Hamelin, el poder que pudiera haber perdido.
Estaba segura de que tenía aliados, tal vez incluso Lancaster, a pesar de que en ese momento lo que había hecho le pareciera más bien una traición. Roland consideraba que la Torre era un buen lugar para su padre. Ella deseaba saber más del funcionamiento de todas esas cosas para poder juzgar con mayor claridad.
Padre contaría además con la ayuda de Geoffrey —de eso no tenía duda— y la idea pareció apaciguarla un poco. Al menos, un miembro de la familia en quien padre pudiera depositar toda su confianza estaría en Londres. Y tal vez, el deseo de ayudar de Geoffrey propiciara la cura de antiguas heridas, consiguiera acercar a padre e hijo.
Deseó estar allí para poder verlo.
Sus manos se quedaron inmóviles sobre la saca.
Ella podría ir a Londres con el mensajero.
Eloise se rió ante semejante idea. Todos se que darían de piedra si dijera algo así. Simon y Marcus se negarían en redondo a considerar la posibilidad de tan largo viaje y su padre se pondría furioso al verla.
Roland también se opondría, claro.
¿Se atrevería a hacer lo que deseaba, ir a Londres para estar con su padre y su hermano?
Puede que Geoffrey fuera el único que lo aprobara, o al menos que comprendiera su razonamiento. ¿Qué más necesitaba?
También sería bueno que alguien pudiera comprobar el estado de Edgar, para poder contárselo a su hermana. Su padre no era el único que tenía problemas.
¿Se atrevería pues a actuar por impulso?
Isolda entró en ese momento, con dos túnicas limpias para su hermano dobladas bajo el brazo y lágrimas en los ojos.
—¿Es cierto, señora? ¿De verdad están presos en la Torre de Londres?
—Eso parece. Dame. Pon la ropa de Edgar aquí, con la de mi padre.
La saca no estaba llena. Quedaba sitio para un vestido si se doblaba con cuidado.
Podía hacerlo aunque no sin levantar las sospechas de los mozos de establo y los guardas de las puertas, pero era posible salir con el mensajero y ponerse en camino hacia Londres antes de que nadie en la torre del homenaje se diera cuenta.
Antes de que Simon, Marcus y Roland pudieran repetirle que no hiciera nada.
Marcus tiró los guantes sobre la mesa de caballete, rebosante de ira.
—La señora salió del castillo antes del alba, con el mensajero para su padre.
A Simon se le atragantó el queso que estaba comiendo.
Por su parte, Roland notó que el corazón se le caía a los pies, absolutamente abatido.
—Les dijo a los guardas que iba a la iglesia de la aldea —continuó Marcus—, para asegurase de que todo estaba en orden para Todos los Santos. Cuando los guardas se opusieron a que fuera hasta allí sola, dijo que el mensajero era toda la protección que necesitaba, lo que les hizo suponer que mientras hubiera alguien con ella, no pasaba nada.
Perdido el apetito, Roland retiró su escudilla.
—Supongo que no está en la iglesia.
—No. Recé por que así fuera mientras me dirigía hacia allí, pero no. Creo que todos sabemos a dónde se dirige.
Londres. A ver a su padre en la Torre.
Simon gimió apesadumbrado.
—Sir John se pondrá furioso cuando se entere. ¡Maldición! Me pareció verla feliz con la idea de enviarle el paquete y la carta a su hermano. Debería haberlo adivinado.
Marcus se dejó caer en el banco frente a Roland, junto a Simon.
—Sí, deberíamos haberlo hecho. ¿Y ahora qué hacemos?
Roland no tenía duda alguna.
—Ir tras ella y traerla de vuelta.
Los dos caballeros se le quedaron mirando como si les acabara de proponer que contuvieran una inundación sin presa.
—Eso es que aún no sabéis lo que es tratar de quitarle a Lady Eloise una idea de la cabeza —comentó Marcus—. Es casi imposible.
—Una pérdida de tiempo —convino Simon.
No así Roland.
—Eloise puede ser razonable.
—Cuando quiere. Desgraciadamente, en este caso mucho me temo que no atienda a razones.
Roland se levantó del banco no muy contento con lo que acababa de escuchar.
—Si ninguno de vosotros confía en que pueda convencerla, entonces iré yo. Y no tengo intención de dejarle opción.
Eloise le llevaba unas dos horas de ventaja. Con suerte, podría alcanzarla a mediodía y tenerla de vuelta en el castillo por la noche para que durmiera en su propia cama, como era debido. Pero si no tenía suerte… No, no pensaría en ello antes de haber salido.
—¿Ha salido con su yegua?
—No. Tomó uno de los corceles más rápidos. Maldición. Tendría que llevar esteras para dormir y algo de comida en caso de que tuvieran que pasar la noche por el camino.
En cuanto a ese estúpido mensajero, pagaría caro por semejante locura.
Roland subió las escaleras llamando a gritos a Timothy.
Mientras se preparaban para salir, Roland no dejaba de cavilar en el acierto de sus actos. No debería dejar Lelleford, abandonar su obligación. Por un segundo, consideró la posibilidad de enviar a Simon o a Marcus, pero ellos eran demasiado susceptibles a los caprichos de la dama.
Además, Eloise también formaba parte de su obligación. Estaba bajo su protección y él había permitido que se escapara. Sin previo aviso. Sin considerar las consecuencias de sus actos.
Comprendía por qué Eloise quería ir a Londres. Adoraba a su padre, y quería estar allí por si la necesitaba. Aparentemente mandar llamar a su hermano no le había bastado para apaciguar su alma.
Él también comprendía el sentido de la obligación. La lealtad y el amor hacia un padre. Si se tratara del suyo, Roland no habría dudado en hacer lo que fuera para ayudarle.
Pero es que con los hombres era distinto. Una mujer tenía que ser más cuidadosa, los peligros hacia su persona en el camino eran muchos. Además, podía convenirse en el peón de una maniobra política. Mon Dieu, si llegara a manos de Kenworth, el resultado podría ser desastroso no sólo para su padre sino también para ella.
Eso no pasaría. Encontraría a Eloise y la traería de vuelta a Lelleford, al lugar al que pertenecía. Y no saldría de allí, aunque tuviera que hacer guardia en su puerta día y noche.
Roland se puso la cota de malla y se sentó en un taburete para dejar que Timothy le ajustara los herrajes de los hombros.
—Creo que llevamos todo lo que necesitamos —dijo el chico—. Todo menos la comida. ¿Necesitamos para más de un día?
Roland miró hacia la cama donde había dos esteras para dormir enrolladas. Perdido en sus pensamientos, no se había dado cuenta de que Timothy se había preparado para acompañarlo. Probablemente fuera una buena idea. En presencia de su escudero no cedería a la tentación de estrangular al mensajero por haber permitido que Eloise se pusiera en peligro.
Pero no dejaría que nadie más los acompañara. No quería saber nada de los guardias que la habían dejado ir sin haberse ofrecido a acompañarla. Timothy podría mantener el ritmo que pensaba imprimir a su carrera. Rápido. Al menos durante las dos primeras horas.
—Coge lo suficiente para esta noche y parte de mañana, por si acaso.
Timothy apretó el último enganche.
—Voy a la cocina, entonces. Saldré a vuestro encuentro en los establos.
El muchacho se llevó las mantas enrolladas y atadas con cuerdas de camino y dejó a Roland colocándose la espada y cubriéndose con un manto de lana. Al pie de la escalera, Marcus y Simon lo aguardaban con el ceño fruncido.
Roland se puso los guanteletes.
—Espero estar de vuelta antes de la noche. Confío en que os ocupéis bien de supervisar Lelleford en mi ausencia.
Simon echó los hombros hacia atrás.
—No tenéis que preocuparos por nosotros. Es Eloise la que nos preocupa —dijo mirando a Marcus—. Os pedimos que no seáis muy duro con ella.
Roland sintió ganas de golpearlos. Si alguien se hubiera mostrado duro con Eloise alguna vez en su vida, si le hubiera bajado los humos, ahora estaría allí, sana y salva, y no en medio de un peligroso camino en dirección a Londres. Bajo la única protección de un maldito mensajero.
—Si no coopera, la traeré hasta aquí aunque sea atada a la grupa de mi caballo. Vosotros ocupaos de Lelleford. Yo me ocuparé de Eloise.
Centrado en su misión, no se percató de las sonrisas de ambos caballeros cuando lo vieron salir por la puerta de la torre.
Marcus se rió.
—Creo que Lady Eloise ha encontrado a su hombre perfecto.
Simon se cruzó de brazos.
—Tal vez, pero apuesto a que tratará de convencerlo para que la lleve a Londres.
—No soy tan tonto como para desprenderme de mi dinero tan fácilmente.
Isolda le entregó a Tim un paquete con comida.
—He hecho que Cook os ponga comida para tres días, y un poco más. Tened cuidado.
Tim le limpió con ternura la lágrima que escapó de uno de sus ojos, evitando así que rodara por su mejilla. Nadie se había preocupado tanto por él antes, y no estaba muy seguro de cómo aceptarlo.
—No llores por mí.
—Desearía que no tuvieras que ir.
—Allí donde vaya Sir Roland, yo voy. Es la vida del escudero.
—Lo sé, pero aun así…
—Vamos, no estés triste. No estaremos fuera mucho tiempo.
Isolda dejó escapar un profundo suspiro, y con ello se elevaron sus pechos respingones y henchidos, distrayéndolo de su propósito. Tuvo que recordarse que Roland lo esperaba en los establos. No podía demorarse.
Tim tomó la bota de vino y el paquete de comida en un brazo y las esteras de dormir en el otro.
—Acompáñame a la puerta y cuéntame qué vas a hacer mientras yo esté fuera.
Isolda le sonrió, esa adorable curvatura de sus labios que tanto iba a echar de menos.
—Tal vez adelante el trabajo con el nuevo vestido de la señora Eloise. Tiene especial interés en que le termine el azul antes de Navidad.
Tim se preguntó entonces dónde estaría él en Navidad. ¿Aún en Lelleford? ¿O tal vez en al otro lugar, en compañía de Sir Roland? Tal vez en la corte del rey, o tal vez en el señorío de St. Marten. En cualquier caso, era bastante improbable que fuera a pasar la Navidad con Isolda.
O cualquier otra festividad en el futuro. No era más que un escudero, sin posesiones, sin nada que ofrecerle, y los dos lo sabían y lo aceptaban. Era estúpido desear algo más.
—¿Te gusta coser?
—Soy buena con la aguja y me agrada ver a otras personas vestidas con ropas que he hecho yo. —Se detuvo. Aún no habían llegado a la puerta de la torre de la muralla—. ¿Me harías un gran favor?
¿Acaso aún no sabía que haría lo que fuera para complacerla?
—Lo que desees, cariño.
La sonrisa de Isolda se agrandó al oír el término cariñoso, pero al momento se desvaneció.
—Si ves a Edgar, dile que le quiero, y que no se preocupe por mí. Estoy segura de que lo debe de estar pasando muy mal por ello.
Isolda se preocupaba por su hermano, a quien todos suponían encerrado en la Torre con Sir John. Pero Isolda le estaba pidiendo un favor que Timothy dudaba mucho que pudiera concederle.
—No iremos hasta Londres. Sir Roland espera encontrar a la señora Eloise después del mediodía y volver esta noche.
—Eso es lo que Sir Roland pretende. Pero si su plan no sale bien, y yo te aseguro que la señora Eloise hará todo lo que esté en su poder para que así sea, ¿hablarás con Edgar por mí?
—Sir Roland no se deja convencer tan fácilmente.
Isolda se limitó a ladear la cabeza y en ese sutil movimiento Timothy captó una suerte de advertencia por no haber cedido de inmediato a su deseo. Lo había aprendido de la señora Eloise, Tim estaba seguro de ello. ¿Qué más podía hacer él sino obedecer?
—Está bien. Si veo a Edgar, le daré tus recuerdos y le aseguraré que estás bien. ¿Satisfecha?
La vibrante sonrisa de la chica fue toda la recompensa que necesitaba, el leve beso que le dio en la mejilla un aliciente más. Con una triste sonrisa, Isolda regresó a la torre.
Timothy por su parte se dirigió a los establos.
Por los clavos de Cristo, era como mantequilla en las manos de aquella chica, fácilmente moldeable, preparado para derretirse. No era la primera chica con la que estaba, pero nunca antes ninguna le había afectado tanto como Isolda.
Eloise era una gran dama, y muy fuerte. Y por lo que había observado, Sir Roland estaba locamente enamorado de ella. Sin embargo, Roland tenía más experiencia con el bello sexo, no parecía tan presto a ceder a los deseos de Eloise con la facilidad con que él reaccionaba ante Isolda.
Roland traería de vuelta a Eloise tal como había prometido, aunque ésta se opusiera.
Tim sonrió para sí. Tal vez debería observar con más detalle cómo un caballero manejaba a una dama, aprender a hacerlo. Aprender a ser firme y a la vez galante; a persuadir a una testaruda mujer aun sin dejar de ser caballeroso.
Lo cierto era que un escudero podía aprender de su caballero algo más que la habilidad para sujetar una espada.
Capítulo 12
Eloise sentía que le dolía todo el cuerpo, excepto aquellos miembros que se le habían dormido. Consiguió bajar del caballo y lo último que deseaba era montar de nuevo. Con el fin de estirar los miembros doloridos, se movió por el camino, pero sus piernas y su espalda no se recobraron.
Ni una sola vez mientras planeaba el viaje a Londres la noche anterior se le había ocurrido pensar que pudiera ser tan doloroso. Claro que nunca antes había cabalgado durante tantas leguas.
—¿Estáis preparada, señora?
Eloise captó el tono de disculpa presente en la voz del mensajero. Cuando Daniel accedió a que lo acompañara, le advirtió —Eloise estaba segura de que con la esperanza de disuadirla de semejante locura— de que tenía que volver a Londres a toda prisa, que no podía permitirse muchas paradas para descansar. Era casi mediodía, y se habían detenido para que los caballos bebieran en un riachuelo, aprovechando el momento para comer algo.
Eloise respondió a la pregunta tirando los restos de la manzana a un lado del camino y acercando su montura a un tronco lo suficientemente alto para apoyarse y subir.
—¿Habremos llegado a Windsor al anochecer?
El mensajero sonrió tímidamente, reforzando la idea de Eloise de que Daniel era joven y le tenía un poco de miedo, obviamente poco acostumbrado a tratar con mujeres de mucho carácter.
—Con tiempo suficiente para disfrutar de una comida caliente y reconstituyente y un merecido descanso después. La Posada del Jabalí es un sitió decente. Espero que lo encontréis cómodo.
Eloise se removió sobre la silla, con la firme creencia de que hasta el mismo suelo le parecía en aquellos momentos más cómodo que el rígido cuero.
No había transcurrido ni una hora y sus piernas pedían a gritos un nuevo descanso, pero no, podía hacer otra cosa que aferrarse a la silla y tratar de no pensar en el dolor. Había convencido a Daniel para que la dejara acompañarlo, y con ello había tenido que aceptar todas sus condiciones No podía romper su promesa ahora, por muy mal que se sintiera.
Al menos hacía buen tiempo. A veces, unas pocas nubes cruzaban el cielo lanzando una sombra sobre el camino, pero no había amenaza de lluvia. Estaba agradecida por ello. Sólo mirando las cosas buenas podría apartar las malas de su mente.
Había pasado toda la mañana preguntándose cómo le explicaría a su padre sus precipitadas acciones, preocupada por el revuelo que probablemente habría causado en Lelleford.
¿Se pondría furioso su padre y le ordenaría regresar a casa? ¿Cuánto habrían tardado en darse cuenta de su ausencia en Lelleford? ¿Habría salido alguien en su busca? ¿Se habría puesto Roland tan furioso que no volvería a mirarla con dulzura nunca más?
Tenía que dejar de pensar en Roland St. Marten y apartar el caprichoso anhelo de que entre ellos hubiera algo dulce y amoroso.
Había sido una tonta al dejar que sus deseos de mujer la hicieran olvidar sus obligaciones de hija. Debía haber antepuesto la situación de su padre y haber excluido todo lo demás. Su lealtad y devoción debían ser para él, no para un hombre que podía ser un amante ameno, y la llegada de Daniel la noche anterior le había recordado su obligación.
¿Pero entonces por qué no podía dejar de mirar de cuando en cuando por encima del hombro para ver si veía a Roland? Lo cierto era que si alguien había salido en su busca, sería Marcus o Simon, pero no Roland.
La tarde se les echó encima, y justo cuando creía que se caería de la silla porque sus piernas se negaban a sujetarla por más tiempo, Daniel —gracias a Dios— salió del camino para hacer un nuevo descanso.
Al contrario que la vez anterior, Daniel se ofreció a ayudarla a bajar sin mediar palabra. Elevar la pierna por encima de la silla casi acabó con ella, pero aguantó el dolor y se sintió orgullosa por no caer desmayada sobre la tierra del camino.
Se dio cuenta, sin embargo, de que el joven la sujetó por los codos hasta asegurarse de que podría mantenerse erguida sin ayuda.
—Parecéis agotada, señora.
Eloise no podía negarlo, tan segura estaba de que su aspecto traicionaba su estado.
—Te agradezco la preocupación, pero sobreviviré.
Eloise ignoró la forma en que el joven frunció el ceño dejando entrever que tenía serias dudas de ello. Sobreviviría. Cabalgaría tan lejos y tan rápido como fuera necesario aunque tuviera que atarse a la silla para lograrlo.
Fue sintiéndose mejor a medida que paseó un poco por el camino. Cada mordisco de manzana la hizo sentir renovada, o eso se decía a sí misma. Tan pronto como su trasero tocó el tronco en el que había decidido descansar un poco, se preguntó si sería capaz de levantarse de nuevo sin perder la dignidad.
Fue entonces cuando oyó el ruido de unos cascos, vigorosos y muy veloces, que se acercaban por el mismo camino que ellos llevaban.
Daniel se colocó con las piernas ligeramente separadas y la mano cerca de la espada, entre el camino y ella. A la mente de Eloise acudieron imágenes de bandidos y rufianes, historias sobre viajeros abordados en los caminos que había oído contar y se le formó un nudo en el estómago. El consiguiente temor hizo que el corazón le latiera con fuerza y echara mano a la bota, donde llevaba oculta una daga.
Tal vez los nuevos viajeros se limitaran a adelantarlos. Rogó por que así fuera, pero estaría preparada si fueran otras sus intenciones. No era una mujer indefensa y podía defenderse si llegaba el momento. Crecer en un señorío rodeada de hombres y viéndolos entrenar con sus armas le había servido de algo. Lo que le faltaba en habilidad lo supliría con entusiasmo.
Aun así, la mano no dejaba de temblar sobre el mango de la daga.
Entonces, el ruido de cascos fue disminuyendo, y los hombros rígidos de Daniel parecieron relajarse ligeramente mientras bajaba la espada. Eloise se obligó a levantarse y mirar quién era.
Roland. Y Timothy tras él. La habían descubierto. Aun consciente de la mirada severa en su rostro, y de que daría rienda suelta a su ira, Eloise sintió escalofríos ante la visión de Roland galopando hacia ellos.
Eloise se inclinó para guardar la daga en su bota de nuevo, y tuvo que apoyarse en la espalda de Daniel para evitar caer.
—¿Señora?
—Estoy bien, sólo he perdido un poco el equilibrio.
El semental de Roland no había hecho sino detenerse cuando éste ya estaba en el suelo con un ágil y vigoroso salto. Señaló con un dedo amenazador a Daniel.
—Tú. ¡Ya me ocuparé de ti después!
Razonablemente, el mensajero retrocedió un paso, dejándola vulnerable a merced de Roland.
Con unas zancadas largas y potentes, se acercó a ella, su ira amenazadora. Eloise no pudo dominar la desilusión de que a pesar de haber recorrido una gran distancia a veloz paso, Roland no mostraba señal alguna de debilidad o cansancio.
Cuanto más se acercaba, más consciente era de que debería prepararse para enfrentarse a su insistente ruego de que volviera a casa. Pero Santo Dios, el calor que sentía en su corazón le impedía pensar en algo que no fuera su presencia. Le costó gran esfuerzo no echarle los brazos al cuello y gritar de gozo.
Roland se detuvo a pocos centímetros de ella y se cruzó de brazos.
—¿Tienes idea…, una mínima idea…, qué demonios pasó por tu cabeza? —Roland no sabía qué más decir. Dirigió los ojos al cielo en busca de guía y finalmente los cerró no sin antes exhalar un profundo suspiro.
Eloise sintió que su corazón vibraba de felicidad. No estaba tan enfadado como preocupado. Posó a continuación sus dedos vacilantes en el brazo de Roland.
—No me ha pasado nada, Roland.
—Ya lo veo. Pero necesito un minuto.
Roland pareció recuperar el control de sus sentimientos, aunque no le resultaba tarea fácil con los dedos de Eloise describiendo pequeños círculos sobre su brazo, prueba de la conexión entre él y la mujer a la que no había dejado de imaginar tirada en un charco de sangre a la vera del camino.
Aún no se atrevía a tocarla, indeciso entre abofetearla con fiereza por sus temerarios actos y por haberle hecho vivir un verdadero infierno, o apretarla contra su pecho con fuerza para evitar que volviera a alejarse de él.
—¿Cómo nos has encontrado? —preguntó Eloise dulcemente.
Algo más calmado, abrió los ojos y la encontró sonriéndole, como si estuvieran a solas en algún lugar privado y no en medio del camino. Se le aceleró un poco el corazón y apretó los brazos para mantenerlos en su sitio.
—Un clavo saltó de la herradura de tu corcel y no me ha resultado difícil seguir tu rastro.
—Oh. —La ligera exhalación de aire lo dejó casi sin aliento—. Algo tan pequeño. Tal vez cuando lleguemos a la posada esta noche podamos hacer que le pongan clavos nuevos.
Simon y Marcus le habían advertido de que no cedería fácilmente a la orden de volver a casa, algo que él ya sabía. No había hecho sino encontrarla y apenas podía contener las ganas de tenerla entre sus brazos. Lo último que deseaba era discutir. Sus entrañas estaban tan caldeadas que no podría argumentar nada… Sólo que ésa no era la actitud para ganar.
Tenía que mostrarse imperativo y no dejarse engatusar si quería ganar.
—No irás más lejos de este punto. Te llevo de vuelta a casa.
Eloise arqueó una ceja. Sus dedos detuvieron el movimiento circular pero no soltaron su brazo.
—Pero debo continuar. Roland, mi padre necesita ayuda y no puedo abandonarle.
—Has pedido ayuda a Geoffrey y cumplido todo lo que tu padre te pedía en su mensaje. Eloise, no hay nada más que tú puedas hacer.
—Pero tiene que haber algo.
—¿Cómo qué?
—No regresaré hasta que haya hablado con padre.
Había llegado a un callejón sin salida. Debería hacer que subiera al caballo y conducirla hacia el norte, hacia casa, donde estaría a salvo. La idea era poderosamente atractiva, pero la súplica que había en sus ojos le hizo detenerse.
Aun así, ceder a sus deseos, por muy fuertes que fueran, era inaceptable.
—Si no atiendes a razones por tu propio bien, piensa en tu padre. Él cree que estás en casa, protegida de todo peligro. Si vas a Londres, no sólo tendrá que preocuparse por su situación, sino también por ti. Sir John no necesita distraerse pensando que tiene a su hija dando vueltas, sola, por Londres.
Eloise se mordió el labio inferior.
—Geoffrey llegará pronto.
—No hasta dentro de unos días. Un tiempo más que suficiente para que Kenworth se entere de que estás en la zona y aproveche la situación. El riesgo para ti y para la causa de tu padre es demasiado alto, Eloise. Es mejor que regreses a Lelleford. Ahora.
—Disculpad, señor.
Roland miró por encima del hombro al mensajero que se acercaba, y al que no había estrangulado aún por haber tomado parte en la escapada de Eloise.
—¿Qué ocurre?
A favor de Daniel hay que decir que no se amedrentó.
—Tal vez sea mejor pasar la noche en la posada. Está a sólo una hora de camino y la señora necesita descansar. Está dolorida y…
Roland se giró en redondo y miró a Eloise.
—¿Qué te duele?
Eloise lanzó a Daniel una mirada irritada.
—Nada que me impida cabalgar.
—Pero no muy lejos —afirmó el mensajero—. Lo cierto es, Sir Roland, que sólo me he detenido aquí porque cada vez que miraba hacia atrás la veía contraerse por el dolor. Empecé a preocuparme de que no pudiera mantenerse sobre la silla. Incluso en el suelo, no parece sostenerse con firmeza.
El contacto de la mano de Eloise sobre su brazo se afianzó.
—¡Es suficiente, Daniel! Mis piernas aún me sostienen.
—Apenas —murmuró el mensajero al tiempo que se giraba y se acercaba a su montura.
Roland se reprochó con dureza no haber visto lo que era obvio, no haberse dado cuenta de que se estaba sujetando en su brazo no porque deseara el contacto, sino para no caer. Él mismo notaba los estragos de la penosa cabalgata y estaba acostumbrado a ello. Eloise no.
Se habían acabado las órdenes y las discusiones.
La tomó ignorando sus débiles protestas y se acercó hacia el semental que podría aguantar el peso de los dos. Ahora que tenía a Eloise en sus brazos, acurrucada contra su pecho, justo donde quería, no la dejaría ir.
—¿Qué posada es, Daniel?
—La Posada del Jabalí, en Windsor.
—Condúcenos hasta allí. Timothy, conduce el corcel de Eloise.
—Puedo montar, Roland —gruñó la muy pícara entre sus brazos.
—Si vienes conmigo no tendré que preocuparme de que puedas caerte de tu caballo.
—No hay motivo de que te preocupes por mí.
En eso se equivocaba, pero ése no era tema de discusión para aquel momento.
Una vez sobre su caballo, Roland acomodó a una airada Eloise sobre sus muslos, le colocó el manto sobre las piernas y espoleó al animal. El mensajero echó a andar a un paso rápido pero no en demasía.
Avanzaron en silencio. Roland hacía todo lo posible por concentrarse en el camino en vez de en la mujer que, aun reticente, comenzaba a relajarse, acurrucándose de vez en cuando contra él, la cabeza apoyada en su hombro.
Roland percibía la amenaza de lluvia. Oía el ruido de cascos que le aseguraban la presencia de Timothy justo detrás de él, y el rítmico tintineo de los arreos de su propia montura igualado al ritmo de su respiración.
Pero, sobre todo, sentía el sólido aunque no pesado cuerpo de Eloise presionando contra sus muslos, su calidez filtrándose a través de las capas de ropa e incluso la cota de malla. Sus regiones inferiores se caldearon, y la idea de una cama mullida, se alzó como una tentación en su cabeza.
Tal vez esa noche…
—Roland, tengo que ir a Londres.
La fantasía se desvaneció.
—Tienes que ir a casa.
—Pero estamos muy cerca, a sólo medio día de camino.
—Eloise, en buena lógica no puedo permitirte que…
—Entonces silencia esa lógica viniendo conmigo.
Otra alocada idea.
—No puedo. Mi deber hacia el rey exige mi presencia en Lelleford.
Eloise se retorció un poco en el sitio, apretada contra su cuerpo, y Roland se sintió arder. Le puso la mano en el pecho, en el lugar en el que estaba el corazón.
—Tú y tu condenado deber. ¿No podrías olvidarlo por unos días?
—No, y lo sabes.
—Esperaba que Marcus o Simon vinieran a buscarme, no tú. ¿Acaso no has faltado ya a tu deber?
En eso tenía razón, pero no era suficiente.
—Tu protección también es parte de mi deber. Ahora que te tengo, debemos regresar a toda prisa.
Eloise guardó silencio unos minutos.
—Tengo que hacerte una proposición.
—Eloise, olvídalo. No quiero escucharla.
—Llévame a Londres. Deja que vea a mi padre. Si me ordena regresar a casa, lo haré sin discutir.
—Eloise…
—Te lo suplico, Roland. Necesito verle, asegurarme de que no está en un apestoso calabozo, que tiene comida y bebida. Ver con mis ojos que está bien. Por favor, Roland. Un día o dos es todo lo que pido.
El corazón se le derritió al oír la súplica en su voz. Nunca había imaginado que vería suplicar a aquella mujer segura y voluntariosa. O era señal de lo mal que lo estaba pasando o le tomaba por estúpido. Roland le bajó la capucha y le levantó la barbilla.
Sus ojos de zafiro brillaban húmedos y Roland sintió que se le rasgaba el alma.
—¿Sin discusión?
—Ni una palabra de protesta, te lo juro.
Una gota de lluvia se posó en su mejilla. Ella no se movió ni la limpió. La gota se sostuvo allí unos segundos y a continuación rodó.
Incapaz de contenerse por más tiempo, Roland la besó —el sello de un trato nacido de sus propias necesidades—, y se vio recompensado con un suspiro de satisfacción. ¿Pero era porque le había gustado el beso o por que había ganado?
Probablemente lamentara su debilidad más tarde, especialmente cuando tuviera que dar explicaciones al rey por sus actos. Pero, por el momento, tenía a Eloise segura entre sus brazos, sus labios fundidos en el beso más dulce que había compartido jamás, y el resto del mundo podía desaparecer para siempre.
Aunque el peligro no era grande, Roland durmió —con los ojos cerrados y los oídos abiertos— sentado a la puerta de la habitación de Eloise, la espalda contra la puerta.
Al amanecer, abrió un poco la puerta y, al no oír más ruido que la suave respiración de la joven, se apartó de allí antes de que sus deseos lujuriosos nublaran todo su juicio.
Uno de los problemas de dormir eran los sueños que acompañaban el acto, instigados por la cabalgata del día anterior y por el beso. Soñó con Eloise, con la calidez y la luz que había en sus ojos; con la dulce sonrisa y lo bien que su cuerpo se amoldaba contra el de él. Se había quedado con ganas de más, y sufría por ello.
Ella necesitaba dormir, sin embargo. Casi se había caído de bruces sobre la cena la noche anterior, y necesitaba recobrar fuerzas para el camino que les quedaba. Sólo una sabandija rastrera la privaría de sus necesidades por el simple hecho de satisfacer las suyas.
Santo Dios, qué blando había sido. Había cedido a la súplica de llevarla a Londres y ahora era demasiado tarde para echarse atrás.
Bajó las escaleras y atravesó el cómodo, aunque vacío en esos momentos, salón de la posada en dirección hacia los establos, con intención de hablar con Daniel, que debería de estar preparándose para la última parte del trayecto.
No, no lo había estrangulado, y no lo haría. Roland no podía regañar a Daniel, por haberse dejado convencer por Eloise para hacer aquel estúpido viaje después de haberse dejado engatusar él mismo para acompañarla hasta el final.
Roland apartó de sí la desagradable sensación de culpa por abandonar su deber con Lelleford y de absoluta idiotez por permitir que Eloise se hubiera salido con la suya. Lo que estaba hecho, estaba hecho, y cuanto antes terminara, mejor.
Daniel lo saludó con una sonrisa mezcla de comprensión hacia la confusión interior de Roland y de alivio por verse relevado de la carga de Eloise.
—Buenos días, señor. ¿Duerme aún la señora?
—Profundamente. Imagino que aún tardará un rato en despertar y seguro que la apenará no haber podido despedirse de ti.
—Es una dama muy amable. Tal vez nos encontremos de nuevo en Londres.
Roland tenía sus dudas. Daniel servía a Lancaster, un conde al que no permitiría que Eloise se acercara. Puede que fuera un aliado para su padre, pero, últimamente, Roland había desarrollado cierto disgusto hacia los condes.
—Por si no es así, te ruego des las gracias a Lancaster por haberte enviado a Lelleford. A la señora le agradó tener noticias de su padre, aunque la hayan conducido a esto.
Daniel sacudió la cabeza, disgustado.
—Traté de convencerla de que no hiciera el viaje, pero…
Roland rió con suavidad, imaginando al pobre chico intentando mostrarse firme frente a las súplicas de Eloise.
—No seas tan duro contigo. Es difícil resistirse a ella.
—Casi imposible. —Daniel montó con habilidad—. A favor de la señora tengo que decir que también es fuerte. No sólo ha soportado el viaje sino que no se ha quejado una sola vez. Estoy seguro de que se habría caído del caballo antes de dignarse a pedirme que disminuyera el paso o que hiciera otro descanso. La mayoría de las mujeres no son tan fuertes y tenaces.
Ni tan testarudas, decididas y acostumbradas a salirse siempre con la suya.
—Es… poco común.
—Buena descripción —admitió Daniel mirando el camino—. ¿Algún otro mensaje que deseéis que lleve? ¿Tal vez para Sir John?
Roland había pensado en advertir a Sir John de la visita de Eloise, pero finalmente decidió que no. Lo mejor sería que padre e hija se encontraran en igualdad de condiciones, no dar al padre tiempo para pensar en posibles castigos a los actos de su hija.
Roland tenía el propósito de asegurarse un alojamiento para esa noche, llevarla a ver a su padre y regresar a Lelleford a la mañana siguiente. Ni por un momento dudó de que Sir John se mostraría vehemente al ordenar a su hija regresar a casa.
—No, ningún mensaje. Ten cuidado.
—Vos también, Sir Roland. Mis saludos para la señora.
Roland se quedó mirando la nube de polvo levantada por el caballo del mensajero, y entró en el establo. Timothy aún dormía, envuelto en una manta en el cubículo junto a su caballo. Roland dejó que durmiera un poco más. No tenía sentido despertar al escudero hasta que Eloise hiciera lo mismo. Tiempo suficiente para prepararse para el día que les quedaba por delante.
Con cuidado, se deslizó en el cubículo del corcel y comprobó la herradura de la que se había soltado el clavo, agradeciendo que el animal no hubiera perdido también la herradura, lo que le habría hecho perder el equilibrio y posiblemente haber tirado a su jinete y… sacudió la cabeza ante los retorcidos pensamientos que lo habían acosado durante todo el día anterior. El nuevo clavo parecía lo suficientemente sólido para sujetar la herradura en su sitio hasta que llegaran a Lelleford.
No llevarían un paso muy rápido hasta Londres, y harían varios descansos por el bien de Eloise. Si llegaban a la ciudad hacia media tarde, aún le daría tiempo suficiente para encontrar alojamiento y para que Eloise viera a su padre.
En menos de un día, llegarían y se marcharían de Londres.
Ella le había dado su palabra y no pensaba dejar que la incumpliera.
—¿Alguna vez has estado en Londres?
Eloise se deleitó con la visión de la muralla de la ciudad, el gigantesco arco de paso hacia el interior.
—Dos veces. Una cuando era pequeña, apenas lo recuerdo. Y otra vez hace unos siete años. Eso sí lo recuerdo muy bien.
—¿Con qué motivo?
Eloise miró a Roland, que había estado dándole conversación toda la mañana, sobre todo —sospechaba ella— para no dejarla pensar en su dolorido trasero. Roland había impuesto un ritmo de paseo, habían parado a descansar varias veces. A Eloise le pareció muy dulce por su parte, pero a veces habría deseado que acelerara el paso para que el viaje terminara lo antes posible.
¿Realmente le interesaba saberlo? ¿Y hasta dónde contar?
—Padre tenía que asistir al Parlamento, una sesión en la que estarían presentes la mayoría de los obispos. Tenía mucho interés en conseguir un cargo en la Iglesia para Geoffrey, y por ello trajo a mi hermano para que hablara con los obispos.
Roland frunció el ceño ligeramente.
—Pero entonces tu padre no tendría mucho tiempo para ocuparse de ti. Me sorprende que te trajera.
Eloise suspiró. Debería mantener la boca cerrada pero Roland ya sabía que era una mujer decidida, así que ¿por qué no contarle toda la historia?
—No me trajo. No me gustaba nada la idea de que volviera a dejarme sola en casa mientras ellos se embarcaban en lo que a mí me parecía una gran aventura. Me escondí bajo la lona del carro del equipaje. Cuando padre me encontró, ya era demasiado tarde.
¿Era su imaginación o Roland estaba esforzándose por aguantar la sonrisa?
—¿Cuándo te encontró?
—Mientras descargaban el carro para subir el equipaje a las habitaciones en las que habrían de alojarse.
—¿Así que pasaste dos días dando tumbos en aquel carro?
—Tres.
Roland sacudió la cabeza sin poder creerlo.
—¿Cómo conseguiste que nadie te viera? Quiero decir, en algún momento tendrías que bajarte de allí. Para comer. Para aliviarte.
Siempre se había sentido muy orgullosa de su hazaña, incluso cuando más tarde su padre le puso la espalda roja con los azotes. Aun así, no la había hecho regresar a casa. Esperaba que ahora hiciera lo mismo.
—Dormía durante el día y salía por la noche para… mis necesidades. Uno puede vivir varios días a base de fruta seca y nueces.
—Lo habías planeado de antemano y llevabas comida.
—Bueno, no exactamente. Pero había muchos sacos en el carro.
Roland aún sacudía la cabeza cuando se adelantó a la puerta de la ciudad para hablar con el guardia. Una vez conseguido el permiso para entrar, le hizo una señal de que lo acompañara.
Los callejones eran tan estrechos como los recordaba. Los edificios de dos pisos, las tiendas abajo y las viviendas arriba, habían ido construyéndose hasta crear una especie de bóveda a cuya sombra quedaban las calles y los viandantes.
Eloise aguantó el fétido olor de excrementos en las alcantarillas, el hedor de tanta gente hacinada en tan poco espacio. No resultaba fácil contener el aliento hasta que llegaran a una calle más amplia. Roland disminuyó el paso, y le hizo una señal para que se pusiera a su lado.
—Si Geoffrey estaba destinado a la Iglesia, ¿por qué está ahora casado con… Leah, no es así?
—Geoffrey no creía que tuviera esa vocación, no podía soportar la idea de la tonsura. El único acuerdo al que llegaron padre y él fue que tendría una buena educación. Geoffrey pasó dos años estudiando en la abadía de Westminster antes de regresar a casa. —Y menuda pelea habían tenido. Eloise guió a su caballo para que rodeara el carro de fruta de un mercader—. Padre quiso obligarle a tomar los votos. Geoffrey decidió escapar. Se fue a París a continuar con sus estudios.
—¿Se casó en París entonces?
Si se hubiera quedado en París no habría estado en un barco que terminó hundiéndose, a punto de perder la vida, aunque sí perdió por un tiempo la memoria, y todo por ella.
—No. Regresaba a casa para asistir a mi… boda cuando conoció a Leah. Ella lo cuidó durante su enfermedad y aquello los unió. Me alegro mucho de que la encontrara, porque ahora es verdaderamente feliz.
—Pero aún no se ha reconciliado con tu padre, por lo que entiendo. Aun así esperas que Geoffrey venga a Londres.
Eloise no lo dudó.
—Vendrá. Puede que no se lleven bien pero son padre e hijo. Geoffrey vendrá.
Roland se detuvo delante de la botica, donde un pequeño cartel con un mortero y una serpiente colgaba sobre la puerta. Sin decir una palabra, Roland desmontó y entró.
¿Estaría enfermo? No había dicho nada y no le había parecido ver señal alguna de malestar. Se giró hacia Timothy.
—¿Le pasa algo a Sir Roland?
Timothy sonrió y sacudió la cabeza.
—No, señora, sólo está preguntando si hay alguna habitación que pueda alquilar. Ya hemos estado aquí antes. Las habitaciones están limpias y tienen un precio justo. Además, no está lejos de la Torre. Es un lugar muy conveniente si hay alguna habitación libre.
Eloise se enderezó, consciente de lo mal preparada que había venido a este viaje. No tenía ni idea de dónde buscar alojamiento, ni cuál era un precio justo. Aunque Daniel le habría ayudado con esa información, de eso estaba segura.
Roland salió de la botica y desató de la silla la manta de dormir.
—¿Sabes adónde llevar los caballos, Timothy?
Timothy desmontó y tomó las riendas del semental.
—Sí, señor. Al maestro Víctor.
Roland tiró la manta al suelo.
—Haz que vea el clavo de la herradura del corcel. Si no considera que aguante una cabalgata dura de un día, dile que haga las reparaciones que crea necesarias. —Se acercó al caballo de Eloise y desató el saco con ropa que llevaba atado a la silla—. Cuando regreses, la señora Green querría que le hicieras uno o dos recados.
Tim frunció el ceño.
—Disculpad, Sir Roland, pero esperaba que me dejarais acompañaros a vos y a la señora Eloise a la Torre.
Roland puso el saco junto a su manta de dormir.
—¿Y eso por qué?
—Para ver a Edgar, si es que está allí. Isolda… me pidió que le diera un mensaje.
Eloise imaginaba cuál era ese mensaje. Asegurar a su hermano que estaba bien. Aquélla era la prueba de hasta qué punto su criada confiaba en Timothy para habérselo confiado.
—Los recados podrán esperar. La señora Green no ha dicho que fueran urgentes.
Eloise supuso que la señora Green era la esposa del boticario, pero no siguió dándole vueltas al asunto. Junto a su caballo, con los brazos extendidos, Roland esperaba para ayudarla a desmontar.
Habían repetido esa acción varias veces a lo largo del día, cada vez que se habían detenido a descansar. En ese momento, al igual que el resto de las veces, Eloise apoyó las manos en sus anchos hombros, consciente de lo segura que se sentía con aquellas manos alrededor de su cintura. Sólo una vez, la primera, se había inclinado tanto y con tanta rapidez que Roland había tenido que cogerla en brazos.
No era que le resultara desagradable el contacto con su pecho, bien al contrario, pero aquello había ocurrido en medio del camino, con Timothy, y no una ciudad entera, como testigo.
Eloise desmontó con toda dignidad, aunque el mismo cosquilleo recorriera todo su cuerpo, y la misma rigidez afligiera sus piernas.
Timothy se alejó con los caballos. Roland recogió sus pertenencias y la condujo al interior de la tienda. Tras presentarle brevemente a la regordeta señora Green con su dulce rostro, se dirigieron a las escaleras.
El escudero tenía razón. La habitación que daba a la calle parecía limpia y la cama resistente. Un brasero de hierro preparado con carbón serviría para calentar la estancia. Se percató de los varios jergones amontonados en una esquina, una pequeña mesa sobre la que había una jarra y un cuenco y otra sobre la que había una palmatoria con una vela.
Pero lo que la hizo atravesar la cámara para acercarse a la ventana fue la vista que desde allí tenía.
El cristal no era de la mejor calidad. La superficie presentaba aquí y allá pequeñas burbujas y el resultado era una textura un poco ondulada y de poca claridad. No le importaba, porque en la distancia, sobre los tejados de Londres, se alzaban las puntas de las cuatro almenas blancas que conformaban la Torre Blanca, la torre que se erguía en el centro de la fortaleza que era en sí la Torre de Londres.
Pronto vería a su padre. Tal vez antes de lo que le gustaría sabría los verdaderos motivos por los que se le había acusado de traición.
Su mano paseó temblorosa sobre el cristal helado y duro, preguntándose si no habría sido un error el viaje.
Capítulo 13
Los hombros se le hundieron al ver la Torre, como si el peso del mundo reposara sobre su delgada espalda.
Roland tiró sobre la cama la manta de dormir y el saco de Eloise, consciente de que ésta debía de estar recapacitando sobre el desaconsejado viaje que acababa de realizar. También sabía lo que diría si le sugiriera salir de allí y regresar a Lelleford, así que no se molestó en decir nada.
Tanto si estaba bien o mal, cualquier acto que Eloise llevase a cabo lo llevaba hasta el final, y dado que había consentido en acompañarla, la ayudaría en todo lo que pudiera.
Así que en vez de reñirla por la inconsciencia de sus actos, se acercó por detrás y le puso las manos sobre los hombros. De inmediato, Eloise se irguió.
—Un vista imponente, ¿verdad?
—La Torre Blanca es blanca de verdad.
Las almenas cuadradas se alzaban justo en el centro del patio de la fortaleza, sus tejados oscuros y piramidales apuntando hacia el cielo.
—Puede que tu padre no esté retenido en la Torre Blanca. Hay otras torres más pequeñas junto a ella.
—¿Y todas tienen calabozos?
Tenía que admirar su calma, dada la delicada naturaleza de la pregunta. Eloise se imaginó a su padre tirado en una celda oscura y húmeda, sus muñecas sujetas por grilletes, las ratas correteando por el suelo.
Era posible que hubiera calabozos, pero Roland tenía sus dudas.
—No todas. Verdaderamente, algunas de ellas están muy bien amuebladas, provistas de chimenea y amplios armarios. Aun cuando son hechos prisioneros, los hombres de alto rango disfrutan de todos los lujos.
Eloise se giró para mirarlo. Roland dejó caer las manos.
—Pero no lo sabemos con seguridad, ¿verdad?
Seguro de que nada podría convencerla hasta que lo viera con sus propios ojos, Roland decidió mirar el lado práctico.
—Con el dinero que supongo has traído podrá conseguir todo los lujos que no esté disfrutando ya.
—Espero haber traído suficiente, entonces —dijo ella frunciendo el ceño.
—¿Dónde está la bolsa?
—En la saca, envuelta en una de sus túnicas.
—Será mejor que la lleves contigo. Los guardas pueden registrar la saca. Y será mejor que no sepan, de cuánto dinero puede disponer tu padre.
Eloise desató la cuerda que ceñía la saca y extrajo lo que Roland reconoció como su vestido escarlata y dos túnicas que le parecían demasiado pequeñas para Sir John. ¿Tal vez para Edgar? A continuación, sacó otra túnica, de gruesa lana marrón, que extendió sobre la cama dejando a la vista una bolsa de cuero de buen tamaño, tan llena de monedas que las costuras parecían a punto de estallar.
—Mon Dieu, Eloise. Dudo mucho de que tu padre quisiera que le vaciaras todo el cofre.
Ella tomó la bolsa.
—Y no lo hice. Mi padre es un hombre rico. Esto es sólo una porción de… bueno. También he traído una bolsa más pequeña para mí y llevo algunas monedas cosidas al dobladillo de mi manto —dijo levantando la vista—. No nos falta de nada. Tengo dinero para todos los gastos que puedan surgir. La habitación, los establos para los caballos, las comidas. No tienes que preocuparte de las costas por acompañarme.
Sintió sudores al ver la cantidad de dinero que había traído consigo. Desde luego había ido preparada, hasta el punto de ser extremadamente peligroso. Él no andaría por las calles de la ciudad con tanto dinero de no ser por una buena razón, y desde luego no lo metería en la torre. Al menos, no en la primera visita.
—Tendremos que esconder parte.
—¿Por qué?
—No podemos arriesgamos a introducirlo todo en la Torre hasta saber dónde está tu padre, y lo segura que es su cámara. No tiene sentido llevarlo y que los guardias nos lo confisquen.
Los ojos se le pusieron como platos al comprender las palabras de Roland.
—Bueno, entonces… —Echó un vistazo alrededor de la estancia—. ¿Dónde?
Un recuerdo de la última vez que había alquilado aquellas habitaciones condujo a Roland hacia el rincón donde reposaba el montón de jergones. Con lentos y deliberados pasos, comprobó la resistencia del piso y sonrió al notar el gemido de una tabla suelta.
—Aquí debajo —dijo él sacando una daga de su bota para hacer saltar los clavos.
—Espera, usa la mía.
Eloise se retiró el manto y sacó una daga de plata de la bota derecha. Asombrado, Roland se quedó mirando la pesada arma en la mano extendida de Eloise.
—Es una de las viejas dagas de Julius —explicó—. No la extrañará aunque se estropee. No tiene sentido estropear la tuya.
Roland pensó levemente cuántas más sorpresas recibiría a lo largo del día. Tomó la daga que le ofrecía y enseguida quedó al descubierto el hueco bajo la tabla en el que podrían ocultar la bolsa.
—¿Qué tamaño tiene tu monedero?
Eloise se quitó el manto y lo tiró sobre la cama. Se volvió entonces para mirarlo, las manos cruzadas sobre el pecho, en su rostro un gesto regio.
—Si no te importa, retira la vista.
Al darse cuenta de que tenía que quedarse medio desnuda para poder sacar el monedero que llevaba oculto, sus instintos menos caballerosos parecieron rebelarse y no pudo guardar silencio.
—¿Necesitas ayuda? ¿Desanudar un lazo, soltar alguna cinta? Humildemente me ofrezco…
—Roland, date la vuelta.
La orden no admitía réplica, pero detectó un aire divertido.
Por mucho que le atrajera la idea de desvestir a Eloise, no era momento de diversión, no si quería visitar a su padre ese día.
Por el momento, se conformaba con dibujar una sonrisa en su rostro, aligerar su carga.
—Siempre me han dicho que soy muy hábil con las manos.
—¡Roland! —exclamó ella en tono jocoso.
Satisfecho, suspiró resignado y se dio la vuelta hacia la pared.
—Muy bien, si insistes. Sólo quería ser útil.
—Hmmm —murmuró ella entre el roce de las capas de ropa—. Ya me has sido de gran ayuda. No querría sobrecargarte.
—Señora mía, puedes creer que no sería una gran carga.
Más roce de prendas, el tintineo de la cadena de oro que ceñía su cintura. Si se diera la vuelta, la encontraría con la falda levantada, a la vista su camisa interior. ¿Sería larga o corta? ¿De tejido grueso o fino? ¿Blanco o…?
—Puedes darte la vuelta.
Roland se dio la vuelta rápidamente. Completamente tapada, le extendió un pequeño monedero de ante que contenía unas pocas monedas.
De vuelta a la realidad, Roland tiró de las cintas que lo ceñían e inspeccionó el contenido. No estaba muy lleno.
—Tamaño decente. Añadiremos unas cuantas monedas y se lo daremos a tu padre esta tarde.
Ella acercó la bolsa de mayor tamaño.
—Saca todo lo que necesitemos para nuestros gastos.
No iba a permitir que Sir John pagara todas las costas pero sí confiaba en que Eloise le permitiera devolvérselo.
—Hablaremos de eso después, cuando sepamos más. Será mejor que llevemos un buen puñado de monedas, para los guardias.
—¿Los guardias?
—Los que nos dejarán entrar, los que abrirán la puerta de la cámara de tu padre y, lo más importante, nos dejarán salir de nuevo. Esperarán un gesto de agradecimiento.
Eloise asintió y metió unas monedas más. Roland aseguró la bolsa en el hueco bajo el suelo, a continuación colocó la tabla en su sitio y ajustó los clavos con el tacón de la bota. Después colocó los jergones en el mismo sitio. Nadie sabría que una pequeña fortuna se ocultaba debajo.
Eloise se sentó en la cama, ni rastro del humor que antes había demostrado.
—¿Y ahora qué?
Roland soltó la vaina de la espada y la apoyó contra la pared.
—¿Tienes alguna otra arma?
—No. ¿Es que no vas a llevar tu espada?
Se sentiría desnudo sin ella, pero sería mejor dejarla.
—No se permiten armas cerca de un prisionero. Tu daga se quedará aquí también.
—¿Y la tuya?
—En mi bota. Se la daré a cualquier guardia si me la pide, y le daré una moneda más para que recuerde que la tiene. Me niego a recorrer las calles de Londres sin llevar encima un arma, especialmente si se nos hace de noche.
Eloise se levantó de la cama y se acercó a él. Antes de hablar, inspiró profundamente.
—Te debo muchas cosas. Puede que hubiera sido capaz de encontrar alojamiento para mí y para mi caballo, pero el resto… —Miró la daga—. Habría cometido un tremendo error con el dinero. Las armas. El trato a los guardias. Pensé que lo único que tenía que hacer era acercarme a las puertas y pedir ver a mi padre. —Se rió con desdén antes de admitir—: Ni siquiera sé dónde está la puerta de entrada.
Consciente de que admitir todo aquello debía de haberle costado mucho, le levantó la barbilla con un dedo para poder verle los ojos. Aquellos maravillosos ojos azules.
—La única entrada por tierra está en la cara oeste, tras un puente levadizo. No habrías podido dejar de verla aunque lo hubieras intentado.
Con una triste sonrisa, posó una mano en el pecho de Roland.
—Puede que no, pero te agradezco que vengas conmigo de todas formas.
Roland notó que sus entrañas ardían, como siempre que estaba cerca de Eloise. Tantas veces desde que la había encontrado en el camino había deseado besarla hasta dejarla sin sentido, hacerle olvidarse de los problemas de su familia por un rato. Perderse en ella.
Y en ese preciso momento lo estaría haciendo si no fuera porque habría oído los pasos de Timothy subiendo las escaleras.
Eloise llevó el monedero por las calles de la ciudad, pero cuando cruzaron el puente levadizo y vio a los guardias en la barbacana, se lo entregó a Roland.
—Será mejor que te ocupes tú de los guardias. Puede que yo no supiera mostrarles suficiente agradecimiento, o peor, demasiado.
Si se dio cuenta de su nerviosismo, no hizo ningún comentario, ni la reprendió por tan inusual demostración de inseguridad. Era fácil ocultar la falta de confianza en sí misma dentro de Lelleford, donde conocía a todos por su nombre, donde se sentía cómoda en su piel.
Caminando por las calles de Londres, se había sentido muy incómoda, nada acostumbrada a los empujones de gente extraña y al asalto del griterío y los fétidos olores. La mera visión de las altas murallas de la Torre de Londres bastó para aterrorizarla.
De haber estado sola, lo habría negado, haría cualquier cosa para ver a su padre. Tal vez había aceptado la salida de los cobardes al aprovecharse de la presteza de Roland a ayudarla, pero por todo lo sagrado, no quería hacer nada que pudiera levantar las sospechas de un guardia y que pudiera negarles la entrada. Por entrar y ver a su padre sin problema alguno valía la pena tragarse el orgullo.
Roland se acercó a uno de los guardias de la barbacana.
—Solicitamos entrada para visitar a un prisionero, Sir John Hamelin. Soy Sir Roland St. Marten. Traigo conmigo a mi escudero, Timothy, y a Lady Eloise, la hija de Sir John.
El centinela los estudió a los tres, sus ojos ávidos alertas y preparados, juzgando si había de dejarles entrar. Debieron de pasar la inspección porque éste les permitió la entrada.
—Debéis dejar aquí cualquier arma. A la salida os serán devueltas —señaló.
Roland y Timothy dejaron sus dagas, las cuales fueron depositadas en una mesa con otras. Si hubo algún intercambio de monedas por dagas, Eloise no se dio cuenta.
El guardia hizo una señal a continuación a otro guardia.
—Visita para Sir John Hamelin.
Y, de esa forma, fueron escoltados hasta una torre de entrada coronada por dos almenas cuadradas gemelas que sustentaban un rastrillo doble y varias saeteras. Nuevamente, Roland explicó su presencia e hizo las presentaciones debidas, y fueron conducidos a otro guardia que los escoltó a través de un segundo puente levadizo hasta llegar a la primera muralla y una nueva puerta almenada con el añadido de un matacán por encima del arco de entrada.
La torre contaba con múltiples defensas y guardias, lo que hacía creer que no era una cárcel para prisioneros de alta cuna, sino una fortaleza diseñada para proteger a las familias reales de Inglaterra. En tiempos revueltos, una residencia como aquélla proporcionaba un refugio seguro. Así, cuando Roland repetía por tercera vez quién era y el motivo de su presencia allí a un guardia gris y de mirada desconfiada, Eloise tuvo que luchar por contener la sofocante sensación de que estaban atrapados.
El guardia se rascó la barbilla.
—Hamelin, ¿eh? Me parece haber oído ese nombre, pero no recuerdo en qué torre está… —Esta vez Roland no fue tan sutil a la hora de entregar el dinero—. Ah, sí, el caballero está en Baliol. Yo mismo os conduciré hasta su guardián.
Eloise dejó escapar un suspiro de alivio al no tener que seguir al guardia hasta los calabozos de la Torre Blanca. Sin perder el paso, se inclinó hacia Roland.
—Baliol me suena familiar. ¿Por qué?
—Supongo que habrás oído hablar de John Baliol, un rey escocés que intentó desafiar una norma inglesa. Estuvo prisionero aquí hasta que se rindió. —Roland sonrió ligeramente—. Parece que le dieron su nombre a la torre en la que estuvo. Nadie tiene a un rey, aunque sea un rey depuesto, en una cámara desprovista de todo lujo.
Eran buenas noticias, excepto que no le gustaban nada las implicaciones del asunto.
—Entonces han metido a mi padre en la torre de Baliol porque consideran que está confabulado con los escoceses.
—O alguien pagó mucho dinero para que le pusieran en la mejor cámara disponible.
—¿Lancaster?
Roland se limitó a encogerse de hombros.
La torre de Baliol resultó estar situada en el extremo más alejado de la muralla sudeste. El guardián debió de apreciar mucho el obsequio hecho por Roland porque se inclinó cortésmente ante éste cuando repitió sus nombres y la petición de ver a Sir John. Eloise pensó con amargura que a esas alturas todo el mundo en la torre sabría de su presencia allí y de sus motivos, pero tuvo que admitir que tenía sentido dada la naturaleza de su visita.
El guardián los condujo por una empinada escalera de caracol, acompañados todo el tiempo por el tintineo del manojo de llaves que llevaba en la mano.
—Apuesto a que el señor se alegrará de la compañía. Todavía no ha venido nadie a visitarlo. Él y su escudero han pasado el tiempo jugando al ajedrez. Para vuestra información, el toque de queda es a la puesta de sol. Oiréis la campana.
Eloise dijo en voz baja una oración de agradecimiento. No sólo se había preocupado por el bienestar de su padre, sino también por el de Edgar. Lo cierto era que su padre podía haberle informado del paradero de su escudero.
—Os agradecemos la advertencia —dijo Roland por los tres.
El guardián tocó en la gruesa puerta al llegar al primer rellano.
—¡Sir John! ¡Tenéis visita! ¡Vuestra adorable hija está aquí!
—¿Qué? —fue la respuesta que llegó del interior—. ¿Eloise?
El guardián les dirigió una mirada de disculpa, y probablemente no comprendió la sonrisa de Eloise. Por primera vez desde que saliera de Lelleford, tenía la certeza de la situación. Ella conocía muy bien la diferencia entre el rugido irritado de su padre y un ataque de furia. Con lo primero, sabía perfectamente cómo bregar.
—Sí, ya era hora, padre. ¿Puedo pasar?
—Será mejor que la dejes entrar, Oswald, para que la muy pájara me explique ¡qué demonios está haciendo aquí!
El guardián metió la llave en la cerradura, la hizo girar y abrió la puerta chirriante. Eloise entró pero apenas se fijó en la opulencia de la cámara. Se dirigió a su padre, que llevaba puesta la misma ropa con la que iba la última vez que lo vio, y en su rostro eran visibles las arrugas de la preocupación.
A su espalda, Eloise oyó el ruido de la llave girando en la cerradura. Sabía que las muestras de afecto no le gustaban mucho a su padre, pero lo abrazó con fuerza a pesar de ello y enterró el rostro en su hombro. El abrazo no se debía tanto a él como a ella, como si por haberla hecho pasar un infierno ahora tuviera que atenerse a sus deseos.
A punto estuvo de echarse a llorar cuando notó los brazos de su padre alrededor de ella, pero sabía muy bien que no tenía que tentar demasiado a la suerte. Las lágrimas no harían más que enfadarle.
—St. Marten. ¿Tengo que agradeceros a vos que mi hija haya salido de Lelleford?
—No, señor. Salió sola. Yo sólo la seguí para asegurarme de que no sufría daño alguno en el camino.
Eloise los ignoró a los dos, mientras retrocedía un poco para inspeccionar a su padre.
—Tenéis buen aspecto. ¿Coméis bien?
—Supongo que no te escondiste en un carro de provisiones.
—Esta vez no. Robé vuestro corcel más veloz. ¿Os están tratando bien?
—Santo Dios, Eloise, es casi imposible ensillar ese caballo. ¿Es que no tienes sentido común?
Evitó responder a todas sus preguntas, pero Eloise se cercioró de que no estaba sufriendo mucho, así que lo dejó estar.
—Esta túnica apesta. Os he traído varias, junto con el dinero que me pedisteis. ¿Habéis encontrado ya ayuda legal?
—No. Por eso necesito el dinero.
—Bien. Será un gasto innecesario. También escribí a Geoffrey. Debería estar aquí…
—Eloise, te dije específicamente que…
—Sé lo que me dijisteis —dijo ella tratando de encontrar el equilibrio entre la contrición y la irritación—. Os pido perdón, pero no podía seguir soportando no hacer nada después de saber que estabais en la Torre. Es cierto, padre, podríais haberme dicho algo más en el mensaje. Os imaginaba en un apestoso calabozo, no en una lujosa cámara.
Por primera vez Eloise miró a su alrededor. Provista de una gran cama vestida con cobertores de terciopelo y una chimenea, la cámara era verdaderamente lujosa. Copas de plata y un bello tablero de ajedrez de piezas talladas agraciaban la mesa. En un rincón de la sala vio a Edgar hablando con Timothy.
—Y no dijisteis una sola palabra de Edgar —añadió.
Su padre se dejó caer en una ostentosa silla.
—Apenas tuve tiempo para escribir el mensaje. No importa eso. No deberías haber venido.
—¿Se suponía que tenía que confiar a un mensajero una bolsa llena de dinero? Era mejor traerla en persona.
—Debería azotarte por tu desobediencia.
Su previa irritación estaba cediendo y al hacerlo revelaba el cansancio que lo afligía.
—El guardián dice que no tenemos mucho tiempo antes del toque de queda, así que no hay tiempo para unos azotes bien dados. Además, no estáis tan enfadado de verme.
Su padre extendió una mano y tomó la de ella haciendo que se le formara a Eloise un nudo en la garganta.
—Me disgusta que hayas abandonado Lelleford, no te equivoques. Ha sido un acto muy temerario. Tal vez debería estar agradecido de que no hicieras algo peor, como reclutar una guarnición y entrar a la fuerza para rescatarme.
Tuvo que sonreír ante tal exageración y ladeó la cabeza con cierta modestia.
—¿Queréis que lo haga?
Sir John rió alegremente.
—Esperemos no llegar a esa situación —dijo él soltándole la mano—. Siéntate antes de que cambie de opinión y te azote.
Mientras se dirigía hacia la otra silla de la sala, Sir John se giró hacia Roland.
—Me han dicho que os ha sido encargada la supervisión de Lelleford. ¿Por qué habéis escoltado a mi hija hasta aquí en vez de aseguraros de que mi fortaleza esté segura?
Roland se frotó la nuca dejando a la vista su incomodidad.
—Simon y Marcus son muy capaces de ocuparse de la seguridad de Lelleford durante mi breve ausencia. Decidí que la seguridad de Eloise era un asunto más urgente.
Sir John miró a su hija antes de dirigirse a Roland de nuevo.
—No pudisteis convencerla para que volviera a casa, ¿verdad?
—Padre, no debéis culpar a Roland. Él pensó que lo mejor era…
—Pero le he cogido en un renuncio. Y puede corregir su error llevándote sana y salva a casa. ¿Dónde está el dinero que te pedí?
Maldición. Bueno, había ido preparada para oír algo así. Roland le entregó la bolsa.
—Esto es sólo una porción de lo que Eloise ha traído consigo. Una bolsa tres veces mayor está oculta en la habitación que hemos alquilado.
Incrédulo, Sir John sacudió la cabeza.
—¿Tres veces?
—No fuisteis muy claro con la cantidad de dinero que queríais. Os traeremos el resto mañana. Podéis quedaros con lo que consideréis necesario y yo me llevaré el resto de vuelta a casa.
Excepto que si todo salía como ella quería, no regresaría a casa hasta pasados unos días. Era cierto que había prometido a Roland que no discutiría si su padre la echaba de allí y le ordenaba regresar.
Pero eso no había ocurrido, gracias a Dios, y su padre le había dado inconscientemente más tiempo. Al menos un día. Tal vez más. Con suerte, aún estaría allí para cuando llegara Geoffrey.
Su padre se reclinó en la silla.
—¿Entonces qué ocurrió tras mi marcha?
Eloise se lanzó a lo que Roland consideró una historia detallada de los cuidados al hermano Walter y la llegada de Kenworth, detalles algunos que él mismo no había oído hasta el momento.
Roland se dio cuenta de que la ira de Eloise se había cristalizado al volver a verle, por lo deliberada que había sido su obediencia.
Se imaginó a Eloise igual que la vio aparecer aquella mañana, caminando sobre el suelo del gran salón, fría y serena, para saludar al conde, que había ido hasta allí con el propósito de arrestar a su padre por traición. No había dejado ver ni un signo de su disgusto ante la apresurada marcha de éste. Incluso en ese mismo instante, bajo sus palabras, sólo se percibían pequeñas marcas de su miedo.
Igual había hecho al llegar a la ciudad esa mañana, recorriéndola con su regia expresión. Sólo que él sabía que había perdido parte de su coraje al pasar el primer puente levadizo, visible sólo en un ligero temblor de su mano al pasarle el monedero.
Roland había esperado que pudiera seguir adelante sola, ocuparse personalmente de los guardias. Podría haberlo hecho si se hubiera dado la oportunidad. Qué la había empujado a darle la bolsa, no podría decirlo, pero tenía que admitir que le había emocionado la demostración de confianza en él, no sólo en eso sino también al permitirle esconder el dinero bajo el suelo.
Eloise podía ser razonable cuando quería, o cuando las circunstancias así lo solicitaban. Para Roland, había hecho bien llevándola a Londres, por ella y por su padre. El cansancio visible en los ojos de Sir John le daban mal aspecto. Para enfrentarse a los días que le esperaban tenía que estar fuerte, sano y seguro de sí. Tal vez la visita de Eloise despertara su ánimo.
Tampoco le pasó inadvertido el cariño que los dos se tenían, a pesar de la pequeña demostración a su llegada. Ese día y el siguiente podrían ser los últimos en que Eloise viera a su padre vivo si el juicio salía mal.
Inevitablemente, la campana señalando el toque de queda sonó. Eloise abrazó de nuevo a Sir John, quien aceptó el abrazo con más alegría esta vez.
—Mañana volveremos con las ropas y el dinero y después me contaréis cómo llegasteis aquí.
—No es una larga historia.
—Me da igual —contestó ella encogiéndose de hombros.
La llave del guardián giró en la cerradura y Eloise se giró hacia Edgar, al que también dio un abrazo.
—Tú también tienes buen aspecto. ¿Estás bien?
—Como que hay lluvia, señora. No debisteis preocuparos por mí.
La puerta se abrió y el guardián metió la cabeza.
—Toque de queda. Será mejor que os deis prisa para salir antes de que cierren las puertas.
Roland hizo salir a Eloise y a Timothy ya continuación salió él.
—St. Marten. —Roland se giró al oír el suave toque de atención de Sir John—. Os doy las gracias por cuidar de mi hija. Manteneos cerca. Londres no es un lugar seguro para ella.
Las palabras de Sir John hacían eco en la cabeza de Roland mientras se apresuraban por las calles casi desiertas, deseoso de estar en la habitación antes de que la noche cerrada cayera sobre ellos. Deseó haber llevado consigo su espada. Aunque sabía que las calles de Londres no eran seguras para una dama sola, Sir John había querido decir algo más. Su advertencia se refería a alguien, ¿pero a quién?
Los pensamientos de Roland se dirigieron a Kenworth sin dudar, el único gran enemigo de John Hamelin del que él tuviera constancia.
Se detuvieron sólo dos veces en el camino, una en la barbacana para recoger sus dagas —las dos estaban donde el guardia las había dejado— y la segunda en un puesto ambulante para comprar unos pasteles calientes de carne para la cena.
Eloise estaba callada, una fría expresión en el rostro. Timothy, sin embargo, se encargaba de llenar el vacío describiéndole a Eloise lo que significaban algunos de los edificios y lugares por los que pasaban. El chico adoraba Londres, sus calles atestadas y los ruidosos vendedores. Eloise sonrió una o dos veces ante el vibrante placer que todo ello parecía provocarle.
En una de esas veces, Eloise le dijo:
—Creo que Edgar y tú habéis tenido una agradable conversación.
Timothy asintió.
—Le di el mensaje de Isolda, le dije lo que estaba ocurriendo en Lelleford. Se mostró contento con las noticias. También me dijo que a él no le han acusado de nada y que tiene libertad de ir y venir a su antojo, siempre con el permiso de la guardia.
Sus palabras parecieron levantar los ánimos de Eloise.
—¿De verdad?
—Sí, señora. Ha elegido quedarse con Sir John porque considera que ésa es su obligación.
Eloise extendió una mano y revolvió el cabello del chico.
—Gracias. Saberlo aligera mi corazón.
Cuando llegaron a la botica, Timothy tomó su pastel y dijo que iba a comprobar cómo estaban los caballos, y probablemente echara una partida de dados con los mozos de cuadra después. Roland subió a la habitación y abrió la puerta para que Eloise entrara.
Esta se quitó el manto lentamente y lo dejó sobre la cama. A continuación, se quitó las botas. Con los pies cubiertos sólo con las medias, se acercó a la ventana.
Había luz suficiente para ver las almenas de la Torre Blanca, pero no por mucho tiempo.
Roland tiró su propio manto sobre la cama, dejó los pasteles sobre la mesa y encendió la vela. Cuando se dio la vuelta, Eloise aún miraba por la ventana, los brazos cruzados sobre el pecho y una mano en los labios.
—Ven a comer antes de que se enfríe.
—Aún… no puedo.
El tono de su voz le preocupó.
—¿Ocurre algo?
—Todo. Maldición.
Inclinó la cabeza y se cubrió los ojos con la mano. Inspiró profundamente luchando poderosamente por no llorar y casi lo consiguió.
Bueno, a veces las lágrimas eran beneficiosas para uno. Roland se acercó a ella, hizo que se diera la vuelta y la tomó en sus brazos. Ella se fundió con él dócilmente, tan completamente que por un momento Roland se preguntó si estaría abrazando a la misma mujer.
—Todo no, Eloise. Has visto que tu padre está cómodamente instalado.
—Sí, pero ellos… cierran su puerta.
—Lo que significa que nadie puede llegar a él sin ser visto. No lo olvides. Puede que sea un prisionero, pero también está protegido.
Eloise se sorbió la nariz.
—¿Por qué iba eso a preocupar a nadie? Con darles a los guardias el dinero suficiente estás dentro.
Algo muy cierto. Y probablemente no preguntarían nada a alguien de alto rango, como un conde, a menos que tuvieran órdenes claras de no admitir a determinadas personas. Tendría que hablar con el guardián cuando fueran, al día siguiente para averiguar si tenían orden de actuar así.
No podía involucrarse demasiado en los problemas de Sir John con el rey, y no lo haría, al menos no más de lo necesario para tranquilizar a Eloise y que pudiera llegar a casa en paz.
Le retiró de la frente un mechón de pelo que se había soltado. Tenía una piel tan tersa, y un cabello tan sedoso.
—¿Roland?
—¿Hmmm?
—Cuando volvamos… a la Torre mañana, quiero sobornar a los guardias.
—Muestras de agradecimiento se llaman.
—Llámalo como quieras, pero quiero hacerlo. Tendrás que enseñarme a hacerlo con discreción.
Roland percibió la firmeza de nuevo en su voz, y nuevamente se maravilló de la fuerza de voluntad de aquella mujer. Otras se habrían pasado todo el tiempo llorando en su hombro. Pero Eloise no. Ella sacaba una gran fuerza interior para continuar, para hacer lo que la obligación le ordenaba.
—Por la mañana. Ven a comer.
Eloise descruzó los brazos y cerró con fuerza los dedos alrededor de su túnica.
—Aún no. Un minuto más.
Entonces, lo miró, con unos ojos brillantes por las lágrimas y enrojecidos, y lo que leyó en ellos le hizo olvidarse de los pasteles. Eloise se humedeció los labios con la lengua y Roland se olvidó, por completo, de pensar.
Inclinó la cabeza y la besó, suavemente al principio, encendiendo chipas que probablemente fuera más inteligente no encender pero eran demasiado atrayentes para ignorarlas. El deseo lo golpeó con fuerza, un potente puño envuelto en terciopelo.
Entonces, Eloise profundizó el beso, cubriendo con su suave hechizo la poca fuerza de voluntad que pudiera quedar en él.
Ella lo deseaba. Él la deseaba. Era más que suficiente para que los dos terminaran en la cama. Si Eloise mostrara la más mínima vacilación, se detendría. Si no, le demostraría lo hábil que sus manos podían ser con sus lazos.
Capítulo 14
Desde el fondo de la cabeza de Eloise una voz insistente le susurraba una advertencia, pero ella se apresuró a acallarla, demasiado abrumada por el cosquilleo que recorría su cuerpo.
Se encontraba justo donde quería estar, en los brazos de Roland, a punto de emprender una gran aventura. Nada, ni siquiera sus músculos doloridos, podría evitar que se aprovechara de la situación.
Había fantaseado con ese momento durante lo que le parecía una eternidad, pero había permitido que sólidos y prácticos motivos la disuadieran. No lo haría más. No cuando la sensación de encontrarse junto a su cuerpo era tan placentera, no cuando notaba la calidez de su boca presionando persuasivamente contra la suya.
Nunca antes había deseado tan desesperadamente que la persuadieran, experimentar el gozo íntimo que conocía estando entre los brazos de Roland. Nunca antes su corazón había latido con tanta fuerza superando por completo todo sentido común.
Y se sentía muy bien. Era inevitable.
Sus piernas golpearon contra la cama y los susurros trataron de nuevo de irrumpir en su cabeza.
Eloise rodeó con sus brazos firmemente a Roland y lo atrajo hacia sí. Éste se giró y acabó a su lado, un galante gesto para evitarle el peso de todo su cuerpo sobre ella. Excepto que ella quería sentir ese peso. Pensó que más tarde ocurriría, cuando se ayuntaran. Y por el calor que sentía en sus regiones inferiores, esperaba que el momento llegara pronto.
Roland se apoyó en un codo, mirándola con expresión de absoluta adoración.
—Ahora es cuando se supone que te susurro al oído palabras dulces, elogio tu hermosura y te digo cuánto tiempo llevo deseando tenerte a mi lado. —Le acarició la mejilla—. Pero la lengua me falla, Eloise. No hay palabras para expresarlo con justicia, para describirte la profundidad de mi anhelo.
Ella le acarició la cuadrada mandíbula maravillada con la vertiente poética de Roland.
—Debo decir que tu lengua funciona perfectamente. ¿Tus manos son igual de hábiles? Este vestido tiene muchos lazos que desatar.
Se apartó ligeramente, el ceño fruncido.
—Se supone que tengo que calmar tus miedos de doncella. Es lo que habitualmente se hace.
Así que había hecho algo mal. No le sorprendía porque no sabía lo que estaba haciendo.
—Te pido disculpas, entonces. ¿He de hacer yo lo mismo? ¿Decirte que tus besos son deliciosos y que creo que eres el caballero más bello, honesto y considerado del reino? Tu experiencia en esto es muy superior a la mía, Roland. Exóticamente lejano y aun así alguien a quien me parece conocer de toda la vida.
Roland sonrió.
—Aprendes con rapidez.
—Esa ventaja que tengo, porque hay mucho que me gustaría que me enseñaras. No soy frágil y nunca se me ha dado bien mostrarme recatada, así que ¿podríamos saltarnos esa parte y pasar directamente a quitarnos la ropa? He oído que los cuerpos se unen más fácilmente cuando están desnudos.
Había vuelto a sorprenderlo, y su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido. Pero al ver que no se levantaba de la cama de un salto lleno de indignación, no debía de ser una afrenta muy grave.
—¿No tienes ningún miedo?
—Una pregunta o dos, pero se deben únicamente a mi ignorancia. Te aseguro que no tengo miedo de ti, Roland, ni tampoco me asusta la idea de copular contigo. ¿Disipados tus miedos?
Roland recuperó la sonrisa, con un gesto un poco amargo.
—Ni un poco. Me aterras. Pero apartaré mis miedos, te lo prometo.
—Eres un hombre muy valiente. ¿Y ahora, desatamos los lazos?
—La última vez que me ofrecí a hacerlo me rechazaste.
—Pero tenía una buena razón para ello. Si no recuerdo mal, estábamos esperando la llegada de Timothy. Estará fuera largo rato esta noche, ¿no es así?
—Lo más probable —respondió él besándole la punta de la nariz—. Pero en caso de que no calcule bien el tiempo, cerraré con llave. Quédate dónde estás. Y no se te ocurra empezar a desatarte los lazos.
Nunca se le había dado bien obedecer una orden, pensó ella inconscientemente. No se tocó los lazos, pero se tumbó boca abajo para mirar a Roland.
Qué buen ejemplar de gracia varonil y belleza. Era evidente que habría hecho volver la cabeza a más de una mujer y que habría desatado muchos lazos en su vida, De pronto se sentía injustificadamente celosa de todas ellas, pero le tranquilizaba pensar que en ese momento era con ella con quien estaba y tenía toda la intención de disfrutar de la experiencia.
Tras asegurar la puerta, Roland se sentó en un extremo de la cama, dándole la espalda, y se quitó las botas. A continuación el cinturón. Y cuando se llevó las manos hacia el cuello, Eloise no pudo soportarlo más.
Se puso de rodillas y se acercó a él.
—Espera. Deja que yo lo haga.
Él la miró pero no dijo nada. Eloise se apretó contra su espalda rodeándole con las manos los anchos hombros y tiró de los lazos de su túnica. Abrió la prenda y la camisa en un solo movimiento.
A la vista quedó una piel tersa y cálida. Sintió un hormigueo en las puntas de los dedos, anhelantes de acariciar, pero no avanzó en su exploración más allá de la clavícula. Roland sintió un escalofrío y le sujetó las muñecas.
—¿Tienes frío? —preguntó Eloise.
—No. ¿Y tú? ¿Quieres que encienda el brasero?
Eloise no quería que se alejara de ella nuevamente, y tampoco sentía frío. Lo cierto era que sentía mucho calor.
—No es necesario.
Roland le apretó las manos, abrió los brazos y se deslizó fuera de ellos.
Eloise habría protestado si hubiera podido hablar, pero la boca y la garganta se le quedaron secas cuando Roland se quitó la túnica y la camisa de un solo y fluido movimiento, dejando a la vista una ancha y musculosa espalda. Dejó caer ambas prendas al suelo y se dio la vuelta.
Santo Dios. Sabía que Roland era un hombre fuerte y con una generosa constitución, pero no se había dado cuenta de lo magníficamente esculpido que podría ser su torso, cada músculo excepcionalmente definido. Justo debajo de la clavícula y hasta la cinturilla de sus calzas y de hombro a hombro, una mata de reluciente vello de color oscuro atraía sus manos inexorablemente.
Tiró entonces de los cordones que sujetaban sus calzas. Más lazos.
—¿Quieres desatar estos lazos también?
Bien podría hacerlo si no se hubiera quedado paralizada en el sitio, si pudiera hacer algo más que mirar allí donde sus dedos tiraban ligeramente de los cordones.
—Tal vez en otro momento —contestó ella, con voz casi susurrante, como si no fuera ella quien hablara. Sería por la garganta seca.
Las calzas cayeron al suelo al tiempo que subía el calor por las mejillas de Eloise, y con ello, su fascinación por aquel hombre. Este no le dejó sin embargo mucho tiempo para inspeccionar la cautivadora parte de su cuerpo que lo convertía en el hombre que era antes de arrodillarse en la cama frente a ella.
—Y ahora tus lazos.
Ya era hora. Roland la besó mientras sus manos desataban los lazos de sus costados. Eloise no sabía cómo su vestido, su camisa y sus medias desaparecieron, ni cómo acabaron tendidos uno sobre otro, encima de la cama. Eloise sólo podía pensar en la sorprendente aunque deliciosa sensación de sentirse, por fin, piel contra piel.
Las manos de Roland no podían estarse quietas, sus caricias eran suaves y excitantes a la vez. Se mostró particularmente atento con sus pechos, los tomó en sus manos, masajeándolos suavemente, y volviéndola loca cuando empezó a frotar sus pezones con el pulgar. Y su boca, Dios bendito, su boca empezó a acariciar entonces esos pezones hinchados, anhelantes, con pequeños mordiscos y lametazos hasta hacerla creer que iba a perder la cabeza por completo.
Pero algo no estaba bien. Él le estaba haciendo todas aquellas cosas maravillosas a su cuerpo. ¿No debería ella hacer algo parecido? Sí, le había acariciado, a todo lo largo de los costados y la espalda. Había enredado los dedos en el vello de su fuerte torso, un vello que ahora sabía era suave y sedoso. Incluso se había atrevido a pasar sus manos varias veces sobre su trasero.
Pero es cierto, había otras partes que también quería tocar, explorar, aprender cosas de él. Excepto que cada vez que sus dedos se aventuraban cerca de sus partes viriles, éste le apartaba la mano y la ponía en algún punto alejado como sus hombros o su pecho.
La presión que iba aumentando dentro de ella era a la vez placentera y mortificante. Quería que las caricias no se detuvieran nunca y al mismo tiempo que se terminara. ¿Era normal? Ojalá lo supiera.
—Roland, me siento muy rara.
Este levantó la cabeza, apartando la boca de sus pechos, pero inmediatamente los cubrió con la mano para contrarrestar la sensación de pérdida.
—¿Y cómo es eso?
—No puedo evitar pensar que debería estar aprendiendo más cosas.
—Lo harás. A su debido tiempo. Esto está lejos de haber terminado.
—Sé que aún tenemos que unirnos, ¿pero no debería estar haciéndote algo mientras llega el momento? Estoy aquí tumbada, sin hacer nada…
Roland la hizo callar con un beso, un largo y profundo beso que la hizo olvidar toda resolución.
—Deja que me tome mi tiempo contigo esta vez, Eloise. Relájate. Disfruta. La próxima podrás tomar parte activa, pero no querría que tu primera vez te resultara decepcionante.
Era muy dulce por su parte pensar así, pero…
—¿Y tú? Si hay algo que debería estar haciendo, quiero saberlo. No me gustaría que tú acabaras decepcionado.
Roland rió feliz.
—Eso no es posible, créeme.
Y diciendo esto su mano ascendió desde la rodilla de Eloise recorriendo el interior de su muslo, hacia el punto eróticamente anhelante. Ella levantó las caderas de la cama al notar que Roland introducía un dedo en su interior.
—Cuando me una a ti, conoceré la dicha más absoluta que un hombre pueda experimentar con una mujer. Sólo quiero estar seguro de que tú también lo sentirás, antes de penetrar en tu interior.
Eloise oyó lo que le decía, y el significado de sus palabras hallaron sentido entre la niebla que oscurecía su cerebro. La primera vez, quería obtener de ella una rendición. Tan pocas veces se había sentido vulnerable que apenas si podía reconocer que lo era. Y aun así, su confianza en Roland era superior a tal sentimiento. Él no le haría daño, aquel guerrero convertido en amante. Finalmente, la rendición llegó con pasmosa facilidad.
—¿Te tendré dentro pronto?
—Un poco más —dijo él acompañando su promesa de unas cuantas caricias en la dulce humedad entre sus piernas abiertas—. Muy pronto.
—Eso espero.
Y con ello, Eloise cerró los ojos.
Roland sacudió la cabeza. Debería haber sabido que hacer el amor con Eloise sería diferente a cualquier otro encuentro que hubiera tenido con otras mujeres.
A pesar de su virginidad, era osada y descarada como una experimentada amante. A duras penas había conseguido él contener la urgente llamada de su propio cuerpo porque sabía que la primera vez era dolorosa para una doncella, y la única manera de facilitar el trance era ser tierno. Si dejaba que lo acariciara como ella había intentado repetidamente, perdería el control y se hundiría en sus profundidades femeninas con toda su fuerza.
Estaba tan excitado que debería agradecer que Eloise no fuera tímida ni estuviera asustada, porque no estaba muy seguro de cuánto tiempo más podría controlar la situación. Mantenerse fuera de ella le estaba resultando dolorosamente difícil.
Nunca antes había tenido tanto cuidado con una mujer. Aparearse siempre había sido para él un acto físico, un intercambio de placer mutuo, pero nada más. Con Eloise era más, mucho más, y temía saber por qué. Porque su corazón, sus sentimientos estaban implicados, mezclados con aquella hermosa y resuelta mujer cuyas caderas se elevaban de la cama para recibirle, susurrando débilmente entre sus lujuriosos labios.
Eloise abrió los ojos cuando notó que Roland se colocaba encima de ella, cubriéndola con su cuerpo, la llamada a unirse pugnando por hallar alivio. Eloise sintió la presión de la punta de su miembro contra el sensible centro de su sexo y abrió los ojos desmesuradamente. Roland sabía que era el momento y se deslizó dentro de ella un poco más.
—¿Roland?
Éste no sabía muy bien qué iba a preguntarle, pero intentó adivinarlo.
—Puede que esto te duela un poco. Intenta tranquilizarte. Pasará.
Ella se humedeció los labios, y la cálida cueva femenina se cerró sobre su miembro como un guante de terciopelo, como si temiera que fuera a escapar si no lo sujetaba con fuerza.
Roland no habría podido parar aunque lo hubiera intentado con todas sus fuerzas. Así que se dejó llevar a la comodidad de ese hogar, traspasó la barrera natural femenina, que se rompió con tanta facilidad que Eloise ni siquiera se estremeció de dolor, y penetró hasta el fondo. Nuevamente, Eloise se cerró sobre él, llevándolo al borde de la locura.
—Oh, Dios mío. Sí. —Sus ojos de zafiro relucían de deseo—. No lo sabía. Santo Dios, esto es maravilloso.
Las caricias se sucedieron, cada vez más profundas, hasta que Eloise echó la cabeza hacia atrás y gimió en voz alta. Con una sensación de alivio y triunfo, Roland se preocupó de conseguir ahora su propio alivio, embistiéndola al ritmo que marcaba el pulso de Eloise.
En el último momento se retiró, y con ayuda de una toalla que había en la mesa contigua dejó que sus jugos fluyeran al exterior. Había hecho lo mismo con otras mujeres, la única manera de protegerlas de una preñez. Cuando su pene aún latía dolorido, sabía que había hecho lo correcto con Eloise. ¿Pero entonces por qué su corazón protestaba y su cabeza le gritaba que aquello no estaba bien?
Tras ello, rodó de nuevo a su lado, atrayéndola junto a él, cómodamente acurrucados en un capullo de calor corporal bajo las mantas. Eloise le pasó una pierna por encima del muslo, y posó el brazo a lo ancho de su pecho, la cabeza apoyada contra su hombro.
Con la voz sedada de una mujer satisfecha sexualmente, Eloise le dijo:
—No sabía que uno podía sentirse tan vigorizado en un momento y a continuación tan repleto. ¿Son siempre igual las sensaciones?
A punto estuvo de decirle la verdad, pero experimentó la ridícula seguridad de que con Eloise lo normal sería siempre lo superior, nunca lo mediocre.
—La mayoría de las veces, sí.
—Me resulta difícil de creer.
—Dame una hora y te demostraré lo que digo.
Ella se incorporó, el ceño ligeramente fruncido.
—¿Te has sentido… defraudado?
Sólo mentalmente, no físicamente. Suavemente, Roland hizo que volviera a apoyarse en su hombro de la forma más natural.
—No. Estoy tan repleto como tú.
Lo cierto era que no podía recordar una sola vez en que el mismo acto le hubiera resultado tan placentero. Y tampoco necesitaba una hora para recuperarse, pero minutos después, Eloise se quedó dormida, profundamente a juzgar por el rítmico sonido de su respiración.
Probablemente fuera lo mejor. Timothy volvería pronto.
Con la misma facilidad podría quedarse dormido con ella entre sus brazos, pasar la noche abrazado a ella, no le importaba. A Timothy tampoco le importaría, no diría nada, pero Roland no quería arriesgarse a dañar su reputación. Que Eloise se hubiera entregado a él ya era bastante peligroso. Que otros lo supieran, inaceptable.
Tras darle un beso en la frente, se deslizó fuera de la cama. El frío aire de la noche se ocupó de desvanecer su languidez.
En el suelo encontró sus calzas, y se las puso. A los pies de la cama estaban su túnica y su camisa junto con el vestido y la camisa de Eloise. Sacó un par de jergones de los que reposaban en un rincón y dejó un tercero para cubrir la tabla floja bajo la que se ocultaba el tesoro.
Descorrió el cerrojo de la puerta para dejar que entra Timothy y se dispuso a encender el brasero. Fue entonces cuando oyó el sonido de unas botas en las escaleras y el murmullo de voces.
Y no pertenecían a Timothy.
Roland sintió el familiar erizamiento del vello en su nuca, y hacía tiempo que había aprendido a confiar en su instinto. Quienquiera que estuviera fuera de la habitación no se proponía nada bueno.
Se acercó a un rincón y sacó con cuidado la espada de su vaina, pero volvió a dejarla en su interior. La daga era mejor opción para espacios reducidos y con poca luz. Maldición, ¿dónde estaban sus botas? Al otro lado de la cama.
Roland consideró por un momento la posibilidad de despertar a Eloise y ordenarle que se tapara con una manta y se quedara acurrucada en el extremo más alejado, pero mientras sacaba la daga, los sonidos cesaron. Roland se quedó inmóvil, escuchando atentamente en el silencio de la noche.
—¿Es aquí? —susurró un hombre.
—Sí. Silencio —respondió otro.
¿Serian asaltantes de caminos dispuestos a robar? ¿O se trataría de peores villanos en busca, tal vez, de Eloise?
Las palabras de advertencia de Sir John resonaron en su mente. Desearía que hubiera más luz que los débiles rayos de luna que se colaban por la ventana, pero se dirigió a la puerta de igual forma. Corrieron el cerrojo y en la puerta se abrió una rendija. Los intrusos aguardaron inmóviles cualquier posible sonido.
Sonriendo, Roland decidió darles lo que querían. Inspiró profundamente y lanzando su mejor grito de guerra, cargó contra la puerta.
Despertando de forma tan brusca, con el corazón latiendo desbocado en su pecho, Eloise se incorporó en la cama y pareció necesitar un momento para recordar que estaba en una habitación en el piso superior de una botica. Completamente desorientada, buscó sentido a lo que parecía totalmente ilógico.
Por algún motivo, la puerta estaba abierta y tres hombres luchaban cuerpo a cuerpo en el suelo del pasaje exterior. El más alto debía de ser Roland. Gruñidos y gritos seguidos de patadas y puñetazos. Entonces un hombre cayó de espaldas y rodó escaleras abajo. Roland agarró al otro y lo empujó contra la pared.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —gruñó—. ¿Qué buscáis?
—No queríamos hacer daño a nadie.
Sabía que debería estar asustada, pero lo cierto era que Roland había terminado con la refriega antes de que ella pudiera comprender qué estaba ocurriendo.
Roland acentuó la presión sobre el pobre hombre contra la pared.
—Respuestas, ¡y las quiero ya!
Incapaz de quedarse más tiempo allí parada, Eloise se deslizó fuera de la cama y se envolvió en la manta. Se acercó a la puerta consciente de que no debían verla, pero necesitaba oír lo que estaban diciendo.
—No sé nada, lo juro.
Eloise vio el brillo de la daga que Roland apretaba contra la garganta del bastardo aquel.
—Si no usáis vuestra lengua para hablar, la perderéis.
Eloise se encogió al oír la amenaza que pareció romper la resistencia del hombre con total éxito.
—Un hombre pagó a mi amigo para que le llevara a la señora.
—¿Qué hombre?
—Nunca lo he visto. Habló con mi amigo.
—¿Adónde pensabais llevar a la dama?
—A Southwark. A los muelles. Es todo lo que sé. Lo juro.
Desde el pie de las escaleras llegó un grito de mujer. Roland no movió ni un músculo.
—Señora Green, llamad a un guardia. Nuestros amigos no están aquí para nada bueno.
El tintineo de la campana de la puerta. Los gritos de pánico de la señora Green. Eloise lo oía todo en la lejanía, por encima del latido que retumbaba en sus sienes, propulsado por el horror de lo que los villanos habían planeado hacer con ella. Habían ido a raptarla, a arrastrarla hacia los muelles para Dios sabe qué.
¿Por qué?
No se dio cuenta de que había abierto la puerta y estaba hablando hasta que Roland se giró bruscamente. La distracción permitió al rufián golpear a Roland y escapar de su captor. Para cuando Roland recuperó el equilibrio, el hombre había bajado las escaleras.
Roland dejó escapar una maldición y fue tras él, evitando de un salto al hombre que yacía, inmóvil, al pie de las escaleras.
A Eloise le temblaba todo el cuerpo.
¿Por qué?
John Hamelin no tuvo más que mirar la cara de su hija para saber que algo horrible había pasado. Muy pocas cosas hacían palidecer a Eloise, apenas nada podía reducir el brillo de sus ojos azules. No la había visto en un estado similar desde la muerte de su madre, y sólo era una niña cuando ocurrió.
La tomó en sus brazos y se dirigió a Roland, que le entregó a Edgar un saco grande. El caballero tampoco parecía haber dormido mucho.
—¿Qué ha ocurrido?
—Tuvimos visita anoche.
—¿Quién?
—Dos hombres. Uno se rompió el cuello al caer por las escaleras, y el otro huyó.
—Fue culpa mía —susurró Eloise—. Yo… me puse en medio.
—Fue culpa mía —dijo Roland—. Debería haberme puesto las botas antes de salir tras él.
Culpa mía. Eloise no estaría en Londres si no fuera por el amor y la preocupación hacia su padre. Debería haber sido más específico en su mensaje.
Por todos los santos, últimamente había cometido muchos errores, y no sólo con su hija.
—¿Entonces no sabéis quiénes eran?
—No, pero sabemos que buscaban a Eloise. El que huyó me dijo que un hombre les pagó para llevarla a Southwark —contestó Roland.
¡Southwark! Una zona horrible en la que los hombres más malvados andaban a su antojo, y cuyas calles estaban llenas de burdeles. ¿Se daba cuenta Eloise de lo que podría haberle ocurrido? Sinceramente esperaba que no.
Kenworth —estaba tan seguro de que el conde estaba detrás de aquella atrocidad como de que estaba prisionero en la torre de Baliol— esta vez había ido demasiado lejos.
John acompañó a su hija hasta una silla y le sirvió vino en una copa.
—Cuéntamelo todo.
Eloise tomó un trago y seguidamente lo miró, con una ligera expresión de cólera en su rostro que a él le infundía esperanzas.
—Todo lo que sabemos es que los hombres sabían dónde estaban guardados nuestros caballos. Ellos… ellos…
La voz se le quebró y Sir John sintió que se le rompía el corazón. Roland se aclaró entonces la garganta.
—Cuando Timothy fue a comprobar cómo estaban los caballos anoche, los hombres se unieron al juego de dados con él y otros mozos. A Timothy no le gustó el aspecto de los dos hombres, ni algunas de las preguntas que hacían, así que se marchó. Ellos lo atacaron en una calle cercana. —Roland hizo una pausa que implicaba que al chico no le había ido muy bien—. Le pegaron con fuerza y al no decir el paradero de Eloise, le ataron las manos y le taparon la boca. Mientras uno ocultaba a Timothy, el otro regresó a decirle al jefe del establo que el chico estaba herido, y que ellos lo llevarían a donde se hospedaba si les daba la dirección. Victor la sabía, claro.
—¿Y vuestro escudero?
—Los guardias lo encontraron. Está magullado y tiene dos costillas rotas. Le duele pero se recuperará. La señora Green se está ocupando de él ahora mismo.
John supo por la expresión de Roland, por el tono oculto bajo las sucintas palabras, que el caballero quería vengar lo sucedido a su escudero. Eso podía ser útil. Excepto que preferiría que St. Marten llevara a Eloise de vuelta a Lelleford, donde los gruesos muros de piedra la protegerían de Kenworth.
—¿Cuándo regresaréis a Lelleford?
—Tan pronto como Timothy pueda montar de nuevo. La señora Green no cree que pueda hacerlo antes de uno o dos días. —La expresión de Roland cambió y John se preparó para lo que sabía se avecinaba—. Ayer me dijisteis que Eloise no estaba segura en Londres. Anoche pudimos comprobar que era cierto. ¿A qué nos enfrentamos, Hamelin?
Algún día, el hijo pequeño de St. Marten sería un hombre muy poderoso. Puede que aún no tuviera propiedades ni dinero, pero poseía la presencia y la actitud franca de un hombre que podía llegar lejos.
Roland le recordaba mucho a sí mismo cuando era más joven.
—Creo que el conde de Kenworth es el responsable, pero no tengo pruebas.
Eloise pareció animarse.
—¿Pero qué quiere Kenworth de mí?
—Retenerte a cambio de mi colaboración. Quiere que me confiese un traidor, y hará lo que sea para conseguirlo. —John trató de contener la cólera pero no lo consiguió—. Poseo un terreno que él codicia y que yo he destinado a tu dote. Quiso comprármelo y me negué. Entonces me ofreció un acuerdo matrimonial para casarte con su segundo hijo, a lo que también me negué, a mi pesar pues estaba delante de varios testigos. Se tomó la negativa como un grave insulto, y por eso me persigue sin piedad con estos ridículos cargos de traición.
—No me dijisteis nada de esa oferta de matrimonio —se quejó Eloise.
—Como no iba a prosperar, no veía la razón de que tuvieras que saberlo.
Roland se cruzó de brazos.
—¿Y eso fue antes o después de que prometierais a Eloise con Hugh?
—Kenworth sabía que vuestro padre y yo estábamos negociando un acuerdo de matrimonio para Hugh cuando él mi hizo su oferta, y el hecho de que yo prefiriera una alianza con vuestra familia en vez de con la suya no hizo sino agravar la ofensa.
—¿Fue Kenworth quien presentó los cargos contra vos, quien le dio al rey la misiva sugiriendo vuestra culpabilidad?
A John le gustaba la inteligencia que el caballero mostraba.
—En efecto.
—Padre, ¿qué contienen los rollos de pergamino que os llevasteis del castillo?
—¿Qué pergaminos? —preguntó Roland.
John desearía que Eloise no los hubiera mencionado, pero aún podía deshacer parte del daño.
—Documentos que necesito para probar mi inocencia. Están a salvo en posesión del conde de Lancaster.
—¿Podéis confiárselos a él?
—No tuve más opción.
Al menos no mucha, y cuanta más paciencia pedía Lancaster, más se preguntaba John sí acudir al poderoso conde había sido una buena idea.
Roland paseaba por la cámara, y John podía imaginar el rumbo de sus pensamientos. También había visto cómo lo miraba Eloise, como si esperara que pudiera resolver todos sus problemas, enderezar su descolocado mundo. Le sorprendió la confianza que parecía tener en el caballero que una vez le disgustó profundamente.
Pero se trataba de algo más. Conocía a su hija. Había confianza sí, y también respeto, pero también había… ¿cariño? John suspiró para sus adentros. Si era así, ya podía añadir un problema más a su lista.
Roland se detuvo.
—Sir John, ¿creéis que Kenworth falsificó la misiva para se os acusara de traición?
El juego iba más allá de lo que Roland imaginaba. Y como en una buena partida de ajedrez, todas las piezas tenían que colocarse en la posición correcta si se quería ganar. Aún no era el caso, y puede que nunca llegara a serlo. Bien podía ser que acabara colgado por un delito que no había cometido.
—No pondría la mano en el fuego por Kenworth.
—Por todos los santos, padre, ¿por qué no le vendéis las tierras si es eso que quiere?
—Hace meses eso habría funcionado, pero ahora no. No sólo quiere esas tierras sino venganza por el insulto.
Roland parecía confuso.
—¿Entonces por qué no se llevó a Eloise cuando fue a buscaros, para casarla así con su hijo? Tuvo una oportunidad perfecta entonces.
—Porque ve la oportunidad de obtener más. Si me declaran culpable de traición, mis tierras serán entregadas al rey, y Kenworth confía en poder convencer a Eduardo para que le dé una parte, no sólo el terreno que deseaba en un principio sino mucho más.
—¿Y no es demasiado vuestra vida a cambio del agravio por insulto? —Eloise volvió a quejarse.
No para un conde, especialmente para Kenworth. Fuera lo que fuera que un noble deseara, lo obtenía, sin importar a quien se destruyera por el camino.
—Uno no puede insultar a un conde y salir airoso. Pero me corresponde a mí salir de este embrollo —dijo extendiendo una mano a su hija—. Enséñame lo que me has traído.
Ella se levanto a regañadientes. Quería respuestas, pero él no podía dárselas. Aún no.
Del saco extrajo dos túnicas y se las dio a Edgar.
—Isolda eligió éstas para ti. Supongo que Timothy ya te ha dicho que te enviaba recuerdos.
El escudero se puso colorado.
—Timothy también me dijo que no tenía que preocuparme por ella, pero lo estoy. Debe de estar resultándole muy duro.
—Igual que a todos nosotros. Tal vez una carta tuya la tranquilice.
Edgar asintió y John se sintió mal por el muchacho, aunque no demasiado. La lealtad era una cualidad que se esperaba de todo buen escudero, y lo cierto era que de no haber estado acompañado por Edgar, se habría vuelto loco. Tendría que recompensarlo por tanta lealtad, si el destino se lo permitía.
Entonces Eloise sacó la bolsa de cuero más grande que poseía, tan llena que las costuras parecían a punto de estallar.
—¿Es seguro guardar todo este dinero aquí?
John comprobó el peso de la bolsa de cuero.
—Suficiente. ¿Tienes dinero suficiente para tu estancia y la vuelta a casa?
—Cosí unas monedas al dobladillo de mi manto, tal como me ordenaste. Si me devuelves el monedero, debería tener suficiente.
Intercambiaron las bolsas y Eloise vació el contenido de la saca, tres túnicas más, la mejor que tenía —terciopelo azul oscuro ribeteado de oro— entre ellas. Eloise pasó la mano por el tejido.
—Pensé que necesitaríais ésta para… la corte.
Puede que así fuera. Había educado a una hija muy inteligente.
—Estoy orgulloso, Eloise.
Ella le recompensó con una dulce sonrisa.
—Hago lo que puedo. ¿Qué queréis que haga ahora?
—Descansar un poco. Tienes muy mal aspecto. Haced que descanse, St. Marten.
Los dos se despidieron, Eloise insistió en abrazarlo de nuevo, Roland prometió que cuidaría de ella. Cuando ambos se hubieron marchado, John se sentó en la silla que se había acostumbrado a utilizar, y se quedó mirando las piezas de ajedrez.
—No le habéis dicho todo —dijo Edgar.
—No. Sé que Roland St. Marten proviene de una buena familia y he oído hablar de sus proezas en Escocia. Es un hombre al servicio del rey que puede llegar muy lejos. Todo apunta a su favor. Lo que aún no sé es si puedo confiar en él.
—La señora Eloise parece hacerlo.
John tomó el caballo blanco, la cabeza del caballo bellamente tallada, y le recordó las figuras que solía hacer Geoffrey. Su hijo era un buen tallista, como lo demostraban las dos estatuillas que guardaba en su cámara en Lelleford. Dos caballos, uno de guerra y un corcel. Regalos de un hijo con talento.
¿Tendría el mismo talento con las leyes?
Eloise había enviado un mensaje de socorro a Geoffrey. Pronto estaría en Londres, lo que significaba que dos de sus hijos estarían en peligro. Perturbador, sin duda.
John jugueteó con el caballo blanco entre sus dedos.
—Me temo que confía de veras en St. Marten. Sólo el tiempo dirá si hace bien.
Capítulo 15
Eloise se sentía tan prisionera como su padre, atrapada en la habitación del piso superior de la botica, con Roland como su guardián, que en ese momento se encontraba abajo hablando con la señora Green.
Se cumplía ya el tercer día de confinamiento. Excepto por las visitas diarias a su padre, que cada vez se mostraba más reticente a hablar de su situación, poco tenía que hacer más que recorrer la habitación y hacer compañía a Timothy.
Ahora estaba dormido en el jergón que había ocupado desde que fuera atacado. Cada día parecía más recuperado y sus magulladuras se estaban borrando. Timothy decía que se veía capaz de soportar un viaje de dos días hasta Lelleford; Roland, sin embargo, no pensaba igual y ordenó al chico que descansara. Y Eloise no sabría decir si la actitud protectora de Roland era una bendición o una maldición.
No podía hacer nada por su padre. Este no le quería decir nada y estaba segura de que se debía a que temía que pudiera verse más envuelta en el caso. Aun así, podía pasar un rato con él cada día, algo que su padre parecía apreciar a pesar de insistir a Roland para que la acompañara a casa.
Puede que Roland se mostrara demasiado protector con Timothy, pero Eloise sospechaba que su tendencia a alargar su estancia en Londres se debía a algo más que la salud del escudero. Lo que no sabía era por qué Roland no le decía nada.
Podía comprender por qué no quería hacerle más preguntas sobre su padre. Involucrarse demasiado con un hombre acusado de traición no sería probablemente su mayor interés en ese momento. Involucrarse con la hija de ese hombre tampoco parecía adecuarse a sus intereses. Si le declaraban culpable, la mancha del padre podría ensuciar también a la hija, y ningún hombre ambicioso querría relacionar su nombre con el de ella.
Puede que Roland hubiera salido tras ella para llevarla de vuelta a casa, pero lo había hecho por su enorme sentido del deber. Puede que se hubiera metido en la cama con ella, pero la intimidad física podía atribuirse simplemente a la pasión. Le gustaba, de eso estaba segura, pero se reservaba lo que ella anhelaba, su amor.
Era un pensamiento deprimente porque se había enamorado de Roland. Completamente. De la cabeza a los pies. Una estupidez, pero no podía hacer nada por evitarlo.
No tenía sentido confesárselo, pues temía su reacción horrorizada. Si padre resultaba culpable, la rehuirían la mayoría de los hombres de alto rango; Roland entre ellos, si era inteligente. Tampoco habría un futuro para ellos si padre salía libre porque no permitiría que se casara con un caballero sin tierras, por muy honesto y cariñoso que fuera con ella.
No, no tenía sentido revelarle sus más profundos sentimientos cuando el hombre que amaba no era libre para corresponderle. Aunque tampoco era que fuera a hacerlo, pensó amargamente. La fantasía de que su amor fuera correspondido era suya, no de él.
Tampoco podía expresarle su amor físicamente compartiendo habitación con Timothy, que se recuperaba en un jergón al lado de la cama, y con la señora Green, que había terminado por dormir con ellos en otro jergón tras la insistencia de Roland, mientras que él dormía fuera en el pasillo, con la espada como compañera.
Nunca estaban solos, y la falta de intimidad estaba haciendo mella en su temperamento.
Casi deseaba no haberse rendido la otra noche, así no habría probado la maravillosa dicha de hacer el amor con Roland. De seguir en la ignorancia, no sabría lo que se estaba perdiendo. Desgraciadamente, sabía que si le dieran la posibilidad de volver a saborear el éxtasis, sucumbiría sin pensarlo. Si Roland la llamara, ella respondería.
Era una herida que ella sola se había hecho al permitir que su corazón se acercara al de él, al permitir que su cuerpo conociera al compañero perfecto.
Todo para nada.
Al menos, no habían recibido ninguna otra visita de malas gentes. Nadie los había abordado en la calle. Si Kenworth verdaderamente se encontraba tras el conato de rapto, parecía haber renunciado después del primer intento fallido.
Oyó pasos en las escaleras. Voces. Dos hombres. Uno era Roland, el otro… Santo Dios, ¿sería cierto? Ya estaba casi en la puerta cuando ésta se abrió dando respuesta a sus plegarias.
Eloise se lanzó a los brazos de su hermano.
—¡Geoffrey! Dios bendito, has venido. ¡Has venido!
Su hermano se rió.
—¿Acaso lo dudabas?
—Sólo en mis pesadillas.
Retrocedió unos pasos y se deleitó en la vista. Era mayor que ella por unos años, más alto, pero los dos compartían rasgos de su madre, el cabello castaño oscuro y los ojos de un azul profundo. Puede que hubieran estado separados por el tiempo y la distancia, pero el cariño seguía intacto. Incluso en los años que Geoffrey pasó en París no la había olvidado y se habían carteado.
Luego él estuvo a punto de morir cuando regresaba a casa en respuesta a la petición de su hermana de que asistiera a su boda, una petición que Eloise nunca se perdonaría. Pero eso ya pertenecía al pasado. Ahora estaba en Londres, y parecía encontrarse bien tras el viaje.
—¿Cómo has llegado aquí tan rápidamente?
—El mensajero de Lelleford casi mata al caballo para entregar su mensaje, y salí a la hora de haberlo recibido. —Ladeó la cabeza—. Imagina mi sorpresa cuando me he enterado de que estabas aquí.
Eloise hizo caso omiso a la ligera reprimenda.
—¿Has ido a ver a padre entonces? Claro que lo has hecho. Por eso has sabido dónde encontrarme.
Geoffrey suspiró y despego las manos de la cintura de su hermana, señal de separarse, lo que Eloise hizo con cierta reticencia.
—No está muy contento de tenemos aquí, me temo —dijo.
—Vaya noticia.
—Eso es válido para los tres —comentó Roland cuando entró finalmente en la cámara, cerrando tras él la puerta. Eloise había sido consciente sólo a medias de su presencia en el umbral de la puerta, apoyado contra la jamba, observando la reunión con Geoffrey—. Sir John está disgustado porque no he llevado a Eloise de vuelta a Lelleford.
—Eso me ha dicho padre —Geoffrey miró hacia el jergón en el que yacía Timothy, que se había despertado y estaba apoyado sobre un hombro—. ¿Cómo estás, Timothy?
—Mejor, señor. Mi agradecimiento por preguntar.
—Hasta el momento eres tú quien ha sufrido las peores consecuencias de este viaje. Lo menos que podía hacer era preguntar —dijo él volviendo la atención a su hermana, y a ésta no le gustó su expresión—. Pero eres tú por quien padre está más preocupado. A mí no me quiere en Londres. Me sugirió, con bastante energía, que volviera a Cornualles cuanto antes y que te llevara conmigo.
Eloise se sintió desfallecer.
—No, Geoffrey.
—Eloise, padre teme que Kenworth venga tras uno de nosotros y prefiere vernos fuera de peligro. Después de escuchar su historia —Geoffrey miró levemente a Roland— y lo que Sir Roland me ha contado, no puedo decir que me parezca mala idea. En Pecham puedo protegerte mejor que aquí, y Leah estará encantada de tenerte allí.
A ella también le gustaría ver a su hermana por matrimonio, pero no en ese momento. Eloise se cruzó de brazos.
—Roland me ha protegido bien. No veo la necesidad de atravesar todo el reino…
—Espera, Eloise. Tu hermano tiene razón.
Que Roland estuviera de acuerdo con ese perverso plan golpeó su dolorido corazón. Quería enviarla lejos, muy lejos. Si se iba, puede que nunca volviera a verlo. Era muy doloroso pensar en ello, pero sus sentimientos no eran lo más importante en ese momento.
En contra de todo sentido común deseaba patalear, llorar y gritar a aquellos tres hombres por ser tan obstinados, por creer que siempre sabían lo que era mejor para ella. Excepto que su padre no estaba allí para verlo, y hacer una escena nunca había sido su estilo.
—Prefiero volver a Lelleford si tengo que ir a algún sitio. Y no voy a ir a ninguna parte hasta que me asegure de que padre tiene la mejor ayuda legal que pueda encontrar. —Le puso la mano en el brazo a Geoffrey—. Cuando has hablado con él, ¿no te ha dado la impresión de que no te estaba contando todo, que estaba ocultando algo de vital importancia?
—Apenas hemos hablado del caso. He pasado casi todo el rato escuchando el mismo sermón de siempre de que sus hijos no obedecen sus órdenes. No quiere mi ayuda. Quiere que estés protegida entre gruesas paredes de piedra. Tiene sus dudas sobre que Sir Roland regrese a Lelleford para desempeñar la obligación que le ha sido encomendada.
—Lo entiendo. ¿Pero cómo haremos para que acepte que no vamos a dejarle solo ahora que nos necesita? Especialmente a ti. Te necesita más que nunca.
Geoffrey cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—Padre nunca me ha necesitado, y ahora tampoco.
—¡Pero eso no es cierto! Te necesita y por eso nos quiere alejar. Y no podemos dejar que lo haga esta vez. Hay demasiado en juego. Hablamos de su propia vida, Geoffrey. ¿Cómo podemos hacer que entre en razón?
Cuando abrió los ojos, Eloise vio en ellos el dolor de seguir enfrentado a su padre. Las peleas. El exilio voluntario de Geoffrey en París. Años de conflictos, una relación quebrada. Si había un momento para que los dos volvieran a unirse, era aquél.
—Tal vez escucharía a Julius…
—Pero nuestro hermano está en Italia. No podemos contar con él. Tampoco podemos involucrar al marido de nuestra hermana. Sólo nos tiene a nosotros, Geoffrey. No podemos abandonarle.
—Tiene a Henry de Grosmont. ¿Qué puedo hacer por padre que el conde de Leicester, Lancaster, Derby y Lincoln no pueda?
Eloise estaba a punto de rendirse. Tal vez Geoffrey tuviera razón: Con un aliado poseedor de cuatro condados, ¿qué podía necesitar padre de sus hijos? Excepto, tal vez, su apoyo y su amor, algo de lo que parecía dispuesto a prescindir. Estaba decidida a rendirse cuando Roland intervino.
—Tal vez más de lo que creéis, Geoffrey. Lancaster confinó a vuestro padre en la Torre aparentando mantener prisionero a un hombre buscado pero en parte también para protegerlo de sus acusadores. —Miró a Eloise con lo que a ella le pareció un gesto de culpa—. Me he enterado de que su intención era aislar a Sir John. Lancaster dio la orden de que tu padre no recibiera visitas.
Aquello sí que era una novedad.
—¿Cuándo te has enterado? —preguntó Eloise.
—Hace dos días —admitió—. Mientras jugabas al ajedrez con tu padre, Edgar y yo tuvimos una conversación.
Más secretos. ¿Cuántos más quedaban? Se ocuparía de ello más tarde.
—Si no permiten a padre recibir visitas, ¿por qué nos han dejado entrar a nosotros?
—Ha sido cosa de Edgar. Solicitó a Lancaster que os dejara pasar a ti o a Geoffrey apelando a su compasión. El conde debe de pensar que no suponéis un peligro para John y por eso accedió. A mí me permiten el paso porque voy contigo. —Roland sacudió una mano en el aire—. Lo que quiero decir es que es muy posible que Lancaster quiera hacer lo que considere mejor para tu padre, pero también te aseguro que el conde tiene sus propios motivos para involucrarse en el asunto. ¿Cuáles son esas razones? —Se encogió de hombros.
Eloise no se sintió loca de contento con Roland por no habérselo contado, pero en ese momento podría haberlo besado —allí delante de su escudero y de su hermano— por estar de su parte.
—Tenemos que averiguar lo que padre nos está ocultando, Geoffrey.
—¿Y esperas que padre me lo cuente a mí?
—Por todos los santos, sí lo creo —dijo Eloise cogiendo su manto—. Espero que nos lo diga a los dos. ¿Vienes?
—Si él no viene, yo sí —apuntó Roland ciñendo la espada al cinto. Desde el asalto, no había vuelto a dejar la espada ni siquiera para ir a la Torre. Se había hecho muy amigo del guardia que vigilaba las armas—. Con tu actual humor, la gente de Londres no está segura.
Eloise sonrió ante la pulla y se echó el manto sobre los hombros.
—Vienes porque piensas que si no me perderé.
—Eso también —dijo tras despedirse con la mano de Timothy, que hizo ademán de levantarse—. Tú quédate aquí. Enviaré a la señora Green para que suba a cuidarte.
El escudero gruñó un poco pero obedeció.
Eloise puso la mano sobre el cerrojo.
—¿Estamos listos?
Si hubiera dicho que pretendía salir corriendo desnuda por las calles de la ciudad Geoffrey y Roland le habrían hecho el mismo caso.
Allí estaban los dos, mirándose fijamente, midiéndose, evaluándose mutuamente. En ellos había un gesto retador que el otro parecía aceptar abiertamente.
Entonces Geoffrey sonrió suavemente, como si durante el místico ritual masculino los dos hubieran llegado a un acuerdo.
—Frente a semejante demostración de solidaridad, ¿cómo negarme?
Roland no se sorprendió de que Eloise avanzara por las calles como una princesa, honrando a la muchedumbre con su presencia. Tampoco le dio mucho qué pensar la manera regia en que se ocupó de sobornar a los guardias.
Era esclavo de su sonrisa. Con ella favorecía a su hermano, a la muchedumbre, a los guardias y hasta a Edgar. Apenas había atisbado un débil rayo dirigido a él cuando estaban en la habitación, cuando para todos los demás relucía en todo su esplendor, claramente incapaz de contener su felicidad por el retorno de Geoffrey.
Iba a echar mucho de menos a aquella mujer.
El momento en que Geoffrey hizo la sugerencia de que viajara con él a Pecham —Roland suponía que ése debía de ser su señorío en Cornualles— se había dado cuenta de lo duro que le iba a resultar dejarla ir.
No había imaginado una separación inminente. Al contrario, pensaba que aún les quedaban muchas semanas juntos; los días en Londres, la vuelta a Lelleford y la espera del resultado del juicio a Sir John.
Comprender que en unas horas podría desaparecer de su vida le comía las entrañas, golpeaba su corazón.
No volvería a ver su sonrisa. En su alma quedaría un vacío que nadie más que Eloise podría llenar.
Su amor hacia ella no iba a ser para siempre. Sí, no podía seguir negándoselo. Lo había intentado: diciéndose a sí mismo que su preocupación por ella se debía a su sentido de la responsabilidad; convenciéndose de que la atracción entre ellos no era más que el resultado de la justa apreciación varonil hacia una bella mujer. Qué estúpido. Aun así, admitir que la amaba no le reportaría ningún bien.
Sabía demasiado bien cómo funcionaba el mundo. Él no tenía nada de valor que ofrecerle al padre para pedir su mano. Puede que fuera de buena familia y que hubiera alcanzado el rango de caballero, pero sólo heredaría una pequeña suma de su padre…, nada de tierras, ni riquezas. Aunque algún día pudiera llegar a adquirir una buena posición en la que poder pedir la mano de Eloise, ese día aún estaba muy lejos.
Incluso en el caso de que el juicio de Sir John no saliera bien y le fueran arrancadas sus posesiones, Eloise no se quedaría sin nada. Sus hermanos cuidarían de ella, velarían por su futuro. Geoffrey estaría encantado, y lo más probable era que Julius también.
Vanas conjeturas, a menos que tratara de reclamar sus derechos sobre ella exponiendo la relación íntima de un día que habían compartido, y, oh, ¿no lo amaría ella sólo por eso? Eloise quedaría horrorizada ante semejante traición a su confianza, una confianza que ella le había entregado de buena gana sólo dos noches antes.
Mientras él yacía con Eloise, Timothy era brutalmente golpeado.
En la misma fatídica noche había acabado con la virginidad de Eloise y le había fallado a su escudero. En ambos casos, había calculado mal el peligro y ahora dos personas a las que amaba podrían sufrir un daño permanente, Eloise por su reputación y Timothy por sus heridas.
La culpa lo consumía por todas partes. Por haber estado ausente de Lelleford más de lo que había planeado, y por no haberse presentado ante el rey Eduardo para explicarle los motivos. Por no haber estado con Timothy cuando más lo había necesitado.
Por haberse abandonado en los confines de Eloise, la mujer de la que su hermano había estado enamorado en el momento de su muerte. Podía ver la reacción de Hugh ante su aventura amorosa, y ésta sería de horror.
Tal vez sería mejor que Eloise se fuera a casa con Geoffrey antes de que cometiera otra absurda equivocación que pudiera dañarla.
¿Y entonces por qué había abierto su enorme bocaza para convencer a Geoffrey de que intentara enfrentarse a Sir John una vez más? Sólo había una respuesta: porque era lo que Eloise deseaba con toda el alma, lo que le parecía lo correcto.
Y él no podía negárselo.
Era un estúpido.
La verdad era que también él quería algunas respuestas de Sir John, aunque éstas podían esperar a que Eloise estuviera a salvo fuera de Londres. Pero no, allí estaba guiándola de nuevo a la Torre de Londres y a la cámara de su padre en el piso superior.
Eloise se había quitado el manto y estaba de pie ante su padre con las manos apoyadas en las caderas dejando que Geoffrey, Roland y Edgar se preparasen como mejor pudieran.
—Ya es hora de que os rindáis, padre. Geoffrey y yo sabemos que no nos habéis contado toda la verdad.
—¿Me acusas de mentir?
—Nunca.
Geoffrey se puso al lado de su hermana.
—Os acusa de interpretar la verdad de manera que sirva a vuestros propósitos. Se os da muy bien hacerlo, ya lo sabéis.
—Y a ti también.
—Aprendí de un maestro.
—Igual que yo —añadió Eloise—. Motivo por el que sabemos lo que es una evasión en cuanto la vemos. Padre, puede que seamos vuestros hijos, pero ya somos mayores. Somos razonablemente inteligentes y muy capaces de enfrentarnos a lo que consideréis necesario.
—Así que ahora estoy siendo poco razonable.
—No, sólo el testarudo de siempre. Pero os advertimos de que nosotros también podemos serlo. Ni Geoffrey ni yo nos marcharemos de Londres hasta que sepamos toda la verdad. Aunque tengamos que compartir esta prisión con vos, y perseguiros día y noche.
Roland no recordaba que los hermanos hubieran hecho tal pacto, pero como Geoffrey no se molestó en contradecirla, lo dejó estar.
—¿Acaso es malo querer el mal para mis hijos?
Geoffrey extendió el brazo y puso la mano sobre el hombro de su padre.
—No, no lo es, pero en este caso no es lo más aconsejable. No podemos quedarnos sentados mientras vemos cómo os cuelgan por un delito que ninguno de los dos cree que hayáis cometido. ¿Tengo razón en eso?
—Sí.
—Entonces Kenworth os ha tendido una trampa o está haciéndoos chantaje. Por lo que he sabido, no estáis obteniendo tampoco el apoyo que os gustaría de Lancaster. Nos necesitáis, padre, aunque sólo sea por nuestro apoyo, por creer en vuestra inocencia.
John miró a Eloise y a Geoffrey alternativamente.
—Tal vez vuestro apoyo sea demasiado ligero.
Eloise hizo un gesto de desdén con la mano en el aire.
—Tonterías. Puede que estéis diciéndonos sólo lo que os conviene, incluso que estéis infringiendo una o dos leyes, ¿pero traición? Aunque jurarais sobre los huesos de San Pedro que habéis conspirado con los escoceses, no os creería.
John resopló y, tras una larga y reflexiva pausa, cedió.
—De acuerdo. Yo…
Roland sintió de pronto el peso de la mirada suspicaz de Sir John, casi podía saborear la desconfianza.
—No deberíais preocuparos demasiado por Sir Roland —dijo Geoffrey—. Su lealtad está con Eloise, lo que significa que no hará ni dirá nada que pueda causarle algún daño. A decir verdad, si alguien le pone un dedo encima morirá ensartado en una espada de doble filo.
Eloise se sonrojó levemente. El silencio se cernió sobre todos ellos mientras Roland admitía para sus adentros la afirmación de Geoffrey.
Había habido un momento, en la habitación de la botica, en que pensó que Geoffrey podría haber protestado ante su insistencia en escoltar a Eloise. No se conocían y Roland era perfectamente consciente de que se estaba involucrando demasiado en lo que debería ser sólo un asunto familiar. Geoffrey no sólo había transigido sino que ahora le mostraba su apoyo, y aunque no sabía muy bien por qué, no estaba dispuesto a arriesgarlo.
—Muchas gracias, Sir Geoffrey. En la posición de vuestro padre puede que yo también hubiera desconfiado de extraños. Si sirve para tranquilizaros, Sir John, deseo que sepáis que yo también estoy arriesgando mucho en este asunto. Si Kenworth realmente está detrás del ataque a Timothy, quiero darle su merecido.
—¿Venganza por vuestro escudero?
Venganza por la paliza, venganza por haber dado a Eloise un susto de muerte.
Absolución por haber permitido ambas cosas.
Pero había más. A pesar de los intentos de desentenderse de los problemas de Sir John, creía que el hombre era inocente. Tal vez el apoyo categórico de Simon y Marcus hacia su señor lo hubiera sorprendido al principio, pero la defensa que Eloise hacía de su padre, firme y resuelta, le había causado mucha mayor impresión.
Puede que Sir John no fuera un santo, pero tampoco era el diablo. Si era inocente, merecía justicia.
—Sí, quiero venganza por Timothy. El muchacho no merecía esos golpes. La paliza y el intento de rapto de Eloise me han convencido de que tenéis un enemigo muy poderoso que no duda en maltratar a personas inocentes. Tanto si sois culpable como si no, considero que los métodos de Kenworth son aborrecibles. Ese hombre tiene que llevarse su merecido.
John ladeó la cabeza, en expresión reflexiva.
—Siempre en nombre de la caballerosidad, ¿no es cierto?
—No soy modelo de caballero. Tengo muchos defectos. Tal vez simplemente sienta aversión hacia los tiranos.
Geoffrey se frotó las manos.
—Tenemos mucho que hacer y poco tiempo. Hablad, padre. Divagad, incluso. Quiero todos los detalles. Uno nunca sabe si un pequeño detalle no será de vital importancia al exponer todos los datos.
Así, padre e hijos, comenzaron a poner en orden el rompecabezas. John le habló a Geoffrey de sus insultos a Kenworth y los resultados de esos actos. Después, le habló de cómo había tomado al hermano Walter a su servicio sin darse cuenta de que el clérigo era un espía de Kenworth. De cómo había escapado de la fortaleza y se había ocultado en los bosques, siempre por delante de las patrullas que salían en su busca.
Eloise levantó una mano.
—Padre, todo este tiempo me he estado preguntando cómo conseguisteis introducir el mensaje en mi cámara.
—Con nuestros hombres de armas que trajeron de vuelta a mi halcón. Cuando nos encontraron en el molino, di el halcón a uno y un mensaje a otro.—Entornó los ojos—. No le descubrieron, ¿verdad? Le dije que tuviera cuidado.
Eloise se mordió el labio inferior y Roland supo que se sentía tan estúpida como él en ese momento, al recordar las horas que ambos habían pasado buscando un pasadizo secreto.
—No, lo metió a hurtadillas en mi cámara y lo dejó sobre la cama, y ningún otro hombre de armas de la patrulla admitió nunca haberos visto. Simplemente me preguntaba cómo llegó hasta allí. Seguid con la historia.
—Pero, primero, volvamos al hermano Walter —pidió Geoffrey—. ¿Qué os hizo pensar que era un espía?
—Encontré varios rollos de pergamino en mi sala de cuentas, todos ellos escritos por la misma mano. No se mencionaba ningún nombre, pero era evidente que habían sido escritos por un habitante de los Highlands e iban dirigidos a un simpatizante inglés. Pregunté al hermano Walter cómo habían llegado a mis papeles. Al principio negó tener conocimiento de ellos, pero entonces tuve una corazonada. Y acabó confesando que él los había puesto ahí.
—Entonces, se trataba de documentos falsos colocados entre vuestros papeles para incriminaros.
—Oh, no, Geoffrey. Creo que esos documentos son comunicaciones verdaderas entre un inglés y un escocés.
—¿Quién? —preguntó Geoffrey en voz baja.
A lo que John respondió con firmeza:
—¿El escocés? No lo sé. ¿El inglés? Kenworth.
Roland no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Kenworth utilizó misivas enviadas a él para tenderos una trampa?
John asintió.
—Como he dicho, no se menciona ningún nombre, una precaución por ambas partes, supongo. No tengo idea de quién es el escocés, pero sé que fueron enviadas a Kenworth.
—¿Cómo?
—A través del hermano Walter. Cuando confesó y me advirtió de los planes de Kenworth de arrestarme en mi propia casa, me dio todos los detalles.
Eloise apoyó la cara entre las manos.
—Tenía al monje delante de mí. Lo único que tenía que hacer era ocultarle y esperar hasta que…
—No, Eloise, era mejor que no lo hicieras —dijo John—. Si el monje no estaba allí para salir a dar la bienvenida a Kenworth, habría sabido de inmediato que pasaba algo más aparte de mi ausencia.
—Bueno, no estuvo allí para dar la bienvenida al conde. El monje decidió ocultarse él solo durante dos días. Roland lo encontró finalmente y se lo entregó a Kenworth.
—¿Qué explicación dio?
—Sea lo que fuera, se lo dijo a Kenworth a solas. El hermano Walter se negó a hablar conmigo, jurando que no diría nada del asunto si no era con vuestro permiso. Me asustó mucho.
John sonrió al oírlo.
—Ya lo imagino. Roland, ¿habló contigo?
—No, ni una palabra. Kenworth tampoco comentó nada. —Roland no puedo reprimir la risa—. Se me acaba de ocurrir. Cuando nos dirigíamos a Lelleford, Kenworth estaba seguro de que podría entrar por las buenas y arrestaros. Ahora sé por qué. Sabía que estaríais en casa porque el monje le habría confirmado vuestros planes. Sin duda, Kenworth se puso hecho una furia al no encontraros allí. Por todo lo que es sagrado, me gustaría haber oído lo que pasó por su cabeza cuando no pudo encontrar los rollos de pergamino tampoco.
John sonrió.
—La visión del momento se me ha pasado por la cabeza muchas veces. Todavía me divierte.
—Padre, no es momento para diversiones.
—No, hija, probablemente no. Pero aun así, me divierte y no me negarás que halle algo divertido en estos momentos de adversidad.
Eloise suspiró.
—Os pido perdón. Lo que me gustaría saber es por qué acudisteis a Lancaster. Roland dijo una vez que creía que acudiríais al rey.
—Y a punto estuve, pero tal vez sea mejor no haberlo hecho. Puede que Eduardo me hubiera colgado nada más verme aparecer con aquellos rollos de pergamino. Lancaster me dio asilo. —Echó un vistazo a la cómoda cámara en la que se encontraban—. Y consiguió con ello la cólera de Eduardo. Lancaster ha intentado obtener audiencia con el rey, pero éste se niega a verle. Así que Lancaster me aconseja que sea paciente, hasta que Eduardo ceda o Kenworth haga un movimiento en falso.
Eloise resopló.
—Es fácil para él aconsejaros paciencia. No es él quien está encerrado en la torre de Baliol.
Geoffrey se reclinó en el sofá.
—¿Lancaster tratará de convencer al rey de que Kenworth está involucrado?
John sacudió la cabeza.
—Bueno, no de inmediato. Primero quiere ver lo que contenía la misiva en poder de Eduardo.
Roland intentó hacer caso omiso al hormigueo que sentía en la nuca, que no cedió a pesar de frotarla.
—¿Qué te preocupa, Roland? —preguntó Geoffrey.
Un hombre perceptivo, lo que probablemente hiciera de él un buen hombre de leyes.
—Eduardo me habló de la misiva, pero no de su contenido, sólo que por lo que decía enviaba a Kenworth a capturar a John y a mí para que supervisara sus posesiones. Me temo que la misiva pueda hacer más daño que las que habéis visto, Sir John.
—Eso es lo que Lancaster quiere saber antes de seguir adelante.
Debería cerrar la boca. No debería ofrecer más información que pudiera ocasionarle más problemas de los que ya tendría con el rey Eduardo por haber abandonado su obligación con Lelleford para salir en busca de Eloise. Lo que originariamente había planeado de estar fuera una noche se había extendido a varios días ya. Puede que el hecho de que su salida se debiera a buenas intenciones, dejando a Simon y a Marcus al cuidado del señorío, o que su vuelta se hubiera visto retrasada por darle más tiempo a su escudero a curarse de una paliza, no bastaran para apaciguar la furia del rey.
Excepto que Eloise parecía tan triste y desamparada que apenas podía soportar mirarla sin querer tomarla en sus brazos y susurrarle que todo iba a salir bien. Si no contribuía a restituirle a su padre, no podría seguir viviendo consigo.
Tal vez, en el futuro, cuando recordara este funesto momento en su vida, tuviera para él sentimientos de cariño.
—A mí sí me recibirá Eduardo.
Cuatro pares de ojos se le quedaron mirando. Edgar, con visible excitación, Geoffrey y John con cautela, y Eloise… con adoración. Como si le hubiera concedido su mayor sueño. Roland esperaba poder concederle aquello que más deseaba, la libertad de su padre. Lo mejor que podía hacer era mostrarles a Geoffrey y a John a lo que se enfrentaban, si el rey le dejaba ver el contenido de la misiva.
—Debería haber ido a verle cuando llegué a Londres, para ponerle al corriente de las circunstancias por las que he abandonado Lelleford. Pero entonces ocurrió el asalto, y no podía dejar a Eloise sola, ni tampoco me atrevía a llevarla conmigo ante el rey.
—¿Por qué no? —preguntó Eloise con toda inocencia.
—Porque si piensas que un conde puede ser peligroso, no quieras saber lo que un rey es capaz de hacer cuando se le inoportuna.
—Oh. —Se miró las manos en el regazo y a continuación levantó la vista y lo miró a través de sus largas pestañas—. Estás diciendo que vas a ponerte en una precaria situación. Si Eduardo se ofende por inmiscuirte, pondrás en juego tu futuro al servicio del rey.
—Ya lo hice hace varios días, cuando abandoné Lelleford. Tanto si Eduardo me permite ver la misiva como si no, debería presentarme ante él y explicarme.
John se levantó de su silla y se plantó ante él.
—Mis hijos están convencidos de que debería confiar en ti, y lo haré. Si verdaderamente estás convencido de hacerlo, ten cuidado, Roland. La ira de un rey puede ser atroz.
—Lo sé bien, Sir John.
—Entonces ve con Dios, muchacho.
Geoffrey se levantó.
—No podemos hacer nada más hasta que Roland hable con el rey. No sé lo que pensaréis los demás, pero yo me he saltado varias comidas en los últimos días y estoy hambriento. Eloise, Roland, ¿os tienta la idea de comer algo?
Aquello bastó para romper la tensión que había en el ambiente y Roland agradeció en silencio a Geoffrey que le sacara de la torre. La cabeza le daba vueltas pensando en las implicaciones que tendría lo que había hecho, pero ¿qué otra opción tenía?
Una vez en la barbacana, Roland recogió sus armas y entregó su vaina y su espada a Geoffrey, que sólo había llevado una daga. Este miró ambas cosas.
—¿Por qué me das esto?
—Supongo que sabes cómo utilizarlas.
—Sí.
—Lleva a Eloise de vuelta a la habitación. Ella sabe dónde comprar el mejor pastel de carne de la ciudad.
Por primera vez desde que hicieran el amor, Eloise le tocó, puso los dedos en su brazo.
—¿Adónde vas?
—Al Palacio de Westminster.
—¿Tan pronto?
—Cuanto antes lo haga, mejor.
Y al momento estaban el uno en brazos del otro, fuertemente apretados, como si tuvieran todo el derecho del mundo a abrazarse en una calle pública. Roland enterró el rostro en su pelo, zambulléndose en ese exótico aroma especiado tan característico de ella que nunca había podido identificar.
Se sentía en la gloria, como si aquello fuera a ser siempre así, cuando sabía que Eloise estaba fuera de su alcance.
—Prométeme que tendrás cuidado —susurró Eloise.
—Por mi honor.
—Yo… —Eloise tragó con dificultad—. Te compraremos un pastel para la cena. No tardes en volver.
Capítulo 16
Eloise enlazó el brazo con el de su hermano, agradecida por el apoyo que éste le daba. Necesitaba sentirse cerca de alguien en ese momento y su hermano era la persona ideal.
Aún no podía creer que Roland se hubiera ofrecido a hablar con el rey y que hubiera decidido no esperar ni un minuto más para ello. Al hacerlo se estaba poniendo en una situación muy precaria, y aun así se había mostrado muy seguro… ¿Acaso no se mostraba siempre así? ¿Y no había sido necesaria hasta el momento tal seguridad?
Tal vez se estuviera preocupando demasiado.
A decir verdad, no debería haberlo abrazado, pero ¿de qué otra forma podía expresarle cuánto apreciaba su implicación en e1 momento crucial del plan que había de demostrar la inocencia de su padre? ¿O acaso lo había abrazado en un vano esfuerzo por retenerle, para evitar que se enfrentara a posibles peligros?
Santo Dios, si el rey se tomaba la intromisión de Roland como una ofensa, éste podría terminar en cerrado en otra de las torres. Entonces tendría encerrados a dos de los hombres que amaba.
—No le pasará nada, Eloise.
—¿Ahora también sabes leer la mente?
—Es que piensas en alto, y la forma en que sujetas mi brazo me dice que estás preocupada.
Y el poco convencional abrazo que le había dispensado a Roland le decía bien claro por quién lo estaba. Eloise aflojó la tensión sobre el brazo de Geoffrey para no clavarle las uñas.
Este le dio unas palmadas en el hombro.
—Me sorprendió su ofrecimiento.
Roland los había sorprendido a todos, especialmente a padre.
—A mí también. Sabía que estaba disgustado por la paliza que le han dado a Timothy. Se culpa por no haber cuidado bien de él.
Roland había estado en la cama con ella cuando el asalto tuvo lugar, un lugar en el que no debería haber estado, haciéndole el amor, algo que no deberían haber hecho. Ahora, Roland tenía remordimientos de conciencia por ambas cosas.
Geoffrey se detuvo y la miró como si fuera una niña exasperante.
—Se implica demasiado en tu vida, Eloise, no sólo por Timothy.
—Creo que te equivocas.
Geoffrey sacudió la cabeza y echó a andar.
—La última vez que hablamos de Roland St. Marten lo describiste como un sapo desagradable. Parece que has cambiado de opinión.
Eloise recordaba la breve conversación a la que se refería Geoffrey, en un pasaje de Lelleford.
—Estaba enfadada con Roland. Le había dicho a Hugh que me consideraba demasiado descarada para ser una buena esposa. Lo único que veía en él era la terrible desaprobación que experimentaba hacia mí y…
—Se convirtió en un sapo desagradable. Entiendo. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
Eloise inspiró profundamente.
—Roland. Él quería mucho a Hugh. Si hubiera escuchado verdaderamente me habría dado cuenta de que sólo se preocupaba por su hermano. Puede que todo fuera un juicio apresurado.
—Entonces Roland ha demostrado ser digno de tu confianza.
—Muchas veces. Sabe ser galante y firme, según lo requiera la circunstancia. Es honesto, leal al rey. ¿Sabías que fue nombrado caballero por sus proezas en la batalla?
—¿De veras?
—Le salvó la vida al rey, según me dio a entender. Además, tiene buena mano con los niños y Marcus y Simon también confían en él. Y…
—He entendido el mensaje. Todo un parangón de caballerosidad. Ah, ya huelo a pastel de carne.
Eloise soltó el brazo de Geoffrey para que éste pudiera comprar la comida. Cuatro pasteles. Los suyos, uno para Roland y otro para Timothy.
Geoffrey tenía una expresión molesta en la cara, y Eloise se dio cuenta de que había hablado más de lo debido. Especialmente tras el abrazo que le había dado a Roland delante de su hermano. Se ofreció a llevar los pasteles, igual que hacía cuando Roland era quien portaba la espada. Un hombre no podría empuñar una de forma apropiada en caso de necesidad si tenía las manos llenas.
Continuaron andando y llegaron a la botica que estaba cerca del puesto. Geoffrey con las manos enlazadas a la espalda.
—Y ese parangón tuyo…
—Roland no es mío. Me he limitado a enumerar sus virtudes para convencerte de que mi confianza en él no es un error.
—¿De veras?
—Sí.
—Entonces toda tu admiración se debe a su galantería y su honor.
—En parte. También ha sido mi protector y mi consejero. Salí de Lelleford sin más plan que el de llegar a Londres y ver a padre. Roland sabía dónde dejar los caballos, dónde alquilar una habitación. Me guió hasta la Torre, me enseñó la manera de ganarme la confianza de los guardias. Sin Roland, puede que no hubiese logrado entrar. Estoy en deuda con él. Y después de su acto de esta tarde, la deuda ha aumentado.
—No es necesario que le pagues con tu corazón, Eloise.
—La gratitud no tiene nada que ver con el porqué amo a… —¡Maldito Geoffrey! La había empujado a admitirlo y no lo había visto venir—. No es justo, Geoffrey. Me has engañado para que te lo dijera.
—Es la única forma de conseguirlo, a veces. ¿Entonces amas a Roland St. Marten?
—Lo negaría si pensara que fueras a creerme.
—Demasiado tarde —dijo él riéndose ligeramente—. Ya era demasiado tarde en el mismo momento que vi cómo lo mirabas. Imagino que padre también lo habrá notado. Tal vez sea parte de sus razones para pedirme que te lleve conmigo a Cornualles mientras Roland vuelve a Lelleford.
—Para separarnos.
—Eso me temo. ¿Sabe Roland que le amas?
Eloise sacudió la cabeza, el corazón tremendamente herido.
—No, no se lo he dicho, y no lo haré. No hay futuro para nosotros, no importa el resultado del juicio de padre. Roland conoce su situación y sus obligaciones igual que yo las mías. Es inútil desear otra cosa.
—¿De veras? Yo creía que mi situación con Leah era desesperada, también, y mira en lo que ha terminado. Ahora estamos casados, tenemos un hijo en camino…
La noticia elevó los ánimos de Eloise.
—¡De veras! ¡Es maravilloso! ¿Acaso no te dije que Leah te haría feliz? ¿Para cuándo esperáis que nazca? Yo seré la madrina de tu primer hijo, ¿recuerdas? ¡Qué buena nueva!
—Debería nacer a finales de invierno, y sí, tú serás su madrina, aunque nunca me diste opción —suspiró—. Te deseo la misma felicidad, que te cases con un hombre que te quiera tanto como yo quiero a Leah, que pueda darte un hogar e hijos y toda clase de bendiciones.
—Tal vez Roland podría, pero no estoy segura de que quiera todas esas cosas conmigo. Además, ¿me imaginas tratando de convencer a padre para que me deje casarme con un caballero sin tierras?
—Hmm. Sería duro, sí.
—Sí, lo sería.
Geoffrey puso la mano en el cerrojo y tiró, pero vio que la puerta de la botica estaba atrancada.
Al ver su rostro confundido, Eloise se lo explicó.
—Roland insiste en que cuando no esté, la señora Green cierre la tienda y todas las puertas, entre ellas la de la habitación en la que está Timothy. Cuando oye la campana, mira por la ventana para ver quién es y sólo admite a las personas que conoce. Estoy segura de que estará aquí en un momento.
—¿Roland cree que podría haber otro ataque?
Eloise notó un escalofrío en la espalda al pensar en el que había tenido lugar.
—Tal vez, pero lo más probable es que simplemente quiera asegurarse de que todos aquellos que considera están a su cargo no sufren daño alguno.
—Algo imposible de hacer.
—Intenta decírselo a Roland.
Roland escanció el vino de una jarra de oro en una copa y se la entregó a Eduardo, a continuación de lo cual prosiguió con la explicación del motivo de su visita.
—Entonces salí en busca de la señora Eloise. Cuando la alcancé decidí que podía acompañarla yo mismo a Londres a visitar a su padre, porque de otro modo me preocuparía que intentara llegar a la ciudad ella sola.
—Una mujer testaruda. Como su padre.
El rey no tenía idea de lo testaruda e insistente que podía ser Eloise, y él no iba a decírselo, al menos de momento.
—Confío en que Lelleford está en buenas manos en mi ausencia. Tanto Simon como Marcus son unos perfectos supervisores. Su creencia en la inocencia de Sir John nos asegura que harán todo por proteger el castillo. Estoy convencido de que si Sir John es culpable de los cargos, ninguno de sus más leales caballeros sabían de las actividades de su señor.
—¿Y su hija?
—Lo mismo, mi señor. Todos se mostraron sorprendidos y consternados al oír la acusación, y juran que ningún escocés ha cruzado jamás las puertas de Lelleford.
Eduardo se acercó hacia una silla de brocado, y Roland no dejó de maravillarse ante aquel hombre. Sólo se llevaban un año de edad, y Eduardo gobernaba desde hacía varios. Todos los días tenía que enfrentarse a arduas tareas de Estado, soportar toda una corte de consejeros, cada uno centrado en un solo tema. Condes, caballeros, su propia esposa.
La reina Filipa también podía ser una mujer testaruda, pero de una forma menos arrolladora. Y Eduardo amaba a su joven esposa a pesar de que su matrimonio había sido organizado de antemano.
Eduardo se sentó en la silla.
—¿Has visitado ya la Torre?
—Varias veces de hecho.
Eduardo ladeó la cabeza.
—¿Hace tiempo que estás en la ciudad?
—Desgraciadamente. —Roland vertió vino en una copa de oro con piedras preciosas incrustadas—. Mi plan original consistía en hacer una noche, permitir que la señora visitase a su padre, y regresar a Lelleford al día siguiente. Pero los hados intervinieron. ¿Recordáis a Timothy, mi escudero?
—Un mozo de cuadra, creo recordar. ¿Algún problema? ¿Quieres que te consiga otro escudero?
—No, Timothy es perfecto. Pero hay un problema. En estos momentos se recupera de una injustificable y abominable paliza que sufrió hace unas noches a manos de dos canallas. Sanará, pero llevará tiempo. De ahí mi presencia en Londres en estos momentos.
Eduardo se pellizcó el puente de la nariz aguileña con el índice y el pulgar.
—Las calles de Londres están llenas de gentuza, particularmente cuando cae la noche. Parece que cuantos más guardias contratan los regidores de la ciudad para que la vigilen, más empeoran las cosas.
—Sí, bueno, estos dos rufianes querían algo más que divertirse a costa de Timothy. No os aburriré con los detalles, pero los villanos habían sido enviados para raptar a Lady Eloise. Tuve una escaramuza con los dos. Uno cayó escaleras abajo y murió, el otro consiguió escapar —en un momento de distracción que lamento profundamente—, pero no antes de que me dijera que habían recibido pago para llevarla a toda prisa a Southwark.
Eduardo entornó los ojos.
—Un lugar infernal. Entiendo que has informado a los guardias.
—Naturalmente. No pude ver bien al hombre que escapó pero Timothy sí. Los vigías no albergan demasiadas esperanzas de encontrar al culpable, de todas maneras.
—En verdad, debería cambiar impresiones con el obispo de Winchester sobre los burdeles que hay en sus dominios. Mujeres inocentes no deberían verse forzadas a llevar semejante vida. Es insólito, y preocupante, que los rufianes pensaran que podrían vender una mujer de noble cuna a uno de esos prostíbulos. Habitualmente eligen a niñas campesinas que nadie extrañará en demasía.
Preocupante ciertamente, pensar en cómo una mujer, fuera cual fuera su clase social, podía llegar a aquello. No quería ni imaginar los horrores a los que habría tenido que enfrentarse Eloise.
—No creo que las mujeres nobles de Londres tengan que preocuparse en este caso, mi señor. Esos rufianes buscaban a una mujer noble en particular. Lady Eloise. Alguien pagó a esos hombres para raptarla a ella y a ninguna otra. Me temo que la razón tiene que ver con la situación de su padre.
Eduardo se puso en pie, con expresión insondable, y se acercó a la ventana alta y con forma de arco desde la que se divisaban los jardines del palacio.
—Tal vez la hija de un traidor merezca ese destino.
El sentimiento del rey le extrañó enormemente. Roland tuvo que esforzarse mucho para dar a sus palabras el equilibrio entre la amonestación y el respeto.
—Mi señor, vos más que nadie deberíais saber que el hijo no debe sufrir por los pecados cometidos por el padre.
—¿Cómo te atreves? —Eduardo se giró en redondo.
—Sólo porque creo firmemente que Lady Eloise no debería sufrir ningún daño porque su padre cometiera un delito —por lo que sé aún no probado—, igual que vuestro reinado hasta el momento está siendo un éxito porque se os compara con vuestro abuelo en vez de con vuestro padre. Mi señor, si la gente os culpara por la ineptitud de vuestro padre, ¿disfrutaríais ahora del respeto y el cariño del pueblo?
—¡Nada tiene que ver una cosa con la otra! Las… intenciones de mi padre siempre fueron buenas. Claro está que cometió errores de juicio, pero nunca hizo daño a su reino a propósito. ¡Sir John ha hecho daño a Inglaterra deliberadamente al vender armas a los escoceses de las Highlands! Cuando hace daño a Inglaterra, me lo hace a mí, la persona a quien ha jurado lealtad. La ofensa es imperdonable.
Puede que el tono del rey sonara duro, pero no precipitado. El rey tenía un temperamento fuerte, pero, hasta el momento, no había mostrado señal alguna de perderlo.
—Cualquier señal de deslealtad hacia vos merece un castigo. Lo que corroe mis entrañas es que quienquiera que pagó a los rufianes —y me gustaría saber quién puede ser esa sabandija— buscaba castigar a una mujer cuyo único delito es preocuparse y amar a su padre. No pretende ningún daño, mi señor. La señora Eloise simplemente desea un juicio justo para su padre.
El rey resopló.
—Tengo todas las pruebas que necesito sobre la culpabilidad de Sir John en el contenido de una misiva.
Eduardo apuró el vino, dejó la copa en una mesa de madera pulida y muy elaborada, cuyas patas tenían la forma de las garras de un león. Una mesa digna de un rey, como el resto del mobiliario de la sala. Por muy rico y poderoso que fuera, Eduardo seguía siendo un hombre joven, cuyo corazón y cabeza rebosaban de esperanzas y sueños y también de miedo al fracaso, como le ocurría a cualquier otro hombre joven, como al propio Roland.
Pero a diferencia de éste, Eduardo poseía el poder regio con el que hacer realidad sus esperanzas y sus sueños, así como el poder de barrer sus fracasos bajo la alfombra. Eduardo no había ordenado la ejecución inmediata de Sir John y Roland no podía evitar preguntarse por qué.
—Si las pruebas son tan sólidas, ¿por qué no colgarlo y terminar con ello?
—Créeme, Roland, que quería hacerlo. Kenworth me instó a ello, y estuve a punto de subir la cuerda a la Torre y atarla alrededor del cuello de Sir John yo mismo. Pero entonces ese estúpido de Lancaster comenzó a hablar con mis consejeros, instándolos a mantener la calma, proclamando que, tal vez, las cosas no fueran lo que parecían ser. —Eduardo sacudió la mano en el aire—. Que todo estaba en mi mano. Insistía en que esperase. ¿A qué? Ese hombre es culpable. Y ahora está encerrado en una confortable cámara en la Torre en vez de yacer ya en su tumba. Un desafortunado golpe del destino, sin duda.
—¿Tan seguro estáis de la culpabilidad de Sir John?
—Juzga por ti mismo.
Roland posó la copa luchando por que las manos no le temblaran, mareado de contento por el éxito que había conseguido, y al mismo tiempo temeroso de lo que pudiera encontrar.
Eduardo abrió un cajón de su escritorio, sacó un rollo y lo agitó en el aire.
—Aquí está. Léela. Y dime después si mi ira no está justificada.
Roland desenrolló el pergamino y el corazón se le cayó a los pies. No podía leer la lengua de las Highlands, pero vio por qué la ira del rey estaba justificada. En la misiva aparecían nombres, Sir John Hamelin y MacLeod, jefe de un poderoso clan.
—Mis conocimientos de lengua no incluyen el idioma escocés, mi señor.
—MacLeod agradece a Hamelin las picas y las espadas que usarán contra nuestro ejército. Aparentemente, Hamelin también proporcionó nobles alimentos para la mesa del jefe y harina para sus despensas.
Roland enrolló el pergamino y se lo devolvió al rey.
—Condenatorio en verdad. ¿Os puedo preguntar cómo llegó a manos de Kenworth?
Eduardo guardó de nuevo el pergamino en el cajón de su escritorio y lo cerró de un golpe.
—Apresó a un mensajero escocés en sus señoríos del norte y entre sus posesiones halló esta misiva. De no haber sido por ese golpe de suerte, tal vez nunca lo hubiéramos averiguado.
¿Golpe de suerte? La cabeza de Roland bullía de numerosas posibilidades, pero las apartó. Se había presentado ante el rey para conocer el contenido de la misiva, y una vez hecho, no tentaría más su suerte.
—Mi señor, si me lo permitís, yo también os aconsejaría prudencia.
—¡Oh, Roland, tú también, no!
Roland sonrió ante el tono herido.
—Eso me temo. Bien es verdad que la misiva es condenatoria, y si Sir John es culpable vos deberíais, en todo vuestro derecho, colgarle. Pero esa misiva… es tan evidente. Tengo entendido que hay otras misivas en posesión de Lancaster. ¿Las habéis visto también?
Eduardo se puso rígido.
—Aún no.
Roland no quería hacer ningún comentario sobre la obstinación del rey al negarse a dar audiencia a Lancaster sólo por una cuestión de resentimiento hacia él.
—Sería interesante comparar ambos documentos, ¿no os parece?
—Tal vez.
Roland vio la oportunidad no sólo de favorecer a su causa sino de servir a su rey prestándose como puente entre el él y Lancaster.
—¿Queréis que yo compruebe el contenido de esos documentos en vuestro lugar?
Eduardo ladeó la cabeza.
—No tengo más remedio que preguntarme por qué estás tan interesado en este asunto.
—Por hacer justicia. Por serviros en todo lo que pueda. Elegid la razón que más os guste.
Eduardo miró hacia la ventana, pero se quedó quieto y en silencio unos minutos más de lo que a Roland le hubiera gustado. Entonces sonrió ligeramente.
—¿Qué me dices si digo que es por Lady Eloise?
Por el fuego eterno.
Debía haber visto su reacción en su rostro. Eduardo se rió.
—Vamos, Roland. Tu predisposición a complacerla es bastante obvia. Quieres saber si voy a colgar a su padre o no, ¿no es cierto?
Roland inspiró profundamente y decidió que la diplomacia no era uno de sus fuertes.
—Por su bien, me gustaría que no lo hicierais. Sin embargo, si es culpable, yo mismo ayudaría a colocar la cuerda en lo alto de la Torre.
—Lo sé, y por eso te doy mi agradecimiento. También creo que tienes tus sospechas sobre quién pagó a esos rufianes que dieron una paliza a tu escudero y trataron de raptar a Eloise.
—Sir John parece inclinado a pensar que Kenworth…
—Ah, sí. Su viejo enemigo, el que me dio la misiva. —Eduardo sacudió la cabeza—. La eterna lucha por el poder, el eterno enfrentamiento entre dos señores. Kenworth me insta a celebrar un juicio rápido y que lo cuelgue; Lancaster me insta a tener prudencia a pesar de las pruebas. Un verdadero quebradero de cabeza, a veces.
—Mi señor, sé que Kenworth y Lancaster están relacionados con vos y por eso os esforzáis en mantener buenas relaciones con ambos. Mi pregunta es, ¿cuánta confianza depositaríais en cada uno?
Eduardo nunca dudaba.
—Tanta como me atreva, pero no puedo permitirme mostrar preferencias. Siempre y cuando se enfrenten entre ellos y no me hostiguen a mí.
—¿Me dais vuestro permiso para continuar? ¿Ver qué puedo descubrir?
—Tienes mi permiso, pero no mucho tiempo. Tengo que concluir el asunto en unos días. Por las heridas de Cristo, agradecería alguna prueba fiable para inclinarme en una u otra dirección. Y ten cuidado con esos dos condes, Roland. Ten mucho cuidado.
Las mismas palabras que Eloise le había encarecido. Y por tener cuidado había acabado con el agua al cuello.
El pastel de carne estaba frío pero a Roland no pareció importarle. Se lo comió de pie. Entre bocado y bocado les contó el resultado de su audiencia con el rey. Ni Eloise ni Geoffrey lo interrumpieron, excepto una vez en que Eloise dejó escapar un gemido al oír que la misiva que el rey le había permitido ver contenía nombres.
Roland se limpió las manos en una toalla de lino.
—Eduardo no se ha mostrado reacio a que yo investigue un poco. No me ha dicho nada, pero creo que tiene alguna duda sobre la validez de la misiva. Cierto es que el documento le enfurece, y sí, si vuestro padre hubiera recurrido a Eduardo puede que lo hubiera colgado de inmediato. Al pedir la ayuda de Lancaster, ha ganado algo de tiempo.
El problema es que ahora que tenemos tiempo, ¿qué hacer con él? ¿Enfrentarnos a Kenworth? ¿Preguntar a Lancaster?
Eloise no tenía ninguna sugerencia que hacer. Y tampoco Geoffrey.
Su hermano estaba de pie al final de la cama, perdido en sus pensamientos. Por mucho que ella hubiera apreciado su compañía durante las últimas horas, no había podido relajarse hasta que escuchó los pasos de Roland en las escaleras. Apenas si había podido contener el alivio que sintió al verlo de vuelta. Ahora, la presencia de Geoffrey y la de Timothy le impedían hacer lo que más deseaba, arrojarse en los brazos de Roland y llorar de alegría porque no lo hubieran encerrado en la Torre.
Obligada a contener sus emociones y a tratar del tema en cuestión, Eloise dejó ver su frustración.
—Lo que realmente me gustaría saber es si las misivas son verdaderas o falsas.
—Padre cree que las que él vio son verdaderas —comentó Geoffrey.
—Sólo porque el hermano Walter se lo dijo. No estoy muy segura de poder confiar en la palabra del monje.
Geoffrey se frotó la frente.
—Como dice Roland, el hecho de que los nombres de padre y ese MacLeod aparezcan en la misiva ahora en posesión del rey es demasiado obvio especialmente cuando las otras misivas están escritas de una manera muy diferente. ¿Pueden ser verdaderas las que padre ha visto y que la del rey sea falsa?
—Es posible —dijo Roland—, pero me parece que están escritas por la misma persona. Kenworth quería capturar a vuestro padre y traerlo a Londres junto con las misivas que, casualmente, sabía que encontraría en su sala de cuentas. Es de suponer entonces que tenía la intención de utilizar esas misivas como una prueba más contra Sir John. Si todas las misivas fueron enviadas supuestamente por MacLeod a vuestro padre, entonces todas deben estar escritas por la misma mano o el plan de Kenworth no tendría sentido. Por lo que o todas son verdaderas o todas falsas.
Geoffrey sacudió la cabeza.
—No necesariamente. Es bastante posible que la que contiene los nombres sea falsa, aunque tan bien hecha que resultaría muy difícil diferenciarlas.
Eloise se llevó las manos a las sienes, que le empezaban a doler.
—¿Y cómo encontramos a alguien que pueda diferenciarlas?
Geoffrey comenzó a pasear por la habitación, el golpeteo de sus botas sobre las tablas de madera resonando con ominoso ritmo. Incluso el repiqueteo de la lluvia en la ventana le resultaba irritante. Tenía que haber una forma de deshacer aquel entuerto pero su mente se negaba a funcionar con claridad.
Roland le puso la mano en la nuca y la masajeó suavemente.
—¿Quieres que le diga a la señora Green que te prepare algún remedio para la cabeza?
Eloise preferiría poder apoyar la cabeza en el hombro de Roland, cerrar los ojos y dejar que sus dedos hicieran el milagro en vez de usar un remedio medicinal. La calidez de las manos del hombre en su cuello, sus dedos haciendo círculos en él, era como estar en el cielo.
—Tal vez más tarde. Aún no es insoportable.
Geoffrey se detuvo. Eloise giró la cabeza ligeramente y vio que estaba mirando por la ventana.
—Pasé muchos meses rodeado de monjes —dijo en voz queda—. Se esperaba de todos los estudiantes que aprendiésemos a escribir con letra legible, por lo que nos afanábamos en practicar con la tiza y las tablillas, con pluma y tablas de cera hasta que el profesor quedaba satisfecho con el resultado. —Se giró y su voz se volvió más potente—. Aquellos interesados en tomar los votos y entrar al servicio en el scriptorium de un monasterio tenían que lograr una calificación más alta. Practicaban una y otra vez la misma letra, hasta que conseguían hacer copias exactas.
—¿Alguno de vosotros sabe lo que el hermano Walter hacía antes de que padre lo tomara a su ser vicio como escribiente?
Roland se quedó inmóvil.
Eloise sólo podía mirar a Geoffrey, impresionada ante las implicaciones.
—¿Crees que el hermano Walter falsificó la misiva?
—Es posible. Si partimos de la idea de que la misiva en la que aparecen los nombres es falsa, Kenworth tuvo que darle a alguien la verdadera para que hicieran una copia. ¿Por qué no a un clérigo que ha aprendido los rudimentos de la escritura para que las letras parezcan idénticas?
Un recuerdo pareció abrirse paso en la cabeza de Eloise, el monje tirado en el suelo, sangrando, y ella furiosa con su padre por abandonarla. Se había ocupado de la cabeza del monje y éste se había sentido afligido ante la desaparición del señor.
—Es una buena teoría, Geoffrey —dijo Roland—, pero tu padre dijo que el hermano Walter le había confesado todo el plan de Kenworth. ¿Olvidaría decirle que había falsificado una o incluso todas…?
—¡Eso es! —Eloise se levantó de la cama de un salto, sin poder contener los nervios.
Los dos hombres la miraron como si se hubiera vuelto loca. Pero no era así. Aún no, al menos.
Levantó las manos con las palmas hacia fuera, tratando de retener en la memoria el torrente de recuerdos e impresiones, buscando entre ellos una respuesta lógica. Eloise cerró los ojos para poder concentrarse mejor.
—Aquella mañana me llamó a su sala de cuentas. El hermano Walter yacía inconsciente en el suelo. Padre me contó lo que estaba ocurriendo, que consideraba al monje desleal. Entonces guardó los rollos de pergamino en una bolsa de viaje, y me dijo cómo había de comportarme cuando el conde llegara. Después se marchó.
»Naturalmente, yo no comprendía nada. En un principio me pareció que padre y el monje habían tenido una pelea, aunque el monje me dijo más tarde que había sido culpa de su torpeza y que se había tropezado y golpeado la cabeza contra el escritorio. Sea como fuere, cuando finalmente conseguí llevarlo abajo para curarle la herida, empezó a hacerme preguntas sobre el paradero de padre, y a mostrarse cada vez más agitado al ver que no le daba ninguna contestación.
Eloise abrió los ojos, segura de sus suposiciones.
—Corrió por toda la torre y los campos en busca de padre, insistiendo en que debía hablar con él de inmediato, y lanzando directas advertencias sobre la suerte que todos correríamos si no lo hacía.
Miró alternativamente a Roland y a Geoffrey y de nuevo a Roland.
—¿No podría ser que el hermano Walter se golpeara la cabeza antes de poder terminar la confesión de su implicación en el plan de Kenworth? ¿Podría ser posible que hubiera estado a punto de admitir que fue él quien falsificó la misiva que está en poder del rey?
Geoffrey se rascó el mentón.
—Pudiera ser. Pero si sentía un peso tan fuerte en la mente por el pecado cometido, ¿por qué no te lo contó a ti después?
—Estaba firmemente decidido a hablar con padre. Debería haberle presionado, pero estaba tan furiosa con él que apenas podía soportar mirarle. Y tenía que prepararme para la llegada del conde. Mirando atrás, debería haber permitido a Marcus que le presionase para obtener información. —Se dejó caer en la cama disgustada—. ¡Maldición!
—Puede que no lo hubiera hecho de todos modos, Eloise —dijo Roland—. Como recordarás, Simon, Marcus y yo intentamos hacerle hablar cuando lo encontramos. Y tampoco entonces lo hizo. Si le hubiera permitido seguir ocultándose…
—No tenías otra opción. Kenworth quería que lo encontraras. ¡Por todos los santos! ¡Yo también quería que lo encontraras para poder indicarle dónde estaba la salida!
—Es posible que él hiciera la copia, y en el caso de que no fuera así, puede ser que sepa la identidad del autor. Algún otro clérigo, tal vez. ¿Dónde está el hermano Walter ahora? —preguntó Geoffrey.
Eloise gimió porque lo sabía perfectamente y se cubrió la cara con las manos. Fue Roland quien contestó.
—Con Kenworth. —Roland sacudió la cabeza—. Si el monje le confesó algo similar a Kenworth, temo por su vida.
—Entonces esperemos que el hombre mostrara un poco de cordura —comentó Geoffrey—. De estar vivo, ¿dónde estaría?
—Posiblemente en la residencia de Kenworth.
—¿Sabéis dónde está?
—Sí. Partimos hacia Lelleford desde allí.
Notando la creciente excitación en sus voces, Eloise miró a Roland ya Geoffrey.
—Disculpad, pero no podéis llegar a sus puertas y pedir a Kenworth que os entregue al hermano Walter.
—Tal vez —admitió Roland—. Sin embargo, puede que haya una manera de llegar al monje sin que lo sepa Kenworth. Yo podría ir hasta allí, observar el lugar, ver lo que averiguo.
—Iré contigo —dijo Geoffrey con una sonrisa—. Tengo experiencia en merodear en la oscuridad.
Roland se molestó al oírlo.
—Uno de los dos tiene que quedarse aquí con Eloise y los otros.
—Yo también puedo ir.
Eloise miró por encima del hombro en dirección a Timothy, que estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el jergón y no había dicho nada hasta el momento.
—No —dijo Roland con firmeza.
—En algún momento tendréis que dejarme salir de esta habitación, señor —se quejó Timothy—. Sé donde está la residencia de la que habláis. También sé cómo entrar a través de la entrada de la servidumbre. Me resultaría muy fácil encontrar al monje. —Se frotó las costillas—. Además, Kenworth me debe una. Si el rufián que me atacó anda por el lugar, me gustaría saberlo.
A Eloise no le gustó la forma en que se suavizó la mirada de Roland, pero no era decisión de ella. Se trataba de un asunto entre caballero y escudero.
—¿Podrías hacerlo durante el día?
—Sí, mi señor.
—¿Sin hacerte más daño y sin que te descubran?
Timothy descruzó las piernas y se puso en pie.
—Haré todo lo posible por evitar ambas cosas.
Roland se quedó quieto y callado durante un momento, y después sacudió el dedo en señal de advertencia.
—No tienes que correr riesgos, y si no regresas en una hora, iré a buscarte.
Timothy sonrió, y salió de la habitación.
Eloise cerró los ojos y rezó.
Capítulo 17
Con Timothy fuera y Eloise dormida, Roland paseaba arriba y abajo de la escalera. Geoffrey estaba sentado en un escalón, con las manos colgando entre las rodillas separadas.
Geoffrey se aclaró la garganta.
—Debo agradecerte todo lo que has hecho por Eloise. Sin tu ayuda podría… —no pudo evitar un escalofrío—. No quiero pensar en lo que podría haberle pasado si no la hubieras salvado de sus raptores. Southwark no es lugar para una dama.
Londres no era lugar para aquella dama en particular. ¿Cuántas veces se había reprochado haber la traído a la ciudad? ¿Cuánto sufrimiento podría haberle evitado a ella y a Timothy si se hubiera limitado a llevarla de vuelta a Lelleford?
Aún le dolía la cabeza, aunque el dolor había cedido un poco con el remedio que le habría administrado la señora Green, y era de esperar que desapareciera por completo tras un reparador sueño.
—No son necesarias alabanzas. Si hubiera obligado a Eloise a regresar a casa, no habría dado oportunidad a que esos villanos trataran de raptada.
—Pero no lo hiciste, y aunque ellos lo intentaron, no sufrió ningún daño.
—Pero Timothy sí.
Geoffrey sacudió la mano en el aire.
—Eloise dijo que te culpas de lo ocurrido. Inútil esfuerzo. No puedes estar en todos los sitios a la vez, ni tampoco podías sospechar que sabrían de tu presencia en la ciudad. Sería interesante averiguar cómo supo Kenworth que Eloise y tú estabais en Londres.
Roland también se lo había preguntado y sólo se le ocurría una respuesta.
—Imagino que Kenworth se interesaría por cualquiera que se propusiera visitar a Sir John. Una moneda o dos al guardia adecuado y no tardaría en tener la información que buscaba. Buscar en los establos tres caballos recientemente instalados, uno de ellos un semental de pura raza, le resultaría muy fácil.
—Eres hábil con los ejercicios de lógica.
Roland se echó a reír, consciente de que sus pensamientos últimamente habían tendido más a la fantasía, especialmente los relacionados con Eloise.
—Tú también. Supongo que es necesario para la práctica de las leyes.
—Es la primera vez que mis conocimientos van a demostrar ser útiles, aunque aún no hayamos conseguido el éxito. No hago mucho uso de ellos en Pecham más allá de lo relacionado con los negocios del señorío.
Roland agradeció el cambio de dirección que había tomado su conversación. No sólo porque le apartarían de Timothy y de Eloise, sino porque Geoffrey realmente le agradaba y quería conocerlo mejor.
—Un talento malgastado.
—Me agrada lo que hago. Pecham está situado en lo alto de unos acantilados en la costa norte de Cornualles. Entre los gritos de los pájaros marinos, la agitación del viento constante y el embate de las olas, a veces es difícil escucharse. Obtenemos lo suficiente para comer, vestir y aún ganamos un poco más de las granjas y la mina de estaño. —Apoyó un codo en la rodilla, la barbilla en la palma de la mano—. Aparte está ese otro negocio que nos proporciona algunas libras adicionales.
Roland inclinó la cabeza inquisitivamente. Y Geoffrey alzó una ceja.
—¿Eloise no te lo ha contado?
—No. ¿Debería?
—No hay ninguna razón especial, supongo. Es sólo que me he dado cuenta de lo mucho que confía en ti y por eso suponía que te había confiado mi pequeño secreto.
Roland recordaba cuánto tiempo había tardado Eloise en contarle todo lo que había sucedido la mañana de la huida de su padre.
—Es bastante difícil arrancarle confidencias a Eloise.
—No confía fácilmente en los demás, por eso siento que yo también puedo confiar en ti.
Tal vez toda la familia estuviera confiando demasiado en él.
—No tienes que confiarme tus secretos.
Geoffrey miró hacia la botica. La señora Green estaba trabajando en el jardín de la parte trasera de la casa, cuidando las hierbas que utilizaba para sus remedios. El último cliente se había ido hacía ya unos minutos.
Se inclinó hacia delante.
—Si alguna vez necesitas una o dos piezas de la más fina seda de todo el reino, o un delicioso Borgoña para acariciar los labios, todo por una mínima parte de su precio habitual, yo soy tu hombre.
Roland abrió la boca para preguntar cómo, pero de pronto lo supo. Cornualles. Artículos de lujo a bajo costo. La confesión pareció dejarle aturdido.
Bajó la voz hasta ser poco más que un susurro.
—¿Eres un contrabandista?
—Sí. Leah y yo estamos intentando que nuestra gente se olvide de los abundantes beneficios, alentándolos a vivir con lo que se puede ganar de forma legal. Pero una vez que han saboreado los placeres de una vida generosa es difícil convencerlos para que lo olviden.
En vista de que Geoffrey no parecía remiso a hablar del comercio ilegal, Roland preguntó:
—¿Cómo tú, un hombre de leyes, se ha visto envuelto en el contrabando?
—No fue idea mía, te lo aseguro. Era parte de la vida que acepté al casarme con Leah. Su familia llevaba años dedicándose a ello. Cuando nos casamos, su vida pasó a ser mi vida, y aunque a veces desearía darme cabezazos contra la pared, no haría nada por cambiar lo que tengo.
—Pecham es la heredad de Leah, por lo que en tiendo.
—Cada una de las cuevas del acantilado y una buena porción de mineral de estaño. Y la fortaleza y sus dominios, claro. —Guardó silencio durante un momento antes de proseguir—. Las muertes de su padre y su hermano fueron un golpe duro para Leah. El futuro reluce ahora que tenemos a nuestro primer hijo en camino. Será ya bastante difícil explicarles a nuestros hijos que uno de sus abuelos era un importante contrabandista como para añadir la historia de otro que murió colgado por traidor.
—Tal vez no ocurra.
—Eso espero. Desgraciadamente, todas estas conjeturas sobre el hermano Walter no son más que eso, conjeturas. Podríamos estar siguiendo una pista falsa.
—Entonces tendremos que encontrar la buena.
El problema era que en ese momento no veía otro camino. Dudaba mucho que Kenworth pudiera ser obligado a confesar haber tendido una trampa a John. Si la escritura de todas las misivas demostraba ser la misma, el rey podría verse obligado a aceptar la prueba y John moriría en la horca.
—¿Crees en la inocencia de mi padre?
Roland recordó su torpeza a la hora de evadirse de las preguntas del rey.
—Tanto si es culpable como si no, merece un juicio justo. Por el bien de tu hermana, tengo la intención de colaborar para que así sea. Además, tengo un asunto pendiente con Kenworth.
Geoffrey asintió al comprender.
—Eloise también te lo agradece. Desgraciadamente, si mi padre es declarado culpable, Eloise será la que peor lo pase. Cierto es que mi padre perderá la vida y mi hermano su herencia. Pero mi padre ya no tendrá que preocuparse de nada y Julius puede pedir que se le devuelva su herencia. Puede tardar años en conseguirlo, pero otros hijos lo han conseguido así que el esfuerzo siempre merecería la pena. Es Eloise la que sufrirá la pérdida inmediata de su dote. Sin ella, me temo que tenga que casarse con alguien de mucho más bajo estatus, si es que llega a casarse. Un crimen. Tiene mucho que ofrecer a un hombre.
Todo eso ya se le había ocurrido a Roland. La afirmación hecha por Geoffrey de los efectos que la situación tendría en Eloise no hacía sino confirmar sus propias conclusiones, excepto una.
—Julius y tú velaréis por su futuro.
—Sí, tanto como nos sea posible. Es una pena que tu hermano muriera antes de hacer los votos de matrimonio. La dote de Eloise estaría fuera de peligro, y su reputación no se vería dañada por asociación con mi padre. Como es la única que aún vive bajo su techo, la gente pensará que conocía las actividades de mi padre y la condenarán junto con él.
—No es justo.
—Muy injusto, pero la gente es rápida en juzgar con dureza y aquellos de más alto rango son los que más se apresuran a poner distancia entre ellos y alguien a quien consideran indigno.
Roland asintió de acuerdo con sus palabras y fue entonces cuando cobró conciencia de la intención de los comentarios de Geoffrey. Sin saber qué decir, se quedó mirando al hermano de Eloise, apenas capaz de contener el tremendo gozo de que se le estuviera ofreciendo su mano, aunque un poco resentido por verse utilizado en un plan de escape para evitar que perdiera su dote.
¿O acaso habría malinterpretado las intenciones de Geoffrey? ¿Estaría su deseo de hacer suya a Eloise, para siempre, empañando la intención de las palabras de Geoffrey?
—¿Me estás sugiriendo que pida la mano de Eloise?
Geoffrey sonrió.
—Me parece que la idea no te parece del todo abominable.
—Tu método es el que me parece abominable.
—El tiempo apremia. Me preocupa mi hermana. Dejarla acomodada para el futuro me da libertad para concentrarme en otros problemas.
—Muy conveniente para ti.
—Y perfecto para Eloise. —Geoffrey se levantó y se colocó frente a Roland—. Voy a ser directo. No llega con las manos vacías. Si no recuerdo mal, entrega al matrimonio dos feudos, uno no está lejos de Lelleford y el otro en Durham, la propiedad que desea Kenworth por su cercanía a Escocia. Además de eso están sus bienes muebles, como mobiliario, ropa blanca, vajillas y demás objetos del hogar. Desconozco la cantidad que mi padre haya destinado como regalo, pero conociéndolo, será considerable.
El temperamento de Roland estaba a punto de acabar con él. Comprendía lo que Geoffrey pretendía: vender a su hermana rápidamente antes de que su valor descendiera. Estaba tratando de conseguir el mejor acuerdo con el candidato más cercano. Era mortificante… y endiabladamente tentador.
—Tal vez deberías hablar con tu padre y con Eloise antes de cerrar un acuerdo matrimonial para ella. Puede que ambos pongan alguna objeción.
—Mi padre no está en posición de hacer objeciones. En cuanto a Eloise… dudo mucho que lo haga.
—La sonrisa de Geoffrey retornó a sus labios—. Hemos hablado un poco. Imagina mi sorpresa al enterarme de que ya no te considera un sapo desagradable.
Roland sintió calor en las orejas.
—Te ha contado la historia, ¿no es cierto?
—No toda, pero lo suficiente. Su opinión sobre ti ha cambiado considerablemente. Todo un logro por tu parte. Es raro en mi hermana admitir que pudiera haber estado equivocada.
Puede que Eloise sintiera cariño hacia él, incluso se había ido a la cama con él una vez, una sola noche de exploración y éxtasis. Si se les daba la oportunidad, ¿harían un buen matrimonio? ¿Se uniría a él para lo bueno y lo malo, para siempre?
¿Llegaría a amarlo tanto como él la amaba a ella, o consideraría su matrimonio como un recordatorio del peor momento de su vida?
Dejando los sentimientos de Eloise a un lado, estaba también la opinión de Sir John, que se había tomado grandes molestias en elegir cuidadosamente a su primer prometido. Hugh. El heredero de vastas propiedades y una riqueza considerable. Digno de la hija de Hamelin.
—Yo no tengo nada que ofrecerle a cambio, Geoffrey. Puede que pertenezca a una buena familia, pero lo único que poseo es el rango de caballero sin medios para mantenerlo. Y sí, aunque sé que casarse con una heredera es una manera honesta y aceptable de conseguir poder y riqueza, me parece una locura. Creo que tu padre será de la misma opinión.
Geoffrey se encogió de hombros.
—Es posible. Sin embargo, mi padre ya ha aprendido que no todos los planes que hizo para sus hijos se han cumplido tal y como él los pensó. Puede que sea un hombre práctico cuando es necesario, y en este caso creo que verá las cosas de nuestra manera.
Nuestra manera. Como si Roland ya hubiera aceptado. Como si Eloise lo aceptara.
—También hay que tener en cuenta al rey. Necesito su consentimiento y, bajo estas circunstancias, puede que no me lo conceda.
Geoffrey se acarició el mentón.
—Puede. Y si le informas después de efectuado, te despedirá de su servicio. Tienes que decidir si te basta lo que Eloise te ofrece frente a las posibles compensaciones por parte del rey que pudieras recibir en un futuro.
Roland quería sujetar el sueño que tenía al alcance de la mano, y aun así dudaba. Miró hacia la parte superior de las escaleras donde dormía la mujer que amaba.
—Puede que no me quiera. Puede que la estés sentenciando a un matrimonio que sólo aceptará porque pensará que tú crees que es lo mejor para ella. ¿Y entonces, qué, Geoffrey? Puede que acabe odiándonos a los dos.
El otro hombre guardó silencio un momento antes de contestar.
—No te habría hecho la sugerencia si creyera que Eloise fuera a rechazarla. Ni le permitiría casarse con un hombre que no creyera que la hará feliz, un hombre que pueda protegerla y amarla durante toda la vida. Yo también quiero a esa pequeña descarada, más de lo que debería, supongo. Su felicidad me importa mucho.
Roland escuchó la declaración de amor fraternal, su sinceridad, y se preguntó cómo reaccionaría Hugh. ¿Le diría que se mantuviera apartado de Eloise, o que hiciera lo que creyera oportuno para ella?
—Puede que estemos discutiendo por nada. Si el caso de tu padre puede ganarse, no habrá necesidad de que Eloise se case. ¿Qué me dices si esperamos a ver cómo se desarrollan las cosas con el hermano Walter antes de seguir adelante?
—De acuerdo. —Geoffrey miró de nuevo hacia la tienda—. Negociar me da mucha sed. ¿Tendrá la señora Green una jarra de cerveza en este lugar?
Sí la tenía, y Roland sabía dónde. Llenaron sendas tazas y hablaron de cómo Roland había ganado su título de caballero y del naufragio que a punto estuvo de costarle la vida a Geoffrey.
Sonó entonces la campana que había sobre la puerta de la botica, y Timothy entró. No tenía peor aspecto que antes de salir de allí, y Roland dio gracias a los hados por ello. Timothy se acercó a la jarra y se sirvió una taza de cerveza que bebió de un trago.
Tras limpiarse la boca con la manga, Timothy comenzó su relato.
—El hermano Walter no está allí. No regresó a Londres con Kenworth, y los sirvientes no saben qué le ha ocurrido.
Roland bajó la cabeza. Había esperado mejores noticias. Aunque el monje estuviera oculto en la residencia de Kenworth, habría habido una manera de llegar a él. Pero si no estaba en la ciudad, podía estar muerto o… sabe Dios dónde.
Puso una mano en el hombro del chico.
—Nuestro agradecimiento. ¿Te sientes bien?
—Me duelen un poco las costillas, pero sobreviviré.
—Entiendo que no tuviste problemas para entrar y salir,
Timothy miró a los dos hombres y entonces confesó.
—Puede que me haya visto un guardia. Creí mejor hablar con los mozos de los establos sobre el monje porque ellos saben todo lo que pasa en ese sitio. Intenté ocultarme lo mejor posible, pero hay una zona descubierta entre el establo y la entrada a las habitaciones del servicio que tenía que cruzar. No creo que nadie importante me viera, pero…
—¿Mencionarán los mozos de los establos algo sobre tu visita?
—No a menos que alguien les pregunte directamente.
—Has hecho un buen trabajo, Timothy. Ve a descansar un poco. Despacio. Eloise duerme también.
Para sorpresa de Roland, Timothy no opuso resistencia. Terminó su cerveza y subió lentamente las escaleras.
Geoffrey suspiró.
—Parece que nuestra pista se termina aquí. ¿Alguna idea?
Roland deseó tener alguna.
—Nada.
Geoffrey le clavo una mirada de zafiro igual a la de Eloise.
—¿Hablo con mi padre?
Hablarle a John Hamelin del rey y el monje. Acercarse al padre para hablarle de un acuerdo matrimonial para su hija.
Teniéndolo todo en cuenta, no había más que una opción. Era extraño cómo, al final, tal vez la decisión más importante que había tenido que tomar fuera también la más fácil.
—Me corresponde a mí hablar con Sir John.—Con la mano sobre el cerrojo de la puerta, Roland se giró—. Prefiero que no le digas nada a Eloise sobre el acuerdo hasta después.
—Como quieras. Ve con Dios.
Roland recorrió la ruta ya familiar con la mente profundamente agitada. Hasta que cruzó el primer puente levadizo no se le había ocurrido pensar que tal vez tuviera que pedir permiso al guardián de Sir John para hacerle una visita, ya que iba solo.
Tal vez debería haber aceptado la propuesta de Geoffrey de acompañarle.
No, aquello lo tenía que hacer él solo. Nunca antes había dejado que otro hombre hiciera lo que le correspondía a él y tampoco lo haría en ese momento. Allí estaba, y llevaría adelante lo que había ido a hacer.
Ocurrió que Oswald, el guardián de Sir John, ya debía de considerarlo un miembro de la familia, porque se limitó a saludarle y lo acompañó escaleras arriba.
Las palmas de las manos comenzaron a sudarle en cuanto se abrió la puerta. Él no tenía nada que ofrecerle a Sir John. Ni una mínima esperanza de poder liberarlo, ni una onza de oro, ni siquiera una fuente de peltre para su hija.
Sólo poseía su buen nombre y la promesa de cuidar de ella en lo bueno y en lo malo, sin importar cómo fueran las cosas.
No las tenía todas consigo.
John y Edgar estaban sentados a la mesa frente al tablero de ajedrez, uno de sus pocos entretenimientos. Edgar se levantó cuando vio entrar a Roland. John hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo y lo miró, esperando ver a su hija o a su hijo.
Roland levantó la mano para indicar a Oswald que esperase un poco antes de cerrar la puerta.
—Edgar, por favor. Parte de lo que tengo que decirle a Sir John quiero que sea en privado en este caso.
John entornó los ojos al oírlo, pero hizo un gesto para indicar a su escudero que podía marcharse.
Una vez fuera y la puerta cerrada con pestillo, Roland enlazó las manos a la espalda y atravesó la habitación.
—Por lo que parece traes malas noticias —dijo John—. ¿Acaso ha ordenado el rey que preparen el cadalso?
Roland se permitió una leve sonrisa.
—No es tan malo.
—¿Entonces a qué viene ese gesto tan adusto?
Roland se acomodó en la silla que había frente a Sir John. Lo primero era lo primero, así que le relató los detalles de su audiencia con el rey.
—La misiva que está en poder de Eduardo debe ser falsa —insistía John—. Nunca he hecho tratos con MacLeod. ¡Y desde luego que no le he enviado picas!
—Vuestros hijos y yo pensamos lo mismo. También creemos que si la misiva va a usarse como prueba en vuestra contra, la escritura de las misivas en poder de Lancaster debe ser la misma. Si, como vos decís, las tres misivas que visteis son verdaderas, escritas por Kenworth para MacLeod, la cuarta tiene que estar escrita por alguien muy diestro en copiar la letra de otro. Pensamos que el mejor candidato para ello es el hermano Walter.
John se acarició el mentón.
—Es posible, supongo. El hombre tenía una buena caligrafía, muy precisa.
—Desgraciadamente, aun en el caso de que sea el falsificador, no sabemos dónde está. Esperábamos poder arrancarle la confesión o saber quién copió la misiva. El monje salió de Lelleford con Kenworth, pero no regresó a Londres con él. Temo que su ausencia pueda limitar nuestras opciones.
Roland esperaba ver la resignación en el hombre, pero en vez de ello, se encontró con un dedo vacilante y un gesto pensativo.
—No me sorprende que Kenworth no lo haya retenido. El monje ya no le es útil, así que o bien se ha deshecho de él lo ha enviado de vuelta a su monasterio.
Roland sintió renacer la esperanza.
—¿Está cerca?
—La abadía de Evesham.
Eso estaba a dos días a caballo. ¿Habría tiempo para encontrar al monje y traerlo de vuelta a Londres? ¿O estaría perdiendo el tiempo? Era posible que Kenworth se hubiera deshecho ya de su espía.
—Se lo diré a Geoffrey —dijo Roland pensando que ahora le tocaba la parte más difícil de la visita. Tratar con John Hamelin, padre—. Geoffrey y yo hemos discutido otro tema. Eloise.
John se reclinó en la silla, tamborileando los de dos sobre la mesa.
—¿Qué ha hecho esta vez?
Roland se aguantó la risa.
—Nada fuera de lo habitual.
—¿Entonces qué ocurre con ella?
Roland explicó las razones de Geoffrey para querer casarla a toda prisa, y asegurar así que las tierras y demás propiedades contenidas en su dote no le fueran arrebatadas, que es lo que el rey haría si lo peor ocurría.
Durante la explicación, la expresión de John pasó de irritada a puro macilenta.
—Mi hijo se está preparando para mi muerte.
Roland se dio cuenta de que John siempre había estado preocupado por el resultado que aquella situación pudiera dar, pero sólo en ese momento se estaba enfrentando realmente a la posibilidad de acabar ahorcado.
—Geoffrey sigue buscando respuestas y quiere empeñar toda su energía en que podáis quedar libre de cargos. —No pareció reconfortar demasiado al hombre, pero era lo único que podía ofrecerle—. Vuestro hijo no sólo piensa en su hermana sino también en su otro hermano. Si el rey confiscara todas vuestras propiedades, estoy seguro de que Geoffrey haría la petición formal en nombre de Julius para que pueda solicitar su herencia.
—¿Y qué pasa con la herencia de Geoffrey? A él también le corresponde una buena suma.
—No me ha mencionado nada.
John se frotó los ojos cansados.
—Porque no habría nada para él si Julius no recuperase mis propiedades.
John hizo que el plan de Geoffrey sonaba egoísta.
Roland no lo creía, pero decidió no pronunciarse.
—¿Os oponéis a arreglar un matrimonio para Eloise?
—Oponerme no, pero por todos los santos, no se me ocurre ni un solo hombre digno de ella dispuesto a casarse con tanta celeridad y contando con los deplorables cargos que pesan sobre mi cabeza. ¿Tiene Geoffrey a algún hombre en mente?
El momento había llegado y estaba seguro de que podía contestar que no porque él no era digno de Eloise.
—Sí, mi señor. Yo.
Roland se preparó para la batalla. El asombro de John presente en su mirada no podía durar mucho. Pero en lugar de ver furia, el estallido finalmente tomó el cuerpo de una risa histérica.
—¿Tú? ¡Absurdo! ¿El sexto hijo de un noble, sin más posesiones que un caballo o dos? ¡Es evidente que podemos encontrar algo mejor!
Roland estaba de acuerdo en eso, pero no iba a rendirse al primer ataque. Como en toda batalla, a veces uno necesitaba probar varias estrategias antes de ganar.
Esforzándose por mostrar calma, respondió:
—Si tenéis objeción a mi propuesta, entonces dadme una lista con los nombres de aquellos que podrían considerar la proposición de matrimonio. Gustoso se la entregaré a Geoffrey.
John contestó con tono grave:
—Tiene que haber alguien.
—Como digáis. Ayudaría bastante que el hombre que elijáis esté en Londres, de forma que el matrimonio pueda celebrarse de inmediato. Así la transferencia de la dote no se topará con obstáculos legales. ¿A quién podemos preguntar que pase por alto la posibilidad de que se os declare un traidor?
Roland vio la respuesta en el rostro de John. Nadie.
—¡Picáis muy alto, muchacho!
Roland lo sabía y también lo había admitido delante de Geoffrey.
—Soy perfectamente consciente de que bajo otras circunstancias no se consideraría mi proposición.
John entornó los ojos.
—Fuiste enviado a Lelleford para supervisar el señorío, no para cortejar a mi hija. ¿Acaso lo tenías planeado desde el principio, pedir al rey como recompensa a mi hija Eloise?
A punto estuvo de echarse a reír ante la acusación.
—No, Sir John. Nunca tuve esa intención. Lo cierto es que no quería saber nada de ella en aquel momento. Por si no lo recordáis, nuestra relación era más que mala por entonces.
—Ah, sí. Ella te consideraba un sapo desagradable.
Roland pensó que podría vivir perfectamente sin escuchar la misma historia una vez más.
—Cierto. Y yo la consideraba demasiado descarada y testaruda para mi gusto. No tenía ningún plan relacionado con ella.
—Eloise sigue siendo descarada y testaruda. Siempre lo será. ¿Aun así quieres tomarla por esposa?
Sin pensárselo, y para lo bueno y lo malo, dejó caer la máscara de calma que llevaba, exponiendo así su corazón. Dejaría que el padre lo atacara si quería.
—Os aseguro, Sir John, que aunque Eloise viniera con las manos vacías —en palabras de Geoffrey—, la tomaría por esposa. La dote no me importa, vuestra hija sí.
El ataque de John no se hizo esperar, raudo e implacable.
—¿Esperas que crea que sientes cariño por Eloise? Vamos, Roland, admite que ansías las tierras y el dinero. ¿Por qué otro motivo pondrías en peligro tu futuro al servicio del rey?
Roland sacudió la cabeza.
—Amo a vuestra hija, Sir John. Por ningún otro motivo consentiría este matrimonio.
John se levantó de la silla y le dio la espalda. Roland respiró profundamente tratando de calmar la acidez que se le había formado en el estómago, preparado para el rechazo de Sir John. Tras varios minutos preguntándose si el silencio de John era la respuesta negativa a la proposición, Roland también se levantó. Con el corazón dolido, se dirigió a la puerta.
—La protegerás con tu vida, Roland.
Roland sintió que se iba a derretir en el sitio.
—Os lo juro humildemente.
—Entonces accederé a este matrimonio con una condición —dijo John girándose finalmente—. El feudo de Durham. Es posible que Kenworth intente tomarlo por la fuerza si su plan falla. Prométeme que gastarás todo lo necesario para guarnecerlo y evitar que Kenworth se haga con él. Te juro que si ese feudo llegara a caer, te perseguiré durante toda la eternidad.
—Tenéis mi juramento.
—Entonces que Geoffrey redacte el contrato matrimonial. Eloise conoce hasta la última pieza de peltre que le corresponde.
Roland se dio cuenta entonces de que Sir John no había mencionado nada de obtener el consentimiento de Eloise, aunque lo cierto era que casi todos los padres pasaban por alto los sentimientos de una hija en esos asuntos.
Roland, sin embargo, consideraba de vital importancia la opinión de Eloise y, dado su carácter, el obtener su consentimiento podía ser más arduo que enfrentarse a Sir John.
Capítulo 18
Atónita, Eloise escuchó mientras Geoffrey y Roland le daban toda suerte de buenas razones para celebrar una boda a toda prisa.
Le habían contado que no habían encontrado al hermano Walter, y no le habían dejado tiempo para recuperarse cuando le propusieron aquel ridículo plan. Sostenían que era la forma de protegerla a ella y a su dote para que el rey no pudiera arrebatársela y, por lo tanto, tampoco Kenworth en caso de que su padre no lograra la libertad.
Se dio cuenta de que los dos habían acordado todos los detalles mientras ella dormía, respaldándose uno a otro, en contra o a favor de ella, aún no lo había decidido.
Pero era lo que aún no le habían dicho lo que la tenía más asustada. Aún no le habían dicho quién era el hombre con quien pretendían desposarla.
No podía soportar mirar a Roland, que parecía deseoso de que aceptara. Miró entonces a Geoffrey cuyas intenciones eran buenas, sus razones poderosas, pero en ese momento lo único que deseaba era poder odiarle.
Siempre había sabido que algún día se casaría para favorecer las ambiciones de su padre o para sellar una alianza. Por esa razón no había puesto ninguna objeción a su casamiento con Hugh, porque era su obligación como buena hija.
Ingenuamente había esperado que la segunda vez fuera diferente. Se había permitido soñar con que ella tendría algo que decir en su segunda propuesta de matrimonio. Sueños vanos. Deseos sin lógica.
—Has estado muy callada, Eloise —dijo Geoffrey—. ¿Qué piensas?
—Que los dos estáis permitiendo que vuestra imaginación vuele descontrolada. ¿Qué hombre en su sano juicio me tomaría? Cierto es que mi dote es considerable, pero por todos los santos, ¡padre está acusado de traición! ¿Qué hombre desearía unir su buen nombre al nuestro so pena de ensuciarlo con tan ignominiosa mancha? Geoffrey, no puedes endilgarme a un pobre ignorante.
—Eloise…
Geoffrey levantó una mano para detener lo que Roland estuviera a punto de decir.
—¿Crees que cogería al primero que encontrara en la calle y le presionaría con una daga contra el cuello para que se casara contigo?
—Claro que no, pero tienes que admitir que las opciones son limitadas, si es que hay alguna.
Geoffrey entornó los ojos.
—Nunca te he visto rebajar tu valía. Dejando aparte la dote, tienes mucho que ofrecer a un hombre por ti misma. Por las heridas de Cristo, Eloise. ¿Qué te hace pensar que necesito buscar debajo de las piedras para encontrarte marido?
Eloise tragó con dificultad. Su hermano le había hecho un gran cumplido, aunque lo hubiera hecho de una manera un tanto brusca. Geoffrey la quería, no tenía dudas de eso. Una vez había cruzado el Canal de la Mancha en un esfuerzo para asegurarse su felicidad, y había sufrido terriblemente por ello. Su hermano jamás la forzaría a hacer algo que ella considerara abominable.
Le sonrió débilmente, porque fue lo único que consiguió.
—¿Qué quieres de mí, Geoffrey?
—Por el momento, una sonrisa más alegre. Sé que lo puedes hacer. Preferiría que lucharas en vez de ver cómo te rindes tan fácilmente.
—Decídete. Roland y tú lleváis casi una hora golpeando mis defensas.
—Te pido perdón por ello. No era mi intención debilitarte, tan sólo darte todas las razones por las que te propongo este matrimonio. Puedes negarte si no te complace.
Eloise se miró las manos, cuyas palmas aparecían enrojecidas de frotárselas con tanta fuerza.
—Supongo que ya tienes el consentimiento de padre.
Geoffrey se limitó a asentir.
—Y el hombre que tienes en mente no es cruel ni tiene un pie ya en la tumba.
Geoffrey miró a Roland.
—Dudo que sea un tirano o demasiado viejo para desempeñar sus obligaciones maritales.
—Basta —ordenó Roland señalando a continuación la puerta—. Geoffrey, Timothy, fuera.
Ambos hombres obedecieron con tal premura que Eloise apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que la puerta estaba cerrada cuando Roland extendió las manos hacia ella. Eloise las tomó y se levantó de la cama. Él las apretó contra su pecho. Notó entonces que el corazón le latía muy deprisa, el rostro descompuesto por la incertidumbre.
—Eloise, como Geoffrey ha dicho, puedes negarte.
Roland inspiró profundamente y Eloise sintió que su corazón empezaba a latir al mismo ritmo que el de él.
—El matrimonio es para toda la vida, tu vida. Ninguno de los dos quiere obligarte a aceptar un matrimonio no deseado. Si no das tu consentimiento, encontraremos otra forma de proteger tu dote.
—No hay otra manera. Roland, ¿me estás diciendo que crees que debería negarme?
Roland sacudió la cabeza.
—Todo lo contrario. Espero que aceptes, tal vez con cierta alegría, y hasta felicidad. —Sus manos apretaron con más fuerza las de ella—. Eloise, ¿me harías el gran honor de convertirte en mi esposa?
Atónita, miró aquellos adorables ojos color avellana mientras una profunda emoción la embargaba. Su mayor deseo se había hecho realidad y gritaría de dicha de no ser por la mandíbula apretada de Roland o lo escueto de la petición en sí.
Geoffrey había convencido a Roland para que se casara con ella, de la misma forma que le había enumerado sus motivos a ella, haciéndole ver lo sensato del plan.
Ella no era la única que debería poder negarse.
—No es necesario que lo hagas.
—Lo sé, pero no puedo decir que la perspectiva me parezca desagradable. ¿Y a ti? Sé que no soy el hombre más digno para ti en todo el reino, pero ¿tú crees que podemos hacer un matrimonio decente?
Qué poco romántico. Aunque claro estaba, su proposición no era por amor. Eloise era perfectamente consciente de que Roland ganaría mucho casándose con ella, tierras y riqueza.
Una vez más, los hombres de su vida decidían lo que era mejor para ella, aunque tal vez en esa ocasión fuera cierto.
Roland obtenía los ingresos necesarios para pagar su cuota de caballero y ella al hombre que amaba. No era un mal negocio. Y tal vez, con el tiempo, Roland aprendiera a amarla. Cierto era que ya no le temía al lecho nupcial.
Eloise sintió que una llama ascendía a sus mejillas al recordar el encuentro amoroso que habían tenido en esa misma cama.
—Creo que podremos convivir bastante bien.
—Entonces accedes.
—Sí.
Su alivio fue inmediato. Dejó escapar el aire que tenía contenido en los pulmones, relajó los hombros y se echó a reír.
—Preferiría enfrentarme a una guarnición de lanceros escoceses que volver a pasar por esto.
—¿Tenías miedo? —preguntó ella retorciéndose las manos.
—No tienes idea. Convencer a tu padre fue una prueba menos exigente para mis nervios.
Su padre. ¡Mon Dieu, había accedido! Nunca lo habría creído posible. Y conociendo el funcionamiento de la mente de su padre, Eloise se daba cuenta de que no habría dado su consentimiento sin pedir algo a cambio.
—¿Qué te ha pedido a cambio de este acuerdo?
—Que si lo peor llegara a ocurrir, deberé guarnecer el feudo de Durham y defenderlo a toda costa frente a Kenworth. —Roland soltó las manos de Eloise y la abrazó. Esta deslizó sus manos hasta la cintura de él como si abrazarse fuera lo más natural en ellos—. Pero no tienes que preocuparte por eso. Nos ocuparemos de todo lo necesario. En este momento, lo único que quiero es abrazarte y dejar que mi mente se acostumbre a la idea de que vamos a casarnos.
—Me esforzaré para que no lamentes nunca haberlo hecho.
Roland la besó cálidamente, con ternura y pasión a la vez. Y pensar que en poco tiempo tendría todo el derecho legal sobre su boca y su cuerpo.
—Nada de lamentos —dijo él con un suspiro—. Bueno, tal vez uno. Tenemos que dejar entrar a Geoffrey para redactar el acuerdo.
Eloise sonrió ante el gesto contrariado de Roland, conocedora de la promesa que encerraban sus palabras, a la que ella añadió una propia.
—Pero sólo brevemente. Después podemos echarle.
Eloise volvió a sentarse en la cama mientras Roland abría la puerta. Geoffrey entró sonriendo, pergamino, pluma, tintero y salvadera en mano. Su autoconfianza merecía un revolcón.
—Lo he rechazado.
La sonrisa se congeló en su rostro y a punto estuvo de que se le cayeran los artículos que llevaba en las manos.
—Ten piedad, Eloise —la amonestó Roland, incapaz de contener la risa.
—¿Debería?
—Ya le castigarás más tarde. Ahora tiene trabajo que hacer.
—Muy bien —dijo Eloise sonriendo tiernamente—. Tiene mucho por lo que responder.
Geoffrey se inclinó hacia Roland.
—Ha aceptado, ¿verdad?
Roland se echó a reír con ganas.
En los minutos que sobrevinieron, Geoffrey escribió frenéticamente para completar el acuerdo que habría de unir a su hermana con Roland. De por vida. Como su esposa. Durante todo el tiempo que ésta enumeró cada una de las posesiones con las que contribuía al matrimonio, Roland no dejó de moverse arriba y abajo de la habitación, o de mirar por la ventana.
La lista era larga, comenzando con los dos feudos y su localización, su contribución al rey y los ingresos que podía esperar. Además había muebles, joyas, platos y fuentes, jarras y cuchillos, manteles y ropa de cama.
Alzó una ceja cuando oyó la cantidad en oro a la que ascendía la dote en conjunto.
Geoffrey no pestañeó ni se paró a preguntar si su hermana recordaba con exactitud.
—También quiero el telar de madre y dos docenas de ovejas. Y una vaca lechera y una doncella. Isolda vendrá conmigo, si así lo desea.
Geoffrey se detuvo un momento.
—Eso no forma parte de tu dote.
—Ahora sí. Si padre espera que Roland defienda el feudo de Durham, tendremos necesidad de todo ello.
—Parece una idea práctica. ¿Algo más?
—Eso será suficiente.
Geoffrey añadió los últimos conceptos, secó el escrito y lo enrolló. A continuación, se lo entregó a Roland.
—Lo único que falta ahora es tu firma y la de mi padre. Asegúrate de que se haga en presencia de, al menos, dos testigos. Edgar y Oswald valdrán.
Roland se golpeaba la palma de la mano con el pergamino enrollado, pero no dijo qué era lo que rondaba su cabeza. Echando los hombros hacia atrás, se dirigió a Geoffrey.
—¿Has podido encontrar un cura que no ponga objeciones a leernos las amonestaciones?
Eloise sintió como si un montón de mariposas revolotearan en su estómago.
Geoffrey asintió.
—Un primo de la señora Green perteneciente a la abadía de Westminster. Dice que sólo tenemos que llamarle.
—Hazlo entonces.
Habían dicho que la boda habría de celebrarse a toda prisa, ¿pero tanta?
—¿No deberíamos esperar a mañana? Se está haciendo tarde, y puede que el sacerdote no pueda venir inmediatamente.
Roland inclinó la cabeza y se acercó a ella lentamente. Le tomó la mejilla con una mano.
—Te mereces algo mejor, mucho mejor, pero mucho me temo que tendrá que hacerse esta noche. Por la mañana, debo salir hacia Evesham. Tu padre cree que si el hermano Walter sigue vivo, lo encontraremos en el monasterio de esa aldea.
Ella le tomó por la muñeca, vacilando entre la excitación por el giro de los acontecimientos y la tristeza de saber que sólo tendrían una noche para estar juntos antes de tener que separarse.
—Ay, Roland. —Quería decir más pero las palabras no salieron por su garganta. ¿Cómo podía pedirle que se quedara cuando la vida de su padre dependía del éxito de su viaje?
Roland se inclinó hacia ella, le besó la mejilla y susurró:
—Aún puedes retirarte. Tienes que estar segura, Eloise.
Ella lo miró a los ojos color avellana, vio su futuro en ellos, su amor por él pero también la preocupación de Roland.
—Estoy contenta.
Eloise paseaba nerviosa por el pequeño espacio libre al pie de las escaleras, esperando a Roland. Estaba oscureciendo. Debería haber vuelto ya.
En un intento por no preocuparse, se ajustó la pequeña guirnalda de plantas y flores que la señora Green había confeccionado para ella, para suplantar la banda metálica que sujetaba el velo. La boticaria había entretejido hiedra —comúnmente conocida como un amuleto para el matrimonio—, mejorana para la felicidad y salvia para la sabiduría. Sentimientos de amor. Pero fue el azafrán —que según la señora Green constituía una poderosa poción amorosa— lo que hizo que Eloise se sonrojara.
La buena viuda estaba de pie junto a su sobrino el sacerdote, Geoffrey y Timothy, hablando sobre los últimos acontecimientos acaecidos en la ciudad, a los que Eloise no era capaz de prestar atención.
Había pensado sin embargo en cambiarse de vestido, pero el único que había llevado de recambio era el de terciopelo escarlata. Vestido que se había puesto dos veces. Una con motivo de la fatídica boda y la otra el día que Kenworth llegó a Lelleford. Malos augurios, se empeñaba en susurrarle una vocecita, así que decidió dejarlo en su percha.
¿Qué lo estará reteniendo tanto tiempo?
¿Le habrían atacado? ¿Habría cambiado de idea? ¿O acaso su padre se había negado a firmar el documento por los conceptos que ella había añadido?
Se frotó las manos preocupada por la posibilidad de que, con ese pequeño alarde de coraje, hubiera arruinado el acuerdo definitivamente.
Cuando la campana que había encima de la puerta sonó, Roland entró blandiendo el pergamino, sonriente.
—Sir John se mostró reticente respecto a la vaca, pero finalmente cedió y firmó.
Extendió entonces la mano hacia ella, dejó el pergamino sobre la mesa de trabajo de la señora Green y la guió hacia el sacerdote. Eloise se olvidó de las prisas y la preocupación, y se concentró en repetir las palabras de amor, honor y obediencia a Roland.
El sacerdote se giró entonces hacia éste y mientras comenzaba a recitar los votos que había de unirlos, Roland se llevó al pecho las manos de Eloise. Ella sintió el latido de su corazón, acelerado pero vigoroso, golpe a golpe.
Esta vez, su futuro esposo sobreviviría a la ceremonia, y se dio cuenta de que lo que Roland buscaba era tranquilizarla. Cuando las lágrimas se arremolinaron en sus ojos, parpadeó furiosamente para aguantarlas, pero una escapó y rodó por sus mejillas antes de que pudiera evitarlo.
Por todos los santos, definitivamente estaba contenta.
Ahora sí que es mía.
Roland repetía la frase una y otra vez en la cabeza. Con el tiempo, de tanto repetirla, puede que empezara a creerlo.
Le sudaban las palmas de las manos. El estómago le hacía extraños movimientos. Apenas podía contener la sensación de que las rodillas se le derretían.
¿Qué había hecho él para merecer un premio semejante? En verdad, no era digno de Eloise. Y aun así, allí estaba ella sonriendo y con lágrimas en los ojos.
Nunca jamás entendería los motivos de las lágrimas en las mujeres, y le costó trabajo no extender la mano para limpiar las gotas que corrían por sus lindas mejillas. Pero sostenerle las manos donde ella pudiera sentir el latido de su corazón le parecía más importante.
Ay, Hugh. Siento mucho que no estés aquí, pero no me pidas que sienta remordimientos por que Eloise sea mía ahora. No puedo hacerlo. Ahora comprendo lo que sentías cuando la mirabas. Yo estaba equivocado, Hugh. Perdóname.
Y en su corazón, Roland sabía que Hugh no le preguntaría nada y tampoco duraría en perdonarle.
Formarían un buen matrimonio. Él se ocuparía de ello. La haría feliz, se prometió en silencio, mientras en voz alta juraba amarla, honrarla y protegerla.
Y no pudo evitar sonreír cuando el sacerdote les ordenó crecer y multiplicarse.
—¿Tenéis anillo? —preguntó el sacerdote.
—Sí —respondió él y, soltando las manos de Eloise, metió la mano en su monedero. Sacó un anillo de oro con rubíes engarzados y notó que a Eloise se le abrían los ojos como platos al reconocerlo—. Tu padre no podía estar presente, pero quería que su espíritu lo estuviera. Nos lo presta hasta que podamos comprar uno para ti.
Esta vez, Roland comprendió perfectamente el motivo de las lágrimas. El también había estado a punto de derramarlas cuando Sir John le había puesto en la mano el anillo.
Con el anillo demasiado grande en el dedo de Eloise, el sacerdote ató una tira de tejido de lino alrededor de sus manos enlazadas, los bendijo y los conminó a compartir un beso de paz.
Paz. ¡Ja! Todo su cuerpo vibró al saborear los labios de su esposa.
—Id en paz y amor, hijos míos. Que Dios ilumine y bendiga vuestro camino todos los días de vuestra vida.
Y quedó hecho. Sus vidas estarían, a partir de ese momento, unidas.
Se sirvió cerveza y se intercambiaron abrazos y apretones de manos.
Roland desenrolló el pergamino lo suficiente para que los presentes vieran las firmas que sellaban el acuerdo y para que los testigos del matrimonio añadieran sus nombres y sus firmas al final. Tras utilizar la salvadera para secarlo, guardó la prueba de su unión con Eloise en su túnica, para tenerla a buen recaudo si alguien cuestionaba la validez del matrimonio.
La cena de bodas que se sirvió consistió en un sabroso estofado de carne y pan negro, y Roland hizo un apunte mental para no olvidarse de pagarle a la señora Green una cantidad adicional por toda su gentileza, especialmente después de todos los problemas que había llevado a su casa.
Tras pagar al sacerdote, Timothy y Geoffrey subieron a la habitación y sacaron dos jergones, haciendo procaces comentarios sobre los motivos para dejar libre la habitación del piso superior.
Cuando al fin Roland la tuvo para él solo, la noche oscura y fugaz, a la luz temblorosa de una vela, procedió a deshacer los lazos de su vestido lenta y reverencialmente.
Ella le pasó el dedo por los labios sonriendo suavemente.
—Esposo —susurró como si estuviera probando a ver si el título sonaba bien.
—¿Mi esposa tiene algún requerimiento?
—No esta vez. Ahora sé de lo que eres capaz, y prometiste que podría tener una parte más activa esta vez. Guíame, esposo. Estoy ansiosa por aprender más.
Su confianza en sí misma y su disposición —ambas cosas un buen augurio para el éxito de su matrimonio y de la próxima hora— alcanzaron rápidamente su objetivo.
—Tenemos una larga noche ante nosotros.
—¡Eso espero!
Roland se tomó su tiempo en quitarle la ropa, cada prenda, desde la guirnalda de hierbas hasta las medias, mostrando la adoración que sentía por aquel cuerpo con caricias y besos hasta descubrir su piel cremosa.
Ella devolvió el favor. Eloise se afanó con las botas, pero no tuvo problemas con los lazos de su túnica. Resultaba muy amoroso ver cómo intentaba torpemente desatar los cordones de sus calzas, pero cómo consiguió finalmente desatarlas y las bajó lo suficiente para que él saliera de ellas.
Eloise no pudo por menos que quedarse mirando su erección.
Resultaba muy sensual y atractivo, casi endiabladamente excitante, que una mujer ya desnuda se ocupara de desnudarle a uno y después se quedara mirando su virilidad con un grado de admiración que rozaba el respeto reverencial. Pensar que esa mujer que tenía ante sí en toda su gloria femenina era Eloise, su amor y su amante, y ahora esposa, hizo que se sintiera muy humilde.
Entonces lo tocó suavemente, las yemas de sus dedos rozaron la punta, y él respondió con un escalofrío involuntario.
—¿Sensible? —preguntó ella.
Él apretó los dientes.
—Sí.
—¿Y aquí también?
La caricia a lo largo del pene le provocó toda una riada de escalofríos y una intolerable necesidad de ella.
—Especialmente ahí.
Rodeó su sexo con la mano.
—Entonces cuando colocas… esto dentro de mí, me sientes a tu alrededor, y…
Roland se apartó y la tomó en brazos. La muy pícara aprendía deprisa.
—Sí, siento tu cuerpo a mi alrededor igual que tú me sientes en tu interior.
Cayeron sobre el colchón pesadamente y rodaron hasta el centro de la cama, donde se quedaron de costado, mirándose.
—Eres como un guante de terciopelo en el que encajo a la perfección. Puedo sentir el ritmo de tu excitación cuando alcanzas el gozo conyugal.
Ella se apretó contra él en señal de invitación.
—Muéstramelo.
—Pensé que querías tomar parte activa.
—Después. Ahora te necesito dentro de mí, Roland. Quiero que lleves a cabo esas obligaciones maritales que entiendo debo soportar.
Soportar. ¡Ja! Él le enseñaría lo que era soportar, si es que él podía.
Reculó hasta quedarse a la altura justa y le levantó una pierna sobre sus caderas, abriéndola para él, y se deslizó dentro de ella. No mucho, pero lo suficiente para que Eloise cerrara los ojos, arqueara la espalda y susurrara algo entre dientes justo en el momento que las paredes de su sexo se cerraban sobre su vara.
—Ten piedad, Roland.
¿Piedad? ¿De quién? ¿De ella o de él? No importaba.
Roland comenzó a moverse rítmicamente, dándole más cada vez, conteniendo los aullidos que su cuerpo le lanzaba pidiendo ser liberado.
El sudor le cubría el labio superior. Pasó la mano por debajo de ella, sujetándola con fuerza contra sí. Enterrado hasta la empuñadura, le dio todo lo que tenía. Placer. Éxtasis carnal. El regalo sensual de un hombre para su mujer.
Eloise comenzó a jadear. Clavó los dedos en los hombros de Roland. Este se introdujo en la boca uno de sus pezones y comenzó a chuparlo con deleite hasta que escuchó el gemido gutural de su esposa, su apasionada súplica única en ella.
El respondió con su cuerpo y su corazón, penetrando en ella hasta que los gemidos se convirtieron en gritos de satisfacción.
Sin embargo, él continuó acariciándola suavemente, disfrutando del pulso del éxtasis de su esposa. Finalmente, Roland se detuvo, dejando que Eloise recobrara el sentido. Cuando ésta abrió los ojos y lo miró, le regaló una sonrisa que rozaba la veneración.
—Lo has sentido —dijo ella.
—Así es —respondió él besando el valle que formaban sus pechos—. ¿Recuerdas la otra noche cuando me preguntaste si me había quedado decepcionado?
—Dijiste que no —dijo ella con los ojos nubla dos—. ¿Lo estás ahora?
—No, aún no, nunca lo estaré. Quería enseñarte una cosa más, cómo saber sin duda si has complacido a tu esposo.
Y una vez más, Roland impuso el ritmo, esta vez relajando su voluntad y renunciando a todo control sobre sí mismo.
—¿Qué tengo que hacer?
—Nada por el momento, simplemente deja que… mmmm.
El ritmo se incrementó, se hizo más rápido y potente, y su semilla se derramó dentro de ella en una exhibición de magnífica liberación. Esta vez, se sintió completo, unido a ella, no como la otra vez.
Esta vez, los dos eran uno solo.
—Oh, Dios mío.
—Ah, sí.
Eloise le retiró un mechón de pelo de la frente húmeda.
—¿Te ha… dolido?
—Tanto como a ti.
—Tanto, ¿eh? Tal vez deberías mostrármelo otra vez para asegurarme de que he comprendido cómo funciona.
Y así lo hizo.
Roland se vistió en la oscuridad.
La llama se había consumido hacía ya horas, y el carbón del brasero había quedado reducido a rescoldos brillantes. La luz aún no se filtraba por la ventana.
No quería ir a ningún sitio; tan sólo deseaba quedarse bajo las mantas, arrebujado contra Eloise. Desde luego no quería salir al amanecer de un frío día de noviembre. Y, menos aún, dirigirse a la abadía de Evesham.
Cumplir con su obligación no le había resultado nunca tan costoso, pero tampoco antes había tenido que cumplir una tan urgente. Ya vestido, se sentó en el borde de la cama para ponerse las botas.
La mano de Eloise se posó en la parte baja de su espalda y empezó a ascender por su columna.
—No quería despertarte.
—He sentido frío —dijo ella con voz adormilada, el sonido más seductor que había escuchado jamás, exceptuando, tal vez, los pequeños ruiditos que hacía su garganta cuando…
—Vuelve a dormirte. Anoche no dormiste mucho.
Una leve risa precedió al roce de las mantas y las sábanas. Se puso de rodillas apretando su cuerpo desnudo contra la espalda de Roland, que ya tenía puesta la túnica. Aun así, el calor corporal de Eloise traspasó el tejido de lana. Sus brazos le rodearon el torso, y le mordisqueó ligeramente el cuello.
—Tú tampoco has descansado mucho.
—Por tu culpa.
—La acepto.
Él besó el antebrazo que le rodeaba justo por debajo de la barbilla.
—Si no dejas que me vaya, mujer, no seré responsable de mis actos.
—Ojalá no tuvieras que irte —dijo ella con un suspiro.
—Yo tampoco, pero debo hacerlo.
Eloise le besó el cuello por debajo de la oreja, la combinación de su boca húmeda y el cálido aliento despertó el instinto masculino en sus partes inferiores.
—Regresarás pronto.
Era una orden que él obedecería por varias razones.
—Tan pronto como pueda. Me llevaré tu corcel, para el monje.
—Esperemos que su velocidad te sea de ayuda —dijo ella despegándose de él—. ¿Qué ocurrirá si el monje no está en la abadía?
Roland terminó de ponerse las botas y se giró un poco. La silueta oscura de Eloise se recortaba contra la pálida luz del amanecer.
—Geoffrey tiene algunas ideas. No desesperes, Eloise.
Ella cambió de posición y al momento Roland tenía los brazos y la boca llenos de ella. Por todos los santos, le resultaría muy fácil acostumbrarse a unas despedidas tan apasionadas. Apenas podía esperar para celebrar el regreso a casa.
—Ten cuidado, St. Marten. Me he acostumbrado a compartir mi cama contigo.
—¿Después de una sola noche?
—Tienes que admitir que has estado impresionante.
Dejarla allí era la tarea más difícil que había hecho en su vida. Geoffrey lo esperaba al pie de las escaleras, vestido sólo con las calzas, su silueta iluminada por una pequeña vela.
—¿Cómo está?
No podía decirle al hermano de Eloise lo magnífica que había estado y durante varias horas.
—No ha dormido mucho.
—Era su noche de bodas. Si hubiera dormido, me preguntaría si tienes algún problema.
—Según ella, no tengo ninguno —dijo Roland dándole a Geoffrey una palmada cariñosa en el brazo—. Cuida de ella. Debería estar de vuelta en cuatro días. Como sabes, me llevo el corcel. Tampoco estaría de más enviar un mensajero a Lelleford para que empiecen a empaquetar las pertenencias de Eloise.
—Deseoso de llevarte el botín, ¿eh?
En sus palabras había tan buena intención que Roland no lo tomó como una ofensa.
—Naturalmente. ¿Vas a ver a Lancaster hoy?
—Sí. Lo mejor es tener alguna otra defensa en mente. Tal vez Lancaster ya tenga un plan.
Roland lo esperaba de todo corazón, porque no había nada seguro en su viaje a Evesham.
Capítulo 19
Roland llevaba fuera dos días. Eloise lo echaba terriblemente de menos, y estaba más preocupada por él que por el resultado de la empresa que se traían entre manos. Probablemente sonara desleal hacia su padre, pero tras pronunciar los votos matrimoniales, el centro de su vida había cambiado por completo.
Esposo. La palabra aún le sonaba extraña, pero mágica.
—¿Te sientes mal? —preguntó su padre.
Aun sabiendo que él no podía haber oído sus pensamientos, ladeó la cabeza inquisitivamente. Él le señaló el regazo.
—No has dejado de jugar con el anillo en los últimos dos días. ¿Tan molesto te resulta llevarlo?
En absoluto, ni respecto al anillo ni respecto a su matrimonio ni respecto a la inusual demostración de afecto por parte de su padre. Si no fuera por las circunstancias, estaría exultante de gozo.
—No —dijo ella girando una vez más el anillo y deteniendo a continuación el movimiento de sus manos—. Imagino que tu mano sí se siente extraña por no llevarlo.
—Me estoy acostumbrando —dijo él moviendo los dedos.
Igual que se había acostumbrado a su cámara en la torre de Baliol. Desde su silla, cerca de la mesa, Eloise echó un vistazo a la habitación. Era una cámara muy cómoda en muchos aspectos, pero estar allí encerrado todo el tiempo, con la única excepción de los paseos que le permitían dar por el patio de la Torre… Ella se volvería loca.
Últimamente había pasado mucho tiempo encerrada con su padre mientras Geoffrey se mantenía ocupado reuniendo información y buscando opiniones que le pudieran resultar de ayuda a Sir John. Hacia el final del día, cuando llegaba para relatarles sus hallazgos y recogerla, Eloise estaba siempre más que dispuesta a irse.
En ese mismo momento, Geoffrey estaría tratando de recibir audiencia de Lancaster, a quien el rey había consentido en ver esa misma mañana.
—St. Marten debería poder comprarte un bonito anillo con el dinero que ha recibido. Le hemos hecho un hombre muy rico.
Un comentario desagradecido. Roland no le había dicho nada de su negociación con su padre, y ella tampoco le había preguntado, en gran parte porque no había tenido tiempo.
Muchas cosas habían ocurrido en muy poco tiempo. Desde el momento de la llegada de Geoffrey hasta la marcha de Roland, todo estaba borroso.
Excepto su noche de bodas. Eso lo recordaba con todo lujo de detalles.
—Sabíais que estabais haciendo rico a Roland cuando firmasteis el documento. Sería bastante mezquino envidiarle por mi dote ahora —dijo ella entornando los ojos—. No sacasteis nada, ¿verdad?
Su padre tomó un peón y lo movió un recuadro, el lugar en el que ella podría comérselo con su alfil. ¿Un movimiento desaconsejado? ¿O una trampa para ella?
—No, pero tú sí añadiste algo. Puedo comprender lo de las ovejas y el telar, ¿pero la vaca lechera?
—Necesitaremos leche para hacer queso, y no recuerdo el ganado que se cuida en el feudo de Durham. ¿No me iréis a racanear una vaca?
—Supongo que será mejor que la tengas tú a que se quede con ella Kenworth.
Esa era otra faceta que había notado recientemente, la inusual sumisión de su padre a un destino intolerable. Según pasaban los días, su carácter se mostraba más torturado y desesperado. Ella esperaba que Geoffrey trajera buenas noticias, aunque sólo fuera para levantarle los ánimos a su padre.
—Kenworth no os arrebatará nada. ¿Cómo podéis mostraros tan hosco cuando tanto Geoffrey como Roland trabajan con gran diligencia en vuestro favor? Seguro que uno de ellos…
Su padre agitó una mano en el aire interrumpiéndola.
—Geoffrey se pasa el día recorriendo Londres, hablando con aquel que quiera escucharle, pero la única opinión que importa es la del rey y me temo que él ya me considera culpable. En cuanto a Roland, el muchacho tiene buena intención, pero puede que su viaje a Evesham no haya valido para nada. Incluso en el caso de que nuestro escurridizo monje se halle en la abadía, ¿quién dice que hablará en mi favor? El hermano Walter es, después de todo, el espía de Kenworth.
Tras hablar así se puso en pie, y se dirigió a la ventana en evidente estado de agitación.
Una vez más, Eloise sintió que no había conseguido animarle, y finalmente tuvo que admitir que sólo las buenas noticias de Geoffrey o de Roland lo conseguirían.
Si todo salía bien, Roland debería llegar a la abadía esa tarde y estaría de vuelta en Londres en dos días más. Hasta el momento, lo único que podía hacer era esperar.
Allí estaba ella sin hacer nada una vez más, situación que le ponía los nervios a flor de piel. La paciencia nunca había sido una de sus virtudes.
Eloise dejó la partida de ajedrez, que tampoco interesaba ya a su padre. Y se acercó a él.
Dos cuervos estaban posados en el camino de ronda que conectaba las numerosas torres a lo largo de la muralla. Sobresaltados por un ruido proveniente de abajo, las aves extendieron sus alas de un negro reluciente y levantaron el vuelo.
El ruido se repitió, el choque de madera contra madera, y Eloise miró hacia abajo. Allí estaban Timothy y Edgar haciendo un poco de ejercicio con espadas de entrenamiento.
—¿De dónde han sacado esas armas?
—Oswald, lo más probable. Las armas se almacenan en el piso inferior.
—Aun así, son armas en manos de unos escuderos, uno de ellos el vuestro. Me sorprende que Oswald les haya permitido usarlas.
Su padre se encogió de hombros.
—Imagino que Oswald les habrá pedido algún tipo de juramento antes de dárselas. Son buenos muchachos.
Eloise también lo creía.
—Timothy aún se resiente de las costillas. ¿Veis cómo se amaga?
—Edgar lo está teniendo en cuenta. Los dos se han hecho muy amigos, ¿no crees?
Eloise suponía que Timothy no le había hablado a Edgar de su aventura con Isolda o Edgar no se mostraría tan comprensivo.
Aunque su propio hermano tampoco había liquidado a su amante. Lo cierto era que Geoffrey y Roland parecían congeniar muy bien, lo que le agradaba.
—Timothy y Edgar tienen mucho en común —respondió Eloise.
—¿Crees que Roland aceptará quedarse con Edgar como escudero? El muchacho llegará a ser un buen caballero con el apropiado entrenamiento.
La aceptación de la derrota que demostraba su padre la molestaba sobremanera.
—Así que además de mí, ahora también queréis entregar a Edgar. ¿Es éste el mejor plan que se os ocurre, entregar todo lo que tenéis antes de que el verdugo deslice el nudo por vuestro cuello?
Su padre alzó una ceja a modo de advertencia. Eloise hizo caso omiso. Prefería que le gritara antes que hundirse en la desesperación.
Eloise cruzó la habitación y se acercó a las perchas de las que colgaban las túnicas de su padre y tomó una de ellas.
—¿A quién debería entregarle esto? Tal vez le quede bien a Simon —dijo ella tomando a continuación la túnica de terciopelo azul oscuro ribeteada en oro que ella le había llevado para su audiencia con el rey—. Marcus siempre ha admirado ésta. ¿O debería venderla y dar el dinero a los pobres?
—Eloise…
—Vuestro semental. ¿Tenéis alguien en mente o debería quedárselo Geoffrey?
—Ya basta.
—¡Oh, yo creo que no! Ya que vos no estáis seguro de que ni vuestro hijo ni mi marido puedan encontrar la manera de ayudaros, quiero saber cómo deseáis que disponga de vuestras pertenencias para que Kenworth no pueda reclamarlas.
—Has ido demasiado lejos, hija.
Sin demasiada dulzura, Eloise dejó las túnicas de nuevo en sus perchas.
—Entonces os pido perdón, padre. Es sólo que me resulta descorazonador oíros hablar como si ya estuvierais camino del cadalso.
—Tienes que asumir que es una posibilidad.
—Lo haré cuando se dé el caso, pero hasta entonces, hay esperanza.
John dejó escapar una pequeña risotada.
—Siempre tan optimista. Bien. Haz las cosas como quieras. Siempre lo haces —dijo él ladeando la cabeza—. Como tu matrimonio. Roland y Geoffrey me aseguraron que estabas contenta. ¿Es cierto?
Pregunta extraña. Cuando le habló del acuerdo al que había llegado para casarla con Hugh, no se había molestado en preguntarle si estaba contenta, simplemente le había pedido su consentimiento. Claro que en aquella ocasión el acuerdo matrimonial había sido cosa suya y no de Geoffrey.
No habían hablado de ello, pero Eloise no tenía dudas de que Geoffrey había urdido el plan y había convencido a Roland. Ella veía como su obligación, una obligación muy placentera, conseguir que Roland no se arrepintiera.
—Estoy contenta. ¿Tenías alguna razón para dudarlo?
—Te criaste para esperar lo mejor en un esposo, y nunca he visto que te contentaras con algo que no fuera lo mejor.
Eloise recordó entonces sus intenciones de acompañar a su padre a la corte para las Navidades, para ver con sus propios ojos a los hombres que habrían de competir por obtener su mano. Primero consideraría su posición, después su aspecto y riqueza, pero nunca se habría detenido en Roland St. Marten. Y ahora allí estaba, casada con un hombre que era sexto en la línea hereditaria de su familia, sin tierras ni riqueza que lo recomendaran, y ella estaba contenta con el acuerdo, por razones que su padre nunca entendería.
—No tengo queja, padre.
Entonces el ruido de llaves fuera de la puerta le hizo volver la cabeza. Oswald abrió y entró Geoffrey. La mirada en el rostro de su hermano no presagiaba buenas noticias. Hundida, regresó a su silla junto a la mesa.
Geoffrey tiró el manto sobre la cama y esperó a que el guardián cerrara la puerta con llave antes de hablar.
—Lancaster ha ido a ver al rey esta mañana. No ha sido una audiencia muy agradable, según me ha dicho. Kenworth estaba presente también. —Geoffrey se detuvo como seleccionando cuidadosamente las palabras o reordenando sus pensamientos—. Lancaster no me ha contado todo lo que se dijo durante la audiencia, pero el resultado no es en nuestro favor. Eduardo quiere que el asunto se resuelva ya. Ha ordenado a todas las partes que se retiren a sus cámaras a deliberar.
Eloise se puso de pie de un salto.
—¡Pero eso no le deja a Roland tiempo suficiente para regresar con el hermano Walter!
—Lo sé. Le he pedido a Lancaster que solicite un aplazamiento. Él se ha mostrado de acuerdo, pero dado el presente humor del rey, no tiene demasiadas esperanzas. Kenworth le está presionando para que tome una decisión y Lancaster no saber cuánto podrá resistir el rey sin dar una imagen de debilidad.
—No mucho —comentó su padre—. El padre de Eduardo tendía a posponer las decisiones hasta que el curso de los acontecimientos las tomaba por él, con resultados desastrosos muchas veces. No es una reputación que el hijo quiera crearse. ¿Le has dicho a Lancaster dónde está Roland y cuáles son sus intenciones?
—Sí. Sabiendo lo que sabía de la audiencia de Roland con el rey, pensé que éste podría querer darle a Roland la oportunidad de que regresase.
—O no. —Padre volvió a mirar por la ventana, la cabeza inclinada hacia delante—. Tal como me temía, todo dependerá de si Eduardo me cree a mí o al conde de Kenworth. Os aconsejo que no pongáis demasiadas esperanzas en el éxito.
Roland caminaba por la sala del abad Clement, con cuidado de no golpearse con ninguna de las sobrecargadas piezas de mobiliario que lo decoraban. Se sentía demasiado grande para la habitación, demasiado pesado para aquellas sillas, con más desagrado del que quería admitir.
Desde su llegada a Evesham, donde había solicitado ver al hermano Walter, Roland había pasado de monje en monje hasta terminar en el despacho del abad. Algo no debía de ir bien. Algo tan simple como una visita a un monje no debería requerir el consentimiento ni la presencia del abad.
Aun así, el abad Clement había pedido a su ayudante que fuera a buscar al hermano Walter, así que tal vez no estuviera ocurriendo nada malo. Roland sonrió interiormente y se dio cuenta de que Eloise le había contagiado su optimismo. Aquella dama le había afectado más de lo que él creía.
—Paciencia, hijo mío. Llevará algo de tiempo localizar al hermano Walter. ¿Puedo ofreceros vino o cerveza?
Tiempo. Cada momento contaba. El abad no lo sabía porque Roland no le había dicho el motivo por el que deseaba ver al hermano Walter, tan sólo que la razón era de vital importancia.
—Aprecio vuestra hospitalidad, señor abad.
El abad Clement escanció una generosa cantidad de vino en una copa de costoso oro aunque de diseño sencillo. Hombre de gran corpulencia y aparente buen humor, el abad señaló con una mano adornada con tres sólidos anillos hacia una pesada silla tapizada de brocado.
—Tomad asiento, Sir Roland. Y contadme noticias de Londres.
Cerca de mostrarse horriblemente grosero con un hombre de la Iglesia, Roland no veía escapatoria, así que hizo una pequeña selección de noticias con la esperanza de que el hermano Walter apareciera en breve por la puerta.
Se contuvo de mencionar los cargos que pesaban sobre Sir John. Hasta que salió de Londres, Roland no había empezado a preguntarse hasta qué punto las noticias corrían ni la influencia que Kenworth pudiera tener sobre la abadía de Evesham y su abad. Lo mejor sería no decir nada delante de gente en la que no pudiera confiar con toda seguridad y guardarse los motivos que le llevaban a buscar al monje.
El vino bajó por su garganta con facilidad, y con cada sorbo Roland contaba los valiosos minutos que estaba perdiendo. Era necesario que se pusieran en camino ya buen paso. Por el bien de Sir John y por el suyo propio.
Echaba terriblemente en falta a Eloise. ¿Hacía sólo dos días que había salido de la calidez de su abrazo para partir hacia Evesham? Le parecía una eternidad.
En el camino a la abadía, había pensado mucho en ella, en lo que estaría haciendo y dónde se encontraría. Su hermano cuidaría de ella, Roland lo sabía. Geoffrey se aseguraría de que nada malo le ocurriera durante su ausencia. Pero hasta que no la viera de nuevo, Roland sabía que no estaría tranquilo.
Santo Dios, por ella se sentía trastornado. Había arriesgado mucho y todo por el amor de una mujer. Una idea caballeresca que no tenía cabida en el mundo real. Uno podía desear mucho a una mujer en la lejanía, escribir versos a la belleza de su dama o incluso jurar llevar a cabo una proeza en su nombre. Sin embargo, ningún caballero sensato pondría su buen nombre en peligro ni arriesgaría su futuro al servicio del rey en nombre del amor.
Sin embargo, él lo había hecho. Al casarse con Eloise. Al ayudar a su padre.
Puede que Sir John fuera declarado culpable de traición. El rey podría no sentirse complacido con su matrimonio con Eloise. Aun así, ni todo el poder del cielo y de la tierra podría haber evitado que se casara con ella una vez que ésta dio su consentimiento.
Apuró la copa.
Ella también parecía contenta con el matrimonio, pero Eloise era una mujer fuerte y orgullosa. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se diera cuenta de lo realmente inconsistente que era el acuerdo matrimonial que había aceptado? Podía ser incluso que lamentara aquello a lo que había renunciado. ¿Seguiría estando contenta si su marido no lograra devolverle a su padre?
¿Por qué su habitual confianza en sus fuerzas y habilidades parecía tambalearse en lo referente a Eloise?
Porque la amaba. Porque aborrecía la idea de perder la alegría y el gozo que hallaba cuando estaba entre sus brazos. Por primera vez en su vida, se había rendido a los designios que marcaba el corazón en vez de seguir las advertencias que le dictaba la cabeza. Su posición era de absoluta humildad.
Roland se levantó cuando se abrió la puerta. El ayudante del abad regresaba… sin el hermano Walter.
El monje se inclinó ante el prelado.
—El hermano Walter solicita vuestra indulgencia y pide ser excusado de esta audiencia. Expresa su deseo de no hablar con Sir Roland.
Roland estuvo a punto de lanzar la copa por los aires. Desde luego no era lo que esperaba.
—¿Te ha dado alguna razón? —preguntó el abad.
—No, mi señor. Ninguna.
El abad miró a Roland con gesto inquisitivo. A Roland no se le ocurría ninguna razón por la que el monje pudiera querer ocultarse, en cualquier caso ninguna era para los oídos del abad. Al recordar cómo sacó al monje de los establos en Lelleford, el embarazoso baño que le dieron en medio del patio y la posterior entrega a Kenworth, Roland luchaba entre decir la verdad o salir de allí.
—Entiendo su reticencia. Me temo que nuestro último encuentro no fue amistoso en demasía, pero esperaba que hubiera encontrado en su corazón el perdón para mí. Os aseguro, mi señor abad, que el hermano Walter no tiene nada que temer de mí.
No mucho, en cualquier caso. No si el hombre salía de su escondite y se subía al caballo.
El ayudante meneó la cabeza.
—El hermano Walter ha sido muy claro. Me dijo que le desea buen viaje a Sir Roland.
Sin el tiempo ni la paciencia para aplacar los ánimos o negociar, Roland se apoyó sobre el escritorio de madera pulida del abad y se inclinó hacia delante.
—Con el debido respeto hacia la reticencia del hermano Walter, debo hablar con él. Que este buen monje aquí presente haga que el hermano venga a mi presencia o que me lleve ante él, no me importa. Sin embargo, no me iré de aquí hasta que haya hablado con él.
Roland suponía que un hombre no llega a la posición de abad si no posee algún tipo de poder. El abad de Evesham le dirigió una mirada fulminante.
—No obligaré a ninguno de mis monjes a tomar parte en una audiencia en la que se siente intimidado. ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?
—Asuntos del rey. —No era una mentira, y pareció surtir efectos, pues el ayudante del abad levantó la ceja y dejó escapar un grito por la impresión.
No así el abad.
—El rey, decís. ¿Qué puede querer el rey de nuestro hermano?
Roland retrocedió.
Se me permite informar al hermano Walter. Si él desea decíroslo, puede hacerlo. Sin embargo, baste decir que la vida de un hombre puede depender de cierta información que el hermano posee. ¿Dejaréis que un hombre muera por la reticencia del hermano Walter?
El abad no se tomó mucho tiempo para pensarlo.
—Os llevaremos ante el hermano Walter, pero insisto en estar presente cuando habléis con él.
—Me parece justo.
Roland avanzaba por los pasajes de la abadía junto al abad. Nunca antes había pisado un monasterio y le impresionaba comprobar que su estructura fuera tan similar a la de un castillo. Gruesas paredes de piedra. Un gran salón dispuesto con mesas de caballete a todo lo largo. Gente de aquí para allá ocupada en diversas tareas, aunque el palmoteo de las sandalias sustituía el golpeteo de las botas.
Excepto que allí todos los presentes eran hombres, todos respetuosamente silenciosos. No un silencio ominoso, pero casi. Era difícil imaginar a un hombre tan vital como Geoffrey en un ambiente como aquél, y sin embargo muy fácil encajar que un hombre asustadizo como el hermano Walter pudieran hallar solaz entre sus paredes.
El monje que los guiaba aminoró el paso cuando se acercaron al arco que daba acceso al claustro de la abadía.
—¿En el claustro? —preguntó el abad.
—Sí, mi señor. En el banco del extremo más alejado.
El abad despidió al monje y cruzó el pasadizo abovedado que conducía a un espacio abierto en el centro justo de la abadía. En el rincón más alejado, un monje ataviado con hábito marrón aparecía encogido dentro de una pequeña alcoba.
Roland sintió que el pulso de le aceleraba al reconocer a su presa. Temiendo que el hermano Walter pudiera salir corriendo si se aproximaba bruscamente, igualó el paso con el del abad, con sumo cuidado de no sobrepasarle.
Conforme se acercaban a él, el monje levantó la cabeza lentamente, y puso unos ojos como platos por el miedo. El abad levantó las manos, con las palmas hacia él, y aceleró el paso. Roland se quedó quieto.
—Venimos en paz, hijo mío. No queremos hacerte ningún daño —dijo el abad.
El monje no lo creía, pero no hizo movimiento alguno salvo el visible estremecimiento cuando el abad le puso la mano en el hombro.
Mientras el abad susurraba palabras tranquilizadoras, Roland se dio cuenta de que algo terrible debía de haberle ocurrido al hermano Walter tras abandonar Lelleford. El hombre se había mostrado asustadizo, sí, pero no como un conejo a punto de ser cazado por un halcón.
¿Obra de Kenworth? Roland recordaba haber pensado que el monje podría haber sufrido las consecuencias de alertar a Sir John de la llegada de Kenworth. Este no se había deshecho de su espía, pero estaba claro que se había ocupado de que se le infligiera algún castigo.
Tras la exhibición por parte del abad de sus dotes persuasivas, el hermano Walter terminó por levantarse del banco y se metió las manos en las anchas mangas del hábito. No estaba temblando pero Roland sentía que seguía teniendo miedo.
Aunque algo impaciente, Roland esperó a que el abad le hiciera una leve señal con la mano para acercarse.
—Hermano Walter —dijo Roland suavemente—. Le he dado al abad Clement mi palabra de que no os haría daño. Como caballero, un hombre que se enorgullece por su honor, os hago ahora la misma promesa. No tenéis nada que temer de mí.
—Vos servís a… Kenworth.
Roland no sabía cuánta influencia podía tener Kenworth sobre la abadía ni sobre el abad, si es que tenía alguna, pero decidió que debía correr cierto riesgo.
—Estoy al servicio del rey no de Kenworth. He venido en nombre de una tercera persona que necesita vuestra ayuda mucho. ¿Puedo pediros el gran favor de hablar con vos en privado?
El abad dio una pequeña palmada en el hombro del monje.
—No me alejaré de aquí. Me sentaré en tu banco.
El hermano Walter tragó con dificultad, y asintió levemente. El abad se sentó en el banco cercano, pero lo suficientemente lejos como para darles privacidad.
En un intento de no parecer tan intimidatorio, Roland enlazó las manos tras la espalda. No tenía tiempo para preguntar al monje y sonsacarle lo que sabía del asunto. Pero aunque directo, podía ser amable.
—Me temo que Kenworth está a punto de salirse con la suya en el asunto de Sir John, que en estos momentos está encerrado en la Torre de Londres a la espera de juicio. Hermano Walter, Sir John no puede librarse de los cargos que pesan sobre él sin vuestra ayuda. ¿Vendréis conmigo?
—No, no puedo salir de aquí —dijo Walter con voz casi inaudible—. No puedo.
Roland se esforzó por mantener la calma delante de un hombre que sentía pánico.
—La señora Eloise cree que queríais decirle a su padre algo vital la mañana que Sir John salió de Lelleford huyendo de Kenworth. ¿Es eso cierto?
El monje dejó caer la cabeza.
—¿Cómo está… la señora?
Fue el turno de Roland de tomar aliento para tranquilizarse.
—Está en Londres, haciendo todo lo que puede para alegrar los ánimos de su padre. —Y entonces supo cómo podía ganarse la confianza del monje—. Ahora estamos casados, Lady Eloise y yo.
El miedo cedió ligeramente.
—¿Vos sois ahora hijo por matrimonio de Sir John?
—Así es, y como tal, quiero ayudarle en todo lo posible. ¿Está en lo cierto mi esposa al creer que queríais decirle a su padre algo de la misiva que está en posesión del rey?
El monje cerró los ojos pero guardó silencio.
—Hermano Walter, Sir John puede terminar colgado si no termináis vuestra confesión.
Un visible escalofrío recorrió el cuerpo del hombre, que apretó los ojos con fuerza. Por un momento, Roland creyó que el monje iba a salir corriendo. Entonces se calmó y abrió los ojos. Un matiz cercano al desafío iluminó sus rasgos.
—Sir John es un buen hombre —dijo con una voz que parecía ir recuperando la fuerza.
—Yo también lo creo. Tan bueno como es el juicio de Dios. En cualquier caso, no es culpable de traición.
—No, no lo es.
Al final, Roland empezó a sentirse esperanzado.
—¿Vendréis conmigo?
—Kenworth…
Roland esperó a que el monje terminara pero no lo hizo. Las palabras parecían habérsele atascado en la garganta. Al no haber sentido nunca un terror igual hacia ningún hombre, Roland intentó comprender al monje.
—Kenworth no os hará daño. El hijo de Sir John, Geoffrey, o yo seremos vuestros guardianes. Es muy posible que ni siquiera tengáis que volver a ver a Kenworth.
El hermano Walter miró hacia el abad, que seguía sentado en el banco. ¿Buscaría guía tal vez?
Los minutos pasaban, el tiempo se reducía.
Roland levantó la mano derecha.
—Os doy mi promesa de que, bien ocultándoos o con la espada, haré todo lo posible por defenderos de Kenworth.
El hermano Walter miró la mano extendida y, lentamente, deslizó la suya de la ancha manga de su hábito.
Lisiado. Tenía los dedos torcidos. El pulgar parecía roto. Los nudillos extremadamente hinchados y prominentes.
Roland comprendió entonces el miedo del monje y consiguió mantener la calma mientras estrechaban las manos. Roland apretó la mano del monje con tanta firmeza como se atrevió sin llegar a hacerle daño, y al momento notó que el monje respondía con un apretón no extremadamente duro pero sí con cierta presión.
—Iré con vos —dijo el monje.
Roland notó que un gran alivio se apoderaba de él y sus pensamientos se centraron de nuevo en el viaje de retorno. Aunque odiaba mencionar la herida, no pudo por menos que preguntar.
—¿Podéis montar a caballo?
—Sí. Iré a buscar mi manto.
El monje cruzó el claustro a toda prisa.
El abad posó la mano en el hombro de Roland.
—Os habéis portado muy bien, hijo. No había visto esa actitud en el hermano Walter desde que regresó a nosotros.
—¿Qué le ha ocurrido en la mano?
—Me dijo que se cayó y la rueda de una carreta le aplastó los dedos.
Roland no dudaba de que se tratara de la rueda de una carreta, pero no podía evitar preguntarse cómo había hecho el monje para ir a dar a esa posición. Ciertamente, se trataba de un hombre algo torpe, pero Roland dudaba mucho de que la herida hubiera sido una casualidad.
—Habría sido mejor para el hermano Walter que no hubiera salido nunca de la abadía.
El abad se limitó a encogerse de hombros.
—Tal vez. Nunca se me ocurrió cuestionarle sus motivos para aceptar la oferta de Sir John Hamelin para que trabajara para él como su escribiente. Supongo que debería haberlo hecho.
—¿Y cómo es eso?
—El hermano Walter es el hijo bastardo del conde de Kenworth. Os confío su persona para que lo protejáis. No me decepcionéis, Sir Roland.
¿Hijo bastardo?
Roland se tambaleó ante la noticia. Aun antes de haberla asimilado por completo, no pudo evitar comprender todas las acciones del monje y su miedo.
El hermano Walter había accedido a trabajar como espía con el fin de complacer a su padre. La conciencia del monje debía de haber estado remordiéndole hasta el punto de que informó a Sir John, a quien había llegado a respetar. Como castigo por su traición, Kenworth había perdonado la vida al hermano Walter pero no sin antes dejarle un recordatorio de su acto de traidor.
Y ahora él le estaba pidiendo que traicionara a su padre. Por todos los santos. ¿Sería capaz el monje de encontrar la fuerza para hacer lo que se le estaba pidiendo? Y de ser así, ¿podría Roland proteger al hermano Walter contra la ira de Kenworth?
Capítulo 20
Ataviada con su vestido de color carmesí, las manos enlazadas sobre el regazo, Eloise se sentó en una silla tapizada en el extremo más alejado de la suntuosa cámara del rey.
A un lado del escritorio del rey estaba William, conde de Kenworth, y al otro Geoffrey y su padre.
Sentado en una silla que más parecía un trono, el rey Eduardo se inclinó hacia delante sobre el escritorio, los brazos cruzados, las cuatro misivas extendidas delante de él.
Lancaster no había podido asistir. Temiéndose que la audiencia pudiera desembocar en una pelea entre el rey y los dos condes y seguro de que podría representar perfectamente a su padre, Geoffrey le había pedido a Lancaster que no apareciera.
Roland tampoco estaba presente, y su ausencia continuada no hacía sino apretar el nudo que ella tenía en el estómago.
Tenía que haber estado de vuelta hacia la tarde del día anterior, y a cada hora que pasaba Eloise se preocupaba menos de si había logrado encontrar al monje y más sobre su propia seguridad.
Cierto era que quería que Roland apareciera con el monje, pero en ese momento se contentaría con saber que no le había pasado nada malo. No dejaba de mirar hacia la puerta al tiempo que intentaba no perder detalle de los argumentos presentados ante el rey Eduardo de una forma respetuosa y civilizada.
El rey escuchaba sin hacer comentario alguno, sin mostrar sus pensamientos, mientras Kenworth intercambiaba con Geoffrey puntos de vista opuestos sobre la credibilidad de las misivas y la cualidad del carácter de su padre.
Aunque la falta de reacción del rey la irritaba, Eloise estaba agradablemente sorprendida ante su aplomo y su presencia imponente. Tal vez influyeran las múltiples historias que le había oído contar a su padre sobre las proezas del rey, o tal vez sintiera el magnetismo de su poder y su posición. En cualquier caso, estaría dispuesta a jurar lealtad al joven rey en ese mismo momento.
Kenworth agitó una mano en el aire.
—Mi señor, las misivas hablan por sí mismas. La cuestión no es si John Hamelin ha estado conspirando con el jefe escocés, sino durante cuánto tiempo.
—Nunca —replicó su padre con tranquilidad, hablando por primera vez.
Kenworth le señaló con un dedo.
—Esta vez te han cogido, Hamelin. Negar los cargos no hará sino aumentar tu deshonor.
—Nunca —repitió padre con más fuerza—. Fue tu espía quien introdujo las misivas en mi sala de cuentas. Lo que me hace preguntarme dónde las obtuvo. ¿De ti tal vez, Kenworth?
Geoffrey hizo un gesto nervioso y Eloise apretó con más fuerza las manos sobre el regazo. Padre y Geoffrey habían acordado no mencionar sus sospechas sobre la naturaleza del papel del hermano Walter. En parte porque su creencia se basaba en gran parte en especulaciones, pero sobre todo porque no podían probar nada sin la presencia del monje.
—¡Ridículo! —la voz de Kenworth resonó en la espaciosa cámara.
El rey ignoró el exabrupto y se limitó a arquear la ceja en dirección a su padre.
—¿Qué espía?
—Un monje que tomé a mi servicio como escribiente. La mañana que había de llegar Kenworth, el hermano Walter confesó que había introducido las misivas en Lelleford y me avisó de que Kenworth tenía previsto ir a mi castillo para arrestarme por traición.
Kenworth sacudió la cabeza.
—Mentiras y más mentiras. Es cierto que el hermano Walter sabía lo de las misivas. Nos hizo un gran servicio, mi señor, informándome de su existencia.
Eduardo miró a Kenworth.
—No me informasteis del papel de ese monje.
—No me pareció importante. El descubrimiento de las misivas por parte del monje no hace sino apoyar todo lo que ya sabíamos a través de la misiva que encontramos en posesión del mensajero de MacLeod. La existencia de las misivas en sí es lo importante, no cómo las conseguimos. —Kenworth señaló con la mano hacia el escritorio—. Es toda la prueba que necesitamos para enviar a este traidor a la horca, mi señor. Decid una palabra y haré que se ejecute la orden.
Eloise tuvo que contenerse para no suplicarle al rey que no creyera en las apariencias, hacer que se diera cuenta de que las pruebas que tenía ante sus ojos eran falsas. ¿Pero cómo no hacerles caso? A pesar de todo lo dicho, era el nombre de su padre y no el de Kenworth el que aparecía en la misiva, relacionado claramente con el de MacLeod.
Eduardo miró a Kenworth.
—¿Dónde está el monje?
Kenworth abrió la boca para responder, pero Geoffrey se le adelantó.
—Creemos que está en la abadía de Evesham, mi señor. Roland St. Marten ha ido en su busca.
Kenworth resopló.
—St. Marten. Canalla indigno de confianza. Ha traicionado vuestra confianza, mi señor. ¿Sois consciente de que ha desobedecido vuestras órdenes? En vez de permanecer en Lelleford, ha traído a la hija del traidor a Londres. —Kenworth miró a Eloise con desprecio y ésta sintió un escalofrío a lo largo de la espalda—. ¿Sabes, Hamelin, que comparten una habitación encima de una botica? St. Marten ha estado copulando con tu hija.
Eloise dejó escapar un grito al oír la deshonrosa descripción de sus relaciones íntimas con Roland. Mientras el calor subía por sus mejillas en parte por la vergüenza y en parte por la indignación en nombre de Roland, se dio cuenta de que Kenworth acababa de confesar que sabía dónde se alojaban en la ciudad. Tal vez hubiera sido él quien había enviado a aquellos dos granujas a raptarla tal como creía su padre.
Sir John, por su parte, agitó una mano en el aire en señal de quitar importancia al hecho.
—Lo que St. Marten haga o no haga con Eloise es cosa suya. ¿Sabías, Kenworth, que están casados?
Eloise hizo un gesto de disgusto al ver la ceja arqueada en el rostro del rey. Roland aún no había tenido tiempo de informar al rey de su matrimonio. Podría tener problemas por ello más tarde.
Aun así, la súbita palidez de Kenworth al darse cuenta de que Durham seguía estando lejos de su alcance le resultó a ella muy satisfactoria.
—¿Casados? ¿St. Marten y tu hija?
La sonrisa de su padre se agrandó.
—Hace varias noches.
La agitación de Kenworth se agudizó.
—Imposible. Yo me habría enterado de haberse celebrado tal ceremonia.
—St. Marten posee el acuerdo matrimonial firmado y formalizado. Varias personas estaban presentes cuando intercambiaron los votos. —Su padre ladeó la cabeza—. Entiendo que has estado vigilando a Roland. Lo cual me hace preguntarme por la calidad de los criminales que contratas.
Kenworth apretó los puños y volvió a abrirlos repetidamente, la necesidad de golpear a su padre se hizo evidente para todos los allí presentes, entre ellos el rey.
—¿Importa mucho el hecho de que St. Marten se haya casado? —preguntó el rey.
El conde pareció recuperar las riendas de su ira.
—No, mi señor. Tampoco importa el monje. Lo cierto es que, aun en el caso de que St. Marten llegara con el hermano Walter, el monje se limitaría a confirmar lo que os acabo de decir.
O Kenworth estaba muy seguro de lo que el monje iba a decir, o el hermano Walter no estaba en Evesham. O Kenworth se había asegurado de que Roland no pudiera presentar al monje ante el rey.
Eloise sintió las manos temblorosas. ¿Habría ordenado Kenworth a sus secuaces que siguieran a Roland fuera de Londres y que lo capturaran o lo mataran al comprobar que se dirigía a Evesham?
El duro golpe que sintió en el corazón no hizo sino aumentar su furia. Eloise se puso en pie, preparada para clavarle las uñas a Kenworth hasta destrozarlo si no le decía dónde estaba Roland.
El maldito bellaco se libró porque en ese momento las pesadas puertas de roble de la sala se abrieron dando paso a Roland.
Vivo. Cubierto del polvo del camino y con el pelo revuelto, con aspecto agotado pero vivo.
Eloise cubrió la distancia que la separaba de él y le echó los brazos al cuello deleitándose en la sensación de oír el latido de Roland tan cerca del suyo. Eloise cerró los ojos sin apartarse del esposo por el que había empezado a temer, el hombre que amaba más allá de toda razón.
Santo Dios, aquel hombre la había trastornado. Contra toda lógica, había estado a punto de enfrentarse a un conde por el mero hecho de que hubiera podido hacerle daño a Roland, sin haber pensado ni por un momento en toda la gente que había en aquella cámara.
¡Había estado a punto de ponerse en evidencia delante del Rey! Sólo en ese momento se le ocurría pensar que los presentes pudieran sentirse avergonzados por su impulsiva muestra de afecto.
Eloise se tranquilizó al notar que a Roland no parecía importarle. Sus brazos le ciñeron la cintura con fuerza mientras ella le rodeaba el cuello.
—Gracias a Dios —susurró—. ¿Qué te ha retenido tanto tiempo?
—El hermano Walter no podía sentarse bien sobre el caballo —dijo con un tono que le dejaba claro que había algo más, que ahí no terminaba la historia—. Te pido perdón si la demora te ha causado congoja.
—Yo… estaba preocupada.
Tras apretarla una vez más con fuerza a modo de tranquilizador gesto, Roland aflojó los brazos.
—Pronto terminará todo.
Eloise se apartó no sin cierta reticencia y miró al monje que podía ser la salvación de su padre. El hermano Walter miraba al suelo, las manos metidas en las amplias mangas. Con el mismo aspecto de agotamiento que Roland, el monje movía los labios en una plegaria silenciosa.
Con cautela, Roland tocó al monje en el antebrazo.
—No contaba con que estuviera presente Kenworth. ¿Podéis continuar?
Los ojos grises del hombre se abrieron y Eloise percibió un pánico tan abrumador que también sintió deseos de rodearle los hombros con el brazo.
El hermano Walter hizo un ligero asentimiento con la cabeza que no pareció demasiado tranquilizador.
Roland tomó el brazo de Eloise y lo pasó por el suyo y echaron a andar. Tras ella, oía el palmoteo de las sandalias del monje y el roce del hábito contra el suelo. A pocos pasos de distancia del rey, Roland se detuvo y Eloise hizo una profunda reverenda en consonancia con la inclinación de Roland.
—Mi señor. —Roland se giró levemente e indicó al monje que se acercara—. Este es el hermano Walter, de la abadía de Evesham, que sirvió a Sir John como escribiente durante varios meses. Ha accedido a decirnos todo lo que sabe de este asunto.
Kenworth resopló.
—Ya os he dicho lo que sabe ese monje, mi señor. Es una pérdida de tiempo dejarle hablar. Sin embargo, si todos insisten en ello, hermano Walter, decidnos cómo me ayudasteis a humillar a este traidor.
Eloise se preguntó si habría sido sólo ella la que había percibido el tono amenazador del conde. Pero no era así. La mirada del hermano Walter voló de Kenworth a Sir John y finalmente se posó en el rey.
—¿Qué sabéis, monje? —preguntó Eduardo.
El hermano Walter abrió la boca pero a continuación apretó los labios. Fue entonces cuando Eloise se dio cuenta de que estaba temblando violentamente y el sudor perlaba su frente. Su terror era palpable. ¿Tenía miedo del rey? No, más probablemente, todo apuntaba a Kenworth.
Eloise sintió que, en un momento de pánico, el monje podía salir huyendo de allí. Si no hablaba, no podría confirmar todas sus sospechas… Las consecuencias eran demasiado insoportables, especialmente ahora que estaba tan cerca de la liberación de su padre.
Se deslizó de su posición junto a Roland y puso una mano en el brazo del hermano Walter. Tras un momento, el temblor cedió.
—Hermano Walter —comenzó Eloise con su tono más tranquilizador—, la mañana que mi padre salió de Lelleford, queríais decirle algo de tal importancia que todos estaríamos en peligro si no lograbais dar con él. Muchas cosas han ocurrido desde entonces, y el peligro está muy cerca. Sólo vos podéis salvarle. Os pido, hermano Walter, que terminéis vuestra confesión.
Él la miró durante un momento y replicó con voz apenas audible:
—Yo escribí… la misiva.
Eloise notó que todos los hombres presentes se cernían sobre ella al tiempo que su mundo se tornaba brillante de nuevo.
—¿Qué misiva?
—La que contiene el nombre de Sir John y de MacLeod.
Las palabras quedaron en el aire durante unos segundos hasta que finalmente Kenworth se dio cuenta de que ya no controlaba a su espía. Su ira estalló palpitante y amenazadora al tiempo que se abalanzaba sobre el monje, pero Roland detuvo su ataque sosteniéndolo por la muñeca.
Bajo los dedos de Eloise, el hermano Walter comenzó a temblar de nuevo.
El conde miró a Roland.
—¿Os atrevéis a ponerme la mano encima? ¡Volvéis a olvidar cuál es vuestro lugar, St. Marten!
Roland le dedicó al conde una sonrisa feroz que hizo que Eloise sintiera escalofríos por la columna vertebral.
—Para que conste, mi lugar está entre vos y el hermano Walter, mi señor conde.
Kenworth intentó soltarse de las garras de Roland sin éxito. Este afianzó su posición entre ambos.
—¡Basta! —gritó el rey—. St. Marten, soltad al conde.
Roland obedeció, pero no abandonó su actitud protectora.
Kenworth recuperó la dignidad, pero su confianza se vio disminuida. La preocupación hizo que frunciera más el ceño.
—¿Qué tenéis que decir a eso, Kenworth? —El rey tomó en las manos la misiva más condenatoria—. ¿Hicisteis que vuestro espía copiara esta misiva con el fin de implicar a Hamelin?
—¡El monje miente! St. Marten tiene que haber amenazado a Walter o haberle prometido una jugosa recompensa. Os juro que en una hora puedo hacer que venga el hombre que encontró la misiva en poder del mensajero escocés.
—Y yo os juro, mi señor, que no he prometido a este hombre nada más que mi protección —aseguró Roland—. Ha venido por deseo propio.
El hermano Walter se aclaró la garganta.
—Sir Roland no me ha obligado a dejar Evesham. Mi recompensa será enmendar el daño que le he hecho a Sir John. Ojalá Dios pueda perdonarme por semejante atrocidad.
Kenworth se giró y miró al rey de frente.
—Se me está acusando injustamente, mi señor, y exijo una disculpa. —Se dirigió al monje—. Exijo que demuestre su acusación. Dice haber escrito la misiva. De ser cierto, debería poder hacer una copia exacta de la misma. Estoy seguro de que no podrá.
Roland giró la cabeza y miró al monje con un gesto desconcertante. Eloise sintió un nudo en el estómago. Algo no iba bien. Si el monje había escrito la misiva, debería poder hacer una copia. Y una vez hecha, su padre quedaría en libertad.
En honor del monje hay que decir que no pareció dudarlo ni un momento.
—Necesitaré material de escritura, mi señor.
El rey se levantó y le hizo una señal al hermano Walter para que se sentara en su silla. De un cajón sacó pergamino, pluma y tintero.
Eloise dejó escapar un grito de desaliento cuando el hermano Walter deslizó las manos fuera del refugio de sus mangas dejando a la vista una mano derecha visiblemente deformada. El corazón se le cayó a los pies cuando sus dedos torcidos rozaron la pluma.
A continuación, con los labios fruncidos y un gesto de atroz sufrimiento en los ojos, el hermano Walter tomó la pluma con la mano izquierda, la mojó en el tintero y comenzó a escribir.
Kenworth tiró con fuerza de su guardián y corrió a la puerta.
Al momento siguiente, Eloise no podría decir quién alcanzó al conde primero, Geoffrey o su padre, ni cuál de los dos lo sometió dejándole con la cara contra el suelo de mármol. Pero al final fue su padre quien apoyó la rodilla sobre la espalda de William, conde de Kenworth, manteniendo al traidor cautivo hasta que los hombres del rey entraron en la sala.
Durante la escaramuza, Eloise permaneció junto a Roland, con el estómago hecho un nudo hasta que la puerta se cerró, silenciando la riada de improperios que Kenworth iba escupiendo mientras era arrastrado fuera de la sala por la guardia real.
El rey Eduardo inspiró profundamente.
—St. Marten, puede que os necesite para tender la soga en la Torre.
Roland sonrió levemente.
—Como digáis, mi señor.
Celebraron el buen resultado cenando juntos en una posada. Su padre había insistido en invitar a todos aquellos que le habían apoyado a comer cordero asado y una gran variedad de acompañamientos para la carne.
Alrededor de la enorme mesa redonda, brindaron por el éxito levantando sus copas. Padre daba las gracias efusivamente a todos, incluyendo a la señora Green y a Oswald, el guardián. Haciendo gala de su generosidad, padre incluso había ofrecido al hermano Walter su antiguo trabajo como escribiente en Lelleford, pero éste declinó el ofrecimiento tímidamente, objetando que prefería regresar a la abadía de Evesham.
Antes, Roland le había contado lo que había averiguado sobre la relación del monje con Kenworth, y sus sospechas sobre lo que le había ocurrido en la mano. Kenworth le había prestado tan poca atención a su hijo bastardo que ni siquiera sabía que era zurdo.
Qué triste debía de haberle resultado al pobre monje tener que traicionar, en nombre de la justicia, a un padre al que sólo quería agradar. Qué horrible para el hermano Walter sentirse tan utilizado y despreciado.
Eloise estaba encantada de ver a su padre y a su hermano sentados juntos, en agradable compañía, como no los había visto nunca. Tal vez no estuvieran de acuerdo en todo, pero al menos podían soportar la presencia del otro sin rencor.
Los dos escuderos bebían alegremente. Edgar y Timothy habían confraternizado maravillosamente. Eloise sólo esperaba que su amistad perdurase cuando ambos se reunieran con Isolda. Era de esperar que Edgar aceptan la relación con Timothy igual que Geoffrey había aceptado la suya con Roland. Sólo el tiempo lo diría, y Eloise decidió que no quería preocuparse por nada esa noche.
No habían hecho ningún plan para el viaje de vuelta a Lelleford. Al menos allí era adónde Eloise suponía que irían, a sólo fuera para recoger sus pertenencias. Santo Dios, no le importaba adónde fueran, siempre que Roland la llevara consigo.
Y su mundo estaría lleno de color y dicha si Roland pareciera más feliz. Había estado muy callado durante la cena, aceptando los elogios de su padre con amabilidad pero sin gesto triunfal. Incluso en ese momento, una vez que toda la comida hubo sido retirada de la mesa y la cerveza corría por las copas, Eloise tenía la desconcertante sensación de que Roland no se consideraba el héroe por haber llevado al hermano Walter a la audiencia justo a tiempo de poder ayudar a su padre.
Un ejercicio de modestia que sería encomiable de no ser porque Roland era su héroe, y su esposo, y más tarde ella se encargaría de demostrarle cuánto lo apreciaba y adoraba. En una de las habitaciones de la posada. No sólo les había convidado a todos a cenar, sino que su padre había alquilado varias habitaciones para que nadie tuviera que salir a la calle a tan altas horas de la noche.
Santo Dios, apenas si podía esperar a que Roland la condujera hacia su habitación, y la desnudara y cubriera su cuerpo con el suyo sobre el colchón. Eloise se juró que conseguiría hacer que su esposo sonriera aunque necesitara toda la noche para ello.
Notó que sus partes más íntimas se caldeaban y se inclinó hacia él rozándole levemente el brazo en el movimiento. Roland la miró y vio su suave sonrisa.
Buena señal pero no lo suficiente. Eloise se inclinó un poco más hacia él hasta que sus muslos se tocaron.
Roland arqueó una ceja, su mirada dulcificada con una chispa divertida. No era exactamente la reacción que estaba buscando pero mejor eso que el gesto serio, casi taciturno, que había mostrado durante casi toda la velada.
—¿Es necesario que me suba a tu regazo para que me prestes atención? —le susurró.
Roland elevó las comisuras de los labios.
—¿Te sientes desatendida?
—He dormido sola cuatro noches y no he dormido bien.
Roland miró a los demás presentes en la mesa, ninguno parecía tan escandaloso ya como antes. Timothy se había quedado dormido sobre la mesa, la cabeza apoyada en los brazos cruzados, y probablemente no se moviera de allí en toda la noche.
—Si quieres que nos retiremos, señora mía, adelante.
¡Por fin! Tras la ronda de buenas noches, Eloise inició la subida al piso superior, donde estaban las habitaciones. Una vez allí, ésta cruzó la estancia en dirección a las perchas mientras se quitaba la banda metálica que sujetaba el velo y éste a continuación. Cuando se giró, vio a Roland de pie junto a la puerta, mirándola con una intensidad excitante y aterradora al mismo tiempo.
Eloise deseaba despojarle de sus ropajes, excitarle hasta el punto de hacerle olvidar incluso su nombre. Era evidente que él quería lo mismo… pero algo le hacía contenerse.
—¿Qué te preocupa, Roland?
—Las circunstancias han… cambiado.
—De veras es así, y para mejor. Todos han disfrutado del festejo de esta noche excepto tú. Y posiblemente el hermano Walter. ¿Acaso te aflige su difícil situación?
Roland se pasó una mano por el pelo.
—No, el monje estará bien en cuanto regrese a la abadía.
El tono de su voz la hizo guardar silencio mientras cubría la distancia que los separaba. Eloise levantó la vista y contempló el adorado rostro de su hombre.
—Mi padre es libre. El rey no está enfadado por nuestro matrimonio.
Gracias a Dios. Todo el tiempo le había preocupado la reacción del rey, éste no había reñido a Roland. Incluso le había dicho que habría más riquezas para él. Después de todo, el rey había adquirido todas las propiedades de un condado con las que poder recompensar a aquellos que habían llevado a Kenworth ante la justicia.
—Todo ha salido bien, y eso es motivo de alegría. ¿Por qué, mi querido esposo, no lo estás celebrando haciéndole el amor a tu esposa?
Con suavidad, Roland le echó la mata de pelo hacia atrás.
—Tenemos que hablar primero.
¿Ahora? Eloise inspiró profundamente y frenó su impaciencia, tratando de recordar que una buena esposa debería saber adaptarse a los deseos de su esposo. Al menos a algunos de ellos.
—¿Sobre qué?
—Nuestro matrimonio.
Eloise notó que el corazón le daba un vuelco. Era lo que se había estado temiendo. Roland se había arrepentido del apresurado acuerdo al que había accedido bajo la presión de Geoffrey, a pesar de que el matrimonio hubiera parecido una buena de cisión al principio.
Eloise le puso la mano en el pecho.
—¿No habíamos decidido poner todo de nuestra parte para hacer funcionar este matrimonio? Sé que no soy perfecta, Roland, pero te prometo que intentaré ser una buena esposa, menos descarada. —Suspiró—. Aunque supongo que ya he roto mi promesa esta noche al sugerir que subiéramos a la habitación, rogándote prácticamente que me hicieras el amor. Te pido perdón. ¿Deseas que volvamos abajo?
Roland sonrió.
—Nada me gustaría más que estar en la cama contigo. Siempre que quieras que lo hagamos, bastará con que me hagas una señal con el dedo y lo dejaré todo para acudir a tu llamada.
Confundida, Eloise apretó con más fuerza la túnica de Roland.
—Me temo que no te entiendo.
—Accediste a este matrimonio para salvaguardar tu dote, porque si las cosas no salían bien para tu padre, ningún hombre te requeriría como esposa. La situación ha cambiado. Lo cierto es, Eloise, que ahora podrías tener a cualquier hombre del reino que desearas. Temo que termines por lamentar haberte casado con alguien de rango muy inferior al que mereces.
¡Cómo podía ser tan necio! ¿Acaso no sabía que ella había obtenido justo lo que más deseaba? No, no lo sabía porque a ella le había dado demasiado miedo exponerle sus verdaderos sentimientos.
Eloise le rodeó el cuello con los brazos y se apretó al hombre en cuyas manos había depositado su corazón y su felicidad, el hombre en quien confiaba para que la mantuviera siempre sana y salva y llenara su vida de amor.
—Mi querido Roland, tienes razón. No he recibido lo que merecía. En vez de casarme con un gran señor, me he casado con un caballero. Un hombre de coraje y honor a quien amaré y admiraré hasta el día de mi muerte. Te amo, Roland. No podría estar más contenta con nuestro matrimonio.
Roland la estrechó entre sus brazos con fuerza y su abrazo le fue correspondido.
—Me da miedo creer haber oído lo que he oído.
No era muy propio de Roland mostrarse inseguro, pero si era reafirmación lo que necesitaba ella estaba más que dispuesta a dársela. En ese momento y siempre.
—Te amo, Roland St. Marten, con todo mi corazón y mi ser. Decía la verdad cuando hicimos nuestros votos matrimoniales. Te amaré, honraré y cuidaré —y ocasionalmente obedeceré— todos los días de mi vida.
Roland no pudo evitar sonreírse.
—Hay algo que quiero enseñarte, querida mía.
Querida mía. No era la declaración de amor eterno que había esperado pero era un término cariñoso. Un comienzo.
Con reticencia, Eloise lo dejó ir. Roland sacó un rollo de pergamino de los pliegues de su túnica y Eloise lo reconoció como el acuerdo matrimonial.
—Sé lo que el acuerdo contiene.
—No todo. No la parte en la que dice que yo no llego con las manos vacías y sólo unas calzas a nuestro matrimonio.
Una imagen ciertamente erótica. Si hubiera pretendido hacer un comentario gracioso, ella contestaría, pero Eloise sabía que a Roland no le había sentado muy mal recibir tan vasta cantidad de dinero sin dar nada a cambio, así que se contuvo para no decir nada.
—No necesito ver un listado con tus caballos y armadura. ¡El cielo sea loado, Roland! Nada de eso me importa…
—Lo sé, pero a mí sí —dijo él golpeándose la palma de la mano con el pergamino—. Cuando me dirigía a la Torre para pedirle tu mano a tu padre, lo dispar de la situación me angustiaba. Yo conseguía riquezas con las que no me había atrevido a soñar, y no tenía nada que regalar a mi prometida. Aquello me resultaba difícil de aceptar.
Eloise notó el orgullo herido en sus palabras.
—¿Sigues sintiéndote así?
—Un poco, pero no mucho —dijo él deshaciendo el lazo que cerraba el rollo—. Rectifiqué la situación lo mejor que se me ocurrió, dándote lo único que poseía que me parecía apropiado.
—Sólo te necesito a ti.
Roland tomó el rostro de Eloise en sus manos cálidas, haciendo que el latido de su corazón se acelerara. Tanta ternura había en sus ojos color avellana que Eloise quería derretirse.
—Si eso es lo que piensas de verdad, entonces éste es el momento que había estado esperando para enseñarte esto —dijo él entregándole el rollo—. Léelo y créeme.
Eloise desenrolló el pergamino y leyó por encima la lista de objetos que ella misma le había dado a Geoffrey. Hacia el final, sobre la miríada de firmas, una cláusula había sido añadida. Estaba escrita en una letra desconocida para ella.
Como regalo a su prometida, Sir Roland St. Marten, caballero al servicio del Rey Eduardo de Inglaterra, jura proteger y cuidar a Eloise Hamelin de Lelleford. Dueño de nada material de valor, le ofrece todo lo que tiene, su palabra de honor de que siempre la amará y cuidará todos los días de su vida, sin importar las vicisitudes que el destino pueda traer consigo.
Amará y cuidará.
Eloise se quedó sin habla. Los ojos se le llenaron de lágrimas cegándola y evitando que pudiera releer aquellas preciosas palabras.
—Oh, Roland —dijo abrazándose a él, llorando de alegría, y buscó la protección en sus fuertes brazos.
—Te amo, Eloise. Como le dije a tu padre, mi amor por ti era la única razón por la que accedí a este matrimonio. Mi mayor deseo era que, algún día, pudieras corresponderme.
—¿Por qué…? —Eloise se detuvo y se aclaró la garganta antes de continuar—. ¿Por qué no me lo dijiste sencillamente?
—Porque quería que lo creyeras por ti misma —dijo acariciándole la mejilla con la palma de la mano, que se había vuelto a humedecer—. ¿Recuerdas que una vez me dijiste que una mujer no podía creer las palabras dulces del hombre que aspira conseguir su mano, que las demostraciones de adoración no eran más que declaraciones caballerosas sin importancia?
Recordaba haber dicho algo parecido el día que pasaron cerca de la iglesia de la aldea, el día que discutieron sobre la muerte de Hugh y la adoración que éste sentía hacia su prometida.
—Lo recuerdo.
—Por eso puse mis sentimientos por escrito, para que si alguna vez dudabas de que te hablaba en serio cuando te decía que te amaba, sólo tuvieras que leer nuestro acuerdo matrimonial que nadie puede romper ni separar.
Con la prueba irrefutable del amor de Roland hacia ella, Eloise lo atrajo hacia sí y lo besó con toda el alma. Le había dado lo único que poseía, su corazón.
Ella protegería siempre, velaría por su seguridad. Empezando por esa misma noche.
Eloise dejó el pergamino sobre la mesa y empezó a desatar los lazos de la túnica de Roland.
—¿Y ahora estás preparado para celebrarlo?
Por el rostro de Roland cruzó una sonrisa…, que duró casi toda la noche.
* * *
FIN
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
SHARI ANTON
Shari Anton es una de las grandes figuras de la novela romántica gracias a su prolífica producción (una decena de libros desde 1997) y a la buena acogida recibida tanto por parte del público como de la crítica.
Shari Antón, nacida en Estados Unidos, se ha especializado en escribir historias de amor, ambientadas principalmente en la Inglaterra medieval. Entre sus títulos más exitosos destacan El esposo perfecto, Mi enemigo, mi amor y Magia a medianoche que fue finalista del prestigioso National Reader’s Choise Award.
Pagina web de esta autora
www.sharianton.com
MI ENEMIGO, MI AMOR
Eloise Hamelin está viviendo una auténtica pesadilla. Su prometido ha caído fulminado a la entrada de la iglesia el mismo día de la boda. Su amado padre es acusado de alta traición y desaparece misteriosamente. Y el rey envía a un caballero para que la vigile a ella y a todos los de su casa. Un caballero a quien Eloise conoció cuando estuvo a punto de casarse con Hugh..., y por el que suspira en secreto.
Y Roland St. Marten no podía imaginar un infierno peor que tener que supervisar el castillo de Lelleford. Su dueña y señora lo trata no como a su protector, sino como a un huésped no deseado. El enfrentamiento es inevitable, y el amor que, en medio de sus agrias discusiones, empieza a surgir entre ellos, también. ¿Pero cómo podrá Roland ser fiel a su rey y, al mismo tiempo, seguir los dictados de su corazón?
* * *
Título original: Once a Bride
© 2004 by Sharon Antoniewicz
Libro publicado por acuerdo con Warner Books, Inc.,
New York, Nueva York, EE. UU.
Traducción: Ana Belén Fletes Valera
© De esta edición: octubre 2006, Punto de Lectura, S. L.
ISBN: 84-663-1818-6
Depósito legal: B -31. 511-2006
Impreso en España - Printed in Spain
Diseño de cubierta: Pdl Ilustraciones de cubierta.
Diseño de colección: Punto de Lectura