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agosto 01, 2010
Parte 118
—Madre ha dicho que querías verme.
Jondalar podía reconocer la tensión en los hombros rígidos y en la mirada recelosa de Darvo. Sabía que el muchacho le había estado evitando, y sospechaba la razón de su actitud. El hombre alto sonrió, tratando de parecer tranquilo y sin dar importancia a la situación, pero la vacilación que revelaba en su forma de comportarse, tan distinta de la habitual, empañaba el curso de su cálida amistad y ponía más nervioso aún a Darvo; no quería que se confirmaran sus temores. Jondalar no había previsto sin aprensión el momento de decírselo al muchacho. Sacó una prenda cuidadosamente plegada de un estante y la sacudió.
—Creo que estás casi lo suficientemente alto para ponerte esto, Darvo. Quiero dártelo.
Por un instante la mirada del muchacho se iluminó de placer al ver la camisa Zelandonii con sus dibujos intrincados y exóticos: pero enseguida volvió a mostrarse receloso.
—Te vas, ¿no es cierto? —preguntó en tono acusador.
—Thonolan es mi hermano, Darvo...
—Y yo no soy nada.
—Eso no es verdad. Me importas, y mucho. Pero Thonolan está agobiado por el pesar, no razona. Temo por él. No puedo permitir que se marche solo; si yo no cuido de él, ¿quién lo hará? Por favor, trata de comprender; yo no tengo ganas de ir al este.
— ¿Regresarás?
Jondalar hizo una pausa.
—No lo sé. No puedo prometer nada. No sé adónde vamos ni cuánto tiempo pasaremos viajando. —Le entregó la camisa—. Por eso quiero dártela, para que tengas algo que te recuerde al Zelandonii. Darvo, escúchame. Siempre serás el primer hijo de mi hogar. El muchacho miró la túnica bordada con cuentas; entonces se le llenaron los ojos de lágrimas que amenazaban derramarse.
—Yo no soy el hijo de tu hogar —gritó; dio media vuelta y salió corriendo de la vivienda.
Jondalar habría querido seguirle; sin embargo, se limitó a dejar la camisa en la plataforma donde dormía Darvo y salió lentamente.
Carlono arrugó el ceño al ver las nubes bajas.
—Creo que el tiempo se mantendrá —dijo—; pero si empieza a levantarse el viento, acércate a la orilla, aunque no encontrarás muchos puntos donde desembarcar antes de llegar al paso. La Madre se dividirá en canales cuando ganes la planicie al otro lado del paso. Recuerda: debes mantenerte en la margen izquierda. El río se dirige al norte antes de desembocar en el mar, y después al este. Poco después de la curva se le une un ancho río por la izquierda; es su último afluente importante. A corta distancia, más allá está el comienzo del delta, la salida al mar, pero todavía queda mucho trecho por recorrer. El delta es enorme y peligroso; marismas y pantanos y bancos de arena. La Madre vuelve a separarse, generalmente en cuatro canales principales, pero a veces son más: unos grandes y otros más pequeños. Sigue por el canal de la izquierda; el del norte. Hay un Campamento Mamutoi en la ribera norte, cerca de la desembocadura.
El experimentado hombre del río ya lo había explicado anteriormente; incluso había trazado un mapa en la tierra para ayudarles a orientarse hasta el final del Río de la Gran Madre. Pero consideraba que a fuerza de repetirlo se les fijaría mejor en la memoria, especialmente si llegaran a tener que tomar decisiones rápidas. No le hacía muy feliz la idea de que los dos jóvenes recorrieran el río desconocido sin un guía experto, pero ellos habían insistido; mejor dicho, Thonolan insistió y Jondalar no quiso dejarle solo. Por lo menos, el hombre alto había adquirido cierta pericia en el manejo de las embarcaciones.
Estaban de pie en el muelle de madera con su equipo embarcado en un botecito, pero su partida carecía de la excitación habitual en tales ocasiones. Thonolan se iba únicamente porque no podía seguir allí, y Jondalar habría preferido ponerse en marcha en dirección contraria.
La chispa que siempre hubo en Thonolan se había apagado. Su carácter extrovertido de antes había sido sustituido por la melancolía. Su ánimo generalmente sombrío experimentaba arrebatos de cólera que le impulsaban a una temeridad mayor y un descuido indiferente. En la primera discusión verdadera surgida entre los dos hermanos, no habían llegado a las manos debido a que Jondalar se había negado a pelear. Thonolan había acusado a su hermano de mimarle como si fuera un niño pequeño, exigiendo el derecho de vivir su vida sin que le siguieran a todas partes. Cuando Thonolan se enteró de que tal vez Serenio estuviera embarazada, se enfureció ante la idea de que Jondalar fuera capaz de abandonar a una mujer que probablemente llevaba en sus entrañas aun hijo de su espíritu, para seguir a su hermano hacia un destino desconocido. Insistió en que Jondalar se quedara y cuidase de ella como lo haría cualquier hombre decente.
A pesar de la negativa rotunda de Serenio en cuanto a emparejarse, a Jondalar no le quedaba más remedio que reconocer para sus adentros que Thonolan tenía razón. Se le había inculcado desde la niñez que la responsabilidad del hombre, su finalidad única, consistía en proporcionar sostén a madres e hijos, especialmente a la mujer que había sido bendecida con un hijo que, en cierta forma misteriosa, podría haber absorbido su espíritu. Pero Thonolan no quería quedarse, y Jondalar, asustado de que su hermano pudiera cometer alguna acción peligrosa e irracional, insistió en acompañarle. La tensión entre ambos todavía era agobiante.
Jondalar no sabía muy bien cómo despedirse de Serenio; casi temía mirarla. Pero ella sonreía cuando se inclinó para besarla, y aunque tenía los ojos algo enrojecidos e hinchados, no permitió que en ellos se trasluciese la menor emoción. Buscó a Darvo con la mirada y se sintió frustrado al no ver al muchacho entre los que habían bajado al muelle. Casi todos los demás estaban allí. Thonolan se encontraba ya en el bote cuando Jondalar embarcó y ocupó el asiento de atrás. Cogió su remo y, mientras Carlono soltaba la amarra, miró por última vez hacia arriba, hacia la elevada terraza: había un muchacho de pie cerca del borde. La camisa que llevaba puesta tardaría unos cuantos años en llenarse, pero el diseño era claramente Zelandonii. Jondalar sonrió y saludó con el remo. Darvo saludó también mientras el alto y rubio Zelandonii hundía el remo de dos palas en las aguas del río.
Los dos hermanos llegaron al centro de la corriente y miraron hacia el muelle que se quedaba atrás lleno de gente... de amigos. Mientras se dirigían río abajo, Jondalar se preguntaba si volverían a ver a los Sharamudoi o a algunos de sus conocidos. El Viaje que había comenzado como una aventura había perdido el aliciente de la emoción y, sin embargo, él era arrastrado, casi contra su voluntad, cada vez más lejos de su tierra. ¿Qué podía esperar Thonolan encontrar al este? ¿Y qué podía haber para él en esa dirección?
El gran paso del río era impresionante bajo el cielo gris encapotado. Rocas desnudas profundamente enraizadas surgían de las aguas y se elevaban en fortificaciones imponentes a ambos lados. En la margen izquierda, una serie de fortificaciones de rocas angulares, puntiagudas, se empinaban formando un abrupto relieve hasta los lejanos picos cubiertos de hielo; a la derecha, erosionadas por las intemperies, las cimas redondeadas de los montes producían la ilusión de ser simples colinas, pero su altitud era abrumadora vista desde el bote. Enormes bloques de piedra y salientes partían la corriente en remolinos de agua blanca.
Los dos hombres eran parte del medio por el que viajaban, impulsados por él como los desechos que flotaban en la superficie y el limo que se había depositado en sus silenciosas profundidades. No controlaban la velocidad ni la dirección, sólo timoneaban para evitar los obstáculos. Allí donde el río se ensanchaba más de un kilómetro y las olas elevaban y bajaban la pequeña embarcación, más bien parecía un mar. Cuando las orillas se acercaron, se notó el cambio de energía frente a la resistencia que encontraba el flujo; la corriente se hizo más fuerte cuando un mismo volumen de agua cruzó el paso reducido.
Habían recorrido más de la cuarta parte del camino, tal vez cuarenta kilómetros, cuando la lluvia que amenazaba se desató en una borrasca furiosa, levantando olas que les hicieron temer el naufragio del botecito de madera. Pero no había orilla, sólo la empinada roca mojada.
—Yo puedo timonear si tú achicas, Thonolan —dijo Jondalar.
No habían cruzado muchas palabras, pero parte de la tensión que había entre ellos se había disipado mientras remaban acompasadamente para mantener el bote en el rumbo correcto.
Thonolan dejó el remo y, con un utensilio cuadrado, de madera, a modo de cazo, trató de vaciar la pequeña nave.
—Se llena con la misma rapidez con que trato de achicar —gritó por encima de su hombro.
—No creo que esto vaya a durar. Si puedes mantener el ritmo, es posible que lo logremos —respondió Jondalar, luchando con el agua agitada.
El tiempo mejoró, y a pesar de que seguía habiendo nubes amenazadoras, los dos hermanos pudieron seguir su camino por todo el paso sin más percances.
Al igual que el alivio que se produce al desatar un cinturón muy ajustado, el río hinchado y lodoso se extendió al llegar a la planicie. Los canales se enroscaban alrededor de islas de sauces y carrizos, terrenos donde anidaban grullas y garzas, gansos y patos migratorios, así como un número infinito de otras aves.
Acamparon la primera noche en la pradera herbosa y llana de la margen izquierda. Los contrafuertes de los picos alpinos se alejaban de la orilla del río, pero los montes redondeados de la margen derecha imponían a la Gran Madre su rumbo hacia el este.
Jondalar y Thonolan cayeron en una rutina de viaje tan rápidamente, que se diría que nunca la habían interrumpido para vivir unos años con los Sharamudoi. Sin embargo, ya no era igual. Se había disipado la sensación despreocupada de la aventura, cuando buscaban lo que había en torno suyo o por el placer de descubrirlo. En cambio, el impulso de Thonolan por seguir adelante revelaba desesperación.
Jondalar había intentado hablar con su hermano una vez más para persuadirle de que regresara, pero sólo consiguió enzarzarse en una agria discusión. No volvió a mencionarlo. Hablaban más que nada para intercambiar informaciones necesarias. Jondalar sólo podía esperar que el tiempo mitigara el dolor de Thonolan, y que algún día quisiese regresar a casa y reanudar su vida. Hasta entonces, estaba decidido a seguir con él.
Los dos hermanos viajaron mucho más aprisa por el río en el bote que si hubieran recorrido la orilla a pie. Impulsados por la corriente, avanzaban velozmente y sin dificultad. Como había previsto Carlono, el río giraba hacia el norte al alcanzar una barrera compuesta por las plataformas de antiguos montes, mucho más antiguos que las montañas que rodeaban el gran río. Aunque reducidas por su edad venerable, se interponían entre el río y el mar interior que aquél trataba de alcanzar.
Impasible, el río buscó otro camino. Su estrategia en dirección norte funcionó, pero no antes de que, al hacer su último giro hacia el este, un río importante brindara su contribución de agua y limo al Gran Madre, al río tremendamente caudaloso. Con el camino abierto al fin, no pudo limitarse a un solo canal; aunque le quedaban muchos kilómetros por recorrer, se dividió una vez más en numerosos canales creando un delta en forma de abanico.
El delta era un cenagal de arenas movedizas, marismas e isletas inseguras. Algunas de las isletas de limo permanecían varios años, lo suficiente para que pequeños árboles echaran raíces delgadas, sólo para verse barridos por las vicisitudes de las crecidas de temporada o de filtraciones erosionantes. Cuatro canales principales —según la temporada y las circunstancias— se abrían paso hasta el mar, pero su curso era inconstante. Sin razón aparente, el agua se alejaba de un lecho profundamente abierto y pasaba a un nuevo sendero, arrancando los arbustos y dejando una zanja de arena blanda y mojada.
El río llamado de la Gran Madre —cerca de 3.000 Km. y dos cadenas de montañas cubiertas de glaciares que le suministraban agua — había llegado casi al final de su curso. Pero el delta, con sus más de 2.000 kilómetros cuadrados de lodo, limo, arena y agua, representaba la sección más peligrosa de todo el río.
Siguiendo el más profundo de los canales de la izquierda, el río no había resultado difícil de navegar. La corriente había llevado el botecito a tomar la dirección norte, e incluso el gran afluente final sólo lo había impulsado hasta el centro de la corriente. De cualquier modo, los hermanos no habían previsto que se dividiría tan pronto en canales. Antes de saber lo que estaba pasando, se encontraron arrastrados por un canal del centro.
Jondalar se había vuelto extremadamente hábil en el manejo del bote, y Thonolan podía arreglárselas, pero distaban mucho de ser tan capaces como los barqueros expertos de los Ramudoi. Trataron de virar el bote, de volver contra la corriente y de penetrar en el canal conveniente. Habría sido mejor que invirtieran la dirección que seguían —la forma de la popa no difería mucho de la de la proa — pero no se les ocurrió.
Estaban recibiendo la corriente de través; Jondalar le gritaba instrucciones a Thonolan para que intentara poner la proa al frente, pero Thonolan se impacientaba. Un enorme tronco con un complicado sistema de raíces —pesado, empapado y flotando semisumergido— bajaba por el río y sus raíces extendidas lo rastrillaban todo al pasar. Los dos hombres lo vieron... demasiado tarde.
Con un crujido de madera que se astillaba, el extremo dentado del enorme tronco, más quebradizo y negro donde el rayo lo había partido, embistió por el centro al ligero bote. El agua penetró a borbotones por el orificio y hundió rápidamente la pequeña embarcación. Mientras el tronco se abalanzaba sobre ellos, una larga rama de raíz que se hallaba justo bajo el nivel de agua, se hundió entre las costillas de Jondalar y le dejó sin resuello. Otra no le dio a Thonolan en un ojo de puro milagro, pero le dejó un largo arañazo en la mejilla.
Sumergidos de golpe en el agua fría, Jondalar y Thonolan se abrazaron al tronco y vieron con desaliento unas cuantas burbujas que salían a la superficie mientras su botecito, con todas sus pertenencias firmemente sujetas, se hundía hasta el fondo.
Thonolan había oído el gemido de dolor de su hermano.
— ¿Estás bien, Jondalar?
—Una raíz me ha golpeado las costillas. Duele un poco, pero no creo que sea grave.
Con Jondalar siguiéndole lentamente, Thonolan comenzó a abrirse paso alrededor del tronco, pero la fuerza de la corriente que los empujaba seguía apretándolos contra el árbol a la deriva, junto con los demás desechos. De repente el tronco quedó atrapado por un banco de arena bajo el agua. El río, fluyendo en torno y por entre una red de raíces, empujaba objetos que se habían mantenido hundidos por la fuerza de la corriente, y un cadáver hinchado de reno salió a la superficie delante de Jondalar, quien trató de apartarse con esfuerzo, pues el dolor que sentía en las costillas era muy fuerte.
Libres del tronco, nadaron hasta una angosta isla que había en el centro del canal, dando vida a unos cuantos sauces jóvenes, pero no era estable y no tardaría en verse barrida por las aguas. Los árboles que se encontraban cerca de la orilla ya estaban medio sumergidos, ahogados, sin yemas que prometieran hojas verdes en primavera y con las raíces que estaban desprendiéndose de la arena; algunos se inclinaban sobre el caudal acelerado. El suelo era un pantano esponjoso
—Creo que deberíamos seguir adelante hasta encontrar un lugar más seco —dijo Jondalar.
—Estás sufriendo mucho, no me digas que no.
Jondalar admitió que no se sentía muy bien.
—Pero no podemos seguir aquí —agregó.
Se deslizaron en el agua fría a través del bajío de la estrecha isla. La corriente era más rápida de lo que pensaban, y fueron impulsados mucho más allá, río abajo, antes de poder llegar a tierra seca. Estaban cansados, helados y frustrados cuando descubrieron que se encontraban en otra isleta. Era más ancha, más larga y algo más elevada que el nivel del río, pero saturada de humedad y sin madera seca con que hacer fuego.
—No podemos encender fuego aquí —dijo Thonolan—. Tendremos que continuar. ¿Dónde nos explicó Carlono que estaba el Campamento Mamutoi?
—En el extremo norte del delta, cerca del mar —respondió Jondalar, y miró con nostalgia en aquella dirección mientras hablaba. El dolor de su costado se había vuelto más intenso y no estaba seguro de poder atravesar a nado un canal más. Lo único que veía era agua agitada, remolinos de desechos y unos cuantos árboles señalando alguna que otra isleta—. Imposible saber a qué distancia está...
Chapotearon por el fango hacia el lado norte de la estrecha franja de tierra y se metieron en el agua fría. Jondalar observó un grupo de árboles río abajo y se fue hacia allá. Se tambalearon por una playa de arena gris en el lado más alejado del canal, respirando con dificultad. Chorros de agua les corrían por el cabello y empapaban su ropa de cuero.
El sol del atardecer brilló por un resquicio del cielo encapotado con un destello resplandeciente, pero poco cálido. Una ráfaga súbita del norte trajo consigo un frío que pronto atravesó la ropa mojada. Habían tenido suficiente calor mientras estuvieron activos, pero el esfuerzo había consumido sus reservas. Se pusieron a temblar bajo el viento, y entonces se dirigieron pesadamente hacia el refugio insignificante de unos alisos.
—Acamparemos aquí —dijo Jondalar.
—Todavía hay bastante luz. Yo preferiría seguir —repuso Thonolan.
—Estará oscuro cuando nos detengamos y tratemos de encender una fogata.
—Si seguimos adelante, probablemente encontraremos el Campamento Mamutoi antes de que sea de noche.
—Thonolan, no creo que yo pueda.
— ¿Tan mal estás? —preguntó éste.
Jondalar alzó su túnica. Una herida en su costilla se estaba poniendo negra alrededor de un desgarro que sin duda habría sangrado pero que se había cerrado por la hinchazón causada por el agua en los tejidos. Vio el orificio abierto en el cuero y se preguntó si tendría rota la costilla.
—A mí no me parecería mal descansar junto al fuego.
Miraron a su alrededor y vieron la salvaje extensión de agua lodosa y que formaba remolinos, los bancos de arena que se movían y una profusión desordenada de vegetación. Ramas de árbol enmarañadas, sujetas a troncos secos, eran empujadas por la corriente, de mala gana, hacia el mar, agarrándose a lo que podían en el fondo movedizo. A lo lejos, unos cuantos grupos de árboles y arbustos verdeantes se anclaban en las islas más estables.
Carrizos y hierbas de la ciénaga se aferraban allí donde podían echar raíces. Cerca, matas de juncia de un metro de alto, cuyos racimos de amplias hojas herbosas parecían más robustos de lo que eran, rivalizaban en altura con las hojas rectas en forma de espada del ácoro, creciendo entre esteras de juncos espigados que apenas tenían medio centímetro de alto. En el marjal próximo a la orilla del agua, colas de caballo de casi tres metros de alto, espadañas y eneas hacían que los hombres parecieran bajos. Dominándolo todo, cañas de hojas rígidas con penachos púrpura, alcanzaban los cuatro metros.
Los hombres sólo tenían la ropa que llevaban puesta. Lo habían perdido todo cuando se hundió su bote, incluso las mochilas con las que iniciaron el Viaje. Thonolan había adoptado la vestimenta de los Shamudoi, y Jondalar llevaba la ropa Ramudoi, pero después de su remojón en el río, cuando se encontró con los cabezas chatas, había conservado una bolsa con herramientas colgadas del cinturón. Ahora se alegraba de haberlo hecho.
—Voy a ver si hay algunos tallos viejos de esas espadañas, que estén lo suficientemente secos para hacer un taladro de prender fuego —dijo Jondalar, tratando de ignorar el dolor intenso de su costado—. A ver si encuentras por ahí un poco de leña seca.
Las espadañas proporcionaron algo más que un viejo tallo seco para ayudar a encender fuego. Las largas hojas tejidas alrededor de un marco de alisos formaron un cobertizo que ayudó a conservar el calor del fuego. Las puntas verdes y las raíces nuevas, asadas en el carbón junto con los rizomas dulces del ácoro y la base submarina de las eneas, brindaron el principio de la cena. Un joven aliso, delgado, afilado en punta y lanzado con la buena puntería que da el hambre, colaboró también a llevar hasta el fuego un par de patos. Los hombres hicieron esteras flexibles con las eneas amplias y de tallo suave, las emplearon para ampliar su refugio y para envolverse en ellas mientras su ropa se secaba. Más tarde, se echaron a dormir sobre las esteras.
Jondalar no pudo dormir bien. Su costado estaba herido y le dolía, y sabía que tenía algo malo dentro, pero no podían pensar en detenerse ahora. Antes que nada necesitaban encontrar la forma de llegar a tierra firme.
Por la mañana pescaron en el río con canastas hechas con hojas de espadaña, ramas de aliso y cuerdas fabricadas con corteza fibrosa. Enrollaron los materiales para hacer fuego y las canastas flexibles en las esteras donde habían dormido, lo ataron todo con la cuerda y se lo echaron a la espalda. Cogieron sus lanzas y se pusieron en camino. Las lanzas no eran más que palos afilados, pero les habían proporcionado una comida... y las canastas flexibles para pescar, otra. La supervivencia no dependía tanto del equipo como de los conocimientos.
Los dos hermanos tuvieron una pequeña diferencia de opinión acerca de la dirección que deberían tomar. Thoholan pensaba que estaban ya al otro lado del delta y que deberían ir hacia el este y el mar. Jondalar deseaba ir hacia el norte, seguro de que todavía quedaba un canal más por atravesar. Llegaron a un acuerdo y tomaron la dirección noreste. Resultó que Jondalar tenía razón, aunque él habría preferido estar equivocado. Era casi mediodía cuando llegaron al canal más septentrional del gran río.
—Llegó la hora de echarse otra vez a nadar —dijo Thonolan—. ¿Podrás?
— ¿Me queda otro remedio?
Entonces se dirigieron al agua; de repente, Thonolan se detuvo.
¿Por qué no atamos la ropa aun tronco, como solíamos hacer? Así no tendríamos que volver a secarla.
—Yo no sé —dijo Jondalar vacilante. La ropa, aunque estuviera mojada, les permitiría estar más calientes, pero Thonolan había tratado de mostrarse razonable aunque su voz revelaba frustración y exasperación—. Pero si quieres... —Jondalar se encogió de hombros en señal de asentimiento.
Hacía frío, desnudos como estaban, en pie y a merced del aire frío y húmedo. Jondalar sintió la tentación de atar nuevamente su bolsa de herramientas alrededor de su cintura desnuda, pero ya la había envuelto Thonolan con su túnica y lo estaba atando todo a un tronco que había encontrado. Sobre la piel desnuda el agua parecía más fría aún de lo que recordaba, y tuvo que apretar las mandíbulas para no gritar al zambullirse y tratar de nadar; sin embargo, el agua adormeció algo el dolor de su herida. Al nadar trató de no cargar mucho el esfuerzo sobre su costado y siguió a la zaga de su hermano, aunque Thonolan era el que empujaba el tronco.
Cuando salieron del agua y se encontraron en un banco de arena, su meta original —el final del Río de la Gran Madre— estaba a la vista. Podían ver el agua del mar interior. Pero se había perdido la excitación de la hazaña. El Viaje había perdido su finalidad, y el final del río había dejado de ser su meta. Tampoco se encontraban en tierra firme. No habían terminado de atravesar el delta. Allí estaban los bancos de arena, en el mismo lugar que antes, en medio del canal, pero el canal se había desviado. Quedaba todavía por cruzar un lecho de río sin agua.
Una alta ribera arbolada, con raíces expuestas colgando de una orilla donde una corriente rápida había pasado anteriormente, parecía llamarles desde el otro lado del canal vacío. No llevaba mucho tiempo abandonado. Seguía habiendo charcos en medio, y la vegetación apenas había echado raíces. Pero los insectos habían descubierto ya el agua estancada y un enjambre de mosquitos había reparado en los dos hombres.
Thonolan desató la ropa del tronco.
—Todavía tenemos que atravesar esos charcos allá abajo, y la ribera parece lodosa. Esperemos hasta haber cruzado para ponemos la ropa.
Jondalar asintió con la cabeza; se sentía demasiado mal para discutir. Creía haberse dislocado algo mientras nadaba y le costaba mantenerse derecho.
Thonolan mató un insecto de un manotazo, mientras echaba a andar por la cuesta suave que fue en otros tiempos la pendiente que conducía al canal del río.
Se lo habían dicho muchas veces: Nunca des la espalda al río; nunca subestimes al Gran Madre. Aunque lo había abandonado desde algún tiempo atrás, el canal seguía siendo suyo, e incluso cuando Ella no estaba, había dejado un par de sorpresas por allí. Millones de toneladas de cieno eran arrastradas hacia el mar y se repartían por los dos mil kilómetros cuadrados o más de su delta, año tras año. El canal aparentemente desocupado, sometido a la marea, era una marisma empapada con poco desagüe. La hierba y los juncos verdes habían echado sus raíces en una arcilla cenagosa y mojada.
Los dos hombres resbalaron y bajaron deslizándose por la cuesta de lodo fino y pegajoso, y cuando llegaron a nivel del fondo, se les pegó a los pies. Thonolan tomó la delantera, a toda prisa, olvidando que Jondalar no podía caminar a grandes zancadas como solía; podía caminar, pero la bajada resbaladiza le había hecho daño. Estaba avanzando con cuidado, mirando dónde ponía los pies, y se sentía como un tonto vagabundeando por la marisma en cueros, brindando su piel suave a los insectos voraces.
Thonolan se había adelantado tanto que Jondalar estuvo apunto de llamarle. Alzó la mirada al oír el grito de su hermano pidiendo ayuda justo para verle caer. Olvidando su dolor, Jondalar corrió hacia él; el miedo le atenazó al darse cuenta de que Thonolan se hundía en arenas movedizas.
— ¡Thonolan! ¡Gran Madre! —gritó Jondalar precipitándose hacia él.
— ¡Quédate ahí! ¡También te atraparán! —Thonolan, luchando por liberarse del cenagal, se hundía más y más.
Jondalar miró a su alrededor, desesperadamente, en busca de algo que pudiera ayudarle a sacar a Thonolan. « ¡La camisa! Podría arrojarle un extremo», pensó, y entonces recordó que era imposible. El bulto de las prendas había desaparecido. Meneó la cabeza, vio un tocón de árbol medio enterrado en el lodo y corrió para ver si podría arrancar una de las raíces, pero todas las raíces que hubieran podido desprenderse ya habían sido arrancadas durante el violento recorrido río abajo.
— ¿Dónde está el fardo de ropa? Necesito algo para sacarte.
La desesperación en la voz de Jondalar tuvo un efecto no deseado. Se filtró a través del pánico de Thonolan para recordarle su pena. Una aceptación tranquila se apoderó de él.
—Jondalar, si la Madre quiere llevarme, deja que me lleve.
— ¡No! ¡Thonolan, no! No puedes renunciar. No puedes morir, sin más ni más. ¡Oh Madre, Gran Madre, no dejes que muera así! —Jondalar cayó de rodillas y, estirándose cuan largo era, tendió la mano—. Coge mi mano, Thonolan, por favor, coge mi mano —suplicó.
Thonolan se sorprendió ante el dolor que había en el rostro de su hermano; y también algo más que había visto anteriormente pero sólo en miradas fugaces y poco frecuentes. En ese momento comprendió. Su hermano le amaba, le amaba tanto como él había amado a Jetamio. No era lo mismo, pero sí igual de fuerte. Se lo dijo su instinto, su intuición, y al tender la mano hacia la que se le tendía a él, supo que, aunque no pudiera salir del cenagal, tendría que estrechar la mano de su hermano.
Thonolan no lo sabía, pero en cuanto dejó de luchar no se hundió con la misma rapidez. Al estirarse para alcanzar la mano de su hermano, adoptó una posición más horizontal, desplazando su peso sobre la arena llena de agua, suelta y cenagosa, casi como si flotara en el agua. Llegaron a tocarse los dedos, y Jondalar avanzó un poco hasta agarrar firmemente la mano de Thonolan.
— ¡Así se hace! ¡No le sueltes! ¡Ya vamos! —dijo una voz que hablaba en Mamutoi.
La respiración de Jondalar fue un estallido, con la presión súbitamente aliviada. Descubrió que temblaba de pies a cabeza, pero sostenía la mano de su hermano. En pocos momentos una cuerda llegó hasta Jondalar, quien la ató rodeando las manos de Thonolan.
—Y ahora, con calma —indicaron a Thonolan—, estírate como si estuvieras nadando. ¿Sabes nadar?
—Sí.
—Muy bien. Muy bien. Ahora cálmate, nosotros tiraremos.
Unas manos se llevaron a Jondalar lejos del borde de la arena movediza y pronto recuperaron también a Thonolan. Entonces todos siguieron a una mujer que golpeaba el suelo con un largo palo para evitar otros pozos traicioneros. Sólo después de haber ganado tierra firme, alguien pareció darse cuenta de que los dos hombres estaban totalmente desnudos.
La mujer que había dirigido el rescate se detuvo y los examinó. Era una mujerona, no excesivamente alta ni gruesa sino corpulenta, y su porte inspiraba respeto.
— ¿Por qué no lleváis nada encima? —acabó por preguntar—. ¿Por qué viajan dos hombres totalmente desnudos?
Jondalar y Thonolan bajaron la mirada hacia sus cuerpos desnudos y cubiertos de lodo.
—Nos equivocamos de canal, entonces un tronco golpeó nuestro bote —comenzó a explicar Jondalar. Se estaba sintiendo incómodo, no podía mantenerse erguido.
—Después tuvimos que secar la ropa —continuó su hermano—. Pensé que sería mejor quitárnosla mientras cruzábamos el canal y después para pasar entre el lodo. Yo la llevaba delante porque Jondalar estaba herido y...
— ¿Herido? ¿Uno de vosotros está herido? —preguntó la mujer.
—Mi hermano —dijo Thonolan.
Al oírlo, Jondalar cobró una conciencia mucho más clara del dolor palpitante. La mujer le vio palidecer.
—Mamut le cuidará —dijo a uno de los otros—. No sois Mamutoi. ¿Dónde aprendisteis a hablar nuestra lengua?
—Con una mujer Mamutoi que vive con los Sharamudoi, mis parientes —explicó Thonolan.
— ¿Tholie?
—Sí. ¿La conoces?
—Es parienta mía también. Hija de un primo. Si eres pariente suyo eres pariente mío —dijo la mujer—. Soy Brecie, de los Mamutoi, jefe del Campamento del Sauce. Ambos sois bienvenidos.
—Yo soy Thonolan, de los Sharamudoi. Él es mi hermano, Jondalar, de los Zelandonii.
— ¿Zel-an-don-ii? —y Brecie repitió la palabra desconocida—. No he oído hablar de ellos. Si sois hermanos, ¿por qué eres tú Sharamudoi y él...? Zelandonii? No tiene buen aspecto —dijo, renunciando de momento a toda explicación. Entonces ordenó a uno de los hombres —: Ayúdale. No creo que pueda caminar.
—Creo que puedo caminar —dijo Jondalar, súbitamente mareado por el dolor— si no es demasiado lejos.
No obstante, se sintió agradecido cuando uno de los Mamutoi le cogió de un brazo mientras Thonolan le sostenía por el otro.
—Jondalar, me habría ido hace tiempo si no me hubieras hecho prometer que esperaría hasta que estuvieses bien para viajar. Me marcho. Creo que deberías volver a casa, pero no voy a discutir contigo.
— ¿Por qué quieres seguir hacia el este, Thonolan? Ya has llegado al final del río, el mar de Beran está ahí. ¿Por qué no volver a casa ya?
—No voy hacia el este. Voy hacia el norte, más o menos. Brecie ha dicho que pronto irán todos hacia el norte para cazar mamuts. Yo me adelanto hasta otro campamento Mamutoi. No vuelvo a casa, Jondalar. Seguiré viajando hasta que la Madre me lleve.
— ¡No hables así! Parece que quisieras morir —gritó Jondalar, lamentando sus palabras en el mismo momento en que las pronunciaba, por miedo a que la mera sugerencia las convirtiera en realidad.
— ¿Y si así fuera? —le gritó Thonolan en respuesta—. ¿Qué razón tengo para vivir... sin Jetamio? —y se le quebró la voz al pronunciar el nombre en un sollozo suave.
— ¿Y qué razón tenías para vivir antes de encontrarla? Eres joven, Thonolan. Tienes una larga vida por delante. Nuevos lugares adonde ir, nuevas cosas que ver. Date a ti mismo la oportunidad de conocer a otra mujer como Jetamio —suplicó Jondalar.
—No comprendes. Nunca has estado enamorado. No existe otra mujer como Jetamio.
—De manera que vas a seguirla al mundo de los espíritus y arrastrarme allí contigo. —No le agradó decirlo, pero si la única manera de mantener con vida a su hermano era hacer que se sintiera culpable, no vacilaría en utilizar aquel recurso.
— ¡Nadie te ha pedido que me sigas! ¿Por qué no vuelves a casa y me dejas en paz?
—Thonolan, todo el mundo sufre al perder aun ser querido, pero no se va al otro mundo para seguirle.
—Algún día te pasará a ti, Jondalar. Algún día amarás tanto a una mujer, que preferirás seguirla al mundo de los espíritus antes que vivir sin ella.
—Y si eso me hubiera sucedido ahora a mí, ¿me abandonarías?, ¿Me dejarías en paz? Si hubiera perdido yo a una persona a quien amara tanto que preferiría morirme, ¿me dejarías seguir mi camino? Dime que lo harías, hermano. Dime que regresarías a casa si yo estuviera enfermo de muerte por tanta pena.
Thonolan bajó la mirada y la alzó nuevamente para fijarla en los ojos azules y turbados de su hermano.
—No, supongo que no te dejaría solo si supiera que estás enfermo de muerte con tanta pena. Pero ya sabes, Hermano Mayor —y su sonrisa sólo era una mueca en el rostro descompuesto por el dolor—, si decido seguir viajando el resto de mis días, no tienes que seguirme hasta el final. Estás harto de viajar. Algún día tendrás que volver a casa. Dime, si yo quisiera volver a casa y tú no, preferirías que me marchase, ¿verdad?
—Sí, preferiría que te fueras. Ahora mismo quisiera que lo hicieses. No porque tú quieras, ni siquiera porque yo lo desee. Necesitas a tu propia Caverna, tu familia, gente que has conocido toda tu vida y que te quiere.
—No comprendes. Es una de las diferencias que hay entre, nosotros. La Novena Caverna de los Zelandonii es tu hogar y siempre lo será. Mi hogar está allí donde yo quiera fundarlo. Soy tan Sharamudoi como fui Zelandonii. Dejé hace poco mi Caverna y gente a la que quiero tanto como a mi familia Zelandonii. Eso no significa que no me pregunte si Joharran tiene ya algún hijo en su hogar, ni si Folara se habrá hecho tan bella como sé que habrá de ser. Quisiera contarle a Willomar de nuestro Viaje y enterarme de a dónde proyecta dirigirse después. Todavía recuerdo cuánto me excitaba verle regresar de un Viaje; escuchaba sus historias y soñaba con viajes. ¿Recuerdas que siempre traía algo para todos? Para mí y para Folara y también para ti. Y siempre algo bello para Madre. Cuando regreses, Jondalar, llévale algo bello.
Al oír nombres familiares, Jondalar se sintió presa de recuerdos conmovedores.
— ¿Por qué no le llevas tú algo bello, Thonolan? ¿No crees que Madre desea volverte a ver?
—Madre sabía que yo no regresaría. Dijo «buen viaje» cuando nos marchamos, no dijo «hasta tu regreso». Tú eres quien sin duda la perturbó, tal vez todavía más que a Marona.
— ¿Por qué habría de preocuparse más por mí que por ti?
—Soy hijo del hogar de Willomar. Creo que ella ya sabía que yo sería viajero. Tal vez no le gustaba, pero lo comprendía. Comprende a todos sus hijos... por eso hizo de Joharran jefe después de ella. Sabe que Jondalar es un Zelandonii. Si hubieras hecho el Viaje solo, ella habría sabido que regresarías... pero te fuiste conmigo, y yo no habría de volver. No lo sabía yo al marchar, pero creo que ella sí lo sabía. Ella quería que regresases; eres el hijo del hogar de Dalanar.
— ¿Y eso?, ¿Dónde está la diferencia? Hace mucho que cortaron el nudo. Son amigos cuando se encuentran en las Reuniones de Verano.
—Tal vez ahora sólo sean amigos, pero la gente habla todavía de Marona y Dalanar. Su amor tuvo que ser algo muy especial para que lo recuerden aún al cabo de tanto tiempo; y tú eres lo único que tiene para recordárselo, el hijo nacido en el hogar de él. También su espíritu. Todos lo saben; ¡eres tan parecido a él! Tienes que regresar; allí están los tuyos. Ella lo sabía, y tú también lo sabes. Prométeme que regresarás algún día, hermano.
Jondalar se sentía incómodo ante la idea de prometer. Ya siguiera viajando con su hermano o decidiese regresar sin él, estaría dando más de lo que deseaba perder. Mientras no se comprometiera en uno u otro sentido, seguiría creyendo que podía tener ambas cosas. La promesa de regresar implicaba que su hermano no le acompañaría.
—Prométemelo, Jondalar.
—Lo prometo —accedió, ya que no se le ocurría ninguna objeción razonable—. Regresaré a casa... algún día.
—Al fin y al cabo, Hermano Mayor —dijo Thonolan sonriente— alguien tiene que contarles que llegamos hasta el final del Río de la Gran Madre. Yo no estaré, de manera que tendrás que hacerlo tú.
— ¿Por qué no estarás? Podrías volver conmigo.
—Creo que en el río la Madre me habría llevado... de no haberle rogado tú. Sé que no puedo lograr que comprenda, pero estoy seguro de que Ella vendrá pronto por mí, y quiero ir.
—Vas a tratar de que te maten, ¿verdad?
—No, Hermano Mayor. —Y Thonolan volvió a sonreír—. No hace falta que lo intente. Sólo sé que la Madre vendrá. Quiero que sepas que estoy preparado.
Jondalar sintió que se le hacía un nudo en su interior. Desde el accidente de las arenas movedizas, Thonolan abrigaba la certidumbre fatalista de que iba a morir pronto. Sonreía, pero no era su antigua sonrisa llena de picardía. Jondalar prefería verle furioso antes que con aquel aire de tranquila resignación. No le quedaban ganas de luchar, ningún deseo de vivir...
— ¿No crees que les debemos algo a Brecie y al Campamento del Sauce? Nos han dado alimentos, ropa, armas: todo. ¿Quieres llevártelo todo y no darles nada a cambio?
—Jondalar quería que su hermano se enojara, saber que le quedaba algo dentro. Le parecía haber sido forzado a hacer una promesa que liberaba a su hermano de su obligación final—. ¿Tan seguro estás que la Madre tiene algún designio para ti que has dejado de pensar en nadie más que en ti mismo? ¿Sólo Thonolan, es eso? Ya nadie importa para ti.
Thonolan sonrió; comprendía el enojo de Jondalar y no se lo podía reprochar. ¿Cómo se habría sentido si Jetamio hubiera sabido que iba a morir y se lo hubiese dicho a él?
—Jondalar, quiero decirte una cosa. Siempre hemos estado muy compenetrados...
— ¿No lo estamos ya?
—Por supuesto, porque tú puedes estar tranquilo junto a mí. No tienes que ser perfecto todo el tiempo. Siempre tan considerado...
—Sí; soy tan bueno que Serenio no quiso emparejarse conmigo siquiera —dijo Jondalar con amargura sarcástica.
—Ella sabía que ibas a marcharte y no quería sufrir más aún. Si se lo hubieras pedido antes, se habría emparejado contigo. Si hubieras insistido un poco más cuando se lo pediste lo habría hecho... aun a sabiendas de que no estabas enamorado de ella. Tú no la querías, Jondalar.
—Entonces, ¿cómo puedes decir que soy tan perfecto? ¡Gran Doni! Thonolan, yo quería amarla.
—Ya lo sé. Me enteré de algo por Jetamio, y quiero que lo sepas. Si quieres enamorarte, no puedes tenerlo todo guardado dentro de ti. Tienes que abrirte, aceptar ese riesgo. A veces saldrás lastimado, pero de no ser así, nunca serás feliz. La que encuentres puede no ser la clase de mujer de quien esperabas enamorarte, pero no importa, la amarás por lo que ella sea exactamente.
—Me preguntaba dónde os habríais metido —dijo Brecie, acercándose a los dos hermanos—. He preparado un pequeño banquete de despedida, ya que habéis decidido marcharos.
—Me siento obligado, Brecie —dijo Jondalar—. Me has cuidado, nos lo has dado todo. No creo que sea correcto marchar sin tratar de compensaros de alguna forma.
—Tu hermano ha hecho más que suficiente. Ha cazado todos los días mientras tú te restablecías. Se arriesga un poco demasiado, pero es un cazador afortunado. Os vais sin dejar ninguna deuda.
Jondalar miró a su hermano, que le sonreía.
19
En el valle, la primavera fue un estallido vistoso de colores dominados por el verde vernal, pero un estallido más temprano había sido espantoso, reduciendo el entusiasmo que Ayla sentía habitualmente por la nueva estación. Después de su tardío comienzo, el invierno fue duro, con unas nevadas bastante más fuertes de lo habitual. Las crecidas prematuras provocaron la fusión con una violencia furiosa.
Apareciendo a través del estrecho cañón río arriba, el torrente se estrelló contra la muralla saliente con tal fuerza que la caverna se estremeció. El nivel del agua casi alcanzó el de la terraza de la caverna. Ayla estaba preocupada por Whinney. Ella podía trepar a la estepa si era necesario, pero se trataba de un ascenso demasiado empinado para la yegua, especialmente con un embarazo tan avanzado. La joven pasó varios días llena de ansiedad observando cómo el río desbordado subía más de día en día al dar contra la muralla, y retrocedía para formar torbellinos al estrellarse contra la otra orilla. Río abajo, la mitad del valle se encontraba bajo las aguas, y la maleza a lo largo de la margen habitual del río estaba totalmente inundada.
Durante los peores momentos de la inundación turbulenta, Ayla despertó sobresaltada, en medio de la noche, a causa de un crujido apagado, como un trueno, debajo de ella. Se quedó petrificada; no supo cuál había sido la causa hasta que el nivel de las aguas descendió. El choque de un bloque enorme de roca contra la muralla había producido oleadas a través de la piedra de la caverna. Un trozo de la barrera rocosa se había roto bajo el impacto, y una voluminosa sección de la muralla yacía en medio del río.
Obligado a buscar un nuevo camino para rodear el obstáculo, el río cambió su curso. La rotura de la pared constituyó un desvío conveniente, pero la playa quedó más angosta. Una parte importante de la acumulación de huesos, madera flotante y guijarros de la playa, había sido barrida. El propio bloque, que parecía de la misma clase de roca que el cañón, se había alojado en las inmediaciones de la muralla.
Sin embargo, a pesar de la redistribución de las rocas y el desarraigo de árboles y arbustos, sólo los más débiles habían sucumbido. La mayor parte de la maleza perenne verdeó, apoyada en sus raíces bien asentadas, y nuevas plantas llenaron cada una de las grietas vacantes. La vegetación cubrió rápidamente las recientes cicatrices de roca y suelo, dándoles la ilusión de permanencia. Pronto pareció como si el paisaje cambiado hubiera sido siempre el mismo.
Ayla se adaptó a los cambios. Encontró sustituto para cada bloque de piedra o trozo de madera empleados para fines determinados. Pero el acontecimiento dejó su marca en ella; su caverna y el valle dejaron de parecerle seguros. Cada primavera pasaba por un período de indecisión; porque si iba a dejar el valle y dedicarse a la búsqueda de los Otros, tendría que ser en primavera. Necesitaba disponer del tiempo necesario para el viaje, y para encontrar otro lugar donde poder establecerse para el invierno si no encontraba a nadie.
Aquella primavera la decisión resultaba más difícil que nunca. Después de su enfermedad, tenía miedo de verse atrapada a mediados de otoño o a principios de invierno, pero su caverna no le parecía ya tan segura como antes. Su enfermedad no sólo había afinado sus percepciones en cuanto al peligro de vivir sola, sino que le había hecho parar mientes en su falta de compañía humana. Incluso después de que sus amigos animales hubiesen vuelto, no habían llenado el vacío de la misma forma. Eran cálidos y sensibles, pero no podía comunicarse con ellos en términos simples. No podía compartir ideas ni relatar una experiencia; no podía narrar un cuento ni expresar asombro ante un nuevo descubrimiento ni recibir como respuesta una mirada de reconocimiento. No tenía a quien confiar sus temores ni quien la consolara de sus penas, pero, ¿cuánto de su independencia y libertad estaría dispuesta a perder a cambio de seguridad y compañía?
No se había percatado del todo de lo encerrada que había vivido hasta que probó la libertad. Le gustaba tomar sus propias decisiones, y no sabía nada de la gente de quien había nacido, nada de su existencia anterior a la época en que el Clan la había adoptado. No sabía cuánto exigirían los Otros; sólo sabía que a ciertas cosas no estaba dispuesta a renunciar. Whinney era una de ellas. No iba a renunciar de nuevo a la yegua; tampoco sabía si estaría dispuesta a renunciar a la caza, pero, ¿y si no la dejaban reír?
Había una pregunta más importante: aunque trataba de no reconocerlo, hacía que todas las demás fueran insignificantes. ¿Y si encontraba a algunos de los Otros y no la aceptaban? Cabía en lo posible que un clan de Otros no quisiera admitir a una mujer que insistía en tener una yegua por compañera, o que se empeñaba en cazar o reír, pero, ¿y si la rechazaban aunque estuviera dispuesta a ceder en todo? Mientras no los encontrase podía conservar las esperanzas. Pero, ¿y si tuviera que pasarse la vida entera sin nadie más?
Estos pensamientos acosaban su mente desde el instante en que las nieves comenzaron a fundirse, y se sintió aliviada al ver que las circunstancias aplazaban el tener que tomar una decisión. No se llevaría a Whinney del valle familiar antes del parto. Sabía que las yeguas solían parir en primavera. La curandera que había en ella, la que había ayudado en suficientes alumbramientos humanos para saber que podría producirse en cualquier momento, vigilaba atentamente a la yegua. No intentó salir de caza, pero a menudo cabalgaba a modo de ejercicio.
—Thonolan, creo que hemos perdido el camino del Campamento Mamutoi. Me parece que estamos demasiado al este —dijo Jondalar. Iban siguiendo la pista de una manada de ciervos gigantes para reponer las provisiones, que se estaban acabando.
—Yo no... ¡Mira!.
De repente se habían encontrado con un macho de astas palmeadas, que medía tres metros y medio. Thonolan señaló el inquieto animal, preguntándose si sentiría el peligro. Jondalar esperaba oír un bramido de alarma cuando, antes de que el macho pudiera avisar, una cierva se apartó y echó a correr directamente hacia ellos. Thonolan arrojó la lanza con punta de pedernal a la manera que habían aprendido de los Mamutoi, de modo que la hoja ancha y plana se deslizaba entre las costillas; su puntería fue buena, la cierva se desplomó casi a sus pies.
Pero antes de que pudiera ir en busca de su presa, descubrieron el porqué de la inquietud del macho y la causa de que la cierva se hubiera poco menos que precipitado hacia la lanza: puestos en guardia, observaron a una leona cavernaria que se aproximaba a ellos a grandes saltos. La depredadora pareció confusa al ver caída a la cierva, pero fue sólo un instante; no estaba acostumbrada a que sus presas cayeran muertas antes del ataque; pero no vaciló; olfateando para asegurarse de que la cierva estaba bien muerta, la leona aferró sólidamente el pescuezo entre los dientes y, arrastrando la cierva entre sus patas delanteras, bajo su cuerpo, se la llevó.
Thonolan estaba indignado.
—Esa leona nos ha robado nuestra presa.
—Esa leona estaba acechando a los ciervos, y si cree que es su presa, no voy a discutir con ella.
—Pues yo sí.
—No seas ridículo —rezongó Jondalar—. No vas a arrebatarle una cierva a una leona cavernaria.
—No se la voy a dejar sin haberlo intentado.
—Déjasela, Thonolan. Podemos encontrar más ciervos —dijo Jondalar siguiendo a su hermano que había echado a correr detrás de la leona.
—Sólo quiero ver adónde se la lleva. No creo que sea una leona de familia... las demás estarían ya a estas horas dando buena cuenta de la cierva. Creo que es nómada y que se la lleva para esconderla de los otros leones. Podemos ver adónde se la lleva. La soltará en cualquier momento, y entonces podremos conseguir algo de carne fresca.
—No quiero carne fresca de la presa de un león cavernario.
—No es su presa, es la mía. Esa cierva tiene todavía mi lanza en su cuerpo.
De nada servía discutir. Siguieron a la leona hasta un cañón ciego, cubierto de piedras caídas de las murallas. Esperaron, observando, y como Thonolan lo había previsto, la leona se fue poco después. Él echó a andar hacia el cañón.
— ¡Thonolan, no te metas ahí! No sabes cuándo regresará esa leona.
—Sólo quiero recuperar mi lanza, y coger quizá un poco de carne.
—Thonolan echó a andar por el borde y bajó entre piedras sueltas hasta el cañón. Jondalar le siguió de mala gana.
Ayla se había familiarizado tanto con el territorio al este del valle, que llegó a aburrirse, sobre todo desde que no cazaba. Los días habían sido grises y lluviosos, de modo que cuando un cálido sol expulsó las nubes matutinas y ella estaba preparada para cabalgar, no pudo soportar la idea de volver a recorrer el mismo terreno.
Después de sujetar las canastas de viaje y los palos de la angarilla, condujo a la yegua por el empinado sendero y rodearon la muralla más corta. Decidió seguir valle abajo en vez de pasar a la estepa. Al final, allí donde el río tomaba la dirección sur, divisó la pendiente empinada y pedregosa que había escalado anteriormente para mirar hacia el oeste, pero pensó que las patas de la yegua no pisaban con seguridad. Eso la incitó, sin embargo, a cabalgar más allá para ver si encontraba una salida más asequible hacia el oeste. Mientras seguía el camino hacia el sur, buscaba con curiosidad anhelante: se encontraba en un nuevo territorio y se preguntaba por qué no lo habría visitado hasta entonces. La alta muralla descendía en una pendiente más suave. Al ver un cruce más fácil, hizo girar a Whinney y se metió por allí.
El paisaje era del mismo estilo de pradera abierta. Sólo los detalles resultaban diferentes, pero eso lo hacía más interesante. Cabalgó hasta encontrarse en una zona algo más quebrada, con cañones abruptos y mesetas recortadas. Había llegado más lejos de lo que pensaba, y al acercarse a un cañón, pensó en dar media vuelta. Entonces oyó algo que le heló la sangre en las venas e hizo que su corazón palpitara con fuerza: el rugido atronador de un león cavernario... y un alarido humano.
Ayla se detuvo, oyendo cómo le golpeaba la sangre en los oídos. Hacía mucho tiempo que no escuchaba un sonido humano, pero sabía que era humano y algo más. Sabía que quien acababa de lanzarlo era alguien de su misma especie. Se quedó tan estupefacta que no podía pensar. El alarido la atraía... era una llamada, una petición de ayuda. Pero no podía enfrentarse a un león cavernario... ni exponer a Whinney.
La yegua sintió su angustia y se volvió hacia el cañón aunque la señal que había hecho Ayla con su cuerpo había sido mínima. Ayla se acercó lentamente al cañón, desmontó y miró. Era ciego, sólo había una muralla pedregosa al fondo. Oyó el gruñido del león cavernario y vio su melena rojiza. Entonces comprendió la causa por la que Whinney no se había mostrado nerviosa.
— ¡Es Bebé! ¡Whinney, es Bebé! Corrió cañón adentro, olvidándose de que pudiera haber otros leones cavernarios y sin considerar que Bebé había dejado de ser su joven compañero para convertirse en un león adulto. Era Bebé... y sólo eso importaba. No temía a su león cavernario. Trepó por unas rocas dentadas para acercarse a él. Bebé se volvió enseñándole los dientes y gruñendo.
— ¡Ya, Bebé! —le ordenó con señal y sonido.
Él se detuvo sólo un instante, pero para entonces ya estaba ella a su lado empujándole para poder ver su presa. La mujer era demasiado familiar y su actitud demasiado segura para que él se resistiera. Se apartó como lo había hecho siempre que se acercaba a él y su presa, porque quería quedarse con la piel o con un trozo de carne para comer ella. Y Bebé no tenía hambre. Se había alimentado con el ciervo gigante que le proporcionó su leona. Sólo había atacado en defensa de su territorio... y después vaciló. Los humanos no eran presa suya; el olor que despedían se parecía demasiado al de la mujer que le había criado, un olor que era a la vez de madre y de compañera de caza.
Ayla vio que eran dos. Se arrodilló para examinarlos. Su preocupación principal era de curandera, pero sentía asombro y curiosidad al mismo tiempo. Sabía que eran hombres, aunque eran los primeros hombres que veía de los Otros. No había podido imaginar un hombre, pero tan pronto como vio a aquellos dos, comprendió por qué Oda había dicho que los hombres de los Otros se parecían a ella.
Supo inmediatamente que no había nada que hacer con el hombre de cabello negro. Estaba tendido en posición antinatural, con el cuello roto; las señales de dientes en su garganta lo explicaban. Aunque jamás le había visto antes, su muerte la entristeció. Los ojos se le llenaron de lágrimas de pesar; sentía haber perdido algo valioso antes de haber tenido la oportunidad de apreciarlo. Estaba desolada porque la primera vez que veía a uno de los suyos estaba muerto.
Habría querido reconocer su condición humana, honrarla con una sepultura, pero al ver de cerca al otro hombre, comprendió que sería imposible. El hombre de cabello amarillo seguía respirando, pero la vida se le escapaba a borbotones por un corte que tenía en la pierna. Su única esperanza residía en llevárselo a la caverna cuanto antes para poder curarle. No había tiempo para un entierro.
Bebé olfateó al hombre de cabello oscuro, mientras ella se esforzaba por cortar la hemorragia de la pierna del otro hombre con un torniquete improvisado con su honda y una piedra para hacer presión. Apartó al león del cadáver. «Sé que está muerto, Bebé, pero no es para ti», pensó. El león cavernario saltó desde el saliente y fue a asegurarse de que su ciervo seguía en la hendidura de la roca donde lo había dejado. Unos gruñidos familiares indicaron a Ayla que se disponía a comer.
Cuando la hemorragia se convirtió en un goteo, Ayla silbó para que se acercara Whinney y se puso a preparar la angarilla. Ahora Whinney estaba más nerviosa y Ayla recordó que Bebé tenía compañera. Acarició y abrazó a la yegua para tranquilizarla. Examinó la estera sólida entre los dos palos y decidió que sostendría al hombre de cabello amarillo, pero no sabía qué hacer con el otro. No quería dejárselo a los leones.
Cuando volvió a trepar, vio que la piedra suelta del cañón ciego parecía inestable; muchas piedras habían caído amontonándose tras un bloque que tampoco parecía muy estable. De repente recordó el entierro de Iza. La vieja curandera había sido tendida en una depresión poco profunda del suelo de la caverna; acto seguido se depositaron encima de ella montones de piedras y bloques enteros; eso le dio una idea. Arrastró el cadáver hasta la parte de atrás del cañón ciego, cerca de donde estaban los deslizamientos de piedras sueltas.
Bebé regresó para ver lo que estaba haciendo, con el hocico ensangrentado por la carne de ciervo. La siguió hasta el otro hombre y le olfateó mientras Ayla le arrastraba; allá abajo esperaba la yegua, inquieta con la angarilla.
—Ahora quítate del camino, Bebé.
Al tratar de llevarse al hombre hasta la angarilla, los ojos de éste parpadearon, y se quejó; después cerró de nuevo los ojos; Ayla prefería que estuviera inconsciente porque era pesado, y los esfuerzos para llevárselo tendrían que resultarle dolorosos. Cuando por fin lo tuvo envuelto y bien sujeto en la angarilla, volvió al saliente de piedra con una larga y fuerte lanza, y pasó por detrás. Miró al muerto y lamentó su muerte. Entonces apoyó la lanza contra la roca, y con los movimientos silenciosos y formales del Clan, se dirigió al mundo de los espíritus.
Había observado a Creb, el viejo Mog-ur, cuando enviaba el espíritu de Iza al otro mundo, con sus elocuentes movimientos fluidos. Había repetido esos mismos movimientos al encontrar el cadáver de Creb en la caverna después del terremoto, si bien nunca había sabido con exactitud todo el significado de los ademanes sagrados. Eso no importaba... sabía cuál era la intención. Los recuerdos acudieron en tropel a su mente y los ojos se le llenaron de lágrimas durante el bello y silencioso ritual por el extraño desconocido, y lo encaminó hacia el mundo de los espíritus.
Entonces, utilizando la lanza como una palanca, igual que lo habría hecho con un palo para darle la vuelta a un tronco o arrancar una raíz, aflojó la enorme roca y brincó hacia atrás mientras una cascada de piedras sueltas cubría el cadáver.
Antes de que se hubiera asentado el polvo, ya había sacado a Whinney del cañón. Ayla volvió a montar y comenzó el largo viaje de regreso a la caverna. Se detuvo unas cuantas veces para atender al hombre, y en una ocasión para arrancar raíces frescas de consuelda, aunque estaba indecisa entre el deseo de correr para poder atenderle y no abusar de las fuerzas de Whinney. Respiró más tranquila cuando tuvo al hombre al otro lado del río, más allá del recodo, y cuando vio la muralla saliente desde lejos. Pero sólo cuando se detuvo para cambiar la posición de los palos de la angarilla, justo antes de subir el angosto sendero, se permitió creer que había llegado a la cueva con el hombre vivo aún.
Llevó a Whinney hasta la caverna con la angarilla, después preparó un fuego para calentar agua antes de desatar al hombre inconsciente y llevarle como pudo hasta su lecho. Quitó los arreos de la yegua, la abrazó con gratitud, y se puso a examinar sus hierbas medicinales para coger las que necesitaba. Antes de iniciar los preparativos, respiró hondo y tocó su amuleto.
No podía aclarar aún sus pensamientos lo suficiente como para dirigir a su tótem una petición particular —estaba demasiado llena de inexplicable ansiedad y desesperanzas confusas— pero necesitaba ayuda. Quería conseguir que la fuerza de su poderoso tótem apoyara sus esfuerzos para curar a aquel hombre. Tenía que salvarle. No estaba muy segura de por qué, pero nada había sido nunca tan importante para ella. Costara lo que costara, aquel hombre no debía morir.
Echó más leña y comprobó la temperatura del agua en la olla de cuero que estaba colgada justo encima del fuego. Cuando vio que salía vapor, agregó unos pétalos de caléndula. Sólo entonces se volvió hacia el hombre inconsciente. Por los arañazos del cuero que llevaba puesto, comprendió que tendría otros rasguños además de la herida de su muslo derecho. Tendría que quitarle la ropa, pero él no llevaba como ella un manto atado con correas.
Al mirar de cerca para saber cómo podría desnudarle, vio que cuero y piel habían sido cortados, dándole forma, en piezas unidas después mediante cuerdas para envolver sus brazos, piernas y cuerpo. Examinó atentamente las uniones. Le había cortado el pantalón para cuidarle la pierna, y decidió que aquél era el sistema conveniente. Se sorprendió aún más cuando, después de cortar la prenda exterior, encontró otra distinta de toda indumentaria conocida por ella. Trozos de concha, hueso, dientes de animal y plumas de ave de colores habían sido fijados con cierto orden. Se preguntó si sería una especie de amuleto. No le seducía tener que cortarla, pero no había otra manera de quitársela. Lo hizo con mucho esmero, tratando de seguir el diseño para no estropearlo demasiado.
Bajo la prenda adornada había otra que cubría la parte inferior del cuerpo. Envolvía por separado cada una de las piernas y estaba unida por una cuerda, después se juntaba y se ataba alrededor de la cintura como una bolsa, recubriéndose por delante. Cortó también ésta, y de paso vio que, definitivamente, era un varón. Quitó el torniquete y retiró suavemente el cuero tieso y empapado en sangre de la pierna herida. En el camino de regreso había aflojado varias veces el torniquete, aplicando presión con la mano para controlar la hemorragia y permitir la circulación en la pierna. El uso de un torniquete podía significar la pérdida del miembro si no se conocían y aplicaban las medidas pertinentes.
Se detuvo de nuevo al llegar al calzado, que también tenía la forma del pie y estaba unido en forma conveniente; entonces cortó las correas que lo sujetaban y le descalzó. La herida de la pierna había vuelto a gotear, pero no con violencia, y Ayla examinó al hombre con detenimiento para comprobar la gravedad de sus heridas. Las demás laceraciones eran superficiales, pero existía el peligro de infección. Los cortes propinados por las garras de león tenían una maligna tendencia a enconarse; incluso los pequeños arañazos que le había inferido a ella Bebé solían hacerlo. Pero la infección no la preocupaba de momento; la pierna, sí, y casi pasó por alto otra herida, un bulto enorme a un lado de la cabeza, probablemente causado por la caída cuando fue atacado. Ignoraba si sería grave, pero no podía perder tiempo investigando. La sangre estaba chorreando de nuevo por la herida.
Aplicó presión a la ingle mientras lavaba la herida con la piel curtida de un conejo, estirada y rascada hasta dejarla suave y absorbente, mojada en una infusión de pétalos de caléndula. El líquido era astringente a la vez que antiséptico, y lo utilizaría después para limpiar también la sangre que brotaba de heridas más leves. Limpió con mucho cuidado, por dentro y por fuera, empapando la herida con el líquido. Bajo el profundo corte exterior, una parte del músculo del muslo estaba desgarrada. Ayla lo espolvoreó generosamente con raíz molida de geranio y comprobó inmediatamente el efecto coagulante.
Sosteniendo con una mano el punto de presión, Ayla metió raíz de consuelda en el agua para enjuagarla. Después la masticó hasta reducirla a pulpa y la escupió en la solución caliente de pétalos de caléndula para utilizarla como cataplasma húmeda directamente sobre la herida abierta. Mantuvo la herida cerrada y colocó en su sitio el músculo desgarrado, pero en cuanto quitó las manos, la herida se abrió otra vez y el músculo se separó.
Volvió a sujetarlo, pero se separaba tan pronto como quitaba la mano. No creía que vendarlo fuerte sirviese para mantener el músculo en su sitio, y no quería que la pierna del hombre sanara incorrectamente y le provocase una debilidad permanente. «Si pudiera quedarse inmovilizado mientras cicatriza la herida», pensó, sintiéndose inútil y deseando tener a Iza consigo. Estaba segura de que la vieja curandera habría sabido lo que tenía que hacer, aunque Ayla no podía recordar ningún tipo de instrucciones respecto a cómo tratar un caso como aquél.
Entonces recordó algo más, algo que Iza le había dicho de sí misma al preguntarle Ayla cómo convertirse en una curandera del linaje de Iza. «Yo no soy tu verdadera hija —le había dicho—. Yo no tengo tu memoria. No sé realmente qué es tu memoria.»
Iza le había explicado entonces que su linaje tenía la posición más elevada porque ellas eran las mejores; cada madre había transmitido a su hija lo que sabía y había aprendido, y ella había sido adiestrada por Iza. Ésta le había transmitido todos los conocimientos que pudo, tal vez no todo lo que sabía, pero sí lo suficiente, porque Ayla tenía algo más. Un don, dijo Iza. «Niña, tú no tienes la memoria, pero posees un modo de pensar, un modo de comprender... y un modo de saber cómo ayudar.»
«Si se me ocurriera una forma de ayudar ahora a este hombre», pensó Ayla. Entonces se fijó en el montón de ropa que había cortado del cuerpo del herido y, de pronto, se le ocurrió una solución. Soltó la pierna y recogió la prenda de la parte inferior del cuerpo. Se habían cortado piezas que fueron unidas después con cuerda fina, una cuerda hecha de fibra. Examinó de qué manera estaban unidas, separándolas: la cuerda pasaba por un orificio que había en uno de los lados y por otro orificio en el lado opuesto, y se juntaban.
Ella había hecho algo parecido para dar forma a platos de corteza de abedul, abriendo agujeros y atando los extremos con un nudo. ¿No podría hacer algo parecido para cerrar la pierna del hombre? ¿Para sujetar el músculo hasta que la herida cicatrizara?
Se levantó rápidamente y regresó con lo que parecía ser un palito oscuro. Era una sección larga de tendón de ciervo, seco y duro. Con una piedra redonda y pulida, Ayla golpeó el tendón seco, partiéndolo en largas hebras de fibras blancas de colágeno. Lo deshebró y escogió una fina hebra del fuerte tejido conjuntivo y la sumergió en el líquido de caléndula. Al igual que el cuero, el tendón era flexible una vez húmedo, y si no era tratado, se endurecía al secarse. Cuando tuvo preparadas varias hebras, miró atentamente sus cuchillos y taladros tratando de encontrar los utensilios más apropiados para abrir orificios pequeños en la carne del hombre. Entonces recordó el manojo de astillas que había sacado del árbol partido por el rayo. Iza había utilizado astillas como aquéllas para abrir ampollas y tumefacciones que tenían que vaciarse. Servirían para sus fines.
Lavó la sangre que seguía saliendo, pero no sabía muy bien por dónde empezar. Cuando hizo un agujero con una de las astillas, el hombre se movió, quejándose. Iba a tener que hacerlo muy aprisa. Atravesó con el tendón duro el orificio abierto con la astilla, luego el orificio opuesto y unió ambas partes cuidadosamente antes de hacer un nudo.
Decidió no hacer demasiados nudos, puesto que no estaba muy segura de cómo podría soltarlos más adelante. Hizo cuatro nudos a lo largo de la herida, y dos más para mantener unida la parte del muslo desgarrado. Cuando terminó, sonrió ante los nudos de fibra que sostenían unida la carne y el músculo; pero la idea había funcionado. La herida ya no estaba abierta y el músculo se mantenía en su lugar. Si la herida sanaba limpiamente, sin infección, podría hacer buen uso de su pierna. Por lo menos, habían aumentado las probabilidades de que fuera así.
Hizo una cataplasma con la raíz de consuelda y envolvió la pierna en piel suave. A continuación lavó cuidadosamente los demás arañazos, sobre todo en el hombro derecho y en la correspondiente parte del tórax. El bulto de la cabeza la tenía preocupada, pero la piel no estaba rota, sólo hinchada. Con agua dulce hizo una infusión de flores de árnica y puso una compresa sobre la hinchazón, atándola con una correa delgada.
Sólo entonces se sentó sobre los talones. Cuando despertara, le podría administrar medicamentos, pero, por el momento, había atendido a lo más necesario. Estiró una arruga minúscula de los vendajes de la pierna y entonces, por vez primera, Ayla le miró realmente.
No era tan robusto como los hombres del Clan, pero sí musculoso y tenía las piernas increíblemente largas. El vello dorado que cubría de rizos su pecho se convertía en un halo aterciopelado en sus brazos. Tenía el cutis pálido. El vello de su cuerpo era más claro y fino que el de los hombres que ella había conocido; era más alto y más esbelto, pero no muy diferente. Su virilidad fláccida reposaba sobre rizos suaves y dorados. Tendió la mano para comprobar la textura, pero la retiró. Vio que tenía una cicatriz reciente y no totalmente desaparecida en las costillas. Sin duda hacía poco que se había restablecido de una herida anterior.
¿Quién le habría atendido? ¿Y de dónde vendría? Se acercó más para verle el rostro. Era plano en comparación con los rostros de los hombres del Clan. Su boca, en calma, era de labios gruesos, pero sus mandíbulas no sobresalían tanto. Tenía una barbilla fuerte, con un hoyo. Ella tocó el suyo y recordó que también su hijo lo tenía, pero ningún otro miembro del Clan. La forma de la nariz de aquel hombre no era muy diferente de las narices del Clan: de caballete alto, angosto; pero era más pequeña. Sus ojos cerrados estaban muy separados y parecían saltones; entonces se dio cuenta de que no tenía las cejas tan salientes. Su frente, surcada por ligeras arrugas de preocupación, era recta y alta. Para ella, acostumbrada a ver sólo gente del Clan, la frente era protuberante. Puso la mano en la frente de él y después palpó la suya: eran iguales. Desde luego tuvo que parecerles una criatura muy rara a los del Clan.
Tenía el cabello largo y lacio; en parte estaba sujeto en la nuca por una correa, pero, en conjunto, constituía una masa enmarañada... y amarilla. Era como el de ella, pero más claro. En cierto modo, familiar. Entonces, sobresaltada al reconocerlo, recordó: ¡su sueño! Su sueño sobre el hombre de los Otros. No podía verle el rostro, ¡pero tenía el cabello amarillo!
Tapó al hombre y acto seguido se dirigió rápidamente hacia fuera, a la terraza, quedándose sorprendida al ver que aún era de día; según el sol, el principio de la tarde. Habían ocurrido tantas cosas, y había gastado tanta energía mental, física y emocional, y con tal intensidad, que parecía que debiera ser mucho más tarde. Trató de poner en orden sus pensamientos, pero éstos se entremezclaban en una confusión total.
¿Por qué habría decidido cabalgar ese día hacia el oeste? ¿Por qué tuvo que encontrarse allí precisamente cuando él gritó? Y entre todos los leones cavernarios de la estepa, ¿por qué fue precisamente a Bebé a quien encontró en el cañón? Sin duda su tótem la condujo hasta aquel sitio. ¿Y su sueño con el hombre de cabello amarillo? ¿Sería éste el hombre? ¿Por qué fue llevado hasta allí? No estaba segura de la importancia que llegaría a tener en su vida, pero sabía que ya nunca sería lo mismo. Había visto el rostro de los Otros.
Se dio cuenta de que Whinney le tocaba la mano con el hocico y se volvió. La yegua puso la cabeza sobre el hombro de la mujer, y Ayla tendió los brazos, rodeó con ellos el cuello de Whinney y después apoyó su cabeza. Allí se quedó, pegada al animal, como si quisiera aferrarse a su modo de vida familiar y cómoda, algo temerosa respecto al futuro. Entonces acarició a la yegua, dándole golpecitos, y notó el movimiento de la cría que llevaba dentro.
—Ya no falta mucho, Whinney. Me alegro de que me hayas ayudado a traerle; sola no me habría sido posible.
«Será mejor que vuelva a ver si está bien», pensó, nerviosa de que pudiera ocurrirle algo si lo dejaba solo un instante. No había cambiado de postura, pero se quedó a su lado, observando cómo respiraba, incapaz de apartar de él la mirada. Entonces, se fijó en una anomalía: no tenía barba. Todos los hombres del Clan tenían barba, barba morena y tupida. ¿Los hombres de los Otros no tendrían barba?
Le tocó la mandíbula y sintió el rastrojo: tenía algo de barba, ¡pero tan corta! Movió la cabeza, perpleja; parecía muy joven. Aunque era alto y musculoso, de repente pareció más un muchacho que un hombre.
El hombre volvió la cabeza, gimió y murmuró algo. Sus palabras eran incomprensibles, pero había en ellas cierta cualidad que le hizo sentir que debería comprender. Le puso la mano en la frente y en la mejilla y sintió que subía el calor de la fiebre. «Será mejor que trate de darle algo de corteza de sauce», pensó, volviendo a levantarse.
Miró entre su provisión de hierbas medicinales en busca de la corteza de sauce. Nunca se había parado a pensar por qué mantenía toda una farmacopea, siendo así que no tenía que cuidar a nadie más que a sí misma; sólo lo había hecho por costumbre. Ahora se alegraba. Había muchas plantas que no encontró en el valle ni en la estepa y que abundaban, en cambio, alrededor de la caverna, pero con lo que tenía bastaba, y además estaba agregando algunas que eran desconocidas más al sur. Iza le había enseñado a probar la vegetación desconocida consigo misma, para alimento y medicina, pero todavía no estaba del todo satisfecha con las novedades, en todo caso no lo suficiente para probarlas con el hombre.
Además de la corteza de sauce, cogió una planta cuyos usos conocía. El tallo peludo, en vez de tener hojas, parecía salir del centro de anchas hojas de dos puntas. Cuando la cogió vio racimos de flores blancas que ahora tenían un color marrón apagado. Era tan parecida a la agrimonia, que creyó sería una variedad de esa planta, a la que las otras curanderas de la Reunión del Clan habían llamado eupatorio y que empleaban para los huesos. Ayla la utilizaba para bajar la calentura, pero había que cocerla hasta que formara un jarabe espeso, y eso llevaba tiempo. Producía mucha transpiración, pero era fuerte y ella no quería dársela al hombre —debilitado por la hemorragia—, salvo que no le quedara otro remedio. Sin embargo, más valía estar prevenida.
Se acordó de las hojas de alfalfa; las hojas frescas maceradas en agua caliente ayudaban a la coagulación; prepararía un buen caldo de carne para darle fuerzas. La curandera que había en ella estaba pensando de nuevo, haciéndole olvidar la confusión que la embargaba hacía rato. Desde el principio se había aferrado a un solo pensamiento que estaba fortaleciéndose cada vez más: «Este hombre debe vivir».
Consiguió hacerle tomar un poco de infusión de corteza de sauce, sosteniéndole la cabeza en su regazo. Él parpadeó y murmuró algo, pero sin recobrar el conocimiento. Sus arañazos y heridas se habían puesto calientes y encarnadas, y la pierna se hinchaba por momentos. Ayla cambió la cataplasma y preparó otra compresa para la herida de la cabeza. Ésta, por lo menos, estaba deshinchándose. A medida que avanzaba la tarde aumentaba su preocupación; le habría gustado que Creb estuviera allí para conjurar a los espíritus y ayudarla, como solía hacer para Iza.
Para cuando oscureció, el hombre se estaba revolviendo y se agitaba, llamando. Había una palabra que repetía una y otra vez, mezclada con sonidos que encerraban la urgencia de un aviso. Pensó que podría ser un nombre, tal vez el nombre de su compañero. Con un hueso de costilla que había tallado en hueco para hacer una depresión, le dio la concentración de agrimonia en pequeñas dosis a eso de medianoche. Mientras luchaba contra el sabor amargo, abrió los ojos, pero sin que sus oscuras profundidades revelaran que reconocía algo. Fue más fácil administrarle después una infusión de datura... era como si quisiese limpiarse la boca del otro sabor amargo. Ayla se alegró de haber encontrado cerca del valle la datura que aliviaba el dolor y fomentaba el sueño.
Pasó toda la noche en vela, esperando que remitiera la fiebre, pero casi amanecía cuando llegó al máximo. Después de lavar el cuerpo empapado en sudor con agua fresca y cambiarle vendas y ropa de cama, vio que el hombre dormía más tranquilo. Entonces se quedó adormecida, tendida en unas pieles junto a él.
De repente se encontró mirando la brillante luz del sol que penetraba por la abertura de la cueva, preguntándose por qué estaría totalmente despierta. Rodó sobre sí misma, vio al hombre y todo lo sucedido el día anterior volvió a su memoria. El hombre parecía calmado y dormía con normalidad. Ayla se quedó quieta, escuchando, y entonces oyó la fuerte respiración de Whinney. Se levantó rápidamente y acudió al otro lado de la caverna.
—Whinney —le dijo, muy excitada—, ¿ha llegado el momento?
La yegua no tuvo que contestar. Ayla había ayudado anteriormente a traer niños al mundo, había dado a luz, pero resultaba una experiencia nueva ayudar a la yegua. Whinney sabía lo que había que hacer, pero pareció agradecer la presencia consoladora de Ayla. Sólo hacia el final, con el potro a medio nacer, Ayla ayudó a sacarlo del todo. Sonrió complacida al ver que Whinney empezaba a lamer el pelaje sedoso y moreno de su recién nacido.
—Es la primera vez que veo a una yegua dando a luz con ayuda de partera —dijo Jondalar.
Ayla se volvió rápida al oírle y miró al hombre que, apoyado en el codo, la observaba.
20
Ayla se quedó mirando al hombre. No podía remediarlo, aunque sabía que era incorrecto. Una cosa era observarle mientras estaba inconsciente, pero contemplarle cuando estaba totalmente despierto era algo completamente diferente. ¡Tenía los ojos azules!
Sabía que ella también tenía los ojos azules; era una de las diferencias que le habían recordado con mucha frecuencia, y los había visto reflejados en el agua de la poza. Los ojos de la gente del Clan eran oscuros. Nunca había visto a nadie con los ojos azules, sobre todo un azul tan vivo que casi no podía creer que fuera real.
Se sentía prisionera de esos ojos azules, incapaz de moverse, hasta que se dio cuenta de que estaba temblando. Entonces comprendió que había estado mirando al hombre a los ojos, y sintió que la sangre se le subía a la cara al apartar la mirada, llena de vergüenza. No sólo era descortés mirar con fijeza, sino que se suponía que una mujer nunca debía mirar directamente a un hombre, peor aún, a un extraño.
Ayla bajó la mirada al suelo, luchando por recobrar la compostura. « ¿Qué estará pensando de mí?» Pero hacía tanto tiempo que no había tenido cerca a persona alguna, y además era la primera vez que recordaba haber visto a uno de los Otros. Quería mirarle. Quería llenarse los ojos, beberse la visión de otro ser humano, y de ser humano tan insólito. No quería empezar mal debido a sus acciones inconvenientes provocadas por la curiosidad.
—Lo siento. No quería avergonzarte —dijo, preguntándose si la habría ofendido o si sólo era tímida.
Cuando vio que ella no contestaba nada, sonrió levemente y comprendió que había hablado en Zelandonii. Pasó al Mamutoi y, al ver que no lo entendía, al Sharamudoi.
Ella le había estado observando con miradas furtivas, como hacían las mujeres que esperaban la señal del hombre para acercarse. Mas él no hacía gestos, por lo menos ninguno que ella pudiera entender. Sólo decía palabras... Pero ninguna de las palabras se parecían a los sonidos que hacían los del Clan. Se trataba de sílabas guturales y claras; fluían juntas. Ni siquiera podía darse cuenta de dónde terminaba una y comenzaba la otra. La voz tenía un tono agradable, profundo y sonoro. En cierto nivel fundamental, Ayla comprendía que debería entenderlo, pero no lo entendía.
Siguió esperando una señal de él, hasta que la espera se hizo embarazosa. Entonces recordó, sus primeros tiempos con el Clan, que Creb había tenido que enseñarle a hablar convenientemente. Le había dicho que sólo ella sabía producir sonidos, y se había preguntado si los Otros sólo se comunicarían de ese modo. Tal vez lo que ocurría era que aquel hombre no sabía hacer señas. Finalmente, cuando comprendió que no las haría, pensó que debería encontrar otra manera de comunicarse con él, aun cuando sólo fuera para asegurarse de que tomase la medicina que le tenía preparada.
Jondalar no sabía qué hacer. Nada de lo que decía despertaba en ella la menor respuesta. Se preguntó si estaría sorda, pero recordó lo rápidamente que se había vuelto a mirarle la primera vez que habló. « ¡Qué mujer tan extraña! —pensó, sintiéndose incómodo—. Me pregunto dónde estará su gente». Echó una mirada por la cueva, vio la yegua color del heno y su potro bayo y le llamó la atención otro detalle: « ¿Qué estaría haciendo una yegua en la caverna? ¿Y cómo permitía que una mujer le ayudara a dar a luz?». Nunca había visto parir a una yegua, ni siquiera en la planicie. ¿Tendría esa mujer alguna clase de poderes especiales?
Todo aquello comenzaba a tener la calidad irreal de un sueño, pero no le parecía estar dormido. «Tal vez sea peor. Quizá sea una donii que ha venido por ti, Jondalar», pensó, estremeciéndose, nada seguro de que se tratara de un espíritu benévolo... si es que era un espíritu. Se sintió más tranquilo al ver que se movía, aunque vacilando un poco, dirigiéndose al fuego.
Sus modales eran inseguros. Se movía como si no quisiera que él la viese; le recordaba... algo. También llevaba una ropa rara. No parecía más que una pieza de cuero envolviéndole el cuerpo y sujeta con una correa. ¿Dónde había visto algo así? No podía recordarlo.
Había hecho algo interesante en sus cabellos. Los llevaba separados en secciones regulares por toda la cabeza, y trenzados. Había visto trenzas de cabello anteriormente, aunque nunca en un estilo como el de ella. No carecía de atractivos, pero era poco común. La primera vez que la miró la encontró guapa. Parecía joven —había inocencia en sus ojos—, pero, por lo que podía vislumbrar a través de un manto tan informe, tenía cuerpo de mujer madura. Parecía evitar su mirada interrogante. « ¿Por qué?», se preguntaba. Comenzaba a estar intrigado... Aquella mujer resultaba un extraño enigma.
No se dio cuenta del hambre que tenía hasta que olió el rico caldo que le llevaba. Intentó sentarse y el dolor agudo de su pierna derecha le hizo comprender que tenía más heridas; le dolía todo el cuerpo. Entonces se preguntó, por vez primera, dónde estaría y cómo habría llegado allí. De repente recordó a Thonolan penetrando en el cañón... el rugido... y el león cavernario más gigantesco que había visto en su vida.
— ¡Thonolan! —gritó, mirando a su alrededor, presa de pánico—. ¿Dónde está Thonolan? —En la cueva no había nadie más que la mujer; el estómago se le contrajo. Lo sabía, pero no quería creerlo. Tal vez Thonolan estuviera en otra cueva allí cerca. Quizá alguien le estaría cuidando—. ¿Dónde está Thonolan? ¿Dónde está mi hermano?
Aquella palabra le resultaba familiar a Ayla. Era la que había repetido tantas veces cuando gritaba alarmado desde la profundidad de sus sueños. Adivinó que estaba preguntando por su compañero, y agachó la cabeza para mostrar respeto por el joven que había muerto.
— ¿Dónde está mi hermano, mujer? —gritó Jondalar, cogiéndole de los brazos y sacudiéndola—. ¿Dónde está Thonolan?
La explosión sobresaltó a Ayla. La fuerza de su voz, la ira, la frustración, las emociones fuera de control que se traslucían en su tono y se revelaban en sus acciones, todo ello la perturbaba. Los hombres del Clan jamás habrían expuesto sus emociones tan abiertamente. Podían sentir con la misma intensidad, pero la virilidad se medía por el control de sí mismo.
De cualquier modo, en los ojos del hombre había dolor, y Ayla podía leer, en la tensión de los hombros y en la crispación de su mandíbula, que estaba luchando contra la verdad que sabía pero no quería aceptar. El pueblo en que se había criado se comunicaba con algo más que simples gestos y señales de las manos. La postura, la actitud, la expresión: todo ello transmitía matices de significado que formaban parte del vocabulario. La flexión de un músculo podía revelar un matiz. Ayla estaba acostumbrada a leer el lenguaje corporal y la pérdida de un ser querido provocaba una aflicción universal.
También los ojos de ella transmitían sus sentimientos, decían su pesar, su conmiseración; meneó la cabeza y volvió a inclinarla. Él no pudo seguir negándose a lo que había adivinado. La soltó, y sus hombros cayeron, aceptándolo.
—Thonolan... Thonolan... ¿por qué tuviste que seguir adelante? ¡Oh Doni!, ¿por qué? ¿Por qué te llevaste a mi hermano? —gritó, con voz tensa y abatida. Trató de resistir el embate de la desolación, tan profunda—. ¿Por qué tenías que llevártelo dejándome sin nadie más? Sabías que era la única persona a la que amaba. Gran Madre... ¿Por qué? Era mi hermano... Thonolan... Thonolan...
Ayla sabía lo que era la aflicción. No se le habían escatimado sus estragos, y le compadecía, habría querido consolarle. Sin saber cómo, se encontró abrazando al hombre, meciéndole mientras él gritaba el nombre, repitiéndolo una y otra vez lleno de angustia. Él no conocía a la mujer, pero era humana y compasiva. Ella vio que la necesitaba y respondió a esa necesidad.
Cogido a ella, Jondalar experimentó una fuerza abrumadora que surgió muy dentro de él, como las fuerzas encerradas en un volcán, que una vez desatadas, no pueden ser contenidas. Con un tremendo sollozo, su cuerpo se puso a temblar convulsivamente. Brotaron de su garganta gritos fuertes y profundos, y cada vez que respiraba lo hacía con un esfuerzo desgarrador.
Nunca, desde niño, se había abandonado tan completamente. No era natural en él revelar sus sentimientos más recónditos. Eran éstos demasiado irresistibles, y desde muy joven había aprendido a dominarlos... pero el desbordamiento provocado por la muerte de Thonolan había puesto al descubierto las aristas desnudas de recuerdos profundamente enterrados.
Había tenido razón Serenio al decir que su amor era demasiado para que la mayoría de la gente pudiera sobrellevarlo. Su ira, una vez provocada, tampoco podía contenerse antes de haber recorrido todo su curso. Siendo adolescente había causado verdaderos estragos a causa de su ira justiciera, y alguien había sufrido daños graves. Todas sus emociones eran demasiado potentes. Incluso su madre se había visto obligada a poner cierta distancia entre ellos, y había observado con simpatía silenciosa cuando los amigos retrocedían porque se apegaba demasiado fuerte a ellos, amaba demasiado, exigía demasiado de ellos. Su madre había visto características similares en el hombre con el que estuvo emparejada en otros tiempos, y en cuyo hogar había nacido Jondalar. Sólo su hermano menor parecía capaz de vérselas con su amor, de aceptar con facilidad y desviar con risas las tensiones que causaba.
Cuando resultó excesivamente difícil para ella poder manejarle, y la Caverna entera estuvo alborotada, su madre le había mandado a vivir con Dalanar. Fue una hábil maniobra. Cuando regresó Jondalar, no sólo había aprendido un oficio sino también a controlar sus emociones, y se había convertido en un hombre alto, musculoso y notablemente guapo, con ojos extraordinarios y un carisma inconsciente que era el reflejo de lo más profundo de su corazón. En particular las mujeres percibían que había en él algo más de lo que quería mostrar. Se convirtió en un reto irresistible, pero ninguna fue capaz de conquistarle. Por muy lejos que llegaran, nunca pudieron alcanzar sus sentimientos más recónditos. Por mucho que estuvieran dispuestas a tomar, él tenía todavía más que dar. Aprendió rápidamente hasta dónde podía llegar con cada una de ellas, pero para él las relaciones eran superficiales e insatisfactorias. La única mujer en su vida que había sido capaz de tratar con él en sus mismos términos, se había comprometido con otro. De todos modos, también habría sido una unión dispareja.
Su pena era tan intensa como el resto de su naturaleza, pero la joven que le tenía en sus brazos había conocido penas igualmente grandes. Lo había perdido todo... y más de una vez; había sentido el frío aliento del mundo de los espíritus... más de una vez y, sin embargo, siguió adelante. Sentía que el desbordamiento apasionado que presenciaba era algo más que un dolor común y corriente, y por la pena que ella misma experimentaba, le dejaba desahogarse.
Cuando aquellos terribles sollozos fueron calmándose, Ayla descubrió que estaba cantando a media voz mientras le sostenía. Había calmado a Uba, la hija de Iza, hasta dejarla dormida, a fuerza de cantarle suavemente; había visto cómo su hijito cerraba los ojos con el mismo canturreo adormecedor sin melodía. Era el apropiado. Finalmente, vacío y exhausto, Jondalar la soltó. Se quedó tendido con la cabeza de lado, mirando sin ver las paredes de la caverna. Cuando Ayla le volvió el rostro para limpiarle las lágrimas con agua fría, el joven cerró los ojos. No quería —o no podía— mirarla. Pronto su cuerpo se aflojó, y Ayla comprendió que se había quedado dormido.
Se fue a ver qué tal le iba a Whinney con su cría, y después salió. También ella se sentía vacía, pero aliviada. Desde el extremo más alejado del saliente, miró hacia el valle y recordó su angustiosa cabalgada con el hombre en la angarilla, su ferviente esperanza de que no muriera. La idea la puso nerviosa; más que nunca sentía que el hombre debería vivir. Volvió rápidamente a la cueva y se tranquilizó al comprobar que seguía respirando. Acercó nuevamente la sopa fría al fuego —él habría necesitado otro tipo de alimento—, se aseguró de que los medicamentos estaban dispuestos para cuando despertara, y se sentó tranquilamente sobre las pieles, a su lado.
No se cansaba de mirarle, y estudió su rostro como si estuviera tratando de satisfacer de golpe todos sus años de anhelo por ver a otro ser humano. Ahora que parte de la extrañeza estaba disipándose, vio mejor su rostro en conjunto, no las facciones una por una. Habría querido tocarle, pasarle el dedo por la mandíbula y el mentón, sentir la suavidad de sus cejas claras. Entonces se dio cuenta.
¡Sus ojos habían chorreado agua! Ella había quitado la humedad de su rostro; tenía aún el hombro mojado. «No soy la única —pensó—. Creb no pudo explicarse nunca por qué mis ojos echaban agua cuando estaba triste... y los de nadie más. Pensaba que mis ojos eran débiles. Pero los ojos del hombre echaron agua cuando se lamentaba. Sin duda los ojos de todos los Otros echan agua.»
Finalmente, la noche que había pasado Ayla en vela y sus intensas reacciones emocionales pudieron más que ella. Quedóse dormida sobre las pieles al lado de él, aunque no anochecía aún.
Jondalar despertó cuando comenzaba el crepúsculo. Tenía sed y buscó algo de beber, pero sin querer despertar a la mujer. Oyó los ruidos que hacían la yegua y su potrillo, pero sólo pudo distinguir el pelaje amarillo de la madre, que estaba tendida cerca de la pared al otro lado de la entrada de la cueva.
Luego miró a la mujer. Estaba de espaldas; sólo podía ver la línea de su cuello y su mandíbula, y la forma de la nariz. Rememoró su estallido emocional y se sintió triste y recordó entonces cuál había sido la causa. Su pena apartó todas las demás emociones; notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, y los cerró apretadamente. Trató de no pensar en Thonolan; trató de no pensar en nada. No tardó en conseguirlo y no volvió a despertar hasta media noche, y entonces sus gemidos despertaron también a Ayla.
Todo estaba oscuro; el fuego se había apagado. Ayla fue a tientas hasta el hogar, consiguió yesca y astillas en el lugar donde guardaba su provisión, y pedernal y pirita.
La fiebre de Jondalar estaba subiendo de nuevo, pero estaba despierto. No obstante, creía haberse dormido. No podía creer que la mujer hubiera prendido fuego tan prontamente. Ni siquiera había visto el resplandor de los carbones al despertar.
Ayla llevó al herido una infusión de corteza de sauce que había preparado con anterioridad. Se enderezó sobre un codo para coger la taza y, aunque era amargo, bebió, porque tenía sed. Reconoció el sabor —todo el mundo parecía conocer el uso de la corteza de sauce— pero habría preferido un trago de agua pura. Experimentaba asimismo la necesidad de orinar, pero no sabía cómo expresar ninguna de las dos necesidades. Cogió la taza vacía, la volcó para demostrar que no tenía nada y se la llevó a los labios.
Ella comprendió inmediatamente y acercó un pellejo lleno de agua, dejándolo junto a él. El agua le calmó la sed pero incrementó el otro problema, y el hombre empezó a agitarse incómodo. Sus movimientos hicieron que la mujer comprendiera lo que le pasaba. Sacó del fuego un palo encendido para que sirviera como antorcha y pasó a la sección de la caverna que le servía de bodega. Buscó algún recipiente, pero una vez allí encontró otros artículos útiles.
Había hecho lámparas de piedra, abriendo una depresión en la piedra, para depositar grasa derretida y una mecha de musgo, aunque no las había utilizado con frecuencia; por lo general, el fuego le proporcionaba suficiente iluminación. Cogió una lámpara, encontró las mechas de musgo y buscó las vejigas de grasa congelada. Al ver una vejiga vacía, también se la llevó.
Puso la que estaba llena cerca del fuego para ablandarla y le llevó a Jondalar la vacía... pero no supo explicarle para qué era. Desplegó la abertura, le mostró el orificio, pero él no comprendía. No quedaba más remedio: Ayla levantó las mantas, metió la mano para ponerle la vejiga entre los muslos, pero para entonces él ya había entendido y se la quitó de la mano.
Se sentía ridículo tendido de espaldas en vez de estar de pie y dejar que la orina saliera. Ayla pudo comprobar su incomodidad y se acercó al fuego para llenar la lámpara, sonriendo para sí. «Nunca ha estado herido, al menos no tan gravemente como ahora —pensó—, que no puede caminar.» Él sonrió algo apocado cuando la mujer le quitó la vejiga y salió para vaciarla. Se la devolvió para que la utilizara cuando fuera necesario, y terminó de echar aceite en la lámpara antes de encender la mechita. La llevó entonces hasta la cama y descubrió el muslo herido.
Jondalar quiso sentarse para mirar, aunque le dolía. Ella le sostuvo. Cuando el herido vio cómo tenía el pecho y los brazos, comprendió por qué le dolía más el lado derecho, pero el profundo dolor de su pierna era lo que más preocupado le tenía. Se preguntaba si la mujer sería suficientemente experta; administrar infusión de sauce no la convertía en curandera.
Cuando retiró Ayla la cataplasma roja de sangre, se preocupó más aún el hombre; la lámpara no iluminaba como la luz del sol, pero, aun así, pudo apreciar la gravedad de la herida. Tenía la pierna hinchada, magullada y en carne viva. Miró más de cerca y le pareció que había nudos sujetando su carne. No era versado en las artes curativas; hasta hacía poco no se había interesado por ellas más que la mayoría de los hombres jóvenes y saludables, pero, ¿habría intentado un Zelandonii alguna vez unir y anudar a alguien?
Observó con atención mientras Ayla preparaba otra cataplasma, esta vez de hojas. Quiso preguntar qué hojas eran, tratar de evaluar sus posibilidades. Pero ella no sabía ninguno de los lenguajes que él hablaba. Ahora que lo pensaba, no la había oído decir nada aún. ¿Cómo podría ser curandera si no hablaba? Pero parecía saber lo que estaba haciendo y, desde luego, lo que le puso en la pierna alivió el dolor.
Se recostó de nuevo — ¿qué más podía hacer? —y la observó mientras le lavaba el pecho y los brazos con algún calmante. Sólo cuando desató la correa de cuero que sostenía la compresa se enteró de que también su cabeza estaba lastimada. Se tocó y sintió la hinchazón y una parte dolorida, antes de que le pusiera Ayla la nueva compresa.
La mujer volvió junto al fuego para calentar el caldo. Él la observaba, intentando todo el tiempo descubrir quién era.
—Eso huele bien —dijo, cuando el aroma sustancioso llegó hasta él.
El sonido de su voz parecía fuera de lugar. No estaba seguro de por qué, pero era algo más que el saber que no le comprendería. Cuando se había encontrado por primera vez con los Sharamudoi, ninguno de ellos sabía una palabra del idioma del otro, y, sin embargo, hablaron —de manera inmediata y con versatilidad— mientras se esforzaba por intercambiar palabras que iniciaran el proceso de comunicación. Aquella mujer no hacía el menor intento de iniciar un intercambio de palabras, y respondía a sus esfuerzos exclusivamente con una expresión interrogante. No sólo parecía carecer del conocimiento de los idiomas que él sabía, sino también del deseo de comunicarse.
«No —pensó—. No es del todo cierto». En efecto, se habían comunicado. Ella le había dado agua cuando él la necesitaba, y también un recipiente para aliviar su vejiga, aunque no estaba seguro de la manera en que lo había intuido. No elaboró un pensamiento específico en cuanto a la comunicación que compartieron cuando él dio rienda suelta a su dolor —la pena era demasiado reciente—, pero la había experimentado y la incluyó en las preguntas que se hacía respecto a ella.
—Ya sé que no puedes entenderme —manifestó a modo de tanteo. No sabía exactamente qué decirle, pero sentía la necesidad de decir algo. Una vez que comenzó, las palabras salieron con mayor facilidad—. ¿Quién eres? ¿Dónde están los tuyos? —No podía ver mucho más allá del círculo de luz que producían el fuego y la lámpara, pero no había visto a nadie más ni evidencias de que hubiera más gente—. ¿Por qué no quieres hablar? —Ella le miró pero no dijo nada.
Una idea extraña comenzó a insinuarse en la mente de Jondalar. Recordó estar sentado junto a una fogata, en la oscuridad, cerca de un curandero, y que Shamud habló de ciertas pruebas a las que debían someterse Los Que Servían a la Madre. ¿No dijo algo respecto a pasar algún tiempo en soledad?, ¿de un período de silencio durante el cual no podían hablar con nadie?, ¿de períodos de abstinencia y continencia?
—Vives aquí sola, ¿verdad? Ayla volvió a mirarle, sorprendida al descubrir una expresión de asombro en su rostro, como si la estuviera viendo por vez primera. Por alguna razón, el hombre le hizo cobrar nuevamente conciencia de su descortesía, y bajó rápidamente la mirada hacia el caldo; pero él no parecía darse cuenta de su indiscreción; miraba alrededor de la cueva y hacía sonidos con la boca. Ayla llenó una taza y se sentó frente a él con la taza en la mano, tratando de darle ocasión de tocarle el hombro y reconocer su presencia. No recibió golpecito alguno y, al levantar la vista, él la estaba mirando interrogante y emitiendo aquellos sonidos.
«¡No sabe! ¡No ve lo que estoy preguntando! No creo que conozca ninguna de las señas. Con un discernimiento súbito, se le ocurrió un pensamiento. «¿Cómo vamos a comunicarnos si no ve mis señas y yo no conozco sus palabras?»
La sacudió el recuerdo de cuando Creb trataba de enseñarle a hablar, pero ella no sabía que hablaba con sus manos. Ignoraba que la gente podía hablar con las manos; sólo había hablado mediante sonidos. Llevaba tanto tiempo hablando el lenguaje del Clan que no podía recordar el significado de las palabras.
«Pero ya no soy mujer del Clan. Estoy muerta; fui maldita. Nunca podré regresar. Debo vivir ahora con los Otros, y debo hablar como ellos. Debo aprender de nuevo a comprender las palabras y debo aprender a decirlas, porque, si no, nunca me comprenderán. Aunque hubiera encontrado un clan de Otros, no habría podido hablarles y ellos no habrían sabido lo que les decía. ¿Será por eso por lo que mi tótem me hizo permanecer aquí? ¿Hasta que me trajeran a este hombre? ¿Para que volviera a enseñarme a hablar?» Se estremeció, presa de un frío súbito, pero no había soplado viento alguno.
Jondalar había estado desvariando, haciendo preguntas a las que no esperaba obtener respuestas, sólo por oírse hablar. No había recibido respuesta de la mujer y creyó comprender el motivo. Estaba convencido de que se encontraba preparándose para entrar, o que ya lo estaba, al servicio de la Madre. Eso respondía a muchas preguntas: su habilidad para curar, su dominio del caballo, por qué vivía sola y no quería hablarle, tal vez, incluso, por qué le había encontrado y llevado a esa caverna. Se preguntaba dónde estaba, pero, por el momento, eso carecía de importancia. Tenía suerte de seguir con vida. Pero le inquietaba algo más que había dicho el Shamud.
Ahora se percataba de que, si hubiera prestado atención al curandero de cabello blanco, habría sabido que Thonolan iba a morir... pero también se le había dicho que siguiera a su hermano porque Thonolan le conduciría a donde no iría él solo. ¿Por qué había sido conducido hasta allí?
Ayla había estado cavilando sobre la manera de empezar a aprender sus palabras, y de repente recordó cómo había comenzado Creb: con los sonidos del nombre. Dándose ánimos, miró directamente a los ojos del hombre, se golpeó el pecho y dijo:
—Ayla.
Los ojos de Jondalar se abrieron mucho.
—De modo que, por fin te has decidido a hablar. ¿Cómo te llamas? —y la señaló—. Dilo otra vez.
—Ayla.
Tenía un acento curioso. Las dos partes de la palabra estaban unidas, la parte interior pronunciada desde la garganta como si se la tragara. Él había oído muchas lenguas, pero ninguna con la calidad tonal que ella daba a su voz. No podía decirlo exactamente igual; sin embargo, trató de hacerlo lo más parecido posible:
—Aaay-lah.
La mujer casi no pudo reconocer los sonidos de él al pronunciar su nombre. Algunas personas del Clan tropezaban con dificultades, pero ninguna lo había dicho así: juntaba los sonidos, alteraba el acento de tal manera que la primera sílaba subía y la segunda bajaba. Ni siquiera podía recordar haberlo oído nunca así... y no obstante, sonaba muy bien. Le señaló a él y se inclinó hacia delante, a la expectativa.
—Jondalar —dijo el hombre—. Mi nombre es Jondalar de los Zelandonii.
Fue demasiado: no pudo captarlo todo; sacudió la cabeza y volvió a señalarle; Jondalar se dio cuenta de que estaba confusa.
—Jondalar —dijo, y luego, más despacio—: Jondalar.
Ayla se esforzó para lograr que su boca funcionara como la de él: —Duh-da —fue lo más que pudo articular.
Jondalar podía darse cuenta de que tropezaba con dificultades para emitir los sonidos correctos, pero era indudable que se esforzaba lo más que podía. Se preguntó si padecería alguna deformidad en la boca que le impedía hablar. ¿Por eso no hablaría? ¿Porque no podía? Repitió su nombre despacio, pronunciando cada sonido con la mayor claridad que pudo, como si hablara aun niño o alguien que careciese de inteligencia:
—Jon-da-lar... Jonn-dah-larr.
—Do-da-lah —fue el siguiente intento.
— ¡Mucho mejor! —dijo, asintiendo con aire de aprobación, sonriente. Había realizado un verdadero esfuerzo esta vez. No estaba seguro de que al considerarla como alguien que estudiaba para Servir a la Madre estuviera en lo cierto. No parecía muy brillante. Siguió sonriendo y moviendo la cabeza de arriba abajo.
¡Estaba poniendo cara de felicidad! Ninguno del Clan había sonreído así, a excepción de Durc. Y ella siempre lo había hecho con toda naturalidad... y ahora él hacía otro tanto.
Su expresión de sorpresa fue tan cómica que Jondalar tuvo que reprimirse una risita, pero su sonrisa se amplió y sus ojos chispearon divertidos. El sentimiento era contagioso. Los labios de Ayla se arquearon y cuando la sonrisa de él, en respuesta, le dio alientos, correspondió con una sonrisa plena, amplia, encantadora.
—Oh, mujer —dijo Jondalar—, no hablas mucho, pero cuando sonríes estás preciosa. —Su virilidad comenzó a verla como mujer, y como una mujer muy atractiva, y la miró de otra manera.
Algo había cambiado. La sonrisa seguía ahí, pero los ojos... Ayla se percató de que los ojos, a la luz del fuego, eran de un violeta intenso, y que encerraban algo más que alegría. No sabía cuál era el significado de aquella mirada, pero su cuerpo sí: reconoció la invitación y respondió con las mismas sensaciones de atracción y hormigueo que le asaltaron al observar a Whinney con el garañón bayo. Eran unos ojos tan imperiosos que tuvo que arrancarse a su mirada volviendo bruscamente la cabeza. Se afanó estirándole las pieles que le cubrían, recogió la taza y se puso en pie, rehuyendo su mirada.
—Creo que eres tímida —dijo Jondalar, suavizando la intensidad con que la contemplaba. Le recordaba una muchacha joven antes de sus Primeros Ritos. Sentía el deseo, amable pero urgente, que siempre experimentaba por una mujer durante la ceremonia, y la incitación de sus ijares, y luego el dolor del muslo derecho—. Es mejor así —dijo con sonrisa torcida—. De todos modos, no estoy en forma.
Se tendió de nuevo cómodamente en la cama, retirando las pieles en que ella le había recostado la espalda, sintiéndose agotado. Le dolía el cuerpo, y al recordar la razón, le dolió más. No quería recordar ni pensar. Quería cerrar los ojos y olvidar, sumirse en el olvido que pusiera fin a todas sus penas. Sintió que le tocaban el brazo y abrió los ojos: Ayla sostenía una taza de líquido. Lo bebió, y poco después sintió que se aliviaba el dolor y que se apoderaba de él la somnolencia. Le había dado algo para lograr ese efecto y lo agradeció, pero se preguntó cómo sabría lo que necesitaba sin que él hubiera dicho una sola palabra.
Ayla había visto su mueca de dolor y conocía la gravedad de sus heridas. Era una curandera experta y experimentada. Había preparado la infusión de datura antes de que despertara. Al ver que las arrugas de su frente se borraban y que su cuerpo se relajaba, apagó la lámpara y cubrió el fuego. Colocó bien su manta de pieles junto al hombre, pero no tenía nada de sueño.
Guiándose por el resplandor del carbón cubierto, caminó hacia la entrada de la cueva y, al oír que Whinney lanzaba su suave hin, se acercó a ella. Le alegró ver tumbada a la yegua. El olor desconocido del hombre que había en la cueva la había inquietado después de parir. Si se sentía lo suficientemente tranquila para estar acostada, era que aceptaba la presencia del hombre. Ayla se sentó junto al cuello de Whinney y frente a su pecho, para poder acariciarle el hocico y rascarla detrás de las orejas. El potrillo, que había estado tendido junto a la ubre de su madre, se volvió, curioso: metió el hocico entre ambas. Ayla lo acarició y lo rascó también a él, y le tendió los dedos. Sintió la succión, pero el potrillo los dejó al ver que no había nada para él; su necesidad de chupar se satisfacía con su madre.
«Es un bebé maravilloso, Whinney, y crecerá fuerte y saludable, como tú. Ahora tienes a alguien como tú, y también yo. Es difícil de creer. Al cabo de tanto tiempo, ya no estoy sola». Lágrimas inesperadas aparecieron en sus ojos. «¡Cuántas, cuántas lunas han pasado desde que me maldijeron, desde que no he vuelto a ver a nadie! Y ahora hay alguien aquí: un hombre, Whinney, un hombre de los Otros. Y creo que va a vivir.» Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. «Sus ojos también echan agua igual que los míos, y me ha sonreído. Y yo le he sonreído.
»Soy una de los Otros, como dijo Creb. Iza me aconsejó que buscara a los míos, que encontrara mi compañero. ¡Whinney!, ¿Será él mi compañero? ¿Habrá sido conducido hasta aquí para mí? ¿Lo habrá traído mi tótem?
»¡Bebé! ¡Bebé me lo dio! Ha sido lo mismo que fui escogida yo. Probado y marcado por Bebé, por el cachorro de león cavernario que mi tótem me dio. Y ahora su tótem es el León Cavernario también. Eso significa que puede ser mi compañero. Un hombre con un León Cavernario por tótem sería suficientemente poderoso para una mujer con un León Cavernario por tótem. Incluso podría tener más hijos.»
Ayla frunció el ceño. «Pero los niños no están hechos realmente por tótems. Yo sé que Broud inició a Durc al meterme su órgano. Son los hombres, no los tótems los que inician los bebés. Don—da—lah es un hombre... »
De repente Ayla recordó su órgano, rígido por su necesidad de orinar, y recordó también los desconcertantes ojos azules. Sintió una extraña palpitación dentro de sí, que la agitaba. ¿Por qué tenía esas extrañas sensaciones? Habían comenzado al observar a Whinney con el caballo pardo oscuro...
«¡Un caballo pardo oscuro! y ahora tiene un potrillo pardo oscuro. Ese garañón inició un hijo dentro de ella. Don—da—lah podría iniciar un bebé dentro de mí. Podría ser mi compañero...
»¿Y si no me quiere? Iza dijo que los hombres le hacen eso a una mujer cuando les gusta. La mayoría de los hombres. A Broud yo no le gustaba. No me disgustaría que Don—da—lah...» De repente se ruborizó. «Soy tan alta y fea. ¿Por qué iba a pretender hacerme eso? ¿Por qué habría de quererme por compañera? Tal vez tenga ya compañera. ¿Y si se empeña en marcharse?
»No puede marcharse. Tiene que enseñarme de nuevo a construir palabras. ¿Se quedaría si yo comprendiera sus palabras?
»Las aprenderé. Aprenderé todas sus palabras. Entonces tal vez se quede a pesar de que soy grande y fea. No puede marcharse ahora. He pasado demasiado tiempo sola.»
Ayla dio un brinco, casi aterrada, y salió de la cueva. La negrura adquiría matices de un terciopelo azul profundo; la noche había llegado casi a su fin. Vio formas de árboles y señales conocidas que comenzaban a perfilarse. Habría querido volver a mirar al hombre, pero contuvo su ansia. Entonces pensó en conseguirle algo fresco para desayunar y se fue a buscar la honda.
«¿Y si no le agrada que cace? He decidido ya que no permitiré que nadie me detenga», recordó, pero no fue por la honda. Bajó a la playa, se quitó el manto y se dio un baño, nadando en el río. Lo encontró especialmente agradable y pareció que barría todo su torbellino interior. Su sitio de pesca predilecto había desaparecido después de las inundaciones primaverales, pero había encontrado otro río abajo, cerca, y tomó esa dirección.
Jondalar despertó al olor de los alimentos que se guisaban, y así fue como se dio cuenta de que estaba muerto de hambre. Aprovechó la vejiga para desahogar su necesidad de orinar y consiguió recostar la espalda para echar una ojeada en torno. La mujer no estaba, como tampoco la yegua y su potro, pero el lugar que había ocupado era el único de la cueva que se parecía remotamente a un lugar para dormir, y sólo había un fuego. La mujer vivía allí sola, excepto los caballos, y éstos no podían considerarse como sus semejantes.
Pero entonces, ¿dónde estaba su gente? ¿Habría otras cuevas en las inmediaciones? ¿Estaría haciendo un viaje prolongado para cazar? En la zona de almacenamiento había muebles de caverna, pieles de pelo largo y cueros, plantas colgadas de tendederos, carnes y alimentos conservados en cantidad suficiente para una Caverna numerosa. ¿Sería sólo para ella? Si vivía sola, ¿para qué necesitaba tanto? ¿Y quién la había llevado hasta allí? Tal vez su gente le dejó allí para que ella le guardara.
«¡Esto tuvo que ser! Es una zelandoni, y me trajeron con ella para que me cuidara. Es joven para eso; al menos parece joven, pero competente, no cabe la menor duda. Probablemente haya venido aquí para ser puesta a prueba, para desarrollar alguna habilidad especial, tal vez con animales, y su gente me encontró, y no había nadie más, de manera que me dejaron con ella. Debe de ser una zelandoni muy poderosa para ejercer semejante dominio sobre los animales.»
Ayla entró en la cueva; traía un plato de pelvis secada y blanqueada, que contenía una enorme trucha fresca recién asada. Le sonrió, sorprendida de encontrarle despierto. Depositó el pescado junto a él, arregló las pieles y los cojines de cuero rellenos de paja para que pudiera mantenerse sentado. Le dio una taza de infusión de sauce para empezar, de modo que siguiera bajando la fiebre y mitigara los dolores, le puso el plato sobre el regazo y salió para volver con un tazón de grano cocido, tallos recién pelados de cardo fresco y perejil, y las primeras fresas silvestres de la temporada.
Jondalar tenía hambre suficiente para comer cualquier cosa; no obstante, después de los primeros bocados, comenzó a masticar más despacio para saborear mejor. Ayla había aprendido las virtudes de las hierbas con Iza, no sólo como medicamentos sino también como condimentos. Tanto la trucha como el grano estaban sazonados por su mano experta. Los tallos frescos estaban crujientes en el punto exacto de madurez, y aunque no había muchas fresas silvestres, su grado de dulzor no debía nada a nadie más que al sol. Jondalar quedó impresionado. Su madre era conocida como buena cocinera, y aunque los sabores eran distintos, comprendía las sutilezas de los alimentos bien preparados.
Ayla se sintió satisfecha al verle comer despacio para saborear la comida. Cuando hubo terminado, le llevó una taza de infusión de hierbabuena y se dispuso a cambiarle las curas. Le quitó la compresa de la cabeza; había bajado mucho la hinchazón y sólo quedaba un poco de sensibilidad. Los rasguños de brazos y pecho estaban sanando. Podría conservar algunas cicatrices, pero nada serio. Lo peor era la pierna. ¿Sanaría convenientemente? ¿Recuperaría el uso de la extremidad? ¿Podría caminar o quedaría tullido?
Retiró la cataplasma, tranquilizada al ver que las hojas de col silvestre habían reducido la supuración, como esperaba. Desde luego, había una mejora evidente, pero aún no se podía saber cómo le iría. Parecía que el haber atado los labios de la herida con hebras de tendón daba resultado. Considerando la extensión de los destrozos, la pierna se parecía a su forma original, aunque quedaría una gran cicatriz y tal vez alguna deformación. Ayla estaba satisfecha.
Era la primera vez que Jondalar podía ver claramente su pierna, y no quedó complacido. Parecía mucho más afectada de lo que él había creído. Palideció al verlo y tragó saliva varias veces seguidas. Podía ver el intento de la curandera con los nudos; tal vez ahí estuviera la diferencia, pero se preguntó si volvería a caminar.
Le habló, preguntándole dónde había aprendido a curar, sin esperar respuesta. Ella reconocía su nombre, pero nada más. Quería pedirle que le enseñara el significado de sus palabras, pero no sabía cómo. Salió a buscar leña para el fuego de la cueva, sintiéndose frustrada. Ansiaba aprender a hablar, pero ¿cómo empezar?
Jondalar pensaba en lo que acababa de comer. Quienquiera que fuese el proveedor, la mujer estaba bien abastecida; era evidente que sabía cómo cuidarse. Las bayas, los tallos y la trucha eran frescos. Pero los granos tuvieron que ser cosechados el otoño anterior, lo cual significaba excedentes de las provisiones invernales. Eso revelaba previsión; nada de hambre a fines del invierno ni principios de la primavera. También indicaba un buen conocimiento de la zona y, por tanto, que el asentamiento no era muy reciente. Había algunos indicios más de que la caverna llevaba habitada algún tiempo: el hollín alrededor de la chimenea y el piso bien apisonado, en particular.
A pesar de que Ayla estaba bien surtida de muebles y enseres de caverna, un examen más detenido revelaba que carecía por completo de tallas o decoración, y que todo era bastante primitivo. Miró la taza de madera en la que había bebido la infusión. Pero no era tosca; en realidad estaba muy bien hecha. La taza se había tallado en algún nudo, a juzgar por la textura de la madera. Mientras Jondalar la examinaba de cerca, le pareció que la taza había sido hecha aprovechando una forma sugerida por la textura. No sería difícil de imaginar la cara de un animalito entre los nudos y curvas. ¿Lo habría hecho a propósito? Le gustaba más que muchos utensilios que había visto adornados con tallas más vistosas.
La taza misma era honda, y el borde sobresalía; era simétrica y su acabado tenía una suavidad muy delicada. Incluso en el interior, no aparecían irregularidades. Un trozo de madera nudosa era difícil de trabajar; esa taza representaba sin duda numerosos días de trabajo. Cuanto más miraba más se percataba de que la taza era, indiscutiblemente, una buena muestra de artesanía, engañosa en su sencillez. «A Marthona le agradaría», pensó, recordando la maña de su madre para ordenar los instrumentos más útiles y los recipientes de provisiones de la manera más agradable; tenía la capacidad de hallar belleza en los objetos simples.
Alzó la mirada al entrar Ayla con una carga de leña, y meneó la cabeza al ver su primitivo manto de cuero. Entonces vio también el cojín sobre el que se recostaba; como el manto de ella, era sólo de cuero, no estaba cortado sino que envolvía un puñado de heno fresco y encajaba en una zanja de escasa profundidad. Tiró de un extremo y miró de cerca: la orilla exterior estaba algo tiesa y aún tenía unos pelos de reno, pero era muy flexible y de una suavidad aterciopelada. Tanto la textura interior como la exterior, más dura, habían sido raspadas y el pelo eliminado, lo cual contribuía a explicar la suavidad. Pero sus pieles le impresionaron más. Una cosa era estirar y tensar una piel sin pelo, para hacerla más flexible. Mucho más difícil resultaba hacerlo con las pieles de pelo largo puesto que sólo el interior había sido retirado. Por lo general, las pieles tendían a estar más tiesas, pero las que había sobre la cama eran tan flexibles como gamuza.
Al tocarlas sintió algo familiar pero no pudo explicar qué era.
Ni tallas ni adornos en los utensilios pero sí la más fina artesanía. Pieles y cueros curtidos con gran habilidad y esmero... pero ninguna prenda estaba cortada ni conformada para ajustarse al cuerpo, tampoco cosida o unida, y ningún artículo tenía aplicaciones de abalorios ni plumas, ni estaba teñido ni adornado en forma alguna. Y sin embargo, había unido y cosido su pierna. Existían incongruencias, y aquella mujer representaba un misterio.
Jondalar había estado mirando a Ayla, que se preparaba para encender un fuego, pero en realidad no se había fijado. Había visto encender un fuego muchas veces. Había pensado fugazmente que debería haberse llevado un carbón de fuego que utilizaba para hacer la comida, y supuso que estaría apagado. Vio sin prestar atención que la mujer reunía yesca, recogía un par de piedras, las golpeaba una contra otra, y soplaba para atizar una llama. Fue un proceso tan rápido que el fuego estaba ardiendo antes de que se diera cuenta de cómo había ocurrido.
— ¡Madre Grande! ¿Cómo has podido encender ese fuego? —preguntó inclinándose hacia delante—. ¡Oh Doni! No comprende una palabra de la que digo. —Alzó las manos en señal de desesperación—. ¿Sabes la que has hecho? Ven acá, Ayla —le dijo, haciéndole señas de que se acercara.
Fue hacia él inmediatamente; era la primera vez que le veía hacer con la mano una señal que tuviera sentido. Estaba preocupado por algo, y ella arrugó el ceño, concentrándose en sus palabras deseando poder entender.
— ¿Cómo has encendido ese fuego? —volvió a preguntarle él, pronunciando las palabras con lentitud y cuidado, como si en cierta forma eso la ayudara a comprender... y señaló el fuego con el brazo.
— ¿Fue...? —Ayla hizo el intento vacilante de repetir su última palabra. Pasaba algo importante. Temblaba de concentración, tratando de obligarse a entenderle.
— ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Sí, fuego! —gritó Jondalar, gesticulando en dirección a las llamas. — ¿Tienes idea de la que representa encender tan aprisa el fuego?
—Fueg...
—Sí, como ése de ahí —dijo, perforando el aire con el dedo índice y apuntando al fuego—. ¿Cómo lo hiciste?
Ayla se levantó, se dirigió al fuego y lo señaló:
— ¿Fueg? —dijo.
Jondalar lanzó un profundo suspiro y volvió a recostarse sobre las pieles, comprendiendo de repente que había estado tratando de obligarla a comprender palabras que ignoraba.
—Lo siento, Ayla. Ha sido una estupidez por mi parte. ¿Cómo puedes decirme lo que has hecho cuando no sabes lo que te pregunto?
Se había apaciguado la tensión; Jondalar cerró los ojos, sintiéndose vacío y frustrado, pero Ayla estaba excitada. Tenía una palabra; sólo una, pero era un comienzo. Ahora, ¿cómo podría seguir con eso? ¿Cómo podría pedirle que le enseñara más, decirle que tenía que aprender más?
— ¿Don—da—lah...? —El hombre abrió los ojos. Ella volvió a señalar el hogar—. ¿Fueg?
—Fuego, sí eso es fuego —contestó, asintiendo con la cabeza. Entonces volvió a cerrar los ojos, sintiéndose cansado, un poco bobo por haberse excitado tanto y dolorido, física y emocionalmente.
No lograba despertar su interés. ¿Qué podría hacer ella para que la comprendiera? Se sentía tan contrariada, tan enojada que no se le ocurría ninguna forma de comunicarle sus deseos. Aun así lo intentó una vez más.
—Don—da—lah. —Esperó hasta que el hombre volvió a abrir los ojos—. ¿Fuego...? —pronunció con una mirada esperanzadora en sus ojos suplicantes.
«Y ahora, ¿qué quieres?», pensó Jondalar, sintiendo curiosidad.
— ¿Qué pasa con ese fuego, Ayla?
Ella comprendió que le estaba haciendo una pregunta, lo comprendió por la postura de sus hombros y la expresión de su rostro. Le estaba prestando atención, miró a su alrededor, tratando de pensar en alguna forma de decírselo, y vio la leña junto al fuego. Cogió un palito, se lo mostró y le miró a los ojos con expresión esperanzada.
La frente de Jondalar se arrugó de perplejidad y se fue alisando a medida que empezaba a comprender.
— ¿Quieres la palabra para eso? —preguntó, sorprendiéndose ante el repentino afán por aprender su lenguaje, cuando no había parecido tener el menor interés anteriormente. ¡Hablar! No estaba intercambiando palabras con él: ¡estaba tratando de hablar! ¿Por eso se mostraría tan silenciosa? ¿porque no sabía hablar?
Tocó el palito que Ayla tenía en la mano:
—Madera —dijo.
La mujer soltó de golpe el aire que tenía retenido: no advirtió que se había quedado sin respirar tanto rato.
—Mad... —intentó repetir.
—Madera —dijo Jondalar muy despacio, exagerando el gesto de la boca para pronunciar con mayor claridad.
—Madé... —dijo ella, tratando de imitar los movimientos de la boca masculina.
—Ya está mejor —aprobó Jondalar.
El corazón de Ayla palpitaba alocado. ¿Habría comprendido? Volvió a buscar con desesperación algo para que la cosa continuara. Su mirada cayó sobre la taza; la cogió y la tendió.
— ¿Estás tratando de que te enseñe a hablar?
Ella no comprendió, meneó la cabeza y volvió a tender la taza.
— ¿Quién eres, Ayla? ¿De dónde vienes? ¿Cómo es posible que hagas... todo lo que haces, y que no sepas hablar? Eres un enigma; pero si quiero llegar a saber algo de ti, creo que no me quedará otro remedio que enseñarte a hablar.
Ella estaba sentada en las pieles junto a él, esperando ansiosa, sin dejar de sostener la taza. Tenía miedo de que con todas las palabras que estaba pronunciando se olvidara de la que ella le pedía. Volvió a tender la taza.
— ¿Qué quieres, «beber» o «taza»? Supongo que no importa. —Tocó el recipiente que la joven sostenía y dijo—: Taza.
—Taz —respondió ella, y sonrió, aliviada.
Jondalar prosiguió con la idea. Tendió la mano, tomó la vejiga de agua pura que ella le había dejado cerca, y vertió algo en la taza.
—Agua —dijo.
—Aua.
—Prueba otra vez: agua —repitió Jondalar, alentándola.
—Ahua.
Jondalar asintió, se llevó la taza a los labios y tomó un sorbo.
—Beber —dijo—. Beber agua.
—Beberr —respondió con claridad, pero pronunciando exageradamente la r y tragándose un poco la palabra—. Beberr ahua.
21
—Ayla, no aguanto más esta caverna. Mira el sol que hace. Creo que ya estoy lo bastante repuesto para moverme un poco, al menos fuera de la caverna.
Ayla no entendía todo lo que decía Jondalar, pero sabía lo suficiente para comprender su lamento... y simpatizar con él.
—Nudos —dijo, tocando una de las puntadas—. Cortar nudos. Mañana ver pierna.
Jondalar sonrió como si hubiera logrado una victoria.
—Vas a quitarme los nudos y entonces, mañana por la mañana, podré salir de la caverna.
Con más o menos problemas para hablar, Ayla no iba a dejarse comprometer más de lo debido.
—Ver —dijo enfáticamente—. Ayla mira. —Se encogió de hombros para expresarse dentro de su capacidad limitada—. Pierna no... cura, Don-da-lah no fuera.
Jondalar sonrió de nuevo. Sabía que había exagerado el significado de lo que ella expresaba, con la esperanza de que le siguiera la corriente, pero se sintió algo complacido al ver que no se dejaría manejar por él y que insistía en hacerse entender completamente. Tal vez no saliera mañana de la caverna, pero eso significaba que por lo menos ella estaba aprendiendo más aprisa.
Enseñarle a hablar se había convertido en un reto, y sus progresos le alegraban aunque fueran desiguales. Estaba intrigado por su manera de aprender. La abundancia de su vocabulario resultaba ya pasmosa; parecía capaz de memorizar las palabras con la misma rapidez con que él se las enseñaba. Había pasado la mayor parte de una tarde diciéndole los nombres de todo lo que ella y él podían pensar, y una vez terminaron, Ayla le había repetido cada palabra con su asociación correcta. En cambio, tenía dificultades para pronunciar, había ciertos sonidos que no podía emitir correctamente por mucho que se esforzara, y se esforzaba mucho.
Pero a él le gustaba su manera de hablar. Su voz era algo grave y agradable, y su extraño acento le daba un matiz exótico. Decidió que no se preocuparía aún de corregir la manera en que unía las palabras. Ya aprendería más adelante a expresarse correctamente. La lucha real de Ayla se evidenció en cuanto progresaron más allá de las palabras que indicaban cosas y acciones específicas. Los conceptos abstractos más simples resultaban un problema: quería una palabra distinta para cada matiz de color, y le costaba entender que el verde intenso del pino y el verde pálido del sauce se describieran ambos con el término general de verde. Cuando captaba una abstracción, parecía ser para ella como una especie de revelación o un recuerdo olvidado desde hacía tiempo.
En cierta ocasión Jondalar hizo un comentario favorable en relación a su memoria extraordinaria, pero ella no podía comprenderle o creerle.
—No, Don—da—lah, Ayla no recordar bien. Ayla trata, niña pequeña. Ayla quiere buena... memoria. No buena. Trata, siempre trata.
Jondalar movió la cabeza, deseando tener una memoria tan buena como la de ella o un deseo de aprender tan fuerte y perseverante. Veía cómo progresaba día a día; aunque Ayla nunca se mostraba satisfecha. Pero a medida que aumentaba su capacidad de comunicación, el misterio que la envolvía se hacía más profundo. Cuanto más sabía de ella, más preguntas surgían en espera de respuestas. Era increíblemente hábil y entendida en ciertos aspectos, y totalmente ingenua e ignorante en otros..., y él nunca estaba seguro de cuál ni cuándo. Algunas de sus habilidades —como encender fuego— estaban mucho más desarrolladas que las de otras personas, y otras, en cambio, eran increíblemente más primitivas.
De una cosa estaba bien seguro: hubiera o no gente de los suyos cerca, ella era perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Y de él, pensó, mientras Ayla apartaba las mantas para mirarle la pierna herida.
Ayla tenía preparada una solución antiséptica, pero estaba nerviosa mientras se disponía a quitar los nudos que mantenían junta la carne del hombre. No pensaba que la herida se abriría —parecía estar sanado— pero nunca anteriormente había empleado esa técnica y no podía estar segura del resultado. Llevaba varios días considerando el momento de quitar los nudos, pero hizo falta que Jondalar se quejase para que tomara una decisión.
La joven se inclinó sobre la pierna, para examinar los nudos de cerca. Cuidadosamente, tiró de uno de los tendones de ciervo anudados: la piel se le había pegado y salía adherida a él. Se preguntó si no habría tardado demasiado, pero ya era inútil lamentarse. Sostuvo el nudo entre los dedos y con su cuchillo más afilado, que no había usado aún, cortó un lado lo más cerca del nudo que pudo. Unos tironcitos demostraron que no saldría con facilidad. Finalmente, cogió el nudo entre los dientes y, de un fuerte tirón, lo sacó.
Jondalar dio un respingo. A Ayla le dio pena que le doliera, pero no se había abierto la herida; un hilillo de sangre corría desde donde se había rasgado la piel, pero los músculos y la carne se habían curado. Las molestias que ahora tuviera el hombre que padecer no supondrían pagar un precio demasiado alto. Fue quitando los nudos lo más rápidamente que pudo para acabar pronto, mientras Jondalar apretaba los dientes y cerraba los puños para no gritar cada vez que sentía el tirón. Ambos se inclinaron para ver el resultado.
Ayla decidió que, de no haber deterioro, le dejaría apoyarse en la pierna y le permitiría salir de la cueva. Recogió el cuchillo y la taza con la solución y se disponía a ponerse de pie cuando Jondalar la detuvo.
—Déjame ver el cuchillo —le pidió, señalándolo.
Ella se lo entregó y se quedó mirando mientras lo examinaba.
— ¡Está hecho de una pieza! Ni siquiera es una hoja. Se ha trabajado con cierta habilidad, pero es una técnica muy primitiva. Ni siquiera tiene mango... está retocado en uno de los bordes para no lastimar. ¿Dónde has conseguido esto, Ayla? ¿Quién lo hizo?
—Ayla hace.
Sabía que él estaba comentando la calidad y la artesanía, y le habría querido explicar que no era tan diestra como Droog, pues había aprendido que era el que mejor hacía los utensilios en el Clan. Jondalar estudió el cuchillo a fondo y, al parecer, algo sorprendido. Ella habría querido discutir los méritos de la herramienta, la calidad del pedernal, pero no podía. No disponía del vocabulario, de los términos exactos o de la manera en que podría expresar los conceptos. Se sentía frustrada.
Anhelaba hablarle de todo. Hacía largo tiempo que no había tenido con quien comunicarse, pero no supo cuánto lo había echado de menos hasta la llegada de Jondalar. Le parecía como si hubieran puesto ante sus ojos un banquete del que ella, muerta de hambre, sólo podía probar unos bocados.
Jondalar le devolvió el cuchillo, mientras movía la cabeza, intrigado. Era afilado, desde luego adecuado, pero hacía que su curiosidad aumentara. La mujer estaba tan bien adiestrada como cualquier Zelandonii y aplicaba técnicas avanzadas —como las puntadas— pero ¡un cuchillo tan primitivo! «Si pudiera preguntarle y hacerle comprender; si ella me pudiera decir. ¿Y por qué no podía hablar? Ahora ya está aprendiendo rápidamente. ¿Por qué no sabría antes?» Que Ayla aprendiera a hablar se había convertido en una ambición que les impulsaba a ambos. ..
Jondalar despertó temprano. La caverna estaba todavía sumida en sombras, pero la entrada y el orificio que había encima y servía de chimenea dejaba vislumbrar el profundo azul que antecede al alba. Fue aclarándose mientras miraba, destacando la forma de cada relieve y cada depresión de las paredes de piedra. Podía verlos igualmente con los ojos cerrados; los tenía grabados en su mente. Necesitaba salir y ver otra cosa. Sentía una excitación creciente, seguro de que aquél era el día. Apenas podía esperar y se disponía a sacudir a la mujer que yacía cerca de él para despertarla. Se detuvo antes de tocarla y de repente cambió de idea.
Ayla dormía tendida de lado, acurrucada entre las pieles que la rodeaban. Él ocupaba su cama habitual, bien lo sabía. Las pieles de Ayla estaban sobre una estera tendida junto a él, no en una zanja poco profunda cubierta con un cojín relleno de paja; dormía con el manto puesto, preparada para saltar a la menor indicación. Rodó sobre su espalda y Jondalar la estudió detenidamente, tratando de descubrir algún rasgo característico que fuera indicio de su origen.
Su estructura ósea, la forma de su rostro, y de sus pómulos resultaban diferentes de las mujeres Zelandonii, pero no había nada fuera de lo común en ella, salvo que era extraordinariamente guapa. Era algo más que simplemente guapa, decidió, ahora que la estaba mirando con calma: en sus facciones había una cualidad que se reconocería a cualquier parte como belleza.
El estilo de su cabello, atado siguiendo una hilera regular de trenzas, colgando a los lados y por detrás, recogidas en la frente, no era habitual, pero él había visto cabellos peinados de maneras mucho más insólitas. Algunos mechones largos se habían escapado de sus trenzas, colgándole desordenadamente por detrás de las orejas, y tenía un tizne de carbón en la mejilla. Se dio cuenta entonces de que no se había apartado de su lado más de un instante desde que recobró el conocimiento, y antes probablemente ni siquiera eso. Nadie podría tacharla de ser descuidada.
El rumbo de sus pensamientos se vio interrumpido cuando Ayla abrió los ojos y lanzó un grito de sorpresa.
No estaba acostumbrada a abrir los ojos frente a un rostro, menos todavía uno con aquellos ojos de un azul brillante y una barba enmarañada y rubia. Se sentó tan rápidamente que se le fue un poco la cabeza, pero pronto recobró la compostura y se puso de pie para atizar el fuego. Estaba apagado; había vuelto a olvidar que debía cubrirlo. Recogió los materiales para encender otro.
— ¿Quieres enseñarme a encender el fuego, Ayla? —pidió Jondalar al ver que recogía sus piedras. Esta vez, ella entendió.
—No difícil —dijo y acercó a la cama las piedras de fuego y los materiales combustibles—. Ayla muestra. —Demostró cómo golpeaba una piedra contra otra, amontonó fibra de corteza deshebrada y vellón de chamico y le entregó el pedernal y la pirita de hierro.
Reconoció inmediatamente el pedernal... y recordó haber visto piedras como la otra, pero nunca se le habría ocurrido utilizarlas juntas para nada, y menos aún para encender fuego. Las golpeó como le había visto hacer a ella. Fue un golpe sesgado pero creyó ver una diminuta chispa. Volvió a golpear, sin creer aún que podría sacar fuego de piedras, a pesar de habérselo visto hacer a Ayla. Un destello saltó entre las piedras frías; Jondalar se sorprendió, pero después se sintió presa de excitación. Al cabo de varios intentos más y con un poco de ayuda de Ayla, consiguió un pequeño fuego que ardía junto a la cama. Se quedó mirando atentamente las dos piedras.
— ¿Quién te enseñó a encender fuego de esta manera?
Ayla sabía lo que estaba preguntándole; lo que no sabía era cómo explicárselo.
—Ayla hace —dijo.
—Sí, ya sé que tú lo haces, pero ¿quién te enseñó?
—Ayla enseñó. — ¿ Cómo iba a explicarle lo del día en que se le apagó el fuego, se le rompió el hacha de mano y descubrió la pirita? Se cogió la cabeza entre las manos un momento, tratando de hallar la manera; entonces alzó la cabeza, le miró y sacudiéndola negativamente, dijo—: Ayla no hablar bueno.
Jondalar comprendió que se sentía derrotada.
—Ya lo harás, Ayla. Entonces podrás decírmelo. No tardarás mucho... eres una mujer sorprendente. —Y sonrió.— Hoy podré salir, ¿verdad?
—Ayla ver... —Retiró las mantas y miró la pierna. Los lugares en que habían estado los nudos tenían pequeñas costras, y la piel mostraba una curación casi total. Ya era hora de que se levantara, se apoyase en la pierna y tratara de calibrar el deterioro—. Sí; Don—da— lah va fuera.
La sonrisa más amplia que le había visto hasta entonces le iluminó la cara. Se sentía como un muchacho que acude ala Reunión de Verano después de un prolongado invierno.
—Entonces, vamos, mujer. Y empujó las pieles, ansioso por ponerse en pie y salir.
Su entusiasmo infantil era contagioso. Ayla le sonrió pero conminándole a tener prudencia:
—Don—da—lah come alimento.
No tardó mucho en preparar un desayuno con alimentos cocinados la noche anterior y una infusión. Llevó grano a Whinney y pasó unos momentos acariciándola con un cardo y rascando con él también al potrillo. Jondalar la observaba; la había observado anteriormente, pero era la primera vez que se daba cuenta de que emitía un sonido casi igual al suave relincho de un caballo, así como algunas sílabas abreviadas, guturales. Sus movimientos y señales con la mano no significaban nada para él —no las veía, no sabía que formaban parte integrante del lenguaje que utilizaba para hablarle al caballo— pero sabía que, de cierta manera incomprensible, estaba hablándole a la yegua. Y tenía la impresión, por no decir el convencimiento, de que el animal la comprendía.
Mientras ella acariciaba a la yegua y al potrillo, Jondalar se preguntaba qué magia habría empleado para cautivar a los animales. Él mismo se sentía algo cautivado, pero se sorprendió, encantado, al ver que se acercaba con la yegua y el potro. Nunca anteriormente había tocado un caballo viviente ni se había acercado tanto a un potro recién nacido y cubierto de vellón, y se sentía ligeramente sobrecogido ante la falta de miedo que ambos demostraban. El potrillo pareció sentirse especialmente atraído por el hombre después de unas cuantas caricias prudentes que se convirtieron en caricias a todo lo largo y cosquillas que sin vacilación llegaron a los lugares indicados.
Recordó que no le había enseñado el nombre del animal, y señalando a Whinney, dijo:
—Caballo.
Pero Whinney tenía nombre, un nombre hecho de sonidos al igual que los nombres de ellos. Ayla meneó negativamente la cabeza.
—No —dijo—. Whinney.
Para él, el nombre que dijo no era un nombre: era la perfecta imitación de un relincho suave, de un hin. Se sorprendió. No sabía expresarse en lenguas humanas, pero era capaz de hablar como un caballo. ¿Hablarle a un caballo? Estaba pasmado; era una magia poderosa.
Ella interpretó su expresión de asombro como falta de comprensión. Se tocó el pecho y dijo su nombre, tocó el pecho de él y dijo «Jondalar», y, después, señaló a la yegua y volvió a relinchar suavemente.
— ¿Es el nombre de la yegua?. Ayla, yo no puedo producir ese sonido. No sé cómo hablarles a los caballos.
Después de una segunda explicación más paciente, lo intentó de nuevo, pero era más bien una palabra que semejaba un sonido. Ayla pareció conformarse con eso y llevó a los caballos de vuelta a su lugar de la caverna.
«Whinney, él me está enseñando palabras. Voy a aprender todas sus palabras, pero tenía que decirle tu nombre. Hemos de pensar en un nombre para tu pequeño... Me pregunto si te gustaría que él le ponga nombre a tu hijo».
Jondalar había oído hablar de ciertos zelandoni de quienes se decía que eran capaces de atraer los animales hacia los cazadores. Algunos cazadores podían incluso hacer una buena imitación del grito de ciertos animales, lo cual les permitía acercarse más a ellos. Pero nunca había oído hablar de alguien que conversara con un animal o que hubiera educado a un animal para la convivencia. Gracias a ella, una yegua salvaje había parido delante de él e incluso le había permitido tocar a su hijo. De repente se le presentó, con admiración y algo de miedo, lo que había hecho la mujer. ¿Quién era? ¿Y qué clase de magia era la suya? Pero cuando avanzó hacia él con una sonrisa gozosa en el rostro, no parecía más que una mujer común y corriente. Justo una mujer común y corriente, capaz de hablar con los animales pero no con los seres humanos.
— ¿Don—da—lah fuera?
Casi se le había olvidado. El rostro se le iluminó de deseo y antes de que ella se acercara, trató de ponerse de pie. Su entusiasmo se vino abajo; estaba débil y le dolía al moverse. Estuvo a punto de sentir náuseas, de perder el conocimiento, pero se repuso. Ayla veía cómo cambiaba su expresión de una sonrisa anhelante a una mueca de dolor, y de repente lo vio palidecer.
—Tal vez necesito ayuda —dijo, con una sonrisa débil pero animosa.
—Ayla ayuda —dijo ella, ofreciéndole el hombro para que se apoyara y la mano para que se la cogiese. Al principio no quiso apoyarse mucho en ella, pero al ver que aguantaba su peso, que tenía fuerza y que sabía cómo llevarle, aceptó la ayuda.
Cuando, finalmente, se puso de pie sobre su pierna buena, sujetándose en uno de los postes del tendedero, y Ayla alzó la mirada hacia él, la joven se quedó boquiabierta y con los ojos casi fuera de las órbitas: la parte superior de su cabeza apenas alcanzaba la barbilla del hombre. Ya sabía que tenía el cuerpo más largo que el de los hombres del Clan, pero no había sido capaz de imaginar lo elevada que era su estatura, no se había figurado cómo sería de pie. Nunca había visto a nadie tan alto.
No recordaba, desde su infancia, haber tenido que levantar la cabeza para mirar a alguien. Aun antes de convertirse en mujer era ya más alta que todos los del Clan, incluidos los hombres. Siempre había sido alta y fea; demasiado alta, demasiado pálida, con una cara demasiado plana.
Ningún hombre la quiso ni siquiera después de que su poderoso tótem fue derrotado y todos se empeñaron en creer que el tótem de ellos había superado a su León Cavernario dejándola embarazada; ni siquiera cuando supieron que si no estaba apareada antes de dar a luz, su hijo tendría mala suerte. Y Durc tuvo mala suerte. No le dejarían vivir. Dijeron que era deforme, pero, de todos modos, Brun lo aceptó. Su hijo había superado la mala suerte; superaría también la pérdida de la madre. Y sería alto —ella lo sabía ya antes de marcharse—, pero no tanto como Jondalar.
Aquel hombre la hacía sentirse realmente pequeña. La primera impresión que le causó fue de juventud, y joven significaba bajo. También le había parecido más joven. Alzó la cabeza para mirarle desde su nueva perspectiva y notó que le había crecido la barba. No comprendía por qué no tenía barba cuando le vio por vez primera, pero al ver el recio pelo rubio que le salía en el mentón, comprendió que no era un muchacho. Era un hombre... un hombre alto, potente y plenamente maduro.
La mirada de asombro de Ayla le hizo sonreír aunque no sabía a qué se debía. Ella también era más alta de lo que él creía. La manera de moverse y su porte daban la sensación de que su estatura era mucho menor. En realidad era alta, y a él le gustaban las mujeres altas; siempre eran las que le llamaban primero la atención, aunque aquélla llamaría la atención de cualquiera, pensó.
—Ya que estamos aquí, salgamos —dijo.
Ayla estaba cobrando conciencia de su cercanía y su desnudez.
—Don—da—lah necesita... manto —dijo, empleando la palabra que usaba para su vestimenta, aun cuando quería decir: para hombre —. Necesita cubrir y señaló las partes genitales; él tampoco le había enseñado la palabra. Entonces, por alguna razón inexplicable, Ayla se ruborizó.
No era por pudor. Había visto a muchos hombres desnudos, y también mujeres... no importaba nada. Pensó que él necesitaba protección, no de los elementos sino contra espíritus malignos. Si bien las mujeres no estaban incluidas en sus rituales, ella sabía que a los hombres del Clan no les gustaba dejar expuestos sus órganos cuando salían. No supo por qué se ruborizó ni por qué tenía la cara caliente ni tampoco el motivo por el que aquella situación provocaba en ella una sensación tensa, palpitante.
Jondalar bajó la mirada. También él tenía ciertas supersticiones relacionadas con sus órganos, pero nada tenían que ver con la protección contra espíritus malignos. Si enemigos perversos hubieran inducido a un zelandoni a causarle daño o si una mujer tuviera razones para lanzarle una maldición, haría falta mucho más que una prenda de vestir para protegerle.
Pero había aprendido que, si bien cuando un forastero cometía un disparate, se le perdonaba, era prudente al viajar prestar atención a indicaciones sutiles para no ofender en lo posible. Había visto la señal de ella... y su rubor. Consideró que sin duda quería decir que no debía salir con las partes genitales al aire. Y de todos modos, sentarse en cueros vivos en una piedra desnuda resultaría incómodo, sin contar con que no iba a poder moverse mucho.
Entonces pensó en sí mismo, parado allí sobre una piedra, cogiéndose de un poste, tan deseoso de salir que ni siquiera se había fijado en que estaba totalmente desnudo. Se dio cuenta de repente de lo cómico de la situación y soltó una ruidosa carcajada.
Jondalar no podía comprender el efecto que su risa iba a tener sobre Ayla. Para él, reír era tan natural como respirar. Ayla se había criado entre gente que no reía y que consideraba su risa con tanta suspicacia que tuvo que aprender a dominarla para no resultar tan extraña. Eso era parte del precio que pagaba por la supervivencia. Sólo después de haber nacido su hijo descubrió nuevamente el gozo de la risa. Sabía que alentarlo sería mal visto, pero cuando estaban solos, no podía resistirse a hacerle cosquillas cuando él respondía con risas de felicidad.
Para ella, la risa estaba cargada de un significado mayor que una simple respuesta espontánea. Representaba el único valor que la ataba a su hijo, la parte de sí misma que podía ver en él, y era una expresión de su propia identidad. La risa inspirada por el cachorro de león cavernario al que amaba, había fortalecido esa expresión, y no renunciaría a ella. No sólo habría significado renunciar a sensaciones que le recordaban a su hijo sino a su propio sentido del desarrollo de sí misma.
Pero no había pensado que alguien más pudiera reír. Excepto ella y Durc, y no recordaba haber oído reír a nadie anteriormente. La calidad especial de la risa de Jondalar —la libertad jubilosa y sincera que expresaba— invitaba a la respuesta. Había un deleite sin límites en su voz mientras se reía de sí mismo, y desde el momento en que Ayla la oyó, le gustó. A diferencia de la reprobación del varón adulto del Clan, la risa de Jondalar demostraba aprobación sólo con el sonido. No sólo era bueno reír sino que había que participar; era imposible resistir.
Y Ayla no resistió. Su primera sorpresa escandalizada se convirtió en sonrisa y después en risa. No sabía dónde estaba la gracia, pero se reía porque se reía Jondalar.
—Don-da-lah, ¿cuál es la palabra —preguntó Ayla cuando se apagaron las carcajadas— para ja-ja-ja?
— ¿Risa? ¿Reír?
— ¿Cuál es... palabra correcta?
—Las dos son correctas. Cuando lo hacemos, dices: nos reímos. Cuando hablas de ello dices: la risa —explicó.
Ayla reflexionó un momento. Había más en lo que él decía que la simple manera de emplear la palabra; en hablar había algo más que palabras. Ya conocía muchas, pero se decepcionaba una y otra vez al tratar de expresar sus pensamientos. Existía una forma de reunirlas, y un significado que no podía captar del todo. Aunque comprendía la mayor parte de lo que decía Jondalar, las palabras sólo servían de indicio. Ella comprendía otro tanto por su aptitud preceptiva para leer su lenguaje corporal inconsciente. Pero sentía la falta de precisión y profundidad de su conversación. Peor aún era la sensación de que ella sabía, pero no podía recordar, y la tensión insoportable que sentía cuando estaba a punto de recordar, una especie de nudo doloroso que luchaba por desatarse.
— ¿Don—da—lah reír?
—Sí, es cierto.
—Ayla reír. Ayla gusta reír.
—En este momento Jondalar ir fuera. ¿Dónde está mi ropa?
Ayla trajo el montón de prendas de que le había despojado cuando tuvo que desnudarle. Estaban hechas jirones por las zarpas del león y manchadas con sangre seca. Las cuentas y demás elementos del diseño estaban desprendiéndose de la camisa adornada.
Cuando vio su ropa, Jondalar se puso serio.
—Tuve que estar muy herido —dijo, mirando el pantalón tieso con su sangre seca—. No me lo puedo poner.
Ayla estaba pensando lo mismo; fue al lugar donde almacenaba cosas y extrajo una piel sin estrenar y largas tiras de cuero; se puso a sujetárselas alrededor de la cintura, a la manera de los hombres del Clan.
—Ya lo haré yo, Ayla —dijo Jondalar, pasándose la piel suave entre las piernas y tirando de ella por delante y por detrás, a modo de taparrabo—. Pero no me vendrá mal un poco de ayuda —agregó, esforzándose por atar la correa alrededor de la cintura para sujetarlo.
Ella le ayudó a atárselo y a continuación, ofreciéndole el hombro, indicó que debería apoyarse un poco en la pierna. Él, obediente, puso el pie en el suelo con firmeza y se inclinó hacia delante con precaución. Dolía más de lo que esperaba y comenzó a dudar de si podría andar. Pero afirmándose en su decisión, se apoyó pesadamente en Ayla y dio un paso hacia delante, medio brincando, y después otro. Cuando llegaron a la entrada de la cueva, Jondalar le sonrió ampliamente y miró hacia fuera el saliente en forma de terraza y los altos pinos que crecían cerca de la muralla opuesta.
Allí le dejó ella, apoyándose contra la roca firme de la caverna, mientras iba en busca de una estera de hierba trenzada y unas pieles, que colocó cerca del extremo más alejado desde donde podía dominar mejor el valle. Entonces regresó para ayudarle a llegar hasta allí. Jondalar estaba cansado, sufría dolores, pero se sintió contento de sí mismo cuando finalmente se sentó en las pieles y echó su primera mirada en derredor.
Whinney y su potro estaban en el campo; se habían ido poco después de que Ayla se los hubiese presentado a Jondalar. El valle era un paraíso verde exuberante incrustado en las áridas estepas. Jamás habría imaginado que existiera semejante lugar. Se volvió hacia el estrecho paso río arriba y la parte de la playa pedregosa que no estaba tapada por la terraza, pero enseguida dedicó su atención de nuevo al valle verde que se extendía río abajo hasta el lejano recodo.
La primera conclusión a la que llegó fue que Ayla vivía sola. No había el menor indicio de otra habitación humana. Se quedó un rato con él, y después regresó a la cueva, de donde salió con un puñado de semillas. Frunció los labios, emitió un trino melódico, un gorjeo, y lanzó las semillas sobre el saliente, cerca de ellos. Jondalar se quedó intrigado hasta que un pajarillo aterrizó y comenzó a picotear las semillas. Pronto una legión de aves de distintos tamaños y colores estaban aleteando alrededor de ella y con movimientos rápidos y graciosos picoteaban las semillas.
Sus cantos —trinos, gorjeos y graznidos— llenaban el aire mientras disputaban su posición con gran ostentación de plumas desplegadas. Jondalar tuvo que mirar dos veces al descubrir que muchos de los trinos que oía provenían de la garganta de la mujer.
Podía imitar toda gama de sonidos, y cuando decidía una voz en particular, cierto pajarito se plantaba en su dedo y se quedaba allí mientras lo alzaba, y entre los dos gorjeaban un dúo. En algunas ocasiones acercó uno lo suficiente para que Jondalar pudiera tocarlo antes de que se alejara revoloteando.
Cuando se acabaron las semillas, la mayor parte de las aves se fueron, pero un mirlo se quedó para intercambiar una canción con Ayla. Ella imitaba perfectamente la variada cantata del pájaro.
Jondalar respiró hondo cuando se fue volando. Había quedado aguantando la respiración para no estropear el espectáculo de pájaros que le ofrecía Ayla.
— ¿Dónde aprendiste eso, Ayla? Ha sido verdaderamente extraordinario. Nunca antes de ahora había tenido tal cantidad de pajarillos tan cerca de mí.
Ella le sonrió, sin saber con seguridad lo que estaba diciendo, pero consciente de que le había impresionado. Gorjeó otro canto de pájaro con la esperanza de que le diera el nombre del ave, pero el hombre se limitó a sonreír apreciando su pericia. La joven probó un canto tras otro antes de renunciar. Él no comprendía lo que ella deseaba, pero otro pensamiento le hizo arrugar el entrecejo: ¡era capaz de imitar el canto de las aves con la boca mejor que el Shamud con el caramillo! ¿Estaría tal vez comunicándose con espíritus de la Madre que tenían forma de ave? Un pajarillo descendió planeando y aterrizó a sus pies; Jondalar lo miró con cautela.
La aprensión fugaz desapareció pronto dominada por el gozo de hallarse al aire libre bañándose a la luz del sol, sintiendo la brisa y contemplando el valle. También Ayla estaba radiante por su compañía. Era tan difícil convencerse de que estaba sentado en su terraza, que no quería ni parpadear. Si cerraba los ojos, tal vez habría desaparecido al abrirlos de nuevo. Cuando finalmente se convenció de la realidad de su presencia, cerró los ojos para comprobar cuánto tiempo podría privarse... sólo por el placer de encontrarle allí todavía al abrirlos. El sonido, profundo y sonoro de su voz, cuando hablaba mientras ella tenía los ojos cerrados, le producía un deleite incomparable.
Mientras el sol ascendía y dejaba sentir su cálida presencia, el río brillante atrajo la atención de Ayla. No había tomado su baño de la mañana para no dejar solo a Jondalar, por miedo a que surgiera algún imprevisto. Pero ahora estaba mucho mejor, y podría llamarla si la necesitaba.
—Ayla ir agua —anunció, haciendo gestos como si nadara.
—Nadar —dijo él, haciendo gestos similares—. La palabra es «na-dar» y ojalá pudiera acompañarte.
—Nazar —repitió Ayla lentamente.
—Nadar —corrigió Jondalar.
—Na-dar —dijo ella otra vez, y al ver que asentía, bajó a la playa.
«Pasará algún tiempo antes de que pueda recorrer este sendero. Le subiré algo de agua. Pero la pierna se está curando bien. Creo que podrá servirse de ella. Quizá cojee un poco, pero espero que no tanto como para obligarle a andar despacio».
Cuando llegó a la playa y desató la correa de su manto, decidió lavarse también el cabello. Fue río abajo en busca de saponaria. Alzó la mirada, vio a Jondalar y le hizo señas; luego regresó a la playa, fuera de su vista. Se sentó en la orilla de un enorme bloque de roca que hasta la primavera pasada había formado parte de la muralla, y comenzó a soltarse las trenzas. Una nueva poza, que no estaba allí antes de que las rocas cambiaran de sitio, desde entonces se había convertido en su tina de baño predilecta. Era más profunda, y en la roca próxima había una depresión en forma de cubeta que le servía para sacar a golpes la rica saponina de las raíces de saponaria.
Jondalar volvió a verla después de que se quitara el jabón y se fuera nadando río arriba, y admiró sus firmes y correctas brazadas. Ayla se dejó llevar de regreso manoteando perezosamente hasta llegar a la roca, y sentándose en ella, permitió que el sol la secara mientras desenredaba su cabello con una ramita y lo cepillaba después con un cardo. Para cuando tuvo seca su espesa cabellera, ya tenía calor, y a pesar de que Jondalar no la había llamado, comenzó a preocuparse por él. «Debe estar cansado ya», pensó. Al mirar su manto se le ocurrió que debería ponerse otro limpio; lo recogió y subió con él en la mano por el sendero.
Jondalar estaba sintiendo el sol mucho más que Ayla. Thonolan y él reanudaron el Viaje en primavera, y el pigmento protector que había adquirido después de que abandonaran el Campamento Mamutoi lo perdió mientras permaneció en el interior de la cueva de Ayla; conservaba su palidez invernal, al menos así fue hasta que salió a sentarse en la terraza saliente. Ayla se había ido cuando comenzó a sentirse incómodo a causa de la fuerza del sol. Trató de ignorarlo, pues no quería molestar a la mujer que estaba disfrutando unos momentos de recreo después de haber estado cuidándole sin cesar. Empezó a preguntarse por qué tardaría tanto, a desear que se apresurara, mirando si llegaba por el sendero, después río arriba y río abajo, pensando que tal vez había decidido nadar otro poco.
En el instante mismo en que miraba hacia el otro lado, Ayla llegó a lo alto de la muralla; al descubrir la espalda quemada de Jondalar sintió vergüenza. «¡Va acoger una insolación! ¿Qué clase de curandera soy, dejándole tanto rato ahí fuera?». Y corrió hacia él.
La oyó y se dio media vuelta, agradecido de que, por fin, llegara y algo molesto porque no hubiese vuelto antes. Pero, al verla, ya no sintió sus quemaduras; se quedó con la boca abierta, maravillado al ver a la mujer desnuda que se acercaba a él bajo la brillante luz del sol.
Tenía la piel de un color tostado dorado, fluyendo y ondulando sobre músculos fuertes por el uso constante. Sus piernas estaban perfectamente modeladas, sólo estropeadas por cuatro cicatrices paralelas en el muslo izquierdo. Desde aquel ángulo podía ver unas nalgas firmes y redondas, y por encima del vello rubio del pubis, la curva de un vientre marcado por las señales leves del embarazo. ¿Embarazo? Tenía los senos grandes pero formados como los de una muchacha e igual de erguidos, con areolas de un color rosado oscuro y pezones tiesos. Sus brazos eran largos y graciosos y delataban inconscientemente su fuerza.
Ayla se había criado entre gente —hombres y mujeres— que eran intrínsecamente fuertes. Para realizar las tareas exigidas a las mujeres del Clan —levantar, transportar, curtir pieles, cortar leña— su cuerpo tuvo que desarrollar la fuerza muscular necesaria. La cacería le había proporcionado su resistencia nervuda, y el hecho de vivir sola le había impuesto esforzarse vigorosamente para sobrevivir.
Jondalar pensó: «Probablemente es la mujer más fuerte que he conocido». No era sorprendente que pudiera ayudarle a levantarse y sostenerlo después. Sabía, sin el menor lugar a dudas, que nunca había visto una mujer con un cuerpo tan bellamente esculpido, pero había algo más que el cuerpo. Desde el principio le había parecido bastante guapa, pero nunca la había visto a plena luz del día.
Tenía el cuello largo con una pequeña cicatriz en la garganta, una línea graciosa desde la mandíbula a la barbilla, una boca llena, una nariz fina y recta, los pómulos altos, y ojos de un gris azulado muy separados. Sus facciones finamente cinceladas se combinaban en una elegante armonía, tanto sus largas pestañas como sus cejas arqueadas eran marrón claro, un tono más oscuro que el de las ondas de la dorada cabellera que caía suavemente sobre sus hombros y brillaban al sol.
— ¡Madre Grande y Generosa! —exclamó.
Se esforzaba por encontrar palabras para describirla; el efecto total era deslumbrante. Era bella, asombrosa, magnífica. Nunca había visto una mujer tan bella. ¿Por qué escondería aquel cuerpo espectacular bajo un manto informe y aquel cabello glorioso sujeto en trenzas? Y él la había creído simplemente guapa. ¿Cómo no se habría dado cuenta?
Sólo cuando se acercó por la terraza acortando distancias empezó a sentirse excitado, pero la excitación le acometió con una exigencia insistente y palpitante. La deseaba con una urgencia que nunca anteriormente había experimentado. Las manos le ardían por el ansia de acariciar aquel cuerpo perfecto, de descubrir sus lugares secretos; anhelaba explorarlo, saborearlo, proporcionarle placeres. Cuando Ayla se inclinó y olió su piel caliente, estuvo apunto de hacerla suya sin siquiera pedírselo, de haber podido... pero intuía que no era mujer a la que se pudiera tomar fácilmente.
—Don—da—lah... espalda... fuego —dijo Ayla, buscando la palabra para describir la quemadura del sol.
Entonces vaciló, prendida del magnetismo animal de su mirada. Le miró a los ojos de un azul intenso y se sintió atraída más profundamente. Le latía el corazón, sentía que se le doblaban las piernas y una oleada de calor subió a su rostro. Le temblaba el cuerpo, produciéndole una humedad repentina entre las piernas.
No sabía lo que estaba sucediendo y, volviendo la cabeza, se arrancó a la mirada del hombre; sus ojos se fijaron entonces en su virilidad que el taparrabo delineaba y que estaba palpitando, y experimentó el ansia avasalladora de tocar, de tender la mano. Cerró los ojos, respirando fuerte, y trató de no seguir temblando. Al abrir los ojos, rehuyó la mirada de Jondalar.
—Ayla ayuda Don—da—lah ir cueva —dijo.
Las quemaduras de sol eran dolorosas y el rato que había pasado fuera le dejó agotado, pero al apoyarse en ella durante la breve y difícil caminata, el cuerpo desnudo de la mujer estaba tan próximo que el terrible deseo siguió despierto. Ayla le instaló sobre la cama, fue a mirar a toda prisa sus reservas medicinales y de pronto echó a correr.
Jondalar se preguntaba adónde iría, y lo comprendió al verla regresar con las manos llenas de grandes hojas velludas, de un verde grisáceo: hojas de bardana que arrancó de la veta central, dura, hizo tiras en un tazón, agregó agua fría y golpeó con una piedra hasta hacerlas puré.
Jondalar había estado sufriendo a causa de las quemaduras, y cuando sintió la fresca papilla sobre la espalda, agradeció de nuevo que Ayla fuera una curandera.
— ¡Aaah! Ya está mucho mejor —exclamó.
Entonces, al sentir que las manos de ella alisaban suavemente las hojas frescas, se dio cuenta de que la mujer no se había entretenido en cubrirse. Arrodillada junto a él, Jondalar podía sentir su proximidad como una emanación palpable. El olor a piel caliente y otros olores femeninos misteriosos le incitaban a extender la mano: la acarició desde la rodilla hasta la nalga.
Ayla se quedó tiesa bajo el contacto, y dejó de alisar las hojas frescas, cobrando una conciencia aguda de la mano que la tocaba. Se mantuvo rígida, sin saber lo que estaba haciendo o lo que se suponía que debía hacer ella. Lo único seguro era que no deseaba que cesara la caricia; pero cuando Jondalar subió la mano y tocó un pezón, Ayla se quedó sin aliento por el impacto inesperado que recibió.
Jondalar se sorprendió ante aquella mirada escandalizada. ¿No era perfectamente natural que un hombre quisiera acariciar a una mujer bella? Sobre todo cuando se encontraba tan cerca que, en realidad, casi se tocaban. Apartó la mano sin saber qué pensar. «Actúa como si nunca anteriormente la hubieran tocado.» Pero era una mujer, no una niña, y, a juzgar por las estrías de su vientre, ya había dado a luz aunque él no viera la menor evidencia de hijos. Claro está que, tampoco habría sido la primera mujer que perdiera un hijo, pero que tuvo que tener Primeros Ritos para prepararla y que pudiera recibir la Bendición de la Madre.
Ayla podía sentir todavía la secuela palpitante de su caricia. No sabía por qué se había detenido y, confusa, se puso en pie y se alejó.
«Tal vez yo no le guste —se dijo Jondalar—. Pero entonces ¿por qué se ha acercado tanto, especialmente cuando mi deseo era tan evidente? Desde luego, no lo ha provocado adrede; ha estado cuidándome las quemaduras, y en su actitud no hubo incitación alguna. De hecho, parecía no advertir el efecto que causaba en él. ¿Estaría acostumbrada a que su belleza produjera tanta conmoción? No se portaba con el menosprecio impertinente de una mujer experimentada, y sin embargo, ¿cómo era posible que una mujer tan extraordinaria no supiera el efecto que causaba en los hombres?»
Jondalar cogió el trozo aplastado de hoja mojada que se le había caído de la espalda. El curandero Sharamudoi había empleado también hojas de bardana contra las quemaduras. «Es hábil. ¡Está claro! Jondalar, ¡qué estúpido eres! —se dijo—. El Shamud te habló de las pruebas a las que se someten Los Que Sirven a la Madre. Ella debe estar renunciando también a los Placeres. No es extraño que se envuelva en ese manto informe para ocultar su belleza. No se habría acercado a ti de no ser por la insolación, y luego tú te precipitas como un adolescente».
La pierna palpitaba y aunque la medicina había servido, la insolación seguía siendo incómoda. Se tendió de lado para aliviarse un poco y cerró los ojos. Tenía sed pero no quería volverse del otro lado para coger la vejiga de agua, justo ahora que había encontrado una postura casi soportable. Se sentía desdichado, no sólo por sus dolores sino porque temía haber cometido una grave imprudencia, y lo lamentaba.
Hacía mucho tiempo, desde su adolescencia, que no había experimentado la humillación de haber dado un paso en falso. Había practicado el control de sí mismo hasta un grado tal que lo convertía en arte; había vuelto a ir demasiado lejos y le habían rechazado. Esa bella mujer, esa mujer a la que había deseado más que a ninguna, le había rechazado. Ahora sabía lo que iba a pasar: ella actuaría como si nada pero le evitaría siempre que pudiera. Cuando no le fuera posible alejarse, mantendría cierta distancia entre ellos. Se mostraría fría y distante. Su boca tal vez sonriera, pero sus ojos dirían la verdad; no habría calor entre ellos o, peor aún, sólo lástima.
Ayla se había puesto un manto limpio y estaba trenzando su cabellera, sintiéndose avergonzada por haber dejado que Jondalar se quemara con el sol. Era culpa de ella; él no podía quitarse del sol por sus propios medios. Y ella había estado disfrutando, nadando y lavándose el cabello cuando debería haber estado atendiéndolo. «Y se supone que soy una curandera, una curandera del linaje de Iza. Su ascendencia es la más honorable del Clan... ¿qué pensaría Iza de semejante descuido, de esa falta de atención de un paciente?», Ayla se sentía mortificada. Había sido herido gravemente, todavía sufría dolores, y ella le había proporcionado un dolor más.
Pero en su desconcierto había algo más: él la había tocado. Aún podía sentir el calor de su mano sobre su muslo. Sabía con exactitud dónde había tocado y dónde no, como si la hubiera quemado con una suave caricia. ¿Por qué le habría tocado el pezón? Había tenido su virilidad en erección y ella sabía lo que eso significaba. Cuántas veces había visto que un hombre hacía señales a una mujer cuando sentía la necesidad de aliviarse. Broud se las había hecho a ella —se estremeció— y desde entonces había odiado ver su miembro viril en erección.
Ahora no se sentía así; incluso le agradaría que Jondalar le hiciera la señal...
«No seas ridícula. No podría, con esa pierna así. Apenas está lo suficientemente bien para apoyarse en ella.»
Pero ya tenía la virilidad plena cuando ella regresó de darse el baño, y sus ojos... Se estremeció pensando en sus ojos. «Son tan azules, reflejan tan plenamente su necesidad y tan...»
No podía explicárselo, pero dejó de peinarse, cerró los ojos y recordó la atracción que aquel hombre ejercía sobre ella. Él la había tocado.
Después se detuvo. Ayla se sentó muy erguida. ¿Le habría hecho una señal? ¿Se habría detenido porque ella no dio su consentimiento? Se suponía que la mujer estaba siempre disponible para un hombre con necesidad. Cada una de las mujeres del Clan era aleccionada para eso, desde la primera vez que su espíritu batallaba y ella sangraba. Así como le enseñaban los sutiles ademanes y posturas que podrían incitar a un hombre a desear satisfacer su necesidad con ella. Nunca había comprendido la razón de que una mujer tuviera que utilizarlos, hasta ahora. De repente se dio cuenta de que ahora lo comprendía.
Deseaba que aquel hombre aliviara sus necesidades con ella, pero no conocía su señal. «Si yo no conozco su señal, tampoco él conocerá las mías. Y si me negué sin saberlo, tal vez nunca más volverá a intentarlo. Pero, ¿me desea realmente? Soy tan alta y tan fea...»
Ayla terminó de enrollar su última trenza y fue a atizar el fuego para preparar un medicamento contra los dolores, destinado a Jondalar. Cuando se lo trajo, éste descansaba de costado. Como se trataba de una pócima contra los dolores para que pudiera descansar, no quiso molestarle puesto que, al parecer, ya había encontrado un poco de alivio. Se sentó con las piernas cruzadas junto al lugar donde dormía y se quedó esperando a que abriera los ojos. Él no se movía, pero Ayla sabía que no estaba durmiendo: su respiración carecía de la regularidad característica y su frente reflejaba incomodidad, lo que no habría sido así en el caso de que durmiera.
Jondalar la había oído acercarse y cerró los ojos para fingir que estaba dormido. Esperó, con los músculos tensos, combatiendo las ganas de abrir los ojos para comprobar si estaba allí. ¿Por qué tan silenciosa? ¿Por qué no se marchaba? El brazo en el que estaba recostado empezó a hormiguearle por falta de circulación; si no se movía pronto, se le iba a dormir. La pierna le latía; habría querido cambiar de postura para aflojar la tensión causada por haber pasado tanto rato en una misma postura. La cara le picaba debido a la barba sin afeitar; la espalda le ardía. Tal vez ya no estaba allí; tal vez se había ido sin que él la oyera marcharse. ¿Estaría allí sentada mirándole?
Ella había estado observándole con atención. Había mirado directamente a aquel hombre más que a hombre alguno. No era correcto que las mujeres del Clan miraran a los hombres, pero ella había cometido muchas indiscreciones. Había olvidado los modales que Iza le enseñó, así como el cuidado debido a un paciente. Se miró las manos que sostenían la taza de datura sobre su regazo. Ésa era la manera correcta para que una mujer abordara a un hombre, sentada en el suelo con la cabeza gacha, esperando que él reconociera su presencia con un golpecito en el hombro. Tal vez fuera hora de recordar su educación. Jondalar abrió ligeramente los ojos para ver si estaba allí, pero sin dejarle saber que estaba despierto. Vio un pie y volvió a cerrar rápidamente los ojos. Allí estaba. ¿Por qué estaría allí sentada? ¿Qué estaría esperando? ¿Por qué no se alejaba y le dejaba en paz con su aflicción, con su humillación? Volvió a acechar entre sus párpados: el pie no se había movido; estaba sentada con las piernas cruzadas; tenía una taza con líquido. ¡Oh Donii!, ¡qué sed tenía! ¿Sería para él? ¿Había estado allí esperando que despertara para darle algún medicamento? Podía haberle sacudido; no tenía por qué esperar.
Abrió los ojos. Ayla estaba sentada con la cabeza baja, mirando al suelo. Llevaba puesto uno de esos mantos informes y tenía el cabello atado en múltiples trenzas; su aspecto era de pulcritud. Ya no tenía tizne en la mejilla, su manto estaba limpio, era una piel nueva. Tenía un aspecto inocente, sentada con la cabeza inclinada. No había artificio ni amaneramiento alguno en ella, ni miradas sugestivas por el rabillo del ojo.
Sus trenzas apretadas contribuían a dar esa impresión, así como el manto que, con sus pliegues y bultos, la disimulaban bien. Ahí estaba el truco, el disimulo artificial de su cuerpo de mujer y de su bella cabellera brillante. No podía ocultar el rostro, pero el hábito de bajar la mirada o de mirar de soslayo, tendía a distraer la atención. ¿Por qué se escondía? Sería tal vez a causa de la prueba a la que se estaba sometiendo. La mayoría de las mujeres que conocía habrían exhibido aquel cuerpo magnífico, aquella gloria dorada en su propio beneficio, habrían dado lo que fuera por poseer un rostro tan bello.
La observó sin moverse, olvidando su incomodidad. ¿Por qué estaba tan inquieta? Tal vez no quería mirarle, pensó, sintiéndose otra vez mortificado y, por si fuera poco, con dolores. No podía aguantar más, tenía que cambiar de postura.
Ayla levantó la mirada cuando él movió el brazo. No podía tocarle el hombro para reconocer su presencia por muy buenos modales de que quisiera hacer gala. No sabía la señal. Jondalar se pasmó al ver su rostro contrito y la expresión abierta de súplica de sus ojos. No había condena, ni rechazo, ni lástima. Más bien, parecía estar apenada. Pero, ¿por qué?
Le dio la taza. Él bebió un sorbo, hizo una mueca por lo amargo de la medicina y se la bebió toda, estirando la mano hacia la vejiga de agua para quitarse el mal sabor. Entonces volvió a tenderse sin conseguir sentirse cómodo. Ella le hizo señas de que se sentara, entonces sacudió, alisó y volvió a ordenar las pieles y los cueros. Jondalar tardó un poco en acostarse de nuevo.
—Ayla, hay tantas cosas que ignoro de ti y que desearía saber... No sé dónde aprendiste a curar... ni siquiera sé cómo llegué hasta aquí. Sólo sé que te estoy agradecido. Me has salvado la vida y, lo que es más importante aún, me has salvado la pierna. Nunca podría regresar a casa sin mi pierna, aunque hubiera conservado la vida.
»Lamento haberme puesto en ridículo, pero eres tan bella, Ayla. Yo no lo sabía... Lo ocultas tan bien. No sé por qué quieres hacerlo, pero tendrás tus razones. Aprendes con rapidez. Quizá cuando sepas hablar mejor puedas decírmelo, si te está permitido. Si no, lo aceptaré. Ya sé que no comprendes todo lo que te digo, pero quiero decirlo. No volveré a molestarte, Ayla, lo prometo».
22
—Dímelo bien... Don—da—lah.
—Dices bien mi nombre.
—No. Ayla dice mal. —y sacudió la cabeza con vehemencia—. Dime bien.
—Jondalar. Jon—da—lar.
—Zzzon...
—J... —y le enseñó, articulando con cuidado—. Jondalar.
—Zz... dzh... —Luchaba con el sonido desconocido—. Dzhon-da-larr —dijo finalmente, con una r muy marcada.
— ¡Está bien! Está muy bien —aprobó el hombre.
Ayla sonrió ante su éxito; luego su sonrisa se volvió astuta.
—Dzhon—da—lar d'los Zel—ann—do—nyi.
Jondalar había dicho el nombre de su gente con mayor frecuencia que el suyo propio, y Ayla había estado ensayándolo a escondidas.
— ¡Muy bien! —Jondalar estaba realmente sorprendido. No lo había pronunciado perfectamente, pero sólo un Zelandonii habría reconocido la diferencia. Su aprobación complacida hizo que los esfuerzos tuvieran su recompensa, y la sonrisa de Ayla era muy bella.
— ¿Qué significa Zelandonii?
—Significa mi pueblo. Hijos de la Madre que viven en el suroeste. Doni significa la Gran Madre Tierra. Los hijos de la Tierra: creo que es lo más fácil de decir. Pero todos los pueblos se llaman a sí mismos Hijos de la Tierra, cada uno en su idioma. Tan sólo significa gente.
Estaban el uno frente al otro, recostados en un tronco de abedul dividido desde la voluminosa base. Aunque empleaba un bastón y todavía cojeaba mucho al andar, Jondalar agradecía estar en el prado verde del valle. Desde sus primeros pasos vacilantes, día a día había caminado un poco más. Su primera excursión por el sendero empinado había sido terrible... pero un verdadero triunfo. La subida resultó más fácil que la bajada.
Todavía no sabía cómo habría podido Ayla llevarle a la cueva al principio, sin ayuda. Porque si la habían ayudado, ¿dónde estaban los demás? Era una pregunta que había querido hacerle desde hacía mucho, pero, al principio, no le habría entendido, y después, parecía impropio interrogarla sólo para satisfacer su curiosidad. No obstante, había estado esperando el momento oportuno, y parecía que había llegado ya.
— ¿Quién es tu pueblo, Ayla? ¿Dónde está?
La sonrisa se borró del rostro de la mujer y Jondalar casi se arrepintió de haber hecho la pregunta. Al cabo de un prolongado silencio comenzó a creer que le había comprendido.
—No pueblo, Ayla de ningún pueblo —respondió por fin apartándose del árbol y saliendo de su sombra. Jondalar cogió su bastón y echó a andar cojeando tras ella.
—Pero has tenido que tener un pueblo. Has nacido de una madre. ¿Quién te cuidó? ¿Quién te enseñó el arte de curar? ¿Dónde está ahora esa gente, Ayla? ¿Por qué estás sola?
Ayla siguió adelante mirando hacia abajo. No trataba de eludir la respuesta... tenía que contestarle. Ninguna mujer del Clan podía negarse a contestar una pregunta directa de un hombre. De hecho, todos los miembros del Clan, hombres y mujeres, respondían a las preguntas directas. Era, sencillamente, que las mujeres no hacían preguntas personales a los hombres, y los hombres tampoco se las hacían unos a otros. Generalmente se interrogaba a las mujeres. Las preguntas de Jondalar despertaban muchos recuerdos, pero no sabía responder a algunas y no sabía cuál era la respuesta para otras.
—Si no me quieres decir...
—No —dijo, mirándole y sacudiendo la cabeza—. Ayla dice. —Su mirada revelaba su turbación—. No sabe palabras.
Jondalar volvió a preguntarse si debería haberse abstenido de plantear la cuestión, pero sentía curiosidad y parecía que ella estaba dispuesta a satisfacerla. Se detuvieron de nuevo al lado de un voluminoso bloque de piedra, que había derribado parte de la muralla antes de quedarse en el valle. Jondalar se sentó en uno de los bordes donde la piedra se había partido y formaba un asiento a altura conveniente, con un respaldo inclinado.
— ¿Cómo se llaman los de tu pueblo? —preguntó. Ayla lo pensó un momento.
—El pueblo. Hombre... mujer... bebé. —Volvió a menear la cabeza, sin saber cómo explicarse—. El Clan. —Hizo el gesto para representar el concepto mientras pronunciaba.
— ¿Como familia? Una familia es un hombre, una mujer y sus hijos, y viven en un mismo hogar... Generalmente.
Ella asintió.
—Familia... más.
— ¿Un pequeño grupo? Varias familias que viven juntas forman una Caverna —dijo— aunque no vivan en una.
—Sí —dijo Ayla—, Clan pequeño, y más. Clan significa toda la gente.
No le había oído pronunciar la palabra la primera vez, y no percibió el gesto que le acompañaba. La palabra era pesada, gutural, y había en ella esa tendencia que sólo podía explicar cómo si se tragara la parte interior de las palabras. No habría creído que fuera una palabra. Ella no había dicho más palabras que las aprendidas de él, y se sintió interesado.
— ¿Glon? —dijo, tratando de imitarla.
No era exactamente así, pero algo parecido.
—Ayla no dice palabras Jondalar bien, Jondalar no dice palabra Ayla bien. Jondalar dice bien.
—Yo ignoraba que tú sabías palabras, Ayla. Nunca te he oído hablar en tu lengua.
—No sabe muchas palabras. Clan no habla palabras.
Jondalar no comprendía.
—Si no hablan palabras, ¿qué hablan?
—Hablan... manos —dijo, sabedora de que no era exacto.
Se dio cuenta de que había estado haciendo los gestos instintivamente, en un esfuerzo por hacerse entender. Cuando vio la mirada intrigada de Jondalar, le cogió las manos y las movió con los ademanes correctos mientras repetía lo que acababa de decir.
—Clan no habla muchas palabras. Clan habla... manos.
Poco a poco, el entrecejo que se le había fruncido al no comprender se le fue relajando a medida que captaba.
— ¿Me estás diciendo que tu pueblo habla con las manos? Muéstrame. Di algo en tu idioma.
Ayla reflexionó un instante y comenzó:
—Quiero decirte muchas cosas, pero debo aprender a decírtelas en tu idioma. Tu manera es la única que me queda ahora. ¿Cómo puedo decirte quién es mi gente? Ya no soy mujer del Clan. ¿Cómo explicar que estoy muerta? No tengo pueblo. Para el Clan, camino por el otro mundo, como el hombre con quien viajabas. Tu hermano, me figuro.
»Quiero que sepas que hice señales sobre su tumba para ayudarle a encontrar su camino, para que la pena de tu corazón sea más llevadera. Y también que sufrí por él, aunque no le había visto nunca hasta entonces.
»No conozco el pueblo en que nací. He debido tener una madre y una familia, parientes parecidos a mí... ya ti. Pero sólo los conozco por el nombre de «Otros». Iza es la única madre que recuerdo. Me enseñó la magia curativa, hizo de mí una curandera, pero ahora está muerta, y también Creb.
»Jondalar, me muero por hablarte de Iza de Creb y de Durc... —Tuvo que interrumpirse y respirar hondo—. Mi hijo también ha sido alejado de mí, pero vive. Es lo único que tengo. Y ahora el León Cavernario te ha traído a mí. Tenía miedo de que los hombres de los Otros fueran como Broud, pero tú eres más parecido a Creb, gentil y paciente. Quiero creer que serás mi compañero. Cuando llegaste pensé que para eso habías sido traído hasta aquí. Creo que deseaba creerlo porque estaba muy ansiosa por tener compañía, y tú eres el primer hombre de los Otros que veo... que puedo recordar. Entonces no importaba quién eras. Te quería por compañero sólo por tener compañero.
»Ahora ya no es lo mismo. Cada día que pasas aquí, mis sentimientos hacia ti se vuelven más fuertes. Yo sé que los Otros no están muy lejos, y que habrá otros hombres entre quienes podría encontrar un compañero. Pero no quiero a ningún otro, y tengo miedo de que no te quieras quedar aquí conmigo cuando estés sano. Tengo miedo de perderte, a ti también. Ojalá pudiera decirte, estoy tan... tan agradecida de que estés aquí, que a veces no puedo soportarlo.
Se detuvo. No podía continuar, pero en cierto modo creía que no había terminado.
Sus pensamientos no habían sido del todo incomprensibles para el hombre que la observaba. Sus movimientos —no sólo de las manos sino de las facciones, de todo su cuerpo— eran tan expresivos que se sintió profundamente conmovido. Ella le recordaba una bailarina silenciosa, excepto por los sonidos roncos, que extrañamente, concordaban con los movimientos graciosos. Él sólo percibía con sus emociones, y no podía creer del todo que lo que él sentía era lo que ella le había comunicado. También sabía que su lenguaje de gestos y movimientos no era, como lo había supuesto, una simple extensión de los ademanes que él empleaba en ocasiones para dar mayor énfasis a sus palabras. Más bien parecía que los sonidos que ella emitía servían para dar énfasis a sus movimientos.
Cuando Ayla calló, se quedó un instante quieta, reflexionando, y después se dejó caer graciosamente en el suelo a sus pies, y agachó la cabeza. Él esperó, y al ver que no se movía, comenzó a sentirse incómodo. Parecía que le estaba esperando, y él sentía cómo si le estuviera rindiendo pleitesía. Semejante deferencia ante la Gran Madre Tierra estaba bien, pero todo el mundo sabía que Ella era celosa y que no solía ver con buenos ojos que uno de Sus hijos recibiera la veneración que se le debía a Ella.
Finalmente se inclinó y le tocó el brazo.
—Levántate, Ayla. ¿Qué estás haciendo?
Un toque en el brazo no era exactamente un golpecito en el hombro, pero era lo más parecido a lo que ella consideraba la señal del Clan para que tomara la palabra.
—La mujer del Clan, sentada, quiere hablar. Ayla quiere hablar. Ayla quiere hablar, Jondalar.
—No tienes que sentarte en el suelo para hablarme. —Tendió la mano y trató de hacer que se levantara—. Si quieres hablar, habla.
Ella insistió en quedarse donde estaba.
—Es manera de Clan. —Sus ojos le suplicaban que comprendiera—. Ayla quiere decir —empezaron a brotarle lágrimas de frustración. Volvió a intentarlo—. Ayla no habla bien. Ayla quiere decir, Jondalar da Ayla habla, quiere decir...
— ¿Estás tratando de darme las gracias?
— ¿Qué significa las gracias?
Se detuvo Jondalar un instante, y luego dijo:
—Ayla, tú salvaste mi vida. Me has cuidado, has atendido mis heridas, me has dado alimento. Por eso yo diría gracias. Diría más que gracias.
Ayla frunció el ceño.
—No igual. Hombre herido, Ayla cuida. Ayla cuida todo hombre. Jondalar da habla a Ayla. Ayla habla. Es más. Es más gracias.
Y le miró gravemente, tratando de que la comprendiera.
—Tal vez «no hables bueno» pero te comunicas muy bien, Ayla. Levántate o tendré que sentarme a tu lado. Comprendo que eres una curandera, y que es tu vocación cuidar a todo el que necesita ayuda. Tal vez creas que salvarme la vida no era nada especial, pero eso no quita para que yo me sienta agradecido. Para mí, es poca cosa enseñarte mi idioma, enseñarte a hablar, pero empiezo a comprender que para ti es muy importante, y estás agradecida. Siempre es difícil expresar gratitud en el idioma que sea. Mi manera consiste en decir gracias. Creo que tu modo es más bello. Ahora, por favor, levántate.
Ayla sintió que comprendía. Su sonrisa encerraba más gratitud de lo que ella creía. Había sido un concepto difícil, pero importante, para poder comunicarlo, y se puso de pie gozosa por haberlo logrado. Trató de expresar su exuberancia en acción, y al ver a Whinney y al potrillo silbó, alto y agudo. La yegua enderezó las orejas y se dirigió a ella al galope, y cuando estuvo cerca, Ayla corrió un poco, dio un brinco y aterrizó ágilmente sobre el lomo del animal.
Hicieron un amplio recorrido por el prado, con el potro siguiéndolas de cerca. Ayla había estado tan pendiente de Jondalar que no había vuelto a cabalgar hasta mucho después de haberle encontrado, y cabalgar le producía ahora una sensación embriagadora de libertad. Cuando regresaron a la roca, Jondalar estaba de pie, esperándolas. Ya no tenía la boca abierta, aunque se le abrió cuando Ayla se alejaba. Por un instante sintió un escalofrío a lo largo del espinazo, y se preguntó si la mujer sería un ser sobrenatural, quizá una donii. Recordó vagamente un sueño, un espíritu madre en forma de mujer joven que hacía alejarse a un león.
Entonces recordó la frustración, sobradamente humana, de Ayla ante su incapacidad para comunicarse. Desde luego, ninguna forma espiritual de la Gran Madre Tierra habría tropezado con semejante problema. Aun así, tenía un don poco común para entenderse con los animales. Los pajarillos acudían a su voz, y una yegua que amamantaba le permitía cabalgar sobre su lomo. ¿Y aquella gente que hablaba no con palabras sino por señas? Ayla le había dado mucho en qué pensar para ese día, se dijo, rascando al potrillo. Cuanto más pensaba en ella, más profundo le resultaba su misterio.
Podía comprender que no hablara, si su gente no lo hacía. Pero, ¿qué gente era aquélla? ¿Dónde estaba ahora? Dijo que no tenía pueblo y que vivía sola en el valle, pero, ¿quién le había enseñado a curar o la magia que empleaba con los animales? ¿De dónde había sacado la pirita? Era demasiado joven para ser una zelandoni tan bien dotada. Por lo general hacían falta años para adquirir tanta capacidad, frecuentemente en retiros especiales...
¿Serían de aquella clase los que formaban su pueblo? Había oído hablar de grupos especiales de los que Sirven a la Madre, que se dedicaban a conseguir hondas percepciones en misterios profundos. Esos grupos eran altamente estimados; Zelandoni había pasado varios años con uno de ellos. El Shamud había hablado de pruebas que se autoimponían, para desarrollar los poderes de percepción. ¿Habría vivido Ayla con uno de esos grupos que no hablaba más que por señas? ¿y estaría viviendo ahora sola, para perfeccionar sus habilidades?
« ¡Y tú estabas pensando en tener Placeres con ella, Jondalar! No es extraño que reaccionara como lo hizo. Pero, ¡qué vergüenza! Renunciar a los Placeres, siendo tan bella. No obstante, tú respetarás sus deseos, Jondalar, bella o no.»
El potro oscuro estaba golpeando al hombre con la cabeza, exigiendo más caricias de las manos sensibles que siempre se las arreglaban para hallar los puntos exactos donde sentía comezón en el proceso de cambio de pelaje. Jondalar estaba encantado cuando el potro iba a buscarle. Anteriormente los caballos sólo habían representado sustento para él, y nunca se le habría ocurrido que pudieran responder con afecto y gustar de sus caricias.
Ayla sonrió, complacida al ver el afecto que se estaba creando entre el hombre y el potro de Whinney. Recordó una idea que había tenido y la expresó espontáneamente.
— ¿Jondalar da nombre a potro?
— ¿Nombre al potro? ¿Quieres que le ponga nombre al potro? —Se sentía inseguro y perplejo y halagado a un tiempo—. Yo no sé, Ayla, nunca se me ha ocurrido ponerle nombre a nada, y menos a un caballo. ¿Cómo se le pone nombre a un caballo?
Ayla comprendió su desconcierto. No había sido una idea que ella aceptara de buenas a primeras. Los nombres estaban cargados de significado, proporcionaban reconocimiento. Reconocer a Whinney como individuo único, aparte del concepto de caballo, implicaba ciertas consecuencias. Dejaba de ser un animal de las manadas que recorrían la estepa. Se asociaba con seres humanos, obtenía de ellos su seguridad y les daba su confianza. Era única entre su especie; tenía un nombre.
Claro que esto le imponía obligaciones a la mujer. La comodidad y el bienestar del animal exigían esfuerzo e interés considerables. El caballo nunca podía estar muy lejos de su mente; sus vidas se habían encontrado ligadas de un modo que resultaba inexplicable.
Ayla había comenzado a reconocer la relación, especialmente después del regreso de Whinney. Aunque no lo había planeado ni calculado, existía un elemento de ese reconocimiento en su deseo de que Jondalar pusiera nombre al potro. Quería que se quedara con ella. Si se encariñaba con el caballito, había una razón más para que se quedara donde permaneciese el potro —al menos algún tiempo—, es decir en el valle, con Whinney y con ella.
Pero no era necesario apremiar al hombre. Durante algún tiempo no podría ir a ninguna parte; no, antes de que se le curara la pierna.
Ayla se despertó, sobresaltada. La cueva estaba oscura. Se tendió de espaldas mirando la negrura densa e intangible, y trató de volver a dormirse. Como no lo lograba, salió de la cama silenciosamente —había cavado una zanja poco profunda en el piso de tierra al lado de la cama que ocupaba ahora Jondalar— y se fue a tientas hasta la entrada de la cueva. Oyó que Whinney resoplaba reconociendo su presencia al pasar junto a ella.
«He vuelto a dejar que el fuego se apague —pensó, caminando hacia la orilla a lo largo de la muralla—. Jondalar no está tan familiarizado con la cueva como yo. Si necesita levantarse en mitad de la noche, debería tener un poco de luz.».
Se quedó un rato fuera. Un cuarto de luna, poniéndose al oeste, se acercaba al borde de la muralla, en la parte del río opuesta al saliente, y pronto desaparecería detrás. La mañana estaba más cercana que la noche. Allá abajo la oscuridad lo envolvía todo con la única excepción del brillo de las estrellas reflejándose en el río susurrante.
El cielo nocturno estaba pasando imperceptiblemente de la negrura a un azul profundo que sólo se percibía en un nivel inconsciente. Sin saber por qué, Ayla decidió no volver a acostarse. Vio cómo se oscurecía el color de la luna antes de que se tragara la orilla negra de la muralla de enfrente. Sintió un estremecimiento ominoso cuando desapareció el último atisbo de luz.
Poco a poco fue aclarándose el cielo y las estrellas se fundieron en el luminoso azul. En el extremo más lejano del valle, el cielo era de color púrpura. Ayla observó el arco claramente definido de un sol rojo de sangre que asomaba por el horizonte y proyectaba un haz de luz tenue sobre el valle.
—Debe de haber un incendio en la pradera al este —dijo Jondalar. Ayla se volvió rápidamente; el hombre estaba bañado por el resplandor lívido del globo flamígero, que daba a sus ojos un matiz color lavanda que nunca aparecía a la luz del fuego.
—Sí, gran fuego, mucho humo. Yo no sé tú te levantas.
—Llevaba un rato despierto esperando que regresaras. Al ver que no volvías, pensé que podía levantarme. Se apagó el fuego.
—Ya sé. Yo descuidada. No dejé bien para arder la noche.
—Cubrirlo, no cubriste para que no se apagara.
—Cubrir —repitió—. Voy a encender. La siguió adentro, agachando la cabeza al entrar; era más aprensión que necesidad. La entrada de la cueva era suficientemente alta para él, aunque por escasos centímetros. Ayla sacó la pirita ferrosa y el pedernal y reunió yesca y astillitas.
— ¿Dijiste que habías encontrado esa pirita en la playa? ¿Hay más?
—Sí. No mucho. Agua viene, lleva.
— ¿Una inundación? El río creció y se llevo piritas. Tal vez podamos ir a recoger todas las que encontremos.
Ayla asintió distraída. Tenía otros planes para ese día, pero necesitaba la ayuda de Jondalar y no sabía cómo explicarlo. Se estaba terminando la reserva de carne, y no sabía si tendría algo en contra de que ella fuera de cacería. En ocasiones había salido con la honda, y él no había preguntado de dónde venían las marmotas, las liebres y los jerbos. Pero hasta los propios hombres del Clan le habían permitido cazar animales pequeños con la honda. Ella necesitaba cazar animales más grandes, y eso significaba que tendría que salir con Whinney y cavar una zanja para armar la trampa.
No le gustaba la idea. Habría preferido cazar con Bebé, pero ya no estaba. La ausencia de su socio de cacerías era, sin embargo, la menor de sus preocupaciones; Jondalar le preocupaba más. Sabía que si él ponía objeciones, no podría retenerla. No era como si ella formara parte de su clan: ésta era su caverna, y él no estaba restablecido del todo. Pero parecía gozar en el valle, con Whinney y el potrillo; hasta parecía que ella le agradaba. No quería que aquello cambiara. Su experiencia le había demostrado que los hombres no gustaban de mujeres que cazaran, pero no le quedaba más remedio.
Y deseaba algo más que su aceptación: necesitaba su apoyo, su ayuda. No quería llevarse al potro de cacería. Tenía miedo de que quedara atrapado en la estampida y resultara lastimado. Se quedaría en la cueva cuando ella se marchara con Whinney si Jondalar le hacía compañía, no le cabía la menor duda. No estaría mucho tiempo ausente. Podría acechar una manada, abrir una zanja y regresar; y volver a cazar al día siguiente. Pero, ¿cómo pedirle al hombre que cuidara de un potro mientras ella iba de caza, a pesar de que él no podía cazar aún?
Cuando hizo un caldo para el desayuno, un examen concienzudo de su menguante provisión de carne seca la convenció de que debería hacer algo, y pronto. Decidió que la manera de comenzar sería haciéndole una demostración de su habilidad con la honda, su arma predilecta. La reacción que experimentaba Jondalar al verla cazar con la honda le daría cierta idea de si podría solicitar su ayuda o no.
Habían adquirido la costumbre de caminar juntos por la mañana siguiendo la maleza que bordeaba el río. Era un buen ejercicio para él, y ella disfrutaba compartiéndolo. Aquella mañana deslizó al salir la honda en la correa del cinturón. Lo único que necesitaría era la cooperación de alguna criatura que se pusiera a tiro.
Sus esperanzas se vieron más que satisfechas cuando su paseo por el campo, más allá del río, levantó un par de urogallos. Al verlos, Ayla cogió la honda y piedras; al derribar al primero, el segundo se echó a volar, pero la segunda piedra lo derribó también. Antes de ir a buscarlos, miró a Jondalar: vio asombro, pero, más importante aún, vio una sonrisa.
—Eso ha sido formidable, mujer. ¿Así es como has atrapado los animales? Yo creí que pondrías trampas. ¿Qué arma es ésa?
Le pasó la tira de cuero con una bolsa en medio y se fue por las aves.
—Creo que esto se llama honda —dijo, al verla volver—. Willomar me había hablado de un arma así. No podía comprender muy bien de lo que hablaba, pero tenía que ser esto. Y la usas muy bien, Ayla. Tiene que hacer falta muchísima práctica, incluso si se posee cierta habilidad natural.
— ¿Te gusta yo cazar?
—Si no cazaras tú, ¿quién lo haría?
—Hombre del Clan no gusta mujer cazar.
Jondalar la estudió: parecía ansiosa, preocupada. Tal vez a los hombres no les agradaba que las mujeres cazaran, pero eso no le había impedido a ella aprender. ¿Por qué habría escogido ese día para demostrar su habilidad? ¿Por qué tenía la impresión de que estaba deseando que él la aprobara?
—La mayoría de las mujeres Zelandonii cazan, por lo menos cuando son jóvenes. Mi madre era famosa por su habilidad de rastreadora. No veo por qué razón no deberían cazar las mujeres, si así lo desean. A mí me gusta que las mujeres cacen, Ayla.
Pudo comprobar que la tensión desaparecía; obviamente, había dicho lo que ella quería oír, y era verdad. Pero se preguntaba por qué sería tan importante para ella.
—Necesito ir cazar —dijo—. Necesito ayuda.
—Me gustaría, pero no creo que pueda todavía.
—No ayuda caza. Yo llevo a Whinney, ¿tú guardar potro?
— ¿De modo que eso era? —dijo—. ¿Quieres que yo cuide al potro mientras te vas de cacería con la yegua? —le dio risa— .Eso representa un cambio: por lo general, después de tener uno o dos hijos, la mujer se queda en el hogar para cuidarlos; al hombre le corresponde la responsabilidad de cazar para ellos. Sí, me quedaré con el potro. Alguien tiene que cazar, y no quiero que el pequeño sea lastimado.
La sonrisa de Ayla reveló el alivio que experimentaba: no le importaba, era cierto, no parecía importarle nada.
—Podrías investigar ese incendio en el este antes de pensar en tu cacería. Uno tan grande podría cazar para ti.
— ¿Fuego caza? —preguntó.
—Manadas enteras han muerto a veces por el humo solamente. A veces encuentras la carne asada. Los que cuentan historias tienen una muy graciosa del hombre que encontró carne asada después de un incendio en la pradera, y los problemas que tuvo al tratar de convencer al resto de su Caverna de que probara carne que él quemó a propósito. Es una vieja historia.
Una sonrisa de comprensión pasó por el rostro de Ayla: un incendio rápidamente propagado podía atrapar una manada entera. Tal vez no fuera necesario cavar una zanja.
Cuando Ayla sacó la angarilla con su complemento de postes y canastos, Jondalar se quedó perplejo, sin poder comprender el propósito de un equipo tan complicado.
—Whinney trae carne a cueva —explicó, mostrándole la angarilla mientras ajustaba las correas a la yegua—. Whinney te trae a ti a cueva —agregó.
—Entonces, ¡así fue como llegué aquí! Me he estado preguntando todo el tiempo... No creía que hubieras podido tú sola. Pensé que otras gentes me habrían encontrado y me dejarían aquí contigo.
—No... otra gente. Yo encuentro... tu... otro hombre.
La expresión de Jondalar se volvió tensa y sombría. La referencia a Thonolan le cogió por sorpresa, y el dolor de la pérdida se apoderó de él.
— ¿Tenías que dejarle allí? ¿No podías haberle traído también? —preguntó en tono agrio.
—Hombre muerto, Jondalar. Tú, herido. Mucho herido —dijo, sintiéndose profundamente frustrada. Habría querido decirle que sepultó al hombre, que lamentó su muerte, pero no podía comunicárselo. Podía intercambiar información pero no era capaz de exponer ideas. Le habría querido hablar de pensamientos que ni siquiera sabía si podrían expresarse por medio de la palabra, pero no se atrevió. Él había pasado su pena con ella aquel primer día, y ahora ni siquiera podía compartir su tristeza.
Ansiaba tener la misma facilidad que él con las palabras, su capacidad para decirlas espontáneamente en el orden correcto, su libertad de expresión. Pero había una barrera indefinida que no podía cruzar, una carencia que a menudo le parecía que iba a poder superar, y que otras veces resultaba poco menos que insuperable. La intuición le decía que debería saber... que el conocimiento estaba encerrado en ella, pero que debería hallar la clave.
—Lo siento, Ayla. No debería haberte gritado así, pero Thonolan era mi hermano...
—La palabra fue casi un sollozo.
—Hermano. Tú y otro hombre... ¿tener la misma madre?
—Sí. Teníamos la misma madre.
Ayla asintió con la cabeza y se volvió hacia la yegua, deseando poder decirle que comprendía lo cerca que estaban dos hermanos y el vínculo especial que podía existir entre dos hombres nacidos de una misma madre. Creb y Brun habían sido hermanos.
Terminó de cargar sus canastos, cogió sus lanzas para llevarlas afuera y cargarlas una vez que salieron de la cueva. Mientras Jondalar la veía hacer sus últimos preparativos, comenzó a darse cuenta de que la yegua era algo más que una extraña compañera de la mujer. El animal le proporcionaba una clara ventaja. No se había percatado de lo útil que podía ser un caballo. Pero se sentía intrigado por otra serie de contradicciones que la mujer le planteaba: utilizaba un caballo para ayudar en su cacería y traer la carne a casa —proceso que nunca había oído mencionar anteriormente—, y no obstante, utilizaba la lanza más primitiva que había visto en su vida.
Había cazado con muchas personas; cada grupo tenía su variante particular de la lanza de caza, pero ninguna de ellas era tan radicalmente distinta como la de Ayla. y sin embargo, presentaba un aspecto familiar. Su punta era aguda y estaba endurecida al fuego, y el asta era recta y suave, pero incómoda. No cabía la menor duda de que se trataba de una lanza para arrojarla; era más grande que la que empleaba él para cazar rinocerontes. ¿Cómo cazaría con eso? ¿Cómo podía acercarse lo suficiente para manejarla? Cuando Ayla regresara le preguntaría; ahora llevaría demasiado tiempo. Ayla estaba aprendiendo el idioma, pero todavía le resultaba difícil expresarse.
Jondalar se llevó el potro a la cueva antes de que se marcharan Ayla y Whinney. Rascó, acarició y habló al caballito hasta que estuvo seguro de que Ayla y la yegua estaban ya lejos. Le resultaba raro quedarse solo en la cueva, sabiendo que la mujer estaría ausente la mayor parte del día. Se apoyó en el bastón para ponerse en pie y luego, cediendo a la curiosidad, buscó una lámpara y la encendió. Dejando atrás el bastón —no lo necesitaba en el interior— sostuvo la lámpara de piedra ahuecada para ver la cueva, sus dimensiones y adónde conducía. No se sorprendió por las dimensiones, era más o menos del tamaño que él había calculado y, exceptuando un nicho, no había corredores. Pero el nicho le reservaba una sorpresa: todos los indicios de haber sido ocupado recientemente por algún león cavernario, incluida la enorme huella de una pata.
Después de examinar el resto de la cueva, se convenció de que Ayla llevaba años allí. Tenía que estar equivocado en cuanto a la huella del león cavernario, pero cuando regresó para examinar más detenidamente el nicho, se convenció de que un león cavernario había habitado ese rincón durante algún tiempo el año anterior.
¡Otro misterio! ¿Lograría obtener respuesta a todas aquellas preguntas tan indescifrables?
Levantó uno de los canastos de Ayla —sin estrenar, por lo visto— y decidió buscar piritas ferrosas en la playa. Podía hacer algo útil, ya que estaba allí. El potrillo se adelantó dando brincos, y Jondalar bajó por el empinado sendero ayudándose con el bastón, y después lo dejó junto al montón de huesos. ¡Qué alegría el día que no lo necesitara más! Se detuvo para rascar y acariciar al potro que buscaba su mano con el hocico, y soltó la carcajada al ver que el caballito se revolcaba con un aparatoso deleite en la depresión húmeda que usaban su madre y él. Dando chillidos de intenso placer, el potro, con las patas al aire, se revolvía en la tierra suelta. Se puso en pie y lanzó tierra por todos lados, después vio su lugar predilecto a la sombra de un sauce y se tendió a descansar.
Jondalar caminaba lentamente por la playa pedregosa, inclinándose para examinar las piedras.
— ¡He encontrado una! —gritó excitado, sobresaltando al potro. Se sintió un poco tonto —. ¡Ahí hay otra! —volvió a gritar, y sonrió con un poco de vergüenza. Pero, al agacharse para recoger la piedra gris de brillo metálico, se detuvo al ver otra piedra, mucho más grande—. ¡Hay pedernal en esta playa! —exclamó.
«Aquí es donde consigue el pedernal para sus herramientas. Si pudiera hacer una cabeza de martillo, y un punzón y... ¡Puedes hacer algunas herramientas, Jondalar! Buenas hojas afiladas, y buriles... Se incorporó y examinó con mirada experta el montón de huesos y desechos que el río había arrojado contra la muralla. Parece que también hay buenos huesos por aquí, y cornamentas. Incluso podrías hacer una lanza decente.
»Tal vez ella no quiera una lanza "decente", Jondalar. Puede tener alguna razón para usar la que tiene. Pero eso no significa que no puedas hacer una para ti. Sería mejor que estar sentado el día entero. Hasta podrías hacer algunas tallas. No tallabas tan mal antes de dejarlo.»
Revolvió entre el montón de huesos y madera del río apilado contra la muralla; luego pasó al otro lado del basurero, donde, entre la maleza que había crecido allí, encontró huesos desarticulados, calaveras y cornamentas. Descubrió varios puñados de piritas ferrosas, mientras seguía hurgando en busca de una buena piedra para hacer un martillo. Cuando rompió la corteza del primer nódulo de pedernal, se sonrió. No se había dado cuenta antes de la falta que le hacía practicar su oficio.
Pensó en todo lo que podría hacer, ahora que disponía de pedernal. Quería un buen cuchillo y un hacha, con sus respectivos mangos. Quería hacer lanzas, y además, ahora podría arreglar su ropa con buenas leznas. Y quizá le gustara a Ayla la clase de herramientas que él hacía; por lo menos se las podría enseñar.
El día no se había hecho tan largo como temía. Cuando ya se iniciaba el crepúsculo todavía no había acabado de recoger cuidadosamente sus nuevos utensilios para trabajar el pedernal y las nuevas herramientas que había hecho con ellos, envolviéndolo todo en la piel que había tomado prestada entre las de Ayla. Cuando regresó a la cueva, el potro comenzó a darle golpecitos con el hocico solicitando su atención y supuso que el animalito tendría hambre. Ayla había dejado grano cocido en unas gachas ligeras que el potro había rechazado al principio y que se comió después. Pero eso fue hacia el mediodía. ¿Dónde andaría... la joven?
Al caer la noche, Jondalar estaba muy preocupado. El potro necesitaba a Whinney, y Ayla debería estar de vuelta. Se quedó de pie en el extremo saliente, vigilando; entonces decidió encender una fogata pensando que podría verla de lejos si se había extraviado. «No se extraviará», se dijo, pero, de todos modos, encendió la hoguera.
Era tarde cuando, por fin, llegó. Jondalar oyó a Whinney y bajó el sendero para ir a su encuentro, pero el potro llegó antes que él. Ayla puso pie a tierra en la playa, quitó un cadáver de animal de la angarilla, ajustó los palos para que pudiera pasar por el estrecho sendero y condujo a la yegua cuesta arriba mientras Jondalar llegaba abajo y se hacía a un lado. Ayla regresó con un leño ardiendo para alumbrarse. Jondalar se lo quitó de la mano mientras Ayla cargaba otro cadáver en la angarilla; el hombre llegó cojeando para ayudar, pero la mujer ya lo había cargado. Verla manejar el peso muerto del ciervo le dio una idea de la fuerza que tenía y le fue fácil comprender cómo la había adquirido. La yegua y la angarilla resultaban útiles, tal vez indispensables, pero de todas maneras ella era una sola persona.
El potro buscaba afanosamente la ubre de su madre, pero Ayla lo apartó hasta que llegaron a la cueva.
—Tú razón, Jondalar —dijo, al llegar al saliente—. Grande, grande incendio. No ver antes fuego tan grande. Lejos. Muchos, muchos animales.
Había algo en su voz que le hizo mirarla más de cerca. Estaba agotada; la carnicería que había presenciado había dejado su huella en las pronunciadas ojeras de sus ojos hundidos. Tenía las manos negras, su rostro y su manto estaban manchados de sangre y hollín. Desató el arnés y la angarilla, rodeó el cuello de Whinney con el brazo y apoyó la cabeza en la yegua; ésta tenía las patas delanteras separadas mientras su potro vaciaba la plenitud de sus ubres, y gacha la cabeza; sin duda estaba igualmente fatigada.
—Ese incendio tiene que estar muy lejos. Es tarde. ¿Has cabalgado el día entero? —preguntó Jondalar.
Ayla levantó la cabeza y le miró; se había olvidado por un instante de su presencia.
—Sí, el día entero —dijo, y respiró profundamente. Todavía no podía abandonarse a su fatiga, tenía demasiado que hacer—. Muchos animales morir. Muchos vienen buscar carne. Lobo. Hiena. León. Otro que no veo antes. Dientes grandes. —y para ilustrar sus palabras abrió la boca y aplicó a ésta sus dos dedos índices a guisa de largos colmillos.
— ¡Has visto un tigre dientes de sable! ¡No sabía que fueran reales! Un viejo solía contar historias a los muchachos durante las Reuniones de Verano, y decía haber visto uno de joven, pero no todos le creían. ¿Viste realmente uno? —Deseaba haber ido con ella.
Ayla asintió y se estremeció, crispando los hombros y cerrando los ojos.
—Hace Whinney asustada. Acecha. Honda hace ir. Whinney, yo, correr.
Los ojos de Jondalar casi se desorbitaron mientras escuchaba el relato sincopado del incidente.
— ¿Rechazaste a un tigre dientes de sable con la honda? ¡Buena Madre!... ¡Ayla!
—Mucha carne. Tigre... no necesita Whinney. Honda hacer ir.
—Habría querido decir más, describir lo sucedido, expresar su temor, compartirlo con él, pero no podía hacerlo. Estaba demasiado cansada para recordar los movimientos y pensar cómo encajar las palabras.
«No es de extrañar que esté agotada —pensó Jondalar—. Tal vez no debería haberle sugerido que fuera al foco del incendio, pero ha conseguido dos ciervos. Pero vaya si tiene valor: hacer frente a un tigre dientes de sable. Es toda una mujer.»
Ayla se miró las manos y echó a andar camino abajo hasta la playa. Cogió la antorcha que había dejado Jondalar clavada en la tierra, se la llevó hasta el río y la sostuvo en alto para mirar a su alrededor. Arrancando un tallo de quenopodio blanco, aplastó las hojas y raíces entre sus manos, las humedeció y agregó algo de arena. Con esta mezcla se frotó las manos, limpió de su rostro la suciedad acumulada durante el viaje y subió de nuevo.
Jondalar había comenzado a calentar piedras de cocer, y Ayla se lo agradeció: una taza de infusión era precisamente lo que más falta le hacía. Había dejado alimentos en casa para él, y esperaba que no contara con verla preparar la cena. Ahora no podía pensar en comidas. Tenía que desollar dos ciervos y cortarlos en trocitos para ponerlos a secar.
Había buscado animales que no estuvieran chamuscados, puesto que necesitaba las pieles. Pero cuando comenzó a trabajar recordó que había pensado en hacer unos cuchillos afilados. Los cuchillos se ponían romos por el uso... chispitas que se desprendían del filo. Por lo general resultaba más fácil hacerlos nuevos y dejar los viejos para otros fines, por ejemplo para rascar.
El cuchillo romo acabó con su paciencia: se puso a machacar la piel mientras lágrimas de cansancio y desaliento le llenaban los ojos y le corrían por la cara.
— ¿Ayla, pasa algo malo? —preguntó Jondalar. Ella se limitó a golpear con mayor violencia al ciervo; no podía explicar. Jondalar le quitó el cuchillo romo de las manos y la puso en pie.
—Estás cansada. ¿Por qué no te acuestas y descansas un rato?
Meneó negativamente la cabeza, aunque deseaba hacerlo con desesperación.
—Desollar ciervo, secar carne. No esperar, hiena viene.
Él no quiso molestarla sugiriéndole que metieran el ciervo; en aquellos momentos la joven era incapaz de pensar con claridad.
—Yo vigilaré —dijo el hombre—. Necesitas algo de descanso. Entra y acuéstate, Ayla.
Se sintió llena de gratitud. ¡Él vigilaría! No se le había ocurrido pedírselo; no estaba acostumbrada a contar con la ayuda de nadie. Entró con pie inseguro en la cueva, temblando de alivio, y se dejó caer entre sus pieles. Quería pedirle a Jondalar lo agradecida que estaba, y sintió que se le llenaban nuevamente los ojos de lágrimas, pues bien sabía que su intento estaba condenado al fracaso. ¡No podía hablar!
Jondalar entró en la cueva y volvió a salir varias veces durante la noche, quedándose a veces quieto para mirar a la mujer dormida, y la preocupación le hacía arrugar la frente. Ayla estaba agitada, movía los brazos de un lado a otro y murmuraba cosas incomprensibles entre sueños.
Ayla caminaba entre la niebla pidiendo ayuda a gritos. Una mujer alta, envuelta en bruma, cuyo rostro no podía distinguir, le tendió los brazos. «Dije que tendría cuidado, Madre, pero, ¿dónde has estado? —murmuraba Ayla—. ¿Por qué no viniste cuando te llamaba? ¡Llamé y llamé y no viniste! ¿Madre? ¡Madre! ¡No te vayas de nuevo! ¡Quédate aquí! ¡Madre, espérame! ¡No me dejes!»
La visión de la mujer alta se esfumó, y se aclaró la niebla. En su lugar había otra mujer, robusta y baja. Sus piernas fuertes y musculosas eran ligeramente estevadas, pero caminaba erguida. Tenía la nariz ancha, aguileña, un caballete alto y prominente y su mandíbula, muy pronunciada, no tenía barbilla. Su frente era baja e inclinada hacia atrás, pero tenía la cabeza grande, un cuello corto y grueso. Cejas pobladas y un arco ciliar pesado protegía unos ojos oscuros, grandes e inteligentes, llenos de amor y de pena.
Le hizo señas: «Iza —le gritó Ayla—. Iza, ayúdame. ¡Por favor, ayúdame!». Pero Iza sólo la miraba con curiosidad. «Iza, ¿no me oyes? ¿Por qué no me puedes entender?»
«Nadie te puede entender si no hablas debidamente», dijo otra voz. Vio un hombre que caminaba con un bastón. Era viejo y estaba tullido. Le habían amputado un brazo desde el codo. La parte izquierda de su rostro estaba horriblemente cubierta de cicatrices y le faltaba el ojo izquierdo, pero su ojo bueno encerraba fuerza, sabiduría y compasión. «Debes aprender a hablar, Ayla», decía Creb con sus gestos de una sola mano, pero ella podía oírle: tenía la voz de Jondalar.
« ¿Cómo puedo hablar? ¡No puedo recordar! ¡Ayúdame, Creb!».
«Ayla, tu tótem es el León Cavernario», dijo entonces el viejo Mog-ur.
Con un destello rojizo, el felino brincó hacia el bisonte y derribó la vaca salvaje y pelirroja, que mugía de terror. Ayla abrió la boca y el tigre dientes de sable la amenazó, con colmillos y dientes chorreando de sangre; se dirigió hacia ella y sus largos colmillos agudos crecían y se afilaban. Ella se encontraba en una diminuta cueva tratando de hundirse en la roca sólida que tenía contra la espalda. Un león cavernario rugió.
—“¡No! ¡No!”, gritó.
Una zarpa gigantesca con las garras extendidas entró y la arañó el muslo izquierdo dejándole cuatro heridas paralelas.
« ¡No! ¡No! —gritó Ayla—. ¡No puedo! ¡No puedo!». La niebla la envolvía. « ¡No puedo recordar!»
La mujer alta le abrió los brazos: «Yo te ayudaré»... Por un instante la niebla se disipó y Ayla vio un rostro no muy diferente del suyo. Una náusea dolorosa la sacudió y un hedor repulsivo a humedad y podredumbre surgió de una grieta que se abría en la tierra.
« ¡Madre! ¡Madre!».
— ¡Ayla! ¡Ayla! ¿Qué pasa? —y Jondalar la sacudió.
Estaba fuera, en el saliente cuando la oyó gritar y hablar un idioma desconocido. Llegó cojeando más aprisa de lo que creía posible.
Ayla se sentó y él la cogió en sus brazos.
— ¡Oh, Jondalar!, ¡fue mi sueño, mi pesadilla! —sollozó.
—Está bien, Ayla. Ya está bien todo.
—Fue un terremoto. Eso fue lo que sucedió. Murió en un terremoto.
— ¿Quién murió en un terremoto?
—Mi madre. Y también Creb, mucho después. ¡Oh, Jondalar!, odio los terremotos. —y se estremeció entre sus brazos.
Jondalar la cogió por los hombros y la echó un poco hacia atrás... para poder mirarle la cara.
—Cuéntame tu sueño, Ayla —rogó.
—Tengo esos sueños desde que recuerdo algo... siempre vuelven. En uno me encuentro en una caverna pequeña, y una garra me araña. Creo que fue así como me marcó mi tótem. El otro nunca puedo recordarlo, pero despierto temblando y enferma. Pero no esta vez. Ahora la he visto, Jondalar. ¡He visto a mi madre!
—Ayla, ¿oyes lo que dices?
— ¿Qué quieres decir?
—Estás hablando, Ayla. ¡Estás hablando!
Ayla había sabido hablar en otros tiempos, y aunque el idioma era diferente, había aprendido el tono, el ritmo y el sentido del lenguaje hablado. Se le había olvidado hablar porque su supervivencia dependía de otro modo de comunicación, y porque quería olvidar la tragedia que la había dejado sola. Si bien no se trataba de un esfuerzo consciente, había estado oyendo y memorizando bastante más que el vocabulario del lenguaje que hablaba Jondalar. La sintaxis, la gramática, el acento: todo ello forma parte de los sonidos que ella oía cuando hablaba él.
Como el niño que empieza a hablar, había nacido con la aptitud y el deseo, y sólo necesitaba oírlo constantemente. Pero su motivación era más fuerte que la del niño, y su memoria estaba más desarrollada. Aunque no podía reproducir algunos de los tonos e inflexiones de él con exactitud, se había convertido en una hablante natural de su lenguaje.
— ¡Me oigo, Jondalar! ¡Puedo!, ¡puedo pensar con palabras!
Ambos se dieron cuenta de que la tenía cogida, y ambos se sintieron intimidados al notarlo. Jondalar apartó sus brazos.
— ¿Es ya por la mañana? —dijo Ayla, observando la luz que penetraba a raudales por la entrada de la cueva y por el agujero de la chimenea. Apartó las mantas—. No creí que dormiría tanto. ¡Madre Grande! Tengo que poner la carne a secar. —También había captado las exclamaciones del hombre, que sonrió. Era algo pasmoso oírla hablar súbitamente, pero oír sus propias frases salir de la boca de ella, expresadas con su acento peculiar, resultaba divertido.
Ayla corrió a la entrada y se detuvo en seco al mirar: se frotó los ojos y miró de nuevo. Hileras de carne cortadas en trozos regulares como lenguas, estaban colgadas desde un extremo a otro de la terraza, con varias hogueras pequeñas en medio. ¿No estaría soñando aún? ¿Habrían aparecido de repente todas las mujeres del Clan para ayudarla?
—Hay un poco de carne de un anca que he puesto en el asador, si tienes hambre —dijo Jondalar con fingida indiferencia y una enorme sonrisa que revelaba lo contento que estaba de sí mismo.
— ¿Tú? ¿Tú has hecho esto?
—Sí. Yo lo hice. —Su sonrisa se amplió todavía más.
La reacción de la mujer ante la sorpresa que le había preparado era mejor aún de lo que esperaba. Tal vez no estaba todavía en condiciones de cazar, pero por lo menos podía desollar los animales que ella trajera y empezar a secar la carne, especialmente ahora que tenía cuchillos nuevos.
—Pero... ¡eres un hombre! —exclamó, asombrada.
La sorpresa que le había proporcionado Jondalar era mucho más asombrosa de lo que él podía suponer. Sólo echando mano de sus recuerdos adquirían los miembros del Clan los conocimientos y habilidades necesarios para sobrevivir. Para ellos, el instinto había evolucionado de tal manera que podían recordar las habilidades de sus antepasados y transmitírselas a su progenie, almacenadas en su subconsciente. Las tareas que realizaban los hombres y mujeres habían estado diferenciadas desde tantas generaciones atrás, que los miembros del Clan tenían su memoria diferenciada según el sexo. Un sexo era incapaz de realizar las funciones del otro: carecía de la memoria necesaria para ello.
Un hombre del Clan habría cazado o encontrado un ciervo, y lo habría traído a la caverna. Incluso podría haberlo desollado aunque no tan bien como una mujer. Si le apremiaban, hasta podría haber sacado algunos trozos de carne a hachazos. Pero nunca habría considerado la posibilidad de cortar la carne para ponerla a secar, y en el caso de que se le hubiera ocurrido, no habría sabido por dónde empezar. Desde luego, jamás habría sido capaz de hacer trozos bien cortados y perfectamente formados que se secarían de manera uniforme, como los que tenía Ayla ante sus ojos.
— ¿No se le permite a un hombre cortar un poquito de carne? —preguntó Jondalar.
Sabía que diferentes pueblos tenían distintas costumbres en relación con el trabajo de la mujer y el trabajo del hombre, pero él sólo había querido ayudar. No creía que eso la ofendiera.
—En el Clan la mujer no puede cazar y el hombre no puede... hacer comida —intentó explicar.
—Pero tú cazas.
Esa declaración produjo en Ayla un sobresalto inesperado. Se le había olvidado que compartía con él las diferencias entre el Clan y los Otros.
—Yo... yo no soy mujer del Clan —dijo, desconcertada—. Yo... —No sabía como explicarlo—. Yo soy como tú, Jondalar. Una de los Otros.
23
Ayla se detuvo, se bajó de Whinney y entregó la vejiga chorreando agua a Jondalar, quien la cogió y bebió largos tragos para aplacar su sed. Se encontraban valle adentro, casi en la estepa, y bastante alejados del río.
La hierba dorada ondulaba al viento en torno de ellos. Habían estado recogiendo granos de mijo, sorgo y centeno silvestre en un grupo mixto que también abarcaba las semillas agitadas de cebada verde, carraón y trigo escandia. La tarea tediosa consistente en pasar la mano a lo largo del tallo para arrancar las duras semillas, era un trabajo duro; el mijo, pequeño y redondo, que se metía en uno de los dos compartimentos del canasto que colgaba de una cuerda pasada alrededor del cuello, para dejar libres las manos, se soltaba fácilmente, pero tendría que pasar nuevamente por el proceso de aventamiento. El centeno que se ponía en el otro compartimiento se trillaba solo.
Ayla se pasó la cuerda del canasto por el cuello y se puso a trabajar. Jondalar no tardó en alcanzarla. Fueron recogiendo granos uno al lado del otro un buen rato, hasta que, de pronto, Jondalar se volvió hacia ella.
— ¿Qué se siente al montar a caballo, Ayla, me lo podrías explicar? —preguntó.
—Es difícil de expresar —contestó ella, deteniéndose a pensar—. Cuando avanzas a todo galope es excitante. Pero también lo es si cabalgas despacio. Es una sensación agradable montar a Whinney. —Volvió a su tarea, pero se paró de repente—. ¿Te gustaría probar?
— ¿Probar qué?
—Montar a Whinney.
La miró, tratando de adivinar lo que realmente pensaba al respecto. Había deseado montar a caballo desde hacía algún tiempo, pero la joven parecía tener una relación tan personal con el animal, que no había sabido cómo pedírselo con delicadeza.
—Sí, me encantaría. ¿Pero me dejará Whinney?
—No lo sé. —Ayla lanzó una ojeada al sol para comprobar si era tarde, y se echó la canasta a la espalda—. Vamos a ver.
— ¿Ahora? —preguntó Jondalar, y Ayla asintió con la cabeza, mientras tomaba el camino de regreso—. Creí que ibas a buscar agua para que pudiéramos recoger más grano.
—Así era. Se me olvidaba que la recolección va más aprisa con dos manos. Sólo miraba mi canasto... no estoy acostumbrada a que me ayuden.
La serie de habilidades que poseía aquel hombre era una fuente constante de asombro para Ayla. No sólo estaba deseoso de hacer lo que pudiera, sino que sabía lo mismo que ella o podía aprenderlo. Era curioso y se interesaba por todo, y le gustaba en particular probar todo lo que fuera nuevo. Ella podía verse en él. Eso le permitió apreciar mejor lo insólita que debió parecerles a los del Clan. Y, sin embargo, la habían adoptado y tratado de insertarla en su forma de vida.
Jondalar se echó a la espalda su canasta y se puso a caminar junto a ella.
—Estoy más que dispuesto a renunciar a esto por hoy. Ya tienes mucho grano. Ayla, el trigo y la cebada ni siquiera están maduros. No comprendo para qué quieres más.
—Es por Whinney y su potrillo. También necesitarán hierba. Whinney come fuera en invierno, pero cuando la nieve es profunda, muchos caballos mueren.
La explicación bastaba para eliminar cualquier objeción por parte del hombre. Caminaron de regreso entre las hierbas altas, gozando del sol sobre la piel desnuda... ahora que ya no estaban trabajando. Jondalar sólo llevaba el taparrabos, y tenía la piel tan tostada como la de ella. Ayla se había puesto su manto corto de verano, que la cubría desde la cintura hasta el muslo, pero, lo que era más importante, tenía bolsas y pliegues para llevar herramientas, honda y demás objetos. Aparte de esta prenda, sólo llevaba la bolsita de cuero colgada al cuello. Jondalar había admirado su cuerpo firme y flexible más de una vez, pero sin hacer ademanes visibles, y ella no provocaba ninguno.
Estaba pensando en cabalgar, preguntándose lo que haría Whinney. Podría apartarse rápidamente, en caso de necesidad. Fuera de una leve cojera, su pierna marchaba muy bien, y estaba convencido de que la cojera desaparecería con el tiempo. Ayla había hecho un trabajo milagroso al curarle la herida; tenía mucho que agradecerle. Había empezado a pensar en marcharse —ya no había razón para que permaneciera allí—, pero ella no parecía tener prisa de que se fuera, y él lo aplazaba constantemente. Deseaba ayudarla a prepararse para el próximo invierno; era lo menos que podía hacer.
Y ella tenía que ocuparse, además, de los caballos. A él no se le había ocurrido.
—Hace falta trabajar mucho para reunir las provisiones con que alimentar a los caballos, ¿verdad?
—No tanto.
—Se me ocurre una cosa; has dicho que también necesitan hierba. ¿No podrías cortar los tallos y llevárselos a la cueva? Entonces, en vez de recolectar el grano de éstos —y señaló los canastos— podrías sacar las semillas sacudiéndolas en una canasta, y así tendrías hierba para ellos.
Ayla se detuvo, con la frente arrugada, sopesando la idea.
—Tal vez... si se dejan secar los tallos después de cortarlos, las semillas se soltarán sacudiéndolas. Algunas mejor que otras. Todavía hay trigo y cebada... vale la pena probar. —Una amplia sonrisa apareció en su rostro—. Jondalar, creo que puede resultar.
Estaba tan sinceramente entusiasmado que también él tuvo que sonreír. Se sentía atraído por ella, estaba encantado con ella, resultaba evidente en sus ojos maravillosamente seductores. La respuesta de ella fue abierta y espontánea:
—Jondalar, me gusta tanto cuando sonríes... a mí, con tu boca, y con tus ojos.
Jondalar rió... Era una carcajada espontánea, inesperada, exuberantemente jovial. «Es tan honrada —pensó—, no creo que haya dejado nunca de ser absolutamente sincera. ¡Que mujer tan excepcional!»
Ayla se sintió contagiada por la carcajada: su sonrisa cedió al contagio de su contento, se convirtió en risa ahogada y creció hasta una expresión de deleite sin inhibiciones.
Ambos se habían quedado sin aliento cuando terminaron de reír, recayendo en nuevos espasmos, respirando a fondo y enjugándose los ojos. Ninguno de los dos podía decir qué les había resultado tan tremendamente divertido; su risa se había alimentado sola. Pero era tanto un relajamiento de las tensiones que se habían estado acumulando, como una consecuencia de lo divertido de la situación.
Cuando comenzaron a andar nuevamente, Jondalar le pasó el brazo por la cintura; era un reflejo afectuoso de la risa compartida. Notó entonces que se ponía rígida y apartó inmediatamente el brazo. Se había prometido, y a ella también, aunque Ayla no lo entendiera entonces, que no la obligaría a aceptarle contra su voluntad. Si ella había pronunciado votos para apartarse de los Placeres, él no se iba a colocar en una situación en que se viera obligada a rechazarle. Había tenido buen cuidado de respetarla.
Sin embargo, había aspirado la esencia femenina de su piel caliente, sentido la plenitud turgente de su seno en su costado. Recordó súbitamente cuánto tiempo hacía que no había estado con una mujer, y el taparrabos no hizo nada para disimular la evidencia de sus pensamientos. Se dio la vuelta para tratar de ocultar su tan evidente hinchazón, pero era lo único que podía hacer para evitar arrebatarle el manto. Alargó el paso hasta casi correr delante de ella.
— ¡Doni! ¡Cuánto deseo a esta mujer! —murmuró mientras corría.
Las lágrimas se le saltaron a Ayla al ver que se alejaba a todo correr. « ¿En qué me he equivocado? ¿Por qué se aparta de mí? ¿Por qué no me hace su señal? Puedo ver su necesidad, ¿por qué no quiere aliviarla conmigo? ¿Tan fea soy?». Se estremeció al recordar la sensación de su brazo alrededor de ella; tenía los poros de la nariz llenos de su olor masculino. Arrastró los pies, reacia a la idea de enfrentársele de nuevo, y se sentía como cuando era pequeña y sabía que había hecho algo que estaba mal... sólo que esta vez no sabía lo que era.
Jondalar había llegado a la franja arbórea cerca del río. Su urgencia era tan grande que no pudo dominarse. Tan pronto como se encontró oculto por una cortina de denso follaje, espasmos de un blanco viscoso chorrearon sobre la tierra y, sosteniéndoselo aún, apoyó la cabeza en el tronco, temblando. Era un alivio y nada más, pero, por lo menos, podía enfrentarse a la mujer sin tratar de derribarla y poseerla.
Encontró una vara para remover la tierra y cubrir la esencia de sus placeres con la tierra de la Madre. Zelandoni le había dicho que derramarlo era un derroche de la Dádiva de la Madre, pero si no quedaba más remedio, había que devolvérselo a Ella, regarlo por el suelo y cubrirlo. «Zelandoni tenía razón», pensó. Era un derroche y no le había producido placer.
Caminó a lo largo del río, molesto por la idea de que podía haber sido descubierto. La vio que esperaba junto al bloque de roca con el brazo rodeando al potro y la frente apoyada en el cuello de Whinney. ¡Parecía tan vulnerable, aferrándose a los animales en busca de apoyo y consuelo! Pensó que debería recostarse en él en busca de apoyo, debería ser él quien la reconfortara. Estaba seguro de haberle causado angustia y se avergonzó como si hubiera cometido un acto reprensible. Salió remiso del bosquecillo.
—A veces, un hombre no puede esperar para hacer aguas —mintió, con débil sonrisa.
Eso sorprendió a Ayla. ¿Por qué decir palabras que no respondían a la verdad? Ella sabía lo que había hecho él: se había aliviado solo.
Un hombre del Clan habría sido capaz de solicitar a la compañera del jefe antes de aliviarse solo. Si no podía controlar su necesidad, incluso ella, con lo fea que era, podía haber recibido la señal, ya que no había otra mujer. Ningún varón adulto se aliviaría solo; si acaso los adolescentes, que habían alcanzado la madurez física pero aún no habían matado el primer animal. Pero Jondalar había preferido aliviarse solo en vez de hacerle la señal; Ayla estaba más allá de la ofensa; se sentía humillada.
Ignoró sus palabras y evitó la mirada directa.
—Si quieres montar a Whinney, la sujetaré mientras te subes a la roca y le pones la pierna encima. Le diré a Whinney que quieres cabalgar. Tal vez te lo permita.
Recordó que aquélla era la razón por la que habían dejado de recoger grano. ¿Qué había pasado con su entusiasmo? ¿Cómo podía cambiar tanto en su recorrido de un extremo al otro del campo? Tratando de crear la impresión de que todo era normal, trepó a la hendidura que parecía un asiento en la roca, mientras Ayla le acercaba la yegua, pero también él rehuyó la mirada.
— ¿Cómo consigues que vaya adonde quieres? —preguntó. Ayla lo pensó un poco antes de responder.
—Yo no consigo: ella quiere ir donde quiero ir yo.
—Pero, ¿cómo sabe ella adónde quiere ir?
—No lo sé. —Era cierto; nunca había reflexionado acerca de ello.
Jondalar decidió que no importaba. Estaba dispuesto a ir adonde quisiera la yegua, si estaba dispuesta a llevarle. Le puso una mano encima para afirmarse y montó prudentemente a horcajadas.
Whinney echó las orejas hacia atrás: sabía que no era Ayla, y la carga era más pesada y carecía de la sensación inmediata de dirección, de la tensión muscular de las piernas y muslos de Ayla. Pero ésta estaba cerca, sujetándole la cabeza, y el hombre no era un desconocido para ella. La yegua corveteó, indecisa, pero se calmó poco después.
—Y ahora, ¿qué hago? —preguntó Jondalar sentado en la yegua con sus largas piernas colgando a ambos lados... sin saber exactamente lo que debía hacer con las manos.
Ayla acarició a la yegua, tranquilizándola, y se dirigió entonces a ella, en parte con palabras gestuadas del Clan y en parte en zelandonii.
—Jondalar quiere que le des un paseo, Whinney. Su voz tenía el tono que incitaba a avanzar, y su mano ejercía una suave presión; era una indicación suficiente para el animal, tan habituado a las directrices de la mujer. Whinney se puso en marcha.
—Si tienes que agarrarte, rodéale el cuello con los brazos —aconsejó Ayla.
Whinney estaba acostumbrada a llevar a cuestas a una persona. No brincó ni se encabritó, pero sin dirección, avanzaba vacilante. Jondalar se inclinó para acariciarle el cuello, tanto para tranquilizarse a sí mismo como al caballo, pero el movimiento era semejante a la indicación de Ayla para avanzar más aprisa. El brinco inesperado de la yegua obligó a Jondalar a seguir el consejo de Ayla: se abrazó al cuello de la yegua, inclinándose hacia delante. Para Whinney, aquélla era la señal para aumentar la velocidad.
La yegua se lanzó a galope tendido, a campo traviesa, con Jondalar agarrado a su cuello con todas sus fuerzas y su larga cabellera flotando tras él. El viento le azotaba el rostro, y cuando por fin se atrevió a entreabrir los ojos, que instintivamente había cerrado, vio que la tierra corría a velocidad alarmante en sentido contrario. Era espantoso... ¡y magnífico! Comprendía que Ayla no hubiera podido describir la sensación. Era como deslizarse por una colina helada en invierno, o cuando le arrastró por el río el gran esturión, pero todavía más excitante. Un movimiento borroso ala izquierda le llamó la atención: el potro bayo corría junto a su madre, al mismo paso.
Oyó un silbido lejano, agudo y penetrante, y de repente la yegua dio media vuelta cerrada y regresó a galope.
— ¡Siéntate! —le gritó Ayla a Jondalar mientras se acercaban.
Cuando la yegua fue reduciendo el paso al acercarse a la mujer, Jondalar obedeció, irguiéndose: Whinney se detuvo junto a la roca.
Temblaba un poco al bajar del caballo, pero los ojos le relucían de excitación. Ayla acarició los flancos sudorosos de la yegua y la siguió más despacio cuando Whinney se fue al trote hacia la playa al pie de la cueva.
— ¿Sabes que el potro se ha mantenido a su lado todo el tiempo? ¡Qué caballo de carreras!
Por la manera de decirlo, Ayla intuyó que la palabra encerraba algo más de lo que significaba.
— ¿Cómo?, ¿«caballo de carreras»?
—En las Reuniones de Verano hay concursos de todo tipo, pero los más excitantes son las carreras, en las que compiten los que corren —explicó—. A éstos se les llama corredores, y la palabra sirve para designar a cualquiera que se esfuerza por ganar o intenta alcanzar alguna meta. Es una palabra de aprobación y de ánimo... de halago.
—El potro es un corredor; le gusta correr. Siguieron avanzando en silencio, un silencio cada vez más pesado.
— ¿Por qué gritaste que me sentara? —preguntó finalmente Jondalar, tratando de romperlo—. Creí que me habías dicho que no sabías cómo le indicabas a Whinney lo que querías. Se detuvo en cuanto me enderecé.
—Nunca lo había pensado anteriormente, pero al verte llegar, pensé de repente: «Siéntate». No supe decírtelo al principio, pero cuando tenías que detenerte, me di cuenta.
—Entonces le das señales al caballo. Cierto tipo de señales. Me pregunto si el potro podría aprender señales —dijo en tono meditativo.
Llegaron a la muralla que se extendía hacia el agua y la rodearon para encontrarse con el espectáculo de Whinney revolcándose en el lodo del río para refrescarse, gruñendo de placer, y junto a ella estaba el potro con las patas al aire. Jondalar, sonriendo, se detuvo para mirarlos, pero Ayla siguió adelante, cabizbaja. La alcanzó cuando empezaba a subir el sendero.
—Ayla... —La joven se volvió, y entonces no supo qué decirle—. Yo... yo, bueno... quiero darte las gracias.
Seguía siendo una palabra que le costaba entender. No había nada similar en el Clan. Los miembros de cada pequeño clan dependían tanto unos de otros para la supervivencia, que la asistencia mutua era un modo de vida. No se daban las gracias como tampoco un bebé agradecería los cuidados de su madre ni una madre lo esperaría. Los favores o dádivas especiales imponían la obligación de devolverlos de la misma manera, y no siempre se recibían con agrado.
Lo que más se aproximaba en el Clan a dar las gracias era una forma de agradecimiento de alguien de posición inferior hacia alguien de rango más elevado, generalmente de la mujer hacia el hombre, por una concesión. Le pareció que Jondalar estaba tratando de decirle que le agradecía haberle permitido cabalgar a Whinney.
—Jondalar, Whinney te permitió montar sobre su lomo. ¿Por qué me das las gracias a mí?
—Me ayudaste a montarla, Ayla. Y además, tengo muchas otras cosas que agradecerte. ¡Has hecho tanto por mí, me has cuidado!
— ¿Dará el potro las gracias a Whinney porque lo cuida? Tú estabas herido, yo te cuidé. ¿Por qué... «gracias»?
—Pero me salvaste la vida.
—Soy una mujer que cura, Jondalar. —Trató de pensar cómo podría explicar que cuando alguien le salvaba la vida a otra persona, una parte del espíritu de vida le correspondía y, por lo tanto, la obligación de proteger a esa persona a cambio; el resultado era que ambos se volvían más parientes que si fueran hermanos. Pero ella era curandera, y parte del espíritu de cada uno del clan le había sido entregado con un trozo de bióxido de manganeso negro que llevaba en su amuleto. Nadie estaba obligado a darle más—. No es necesario decir gracias —afirmó.
—Ya sé que no es necesario. Sé que eres una Mujer que Cura, pero para mí es importante que sepas cómo me siento. La gente se da las gracias por haber recibido ayuda. Es cortesía, una costumbre.
Subían por el sendero en fila india. Ella no contestó, pero ese comentario le hizo recordar cuando Creb le explicaba que es descortés mirar, más allá de las piedras que limitaban los hogares, al hogar de otro hombre. Le costó más aprender las costumbres del Clan que su lenguaje. Jondalar estaba diciendo que entre su gente era normal expresar gratitud, era una cortesía, pero eso la confundió más aún.
¿Por qué iba a querer expresar agradecimiento cuando acababa de avergonzarla? Si un hombre del Clan le hubiese demostrado tanto desprecio, ella dejaría de existir para él. También sus costumbres iban a ser difíciles de aprender, pero eso no reducía la humillación que experimentaba.
Él trató de superar la barrera que se había levantado entre ambos, y la detuvo antes de que entrara en la cueva.
—Ayla, lamento haberte ofendido sin pretenderlo.
— ¿Ofendido? No entiendo esa palabra.
—Creo que te he hecho enojar, que te sientes mal.
—No enojar, pero sí me has hecho sentirme mal.
Que lo admitiera le sobresaltó.
—Lo siento —dijo.
—Lo siento. Eso es cortesía, ¿verdad?, ¿costumbre? Jondalar, ¿de qué sirven palabras como lo siento? Eso no cambia nada, no me hace sentir mejor.
Él se pasó la mano por el cabello. Tenía razón. Lo que hubiera hecho —y creía saber qué era— no se arreglaba con sentirlo. Tampoco servía de nada que hubiera rehuido la cuestión, sin enfrentarla directamente, por miedo a que eso le causara mayor embarazo.
Ayla entró en la cueva, se quitó el canasto y atizó el fuego para preparar la cena. Él la siguió, puso su canasto al lado del de ella y llevó una estera junto al fuego para sentarse y observarla.
Ella estaba empleando algunas de las herramientas que él le había dado después de cortar la carne de ciervo; le agradaban, pero para ciertas tareas todavía prefería utilizar el cuchillo de mano al que estaba acostumbrada. Él consideraba que Ayla manejaba el tosco cuchillo, hecho con un trozo de pedernal y mucho más pesado que los que él hacía, con tanta habilidad como cualquiera de las personas que él conocía manejaba los cuchillos más pequeños, finos y con mango. Su mente de elaborador de herramientas de pedernal estaba juzgando, calibrando, comparando los méritos de cada tipo. «No es tanto que uno sea más fácil de usar que el otro —pensó—. Cualquier cuchillo afilado cortará, pero qué cantidad de pedernal habría que gastar para hacer herramientas para todos. Sólo transportar la piedra sería un problema.»
Ayla se ponía nerviosa al tenerle allí sentado, observándola tan de cerca. Finalmente se levantó en busca de algo de manzanilla para hacer una infusión, con la esperanza de que él dejara de contemplarla y calmarse. Su actitud sirvió para que Jondalar comprendiera lo absurdo de empeñarse el eludir el problema. Hizo acopio de fortaleza y decidió afrontar la cuestión sin ambages.
—Tienes razón, Ayla. Decir que lo siento no significa gran cosa, pero no sé qué otra cosa decir. No sé lo que he podido hacer para ofenderte. Por favor, dímelo: ¿por qué te sientes mal?
«Debe de estar diciendo otra vez palabras que no son verdad —pensó Ayla—. ¿Cómo no va a saberlo?» Pero parecía confuso. Bajó la mirada, deseando que no hubiera preguntado. Ya era bastante malo tener que sufrir semejante humillación para, encima, tener que comentarla. Pero él había preguntado.
—Me siento mal porque... porque no soy aceptable —dijo con las manos en el regazo, sosteniendo su taza.
— ¿Qué quieres decir con eso de que no eres aceptable? No comprendo.
¿Por qué hacía aquellas preguntas? ¿Acaso trataba de que se sintiera peor? Ayla levantó la mirada hacia él: estaba inclinada hacia adelante, y en su postura y sus ojos se leía sinceridad y ansiedad.
—Ningún hombre del Clan aliviaría su necesidad si hubiera una mujer aceptable cerca. —y se ruborizó al citar el fallo cometido y se miró las manos—. Estabas lleno de necesidad, pero te apartaste de mí corriendo. ¿No debo sentirme mal si no soy aceptable para ti?
— ¿Estás diciendo que te sientes ofendida porque yo no...? —Se echó hacia atrás y elevó los ojos al cielo—. « ¡Oh Doni! ¿Cómo puedes ser tan estúpido, Jondalar?» —preguntó a la cueva en general.
Ella alzó de nuevo la mirada, sobresaltada.
—Yo creí que no querías que te molestara, Ayla. Me esforzaba por respetar tus deseos. Te deseaba tanto que no podía aguantarlo, pero en cuanto te tocaba te ponías muy rígida. ¿Cómo puedes pensar siquiera que un hombre podría no considerarte aceptable?
Una oleada de comprensión la inundó, eliminando la punzante angustia de su corazón. ¡Le deseaba! ¡Él creía que ella no le deseaba! Otra vez las costumbres, costumbres diferentes.
—Jondalar, sólo tenías que hacer la señal. ¿Qué importa si yo quería o no?
—Claro que importa lo que tú quieres. ¿No...? —y de repente se ruborizó—. ¿No me deseas? —Había indecisión en sus ojos, y el temor a verse rechazado. Ella conocía ese sentimiento. Le sorprendió verlo en un hombre, pero eso acabó con cualquier resto de duda que pudiera haber albergado, y le produjo calor y ternura.
—Yo te deseo, Jondalar, te deseé la primera vez que te vi. Cuando estabas tan herido que no sabía si sobrevivirías, te miraba y sentía... Dentro de mí crecía ese sentimiento. Pero nunca me hiciste la señal... —Volvió a bajar la mirada. Había dicho más de lo que hubiera querido. Las mujeres del Clan eran más sutiles en sus gestos incitantes.
—Y todo el tiempo yo estaba pensando... ¿Qué es esa señal de la que hablas?
—En el Clan, cuando un hombre desea una mujer, hace la señal.
— ¿Cuál es?
Ayla hizo el gesto y se ruborizó; las mujeres no solían hacer ese gesto.
— ¿Eso es todo? ¿Hago solamente eso? Y entonces, ¿tú qué haces? —Estaba algo asombrado al ver que ella se levantaba, se arrodillaba y se le ofrecía.
— ¿Quieres decir que un hombre hace eso y la mujer lo otro, y ya está? ¿Están dispuestos?
—Un hombre no hace la señal si no está dispuesto. ¿No estabas tú dispuesto, esta tarde?
Ahora le tocó ruborizarse a él. Se le había olvidado lo dispuesto que estaba, lo que hizo para no arrojarse sobre ella y poseerla. Habría dado cualquier cosa entonces por saber hacer la señal.
— ¿Y si una mujer no lo desea? ¿O si no está dispuesta?
—Si un hombre hace la señal, la mujer debe ponerse en posición. —Pensó en Broud y su rostro se nubló al recordar el dolor y la degradación.
— ¿En cualquier momento, Ayla? —Vio el sufrimiento y se preguntó cuál sería el motivo—. ¿Incluso la primera vez? —Ayla asintió con la cabeza—. ¿Así te ocurrió a ti? ¿Algún hombre te hizo la señal sin más ni más? —Ayla cerró los ojos, tragó saliva y asintió.
Jondalar estaba horrorizado, indignado.
— ¿Quieres decir que no hubo Primeros Ritos? ¿Nadie que observara para asegurarse de que no te hicieran demasiado daño? ¿Qué clase de gente es ésa? ¿No les importa la primera vez de una joven? ¿Simplemente dejan que un hombre en celo la tome, un hombre cualquiera? ¿Que la obligue, ya esté dispuesta o no? ¿Ya le duela o no? —Se había puesto en pie y caminaba de un lado para otro, furioso. ¡Es cruel! ¡Es inhumano! ¿Cómo es posible que permitan semejante cosa? ¿No tienen compasión? ¿Es que no les importa?
Su estallido fue tan inesperado que Ayla se quedó mirándole con los ojos muy abiertos, mientras él se abandonaba a un desahogo de ira justiciera. Pero a medida que sus palabras se iban volviendo más ofensivas, comenzó a menear la cabeza, negando sus afirmaciones.
—No —dijo finalmente, expresando su desacuerdo con él—. No es cierto, Jondalar. ¡Les importa! Iza me encontró... me cuidó. Me adoptaron y me hicieron formar parte del Clan, aunque había nacido de los Otros. No tenían por qué recogerme.
»Creb no comprendía que Broud me lastimaba, porque nunca tuvo compañera. No conocía ese aspecto de las mujeres, y Broud estaba en su derecho. Y cuando quedé embarazada, Iza me cuidó; cayó enferma buscándome medicinas para que no perdiera a mi hijo. Sin ella, me habría muerto al nacer Durc. Y Brun le aceptó, aun cuando todos creían que era deforme. Pero no lo era. Es fuerte y saludable... —Ayla se interrumpió al ver que Jondalar la miraba fijamente.
— ¿Tienes un hijo? ¿Dónde está? Ayla no había hablado de su hijo. Incluso al cabo de tanto tiempo era doloroso hablar de él. Sabía que al mencionarlo, provocaría preguntas, aunque de todos modos habría tenido que decirlo algún día.
—Sí; tengo un hijo. Sigue en el Clan. Se lo di a Uba cuando Broud me obligó a marcharme.
— ¿Te obligó a marcharte? —Volvió a sentarse. De modo que tenía un hijo. No se había equivocado al sospechar que había estado embarazada—. ¿Cómo es posible obligar a una mujer a abandonar a su hijo? ¿Quién es ese... Broud?
¿Cómo explicárselo? Cerró los ojos un instante.
—Es el jefe. El jefe era Brun cuando me encontraron. Él permitió que Creb me hiciera del Clan, pero estaba envejeciendo, de manera que hizo jefe a Broud. Broud me ha odiado siempre, hasta cuando era una niña pequeña.
—Es el que te lastimó, ¿verdad?
—Iza me habló de la señal cuando me hice mujer, pero decía que los hombres aliviaban su necesidad con mujeres que les gustaban. Broud lo hizo porque le encantaba saber que podía hacerme algo que yo odiara. Pero creo que fue mi tótem quien le incitó a hacerlo. El espíritu del León Cavernario sabía cuánto deseaba yo un hijo.
— ¿Qué tiene que ver ese Broud con tu bebé? La Gran Madre Tierra bendice cuando escoge. ¿Era tu hijo de su espíritu?
—Creb decía que los espíritus hacen niños. Decía que una mujer tragaba el espíritu del tótem de un hombre. Si era lo suficientemente fuerte, dominaría al espíritu del tótem de ella, le quitaría su fuerza vital, iniciando una nueva vida que crecería dentro de ella.
—Curiosa manera de ver las cosas. Es la Madre quien escoge el espíritu del hombre para mezclarlo con el de la mujer cuando bendice a esa mujer.
—Yo no creo que los espíritus hagan hijos. No espíritus de tótems, ni espíritus mezclados por tu Gran Madre. Creo que la vida comienza cuando el órgano de un hombre está lleno y lo introduce en una mujer. Creo que por eso tienen los hombres necesidades tan fuertes, y por eso las mujeres desean tanto a los hombres.
—Eso no puede ser, Ayla. ¿No sabes cuántas veces puede meter el hombre su virilidad en una mujer? Una mujer no podría tener tantos hijos. Un hombre hace a la mujer con la Dádiva del Placer que otorga la Madre; la abre para que los espíritus puedan entrar. Pero la Dádiva más sagrada de la Madre, la Dádiva de Vida, sólo se otorga a las mujeres. Ellas reciben los espíritus y crean vida y se convierten en madres como Ella. Si un hombre La honra, aprecia Sus Dádivas y se compromete a cuidar de una mujer y sus hijos, Doni puede escoger su espíritu para los hijos de su hogar.
— ¿Qué es la Dádiva del Placer?
–¡Es cierto! No has sabido nunca lo que son los Placeres, ¿verdad? —preguntó, más pasmado cuanto más consideraba la idea—. No me extraña que no supieras cuando yo... Eres una mujer que ha tenido la bendición de un hijo sin haber tenido siquiera los Primeros Ritos. Tu Clan debe de ser muy insólito. Toda la gente que conocí durante mi viaje sabía de la Madre y Sus Dádivas. La Dádiva del Placer es cuando un hombre y una mujer sienten que se desean y se entregan el uno al otro.
—Es cuando un hombre está lleno y tiene que aliviar sus necesidades con una mujer, ¿verdad? —dijo Ayla—. Es cuando pone su órgano en el lugar por donde salen los bebés. ¿Eso es la Dádiva del Placer?
—Es eso, pero es muchísimo más.
—Tal vez, pero a mí me dijeron todos que nunca tendría un hijo porque mi tótem era demasiado fuerte. Todos se sorprendieron. Y no era deforme. Sólo se parecía un poco a mí y un poco a ellos. Pero sólo quedé embarazada después de que Broud me hiciera la señal una y otra vez. Nadie más me quiso... soy demasiado alta y fea. Incluso en la Reunión del Clan, no hubo un solo hombre que quisiera tomarme, aunque yo adquiría la categoría de Iza cuando me aceptaron como hija suya.
Algo en aquella historia comenzó a molestar a Jondalar, algo que no conseguía captar plenamente pero que sentía.
— ¿Has dicho que la curandera te encontró? ¿Cómo se llamaba? ¿Iza? ¿Dónde te encontró? ¿De dónde venías?
—No lo sé. Iza dijo que yo había nacido de los Otros, otras personas como yo. Como tú, Jondalar. No recuerdo nada antes de vivir con el Clan... ni siquiera recordaba el rostro de mi madre. Tú eres el único hombre que he visto parecido a mí.
Jondalar comenzaba a sentir algo raro en la boca del estómago mientras escuchaba.
—Supe de un hombre de los Otros; me lo contó una mujer en la Reunión del Clan. Me hizo temerlos hasta que te encontré a ti. Ella tenía un bebé, una niña que se parecía tanto a Durc que podría haber sido hija mía. Oda quería arreglar un apareamiento entre su hija y mi hijo. Decían que también su bebé era deforme, pero creo que aquel hombre de los Otros inició su bebé al forzarla a aliviar sus necesidades.
— ¿El hombre la forzó?
—Y también mató a su primogénita. Oda estaba con otras dos mujeres, y llegaron muchos de los Otros, pero no hicieron la señal. Cuando uno de ellos la agarró, la hijita de Oda cayó de cabeza sobre una roca.
De repente Jondalar recordó la pandilla de jóvenes de una Caverna muy al oeste. Quiso rechazar las conclusiones que comenzaba a sacar. Sin embargo, si lo hacía una pandilla de jóvenes, ¿por qué no habrían de actuar igual otros jóvenes? .
—Ayla, sigues diciendo que no eres como los del Clan. ¿Es qué son ellos diferentes?
—Son más bajos... por eso me sorprendí tanto al verte de pie. Yo he sido siempre más alta que todos, incluso que los hombres. Por eso no me querían, soy demasiado alta y demasiado fea.
— ¿Y qué más?
—No quería preguntar, pero su ansiedad por saber era más fuerte que él.
—El color de sus ojos es oscuro. Iza creía a veces que mis ojos tenían algo malo porque eran del color del cielo. Durc tiene los ojos como ellos y el... no sé como decírtelo: fuertes cejas, pero su frente es como la mía. Ellos tienen la cabeza más plana...
— ¡Cabezas chatas! —Retorció los labios con asco—. ¡Buena Madre! ¡Ayla! ¡Has estado viviendo con esos animales! Has dejado que uno de sus machos... —Se estremeció—. Has dado a luz... una abominación de espíritus mezclados, medio humana y medio animal. —y como si hubiera tocado algo sucio, Jondalar retrocedió y se incorporó de un salto. Era una reacción causada por rígidos prejuicios irracionales, suposiciones que nunca habían sido puestas en tela de juicio por nadie que él conociera.
Ayla no comprendió al principio y se quedó mirándole intrigada. Pero la expresión de él estaba cargada de repugnancia, tanto como la de ella cuando pensaba en las hienas. Entonces las palabras de él adquirieron significado.
¡Animales! ¡Estaba llamando animales a las personas que ella amaba! ¿El dulce y afectuoso Creb, que, a pesar de todo, era el hombre santo más temido y poderoso del Clan... Creb era un animal? Iza, que la había atendido y criado como una madre, que le enseñó medicina... ¿Iza era una apestosa hiena? ¡Y Durc! ¡Su hijo!
— ¿Qué quieres decir con eso de animales? —gritó Ayla, en pie y haciéndole frente. Nunca había alzado la voz con ira hasta entonces, y su volumen la sorprendió—. ¿Mi hijo, medio humano? Las gentes del Clan no son ninguna especie de horribles y apestosas hienas.
»¿Recogerían los animales a una niña herida? ¿La aceptarían entre ellos? ¿La cuidarían? ¿La criarían? ¿Dónde crees tú que he aprendido a buscar alimentos?. ¿O a guisarlos? ¿Dónde crees que he aprendido el arte de curar? De no ser por esos animales no estaría yo con vida en este momento, ¡y tampoco tú, Jondalar!
»¿Dices que los del Clan son animales y los Otros son humanos? Pues bien, recuerda esto: el Clan salvó a una hija de los Otros, y los Otros mataron a una de los suyos. Si tuviera que escoger entre humano y animal, ¡yo escogería las apestosas hienas!
Y salió de la caverna, bajó el sendero como una exhalación y llamó a Whinney con un silbido.
24
Jondalar se había quedado atónito. Salió detrás de ella y la miró desde el saliente. Ayla montó a caballo de un brinco bien calculado y se fue al galope valle abajo. Se había mostrado siempre tan complaciente, sin manifestar nunca enojo, que el contraste destacaba con mayor violencia aún en aquel arranque de ira.
El hombre siempre se había considerado justo y de ideas amplias respecto a los cabezas chatas. Consideraba que había que dejarlos en paz, no molestarlos ni provocarlos, y no habría matado intencionadamente a ninguno de ellos. Pero su sensibilidad se había sentido profundamente ofendida ante la idea de que un hombre usara a una hembra cabeza chata para los Placeres. Que uno de sus machos hubiese utilizado una humana con los mismos fines, le hirió en lo más vivo; la mujer había sido profanada.
Y por si fuera poco, él la había deseado con todas sus fuerzas. Pensó en las historias vulgares que relataban muchachos y jóvenes de mente sucia, y sintió que los ijares se le retorcían como si estuviera ya contaminado y su miembro se encogiera y pudriese. Gracias a la Gran Madre Tierra, se había salvado.
Lo peor de todo era que la mujer había traído al mundo una abominación, un cachorro de espíritus malignos de los que ni siquiera se podía hablar entre personas decentes. La existencia misma de semejante progenie era acaloradamente negada por algunos; sin embargo, se había seguido hablando de ella.
Desde luego, Ayla no lo había negado. Lo admitió abiertamente, allí de pie, defendiendo a la criatura... con la misma vehemencia que cualquier otra madre cuyo hijo hubiera sido calumniado. Se sintió ofendida de que se hubiese hablado de ellos en términos despectivos. ¿Habría sido realmente criada por una manada de cabezas chatas?
Había visto algunos cabezas chatas en su Viaje. Hasta se había preguntado si serían verdaderamente animales. Recordaba el incidente con el macho joven y la hembra mayor. Pensándolo bien, ¿no había utilizado el joven un cuchillo hecho con una gruesa laja para cortar el pescado en dos, exactamente como el que utilizaba Ayla? Y su madre se envolvía en un manto igual que el de Ayla, y ésta había practicado los mismos amaneramientos, especialmente al principio; esa tendencia a mirar al suelo, a pasar inadvertida.
Revisó las pieles de su cama; tenían la misma textura suave que la piel de lobo que le habían prestado. ¡Y la lanza! Esa lanza primitiva, pesada... ¿no era como las lanzas que llevaba aquella manada de cabezas chatas que Thonolan y él habían encontrado al bajar del glaciar?
La había tenido allí delante todo el tiempo, pero no se había fijado. ¿Por qué habría imaginado aquella historia de que era Una que Sirve a la Madre sometiéndose a una prueba para perfeccionar sus habilidades? Era tan diestra como cualquier curandera, tal vez más. ¿Habría aprendido realmente Ayla el arte de curar de una cabeza chata?
La observaba, cabalgando a lo lejos. Se había mostrado magnífica en su ira; conocía mujeres que alzaban la voz a la menor provocación. Marona podía ser una bruja gritona, discutidora y de mal genio, recordó, pensando en la mujer con la que estuvo prometido. Pero había cierta fuerza, en alguien tan exigente, que le había atraído; le agradaban las mujeres fuertes. Representaban un desafío, y no cedían terreno ni eran tan fácilmente dominadas por la pasión de él, las pocas veces que ésta se expresaba. Había sospechado que existía una faceta dura en Ayla, a pesar de su compostura. «Mírala montada a caballo —pensó—. Es una mujer bella, notable».
De repente, como si le hubiese caído encima un chorro de agua helada, se dio cuenta de lo que acababa de hacer, palideció. Ella le había salvado la vida, ¡y él se había apartado de ella como si fuera basura! Le había colmado de cuidados y atenciones, y él la había recompensado con una vil repugnancia. Había dicho que su hijo era una abominación, un hijo al que obviamente amaba. Se sintió mortificado por su propia insensibilidad.
Regresó corriendo a la caverna y se arrojó sobre la cama; la cama de ella. Había estado durmiendo en la cama de la mujer de quien acababa de alejarse despreciativamente.
— ¡Oh Doni! —gritó—. ¿Cómo me has permitido hacerlo? ¿Por qué no me ayudaste? ¿Por qué no me hiciste callar?
Hundió la cabeza entre las pieles. No se había sentido tan miserable desde que era pequeño. Pensaba estar ya por encima de todo aquello. Y también entonces había actuado sin pensar. ¿Nunca aprendería? ¿Por qué no se había mostrado más discreto? Pronto se marcharía; tenía curada la pierna. ¿Por qué no pudo controlarse hasta su partida?
Y de hecho, ¿por qué estaba todavía allí? ¿Por qué no había dado las gracias y tomado el camino de regreso? Nada le retenía. ¿Por qué se había quedado, haciéndole responder a preguntas que no eran de su incumbencia? Entonces podría haberla recordado como una mujer bella y misteriosa que vivía sola en un valle, y que hechizaba a los animales y le había salvado la vida.
«Porque no podías apartarte de una mujer bella y misteriosa, Jondalar, ¡y tú lo sabes!», se dijo.
« ¿Por qué te preocupa tanto? ¿Qué diferencia supone... que haya vivido con animales?
»Porque la deseabas. y entonces has pensado que no era lo suficientemente buena para ti porque había... había dejado...
» ¡Idiota! No escuchaste. Ella no le dejó, ¡él la forzó! Sin Primeros Ritos. ¡Y tú le echas la culpa! Te lo estaba diciendo, sincerándose y aliviando su dolor, ¿y qué hiciste?
»Eres todavía peor que él, Jondalar. Por lo menos, ella sabía lo que él sentía. La odiaba, deseaba lastimarla. ¡Pero tú! Confiaba en ti. Te declaró sus sentimientos hacia ti. Tú la deseabas tanto, Jondalar, y podías haberla poseído en cualquier momento. Pero tenías miedo de lastimar tu orgullo.
»Si le hubieras prestado atención en vez de preocuparte tanto por ti mismo, podrías haber comprobado que no se estaba portando como una mujer con experiencia. Estaba actuando como una muchachita asustada. ¿No has conocido las suficientes mujeres como para reconocer la diferencia?
»Pero no parece una muchachita asustada. No, sólo es la mujer más bella que has visto en tu vida. Tan bella, y tan inteligente y tan segura de sí misma, que te asustó. Te asustó la idea de que pudiera rechazarte. ¡Tú, el gran Jondalar! El hombre al que todas las mujeres desean. ¡Puedes estar seguro de que ya no te desea más!
»Tú sólo creías que estaba segura de sí misma... y ni siquiera sabe lo bella que es. En realidad cree que es alta y fea. ¿Cómo podría nadie creer que es fea?
»Recuerda que creció entre cabezas chatas. ¿Cómo era posible que ellos entendieran la diferencia? Aunque, por otra parte, ¿quién habría imaginado que fueran capaces de recoger a una niñita? ¿Recogeríamos nosotros a una de las suyas? Me pregunto qué edad tendría. No puede haber tenido muchos años: esas cicatrices de garras son viejas. Debió de ser horroroso, perdida y sola, arañada por un león cavernario.
» ¡Y curada por una cabeza chata! ¿Cómo es posible que una cabeza chata supiera curar? Pero aprendió de ellos, y lo hace bien. Lo suficientemente bien para hacerte creer que era Una de las que Sirven a la Madre. ¡Deberías abandonar la confección de herramientas y convertirte en narrador de cuentos! No querías ver la verdad. Y ahora que la conoces, ¿dónde está la diferencia? ¿Estás menos vivo porque haya aprendido a curar con las cabezas chatas? ¿Es menos bella porque... porque haya dado a luz una abominación? ¿Y por qué su hijo es una abominación?
»Sigues deseándola, Jondalar.
»Es demasiado tarde. Nunca volverá a creer en ti, o confiar en ti.»
Una nueva oleada de vergüenza le acometió. Cerró los puños y golpeó las pieles. « ¡Tú, idiota! ¡Tú, estúpido, estúpido idiota! ¡Lo has echado todo a perder! ¿Por qué no te marchas?
»No puedes. Tienes que dar la cara, Jondalar. No tienes ropa, no tienes armas, no tienes alimentos; no puedes viajar sin nada.
» ¿Dónde vas a encontrar provisiones? ¿En qué otra parte? Éste es el lugar de Ayla... tienes que obtenerlas de ella. Tienes que pedírselas, por lo menos algo de pedernal. Con herramientas puedes hacer lanzas. Entonces puedes cazar para obtener alimentos, y pieles para hacer ropa, y un saco para dormir y una mochila. Necesitarás mucho tiempo para prepararte, y un año o más para el regreso. Te sentirás solo sin Thonolan.»
Jondalar se hundió más aún entre las pieles. « ¿Por qué tuvo que morir Thonolan? ¿Por qué no me mató a mí el león?» Las lágrimas le corrieron por las mejillas. « Thono-lan no habría hecho nada tan estúpido. Ojalá supiera yo dónde está ese cañón, hermanito. Ojalá un zelandoni te hubiera ayudado a hallar tu camino en el otro mundo. Odio la idea de que algún animal depredador haya esparcido tus huesos.»
Oyó ruidos de cascos por el sendero rocoso que subía desde la playa y pensó que Ayla estaba de vuelta; pero era el potro. Se levantó, fue hasta el saliente y escudriñó el valle con la mirada: no se veía a Ayla por ninguna parte.
— ¿Qué pasa, compañerito? ¿Te dejaron atrás? Es culpa mía, pero ya volverán... aunque sólo sea por ti. Además, Ayla vive aquí... sola. Me pregunto cuánto tiempo lleva aquí. Sola. Me pregunto si yo habría sido capaz...
«Aquí estás, llorando tu torpeza, y mira por todo lo que ella ha tenido que pasar. Y no está llorando. ¡Es una mujer tan notable! Bella. Magnífica. Y tú has perdido todo eso, Jondalar ¡idiota! ¡Oh Doni! Ojalá pudiera reparar todo esto.»
Jondalar se equivocaba; Ayla estaba llorando, llorando como nunca había llorado en su vida. Eso no la hacía menos fuerte, sólo la ayudaba a soportar su pena. Espoleó a Whinney hasta que dejaron el valle muy atrás, y entonces se detuvo en un meandro que formaba un recodo; era un afluente del río que corría junto a la cueva. El terreno comprendido en el recodo se inundaba con frecuencia, enriquecido con limo de acarreo que proporcionaba una base fértil a una vegetación exuberante. Era un lugar donde había cazado urogallos de los sauces y perdices blancas, así como toda una variedad de animales, desde la marmota hasta el ciervo gigante que encontraban en aquel paraje seductor un verdor al que no podían resistirse.
Levantando la pierna, se deslizó del lomo de Whinney, bebió un poco de agua y se lavó la cara sucia y con chorretes de lágrimas. Le parecía haber tenido una pesadilla. Todo el día había sido una serie vertiginosa de exaltaciones emocionales y depresiones abrumadoras, y cada cambio producía altibajos más acentuados. No creía poder soportar un solo cambio más, ni hacia arriba ni hacia abajo.
La mañana prometía; Jondalar había insistido en ayudarla a recoger grano, y la había asombrado ver la rapidez con que aprendía. Ella estaba segura de que cosechar grano no era algo que él supiera antes, pero en cuanto le enseñó, lo captó rápidamente. Era algo más que un par de manos adicional para ayudar; era la compañía. Hablaran o no, tener otra persona cerca le hizo comprender cuánto había echado de menos la compañía.
Luego surgió un leve desacuerdo; nada grave. Ella quería seguir recogiendo y él deseaba terminar en cuanto se acabó el agua. Pero, cuando regresó con la vejiga de agua y comprendió que él querría probar a montar a caballo, pensó que podía ser un medio para retenerlo. Le gustaba el potro, y si también le gustaba cabalgar, podría quedarse hasta que el animal creciera. Tan pronto como ella se lo ofreció, aprovechó la oportunidad.
Eso les había puesto a ambos de buen humor. Así fue como comenzaron a reírse. Ella no había vuelto a reír a gusto desde que Bebé se fue. Le agradaba la risa de Jondalar... sólo con oírla se animaba.
«Entonces fue cuando me tocó —pensó—. Ninguno del Clan toca de esa manera, por lo menos no fuera de las piedras—límite. Quién sabe lo que un hombre y su compañera harán por la noche, bajo las pieles. Tal vez se toquen como ellos se tocan. ¿Se tocarán todos los Otros de esa manera, fuera del hogar? Me gustó cuando me tocó. ¿Por qué echó a correr?»
Ayla hubiera querido morirse de vergüenza, segura de que era la mujer más fea del mundo, cuando él fue a aliviarse. Entonces, en la caverna, cuando le dijo que la deseaba, que no creía que ella le aceptara, estuvo apunto de llorar de gozo. Por la manera que tenía de mirarla, casi podía sentir el calor por dentro, el deseo, la sensación de atracción. Se puso tan furioso cuando le habló de Broud, que ella quedó convencida de que la quería. Tal vez la próxima vez que estuviera dispuesto...
Pero nunca olvidaría cómo la miró, igual que si se tratara de un trozo asqueroso de carne podrida. Incluso se estremeció.
« ¡Iza y Creb no son animales! Son personas. Personas que me recogieron y me amaron. ¿Por qué los odia? Esto fue primero tierra de ellos. La especie de Jondalar vino después... mi especie. ¿Así son los de mi especie?
«Me alegro de haber dejado a Durc con el Clan. Ellos podrán pensar que es deforme, Broud podrá odiarlo porque es hijo mío, pero mi bebé no será un animal... una abominación. Es la palabra que dijo; no necesita explicarla.» Otra vez se echó a llorar. «Mi bebé, mi hijito... No es deforme... es saludable y fuerte. Y no es un animal, no es... una abominación.
« ¿Cómo pudo cambiar tan deprisa? Me estaba mirando con sus ojos azules, me estaba mirando... y de repente se apartó como si fuera a quemarle, como si fuera yo un espíritu maligno cuyo nombre sólo conocen los Mog-ur. Fue peor que una maldición de muerte. Ellos sólo me volvieron la espalda y dejaron de verme; yo estaba muerta y pertenecía al otro mundo. No me miraron como si fuera una... abominación.»
El sol poniente dejó paso al fresco de la tarde. Incluso durante la época más calurosa del verano, la estepa era fría de noche. Ayla se estremeció dentro de su manto de verano. «Si se me hubiera ocurrido traer una piel y la tienda... No, Whinney se preocuparía por el potro, y él necesita mamar.»
Cuando Ayla se puso en pie a la orilla del río, Whinney alzó la cabeza entre las abundantes hierbas, fue hacia ella trotando y espantó un par de perdices blancas. La reacción de Ayla fue casi instintiva: sacó la honda de la cintura y se agachó para recoger guijarros en un solo movimiento. Las aves habían alzado apenas el vuelo cuando una, y después la otra, cayeron a plomo. Ayla las fue a recoger, buscó el nido y se detuvo.
« ¿Para qué voy a buscar los huevos? ¿Voy a cocinar el plato favorito de Creb para Jondalar? ¿Y por qué tengo que prepararle nada, y menos aún el plato predilecto de Creb?» Pero, al ver el nido, poco más que una ligera depresión arañada en el suelo duro, el cual contenía una nidada de siete huevos, se encogió de hombros y los cogió con cuidado.
Dejó los huevos cerca del río, al lado de las aves, y entonces arrancó largos carrizos que crecían junto a la ribera. Sólo tardó unos instantes en trenzar una canasta medio improvisada; la utilizaría únicamente para transportar los huevos, y la desecharía después. Utilizó más carrizos para atar juntas las patas emplumadas del par de perdices; ya les estaban creciendo las abundantes plumas de invierno para andar por la nieve.
Invierno. Ayla se estremeció. No quería pensar en el invierno, frío y yermo. Pero el invierno nunca estaba totalmente alejado de su mente; el verano sólo era el momento de prepararse para el invierno.
Jondalar se marcharía; estaba segura. Era una tontería creer que iba a quedarse con ella allí, en el valle. ¿Por qué habría de quedarse? Y ella, ¿se quedaría si tuviera a su gente? Iba a ser peor cuando él se marchara... aunque la hubiese mirado como lo hizo.
— ¿Por qué tenía que venir? El sonido de su propia voz la sobresaltó. No era su costumbre hablar en voz alta cuando estaba sola. «Pero puedo hablar. Eso se lo debo a Jondalar. Por lo menos, si llego a ver gente, ahora puedo hablar. Y sé que hay gente que vive al oeste. Iza tenía razón: tiene que haber mucha gente, muchos Otros.»
Colocó las perdices sobre el lomo de la yegua, colgando a ambos lados, y sostuvo el canastillo de huevos entre las piernas. «Yo nací de los Otros. Busca un compañero, me dijo Iza. Creí que mi tótem me había enviado a Jondalar, pero si me lo hubiera enviado mi tótem, ¿me miraría de esa manera?»
— ¿Cómo pudo mirarme de esa manera? —gritó, en un sollozo convulsivo—. ¡Oh, León Cavernario, no quiero volver a estar sola! —Ayla se dejó caer de nuevo, abandonándose al llanto. Whinney observó la falta de dirección pero no importaba: sabía el camino. Al cabo de un rato, Ayla se enderezó—. Nadie me obliga a quedarme aquí. Hace tiempo que debí haberme puesto a buscar. Ahora puedo hablar...
»... Y puedo decirles que Whinney no es un caballo que se pueda cazar —prosiguió en voz alta después de recordárselo—. Lo tendré todo preparado y me marcharé la primavera que viene. Ya sabía que no lo volvería a aplazar
»Jondalar no se marchará enseguida. Necesitará ropa y armas. Tal vez mi León Cavernario le haya enviado para que me enseñe. Entonces, tendré que aprender lo más posible antes de que se marche. Le observaré y le haré preguntas, no importa cómo me mire. Broud me odió durante todos los años que pasé con el Clan. Puedo aguantar si Jondalar... si él... me odia, y cerró los ojos para rechazar las lágrimas.
Tocó su amuleto, recordando lo que le había dicho Creb mucho tiempo atrás: «Cuando encuentres una señal que tu tótem haya dejado para ti, guárdala en tu amuleto. Eso te traerá suerte». Ayla lo había puesto en su amuleto. «León Cavernario, llevo mucho tiempo sola; pon suerte en mi amuleto.»
El sol se había puesto detrás de la muralla del cañón río arriba cuando Ayla cabalgó en dirección a la corriente. La oscuridad siempre caía rápidamente. Jondalar la vio llegar y bajó corriendo a la playa. Ayla había puesto a Whinney al galope, y cuando daba vuelta a la muralla saliente, casi tropezó con el hombre. El caballo se encabritó, y poco faltó para que derribara a la mujer. Jondalar tendió la mano para retenerla, pero al sentir carne desnuda, apartó la mano, seguro de que le despreciaría.
«Me odia —pensó Ayla—. ¡No soporta siquiera tocarme!»
Ahogó un sollozo y mandó a Whinney camino arriba. La yegua atravesó la playa pedregosa y subió ruidosamente por el camino con Ayla a cuestas. Ésta echó pie a tierra a la entrada de la caverna y entró rápidamente, deseando tener otro lugar donde ir; quería esconderse. Dejó caer la canasta de los huevos junto al hogar, cogió una brazada de pieles y se las llevó al área de almacenamiento. Las tiró al suelo al otro lado del tendedero, en medio de canastas nuevas, esteras y tazones, se arrojó encima y se cubrió la cabeza con ellas.
Ayla oyó los cascos de Whinney momentos después, y enseguida los del potro. Estaba temblando, luchando contra las lágrimas, claramente consciente de los movimientos del hombre en la cueva. Deseaba que saliera para poder llorar.
No oyó los pies descalzos sobre el piso de tierra cuando él se acercó, pero supo que estaba allí y trató de dominar su temblor.
— ¿Ayla? —Ella no respondió—. Ayla, no tienes que quedarte ahí atrás. Yo me mudaré. Iré al otro lado del fuego.
«¡Me odia! No puede soportar estar cerca de mí —pensó, ahogando un sollozo—. Ojalá se vaya, ojalá se vaya sin más.»
—Ya sé que no sirve de nada, pero tengo que decirlo. Lo siento, Ayla. Lo siento más de lo que puedo expresar. No merecías lo que hice. No tienes por qué contestar, pero yo tengo que hablarte. Siempre has sido sincera conmigo... es hora de que yo lo sea contigo.
»He estado pensando desde que te marchaste a caballo. No sé por qué hice... lo que hice, pero quiero tratar de explicarme. Después de que el león me atacara desperté aquí, no sabía dónde estaba, y no podía comprender por qué no hablabas. Eras un misterio. ¿Por qué estabas aquí, tú sola? Empecé a inventarme una historia respecto a ti, que eras una zelandoni poniéndote a prueba, una mujer santa respondiendo a una vocación para Servir a la Madre. Al ver que no correspondías a mis intentos de compartir contigo los Placeres, pensé que estabas evitándolos como parte de tu prueba. Imaginé que el Clan sería un extraño grupo de zelandoni con quienes vivías.
Ayla había dejado de temblar y escuchaba pero sin moverse.
—Sólo estaba pensando en mí, Ayla. —Se agachó—. No estoy muy seguro de que me creas, pero yo, bueno... me han considerado como un... hombre atractivo. La mayoría de las mujeres me han... asediado; sólo he tenido que escoger. Pensé que me estabas rechazando. No estoy acostumbrado a eso, no quise admitirlo. Creo que por eso inventé esa historia con respecto a ti, para poderme explicar que no parecieras desearme.
»Si hubiera prestado atención, me habría dado cuenta de que no eras una mujer experimentada que me rechazaba, sino más bien una joven antes de sus Primeros Ritos: insegura y un poco asustada, deseosa de complacer. Si alguien hubiera tenido que comprenderlo yo debería... bueno... no importa. Eso no importa.
Ayla había dejado que cayeran las mantas, escuchando con tanta intensidad que podía oír cómo su corazón le palpitaba en los oídos.
—Lo único que podía ver era a Ayla, la mujer. Y créeme, no pareces una muchacha. Creí que estabas bromeando cuando decías que eras alta y fea. No bromeabas, ¿verdad? De veras es así como te ves. Quizá para los cab... la gente que te crió fueras demasiado alta y diferente, pero Ayla, tienes que saberlo: no eres alta y fea. Eres bella. Eres la mujer más bella que he visto en mi vida.
Ella se había vuelto y se estaba sentando.
— ¿Bella? ¿Yo? —se asombró, y con una punzada de incredulidad, volvió a escurrirse entre las pieles por miedo a ser lastimada de nuevo—. Te estás burlando de mí.
Jondalar tendió la mano hacia ella, vaciló y la retiró.
—No puedo reprocharte que no me creas, después de lo de hoy. Quizá debería enfrentarme a eso y tratar de explicarme.
»Es difícil imaginar todo lo que has pasado, huérfana y criada por... gente tan diferente. Tener un hijo y que te lo quiten. Obligarte a abandonar el único hogar que conocías para enfrentarte a un mundo extraño, y vivir aquí, sola. Eres más dura de lo que cualquier mujer santa pensaría poder ser. Muy pocas habrían sobrevivido. Tú no eres solamente bella, Ayla, eres fuerte. Eres fuerte por dentro. Pero es probable que tengas que ser más fuerte aún.
»Tienes que saber los sentimientos de la gente respecto a las que tú llamas Clan. Yo pensaba igual... la gente cree que son animales... »
— ¡No son animales!
—Pero yo no lo sabía, Ayla. Hay personas que odian a tu Clan. Yo no sé por qué. Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que los animales, los verdaderos animales a los que se da caza, no son odiados. Es posible que resulten temibles o tal vez amenazadores, las personas saben que los cabezas chatas, así los llaman también, Ayla, son humanos, pero son tan diferentes que resultan temibles o al menos están considerados como una amenaza. Sin embargo, algunos hombres obligan a mujeres cabeza chata a... no puedo decir compartir placeres, no es ni mucho menos la frase que corresponde; tal vez sea más acertada la expresión que tú utilizas, «aliviar sus necesidades». No puedo comprender por qué, ya que hablan de ellas como si fueran animales. No sé si son animales, si los espíritus pueden mezclarse y nacer hijos...
— ¿Estás seguro de que son espíritus? —preguntó Ayla.
Lo decía con tanta seguridad que se preguntó si no tendría razón.
—Sea como sea, tú no eres la única, Ayla, que tenga una mezcla de humano y cabeza chata por hijo, aunque la gente no habla...
—Son Clan y son humanos —interrumpió.
—Ayla, vas a oír mucho esa palabra. Es justo decírtelo. También debes saber que cuando un hombre toma por la fuerza a una mujer del Clan no es aprobado, pero se pasa por alto. Pero que una mujer «comparta Placeres» con un macho cabeza chata es... imperdonable ante los ojos de muchas personas.
— ¿Una abominación?
Jondalar palideció pero siguió adelante.
—Sí, Ayla, abominación.
—Yo no soy abominación —gritó Ayla —.¡Y Durc no es abominación! No me gustaba lo que me hacía Broud, pero no era una abominación. De haber sido cualquier otro hombre que lo hiciera sólo por aliviar su necesidad y no con odio, yo le habría aceptado como cualquier otra mujer del Clan. No es vergonzoso ser mujer del Clan. Yo me habría quedado con ellos, incluso como segunda esposa de Broud, de haber podido. Sólo por estar cerca de mi hijo. ¡No me importa que haya gente que no lo apruebe!
No podía por menos que admirarla; no iba a ser fácil para ella.
—Ayla: no te digo que debas avergonzarte. Sólo te estoy diciendo lo que debes esperar. Quizá podrías decir que vienes de otra gente.
—Jondalar, ¿por qué quieres que diga palabras que no son ciertas? No sabría cómo. En el Clan, nadie dice falsedades... se sabría, se vería. Aun cuando se abstenga de decir algo, se sabe. A veces se tolera por cortesía, pero se sabe. Yo puedo ver cuándo tú dices palabras que no son verdad. Tu rostro me lo dice, y tus hombros y tus manos.
Jondalar se ruborizó. ¿Eran tan visibles sus mentiras? Se alegraba de haber decidido mostrarse tan escrupulosamente sincero con ella. Quizá pudiera aprender algo de la joven. Su honradez y su sinceridad eran parte de su fortaleza interior.
—Ayla, no tienes que aprender a mentir, pero pensé que debería decirte estas cosas antes de marcharme...
Ayla sintió que se le hacía un nudo en el estómago y se le obstruyó la garganta. «Va a marcharse.» Habría querido hundirse de nuevo entre las pieles y taparse la cabeza.
—Pensé que te irías —dijo —. Pero no tienes nada para el viaje. ¿Qué necesitas?
—Si pudieras darme algo de pedernal, haría herramientas y algunas lanzas. Y si me dices dónde está la ropa que llevaba puesta, quisiera remendarla. La mochila debería estar también más o menos entera, si la trajiste del cañón.
— ¿Qué es una mochila?
—Es algo como una bolsa grande que se lleva a la espalda. No hay palabra exacta en zelandonii; la usan los Mamutoi. La ropa que vestía es Mamutoi...
— ¿Por qué es una palabra diferente? —preguntó Ayla, sacudiendo la cabeza.
—El Mamutoi es una lengua diferente.
— ¿Una lengua diferente? ¿Qué lengua me has enseñado?
Jondalar tuvo la sensación de que todo se le venía abajo.
—Te enseñé mi lengua... zelandonii. No se me ocurrió...
—Zelandonii, ¿viven al oeste? —Ayla se sentía molesta.
—Bueno, sí, muy lejos al oeste. Los Mamutoi viven cerca.
—Jondalar, me has enseñado una lengua que hablan personas que viven muy lejos, no una que hable gente de aquí cerca. ¿Por qué?
—Yo... no lo pensé. Sólo te enseñé mi lengua —dijo, sintiéndose de pronto muy mal: no había hecho nada correctamente.
— ¿Y eres el único que sabe hablarla?
Jondalar asintió con la cabeza; tenía el estómago revuelto. Ella creía que él le había sido enviado para enseñarle a hablar, pero sólo podía hablar con él.
—Jondalar, ¿por qué no me has enseñado la lengua que todos hablan?
—No hay una lengua que todos hablen.
—Quiero decir la que usas para hablarles a tus espíritus o tal vez a tu Gran Madre.
—No tenemos una lengua exclusiva para hablarle.
— ¿Y cómo hablas con la gente que no conoce tu lengua?
—Aprendemos unos la de los otros. Yo sé tres lenguas y algunas palabras de otras pocas.
Ayla estaba temblando otra vez. Pensaba que habría podido irse del valle y hablar con la gente que encontrase. Y ahora, ¿qué iba a hacer? Se puso en pie, y él la imitó.
—Yo quería saber todas tus palabras, Jondalar. Tengo que saber hablar. Tienes que enseñarme. Tienes que...
—Ayla, no puedo enseñarte dos lenguas más ahora. Lleva tiempo. Ni siquiera las conozco a la perfección... es algo más que palabras...
—Podemos empezar con las palabras. Tendremos que empezar desde el principio. ¿Cuál es la palabra para fuego en Mamutoi?
Se la dijo y no parecía dispuesto a continuar, pero ella siguió, palabra tras palabra, en el orden en que las había aprendido en la lengua Zelandonii. Después de recorrer una larga lista, Jondalar la detuvo nuevamente.
—Ayla, ¿de qué sirve decir un montón de palabras? No las puedes recordar así sin más.
—Ya sé que mi memoria podría ser mejor. Dime qué palabras están equivocadas.
A partir de «fuego» repitió todas las palabras, una por una, en ambas lenguas. Cuando terminó, él la contemplaba dominado por una admiración reverente. Recordaba que no fueron las palabras las que le resultaron difíciles al aprender Zelandonii, sino la estructura y el concepto del lenguaje.
— ¿Cómo lo has hecho?
— ¿Falta alguna?
—No, ¡ni una sola!
Ayla sonrió, tranquilizada.
—Cuando era niña resultaba mucho más difícil. Tenía que repetirlo todo muchas veces. No sé cómo Iza y Creb tuvieron tanta paciencia conmigo. Ya sé que algunas personas pensaban que no era muy inteligente. He mejorado, pero he tenido que practicar mucho, y sin embargo, todos los del Clan recuerdan todo mejor que yo.
— ¿Todos los del Clan pueden recordar mejor que la demostración que acabas de hacerme?
—No olvidan nada, aunque han nacido sabiendo casi todo lo que les hace falta saber, de modo que no tienen que aprender mucho. Sólo necesitan recordar. Tienen... memorias... no sé de qué otra manera se podría expresar. Cuando un niño está creciendo, sólo hay que recordarle... decírselo una vez. Los adultos no tienen necesidad de que se les recuerde, saben cómo recordar. Yo no tenía memorias del Clan. Por eso tenía que repetirlo todo Iza hasta que yo pudiera recordar sin equivocarme.
Jondalar estaba asombrado por su habilidad mnemónica, y le costaba trabajo captar el concepto de «memorias» del Clan.
—Algunas personas pensaban que no podría ser una curandera sin las memorias de Iza, pero ella decía que podría ser buena a pesar de que no pudiera recordar tan bien. Decía que yo tenía otras cualidades que ella no comprendía del todo, por ejemplo la manera de saber lo que estaba mal y de encontrar el tratamiento más adecuado. Me enseñó a probar las medicinas nuevas, para que descubriera el medio de aprovecharlas sin la memoria de las plantas.
»También tienen un lenguaje antiguo. No comprende sonidos, sólo gestos. Todo el mundo conoce el Lenguaje Antiguo, lo emplean en ceremonias y para dirigirse a los espíritus y asimismo cuando no entienden el lenguaje cotidiano de otra gente. También lo aprendí.
»Como tenía que aprenderlo todo, me obligué aprestar atención y concentrarme, para recordar después con sólo un "recordatorio", para no impacientar a la gente.
— ¿Te he entendido bien? Esa... gente del Clan, conocen todos su propio lenguaje y alguna especie de lenguaje antiguo que se comprende de un modo general. ¿Todo el mundo puede hablar... comunicarse con los demás?
—En la Reunión del Clan, todos podían hacerlo.
— ¿Estamos hablando de la misma gente? ¿Cabezas chatas?
—Si es así como llamas al Clan. Ya te describí su aspecto —dijo Ayla y agachó la cabeza—. Fue cuando dijiste que yo era una abominación.
Ayla recordaba la mirada helada que había borrado todo calor de sus ojos, el estremecimiento cuando se apartó... el desprecio. Eso había ocurrido precisamente cuando le hablaba del Clan, cuando creyó que se estaban comprendiendo los dos. Parecía costarle trabajo aceptar lo que ella decía. De repente se sintió incómoda; había hablado demasiado. Se acercó rápida al fuego, vio las perdices donde las había dejado Jondalar junto a los huevos, y se puso a desplumarlas para hacer algo.
Jondalar se dio cuenta en el acto de que la suspicacia había vuelto a apoderarse de Ayla; la había lastimado demasiado y nunca recuperaría su confianza, aunque por un instante había creído que sería posible. El desprecio que ahora sentía iba dirigido contra sí mismo. Levantó las pieles de Ayla y las llevó a la cama; recogió las que había estado usando él y las trasladó a un lugar al otro lado del fuego.
Ayla dejó las aves: no tenía ganas de desplumar; corrió a su cama. No quería que le viera los ojos llenos de agua.
Jondalar trató de acomodar las pieles a su alrededor lo mejor que pudo. Memorias, había dicho. Los cabeza chata tienen cierta clase de memorias. Y un lenguaje por señas que todos comprenden. ¿Sería posible? Era difícil de creer si no fuese por un detalle: la joven nunca decía cosas falsas.
Ayla se había acostumbrado al silencio y la soledad durante los últimos años. La mera presencia de otra persona, aun cuando la disfrutara, exigía ciertos ajustes, pero los trastornos emocionales de la jornada la habían dejado vacía y agotada. No quería sentir, ni pensar ni reaccionar con respecto al hombre que compartía su caverna. Sólo quería descansar.
Pero no podía dormir. Su capacidad de hablar le había proporcionado confianza hasta el punto de dedicar todos sus esfuerzos y su concentración al estudio del lenguaje, y se sentía frustrada. ¿Por qué le enseñó el idioma de su infancia? Se iba a marchar. Ella no volvería a verle nunca más. Tendría que abandonar el valle en primavera y encontrar gente que viviera más cerca, y quizá algún otro hombre.
Lo cierto es que no quería a ningún otro hombre; quería a Jondalar, con sus ojos y su contacto. Recordaba cómo se había sentido al principio. Él fue el primer hombre de su especie al que había visto y los representaba a todos en general. No era sólo un individuo. No sabía cuándo había dejado de ser un ejemplo para convertirse en Jondalar, el único. Lo único que sabía era que echaba de menos el sonido de su respiración y su calor junto a ella. El vacío del lugar que él ocupó era casi tan grande como el vacío doloroso que sentía en su interior.
Jondalar tampoco podía dormir. No encontraba la posición adecuada. El sitio que había estado al lado de ella, se había quedado frío, y un sentimiento de culpabilidad le embargaba. No podía recordar haber vivido un día peor, y ni siquiera le había enseñado el lenguaje correcto. ¿Cuándo iba a tener la oportunidad de hablar zelandonii? Su gente vivía aun año de viaje del valle, y eso a condición de no detenerse mucho tiempo en ninguna parte.
Pensó en el Viaje que había realizado con su hermano. Todo parecía tan inútil. ¿Cuánto tiempo hacía que se fue? ¿Tres años? Eso significaba por lo menos cuatro años antes de que estuviera de vuelta. Y todo para nada. Su hermano muerto. Jetamio muerta y también el hijo del espíritu de Thonolan. ¿Qué le quedaba?
Jondalar había luchado por dominar sus emociones desde muy joven, pero también él tuvo que secarse el rostro con las pieles. Sus lágrimas no eran sólo por su hermano, también por sí mismo: por su pérdida y su pena, y por aquella oportunidad desaprovechada que podría haber sido maravillosa.
25
Jondalar abrió los ojos. El sueño que había tenido de su hogar fue tan vivo, que las paredes desiguales de la caverna le parecieron desconocidas como si el sueño hubiera sido realidad y la caverna de Ayla una ficción onírica. La niebla del sueño comenzó a disiparse y las paredes parecían desplazadas. Despertó y se dio cuenta de que había estado mirando desde una perspectiva distinta, desde el lado más alejado del fuego.
Ayla no estaba. Junto al hogar había dos perdices desplumadas y la canasta en la que guardaba las plumas estaba tapada; hacía rato que se había ido. La taza que solía usar —la que estaba elaborada de tal manera que semejaba un animal pequeño por la textura de la madera— estaba allí cerca; al lado había una canasta apretadamente tejida en la que ella le preparaba la infusión de la mañana y una ramita recién descortezada. Ella sabía que le gustaba mascar el extremo de una ramita hasta convertirlo en fibra erizada para limpiarse los dientes del sarro acumulado durante la noche y tenía por costumbre llevarle una todas las mañanas.
Se puso en pie, se desperezó; se sentía rígido por la dureza inusitada de su lecho. Ya había dormido en el suelo en otras ocasiones, pero un relleno de paja representaba una gran diferencia en cuanto a comodidad y olía a limpio y dulce. Ayla cambiaba la paja con bastante regularidad para que no se acumularan los malos olores.
La infusión del canasto—tetera estaba caliente... no podía haberse ido hacía mucho. Se sirvió un poco y olfateó el aroma cálido con sabor a menta. A él le gustaba tratar de identificar las hierbas que Ayla utilizaba cada día. La menta era una de las que él prefería y, por lo general, siempre estaba presente. Bebió unos sorbos y creyó reconocer el sabor a hoja de frambuesa y quizá alfalfa. Salió llevándose la taza y la ramita.
De pie en la orilla del saliente frente al valle, mascaba la ramita y veía el chorro de orina caer mojando la muralla del risco. No estaba totalmente despierto. Sus acciones eran movimientos mecánicos producidos por el hábito. Cuando terminó, se limpió los dientes con el palito mascado y se enjuagó la boca con la infusión. Era un ritual que siempre le reanimaba, y, por lo general, le impulsaba a trazar planes para la jornada.
Sólo cuando terminó de beber la infusión sintió que enrojecía, y dejó de estar contento consigo mismo. Este día no era como cualquier otro. Sus acciones del día anterior lo impedían. Iba a arrojar la ramita, pero se fijó en ella y la sostuvo ante sus ojos, haciéndola girar entre el índice y el pulgar mientras pensaba en todo lo que representaba.
Había sido fácil acostumbrarse a que ella le cuidara; lo hacía con una gracia sumamente sutil. Nunca tenía él que pedir nada, ella se adelantaba a sus deseos. La ramita era un buen ejemplo. Era obvio que Ayla se había levantado antes que él, había bajado a buscarla, la había pelado y se la había dejado allí. ¿Cuándo había comenzado a hacerlo? Recordó que cuando pudo bajar solo por primera vez, había encontrado una por la mañana. A la mañana siguiente, al ver una ramita junto a su taza, se había sentido agradecido; por entonces, todavía le costaba trabajo bajar y subir la empinada senda.
Y la infusión caliente. No importaba cuándo se despertara, la bebida caliente estaba dispuesta. ¿Cómo sabía ella cuándo prepararla? La primera vez que le llevó una taza por la mañana, se la había agradecido efusivamente. ¿Cuándo fue la última vez que le dio las gracias? ¿Cuántas otras atenciones había tenido ella para con él, y siempre con la mayor discreción? Nunca les da importancia. «Así es Marthona —pensó—. Tan llena de tacto con sus dádivas y su tiempo, que nunca se siente nadie obligado con ella.» Siempre que se brindaba a ayudarla, Ayla se mostraba sorprendida ¡y tan agradecida...! Como si realmente no esperara nada a cambio de todo la que había hecho por él.
—Le he dado a ella menos que nada —dijo en voz alta—. E incluso después de lo de ayer... —Sostuvo en alto la ramita, la hizo girar y la lanzó por encima del borde.
Vio que Whinney estaba en el campo con el potro, corriendo ambos en un amplio círculo, llenos de vitalidad, y experimentó una punzada de excitación al ver correr a los caballos.
— ¡Cómo corre el pequeño! ¡Apuesto a que si compitieran, ganaría a su madre!
—En una competición, los garañones jóvenes suelen ganar, pero no en carreras largas —dijo Ayla, apareciendo por el sendero.
Jondalar se dio media vuelta, con los ojos brillantes y la sonrisa llena de orgullo por el potro. Su entusiasmo era irresistible y Ayla tuvo que sonreír a pesar de sus recelos. Había esperado que el hombre se encariñara con el potro... pero ahora ya no importaba.
—Me preguntaba dónde estarías —dijo él; se sentía torpe en su presencia, y se le borró la sonrisa.
—Prepararé un fuego temprano en la zanja de asar, para hacer las perdices. He salido a ver si estaba a punto.
«No parece muy contento de verme», pensó, volviéndose para entrar en la cueva.
También la sonrisa de ella se borró.
—Ayla —llamó Jondalar, corriendo tras ella. Cuando la joven se volvió, ya no supo qué decirle—.Yo... ejem... me preguntaba... ejem... quisiera hacer algunas herramientas. Si no te importa, claro. No quiero dejarte sin pedernal.
—No importa. Todos los años la crecida se lleva algo y trae más.
—Debe arrancarlo de algún depósito gredoso río arriba. Si supiera que no está lejos, iría a buscarlo. Es mucho mejor cuando acaba de ser arrancado. Dalanar saca el suyo de un depósito que hay cerca de su Caverna, y todo el mundo sabe de qué calidad es el sílex lanzadonnii.
El entusiasmo volvió a sus ojos, como sucedía siempre que hablaba de su oficio. «Así era Droog —pensó Ayla—. Le gustaba hacer herramientas y todo lo que se relacionaba con ellas». Sonrió para sí recordando el día en que Droog descubrió al hijo pequeño de Aga, el que nació después de que se unieran, golpeando una piedra contra otra. «Droog se sintió tan orgulloso que le dio un martillo de piedra. Le gustaba enseñar el oficio; incluso no le importó enseñarme a mí, aunque era niña».
Jondalar se dio cuenta de que pensaba en algo, y percibió la sombra de una sonrisa en el rostro femenino.
— ¿En qué estás pensando, Ayla?
—En Droog. Hacía herramientas. Solía permitir que yo le observara si me estaba calladita y no turbaba su concentración.
—Puedes mirarme a mí, si quieres —dijo Jondalar—. En realidad esperaba que me enseñaras tu técnica.
—Yo no soy experta. Puedo hacer las herramientas que necesito, pero las de Droog son mucho mejores que las mías.
—Tus herramientas son muy prácticas. Lo que quisiera ver es la técnica que empleaba.
Ayla asintió con la cabeza y entró en la cueva. Jondalar se quedó esperando y, al ver que no salía inmediatamente, se preguntó si habría querido decir ahora o más tarde. Se fue en su busca justo en el momento en que salía la joven; saltó hacia atrás tan deprisa que estuvo a punto de caerse. No quería ofenderla con un contacto involuntario.
Ayla respiró hondo, cuadró los hombros y alzó la barbilla. Tal vez no soportaba estar cerca de ella, pero no iba a dejar que viera cuánto la ofendía. Pronto se iría. Echó a andar por el sendero llevando las dos perdices, el canasto con los huevos y un bulto grande, envuelto en un pedazo de cuero y sujeto con una cuerda.
—Deja que te ayude a llevar algo —dijo Jondalar, corriendo tras ella.
Ayla se detuvo lo suficiente para entregarle el canasto de huevos.
—Primero tengo que preparar las perdices —explicó, dejando el bulto en el suelo de la playa.
Era una afirmación, pero Jondalar tuvo la impresión de que ella esperaba su consentimiento o por lo menos su asentimiento. No andaba muy descaminado. A pesar de sus años de independencia, los modelos del Clan seguían rigiendo muchas de sus acciones. No estaba acostumbrada a hacer otra cosa cuando un hombre había ordenado o solicitado que hiciera algo por él.
—Claro que sí, adelante. Tengo que buscar mis utensilios antes de poder trabajar el pedernal.
Ayla se llevó las gordas aves hacia el otro lado de la muralla, hasta el hoyo que había cavado antes y forrado de piedras. El fuego se había apagado en el fondo del hoyo pero las piedras chisporrotearon cuando les echó unas gotas de agua. Había buscado en diversos puntos del valle la combinación exacta de verduras y hierbas, y las había llevado hasta el horno de piedras. Recogió uña de caballo por su sabor ligeramente salado, ortigas amaranto y vistosas acederas y salvia, para dar sabor. El humo aportaría también su aroma, y la ceniza de madera, sabor a sal.
Rellenó las perdices con sus huevos envueltos en verduras: tres huevos en una de las aves y cuatro en la otra. Siempre había envuelto las perdices en hojas de parra antes de meterlas en el hoyo, pero no crecían vides en el valle. Recordó que a veces se cocinaba el pescado envuelto en heno fresco, y decidió que también podría hacerse con las aves. En cuanto tuvo las aves colocadas en la parte inferior del hoyo, amontonó más hierba encima, después piedras, y lo cubrió todo de tierra.
Jondalar tenía un surtido de herramientas de asta, hueso y piedra para tallar instrumentos alineados ante sí, algunos de los cuales Ayla reconoció. Sin embargo, otros le eran totalmente desconocidos. Ella abrió el bulto y puso sus utensilios al alcance de la mano, después se sentó y extendió el trozo de cuero sobre su regazo; era una buena protección: el pedernal podía desmenuzarse en lajas finas y cortantes. Echó una mirada a Jondalar, que estaba mirando con mucho interés los trozos de hueso y piedra que ella había sacado.
Él dejó cerca varios nódulos de pedernal. Ella vio que había dos junto a su mano... y recordó a Droog. La calidad de un buen artesano de herramientas comenzaba con la selección, recordó. Quería una piedra de grano fino; las miró, escogió la más pequeña. Jondalar asentía con la cabeza, aprobando inconscientemente.
Ayla recordó al pequeño, que había mostrado su afición por la elaboración de herramientas cuando apenas gateaba.
— ¿Supiste siempre que trabajarías la piedra? —preguntó.
—Por algún tiempo pensé hacerme tallista, incluso tal vez Servir a la Madre o trabajar con Los que la Sirven. —Una punzada de pena y nostalgia nubló su semblante—. Entonces me mandaron a vivir con Dalanar y aprendí a tallar piedra. Fue una buena decisión... me gusta y soy bastante hábil. Nunca habría llegado a ser un buen tallista.
— ¿Qué es un tallista, Jondalar?
— ¡Eso es! ¡Lo que faltaba! —Su exclamación hizo dar un respingo de consternación a la joven—. No hay tallas ni pinturas ni cuentas ni decoración. Ni siquiera colores.
—No comprendo...
—Lo siento, Ayla. ¿Cómo puedes saber de lo que estoy hablando? Un tallista es alguien que hace animales de piedra.
Ayla arrugó el entrecejo.
— ¿Cómo se puede hacer un animal de piedra? Un animal es carne y sangre; vive y respira.
—No quiero decir un animal de verdad. Quiero decir una imagen, una representación. Un tallista reproduce la semejanza de un animal por la forma... hace que la piedra parezca un animal. Algunos tallistas hacen imágenes de la Gran Madre Tierra, si tienen alguna visión de Ella.
— ¿Una semejanza? ¿De piedra?
—De otras materias también: marfil de mamut, hueso, madera, asta. He oído decir que algunos hacen imágenes de barro. Por lo demás, he visto muy buenos parecidos logrados con nieve.
Ayla había estado moviendo la cabeza, tratando de comprender, hasta que Jondalar dijo nieve; entonces recordó un día de invierno en que estuvo apilando tazones de nieve contra la pared, junto a la cueva. ¿No había imaginado por un instante que los rasgos de Brun aparecían en aquel montón de nieve?
— ¿La semejanza con nieve? Sí —asintió—; creo que comprendo.
Jondalar no estaba seguro de que comprendiera, pero no se le ocurría mejor manera de explicárselo sin una talla que mostrarle. « ¡Qué monótona ha tenido que ser su vida! —pensó—, criándose con cabezas chatas. Incluso su ropa es simplemente útil. ¿Sólo cazarían y dormirían? Ni siquiera apreciaban las Dádivas de la Madre. Ni belleza, ni misterio, ni imaginación. Me gustaría saber si puede comprender lo que se ha perdido.»
Ayla levantó el bloquecito de pedernal, tratando de decidir por dónde empezar. No haría un hacha de mano... incluso a Droog le parecía una herramienta bastante sencilla, aunque muy útil. Pero no creyó que fuera ésa la técnica que Jondalar deseaba ver. Tendió la mano hacia un instrumento que faltaba en la serie de herramientas del hombre: el hueso de la pata de un mamut... ese hueso resistente que soportaría el pedernal mientras ella lo trabajaba para que la piedra no se astillase. Le dio vueltas hasta situarlo cómodamente entre sus piernas.
Entonces cogió su martillo de piedra: no había diferencia entre el suyo y el de él, salvo que el de ella era más pequeño para que pudiera encajar en su mano. Sosteniendo firmemente el pedernal sobre el yunque del hueso de mamut, Ayla golpeó con fuerza. Un trozo de la corteza, el recubrimiento exterior, cayó, dejando al descubierto el material gris del interior. La pieza que había desprendido tenía un bulto grueso donde el martillo había golpeado —el bulbo de percusión— y se ahusaba formando un filo delgado en el otro extremo. Podría utilizarse como utensilio de corte, y los primeros cuchillos que ella elaboró eran exactamente esas lascas de arista afilada, pero los instrumentos que deseaba hacer Ayla exigían una técnica mucho más avanzada y compleja.
Estudió la profunda cicatriz dejada en el núcleo, la impresión negativa de la lasca. El color era exacto; la consistencia suave, casi cerosa; no había quedado material externo incorporado. Se podrían hacer buenas herramientas con esa piedra; golpeó otro pedazo de corteza.
Mientras seguía tallando, Jondalar pudo ver que estaba dándole forma a la piedra retirando el recubrimiento calcáreo. Cuando ya no quedó nada, siguió golpeando un poco acá, otro poco allá, un bulto en otra parte, hasta que el núcleo de pedernal tuvo la forma de un huevo algo aplastado. Entonces dejó el martillo y cogió un hueso largo y robusto. Poniendo el núcleo de costado y trabajando desde el borde hacia el centro, desprendió algunas esquirlas de la parte superior con el martillo de hueso. El hueso era más elástico; los trozos de pedernal más largos y delgados, con un bulbo de percusión más plano. Cuando terminó, el gran huevo de piedra tenía una parte superior ovalada más bien plana, como si le hubieran rebanado ese extremo.
Entonces se detuvo y, tocándose el amuleto que le colgaba del cuello, cerró los ojos y envió un pensamiento silencioso al espíritu del León Cavernario. Droog había solicitado siempre la ayuda de su tótem para ejecutar el siguiente paso. Hacía falta tanta suerte como habilidad, y Ayla se sentía nerviosa porque Jondalar la observaba muy de cerca. Quería hacerlo bien, pues comprendía instintivamente que tenía mayor importancia la fabricación de los utensilios que las piezas mismas. Si echaba a perder la piedra, sembraría una duda sobre la capacidad de Droog y de todo el Clan, por mucho que explicara que ella no era realmente una experta.
Jondalar había observado anteriormente el amuleto, pero al ver que lo sostenía entre ambas manos, con los ojos cerrados, se preguntó qué importancia tendría. Ella parecía manejarlo con respeto, casi como él trataría a una donii. Pero una donii era una figura de mujer, esculpida con gran esmero, con toda su abundancia maternal, un símbolo de la Gran Madre Tierra y del maravilloso misterio de la creación. Desde luego, una bolsa de cuero llena de bultos no podía encerrar el mismo significado.
Ayla volvió a coger el martillo de hueso. Para separar del núcleo una hoja que tuviera la misma dimensión que la parte superior plana y ovalada, pero con ángulos rectos y cortantes, había que dar un importante paso preliminar: una plataforma de golpeo. Tendría que desprender una pequeña esquirla que dejara una hendidura en la orilla de la cara plana, con la superficie perpendicular a la lasca que deseaba finalmente obtener.
Agarrando el núcleo de pedernal con firmeza para mantenerlo inmóvil, la mujer apuntó cuidadosamente. Tenía que calcular la fuerza además del punto: si era poca, la pequeña laja saldría en ángulo incorrecto; si, por el contrario, era excesiva, astillaría el borde cuidadosamente formado. Aspiró profundamente y sostuvo en el aire el martillo de hueso antes de asestar un golpe limpio. El primero era siempre importante. Si todo salía bien, vaticinaba buena suerte; por fin respiró al ver la mella que se había producido.
Cambiando el ángulo en que tenía el núcleo, volvió a golpear, con más fuerza esta vez. El martillo de hueso aterrizó limpiamente en la mella y una lasca se desprendió del núcleo prefabricado. Tenía la forma de un óvalo alargado. Un lado era la superficie plana que había hecho ella; el reverso configuraba la cara bulbosa interior, que era suave, más gruesa en el extremo golpeado y que se estrechaba hasta quedar convertida en un filo de navaja todo alrededor.
Jondalar lo cogió para examinarlo.
—Es una técnica difícil de dominar. Necesitas fuerza y precisión a la vez. ¡Mira este filo! No es una herramienta tosca.
Ayla dejó escapar un tremendo suspiro de alivio y sintió la cálida satisfacción del logro... y algo más. No había desacreditado al Clan. En verdad, lo representaba mejor porque no había nacido en él. Aunque aquel hombre, tan hábil en su oficio, hubiera estado observando a un hombre del Clan realizando el mismo trabajo, por mucho que se lo propusiese, sus prejuicios con respecto al ejecutante le habrían impedido juzgar objetivamente la obra.
Ayla le miraba: estaba dando vueltas a la piedra en su mano; de repente, la joven experimentó un cambio interior peculiar. Se sintió acometida por un frío interno sobrenatural y le pareció como si ella estuviera fuera de su propio cuerpo y le contemplara a él y a sí misma desde lejos.
Acudió a su mente el recuerdo vívido de otra oportunidad en la que había experimentado una desorientación similar. Iba siguiendo lámparas de piedra hacia el interior de una cueva y se veía agarrándose a la piedra húmeda mientras se sentía inexplicablemente atraída hacia un espacio pequeño e iluminado, oculto por gruesas columnas de estalactitas en el corazón de la montaña.
Los Mog-ures estaban sentados en círculo alrededor de una fogata, pero el Mog-ur —el propio Creb—, cuya mente poderosa, ampliada y sostenida por la bebida que Iza le había enseñado a hacer para los magos, descubrió su presencia. Ella también había consumido la potente sustancia, sin querer, y su mente vagaba sin control. El Mog-ur la sacó del profundo abismo que había en ella y se la llevó consigo en el viaje espantoso y fascinante de la mente hasta los comienzos primordiales.
En el proceso, el más grande hombre santo del Clan, cuyo cerebro no tenía igual ni siquiera entre los suyos, forjó nuevas sendas en el cerebro de ella, allí donde sólo hubo tendencias rudimentarias. Pero aun pareciéndose al de él, el cerebro de ella no era igual. Podía regresar con él y sus memorias hasta su comienzo común y a través de cada fase del desarrollo, pero él no pudo llegar tan lejos cuando ella volvió y avanzó un paso más.
Ayla no comprendía lo que había herido tan profundamente a Creb, sólo sabía que eso les había cambiado, tanto a él como a la relación entre ambos. Tampoco comprendía los cambios que él había previsto, pero, por un instante, supo con una certeza absoluta que había sido enviada al valle con una finalidad que incluía al hombre alto y rubio.
Mientras se veía a sí misma con Jondalar en la playa pedregosa del remoto valle, corrientes aberrantes de luz y movimiento, formándose en un espesamiento sobrenatural del aire y desapareciendo en el vacío, les rodearon, uniéndolos. Ella sintió una vaga noción de su propio destino como nexo axial de muchos cabos que vinculaban pasado, presente y futuro por medio de una transición crucial. Un frío profundo se apoderó de ella; bostezó y, con un respingo, se encontró mirando unas cejas hirsutas y una expresión de alarma. Se sacudió para disipar una sensación fantástica de irrealidad.
— ¿Te encuentras bien, Ayla?
—Sí, sí; estoy bien.
Un frío inexplicable había puesto la carne de gallina a Jondalar y tenía erizado el vello de la nuca. Sintió un fuerte impulso de protegerla pero sin saber contra qué amenaza. Sólo duró un instante y trató de sacudirse aquella impresión, pero la inquietud subsistía.
—Creo que va a cambiar el tiempo —dijo—. He notado un viento frío. —Ambos levantaron la vista hacia el cielo azul y límpido, sin una sola nube.
—Es la temporada de las tormentas. Pueden ser repentinas.
Jondalar asintió y entonces, para aferrarse a algo material, llevó la conversación al terreno de los prosaicos materiales de la fabricación de herramientas.
— ¿Y cuál es tu siguiente paso, Ayla?
La mujer se enfrascó de nuevo en la tarea. Con gran concentración, talló cinco óvalos más de pedernal de filo cortante; después de un examen final del resto de la piedra para ver si podía desprenderle alguna otra lasca aprovechable, lo descartó.
Entonces se volvió hacia los seis copos de pedernal gris y cogió el más fino de todos. Con una piedra suave, redonda y aplastada, retocó el largo filo, poniéndolo romo en la parte por donde se agarraba y afilándolo en punta en la parte opuesta al bulbo de percusión. Cuando quedó satisfecha, se lo tendió a Jondalar en la palma de la mano.
El hombre lo cogió y lo examinó detenidamente. Su sección transversal era gruesa, pero se afilaba a lo largo formando una arista fina y cortante. Era lo suficientemente grande para cogerlo con la mano, y el lomo lo bastante romo para no lastimar al usuario. En ciertos aspectos se parecía a la punta de lanza mamutoi, pero no estaba hecho para ponerle mango ni vara. Era un cuchillo de mano, y como la había visto manejar uno similar, sabía que era sorprendentemente eficaz.
Jondalar lo dejó en el suelo, asintió con la cabeza y la invitó a continuar. Ayla recogió otra laja gruesa de piedra y, con ayuda de un diente canino de animal, se puso a astillar el extremo del óvalo. El proceso sólo lo dejó ligeramente más romo, lo suficiente para fortalecer el borde de manera que el extremo agudo y redondeado no se rompiera al usarlo para rascar pelo y carne de las pieles. Ayla lo dejó y cogió otra pieza.
Puso una piedra grande y suave de las de la playa sobre el yunque de pata de mamut. Entonces, aplicando presión con el retocador de colmillo afilado sobre la piedra, hizo una muesca en forma de V en medio de un borde largo y afilado, lo suficientemente grande para afilar el extremo de un palo de lanza en forma de punta. Sobre una laja ovalada más grande, y aplicando una técnica similar, hizo una herramienta que podría utilizarse para hacer agujeros en cuero o madera, asta o hueso.
Ayla no sabía qué otras herramientas podría necesitar, de manera que decidió dejar las dos últimas lascas de pedernal disponibles para más adelante. Apartando la pata de mamut, recogió las puntas del cuero y lo llevó hasta el basurero al otro lado de la muralla para sacudirlo; las aristas de pedernal eran lo suficientemente agudas para cortar el pie descalzo más duro. Nada había dicho Jondalar de las herramientas recién hechas, pero Ayla observó que las estaba mirando por todos los lados, sosteniéndolas en la mano como para probarlas.
—Quisiera utilizar tu protector de cuero —dijo.
Ayla se lo entregó, contenta de haber terminado con su demostración y esperando con fruición ver la suya. Jondalar extendió el cuero sobre sus rodillas, cerró entonces los ojos y pensó en la piedra y en lo que haría con ella. A continuación cogió uno de los nódulos de pedernal que había llevado y lo examinó.
El duro mineral silíceo había sido desprendido de depósitos calcáreos asentados durante el período cretáceo. Todavía llevaba huellas de sus orígenes en el recubrimiento exterior, aunque había sido arrancado por la corriente violenta y golpeado en el angosto cañón río arriba, antes de ser lanzado a la playa pedregosa. El pedernal era el material más eficaz que se presentaba en forma natural para hacer herramientas. Era duro y, sin embargo, gracias a su estructura cristalina tan fina, podría trabajarse; el aspecto que pudiera adquirir dependía tan sólo de la habilidad del trabajador.
Jondalar estaba buscando las características distintivas del pedernal de calcedonia, el más puro y más claro. Cualquier piedra que tuviera rajas o esquirlas la descartaba, así como las que, al ser golpeadas con otra piedra, indicaban, por su sonido, que tenían fallas o material extraño. Finalmente escogió una.
Sosteniéndola sobre el muslo, la sujetó con la mano izquierda y, con la derecha, cogió el martillo y lo tanteó para sopesarlo bien; era nuevo y todavía no estaba familiarizado con él; cada martillo tenía su individualidad propia. Cuando lo logró, sostuvo firmemente el pedernal y golpeó. Se desprendió un trozo grande de la corteza de un blanco grisáceo. Por dentro, el pedernal tenía un matiz de gris más claro que el que había empleado Ayla, con un reflejo azulado. Textura fina; una buena piedra; buena señal.
Volvió a golpear, una y otra vez. Ayla estaba lo bastante familiarizada con el proceso para reconocer de inmediato su pericia. Superaba con mucho la habilidad que ella pudiera tener. Al único que había visto trabajar la piedra con una confianza tan certera había sido a Droog. Pero la forma que estaba dando Jondalar a su piedra no se parecía a ninguna de las que hiciera el especialista del Clan. Se inclinó más para observar.
El núcleo de Jondalar, en vez de tomar forma ovoide, se estaba volviendo más cilíndrico aunque no exactamente circular. Al desprender lascas a ambos lados, estaba creando un borde que seguía el cilindro a lo largo. El borde era todavía tosco y desigual cuando se desprendió la corteza, y Jondalar dejó el martillo para coger un buen trozo de cornamenta que había sido cortado por debajo de la primera bifurcación para eliminar las ramas.
Con el martillo de asta desprendió trozos más pequeños a fin de que el borde quedara recto. También él preparaba su núcleo, pero no se proponía quitar gruesas lascas según una forma previamente determinada... eso le resultaba obvio a Ayla. Cuando se sintió finalmente satisfecho con el borde, cogió otro instrumento, uno que había despertado la curiosidad de la mujer. También estaba hecho con una sección de cornamenta, más larga que la primera y que, en vez de estar cortada por debajo de la bifurcación, tenía dos ramificaciones que salían del asta central, cuya base había sido tallada hasta lograr una punta fina.
Jondalar se incorporó y sostuvo con el pie el núcleo de pedernal. Acto seguido colocó la punta del asta ramificada justo por encima del borde que había formado con tanto esmero. Sostuvo la rama superior saliente de manera que la más baja estuviera de frente y sobresaliera. Entonces, con un hueso largo y pesado, golpeó la rama saliente.
Cayó una hoja delgada. Era tan larga como el cilindro de piedra, pero su grosor sería la sexta parte de su longitud. La sostuvo frente al sol y se la mostró a Ayla: una luz se filtraba al través. El borde que había preparado con tanto esmero corría desde el centro de la cara exterior todo a lo largo y tenía dos aristas afiladas y cortantes.
Con la punta del punzón de asta colocada directamente sobre el pedernal, no había tenido que apuntar tan cuidadosamente ni calcular tan exactamente la distancia. La fuerza de la percusión iba dirigida con exactitud hacia donde él quería, con la fuerza del golpe repartida entre los objetos resistentes intermedios —el martillo de hueso y el punzón de asta—; casi no había bulbo de percusión. La hoja era larga y estrecha y de una delgadez uniforme. Sin tener que calibrar tan cuidadosamente la fuerza del golpe, Jondalar controlaba mucho mejor los resultados.
La técnica de Jondalar para trabajar la piedra representaba un progreso revolucionario, pero tan importante como la hoja que producía era la cicatriz que dejaba en el núcleo. El borde preparado había desaparecido; en su lugar había una larga depresión con dos bordes a cada lado. Tal había sido la finalidad del cuidadoso trabajo previo.
Apartó la punta del punzón para ponerla encima de uno de los dos bordes y volvió a golpear con el martillo de hueso. Cayó otra hoja delgada y larga, dejando otros dos bordes detrás. Jondalar movió de nuevo el punzón sobre el otro de los bordes, desprendió otra hoja y formó más aristas.
Cuando acabó con todo el material aprovechable, no tenía seis sino veinticinco hojas alineadas... más de cuatro veces el filo cortante útil de la misma cantidad de piedra, más de cuatro veces el número de piezas. Largas y delgadas, con filos tan agudos como los de un escalpelo, las hojas podrían aprovecharse para cortar tal como estaban, pero no constituían el producto terminado. Más adelante serían elaboradas para multitud de usos, especialmente para hacer herramientas. Según el filo y la calidad del nódulo de pedernal, se podría sacar, no cuatro, sino de seis a siete veces el número utilizable de piezas para hacer herramientas, con piedras de un mismo tamaño, aplicando la técnica más avanzada. El nuevo método no sólo proporcionaba un mayor control al operario, sino que suponía una ventaja sin igual para su gente.
Jondalar cogió una de las hojas y se la entregó a Ayla. Ésta comprobó ligeramente lo cortante del filo con su dedo pulgar, ejerció un poco de presión para reconocer su fuerza y la volvió sobre su mano. Se curvaba en los extremos; eso era debido a la naturaleza del material, pero más visible en la hoja larga y delgada. Sin embargo, la forma no limitaba sus funciones.
—Jondalar, esto es... no sé la palabra. Es maravilloso... importante. Has sacado tantas... No has terminado con éstas, ¿verdad?
—No, todavía no —contestó Jondalar, sonriendo.
—Son tan delgadas y tan finas... son bellas. Pueden romperse más fácilmente, pero creo que si se retocan los extremos, pueden ser unos rascadores fuertes. —Su espíritu práctico estaba ya convirtiendo en herramientas las piedras sin forma definida.
—Sí, y como los tuyos, buenos cuchillos... aunque quiero hacerles una espiga para ponerles mango.
Jondalar cogió una hoja para explicárselo.
—Puedo matar el lomo y afilar un extremo en forma de punta, y tendré un cuchillo. Si quito unas cuantas lascas de la cara interior, podré incluso enderezar algo la curva. Ahora bien, si presiono a medio camino de la hoja, para romper el borde y formar un saliente, habré hecho una «espiga».
Cogió un pequeño fragmento de asta.
—Si encajo la espiga en un trozo de hueso, madera o asta como éste, el cuchillo tendrá mango. Es más fácil de usar con mango. Si pones a cocer el asta durante un rato, se hinchará y se ablandará, y entonces podrás meterle la espiga en el centro, donde está más blando. Una vez seco el trozo de asta, se encoge y aprieta la espiga. A menudo se sostiene, sin tener que amarrarlo ni pegarlo, durante mucho tiempo.
Ayla estaba muy excitada con el nuevo método y deseaba ponerlo en práctica, como siempre había hecho después de observar a Droog, pero ignoraba si con ello violaría las costumbres o tradiciones de Jondalar. Cuanto más sabía de las costumbres de su gente, menos las entendía. No pareció importarle que ella cazara, pero tal vez no quisiera que ella hiciera la misma clase de herramientas que él.
—Me gustaría probar... ¿No hay... inconveniente en que las mujeres hagan herramientas?
La pregunta agradó al joven. Se necesitaba habilidad para fabricar la clase de herramientas que ella hacía; estaba seguro de que incluso el mejor especialista obtenía a veces resultados absurdos, aun cuando también el peor podría sin duda producir accidentalmente algunas piezas aprovechables. En cualquier caso, habría entendido que Ayla tratara de justificar su propio método. En cambio, parecía reconocer su técnica como lo que era —un gran progreso— y deseaba probarla. Se preguntó cómo se sentiría él si alguien le mostrara un progreso tan radical.
«Querría aprenderlo», se dijo con una mueca irónica.
—Las mujeres pueden tallar bien el pedernal. Mi prima Joplaya es una de las mejores. Pero es una terrible provocadora... nunca se lo diría; no me permitiría olvidarlo nunca jamás. — y sonrió al recordar.
—En el Clan, las mujeres hacen herramientas, pero no armas.
—Las mujeres hacen armas. Después de tener hijos, las mujeres Zelandonii pocas veces cazan, pero si aprendieron de jóvenes, conocen la manera de usar las armas. Durante una cacería se pierden muchas herramientas y armas. El hombre cuya esposa sabe hacerlas, siempre tiene un buen surtido. Y las mujeres están más cerca de la Madre. Algunos hombres creen que las armas hechas por mujeres tienen más suerte. Pero si un hombre tiene mala suerte, o carece de habilidad, siempre echará la culpa a quien hizo las armas, especialmente si es una mujer.
— ¿Podría yo aprender?
—Cualquiera que sea capaz de hacer herramientas como las que haces tú, aprenderá fácilmente a hacerlas de esta manera.
Él había contestado a su pregunta en un sentido algo distinto del que ella quería. Sabía que era capaz de aprender... lo que pretendía averiguar era si estaba permitido. Pero su respuesta la hizo pararse a pensar.
—No; no creo que sea posible.
—Claro que puedes aprender.
—Ya sé que puedo aprender, Jondalar, pero no es fácil que cualquiera que haga herramientas a la manera del Clan pueda aprender a hacerlas a tu manera. Algunos podrían, creo que Droog podría, pero todo lo que sea nuevo les resulta difícil. Aprenden de sus memorias.
Al principio Jondalar creía que estaba bromeando, pero hablaba en serio. « ¿Podría tener razón? Si tuvieran la oportunidad, los cab... los especialistas del Clan, ¿serían realmente incapaces de aprender, aunque no por falta de voluntad?»
Entonces se le ocurrió que él nunca habría creído que fueran capaces siquiera de hacer herramientas, y de eso hacía poco tiempo. Sin embargo, hacían herramientas, se comunicaban y recogieron a una niña ajena. Había aprendido más cosas de los cabezas chatas en los últimos días que ninguna otra persona, exceptuando a Ayla. Tal vez fuera útil enterarse de algo más acerca de ellos, tal vez. Parecía haber en ellos mucho más de la que la gente pensaba.
Al pensar en los cabezas chatas recordó de pronto lo sucedido el día anterior y un repentino rubor encendió su rostro. Debido a su concentración en hacer herramientas, se le había olvidado. Había estado mirando a la mujer, pero sin ver realmente sus trenzas doradas brillando bajo el sol, ofreciendo un contraste muy fuerte con el color tostado oscuro de su piel; o sus ojos, de un gris azulado, claros como el color traslúcido del pedernal fino.
« ¡Oh Madre, cuán bella es!» Cobró conciencia aguda de ella, sentada junto a él, tan cerca que sintió un movimiento intempestivo en sus ijares. No podría haber dejado de notar su repentino cambio de actitud aunque lo hubiera intentado; y definitivamente, no lo intentó.
Ayla, en efecto, se dio cuenta de aquel cambio; la inundó, la pilló por sorpresa. ¿Cómo era posible que unos ojos fueran tan azules? Ni el cielo ni las gencianas que crecían en los prados de la montaña junto a la caverna del Clan eran tan azules, de un matiz tan profundo y vibrante. Podía sentir que... aquella sensación volvía. Su cuerpo se estremecía, anhelaba que él la tocara. Se inclinaba hacia delante, atraída hacia él, y sólo con su supremo esfuerzo de voluntad puedo cerrar los ojos y apartarse.
« ¿Por qué me mira así cuando soy... una abominación? ¿Cuando no puede tocarme sin apartarse como si le quemara?» El corazón le latía con fuerza; jadeaba como si hubiera estado corriendo, y trató de calmar su respiración.
Le oyó ponerse en pie, antes de abrir los ojos. El cuero protector había sido retirado violentamente y las hojas tan cuidadosamente talladas estaban esparcidas por el suelo. Ayla vio cómo se alejaba con movimientos rígidos, con los hombros echados hacia delante, hasta que pasó detrás de la muralla. Parecía desdichado, tan desdichado como ella.
Una vez cruzada la muralla, Jondalar echó a correr. Corrió a campo traviesa hasta que las piernas le dolieron y los sollozos entrecortaron su respiración; entonces aminoró la marcha y trotó antes de detenerse, jadeante.
«Tonto estúpido, ¿qué necesitas para convencerte? El que sea tan complaciente que te permite recoger junto a ella unas provisiones, no significa que quiera nada contigo... y menos eso. Ayer se sintió lastimada y ofendida porque tú no... Eso fue antes de que lo echaras todo a perder.»
No le gustaba recordarlo. Sabía cómo se había sentido, y lo que ella había visto en él: la repugnancia, el asco. «Entonces, ¿qué es lo que ha cambiado? Ella vivió con cabezas chatas, ¿recuerdas? Durante años. Se convirtió en uno de ellos, y uno de sus machos...»
Estaba intentando recordar, a propósito, todo lo que, según los cánones de su forma de vida, era aborrecible, impuro y sucio. ¡Ayla era el compendio de todo ello! Cuando era un muchachito que se escondía en la maleza con otros de su edad, intercambiando las frases más sucias que sabían, una de ellas era «hembra cabeza chata». Cuando fue mayor, no mucho, pero sí lo suficiente para saber lo que significaba «hacer mujeres», esos mismos muchachos se reunían en rincones oscuros de la caverna para hablar en voz baja de las muchachas y divertirse lúbricamente planeando hacerse con una hembra cabeza chata y se asustaban unos a otros con las posibles consecuencias.
Incluso entonces, el concepto que relacionaba un macho cabeza chata y una mujer resultaba inimaginable. Sólo cuando fue un adulto se habló del asunto, pero fuera del alcance de los mayores. Cuando los jóvenes querían ser de nuevo chiquillos que reían tontamente y se contaban las historias más groseras y sucias que podían imaginar, éstas trataban de machos cabeza chata y mujeres y de lo que le pasaría después al hombre que compartiera Placeres con una mujer de aquéllas, aun sin saberlo, especialmente sin saberlo. Ahí estaba la gracia.
Pero no bromeaban acerca de abominaciones... o de las mujeres que las engendraban. Eran mezclas impuras de espíritus, un mal suelto sobre la Tierra, que hasta la Madre, creadora de toda vida, aborrecía. Y las mujeres que los parían eran intocables.
¿Podría Ayla ser eso? ¿Podría estar profanada? ¿Sucia? ¿Mala? ¿La honrada y sincera Ayla? ¿Con su Don de Cura? Tan juiciosa, temeraria, gentil y bella. ¿Podría una persona tan bella estar mancillada?
«No creo que entendiese siquiera el significado. Pero, ¿qué pensaría alguien que no la conociera? ¿Y si la encuentran y ella les dice quiénes la criaron? ¿Si les hablara del... hijo? ¿Qué pensarían Zelandoni o Marthona? Y ella se lo diría, además; les hablaría de su hijo y les haría frente. Casi podría ser una Zelandoni, con su habilidad para curar y su manera de atraer a los animales.
»Pero si Ayla no es algo malo, entonces todo lo que se dice de los cabezas chatas es mentira. Nadie se lo podrá creer.»
Jondalar no había prestado la menor atención al lugar hacia el que se dirigía y se sobresaltó al sentir un hocico suave en su mano. No había visto a los caballos. Se detuvo para rascar y acariciar al potrillo. Whinney se encaminó poco a poco hacia la caverna, paciendo mientras avanzaba. El potro brincó, adelantándose a su madre, cuando el hombre le dio un golpecito final. Jondalar no tenía prisa por encontrarse de nuevo ante Ayla.
Pero Ayla no estaba en la caverna; había seguido a Jondalar al otro lado de la muralla y le vio correr a lo largo del valle. A veces a ella le entraban ganas de correr, pero se preguntó por qué habría emprendido tan veloz carrera de repente. ¿Sería por ella? Tocó con la mano la tierra caliente sobre el hoyo de asar, y después se dirigió hacia el bloque de roca. Jondalar, abstraído de nuevo en sus pensamientos, se sorprendió al ver a los dos animales junto a ella.
—Lo... lo siento, Ayla; no debería correr así.
—A veces yo necesito correr. Ayer Whinney corrió por mí. Ella llega más lejos.
—También lo siento mucho.
Ella asintió. Otra vez la cortesía. ¿Qué habría querido decir en realidad? En silencio se recostó contra Whinney, mientras la yegua dejaba caer la cabeza sobre el hombro de la mujer. Jondalar las había visto adoptar esa postura anteriormente, cuando Ayla estaba disgustada. Parecían sentirse mutuamente reconfortadas. A él también le producía satisfacción acariciar al potro.
Pero el caballito era demasiado impaciente para mantenerse tanto rato inactivo, a pesar de lo mucho que le agradaban los mimos. Alzó la cabeza, enderezó la cola y se alejó brincando. Entonces, con otro brinco de cabrito, se dio media vuelta, regresó y dio un topetazo al hombre como pidiéndole que fuera a jugar con él. Ayla y Jondalar soltaron la carcajada, y la tensión se disipó.
—Ibas a ponerle nombre —dijo Ayla.
Era una afirmación y no encerraba por su parte el menor propósito de imposición. Si él no le daba nombre al caballo, sin duda lo haría ella.
—No sé qué nombre ponerle. Nunca he tenido que pensar en un nombre antes de ahora.
—Tampoco yo, hasta Whinney.
— ¿Y a tu hijo?, ¿tú le pusiste nombre?
—Creb se lo puso. Durc era el nombre de un joven de una leyenda. Era mi predilecta entre todos los cuentos y leyendas. Creb lo sabía. Creo que escogió ese nombre para complacerme.
—No sabía que tu Clan tuviera leyendas. ¿Cómo se cuenta una historia sin palabras?
—Lo mismo que la cuentas con palabras, pero en algunos aspectos es más fácil contar algo por medios de gestos y ademanes.
—Supongo que es así —dijo Jondalar, preguntándose qué clase de historias contarían con semejante sistema. No se podía imaginar que los cabezas chatas fueran capaces de inventar historias.
Ambos estaban mirando al potro que, con la cola al viento y la cabeza hacia delante, disfrutaba de una buena carrera. « ¡Qué semental va a ser! —pensaba Jondalar—. ¡Qué corredor!»
— ¡Corredor! —exclamó—. ¿Qué te parece si le ponemos Corredor? —Había empleado la palabra tantas veces refiriéndose al potro que a éste le sentaba como anillo al dedo.
—Me gusta. Es un buen nombre. Pero para que sea suyo, hay que ponérselo oficialmente.
— ¿Cómo se pone un nombre oficialmente?
—No estoy segura de que sea una ceremonia apropiada para un caballo, pero yo le puse nombre a Whinney del mismo modo que se pone nombre a los niños del Clan. Te enseñaré cómo hacerlo.
Seguidos por los caballos, Ayla le dirigió a un arroyo de la estepa que había sido lecho de un río, pero que llevaba seco tanto tiempo que estaba en parte relleno. Un lado había sido erosionado y mostraba las capas horizontales de los estratos. Ante el asombro de Jondalar, Ayla aflojó una capa de ocre rojo con un palito y recogió con ambas manos la tierra de un rojo oscuro. De vuelta al río, mezcló la tierra roja con agua hasta formar una pasta lodosa.
—Creb mezclaba el color rojo con grasa de oso cavernario, pero yo no tengo, y de todos modos creo que un lodo simple será mejor para un caballo: se seca y se le cae. Lo que cuenta es ponerle nombre; tendrás que sujetarle la cabeza.
Jondalar hizo unas señas; el potro tenía ganas de retozar, pero comprendió el gesto. Se quedó quieto mientras el hombre le pasaba un brazo alrededor del cuello y se lo rascaba. Ayla ejecutó varios movimientos en el Antiguo Idioma solicitando el favor de los espíritus. No quería que la ceremonia fuera demasiado seria. Todavía no estaba segura de que los espíritus no se ofendieran porque ponía nombre a un caballo, aunque el ponérselo a Whinney no había tenido malas consecuencias. Entonces tomó un puñado de lodo rojo.
—El nombre de este caballo macho es Corredor —dijo, haciendo los gestos mientras hablaba. A continuación untó de tierra roja y mojada la cara del animal, desde el mechón blanco de la frente hasta el extremo de su largo hocico.
Fue todo muy rápido, antes de que el potro pudiera zafarse del abrazo de Jondalar. En cuanto éste lo soltó, se alejó dando pasos cortos, sacudiendo la cabeza y tratando de liberarse de aquella humedad desacostumbrada; después le dio un topetazo a Jondalar y le dejó una raya roja sobre su pecho desnudo.
—Creo que acaba de ponerme nombre a mí —dijo el hombre, sonriente. Luego, haciendo honor a su nombre, Corredor echó a correr por el campo. Jondalar se quitó la mancha rojiza del pecho—. ¿Por qué has empleado esto?, ¿la tierra roja?
—Es especial... santo... para espíritus —explicó Ayla.
— ¿Sagrado? Nosotros decimos sagrado. La sangre de la Madre.
—La sangre, sí. Creb... el Mog-ur, frotó con un ungüento de tierra roja y grasa de oso cavernario el cuerpo de Iza, después de que su espíritu se fuera. Decía que era la sangre del nacimiento, para que Iza pudiera nacer en el otro mundo. —Recordarlo todavía le causaba pena.
Jondalar abrió mucho los ojos.
—Los cabezas chatas... quiero decir, tu Clan, ¿utiliza la tierra sagrada para enviar un espíritu al otro mundo? ¿Estás segura?
—Nadie queda debidamente enterrado de no ser así.
—Ayla, nosotros utilizamos la tierra roja. Es la sangre de la Madre. Se pone en el cuerpo y la tumba para que se lleve de regreso el espíritu a Su seno a fin de nacer de nuevo. —Una expresión de dolor cruzó por su rostro—. Thonolan no tuvo tierra roja.
—No tenía para él, Jondalar, y no contaba con el tiempo necesario para conseguirla. Tenía que traerte aquí, pues de lo contrario habría hecho falta una segunda tumba. Les pedí a mi tótem y al espíritu de Ursus, el Gran Oso Cavernario, que le ayudaran a encontrar su camino.
— ¿Le enterraste? ¿Su cuerpo no quedó para los depredadores?
—Puse su cadáver junto a la muralla y desprendí una roca para que la grava y las piedras lo cubrieran. Pero no tenía tierra roja.
Para Jondalar, lo más difícil era la idea de los entierros de los cabezas chatas. Los animales no enterraban a sus muertos. Sólo los humanos se preocupaban en pensar de dónde procedían y adónde irían después de morir. ¿Podrían los espíritus del Clan guiar a Thonolan en su camino?
—Es más de lo que habría tenido mi hermano de no haber estado tú aquí, Ayla. Y yo tengo muchísimo más: tengo mi vida.
26
—Ayla, no recuerdo haber comido nunca nada tan sabroso. ¿Dónde aprendiste a guisar tan bien? —dijo Jondalar, sirviéndose al mismo tiempo otro trozo de la deliciosa y bien condimentada perdiz blanca.
—Iza me enseñó. ¿Dónde podría haber aprendido? Era el plato predilecto de Creb. —Ayla no sabía por qué, pero la pregunta la irritó un poco. ¿Por qué no iba a saber cocinar?—. Una curandera sabe de hierbas, Jondalar: las que curan y las que dan sabor.
Él captó el tono de fastidio en la voz de la joven y se preguntó cuál sería la causa. Sólo había querido felicitarla. La comida estaba buena; excelente, en realidad. Pensándolo bien, todo lo que ella preparaba era delicioso. Muchos de los alimentos resultaban desconocidos para él, pero una de las razones para viajar consistía en vivir nuevas experiencias, y aunque desconocida, la calidad era evidente.
«Y ella lo hace todo. Empezando por la infusión caliente de la mañana, lo hace con tal naturalidad que uno se olvida de todo lo que hace. Cazó, cosechó y cocinó esta comida. Lo proporcionó todo. Lo único que haces es comértelo, Jondalar. No has aportado nada. Lo has recibido todo y no has dado nada a cambio... menos que nada.
»Y ahora la felicitas... palabras. ¿Puedes reprocharle que se sienta fastidiada? Se alegrará cuando te vayas, sólo sirves para darle más trabajo.
»Podrías cazar un poco, por lo menos devolverle algo de la carne que has comido. De todos modos, eso sería muy poco, ¡después de todo lo que ha hecho por ti! ¿No se te ocurre nada más... duradero? Ya caza bastante bien ella sola. ¿De qué serviría un poco más de caza?
»Pero, ¿cómo lo consigue con esa lanza tan rudimentaria? Me pregunto... ¿le parecería que estoy insultando a su Clan si yo... le ofreciera...?»
—Ayla... yo, ejem... me gustaría decirte algo, pero no quisiera ofenderte.
— ¿Por qué te preocupa ahora ofenderme? Si tienes algo que decir, dilo. —Su irritación era patente, y él sintió tanta pena que a poco estuvo que se quedara callado.
—Tienes razón. Es un poco tarde. Pero me preguntaba... ejem... ¿Cómo cazas con esa lanza?
La pregunta le intrigó.
—Abro una zanja y corro; no: provoco una estampida en una manada, hacia la zanja. Pero el invierno pasado...
— ¡Una trampa! Por supuesto, entonces puedes acercarte lo suficiente para usar esa lanza. Ayla, has hecho tanto por mí que quisiera hacer algo por ti antes de marcharme, algo que valga la pena. Pero no quiero que mi sugerencia te ofenda. Si no te gusta, lo olvidas y ya está. ¿De acuerdo?
Ella asintió con la cabeza, algo aprensiva pero curiosa.
—Tú eres... eres una buena cazadora, especialmente considerando tu arma, pero creo que puedo enseñarte otra manera de hacerlo más fácil, con una mejor arma de caza, si me lo permites.
El fastidio de Ayla se evaporó.
— ¿Quieres enseñarme a usar un arma mejor para cazar?
—Y una manera más fácil de cazar... a menos que no quieras. Hará falta algo de práctica...
Ayla meneó la cabeza, incrédula.
—Las mujeres del Clan no cazan, y ningún hombre quería que yo cazara... ni siquiera con la honda. Brun y Creb sólo lo permitieron para apaciguar mi tótem. El León Cavernario es un poderoso tótem masculino, y les hizo saber que él quería que yo cazara. No se atrevieron a desafiarlo. —De repente recordó una escena, viva aún en su memoria—. Hicieron una ceremonia especial. —Se tocó la pequeña cicatriz que tenía en la garganta—. Creb sacó sangre de mi cuello como sacrificio a los antiguos, para convertirme en la Mujer de Caza.
»Cuando encontré este valle, la única arma que conocía era mi honda. Pero una honda no basta, de modo que hice lanzas como las que utilizaban los hombres, y aprendí a cazar con ellas, lo mejor que pude. Nunca creí que un hombre me quisiera enseñar una manera mejor de hacerlo. —Se detuvo y se miró el regazo, súbitamente abrumada—. Te lo agredecería muchísimo, Jondalar. No puedo decirte cuánto.
Las líneas de tensión se borraron de la frente del hombre. Creyó ver que brillaba una lágrima. ¿Significaría eso tanto para ella? ¡Y él pensó que no lo tomaría a bien! ¿Llegaría a comprenderla algún día? Cuanto más la conocía menos sabía de ella. ¿Aprendería sola?
—Necesitaré hacer algunas herramientas especiales y algunos huesos; los de pata de ciervo que encontré servirán, pero hará falta remojarlos. ¿Tienes algún recipiente que pueda servir para remojar huesos?
— ¿De qué tamaño lo quieres? Tengo muchos recipientes —dijo, levantándose.
—Puedo esperar a que termines de comer, Ayla. Ya no tenía ganas de comer: estaba demasiado excitada. Pero él no había terminado. Ayla se volvió a sentar y se puso a picotear la comida hasta que él se dio cuenta de que no comía.
— ¿Quieres que busquemos ahora entre los recipientes? —preguntó.
Ayla se puso de pie de un salto, se fue al área de almacenamiento y regresó a buscar una lámpara de piedra; estaba oscuro el fondo de la cueva. Entregó la lámpara a Jondalar mientras ella descubría canastos, tazones y recipientes de corteza de abedul que estaban recogidos y metidos unos dentro de otros. Él alzaba la lámpara para alumbrar mejor y echó una mirada a su alrededor. Había allí mucho más de lo que ella pudiera necesitar.
— ¿Tú has hecho todo eso?
—Sí —contestó, buscando entre los montones.
—Te habrá llevado días... lunas... estaciones. ¿Cuanto tiempo empleaste?
Ayla trató de hallar el modo de contestar.
—Estaciones, muchas estaciones. La mayor parte las hice en la estación fría. No tenía otra cosa que hacer. ¿Alguno de éstos es del tamaño conveniente?
Jondalar miró los recipientes que ella había sacado y eligió varios, más por examinar la artesanía que por escoger. Resultaba difícil de creer. Por muy hábil que fuera o muy rápida con sus manos, habría tardado mucho en hacer las canastas finamente trenzadas y los tazones de fino acabado. ¿Cuánto tiempo llevaría allí sola?
—Éste estaría bien —dijo, escogiendo un tazón grande en forma de artesa con los laterales altos. Ayla recogió todo lo demás ordenadamente y lo volvió a guardar mientras Jondalar sostenía la lámpara.
«Tenía que ser un poco más que una niña cuando llegó —pensaba Jondalar—. No es mayor, ¿o sí?» Era difícil de apreciar. Tenía una presencia sin edad, cierta ingenuidad que casaba mal con su cuerpo pleno y maduro de mujer. Había dado a luz; era una mujer de pies a cabeza. «Me pregunto qué edad tendrá.»
Bajaron por el sendero; Jondalar llenó de agua el tazón y examinó los huesos de pata que había encontrado en el depósito de desechos.
—Éste tiene una raja que no había visto —dijo, mostrándole el hueso antes de descartarlo. Los demás los metió en el agua. Mientras regresaban a la cueva, trató de calcular la edad de Ayla. «No puede ser demasiado joven... es una curandera demasiado experta. Pero, ¿será de mi misma edad?»
—Ayla, ¿cuánto tiempo hace que llegaste aquí? —preguntó mientras entraban en la cueva, sin poder dominar más su curiosidad.
Ella se detuvo sin saber qué contestar ni cómo podría hacerle comprender. Recordó sus varas de contar, pero aun cuando Creb le había enseñado cómo hacer las marcas, se suponía que ella no debía saberlo. Jondalar tal vez no lo aprobaba. «Pero ya se va a marchar», pensó.
Sacó un haz de las varas que había marcado diariamente, lo desató y las extendió.
— ¿Qué es eso? —preguntó Jondalar.
—Me has preguntado cuánto tiempo hace que llegué. No sé cómo decírtelo, pero desde que encontré este valle, he hecho una muesca en una vara cada noche. He estado aquí tantas noches como marcas hay en mis varas.
— ¿Sabes cuántas marcas hay?
Ayla recordó lo frustrada que se había sentido cuando trató de sacar algo en limpio de sus varas marcadas.
—Tantas como las que hay —contestó.
Jondalar cogió una de las varas, intrigado. Ayla no sabía las palabras para contar, pero tenía cierta intuición. Ni siquiera todos los de su Caverna las captaban plenamente. La magia poderosa de su significado no les era concebida a todos. Zelandoni le había explicado algunas. Él no conocía toda la magia que encerraban, pero sabía más que muchos que habían tenido vocación. ¿Dónde habría aprendido Ayla a marcar las varas? ¿Cómo una persona criada por cabezas chatas podría tener alguna noción de las palabras para contar?
— ¿Cómo aprendiste a hacer esto?
—Me enseñó Creb; hace mucho. Cuando era una niña pequeña.
—Creb... ¿el hombre en cuyo hogar vivías? ¿Él sabía lo que significaban? ¿No estaba haciendo señales y nada más?
—Creb era... Mog-ur... hombre santo. El Clan volvía los ojos hacia él para saber cuál era el momento conveniente para ciertas ceremonias, como los días de imponer nombres o las Reuniones del Clan. Así era como sabía. No creo que pensara que yo pudiera comprender... es difícil incluso para los Mog-ures. Me enseñó para que no estuviera haciéndole preguntas todo el tiempo. Después me dijo que no hablara más de ello. Una vez, cuando era ya mayor, me sorprendió marcando los días del ciclo de la luna y se enojó mucho.
—Ese... Mog-ur. —A Jondalar le resultaba difícil la pronunciación—. ¿Era un santo, alguien sagrado, como un zelandoni?
—Yo no sé. Tu dices zelandoni cuando hablas de curar. Mog-ur no era curandero. Iza conocía las plantas y las hierbas... era curandera. Mog-ur conocía los espíritus. Él la ayudaba hablándoles.
—Un zelandoni puede ser curandero o puede tener otras facultades. Un zelandoni es alguien que ha recibido la llamada para Servir a la Madre. Algunos no tienen facultades especiales, sólo el deseo de servir. Pueden hablar a la Madre.
—Creb tenía otras facultades. Era el más alto, el más poderoso. Podía... hacía... no sé cómo explicarlo.
Jondalar asintió; no siempre era fácil explicar las facultades de un zelandoni, pero también eran guardianes de un conocimiento especial. Volvió la mirada hacia las varas.
—Y eso —dijo, señalando las marcas especiales —, ¿qué significa?
—Es... es mi... —dijo Ayla, ruborizándose—, es mi feminidad —explicó, tratando de encontrar la expresión correcta.
Se suponía que las mujeres del Clan evitaban a los hombres durante la menstruación, y los hombres las ignoraban por completo. Las mujeres sufrían el ostracismo parcial, la maldición femenina, porque temían la fuerza vital misteriosa que capacitaba a la mujer para dar vida. Impregnaba el espíritu de su tótem con una fuerza extraordinaria que combatía las esencias de los tótems de los hombres.
Cuando una mujer sangraba, significaba que su tótem había vencido y herido la esencia del tótem masculino... que lo había expulsado. Ningún hombre deseaba que el espíritu de su tótem se viera arrastrado a batallar en esos momentos.
Pero Ayla se había visto ante un dilema poco después de llevar al hombre a la caverna. No podía mantenerse un aislamiento estricto cuando se inició la hemorragia, ya que él apenas tenía un soplo de vida y necesitaba ser atendido constantemente. Tuvo que ignorar el mandato. Más adelante trató que su contacto con él, durante esos momentos, fuera lo más breve posible, pero no podía evitarlo del todo puesto que ambos compartían la cueva. Y tampoco podía limitarse exclusivamente a tareas femeninas, como era la práctica del Clan. No había otras mujeres para sustituirla. Ella tenía que cazar para el hombre, guisar para el hombre, y éste quería que ella compartiera sus comidas.
Lo único que pudo hacer para conservar cierta apariencia de decoro femenino fue evitar cualquier referencia al asunto y cuidarse en privado, para mantener el hecho lo más oculto posible. Entonces, ¿cómo iba a poder contestar a la pregunta?
Pero él aceptó su manifestación sin el menor asomo de reparos ni recelos. No pudo descubrir la menor señal de que se sintiera molesto o turbado.
—La mayoría de las mujeres llevan una especie de recordatorio. ¿Quién te enseñó a hacerlo, Creb o Iza?
Ayla agachó la cabeza para disimular su confusión.
—No, yo lo hice para saber. No quería encontrarme lejos de la caverna sin estar preparada.
El gesto de asentimiento del hombre la sorprendió.
—Las mujeres cuentan una historia sobre las palabras para contar —prosiguió—. Dicen que Lumi, la Luna, es amante de la Gran Madre Tierra. Los días que Doni sangra, no quiere compartir los placeres con él. Eso le enoja y lastima su orgullo; se aparta de Ella y esconde su luz. Pero no puede permanecer lejos mucho tiempo; se siente solitario, echa de menos su cuerpo lleno y cálido, y entonces acecha para verla. Sin embargo, Doni está disgustada y no quiere mirarle. Pero cuando él vuelve y brilla para Ella en todo su esplendor, no puede resistírsele. Se abre a él una vez más y ambos son felices. A eso se debe que muchos de sus festivales se celebren cuando hay luna llena. Las mujeres dicen que sus fases van con las de la Madre... cuando sangran dicen que es tiempo de Luna, y saben cuándo esperarlo vigilando a Lumi. Afirman que Doni les enseñó las palabras de contar para que pudieran saber incluso cuando la luna está oculta tras las nubes, pero ahora se utilizan para cosas más importantes.
Si bien la desconcertaba oír a un hombre hablar con tanta naturalidad de asuntos íntimamente femeninos, Ayla quedó fascinada por la historia.
—A veces observo la luna —dijo— pero también marco la vara. ¿Qué son las palabras para contar?
—Son... nombres para las marcas de tus varas, para empezar, y para otras cosas también. Se emplean para decir el número de... todo. Pueden decir cuántos ciervos ha visto un explorador o a cuántos días de distancia se encuentran. Si es una manada numerosa, por ejemplo el bisonte en otoño, entonces un zelandoni debe ir a observar la manada; desde luego ha de ser uno que conozca la manera especial de utilizar las palabras para contar.
Una corriente interior de anticipación recorrió a la mujer; casi podía comprender lo que estaba diciendo Jondalar. Sentía que estaba al borde de resolver preguntas cuyas respuestas se le habían escapado hasta aquel momento.
El hombre alto y rubio examinó el montón de piedras redondas para cocer y las cogió con ambas manos.
—Deja que te enseñe —dijo. Las puso en fila y, señalándolas de una en una, comenzó a contar—: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete...
Ayla le observaba con una excitación que iba en aumento. Cuando terminó, miró a su alrededor para hallar algo más que contar y cogió unas cuantas de las varas marcadas por Ayla y volvió a contar.
—Una —dijo, dejando la primera en el suelo—, dos —y puso la siguiente a su lado—, tres, cuatro, cinco...
Ayla recordó claramente cuando Creb le dijo: «Año del nacimiento, año de caminar, año de destete...», señalando cada uno de los dedos.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco.
— ¡Eso es! ¡Estaba seguro de que andabas cerca, al ver tus varas!
La sonrisa de Ayla era triunfante, gloriosa. Cogió una de las varas y se puso a contar las marcas. Jondalar prosiguió con las palabras que ella no sabía aún, pero incluso así, tuvo que detenerse poco después de la segunda marca especial. Arrugó el entrecejo, concentrándose.
— ¿Esto es el tiempo que llevas aquí? —preguntó, indicando las varas que había sacado.
—No —contestó Ayla, y fue a buscar las demás.
Desatando los haces, extendió todas las varas. Jondalar se acercó para mirar y palideció. Se le revolvió el estómago: ¡años!, ¡esas marcas representaban años! Las alineó para poder ver todas las marcas y las estudió un rato. Aun cuando Zelandoni le había explicado algunas maneras de calcular números más altos, tenía que pensar.
Entonces sonrió. En vez de tratar de contar los días, contaría las señales especiales, las que representaban un ciclo completo de las fases de la luna así como el principio de su tiempo lunar. Señalando cada marca, hizo una señal en la tierra al decir en voz alta la palabra contar. Al cabo de trece señales, comenzó otra hilera pero saltándose la primera señal como se lo había explicado Zelandoni, y sólo hizo doce señales. Los ciclos lunares no se ajustaban a las estaciones o los años. Llegó al final de sus señales al terminar la tercera hilera y miró a Ayla llena de pasmo.
— ¡Tres años! ¡Llevas tres años aquí! Es el tiempo que yo llevo de Viaje. ¿Has estado sola todo ese tiempo?
—He tenido a Whinney, y hasta...
—Pero, ¿no has visto gente?
—No; no desde que dejé el Clan.
Ella pensaba en los años a la manera en que los había calculado. Al principio, cuando dejó el Clan, encontró el valle y adoptó la potrilla: lo llamó el año de Whinney. La primavera siguiente, al inicio del ciclo de renacer la naturaleza, encontró al cachorro de león, y pensó en ese año como el de Bebé. Del año de Whinney al de Bebé, estaba el de Jondalar, es decir, un año después fue el año del garañón: dos. Y tres fue el año de Jondalar y el potro. Ella recordaba mejor los años a su manera, pero le gustaban las palabras para contar. El hombre había logrado que las señales le indicaran cuánto tiempo llevaba en el valle, y ella deseaba aprender a hacerlo igual que él.
— ¿Sabes la edad que tienes, Ayla? ¿Cuántos años has vivido? —preguntó repentinamente Jondalar.
—Déjame que lo piense —contestó. Alzó una mano con los dedos extendidos—. Creb decía que Iza calculó que yo tendría éstos... cinco años... cuando me encontraron. –Jon-dalar hizo cinco rayas en el suelo—. Durc nació la primavera del año que fuimos a la Reunión del Clan. Me lo llevé. Creb dijo que hay estos años entre las Reuniones del Clan —y agregó dos dedos más a los cinco de la otra mano.
—Son siete —dijo Jondalar. —Hubo una Reunión del Clan el verano antes de que me encontraran.
—Es uno menos. Déjame pensar —dijo, haciendo más rayas en el suelo. Entonces meneó la cabeza—. ¿Estás segura? Eso significa que tu hijo nació cuando tenías once años.
—Estoy segura, Jondalar.
—He oído de algunas mujeres que daban a luz tan jóvenes, pero no muchas. Trece o catorce es más común, y hay quien cree que es una edad demasiado temprana. Tú misma eras poco más que una niña.
—No. No era una niña. Para entonces no era una niña desde hacía varios años. Era demasiado alta para ser una niña, más alta que los demás, incluyendo a los hombres. Y era ya más vieja que la mayoría de las niñas cuando se convierten en mujeres. —Su boca se torció en una sonrisa crispada—. No creo que pudiera haber esperado más. Algunos creían que nunca sería mujer porque tengo un tótem masculino tan fuerte. Iza se puso tan contenta cuando... cuando comenzaron los tiempos de la luna. Y también yo hasta que... —Se borró la sonrisa—. Fue el año de Broud. El siguiente fue el año de Durc.
—El año antes que naciera tu hijo... ¡diez! ¡Tenías diez años cuando te forzó! ¿Cómo pudo hacerlo?
—Yo era una mujer, más alta que la mayoría de las mujeres. Más alta que él.
—Pero no más fuerte que él. ¡He visto algunos de esos cabezas chatas! Tal vez no sean altos pero son poderosos. No quisiera tener que pelear con uno de ellos cuerpo a cuerpo.
—Son hombres, Jondalar —corrigió Ayla con dulzura—. No son cabezas chatas... son hombres del Clan.
Eso le cortó en seco. Por muy bajo que hablara, tenía la mandíbula tensa.
—Después de lo ocurrido, ¿insistes en que no era un animal?
—Puedes decir que Broud es un animal porque me forzó, pero entonces, ¿cómo llamas a los hombres que fuerzan a las mujeres del Clan?
Él no lo había considerado exactamente de esa manera.
—Jondalar, no todos los hombres eran como Broud. La mayoría no lo eran. Creb no lo era: era gentil y bondadoso a pesar de ser un poderoso Mog-ur. Brun no lo era, aunque era el jefe; tenía una voluntad fuerte, pero era justo. Me aceptó en su Clan. Tenía que hacer ciertas cosas, era la costumbre del Clan, pero me honró con su gratitud. Los hombres del Clan no suelen mostrar agradecimiento a las mujeres en público. Él me permitió cazar, aceptó a Durc. Cuando me marché, prometió protegerle.
— ¿Cuándo te marchaste?
Ayla se detuvo a pensar. El año de nacer, el año de caminar, el año del destete.
—Durc tenía tres años cuando me marché.
Jondalar agregó tres rayas más.
— ¿Tenías catorce años?, ¿sólo catorce? ¿Y desde entonces has vivido aquí sola? ¿Durante tres años? —Contó todas las rayas—. Ayla, tienes diecisiete años. Y en tus diecisiete años has vivido toda una vida.
Ayla se quedó sentada en silencio un rato, pensativa; entonces dijo:
—Ahora Durc tiene seis años. Los hombres le estarán llevando al campo de prácticas. Grod le hará una buena lanza, para su tamaño, y Brun le enseñará a usarla. Y si vive aún Zoug le enseñará a usar la honda. Durc practicará la caza de animales pequeños con su amigo Grev. Durc es más joven pero más alto que Grev. Siempre fue alto para su edad... lo heredó de mí. Puede correr aprisa; ninguno puede correr tanto como él. Y maneja bien la honda. Y Uba le quiere. Le quiere tanto como yo.
Ayla no se dio cuenta de que se le caían las lágrimas hasta que respiró hondo y se le escapó un sollozo, y sin saber cómo, se encontró en los brazos de Jondalar con la cabeza sobre el hombro de él.
—Todo está bien, Ayla —dijo el hombre, dándole golpecitos suaves.
«Madre a los once años, arrancada de su hijo a los catorce. Sin poder verlo crecer, sin ni siquiera estar segura de que sigue con vida. Está convencida de que alguien le quiere y le cuida y le enseña a cazar... como a cualquier otro niño.»
Ayla se sentía deshecha cuando finalmente alzó la cabeza del hombro de Jondalar, pero también se sentía más ligera, como si su pensamiento pesara menos sobre ella. Era la primera vez, desde que dejó el Clan, que compartía su pérdida con otra alma humana. Le sonrió agradecida.
Él le sonrió también con ternura y compasión, y algo más que surgía de la fuente inconsciente de su yo interno y se mostraba en las profundidades azules de sus ojos; algo que encontró en la mujer, una fibra sensible, correspondiéndole. Pasaron un buen rato prendidos en el abrazo íntimo de ojos silenciosos pero sinceros, declarando en silencio lo que no dirían en voz alta.
La intensidad del momento fue excesiva para Ayla; todavía no estaba acostumbrada a la mirada directa. Logró arrancarse a la contemplación y se puso a recoger las varas marcadas. Jondalar tardó un poco en reponerse y ayudarla a atar las varas en haces. Trabajar junto a ella le daba más conciencia aún de su plenitud cálida y de su agradable olor a mujer que cuando la estaba consolando entre sus brazos. Y Ayla experimentó una sensación retroactiva de los puntos en que se habían unido sus cuerpos, donde sus manos suaves la habían tocado, y el sabor a sal del cutis del hombre mezclado con lágrimas.
Ambos se percataron de que se habían tocado sin que ninguno de los dos se hubiera ofendido, pero evitaron cuidadosamente mirarse directamente o rozarse, temerosos de que pudiera estropearse su momento espontáneo de ternura.
Ayla recogió sus varas y se volvió hacia el hombre.
— ¿Cuántos años tienes tú, Jondalar?
—Tenía dieciocho al iniciar mi viaje. Thonolan tenía quince... y dieciocho al morir. ¡Tan joven! —Su expresión delató dolor; después prosiguió—. Ahora tengo veintiún años. Soy viejo para estar soltero. La mayoría de los hombres han encontrado una mujer y formado un hogar a una edad mucho menor. Incluso Thonolan. Tenía dieciséis en su Matrimonial.
—Sólo encontré dos hombres... ¿dónde está su compañera?
—Falleció al dar a luz. También su hijo murió. —Los ojos de Ayla se llenaron de compasión—. Por eso reanudamos el Viaje; no podía quedarse allí. Desde el principio éste fue más su Viaje que el mío. Siempre andaba en busca de la aventura, siempre inquieto. Se atrevía a todo, pero todos le querían. Yo me limitaba a viajar con él. Thonolan, era mi hermano, y el mejor amigo que he tenido. Cuando murió Jetamio, traté de persuadirle para que regresara conmigo a nuestra tierra, pero no quería. Estaba tan abrumado por el dolor que deseaba seguirla al otro mundo.
Ayla recordó la inmensa desolación de Jondalar cuando se enteró de que había muerto su hermano, y se dio cuenta de que el dolor seguía siendo igual de profundo.
—Quizá sea más feliz, si era eso lo que deseaba. Es difícil seguir viviendo cuando se pierde a alguien tan amado —dijo con dulzura.
Jondalar recordó la pena inconsolable de su hermano y la comprendió mejor ahora. Tal vez Ayla tuviera razón. Ella tenía que saberlo, había sufrido suficientes penalidades y dolores; pero había decidido vivir. Thonolan tenía valor, era impetuoso y arrojado; el valor de Ayla consistía en sobrevivir.
Ayla no durmió bien, y las vueltas y movimientos que advertía al otro lado del fuego le hacían preguntarse si también Jondalar estaría despierto. Habría querido levantarse y acudir a su lado, pero el clima de ternura compasiva que había surgido al calor de penas compartidas parecía tan frágil, que temía echarlo a perder pidiendo más de lo que él estuviera dispuesto a dar.
A la luz tenue del fuego cubierto, podía ver la forma del cuerpo del hombre envuelto en pieles con un brazo moreno por el sol y una pantorrilla musculosa, con el talón en el suelo. Lo veía más claramente si cerraba los ojos que cuando los abría hacia el bulto que respiraba al otro lado. Su cabello lacio y amarillo atado con un trozo de correa, su barba, más oscura y rizada; sus sorprendentes ojos que decían más que sus palabras, y sus manos grandes, sensibles, de dedos largos, eran algo más profundo que una visión interior. Él sabía siempre qué hacer con las manos, ya fuera al sostener un trozo de pedernal o al encontrar el lugar exacto para rascar al potro. Corredor; era un buen nombre. El hombre se lo había puesto.
¿Cómo podía ser tan amable un hombre tan alto y tan fuerte? Ella había sentido sus músculos duros, los había sentido moviéndose cuando la consolaba. No tenía... vergüenza en mostrar atenciones, en manifestar dolor. Los hombres del Clan eran más distantes, más reservados. Hasta el propio Creb: bien sabía ella cuánto la quería, y sin embargo, no había mostrado tan abiertamente sus sentimientos ni siquiera entre los límites de las piedras de su hogar.
¿Qué iba a hacer cuando se quedara sola? No quería pensar en eso. Pero tenía que afrontarlo: Jondalar iba a marcharse. Dijo que deseaba dejarle algo antes de irse... Dijo que se iba.
Ayla se pasó la noche dando vueltas y agitándose, mirando de cuando en cuando su bronceado torso desnudo, la nuca y los anchos hombros; y alguna que otra vez, su muslo derecho con una cicatriz en zigzag, pero curada. ¿Por qué habría sido enviado? Ella estaba aprendiendo nuevas palabras... ¿sería para enseñarla a hablar? Además, a fin de que pudiera cazar con más facilidad, iba a adiestrarla en un sistema nuevo. ¿Quién habría imaginado que un hombre estuviera dispuesto a enseñarle una habilidad para la caza? Jondalar también era distinto de los hombres del Clan en ese aspecto. «Quizá pueda hacer algo especial para él, de manera que me recuerde», pensó.
Ayla se adormeció pensando en las ganas que tenía que él la abrazara de nuevo, de sentir su calor, su piel contra la de ella. Despertó justo antes del alba soñando que Jondalar caminaba por la estepa en invierno, y entonces supo lo que quería hacer. Quería hacer algo que siempre estuviera contra su piel, algo que le diera calor.
Se levantó sigilosamente, buscó la ropa que le había cortado del cuerpo aquella primera noche, y la llevó junto al fuego. Todavía estaba tiesa por la sangre seca, pero si la dejaba en remojo podría ver cómo estaba hecha. La camisa, con aquel diseño fascinante, podría arreglarse, pensó, con sólo sustituir las piezas para los brazos. El pantalón debería ser reconstruido con material nuevo, pero podría salvar parte de la parka. Las abarcas estaban intactas, sólo habría que ponerles correas nuevas.
Se inclinó hacia los carbones rojos para examinar las costuras: había unos orificios perforados en las pieles, junto a los bordes; después habían sido unidos con tiras de tendón y de cuero fino. Ya lo había visto antes, la noche en que le desnudó; no estaba segura de poder reproducir las prendas, pero podía intentarlo.
Jondalar se agitó, y Ayla aguantó la respiración. No quería que la sorprendiera con sus ropas en las manos, no quería que supiera nada antes de que estuviera terminado. El hombre se tranquilizó de nuevo, y su respiración adquirió el ritmo de un sueño profundo. Ayla hizo un bulto con la ropa y la escondió bajo las pieles de su cama. Más tarde podría rebuscar entre sus montones de pieles curtidas para escoger las que iba a utilizar.
Una luz pálida comenzó a filtrarse por las aberturas de la caverna; un ligero cambio en su respiración y sus movimientos indicó a la mujer que Jondalar se despertaría pronto. Echó leña al fuego junto con piedras para calentar, y preparó la canasta—olla. La bolsa de agua estaba casi vacía, y la infusión sabía mejor con agua fresca. Whinney y su potro estaban en pie al otro lado de la cueva, y Ayla se detuvo al oír resoplar suavemente a la yegua.
—Tengo una idea maravillosa —dijo a la yegua en el silencioso lenguaje de señales, sonriendo—. Voy a hacerle a Jondalar algo de ropa, su tipo de ropa. ¿Crees que le gustará? —Entonces dejó de sonreír; pasó un brazo por el cuello de Whinney, y el otro alrededor de Corredor, e inclinó la cabeza contra la yegua. «Entonces me dejará», pensó. No podía obligarle a quedarse; sólo podía ayudarle a marcharse.
Bajó el sendero con la primera luz del amanecer, tratando de olvidar su triste futuro sin Jondalar y de consolarse con la idea de que la ropa que le haría estaría pegada a su cuerpo. Se quitó el manto para darse un baño matutino de corta duración; después halló una ramita del tamaño deseado y llenó la bolsa de agua.
«Esta mañana probaré algo distinto —pensó—; hierba dulce y manzanilla.» Peló la ramita, la colocó junto a la taza y puso a remojo las hierbas. «Las grosellas están maduras, creo que recogeré algunas.»
Puso la infusión caliente para Jondalar, cogió una canasta y salió de nuevo. Corredor y la yegua la siguieron y se pusieron a pacer la hierba junto a las grosellas. También extrajo zanahorias silvestres, pequeñas y de un amarillo pálido, y chufas blancas y feculentas, que estaban buenas crudas, aunque las prefería cocidas.
Cuando regresó, Jondalar estaba fuera, en el saliente soleado. Le hizo señas mientras lavaba las raíces, después las subió y las agregó a un caldo que había empezado a hacer con carne seca. Lo probó, espolvoreó algunos condimentos secos y dividió las grosellas en dos raciones, antes de servirse una taza de infusión fría.
—Manzanilla —dijo Jondalar— y no sé qué más.
—No sé cómo lo llamas, es algo así como hierba con sabor dulce. Ya te enseñaré la planta. —Vio que los útiles para hacer herramientas estaban fuera, además de varias de las hojas que había tallado la vez anterior.
—Creo que comenzaré temprano —dijo, al verla interesada—. Antes que nada tengo que hacer algunas herramientas.
—Ya es hora de ir de cacería. ¡La carne seca es tan magra! Los animales tendrán algo de grasa, ahora que la estación está avanzada. Tengo ganas de comer un asado de carne fresca con chorretes de grasa.
Jondalar sonrió.
—Sólo de oírtelo decir ya parece delicioso. Lo digo en serio. Ayla, eres una cocinera notablemente buena.
Ayla se ruborizó y agachó la cabeza. Era agradable saber que lo pensaba, pero curioso que se fijara en algo tan natural.
—No quería causarte embarazo alguno.
—Iza solía decir que las felicitaciones hacen que los espíritus sientan celos. Hacer bien una tarea debería ser suficiente.
—Creo que Marthona e Iza se habrían llevado bien. Tampoco le agradan los cumplidos. Solía decir: «El mejor cumplido es una tarea bien hecha». Sin duda, todas las madres son iguales.
— ¿Marthona es tu madre?
—Sí. ¿No te lo había dicho?
—Quizá sí, pero no estaba segura. ¿Tienes hermanos? ¿Además del que perdiste?
—Tengo un hermano mayor, Joharran. Es ahora el jefe de la Novena Caverna. Nació en el hogar de Jaconan. Cuando éste murió, mi madre se unió a Dalanar. Yo nací en su hogar. Entonces Marthona y Dalanar cortaron el nudo, y ella se casó con Willomar. Thonolan nació en su hogar, y también Folara, mi hermana menor.
—Tú viviste con Dalanar, ¿verdad?
—Sí, tres años. Me enseñó mi oficio... aprendí con el mejor. Yo tenía doce años cuando fui a vivir con él, y era un hombre desde hacía casi un año. Mi virilidad me llegó muy pronto, y también era corpulento para mi edad. —Una expresión extraña, enigmática, pasó por su rostro—. Lo mejor era que me marchara. —Entonces sonrió—. Fue entonces cuando conocí a Joplaya, mi prima. Es hija de Jerika y ha nacido en el hogar de Dalanar después de que se casaran. Tiene dos años menos. Dalanar nos enseñó a trabajar el pedernal a los dos juntos. Era una auténtica competencia; por eso nunca le voy a decir lo bien que lo hace. Pero lo sabe. Tiene un buen ojo y mano firme... algún día será tan buena como Dalanar.
Ayla guardó silencio un momento.
—Hay algo que todavía no comprendo del todo, Jondalar. Folara tiene la misma madre que tú, de modo que es tu hermana, ¿no es cierto?
—Sí.
Tú naciste en el hogar de Danalar, y Joplaya nació en el hogar de Dalanar, y es tu prima. ¿Qué diferencia hay entre hermana y prima?
—Hermanos y hermanas vienen de la misma madre. Los primos no son tan próximos. Yo nací en el hogar de Dalanar, probablemente soy de su espíritu. La gente dice que nos parecemos. Creo que también Joplaya es de su espíritu; su madre es bajita pero ella es alta, como Dalanar. No tan alta, pero sí un poco más alta que tú, Ayla. Nadie sabe con seguridad de quién es el espíritu que la Gran Madre escoge para mezclarlo con el de una mujer, de modo que Joplaya y yo podemos ser del espíritu de Dalanar, pero, ¿quién sabe? Por eso somos primos.
Ayla asintió con la cabeza.
—Quizá Uba sea prima, pero para mí fue hermana.
— ¿Hermana?
—No éramos verdaderamente hermanas. Uba era hija de Iza, nació después de que me recogieran. Iza decía que ambas éramos sus hijas. —Los pensamientos de Ayla se volvieron hacia dentro—. Uba se emparejó, pero no con el hombre que ella hubiera escogido. Pero entonces, el otro hombre sólo habría podido emparejarse con su hermana, y en el Clan los hermanos no pueden emparejarse.
—Nosotros no casamos hermanos con hermanas –dijo Jondalar—. Por lo general no nos casamos entre primos tampoco, aunque no está totalmente prohibido; no está bien visto. Hay ciertas clases de primos más aceptables que otras.
— ¿Qué clase de primos hay?
—Muchas clases, unos más próximos que otros. Los hijos de las hermanas de tu madre son tus primos, los hijos de la compañera del hermano de tu madre; los hijos de...
— ¡Es demasiado complicado! ¿Cómo sabes quién es primo y quién no? Casi todo el mundo podría ser primo... ¿Con quién puede uno emparejarse entonces en tu Caverna?
—No suele uno casarse con alguien de su misma Caverna. Por lo general es con alguien que se conoce en la Reunión de Verano. Yo creo que a veces está permitido casarse con primos porque tal vez se ignore que la persona con quien va uno a hacerlo está relacionada hasta que se investiguen los lazos... las relaciones. Por lo general, la gente conoce a sus primos más cercanos, aunque vivan en otra Caverna.
— ¿Como Joplaya? Jondalar asintió con la cabeza, porque tenía la boca llena de grosellas.
—Jondalar, ¿y si no fueran los espíritus los que hacen hijos? ¿y si fuera el hombre? ¿No significaría eso que los hijos son tanto del hombre como de la mujer?
—El bebé crece dentro de la mujer, Ayla. Proviene de ella.
—Entonces, ¿por qué se unen el hombre y la mujer?
— ¿Por qué nos dio la Madre la Dádiva del Placer? Tendrás que preguntarle eso a Zelandoni.
— ¿Por qué dices siempre «La Dádiva del Placer»? Hay muchas cosas que hacen feliz a la gente y le proporcionan placer. ¿Le causa tanto placer a un hombre meter su órgano dentro de una mujer?
—No sólo al hombre, también a la mujer... pero tú no sabes, ¿verdad? No tuviste Primeros Ritos. Un hombre te abrió, te hizo mujer, pero no es lo mismo. ¡Fue vergonzoso! No sé cómo pudieron permitir que eso pasara.
—No comprendían, sólo veían lo que él hacía. Lo que él hacía no era vergonzoso, sólo la manera en que lo hizo. No lo hizo por placeres... Broud lo hizo con odio. Yo sentí dolor, ira, pero vergüenza, no. Y tampoco placer. No sé si Broud inició mi bebé, Jondalar, o si me hizo mujer para que pudiera tener uno, pero mi hijo me hizo feliz. Durc fue mi placer.
—La Dádiva de la Vida que nos hace la Madre es una dicha, pero hay algo más en la unión de un hombre y una mujer. Eso también es una Dádiva, y debe hacerse con gozo en Su honor.
«Tal vez haya cosas que tú también ignoras —pensó Ayla—. Pero parece tan seguro. ¿Tendrá razón?» Ayla no creía del todo, pero se interrogaba sobre el particular.
Después de la comida, Jondalar pasó a la parte ancha y plana del saliente donde estaban preparados sus utensilios. Ayla le siguió y se sentó cerca de él. Jondalar extendió las hojas que había hecho para poder compararlas. Diferencias ínfimas hacían algunas más apropiadas para ciertas herramientas que otras. Escogió una hoja, la sostuvo frente al sol y se la mostró.
La hoja tenía más de diez centímetros de largo y menos de tres de ancho. La estría en medio de su cara exterior era recta, y se ahusaba regularmente desde el borde hasta alcanzar unas aristas tan finas que la luz las atravesaba. Formaban una curva hacia arriba, hacia su suave cara bulbosa interior. Sólo cuando se sostenía frente al sol podían verse las líneas de fractura que irradiaban desde un bulbo de percusión muy plano. Los dos bordes cortantes eran rectos y agudos. Jondalar se arrancó un pelo de la barba para probar el filo. Lo cortó sin resistencia. Era lo más parecido a una hoja perfecta que se podía lograr.
—Me quedaré con ésta para afeitarme —dijo.
Ayla no entendió lo que quería decir, pero había aprendido, a fuerza de observar a Droog, a aceptar cualesquiera comentarios y explicaciones que se dieran sin hacer preguntas que pudieran interrumpir la concentración. Jondalar apartó la hoja y cogió otra. Los dos filos de ésta se combaban sin encontrarse para constituir un extremo más estrecho. Tomó un guijarro redondo de la playa, de un tamaño más o menos el doble de su puño, y apoyó en él el extremo más angosto. Entonces, con la punta roma de un asta, cortó el extremo en forma de punta triangular. Apretando los lados del triángulo contra el yunque de piedra, desprendió briznas que dejaron la hoja con una punta estrecha y afilada.
Tendió un extremo del protector de cuero y le hizo un agujerito.
—Esto es una lezna —dijo, mostrándosela a Ayla —.Con ella se hacen agujeritos para meter hebras de tendón y coser la ropa. « ¿La habría visto examinar su ropa?», se preguntó Ayla de repente. Parecía saber lo que había estado planeando. — También voy a hacer un taladro. Es como éste pero mayor y más robusto, para hacer orificios en madera, hueso o asta.
Ayla se tranquilizó: sólo estaba hablando de herramientas.
—Yo he utilizado una... lezna para hacer agujeros para bolsas, pero ninguna tan fina como ésta.
— ¿La quieres? —preguntó sonriendo—. Puedo hacerme otra. Ayla la cogió e inclinó la cabeza, tratando de expresar su agradecimiento a la manera del Clan; entonces recordó.
—Gracias —dijo.
Jondalar le sonrió ampliamente, contento. Entonces cogió otra hoja y la sostuvo contra la piedra. Con el martillo romo de asta cortó en ángulos rectos el extremo de la hoja, sesgándola un poco. Entonces, sosteniendo el extremo cuadrado para que quedara en sentido perpendicular para recibir el golpe, dio fuertemente contra un filo. Se desprendió un trozo largo —la arista del buril— dejando la hoja con una punta fuerte, aguda, de cincel.
— ¿Estás familiarizada con esta herramienta? —preguntó.
Ayla la examinó, movió la cabeza y la devolvió.
—Es un buril —dijo Jondalar—. Lo utilizan los tallistas y los escultores aunque el de éstos es algo distinto. Voy a utilizar éste para el arma de que te hablé.
—Buril, buril —repitió Ayla, acostumbrándose a la palabra.
Después de confeccionar unas cuantas herramientas más, parecidas a las que ya había hecho, Jondalar sacudió el protector de cuero por encima del borde del saliente y acercó al recipiente en forma de artesa. Sacó un hueso largo y lo limpió, después hizo girar la pata delantera entre sus manos, buscando por dónde empezar. Se sentó, sujetó el hueso contra su pie y con el buril trazó una línea larga; después rayó otra línea que se unió en un punto con la anterior. Otra raya corta constituyó la base de un triángulo muy largo.
Volvió a apoyar el buril en la primera línea y sacó una larga viruta de hueso, y siguió profundizando las rayas con la punta del cincel, hundiéndola cada vez más en el suelo. Siguió con la misma operación hasta llegar al centro hueco, y pasando una vez más para asegurarse de que no había quedado nada sin cortar, oprimió la base: la larga punta del triángulo saltó y Jondalar extrajo toda la pieza. La dejó a un lado, volvió al hueso y grabó otra línea larga que formaba un pico con uno de los lados recientemente cortados.
Ayla no le quitaba la vista de encima por miedo a perderse algo. Pero al cabo de unas cuantas veces aquello se convirtió en una repetición, y sus pensamientos regresaron a la conversación del desayuno. La actitud de Jondalar había cambiado, no cabía duda. No se trataba de un comentario específico que pudiera haber hecho sino más bien de una modificación en el tono de sus comentarios.
Recordó cómo dijo: «Marthona e Iza se habrían llevado bien», y algo acerca de que todas las madres eran iguales. ¿Le habría gustado una cabeza chata a su madre? ¿Eran iguales? Y más tarde, aunque estaba enojado, se había referido a Broud como a un hombre... un hombre que le había abierto el camino para que tuviera un hijo. No se había dado cuenta, y eso le agradó más. Estaba pensando en el Clan como gente. No animales, no cabezas chatas, no abominaciones: ¡gente!
Su atención volvió al hombre en cuanto éste cambió de actividad. Había cogido uno de los triángulos de hueso y un rascador de pedernal, fuerte y afilado, y estaba suavizando los bordes agudos del hueso, sacando largas virutas. No tardó en obtener una sección redondeada de hueso que terminaba en una afilada punta.
—Jondalar, ¿estás haciendo una... lanza?
—El hueso puede afilarse en punta como la madera —dijo el hombre, sonriendo—, pero es más fuerte y no se astilla, y el hueso pesa poco.
— ¿No es una lanza muy corta? —preguntó Ayla.
Jondalar lanzó una carcajada fuerte y sonora.
—Lo sería si esto fuera todo. Ahora sólo estoy haciendo puntas. Hay quien hace lanzas de pedernal. Los Mamutoi las hacen, sobre todo para cazar mamuts. El pedernal es quebradizo, claro, pero con filos agudos como cuchillos, una lanza de pedernal puede perforar el fuerte cuero de un mamut con mayor facilidad. Sin embargo, para cazar cualquier otra cosa, el hueso constituye una punta mejor. Los mangos serán de madera.
— ¿Y cómo los juntas?
—Mira —dijo, haciendo girar la punta para que viera la base—. Puedo astillar este extremo con un buril y un cuchillo, y a continuación darle forma al extremo del mango de madera para que encaje en el corte. —Lo demostró sosteniendo el índice de una mano entre el índice y el pulgar de la otra—. Después puedo agregar algo de pegamento o de alquitrán y atarlo bien fuerte con cuerda de cuero o de tendón. Cuando se seque y se encoja, las dos partes quedarán unidas.
—Esa punta es tan pequeña... el asta será una rama.
—Será más que una rama, pero no tan pesada como tu lanza. No debe serlo para que se pueda arrojar.
— ¡Arrojarla! ¡Arrojar una lanza!
—Tú arrojas piedras con tu honda, ¿no? Puedes hacer eso mismo con una lanza. No tendrás que abrir zanjas e incluso puedes matar en movimiento, una vez adquieras habilidad. Con la puntería que tienes lanzando con honda, creo que aprenderás pronto.
— ¡Jondalar! ¿Sabes cuántas veces he deseado poder cazar ciervos y bisontes con la honda? Nunca se me ocurrió arrojar una lanza. —Arrugó la frente—. ¿Puedes lanzar con fuerza suficiente? Yo lanzo mucho más fuerte y lejos con la honda que con la mano.
—No tendrás la misma fuerza pero sí la ventaja de la distancia. Sin embargo, tienes razón. Es malo que no se pueda arrojar la lanza con honda, pero... —Se detuvo sin terminar la frase—. Me pregunto... La frente se le contrajo ante un pensamiento tan sorprendente que exigió atención inmediata—. No, no lo creo... ¿Dónde podemos encontrar algunas astas?
—Junto al río, Jondalar. ¿Hay alguna razón por la que yo no pueda ayudar a hacer esas lanzas? Aprendería más aprisa si estuvieras aquí y me advirtieras lo que estuviera haciendo mal.
—Claro que si —contestó, pero sintió un peso de plomo al bajar por el sendero. Se le había olvidado que iba a marcharse y lamentaba que ella se lo recordara.
27
Ayla se agazapaba y miraba tras una cortina de hierba alta y dorada, inclinada por el peso de sus espigas maduras, concentrándose en los contornos del animal. Tenía una lanza en la mano derecha, balanceándola para arrojarla, y otra preparada en la izquierda. Un mechón de largos cabellos rubios, fugitivo de una trenza apretada, le cruzaba la cara. Cambió ligeramente la posición de la larga lanza, buscando el punto de equilibrio, y entonces, entornando los ojos, la aferró y afinó la puntería. Brincando hacia delante, arrojó la lanza.
— ¡Oh, Jondalar! ¡Nunca lograré tener puntería con esta lanza! —dijo Ayla, exasperada. Se fue hasta un árbol acolchado con una piel rellena de hierba, y recobró la lanza que todavía oscilaba en la grupa de bisonte que Jondalar había dibujado con un trozo de carbón.
—Te exiges demasiado, Ayla —dijo Jondalar, sonriendo con orgullo—. Lo haces mucho mejor de lo que crees. Estás aprendiendo muy aprisa, pero, a decir verdad, nunca he visto tanta determinación. Practicas en cuanto tienes un momento libre. Creo que éste debe ser tu problema en este momento: te esfuerzas demasiado. Necesitas relajarte.
—De esa manera fue como aprendí a tirar con la honda: practicando.
—Pero seguro que no conseguiste dominar esa técnica de la noche a la mañana, ¿verdad?
—No. Tardé varios años. Pero no quiero que pasen años antes de poder cazar con esta lanza.
—No te preocupes. Probablemente podrías cazar y conseguir algo. No tienes el impulso ni la rapidez a que estás acostumbrada, Ayla, pero nunca los tendrás. Tienes que descubrir tu nuevo alcance. Si quieres seguir practicando, ¿por qué no pasas un rato con la honda?
—Con la honda no necesito practicar.
—Pero necesitas descansar, y creo que te ayudará a aflojar la tensión. Anda, prueba.
Al sentir el contacto familiar de la tira de cuero entre las manos, vio que se disipaba su tensión con el ritmo y el movimiento de la honda. Disfrutaba la cálida satisfacción de una hábil pericia, aunque había tenido que luchar para aprender. Podía darle a cualquier cosa que se propusiera, sobre todo los blancos de entrenamiento que no se movían. La admiración visible del hombre la incitó a hacer una demostración para presumir de su habilidad.
Cogió un puñado de guijarros de la orilla del río y se fue al extremo del campo para dejar constancia de su verdadero alcance. Demostró su técnica del lanzamiento rápido de dos piedras, y asimismo con qué rapidez podía seguir con otras dos.
Jondalar se acercó y se puso a prepararle blancos para probar su puntería. Colocó cuatro piedras en hilera sobre un tronco caído; las derribó con cuatro lanzamientos rápidos. Lanzó dos piedras al aire, una tras otra; Ayla las alcanzó a medio camino. Después hizo algo que la sorprendió. Se colocó en medio del campo, con una piedra sobre cada hombro, y la miró, sonriendo. Sabía que ella lanzaba la piedra con la honda con tal fuerza que, por lo menos, podría ser doloroso... fatal si daba en un punto vulnerable. Esa prueba demostraba la confianza que tenía en ella, y más aún, ponía a prueba la confianza de Ayla en su propia habilidad.
Jondalar oyó el silbido del viento y el rudo chasquear de piedra contra piedra cuando, primero la una y después la otra piedra, fueron derribadas. No se salvó de una marca como precio de su peligroso juego: una diminuta arista se desprendió de una piedra y se le hincó en el cuello. No se inmutó, pero un chorrito de sangre que brotó en cuanto se sacó la arista, lo denunció.
— ¡Jondalar!, ¡estás lastimado! —exclamó Ayla.
—Sólo una astilla, no es nada. Pero, ¡qué manera de manejar la honda, mujer! Nunca he visto a nadie manejar así un arma.
Ayla nunca había visto a nadie mirarla así. Los ojos del hombre brillaban, llenos de respeto y admiración; su voz estaba transida de cálido encomio. Ayla se ruborizó, invadida de tal oleada de emoción que se le llenaron los ojos de lágrimas a falta de otro desahogo.
—Si pudieras arrojar la lanza de esa manera... —calló y cerró los ojos, esforzándose por imaginar algo—. Ayla, ¿me permites la honda?
— ¿Quieres aprender a manejar la honda? —preguntó, entregándosela.
—No exactamente. Levantó una de las lanzas que yacían en el suelo y trató de encajar el extremo de madera en la bolsa de la honda, moldeada según la forma de los cantos rodados que solía contener. Pero no estaba suficientemente familiarizado con la técnica del manejo de la honda; después de varios torpes intentos, se la devolvió junto con la lanza.
— ¿Crees que podrías arrojar esa lanza con tu honda? Ella vio lo que él había tratado de hacer y ensayó una maniobra comprometida: colocó el extremo de la lanza fuera de la funda de la honda al mismo tiempo que cogía las extremidades de ésta y la punta de la lanza. No pudo lograr un buen equilibrio: tenía poca fuerza y menos control sobre el largo proyectil en cuanto éste dejó su mano, pero consiguió lanzarlo.
—Tendría que ser más larga, o más corta la lanza —dijo Jondalar tratando de imaginar algo que no había visto nunca—. Y la honda es demasiado flexible. La lanza necesita más apoyo. Algo en que apoyarse... tal vez madera o hueso, pero creo que podría funcionar. Creo que me sería posible hacer un... ¡lanzavenablos!
Ayla observaba a Jondalar mientras éste construía y experimentaba, tan fascinada por lo que significaba hacer algo a partir de una idea como por el proceso de elaboración. La cultura en que ella se había criado no era propensa a tales innovaciones, y no se percataba de que ella había inventado métodos de caza y una angarilla partiendo de un impulso similar de creatividad.
Jondalar utilizaba materiales de acuerdo con sus necesidades y adoptaba herramientas para nuevos usos. Le pedía consejo, aprovechando los años de experiencia que tenía ella con su arma arrojadiza, pero pronto quedó claro que el artefacto que estaba fabricando, si bien inspirado en la honda, era un dispositivo nuevo y único.
Una vez que tuvo elaborados los principios básicos, dedicó tiempo a las modificaciones para mejorar el comportamiento de la lanza. Ayla no estaba más familiarizada con las peculiaridades del lanzamiento de una lanza que él con el manejo de una honda. Jondalar la informó, con un destello de deleite, que tan pronto como tuviera unos buenos prototipos que funcionaran, ambos necesitarían practicar.
Ayla decidió dejar que utilizara las herramientas que mejor conocía, para acabar los dos modelos. Ella quería experimentar con otra de sus herramientas. No había adelantado mucho su confección de prendas para él. Pasaban tanto tiempo juntos, que sólo disponía de un rato, al amanecer o en mitad de la noche, mientras él dormía.
Mientras él refinaba y perfeccionaba, ella sacó las prendas viejas y sus nuevos materiales al saliente. A la luz del día pudo ver cómo estaban cosidas las piezas originales. Tan interesante le pareció el procedimiento y tan extrañas las prendas, que se le ocurrió hacer una adaptación para sí misma. No trató de imitar el complicado diseño con cuentas y plumas de la camisa, pero lo estudió muy detenidamente, pensando que podría ser un buen reto para el próximo invierno silencioso.
Desde su ventajoso punto de observación podía ver a Jondalar en la playa y en el campo y le daba tiempo para esconder su labor antes de que él volviera. Pero el día en que subió a todo correr por el sendero, mostrando orgullosamente dos lanzavenablos acabados, apenas tuvo tiempo Ayla de arrebujar la prenda en que estaba trabajando como si fuera un montón de pieles. Él estaba demasiado entusiasmado con su logro para fijarse en nada más.
— ¿Qué te parece, Ayla? ¿Funcionará? Ella cogió una en la mano. Era un dispositivo sencillo pero ingenioso: una plataforma plana y angosta de madera de una longitud más o menos igual a la mitad de la lanza, con un surco en medio en donde ésta se apoyaba y un tope labrado en forma de gancho. Llevaba dos bucles de correa para los dejos sujetos a sendos lados, cerca de la parte delantera del lanzavenablos.
El tiralanzas se sostenía primero en posición horizontal, con dos dedos metidos en los bucles de cuero que sujetaban la lanza y el dispositivo; la lanza reposaba en el surco, con el extremo de madera contra el tope. Al lanzarla, sosteniendo el extremo delantero por los bucles, el extremo posterior saltaba, incrementando el largo del brazo que lanzaba. El apalancamiento adicional aumentaba la velocidad y la fuerza con que la lanza se soltaba de la mano.
—Jondalar, creo que ha llegado la hora de comenzar las prácticas.
Las prácticas les tenían ocupados durante todo el día. El cuero relleno alrededor del árbol que les servía de blanco se cayó a pedazos causa de tantos pinchazos; Jondalar puso otro, pero esta vez dibujó la silueta de un ciervo. A medida que ambos iban adquiriendo experiencia, fueron imponiendo adaptaciones secundarias. Cada uno de ello aprovechaba la técnica del arma con la que más familiarizada estaba. Los fuertes lanzamientos de Jondalar solían tener más altura; los de ella, trazaban una trayectoria más plana. Y cada uno hacía los oportunos ajustes al tiralanzas para acomodarlo a su estilo individual.
Una competencia amistosa se estableció entre ellos. Ayla se esforzaba, pero no podía igualar los poderosos impulsos que le daba mayor alcance a la lanza de Jondalar; éste, en cambio, no podía igualar la puntería mortal de Ayla. Ambos estaban asombrados ante la ventaja incalculable que representaba la nueva arma. Con ella, Jondalar podía arrojar una lanza con mayor fuerza y un control perfecto más del doble de distancia, una vez alcanzado cierto grado de habilidad. Pero un aspecto de las sesiones de prácticas con Jondalar tuvo un efecto mayor sobre Ayla que el arma misma.
Siempre había practicado y cazado sola. Primero jugando en secreto, temerosa de que la descubrieran. Después practicando en serio, pero no menos en secreto. Cuando se le permitió cazar, fue de mala gana. Nadie cazó nunca con ella. Nadie la alentó cuando erraba ni compartió su triunfo cuando tenía buena puntería. Nadie estudió con ella la mejor manera de usar un arma, la aconsejó respecto a soluciones alternativas ni escuchó con interés o respeto una solución suya. Y nunca habían reído ni bromeado con ella. Ayla nunca había gozado del compañerismo, la amistad, la diversión de un compañero
No obstante, al aliviarse las tensiones que la práctica acarreaba, siempre se establecía entre ellos cierto distanciamiento que no parecían poder superar. Cuando hablaban de temas tan inocuos como la caza o las armas, sus conversaciones eran animadas; pero la introducción de cualquier elemento personal provocaba silencios incómodos y evasiones corteses y vacilantes. Un contacto accidental era como un choque perturbador del que ambos se apartaban de un salto, siempre seguido de un ceremonial rígido y de frases carentes de espontaneidad.
— ¡Mañana! —dijo Jondalar, arrancando una lanza que vibraba. Parte del relleno de heno se salió a través de un orificio muy amplio y desgarrado del cuero.
—Mañana, ¿qué? —preguntó Ayla.
—Mañana nos vamos de cacería. Ya hemos jugado bastante. No aprenderemos nada más embotando puntas de lanza contra un árbol. Ha llegado la hora de hacerlo en serio.
—Mañana entonces —convino Ayla.
Recogieron varias lanzas y tomaron el camino de regreso.
—Ayla, tú conoces mejor esta región. ¿Adónde deberíamos ir?
—Yo conozco mejor la estepa al oeste, pero quizá debería explorar antes. Podría ir con Whinney. —Alzó la mirada para comprobar la posición del sol—. Todavía es temprano.
—Buena idea. El caballo y tú valéis más que un puñado de exploradores a pie.
— ¿Quieres retener a Corredor? Me sentiré mejor si sé que no nos sigue.
— ¿Y mañana, cuando salgamos a cazar?
—Tendremos que llevárnoslo. Necesitamos a Whinney para traer la carne. Se siente siempre molesta cuando hay matanza, pero se ha acostumbrado. Se quedará donde yo quiera que se quede, pero si el potro se excita y corre, o tal vez es arrollado por una estampida... No sé.
—No te preocupes por eso ahora. Ya trataré de pensar en algo.
El agudo silbido de Ayla atrajo a la yegua y al potro. Mientras Jondalar rodeaba con un brazo el cuello de Corredor, rascándole allí donde tenía comezón, y le hablaba, Ayla montó a Whinney y la lanzó al galope. El pequeño estaba a gusto con el hombre. Cuando la mujer y la yegua estuvieron lejos, Jondalar recogió la brazada de lanzas y los dos lanzavenablos.
—Bueno, Corredor, ¿nos vamos a la cueva a esperarlas?
Dejó las lanzas a la entrada, junto al pequeño paso de la muralla del cañón y siguió adelante. Estaba inquieto y no sabía qué hacer consigo mismo. Atizó el fuego, reunió los carbones, agregó un poco de leña y salió a la parte delantera del saliente para mirar el valle. El hocico del potro buscó su mano, y Jondalar acarició distraídamente al peludo caballito. Mientras metía los dedos entre el pelaje ya más espeso del potro, pensó en el invierno.
Quiso pensar en otra cosa. Los días cálidos del verano tenían una duración interminable, tan parecidos el uno del otro que diríase que el tiempo estaba suspendido. Las decisiones se aplazaban fácilmente. Mañana podría pensar en el frío que iba a venir... pensar en marcharse. Se fijó en el sencillo taparrabo que llevaba puesto.
—A mí no me sale un pelaje de invierno como a ti, compañerito. Debería hacerme pronto algo más abrigado. Le di la lezna a Ayla y no he vuelto a hacer otra. Quizá sea eso lo que debería ponerme a hacer... más herramientas. Y tengo que pensar en la manera de evitar que seas lastimado.
Volvió a entrar en la cueva, pasó por encima de las pieles de su lecho y echó una mirada nostálgica hacia el lado del fuego donde Ayla dormía. Revolvió en el área de almacenamiento en busca de una cuerda fuerte o alguna correa y encontró varias pieles enrolladas y apartadas. «Desde luego, esta mujer sí que sabe preparar pieles —pensó, tocando la textura aterciopelada—. Quizá me permita usar algunas de éstas. Pero no me gustaría pedírselo.
»Si funcionan esos lanzavenablos, podría conseguir suficientes pieles para hacer algo con que cubrirme. Tal vez pueda tallar algún símbolo mágico en ellos, para que tengamos suerte. No puede hacer daño. Aquí hay un rollo de correas. Quizá pueda hacer algo para Corredor con esto. ¡Qué bien corre! Espera a que se convierta en semental. ¿Permitirá un semental que alguien monte sobre su lomo? ¿Podría hacerle ir adónde yo quiera?
«Nunca lo sabrás. No estarás aquí cuando se convierta en semental. Te vas a marchar.»
Jondalar cogió el rollo de correas, se detuvo a recoger el bulto de sus herramientas para tallar pedernal y bajó por el sendero hasta la playa. El río invitaba, y él tenía calor y estaba sudoroso. Se quitó el taparrabos, entró en el agua y después se puso a nadar río arriba, contracorriente. Por lo general regresaba siempre al llegar al angosto paso; esta vez decidió explorar más lejos. Llegó más allá de los primeros rápidos y del último recado, y vio una muralla rugiente de agua blanca; entonces dio media vuelta.
El ejercicio le había devuelto su vigor, y la sensación de haber hecho un descubrimiento le alentó a efectuar un cambio. Se echó el cabello hacia atrás, lo retorció y después retorció su barba. «La has tenido todo el verano, Jondalar, y el verano está terminándose. ¿No crees que ya es hora?
»Primero me afeitaré, después idearé algo para mantener a Corredor fuera del paso. No quiero ponerle una soga al cuello. Luego haré una lezna y uno o dos buriles, para poder tallar un encantamiento en los lanzavenablos, y creo que prepararé la cena. Estando cerca de Ayla se me va a olvidar. Claro que no alcanzo su perfección, pero creo que todavía soy capaz de preparar una cena; la Madre sabe que lo hice con mucha frecuencia durante el Viaje.
» ¿Qué podría tallar en los lanzavenablos? Una donii traería la mejor de las suertes, pero le di la mía a Noria. Me pregunto si habrá tenido un bebé de ojos azules. Desde luego es una idea rara lo de Ayla: según ella es un hombre el que inicia el bebé. ¿Quién habría pensado que ésa era la idea que tenía la vieja Haduma? Los Primeros Ritos. Nunca tuvo Ayla Primeros Ritos. Ha sufrido tanto y es maravillosa con esa honda. Y nada mala tampoco con el tiralanzas. Creo que pondré un bisonte en el lanzavenablos de ella. ¿Servirá realmente? Ojalá tuviera una donii. Tal vez podría hacer una... »
A medida que el cielo se oscurecía, Jondalar comenzó a mirar a lo lejos por si veía a Ayla. Cuando el valle se convirtió en un pozo sin fondo, hizo una fogata en el saliente para que pudiera encontrar el camino, y todo el tiempo creía oírla subir por el sendero. Finalmente hizo una antorcha y bajó. Siguió la orilla del río rodeando la muralla salediza, y habría seguido adelante de no haber oído el ruido de cascos que se aproximaban.
— ¡Ayla! ¿Por qué has tardado tanto? El tono perentorio la cogió por sorpresa.
—He ido a explorar en busca de manadas. Ya lo sabías.
—Pero ya es de noche.
—Lo sé. Casi había oscurecido cuando emprendí el regreso. Creo haber encontrado el lugar, una manada de bisontes al sureste...
— ¡Era casi de noche y tú andabas tras los bisontes! ¡No se puede ver un bisonte en la oscuridad!
Ayla no podía comprender por qué estaba tan excitado ni por qué le hacía tantas preguntas.
—No estaba buscando bisontes en la oscuridad, ¿y por qué quieres quedarte aquí hablando?
Con un relincho agudo, el potro apareció en el círculo de luz de la antorcha y dio un topetazo a su madre. Whinney respondió y, antes de que pudiera desmontar Ayla, ya estaba el potro metiendo el hocico bajo las patas traseras de la yegua. Jondalar se dio cuenta de que había estado actuando como si tuviera derecho a interrogar a Ayla, y se apartó de la luz de la antorcha, agradeciendo que la oscuridad disimulara que se le había puesto la cara colorada. Siguió, cerrando la marcha, mientras Ayla subía pesadamente por el sendero; estaba tan apenado que no se dio cuenta de que la mujer estaba totalmente agotada.
Al llegar a la cueva, Ayla cogió una de las pieles de su cama, y envolviéndose en ella, se acuclilló junto al fuego.
—Se me olvidó el frío que hace de noche —dijo—. Debería haber llevado un manto abrigado, pero no creí que estaría tanto tiempo fuera.
Jondalar la vio temblando y se sintió más apenado aún.
—Tienes frío. Te voy a dar algo caliente de beber. —Le sirvió una taza de caldo.
Ayla no le había prestado mucha atención tampoco... lo que más deseaba era acercarse al fuego, pero, al alzar la mirada para tomar la taza, por poco la suelta.
— ¿Qué le ha pasado a tu cara? —preguntó entre preocupada y sobresaltada.
— ¿Qué quieres decir? —preguntó Jondalar, molesto.
—Tu barba... se fue.
La expresión sobresaltada de su rostro, parecida a la de Ayla, dejó paso a una sonrisa.
—Me la afeité
— ¿Afeité?
—La corté; junto a la piel. Por lo general lo hago en verano. Me da comezón cuando tengo calor y sudo.
Ayla no pudo resistir: tendió la mano hasta el rostro de él para sentir la suavidad de su mejilla, y luego, al frotar el cutis, notó una aspereza incipiente, rasposa como la lengua de un león. Recordó que no llevaba barba cuando le encontró, pero después de que le creciera no volvió a prestarle atención. Parecía tan joven sin barba, conmovedor a la manera de los niños, no como un hombre. No estaba acostumbrada a hombres adultos sin barba. Le pasó el dedo por la fuerte mandíbula y la ligera hendidura de su firme mentón.
El contacto de ella le inmovilizó. No podía apartarse. Sentía con cada uno de sus nervios el recorrido que le hacía con las yemas de los dedos. Aun cuando ella no había tenido intenciones eróticas, sino tan sólo una curiosidad gentil, la respuesta de él provenía de un punto más profundo. La palpitación insistente y tensa de sus ijares fue tan inmediata y potente que le cogió por sorpresa.
La forma en que la miraba produjo en ella una oleada de deseo por conocerle como hombre, a pesar de su aspecto casi demasiado juvenil. Él se acercó para cogerle la mano, para sujetarla contra su rostro, pero haciendo un esfuerzo la retiró, cogió la taza y bebió sin saborear. Era algo más que sentirse cohibida por haberle tocado. Recordó vivamente la última vez que habían estado sentados frente afrente cerca del fuego, y lo que sus ojos expresaban. Y esta vez le había estado tocando. Tenía miedo de mirarle, miedo de ver otra vez aquella mirada horrible, despectiva. Pero las yemas de sus dedos recordaban su rostro suave y áspero, y se estremecían.
Jondalar se sintió angustiado ante su reacción instantánea, casi violenta, al contacto suave de la mano. No podía apartar los ojos de ella, que evitaba encontrarse con los suyos. Mirándola así desde arriba parecía tan tímida, tan frágil, y sin embargo, sabía la fuerza que encerraba. Pensaba en ella como en una bella hoja de pedernal, perfecta al desprenderse de la piedra, pero tan dura y aguda que podría cortar el cuero más duro de un tajo.
« ¡Oh Madre, es tan bella! —pensó—. Oh Doni, Gran Madre Tierra, quiero a esa mujer, la quiero tanto...»
De repente dio un brinco. No podía quedarse mirándola. Entonces recordó que había preparado la cena. «Ahí está, cansada y muerta de frío, y yo aquí sentado». Entonces se fue a buscar el plato de hueso de mamut que solía usar ella.
Ayla oyó que se levantaba. Se había puesto en pie tan de repente que la había convencido de que volvió a inspirarle repugnancia. Empezó a temblar y apretó las mandíbulas para tratar de detenerse. No podía volver a enfrentarse con aquella situación. Quería decirle que se fuera para no tener que verle ni ver sus ojos que la llamaban... abominación. A pesar de tener los ojos cerrados, sintió que estaba de nuevo delante de ella y contuvo la respiración.
— ¿Ayla? —Podía ver que temblaba, a pesar del fuego y de la piel—. Pensé que tal vez fuera tarde cuando volvieras, de modo que me adelanté y preparé algo de cenar: ¿Quieres un poco? ¿No estás demasiado cansada?
¿Habría oído bien? Abrió los ojos despacio: Jondalar sostenía un plato. Lo dejó frente a ella, acercó una estera y se sentó a su lado. Había una liebre asada, algunas raíces cocidas en un caldo de carne seca que ya le había servido, e incluso algunas moras.
— ¿Tu... has guisado esto... para mí?
—Ya sé que no es tan rico como lo que haces tú, pero espero que se pueda comer. Pensé que traería mala suerte utilizar ya el lanzavenablos, de modo que sólo empleé la lanza. La técnica para arrojarla es diferente y no estaba seguro de si, por falta de práctica, habría perdido puntería, pero supongo que eso es algo que no se olvida. Anda, come.
Los hombres del Clan no guisaban... no tenían recuerdos para ello. Sabía que Jondalar era más versátil en cuanto a habilidades, pero nunca se le ocurrió que pudiera guisar; por lo menos habiendo cerca una mujer. Más sorprendentemente aún que el que fuera capaz de hacerlo, era que se le hubiera ocurrido. En el Clan, incluso después de que se le permitiera cazar, se esperaba que llevara a cabo las tareas habituales. Resultaba tan inesperado... tan considerado. Sus temores eran infundados y no sabía qué decir. Cogió una pata que Jondalar había cortado y le dio un mordisco.
— ¿Está bueno? —preguntó, algo preocupado.
—Maravilloso —respondió, con la boca llena.
Estaba bueno, pero no hubiera importado aunque estuviese quemado: le habría sabido delicioso. Tenía la sensación de que iba a echarse a llorar. Jondalar sacó con un cucharón largas raíces delgadas. La joven cogió una y la mordió.
— ¿Es una raíz de trébol? Sabe bien.
—Sí —contestó él, muy satisfecho de sí mismo—. Son más ricas con algo de grasa para bañarlas. Es uno de esos alimentos que suelen condimentar las mujeres para los hombres en los festines especiales, porque es de los predilectos. Vi el trébol río arriba y pensé que te gustaría. —«Había sido una buena sorpresa preparar la cena», pensó, gozando de su sorpresa.
—Cuesta mucho arrancarlas. No hay gran cosa que comer en cada una, pero no sabía que fueran tan ricas. Yo sólo uso las raíces como medicamento, como parte de un tónico en primavera. Por lo general las comemos en primavera. Es una de las primeras verduras del año.
Oyeron ruido de cascos en el saliente de piedra y se volvieron mientras Whinney y Corredor entraban. Al cabo de un rato, Ayla se levantó y los instaló para la noche. Era un ritual nocturno que consistía en saludos, afecto compartido, heno fresco, grano, agua y, sobre todo después de una larga cabalgada, una fricción con cuero absorbente y una pasada con un cardo para desenredar las crines. Ayla se dio cuenta de que había heno fresco, grano y agua.
—También pensaste en los caballos —dijo, al sentarse para terminar sus moras. Aun cuando no hubiera tenido hambre, se las habría comido todas.
—No tenía mucho que hacer —contestó Jondalar, sonriente—. ¡Ah! Tengo algo que enseñarte. —Se levantó y volvió con los dos lanzavenablos—. Espero que no te importe, es para tener buena suerte.
— ¡Jondalar! —Casi le daba miedo tocar el suyo—. ¿Tú lo has hecho? —Su voz encerraba un tono reverente. Se había sorprendido al verle dibujar la silueta de un animal en el blanco, pero esto era mucho más—. Es... como si tomaras el tótem, el espíritu del bisonte, y lo pusieras ahí.
El hombre sonreía, contento. Ayla poseía la peculiaridad de convertir las sorpresas en algo grande. El lanzavenablos de Jondalar tenía un enorme ciervo con una cornamenta palmeada imponente, y Ayla también se maravilló al verlo.
—Se supone que captura el espíritu del animal para que sea atraído hacia el arma. No soy muy buen tallista, deberías ver los trabajos que hacen algunos, y los de escultores, y grabadores y los de otros artistas que pintan las paredes sagradas.
—Estoy segura de que has puesto una potente magia en éstos. No he visto ciervos, pero una manada de bisontes se encuentra al sureste. Creo que comienzan a emigrar. ¿Crees que un bisonte será atraído por un arma que tenga grabado un ciervo? Puedo salir de nuevo mañana en busca de una manada de ciervos.
—Servirá también con el bisonte. El tuyo tendrá más suerte; de todos modos, me alegro de haber puesto un bisonte en el tuyo.
Ayla no sabía qué decir. A pesar de ser un hombre, le había dado a ella más suerte para cazar que a sí mismo... y se alegraba.
—También iba a hacer una donii para tener suerte, pero me faltó tiempo.
—Jondalar, estoy confusa. ¿Qué es donii? ¿Es tu Madre Tierra?
—La gran Madre Tierra es Doni, pero adopta otras formas y todas ellas son donii. Una donii suele ser Su forma espiritual, cuando cabalga el viento o se introduce en los sueños... los hombres suelen soñar con Ella como una hermosa mujer, por lo general una madre prolífica, porque es a las mujeres a quienes Ella bendice. Las hizo a Su imagen y semejanza, para que creen vida como Ella creó toda vida. Se identifica más fácilmente en la imagen de una madre. Por lo general se envía una donii para guiar al hombre por el mundo de los espíritus... Algunos dicen que las mujeres no necesitan guía, que ya saben el camino. Y algunas mujeres pretenden que pueden convertirse en donii cuando quieren... y no siempre para bien del hombre. Los Sharamudoi que viven al oeste de aquí dicen que la Madre puede adoptar la forma de un ave.
Ayla asintió.
—En el Clan, sólo los Antiguos son espíritus hembra.
— ¿Y qué hay de los tótems? —preguntó Jondalar.
—Los espíritus totémicos protectores son todos masculinos, tanto para hombres como para mujeres, pero los tótems de las mujeres suelen ser animales más pequeños. Ursus, el Gran Oso Cavernario, es el gran protector de todo el Clan: el tótem de cada uno. Ursus era el tótem personal de Creb. Fue escogido del mismo modo que el León Cavernario me escogió a mí. Puedes verme la marca. —y le mostró las cuatro cicatrices paralelas en su muslo izquierdo, donde la había arañado un león cavernario a los cinco años.
—Yo no tenía idea de que los cab... de que los de tu Clan comprendieran el mundo de los espíritus, Ayla. Resulta difícil de creer... A ti te creo, pero me resulta difícil aceptar que la gente de la que hablas sea la misma en quien he pensado siempre como cabezas chatas.
Ayla bajó la cabeza y después alzó la mirada. Tenía los ojos llenos de seriedad y preocupación.
—Creo que el León Cavernario te ha elegido a ti, Jondalar. Creo que ahora es tu tótem. Creb me dijo que no es fácil vivir con un tótem poderoso. Él perdió un ojo al ser sometido a prueba, pero obtuvo un poderío muy grande. Después de Ursus, el León Cavernario es el tótem más poderoso, y no ha sido fácil. Me ha hecho pasar por pruebas muy difíciles, pero una vez que comprendí el porqué, no volví a preocuparme. Creo que deberías saberlo, por si es también tu tótem ahora. —Bajó la mirada, esperando no haberse ido de la lengua.
—Los de tu Clan significan mucho para ti, ¿verdad?
—Yo quería ser una mujer del Clan, pero no pude. No podía convertirme en uno de ellos. Yo no soy como ellos. Soy de los Otros. Creb lo sabía e Iza me dijo que me fuera y buscara a los míos. Yo no quería marchar pero tuve que irme, y no puedo volver nunca. Estoy maldecida de muerte. Estoy muerta.
Jondalar no estaba muy seguro de lo que quería decir aquello, pero un escalofrío le puso la carne de gallina cuando se lo oyó decir. Ayla respiró muy hondo antes de continuar.
—No recuerdo a la mujer de quien nací ni mi vida antes del Clan. Intenté recordarlo, pero no podía imaginar un hombre de los Otros, un hombre como yo. Ahora, cuando intento imaginar a los Otros, sólo puedo verte a ti. Eres el primero de mi especie que he visto, Jondalar. No importa lo que suceda: nunca te olvidaré. —Ayla se detuvo. Consideraba que había dicho demasiado. Se puso de pie—. Si queremos cazar por la mañana tendremos que dormir un poco.
Jondalar sabía que la habían criado los cabezas chatas y que había vivido sola en el valle desde que los dejó, pero antes de oírselo decir, no había comprendido del todo que él era el primero. Le preocupó pensar que representaba a todo su pueblo, y no estaba muy ufano de la manera en que lo había hecho. Sin embargo, sabía la opinión que todos tenían de los cabezas chatas. Si se lo hubiera dicho sin más, ¿habría causado la misma impresión? ¿Habría sabido realmente lo que debía esperar?
Se fue a acostar con sentimientos encontrados, ambivalentes. Una vez tendido en su cama, se quedó mirando fijamente al fuego, pensando. De repente experimentó una sensación deformante, algo semejante a un vértigo pero sin llegar a marearse. Vio una mujer como si estuviera reflejada en una poza en la que hubiera caído una piedra; una imagen flotante de la que se forman círculos ondulantes cada vez más grandes. No quería que la mujer le olvidara... que le recordara era muy importante.
Sintió una especie de divergencia, como una bifurcación del camino, una elección sin nadie que le guiara. Una corriente de aire caliente le puso de punta el pelo de la nuca. Sabía que Ella le estaba abandonando. Nunca había sentido conscientemente Su presencia, pero supo cuándo se marchó, y el vacío que dejaba tras Ella le dolía. Era el principio de un final: el final del hielo, el final de una era, el final del tiempo en que Su alimento proveía. La Madre Tierra estaba dejando que sus hijos encontraran solos el camino, que labraran sus vidas, que pagaran las consecuencias de sus acciones: que llegaran a la mayoría de edad. No mientras él viviera, no durante muchas generaciones por venir, pero el primer paso inexorable se había dado. Ella había transmitido Su dádiva de despedida, Su dádiva del Conocimiento.
Jondalar oyó un gemido fantasmagórico, penetrante, y supo que era el llanto de la Madre.
Como una correa tensa y súbitamente suelta, la realidad volvió a su lugar. Pero se había tensado demasiado y no podía encajar en su dimensión original. Se percató de que algo estaba fuera de lugar. Miró a Ayla, acostada al otro lado del fuego, y vio que las lágrimas le corrían por la cara.
— ¿Qué pasa, Ayla?
—No lo sé.
— ¿Estás segura de que podrá llevarnos a los dos?
—No, no estoy segura —dijo Ayla, conduciendo a Whinney, cargada con los canastos. Corredor iba detrás, con una soga atada a una especie de cabestro hecho de correas. Eso le daba libertad para pacer y mover la cabeza, y no se apretaría alrededor de su cuello, ahogándolo. El cabestro había molestado al potro al principio, pero se estaba acostumbrando—. Si podemos cabalgar ambos, el viaje será más rápido. Si no le gusta, ya me lo hará saber. Entonces podremos cabalgar por turno o caminar.
Cuando llegaron al bloque de roca que había en el prado, Ayla montó a caballo, se movió un poco y sujetó a la yegua mientras Jondalar montaba. Whinney echó las orejas hacia atrás. Sintió el peso adicional y no estaba acostumbrada, pero era una yegua robusta y resistente, y echó a andar en cuanto Ayla le hizo la señal. La mujer la mantuvo a paso regular y sentía cuándo la yegua necesitaba descansar por el cambio de paso; entonces era el momento de detenerse.
La segunda vez que se pusieron en marcha, Jondalar estaba más relajado y habría preferido estar más nervioso. Sin la preocupación, tenía demasiada conciencia de la mujer que cabalgaba delante. Podía sentir la espalda de ella contra él, sus muslos contra los suyos, y Ayla se volvió sensible a algo más que la yegua. Una presión dura y caliente se había alzado tras ella, sobre la cual Jondalar no disponía de control alguno, y cada movimiento de la yegua los hacía juntarse. Ayla deseaba que desapareciera... y no lo deseaba.
Jondalar comenzaba a sentir un dolor que nunca anteriormente había experimentado. Nunca se había visto obligado a aguantar su deseo por tanto tiempo. Desde los primeros días de su hombría, siempre encontró algún medio de aliviarse, pero aquí no había más mujer que Ayla. Él se negaba a aliviarse solo y trataba denodadamente de soportarlo.
—Ayla. —y su voz sonaba tensa—. Creo... que ya es hora de descansar —consiguió decir.
Ella detuvo a la yegua y se apeó lo más pronto que pudo.
—No es lejos —dijo—. Podemos llegar a pie.
—Sí, de ese modo Whinney descansará un poco.
Ayla no discutió aunque sabía que no iba a pie por eso. Avanzaban los tres de frente, con la yegua en medio, hablando por encima de su lomo. Incluso entonces, le costaba trabajo a Ayla fijarse en puntos de referencia y orientación, y Jondalar caminaba con dolor en los ijares, agradecido porque la yegua lo ocultara.
Cuando llegaron a la vista de una manada de bisontes, la excitación ante la idea de cazar de verdad con el lanzavenablos comenzó a aliviar algo su ardor contenido, aunque ambos tenían buen cuidado de no acercarse demasiado el uno del otro, y preferían tener uno de los caballos en medio.
Los bisontes transitaban cerca de un riachuelo. La manada era más numerosa que cuando la vio Ayla el día anterior. Varios grupos más se le habían sumado y después llegarían más. Finalmente, decenas de miles de animales de un pardo oscuro, de pelo áspero, todos muy juntos, recorrían kilómetros y más kilómetros de colinas ondulantes y valles fluviales, que se extendían como una alfombra mugiente, viviente y atronadora. Dentro de aquella muchedumbre, cualquier animal tenía poca importancia individualmente; la estrategia de la supervivencia dependía del número.
Hasta el grupo más reducido, agrupado cerca del riachuelo, había renunciado a su áspera individualidad ante el instinto de la manada. Más adelante, la supervivencia exigiría que se separaran de nuevo en pequeñas manadas familiares, para buscar alimentos durante las temporadas de escasez.
Ayla se llevó a Whinney cerca del río, junto a un pino tenaz, retorcido y deformado por el viento. En la lengua de señales del Clan, dijo a la yegua que permaneciera allí, y al ver cómo hacía que el potro se acercase a ella, Ayla comprendió que no debería haberse preocupado por Corredor. Whinney era muy capaz de alejar a su hijo de cualquier peligro. Pero Jondalar se había tomado la molestia de encontrar la solución a un problema que ella había previsto, y sentía curiosidad por ver cómo resultaba.
La mujer y el hombre cogieron un lanzavenablos cada uno y un portalanzas con largas lanzas, y se dirigieron a pie hacia la manada. Duras pezuñas habían quebrado la corteza seca de la estepa y producido una niebla de polvo que volvía a caer como una capa fina sobre su pelo oscuro y desgreñado. Aquel polvo asfixiante indicaba el movimiento de la manada, del mismo modo que el humo de un incendio que comenzara a apagarse en la pradera indicaría el rumbo de las llamas... y en su estela quedaba una desolación similar.
Ayla y Jondalar dieron un rodeo para quedar a favor del viento detrás de la manada que se movía despacio, entrecerrando los ojos para escoger animales aislados mientras el viento, cargado del olor rancio y caliente de los bisontes, les arrojaba fina arena a la cara. Algunas novillas lloriqueantes seguían a las madres, y los añojos daban topetazos poniendo a prueba la paciencia de los machos de lomo jorobado.
Un bisonte viejo, caído en un hondón polvoriento, se esforzaba por ponerse en pie; tenía su enorme cabeza colgando muy abajo como si los enormes cuernos negros pesaran demasiado. El metro noventa y cinco de Jondalar superaba algo la joroba del animal, pero la diferencia no era grande. Los cuartos delanteros del animal, potentes y forrados de gruesa piel peluda, se ahusaban hacia las patas traseras, cortas y flacas. El enorme y viejo animal, probablemente lejos ya de su mejor época, era demasiado duro y correoso para lo que ellos necesitaban, pero, cuando les miró con suspicacia, se dieron perfecta cuenta de que podría ser formidable. Ambos se quedaron inmóviles hasta que se alejó.
Mientras se acercaban, el ruido retumbante que producía la manada fue en aumento, desintegrándose en varios tonos distintos de mugidos y balidos. Jondalar señaló una hembra joven; era casi adulta, a punto de parir; estaba además gordita merced a los pastos del verano. Ayla asintió con un gesto. Encajaron las lanzas en sus tiralanzas y Jondalar indicó por señas que iba a pasar al otro lado del animal.
Debido a algún instinto desconocido o tal vez porque había visto al hombre en movimiento, el animal notó que había sido escogido como presa. Nervioso, se acercó más al grueso de la manada. Otros animales se estaban moviendo a su alrededor, lo que distrajo la atención de Jondalar. Ayla estaba segura de que se quedarían sin ella. Jondalar estaba de espaldas, no podía hacerle señas, y la novilla se ponía fuera de su alcance. No podía gritar, porque aunque la oyera, eso espantaría el bisonte.
Tomó su decisión y apuntó; Jondalar miró hacia atrás justo cuando ella iba a lanzar, se hizo cargo de la situación y preparó su tiralanzas. La novilla se movía rápidamente, incomodando a los otros animales. El hombre y la mujer habían creído que la nube de polvo bastaría para ocultarlos, pero los bisontes estaban acostumbrados; la novilla casi había alcanzado la seguridad de la multitud mientras otros se unían al grupo.
Jondalar corrió hacia ella y balanceó su lanza. La de Ayla siguió un instante después, hallando su blanco en el cuello peludo del animal, después de que la lanza de él le desgarrara la parte suave de la panza. El impulso del animal lo empujó hacia delante, después se fue deteniendo; vaciló, trastabilló y cayó de rodillas rompiendo la lanza de Jondalar al derrumbarse encima. La manada olió sangre; algunos olfatearon a la novilla caída, mugiendo con inquietud; otros percibieron la presencia de la muerte, empujando y arremolinándose; el aire rezumaba tensión.
Ayla y Jondalar corrieron hacia su presa caída desde direcciones opuestas. De repente, él se puso a gritar y hacer señas con los brazos; Ayla movió la cabeza, sin entender sus indicaciones.
Un novillo, que había estado dando topetazos, obtuvo por fin una respuesta del viejo patriarca y se apartó, corriendo y tropezando con una hembra nerviosa. El macho joven retrocedió, indeciso y agitado, pero su acción evasiva fue interrumpida por el toro viejo. No sabía hacia dónde volverse hasta que captó su atención una silueta bípeda en movimiento; agachó la cabeza y se dirigió hacia ella.
— ¡Ayla! ¡Cuidado! —gritaba Jondalar, corriendo hacia ella. Tenía una lanza en la mano y la apuntaba.
Ayla se volvió y divisó al novillo que iba a embestirla. Su instinto le recordó la honda; era una reacción natural, pero la descartó instantáneamente y, de golpe, colocó una lanza en su dispositivo.
Jondalar arrojó su lanza con la mano un instante antes que ella, pero el lanzavenablos imprimió una velocidad mayor. El arma de Jondalar dio en un flanco, haciendo girar momentáneamente al bisonte. Al mirar, vio que la lanza de Ayla, vibrante aún, estaba clavada en un ojo del novillo; el animal estaba muerto antes de derrumbarse.
Las carreras, los gritos y una nueva fuente de olor a sangre orientó a los animales, que circulaban sin rumbo, en una dirección instintiva: lejos de aquel revuelo perturbador. Los últimos rezagados pasaron al lado de sus congéneres abatidos para unirse con la manada en una estampida que hacía temblar la tierra. Aún podía oírse el retumbar después de que volviera a depositarse el polvo.
El hombre y la mujer estaban algo ensordecidos mientras miraban a los dos bisontes muertos en la planicie vacía.
—Se acabó —dijo Ayla—. Ya está.
— ¿Por qué no corriste? —gritó Jondalar, abandonándose al susto ahora que ya había pasado todo. Fue a grandes trancos hacia ella—. ¡Podía haberte matado!
—No podía dar la espalda a un toro que embestía —respondió Ayla—. Entonces sí que de seguro me corneaba. —Volvió a mirar al bisonte—. No; creo que tu lanza lo habría detenido... pero yo no lo sabía. Nunca anteriormente había cazado con alguien. Siempre tuve que cuidarme sola. De no ser así, nadie lo habría podido hacer por mí.
Las palabras de Ayla colocaron la última pieza del rompecabezas, y súbitamente Jondalar reconstruyó el cuadro de lo que tuvo que haber sido su vida. «Esta mujer —pensó—, esta mujer dulce, atenta y tierna, ha sobrevivido más de lo que nadie podría creer. No, no podía correr, no huiría de nada, ni siquiera de ti. Siempre que perdías el control, Jondalar, y te abandonabas a tu carácter, la gente retrocedía. Pero en tus peores momentos, ella no ha cedido terreno.»
—Ayla, bella mujer, salvaje y maravillosa, ¡mira qué estupenda cazadora eres! –Son—rió—. ¡Mira lo que hemos hecho! Tenemos dos. ¿Cómo vamos a poder llevarlos a casa?
Al darse cuenta plenamente de lo que habían logrado, Ayla sonrió con satisfacción, triunfo y gozo. Eso hizo comprender a Jondalar que no había visto con mucha frecuencia semejante sonrisa. Era bella, pero cuando sonreía de esa manera, brillaba como si tuviera encendido un fuego por dentro. Una carcajada brotó inesperadamente de sus labios... desinhibida y contagiosa. Ella le hizo coro; no podía remediarlo. Era el grito de victoria de ambos, el grito del éxito.
— ¡Mira qué magnífico cazador eres, Jondalar! —exclamó ella. —Son los tiralanzas... ésa fue la diferencia. Nos metimos en ese rebaño, y antes de que se dieran cuenta... ¡dos! ¡Piensa lo que eso puede significar!
Ella sabía lo que significaba para ella. Con el arma nueva podría cazar siempre para sí; en verano, en invierno. No habría que cavar zanjas. Podría viajar y cazar. El tiralanzas tenía las mismas ventajas que la honda y muchas más.
—Yo sé lo que significa. Dijiste que me enseñarías a una mejor manera de cazar... más sencilla... más fácil. Lo has hecho, y esto es más de lo que pude imaginar, Jondalar. No sé cómo decírtelo... me siento tan...
Sólo podía expresar su gratitud de una forma: en la forma que aprendió en el Clan. Se sentó a los pies de él y agachó la cabeza. Tal vez él no le diera un golpecito en el hombro para permitirle dirigirse a él, como convenía, pero tenía que intentarlo.
— ¿Qué estás haciendo? —preguntó Jondalar agachándose para hacer que se pusiera de pie—. No te sientes así, Ayla.
—Cuando una mujer del Clan quiere decirle algo importante a un hombre, es así como solicita su atención —le dijo, alzando la vista—. Es importante para mí decirte cuánto significa esto, lo agradecida que te estoy por el arma. Y por enseñarme tus palabras, por todo.
—Por favor, Ayla, levántate —dijo, poniéndola de pie—. No te di esa arma, tú me la diste a mí. Si no te hubiera visto usar la honda, no se me habría ocurrido. Yo te estoy agradecido a ti, y por mucho más que esta arma.
Le tenía sujetos los brazos, con el cuerpo junto al suyo. Ella le miraba a los ojos, sin poder ni desear apartar la mirada. Jondalar se inclinó y puso su boca sobre la de ella.
Los ojos de Ayla se dilataron por la sorpresa: era tan inesperado. No sólo la acción de él sino la reacción de ella, el sobresalto que la había recorrido toda al sentir sus labios. No sabía cómo responder. Y, finalmente, Jondalar comprendió. No la llevaría más allá de aquel beso suave... todavía no.
— ¿Qué es ese beso boca a boca?
—Es un beso, Ayla. Es tu primer beso, ¿verdad? Siempre se me olvida, pero es muy difícil mirarte y... Ayla, a veces soy un hombre muy estúpido.
— ¿Por qué dices eso? ¡Tú no eres estúpido!
—Soy estúpido. No puedo convencerme de lo estúpido que he sido —la soltó—. Pero en este momento creo que será mejor encontrar la manera de llevarnos esos bisontes a la cueva, porque si me quedo aquí mirándote así, nunca podré hacerlo bien para ti. De la manera que debe hacerse para tu primera vez.
— ¿De la manera que debe hacerse? —preguntó Ayla, sin el menor deseo de que se alejara.
—Los Primeros Ritos, Ayla. Si me lo permites.
28
—No creo que Whinney hubiera podido arrastrarlos ambos hasta aquí de no haber dejado atrás las cabezas —dijo Ayla—. Fue una buena idea —con ayuda de Jondalar, arrastró el cadáver del bisonte fuera de la angarilla para depositarlo sobre el saliente—. ¡Hay tanta carne! Vamos a tardar mucho cortándola. Deberíamos empezar ahora mismo.
—Esperarán un rato, Ayla. —Su sonrisa y su mirada la llenaron de calor—. Creo que tus Primeros Ritos son más importantes. Te ayudaré a quitarle el arnés a Whinney... y me iré a dar un baño. Estoy sudoroso y cubierto de sangre.
—Jondalar –Y Ayla vaciló. Se sentía excitada y tímida al mismo tiempo—. ¿Es una ceremonia, esos Primeros Ritos?
—Sí, es una ceremonia.
—Iza me enseñó a prepararme para las ceremonias. ¿Hay algún preparativo para esta ceremonia?
—Por lo general, las viejas ayudan a las jóvenes a prepararse. No sé lo que dicen ni lo que hacen. Creo que deberías hacer lo que te parezca apropiado.
—Entonces iré por saponaria y me purificaré, como me enseñó Iza. Esperaré a que termines de bañarte. Tendré que estar sola mientras me preparo. —Se ruborizó y bajó la mirada.
«Parece tan joven y tan tímida —pensó Jondalar—. Como la mayoría de las jóvenes en sus Primeros Ritos». Y sintió la oleada acostumbrada de ternura y excitación: incluso sus preparativos eran correctos.
—También a mí me gustaría un poco de saponaria.
—Voy a buscártela —dijo Ayla.
Él sonreía mientras seguía la orilla del río detrás de Ayla; después de arrancar la raíz y haberla llevado a la caverna, se zambulló en el agua, salpicó abundantemente y se sintió mejor consigo mismo de lo que se había sentido en mucho tiempo. Sacó a golpes la espuma jabonosa de las raíces, se la extendió por todo el cuerpo, se quitó la correa del cabello y se enjabonó la cabeza; por lo general bastaba con arena, pero la raíz de saponaria era mucho mejor. Se zambulló de nuevo en el agua y nadó río arriba casi hasta las cataratas. Cuando regresó a la playa, se puso el taparrabos y corrió a la cueva. Había carne asándose y su olor era delicioso... Estaba tan relajado y feliz que no podía ni creerlo.
—Me alegro de que hayas vuelto —dijo Ayla—. Me llevará un buen rato purificarme como es debido, y no quiero que se haga tarde. —Cogió un tazón de líquido humeante lleno de helechos de cola de caballo para su cabello, y una piel curtida sin estrenar, para su manto.
—Tómate todo el tiempo que quieras —dijo Jondalar, dándole un beso ligero.
Ella echó a andar, pero se volvió.
—Me gusta ese boca a boca, Jondalar. El beso.
—Espero que te guste también lo demás —dijo él, cuando ella se iba alejando.
Jondalar anduvo por la caverna mirándolo todo con ojos nuevos. Vigiló el trozo de bisonte que estaba asándose, vio que Ayla había envuelto en hojas algunas raíces y las acercó al carbón encendido, encontró la infusión caliente que le había preparado. «Habrá arrancado las raíces mientras yo nadaba», se dijo.
Vio sus mantas de piel al otro lado del fuego, arrugó la frente y con gran deleite las recogió para depositarlas junto al lugar vacío, al lado de las de Ayla. Después de estirarlas, fue por el paquete donde guardaba sus herramientas y recordó la donii que había comenzado a tallar. Se sentó en la estera sobre la que habían estado sus mantas de pieles y abrió el envoltorio de gamuza.
Examinó el trozo de marfil de colmillo de mamut que había comenzado a convertir en figura femenina y decidió terminarla. No sería el mejor tallista, pero no le parecía bien celebrar una de las más importantes ceremonias de la Madre sin una donii. Tomó unos cuantos buriles y se llevó fuera el marfil.
Se sentó en el borde, labrando, dando forma, esculpiendo, pero se dio cuenta de que el marfil no iba a resultar generoso y maternal. Estaba tomando la forma de una mujer joven. El cabello, que había comenzado a hacer al estilo de la antigua donii que había regalado —una forma encrespada que cubría el rostro, así como la espalda— sugería trenzas, trenzas apretadas alrededor de la cabeza excepto el rostro. Éste no tenía nada. Nunca se tallaba rostro a una donii, ¿quién podría mirar a la cara de la Madre? ¿Quién podría conocerla? Era todas las mujeres y ninguna.
Dejó de labrar y miró río arriba y abajo, con la esperanza de verla, aunque había dicho que querría estar sola. ¿Podría darle Placer?, se preguntó. Nunca había dudado de sí cuando acudían a él para los Primeros Ritos en las Reuniones de Verano, pero aquellas jóvenes conocían las costumbres y sabían lo que podían esperar. Había mujeres mayores que se lo explicaban.
« ¿Debería tratar de explicárselo? No, no sabrías qué decir, Jondalar. Enséñale y nada más. Ella te hará saber si algo no le agrada. Es una de sus cualidades más atrayentes: su sinceridad. Nada de melindres. Es alentador.
» ¿Cómo será iniciar en la Dádiva del Placer de la Madre a una mujer que no sabe de fingimientos?, ¿que nunca disimulará ni fingirá deleite?
» ¿Por qué tendría que ser diferente de las demás mujeres en los Primeros Ritos? Porque no es como ninguna otra mujer en los Primeros Ritos. Ha sido abierta y con dolor. ¿Y si no puedes superar ese terrible inicio? ¿Y si no puede disfrutar de los Placeres, y si no eres capaz de hacérselos sentir? Ojalá hubiera un medio para que olvidase. ¡Si pudiera atraerla a mí, superar su resistencia y capturar su espíritu!
« ¿Capturar su espíritu?» Miró la figurilla que tenía en la mano y de repente su mente se puso a funcionar velozmente. ¿Por qué grababan la imagen de un animal en un arma o en las Paredes Sagradas? Para aproximarse a su espíritu madre, para superar su resistencia y cautivar su esencia.
«No seas ridículo, Jondalar. No puedes cautivar así el espíritu de Ayla. No estaría bien, nadie pone un rostro en una donii. Los humanos nunca han sido descritos... una semejanza podría cautivar la esencia de un espíritu. Pero... ¿por quién sería cautivada?
»Nadie debería cautivar a otro. ¡Darle la donii! Entonces, su espíritu le sería devuelto, ¿verdad? Si te quedas con él sólo un rato y se lo entregas... después.
»Si le pones su rostro, ¿se convertirá ella en una donii? Uno está dispuesto a creer que sí lo es, con su arte médico y magia con los animales. Si es una donii, puede decidir cautivar tu espíritu. ¿Sería acaso tan malo?
»Quieres que algo se quede contigo, Jondalar. La parte del espíritu que siempre queda en manos del tallador. Quieres esa parte de ella, ¿no es cierto?
»Oh, Madre Grande: dime, ¿sería algo terrible si lo hiciera? ¿Ponerle un rostro a una donii?»
Se quedó mirando la figurilla de marfil que había tallado. Entonces, comenzó a trazar con un buril la forma de un rostro, un rostro familiar.
Cuando terminó, sostuvo en el aire la figurilla de marfil y la hizo girar lentamente. Un tallista auténtico podría haberlo hecho mejor, pero no estaba mal. Se parecía a Ayla, pero más en su esencia que por una verdadera semejanza: como la sentía él. Volvió a entrar en la caverna y trató de pensar dónde podría ponerla. La donii debería estar cerca, pero no quería que Ayla la viera aún. Vio un bulto de cuero cerca de la pared, junto a la cama de ella, y metió la figurilla de marfil entre unos pliegues.
Salió de nuevo y miró desde el extremo más alejado. ¿Por qué tardaría tanto? Miró a los dos bisontes tendidos uno al lado del otro. Esperarían. Las lanzas y los lanzavenablos estaban apoyados en la muralla de piedra cerca de la entrada. Lo recogió todo y se lo llevó adentro, y entonces oyó pasos sobre la grava. Se volvió.
Ayla se ajustó el cinturón de su manto nuevo, se puso el amuleto y echó su cabellera hacia atrás, cepillada con un cardo pero sin secar del todo, apartándola de la cara. Recogió el manto sucio y echó a andar por el sendero. Estaba nerviosa y excitada.
Tenía una vaga idea de lo que Jondalar quería decir con Primeros Ritos, pero la conmovía el deseo evidente de hacer la ceremonia para ella y compartirla con ella. No pensaba que la ceremonia fuera muy mala... incluso Broud había dejado de lastimarla después de las primeras veces. Si los hombres hacían la señal a las mujeres que les gustaban, ¿significaría que Jondalar había comenzado a fijarse en ella?
Al acercarse a lo alto del sendero, Ayla se sobresaltó al observar un movimiento rápido de color tostado.
— ¡Quédate ahí! —gritó Jondalar—. ¡Quédate ahí, Ayla! ¡Es un león cavernario!
Él estaba delante de la entrada de la caverna, lanza en ristre y se preparaba a arrojarla hacia un enorme felino agazapado, a punto de brincar, con un gruñido retumbándole en la garganta.
— ¡No, Jondalar! —gritó Ayla, interponiéndose entre ambos a todo correr—. ¡No!
— ¡Quítate, Ayla! ¡Oh Madre, detenla! —gritó el hombre cuando saltó frente a él, en la trayectoria del león que se abalanzaba.
La mujer hizo una señal rápida, imperiosa, y en el lenguaje gutural del Clan gritó:
— ¡Ya!
El enorme león cavernario de melena rojiza, con un retorcimiento del cuerpo, cortó en seco el brinco y cayó a los pies de la mujer. Entonces frotó su enorme cabeza contra la pierna de ella; Jondalar se quedó estupefacto.
— ¡Bebé, oh, Bebé! Has vuelto —decía Ayla con gestos, y sin vacilar, sin ningún temor, abrazó el enorme cuello del león.
Bebé la derribó con toda la suavidad de que era capaz, y Jondalar los contemplaba, boquiabierto, mientras el león cavernario más grande que viera en toda su vida enlazaba a la mujer entre sus patas delanteras en lo más parecido a un abrazo que, según él, pudiera dar un león. El felino lamió lágrimas saladas del rostro de la mujer con una lengua que lo raspaba hasta dejarlo en carne viva.
—Basta, Bebé —dijo Ayla, sentándose—, no me va a quedar cara. Encontró los puntos clave detrás de las orejas y alrededor de la melena donde le gustaba que lo rascaran. Bebé se puso panza arriba para que su barbilla gozara de las caricias, con un retumbante gruñido de satisfacción.
—No creí que volviera a verte, Bebé —dijo cuando se cansó, y el felino se volvió. Estaba más grande de lo que ella recordaba, y aunque algo delgado, parecía saludable. Tenía cicatrices que ella no le conocía, y pensó que tal vez estuviera luchando por un territorio, y ganando. Eso la llenó de orgullo. Entonces Bebé volvió a fijarse en Jondalar y gruñó amenazadoramente—. ¡No le mires así! Es el hombre que me trajiste. Tú tienes una compañera... supongo que ya tendrás varias. —El león se puso en pie, dio la espalda al hombre y se dirigió a los bisontes—. ¿Te parece bien si le damos uno? —preguntó a Jondalar—. La verdad es que tenemos de sobra.
Él seguía con la lanza en ristre, en pie a la entrada de la cueva, atónito. Trató de contestar, pero sólo le salió un graznido. Entonces recobró el habla.
— ¿Que si está bien? ¿Me preguntas que si está bien? Dale los dos. ¡Dale todo lo que quiera!
—Bebé no necesita los dos. –Y Ayla empleó la palabra del nombre en la lengua que Jondalar ignoraba, pero adivinó que era un nombre—. ¡No, Bebé! No te lleves la ternera —dijo entre sonidos y gestos que el hombre no percibía aún como una lengua, pero que provocó su estupefacción cuando Ayla apartó el bisonte y empujó al león hacia el otro. El enorme felino clavó los dientes en el cuello cortado del toro joven y lo arrastró desde la orilla; entonces, sujetándolo mejor, echó a andar por el sendero abajo—. Enseguida regreso, Jondalar —dijo—. Tal vez estén Whinney y el potro ahí abajo, y no quiero que Bebé asuste al potro.
Jondalar observó a la mujer que seguía al león hasta que se perdieron de vista. Aparecieron de nuevo en el valle, junto a la pared, y Ayla caminaba tranquilamente al lado del león que arrastraba el bisonte bajo su cuerpo y entre sus patas.
Cuando llegaron al bloque de roca, Ayla se detuvo y abrazó de nuevo al león. Bebé soltó el bisonte y Jondalar meneó incrédulamente la cabeza cuando vio que la mujer montaba sobre el lomo del feroz depredador. Alzó un brazo y lo dirigió hacia el frente, agarrándose a la melena rojiza mientras el descomunal felino saltaba hacia delante. Corrió con su tremenda velocidad, Ayla se asía fuertemente con la larga cabellera flotando tras ella. Al poco rato el león fue perdiendo velocidad y regresó a la roca.
Volvió a coger al joven bisonte y lo arrastró por el valle. Ayla se quedó junto a la roca, viéndole alejarse. Muy lejos ya, el león volvió a soltar el bisonte; comenzó a dar una serie de gruñidos, su habitual «bnga, bnga», que terminó por convertirse en un rugido tan fuerte que estremeció a Jondalar hasta los huesos.
Cuando desapareció el león cavernario, Jondalar respiró hondo y se recostó contra la muralla, sintiéndose débil. Estaba pasmado y un poco temeroso.
« ¿Qué es esta mujer? —pensó—. ¿Cuál es su tipo de magia? Las aves, pase. Incluso los caballos. Pero, ¿un león cavernario?, ¿El más grande que he visto en toda mi vida?
» ¿Será una... donii? ¿Quién sino la Madre podría obligar a los animales a someterse a su voluntad? ¿Y sus poderes curativos? ¿O su capacidad fenomenal para hablar tan bien en tan poco tiempo?» A pesar de su acento algo insólito, había aprendido la mayor parte de su mamutoi y palabras de sharamudoi. ¿Sería una manifestación de la Madre?
La oyó acercarse por el sendero y experimentó un estremecimiento de temor. Casi esperaba oírla declarar que era la Gran Madre Tierra en persona, y se lo habría creído. En cambio, vio una mujer con la cabellera en desorden y lágrimas corriéndole por el rostro.
— ¿Qué ocurre? —le preguntó, al sobreponerse la ternura a sus temores imaginarios.
— ¿Por qué pierdo a mis bebés? —preguntó entre sollozos.
Jondalar palideció: sus bebés. Aquel león, ¿era su bebé? Con un sobresalto se imaginó a la Madre llorando, la Madre de todos.
— ¿Tus bebes?
—Primero Durc, y ahora Bebé.
— ¿Es el nombre del león?
— ¿Bebé? Significa pequeño, nene —contestó, tratando de traducir.
— ¡Pequeño! —resopló Jondalar—. Es el león cavernario más grande que he visto en mi vida.
—Ya sé. —Una sonrisa de orgullo maternal brilló entre las lágrimas de Ayla—. Siempre me aseguré de que tuviera comida suficiente, no como los cachorros de las familias de leones. Pero cuando lo encontré era pequeñito. Lo llamé Bebé y nunca pude ponerle otro nombre.
— ¿Lo encontraste? —preguntó Jondalar, vacilante aún.
—Lo habían dejado por muerto. Creo que un ciervo lo pisoteó. Yo estaba acosando a los ciervos hacia mi zanja. Brun solía permitirme que llevara animalitos a la caverna, a veces, si estaban lastimados y necesitaban cuidados. Pero nunca carnívoros. No iba a recoger al cachorro de león cavernario, pero las hienas fueron por él. Las espanté con la honda y lo traje.
Los ojos de Ayla adquirieron una mirada lejana y su boca se torció en una sonrisa sesgada.
—Bebé era tan gracioso de pequeño, siempre me hacía reír. Pero pasé mucho tiempo cazando para él hasta el segundo invierno, cuando aprendimos a cazar juntos. Los tres: también Whinney. No había vuelto a ver a Bebé desde... —De repente recordó cuándo—Oh, Jondalar, ¡cuánto lo siento! Bebé es el león que mató a tu hermano. De haber sido otro león, no habría podido arrebatarte de sus garras.
— ¡Eres una donii! —exclamó Jondalar—. Te vi en mi sueño. Creí que una donii había venido para llevarme al otro mundo, pero en cambio obligó al león a alejarse.
—Sin duda recobraste el conocimiento un instante, Jondalar. Entonces, cuando te cambié de postura, probablemente te desvaneciste por el dolor. Tenía que apartarme de allí a toda prisa. Sabía que Bebé no me haría daño; a veces es un poco rudo, pero sin querer. No lo puede remediar. Pero yo no sabía cuándo regresaría la leona.
El hombre movía la cabeza, incrédulo y maravillado.
— ¿Realmente cazaste con ese león?
—No había otro medio para alimentarlo. Al principio, antes de que pudiera matar, derribaba un animal y yo corría montada en Whinney y lo remataba con la lanza. Entonces yo no sabía que se arrojaban las lanzas. Cuando Bebé fue suficientemente grande para matar, a veces yo cogía un trozo de carne antes de que se pusiera a masticar, o quería aprovechar la piel...
—De manera que lo empujabas, como con ese bisonte. ¿No sabes lo peligroso que es quitarle la carne a un león? He visto a uno que mató a su propio cachorro por eso.
—También yo. Pero Bebé es diferente, Jondalar. No fue criado en una familia de leones. Creció aquí, con Whinney y conmigo; cazamos juntos... está acostumbrado a compartir conmigo. Pero me alegro de que encontrara una leona, así podrá vivir como un león. Whinney se fue algún tiempo con una manada, pero no fue feliz y regresó... —Ayla sacudió la cabeza y bajó la mirada—. No es cierto. Quiero creerlo. Creo que fue feliz con su manada y su semental. Yo no era feliz sin ella. Me alegró mucho que aceptara regresar conmigo después de que murió su semental.
Ayla recogió el manto sucio y se metió en la caverna. Jondalar, dándose cuenta de que seguía sosteniendo la lanza, la apoyó contra la muralla y entró también. Ayla estaba pensativa. El retorno de Bebé había despertado en ella infinidad de recuerdos. Miró el trozo de bisonte que estaba asándose, dio vuelta al espetón y atizó el fuego. Entonces, del vasto estómago de onagro que colgaba de un poste, echó agua en un canasto—olla, y puso al fuego unas cuantas piedras para que se calentaran.
Jondalar se limitaba a observarla, pasmado aún por la visita del león cavernario. Ya había sido suficiente sobresalto ver al león brincar sobre el saliente, pero la manera en que Ayla se había puesto delante, deteniendo al impresionante depredador... nadie se lo creería.
Mientras la miraba, tuvo la sensación de que había algo diferente en ella. Recordó la primera vez que la había visto con el cabello suelto, dorado y brillando al sol. Había subido desde la playa y él la había visto, toda ella, por vez primera, con el cabello suelto y aquel cuerpo magnífico.
—Me ha alegrado ver de nuevo a Bebé. Esos bisontes estaban quizá en su territorio. Olió la sangre y nos siguió la pista. Se sorprendió al verte. No sé si te recordaría. ¿Cómo quedaste atrapado en ese cañón ciego?
— ¿Có...? Lo siento: no te escuchaba.
—Me preguntaba cómo tu hermano y tú os dejasteis atrapar en ese cañón con Bebé —repitió, levantando la vista.
Unos luminosos ojos color violeta la estaban mirando y le hicieron subir el calor a la cara.
Jondalar hizo un esfuerzo para pensar en la pregunta.
—Estábamos acechando un ciervo; Thonolan lo mató, pero una leona había estado persiguiéndolo y se lo llevó arrastrando. Pero Thonolan fue tras ella. Le dije que se lo dejara, y no quiso escuchar. Vimos que la leona entraba en la cueva y después se marchaba. Thonolan pensó que podría recuperar la lanza y algo de carne antes de que volviera. El león tenía otras ideas. —Jondalar cerró los ojos un momento—. No se lo puedo reprochar. Fue una tontería seguir a la leona, pero no pude detenerle. Siempre fue temerario, pero después de la muerte de Jetamio, fue algo más que temerario: quería morir. Supongo que tampoco yo debí haberle seguido.
Ayla sabía que seguía sufriendo por la pérdida de su hermano, y cambió de tema.
—No he visto a Whinney. Debe de andar por la estepa con Corredor. Últimamente anda mucho por ahí. La forma en que pusiste las correas en la cabeza de Corredor funcionó bien, pero no sé si era necesario tenerlo atado a Whinney.
—La cuerda era demasiado larga. No pensé que se pudiera trabar en un arbusto. Pero quedaron sujetos los dos. Habría que tenerlo presente, para cuando quieras que se queden quietos en alguna parte. Por lo menos Corredor. ¿Hace siempre Whinney lo que quieres tú?
—Supongo que sí, pero es más bien lo que ella quiere. Sabe lo que yo quiero y lo hace. Bebé sólo me lleva a donde él quiere, pero va tan aprisa... —Sus ojos echaron chispas al recordar su reciente cabalgada. Siempre resultaba emocionante montar el león.
Jondalar recordó cómo se asía al lomo del león cavernario, sus cabellos, más dorados que la melena rojiza, flotando al viento. Al verla había tenido miedo por ella, pero era excitante... como ella misma. Tan salvaje y libre, tan bella...
—Eres una mujer excitante, Ayla —dijo; y su mirada conformaba su convencimiento.
— ¿Excitante? Excitante es... el lanzavenablos o cabalgar velozmente montando a Whinney... o Bebé, ¿no es cierto? —Estaba confundida.
—Cierto. Y también lo es Ayla, para mí... y bella.
—Jondalar, estás bromeando. Una flor es bella o también el cielo cuando el sol se pone en el horizonte. Yo no soy bella.
— ¿No puede ser bella una mujer?
Ella se apartó de la intensidad de su mirada.
—Yo... yo no sé. Pero yo no soy bella. Soy grande y fea.
Jondalar se puso de pie, la cogió de la mano y la hizo incorporarse.
—Veamos, ¿quién es más alto?
Era irresistible, allí tan cerca de ella. Vio que se había vuelto a afeitar. Los pelitos de la barba sólo se veían de cerca. Sintió deseos de tocar su rostro suave y áspero a la vez, y los ojos que la miraban le hacían sentir como si pudiera penetrar dentro de ella.
—Tú —dijo dulcemente.
—Entonces no eres demasiado alta, ¿verdad? Y no eres fea, Ayla. —Sonrió, pero ella sólo vio la sonrisa en sus ojos—. Es gracioso, pero la mujer más bella que he visto en mi vida cree que es fea.
Ayla oía pero estaba demasiado hundida en los ojos que la retenían, demasiado conmovida por la respuesta de su cuerpo, para fijarse en las palabras. Lo vio acercarse más, inclinándose, poner sus labios sobre los de ella, rodearla con sus brazos y pegarla a su cuerpo.
—Jondalar —suspiró—, me gusta ese boca a boca.
—Beso —dijo él—. Creo que ya es hora, Ayla. —La cogió de la mano y se la llevó hacia la cama cubierta de pieles.
— ¿Ahora?
—Los Primeros Ritos —explicó. Se sentaron en las pieles.
— ¿Qué clase de ceremonia es?
—Es la ceremonia que hace a la mujer. No puedo decírtelo todo al respecto. Las mujeres más viejas le explican a la muchacha lo que debe esperar y que puede doler, pero que es necesario para abrir el paso que la convierta en mujer. Escogen al hombre que lo hará. Los hombres desean ser escogidos, pero tienen miedo.
— ¿Por qué tienen miedo?
—Tienen miedo de lastimar a la mujer, miedo de ser torpes, miedo de que no se levante su hacedor de mujeres.
— ¿Eso significa el órgano del hombre? ¡Tiene tantos nombres!
Jondalar recordó todos los nombres, muchos de ellos vulgares o humorísticos.
—Sí, tiene muchos nombres.
— ¿Y cómo se llama realmente?
—Supongo que virilidad —dijo, después de pensarlo un instante—, lo mismo que para un hombre, pero «hacedor de mujeres», es otro.
— ¿Y qué ocurre si no se levanta la virilidad?
—Hay que acudir a otro hombre... es muy embarazoso. Pero la mayoría de los hombres desean ser escogidos para la primera vez de una mujer.
— ¿Te gusta ser escogido?
—Sí.
— ¿Te escogen con frecuencia?
—Sí.
— ¿Por qué?
Jondalar sonrió y se preguntó si tantas preguntas serían el resultado de la curiosidad o del nerviosismo.
—Creo que porque me gusta. La primera vez de una mujer es especial para mí.
—Jondalar, ¿cómo podemos tener una ceremonia de los Primeros Ritos? Ya no es mi primera vez; estoy abierta.
—Ya lo sé; pero en los Primeros Ritos se encierra algo más que abrir el paso.
—No entiendo. ¿Qué más puede haber?
Sonrió nuevamente, entonces se inclinó más y la besó. Ella se recostó en él, pero se sobresaltó al sentir que se abría la boca del hombre y que su lengua intentaba entrar en su boca. Se echó hacia atrás.
— ¿Qué estás haciendo? —preguntó.
— ¿No te agrada? —y su frente se crispó sorprendido.
—No lo sé.
— ¿Quieres volver a probar y comprobar? —«Despacio, no la apremies», pensó, y añadió en voz alta—: ¿Porqué no te tiendes y te relajas?
La empujó con suavidad, después se tendió a su lado, descansando sobre el codo. La miró, volvió a besarla. Esperó hasta sentir que ya no estaba tensa y acarició ligeramente sus labios con la lengua. Se levantó un poco y vio que su boca sonreía, pero que tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió, se inclinó para volver a besarla. Ella se tendió para acercarse a él. La besó presionando más y abriendo. Cuando su lengua intentó entrar, Ayla abrió la boca para dejarle.
—Sí —dijo—, creo que me gusta.
Jondalar sonrió. Estaba interrogando, probando, saboreando, y le complacía que no lo encontrara insatisfactorio.
— ¿Y ahora qué? —preguntó Ayla.
— ¿Más de lo mismo?
—Está bien.
Volvió a besarla, explorando suavemente los labios, el cielo de la boca y bajo la lengua. Entonces siguió con los labios la línea de la mandíbula. Encontró la orejita, sopló su aliento en ella, le mordisqueó el lóbulo y cubrió la garganta de besos y de caricias con la lengua. A continuación regresó a la boca.
— ¿Por qué me hace sentir como si tuviera calentura... y escalofríos? —preguntó Ayla—. No como enfermedad, escalofríos agradables.
—Ahora no tienes que ser curandera, no es una enfermedad —dijo Jondalar, quien casi enseguida añadió—: Si tienes calor, ¿por qué no abres el manto, Ayla?
—Está bien. No tengo tanto calor.
— ¿Te importa si lo abro yo?
— ¿Por qué?
—Porque lo deseo. —La besó de nuevo, tratando de deshacer el nudo de la correa que mantenía cerrado el manto. No lo consiguió y pensó que seguiría intentándolo.
—Yo lo abriré —susurró Ayla, cuando le liberó la boca. Hábilmente soltó la correa y se tendió para desenrollarla. El manto de piel cayó y Jondalar jadeó.
— ¡Oh, mujer! —dijo, con voz de deseo, y los ijares se le crisparon—. ¡Ayla! ¡Oh, Doni, qué mujer! —La besó apasionadamente en la boca, hundió el rostro en el cuello de ella y aspiró calor. Respirando fuerte, se apartó y vio la marca roja que le había hecho. Aspiró muy hondo para tratar de dominarse.
— ¿Pasa algo malo? —preguntó Ayla, frunciendo el ceño con preocupación.
—Sólo que te deseo demasiado. Quiero que todo esté bien para ti, pero no sé si podré. Eres... ¡tan bella, tan mujer!
—Todo lo que tú hagas estará bien, Jondalar. —Sonreía, y la frente arrugada se le alisó.
La besó de nuevo, más suavemente, deseando más que nunca proporcionarle Placer. Acarició su costado sintiendo la plenitud de su seno, la depresión de su cintura, la suave curva de la cadera, el músculo tenso del muslo. Ella se estremecía bajo su mano, que acarició los rizos dorados del pubis y subió por el vientre, hasta llegar a la hinchazón turgente de su seno; sintió cómo se endurecía el pezón bajo su caricia.
Besó la diminuta cicatriz en la base del cuello; entonces buscó el otro seno y succionó el pezón con la boca.
—No se siente igual que un bebé —dijo Ayla.
Eso disipó la tensión; Jondalar se sentó, riendo.
—Se supone que no estás analizando, Ayla.
—Bueno, pues no se siente igual que cuando mama un bebé, y no sé por qué. No sé por qué un hombre va a querer mamar como un bebé —declaró, a la defensiva.
— ¿No quieres que lo haga? No lo haré si es que no te gusta —dijo apesadumbrado.
—No dije que no me gustara. Me siento bien cuando mama un bebé. No lo siento igual cuando lo haces tú, pero me siento bien. Lo siento hasta abajo dentro de mí. Un bebé no hace sentir lo mismo.
—Por eso lo hace el hombre, para que la mujer sienta así y para sentirlo así también él. Por eso tengo ganas de tocarte, de darte placer y de experimentarlo yo también. Es la Dádiva del Placer de la Madre a Sus hijos. Nos crió para conocer este Placer y la honramos a Ella cuando aceptamos su dádiva. ¿Quieres que te dé Placer, Ayla?
La estaba mirando: el cabello dorado, revuelto sobre la piel, le enmarcaba el rostro. Sus ojos dilatados, profundos y dulces, brillaban con un fuego oculto y parecían llenos como si fuera a derramarse. La boca le tembló cuando quiso contestar; entonces asintió con la cabeza.
Jondalar besó un ojo cerrado y después el otro, y sintió una lágrima. Saboreó la gota salada con la punta de la lengua. Ella abrió los ojos y sonrió. Jondalar le besó la punta de la nariz, la boca y cada pezón. Entonces se levantó.
Ayla vio que se dirigía al fuego y apartaba el asado que había en el espetón y que quitaba de los carbones las raíces envueltas en hojas. Esperó sin pensar, saboreando por anticipado no sabía qué. Le había hecho sentir más de lo que hubiera creído que su cuerpo fuera capaz de sentir, y sin embargo, había despertado en ella un anhelo inefable.
Jondalar llenó de agua una taza y se la llevó.
—No quiero que nada nos interrumpa —dijo—, y pensé que tal vez querrías un poco de agua.
Ayla movió la cabeza; él tomó un sorbo y dejó la taza; después desató la correa de su taparrabos y se quedó mirándola, con su prodigiosa virilidad enhiesta. Los ojos de ella sólo reflejaban confianza y deseo, nada de ese temor que a menudo provocaba en las mujeres jóvenes, y no tan jóvenes, cuando lo veían por vez primera.
Se tendió junto a la joven, llenándose los ojos de ella. Su cabello suave, espléndido, sus ojos, rebosantes y llenos de expectación, su cuerpo magnífico; toda aquella bella mujer esperando que la tocara, esperando que despertara en ella las sensaciones que él sabía que estaban allí. Quería que durara esa toma de conciencia por parte de ella. Se sentía más excitado que nunca anteriormente en los Primeros Ritos de una novata. Ayla no sabía qué esperar, nadie se lo había descrito con detalles claros y extensos. Sólo habían abusado de ella.
« ¡Oh Doni, ayúdame a hacerlo bien!», pensó, sintiendo que en ese momento estaba asumiendo una tremenda responsabilidad y no un placer deleitable.
Ayla estaba quieta, sin mover un músculo pero estremecida. Sentía como si estuviera esperando desde siempre algo que no podía nombrar pero que él podía darle. Con sólo sus ojos podía tocarla hasta dentro; ella no podía explicar su palpitación, los efectos deliciosos de sus manos, su boca, su lengua, pero ansiaba más. Se sentía incompleta, sin terminar. Hasta que él le había dado a probar el sabor, no sabía cuánta hambre tenía, pero una vez provocada ésta, tenía que saciarla.
Cuando sus ojos quedaron satisfechos, los cerró y la besó una vez más. Ella tenía la boca abierta, esperando; atrajo su lengua y experimentó con la suya, tanteando. Él se apartó y le sonrió para animarla. Cogió una guedeja dorada y brillante de cabello y se la llevó a los labios, y después se frotó el rostro contra la suave abundancia dorada de su corona. Le besó la frente, los ojos, las mejillas, deseando conocerla toda ella.
Encontró la oreja y su aliento cálido mandó estremecimientos deliciosos por el cuerpo de ella una vez más; le mordisqueó la oreja y le lamió el lóbulo. Encontró los nervios tiernos del cuello y la garganta, que despertaron largos espasmos deliciosos por lugares secretos e intactos. Sus manos grandes, expresivas y sensibles la exploraron, sintieron la textura sedosa de su cabello, rodearon mejilla y mandíbula, recorrieron el contorno de su hombro y su brazo. Cuando llegó a la mano, se la llevó a la boca, besó la palma, acarició los dedos uno por uno y siguió la curva interior del brazo.
Ayla tenía los ojos cerrados, cediendo a la sensación con impulsos rítmicos. La boca cálida encontró la cicatriz en el hueco de su cuello, siguió el camino entre los senos y rodeó la curva de uno. Hizo círculos cada vez más pequeños con la lengua y sintió el cambio de textura de la piel al llegar a la areola; Ayla jadeó al sentir que le tomaba el pezón en la boca, y él sintió que un ardor nuevo palpitaba en sus ijares.
Con su mano siguió el movimiento circular de la lengua en el otro seno, y sus dedos hallaron el pezón duro y erguido. Al principio succionó suavemente, pero cuando ella se tendió hacia él, aumentó la fuerza de succión. Ayla respiraba fuerte, gemía suavemente. La respiración del hombre iba a la par con el deseo de ella; no estaba seguro de poder esperar más. Entonces se detuvo para volver a mirarla: tenía los ojos cerrados y la boca abierta.
La deseaba toda y todo al mismo tiempo. Buscó su boca y atrajo su lengua hacia la suya. Cuando la soltó, ella atrajo la de él, siguiendo su ejemplo y sintió el calor dentro de la suya. Jondalar volvió a encontrar su garganta y trazó círculos húmedos alrededor del otro seno turgente hasta llegar al pezón. Ella se alzó para salir a su encuentro, en aras de su deseo, y se estremeció cuando él respondió atrayéndola.
Con la mano le acariciaba el vientre, la cadera, la pierna; entonces tocó la parte interior del muslo. Los músculos de Ayla ondularon, mientras se tensaba, y después abrió las piernas. Puso la mano sobre el pubis cubierto de rizos de un rubio oscuro y sintió súbitamente una humedad caliente. El sobresalto que dio su ingle en respuesta le pilló por sorpresa. Se quedó tal como estaba, luchando por dominarse, y casi se rindió cuando sintió otra oleada de humedad en la mano.
Su boca dejó el pezón y formó círculos en el estómago y el ombligo de la joven. Al llegar al pubis, la miró: estaba respirando de forma espasmódica, con la espalda curva y tensa, esperando. Estaba preparada. Le besó el pubis, el vello crujiente, y siguió bajando. Ella temblaba, y cuando la lengua de él alcanzó la parte superior de su hendidura, brincó dando un grito y volvió a caer de espaldas, gimiendo.
Su virilidad palpitaba anhelante, impaciente, mientras cambiaba de postura para deslizarse entre las piernas de ella. Entonces abrió los repliegues y los saboreó lenta y amorosamente. Ella no podía oír los ruidos que hacía al sumirse en el estallido de sensaciones exquisitas que la recorrían mientras la lengua de él exploraba cada repliegue, cada borde.
Se concentró en ella para dominar su necesidad apremiante, encontró el nódulo que era el centro pequeño pero erguido del deleite en ella, y lo acarició firme y rápidamente. Temía haber llegado al límite de su resistencia cuando ella se retorció sollozando en un éxtasis que nunca anteriormente había experimentado. Con dos largos dedos penetró en su húmeda cavidad y aplicó presión hacia arriba, desde fuera.
De repente Ayla se arqueó y gritó, y él saboreó una nueva humedad. Apretando y aflojando los puños convulsivamente, hacía gestos de llamada inconsciente al ritmo de su respiración espasmódica.
—Jondalar —le gritó—. ¡Oh, Jondalar! Necesito... te necesito... necesito algo...
Él estaba de rodillas, apretando los dientes en un esfuerzo por contenerse, tratando de penetrar con delicadeza en ella.
—Estoy tratando de hacerlo con suavidad —dijo, casi dolorosamente.
—No... no me hará daño, Jondalar.
¡Era cierto! No era realmente la primera vez. Mientras ella se arqueaba para recibirlo, se abandonó y entró: no había bloqueo. Fue más allá, esperando hallar la barrera, pero se sintió atraído hacia dentro, sintió sus profundidades cálidas y húmedas bien abiertas, que le abrazaban y le envolvían hasta que, maravillado, sintió que lo recibía todo. Se retiró un poco y volvió a introducirse profundamente en ella. Ayla le rodeó con las piernas para atraerle más. Volvió a retirarse y, al penetrar una vez más, sintió que su maravilloso paso palpitante le acariciaba cuan largo era. Fue más de lo que podía aguantar, volvió a empujar una y otra vez con un abandono sin restricción, cediendo por una vez a su necesidad en forma total.
— ¡Ayla! ¡Ayla! ¡Ayla! —gritó.
La tensión estaba alcanzando la cima; él sentía cómo se acumulaba en sus ijares. Se retiró una vez más; Ayla se tendió hacia él con todos sus nervios y sus músculos, Él penetró en ella con el placer sensual absoluto de enterrar toda su joven virilidad en el calor anhelante. Se movieron juntos. Ayla gritó su nombre y, dándole todo lo que le quedaba, Jondalar la llenó.
Durante un instante eterno, los gritos más profundos de él se mezclaron en armonía con los sollozos de ella, repitiendo su nombre, mientras ambos se estremecían convulsos, en el paroxismo de un placer inefable. Entonces, con un alivio exquisito, cayó encima de ella.
Durante un buen rato sólo se pudo oír la respiración de ambos. No podían moverse. Se habían entregado totalmente el uno al otro, se habían transmitido cada fibra de su experiencia compartida, Aunque había transcurrido ya un rato no querían moverse, no querían que terminara aunque sabían que había concluido. Había sido el despertar de Ayla: nunca había conocido los placeres que podía proporcionarle un hombre. Jondalar sabía que su placer consistía en despertarla, pero ella le había dado una sorpresa inesperada incrementando inmensamente su propia excitación.
Sólo unas cuantas mujeres tenían la profundidad suficiente para darle cabida a todo él; había aprendido a limitar su penetración para tenerlo en cuenta, y lo hacían con sensibilidad y pericia. Nunca volvería a ser lo mismo... pero gozar el deleite de los Primeros Ritos y el alivio glorioso y poco frecuente de una penetración completa al mismo tiempo, resultaba increíble.
Siempre se esforzaba más para los Primeros Ritos, había algo en la ceremonia que le hacía dar lo mejor de sí mismo. Sus atenciones y su preocupación eran genuinas. Sus esfuerzos tendían a complacer a la mujer, y su satisfacción procedía tanto del deleite de ella como del suyo propio. Pero Ayla le había complacido, le había satisfecho más allá de su imaginación más desbocada. Por su instante, pareció que ambos sólo formaban uno.
—Debo resultarte pesado —dijo, retirándose un poco para sostenerse en parte con el codo.
—No —dijo ella con voz dulce—. No pesas. No creo que vaya a querer levantarme nunca más.
Se inclinó para acariciarle la oreja con la boca y besarle el cuello.
—Tampoco yo tengo ganas de levantarme, pero creo que debo hacerlo. —Se desprendió lentamente y se tendió junto a ella, pasándole un brazo por debajo de manera que la cadera de ella reposara en el hueco de su axila.
Ayla estaba satisfecha, lánguida, totalmente relajada y muy sensible a la presencia de Jondalar. Sentía el brazo que la rodeaba, los dedos que la acariciaban ligeramente, el juego de los músculos pectorales bajo su mejilla, podía oír el latido de su corazón —o tal vez el de ella— en su oído, olía el olor almizclado y cálido de su piel y de sus Placeres. Y nunca la habían mimado ni atendido tanto.
—Jondalar —dijo al cabo de un rato—, ¿cómo sabes lo que hay que hacer? Yo ignoraba que existían esas sensaciones en mí. ¿Cómo?
—Alguien me aleccionó, me enseñó, me ayudó a saber lo que necesita una mujer.
— ¿Quién? —Ayla sintió que se le tensaban los músculos, reconoció un cambio en su tono de voz.
—Es costumbre que mujeres mayores y con más experiencia enseñen a los hombres jóvenes.
— ¿Quieres decir como en los Primeros Ritos?
—No exactamente; es menos oficial. Cuando los jóvenes comienzan a tener erecciones, las mujeres lo saben. Una, o más, que advierte que el joven está nervioso o inseguro, se pone a su disposición, y le ayuda. Pero no es una ceremonia.
—En el Clan, cuando un mozo mata por vez primera, en una cacería en serio, no animalitos pequeños, entonces es hombre y tiene una ceremonia de virilidad. Que esté en celo no importa. Lo que hace de él un hombre es cazar. Es cuando debe asumir responsabilidades de adulto.
—Cazar es importante, pero algunos hombres no cazan nunca. Tienen otras habilidades. Supongo que yo no tendría que cazar si no quisiera. Podría hacer herramientas y cambiarlas por alimentos o pieles o lo que necesitara. Pero la mayoría de los hombres cazan, y la primera vez que un muchacho mata es muy especial.
La voz de Jondalar adoptó matices cálidos del recuerdo.
—No hay una verdadera ceremonia, pero el animal que él mata se reparte entre todos los de la Caverna: él mismo no prueba esta carne. Cuando se produce ese hecho, todos comentan entre ellos, para que el joven lo oiga, lo grande y maravilloso que era el animal, y cuán tierna y deliciosa su carne. Los hombres le invitan a participar en sus juegos o sus conversaciones. Las mujeres le tratan como a un hombre, no como a un muchacho, y le gastan bromas amistosas. Casi todas se pondrán a su disposición, si es lo suficientemente mayor y lo desea. El primer animal que uno mata le hace sentirse muy hombre.
— ¿Pero sin ceremonia de virilidad?
—Cada vez que un hombre hace una mujer, que la abre, que deja fluir dentro de ella la fuerza vital, reafirma su virilidad. Por eso su órgano, su virilidad, se llama «hacedor de mujeres».
—Podría hacer algo más que hacer mujer, podría iniciar un hijo.
—Ayla, la Gran Madre Tierra bendice a una mujer con hijos. Los trae al mundo y al hogar de un hombre. Doni creó a los hombres para ayudarla, para protegerla cuando está embarazada o amamantando y cuidando de un bebé. Y para hacerla mujer. No lo puedo explicar mejor. Quizá Zelandoni pueda.
«Quizá tenga razón —pensó Ayla, acurrucándose contra él—. Pero si no la tiene, tal vez esté creciendo un hijo dentro de mí.» Sonrió, «Un bebé como Durc, para amamantarle, mimarle y cuidarle, un bebé que sería en parte Jondalar.
»Pero, y cuándo él se vaya, ¿quién me ayudará? —pensó con una punzada de angustia. Recordó su anterior embarazo, tan difícil, su lucha con la muerte durante el parto—. Si no hubiera sido por Iza, no habría sobrevivido. ¿Y aunque me las arreglara para tener un bebé? ¿Y si me hirieran o muriese? ¿Quién cuidaría de mi bebé? Se moriría, solo.
» ¡Ahora no puedo tener otro hijo!» Se incorporó. « ¿Y si ya se ha iniciado uno? ¿Qué tendré que hacer? ¡La medicina de Iza! Ruda... o muérdago... no, muérdago no: sólo crece en el roble y por aquí no hay. Pero hay varias plantas que resultarán... tendré que pensarlo. Podría ser peligroso, pero es mejor perder ahora el bebé que dejárselo a una hiena después de nacido.»
— ¿Pasa algo malo, Ayla? —preguntó Jondalar, acariciando un seno firme con la mano, porque sabía que podía y porque eso le hacía desearlo.
Ayla se inclinó sobre su mano, recordando su contacto.
—No; no pasa nada malo.
Sonrió, recordó su profunda satisfacción y experimentó nuevos estremecimientos. «Pronto —se dijo—. ¡Creo que tiene el toque de Haduma! »
Ayla vio calor y deseo en sus ojos azules. «Tal vez quiera hacer otra vez Placeres conmigo —pensó Ayla, devolviéndole la sonrisa. Pero la sonrisa se borró—. Si no ha comenzado un bebé y hacemos otra vez Placeres, podría comenzar uno. Quizá deba tomarme la medicina secreta de Iza, la que dijo que no debía decírselo a nadie.»
Recordó cuando Iza le habló de las plantas —hilo de oro y raíz de salvia de antílope— con una magia tan potente que podían agregar fuerza al tótem de una mujer para luchar contra las esencias fertilizantes del hombre e impedir que se iniciara la vida. Iza no le había hablado anteriormente de la medicina: nadie creyó nunca que llegaría a tener un niño, y por tanto, no se mencionó el asunto en su adiestramiento. «Tótem fuerte o no, tuve un hijo y podría volver a tener otro. Yo no sé si es el espíritu del hombre, pero la medicina le sirvió a Iza y creo que haré bien si la tomo, pues quizá tendría que tomar otra para perderlo.
»Ojalá no tuviera que hacerlo, ojalá pudiera quedarme con él. Me gustaría tener un bebé de Jondalar.» Dibujó una sonrisa tan tierna y prometedora que el hombre se acercó y la atrajo encima de él; el amuleto que colgaba del cuello le golpeó la nariz.
— ¡Oh, Jondalar!, ¿te ha hecho daño?
— ¿Qué tienes dentro de esa cosa? ¡Debe de estar llena de piedras! —dijo, sentándose y frotándose la nariz—. ¿Qué es?
—Es... para el espíritu de mi tótem, para que pueda encontrarme. Conserva la parte de mi espíritu que él reconoce. Cuando me ha dado señales, también las guardo ahí. Todos los del Clan tienen uno. Creb dijo que si lo perdiera, moriría.
—Es un hechizo o un amuleto —dijo Jondalar—. Tu Clan comprende los misterios del mundo de los espíritus. Cuantas más cosas sé de ellos, más parecen personas, aunque distintas de todas las que conozco. —Su mirada se cargó de arrepentimiento—. Ayla, mi ignorancia fue lo que me hizo portarme como lo hice cuando comprendí lo que entendías por Clan. Fue vergonzoso y lo lamento.
—Sí; fue vergonzoso, pero no estoy enojada ni lastimada, ya no. Me has hecho sentir... quiero hacer una cortesía, también yo. Por hoy, por los Primeros Ritos, quiero decir... gracias.
—No creo que nadie me haya dado las gracias anteriormente —respondió Jondalar con sonrisa pícara, que fue transformándose en una simple sonrisa aunque sus ojos estaban serios—. Si alguien debiera darlas, sería yo. Gracias, Ayla. No sabes la experiencia que me has proporcionado. No había tenido una satisfacción tan grande desde que Se detuvo, y Ayla reconoció una expresión de pena... —desde Zolena.
— ¿Quién es Zolena?
—Ya no hay Zolena. Era una mujer que conocí de joven. —Se tendió de espaldas y miró el techo de la cueva tanto rato que Ayla no creyó que diría nada más. Entonces comenzó a hablar, más para sí que para ella:
—Era bella entonces. Todos los hombres hablaban de ella, y todos los muchachos pensaban en ella, pero ninguno más que yo, incluso antes de que la donii se me apareciera en sueños. La noche que vino mi donii, vino como Zolena, y cuando desperté, las pieles en que dormía estaban llenas de mi esencia y mi cabeza llena de Zolena.
Recuerdo haberla seguido, o haber hallado un lugar para esperar hasta verla. Rogaba a la Madre que me la diera. Pero no podía creerlo cuando vino a mí. Podría haber sido cualquiera de las mujeres, pero la única que yo deseaba era Zolena. ¡Oh, cómo la deseaba! Y vino a mí.
»Primero me limité a gozar con ella. Incluso entonces, ya era grande para mi edad... en muchos aspectos. Ella me enseñó a dominarme, a usar mi cuerpo, y me mostró lo que una mujer necesita. Aprendí que podía obtener placer de una mujer, aun cuando no fuera lo suficientemente profunda, si me contenía lo más posible y la preparaba. Entonces no necesitaría tanta profundidad, y ella recibiría más.
»Con Zolena no tenía que preocuparme. Sin embargo, podía hacer felices a hombres más pequeños... también ella podía dominarse. No había hombre que no la deseara... y me escogió a mí. Al cabo de algún tiempo me escogía siempre a mí, aunque era apenas poco más que un muchacho.
»Pero había un hombre que andaba siempre tras ella, aunque sabía que ella no le quería. Eso me enfureció. Cuando nos vio juntos le dijo que, para cambiar, se buscara un hombre; era más joven que Zolena, pero más viejo que yo; aunque yo era más grande. —Jondalar cerró los ojos y continuó—: ¡Fui tan estúpido! No debería haberlo hecho, sólo conseguí que la gente se fijara en nosotros, pero aquel tipo no quería dejarla en paz. Me sacaba de quicio. Un día le golpeé y ya no pude detenerme.
»Dicen que no es bueno que un hombre joven ande demasiado con una sola mujer. Si frecuenta más mujeres, hay menos posibilidad de que se encariñen. Se supone que un hombre joven debe casarse con una mujer joven, se supone que las mujeres mayores son para enseñarle. Siempre les echan la culpa cuando un hombre joven se siente demasiado apegado a una de ellas. Pero no debieron echarle la culpa a ella. Yo no quería a ninguna de las otras mujeres, yo sólo quería a Zolena.
»Aquellas mujeres me parecían muy toscas entonces, tan insensibles, bromeando, burlándose todo el tiempo de los hombres, en especial de los hombres jóvenes. Tal vez fuera insensible, yo también, al apartarlas de mí, al insultarlas.
»Hay algunas que escogen a los hombres para los Primeros Ritos. Todos los hombres desean ser elegidos... siempre hablan de ello. Es un honor, también resulta excitante, pero se preocupan por si serán demasiado rudos o apresurados o algo peor. ¿Qué tiene de bueno un hombre que no sea capaz siquiera de abrir a una mujer? Cada vez que un hombre pasa cerca de un grupo de mujeres, le provocan».
Y cambiando la voz para imitarlas dijo con timbre atiplado:
—«Ahí va uno guapo. ¿Quieres que te enseñe una par de cosas? », O también: «No he podido enseñarle nada a éste, ¿quiere probar alguna otra?».
Y luego, dijo con su propia voz:
—La mayoría de los hombres aprenden a contestarles y gozan de las bromas tanto como ellas, pero para los jóvenes resulta duro. Cualquier hombre que pase junto a un grupo de mujeres que ríen, se pregunta si no se estarán burlando de él. Zolena no era como ellas. Las otras mujeres no le tenían mucha simpatía porque a los hombres les gustaba demasiado. En cualquiera de los festivales o fiestas de la Madre, era la predilecta...
»El hombre al que golpeé perdió varios dientes. Es triste para un hombre tan joven perder dientes: no puede masticar, y las mujeres no le quieren. Desde entonces no he dejado de lamentarlo. ¡Fue una estupidez! Mi madre dio una compensación de mi parte y él se fue a otra Caverna. Pero asiste a las Reuniones de Verano, y me crispo cada vez que le veo.
»Zolena había estado hablando de servir a la Madre. Yo pensaba hacerme grabador y servirla de ese modo. Entonces fue cuando Marthona decidió que yo podría tener vocación para el trabajo de la piedra, y mandó un mensaje a Dalanar. Poco después, Zolena se retiró para recibir un adiestramiento especial y Willomar me llevó a vivir con los Lanzadonii. Tenía razón Marthona: era lo mejor. Cuando regresé al cabo de tres años, ya no estaba Zolena.
— ¿Qué fue de ella? —preguntó Ayla, casi con miedo.
—Los que Sirven a la Madre renuncian a su propia identidad y adoptan la de las personas por quienes interceden. A cambio, la Madre les otorga dádivas desconocidas por sus hijos comunes y corrientes: dádivas de magia, habilidad, conocimiento... y poder. Muchos de los que van a servir nunca pasan de ser meros acólitos. Entre los que reciben Su Llamada, sólo unos pocos tienen verdadero talento, pero ascienden muy rápidamente entre las filas de Los que Sirven.
»Justo antes de que me marchara, Zolena fue convertida en Alta Sacerdotisa Zelandoni, la Primera entre Los que Sirven a la Madre.
De repente Jondalar dio un brinco y vio el cielo occidental escarlata y dorado por las aberturas de la cueva.
—Todavía no anochece y tengo ganas de nadar —dijo, saliendo rápidamente.
Ayla recogió su manto y su larga correa y le siguió. Cuando ella llegó a la playa él estaba ya en el agua; se quitó su amuleto, avanzó río adentro y poco después se puso a nadar. Jondalar iba río arriba; ella se reunió con él cuando volvía.
— ¿Hasta dónde has ido? —preguntó Ayla.
—Hasta las cataratas —dijo—. Ayla, nunca le he contado a nadie eso acerca de Zolena.
— ¿Has vuelto a verla alguna vez?
La carcajada explosiva de Jondalar estaba llena de un sentimiento de amargura.
—Zolena no, Zelandoni. Sí, la he visto, somos buenos amigos. Incluso he compartido Placeres con Zelandoni —dijo—. Pero ya no me escoge. —y se puso a nadar río abajo, fuerte y rápidamente.
Ayla arrugó el ceño, movió la cabeza y siguió tras él hasta la playa. Se puso un amuleto y ajustó su manto mientras le seguía por el sendero. Cuando entró en la cueva, Jondalar estaba de pie mirando las brasas. Ayla terminó de ajustarse el manto, recogió algo de leña y la echó al fuego. Él seguía mojado; al ver que se estremecía, fue a buscarle una piel.
—La estación está cambiando —le dijo—. Las tardes son frescas. Toma, póntela, no sea que te resfríes.
Jondalar se sujetó la piel sobre los hombros, torpemente. «No está bien para él... un manto de piel. Y si se va a marchar, tendrá que irse antes de que la temporada cambie...» Ayla fue al lugar donde dormía y cogió un bulto que había junto a la pared.
— ¿Jondalar...?
El hombre sacudió la cabeza para regresar al presente y sonrió, pero sólo con la boca. Cuando Ayla comenzó a desatar el paquete, algo cayó al suelo; ella lo recogió.
— ¿Qué es esto? —preguntó con un tono que encerraba a la vez admiración y temor—. ¿Cómo llegó aquí?
—Es una donii —dijo Jondalar al ver la pieza de marfil tallado.
— ¿Una donii?
—La hice para ti, para tus Primeros Ritos. Siempre tiene que estar presente una donii en los Primeros Ritos.
A Ayla se le saltaron las lágrimas e inclinó la cabeza para ocultarlas.
—No sé qué quiere decir, nunca he visto nada igual. Es bella. Parece real, como una persona; casi como yo.
—Yo quise que se pareciera a ti, Ayla —dijo Jondalar cogiéndola de la barbilla—. Un verdadero tallista la habría hecho mejor... no. Un verdadero tallista no habría hecho una donii como ésta. No estoy seguro de que yo debiera haberlo hecho. Por lo general, una donii no tiene rostro... el rostro de la Madre es inescrutable. Al poner tu rostro en esa donii tal vez tu espíritu haya quedado atrapado en ella. Por eso es tuya, para que la tengas en tu poder, mi obsequio para ti.
—Me pregunto por qué la pusiste ahí. —Ayla terminó de desatar el paquete—. Hice esto para ti.
Jondalar sacudió el cuero, vio las prendas, y se le iluminaron los ojos.
— ¡Ayla! Yo no sabía que pudieras coser ni bordar —dijo, examinando las ropas.
—Yo no hice el bordado. Sólo hice partes para la camisa que traías puesta. Separé las otras para saber de qué tamaño y forma hacer las piezas, y examiné cómo estaban unidas, para poder imitarlo. Utilicé la lezna que me habías dado... no sé si lo hice bien, pero lo logré.
—Está perfecto —dijo Jondalar, poniéndose la camisa por delante. Se probó el pantalón, después la camisa—. Había estado pensando en hacerme ropa más apropiada para viajar. Un taparrabos está bien aquí, pero...
Lo había dicho, y en voz alta. Como los malos espíritus de que hablaba Creb, cuyo poder dimanaba del reconocimiento de su existencia cuando se decían sus nombres en voz alta, la partida de Jondalar se había convertido en un hecho. Ya no era un pensamiento vago que algún día habría de hacerse realidad: ahora tenía sustancia. Y adquirió mayor peso cuando los pensamientos de ambos se concentraron en ella, hasta que una presencia física opresiva pareció haber entrado en la cueva y no quería irse.
Jondalar se quitó rápidamente la ropa y la dobló cuidadosamente.
—Gracias, Ayla. No puedo decirte lo que esto representa para mí. Cuando haga más frío, será perfecto, pero todavía no lo necesito —dijo, y se puso nuevamente el taparrabos.
Ayla asintió con la cabeza; no se fiaba de sí misma para hablar. Sentía una presión sobre sus ojos y la figurilla de marfil la veía borrosa; se la llevó al pecho; la amaba. Estaba hecha con sus manos. Él se decía hacedor de herramientas, pero podía hacer muchísimo más; tenía manos lo suficientemente hábiles para hacer una imagen que le produjera la misma sensación de ternura que había sentido cuando él le reveló lo que era el hecho de ser mujer.
—Gracias —dijo, recordando la cortesía.
—No la pierdas nunca —advirtió seriamente—. Con tu rostro o quizá tu espíritu, podría ser peligroso que alguien la encontrara.
—Mi amuleto guarda parte de mi espíritu y del espíritu de mi tótem. Ahora esta donii tiene parte de mi espíritu y del espíritu de tu Madre Tierra. ¿Es también mi amuleto?
Él no había pensado en eso. ¿Sería ella ahora parte de la Madre? ¿Una de las Hijas de la Tierra? Tal vez no debería haberse metido con fuerzas que quedaban mucho más allá de su alcance. ¿O habría actuado como agente de ellas?
—No lo sé, Ayla —confesó—. Pero no la pierdas.
—Jondalar, si crees que podría ser peligroso, ¿por qué pusiste mi rostro en esta donii?
Él le cogió las manos que sostenían la figura.
—Porque quería capturar tu espíritu, Ayla. No para siempre, pensaba devolverlo. Quería darte Placer y no sabía si podría. No sabía si tú comprenderías; no has sido criada para conocerla. Pensé por un momento que si ponía tu rostro en esto, serviría para atraerte hacia mí.
—Para eso no necesitabas poner mi rostro en una donii. Me habría sentido feliz con sólo que hubieras deseado satisfacer tus necesidades conmigo, antes de saber lo que eran los Placeres.
La cogió en sus brazos, incluyendo la donii.
—No, Ayla, puedes haber estado dispuesta, pero yo tenía que comprender que era tu primera vez, de lo contrario no habría estado bien.
Ayla estaba volviendo a perderse en sus ojos. Los brazos de él la apretaron y ella se entregó hasta no saber más que de sus brazos que la estrechaban, su boca hambrienta sobre su propia boca, el cuerpo de él contra el suyo y una necesidad exigente, que mareaba. No supo cuándo la alzó y la apartó del fuego.
Su cama de pieles la aceptó; sintió que Jondalar no podía soltar la correa, que renunciaba y le levantaba el manto. Se abrió, anhelante, sintió la búsqueda de su virilidad enhiesta y su penetración feroz, casi desesperada. Jondalar introdujo profundamente su miembro, como si tratara de convencerse de que ella estaba allí para él, que no tenía que dominarse. Ella se irguió para ir a su encuentro, recibiéndolo, deseándole tanto como él a ella.
Jondalar se retiró y volvió a penetrarla, sintiendo cómo aumentaba la tensión. Apremiado por la excitación de su envolvimiento total y por el deleite temerario de ceder por completo a la fuerza de su pasión, cabalgó el impulso ascendente con un goce furioso. Ella se reunía con él en cada cresta, respondiéndole a cada embate, arqueándose para guiar la presión de sus movimientos.
Pero las sensaciones que ella experimentaba iban más allá del impulso y la retirada dentro de su orificio. Cada vez que la llenaba, sólo tenía conciencia de él; su cuerpo —nervios, músculos y tendones— sólo estaba lleno de él. Él sentía que la tensión de sus ijares se fortalecía, subía desbordada... y después un crescendo insoportable cuando la presión se quebró en una erupción estremecida al abalanzarse para llenarla por última vez. Ella fue al encuentro de su impulso final y la explosión se difundió por su cuerpo en un alivio voluptuoso.
29
Ayla se volvió en la cama, sin despertarse aún del todo, pero sintiendo cierta incomodidad. El bulto que tenía debajo no se quitó hasta que despertó y lo retiró; alzó el objeto y bajo el rojo resplandor de un fuego casi apagado, vio la silueta de la donii. Reconociéndolo todo de golpe, el día anterior le volvió a la mente vívidamente, y se dio cuenta de que el calor que sentía junto a ella, en su cama, era Jondalar.
«Seguro que nos quedamos dormidos después de hacer Placeres», pensó. Recordando gozosamente, se pegó a él y cerró los ojos. Pero el sueño no quiso volver. Fragmentos de escenas formaban cuadros que ella seleccionaba con su sentido interno. La cacería, el retorno de Bebé, los Primeros Ritos y, por encima de todo: Jondalar. Sus sentimientos hacia él estaban más allá de cualesquiera palabras que ella supiera, pero la llenaban de una dicha indescriptible. Pensaba en él, tendida a su lado, hasta que fue demasiado, no pudo contenerse: entonces se deslizó fuera de la cama llevándose la estatuilla de marfil.
Fue hasta la entrada de la cueva y vio a Whinney y Corredor en pie, muy juntos. La yegua lanzó un hin suave para saludarla, y la mujer se acercó a ellos.
— ¿Fue lo mismo para ti, Whinney? —preguntó en voz baja—, ¿Te dio Placeres tu semental? ¡Oh, Whinney, yo no creí que fuera posible! ¿Cómo pudo ser tan terrible con Broud y tan maravilloso con Jondalar?
El caballito la tocó con el hocico, esperando que le prestaran su parte de atención: Ayla lo rascó, lo acarició y lo abrazó.
—No importa lo que diga Jondalar, Whinney, yo creo que tu semental te dio a Corredor. Es igual que él, y no hay muchos caballos oscuros. Admito que pudo ser su espíritu, pero no lo creo.
»Ojalá pudiera yo tener un hijo, el hijo de Jondalar. No puedo; ¿qué haría cuando él se marche? —Palideció con un sentimiento parecido al pánico—. ¡Se marcha! ¡Oh, Whinney, Jondalar va a marcharse!
Se precipitó fuera de la cueva y bajó el empinado sendero, más a tientas que viendo: las lágrimas la cegaban. Corrió a través de la playa pedregosa hasta que la pared salediza la detuvo; entonces se acurrucó allí, sollozando. «Jondalar va a marcharse. ¿Qué haré? ¿Cómo podré sobrellevarlo? ¿Qué puedo hacer para que se quede? ¡Nada!»
Se abrazó a sí misma y, agachada, se pegó a la muralla rocosa como para tratar de protegerse contra un golpe inminente. Se quedaría sola cuando él se fuera. Peor que sola: sin Jondalar. « ¿Qué haré aquí sin él? Quizá también yo debería marcharme, encontrar Otros y quedarme con ellos. No; no lo puedo hacer. Me preguntarán que de dónde vengo, y los Otros odian al Clan. Seré abominación para ellos a menos que les diga palabras que no sean veraces.
»No puedo. No puedo avergonzar a Iza y Creb. Me amaron, me cuidaron. Uba es mi hermana. Está cuidando de mi hijo. El Clan es mi familia. Cuando no tenía a nadie, el Clan se ocupó de mí, y ahora los Otros no me quieren.
»Y Jondalar se marcha. Tendré que vivir aquí sola, toda mi vida. Sería mejor estar muerta. Broud me maldijo; a fin de cuentas, ha ganado. ¿Cómo podría vivir sin Jondalar?»
Ayla lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Se secó los ojos con el dorso de la mano y se fijó en que todavía sujetaba la donii. Le dio vueltas, maravillándose tanto ante el concepto de convertir un trozo de marfil en una pequeña mujer como ante la figurilla misma. Al claro de luna, todavía se le parecía más: el cabello trenzado, los ojos en la sombra, la nariz y la forma de las mejillas le recordaban su propio reflejo en una poza llena de agua.
¿Por qué habría puesto Jondalar su rostro en ese símbolo de la Madre Tierra que reverenciaban los Otros? Creb había dicho que su espíritu estaba ligado al León Cavernario por su amuleto y por Ursus, el Gran Oso Cavernario, el tótem del Clan. Ella había recibido parte del espíritu de cada uno de los miembros del Clan al convertirse en curandera, y no se lo habían quitado después de la maldición de muerte.
El Clan y los Otros, los tótems y la Madre, todos ellos tenían algún derecho sobre esa parte invisible de ella llamada espíritu. «Creo que mi espíritu debe de estar confuso —pensó—. La realidad es que yo lo estoy.»
Una ráfaga helada la hizo regresar a la cueva. Apartando el asado frío, encendió un fuego, tratando de no despertar a Jondalar, y puso agua a calentar para hacer una infusión que la ayudara a calmarse. No podía acostarse aún. Miraba las llamas mientras esperaba, y pensó en cuántas veces habría contemplado las llamas para ver una semejanza de vida. Las lenguas de luz caliente danzaban a lo largo de la leña, lamiéndola, hasta apoderarse de ella y devorarla.
— ¡Doni! ¡Eres tú, eres tú! —gritó Jondalar en sus sueños. Ayla dio un brinco y corrió hacia él, que se agitaba y se revolvía, sin duda soñando. Se preguntó si debería despertarle. De repente abrió los ojos con expresión de sobresalto.
— ¿Estás bien, Jondalar?
—Ayla, Ayla, ¿eres tú?
—Sí, soy yo.
Cerró nuevamente los ojos y murmuró algo incomprensible. Ayla se dio cuenta de que no había despertado; había sido parte del sueño, pero estaba más tranquilo. Le estuvo mirando hasta que le pareció calmado. Entonces volvió junto al fuego. Dejó que murieran las llamas mientras bebía su infusión a sorbitos. Al sentir que el sueño se apoderaba otra vez de ella, se quitó el manto y se metió entre las pieles junto a Jondalar. El calor del hombre dormido le hizo pensar cuánto frío tendría sin él... y de su amplio depósito de vacío brotaron nuevas lágrimas. Lloró hasta quedarse dormida.
Jondalar corría, tratando de alcanzar la entrada de la cueva que había allá. Alzó la mirada y vio el león cavernario. ¡No, no Thonolan! El león cavernario iba tras él, agazapado, y dio un brinco. De repente se apareció la Madre y, con una orden imperiosa, alejó el león de él.
— ¡Doni! ¡Eres tú, eres tú!
La Madre se volvió, y le vio el rostro: el rostro era la donii tallada con un parecido a Ayla. La llamó.
— ¡Ayla, Ayla! ¿Eres tú?
—Sí, soy yo.
La Ayla—donii creció y cambió de forma, se convirtió en la donii antigua que había regalado, la que llevaba tantas generaciones en su familia. Era generosa y maternal y siguió ampliándose hasta adquirir el tamaño de una montaña. Entonces comenzó a dar a luz. Todas las criaturas del mar fluían de Su profunda caverna en una cascada de aguas amnióticas, después los insectos y las aves del aire volaron en enjambre. Luego los animales de la tierra —conejos, ciervos, bisontes, mamuts y leones cavernarios— y, a lo lejos, vio a través de una niebla las formas vagas de personas.
Se fueron acercando a medida que se desvanecía la niebla, y de repente pudo verlas: ¡eran cabezas chatas! Le vieron y huyeron corriendo. Él les llamó, y una mujer se volvió: tenía el rostro de Ayla. Corrió hacia ella, pero la niebla se volvió espesa y le envolvió.
Tendiendo las manos entre una bruma roja, oyó un rugido lejano, como una catarata; aumentó el ruido, que le abrumó; se vio acorralado por una muchedumbre que emergía de la amplia matriz de la Madre Tierra, una Madre Tierra como una montaña, pero con el rostro de Ayla.
Se abrió camino entre el gentío, luchando por llegar a Ella, y finalmente llegó a la vasta caverna, a Su profunda entrada. Penetró en Ella y su virilidad tanteó entre Sus cálidos pliegues hasta que lo encerraron en sus profundidades satisfactorias. Él bombeaba furiosamente con una dicha sin restricciones; entonces vio Su rostro, bañado en llanto. Su cuerpo se estremecía por efecto de los sollozos. Él quiso consolarla, decirle que no llorara, pero no podía hablar. Le apartaron.
Estaba en medio de una gran multitud que salía de Su matriz, y todos llevaban camisas bordadas con cuentas. Quiso luchar para volver, pero la presión de la gente le llevaba como un tronco sobre un río caudaloso de agua anmiótica, tronco arrastrado por el Río de la Gran Madre con una camisa ensangrentada encima.
Volvió la cabeza para mirar y vio a Ayla de pie a la entrada de la caverna; sus sollozos repercutían en sus oídos. Entonces, con un retumbar de trueno, la caverna se derrumbó en medio de un chaparrón de rocas. Y se quedó solo, llorando.
Jondalar abrió los ojos y vio oscuridad. El fuego que encendió Ayla había consumido toda la leña; en la negrura total, no estaba seguro de haber despertado. La muralla de la cueva no estaba definida, no se veía ningún punto familiar por el que poder orientarse. Por lo que tenía ante sus ojos, bien pudiera estar suspendido en un vacío misterioso. Las formas vívidas de sus sueños tenían más sustancia; le pasaban por la mente en fragmentos que recordaba, fortaleciendo sus dimensiones en sus ideas conscientes.
Cuando la noche se desvaneció lo suficiente como para delinear la roca viva y las aberturas de la caverna, Jondalar había comenzado ya a encontrarles sentido a las imágenes de sus sueños. No recordaba sus sueños con mucha frecuencia, pero éste había sido tan fuerte, tan tangible, que tenía que ser un mensaje de la Madre. ¿Qué estaba tratando de decirle? Anhelaba la presencia de un zelandoni que le ayudara a interpretar su sueño.
Al comenzar la luz a penetrar en la cueva, vio una cascada de cabellos rubios enmarcando el rostro dormido de Ayla, y notó el calor de su cuerpo. La observó en silencio mientras las sombras se aclaraban. Tenía un deseo avasallador de besarla, pero no quería despertarla. Acercó a sus labios una larga trenza dorada. Entonces, silenciosamente, se levantó. Encontró la infusión tibia, se sirvió una taza y salió a la terraza de la cueva.
Sentía frío, con sólo el taparrabos, pero no hizo caso de la temperatura aunque le asaltó un pensamiento al recordar la ropa de abrigo que le había hecho Ayla. Vio cómo se iluminaba el cielo al este mientras se destacaban los detalles del valle, y rastreó nuevamente el sueño que había tenido, tratando de seguir sus enmarañadas pistas para descubrir el misterio que entrañaba.
¿Por qué le mostraría Doni que toda vida procedía de Ella... si ya lo sabía? Era uno de los hechos aceptados de su existencia. ¿Por qué tuvo que presentársele en sueños dando nacimiento a todos los peces, las aves, los mamíferos y...?
¡Los cabezas chatas! ¡Por supuesto! Le estaba diciendo que la gente del Clan también eran Hijos Suyos. ¿Por qué no lo había aclarado nunca anteriormente? Jamás había puesto nadie en tela de juicio que toda vida proviniera de Ella; entonces, ¿por qué denostar así a esa gente? Los llamaban animales como si los animales fueran malos... ¿Qué hacía malos a los cabezas chatas?
Porque no eran animales. Eran humanos, ¡una especie diferente de humanos! Eso es lo que le estuvo diciendo Ayla todo el tiempo. ¿Sería por eso por lo que uno de ellos tenía el rostro de Ayla?
Podía comprender por qué su rostro estaba en la donii que había tallado, en la que había detenido al león en sus sueños... nadie creería realmente lo que había hecho Ayla; era todavía más increíble que el sueño. Pero, ¿por qué estaba su rostro en la antigua donii? ¿Por qué la misma gran Madre Tierra había de tener el rostro de Ayla? Sabía que nunca llegaría a comprender su sueño entero, pero le parecía que todavía se le escapaba una parte importante. Volvió a repasarlo todo, y cuando recordó a Ayla parada delante de la entrada de la caverna que estaba a punto de derrumbarse, casi le gritó que se apartara.
Contemplaba el horizonte con los pensamientos vueltos hacia dentro, sintiendo la misma desolación y soledad que en su sueño cuando estaba solo, sin ella. El llanto le mojó el rostro. ¿Por qué sentía una desesperación tan absoluta? ¿Qué era lo que no veía?
Recordó la gente con camisas bordadas, abandonando la caverna. Ayla había recompuesto la camisa bordada. Había hecho prendas de vestir para él, y eso que nunca anteriormente aprendió a coser. Ropas de viaje que se pondría cuando se fuera.
¿Viajar? ¿Dejar a Ayla? La luz ardiente rebasó el borde de la arista... Cerró los ojos y vio un resplandor dorado y cálido.
« ¡Madre Grande! ¡Qué tonto estúpido eres, Jondalar! ¿Dejar a Ayla? ¿Cómo podrías dejarla? ¡La amas! ¿Por qué has estado tan ciego? ¿Por qué ha hecho falta un sueño de la Madre para decirte algo tan evidente que un niño habría podido verlo?»
La sensación de que acababa de quitarse un gran peso de encima le hizo experimentar una libertad gozosa, una ligereza repentina. « ¡La amo! ¡Por fin me ha sucedido! ¡La amo! ¡No creí que fuera posible, pero amo a Ayla!»
Se sintió lleno de exaltación, a punto de gritárselo al mundo, preparado para correr a decírselo. «Nunca le he dicho a una mujer que la amo», pensó. Entró corriendo en la cueva, pero Ayla seguía dormida.
Observó cómo respiraba, dando vueltas: le gustaba su cabello así, largo y suelto. Tenía ganas de despertarla. «No, debe estar cansada. Ya ha amanecido y sigue durmiendo.»
Bajó a la playa, encontró una ramita para limpiarse los dientes, se dio un baño y nadó en el río. Muerto de hambre, lleno de energía y fresco. Al fin, no habían cenado. Sonrió para sí, recordando el porqué; al rememorarlo, sintió que se excitaba.
Soltó una carcajada. «Lo has tenido castigado todo el verano, Jondalar. No puedes reprocharle a tu hacedor de mujeres que esté tan ansioso, ahora que sabe todo lo que se perdió. Pero no hay que atosigarla. Tal vez necesite descanso; no está acostumbrada.» Corrió sendero arriba y entró en la cueva silenciosamente. Los caballos habían salido a pastar; tal vez se fueron mientras él estaba nadando, y Ayla seguía sin despertarse. « ¿Estará bien? Tal vez debería despertarla.» Rodó Ayla en la cama al mismo tiempo que se le descubría un seno, lo que vino a avivar los pensamientos anteriores de Jondalar.
Dominó su ansia, se acercó al fuego para servirse más infusión y esperó. Observó una diferencia en los movimientos de la mujer y vio que tendía la mano hacia algo.
— ¡Jondalar! ¡Jondalar!, ¿dónde estás? —gritó, incorporándose de golpe.
—Aquí estoy —dijo, corriendo hacia ella.
— ¡Oh, Jondalar! —gritó, aferrándose a él—. Creí que te habías marchado.
—Estoy aquí, Ayla. Estoy contigo. —y la tuvo abrazada hasta que se calmó—. ¿Estás bien ahora? Deja que te traiga algo de beber.
Sirvió la infusión y le llevó una taza. Ayla tomó un sorbo y después un trago largo.
— ¿Quién ha hecho esto? —preguntó.
—Yo lo hice. Quise sorprenderte dándote una infusión caliente, pero ya no está tan caliente.
— ¿Tú lo hiciste?, ¿para mí?
—Sí, para ti. Ayla, nunca le he dicho algo así a ninguna mujer: te amo.
— ¿Amo? —preguntó. Quería estar segura de que significaba lo que apenas se atrevía a esperar que significara—. ¿Qué significa «amo»?
— ¿Que qué...? Jondalar: eres un tonto lleno de ínfulas —se puso de pie—. Tú, el gran Jondalar, al que todas las mujeres desean. Hasta tú te lo tenías creído. Reservándote tan cuidadosamente la única palabra que creías que todas deseaban oír, y tan orgulloso de no habérselo dicho nunca a mujer alguna. Finalmente te enamoras... y ni siquiera eres capaz de reconocerlo ante ti mismo. ¡Te lo tuvo que decir Doni en sueños! Por fin Jondalar va a decirlo, va a admitir que ama a una mujer. Casi esperabas que se desmayara de sorpresa... ¡y ni siquiera sabe el significado de la palabra!
Ayla le miraba, consternada: iba y venía desvariando y hablando de amor. Tenía que aprender esa palabra.
—Jondalar, ¿que significa «amo»? —Hablaba seriamente y parecía algo molesta.
Se arrodilló delante de ella.
—Es una palabra que debí explicarte mucho antes. El amor es el sentimiento que tienes por alguien a quien quieres. Es lo que una madre siente por sus hijos o un hombre por su hermano. Entre un hombre y una mujer, significa que se quieren tanto que desean compartir su vida, no separarse nunca.
Ayla cerró los ojos, sintió que le temblaba la boca al oír sus palabras. ¿Habría oído bien? ¿Comprendía realmente lo que era?
—Jondalar —dijo—. No conocía esa palabra, pero sabía su significado. He sabido el significado de esa palabra desde que llegaste, y cuanto más tiempo pasabas aquí, mejor lo sabía. ¡He deseado tantas veces saber la palabra que tuviera ese significado! —Cerró los ojos, pero no podía contener las lágrimas de alivio y de dicha—. Jondalar... yo también... amo.
El hombre se puso en pie levantándola también a ella y la besó tiernamente, sujetándola como un tesoro recién hallado que no quisiera perder ni romper. Ella le rodeó el cuerpo con los brazos y le sujetó como si fuera un sueño que podría disiparse si lo soltaba. Él le besó la boca y el rostro salado de lágrimas, y cuando ella reposó la cabeza contra él, hundió el rostro en el cabello dorado y revuelto para secarse también los ojos.
No podía hablar; sólo podía tenerla abrazada y maravillarse por la increíble suerte que tuvo al encontrarla. Había tenido que viajar hasta los confines de la Tierra para hallar una mujer a la que pudiera amar, y ahora nada le obligaría a dejarla.
— ¿Y por qué no quedarnos aquí? ¡Este valle tiene tanto de todo! Y siendo dos, todo será mucho más fácil. Tenemos los tiralanzas, y Whinney ayuda. También Corredor ayudará —dijo Ayla.
Iban caminando por el campo sin más finalidad que hablar. Habían recogido todas las semillas que ella deseaba; habían cazado y secado carne suficiente para todo el invierno; recogido y almacenado la fruta que maduraba, y las raíces y demás plantas para alimentarse y como medicina; y habían reunido gran cantidad de materiales para sus proyectos invernales. Ayla quería empezar a decorar la ropa, y Jondalar pensaba tallar algunas piezas de juego y enseñar a Ayla a jugar. Pero la dicha verdadera para Ayla era que Jondalar la amaba... y que no estaría sola.
—Es un valle precioso —dijo Jondalar. « ¿Por qué no quedarme aquí con ella? Thonolan estaba dispuesto a quedarse con Jetamio», pensó. Pero no se trataba sólo de los dos. ¿Cuánto tiempo aguantaría él sin nadie más? Ayla había vivido allí tres años. Sin embargo, no tenían por fuerza que estar solos. Por ejemplo, Dalanar inició una nueva Caverna, pero al principio sólo tenía a Jerika y al compañero de la madre de ésta, Hochaman. Más adelante se les unieron otras personas, y nacieron hijos. Ya estaban proyectando una segunda Caverna de Lanzadonii. « ¿Por qué no puedes fundar una nueva Caverna, como Dalanar? Tal vez puedas, Jondalar, pero hagas lo que hagas, no será sin Ayla.» — Tienes que conocer a otra gente, Ayla —añadió en voz alta— y quiero llevarte a casa conmigo. Sé que será un largo Viaje, pero podremos realizarlo en un año. Te agradará mi madre, y sé que Marthona te querrá. Y también mi hermano Joharran, y mi hermana Folara... a estas alturas, ya será una mujer. Y Dalanar.
Ayla inclinó la cabeza y volvió a levantarla.
— ¿Cuánto me querrán cuando se enteren de que mi gente fue la del Clan? ¿Me recibirán con los brazos abiertos cuando sepan que tengo un hijo que nació cuando vivía con ellos, y que para ellos es una abominación?
—No puedes esconderte de la gente durante el resto de tus días. ¿No te dijo Iza que buscaras a tu gente? Tenía razón, ¿sabes? No será fácil, no quiero engañarte. Pero tú me has hecho comprender, y hay otros que se interrogan, te querrán. Y yo estaré contigo.
—No sé. ¿No podemos pensarlo?
— ¡Claro que sí! —dijo. Estaba meditando: «No podremos iniciar un largo Viaje antes de la primavera. Podríamos llegar hasta donde los Sharamudoi antes de que sea pleno invierno, pero podemos pasarlo aquí también. Eso le daría tiempo para acostumbrarse a la idea».
Ayla sonrió, realmente tranquilizada, y aceleró la marcha. Había estado arrastrando los pies física y mentalmente. Sabía que él echaba de menos a su familia y a su gente, y si decidía marcharse, ella le acompañaría a donde fuera. Pero confiaba en que después de acomodarse para el invierno quizá se decidiría a quedarse e instalar su hogar en el valle con ella.
Estaban lejos del río, casi en la pendiente de la estepa, cuando Ayla se agachó para recoger un objeto conocido.
— ¡Es mi cuerno de uro! —dijo a Jondalar, quitándole el polvo y viendo lo chamuscado del interior—. Solía llevarlo con mi fuego dentro. Lo encontré mientras viajaba, después de dejar el Clan. —Los recuerdos acudieron en tropel—. Y llevaba un carbón dentro para prender las antorchas que me sirvieron para espantar los caballos hacia mi primera trampa. Fue la madre de Whinney la que cayó, y cuando las hienas fueron tras su potro, las espanté y me lo traje a casa. ¡Han pasado tantas cosas desde entonces!
—Mucha gente lleva fuego cuando se va de Viaje, pero con las piedras de fuego no tenemos que preocuparnos por eso. —De repente se le arrugó el entrecejo y Ayla supo que estaba reflexionando—. Estamos bien surtidos, ¿verdad? No necesitamos nada más.
—No, ya no. Tenemos de todo.
—Entonces, ¿por qué no hacer un Viaje? Un Viaje corto —agregó al ver que ella se turbaba—. No has explorado la región al oeste. ¿Por qué no coger alimentos y tiendas y pieles para dormir, y echar un vistazo? No es preciso alejarnos mucho.
— ¿Y qué hacemos con Whinney y Corredor?
—Nos los llevamos. Incluso Whinney puede llevarnos a cuestas parte del tiempo, y quizá la comida y el equipo. Sería divertido, Ayla, nosotros dos solos —agregó.
Viajar por diversión era algo nuevo para ella y difícil de aceptar, pero no se le ocurrió ninguna objeción.
—Supongo que podríamos —dijo—. Nosotros dos solos... ¿por qué no?
«Tal vez no sea mala idea explorar el país al oeste», pensó.
—Aquí la tierra no es tan profunda —dijo Ayla —pero es el mejor lugar para esconder reservas y podemos aprovechar algunas de las rocas caídas.
Jondalar elevó más la antorcha para que la luz parpadeante alumbrara más allá.
—Varios escondrijos, ¿no te parece?
—Entonces, si un animal descubre alguno, no se quedará con todo. Buena idea.
Jondalar cambió la luz de lugar para escudriñar dentro de algunas grietas, entre las rocas caídas en el rincón más profundo de la caverna.
—Miré aquí una vez. Me pareció ver señales de un león cavernario.
—Era el sitio de Bebé. También yo descubrí huellas de leones cavernarios antes de quedarme a vivir aquí. Mucho más antiguas. Pensé que era una señal de mi tótem para que dejara de viajar y me instalase para pasar el invierno. No pensé quedarme tanto tiempo. Ahora creo que se suponía que debía esperarte aquí. Creo que el espíritu del León Cavernario te condujo hasta aquí, y que entonces te escogió para que tu tótem fuera suficientemente fuerte para el mío.
—Siempre he pensado que Doni era mi espíritu—guía.
—Tal vez te guió, pero creo que fue el León Cavernario.
—Quizá tengas razón. Los espíritus de todas las criaturas pertenecen a Doni, también el león cavernario es Suyo. Los caminos de la Madre son misteriosos.
—El León Cavernario es un tótem con el que resulta difícil vivir, Jondalar. Sus pruebas han sido difíciles... no siempre estuve segura de sobrevivir; pero sus dádivas valieron la pena de que lo sobrellevara. Y creo que su dádiva más grande has sido tú —concluyó con voz dulce.
Jondalar clavó la antorcha en una grieta y cogió en sus brazos a la mujer a la que amaba. Era tan sincera, tan honrada, y cuando la besaba respondió con tanto anhelo que casi cedió al deseo.
—Tenemos que poner fin a esto —dijo, cogiéndola por los hombros para alejarse un poco— porque si no, nunca estaremos preparados para marchar. Creo que tienes el toque de Haduma.
— ¿Qué es el toque de Haduma?
—Haduma es una anciana que conocimos, la madre de seis generaciones, muy reverenciada por sus descendientes. Tenía muchos de los poderes de la Madre. Los hombres creían que si ella tocaba su virilidad, podría hacer que se alzara con tanta frecuencia como quisieran, que les permitiría satisfacer a cualquier mujer o a muchas mujeres. Casi todos los hombres tienen ese deseo; algunas mujeres saben cómo alentar a los hombres. Lo único que tienes que hacer es acercarte a mí, Ayla. Esta mañana, anoche. ¿Cuántas veces ayer? ¿Y antes de ayer? Nunca he podido ni deseado tanto. Pero si interrumpimos ahora la tarea, será imposible que dejemos las reservas escondidas esta mañana.
Apartaron basura, nivelaron algunas rocas grandes y decidieron dónde esconderían sus provisiones. A medida que avanzaba el día, Jondalar pensó que Ayla se mostraba inusitadamente silenciosa y retraída, y se preguntó si sería por algo que él hubiera dicho o hecho. Tal vez no debería mostrarse tan ansioso; era difícil creer que estuviera debidamente preparada cada vez que él lo deseaba.
Sabía que había mujeres que retrocedían y obligaban al hombre a esforzarse para obtener sus Placeres, aunque les gustaran también a ellas. Para él eso no había constituido un problema casi nunca, pero había aprendido a no mostrarse demasiado ansioso; para la mujer representaba un reto mayor si el hombre se mostraba algo remiso. Cuando comenzaron a transportar los alimentos almacenados a la parte trasera de la cueva, Ayla parecía más reservada aún, inclinando a menudo la cabeza y arrodillándose en un descanso silencioso antes de recoger un paquete de carne seca envuelta en cuero o una canasta de raíces. Para cuando comenzaron a hacer viajes hasta la playa para subir más piedras con las cuales proteger el escondrijo de sus provisiones para el invierno, Ayla estaba visiblemente perturbada. Jondalar estaba seguro de tener la culpa, pero no sabía qué era lo que había hecho. Había atardecido cuando la vio tratar de levantar con aire enojado una roca demasiado pesada para ella.
—No necesitamos esa piedra, Ayla. Creo que deberíamos descansar; hace calor y hemos estado trabajando el día entero. Vamos a nadar un poco.
Ayla dejó de luchar con la roca, se quitó el cabello de la cara, soltó el nudo de su correa y se quitó el amuleto mientras caía su manto. Jondalar experimentó una agitación conocida en sus ijares; sucedía tan pronto como veía su cuerpo desnudo. «Tiene movimientos de león», pensó, admirando su gracia vigorosa y elegante. Se quitó el taparrabos y echó a correr tras ella.
Estaba nadando río arriba con tanta fuerza que Jondalar decidió esperar a que regresara, y le permitió que desgastara algo de su irritación con el esfuerzo. La mujer flotaba fácilmente sobre la corriente cuando le dio alcance; parecía algo más calmada. Al volverse para nadar, sintió la mano de él a lo largo de la curva de su espalda, desde el hombro a la cintura y las nalgas redondas y suaves.
Ella se alejó de él. Estaba fuera del agua y con el amuleto puesto, a punto de ponerse el manto, cuando él salió.
—Ayla, ¿qué estoy haciendo mal? —le preguntó, parado frente a ella y chorreando agua.
—No eres tú. Soy yo la que lo está haciendo mal.
—No estás haciendo nada mal.
—Sí. He estado todo el día intentando que te animes, pero no comprendes los gestos del Clan.
Cuando Ayla se hizo mujer, Iza le había explicado cómo cuidarse cuando sangrara, pero también cómo limpiarse después de haber estado con un hombre, y los gestos y las posturas que incitarían a un hombre a hacerle la señal, aunque Iza puso en duda que necesitara aquella información. No era probable que los hombres del Clan la encontraran atractiva, por muchos gestos que hiciese.
—Yo sé que cuando tú me tocas de cierta manera o pones tu boca sobre la mía, es tu señal, pero no sé cómo alentarte a ti —explicó.
— ¡Ayla! Sólo tienes que estar aquí, para alentarme.
—No es eso lo que quiero decir —prosiguió—. No sé cómo decirte cuándo quiero que hagas Placeres conmigo. No sé las formas... Tú dijiste que algunas mujeres siempre saben cómo alentar aun hombre.
— ¡Oh, Ayla! ¿Eso es lo que te preocupa? ¿Quieres aprender a darme ánimos?
Ayla asintió con la cabeza y bajó la mirada, llena de confusión: las mujeres del Clan no eran tan directas. Mostraban su deseo al hombre con una modestia excesiva, como si apenas pudieran soportar la visión de un macho tan abrumadoramente masculino... y sin embargo, con miradas tímidas y posturas inocentes parecidas a la posición conveniente que debería adoptar la mujer, le hacían saber que era irresistible.
—Mira qué ánimos me has infundido, mujer —dijo, sabiendo que se le había producido una erección mientras hablaba con ella. No podía remediarlo ni disimularlo. Al verle tan obviamente animado, Ayla sonrió; no lo pudo remediar—. Ayla —dijo Jondalar, y la cogió en sus brazos, levantándola—, ¿no sabes que me infundes alientos sólo con estar viva?
Llevándola en brazos, echó a andar por la playa, dirigiéndose al sendero.
— ¿Sabes cómo me alienta el sólo mirarte? La primera vez que te vi, te deseé. —y siguió caminando con una Ayla muy sorprendida—. Eres tan mujer que no necesitas alentar: no tienes nada que aprender. Todo lo que haces me hace desearte más. —Llegaron a la entrada de la cueva—. Si me quieres, lo único que tienes que hacer es decirlo, o mejor aún: esto. —y la besó.
La llevó a la cueva y la depositó sobre la cama cubierta de pieles. Entonces volvió a besarla con la boca abierta y la lengua que exploraba suavemente. Ella sintió su virilidad, dura y caliente, entre ambos. Entonces él se sentó y esbozó una sonrisa provocativa.
—Dices que lo estuviste intentando todo el día. ¿Qué te hace pensar que no me estabas alentando? –dijo, y entonces hizo un gesto totalmente inesperado.
Ayla abrió mucho los ojos llenos de asombro.
—Jondalar, eso es... es la señal.
—Si me vas a hacer tus señales del Clan, creo que será justo que yo te responda en la misma forma.
—Pero... Yo... —No sabía qué decir, sólo actuar.
Se puso de pie, se dio vuelta y cayó de rodillas, apartándolas, y se presentó.
Él había hecho la señal en broma, no esperaba verse estimulado tan rápidamente. Pero al ver sus nalgas firmes y redondas y su orificio femenino expuesto, de un rosado oscuro y prometedor, no pudo resistir. Antes de pensarlo, ya estaba de rodillas detrás de ella, penetrando en sus profundidades calientes y palpitantes.
Desde el momento en que adoptó la postura, el recuerdo de Broud se apoderó de sus pensamientos; por vez primera estuvo a punto de negarse a Jondalar... pero no pudo. Por fuertes que fueran las asociaciones repulsivas, su condicionamiento de obedecer a la señal fue más fuerte aún.
Jondalar montó y penetró. Ella sintió que la llenaba, y gritó con un placer indecible. La postura le hizo sentir presiones en puntos nuevos, y cuando él se retiraba, la fricción excitaba de otras maneras nuevas. Retrocedió para ir a su encuentro cuando volvió a penetrarla. Mientras se cernía sobre ella, bombeando y esforzándose, recordó a Whinney y su semental bayo. El recuerdo provocó un estremecimiento de calor delicioso y una tirantez cosquilleante, palpitante. Retrocedió y se pegó a él, ajustándose a su ritmo, gimiendo y gritando.
La presión ascendía rápidamente; las acciones de ella y la necesidad de él imprimieron mayor rapidez en sus embates.
— ¡Ayla! ¡Oh, mujer! —gritó—. ¡Mujer bella, salvaje! —suspiraba al embestirla una y otra vez. La sujetaba por las caderas, la atraía hacia él, y cuando la llenó, Ayla retrocedió para pegarse a su cuerpo mientras él se hundía en ella en un escalofriante deleite.
Se quedaron así un momento, temblando. Ayla con la cabeza colgando; entonces, abrazándola, la hizo rodar consigo de costado y allí se quedaron, inmóviles. La espalda de ella estaba pegada a él, y con su virilidad aún dentro, él la envolvió y extendió la mano para ponérsela sobre un seno.
—Debo admitir —confesó al cabo de un rato— que la señal ésa no está tan mal. —Recorrió con su boca el cuello de Ayla y llegó a la oreja.
—Al principio no estaba muy segura, pero contigo, Jondalar, todo está bien. Todo es Placer —dijo, pegándose todavía más contra su cuerpo.
—Jondalar, ¿qué buscas? —preguntó Ayla desde la terraza.
—Más piedras de fuego.
—Si apenas he marcado la primera que utilicé. Durará mucho... no necesitamos más.
—Ya lo sé, pero vi una y he querido comprobar si podría encontrar más. ¿Ya estamos listos?
—No se me ocurre que podamos necesitar nada más. No podremos ausentarnos por mucho tiempo... el cambio de temperatura se produce muy rápidamente en esta época del año. Por la mañana hará calor y de noche tendremos tal vez una ventisca —dijo, bajando por el sendero.
Jondalar metió las piedras nuevas en su bolsa, echó una mirada más a su alrededor y levantó la vista hacia la mujer. Entonces, volvió a mirarla.
— ¡Ayla! ¿Qué llevas puesto?
— ¿No te gusta?
— ¡Me gusta! ¿Dónde lo has conseguido?
—Lo confeccioné mientras hacía la ropa para ti. Copié la tuya pero a mi tamaño; no estaba muy segura de si debería ponérmela. Pensaba que tal vez fuera algo que sólo los hombres pueden usar. Y no sabía bordar una camisa. ¿Está bien?
—Creo que sí. No recuerdo que la ropa de mujer sea muy distinta. La camisa era un poco más larga tal vez, y los adornos, diferentes. Es ropa Mamutoi. Perdí la mía cuando llegamos al final del Río de la Gran Madre. A ti te sienta de maravilla, y creo que te gustará más. Cuando haga frío, te darás cuenta de la abrigada y cómoda que es.
—Me alegro de que te guste. Quería vestirme... a tu manera.
—Mi manera... Me pregunto si todavía sé cuál es mi manera. ¡Míranos! ¡Un hombre y una mujer y dos caballos! Uno de ellos cargado con nuestra tienda, nuestros alimentos y ropas de recambio. Resulta curioso salir de Viaje sin llevar nada más que las lanzas... ¡y un tiralanzas! Y mi bolsa llena de piedras de fuego. Creo que sorprenderíamos a todo el que nos viera. Pero más me sorprendo aún a mí mismo. No soy el mismo hombre que cuando me encontraste. Me has cambiado, mujer, y te amo por ello.
—Yo también he cambiado, Jondalar. Te amo.
—Bueno, ¿qué camino tomaremos?
Ayla experimentó una inquietante sensación de pérdida al recorrer el valle en toda su longitud, seguida por la yegua y su potro. Cuando llegó al recodo en el extremo más alejado, volvió la mirada atrás.
— ¡Mira, Jondalar! Los caballos han regresado al valle. No había vuelto a ver caballos desde la primera vez. Desaparecieron cuando los perseguí y maté a la madre de Whinney. Me alegro de verlos de vuelta. Siempre pensé que éste era su valle.
— ¿Es la misma manada?
—No lo sé. El semental era amarillo, como Whinney. Sólo veo la yegua que va a la cabeza. Ha transcurrido mucho tiempo.
También Whinney había visto los caballos, y lanzó un fuerte relincho. Le devolvieron el saludo, y las orejas de Corredor se volvieron hacia ellos, mostrando su interés. Después la yegua siguió a la mujer y su potro fue tras ella, trotando.
Ayla siguió el río hacia el sur y la cruzó al ver la pendiente de la estepa al otro lado. Se detuvo arriba, y entonces Jondalar y ella montaron a caballo. La mujer halló sus puntos de referencia y se dirigió al suroeste. El terreno se hizo más escabroso y quebrado, con cañones rocosos y pendientes empinadas que conducían a altiplanos. Cuando se aproximaron a una abertura entre murallas rocosas y dentadas, Ayla desmontó y examinó el suelo. No mostraba ninguna huella reciente. Abrió la marcha hacia un cañón ciego y trepó sobre una roca que se había desprendido de la muralla. Cuando siguió hasta un deslizamiento de rocas que había detrás, Jondalar la siguió.
—Éste es el sitio, Jondalar —dijo, y sacando una bolsa de su túnica, se la entregó.
Jondalar conocía el lugar.
— ¿Qué es esto? —preguntó, sosteniendo la bolsita de cuero.
—Tierra roja, Jondalar. Para su tumba.
El hombre asintió, incapaz de pronunciar palabra. Sintió que se le saltaban las lágrimas y no hizo nada para contenerlas. Vertió el ocre rojo en su mano y lo arrojó sobre rocas y grava, y luego otro puñado. Ayla esperaba mientras él contemplaba la cuesta rocosa con ojos húmedos, y cuando él se volvía para marchar, la mujer hizo un ademán sobre la tumba de Thonolan.
Cabalgaron un buen rato antes de que Jondalar tomara la palabra.
—Fue uno de los predilectos de la Madre. Quiso que volviera a Ella. —Avanzaron otro poco, y entonces él preguntó—: ¿Qué era ese gesto que has hecho?
—Estaba pidiéndole al Gran Oso Cavernario que le protegiera en su viaje, deseándole suerte. Eso significa «que vayas con Ursus».
—Ayla, no lo supe apreciar cuando me lo dijiste. Ahora sí. Te agradezco que le hayas enterrado y que hayas pedido a los tótems del Clan que le ayuden. Pienso que gracias a ti encontrará su camino en el mundo de los espíritus.
—Dijiste que era valiente. No creo que los valientes necesiten ayuda para encontrar su camino. Sería una aventura excitante para los temerarios.
—Era valiente y amaba la aventura. Estaba tan lleno de vida... como si estuviera tratando de vivirla toda de golpe. Yo no habría hecho el Viaje de no ser por él. —Tenía rodeada a Ayla con sus brazos ya que cabalgaban juntos. La apretó más, acercándola a sí —y no te habría encontrado.
»Eso fue lo que quiso decir el Shamud cuando declaró que era mi destino. «Te lleva a donde no irías solo», fueron sus palabras... Thonolan me condujo hasta ti, y luego siguió a su amor al otro mundo. Yo no quería que fuera, pero ahora puedo comprenderlo.
Mientras seguían avanzando hacia el este, el terreno quebrado fue cediendo nuevamente el paso a estepas llanas y desnudas, atravesadas por ríos y arroyos de nieves derretidas procedentes del gran glaciar septentrional. Las corrientes de agua se abrían paso de cuando en cuando por cañones de altas murallas y formaban suaves meandros al bajar por valles poco inclinados. Los escasos árboles diseminados por las estepas estaban atrofiados porque tenían que luchar para sobrevivir, incluso a lo largo de ríos que bañaban sus raíces, y ofrecían siluetas torturadas, como si hubieran sido congeladas al inclinarse bajo los efectos de una fuerte ráfaga.
Seguían por los valles cuando podían, para protegerse del viento y para conseguir leña. Sólo allí, protegidos, crecían en abundancia abedules, sauces, pinos y alerces. No podía decirse lo mismo de los animales. La estepa era una reserva inagotable de vida silvestre. Con su nueva arma, la pareja cazaba a voluntad, siempre que deseaban carne fresca, y a menudo dejaban los restos de sus presas para otros depredadores y rapaces.
Llevaban viajando casi medio ciclo de fases lunares cuando un día amaneció caluroso e inusitadamente tranquilo. Habían avanzado durante la mayor parte de la mañana y montaron a caballo al ver una colina a lo lejos con un atisbo de verdor. Jondalar, incitado por el calor y la proximidad de Ayla, había metido la mano bajo la túnica de la mujer para acariciarla. Llegaron a lo alto de la colina y divisaron al otro lado un bonito valle regado por un ancho río. Llegaron junto al agua cuando el sol estaba en su cenit.
— ¿Iremos hacia el norte o hacia el sur, Jondalar?
—Ni una cosa ni otra —contestó Jondalar—. Acampemos.
La mujer iba a discutir, sólo porque no tenía costumbre de detenerse tan temprano sin razón. Entonces, cuando Jondalar le mordisqueó el cuello y apretó suavemente su pezón, decidió que no tenía razón alguna para seguir adelante y sí en cambio para quedarse allí.
—Bueno, pues acampemos.
—Alzó una pierna y se deslizó; él desmontó y la ayudó a liberar a Whinney de los canastos de viaje, para que la yegua pudiera descansar y pacer. Después la cogió en brazos, la besó y volvió a meter la mano debajo de su túnica.
— ¿Por qué no dejas que me la quite? —preguntó Ayla.
El hombre sonrió mientras ella se quitaba la túnica por la cabeza y soltaba la atadura de la prenda inferior antes de salir de ella. Jondalar se quitó a su vez la túnica y la oyó reír. Al levantar la vista, no la encontró; Ayla rió de nuevo y se tiró al río.
—He decidido nadar un poco —anunció.
Jondalar sonrió, se quitó los pantalones y la siguió. El río era frío y profundo y la corriente, rápida, pero ella nadaba río arriba con tanta fuerza que le costó darle alcance. La cogió y, mientras vadeaba, la besó. Ella se escapó de entre sus brazos y corrió hacia la orilla, riendo.
Corrió tras ella, pero, cuando llegó a la orilla, la joven se deslizaba veloz por el valle. La siguió y, cuando iba a atraparla, lo esquivó nuevamente. Siguió persiguiéndola, esforzándose y por fin logró rodearle la cintura.
—Esta vez no te escaparás, mujer. —La apretó contra su cuerpo—. Me vas a cansar de perseguirte... y entonces no podré darte Placeres —dijo, encantado de verla tan juguetona.
—No quiero que me des Placeres —repuso ella.
Jondalar se quedó boquiabierto y profundas arrugas le surcaron la frente.
—No quieres que yo... —y la soltó.
—Quiero darte Placeres a ti.
El corazón de Jondalar reanudó su movimiento normal.
—Tú me das Placeres, Ayla —dijo, cogiéndola entre sus brazos.
—Yo sé que te gusta darme Placeres... no es lo que quiero decir. —Había seriedad en su mirada—. Quiero aprender a darte Placer, Jondalar.
No podía resistírsele. Su virilidad estaba dura entre ambos, mientras la tenía apretada, y la besó como si no pudiera poseerla suficientemente. Ella le besó también, siguiendo su ejemplo. Hicieron durar el beso, tocándose, probando, explorándose.
—Te mostraré cómo complacerme, Ayla —dijo y, cogiéndola de la mano, encontró un lugar cubierto de hierba verde junto al agua.
Cuando se sentaron volvió a besarla, después buscó su oreja y le besó el cuello, empujándola hacia atrás. Tenía la mano sobre su seno y estaba empezando a recorrerlo con la lengua cuando ella se incorporó.
—Yo quiero darte Placer a ti —insistió.
—Ayla, me entusiasma darte Placeres... no sé cómo podría gustarme más si tú me dieras Placer.
— ¿Te gustaría menos? —preguntó.
Jondalar echó la cabeza hacia atrás, rió y la cogió en sus brazos. Ella sonrió pero sin estar muy segura de qué era lo que le encantaba tanto.
—No creo que nada que puedas hacer tú me guste menos. —y entonces, mirándola con sus vibrantes ojos azules—: Te amo, mujer.
—Te amo, Jondalar. Siento amor cuando sonríes así, con esos ojos, y muchísimo más cuando ríes. Nadie reía en el Clan y no les gustaba que yo riera. No quiero vivir nunca con gente que no me permita sonreír o reír.
—Deberías reír, Ayla, y sonreír. Tienes una bella sonrisa. —Ella no pudo evitar sonreír al oírle—. ¡Ayla, oh Ayla! —exclamó, hundiendo el rostro en el cuello de ella acariciándola.
—Jondalar, me gusta que me toques y que me beses en el cuello, pero quiero saber lo que te gusta a ti.
Jondalar sonrió con una sonrisa sesgada.
—No me queda más remedio... me «alientas» demasiado. ¿Qué te gusta, Ayla? Hazme lo que a ti te guste.
— ¿Te gustará?
—Prueba a ver.
Ella le empujó hasta dejarlo tendido, y entonces, inclinada sobre él, abriendo la boca y moviendo la lengua, se puso a besarle. Él respondió, pero controlándose. Entonces le besó el cuello y se lo acarició ligeramente con la lengua; sintió que el hombre se estremecía un poco y le miró, pidiendo confirmación.
— ¿Te gusta?
—Sí, Ayla, me gusta.
Así era. Dominarse ante las caricias tentadoras que le daba, le excitaba más de lo que habría imaginado. Los besos ligeros le recorrían por entero. Ella se sentía insegura, tan inexperta como una muchacha púber, que no ha tenido sus Primeros Ritos... y no hay ninguna más deseable. Aquellos besos tiernos tenían un poder de excitación mayor que las caricias más ardientes y sensuales de mujeres con mucha más experiencia... porque estaban prohibidos.
La mayoría de las mujeres estaba disponible hasta cierto punto; ella era intocable. La mujer joven e inmaculada podía llevar a los hombres, jóvenes y viejos, hasta un frenesí con caricias secretas en rincones oscuros de la caverna. El mayor temor de una madre era que su hija llegara a ser mujer después de la Reunión de Verano, con un largo invierno por delante, antes de la siguiente Reunión. La mayoría de las muchachas había adquirido cierta experiencia antes de los primeros Ritos, con besos y caricias, y Jondalar había sabido que no era la primera vez para algunas de ellas, aunque no iba a desacreditarlas contándolo.
Sabía el atractivo de aquellas jóvenes —era parte de su disfrute en los Primeros Ritos— y era ese atractivo el que Ayla estaba ejerciendo sobre él. Le besó el cuello; él se estremeció y, cerrando los ojos, se abandonó al placer.
Ayla fue más abajo y le hizo círculos húmedos, cosquilleantes en el cuerpo, sintiendo que ella también se excitaba cada vez más. Era casi una tortura para él, una tortura exquisita, en parte cosquilleo y en parte estímulo ardiente. Cuando alcanzó el ombligo, no pudo detenerse; le cogió la cabeza entre las manos y la fue empujando hacia abajo hasta sentir que su virilidad caliente estaba contra la mejilla de ella. Ayla respiraba fuerte, y unas sensaciones contradictorias le llegaban muy adentro. Su lengua titilante era más de lo que él podía aguantar: le guió la cabeza hasta su órgano rígido y relajado. Ella alzó la mirada.
—Jondalar, quieres que...
—Sólo si tú quieres, Ayla.
— ¿Te dará placer?
—Me dará placer.
—Sí quiero.
El sintió que un calor húmedo envolvía el extremo de su miembro oscilante, y después, más que el extremo. Gimió. La lengua de ella exploraba la cabeza redonda y suave, tanteaba por la pequeña fisura, descubría la textura de la piel. Como sus primeras acciones provocaron breves expresiones de placer, se volvió más confiada. Estaba disfrutando de sus exploraciones y se sentía palpitar por dentro. Dio vueltas a la forma del hombre con la lengua. Él gritó su nombre, y ella movió la lengua más y más aprisa y sintió humedad entre sus propias piernas.
El sintió la succión y un calor húmedo que subía y bajaba.
— ¡Oh Doni! ¡Oh mujer! ¡Ayla, Ayla! ¡Cómo has aprendido a hacer esto!
Ella trató de descubrir cuánto podría abarcar y lo atrajo hasta casi asfixiarse. Los gritos y gemidos del hombre la alentaban para probar una y otra vez, hasta que él se enderezó para acercársele.
Entonces, sintiendo que necesitaba sus profundidades —también su propia necesidad— se enderezó, pasó la pierna por encima para montarle y se empaló sobre su miembro tenso e hinchado, introduciéndolo en su interior. Arqueó la espalda y sintió su Placer mientras él penetraba a fondo.
Él levantó la vista hacia ella y sintió la gloria: el sol, detrás de su cabeza, convertía su cabello en un nimbo dorado. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta y el rostro inmerso en éxtasis. Al echarse hacia atrás, sus bien torneados senos saltaron hacia delante con los pezones, ligeramente más oscuros, enhiestos. Su cuerpo sinuoso brillaba al sol; su virilidad hundida en ella estaba a punto de reventar en éxtasis.
Ella se deslizó a lo largo del miembro y se dejó caer mientras él ascendía; Jondalar se quedó sin resuello; sintió una oleada que no podría haber dominado aunque hubiera querido. Gritó cuando ella se alzó de nuevo; Ayla descendió sobre él, sintiendo una descarga de humedad al tiempo que él se estremecía al aliviarse.
Tendió el brazo y la atrajo hacia sí; su boca buscaba el pezón. Al cabo de un rato de plena saciedad, Ayla rodó sobre sí misma. Jondalar se enderezó, se inclinó para besarla y tendió las manos hacia los senos para hundir el rostro entre ellos; chupó uno, después el otro, y volvió a besarla. Entonces se tendió junto a ella y le recostó la cabeza en su brazo doblado.
—Me gusta darte Placeres, Jondalar.
—Nadie me ha dado mayor Placer nunca, Ayla.
—Pero prefieres cuando me das Placer a mí.
—No es que lo prefiera, pero... ¿cómo me conoces tan bien?
—Es lo que aprendiste a hacer. Es tu habilidad, como cuando tallas herramientas. —Sonrió y luego dio rienda suelta a su buen humor—: Jondalar tiene dos oficios; es hacedor de herramientas y hacedor de mujeres —dijo, y parecía muy satisfecha de sí misma.
Jondalar rió.
—Acabas de hacer un chiste, Ayla —dijo, sonriéndole. Estaba muy próxima a la verdad, y aquel chiste se lo había hecho ya anteriormente—. Pero tienes razón. Me gusta darte Placeres, me gusta tu cuerpo, te amo toda entera.
—También a mí me gusta cuando me das Placeres. Hace que el amor me inunde. Puedes darme todos los Placeres que quieras, pero de cuando en cuando también quiero dártelos a ti.
—De acuerdo —dijo Jondalar, riendo de nuevo—. Y puesto que tanto deseas aprender, te podré enseñar más. Podemos darnos Placer el uno al otro, como sabes. Ojalá me corresponda hacer que «el amor te inunde». Pero lo has hecho tan bien que no creo que ni siquiera el toque de Haduma podría levantármelo.
Ayla se quedó callada un instante.
—No importa, Jondalar...
— ¿Qué... no importa?
—Aunque tu virilidad nunca volviera a levantarse... tú seguirías haciendo que «el amor me inundara».
— ¡No lo digas ni en broma! —dijo, sonriendo, pero tuvo un escalofrío.
—Tu virilidad volverá a levantarse —dijo Ayla solemnemente, y después volvió a sus risitas.
— ¿Cómo puedes estar tan llena de picardía, mujer? Hay cosas con las que no se debe bromear —dijo fingiéndose ofendido, y rió. Le sorprendía agradablemente ver que tenía sentido del humor.
—Me gusta hacerte reír. Reír contigo es casi tan sabroso como amarte. Quiero que siempre rías conmigo. Entonces, creo que nunca dejarás de amarme.
— ¿Dejar de amarte? —dijo, sentándose a medias y mirándola—. Ayla, te he estado buscando toda mi vida y no sabía qué era lo que buscaba. Eres un enigma fascinador, una paradoja. Eres absolutamente sincera, abierta; no ocultas nada, y sin embargo, eres la mujer más misteriosa que he conocido.
»Eres fuerte, segura de ti misma, perfectamente capaz de cuidarte y de cuidarme; y sin embargo, eres también capaz de sentarte a mis pies —si te lo permitiera— sin avergonzarte, sin resentimiento, como yo honraría a Doni. Eres temeraria, valerosa; salvaste mi vida, me cuidaste hasta restablecer mi salud, cazaste para alimentarme, aseguraste mi bienestar. No me necesitas. No obstante, me inspiras el deseo de protegerte, de asegurarme que no te pase nada malo.
»Podría pasar mi vida entera contigo y no llegar a conocerte nunca; hay en ti profundidades que tardaría varias vidas en explorar. Eres sabia y antigua como la Madre y tan fresca y joven como una mujer en sus Primeros Ritos. Y eres la mujer más bella que he visto. No logro creer en mi suerte a pesar de haber conseguido tanto. No creí que sería capaz de amar, Ayla, y te amo más que a la vida misma.
Los ojos de Ayla estaban llenos de lágrimas. Jondalar le besó los párpados, estrechándola contra su pecho como si tuviera miedo de perderla.
Cuando despertaron a la mañana siguiente, había una ligera capa de nieve sobre la tierra. Cerraron de nuevo la abertura de la tienda y se arrebujaron en las pieles, pero ambos se sentían algo tristes.
—Ya es hora de regresar, Jondalar.
—Supongo que tienes razón —dijo, viendo que su aliento producía una nubecilla de vapor—. Todavía no está muy avanzada la temporada. No creó que tropecemos con tormentas fuertes.
—Nunca se sabe; el clima podría sorprenderte.
Finalmente salieron de la tienda y comenzaron a levantar el campamento. La honda de Ayla cobró un grueso jerbo que salía de su guarida subterránea dando saltos sobre dos patas. Ella lo agarró por una cola que era casi el doble de larga que el cuerpo, y se lo echó al hombro colgado de sus zarpas traseras parecidas a pezuñas. En el campamento lo desolló rápidamente y lo puso a asar en el espetón.
—Me da pena tener que regresar —dijo Ayla mientras Jondalar encendía el fuego—. Ha sido... divertido. El simple hecho de viajar, deteniéndonos cuando queríamos. Sin preocuparnos de llevar nada a casa. Acampar a mediodía sólo porque queríamos nadar o tener Placeres. Me alegro de que se te ocurriera.
—También a mí me da pena que haya concluido, Ayla. Ha sido una hermosa excursión.
Se puso en pie para ir por más leña, caminando hacia el río. Ayla le ayudó; dieron la vuelta a un recodo y encontraron un montón de leña podrida. De repente Ayla oyó un ruido. Alzó la vista y se agarró a Jondalar.
— ¡Heyooo! —gritó una voz.
Un reducido grupo de personas se dirigía hacia ellos, haciendo gestos con los brazos. Ayla se pegó a Jondalar que, con su brazo alrededor de ella, la tranquilizaba, la protegía.
—Todo está bien, Ayla. Son Mamutoi. ¿No te dije que se llaman a sí mismos cazadores de mamuts? Creen que también nosotros somos Mamutoi —dijo Jondalar.
A medida que se acercaba el grupo, Ayla se volvió hacia Jondalar, con el rostro asombrado, maravillado:
—Esa gente, Jondalar, está sonriendo —dijo—. Todos me sonríen.
FIN