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agosto 01, 2010
Por Mario BungeA todos nos gusta triunfar. Incluso los masoquistas se esfuerzan por lograr sufrir. Incluso las personas carentes de ambiciones desean tener éxito en su esfuerzo por vivir con el mínimo esfuerzo. Pero una cosa es esforzarse por triunfar y otra rendir culto al éxito, como suele ocurrir en las sociedades altamente industrializadas.
El culto del éxito es más peligroso que la falta de ambición: si ésta lleva a la inutilidad, aquél va acompañado de la falta de escrúpulos. Y, a su vez, ésta conduce al comportamiento antisocial y, por tanto, inmoral.Es bueno tener siempre presente la posibilidad del fracaso. Incluso conviene recordar que el fracaso es preferible al éxito cuando el precio de éste es excesivo. Por ejemplo, cuando se paga con la salud o con el bienestar ajeno. Pero basta de sermones: vayamos a lo práctico.La búsqueda del éxito suele cegarnos al punto de hacernos perder de vista los méritos del fracaso. En efecto, no erigimos arcos de la derrota ni depositamos coronas de flores en la tumba del fracasado desconocido. Sin embargo, no habría triunfadores si no hubiera una multitud de fracasados por cada uno de los primeros.El autor realiza un análisis del valor intrínseco del éxito y del fracaso, y elabora una interesante analogía acerca de estos dos valores claves en el comportamiento del ser humano.Los historiadores oficiales callan o al menos minimizan las derrotas, o bien las transmutan en victorias. Por ejemplo, los blancos suelen describir la historia negra del colonialismo como un inmenso triunfo del espíritu humano y, en particular, del cristianismo. No se les ocurre contar lo que este triunfo occidental y cristiano fue para el resto del mundo.Hay victorias deshonrosas y fracasos honrosos. Hay quien triunfa a costillas de la miseria ajena y quien fracasa en su intento por aliviar la miseria ajena. Hay quien cobra fama por escribir basura literaria o política y quien no logra publicar ideas originales y, por lo tanto, fuera de moda. Hay quien obtiene cátedras mediante hábiles maniobras y quien nunca llega a catedrático por ser excesivamente probo. Hay quien gana votos mintiendo y quien los pierde por decir la verdad. Siendo así, no aplaudamos automáticamente a todos los triunfadores, ni despreciemos sin examen a todos los fracasados.Suele decirse que nada tiene mayor éxito que el éxito. (La máxima suena mejor en su original inglés: "Nothing succeeds like success"). Es cierto que el éxito, al inspirar confianza en sí mismo y respeto en los demás, facilita la consecución de triunfos ulteriores. Pero también es verdad que los triunfos repetidos, sobre todo cuando son fáciles, suelen traer complacencia y arrogancia y, con éstas, el descuido y eventualmente el fracaso. Nada compromete más el triunfo que la victoria continuada.El fracaso repetido causa desaliento, y éste apraxia. Pero el fracaso ocasional es indispensable para salir adelante. Yo le debo mi amor a las matemáticas al haber sido suspendido dos veces en trigonometría (plana y esférica) en la escuela secundaria. Este doble fracaso me incitó a dominar la materia. Para lograrlo, hice a un lado el manual oficial, obra de un escribidor, y estudié un excelente texto inglés que me abrió nuevos horizontes. Por este motivo yo debería estar agradecido a antipático ingeniero Y. Dejo constancia, aunque a regañadientes: gracias, ingeniero Y.Otra anécdota personal. Mi primer libro de filosofía, el dedicado al problema de la causalidad, fue rechazado por seis editoriales anglosajonas. Lo publicó la séptima, la Harvard University Press. El prestigio de esta editorial es tal que el libro fue reeditado tres veces en inglés y traducido a siete lenguas, incluso a lenguas exóticas tales como el japonés, el húngaro y el castellano. Otro ejemplo de la relatividad del fracaso. Es sabido que nadie es profeta en su tierra: quien fracasa en un sitio puede triunfar en otro y viceversa. Recuerdo los casos de dos universitarios que conocí muy de cerca. Los llamaré E y F. El primero había sido excelente estudiante; el segundo, mediocre. E aprendía con facilidad cualquier tema teórico, mientras que F tenía habilidad manual. E cultivaba la amistad de personas inteligentes e influyentes, mientras que F se hacía de los amigos que quería. E obtuvo una beca para doctorarse en el primer mundo, mientras que F se quedó en el tercero. E logró publicar una memoria en colaboración con un colega, mientras F se ganaba la vida construyendo dispositivos ingeniosos para la industria.Cuando cayó Perón, E regresó a la Argentina y, pese a no tener sino media publicación en su curriculum, fue nombrado sucesivamente catedrático de matemática, lógica y física de la atmósfera, gracias a sus conexiones y a su brillantez. En cambio, F sólo consiguió ser nombrado secretario técnico de un laboratorio.E no tenía pasta de investigador: pensaba con claridad pero no se le ocurrían ideas propias. En cambio, F era imaginativo, pero carecía de las conexiones necesarias para ingresar como investigador en un laboratorio. E decidió dedicarse a la administración y muy pronto se hizo elegir decano de la mejor facultad. Desde entonces no necesitó fingir que era un investigador. En cambio, F, ya cuarentón, ganó una beca para completar sus estudios en una prestigiosa universidad holandesa. Allí obtuvo su doctorado, fue nombrado investigador y pasó un cuarto de siglo investigando y formando investigadores. En resumen: E, investigador fracasado, triunfó como burócrata haciéndose pasar por científico y filósofo; en cambio, F, investigador frustrado en el Tercer Mundo, triunfó en el primero. Concluyo que hay países donde sólo triunfan los fracasados y otros donde también pueden triunfar los fracasados. Esta es mi modesta contribución a la fallología.El estudio del fracaso es tan fructuoso como el del éxito. El buen estratega militar, político o de negocios aprende tanto de las derrotas (propias, ajenas) como de los triunfos. En las ciencias y técnicas ocurre otro tanto. En estos campos se aprecia el descubrimiento del error y el análisis de sus causas. Averiguadas éstas, podemos diseñar hipótesis, experimentos o artefactos mejores. Por este motivo, un procedimiento corriente para encontrar tema de investigación es pasar el peine fino a un trabajo reciente e importante, con la expectativa maliciosa de encontrarle defectos corregibles.Sólo una afirmación trivial, tal como "el agua apaga la sed", puede ser perfectamente verdadera. Las hipótesis profundas son a lo sumo parcialmente verdaderas y, por lo tanto, dudosas en alguna medida. En otras palabras, la búsqueda de la verdad y de la eficacia pasan por el error.El descubrimiento del error es el primer paso para corregirlo. Pero de aquí a elogiarlo hay un abismo. Este abismo fue franqueado por el filósofo francés Gastón Bachelard, considerado por muchos como el precursor de Thomas S. Kuhn y Paul K. Feyerabend. Bachelard llegó a sostener "el primado teórico del error". Su compatriota, el sociólogo de la ciencia Bruno Latour, ha repetido esta afirmación (aunque sin citar su fuente), agregando que el poder de un científico se mide por el número de errores que ha acumulado.Estos son, desde luego, errores groseros. El error no es un triunfo, sino un fracaso. Pero una característica notoria de la ciencia y de la técnica modernas es la posibilidad que tienen de detectar el error y acotarlo o incluso corregirlo. Lo que vale no es el número de errores cometidos, sino el número de correcciones adecuadas efectuadas. Al fin y al cabo, el error es el apartamiento de la verdad o de la eficiencia, que son los que perseguimos a menos que nos propongamos engañar o engañarnos.