Publicado en
agosto 29, 2010
A mi madre, Ana Vinuesa
A las familias Vinuesa Lope y Álvarez Moreno, por los años de Tetuán
y la nostalgia con que siempre los recordaron
A todos los antiguos residentes del Protectorado español en Marruecos
y a los marroquíes que con ellos convivieron
RESUMEN
Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África. La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce. Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
PRIMERA PARTE
1
Una máquina de escribir reventó mi destino. Fue una Hispano-Olivetti y de ella me separó durante semanas el cristal de un escaparate. Visto desde hoy, desde el parapeto de los años transcurridos, cuesta creer que un simple objeto mecánico pudiera tener el potencial suficiente como para quebrar el rumbo de una vida y dinamitar en cuatro días todos los planes trazados para sostenerla. Así fue, sin embargo, y nada pude hacer para impedirlo.
No eran en realidad grandes proyectos los que yo atesoraba por entonces. Se trataba tan sólo de aspiraciones cercanas, casi domésticas, coherentes con las coordenadas del sitio y el tiempo que me correspondió vivir; planes de futuro asequibles a poco que estirara las puntas de los dedos. En aquellos días mi mundo giraba lentamente alrededor de unas cuantas presencias que yo creía firmes e imperecederas. Mi madre había configurado siempre la más sólida de todas ellas. Era modista, trabajaba como oficiala en un taller de noble clientela. Tenía experiencia y buen criterio, pero nunca fue más que una simple costurera asalariada; una trabajadora como tantas otras que, durante diez horas diarias, se dejaba las uñas y las pupilas cortando y cosiendo, probando y rectificando prendas destinadas a cuerpos que no eran el suyo y a miradas que raramente tendrían por destino a su persona. De mi padre sabía poco entonces. Nada, apenas. Nunca lo tuve cerca; tampoco me afectó su ausencia. Jamás sentí excesiva curiosidad por saber de él hasta que mi madre, a mis ocho o nueve años, se aventuró a proporcionarme algunas migas de información. Que él tenía otra familia, que era imposible que viviera con nosotras. Engullí aquellos datos con la misma prisa y escasa apetencia con las que rematé las últimas cucharadas del potaje de Cuaresma que tenía frente a mí: la vida de aquel ser ajeno me interesaba bastante menos que bajar con premura a jugar a la plaza.
Había nacido en el verano de 1911, el mismo año en el que Pastora Imperio se casó con el Gallo, vio la luz en México Jorge Negrete, y en Europa decaía la estrella de un tiempo al que llamaron la Belle époque. A lo lejos comenzaban a oírse los tambores de lo que sería la primera gran guerra y en los cafés de Madrid se leía por entonces El Debate y El Heraldo mientras la Chelito, desde los escenarios, enfebrecía a los hombres moviendo con descaro las caderas a ritmo de cuplé. El rey Alfonso XIII, entre amante y amante, logró arreglárselas para engendrar en aquellos meses a su quinta hija legítima. Al mando de su gobierno estaba entretanto el liberal Canalejas, incapaz de presagiar que tan sólo un año más tarde un excéntrico anarquista iba a acabar con su vida descerrajándole dos tiros en la cabeza mientras observaba las novedades de la librería San Martín.
Crecí en un entorno moderadamente feliz, con más apreturas que excesos pero sin grandes carencias ni frustraciones. Me crié en una calle estrecha de un barrio castizo de Madrid, junto a la plaza de la Paja, a dos pasos del Palacio Real. A tiro de piedra del bullicio imparable del corazón de la ciudad, en un ambiente de ropa tendida, olor a lejía, voces de vecinas y gatos al sol. Asistí a una rudimentaria escuela en una entreplanta cercana: en sus bancos, previstos para dos cuerpos, nos acomodábamos de cuatro en cuatro los chavales, sin concierto y a empujones para recitar a voz en grito La canción del pirata y las tablas de multiplicar. Aprendí allí a leer y escribir, a manejar las cuatro reglas y el nombre de los ríos que surcaban el mapa amarillento colgado de la pared. A los doce años acabé mi formación y me incorporé en calidad de aprendiza al taller en el que trabajaba mi madre. Mi suerte natural.
Del negocio de doña Manuela Godina, su dueña, llevaban décadas saliendo prendas primorosas, excelentemente cortadas y cosidas, reputadas en todo Madrid. Trajes de día, vestidos de cóctel, abrigos y capas que después serían lucidos por señoras distinguidas en sus paseos por la Castellana, en el Hipódromo y el polo de Puerta de Hierro, al tomar té en Sakuska y cuando acudían a las iglesias de relumbrón. Transcurrió algún tiempo, sin embargo, hasta que comencé a adentrarme en los secretos de la costura. Antes fui la chica para todo del taller: la que removía el picón de los braseros y barría del suelo los recortes, la que calentaba las planchas en la lumbre y corría sin resuello a comprar hilos y botones a la plaza de Pontejos. La encargada de hacer llegar a las selectas residencias los modelos recién terminados envueltos en grandes sacos de lienzo moreno: mi tarea favorita, el mejor entretenimiento en aquella carrera incipiente. Conocí así a los porteros y chóferes de las mejores fincas, a las doncellas, amas y mayordomos de las familias más adineradas. Contemplé sin apenas ser vista a las señoras más refinadas, a sus hijas y maridos. Y como un testigo mudo, me adentré en sus casas burguesas, en palacetes aristocráticos y en los pisos suntuosos de los edificios con solera. En algunas ocasiones no llegaba a traspasar las zonas de servicio y alguien del cuerpo de casa se ocupaba de recibir el traje que yo portaba; en otras, sin embargo, me animaban a adentrarme hasta los vestidores y para ello recorría los pasillos y atisbaba los salones, y me comía con los ojos las alfombras, las lámparas de araña, las cortinas de terciopelo y los pianos de cola que a veces alguien tocaba y a veces no, pensando en lo extraña que sería la vida en un universo como aquél.
Mis días transcurrían sin tensión en esos dos mundos, casi ajena a la incongruencia que entre ambos existía. Con la misma naturalidad transitaba por aquellas anchas vías jalonadas de pasos de carruajes y grandes portalones que recorría el entramado enloquecido de las calles tortuosas de mi barrio, repletas siempre de charcos, desperdicios, griterío de vendedores y ladridos punzantes de perros con hambre; aquellas calles por las que los cuerpos siempre andaban con prisa y en las que, a la voz de agua va, más valía ponerse a cobijo para evitar llenarse de salpicaduras de orín. Artesanos, pequeños comerciantes, empleados y jornaleros recién llegados a la capital llenaban las casas de alquiler y dotaban a mi barrio de su alma de pueblo. Muchos de ellos apenas traspasaban sus confines a no ser por causa de fuerza mayor; mi madre y yo, en cambio, lo hacíamos temprano cada mañana, juntas y apresuradas, para trasladarnos a la calle Zurbano y acoplarnos sin demora a nuestro cotidiano quehacer en el taller de doña Manuela.
Al cumplirse un par de años de mi entrada en el negocio, decidieron entre ambas que había llegado el momento de que aprendiera a coser. A los catorce comencé con lo más simple: presillas, sobrehilados, hilvanes flojos. Después vinieron los ojales, los pespuntes y dobladillos. Trabajábamos sentadas en pequeñas sillas de enea, encorvadas sobre tablones de madera sostenidos encima de las rodillas; en ellos apoyábamos nuestro quehacer. Doña Manuela trataba con las clientas, cortaba, probaba y corregía. Mi madre tomaba las medidas y se encargaba del resto: cosía lo más delicado y distribuía las demás tareas, supervisaba su ejecución e imponía el ritmo y la disciplina a un pequeño batallón formado por media docena de modistas maduras, cuatro o cinco mujeres jóvenes y unas cuantas aprendizas parlanchinas, siempre con más ganas de risa y chisme que de puro faenar. Algunas cuajaron como buenas costureras, otras no fueron capaces y quedaron para siempre encargadas de las funciones menos agradecidas. Cuando una se iba, otra nueva la sustituía en aquella estancia embarullada, incongruente con la serena opulencia de la fachada y la sobriedad del salón luminoso al que sólo tenían acceso las clientas. Ellas, doña Manuela y mi madre, eran las únicas que podían disfrutar de sus paredes enteladas color azafrán; las únicas que podían acercarse a los muebles de caoba y pisar el suelo de roble que las más jóvenes nos encargábamos de abrillantar con trapos de algodón. Sólo ellas recibían de tanto en tanto los rayos de sol que entraban a través de los cuatro altos balcones volcados a la calle. El resto de la tropa permanecíamos siempre en la retaguardia: en aquel gineceo helador en invierno e infernal en verano que era nuestro taller, ese espacio trasero y gris que se abría con apenas dos ventanucos a un oscuro patio interior, y en el que las horas transcurrían como soplos de aire entre tarareo de coplas y el ruido de tijeras.
Aprendí rápido. Tenía dedos ágiles que pronto se adaptaron al contorno de las agujas y al tacto de los tejidos. A las medidas, las piezas y los volúmenes. Talle delantero, contorno de pecho, largo de pierna. Sisa, bocamanga, bies. A los dieciséis aprendí a distinguir las telas, a los diecisiete, a apreciar sus calidades y calibrar su potencial. Crespón de China, muselina de seda, gorguette, chantilly. Pasaban los meses como en una noria: los otoños haciendo abrigos de buenos paños y trajes de entretiempo, las primaveras cosiendo vestidos volátiles destinados a las vacaciones cantábricas, largas y ajenas, de La Concha y El Sardinero. Cumplí los dieciocho, los diecinueve. Me inicié poco a poco en el manejo del corte y en la confección de las partes más delicadas. Aprendí a montar cuellos y solapas, a prever caídas y anticipar acabados. Me gustaba mi trabajo, disfrutaba con él. Doña Manuela y mi madre me pedían a veces opinión, empezaban a confiar en mí. «La niña tiene mano y ojo, Dolores —decía doña Manuela—. Es buena, y mejor que va a ser si no se nos desvía. Mejor que tú, como te descuides.» Y mi madre seguía a lo suyo, como si no la oyera. Yo tampoco levantaba la cabeza de mi tabla, fingía no haber escuchado nada. Pero con disimulo la miraba de reojo y veía que en su boca cuajada de alfileres se apuntaba una levísima sonrisa.
Pasaban los años, pasaba la vida. Cambiaba también la moda y a su dictado se acomodaba el quehacer del taller. Después de la guerra europea habían llegado las líneas rectas, se arrumbaron los corsés y las piernas comenzaron a enseñarse sin pizca de rubor. Sin embargo, cuando los felices veinte alcanzaron su fin, las cinturas de los vestidos regresaron a su sitio natural, las faldas se alargaron y el recato volvió a imponerse en mangas, escotes y voluntad. Saltamos entonces a una nueva década y llegaron más cambios. Todos juntos, imprevistos, casi al montón. Cumplí los veinte, vino la República y conocí a Ignacio. Un domingo de septiembre en la Bombilla; en un baile bullanguero abarrotado de muchachas de talleres, malos estudiantes y soldados de permiso. Me sacó a bailar, me hizo reír. Dos semanas después empezamos a trazar planes para casarnos.
¿Quién era Ignacio, qué supuso para mí? El hombre de mi vida, pensé entonces. El muchacho tranquilo que intuí destinado a ser el buen padre de mis hijos. Había ya alcanzado la edad en la que, para las muchachas como yo, sin apenas oficio ni beneficio, no quedaban demasiadas opciones más allá del matrimonio. El ejemplo de mi madre, criándome sola y trabajando para ello de sol a sol, jamás se me había antojado un destino apetecible. Y en Ignacio encontré a un candidato idóneo para no seguir sus pasos: alguien con quien recorrer el resto de mi vida adulta sin tener que despertar cada mañana con la boca llena de sabor a soledad. No me llevó a él una pasión turbadora, pero sí un afecto intenso y la certeza de que mis días, a su lado, transcurrirían sin pesares ni estridencias, con la dulce suavidad de una almohada.
Ignacio Montes, creí, iba a ser el dueño del brazo al que me agarraría en uno y mil paseos, la presencia cercana que me proporcionaría seguridad y cobijo para siempre. Dos años mayor que yo, flaco, afable, tan fácil como tierno. Tenía buena estatura y pocas carnes, maneras educadas y un corazón en el que la capacidad para quererme parecía multiplicarse con las horas. Hijo de viuda castellana con los duros bien contados debajo del colchón; residente con intermitencias en pensiones de poca monta; aspirante ilusionado a profesional de la burocracia y eterno candidato a todo ministerio capaz de prometerle un sueldo de por vida. Guerra, Gobernación, Hacienda. El sueño de tres mil pesetas al año, doscientas cuarenta y una al mes: un salario fijo para siempre jamás a cambio de dedicar el resto de sus días al mundo manso de los negociados y antedespachos, de los secantes, el papel de barba, los timbres y los tinteros. Sobre ello planificamos nuestro futuro: a lomos de la calma chicha de un funcionariado que, convocatoria a convocatoria, se negaba con cabezonería a incorporar a mi Ignacio en su nómina. Y él insistía sin desaliento. Y en febrero probaba con Justicia y en junio con Agricultura, y vuelta a empezar.
Y entretanto, incapaz de permitirse distracciones costosas, pero dispuesto hasta la muerte a hacerme feliz, Ignacio me agasajaba con las humildes posibilidades que su paupérrimo bolsillo le permitía: una caja de cartón llena de gusanos de seda y hojas de morera, cucuruchos de castañas asadas y promesas de amor eterno sobre la hierba bajo el viaducto. Juntos escuchábamos a la banda de música del quiosco del parque del Oeste y remábamos en las barcas del Retiro en las mañanas de domingo que hacía sol. No había verbena con columpios y organillo a la que no acudiéramos, ni chotis que no bailáramos con precisión de reloj. Cuántas tardes pasamos en las Vistillas, cuántas películas vimos en cines de barrio de a una cincuenta. Una horchata valenciana era para nosotros un lujo y un taxi, un espejismo. La ternura de Ignacio, por no ser gravosa, carecía sin embargo de fin. Yo era su cielo y las estrellas, la más guapa, la mejor. Mi pelo, mi cara, mis ojos. Mis manos, mi boca, mi voz. Toda yo configuraba para él lo insuperable, la fuente de su alegría. Y yo le escuchaba, le decía tonto y me dejaba querer.
La vida en el taller por aquellos tiempos marcaba, no obstante, un ritmo distinto. Se hacía difícil, incierta. La Segunda República había infundido un soplo de agitación sobre la confortable prosperidad del entorno de nuestras clientas. Madrid andaba convulso y frenético, la tensión política impregnaba todas las esquinas. Las buenas familias prolongaban hasta el infinito sus veraneos en el norte, deseosas de permanecer al margen de la capital inquieta y rebelde en cuyas plazas se anunciaba a voces el Mundo Obrero mientras los proletarios descamisados del extrarradio se adentraban sin retraimiento hasta la misma Puerta del Sol. Los grandes coches privados empezaban a escasear por las calles, las fiestas opulentas menudeaban. Las viejas damas enlutadas rezaban novenas para que Azaña cayera pronto y el ruido de las balas se hacía cotidiano a la hora en que encendían las farolas de gas. Los anarquistas quemaban iglesias, los falangistas desenfundaban pistolas con porte bravucón. Con frecuencia creciente, los aristócratas y altos burgueses cubrían con sábanas los muebles, despedían al servicio, apestillaban las contraventanas y partían con urgencia hacia el extranjero, sacando a mansalva joyas, miedos y billetes por las fronteras, añorando al rey exiliado y una España obediente que aún tardaría en llegar.
Y en el taller de doña Manuela cada vez entraban menos señoras, salían menos pedidos y había menos quehacer. En un penoso cuentagotas se fueron despidiendo primero las aprendizas y después el resto de las costureras, hasta que al final sólo quedamos la dueña, mi madre y yo. Y cuando terminamos el último vestido de la marquesa de Entrelagos y pasamos los seis días siguientes oyendo la radio, mano sobre mano sin que a la puerta llamara un alma, doña Manuela nos anunció entre suspiros que no tenía más remedio que cerrar el negocio.
En medio de la convulsión de aquellos tiempos en los que las broncas políticas hacían temblar las plateas de los teatros y los gobiernos duraban tres padrenuestros, apenas tuvimos sin embargo oportunidad de llorar lo que perdimos. A las tres semanas del advenimiento de nuestra obligada inactividad, Ignacio apareció con un ramo de violetas y la noticia de que por fin había aprobado su oposición. El proyecto de nuestra pequeña boda taponó la incertidumbre y sobre la mesa camilla planificamos el evento. Aunque entre los aires nuevos traídos por la República ondeaba la moda de los matrimonios civiles, mi madre, en cuya alma convivían sin la menor incomodidad su condición de madre soltera, un férreo espíritu católico y una nostálgica lealtad a la monarquía depuesta, nos alentó a celebrar una boda religiosa en la vecina iglesia de San Andrés. Ignacio y yo aceptamos, cómo podríamos no hacerlo sin trastornar aquella jerarquía de voluntades en la que él cumplía todos mis deseos y yo acataba los de mi madre sin discusión. No tenía, además, razón de peso alguna para negarme: la ilusión que yo sentía por la celebración de aquel matrimonio era modesta, y lo mismo me daba un altar con cura y sotana que un salón presidido por una bandera de tres colores.
Nos dispusimos así a fijar la fecha con el mismo párroco que veinticuatro años atrás, un 8 de junio y al dictado del santoral, me había impuesto el nombre de Sira. Sabiniana, Victorina, Gaudencia, Heraclia y Fortunata fueron otras opciones en consonancia con los santos del día.
«Sira, padre, póngale usted Sira mismamente, que por lo menos es corto.» Tal fue la decisión de mi madre en su solitaria maternidad. Y Sira fui.
Celebraríamos el casamiento con la familia y unos cuantos amigos. Con mi abuelo sin piernas ni luces, mutilado de cuerpo y ánimo en la guerra de Filipinas, permanente presencia muda en su mecedora junto al balcón de nuestro comedor. Con la madre y hermanas de Ignacio que vendrían desde el pueblo. Con nuestros vecinos Engracia y Norberto y sus tres hijos, socialistas y entrañables, tan cercanos a nuestros afectos desde la puerta de enfrente como si la misma sangre nos corriera por el descansillo. Con doña Manuela, que volvería a coger los hilos para regalarme su última obra en forma de traje de novia. Agasajaríamos a nuestros invitados con pasteles de merengue, vino de Málaga y vermut, tal vez pudiéramos contratar a un músico del barrio para que subiera a tocar un pasodoble, y algún retratista callejero nos sacaría una placa que adornaría nuestro hogar, ese que aún no teníamos y de momento sería el de mi madre.
Fue entonces, en medio de aquel revoltijo de planes y apaños, cuando a Ignacio se le ocurrió la idea de que preparara unas oposiciones para hacerme funcionaría como él. Su flamante puesto en un negociado administrativo le había abierto los ojos a un mundo nuevo: el de la administración en la República, un ambiente en el que para las mujeres se perfilaban algunos destinos profesionales más allá del fogón, el lavadero y las labores; en el que el género femenino podía abrirse camino codo con codo con los hombres en igualdad de condiciones y con la ilusión puesta en los mismos objetivos. Las primeras mujeres se sentaban ya como diputadas en el Congreso, se declaró la igualdad de sexos para la vida pública, se nos reconoció la capacidad jurídica, el derecho al trabajo y el sufragio universal. Aun así, yo habría preferido mil veces volver a la costura, pero a Ignacio no le llevó más de tres tardes convencerme. El viejo mundo de las telas y los pespuntes se había derrumbado y un nuevo universo abría sus puertas ante nosotros: habría que adaptarse a él. El mismo Ignacio podría encargarse de mi preparación; tenía todos los temarios y le sobraba experiencia en el arte de presentarse y suspender montones de veces sin sucumbir jamás a la desesperanza. Yo, por mi parte, aportaría a tal proyecto la clara conciencia de que había que arrimar el hombro para sacar adelante al pequeño pelotón que a partir de nuestra boda formaríamos nosotros dos con mi madre, mi abuelo y la prole que viniera. Accedí, pues. Una vez dispuestos, sólo nos faltaba un elemento: una máquina de escribir en la que yo pudiera aprender a teclear y preparar la inexcusable prueba de mecanografía. Ignacio había pasado años practicando con máquinas ajenas, transitando un vía crucis de tristes academias con olor a grasa, tinta y sudor reconcentrado: no quiso que yo me viera obligada a repetir aquellos trances y de ahí su empeño en hacernos con nuestro propio equipamiento. A su búsqueda nos lanzamos en las semanas siguientes, como si de la gran inversión de nuestra vida se tratara.
Estudiamos todas las opciones e hicimos cálculos sin fin. Yo no entendía de prestaciones, pero me parecía que algo de formato pequeño y ligero sería lo más conveniente para nosotros. A Ignacio el tamaño le era indiferente pero, en cambio, se fijaba con minuciosidad extrema en precios, plazos y mecanismos. Localizamos todos los sitios de venta en Madrid, pasamos horas enteras frente a sus escaparates y aprendimos a pronunciar nombres forasteros que evocaban geografías lejanas y artistas de cine: Remington, Royal, Underwood. Igual podríamos habernos decidido por una marca que por otra; lo mismo podríamos haber terminado comprando en una casa americana que en otra alemana, pero la elegida fue, finalmente, la italiana Hispano-Olivetti de la calle Pi y Margall. Cómo podríamos ser conscientes de que con aquel acto tan simple, con el mero hecho de avanzar dos o tres pasos y traspasar un umbral, estábamos firmando la sentencia de muerte de nuestro futuro en común y torciendo las líneas del porvenir de forma irremediable.
2
No voy a casarme con Ignacio, madre.
Estaba intentando enhebrar una aguja y mis palabras la dejaron inmóvil, con el hilo sostenido entre dos dedos.
—¿Qué estás diciendo, muchacha? —susurró. La voz pareció salirle rota de la garganta, cargada de desconcierto e incredulidad.
—Que le dejo, madre. Que me he enamorado de otro hombre.
Me reprendió con los reproches más contundentes que alcanzó a traer a la boca, clamó al cielo suplicando la intercesión en pleno del santoral, y con docenas de argumentos intentó convencerme para que diera marcha atrás en mis propósitos. Cuando comprobó que todo aquello de nada servía, se sentó en la mecedora pareja a la de mi abuelo, se tapó la cara y se puso a llorar.
Aguanté el momento con falsa entereza, intentando esconder el nerviosismo tras la contundencia de mis palabras. Temía la reacción de mi madre: Ignacio para ella había llegado a ser el hijo que nunca tuvo, la presencia que suplantó el vacío masculino de nuestra pequeña familia. Hablaban entre ellos, congeniaban, se entendían. Mi madre le hacía los guisos que a él le gustaban, le abrillantaba los zapatos y daba la vuelta a sus chaquetas cuando el roce del tiempo comenzaba a robarles la prestancia. Él, a cambio, la piropeaba al verla esmerarse en su atuendo para la misa dominical, le traía dulces de yema y, medio en broma medio en serio, a veces le decía que era más guapa que yo.
Era consciente de que con mi osadía iba a hundir toda aquella confortable convivencia, sabía que iba a tumbar los andamios de más vidas que la mía, pero nada pude hacer por evitarlo. Mi decisión era firme como un poste: no habría boda ni oposiciones, no iba a aprender a teclear sobre la mesa camilla y nunca compartiría con Ignacio hijos, cama ni alegrías. Iba a dejarle y ni toda la fuerza de un vendaval podría ya truncar mi resolución.
La casa Hispano-Olivetti tenía dos grandes escaparates que mostraban a los transeúntes sus productos con orgulloso esplendor. Entre ambos se encontraba la puerta acristalada, con una barra de bronce bruñido atravesándola en diagonal. Ignacio la empujó y entramos. El tintineo de una campanilla anunció nuestra llegada, pero nadie salió a recibirnos de inmediato. Permanecimos cohibidos un par de minutos, observando todo lo expuesto con respeto reverencial, sin atrevernos siquiera a rozar los muebles de madera pulida sobre los que descansaban aquellos portentos de la mecanografía entre los cuales íbamos a elegir el más conveniente para nuestros planes. Al fondo de la amplia estancia dedicada a la exposición se percibía una oficina. De ella salían voces de hombre.
No tuvimos que esperar mucho más, las voces sabían que había clientes y a nuestro encuentro acudió una de ellas contenida en un cuerpo orondo vestido de oscuro. Nos saludó el dependiente afable, preguntó por nuestros intereses. Ignacio comenzó a hablar, a describir lo que quería, a pedir datos y sugerencias. El empleado desplegó con esmero toda su profesionalidad y procedió a desgranarnos las características de cada una de las máquinas expuestas. Con detalle, con rigor y tecnicismos; con tal precisión y monotonía que al cabo de veinte minutos a punto estuve de caer dormida por el aburrimiento. Ignacio, entretanto, absorbía la información con sus cinco sentidos, ajeno a mí y a todo lo que no fuera calibrar lo que le estaba siendo ofrecido. Decidí separarme de ellos, aquello no me interesaba lo más mínimo. Lo que Ignacio eligiera bien elegido estaría. Qué más me daba a mí todo eso de las pulsaciones, la palanca de retorno o el timbre marginal.
Me dediqué entonces a recorrer otros tramos de la exposición en busca de algo con lo que matar el tedio. Me fijé en los grandes carteles publicitarios que desde las paredes anunciaban los productos de la casa con dibujos coloreados y palabras en lenguas que yo no entendía, me acerqué después a los escaparates y observé a los viandantes transitar acelerados por la calle. Al cabo de un rato volví con desgana al fondo del establecimiento.
Un gran armario con puertas de cristal recorría parte de una de las paredes. Contemplé en él mi reflejo, observé que un par de mechones se me habían escapado del moño, los coloqué en su sitio; aproveché para pellizcarme las mejillas y dar al rostro aburrido un poco de color. Examiné después mi atuendo sin prisa: me había esforzado en arreglarme con mi mejor traje; al fin y al cabo, aquella compra suponía para nosotros una ocasión especial. Me estiré las medias repasándolas desde los tobillos en movimiento ascendente; me ajusté de manera pausada la falda a las caderas, el talle al tronco, la solapa al cuello. Volví a retocarme el pelo, me miré de frente y de lado, observando con calma la copia de mí misma que la luna de cristal me devolvía. Ensayé posturas, di un par de pasos de baile y me reí. Cuando me cansé de mi propia visión, continué deambulando por la sala, matando el tiempo mientras desplazaba la mano lentamente sobre las superficies y serpenteaba entre los muebles con languidez. Apenas presté atención a lo que en realidad nos había llevado allí: para mí todas aquellas máquinas tan sólo diferían en su tamaño. Las había grandes y robustas, más pequeñas también; algunas parecían ligeras, otras pesadas, pero a mis ojos no eran más que una masa de oscuros armatostes incapaces de generar la menor seducción. Me coloqué sin ganas frente a uno de ellos, acerqué el índice al teclado y con él simulé pulsar las letras más cercanas a mi persona. La s, la i, la r, la a. Si-ra repetí en un susurro.
—Precioso nombre.
La voz masculina sonó plena a mi espalda, tan cercana que casi pude sentir el aliento de su dueño sobre la piel. Una especie de estremecimiento me recorrió la columna vertebral e hizo que me volviera sobresaltada.
—Ramiro Arribas —dijo tendiendo la mano. Tardé en reaccionar: tal vez porque no estaba acostumbrada a que nadie me saludara de una manera tan formal; tal vez porque aún no había conseguido asimilar el impacto que aquella presencia inesperada me había provocado.
Quién era aquel hombre, de dónde había salido. Él mismo lo aclaró con sus pupilas aún clavadas en las mías.
—Soy el gerente de la casa. Disculpe que no les haya atendido antes, estaba intentando poner una conferencia.
Y observándola a través de la persiana que separaba la oficina de la sala de exposición, le faltó decir. No lo hizo, pero lo dejó entrever. Lo intuí en la profundidad de su mirada, en su voz rotunda; en el hecho de que se hubiera acercado a mí antes que a Ignacio y en el tiempo prolongado en que mantuvo mi mano retenida en la suya. Supe que había estado observándome, contemplando mi deambular errático por su establecimiento. Me había visto arreglarme frente al armario acristalado: recomponer el peinado, acomodar las costuras del traje a mi perfil y ajustarme las medias deslizando las manos por las piernas. Parapetado desde el refugio de su oficina, había absorbido el contoneo de mi cuerpo y la cadencia lenta de cada uno de mis movimientos. Me había tasado, había calibrado las formas de mi silueta y las líneas de mi rostro. Me había estudiado con el ojo certero de quien conoce con exactitud lo que le gusta y está acostumbrado a alcanzar sus objetivos con la inmediatez que dicta su deseo. Y resolvió demostrármelo. Nunca había percibido yo algo así en ningún otro hombre, nunca me creí capaz de despertar en nadie una atracción tan carnal. Pero de la misma manera que los animales huelen la comida o el peligro, con el mismo instinto primario supieron mis entrañas que Ramiro Arribas, como un lobo, había decidido venir a por mí.
—¿Es su esposo? —dijo señalando a Ignacio.
—Mi novio —acerté a decir.
Tal vez no fue más que mi imaginación, pero en la comisura de sus labios me pareció intuir el apunte de una sonrisa de complacencia.
—Perfecto. Acompáñeme, por favor.
Me cedió el paso y, al hacerlo, el hueco de su mano se acomodó en mi cintura como si la llevara esperando la vida entera. Saludó con simpatía, envió al dependiente a la oficina y tomó las riendas del asunto con la facilidad de quien da una palmada al aire y hace que vuelen las palomas; como un prestidigitador peinado con brillantina, con los rasgos de la cara marcados en líneas angulosas, la sonrisa amplia, el cuello poderoso y un porte tan imponente, tan varonil y resolutivo que a mi pobre Ignacio, a su lado, parecían faltarle cien años para llegar a la hombría.
Se enteró después de que la máquina que pretendíamos comprar iba a ser para que yo aprendiera mecanografía y alabó la idea como si se tratara de una gran genialidad. Para Ignacio resultó un profesional competente que expuso detalles técnicos y habló de ventajosas opciones de pago. Para mí fue algo más: una sacudida, un imán, una certeza.
Tardamos aún un rato hasta dar por finalizada la gestión. A lo largo del mismo, las señales de Ramiro Arribas no cesaron ni un segundo. Un roce inesperado, una broma, una sonrisa; palabras de doble sentido y miradas que se hundían como lanzas hasta el fondo de mi ser. Ignacio, absorto en lo suyo y desconocedor de lo que ocurría ante sus ojos, se decidió finalmente por la Lettera 35 portátil, una máquina de teclas blancas y redondas en las que se encajaban las letras del alfabeto con tanta elegancia que parecían grabadas con un cincel.
—Magnífica decisión —concluyó el gerente alabando la sensatez de Ignacio. Como si éste hubiese sido dueño de su voluntad y él no le hubiera manipulado con mañas de gran vendedor para que optara por ese modelo—. La mejor elección para unos dedos estilizados como los de su prometida. Permítame verlos, señorita, por favor.
Tendí la mano tímidamente. Antes busqué con rapidez la mirada de Ignacio para pedir su consentimiento, pero no la encontré: había vuelto a concentrar su atención en el mecanismo de la máquina. Me acarició Ramiro Arribas con lentitud y descaro ante la inocente pasividad de mi novio, dedo a dedo, con una sensualidad que me puso la carne de gallina e hizo que las piernas me temblaran como hojas mecidas por el aire del verano. Sólo me soltó cuando Ignacio desprendió su vista de la Lettera 35 y pidió instrucciones sobre la manera de continuar con la compra. Entre ambos concertaron dejar aquella tarde un depósito del cincuenta por ciento del precio y hacer efectivo el resto del pago al día siguiente.
—¿Cuándo nos la podemos llevar? —preguntó entonces Ignacio.
Consultó Ramiro Arribas el reloj.
—El chico del almacén está haciendo unos recados y ya no regresará esta tarde. Me temo que no va a ser posible traer otra hasta mañana.
—¿Y esta misma? ¿No podemos quedarnos esta misma máquina? —insistió Ignacio dispuesto a cerrar la gestión cuanto antes. Una vez tomada la decisión del modelo, todo lo demás le parecían trámites engorrosos que deseaba liquidar con rapidez.
—Ni hablar, por favor. No puedo consentir que la señorita Sira utilice una máquina que ya ha sido trasteada por otros clientes. Mañana por la mañana, a primera hora, tendré lista una nueva, con su funda y su embalaje. Si me da su dirección —dijo dirigiéndose a mí—, me encargaré personalmente de que la tengan en casa antes del mediodía.
—Vendremos nosotros a recogerla —atajé. Intuía que aquel hombre era capaz de cualquier cosa y una oleada de terror me sacudió al pensar que pudiera personarse ante mi madre preguntando por mí.
—Yo no puedo acercarme hasta la tarde, tengo que trabajar —señaló Ignacio. A medida que hablaba, una soga invisible pareció anudarse lentamente a su cuello, a punto de ahorcarle. Ramiro apenas tuvo que molestarse en tirar de ella un poquito.
—¿Y usted, señorita?
—Yo no trabajo —dije evitando mirarle a los ojos.
—Hágase usted cargo del pago entonces —sugirió en tono casual.
No encontré palabras para negarme e Ignacio ni siquiera intuyó a lo que aquella propuesta de apariencia tan simple nos estaba abocando. Ramiro Arribas nos acompañó hasta la puerta y nos despidió con afecto, como si fuéramos los mejores clientes que aquel establecimiento había tenido en su historia. Con la mano izquierda palmeó vigoroso la espalda de mi novio, con la derecha estrechó otra vez la mía. Y tuvo palabras para los dos.
—Ha hecho usted una elección magnífica viniendo a la casa Hispano-Olivetti, créame, Ignacio. Le aseguro que no va a olvidar este día en mucho tiempo.
—Y usted, Sira, venga, por favor, sobre las once. La estaré esperando.
Pasé la noche dando vueltas en la cama, incapaz de dormir. Aquello era una locura y aún estaba a tiempo de escapar de ella. Sólo tenía que decidir no volver a la tienda. Podría quedarme en casa con mi madre, ayudarla a sacudir los colchones y a fregar el suelo con aceite de linaza; charlar con las vecinas en la plaza, acercarme después al mercado de la Cebada a por un cuarterón de garbanzos o un pedazo de bacalao. Podría esperar a que Ignacio regresara del ministerio y justificar el incumplimiento de mi cometido con cualquier simple mentira: que me dolía la cabeza, que creí que iba a llover. Podría echarme un rato tras la comida, seguir fingiendo a lo largo de las horas un difuso malestar. Ignacio iría entonces solo, cerraría el pago con el gerente, recogería la máquina y allí acabaría todo. No volveríamos a saber más de Ramiro Arribas, jamás se cruzaría de nuevo en nuestro camino. Su nombre iría cayendo poco a poco en el olvido y nosotros seguiríamos adelante con nuestra pequeña vida de todos los días. Como si él nunca me hubiese acariciado los dedos con el deseo a flor de piel; como si nunca me hubiese comido con los ojos desde detrás de una persiana. Era así de fácil, así de simple. Y yo lo sabía.
Lo sabía, sí, pero fingí no saberlo. Al día siguiente esperé a que mi madre saliera a sus recados, no quería que viera cómo me arreglaba: habría sospechado que algo raro me traía entre manos al verme compuesta tan de mañana. En cuando oí la puerta cerrarse tras ella, comencé a prepararme apresurada. Llené una palangana para lavarme, me rocié con agua de lavanda, calenté en el fogón las tenacillas, planché mi única blusa de seda y descolgué las medias del alambre donde habían pasado la noche secándose al relente. Eran las mismas del día anterior: no tenía otras. Me obligué a sosegarme y me las puse con cuidado, no fuera con las prisas a hacerles una carrera. Y cada uno de aquellos movimientos mecánicos mil veces repetidos en el pasado tuvo aquel día, por primera vez, un destinatario definido, un objetivo y un fin: Ramiro Arribas. Para él me vestí y me perfumé, para que me viera, para que me oliera, para que volviera a rozarme y se volcara en mis ojos otra vez. Para él decidí dejarme el pelo suelto, la melena lustrosa a media espalda. Para él estreché mi cintura apretando con fuerza el cinturón sobre la falda hasta casi no poder respirar. Para él: todo sólo para él.
Recorrí las calles con determinación, escabullendo miradas ansiosas y halagos procaces. Me obligué a no pensar: evité calcular la envergadura de mis actos y no quise pararme a adivinar si aquel trayecto me estaba llevando al umbral del paraíso o directamente al matadero. Recorrí la Costanilla de San Andrés, atravesé la plaza de los Carros y, por la Cava Baja, me dirigí a la Plaza Mayor. En veinte minutos estaba en la Puerta del Sol; en menos de media hora alcancé mi destino.
Ramiro me esperaba. Tan pronto intuyó mi silueta en la puerta, zanjó la conversación que mantenía con otro empleado y se dirigió a la salida cogiendo al vuelo el sombrero y una gabardina. Cuando lo tuve a mi lado quise decirle que en el bolso llevaba el dinero, que Ignacio le mandaba sus saludos, que tal vez aquella misma tarde empezaría a aprender a teclear. No me dejó. No me saludó siquiera. Sólo sonrió mientras mantenía un cigarrillo en la boca, rozó el final de mi espalda y dijo vamos. Y con él fui.
El lugar elegido no pudo ser más inocente: me llevó al café Suizo. Al comprobar aliviada que el entorno era seguro, creí que quizá aún estaba a tiempo de lograr la salvación. Pensé incluso, mientras él buscaba una mesa y me invitaba a sentarme, que tal vez ese encuentro no tenía más doblez que la simple muestra de atención hacia una clienta. Hasta comencé a sospechar que todo aquel descarado galanteo podría no haber sido más que un exceso de fantasía por mi parte. Pero no fue así. A pesar de la inofensividad del ambiente, nuestro segundo encuentro volvió a colocarme en el borde del abismo.
—No he podido dejar de pensar en ti ni un solo minuto desde que te fuiste ayer —me susurró al oído apenas nos acomodamos.
Me sentí incapaz de replicar, las palabras no llegaron a mi boca: como azúcar en el agua, se diluyeron en algún lugar incierto del cerebro. Volvió a tomarme una mano y la acarició al igual que la tarde anterior, sin dejar de observarla.
—Tienes asperezas, dime, ¿qué han estado haciendo estos dedos antes de llegar a mí?
Su voz seguía sonando próxima y sensual, ajena a los ruidos de nuestro alrededor: al entrechocar del cristal y la loza contra el mármol de las mesas, al runrún de las conversaciones mañaneras y a las voces de los camareros pidiendo en la barra las comandas.
—Coser —susurré sin levantar los ojos del regazo.
—Así que eres modista.
—Lo era. Ya no. —Alcé por fin la mirada—. No hay mucho trabajo últimamente —añadí.
—Por eso ahora quieres aprender a usar una máquina de escribir.
Hablaba con complicidad, con cercanía, como si me conociera: como si su alma y la mía llevaran esperándose desde el principio de los tiempos.
—Mi novio ha pensado que prepare unas oposiciones para hacerme funcionaria como él —dije con un punto de vergüenza.
La llegada de las consumiciones frenó la conversación. Para mí, una taza de chocolate. Para Ramiro, café negro como la noche. Aproveché la pausa para contemplarle mientras él intercambiaba unas frases con el camarero. Llevaba un traje distinto al del día anterior, otra camisa impecable. Sus maneras eran elegantes y, a la vez, dentro de aquel refinamiento tan ajeno a los hombres de mi entorno, su persona rezumaba masculinidad por todos los poros del cuerpo: al fumar, al ajustarse el nudo de la corbata, al sacar la cartera del bolsillo o llevarse la taza a la boca.
—Y ¿para qué quiere una mujer como tú pasarse la vida en un ministerio, si no es indiscreción? —preguntó tras el primer trago de café.
Me encogí de hombros.
—Para que podamos vivir mejor, imagino.
Volvió a acercarse lentamente a mí, volvió a volcar su voz caliente en mi oído.
—¿De verdad quieres empezar a vivir mejor, Sira?
Me refugié en un sorbo de chocolate para no contestar.
—Te has manchado, deja que te limpie —dijo.
Acercó entonces su mano a mi rostro y la expandió abierta sobre el contorno de la mandíbula, ajustándola a mis huesos como si fuera ése y no otro el molde que un día me configuró. Puso después el dedo pulgar en el sitio donde supuestamente estaba la mancha, cercano a la comisura de la boca. Me acarició con suavidad, sin prisa. Le dejé hacer: una mezcla de pavor y placer me impidió realizar cualquier movimiento.
—También te has manchado aquí —murmuró con voz ronca cambiando el dedo de posición.
El destino fue un extremo de mi labio inferior. Repitió la caricia. Más lenta, más tierna. Un estremecimiento me recorrió la espalda, clavé los dedos en el terciopelo del asiento.
—Y aquí también —volvió a decir. Me acarició entonces la boca entera, milímetro a milímetro, de una esquina a otra, cadencioso, despacio, más despacio. A punto estuve de hundirme en un pozo de algo blando que no supe definir. Igual me daba que todo fuera una mentira y en mis labios no hubiera rastro alguno de chocolate. Igual me daba que en la mesa vecina tres venerables ancianos dejaran suspendida la tertulia para contemplar la escena, enardecidos, deseando con furia tener treinta años menos en su haber.
Un grupo ruidoso de estudiantes entró entonces en tropel en el café y, con su bullanga y sus carcajadas, destrozó la magia del momento como quien revienta una pompa de jabón. Y de pronto, como si hubiera despertado de un sueño, me percaté atropelladamente de varias cosas a la vez: de que el suelo no se había derretido y se mantenía sólido bajo mis pies, de que en mi boca estaba a punto de entrar el dedo de un desconocido, de que por el muslo izquierdo me reptaba una mano ansiosa y de que yo estaba a un palmo de lanzarme de cabeza por un despeñadero. La lucidez recobrada me impulsó a levantarme de un salto y, al coger el bolso de forma precipitada, tumbé el vaso de agua que el camarero había traído junto con mi chocolate.
—Aquí tiene el dinero de la máquina. Esta tarde a última hora irá mi novio a recogerla —dije dejando el fajo de billetes sobre el mármol.
Me agarró por la muñeca.
—No te vayas, Sira; no te enfades conmigo.
Me solté de un tirón. Ni le miré ni me despedí; tan sólo me giré y emprendí con forzada dignidad el camino hacia la puerta. Únicamente entonces me di cuenta de que me había derramado el agua encima y llevaba el pie izquierdo chorreando.
Él no me siguió: probablemente intuyó que de nada serviría. Tan sólo permaneció sentado y, cuando me empecé a alejar, lanzó a mi espalda su última saeta.
—Vuelve otro día. Ya sabes dónde estoy.
Fingí no oírle, apreté el paso entre la marabunta de estudiantes y me diluí en el tumulto de la calle.
Ocho días me acosté con la esperanza de que el amanecer siguiente fuera distinto y las ocho mañanas posteriores desperté con la misma obsesión en la cabeza: Ramiro Arribas. Su recuerdo me asaltaba en cualquier quiebro del día y ni un solo minuto conseguí apartarlo de mi pensamiento: al hacer la cama, al sonarme la nariz, mientras pelaba una naranja o cuando bajaba los escalones uno a uno con su memoria grabada en la retina.
Ignacio y mi madre se afanaban entretanto con los planes de la boda, pero eran incapaces de hacerme compartir su ilusión. Nada me resultaba grato, nada conseguía causarme el menor interés. Serán los nervios, pensaban. Yo, entretanto, me esforzaba por sacarme a Ramiro de la cabeza, por no volver a recordar su voz en mi oído, su dedo acariciando mi boca, la mano recorriéndome el muslo y aquellas últimas palabras que me clavó en los tímpanos cuando le di la espalda en el café convencida de que con mi marcha pondría fin a la locura. Vuelve otro día, Sira. Vuelve.
Peleé con todas mis fuerzas para resistir. Peleé y perdí. Nada pude hacer para imponer un mínimo de racionalidad en la atracción desbocada que aquel hombre me había hecho sentir. Por mucho que busqué alrededor, incapaz fui de encontrar recursos, fuerzas o asideros a los que agarrarme para evitar que me arrastrara. Ni el proyecto de marido con el que tenía previsto casarme en menos de un mes, ni la madre íntegra que tanto se había esforzado para sacarme adelante hecha una mujer decente y responsable. Ni siquiera me frenó la incertidumbre de no saber apenas quién era aquel extraño y qué me guardaba el destino a su lado.
Nueve días después de la primera visita a la casa Hispano-Olivetti, regresé. Como en las veces anteriores, volvió a saludarme el tintineo de la campanilla sobre la puerta. Ningún vendedor gordo acudió a mi encuentro, ningún mozo de almacén, ningún otro empleado. Tan sólo me recibió Ramiro.
Me acerqué intentando que mi paso sonara firme, llevaba las palabras preparadas. No se las pude decir. No me dejó. En cuanto me tuvo a su alcance, me rodeó la nuca con la mano y plasmó en mi boca un beso tan intenso, tan carnoso y prolongado que mi cuerpo quedó sobrecogido, a punto de derretirse y convertirse en un charco de melaza.
Ramiro Arribas tenía treinta y cuatro años, un pasado de idas y venidas, y una capacidad de seducción tan poderosa que ni un muro de hormigón habría podido contenerla. Atracción, duda y angustia primero. Abismo y pasión después. Bebía el aire que él respiraba y a su lado caminaba a dos palmos por encima de los adoquines. Podrían desbordarse los ríos, desplomarse los edificios y borrarse las calles de los mapas; podría juntarse el cielo con la tierra y el universo entero hundirse a mi pies que yo lo soportaría si Ramiro estaba allí.
Ignacio y mi madre comenzaron a sospechar que algo anormal me pasaba, algo que iba más allá de la simple tensión producida por la inminencia del matrimonio. No fueron, sin embargo, capaces de averiguar las razones de mi excitación ni hallaron causa alguna que justificara el secretismo con que me movía a todas horas, mis salidas desordenadas y la risa histérica que a ratos no podía contener. Logré mantener el equilibrio de aquella doble vida apenas unos días, los justos para percibir cómo la balanza se descompensaba por minutos, cómo el platillo de Ignacio caía y el de Ramiro se alzaba. En menos de una semana supe que debía cortar con todo y lanzarme al vacío. Había llegado el momento de pasar la guadaña por mi pasado. De dejarlo al ras.
Ignacio llegó a casa por la tarde.
—Espérame en la plaza —susurré entreabriendo la puerta apenas unos centímetros.
Mi madre se había enterado a la hora de comer; él ya no podía seguir sin saberlo. Bajé cinco minutos después, con los labios pintados, mi bolso nuevo en una mano y la Lettera 35 en la otra. Él me esperaba en el mismo banco de siempre, en aquel pedazo de fría piedra donde tantas horas habíamos pasado planeando un porvenir común que ya nunca llegaría.
—Vas a irte con otro, ¿verdad? —preguntó cuando me senté a su lado. No me miró: tan sólo mantuvo la vista concentrada en el suelo, en la tierra polvorienta que la punta de su zapato se encargaba de remover.
Asentí sólo con un gesto. Un sí rotundo sin palabras. Quién es, preguntó. Se lo dije. A nuestro alrededor continuaban los ruidos de siempre: los niños, los perros y los timbres de las bicicletas; las campanas de San Andrés llamando a la última misa, las ruedas de los carros girando sobre los adoquines, los mulos cansados camino del fin del día. Ignacio tardó en volver a hablar. Tal determinación, tanta seguridad debió de intuir en mi decisión que ni siquiera dejó entrever su desconcierto. No dramatizó ni exigió explicaciones. No me increpó ni me pidió que reconsiderara mis sentimientos. Sólo pronunció una frase más, lentamente, como dejándola escurrir.
—Nunca va a quererte tanto como yo.
Y después se puso en pie, agarró la máquina de escribir y echó a andar con ella hacia el vacío. Le vi alejarse de espaldas, caminando bajo la luz turbia de las farolas, conteniendo tal vez las ganas de estrellarla contra el suelo.
Mantuve la mirada fija en él, contemplé cómo salía de mi plaza hasta que su cuerpo se desvaneció en la distancia, hasta que dejó de percibirse en la noche temprana de otoño. Y yo habría querido quedarme llorando su ausencia, lamentando aquella despedida tan breve y tan triste, inculpándome por haber puesto fin a nuestro proyecto ilusionado de futuro. Pero no pude. No derramé una lágrima ni descargué sobre mí misma el menor de los reproches. Apenas un minuto después de desvanecerse su presencia, yo también me levanté del banco y me marché. Atrás dejé para siempre mi barrio, mi gente, mi pequeño mundo. Allí quedó todo mi pasado mientras yo emprendía un nuevo tramo de mi vida; una vida que intuía luminosa y en cuyo presente inmediato no concebía más gloria que la de los brazos de Ramiro al cobijarme.
3
Con él conocí otra forma de vida. Aprendí a ser una persona independiente de mi madre, a convivir con un hombre y a tener una criada. A intentar complacerle en cada momento y a no tener más objetivo que hacerle feliz. Y conocí también otro Madrid: el de los locales sofisticados y los sitios de moda; el de los espectáculos, los restaurantes y la vida nocturna. Los cócteles en Negresco, la Granja del Henar, Bakanik. Las películas de estreno en el Real Cinema con órgano orquestal, Mary Pickford en la pantalla, Ramiro metiendo bombones en mi boca y yo rozando con mis labios la punta de sus dedos, a punto de derretirme de amor. Carmen Amaya en el teatro Fontalba, Raquel Meller en el Maravillas. Flamenco en Villa Rosa, el cabaret del Palacio del Hielo. Un Madrid hirviente y bullicioso, por el que Ramiro y yo transitábamos como si no hubiera un ayer ni un mañana. Como si tuviéramos que consumir el mundo entero a cada instante por si acaso el futuro nunca quisiera llegar.
¿Qué tenía Ramiro, qué me dio para poner mi vida patas arriba en apenas un par de semanas? Aún hoy, tantos años después, puedo componer con los ojos cerrados un catálogo de todo lo que de él me sedujo, y estoy convencida de que si cien veces hubiera nacido, cien veces habría vuelto a enamorarme como entonces lo hice. Ramiro Arribas, irresistible, mundano, guapo a rabiar. Con su pelo castaño repeinado hacia atrás, su porte deslumbrante de puro varonil, irradiando optimismo y seguridad las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Ocurrente y sensual, indiferente a la acritud política de aquellos tiempos, como si su reino no fuera de este mundo. Amigo de unos y otros sin tomar nunca en serio a ninguno, constructor de planes soberbios, siempre con la palabra justa, el gesto exacto para cada momento. Dinámico, espléndido, contrario al acomodamiento. Hoy gerente de una firma italiana de máquinas de escribir, ayer representante de automóviles alemanes; anteayer qué más daba y el mes que viene sabría Dios.
¿Qué vio Ramiro en mí, por qué se encaprichó de una humilde modista a punto de casarse con un funcionario sin aspiraciones? El amor verdadero por primera vez en su vida, me juró mil veces. Había habido otras mujeres antes, claro. ¿Cuántas?, preguntaba yo. Algunas, pero ninguna como tú. Y entonces me besaba y yo creía bailar al filo del desmayo. Tampoco me sería hoy difícil confeccionar otra lista con sus impresiones sobre mí, las recuerdo todas. La aleación explosiva de una ingenuidad casi pueril con el porte de una diosa, decía. Un diamante sin tallar, decía. A ratos me trataba como una niña y los diez años que nos separaban parecían entonces siglos. Anticipaba mis caprichos, colmaba mi capacidad de sorpresa con los ingenios más inesperados. Me compraba medias en las Sederías Lyon, cremas y perfumes, helados de Cuba, de chirimoya, de mango y coco. Me instruía: me enseñaba a manejar los cubiertos, a conducir su Morris, a descifrar las cartas de los restaurantes y a tragarme el humo al fumar. Me hablaba de presencias del pasado y artistas que algún día conoció; rememoraba a viejos amigos y anticipaba las espléndidas oportunidades que podrían estarnos esperando en alguna esquina remota del globo. Dibujaba mapas del mundo y me hacía crecer. A ratos, sin embargo, aquella niña desaparecía y entonces yo me erguía como mujer de una pieza, y nada le importaba mi déficit de conocimientos y vivencias: me deseaba, me veneraba tal cual era y se aferraba a mí como si mi cuerpo fuera el único amarre en el vaivén tumultuoso de su existir.
Me instalé desde el principio con él en su piso masculino junto a la plaza de las Salesas. Apenas llevé nada conmigo, como si mi vida empezara de nuevo; como si yo fuera otra y hubiera vuelto a nacer. Mi corazón arrebatado y un par de cosas que ponerme encima fueron las únicas pertenencias que trasladé a su domicilio. De vez en cuando volvía a visitar a mi madre; por aquel entonces ella cosía en casa por encargo, muy poca cosa con la que obtenía apenas lo justo para poder sobrevivir. No apreciaba a Ramiro, desaprobaba su forma de actuar conmigo. Le acusaba de haberme arrastrado de una manera impulsiva, de utilizar su edad y posición para embaucarme, de forzarme a prescindir de todos mis anclajes. No le gustaba que viviera con él sin casarme, que hubiera dejado a Ignacio y ya no fuera la misma de siempre. Por mucho que lo intenté, nunca conseguí convencerla de que no era él quien me presionaba para actuar así; de que era el simple amor incontenible lo que me llevaba a ello. Nuestras discusiones eran cada día más duras: nos cruzábamos reproches atroces y nos arañábamos una a otra las entrañas. A cada envite suyo replicaba yo con un desplante, a cada reprobación con un desprecio aún más feroz. Raro fue el encuentro que no acabó con lágrimas, gritos y portazos, y las visitas se hicieron cada vez más breves, más distanciadas. Y mi madre y yo, cada día más ajenas.
Hasta que llegó por su parte un acercamiento. Tan sólo lo provocó en calidad de persona interpuesta, cierto, pero aquel gesto suyo —cómo podríamos haberlo previsto— derivó en nuevo giro en el rumbo de nuestros caminos. Apareció un día en casa de Ramiro, era media mañana. Él ya no estaba y yo seguía durmiendo. Habíamos salido la noche anterior, vimos a Margarita Xirgú en el teatro de la Comedia, fuimos después a Le Cock. Debían de ser casi las cuatro de la mañana cuando nos acostamos, yo exhausta, tanto que ni tuve fuerzas para limpiarme el maquillaje que en los últimos tiempos usaba. Entre sueños oí marchar a Ramiro sobre las diez, entre sueños oí llegar a Prudencia, la muchacha de servicio que se encargaba de poner orden en nuestro desbarajuste doméstico. Entre sueños la oí salir a por la leche y el pan y entre sueños oí poco después que llamaban a la puerta. Primero suavemente, después con rotundidad. Creí que Prudencia había vuelto a dejarse la llave, ya lo había hecho otras veces. Me levanté aturullada y con humor pésimo acudí al reclamo insistente de la puerta gritando ¡ya voy! Ni siquiera me molesté en ponerme algo encima: la torpe de Prudencia no merecía el esfuerzo. Abrí adormilada y no encontré a Prudencia, sino a mi madre. No supe qué decir. Ella tampoco, en principio. Se limitó a mirarme de arriba abajo, deteniendo su atención sucesivamente en mi pelo revuelto, en los trazos negros de máscara de pestañas corrida bajo los ojos, en los restos de carmín alrededor de la boca y en el camisón procaz que dejaba a la vista más carne desnuda de la que su sentido de la decencia podía admitir. No fui capaz de aguantarle la mirada, no pude hacerle frente. Tal vez porque aún estaba demasiado aturdida por el trasnoche. Tal vez porque la serena severidad de su actitud me dejó desarmada.
—Pasa, no te quedes en la puerta —dije intentando disimular el desconcierto que su llegada imprevista me había causado.
—No, no quiero entrar, voy con prisa. Tan sólo me he acercado para darte un recado.
La situación era tan tensa y extravagante que jamás habría podido creer que pudiera ser cierta de no haberla vivido aquella mañana en primera persona. Mi madre y yo, que tanto habíamos compartido y tan iguales éramos en muchas cosas, parecíamos habernos convertido de pronto en dos extrañas que recelaban una de otra como perras callejeras midiéndose suspicaces en la distancia.
Permaneció frente a la puerta, seria, erguida, peinada con un moño tirante en el que empezaban a vislumbrarse las primeras hebras grises. Digna y alta, sus cejas angulosas enmarcando la reprobación de su mirada. Elegante en cierto modo a pesar de la sencillez de su indumentaria. Cuando por fin acabó de examinarme a conciencia, habló. Sin embargo, y pese a lo que yo temía, sus palabras no tuvieron la intención de criticarme.
—Vengo a traerte un mensaje. Una petición que no es mía. Puedes aceptarla o no, tú verás. Pero yo creo que deberías decir que sí. Piénsatelo; más vale tarde que nunca.
No llegó a cruzar el umbral y la visita duró apenas un minuto más: el que necesitó para darme una dirección, una hora de aquella misma tarde y la espalda sin el menor ceremonial de despedida. Me extrañó no recibir algo más en el lote, pero no tuve que esperar demasiado para que me lo hiciera llegar. Apenas lo que tardó en empezar a bajar la escalera.
—Y lávate esa cara, péinate y ponte algo encima, que pareces una fulana.
Compartí con Ramiro mi estupor a la hora de la comida. No veía sentido a aquello, desconocía qué podría haber tras un encargo tan inesperado, desconfiaba. Le supliqué que me acompañara. ¿Adónde? A conocer a mi padre. ¿Por qué? Porque él así lo había pedido. ¿Para qué? Ni en diez años de cavilaciones habría logrado yo anticipar la más remota de las causas.
Había quedado en reunirme con mi madre a primera hora de la tarde en la dirección fijada: Hermosilla 19. Muy buena calle, muy buena finca; una como tantas aquellas que en otros tiempos visité cargando prendas recién cosidas. Me había esmerado en componer mi apariencia para el encuentro: había elegido un vestido de lana azul, un abrigo a juego y un pequeño sombrero con tres plumas ladeado con gracia sobre la oreja izquierda. Todo lo había pagado Ramiro, naturalmente: eran las primeras prendas que tocaban mi cuerpo y que no había cosido mi madre o yo misma. Llevaba zapatos de tacón alto y el pelo suelto sobre la espalda; apenas me maquillé, no quería reproches esa tarde. Me miré en el espejo antes de salir. De cuerpo entero. La imagen de Ramiro se reflejaba detrás de mí, sonriendo, admirando con las manos en los bolsillos.
—Estás fantástica. Le vas a dejar impresionado.
Intenté sonreír agradecida por el comentario, pero no lo logré del todo. Estaba hermosa, cierto; hermosa y distinta, como una persona ajena a la que había sido tan sólo unos meses atrás. Hermosa, distinta y asustada como un ratón, muerta de miedo, lamentando haber aceptado aquella petición insólita. Por la mirada de mi madre al llegar, deduje que el hecho de que Ramiro apareciera a mi lado no le resultaba en absoluto grato. Al entrever nuestra intención de entrar juntos, atajó sin miramientos.
—Esto es un asunto de familia; si no le importa, usted se queda aquí.
Y sin pararse a recibir respuesta, se giró y atravesó el portón imponente de hierro negro y cristal. Yo habría querido que él estuviera a mi lado, necesitaba su apoyo y su fuerza, pero no me atreví a encararla. Me limité a susurrar a Ramiro que era mejor que se marchara y la seguí.
—Venimos a ver al señor Alvarado. Nos espera —anunció al portero. Asintió éste y sin mediar palabra se dispuso a acompañarnos hasta el ascensor.
—No hace falta, gracias.
Recorrimos el amplio portal y empezamos a subir la escalera, mi madre delante con paso firme, sin rozar apenas la madera pulida del pasamanos, embutida en un traje de chaqueta que no le conocía. Yo detrás, acobardada, agarrándome a la baranda como a un salvavidas en una noche de tempestad. Las dos mudas cual tumbas. Los pensamientos se me acumulaban en la cabeza a medida que ascendíamos uno a uno los escalones. Primer rellano. Por qué se desenvolvía mi madre con tanta familiaridad en aquel lugar ajeno. Entreplanta. Cómo sería el hombre al que íbamos a ver, por qué ese repentino empeño en conocerme después de tantos años. Principal. El resto de los pensamientos quedaron agolpados en el limbo de mi mente: no había tiempo para ellos, habíamos llegado. Gran puerta a la derecha, el dedo de mi madre sobre el timbre apretando seguro, sin la menor señal de intimidación. Puerta abierta con inmediatez, criada veterana y encogida dentro de un uniforme negro y cofia impoluta.
—Buenas tardes, Servanda. Venimos a ver al señor. Supongo que estará en la biblioteca.
La boca de Servanda quedó entreabierta con el saludo colgando, como si hubiera recibido la visita de un par de espectros. Cuando consiguió reaccionar y parecía que por fin iba a ser capaz de decir algo, una voz sin rostro se superpuso a la suya. Voz de hombre, ronca, fuerte, desde el fondo.
—Que pasen.
La criada se hizo a un lado, aún presa de un nervioso desconcierto. No necesitó indicarnos el camino: mi madre parecía conocerlo de sobra. Avanzamos por un pasillo amplio, evitando salones con paredes enteladas, tapices y retratos de familia. Al llegar a una puerta doble, abierta a la izquierda, mi madre giró hacia ella. Percibimos entonces la figura de un hombre grande esperándonos en el centro de la estancia. Y otra vez la voz potente.
—Adelante.
Despacho grande para el hombre grande. Escritorio grande cubierto de papeles, librería grande llena de libros, hombre grande mirándome, primero a los ojos, después hacia abajo, otra vez hacia arriba. Descubriéndome. Tragó saliva él, tragué saliva yo. Dio unos pasos hacia nosotras, posó su mano en mi brazo y me apretó sin forzar, como queriendo cerciorarse de que en verdad existía. Sonrió levemente con un lado de la boca, como con un poso de melancolía.
—Eres igual que tu madre hace veinticinco años.
Retuvo su mirada en la mía mientras me presionaba un segundo, dos, tres, diez. Después, aún sin soltarme, desvió la vista y la concentró en mi madre. Volvió a su rostro la débil sonrisa amarga.
—Cuánto tiempo, Dolores.
No contestó, tampoco esquivó sus ojos. Despegó entonces él su mano de mi brazo y la extendió en dirección a ella; no parecía buscar un saludo, sólo un contacto, un roce, como si esperara que sus dedos le salieran al encuentro. Pero ella se mantuvo inmóvil, sin responder al reclamo, hasta que él pareció despertar del encantamiento, carraspeó y, en un tono tan atento como forzadamente neutro, nos ofreció asiento.
En vez de dirigirse a la gran mesa de trabajo donde se acumulaban los papeles, nos invitó a acercarnos a otro ángulo de la biblioteca. Se acomodó mi madre en un sillón y él enfrente. Y yo sola en un sofá, en medio, entre ambos. Tensos, incómodos los tres. Él se entretuvo en encender un habano. Ella se mantenía erguida, con las rodillas juntas y la espalda recta. Yo, mientras tanto, arañaba con el dedo índice la tapicería de damasco color vino del sofá con la atención concentrada en la labor, como si quisiera hacer un agujero en la urdimbre del tejido y escapar por él como una lagartija. El ambiente se llenó de humo y volvió el carraspeo como anticipando una intervención, pero antes de que ésta pudiera ser vertida al aire, mi madre tomó la palabra. Se dirigía a mí, pero sus ojos se concentraban en él. Su voz me obligó a levantar por fin la vista hacia los dos.
—Bueno, Sira, éste es tu padre, por fin le conoces. Se llama Gonzalo Alvarado, es ingeniero, dueño de una fundición y ha vivido en esta casa desde siempre. Antes era el hijo y ahora el señor, cómo pasa la vida. Hace mucho tiempo yo venía aquí a coser para su madre, nos conocimos entonces y, en fin, tres años después naciste tú. No imagines un folletín en el que el señorito sin escrúpulos engaña a la pobre modistilla ni nada por el estilo. Cuando empezó nuestra relación, yo tenía veintidós años y él, veinticuatro: los dos sabíamos perfectamente quiénes éramos, dónde estábamos y a qué nos enfrentábamos. No hubo engaño por su parte ni más ilusiones que las justas por la mía. Fue una relación que terminó porque no podía llegar a ningún sitio; porque nunca tendría que haber empezado. Yo fui quien decidió acabar con ella, no fue él quien nos abandonó a ti y a mí. Y he sido yo la que siempre se ha empeñado en que no tuvierais ningún contacto. Tu padre intentó no perdernos, con insistencia al principio; después, poco a poco, fue haciéndose a la situación. Se casó y tuvo otros hijos, dos varones. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él, hasta que anteayer recibí un recado suyo. No me ha dicho por qué quiere conocerte a estas alturas, ahora lo sabremos.
Mientras ella hablaba, él la contemplaba con atención, con serio aprecio. Cuando calló, esperó unos segundos antes de tomar el relevo. Como si estuviera pensando, midiendo sus palabras para que estas expresaran con exactitud lo que quería decir. Aproveché esos momentos para observarle y lo primero que me vino a la cabeza fue la idea de que jamás podría haberme figurado un padre así. Yo era morena, mi madre era morena, y en las muy escasas evocaciones imaginarias que en mi vida hubiera podido tener de mi progenitor, siempre lo había pintado como nosotras, uno más, con la tez tostada, el pelo oscuro y el cuerpo ligero. Siempre, también, había asociado la figura de un padre con las estampas de la gente de mi entorno: nuestro vecino Norberto, los padres de mis amigas, los hombres que llenaban las tabernas y las calles de mi barrio. Padres normales de gente normal: empleados de correos, dependientes, oficinistas, camareros de cafés o dueños como mucho de un estanco, una mercería o un puesto de hortalizas en el mercado de la
Cebada. Los señores que veía en mis idas y venidas por las calles prósperas de Madrid al repartir los encargos del taller de doña Manuela eran para mí como seres de otro mundo, entes de otra especie que en absoluto encajaban en el molde que en mi mente existía para la categoría de presencia paterna. Delante, sin embargo, tenía a uno de aquellos ejemplares. Un hombre aún apuesto a pesar de su corpulencia un tanto excesiva, con pelo ya canoso que en su día debió de haber sido claro y ojos color miel algo enrojecidos, vestido de gris oscuro, propietario de un gran hogar y una familia ausente. Un padre distinto a los demás padres que por fin arrancó a hablar, dirigiéndose a mi madre y a mí alternativamente, a veces a las dos, a veces a ninguna.
—Vamos a ver, esto no es fácil —dijo a modo de anuncio.
Inhalación profunda, calada al puro, humo fuera. Vista alzada, a mis ojos por fin. A los de mi madre, luego. A los míos otra vez. Y entonces recuperó la palabra, y ya apenas se detuvo en un rato tan largo e intenso que cuando me quise dar cuenta nos habíamos quedado casi a oscuras, nuestros cuerpos se habían convertido en sombras y por toda luz sólo nos acompañaba el reflejo alejado y débil de una lámpara de tulipa verde sobre el escritorio.
—Os he buscado porque me temo que cualquier día de éstos me van a matar. O voy a acabar yo matando a alguien y me van a encarcelar, que será como una muerte en vida, lo mismo da. La situación política está a punto de reventar y, cuando lo haga, sólo Dios sabe qué va a ser de todos nosotros.
Miré de reojo a mi madre en busca de alguna reacción, pero su rostro no transmitía el más mínimo gesto de inquietud: como si en vez del presagio de una muerte inminente, le hubieran anunciado la hora o el pronóstico de un día nublado. Él, entretanto, prosiguió desmenuzando premoniciones y exudando chorros de amargura.
—Y como sé que tengo los días contados, me he puesto a hacer el inventario de mi vida y ¿qué es lo que he descubierto que poseo entre mis haberes? Dinero, sí. Propiedades, también. Y una empresa con doscientos trabajadores en la que me he dejado la piel durante tres décadas y en la que el día que no me organizan una huelga, me humillan y me escupen a la cara. Y una mujer que en cuanto vio que quemaban un par de iglesias se marchó con su madre y sus hermanas a rezar rosarios a San Juan de Luz. Y dos hijos a quienes no entiendo, un par de vagos que se han vuelto unos fanáticos y se pasan el día pegando tiros por los tejados y adorando al iluminado del hijo de Primo de Rivera, que tiene el seso sorbido a todos los señoritos de Madrid con sus majaderías románticas de reafirmación del espíritu nacional. A la fundición me los llevaba yo a todos ellos, a trabajar doce horas diarias, a ver si el espíritu nacional se les recomponía a golpe de yunque y martillo.
»El mundo ha cambiado mucho, Dolores, ¿no lo ves tú? Los obreros ya no se conforman con ir a la verbena de San Cayetano y a los toros de Carabanchel como canta la zarzuela. Ahora cambian la burra por la bicicleta, se afilian a un sindicato y, a la primera que se les retuerce el colmillo, amenazan al patrón con meterle un tiro entre las cejas. Probablemente no les falte razón, que llevar una vida llena de carencias y trabajar de sol a sol desde que le salen a uno los dientes no es del gusto de nadie. Pero aquí hace falta mucho más que eso: con levantar el puño, odiar al que tienen por encima y cantar La Internacional van a arreglar poco; a ritmo de himnos no se cambia un país. Razones para rebelarse, desde luego, tienen de sobra, que aquí hay hambre de siglos y mucha injusticia también, pero eso no se arregla mordiendo la mano de quien te da de comer. Para eso, para modernizar este país, necesitaríamos emprendedores valientes y trabajadores cualificados, una educación en condiciones, y gobiernos serios que duraran en su puesto lo suficiente. Pero aquí todo es un desastre, cada uno va a lo suyo y nadie se ocupa de trabajar en serio para acabar con tanta sinrazón. Los políticos, de un lado y del otro, se pasan el día perdidos en sus diatribas y sus filigranas oratorias en el Parlamento. El rey bien está donde está; mucho antes tendría que haberse marchado. Los socialistas, los anarquistas y los comunistas pelean por los suyos como tiene que ser, pero deberían hacerlo con sensatez y orden, sin rencores ni ánimos desatados. Los pudientes y los monárquicos, entretanto, van escapando acobardados al extranjero. Y entre unos y otros, al final vamos a conseguir que cualquier día se acaben levantando los militares, nos monten un estado cuartelero, y entonces sí que lo vamos a lamentar. O nos metemos en una guerra civil, nos liamos a tiros unos contra otros, y terminamos matándonos entre hermanos.
Hablaba rotundo, sin pausa. Hasta que de pronto pareció descender a la realidad y apreciar que tanto mi madre como yo, a pesar de mantener intacta la compostura, permanecíamos totalmente desconcertadas, sin saber adónde quería llegar con su alegato descorazonador ni qué teníamos que ver nosotras en aquella cruda vomitona verbal.
—Perdonad que os cuente todas estas cosas de una manera tan impulsiva, pero llevo mucho tiempo pensando sobre ello y creo que ha llegado el momento de empezar a actuar. Este país se hunde. Esto es una locura, un sinsentido y a mí, como os he dicho, cualquier día de éstos me van a matar. Las tornas del mundo están cambiando y cuesta ajustarse a ellas. Me he pasado más de treinta años trabajando como un animal, desvelándome por mi negocio e intentando cumplir con mi deber. Pero, o los tiempos no me vienen de cara, o en algo serio he debido de equivocarme porque, al final, todo me ha dado la espalda y la vida parece escupirme de pronto su venganza. Mis hijos se me han ido de las manos, mi mujer me ha abandonado y el día a día en mi empresa se ha convertido en un infierno. Me he quedado solo, no encuentro apoyo en nadie, y estoy convencido de que la situación ya sólo puede ir a peor. Por eso estoy preparándome, ordenando mis asuntos, los papeles, las cuentas. Disponiendo mis últimas voluntades e intentando que todo quede organizado por si acaso un día no vuelvo. Y, a la par que en los negocios, también estoy poniendo orden en mis recuerdos y en mis sentimientos, que alguno me queda aunque sean escasos. Cuanto más negro lo veo todo a mi alrededor, más escarbo entre mis afectos y rescato la memoria de lo bueno que la vida me ha dado; y ahora que se agotan mis días, he caído en la cuenta de que una de las pocas cosas que realmente ha valido la pena, ¿sabes qué es, Dolores? Tú. Tú y esta hija nuestra que es tu viva estampa en los años que estuvimos juntos. Por eso he querido veros.
Gonzalo Alvarado, ese padre mío que al fin tenía rostro y nombre, hablaba ya con más tranquilidad. A mitad de su intervención empezó a vislumbrarse como el hombre que debería ser todos los días que no eran aquél: seguro de sí mismo, contundente en sus gestos y palabras, acostumbrado a mandar y a llevar la razón. Le había costado trabajo arrancar; no debía de resultar grato encararse a un amor perdido y una hija desconocida tras un cuarto de siglo de ausencia. Pero en aquel momento del encuentro se hallaba ya del todo aposentado en el aplomo, dueño y señor de la situación. Firme en su discurso, sincero y descarnado como sólo puede serlo quien ya nada tiene que perder.
—¿Sabes una cosa, Sira? Yo quise de verdad a tu madre; la quise mucho, muchísimo, y ojalá todo hubiera sido de otra manera para haberla podido tener siempre a mi lado. Pero, lamentablemente, no fue así.
Se desprendió de mi mirada y volvió la vista hacia ella. Hacia sus grandes ojos color avellana hartos de coser. Hacia su hermosa madurez sin afeites ni aderezos.
—Luché poco por ti, ¿verdad, Dolores? Fui incapaz de hacer frente a los míos y no estuve a la altura contigo. Después, ya lo sabes: me acomodé a la vida que se esperaba de mí, me acostumbré a otra mujer y otra familia.
Mi madre escuchaba en silencio, impasible en apariencia. No sabría decir si estaba ocultando sus emociones o si aquellas palabras tampoco le provocaban ni frío ni calor. Se mantenía, sin más, hierática en su postura; indescifrables sus pensamientos, erguida dentro del traje de confección excelente que yo nunca le había visto, seguramente hecho con cualquier recorte sobrante de otra mujer con más telas y más suerte que ella en la vida. Él, lejos de frenarse ante su pasividad, continuó hablando.
—No sé si me creeréis o no, pero lo cierto es que, ahora que veo que me llega el final, lamento de corazón que hayan pasado tantos años sin ocuparme de vosotras y sin haber llegado siquiera a conocerte, Sira. Debería haber insistido más, no haber cejado en mi empeño por manteneros cercanas, pero las cosas eran como eran y tú, demasiado digna, Dolores: no ibas a consentir que os dedicara sólo las migajas de mi vida. Si no podía ser todo, entonces no sería nada. Tu madre es muy dura, muchacha, muy dura y muy firme. Y yo, probablemente, fui un débil y un cretino, pero, en fin, no es momento ya de lamentaciones.
Guardó silencio unos segundos, pensando, sin mirarnos. Después tomó aire por la nariz, lo expelió con fuerza y cambió de postura: despegó la espalda del respaldo del sillón y echó el cuerpo hacia delante, como queriendo ser más directo, como si ya se hubiera decidido a abordar de pleno lo que se suponía que tenía que decirnos. Parecía finalmente dispuesto a descolgarse de la amarga nostalgia que lo mantenía sobrevolando por encima del pasado, listo ya para centrarse en las demandas terrenales del presente.
—No quiero entreteneros más de la cuenta con mis melancolías, disculpadme. Vamos a centrarnos. Os he llamado para transmitiros mis últimas voluntades. Y os pido a las dos que me entendáis bien y no interpretéis esto de forma equivocada. Mi intención no es compensaros por los años que no os he dedicado, ni demostraros con prebendas mi arrepentimiento, ni mucho menos intentar comprar vuestra estima a estas alturas. Lo único que yo quiero es dejar bien amarrados los cabos que legítimamente creo que tienen que quedar atados para cuando me llegue la hora.
Por primera vez desde que nos acomodamos se levantó del sillón y se dirigió al escritorio. Le seguí con la mirada: observé la espalda ancha, el buen corte de su chaqueta, el andar ágil a pesar de su corpulencia. Me fijé después en el retrato colgado en la pared del fondo hacia la que él se dirigía, imposible no hacerlo por su tamaño. Una dama elegante vestida a la moda de principios de siglo, ni hermosa ni lo contrario, con una tiara sobre el pelo corto y ondulado, el gesto adusto en un óleo con marco de pan de oro. Al volverse lo señaló con un movimiento de la barbilla.
—Mi madre, la gran doña Carlota, tu abuela. ¿La recuerdas, Dolores? Falleció hace siete años; si lo hubiera hecho hace veinticinco, probablemente tú, Sira, habrías nacido en esta casa. En fin, dejemos a los muertos descansar en paz.
Hablaba ya sin mirarnos, ocupado en sus quehaceres tras la mesa. Abrió cajones, sacó objetos, revolvió papeles y volvió a nosotras con las manos cargadas. Mientras caminaba no despegó la vista de mi madre.
—Sigues guapa, Dolores —apuntó al sentarse. Ya no estaba tenso, su incomodidad inicial apenas era un recuerdo—. Disculpad, no os he ofrecido nada, ¿queréis tomar algo? Voy a llamar a Servanda... —Hizo un gesto como de levantarse de nuevo, pero mi madre le interrumpió.
—No queremos nada, Gonzalo, gracias. Vamos a terminar con esto, por favor.
—¿Te acuerdas de Servanda, Dolores? Cómo nos espiaba, cómo nos seguía para después ir con el cuento a mi madre. —Soltó de pronto una carcajada, ronca, breve, amarga—. ¿Recuerdas cuando nos pilló encerrados en el cuarto de la plancha? Y fíjate tú ahora, qué ironía al cabo de los años: mi madre pudriéndose en el cementerio, y yo aquí con Servanda, la única que se ocupa de mí, qué destino más patético. Debería haberla despedido cuando ella murió, pero adónde iba a ir ya entonces la pobre mujer, vieja, sorda y sin familia. Y además, probablemente no tuviera más remedio que hacer lo que mi madre le mandaba: no era cosa de perder un trabajo así como así, aunque doña Carlota tuviese un carácter insoportable y llevara al servicio por la calle de la amargura. En fin, si no queréis tomar nada, yo tampoco. Prosigamos entonces.
Permanecía sentado en el borde del sillón, sin reclinarse, con sus manos grandes apoyadas sobre el montón de cosas que había traído desde el escritorio. Papeles, paquetes, estuches. Del bolsillo interior de la chaqueta sacó entonces unas gafas de montura de metal y las ajustó ante sus ojos,
—Bueno, vayamos a los asuntos prácticos. A ver, por partes.
Cogió primero un paquete que en realidad eran dos sobres grandes, abultados y unidos por una banda elástica atravesada en su parte central.
—Esto es para ti, Sira, para que te abras camino en la vida. No es la tercera parte de mi capital como en justicia debería corresponderte por ser una de mis tres descendientes, pero es todo lo que ahora mismo puedo dañe en efectivo. Apenas he conseguido vender nada, corren malos tiempos para las transacciones de cualquier tipo. Tampoco estoy en disposición de dejarte propiedades: no estás legalmente reconocida como hija mía y los derechos reales te comerían, además de tenerte que enzarzar en pleitos eternos con mis otros hijos. Pero, en fin, aquí tienes casi ciento cincuenta mil pesetas. Pareces lista como tu madre; seguro que sabrás invertirlas bien. Con este dinero quiero también que te ocupes de ella, que te encargues de que no le falte nada y la mantengas si algún día lo llegara a necesitar. En realidad habría preferido repartir el dinero en dos partes, una para cada una de vosotras, pero como sé que Dolores nunca lo aceptaría, te dejo a ti a cargo de todo.
Sostenía el paquete tendido; antes de recogerlo, miré a mi madre desconcertada sin saber qué hacer. Con un gesto afirmativo, breve y conciso, ella me transmitió su consentimiento. Sólo entonces extendí las manos.
—Muchas gracias —musité a mi padre.
Antepuso a su réplica una sonrisa adusta.
—No hay de qué, hija, no hay de qué. Bien, prosigamos.
Tomó después un estuche forrado de terciopelo azul y lo abrió. Cogió otro, esta vez color granate, más pequeño. Hizo lo mismo. Así sucesivamente hasta cinco. Los dejó expuestos sobre la mesa. Las joyas del interior no refulgían, había poca luz, pero no por ello dejaba de intuirse su valor.
—Esto era de mi madre. Hay más, pero María Luisa, mi mujer, se las ha llevado a su piadoso destierro. Ha dejado, sin embargo, lo más valioso, probablemente por ser lo menos discreto. Son para ti, Sira; lo más seguro es que nunca llegues a lucirlas: como ves, son un tanto ostentosas. Pero podrás venderlas o empeñarlas si alguna vez te hace falta y obtener por ellas una suma más que respetable.
No supe qué replicar; mi madre sí.
—De ninguna manera, Gonzalo. Todo esto pertenece a tu mujer.
—Nada de eso —atajó él—. Todo esto, mi querida Dolores, no es propiedad de mi mujer: todo esto es mío y mi voluntad es que, de mí, pase a mi hija.
—No puede ser, Gonzalo, no puede ser.
—Sí puede ser.
—No.
—Sí.
Allí murió la discusión. Silencio por parte de Dolores, batalla perdida. Cerró él las cajas una a una. Las apiló después en una ordenada pirámide, la más grande abajo, la más pequeña arriba. Desplazó el montón hacia mí haciéndolo resbalar sobre la superficie encerada de la mesa y cuando lo tuve enfrente, volvió su atención a unos pliegos de papel. Los desdobló y me los mostró.
—Esto son unos certificados de las joyas, con su descripción, tasación y todas estas cosas. Y hay también un documento notarial en el que se da fe de que son de mi propiedad y que yo te las cedo por mi propia voluntad. Te vendrá bien por si alguna vez tuvieras que justificar que son tuyas; espero que no precises demostrar nada ante nadie, pero por si acaso.
Plegó los papeles, los metió en una especie de carpeta, ató con habilidad una cinta roja a su alrededor y la colocó frente a mí también. Tomó entonces un sobre y extrajo un par de folios de papel apergaminado, con timbres, firmas y otras formalidades.
—Y ahora, una cosa más, casi la última. Vamos a ver cómo te explico esto. —Pausa, inhalación, exhalación. Reinicio—. Este documento lo hemos redactado entre mi abogado y yo, y un notario ha dado fe de su contenido. Lo que viene a decir en resumidas cuentas es que yo soy tu padre y tú eres mi hija. ¿Para qué va a servirte? Para nada posiblemente, porque si algún día quisieras reclamar mi patrimonio, encontrarías que lo legué en vida a tus medio hermanos, con lo que nunca podrás obtener de esta familia más réditos que los que te lleves hoy contigo cuando salgas de esta casa. Pero para mí sí tiene valor: significa dar reconocimiento público a algo que debería haber hecho hace muchos años. Aquí consta lo que a ti y a mí nos une y, ahora, con él puedes hacer lo que quieras: enseñarlo a medio mundo o rasgarlo en mil pedazos y echarlos a la lumbre; eso ya sólo dependerá de ti.
Dobló el documento, lo guardó, me tendió el sobre que lo contenía y de la mesa tomó otro, el último. El anterior era grande, de buen papel, con caligrafía elegante y membrete de notario. Este segundo pequeño, parduzco, vulgar, con aspecto de haber sido sobado por un millón de manos antes de llegar a las nuestras.
—Esto es ya el final —dijo sin alzar la cabeza.
Lo abrió, sacó su contenido y lo examinó brevemente. Después, sin una palabra, saltándome esta vez a mí, se lo dio a mi madre. Se levantó entonces y se dirigió hacia uno de los balcones. Allí permaneció en silencio, de espaldas, con las manos en los bolsillos del pantalón, contemplando la tarde o la nada, no sé. Lo que mi madre había recibido era un pequeño montón de fotografías. Antiguas, marrones y de mala calidad, tomadas por un retratista minutero por tres perras gordas cualquier mañana de primavera más de dos décadas atrás. Un par de jóvenes, apuestos, sonrientes. Cómplices y cercanos, atrapados en las redes frágiles de un amor tan grande como inconveniente, ignorantes de que al cabo de los años separados, cuando volvieran a enfrentarse juntos a aquel testimonio del ayer, él se volvería hacia un balcón para no mirarla a la cara y ella apretaría las muelas para no llorar frente a él.
Dolores repasó las fotografías una a una, lentamente. Después me las entregó sin mirarme. Las contemplé despacio y las devolví a su sobre. Él regresó a nosotras, volvió a sentarse y retomó la conversación.
—Con esto hemos terminado con las cuestiones materiales. Ahora vienen los consejos. No es que a estas alturas intente yo dejarte, hija, un legado moral; no soy quién para inspirar confianza ni predicar con el ejemplo pero, por concederme unos minutos más después de tantos años, no creo que pase nada, ¿verdad?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Bueno, pues mi consejo es el siguiente: marchaos de aquí lo antes posible. Las dos, lejos, tenéis que iros cuanto más lejos de Madrid, mejor. Fuera de España a ser posible. A Europa no, que tampoco allí tiene buena cara la situación. Marchaos a América o, si se os hace demasiado lejano, a África. A Marruecos; iros al Protectorado, es un buen sitio para vivir. Un sitio tranquilo donde, desde el final de la guerra con los moros, nunca pasa nada. Empezad una vida nueva lejos de este país enloquecido, porque el día menos pensado va a estallar algo tremendo y aquí no va a quedar nadie vivo.
No pude contenerme.
—¿Y por qué no se va usted?
Sonrió con amargura una vez más. Tendió entonces su mano grande hacia la mía y la agarró con fuerza. Estaba caliente. Habló sin soltarme.
—Porque yo ya no necesito un futuro, hija; yo ya he quemado todas mis naves. Y no me hables de usted, hazme el favor. Yo ya he cumplido mi ciclo, tal vez un poco antes de tiempo, ciertamente, pero ya no tengo ni ganas ni fuerzas para pelear por una vida nueva. Cuando uno emprende un cambio así, debe hacerlo con sueños y esperanzas, con ilusiones. Irse sin ellos es sólo escapar, y yo no tengo intención de huir a ningún sitio; prefiero quedarme aquí y enfrentarme de cara a lo que venga. Pero tú sí, Sira, tú eres joven, tendrás que formar una familia, sacarla adelante. Y España se está volviendo un mal sitio. Así que ésta es mi recomendación de padre y de amigo: márchate. Llévate a tu madre contigo, que vea crecer a sus nietos. Y cuídala como yo no fui capaz de hacerlo, prométemelo.
Mantuvo los ojos fijos en los míos hasta que percibió un movimiento afirmativo. No sabía en qué manera esperaba él que yo cuidara de mi madre, pero no me atreví a hacer otra cosa más que asentir.
—Bueno, pues con esto creo que hemos terminado —anunció.
Se levantó entonces y nosotras le imitamos.
—Recoge tus cosas —dijo. Obedecí. Todo cupo en mi bolso excepto el estuche de mayor tamaño y los sobres del dinero.
—Y ahora déjame que te abrace por primera y seguramente última vez. Dudo mucho que volvamos a vernos.
Envolvió mi cuerpo delgado en su corpulencia y me estrechó con fuerza; después tomó mi cara entre sus manos grandes y me besó en la frente.
—Eres igual de preciosa que tu madre. Suerte en la vida, hija mía. Que Dios te bendiga.
Quise decir algo como respuesta, pero no pude. Los sonidos quedaron atascados en un barullo de flemas y palabras a la altura de la garganta; las lágrimas se me amontonaron en los ojos, y sólo fui capaz de darme la vuelta y salir al pasillo en busca de la salida, a trompicones, con la vista nublada y un pellizco de pena negra agarrado a las tripas.
Esperé a mi madre en el rellano de la escalera. La puerta de la calle había quedado entreabierta y la vi salir observada por la figura siniestra de Servanda en la distancia. Tenía las mejillas encendidas y los ojos vidriosos, su rostro por fin transpiraba emoción. No presencié lo que mis padres hicieron y se dijeron en aquellos escasos cinco minutos, pero siempre creí que se abrazaron también y se dijeron para siempre adiós.
Descendimos tal como habíamos emprendido el ascenso: mi madre delante, yo detrás. En silencio. Con las joyas, los documentos y las fotografías en el bolso, los treinta mil duros aferrados bajo el brazo y el ruido de los tacones martilleando sobre el mármol de los escalones. Al llegar a la entreplanta no pude contenerme: la agarré por el brazo y la obligué a detenerse y a girarse. Mi cara quedó frente a su cara, mi voz fue apenas un susurro aterrorizado.
—¿De verdad van a matarle, madre?
—Yo qué sé, hija, yo qué sé...
4
Salimos a la calle y emprendimos el regreso sin cruzar una palabra. Ella apretó el paso y yo me esforcé en mantenerme a su lado, aunque la incomodidad y la altura de mis zapatos recién estrenados me impedían a veces seguir el ritmo de sus zancadas. Al cabo de unos minutos me atreví a hablar, consternada aún, como conspirando.
—¿Qué hago yo ahora con todo esto, madre?
No se detuvo para contestarme.
—Guardarlo a buen recaudo —fue tan sólo su respuesta.
—¿Todo? ¿Y tú no te quedas con nada?
—No, todo es tuyo; tú eres la heredera y además, eres ya una mujer adulta y yo no puedo intervenir en lo que tú dispongas a partir de ahora con los bienes que tu padre ha decidido darte.
—¿Seguro, madre?
—Seguro, hija, seguro. Dame, si acaso, una fotografía; cualquiera de ellas, no quiero más que un recuerdo. Lo demás es sólo tuyo pero, por Dios te lo pido, Sira, por Dios y por María Santísima, óyeme bien, muchacha.
Paró por fin y me miró a los ojos bajo la luz turbia de una farola. A nuestro lado caminaban en mil sentidos los viandantes, ajenos al desconcierto que aquel encuentro había causado en las dos.
—Ten cuidado, Sira. Ten cuidado y sé responsable —dijo en voz baja, formulando las palabras con rapidez—. No hagas ninguna locura, que lo que tienes ahora es mucho, mucho; muchísimo más de lo que en tu vida habrías soñado con tener, así que, por Dios, hija mía, sé prudente; sé prudente y sensata.
Continuamos andando en silencio hasta que nos separamos. Ella volvió al vacío de su casa sin mí; a la muda compañía de mi abuelo, el que nunca supo quién engendró a su nieta porque Dolores, tozuda y orgullosa, siempre se negó a dar el nombre. Y yo regresé junto a Ramiro. Me esperaba en casa fumando mientras oía a media luz la radio en el salón, ansioso por saber cómo me había ido y listo para salir a cenar.
Le conté la visita con detalle: lo que allí vi, lo que de mi padre oí, cómo me sentí y lo que él me aconsejó. Y le enseñé también lo que conmigo traje de aquella casa a la que probablemente nunca volvería.
—Esto vale mucho dinero, nena —susurró al contemplar las joyas.
—Y aún hay más —dije tendiéndole los sobres con los billetes.
Como réplica, tan sólo dejó escapar un silbido.
—¿Qué vamos a hacer ahora con todo esto, Ramiro? —pregunté con un nudo de preocupación.
—Querrás decir qué vas a hacer tú, mi amor: todo esto es sólo tuyo. Yo puedo, si tú quieres, encargarme de estudiar la mejor forma de guardarlo. Quizá sea una buena idea depositarlo todo en la caja fuerte de mi oficina.
—¿Y por qué no lo llevamos a un banco? —pregunté.
—No creo que sea lo mejor con los tiempos que corren.
La caída de la bolsa de Nueva York unos años atrás, la inestabilidad política y un montón de cosas más que a mí no me interesaban en absoluto fueron las explicaciones con las que respaldó su propuesta. Apenas le hice caso: cualquier decisión suya me parecía correcta, tan sólo quería que encontrara cuanto antes un refugio para aquella fortuna que ya me estaba quemando los dedos.
Regresó del trabajo al día siguiente cargado de pliegos y cuadernillos.
—Llevo dándole vueltas a lo tuyo sin parar y creo que he encontrado la solución. Lo mejor es que constituyas una empresa mercantil —anunció nada más entrar.
No había salido de casa desde que me levanté. Pasé toda la mañana tensa y nerviosa, recordando la tarde anterior, conmocionada aún por la extraña sensación que me provocaba el saber que tenía un padre con nombre, apellidos, fortuna y sentimientos. Aquella proposición inesperada no hizo más que incrementar mi desconcierto.
—¿Para qué quiero yo una empresa? —pregunté alarmada.
—Porque así tu dinero estará más seguro. Y por otra razón más.
Me habló entonces de problemas en su compañía, de tensiones con sus jefes italianos y de la incertidumbre de las empresas extranjeras en la España convulsa de aquellos días. Y de ideas, también me habló de ideas, desplegando ante mí un catálogo de proyectos de los cuales hasta entonces nunca me había hecho partícipe. Todos innovadores, brillantes, destinados a modernizar el país con ingenios forasteros y abrir así camino hacia la modernidad. Importación de cosechadoras mecánicas inglesas para los campos de Castilla, aspiradoras norteamericanas que prometían dejar los hogares urbanos limpios como patenas y un cabaret al estilo berlinés para el cual ya tenía un local previsto en la calle Valverde. Entre todos ellos, sin embargo, un proyecto emergía con más luz que ningún otro: Academias Pitman.
—Llevo meses dando vueltas a la idea, desde que recibimos un folleto en la empresa a través de unos antiguos clientes pero, desde mi posición de gerente, no me había parecido oportuno dirigirme personalmente a ellos. Si constituimos una empresa a tu nombre, todo será mucho más sencillo —aclaró—. Las academias Pitman funcionan en la Argentina a todo gas: tienen más de veinte sucursales, miles de alumnos a los que preparan para puestos en empresas, en banca y en la administración. Les enseñan mecanografía, taquigrafía y contabilidad con métodos revolucionarios, y a los once meses salen con un título bajo el brazo, listos para comerse el mundo. Y la empresa no para de crecer, de abrir nuevos locales, contratar personal y generar ingresos. Nosotros podríamos hacer lo mismo, montar Academias Pitman a este lado del charco. Y si proponemos a los argentinos la idea diciendo que tenemos una empresa legalmente constituida y respaldada con capital suficiente, es probable que nuestras posibilidades sean mucho mejores que si nos dirigimos a ellos como simples particulares.
No tenía la menor idea de si aquello era un proyecto sensato o el más descabellado de los planes, pero Ramiro hablaba con tanta seguridad, con tal dominio y conocimiento que ni por un momento dudé de que se tratara de una gran idea. Continuó con los detalles sin dejar, sílaba a sílaba, de asombrarme.
—Creo, además, que convendría tener en cuenta la sugerencia de tu padre de dejar España. Tiene razón: aquí está todo demasiado tenso, cualquier día puede estallar algo fuerte y no es un buen momento para emprender nuevos negocios. Por eso, lo que yo creo que tendríamos que hacer es seguir su consejo e irnos a África. Si todo va bien, una vez que la situación se tranquilice, podremos dar el salto a la Península y expandirnos por toda España. Dame un tiempo para que contacte en tu nombre con los dueños de Pitman en Buenos Aires y les convenza de nuestro proyecto de abrir una gran sucursal en Marruecos, ya veremos si en Tánger o en el Protectorado. Un mes, como mucho, tardaremos en recibir respuesta. Y en cuando la tengamos, arrivederci Hispano-Olivetti: nos marchamos y empezamos a funcionar.
—Pero ¿para qué van a querer los moros aprender a escribir a máquina?
Una sonora carcajada fue la primera reacción de Ramiro. Después aclaró mi ignorancia.
—Pero qué cosas tienes, mi amor. Nuestra academia estará destinada a la población europea que vive en Marruecos: Tánger es una ciudad internacional, un puerto franco con ciudadanos llegados de toda Europa. Hay muchas empresas extranjeras, legaciones diplomáticas, bancos y negocios financieros de todo tipo; las opciones de trabajo son inmensas y en todas partes necesitan a un personal cualificado con conocimientos de mecanografía, taquigrafía y contabilidad. En Tetuán la situación es distinta pero igualmente llena de posibilidades: la población es menos internacional porque la ciudad es la capital del Protectorado español, pero está llena de funcionarios y de aspirantes a serlo, y todos ellos, como bien sabes tú, mi vida, necesitan la preparación que una Academia Pitman puede proporcionarles.
—¿Y si no te autorizan los argentinos?
—Lo dudo mucho. Tengo amigos en Buenos Aires con excelentes contactos. Lo conseguiremos, ya verás. Nos cederán su método y sus conocimientos, y mandarán representantes para enseñar a los empleados.
—¿Y tú qué harás?
—Yo solo, nada. Nosotros, mucho. Nosotros dirigiremos la empresa. Tú y yo, juntos.
Anticipé mi réplica con una risa nerviosa. La estampa que Ramiro me ofrecía no podía ser más inverosímil: la pobre modistilla sin trabajó que apenas unos meses atrás pensaba aprender a teclear porque no tenía dónde caerse muerta estaba a punto de convertirse por arte de birlibirloque en dueña de un negocio con fascinantes perspectivas de futuro.
—¿Quieres que yo dirija una empresa? Yo no tengo la menor idea de nada, Ramiro.
—¿Cómo que no? ¿Cómo tengo que decirte todo lo que vales? El único problema es que no has tenido nunca ocasión de demostrarlo: has desperdiciado tu juventud encerrada en una madriguera, cosiendo trapos para otras y sin oportunidad de dedicarte a nada mejor. Tu momento, tu gran momento, está aún por llegar.
—¿Y qué van a decir los de Hispano-Olivetti cuando sepan que te vas?
Sonrió socarrón y me besó la punta de la nariz.
—A Hispano-Olivetti, mi amor, que le den morcilla.
Academias Pitman o un castillo flotando en el aire, lo mismo me daba si la idea provenía de la boca de Ramiro: si desgranaba sus planes con entusiasmo febril mientras sostenía mis manos y sus ojos se vertían en el fondo de los míos, si me repetía lo mucho que yo valía y lo bien que todo iría si apostábamos juntos por el futuro. Con Academias Pitman o con las calderas del infierno: lo que él propusiera era ley para mí.
Al día siguiente trajo a casa el folleto informativo que había prendido su imaginación. Párrafos enteros describían la historia de la empresa: funcionando desde 1919, creada por tres socios, Allúa, Schmiegelon y Jan. Basada en el sistema de taquigrafía ideado por el inglés Isaac Pitman. Método infalible, profesores rigurosos, absoluta responsabilidad, trato personalizado, esplendoroso futuro tras la consecución del título. Las fotografías de jóvenes sonrientes paladeando casi su brillante proyección profesional anticipaban la veracidad de las promesas. El panfleto irradiaba un aire de triunfalismo capaz de remover las tripas al más descreído: «Larga y escarpada es la senda de la vida. No todos llegan hasta el ansiado final, allí donde esperan el éxito y la fortuna. Muchos quedan en el camino: los inconstantes, los débiles de carácter, los negligentes, los ignorantes, los que confían sólo en la suerte, olvidando que los triunfos más resonantes y ejemplares fueron forjados a fuerza de estudio, perseverancia y voluntad. Y cada hombre puede elegir su destino. ¡Decídalo!».
Aquella tarde fui a ver a mi madre. Hizo café de puchero y mientras lo bebíamos con la presencia ciega y callada de mi abuelo al lado, la hice partícipe de nuestro proyecto y le sugerí que, una vez instalados en África, quizá pudiera unirse a nosotros. Tal como yo ya intuía, ni le gustó una pizca la idea, ni accedió a acompañarnos.
—No tienes por qué obedecer a tu padre ni creer todo lo que nos contó. El hecho de que él tenga problemas en su negocio no significa que nos vaya a pasar nada a nosotras. Cuanto más lo pienso, más creo que exageró.
—Si él está tan acobardado, madre, por algo será; no se lo va a inventar...
—Tiene miedo porque está acostumbrado a mandar sin que nadie le replique, y ahora le desconcierta que los trabajadores, por primera vez, empiecen a alzar la voz y a reclamar derechos. La verdad es que no dejo de preguntarme si aceptar ese dineral y, sobre todo, las joyas, no ha sido una locura.
Locura o no, el hecho fue que, a partir de entonces, los dineros, las joyas y los planes se acoplaron en nuestro día a día con toda comodidad, sin estridencia, pero siempre presentes en el pensamiento y las conversaciones. Según habíamos previsto, Ramiro se encargó de los trámites para crear la empresa y yo me limité a firmar los papeles que él me puso delante. Y, a partir de ahí, mi vida continuó como siempre: agitada, divertida, enamorada y cargada hasta los bordes de insensata ingenuidad.
El encuentro con Gonzalo Alvarado sirvió para que mi madre y yo limáramos un tanto las asperezas de nuestra relación, pero nuestros caminos prosiguieron, irremediablemente, por derroteros distintos. Dolores se mantenía estirando hasta el límite los últimos retales traídos de casa de doña Manuela, cosiendo a ratos para alguna vecina, inactiva la mayor parte del tiempo. Mi mundo, en cambio, era ya otro: un universo en el que no tenían cabida los patrones ni las entretelas; en el que apenas nada quedaba ya de la joven modista que un día fui.
El traslado a Marruecos aún se demoró unos meses. A lo largo de ellos, Ramiro y yo salimos y entramos, reímos, fumamos, hicimos como locos el amor y bailamos hasta el alba la carioca. A nuestro alrededor el ambiente político seguía echando fuego y las huelgas, los conflictos laborales y la violencia callejera conformaban el escenario habitual. En febrero ganó las elecciones la coalición de izquierdas del Frente Popular; la Falange, como reacción, se volvió más agresiva. Las pistolas y los puños reemplazaron a las palabras en los debates políticos, la tensión llegó a hacerse extrema. Sin embargo, qué más nos daba a nosotros todo aquello, si ya estábamos apenas a dos pasos de una nueva etapa.
5
Dejamos Madrid a finales de marzo de 1936. Salí una mañana a comprar unas medias y al regresar encontré la casa revuelta y a Ramiro rodeado de maletas y baúles.
—Nos vamos. Esta tarde.
—¿Ya han contestado los de Pitman? —pregunté con un nudo de nervios agarrado a los intestinos. Respondió sin mirarme, descolgando del armario pantalones y camisas a toda velocidad.
—No directamente, pero he sabido que están estudiando con toda seriedad la propuesta. Así que creo que es el momento de empezar a desplegar alas.
—¿Y tu trabajo?
—Me he despedido. Hoy mismo. Me tenían más que harto, sabían que era cuestión de días que me fuera. Así que adiós, hasta nunca, Hispano-Olivetti. Otro mundo nos espera, mi amor; la fortuna es de los valientes, así que empieza a recoger porque nos marchamos.
No respondí y mi silencio le obligó a interrumpir su frenética actividad. Paró, me miró y sonrió al percibir mi aturdimiento. Se acercó entonces, me agarró por la cintura y con un beso arrancó de cuajo mis miedos y me practicó una transfusión de energía capaz de hacerme volar hasta Marruecos.
Las prisas apenas me concedieron unos minutos para despedirme de mi madre; poco más que un abrazo rápido casi en la puerta y un no te preocupes, que te escribiré. Agradecí no tener tiempo para prolongar el adiós: habría sido demasiado doloroso. Ni siquiera volví la mirada mientras descendía trotando por las escaleras: a pesar de su fortaleza, sabía que ella estaba a punto de echarse a llorar y no era momento para sentimentalismos. En mi absoluta inconsciencia, presentía que nuestra separación no duraría demasiado: como si África estuviera al alcance con tan sólo cruzar un par de calles y nuestra marcha no fuera a durar más allá de unas cuantas semanas.
Desembarcamos en Tánger un mediodía ventoso del principio de la primavera. Abandonamos un Madrid gris y bronco y nos instalamos en una ciudad extraña, deslumbrante, llena de color y contraste, donde los rostros oscuros de los árabes con sus chilabas y turbantes se mezclaban con europeos establecidos y otros que huían de su pasado en tránsito hacia mil destinos, con las maletas siempre a medio hacer llenas de sueños inciertos. Tánger, con su mar, sus doce banderas internacionales y aquella vegetación intensa de palmeras y eucaliptos; con callejuelas morunas y nuevas avenidas recorridas por suntuosos automóviles significados con las letras CD: corps diplomatique. Tánger, donde los minaretes de las mezquitas y el olor de las especias convivían sin tensión con los consulados, los bancos, las frívolas extranjeras en descapotables, el aroma a tabaco rubio y los perfumes parisinos libres de impuestos. Las terrazas de los balnearios del puerto nos recibieron con los toldos aleteando por la fuerza del aire marino, el cabo Malabata y las costas españolas en la distancia. Los europeos, ataviados con ropa clara y liviana, protegidos por gafas de sol y sombreros flexibles, tomaban aperitivos ojeando la prensa internacional con las piernas cruzadas en indolente desidia. Dedicados unos a los negocios, otros a la administración, y muchos de ellos a una vida ociosa y falsamente despreocupada: el preludio de algo incierto que aún estaba por venir y ni los más audaces podían presagiar.
A la espera de recibir noticias concretas de los dueños de las Academias Pitman, nos hospedamos en el hotel Continental, sobre el puerto y al borde de la medina. Ramiro cablegrafió a la empresa argentina para anunciarles nuestro cambio de dirección y yo me encargaba a diario de preguntar a los conserjes por la llegada de aquella carta que habría de marcar el principio de nuestro porvenir. Una vez obtuviéramos la respuesta, decidiríamos si nos quedábamos en Tánger o nos instalábamos en el Protectorado. Y entretanto, mientras la comunicación se demoraba en su travesía del Atlántico, empezamos a movernos por la ciudad entre expatriados como nosotros, aunados con aquella masa de seres de pasado difuso y futuro imprevisible dedicada en alma y cuerpo a la agotadora tarea de charlar, beber, bailar, asistir a espectáculos en el teatro Cervantes y jugarse a las cartas el mañana; incapaces de averiguar si lo que la vida les depararía era un destino rutilante o un siniestro final en algún agujero sobre el que aún no tenían pistas siquiera.
Empezamos a ser como ellos y nos adentramos en un tiempo en el que hubo de todo excepto sosiego. Hubo horas de amor amontonado en la habitación del Continental mientras las cortinas blancas ondeaban con la brisa del mar; pasión furiosa bajo el ruido monótono de las aspas del ventilador mezclado con el ritmo entrecortado de nuestros alientos, sudor con sabor a salitre resbalando sobre la piel y las sábanas arrugadas desbordando la cama y derramándose por el suelo. Hubo también salidas constantes, vida en la calle de noche y de día. Al principio andábamos solos los dos, no conocíamos a nadie. Algunos días en que, el levante no soplaba con fuerza, íbamos a la playa del Bosque Diplomático; por las tardes paseábamos por el recién construido boulevard Pasteur, o veíamos películas americanas en el Florida Kursaal o el Capitol, o nos sentábamos en cualquier café del Zoco Chico, el centro palpitante de la ciudad, donde lo árabe y lo europeo se imbricaban con gracia y comodidad.
Nuestro aislamiento duró, sin embargo, apenas unas semanas: Tánger era pequeño, Ramiro sociable hasta el extremo, y todo el mundo parecía en aquellos días tener una inmensa urgencia por tratar con unos y con otros. En breve fuimos empezando a saludar rostros, a conocer nombres y unirnos a grupos al entrar en los locales. Comíamos y cenábamos en el Bretagne, el Roma Park o en la Brasserie de la Plage y por las noches íbamos al Bar Russo, o al Chatham, o al Detroit en la plaza de Francia, o al Central con su grupo de animadoras húngaras, o a ver los espectáculos del music hall M'salah en su gran pabellón acristalado,
lleno a rebosar de franceses, ingleses y españoles, judíos de nacionalidad diversa, marroquíes, alemanes y rusos que danzaban, bebían y discutían sobre política de aquí y de allá en un revoltijo de lenguas al son de una orquesta espectacular. A veces terminábamos en el Haffa, junto al mar, bajo carpas hasta el amanecer. Con colchonetas en el suelo, con gente recostada fumando kif y bebiendo té. Árabes ricos, europeos de fortuna incierta que en algún momento del pasado quizá también lo fueron o quizá no. Rara vez nos acostábamos antes del alba en aquel tiempo difuso, a caballo entre la expectación por la llegada de noticias desde la Argentina y la ociosidad impuesta ante su demora. Nos fuimos adaptando a circular por la nueva parte europea y a callejear por la moruna; a convivir con la presencia amalgamada de los trasterrados y los locales. Con las damas de tez de cera paseando sus caniches tocadas de pamela y perlas, y los barberos renegridos trabajando al aire libre con sus vetustas herramientas. Con los vendedores callejeros de pomadas y ungüentos, los atuendos impecables de los diplomáticos, los rebaños de cabras y las siluetas rápidas, huidizas y casi sin rostro de las mujeres musulmanas en sus jaiques y caftanes.
A diario llegaban noticias de Madrid. A veces las leíamos en los periódicos locales en español, Democracia, El Diario de África o el republicano El Porvenir. A veces simplemente las oíamos de boca de los vendedores de prensa que en el Zoco Chico gritaban titulares en un revoltijo de lenguas: La Vedetta di Tangen en italiano, Le Journal de Tangier en francés. En ocasiones me llegaban cartas de mi madre, breves, simples, distanciadas. Supe así que mi abuelo había muerto callado y quieto en su mecedora, y entre líneas intuí lo difícil que, día a día, se estaba volviendo para ella el mero sobrevivir.
Fue también un tiempo de descubrimientos. Aprendí algunas frases en árabe, pocas pero útiles. Mi oído se acostumbró al sonido de otras lenguas —el francés, el inglés— y a otros acentos de mi propio idioma como la haketía, aquel dialecto de los judíos sefardíes marroquíes con fondo de viejo español que incorporaba también palabras del árabe y el hebreo. Averigüé que hay sustancias que se fuman o se inyectan o se meten por la nariz y trastornan los sentidos; que hay quien es capaz de jugarse a su madre en una mesa de bacarrá y que existen pasiones de la carne que admiten muchas más combinaciones que las de un hombre y una mujer sobre la horizontalidad de un colchón. Me enteré también de algunas cosas que pasaban por el mundo y de las que mi formación subterránea nunca había tenido conocimiento: supe que años atrás había habido en Europa una gran guerra, que en Alemania gobernaba un tal Hitler al que unos admiraban y otros temían, y que quien estaba un día en un sitio con aparente sentido de la permanencia, podía al siguiente volatilizarse para salvar sus huesos, para que no se los partieran a golpes, o para evitar terminar con ellos en un lugar peor que la más siniestra de sus pesadillas.
Y descubrí también, con la más inmensa desazón, que en cualquier momento y sin causa aparente, todo aquello que creemos estable puede desajustarse, desviarse, torcer su rumbo y empezar a cambiar. Contrariamente a los conocimientos sobre las aficiones de unos y otros, sobre política europea e historia de las patrias de los seres que nos rodeaban, aquella enseñanza no la adquirí porque nadie me la contara, sino porque me tocó vivirla en primera persona. No recuerdo el momento exacto ni qué fue en concreto lo que pasó pero, en algún punto indeterminado, las cosas entre Ramiro y yo comenzaron a cambiar.
Al principio no hubo más que una mera alteración en las rutinas. Nuestra implicación con otra gente fue aumentando y empezó el interés definido por ir a este sitio o a aquél; ya no vagabundeábamos sin prisas por las calles, no nos dejábamos llevar por la inercia como hacíamos los primeros días. Yo prefería nuestra etapa anterior, solos, sin más nadie que el uno y el otro y el mundo ajeno alrededor, pero entendía que Ramiro, con su personalidad arrolladura, había empezado a ganar simpatías por todas partes. Y lo que él hiciera para mí bien hecho estaba, así que aguanté sin replicar todas las horas interminables que pasamos entre extraños a pesar de que en la mayoría de las ocasiones yo apenas entendía lo que hablaban, a veces porque lo hacían en lenguas que no eran la mía, a veces porque discutían sobre lugares y asuntos que yo ' aún desconocía: concesiones, nazismo, Polonia, bolcheviques, visados, extradiciones. Ramiro se desenvolvía medianamente en francés e italiano, chapurreaba algo de inglés y conocía algunas expresiones en alemán. Había trabajado para empresas internacionales y mantenido contactos con extranjeros, y a donde no llegaba con las palabras exactas, lo hacía con gestos, circunloquios y sobrentendidos. La comunicación no presentaba para él ningún problema y en poco tiempo se hizo una figura popular en los círculos de expatriados. Nos resultaba difícil entrar a un restaurante y no saludar en más de dos o tres mesas, llegar a la barra del hotel El Minzah o a la terraza del café Tingis y no ser requeridos para acoplarnos a la charla animada de algún grupo. Y Ramiro se acomodaba a ellos como si los conociera de toda la vida, y yo me dejaba arrastrar, convertida en su sombra, en una presencia casi siempre muda, indiferente a todo lo que no fuera sentirle a mi lado y ser su apéndice, una extensión siempre complaciente de su persona.
Hubo un tiempo, el que duró la primavera más o menos, en el que combinamos ambas facetas y logramos el equilibrio. Manteníamos nuestros ratos de intimidad, nuestras horas exclusivas. Manteníamos la llama de los días de Madrid y, a la vez, nos abríamos a los nuevos amigos y avanzábamos en los vaivenes de la vida local. En algún momento, sin embargo, la balanza empezó a descompensarse. Lentamente, muy poquito a poco, pero de manera irreversible. Las horas públicas empezaron a filtrarse en el espacio de nuestros momentos privados. Las caras conocidas dejaron de ser simples fuentes de conversación y anécdotas, y empezaron a configurarse como personas con pasado, planes de futuro y capacidad de intervención. Sus personalidades salieron del anonimato y comenzaron a perfilarse con rotundidad, a resultar interesantes, atrayentes. Aún recuerdo algunos de sus nombres y apellidos; aún conservo en mi memoria el recuerdo de sus rostros que ya serán calaveras y de sus procedencias lejanas que yo entonces era incapaz de ubicar en el mapa. Iván, el ruso elegante y silencioso, estilizado como un junco, con mirada huidiza y un pañuelo saliendo siempre del bolsillo de su chaqueta como una flor de seda fuera de temporada. Aquel barón polaco cuyo nombre hoy se me escapa que pregonaba su supuesta fortuna a los cuatro vientos y sólo tenía un bastón con el puño de plata y dos camisas desgastadas en el cuello por el roce de la piel contra los años. Isaac
Springer, el judío austríaco con su gran nariz y su pitillera de oro. La pareja de croatas, los Jovovic, tan bellos ambos, tan parecidos y ambiguos que a veces pasaban por amantes y a veces por hermanos. El italiano sudoroso que siempre me miraba con ojos turbios, Mario se llamaba, tal vez Mauricio, no sé ya. Y Ramiro comenzó a intimar cada vez más con ellos, a hacerse partícipe de sus anhelos y preocupaciones, parte activa en sus proyectos. Y yo veía cómo día a día, suave, suavemente, él iba acercándose más a ellos y alejándose de mí.
Las noticias de los dueños de las Academias Pitman parecían no llegar nunca y, para mi sorpresa, a Ramiro tal demora no daba la impresión de causarle la menor inquietud. Cada vez pasábamos menos tiempo solos en la habitación del Continental. Cada vez había menos susurros, menos alusiones a todo lo que hasta entonces le había encantado de mí. Apenas mencionaba lo que antes le enloquecía y nunca se cansaba de nombrar: el lustre de mi piel, mis caderas de diosa, la seda de mi pelo. Apenas dedicaba piropos a la gracia de mi risa, a la frescura de mi juventud. Casi nunca se reía ya con lo que antes llamaba mi bendita inocencia, y yo notaba cómo cada vez generaba en él menos interés, menos complicidad, menos ternura. Fue entonces, en medio de aquellos tristes días en los que la incertidumbre amenazaba dándome tirones en la conciencia, cuando comencé a sentirme mal. No sólo mal de espíritu, sino también mal de cuerpo. Mal, mal, fatal, peor. Quizá mi estómago no acababa de acostumbrarse a las nuevas comidas, tan distintas a los pucheros de mi madre y a los platos simples de los restaurantes de Madrid. Tal vez aquel calor tan denso y húmedo de principios de verano tenía algo que ver en mi creciente debilidad. La luz del día se me hacía demasiado violenta, los olores de la calle me causaban asco y ganas de vomitar. A duras penas conseguía juntar fuerzas para levantarme de la cama, las arcadas se repetían en los momentos más insospechados y el sueño se apoderaba de mí a todas horas. A veces —las menos— Ramiro parecía preocuparse: se sentaba a mi lado, me ponía la mano en la frente y me decía palabras dulces. A veces —las más— se distraía, se me perdía. No me hacía caso, se me iba yendo.
Dejé de acompañarle en las salidas nocturnas: apenas tenía energía y ánimo para sostenerme en pie. Empecé a quedarme sola en el hotel, horas largas, espesas, asfixiantes; horas de calima pegajosa, sin brizna de aire, como sin vida. Imaginaba que él se dedicaba a lo mismo que en los últimos tiempos y con las mismas compañías: copas, billar, conversación y más conversación; cuentas y mapas trazados en cualquier trozo de papel sobre el mármol blanco de las mesas de los cafés. Creía que hacía lo mismo que conmigo pero sin mí y no fui capaz de adivinar que había avanzado hacia otra fase, que había más; que ya había traspasado las fronteras de la mera vida social entre amigos para adentrarse en un territorio nuevo que no le era del todo desconocido. Hubo más planes, sí. Y también timbas, partidas feroces de póquer, fiestas hasta las claras del día. Apuestas, alardes, oscuras transacciones y proyectos desorbitados. Mentiras, brindis al sol y la emergencia de un flanco de su personalidad que durante meses había permanecido oculta. Ramiro Arribas, el hombre de las mil caras, me había enseñado hasta entonces sólo una. Las demás tardaría poco en conocerlas.
Cada noche volvía más tarde y en un estado peor. El faldón de la camisa medio sacado por encima de la cintura del pantalón, el nudo de la corbata casi a la altura del pecho, sobreexcitado, oliendo a tabaco y whisky, tartamudeando excusas con voz pastosa si me encontraba despierta. Algunas veces ni siquiera me rozaba, caía en la cama como un peso muerto y quedaba dormido al instante, respirando con ruidos que me impedían conciliar el sueño en las escasas horas que restaban hasta que entrara del todo la mañana. Otras me abrazaba torpemente, babeaba su aliento en mi cuello, apartaba la ropa que le estorbaba y se descargaba en mí. Y yo le dejaba hacer sin un reproche, sin entender del todo qué era lo que nos estaba pasando, incapaz de poner nombre a aquel despego.
Algunas noches nunca llegó. Ésas fueron las peores: madrugadas de desvelo frente a las luces amarillentas de los muelles reflejadas sobre el agua negra de la bahía, amaneceres apartando a manotazos las lágrimas y la amarga sospecha de que tal vez todo hubiera sido una equivocación, una inmensa equivocación para la que ya no había marcha atrás.
El final tardó poco en acercarse. Dispuesta a confirmar de una vez por todas la causa de mi malestar pero sin querer preocupar a Ramiro, me encaminé una mañana temprano hasta la consulta de un médico en la calle Estatuto. Doctor Bevilacqua, medicina general, trastornos y enfermedades, rezaba la placa dorada en su puerta. Me escuchó, me examinó, preguntó. Y no necesitó ni prueba de la rana ni ningún otro procedimiento para asegurar lo que yo ya presentía y Ramiro, después supe, también. Regresé al hotel con una mezcla de sentimientos aturullados. Ilusión, ansiedad, alegría, pavor. Esperaba encontrarle aún acostado, despertarle a besos para comunicarle la noticia. Pero nunca pude hacerlo. Jamás hubo ocasión de decirle que íbamos a tener un hijo porque cuando yo llegué él ya no estaba, y junto a su ausencia sólo encontré el cuarto revuelto, las puertas de los armarios de par en par, los cajones sacados de sus guías y las maletas dispersas por el suelo.
Nos han robado, fue lo primero que pensé.
Me faltó entonces el aire y tuve que sentarme en la cama. Cerré los ojos y respiré hondo, una, dos, tres veces. Cuando los abrí de nuevo, recorrí con la vista la habitación. Un solo pensamiento se repetía en mi mente: Ramiro, Ramiro, ¿dónde está Ramiro? Y entonces, en el paseo descarriado de mis pupilas por la estancia, éstas se toparon con un sobre en la mesilla de noche de mi lado de la cama. Apoyado contra el pie de la lámpara, con mi nombre en mayúsculas escrito con el trazo vigoroso de aquella letra que habría sido capaz de reconocer en el mismo fin del mundo.
Sira, mi amor:
Antes de que sigas leyendo quiero que sepas que te adoro y que tu recuerdo vivirá en mí hasta el fin de los días. Cuando leas estas líneas yo ya no estaré cerca, habré emprendido un nuevo rumbo y, aunque lo deseo con toda mi alma, me temo que no es posible que tú y la criatura que intuyo que esperas tengáis, de momento, cabida en él.
Quiero pedirte disculpas por mi comportamiento contigo en los últimos tiempos, por mi falta de dedicación a ti; confío en que entiendas que la incertidumbre generada por la ausencia de noticias de las Academias
Pitman me impulsó a buscar otros caminos por los que poder emprender el tránsito al futuro. Fueron varias las propuestas estudiadas y una sola la elegida; se trata de una aventura tan fascinante como prometedora, pero exige mi dedicación en cuerpo y alma y, por eso, no es posible contemplar a día de hoy tu presencia en ella.
No me cabe la menor duda de que el proyecto que hoy emprendo resultará un éxito absoluto pero, de momento, en sus estadios iniciales, necesita una cuantiosa inversión que supera mis capacidades financieras, por lo que me he tomado la libertad de coger prestado el dinero y las joyas de tu padre para hacer frente a los gastos iniciales. Espero poder algún día devolverte todo lo que hoy adquiero en calidad de préstamo para que, con los años, puedas cederlo a tus descendientes igual que tu padre hizo contigo. Confío también en que el recuerdo de tu madre en su abnegación y fortaleza al criarte te sirva de inspiración en las etapas sucesivas de tu vida.
Adiós, vida mía. Tuyo siempre,
Ramiro
PD. Te aconsejo que abandones Tánger lo antes posible; no es un buen lugar para una mujer sola y, menos aún, en tu actual condición. Me temo que puede haber quien tenga cierto interés en encontrarme y, si no dan conmigo, puede que intenten buscarte a ti. Al dejar el hotel, trata de hacerlo discretamente y con poco equipaje: aunque voy a procurarlo por todos los medios, con la urgencia de mi partida no sé si voy a tener oportunidad de liquidar la factura de los últimos meses y jamás podría perdonarme que ello te trastornara en manera alguna.
No recuerdo qué pensé. En mi memoria conservo intacta la imagen del escenario: la habitación revuelta, el armario vacío, la luz cegadora entrando por la ventana abierta y mi presencia sobre la cama deshecha, sosteniendo la carta con una mano, agarrando el embarazo recién confirmado con la otra mientras por las sienes me resbalaban gotas espesas de sudor. Los pensamientos que en aquel momento pasaron por mi mente, sin embargo, o nunca existieron o no dejaron huella porque jamás pude rememorarlos. De lo que sí tengo certeza es que me puse manos a la obra como una máquina recién conectada, con movimientos llenos de prisa pero sin capacidad para la reflexión o la expresión de sentimientos. A pesar del contenido de la carta y aun en la distancia, Ramiro seguía marcando el ritmo de mis actos y yo, simplemente, me limité a obedecer. Abrí una maleta y la llené a dos manos con lo primero que cogí, sin pararme a pensar sobre lo que me convenía llevar y lo que podría quedarse atrás. Unos cuantos vestidos, un cepillo del pelo, algunas blusas y un par de revistas atrasadas, un puñado de ropa interior, zapatos desparejados, dos chaquetas sin sus faldas y tres faldas sin chaqueta, papeles sueltos que habían quedado sobre el escritorio, botes del cuarto de baño, una toalla. Cuando aquel barullo de prendas y enseres alcanzó el límite de la maleta, la cerré y, con un portazo, me fui.
En el alboroto del mediodía, con los clientes entrando y saliendo del comedor y el ruido de los camareros, los pasos cruzados y las voces en idiomas que yo no entendía, apenas nadie pareció percatarse de mi marcha. Tan sólo Hamid, el pequeño botones con aspecto de niño que ya no lo era, se acercó solícito para ayudarme a llevar el equipaje. Le rechacé sin palabras y salí. Eché a andar con un paso que no era ni firme ni flojo ni lo contrario, sin tener la menor idea de adónde dirigirme ni preocuparme por ello. Recuerdo haber recorrido la pendiente de la rue de Portugal, mantengo algunas imágenes dispersas del Zoco de Afuera como un hervidero de puestos, animales, voces y chilabas. Callejeé sin rumbo y varias veces tuve que apartarme contra una pared al oír detrás de mí el claxon de un automóvil o los gritos de balak, balak de algún marroquí que transportaba con prisa su mercancía. En mi deambular alborotado pasé en algún momento por el cementerio inglés, por la iglesia católica y la calle Siagin, por la calle de la Marina y la Gran Mezquita. Caminé un rato eterno e impreciso, sin notar cansancio ni sensaciones, movida por una fuerza ajena que impulsaba mis piernas como si pertenecieran a un cuerpo que no era el mío. Podría haber seguido andando mucho más tiempo: horas, noches, tal vez semanas, años y años hasta el fin de los días. Pero no lo hice porque en la Cuesta de la Playa, cuando pasaba como un fantasma frente a las Escuelas Españolas, un taxi paró a mi lado.
—¿Necesita que la lleve a algún sitio, mademoiselle? —preguntó el conductor en una mezcla de español y francés.
Creo que asentí con la cabeza. Por la maleta debió de suponer que tenía intención de viajar.
—¿Al puerto, a la estación, o va a coger un autobús?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí.
—¿Sí al autobús?
Afirmé de nuevo con un gesto: igual me daba un autobús que un tren, un barco o el fondo de un precipicio. Ramiro me había dejado y yo no tenía adonde ir, así que cualquier sitio era tan malo como cualquier otro. O peor.
6
Una voz suave intentó despertarme y con un esfuerzo inmenso logré entreabrir los ojos. A mi lado percibí dos figuras: borrosas primero, más nítidas después. Una de ellas pertenecía a un hombre de pelo canoso cuyo rostro aún difuso me resultó remotamente familiar. En la otra silueta se perfilaba una monja con impoluta toca blanca. Intenté ubicarme y sólo distinguí techos altos sobre la cabeza, camas a los lados, olor a medicamentos y sol a raudales entrando por las ventanas. Me di cuenta entonces de que estaba en un hospital. Las primeras palabras que musité aún las mantengo en la memoria.
—Quiero volver a mi casa.
—¿Y dónde está tu casa, hija mía?
—En Madrid.
Me pareció que las figuras cruzaban una mirada rápida. La monja me cogió la mano y la apretó con suavidad.
—Creo que de momento no va a poder ser.
—¿Por qué? —pregunté.
Respondió el hombre:
—El tránsito en el Estrecho está interrumpido. Han declarado el estado de guerra.
No logré entender lo que aquello significaba porque, apenas entraron las palabras en mis oídos, volví a caer en un pozo de debilidad y sueño infinito del que tardé días en despertar. Cuando lo hice, aún permanecí un tiempo ingresada. Aquellas semanas inmovilizada en el Hospital Civil de Tetuán sirvieron para poner algo parecido al orden en mis sentimientos y para sopesar el alcance de lo que los últimos meses habían supuesto. Pero eso fue al final, en las últimas jornadas, porque en las primeras, en sus mañanas y sus tardes, en las madrugadas, a la hora de las visitas que nunca tuve y en los momentos en los que me trajeron la comida que fui incapaz de probar, lo único que hice fue llorar. No pensé, no reflexioné, ni siquiera recordé. Sólo lloré.
Al cabo de los días, cuando se me secaron los ojos porque ya no quedaba más capacidad de llanto dentro de mí, como en un desfile de ritmo milimétrico empezaron a llegar a mi cama los recuerdos. Casi podía verlos acosarme, entrando en fila por la puerta del fondo del pabellón, aquella nave grande y llena de luz. Recuerdos vivos, autónomos, grandes y pequeños, que se acercaban uno tras otro y de un salto se encaramaban sobre el colchón y me ascendían por el cuerpo hasta que, por una oreja, o por debajo de las uñas, o por los poros de la piel, se me adentraban en el cerebro y lo machacaban sin atisbo de piedad con imágenes y momentos que mi voluntad habría querido no haber rememorado nunca más. Y después, cuando la tribu de memorias aún continuaba llegando pero su presencia era cada vez menos ruidosa, con frialdad atroz empezó a invadirme como un sarpullido la necesidad de analizarlo todo, de encontrar una causa y una razón para cada uno de los acontecimientos que en los últimos ocho meses habían sucedido en mi vida. Aquella fase fue la peor: la más agresiva, la más tormentosa. La que más dolió. Y aunque no podría calcular cuánto duró, sí sé con plena seguridad que fue una llegada inesperada la que logró ponerle fin.
Hasta entonces todas las jornadas habían transcurrido entre parturientas, hijas de la Caridad y camas metálicas pintadas de blanco. De vez en cuando aparecía la bata de un médico y a ciertas horas llegaban las familias de las otras ingresadas hablando en murmullos, haciendo arrumacos a los bebés recién nacidos y consolando entre suspiros a aquellas que, como yo, se habían quedado en mitad del camino. Estaba en una ciudad en la que no conocía a un alma: nunca nadie había ido a verme, ni esperaba que lo hicieran. Ni siquiera tenía del todo claro qué hacía yo misma en aquella población ajena: sólo fui capaz de rescatar un recuerdo embarullado de las circunstancias de mi llegada. Una laguna de espesa incertidumbre ocupaba en mi memoria el lugar en el que deberían haber estado las razones lógicas que me impulsaron a ello. A lo largo de aquellos días tan sólo me acompañaron los recuerdos mezclados con la turbiedad de mis pensamientos, las presencias discretas de las monjas y el deseo —mitad anhelante, mitad temeroso— de regresar a Madrid lo antes posible.
Sin embargo, mi soledad se quebró de forma imprevista una mañana. Precedido por la figura blanca y oronda de la hermana Virtudes, reapareció entonces aquel rostro masculino que días atrás había enunciado unas cuantas palabras borrosas relativas a una guerra.
—Te traigo una visita, hija —anunció la monja. En su tono cantarín me pareció distinguir un ligero poso de preocupación. Cuando el recién llegado se identificó, entendí por qué.
—Comisario Claudio Vázquez, señora —dijo el desconocido a modo de saludo—. ¿O es señorita?
Tenía el pelo casi blanco, empaque flexible, traje claro de verano y un rostro tostado por el sol en el que brillaban dos ojos oscuros y sagaces. Entre la flojedad que aún me invadía, no pude distinguir si se trataba de un hombre maduro con porte juvenil o un hombre joven prematuramente encanecido. En cualquier caso, poco importaba aquello en aquel momento: mayor urgencia me corría saber qué era lo que quería de mí. La hermana Virtudes le señaló una silla junto a una pared cercana; él la acercó en volandas hasta el flanco derecho de mi cama. Dejó el sombrero a los pies y se sentó. Con una sonrisa tan gentil como autoritaria indicó a la religiosa que preferiría que se retirara.
La luz entraba a raudales por las amplias ventanas del pabellón. Tras ellas, el viento mecía levemente las palmeras y los eucaliptos del jardín sobre un deslumbrante cielo azul, testimoniando un magnífico día de verano para cualquiera que no tuviera que pasarlo postrado en la cama de un hospital con un comisario de policía como acompañante. Con las sábanas blancas impolutas y estiradas hasta el extremo, las camas a ambos lados de la mía, como casi todas las demás, estaban desocupadas. Cuando la religiosa se marchó disimulando su contrariedad por no poder ser testigo de aquel encuentro, quedamos en el pabellón el comisario y yo en la sola compañía de dos o tres presencias encamadas y lejanas, y de una joven monja que fregaba silenciosa el suelo en la distancia. Yo estaba apenas incorporada, con la sábana cubriéndome hasta el pecho, dejando sólo emerger unos brazos desnudos cada vez más enflaquecidos, los hombros huesudos y la cabeza. Con el pelo recogido en una oscura trenza a un lado y la cara, delgada y cenicienta, agotada por el derrumbe.
—Me ha dicho la hermana que ya está usted algo más recuperada, así que tenemos que hablar, ¿de acuerdo?
Accedí moviendo tan sólo la cabeza, sin acertar a intuir siquiera qué querría tratar aquel hombre conmigo; desconocía que el desgarro y el desconcierto atentaran contra ley alguna. Sacó entonces el comisario un pequeño cuaderno del bolsillo interior de su chaqueta y consultó unas notas. Debía de haberlas estado revisando poco antes porque no necesitó pasar hojas para buscarlas: simplemente dirigió la vista a la página que tenía delante y allí estaban, ante sus ojos, los apuntes que parecía necesitar.
—Bien, voy a empezar haciéndole unas preguntas; diga simplemente sí o no. Usted es Sira Quiroga Martín, nacida en Madrid el 25 de junio de 1911, ¿cierto?
Hablaba con un tono cortés que no por ello dejaba de ser directo e inquisitivo. Una cierta deferencia hacia mi condición rebajaba el tono profesional del encuentro, pero no lo ocultaba del todo. Corroboré la veracidad de mis datos personales con un gesto afirmativo.
—Y llegó usted a Tetuán el pasado día 15 de julio procedente de Tánger.
Asentí una vez más.
—En Tánger estuvo hospedada desde el día 23 de marzo en el hotel Continental.
Nueva afirmación.
—En compañía de... —consultó su cuaderno— Ramiro Arribas Querol, natural de Vitoria, nacido el 23 de octubre de 1901.
Volví a asentir, esta vez bajando la mirada. Era la primera vez que oía su nombre después de todo aquel tiempo. El comisario Vázquez no pareció apreciar que me empezaba a faltar aplomo, o tal vez sí lo hizo y no quiso que yo lo notara; el caso es que prosiguió con su interrogatorio haciendo caso omiso a mi reacción.
—Y en el hotel Continental dejaron ambos una factura pendiente de tres mil setecientos ochenta y nueve francos franceses.
No repliqué. Simplemente volví la cabeza hacia un lado para evitar el contacto con sus ojos.
—Míreme —dijo.
No hice caso.
—Míreme —repitió. Su tono se mantenía neutro: no era más insistente la segunda vez que la anterior, ni más amable, ni tampoco más exigente. Era, simplemente, el mismo. Esperó paciente unos momentos, hasta que obedecí y le dirigí la mirada. Pero no respondí. El reformuló su pregunta sin perder el temple.
—¿Es usted consciente de que en el hotel Continental dejaron una factura pendiente de tres mil setecientos ochenta y nueve francos?
—Creo que sí —respondí al fin con un hilo de voz. Y volví a despegar mi mirada de la suya, y volví a girar la cabeza hacia un lado. Y empecé a llorar.
—Míreme —requirió por tercera vez.
Esperó un tiempo, hasta que fue consciente de que en aquella ocasión yo ya no tenía la intención, o las fuerzas, o el valor suficiente para hacerle frente. Entonces oí cómo se levantaba de su silla, bordeaba mis pies y se acercaba al otro lado. Se sentó en la cama vecina sobre la que yo tenía depositada mi mirada; destrozó con su cuerpo la lisura de las sábanas y clavó sus ojos en los míos.
—Estoy intentando ayudarla, señora. O señorita, igual me da —aclaró con firmeza—. Está usted metida en un lío tremendo, aunque me consta que no es por voluntad propia. Creo que conozco cómo ha ocurrido todo, pero necesito que usted colabore conmigo. Si usted no me ayuda a mí, yo no voy a poder ayudarla a usted, ¿entiende?
Dije que sí con esfuerzo.
—Bien, pues deje de llorar y vamos a ello.
Me sequé las lágrimas con el embozo de la sábana. El comisario me concedió un breve minuto. Apenas intuyó que el llanto había remitido, volvió concienzudo a su tarea.
—¿Lista?
—Lista —murmuré.
—Mire, está usted acusada por la dirección del hotel Continental de haber dejado impagada una factura bastante abultada, pero eso no es todo. La cuestión, por desgracia, es mucho más compleja. Hemos sabido que también hay sobre usted una denuncia de la casa Hispano-Olivetti por estafa de veinticuatro mil ochocientas noventa pesetas.
—Pero yo, pero...
Un gesto de su mano me impidió proseguir con mi exculpación: aún tenía más noticias que ofrecerme.
—Y una orden de búsqueda por la sustracción de unas joyas de considerable valor en un domicilio particular en Madrid.
—Yo, no, pero...
El impacto de lo escuchado me anulaba la capacidad de pensar e impedía a las palabras salir ordenadas. El comisario, consciente de mi aturdimiento, intentó tranquilizarme.
—Ya lo sé, ya lo sé. Cálmese, no se esfuerce. He leído todos los papeles que traía en su maleta y con ellos he podido recomponer de manera aproximada los acontecimientos. He encontrado el escrito que dejó su marido, o su novio, o su amante, o lo que sea el tal Arribas, y también un certificado de la donación de las joyas a su favor, y un documento que expone que el anterior propietario de tales joyas es en realidad su padre.
No recordaba haber llevado aquellos papeles conmigo; no sabía qué había sido de ellos desde que Ramiro los guardó pero, si estaban entre mis cosas, seguramente era porque yo misma los había cogido de la habitación del hotel de manera inconsciente en el momento de mi marcha. Suspiré con cierto alivio al entender que tal vez en ellos podría estar la clave de mi redención.
—Hable con él, por favor, hable con mi padre —supliqué—. Está en Madrid, se llama Gonzalo Alvarado, vive en la calle Hermosilla 19.
—No hay forma de que podamos localizarle. Las comunicaciones con Madrid son pésimas. La capital está convulsionada, hay mucha gente desubicada: retenidos, huidos, o saliendo, o escondidos, o muertos. Además, la cosa para usted es más complicada aún porque la denuncia partió del propio hijo de Alvarado, Enrique, creo recordar que es su nombre, su medio hermano, ¿no? Enrique Alvarado, sí —corroboró tras consultar sus notas—. Al parecer, una criada le informó hace unos meses de que usted había estado en la casa y salió de ella bastante alterada portando unos paquetes: presuponen que en ellos estaban las joyas, creen que Alvarado padre pudo haber sido víctima de un chantaje o sometido a algún tipo de extorsión. En fin, un asunto bastante feo, aunque estos documentos parecen eximirla de culpa.
Sacó entonces de uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta los papeles que mi padre me había entregado en nuestro encuentro de meses atrás.
—Por fortuna para usted, Arribas no se los llevó junto con las joyas y el dinero, posiblemente porque podrían haberle resultado comprometedores. Debería haberlos destruido para salvaguardarse las espaldas pero, en su prisa por volatilizarse, no lo hizo. Quédele agradecida porque esto es, de momento, lo que va a salvarla de la cárcel —apuntó con ironía. Acto seguido, cerró los ojos brevemente, como intentando tragarse sus últimas palabras—. Perdone, no he querido ofenderla; imagino que en su ánimo no estará agradecer nada a un tipo que se ha portado con usted como lo ha hecho él.
No repliqué a su disculpa, sólo formulé débilmente otra pregunta.
—¿Dónde está ahora?
—¿Arribas? No lo sabemos con certeza. Puede que en Brasil, quizá en Buenos Aires. En Montevideo tal vez. Embarcó en un transatlántico de pabellón argentino, pero puede haber desembarcado en varios puertos. Iba acompañado al parecer de otros tres individuos: un ruso, un polaco y un italiano.
—¿Y no van a buscarle? ¿No van a hacer nada por seguir su rastro y detenerle?
—Me temo que no. Tenemos poco contra él: simplemente una factura impagada a medias con usted. A no ser que quiera usted denunciarle por las joyas y el dinero que le ha quitado, aunque, con sinceridad, no creo que valga la pena. Es cierto que todo era suyo, pero la procedencia es un tanto turbia y usted está denunciada justo por lo mismo. En fin, creo que es difícil que volvamos a saber de su paradero; estos tipos suelen ser listos, tienen mucho mundo y saben cómo hacer para evaporarse y reinventarse a los cuatro días en cualquier punto del globo de la forma más insospechada.
—Pero íbamos a emprender una vida nueva, íbamos a abrir un negocio; estábamos esperando la confirmación —balbuceé.
—¿Se refiere a lo de las máquinas de escribir? —preguntó sacando un nuevo sobre del bolsillo—. No habrían podido: carecían de autorización. Los dueños de las academias en la Argentina no tenían el menor interés en expandir su negocio al otro lado del Atlántico y así se lo hicieron saber en el mes de abril. —Percibió el desconcierto en mi cara—. Arribas nunca se lo dijo, ¿verdad?
Recordé mis consultas diarias al mostrador de recepción, ilusionada, anhelante por el recibo de aquella carta que yo creía que iba a cambiar nuestras vidas y que ya llevaba meses en poder de Ramiro sin que jamás me lo hubiera comunicado. Mis agarraderas para defenderle iban disolviéndose, haciéndose humo. Me aferré con escasas fuerzas al último resquicio de esperanza que me quedaba.
—Pero él me quería...
Sonrió el comisario con un punto de amargura mezclada con algo parecido a la compasión.
—Eso dicen todos los de su calaña. Mire, señorita, no se engañe: los tipos como Arribas sólo se quieren a sí mismos. Pueden ser afectivos y parecer generosos; suelen ser encantadores, pero a la hora de la verdad sólo les interesa su propio pellejo y, a la primera que las cosas se ponen un poco oscuras, salen escopeteados y saltan por encima de lo que haga falta con tal de no ser cogidos en un renuncio. Esta vez la gran perjudicada ha sido usted; mala suerte, ciertamente. Yo no dudo que él la estimara, pero un buen día le surgió otro proyecto mejor y usted se transformó para él en una carga que no le interesaba arrastrar. Por eso la dejó, no le dé más vueltas. Usted no tiene la culpa de nada, pero poco podemos hacer ya nosotros por enmendar lo irreversible.
No quise ahondar más en aquella reflexión sobre la sinceridad del amor de Ramiro; era demasiado doloroso para mí. Preferí retomar los asuntos prácticos.
—¿Y lo de Hispano-Olivetti? ¿Qué se supone que tengo yo que ver en eso?
Inspiró y expulsó aire con fuerza, como preparándose para abordar algo que no le resultaba grato.
—Ese asunto está más embrollado aún. De momento, ahí no hay pruebas fehacientes que la exculpen, aunque yo, personalmente, intuyo que se trata de otra jugarreta en la que la ha implicado su marido, o su novio, o lo que sea el tal Arribas. La versión oficial de los hechos es que usted figura como dueña de un negocio que ha recibido una cantidad de máquinas de escribir que nunca han sido pagadas.
—A él se le ocurrió constituir una empresa a mi nombre, pero yo no sabía... yo no conocía... yo no...
—Eso es lo que yo creo, que usted no tenía idea de todo lo que él hizo usándola como tapadera. Le voy a contar lo que yo intuyo que ocurrió en realidad; la versión oficial ya la sabe. Corríjame si me equivoco: usted recibió de su padre un dinero y unas joyas, ¿cierto?
Asentí.
—Y, después, Arribas se ofreció a registrar una empresa a su nombre y a guardar todo el dinero y las joyas en la caja fuerte de la compañía para la que trabajaba, ¿cierto?
Asentí otra vez.
—Bien, pues no lo hizo. O mejor dicho, sí lo hizo, pero no en calidad de simple depósito a su nombre. Con su dinero realizó una compra a su propia empresa simulando que se trataba de un encargo de la casa de importación y exportación que le menciono, Mecanográficas Quiroga, en la cual figuraba usted como propietaria. Pagó puntual mente con su dinero e Hispano-Olivetti no sospechó nada en absoluto: un pedido más, grande y bien gestionado, y punto. Arribas, por su parte, revendió aquellas máquinas, ignoro a quién o cómo. Hasta ahí todo correcto para Hispano-Olivetti en términos contables, y satisfactorio para Arribas que, sin haber invertido un céntimo de su propio capital, había hecho un estupendo negocio a su favor. Bien, a las pocas semanas, volvió a tramitar otro gran pedido a su nombre, el cual fue una vez más oportunamente servido. El importe de este pedido no fue satisfecho en el acto; sólo se ingresó un primer plazo pero, habida cuenta de que usted ya figuraba como buena pagadora, nadie sospechó: imaginaron que el resto del montante sería satisfecho de manera conveniente en los términos establecidos. El problema es que tal pago nunca se realizó: Arribas revendió una vez más la mercancía, recogió de nuevo beneficios y se quitó de en medio, con usted y con todo su capital prácticamente intacto, además de unas buenas tajadas conseguidas con la reventa y la compra que nunca pagó. Un buen golpe, sí, señor, aunque alguien debió de sospechar algo porque, según tengo entendido, su salida de Madrid fue un poco precipitada, ¿verdad?
Recordé como en un fogonazo mi llegada a nuestra casa de la plaza de las Salesas aquella mañana de marzo, el ímpetu nervioso de Ramiro sacando la ropa del armario y llenando maletas de forma atropellada, la urgencia que me infundió para que yo hiciera lo mismo sin perder apenas un segundo. Con esas imágenes en la mente, corroboré la presuposición del comisario. Él prosiguió.
—Así que, a la postre, Arribas no sólo se ha quedado con su dinero, sino que además lo utilizó para conseguir mayores beneficios para sí mismo. Un tipo muy espabilado, sin duda alguna.
Las lágrimas volvieron a asomárseme a los ojos.
—Pare. Guárdese el llanto, haga el favor: no vale la pena llorar sobre la leche derramada. Mire, realmente, todo ha ocurrido en el momento menos oportuno y más complicado.
Tragué saliva, logré contenerme y conseguí acomodarme de nuevo al diálogo.
—¿Por lo de la guerra que mencionó el otro día?
—Aún no se sabe en qué acabará todo esto pero, de momento, la situación es extremadamente compleja. Media España está en manos de los sublevados y la otra media permanece leal al gobierno. Hay un caos tremendo, desinformación y falta de noticias; en fin, un absoluto desastre.
—¿Y aquí? ¿Cómo están aquí las cosas?
—Ahora, moderadamente tranquilas; en las semanas de atrás todo ha estado mucho más revuelto. Aquí es donde empezó todo, ¿no lo sabe? De aquí surgió el alzamiento; de aquí, de Marruecos, salió el general Franco y aquí se inició el movimiento de tropas. Hubo bombardeos en los primeros días; la aviación de la República atacó la Alta Comisaría en respuesta a la sublevación, pero la mala suerte hizo que erraran su objetivo y uno de los Fokkers causó bastantes heridos civiles, la muerte de unos cuantos niños moros y la destrucción de una mezquita, con lo que los musulmanes han considerado tal acto como un ataque hacia ellos y se han puesto automáticamente del lado de los sublevados. Ha habido también, por la otra parte, numerosos arrestos y fusilamientos de defensores de la República contrarios al alzamiento: la cárcel europea está hasta arriba y han levantado una especie de campo de reclusión en El Mogote. Finalmente, con la caída del aeródromo de Sania Ramel aquí, muy cerca de este hospital, se acabaron los bastiones, del gobierno en el Protectorado, así que ahora todo el norte de África está ya controlado por los militares sublevados y la situación más o menos calmada. Lo fuerte, ahora, está en la Península.
Se frotó entonces los ojos con el pulgar y el índice de la mano izquierda; desplazó después su palma lentamente hacia arriba, por las cejas, la frente y el nacimiento del pelo, por la coronilla y la nuca hasta llegar al cuello. Habló en tono bajo, como para sí mismo.
—A ver si acaba todo esto de una puñetera vez...
Le saqué de su reflexión; no pude contener la incertidumbre un segundo más.
—Pero ¿voy a poder marcharme o no?
Mi pregunta inoportuna le hizo volver a la realidad. Tajante.
—No. De ninguna manera. No va a poder ir usted a ningún sitio, y mucho menos a Madrid. Allí se mantiene de momento el gobierno de la República: el pueblo lo apoya y se está preparando para resistir lo que haga falta.
—Pero yo tengo que regresar —insistí con flojedad—. Allí está mi madre, mi casa...
Habló de nuevo esforzándose por mantener su paciencia a raya. Mi insistencia le estaba resultando cada vez más molesta, aunque intentaba no contrariarme, habida cuenta de mi condición clínica. En otras circunstancias posiblemente me habría tratado con muchas menos contemplaciones.
—Mire, yo no sé de qué pie cojea usted, si estará con el gobierno o a favor del alzamiento. —Su voz era de nuevo templada; había recuperado todo su vigor tras un breve instante de decaimiento; probablemente el cansancio y la tensión de los días convulsos le hubiera pasado una momentánea factura—. Si le soy sincero, después de todo lo que he tenido que ver en estas últimas semanas, su posición me importa más bien poco; es más, prefiero no enterarme. Yo me limito a seguir con mi trabajo intentando mantener las cuestiones políticas al margen; ya hay gente de sobra ocupándose, por desgracia, de ellas. Pero irónicamente la suerte, por una vez y aunque le cueste creerlo, ha caído de su lado. Aquí, en Tetuán, centro de la sublevación, estará del todo segura porque nadie excepto yo se va a preocupar de sus asuntos con la ley y, créame, son bastante turbios. Lo suficiente como para, en condiciones normales, mantenerla una buena temporada encarcelada.
Traté de protestar, alarmada y llena de pánico. No me dejó; frenó mis intenciones alzando una mano y prosiguió hablando.
—Imagino que en Madrid se pararán la mayoría de los trámites policiales y todos los procesos judiciales que no sean políticos o de envergadura mayor: con lo que allí les ha caído, no creo que nadie tenga interés en andar persiguiendo por Marruecos a una presunta estafadora de una firma de máquinas de escribir y supuesta ladrona del patrimonio de su padre denunciada por su propio hermano. Hace unas semanas se trataría de asuntos medianamente serios pero, a día de hoy, son sólo una cuestión insignificante en comparación con lo que en la capital se les viene encima.
—¿Entonces? —pregunté indecisa.
—Entonces lo que usted va a hacer es no moverse; no realizar el menor intento para salir de Tetuán y poner todo de su parte para no causarme el más mínimo problema. Mi cometido es velar por la vigilancia y seguridad de la zona del Protectorado y no creo que usted sea una grave amenaza para la misma. Pero, por si acaso, no quiero perderla de vista. Así que va a quedarse aquí una temporada y se va a mantener al margen de cualquier tipo de líos. Y no entienda esto como un consejo o una sugerencia, sino como una orden en toda regla. Será como una detención un tanto particular: no la meto en el calabozo ni la confino a un arresto domiciliario, así que gozará de una relativa libertad de movimientos. Pero queda terminantemente desautorizada para abandonar la ciudad sin mi previo consentimiento, ¿está claro?
—¿Hasta cuándo? —pregunté sin corroborar lo que me pedía. La idea de quedarme sola de forma indefinida en aquella ciudad desconocida se me presentaba ante los ojos como la peor de las opciones.
—Hasta que la situación se calme en España y veamos cómo se resuelven las cosas. Entonces decidiré qué hacer con usted; ahora mismo no tengo ni tiempo ni manera de encargarme de sus asuntos. Con inmediatez, sólo tendrá que hacer frente a un problema: la deuda con el hotel de Tánger.
—Pero yo no tengo con qué pagar esa cantidad... —aclaré de nuevo al borde de las lágrimas.
—Ya lo sé: he revisado de arriba abajo su equipaje y, aparte de ropa revuelta y algunos papeles, he comprobado que no lleva nada más. Pero, de momento, usted es la única responsable que tenemos y en ese asunto está igual de implicada que Arribas. Así que, ante la ausencia de él, será usted quien haya de responder a la demanda. Y, de ésta, me temo que no la voy a poder librar porque en Tánger saben que la tengo aquí, perfectamente localizada.
—Pero él se llevó mi dinero... —insistí con la voz rota de nuevo por el llanto.
—También lo sé, y deje de llorar de una maldita vez, haga el favor. En su escrito el mismo Arribas lo aclara todo: con sus propias palabras expresa abiertamente lo sinvergüenza que es y su intención de dejarla en la estacada y sin un céntimo, llevándose todos sus bienes. Y con un embarazo a rastras que acabó perdiendo nada más pisar Tetuán, apenas bajó del autobús.
El desconcierto de mi rostro, mezclado con las lágrimas, mezclado con el dolor y la frustración, le obligó a enunciar una pregunta.
—¿No se acuerda? Fui yo quien la estaba esperando allí. Habíamos recibido un aviso de la gendarmería de Tánger alertando sobre su llegada. Al parecer, un botones del hotel comentó algo con el gerente sobre su marcha precipitada, le pareció que iba en un estado bastante alterado y saltó la alarma. Descubrieron entonces que habían abandonado la habitación con intención de no volver más. Como el importe que debían era considerable, alertaron a la policía, localizaron al taxista que la llevó hasta La Valenciana y averiguaron que se dirigía hacia aquí. En condiciones normales habría mandado a alguno de mis hombres en su busca, pero, según están las cosas de convulsas en los últimos tiempos, ahora prefiero supervisarlo todo directamente para evitar sorpresas desagradables, así que decidí acudir yo mismo en su busca. Apenas bajó del autobús se desmayó en mis brazos; yo mismo la traje hasta aquí.
En mi memoria empezaron entonces a cobrar forma algunos recuerdos borrosos. El calor asfixiante de aquel autobús al que todo el mundo, efectivamente, llamaba La Valenciana. El griterío en su interior, las cestas con pollos vivos, el sudor y los olores que desprendían los cuerpos y los bultos que los pasajeros, moros y españoles, acarreaban con ellos. La sensación de una humedad viscosa entre los muslos. La debilidad extrema al descender una vez llegados a Tetuán, el espanto al notar que una sustancia caliente me chorreaba por las piernas. El reguero negro y espeso que iba dejando a mi paso y, nada más tocar el asfalto de la nueva ciudad, una voz de hombre proveniente de una cara medio tapada por la sombra del ala de un sombrero. «¿Sira Quiroga? Policía. Acompáñeme, por favor.» En aquel momento me sobrevino una flojedad infinita y noté cómo la mente se me nublaba y las piernas dejaban de sostenerme. Perdí la consciencia y ahora, semanas después, volvía a tener frente a mí aquel rostro que aún no sabía si pertenecía a mi verdugo o mi redentor.
—La hermana Virtudes se ha encargado de irme transmitiendo informes de su evolución. Llevo días intentando hablar con usted, pero me han negado el acceso hasta ahora. Me han dicho que tiene anemia perniciosa y unas cuantas cosas más. Pero, en fin, parece que ya se encuentra mejor, por eso me han autorizado a verla hoy y van a darle el alta en los próximos días.
—Y ¿adónde voy a ir? —Mi angustia era tan inmensa como mi temor. Me sentía incapaz de enfrentarme por mí misma a una realidad desconocida. Nunca había hecho nada sin ayuda, siempre había tenido a alguien que marcara mis pasos: mi madre, Ignacio, Ramiro. Me sentía inútil, inepta para enfrentarme sola a la vida y sus envites. Incapaz de sobrevivir sin una mano que me llevara agarrada con fuerza, sin una cabeza decidiendo por mí. Sin una presencia cercana en la que confiar y de la que depender.
—En eso ando —dijo—, buscándole un sitio, no crea que es fácil encontrarlo tal como están las cosas. De todas maneras, me gustaría conocer algunos datos sobre su historia que aún se me escapan, así que, si se siente con fuerzas, quisiera volver a verla mañana para que usted misma me resuma todo lo que pasó, por si hubiera algún detalle que nos ayudara a resolver los problemas en los que la ha metido su marido, su novio...
—... o lo que quiera que sea ese hijo de mala madre —completé con una mueca irónica tan débil como amarga.
—¿Estaban casados? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Mejor para usted —concluyó tajante. Consultó entonces el reloj—. Bien, no quiero cansarla más —dijo levantándose—, creo que por hoy es suficiente. Volveré mañana, no sé a qué hora; cuando tenga un hueco, estamos hasta arriba.
Lo contemplé mientras se dirigía hacia la salida del pabellón, andando con prisa, con el paso elástico y determinado de quien no está acostumbrado a perder el tiempo. Antes o después, cuando me recuperara, debería averiguar si en verdad aquel hombre confiaba en mi inocencia o si simplemente deseaba librarse de la pesada carga que conmigo le había caído como del cielo en el momento más inoportuno. No pude pensarlo entonces: estaba exhausta y acobardada, y lo único que ansiaba era dormir un sueño profundo y olvidarme de todo.
El comisario Vázquez regresó la tarde siguiente, a las siete, tal vez a las ocho, cuando el calor era ya menos intenso y la luz más tamizada. Nada más verle atravesar la puerta en el otro extremo del pabellón, me apoyé sobre los codos y, con gran esfuerzo, arrastrándome casi, me incorporé. Cuando llegó hasta mí, se sentó en la misma silla del día anterior. Ni siquiera le saludé. Sólo carraspeé, preparé la voz y me dispuse a narrar todo lo que él quería oír.
7
Aquel segundo encuentro con don Claudio transcurrió un viernes de finales de agosto. El lunes a media mañana regresó para recogerme: había encontrado un sitio donde alojarme y se iba a encargar de acompañarme a emprender mi nueva mudanza. En distintas circunstancias, un comportamiento tan aparentemente caballeroso podría haberse interpretado de alguna otra manera; en aquel momento, ni él ni yo teníamos duda de que su interés por mí no era más que el de un simple producto profesional al que convenía tener a buen recaudo para evitar mayores complicaciones.
A su llegada me encontró vestida. Con ropa descoordinada que se me había quedado grande, peinada con un moño desabrido, sentada apenas en el extremo de la cama ya hecha. Con la maleta repleta de los miserables restos del naufragio a mis pies y los dedos huesudos entrelazados sobre el regazo, esforzándome sin suerte por hacer acopio de fuerzas. Al verle llegar intenté levantarme; con un gesto, sin embargo, él me indicó que permaneciera sentada. Se acomodó en el borde de la cama frente a la mía y tan sólo dijo:
—Espere. Tenemos que hablar.
Me miró unos segundos con aquellos ojos oscuros capaces de taladrar una pared. Ya había yo descubierto por entonces que no era ni un joven canoso ni un viejo juvenil: era un hombre a caballo entre los cuarenta y los cincuenta, educado en las maneras pero curtido en su trabajo, con buena planta y el alma baqueteada a fuerza de tratar con golfos de toda ralea. Un hombre, pensé, con el que bajo ningún concepto me convenía tener el más mínimo problema.
—Mire, éstos no son los procedimientos que acostumbramos a seguir en mi comisaría; con usted, debido a las circunstancias del momento, estoy haciendo una excepción, pero quiero que le quede bien claro cuál es su situación real. Aunque personalmente creo que usted no es más que la incauta víctima de un canalla, esos asuntos los tiene que dirimir un juez, no yo. Sin embargo, tal como están ahora mismo las cosas en la confusión de estos días, me temo que un juicio es algo impensable. Y tampoco ganaríamos nada teniéndola detenida en una celda hasta sabe Dios cuándo. Así que, como le dije el otro día, la voy a dejar en libertad, pero, ojo, controlada y con movimientos limitados. Y para evitar tentaciones, no voy a devolverle su pasaporte. Además, queda libre bajo la condición de que, en cuanto se restablezca del todo, busque una manera decente de ganarse la vida y ahorre para liquidar su deuda con el Continental. Les he pedido en su nombre el plazo de un año para saldar la cuenta pendiente y han aceptado, así que ya puede usted espabilarse y hacer lo posible por sacar ese dinero de debajo de las piedras si hace falta, pero de forma limpia y sin escaramuzas, ¿está claro?
—Sí, señor —musité.
—Y no me vaya a fallar; no me intente hacer ninguna jugarreta y no me fuerce a ir a por usted en serio porque como me busque las cosquillas, pongo en marcha la maquinaria, la embarco para España a la primera que pueda y le caen siete años en la cárcel de mujeres de Quiñones antes de que quiera darse cuenta, ¿estamos?
Ante tan funesta amenaza fui incapaz de decir nada coherente; sólo asentí. Se levantó entonces; yo, un par de segundos después. Él lo hizo con rapidez y flexibilidad; yo tuve que imponer a mi cuerpo un esfuerzo inmenso para poder seguir su movimiento.
—Pues andando —concluyó—. Deje, ya le llevo yo la maleta, que usted no está para tirar ni de su sombra. Tengo el auto en la puerta; despídase de las monjas, déles las gracias por lo bien que la han tratado y vámonos.
Recorrimos Tetuán en su vehículo y, por primera vez, pude apreciar parcialmente aquella ciudad que durante un tiempo aún indeterminado habría de convertirse en la mía. El Hospital Civil estaba en las afueras; poco a poco fuimos adentrándonos en ella. A medida que lo hacíamos crecía el volumen de cuerpos que la transitaban. Las calles estaban repletas en aquella hora cercana al mediodía. Apenas circulaban automóviles y el comisario tenía que hacer sonar constantemente la bocina para abrirse paso entre los cuerpos que se movían sin prisa en mil direcciones. Había hombres con trajes claros de lino y sombreros de panamá, niños en pantalón corto dando carreras y mujeres españolas con el cesto de la compra cargado de verdura. Había musulmanes con turbantes y chilabas rayadas, y moras cubiertas con ropajes voluminosos que sólo les permitían mostrar los ojos y los pies. Había soldados de uniforme y muchachas con vestidos floreados de verano, niños nativos descalzos jugando entre gallinas. Se oían voces, frases y palabras sueltas en árabe y español, saludos constantes al comisario cada vez que alguien reconocía su coche. Resultaba difícil creer que de aquel ambiente hubiera surgido apenas unas semanas atrás lo que ya se intuía como una guerra civil.
No entablamos ninguna conversación a lo largo del trayecto; aquel desplazamiento no tenía el objetivo de ser un grato paseo, sino el escrupuloso cumplimiento de un trámite que acarreaba la necesidad de trasladarme de un sitio a otro. Ocasionalmente, sin embargo, cuando el comisario intuía que algo de lo que aparecía ante nuestros ojos podría resultarme ajeno o novedoso, lo señalaba con la mandíbula y, sin despegar la vista del frente, pronunciaba unas escuetas palabras para nombrarlo. «Las rifeñas», recuerdo que dijo señalando un grupo de mujeres marroquíes ataviadas con faldones a rayas y grandes gorros de paja de los que colgaban borlones colorados. Los escasos diez o quince minutos que duró el trayecto me fueron suficientes para absorber las formas, descubrir los olores y aprender los nombres de algunas de las presencias con las que a diario habría de convivir en aquella nueva etapa de mi vida. La Alta Comisaría, los higos chumbos, el palacio del jalifa, los aguadores en sus burros, el barrio moro, el Dersa y el Gorgues, los bakalitos, la hierbabuena.
Descendimos del coche en la plaza de España; un par de moritos se acercó volando a cargar con mi equipaje y el comisario les dejó hacer. Entramos entonces en La Luneta, junto a la judería, junto a la medina. La Luneta, mi primera calle en Tetuán: estrecha, ruidosa, irregular y bullanguera, llena de gente, tabernas, cafés y bazares alborotados en los que todo se compraba y todo se vendía. Llegamos a un portal, entramos, ascendimos una escalera. Tocó el comisario un timbre en el primer piso.
—Buenos días, Candelaria. Aquí le traigo el encargo que estaba esperando. —Ante la mirada de la rotunda mujer de rojo que acababa de abrir la puerta, mi acompañante me señaló con un breve movimiento de cabeza.
—Pero ¿qué encargo es éste, mi comisario? —replicó poniéndose en jarras y soltando una potente risotada. Acto seguido, se hizo a un lado y nos dejó pasar. Tenía una casa soleada, reluciente en su modestia y de estética un tanto dudosa. Tenía también un desparpajo de apariencia natural bajo el que se intuía la sensación de que aquella visita del policía no dejaba de generarle un potente desasosiego.
—Un encargo especial que yo le hago —aclaró él dejando la maleta en la pequeña entrada a los pies de un almanaque con la imagen de un Sagrado Corazón—. Tiene que hospedar a esta señorita por un tiempo y, de momento, sin cobrarle un céntimo; ya ajustarán cuentas entre ustedes cuando ella empiece a ganarse la vida.
—¡Pero si tengo la casa hasta arriba, por los clavos de Cristo! ¡Si me llega lo menos media docena de cuerpos al día a los que no tengo manera de dar cobijo!
Mentía, obviamente. La mujerona morena mentía y él lo sabía.
—No me cuente sus penas, Candelaria; ya le he dicho que tiene que acomodarla como sea.
—¡Si desde lo del alzamiento no ha parado de venir gente en busca de hospedaje, don Claudio! ¡Si tengo hasta colchones por los suelos!
—Déjese de milongas, que el tránsito del Estrecho lleva semanas cortado y por allí no cruzan estos días ni las gaviotas. Le guste o no, habrá de hacerse cargo de lo que le pido; apúntelo a la cuenta de todas las que me debe. Y además, no sólo tiene que darle alojamiento: también que ayudarla. No conoce a nadie en Tetuán y trae a rastras una historia bastante fea, así que hágale un hueco en donde pueda porque aquí va a instalarse a partir de ahora mismo, ¿está claro?
Ella contestó sin el menor entusiasmo:
—Como el agua, señor mío; clarito como el agua.
—La dejo a su recaudo entonces. Si hay algún problema, ya sabe dónde encontrarme. No me hace ninguna gracia que se quede aquí: ya viene maleada y poco bueno va a aprender de usted, pero en fin...
Interrumpió entonces la patrona con un punto de sorna bajo pose de aparente inocencia.
—¿No sospechará usted de mí ahora, don Claudio?
No se dejó embaucar el comisario por la cadencia zumbona de la andaluza.
—Yo siempre sospecho de todo el mundo, Candelaria; para eso me pagan.
—Y si tan mala cree que soy, ¿a santo de qué me trae esta prenda a mi vera, mi comisario?
—Porque, como ya le he dicho, tal como están las cosas, no tengo otro sitio a donde llevarla, no se vaya a creer que lo hago por gusto. En cualquier caso, la dejo responsable de ella, vaya imaginando alguna manera de que se busque la vida: no creo que pueda regresar a España en una buena temporada y necesita conseguir dinero porque tiene por ahí un asunto pendiente que arreglar. A ver si consigue que la contraten de dependienta en algún comercio, o en una peluquería; en cualquier sitio decente, usted verá. Y haga el favor de dejar de llamarme «mi comisario», se lo he dicho ya quinientas veces.
Me observó ella entonces, prestándome atención por primera vez. De arriba abajo, con rapidez y sin curiosidad; como si simplemente estuviera tasando el volumen de la losa que acababa de caerle encima. Volvió después la vista a mi acompañante y, con resignación burlona, aceptó el cometido.
—Descuide, don Claudio, que la Candelaria se hace cargo. Ya veré en dónde la meto, pero quédese tranquilo, que ya sabe usted que conmigo va a estar en la gloria bendita.
Las promesas celestiales de la dueña de la pensión no parecieron sonar del todo convincentes al policía porque aún necesitó éste apretar un poco más la tuerca para terminar de negociar los términos de mi estancia. Con voz modulada y el dedo índice erguido en vertical a la altura de la nariz, formuló un último aviso que ya no admitió broma alguna por respuesta.
—Ándese con ojo, Candelaria, con ojo y con cuidado, que la cosa está muy revuelta y no quiero más problemas de los estrictamente necesarios. Y a ver si se le va a ocurrir meterla en ninguno de sus líos. No me fío un pelo de ninguna de las dos, así que voy a tenerlas vigiladas de cerca. Y como yo me entere de algún movimiento extraño, me las llevo a comisaría y de allí no las saca ni el sursum corda, ¿estamos?
Musitamos ambas un sentido «sí, señor».
—Pues lo dicho, a recuperarse y, en cuanto pueda, a empezar a trabajar.
Me miró a los ojos para despedirse y pareció dudar un instante entre tenderme o no la mano como despedida. Finalmente optó por no hacerlo y zanjó el encuentro con una recomendación y un pronóstico condensados en tres escuetas palabras: «Cuídese, ya hablaremos». Salió entonces de la vivienda y comenzó a descender los escalones con trote ágil mientras se ajustaba el sombrero agarrándolo con la mano abierta por la corona. Lo observamos en silencio desde la puerta hasta que desapareció de nuestra vista, y a punto estábamos de adentrarnos de nuevo en la vivienda cuando oímos sus pasos terminar el descenso y su voz retronar en el hueco de la escalera.
—¡Me las llevo a las dos al calabozo y de allí no las saca ni el Santo Niño del Remedio!
—Tus muertos, cabrón —fue lo primero que Candelaria dijo tras cerrar la puerta con un empujón propulsado por su voluminoso trasero. Después me miró y sonrió sin ganas, intentando apaciguar mi desconcierto—. Demonio de hombre, me lleva loca perdida; no sé cómo lo hace, pero no se le escapa una y lo tengo el día entero pegado a la chepa.
Suspiró entonces con tanta fuerza que su abultada pechera se hinchó y deshinchó como si tuviera un par de globos contenidos en las apreturas del vestido de percal.
—Anda, mi alma, pasa para adentro, que te voy a instalar en uno de los cuartos del fondo. ¡Ay, maldito alzamiento, que nos ha puesto todo patas arriba y está llenando de broncas las calles y de sangre los cuarteles! ¡A ver si acaba pronto este jaleo y volvemos a la vida de siempre! Ahora voy a salir, que tengo unos asuntillos de los que encargarme; tú te quedas aquí acomodándote y luego, cuando yo vuelva a la hora de comer, me lo cuentas todo despacito.
Y a gritos en árabe requirió la presencia de una muchachita mora de apenas quince años que llegó desde la cocina secándose las manos en un trapo. Ambas se dispusieron a despejar trastos y cambiar sábanas en el cuartucho diminuto y sin ventilación que a partir de aquella noche pasaría a convertirse en mi dormitorio. Y allí me instalé, sin tener la menor idea del tiempo que mi estancia duraría ni el cauce por el que avanzarían los derroteros de mi porvenir.
Candelaria Ballesteros, más conocida en Tetuán por Candelaria la matutera, tenía cuarenta y siete años y, como ella misma apuntaba, más tiros pegados que el cuartel de Regulares. Pasaba por viuda, pero ni siquiera ella sabía si su marido en verdad había muerto en una de sus múltiples visitas a España, o si la carta que siete años atrás había recibido desde Málaga anunciando el deceso por neumonía no era más que la patraña de un sinvergüenza para quitarse de en medio y que nadie le buscara. Huyendo de las miserias de los jornaleros en los olivares del campo andaluz, la pareja se instaló en el Protectorado tras la guerra del Rif, en el año 26. A partir de entonces, ambos dedicaron sus esfuerzos a los negocios más diversos, todos con una estrella más bien famélica cuyos parcos réditos había invertido él convenientemente en jarana, burdeles y copazos de Fundador. No habían tenido hijos y cuando su Francisco se evaporó y la dejó sola y sin los contactos con España para seguir trapicheando de matute con todo lo que caía en sus manos, decidió Candelaria alquilar una casa y montar en ella una modesta pensión. No por ello, sin embargo, cesó de esforzarse por comprar, vender, recomprar, revender, intercambiar, porfiar y canjear todo lo que caía en su mano. Monedas, pitilleras, sellos, estilográficas, medias, relojes, encendedores: todo de origen borroso, todo con destino incierto.
En su casa de la calle de La Luneta, entre la medina moruna y el ensanche español, alojaba sin distinción a todo aquel que llamaba a su puerta solicitando una cama, gente en general de pocos haberes y menos aspiraciones. Con ellos y con todo aquel que se le pusiera por delante intentaba ella hacer trato: te vendo, te compro, te ajusto; me debes, te debo, ajústame tú. Pero con cuidado; siempre con cierto cuidado porque Candelaria la matutera, con su porte de hembraza, sus negocios turbios y aquel desparpajo capaz en apariencia de tumbar al más bragado, no tenía un pelo de necia y sabía que con el comisario Vázquez, tonterías, las mínimas. Si acaso, una bromita aquí y una ironía allá, pero sin que él le echara la mano encima pasándose de la raya de lo legalmente admisible porque entonces no sólo le requisaba todo lo que tuviera cerca, sino que, además, según sus propias palabras, «como me pille guarreando con el pescado, me lleva al cuartelillo y me cruje el hato».
La dulce muchacha mora me ayudó a instalarme. Desempaquetamos juntas mis escasas pertenencias y las colgamos en perchas de alambre dentro de aquella tentativa de armario que no era más que una especie de cajón de madera tapado por un retal a modo de cortinilla. Tal mueble, una bombilla pelada y una cama vieja con colchón de borra componían el mobiliario de la estancia. Un calendario atrasado con una estampa de ruiseñores, cortesía de la barbería El Siglo, aportaba la única nota de color a las paredes encaladas en las que se marcaban los restos de un mar de goteras. En una esquina, sobre un baúl, se acumulaban unos cuantos enseres de uso escaso: un canasto de paja, una palangana desportillada, dos o tres orinales llenos de desconchones y un par de jaulas de alambre oxidado. El confort era austero rayando en la penuria, pero el cuarto estaba limpio y la chica de ojos negros, mientras me ayudaba a organizar aquel barullo de prendas arrugadas que componían la totalidad de mis pertenencias, repetía con voz suave
—Siñorita, tú no preocupar; Jamila lava, Jamila plancha la ropa de siñorita.
Mis fuerzas seguían siendo escasas y el pequeño exceso realizado al trasladar la maleta y vaciar su contenido fue suficiente como para obligarme a buscar apoyo y evitar un nuevo mareo. Me senté a los pies de la cama, cerré los ojos y los tapé con las manos, apoyando los codos en las rodillas. El equilibrio regresó en un par de minutos; volví entonces al presente y descubrí que junto a mí seguía la joven Jamila observándome con preocupación. Miré alrededor. Allí estaba todavía aquella habitación oscura y pobre como una ratonera, y mi ropa arrugada colgando de las perchas, y la maleta destripada en el suelo. Y a pesar de la incertidumbre que a partir de aquel día se abría como un despeñadero, con cierto alivio pensé que, por muy mal que siguieran yendo las cosas, al menos ya tenía un agujero donde cobijarme.
Candelaria regresó apenas una hora más tarde. Poco antes y poco después fue llegando el menguado catálogo de huéspedes a los que la casa proporcionaba refugio y manutención. Componían la parroquia un representante de productos de peluquería, un funcionario de Correos y Telégrafos, un maestro jubilado, un par de hermanas entradas en años y secas como mojamas, y una viuda oronda con un hijo al que llamaba Paquito a pesar del vozarrón y el poblado bozo que el muchacho ya gastaba. Todos me saludaron con cortesía cuando la patrona me presentó, todos se acomodaron después en silencio alrededor de la mesa en los sitios asignados para cada cual: Candelaria presidiendo, el resto distribuido en los flancos laterales. Las mujeres y Paquito a un lado, los hombres enfrente. «Tú en la otra punta», ordenó. Empezó a servir el estofado hablando sin tregua sobre cuánto había subido la carne y lo buenos que estaban saliendo aquel año los melones. No dirigía sus comentarios a nadie en concreto y, aun así, parecía tener un inmenso afán en no cejar en su parloteo por triviales que fueran los asuntos y escasa la atención de los comensales. Sin una palabra de por medio, todos se dispusieron a comenzar el almuerzo trasladando rítmicamente los cubiertos de los platos a las bocas. No se oía más sonido que la voz de la patrona, el ruido de las cucharas al chocar contra la loza y el de las gargantas al engullir el guiso. Sin embargo, un descuido de Candelaria me hizo comprender la razón de su incesante charla: el primer resquicio dejado en su perorata al requerir la presencia de Jamila en el comedor fue aprovechado por una de las hermanas para meter su cuña, y entonces entendí el porqué de su voluntad por llevar ella misma el mando de la conversación con firme mano de timonel.
—Dicen que ya ha caído Badajoz. —Las palabras de la más joven de las maduras hermanas tampoco parecían dirigirse a nadie en concreto; a la jarra del agua tal vez, puede que al salero, a las vinagreras o al cuadro de la Santa Cena que levemente torcido presidía la pared. Su tono pretendía también ser indiferente, como si comentara la temperatura del día o el sabor de los guisantes. De inmediato supe, no obstante, que aquella intervención tenía la misma inocencia que una navaja recién afilada.
—Qué lástima; tantos buenos muchachos como se habrán sacrificado defendiendo al legítimo gobierno de la República; tantas vidas jóvenes y vigorosas desperdiciadas, con la de alegrías que habrían podido darle a una mujer tan apetitosa como usted, Sagrario.
La réplica cargada de acidez corrió a cuenta del viajante y encontró eco en forma de carcajada en el resto de la población masculina. Tan pronto notó doña Herminia que a su Paquito también le había hecho gracia la intervención del vendedor de crecepelo, asestó al muchacho un pescozón que le dejó el cogote enrojecido. En supuesta ayuda del chico intervino entonces el viejo maestro con voz juiciosa. Sin levantar la cabeza de su plato, sentenció.
—No te rías, Paquito, que dicen que reírse seca las entendederas.
Apenas pudo terminar la frase antes de que mediara la madre de la criatura.
—Por eso ha tenido que levantarse el ejército, para acabar con tantas risas, tanta alegría y tanto libertinaje que estaban llevando a España a la ruina...
Y entonces pareció haberse declarado abierta la veda. Los tres hombres en un flanco y las tres mujeres en el otro alzaron sus seis voces de manera casi simultánea en un gallinero en el que nadie escuchaba a nadie y todos se desgañitaban soltando por sus bocas improperios y atrocidades. Rojo vicioso, vieja meapilas, hijo de Lucifer, tía vinagre, ateo, degenerado y otras decenas de epítetos destinados a vilipendiar al comensal de enfrente saltaron por los aires en un fuego cruzado de gritos coléricos. Los únicos callados éramos Paquito y yo misma: yo, porque era nueva y no tenía conocimiento ni opinión sobre el devenir de la contienda y Paquito, probablemente por miedo a los mandobles de su furibunda madre, que en ese mismo momento acusaba al maestro de masón asqueroso y adorador de Satanás con la boca llena de patatas a medio masticar y un hilo aceitoso cayéndole por la barbilla. En el otro extremo de la mesa, Candelaria, entretanto, iba transmutando segundo a segundo su ser: la ira amplificaba su volumen de jaca y su semblante, poco antes amable, empezó a enrojecer hasta que, incapaz de contenerse más, propinó un puñetazo sobre la mesa con tal potencia que el vino saltó de los vasos, los platos chocaron entre sí y por el mantel se derramó a borbotones la salsa del estofado. Como un trueno, su voz se alzó por encima de la otra media docena.
—¡Como vuelva a hablarse de la puta guerra en esta santa casa, los pongo a todos en lo ancho de la calle y les tiro las maletas por el balcón!
De mala gana y lanzándose miradas asesinas, replegaron todos velas y se dispusieron a terminar el primer plato conteniendo a duras penas sus furores. Los jureles del segundo transcurrieron casi en silencio; la sandía del postre amagó peligro por aquello de lo encarnado de su color, pero la tensión no llegó a estallar. El almuerzo terminó sin mayores incidentes; para encontrarlos de nuevo, hubo sólo que esperar a la cena. Volvieron entonces como aperitivo las ironías y las bromas de doble sentido; después los dardos cargados de veneno y el intercambio de blasfemias y persignaciones y, finalmente, los insultos sin parapeto y el lanzamiento de curruscos de pan con el ojo del contrario como objetivo. Y como colofón, de nuevo los gritos de Candelaria advirtiendo del inminente desahucio de todos los huéspedes si persistían en su afán de replicar los dos bandos sobre el mantel. Descubrí entonces que aquél era el natural discurrir de las tres comidas de la pensión un día sí y otro también. Nunca, sin embargo, llegó la patrona a desprenderse de uno solo de aquellos hospedados a pesar de que todos ellos mantuvieron siempre alerta el nervio bélico y afiladas la lengua y la puntería para cargar sin piedad contra el flanco contrario. No estaban las cosas en la vida de la matutera en aquellos momentos de menguadas transacciones como para deshacerse voluntariamente de lo que cada uno de aquellos pobres diablos sin casa ni amarre pagaba por manutención, pernocta y derecho a baño semanal. Así que, a pesar de las amenazas, rara fue la jornada en la que de un lado al otro de la mesa no volaron oprobios, huesos de aceituna, proclamas políticas, pieles de plátano y, en los momentos más calientes, algún que otro salivazo y más de un tenedor. La vida misma a escala de batalla doméstica.
8
Y así fueron pasando mis primeros tiempos en la pensión de La Luneta, entre aquella gente de la que nunca supe mucho más que sus nombres de pila y —muy por encima— las razones por las que allí se alojaban. El maestro y el funcionario, solteros y añosos, eran residentes longevos; las hermanas viajaron desde Soria a mediados de julio para enterrar a un pariente y se vieron con el Estrecho cerrado al tráfico marítimo antes de poder regresar a su tierra; algo similar ocurrió al comercial de productos de peluquería, retenido involuntariamente en el Protectorado por el alzamiento. Más oscuras eran las razones de la madre y el hijo, aunque todos suponían que andaban a la búsqueda de un marido y padre un tanto huidizo que una buena mañana salió a comprar tabaco a la toledana plaza de Zocodover y decidió no volver más a su domicilio. Con conatos de bronca casi a diario, con la guerra real avanzando sin piedad a través del verano y aquel contubernio de seres descolocados, iracundos y asustados siguiendo al milímetro su desarrollo, así fui yo acomodándome a esa casa y su submundo, y así fue también estrechándose mi relación con la dueña de aquel negocio en el que, por la naturaleza de la clientela, poco rendimiento presuponía yo que alcanzaría ella a recoger.
Salí poco aquellos días: no tenía sitio alguno adonde ir ni nadie a quien ver. Solía quedarme sola, o con Jamila, o con Candelaria cuando por allí paraba, que no era mucho. A veces, cuando no andaba con sus prisas y tejemanejes, insistía en sacarme con ella para que buscáramos juntas alguna ocupación para mí, que se te va a quedar la cara de pergamino, muchacha, que no te da ni miajita la luz del sol, decía. A veces me sentía incapaz de aceptar la propuesta, aún me faltaban las fuerzas, pero en otras ocasiones accedía, y entonces me llevaba por aquí y por allá, recorriendo el laberinto endemoniado de callejas de la morería y las vías cuadriculadas y modernas del ensanche español con sus casas hermosas y su gente bien arreglada. En cada establecimiento a cuyo dueño conocía preguntaba ella si podían colocarme, si sabían de alguien que tuviera un empleo para esa chica tan aplicada y dispuesta a trabajar de día y de noche que se suponía que era yo. Pero corrían tiempos difíciles y aunque los tiros sonaban lejos, todo el mundo parecía consternado por el incierto transcurrir de la contienda, preocupados por los suyos en su tierra, por el paradero de unos y otros, los avances de las tropas en el frente, los vivos, los muertos y lo que quedaba por venir. En aquellas circunstancias apenas nadie tenía interés en expandir negocios ni contratar nuevo personal. Y a pesar de que solíamos culminar aquellas salidas con un vaso de té moruno y una bandeja de pinchitos en algún cafetín de la plaza de España, cada intentona frustrada suponía para mí otra paletada más de angustia sobre mi angustia y para Candelaria, aunque no lo dijera, un mordisco nuevo de preocupación.
Mi estado de salud mejoraba al mismo ritmo que el de mi ánimo, con paso de caracol. Seguía en los huesos y el tono mortecino de mi tez contrastaba con los rostros tostados por el sol del verano de mi alrededor. Mantenía agarrotados los sentidos y fatigada el alma; aún sentía casi como el primer día el desgarro causado por el abandono de Ramiro. Continuaba añorando al hijo de cuya existencia prenatal sólo tuve constancia durante unas horas y me recomía la preocupación por el devenir de mi madre en el Madrid sitiado. Seguía asustada por las denuncias que sobre mí existían y por las advertencias de don Claudio, atemorizada ante la idea de no poder hacer frente a la deuda pendiente y la posibilidad de acabar en la cárcel. Aún tenía el pánico por compañero y me seguían escociendo con rabia las heridas.
Uno de los efectos del enamoramiento loco y obcecado es que anula los sentidos para percibir lo que acontece a tu alrededor. Corta al ras la sensibilidad, la capacidad para la percepción. Te obliga a concentrar tanto la atención en un ser único que te aísla del resto del universo, te aprisiona dentro de una coraza y te mantiene al margen de otras realidades aunque éstas transcurran a dos palmos de tu cara. Cuando todo saltó por los aires, me di cuenta de que aquellos ocho meses que había pasado junto a Ramiro habían sido de tal intensidad que apenas había tenido contacto cercano con nadie más. Sólo entonces fui consciente de la magnitud de mi soledad. En Tánger no me molesté en establecer relaciones con nadie: no me interesaba ningún ser más allá de Ramiro y lo que con él tuviera que ver. En Tetuán, sin embargo, él ya no estaba, y consigo se habían marchado mi asidero y mis referencias; hube por ello de aprender a vivir sola, a pensar en mí y a pelear para que el peso de su ausencia fuera poco a poco haciéndose menos desolador. Como decía el folleto de las Academias Pitman, larga y escarpada es la senda de la vida.
Terminó agosto y llegó septiembre con sus tardes menos largas y las mañanas más frescas. Los días transcurrían lentos sobre el ajetreo de La Luneta. La gente entraba y salía de las tiendas, los cafés y los bazares, cruzaba la calle, se detenía en los escaparates y charlaba con conocidos en las esquinas. Mientras contemplaba desde mi atalaya el cambio de luz y aquel dinamismo imparable, era plenamente consciente de que yo también necesitaba cada vez con más urgencia ponerme en movimiento, iniciar una actividad productiva para dejar de vivir de la caridad de Candelaria y comenzar a juntar los duros destinados a solventar mi deuda. No daba, sin embargo, con la manera de hacerlo y, para compensar mi inactividad y mi nula contribución a la economía de la casa, me esforzaba al menos en colaborar en lo posible para aligerar las tareas domésticas y no ser sólo un bulto tan improductivo como un mueble arrumbado. Pelaba patatas, ponía la mesa y tendía la ropa en la azotea. Ayudaba a Jamila a pasar el polvo y a limpiar cristales, aprendía de ella algunas palabras en árabe y me dejaba obsequiar por sus eternas sonrisas. Regaba las macetas, sacudía las alfombras y anticipaba pequeñas necesidades de las que antes o después alguien tendría que encargarse. En sintonía con los cambios de temperatura, la pensión se fue también preparando para la llegada del otoño y yo cooperé en ello. Cambiamos las camas de todos los cuartos; mudamos sábanas, retiramos las colchas de verano y bajamos los cobertores de invierno de los altillos. Me di cuenta entonces de que gran parte de aquella lencería necesitaba un repaso urgente, así que dispuse un gran cesto de ropa blanca junto al balcón y me senté a enmendar desgarrones, reafirmar dobladillos y rematar flecos sueltos.
Y entonces sucedió lo inesperado. Nunca habría podido imaginar que la sensación de volver a tener una aguja entre los dedos llegara a resultar tan gratificante. Aquellas colchas ásperas y aquellas sábanas de basto lienzo nada tenían que ver con las sedas y muselinas del taller de doña Manuela, y los remiendos de sus desperfectos distaban un mundo de los pespuntes delicados que en otro tiempo me dediqué a hacer para componer las prendas de las grandes señoras de Madrid. Tampoco el humilde comedor de Candelaria se asemejaba al taller de doña Manuela, ni la presencia de la muchachita mora y el trasiego incesante del resto de los belicosos huéspedes se correspondían con las figuras de mis antiguas compañeras de faena y la exquisitez de nuestras clientas. Pero el movimiento de la muñeca era el mismo, y la aguja volvía a correr veloz ante los ojos, y mis dedos se afanaban por dar con la puntada certera igual que durante años lo había hecho, día a día, en otro sitio y con otros destinos. La satisfacción de coser de nuevo fue tan grata que durante un par de horas me devolvió a tiempos más felices y logró disolver temporalmente el peso de plomo de mis propias miserias. Era como estar de vuelta en casa.
La tarde caía y apenas quedaba luz cuando regresó Candelaria de una de sus constantes salidas. Me encontró rodeada de pilas de ropa recién remendada y con la penúltima toalla entre las manos.
—No me digas, niña, que sabes coser.
Mi réplica a tal saludo fue, por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa afirmativa, casi triunfal. Y entonces la patrona, aliviada por haber encontrado al fin alguna utilidad en aquel lastre en que mi presencia se estaba convirtiendo, me llevó hasta su dormitorio y se dispuso a volcar sobre la cama el contenido entero de su armario.
—A este vestido le bajas la bastilla, a este abrigo le vuelves el cuello. A esta blusa le arreglas las costuras y a esta falda le sacas un par de dedos de cadera, que últimamente me he echado unos kilillos encima y no hay manera de que me entre en el cuerpo.
Y así hasta un montón enorme de viejas prendas que apenas me cabían entre los brazos. Sólo me llevó una mañana resolver los desperfectos de su ajado vestuario. Satisfecha con mi eficacia y decidida a calibrar en pleno el potencial de mi productividad, Candelaria volvió aquella tarde con un corte de cheviot para un chaquetón.
—Lana inglesa, de la mejor. La traíamos de Gibraltar antes de que empezara el jaleo, ahora se está poniendo muy dificilísimo dar con ella. ¿Te atreves?
—Consígame un buen par de tijeras, dos metros de forro, media docena de botones de carey y un carrete de hilo marrón. Ahora mismo le tomo medidas y mañana por la mañana se lo tengo listo.
Con aquellos parcos medios y la mesa de comedor como base de operaciones, a la hora de la cena tenía el encargo preparado para prueba. Antes del desayuno estaba terminado. Apenas abrió el ojo, con las legañas aún pegadas y el pelo cogido bajo una redecilla, Candelaria se ajustó la prenda sobre el camisón y examinó con incredulidad su efecto ante el espejo. Las hombreras se asentaban impecables sobre su osamenta y las solapas se abrían a los lados en perfecta simetría, disimulando lo excesivo de su perímetro pectoral. El talle se marcaba grácil con un amplio cinturón, el corte acertado de la caída disimulaba la opulencia de sus caderas de yegua. Las vueltas anchas y elegantes de las mangas remataban mi obra y sus brazos. El resultado no podía ser más satisfactorio. Se contempló de frente y perfil, de espalda y medio lado. Una vez, otra; ahora abrochado, ahora abierto, el cuello subido, el cuello bajado. Con su locuacidad contenida, concentrada en valorar con precisión el producto. Otra vez de frente, otra vez de lado. Y, al final, el juicio.
—La madre que te parió. Pero ¿cómo no me has avisado antes de la mano que tienes, mi alma?
Dos nuevas faldas, tres blusas, un vestido camisero, un par de trajes de chaqueta, un abrigo y una bata de invierno fueron acomodándose en las perchas de su armario a medida que ella se las iba arreglando para traer de la calle nuevos trozos de tela invirtiendo en ellos lo mínimo posible.
—Seda china, toca, toca; dos mecheros americanos me ha sacado por ella el indio del bazar de abajo, me cago en sus muelas. Menos mal que me quedaban un par de ellos del año pasado, porque ya sólo quiere duros hassani el muy cabrón; andan diciendo que van a retirar el dinero de la República y a cambiarlo por billetes de los nacionales, qué locura, muchacha —me decía acalorada a la vez que abría un paquete y ponía ante mis ojos un par de metros de tejido color fuego.
Una nueva salida trajo consigo media pieza de gabardina —de la buena, chiquilla, de la buena—. Un retazo de raso nacarado llegó al día siguiente acompañado por el correspondiente relato de los avatares de su consecución y menciones poco honrosas a la madre del hebreo que se lo había proporcionado. Un retal de lanilla color caramelo, un corte de alpaca, siete cuartas de satén estampado y así, entre canjes y cambalaches, alcanzamos casi la docena de tejidos que yo corté y cosí y ella se probó y alabó. Hasta que sus ingenios para obtener género se agotaron, o hasta que pensó que su nuevo guardarropa estaba por fin bien surtido, o hasta que decidió que ya iba siendo hora de concentrar la atención en otros menesteres.
—Con todo lo que me has hecho está saldada tu deuda conmigo hasta el día de hoy —anunció. Y sin darme tiempo siquiera para paladear mi alivio, prosiguió—: Ahora vamos a hablar del futuro. Tú tienes mucho talento, niña, y eso no se puede desperdiciar y menos ahora con la faltita que te hacen a ti unas buenas perras para salir de los follones en los que andas metida. Ya has visto que lo de encontrar una colocación está muy complicadísimo, así que a mí me parece que lo mejor que puedes hacer es dedicarte a coser para la calle. Pero tal como están las cosas, me temo que te va a ser difícil que la gente te abra las puertas de sus casas de par en par. Tendrás que tener tu sitio, montar tu propio taller y, aun así, no te va a ser fácil encontrar clientela. Tenemos que pensarlo bien.
Candelaria la matutera conocía a todo bicho viviente en Tetuán, pero para cerciorarse del estado de la costura y enfocar el asunto en su justo sitio, hubo de hacer unas cuantas salidas, unos contactos por aquí y por allá, y un estudio sesudo de la situación a pie de obra. Un par de días después del nacimiento de la idea ya teníamos una estampa cien por cien fiable del panorama. Supe entonces que había dos o tres creadoras de solera y prestigio a las que solían frecuentar las esposas e hijas de los jefes militares, de algunos médicos reputados y de los empresarios con solvencia. Un escalón por debajo, se encontraban cuatro o cinco modistas decentes para los trajes de calle y los abrigos de los domingos de las madres de familia del personal mejor acomodado de la administración. Y había finalmente varios puñados de costureras de poco fuste que hacían rondas por las casas, lo mismo cortando batas de percal que reconvirtiendo vestidos heredados, cogiendo bajos o remendando los tomates de los calcetines. El paisaje no se presentaba óptimo: la competencia era considerable, pero de alguna manera tendría que ingeniármelas para conseguir un resquicio por el que colarme. Aunque, según mi patrona, ninguna de aquellas profesionales de la costura era del todo deslumbrante y la mayor parte componía un elenco de figuras domésticas y casi familiares, no por ello habían de ser desestimadas: cuando trabajan bien, las modistas son capaces de ganar lealtades hasta la muerte.
La idea de volver a estar activa me provocó sentimientos encontrados. Por un lado consiguió generar un pálpito de ilusión que hacía un tiempo eterno que no percibía. Poder ganar dinero para mantenerme y saldar mis deudas dedicándome a algo que me gustaba y para lo que sabía que era buena era lo mejor que en aquellos momentos podría pasarme. Por otro lado, sin embargo, al calibrar la cruz de la moneda, la inquietud y la incertidumbre se me extendían sobre el ánimo como una noche de lobos. Para abrir mi propio negocio por humilde y diminuto que fuera, necesitaba un capital inicial del que no disponía, unos contactos de los que carecía y mucha más suerte de la que en los últimos tiempos me andaba ofreciendo la vida. No iba a resultar fácil hacerme un hueco siendo una simple modista más: para arrebatar fidelidades y captar clientas tendría que buscar ingenio, salirme de lo normal, ser capaz de ofrecer algo diferente.
Mientras Candelaria y yo nos esforzábamos por dar con una vía por la que encauzarme, varias amigas y conocidas suyas comenzaron a subir a la pensión para hacerme algunos encargos: que si una blusita, niña, hazme el favor; que si unos abrigos para los chiquillos antes de que se nos meta el frío. Eran por lo general mujeres modestas y su poderío económico andaba en consonancia. Llegaban acarreando muchos hijos y escasos retales, y se sentaban a hablar con Candelaria mientras yo cosía. Suspiraban por la guerra, lloraban por la suerte de los suyos en España secándose las lágrimas con una punta del pañuelo que guardaban arrebujado en la manga. Se quejaban de la carestía de los tiempos y se preguntaban con angustia qué iban a hacer para sacar adelante a sus proles si el conflicto seguía avanzando o un tiro enemigo les mataba al marido. Pagaban poco y tarde, a veces nunca, como buenamente podían. Con todo, a pesar de las estrecheces de la clientela y la humildad de sus encargos, el mero hecho de haber vuelto a la costura había conseguido mitigar la aspereza de mi desolación y abrir un resquicio por el que ya se filtraba un tenue rayo de luz.
9
A finales de mes empezó a llover, una tarde, otra, otra. El sol apenas salió en tres días; hubo truenos, relámpagos, viento de locos y hojas de árboles sobre el suelo mojado. Seguía trabajando en las prendas que las mujeres cercanas me iban encargando; ropa sin gracia y sin clase, confecciones en telas burdas destinadas a proteger los cuerpos de las inclemencias de la intemperie con poca atención a la estética. Hasta que, entre una chaqueta para el nieto de una vecina y una falda tableada encargada por la hija de la portera, llegó Candelaria envuelta en uno de sus arrebatos.
—¡Ya lo tengo, niña, ya está, ya está todo arreglado!
Volvía de la calle con su chaquetón nuevo de cheviot amarrado con fuerza a la cintura, un pañuelo a la cabeza y sus viejos zapatos con los tacones torcidos llenos de barro. Sin dejar de hablar de forma atropellada se dispuso a quitarse prendas de encima a la vez que iba narrando los pormenores del gran descubrimiento. Su potente busto subía y bajaba acompasadamente mientras, con la respiración entrecortada, desgranaba sus noticias y se despojaba de capas como una cebolla.
—Vengo de la peluquería donde trabaja mi comadre la Remedios, que tenía unos asuntillos que arreglar yo con ella, y en esto que está la Reme haciéndole la ondulación permanente a una gabacha...
—¿Una qué? —interrumpí.
—Una gabacha: una franchute, una melindres —aclaró acelerada antes de proseguir—. En realidad eso es lo que me pareció a mí, que era una gabacha, porque luego descubrí que no era una francesa, sino una alemana a la que yo no conocía, porque a las demás, a la mujer del cónsul, y a las de Gumpert y Bernhardt, y a la de Langenheim, que no es germana, sino italiana, a ésas sí que las conozco yo más que de sobra, que algunas cosillas hemos tenido. Bueno, a lo que iba, que mientras le andaba dando al peine, la Reme me ha preguntado que dónde me he mercado yo este chaquetón tan estupendísimo que llevo puesto. Y yo, claro está, le he dicho que me lo ha hecho una amiga, y entonces la gabacha que luego, como te digo, ha resultado que no era gabacha sino alemana, me ha mirado y me ha remirado y se ha metido en la conversación, y con ese acento suyo que en vez de contarte algo parece que te va a meter un bocado en el pescuezo, pues me ha dicho la paya que ella necesita a alguien que le cosa, pero que le cosa bien, que a ver si sabe de alguna casa de modas de calidad, pero de calidad de la requetebuena, que llevaba poco tiempo en Tetuán y que se iba a quedar aquí una temporada, y que en fin, que necesitaba a alguien. Y yo le he dicho...
—Que venga aquí para que le cosa yo —adelanté.
—¡Pero qué dices, muchacha, tú estás majareta! Aquí no puedo yo meter a una gachí así, que esas señoronas se juntan con las generalas y las coronelas, y están acostumbradas a otras cosas y otros sitios, no sabes qué estilo se gastaba la alemana y el parné que debe de tener.
—¿Entonces?
—Pues entonces, no sé qué pájara me ha dado, que de pronto le he dicho que me he enterado de que van a abrir una casa de alta costura.
Tragué saliva con fuerza.
—¿Y se supone que de eso me voy a encargar yo?
—Pues claro, mi alma, ¿quién si no?
Volví a intentar tragar, pero esta vez no lo conseguí del todo. La garganta se me había quedado de pronto seca como el asperón.
—Y ¿cómo voy yo a montar una casa de alta costura, Candelaria? —pregunté acobardada.
La primera respuesta fue una carcajada. La segunda, tres palabras pronunciadas con tal desparpajo que no dejó lugar a la más diminuta de las dudas.
—Conmigo, chiquilla, conmigo.
Aguanté la cena con una tropa de nervios bailándome entre los intestinos. Antes de ésta, la patrona no pudo aclararme nada más porque, apenas formuló su anuncio, llegaron al comedor las hermanas comentando exultantes la liberación del Alcázar de Toledo. Al poco se sumaron el resto de los huéspedes, rebosando satisfacción un bando y rumiando su disgusto el otro. Jamila empezó entonces a poner la mesa y Candelaria no tuvo más remedio que dirigirse a la cocina para ir organizando la cena: coliflor rehogada y tortillas de un huevo; todo económico, todo blandito no fuera a darles a los hospedados por reduplicar la gesta del día en el frente lanzándose con furia a la cabeza los huesos de las chuletas.
Acabó la cena bien salpimentada con sus correspondientes tiranteces, y unos y otros se retiraron del comedor con prisa. Las mujeres y el cachalote de Paquito se dirigieron al cuarto de las hermanas para escuchar la arenga nocturna de Queipo de Llano desde Radio Sevilla. Los hombres marcharon a la Unión Mercantil para tomar el último café del día y charlar con unos y otros sobre el avance de la guerra. Jamila recogía la mesa y yo me disponía a ayudarla a fregar los platos en la pila cuando Candelaria, con un gesto imperioso de su cara morena, me indicó el pasillo.
—Vete para tu cuarto y espérame, que ahora mismo voy yo para allá.
No necesitó más de un par de minutos para reunirse conmigo; los que tardó en ponerse presurosa el camisón y la bata, comprobar desde el balcón que los tres hombres andaban ya alejados a la altura del callejón de Intendencia y asegurarse de que las mujeres estaban convenientemente abducidas por la alocada verborrea radiofónica del general sublevado —¡Buenas noches, señores! ¡Arriba los corazones!—. Yo la esperaba apenas instalada en el filo de la cama, con la luz apagada, inquieta, nerviosa. Oírla llegar fue un alivio.
—Tenemos que hablar, niña. Tú y yo tenemos que hablar muy en serio —dijo en voz baja sentándose a mi lado—. Vamos a ver: ¿tú estás dispuesta a montar un taller? ¿Tú estás dispuesta a ser la mejor modista de Tetuán, a coser la ropa que aquí nunca nadie ha cosido?
—Dispuesta claro que estoy, Candelaria, pero...
—No hay peros que valgan. Ahora escúchame bien y no me interrumpas. Verás tú: después del encuentro con la alemana en la peluquería de mi comadre, me he estado informando por ahí y resulta que en los últimos tiempos contamos en Tetuán con gente que antes no vivía aquí. Igual que te ha pasado a ti, o a las raspas de las hermanas, a Paquito y la gorda de su madre, y a Matías el de los crecepelos: que con lo del alzamiento os habéis quedado todos aquí, atrapados como ratas, sin poder cruzar el Estrecho para volver a vuestras casas. Bien, pues hay otras personas a las que les ha pasado más o menos lo mismo, pero en vez de ser un hatajo de muertos de hambre como los que a mí me habéis caído en suerte, resulta que son gentes de posibles que antes no estaban y ahora sí están, ¿entiendes lo que te digo, niña? Hay una actriz muy famosa que vino con su compañía y se tuvo que quedar. Hay un buen puñado de extranjeras, sobre todo alemanas de las que, según dicen por ahí, algo han tenido que ver con sus maridos en ayudar al ejército a sacar las tropas de Franco para la Península. Y así, unas cuantas: no muchas, la verdad, pero sí las suficientes como para poderte dar trabajo una buena temporada si las consigues como clientas, porque ten en cuenta que ellas no le guardan fidelidad a ninguna modista porque no son de aquí. Y, además, y esto es lo más importante, tienen buenos duros y, al ser extranjeras, esta guerra les trae al pairo, o sea, que tienen cuerpo de jarana y no van a pasarse lo que dure el follón vistiendo de trapillo y atormentándose por quién gana cada batalla, ¿me sigues, mi alma?
—La sigo, Candelaria, claro que la sigo, pero...
—¡Sssssssshhhh! ¡Que he dicho que no quiero peros hasta que yo termine de hablar! Vamos a ver: lo que tú ahora necesitas, ahora mismito, ya, de hoy a mañana, es un local de campanillas donde ofrecer a la clientela lo mejor de lo mejor. Por mis muertos te juro que no he visto a nadie coser como tú en toda mi vida, así que hay que ponerse manos a la obra inmediatamente. Y sí, ya sé que no tienes ni un real, pero para eso está la Candelaria.
—Pero si usted no tiene una perra tampoco; si está todo el día quejándose de que no le llega ni para darnos de comer.
—Ando canina, talmente: las cosas han estado muy dificilísimas en los últimos tiempos para conseguir mercancía. En los puestos fronterizos han colocado destacamentos con soldados armados hasta las cejas, y no hay manera humana de traspasarlos para llegar a Tánger en busca de género si no es con cincuenta mil salvoconductos que a mi menda nadie le va a dar. Y alcanzar Gibraltar está aún más complicado, con el tráfico del Estrecho cerrado y los aviones de guerra en vuelo raso dispuestos a bombardear todo lo que por allí se mueva. Pero tengo algo con lo que podemos conseguir los cuartos que necesitamos para montar el negocio; algo que, por primera vez en toda mi puñetera vida, ha venido a mí sin que yo lo buscara y para lo que no he necesitado salir de mi casa siquiera. Ven para acá que te lo enseñe.
Se dirigió entonces a la esquina de la habitación donde se acumulaba el montón de trastos inútiles.
—Date antes un garbeo por el pasillo y comprueba que las hermanas siguen con la radio puesta —ordenó en un susurro.
Cuando volví con la confirmación de que así era, ya había retirado de su sitio las jaulas, el canasto, los orinales y las palanganas. Delante de ella sólo quedaba el baúl.
—Cierra bien la puerta, echa el pestillo, enciende la luz y acércate —requirió imperiosa sin levantar la voz más de lo justo.
La bombilla pelada del techo llenó de pronto la estancia de luminosidad mortecina. Llegué a su lado cuando acababa de levantar la tapa. En el fondo del baúl sólo había un trozo de manta arrugado y mugriento. Lo alzó con cuidado, casi con esmero.
—Asómate bien.
Lo que vi me dejó sin habla; casi sin pulso, casi sin vida. Un montón de pistolas oscuras, diez, doce, tal vez quince, quizá veinte, ocupaban la base de madera en desorden, cada cañón apuntando a un lado, como un pelotón dormido de asesinos.
—¿Las has visto? —bisbisó—. Pues cierro. Dame los trastos, que los ponga encima, y vuelve a apagar la luz.
La voz de Candelaria, aun queda, era la de siempre; la mía nunca lo supe porque el impacto de lo que acababa de contemplar me impidió formular palabra alguna en un buen rato. Volvimos a la cama y ella al cuchicheo.
—Habrá quien aún piense que lo del alzamiento se hizo por sorpresa, pero eso es mentira cochina. Quien más y quien menos sabía que algo fuerte se estaba cociendo. La cosa llevaba ya un tiempo preparándose, y no sólo en los cuarteles y en el Llano Amarillo. Cuentan que hasta en el Casino Español había un arsenal entero escondido detrás de la barra, vete tú a saber si es verdad o no. En las primeras semanas de julio tuve alojado en este cuarto a un agente de aduanas pendiente de destino, o eso al menos decía él. La cosa me olía rara, para qué te voy a engañar, porque para mí que aquel hombre ni era agente de aduanas ni nada que se le parezca pero, en fin, como yo nunca pregunto porque a mí tampoco me gusta que nadie se meta en mis chalaneos, le arreglé su cuarto, le puse un plato caliente en la mesa y santas pascuas. A partir del 18 de julio no le volví a ver más. Igual se unió al alzamiento, que salió por piernas por las cabilas hacia la zona francesa, que se lo llevaron para el Monte Hacho y lo fusilaron al amanecer: ni tengo la menor idea de lo que fue de él, ni he querido hacer averiguaciones. El caso es que, a los cuatro o cinco días, me mandaron a un tenientillo a por sus pertenencias. Yo le entregué sin preguntar lo poco que había en su armario, le dije vaya usted con Dios y di el asunto del agente por terminado. Pero al limpiar la Jamila el cuarto para el siguiente huésped y ponerse a barrer debajo de la cama, la oí de pronto pegar un grito como si hubiera visto al mismísimo demonio con el pincho en la mano o lo que lleve el demonio de los musulmanes, que a saber qué será. El caso es que ahí, en la esquina, al fondo, le había arreado un escobazo al montón de pistolas.
—¿Y usted entonces las descubrió y se las quedó? —pregunté con un hilo de voz.
—¿Y qué iba a hacer si no? ¿Me iba a ir en busca del teniente a su tabor, con la que está cayendo?
—Se las podía haber entregado al comisario.
—¿A don Claudio? ¡Tú estás trastornada, muchacha!
Esta vez fui yo quien con un sonoro «sssssssshhhhhh» requerí silencio y discreción.
—¿Cómo le voy a dar yo a don Claudio las pistolas? ¿Qué quieres, que me encierre de por vida, con lo enfilada que me tiene? Me las quedé porque en mi casa estaban y, además, el agente de aduanas se quitó de en medio dejándome a deber quince días, de manera que las armas eran más o menos su pago en especias. Esto vale un dineral, niña, y más ahora, con los tiempos que corren, así que las pistolas son mías y con ellas puedo hacer lo que se me antoje.
—¿Y piensa venderlas? Puede ser muy peligroso.
—Nos ha jodido, claro que es peligroso, pero necesitamos el parné para montar tu negocio.
—No me diga, Candelaria, que se va a meter en ese lío sólo por mí...
—No, hija, no —interrumpió—. Vamos a ver si me explico. En el lío no me voy a meter yo sola: nos vamos a meter las dos. Yo me ocupo de buscar quien compre la mercancía y con lo que saque por ella, montamos tu taller y vamos a medias.
—¿Y por qué no las vende para usted misma y va tirando con lo que consiga sin abrirme a mí un negocio?
—Porque eso es pan para hoy y hambre para mañana, y a mí me interesa más algo que me dé un rendimiento a largo plazo. Si vendo el género y en dos o tres meses voy echando al puchero lo que por él consiga, ¿de qué voy a vivir luego si la guerra se alarga?
—¿Y si la pillan intentando comerciar con las pistolas?
—Pues le digo a don Claudio que es cosa de las dos y nos vamos juntitas a donde nos mande.
—¿A la cárcel?
—O al cementerio civil, a ver por dónde nos sale el payo.
A pesar de que había anunciado esta última funesta premonición con un guiño lleno de burla, la sensación de pánico me aumentaba por segundos. La mirada de acero del comisario Vázquez y sus serias advertencias aún permanecían frescas en mi memoria. Manténgase al margen de cualquier asunto feo, no me haga ninguna jugada, compórtese decentemente. Las palabras que de su boca habían salido componían todo un catálogo de cosas indeseables. Comisaría, cárcel de mujeres. Robo, estafa, deuda, denuncia, tribunal. Y ahora, por si faltaba algo, venta de armas.
—No se meta en ese lío, Candelaria, que es muy peligroso —rogué muerta de miedo.
—¿Y qué hacemos entonces? —inquirió en un susurro atropellado—. ¿Vivimos del aire? ¿Nos comemos los mocos? Tú has llegado sin un céntimo y a mí ya no me queda de dónde sacar. Del resto de los huéspedes sólo me pagan la madre, el maestro y el telegrafista, y ya veremos hasta cuándo son capaces de estirar lo poco que tienen. Los otros tres desgraciados y tú os habéis quedado con lo puesto, pero no puedo largaros a la calle, a ellos por caridad y a ti porque lo único que me faltaba ya es tener detrás de mí a don Claudio pidiendo explicaciones. Así que tú me dirás cómo me las ingenio.
—Yo puedo seguir cosiendo para las mismas mujeres; trabajaré más, me quedaré despierta la noche entera si hace falta. Repartiremos entre las dos todo lo que gane...
—¿Cuánto es eso? ¿Cuánto te crees que puedes conseguir haciendo pingos para las vecinas? ¿Cuatro perras mal contadas? ¿Se te ha olvidado ya lo que debes en Tánger? ¿Piensas quedarte a vivir en este cuartucho para los restos? —Las palabras le salían a borbotones de la boca en una catarata de siseos aturullados—. Mira, chiquilla, tú con tus manos tienes un tesoro que no se lo salta un gitano, y pecado mortal es que no lo aproveches como Dios manda. Ya sé que la vida te ha dado palos fuertes, que tu novio se portó contigo muy malamente, que estás en una ciudad en la que no quieres estar, lejos de tu tierra y de tu familia, pero esto es lo que hay, que lo pasado pasado está, y el tiempo jamás recula. Tienes que tirar para adelante, Sira. Tienes que ser valiente, arriesgarte y pelear por ti. Con la malaventura que llevas a rastras ningún señorito va a venir a tocarte a la puerta para ponerte un piso y, además, después de tu experiencia, tampoco creo que tengas interés en volver a depender de un hombre en una buena temporada. Eres muy joven y a tu edad aún puedes aspirar a rehacer la vida por ti misma; a algo más que marchitar tus mejores años haciendo dobladillos y suspirando por lo que has perdido.
—Pero lo de las pistolas, Candelaria, lo de vender las pistolas... —musité acobardada.
—Eso es lo que hay, criatura; eso es lo que tenemos y por mis muertos te juro que voy a arrancarle todo el beneficio que pueda. ¿Qué te crees tú, que a mí no me gustaría que fuera algo más curiosito, que en vez de pistolas me hubieran dejado un cargamento de relojes suizos o de medias de cristal? Pues claro que sí. Pero resulta que lo único que tenemos son armas, y resulta que estamos en guerra, y resulta que hay gente que puede estar interesada en comprarlas.
—Pero ¿y si la pillan? —volví a preguntar con incertidumbre.
—¡Y vuelta la burra al trigo! Pues si me trincan, rezamos al Cristo de Medinaceli para que don Claudio tenga un poco de misericordia, nos comemos una temporadita en la trena, y aquí paz y después gloria. Además, te recuerdo que ya sólo te quedan menos de diez meses para pagar tu deuda y, al paso que llevas, no vas a poderte hacer cargo de ella ni en veinte años cosiendo para las mujeres de la calle. Así que, por muy honrada que quieras ser, como sigas en tus trece de la cárcel al final no te va a salvar ni el Santo Custodio. De la cárcel o de acabar abriéndote de piernas en cualquier burdel de medio pelo para que se desahoguen contigo los soldados que vuelvan machacados del frente, que también es una salida a considerar en tus circunstancias.
—No sé, Candelaria, no sé. Me da mucho miedo...
—A mí también me entran las cagaleras de la muerte, a ver si te crees tú que yo soy de yeso. No es lo mismo trapichear con mis apaños que intentar colocar docena y media de revólveres en tiempos de contienda. Pero no tenemos otra salida, criatura.
—¿Y cómo lo haría?
—Tú de eso no te preocupes, que ya me buscaré yo mis contactos. No creo que tarde más de unos cuantos días en traspasar la mercancía. Y entonces buscamos un local en el mejor sitio de Tetuán, lo montamos todo y empiezas.
—¿Cómo que empiezas? ¿Y usted? ¿Usted no va a estar conmigo en el taller?
Rió calladamente y movió la cabeza con gesto negativo.
—No, hija, no. Yo me voy a encargar de conseguirte el dinero para pagar los primeros meses de un buen alquiler y comprar lo que necesites. Y después, cuando todo esté listo, tú te vas a poner a trabajar y yo me voy a quedar aquí, en mi casa, esperando el fin de mes para que compartamos los beneficios. Además, no es bueno que te asocien conmigo: yo tengo una fama nada más que regular y no pertenezco a la clase de las señoras que necesitamos como clientas. Así que yo me encargo de poner los dineros iniciales y tú las manos. Y después repartimos. Eso se llama invertir.
Un ligero aroma a Academias Pitman y a los planes de Ramiro invadió de pronto la oscuridad de la habitación y a punto estuvo de trasladarme a una antigua etapa que no tenía el menor interés en revivir. Espanté la sensación con manotazos invisibles y retorné a la realidad en busca de más aclaraciones.
—¿Y si no gano nada? ¿Y si no consigo clientela?
—Pues la hemos jiñado. Pero no me seas ceniza antes de tiempo, alma de cántaro. No hay que ponerse en lo peor: tenemos que ser positivas y echarle un par de narices al asunto. Nadie va a venir a solucionarnos a ti y a mí la vida con todas las miserias que llevamos a rastras, así que, o luchamos por nosotras, o no nos va a quedar más salida que quitarnos el hambre a guantazos.
—Pero yo le di mi palabra al comisario de que no iba a meterme en ningún problema.
Candelaria hubo de hacer un esfuerzo para no carcajearse.
—También me prometió a mí mi Francisco delante del cura de mi pueblo que me iba a respetar hasta el fin de los días, y el hijo de mala madre me daba más palos que a una estera, maldita sea su estampa. Parece mentira, muchacha, lo inocente que sigues siendo con la de mandobles que te ha propinado la suerte últimamente. Piensa en ti, Sira, piensa en ti y olvídate del resto, que en estos malos tiempos que nos ha tocado vivir, aquel que no come se deja comer. Además, la cosa tampoco es tan grave: nosotras no vamos a liarnos a pegar tiros contra nadie, simplemente vamos a poner en movimiento una mercancía que nos sobra, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Si todo resulta bien, don Claudio va a encontrarse con tu negocio montado, limpito y reluciente, y si te pregunta algún día de dónde has sacado los cuartos, le dices que te los he prestado yo de mis ahorros, y si no se lo cree o no le gusta la idea, que te hubiera dejado en el hospital a cargo de las hermanas de la Caridad en vez de traerte a mi casa y ponerte a mi recaudo. Él anda siempre liado con un montón de follones y no quiere problemas, así que, si se lo damos todo hecho sin hacer ruido, no va a molestarse en andar con investigaciones; te lo digo yo, que lo conozco bien, que son ya muchos años los que llevamos midiéndonos las fuerzas, tú por eso quédate tranquila.
Con su desparpajo y su particular filosofía vital, sabía que Candelaria llevaba razón. Por más vueltas que diéramos a aquel asunto, por mucho que lo pusiéramos boca arriba, boca abajo, del derecho y del revés, en resumidas cuentas aquel triste plan no era más que una solución sensata para remediar las miserias de dos mujeres pobres, solas y desarraigadas que arrastraban en tiempos turbulentos un pasado tan negro como el betún. La rectitud y la honradez eran conceptos hermosos, pero no daban de comer, ni pagaban las deudas, ni quitaban el frío en las noches de invierno. Los principios morales y la intachabilidad de la conducta habían quedado para otro tipo de seres, no para un par de infelices con el alma desportillada como éramos nosotras por aquellos días. Mi falta de palabras fue interpretada por Candelaria como prueba de asentimiento.
—Entonces, ¿qué? ¿Empiezo mañana a mover el género?
Me sentí bailando a ciegas en el filo de un precipicio. En la distancia, las ondas radiofónicas seguían transmitiendo entre interferencias la charla bronca de Queipo desde Sevilla. Suspiré con fuerza. Mi voz sonó por fin, baja y segura. O casi.
—Vamos a ello.
Satisfecha mi futura socia, me dio un pellizco cariñoso en la mejilla, sonrió y se dispuso a marcharse. Se recompuso la bata e irguió su corpulencia sobre las desvencijadas zapatillas de paño que probablemente llevaban acompañándola la mitad de su existencia de malabarista del sobrevivir. Candelaria la matutera, oportunista, peleona, desvergonzada y entrañable, ya estaba en la puerta rumbo al pasillo cuando, aún a media voz, lancé mi última pregunta. En realidad, apenas tenía que ver con todo lo que habíamos hablado aquella noche, pero sentía una cierta curiosidad por conocer su respuesta.
—Candelaria, ¿usted con quién está en esta guerra?
Se volvió sorprendida, pero no dudó un segundo en responder con un potente susurro.
—¿Yo? A muerte con quien la gane, mi alma.
10
Los días que siguieron a la noche en que me mostró las pistolas fueron terribles. Candelaria entraba, salía y se movía incesante como una culebra ruidosa y corpulenta. Iba sin mediar palabra de su cuarto al mío, del comedor a la calle, de la calle a la cocina, siempre con prisa, concentrada, murmurando una confusa letanía de gruñidos y ronroneos cuyo sentido nadie era capaz de descifrar. No interferí en sus vaivenes ni le consulté sobre la marcha de las negociaciones: sabía que cuando todo estuviera listo, ella misma se encargaría de ponerme al corriente.
Pasó casi una semana hasta que, por fin, tuvo algo que anunciar. Regresó aquel día a casa pasadas las nueve de la noche, cuando ya estábamos todos sentados frente a los platos vacíos esperando su llegada. La cena transcurrió como siempre, agitada y combativa. A su término, mientras los huéspedes se esparcían por la pensión con rumbo a sus últimos quehaceres, nosotras comenzamos a recoger juntas la mesa. Y en el camino, entre el traslado de cubiertos, loza sucia y servilletas, ella, como con cuentagotas, me fue desgranando entre susurros el remate de sus planes: esta noche se resuelve por fin el asuntillo, chiquilla; ya está todo el pescado vendido; mañana por la mañana comenzamos a mover lo tuyo; qué ganitas que tengo, alma mía, de acabar con este jaleo de una maldita vez.
Apenas cumplimos con la faena, cada una se encerró en su cuarto sin cruzar una palabra más entre nosotras. El resto de la tropa, entretanto, liquidaba la jornada con sus rutinas nocturnas: las gárgaras de eucalipto y la radio, los bigudíes frente al espejo o el tránsito hacia el café. Intentando simular normalidad, lancé al aire las buenas noches y me acosté. Permanecí despierta un rato, hasta que los trajines se fueron poco a poco acallando. Lo último que oí fue a Candelaria salir de su cuarto y cerrar después, sin apenas ruido, la puerta de la calle.
Caí dormida a los pocos minutos de su marcha. Por primera vez en varios días, no di vueltas infinitas en la cama ni se metieron conmigo bajo la manta los oscuros presagios de las noches anteriores: cárcel, comisario, arrestos, muertos. Parecía como si el nerviosismo hubiera decidido por fin darme una tregua al saber que aquel siniestro negocio estaba a punto de terminar. Me sumergí en el sueño acurrucada junto al dulce presentimiento de que, a la mañana siguiente, empezaríamos a planificar el futuro sin la sombra negra de las pistolas sobrevolando nuestras cabezas.
Pero duró poco el descanso. No supe qué hora era, las dos, las tres quizá, cuando una mano me agarró el hombro y me sacudió enérgica.
—Despierta, niña, despierta.
Me incorporé a medias, desorientada, adormecida aún.
—¿Qué pasa, Candelaria? ¿Qué hace aquí? ¿Ya está de vuelta? —logré decir a trompicones.
—Un desastre, criatura, un desastre como la copa de un pino —respondió la matutera entre susurros.
Estaba de pie junto a mi cama y, entre las brumas de mi somnolencia, su figura voluminosa se me antojó más rotunda que nunca. Llevaba puesto un gabán que no le conocía, ancho y largo, cerrado hasta el cuello. Comenzó a desabotonarlo con prisa mientras lanzaba explicaciones aturulladas.
—El ejército tiene vigilados todos los accesos a Tetuán por carretera y los hombres que venían desde Larache a recoger la mercancía no se han atrevido a llegar hasta aquí. He estado esperando casi hasta las tres de la mañana sin que nadie apareciera y, al final, me han mandado a un morito de las cabilas para decirme que los accesos están mucho más controlados de lo que creían, que temen no poder salir vivos si se deciden a entrar.
—¿Dónde tenía que verles? —pregunté esforzándome por emplazar en su sitio todo lo que ella iba contando.
—En la Suica baja, en las traseras de una carbonería.
Desconocía a qué sitio se estaba refiriendo, pero no intenté averiguarlo. En mi cabeza aún adormecida se perfiló con trazos gruesos el alcance de nuestro fracaso: adiós al negocio, adiós al taller de costura. Bienvenido otra vez el desasosiego de no saber qué iba a ser de mí en los tiempos venideros.
—Todo ha terminado entonces —dije mientras me frotaba los ojos para intentar arrancarles los últimos restos del sueño.
—De eso nada, chiquilla —atajó la patrona terminando de despojarse del gabán—. Los planes se han torcido, pero por la gloria de mi madre yo te juro que esta noche salen zumbando de mi casa las pistolas. Así que arreando, morena: levántate de la cama, que no hay tiempo que perder.
Tardé en entender lo que me decía; tenía la atención fija en otro asunto: en la imagen de Candelaria desabrochándose el sayón informe que la cubría bajo el gabán, una especie de bata suelta de basta lana que apenas dejaba intuir las formas generosas de su cuerpo. Contemplé atónita cómo se desvestía, sin comprender el sentido de tal acto e incapaz de averiguar a qué se debía aquel desnudo precipitado a los pies de mi cama. Hasta que, desprovista de la saya, empezó a sacar objetos de entre sus carnes densas como la manteca. Y entonces lo entendí. Cuatro pistolas llevaba sujetas en las ligas, seis en la faja, dos en los tirantes del sostén y otro par de ellas debajo de las axilas. Las cinco restantes iban en el bolso, liadas en un trozo de paño. Diecinueve en total. Diecinueve culatas con sus diecinueve cañones a punto de abandonar el calor de aquel cuerpo robusto para trasladarse a un destino que en ese mismo momento comencé a sospechar.
—Y ¿qué es lo que quiere que haga? —pregunté atemorizada.
—Llevar las armas a la estación del tren, entregarlas antes de las seis de la mañana y traerte de vuelta para acá los mil novecientos duros en los que tenía apalabrada la mercancía. Sabes dónde está la estación, ¿no? Cruzando la carretera de Ceuta, a los pies del Gorgues. Allí podrán recogerla los hombres sin tener que entrar en Tetuán. Bajarán desde el monte e irán a por ella directamente antes de que amanezca, sin necesidad de pisar la ciudad.
—Pero ¿por qué tengo que llevarla yo? —Me notaba de pronto despierta como un búho, el susto había conseguido cortar la somnolencia de raíz.
—Porque al volver de la Suica dando un rodeo y pergeñando la manera de arreglar lo de la estación, el hijo de puta del Palomares, que salía del bar El Andaluz cuando ya estaban cerrando, me ha echado el alto junto al portón de Intendencia y me ha dicho que igual le cuadra esta noche pasarse por la pensión a hacerme un registro.
—¿Quién es Palomares?
—El policía con más mala sangre de todo el Marruecos español.
—¿De los de don Claudio?
—Trabaja a sus órdenes, sí. Cuando lo tiene delante, le hace la rosca al jefe pero, en cuanto campa a sus anchas, saca el cabrón una chulería y una mala baba que tiene acobardado con echarle la perpetua a medio Tetuán.
—Y ¿por qué la ha parado a usted esta noche?
—Porque le ha dado la gana, porque es así de desgraciado y le gusta repartir estopa y asustar a la gente, sobre todo a las mujeres; lleva años haciéndolo y en estos tiempos, más todavía.
—Pero ¿ha sospechado algo de las pistolas?
—No, hija, no; por suerte no me ha pedido que le abra el bolso ni se ha atrevido a tocarme. Tan sólo me ha dicho con su voz asquerosa, dónde vas tan de noche, matutera, no estarás metida en alguno de tus chalaneos, cacho perra, y yo le he contestado, vengo de hacerle una visita a una comadre, don Alfredo, que anda mala de unas piedras en el riñón. No me fío de ti, matutera, que eres muy guarra y muy fullera, me ha dicho luego el berraco, y yo me he mordido la lengua para no contestarle, aunque a punto he estado de cagarme en todos sus muertos, así que, con el bolso bien firme debajo del sobaco, he apretado el paso encomendándome a María Santísima para que no se me movieran las pistolas del cuerpo, y cuando ya lo había dejado atrás, oigo otra vez su voz cochina a mi espalda, lo mismo me paso luego por la pensión y te hago un registro, zorra, a ver qué encuentro.
—¿Y usted cree que de verdad va a venir?
—Lo mismo sí y lo mismo no —respondió encogiéndose de hombros—. Si consigue por ahí a alguna pobre golfa que le haga un apaño y lo deje bien aliviado, igual se olvida de mí. Pero, como no se le enderece la noche, no me extrañaría que tocara a la puerta dentro de un rato, sacara a los huéspedes a la escalera y me pusiera la casa patas arriba sin miramientos. No sería la primera vez.
—Entonces, usted ya no puede moverse de la pensión en toda la madrugada, por si acaso —susurré con lentitud.
—Talmente, mi alma —corroboró.
—Y las pistolas tienen que desaparecer inmediatamente para que no las encuentre aquí Palomares —añadí.
—Ahí estamos, sí, señor.
—Y la entrega tiene que hacerse hoy a la fuerza porque los compradores están esperando las armas y se juegan la vida si tienen que entrar a por ellas a Tetuán.
—Más clarito no lo has podido decir, reina mía.
Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos, tensas y patéticas. Ella de pie medio desnuda, con las lorzas de carne saliéndole a borbotones por los confines de la faja y el sostén; yo sentada con las piernas dobladas, aún entre las sábanas, en camisón, con el pelo revuelto y el corazón en un puño. Y acompañándonos, las negras pistolas desparramadas.
Habló la patrona finalmente, poniendo palabras firmes a la certeza.
—Tienes que encargarte tú, Sira. No nos queda otra salida.
—Yo no puedo, yo no, yo no... —tartamudeé.
—Tienes que hacerlo, chiquilla —repitió con voz oscura—. Si no, lo perdemos todo.
—Pero acuérdese de lo que yo ya tengo encima, Candelaria: la deuda del hotel, las denuncias de la empresa y de mi medio hermano. Como me pillen en ésta, para mí va a ser el fin.
—El fin bueno lo vamos a tener si llega esta noche el Palomares y nos agarra con todo esto en casa —replicó volviendo la mirada hacia las armas.
—Pero Candelaria, escúcheme... —insistí.
—No, escúchame tú a mí, muchacha, escúchame bien tú a mí ahora —dijo imperiosa. Hablaba con un siseo potente y los ojos abiertos como platos. Se agachó hasta ponerse a mi altura, aún estaba yo en la cama. Me agarró los brazos con fuerza y me obligó a mirarla de frente—. Yo lo he intentado todo, me he dejado el pellejo en esto y la cosa no ha salido —dijo entonces—. Así de perra es la suerte: a veces te deja que ganes y otras veces te escupe en la cara y te obliga a perder. Y esta noche a mí me ha dicho ahí te pudras, matutera. Ya no me queda ningún cartucho, Sira, yo ya estoy quemada en esta historia. Pero tú no. Tú eres ahora la única que aún puede lograr que no nos hundamos, la única que puede sacar la mercancía y recoger el dinero. Si no fuera necesario, no te lo estaría pidiendo, bien lo sabe Dios. Pero no nos queda otra, criatura: tienes que empezar a moverte. Tú estás metida en esto igual que yo; es asunto de las dos y en ello nos va mucho. Nos va el futuro, niña, el futuro entero. Como no consigamos ese dinero, no levantamos cabeza. Y ahora todo está en tus manos. Y tienes que hacerlo. Por ti y por mí, Sira. Por las dos.
Quería seguir negándome; sabía que tenía motivos poderosos para decir no, ni hablar, de ninguna manera. Pero, a la vez, era consciente de que Candelaria tenía razón. Yo misma había aceptado entrar en aquel juego sombrío, nadie me había obligado. Formábamos un equipo en el que cada una tenía inicialmente un papel. El de Candelaria era negociar primero; el mío, trabajar después. Pero ambas éramos conscientes de que, a veces, los límites de las cosas son elásticos e imprecisos, que pueden moverse, desdibujarse o diluirse hasta desaparecer como la tinta en el agua. Ella había cumplido con su parte del trato y lo había intentado. La suerte le había dado la espalda y no lo había conseguido, pero aún no estaban reventadas todas las posibilidades. De justicia era que ahora me arriesgara yo.
Tardé unos segundos en hablar; antes necesité espantar de mi cabeza algunas imágenes que amenazaban con saltarme a la yugular: el comisario, su calabozo, el rostro desconocido del tal Palomares.
—¿Ha pensado cómo tendría que hacerlo? —pregunté por fin con un hilo de voz.
Resopló con estrépito Candelaria, recuperando aliviada el ánimo perdido.
—Muy facilísimamente, prenda. Espérate un momentillo, que ahora mismito te lo voy a contar.
Salió de la habitación aún medio desnuda y retornó en menos de un minuto con los brazos llenos de lo que me pareció un trozo enorme de lienzo blanco.
—Vas a vestirte de morita con un jaique —dijo mientras cerraba la puerta a su espalda—. Dentro de ellos cabe el universo entero.
Así era, sin duda. A diario veía a las mujeres árabes arrebujadas dentro de aquellas prendas anchas sin forma, esa especie de capas amplísimas que cubrían la cabeza, los brazos y el cuerpo entero por delante y por detrás. Debajo de ellas, efectivamente, podría alguien ocultar lo que quisiera. Un trozo de tela solía cubrirles la boca y la nariz, y la cubierta les llegaba hasta las cejas. Tan sólo los ojos, los tobillos y los pies quedaban a la vista. Jamás se me habría ocurrido una manera mejor de andar por la calle cobijando un pequeño arsenal de pistolas.
—Pero antes tenemos que hacer otra cosa. Sal de la piltra de una vez, chiquilla, que hay que ponerse a trabajar.
Obedecí sin palabras, dejando que ella manejara la situación. Arrancó sin miramientos la sábana superior de mi cama y se la llevó a la boca. De un mordisco feroz desgarró el embozo y a partir de ahí empezó a rajar la tela, arrancando una banda longitudinal de un par de cuartas de ancho.
—Haz lo mismo con la bajera —ordenó. Entre dientes y tirones, apenas unos minutos tardamos entre las dos en reducir las sábanas de mi cama a un par de docenas de tiras largas de algodón—. Y ahora, lo que vamos a hacer es atarte estas bandas al cuerpo para sujetar con ellas las pistolas. Alza los brazos, que voy con la primera.
Y así, sin despojarme siquiera del camisón, los diecinueve revólveres fueron quedando adheridos a mi contorno, fajados con fuerza con los trozos de sábana. Cada tira se destinó a una pistola: primero envolvía
Candelaria el arma en un doblez del tejido, después me la ponía contra el cuerpo y daba con la banda dos o tres vueltas alrededor. Al final anudaba con fuerza los extremos.
—Estás en los huesos, muchacha, no te quedan ya chichas donde amarrar la próxima —dijo tras cubrir por completo el frente y la espalda.
—En los muslos —sugerí.
Así lo hizo, hasta que por fin el cargamento en pleno encontró acomodo esparcido bajo el pecho, sobre las costillas, los riñones y las paletillas, en los costados, los brazos, las caderas y la parte superior de las piernas. Y yo quedé como una momia, cubierta de vendas blancas bajo las que se escondía una armadura tétrica y pesada que dificultaba todos mis movimientos, pero con la que tendría que aprender a moverme de inmediato.
—Ponte estas babuchas, son de la Jamila —dijo dejando a mis pies unas ajadas zapatillas de piel color parduzco—. Y ahora, el jaique —añadió sosteniendo la gran capa de lienzo blanco—. Eso es, envuélvete hasta la cabeza, que te vea yo cómo te queda.
Me contempló con una media sonrisa.
—Perfecta, una morita más. Antes de salir, que no se te olvide, tienes que ajustarte también a la cara el velo para que te tape la boca y la nariz. Hala, vamos para afuera, que ahora tengo que explicarte rapidito por dónde vas a salir.
Empecé a caminar con dificultad, consiguiendo a duras penas mover el cuerpo a un ritmo normal. Las pistolas pesaban como plomos y me obligaban a llevar las piernas entreabiertas y los brazos separados de los costados. Salimos al pasillo, Candelaria delante y yo detrás desplazándome torpemente; un gran bulto blanco que chocaba contra las paredes, los muebles y los quicios de las puertas. Hasta que, sin darme cuenta, golpeé una repisa y tiré al suelo todo lo que en ella había: un plato de Talavera, un quinqué apagado y el retrato color sepia de algún pariente de la patrona. La cerámica, el cristal del retrato y la pantalla del quinqué se hicieron añicos tan pronto chocaron contra las baldosas, y el estrépito provocó que, en los cuartos vecinos, los somieres comenzaran a crujir al romperse el sueño de los huéspedes.
—¿Qué ha pasado? —gritó la madre gorda desde la cama.
—Nada, que se me ha caído un vaso de agua al suelo. A dormir todo el mundo —respondió Candelaria con autoridad.
Intenté agacharme para recoger el estropicio, pero no pude doblar el cuerpo.
—Deja, deja, niña, que ya lo arreglo yo luego —dijo apartando con el pie unos cuantos cristales.
Y entonces, inesperadamente, una puerta se abrió apenas a tres metros de nosotras. Al encuentro nos salió la cabeza llena de rulillos de Fernanda, la más joven de las añosas hermanas. Antes de que tuviera ocasión de preguntarse qué había pasado y qué hacía una mora con un jaique tumbando los muebles del pasillo a esas horas de la madrugada, Candelaria le lanzó un dardo que la dejó muda y sin capacidad de reacción.
—Como no se meta en la cama ahora mismo, mañana en cuanto me levante le cuento a la Sagrario que anda usted viéndose con el practicante del dispensario los viernes en la cornisa.
El pánico a que la pía hermana se enterara de sus amoríos pudo más que la curiosidad y, sin mediar palabra, Fernanda volvió a escurrirse como una anguila dentro de su habitación.
—Tira para adelante, chiquilla, que se nos está haciendo tarde —dispuso entonces la matutera en un susurro imperioso—. Es mejor que nadie vea que sales de esta casa, a ver si va a andar por aquí cerca el Palomares y la cagamos antes de empezar. Así que vamos para afuera.
Salimos al pequeño patio en la parte trasera del edificio. Nos recibieron la noche negra, una parra retorcida, un puñado de enredos y la vieja bicicleta del telegrafista. Nos cobijamos en una esquina y comenzamos de nuevo a hablar en voz baja.
—Y ahora, ¿qué hago? —musité.
Parecía tenerlo ella todo bien pensado y habló con determinación en tono quedo.
—Te vas a subir a ese poyete y vas a saltar la tapia, pero tienes que hacerlo con mucho cuidado, no se te vaya a enredar el jaique entre las piernas y te dejes el morro contra el suelo.
Observé la tapia de unos dos metros de altura y el murete adosado al que tendría que encaramarme para llegar a su parte más alta y poder pasar al lado contrario. Preferí no preguntarme si sería capaz de lograrlo lastrada por el peso de las pistolas y envuelta en todos aquellos metros de tela, así que me limité a pedir más instrucciones.
—Y ¿desde allí?
—Cuando hayas saltado, estarás en el patio del colmado de don Leandro; desde ahí, subiéndote en las cajas y los toneles que tiene arrumbados, podrás pasar sin problemas al patio siguiente, que es el de la pastelería del hebreo Menahen. Allí, al fondo, encontrarás una puertecilla de madera que te sacará a una callejuela transversal, que es por donde él entra los sacos de harina para el obrador. Una vez fuera, olvídate de quién eres: tápate bien, encógete, y echa a andar hacia el barrio judío y, desde allí, entras después en la morería. Pero ten mucho cuidadito, niña: ve sin prisas y cerca de las paredes, arrastrando un poco los pies, como si fueras una vieja, que nadie te vaya a ver caminando garbosa, a ver si algún indeseable va a intentar algo contigo, que hay mucho españolito que anda medio chiflado por el embrujo de las musulmanas.
—¿Y luego?
—Cuando llegues al barrio moro, date unas cuantas vueltas por sus calles y asegúrate de que nadie se fija en ti o te sigue los pasos. Si te cruzas con alguien, cambia de rumbo con disimulo o aléjate todo lo posible. Al cabo de un rato, vuelve a salir a la Puerta de La Luneta y baja hasta el parque, sabes por dónde te digo, ¿verdad?
—Creo que sí —dije esforzándome por trazar a ciegas el recorrido.
—Una vez allí, te vas a dar de frente con la estación: cruza la carretera de Ceuta y métete en ella por donde pilles abierto, despacito y bien tapada. Lo más probable es que no haya por allí más que un par de soldados medio dormidos que no te harán ni puñetero caso; seguramente te encuentres a algún marroquí esperando el tren para Ceuta; los cristianos no empezarán a llegar hasta más tarde.
—¿A qué hora sale el tren?
—A las siete y media. Pero los moros, ya sabes, llevan otro ritmo con los horarios, así que a nadie extrañará que andes por allí antes de las seis de la mañana.
—¿Y yo también debo subirme, o qué es lo que tengo que hacer?
Se tomó Candelaria unos segundos antes de responder e intuí que a su plan apenas le quedaba ya camino por el que avanzar.
—No; tú en principio no tienes que coger el tren. Cuando llegues a la estación, siéntate un ratillo en el banco que está debajo del tablón de los horarios, deja que te vean allí y así sabrán que eres tú quien lleva la mercancía.
—¿Quién tiene que verme?
—Eso da lo mismo: quien tenga que verte, te verá. A los veinte minutos, levántate del banco, vete para la cantina y arréglatelas como puedas para que el cantinero te diga dónde tienes que dejar las pistolas.
—¿Así, sin más? —pregunté alarmada—. Y si el cantinero no está, o si no me hace caso, o si no puedo hablarle, entonces ¿qué hago?
—Ssssshhhhh. No alces la voz, a ver si van a oírnos. Tú no te preocupes, que de alguna manera te enterarás de lo que hay que hacer —dijo impaciente, incapaz de imponer a sus palabras una seguridad de la que a todas luces carecía. Decidió entonces sincerarse—. Mira, niña, todo ha salido esta noche tan malísimamente que no han sabido decirme más que eso: que las pistolas tienen que estar en la estación a las seis de la mañana, que la persona que las lleve tiene que sentarse veinte minutos debajo del tablón de los horarios, y que el cantinero será quien le diga cómo hay que hacer la entrega. Más no sé, hija mía, y mira que lo lamento. Pero tú no sufras, prenda, que ya verás como una vez allí todo se endereza.
Quise decirle que lo dudaba mucho, pero la preocupación de su cara me aconsejó no hacerlo. Por primera vez desde que la conocía, la capacidad de resolución de la matutera y aquella tenacidad suya para solventar con ingenio los trances más turbios parecían haber tocado fondo. Pero yo sabía que si ella hubiera estado en disposición de actuar, no se habría amedrentado: habría logrado llegar a la estación y cumplir el cometido usando cualquiera de sus argucias. El problema era que aquella vez mi patrona estaba atada de pies y manos, inmovilizada en su casa por la amenaza de un registro policial que tal vez llegara aquella noche o tal vez no. Y yo sabía que, si no era capaz de reaccionar y agarrar firme las riendas, aquello sería el final para las dos. Así que saqué fuerzas de donde no existían y me armé de valor.
—Tiene razón, Candelaria: ya encontraré yo la manera, pierda cuidado. Pero antes, dígame una cosa.
—Lo que tú quieras, criatura, pero date prisa, que quedan ya menos de dos horas para las seis —añadió intentando disimular su alivio al verme dispuesta a seguir peleando.
—¿Adónde van a ir a parar las armas? ¿Quiénes son esos hombres de Larache?
—Eso a ti lo mismo te da, muchacha. Lo importante es que lleguen a su destino a la hora prevista; que las dejes donde te digan y que recojas los dineros que te tienen que dar: mil novecientos duros, acuérdate bien y cuenta los billetes uno a uno. Y, luego, te vuelves para acá echando las muelas, que yo te estaré esperando con los ojos como candiles.
—Nos estamos exponiendo mucho, Candelaria —insistí—. Déjeme por lo menos saber con quién nos estamos jugando los cuartos.
Suspiró con fuerza y el busto, apenas medio tapado por la bata ajada que se había echado encima en el último minuto, volvió a subir y bajar como impulsado por un inflador.
—Son masones —me dijo entonces al oído, como con miedo a pronunciar una palabra maldita—. Estaba previsto que llegaran esta noche en una camioneta desde Larache, lo más seguro es que ya anden escondidos por las fuentes de Buselmal o en alguna huerta de la vega del Martín. Vienen por las cabilas, no se atreven a andar por la carretera. Probablemente recojan las armas en donde tú las dejes y ni siquiera las suban al tren. Desde la misma estación, digo yo que volverán a su ciudad atravesando de nuevo las cabilas y esquivando Tetuán, si es que no los pillan antes, Dios no lo quiera. Pero en fin, eso no es nada más que un suponer, porque la verdad es que no tengo ni pajolera idea de lo que esos hombres se traen entre manos.
Suspiró con fuerza mirando al vacío y prosiguió en un murmullo.
—Lo que sí sé, criatura, porque todo el mundo lo sabe también, es que los sublevados se han ensañado a conciencia con todos los que tenían algo que ver con la masonería. A algunos les metieron un tiro en la cabeza entre las mismas paredes del local en donde se reunían; los más afortunados huyeron a todo correr a Tánger o a la zona francesa. A otros se los llevaron para el Mogote y cualquier día los fusilan y a tomar viento. Y probablemente unos cuantos anden escondidos en sótanos, buhardillas y zaguanes, temiendo que cualquier día alguien dé un chivatazo y los saquen de sus refugios a culatazo limpio. Por esa razón no he encontrado a nadie que se haya atrevido a comprar la mercancía pero, a través de unos y otros, conseguí el contacto de Larache y por eso sé que será allí a donde irán a parar las pistolas.
Me miró entonces a los ojos, seria y oscura como nunca antes la había visto.
—La cosa está muy fea, niña, muy requetefeísima —dijo entre dientes—. Aquí no hay piedad ni miramientos y, en cuantito alguien se significa una miajita, se lo llevan por delante antes de decir amén. Ya han muerto muchos pobres desgraciados, gente decente que nunca mató una mosca ni a nadie jamás hizo el menor mal. Ten mucho cuidado, chiquilla, no vayas a ser tú la próxima.
Volví a sacar de la nada una pizca de ánimo para que ambas nos convenciéramos de algo en lo que ni yo misma creía.
—No se preocupe usted, Candelaria; ya verá como salimos de ésta de alguna manera.
Y sin una palabra más, me dirigí al poyete y me dispuse a trepar con el más siniestro de los cargamentos bien amarrado a la piel. Atrás dejé a la matutera, observándome desde debajo de la parra mientras se santiguaba entre susurros y sarmientos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que la Virgen de los Milagros te acompañe, alma mía. Lo último que oí fue el sonoro beso que dio a sus dedos en cruz al final de la persignación. Un segundo después desaparecí tras la tapia y caí como un fardo en el patio del colmado.
11
Alcancé la salida del pastelero Menahen en menos de cinco minutos. En el camino me enganché varias veces en clavos y astillas que la oscuridad me impidió ver. Me arañé una muñeca, me pisé el jaique, resbalé, y a punto estuve de perder el equilibrio y caer de espaldas al trepar por un montón de cajas de género acumuladas sin orden contra una pared. Una vez junto a la puerta, lo primero que hice fue acomodarme bien la ropa para que en la cara tan sólo se me vieran los ojos. Después descorrí el cerrojo herrumbroso, respiré hondo y salí.
No había nadie en el callejón, ni una sombra, ni un ruido. Por toda compañía encontré una luna que se movía a capricho entre las nubes. Eché a andar despacio y pegada a la orilla izquierda, llegué en seguida a La Luneta. Antes de volcarme en ella, me detuve en la esquina a estudiar el escenario. De los cables que atravesaban la calle colgaban luces amarillentas a modo de farolas callejeras. Miré a derecha e izquierda e identifiqué, dormidos, algunos de los establecimientos por los que durante el día deambulaba la vida alborotada. El hotel Victoria, la farmacia Zurita, el bar Levante donde a menudo cantaban flamenco, el estanco Galindo y un almacén de sal. El teatro Nacional, los bazares de los indios, cuatro o cinco tabernas de las que no conocía el nombre, la joyería La Perla de los hermanos Cohen y La Espiga de Oro donde cada mañana comprábamos el pan. Todos parados, cerrados. Silenciosos y quietos como los muertos.
Me adentré en La Luneta esforzándome por adaptar el ritmo al peso de la carga. Recorrí un tramo y giré hacia el mellah, el barrio hebreo. El trazado lineal de sus calles estrechísimas me reconfortó: sabía que no tenían pérdida, que la judería conformaba una cuadrícula exacta en la que era imposible desorientarse. Accedí después a la medina y, en principio, todo fue bien. Callejeé y pasé por sitios que me resultaron familiares: el Zoco del Pan, el de la Carne. Nadie se cruzó a mi paso: ni un perro, ni un alma, ni un mendigo ciego suplicando una limosna. A mi alrededor tan sólo se oía el ruido quedo de mis propias babuchas al arrastrarse sobre el empedrado y el runrún de alguna fuente perdida en la distancia. Notaba que cada vez me resultaba menos pesado andar cargando con las pistolas, que el cuerpo se me iba acostumbrando a sus nuevas dimensiones. De vez en cuando me tanteaba alguna parte para cerciorarme de que todo seguía en su sitio: ahora los costados, después los brazos, luego las caderas. No llegué a relajarme, seguía en tensión, pero al menos caminaba moderadamente tranquila por las calles oscuras y sinuosas, entre las paredes enjalbegadas y las puertas de madera tachonadas con clavos de gruesas cabezas.
Para apartar de mi cabeza la preocupación, me esforcé en imaginar cómo serían aquellas casas árabes por dentro. Había oído que hermosas y frescas, con patios, con fuentes y galerías de mosaicos y azulejos, con techos de madera repujada y el sol acariciando las azoteas. Imposible intuir todo aquello desde las calles a las que sólo asomaban sus muros encalados. Deambulé acompañada por aquellos pensamientos hasta que, al cabo de un rato impreciso, cuando creí haber andado lo suficiente y estar al cien por cien segura de no haber levantado la menor sospecha, decidí encaminarme hacia la Puerta de La Luneta. Y fue entonces, exactamente entonces, cuando al fondo del callejón por el que andaba percibí un par de figuras avanzando hacia mí. Dos militares, dos oficiales con breeches, fajines a la cintura y las gorras rojas de los Regulares; cuatro piernas que caminaban briosas, haciendo sonar las botas sobre los adoquines mientras hablaban entre ellos en voz baja y nerviosa. Contuve la respiración a la vez que mil imágenes funestas torpedearon mi mente como fogonazos contra un paredón. Creí, de pronto, que a su paso todas las pistolas iban a desprenderse de sus ataduras y a esparcirse con estrépito por el suelo, imaginé que a uno de ellos se
le podría ocurrir tirarme de la capucha hacia atrás para descubrirme el rostro, que me harían hablar, que descubrían que era una compatriota española trampeando con armas con quien no debía, y no una nativa cualquiera camino de ningún sitio.
Pasaron los dos hombres a mi lado; me pegué todo lo posible a la pared, pero la callejuela era tan estrecha que casi nos rozamos. No me hicieron el menor caso, sin embargo. Ignoraron mi presencia como si fuese invisible y continuaron con prisa su charla y su camino. Hablaban de destacamentos y municiones, de cosas de las que yo no entendía ni quería entender. Doscientos, doscientos cincuenta como mucho, dijo uno al pasar junto a mí. Que no, hombre, que no, que te digo yo que no, replicó el otro vehemente. No les vi las caras, no me atreví a levantar la vista, pero en cuanto noté que el sonido de las botas se desvanecía en la distancia, apreté el paso y saqué por fin el alivio a respirar.
Apenas unos segundos después, sin embargo, me di cuenta de que no debería haber cantado victoria tan pronto: al alzar la mirada descubrí que no sabía dónde estaba. Para mantenerme orientada tendría que haber girado a la derecha tres o cuatro esquinas antes, pero la aparición inesperada de los militares me despistó de tal manera que no lo hice. Me encontré de pronto perdida y un estremecimiento me recorrió la piel. Había transitado las calles de la medina muchas veces, pero no conocía sus secretos y entresijos. Sin la luz del día y en ausencia de los actos y los ruidos cotidianos, no tenía la menor idea de dónde me encontraba.
Decidí volver atrás y recomponer el recorrido, pero no fui capaz de lograrlo. Cuando creí que iba a salir a una plazoleta conocida, encontré un arco; cuando esperaba un pasadizo, me topé con una mezquita o un tramo de escalones. Proseguí moviéndome torpemente por callejas tortuosas, intentando asociar cada rincón con las actividades del día para poder orientarme. Sin embargo, a medida que andaba, cada vez me sentía más perdida entre aquellas calles enrevesadas que desafiaban las leyes de lo racional. Con los artesanos dormidos y sus negocios cerrados, no lograba distinguir si me movía por la zona de los caldereros y los hojalateros, o si avanzaba ya por la parte en la que a diario laboraban los hilanderos, los tejedores y los sastres. Allí donde a la luz del sol estaban los dulces con miel, las tortas de pan dorado, los montones de especias y los ramos de albahaca que me habrían ayudado a centrarme, sólo encontré puertas atrancadas y postigos apestillados. El tiempo daba la impresión de haberse parado, todo parecía un escenario vacío sin las voces de los comerciantes y los compradores, sin las recuas de borricos cargados de espuertas ni las mujeres del Rif sentadas en el suelo, entre verduras y naranjas que tal vez nunca lograran vender. Mi nerviosismo aumentó: no sabía qué hora sería, pero era consciente de que cada vez iba quedando menos tiempo para las seis. Aceleré el paso, salí de una callejuela, entré en otra, en otra, en otra más; retrocedí, enderecé de nuevo el rumbo. Nada. Ni una pista, ni una evidencia: todo se había convertido de pronto en un laberinto endemoniado del que no hallaba la forma de salir.
Los pasos aturdidos acabaron llevándome a la cercanía de una casa con un gran farol sobre la puerta. Oí de pronto risas, alboroto, voces desacompasadas coreando la letra de Mi jaca al acorde en un piano desafinado. Decidí aproximarme, ansiosa por dar con alguna referencia que me permitiera recuperar el sentido de la ubicación. Apenas me quedaban unos metros para alcanzarlo cuando una pareja salió atropellada del local hablando en español: un hombre con apariencia de ir bebido, aferrado a una mujer madura teñida de rubio que reía a carcajadas. Me di entonces cuenta de que estaba ante un burdel, pero ya era demasiado tarde para hacerme pasar por una nativa desgastada: la pareja estaba a tan sólo unos pasos de mí. Morita, vente conmigo, morita, guapa, que tengo una cosa que enseñarte, mira, mira, morita, dijo babeante el hombre alargando un brazo hacia mí mientras con la otra mano se agarraba obsceno la entrepierna. La mujer intentó contenerle, sujetándole entre risas mientras yo, de un salto, me aparté de su alcance y emprendí una carrera alocada ciñendo con todas mis fuerzas el jaique al cuerpo.
Atrás dejé el prostíbulo lleno de carne de cuartel que jugaba al tute, berreaba coplas y sobaba con furia a las mujeres, evadidos todos momentáneamente de la certeza de que cualquier día próximo cruzarían el
Estrecho para enfrentarse a la macabra realidad de la guerra. Y entonces, al alejarme del antro con toda la prisa del mundo pegada a la suela de las babuchas, la suerte por fin se puso de mi lado e hizo que me diera de bruces con el Zoco el Foki al volver la esquina.
Recobré el alivio por haber encontrado de nuevo la orientación: por fin sabía cómo salir de aquella jaula en la que la medina se había convertido. El tiempo volaba y yo hube de hacerlo también. Moviéndome con pasos tan largos y rápidos como mi coraza me permitía, alcancé en pocos minutos la Puerta de La Luneta. Un nuevo sobresalto, sin embargo, me esperaba junto a ella: allí estaba uno de los temidos controles militares que habían impedido la entrada de los larachíes en Tetuán. Unos cuantos soldados, barreras de protección y un par de vehículos: los efectivos suficientes como para intimidar a cualquiera que quisiera adentrarse en la ciudad con algún objetivo no del todo limpio. Noté que la garganta se me secaba, pero supe que no podía evadir el paso frente a ellos ni pararme a pensar qué hacer, así que, con la vista fijada una vez más en el suelo, decidí proseguir mi camino con el andar fatigoso que Candelaria me aconsejó. Traspasé el control con la sangre bombeándome las sienes y la respiración contenida, a la espera de que en cualquier momento me pararan y me preguntaran adónde iba, quién era, qué escondía. Para mi fortuna, apenas me miraron. Me ignoraron simplemente, como antes lo habían hecho los oficiales con los que me crucé en la estrechez de una calleja. Qué peligro iba a tener para el glorioso alzamiento aquella marroquí de paso cansino que atravesaba como una sombra las calles de la madrugada.
Descendí a la zona abierta del parque y me obligué a recuperar el sosiego. Atravesé con fingida calma los jardines llenos de sombras dormidas, tan extraños en aquella quietud sin los niños ruidosos, las parejas y los ancianos que a la luz del sol se movían entre las fuentes y las palmeras. A medida que avanzaba, la estación aparecía cada vez más nítida ante mis ojos. Comparada con las casas bajas de la medina, ésta se me antojó de pronto grandiosa e inquietante, medio moruna, medio andaluza, con sus torretas en las esquinas, con sus tejas y azulejos verdes, y enormes arcos en los accesos. Varios faroles tenues iluminaban la fachada y mostraban la silueta recortada contra el macizo del Gorgues, esos montes rocosos e imponentes por donde supuestamente habrían de llegar los hombres de Larache. Sólo en una ocasión había pasado yo junto a la estación, cuando el comisario me llevó en su automóvil del hospital a la pensión. El resto de las veces la había visto siempre en la distancia, desde el mirador de La Luneta, incapaz de calcular su magnitud. Al encontrarla de frente aquella noche, su tamaño me pareció tan amenazante que de inmediato empecé a echar de menos la acogedora angostura de las callejuelas de la morería.
Pero no era momento de permitir que los miedos me enseñaran los dientes otra vez, así que volví a rescatar el arrojo y me dispuse a cruzar la carretera de Ceuta, por la que a aquellas horas no circulaba ni el polvo. Intenté insuflarme ánimo calculando tiempos, diciéndome a mí misma que ya faltaba menos para que todo terminara, que ya había cubierto una gran parte del proceso. Me reconfortó pensar que pronto me libraría de las vendas apretadas, de las pistolas que me estaban magullando el cuerpo y de aquel ropón con el que tan extraña me sentía. Faltaba poco ya, muy poco.
Entré en la estación por la puerta principal, abierta de par en par. Me recibió un despliegue de luz fría alumbrando el vacío, incongruente con la noche oscura que acababa de dejar detrás. Lo primero que capté fue un gran reloj que marcaba las seis menos cuarto. Suspiré bajo la tela que me cubría el rostro: el retraso no había sido excesivo. Caminé con intencionada lentitud por el vestíbulo mientras con los ojos escondidos tras la capucha estudiaba aceleradamente el escenario. Las taquillas estaban cerradas y tan sólo había un viejo musulmán tumbado en un banco con un hatillo a los pies. Al fondo de la estancia, dos grandes puertas se abrían al andén. A la izquierda, otra daba paso a lo que un rótulo de letras bien trazadas indicaba que era la cantina. Busqué los tablones con los horarios y los encontré a la derecha. No me detuve a estudiarlos; simplemente me senté en un banco debajo de ellos y me dispuse a esperar. Tan pronto rocé la madera, noté que un sentimiento de gratitud me recorría el cuerpo de la cabeza a los pies. No fui consciente hasta entonces de lo cansada que estaba, del esfuerzo inmenso que había tenido que hacer para caminar sin parar cargando con todo aquel peso siniestro como una segunda piel de plomo.
A pesar de que nadie apareció en el vestíbulo en todo el tiempo que permanecí sentada inmóvil, a mis oídos llegaron sonidos que me hicieron saber que no estaba sola. Algunos provenían de fuera, del andén. Pasos y voces de hombres, quedas a veces, más altas en alguna ocasión. Eran voces jóvenes, supuse que serían los soldados a cargo de custodiar la estación e intenté no pensar en que probablemente tendrían órdenes expresas de disparar sin miramientos ante cualquier sospecha fundada. Desde la cantina llegó también algún que otro ruido. Me reconfortó oírlos, al menos así supe que el cantinero estaba activo y en su sitio. Dejé pasar diez minutos que transcurrieron con lentitud exasperante: no hubo tiempo para los veinte que Candelaria me indicó. Cuando las manecillas del reloj marcaron las seis menos cinco, hice acopio de fuerzas, me levanté pesadamente y me encaminé a mi destino.
La cantina era grande y tenía al menos una docena de mesas, todas sin ocupar excepto una en la que un hombre dormitaba con la cabeza escondida entre los brazos; a su lado descansaba vacío un porrón de vino. Me dirigí hacia el mostrador arrastrando las babuchas, sin tener la menor idea de qué era lo que debería decir o lo que allí tenía que oír. Tras la barra, un hombre moreno y enjuto con una colilla medio apagada entre los labios se afanaba en colocar plazos y tazas en pilas ordenadas, sin prestar en apariencia la menor atención a aquella mujer de rostro tapado que a punto estaba de plantarse frente a él. Al verme alcanzar el mostrador, sin sacarse el resto del cigarrillo de la boca, dijo tan sólo en voz alta y ostentosa: a las siete y media, hasta las siete y media no sale el tren. Y después, en tono bajo, añadió unas palabras en árabe que no comprendí. Soy española, no le entiendo, murmuré tras el velo. Abrió la boca sin poder disimular su incredulidad, y el resto de su pitillo fue a parar al suelo en el descuido. Y entonces, atropelladamente, me transmitió el mensaje: vaya al urinario del andén y cierre la puerta, la están esperando.
Deshice mi camino despacio, retorné al vestíbulo y de allí salí a la noche. Antes, volví a arrebujarme en el jaique y a alzarme el velo hasta que casi me rozó las pestañas. El ancho andén parecía vacío y frente a él no había nada más que el macizo rocoso del Gorgues, oscuro e inmenso. Los soldados, cuatro, estaban juntos, fumando y hablando bajo uno de los arcos que daban acceso a las vías. Se estremecieron cuando vieron entrar una sombra, noté cómo se tensaban, cómo juntaban las botas y erguían las posturas, cómo aseguraban al hombro los fusiles.
—¡Alto ahí! —gritó uno de ellos en cuanto me vio. Noté que el cuerpo se me agarrotaba bajo el metal de las armas pegadas.
—Déjala, Churruca, ¿no ves que es una mora? —dijo otro acto seguido.
Me quedé parada, sin avanzar, sin retroceder. Tampoco ellos se aproximaron: permanecieron donde estaban, a unos veinte o treinta metros, discutiendo qué hacer.
—A mí lo mismo me da que sea una mora que una cristiana. El sargento ha dicho que tenemos que pedir identificación a todo el mundo.
—Joder, Churruca, qué torpe eres. Ya te hemos dicho diez veces que se refería a todo el mundo español, no a los musulmanes, que no te enteras, macho —aclaró otro.
—Los que no os enteráis sois vosotros. A ver, señora, documentación.
Creí que las piernas se me iban a doblar, que me iba a caer desfallecida. Supuse que aquello ya era, irremediablemente, el fin. Contuve la respiración y noté cómo un sudor frío empapaba todos los recodos de mi piel.
—Mira que eres zote, Churruca —dijo a su espalda la voz de otro compañero—. Que las nativas no van por ahí con una cédula de identificación, a ver cuándo aprendes que esto es África y no la plaza mayor de tu pueblo.
Demasiado tarde: el soldado escrupuloso estaba ya a dos pasos de mí, con una mano adelantada esperando algún documento mientras buscaba mi mirada entre los pliegues de tela que me cubrían. No la encontró, sin embargo: la mantuve fija en el suelo, concentrada en sus botas manchadas de barro, en mis viejas babuchas y en el escaso medio metro que separaba ambos pares de pies.
—Como el sargento se entere de que has andado molestando a una marroquí libre de sospecha, te vas a comer tres días como tres soles de arresto en la Alcazaba, chaval.
La funesta posibilidad de aquel castigo hizo por fin entrar en razón al tal Churruca. No pude ver la cara de mi redentor: mi vista seguía concentrada en el suelo. Pero la amenaza del arresto surtió su efecto y el soldado puntilloso y cabezota, tras pensárselo durante unos segundos angustiosos, retiró la mano, se giró y se alejó de mí.
Bendije la sensatez del compañero que lo frenó y cuando los cuatro soldados volvieron a estar juntos bajo el arco, me di la vuelta y reemprendí mi camino hacia ningún sitio concreto. Comencé a recorrer el andén despacio, sin rumbo, intentando tan sólo recuperar la serenidad. Una vez lo conseguí, por fin pude concentrar mi esfuerzo en dar con los urinarios. Empecé entonces a prestar atención a lo que había alrededor: un par de árabes dormitando en el suelo con las espaldas apoyadas en los muros y un perro flaco cruzando las vías. Tardé poco en encontrar el objetivo; para mi fortuna, estaba casi al final del andén, en el extremo opuesto al que ocupaban los soldados. Conteniendo la respiración, empujé la puerta de paneles de cristal granulado y entré en una especie de distribuidor. Apenas había luz y no quise buscar la palomilla, preferí acostumbrar los ojos a la oscuridad. Vislumbré la señal de hombres a la izquierda y la de mujeres a la derecha. Y al fondo, contra la pared, percibí lo que parecía un montón de tela que lentamente comenzaba a moverse. Una cabeza tapada por una capucha emergió cautelosa del bulto, sus ojos se cruzaron con los míos en la penumbra.
—¿Trae la mercancía? —preguntó con voz española. Hablaba quedo y rápido.
Moví la cabeza afirmativamente y el bulto se irguió sigiloso hasta convertirse en la figura de un hombre vestido, como yo, a la usanza moruna.
—¿Dónde está?
Me bajé el velo para poder hablar con más facilidad, me abrí el jaique y expuse ante él mi cuerpo fajado.
—Aquí.
—Dios mío —murmuró tan sólo. En aquellas dos palabras se concentraba un mundo de sensaciones: asombro, ansiedad, urgencia. Tenía el tono grave, parecía una persona educada.
—¿Se lo puede quitar usted misma? —preguntó entonces.
—Necesitaré tiempo —susurré.
Me indicó un aseo de señoras y entramos los dos. El espacio era estrecho y por una pequeña ventana se colaba un resto de luz de luna, suficiente como para no necesitar más iluminación.
—Hay prisa, no podemos perder un minuto. El retén de la mañana está a punto de llegar y revisan la estación de arriba abajo antes de que salga el primer tren. Tendré que ayudarla —anunció cerrando la puerta a su espalda.
Dejé caer el jaique al suelo y puse los brazos en cruz para que aquel desconocido comenzara a trastear por mis rincones, desatando nudos, destensando vendas y liberando mi esqueleto de su siniestra cobertura.
Antes de comenzar, se bajó la capucha de la chilaba y frente a mí descubrí el rostro serio y armonioso de un español de edad media con barba de varios días. Tenía el pelo castaño y rizado, despeinado por efecto del ropaje bajo el que probablemente llevara tiempo camuflado. Sus dedos empezaron a trabajar, pero la labor no resultaba sencilla. Candelaria se había esforzado a conciencia y ni una sola de las armas se había movido de su sitio, pero los nudos eran tan prietos y los metros de tela tantos que desprender de mi contorno todo aquello nos llevó un rato más largo de lo que aquel desconocido y yo habríamos deseado. Nos mantuvimos callados los dos, rodeados de azulejos blancos y acompañados tan sólo por la placa turca del suelo, el sonido acompasado de nuestras respiraciones y el murmullo de alguna frase suelta que marcaba el ritmo del proceso: ésta ya está, ahora por aquí, muévase un poco, vamos bien, levante más el brazo, cuidado. A pesar del apremio, el hombre de Larache actuaba con una delicadeza infinita, casi con pudor, evitando en lo posible acercarse a los recodos más íntimos o rozar mi piel desnuda un milímetro más allá de lo estrictamente necesario. Como si temiera manchar mi integridad con sus manos, como si el cargamento que llevaba adherido fuera una exquisita envoltura de papel de seda y no una negra coraza de artefactos destinados a matar. En ningún momento me incomodó su cercanía física: ni sus caricias involuntarias, ni la intimidad de nuestros cuerpos casi pegados. Aquél fue, sin duda, el momento más grato de la noche: no porque un hombre recorriera mi cuerpo después de tantos meses, sino porque creía que, con aquel acto, estaba llegando el principio del fin.
Todo se desarrollaba a buen ritmo. Las pistolas fueron saliendo una a una de sus escondrijos y yendo a parar a un montón en el suelo. Quedaban muy pocas ya, tres o cuatro, no más. Calculé que en cinco, en diez minutos como mucho, todo estaría terminado. Y entonces, inesperadamente, el sosiego se rompió, haciéndonos contener el aliento y frenar en seco la tarea. Del exterior, aún en la distancia, llegaron los sonidos agitados del comienzo de una nueva actividad.
Tomó aire el hombre con fuerza y se sacó un reloj del bolsillo.
—Ya está aquí el retén de reemplazo, se han adelantado —anunció. En su voz quebrada percibí angustia, inquietud, y la voluntad de no transmitirme ninguna de aquellas sensaciones.
—¿Qué hacemos ahora? —susurré.
—Salir de aquí lo antes posible —dijo de inmediato—. Vístase, rápido.
—¿Y las pistolas que quedan?
—No importan. Lo que hay que hacer es huir: los soldados no tardarán en entrar para comprobar que todo está en orden.
Mientras yo me envolvía en el jaique con manos temblorosas, él se desató de la cintura un saco de tela mugrienta e introdujo las pistolas a puñados.
—¿Por dónde salimos? —musité.
—Por ahí —dijo alzando la cabeza y señalando con la barbilla la ventana—. Primero va a saltar usted, después tiraré las pistolas y saldré yo. Pero escúcheme bien: si yo no llegara a unirme a usted, coja las pistolas, corra con ellas en paralelo a la vía y déjelas junto al primer cartel que encuentre anunciando una parada o una estación, ya irá alguien a buscarlas. No eche la vista atrás y no me espere; tan sólo salga corriendo y escape. Vamos, prepárese para subir, apoye un pie en mis manos.
Miré la ventana, alta y estrecha. Creí imposible que cupiéramos por ella, pero no lo dije. Estaba tan asustada que tan sólo me dispuse a obedecer, confiando ciegamente en las decisiones de aquel masón anónimo de quien jamás llegaría a conocer siquiera el nombre.
—Espere un momento —anunció entonces, como si hubiera olvidado algo.
Se abrió la camisa de un tirón y del interior extrajo una pequeña bolsa de tela, una especie de faltriquera.
—Guárdese antes esto, es el dinero pactado. Por si acaso la cosa se complica una vez fuera.
—Pero aún quedan pistolas... —tartamudeé mientras me palpaba el cuerpo.
—No importa. Usted ya ha cumplido su parte, así que debe cobrar —dijo mientras me colgaba la bolsa al cuello. Me dejé hacer, inmóvil, como anestesiada—. Vamos, no podemos perder un segundo.
Reaccioné por fin. Apoyé un pie en sus manos cruzadas y me impulsé hasta agarrarme al borde de la ventana.
—Ábrala, deprisa —requirió—. Asómese. Dígame rápido qué ve y qué oye.
La ventana daba al campo oscuro, el movimiento provenía de otra zona fuera del alcance de mi vista. Ruidos de motores, ruedas chirriando sobre la gravilla, pasos firmes, saludos y órdenes, voces imperiosas repartiendo funciones. Con ímpetu, con brío, como si el mundo estuviera a punto de acabar cuando aún no había comenzado la mañana.
—Pizarro y García, a la cantina. Ruiz y Albadalejo, a las taquillas. Vosotros a las oficinas y vosotros dos a los urinarios. Vamos, todos cagando leches —gritó alguien con rabiosa autoridad.
—No se ve a nadie, pero vienen hacia acá —anuncié con la cabeza aún fuera.
—Salte —ordenó entonces.
No lo hice. La altura era inquietante, necesitaba sacar antes el cuerpo, me negaba inconscientemente a salir sola. Quería que el hombre de Larache me asegurara que iba a venir conmigo, que me llevaría de su mano allá a donde tuviera que ir.
La agitación se oía cada vez más cerca. El rechinar de las botas sobre el suelo, las voces fuertes repartiendo objetivos. Quintero, al urinario de señoras; Villarta, al de hombres. No eran a todas luces los reclutas desidiosos que encontré a mi llegada, sino una patrulla de hombres frescos con ansia por llenar de actividad el principio de su jornada.
—¡Salte y corra! —repitió enérgico el hombre agarrándome las piernas e impulsándome hacia arriba.
Salté. Salté, caí y sobre mí cayó el saco de las pistolas. Apenas había alcanzado el suelo cuando oí el estruendo precipitado de puertas abiertas a patadas. Lo último que llegó a mis oídos fueron los gritos broncos que increpaban a quien ya nunca más vi.
—¿Qué haces en el urinario de mujeres, moro? ¿Qué andas tirando por la ventana? Villarta, rápido, sal a ver si ha arrojado algo al otro lado.
Empecé a correr. A ciegas, con furia. Cobijada en la negrura de la noche y arrastrando el saco con las armas; sorda, insensible, sin saber si me seguían ni querer preguntarme qué habría sido del hombre de Larache frente al fusil del soldado. Se me salió una babucha y una de las últimas pistolas acabó de desatarse de mi cuerpo, pero no me detuve a recoger ninguna de las pérdidas. Tan sólo continué la carrera en la oscuridad siguiendo el trazado de la vía, medio descalza, sin parar, sin pensar. Atravesé campo llano, huertas, cañaverales y pequeñas plantaciones. Tropecé, me levanté y seguí corriendo sin un respiro, sin calcular la distancia que mis zancadas cubrían. Ni un ser vivo salió a mi encuentro y nada se interpuso en el ritmo desquiciado de mis pies hasta que, entre las sombras, logré percibir un cartel lleno de letras. Apeadero de Malalien, decía. Aquél sería mi destino.
La estación estaba a unos cien metros del rótulo, tan sólo la alumbraba un farol amarillento. Paré mi carrera alocada antes de alcanzarla, nada más llegar al cartel que la precedía. Busqué rápidamente en todas direcciones por si allí hubiera ya alguien a quien poder entregar las armas. Tenía el corazón a punto de reventar y la boca seca llena de polvo y carbonilla, hice esfuerzos imposibles por enmudecer el sonido entrecortado de mi respiración. Nadie me salió al encuentro. Nadie esperaba la mercancía. Tal vez llegaran más tarde, tal vez no lo hicieran jamás.
Tomé la decisión en menos de un minuto. Dejé el saco en el suelo, lo aplané para que se viera lo menos posible y comencé a apilar pequeñas rocas sobre él con ritmo febril, arañando el suelo, arrancando tierra, piedras y matojos hasta dejarlo medianamente cubierto. Cuando supuse que ya no resultaba un bulto sospechoso, me marché.
Sin apenas tiempo para recuperar el aliento, emprendí la carrera otra vez hacia donde se vislumbraban las luces de Tetuán. Desprovista ya de la carga, decidí desprenderme también del resto de mis lastres. Me abrí el jaique sin detenerme y, con dificultad, conseguí deshacer poco a poco los últimos nudos. Las tres pistolas que aún permanecían amarradas fueron cayendo por el camino, una primero, otra después, la última al fin. Cuando llegué a la cercanía de la ciudad, en el cuerpo sólo me quedaba agotamiento, tristeza y heridas. Y una faltriquera llena de billetes colgada del cuello. De las armas, ni rastro.
Volví a incorporarme a la cuneta de la carretera de Ceuta y retomé el paso lento. Había perdido también la otra babucha, así que me camuflé de nuevo en la figura de una mora descalza y embozada que emprendía con cansancio el ascenso a la Puerta de La Luneta. Ya no me esforcé por simular un andar fatigado: mis piernas, simplemente, no daban para más. Notaba los miembros entumecidos, tenía ampollas, suciedad y magulladuras por todas partes y una debilidad infinita clavada en los huesos.
Me adentré en la ciudad cuando las sombras comenzaban a aclararse. En una mezquita cercana sonaba el muecín llamando a los musulmanes a la primera oración y el cornetín del Cuartel de Intendencia tocaba diana. De La Gaceta de África salía caliente la prensa del día y por La Luneta circulaban entre bostezos los limpiabotas más madrugadores. El pastelero Menahen ya tenía encendido el horno y don Leandro andaba apilando el género del colmado con el mandil bien amarrado a la cintura.
Todas aquellas escenas cotidianas pasaron ante mis ojos como pasan las cosas ajenas, sin hacerme fijar la atención, sin dejar poso. Sabía que Candelaria se sentiría satisfecha cuando le entregara el dinero y me creería ejecutora de una proeza memorable. Yo, en cambio, no sentía en mi interior el menor rastro de nada parecido a la complacencia. Tan sólo notaba el negro mordisco de una desazón inmensa.
Mientras corría frenética por el campo, mientras clavaba las uñas en la tierra y tapaba con ella el saco, mientras caminaba por la carretera; a lo largo de todas las últimas acciones de aquella larga noche, por la mente se me habían cruzado mil imágenes conformando secuencias distintas con un solo protagonista: el hombre de Larache. En una de ellas, los soldados descubrían que no había tirado nada por la ventana, que todo había sido una falsa alarma, que aquel individuo no era más que un árabe somnoliento y confundido; lo dejaban entonces marchar, el ejército tenía orden expresa de no importunar a la población nativa a no ser que percibieran algo alarmante. En otra muy distinta, apenas abrió la puerta del urinario, el soldado comprobó que se trataba de un español emboscado; lo arrinconó en el retrete, le apuntó con el fusil a dos palmos de la cara y requirió refuerzos a gritos. Llegaron éstos, lo interrogaron, tal vez lo identificaron, tal vez se lo llevaron retenido al cuartel, tal vez él intentó huir y lo mataron de un tiro en la espalda cuando saltaba a las vías. En medio de las dos premoniciones cabían mil secuencias más; sin embargo, sabía que nunca lograría conocer cuál de ellas estaba más próxima a la certeza.
Entré en el portal exhausta y llena de temores. Sobre el mapa de Marruecos se alzaba la mañana.
12
Hallé la puerta de la pensión abierta y a los huéspedes despiertos, apelotonados en el comedor. Sentadas a la mesa donde a diario se lanzaban insultos y juramentos, las hermanas lloraban y se sonaban los mocos en bata y bigudíes mientras el maestro don Anselmo intentaba consolarlas con palabras bajas que no pude escuchar. Paquito y el viajante estaban recogiendo del suelo el cuadro de la Santa Cena con intención de devolverlo a su sitio de la pared. El telegrafista, en pantalón de pijama y camiseta, fumaba nervioso en una esquina. La madre gorda, entretanto, intentaba enfriar una tila con leves soplidos. Todo estaba revuelto y fuera de sitio, por el suelo había cristales y tiestos rotos, y hasta habían arrancado de sus barras las cortinas.
A nadie pareció extrañar la llegada de una mora a aquellas horas, debieron de pensar que era Jamila. Permanecí unos segundos contemplando la escena aún embozada en el jaique, hasta que un potente chisteo reclamó mi atención desde el pasillo. Al girar la cabeza encontré a Candelaria moviendo los brazos como una posesa mientras en una mano sostenía una escoba y en la otra el badil.
—Entra para adentro, chiquilla —ordenó alborotada—. Entra y cuenta, que estoy ya mala perdida sin saber qué es lo que ha pasado.
Había decidido guardarme los detalles más escabrosos y compartir con ella tan sólo el resultado final. Que las pistolas ya no estaban y el dinero sí: eso era lo que Candelaria querría oír y eso era lo que yo iba a decirle. El resto de la historia quedaría para mí.
Hablé mientras me retiraba la cubierta de la cabeza.
—Todo ha salido bien —susurré.
—¡Ay, mi alma, ven para acá que te abrace! ¡Si vale mi Sira más que el oro del Perú, si es mi niña más grande que el día del Señor! —chilló la matutera. Lanzó entonces al suelo los trastos de limpiar, me aprisionó entre sus pechos y me llenó la cara de besos sonoros como ventosas.
—Calle, por Dios, Candelaria; calle, que van a oírla —reclamé con el miedo aún pegado a la piel. Lejos de hacerme caso, ella ensartó su júbilo en una cadena de maldiciones dirigidas al policía que aquella misma noche le había puesto la casa del revés.
—¡Y a mí qué me importa que me oigan a toro pasado! ¡Mal rayo te parta, Palomares, a ti y a todos los de tu sangre! ¡Mal rayo te parta, que no me has pillado!
Previendo que aquel estallido de emoción tras la larga noche de nervios no iba a acabar allí, agarré a Candelaria del brazo y la arrastré a mi cuarto mientras ella continuaba voceando barbaridades.
—¡Mala puñalada te den, hijo de la gran puta! ¡Jódete, Palomares, que no has encontrado nada en mi casa aunque me hayas tumbado los muebles y me hayas reventado los colchones!
—Calle ya, Candelaria, cállese de una vez —insistí—. Olvídese de Palomares, tranquilícese y deje que le explique cómo ha ido.
—Sí, hija, sí, cuéntamelo todito —dijo intentando por fin serenarse. Respiraba con fuerza, llevaba la bata mal abrochada y de la redecilla que le cubría la cabeza le salían mechones de pelo alborotados. Tenía un aspecto lamentable y, aun así, irradiaba entusiasmo—. Si es que ha venido el muy cabestro a las cinco de la mañana y nos ha sacado a todos a la calle el muy desgraciado... si es que... si es que... Bueno, vamos a olvidarlo ya, que lo pasado pasado está. Habla tú, prenda mía, cuéntamelo todo despacito.
Le narré escuetamente la aventura mientras me sacaba el fajo de dinero que el hombre de Larache me había colgado del cuello. No mencioné la escapada por la ventana, ni los gritos amenazantes del soldado, ni las pistolas abandonadas bajo el letrero solitario del apeadero de Malalien. Tan sólo le entregué el contenido de la faltriquera y comencé después a quitarme el jaique y el camisón que llevaba debajo.
—¡Púdrete, Palomares! —gritó entre carcajadas mientras lanzaba al aire los billetes—. ¡Púdrete en el infierno, que no me has trincado!
Paró entonces en seco el vocerío, y no lo hizo porque hubiera recobrado de pronto la cordura, sino porque lo que tenía ante sus ojos le impidió seguir explayando su alborozo.
—¡Pero si te has quedado masacrada, criatura! ¡Si pareces talmente el Cristo de las Cinco Llagas! —exclamó ante mi cuerpo desnudo—. ¿Te duele mucho, hija mía?
—Un poco —murmuré mientras me dejaba caer como un peso muerto sobre la cama. Mentía. La verdad era que me dolía hasta el alma.
—Y estás sucia como si vinieras de revolearte por un vertedero —dijo con la cordura del todo recuperada—. Voy a poner a la lumbre unas ollas de agua para prepararte un baño calentito. Y después, unas compresas con linimento en las heridas, y luego...
No oí más. Antes de que la matutera terminara la frase, me había quedado dormida.
13
Tan pronto la casa estuvo recogida y recobramos todos la normalidad, Candelaria se lanzó a buscar un piso en el ensanche para instalar en él mi negocio.
El ensanche tetuaní, tan distinto de la medina moruna, había sido construido con criterios europeos para hacer frente a las necesidades del Protectorado español: para albergar sus instalaciones civiles y militares, y proporcionar viviendas y negocios para las familias de la Península que poco a poco habían ido haciendo de Marruecos su lugar de residencia permanente. Los edificios nuevos, con fachadas blancas, balcones ornamentados y un aire a caballo entre lo moderno y lo moruno, se distribuían en calles anchas y plazas espaciosas formando una cuadrícula llena de armonía. Por ella se movían señoras bien peinadas y señores con sombrero, militares de uniforme, niños vestidos a la europea y parejas de novios formales agarrados del brazo. Había trolebuses y algunos automóviles, confiterías, flamantes cafés y un comercio selecto y contemporáneo. Había orden y calma, un universo del todo distinto al bullicio, los olores y las voces de los zocos de la medina, ese enclave como del pasado, rodeado de murallas y abierto al mundo por siete puertas. Y entre ambos espacios, el árabe y el español, a modo casi de frontera se hallaba La Luneta, la calle que estaba a punto de dejar.
En cuanto Candelaria encontrara un piso para instalar el taller, mi vida daría un nuevo giro y yo me tendría que amoldar otra vez a él. Y anticipándome a ello, decidí cambiar: renovarme del todo, deshacerme de viejos lastres y empezar de cero. En escasos meses había dado un portazo en la cara a todo mi ayer; había dejado de ser una humilde modistilla para convertirme de manera alternativa o paralela en un montón de mujeres distintas. Candidata apenas incipiente a funcionarla, beneficiaría del patrimonio de un gran industrial, amante trotamundos de un sinvergüenza, ilusa aspirante a directiva de un negocio argentino, madre frustrada de un hijo nonato, sospechosa de estafa y robo cargada de deudas hasta las cejas y ocasional traficante de armas camuflada bajo la apariencia de una inocente nativa. En menos tiempo aún debería hacerme con una nueva personalidad porque ninguna de las anteriores me servía ya. Mi viejo mundo estaba en guerra y el amor se me había evaporado llevándose consigo mis bienes e ilusiones. El hijo que nunca nació se había licuado en un charco de coágulos de sangre al bajar de un autobús, una ficha con mis datos circulaba por las comisarías de dos países y tres ciudades, y el pequeño arsenal de pistolas que había trasladado pegado a la piel tal vez se habría llevado ya alguna vida por delante. Con intención de dar la espalda a un bagaje tan patético, resolví afrontar el porvenir tras una máscara de seguridad y valentía para evitar con ella que se entrevieran mis miedos, mis miserias y la puñalada que aún seguía clavada en el alma.
Decidí comenzar por el exterior, hacerme con una fachada de mujer mundana e independiente que no dejara vislumbrar ni mi realidad de víctima de un cretino, ni la oscura procedencia del negocio que estaba a punto de abrir. Para ello había que maquillar el pasado, inventar a toda prisa un presente y proyectar un futuro tan falso como esplendoroso. Y había que actuar con apremio; tenía que empezar ya. Ni una lágrima más, ni un lamento. Ni una mirada condescendiente hacia atrás. Todo debía ser presente, todo hoy. Para ello opté por una nueva personalidad que me saqué de la manga como un mago extrae una ristra de pañuelos o el as de corazones. Decidí trasmutarme y mi elección fue la de adoptar la apariencia de una mujer firme, solvente, vivida. Debería esforzarme para que mi ignorancia fuera confundida con altanería, mi incertidumbre con dulce desidia. Que mis miedos ni siquiera se sospecharan, escondidos en el paso firme de un par de altos tacones y una apariencia de determinación bien resuelta. Que nadie intuyera el esfuerzo inmenso que a diario aún tenía que hacer para superar poco a poco mi tristeza.
El primer movimiento fue encaminado a iniciar un cambio de estilo. La incertidumbre de los últimos tiempos, el aborto y la convalecencia habían menguado mi cuerpo en al menos seis o siete kilos. La amargura y el hospital se llevaron por delante la rotundidad de mis caderas, algo del volumen del pecho, parte de los muslos y cualquier tipo de adiposidad que algún día hubiera existido en el contorno de la cintura. No me esforcé por recuperar nada de aquello, me empecé a sentir cómoda en la nueva silueta: un paso más hacia adelante. Rescaté de la memoria la forma de vestir de algunas extranjeras de Tánger y decidí adaptarla a mi escueto guardarropa mediante arreglos y composturas. Sería menos estricta que mis compatriotas, más insinuante sin llegar al indecoro ni la procacidad. Los tonos más vistosos, las telas más livianas. Los botones de las camisas algo más abiertos en el escote y el largo de las faldas un poco menos largo. Ante el espejo resquebrajado del cuarto de Candelaria, recompuse, ensayé e hice míos aquellos glamurosos cruces de piernas que a diario observé a la hora del aperitivo en las terrazas, los andares elegantes recorriendo con garbo las anchas aceras del Boulevard Pasteur y la gracia de los dedos recién pasados por la manicura sosteniendo una revista de moda francesa, un gin-fizz o un cigarrillo turco con boquilla de marfil.
Por primera vez en más de tres meses presté atención a mi imagen y descubrí que necesitaba un enlucimiento de emergencia. Una vecina me depiló las cejas, otra me arregló las manos. Volví a maquillarme tras haber pasado meses con la cara lavada: elegí lápices para perfilar los labios, carmín para rellenarlos, colores para los párpados, rubor para las mejillas, eye-liner y máscara para las pestañas. Hice que Jamila me cortara el pelo con las tijeras de coser siguiendo al milímetro una fotografía del Vogue atrasado que traje en la maleta. La espesa mata morena que me llegaba a media espalda cayó en mechones desmadejados sobre el suelo de la cocina, como alas de cuervos muertos, hasta quedar en una melena rectilínea a la altura de la mandíbula, lisa, con raya a un lado y querencia a caer indómita sobre mi ojo derecho. Al infierno aquella manta calurosa que tanto fascinaba a Ramiro. No podría decir si el nuevo corte me favorecía o no, pero me hizo sentir más fresca, más libre. Renovada, distanciada para siempre de aquellas tardes bajo las aspas del ventilador en nuestro cuarto del hotel Continental; de aquellas horas eternas sin más abrigo que su cuerpo enredado con el mío y mi gran melena desparramada como un mantón sobre las sábanas.
Las intenciones de Candelaria quedaron materializadas apenas unos días después. Primero localizó en el ensanche tres inmuebles disponibles para inmediato alquiler. Me explicó los pormenores de cada uno de ellos, escudriñamos juntas lo que de bueno y malo tenía cada cual y finalmente nos decidimos.
El primer piso del que Candelaria me habló parecía en principio el sitio perfecto: amplio, moderno, a estrenar, cercano a correos y al teatro Español. «Hasta una ducha movible tiene igualita que un teléfono, chiquilla, sólo que, en puesto de oír la voz de quien habla contigo, te sale un chorro de agua que tú te apuntas para donde quieras», explicó la matutera asombrada ante el prodigio. Lo descartamos, sin embargo. La razón fue que colindaba con un solar aún vacío en el que campaban a sus anchas los gatos flacos y los desperdicios. El ensanche crecía, pero aún tenía aquí y allá puntos por urbanizar. Pensamos que tal situación quizá no ofreciera una buena imagen para esas clientas sofisticadas que pretendíamos captar, así que la opción del taller con ducha telefónica quedó descartada.
La segunda propuesta estaba emplazada en la principal vía de Tetuán, la que aún era la calle República, en una hermosa casa con torretas en las esquinas cerca de la plaza de Muley-el-Mehdi que pronto sería de Primo de Rivera. El local también reunía a primera vista todos los requisitos necesarios: era espacioso, tenía empaque y no lo flanqueaba un solar sin construir, sino que hacía él mismo esquina abriéndose a dos arterias céntricas y transitadas. De aquel lugar, sin embargo, nos espantó una vecina: en el edificio de al lado residía una de las mejores modistas de la ciudad, una costurera de cierta edad y sólido prestigio.
Sopesamos la situación y nos decidimos por descartar aquel piso también: mejor no importunar a la competencia.
Nos decantamos, pues, por la tercera opción. El inmueble que finalmente habría de convertirse en mi local de trabajo y residencia era un gran piso en la calle Sidi Mandri, en un edificio con fachada de azulejos cercano al Casino Español, el Pasaje Benarroch y el hotel Nacional, no lejos de la plaza de España, la Alta Comisaría y el palacio del jalifa con sus guardias imponentes vigilando la entrada, un despliegue exótico de turbantes y capas suntuosas mecidas por el aire.
Cerró Candelaria el trato con el hebreo Jacob Benchimol, quien, a partir de entonces y con tremenda discreción, se convirtió en mi casero a cambio del puntual montante de trescientas setenta y cinco pesetas mensuales. Tres días después, yo, la nueva Sira Quiroga, falsamente metamorfoseada en quien no era pero tal vez algún día llegara a ser, tomé posesión del local y abrí de par en par las puertas de una nueva etapa de mi vida.
—Adelántate tú sola —dijo Candelaria entregándome la llave—. Mejor será que a partir de ahora no nos vean andar mucho juntas. Dentro de un ratillo voy yo para allá.
Me abrí paso entre el trasiego de La Luneta recibiendo constantes miradas masculinas. No recordaba haber sido objeto ni de una cuarta parte de ellas en los meses anteriores, cuando mi imagen era la de una joven insegura de pelo recogido en un moño sin gracia, que caminaba con flojera arrastrando la ropa y las heridas de un pasado que intentaba olvidar. Ahora me movía con fingido desparpajo, esforzándome por desprender a mi paso un aroma de arrogancia y savoir-faire que nadie habría imaginado apenas unas semanas atrás.
A pesar de que intenté imponer a mis pasos un ritmo sosegado, no tardé más de diez minutos en alcanzar el destino. Nunca me había fijado en aquel edificio aunque se encontraba tan sólo a unos metros de la calle principal del barrio español. Me complació a primera vista comprobar que reunía todas las condiciones que yo había considerado deseables: excelente localización y buen empaque de puertas afuera, cierto aire de exotismo árabe en la azulejería de la fachada, cierto aire de sobriedad europea en su planteamiento interior. Las zonas comunes de acceso eran elegantes y bien distribuidas; la escalera, sin ser demasiado ancha, tenía una hermosa barandilla de forja que giraba con gracia al ascender los tramos.
El portal estaba abierto, como todos en aquellos años. Supuse que existía una portera, pero no se dejó ver. Comencé a subir con inquietud, casi de puntillas, intentando ensordecer el sonido de mis pisadas. De cara al exterior había ganado seguridad y prestancia, pero dentro de mí seguía intimidada y prefería pasar desapercibida en la medida que fuera posible. Llegué a la planta principal sin cruzarme con nadie y encontré un rellano con dos puertas idénticas. Izquierda y derecha, ambas cerradas. La primera pertenecía a la vivienda de los vecinos que aún no conocía. La segunda era la mía. Saqué la llave del bolso, la inserté en la cerradura con dedos nerviosos, la giré. Empujé tímidamente y durante unos segundos no me atreví a entrar; tan sólo recorrí con la mirada lo que el hueco de la puerta me dejó ver. Un amplio recibidor de paredes despejadas y suelo de baldosas geométricas en blanco y granate. El arranque de un pasillo al fondo. A la derecha, un gran salón.
A lo largo de los años hubo muchos momentos en los que el destino me preparó quiebros insospechados, sorpresas y esquinazos imprevistos que hube de afrontar a matacaballo según fueron viniendo. Alguna vez estuve preparada para ellos; muchas otras, no. Nunca, sin embargo, fui tan consiente de estar accediendo a un ciclo nuevo como aquel mediodía de octubre en el que mis pasos se atrevieron por fin a traspasar el umbral y resonaron en la oquedad de una casa sin muebles. Atrás quedaba un pasado complejo y, como en una premonición, al frente se abría una magnitud de espacio desnudo que el tiempo se encargaría de ir llenando. ¿Llenando de qué? De cosas y afectos. De instantes, sensaciones y personas; llenando de vida.
Me dirigí al salón medio en penumbra. Tres balcones cerrados y protegidos por contraventanas de madera pintada de verde frenaban la luz del día. Las abrí una a una y el otoño marroquí entró en la estancia a chorros, colmando las sombras de dulces augurios.
Paladeé el silencio y la soledad, y demoré la actividad unos minutos.
En el transcurso de los mismos no hice nada; tan sólo me mantuve de pie en el centro del vacío, asimilando mi nuevo lugar en el mundo. Al cabo de un breve tiempo, cuando supuse que era hora de salir del letargo, acumulé por fin una dosis razonable de decisión y me puse en marcha. Con el antiguo taller de doña Manuela como referencia, recorrí el piso entero y parcelé mentalmente sus zonas. El salón actuaría como gran recepción; allí se presentarían ideas, se consultarían figurines, se elegirían telas y hechuras y se harían los encargos. La habitación más cercana al salón, una especie de comedor con un mirador en la esquina, se convertiría en cuarto de pruebas. Una cortina en mitad del corredor separaría aquella zona exterior del resto del piso. El siguiente tramo de pasillo y sus correspondientes habitaciones servirían de zona de trabajo: taller, almacén, cuarto de plancha, depósito de acabados e ilusiones, todo lo que cupiera. El tercer trecho, el del fondo de la vivienda, el más oscuro y de menor presencia, sería para mí. Allí existiría mi yo verdadero, la mujer dolorida y a la fuerza trasterrada, llena de deudas, demandas e inseguridades. La que por todo capital contaba con una maleta medio vacía y una madre sola en una ciudad lejana que peleaba por su resistencia. La que sabía que para montar aquel negocio había sido necesario el precio de un buen montón de pistolas. Ése sería mi refugio, mi espacio íntimo. De ahí hacia fuera, si por fin conseguía que la suerte dejara de volverme la espalda, estaría el territorio público de la modista llegada de la capital de España para montar en el Protectorado la más soberbia casa de modas que la zona nunca hubiera conocido.
Regresé a la entrada y oí que alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Abrí inmediatamente, sabía quién era. Candelaria entró escurriéndose como una lombriz robusta.
—¿Cómo lo ves, niña? ¿Te ha gustado? —preguntó ansiosa. Se había arreglado para la ocasión; traía puesto uno de los trajes que yo le había cosido, un par de zapatos que de mí había heredado y le quedaban dos números pequeños, y un peinado un tanto aparatoso que le había hecho a toda prisa su comadre Remedios. Tras el torpe maquillaje de los párpados, sus ojos oscuros mostraban un brillo contagioso. Aquél era también un día especial para la matutera, el principio de algo nuevo e inesperado. Con el negocio que a punto estaba de arrancar, había echado un órdago a la grande por primera y única vez toda en su tormentosa vida. Quizá la nueva etapa compensara las hambres de su infancia, las tundas de palos que le propinó su marido y las amenazas continuas que de boca de la policía llevaba años oyendo. Había pasado tres cuartas partes de su existencia trampeando, maquinando argucias, huyendo hacia delante y echando pulsos a la mala fortuna; tal vez había llegado la hora de sentarse a descansar.
No respondí inmediatamente a la pregunta sobre qué me parecía el local; antes le sostuve unos instantes la mirada y me paré a calibrar todo lo que aquella mujer había supuesto para mí desde que el comisario me descargara en su casa como el que deja un bulto indeseable.
La miré en silencio y frente a ella, inesperada, se cruzó la sombra de mi madre. Muy poco tenían que ver Dolores y la matutera. Mi madre era todo rigor y templanza, y Candelaria, a su lado, pura dinamita. Su forma de ser, sus códigos éticos y la forma en que enfrentaban ambas los envites del destino eran del todo dispares pero, por primera vez, aprecié entre ellas una cierta sintonía. Cada una a su manera y en su mundo, las dos pertenecían a una estirpe de mujeres valientes y luchadoras, capaces de abrirse paso en la vida con lo poco que la suerte les pusiera por delante. Por mí y por ellas, por todas nosotras, tenía que pelear para que aquel negocio saliera a flote.
—Me gusta mucho —respondí por fin sonriendo—. Es perfecto, Candelaria; no podría haber imaginado un sitio mejor.
Me devolvió la sonrisa y un pellizco en la mejilla, cargados los dos de afecto y de una sabiduría tan vieja como los tiempos. Ambas intuíamos que a partir de entonces todo sería distinto. Nos seguiríamos viendo, sí, pero sólo de cuando en cuando y discretamente. Íbamos a dejar de compartir techo, ya no presenciaríamos juntas las broncas sobre el mantel; no recogeríamos la mesa al terminar la cena, ni hablaríamos con susurros en la oscuridad de mi mísera habitación. Nuestros caminos estaban a punto de separarse, cierto. Pero las dos sabíamos que, hasta el fin de los días, nos uniría algo de lo que jamás nadie iba a oírnos hablar.
14
En menos de una semana estaba instalada. Espoleada por Candelaria, fui organizando espacios y pidiendo muebles, aparatos y herramientas. Ella lo asumía todo con ingenio y billetes, dispuesta a dejarse hasta las pestañas en aquel negocio de azar aún borroso.
—Pide por esa boca, mi alma, que yo no he visto un gran taller de costura en toda mi puñetera vida, así que no tengo mucha idea de los aperos que necesita un negocio de semejante ralea. Si no anduviéramos con la maldita guerra encima, podríamos irnos tú y yo a Tánger, a comprar maravillas francesas en Le Palais du Mobilier y, ya de paso, media docena de bragas en La Sultana, pero como estamos en Tetuán con la pata quebrada y no quiero que te asocien mucho conmigo, lo que vamos a hacer es que tú vas a ir pidiendo cosas y yo me las voy a ingeniar para conseguirlas con mis contactos. Así que dale carrete, criatura: dime qué tengo que ir buscando y por dónde empiezo.
—Primero el salón. Tiene que representar la imagen de la casa, dar una sensación de elegancia y buen gusto —dije rememorando el taller de doña Manuela y todas aquellas residencias que conocí en mis entregas. Aunque el piso de Sidi Mandri, construido a la medida de la pequeña Tetuán, era mucho menor en empaque y dimensiones que las buenas casas de Madrid, el recuerdo de los viejos tiempos podría servirme como ejemplo para estructurar el presente.
—¿Y qué le ponemos?
—Un sofá divino, dos pares de buenas butacas, una amplia mesa de centro y dos o tres más pequeñas para que sirvan de auxiliares. Cortinones de damasco para los balcones y una gran lámpara. De momento, basta. Pocas cosas, pero con mucho estilo y la mejor calidad.
—No veo claro cómo conseguir todo eso, muchacha, que en Tetuán no hay tiendas con tanto tronío. Déjame que piense un poco; tengo yo un amigo que trabaja con un transportista, que a ver si consigo que me haga un porte... Bueno, tú no te preocupes, que yo me las arreglo de alguna manera, y si alguna de las cosas es de segunda o tercera mano pero de calidad de la buena, buena, no creo que importe mucho, ¿verdad? Así parecerá que la casa tiene más solera. Sigue arreando, niña.
—Figurines, revistas de moda extranjeras. Doña Manuela las tenía por docenas; cuando iban quedándose viejas nos las regalaba y yo me las llevaba a casa, nunca me cansaba de mirarlas.
—Eso va a ser también difícil de conseguir: ya sabes que desde el alzamiento las fronteras están cerradas y es muy poco lo que se recibe de fuera. Pero bueno, sé quién tiene un salvoconducto para Tánger, le tantearé a ver si me las puede traer como un favor; ya me pasará luego una buena factura a cambio pero, en fin, de eso ya Dios dirá...
—A ver si hay suerte. Y encárguese de que sea un buen montón de las mejores. —Rememoré los nombres de algunas de las que solía comprar yo misma en Tánger en los últimos tiempos, cuando Ramiro empezaba a desentenderse de mí. En sus hermosos dibujos y fotografías me refugié noches enteras—. Las americanas Harper's Bazaar, Vogue y Vanity Fair, la francesa Madame Fígaro —añadí—. Todas las que encuentre.
—Marchando. Más cosillas.
—Para el cuarto de pruebas, un espejo de tres cuerpos. Y otro par de butacas. Y un banco tapizado para dejar las prendas.
—Más.
—Telas. Trozos de tres o cuatro cuartas de los mejores tejidos que sirvan como muestras, no piezas enteras hasta que no veamos el asunto encaminado.
—Las mejores las tienen en La Caraqueña; de las de la burrakía que venden los moros junto al mercado ni hablar, que son mucho menos elegantes. Voy a ver también qué pueden conseguirme los indios de La Luneta, que son muy vivos y siempre andan con algo especial guardado en la trastienda. Y también tienen buenos contactos con la zona francesa, a ver si por allí también podemos sacar alguna cosilla interesante. Sigue pidiendo, morena.
—Una máquina de coser, una Singer americana a ser posible. Aunque casi todo el trabajo se haga a mano, convendrá tenerla. También una buena plancha con su tabla. Y un par de maniquíes. Del resto de las herramientas mejor me encargo yo en un minuto, sólo dígame dónde está la mejor mercería.
Y así nos fuimos organizando. Yo encargaba primero y Candelaria después, desde la retaguardia, recurría incansable a sus artes del trapicheo para lograr lo que necesitábamos. A veces venían cosas camufladas y a deshora, tapadas con mantas y cargadas por hombres de rostro cetrino. A veces los trajines se hacían a las claras del día, observados por todo aquel que pasara por la calle. Llegaron muebles, pintores y electricistas; recibí paquetes, instrumentos de trabajo y pedidos diversos sin fin. Enfundada en mi nueva imagen de mujer de mundo llena de glamour y desenvoltura, desde mis taconazos supervisé el proceso de principio a fin. Con aire resuelto, las pestañas cuajadas de máscara y atusándome sin cesar la nueva melena, ventilé oportunamente cuantos imprevistos se presentaron y me di a conocer entre los vecinos. Todos me saludaron discretos cada vez que me crucé con ellos en el portal o la escalera. En el bajo había una sombrerería y un estanco; en el principal, frente a mí, vivían una señora mayor enlutada y un hombre joven con gafas y cuerpo regordete que intuí como su hijo. Arriba, sendas familias con multitud de niños que intentaban curiosear todo lo posible a fin de averiguar quién iba a ser su próxima vecina.
Todo estuvo listo en unos cuantos días: ya sólo nos faltaba ser capaces de hacer algo con ello. Recuerdo como si fuera hoy la primera noche que dormí allí, sola y atemorizada; apenas conseguí un minuto de sueño. En las horas aún tempranas oí los últimos trasiegos domésticos de las viviendas próximas: algún niño llorando, una radio puesta, la madre y el hijo de la puerta de enfrente discutiendo a voces, el sonido de la loza y el agua al salir del grifo mientras alguien terminaba de fregar los últimos platos de una cena tardía. A medida que avanzaba la madrugada, los ruidos ajenos se silenciaron y otros imaginarios ocuparon su lugar: me parecía que los muebles crujían más de la cuenta, que sonaban pasos sobre las baldosas del pasillo y que las sombras me acechaban desde las paredes recién pintadas. Sin haberse aún intuido el primer rayo de sol, me levanté incapaz de contener la ansiedad un segundo más. Me dirigí al salón, abrí las contraventanas y me asomé a esperar el amanecer. Desde el alminar de una mezquita sonó la llamada para el fayr, la primera oración del día. No había aún nadie en las calles y las montañas del Gorgues, apenas intuidas en la penumbra, empezaron a percibirse majestuosas con las primeras luces. Poco a poco, perezosamente, la ciudad se fue poniendo en movimiento. Las sirvientas moras comenzaron a llegar envueltas en sus jaiques y pañolones. En sentido inverso, algunos hombres salieron al trabajo y varias mujeres con velo negro, de dos en dos, de tres en tres, emprendieron presurosas el camino hacia una misa tempranera. No llegué a ver a los niños marchar a los colegios; tampoco vi abrirse los comercios y las oficinas, ni a las criadas salir a por churros, ni a las madres de familia partir para el mercado a elegir los productos que los moritos después llevarían hasta sus casas en canastos cargados a la espalda. Antes entré de nuevo en el salón y me senté en mi flamante sofá de tafetán granate. ¿A qué? A esperar a que por fin cambiara el rumbo de mi suerte.
Llegó Jamila temprano. Nos sonreímos nerviosas, era el primer día para las dos. Candelaria me había cedido sus servicios y yo agradecí el gesto: nos habíamos tomado un gran cariño y la joven sería para mí una gran aliada, una hermana pequeña. «Yo me busco una Fatima en dos minutos; tú llévate a la Jamila, que es muy buena muchacha, ya verás lo bien que te ayuda.» Así que conmigo vino la dulce Jamila, encantada de quitarse de encima la intensa faena de la pensión y emprender junto a su siñorita una nueva actividad laboral que permitiera a su juventud llevar una existencia algo menos fatigosa.
Llegó Jamila, sí, pero nadie vino tras ella. Ni ese primer día, ni el siguiente, ni el siguiente tampoco. Las tres mañanas abrí los ojos antes del amanecer y me compuse con idéntico esmero. La ropa y el pelo impecables, la casa impoluta; las revistas glamurosas con sus mujeres elegantes sonriendo en las portadas, las herramientas ordenadas en el taller: todo perfecto al milímetro en espera de que alguien requiriera mis servicios. Nadie, sin embargo, parecía tener la intención de hacerlo.
A veces oía ruidos, pasos, voces en la escalera. Corría entonces de puntillas a la puerta y miraba ansiosa por la mirilla, pero los sonidos nunca resultaban ser para mí. Con el ojo pegado a la abertura redonda, vi pasar las figuras de niños ruidosos, señoras con prisa y padres con sombrero, criaditas cargadas, mozos de reparto, la portera y su mandil, el cartero tosiendo y un sinfín de figurantes más. Pero no llegó nadie dispuesto a encargar su guardarropa en mi taller.
Dudé entre avisar a Candelaria o seguir pacientemente a la espera. Dudé un día, dos, tres, hasta casi perder la cuenta. Por fin me decidí: iría a La Luneta y le pediría que intensificara sus contactos, que tocara todos los resortes necesarios para que las posibles clientas supieran que el negocio ya estaba en marcha. O lo conseguía o, a ese ritmo, nuestra empresa conjunta moriría antes de empezar. Pero no tuve ocasión de dar el paso y requerir la actuación de la matutera porque, precisamente aquella mañana, por fin el timbre sonó.
—Guten morgen. Mi nombre es Frau Heinz, soy nueva en Tetuán y necesito algunas prendas.
La recibí vestida con un traje de chaqueta que pocos días antes yo misma me había cosido. Azul plomo, falda de tubo estrecha como un lápiz, chaqueta entallada, sin camisa debajo y con el primer botón justo en el punto antecedente al milímetro a partir del cual el escote perdería su decencia. Y aun así, tremendamente elegante. Por todo aderezo, del cuello me colgaba una larga cadena de plata rematada en unas tijeras antiguas del mismo metal; no servían para cortar de puro viejas, pero las encontré en el bazar de un anticuario mientras buscaba una lámpara y de inmediato decidí convertirlas en parte de mi nueva imagen.
Apenas me miró la recién llegada a los ojos mientras se presentaba: su vista parecía más preocupada por calibrar la prestancia del establecimiento para cerciorarse de que éste estaba a la altura de lo que ella precisaba. Me resultó sencillo atenderla: sólo tuve que imaginar que yo no era yo misma, sino doña Manuela reencarnada en una extranjera atractiva y competente. Nos sentamos en el salón, cada una en una butaca; ella con pose resuelta un tanto hombruna y yo con mi mejor cruce de piernas mil veces ensayado. Me dijo con su media lengua lo que quería. Dos trajes de chaqueta, dos de noche. Y un conjunto para jugar al tenis.
—Ningún problema —mentí.
No tenía la menor idea de cómo demonios sería un conjunto para semejante actividad, pero no estaba dispuesta a reconocer mi ignorancia así tuviera delante un pelotón de fusilamiento. Consultamos las revistas y examinamos hechuras. Para los trajes de noche eligió sendos modelos de dos de los grandes creadores de aquellos años, Marcel Rochas y Nina Ricci, seleccionados de entre las páginas de una revista francesa con toda la alta costura de la temporada otoño-invierno de 1936. Las ideas para los trajes de día las extrajo del Harper's Bazaar americano: dos modelos de la casa Harry Angelo, un nombre que yo no había oído mencionar jamás aunque me cuidé muy mucho de declararlo abiertamente. Encantada por el despliegue de revistas en mi posesión, la alemana se esforzó por preguntarme en su rudimentario español dónde las había conseguido. Simulé no entenderla: si llegara a enterarse de las artimañas de mi socia la matutera para hacerse con ellas, mi primera clienta habría salido por piernas en aquel mismo momento y no habría vuelto a verla más. Pasamos después a la selección de las telas. Con las muestras que diversas tiendas me habían facilitado, expuse ante sus ojos todo un catálogo cuyos colores y calidades fui describiendo uno a uno.
La toma de decisiones fue relativamente rápida. Chifón, terciopelos y organzas para la noche; franela y cachemir para el día. Del modelo y tejido para el equipo de tenis no hablamos: ya me las ingeniaría en su momento. La visita duró una hora larga. En medio de la misma, Jamila, vestida con un kaftán color turquesa y con sus ojazos negros pintados con khol, hizo su aparición silenciosa con una bandeja bruñida que contenía pastas morunas y té dulce con hierbabuena. La germana aceptó encantada y con un guiño cómplice apenas perceptible, transmití a mi nueva sirvienta mi gratitud. La última tarea consistió en la toma de medidas. Apunté los datos en un cuaderno de tapas de piel con facilidad: la versión cosmopolita de doña Manuela en la que me había transmutado me estaba resultando de lo más útil. Concertamos la primera prueba para cinco días después y nos despedimos con la más exquisita educación. Adiós, Frau Heinz, muchas gracias por su visita. Adiós, Fräulein Quiroga, hasta la vista. Apenas cerré la puerta, me tapé la boca con las manos para evitar un grito y agarroté las piernas para no patear con ellas el suelo como un potro salvaje. De haber podido dar rienda suelta a mis impulsos, tan sólo habría explayado el entusiasmo de saber que nuestra primera clienta estaba en la red y ya no había marcha atrás.
Trabajé mañana, tarde y noche a lo largo de las siguientes jornadas. Era la primera vez que componía piezas de aquella envergadura por mí misma, sin supervisión ni ayuda de mi madre o doña Manuela. Puse por ello en la tarea los cinco sentidos multiplicados por cincuenta mil y, con todo, el temor a fallar no dejó de acompañarme ni un solo segundo. Descompuse mentalmente los modelos de las revistas y cuando las imágenes no dieron para más, afilé la imaginación e intuí todo aquello que no fui capaz de ver. Marqué las telas con jaboncillo y corté piezas con tanto miedo como precisión. Armé, desarmé y volví a armar. Hilvané, sobrehilé, compuse, descompuse y recompuse sobre un maniquí hasta que percibí el resultado como satisfactorio. Mucho había cambiado la moda desde que yo había empezado a moverme en aquel mundo de hilos y telas. Cuando entré en el taller de doña Manuela mediados los años veinte, predominaban las líneas sueltas, las cinturas bajas y los largos cortos para el día, y las túnicas lánguidas de cortes limpios y exquisita simplicidad para la noche. La década de los treinta trajo consigo largos más largos, cinturas ajustadas, cortes al bies, hombreras marcadas y siluetas voluptuosas. Cambiaba la moda como cambiaban los tiempos, y con ellos las exigencias de la clientela y las artes de las modistas. Pero supe adaptarme: ya me habría gustado haber conseguido para mi propia vida la facilidad con la que era capaz de acoplarme a los caprichos de las tendencias dictadas desde París.
15
Pasaron los primeros días en un remolino. Trabajaba sin descanso y salía muy poco, apenas lo justo para dar un breve paseo al caer la tarde. Solía cruzarme entonces con alguno de mis vecinos: la madre y el hijo de la puerta de enfrente amarrados del brazo, dos o tres de los niños de arriba bajando la escalera a todo correr o alguna señora con prisa por llegar a casa para organizar la cena de la familia. Sólo una sombra enturbió el quehacer de aquella semana inicial: el maldito traje de tenis. Hasta que me decidí a mandar a Jamila a La Luneta con una nota. «Necesito revistas con modelos de tenis. No importa que sean viejas.»
—Siñora Candelaria decir que Jamila volver mañana.
Y Jamila volvió al día siguiente a la pensión y regresó de nuevo con un fardo de revistas que apenas le cabía entre los brazos.
—Siñora Candelaria decir que siñorita Sira mirar estas revistas primero —avisó con voz dulce en su torpe español.
Llegaba arrebolada por la prisa, cargada de energía, desbordante de ilusión. En cierta manera me recordaba a mí misma en los primeros años en el taller de la calle Zurbano, cuando mi cometido era simplemente correr de acá para allá haciendo recados y entregando pedidos, transitando por las calles ágil y despreocupada como un gato joven de callejón, distrayéndome con cualquier pequeño entretenimiento que me permitiera arrancar minutos a la hora del regreso y demorar todo lo posible el encierro entre cuatro paredes. La nostalgia amenazó con darme un latigazo, pero supe apartarme a tiempo y escaquearme con un quiebro airoso: había aprendido a desarrollar el arte de la huida cada vez que presentía cercana la amenaza de la melancolía.
Me lancé ansiosa sobre las revistas. Todas atrasadas, muchas bien sobadas, algunas incluso con la portada ausente. Pocas de moda, la mayor parte de temática más general. Unas cuantas francesas y la mayoría españolas o propias del Protectorado: La Esfera, Blanco y Negro, Nuevo Mundo, Marruecos Gráfico, Retama. Varias páginas aparecían con una esquina doblada, posiblemente Candelaria les había dado un barrido previo y me mandaba señaladas algunas hojas. Las abrí y lo primero que vi no resultó lo esperado. En una fotografía, dos señores peinados con brillantina y vestidos enteramente de blanco se estrechaban las manos derechas por encima de una red mientras en sendas izquierdas sostenía cada uno una raqueta. En otra imagen, un grupo de damas elegantísimas aplaudían la entrega de un trofeo a otro tenista masculino. Caí entonces en la cuenta de que en mi breve nota para Candelaria no había especificado que el traje de tenis debía ser femenino. A punto estaba de llamar a Jamila para que repitiera su visita a La Luneta cuando lancé un grito de júbilo. En la tercera de las revistas marcadas aparecía justo lo que yo necesitaba. Un amplio reportaje mostraba a una mujer tenista con un jersey claro y una especie de falda dividida, mitad la prenda de siempre, mitad pantalón ancho: algo que yo no había visto en mi vida y con toda probabilidad la mayoría de los lectores de aquella revista tampoco, a juzgar por la atención detallada que las fotografías parecían darle al equipamiento.
El texto estaba escrito en francés y apenas pude entenderlo, pero algunas referencias destacaban repetidamente: la tenista Lili Alvarez, la diseñadora Elsa Schiaparelli, un lugar llamado Wimbledon. A pesar de la satisfacción por haber encontrado alguna referencia sobre la que trabajar, ésta pronto se vio enturbiada por una sensación de inquietud. Cerré la revista y la examiné con detenimiento. Era vieja, amarillenta. Busqué la fecha. 1931. Faltaba la contraportada, los bordes tenían manchas de humedad, algunas páginas aparecían rajadas. Empezó a invadirme la preocupación. No podía enseñar tal vejestorio a la alemana para pedir su opinión sobre el conjunto; echaría por la borda mi falsa imagen de modista exquisita de últimas tendencias. Paseé nerviosa por la casa, tratando de encontrar una salida, una estrategia: cualquier cosa que me sirviera para solventar el imprevisto. Tras traquetear incesante sobre las baldosas del pasillo varias docenas de veces, lo único que se me ocurrió fue copiar yo misma el modelo e intentarlo hacer pasar como una propuesta original mía, pero no tenía la menor idea de dibujo y el resultado habría sido tan torpe que me habría hecho descender varios peldaños en la escala de mi supuesto pedigrí. Incapaz de sosegarme, decidí una vez más recurrir a Candelaria.
Jamila había salido: el quehacer liviano de la nueva casa le permitía constantes ratos de asueto, algo impensable en sus jornadas de dura faena en la pensión. A la caza del tiempo perdido, la joven aprovechaba aquellos momentos para echarse a la calle constantemente con la excusa de ir a hacer cualquier pequeño recado. «¿Siñorita querer Jamila va a comprar pipas?, ¿sí?» Antes de obtener una respuesta ya estaba trotando escalera abajo en busca de pipas, o de pan, o de fruta, o de nada más que aire y libertad. Arranqué las páginas de las revista, las guardé en el bolso y decidí entonces ir yo misma a La Luneta, pero al llegar no encontré a la matutera. En la casa sólo estaba la nueva sirvienta bregando en la cocina y el maestro junto a la ventana, aquejado de un fuerte catarro. Me saludó con simpatía.
—Vaya, vaya, qué bien parece que nos va la vida desde que hemos cambiado de madriguera —dijo ironizando sobre mi nuevo aspecto.
Apenas hice caso a sus palabras: mis urgencias eran otras.
—¿No tendrá usted idea de por dónde para Candelaria, don Anselmo?
—Ni la menor, hija mía; ya sabes que se pasa la vida de acá para allá, moviéndose como rabo de lagartija.
Me retorcí los dedos nerviosa. Necesitaba encontrarla, necesitaba una solución. El maestro intuyó mi inquietud.
—¿Te pasa algo, muchacha?
Recurrí a él a la desesperada.
—Usted no sabrá dibujar bien, ¿verdad?
—¿Yo? Ni la o con un canuto. Sácame del triángulo equilátero y estoy perdido.
No tenía la menor idea de lo que semejante cosa sería, pero igual me daba: el caso era que mi antiguo compañero de pensión tampoco podría ayudarme. Volví a retorcerme los dedos y me asomé al balcón por si veía a Candelaria regresar. Contemplé la calle llena de gente, taconeé nerviosa con un movimiento inconsciente. La voz del viejo republicano sonó a mi espalda.
—¿Por qué no me dices qué es lo que andas buscando, por si puedo ayudarte?
Me volví.
—Necesito a alguien que dibuje bien para copiarme unos modelos de una revista.
—Vete a la escuela de Bertuchi.
—¿De quién?
—Bertuchi, el pintor. —El gesto de mi cara le hizo partícipe de mi ignorancia—. Pero muchacha, ¿llevas tres meses en Tetuán y aún no sabes quién es el maestro Bertuchi? Mariano Bertuchi, el gran pintor de Marruecos.
Ni sabía quién era el tal Bertuchi, ni me interesaba lo más mínimo. Lo único que yo quería era una solución urgente para mi problema.
—¿Y él me podrá dibujar lo que necesito? —pregunté ansiosa.
Don Anselmo soltó una risotada seguida por un ataque de bronca tos. Los tres paquetes diarios de cigarrillos Toledo le pasaban cada día una factura más negra.
—Pero qué cosas tienes, Sirita, hija mía. Cómo va a ponerse Bertuchi a dibujarte a ti figurines. Don Mariano es un artista, un hombre volcado en su pintura, en hacer pervivir las artes tradicionales de esta tierra y en difundir la imagen de Marruecos fuera de sus fronteras, pero no es un retratista por encargo. Lo que en su escuela puedes encontrar es un buen montón de gente que te puede echar una mano; jóvenes pintores con poco quehacer, muchachas y muchachos que asisten a clases para aprender a pintar.
—¿Y dónde está esa escuela? —pregunté mientras me ponía el sombrero y agarraba con prisa el bolso.
—Junto a la Puerta de la Reina.
El desconcierto de mi rostro debió de resultarle de nuevo conmovedor porque, tras otra áspera carcajada y un nuevo golpe de tos, se levantó con esfuerzo del sillón y añadió.
—Anda, vamos, que te acompaño.
Salimos de La Luneta y nos adentramos en el mellah, el barrio judío; atravesamos sus calles estrechas y ordenadas mientras en silencio rememoraba los pasos sin rumbo en la noche de las armas. Todo, sin embargo, parecía distinto a la luz del día, con los pequeños comercios funcionando y las casas de cambio abiertas. Accedimos después a las callejas morunas de la medina, con su entramado laberíntico en el que aún me costaba orientarme. A pesar de la altura de los tacones y de la estrechez tubular de la falda, intentaba caminar con trote presuroso sobre el empedrado. La edad y la tos, sin embargo, impedían a don Anselmo mantener mi ritmo. La edad, la tos y su incesante charla sobre el colorido y la luminosidad de las pinturas de Bertuchi, sobre sus óleos, acuarelas y plumillas, y sobre las actividades del pintor como promotor de la escuela de artes indígenas y la preparatoria de Bellas Artes.
—¿Tú has mandado alguna carta a España desde Tetuán? —preguntó.
Había mandado a mi madre cartas, claro que sí. Pero mucho dudaba de que, con los tiempos que corrían, éstas hubieran alcanzado su destino en Madrid.
—Pues casi todos los sellos del Protectorado han sido impresos a partir de dibujos suyos. Imágenes de Alhucemas, Alcazarquivir, Xauen, Larache, Tetuán. Paisajes, personas, escenas de la vida cotidiana: todo sale de sus pinceles.
Continuamos andando, él hablando, yo forzando el paso y escuchando.
—Y los carteles y los afiches para promocionar el turismo, ¿no los has visto tampoco? No creo que en estos días aciagos que vivimos tenga nadie intención de hacer visitas de placer a Marruecos, pero el arte de Bertuchi ha sido durante años el encargado de difundir las bonanzas de esta tierra.
Sabía a qué carteles se refería, estaban colgados por muchos sitios, a diario los veía. Estampas de Tetuán, de Ketama, de Arcila, de otros rincones de la zona. Y, debajo de ellos, la leyenda «Protectorado de la república española en Marruecos». Poco tardarían en cambiarles el nombre.
Llegamos a nuestro destino tras una buena caminata en la que fuimos sorteando hombres y zocos, cabras y niños, chaquetas, chilabas, voces regateando, mujeres embozadas, perros y charcos, gallinas, olor a cilantro y hierbabuena, a horneo de pan y aliño de aceitunas; vida, en fin, a borbotones. La escuela se encontraba en el límite de la ciudad, en un edificio perteneciente a una antigua fortaleza colgado sobre la muralla. En su entorno había un movimiento moderado, personas jóvenes entrando y saliendo, algunos solos, otros charlando en grupo; unos con grandes carpetas bajo el brazo y otros no.
—Hemos llegado. Aquí te dejo; voy a aprovechar el paseo para tomarme un vinito con unos amigos que viven en la Suica; últimamente salgo poco y tengo que amortizar cada visita que hago a la calle.
—¿Y cómo hago para volver? —pregunté insegura. No había prestado la menor atención a los recovecos del camino; pensaba que el maestro haría conmigo el recorrido inverso.
—No te preocupes, cualquiera de estos muchachos estará encantado de ayudarte. Buena suerte con tus dibujos, ya me contarás el resultado.
Le agradecí el acompañamiento, subí los escalones y entré en el recinto. Noté varias miradas posarse de repente sobre mí; no debían de estar en aquellos días acostumbrados a la presencia de mujeres como yo en la escuela. Accedí hasta mitad de la entrada y me paré, incómoda, perdida, sin saber qué hacer ni por quién preguntar. Sin tiempo para plantearme siquiera mi siguiente paso, una voz sonó a mi espalda.
—Vaya, vaya, mi hermosa vecina.
Me giré sin tener la menor idea de quién podría haber pronunciado tales palabras y al hacerlo encontré al hombre joven que vivía frente a mi casa. Allí estaba, esta vez solo. Con varios kilos de más y bastante menos pelo de lo que correspondería a una edad que probablemente aún no alcanzara la treintena. No me dejó hablar siquiera. Lo agradecí, no habría sabido qué decirle.
—Se la ve un poco despistada. ¿Puedo ayudarla?
Era la primera vez que me dirigía la palabra. Aunque nos habíamos cruzado varias veces desde mi llegada, siempre lo había visto en compañía de su madre. En aquellos encuentros apenas habíamos musitado ninguno de los tres nada más allá que algún cortés buenas tardes. Conocía también otra vertiente de sus voces bastante menos amable: la que oía desde mi casa casi todas las noches, cuando madre e hijo se enzarzaban hasta las tantas en discusiones acaloradas y tumultuosas. Decidí ser clara con él: no tenía ningún subterfugio preparado ni manera inmediata de buscarlo.
—Necesito a alguien que me haga unos dibujos.
—¿Puede saberse de qué?
Su tono no era insolente; sólo curioso. Curioso, directo y levemente amanerado. Parecía mucho más resuelto solo que en presencia de su madre.
—Tengo unas fotografías de hace unos años y quiero que me dibujen unos figurines basados en ellas. Como ya sabrá, soy modista. Son para un modelo que debo coser para una clienta; antes tengo que mostrárselo para que lo apruebe.
—¿Trae las fotografías con usted?
Asentí con un breve gesto.
—¿Me las quiere enseñar? Tal vez yo pueda ayudarla.
Miré alrededor. No había demasiada gente, pero sí la suficiente como para resultarme incómodo hacer exposición pública de los recortes de la revista. No necesité decírselo; él mismo lo intuyó.
—¿Salimos?
Una vez en la calle, extraje las viejas páginas del bolso. Se las tendí sin palabras y las miró con atención.
—Schiaparelli, la musa de los surrealistas, qué interesante. Me apasiona el surrealismo, ¿a usted no?
No tenía la menor idea de lo que me estaba preguntando y, en cambio, me corría una prisa enorme el resolver mi problema, así que redirigí el rumbo de la conversación haciendo caso omiso a su pregunta.
—¿Sabe quién puede hacérmelos?
Me miró tras sus gafas de miope y sonrió sin despegar los labios.
—¿Cree que puedo servirle yo?
Aquella misma noche me trajo los bocetos; no imaginaba que lo hiciera tan pronto. Ya estaba preparada para dar fin al día, me había puesto el camisón y una bata larga de terciopelo que yo misma me había cosido para matar el tiempo en los días vacíos que pasé a la espera de clientas. Acababa de cenar con una bandeja en el salón y sobre ella quedaban los restos de mi frugal sustento: un racimo de uvas, un trozo de queso, un vaso de leche, unas galletas. Todo estaba en silencio y apagado, excepto una lámpara de pie prendida en una esquina. Me sorprendió que llamaran a la puerta casi a las once de la noche, me acerqué deprisa a la mirilla, curiosa y asustada a partes iguales. Cuando comprobé quién era, descorrí el cerrojo y abrí.
—Buenas noches, querida. Espero no importunarla.
—No se preocupe, aún estaba levantada.
—Le traigo unas cositas —anunció dejándome entrever las cartulinas que llevaba en las manos sujetas a la espalda.
No me las tendió, sino que las mantuvo medio ocultas mientras esperaba mi reacción. Dudé unos segundos antes de invitarle a entrar a aquella hora tan intempestiva. Él, entretanto, permaneció impasible en el umbral, con su trabajo fuera de mi vista y una sonrisa de apariencia inofensiva plasmada en la cara.
Entendí el mensaje. No tenía intención de mostrarme ni un centímetro hasta que le dejara pasar.
—Adelante, por favor —accedí por fin.
—Gracias, gracias —susurró suavemente sin ocultar su satisfacción por haber logrado su objetivo. Venía con camisa y pantalón de calle y un batín de fieltro encima. Y con sus gafitas. Y con sus gestos algo afectados.
Estudió la entrada con descaro y se adentró en el salón sin esperar a que le invitara.
—Me gusta muchísimo su casa. Es muy airosa, muy chic.
—Gracias, aún estoy instalándome. ¿Podría, por favor, enseñarme lo que me trae?
No necesitó el vecino más palabras para entender que, si le había dejado entrar a aquellas horas, no era precisamente para oír sus comentarios sobre cuestiones decorativas.
—Aquí tiene su encarguito —dijo mostrándome por fin lo que hasta entonces había mantenido oculto.
Tres cartulinas dibujadas en lápiz y pastel mostraban desde distintos ángulos y poses a una modelo estilizada hasta lo irreal, luciendo el estrambótico modelo de la falda que no lo era. La satisfacción debió de reflejarse en mi cara de forma instantánea.
—Asumo que los da por buenos —dijo con un punto de orgullo indisimulado.
—Los doy por buenísimos.
—¿Se los queda, entonces?
—Por supuesto. Me ha sacado de un gran apuro. Dígame qué le debo, por favor.
—Las gracias, nada más: es un regalo de bienvenida. Mamá dice que hay que ser educados con los vecinos, aunque usted a ella le gusta regulín. Creo que le parece demasiado resuelta y un poquito frivolona —apuntó irónico.
Sonreí y una levísima corriente de sintonía pareció unirnos momentáneamente; apenas un soplo de aire que se fue como vino en cuanto oímos a la progenitora gritar a través de la puerta entreabierta el nombre de su hijo.
—¡Fééééééé-lix! —Alargaba la e sosteniéndola como en el elástico de un tirachinas. Una vez que tensaba al máximo la primera sílaba, disparaba con fuerza la segunda—. Féééééééé-lix —repitió. Puso él entonces los ojos en blanco e hizo un exagerado ademán de desesperación.
—No puede vivir sin mí, la pobre. Me marcho.
La voz de grulla de la madre volvió a requerirle por tercera vez con su vocal inicial infinita.
—Recurra a mí cuando quiera; estaré encantado de hacerle más figurines, me enloquece todo lo que venga de París. Vuelvo a la mazmorra. Buenas noches, querida.
Cerré la puerta y me quedé un largo rato contemplando los dibujos.
Eran realmente una preciosidad, no podría haber imaginado un resultado mejor. Aunque no fueran obra mía, aquella noche me acosté con un grato sabor de boca.
Me levanté al día siguiente temprano; esperaba a mi clienta a las once para las primeras pruebas, pero quería ultimar todo al detalle antes de su llegada. Jamila aún no había vuelto del mercado, debía de estar a punto de hacerlo. A las once menos veinte sonó el timbre; pensé que tal vez la alemana se habría adelantado. Volvía yo a llevar el mismo traje azul marino de la vez anterior: había decidido utilizarlo para recibirla como si fuera un uniforme de trabajo, elegancia en estado de pura simplicidad. De esa manera explotaría mi vertiente profesional y disimularía que apenas tenía ropa de otoño en el armario. Ya estaba peinada, perfectamente maquillada, con mis tijeras de plata vieja colgadas del cuello. Sólo me faltaba un pequeño toque: el disfraz invisible de mujer vivida. Me lo puse presta y abrí yo misma la puerta con desparpajo. Y entonces el mundo se me cayó a los pies.
—Buenos días, señorita —dijo la voz quitándose el sombrero—. ¿Puedo pasar?
Tragué saliva.
—Buenos días, comisario. Por supuesto; adelante, por favor.
Le dirigí al salón y le ofrecí asiento. Se acercó a un sillón sin prisa, como distraído en observar la estancia a medida que avanzaba. Desplazó sus ojos con detenimiento por las elaboradas molduras de escayola del techo, por las cortinas de damasco y la gran mesa de caoba llena de revistas extranjeras. Por la antigua lámpara de araña, hermosa y espectacular, conseguida por Candelaria sabría Dios dónde, por cuánto y con qué oscuras mañas. Me noté el pulso acelerado y el estómago vuelto del revés.
Se acomodó por fin y yo me senté enfrente, en silencio, esperando sus palabras e intentando disimular mi inquietud ante su presencia inesperada.
—Bien, veo que las cosas marchan viento en popa.
—Hago lo que puedo. He empezado a trabajar; ahora mismo estaba esperando a una clienta.
—Y ¿a qué se dedica exactamente? —preguntó. De sobra conocía él la respuesta, pero por alguna razón tenía interés en que yo misma se lo hiciera saber.
Traté de utilizar un tono neutro. No quería que me viera amedrentada y con apariencia culpable, pero tampoco tenía la intención de mostrarme ante sus ojos como la mujer excesivamente segura y resuelta que él mismo, mejor que nadie, sabía que yo no era.
—Coso. Soy modista —dije.
No replicó. Simplemente me miró con sus ojos punzantes y esperó a que continuara con mis explicaciones. Se las desgrané sentada recta en el borde del sofá, sin desplegar ni un atisbo de las poses del sofisticado inventario de posturas mil veces ensayado para mi nueva persona. Ni cruces de piernas espectaculares. Ni atuses airosos de melena. Ni el más leve de los pestañeos. Compostura y sosiego fue lo único que me esforcé por transmitir.
—Ya cosía en Madrid; llevo media vida haciéndolo. Trabajé en el taller de una modista muy reputada, mi madre era oficiala en él. Aprendí mucho allí: era una casa de modas excelente y cosíamos para señoras importantes.
—Entiendo. Un oficio muy honorable. Y ¿para quién trabaja ahora, si puede saberse?
Volví a tragar saliva.
—Para nadie. Para mí misma.
Levantó las cejas con gesto de fingido asombro.
—Y ¿puedo preguntarle cómo se las ha arreglado para montar este negocio usted sola?
El comisario Vázquez podía ser inquisitivo hasta la muerte y duro como el acero pero, ante todo, era un señor y como tal formulaba las preguntas con una cortesía inmensa. Con cortesía aderezada con un toque de cinismo que no se esforzaba en disimular. Se le veía mucho más relajado que en sus visitas al hospital. No estaba tan tirante, tan tenso. Lástima que yo no fuera capaz de proporcionarle unas respuestas más acordes con su elegancia.
—Me han prestado el dinero —dije simplemente.
—Vaya, qué suerte ha tenido —ironizó—. Y ¿sería tan amable de decirme quién ha sido la persona que le ha hecho tan generoso favor?
Creí que no iba a ser capaz, pero la respuesta me salió de la boca de manera inmediata. Inmediata y segura.
—Candelaria.
—¿Candelaria la matutera? —preguntó con una medio sonrisa cargada a partes iguales de sarcasmo e incredulidad.
—La misma, sí, señor.
—Bueno, qué interesante. Desconocía que el trapicheo diera para tanto en estos tiempos.
Volvió a mirarme con aquellos ojos como barrenas y supe que en aquel momento mi suerte estaba en el exacto punto intermedio entre la supervivencia y el despeñamiento. Como una moneda lanzada al aire con las mismas probabilidades de caer de cara que de cruz. Como un funámbulo patoso sobre el alambre, con la mitad de las posibilidades de acabar en el suelo y exactamente las mismas de mantenerse airoso en las alturas. Como una pelota de tenis disparada por la modelo del figurín pintado por mi vecino, una pelota fallida propulsada por una grácil jugadora vestida de Schiaparelli: una bola que no cruza el campo, sino que, durante la eternidad de unos cuantos segundos, se mantiene haciendo equilibrios sobre la red antes de precipitarse a uno de los lados, dudando entre otorgar el tanto a la tenista glamurosa esbozada con trazos de pastel o a su anónima contraria. A un lado la salvación y a otro el derrumbamiento; yo en medio. Así me vi ante el comisario Vázquez aquella mañana de otoño en que su presencia vino a confirmar mis peores premoniciones. Cerré los ojos, tomé aire por la nariz. Después los abrí y hablé.
—Mire, don Claudio: usted me aconsejó que trabajara y eso es lo que estoy haciendo. Esto es un negocio decente, no un entretenimiento pasajero ni la tapadera de algo sucio. Usted tiene mucha información sobre mí: sabe por qué estoy aquí, los motivos que causaron mi caída y las circunstancias que impiden que me pueda marchar. Pero desconoce de dónde vengo y adónde quiero ir, y ahora, si me permite un minuto, se lo voy a contar. Yo procedo de una casa humilde: mi madre me crió sola, soltera. De la existencia de mi padre, de ese padre que me dio el dinero y las joyas que en gran parte generaron mi desdicha, no tuve conocimiento hasta hace unos meses. Nunca supe de él hasta que un día, de pronto, intuyó que le iban a matar por motivos políticos y, al pararse a ajustar cuentas con su propio pasado, decidió reconocerme y legarme una parte de su herencia. Hasta entonces, sin embargo, yo no había sabido siquiera su nombre ni había disfrutado de un mísero céntimo de su fortuna. Empecé por eso a trabajar cuando apenas levantaba tres palmos del suelo: mis tareas al principio no iban más allá de hacer recados y barrer el suelo por cuatro perras siendo aún una criatura, cuando tenía la misma edad de esas niñas con el uniforme de la Milagrosa que hace sólo un rato han pasado por la calle; quizá alguna fuera su propia hija camino del colegio, de ese mundo de monjas, caligrafías y declinaciones en latín que yo nunca tuve oportunidad de conocer porque en mi casa hacía falta que aprendiera un oficio y ganara un jornal. Pero lo hice con gusto, no crea: me encantaba coser y tenía mano, así que aprendí, me esforcé, perseveré y me convertí con el tiempo en una buena costurera. Y si un día lo dejé, no fue por capricho, sino porque las cosas se pusieron difíciles en Madrid: a la luz de la situación política muchas de nuestras clientas marcharon al extranjero, aquel taller cerró y ya no hubo manera de encontrar más trabajo.
»Yo no me he buscado problemas jamás, comisario; todo lo que me ha pasado en este último año, todos esos delitos en los que supuestamente estoy implicada, usted lo sabe bien, no se han producido por mi propia voluntad, sino porque alguien indeseable se cruzó un mal día en mi camino. Y no puede usted ni siquiera imaginarse lo que daría por borrar de mi vida la hora en que aquel canalla entró en ella, pero ya no hay marcha atrás y los problemas de él son ahora los míos, y sé que tengo que salir de ellos como sea: es mi responsabilidad y como tal la asumo. Sepa, sin embargo, que la única manera en que puedo hacerlo es cosiendo: no sirvo para más. Si usted me cierra esa puerta, si me corta esas alas, me va a estrangular porque no voy a poder dedicarme a ninguna otra cosa. Lo he intentado, pero no he encontrado a nadie dispuesto a contratarme porque nada más sé hacer. Así que le quiero pedir un favor, sólo uno: déjeme seguir con este taller y no indague más. Confíe en mí, no me hunda. El alquiler de este piso y todos los muebles que en él hay, están pagados hasta la última peseta; no he engañado a nadie para ello y nada debo en ningún sitio. Lo único que este negocio necesita es alguien que lo trabaje, y para eso estoy yo, dispuesta a dejarme en él el espinazo de noche y de día. Sólo permítame trabajar tranquila, no le crearé el menor problema, se lo juro por mi madre que es lo único que tengo. En cuanto consiga el dinero que debo en Tánger; en cuanto salde mi deuda y la guerra termine, regresaré junto a ella y no volveré a molestarle más. Pero mientras tanto, se lo ruego, comisario, no me exija más explicaciones y déjeme seguir adelante. Sólo le pido eso: que me quite el pie del cuello y no me asfixie antes de empezar porque, como lo haga, usted no va a ganar nada y yo, sin embargo, voy a perderlo todo.
No respondió y yo tampoco añadí una palabra más; nos sostuvimos simplemente la mirada. Contra todo pronóstico, había conseguido llegar al final de mi intervención con la voz firme y el temple sereno, sin derrumbarme. Me había por fin vaciado, despojado de todo lo que me llevaba reconcomiendo tanto tiempo. Noté de pronto una fatiga inmensa. Estaba cansada de haber sido apaleada por un cretino sin escrúpulos, de los meses que llevaba viviendo con miedo, de sentirme constantemente amenazada. Cansada de cargar con una culpa tan pesada, encogida como aquellas pobres mujeres moras a las que a menudo veía caminar juntas, lentas y encorvadas, envueltas en sus jaiques y arrastrando los pies, acarreando sobre la espalda bultos y fardos de leña, racimos de dátiles, chiquillos, cántaros de barro y sacos de cal. Estaba harta de sentirme acobardada, humillada; harta de vivir de una manera tan triste en aquella tierra extraña. Cansada, harta, agotada, exhausta y, sin embargo, dispuesta a empezar a sacar las uñas para pelear por salir de mi ruina.
Fue el comisario quien finalmente rompió el silencio. Antes se puso en pie; yo le imité, me estiré la falda, deshice con cuidado sus arrugas. Cogió él su sombrero y le dio un par de vueltas, contemplándolo concentrado. Ya no era el sombrero flexible y veraniego de unos meses atrás; ahora se trataba de un borsalino oscuro e invernal, un buen sombrero de fieltro color chocolate que giró entre los dedos como si en él estuviera la clave de sus pensamientos. Cuando terminó de moverlo, habló.
—De acuerdo. Accedo. Si nadie me viene con algo evidente, no voy a investigar cómo se las ha ingeniado para montar todo esto. A partir de ahora la voy a dejar trabajar y sacar adelante su negocio. La voy a dejar vivir tranquila. A ver si tenemos suerte y eso nos libra de problemas a los dos.
No dijo más ni esperó a que yo respondiera. Apenas pronunciada la última sílaba de su breve sentencia, hizo un gesto de despedida con un movimiento de la mandíbula y se encaminó hacia la puerta. A los cinco minutos llegó Frau Heinz. Qué pensamientos me pasaron por la cabeza durante el tiempo que separó ambas presencias es algo que nunca fui capaz de recordar. Sólo me queda la memoria de que, cuando la alemana llamó al timbre y yo acudí a abrir, me sentía como si me hubieran arrancado del alma el peso entero de una montaña.
SEGUNDA PARTE
16
A lo largo del otoño hubo más clientas; extranjeras adineradas en su mayoría, tuvo razón mi socia la matutera en su presagio. Varias alemanas. Alguna italiana. Unas cuantas españolas también, esposas de empresarios casi siempre, que la administración y el ejército andaban en tiempos convulsos. Alguna judía rica, sefardí, hermosa, con su castellano suave y viejo de otra cadencia, hadreando con su ritmo melodioso en haketía, con palabras raras, antiguas: mi wueno, mi reina, buena semana mos dé el Dio, ansina como te digo que ya te contí.
El negocio prosperaba poco a poco, se fue corriendo la voz. Entraba dinero: en pesetas de Burgos, en francos franceses y marroquíes, en moneda hassani. Lo guardaba todo en una pequeña caja de caudales cerrada con siete llaves en el segundo cajón de la mesilla de noche. A treinta de cada mes entregaba el montante a Candelaria. El tiempo de decir amén tardaba la matutera en apartar un puñado de pesetas para los gastos corrientes y liar el resto de los billetes en un rulo compacto que diestra se introducía en el canalillo. Con la ganancia del mes al cobijo caliente de sus opulencias, corría a buscar entre los hebreos al cambista que mejor apaño le hiciera. Volvía al rato a la pensión, sin resuello y con un montón tubular de libras esterlinas guarecido en el mismo escondite. Con el aliento aún entrecortado por la prisa, se sacaba de entre los pechos el botín. «A lo seguro, chiquilla, a lo seguro, que para mí que los más listos son los ingleses. Pesetas de Franco no vamos a ahorrar tú y yo ni una, que como al cabo terminen perdiendo la guerra los nacionales, no van a servirnos ni para limpiarnos el culo.» Repartía con justicia: la mitad para mí, la mitad para ti. Y que nunca nos falte, mi alma.
Me acostumbré a vivir sola, serena, sin miedos. A ser responsable del taller y de mí misma. Trabajaba mucho, me distraía poco. El volumen de pedidos no exigía más manos, seguí sin ayuda. La actividad era por eso incesante, con los hilos, las tijeras, con imaginación y la plancha. Salía a veces en busca de telas, a forrar botones o elegir bobinas y corchetes. Disfrutaba sobre todo de los viernes: me acercaba a la vecina plaza de España —el Feddán le decían los moros— para ver al jalifa salir de su palacio y dirigirse de la mezquita sobre un caballo blanco, bajo un parasol verde, rodeado por soldados indígenas con uniformes de ensueño, un espectáculo imponente. Solía caminar después por la que ya comenzaba a llamarse calle del Generalísimo, continuaba el paseo hasta la plaza de Muley-el-Mehdi y pasaba frente a la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, la misión católica, abarrotada de lutos y plegarias por la guerra.
La guerra: tan lejana, tan presente. Del otro lado del Estrecho llegaban noticias por las ondas, por la prensa y saltando de boca en boca. La gente, en sus casas, marcaba los avances con alfileres de colores sobre los mapas clavados en las paredes. Yo, en la soledad de la mía, me informaba sobre lo que en mi país iba aconteciendo. El único capricho que me permití en esos meses fue la compra de un aparato de radio; gracias a él supe antes de fin de año que el gobierno de la República se había trasladado a Valencia y había dejado al pueblo solo para defender Madrid. Llegaron las Brigadas Internacionales a ayudar a los republicanos, Hitler y Mussolini reconocieron la legitimidad de Franco, fusilaron a José Antonio en la cárcel de Alicante, junté ciento ochenta libras, llegó la Navidad.
Pasé aquella primera Nochebuena africana en la pensión. Aunque intenté rechazar la invitación, la dueña me convenció una vez más con su vehemencia arrolladura.
—Tú te vienes a cenar a La Luneta y no hay más que hablar, que mientras la Candelaria tenga un sitio en su mesa, aquí no pasa nadie las pascuas solo.
No pude negarme, pero cuánto esfuerzo me costó. A medida que las fiestas se acercaban, los soplos de tristeza empezaron a colarse entre los resquicios de las ventanas y a filtrarse por debajo de las puertas, hasta dejar el taller invadido de melancolía. Cómo estaría mi madre, cómo soportaría la incertidumbre de no saber de mí, cómo se las arreglaría para mantenerse en aquellos tiempos atroces. Las preguntas sin respuesta me asaltaban a cada momento e incrementaban por días mi desazón. El ambiente alrededor contribuía poco a mantener alto el optimismo: apenas se palpaba una pizca de alegría a pesar de que los comercios lucían algunos adornos, la gente intercambiaba parabienes y los niños de los pisos vecinos tarareaban villancicos al trotar por la escalera. La certeza de lo que pasaba en España era tan densa y oscura que nadie parecía tener el ánimo para celebraciones.
Llegué a la pensión pasadas las ocho de la tarde, apenas me crucé con nadie por la calle. Candelaria había asado un par de pavos: los primeros ingresos del nuevo negocio habían aportado una cierta prosperidad a su despensa. Yo llevé dos botellas de vino gasificado y un queso de bola holandés traído de Tánger a precio de oro. Encontré a los huéspedes desgastados, amargos, tan tristes. La patrona, en compensación, se esforzaba por mantener elevada la moral de la parroquia cantando arremangada a voz en grito mientras terminaba de preparar la cena.
—Ya estoy aquí, Candelaria —anuncié al entrar en la cocina.
Dejó de cantar y de revolver la cazuela.
—Y ¿qué es lo que te pasa, si puede saberse, que vienes con esa cara de pena que parece que te llevan al mismito matadero?
—No me pasa nada, qué me va a pasar —dije buscando un sitio donde dejar las botellas mientras intentaba esquivar su mirada.
Se limpió las manos en un trapo, me agarró del brazo y me obligó a volverme hacia ella.
—A mí no me engañas, niña. Es por tu madre, ¿no?
No la miré ni contesté.
—La primera Nochebuena fuera del nido es muy requetejodida, pero hay que tragarse el sapo, chiquilla. Aún recuerdo la mía, y mira que en mi casa éramos pobres como las ratas y apenas hacíamos otra cosa en toda la noche más que cantar, bailar y darle a las palmas, que de echarse al coleto poca cosa había. Con todo y con eso, la sangre tira mucho, aunque lo que hayas compartido con tu gente no hayan sido más que fatiguitas y miserias.
Seguí sin mirarla, simulando tener la atención concentrada en encontrar un hueco para colocar las botellas entre el montón de trastos que ocupaban la superficie de la mesa. Un almirez, un puchero de sopa y una fuente de natillas. Un lebrillo lleno de aceitunas, tres cabezas de ajos, una rama de laurel. Prosiguió ella hablando, cercana, segura.
—Pero poco a poco todo se pasa, ya verás. Seguro que tu madre está bien, que esta noche va a cenar con los vecinos y que, aunque se acuerde de ti y te eche en falta, estará contenta por saber que al menos tú tienes la suerte de estar fuera de Madrid, lejos de la guerra.
Tal vez Candelaria estuviera en lo cierto y mi ausencia fuera para ella un consuelo más que una pena. Posiblemente creyera que yo aún estaba con Ramiro en Tánger, quizá imaginaba que pasaríamos aquella noche cenando en un hotel deslumbrante, rodeados de extranjeros despreocupados que bailaban entre plato y plato ajenos al penar del otro lado del Estrecho. Aunque por carta había intentado ponerla al día, todo el mundo sabía que el correo de Marruecos no llegaba a Madrid, que probablemente aquellos mensajes nunca hubieran salido de Tetuán.
—Igual tiene usted razón —murmuré sin apenas despegar los labios. Aún mantenía las botellas de vino en la mano y la vista fija en la mesa, incapaz de encontrarles una ubicación. Tampoco tenía valor para mirar a Candelaria a la cara, temía no poder contener las lágrimas. —Seguro que sí, criatura, no le des más vueltas. Por mucho que pese la ausencia, el saber que una tiene a su hija apartada de las bombas y las ametralladoras es una buena razón para estar contenta. Así que venga, alegría, alegría —gritó mientras arrancaba de mis manos una de las botellas—. Verás tú qué prontito nos entonamos, corazón mío. —La abrió y la alzó—. Por la madre que te parió —dijo. Antes de que pudiera replicar, dio un largo trago de espumoso—. Y ahora tú —ordenó tras limpiarse la boca con el dorso de la mano. No tenía en absoluto ganas de beber, pero obedecí. Era a la salud de Dolores; por ella, cualquier cosa.
Comenzamos a cenar pero, a pesar de que Candelaria se esforzó por mantener el ánimo jaranero, los demás hablamos poco. Ni ganas de bronca había. El maestro tosió hasta partirse el esternón y soltaron lágrimas las hermanas resecas más resecas que nunca. Suspiró la madre gorda, se sorbió los mocos. Se le subió a su Paquito el vino a la cabeza, dijo tonterías, el telegrafista le dio réplica, reímos por fin. Y entonces se levantó la patrona, y alzó por todos su copa resquebrajada. Por los presentes, por los ausentes, por los unos y los otros. Nos abrazamos, lloramos, y por una noche no hubo más bando que el que juntos compusimos aquel pelotón de infelices.
Los primeros meses del nuevo año estuvieron llenos de sosiego y trabajo sin tregua. A lo largo de ellos, mi vecino Félix Aranda se fue convirtiendo en una presencia cotidiana. Además de la proximidad de nuestras viviendas, también comenzó a unirme a él otra cercanía que no podía medirse por los metros que separaban los espacios. Su comportamiento un tanto particular y mis múltiples necesidades de ayuda contribuyeron a establecer entre nosotros una relación de amistad que se forjó a deshoras y se extendió a lo largo de las décadas y los avatares que nos tocó vivir. Tras aquellos primeros bocetos que resolvieron el contratiempo del atuendo de tenista, llegaron más ocasiones en las que el hijo de doña Encarna se ofreció a tender su mano para ayudarme a saltar airosa sobre obstáculos aparentemente insalvables. A diferencia del caso de la falda pantalón de Schiaparelli, el segundo escollo que me obligó a solicitar sus favores al poco de instalarme no vino promovido por necesidades artísticas, sino a causa de mi ignorancia en cuestiones monetarias. Todo comenzó tiempo atrás con un pequeño inconveniente que no habría supuesto problema alguno para cualquiera con una educación un poco aventajada. Sin embargo, los escasos años que asistí a la humilde escuela de mi barrio madrileño no habían dado para tanto. Por eso, a las once de la noche previa a la mañana acordada para entregar la primera factura del taller, me vi inesperadamente acosada por la incapacidad para plasmar por escrito los conceptos y cantidades a los que el trabajo realizado equivalía.
Fue en noviembre. A lo largo de la tarde el cielo había ido tornándose en color panza de burra y al caer la noche comenzó a llover fuerte, el preludio de una tormenta proveniente del Mediterráneo cercano; una tormenta de las que arrasaban árboles, tumbaban los tendidos de la luz y acurrucaban a la gente entre las mantas musitando a Santa Bárbara una catarata fervorosa de letanías. Apenas un par de horas antes del cambio de tiempo, Jamila había llevado los primeros encargos recién terminados a la residencia de Frau Heinz. Los dos trajes de noche, los dos conjuntos de día y el modelo de tenista —mis cinco primeras obras— habían descendido de las perchas que las mantenían colgadas en el taller a la espera del último planchado y habían sido acomodadas en sus sacos de lienzo y transportadas en tres viajes sucesivos hasta su destino. El regreso de Jamila en el último de ellos trajo consigo la petición.
—Frau Heinz decir que Jamila llevar mañana por la mañana factura en marcos alemanes.
Y por si el mensaje no hubiera quedado bien claro, me entregó un sobre con una tarjeta que contenía el recado por escrito. Y entonces me senté a pensar en cómo demonios se haría una factura y por primera vez la memoria, mi gran aliada, se resistió a sacarme del atolladero. A lo largo de la instalación del negocio y de la creación de las primeras prendas, las estampas que aún atesoraba del mundo de doña Manuela me habían servido como recurso para salir adelante. Las imágenes memorizadas, las destrezas aprendidas, los movimientos y las acciones mecánicas tantas veces repetidas en el tiempo me habían proporcionado hasta entonces la inspiración necesaria para avanzar con éxito. Conocía al milímetro cómo funcionaba por dentro, una buena casa de costura, sabía tomar medidas, cortar piezas, plisar faldas, montar mangas y asentar solapas, pero por mucho que rebusqué entre mi catálogo de habilidades y recuerdos, ninguno encontré que sirviera de referencia para confeccionar una factura. Tuve muchas en la mano cuando aún cosía en Madrid y me encargaba de repartirlas por los domicilios de las clientas; en algunos casos incluso había regresado con el pago del importe en el bolsillo. Nunca, sin embargo, me había parado a abrir alguno de aquellos sobres para fijarme en detalle en su contenido.
Pensé en recurrir como siempre a Candelaria, pero tras el balcón comprobé la negrura de la noche, el viento imperioso que azotaba una lluvia cada vez más densa y los relámpagos implacables que se abrían paso desde el mar. Ante aquel escenario, el camino a pie hasta la pensión se me figuró como el más escarpado de los senderos hacia el infierno. Decidí, pues, ingeniármelas sola: me hice con lápiz y papel y me senté en la mesa de la cocina dispuesta a emprender la tarea. Hora y media más tarde allí seguía, con mil cuartillas arrugadas alrededor, sacando punta al lápiz por quinta vez con un cuchillo, y sin saber aún cuántos marcos alemanes serían los cincuenta y cinco duros que tenía previsto cobrar a la alemana. Y fue entonces cuando, en medio de la noche, algo se estrelló con fuerza contra el cristal de la ventana. Me puse en pie con un salto tan precipitado que con él tumbé la silla. Inmediatamente vi que había luz en la cocina de enfrente, y pese a la lluvia, y pese a la hora, allí descubrí la figura redondona de mi vecino Félix, con sus gafas, el pelo ralo encrespado y un brazo en alto, listo para lanzar al aire un segundo puñado de almendras. Abrí la ventana dispuesta a pedirle airada explicaciones por aquel incomprensible comportamiento pero, antes de poder decir siquiera la primera palabra, su voz atravesó el hueco que nos separaba. El repiqueteo espeso de la lluvia contra las baldosas del patio de luces tamizó el volumen; el contenido de su mensaje, no obstante, llegó diáfano.
—Necesito refugio. No me gustan las tormentas.
Pude preguntarle si estaba loco. Pude hacerle saber que me había dado un susto tremendo, gritarle que era un imbécil y cerrar la ventana sin más. Pero no hice ninguna de esas cosas porque en el cerebro se me encendió de forma instantánea una pequeña lucecita: tal vez aquel estrambótico acto podría volverse favorable en ese mismo momento.
—Te dejo que vengas si me ayudas —dije tuteándole sin ni siquiera pensarlo.
—Ve abriendo la puerta, que allí estoy en un verbo.
Por supuesto que mi vecino sabía que doscientas veinticinco pesetas eran al cambio doce con cincuenta reichsmarks. Como tampoco ignoraba que una factura presentable no podía hacerse en una cuartilla de papel barato con un lápiz resobado, así que cruzó de nuevo a su casa y regresó de inmediato con unos pliegos de papel inglés color marfil y una pluma Waterman que escupía trazos de tinta morada en primorosa caligrafía. Y desplegó todo su ingenio, que era mucho, y todo su talento artístico, que era mucho también, y en apenas media hora, entre truenos y en pijama, no sólo fue capaz de confeccionar la factura más elegante que las modistas europeas del norte de África jamás habrían podido imaginar, sino que, además, dio un nombre a mi negocio. Había nacido Chez Sirah.
Félix Aranda era un hombre raro. Gracioso, imaginativo y culto, sí. Y curioso, y fisgón. Y un punto excéntrico y algo impertinente también. El trasiego nocturno entre su casa y la mía se convirtió en un ejercicio cotidiano. No diario, pero sí constante. A veces pasaban tres o cuatro días sin que nos viéramos, a veces venía cinco noches a la semana. O seis. O hasta siete. La asiduidad de nuestros encuentros tan sólo dependía de algo ajeno a nosotros: de lo borracha que estuviera su madre. Qué relación más extraña, qué universo familiar tan oscuro se vivía en la puerta de enfrente. Desde la muerte del marido y padre años atrás, juntos transitaban por la vida Félix y doña Encarna con la apariencia más armoniosa. Juntos paseaban todas las tardes entre las seis y las siete; juntos asistían a misas y novenas, se surtían de remedios en la farmacia Benatar, saludaban a los conocidos con cortesía y merendaban hojaldres en La Campana. El siempre pendiente de ella, protegiéndola cariñoso, caminando a su paso: con cuidado, mamá, no vayas a tropezar, por aquí, mamá, con cuidado, con cuidado. Ella, orgullosa de su criatura, publicitando sus dotes a siniestro y diestro: mi Félix dice, mi Félix hace, mi Félix piensa, ay, mi Félix, qué haría yo sin él.
El polluelo solícito y la gallina clueca se transformaban, sin embargo, en un par de pequeños monstruos en cuanto se adentraban en un territorio más íntimo. Apenas traspasado el umbral de su vivienda, la anciana se enfundaba el uniforme de tirana y sacaba su látigo invisible para humillar al hijo hasta el extremo. Ráscame la pierna, Félix, que me pica la pantorrilla; ahí no, más arriba, mira que eres inútil, criatura, pero cómo habré podido yo parir un engendro como tú; pon bien el mantel, que lo veo torcido; así no, que está peor todavía; vuelve a ponerlo como estaba, que todo lo que tocas lo desgracias, pedazo de tarado, por qué no te dejaría yo en la inclusa cuando naciste; mírame la boca a ver si me ha avanzado la piorrea, saca el agua del Carmen que me alivie las flatulencias, dame friegas en la espalda con alcohol alcanforado, límame este callo, córtame las uñas de los pies, con cuidado, bola de sebo, que te llevas el dedo por delante; acércame el pañuelo que eche unas flemas, tráeme un parche Sor Virginia para el lumbago; lávame la cabeza y ponme los bigudíes, con más tino, imbécil, que me vas a dejar calva.
Así creció Félix, con una doble vida de flancos tan dispares como patéticos. Tan pronto murió el padre, el niño adorado dejó de serlo de la noche a la mañana: en pleno crecimiento y sin que nadie ajeno lo sospechara, pasó de centro de mimos y cariños públicos a tornarse en el objeto de las furias y frustraciones de la madre en privado. Como con un tajo de guadaña, todas sus ilusiones fueron cortadas al ras: marcharse de Tetuán para estudiar Bellas Artes en Sevilla o Madrid, identificar su sexualidad confusa y conocer a gente como él, seres de espíritu poco convencional con anhelos de volar por libre. A cambio, se vio conminado a vivir permanentemente bajo el ala negra de doña Encarna. Terminó el bachiller con los marianistas del Colegio del Pilar con calificaciones brillantes que de nada le sirvieron porque ya había aprovechado la madre su condición de sufrida viuda para conseguirle un puesto administrativo de color gris rata. Estampillar impresos en el Negociado de Abastos de la Junta de Servicios Municipales: el mejor de los trabajos para tronchar la creatividad del más ingenioso y mantenerle atado como un perro, ahora te ofrezco una tajada de carne suculenta, ahora te doy una patada capaz de reventarte la barriga.
Soportaba él los envites con paciencia franciscana. Y así, a lo largo de los años, mantuvieron el desequilibrio sin alteraciones, ella tiranizando y él manso, aguantando, resistiendo. Resultaba difícil saber qué
buscaba la madre de Félix en Félix, por qué le trataba así, qué quería de su hijo más allá de lo que él habría estado dispuesto a darle siempre. ¿Amor, respeto, compasión? No. Eso ya lo tenía sin el menor de los esfuerzos, él no era cicatero en sus afectos, qué va, el bueno de Félix. Doña Encarna quería algo más. Devoción, disposición incondicional, atención a sus más absurdos caprichos. Sumisión, sometimiento. Justo todo lo que su marido le exigió a ella en vida. Por eso, supuse, se libró de él. Félix nunca me lo contó abiertamente pero, como garbancito, fue dejándome pistas por el camino. Yo sólo me limité a seguirlas y aquélla fue mi conclusión. Al difunto don Nicasio probablemente lo mató su mujer como tal vez Félix acabara liquidando a su madre cualquier noche turbia.
Sería difícil calcular hasta cuándo habría podido él soportar aquel día a día tan miserable si ante sus ojos no se hubiera cruzado la solución de la forma más inesperada. Un particular agradecido por una gestión solvente en la oficina, un salchichón y un par de botellas de anís como regalo; vamos a probarlo, mamá, venga, una copita, mójate los labios nada más. Pero no sólo fueron los labios de doña Encarna los que apreciaron el sabor dulzón del licor, sino también la lengua, y el paladar, y la garganta, y el tracto intestinal, y de allí subieron los efluvios a la cabeza, y aquella misma noche aguardentosa Félix se encontró de bruces con la salida. Desde entonces, la botella de anís fue gran aliada: su tabla de salvación y la vía de escape por la que acceder a la tercera dimensión de su vida. Ya nunca más fue sólo un hijo modélico ante la galería y un trapo asqueroso en casa; a partir de aquel día también se convirtió en un noctámbulo desinhibido, en un prófugo a la búsqueda del oxígeno que en su hogar le faltaba.
—¿Otro poquito del Mono, mamá? —preguntaba indefectible tras la cena.
—Bueno, anda, ponme una gotita. Para aclararme la garganta mayormente, que parece que he cogido frío esta tarde en la iglesia.
Los cuatro dedos de líquido viscoso caían por el gaznate de doña Encarna a velocidad de vértigo.
—Si es que te lo tengo dicho, mamá, que no te abrigas bien —proseguía Félix cariñoso mientras le llenaba de nuevo la copa hasta el mismo borde—. Hala, bebe rápido, verás lo deprisa que entras en calor. —Diez minutos y tres lingotazos de matalahúva más tarde, doña Encarna roncaba semiinconsciente y su hijo huía cual gorrión suelto camino de tugurios de mala muerte, a juntarse con gente a la que a la luz del día y en presencia de su madre ni siquiera se habría atrevido a saludar.
Tras mi llegada a Sidi Mandri y la noche de la tormenta, mi casa se convirtió también en un refugio permanente para él. Allí acudía a hojear revistas, a aportarme ideas, dibujar bocetos y contarme con gracia cosas del mundo, de mis clientas y de todos aquellos con los que a diario yo me cruzaba y no conocía. Así, noche a noche, fui informándome sobre Tetuán y su gente: de dónde y para qué habían venido todas aquellas familias a esa tierra ajena, quiénes eran aquellas señoras a las que yo cosía, quién tenía poder, quién tenía dinero, quién hacía qué, para qué, cuándo y cómo.
Pero la devoción de doña Encarna por la botella no siempre lograba efectos sedantes y entonces, lamentablemente, las cosas se trastocaban. La fórmula yo te harto de aguardiente y tú me dejas en paz a veces no funcionaba según lo esperado. Y cuando el anisete no conseguía tumbarla, con la melopea llegaba el infierno. Aquellas noches eran las peores porque la madre no alcanzaba entonces el estado de una mansa momia, sino que se transformaba en un Júpiter tronante capaz de asolar con sus berridos la dignidad del más firme. Mal hijo, mamarracho, desgraciado, maricón era lo más suave que soltaba por la boca. Él, que sabía que la resaca mañanera borraría en ella cualquier trazo de memoria, con el tino certero de un lanzador de cuchillos la correspondía con otros tantos insultos igualmente indecorosos. Bruja asquerosa, mala zorra, cacho puta. Qué escándalo, Señor, si los hubieran oído las amistades con las que compartían confitería, boticario y banco de iglesia. Al día siguiente, sin embargo, el olvido parecía haberles caído encima con todo su peso y la cordialidad reinaba de nuevo en el paseo vespertino como si nunca hubiera existido entre ellos la menor tensión. ¿Quieres merendar hoy un suizo, mamá, o te apetece más una aguja de carne? Lo que prefieras, Félix, cariño, que tú eliges siempre bien por mí; anda, venga, vamos a darnos prisa, que tenemos que ir a dar el pésame a María Angustias, que me han dicho que ha caído su sobrino en la batalla del Jarama; ay, qué lástima, ángel mío, menos mal que ser hijo de viuda te ha librado de que te llamen a filas; qué habría hecho yo, Virgen Santísima, sola y con mi niño en el frente.
Félix era lo suficientemente listo como para saber que alguna anormalidad enfermiza sobrevolaba aquella relación, pero no lo bastante valiente como para cortar con ella por lo sano. Tal vez por eso se evadía de su lamentable realidad alcoholizando a su madre poco a poco, escapándose como un vampiro en la madrugada o riéndose de sus propias miserias mientras buscaba la culpa en mil causas ridículas y sopesaba los remedios más peregrinos. Uno de sus divertimentos consistía en descubrir rarezas y soluciones entre los anuncios de los periódicos, tumbado en el sofá de mi salón mientras yo remataba un puño o pespunteaba el penúltimo ojal del día.
Y entonces me decía cosas como ésta:
—¿Tú crees que lo de la hidra de mi madre será algo de nervios? A lo mejor esto se lo soluciona. Escucha, escucha. «Nervional. Despierta el apetito, facilita la digestión, regulariza el vientre. Hace desaparecer las extravagancias y los abatimientos. Tome Nervional, no lo dude.»
O ésta:
—Para mí que lo de mamá va a ser una hernia. Yo ya había pensado en regalarle una faja ortopédica, a ver si se le pasaran con ella las malas pulgas, pero oye esto: «Herniado, evite los peligros y las molestias con el insuperable e innovador compresor automático, maravilla mecano-científica que sin trabas, tirantes ni engorros vencerá totalmente su dolencia». Igual funciona, ¿a ti qué te parece, nena, le compro uno?
O tal vez esta otra:
—¿Y si al final resulta que es algo de la sangre? Mira lo que dice aquí. «Depurativo Richelet. Enfermedades del riego. Varices y llagas. Rectificador de la sangre viciada. Eficaz para eliminar venenos úricos.»
O cualquier tontería de género similar:
—¿Y si son almorranas? ¿Y si tiene mal de ojo? ¿Y si busco a un santón en la morería para que le haga un encantamiento? La verdad, creo que no debería preocuparme tanto, porque confío en que sus querencias darwinianas terminen corroyéndole el hígado y acaben con ella en breve plazo, que cada botella ya no le alcanza ni a un par de días y me está arruinando el bolsillo la vieja. —Detuvo su perorata tal vez esperando una réplica, pero no la obtuvo. O, al menos, no la encontró con palabras—. No sé por qué me miras con esa cara, chata —añadió entonces.
—Porque no sé de qué me estás hablando, Félix.
—¿No sabes a qué me refiero con las querencias darwinianas? ¿Es que tampoco sabes quién es Darwin? El de los monos, el de la teoría de que los humanos descendemos de los primates. Si digo que mi madre tiene querencias darwinianas es porque le chifla el Anís del Mono, ¿entiendes? Chica, tienes un estilo divino y coses como los mismísimos ángeles, pero en cuestiones de cultura general estás un poquito pez, ¿no?
Lo estaba, efectivamente. Sabía que tenía facilidad para aprender cosas nuevas y retener datos en la cabeza, pero también era consciente de las carencias formativas que arrastraba. Acumulaba muy escasos conocimientos de los que entonces se enseñaban en las enciclopedias: poco más que el nombre de un puñado de reyes recitados de carrerilla y aquello de que España limita al norte con el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separan de Francia. Podía cantar a voz en grito las tablas de multiplicar y era rápida usando los números en operaciones reales, pero no había leído ni un solo libro en toda mi vida y sobre historia, geografía, arte o política apenas tenía más saberes que los absorbidos durante mis meses de convivencia con Ramiro y a través de las grescas entre sexos en la pensión de Candelaria. Aparentemente podía dar el pego como joven mujer con estilo y modista selecta, pero era consciente de que, a poco que alguien rascara sobre mi capa exterior, descubriría sin el menor esfuerzo la fragilidad sobre la que me sostenía. Por eso, aquel primer invierno en Tetuán, Félix me hizo un extraño regalo: empezó a educarme.
Valió la pena. Para los dos. Para mí, por lo que aprendí y me depuré. Para él, porque gracias a nuestros encuentros llenó sus horas solitarias de afecto y compañía. Sin embargo, a pesar de sus encomiables intenciones, mi vecino distó mucho de resultar un docente convencional. Félix Aranda era un ser con aspiraciones de espíritu libre que pasaba cuatro quintas partes de su vida constreñido entre la bipolaridad despótica de su madre y el tedio machacón del más burocrático de los trabajos, así que, en sus horas de liberación, lo último que se podía esperar de él era orden, mesura y paciencia. Para encontrar eso tendría yo que haber vuelto a La Luneta, a que el maestro don Anselmo elaborara un plan didáctico a la medida de mi ignorancia. En cualquier caso, aunque Félix nunca fue un profesor metódico y organizado, sí me instruyó en muchas otras enseñanzas tan incoherentes como deslavazadas que, a la larga y de una u otra manera, de algo me sirvieron para moverme por el mundo. Así, gracias a él, me familiaricé con personajes como Modigliani, Scott Fitzgerald y Josephine Baker, logré distinguir el cubismo del dadaísmo, supe lo que era el jazz, aprendí a situar las capitales de Europa en un mapa, memoricé los nombres de sus mejores hoteles y cabarets, y llegué a contar hasta cien en inglés, francés y alemán.
Y también gracias a Félix me enteré de la función de mis compatriotas españoles en aquella tierra lejana. Supe que España llevaba ejerciendo su protectorado sobre Marruecos desde 1912, unos años después de firmar con Francia el Tratado de Algeciras por el que, como suele pasar a los parientes pobres, frente a los franceses ricos a la patria hispana le había correspondido la peor parte del país, la menos próspera, la más indeseable. La chuleta de África, le decían. España buscaba allí varias cosas: revivir el sueño imperial, participar en el reparto del festín colonial africano entre las naciones europeas aunque fuera con las migajas que las grandes potencias le concedieron; aspirar a llegar al tobillo de Francia e Inglaterra una vez que Cuba y Filipinas se nos habían ido de las manos y la piel de toro era tan pobre como una cucaracha.
No fue fácil afianzar el control sobre Marruecos aunque la zona asignada en el Tratado de Algeciras fuera pequeña, la población nativa escasa y la tierra áspera y pobre. Costó rechazos y revueltas internas en España, y miles de muertos españoles y africanos en la locura sangrienta de la brutal guerra del Rif. Sin embargo, lo consiguieron: tomaron mando y casi veinticinco años después del establecimiento oficial del
Protectorado, doblegada ya toda resistencia interna, allí seguían mis compatriotas, con su capital firmemente asentada y sin parar de crecer. Militares de todo escalafón, funcionarios de correos, aduanas y obras públicas, interventores, empleados de banca. Empresarios y matronas, maestros, boticarios, juristas y dependientes. Comerciantes, albañiles. Médicos y monjas, limpiabotas, cantineros. Familias enteras que atraían a otras familias al reclamo de buenos sueldos y un futuro por construir en convivencia con otras culturas y religiones. Y yo entre ellos, una más. A cambio de su impuesta presencia a lo largo de un cuarto de siglo, España había proporcionado a Marruecos avances en equipamientos, sanidad y obras, y los primeros pasos hacia una moderada mejora de la explotación agrícola. Y una escuela de artes y oficios tradicionales. Y todo aquello que los nativos pudieran obtener de beneficio en las actividades destinadas a satisfacer a la población colonizadora: el tendido eléctrico, el agua potable, escuelas y academias, comercios, el transporte público, dispensarios y hospitales, el tren que unía Tetuán con Ceuta, el que aún llevaba a la playa de Río Martín. España de Marruecos, en términos materiales, había conseguido muy poco: apenas había recursos que explotar. En términos humanos y en los últimos tiempos, sin embargo, sí había obtenido algo importante para uno de los dos bandos de la contienda civil: miles de soldados de las fuerzas indígenas marroquíes que en aquellos días luchaban como fieras al otro lado del Estrecho por la causa ajena del ejército sublevado.
Además de estos y otros conocimientos, de Félix obtuve también algo más: compañía, amistad e ideas para el negocio. Algunas de ellas resultaron excelentes y otras del todo excéntricas, pero al menos contribuyeron a hacer reír al final del día a ese par de almas solitarias que éramos los dos: Nunca logró convencerme para transformar mi taller en un estudio de experimentación surrealista en el que las capelinas tuvieran forma de zapato y los figurines presentaran a modelos tocadas con un teléfono por sombrero. Tampoco consiguió que utilizara caracolas marinas como abalorios ni pedazos de esparto en los cinturones, ni que me negara a aceptar como clienta a cualquier señora exenta de glamour. Sí le hice caso, sin embargo, en otras cosas.
Por iniciativa suya cambié, por ejemplo, mi manera de hablar. Desterré de mi castellano castizo los vulgarismos y las expresiones coloquiales y creé un nuevo estilo para obtener un mayor aire de sofisticación. Empecé a dejar caer palabras y fórmulas en francés que había oído repetidamente en los locales de Tánger, cazadas al vuelo en conversaciones cercanas en las que yo casi nunca participé y en encuentros sobrevenidos con gente con la que jamás llegué a cruzar más de tres frases. No eran más que unas cuantas expresiones, apenas media docena, pero él me ayudó a pulir su pronunciación y a calcular los momentos más oportunos para hacer uso de ellas. Todas estaban destinadas a mis clientas, a las presentes y las venideras. Pediría permiso para prender alfileres con vous permettez?, confirmaría con voilà tout y alabaría los resultados con tres chic. Hablaría de maisons de haute couture de cuyos dueños tal vez podría suponerse que alguna vez fui amiga y de gens du monde que quizá hubiera conocido en mis supuestas andanzas por acá y allá. A todos los estilos, modelos y complementos que propusiera les colgaría la etiqueta verbal de à la francaise; todas las señoras serían tratadas como madame. Para agasajar la dimensión patriótica del momento, decidimos que cuando tuviera clientas españolas recurriría oportunamente a referencias a personas y lugares conocidos en mis viejos tiempos trotando por las mejores casas de Madrid. Soltaría nombres y títulos como quien deja caer un pañuelo: levemente, sin estruendo ni aparatosidad. Que tal traje estaba inspirado en aquel modelo que un par de años atrás cosí para que mi amiga la marquesa de Puga lo luciera en la fiesta del polo de Puerta de Hierro; que tal tela era idéntica a la que usó para su puesta de largo la hija mayor de los condes del Encinar en su palacete de la calle Velázquez.
Por indicación de Félix mandé también hacer para la puerta una placa dorada con la inscripción en letra inglesa Chez Sirah – Grand couturier. En La Papelera Africana encargué una caja de tarjetas en blanco marfileño con el nombre y dirección del negocio. Así era, según él, como se denominaban las mejores casas de la moda francesa de entonces. Lo de la h final fue otro toque suyo para dotar al taller de un mayor aroma internacional, dijo. Le seguí el juego, por qué no; al fin y al cabo, a nadie dañaba con aquella pequeña folie de grandeur. En eso le hice caso y en mil detalles más gracias a los cuales, como en una pirueta de circo de tres pistas, no sólo fui capaz de adentrarme con mayor seguridad en el futuro, sino que también logré, tachan, tachán, sacarme de la chistera un pasado. No necesité demasiado esfuerzo: con tres o cuatro poses, un puñado de pinceladas precisas y unas cuantas recomendaciones de mi pigmalión particular, mi aún reducida clientela se encargó de montarme toda una vida en apenas un par de meses.
Para la pequeña colonia de señoras selectas que formaban mis clientas dentro de aquel universo de expatriados, yo pasé a ser una joven modista de alta costura, hija de un millonario arruinado, prometida con un aristócrata guapísimo con un leve punto de seductor y aventurero. Supuestamente siempre, habíamos vivido en varios países y nos habíamos visto obligados a cerrar nuestras casas y negocios de Madrid asustados por la incertidumbre política. En aquel momento, mi prometido andaba gestionando unas prósperas empresas en la Argentina mientras yo esperaba su regreso en la capital del Protectorado porque me habían aconsejado la benevolencia de aquel clima para mi delicada salud. Como mi vida había sido siempre tan movida, tan ajetreada y tan mundana, me sentía incapaz de ver pasar el tiempo sin dedicarme a alguna actividad, así que había decidido abrir un pequeño taller en Tetuán. Por puro entretenimiento, básicamente. De ahí que no cobrara precios astronómicos ni me negara a recibir todo tipo de encargos.
Nunca desmentí ni un ápice de la imagen que sobre mí se había configurado gracias a las pintorescas sugerencias de mi amigo Félix. Tampoco lo incrementé: simplemente me limité a dejarlo todo en suspense, a alimentar la incógnita y hacerme menos concreta, más indefinida: tremendo gancho para cebar el morbo y captar nueva clientela. Si me hubiera visto el resto de las modistillas del taller de doña Manuela. Si me hubieran visto las vecinas de la plaza de la Paja, si me hubiera visto mi madre. Mi madre. Intentaba pensar en ella lo menos posible, pero su recuerdo me asaetaba con fuerza de manera permanente. Sabía que era fuerte y resolutiva; sabía que sabría resistir. Pero aun así, cómo ansiaba oír de ella, enterarme de qué manera se las arreglaba en su día a día, cómo salía adelante sin compañía ni ingresos. Anhelaba transmitirle que yo estaba bien, sola otra vez, de nuevo cosiendo. Por la radio me mantenía informada y cada mañana Jamila se acercaba al estanco Alcaraz a comprar La Gaceta de África. Segundo año triunfal bajo la égida de Franco, rezaban ya las portadas. A pesar de que toda la actualidad venía tamizada por el filtro del bando nacional, me mantenía más o menos enterada de la situación en Madrid y de su resistencia. Con todo y con eso, seguía resultando imposible tener noticias directas de mi madre. Cuánto la echaba de menos, cuánto habría dado por poder compartir todo con ella en aquella ciudad extraña y luminosa, por haber montado juntas el taller, haber vuelto a comer sus guisos, a escuchar sus sentencias siempre certeras. Pero Dolores no estaba allí y yo sí. Entre desconocidos, sin poder regresar a ningún sitio, luchando por sobrevivir mientras inventaba una existencia impostada sobre la que poner los pies al levantarme cada mañana; peleando porque nadie llegara a saber que un vividor sin escrúpulos me había machacado el alma y un montón de pistolas habían servido para crear el negocio gracias al cual lograba comer todos los días.
A menudo recordaba también a Ignacio, mi primer novio. No echaba de menos su cercanía física; la presencia de Ramiro había sido tan brutalmente intensa que la suya, tan dulce, tan liviana, me parecía ya algo remoto y difuso, una sombra casi desvanecida. Pero no podía evitar el evocar con nostalgia su lealtad, su ternura y la certeza de que nada doloroso me habría ocurrido jamás a su lado. Y con mucha, muchísima más frecuencia de lo deseable, el recuerdo de Ramiro me asaltaba de forma inesperada y me clavaba con furia un rejonazo en las entrañas. Dolía, sí, claro que dolía. Dolía inmensamente, pero logré acostumbrarme a convivir con ello como quien tira de un fardo: arrastrando una carga inmensa que, aunque ralentiza el paso y exige un sobreesfuerzo, no impide del todo seguir el camino.
Todas aquellas presencias invisibles —Ramiro, Ignacio, mi madre, lo perdido, lo pasado— se fueron transformando en compañías más o menos volátiles, más o menos intensas con las que hube de aprender a convivir. Me invadían cuando estaba sola, en las tardes silenciosas de trabajo en el taller entre patrones e hilvanes, en la cama al acostarme o en la penumbra del salón en las noches sin Félix, ausente en sus andanzas clandestinas. El resto del día solían dejarme tranquila: probablemente intuían que andaba demasiado ocupada como para pararme a hacerles caso. Bastante tenía con un negocio que sacar adelante y una personalidad tramposa que seguir construyendo.
17
Con la primavera aumentó el volumen de trabajo. Cambiaba el tiempo y mis clientas demandaban modelos ligeros para las mañanas claras y las noches venideras del verano marroquí. Aparecieron algunas caras nuevas, otro par de alemanas, más judías. Gracias a Félix conseguí obtener una idea más o menos precisa de todas ellas. Solía cruzarse con las clientas en el portal y en la escalera, en el rellano y la calle al entrar o salir del taller. Las reconocía, las ubicaba; le entretenía buscar retazos de información aquí y allá para componer su perfil cuando le faltaba algún detalle: quiénes eran ellas y sus familias, adónde iban, de dónde venían. Más tarde, en los ratos en que dejaba a su madre derrumbada en el sillón, con los ojos en blanco y la baba aguardentosa colgando de la boca, él me desgranaba sus averiguaciones.
Así me enteré, por ejemplo, de detalles acerca de Frau Langenheim, una de las alemanas que pronto se hicieron asiduas. Su padre había sido embajador italiano en Tánger y su madre era inglesa, pero ella había tomado el apellido de su marido, un ingeniero de minas mayor, alto, calvo, reputado integrante de la pequeña pero resuelta colonia alemana del Marruecos español: uno de los nazis, me contó Félix, que de manera casi inesperada y ante el pasmo de los republicanos obtuvieron directamente de Hitler la primera ayuda externa para el ejército sublevado apenas unos días después del alzamiento. Hasta pasado algún tiempo no fui yo capaz de calibrar en qué medida la actuación del envarado marido de mi clienta había resultado crucial para el rumbo de la contienda civil, pero gracias a Langenheim y a Bernhardt, otro alemán residente en Tetuán para cuya mujer medio argentina también llegué a coser alguna vez, las tropas de Franco, sin tenerlo previsto y en un plazo minúsculo de tiempo, se hicieron con un buen arsenal de ayuda militar gracias al cual trasladaron a sus hombres hasta la Península. Meses después, en señal de gratitud y reconocimiento por la significativa actuación de su marido, mi clienta recibiría de manos del jalifa la mayor distinción en la zona del Protectorado y yo la vestiría de seda y organza para tal acto.
Mucho antes de aquel acto protocolario, Frau Langenheim llegó al taller una mañana de abril trayendo consigo a alguien a quien yo aún no conocía. Sonó el timbre y abrió Jamila; yo esperaba entretanto en el salón mientras fingía observar la trama de un tejido junto a la luz que entraba directa a través de los balcones. En realidad, no estaba observando nada; simplemente había adoptado aquella pose para recibir a mi clienta con la pretensión de adornarme de un aire de profesionalidad.
—Le traigo a una amiga inglesa para que conozca sus creaciones —dijo la esposa del alemán mientras se adentraba en la estancia con paso seguro.
A su lado apareció entonces una mujer rubia delgadísima con todo el aspecto de no ser tampoco un producto nacional. Calculé que tendría más o menos la misma edad que yo pero, por la desenvoltura con la que se comportaba, bien podría haber vivido ya mil vidas enteras del tamaño de la mía. Me llamaron la atención su frescura espontánea, la apabullante seguridad que irradiaba y la elegancia sin aspavientos con la que me saludó rozando sus dedos con los míos mientras con un gesto airoso se retiraba de la cara una onda de la melena. Tenía por nombre Rosalinda Fox, y la piel tan clara y tan fina que parecía hecha del papel de envolver los encajes, y una extraña forma de hablar en la que las palabras de lenguas distintas saltaban alborotadas en una cadencia extravagante y a veces un tanto incomprensible.
—Necesito un guardarropa urgentemente, so... I believe que usted y yo estamos condenadas... err... to understand each other. A entendernos, I mean —dijo rematando la frase con una leve carcajada.
Frau Langenheim rehusó sentarse con un tengo prisa, querida, he de irme ya. A pesar de su apellido y la mezcolanza de sus orígenes, hablaba con soltura en español.
—Rosalinda, cara mía, nos vemos esta tarde en el cóctel del cónsul Leonini —dijo entonces despidiéndose de su amiga—. Bye, sweetie, bye, adiós, adiós.
Nos sentamos la recién llegada y yo, y emprendí una vez más el protocolo de tantas otras primeras visitas: desplegué mi catálogo de poses y expresiones, hojeamos revistas y examinamos tejidos. La aconsejé y escogió; después reconsideró su decisión, rectificó y eligió de nuevo. La elegante naturalidad con la que se comportaba me hizo sentir cómoda a su lado desde el principio. A veces me resultaba fatigosa la artificialidad de mi comportamiento, sobre todo cuando tenía enfrente a clientas especialmente exigentes. No fue aquél el caso: todo fluyó sin tensiones ni demandas exageradas.
Pasamos al probador y tomé medidas de las estrechuras de sus huesos como de gato, las más pequeñas que jamás había anotado. Continuamos hablando de telas y formas, de mangas y escotes; recorrimos después de nuevo lo elegido, confirmamos y apunté. Un camisero de mañana en seda estampada, un tailleur de lana fría en tono rosa coral y un modelo de noche inspirado en la última colección de Lanvin. La cité para diez días después y con eso creí que ya habíamos terminado. Pero la nueva clienta decidió que todavía no era la hora de marcharse y, aún acomodada en el sofá, sacó una pitillera de carey y me ofreció un cigarrillo. Fumamos sin prisa, comentamos modelos y me expresó sus gustos en su media lengua de forastera. Señalando los figurines me preguntó cómo se decía bordado en español, cómo se decía hombrera, cómo se decía hebilla. Aclaré sus dudas, reímos ante la torpeza delicada de su pronunciación, volvimos a fumar y finalmente decidió irse, con calma, como si no tuviera nada que hacer ni nadie la esperara en ningún sitio. Antes se retocó el maquillaje contemplando sin demasiado interés su imagen en el espejo diminuto de su polvera. Recompuso después las ondas de su melena dorada y recogió el sombrero, el bolso y los guantes, todo elegante y de la mejor calidad pero en absoluto nuevo, noté. La despedí en la puerta, escuché su taconeo escalera abajo y no supe más de ella hasta muchos días después. Nunca me la crucé en mis paseos al caer la tarde, ni intuí su presencia en ningún establecimiento, ni nadie me habló de ella ni yo intenté averiguar quién era aquella inglesa a cuyo tiempo parecían sobrar tantas horas.
La actividad en aquellos días fue constante: el número creciente de clientas hacía las horas de trabajo interminables, pero logré calcular el ritmo con sensatez, cosí sin descanso hasta la madrugada y fui capaz de ir teniendo cada prenda lista en su plazo correspondiente. A los diez días de aquel primer encuentro, los tres encargos de Rosalinda Fox reposaban en sus respectivos maniquíes listos para la primera prueba. Pero ella no apareció. Ni lo hizo al día siguiente, ni al otro tampoco. Ni se molestó en llamar, ni me mandó un recado con nadie excusando su ausencia, posponiendo la cita o justificando su tardanza. Era la primera vez que me ocurría algo así con un encargo. Pensé que tal vez no tenía intención de regresar, que era una simple extranjera de paso, una de aquellas almas privilegiadas con capacidad para salir a su antojo del Protectorado y moverse libremente más allá de sus fronteras; una cosmopolita auténtica y no una falsa mundana como yo. Incapaz de encontrar una explicación razonable para tal comportamiento, opté por dejar el asunto al margen y ocuparme del resto de mis compromisos. Cinco días más tarde de lo previsto apareció como caída del cielo cuando yo estaba aún terminando de comer. Llevaba trabajando con prisa la mañana entera y conseguí por fin hacer un hueco para el almuerzo pasadas las tres de la tarde. Llamaron a la puerta, abrió Jamila mientras yo daba fin a un plátano en la cocina. Apenas oí la voz de la inglesa al otro extremo del pasillo, me lavé las manos en la pila y corrí a montarme en mis tacones. Salí presurosa a recibirla limpiándome los dientes con la lengua y retocándome el pelo con una mano mientras con la otra iba acoplando en su sitio las costuras de la falda y las solapas de la chaqueta. Su saludo fue tan largo como lo había sido su retraso.
—Tengo que pedirle mil disculpas por no haber venido antes y presentarme ahora de manera inesperada, ¿se dice así?
—Inesperada —corregí.
—Inesperada, sorry. He estado fuera a few days, tenía asuntos que arreglar en Gibraltar, aunque me temo que no lo he conseguido. Anyway, espero no llegar en un mal momento.
—En absoluto —mentí—. Pase, por favor.
La conduje al cuarto de pruebas y le mostré sus tres modelos. Los alabó mientras se iba despojando de sus propias prendas hasta quedar en ropa interior. Llevaba una combinación satinada que en su día debió de ser una preciosidad; el tiempo y el uso, sin embargo, la habían desprovisto en parte de su pasado esplendor. Sus medias de seda tampoco parecían precisamente recién salidas de la tienda en la que un día fueron compradas, pero rezumaban glamour y exquisita calidad. Una a una probé las tres creaciones sobre su cuerpo frágil y huesudo. La transparencia de su piel era tal que bajo ella parecían percibirse, azuladas, todas las venas de su organismo. Con la boca llena de alfileres, fui rectificando milímetros y ajustando pellizcos de tela sobre el frágil contorno de su silueta. En todo momento pareció satisfecha, se dejó hacer, asintió a las sugerencias que le propuse y apenas pidió cambios. Terminamos la prueba, aseguré que todo quedaría tres chic. La dejé vestirse otra vez y esperé en el salón. Tardó sólo un par de minutos en regresar y por su actitud deduje que, a pesar de su intempestiva llegada, tampoco aquel día parecía tener prisa por marcharse. Le ofrecí entonces té.
—Me muero por una taza de Darjeeling con una gota de leite, pero imagino que tendrá que ser té verde con hierbabuena, right?
No tenía la menor idea de a qué tipo de brebaje se estaba refiriendo, pero lo disimulé.
—Así es, té moruno —dije sin la menor turbación. La invité entonces a acomodarse y llamé a Jamila.
—Aunque soy inglesa —explicó—, he pasado la mayor parte de la meu vida en la India y, aunque es muy probable que nunca regrese allí, hay muchas cosas que aún echo de menos. Como el nosso té, por ejemplo.
—La entiendo. A mí también me cuesta hacerme a algunas cosas de esta tierra y a la vez echo en falta otras que dejé detrás.
—¿Dónde vivía antes? —quiso saber.
—En Madrid.
—¿Y antes?
A punto estuve de reír ante su pregunta: de olvidarme de las impostaciones inventadas para mi supuesto pasado y reconocer abiertamente que jamás había puesto los pies fuera de la ciudad que me vio nacer hasta que un sinvergüenza decidió arrastrarme con él para después dejarme tirada como una colilla. Pero me contuve y recurrí una vez más a mi falsa vaguedad.
—Bueno, en distintos sitios, aquí y allí, ya sabe, aunque Madrid es probablemente el lugar donde más tiempo he residido. ¿Y usted?
—Let's see, vamos a repasar —dijo con gesto divertido—. Nací en Inglaterra, pero en seguida me llevaron a Calcuta. A los diez años mis padres me enviaron a estudiar de vuelta a Inglaterra, err... a los dieciséis regresé a la India y a los veinte volví de novo a Occidente. Una vez aquí, pasé una temporada again en London y después otro longo período en Suiza. Err... Later, otro año en Portugal, por eso, a veces, confundo las dos lenguas, el portugués y el español. Y ahora, finalmente, me he instalado en África: primeramente en Tánger y, desde hace un corto tempo, aquí, en Tetuán.
—Parece una vida interesante —dije incapaz de retener el orden de aquel barullo de destinos exóticos y palabras mal dichas.
—Well, según se mire —replicó encogiéndose de hombros mientras sorbía con cuidado para no quemarse con el vaso de té que Jamila acababa de servirnos—. No me habría importado en absoluto haber permanecido en la India, pero hubo ciertas cosas que ocurrieron anesperadamente y hube de trasladarme. A veces la suerte se encarga de tomar las decisiones por nosotros, right? After all, err... that's life. Así es la vida, ¿no?
A pesar de la extraña pronunciación de sus palabras y de las evidentes distancias que separaban nuestros mundos, capté a la perfección a qué se estaba refiriendo. Terminamos el té hablando sobre cosas intrascendentes: los pequeños retoques que habría que hacer en las mangas del vestido de dupion de seda estampado, la fecha de la siguiente prueba. Miró la hora y al punto recordó algo.
—Tengo que irme —dijo levantándose—. Había olvidado que debo hacer some shopping, unas compras antes de regresar a arreglarme. Me han invitado a un cóctel en casa del cónsul belga.
Hablaba sin mirarme mientras ajustaba los guantes a los dedos, el sombrero a la cabeza. Yo la observaba entretanto con curiosidad, preguntándome con quién iría aquella mujer a todas esas fiestas, con quién compartiría su libertad para salir y entrar, su despreocupación de niña acomodada y aquel constante deambular por el mundo saltando de un continente a otro para hablar lenguas alborotadas y tomar té con aromas de mil pueblos. Comparando su vida aparentemente ociosa con mi trabajoso día a día, sentí de pronto en el espinazo la caricia de algo parecido a la envidia.
—¿Sabe dónde puedo comprar un traje de baño? —preguntó entonces súbitamente.
—¿Para usted?
—No. Para el meu filho.
—¿Perdón?
—My son. No, that's English, sorry. ¿Mi hijo?
—¿Su hijo? —pregunté incrédula.
—Mi hijo, that's the word. Se llama Johnny, tiene cinco años and he's so sweet... Todo un amor.
—Yo también llevo poco tiempo en Tetuán, no creo que pueda ayudarla —dije intentando no mostrar mi desconcierto. En la vida idílica que apenas unos segundos atrás acababa de imaginar para aquella mujer liviana y aniñada, tenían cabida los amigos y los admiradores, las copas de champán, los viajes transcontinentales, las combinaciones de seda, las fiestas hasta el amanecer, los trajes de noche de haute couture y, con mucho esfuerzo, tal vez un marido joven, frívolo y atractivo como ella. Pero nunca habría podido adivinar que tuviera un hijo porque jamás la imaginé como una madre de familia. Y sin embargo, al parecer lo era.
—En fin, no se preocupe, ya encontraré algún sitio —dijo a modo de despedida.
—Buena suerte. Y recuerde, la espero en cinco días.
—Aquí estaré, I promise.
Se fue y no cumplió su promesa. En vez de al quinto día, apareció al cuarto: sin aviso previo y cargada de prisas. Jamila me anunció su llegada cerca del mediodía mientras yo probaba a Elvirita Cohen, la hija del propietario del teatro Nacional de mi antigua calle de La Luneta y una de las mujeres más hermosas que en mi vida he llegado a ver.
—Siñora Rosalinda decir que necesitar ver a siñorita Sira.
—Dile que espere, que estoy con ella en un minuto.
Fueron más de uno, más de veinte probablemente, porque aún tuve que hacer unos cuantos ajustes al vestido que aquella hermosa judía de piel tersa habría de lucir en algún evento social. Me hablaba sin prisas en su hake tía musical: sube un poco aquí, mi reina, qué lindo queda, mi weno, sí.
Por Félix, como siempre, me había enterado de la situación de los hebreos sefardíes de Tetuán. Pudientes algunos, humildes otros, discretos todos; buenos comerciantes, instalados en el norte de África desde su expulsión de la Península siglos atrás, españoles por fin de pleno derecho desde que el gobierno de la República accediera a reconocer oficialmente su origen apenas un par de años antes. La comunidad sefardí suponía más o menos una décima parte de la población que Tetuán tenía en aquellos años, pero en sus manos estaba gran parte del poder económico de la ciudad. Ellos habían construido la mayoría de los nuevos edificios del ensanche y establecido muchos de los mejores negocios y comercios de la ciudad: joyerías, zapaterías, tiendas de tejidos y confecciones. Su poderío financiero se reflejaba en sus centros educativos —la Alianza Israelita—, en su propio casino y en las varias sinagogas que los recogían para sus rezos y celebraciones. Probablemente en alguna de ellas acabara luciendo Elvira Cohen el vestido de grosgrain que le estaba probando en el momento en que recibí la tercera visita de la imprevisible Rosalinda Fox.
Esperaba en el salón con apariencia inquieta, de pie, junto a uno de los balcones. Se saludaron de lejos ambas clientas con distante cortesía: la inglesa distraída, la sefardí sorprendida y curiosa.
—Tengo un problema —dijo acercándose a mí de manera precipitada tan pronto como el chasquido de la puerta anunció que estábamos solas.
—Cuénteme. ¿Quiere sentarse?
—Preferiría una copa. A drink, please.
—Me temo que no puedo ofrecerle mas que té, café o un vaso de agua.
—¿Evian?
Negué con la cabeza mientras pensaba que debería hacerme con un pequeño bar destinado a levantar el ánimo de las clientas en momentos de crisis.
—Never mind —susurró mientras se acomodaba con languidez. Yo hice lo mismo en el sillón de enfrente, crucé las piernas con desparpajo automático y esperé a que me informara sobre la causa de su visita intempestiva. Antes sacó la pitillera, encendió un cigarrillo y la arrojó con descuido sobre el sofá. Tras la primera calada, densa y profunda, se dio cuenta de que no me había ofrecido otro a mí, me pidió disculpas e hizo un gesto encaminado a enmendar su comportamiento. La frené antes, no, gracias. Esperaba a otra clienta en breve y no quería olor a tabaco en los dedos dentro de la intimidad del probador. Volvió a cerrar la pitillera, habló por fin.
—Necesito an evening gown, err... un traje espectacular para esta misma noite. Me ha surgido un compromiso anesperado y tengo que ir vestida like a princess.
—¿Como una princesa?
—Right. Como una princesa. Es una forma de falar, obviously. Necesito algo muito, muito elegante.
—Tengo su traje de noche preparado para la segunda prueba.
—¿Puede estar listo hoy?
—Absolutamente imposible.
—¿Y algún otro modelo?
—Me temo que no puedo ayudarla. No tengo nada que ofrecerle: no trabajo con confección hecha, todo lo realizo por encargo.
Volvió a dar una larga chupada a su cigarrillo, pero esta vez no lo hizo de manera ausente, sino observándome con fijeza a través del humo. Había desaparecido de su rostro el gesto de niña despreocupada de las veces anteriores y su mirada era ahora la de una mujer nerviosa pero decidida a no dejarse vencer fácilmente.
—Necesito una solución. Cuando hice mi mudanza desde Tánger a Tetuán, preparé unos trunks, unos baúles para ser enviados a mi madre a Inglaterra con cosas que ya no iba a usar. Por error, el baúl con mis evening gowns, con todos los meus trajes de noite, ha acabado también allí anesperadamente, estoy esperando que me lo envíen back, de vuelta. Acabo de enterarme de que esta noite he sido invitada a una recepción ofrecida by the German cónsul, el cónsul alemán. Err... It's the first time, la primera ocasión en que voy a asistir públicamente a un evento acompañando a... a... a una persona con la que mantengo una... una... una liason muito especial.
Hablaba deprisa pero con cautela, esforzándose para que yo comprendiera todo lo que me decía en aquella tentativa de español que, por efecto de sus nervios, sonaba aportuguesado como nunca y más salpicado de palabras en su propia lengua inglesa que en ninguno de nuestros encuentros anteriores.
—Well, it is... mmm... It's muito importante for... for... for him, para esa persona y para mí que yo cause una buona impressao entre los miembros de la German colony, de la colonia alemana en Tetuán. So far, hasta ahora, Mrs Langenheim me ha ayudado a conocer a algunos de ellos individually porque ella es half English, medio inglesa, err... pero esta noite es la primera vez que voy a aparecer en público con esa persona, openly together, juntos abiertamente, y por eso necesito ir extremely well dressed, muy muy bien vestida, y... y...
La interrumpí: no había ninguna necesidad de que siguiera afanándose tanto para no llegar a nada.
—Lo siento enormemente, se lo prometo. Me encantaría poderla ayudar, pero me resulta del todo imposible. Como acabo de decirle, no tengo nada hecho en mi atelier y soy incapaz de terminar su vestido en apenas unas cuantas horas: necesito al menos tres o cuatro días para ello.
Apagó el pitillo en silencio, ensimismada. Se mordió el labio y se tomó unos segundos antes de levantar la vista y atacar de nuevo con una pregunta a todas luces incómoda.
—¿Tal vez sería posible que usted me prestara uno de sus trajes de noite?
Hice un gesto negativo mientras intentaba inventar alguna excusa verosímil tras la que esconder el lamentable hecho de que, en realidad, no tenía ninguno.
—Creo que no. Toda mi ropa quedó en Madrid al estallar la guerra y me ha sido imposible recuperarla. Aquí apenas tengo unos cuantos trajes de calle, pero nada de noche. Hago muy poca vida social, ¿sabe? Mi prometido está en la Argentina y yo...
Para mi gran alivio, me interrumpió inmediatamente.
—I see, ya veo.
Permanecimos en silencio durante unos segundos eternos sin cruzarnos la mirada, escondiendo cada una su incomodidad con la atención concentrada en puntos opuestos de la estancia. Una en dirección a los balcones, otra al arco que separaba el salón de la entrada. Fue ella quien rompió la tensión.
—I think I must leave now. Tengo que irme.
—Créame que lo siento. Si hubiéramos tenido algo más de tiempo...
No concluí la frase: noté de pronto que no tenía el menor sentido evocar lo irremediable. Intenté cambiar de asunto, desviar la atención de la triste realidad que anticipaba una larga noche de fracaso con quien sin duda era el hombre del que estaba enamorada. Me seguía intrigando la vida de aquella mujer otras veces tan resuelta y airosa que en aquel momento, con gesto concentrado, recogía sus cosas y se acercaba a la puerta.
—Mañana estará todo listo para la segunda prueba, ¿de acuerdo? —dije a modo de inútil consuelo.
Sonrió vagamente y, sin más palabras, se fue. Y yo me quedé sola, de pie, inmóvil, en parte consternada por mi incapacidad para ayudar a una clienta en apuros y en parte aún intrigada por la extraña forma en la que ante mis ojos se iba configurando la vida de Rosalinda Fox, aquella joven madre trotamundos que perdía baúles llenos de trajes de noche como quien, con las prisas de una tarde de lluvia, se deja olvidada la cartera en un banco del parque o encima de la mesa de un café.
Me asomé al balcón medio tapada por una contraventana y la observé alcanzar la calle. Se dirigió sin prisa a un automóvil rojo intenso aparcado ante mi mismo portal. Supuse que alguien la estaba esperando, tal vez el hombre a quien tanto interés tenía en complacer aquella noche. No pude resistir la curiosidad y me esforcé por buscar su rostro, maquinando en mi mente escenas imaginarias. Supuse que se trataba de un alemán, posiblemente ésa sería la razón de su anhelo por causar buena impresión entre sus compatriotas. Lo intuía joven, atractivo, vividor; mundano y resolutivo como ella. Apenas tuve tiempo para seguir elucubrando porque, en cuanto alcanzó el auto y abrió la puerta de la derecha —la que supuestamente debería corresponder al lado del copiloto—, percibí con asombro que allí se encontraba el volante y que era ella misma quien tenía intención de conducir. Nadie la esperaba en aquel coche inglés con volante a la derecha: sola arrancó el motor y sola se fue tal como había llegado. Sin hombre, sin vestido para aquella noche y, muy probablemente, sin la menor esperanza de poder encontrar remedio alguno a lo largo de la tarde.
Mientras intentaba diluir el mal sabor de boca del encuentro, me dispuse a restablecer el orden de los objetos que la presencia de Rosalinda había alterado. Recogí el cenicero, soplé las cenizas que habían caído sobre la mesa, enderecé una esquina de la alfombra con la punta del zapato, ahuequé los cojines sobre los que nos habíamos acomodado y me dispuse a reordenar las revistas que ella había hojeado mientras yo terminaba de atender a Elvirita Cohen. Cerré un Harper's Bazaar abierto por un anuncio de barras de labios de Helena Rubinstein y a punto estaba de hacer lo mismo con el ejemplar de primavera de Madame Figaro cuando reconocí la fotografía de un modelo que me resultó remotamente familiar. A mi mente llegaron entonces mil recuerdos de otro tiempo como una bandada de pájaros. Sin ser apenas consciente de lo que hacía, grité con todas mis fuerzas el nombre de Jamila. Una alocada carrera la trajo al salón en un soplo.
—Vete volando a casa de Frau Langenheim y pídele que localice a la señora Fox. Tiene que venir a verme inmediatamente; dile que se trata de un asunto de máxima urgencia.
18
El creador del modelo, querida ignorante mía, es Mariano Fortuny y Madrazo, hijo del gran Mariano Fortuny, quien probablemente sea el mejor pintor del siglo XIX tras Goya. Fue un artista fantástico, muy vinculado con Marruecos, por cierto. Vino durante la guerra de África, quedó deslumbrado por la luz y el exotismo de esta tierra y se encargó de plasmarlo en muchos de sus cuadros; una de sus pinturas más conocidas es, de hecho, La batalla de Tetuán. Pero si Fortuny padre fue un pintor magistral, el hijo es un auténtico genio. Pinta también, pero en su taller veneciano diseña además escenografías para obras de teatro, y es fotógrafo, inventor, estudioso de técnicas clásicas y diseñador de telas y vestidos, como el mítico Delphos que tú, pequeña farsante, acabas de fusilarle en una reinterpretación doméstica intuyo que de lo más lograda.
Hablaba Félix tumbado en el sofá mientras entre sus manos mantenía la revista con la fotografía que había disparado mi memoria. Yo, agotada tras la intensidad de la tarde, escuchaba inmóvil desde un sillón, sin fuerzas aquella noche para sostener siquiera una aguja entre los dedos. Acababa de relatarle todos los acontecimientos de las últimas horas, empezando por el momento en que mi clienta anunciara su regreso al taller con un potente frenazo que hizo a los vecinos asomarse a los balcones. Subió corriendo, con la prisa resonando en los peldaños de la escalera. La esperaba con la puerta abierta y, sin pararme siquiera a saludarla, le propuse mi idea.
—Vamos a intentar hacer un Delphos de emergencia, ¿sabe de qué le hablo?
—¿Un Delphos de Fortuny? —inquirió incrédula.
—Un falso Delphos.
—¿Piensa que va a ser posible?
Nos sostuvimos un instante la mirada. La suya reflejaba un golpe de ilusión de pronto recuperada. La mía, no lo supe. Tal vez determinación y arrojo, ganas de triunfar, de salir con éxito de aquel trance. Probablemente también hubiera en el fondo de mis ojos cierto terror al fracaso, pero intenté que se intuyera lo menos posible.
—Ya lo he probado antes; creo que podremos conseguirlo.
Le mostré la tela que tenía prevista, una gran pieza de raso de seda azul grisáceo que Candelaria había conseguido en una de sus últimas piruetas con el caprichoso arte del cambalache. Obviamente, me guardé de mencionar su origen.
—¿A qué hora es el compromiso al que debe asistir?
—A las ocho.
Consulté la hora.
—Bien, esto es lo que vamos a hacer. Ahora mismo es casi la una. En cuanto acabe con la prueba que tengo en apenas diez minutos, voy a mojar la tela y la voy a secar. Necesitaré entre cuatro y cinco horas, lo cual nos pone en las seis de la tarde. Y al menos tendré que disponer de otra hora y media para la confección: es muy simple, tan sólo unas costuras lineales y además, ya tengo todas sus medidas, no precisará probarse. Aun así, necesitaré un tiempo para ello y para los remates. Eso nos lleva hasta casi la hora límite. ¿Dónde vive usted? Disculpe la pregunta, no es curiosidad...
—En el paseo de las Palmeras.
Debí de haberlo supuesto: muchas de las mejores residencias de Tetuán estaban allí. Una zona distante y discreta al sur de la ciudad, cerca del parque, casi a los pies del Gorgues imponente, con grandes viviendas rodeadas de jardines. Más allá, las huertas y los cañaverales.
—Entonces será imposible que le pueda hacer llegar el vestido hasta su domicilio.
Me miró interrogativa.
—Tendrá que venir aquí a vestirse —aclaré—. Llegue sobre las siete y media, maquillada, peinada, lista para salir, con los zapatos y las joyas que vaya a ponerse. Le aconsejo que no sean muchas ni excesivamente vistosas: el vestido no las demanda, quedará mucho más elegante con complementos sobrios, ¿me entiende?
Entendió a la perfección. Entendió, agradeció mi esfuerzo aliviada y se marchó de nuevo. Media hora más tarde y ayudada por Jamila, abordé la tarea más imprevista y temeraria de mi breve carrera de modista en solitario. Sabía lo que hacía, no obstante, porque en mis tiempos en casa de doña Manuela había ayudado a aquella misma labor en otra ocasión. Lo hicimos para una clienta con tanto estilo como dispares recursos económicos, Elena Barea se llamaba. En sus épocas prósperas, cosíamos para ella modelos suntuosos en las telas más nobles. A diferencia, sin embargo, de otras señoras de su entorno y condición, quienes en tiempos de mermada opulencia monetaria inventaban viajes, compromisos o enfermedades para excusar su imposibilidad de hacer frente a nuevos pedidos, ella nunca se ocultaba. Cuando las vacas flacas hacían su entrada en el irregular negocio de su marido, Elena Barea jamás dejaba de visitar nuestro taller. Volvía, se reía sin pudor de la volatilidad de su fortuna y, mano a mano con la dueña, ingeniaba la reconstrucción de viejos modelos para hacerlos pasar por nuevos alterando cortes, añadiendo adornos y recomponiendo las partes más insospechadas. O, con gran tino, elegía telas poco costosas y hechuras que requirieran una más simple elaboración: conseguía así adelgazar hasta el extremo el montante de las facturas sin mermar en demasía su elegancia. El hambre agudiza el ingenio, concluía siempre con una carcajada. Ni mi madre ni doña Manuela ni yo dimos crédito a lo que nuestros ojos vieron el día en que llegó con el más peculiar de sus encargos.
—Quiero una copia de esto —dijo sacando de una pequeña caja lo que parecía un tubo reliado de tela color sangre. Rió ante nuestras caras de asombro—. Esto, señoras, es un Delphos, un vestido único. Es una creación del artista Fortuny: se hacen en Venecia y se venden sólo en algunos establecimientos selectísimos en las grandes ciudades europeas. Miren qué maravilla de color, miren qué plisado. Las técnicas para conseguirlos son secreto absoluto del creador. Sienta como un guante. Y yo, mi querida doña Manuela, quiero uno. Falso, por supuesto.
Tomó entre los dedos la tela por uno de sus extremos y como por arte de magia apareció un vestido de raso de seda roja, suntuosa y deslumbrante, que se prolongaba hasta el suelo con caída impecable y terminaba en forma redonda y abierta en la base; a toda rueda, solíamos denominar a aquel tipo de remate. Era una especie de túnica llena de miles de pliegues verticales diminutos. Clásica, simple, exquisita. Habían pasado cuatro o cinco años desde aquel día, pero en mi memoria permanecía intacto todo el proceso de realización del vestido porque participé de manera activa en todas sus fases. De Elena Barea a Rosalinda Fox, la técnica sería la misma; el único problema, sin embargo, era que apenas contábamos con tiempo y habría que trabajar a marcha forzada. Ayudada en todo momento por Jamila, calenté ollas de agua que al hervir volcamos en la bañera. Escaldándome las manos, introduje en ella la tela y la dejé en remojo. El cuarto de baño se llenó de humo mientas nosotras observábamos nerviosas el experimento a medida que el sudor nos llenaba de gotas la frente y el vaho hacía desaparecer nuestras imágenes del espejo. Al cabo de un rato decidí que se podía extraer el tejido, ya oscuro e irreconocible. Vaciamos el agua y, tomando cada una un extremo, retorcimos la banda con todas nuestras fuerzas, a lo largo, apretando en distinto sentido como tantas veces habíamos hecho con las sábanas de la pensión de La Luneta para eliminar hasta la última gota de agua antes de tenderlas al sol. Sólo que esta vez no íbamos a desplegar la pieza en toda su dimensión, sino precisamente lo contrario: el objetivo era mantenerla estrujada al máximo a lo largo del secado para que, una vez desprovista de humedad, permanecieran fijos todos los pliegues posibles en aquel gurruño en que la seda se había convertido. Metimos entonces el material retorcido en un barreño y nos dirigimos a la azotea cargándolo entre las dos. Volvimos a apretar los dos extremos en direcciones opuestas hasta que éste tomó el aspecto de una cuerda gruesa y se enrolló sobre sí mismo con la forma de un gran muelle; dispusimos después una toalla en el suelo y, como una serpiente enroscada, colocamos sobre ella el anticipo del vestido que pocas horas después habría de lucir mi clienta inglesa en su primera aparición pública del brazo del enigmático hombre de su vida.
Dejamos la tela secar al sol y entretanto volvimos a bajar a casa, cargamos de carbón la cocina económica y la hicimos funcionar con toda su potencia hasta conseguir la temperatura de un cuarto de calderas. Cuando la estancia se convirtió en un horno y calculamos que el sol de la tarde empezaba a flojear, regresamos a la azotea y recuperamos el género retorcido. Extendimos una nueva toalla sobre el hierro colado de la cocina y, encima de ella, la tela aún estrujada, anillada en sí misma. Cada diez minutos, sin extenderla nunca, le fui dando la vuelta para que el calor del carbón la secara de forma uniforme. Con un resto del tejido no usado, entre paseo y paseo a la cocina confeccioné un cinturón consistente en una triple capa de entretela forrada por una simple banda ancha de seda planchada. A las cinco de la tarde retiré el gurruño de la superficie de hierro y lo trasladé al taller. Tenía el aspecto de una morcilla caliente: nadie podría haber imaginado lo que en poco más de una hora pensaba hacer con aquello.
Lo extendí sobre la mesa de cortar y poco a poco, con cuidado extremo, fui deshaciendo el engendro tubular. Y, mágicamente, ante mis ojos nerviosos y el estupor de Jamila, la seda fue apareciendo plisada y brillante, hermosa. No habíamos conseguido pliegues permanentes como las del auténtico modelo de Fortuny porque no teníamos medios ni conocimiento técnico para ello, pero sí fuimos capaces de obtener un efecto similar que duraría al menos una noche: una noche especial para una mujer necesitada de espectacularidad. Desplegué el tejido en toda su dimensión y lo dejé enfriar. Lo corté después en cuatro piezas con las que compuse una especie de estrecha funda cilíndrica que había de adaptarse al cuerpo como una segunda piel. Practiqué un simple cuello a la caja y trabajé las aberturas para los brazos. Sin tiempo para remates ornamentales, en poco más de una hora el falso Delphos estaba terminado: una versión casera y precipitada de un modelo revolucionario dentro del mundo de la haute couture; una imitación tramposa con potencial sin embargo para impactar a todo aquel que fijara su vista en el cuerpo que habría de lucirlo apenas treinta minutos después.
Estaba probando sobre él el efecto del cinturón cuando sonó el timbre. Sólo entonces caí en la cuenta de mi aspecto lamentable. El sudor provocado por el agua hirviendo me había descompuesto el maquillaje y la melena; el calor, los esfuerzos al retorcer la tela, las subidas y bajadas a la azotea y todo el trabajo imparable de la tarde habían conseguido dejarme como si me hubieran pasado por encima los Regulares de Caballería a pleno galope. Corrí a mi cuarto mientras Jamila acudía a abrir; me cambié de ropa a toda prisa, me peiné, me recompuse. El resultado del trabajo había sido satisfactorio y yo no podía menos que estar a la altura.
Salí a recibir a Rosalinda imaginando que me esperaría en el salón, pero al pasar junto a la puerta abierta del taller, vi su figura frente al maniquí que portaba su vestido. Estaba de espaldas a mí, no pude apreciar su rostro. Desde la puerta pregunté simplemente.
—¿Le gusta?
Se giró de inmediato y no me respondió. Con pasos ágiles se plantó a mi lado, me tomó una mano y la apretó con fuerza.
—Gracias, gracias, a million gracias.
Venía con el pelo recogido en un moño bajo, sus ondas naturales algo más marcadas de lo habitual. Llevaba un maquillaje discreto en los ojos y pómulos; el rouge de la boca, sin embargo, era mucho más espectacular. Sus stilettos la elevaban casi un palmo por encima de su altura natural. Un par de pendientes de oro blanco y brillantes, largos, divinos, componían todo su aderezo. Olía a perfume delicioso. Se despojó de su ropa de calle y la ayudé a ponerse el vestido. El plisado irregular de la túnica cayó azul, cadencioso y sensual sobre su cuerpo, marcando la exquisitez de su osamenta, la delicadeza de sus miembros, modelándolo y revelando las curvas y formas con elegancia y suntuosidad. Ajusté la banda ancha a su cintura y la anudé a la espalda. Contemplamos el resultado en el espejo sin mediar palabra.
—No se mueva —dije.
Salí al pasillo, llamé a Jamila y la hice entrar. Al contemplar a Rosalinda vestida se tapó de inmediato la boca para contener un grito de asombro y admiración.
—Dése la vuelta para que pueda verla bien. Gran parte del trabajo es suyo. Sin ella nunca lo habría conseguido.
La inglesa sonrió a Jamila agradecida y dio un par de vueltas sobre sí misma con gracia y estilo. La muchacha mora la contempló azorada, tímida y feliz.
—Y ahora, apúrese. Apenas quedan diez minutos para las ocho.
Jamila y yo nos instalamos en un balcón para verla salir, mudas, agarradas del brazo y casi agazapadas en una esquina a fin de no ser percibidas desde la calle. Era ya prácticamente de noche. Miré hacia abajo esperando encontrar aparcado una vez más su pequeño coche rojo, pero en su lugar había un automóvil negro, brillante, imponente, con banderines en su parte delantera cuyos colores, en la distancia y sin apenas luz, fui incapaz de distinguir. En cuanto la silueta de seda azulada pareció intuirse en el portal, los faros se encendieron y un hombre uniformado descendió del lado del copiloto y abrió con rapidez la puerta trasera. Se mantuvo marcial a su espera hasta que ella, elegante y majestuosa, salió a la calle y se acercó al auto con pasos breves. Sin prisa, como exhibiéndose llena de orgullo y seguridad. No pude apreciar si había alguien más en el asiento: en cuanto ella se acomodó, el hombre uniformado cerró la portezuela y volvió raudo a su sitio. El vehículo se puso entonces en marcha, potente, alejándose veloz en la noche, llevando dentro a una mujer ilusionada y el vestido más fraudulento de toda la historia de la falsa alta costura.
19
Al día siguiente las cosas volvieron a la normalidad. A media tarde llamaron a la puerta; me extrañó, no tenía ninguna cita prevista. Era Félix. Sin mediar palabra se escurrió dentro y cerró tras de sí. Me sorprendió su comportamiento: nunca solía aparecer en mi casa hasta bien entrada la noche. Una vez a salvo de las miradas indiscretas de su madre tras la mirilla, habló con prisa e ironía.
—Hay que ver, nena, cómo vamos prosperando.
—¿Por qué lo dices? —pregunté extrañada.
—Por la dama etérea que me he cruzado ahora mismo en el portal.
—¿Rosalinda Fox? Venía a probarse. Y además, esta mañana me ha mandado un ramo de flores como agradecimiento. Es a ella a quien ayer ayudé a salir del pequeño atolladero.
—No me digas que la rubia flaca que acabo de ver es la del Delphos.
—La misma.
Se tomó unos segundos para paladear con gusto lo que acababa de oír. Después prosiguió con un toque de sorna.
—Vaya, qué interesante. Has sido capaz de resolver un problema a una señora muy, muy, pero que muy especial.
—¿Especial en qué?
—Especial, querida mía, en que tu clienta probablemente sea ahora mismo la mujer con mayor poder en sus manos para solucionar cualquier asunto dentro del Protectorado. Aparte de los propios de la costura, claro, que para ésos te tiene a ti, la emperatriz del remedo.
—No te entiendo, Félix.
—¿Me estás diciendo que no sabes quién es la tal Rosalinda Fox a la que ayer hiciste un modelazo en unas cuantas horas?
—Una inglesa que ha pasado la mayor parte de su vida en la India y tiene un hijo de cinco años.
—Y un amante.
—Alemán.
—Frío, frío.
—¿No es un alemán?
—No, querida. Estás muy, pero que muy equivocada.
—¿Cómo lo sabes?
Sonrió malévolo.
—Porque lo sabe todo Tetuán. Su amante es otro.
—¿Quién?
—Alguien importante.
—¿Quién? —repetí tirándole de la manga, incapaz de contener la curiosidad.
Volvió a sonreír con picardía y se tapó la boca con gesto teatral, como queriendo transmitirme un gran secreto. Susurró en mi oído, lentamente.
—Tu amiga es la querida del alto comisario.
—¿El comisario Vázquez? —inquirí incrédula.
Respondió a mi conjetura primero con una carcajada y después con una explicación.
—No, loca, no. Claudio Vázquez se encarga sólo de la policía: de mantener a raya la delincuencia local y a la tropa de descerebrados que tiene a sus órdenes. Dudo mucho que consiga tiempo libre para amo ríos extramaritales o, al menos, para tener una amiguita fija y ponerle una villa con piscina en el paseo de las Palmeras. Tu clienta, preciosa, es la amante del teniente coronel Juan Luis Beigbeder y Atienza, alto comisario de España en Marruecos y gobernador general de las Plazas de Soberanía. El cargo militar y administrativo más importante de todo el Protectorado, para que me entiendas.
—¿Estás seguro, Félix? —murmuré.
—Que hasta los ochenta años viva mi madre sana como una pera si te miento. Nadie sabe desde cuándo están juntos, ella lleva poco más de un mes instalada en Tetuán: lo suficiente en cualquier caso para que todo el mundo sepa ya quién es y qué es lo que hay entre los dos. El es alto comisario por nombramiento oficial de Burgos desde hace poco, aunque prácticamente desde el principio de la guerra asumió el mando en funciones. Cuentan que tiene a Franco la mar de contento porque no para de reclutarle moritos peleones para mandarlos al frente.
Ni en la más rocambolesca de mis fantasías habría podido imaginar a Rosalinda Fox enamorada de un teniente coronel del bando nacional.
—¿Cómo es él?
El tono intrigado de mi pregunta le hizo reír de nuevo con ganas.
—¿Beigbeder? ¿No le conoces? La verdad es que ahora se deja ver menos, debe de pasar la mayor parte del tiempo encerrado en la Alta Comisaría, pero antes, cuando era subdelegado de Asuntos Indígenas, podías encontrártelo por la calle en cualquier momento. Entonces, claro, pasaba desapercibido: no era más que un oficial serio y anónimo que apenas hacía vida social. Andaba casi siempre solo y no solía asistir a los saraos de la Hípica, el hotel Nacional o el Salón Marfil, ni se pasaba la vida jugando a las cartas como hacía, por ejemplo, el tranquilón del coronel Sáenz de Buruaga, que el día del alzamiento hasta dictó las primeras órdenes desde la terraza del casino. Un tipo discreto y un tanto solitario Beigbeder, vaya.
—¿Atractivo?
—A mí, desde luego, no me seduce en absoluto, pero igual para vosotras tiene su encanto, que las mujeres sois muy raritas.
—Descríbemelo.
—Alto, delgado, adusto. Moreno, repeinado. Con gafas redondas, bigote y pinta de intelectual. A pesar de su cargo y de los tiempos que corren, suele ir vestido de paisano, con unos trajes oscuros aburridísimos.
—¿Casado?
—Probablemente, aunque al parecer aquí siempre ha vivido solo. Pero no es infrecuente entre los militares que no lleven a las familias a todos sus destinos.
—¿Edad?
—La suficiente para ser su padre.
—No me lo puedo creer.
Rió una vez más.
—Allá tú. Si trabajaras menos y salieras más, seguro que en algún momento te cruzarías con él y podrías comprobar lo que te digo con tus propios ojos. Callejea aún a veces, aunque ahora va siempre con un par de escoltas a su lado. Cuentan que es un señor cultísimo, que habla varios idiomas y ha vivido muchos años fuera de España; nada que ver en principio con los salvapatrias a los que por estas tierras estamos acostumbrados, aunque, obviamente, su actual puesto indica que está del lado de ellos. Tal vez tu clienta y él se conocieran en el extranjero; a ver si te lo explica ella algún día y me lo cuentas luego tú a mí, ya sabes que me fascinan estos flirts tan románticos. Bueno, te dejo, nena; me llevo a la bruja al cine. Programa doble: La hermana sor Sulpicio y Don Quintín el amargao, menuda tarde de glamour me espera. Con este tormento de la guerra, no se recibe ni una película decente desde hace casi un año. Con las ganas que yo tengo de un buen musical americano. ¿Te acuerdas de Fred Astaire y Ginger Rogers en Sombrero de copa? «I just got and invitation through the mail / your presence is requested this evening / it's formal: top hat, white tie and tails...»
Salió canturreando y cerré tras él. Esta vez no fue su madre la que quedó indiscreta tras la mirilla, sino yo misma. Le observé mientras, con aquella cancioncilla aún en la boca, sacaba con un tintineo el llavero del bolsillo, localizaba el llavín de su puerta y lo introducía en la cerradura. Cuando desapareció, me adentré de nuevo en el taller y retomé mi labor, esforzándome aún por dar crédito a lo que acababa de oír. Intenté seguir trabajando un rato más, pero noté que me faltaban las ganas. O las fuerzas. O las dos cosas. Recordé entonces la turbulenta actividad del día anterior y decidí darme el resto de la tarde libre. Pensé en imitar a Félix y su madre e ir al cine, me merecía un poco de distracción. Con aquel propósito en mente salí de casa pero mis pasos, de manera inexplicable, se dirigieron en un sentido distinto al debido y me llevaron hasta la plaza de España.
Me recibieron los macizos de flores y las palmeras, el suelo de guijarros de colores y los edificios blancos de alrededor. Los bancos de piedra estaban, como tantas otras tardes, llenos de parejas de novios y grupos de amigas. De los cafetines cercanos salía un agradable olor a pinchitos. Atravesé la plaza y avancé hacia la Alta Comisaría que tantas veces había visto desde mi llegada y tan escasa curiosidad había despertado en mí hasta entonces. Muy cerca del palacio del jalifa, una gran edificación blanca de estilo colonial rodeada de jardines frondosos albergaba la principal dependencia de la administración española. Entre la vegetación se distinguían sus dos plantas principales y una tercera retranqueada, las torretas en las esquinas, las contraventanas verdes y los remates de ladrillo anaranjado. Soldados árabes, imponentes, estoicos bajo turbantes y largas capas, hacían guardia ante la gran verja de hierro. Mandos impecables del ejército español en África con uniforme color garbanzo entraban y salían por una pequeña puerta lateral, imperiosos en sus breeches y botas altas abrillantadas. Pululaban también, moviéndose de un lado a otro, algunos soldados indígenas, con guerreras a la europea, pantalones anchos y una especie de vendas pardas en las pantorrillas. La bandera nacional bicolor ondeaba contra un cielo azul que ya parecía querer anunciar el principio del verano. Me mantuve observando aquel movimiento incesante de hombres uniformados hasta que fui consciente de las múltiples miradas que mi inmovilidad estaba recibiendo. Azorada e incómoda, me giré y retorné a la plaza. ¿Qué buscaba frente a la Alta Comisaría, qué pretendía encontrar en ella, para qué había ido hasta allí? Para nada, probablemente; al menos, para nada en concreto más allá de observar de cerca el hábitat en el que se movía el inesperado amante de mi última clienta.
20
La primavera fue transformándose en suave verano de noches luminosas y yo seguí compartiendo con Candelaria las ganancias del taller. El fajo de libras esterlinas del fondo del cajón aumentó hasta casi alcanzar el volumen necesario para el pago pendiente; faltaba ya poco para que se cumpliera el plazo de la deuda con el Continental y me reconfortaba saber que iba a ser capaz de conseguirlo, que por fin iba a poder pagar mi libertad. Por la radio y la prensa, como siempre, seguía las noticias de la guerra. Murió el general Mola, comenzó la batalla de Brunete. Félix mantenía sus incursiones nocturnas y Jamila continuaba a mi lado, progresando en su español dulce y raro, empezando a ayudarme en algunas pequeñas tareas, un hilván flojo, un botón, una presilla. Apenas nada interrumpía la monotonía de los días en el taller, tan sólo los ruidos de los quehaceres domésticos y los retazos de conversaciones ajenas en las viviendas vecinas que se adentraban por las ventanas abiertas del patio de luces. Eso, y el trote constante de los niños de los pisos superiores ya con vacaciones en el colegio, saliendo a jugar a la calle, a veces en tropel, a veces de uno en uno. Ninguno de aquellos sonidos me molestaba, todo lo contrario: me hacían compañía, conseguían que me sintiera menos sola.
Una tarde de mediados de julio, sin embargo, los ruidos y las voces fueron más altos, las carreras más precipitadas.
—¡Ya han llegado, ya han llegado! —Después vinieron más voces, gritos y portazos, nombres repetidos entre sollozos sonoros—: ¡Concha, Concha! ¡Carmela, mi hermana! ¡Por fin, Esperanza, por fin!
Oí cómo corrían muebles, cómo subían y bajaban con prisa decenas de veces la escalera. Oí risas, oí llantos y órdenes. Llena la bañera, saca más toallas, trae la ropa, los colchones; a la niña, a la niña, dadle de comer a la niña. Y más llantos, y más gritos emocionados, más risas. Y olor a comida y ruido de cacharros a deshora en la cocina. Y otra vez —¡Carmela, Dios mío, Concha, Concha!—. Hasta bien entrada la medianoche no se calmó el ajetreo. Sólo entonces llegó Félix a mi casa y por fin pude preguntarle.
—¿Qué pasa en casa de los Herrera, que andan hoy todos tan alterados?
—¿No te has enterado? Han llegado las hermanas de Josefina. Han conseguido sacarlas de zona roja.
A la mañana siguiente volví a oír las voces y los trasiegos, aunque ya todo algo más calmado. Aun así, la actividad fue incesante a lo largo del día: las entradas y salidas, el timbre, el teléfono, las carreras de los niños por el pasillo. Y, entremedias, más sollozos, más risas, más llanto, más risa otra vez. Por la tarde llamaron a mi puerta. Pensé que tal vez era uno de ellos, quizá necesitaban algo, pedirme un favor, cualquier cosa prestada: media docena de huevos, una colcha, un jarrillo de aceite tal vez. Pero me equivoqué. Quien llamaba era una presencia del todo inesperada.
—Que dice la señora Candelaria que vaya en cuanto pueda para La Luneta. Se ha muerto el maestro, don Anselmo.
Paquito, el hijo gordo de la madre gorda, me traía sudoroso el recado.
—Vete adelantando tú y dile que voy en seguida.
Anuncié a Jamila la noticia y lloró con pena. Yo no derramé una lágrima, pero lo sentí en el alma. De todos los componentes de aquella tribu levantisca con la que conviví en los tiempos de la pensión, él era el más cercano, el que mantenía conmigo una relación más afectuosa. Me vestí con el traje de chaqueta más oscuro que tenía en el armario: aún no había hecho un hueco en mi guardarropa para el luto. Recorrimos Jamila y yo con prisa las calles, llegamos al portal de nuestro destino y ascendimos un tramo de escalera. No pudimos avanzar más, un denso grupo de hombres amontonados taponaba el acceso. Nos abrimos paso con los codos entre aquellos amigos y conocidos del maestro que respetuosamente esperaban turno para acercarse a darle el último adiós.
La puerta de la pensión estaba abierta y antes de cruzar siquiera el umbral percibí el olor a cirio encendido y un sonoro murmullo de voces femeninas rezando al unísono. Candelaria nos salió al encuentro en cuanto entramos. Iba embutida en un traje negro que le quedaba a todas luces estrecho y sobre su busto majestuoso se columpiaba una medalla con el rostro de una virgen. En el centro del comedor, sobre la mesa, un féretro abierto contenía el cuerpo ceniciento de don Anselmo vestido de domingo. Un escalofrío me recorrió la espalda al contemplarlo, noté cómo Jamila me clavaba las uñas en el brazo. Di un par de besos a Candelaria y ella dejó junto a mi oreja el reguero de un chorro de lágrimas.
—Ahí lo tienes, caído en el mismito campo de batalla.
Rememoré aquellas peleas entre plato y plato de las que tantos días fui testigo. Las raspas de los boquerones y los trozos de piel de melón africano, rugosa y amarilla, volando de un flanco a otro de la mesa. Las bromas venenosas y los improperios, los tenedores enhiestos como lanzas, los berridos de uno y otro bando. Las provocaciones y las amenazas de desahucio nunca cumplidas por la matutera. La mesa del comedor convertida en un auténtico campo de batalla, efectivamente. Intenté contener la risa triste. Las hermanas resecas, la madre gorda y unas cuantas vecinas, sentadas junto a la ventana y enlutadas todas de arriba abajo, continuaban desgranando los misterios del rosario con voz monótona y llorosa. Imaginé por un segundo a don Anselmo en vida, con un Toledo en la comisura de la boca, gritando furibundo entre toses que dejaran de rezar por él de una puñetera vez. Pero el maestro ya no estaba entre los vivos y ellas sí. Y delante de su cuerpo muerto, por presente y caliente que aún estuviera, podían ya hacer lo que les viniera en gana. Nos sentamos Candelaria y yo junto a ellas, la patrona acopló su voz al ritmo del rezo y yo fingí hacer lo mismo, pero mi mente andaba trotando por otros andurriales.
Señor, ten piedad de nosotros.
Cristo, ten piedad de nosotros.
Acerqué mi silla de enea a la suya hasta que nuestros brazos se tocaron.
Señor, ten piedad de nosotros.
—Tengo que preguntarle una cosa, Candelaria —le susurré al oído.
Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos.
—Dime, mi alma —respondió en voz igualmente baja.
Dios Padre Celestial, ten piedad de nosotros.
Dios Hijo, redentor del mundo.
—Me he enterado de que andan sacando a gente de zona roja.
Dios Espíritu Santo.
Santísima Trinidad, que eres un solo Dios.
—Eso dicen...
Santa María, ruega por nosotros.
Santa Madre de Dios.
Santa Virgen de las Vírgenes.
—¿Puede usted enterarse de cómo lo hacen?
Madre de Cristo.
Madre de la Iglesia.
—¿Para qué quieres tú saberlo?
Madre de la divina gracia.
Madre purísima.
Madre castísima.
—Para sacar a mi madre de Madrid y traérmela a Tetuán.
Madre virginal.
Madre inmaculada.
—Tendré que preguntar por ahí...
Madre amable.
Madre admirable.
—¿Mañana por la mañana?
Madre del buen consejo.
Madre del Creador.
Madre del Salvador.
—En cuanto pueda. Y ahora cállate ya y sigue rezando, a ver si entre todas subimos a don Anselmo al cielo.
El velatorio se prolongó hasta la madrugada. Al día siguiente enterramos al maestro, con sepelio en la misión católica, responso solemne y toda la parafernalia propia del más fervoroso de los creyentes. Acompañamos el féretro al cementerio. Hacía mucho viento, como tantos otros días en Tetuán: un viento molesto que alborotaba los velos, alzaba las faldas y hacía serpentear por el suelo las hojas de los eucaliptos. Mientras el sacerdote pronunciaba los últimos latines, me incliné hacia Candelaria y le transmití mi curiosidad en un susurro.
—Si las hermanas decían que el maestro era un ateo hijo de Lucifer, no sé cómo le han organizado este entierro.
—Déjate tú, déjate tú, a ver si se le va a quedar el alma vagando por los infiernos y va a venir luego su espíritu a tirarnos de los pies cuando estemos durmiendo...
Hice esfuerzos por no reír.
—Por Dios, Candelaria, no sea tan supersticiosa.
—Tú déjame a mí, que yo ya soy perra vieja y sé de lo que estoy hablando.
Sin una palabra más, se concentró de nuevo en la liturgia y no volvió a dirigirme ni la mirada hasta después del último requiescat in pacem. Bajaron entonces el cuerpo a la fosa y cuando los enterradores empezaron a echar sobre él las primeras paletadas de tierra, el grupo comenzó a desmigarse. Ordenadamente nos fuimos dirigiendo hacia la verja del cementerio hasta que Candelaria se agachó de pronto y, simulando abrocharse la hebilla de un zapato, dejó que las hermanas se adelantaran con la gorda y las vecinas. Las contemplamos rezagadas mientras avanzaban de espaldas como una bandada de cuervos, con sus velos negros cayéndoles hasta la cintura; medio manto, los llamaban.
—Anda, vámonos tú y yo a darnos un homenaje en memoria del pobre don Anselmo, que a mí, hija mía, con las penas es que me entran unas hambres...
Callejeamos hasta llegar a El Buen Gusto, elegimos nuestros pasteles y nos sentamos a comerlos en un banco de la plaza de la iglesia, entre palmeras y parterres. Y finalmente le hice la pregunta que llevaba conteniendo en la punta de la lengua desde el principio de la mañana.
—¿Ha podido averiguar ya algo de lo que le dije?
Asintió con la boca llena de merengue.
—La cosa está complicada. Y cuesta unos buenos dineros.
—Cuéntemelo.
—Hay quien se encarga de las gestiones desde Tetuán. No he podido enterarme bien de todos los detalles, pero parece que en España la cosa se mueve a través de la Cruz Roja Internacional. Localizan a la gente en zona roja y, de alguna manera, la consiguen trasladar hasta algún puerto de Levante, no me preguntes cómo porque no tengo ni pajolera idea. Camuflados, en camiones, andando, sabe Dios. El caso es que allí los embarcan. A los que quieren entrar en zona nacional, los llevan a Francia y los cruzan por la frontera en las Vascongadas. Y a los que quieren venir a Marruecos, los mandan hasta Gibraltar si pueden, aunque muchas veces la cosa está difícil y tienen que llevarlos primero a otros puertos del Mediterráneo. El siguiente destino suele ser Tánger y después, al final, llegan a Tetuán.
Noté que el pulso se me aceleraba.
—¿Y usted sabe con quién tendría yo que hablar?
Sonrió con un punto de tristeza y me dio en el muslo una palmadita cariñosa que me dejó la falda manchada de azúcar glasé.
—Antes de hablar con nadie, lo primero que hay que hacer es tener disponible un buen montón de billetes. Y en libras esterlinas. ¿Te dije o no te dije yo que el dinero de los ingleses era el mejor?
—Tengo sin tocar todo lo que he ahorrado en estos meses —aclaré ignorando su pregunta.
—Y también tienes pendiente la deuda del Continental.
—A lo mejor me llega para las dos cosas.
—Lo dudo mucho, mi alma. Te costaría doscientas cincuenta libras.
La garganta se me secó de pronto y el hojaldre quedó atrapado en ella como una pasta de engrudo. Comencé a toser, la matutera me palmeó la espalda. Cuando conseguí finalmente tragar, me soné la nariz y pregunté.
—¿Usted no me lo prestaría, Candelaria?
—Yo no tengo una perra, criatura.
—¿Y lo del taller que le he ido dando?
—Ya está gastado.
—¿En qué?
Suspiró con fuerza.
—En pagar este entierro, en las medicinas de los últimos tiempos y en un puñado de facturas pendientes que don Anselmo había dejado por unos cuantos sitios. Y menos mal que el doctor Maté era amigo suyo y no me va a cobrar las visitas.
La miré con incredulidad.
—Pero él tendría que tener dinero guardado de su pensión de jubilado —sugerí.
—No le quedaba un real.
—Eso es imposible: hacía meses que apenas salía a la calle, no tenía gastos...
Sonrió con una mezcla de compasión, tristeza y guasa.
—No sé cómo se las arregló el viejo del demonio, pero consiguió hacer llegar todos sus ahorros al Socorro Rojo.
A pesar de lo lejana que de mi alcance quedaba la cantidad de dinero necesaria conjuntamente para conseguir llevar a mi madre hasta Marruecos sin dejar de saldar mi deuda, la idea no paraba de bullirme en la cabeza. Aquella noche apenas dormí, ocupada como estuve en dar un millón de vueltas al asunto. Fantaseé con las más disparatadas opciones y conté y reconté mil veces los billetes ahorrados pero, a pesar de todo el empeño que puse, no conseguí con ello que éstos se multiplicaran. Y entonces, casi al amanecer, se me ocurrió otra solución.
21
Las conversaciones, las risotadas y el tecleo rítmico de la máquina de escribir se acallaron al unísono tan pronto como los cuatro pares de ojos se posaron en mí. La estancia era gris, llena de humo, de olor a tabaco y a rancio hedor de humanidad reconcentrada. No se oyó entonces más ruido que el zumbido de mil moscas y el ritmo cansino de las aspas de un ventilador de madera girando sobre nuestras cabezas. Y al cabo de unos segundos, el silbido admirativo de alguien que cruzaba por el pasillo y me vio de pie, vestida con mi mejor tailleur y rodeada de cuatro mesas tras las que cuatro cuerpos sudorosos en mangas de camisa se esforzaban en trabajar. O eso parecía.
—Vengo a ver al comisario Vázquez —anuncié.
—No está —dijo el más gordo.
—Pero no tardará —dijo el más joven.
—Puede esperarle —dijo el más flaco.
—Siéntese si quiere —dijo el más viejo.
Me acomodé en una silla con asiento de gutapercha y allí aguardé sin moverme más de hora y media. A lo largo de aquellos noventa minutos eternos, el cuarteto simuló volver a su actividad, pero no lo hizo. Se dedicaron tan sólo a fingir que trabajaban, a mirarme con descaro y a matar moscas con el periódico doblado por la mitad; a intercambiarse gestos obscenos y a pasarse notas garabateadas, llenas probablemente de referencias a mis pechos, mi trasero y mis piernas, y a todo lo que serían capaces de hacer conmigo si yo accediera a ser con ellos un poquito cariñosa. Don Claudio llegó finalmente ejecutando el papel de un hombre orquesta: andando con prisa, quitándose a la vez el sombrero y la chaqueta, disparando órdenes mientras intentaba descifrar un par de notas que alguien acababa de entregarle.
—Juárez, te quiero en la calle del Comercio, que ha habido navajazos. Cortés, como no me tengas lo de la fosforera en mi mesa antes de que cuente diez, te mando para Ifni en tres patadas. Bautista, ¿qué ha pasado con el robo en el Zoco del Trigo? Cañete...
Ahí paró. Paró porque me vio. Y Cañete, que era el flaco, quedó sin cometido.
—Pase —dijo simplemente mientras me indicaba un despacho al fondo de la estancia. Volvió a ponerse la chaqueta que ya tenía medio quitada—. Cortés, lo de la fosforera que espere. Y vosotros, a lo vuestro —advirtió al resto.
Cerró la puerta acristalada que separaba su cubil de la oficina y me ofreció asiento. La estancia era menor en tamaño, pero infinitamente más agradable que la oficina contigua. Colgó el sombrero en un perchero, se acomodó tras una mesa repleta de papeles y carpetas. Accionó un ventilador de baquelita y el soplo de aire fresco llegó a mi cara como un milagro en medio del desierto.
—Bien, usted dirá. —Su tono no era particularmente simpático, tampoco lo contrario. Él tenía un aspecto intermedio entre el aire nervioso y preocupado de los primeros encuentros y la serenidad del día de otoño en que se avino a dejar de apretarme la yugular. Al igual que el verano anterior, volvía a tener el rostro tostado por el sol. Tal vez porque, como muchos otros tetuaníes, iba con frecuencia a la cercana playa de Río Martín. Tal vez, simplemente, por su continuo callejear resolviendo asuntos de una punta a otra de la ciudad.
Ya conocía su estilo de trabajo, así que le planteé mi requerimiento y me preparé para hacer frente a su batería infinita de preguntas.
—Necesito mi pasaporte.
—¿Puedo saber para qué?
—Para ir a Tánger.
—¿Puedo saber a qué?
—A renegociar mi deuda.
—A renegociarla ¿en qué sentido?
—Necesito más tiempo.
—Creía que su taller marchaba sin problemas; esperaba que ya hubiera conseguido reunir la cantidad que debe. Sé que tiene buenas clientas, me he informado y hablan bien de usted.
—Sí, las cosas marchan, es cierto. Y he ahorrado.
—¿Cuánto?
—Lo suficiente como para hacer frente a la factura del Continental.
—¿Entonces?
—Han surgido otros asuntos para los que también necesito dinero.
—Asuntos ¿de qué tipo?
—Asuntos de familia.
Me miró con fingida incredulidad.
—Creía que su familia estaba en Madrid.
—Por eso, precisamente.
—Aclárese.
—Mi única familia para mí es mi madre. Y está en Madrid. Y quiero sacarla de allí y traerla a Tetuán.
—¿Y su padre?
—Ya le dije que apenas le conozco. Sólo estoy interesada en localizar a mi madre.
—Entiendo. Y ¿cómo tiene previsto hacerlo?
Le detallé todo lo que Candelaria me había contado sin mencionar su nombre. Él me escuchó como siempre había hecho, clavando sus ojos en los míos con apariencia de estar poniendo sus cinco sentidos en absorber mis palabras, aunque estaba segura de que él ya conocía perfectamente todos los pormenores de aquellos traslados de una zona a otra.
—¿Cuándo tendría intención de ir a Tánger?
—Lo antes posible, si usted me autoriza.
Se recostó en su sillón y me miró fijamente. Con los dedos de la mano izquierda inició un tamborileo rítmico sobre la mesa. Si yo hubiera tenido capacidad para ver más allá de la carne y los huesos, habría percibido cómo su cerebro se ponía en marcha e iniciaba una intensa actividad: cómo sopesaba mi propuesta, descartaba opciones, resolvía y decidía. Al cabo de un tiempo que debió de ser breve pero a mí se me hizo infinito, frenó en seco el movimiento de los dedos y dio una palmada enérgica sobre la superficie de madera. Supe entonces que ya tenía una decisión tomada pero, antes de ofrecérmela, se dirigió a la puerta y a través de ella sacó la cabeza y la voz.
—Cañete, prepare un pase de frontera para el puesto del Borch a nombre de la señorita Sira Quiroga. Inmediatamente.
Respiré hondo cuando supe que Cañete por fin tenía un quehacer, pero no dije nada hasta que el comisario volvió a su sitio y me informó directamente.
—Le voy a dar su pasaporte, un salvoconducto y doce horas para que vaya y vuelva a Tánger mañana. Hable con el gerente del Continental a ver qué consigue. No creo que mucho, para serle sincero. Pero por probar, que no quede. Manténgame informado. Y recuerde: no quiero jugarretas.
Abrió un cajón, rebuscó y volvió a sacar la mano con mi pasaporte en ella. Cañete entró, dejó un papel sobre la mesa y me miró con ganas de aliviar conmigo su flacura. El comisario firmó el documento y, sin levantar la cabeza, espetó un «largo, Cañete» ante la presencia remolona del subordinado. Seguidamente, dobló el papel, lo introdujo entre las páginas de mi documentación y me lo tendió todo sin palabras. Se levantó entonces y sostuvo la puerta por el pomo invitándome a salir. Los cuatro pares de ojos que encontré a la llegada se habían convertido en siete cuando abandoné el despacho. Siete machos de brazos caídos esperando mi salida como al santo advenimiento; como si fuera la primera vez en su vida que veían a una mujer presentable entre las paredes de aquella comisaría.
—¿Qué pasa hoy, que estamos de vacaciones? —preguntó don Claudio al aire.
Todos se pusieron automáticamente en movimiento simulando un frenético trajín: sacando papeles de las carpetas, hablando unos con otros sobre asuntos de supuesta importancia y haciendo sonar teclas que con toda probabilidad no escribían nada más que la misma letra repetida una docena de veces.
Me marché y comencé a caminar por la acera. Al pasar junto a la ventana abierta, vi al comisario entrar de nuevo en la oficina.
—Joder, jefe, vaya torda —dijo una voz que no identifiqué.
—Cierra la boca, Palomares, o te mando a hacer guardia al Pico de las Monas.
22
Me habían dicho que antes del inicio de la guerra había varios servicios de transporte diario que cubrían los setenta kilómetros que separaban Tetuán de Tánger. En aquellos días, sin embargo, el tránsito era reducido y los horarios cambiantes, por lo que nadie supo especificármelos con seguridad. Nerviosa, me dirigí por eso a la mañana siguiente al garaje de La Valenciana dispuesta a soportar lo que hiciera falta para que uno de sus grandes coches rojos me trasladara a mi destino. Si el día anterior había podido aguantar hora y media en comisaría rodeada de aquellos pedazos de carne con ojos, imaginé que también sería llevadera la espera entre conductores desocupados y mecánicos llenos de grasa. Volví a ponerme mi mejor traje de chaqueta, un pañuelo de seda protegiéndome la cabeza y unas grandes gafas de sol tras las que esconder mi ansiedad. Aún no eran las nueve cuando tan sólo me restaban unos metros para alcanzar el garaje de la empresa de autobuses en las afueras de la ciudad. Caminaba presta, concentrada en mis pensamientos: previendo el escenario del encuentro con el gerente del Continental y rumiando los argumentos que había pensado ofrecerle. A mi preocupación por el pago de la deuda se unía, además, otra sensación igualmente desagradable. Por primera vez desde mi marcha, iba a volver a Tánger, una ciudad con todas las esquinas plagadas de recuerdos de Ramiro. Sabía que aquello sería doloroso y que la memoria del tiempo que junto a él viví tomaría de nuevo forma real. Presentía que iba a ser un día difícil.
Me crucé en el camino con pocas personas y menos automóviles, aún era temprano. Por eso me sorprendió tanto que uno de ellos frenara justo a mi lado. Un Dodge negro y flamante de tamaño mediano. El vehículo me era del todo desconocido, pero la voz que de él surgió, no.
—Morning, dear. Qué sorpresa verte por aquí. ¿Puedo llevarte a algún sitio?
—Creo que no, gracias. Ya he llegado —dije señalando el cuartel general de La Valenciana.
Mientras hablaba, comprobé de reojo que mi clienta inglesa llevaba puesto uno de los trajes salidos de mi taller unas semanas atrás. Al igual que yo, se cubría el pelo con un pañuelo claro.
—¿Piensas coger un autobús? —preguntó con una ligera nota de incredulidad en la voz.
—Así es, voy a Tánger. Pero muchas gracias de todas maneras por ofrecerse a llevarme.
Como si acabara de escuchar un divertido chiste, de la boca de Rosalinda Fox emanó una carcajada cantarina.
—No way, sweetie. Ni hablar de autobuses, cariño. Yo también voy a Tánger, sube. Y no me hables más de usted, please. Ahora ya somos amigas, aren't we?
Sopesé con rapidez el ofrecimiento y supuse que en nada contravenía las órdenes de don Claudio, así que acepté. Gracias a aquella inesperada invitación lograría evitar el incómodo viaje en un autobús de triste recuerdo y además, así, recorriendo el trayecto en compañía, me resultaría más fácil olvidar mi propio desasosiego.
Condujo a lo largo del paseo de las Palmeras, dejando atrás el garaje de los autobuses y bordeando residencias grandes y hermosas, escondidas casi en la frondosidad de sus jardines. Señaló una de ellas con un gesto.
—Ésa es mi casa, aunque creo que por poco tiempo. Probablemente me mude pronto otra vez.
—¿Fuera de Tetuán?
Rió como si acabara de oír un chiste disparatado.
—No, no, no; por nada del mundo. Tan sólo puede que me cambie a una residencia un poco más cómoda; esta villa es divina, pero ha estado bastante tiempo deshabitada y necesita unas reformas importantes. Las cañerías son un horror, casi no llega agua potable, y no quiero imaginar lo que sería pasar un invierno en esas condiciones. Se lo he dicho a Juan Luis y ya está buscando otro hogar a bit more comfortable.
Mencionó a su amante con toda naturalidad, segura, sin las vaguedades e imprecisiones del día de la recepción con los alemanes. Yo no mostré ninguna reacción: como si estuviera plenamente al tanto de lo que existía entre ellos; como si las referencias al alto comisario por su nombre de pila fueran algo con lo que yo estuviera del todo familiarizada en mi cotidianeidad de modista.
—Adoro Tetuán, it's so, so beautiful. En parte me recuerda un poco a la zona blanca de Calcuta, con su vegetación y sus casas coloniales. Pero eso quedó atrás hace ya tiempo.
—¿No tienes intención de volver?
—No, no, de ninguna manera. Todo aquello es ya pasado: ocurrieron cosas que no fueron gratas y hubo gente que se portó conmigo de manera un poco fea. Además, me gusta vivir en sitios nuevos: antes en Portugal, ahora en Marruecos, mañana who knows, quién sabe. En Portugal residí algo más de un año; primero en Estoril y más tarde en Cascais. Después el ambiente cambió y yo decidí emprender otro rumbo.
Hablaba sin pausa, concentrada en la carretera. Tuve la sensación de que su español había mejorado desde nuestro primer encuentro; ya casi no se percibían restos del portugués, aunque aún seguía insertando intermitentemente palabras y expresiones en su propia lengua. Llevábamos la capota del auto bajada, el ruido del motor era ensordecedor. Casi tenía que gritar para hacerse oír.
—Hasta hace no demasiado tiempo había allí, en Estoril y Cascais, una deliciosa colonia de británicos y otros expatriados: diplomáticos, aristócratas europeos, empresarios ingleses del vino, americanos de las oil companies... Teníamos mil fiestas, todo era baratísimo: los licores, los alquileres, el servicio doméstico. Jugábamos como locos al bridge; era tan, tan divertido. Pero inesperadamente, casi de repente, todo cambió. De pronto, medio mundo pareció querer instalarse allí. La zona se llenó de nuevos Britishers que, después de haber vivido en las cuatro esquinas del Empire, se negaban a pasar su retiro bajo la lluvia del old country y elegían el dulce clima de la costa portuguesa. Y de españoles monárquicos que ya intuían lo que se les avecinaba. Y de judíos alemanes, incómodos en su país, calculando el potencial de Portugal para trasladar allí sus negocios. Los precios subieron immensely. —Se encogió de hombros con un gesto aniñado y añadió—: Supongo que aquello perdió su charm, su encanto.
A lo largo de tramos enteros, el paisaje amarillento se veía tan sólo interrumpido por parches de chumberas y cañaverales. Pasamos un paraje montañoso lleno de pinadas, descendimos de nuevo al secano. Las puntas de los pañuelos de seda que cubrían nuestras cabezas volaban al viento, brillantes bajo la luz del sol mientras ella seguía narrando los avatares de su llegada a Marruecos.
—En Portugal me habían hablado mucho de Marruecos, sobre todo de Tetuán. En aquellos tiempos yo era muy amiga del general Sanjurjo y su adorable Carmen, so sweet, ¿sabes que había sido bailarina? Johnny, mi hijo jugaba todos los días con su pequeño hijo Pepito. Sentí mucho la muerte de José Sanjurjo en aquel airplane crash, un terrible accidente. Era un hombre absolutamente encantador; no muy atractivo físicamente, to tell you the truth, pero tan simpático, tan jovial. Siempre me decía guapísssssima; de él aprendí mis primeras palabras en español. Él fue quien me presentó a Juan Luis en Berlín durante los juegos de invierno en febrero del año pasado, quedé fascinada por él, claro. Yo había ido desde Portugal con mi amiga Niesha, dos mujeres solas atravesando Europa en un Mercedes hasta llegar a Berlín, can you imagine? Nos hospedamos en el Adlon Hotel, supongo que lo conoces.
Hice un gesto que no quería decir ni sí, ni no, ni todo lo contrario; ella, entretanto, seguía charlando sin prestarme demasiada atención.
—Berlín, qué ciudad, my goodness. Los cabarets, las fiestas, los night clubs, todo tan vibrante, tan vital; la reverenda madre de mi internado anglicano habría muerto del horror si me hubiera visto allí. Una noche, casualmente, me encontré a los dos en el lounge del hotel having a drink, una copa. Sanjurjo estaba en Alemania visitando fábricas de armamento; Juan Luis, que había vivido allí varios años como military attaché de la embajada española, le servía de acompañante en su tournée. Mantuvimos a little chit-chat, un poquito de conversación. Al principio Juan Luis quiso ser discreto y no comentar nada delante de mí, pero José sabía que yo era una buena amiga. Estamos aquí para los juegos de invierno, y también nos preparamos para el juego de la guerra, dijo con una carcajada. My dear José: si no hubiese sido por aquel terrible accidente, tal vez sería él y no Franco quien ahora estaría al mando del ejército nacional, so sad. Anyway, cuando regresamos a Portugal, Sanjurjo nunca dejó de recordarme aquel encuentro y de hablarme de su amigo Beigbeder: de la muy buena impresión que yo había causado en él, de su vida en el maravilloso Marruecos español. ¿Sabes que José fue también alto comisario en Tetuán en los años veinte? El mismo fue quien diseñó los jardines de la Alta Comisaría, so beautiful. Y el rey Alfonso XIII le concedió el título de marqués del Rif. El león del Rif le llamaban por eso, poor dear José.
Seguíamos avanzando a través de la aridez. Rosalinda, incontenible, conducía y hablaba sin descanso, saltando de un asunto a otro, cruzando fronteras y momentos del tiempo sin ni siquiera comprobar si yo la seguía o no en aquel laberinto vital que a retazos me iba desgranando. Paramos de pronto en medio de la nada, el frenazo levantó una nube de polvo y tierra seca. Dejamos pasar un rebaño de cabras famélicas al recaudo de un pastor con turbante mugriento y chilaba parda deshilachada. Cuando cruzó el último animal, levantó el palo que hacía de cayado para indicarnos que podíamos seguir nuestro camino y dijo algo que no comprendimos abriendo una boca llena de huecos negros. Reanudó ella entonces la conducción y la charla.
—Unos meses después llegaron los events, los acontecimientos de julio del año pasado. Yo just acababa de irme de Portugal y estaba en Londres, preparando mi nueva mudanza a Marruecos. Juan Luis me ha contado que la tarea durante el levantamiento fue a bit difficult en ciertos momentos: hubo algunos focos de resistencia, tiros y explosiones, hasta sangre en las fuentes de los queridos jardines de Sanjurjo. Pero los sublevados consiguieron su objetivo y Juan Luis contribuyó a su manera. Él mismo fue quien informó de lo que estaba pasando al jalifa Muley Hassan, al gran visir y al resto de los dignatarios musulmanes. Habla árabe perfectamente, you know: estudió en la Escuela de Lenguas Orientales en París y ha vivido muchos años en África. Es un gran amigo del pueblo marroquí y un apasionado de su cultura: los llama sus hermanos y dice que los españoles sois todos moros; es tan gracioso, so funny.
No la interrumpí, pero en mi mente se conformaron imágenes difusas de moros hambrientos luchando en tierra extraña, ofreciendo su sangre por una causa ajena a cambio de un mísero sueldo y los kilos de azúcar y harina que, según contaban, el ejército daba a las familias de las cabilas mientras sus hombres peleaban en el frente. La organización del reclutamiento de aquellos pobres árabes, me había contado Félix, corría a cargo del buen amigo Beigbeder.
—Anyway —prosiguió—, aquella misma noche consiguió poner a todas las autoridades islámicas del lado de los sublevados, algo que era fundamental para el éxito de la operación militar. Después, como reconocimiento, Franco lo designó alto comisario. Ya se conocían de antes, los dos habían coincidido en algún destino. Pero no eran exactamente amigos, no, no, no. De hecho, y a pesar de haber acompañado a Sanjurjo a Berlín meses antes, Juan Luis, initially, estaba fuera de todos los complots del alzamiento; los organizadores, no sé por qué, no habían previsto contar con él. En aquellos días ocupaba un puesto más bien administrativo como subdelegado de Asuntos Indígenas, vivía al margen de los cuarteles y las conspiraciones, en su propio mundo. Él es muy especial, un intelectual más que un hombre de acción militar, you know what I mean: le gusta leer, charlar, debatir, aprender otras lenguas... Dear Juan Luis, tan, tan romántico.
Seguía resultándome difícil casar la idea del hombre encantador y romántico que mi clienta dibujaba con la de un resolutivo alto mando del ejército sublevado, pero ni por lo más remoto se me ocurrió hacérselo saber. Llegamos entonces a un puesto de control vigilado por soldados indígenas armados hasta los dientes.
—Dame tu pasaporte, please.
Lo saqué del bolso junto con el permiso para cruzar el paso fronterizo que don Claudio me había facilitado el día anterior. Le tendí ambas acreditaciones; tomó el primer documento y descartó el segundo sin ni siquiera mirarlo. Juntó mi pasaporte con el suyo y con un papel doblado que probablemente fuera un salvoconducto de poder ilimitado capaz de facilitarle acceso hasta el mismo fin del mundo si hubiera tenido interés en visitarlo. Acompañó el lote con su mejor sonrisa y lo entregó a uno de los soldados moros, mejanis los llamaban. Se lo llevó él todo consigo dentro de una caseta encalada. Inmediatamente salió un militar español, se cuadró ante nosotras con el más marcial de sus saludos y, sin una palabra, nos indicó que siguiéramos nuestro camino. Ella continuó con su monólogo, retomándolo en un punto distinto a donde lo había dejado unos minutos atrás. Yo, entretanto, me esforcé por recuperar la serenidad. Sabía que no tenía por qué estar nerviosa, que todo estaba oficialmente en orden pero, con todo, no pude evitar que ante el paso de aquel control la sensación de angustia me cubriera el cuerpo como un sarpullido.
—So, en octubre del año pasado embarqué en Liverpool en un barco cafetero con destino a las West Indies y escala en Tánger. Y allí me quedé, tal como ya había previsto. El desembarco fue absolutely crazy, una locura total, porque el puerto de Tánger es tan, tan awful, tan espantoso; lo conoces, ¿verdad?
Esta vez sí asentí con conocimiento de causa. Cómo iba a haber olvidado mi llegada a él junto a Ramiro más de un año atrás. Sus luces, sus barcos, la playa, las casas blancas descendiendo desde el monte verde hasta llegar al mar. Las sirenas y aquel olor a sal y brea. Volví a concentrarme en Rosalinda y sus aventuras viajeras: aún no era momento para empezar a abrir el saco de la melancolía.
—Imagina, yo llevaba a Johnny, mi hijo, y a Joker, mi cocker spaniel, y además, el coche y dieciséis baúles con mis cosas: ropa, alfombras, porcelana, mis libros de Kipling y Evelyn Waugh, álbumes con fotografías, los palos de golf y my HMV, you know, un gramófono portátil con todos mis discos: Paul Whiteman y su orquesta, Bing Crosby, Louis Armstrong... Y, por supuesto, conmigo traía también un buen montón de cartas de presentación. Eso fue una de las cosas más importantes que mi padre me enseñó cuando era just a girl, tan sólo una niña, aparte de montar a caballo y jugar al bridge, of course. Nunca viajes sin cartas de presentación, decía siempre, poor daddy, murió hace unos años de un heart attack, ¿cómo se dice en español? —preguntó llevándose una mano al lado izquierdo de su pecho.
—¿Un ataque al corazón?
—That's it, un ataque al corazón. Así que hice amigos ingleses en seguida gracias a mis cartas: viejos funcionarios retirados de las colonias, oficiales del ejército, gente del cuerpo diplomático, you know, los de siempre once again. Bastante aburridos en su mayoría, to tell you the truth, aunque gracias a ellos conocí a alguna otra gente encantadora. Alquilé una preciosa casita junto a la Dutch Legation, busqué una sirvienta y me instalé durante unos meses.
Pequeñas construcciones blancas y dispersas empezaron a salpicar el camino anticipando la inminencia de nuestra llegada a Tánger. Aumentó también el número de gente andando por el borde de la carretera, grupos de mujeres musulmanas cargadas de fardos, niños corriendo con las piernas al aire bajo las cortas chilabas, hombres cubiertos con capuchas y turbantes, animales, más animales, burros con cántaros de agua, un flaco rebaño de ovejas, de vez en cuando unas cuantas gallinas que corrían alborotadas. La ciudad, poco a poco, fue tomando forma y Rosalinda condujo diestramente hacia el centro, girando en las esquinas a toda velocidad mientras seguía describiendo aquella casa tangerina que tanto le gustaba y de la que no hacía mucho que se fue. Yo, entretanto, empecé a reconocer lugares familiares y a hacer esfuerzos por no recordar con quién los transité en un tiempo que creí feliz. Aparcó por fin en la plaza de Francia con un frenazo que hizo a decenas de transeúntes volver la vista hacia nosotras. Ajena a todos ellos, se quitó el pañuelo de la cabeza y se retocó el rouge en el retrovisor.
—Me muero por tomar un morning cocktail en el bar del El Minzah. Pero antes debo resolver un pequeño asunto. ¿Me acompañas?
—¿Adónde?
—Al Bank of London and South America. A ver si el odioso de mi marido me ha enviado la pensión de una maldita vez.
Me despojé yo también del pañuelo a la vez que me preguntaba cuándo dejaría aquella mujer de dar quiebros a mis suposiciones. No sólo resultó ser una madre amorosa cuando yo la intuía una joven alocada. No sólo me pedía ropa prestada para ir a recepciones con nazis expatriados cuando yo le imaginaba un guardarropa de lujo cosido por grandes modistas internacionales; no sólo tenía por amante a un poderoso militar que le doblaba la edad cuando yo la había previsto enamorada de un galán frívolo y extranjero. Todo aquello no era bastante para tumbar mis conjeturas, qué va. Ahora también resultaba que en su vida existía un marido ausente pero vivo, el cual no parecía demostrar excesivo entusiasmo por seguir proporcionándole sustento.
—Creo que no puedo ir contigo, yo también tengo cosas que hacer —dije en respuesta a su invitación—. Pero podemos quedar más tarde.
—A1I right. —Consultó el reloj—. ¿A la una?
Acepté. Aún no eran las once, tendría tiempo de sobra para lo mío. Suerte tal vez no, pero tiempo al menos sí tenía.
23
El bar del hotel El Minzah permanecía exactamente igual que un año atrás. Grupos animados de hombres y mujeres europeos vestidos con estilo llenaban las mesas y la barra bebiendo whisky, jerez y cócteles, formando grupos en los que la conversación saltaba de una lengua a otra como quien cambia un pañuelo de mano. En el centro de la estancia, un pianista amenizaba el ambiente con su música melodiosa. Nadie parecía tener prisa, todo seguía aparentemente igual que en el verano del 36 con la única excepción de que en la barra ya no me esperaba ningún hombre hablando en español con el barman, sino una mujer inglesa que charlaba con él en inglés mientras sostenía una copa en una mano.
—Sira, dear! —dijo llamando mi atención en cuanto percibió mi presencia—. ¿Un pink gin? —preguntó alzando su cóctel.
Lo mismo me daba tomar ginebra con angostura que tres tragos de aguarrás, así que acepté forzando una falsa sonrisa.
—¿Conoces a Dean? Es un viejo amigo. Dean, te presento a Sira Quiroga, my dressmaker, mi modista.
Miré al barman y reconocí su cuerpo enjuto y el rostro cetrino en el que encajaba un par de ojos de mirada oscura y enigmática. Recordé cómo hablaba con unos y con otros en los tiempos en que Ramiro y yo frecuentábamos su bar, cómo todo el mundo parecía recurrir a él cuando necesitaba un contacto, una referencia o una porción de información escurridiza. Noté sus ojos repasándome, ubicándome en el pasado a la vez que sopesaba mis cambios y me asociaba con la presencia evaporada de Ramiro. Habló él antes que yo.
—Creo que usted ya ha estado por aquí antes, hace un tiempo, ¿no?
—Tiempo atrás, sí —dije simplemente.
—Sí, creo que ya lo recuerdo. Cuántas cosas han pasado desde entonces, ¿verdad? Ahora hay muchos más españoles por aquí; cuando usted nos visitaba no eran tantos.
Sí, habían pasado muchas cosas. A Tánger habían llegado miles de españoles huyendo de la guerra, y Ramiro y yo nos habíamos marchado cada uno por su lado. Había cambiado mi vida, había cambiado mi país, mi cuerpo y mis afectos; todo había cambiado tanto que prefería no pararme a pensarlo, así que fingí concentrarme en buscar algo en el fondo del bolso y no contesté. Continuaron ellos su charla y sus confidencias alternando entre el inglés y el español, intentando a veces incluirme en aquellos chismorreos que en absoluto me interesaban; bastante tenía con tratar de poner orden en mis propios asuntos. Salían unos clientes, entraban otros: hombres y mujeres de aspecto elegante, sin prisa ni aparentes obligaciones. Rosalinda saludó a muchos de ellos con un gesto gracioso o un par de palabras simpáticas, como evitando el tener que dilatar cualquier encuentro más allá de lo imprescindible. Lo consiguió durante un tiempo: exactamente el transcurrido hasta que llegaron dos conocidas que nada más verla decidieron que el simple hola, cariño, me alegro de verte no les era suficiente. Se trataba de un par de especímenes de apariencia suprema, rubias, esbeltas y airosas, extranjeras imprecisas como aquellas cuyos gestos y posturas tantas veces emulé hasta hacer míos frente al espejo resquebrajado del cuarto de Candelaria. Saludaron a Rosalinda con besos volátiles, frunciendo los labios y sin apenas rozarse las mejillas empolvadas. Se instalaron entre nosotras con desparpajo y sin que nadie las invitara. Les preparó el barman sus aperitivos, sacaron pitilleras, boquillas de marfil y encendedores de plata. Mencionaron nombres y cargos, fiestas, encuentros y desencuentros de unos con otros y con otros más: recuerdas aquella noche en Villa Harris, no te puedes ni imaginar lo que le ha pasado a Lucille Dawson con su último novio, ah, por cierto, ¿sabes que Bertie Stewart se ha arruinado? Y así sucesivamente hasta que por fin una de ellas, la menos joven, la más enjoyada, planteó sin rodeos a Rosalinda lo que ambas debían de tener en sus mentes desde el momento en que la vieron.
—Bueno, querida, y ¿cómo te van a ti las cosas en Tetuán? La verdad es que fue una sorpresa tremenda para todos conocer tu marcha inesperada. Todo fue tan, tan precipitado...
Una pequeña carcajada cuajada de cinismo precedió la respuesta de Rosalinda.
—Oh, mi vida en Tetuán es maravillosa. Tengo una casa de ensueño y unos amigos fantásticos, como my dear Sira, que tiene el mejor atelier de haute couture de todo el norte de África.
Me miraron con curiosidad y yo les repliqué con un golpe de melena y una sonrisa más falsa que Judas.
—Bueno, tal vez podamos acercarnos algún día y visitarla. Nos encanta la moda y lo cierto es que ya estamos un poquito aburridas de las modistas de Tánger, ¿verdad, Mildred?
La más joven asintió efusiva y recogió el testigo de la conversación.
—Nos encantaría ir a verte a Tetuán, Rosalinda querida, pero todo ese asunto de la frontera está tan pesado desde el principio de la guerra española...
—Aunque, quizá tú, con tus contactos, pudieras conseguirnos unos salvoconductos; así podríamos visitaros a ambas. Y tal vez tendríamos también oportunidad de conocer a alguien más entre tus nuevos amigos...
Las rubias se sucedían rítmicas en el avance hacia su objetivo; el barman Dean seguía impasible tras la barra, dispuesto a no perderse un segundo de aquella escena. Rosalinda, entretanto, mantenía en su rostro una sonrisa congelada. Continuaron hablando, quitándose una a otra la palabra.
—Eso sería genial: tout le monde en Tánger, querida, se muere por conocer a tus nuevas amistades.
—Bueno, por qué no decirlo con confianza, para eso estamos entre auténticas amigas, ¿no? En realidad nos morimos por conocer a una de tus amistades en particular. Nos han dicho que se trata de alguien muy, muy especial.
—Tal vez alguna noche puedas invitarnos a una de las recepciones que él ofrece, así podrás presentarle a tus viejos amigos de Tánger. Nos encantaría asistir, ¿verdad, Olivia?
—Sería formidable. Estamos tan aburridas de ver siempre las mismas caras que alternar con los representantes del nuevo régimen español sería para nosotras algo fascinante.
—Sí, sería tan, tan fantástico... Además, la empresa que representa mi marido tiene unos nuevos productos que pueden resultar muy interesantes para el ejército nacional; tal vez con un empujoncito tuyo consiguiera introducirlos en el Marruecos español.
—Y mi pobre Arnold está ya un poco cansado de su puesto actual en el Bank of British West África; tal vez en Tetuán, entre tu círculo, pudiera encontrar algo más a su medida...
La sonrisa de Rosalinda se fue poco a poco desvaneciendo y ni siquiera se molestó en intentar ponérsela de nuevo. Simplemente, cuando estimó que ya había oído suficientes tonterías, decidió ignorar a las dos rubias y se dirigió a mí y al barman alternativamente.
—Sira, darling, ¿nos vamos a comer al Roma Park? Dean, please, be a love y apunta nuestros aperitivos en mi cuenta.
Movió él la cabeza negativamente.
—Invita la casa.
—¿A nosotras también? —preguntó súbita Olivia. O tal vez era Mildred.
Antes de que el barman pudiera responder, Rosalinda lo hizo por él.
—A vosotras no.
—¿Por qué? —preguntó Mildred con gesto de asombro. O tal vez era Olivia.
—Porque sois unas bitches. ¿Cómo se dice en español, Sira, darling?
—Un par de zorras —dije sin un atisbo de duda. .
—That's it. Un par de zorras.
Abandonamos el bar del El Minzah conscientes de las múltiples miradas que nos seguían: aun para una sociedad cosmopolita y tolerante como la de Tánger, los amoríos públicos de una joven inglesa casada y un militar rebelde, maduro y poderoso eran un suculento bocado para poner un toque de aliño a la hora del aperitivo.
24
Supongo que mi relación con Juan Luis debió de resultar algo sorprendente para muchas personas, pero para mí es como si lo nuestro hubiera estado escrito en las estrellas desde el principio de los tiempos. Entre aquellos a los que la pareja resultaba del todo inaudita estaba, desde luego, yo. Se me hacía enormemente difícil imaginar a la mujer que tenía enfrente, con su simpatía radiante, sus aires mundanos y sus toneladas de frivolidad, manteniendo una relación sentimental sólida con un sobrio militar de alto grado que, además, le doblaba la edad. Comíamos pescado y bebíamos vino blanco en la terraza mientras el aire del mar cercano hacía aletear los toldos de rayas azules y blancas sobre nuestras cabezas, trayendo olor a salitre y evocaciones tristes que yo me esforzaba por espantar centrando mi atención en la conversación de Rosalinda. Parecía como si tuviera unas enormes ganas de hablar de su relación con el alto comisario, de compartir con alguien una versión de los hechos completa y personal, alejada de las murmuraciones tergiversadas que sabía que corrían de boca en boca por Tánger y Tetuán. Pero ¿por qué conmigo, con alguien a quien apenas conocía? A pesar de mi camuflaje de modista chic, nuestros orígenes no podían ser más dispares. Y nuestro presente, tampoco. Ella provenía de un mundo cosmopolita acomodado y ocioso; yo no era más que una trabajadora, hija de una humilde madre soltera y criada en un barrio castizo de Madrid. Ella vivía un romance apasionado con un mando destacado del ejército que había provocado la guerra que asolaba a mi país; yo, entretanto, trabajaba noche y día para salir sola adelante. Pero, a pesar de todo, ella había decidido confiar en mí. Quizá porque pensó que aquélla podría ser una manera de pagarme el favor del Delphos. Quizá porque estimó que, al ser yo una mujer independiente y de su misma edad, podría comprenderla mejor. O quizá, simplemente, porque se sentía sola y tenía una necesidad imperiosa de desahogarse con alguien. Y ese alguien, en aquel mediodía de verano y en aquella ciudad de la costa africana, resulté ser yo.
—Antes de su muerte en aquel trágico accidente, Sanjurjo me había insistido en que, una vez instalada en Tánger, fuera a ver a su amigo Juan Luis Beigbeder a Tetuán; no paraba de referirse a nuestro encuentro en el Adlon de Berlín y a lo mucho que se alegraría él de verme again. Yo también, to tell you the truth, tenía interés en volver a encontrarme con él: me había parecido un hombre fascinante, tan interesante, tan educado, tan, tan, tan caballero español. Así que, cuando ya llevaba unos meses asentada, decidí que había llegado el momento de acercarme a la capital del Protectorado a saludarle. Para entonces, las cosas habían cambiado, obviously: él ya no estaba en su cometido administrativo de Asuntos Indígenas, sino que ocupaba el puesto más alto de la Alta Comisaría. Y hasta allí me encaminé en mi Austin 7. My God! Cómo olvidar aquel día. Llegué a Tetuán y lo primero que hice fue ir a ver al cónsul inglés, Monk-Mason, le conoces, ¿verdad? Yo le llamo old monkey, viejo mono; es un hombre tan, tan aburrido, poor thing.
Aproveché que me estaba llevando en aquel momento la copa de vino a la boca para hacer un gesto impreciso. No conocía al tal Monk-Mason, tan sólo había oído alguna vez hablar de él a mis clientas, pero me negué a reconocerlo ante Rosalinda.
—Cuando le dije que tenía intención de visitar a Beigbeder, el cónsul quedó tremendamente impactado. Como sabrás, a diferencia de los alemanes y los italianos, His majesty's government, nuestro gobierno, no tiene prácticamente contacto alguno con las autoridades españolas del bando nacional porque sólo sigue reconociendo como legítimo al régimen republicano, así que Monk-Mason pensó que mi visita a Juan
Luis podría resultar muy conveniente para los intereses británicos. So, antes del mediodía me dirigí a la Alta Comisaría en mi propio automóvil y acompañada tan sólo por Joker, mi perro. Mostré en la entrada la carta de presentación que Sanjurjo me había entregado antes de morir y alguien me condujo hasta el secretario personal de Juan Luis atravesando pasillos llenos de militares y escupideras, how very disgusting, ¡qué asco! Inmediatamente Jiménez Mouro, su secretario, me llevó a su despacho. Teniendo en cuenta la guerra y su posición, imaginaba que encontraría al nuevo alto comisario vestido con un imponente uniforme lleno de medallas y condecoraciones, pero no, no, no, todo lo contrario: al igual que aquella noche en Berlín, Juan Luis llevaba un simple traje oscuro de calle que le confería el aspecto de cualquier cosa excepto de un militar rebelde. Le alegró enormemente mi visita: se mostró encantador, charlamos y me invitó a comer, pero yo ya había aceptado la invitación previa de Monk-Mason, así que quedamos para el día siguiente.
Las mesas a nuestro alrededor se fueron poco a poco terminando de llenar. Rosalinda saludaba de vez en cuando a unos y otros con un simple gesto o una breve sonrisa, sin mostrar interés en interrumpir su narración sobre aquellos primeros encuentros con Beigbeder. También yo identifiqué algunos rostros familiares, gente que había conocido de la mano de Ramiro y a la que preferí ignorar. Por eso seguíamos cada una concentrada en la otra: ella hablando, yo escuchando, las dos comiendo nuestro pescado, bebiendo vino frío y haciendo caso omiso al ruido del mundo.
—Llegué al día siguiente a la Alta Comisaría esperando encontrar algún tipo de comida ceremoniosa acorde con el entorno: una gran mesa, formalidades, camareros alrededor... Pero Juan Luis había dispuesto que nos prepararan una simple mesa para dos junto a una ventana abierta al jardín. Fue un lunch inolvidable, en el que él habló, habló y habló sin parar sobre Marruecos, sobre su Marruecos feliz, como él lo llama. Sobre su magia, sus secretos, su fascinante cultura. Tras el almuerzo decidió enseñarme los alrededores de Tetuán, so beautiful. Salimos en su coche oficial, imagina, seguidos por un séquito de motoristas y ayudantes, so embarrassing! Anyway, acabamos en la playa, sentados en la orilla mientras el resto esperaba en la carretera, can you believe it?
Rió ella y sonreí yo. La situación descrita era realmente peculiar: la más alta personalidad del Protectorado y una extranjera recién llegada que podría ser su hija, flirteando abiertamente al borde del mar mientras la comitiva motorizada los observaba sin pudor desde la distancia.
—Y entonces él cogió dos piedras, una blanca y otra negra. Se llevó las manos a la espalda y volvió a sacarlas con los puños cerrados. Elige, dijo. Elige qué, pregunté. Elige una mano. Si en ella está la piedra negra, hoy vas a irte de mi vida y no voy a volver a verte más. Si la que sale es la blanca, entonces significa que el destino quiere que te quedes conmigo.
—Y salió la piedra blanca.
—Salió la piedra blanca, efectivamente —confirmó con una radiante sonrisa—. Un par de días después mandó dos coches a Tánger: un Chrysler Royal para transportar mis cosas y, para mí, el Dodge Roadster en el que hoy hemos venido, un regalo del director de la Banca Hassan de Tetuán que Juan Luis ha decidido que sea para mí. No nos hemos separado desde entonces, excepto cuando sus obligaciones le imponen algún viaje. De momento yo estoy instalada con mi hijo Johnny en la casa del paseo de las Palmeras, en una residencia grandiosa con un cuarto de baño digno de un marajá y el retrete como el trono de un monarca, pero cuyas paredes se caen a trozos y no tiene ni siquiera agua corriente. Juan Luis sigue residiendo en la Alta Comisaría porque así se lo exige el cargo; no nos planteamos vivir juntos, pero él, no obstante, ha decidido que tampoco tiene por qué ocultar su relación conmigo, aunque a veces pueda exponerle a situaciones algo comprometidas.
—Porque está casado... —sugerí.
Hizo un mohín de despreocupación y se retiró un mechón de pelo de la cara.
—No, no; eso no es lo realmente importante, también yo estoy casada; eso es sólo asunto nuestro, our concern, algo del todo personal. El problema es más de índole pública; oficial, digamos: hay quien piensa que una inglesa puede ejercer sobre él una influencia poco recomendable, y así nos lo hacen saber abiertamente.
—¿Quién piensa así? —Me hablaba con tanta confianza que, sin ni siquiera pararme a sopesarlo, me sentí legitimada de manera natural para pedir aclaraciones cuando no alcanzaba a comprender del todo lo que ella me estaba contando.
—Los miembros de la colonia nazi en el Protectorado. Langenheim y Bernhardt sobre todo. Suponen que el alto comisario debería ser gloriously pro-German en todas las facetas de su vida: cien por cien fiel a los alemanes, que son quienes están ayudando a su causa en vuestra guerra; aquellos que desde un principio accedieron a facilitarles aviones y armamento. De hecho, Juan Luis estuvo al tanto del viaje que desde Tetuán realizaron a Alemania en aquellos primeros días para entrevistarse con Hitler en Bayreuth, donde asistía como cada año al festival wagneriano. Anyway, Hitler consultó con el almirante Canaris, Canaris recomendó que aceptara prestar la ayuda solicitada, y desde allí mismo dio el Führer la orden de enviar al Marruecos español todo lo requerido. De no haberlo hecho, las tropas del ejército español en África no habrían podido cruzar el Estrecho, así que esa ayuda germana fue crucial. Desde entonces, obviamente, las relaciones entre los dos ejércitos son muy estrechas. Pero los nazis de Tetuán creen que mi cercanía y el afecto que Juan Luis siente por mí pueden llevarle a adoptar una postura más pro-British y menos fiel a los alemanes.
Recordé los comentarios de Félix al respecto del marido de Frau Langenheim y su compatriota Bernhardt, sus referencias a aquella temprana ayuda militar que habían gestionado en Alemania y que, al parecer, no sólo no había cesado, sino que era cada vez más notoria en la Península. Rememoré también la ansiedad de Rosalinda por causar una impresión impecable en aquel primer encuentro formal suyo con la comunidad germana del brazo de su amante, y entonces creí entender lo que ella me estaba contando, pero minimicé su importancia e intenté tranquilizarla al respecto.
—Pero probablemente a ti todo eso no deba preocuparte demasiado. Él puede seguir leal a los alemanes estando a la vez contigo, son dos cosas distintas: lo oficial y lo personal. Seguro que los que así piensan no tienen razón.
—Sí la tienen, claro que la tienen.
—No te entiendo.
Desplazó con prisa la vista por la terraza semivacía. La conversación se había ido alargando tanto que apenas quedaban ya dos o tres mesas ocupadas. El viento había cesado, los toldos apenas se movían. Varios camareros con chaquetilla blanca y tarbush —el gorro moruno de fieltro rojo— trabajaban en silencio sacudiendo al aire servilletas y manteles. Bajó entonces Rosalinda el tono de voz hasta convertirlo casi en su susurro; un susurro que, a pesar de su escaso volumen, transmitía un incuestionable tono de determinación.
—Tienen razón en sus presuposiciones porque yo, my dear, tengo la intención de hacer todo lo que esté en mi mano para que Juan Luis establezca relaciones cordiales con mis compatriotas. No puedo soportar la idea de que vuestra guerra termine favorablemente para el ejército nacional, y que Alemania resulte ser la gran aliada del pueblo español y Gran Bretaña, en cambio, una potencia enemiga. Y voy a hacerlo por dos razones. La primera, por simple patriotismo sentimental: porque quiero que la nación del hombre al que amo sea amiga de mi propio país. La segunda razón, however, es mucho más pragmática y objetiva: los ingleses no nos fiamos de los nazis, las cosas están empezando a ponerse feas. Tal vez sea un poco aventurado hablar de otra futura gran guerra europea, pero nunca se sabe. Y si eso llegara a ocurrir, me gustaría que vuestro país estuviera a nuestro lado.
A punto estuve de decirle abiertamente que nuestro pobre país no estaba en situación de plantearse ninguna guerra futura, que bastante desgracia tenía con la que ya estábamos viviendo. Aquella guerra nuestra, sin embargo, parecía resultarle a ella del todo ajena, a pesar de ser su amante un importante activo en uno de sus bandos. Opté al fin por seguirle el paso, por mantener la conversación centrada en un porvenir que tal vez no llegara nunca y no ahondar en la tragedia del presente. Mi día ya llevaba encima una buena dosis de amargura, preferí no entristecerlo aún más.
—Y ¿cómo piensas hacerlo? —pregunté tan sólo.
—Well, no creas que tengo grandes contactos personales en Whitehall, not at all —dijo con una pequeña carcajada. Automáticamente hice un apunte mental para preguntar a Félix qué era Whitehall, pero mi expresión de atención concentrada no dejó entrever mi ignorancia. Ella prosiguió—. Pero ya sabes cómo funcionan estas cosas: redes de conocidos, relaciones encadenadas... Así que he pensado intentarlo en principio con unos amigos que tengo aquí en Tánger, el coronel Hal Durand, el general Norman Beynon y su mujer Mary, todos ellos con excelentes contactos con el Foreign Office. Ahora mismo están todos pasando una temporada en Londres, pero tengo previsto reunirme con ellos más adelante, presentarles a Juan Luis, intentar que hablen y congenien.
—¿Y crees que él accederá, que te dejará intervenir así como así en sus asuntos oficiales?
—But of course, dear, por supuesto —afirmó sin el menor rastro de duda mientras con un airoso movimiento de cabeza se retiraba del ojo izquierdo otra onda de su melena—. Juan Luis es un hombre tremendamente inteligente. Conoce muy bien a los alemanes, ha convivido con ellos muchos años y teme que el precio que España deba pagar a la larga por toda la ayuda que está recibiendo acabe siendo demasiado caro. Además, tiene un alto concepto de los ingleses porque jamás hemos perdido una guerra y, after all, él es un militar y para él esas cosas son muy importantes. Y sobre todo, my dear Sira, y esto es lo principal, Juan Luis me adora. Como él mismo se encarga de repetir a diario, por su Rosalinda sería capaz de descender hasta el mismo infierno.
Nos levantamos cuando las mesas de la terraza estaban ya dispuestas para la cena y las sombras de la tarde trepaban por las tapias. Rosalinda se empeñó en pagar la comida.
—Por fin he conseguido que mi marido me transfiera mi pensión; déjame que te invite.
Caminamos sin prisa hasta su coche y emprendimos el camino de regreso hacia Tetuán casi con el tiempo justo para no traspasar el límite de las doce horas concedidas por el comisario Vázquez. Pero no sólo fue la dirección geográfica lo que invertimos en aquel viaje, sino también la trayectoria de nuestra comunicación. Si en el sentido de ida y a lo largo del resto del día había sido Rosalinda quien monopolizó la conversación, en el de vuelta había llegado el momento de trastocar los papeles.
—Debes de pensar que soy inmensamente aburrida, centrada todo el tiempo en mí y en mis cosas. Háblame de ti. Tell me now, cuéntame cómo te han ido las gestiones que has hecho esta mañana.
—Mal —dije simplemente.
—¿Mal?
—Sí, mal, muy mal.
—I'm sorry, really. Lo siento. ¿Algo importante?
Pude decirle que no. En comparación con sus propias preocupaciones, mis problemas carecían de los ingredientes necesarios para despertar su interés: en ellos no había implicados militares de alto rango, cónsules o ministros; no había intereses políticos, ni cuestiones de Estado o presagios de grandes guerras europeas, ni nada remotamente relacionado con las sofisticadas turbulencias en las que ella se movía. En el humilde territorio de mis preocupaciones sólo tenían cabida un puñado de miserias cercanas que casi podían contarse con los dedos de una mano: un amor traicionado, una deuda por pagar y un gerente de hotel poco comprensivo, el diario faenar para levantar un negocio, una patria llena de sangre a la que no podía volver y la añoranza de una madre ausente. Pude decirle que no, que mis pequeñas tragedias no eran importantes. Pude callarme mis asuntos, mantenerlos escondidos para compartirlos tan sólo con la oscuridad de mi casa vacía. Pude, sí. Pero no lo hice.
—La verdad es que se trataba de algo muy importante para mí. Quiero sacar a mi madre de Madrid y traerla a Marruecos, pero necesito para ello una elevada cantidad de dinero de la que no dispongo porque antes tengo que destinar mis ahorros a realizar otro pago urgente. Esta mañana he intentado posponer ese pago, pero no lo he conseguido, así que, de momento, me temo que la cuestión de mi madre va a resultar imposible. Y lo peor es que, según dicen, cada vez va siendo más difícil moverse de una zona a otra.
—¿Está sola en Madrid? —preguntó con gesto en apariencia preocupado.
—Sí, sola. Absolutamente sola. No tiene a nadie más que mí.
—¿Y tu padre?
—Mi padre... bueno, es una historia larga; el caso es que no están juntos.
—Cuánto lo siento, Sira, querida. Debe de ser muy duro para ti saber que ella está en zona roja, expuesta a cualquier cosa entre toda esa gente...
La miré con tristeza. Cómo hacerle comprender lo que ella no entendía, cómo meter en aquella hermosa cabeza de ondas rubias la trágica realidad de lo que en mi país estaba pasando.
—Esa gente es su gente, Rosalinda. Mi madre está con los suyos, en su casa, en su barrio, entre sus vecinos. Ella pertenece a ese mundo, al pueblo de Madrid. Si quiero traerla conmigo a Tetuán no es porque tema por lo que pueda sucederle allí, sino porque es lo único que tengo en esta vida y, cada día que pasa, se me hace más cuesta arriba no saber nada de ella. No he recibido noticias suyas desde hace un año: no tengo la menor idea de cómo está, no sé cómo se mantiene, ni de qué vive, ni cómo soporta la guerra.
Como un globo al ser pinchado, toda aquella farsa de mi fascinante pasado se desintegró en el aire en apenas un segundo. Y lo más curioso fue que me dio exactamente igual.
—Pero... Me habían dicho que... que tu familia era...
No la dejé acabar. Ella había sido sincera conmigo y me había expuesto su historia sin tapujos: había llegado el momento de que yo hiciera lo mismo. Tal vez no le gustara la versión de mi vida que iba a contarle; quizá pensara que era muy poco glamurosa comparada con las aventuras a las que ella estaba acostumbrada. Posiblemente decidiera que a partir de aquel momento nunca más iba a compartir pink gins conmigo ni a ofrecerme viajes a Tánger en su Dodge descapotable, pero no pude resistirme a narrarle con detalle mi verdad. Al fin y al cabo, era la única que tenía.
—Mi familia somos mi madre y yo. Las dos somos modistas, simples modistas sin más patrimonio que nuestras manos. Mi padre nunca ha tenido relación con nosotras desde que nací. Él pertenece a otra clase, a otro mundo: tiene dinero, empresas, contactos, una mujer a la que no quiere y dos hijos con los que no se entiende. Eso es lo que tiene. O lo que tenía, no lo sé: la primera y última vez que le vi aún no había empezado la guerra y ya presentía que le iban a matar. Y mi prometido, ese novio atractivo y emprendedor que supuestamente está en la Argentina gestionando empresas y resolviendo asuntos financieros, no existe. Es cierto que hubo un hombre con el que mantuve una relación y puede que ahora ande en aquel país metido en negocios, pero ya no tiene nada que ver conmigo. No es más que un ser indeseable que me partió el corazón y me robó todo lo que tenía; prefiero no hablar de él. Ésa es mi vida, Rosalinda, muy distinta a la tuya, ya ves.
Como réplica a mi confesión articuló una parrafada en inglés en la que sólo atiné a captar la palabra Morocco.
—No he entendido nada —dije confusa.
Retornó el español.
—He dicho que a quién demonios importa de dónde vienes cuando eres la mejor modista de todo Marruecos. Y respecto a lo de tu madre, bueno, como decís los españoles, Dios aprieta pero no ahoga. Ya verás como todo termina resolviéndose.
25
A primera hora del día siguiente volví a comisaría para informar a don Claudio del fracaso de mis negociaciones. De los cuatro policías, sólo dos ocupaban sus mesas: el viejo y el flaco.
—El jefe aún no ha llegado —anunciaron al unísono.
—¿A qué hora suele venir? —pregunté.
—A las nueve y media —dijo uno.
—O a las diez y media —dijo el otro.
—O mañana.
—O nunca.
Rieron los dos con sus bocas babosas y yo noté que me faltaban las fuerzas para soportar a aquel par de cabestros un minuto más.
—Díganle, por favor, que he venido a verle. Que he estado en Tánger y no he podido arreglar nada.
—Lo que tú mandes, reina mora —dijo el que no era Cañete.
Me dirigí a la puerta sin despedirme. A punto estaba de salir cuando oí la voz de quien sí lo era.
—Cuando quieras te hago otro pase, corazón.
No me detuve. Tan sólo apreté los puños con fuerza y, casi sin ser consciente de ello, rescaté un ramalazo castizo del ayer y giré la cabeza unos centímetros, los justos para que mi respuesta le llegara bien clara.
—Mejor se lo vas haciendo a tu puta madre.
La suerte quiso que me encontrara con el comisario en plena calle, lo suficientemente lejos de su comisaría como para que no me pidiera que le acompañara de nuevo a ella. No era difícil cruzarse con cualquiera en Tetuán, la cuadrícula de calles del ensanche español era limitada y por ella transitábamos todos a cualquier hora. Llevaba, como de costumbre, un traje de lino claro y olía a recién afeitado, listo para empezar su jornada.
—No tiene buena cara —dijo nada más verme—. Imagino que las cosas en el Continental no han ido del todo bien. —Consultó el reloj—. Ande, vamos a tomar un café.
Me condujo al Casino Español, un edificio en esquina, hermoso, con balcones de piedra blanca y grandes ventanales abiertos a la calle principal. Un camarero árabe bajaba los toldos accionando una barra de hierro chirriante, otros dos o tres colocaban sillas y mesas en la acera bajo su sombra. Comenzaba un nuevo día. En el fresco interior no había nadie, tan sólo una amplia escalera de mármol al frente y dos salas a ambos lados. Me invitó a entrar en la de la izquierda.
—Buenos días, don Claudio.
—Buenos días, Abdul. Dos cafés con leche, por favor —ordenó mientras con la mirada buscaba mi asentimiento—. Cuénteme —pidió entonces.
—No lo conseguí. El gerente es nuevo, no es el mismo del año pasado, pero estaba perfectamente al tanto del asunto. Se cerró a cualquier negociación. Dijo sólo que lo acordado había sido más que generoso y que si no efectuaba el pago en la fecha establecida, me denunciaría.
—Entiendo. Y lo siento, créame. Pero me temo que ya no puedo ayudarla.
—No se preocupe, bastante hizo ya en su momento consiguiéndome el plazo de un año.
—¿Qué va a hacer ahora entonces?
—Pagar inmediatamente.
—¿Y lo de su madre?
Me encogí de hombros.
—Nada. Seguiré trabajando y ahorrando, aunque puede que para cuando consiga reunir lo que necesito, ya sea demasiado tarde y hayan terminado las evacuaciones. De momento, como le digo, voy a zanjar mi deuda. Tengo el dinero, no hay problema. Precisamente para eso iba a verle. Necesito otro pase para cruzar el puesto fronterizo y su permiso para mantener mi pasaporte un par de días.
—Quédeselo, no hace falta que me lo devuelva más. —Se llevó entonces la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera de piel y una estilográfica—. Y respecto al salvoconducto, esto le servirá —dijo mientras extraía una tarjeta y destapaba la pluma. Garabateó unas palabras en el anverso y firmó—. Tenga.
La guardé en el bolso sin leerla.
—¿Piensa ir en La Valenciana?
—Sí, ésa es mi intención.
—¿Igual que hizo ayer?
Le sostuve unos segundos la mirada inquisitiva antes de responder.
—Ayer no fui en La Valenciana.
—¿Cómo se las arregló para llegar a Tánger entonces?
Yo sabía que él lo sabía. Y también sabía que quería que yo misma se lo contara. Bebimos ambos antes un sorbo de café.
—Me llevó en su coche una amiga.
—¿Qué amiga?
—Rosalinda Fox. Una clienta inglesa.
Nuevo trago de café.
—Está al tanto de quién es, ¿verdad? —dijo entonces.
—Sí, lo estoy.
—Pues tenga cuidado.
—¿Por qué?
—Porque sí. Tenga cuidado.
—Dígame por qué —insistí.
—Porque hay gente a la que no le gusta que ella esté aquí con quien está.
—Ya lo sé.
—¿Qué sabe?
—Que su situación sentimental no resulta grata para algunas personas.
—¿Qué personas?
Nadie como el comisario para apretar, estrujar y sacar hasta la última gota de información; cómo nos íbamos ya conociendo.
—Algunas. No me pida que le cuente lo que usted ya sabe, don Claudio. No me haga que sea desleal a una clienta tan sólo por oír de mi boca los nombres que usted ya conoce.
—De acuerdo. Sólo confírmeme algo.
—¿Qué?
—Los apellidos de esas personas ¿son españoles?
—No.
—Perfecto —dijo simplemente. Terminó su café y consultó de nuevo el reloj—. Debo irme, tengo trabajo.
—Yo también.
—Es verdad, olvidaba que es usted una mujer trabajadora. ¿Sabe que se ha ganado una reputación excelente?
—Usted se informa de todo, así que tendré que creérmelo.
Sonrió por primera vez y la sonrisa le quitó cuatro años de encima.
—Sólo sé lo que tengo que saber. Además, seguro que usted también se entera de cosas: entre mujeres siempre se habla mucho y en su taller atiende a señoras que tal vez tengan historias interesantes que contar.
Era cierto que mis clientas hablaban. Comentaban acerca de sus maridos, de sus negocios, de sus amistades; de las personas a cuyas casas iban, de lo que unos y otros hacían, pensaban o decían. Pero no le dije que sí al comisario, tampoco que no. Simplemente me levanté sin hacer caso a su apunte. Él llamó al camarero y trazó una rúbrica al aire. Asintió Abdul: no había problema, los cafés quedaban cargados a la cuenta de don Claudio.
Saldar la deuda de Tánger fue una liberación, como dejar de andar con una cuerda al cuello de la que alguien podría tirar en cualquier momento. Cierto era que aún tenía pendientes los turbios asuntos de Madrid pero, desde la distancia africana, aquello me parecía tremendamente lejano. El pago de lo debido en el Continental me sirvió para soltar el lastre de mi pasado con Ramiro en Marruecos y me permitió respirar de otra manera. Más tranquila, más libre. Más dueña ya de mi propio destino.
El verano avanzaba, pero mis clientas aún parecían tener pereza para pensar en la ropa de otoño. Jamila seguía conmigo encargándose de la casa y de pequeñas tareas del taller, Félix me visitaba casi todas las noches, de cuando en cuando me acercaba a ver a Candelaria a La Luneta. Todo tranquilo, todo normal hasta que un catarro inoportuno me dejó sin fuerzas para salir de casa ni energía para coser. El primer día lo pasé postrada en el sofá. El segundo en la cama. El tercero habría hecho lo mismo si alguien no hubiera aparecido inesperadamente. Tan inesperadamente como siempre.
—Siñora Rosalinda decir que siñorita Sira levantar de la cama inmediatamente.
Salí a recibirla en bata; no me molesté en ponerme mi sempiterno traje de chaqueta, ni en colgarme al cuello las tijeras de plata, ni siquiera en adecentarme el pelo revuelto. Pero si le extrañó mi desaliño, no lo dejó entrever: venía a resolver otros asuntos más serios.
—Nos vamos a Tánger.
—¿Quién? —pregunté moqueando tras el pañuelo.
—Tú y yo.
—¿A qué?
—A intentar solucionar lo de tu madre.
La miré a medio camino entre la incredulidad y el alborozo, y quise saber más.
—A través de tu...
Un estornudo me impidió terminar la frase, algo que agradecí porque aún no tenía claro cómo denominar al alto comisario a quien ella nombraba siempre con sus dos nombres de pila.
—No; prefiero mantener a Juan Luis al margen: él tiene otros mil asuntos de los que preocuparse. Esto es cosa mía, así que sus contactos quedan out, fuera. Pero tenemos otras opciones.
—¿Cuáles?
—A través de nuestro cónsul en Tetuán, intenté averiguar si están haciendo gestiones de este tipo en nuestra embajada, pero no hubo suerte: me dijo que nuestra legación en Madrid siempre se negó a dar asilo a refugiados y, además, desde la marcha del gobierno republicano a Valencia, allí se han instalado también las oficinas diplomáticas y en la capital tan sólo queda el edificio vacío y algún miembro subalterno para mantenerlo.
—¿Entonces?
—Probé con la iglesia anglicana de Saint Andrews en Tánger, pero tampoco pudieron servirme de ayuda. Después se me ocurrió que tal vez alguien en alguna entidad privada pudiera al menos saber algo, así que me he informado por un sitio y por otro, y he conseguido a tiny bit of information. No es gran cosa, pero vamos a ver si hay suerte y pueden ofrecernos algo más. El director del Bank of London and South America en Tánger, Leo Martin, me ha dicho que en su último viaje a Londres oyó hablar en las oficinas centrales del banco de que alguien que trabajaba en la sucursal de Madrid tiene algún tipo de contacto con alguien que está ayudando a gente a salir de la ciudad. No sé nada más, toda la información que pudo darme es muy vaga, muy imprecisa, tan sólo un comentario que alguien realizó y él oyó. Pero ha prometido hacer averiguaciones.
—¿Cuándo?
—Right now. Inmediatamente. Así que ahora mismo te vas a vestir y nos vamos a ir a Tánger a verle. Estuve allí hace un par de días, me dijo que volviera hoy. Imagino que habrá tenido tiempo para averiguar algo más.
Intenté darle las gracias por sus esfuerzos entre toses y estornudos, pero ella restó importancia al asunto y me urgió para que me arreglara. El viaje fue un suspiro. Carretera, secarrales, pinadas, cabras. Mujeres de faldón rayado con sus babuchas camineras, cargadas bajo los grandes sombreros de paja. Ovejas, chumberas, más secarrales, niños descalzos que sonreían a nuestro paso y levantaban la mano diciendo adiós, amiga, adiós. Polvo, más polvo, campo amarillo a un lado, campo amarillo al otro, control de pasaportes, más carretera, más chumberas, más palmitos y cañaverales y en apenas una hora habíamos llegado.
Volvimos a aparcar en la plaza de Francia, volvieron a recibirnos las amplias avenidas y los edificios magníficos de la zona moderna de la ciudad. En uno de ellos nos esperaba el Bank of London and South America, curiosa aleación de intereses financieros, casi tanto como la extraña pareja que formábamos Rosalinda Fox y yo.
—Sira, te presento a Leo Martin. Leo, ésta es mi amiga Miss Quiroga.
Leo Martin bien podría haberse llamado Leoncio Martínez de haber nacido un par de kilómetros más allá de donde lo hizo. De estampa bajita y morena, sin afeitado ni corbata habría podido pasar por un afanoso labriego español. Pero su rostro resplandecía limpio de cualquier sombra de barba y sobre la barriga reposaba una sobria corbata rayada. Y no era español ni campesino, sino un auténtico súbdito de la Gran Bretaña: un gibraltareño capaz de expresarse en inglés y andaluz con idéntica desenvoltura. Nos saludó con su mano velluda, nos ofreció asiento. Dio orden de no ser interrumpido a la vieja urraca que tenía por secretaria y, como si fuéramos las clientas más rumbosas de la entidad, se dispuso a exponernos con todo su empeño lo que había logrado averiguar. Yo no había abierto una cuenta bancaria en mi vida y probablemente Rosalinda tampoco tuviera ni una libra ahorrada de la pensión que su marido le enviaba cuando el viento soplaba de su lado, pero los rumores sobre los devaneos amorosos de mi amiga debían de haber llegado ya a los oídos de aquel hombre pequeño de curiosas habilidades lingüísticas. Y, en aquellos tiempos revueltos, el director de un banco internacional no podía dejar pasar por delante la oportunidad de hacer un favor a la amante de quien más mandaba entre los vecinos.
—Bien, señoras, creo que tengo noticias. He conseguido hablar con Eric Gordon, un viejo conocido que trabajaba en nuestra sucursal en Madrid hasta poco después del alzamiento; ahora está ya reubicado en Londres. Me ha dicho que conoce personalmente a una persona que vive en Madrid y está implicada en este tipo de actividades, un ciudadano británico que trabajaba para una empresa española. La mala noticia es que no sabe cómo contactar con él, le ha perdido la pista en los últimos meses. La buena es que me ha facilitado los datos de alguien que sí está al tanto de sus andanzas porque ha residido en la capital hasta hace poco. Se trata de un periodista que ha regresado a Inglaterra porque tuvo algún problema, creo que resultó herido: no me ha dado detalles. Bien, en él tenemos una posible vía de solución: esta persona podría estar dispuesta a facilitarles el contacto con el hombre que se dedica a evacuar refugiados. Pero antes quiere algo.
—¿Qué? —preguntamos Rosalinda y yo al unísono.
—Hablar personalmente con usted, Mrs Fox —dijo dirigiéndose a la inglesa—. Cuanto antes mejor. Espero que no lo considere una indiscreción pero, en fin, dadas las circunstancias, he creído conveniente ponerle en antecedentes sobre quién es la persona interesada en obtener de él esa información.
Rosalinda no replicó; sólo le miró atentamente con las cejas arqueadas, esperando que continuara hablando. Carraspeó incómodo, con toda probabilidad había anticipado una respuesta más entusiasta ante su gestión.
—Ya saben cómo son estos periodistas, ¿no? Como aves carroñeras, siempre esperando conseguir algo.
Rosalinda se tomó unos segundos antes de responder.
—No son los únicos, Leo, querido, no son los únicos —dijo con un tono remotamente agrio—. En fin, póngame con él, vamos a ver qué quiere.
Cambié de postura en el sillón intentando disimular mi nerviosismo y volví a sonarme la nariz. Entretanto, el director británico con cuerpo de botijo y acento de banderillero dio orden a la telefonista para que le pusiera la conferencia. Esperamos un rato largo, nos trajeron café, retornó el buen humor a Rosalinda y el alivio a Martin. Hasta que por fin llegó el momento de la conversación con el periodista. Duró apenas tres minutos y de ella no entendí una palabra porque hablaron en inglés. Sí advertí, en cambio, el tono serio y cortante de mi clienta.
—Listo —dijo ella tan sólo a su término. Nos despedimos del director, le agradecimos su interés y volvimos a pasar por el intenso escrutinio de la secretaria con cara de grulla.
—¿Qué quería? —pregunté ansiosa nada más salir de la oficina.
—A bit of blackmail. No sé cómo se dice en español. Cuando alguien dice que hará algo por ti sólo si tú haces algo a cambio.
—Chantaje —aclaré.
—Chantaje —repitió con pésima pronunciación. Demasiados sonidos contundentes en una misma palabra.
—¿Qué tipo de chantaje?
—Una entrevista personal con Juan Luis y unas semanas de acceso preferente a la vida oficial de Tetuán. A cambio, se compromete a ponernos en contacto con la persona que necesitamos en Madrid.
Tragué saliva antes de formular mi pregunta. Temía que me dijera que por encima de su cadáver iba alguien a imponer una miserable extorsión al más alto dignatario del Protectorado español en Marruecos. Y, menos aún, un periodista oportunista y desconocido, a cambio de hacer un favor a una simple modista.
—¿Y qué le has dicho tú? —me atreví por fin a preguntar.
Se encogió de hombros con un gesto de resignación.
—Que me mande un cable con la fecha prevista para su desembarco en Tánger.
26
Marcus Logan llegó arrastrando una pierna, casi sordo de un oído y con un brazo en cabestrillo. Todos sus desperfectos coincidían en el mismo lado del cuerpo, el izquierdo, el que quedó más cercano al estallido del cañonazo que le tumbó y a punto estuvo de matarle mientras cubría para su agencia los ataques de la artillería nacional en Madrid. Rosalinda lo arregló todo para que un coche oficial lo recogiera en el puerto de Tánger y lo trasladara directamente hasta el hotel Nacional de Tetuán.
Los aguardé sentada en uno de los sillones de mimbre del patio interior, entre maceteros y azulejos con arabescos. Por las paredes cubiertas de celosías trepaban las enredaderas y del techo colgaban grandes faroles morunos; el runrún de las conversaciones ajenas y el borboteo del agua de una pequeña fuente acompañaron mi espera.
Rosalinda llegó cuando el último sol de la tarde atravesaba la montera de cristal; el periodista, diez minutos después. A lo largo de los días previos había amasado en mi mente la imagen de un hombre impulsivo y brusco, alguien con el carácter agrio y los redaños suficientes como para intentar intimidar a quien se le pusiera por delante con tal de alcanzar sus intereses. Pero erré, como casi siempre se yerra cuando construimos preconcepciones a partir del frágil sustento de una simple acción o unas cuantas palabras. Erré y lo supe apenas el periodista chantajista cruzó el arco de acceso al patio con el nudo de la corbata flojo y traje de lino claro lleno de arrugas.
Nos reconoció al instante; tan sólo necesitó barrer la estancia con la mirada y comprobar que éramos las dos únicas mujeres jóvenes sentadas solas: una rubia con evidente aspecto de extranjera y una morena puro producto español. Nos preparamos para recibirle sin levantarnos, con las hachas de guerra escondidas a la espalda por si había que defenderse del más incómodo de los invitados. Pero no hizo falta sacarlas porque el Marcus Logan que apareció aquella temprana noche africana podría haber despertado en nosotras cualquier sensación excepto la de temor. Era alto y parecía estar a caballo entre los treinta y los cuarenta. Traía el pelo castaño algo despeinado y, al acercarse cojeando apoyado en un bastón de bambú, comprobamos que tenía el lado izquierdo de la cara lleno de restos de heridas y magulladuras. Aunque su presencia dejaba intuir al hombre que debió de ser antes del percance que a punto estuvo de acabar con su vida por el flanco izquierdo, en aquellos momentos era poco más que un cuerpo doliente que, apenas terminó de saludarnos con toda la cortesía que su lamentable estado le permitió desplegar, se desplomó en un sillón intentando sin éxito disimular sus molestias y el cansancio que se acumulaba en su cuerpo castigado por el largo viaje.
—Mrs Fox and Miss Quiroga, I suppose —fueron sus primeras palabras.
—Yes, we are, indeed —dijo Rosalinda en la lengua de los dos—. Nice meeting you, Mr Logan. And now, if you don't mind, I think we should proceed in Spanish; I'm afraid my friend won't be able to join us otherwise.
—Por supuesto, disculpe —dijo dirigiéndose a mí en un excelente español.
No tenía aspecto de ser un extorsionador sin escrúpulos, sino tan sólo un profesional que se buscaba la vida como buenamente podía y atrapaba al vuelo las oportunidades que se le cruzaban en el camino. Como Rosalinda, como yo. Como todos en aquellos tiempos. Antes de entrar de lleno en el asunto que le había llevado hasta Marruecos y reclamar de Rosalinda la confirmación de lo que ella le había prometido, prefirió presentarnos sus credenciales. Trabajaba para una agencia de noticias británica, estaba acreditado para cubrir la guerra española por ambos bandos y, aunque ubicado en la capital, pasaba los días en constante movimiento. Hasta que ocurrió lo inesperado. Lo ingresaron en Madrid, lo operaron de urgencia y, en cuanto pudieron, lo evacuaron a Londres. Había pasado varias semanas ingresado en el Royal London Hospital, soportando dolores y curas; encamado, inmovilizado, anhelando poder regresar a la vida activa.
Cuando le llegaron noticias de que alguien relacionado con el alto comisario de España en Marruecos necesitaba una información que él podría facilitarle, vio el cielo abierto. Era consciente de que no estaba en condiciones físicas de volver a sus constantes idas y venidas por la Península, pero una visita al Protectorado podría, ofrecerle la posibilidad de proseguir con su convalecencia retomando parcialmente el brío profesional. Antes de obtener autorización para viajar, tuvo que pelear con los médicos, con sus superiores y con todo aquel que se acercó por su cama intentando convencerle para que no se moviera, lo cual, sumado a su estado, le había puesto al borde del disparadero. Pidió entonces disculpas a Rosalinda por su brusquedad en la conversación telefónica, dobló y desdobló la pierna varias veces con gesto de dolor y se centró finalmente en cuestiones más inmediatas.
—Llevo sin comer nada desde esta mañana, ¿les importaría que las invitara a cenar y charlásemos entretanto?
Aceptamos; de hecho, yo estaba dispuesta a aceptar lo que fuera por hablar con él. Habría sido capaz de comer en una letrina o de hozar en el barro entre cochinos; habría masticado cucarachas y bebido matarratas para ayudar a tragarlas: cualquier cosa con tal de obtener la información que tantos días llevaba esperando. Llamó Logan con soltura a un camarero árabe de los que por el patio trajinaban sirviendo y recogiendo, pidió una mesa para el restaurante del hotel.
Un momento, señor, por favor. Salió el camarero en busca de alguien y apenas siete segundos después se nos acercó como una bala el maître español, untuoso y reverencial. Ahora mismo, ahora mismo, por favor, acompáñenme las señoras, acompáñenme el señor. Ni un minuto de espera para la señora Fox y sus amigos, faltaría más.
Nos cedió Logan el paso al comedor mientras el maître señalaba una ostentosa mesa central, un ruedo vistoso para que nadie se quedara aquella noche sin contemplar de cerca a la querida inglesa de Beigbeder. El periodista la rechazó con educación y señaló otra más aislada al fondo. Todas estaban impecablemente preparadas con manteles impolutos, copas de agua y vino, y servilletas blancas dobladas sobre los platos de porcelana. Aún era temprano, no obstante, y apenas había una docena de personas repartidas por la sala.
Elegimos el menú y nos sirvieron un jerez para entretener la espera. Rosalinda asumió entonces en cierta manera el papel de anfitriona y fue quien arrancó la conversación. El encuentro previo en el patio había sido algo meramente protocolario, pero contribuyó a relajar la tensión. El periodista se había presentado y nos había detallado las causas de su estado; nosotras, a cambio, nos tranquilizamos al ver que no se trataba de un individuo amenazante y comentamos con él algunas trivialidades sobre la vida en el Marruecos español. Los tres sabíamos, sin embargo, que aquello no era una simple reunión de cortesía para hacer nuevos amigos, charlar sobre enfermedades o dibujar estampas pintorescas del norte de África. Lo que nos había llevado a encontrarnos aquella noche era una negociación pura y dura en la que había dos partes implicadas: dos flancos que en su momento habían dejado claramente expuestas sus demandas y sus condiciones. Había llegado la hora de mostrarlas sobre la mesa y comprobar hasta dónde podía llegar cada cual.
—Quiero que sepa que todo lo que me pidió el otro día por teléfono está solucionado —adelantó Rosalinda en cuanto el camarero se alejó con la comanda.
—Perfecto —replicó el periodista.
—Tendrá su entrevista con el alto comisario, en privado y tan extensa como estime conveniente. Se le entregará además un permiso de residencia temporal en la zona del Protectorado español —continuó Rosalinda— y se extenderán a su nombre invitaciones a todos los actos oficiales de las próximas semanas; alguno de ellos, le adelanto, será de gran relevancia.
Levantó él entonces la ceja del lado entero de la cara con gesto interrogativo.
—Esperamos en breve la visita de don Ramón Serrano Suñer, el cuñado de Franco; imagino que sabe de quién hablo.
—Sí, claro —corroboró.
—Viene a Marruecos a conmemorar el aniversario del alzamiento, pasará aquí tres días. Se están organizando diversos actos para recibirle; ayer precisamente llegó Dionisio Ridruejo, el director general de Propaganda. Ha venido a coordinar los preparativos con el secretario de la Alta Comisaría. Contamos con que usted asista a todos los eventos de carácter oficial en los que haya representación civil.
—Se lo agradezco enormemente. Y, por favor, haga extensible mi gratitud al alto comisario.
—Será un placer tenerle entre nosotros —respondió Rosalinda con un gracioso gesto de perfecta anfitriona que anticipó el desenvaine de un estoque—. Espero que comprenda que también tenemos algunas condiciones.
—Por supuesto —dijo Logan tras un trago de jerez.
—Toda la información que desee enviar al exterior deberá ser antes supervisada por la oficina de prensa de la Alta Comisaría.
—No hay problema.
Los camareros se acercaron en ese momento con los platos y me invadió una grata sensación de alivio. A pesar de la elegancia con la que ambos mantenían el pulso de la negociación, a lo largo de toda la charla entre Rosalinda y el recién llegado no había podido evitar sentirme un tanto incómoda, fuera de sitio, como si me hubiera colado en una fiesta a la que nadie me había invitado. Hablaban de cuestiones que me eran del todo ajenas, de asuntos que tal vez no entrañaran graves secretos oficiales pero que, desde luego, quedaban muy alejados de lo que se suponía que una simple modista debería oír. Me repetí a mí misma varias veces que yo no estaba fuera de lugar, que aquél era también mi sitio porque la razón que había provocado esa cena era la evacuación de mi propia madre. Aun así, me costó convencerme.
La llegada de la comida interrumpió unos instantes el intercambio de concesiones y requerimientos. Lenguados para las señoras, pollo con guarnición para el señor, anunciaron. Comentamos brevemente las viandas, la frescura del pescado de la costa mediterránea, la exquisitez de las verduras de la vega del Martín. Tan pronto como los camareros se retiraron, la conversación prosiguió por el lugar exacto en donde había quedado apenas unos minutos atrás.
—¿Alguna condición más? —inquirió el periodista antes de llevarse el tenedor a la boca.
—Sí, aunque yo no lo llamaría exactamente una condición. Se trata más bien de algo que nos conviene igualmente a usted y a nosotros.
—Será fácil de aceptar, entonces —dijo tras tragar el primer bocado.
—Eso espero —confirmó Rosalinda—. Verá, Logan: usted y yo nos movemos en dos mundos muy distintos, pero somos compatriotas y los dos sabemos que, en términos generales, el bando nacional tiene sus simpatías volcadas en los alemanes e italianos, y no sienten el menor afecto por los ingleses.
—Así es, ciertamente —corroboró él.
—Bien, por ese motivo, quiero proponerle que usted se haga pasar por amigo mío. Sin perder su identidad de periodista, por supuesto, pero un periodista afín a mí y, por extensión, al alto comisario. De esta manera, creemos que será recibido con un resquemor algo más moderado.
—¿Por parte de quién?
—De todos: autoridades locales españolas y musulmanas, cuerpo consular extranjero, prensa... En ninguno de estos colectivos cuento con fervorosos admiradores, todo hay que decirlo pero, al menos formalmente, me guardan un cierto respeto por mi cercanía al alto comisario. Si logramos introducirlo como amigo mío, tal vez podamos conseguir que ese respeto lo hagan extensivo a usted.
—¿Qué opina al respecto el coronel Beigbeder?
—Está absolutamente de acuerdo.
—No hay más que hablar entonces. No me parece una mala idea y, como usted dice, puede que sea positivo para todos. ¿Alguna condición más?
—Ninguna por nuestra parte —dijo Rosalinda alzando su copa a modo de pequeño brindis.
—Perfecto. Todo aclarado entonces. Bien, creo que ahora me corresponde a mí ponerlas a ustedes al tanto del asunto para el que me han requerido.
El estómago me dio un vuelco: había llegado la hora. La comida y el vino parecían haber aportado a Marcus Logan una dosis moderada de vigor, se le veía bastante más entonado. Aunque había mantenido la negociación con fría serenidad, se percibía en él una actitud positiva y una evidente voluntad de no importunar a Rosalinda y Beigbeder más allá de lo necesario. Supuse que tal vez ese temple tenía algo que ver con su profesión, pero me faltó criterio para confirmarlo; al fin y al cabo, aquél era el primer periodista que conocía en mi vida.
—Quiero que sepan antes de nada que mi contacto ya está sobre aviso y cuenta con el traslado de su madre para cuando movilicen el siguiente operativo de evacuación desde Madrid hasta la costa.
Tuve que agarrarme con fuerza al borde de la mesa para no levantarme y abrazarle. Me contuve, sin embargo: el comedor del hotel Nacional estaba ya lleno de comensales y nuestra mesa, gracias a Rosalinda, era el principal foco de atracción de la noche. Sólo habría faltado que una reacción impulsiva me hubiera llevado a abrazar con euforia salvaje a aquel extranjero para que todas las miradas y cuchicheos se hubieran volcado sobre nosotros de inmediato. Así las cosas, frené el entusiasmo e insinué mi alborozo tan sólo con una sonrisa y un leve gracias.
—Tendrá que facilitarme algunos datos; después los cablegrafiaré a mi agencia en Londres; desde allí se pondrán en contacto con Chritopher Lance, que es quien está al mando de toda la operación.
—¿Quién es? —quiso saber Rosalinda.
—Un ingeniero inglés; un veterano de la Gran Guerra que lleva ya unos cuantos años instalado en Madrid. Hasta antes del alzamiento trabajaba para una empresa española con participación británica, la compañía de ingeniería civil Ginés Navarro e Hijos, con oficinas centrales en el paseo del Prado y sucursales en Valencia y Alicante. Ha participado con ellos en la construcción de carreteras y puentes, en un gran embalse en Soria, una planta hidroeléctrica cerca de Granada y un mástil para zepelines en Sevilla. Cuando estalló la guerra, los Navarro desaparecieron, no se sabe si por voluntad propia o a la fuerza. Los trabajadores formaron un comité y se hicieron cargo de la empresa. Lance pudo haberse marchado entonces, pero no lo hizo.
—¿Por qué? —preguntamos al unísono las dos.
El periodista se encogió de hombros mientras bebía un largo trago de vino.
—Es bueno para el dolor —dijo a modo de disculpa mientras alzaba la copa como para mostrarnos sus efectos medicinales—. En realidad —continuó—, no sé por qué Lance no regresó a Inglaterra, nunca he conseguido obtener de él una razón que realmente justifique lo que hizo. Antes de empezar la guerra los ingleses residentes en Madrid, como casi todos los extranjeros, no tomaban partido por la política española y contemplaban la situación con indiferencia, incluso con cierta ironía. Tenían conocimiento, por supuesto, de la tensión existente entre las derechas y los partidos de izquierda, pero lo veían como una muestra más del tipismo del país, como parte del folclore nacional. Los toros, la siesta, el ajo, el aceite y el odio entre hermanos, todo muy pintoresco, muy español. Hasta que aquello reventó. Y entonces vieron que la cosa iba en serio y empezaron a correr para salir de Madrid lo antes posible. Con unas cuantas excepciones, como fue el caso de Lance, que optó por enviar a su mujer a casa y quedarse en España.
—Un poco insensato, ¿no? —aventuré.
—Probablemente esté un poco loco, sí —dijo medio en broma—. Pero es un buen tipo y sabe lo que se trae entre manos; no es ningún aventurero temerario ni un oportunista de los que en estos tiempos florecen por todas partes.
—¿Qué es lo que hace exactamente? —inquirió entonces Rosalinda.
—Presta ayuda a quien la necesita. Saca de Madrid a quien puede, los lleva hasta algún puerto del Mediterráneo y allí los embarca en buques británicos de todo tipo: lo mismo le sirve un barco de guerra que un paquebote o un carguero de limones.
—¿Cobra algo? —quise saber.
—No. Nada. Él no gana nada. Hay quien sí saca rendimiento con estos asuntos; él no.
Iba a explicarnos algo más, pero en ese momento se acercó a nuestra mesa un joven militar con breeches, botas brillantes y la gorra bajo el brazo. Saludó marcial con rostro concentrado y tendió un sobre a Rosalinda. Extrajo ella una cuartilla doblada, la leyó y sonrió.
—I'm truly very sorry, pero van a tener que perdonarme —dijo introduciendo sus cosas precipitadamente en el bolso. La pitillera, los guantes, la nota—. Ha surgido algo anesperado; inesperado, perdón —añadió. Se acercó a mi oído—. Juan Luis ha vuelto de Sevilla antes de tiempo —susurró impetuosa.
A pesar de su tímpano reventado, probablemente el periodista también la oyó.
—Sigan hablando, ya me contarán —añadió en voz alta—. Sira, darling, te veré pronto. Y usted, Logan, esté preparado para mañana. Un coche le recogerá aquí a la una. Comerá en mi casa con el alto comisario y dispondrá después de toda la tarde para seguir con su entrevista.
El joven militar y el descaro de múltiples miradas acompañaron a Rosalinda a la salida. En cuanto despareció de nuestra vista, urgí a Logan para que continuara con sus explicaciones en el mismo punto en el que las había dejado.
—Si Lance no obtiene beneficios y no le mueven cuestiones políticas, ¿por qué actúa entonces de esa manera?
Volvió a encogerse de hombros con un gesto que excusaba su incapacidad para encontrar una explicación razonable.
—Hay gente así, les llaman pimpinelas. Lance es un personaje un tanto singular; una especie de cruzado de las causas perdidas. Según él, no hay nada político en su conducta, le mueven tan sólo cuestiones humanitarias: probablemente habría hecho lo mismo con los republicanos si hubiera caído en zona nacional. Tal vez le venga la vena por ser hijo de un canónigo de la catedral de Wells, quién sabe. El caso es que, en el momento de la sublevación, el embajador Sir Henry Chilton y la mayor parte de su personal se habían trasladado a San Sebastián para pasar el verano y en Madrid quedaba sólo al mando un funcionario que no fue capaz de estar a la altura de las circunstancias. Así que Lance, como miembro veterano de la colonia británica, tomó en cierta manera las riendas de forma totalmente espontánea. Como dicen ustedes los españoles, sin encomendarse a Dios ni al diablo, abrió la embajada para refugiar en principio a los ciudadanos británicos, apenas algo más de trescientas personas entonces según mis informaciones. Ninguno estaba en principio directamente implicado en política, pero en su mayoría eran conservadores simpatizantes de las derechas, así que buscaron protección diplomática en cuanto tuvieron conocimiento del cariz de los acontecimientos. El caso es que la situación sobrepasó lo esperado: a la embajada corrieron a refugiarse varios cientos de personas más. Alegaban haber nacido en Gibraltar o en un barco inglés durante una travesía, tener parientes en Gran Bretaña, haber hecho negocios con la Cámara de Comercio Británica; cualquier subterfugio para mantenerse al amparo de la Union Jack, nuestra bandera.
—¿Por qué precisamente en su embajada?
—No fue sólo la nuestra, ni mucho menos. De hecho, la nuestra fue una de las más reacias a proporcionar refugio. Todas hicieron prácticamente lo mismo en los primeros días: acogieron a sus propios ciudadanos y a algunos españoles con necesidad de protegerse.
—¿Y después?
—Algunas legaciones han seguido muy activas a la hora de proporcionar asilo e implicase de una manera directa o indirecta en el tráfico de refugiados. Chile, sobre todo; Francia, Argentina y Noruega, también. Otras, en cambio, una vez transcurridos los primeros tiempos de incertidumbre, se negaron a seguir con aquello. Lance, no obstante, no actúa como representante del gobierno británico; todo lo que hace es por sí mismo. Nuestra embajada, como le he dicho, ha sido una de las que se han negado a seguir implicadas en dar asilo y facilitar la evacuación de refugiados. Tampoco se dedica Lance a ayudar al bando nacional en abstracto, sino a personas que, a título individual, tienen necesidad de salir de Madrid. Por razones ideológicas, por razones familiares: por lo que sea. Es cierto que comenzó instalándose en la embajada y, de alguna manera, logró que le concediesen el cargo de agregado honorario para gestionar la evacuación de ciudadanos británicos en los primeros días de guerra pero, a partir de entonces, actúa por su cuenta y riesgo. Cuando a él le interesa, normalmente para impresionar a los milicianos y centinelas en los controles de las carreteras, hace un uso ostentoso de toda la parafernalia diplomática que tiene a mano: brazalete rojo, azul y blanco en la manga para identificarse, banderitas en el automóvil y un salvoconducto enorme lleno de sellos y estampillas de la embajada, de seis o siete sindicatos obreros y del Ministerio de la Guerra, todo lo que tiene a mano. Es un tipo bastante peculiar este Lance: simpático, charlatán, siempre vestido con ropa llamativa, con chaquetas y corbatas que hacen daño a la vista. A veces creo que exagera todo un poco para que nadie lo tome demasiado en serio y así no sospechen de él.
—¿Cómo realiza los traslados hasta la costa?
—No lo sé con exactitud, él es reacio a contar detalles. En un principio creo que comenzó con vehículos de la embajada y camiones de su empresa, hasta que éstos le fueron requisados. Últimamente parece que utiliza una ambulancia del cuerpo escocés puesta a disposición de la República. Suele además ir acompañado por Margery Hill, una enfermera del hospital Anglo-Americano, ¿lo conoce?
—Creo que no.
—Está en la calle Juan Montalvo, junto a la Ciudad Universitaria, prácticamente en el frente. Allí me llevaron en principio cuando me hirieron, después me trasladaron para operarme al hospital que han montado en el hotel Palace.
—¿Un hospital en el Palace?—pregunté incrédula.
—Sí, un hospital de campaña, ¿no lo sabía?
—No tenía idea. Cuando dejé Madrid el Palace era, junto con el Ritz, el más lujoso de los hoteles.
—Pues ya ve, ahora lo dedican a otras funciones, hay muchas cosas que han cambiado. Allí permanecí ingresado unos días, hasta que decidieron evacuarme a Londres. Antes de ser ingresado en el hospital Anglo-Americano, yo ya conocía a Lance: la colonia británica en Madrid es en estos días muy reducida. Después vino a verme varias veces al Palace; parte de su autoimpuesta tarea humanitaria es también ayudar en lo posible a todos sus compatriotas en dificultades. Por eso sé algo de cómo funciona todo el proceso de evacuación, pero tan sólo conozco los detalles que él mismo me quiso contar. Los refugiados llegan normalmente por su cuenta al hospital; a veces los mantienen un tiempo haciéndolos pasar por enfermos, hasta que preparan el siguiente convoy. Suelen ir ambos, Lance y la enfermera Hill, en todos los trayectos: ella, al parecer, es única sorteando a funcionarios y milicianos en los controles si las cosas se ponen adversas. Y, además, se las suele arreglar para llevarse de vuelta a Madrid todo lo que puede sacar de los barcos de la Royal Navy: medicamentos, material para curas, jabón, comida enlatada...
—¿Cómo hacen el viaje?
Quería anticipar en mi mente el traslado de mi madre, tener una idea de en qué iba a consistir su aventura.
—Sé que salen de madrugada. Lance ya conoce todos los controles, y eso que son más de treinta; a veces tardan en recorrer el trayecto más de doce horas. Se ha hecho, además, un especialista en la psicología de los milicianos: se baja del auto, habla con ellos, les llama camaradas, les muestra su impresionante salvoconducto, les ofrece tabaco, bromea y se despide con «Viva Rusia» o «Mueran los fascistas»: cualquier cosa con tal de poder seguir su camino. Lo único que nunca hace es sobornarles: él mismo se lo impuso como principio y, que yo sepa, siempre lo ha mantenido. También es extremadamente escrupuloso con las leyes de la República, jamás las desacata. Y, por supuesto, evita en todo momento provocar contratiempos o incidentes que pudieran perjudicar a nuestra embajada. Sin ser uno de ellos más que a título honorario, cumple sin embargo con un rigurosísimo código de ética diplomática.
Apenas había terminado la respuesta cuando yo ya estaba lista para disparar la siguiente pregunta; estaba demostrando ser una alumna aventajada en el aprendizaje de las técnicas interrogatorias del comisario Vázquez.
—¿A qué puertos lleva a los refugiados?
—A Valencia, a Alicante, a Denia, depende. Estudia la situación, diseña un plan sobre la marcha y al final, de una u otra manera, se las arregla para embarcar su cargamento.
—Pero esas personas ¿tienen papeles, permisos, salvoconductos...?
—Para moverse dentro de España, normalmente sí. Para marchar al extranjero, probablemente no. Por eso, la operación del embarque suele ser la más compleja: Lance necesita burlar controles, adentrarse en los muelles y pasar desapercibido entre los centinelas, negociar con los oficiales de los barcos, colar a los refugiados y esconderlos por si hay registros. Todo, además, debe hacerse de forma cuidadosa, sin levantar sospechas. Es algo muy delicado, se juega acabar él mismo en una cárcel. Pero, de momento, siempre lo ha conseguido con éxito.
Terminamos la cena. Logan había necesitado esfuerzo para manipular los cubiertos; su brazo izquierdo no estaba operativo al cien por cien. Aun así, dio buena cuenta del pollo, dos grandes platos de natillas y varias copas de vino. Yo, en cambio, abstraída escuchándole, apenas probé el lenguado y no pedí postre.
—¿Quiere café? —preguntó.
—Sí, gracias.
En realidad, jamás tomaba café después de cenar excepto cuando tenía que quedarme trabajando hasta tarde. Pero aquella noche tenía dos buenas razones para aceptar el ofrecimiento: prolongar todo lo posible la conversación y mantenerme bien despejada para no perder el menor detalle.
—Cuénteme cosas de Madrid —le pedí entonces. Mi voz surgió queda, quizá anticipaba ya que lo que iba a oír no me resultaría grato.
Me miró fijamente antes de contestar.
—No sabe nada, ¿verdad?
Posé la mirada en el mantel e hice un gesto negativo. Conocer los detalles de la próxima evacuación de mi madre me había relajado: ya no estaba nerviosa. Marcus Logan, a pesar de su cuerpo machacado, había conseguido serenarme con su actitud sólida y segura. Sin embargo, con la distensión no llegó la alegría, sino una densa tristeza por todo lo oído. Por mi madre, por Madrid, por mi país. Noté de pronto una flojedad inmensa y presentí que las lágrimas se me acercaban a los ojos.
—La ciudad está muy deteriorada y hay escasez de productos básicos. La situación no es buena, pero cada cual se las va arreglando como puede —dijo sintetizando la respuesta en un puñado de vagas obviedades—. ¿Le importa que le haga una pregunta? —añadió entonces.
—Pregunte lo que quiera —respondí con los ojos aún fijos en la mesa. El futuro de mi madre estaba en sus manos, cómo negarme.
—Mire, mi gestión ya está hecha y puedo garantizarle que van a actuar con su madre tal como me han prometido, por eso no se preocupe. —Hablaba en tono más bajo, más cercano—. Sin embargo, para lograrlo, digamos que he tenido que inventar un panorama que no sé si se corresponde mucho o poco con la realidad. He tenido que decir que ella se encuentra en una situación de alto riesgo y necesita ser evacuada urgentemente, no ha hecho falta aportar mayores detalles. Pero me gustaría saber hasta dónde he acertado o hasta dónde he mentido. La respuesta en nada va a cambiar las cosas, pero yo, personalmente, quisiera conocerla. Así que, si no le importa, cuénteme, por favor, ¿en qué situación está en verdad su madre, cree que corre auténtico peligro en Madrid?
Llegó un camarero con los cafés, removimos el azúcar a la vez haciendo chocar las cucharillas contra la porcelana de las tazas a ritmo acompasado. Al cabo de unos segundos, alcé el rostro y le miré de frente.
—¿Quiere saber la verdad? Pues la verdad es que creo que su vida no corre riesgo, pero yo soy lo único que mi madre tiene en el mundo y ella lo único que tengo yo. Siempre hemos vivido solas, peleando juntas para salir adelante: sólo somos dos mujeres trabajadoras. Hubo, sin embargo, un día en que yo me equivoqué y le fallé. Y ahora lo único que quiero es recuperarla. Antes me ha dicho que su amigo Lance no actúa por motivos políticos, que tan sólo le mueven cuestiones humanitarias. Calcule usted mismo si reunir a una madre sin recursos con su única hija es o no es una razón humanitaria; yo no lo sé.
No pude decir nada más, sabía que las lágrimas estaban a punto de escapárseme a borbotones.
—Tengo que irme, mañana debo madrugar, tengo mucho trabajo, gracias por la cena, gracias por todo...
Las frases salieron con voz rota, a trompicones, a la vez que me levantaba y cogía mi bolso apresurada. Intenté no alzar la cara para evitar que él percibiera el reguero húmedo que me corría por las mejillas.
—La acompaño —dijo levantándose disimulando el dolor.
—No hace falta, gracias: vivo aquí al lado, a la vuelta de la esquina.
Le di la espalda y emprendí el camino hacia la salida. Apenas había avanzado unos pasos cuando noté su mano rozar mi codo.
—Es una suerte que viva cerca, así tendré que andar menos. Vamos.
Pidió con un gesto al maître que cargaran la cuenta a su habitación y salimos. No me habló ni intentó tranquilizarme; no dijo una palabra al respecto de lo que acababa de oír. Tan sólo se mantuvo a mi lado en silencio y dejó que por mí misma fuera recuperando el sosiego. Nada más pisar la calle, paró en seco. Apoyándose en su bastón miró el cielo estrellado y aspiró aire con ansia.
—Huele bien Marruecos.
—El monte está cerca, el mar también —repliqué ya más calmada—. Será por eso, supongo.
Caminamos despacio, me preguntó cuánto tiempo llevaba en el Protectorado, cómo era la vida en aquella tierra.
—Volveremos a vernos, la mantendré informada en cuanto me llegue algún dato nuevo —dijo cuando le indiqué que habíamos llegado a mi casa—. Y quédese tranquila; tenga la seguridad de que van a hacer todo lo posible por ayudarla.
—Muchas gracias, de verdad, y disculpe mi reacción. A veces me cuesta trabajo contenerme. No son tiempos fáciles, ¿sabe? —susurré con un punto de pudor.
Intentó sonreír, pero sólo lo consiguió a medias.
—La entiendo perfectamente, no se preocupe.
Esta vez no hubo lágrimas, el mal trago había pasado ya. Tan sólo nos sostuvimos brevemente la mirada, nos dimos las buenas noches y emprendí la subida de la escalera pensando en lo poco que se ajustaba aquel Marcus Logan al amenazante oportunista que Rosalinda y yo habíamos anticipado.
27
Beigbeder y Rosalinda quedaron encantados con la entrevista del día siguiente. Por ella me enteré más tarde de que todo había transcurrido en un ambiente distendido, sentados ambos hombres en una de las terrazas de la vieja villa del paseo de las Palmeras, bebiendo brandy con soda frente a la vega del Martín y las laderas del imponente Gorgues, el inicio del Rif. Primero comieron los tres juntos: el ojo crítico de la inglesa necesitaba averiguar el grado de confianza de su compatriota antes de dejarlo a solas con su adorado Juan Luis. Bedouie, el cocinero árabe, les preparó tajine de cordero que acompañaron con un borgoña grand cru. Tras los postres y el café, Rosalinda se retiró y ellos se acomodaron en sendos sillones de mimbre para fumar un habano y adentrarse a fondo en su conversación.
Supe que eran casi las ocho de la tarde cuando el periodista regresó al hotel tras la entrevista, que no cenó aquella noche y que tan sólo pidió que le subieran fruta a la habitación. Supe que por la mañana se dirigió a la Alta Comisaría nada más desayunar, supe qué calles transitó y a qué hora regresó. De todas sus salidas y entradas aquel día, y el siguiente, y el siguiente también, tuve conocimiento detallado; me enteré de lo que comió, lo que bebió, de la prensa que hojeó y el color de sus corbatas. El trabajo me tenía ocupada la jornada entera, pero me mantuve al tanto en todo momento gracias a la labor eficaz de un par de discretos colaboradores. Jamila se encargaba del seguimiento completo a lo largo del día; a cambio de una perra chica, un joven botones del hotel me informaba con idéntico esmero de la hora a la que Logan se recogía por las noches; por diez céntimos más, incluso recordaba el menú de sus cenas, la ropa que mandaba a lavar y el momento en que apagaba la luz.
Aguanté a la espera tres días, recibiendo datos minuciosos sobre todos sus movimientos y aguardando a que me llegara alguna noticia al respecto del avance de las gestiones. Al cuarto, en vista de que no sabía de él, empecé a malpensar. Y tanto, tanto malpensé que en mi mente maquiné un elaborado plan de acuerdo con el cual Marcus Logan, una vez logrado su objetivo de entrevistar a Beigbeder y recopilar la información sobre el Protectorado que para su trabajo necesitaba, tenía previsto marcharse olvidándose de que aún le quedaba algo que resolver conmigo. Y para evitar que la ocasión corroborara mis perversas presuposiciones, decidí que tal vez sería conveniente que yo me adelantara. Por eso, a la mañana siguiente, apenas intuí las claras del día y oí al muecín llamar a la primera oración, salí de casa hecha un pincel y me instalé en una esquina del patio del Nacional. Con un nuevo tailleur color vino y una de mis revistas de moda bajo el brazo. A hacer guardia con la espalda bien recta y las piernas cruzadas. Por si acaso.
Sabía que lo que estaba haciendo era una absoluta majadería. Rosalinda había hablado de conceder a Logan un permiso de residencia temporal en el Protectorado, él me había dado su palabra comprometiéndose a ayudarme, las gestiones llevaban su tiempo. Si analizaba la situación con frialdad, era consciente de que no había nada que temer: todos mis miedos carecían de fundamento y aquella espera no era más que una demostración absurda de mis inseguridades. Lo sabía, sí, pero con todo y con eso, decidí no moverme.
Bajó a las nueve y cuarto, cuando el sol de la mañana entraba ya radiante a través de la montera de cristal. El patio se había animado con la presencia de huéspedes recién levantados y con el ajetreo de los camareros y el movimiento incesante de jóvenes botones marroquíes transportando bártulos y maletas. Aún cojeaba levemente y llevaba el brazo en cabestrillo con un pañuelo azul, pero su media cara magullada había mejorado y el aspecto que le proporcionaba la ropa limpia, las horas de sueño y el pelo húmedo recién peinado superaba con creces la apariencia que traía consigo el día de su desembarco. Sentí un pellizco de ansiedad al verle, pero lo disimulé con un golpe de melena y otro airoso cruce de piernas. Él también me vio al instante y se acercó a saludarme.
—Vaya, no sabía que las mujeres de África fueran tan madrugadoras.
—Ya conocerá el refrán: a quien madruga Dios le ayuda.
—¿Y a qué quiere que le ayude Dios, si me permite la pregunta? —dijo acomodándose en un sillón a mi lado.
—A que no se marche usted de Tetuán sin decirme cómo va todo, si lo de mi madre está ya en marcha.
—No le he dicho nada porque no se sabe nada aún —dijo. Despegó entonces el cuerpo del respaldo y se aproximó—. Todavía no confía en mí del todo, ¿verdad?
Su voz sonó segura y cercana. Cómplice, casi. Tardé unos segundos en contestarle mientras intentaba elaborar alguna mentira. Pero no logré ninguna, así que opté por ser franca.
—Discúlpeme, pero últimamente no confío en nadie.
—La entiendo, no se preocupe —dijo sonriendo aún con esfuerzo—. No corren buenos tiempos para la lealtad y la confianza.
Me encogí de hombros con un gesto elocuente.
—¿Ha desayunado? —preguntó entonces.
—Sí, gracias —mentí. Ni había desayunado ni tenía ganas de hacerlo. Lo único que necesitaba era confirmar que no me iba a dejar abandonada sin cumplir su palabra.
—Bueno, entonces tal vez podríamos...
Un torbellino envuelto en un jaique se interpuso entre nosotros interrumpiendo la conversación: Jamila sin resuello.
—Frau Langenheim espera en casa. Va a Tánger, a comprar telas. Necesita que siñorita Sira decir cuántos metros comprar.
—Dile que espere dos minutos; estoy con ella en seguida. Que se siente, que vaya viendo los nuevos figurines que trajo Candelaria el otro día.
Jamila se fue de nuevo a la carrera y yo me disculpé ante Logan.
—Es mi sirvienta; tengo a una clienta esperando, debo marcharme.
—En ese caso, no la distraigo más. Y no se preocupe: todo está ya en funcionamiento y antes o después nos llegará la confirmación. Pero tenga en cuenta que puede ser cuestión de días o de semanas, tal vez lleve más de un mes; es imposible adelantar nada —dijo levantándose. Parecía también más ágil que unos días atrás, se le notaba mucho menos dolorido.
—De verdad, no sé cómo agradecérselo —repliqué—. Y ahora, si me disculpa, debo marcharme: tengo una gran cantidad de trabajo esperando, apenas me queda un minuto libre. Va a haber varios actos sociales dentro de pocos días y mis clientas necesitan nuevos trajes.
—¿Y usted?
—¿Yo, qué? —pregunté confusa sin entender la pregunta.
—¿Usted tiene previsto asistir a alguno de esos eventos? ¿A la recepción de Serrano Suñer, por ejemplo?
—¿Yo? —dije con una pequeña carcajada mientras me retiraba el pelo de la cara—. No, yo no voy a esas cosas.
—¿Por qué no?
Mi primer impulso fue volver a reír, pero me contuve cuando comprobé que hablaba en serio, que su curiosidad era genuina. Estábamos ya de pie, uno junto a otro, cercanos. Aprecié la textura del lino claro de su chaqueta y las rayas de la corbata; olía bien: a jabón bueno, a hombre limpio. Yo mantenía mi revista entre los brazos, él se sostenía con una mano apoyada en el bastón. Le miré y entreabrí la boca para contestarle, tenía respuestas en abundancia para justificar mi ausencia en aquellas celebraciones ajenas: porque nadie me había invitado, porque ése no era mi mundo, porque nada tenía yo que ver con toda aquella gente... Finalmente, sin embargo, decidí no darle ninguna réplica; tan sólo me encogí de hombros y dije:
—Debo irme.
—Espere —dijo agarrándome el brazo con suavidad—. Venga conmigo a la recepción de Serrano Suñer, sea mi pareja esa noche.
La invitación sonó como un trallazo y me dejó tan anonadada que cuando intenté encontrar excusas para rechazarla, a mi boca no llegó ninguna.
—Acaba de decirme que no sabe cómo agradecer mis gestiones. Bien, ya tiene una manera de hacerlo: acompáñeme a ese acto. Podría ayudarme a saber quién es quién en esta ciudad, me vendría muy bien para mi trabajo.
—Yo... yo tampoco conozco a nadie apenas, llevo muy poco tiempo aquí.
—Además, será una noche interesante; puede que hasta lo pasemos bien —insistió.
Aquello era un disparate, un absurdo sinsentido. Qué iba a hacer yo en una fiesta en honor al cuñado de Franco, rodeada por altos mandos militares y por las fuerzas vivas locales, por gentes de posibles y representantes de países extranjeros. La propuesta era del todo ridícula, sí, pero frente a mí tenía a un hombre esperando una respuesta. Un hombre que estaba gestionando la evacuación de la persona que más me importaba en la tierra; un extranjero desconocido que me había pedido que confiara en él. En mi mente se cruzaron ráfagas veloces de pensamientos contrapuestos. Unos me conminaban a negarme, insistían en que aquello era una extravagancia sin cabeza ni pies. Otros, en cambio, me recordaban el refrán castizo que tantas veces escuché en boca de mi madre acerca de los bien nacidos y los agradecidos.
—De acuerdo —dije tras tragar saliva con fuerza—. Iré con usted.
La figura de Jamila volvió a vislumbrarse en el hall haciendo aspa vientos exagerados, intentando imponerme prisa para reducir la espera de la exigente Frau Langenheim.
—Perfecto. Le comunicaré el día y la hora exactos en cuanto reciba la invitación.
Le estreché la mano, recorrí el vestíbulo taconeando con paso presuroso y sólo al llegar a la puerta me giré. Marcus Logan seguía de pie al fondo, mirándome apoyado en su bastón. Aún no se había movido del sitio donde yo le había dejado y su presencia alejada se había con vertido en una silueta a contraluz. Su voz, sin embargo, sonó rotunda.
—Me alegro de que haya aceptado acompañarme. Y quédese tranquila: no tengo prisa por marcharme de Marruecos.
28
La incertidumbre me asaltó en cuanto puse un pie en la calle. Caí en la cuenta de que tal vez me había precipitado al aceptar la propuesta del periodista sin consultar antes con Rosalinda, quizá ella tuviera otros planes para su impuesto invitado. Las dudas, sin embargo, tardaron poco en disolverse: tan pronto como ella llegó a probarse aquella tarde hecha un barullo de ímpetu y prisas.
—Tengo sólo media hora —dijo mientras se desabotonaba la camisa de seda con dedos ágiles—. Juan Luis me espera, aún hay mil detalles que preparar para la visita de Serrano Suñer.
Había pensado plantearle la cuestión con tacto y palabras bien medidas, pero decidí aprovechar el momento y abordar el asunto de inmediato.
—Marcus Logan me ha pedido que le acompañe a la recepción.
Hablé sin mirarla, simulando estar concentrada en desmontar su t raje del maniquí.
—But that's wonderful, darling!
No entendí las palabras, pero por su tono deduje que la noticia le había sorprendido gratamente.
—¿Te parece bien que vaya con él? —inquirí aún insegura.
—¡Por supuesto! Será estupendo tenerte cerca, sweetie. Juan Luis tendrá que mantener un rol muy institucional, así que espero poder pasar algún ratito con vosotros. ¿Qué vas a ponerte?
—Aún no lo sé; tengo que pensarlo. Creo que me haré algo con esa tela —dije señalando un rollo de seda cruda apoyado contra la pared.
—My God, vas a estar espectacular.
—Sólo si sobrevivo —murmuré con la boca llena de alfileres.
Realmente me iba a resultar difícil salir de aquel atolladero. Tras varias semanas de escaso trabajo, los quebraderos de cabeza y las obligaciones se me acumularon alrededor de repente, amenazando con sepultarme en cualquier momento. Tenía tantos encargos por terminar que madrugaba cada día como un gallo y rara era la noche que lograba acostarme antes de las tres de la mañana. El timbre no paraba de sonar y las clientas entraban y salían del taller sin descanso. Sin embargo, no me preocupó sentirme tan agobiada: casi lo agradecí. Así tenía menos ocasiones para pensar en qué demonios iba yo a hacer en aquella recepción para la que ya quedaba poco más de una semana.
Superado el escollo de Rosalinda, la segunda persona en enterarse de la inesperada invitación fue, inevitablemente, Félix.
—¡Pero bueno, lagarta, qué suerte! ¡Verde de envidia me dejas!
—Te cambiaría el puesto encantada —dije sincera—. El festejo no me hace la menor ilusión; sé que voy a sentirme fuera de lugar, acompañada de un hombre al que apenas conozco y rodeada de personas extrañas, y de militares y políticos por cuya culpa mi ciudad está asediada y yo no puedo volver a mi casa.
—No seas boba, nena. Vas a ser parte de un fasto que pasará a la historia de esta esquinita del mapa africano. Y, además, irás con un tipo que no está nada, pero que nada mal.
—¿Tú qué sabes, si no le conoces?
—¿Cómo que no? ¿Dónde crees tú que he llevado a merendar a la loba esta tarde?
—¿Al Nacional? —pregunté incrédula.
—Exactamente. Me ha salido tres veces más caro que los suizos de La Campana, porque la muy zorrupia se ha puesto hasta las cejas de té con pastas inglesas, pero ha valido la pena.
—¿Has llegado a verle, entonces?
—Y a hablarle. Hasta me ha dado fuego.
—Eres un caradura —dije sin poder contener una sonrisa—. ¿Y qué te ha parecido?
—Gratamente apetecible cuando se le reparen las averías. A pesar de la cojera y la media cara hecha un Cristo, tiene una pinta bárbara y parece todo un gentleman.
—¿Tú crees que será fiable, Félix? —inquirí entonces con un punto de preocupación. A pesar de que Logan me había pedido que confiara en él, aún no estaba segura de poder hacerlo. Me respondió mi vecino con una carcajada.
—Imagino que no, pero a ti eso tiene que importarte poco. Tu nuevo amigo no es más que un simple periodista de paso, con quien hay en juego un trueque en el que está implicada la mujer que tiene el seso sorbido al alto comisario. Así que, por la cuenta que le trae y si no quiere salir de esta tierra en peores condiciones de las que traía cuando llegó, más le vale portarse bien contigo.
La perspectiva de Félix me hizo apreciar las cosas de otra manera. El desastroso final de mi historia con Ramiro me había convertido en una persona descreída y recelosa, pero lo que con Marcus Logan estaba en juego no era una cuestión de lealtad personal, sino un simple intercambio de intereses. Si usted me da, yo le doy; en caso contrario, no hay trato. Ésas eran las normas, no tenía por qué ir más allá obsesionándome constantemente con el alcance de su fiabilidad. El era el primer interesado en una buena relación con el alto comisario, así que no había razón para que me fallara.
Aquella misma noche Félix me puso también al tanto de quién era exactamente Serrano Suñer. A menudo oía hablar de él en la radio y había leído su nombre en el periódico, pero apenas nada sabía del personaje que se escondía tras aquellos dos apellidos. Félix, como tantas otras veces, me facilitó el más completo de los informes.
—Como imagino que ya sabes, querida mía, Serrano es cuñado de Franco, casado con Zita, la hermana menor de Carmen Polo, una señora bastante más joven, más guapa y menos estirada que la mujer del Caudillo, por cierto, según he podido comprobar en algunas fotografías. Dicen que es un tipo tremendamente brillante, con una capacidad intelectual mil veces superior a la del Generalísimo, algo que a éste no le hace, por lo visto, la menor gracia. Antes de la guerra era abogado del Estado y diputado por Zaragoza.
—De derechas.
—Obviamente. El alzamiento, sin embargo, le cogió en Madrid. Lo detuvieron por su filiación política, estuvo preso en la cárcel Modelo y finalmente logró que lo llevaran a un hospital, padece una úlcera o algo así. Cuentan que entonces, gracias a la ayuda del doctor Marañón, se las arregló para escapar de allí disfrazado de mujer, con peluca, sombrero y los pantalones arremangados bajo el abrigo; ideal todo él.
Reímos imaginando la escena.
—Logró después huir de Madrid, llegó a Alicante y allí, disfrazado de nuevo de marinero argentino, salió de la Península embarcado en un torpedero.
—¿Y se fue de España? —pregunté entonces.
—No. Desembarcó en Francia y volvió a entrar a zona nacional por tierra, con su mujer y su ristra de criaturas, cuatro o cinco creo que tiene. Desde Irún se las arreglaron entonces para llegar a Salamanca, que es donde al principio tenía el bando nacional su cuartel general.
—Sería fácil, siendo familia de Franco.
Sonrío malévolo.
—Que te crees tú eso, mona. Se comenta que el Caudillo no movió un dedo por ellos. Podría haber propuesto a su cuñado como canje, algo común entre ambos bandos, pero nunca lo hizo. Y cuando lograron llegar a Salamanca, el recibimiento no fue, al parecer, excesivamente entusiasta. Franco y su familia estaban instalados en el palacio episcopal y cuentan que alojaron a toda la tropa de los Serrano Polo en un desván con unos cuantos catres desvencijados mientras la niña de Franco tenía un dormitorio enorme con cuarto de baño para ella sola. La verdad es que, más allá de todas esas maldades que circulan de boca en boca, no he logrado obtener mucha información sobre la vida privada de Serrano Suñer; lo siento, querida. Lo que sí sé es que en Madrid mataron a dos de sus hermanos ajenos a cuestiones políticas con los que estaba muy unido; al parecer eso le traumatizó y le animó a implicarse de forma activa en la construcción de lo que ellos llaman la Nueva España. El caso es que ha logrado convertirse en la mano derecha del general. De ahí que le llamen el cuñadísimo, por aquello de equipararlo con el Generalísimo. Se dice también que gran parte del mérito de su poder actual viene de la influencia de la poderosa doña Carmen, que ya estaba hasta el pelucón de que el tarambana de su otro cuñado, Nicolás Franco, influyera en gran manera sobre su marido. Así que, nada más llegar Serrano, se lo dejó bien clarito: «A partir de ahora, Paco, más Ramón y menos Nicolás».
La imitación de la voz de la mujer de Franco nos hizo reír a ambos otra vez.
—Serrano es un tipo muy inteligente, según cuentan —prosiguió Félix—. Muy sagaz; mucho más preparado que Franco en lo político, en lo intelectual y en lo humano. Es además tremendamente ambicioso y un trabajador infatigable; dicen que se pasa el día pimpán, pimpán, pimpán, intentando construir una base jurídica sobre la que legitimar al bando nacional y el poder supremo de su pariente. O sea, que está trabajando para dotar de un orden institucional civil a una estructura puramente militar, ¿entiendes?
—Por si ganan la guerra —anticipé.
—Por si la ganan, que vaya usted a saber.
—Y ¿gusta Serrano a la gente? ¿Le tienen afecto?
—Regulín regulán. A los arrastrasables, a los militares de alta graduación, quiero decir, no les agrada en absoluto. Lo consideran un intruso incómodo; hablan idiomas distintos, no se entienden. Ellos serían felices con un Estado puramente cuartelero, pero Serrano, que es más listo que todos ellos, les intenta hacer ver que eso sería un disparate, que de esa manera jamás lograrían obtener legitimidad ni reconocimiento internacional. Y Franco, aunque no tiene ni pajolera idea de política, confía en él en ese sentido. Así que, aun a disgusto, los demás se lo tienen que tragar. Tampoco acaba de convencer a los falangistas de siempre. Al parecer él era íntimo amigo de José Antonio Primo de Rivera porque habían estudiado juntos en la universidad, pero no llegó nunca a militar en Falange antes de la guerra. Ahora ya sí: ha entrado por el aro y es más papista que el Papa, pero los falangistas de antes, los camisas viejas, lo ven como un arribista, un oportunista recién adherido a su credo.
—Entonces, ¿quién le apoya? ¿Sólo Franco?
—Y su santa esposa, que no es moco de pavo. Aunque ya veremos lo que dura el cariño.
También hizo Félix de salvavidas en los preparativos para el evento. Desde que le comuniqué la noticia y fingió morderse con gesto teatral los cinco dedos de la mano para mostrarme su envidia, no había habido noche en la que no cruzara a mi casa para aportarme algún dato interesante sobre la fiesta; retazos y miguitas que había obtenido aquí o allá en su constante afán exploratorio. No pasábamos aquellos ratos en el salón como habíamos hecho hasta entonces: tenía tanto quehacer acumulado que nuestros encuentros nocturnos se trasladaron temporalmente al taller. A él, sin embargo, esa pequeña mudanza no pareció importarle: le encantaban los hilos, las telas y los entresijos tras las costuras, y siempre tenía alguna idea que aportar para el modelo con el que estuviera trabajando. Alguna vez acertaba; otras muchas, sin embargo, tan sólo sugería los más puros disparates.
—¿Esta maravilla de terciopelo dices que es para el modelete de la mujer del presidente de la Audiencia? Hazle un agujero en el culo, a ver si así alguien se fija en ella. Qué desperdicio de tela, mira que es fea la pajarraca —decía mientras pasaba los dedos por los trozos de tejido montados sobre un maniquí.
—No toques —advertí con contundencia concentrada en mis pespuntes sin ni siquiera mirarle.
—Perdona, nena; es que el género tiene un lustre...
—Por eso, precisamente: ten cuidado, no vayas a dejar los dedos marcados. Venga, vamos a lo nuestro, Félix. Cuéntame, ¿de qué te has enterado hoy?
La visita de Serrano Suñer era en aquellos días la comidilla de Tetuán. En las tiendas, los estancos y las peluquerías, en la consulta de cualquier médico, en los cafés y los corrillos de las aceras, en los puestos del mercado y a la salida de misa, no se hablaba de otra cosa. Yo, sin embargo, andaba tan ocupada que apenas podía permitirme poner un pie en la calle. Pero para eso tenía a mi buen vecino.
—No se lo va a perder nadie, allí va a estar juntito lo mejor de cada casa para hacer el rendevouz al cuñadísimo: el jalifa y su gran séquito, el gran visir y el majzen, su gobierno en pleno. Todas las altas autoridades de la administración española, militares cargados de condecoraciones, los letrados y magistrados, los representantes de los partidos políticos marroquíes y de la comunidad israelita, el cuerpo consular al completo, los directores de los bancos, los funcionarios de postín, los empresarios potentes, los médicos, todos los españoles, árabes y judíos de alto copete y, por supuesto, algún que otro advenedizo como tú, pequeña sinvergüenza, que te vas a colar por la puerta falsa con tu cronista renqueante del bracete.
Rosalinda, no obstante, me había advertido que la sofisticación y el glamour del evento serían bastante escuetos: Beigbeder tenía la intención de honrar al invitado con todos los honores, pero no olvidaba que estábamos en tiempo de guerra. No habría por eso despliegues ostentosos, ni baile, ni más música que la de la banda jalifiana. Aun así, a pesar de la comedida austeridad, aquélla iba a ser la más brillante recepción de todas las que la Alta Comisaría había organizado en mucho tiempo, y la capital del Protectorado, por eso, se movía agitada preparándose para ella.
Me instruyó Félix también en algunas cuestiones protocolarias. Nunca supe dónde las había aprendido él, pues su bagaje social era nulo y su círculo de amistades casi tan escaso como el mío. Los puntales de su vida se sostenían sobre el trabajo rutinario en el Negociado de Abastos, su madre y sus miserias, las esporádicas excursiones nocturnas a garitos de mala fama y los recuerdos de algún ocasional viaje a Tánger antes de que empezara la guerra, eso era todo. Ni siquiera había puesto un pie en España en toda su vida. Pero adoraba el cine y conocía todas las películas americanas fotograma a fotograma, y era un lector voraz de revistas extranjeras, un observador sin atisbo de vergüenza y el curioso más incorregible. Y listo como un zorro, así que, recurriendo a una fuente u otra, no le costó el menor trabajo hacerse con las herramientas necesarias para adiestrarme y convertirme en una elegante invitada sin sombra alguna de falta de pedigrí.
Algunos de sus consejos fueron innecesarios por obvios. En mis tiempos junto al indeseable de Ramiro, había conocido y observado a gentes de los rangos y procedencias más diversas. Asistimos juntos a mil fiestas y recorrimos decenas de locales y buenos restaurantes tanto en Madrid como en Tánger; gracias a ello tenía asimiladas un montón de pequeñas rutinas para desenvolverme con desparpajo en reuniones sociales. Félix, no obstante, decidió comenzar mi instrucción por el andamiaje más elemental.
—No hables con la boca llena, no hagas ruido al comer y no te limpies con la manga, ni te metas el tenedor hasta la campanilla, ni te bebas el vino de un trago, ni alces la copa chisteando al camarero para que te la vuelva a llenar. Usa el «por favor» y el «muchas gracias» cuando convenga, pero tan sólo musitado, sin grandes efusiones. Y ya sabes, di simplemente «encantada» por aquí y «encantada» por allá si te presentan a alguien, nada de «el gusto es mío» ni ordinarieces de ese estilo. Si te hablan de algo que no conoces o no entiendes, márcate una de tus deslumbrantes sonrisas y mantente calladita asintiendo tan sólo con la cabeza de tanto en tanto. Y cuando no tengas más remedio que hablar, acuérdate de reducir tus imposturas al mínimo minimórum, a ver si van a pillarte en alguna de ellas: una cosa es que hayas echado al aire unas cuantas mentirijillas para promocionarte como haute couturier, y otra, que te metas tú misma en la boca del lobo pavoneándote ante gente con perspicacia o caché suficiente como para cazar al vuelo tus embustes. Si algo te causa asombro o te complace enormemente, di sólo «admirable», «impresionante» o un adjetivo similar; en ningún momento muestres tu entusiasmo con aspavientos, ni con palmadas en el muslo o frases como «talmente un milagro», «arrea mi madre» o «me he quedao pasmá». Si algún comentario te parece gracioso, no te rías a carcajadas enseñando las muelas del juicio ni dobles el cuerpo sujetándote la barriga. Tan sólo sonríe, pestañea y evita comentario alguno. Y no des tu opinión cuando no te la pidan, ni hagas intervenciones indiscretas del tipo «¿usted quién es, buen hombre?» o «no me diga que esa gorda es su señora».
—Todo eso ya lo sé, querido Félix —dije entre risas—. Soy una simple modista, pero no vengo de las cavernas. Cuéntame otras cosas un poco más interesantes, por favor.
—De acuerdo, monada, como tú quieras; sólo intentaba ser útil, por si acaso se te escapaba algún detallito. Vayamos a lo serio, pues.
Y así, a lo largo de varias noches, Félix me fue desgranando los perfiles de los invitados más destacados, y uno a uno fui memorizando sus nombres, puestos y cargos y, en numerosas ocasiones, también sus caras gracias al despliegue de periódicos, revistas, fotografías y anuarios que él trajo. De esa manera supe dónde vivían, a qué se dedicaban, cuántos posibles tenían y cuáles eran sus posiciones en el orden local. En realidad, todo aquello me interesaba bastante poco, pero Marcus Logan contaba con que yo le ayudara a identificar a personas relevantes y para eso necesitaba antes ponerme al día.
—Imagino que, dada la procedencia de tu acompañante, vosotros estaréis sobre todo con los extranjeros —dijo—. Supongo que, además del cogollito local, vendrán también algunos otros de Tánger; el cuñadísimo no tiene previsto ir allí en su tournèe, así que, ya sabes, si Mahoma no va a la montaña...
Aquello me reconfortó: mezclada entre un grupo de expatriados a los que nunca había visto ni probablemente volviera a ver en mi vida, me sentiría más segura que en medio de ciudadanos locales con quienes a diario me cruzaría en cualquier esquina. Me informó Félix también del orden que seguiría el protocolo, cómo se llevarían a cabo los saludos y cómo iría transcurriendo todo paso a paso. Le escuché memorizando los detalles mientras cosía con tanta intensidad como no lo había hecho en mi vida.
Hasta que llegó por fin la gran fecha. A lo largo de la mañana fueron saliendo del taller los últimos encargos en brazos de Jamila; a mediodía todo el trabajo quedó entregado y por fin vino la calma. Imaginé que el resto de las invitadas estarían ya terminando de comer, disponiéndose a reposar en la penumbra de sus dormitorios con las contraventanas cerradas o esperando su turno en el salón de haute coiffure de Justo y Miguel. Las envidié: sin apenas tiempo para un bocado, aún tuve que dedicar la hora de la siesta a coser mi propio traje. Cuando me puse manos a la obra, eran las tres menos cuarto. La recepción comenzaría a las ocho, Marcus Logan había mandado un recado avisando de que me recogería a las siete y media. Tenía un mundo por hacer y menos de cinco horas por delante.
29
Miré el reloj cuando acabé con la plancha. Las seis y veinte. La vestimenta estaba lista; ya sólo faltaba que me adecentara yo.
Me sumergí en el baño y dejé la mente en blanco. Ya llegarían los nervios cuando el evento estuviera más cerca; de momento, merecía un descanso: un descanso de agua caliente y espuma de jabón. Noté cómo se relajaba mi cuerpo cansado, cómo los dedos hartos de coser desentumecían su rigidez y las cervicales se destensaban. Empecé a adormilarme, el mundo pareció derretirse dentro de la porcelana de la bañera. No recordaba un momento tan placentero en meses, pero la agradable sensación duró muy poco: la interrumpió la puerta del cuarto de baño al abrirse de par en par sin la menor ceremonia.
—Pero ¿en qué estás pensando, muchacha? —clamó Candelaria arrebatada—. Son más de las seis y media, y tú sigues en remojo como los garbanzos; ¡que no te va a dar tiempo, chiquilla!, ¿a qué hora tienes pensado empezar a componerte?
La matutera traía consigo lo que ella consideró el equipo de emergencia imprescindible: su comadre Remedios la peinadora y Angelita, una vecina de la pensión con arte para la manicura. Un rato antes yo había mandado a Jamila a comprar unas horquillas a La Luneta; se cruzó con Candelaria por el camino y así supo ella que yo había estado mucho más preocupada por la ropa de las clientas que por la mía y apenas había tenido un minuto libre para prepararme.
—Arreando, morena; sal para afuera de la tina, que tenemos mucha faena por delante y andamos de tiempo la mar de justitas.
Me dejé hacer, habría sido imposible luchar contra aquel ciclón. Y, por supuesto, agradecí en el alma su ayuda: apenas quedaban tres cuartos de hora para la llegada del periodista y yo aún seguía, en palabras de la matutera, hecha un escobón. La actividad comenzó apenas conseguí enrollarme la toalla alrededor del cuerpo.
La vecina Angelita se concentró en mis manos, en frotarlas con aceite, quitar asperezas y limar las uñas. La comadre Remedios se encargó entretanto del pelo. Anticipándome a la falta de tiempo, me lo había lavado por la mañana; lo que en ese momento necesitaba era un peinado decente. Candelaria se dedicó a hacer de asistente a ambas, tendiendo pinzas y tijeras, bigudíes y pedazos de algodón mientras, sin parar de hablar, nos ponía al tanto acerca de los últimos comentarios que sobre Serrano Suñer circulaban por Tetuán. Había llegado él dos días atrás y de la mano de Beigbeder recorrió todos los sitios y visitó a todos los personajes relevantes del norte de África: de Alcazarquivir a Xauen y después a Dar Riffien, del jalifa al gran visir. Yo no había visto a Rosalinda desde la semana anterior; las noticias, no obstante, circulaban de boca en boca.
—Cuentan que ayer tuvieron en Ketama una comida moruna entre los pinos, sentados en alfombras sobre el suelo. Dicen que al cuñadísimo casi le da un perrendengue cuando vio que todos comían con los dedos; el hombre no sabía cómo llevarse el cuscús a la boca sin que se le cayera la mitad por el camino...
—... y el alto comisario estaba encantado de la vida, haciendo de gran anfitrión y fumando un puro detrás de otro —añadió una voz desde la puerta. La de Félix, obviamente.
—¿Qué haces tú aquí a estas horas? —pregunté sorprendida. El paseo de la tarde con su madre era sagrado, más aún aquel día en el que toda la ciudad andaba echada a la calle. Con el pulgar dirigido hacia la boca, hizo un gesto ilustrativo: doña Elvira estaba en casa, convenientemente borracha antes de tiempo.
—Ya que me vas a abandonar esta noche por un periodista advenedizo, al menos no quería perderme los preparativos. ¿Puedo ayudar en algo, señoras?
—¿Usted no es el que pinta divinamente? —le preguntó Candelaria de sopetón. Los dos sabían quién era cada cual, pero nunca antes habían hablado entre ellos.
—Como el mismísimo Murillo.
—Pues a ver qué tal se le da hacerle a la niña los ojos —dijo tendiéndole un estuche de cosméticos que nunca supe de dónde sacó.
Félix jamás había maquillado a nadie en su vida, pero no se achicó. Todo lo contrario: recibió la orden de la matutera como un regalo y, tras consultar las fotografías de un par de números de Vanity Fair en busca de inspiración, se volcó en mi cara como si yo fuera un lienzo.
A las siete y cuarto seguía envuelta en la toalla con los brazos estirados, mientras Candelaria y la vecina se esforzaban por secar a soplidos el barniz de las uñas. A las siete y veinte Félix terminó de repasarme las cejas con los pulgares. A y veinticinco me colocó Remedios en el pelo la última horquilla y, apenas unos segundos después, llegó Jamila corriendo como una loca desde el balcón, anunciando a gritos que mi acompañante acababa de aparecer por la esquina de la calle.
—Y ahora, ya sólo faltan un par de cosillas —anunció entonces mi socia.
—Todo está perfecto, Candelaria: no hay tiempo para más —dije avanzando medio desnuda en busca del traje.
—Ni hablar —advirtió a mi espalda.
—Que no me puedo parar, Candelaria, de verdad... —insistí nerviosa.
—Calla y mira he dicho —ordenó agarrándome por un brazo en medio del pasillo. Me tendió entonces un paquete plano envuelto en papel arrugado.
Lo abrí con prisa: supe que no podía seguir negándome porque tenía todas las de perder.
—¡Dios mío, Candelaria, no me lo puedo creer! —dije desdoblando unas medias de seda—. ¿Cómo las ha conseguido, si me había dicho que no se encuentra un par desde hace meses?
—Cállate ya de una vez y abre éste ahora —dijo frenando mi agradecimiento y entregándome otro paquete.
Bajo el burdo papel del envoltorio encontré un hermoso objeto de concha brillante con un borde dorado.
—Es una polvera —aclaró con orgullo—. Para que te empolves la nariz bien empolvada, a ver si vas a ser tú menos que las señoronas importantes con las que te vas a codear.
—Es preciosa —susurré acariciando su superficie. La abrí entonces: en su interior contenía una pastilla de polvos compactos, un pequeño espejo y una borla blanca de algodón—. Muchas gracias, Candelaria. No tendría que haberse molestado, bastante ha hecho ya por mí...
No pude hablar más por dos razones: porque estaba a punto de echarme a llorar y porque en ese mismo instante, llamaron a la puerta. El timbrazo me hizo reaccionar, no había tiempo para sentimentalismos.
—Jamila, abre volando —ordené—. Félix, tráeme la combinación de encima de la cama; Candelaria, ayúdeme con las medias, a ver si con las prisas voy a hacerme una carrera. Remedios, coja usted los zapatos; Angelita, corra la cortina del pasillo. Vamos, al taller todos, que no se nos oiga.
Con la seda cruda me cosí finalmente un dos piezas de grandes solapas, con cintura ceñida y falda evasé. Ante la carencia de joyas, por todo complemento llevaba junto al hombro una flor de tela color tabaco, a juego con los zapatos con tacón de vértigo que me había forrado un zapatero de la morería. Remedios había logrado convertir mi melena en un elegante moño destensado que enmarcaba con gracia el espontáneo trabajo de Félix como maquillador. A pesar de su inexperiencia, el resultado fue espléndido: me llenó de alegría los ojos y de carnosidad los labios, arrancó luz de mi cara cansada.
Me vistieron entre todos, me calzaron, retocaron el peinado y el rouge. No tuve tiempo para mirarme siquiera en el espejo; apenas supe que estaba lista, salí al pasillo y lo recorrí apresurada sosteniéndome sobre las puntas de los zapatos. Al llegar a la entrada frené y, simulando un ritmo sosegado, entré al salón. Marcus Logan estaba de espaldas, contemplando la calle tras uno de los balcones. Se giró al oír mis pasos sobre las baldosas.
Habían pasado nueve días desde nuestro último encuentro y a lo largo de ellos debieron de ir quedando desmenuzados los despojos de los achaques con los que el periodista llegó. Me esperaba con la mano izquierda en el bolsillo de un traje oscuro, ya no había cabestrillo. En su rostro apenas quedaban ya más que unas cuantas señales de lo que tiempo atrás fueron heridas sangrantes, y su piel había absorbido el sol de Marruecos hasta adquirir un color tostado que contrastaba fuertemente con el blanco impoluto de la camisa. Se mantenía erguido sin aparente esfuerzo, los hombros firmes, la espalda recta. Sonrió al verme, no le costó trabajo aquella vez estirar los labios hacia ambos lados de la cara.
—El cuñadísimo no va a querer volver a Burgos después de verla esta noche —fue su saludo.
Intenté replicar con alguna frase igualmente ingeniosa, pero me distrajo una voz a mi espalda.
—Menudo bombón, nena —sentenció Félix con un ronco susurro desde su escondite en la entrada.
Disimulé la risa.
—¿Nos vamos? —dije tan sólo.
Tampoco tuvo él opción a contestar: en el mismo momento en que iba a hacerlo, una presencia arrolladura invadió el espacio.
—Un momentillo, don Marcos —requirió la matutera alzando la mano como si pidiera audiencia—. Un consejito nada más quiero darle antes de que se vayan, si usted me lo permite.
Me miró Logan un tanto desconcertado.
—Es una amiga —aclaré.
—En ese caso, dígame lo que quiera.
Candelaria se acercó a él entonces y comenzó a hablarle mientras simulaba eliminar alguna pelusa inexistente de la pechera de la chaqueta del recién llegado.
—Ándese con ojo, plumilla, que esta criatura lleva ya muchas fatiguitas en la chepa. A ver si va a venir usted a camelársela con sus aires de forastero con parné, y al cabo me la va a hacer de sufrir, porque como se venga arriba y se le ocurra machacarla nada más que una miajita, aquí mi primo el bujarrón y yo hacemos un encarguito en un amén, y una noche de éstas igual le sacan una faca por cualquier calle de la morería y le dejan el lado bueno de la jeta como el pellejo de un guarrillo, marcadito para los restos, ¿le ha quedado claro, mi alma?
El periodista fue incapaz de replicar: afortunadamente, a pesar de su impecable español, apenas había logrado entender una palabra del amenazante discurso de mi socia.
—¿Qué ha dicho? —preguntó volviéndose a mí con gesto contuso.
—Nada importante. Vámonos, se nos está haciendo tarde.
A duras penas pude disimular mi orgullo mientras salíamos. No por mi aspecto; tampoco por el hombre atractivo que llevaba al lado ni por el insigne evento que nos esperaba esa noche, sino por el afecto sin fisuras de los amigos que dejaba detrás.
Las calles estaban engalanadas con banderas rojas y gualdas; había guirnaldas, carteles saludando al ilustre invitado y ensalzando la figura de su cuñado. Centenares de almas árabes y españolas se movían con prisa sin aparente rumbo fijo. Los balcones, adornados con los colores nacionales, estaban llenos de gente, las azoteas también. Los jóvenes aparecían encaramados en los sitios más inverosímiles —los postes, las rejas, las farolas— buscando el mejor puesto para presenciar lo que por allí iba a transcurrir; las muchachas andaban agarradas del brazo con los labios recién pintados. Los niños corrían en manadas, cruzando zigzagueantes en todas direcciones. Los chiquillos españoles iban repeinados y oliendo a colonia, con sus corbatitas ellos, con lazos de raso las niñas en las puntas de las trenzas; los moritos llevaban sus chilabas y sus tarbush, muchos andaban descalzos, otros no.
A medida que avanzábamos hacia la plaza de España, la masa de cuerpos se hizo más densa, las voces más altas. Hacía calor y la luz era aún intensa; comenzó a oírse una banda de música afinando los instrumentos. Habían instalado gradas de madera portátiles; hasta el último milímetro de espacio estaba ya ocupado. Marcus Logan necesitó mostrar varias veces su invitación para que pudieran abrirnos paso a través de las barreras de seguridad que separaban el gentío de las zonas por las que habrían de transitar las autoridades. Apenas hablamos durante el trayecto: el bullicio y los constantes quiebros para superar los obstáculos impidieron cualquier conversación. A veces tuve que agarrarme con fuerza a su brazo a fin de que la turba no nos separara; en otras ocasiones tuvo que ser él quien me sujetara por los hombros para que no me tragara el bullicio voraz. Tardamos en llegar, pero lo conseguimos. Un retortijón se me agarró a la boca del estómago al atravesar el portón enrejado que daba acceso a la Alta Comisaría, preferí no pensar.
Varios soldados árabes custodiaban la entrada, imponentes en su uniforme de gala, con grandes turbantes y las capas al viento. Atravesamos el jardín aderezado con banderas y estandartes, un ayudante nos dirigió hasta un abultado grupo de invitados que esperaba el comienzo del acto bajo los toldos blancos colocados para la ocasión. A su sombra aguardaban gorras de plato, guantes y perlas, corbatas, abanicos, camisas azules bajo chaquetas blancas con el escudo de Falange bordado en la pechera, y un buen puñado de modelos cosidos pespunte a pespunte por mis manos. Saludé con gestos discretos a varias clientas, fingí no notar algunas miradas y cuchicheos disimulados que recibimos desde varios flancos —quién es ella, quién es él, leí en el movimiento de algunos labios—. Reconocí más rostros: muchos de ellos tan sólo los había visto en las fotografías que Félix me mostró en los días anteriores; con algún otro, en cambio, me unía un contacto más personal. El comisario Vázquez, por ejemplo, que disimuló con maestría su incredulidad al encontrarme en aquel escenario.
—Vaya, qué grata sorpresa —dijo mientras se desprendía de un grupo y se acercaba a nosotros.
—Buenas tardes, don Claudio. —Me esforcé por sonar natural, no sé si lo logré—. Me alegro de verle.
—¿Seguro? —preguntó con un gesto irónico.
No pude responder porque, ante mi estupor, acto seguido saludó a mi acompañante.
—Buenas tardes, señor Logan. Le veo ya muy aclimatado a la vida local.
—El comisario me requirió en su oficina nada más llegar a Tetuán —me aclaró el periodista mientras se estrechaban la mano—. Formalidades de extranjería.
—De momento, no es sospechoso de nada, pero infórmeme si ve en él algo raro —bromeó el comisario—. Y usted, Logan, cuídeme a la señorita Quiroga, que ha pasado un año muy duro trabajando sin parar.
Dejamos al comisario y continuamos avanzando. El periodista se mostró en todo momento relajado y atento, y yo me esforcé para que no apreciara la sensación de pez fuera del agua en la que me mantenía. Tampoco él conocía a casi nadie, pero eso no parecía incomodarle en absoluto: se desenvolvía con aplomo, con una seguridad envidiable que probablemente fuera fruto de su oficio. Rescatando las enseñanzas de Félix, le indiqué con disimulo quiénes eran algunos de los invitados: aquel señor de oscuro es José Ignacio Toledano, un judío rico director de la banca Hassan; la señora tan elegante del tocado de plumas que fuma con boquilla es la duquesa de Guisa, una noble francesa que vive en Larache; el hombre corpulento al que le están rellenando la copa es Mariano Bertuchi, el pintor. Todo transcurrió según el protocolo previsto. Llegaron más invitados, después lo hicieron las autoridades civiles españolas y a continuación las militares; las marroquíes después con sus ropajes exóticos. Desde la frescura del jardín oímos el clamor de la calle, los gritos, los vítores y aplausos. Ya ha llegado, ya está aquí, se oyó decir repetidamente. Pero el homenajeado aún tardó en hacerse ver: antes dedicó un rato a la masa, a dejarse aclamar como un torero o una de las artistas americanas que tanto fascinaban a mi vecino.
Y, al fin, apareció el esperado, el deseado, el cuñado del Caudillo, arriba España. Enfundado en un terno negro, serio, envarado, delgadísimo y tremendamente guapo con su pelo casi blanco peinado hacia atrás; impasible el ademán, como decía el himno de Falange, con aquellos ojos de gato listo y los treinta y siete años algo avejentados que entonces portaba.
Yo debía de ser una de las pocas personas que no sentían la menor curiosidad por verle de cerca o estrechar su mano y, aun así, no dejé de mirar en su dirección. No era Serrano, sin embargo, quien me interesaba, sino alguien que estaba muy cerca de él y a quien yo aún no conocía en persona: Juan Luis Beigbeder. El amante de mi clienta y amiga resultó ser un hombre alto, delgado sin exceso, rondando los cincuenta. Llevaba un uniforme de gala con un ancho fajín ceñido a la cintura, gorra de plato y un bastón ligero, una especie de fusta. Tenía la nariz delgada y prominente: debajo, un bigote oscuro; sobre ella, gafas de montura redonda, dos círculos perfectos tras los cuales se vislumbraban un par de ojos inteligentes que seguían todo lo que a su alrededor acontecía. Me pareció un hombre peculiar, quizá un tanto pintoresco. A pesar de su atuendo, no tenía en absoluto una prestancia marcial: lejos de ello, había en su actitud algo un poco teatral que, sin embargo, no parecía fingido: sus gestos eran refinados y opulentos a un tiempo, su risa expansiva, la voz rápida y sonora. Se movía de un sitio a otro sin parar, saludaba con efusión repartiendo abrazos, palmadas en la espalda y prolongados choques de manos; sonreía y hablaba con unos y otros, moros, cristianos, hebreos, y vuelta a empezar. Tal vez en sus ratos libres sacara a pasear al romántico intelectual que según Rosalinda llevaba dentro pero, en aquel momento, lo único que desplegó ante la audiencia fueron unas dotes inmensas para las relaciones públicas.
Parecía tener amarrado a Serrano Suñer con una cuerda invisible; a veces permitía que se alejara un tanto, le daba una cierta libertad de movimientos para que saludara y departiera por su cuenta, para que se dejara adular. Al minuto, sin embargo, recogía el carrete y lo arrastraba de nuevo a su cercanía: le explicaba algo, le presentaba a alguien, le echaba el brazo sobre los hombros, volcaba una frase en su oído, soltaba una carcajada y volvía a dejarle ir.
Busqué a Rosalinda repetidamente, pero no la encontré. Ni al lado de su querido Juan Luis, ni lejos de él.
—¿Ha visto por algún sitio a la señora Fox? —pregunté a Logan cuando terminó de cruzar unas palabras en inglés con alguien de Tánger que me presentó y cuyo nombre y cargo olvidé al instante.
—No, no la he visto —replicó simplemente mientras concentraba la atención en el grupo que en ese momento se estaba formando alrededor de Serrano—. ¿Sabe quiénes son? —dijo señalándolos con un discreto movimiento de barbilla.
—Los alemanes —respondí.
Allí estaban la exigente Frau Langenheim embutida en el formidable traje de shantung violeta que yo le había cosido; Frau Heinz, que había sido mi primera clienta, vestida de blanco y negro como un arlequín; la señora de Bernhardt, que tenía acento argentino y aquella vez no estrenaba atuendo, y alguna más a la que no conocía. Todas acompañadas de sus esposos, todos agasajando al cuñadísimo mientras él se deshacía en sonrisas en medio del grupo compacto de germanos. Aquella vez, sin embargo, Beigbeder no interrumpió la charla y le dejó mantenerse en escena por sí mismo un tiempo prolongado.
30
La noche fue cayendo, se encendieron luces como de verbena. El ambiente seguía animado sin estridencias, la música suave y Rosalinda ausente. El grupo de alemanes se mantenía férreo en torno al invitado de honor, pero en algún momento las señoras se desgajaron de su lado y quedaron sólo cinco hombres extranjeros y el dignatario español. Parecían concentrados en la conversación y se pasaban algo de mano en mano juntando las cabezas, señalando con el dedo, comentando. Advertí que mi acompañante no dejaba de mirar hacia ellos disimuladamente.
—Parece que le interesan los alemanes.
—Me fascinan —dijo irónico—. Pero estoy atado de pies y manos.
Le repliqué alzando las cejas con gesto interrogatorio, sin entender qué quería decir. No me lo aclaró, sino que desvió el rumbo de la conversación hacia terrenos que, aparentemente, nada tenían que ver.
—¿Sería mucho descaro por mi parte pedirle un favor?
Lanzó la pregunta de forma casual, como cuando unos minutos antes me había preguntado si me apetecía un cigarrillo o una copa de cup de frutas.
—Depende —repliqué simulando también una despreocupación que no sentía. A pesar de que la noche estaba resultando moderadamente relajada, yo seguía sin encontrarme a gusto, incapaz de disfrutar de aquella fiesta ajena. Me preocupaba, además, la ausencia de Rosalinda; era muy extraño que no se hubiera dejado ver en ningún momento. Lo único que me faltaba era que el periodista me pidiera un nuevo favor incómodo: bastante había hecho ya accediendo a asistir a aquel acto.
—Se trata de algo muy simple —aclaró—. Tengo curiosidad por saber qué están mostrando los alemanes a Serrano, qué miran todos con tanta atención.
—¿Curiosidad personal o profesional?
—Ambas. Pero no puedo acercarme: ya sabe que los ingleses no les somos gratos.
—¿Me está proponiendo que me aproxime yo a echar un vistazo? —pregunté incrédula.
—Sin que se note mucho, a ser posible.
Estuve a punto de soltar una carcajada.
—No está hablando en serio, ¿verdad?
—Absolutamente. En eso consiste mi trabajo: busco información y medios para obtenerla.
—Y, ahora, como usted no puede conseguir esa información por sí mismo, desea que el medio sea yo.
—Pero no quiero abusar de usted, se lo prometo. Se trata de una simple propuesta, no tiene obligación alguna de aceptarla. Considérela tan sólo.
Le miré sin palabras. Parecía sincero y fiable pero, tal como había previsto Félix, probablemente no lo fuera. Todo era, al fin y al cabo, pura cuestión de intereses.
—De acuerdo, lo haré.
Intentó decir algo, un agradecimiento anticipado tal vez. No le dejé.
—Pero quiero algo a cambio —añadí.
—¿Qué? —preguntó extrañado. No esperaba que mi acción tuviera un precio.
—Averigüe dónde está la señora Fox.
—¿Cómo?
—Usted sabrá; para eso es periodista.
No esperé su réplica: acto seguido le di la espalda y me alejé preguntándome cómo demonios podría acercarme al grupo germano sin resultar demasiado descarada.
La solución se me presentó con la polvera que Candelaria me había regalado unos minutos antes de salir de casa. La saqué del bolso y la abrí. Mientras caminaba, fingí contemplar en ella una fracción de mi rostro adelantando una visita a la toilette. Sólo que, concentrada en el espejo, erré ligeramente el rumbo y, en vez de abrirme paso entre los huecos despejados, fui a chocar, qué mala suerte, contra la espalda del cónsul alemán.
Mi colisión ocasionó el cese brusco de la charla que el grupo mantenía y la caída de la polvera al suelo.
—Lo lamento muchísimo, no sabe cuánto lo siento, iba tan distraída... —dije con la voz cargada de falso azoramiento.
Cuatro de los presentes hicieron amago inmediato de agacharse a recogerla, pero uno fue más rápido que los demás. El más delgado de todos, el del pelo casi blanco peinado hacia atrás. El único español. El que tenía ojos de gato.
—Creo que se ha roto el espejo —anunció al alzarse—. Mire.
Miré. Pero antes de fijar la vista en el espejo resquebrajado, intenté identificar rápidamente lo que él, además de la polvera, sostenía entre sus dedos delgadísimos.
—Sí, parece que se ha roto —musité pasando con delicadeza el índice sobre la superficie astillada que él aún mantenía entre sus manos. Mi uña recién pintada se reflejó en ella cien veces.
Teníamos los hombros juntos y las cabezas cercanas, volcadas ambas sobre el pequeño objeto. Percibí la piel clara de su rostro apenas a unos centímetros, sus rasgos delicados y las sienes encanecidas, las cejas más oscuras, el fino bigote.
—Cuidado, no vaya a cortarse —dijo en voz baja.
Me demoré unos segundos aún, comprobé que la pastilla de polvos estaba intacta, que la borla quedaba en su sitio. Y, de paso, volví a mirar lo que él seguía manteniendo entre los dedos, lo que apenas unos minutos antes se habían pasado de mano en mano entre ellos. Fotografías. Se trataba de unas cuantas fotografías. Sólo pude ver la primera de ellas: personas que no reconocí, individuos formando un grupo compacto de rostros y cuerpos anónimos.
—Sí, creo que será mejor cerrarla —dije por fin.
—Tenga entonces.
Acoplé las dos partes con un sonoro clic.
—Es una lástima; es una polvera muy hermosa. Casi tanto como su dueña —añadió.
Acepté el piropo con un mohín coqueto y la más espléndida de mis sonrisas.
—No es nada, no se preocupe, de verdad.
—Ha sido un placer, señorita —dijo tendiéndome la mano. Noté que apenas pesaba.
—Lo mismo digo, señor Serrano —repliqué con un pestañeo—. Les reitero mis disculpas por la interrupción. Buenas noches, señores —añadí barriendo al resto del grupo con la mirada. Todos llevaban una cruz gamada en el ojal de la solapa.
—Buenas noches —repitieron los alemanes a coro.
Redirigí el rumbo imponiendo a mis andares toda la gracia que pude. Cuando intuí que ya no podían verme, agarré una copa de vino de la bandeja de un camarero, me la bebí de un trago y la lancé vacía entre los rosales.
Maldije a Marcus Logan por embarcarme en aquella estúpida aventura y me maldije a mí misma por haber aceptado. Había estado mucho más cerca de Serrano Suñer que cualquiera de los demás invitados: tuve su rostro prácticamente pegado al mío, nuestros dedos se habían rozado, su voz sonó en mi oído con una cercanía que casi había rayado en la intimidad. Me había expuesto ante él como una frívola atolondrada, feliz de ser por unos momentos objeto de la atención de su insigne persona cuando, en realidad, no tenía el menor interés en conocerle. Y todo para nada; para comprobar tan sólo que lo que el grupo había contemplado con aparente interés era un puñado de fotografías en las que no logré distinguir a una sola persona conocida.
Arrastré mi irritación por el jardín hasta que llegué a la puerta del edificio principal de la Alta Comisaría. Necesitaba localizar un lavabo: usar el retrete, lavarme las manos, distanciarme de todo siquiera unos minutos y sosegarme antes de volver a encontrarme con el periodista.
Seguí las indicaciones que alguien me dio: recorrí la entrada adornada con metopas y cuadros de oficiales de uniforme, giré a la derecha y avancé por un ancho corredor. Tercera puerta a la izquierda, me habían dicho. Antes de dar con ella, unas voces me alertaron sobre la situación de mi destino; apenas unos segundos después comprobé con mis propios ojos lo que pasaba. El suelo estaba encharcado, el agua parecía salir a borbotones de algún sitio del interior, de una cisterna reventada probablemente. Dos señoras protestaban airadas por el estropicio de sus zapatos y tres soldados se arrastraban por el suelo arrodillados, afanándose con trapos y toallas, intentando achicar unas aguas que no paraban de manar y que ya empezaban a invadir las baldosas del pasillo. Me quedé quieta ante la escena, llegaron refuerzos con brazadas de trapos, hasta sábanas me pareció que traían. Las invitadas se alejaron entre quejas y refunfuños, alguien se ofreció entonces a acompañarme a otro lavabo.
Seguí a un soldado a lo largo del corredor, en sentido inverso al camino de ida. Volvimos a atravesar el hall principal y nos adentramos en un nuevo pasillo, esta vez silencioso y con luz tenue. Giramos varias veces, a la izquierda primero, a la derecha después, de nuevo a la izquierda. Más o menos.
—¿Quiere la señora que la espere? —preguntó cuando llegamos.
—No hace falta. Encontraré el camino sola, gracias.
No estaba muy segura de ello, pero la idea de tener un centinela aguardando se me antojó enormemente incómoda, así que, con la escolta despachada, completé mis necesidades, repasé mi atuendo, me retoqué el pelo y me dispuse a salir. Pero me faltó el ánimo, me fallaron las fuerzas para enfrentarme de nuevo a la realidad. Decidí entonces regalarme unos minutos, unos instantes de soledad. Abrí la ventana y por ella entró la noche de África con olor a jazmín. Me senté en el alféizar y contemplé la sombra de las palmeras, a mis oídos llegó el sonido lejano de las conversaciones en el jardín delantero. Me entretuve sin hacer nada, saboreando la quietud y dejando que las preocupaciones se disiparan. En alguna esquina remota de mi cerebro, sin embargo, noté al cabo de un rato una llamada. Toe, toe, hora de regresar. Suspiré, me levanté y cerré la ventana. Había que volver al mundo. A mezclarme con aquellas almas con las que tan poco tenía que ver, a la cercanía del extranjero que me había arrastrado a aquella absurda fiesta y me había pedido el más extravagante de los favores. Contemplé por última vez mi imagen en el espejo, apagué la luz y salí.
Avancé por el pasillo oscuro, recorrí un recodo, otro luego, creí andar orientada. Me di entonces de bruces con una puerta doble que no creía haber visto antes. La abrí y tras ella hallé una sala oscura y vacía. Me había equivocado, ciertamente, así que opté por corregir el rumbo. Nuevo pasillo, ahora a la izquierda creí recordar. Pero erré de nuevo y me adentré en una zona menos noble, sin frisos de madera abrillantada ni generales al óleo en las paredes; es probable que avanzara camino de alguna zona de servicio. Tranquila, me dije sin gran convencimiento. La escena de la noche de las pistolas envuelta en un jaique y perdida por las callejuelas de la medina aleteó de pronto sobre mí. Me deshice de ella, retorné la atención a lo inmediato y cambié el rumbo una vez más. Y de pronto me encontré de nuevo en el punto de partida, junto al aseo. Falsa alarma, pues: ya no estaba perdida. Rememoré el momento de la llegada acompañada por el soldado y me ubiqué. Todo claro, problema resuelto, pensé encaminándome a la salida. Efectivamente, todo volvió a resultarme familiar. Una vitrina con armas antiguas, fotografías enmarcadas, banderas colgantes. Todo lo había percibido minutos atrás, todo era ya reconocible. Incluso las voces que sonaron tras el recodo que me disponía a doblar: las mismas que había oído en el jardín en la ridícula escena de la polvera.
—Aquí estaremos más cómodos, amigo Serrano; aquí podremos hablar con más tranquilidad. Es la sala donde normalmente nos recibe el coronel Beigbeder —dijo alguien con potente acento alemán.
—Perfecto —replicó tan sólo su interlocutor.
Me quedé inmóvil, sin aliento. Serrano Suñer y al menos un alemán se encontraban apenas a unos metros, aproximándose por un tramo de pasillo que formaba ángulo recto con el corredor por el que yo avanzaba. En cuanto ellos o yo dobláramos el recodo, quedaríamos frente a frente. Me temblaban las piernas con sólo pensar en ello. En realidad, no tenía nada que ocultar; no había razón por la que debiera temer el encuentro. Excepto que carecía de fuerzas para simular una pose fingida otra vez, para hacerme pasar de nuevo por una necia atolondrada y dar patéticas explicaciones sobre cisternas rotas y charcos de agua a fin de justificar mi solitario deambular por los pasillos de la Alta Comisaría en medio de la noche. Sopesé las opciones en menos de un segundo. No había tiempo para deshacer lo andado y debía a toda costa evitar encontrármelos cara a cara, por lo que no podía ir hacia atrás ni tampoco avanzar hacia delante. Así las cosas, la única solución estaba en línea trasversal: a un lado, en forma de una puerta cerrada. Sin pensarlo más, la abrí y me metí dentro.
La estancia estaba a oscuras, pero por las ventanas entraban resquicios de luz nocturna. Apoyé la espalda contra la puerta, a la espera de que Serrano y su compañía pasaran por delante y desaparecieran para que yo pudiera salir y seguir mi camino. El jardín con sus luces de verbena, el arrullo de las conversaciones y la solidez imperturbable de Marcus Logan se me antojaron de pronto como un destino similar al paraíso, pero me temía que aún no era el momento de alcanzarlo. Respiré con fuerza, como si con cada bocanada intentara sacar del cuerpo un pedazo de mi angustia. Fijé la vista en el refugio y entre las sombras distinguí sillas, sillones y una librería acristalada junto a la pared. Había más muebles, pero no pude detenerme a identificarlos porque en ese momento otro asunto atrajo mi atención. Cerca de mí, tras la puerta.
—Ya hemos llegado —anunció la voz germana acompañada del ruido del picaporte al accionarse.
Me alejé con zancadas presurosas y alcancé un lateral de la sala en el momento en que la hoja empezó a entreabrirse.
—¿Dónde estará el interruptor? —oí decir mientras me escabullía detrás de un sofá. En el mismo instante en el que la luz se encendió, mi cuerpo tocó el suelo.
—Bueno, ya estamos aquí. Siéntese, amigo, por favor.
Quedé tumbada boca abajo, con el lado izquierdo del rostro apoyado sobre el frío de las baldosas, la respiración contenida y los ojos como platos, cuajados de pavor. Sin atreverme a tomar aire, a tragar saliva o a mover una pestaña. Como una estatua de mármol, como un fusilado sin rematar.
El alemán parecía actuar como anfitrión y se dirigía a un único interlocutor; lo supe porque sólo oí dos voces y porque, por debajo del sofá, desde mi inesperado escondite y entre las patas de los muebles, sólo atisbé dos pares de pies.
—¿Sabe el alto comisario que estamos aquí? —preguntó Serrano.
—Está ocupado atendiendo a los invitados; ya hablaremos con él más tarde si así lo desea —respondió vagamente el alemán.
Los oí sentarse: se acomodaron los cuerpos, crujieron los muelles. El español lo hizo en un sillón individual; vi el final de su pantalón oscuro con la raya bien planchada, sus calcetines negros rodeando los tobillos delgados que se perdían dentro de un par de zapatos abrillantados a conciencia. El alemán se instaló frente a él, en el lado derecho del mismo sofá tras el que yo estaba escondida. Sus piernas eran más gruesas y el calzado, menos fino. Si hubiera estirado mi brazo, casi habría podido hacerle cosquillas.
Hablaron durante un rato largo; no pude calcular el tiempo con exactitud, pero fue lo suficiente como para que el cuello me doliera hasta rabiar, para que me entraran unas ganas enormes de rascarme y para contener a duras penas las ganas de gritar, de llorar, de salir corriendo. Se oyó el ruido de los encendedores y la habitación se llenó de humo de cigarrillos. Desde la altura del suelo vi las piernas de Serrano cruzarse y descruzarse incontables veces; el alemán, en cambio, apenas se movió. Intenté domar el miedo, encontrar la postura menos incómoda y rogar al cielo que ninguno de los miembros del cuerpo me exigiera un movimiento inesperado.
Mi campo de visión era mínimo y la capacidad de movimiento, nula. Tan sólo tenía acceso a aquello que flotaba en el aire y me entraba por los oídos: a aquello de lo que hablaban. Me concentré entonces en el hilo de la conversación: ya que no había conseguido obtener ninguna información interesante en el encontronazo con la polvera, pensé que quizá aquello fuera de interés para el periodista. O, al menos, así me mantendría distraída y evitaría que la mente se me trastornara tanto que acabara perdiendo el sentido de la realidad.
Les oí hablar sobre instalaciones y transmisiones, sobre buques y aeronaves, cantidades de oro, marcos alemanes, pesetas, cuentas bancarias. Firmas y plazos, suministros, seguimientos; contrapesos de poder, nombres de empresas, puertos y lealtades. Supe que el alemán era Johannes Bernhardt, que Serrano se escudaba en Franco para presionar con más fuerza o evitar avenirse a algunas condiciones. Y, aunque me faltaban datos para entender del todo el trasfondo de la situación, intuí que los dos hombres tenían un interés parejo en que aquello sobre lo que discutían prosperara.
Y prosperó. Llegaron a un acuerdo finalmente; se levantaron después y zanjaron su trato con un apretón de manos que yo sólo oí y no alcancé a ver. Sí vi, en cambio, los pies moverse en dirección a la salida, el alemán cediendo el paso al invitado, otra vez haciendo de anfitrión. Antes de marchar, Bernhardt lanzó una pregunta.
—¿Hablará usted de esto con el coronel Beigbeder, o prefiere que se lo diga yo mismo?
Serrano no respondió de inmediato, antes le oí encender un cigarrillo. El enésimo.
—¿Cree usted imprescindible hacerlo? —dijo tras expulsar el primer humo.
—Las instalaciones se ubicarán en el Protectorado español, supongo que él debería tener algún conocimiento al respecto.
—Déjelo entonces a mi cargo. El Caudillo le informará directamente. Y, sobre los términos del acuerdo, mejor no difunda ningún detalle. Que quede entre nosotros —añadió a la vez que se apagaba la luz.
Dejé pasar unos minutos, hasta que calculé que ya estarían fuera del edificio. Me levanté entonces con cautela. De su presencia en la estancia tan sólo quedaba el denso olor a tabaco y la intuición de un cenicero repleto de colillas. Fui, sin embargo, incapaz de bajar la guardia. Me reajusté la falda y la chaqueta y me acerqué a la puerta andando de puntillas con sigilo. Acerqué la mano al pomo lentamente, como si temiera que su contacto me fuera a propinar un latigazo, temerosa de salir al pasillo. No llegué a tocar el picaporte, sin embargo: cuando estaba a punto de rozarlo con los dedos, percibí que alguien lo estaba manipulando desde fuera. Con un movimiento automático me eché hacia atrás y me apoyé contra la pared con todas mis fuerzas, como si quisiera fundirme con ella. La puerta se abrió de golpe casi dándome en la cara, la luz se encendió apenas un segundo después. No pude ver quién entraba, pero sí oí su voz maldiciendo entre dientes.
—A ver dónde se ha dejado el cabrón este la puta pitillera.
Aun sin verle, intuí que no era más que un simple soldado cumpliendo una orden con desgana, recuperando un objeto olvidado por Serrano o Bernhardt, no supe a cuál de los dos dirigió el muchacho su epíteto. La oscuridad y el silencio regresaron en unos segundos, pero no logré recuperar el coraje necesario para aventurarme al pasillo. Por segunda vez en mi vida, obtuve la salvación saltando por una ventana.
Regresé al jardín y, para mi sorpresa, encontré a Marcus Logan en animada charla con Beigbeder. Intenté retroceder, pero fue demasiado tarde: él ya me había visto y reclamaba mi presencia junto a ellos. Me acerqué intentando que no percibieran mi nerviosismo: tras lo que acababa de pasar, una escena íntima con el alto comisario era lo último que me faltaba.
—Así que usted es la hermosa amiga modista de mi Rosalinda —dijo recibiéndome con una sonrisa.
Tenía un puro en una mano, pasó el otro brazo sobre mis hombros con familiaridad.
—Me alegro mucho de conocerla por fin, querida. Es una lástima que nuestra Rosalinda se encuentre indispuesta y no haya podido unirse a nosotros.
—¿Qué le ocurre?
Con la mano que sostenía el habano se dibujó un remolino en el estómago.
—Problemas de intestinos. Le afectan en épocas de nervios y estos días hemos estado tan ocupados atendiendo a nuestro huésped que la pobrecita mía apenas ha tenido un minuto de tranquilidad.
Hizo un gesto para que Marcus y yo acercáramos nuestras cabezas a la suya y bajó el tono con supuesta complicidad.
—Gracias a Dios, el cuñado se va mañana; creo que sería incapaz de soportarle un día más.
Remató su confidencia con una sonora carcajada y nosotros le imitamos simulando una gran risa también.
—Bueno, queridos, he de marcharme—dijo consultando el reloj—. Me encanta su compañía, pero el deber me reclama: ahora vienen los himnos, los discursos y toda esa parafernalia: la parte más aburrida, sin duda. Vaya a ver a Rosalinda cuando pueda, Sira: agradecerá su visita. Y usted también pásese por su casa, Logan, le vendrá bien la compañía de un compatriota. A ver si conseguimos cenar alguna noche los cuatro en cuanto todos nos relajemos un poco. God save the king! —añadió á modo de despedida alzando la mano con gesto teatral. Y, acto seguido, sin mediar una palabra más, se giró y se fue.
Permanecimos unos segundos en silencio, viéndole marchar, incapaces de encontrar un adjetivo para calificar la singularidad del hombre que acababa de dejarnos.
—Llevo buscándola casi una hora, ¿dónde se ha metido? —preguntó finalmente el periodista con la mirada aún fija en la espalda del alto comisario.
—Andaba resolviéndole la vida, lo que usted me ha pedido, ¿no?
—¿Significa eso que logró ver lo que se pasaban de mano en mano en el grupo?
—Nada importante. Retratos de familia.
—Vaya, mala suerte.
Hablábamos sin mirarnos, ambos con la vista concentrada en Beigbeder.
—Pero me he enterado de otras cosas que tal vez le interesen —anuncié entonces.
—¿Por ejemplo?
—Acuerdos. Intercambios. Negocios.
—¿Acerca de qué?
—Antenas —aclaré—. Grandes antenas. Tres. De unos cien metros de altura, sistema consol y marca Electro-Sonner. Los alemanes quieren instalarlas para interceptar el tráfico aéreo y marítimo en el Estrecho y contrarrestar la presencia de los ingleses en Gibraltar. Están negociando su montaje junto a las ruinas de Tamuda, a unos kilómetros de aquí. A cambio de la autorización expresa de Franco, el ejército nacional recibirá un crédito sustancioso del gobierno alemán. Toda la gestión se hará a través de la empresa HISMA, de la que es socio principal Johannes Bernhardt, que es con quien Serrano ha cerrado el acuerdo. A Beigbeder intentan mantenerlo al margen, quieren ocultarle el asunto.
—My goodness —murmuró en su lengua—. ¿Cómo lo ha averiguado?
Seguíamos sin dirigirnos la mirada, ambos aparentemente atentos aún al alto comisario, que avanzaba entre saludos hacia una tribuna engalanada sobre la que alguien estaba colocando un micrófono.
—Porque, casualmente, yo estaba en la misma habitación donde se ha cerrado el trato.
—¿Han cerrado el trato delante de usted? —preguntó incrédulo.
—No, descuide; no me han visto. Es una historia un poco larga, ya se la contaré en otro momento.
—De acuerdo. Dígame algo más, ¿han hablado de fechas?
Rechinó el micrófono con estridencia desagradable. Probando, probando, dijo una voz.
—Las piezas ya están listas en el puerto de Hamburgo. En cuanto obtengan la firma del Caudillo, las desembarcarán en Ceuta y comenzarán el montaje.
En la distancia vimos al coronel subir dinámico a la tarima, llamando a Serrano con un gesto grandilocuente para que le acompañara. Seguía sonriendo, saludando confiado. Lancé a Logan entonces un par de preguntas.
—¿Cree que Beigbeder debería enterarse de que le están dejando de lado? ¿Cree que yo debería decírselo a Rosalinda?
Se lo pensó antes de responder, con la vista todavía centrada en los dos hombres que ahora, juntos, recibían los aplausos fervorosos de la concurrencia.
—Supongo que sí, que a él le convendría saberlo. Pero creo que es mejor que la información no le llegue a través de usted y de la señora Fox, podría comprometerla. Déjelo a mi cargo, yo veré la mejor manera de transmitírselo; usted no diga nada a su amiga, ya encontraré yo la ocasión.
Transcurrieron unos segundos más de silencio, como si él aún estuviera rumiando todo lo que acababa de oír.
—¿Sabe una cosa, Sira? —preguntó volviéndose por fin hacia mí—. Aún no sé cómo lo ha hecho, pero ha conseguido una información magnífica, mucho más interesante de lo que en principio imaginé que podría obtener en una recepción como ésta. No sé cómo agradecérselo...
—De una manera muy sencilla —interrumpí.
—¿Cuál?
En ese mismo momento, la orquesta jalifiana arrancó con brío el Cara al sol y decenas de brazos se alzaron de inmediato como movidos por un resorte. Me puse de puntillas y pegué mi boca a su oído.
—Sáqueme de aquí.
Ni una palabra más, tan sólo su mano tendida. La agarré con fuerza y nos escurrimos hacia el fondo del jardín. Tan pronto como intuimos que nadie podía vernos, echamos a correr entre las sombras.
31
El mundo se puso en marcha a la mañana siguiente con un ritmo distinto. Por primera vez en varias semanas, no madrugué, no bebí un café precipitado ni me instalé de inmediato en el taller rodeada de apremios y quehaceres. Lejos de volver a la actividad frenética de los días anteriores, comencé el día con el largo baño interrumpido la tarde anterior. Y después, dando un paseo, fui a casa de Rosalinda.
De las palabras de Beigbeder deduje que su malestar sería algo leve y pasajero, un trastorno inoportuno nada más. Esperaba por eso encontrar a mi amiga como siempre, dispuesta a que le contara todos los detalles del evento que se perdió y ansiosa por disfrutar con los comentarios sobre los trajes que las asistentes llevaban, quién fue la más ele gante, quién la menos.
Una sirvienta me condujo a su habitación, aún estaba ella en la cama, entre almohadones, con las contraventanas cerradas y un olor espeso a tabaco, medicamentos y falta de ventilación. La casa era amplia y hermosa: arquitectura moruna, muebles ingleses y un caos exótico en el que, sobre las alfombras y el capitoné de los sofás, convivían discos de pizarra fuera de sus fundas, sobres con la leyenda air mail, foulards de seda olvidados y tazas de porcelana de Staffordshire con el té ya frío sin terminar de beber.
Aquella mañana, sin embargo, Rosalinda respiraba de todo menos glamour.
—¿Cómo estás? —Intenté que mi voz no sonara excesivamente preocupada. Tenía, no obstante, razones para estarlo habida cuenta de su imagen: pálida, ojerosa, con el pelo sucio, derrumbada como un peso muerto en una cama mal hecha cuya ropa se arrastraba por el suelo.
—Fatal —respondió con humor de perros—. Estoy muy mal, pero siéntate aquí cerca —ordenó dando una palmada sobre la cama—. No es nada contagioso.
—Juan Luis me dijo anoche que es un problema de intestinos —dije obedeciéndola. Antes tuve que retirar varios pañuelos arrugados, un cenicero lleno de cigarrillos a medio fumar, los restos de un paquete de galletas de mantequilla y un buen montón de migas.
—That's right, pero eso no es lo peor. Juan Luis no lo sabe todo. Se lo diré esta tarde, no quise importunarle en el último día de la visita de Serrano.
—¿Qué es lo peor, entonces?
—Esto —dijo furiosa agarrando con dedos como garfios lo que parecía un telegrama—. Esto es lo que me ha hecho enfermar, no los preparativos de la visita. Esto es lo peor de todo.
La miré perpleja y entonces me sintetizó su contenido.
—Lo recibí ayer. Peter llega en seis semanas.
—¿Quién es Peter? —No recordaba a nadie con ese nombre entre sus amistades.
Me miró como si acabara de oír la más absurda de las preguntas.
—Quién va a ser, Sira, por Dios: Peter es mi marido.
Peter Fox tenía previsto llegar a Tánger a bordo de un barco de la P&O, dispuesto a pasar una larga temporada con su mujer y su hijo después de casi cinco años sin apenas saber nada de ellos. Aún vivía en Calcuta, pero había decidido visitar temporalmente Occidente, tal vez tanteando opciones para el abandono definitivo de la India imperial, cada vez más revuelta con los movimientos independentistas de los nativos, según contó Rosalinda. Y qué mejor perspectiva para ir sopesando las posibilidades de una potencial mudanza que la reunificación de la familia en el nuevo mundo de su mujer.
—¿Y se va a quedar aquí, en tu casa? —pregunté sin dar crédito.
Encendió un cigarrillo y, mientras aspiraba el humo con ansia, hizo un enfático gesto afirmativo.
—Of course he will. Es mi marido: tiene todo el derecho.
—Pero yo pensé que estabais separados...
—De hecho, sí. Legalmente, no.
—¿Y nunca te has planteado divorciarte?
Volvió a dar una chupada impetuosa al pitillo.
—Un millón de millones de veces. Pero él se niega.
Me relató entonces los avatares de aquella disonante relación y descubrí con ello a una Rosalinda más vulnerable, más quebradiza. Menos irreal y más cercana a las complicaciones terrenales de los residentes en el mundo de los humanos.
—Me casé a los dieciséis años; él tenía entonces treinta y cuatro. Yo había estado cinco cursos seguidos en un internado en Inglaterra; dejé la India cuando era aún una niña y regresé convertida en una joven en edad casi casadera, loca por no perderme ninguna de las constantes fiestas de la Calcuta colonial. En la primera de ellas me presentaron a Peter, era amigo de mi padre. Me pareció el más atractivo de todos los hombres que había conocido en mi vida; obviously, había conocido a muy pocos, por no decir a ninguno. Era divertido, capaz de las más impensables aventuras y de animar cualquier reunión. Y, a la vez, maduro, vivido, miembro de una aristocrática familia inglesa instalada en la India desde tres generaciones atrás. Me enamoré como una imbécil o, al menos, eso creí. Cinco meses más tarde estábamos casados. Nos instalamos en una casa magnífica con establos, pistas de tenis y catorce habitaciones para el servicio; hasta teníamos a cuatro niños indios permanentemente uniformados para hacer de recogepelotas por si se nos ocurría algún día jugar un partido, imagínate. Nuestra vida estaba llena de actividad: me encantaba bailar y montar a caballo, y era tan hábil con el rifle como con los palos de golf. Vivíamos inmersos en un imparable carrusel de fiestas y recepciones. Y, además, nació Johnny. Construimos un mundo idílico dentro de otro mundo igualmente fastuoso, pero tardé poco en darme cuenta de la fragilidad sobre la que todo aquello se sostenía.
Detuvo su soliloquio y quedó con la vista colgada en el vacío, como reflexionando unos instantes. Después apagó el cigarrillo en el cenicero y prosiguió.
—A los pocos meses de dar a luz, empecé a notar un cierto malestar en el estómago. Me examinaron y al principio me dijeron que no había ningún motivo de preocupación, que mis molestias simplemente respondían a los naturales problemas de salud a los que estamos expuestos los no nativos en esos climas tropicales que nos son tan ajenos. Pero cada vez me encontraba peor. Los dolores aumentaban, empezó a subirme la fiebre a diario. Decidieron operarme y no encontraron nada anormal, pero no mejoré. Cuatro meses después, a la vista de mi imparable empeoramiento, volvieron a examinarme con rigor y por fin pudieron poner un nombre a mi enfermedad: tuberculosis bovina en una de sus formas más agresivas, contraída a través de la leche de una vaca infectada que compramos después de nacer Johnny a fin de poder tener leche fresca para mi recuperación. El animal había enfermado y muerto tiempo atrás, pero el veterinario no encontró nada anormal cuando entonces lo examinó, como tampoco fueron los médicos capaces de percibir nada en mí, porque la tuberculosis bovina es tremendamente difícil de diagnosticar. Pero hace que se formen tubérculos; algo así como nódulos, como bultos en el intestino que lo van comprimiendo.
—¿Y?
—Y te conviertes en un enfermo crónico.
—¿Y?
—Y cada nueva mañana que abres los ojos, das gracias al cielo por permitirte seguir viva un día más.
Intenté esconder mi desconcierto tras una nueva pregunta.
—¿Cómo reaccionó tu marido?
—Oh, wonderfully! —dijo sarcástica—. Los médicos que me vieron me aconsejaron volver a Inglaterra; pensaban, aunque sin gran optimismo, que tal vez en un hospital inglés pudieran hacer algo por mí. Y Peter no pudo estar más de acuerdo.
—Pensando en tu bien, probablemente...
Una áspera carcajada me impidió terminar la frase.
—Peter, darling, jamás piensa en otro bien más allá del suyo propio. Enviarme lejos fue la mejor de las soluciones pero, más que para mi salud, lo era para su propio bienestar. Se desentendió de mí, Sira. Dejé de resultarle divertida, ya no era un precioso trofeo al que pasear por los clubes, las fiestas y las cacerías; la joven esposa hermosa y divertida se había convertido en una carga defectuosa de la que había que deshacerse cuanto antes. Así que, en cuanto pude tenerme de nuevo en pie, nos sacó pasajes a Johnny y a mí para Inglaterra. Ni siquiera se dignó a acompañarnos. Con la excusa de que quería que su esposa recibiera el mejor tratamiento médico posible, embarcó a una mujer gravemente enferma que aún no había cumplido los veinte años y a un niño que apenas sabía andar. Como si fuéramos un par de bultos de equipaje más. Bye-bye, hasta nunca, queridos.
Un par de gruesas lágrimas descendieron por sus mejillas, se las quitó con el dorso de la mano.
—Nos echó de su lado, Sira. Me repudió. Me mandó a Inglaterra para, pura y simplemente, librarse de mí.
Se instaló entre nosotras un silencio triste, hasta que ella recobró fuerzas y prosiguió.
—A lo largo del viaje, Johnny empezó a tener fiebres altas y convulsiones; resultó ser una forma virulenta de malaria; necesitó después estar dos meses ingresado hasta su recuperación. Mi familia me acogió entretanto; mis padres también habían vivido mucho tiempo en la India, pero habían regresado el año anterior. Pasé al principio unos meses moderadamente tranquilos, el cambio de clima pareció sentarme bien. Pero después empeoré: tanto que las pruebas médicas mostraron que el intestino se me había encogido casi hasta el punto de la contracción total. Descartaron la cirugía y decidieron que sólo con el reposo absoluto podría tal vez obtener una mínima recuperación. De esa manera, se suponía que los organismos que me invadían no seguirían avanzando por el resto de mi cuerpo. ¿Sabes en qué consistió aquella primera temporada de reposo?
Ni lo sabía ni podía imaginarlo.
—Seis meses atada a una tabla, con correas de cuero inmovilizándome a la altura de los hombros y los muslos. Seis meses enteros, con sus días y sus noches.
—¿Y mejoraste?
—Just a bit. Muy poco. Entonces mis médicos decidieron mandarme a Leysin, en Suiza, a un sanatorio para tuberculosos. Como Hans Castorp en La montaña mágica, de Thomas Mann.
Intuí que se trataba de algún libro, así que, antes de que me preguntara si lo había leído, me adelanté para que prosiguiera con su historia.
—¿Y Peter, entretanto?
—Pagó las facturas de hospital y estableció la rutina de enviarnos treinta libras mensuales para nuestro mantenimiento. Nada más. Absolutamente nada más. Ni una carta, ni un cable, ni un recado a través de conocidos ni, por supuesto, la menor intención de visitarnos. Nada, Sira, nada. Nunca más volví a saber de él personalmente. Hasta ayer.
—¿Y qué hiciste con Johnny mientras? Debió de ser duro para él.
—Estuvo conmigo todo el tiempo en el sanatorio. Mis padres insistieron en quedárselo, pero yo no acepté. Contraté a una niñera alemana para que lo entretuviera y lo sacara a pasear, pero comía y dormía en mi habitación a diario. Fue una experiencia un poco triste para un niño tan pequeño, pero por nada del mundo quería que estuviera separado de mí. Ya había perdido en cierto modo a su padre; habría sido demasiado cruel castigarle también con la ausencia de su madre.
—¿Y funcionó el tratamiento?
Una pequeña carcajada le iluminó momentáneamente la cara.
—Me aconsejaron pasar ocho años internada, pero sólo pude resistir ocho meses. Después pedí el alta voluntaria. Me dijeron que era una insensata, que aquello me mataría; tuve que firmar un millón de papeles eximiendo al sanatorio de responsabilidades. Mi madre se ofreció a recogerme en París para hacer juntas la vuelta a casa. Y entonces, en ese viaje de retorno, tomé dos decisiones. La primera, no volver a hablar de mi enfermedad. De hecho, en los últimos años, sólo Juan Luis y tú habéis sabido de ella por mí. Decidí que la tuberculosis tal vez pudiera machacar mi cuerpo, pero no mi espíritu, así que opté por mantener fuera de mi pensamiento la idea de que era una enferma.
—¿Y la segunda?
—Empezar una vida nueva como si estuviera sana al cien por cien. Una vida fuera de Inglaterra, al margen de mi familia y de los amigos y conocidos que automáticamente me asociaban con Peter y con mi condición de enferma crónica. Una vida distinta que no incluyera en principio más que a mi hijo y a mí.
—Y entonces fue cuando te decidiste por Portugal...
—Los médicos me recomendaron que me instalara en algún lugar templado: el sur de Francia, España, Portugal, tal vez el norte de Marruecos; algo a medias entre el excesivo calor tropical de la India y el miserable clima inglés. Me diseñaron una dieta, me recomendaron tomar mucho pescado y poca carne, descansar al sol todo lo posible, no hacer ejercicio físico y evitar las alteraciones emocionales. Alguien me habló entonces de la colonia británica en Estoril y decidí que aquel sitio podría ser en principio tan bueno como cualquier otro. Y allá fui.
Todo encajaba ya mucho mejor en el mapa mental que me había construido para entender a Rosalinda. Las piezas empezaban a ensamblarse unas con otras, ya no eran trozos de vida independientes y difícilmente acoplables. Todo empezaba ya a tener sentido. Deseé con todas mis fuerzas que las cosas le fueran bien: ahora que por fin sabía que su existencia no había sido un camino de rosas, la creí más merecedora de un destino feliz.
32
Al día siguiente acompañé a Marcus Logan a visitar a Rosalinda. Como en la noche de la recepción de Serrano, volvió a recogerme en mi casa y de nuevo caminamos juntos por las calles. Algo, sin embargo, había cambiado entre nosotros. La huida precipitada de la recepción de la Alta Comisaría, aquella carrera impulsiva a través de los jardines y el paseo ya sosegado entre las sombras de la ciudad en la madrugada habían logrado resquebrajar en cierta manera mis reticencias hacia él. Tal vez fuera de fiar, tal vez no; quizá nunca lo supiera. Pero, en cierta manera, aquello ya me daba igual. Sabía que se estaba esforzando en la evacuación de mi madre; sabía también que era atento y cordial conmigo, que se sentía a gusto en Tetuán. Y aquello era más que suficiente: no necesita saber de él nada más ni avanzar en ninguna otra dirección porque el día de su marcha no tardaría en llegar.
Aún la encontramos en la cama, pero con un aspecto más entonado. Había mandado arreglar la habitación, se había bañado, las contraventanas estaban ya abiertas y la luz entraba a raudales desde el jardín. Al tercer día se mudó del lecho a un sofá. Al cuarto cambió el camisón de seda por un vestido floreado, fue a la peluquería y volvió a agarrar las riendas de su vida.
Aunque su salud aún seguía trastocada, tomó la decisión de aprovechar al límite el tiempo que restaba hasta la llegada de su marido, como si aquellas semanas fueran las últimas que le quedaban por vivir. De nuevo asumió el papel de gran anfitriona, creando el clima ideal para que Beigbeder pudiera dedicarse a las relaciones públicas en un ambiente distendido y discreto, confiando ciegamente en el buen hacer de su amada. Nunca supe, sin embargo, cómo interpretaban muchos de los asistentes el hecho de que aquellos encuentros fueran ofrecidos por la joven amante inglesa y que el alto comisario del bando pro alemán se sintiera en ellas como en casa. Pero Rosalinda mantenía en pie su intención de acercar a Beigbeder a los británicos y muchas de aquellas recepciones menos protocolarias estuvieron destinadas a tal fin.
A lo largo de aquel mes, como ya había hecho antes y volvería a hacer después, invitó en varias ocasiones a sus amigos compatriotas de Tánger, a miembros del cuerpo diplomático, a agregados militares alejados de la órbita italogermana y a representantes de instituciones multinacionales de peso y caudal. Organizó también una fiesta para las autoridades gibraltareñas y para oficiales de un buque de guerra británico atracado en la roca, como ella llamaba al peñón. Y entre todos aquellos invitados circularon Juan Luis Beigbeder y Rosalinda Fox con un cóctel en una mano y un cigarrillo en la otra, cómodos, relajados, hospitalarios y cariñosos. Como si nada pasara; como si en España no siguieran matándose entre hermanos y Europa no anduviera ya calentando motores para la peor de sus pesadillas.
Llegué a estar varias veces cerca de Beigbeder y de nuevo fui testigo de su peculiar manera de ser. Solía ponerse prendas morunas a menudo, a veces unas babuchas, a veces una chilaba. Era simpático, desinhibido, un punto excéntrico y, por encima de todo, adoraba a Rosalinda hasta el extremo y así lo repetía ante cualquiera sin el menor rubor. Marcus Logan y yo, entretanto, seguimos viéndonos con asiduidad, ganando simpatía y un acercamiento afectivo que yo me esforzaba día a día por contener. De no haberlo hecho, probablemente aquella incipiente amistad no habría tardado en desembocar en algo mucho más pasional y profundo. Pero peleé porque aquello no ocurriera y mantuve férrea mi postura para que lo que nos empezaba a unir no fuera más allá. Las heridas causadas por Ramiro aún no se habían cerrado del todo; sabía que Marcus tampoco tardaría en marcharse y no quería volver a sufrir. Con todo, juntos nos convertimos en presencias asiduas en los eventos de la villa del paseo de las Palmeras, a veces incluso se nos unió un Félix exultante, feliz por integrarse en aquel mundo ajeno tan fascinante para él. En alguna ocasión salimos en bandada de Tetuán: Beigbeder nos invitó en Tánger a la inauguración del diario España, aquel periódico creado por iniciativa suya para transmitir hacia el mundo lo que los de su causa querían contar. Alguna otra vez viajamos los cuatro —Marcus, Félix, Rosalinda y yo— en el Dodge de mi amiga por el mero plaisir de hacerlo: para ir a Saccone & Speed en busca de suministros de buey irlandés, bacon y ginebra; a bailar en Villa Harris, a ver una película americana en el Capitol y a encargar los tocados más despampanantes en el taller de Mariquita la Sombrerera.
Y paseamos por la blanca medina de Tetuán, comimos cuscús, jarira y chuparquías, trepamos el Dersa y el Gorgues, y fuimos a la playa de Río Martín y al parador de Ketama, entre pinos y aún sin nieve. Hasta que el tiempo se agotó y lo indeseado se hizo presente. Y sólo entonces confirmamos que la realidad puede superar las más negras expectativas. Así me lo hizo saber la misma Rosalinda apenas una semana después de la llegada de su marido.
—Es mucho peor de lo que había imaginado —dijo desplomándose en un sillón nada más entrar en mi taller.
Esta vez no parecía ofuscada, sin embargo. No estaba iracunda como cuando recibió la noticia. Esta vez tan sólo irradiaba tristeza, agotamiento y decepción: una densa y oscura decepción. Por Peter, por la situación en la que se veían inmersos, por ella misma. Tras media docena de años vagando sola por el mundo, creía estar preparada para todo; pensaba que la experiencia vital que a lo largo de ellos había acumulado le habría aportado los recursos necesarios para hacer frente a todo tipo de adversidades. Pero Peter resultó mucho más duro de lo previsto. Todavía asumía con ella su papel posesivo de padre y marido a la vez, como si no llevaran todos aquellos años viviendo separados; como si nada hubiera pasado en la vida de Rosalinda desde que se casó con él cuando aún era casi una niña. Le reprochaba la manera relajada en que estaba educando a Johnny: le disgustaba que no asistiera a un buen colegio, que saliera a jugar con los niños vecinos sin una niñera cerca y que, por toda práctica deportiva, se dedicara a lanzar piedras con el mismo buen tino que todos los moritos de Tetuán. Se quejaba también de la falta de programas de radio de su gusto, de la inexistencia de un club en el que poder reunirse con compatriotas, de que nadie hablara inglés a su alrededor y de la dificultad para conseguir prensa británica en aquella ciudad aislada.
No todo disgustaba al exigente Peter, sin embargo. De su entera satisfacción resultaron la ginebra Tanqueray y el Johnny Walker Black Label que en Tánger aún se conseguían por entonces a precio irrisorio. Solía beber al menos una botella de whisky diaria, convenientemente aderezada por un par de cócteles de ginebra antes de cada comida. Su tolerancia con el alcohol era asombrosa, equiparable casi al cruel trato que confería al servicio doméstico. Les hablaba con desagrado en inglés sin molestarse en asimilar que ellos no entendían ni una palabra de su idioma, y cuando por fin resultaba evidente que no le comprendían, les gritaba en hindustani, la lengua de sus antiguos empleados en Calcuta, como si la condición de servir al amo tuviera un lenguaje universal. Para su gran sorpresa, uno a uno fueron dejando de aparecer por la casa. Todos, desde los amigos de su mujer hasta el más humilde de los criados, supimos en pocos días la calaña de ser a la que Peter Fox pertenecía. Egoísta, irracional, caprichoso, borracho, arrogante y déspota: imposible encontrar menos atributos positivos en una sola persona.
Beigbeder, obviamente, dejó de pasar gran parte de su tiempo en casa de Rosalinda, pero siguieron viéndose a diario en otros sitios: en la Alta Comisaría, en escapadas a los alrededores. Para sorpresa de muchos —entre ellos yo misma—, Beigbeder dispensó en todo momento al marido de su amante un trato del todo exquisito. Le organizó un día de pesca en la desembocadura del río Smir y una cacería de jabalíes en Jemis de Anyera. Le facilitó el transporte a Gibraltar para que pudiera beber cerveza inglesa y hablar de polo y cricket con sus compatriotas. Hizo todo lo posible, en fin, por portarse con él como su cargo requería ante un invitado extranjero tan especial. Sus personalidades, sin embargo, no podían ser más dispares: resultaba curioso comprobar lo distintos que eran aquellos dos hombres tan significativos en la vida de la misma mujer. Tal vez por ello, precisamente, nunca llegaron a chocar.
—Peter considera a Juan Luis un español atrasado y orgulloso; como un anticuado caballero español caído de un cuadro del Siglo de Oro —me explicó Rosalinda—. Y Juan Luis piensa de Peter que es un snob, un incomprensible y absurdo snob. Son como dos líneas paralelas: nunca podrán entrar en conflicto porque jamás encontrarán un punto de encuentro. Con la única diferencia de que para mí, como hombre, Peter no le llega a Juan Luis ni a la altura del talón.
—¿Y nadie le ha contado a tu marido nada de lo vuestro?
—¿De nuestra relación? —preguntó mientras encendía un cigarrillo y apartaba de su ojo la melena—. Imagino que sí, que alguna lengua viperina se habrá acercado a su oído para soltarle algún veneno, pero a él le da exactamente igual.
—No entiendo cómo.
Se encogió de hombros.
—Yo tampoco, pero mientras no tenga que pagar casa y a su alrededor encuentre sirvientes, alcohol abundante, comida caliente y deportes sangrientos, creo que todo lo demás le es indiferente. Distinto sería si aún viviéramos en Calcuta; allí imagino que se esforzaría por mantener las formas mínimamente. Pero aquí no le conoce nadie; éste no es su mundo, así que le trae al fresco cualquier cosa que le cuenten sobre mí.
—Sigo sin comprenderlo.
—Lo único cierto, darling, es que no le importo en absoluto —dijo con una mezcla de sarcasmo y tristeza—. Cualquier cosa tiene para él más valor que yo: una mañana de pesca, una botella de ginebra o una partida de cartas. Yo no le he importado jamás; lo raro sería que empezara a hacerlo ahora.
Y mientras Rosalinda batallaba contra un monstruo en medio del infierno, a mí también, por fin, me dio un vuelco la vida. Era martes, hacía viento. Marcus Logan apareció en mi casa antes del mediodía.
Habíamos seguido consolidándonos como amigos: como buenos amigos, nada más. Ambos éramos conscientes de que el día más inesperado él tendría que irse, de que su presencia en mi mundo no era más que un tránsito provisional. A pesar de esforzarme por deshacerme de ellas, las cicatrices que me dejó Ramiro tenían aún forma de costurones; no estaba preparada para volver a sentir el desgarro de una ausencia. Nos atrajimos Marcus y yo, sí, mucho, y no faltaron ocasiones para que aquello se convirtiera en algo más. Hubo complicidad, roces y miradas, comentarios velados, estima y deseo. Hubo cercanía, hubo ternura. Pero yo me esforcé por amarrar mis sentimientos; me negué a avanzar más y él lo aceptó. Contenerme me costó un esfuerzo inmenso: dudas, incertidumbre, noches de desvelo. Pero antes que enfrentarme al dolor de su abandono, preferí quedarme con los recuerdos de los momentos memorables que juntos pasamos en aquellos días alborotados e intensos. Noches de risas y copas, de pipas de kif y partidas ruidosas de continental. Viajes a Tánger, salidas y charlas; instantes que nunca volvieron y en mi depósito de recuerdos atesoré como memorias del fin de una etapa y el inicio de nuevos caminos.
Con el timbrazo inesperado de Marcus en mi casa de Sidi Mandri, llegó aquella mañana el final de un tiempo y el principio de otro. Una puerta se cerraba y otra se iba abriendo. Y yo en medio, incapaz de retener lo que acababa, anhelando abrazar lo que venía.
—Tu madre está en camino. Anoche embarcó en Alicante rumbo a Oran en un mercante británico. Llegará a Gibraltar en tres días. Rosalinda se encargará de que pueda cruzar el Estrecho sin problemas, ya té dirá ella cómo va a hacerse el traslado.
Quise darle las gracias desde lo más profundo de mi ser, pero las siete letras de la palabra necesaria se cruzaron con un torrente de lágrimas en su camino de salida, y el llanto arrambló con ellas y se las llevó por delante. Por eso, tan sólo fui capaz de abrazarle con todas mis fuerzas y dejarle empapadas las solapas de la chaqueta.
—A mí también me ha llegado el momento de ponerme de nuevo en marcha —añadió unos segundos después.
Le miré sorbiéndome la nariz. Sacó él un pañuelo blanco y me lo tendió.
—Me reclama mi agencia. Mi cometido en Marruecos está terminado, tengo que volver.
—¿A Madrid?
Se encogió de hombros.
—De momento, a Londres. Después, a donde me envíen.
Volví a abrazarle, volví a llorar. Y cuando fui por fin capaz de contener el barullo de emociones y pude empezar a controlar aquel alborotado pelotón de sentimientos en el que la mayor de las alegrías se mezclaba con una inmensa tristeza, mi voz rota por fin pidió paso.
—No te vayas, Marcus.
—Ojalá estuviera en mi mano. Pero no puedo quedarme, Sira, me necesitan en otro destino.
Volví a mirar su cara ya tan querida. Aún había en ella restos de cicatrices, pero del hombre maltrecho que llegó al Nacional una noche de verano quedaba ya muy poco. Aquel día recibí a un desconocido llena de nervios y temores; ahora me enfrentaba a la dolorosa tarea de despedir a alguien muy próximo, más quizá de lo que yo misma me atrevía a reconocer.
Sorbí de nuevo.
—Cuando quieras regalarle un traje a alguna de tus novias, ya sabes dónde estoy.
—Cuando quiera una novia, vendré a buscarte —dijo tendiendo su mano hacia mi rostro. Intentó secar mis lágrimas con sus dedos, me estremeció el contacto de su caricia y deseé con rabia que aquel día nunca hubiera tenido que llegar.
—Embustero —murmuré.
—Guapa.
Sus dedos se arrastraron por mi cara hasta el nacimiento del pelo y se enredaron en él avanzando hasta la nuca. Nuestros rostros se acercaron, despacio, como si temieran culminar lo que llevaba tanto tiempo flotando en el aire.
El chasquido inesperado de una llave nos hizo separarnos. Entró Jamila jadeante, traía un mensaje urgente en su español arrebatado.
—Siñora Fox dice siñorita Sira ir corriendo a las Palmeras.
La máquina estaba en marcha, había llegado el final. Marcus cogió su sombrero y yo no pude resistirme a abrazarle una vez más. No hubo palabras, no había nada más que decir. Unos segundos después, de su presencia sólida y cercana tan sólo quedó el rastro de un leve beso en mi pelo, la imagen de su espalda y el ruido doloroso de la puerta al cerrarse tras él.
Parte 2