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agosto 29, 2010
Parte 1 TERCERA PARTE
33
A partir de la marcha de Marcus y el desembarco de mi madre, la vida se me dio la vuelta como un calcetín. Llegó ella esquelética una tarde de nubes, con las manos vacías y el alma baqueteada, sin más equipaje que su viejo bolso, el vestido que llevaba puesto y un pasaporte falso prendido con un imperdible al tirante del sostén. Sobre su cuerpo parecía haber caído el paso de veinte años: la delgadez le marcaba las cuencas de los ojos y los huesos de las clavículas, y las primeras canas aisladas que yo recordaba eran ya mechones enteros de pelo gris. Se adentró en mi casa como un niño arrancado del sueño en mitad de la noche: desorientada, confusa, ajena. Como si no acabara de entender que su hija vivía allí y que, a partir de entonces, ella también iba a hacerlo.
En mi imaginación había previsto aquel reencuentro tan ansiado como un momento de alegría sin contención. No fue así. Si hubiera de elegir una palabra para describir la estampa, sería tristeza. Casi no habló y tampoco mostró el menor entusiasmo por nada. Tan sólo me abrazó con fuerza y se mantuvo después agarrada a mi mano como si temiera que fuera a escaparme a algún sitio. Ni una risa, ni una lágrima y muy pocas palabras, eso fue todo lo que hubo. Apenas quiso probar lo que para ella habíamos preparado entre Candelaria, Jamila y yo: pollo, tortillas, tomates aliñados, boquerones, pan moruno; todo aquello que supusimos que en Madrid llevaban tanto tiempo sin comer. No hizo el menor comentario respecto al taller, ni sobre la habitación que le había instalado con una gran cama de roble y una colcha de cretona que yo misma cosí. No me preguntó qué había sido de Ramiro, ni mostró curiosidad por la razón que me había impulsado a instalarme en Tetuán. Y, por supuesto, no pronunció palabra alguna respecto al funesto viaje que la había llevado hasta África ni mencionó una sola vez los horrores que había dejado atrás.
Tardó en aclimatarse, jamás habría imaginado ver a mi madre así. La resuelta Dolores, la que siempre estuvo al mando con la sentencia justa en el momento oportuno, había dejado paso a una mujer sigilosa y cohibida a la que me costaba trabajo reconocer. Me dediqué a ella en cuerpo y alma, dejé prácticamente de trabajar: no había más actos importantes previstos y mis clientas podrían aceptar la espera. Le llevé día a día el desayuno a la cama: bollos, churros, pan tostado con aceite y azúcar, cualquier cosa que la ayudara a recuperar algo de peso. La ayudé a bañarse y le corté el pelo, le cosí ropa nueva. Me costó sacarla de casa, pero poco a poco el paseo mañanero se fue convirtiendo en algo obligatorio. Recorríamos del brazo la calle Generalísimo, llegábamos hasta la plaza de la iglesia; a veces, si la hora cuadraba, la acompañaba a misa. Le mostré rincones y esquinas, la obligué a ayudarme a elegir telas, a oír coplas en la radio y a decidir qué íbamos a comer. Hasta que muy lentamente, pasito a paso, fue volviendo a su ser.
Nunca le pregunté qué había pasado por su cabeza a lo largo de ese tiempo de transición que pareció durar una eternidad: esperaba que me lo contara alguna vez, pero nunca lo hizo y yo tampoco insistí. Tampoco me intrigaba: intuí que aquel comportamiento no era más que una manera inconsciente de afrontar la incertidumbre que provoca el alivio cuando se mezcla con la pena y el dolor. Por eso, tan sólo la dejé adaptarse sin presionarla, manteniéndome a su lado, dispuesta a sostenerla si necesitaba apoyo y con un pañuelo a mano listo para secarle las lágrimas que nunca llegó a verter.
Noté su mejoría cuando empezó a tomar pequeñas decisiones por sí misma: hoy creo que voy a ir a misa de diez, qué te parece si me acerco con Jamila al mercado y compro arreglo para hacer un arroz. Poco a poco dejó de acobardarse cada vez que oía el ruido potente de algún objeto al caer o el motor de un avión sobrevolando la ciudad; la misa y el mercado pronto se convirtieron en rutinas y a ellas, después, les acompañaron algunos movimientos más. El más grande de todos fue volver a coser. A pesar de mis esfuerzos, desde que llegó no había logrado que mostrara el menor interés por la costura, como si aquello no hubiera sido el andamiaje de su existencia durante más de treinta años. Le enseñé los figurines extranjeros que ya compraba en Tánger yo misma, le hablé de mis clientas y sus caprichos, intenté animarla con el recuerdo de anécdotas de cualquier modelo que alguna vez cosimos juntas. Nada. No conseguí nada, como si le hablara en una lengua incomprensible. Hasta que una mañana cualquiera asomó la cabeza al taller y preguntó ¿te ayudo? Supe entonces que mi madre había vuelto a vivir.
A los tres o cuatro meses de su llegada logramos la serenidad. Con ella incorporada, los días se volvieron menos ajetreados. El negocio seguía marchando a buen ritmo, nos permitía pagar a Candelaria mes a mes y dejar para nosotras lo suficiente como para mantenernos con holgura, ya no había necesidad de trabajar sin resuello. Volvimos a entendernos bien, aunque ninguna era ya la que fue y ambas sabíamos que frente a nosotras teníamos a dos mujeres diferentes. La fuerte Dolores se había hecho vulnerable, la pequeña Sira era ya una mujer independiente. Pero nos aceptamos, nos apreciamos y, con los papeles bien definidos, nunca volvió a instalarse entre nosotras la tensión.
El ajetreo de mi primera etapa en Tetuán me parecía ya algo remoto, como si perteneciera a una etapa de mi vida ocurrida hacía siglos. Atrás quedaron las incertidumbres y las andanzas, las salidas hasta la madrugada y el vivir sin dar explicaciones; atrás quedó todo para dar paso al sosiego. Y, a veces también, a la más mortecina normalidad. La memoria del pasado, sin embargo, pervivía aún conmigo. Aunque la tuerza de la ausencia de Marcus se fue poco a poco diluyendo, su recuerdo quedó pegado a mí, como una compañía invisible cuyos contornos sólo yo podía percibir. Cuántas veces lamenté no haberme aventurado más en mi relación con él, cuántas veces me maldije por haber mantenido una actitud tan estricta, cuánto le eché de menos. Aun así, en el fondo me alegraba de no haberme dejado llevar por los sentimientos: de haberlo hecho, su lejanía probablemente habría sido mucho más dolorosa.
Con Félix no perdí el contacto, pero la llegada de mi madre trajo aparejada el fin de sus visitas nocturnas y con ello acabó el trasiego de puerta a puerta, las estrafalarias lecciones de cultura general y su compañía desbordada y entrañable.
Mi relación con Rosalinda también cambió: la presencia de su marido se alargó mucho más de lo previsto, absorbiendo su tiempo y su salud como una sanguijuela. Felizmente, al cabo de casi siete meses, Peter Fox aclaró sus ideas y resolvió regresar a la India. Nadie supo nunca cómo los efluvios del alcohol permitieron que se abriera en su mente un resquicio de lucidez, pero el caso fue que él mismo tomó la decisión una mañana cualquiera, cuando su mujer estaba ya al borde del colapso. No obstante, poca cosa buena acarreó su marcha más allá del alivio infinito. Por supuesto, jamás se convenció de que lo más sensato sería tramitar el divorcio de una vez y terminar con aquella farsa de matrimonio. Se suponía, al contrario, que iba a liquidar sus negocios en Calcuta y a regresar después para instalarse definitivamente con su esposa y su hijo, a disfrutar junto a ellos de una jubilación anticipada en el pacífico y barato Protectorado español. Y para que no se fueran acostumbrando a la buena vida antes de tiempo, decidió que, tras años sin modificaciones, tampoco aquella vez iba a subirles la pensión ni una sola libra esterlina.
—En caso de necesidad, que te ayude tu querido amigo Beigbeder —sugirió a modo de despedida.
Por fortuna para todos, nunca más volvió a Marruecos. A Rosalinda, sin embargo, el desgaste provocado por aquella convivencia tan ingrata le costó casi medio año de convalecencia. A lo largo de los meses posteriores a la marcha de Peter, ella permaneció en cama, sin apenas salir de casa en más de tres o cuatro ocasiones. El alto comisario trasladó prácticamente su lugar de trabajo a su dormitorio y allí solían pasar ambos largas horas, ella leyendo entre almohadones y él trabajando con sus papeles en una pequeña mesa junto a la ventana.
La exigencia médica de permanecer en cama hasta recuperar la normalidad no limitó del todo su ajetreo social, pero sí lo disminuyó en gran manera. Con todo, tan pronto como su cuerpo comenzó a mostrar los primeros síntomas de recuperación, se esforzó por seguir abriendo su casa a los amigos, dando pequeñas fiestas sin salir de entre las sábanas. A casi todas asistí, mi amistad con Rosalinda se mantenía sin fisuras. Pero nada nunca fue ya igual.
34
El 1 de abril de 1939 se publicó el último parte de guerra; a partir de entonces ya no hubo bandos ni dineros ni uniformes que dividieran al país. O, por lo menos, eso nos contaron. Mi madre y yo recibimos la noticia con sensaciones confusas, incapaces de anticipar lo que aquella paz iba a traer consigo.
—¿Y qué va a pasar ahora en Madrid, madre? ¿Qué vamos a hacer nosotras?
Hablábamos casi en susurros, inquietas, observando desde un balcón el bullicio del gentío echado en manadas a la calle. Llegaban cercanos los gritos, la explosión de euforia y nervios desatados.
—Qué más quisiera yo que saberlo —fue su sombría respuesta.
Las noticias volaban alborotadas. Se decía que iban a reinstaurar el tránsito de barcos de pasajeros en el Estrecho, que los trenes se estaban preparando para llegar otra vez a Madrid. El camino hasta nuestro pasado empezaba a despejarse, ya no había razón alguna que nos obligara a seguir en África.
—¿Tú quieres volver? —me preguntó por fin.
—No lo sé.
En verdad no lo sabía. De Madrid guardaba un baúl lleno de nostalgia: estampas de niñez y juventud, sabores, olores, los nombres de las calles y recuerdos de presencias. Pero, en lo más profundo, no sabía si aquello tenía peso suficiente como para forzar un regreso que implicaría desmontar aquello que con tanto esfuerzo había construido en Tetuán, la ciudad blanca donde estaban mi madre, mis nuevos amigos y el taller que nos daba de comer.
—Quizá, en principio, será mejor que nos quedemos —sugerí.
No me respondió: tan sólo asintió, dejó el balcón y volvió al trabajo, a refugiarse entre los hilos para no pensar sobre el alcance de aquella decisión.
Nacía un nuevo Estado: una Nueva España de orden, dijeron. Para unos llegó la paz y la victoria; ante los pies de otros se abrió, sin embargo, el más negro de los pozos. La mayoría de los gobiernos extranjeros legitimaron el triunfo de los nacionales y reconocieron su régimen sin dilación. Los tinglados de la contienda comenzaron a desmantelarse y las instituciones del poder fueron despidiéndose de Burgos y preparando su regreso a la capital. Empezó a tejerse un nuevo tapiz administrativo. Se inició la reconstrucción de todo lo devastado; se aceleraron los procesos de depuración de indeseables y los coadyuvantes de la victoria se pusieron en cola para recibir su porción del pastel. El gobierno de tiempos de guerra se mantuvo todavía unos meses ultimando decretos, medidas y ordenanzas: su remodelación hubo de esperar hasta bien entrado el verano. De ella, sin embargo, supe yo en julio, apenas llegó la noticia a Marruecos. Y antes de que el rumor trepara por los muros de la Alta Comisaría y se extendiera por las calles de Tetuán; mucho antes aún de que el nombre y la fotografía aparecieran en los diarios y toda España se preguntara quién era aquel señor moreno de bigote oscuro y gafas redondas; antes de todo eso, ya tenía yo conocimiento de quién había sido designado por el Caudillo para sentarse a su derecha en las sesiones de su primer Consejo de Ministros en tiempo de paz: don Juan Luis Beigbeder y Atienza en calidad de nuevo ministro de Asuntos Exteriores, el único integrante militar del gabinete con rango inferior al de general.
Rosalinda recibió la inesperada noticia con emociones encontradas. Satisfacción por lo que para él suponía tal cargo; tristeza al anticipar el abandono definitivo de Marruecos. Sentimientos revueltos en unos días frenéticos que el alto comisario pasó a caballo entre la Península y el Protectorado, abriendo asuntos allí, cerrando asuntos acá, dando carpetazo definitivo al estado de provisionalidad generado por los tres años de contienda y empezando a montar los andamios de las nuevas relaciones externas de la patria.
El día 10 de agosto se produjo el anuncio oficial y el 11, a través de la prensa, se hizo pública la formación del gabinete destinado a cumplir los destinos históricos bajo el signo triunfante del general Franco. Todavía conservo, amarillentas y a punto de deshacerse en pedacitos entre los dedos, un par de páginas arrancadas del diario Abe de aquellos días con las fotografías y el perfil biográfico de los ministros. En el centro de la primera de ellas, como el sol en el universo, aparece Franco orondo en un retrato circular. A su izquierda y su derecha, ocupando puestos preferentes en las dos esquinas superiores, Beigbeder y Serrano Suñer: Exteriores y Gobernación, las mejores carteras en sus manos. En la segunda de las páginas se desgranan todos los detalles de filiación y se loan los atributos de los recién nombrados con la retórica grandilocuente de la época. A Beigbeder le definieron como ilustre africanista y profundo conocedor del islam; se alabó su dominio del árabe, su sólida formación, su larga residencia en pueblos musulmanes y su magnífica labor como agregado militar en Berlín. «La guerra ha revelado al gran público el nombre del coronel Beigbeder —decía Abe—. Organizó el Protectorado y, en nombre de Franco y siempre acorde con el Caudillo, consiguió la colaboración espléndida de Marruecos, que tanta importancia ha tenido.» Y, como premio, pum: el mejor ministerio para el señor. De Serrano Suñer se alababa su prudencia y energía, su enorme capacidad de trabajo y su bien probado prestigio. Para él, por los méritos acumulados, el Ministerio de Gobernación: el encargado de todos los asuntos internos de la patria en su nueva era.
El valedor para la sorprendente entrada del anónimo Beigbeder en aquel gobierno fue, según supimos más tarde, el propio Serrano. En su visita a Marruecos quedó impresionado por su comportamiento con la población musulmana: el acercamiento afectivo, el dominio de la lengua, el aprecio entusiasta por su cultura, las efectivas campañas de reclutamiento e incluso, paradójicamente, las simpatías hacia los afanes independentistas de la población. Un hombre trabajador y entusiasta este Beigbeder, políglota, con buena mano para tratar con extranjeros y fiel a la causa, debió de pensar el cuñado; seguro que no nos da problemas. Al conocer la noticia, a mi mente volvió como un destello la noche de la recepción y el final de la conversación que oí escondida tras el sofá. Nunca volví a preguntar a Marcus si había trasladado al alto comisario lo que yo allí escuché pero, por el bien de Rosalinda y del hombre al que tanto quería, deseé que la confianza que Serrano tenía entonces en él hubiera ganado consistencia con el paso del tiempo.
Al día siguiente de saltar su nombre a la tinta de los papeles y a las ondas de la radio, Beigbeder se trasladó a Burgos y con ello terminó para siempre la conexión formal con su Marruecos feliz. Todo Tetuán acudió a darle su adiós: moros, cristianos y hebreos sin distinción. En nombre de los partidos políticos marroquíes, Sidi Abdeljalak Torres pronunció un sentido discurso y entregó al nuevo ministro un pergamino enmarcado en plata en el que se hacía constar su nombramiento de hermano predilecto de los musulmanes. Él, visiblemente emocionado, respondió con frases llenas de afecto y gratitud. Rosalinda derramó unas lágrimas, pero éstas duraron poco más de lo que el bimotor tardó en despegar del aeródromo de Sania Ramel, sobrevolar Tetuán en vuelo raso a modo de despedida, y alejarse en la distancia para cruzar el Estrecho. Sentía en lo más profundo la marcha de su Juan Luis, pero la prisa por reunirse con él le requería ponerse en funcionamiento lo antes posible.
En los días posteriores, Beigbeder aceptó en Burgos la cartera ministerial de manos del depuesto conde de Jordana, se incorporó al nuevo gobierno y comenzó a recibir una catarata de visitas protocolarias. Rosalinda, entretanto, viajó a Madrid en busca de una casa en la que asentar el campamento base para la nueva etapa a la que se enfrentaba. Y así transcurrió el fin de agosto del año de la victoria, con él aceptando los parabienes de embajadores, arzobispos, agregados militares, alcaldes y generales, mientras ella negociaba un nuevo alquiler, desmontaba la hermosa casa de Tetuán y organizaba el traslado de sus innumerables enseres, cinco criados moros, una docena de gallinas ponedoras y todos los sacos de arroz, azúcar, té y café de los que pudo hacer acopio en Tánger.
La residencia elegida estaba situada en la calle Casado del Alisal, entre el parque del Retiro y el Museo del Prado, a un paso de la iglesia de los Jerónimos. Se trataba de una gran vivienda sin duda a la altura de la querida del más inesperado de los nuevos ministros; un inmueble al alcance de cualquiera dispuesto a pagar la suma de algo menos de mil pesetas mensuales, una cantidad que Rosalinda estimó ridícula y por la que la mayoría del Madrid hambriento de la primera posguerra habría estado dispuesto a dejarse cortar tres dedos de una mano.
Habían previsto organizar su convivencia de manera similar a como lo habían hecho en Tetuán. Cada uno mantendría su propia residencia —él en un destartalado palacete anexo al ministerio y ella en su nueva mansión—, aunque pasarían juntos todo el tiempo posible. Antes de marcharse definitivamente y en una casa ya casi vacía en la que retumbaban las voces con eco, Rosalinda organizó su última fiesta: en ella nos mezclamos escasos españoles, bastantes europeos y un buen puñado de árabes insignes para dar nuestro adiós a aquella mujer que, con su aparente fragilidad, había entrado en la vida de todos nosotros con la fuerza de un vendaval. A pesar de la incertidumbre del período que ante ella se abría, y haciendo esfuerzos por apartar de su mente las noticias que llegaban respecto a lo que acontecía en Europa, no quiso mi amiga separarse con pena de aquel Marruecos en el que tan feliz había sido. Nos hizo por eso prometer entre brindis que la visitaríamos en Madrid tan pronto como estuviera instalada y nos aseguró que, en correspondencia, regresaría a Tetuán asiduamente.
Fui la última en marchar aquella noche, no quise hacerlo sin despedirme a solas de quien tanto había supuesto en aquella etapa de mi vida africana.
—Antes de irme quiero darte algo —dije. Le había preparado una pequeña caja de plata moruna transformada en un costurero—. Para que me recuerdes cuando necesites coserte un botón y no me tengas cerca.
La abrió ilusionada, le encantaban los regalos por insignificantes que fueran. Carretes diminutos de hilos de varios colores, un minúsculo alfiletero y un canutero de agujas, unas tijeras que casi parecían de juguete y un pequeño surtido de botones de nácar, hueso y cristal, eso fue lo que encontró dentro.
—Preferiría tenerte a mi lado para que me siguieras solucionando estos problemas, pero me encanta el detalle —dijo abrazándome—. Como el genio de la lámpara de Aladin, cada vez que abra la caja, de ella saldrás tú.
Reímos: optamos por afrontar la despedida con el buen humor taponando la tristeza; nuestra amistad no se merecía un final amargo. Y con el ánimo en positivo, obligándose a no borrar de su rostro la sonrisa, partió al día siguiente con su hijo rumbo a la capital en avión, mientras el personal de servicio y las posesiones avanzaban traqueteantes atravesando los campos del sur de España bajo la lona verde oliva de un vehículo militar. Aquel optimismo duró poco, sin embargo. Al día siguiente de su marcha, el 3 de septiembre de 1939 y ante la negativa germana a retirarse de la invadida Polonia, Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania y la patria de Rosalinda Fox hizo su entrada en lo que acabaría siendo la segunda guerra mundial, el conflicto más sangriento de la historia.
El gobierno español se asentó por fin en Madrid y lo mismo hicieron las legaciones diplomáticas tras lavar la cara a sus instalaciones, cubiertas hasta entonces por una sucia pátina con color de guerra y abandono. Y así, mientras Beigbeder se iba familiarizando con las dependencias oscuras de la sede de su ministerio —el viejo palacio de Santa Cruz—, Rosalinda no perdió un segundo de su tiempo y se implicó con entusiasmo paralelo en la doble labor de acondicionar su nueva residencia y lanzarse de cabeza a la piscina de las relaciones sociales del Madrid más elegante y cosmopolita: un reducto inesperado de abundancia y sofisticación; una isla del tamaño de una uña flotando en mitad del negro océano que era la capital devastada tras su caída.
Tal vez otra mujer de una naturaleza distinta habría optado por esperar con prudencia hasta que su influyente compañero sentimental comenzara a establecer vínculos con los poderosos de los que incuestionablemente habría de rodearse. Pero Rosalinda no era de esa pasta y, por mucho que adorara a su Juan Luis, no tenía la menor intención de convertirse en una sumisa querida agarrada a la estela de su cargo. Llevaba dando tumbos sola por el mundo desde antes de cumplir los veinte años y, en aquellas circunstancias, por mucho que los contactos de su amante pudieran haberle abierto mil puertas, decidió una vez más ingeniárselas por sí misma. Utilizó para ello las estrategias de aproximación en las que ya era tan hábil: inició el contacto con viejos conocidos de otros tiempos y geografías, y a través de éstos, y de sus amigos, y de los amigos de sus amigos, vinieron nuevas caras, nuevos cargos y títulos con nombres extranjeros o largamente compuestos en caso de ser españoles. No tardaron en llegar a su buzón las primeras invitaciones a recepciones y bailes, a almuerzos, cócteles y cacerías. Antes de que Beigbeder fuese siquiera capaz de sacar la cabeza de entre las montañas de papeles y responsabilidades que se acumulaban entre las paredes de su lúgubre despacho, Rosalinda había ya comenzado a adentrarse en una red de relaciones sociales destinada a mantenerla entretenida en el nuevo destino al que su ajetreada vida la acababa de llevar.
No todo, sin embargo, fue al cien por cien exitoso en aquellos primeros meses en Madrid. Irónicamente, a pesar de sus magníficas dotes para las relaciones públicas, con quien no logró establecer el menor vínculo de afecto fue con sus propios compatriotas. Sir Maurice Peterson, el embajador de su país, fue el primero en negarle el pan y la sal. A instancias de él mismo, tal falta de aceptación se hizo pronto extensiva a la práctica totalidad de los miembros del cuerpo diplomático británico destacado en la capital. En la figura de Rosalinda Fox no pudieron o no quisieron ellos ver a una potencial fuente de información de primera mano procedente de un miembro del gobierno español, ni siquiera a una compatriota a la que invitar protocolariamente a sus actos y celebraciones. Tan sólo percibieron en ella a una incómoda presencia que ostentaba el indigno honor de compartir su vida con un ministro de aquel nuevo régimen proalemán hacia el que el gobierno de su graciosa majestad no mostraba la menor simpatía.
Aquellos días tampoco fueron un camino de rosas para Beigbeder. El hecho de que hubiera permanecido a lo largo de la guerra en la periferia de las maquinaciones políticas hizo que en numerosas ocasiones resultara ninguneado como ministro en favor de otros dignatarios con más peso en la forma y más poderío en el fondo. Por ejemplo, Serrano Suñer: el ya poderoso Serrano de quien todos recelaban y por el que muy pocos en el fondo parecían sentir la menor simpatía. «Tres cosas hay en España que acaban con mi paciencia: el subsidio, la Falange y el cuñao de su excelencia», ironizaba un dicho castizo entre los madrileños. «Por la calle abajo viene el Señor del Gran Poder: antes era el Nazareno y hoy es Serrano Suñer», decían que cantaban con guasa en Sevilla, cambiando el acento del segundo apellido.
Aquel Serrano que tan grata sensación se había llevado del alto comisario en su visita a Marruecos se fue convirtiendo en su azote más virulento a medida que las relaciones de España con Alemania se estrechaban y las ansias expansionistas de Hitler reptaban por Europa con rapidez tremebunda. Tardó muy poco en empezar el cuñadísimo a dar leña: en cuanto Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania, Serrano supo que se había equivocado radicalmente al proponer a Franco que designara a Beigbeder para Exteriores. Aquel ministerio, creía, debería haber sido desde un principio para sí mismo, y no para aquel desconocido proveniente de tierra africana, por atinadas que fueran sus dotes interculturales y varios los idiomas en que se desenvolvía. Beigbeder, según él, no era un hombre para ese puesto. No estaba lo suficientemente comprometido con la causa alemana, defendía la neutralidad de España en la guerra europea y no mostraba intención de someterse a ciegas a las presiones y exigencias que del Ministerio de Gobernación emanaban. Y, además, tenía una amante inglesa, aquella rubia joven y atractiva a la que él mismo había conocido en Tetuán. En tres palabras: no le servía. Por eso, apenas un mes después de la constitución del nuevo Consejo de Ministros, el propietario de la cabeza más privilegiada y el ego más grandioso del gobierno comenzó imparable a extender sus tentáculos por terreno ajeno como un pulpo voraz, acaparándolo todo y apropiándose a su antojo de competencias propias del Ministerio de Asuntos Exteriores sin ni siquiera consultar a su titular y sin perder, de paso, la menor ocasión para echarle en cara que sus devaneos sentimentales podrían acabar costando un alto precio a las relaciones de España con los países amigos.
Entre aquella madeja de opiniones tan dispares, nadie parecía estar del todo al tanto del terreno que en realidad pisaba el antiguo alto comisario. Convencidos por las maquinaciones de Serrano, para los españoles y los alemanes él era probritánico porque mostraba tibieza en sus afectos por los nazis y tenía sus sentimientos puestos en una inglesa frívola y manipuladora. Para los británicos que le desairaban, era proalemán porque pertenecía a un gobierno que apoyaba entusiasta al Tercer Reich. Rosalinda, tan idealista siempre, lo consideraba un potencial reactivador del cambio político: un mago capaz de reorientar el cauce de su gobierno si en ello se empeñara. Él, por su parte, con un humor admirable habida cuenta de lo lamentable de las circunstancias, se veía a sí mismo como un simple tendero y así se lo intentaba hacer ver a ella.
—¿Qué poder crees tú que tengo yo dentro de este gobierno para propiciar un acercamiento hacia tu país? Poco, mi amor, muy poco. Soy sólo uno más dentro de un gabinete en el que casi todos están a favor de Alemania y de una posible intervención española en la guerra europea combatiendo a su lado. Les debemos dinero y favores; el destino de nuestra política exterior estaba marcado desde antes de terminar la guerra, desde antes de que me eligieran para el cargo. ¿Piensas que tengo alguna capacidad para orientar nuestras acciones en otro sentido? No, mi querida Rosalinda; no tengo la más mínima. Mi labor como ministro de esta Nueva España no es la de un estratega o un negociador diplomático; es tan sólo la de un vendedor de ultramarinos o un mercader del Zoco del Pan. Mi trabajo se centra en conseguir préstamos, regatear en los acuerdos comerciales, ofrecer a los países extranjeros aceite, naranjas y uvas a cambio de trigo y petróleo, y aun así, para lograr todo eso tengo también que batallar a diario dentro del propio gabinete, peleando con los falangistas para que me dejen actuar al margen de sus desvaríos autárquicos. Tal vez sea capaz de arreglármelas para conseguir lo suficiente para que el pueblo no se nos muera este invierno de hambre y de frío, pero nada, nada en absoluto puedo hacer por alterar la voluntad del gobierno en su actitud ante esta guerra.
Así pasaron aquellos meses para Beigbeder, ahogado por las responsabilidades, lidiando con los de dentro y los de fuera, apartado de las maquinaciones del verdadero poder de mando, cada día más solo entre los suyos. Para no caer en picado en la desazón más densa, en esos días tan negros buscaba refugio en la nostalgia del Marruecos que había dejado atrás. Tanto echaba de menos aquel otro mundo que en el ministerio, sobre la mesa de su propio despacho, tenía siempre abierto un Corán cuyos versículos en árabe recitaba en voz alta de cuando en cuando para pasmo de quien estuviera cerca. Tanto anhelaba aquella tierra que tenía su residencia oficial en el palacio de Viana llena de ropajes marroquíes y, apenas regresaba a ella al caer la tarde, se quitaba el aburrido terno gris y se vestía con una chilaba de terciopelo; tanto que hasta comía directamente de las fuentes con tres dedos, a la manera moruna, y no cesaba de repetir a quien quisiera oírle que los marroquíes y los españoles éramos todos hermanos. Y algunas veces, cuando por fin se quedaba solo tras haber peleado uno y mil asuntos a lo largo del día, entre el chirriar de los tranvías que atiborrados de gente atravesaban las sucias calles, creía oír el ritmo de las chirimías, las dulzainas y los panderos. Y en las mañanas más grises hasta le parecía que, confundido con los humos malolientes que emergían de las alcantarillas, a su nariz llegaba el olor a flor de azahar, a jazmín y hierbabuena, y entonces se veía de nuevo caminando entre las paredes encaladas de la medina tetuaní, bajo la luz tamizada por la sombra de las enredaderas, con el ruido del agua brotando de las fuentes y el viento meciendo los cañaverales.
A la nostalgia se aferraba como un náufrago a un pedazo de madera en mitad de la tormenta, pero cerca estaba siempre, como la sombra de una guadaña, la ácida lengua de Serrano dispuesta a sacarle del ensueño.
—Por Dios bendito, Beigbeder, deje ya de una santa vez de decir que los españoles somos todos moros. ¿Tengo yo acaso cara de moro? ¿Tiene el Caudillo cara de moro? Pues ya está bien de repetir insensateces, coño, que me tiene hasta la coronilla, todo el puñetero día con la misma cantinela.
Fueron días difíciles, sí. Para los dos. A pesar del tenaz empeño que Rosalinda puso en congraciarse con el embajador Peterson, las cosas no lograron enderezarse en los meses venideros. El único gesto que para finales de aquel año de la victoria había obtenido de sus compatriotas fue una invitación para asistir junto con otras madres a cantar con su hijo villancicos alrededor del piano de la embajada. Para que las cosas dieran un vuelco, hubieron de esperar hasta mayo de 1940, cuando Churchill fue nombrado primer ministro y decidió reemplazar de manera fulminante a su representante diplomático en España. Y, a partir de entonces, la situación cambió. De forma radical. Para todos.
35
Sir Samuel Hoare llegó a Madrid a finales de mayo de 1940 ostentando el pomposo título de embajador extraordinario en misión especial. Jamás había pisado suelo español, ni hablaba una palabra de nuestra lengua, ni mostraba la menor simpatía hacia Franco y su régimen, pero Churchill puso en él toda su confianza y le urgió para que aceptara el cargo: España era una pieza clave en el devenir de la guerra europea y allí quería él a un hombre fuerte sosteniendo su bandera. Para los intereses británicos era básico que el gobierno español mantuviese una postura neutral que respetara a un Gibraltar libre de invasiones y evitara que los puertos del Atlántico cayeran en manos alemanas. A fin de lograr un mínimo de cooperación, habían presionado a la hambrienta España mediante el comercio exterior, restringiendo el suministro de petróleo y apretando hasta la asfixia con la estrategia del palo y la zanahoria. A medida que las tropas alemanas avanzaban por Europa, sin embargo, aquello dejó de ser suficiente: necesitan implicarse en Madrid de una manera más activa, más operativa. Y con tal objetivo en su agenda aterrizó en la capital aquel hombre pequeño, algo desgastado ya, de presencia casi anodina; Sir Sam para sus colaboradores cercanos, don Samuel para los escasos amigos que acabaría haciendo en España.
No asumió Hoare el puesto con optimismo: no le agradaba el destino, era ajeno a la idiosincrasia española, ni siquiera tenía conocidos entre aquel extraño pueblo devastado y polvoriento. Sabía que no iba a ser bien recibido y que el gobierno de Franco era abiertamente antibritánico: para que aquello le quedara bien claro desde el principio, la misma mañana de su llegada los falangistas le plantaron en la puerta de su embajada una manifestación vociferante que le recibió al grito de «¡Gibraltar español!».
Tras la presentación de sus credenciales ante el Generalísimo, comenzó para él el tortuoso viacrucis en el que su vida habría de convertirse a lo largo de los cuatro años que duraría su misión. Lamentó haber aceptado el cargo cientos de veces: se sentía tremendamente incómodo en aquel ambiente tan hostil, incómodo como nunca antes lo había estado en ningún otro de sus múltiples destinos. La atmósfera era angustiosa, el calor insoportable. Las agitaciones falangistas frente a su embajada eran el pan nuestro de cada día: les apedreaban las ventanas, les arrancaban los banderines y las insignias de los coches oficiales, e insultaban al personal británico sin que las autoridades de orden público movieran siquiera un pestaña. La prensa emprendió una agresiva campaña acusando a Gran Bretaña de ser culpable del hambre que España padecía. Su presencia tan sólo despertaba simpatías entre un número reducido de monárquicos conservadores, apenas un puñado de nostálgicos de la reina Victoria Eugenia con escaso poder de maniobra en el gobierno y aferrados a un pasado sin vuelta atrás.
Se sentía solo, andando a tientas en medio de la oscuridad. Madrid le superaba, encontraba el ambiente absolutamente irrespirable: le oprimía el lentísimo funcionamiento de la maquinaria administrativa, contemplaba aturdido las calles llenas de policías y falangistas armados hasta las cejas, y veía cómo los alemanes actuaban a su aire envalentonados y amenazantes. Haciendo de tripas corazón y cumpliendo con las obligaciones de su cargo, procedió apenas instalado a entablar relaciones con el gobierno español y, de forma particular, con sus tres miembros principales: el general Franco y los ministros Serrano Suñer y Beigbeder. Con los tres se reunió a los tres sondeó y de los tres recibió respuestas altamente diferentes.
Con el Generalísimo obtuvo audiencia en El Pardo un soleado día de verano. A pesar de ello, Franco le recibió con las cortinas cerradas y la luz eléctrica encendida, sentado tras un escritorio sobre el que se alzaban arrogantes un par de grandes fotografías dedicadas de Hitler y Mussolini. En aquel ortopédico encuentro en el que hablaron por turnos, mediante intérprete y sin opción al más mínimo diálogo, Hoare quedó impactado por la desconcertante confianza en sí mismo del jefe del Estado: por la autocomplacencia de quien se creía elegido por la providencia para salvar a su patria y crear un nuevo mundo.
Lo que con Franco marchó mal, con Serrano Suñer se superó: todo fue peor. El poder del cuñadísimo estaba en su esplendor más fulgurante, tenía al país enteramente en sus manos: la Falange, la prensa, la policía y acceso personal e ilimitado al Caudillo, por quien muchos intuían que sentía un cierto desprecio ante su inferior capacidad intelectual. Mientras Franco, recluido en El Pardo, apenas se dejaba ver, Serrano parecía omnipresente: el perejil de todas las salsas, tan distinto de aquel hombre discreto que visitó el Protectorado en plena guerra, el mismo que se agachó a recoger mi polvera y cuyos tobillos contemplé largamente por debajo de un sofá. Como si hubiese renacido con el régimen, así surgió un nuevo Ramón Serrano Suñer: impaciente, arrogante, rápido como un rayo en sus palabras y actos, con sus ojos gatunos siempre alerta, el uniforme de Falange almidonado y el pelo casi blanco repeinado hacia atrás como un galán de cine. Siempre tenso, exquisitamente despectivo con cualquier representante de lo que él llamaba las «plutodemocracias». Ni en aquel primer encuentro ni en los muchos más que a lo largo del tiempo habrían de mantener, consiguieron Hoare y Serrano aproximarse a ningún territorio cercano a la empatia.
Con el único de los tres dignatarios con quien sí logró el embajador entenderse fue con Beigbeder. Desde la primera visita al palacio de Santa Cruz, la comunicación fue fluida. El ministro escuchaba, actuaba, se esforzaba por enmendar asuntos y resolver enredos. Se declaró ante Hoare tajante partidario de la no intervención en la guerra, reconoció sin tapujos las tremendas necesidades de la población hambrienta y se esforzó hasta la extenuación por abrir acuerdos y negociar pactos para paliarlas. Cierto fue que su persona resultó para el embajador en principio un tanto pintoresca, incluso excéntrica tal vez: absolutamente incongruente en su sensibilidad, cultura, maneras e ironía con la brutalidad del Madrid del brazo en alto y el ordeno y mando. Beigbeder, a ojos de Hoare, se sentía a todas luces incómodo entre la agresividad de los alemanes, la fanfarronería de los falangistas, la actitud despótica de su propio gobierno y las miserias cotidianas de la capital. Tal vez por eso, por su propia anormalidad en aquel mundo de locos, Beigbeder le resultara a Hoare un tipo simpático, un bálsamo con el que frotarse las magulladuras provocadas por los latigazos de los propios compañeros de filas del singular ministro de temple africano. Tuvieron desencuentros, cierto: puntos de vista enfrentados y actuaciones diplomáticas discutidas; reclamaciones, quejas y docenas de crisis que juntos intentaron solventar. Como cuando las tropas españolas entraron en Tánger en junio dando por finiquitado de un plumazo su estatuto de ciudad internacional. Como cuando estuvieron a punto de autorizar desfiles de tropas alemanas por las calles de San Sebastián. Como tantas otras tiranteces en aquellos tiempos de desorden y precipitación. A pesar de todo, la relación ente Beigbeder y Hoare se fue haciendo cada día más cómoda y cercana, constituyendo para el embajador el único refugio en aquel terreno tormentoso en el que los problemas no paraban de surgir como las malas hierbas.
A medida que se acoplaba al país, Hoare fue siendo consciente del largo alcance del poder de los alemanes en la vida española, de sus extensas ramificaciones en casi todos los órdenes de la vida pública. Empresarios, ejecutivos, agentes comerciales, productores de cine; personas dedicadas a actividades diversas con excelentes contactos en la administración y el poder trabajaban como agentes al servicio nazi. Pronto supo también del mando férreo que ejercían sobre los medios de comunicación. La oficina de prensa de la Embajada de Alemania, con plena autorización de Serrano Suñer, decidía a diario qué información sobre el Tercer Reich se publicaba en España, cómo y con qué palabras, insertando a su gusto cuanta propaganda nazi desearan en toda la prensa española y, de manera más descarada y ofensiva, en el diario Arriba, el órgano de la Falange que monopolizaba la mayor parte del escaso papel que para periódicos se disponía en aquellos tiempos de penuria. Las campañas contra los británicos eran sangrientas y constantes, plagadas de mentiras, insultos y perversas manipulaciones. La figura de Churchill era motivo de las más malignas caricaturas y el Imperio británico, causa de constante mofa. El más simple accidente en una fábrica o de un tren correo en cualquier provincia española se atribuía sin el menor reparo a un sabotaje de los pérfidos ingleses. Las quejas del embajador ante tales atropellos, siempre, inexcusablemente, caían en saco roto.
Y mientras Sir Samuel Hoare iba acomodándose mal que bien a su nuevo destino, el antagonismo entre los ministerios de Gobernación y Exteriores era cada vez más evidente. Serrano, desde su todopoderosa posición, organizó una estratégica campaña a su manera: difundió rumores venenosos sobre Beigbeder, y alimentó con ello la idea de que sólo en sus propias manos se enderezaría la situación. Y a medida que la estrella del antiguo alto comisario caía como una piedra en el agua, Franco y Serrano, Serrano y Franco, dos absolutos desconocedores de la política internacional, ninguno de los cuales había visto el mundo ni por un agujero, se sentaban a tomar chocolate con picatostes en El Pardo y, mano a mano, diseñaban sobre el mantel de la merienda un nuevo orden mundial con la pasmosa osadía a la que sólo pueden llevar la ignorancia y la soberbia.
Hasta que Beigbeder reventó. Iban a echarle y él lo sabía. Iban a prescindir de él, a darle una patada en el trasero y mandarle a la calle: ya nos les interesaba para su cruzada gloriosa. Le habían arrancado de su Marruecos feliz y le habían asignado a un puesto altamente deseable para después atarle de pies y manos y meterle una bola de trapo en la boca. Jamás habían valorado sus opiniones: de hecho, es probable que jamás se las pidieran. Nunca pudo tener iniciativa ni criterio, no le querían más que para llenar con su nombre una cartera ministerial y para que actuara como un funcionario servil, pusilánime y mudo. Aun así, sin gustarle en absoluto la situación, acató la jerarquía y trabajó incansable por aquello que se le estaba pidiendo, soportando con entereza el maltrato sistemático al que Serrano le mantuvo sometido durante meses. Primero fueron los pisotones, los empujones, el quítate tú para que me ponga yo. Aquellos empujones tardaron poco en convertirse en humillantes collejas. Y las collejas pronto se tornaron en patadas en los riñones, y las patadas pasaron finalmente a ser a cuchilladas en la yugular. Y cuando Beigbeder intuyó que lo siguiente sería pisarle la cabeza, entonces, estalló.
Estaba cansado, harto de las impertinencias y la altivez del cuñadísimo, del oscurantismo de Franco en sus decisiones; harto de nadar a contracorriente y sentirse ajeno a todo, de estar al mando de un barco que, desde el momento en que inició su travesía, llevaba un rumbo equivocado. Por eso, tal vez queriendo emular una vez más a sus añorados amigos musulmanes, resolvió liarse, como un turbante moruno, la manta a la cabeza. Había llegado el momento de que la amistad discreta que hasta entonces había mantenido con Hoare saliera a la luz y se hiciera pública; de que traspasara los reductos privados, los despachos y los salones en los que hasta entonces se había mantenido. Y con ella por bandera, se echó a la calle: a plena calle, sin cobijo alguno. Al aire, bajo la solanera impenitente del verano. Empezaron a comer juntos casi a diario en las mesas más visibles de los restaurantes más conocidos. Y después, como dos árabes recorriendo las estrechas callejuelas de la morería de Tetuán, así agarraba Beigbeder al embajador por el brazo llamándole «hermano Samuel» y, con ostentosa parsimonia, paseaban por las aceras de Madrid. Desafiante Beigbeder, provocador, quijotesco casi. Un día, otro y otro, charlando en íntima cercanía con el enviado de los enemigos, demostrando con arrogancia su desprecio por los alemanes y los germanófilos. Y así pasaban por la Secretaría General del Movimiento en la calle Alcalá; por la sede del diario Arriba y ante la Embajada de Alemania en la Castellana, por las mismas puertas del Palace o del Ritz, auténticos avisperos de nazis. Para que todos vieran bien visto cómo se entendían el ministro de Franco y el embajador de los indeseables. Y mientras tanto Serrano, al borde de la crisis nerviosa y con la úlcera reconcomida, recorría a grandes zancadas su despacho de punta a punta, mesándose los cabellos y preguntándose a gritos dónde querría llegar el demente de Beigbeder con aquel insensato comportamiento.
A pesar de que los esfuerzos de Rosalinda habían conseguido despertar en él una cierta simpatía por Gran Bretaña, el ministro no era tan imprudente como para, sin mayor razón que el puro romanticismo, lanzarse en los brazos de un país extranjero como lo hacía cada noche en los de su amada. Gracias a ella había desarrollado una cierta simpatía por esa nación, sí. Pero si se volcó de lleno en Hoare, si por él quemó todas sus naves, fue por algunas razones más. Tal vez porque era un utópico y creía que en la Nueva España las cosas no marchaban como él pensaba que debían funcionar. Quizá porque era la única forma que tenía de mostrar abiertamente su oposición a entrar en la guerra al lado de las potencias del Eje. Puede que lo hiciera como reacción de rechazo ante quien le había humillado hasta el extremo, alguien con quien se suponía que tendría que haber trabajado hombro con hombro en el levantamiento de aquella patria en ruinas en cuya demolición habían participado con tanto afán. Y posiblemente se acercó a Hoare sobre todo porque se sentía solo, inmensamente solo en un entorno amargo y hostil.
De todo esto no me enteré yo porque lo viviera de primera mano, sino porque Rosalinda, a lo largo de todos aquellos meses, me mantuvo informada través de una cadena de extensas cartas que yo recibía en Tetuán como agua de mayo. A pesar de su agitada vida social, la enfermedad la obligaba a permanecer aún largas horas en cama, horas que dedicaba a escribir cartas y a leer las que sus amigos le enviábamos. Y así establecimos una costumbre que nos mantuvo vinculadas con un hilo invisible a lo largo de los tiempos y las geografías. En sus últimas noticias de finales de agosto de 1940, me decía que los periódicos de Madrid hablaban ya de la inminente salida del gobierno del ministro de Asuntos Exteriores. Pero para ello aún tuvimos que esperar unas cuantas semanas, seis o siete. Y a lo largo de ellas, pasaron cosas que, una vez más, alteraron para siempre el curso de mi vida.
36
Una de las actividades que me acompañaron desde la llegada de mi madre a Tetuán fue leer. Ella mantenía la costumbre de acostarse temprano, Félix ya no cruzaba el descansillo, y a mis noches comenzaron a sobrarle muchas horas. Hasta que, una vez más, a él se le ocurrió una solución para llenar mi tedio. Tuvo nombre de mujeres y llegó entre dos tapas: Fortunata y Jacinta. A partir de entonces, dediqué todo mi tiempo de asueto a la lectura de cuantos novelones había en casa de mi vecino. Con el transcurso de los meses conseguí acabarlos y comencé con los estantes de la Biblioteca del Protectorado. Cuando el verano de 1940 tocaba a su fin, ya había dado cuenta de las dos o tres decenas de novelas de la pequeña biblioteca local y me preguntaba con qué iba a entretenerme de allí en adelante. Y entonces, inesperadamente, a mi puerta llegó un nuevo texto. No en forma de novela, sino de telegrama azul. Y no para el disfrute de su lectura, sino para que actuara según las indicaciones. «Invitación personal. Fiesta privada en Tánger. Amistades de Madrid esperan. Primero septiembre. Siete tarde. Dean's Bar.»
El estómago me dio un vuelco y, a pesar de ello, no pude reprimir una carcajada. Sabía quién enviaba la misiva, no necesitaba firma. En tropel volvieron a mi memoria docenas de recuerdos: música, carcajadas, cócteles, urgencias inesperadas y palabras extranjeras, pequeñas aventuras, excursiones con la capota del coche bajada, ganas de vivir. Comparé aquellos días del pasado con el presente sosegado en el que las semanas transcurrían monótonas entre costuras y pruebas, seriales en la radio y paseos con mi madre al atardecer. Lo único moderada mente emocionante que viví en aquellos tiempos fue alguna película a la que Félix me arrastró, y las desventuras y amoríos de los personajes de los libros que noche a noche devoraba para superar el aburrimiento. Saber que Rosalinda me esperaba en Tánger me produjo una sacudida de alegría. Aunque fuera brevemente, la ilusión se ponía de nuevo en marcha.
En el día y la hora fijados, sin embargo, no encontré ninguna fiesta en el bar del El Minzah, tan sólo cuatro o cinco pequeños grupos aislados de gente desconocida y un par de bebedores solitarios en la barra. Tampoco tras ella estaba Dean. Demasiado temprano tal vez para el pianista, el ambiente era mortecino, distinto de tantas noches tiempo atrás. Me senté a esperar en una mesa discreta y rechacé al camarero que se acercó. Siete y diez, siete y cuarto, siete y veinte. Y la fiesta seguía sin empezar. A las siete y media me acerqué a la barra y pregunté por Dean. Ya no trabaja aquí, me dijeron. Ha abierto su propio negocio, Dean's Bar. ¿Dónde? En la rue Amerique du Sud. Volé. En dos minutos estaba allí, apenas unos cientos de metros separaban ambos locales. Dean, enjuto y oscuro como siempre, captó mi presencia desde detrás de la barra apenas mi silueta se perfiló en la entrada. Su bar estaba más animado que el del hotel: no había muchos clientes, pero las conversaciones tenían un tono más alto, más distendido, y se oían algunas risas. El propietario no me saludó: tan sólo, con una breve mirada negra como el tizón, me señaló una cortina al fondo. A ella me dirigí. Terciopelo verde, pesado. Lo aparté y entré.
—Llegas tarde a mi fiesta.
Ni las paredes sucias, ni la luz mortecina de la triste bombilla; ni siquiera las cajas de bebidas y los sacos de café apilados alrededor restaban un ápice al glamour de mi amiga. Tal vez ella, tal vez Dean, o los dos quizá antes de abrir el bar aquella tarde, habían transformado temporalmente el pequeño almacén en un habitáculo exclusivo para un encuentro privado. Tan privado que sólo había dos sillas separadas por un barril cubierto con un mantel blanco. Sobre él, un par copas, una coctelera, una cajetilla de cigarrillos turcos y un cenicero. En un rincón, haciendo equilibrios sobre un montón de cajones, la voz de Billie Holiday cantaba Summertime desde un gramófono portátil.
Llevábamos un año entero sin vernos, el que había transcurrido desde su marcha a Madrid. Seguía en los huesos, con la piel transparente y aquella onda rubia siempre a punto de caerle sobre el ojo. Pero su gesto no era el de los días despreocupados del pasado, ni siquiera el de los momentos más duros de la convivencia con su marido o su posterior convalecencia. No pude percibir con exactitud dónde radicaba el cambio, pero todo en ella se había trastocado un poco. Parecía algo mayor, más madura. Un poco cansada quizá. Por sus cartas había yo ido sabiendo de las dificultades que Beigbeder y ella misma habían encontrado en la capital. No me había dicho, en cambio, que tuviese prevista una visita a Marruecos.
Nos abrazamos, reímos como colegialas, halagamos con exageración nuestro vestuario y volvimos a reír. La había echado tanto de menos. Tenía a mi madre, cierto. Y a Félix. Y a Candelaria. Y mi taller y mi nueva afición por la lectura. Pero había extrañado tanto su presencia: aquellas llegadas intempestivas, su manera de ver las cosas desde un ángulo distinto al del resto del mundo. Sus ocurrencias, sus pequeñas excentricidades, el alboroto de su locuacidad. Quise saberlo todo y le lancé una catarata de preguntas: cómo marchaba su vida en Madrid, cómo estaba Johnny, cómo seguía Beigbeder, cuáles eran las razones que le habían hecho volver a África. Me respondió con vaguedades y anécdotas, evitando aludir a las dificultades. Hasta que yo dejé de martirizarla con mi curiosidad y entonces, mientras llenaba las copas, habló claro por fin.
—He venido a ofrecerte un trabajo.
Reí.
—Yo ya tengo un trabajo.
—Yo te voy a proponer otro.
Volví a reír y bebí. Pink gin, como tantas otras veces.
—Haciendo ¿qué? —dije al despegar la copa de mis labios.
—Lo mismo que ahora, pero en Madrid.
Me di cuenta de que hablaba en serio y se me secó la risa. Yo también alteré entonces el tono.
—Estoy a gusto en Tetuán. Las cosas van bien, cada vez mejor. A mi madre también le agrada vivir aquí. Nuestro taller funciona estupendamente; de hecho, estamos pensando en contratar a alguna aprendiza para que nos ayude. No nos hemos planteado volver a Madrid.
—No hablo de tu madre, Sira, tan sólo de ti. Y no haría falta cerrar el taller de Tetuán; seguramente se trataría de algo provisional. O, al menos, eso espero. Cuando todo terminara, podrías regresar.
—Cuando terminara ¿qué?
—La guerra.
—La guerra terminó hace más de un año.
—La vuestra, sí. Pero ahora hay otra.
Se levantó, cambió el disco y subió el volumen. Más jazz, esta vez sólo instrumental. Intentaba que nuestra conversación no se oyera tras la cortina.
—Hay otra guerra terrible. Mi país está metido en ella y el tuyo puede entrar en cualquier momento. Juan Luis ha hecho todo lo que ha podido para que España quede al margen, pero la marcha de los acontecimientos parece indicar que va a resultar muy difícil. Por eso queremos ayudar de todas las maneras posibles para minimizar la presión de Alemania sobre España. Si se lograra, vuestra nación quedaría fuera del conflicto y nosotros tendríamos más posibilidades de ganarlo.
Seguía sin entender cómo casaba mi trabajo con todo aquello, pero no la interrumpí.
—Juan Luis y yo —prosiguió— estamos intentando concienciar a algunos de nuestros amigos para que colaboren en la medida de sus posibilidades. Él no ha conseguido ejercer presión sobre el gobierno desde el ministerio, pero desde fuera también pueden hacerse cosas.
—¿Qué tipo de cosas? —pregunté con un hilo de voz. No tenía la menor idea de lo que pasaba por su cabeza. Mi rostro debió de resultarle divertido porque, por fin, rió.
—Don't panic, darling. No te asustes. No estamos hablando de poner bombas en la embajada alemana o de sabotear grandes operaciones militares. Me refiero a discretas campañas de resistencia. Observación. Infiltraciones. Obtención de datos a través de pequeñas brechas here and there, por aquí y por allá. Juan Luis y yo no estamos solos en esto. No somos un par de idealistas en busca de amigos incautos a los que implicar en una fantasiosa maquinación.
Rellenó las copas y volvió a subir el volumen del gramófono. Encendimos otro par de cigarrillos. Se sentó de nuevo y hundió sus ojos claros en los míos. A su alrededor tenía unas ojeras grisáceas que nunca antes le había visto.
—Estamos ayudando a montar en Madrid una red de colaboradores clandestinos asociados al Servicio Secreto británico. Colaboradores desvinculados de la vida política, diplomática o militar. Gente poco conocida que, bajo la apariencia de una vida normal, se entere de cosas y después las transmita al SOE.
—¿Qué es el SOE? —murmuré.
—Special Operations Executive. Una nueva organización dentro del Servicio Secreto recién creada por Churchill, destinada a asuntos relacionados con la guerra y al margen de los operativos de siempre. Están captando gente por toda Europa. Digamos que se trata de un servicio de espionaje poco ortodoxo. Poco convencional.
—No te entiendo. —Mi voz seguía siendo un susurro.
Era verdad que no entendía nada. Servicio Secreto. Colaboradores clandestinos. Operativos. Espionaje. Infiltraciones. En mi vida había oído hablar de todo aquello.
—Bueno, tampoco creas que yo estoy acostumbrada a toda esta terminología. Para mí también es todo prácticamente nuevo, he tenido que aprender mucho a marchas forzadas. Juan Luis, como te dije por carta, ha estrechado su relación con nuestro embajador Hoare en los últimos tiempos. Y ahora que él tiene los días contados en el ministerio, ambos han decidido trabajar en conjunto. Hoare, no obstante, no controla directamente las operaciones del Servicio Secreto en Madrid. Digamos que las supervisa, que es el último responsable. Pero no las coordina de manera personal.
—¿Quién lo hace, entonces?
Esperé a que me dijera que ella misma y destapara por fin que aquello no era más que una broma. Y entonces las dos reiríamos a carcajadas y nos iríamos por fin a cenar y a bailar a Villa Harris, como tantas otras veces. Pero no lo hizo.
—Alan Hillgarth, nuestro naval attaché, el agregado naval de la embajada: él es quien se encarga de todo. Es un tipo muy especial, marino dentro de una familia de larga tradición en la Armada, casado con una dama de la alta aristocracia que también está implicada en sus actividades. Llegó a Madrid a la vez que Hoare para, bajo la tapadera de su puesto oficial, encargarse también de coordinar encubiertamente las actividades del SOE y el SIS, el Secret Intelligence Service.
SOE. Special Operations Executive. SIS. Secret Intelligence Service. Todo me sonaba igual de ajeno. Insistí para que me lo aclarara.
—El SIS, el Secret Intelligence Service, también conocido como el MI6, Directorate of Military Intelligence, Section 6: la sexta sección de la inteligencia militar, la agencia dedicada a las operaciones del Servicio Secreto fuera de Gran Bretaña. Actividades de espionaje en territorio no británico, para que nos entendamos. Opera desde antes de la Gran Guerra y su personal, que suele tener cobertura diplomática o militar, se implica en operaciones discretas normalmente a través de estructuras de poder ya establecidas, por medio de personas o autoridades influyentes en los países en los que actúa. El SOE, en cambio, es algo novedoso. Más arriesgado porque no depende sólo de profesionales pero, por eso mismo, se trata de algo mucho más flexible. Es un operativo de emergencia para los nuevos tiempos de guerra, por llamarlo de alguna manera. Están abiertos a colaborar con todo tipo de personas capaces de resultar de interés. La organización acaba de crearse y Hillgarth, el encargado en España, necesita reclutar agentes. Con urgencia. Y, para ello, están sondeando a gente de su confianza que puedan ponerlos en contacto con otras personas que, a su vez, puedan ayudarles directamente. Digamos que Juan Luis y yo somos de ese tipo de intermediarios. Hoare está casi recién llegado, apenas conoce a nadie. Hillgarth pasó toda la guerra civil como vicecónsul en Mallorca, pero también es nuevo en Madrid y aún no controla todo el terreno que pisa. A Juan Luis y a mí, a él como ministro ya abiertamente anglófilo y a mí como ciudadana británica, no nos han pedido implicación directa: saben que somos demasiado conocidos y siempre resultaríamos sospechosos. Pero sí han recurrido a nosotros para que les facilitemos contactos. Y nosotros hemos pensado en algunos amigos. Entre ellos, en ti. Por eso he venido a verte.
Preferí no preguntar qué quería de mí exactamente. Lo hiciera o no, me lo iba a contar igual y el pánico iba a ser el mismo, así que decidí concentrarme en llenar de nuevo las copas. Pero la coctelera ya estaba vacía. Me levanté entonces y rebusqué entre las cajas apiladas contra la pared. Todo aquello era demasiado fuerte como para digerirlo a palo seco. Saqué una botella de algo que resultó ser whisky, le quité el tapón y di un largo trago directamente de la botella. Después se la pasé a Rosalinda. Me imitó y me la devolvió. Siguió hablando. Entretanto yo volví a beber.
—Hemos pensado que podrías montar un taller en Madrid y coser para las mujeres de los altos cargos nazis.
La garganta se me obstruyó, y el trago de whisky que iba ya camino abajo retornó a la boca y salió disparado en mil salpicaduras. Me limpié la cara con el dorso de la mano. Cuando por fin conseguí articular palabra, sólo salieron tres.
—Estáis locos perdidos.
No se dio por aludida y prosiguió sin alterarse.
—Todas ellas se vestían antes en París pero, desde que el ejército alemán invadió Francia en mayo, la mayoría de las casas de alta costura han cerrado, muy pocos quieren seguir trabajando en el París ocupado. La Maison Vionet, la Maison Chanel en la rue Chambon, la tienda de Schiaparelli en la place Vendome: casi todos los grandes se han marchado.
Las menciones de Rosalinda a la alta costura parisina, ayudadas posiblemente por mi nerviosismo, los cócteles y los tragos de whisky, me produjeron de pronto una carcajada ronca.
—¿Y quieres que yo sustituya en Madrid a todos esos modistos?
No conseguí contagiarle mi risa y prosiguió hablando seria.
—Podrías intentarlo a tu manera y a pequeña escala. Es el momento óptimo, porque no hay demasiadas opciones: París queda out of the question y Berlín está demasiado lejos. O se visten en Madrid, o no estrenarán modelos en la temporada que está a punto de empezar, lo cual para ellas sería una tragedia porque la esencia de su existir en estos días se centra en una intensísima vida social. Me he estado informando: son varios los talleres madrileños que ya están de nuevo en activo, preparándose para el otoño. Se rumoreaba que Balenciaga iba a reabrir su atelier este año, pero finalmente no lo ha hecho. Aquí tengo los nombres de los que sí tienen previsto funcionar —dijo sacando una cuartilla doblada del bolsillo de la chaqueta—. Flora Villarreal; Brígida en la Carrera de San Jerónimo, 37; Natalio en Lagasca, 18; Madame Raguette en Bárbara de Braganza, 2; Pedro Rodríguez en Alcalá, 62; Cottret en Fernando VI, 8.
Algunos me resultaban familiares, otros no. Doña Manuela debería haber estado entre ellos, pero Rosalinda no la mencionó: posiblemente no había vuelto a abrir su taller. Cuando terminó de leer la lista rajó la nota en mil pequeños pedazos y los dejó en el cenicero lleno ya de colillas.
—A pesar de sus esfuerzos por presentar nuevas colecciones y ofrecer los mejores diseños, todos comparten, sin embargo, un mismo problema; todos tienen la misma limitación. Así que a ninguno va a resultarle fácil salir adelante con éxito.
—¿Qué limitación?
—La escasez de telas; la absoluta escasez de telas. Ni España ni Francia están produciendo tejidos para este tipo de costura; las fábricas que no han cerrado están dedicadas a cubrir las necesidades básicas de la población o a elaborar materiales destinados a la guerra. Con el algodón hacen uniformes; con el hilo, vendas: cualquier tejido tiene un destino prioritario más allá de la moda. Ese problema podrías superarlo tú llevándote las telas desde Tánger. Aquí sigue habiendo comercio, no hay problemas para las importaciones como en la Península. Llegan productos americanos y argentinos, aún hay mucho stock de telas francesas y lanas inglesas, de sedas indias y chinas de años anteriores: puedes llevarte de todo. Y, en caso de que necesitaras más suministros, encontraríamos la manera de que los recibieras. Si llegas a Madrid con género e ideas, y si yo logro hacer que se corra la voz a través de mis contactos, puedes convertirte en la modista de la temporada. No tendrás competencia, Sira: serás la única capaz de ofrecerles lo que quieren: ostentación, lujo, frivolidad absoluta, como si el mundo fuera un salón de baile y no el sangriento campo de batalla en el que ellos mismos lo han convertido. Y las alemanas, todas, acudirán como buitres hasta ti.
—Pero me asociarían contigo... —dije intentando agarrarme a algún soporte que me impidiera ser arrollada por aquel demente plan.
—En absoluto. Nadie tiene por qué hacerlo. Las alemanas de Madrid son en su mayoría recién llegadas y no tienen ningún contacto con las de Marruecos; nadie tiene que saber que tú y yo nos conocemos. Aunque, por supuesto, tu experiencia cosiendo para sus compatriotas en Tetuán te será de gran ayuda: conoces sus gustos, sabes cómo tratarlas y cómo debes comportarte con ellas.
Mientras ella hablaba, cerré los ojos y me limité a mover la cabeza de un lado a otro. Por unos segundos, mi mente se remontó a los meses tempranos de mi estancia en Tetuán, a la noche en que Candelaria me enseñó las pistolas y me propuso venderlas para abrir el taller. La sensación de pánico era la misma y el escenario, similar: dos mujeres escondidas en un cuartucho, una exponiendo un plan peligroso concienzudamente maquinado y la otra, aterrorizada, negándose a aceptarlo. Había diferencias, no obstante. Grandes diferencias. El proyecto que Rosalinda me presentaba pertenecía a otra dimensión.
Su voz me hizo retornar del pasado, abandonar el mísero dormitorio de la pensión de La Luneta y reubicarme en la realidad del pequeño almacén tras la barra del Dean's Bar.
—Te crearemos la fama, tenemos maneras de hacerlo. Estoy bien relacionada en los círculos que nos interesan en Madrid, haremos correr el boca a boca para darte a conocer sin que nadie te vincule conmigo. El SOE se encargaría de todos los gastos iniciales: pagaría el alquiler del local, la instalación del taller y la inversión inicial en tejidos y materiales. Juan Luis resolvería el asunto de los trámites aduaneros y te facilitaría los permisos necesarios para pasar la mercancía de Tánger a España; tendría que ser un cargamento considerable porque, una vez él esté fuera del ministerio, las gestiones serán mucho más difíciles. Todo el rendimiento del negocio sería para ti. Sólo tendrías que hacer lo mismo que ahora en Marruecos, pero prestando más atención a lo que oigas de boca de clientas alemanas, o incluso de españolas vinculadas al poder y conectadas con los nazis, que también resultarían muy interesantes si lograras captarlas. Las alemanas están absolutamente ociosas y les sobra el dinero, tu atelier podría convertirse en un lugar de encuentro para ellas. Te enterarías de los sitios a los que van sus maridos, la gente con la que se reúnen, los planes que tienen y las visitas que reciben de Alemania.
—Apenas hablo el alemán.
—Eres capaz de comunicarte lo bastante como para que ellas se sientan cómodas contigo. Enough.
—Sé poco más que los números, los saludos, los colores, los días de la semana y un puñado de frases sueltas —insistí.
—No importa: ya hemos pensado en ello. Tenemos a alguien que podría ayudarte. Tú sólo tendrías que recopilar datos y hacerlos llegar después a su destino.
—¿Cómo?
Se encogió de hombros.
—Eso tendrá que decírtelo Hiílgarth si finalmente aceptas. Yo no sé cómo funcionan esos operativos; me imagino que diseñarían algo específico para ti.
Volví a hacer un gesto negativo con la cabeza, esta vez más enfático.
—No voy a aceptar, Rosalinda.
Encendió otro cigarrillo y aspiró con fuerza.
—¿Por qué? —preguntó entre humo.
—Porque no —dije contundente. Tenía mil razones para no embarcarme en aquel sinsentido, pero preferí amontonarlas todas en una única negación. No. No iba a hacerlo. Tajantemente, no. Bebí otro trago de whisky de la botella, me supo a rayos.
—¿Por qué no, darling? Por miedo, right? —Hablaba ahora en voz baja y segura. La música había terminado; sólo se oía el ruido de la aguja arañando la pizarra del disco y algunas voces y risas procedentes del otro lado de la cortina—. Todos tenemos miedo, todos estamos muertos de miedo —murmuró—. Pero eso no es justificación suficiente. Tenemos que implicarnos, Sira. Tenemos que ayudar. Tú, yo, todos, cada uno en la medida de sus posibilidades. Tenemos que aportar nuestro grano de arena para que esta locura no siga avanzando.
—Además, no puedo volver a Madrid. Tengo asuntos pendientes. Tú sabes cuáles.
La cuestión de las denuncias de los tiempos de Ramiro estaba aún sin resolver. Desde el final de la guerra había hablado sobre ello con el comisario Vázquez en un par de ocasiones. Él había intentado enterarse de cómo estaba la situación en Madrid, pero no había logrado nada. Todo anda aún muy revuelto, vamos a dejar pasar el tiempo, esperar a que las cosas se calmen, me decía. Y yo, sin intención ya de regresar, esperaba. Rosalinda conocía la situación, yo misma se la había contado.
—También hemos pensado en eso. En eso, y en que tienes que estar cubierta, protegida ante cualquier eventualidad. Nuestra embajada no podría hacerse responsable de ti en caso de que hubiera algún problema y el asunto es arriesgado para una ciudadana española tal como están las cosas ahora mismo. Pero Juan Luis ha tenido una idea.
Quise preguntar cuál era, pero la voz no me salió del cuerpo. Tampoco hizo falta: ella me la expuso inmediatamente.
—Puede conseguirte un pasaporte marroquí.
—Un pasaporte falso —apostillé.
—No, sweetie: auténtico. Él sigue teniendo excelentes amigos en Marruecos. Podrías ser ciudadana marroquí en apenas unas horas. Con otro nombre, obviously.
Me levanté y noté que me costaba mantener el equilibrio. En mi cerebro, entre charcos de ginebra y whisky, chapoteaban alborotadas todas aquellas palabras tan ajenas. Servicio Secreto, agentes, dispositivos. Nombre falso, pasaporte marroquí. Me apoyé contra la pared e intenté recobrar la serenidad.
—Rosalinda, no. No sigas, por favor. No puedo aceptar.
—No es necesario que tomes una decisión ahora mismo. Piénsatelo.
—No hay nada que pensar. ¿Que' hora es?
Consultó el reloj; yo intenté hacer lo mismo con el mío, pero los números parecían derretirse ante mis ojos.
—Las diez menos cuarto.
—Tengo que volver a Tetuán.
—Había previsto que un coche te recogiera a las diez, pero creo que no estás en condiciones de ir a ningún sitio. Quédate a dormir en Tánger. Yo me encargo de que te den una habitación en el El Minzah y de que avisen a tu madre.
Una cama en la que dormir para olvidar toda aquella siniestra conversación se me antojó como el más tentador de los ofrecimientos. Una cama grande con sábanas blancas, en una hermosa habitación en la que despertar al día siguiente para descubrir que aquel encuentro con Rosalinda había sido una pesadilla. Una extravagante pesadilla salida de la nada. La lucidez saltó de pronto desde algún remoto rincón de mi cerebro.
—No pueden avisar a mi madre. No tenemos teléfono, ya lo sabes.
—Haré que alguien llame a Félix Aranda y él se lo dirá. Me ocuparé además de que te recojan y te lleven a Tetuán mañana por la mañana.
—¿Y tú dónde te alojas?
—En casa de unos amigos ingleses en la rue de Hollande. No quiero que nadie sepa que estoy en Tánger. Me han traído directamente en auto desde su residencia, ni siquiera he pisado la calle.
Guardó silencio durante unos segundos y volvió a hablar en tono más bajo otra vez. Más bajo y más denso.
—Las cosas están muy feas para Juan Luis y para mí, Sira. Nos vigilan permanentemente.
—¿Quién? —pregunté con voz ronca.
Sonrió con tristeza y media boca.
—Todos. La policía. La Gestapo. La Falange.
El miedo salió de mí en forma de pregunta apenas susurrada con voz pastosa.
—Y a mí, ¿también van a vigilarme?
—No lo sé, darling, no lo sé.
Sonreía de nuevo, esta vez con la boca entera. No logró, sin embargo, que un punto de desazón se le quedara colgando de las comisuras.
37
Alguien llamó a la puerta y entró sin esperar a que le diera permiso. Con los ojos aún entrecerrados, en la penumbra pude distinguir a una camarera de uniforme con una bandeja en las manos. La depositó en algún sitio fuera de mi campo visual y descorrió las cortinas. La estancia se llenó de pronto de luz y yo me cubrí la cabeza con la almohada. A pesar de que ésta amortiguaba el volumen de los ruidos, los oídos se me llenaron de pequeñas señales que me permitieron seguir el quehacer de la recién llegada. La porcelana de la taza al chocar contra el plato, el borboteo del café caliente al salir de la cafetera, el raspear del cuchillo contra una tostada al untar la mantequilla. Cuando todo estuvo preparado, se acercó a la cama.
—Buenos días, señorita. El desayuno está listo. Tiene que levantarse, la espera un coche en la puerta dentro de una hora.
Le respondí con un gruñido. Quería decir gracias, me doy por enterada, déjame en paz. La chica no acabó de descifrar mi intención de seguir durmiendo e hizo caso omiso.
—Me han pedido que no me vaya hasta que se quede usted levantada.
Hablaba español con acento español. Tánger se había llenado de republicanos al terminar la guerra, probablemente fuera hija de alguna de aquellas familias. Volví a refunfuñar y me di la vuelta.
—Señorita, por favor, levántese. Se le van a enfriar el café y las tostadas.
—¿Quién te manda? —inquirí sin sacar la cabeza de su refugio. Mi voz sonó como salida de una caverna, tal vez por la barrera de plumas y tela que me separaba del exterior, tal vez por efecto de la catastrófica noche previa. En cuanto terminé de formularla, me di cuenta de lo ridículo de la pregunta. Cómo podría saber aquella muchacha quién la enviaba hasta mí. Yo, en cambio, no tenía la menor duda.
—Me han dado la orden en la cocina, señorita. Soy la camarera de esta planta.
—Pues ya te puedes ir.
—No hasta que usted se quede levantada.
Era terca la joven camarera, con la perseverancia del bien mandado. Saqué la cabeza por fin y me retiré el pelo de la cara. Al apartar las sábanas, me di cuenta de que llevaba puesto un camisón de color albaricoque que no era mío. La joven me esperaba con una bata a juego en la mano; decidí no preguntarle por su proveniencia, qué iba ella a saber. Intuí que, de alguna manera, Rosalinda se las había arreglado para hacer llegar ambas prendas hasta la habitación. No había, en cambio, zapatillas, así que, descalza, me dirigí hacia la pequeña mesa redonda preparada para el desayuno. Mi estómago lo recibió con un crujir de tripas.
—¿Le sirvo leche, señorita? —preguntó mientras me sentaba.
Asentí con la cabeza, no pude con palabras: tenía la boca llena ya de tostada. Estaba hambrienta como un lobo; recordé entonces que no había cenado la noche previa.
—Si da su permiso, voy a prepararle el baño.
Volví a asentir mientras masticaba y a los pocos segundos oí el agua salir con fuerza de los grifos a borbotones. La chica regresó a la habitación.
—Ya puedes irte, gracias. Di a quien corresponda que estoy levantada.
—Me han dicho que me lleve su traje para plancharlo mientras desayuna.
Di un nuevo bocado a la tostada y volví a asentir sin palabras. Recogió ella entonces mi ropa caída en desorden sobre un pequeño sillón.
—¿Manda algo más la señorita? —preguntó antes de salir.
Con la boca aún llena me llevé un dedo a la sien, como simulando un tiro sin pretenderlo. Me miró asustada y me di cuenta entonces de que apenas era una chiquilla.
—Algo para el dolor de cabeza —aclaré cuando pude por fin tragar.
Confirmó que me había entendido con un gesto enfático y se escabulló sin una palabra más, deseando huir lo antes posible del cuarto de aquella loca que debí de parecerle.
Di fin a las tostadas, a un zumo de naranja, un par de croissants y un bollo suizo. Me serví después una segunda taza de café y, al levantar la jarra de la leche, rocé con el dorso de la mano el sobre que reposaba contra un pequeño búcaro con un par de rosas blancas. Noté con el contacto algo parecido a un calambrazo, pero no lo cogí. No tenía nada escrito, ni una letra, pero yo sabía que era para mí y sabía quién lo enviaba. Terminé el café y me dirigí al cuarto de baño lleno de vaho. Cerré los grifos e intenté distinguir mi imagen en el espejo. Estaba tan empañado que, para verme, hube de secarlo con una toalla. Lamentable, fue la única palabra que me vino a la boca al contemplar mi reflejo. Me desnudé y entré en el agua.
Cuando salí, los restos del desayuno habían desaparecido y el balcón estaba abierto de par en par. Las palmeras del jardín, el mar y el cielo azul intenso del Estrecho parecían quererse meter en la habitación, pero apenas les hice caso, tenía prisa. A los pies de la cama encontré la ropa planchada: el traje, la combinación y las medias de seda, todo listo para volver a mi cuerpo. Y en la mesilla de noche, sobre una pequeña bandeja de plata, una garrafa con agua, un vaso y un tubo de Optalidón. Tragué dos pastillas de un golpe; lo pensé mejor y me tomé una más. Volví después al baño y me recogí el pelo húmedo en un moño bajo. Me maquillé mínimamente, no llevaba conmigo más que la polvera y una barra de rouge. Después me vestí. Todo listo, murmuré al aire. Rectifiqué inmediatamente. Todo listo, casi. Faltaba un pequeño detalle. El que me esperaba en la mesa donde media hora antes había desayunado: el sobre color crema sin destinatario aparente. Suspiré y, cogiéndolo con apenas dos dedos, lo guardé en el bolso sin volverlo a mirar.
Me fui. Atrás dejé un camisón ajeno y el hueco de mi cuerpo entre las sábanas. El miedo no quiso quedarse, se vino conmigo.
—La cuenta de mademoiselle ya está pagada, un auto la está esperando —me dijo discretamente el jefe de recepción. Ni el vehículo ni el conductor me resultaron familiares, pero no pregunté de quién era el primero ni para quién trabajaba el segundo. Tan sólo me acomodé en el asiento trasero y, sin que de mi boca saliera una palabra, dejé que entre ambos me llevaran a casa.
Mi madre no me preguntó cómo me había ido la fiesta ni dónde había pasado la noche. Supuse que quien fuera que le trasladara el mensaje la noche anterior lo hizo con tal convencimiento que apenas dejó resquicio para la preocupación. Si se fijó en mi mala cara, no dio muestras de que ésta le causara la menor intriga. Tan sólo levantó la vista de la prenda que estaba montando y me dio los buenos días. Ni efusiva ni molesta. Neutra.
—Se nos ha acabado el cordón de seda —anunció—. La señora de Aracama quiere que le pasemos la prueba del jueves al viernes y Frau Langenheim prefiere que cambiemos la caída del vestido de shantung.
Mientras seguía cosiendo y comentando las últimas incidencias, coloqué una silla frente a ella y me senté, tan cerca que mis rodillas quedaron casi rozando las suyas. Comenzó entonces a contarme algo acerca de la entrega de unas piezas de satén que habíamos pedido la semana anterior. No la dejé terminar.
—Quieren que vuelva a Madrid y que trabaje para los ingleses; que les pase información sobre los alemanes. Quieren que espíe a sus mujeres, madre.
La mano derecha se le paró en alto, sosteniendo la aguja enhebrada entre pespunte y pespunte. La frase se quedó a medias, la boca abierta. Inmóvil en la postura, levantó los ojos por encima de las pequeñas gafas que ya entonces usaba para coser y me clavó una mirada llena de desconcierto.
No seguí hablando inmediatamente. Antes tomé aire y lo expulsé un par de veces: con fuerza, con grandes bocanadas, como si me faltara la respiración.
—Dicen que España está llena de nazis —continué—. Los ingleses necesitan gente para informarles sobre lo que hacen los alemanes: con quién se reúnen, dónde, cuándo, cómo. Han pensado en ponerme un taller y que yo cosa para sus esposas, para que después les cuente lo que vea y oiga.
—Y tú, ¿qué les has contestado?
Su voz, como la mía, fue apenas un susurro.
—Que no. Que no puedo, que no quiero. Que estoy bien aquí, contigo. Que no tengo interés en volver a Madrid. Pero me piden que me lo piense.
El silencio se extendió por toda la estancia, entre las telas y los maniquíes, rodeando las bobinas de hilo, posándose en las tablas de coser.
—¿Y eso ayudaría a que España no entrara en guerra otra vez? —preguntó por fin.
Me encogí de hombros.
—Todo puede en principio ayudar o, al menos, eso creen —dije sin gran convencimiento—. Están intentando montar una trama de informadores clandestinos. Los ingleses desean que los españoles nos quedemos al margen de lo que pasa en Europa, que no nos aliemos con los alemanes y no intervengamos; dicen que será lo mejor para todos.
Bajó la cabeza y concentró la atención en la tela en la que estaba trabajando. No dijo nada a lo largo de unos segundos: se quedó pensando, reflexionando sin prisa mientras la acariciaba con la yema del pulgar. Finalmente, alzó la mirada y se quitó las gafas despacio.
—¿Quieres mi consejo, hija? —preguntó.
Moví la barbilla con gesto rotundo. Sí, claro que quería su consejo: necesitaba que me confirmara que mi negativa era razonable, ansiaba oír de su boca que aquel plan era una auténtica insensatez. Quería que volviera la madre de siempre, que dijera que quién" me creía yo que era para andar jugando a los agentes secretos. Quise encontrar de nuevo a la Dolores firme de mi infancia: la prudente, la resolutiva, la que siempre sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. La que me crió marcando el camino recto al que un mal día yo di esquinazo. Pero el mundo había cambiado no sólo para mí: los puntales de mi madre también eran ya otros.
—Ve con ellos, hija. Ayuda, colabora. Nuestra pobre España no puede entrar en otra guerra, ya no le quedan fuerzas.
—Pero, madre...
No me dejó seguir.
—Tú no sabes lo que es vivir en guerra, Sira. Tú no te has despertado un día y otro con el ruido de las ametralladoras y el estallido de los morteros. Tú no has comido lentejas con gusanos mes tras mes, no has vivido en invierno sin pan, ni carbón, ni cristales en las ventanas. No has convivido con familias rotas y niños hambrientos. No has visto ojos llenos de odio, de miedo, o de las dos cosas a la vez. España entera está arrasada, nadie tiene ya fuerzas para soportar de nuevo la misma pesadilla. Lo único que este país puede hacer ahora es llorar a sus muertos y tirar hacia delante con lo poco que le queda.
—Pero... —insistí.
Volvió a interrumpirme. Sin alzar la voz, pero tajante.
—Si yo fuera tú, ayudaría a los ingleses, haría lo que me pidieran. Ellos trabajan en su propio beneficio, de eso no te quepa duda: todo esto lo hacen por su patria, no por la nuestra. Pero si su beneficio nos beneficia a todos, bendito sea Dios. Supongo que la petición te habrá llegado de tu amiga Rosalinda.
—Estuvimos hablando ayer durante horas; esta mañana me ha dejado escrita una carta, aún no la he leído. Supongo que serán instrucciones.
—Por todas partes se oye que a su Beigbeder le quedan cuatro días de ministro. Parece que van a echarle precisamente por eso, por hacerse amigo de los ingleses. Imagino que él también tendrá algo que ver en esto.
—La idea es de los dos —confirmé.
—Pues ya podía haber puesto el mismo empeño en librarnos de la otra guerra en la que ellos mismos nos metieron, pero eso pasado está y ya no tiene remedio, lo que hay que hacer ahora es mirar al futuro. Tú veras lo que decides, hija. Me has pedido mi consejo y yo te lo he dado: con gran dolor de mi corazón, pero entendiendo que eso es lo más responsable. Para mí también será difícil: si te vas, volveré a estar sola y viviré otra vez con la incertidumbre de no saber de ti. Pero creo que sí, que debes marcharte a Madrid. Yo me quedaré aquí y sacaré el taller adelante. Buscaré a alguien para que me ayude, tú por eso no te preocupes. Y cuando todo acabe, Dios dirá.
No pude responder. No me quedaban excusas. Decidí irme, salir a la calle, dejar que me diera el aire. Tenía que pensar.
38
Entré en el hotel Palace un mediodía de mediados de septiembre con el andar seguro de alguien que hubiera pasado media vida taconeando por los halls de los mejores hoteles del planeta. Llevaba un tailleur de lana fría color sangre espesa y la melena recién cortada por encima del hombro. Sobre ella, un sofisticado sombrero de fieltro y plumas salido del taller de Madame Boissenet en Tánger: toda una piè ce-de-résistance, como, según ella, llamaban entonces a aquellos sombreros las señoras elegantes en la Francia ocupada. Complementaba el atuendo con unos zapatos de piel de cocodrilo y altura de andamio adquiridos en la mejor zapatería del boulevard Pasteur. En las manos, un bolso a juego y un par de guantes de piel de becerro teñida en gris perla. Dos o tres cabezas se volvieron a mi paso. Ni me inmuté.
A mi espalda, un botones portaba un neceser, dos maletas de Goyard y otras tantas sombrereras. El resto del equipaje, los enseres y el cargamento de telas llegarían por carretera al día siguiente tras cruzar el Estrecho sin problemas: cómo habrían de tenerlos, si los permisos para el tránsito de aduanas iban sellados y resellados con los timbres más oficiales del universo entero, cortesía del Ministerio español de Asuntos Exteriores. Yo, por mi parte, llegué en avión, la primera vez que volé en mi vida. Del aeródromo de Sania Ramel a Tablada en Sevilla; de Tablada a Barajas. Salí de Tetuán con mi documentación española a nombre de Sira Quiroga, pero alguien se encargó de amañar la lista de pasajeros para que yo no figurara en ella como tal. A lo largo del vuelo, con las pequeñas tijeras de mi costurero de emergencia, desintegré mi viejo pasaporte en mil tiritas que guardé dentro de un pañuelo anudado: al fin y al cabo, era un documento de la República, de poco iba ya a servirme en la Nueva España. Aterricé en Madrid con un flamante pasaporte marroquí. Junto a la fotografía, un domicilio en Tánger y mi identidad recién adquirida: Arish Agoriuq. ¿Extraño? No tanto. Tan sólo era el nombre y el apellido de siempre puestos del revés. Y con la h que mi vecino Félix le había añadido en los primeros días del negocio dejada en el mismo sitio. No era un nombre árabe en absoluto, pero sonaba extraño y no resultaría sospechoso en Madrid, donde nadie tenía idea de cómo se llamaba la gente allá por la tierra mora, allá por tierra africana, como cantaba el pasodoble.
En los días previos a mi marcha seguí al pie de la letra todas las instrucciones contenidas en la larga carta de Rosalinda. Contacté con las personas indicadas para la obtención de mi nueva identidad. Elegí las mejores telas en las tiendas sugeridas y encargué que las enviaran junto con las facturas correspondientes a una dirección local que nunca supe a quién pertenecía. Fui otra vez al bar de Dean y pedí un bloody mary. Si mi decisión hubiera sido negativa, tendría que haberme decantado por una humilde limonada. Me sirvió el barman con gesto impasible. Como sin ganas comentó entretanto lo que parecían simples trivialidades: que la tormenta de la noche anterior había destrozado un toldo, que un barco de nombre Jason y pabellón estadounidense llegaría el viernes siguiente a las diez de la mañana con un cargamento de mercancía inglesa. De aquel inocuo comentario extraje los datos que necesitaba. Tal viernes y a la hora precisada, me dirigí a la Legación Americana en Tánger, un hermoso palacete moruno enclavado en plena medina. Comuniqué al soldado encargado del control de acceso mi intención de ver al señor Jason. Levantó éste entonces un pesado teléfono interior y anunció en inglés que la visita había llegado. Recibió órdenes y colgó. Me invitó a acceder a un patio árabe rodeado de arcos encalados. Allí me recibió un funcionario que, sin apenas palabras y con paso ágil, me condujo a través de un laberinto de pasillos, escaleras y galerías hasta una terraza blanca en la zona más alta del edifico.
—Mr Jason —dijo simplemente señalándome una presencia masculina al fondo de la azotea. Al momento se invisibilizó trotando escaleras abajo.
Tenía unas cejas tremendamente espesas y su nombre no era Jason, sino Hillgarth. Alan Hillgarth, agregado naval de la embajada británica en Madrid y coordinador de las actividades del Servicio Secreto en España. Rostro ancho, frente despejada y pelo oscuro, con raya rectilínea y peinado hacia atrás con brillantina. Se acercó vestido con un traje de alpaca gris cuya calidad se intuía aun en la distancia. Caminaba seguro, sosteniendo un maletín de piel negra en la mano izquierda. Se presentó, estrechó mi mano y me invitó a disfrutar por unos momentos de la panorámica. Impresionante, ciertamente. El puerto, la bahía, el Estrecho entero y una franja de tierra al fondo.
—España —anunció apuntando al horizonte—. Tan cerca y tan lejos. ¿Nos sentamos?
Señaló un banco de hierro forjado y nos acomodamos en él. Del bolsillo de la chaqueta sacó una cajetilla metálica de cigarrillos Graven A. Acepté uno y fumamos los dos contemplando el mar. Apenas se oían ruidos cercanos, tan sólo algunas voces en árabe ascendiendo desde las callejas cercanas y, de cuando en cuando, los sonidos estridentes de las gaviotas que sobrevolaban la playa.
—Todo está prácticamente listo en Madrid esperando su llegada —anunció al fin.
Su español era excelente. No repliqué, no tenía nada que decir: tan sólo quería oír sus instrucciones.
—Hemos alquilado un piso en la calle Núñez de Balboa, ¿sabe dónde está?
—Sí. Trabajé cerca durante un tiempo.
—La señora Fox se está encargando de amueblarlo y prepararlo. A través de personas intermediarias, naturalmente.
—Entiendo.
—Sé que ella ya la puso al tanto, pero creo que conviene que yo se lo recuerde. El coronel Beigbeder y la señora Fox se encuentran ahora mismo en una situación extremadamente delicada. Estamos todos a la espera del cese del coronel como ministro; parece que no tardará mucho tiempo en producirse y será una pérdida lamentable para nuestro gobierno. De momento, el señor Serrano Suñer, ministro de Gobernación, acaba de salir para Berlín: tiene previsto entrevistarse primero con Von Ribbentrop, el homónimo de Beigbeder, y después con Hitler. El hecho de que el propio ministro de Asuntos Exteriores español no esté participando en esa misión y permanezca en Madrid es significativo de la fragilidad de su actual estatus. Mientras, tanto el coronel como la señora Fox están colaborando con nosotros, aportándonos contactos muy interesantes. Todo se está haciendo, obviamente, de manera clandestina. Ambos sufren un estrecho seguimiento por parte de agentes pertenecientes a ciertos cuerpos poco amigos, si me permite el eufemismo.
—La Gestapo y la Falange —apunté recordando las palabras de Rosalinda.
—Veo que ya está informada. Así es, en efecto. No deseamos que pase lo mismo con usted, aunque no le garantizo que podamos evitarlo. Pero no se asuste antes de tiempo. Todo el mundo en Madrid vigila a todo el mundo: todo el mundo es sospechoso de algo y nadie se fía de nadie, pero, afortunadamente para nosotros, no cunde la paciencia: todos parecen tener una gran prisa, así que, si no logran encontrar nada de interés en unos cuantos días, olvidan el objetivo y pasan al siguiente. No obstante, si se siente vigilada, háganoslo saber y nosotros intentaremos averiguar de quién se trata. Y, sobre todo, no pierda la calma. Muévase con naturalidad, no intente despistarles ni se ponga nerviosa, ¿me entiende?
—Creo que sí —dije sin sonar demasiado convincente.
—La señora Fox —prosiguió cambiando de tema— está moviendo los hilos para anticipar su llegada, creo que ya tiene asegurado un puñado de potenciales clientas. Por ello, y habida cuenta de que tenemos el otoño prácticamente encima, sería oportuno que se instalara en Madrid lo antes posible. ¿Cuándo cree que podrá hacerlo?
—Cuando usted diga.
—Agradezco su buena disposición. Nos hemos tomado la libertad de gestionarle un pasaje de avión para el próximo martes, ¿le parece bien?
Me puse con disimulo las manos sobre las rodillas: temía que me empezaran a temblar.
—Estaré lista.
—Estupendo. Tengo entendido que la señora Fox le adelantó parcialmente el objetivo de su misión.
—Más o menos.
—Bien, pues yo se lo voy a especificar ahora con mayor detalle. Lo que necesitamos de usted en un principio es que nos remita informes periódicos acerca de ciertas señoras alemanas y algunas otras españolas las cuales, confiamos, van a convertirse en clientas suyas próximamente. Como le comentó su amiga la señora Fox, la escasez de telas está siendo un serio problema para las modistas españolas y sabemos de primera mano que hay un número de señoras residentes en Madrid ansiosas por encontrar a alguien que pueda proporcionarles tanto confección como tejidos. Y ahí es donde entrará usted en juego. Si nuestras previsiones no fallan, su colaboración será de gran interés para nosotros, puesto que en la actualidad nuestros contactos con el poder alemán en Madrid son nulos y con el poder español casi inexistentes, con excepción del coronel Beigbeder y ya por poco tiempo, me temo. La información que queremos obtener a través de usted se centrará fundamentalmente en datos sobre los movimientos de la colonia nazi residente en Madrid y de algunos españoles que con ellos se relacionan. Realizar un seguimiento individualizado de cada uno de ellos está absolutamente fuera de nuestro alcance; por eso hemos pensado que tal vez a través de sus esposas y amigas podamos obtener alguna idea sobre sus contactos, relaciones y actividades. ¿Todo en orden hasta aquí?
—Todo en orden, sí.
—Nuestro principal interés es conocer anticipadamente la agenda social de la comunidad alemana en Madrid: qué eventos organizan, con qué españoles y compatriotas alemanes se relacionan, dónde se reúnen y con qué frecuencia. Gran parte de su actividad estratégica se realiza por lo común más mediante eventos sociales privados que a través del trabajo digamos de despacho, y queremos infiltrar en ellos a gente de nuestra confianza. En estos casos, los representantes nazis suelen ir acompañados de sus esposas o amigas y éstas, se supone, deben ir convenientemente vestidas. Esperamos, por tanto, que usted pueda obtener información anticipada al respecto de las ocasiones en las que lucirán sus creaciones. ¿Cree que será posible?
—Sí, es normal que las clientas comenten sobre todo eso. El problema es que mi alemán es muy limitado.
—Ya hemos pensado en ello. Tenemos previsto incorporar una pequeña ayuda. Como sabrá, el coronel Beigbeder ocupó durante varios años el puesto de agregado militar en Berlín. En la embajada trabajaban entonces como cocineros un matrimonio español con dos hijas; al parecer el coronel se portó muy bien con ellos, los ayudó en algunos problemas, se preocupó por la educación de las niñas y, en definitiva, tuvieron un trato cordial que se interrumpió cuando él fue destinado a Marruecos. Bien, al enterarse de que el antiguo agregado había sido nombrado ministro, esta familia, ya de vuelta en España desde hace unos años, se puso en contacto con él solicitando de nuevo su ayuda. La madre murió antes de la guerra y el padre sufre de asma crónica y apenas se mueve de casa; no tiene tampoco adscripción política reconocida, algo que nos viene muy bien. El padre pidió a Beigbeder trabajo para sus hijas y nosotros ahora se lo vamos a ofrecer si usted nos da su consentimiento. Se trata de dos jóvenes de diecisiete y diecinueve años que entienden y hablan alemán con total fluidez. Yo no las conozco personalmente, pero la señora Fox se entrevistó con ambas hace unos días y quedó del todo satisfecha. Me ha pedido que le diga que con ellas en casa no echará de menos a Jamila. Desconozco quién es Jamila, pero espero que entienda el mensaje que le transmito.
Sonreí por primera vez desde el principio de la conversación.
—De acuerdo. Si la señora Fox las considera aceptables, yo también. ¿Saben coser?
—Creo que no, pero pueden ayudarle a llevar la casa y tal vez pueda enseñarles unos mínimos de costura. En cualquier caso, es muy importante que tenga claro que estas muchachas no deben saber a qué se dedica usted clandestinamente, así que tendrá que ingeniárselas para que la ayuden, pero sin identificar nunca ante ellas el objeto de su interés en que le traduzcan lo que no logre entender. ¿Otro cigarrillo?
Volvió a sacar la cajetilla de Craven A, volví a aceptarlo.
—Me las arreglaré, no se preocupe —dije tras expulsar con lentitud el humo.
—Prosigamos entonces. Como le he dicho, nuestro interés fundamental es mantenernos al tanto de la vida social de los nazis en Madrid. Pero, además, nos interesa conocer su movilidad y los contactos que tienen con Alemania: si viajan a su país y con qué propósito lo hacen; si reciben visitas, quiénes son los visitantes, cómo piensan recibirles... En fin, cualquier tipo de información adicional que pudiera resultarnos de interés.
—¿Y qué tendré que hacer con esa información, si es que la consigo?
—En cuanto al modo de transmitirnos los datos que logre captar, hemos estado pensando largamente al respecto y creemos haber dado con una manera de comenzar. Quizá no sea la forma de contacto definitiva, pero pensamos que vale la pena ponerla a prueba. El SOE utiliza varios sistemas de codificación con distintos niveles de seguridad. No obstante, antes o después, los alemanes acaban reventándolos todos. Es muy común utilizar códigos basados en obras literarias; poemas, especialmente. Yeats, Milton, Byron, Tennyson. Bien, nosotros vamos a intentar hacer algo distinto. Algo mucho más simple y, a la vez, más apropiado para sus circunstancias. ¿Sabe lo que es el código morse?
—¿El de los telegramas?
—Exacto. Es un código de representación de letras y números mediante señales intermitentes; señales auditivas, por lo general. Tales señales auditivas, sin embargo, tienen también una representación gráfica muy sencilla, a través de un simple sistema de puntos y breves rayas horizontales. Mire.
De su maletín sacó un sobre de tamaño mediano y de éste extrajo una especie de plantilla de cartón. Las letras del alfabeto y los números del cero al nueve se repartían en dos columnas. Junto a cada uno de ellos aparecía la correspondiente combinación de puntos y rayas que los identificaban.
—Imagine ahora que quiere transcribir una palabra cualquiera; Tánger, por ejemplo. Hágalo en voz alta.
Consulté la tabla y emití el nombre codificado.
—Raya. Punto raya. Raya punto. Raya raya punto. Punto. Punto raya punto.
—Perfecto. Visualícelo ahora. No, mejor póngalo sobre papel. Tenga, use esto —dijo sacando un portaminas de plata del bolsillo interior de su chaqueta—. Aquí mismo, en este sobre.
Transcribí las seis letras siguiendo de nuevo la tabla: _.___.___... _.
—Estupendo. Ahora mírelo con atención. ¿Le recuerda a algo? ¿Le resulta familiar?
Observé el resultado. Sonreí. Claro. Claro que me resultaba familiar. Cómo no iba a resultarme familiar algo que llevaba haciendo la vida entera.
—Son como puntadas —dije en voz baja.
—Exactamente —corroboró—. Ahí es a donde yo quería llegar. Verá, nuestra intención es que toda la información que tenga que transmitirnos sea encriptada mediante este sistema. Obviamente, habrá de afinar su capacidad de síntesis para expresar lo que quiere decir con el menor número de palabras posible, de lo contrario cada secuencia sería interminable. Y quiero que lo disfrace de tal modo que el resultado simule un patrón, un boceto o algo de ese estilo: cualquier cosa que pueda asociarse con una modista sin levantar la menor sospecha. No es necesario que sea algo real, sino que lo parezca, ¿me comprende?
—Creo que sí.
—Bien, vamos a hacer una prueba.
Sacó del interior del maletín una carpeta llena de hojas de papel blanco; tomó una, cerró la carpeta y la colocó sobre la superficie de piel.
—Imagine que el mensaje es «Cena en la residencia de la baronesa de Petrino el día 5 de febrero a las ocho. Asistirá la condesa de Ciano con su marido». Después le aclararé quiénes son estas personas, no se preocupe. Lo primero que tiene que hacer es eliminar cualquier palabra superflua: artículos, preposiciones, etcétera. De esta manera, acortaremos el mensaje considerablemente. Vea: «Cena residencia baronesa Petrino 5 febrero ocho noche. Asiste condesa Ciano y marido». De veinticinco palabras hemos pasado a trece, un gran ahorro. Y ahora, después de la depuración de términos sobrantes, vamos a proceder a la inversión del orden. En vez de transcribir el código de izquierda a derecha tal como es lo común, vamos a hacerlo de derecha a izquierda. Y empezará siempre por el ángulo inferior derecho de la superficie con la que trabaje, en sentido ascendente. Imagine un reloj que marca las cuatro y veinte; imagine después que el minutero empieza a retroceder, ¿me sigue?
—Sí; déjeme probar, por favor.
Me pasó la carpeta, la coloqué sobre mis muslos. Cogí el portaminas y dibujé una forma aparentemente amorfa que cubría la mayor parte del papel. Circular por un lado, recta por los extremos. Imposible de interpretar por el ojo no experto.
—¿Qué es eso?
—Espere —dije sin alzar la vista.
Terminé de perfilar la figura, clavé la mina en el interior del extremo inferior derecho de la misma y, en paralelo al contorno, fui transcribiendo las letras con sus signos en morse, sustituyendo los puntos por rayas cortas. Raya larga, raya corta, raya larga otra vez, ahora dos cortas. Cuando acabé, todo el perímetro interior de la silueta estaba bordeado por lo que parecía un inocente pespunteo.
—¿Listo? —preguntó.
—Todavía no. —Del pequeño costurero que siempre llevaba en el bolso saqué unas tijeras y con ellas recorté la forma dejando un borde de apenas un centímetro a su alrededor.
—Ha dicho que quería algo asociado con una modista, ¿no? —dije entregándosela—. Pues aquí lo tiene: el patrón de una manga de farol. Con el mensaje dentro.
La línea recta de sus labios apretados se fue poco a poco transformando en una levísima sonrisa.
—Fantástico —murmuró.
—Puedo preparar patrones de varias piezas cada vez que me comunique con usted. Mangas, delanteros, cuellos, talles, puños, costados; dependerá de la longitud. Puedo hacer tantas formas como mensajes tenga que transmitirle.
—Fantástico, fantástico —repitió en el mismo tono sosteniendo aún el recorte entre los dedos.
—Y ahora tendrá que decirme cómo se lo voy a hacer llegar.
Aún se tomó unos segundos para seguir observando mi obra con un ligero gesto de asombro. La depositó finalmente en el interior de su maletín.
—De acuerdo, sigamos. Nuestra intención es que, si no hay contraorden, nos transmita información dos veces por semana. En principio, los miércoles a primera hora de la tarde y los sábados por la mañana. Hemos pensado que la entrega deberá realizarse en dos sitios distintos, ambos públicos. Y en ningún caso mediará el menor contacto entre usted y quien la recoja.
—¿No será usted quien lo haga?
—No, siempre que pueda evitarlo. Y, sobre todo, nunca en el lugar asignado para las entregas de los miércoles. Difícil lo tendría: hablo del salón de belleza de Rosa Zavala, junto al hotel Palace. Ahora mismo se trata del mejor establecimiento de ese tipo en Madrid o, al menos, del más reputado entre las extranjeras y las españolas más distinguidas. Deberá hacerse clienta asidua y visitarlo con regularidad. En realidad, es muy deseable que llene su vida de rutinas de manera que sus movimientos sean altamente previsibles y parezcan del todo naturales. En ese salón hay una estancia nada más entrar a la derecha donde las clientas se despojan de sus bolsos, sombreros y ropa de abrigo. Una de las paredes está por completo cubierta de pequeños armarios individuales donde las señoras pueden dejar esas pertenencias. Usted utilizará siempre el último de estos armarios, el que hace ángulo con el fondo de la estancia. En la entrada suele haber una muchacha joven no excesivamente espabilada: su trabajo consiste en ayudar a las clientas con sus enseres, pero muchas de ellas se encargan de hacerlo solas y rechazan su ayuda, así que no resultará anormal que usted lo haga también; déjele después una buena propina y quedará contenta. Cuando abra la puerta de su armario y se disponga a dejar en él sus cosas, ésta tapará su cuerpo casi por completo, de manera que se intuirán sus movimientos, pero nadie podrá ver nunca lo que hace y deshace dentro de él. En ese momento, será cuando se encargue de sacar lo que tenga que hacernos llegar, enrollado en forma de tubo. No le llevará más que unos segundos. Deberá dejarlo en la balda superior del armario. Asegúrese de empujarlo hasta el fondo, de manera que nunca sea posible detectarlo desde fuera.
—¿Quién lo recogerá?
—Alguien de nuestra confianza, no se preocupe. Alguien que esa misma tarde, muy poco después de que usted salga, entrará en el salón para peinarse igual que usted lo habrá hecho con anterioridad y utilizará su mismo armario.
—Y ¿si está ocupado?
—No suele estarlo porque es el último. No obstante, si se diera el caso, utilice el anterior. Y, si éste también lo estuviera, el siguiente. Y así sucesivamente. ¿Le queda claro? Repítamelo todo, por favor.
—Peluquería los miércoles a primera hora de la tarde. Utilizaré el último armario, abriré la puerta y, mientras dejo mis cosas dentro, del bolso o del sitio donde lo lleve guardado sacaré un tubo en el que habré liado todos los patrones que tengo que entregarle.
—Sujételos con una cinta o una banda elástica. Disculpe la interrupción; prosiga.
—Dejaré entonces el tubo en el estante más alto y lo empujaré hasta que toque el fondo. Después, cerraré el armario e iré a peinarme.
—Muy bien. Vamos ahora con la entrega de los sábados. Para estos días hemos previsto trabajar en el Museo del Prado. Tenemos un contacto infiltrado entre los encargados del guardarropa. Para estas ocasiones, lo más conveniente es que llegue al museo con una de esas carpetas que utilizan los artistas, ¿sabe a qué me refiero?
Recordé la que utilizaba Félix para sus clases de pintura en la escuela de Bertuchi.
—Sí, me haré con una de ellas sin problemas.
—Perfecto. Llévela consigo y meta dentro útiles de dibujo básicos: un cuaderno, unos lápices; en fin, lo normal, podrá conseguirlos en cualquier parte. Junto a eso, deberá introducir lo que tenga que entregarme, esta vez dentro de un sobre abierto de tamaño cuartilla. Para hacerlo identificable, prenda sobre él un recorte de tela de algún color vistoso pinchado con un alfiler. Irá al museo todos los sábados sobre las diez de la mañana, es una actividad muy común entre los extranjeros residentes en la capital. Llegue con su carpeta cargada con su material y con cosas que la identifiquen dentro, por si hubiera algún tipo de vigilancia: otros dibujos previos, bocetos de trajes, en fin, cosas relacionadas una vez más con sus tareas habituales.
—De acuerdo. ¿Qué hago con la carpeta cuando llegue?
—La entregará en el guardarropa. Deberá dejarla siempre junto con algo más: un abrigo, una gabardina, alguna pequeña compra; intente que la carpeta vaya siempre acompañada, que no resulte demasiado evidente ella sola. Diríjase después a alguna de las salas, pasee sin prisa, disfrute de las pinturas. Al cabo de una media hora, regrese al guardarropa y pida que le devuelvan la carpeta. Vaya con ella entonces a una sala y siéntese a dibujar durante al menos otra media hora más. Fíjese en las ropas que aparecen en los cuadros, simule que está inspirándose en ellos para sus posteriores creaciones; en fin, actúe como le parezca más convincente pero, ante todo, confirme que el sobre ha sido retirado del interior. En caso contrario, tendrá que regresar el domingo y repetir la operación, aunque no creo que sea necesario: la cobertura del salón de peluquería es nueva, pero la del Prado ya la hemos utilizado con anterioridad y siempre ha dado resultados satisfactorios.
—¿Tampoco aquí sabré quién va a llevarse los patrones?
—Siempre alguien de confianza. Nuestro contacto en el guardarropa se encargará de traspasar el sobre desde su carpeta hasta otra pertenencia dejada por nuestro enlace en la misma mañana, es algo que puede realizarse con gran facilidad. ¿Tiene hambre?
Miré la hora. Era más de la una. No sabía si tenía hambre o no: había estado tan abstraída en absorber cada sílaba de las instrucciones que apenas había percibido el paso del tiempo. Volví a contemplar el mar, parecía haber cambiado de color. Todo lo demás seguía exactamente igual: la luz contra las paredes blancas, las gaviotas, las voces en árabe desde la calle. Hillgarth no esperó mi respuesta.
—Seguro que sí. Venga conmigo, por favor.
39
Comimos solos en una dependencia de la misma Legación Americana a la que llegamos recorriendo de nuevo tramos de pasillo y escaleras. Por el camino me explicó que las instalaciones eran el resultado de varios añadidos a una antigua casa central; aquello aclaraba su falta de uniformidad. La estancia a la que llegamos no era exactamente un comedor; se trataba más bien de un pequeño salón con escasos muebles y numerosos cuadros de batallas antiguas encajadas en marcos dorados. Las ventanas, cerradas a cal y canto a pesar del magnífico día, se asomaban a un patio. En el centro de la habitación habían dispuesto una ternera para dos. Un camarero con corte de pelo militar nos sirvió una ternera poco hecha acompañada de patatas asadas y ensalada. En una mesa auxiliar dejó dos platos con fruta troceada y un servicio de café. En cuanto terminó de llenar las copas con vino y agua, desapareció cerrando la puerta tras de sí sin hacer el menor ruido. La conversación volvió entonces a su cauce.
—A su llegada a Madrid se alojará durante una semana en el Palace, hemos hecho una reserva a su nombre; a su nuevo nombre, quiero decir. Una vez allí, entre y salga constantemente, hágase ver. Visite tiendas y acérquese a su nueva residencia para familiarizarse con ella. Pasee, vaya al cine; en fin, muévase como le apetezca. Con un par de restricciones.
—¿Cuáles?
—La primera, no traspase los límites del Madrid más distinguido.
No se salga del perímetro de las zonas elegantes ni entre en contacto con personas ajenas a ese medio.
—Me está diciendo que no pise mi antiguo barrio ni vea a mis viejos amigos o conocidos, ¿verdad?
—Exactamente. Nadie debe asociarla con su pasado. Usted es una recién llegada a la capital: no conoce a nadie y nadie la conoce a usted. En el caso de que alguna vez se encontrara a alguien que por casualidad llegara a identificarla, arrégleselas para negarlo. Sea insolente si hace falta, recurra a cualquier estrategia, pero no deje que nunca se sepa que usted no es quien pretende ser.
—Lo tendré en cuenta, descuide. ¿Y la segunda restricción?
—Cero contacto con cualquier persona de nacionalidad británica.
—¿Quiere decir que no puedo ver a Rosalinda Fox? —dije sin poder disimular mi desencanto. A pesar de que sabía que nuestra relación no podría ser pública, confiaba en apoyarme en ella en privado; en poder recurrir a su experiencia y su intuición cuando me viera en apuros.
Terminó Hillgarth de masticar un bocado y volvió a limpiarse con la servilleta mientras se acercaba la copa de agua a la boca.
—Me temo que así debe ser, lo siento. Ni a ella ni a ningún otro inglés, con excepción de mí mismo y sólo en las ocasiones del todo imprescindibles. La señora Fox está al tanto: si por casualidad coincidieran alguna vez, ya sabe que no podrá aproximarse a usted. Y evite también en lo posible el acercamiento a ciudadanos norteamericanos. Son nuestros amigos, ya ve cómo nos están tratando de bien —dijo abriendo las manos y simulando abarcar con ellas la estancia—. Lamentablemente, no son igual de amigos de España y de los países del Eje, así que intente mantenerse alejada de ellos también.
—De acuerdo —asentí. No me agradaba la restricción de no poder ver asiduamente a Rosalinda, pero sabía que no tenía más remedio que acatarla en principio.
—Y hablando de sitios públicos, me gustaría aconsejarle algunos en los que conviene que se deje ver —prosiguió.
—Adelante.
—Su hotel, el Palace. Está lleno de alemanes, así que siga yendo a menudo con cualquier excusa aun cuando ya no se aloje allí. A comer en su grill, que está muy de moda. A tomar una copa o a reunirse con alguna clienta. En la Nueva España no está bien visto que las señoras salgan solas, ni que fumen, beban o vayan vestidas de manera vistosa. Pero recuerde que usted ya no es española, sino una extranjera procedente de un país un tanto exótico recién llegada a la capital, así que compórtese según ese patrón. Pásese también a menudo por el Ritz, es otro nido de nazis. Y, sobre todo, vaya a Embassy, el salón de té del paseo de la Castellana, ¿lo conoce?
—Por supuesto —dije. Me guardé de narrarle la de veces que en mi juventud había pegado la nariz contra sus escaparates, con la boca hecha agua ante la visión deliciosa de los dulces que en ellos se exhibían. Las tartas de nata adornadas con fresas, los pasteles rusos de chocolate y crema, las pastas de mantequilla. Jamás soñé entonces siquiera con que traspasar aquel umbral pudiera estar algún día al alcance de mi mano o mi bolsillo. Ironías de la vida, años después me estaban pidiendo que visitara aquel establecimiento todo lo posible.
—Su dueña, Margaret Taylor, es irlandesa y una gran amiga. Ahora mismo es muy posible que Embassy sea el sitio más estratégicamente interesante de Madrid porque allí, en un local que apenas supera los setenta metros cuadrados, nos reunimos sin fricción aparente los miembros del Eje y los Aliados. Por separado, por supuesto, cada uno con los suyos. Pero no es infrecuente que el barón Von Stohrer, el embajador alemán, coincida con la plana mayor del cuerpo diplomático británico mientras toma su té con limón, o que yo mismo me encuentre en la barra, hombro con hombro, con mi homónimo alemán. La embajada alemana está prácticamente enfrente y la nuestra muy cerca también, en la esquina de Fernando el Santo con Monte Esquinza. Por otro lado, además de acoger a extranjeros, Embassy es el centro de reunión de muchos españoles de alcurnia: sería difícil encontrar en España más títulos nobiliarios juntos que allí a la hora del aperitivo. Estos aristócratas son mayoritariamente monárquicos y anglófilos, o sea que, por lo general, están de nuestro lado y por tanto, en lo que respecta a cuestiones informativas, son poco valiosos para nosotros. Pero sí sería interesante que consiguiera algunas clientas de ese entorno, porque son la clase de señoras a las que las alemanas admiran y respetan. Las esposas de los altos cargos del nuevo régimen suelen ser de otro tipo: apenas conocen mundo, son mucho más recatadas, no visten de alta costura, se divierten bastante menos y, por supuesto, no suelen frecuentar Embassy para tomar cócteles de champán antes de comer, ¿entiende lo que le quiero decir?
—Me voy haciendo una idea.
—Si tuviéramos la mala fortuna de que se llegara a ver en algún tipo de problema serio o si creyera que tiene alguna información urgente que transmitirme, Embassy a la una del mediodía será el lugar donde entrar en contacto conmigo cualquier día de la semana. Digamos que es mi lugar de encuentro encubierto con varios de nuestros agentes: es un sitio tan descaradamente expuesto que resulta dificilísimo que levante la menor sospecha. Utilizaremos para comunicarnos un código muy simple: si necesita reunirse conmigo, entre con el bolso en el brazo izquierdo; si todo está en orden y sólo va a tomar el aperitivo y a dejarse ver, llévelo en el derecho. Recuérdelo: izquierda, problema; derecha, normalidad. Y si la situación fuera absolutamente perentoria, haga caer el bolso nada más entrar, como si se tratara de un simple descuido o un accidente.
—¿A qué se refiere con una situación absolutamente perentoria? —pregunté. Intuía que, tras aquella frase que no comprendía del todo, se ocultaba algo muy poco deseable.
—Amenazas directas. Coacciones en firme. Agresiones físicas. Allanamiento de morada.
—¿Qué harían conmigo en ese caso? —dije tras tragar el nudo que se me formó en la garganta.
—Depende. Analizaríamos la situación y actuaríamos en función del riesgo. En caso de gravedad extremísima, abortaríamos la operación, intentaríamos refugiarla en un lugar seguro y la evacuaríamos en cuanto fuera posible. En situaciones intermedias, estudiaríamos diversas formas de tenerla protegida. En cualquier caso, tenga por seguro que siempre va a contar con nosotros, que nunca vamos a dejarla sola.
—Se lo agradezco.
—No lo haga: es nuestro trabajo —dijo con la atención concentrada en cortar uno de los últimos bocados de carne—. Confiamos en que todo funcione bien: el plan que hemos diseñado es muy seguro y el material que nos va a pasar no implica alto riesgo. De momento. ¿Quiere postre?
Tampoco esta vez esperó a que yo aceptara o no el ofrecimiento; simplemente se levantó, recogió los platos, los llevó hasta la mesa auxiliar y regresó con otros dos llenos de fruta cortada. Observé sus movimientos rápidos y precisos, propios de alguien para quien la eficiencia constituía su prioridad vital; alguien no acostumbrado a perder un segundo de su tiempo ni a distraerse con minucias y vaguedades. Volvió a sentarse, pinchó un trozo de piña y continuó con sus indicaciones como si no hubiera habido interrupción previa.
—En caso de que fuéramos nosotros quienes necesitáramos entrar en contacto con usted, utilizaremos dos canales. Uno será la floristería Bourguignon de la calle Almagro. El dueño, holandés, es también un gran amigo nuestro. Le enviaremos flores. Blancas, tal vez amarillas; claras en cualquier caso. Las rojas las dejaremos para sus admiradores.
—Muy considerado —apunté irónica.
—Revise bien el ramo —continuó sin darse por aludido—. Llevará un mensaje dentro. Si es algo inocuo, irá en una simple tarjeta manuscrita. Léala siempre varias veces, trate de averiguar si las palabras aparentemente triviales que lleve escritas pueden tener un doble significado. Cuando se trate de algo más complejo, utilizaremos el mismo código que usted, el morse invertido transcrito en una cinta atando las flores: deshaga la lazada e interprete el mensaje de la misma manera que usted los escribirá, esto es, de derecha a izquierda.
—Bien. ¿Y el segundo canal?
—Embassy de nuevo, pero no el salón, sino sus bombones. Si le llega una caja inesperadamente, sepa que viene de nosotros. Nos encargaremos de que salga del establecimiento con el mensaje correspondiente dentro, irá cifrado también. Observe bien la caja de cartón y el papel del envoltorio.
—Cuánta galantería —dije con una gota de sorna. Tampoco pareció apreciarla o, si lo hizo, no lo expresó.
—De eso se trata. De utilizar mecanismos inverosímiles para el intercambio de información confidencial. ¿Café?
Aún no había terminado la fruta, pero acepté. Llenó las tazas tras desenroscar la parte superior de un recipiente metálico. Milagrosamente, el líquido salió caliente. No tenía la menor idea de qué era aquel ingenio capaz de verter, como si fuera recién hecho, el café que llevaba allí al menos una hora.
—El termo, un gran invento —anunció como si se hubiera percatado de mi curiosidad. De su maletín extrajo entonces varias carpetas delgadas de cartulina clara que colocó en un montón frente a él—. Le voy a presentar a continuación a los personajes que más nos interesa que controle. Con el tiempo, nuestro interés en estas señoras puede aumentar o decrecer. O incluso desaparecer, aunque lo dudo. Probablemente iremos introduciendo también nombres nuevos, le pediremos que intensifique el seguimiento de alguna de ellas en particular o que esté tras la pista de ciertos datos concretos; en fin, le iremos avisando al respecto según marchen las cosas. De momento, no obstante, éstas son las personas cuya agenda deseamos conocer con inmediatez.
Abrió la primera carpeta y sacó unos folios mecanografiados. En el ángulo superior llevaban una fotografía sujeta con un gancho metálico.
—Baronesa de Petrino, de origen rumano. Nombre de soltera, Elena Borkowska. Casada con Hans Lazar, jefe de Prensa y Propaganda de la embajada alemana. Su marido es para nosotros un objetivo informativo prioritario: se trata de una persona influyente y con un inmenso poder. Es muy hábil y está magníficamente relacionado con los españoles del régimen y, sobre todo, con los falangistas más poderosos. Posee además unas dotes excelentes para las relaciones públicas: organiza fiestas fabulosas en su palacete de la Castellana y tiene a decenas de periodistas y empresarios comprados a base de agasajarlos con viandas y licores que trae directamente de Alemania. Lleva un tren de vida escandaloso en la miserable España actual; es un sibarita y un apasionado de las antigüedades, es más que probable que consiga las piezas más cotizadas a costa del hambre ajena. Irónicamente, al parecer es judío y de origen turco, algo que él se encarga de ocultar por completo. Su esposa está del todo integrada en su frenética vida social y es igual de ostentosa que él en sus constantes apariciones públicas, así que no dudamos de que estará entre sus primeras clientas. Esperamos que sea una de las que más trabajo le proporcionen, tanto en la costura como a la hora de informarnos sobre sus actividades.
No me dio tiempo a ver la fotografía, porque inmediatamente cerró la carpeta y la desplazó sobre el mantel hacia mí. Me dispuse entonces a abrirla, pero él me frenó.
—Déjelo para más tarde. Podrá llevarse todas estas carpetas hoy con usted. Debe memorizar los datos y destruir los documentos y las fotografías tan pronto como sea capaz de retenerlos en su cabeza. Quémelo todo. Es absolutamente imprescindible que estos dossiers no viajen a Madrid y que nadie más que usted conozca el contenido, ¿está claro?
Antes de que lograra asentir, abrió la siguiente carpeta y continuó.
—Gloria von Fürstenberg. De origen mexicano a pesar de su nombre, tenga mucho cuidado con lo que dice delante de ella porque lo entenderá todo. Es una belleza espectacular, muy elegante, viuda de un noble alemán. Tiene dos hijos pequeños y una situación económica un tanto calamitosa, por lo que anda a la caza constante de un nuevo marido rico o, en su defecto, de cualquier incauto con fortuna que le proporcione el sustento necesario para seguir llevando su gran tren de vida. Por eso está siempre arrimada a los poderosos; se le atribuyen varios amantes, entre ellos el embajador de Egipto y el millonario Juan March. Su actividad social es imparable, siempre del lado de la comunidad nazi. Le dará también bastante quehacer, no lo dude, aunque tal vez se demore en pagar las facturas.
Volvió a cerrar los documentos. Me los pasó, puse la carpeta encima de la anterior sin volverla a abrir. Procedió a una tercera.
—Elsa Bruckmann, nacida princesa de Cantacuceno. Millonaria, adoradora de Hitler aunque mucho mayor que él. Dicen que fue ella quien le introdujo en la fastuosa vida social berlinesa. Ha donado una verdadera fortuna a la causa nazi. Últimamente está viviendo en Madrid, alojada en la residencia de los embajadores, desconocemos la razón. No obstante, parece sentirse muy a gusto y no se pierde tampoco ningún acto social. Tiene fama de ser un poco excéntrica y bastante indiscreta, puede resultar un libro abierto a la hora de proporcionar información relevante. ¿Otra taza de café?
—Sí, pero deje que lo sirva yo. Continúe hablando, le sigo.
—De acuerdo, gracias. La última alemana: la condesa Mechthild Podewils, alta, guapa, de unos treinta años, separada, muy amiga de Arnold, uno de los principales espías en activo en Madrid y de un alto mando de las SS de apellido Wolf al que ella suele llamar por el diminutivo wolfchen, lobito. Tiene excelentes contactos tanto alemanes como españoles, estos últimos a su vez pertenecen a los círculos aristocráticos y a los del gobierno, entre ellos Miguel Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, hermano de José Antonio, el fundador de la Falange. Es una agente nazi en toda regla, aunque ella misma tal vez no lo sepa. Según se encarga de ir diciendo, no entiende una palabra ni de política ni de espionaje, pero le pagan quince mil pesetas al mes por informar de todo lo que ve y oye, y eso en la España de hoy es una auténtica fortuna.
—No lo dudo.
—Vamos ahora con las españolas. Piedad Iturbe von Scholtz, Piedita entre los amigos. Marquesa de Belvís de las Navas y esposa del príncipe Max de Hohenlohe-Langenburg, un austríaco terrateniente y rico, miembro legítimo de la realeza europea, aunque lleva en España media vida. Apoya en principio a la causa germana porque es la de su país, pero mantiene constantes contactos con nosotros y con los americanos porque le interesamos para sus negocios. Ambos son muy cosmopolitas y no parece gustarles en absoluto los delirios del Führer. Forman, en realidad, una pareja encantadora y muy estimada en España, pero digamos que nadan entre dos aguas. Queremos tenerlos controlados para saber si se inclinan más hacia el lado alemán que hacia el nuestro, ¿entiende? —dijo cerrando la correspondiente carpeta.
—Entiendo.
—Y por último entre las más deseables, Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol. Es la única que no nos interesa por su consorte, un militar y aristócrata treinta años mayor que ella. Nuestro objetivo aquí no es el marido, sino el amante: Ramón Serrano Suñer, ministro de Gobernación y secretario general del Movimiento. El ministro del Eje, le llamamos.
—¿El cuñado de Franco? —pregunté sorprendida.
—El mismo. Mantienen una relación bastante descarada, sobre todo por parte de ella, que alardea en público y sin el menor miramiento de su romance con el segundo hombre más poderoso de España. Se trata de una mujer tan elegante como altiva, con un carácter muy fuerte, tenga cuidado. No obstante, sería de un valor inestimable para nosotros toda la información que a través de ella pudiera obtener sobre los movimientos y contactos de Serrano Suñer que no son de conocimiento público.
Disimulé la sorpresa que aquel comentario me causó. Sabía que Serrano era un hombre galante, así me lo demostró él mismo cuando recogió del suelo la polvera que hice caer a sus pies, pero también me pareció entonces un hombre discreto y contenido; costaba trabajo imaginarlo como el protagonista de una escandalosa relación extramarital con una dama despampanante de alta alcurnia.
—Nos queda ya una última carpeta con información sobre varias personas —prosiguió Hillgarth—. Según los datos que poseemos, es menos probable que las esposas de quienes aquí se mencionan tengan urgencia por acudir a un elegante taller de costura tan pronto como empiece a funcionar pero, por si acaso, no estará de más que memorice sus nombres. Y sobre todo, apréndase bien los de sus maridos, que son nuestros verdaderos objetivos. Es muy posible también que sean mencionados en las conversaciones de otras clientas, esté bien atenta. Comienzo, voy a leer deprisa, ya tendrá tiempo de revisarlo todo usted misma con más tranquilidad. Paul Winzer, el hombre fuerte de la Gestapo en Madrid. Muy peligroso; le temen y odian incluso muchos de sus compatriotas. Es el esbirro en España de Himmler, el jefe de los servicios secretos alemanes. Apenas alcanza los cuarenta años, pero es un perro viejo. Mirada perdida, gafas redondas. Tiene decenas de colaboradores repartidos por todo Madrid, ándese con ojo. Siguiente: Walter Junghanns, una de nuestras pesadillas particulares. Es el mayor saboteador de cargamentos de fruta española con destino a Gran Bretaña: introduce bombas que ya han matado a varios trabajadores. Siguiente: Karl Ernst von Merck, un destacado miembro de la Gestapo con gran influencia en el partido nazi. Siguiente: Johannes Franz Bernhardt, empresario...
—Le conozco.
—¿Perdón?
—Le conozco de Tetuán.
—Le conoce ¿cuánto? —preguntó lentamente.
—Poco. Muy poco. Nunca he hablado con él, pero coincidimos en alguna recepción cuando Beigbeder era alto comisario.
—¿La conoce él a usted? ¿Podría reconocerla en un sitio público?
—Lo dudo. Nunca hemos cruzado una palabra y no creo que él recuerde aquellos encuentros.
—¿Por qué lo sabe?
—Porque sí. Las mujeres distinguimos perfectamente cuándo un hombre nos mira con interés y cuándo, sin embargo, lo hace como el que ve un mueble.
Quedó unos segundos silencioso, como reflexionando sobre lo oído.
—Psicología femenina, imagino —dijo al cabo con escepticismo.
—No lo dude.
—¿Y su esposa?
—Le hice un traje de chaqueta una vez. Tiene razón, nunca integraría el grupo de las especialmente sofisticadas. No es el tipo de señora a la que le importe en absoluto llevar la ropa de la temporada anterior.
—¿Cree que se acordaría de usted, que la reconocería si coincidiera en algún sitio?
—No lo sé. Pienso que no, pero no se lo puedo asegurar. De todas maneras, si así lo hiciera, no creo que fuera problemático. Mi vida en Tetuán no contradice lo que a partir de ahora voy a hacer.
—No lo crea. Allí era amiga de la señora Fox y, por extensión, afín al coronel Beigbeder. En Madrid nadie debe saber nada acerca de ello.
—Pero en los actos públicos apenas estaba junto a ellos y, de nuestros encuentros privados, Bernhardt y su mujer no tienen por qué saber nada. No se preocupe, no creo que haya problemas.
—Eso espero. De todas maneras, Bernhardt está bastante al margen de las cuestiones de inteligencia: lo suyo son los negocios. Es el testaferro del gobierno nazi en una complejísima trama de sociedades alemanas que operan en España: transportes, bancos, aseguradoras...
—¿Tiene algo que ver con la compañía HISMA?
—HISMA, Hispano-Marroquí de Transportes, se les quedó pequeña en cuanto dieron el salto a la Península. Ahora trabajan bajo la cobertura de otra empresa más potente, SOFINDUS. Pero dígame, ¿de qué conoce HISMA?
—Oí hablar de ella en Tetuán durante la guerra —respondí vagamente. No era momento de detallar la negociación entre Bernhardt y Serrano Suñer, aquello quedaba ya muy atrás.
—Bernhardt —continuó— tiene sobornados a un pelotón de soplones, pero lo que siempre busca es información de valor comercial. Confiemos en que no se encuentren nunca; de hecho, ni siquiera reside en Madrid, sino en la costa de Levante; dicen que el propio Serrano Suñer le pagó allí una casa en agradecimiento a los servicios prestados; no sabemos si ese extremo es cierto o no. Bien, una última cosa muy importante respecto a él.
—Usted dirá.
—Wolframio.
—¿Qué?
—Wolframio —repitió—. Un mineral de importancia vital para la manufactura de componentes destinados a los proyectiles de artillería para la guerra. Creemos que Bernhardt anda en negociaciones para conseguir del gobierno español concesiones mineras en Galicia y Extremadura a fin de hacerse con pequeños yacimientos comprando directamente a sus propietarios. Dudo que en su taller se llegue a hablar de estas cosas, pero si oyera algo acerca de esto, informe inmediatamente. Recuerde: wol-fra-mio. Y a veces también se le llama tungsteno. Aquí está anotado, en la sección de Bernhardt —dijo señalando con el dedo el documento.
—Lo tendré en cuenta.
Encendimos otro cigarrillo.
—Bueno, procedamos ahora con las cuestiones desaconsejables. ¿Está cansada?
—En absoluto. Continúe, por favor.
—En lo que respecta a clientas, hay un grupúsculo al que debe evitar a toda costa: las funcionarías de los servicios nazis. Es fácil reconocerlas: son extremadamente vistosas y arrogantes, suelen ir muy maquilladas, perfumadas y vestidas con ostentación. En realidad se trata de mujeres sin pedigrí social alguno y con una cualificación profesional bastante baja, pero sus sueldos son astronómicos en la España actual y ellas se encargan de gastarlos de manera jactanciosa. Las esposas de los nazis poderosos las desprecian y ellas mismas, a pesar de su aparente engreimiento, apenas se atreven a toser delante de sus superiores. Si aparecieran por su taller, quíteselas de encima sin miramientos: no le convienen, le espantarían a la clientela más deseable.
—Actuaré como dice, pierda cuidado.
—En cuanto a establecimientos públicos, desaconsejamos su presencia en locales como Chicote, Riscal, Casablanca o Pasapoga. Están llenos de nuevos ricos, estraperlistas, advenedizos del régimen y gente del mundo del espectáculo: compañías poco recomendables en sus circunstancias. Limítese en la medida de lo posible a los hoteles que antes le he indicado, a Embassy, y a otros lugares seguros como el Club de Puerta de Hierro o el casino. Y, por supuesto, si consigue que la inviten a cenas o fiestas con alemanes en residencias privadas, acepte de inmediato.
—Lo haré —dije. No le hice saber lo mucho que dudaba de que en algún momento alguien me ofreciera asistir a todos aquellos lugares.
Consultó su reloj y yo le imité. Quedaba poca luz en la habitación, nos envolvía ya el presentimiento del anochecer. A nuestro alrededor, ni un ruido; tan sólo un denso olor a falta de ventilación. Eran más de las siete de la tarde, llevábamos juntos desde las diez de la mañana: Hillgarth disparando información como con una manguera que nunca fuera a cerrarse, y yo absorbiéndola por todos los poros de mi piel, manteniendo los oídos, la nariz y la boca dispuestos a aspirar el mínimo detalle, masticando datos, deglutiéndolos, intentando que hasta el último milímetro de mi cuerpo quedara impregnado de las palabras que de él provenían. Hacía tiempo que el café se había acabado y las colillas rebosaban del cenicero.
—Bueno, vamos a ir terminando —anunció—. Me quedan tan sólo algunas recomendaciones. La primera de ellas es un mensaje de la señora Fox. Me pide que le diga que, tanto en su apariencia como en su costura, intente ser osada, atrevida, o absolutamente elegante de puro simple. En cualquier caso, le anima a que se aleje de lo convencional y, sobre todo, a que no se quede a medio camino porque, si lo hace, corre según ella el riesgo de que el taller se le llene de señoronas del régimen en busca de recatados trajes de chaqueta para ir a misa los domingos con el marido y los niños.
Sonreí. Rosalinda, genio y figura hasta en los recados desde la ausencia.
—Viniendo el consejo de quien viene, lo seguiré a ciegas —afirmé.
—Y ahora, por último, nuestras sugerencias. Primero: lea la prensa, manténgase al día de la situación política tanto española como exterior, aunque debe ser consciente de que toda la información aparecerá siempre sesgada hacia el bando alemán. Segundo: no pierda jamás la calma. Métase en su papel y convénzase a sí misma de que usted es quien es, nadie más. Actúe sin miedo y con seguridad: no podemos ofrecerle inmunidad diplomática, pero le garantizo que, ante cualquier eventualidad, estará siempre protegida. Y nuestro tercer y último aviso: sea extremadamente cauta con su vida privada. Una mujer sola, hermosa y extranjera resultará muy atrayente para todo tipo de conquistadores y oportunistas. No puede imaginarse la cantidad de información confidencial que ha sido revelada de manera irresponsable por agentes descuidados en momentos de pasión. Esté alerta y, por favor, no comparta con nadie nada, absolutamente nada de lo que aquí ha oído.
—No lo haré, se lo aseguro.
—Perfecto. Confiamos en usted, esperamos que su misión será del todo satisfactoria.
Comenzó entonces a recoger sus papeles y a organizar el maletín. Había llegado el momento que yo llevaba temiendo el día entero: se preparaba para su marcha y hube de contenerme para no pedirle que se quedara a mi lado, que siguiera hablando y me diera más instrucciones, que no me dejara volar sola tan pronto. Pero él no me miraba ya, por eso probablemente no pudo darse cuenta de mi reacción. Se movía con el mismo ritmo con el que, una a una, había desgranado sus frases a lo largo de las horas previas: rápido, directo, metódico; yendo al fondo de cada cuestión sin perder un segundo en banalidades. Mientras guardaba las últimas pertenencias, me hizo llegar las recomendaciones finales.
—Recuerde lo que le he dicho respecto a los dossiers: estúdielos y hágalos desaparecer inmediatamente. Alguien la acompañará ahora hasta un acceso de salida lateral, un coche la estará esperando cerca para llevarla a casa. Aquí tiene el pasaje de avión y dinero para los primeros gastos.
Me entregó dos sobres. El primero, delgado, contenía mi credencial para atravesar el cielo hasta Madrid. El segundo, grueso, lo llenaba un gran fajo de billetes. Seguía hablando mientras abrochaba con destreza las hebillas de la cartera.
—Este dinero cubrirá sus gastos iniciales. La estancia en el Palace y el alquiler de su nuevo taller corren de nuestra cuenta, ya está gestionado todo, lo mismo que el sueldo de las chicas que trabajarán para usted. Los rendimientos de su trabajo serán sólo suyos. No obstante, si necesitara más liquidez, háganoslo saber inmediatamente: tenemos una línea abierta para estas operaciones, no hay problema alguno de financiación.
Yo también estaba lista ya. Llevaba las carpetas apretadas contra el pecho, cobijadas entre los brazos como si fueran el hijo que perdí años atrás y no los datos amontonados de un enjambre de indeseables. El corazón se mantenía en su sitio, obedeciendo a mis órdenes internas para que no ascendiera hasta la garganta y amenazara con ahogarme. Nos levantamos por fin de aquella mesa sobre la que tan sólo quedaban ya lo que parecían los restos inocentes de una larga sobremesa: las tazas vacías, un cenicero repleto y dos sillas fuera de su sitio. Como si allí no hubiera tenido lugar nada más que una grata conversación entre un par de amigos que, charlando distendidos y entre pitillo y pitillo, se hubieran puesto al día sobre la vida de cada uno de ellos. Con la salvedad de que el capitán Hillgarth y yo no éramos amigos. Ni a ninguno de los dos le interesaba lo más mínimo el pasado del otro, ni siquiera el presente. A los dos, tan sólo, nos preocupaba el futuro.
—Un último detalle —advirtió.
Estábamos a punto de salir, él tenía ya la mano en el picaporte. La retiró y me miró fijamente bajo sus cejas espesas. A pesar de la larga sesión, mantenía el mismo aspecto que a primera hora de la mañana: el nudo de la corbata impecable, los puños de la camisa emergiendo impolutos de las bocamangas, ni un pelo fuera de su sitio. Su rostro seguía impasible, ni especialmente tenso, ni especialmente distendido. La imagen perfecta de alguien capaz de manejarse con autodominio en todas las situaciones. Bajó la voz hasta hacerla apenas un murmullo ronco.
—Ni usted me conoce a mí, ni yo la conozco a usted. No nos hemos visto jamás. Y respecto a su adscripción al Servicio Secreto británico, a partir de este momento usted, para nosotros, deja de ser la ciudadana española Sira Quiroga o la marroquí Arish Agoriuq. Será tan sólo la agente especial del SOE con nombre clave Sidi y base de operaciones en España. La menos convencional entre todos los recientes fichajes pero, ya sin duda, una de los nuestros.
Me tendió la mano. Firme, fría, segura. La más firme, la más fría, la más segura que había estrechado en mi vida.
—Buena suerte, agente. Estaremos en contacto.
40
Nadie excepto mi madre supo las razones verdaderas de mi partida imprevista. Ni mis clientas ni siquiera Félix y Candelaria: a todos engañé con la excusa de un viaje a Madrid al objeto de vaciar nuestra antigua vivienda y arreglar algunos asuntos. Ya se encargaría mi madre más tarde de ir inventando pequeñas mentiras que justificaran lo dilatado de mi ausencia: perspectivas de negocio, algún malestar, tal vez un nuevo novio. No temíamos que nadie sospechara alguna trama o atara cabos sueltos: aunque los canales de transporte y transmisiones estaban ya plenamente operativos, el contacto fluido entre la capital de España y el norte de África seguía siendo muy limitado.
Sí quise, no obstante, despedirme de mis amigos y pedirles sin palabras que me desearan suerte. Organizamos para ello una comida el último domingo. Vino Candelaria vestida de gran señora a su manera> con su moño «arriba España» apelmazado de laca, un collar de perlas falsas y el traje nuevo que le habíamos cosido unas semanas atrás. Félix cruzó con su madre, no hubo manera de quitársela de encima. También Jamila estuvo con nosotros la iba a añorar como a una hermana pequeña. Brindamos con vino y sifón, y nos despedimos con besos sonoros y sinceros deseos de buen viaje. Sólo cuando cerré la puerta tras la marcha de todos ellos fui consciente de cuánto iba a echarlos de menos.
Con el comisario Vázquez usé la misma estrategia, pero inmediatamente supe que el embuste no cuajó. Cómo iba a burlarle, si estaba al tanto de todas las cuentas que todavía tenía yo pendientes y del pánico que me provocaría enfrentarme a ellas. Fue el único que intuyó que tras mi inocente desplazamiento había algo más complejo; algo de lo que no podía hablar. Ni a él, ni a nadie. Quizá por eso prefirió no indagar. De hecho, apenas dijo nada: se limitó, como siempre, a mirarme con sus ojos dinamiteros y a aconsejarme que tuviera cuidado. Me acompañó después hasta la salida para hacer de paraguas frente a las babas calenturientas de sus subordinados. En la puerta de su comisaría nos despedimos. ¿Hasta cuándo? Ninguno de los dos sabía. Quizá hasta pronto. Quizá hasta nunca.
Además de las telas y los útiles de costura, compré un buen número de revistas y algunas piezas de artesanía marroquí con la ilusión de dar a mi taller madrileño un aire exótico en concordancia con mi nuevo nombre y mi supuesto pasado de prestigiosa modista tangerina. Bandejas de cobre repujado, lámparas con cristales de mil colores, teteras de plata, algunas piezas de cerámica y tres grandes alfombras bereberes. Un pedacito de África en el centro del mapa de la exhausta España.
Cuando entré por primera vez en el gran piso de Núñez de Balboa todo estaba listo, esperándome. Las paredes pintadas en blanco satinado, la tarima de roble del suelo recién pulida. La distribución, la organización y el orden eran una réplica a gran escala de mi casa de Sidi Mandri. La primera zona consistía en una sucesión de tres salones comunicados que triplicaban las dimensiones del antiguo. Los techos infinitamente más altos, los balcones más señoriales. Abrí uno de ellos, pero al asomarme no encontré el monte Dersa, ni el macizo del Gorgues, ni en el aire una brizna de olor a azahar y jazmín, ni la cal en las paredes vecinas, ni la voz del muecín llamando a la oración desde la mezquita. Cerré precipitadamente, cortando el paso a la melancolía. Seguí entonces avanzando. En la última de las tres estancias principales se encontraban acumulados los rollos de telas traídos de Tánger, un sueño de piezas de dupion de seda, encaje de guipur, muselina y chifón en todas la tonalidades imaginables, desde el recuerdo de la arena de la playa hasta rojos fuego, rosas y corales o todos los azules posibles entre el cielo de una mañana de verano y el mar revuelto en una noche de tormenta. Las salas de pruebas, dos, tenían la amplitud duplicada por efecto de los imponentes espejos de tres cuerpos bordeados de marquetería de pan de oro. El taller, al igual que en Tetuán, ocupaba la parte central, sólo que era infinitamente mayor. La gran mesa para cortar, tablas de plancha, maniquíes desnudos, hilos y herramientas, lo común. Al fondo, mi espacio: inmenso, excesivo, diez veces por encima de mis necesidades. De inmediato intuí la mano de Rosalinda en todo aquel montaje. Sólo ella sabía cómo yo trabajaba, cómo tenía organizada mi casa, mis cosas, mi vida.
En el silencio de la nueva residencia volvió a llamar a la puerta de mi conciencia la pregunta que tamborileaba en mi cabeza desde un par de semanas atrás. Por qué, por qué, por qué. Por qué había aceptado aquello, por qué iba a embarcarme en esa aventura incierta y ajena, por qué. Seguía sin respuesta. O, al menos, sin una respuesta definida. Tal vez accedí por lealtad a Rosalinda. Tal vez porque creí que se lo debía a mi madre y a mi país. Quizá no lo hice por nadie o tan sólo por mí misma. Lo cierto era que había dicho sí, adelante: con plena conciencia, prometiéndome abordar aquella tarea con determinación y sin dudas, sin recelos, sin inseguridades. Y allí estaba, embutida en la personalidad de la inexistente Arish Agoriuq, recorriendo su nuevo hábitat, taconeando con fuerza escalera abajo, vestida con todo el estilo del mundo y dispuesta a convertirme en la modista más falsa de todo Madrid. ¿Tenía miedo? Sí, todo el miedo del universo aferrado a la boca del estómago. Pero a raya. Domesticado. A mis órdenes.
Con el portero de la finca me llegó el primer recado. Las chicas a mi servicio se presentarían a la mañana siguiente. Juntas llegaron Dora y Martina, dos años las separaban. Eran parecidas y distintas a la vez, como complementarias. Dora tenía mejor constitución, Martina ganaba en facciones. Dora parecía más lista, Martina más dulce. Me gustaron ambas. No me agradó, en cambio, la ropa miserable que llevaban puesta, sus caras de hambre atrasada y el retraimiento que traían metido en el cuerpo. Las tres cosas, afortunadamente, hallaron solución pronto. Les tomé medidas y en breve tuve listos un par de elegantes uniformes para cada una de ellas: las primeras usuarias del arsenal de telas tangerino. Con unos cuantos billetes del sobre de Hillgarth, las mandé al mercado de La Paz en busca de avituallamiento.
—¿Y qué compramos, señorita? —preguntaron con los ojos como platos.
—Lo que encontréis, dicen que no hay mucho de nada. Lo que vosotras veáis, ¿no me habéis dicho que sabéis cocinar? Pues venga, a ello.
El apocamiento tardó en desaparecer, aunque poco a poco se fue diluyendo. ¿Qué temían, qué les causaba tanta introversión? Todo. Trabajar para la extranjera africana que se suponía que era yo, el edificio imponente que albergaba mi nuevo domicilio, el temor a no saber desenvolverse en un sofisticado taller de costura. Día a día, no obstante, fueron amoldándose a su nueva vida: a la casa y a las rutinas cotidianas, a mí. Dora, la mayor, resultó tener buena mano para la costura y comenzó a ayudarme pronto. Martina, en cambio, era más de la escuela de Jamila y de la mía en mis años de juventud: le gustaba la calle, los mandados, el constante ir y venir. La casa la llevaban a medias entre las dos, eran eficientes y discretas, buenas muchachas, como entonces se decía. De Beigbeder hablaron alguna vez; nunca les confirmé que le conocía. Don Juan, le llamaban. Le recordaban con cariño: lo asociaban con Berlín, con un tiempo pasado del que aún les quedaban memorias difusas y el rastro de la lengua.
Todo se fue desenvolviendo de acuerdo con las expectativas de Hillgarth. Más o menos. Llegaron las primeras clientas, algunas fueron las previstas, otras no. Abrió la temporada Gloria von Fürstenberg, hermosa, majestuosa, con el pelo zaino peinado en gruesas trenzas que formaban en su nuca una especie de corona negra de diosa azteca. De sus ojazos saltaron chispas cuando vio mis telas. Las observó, las tocó y calibró, preguntó precios, descartó algunas rápidamente y probó el efecto de otras sobre su cuerpo. Con mano experta eligió aquellas que más le favorecían entre las de coste no exagerado. Repasó también con ojo hábil las revistas, parándose en los modelos más acordes con su cuerpo y su estilo. Aquella mexicana de apellido alemán sabía perfectamente lo que quería, así que ni me pidió ningún consejo ni yo me molesté en dárselos. Se decantó finalmente por una túnica de gazar color chocolate y un abrigo de noche de otomán. El primer día vino sola y hablamos en español. A la primera prueba trajo a una amiga, Anka von Fries, quien me encargó un vestido largo en crepe gorguette y una capa de terciopelo rubí rematada con plumas de avestruz. En cuanto las oí hablar entre ambas en alemán, requerí la presencia de Dora. Bien vestida, bien comida y bien peinada, la joven ya no era ni sombra del gorrión asustadizo que llegó junto a su hermana apenas unas semanas atrás: se había convertido en una ayudante esbelta y silenciosa que tomaba notas mentales de todo cuanto sus oídos captaban y salía disimuladamente cada pocos minutos para transcribir en un cuaderno los detalles.
—Siempre me gusta tener un registro exhaustivo de todas mis clientas —le había advertido—. Quiero entender lo que dicen para saber adónde van, con quién se mueven y qué planes tienen. De esta manera, tal vez pueda captar nueva clientela. Yo me encargo de lo que se diga en español, pero lo que hablen en alemán es tarea tuya.
Si aquel cercano seguimiento de las clientas causó alguna extrañeza en Dora, no lo demostró. Probablemente pensara que se trataba de algo razonable, lo común en aquel tipo de negocio tan nuevo para ella. Pero no lo era; no lo era en absoluto. Anotar sílaba a sílaba los nombres, cargos, lugares y fechas que salían de las bocas de las clientas no era una tarea normal, pero nosotras lo hacíamos a diario, aplicadas y metódicas como buenas pupilas. Después, por la noche, repasaba mis notas y las de Dora, extraía la información que creía que podía ser de interés, la sintetizaba en frases breves y finalmente la transcribía a signos de código morse invertido, adaptando las rayas largas y breves a las líneas rectas y ondulantes de aquellos patrones que jamás formarían parte de ninguna pieza completa. Las cuartillas con las anotaciones manuscritas se convertían en ceniza cada madrugada por medio de una simple cerilla. A la mañana siguiente no quedaba ni una letra de lo escrito, pero sí un puñado de mensajes ocultos en el contorno de una solapa, una cinturilla o un canesú.
Tuve también como clienta a la baronesa de Petrino, esposa del poderoso encargado de prensa Lazar: infinitamente menos espectacular que la mexicana, pero con unas posibilidades económicas mucho mayores. Eligió las telas más caras y no escatimó en caprichos. Trajo a más clientas, dos germanas, una húngara también. A lo largo de muchas mañanas, mis salones se convirtieron para ellas en centro de reunión social con un barullo de lenguas de fondo. Enseñé a Martina a preparar té a la manera moruna, con la hierbabuena que plantamos en macetas de barro sobre el alféizar de la ventana de la cocina. La instruí sobre cómo manejar las teteras, cómo verter airosa el líquido hirviente en los pequeños vasos con filigrana de plata; hasta le enseñé a pintarse los ojos con khol y cosí a su medida un caftán de raso gardenia para dar a su presencia un aire exótico. Una doble de mi Jamila en otra tierra, para que la tuviera siempre presente.
Todo marchaba bien; sorprendentemente bien. Me desenvolvía en mi nueva vida con plena seguridad, entraba en los mejores sitios con paso firme. Actuaba ante las clientas con aplomo y decisión, protegida por la armadura de mi falso exotismo. Entremezclaba con desfachatez palabras en francés y árabe: posiblemente decía en esta lengua bastantes sandeces, habida cuenta de que a menudo repetía simples expresiones retenidas a fuerza de haberlas oído en las calles de Tánger y Tetuán, pero cuyo sentido y uso exacto desconocía. Hacía esfuerzos para que, en aquel poliglotismo tan falso como aturullado, no se me escurriera alguna ráfaga del inglés roto que de Rosalinda había aprendido. Mi condición de extranjera recién llegada me servía de útil refugio para encubrir mis puntos más débiles y evitar los terrenos pantanosos. A nadie, sin embargo, parecía importar ni poco ni mucho mi origen: interesaban más mis tejidos y lo que con ellos fuera capaz de coser. Hablaban las clientas en el taller, parecían sentirse cómodas. Comentaban entre ellas y conmigo sobre lo que habían hecho, sobre lo que iban a hacer, sobre sus amigos comunes, sus maridos y sus amantes. Trabajábamos entretanto Dora y yo imparables: con las telas, los figurines y las medidas al descubierto; con las anotaciones clandestinas en la retaguardia. No sabía si todos aquellos datos que a diario transcribía tendrían valor alguno para Hillgarth y su gente pero, por si acaso, intentaba ser minuciosamente rigurosa. Los miércoles por la tarde, antes de la sesión de peluquería, dejaba el cilindro de patrones en el armario indicado. Los sábados visitaba el Prado, maravillada ante aquel descubrimiento; tanto que a veces casi olvidaba que tenía algo importante que hacer allí más allá de extasiarme delante de las pinturas. Tampoco con el trasiego de sobres llenos de patrones codificados tuve el más mínimo inconveniente: todo se desarrollaba con tanta fluidez que ni siquiera hubo opción a que los nervios amenazaran con morderme los higadillos. Recogía mi carpeta siempre la misma persona, un trabajador calvo y delgado que probablemente fuera también el encargado de dar salida a mis mensajes, aunque jamás cruzara conmigo el menor gesto de complicidad.
Salía a veces, no demasiado. Fui a Embassy en algunas ocasiones a la hora del aperitivo. Capté desde el primer día al capitán Hillgarth, de lejos, bebiendo whisky con hielo sentado entre un grupo de compatriotas. El también notó mi presencia de inmediato, cómo no. Pero sólo yo lo supe: ni un solo milímetro de su cuerpo se inmutó ante mi llegada. Mantuve el bolso aferrado con firmeza en la mano derecha y fingimos no habernos visto. Saludé a un par de clientas que alabaron públicamente mi atelier ante otras señoras; tomé un cóctel con ellas, recibí miradas apreciativas de unos cuantos varones y, desde la falsa atalaya de mi cosmopolitismo, observé con disimulo a la gente que a mi alrededor había. Clase, frivolidad y dinero en estado puro, repartido por la barra y las mesas de un pequeño local en esquina decorado sin la menor ostentación. Había señores con trajes de las mejores lanas, alpacas y tweeds, militares con la esvástica en el brazo y otros con uniformes extranjeros que no identifiqué, cuajados todos en la bocamanga de galones y estrellas de puntas abundantes. Había señoras elegantísimas con sastres de dos piezas y tres hilos al cuello de perlas como avellanas; con el rouge impecable en los labios y casquetes, turbantes y sombreros divinos sobre sus cabezas de perfecta coiffure. Había conversaciones en varias lenguas, risas discretas y ruido de cristal contra cristal. Y, flotando en el aire, sutiles rastros de perfumes de Patou y Guerlain, la sensación del más mundano saber estar y el humo de mil cigarrillos rubios. La guerra española recién terminada y el conflicto brutal que asolaba Europa parecían anécdotas de otra galaxia en aquel ambiente de pura sofisticación sin estridencias.
En una esquina de la barra, erguida y digna, saludando atenta a los clientes mientras controlaba a la vez el movimiento incesante de los camareros, percibí a quien supuse que sería la propietaria del establecimiento, Margaret Taylor. Hillgarth no me había puesto al tanto de la clase de colaboración que mantenía con ella, pero no me cabía duda de que ésta iba más allá de un simple intercambio de favores entre la dueña de un lugar de esparcimiento y uno de sus clientes habituales. La contemplé mientras entregaba la cuenta a un oficial nazi de uniforme negro, brazalete con la cruz gamada y botas altas brillantes como espejos. Aquella extranjera de aspecto austero y distinguido a la vez, que debía de haber superado los cuarenta unos años atrás, era, sin duda, otra pieza más de la noria clandestina que el agregado naval británico había puesto en marcha en España. No pude distinguir si en algún momento el capitán Hillgarth y ella intercambiaban miradas, si se cruzaron algún tipo de mensaje mudo. Volví a observarlos de reojo antes de irme. Ella hablaba discreta con un joven camarero de chaquetilla blanca, parecía darle instrucciones. Él seguía en su mesa, escuchando con interés lo que uno de sus amigos narraba. Todo el grupo a su alrededor parecía estar igualmente atento a las palabras de un hombre joven con aspecto más desenfadado que el resto. En la distancia percibí cómo éste gesticulaba teatral, imitaba a alguien tal vez. Al final todos estallaron en una carcajada y escuché al agregado naval reír con ganas. Quizá no fuera más que la imaginación haciéndome cosquillas, pero, por una milésima de segundo, me pareció que concentraba su mirada en mí y me guiñaba un ojo.
Madrid se fue cubriendo de otoño mientras el número de clientas aumentaba. Aún no había recibido flores o bombones, ni de Hillgarth ni de nadie. Ni ganas tenía. Ni tiempo. Porque si algo comenzaba a faltarme en aquellos días era precisamente eso: tiempo. La popularidad de mi nuevo atelier se extendió con rapidez, se corrió la voz de las espectaculares telas que en él tenía. El número de encargos aumentaba por días y empecé a no dar abasto; me vi obligada a retrasar pedidos y a distanciar las pruebas. Trabajaba mucho, muchísimo, más que nunca en mi vida. Me acostaba a las tantas, madrugaba, apenas descansaba; había días que no me quitaba la cinta métrica del cuello hasta el momento de meterme en la cama. En mi pequeña caja de caudales entraba un flujo constante de dinero, pero me interesaba tan poco que ni siquiera me molesté en pararme a contar cuánto tenía. Qué distinto era todo a mi antiguo taller. A la memoria me venían a veces con una pizca de nostalgia los recuerdos de aquellos otros primeros tiempos en Tetuán. Las noches recontando los billetes una y otra vez en mi cuarto de Sidi Mandri, calculando ansiosa cuánto tardaría en poder pagar mi deuda. Candelaria en su regreso a la carrera de las casas de cambio de los hebreos, con un rollo de libras esterlinas guardado entre los pechos. La alegría casi infantil de las dos al repartir el montante: la mitad para ti y la mitad para mí, y que nunca nos falte, mi alma, decía mes a mes la matutera. Parecía que varios siglos me separaban de aquel otro mundo y, sin embargo, sólo habían pasado cuatro años. Cuatro años como cuatro eternidades. Dónde estaba aquella Sira a la que una muchachita mora cortó el pelo con las tijeras de coser en la cocina de la pensión de La Luneta, dónde quedaron las poses que tanto ensayé en el espejo resquebrajado de mi patrona. Se perderían entre los pliegues del tiempo. Ahora me arreglaban la melena en el mejor salón de Madrid y aquellos gestos desenvueltos eran ya más míos que mis propias muelas.
Trabajaba mucho y ganaba más dinero de lo que jamás había soñado que podría conseguir con mi propio esfuerzo. Cobraba precios caros y recibía constantemente billetes de cien pesetas con la cara de Cristóbal Colón, de quinientas con el rostro de don Juan de Austria. Ganaba mucho, sí, pero llegó un momento en que no pude dar más de mí y así se lo tuve que hacer saber a Hillgarth a través del patrón de una hombrera. Llovía aquel sábado sobre el Museo del Prado. Mientras contemplaba extasiada las pinturas de Velázquez y Zurbarán, el hombre anodino del guardarropa recibió mi carpeta y, dentro de ella, un sobre con once mensajes que como siempre llegarían sin demora hasta el agregado naval. Diez contenían información convencional abreviada según la manera acordada. «Cena día 14 residencia Walter Bastian calle Serrano, asisten señores Lazar. Señores Bodemueller viajan San Sebastián semana próxima. Esposa Lazar hace comentarios negativos sobre Arthur Dietrich, ayudante su marido. Gloria Fürstenberg y Anka Frier visitan cónsul alemán Sevilla finales octubre. Varios hombres jóvenes llegaron semana pasada de Berlín, alojados Ritz, Friedrich Knappe los recibe y prepara. Marido Frau Hahn no gusta Kütschmann. Himmler llega España 21 octubre, gobierno y alemanes preparan gran recibimiento. Clara Stauffer recoge material para soldados alemanes su casa calle Galileo. Cena club Puerta Hierro fecha no exacta asisten condes Argillo. Häberlein organiza almuerzo su finca Toledo, Serrano Suñer y marquesa Llanzol invitados.» El último mensaje, distinto, transmitía algo más personal: «Demasiado trabajo. Sin tiempo para todo. Menos clientas o buscar ayuda. Informe por favor».
A mi puerta llegó a la mañana siguiente un hermoso ramo de gladiolos blancos. Los entregó un mozo con uniforme gris en cuya gorra se leía bordado el nombre de la floristería: Bourguignon. Leí primero la tarjeta. «Siempre dispuesto a cumplir tus deseos.» Y un garabato a modo de firma. Reí: jamás habría imaginado al frío Hillgarth escribiendo aquella frase tan ridículamente dulzona. Trasladé el ramo a la cocina y desaté la cinta que mantenía unidas las flores; tras pedir a Martina que se encargara de ponerlas en agua, me encerré en mi habitación. El mensaje saltó con inmediatez de entre una línea discontinua de trazos breves y largos. «Contrate persona entera confianza sin pasado rojo ni implicación política.»
Orden recibida. Y tras ella, la incertidumbre.
41
Cuando abrió la puerta no dije nada; sólo me la quedé mirando mientras contenía las ganas de abrazarla. Me observó confusa, repasandome con la mirada. Después buscó mis ojos, pero tal vez la voilette del sombrero no le dejó verlos.
—Usted me dirá, señora —dijo finalmente.
Estaba más delgada. Y se le notaba el paso de los años. Tan pequeñita como siempre, pero más flaca y más vieja. Sonreí. Seguía sin reconocerme.
—Le traigo recuerdos de mi madre, doña Manuela. Está en Marruecos, ha vuelto a coser.
Me miró extrañada, sin comprender. Iba arreglada con su habitual esmero, pero a su pelo le faltaban un par de meses de tinte y el traje oscuro que llevaba puesto acumulaba ya los brillos de unos cuantos inviernos.
—Soy Sira, doña Manuela. Sirita, la hija de su oficiala Dolores.
Volvió a mirarme de arriba abajo y de abajo arriba. Me agaché entonces para ponerme a su altura y levanté la redecilla del sombrero para que pudiera verme la cara mejor.
—Soy yo, doña Manuela, soy Sira. ¿No se acuerda ya de mí? —susurré.
—¡Virgen del amor hermoso! ¡Sira, hija mía, qué alegría! —dijo al fin.
Me abrazó y se echó a llorar mientras yo me esforzaba por no contagiarme.
—Pasa, hija, pasa, no te quedes en la puerta —dijo cuando por fin pudo contener la emoción—. Pero qué elegantísima estás, criatura; no te había conocido. Pasa, pasa al salón, cuéntame qué haces en Madrid, cómo te van las cosas, cómo está tu madre.
Me condujo a la estancia principal y la añoranza volvió de nuevo a asomar la patita. Cuántos días de Reyes había visitado de niña aquella sala de la mano de mi madre, cuánta emoción intentando anticipar qué regalo habría para mí en casa de doña Manuela. Recordaba su vivienda de la calle Santa Engracia como un piso grande y opulento; no tanto como aquel de Zurbano en el que tenía instalado el taller, pero infinitamente menos modesto que el nuestro de la calle de la Redondilla. En aquella visita, en cambio, me di cuenta de que los recuerdos de la infancia habían impregnado mi memoria de una percepción distorsionada de la realidad. El hogar en el que doña Manuela llevaba residiendo toda su larga vida de soltera ni era grande ni era opulento. Se trataba tan sólo de una vivienda mediana y mal distribuida, fría, oscura y llena de muebles sombríos y cortinones de terciopelo trasnochado que apenas dejaban entrar la luz; un piso corriente con manchas de goteras, en el que los cuadros eran láminas descoloridas y mustios pañitos de croché llenaban los rincones.
—Siéntate, hija, siéntate. ¿Quieres tomar algo? ¿Te preparo un cafetito? No es en realidad café, sino achicoria tostada, ya sabes lo difícil que es en estos días hacerse con comestibles, pero con un poco de leche se disimula el sabor, aunque cada día viene más aguada, qué vamos a hacerle. Azúcar no tengo, que le he dado la de mi cartilla de racionamiento a una vecina para sus niños; a mi edad, igual me da...
La interrumpí agarrándole una mano.
—No quiero tomar nada, doña Manuela, no se preocupe. Sólo he venido a verla para preguntarle una cosa.
—Tú me dirás, entonces.
—¿Sigue usted cosiendo?
—No, hija, no. Desde que cerramos el taller en el 35, no he vuelto. Alguna cosilla suelta ha habido para las amigas o por compromiso, pero nada más. Si no recuerdo mal, tu traje de novia fue lo último grande que hice, y fíjate tú al final...
Preferí esquivar lo que aquello evocaba y no la dejé terminar.
—¿Y usted querría venirse a coser conmigo?
Quedó unos segundos sin responder, desconcertada.
—¿Volver a trabajar, dices? ¿Volver a lo de siempre, como hacíamos antes?
Afirmé sonriendo, intentando infundir unas motas de optimismo en su aturdimiento. Pero no me contestó inmediatamente; antes desvió la conversación de rumbo.
—¿Y tu madre? ¿Por qué me buscas a mí y no coses con ella?
—Ya le he dicho que sigue en Marruecos. Se fue allí durante la guerra, no sé si usted lo sabía.
—Lo sabía, lo sabía... —dijo en voz baja, como con miedo a que las paredes la oyeran y transmitieran el secreto—. Apareció por aquí una tarde, así, de pronto, inesperadamente, como tú has hecho ahora. Me dijo que le habían organizado todo para irse a África, que tú estabas allí y que de alguna manera habías conseguido que alguien pudiera sacarla de Madrid. No sabía qué hacer, estaba asustada. Vino a consultarme, a ver qué me parecía a mí todo eso.
Mi maquillaje impecable no dejó entrever el desconcierto que sus palabras me estaban causando: jamás imaginé que mi madre hubiera dudado entre quedarse o no.
—Yo le dije que se fuera, que se marchara lo antes posible —prosiguió—. Madrid era un infierno. Todos sufrimos mucho, hija, todos. Los de las izquierdas, peleando día y noche para que no entraran los nacionales. Los de derechas, ansiando lo contrario, escondidos para que no los descubrieran y los llevaran a las checas. Y los que, como tu madre y yo, no éramos ni de un bando ni de otro, esperando a que el horror terminara para poder seguir viviendo en paz. Y todo eso, sin un gobierno al mando; sin nadie que pusiera un poco de orden en medio de aquel caos. Así que le aconsejé que sí, que se fuera, que saliera de este sinvivir y no desperdiciara la ocasión de recuperarte.
A pesar de mi perplejidad, decidí no preguntar nada sobre aquel encuentro ya lejano. Había ido a ver a mi vieja maestra con un plan de futuro inmediato, así que opté por avanzar hacia él.
—Hizo bien en animarla, no sabe cuánto se lo agradezco, doña Manuela —dije—. Ella está estupenda ahora, contenta y trabajando otra vez. Yo monté un taller en Tetuán en el 36, justo unos meses después de empezar la guerra. Allí las cosas estaban tranquilas y, aunque las españolas no tenían el cuerpo para fiestas y costuras, había algunas señoras extranjeras a las que la guerra importaba bastante poco. Así que se convirtieron en mis clientas. Cuando llegó mi madre, seguimos cosiendo juntas. Y ahora, yo he decidido volver a Madrid y empezar de nuevo con otro taller.
—¿Y has vuelto sola?
—Yo ya llevo mucho tiempo sola, doña Manuela. Si me está preguntando por Ramiro, aquello no duró mucho.
—Entonces, ¿Dolores se ha quedado allí sin ti? —preguntó sorprendida—. Pero si se marchó precisamente para estar contigo...
—Le gusta Marruecos: el clima, el ambiente, la vida tranquila... Tenemos muy buenas clientas y ha hecho también amigas. Ha preferido quedarse. Yo, en cambio, echaba de menos Madrid —mentí. Así que decidimos que yo me vendría, empezaría a trabajar aquí y, cuando los dos talleres estuvieran en marcha, ya pensaríamos qué hacer.
Me miró fijamente durante unos segundos eternos. Tenía los párpados caídos, la cara llena de surcos. Andaría por los sesenta y tantos, quizá se acercara ya a los setenta. Su espalda encorvada y las callosidades de los dedos mostraban el rastro de todos y cada uno de aquellos años de duro trajinar con las agujas y las tijeras. Como simple costurera primero, como ofíciala de taller después. Como dueña de un negocio más tarde y como marino sin barco, inactiva, al final. Pero no estaba acabada, qué va. Sus ojos vivos, pequeños y oscuros como aceitunillas negras, reflejaban la agudeza de quien aún mantenía la cabeza bien puesta sobre los hombros.
—No me lo estás contando todo, ¿verdad, hija? —dijo por fin.
Vieja lagarta, pensé con admiración. Se me había olvidado lo lista que era.
—No, doña Manuela, no se lo estoy contando todo —reconocí—. No se lo estoy contando todo porque no puedo hacerlo. Pero sí puedo contarle una parte. Verá, en Tetuán conocí a gente importante, gente que a día de hoy aún es influyente. Ellos me animaron para que viniera a Madrid, montara un taller y cosiera para ciertas clientas de la clase alta. No para señoras cercanas al régimen sino, sobre todo, para extranjeras y para españolas aristócratas y monárquicas, de las que piensan que Franco está usurpando el puesto del rey.
—¿Para qué?
—¿Para qué, qué?
—¿Para qué quieren tus amigos que tú cosas para esas señoras?
—No se lo puedo decir. Pero necesito que usted me ayude. He traído telas magníficas de Marruecos y aquí hay una escasez enorme de tejidos. Se ha corrido la voz y he ganado fama, pero tengo más clientas de las previstas y no puedo atenderlas a todas yo sola.
—¿Para qué, Sira? —repitió lentamente—. ¿Para qué coses a esas señoras, qué queréis de ellas tú y tus amigos?
Apreté los labios con decisión, dispuesta a no soltar una palabra. No podía. No debía. Pero una fuerza extraña pareció empujar mi voz desde el estómago. Como si doña Manuela estuviera de nuevo al mando y yo no fuera más que una aprendiza adolescente; como cuando tenía todo el derecho a exigirme explicaciones por haberme escapado de una mañana entera de trabajo yendo a comprar tres docenas de botones de nácar a la plaza de Pontejos. Hablaron mis vísceras y el ayer, yo no.
—Les coso para obtener información sobre lo que hacen los alemanes en España. Después paso esa información a los ingleses.
Me mordí el labio inferior nada más pronunciar la última sílaba, consciente de mi imprudencia. Lamenté haber traicionado la promesa hecha a Hillgarth de no revelar a nadie mi cometido, pero ya estaba dicho y no había vuelta atrás. Pensé entonces en aclarar la situación: añadir aquello de que era conveniente para España mantener la neutralidad, de que no estábamos en condiciones de afrontar otra guerra; todas esas cosas, en fin, en las que tanto me habían insistido. Pero no hizo falta porque, antes de que pudiera agregar nada, percibí un brillo raro en los ojos de doña Manuela. Un brillo en los ojos y el apunte de una sonrisa en un lado de la boca.
—Con los compatriotas de doña Victoria Eugenia, hija mía, lo que haga falta. Dime nada más cuándo quieres que empiece.
Seguimos hablando la tarde entera. Organizamos cómo habríamos de repartirnos el trabajo y, a las nueve de la mañana del día siguiente, la tenía en casa. Aceptó de mil amores ocupar un papel secundario en el taller. No tener que dar la cara con las clientas fue casi un alivio para ella. Nos compenetramos a la perfección: tal como habían hecho a lo largo de los años mi madre y ella, pero con el orden invertido. Accedió a su nuevo puesto con la humildad de los grandes: se incorporó a mi vida y a mi ritmo, congenió con Dora y Martina, aportó su experiencia y una energía que para sí habrían querido muchas mujeres con tres décadas menos a la espalda. Se adaptó sin el menor inconveniente a que fuera yo quien llevara la batuta, a mis líneas e ideas menos convencionales y a asumir mil pequeñas tareas que tantas otras veces habían hecho las simples modistillas a sus órdenes. Volver a la brecha tras los duros años de inactividad fue para ella un regalo y, como un bancal de amapolas con el agua de abril, emergió de sus días mortecinos y revivió.
Con doña Manuela al mando de la retaguardia del taller, las jornadas de faena se volvieron más sosegadas. Seguimos trabajando ambas largas horas, pero pude por fin empezar a moverme sin tanta precipitación y a disfrutar de algunos ratos de tiempo libre. Hice más vida social: mis clientas se encargaban de animarme a asistir a mil actos, ansiosas de exhibirme como el gran descubrimiento de la temporada. Acepté la invitación a un concierto de bandas militares alemanas en el Retiro, a un cóctel en la Embajada de Turquía, a una cena en la de Austria y a algún que otro almuerzo en sitios de moda. Comenzaron a rondarme los moscones: solteros de paso, casados barrigones con posibles para mantener tres queridas o pintorescos diplomáticos procedentes de los más exóticos confines. Me los quitaba de encima tras dos copas y un baile: lo último que en aquel momento necesitaba era un hombre en mi vida.
Pero no todo fue fiesta y solaz, ni muchísimo menos. Doña Manuela relajó mi día a día, pero con ella no llegó el sosiego definitivo. Al poco tiempo de haber descargado de los hombros el pesado fardo del trabajo en solitario, un nuevo nubarrón apareció en el horizonte. El simple hecho de transitar las calles con menos apremio, de poder detenerme ante algún escaparate y destensar el ritmo de mis idas y venidas, me hizo notar algo que hasta entonces no había percibido; algo de lo que Hillgarth me había ya avisado en la larga sobremesa de Tánger. Efectivamente, noté que me seguían. Quizá lo llevaban haciendo desde hacía tiempo y mis prisas constantes me habían impedido apreciarlo. O tal vez era algo nuevo, coincidente por pura casualidad con la incorporación de doña Manuela a Chez Arish. El caso era que una sombra parecía haberse instalado en mi vida. Una sombra no permanente, ni siquiera diaria, ni siquiera completa; por eso tal vez me costó adquirir plena consciencia de su cercanía. Primero pensé que aquellas percepciones no eran más que bromas de mi imaginación. Era otoño, Madrid estaba repleto de hombres con sombrero y gabardina de cuello subido. De hecho, aquélla era una estampa masculina del todo común en esos tiempos de posguerra y cientos de réplicas casi idénticas llenaban a diario las calles, las oficinas y los cafés. La figura de quien se detuvo con la cara vuelta a la vez que yo para cruzar la Castellana no tenía por qué corresponder a quien un par de días después fingió pararse a dar una limosna a un ciego harapiento mientras yo miraba unos zapatos en una tienda. No había tampoco razón fundamentada para que su gabardina fuera la misma que me siguió aquel sábado hasta la entrada del Museo del Prado. O para que a ella correspondiera la espalda que con disimulo se ocultó tras una columna en el grill del Ritz después de comprobar con quién compartía yo almuerzo cuando allí me cité con mi clienta Agatha Ratinborg, una supuesta princesa europea de raigambre altamente dudosa. No había, cierto era, forma objetiva alguna de ratificar que todas aquellas gabardinas desparramadas a lo largo de las calles y los días convergieran en un único individuo y, sin embargo, de alguna manera mi pálpito me dijo que el dueño de todas ellas era uno y el mismo.
El tubo de patrones que dispuse esa semana para dejar en el salón de peluquería contenía siete mensajes convencionales de extensión mediana y uno personal con tan sólo dos palabras. «Me siguen.» Acabé de prepararlos tarde, había sido un largo día de pruebas y costura. Doña Manuela y las chicas se habían ido pasadas las ocho; tras su marcha, rematé un par de facturas que debían estar listas para primera hora de la mañana, me di un baño y, envuelta ya en mi larga bata de terciopelo granate, cené de pie un par de manzanas y un vaso de leche apoyada contra el fregadero de la cocina. Estaba tan cansada que apenas tenía hambre; tan pronto como terminé, me senté a codificar los mensajes y, una vez acabados éstos y convenientemente quemadas las notas del día, empecé a apagar luces para irme a la cama. A medio camino en el pasillo me detuve en seco. Primero me pareció oír un golpe aislado, luego fueron dos, tres, cuatro. Y después, silencio. Hasta que empezaron otra vez. La procedencia era clara: llamaban a la puerta. Llamaban con los nudillos contra la madera, no al timbre. Con golpes secos y cada vez menos distanciados, hasta convertirse en un aporreo ininterrumpido. Me quedé inmóvil, atenazada por el miedo, sin capacidad para avanzar o retroceder.
Pero los golpes no cesaban, y su insistencia me hizo reaccionar: quienquiera que fuera no tenía la menor intención de marcharse sin verme. Me fajé el cinturón de la bata con fuerza y acudí lentamente a la entrada. Tragué saliva, me acerqué a la puerta. Muy despacio, sin hacer el menor ruido y aún atemorizada, levanté la mirilla.
—¡Pase, por Dios, pase, pase! —fue lo único que acerté a susurrar tras abrir.
Entró precipitado, nervioso. Descompuesto.
—Ya está, ya está. Ya estoy fuera, ya ha terminado todo.
Ni siquiera me miraba; hablaba como ido, como para sí mismo, para el aire o la nada. Le conduje al salón con prisa, casi empujándole, acobardada por la idea de que alguien en el edificio pudiera haberle visto. Todo estaba en penumbra, pero antes siquiera de encender alguna luz, intenté que se sentara, que se sosegara un poco. Se negó. Siguió andando de un extremo a otro de la estancia, desencajado y repitiendo lo mismo una y otra vez.
—Ya está, ya está; todo ha acabado, ya está todo terminado.
Prendí una pequeña lámpara en un rincón y, sin consultarle siquiera, le serví un coñac generoso.
—Tenga —dije obligándole a sostener la copa con su mano derecha—. Beba —ordené. Obedeció tembloroso—. Y ahora, siéntese, relájese y, después, cuénteme lo que pasa.
No tenía la menor idea de la razón que le había llevado a presentarse en mi casa pasada la medianoche y, aunque confiaba en que hubiera sido discreto en sus movimientos, lo alterado de su actitud me indicó que tal vez todo le diera ya igual. Hacía más de un año y medio que no le veía, desde el día de su despedida oficial en Tetuán. Preferí no preguntar nada, no presionarle. Aquello no era, obviamente, una mera visita de cortesía, pero decidí que sería mejor esperar a que se calmara: tal vez entonces él mismo me contaría qué era lo que quería de mí. Se sentó con la copa entre los dedos, volvió a beber. Vestía de paisano, de oscuro, con camisa blanca y corbata rayada; sin la gorra de plato, los galones y la banda atravesando el pecho que tantas veces le había visto en los actos formales y de la que se libraba apenas acababa el evento que la requiriera. Pareció calmarse un poco y encendió un cigarrillo. Fumó mirando al vacío, envuelto en el humo y en sus propios pensamientos. Yo, entretanto, no dije nada; tan sólo me senté en un sillón cercano, crucé las piernas y esperé. Cuando acabó el pitillo se incorporó brevemente para apagarlo en el cenicero. Y, desde esa posición, alzó por fin la vista y me habló.
—Me han cesado. Mañana será público. Ya está la nota enviada al Boletín Oficial del Estado y a la prensa, en siete u ocho horas la noticia estará en la calle. ¿Sabe con cuántas palabras me van a liquidar? Con diecinueve. Las tengo contadas, mire.
Del bolsillo de la chaqueta sacó una nota manuscrita. Me la enseñó, contenía tan sólo un par de líneas que él recitó de memoria.
—«Cesa en el cargo de ministro de Asuntos Exteriores don Juan Beigbeder Atienza, expresándole mi reconocimiento por los servicios prestados.» Diecinueve palabras si exceptuamos el don ante mi nombre, que irá probablemente contraído; si no, serían veinte. Después aparecerá el del Caudillo. Y me expresa su gratitud por los servicios prestados, tiene bemoles la cosa.
Apuró la copa de un trago y le serví otra.
—Sabía que llevaba meses en la cuerda floja, pero no esperaba que el golpe fuera tan súbito. Ni tan denigrante.
Encendió otro cigarrillo y siguió hablando entre bocanadas de humo.
—Ayer por la tarde estuve reunido con Franco en El Pardo; fue un encuentro largo y distendido, en ningún momento estuvo crítico ni especuló sobre mi posible relevo, y mire que las cosas han estado tensas durante los últimos tiempos, desde que empecé a dejarme ver abiertamente con el embajador Hoare. De hecho, me marché de la entrevista satisfecho, pensando que lo dejaba meditando sobre mis ideas, que tal vez había decidido dar por fin un mínimo de crédito a mis opiniones. Cómo iba a imaginar que lo que estaba a punto de hacer nada más salir yo por la puerta era afilar el cuchillo para clavármelo por la espalda al día siguiente. Le pedí audiencia para comentar con él algunas cuestiones sobre su próxima entrevista con Hitler en Hendaya, a sabiendas de la humillación que para mí suponía el hecho de que no hubiera contado conmigo para acompañarle. Aun así, quería hablar con él, transmitirle cierta información importante que había obtenido a través del almirante Canaris, el jefe de la Abwehr, la organización de inteligencia militar alemana. ¿Sabe de quién le hablo?
—He oído el nombre, sí.
—A pesar de lo poco simpático que pueda parecer el puesto que ocupa, Canaris es un hombre afable y carismático, y mantengo con él una relación excelente. Ambos pertenecemos a esa extraña clase de militares un tanto sentimentales a los que nos gustan poco los uniformes, las condecoraciones y los cuarteles. Teóricamente está a las órdenes de Hitler, pero no se somete a sus designios y actúa de manera bastante autónoma. Tanto que, según se comenta, la espada de Damocles pende también sobre su cabeza al igual que lo ha hecho durante meses sobre la mía.
Se levantó de su sitio, dio unos pasos y se aproximó a un balcón. Las cortinas estaban descorridas.
—Mejor no se acerque —avisé tajante—. Pueden verle desde la calle.
Recorrió entonces varias veces el salón de punta a punta mientras continuaba hablando.
—Yo le llamo mi amigo Guillermo, en español; él habla muy bien nuestra lengua, vivió en Chile un tiempo. Hace unos días nos reunimos a comer en Casa Botín, le encanta el cochinillo. Lo noté más alejado que nunca de la influencia de Hitler; tanto que no me extrañaría que estuviese conspirando contra el Führer con los ingleses. Hablamos de la conveniencia absoluta de que España no entre en la guerra del lado del Eje y, para ello, dedicamos la comida a trabajar sobre una lista de provisiones que Franco debería pedir a Hitler a cambio de aceptar la entrada española en el conflicto. Yo conozco perfectamente nuestras necesidades estratégicas y Canaris está al tanto de las deficiencias alemanas, así que entre ambos compusimos una relación de exigencias que España debería pedir como condición indispensable para su adhesión y que Alemania no estaría en disposición de ofrecerle ni siquiera a medio plazo. La propuesta incluía una larga lista de peticiones imposibles, desde posesiones territoriales en el Marruecos francés y el Oranesado, hasta cantidades desorbitadas de cereales y armas, y la toma de Gibraltar por soldados únicamente españoles; todo, como le digo, absolutamente inalcanzable. Me indicó Canaris también que no era aconsejable comenzar aún con la reconstrucción de todo lo destrozado por la guerra en España, que convendría dejar las vías férreas destruidas, los puentes volados y las carreteras reventadas para que los alemanes fueran conscientes del lamentable estado del país y de lo difícil que resultaría a sus tropas cruzarlo.
Se sentó de nuevo y bebió otro sorbo de coñac. El alcohol, por fortuna, le estaba destensando. Yo, por mi parte, seguía totalmente desconcertada, sin comprender la razón por la que Beigbeder había ido en mi busca a esas horas y en aquel estado para hablarme de cosas tan ajenas como sus encuentros con Franco y sus contactos con militares alemanes.
—Llegué a El Pardo con toda esa información y se la relaté al Caudillo en detalle —prosiguió—. Escuchó atentísimo, se quedó con el documento y me agradeció la gestión. Estuvo tan cordial conmigo que hasta hizo alguna alusión personal a los viejos tiempos que compartimos en África. El Generalísimo y yo nos conocemos desde hace muchos años, ¿sabe? De hecho, aparte de su inefable cuñado, creo que soy, perdón, que he sido el único miembro del gabinete que le tutea. Franquito al mando del Glorioso Movimiento Nacional, quién nos lo iba a decir. Nunca fuimos grandes amigos, la verdad; de hecho, creo que nunca me apreció lo más mínimo: no entendía mi escaso ímpetu militar y mi querencia por destinos urbanos, administrativos y, a ser posible, extranjeros. A mí tampoco me fascinaba él, qué quiere que le diga, siempre tan serio, tan recto y aburrido, tan competitivo y obsesionado por los ascensos y el escalafón; un verdadero coñazo de hombre, se lo digo con sinceridad. Coincidimos en Tetuán, él ya era comandante, yo aún capitán. ¿Quiere que le cuente una anécdota? Al caer la tarde solíamos reunimos todos los oficiales en un cafetín de la plaza de España a tomar unos vasos de té, ¿se acuerda de esos cafetines?
—Me acuerdo perfectamente —confirmé. Cómo borrar de mi mente la memoria de las sillas de hierro forjado bajo las palmeras, el olor a pinchitos y a té con hierbabuena, el transitar parsimonioso de chilabas y trajes europeos alrededor del templete central con sus tejas de barro y los arcos morunos pintados de cal.
Sonrió él brevemente por primera vez, la nostalgia fue la causa. Encendió un nuevo cigarrillo y se recostó en el respaldo del sofá. Hablábamos casi en la penumbra, con la pequeña lámpara en un ángulo del salón por toda luminaria. Yo seguía en bata: no encontré el momento de excusarme para correr a cambiarme, no quise dejarle solo ni un segundo hasta verle del todo sereno.
—Una tarde él dejó de aparecer, empezamos todos a hacer conjeturas sobre su ausencia. Llegamos a la conclusión de que andaba en amores y decidimos emprender averiguaciones; en fin, ya sabe, tonterías de oficiales jóvenes cuando sobraba el tiempo y no había gran cosa que hacer. Lo echamos a los chinos y me tocó a mí espiarle. Al día siguiente aclaré el misterio. Al salir de la alcazaba le seguí hasta la medina, le vi entonces entrar en una casa, la típica vivienda árabe. Aunque me costara trabajo creerlo, imaginé en principio que tenía un lío con alguna muchachita musulmana. Entré en la casa con una excusa cualquiera, ni lo recuerdo ya. ¿Qué cree usted que encontré? A nuestro hombre recibiendo lecciones de árabe, a eso se dedicaba. Porque el gran general africanista, el insigne e invicto caudillo de España, el salvador de la patria, no habla árabe a pesar de sus esfuerzos. Ni entiende al pueblo marroquí, ni le importan todos ellos lo más mínimo. A mí, sí. A mí sí me importan, me importan mucho. Y me entiendo con ellos porque son mis hermanos. En árabe culto, en cherja, el dialecto de las cabilas del Rif, en lo que haga falta. Y eso molestaba enormemente al comandante más joven de España, orgullo de las tropas de África. Y el hecho de que fuera yo mismo quien le descubriera intentando remendar su falta le fastidió más aún. En fin, bobadas de juventud.
Dijo unas frases en árabe que no entendí, como para demostrarme su dominio de la lengua. Como si yo no lo supiera ya. Bebió de nuevo y le llené la copa por tercera vez.
—¿Sabe lo que dijo Franco cuando Serrano me propuso para el ministerio? «¿Me estás diciendo que quieres que ponga a Juanito Beigbeder en Exteriores? ¡Pero si está loco perdido!» No sé por qué me tiene colgado el sambenito de la locura; posiblemente porque su alma es fría como el hielo y cualquiera que sea un poco más pasional que él le parece el colmo de la enajenación. Loco yo, será posible.
Volvió a beber. Hablaba sin fijarse apenas en mí, vomitando su amargura en un monólogo incesante. Hablaba y bebía, hablaba y fumaba. Con furia y sin descanso mientras yo escuchaba en silencio, incapaz aún de entender por qué me contaba todo aquello. Apenas habíamos estado solos antes, nunca había cruzado conmigo más de un puñado de frases sueltas sin Rosalinda presente; casi todo lo que de él sabía me había llegado por boca de ella. Sin embargo, en aquel momento tan especial de su vida y su carrera, en aquel instante que marcaba drásticamente el fin de una época, por alguna razón desconocida había decidido hacerme su confidente.
—Franco y Serrano dicen que estoy trastornado, que soy víctima del influjo pernicioso de una mujer. La de estupideces que tiene uno que oír a estas alturas, coño. Querrá el cuñadísimo darme a mí lecciones de moralidad; él, precisamente, que tiene a su legítima con seis o siete criaturas en casa mientras se pasa los días encamado con una marquesa a la que luego lleva a los toros en un descapotable. Y para colmo están pensando incluir el delito de adulterio en el código penal, tiene guasa el asunto. Claro que a mí me gustan la mujeres, cómo no me van a gustar. No comparto vida marital con mi esposa desde hace años y a nadie tengo que dar explicaciones ni de mis sentimientos ni de con quién me acuesto y con quién me levanto, faltaría más. He tenido mis aventuras, todas las que he podido, para serle sincero. ¿Y qué? ¿Soy un bicho raro en el ejército o en el gobierno? No. Soy como todos, pero ellos se han encargado de colgarme la etiqueta de vividor frívolo embrujado por el veneno de una inglesa. Hace falta ser imbécil. Querían mi cabeza para mostrar su lealtad a los alemanes, como Herodes la del Bautista. Ya la tienen, que les cunda. Pero para eso no necesitaban pisotearme.
—¿Qué le han hecho? —pregunté entonces.
—Difundir todo tipo de injurias sobre mí: me han construido una infumable leyenda negra de mujeriego depravado capaz de vender a la patria por una buena coyunda, con perdón. Han corrido el bulo de que Rosalinda me ha abducido y me ha obligado a traicionar a mi país, de que Hoare me tiene sobornado, de que recibo dinero de los judíos de Tetuán a cambio de mantener una postura antigermana. Han hecho que me vigilen día y noche, incluso he llegado a temer por mi integridad física, y no crea que son fantasías. Y todo ello, tan sólo porque como ministro he intentado actuar con sensatez y exponer mis ideas en concordancia: les he dicho que no podemos zanjar las relaciones con británicos y norteamericanos porque de ellos depende que nos lleguen los suministros de trigo y petróleo necesarios para que este pobre país no muera de hambre; he insistido en que no debemos dejar que Alemania interfiera en los asuntos nacionales, que debemos oponernos a sus planes intervencionistas, que no nos conviene enzarzarnos en su guerra a su lado ni siquiera a cambio del imperio colonial que creen que podríamos obtener de ello. ¿Cree que han sometido mi criterio a la más mínima valoración? En absoluto: no sólo no me han hecho el menor caso, sino que, además, me han acusado de demencia por pensar que no debemos plegarnos ante un ejército que se pasea victorioso por toda Europa. ¿Sabe una de las últimas genialidades del sublime Serrano, sabe qué frase repite últimamente? «¡Guerra con pan o sin pan!», ¿qué le parece? Y el enajenado resulta ahora que soy yo, manda narices. Mi resistencia me ha costado el puesto; quién sabe si no acabará costándome también la vida. Me he quedado solo, Sira, solo. El cargo de ministro, la carrera militar y mis relaciones personales: todo, absolutamente todo arrastrado por el barro. Y ahora me envían a Ronda bajo arresto domiciliario, a saber si no tienen previsto abrirme un consejo de guerra y liquidarme de buena mañana contra cualquier paredón.
Se quitó las gafas y se restregó los ojos. Parecía fatigado. Exhausto. Mayor.
—Estoy confuso, estoy agotado —dijo en voz baja. Suspiró después con fuerza—. Lo que daría por volver atrás, por no haber abandonado nunca mi Marruecos feliz. Lo que yo daría porque toda esta pesadilla jamás hubiera empezado. Sólo con Rosalinda encontraría consuelo, pero ella se ha ido. Por eso vengo a verla: para pedirle que me ayude a hacerle llegar mis noticias.
—¿Dónde está ahora?
Llevaba semanas haciéndome esa pregunta, sin saber dónde acudir en busca de la respuesta.
—En Lisboa. Hubo de marcharse precipitadamente.
—¿Por qué? —pregunté alarmada.
—Supimos que la Gestapo estaba tras ella, tuvo que abandonar España.
—¿Y usted como ministro no pudo hacer nada?
—¿Yo con la Gestapo? Ni yo, ni nadie, querida mía. Mis relaciones con todos los representantes alemanes han sido muy tensas en los últimos tiempos: algunos miembros del propio gobierno se han encargado de filtrar al embajador y su gente mis opiniones contrarias a nuestra posible intervención en la guerra y a la excesiva amistad hispanogermana. Aunque probablemente tampoco habría logrado nada si hubiera estado en buenos términos con ellos, porque la Gestapo funciona por libre, al margen de las instituciones oficiales. Averiguamos que Rosalinda estaba en sus listas por una filtración. En una noche preparó sus cosas y voló a Portugal, todo lo demás se lo enviamos después. Ben Wyatt, el agregado naval norteamericano, fue el único que nos acompañó al aeropuerto, es un excelente amigo. Nadie más sabe dónde está. O, al menos, nadie más debería saberlo. Ahora, sin embargo, quiero compartirlo con usted. Disculpe que haya invadido su casa a estas horas y en estas condiciones, pero mañana me llevan a Ronda y no sé cuánto tiempo estaré sin poder contactar con ella.
—¿Qué quiere que haga? —pregunté intuyendo por fin el objetivo de aquella extraña visita.
—Que se las arregle para conseguir que estas cartas vayan a Lisboa a través de la valija diplomática de la embajada británica. Hágalas llegar a Alan Hillgarth, sé que está en contacto con él —dijo mientras sacaba tres gruesos sobres del bolsillo interior de su chaqueta—. Las he escrito a lo largo de las últimas semanas, pero he estado sometido a una vigilancia tan férrea que no me he atrevido a darles salida por ningún conducto; como comprenderá, ya no me fío ni de mi sombra. Hoy, con eso de la formalización del cese, parecen haberse dado una tregua y han bajado la guardia. Por eso he podido llegar hasta aquí sin ser seguido.
—¿Está seguro?
—Completamente, no se preocupe —afirmó calmando mis temores—. He tomado un taxi, no he querido hacer uso del coche oficial. Ningún vehículo ha venido tras nosotros a lo largo del trayecto, lo he comprobado. Y seguirme a pie habría sido imposible. He permanecido dentro del taxi hasta que he visto al portero salir con las basuras; sólo entonces he entrado en la finca; nadie me ha visto, pierda cuidado.
—¿Cómo sabía dónde vivo?
—¿Cómo no habría de saberlo? Rosalinda fue quien escogió esta casa y me mantuvo al tanto de los avances de su acondicionamiento. Estaba muy ilusionada con su llegada y con su colaboración a la causa de su país. —Volvió a sonreír con la boca cerrada, apenas tensando una de las comisuras—. La he querido mucho, ¿sabe, Sira? La he querido muchísimo. No sé si volveré a verla más pero, por si no lo hiciera, dígale que habría dado la vida por haberla tenido a mi lado esta noche tan triste. ¿Le importa que me sirva otra copa?
—Por favor, no hace falta que pregunte.
Había perdido la cuenta de las que llevaba, cinco o seis probablemente. El momento de melancolía pasó con el siguiente trago. Se había relajado y no parecía tener intención de marcharse.
—Rosalinda está contenta en Lisboa, va abriéndose camino. Ya sabe cómo es ella, capaz de adaptarse a todo con una facilidad impresionante.
Rosalinda Fox, nadie como mi amiga para reinventarse y empezar de cero tantas veces como hiciera falta. Qué pareja tan rara formaban Beigbeder y ella. Qué distintos y, sin embargo, qué bien complementados.
—Vaya a verla cuando pueda a Lisboa, le alegrará mucho pasar unos días con usted. Su dirección está en las cartas que le he dado: no se deshaga de ellas sin copiarla antes.
—Lo intentaré, se lo prometo. ¿Piensa irse usted también a Portugal? ¿Qué tiene previsto hacer cuando todo esto termine?
—¿Cuando acabe el arresto? Qué sé yo, puede durar años; incluso puede que nunca salga con vida de él. La situación es muy incierta, ni siquiera sé qué cargos van a presentar contra mí. Rebeldía, espionaje, traición a la patria: cualquier barbaridad. Pero si la baraka se pone de mi parte y todo terminara pronto, creo que sí, que me iría al extranjero. Bien sabe Dios que yo no soy ningún liberal, pero me repugna el totalitarismo megalómano con el que Franco ha emergido de la victoria; ese monstruo que él ha engendrado y muchos hemos colaborado a alimentar. No se imagina cómo me arrepiento de haber contribuido a engrandecer su figura desde Marruecos durante la guerra. No me gusta este régimen, no me gusta en absoluto. Creo que ni siquiera me gusta España; por lo menos, no me gusta este engendro de una, grande y libre que nos están intentando vender. He pasado más años de mi vida fuera de este país que dentro; aquí me siento un extraño, hay muchas cosas que me son ajenas.
—Siempre podría volver a Marruecos... —sugerí—. Con Rosalinda.
—No, no —replicó contundente—. Marruecos es ya pasado. No habría allí destino para mí; después de haber sido alto comisario no podría cubrir un cargo inferior. Con todo el dolor de mi corazón, me temo que África es ya un capítulo cerrado en mi vida. Profesionalmente, quiero decir, porque en mi corazón estaré vinculado a ella mientras viva. Inshallah. Así sea.
—¿Entonces?
—Todo dependerá de mi situación militar: estoy en manos del Caudillo, generalísimo de todos los ejércitos por la gracia de Dios; hay que fastidiarse, como si Dios tuviera algo que ver en estos asuntos tan tortuosos. Igual me levanta el arresto en un mes que decide que me den garrote y prensa. Quién me lo iba a decir hace veinte años: mi vida entera en manos de Franquito.
Volvió a quitarse las gafas y a restregarse los ojos. Llenó de nuevo la copa, encendió otro cigarrillo.
—Está muy cansado —dije—. ¿Por qué no se va a dormir?
Me miró con cara de niño perdido. Con la cara de un niño perdido que a sus espaldas cargaba más de cincuenta años de existencia, el puesto más alto de la administración colonial española, y un cargo ministerial de caída estrepitosa. Respondió con una sinceridad apabullante.
—No quiero irme porque soy incapaz de soportar la idea de volver a estar solo en ese caserón tan lúgubre que hasta ahora ha sido mi domicilio oficial.
—Quédese a dormir aquí si quiere —ofrecí. Sabía que era una temeridad por mi parte invitarle a pasar la noche, pero intuía que, en su estado, podría hacer cualquier locura si le cerraba las puertas de mi casa y le empujaba a vagar solo por las calles de Madrid.
—Mucho me temo que voy a ser incapaz de pegar ojo —reconoció con una medio sonrisa cargada de tristeza—, pero sí le agradecería que me dejara descansar un poco; no la molestaré, se lo prometo. Será como un refugio en mitad de la tormenta: no puede imaginarse lo amarga que es la soledad del repudiado.
—Está usted en su casa. Voy a traerle una manta por si quiere echarse. Quítese la chaqueta y la corbata, póngase cómodo.
Siguió mis instrucciones mientras yo iba en busca de un cobertor. Cuando volví estaba en mangas de camisa, llenando de nuevo la copa de coñac.
—La última —dije con autoridad llevándome la botella.
Dejé un cenicero limpio sobre la mesa y una manta en el respaldo del sofá. Me senté entonces junto a él, le agarré el brazo suavemente.
—Todo pasará, Juan Luis, déle tiempo. Antes o después, al final, todo pasa.
Descansé mi cabeza sobre su hombro y él puso su mano en mi mano.
—Dios la oiga, Sira, Dios la oiga —susurró.
Le dejé con sus demonios y me fui a acostar. Mientras recorría el pasillo camino de mi cuarto le escuché hablar solo en árabe, no entendí lo que decía. Tardé en dormirme, probablemente fueran ya más de las cuatro de la madrugada cuando conseguí conciliar un sueño inquieto y extraño. Me desperté al oír la puerta de entrada cerrarse al fondo del pasillo. Miré la hora en el despertador. Las ocho menos veinte. Nunca más le volví a ver.
42
Los temores de mi persecución pasaron a un segundo plano, como si de repente hubieran perdido toda su vigencia. Antes de importunar a Hillgarth con suposiciones que quizá no tuvieran fundamento, debía contactar con él inmediatamente para hacerle llegar la información y las cartas. La situación de Beigbeder era mucho más importante que mis miedos: para él mismo, para mi amiga y para todos. Por eso, aquella mañana rajé en mil pedazos el patrón previsto para dar cuenta de las sospechas acerca de mi supuesto seguimiento y lo reemplacé por otro nuevo: «Beigbeder visita mi casa anoche. Fuera ministerio, estado extremo nervioso. Envían arrestado a Ronda. Teme por su vida. Me entrega cartas para enviar Sra. Fox Lisboa por valija diplomática embajada. Espero instrucciones urgentes».
Sopesé la idea de acudir a Embassy a mediodía para captar la atención de Hillgarth. Aunque la noticia del cese ministerial le habría llegado con seguridad a primera hora de la mañana, yo sabía que todos los detalles que el coronel me transmitió le serían de enorme interés. Además, intuía que debía deshacerme cuanto antes de las misivas dirigidas a Rosalinda: conociendo las circunstancias del emisario, estaba convencida de que aquellas páginas sobrepasaban los límites de la mera correspondencia sentimental y conformaban todo un arsenal de rabioso contenido político que en ningún caso convenía que estuviera en mi poder. Pero era miércoles y, como todos los miércoles, tenía prevista mi visita al salón de belleza, así que preferí utilizar el cauce de transmisión convencional antes de hacer saltar la alarma con una actuación de emergencia mediante la que sólo conseguiría adelantar la información un par de horas. Me esforcé por ello en trabajar a lo largo de la mañana, recibí a dos clientas, malcomí sin ganas y a las cuatro menos cuarto salí de casa camino de la peluquería, con el tubo de patrones firmemente envuelto en un pañuelo de seda dentro del bolso. El tiempo amenazaba lluvia, pero opté por no tomar un taxi: necesitaba que me diera aire en la cara para despejar las brumas que me asolaban. Mientras caminaba, rememoré los detalles de la desconcertante visita de Beigbeder la noche anterior e intenté anticipar el plan que Hillgarth y los suyos idearían para hacerse con las cartas. Abstraída en esos pensamientos, no noté que nadie me siguiera; quizá mis propias preocupaciones me mantuvieron tan ensimismada que, si alguien lo hizo, no me di cuenta.
Los mensajes quedaron escondidos en el armario sin que la muchacha de cabello rizoso encargada de aquella especie de guardarropa mostrara el más mínimo gesto de complicidad al cruzar su mirada con la mía. O era una colaboradora formidable, o no tenía la menor idea de lo que ante sus ojos pasaba. Me atendieron las peluqueras con la destreza de todas las semanas y, mientras me ondulaban la melena que ya superaba la altura de los hombros, fingí mantenerme absorta en el número del mes de una revista. Me interesaba bastante poco aquella publicación femenina llena de remedios farmacéuticos, historietas dulzonas cargadas de moralina y un completo reportaje sobre las catedrales góticas, pero la leí de cabo a rabo, sin despegar los ojos de ella para evitar el contacto con el resto de las clientas cercanas cuyas conversaciones no me interesaban en absoluto. A no ser que coincidiera con alguna de mis clientas —algo que ocurría con relativa frecuencia—, no tenía ningún interés en entablar la más mínima charla con nadie.
Salí de la peluquería sin los patrones, con el pelo perfecto y el ánimo aún turbio. La tarde seguía desapacible, pero decidí dar un paseo en vez de regresar a casa directamente: prefería mantenerme distraída y alejada de las cartas de Beigbeder mientras llegaban las noticias de Hillgarth sobre qué hacer con ellas. Ascendí sin rumbo fijo por la calle de Alcalá hasta la Gran Vía; el paseo fue tranquilo y seguro en un principio pero, a medida que avanzaba, noté cómo aumentaba la densidad humana de las aceras, mezclando a paseantes bien arreglados con limpiabotas, recogecolillas y mendigos tullidos que enseñaban sus lacras sin pudor en busca de caridad. Fui entonces consciente de que estaba extralimitando el perímetro acotado por Hillgarth: me estaba adentrando en un terreno un tanto peligroso en el que tal vez pudiera cruzarme con alguien que un día me conoció. Probablemente nunca sospecharan que la mujer que caminaba envuelta en un elegante abrigo de lana gris había suplantado a la modistilla que años atrás fui pero, por si acaso, decidí entrar en un cine para matar el resto de la tarde y evitar, de paso, exponerme más de lo conveniente.
El Palacio de la Música era la sala y Rebeca, la película. La sesión ya estaba comenzada, pero no me importó: el argumento no me interesaba, sólo quería un poco de privacidad mientras transcurrían las horas necesarias para que alguien hiciera llegar a mi casa instrucciones sobre cómo actuar. El acomodador me acompañó a una de las últimas filas laterales mientras Laurence Olivier y Joan Fontaine recorrían a toda velocidad una carretera llena de curvas a bordo de un auto sin capota. Tan pronto como acostumbré la vista a la oscuridad, percibí que el gran patio de butacas estaba prácticamente lleno; mi fila y su zona, sin embargo, por su lejanía, tan sólo la ocupaban algunos cuerpos moteados aquí y allá. A la izquierda tenía varias parejas; a la derecha, nadie. Por poco tiempo, no obstante: apenas un par de minutos después de llegar, noté que alguien se sentaba en el extremo de la fila, a no más de diez o doce butacas de distancia. Un hombre. Solo. Un hombre solo cuyo rostro no pude percibir entre las sombras. Un hombre cualquiera que jamás me habría llamado la atención de no ser porque llevaba puesta una gabardina clara con el cuello levantado, idéntica a la del individuo que me seguía desde hacía más de una semana. Un hombre con gabardina de cuello alzado a quien, a juzgar por la dirección de su mirada, más que la trama cinematográfica, le interesaba yo.
Un sudor frío me recorrió la espalda. De golpe supe que mis presuposiciones no habían sido vanas, sino reales: aquel individuo estaba allí por mí, me había seguido probablemente desde la peluquería, tal vez incluso desde mi domicilio; había caminado tras mis pasos durante centenares de metros, me había observado cuando pagaba la entrada a la taquillera, mientras recorría el vestíbulo, entraba en la sala y encontraba mi sitio. Observarme sin que yo lo viera no había sido suficiente para él, sin embargo: una vez me tuvo localizada, se había instalado apenas a unos metros, cortándome el paso hacia la salida. Y yo, incauta y abrumada por las noticias del cese de Beigbeder, había decidido en el último momento no hacer partícipe a Hillgarth de mis sospechas, por más que éstas hubieran incrementado a lo largo de los días. Mi primera idea fue escapar, pero inmediatamente noté que estaba encajonada. No podía acceder al pasillo derecho sin que él me dejara pasar; si decidía hacerlo por el flanco izquierdo, tendría que importunar a un puñado de espectadores que protestarían molestos por la interrupción y deberían levantarse o encoger las piernas para que pudiera abrirme paso, lo cual daría tiempo de sobra al desconocido para abandonar su butaca y seguirme. Recordé entonces los consejos de Hillgarth durante la comida en la Legación Americana: ante cualquier sospecha de seguimiento, tranquilidad, seguridad, apariencia de normalidad.
El descaro del extraño de la gabardina no presagiaba, sin embargo, nada bueno: lo que hasta entonces había sido un seguimiento disimulado y sutil parecía haber dado paso bruscamente a una ostentosa declaración de intenciones. Estoy aquí para que me vea, parecía decir sin palabras. Para que sepa que la vigilo y que sé adónde va; para que sea consciente de que puedo meterme en su vida con toda facilidad: vea, hoy he decidido seguirla hasta el cine y bloquearle la salida; mañana puedo hacer con usted lo que me venga en gana.
Fingí no prestarle atención y me esforcé por concentrarme en la película, pero no lo logré. Las escenas pasaban ante mis ojos sin sentido ni coherencia: una mansión tétrica y majestuosa, un ama de llaves con aspecto maléfico, una protagonista que siempre se comportaba de manera equivocada y el fantasma de una mujer fascinante flotando en el aire. La sala entera parecía subyugada; mi preocupación, no obstante, estaba volcada en otro asunto más cercano. Mientras transcurrían los minutos y en la pantalla se sucedían imágenes cambiantes en blanco, negro y gris, dejé caer varias veces la melena sobre el lado derecho de la cara y, a través de ella, intenté escudriñar al desconocido disimuladamente. No conseguí distinguir sus rasgos: la distancia y la oscuridad me lo impidieron. Pero entre nosotros se estableció una especie de relación muda y tensa, como si el común desinterés por la película nos uniera. Ninguno de los dos contuvo el aliento cuando la protagonista sin nombre rompió aquella figura de porcelana, tampoco sentimos pánico cuando el ama de llaves intentó persuadirla para que se arrojara al vacío; ni siquiera se nos heló el corazón al saber que el propio Max de Winter tal vez había sido el asesino de su perversa esposa.
La palabra fin apareció tras el incendio de Manderley y la sala comenzó a inundarse de luz. Mi reacción inmediata fue ocultar el rostro: por alguna razón absurda, sentí que la ausencia de oscuridad me haría más vulnerable ante los ojos del perseguidor. Incliné la cabeza, dejé que el pelo me tapara la cara una vez más, y fingí ensimismarme en buscar algo en el bolso. Cuando por fin alcé la vista unos centímetros y miré hacia la derecha, el hombre había desaparecido. Me mantuve en el patio de butacas hasta que la pantalla quedó en blanco, con el miedo agarrado a la boca del estómago. Se encendieron todas las luces, los espectadores más rezagados abandonaron la sala, los acomodadores entraron buscando desperdicios y objetos olvidados entre las butacas. Sólo entonces, acobardada aún, me armé de valor y me levanté.
El gran vestíbulo se mantenía abarrotado y ruidoso: sobre la calle caía un aguacero y los espectadores a la espera de salir se mezclaban apretados con los de la sesión a punto de empezar. Me cobijé semioculta tras una columna en una esquina apartada y, entre el gentío, las voces y el humo denso de mil cigarrillos, me sentí anónima y momentáneamente a salvo. Pero la frágil sensación de seguridad duró apenas unos minutos: los que tardó la masa en comenzar a disolverse. Los recién llegados accedieron por fin a la sala para ensimismarse con las desventuras de los De Winter y sus fantasmas; el resto —al amparo de paraguas y sombreros los más prevenidos, de chaquetas alzadas y periódicos abiertos sobre la cabeza los más incautos, o simplemente cargados de arrojo los más valientes— fueron abandonando poco a poco el mundo fastuoso del cine y saliendo a la calle para enfrentarse a la realidad de todos los días, una realidad que aquella noche de otoño se presentaba con una densa cortina de agua cayendo inclemente del cielo.
Encontrar un taxi era una batalla perdida de antemano, así que, al igual que los centenares de seres que me precedieron, me armé de valor y, con tan sólo un pañuelo de seda cubriéndome el pelo y el cuello alzado del abrigo, me dispuse a regresar a casa bajo la lluvia. Mantuve el paso presuroso, deseando llegar cuanto antes para refugiarme tanto del aguacero como de las decenas de sospechas que me acosaron al andar. Volví la cabeza constantemente: de pronto creía que me seguían, de pronto parecía que me habían dejado de seguir. Cualquier individuo con gabardina me hacía apretar el ritmo, aunque su silueta no se correspondiera con la del hombre que yo temía. Alguien pasó con prisa a mi lado y, al sentir su roce involuntario en el brazo, corrí a refugiarme junto al escaparate de una farmacia cerrada; un mendigo me tiró de la manga rogando caridad y por limosna recibió un grito asustado. Intenté andar al paso de varias parejas respetables hasta que, sospechosas de mi obsesiva cercanía, ellas mismas se apartaron de mí. Los charcos me llenaron las medias de salpicaduras de barro, se me enganchó el tacón izquierdo en una alcantarilla. Crucé las calles con apremio y angustia, sin apenas fijarme en el tráfico. Los focos de un automóvil me deslumbraron en un cruce; un poco más allá recibí el bocinazo de un motocarro y estuve a punto de ser arrollada por un tranvía; apenas unos metros más adelante logré de un salto librarme del atropello de un coche oscuro que probablemente no percibió mi figura bajo la lluvia. O tal vez sí.
Llegué empapada y sin apenas resuello; el portero, el sereno, un puñado de vecinos y cinco o seis curiosos se arremolinaban unos metros más allá de mi portal, calibrando los desperfectos causados por el agua que se había colado en los sótanos del edificio. Subí los escalones de dos en dos sin que nadie percibiera mi presencia, despojándome del pañuelo empapado mientras buscaba las llaves, aliviada por haber logrado llegar sin cruzarme con mi perseguidor y deseando sumergirme en un baño caliente para arrancarme el frío y el pánico de la piel. Pero el alivio fue breve. Tan breve como los segundos que tardé en alcanzar la puerta, entrar y darme cuenta de lo que pasaba.
Que hubiera una lámpara encendida en el salón cuando la casa debería estar a oscuras era algo anormal, pero podía tener alguna explicación: aunque doña Manuela y las chicas solían apagar todo antes de irse, tal vez aquella tarde se olvidaron de dar un último repaso. No fue por eso la luz lo que me resultó fuera de lugar, sino lo que encontré en la entrada. Una gabardina. Clara, de hombre. Colgada en el perchero y goteando agua con siniestra parsimonia.
43
El dueño me esperaba sentado en el salón. A mi boca no vino palabra alguna a lo largo de un tiempo que pareció durar hasta el fin del mundo. La inesperada visita tampoco habló inmediatamente. Tan sólo nos miramos ambos fijamente entre un revoltijo aturullado de recuerdos y sensaciones.
—¿Te ha gustado la película? —preguntó por fin.
No respondí. Frente a mí tenía al hombre que llevaba días siguiéndome. El mismo hombre que un lustro atrás había salido de mi vida envuelto en una gabardina similar; la misma espalda que se alejó en la niebla arrastrando una máquina de escribir cuando supo que iba a dejarle porque me había enamorado de alguien que no era él. Ignacio Montes, mi primer novio, había reentrado en mi vida.
—Cuánto hemos progresado, ¿eh, Sirita? —añadió levantándose y avanzando hacia mí.
—¿Qué haces aquí, Ignacio? —logré por fin susurrar.
Todavía no me había quitado el abrigo; noté el agua cayéndome hasta los pies y formando sobre el suelo charcos diminutos. Pero no me moví.
—He venido a verte —replicó—. Sécate y cámbiate de ropa; tenemos que hablar.
Sonreía, y con su sonrisa decía malditas sean las ganas que tengo de sonreír. Fui entonces consciente de que apenas me separaban un par de metros de la puerta por la que acababa de entrar; tal vez podría intentar huir, bajar los escalones de tres en tres, alcanzar el portal, salir a la calle, correr. Descarté la idea: intuía que no me interesaba reaccionar de manera inconveniente sin saber antes a qué me enfrentaba, así que, simplemente, me acerqué a él y le encaré.
—¿Qué quieres, Ignacio? ¿Cómo has entrado, a qué has venido, por qué me vigilas?
—Despacio, Sira, despacio. Hazme las preguntas una a una, no te alborotes. Pero antes, si no te importa, prefiero que los dos nos pongamos cómodos. Estoy un poco cansado, ¿sabes? Anoche me hiciste trasnochar más de la cuenta. ¿Te importa que me sirva una copa?
—Antes no bebías —dije intentando mantener la calma.
Una carcajada tan fría como el filo de mis tijeras rasgó el salón de punta a punta.
—Qué buena memoria tienes. Con la de historias interesantes que deben de haber pasado en tu vida en todos estos años, parece mentira que te sigas acordando de cosas así de simples.
Parecía mentira, sí, pero me acordaba. De eso y de mucho más. De nuestras largas tardes de paseo sin rumbo, de los bailes entre farolillos en las verbenas. De su optimismo y su ternura de entonces; de mí misma cuando no era más que una humilde costurera sin más horizonte vital que casarme con el hombre cuya presencia ahora me llenaba de temor e incertidumbre.
—¿Qué quieres tomar? —pregunté por fin. Intentaba sonar serena, no aparentar inquietud.
—Whisky. Coñac. Me da igual: lo mismo que ofrezcas a tus otros invitados.
Le serví una copa apurando la botella que la noche anterior bebió Beigbeder; apenas quedaban un par de dedos. Al volverme hacia él comprobé que vestía un traje gris y común: de mejor tela y corte que los que llevaba cuando estábamos juntos, de peor sastre que los de los hombres que en los últimos tiempos me rodeaban. Dejé la copa en la mesa a su lado y sólo entonces percibí que sobre ella había una caja de bombones de Embassy, envuelta en papel plateado y rematada con la vistosa lazada de una cinta color rosa.
—Algún admirador te ha mandado un detalle —dijo rozando la caja con la punta de los dedos.
No respondí. No pude, me quedé sin aliento. Sabía que en algún lugar de la envoltura de aquel inesperado presente había un mensaje cifrado de Hillgarth; un mensaje destinado a pasar desapercibido para cualquiera que no fuera yo.
Me senté a distancia, en una esquina de un sofá, tensa y aún empapada. Fingí hacer caso omiso a los bombones y contemplé en silencio a Ignacio mientras me retiraba el pelo mojado de la cara. Seguía tan delgado como antes, pero su rostro no era el mismo. Las primeras canas empezaban a asomarle en las sienes a pesar de que apenas superaba la treintena. Tenía ojeras, líneas en la comisura de la boca y cara de cansado, de no llevar una vida tranquila.
—Vaya, vaya, Sira, cuánto tiempo ha pasado.
—Cinco años —especifiqué tajante—. Y ahora, por favor, dime a qué has venido.
—A varias cosas —dijo—. Pero antes prefiero que te pongas ropa seca. Y, cuando regreses, por favor, tráeme tu documentación. Pedírtela a la salida del cine me parecía un tanto grosero en tus actuales circunstancias.
—¿Y por qué habría yo de enseñarte a ti mi documentación?
—Porque, según he oído, ahora eres ciudadana marroquí.
—Y eso a ti ¿qué mas te da? No tienes ningún derecho a entrometerte en mi vida.
—¿Quién te ha dicho que no?
—Tú y yo ya no tenemos nada en común. Yo soy otra persona, Ignacio, no tengo nada que ver ni contigo ni con nadie del tiempo en el que estuvimos juntos. Han pasado muchas cosas en mi vida en estos años; yo ya no soy quien era.
—Ninguno somos los que éramos, Sira. Nadie es quien solía ser después de una guerra como la nuestra.
El silencio se extendió entre nosotros. A mi mente, como gaviotas enloquecidas, volvieron mil estampas del pasado, mil sentimientos que chocaron entre sí sin que yo los consiguiera manejar. Frente a mí tenía al que pudo haber sido el padre de mis hijos, un hombre bueno que no hizo más que adorarme y al que yo clavé un rejón en el alma. Frente a mí tenía también a quien podría convertirse en mi peor pesadilla, alguien que tal vez llevara cinco años masticando rencor y podría estar dispuesto a cualquier cosa para hacerme pagar por mi traición. Por ejemplo, denunciarme, acusarme de que yo no era quien decía ser, y hacer que salieran a la luz mis deudas del pasado.
—¿Dónde pasaste tú la guerra? —pregunté casi con miedo.
—En Salamanca. Fui unos días a ver a mi madre y el alzamiento me cogió allí. Me uní a los nacionales, no tuve otra opción. ¿Y tú?
—En Tetuán —dije sin pensarlo. Tal vez no debería haber sido tan explícita, pero ya era demasiado tarde para volver atrás. Extrañamente, mi respuesta pareció complacerle. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios.
—Claro —dijo en voz baja—. Claro, ahora todo tiene sentido.
—¿Qué es lo que tiene sentido?
—Algo que necesitaba saber de ti.
—Tú no necesitas saber nada de mí, Ignacio. Lo único que necesitas es olvidarme y dejarme en paz.
—No puedo —dijo contundente.
No pregunté por qué. Temí que me pidiera explicaciones, que me reprochara mi abandono y me echara en cara el daño que le hice. O peor aún: tuve miedo de que me dijera que aún me quería y me suplicara que volviera con él.
—Tienes que irte, Ignacio, tienes que sacarme de tu cabeza.
—No puedo, cariño —repitió ahora con un punto de amarga sorna—. Nada me gustaría más que no volver a acordarme jamás de la mujer que me destrozó, pero no puedo. Trabajo para la Dirección General de Seguridad del Ministerio de Gobernación. Estoy a cargo de la vigilancia y seguimiento de los extranjeros que cruzan nuestras fronteras, especialmente de los que se instalan en Madrid con indicativos de permanencia. Y tú estás entre ellos. En un lugar preferente.
No supe si reír o llorar.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté cuando conseguí que las palabras me volvieran a la boca.
—Documentación —exigió—. Pasaporte y permiso de aduanas de todo lo que en este domicilio haya procedente del extranjero. Pero antes, cámbiate.
Hablaba con frialdad y seguro de sí. Profesional, del todo distinto a aquel otro Ignacio, tierno y casi aniñado, que yo mantenía en mi depósito de recuerdos.
—¿Puedes enseñarme alguna acreditación? —dije en voz baja. Intuía que no estaba mintiendo, pero quise ganar tiempo para asimilar lo evidente.
Del bolsillo interior de la chaqueta sacó una cartera. La abrió con la misma mano que la sostenía, con la habilidad de quien está acostumbrado a identificarse una y otra vez. Efectivamente, allí estaban su rostro y su nombre junto al cargo y organismo que acababa de mencionar.
—Un momento —musité.
Fui a mi habitación; del armario descolgué con rapidez una blusa blanca y una falda azul, abrí el después el cajón de la ropa interior dispuesta a sacar prendas limpias. Rocé entonces con los dedos las cartas de Beigbeder, ocultas bajo las combinaciones dobladas. Dudé unos segundos, sin saber qué hacer con ellas: si dejarlas donde estaban o buscar precipitadamente un sitio más seguro. Recorrí la habitación con ojos ávidos: tal vez encima del armario, tal vez debajo del colchón. Quizá entre las sábanas. O detrás del espejo del tocador. O dentro de una caja de zapatos.
—Date prisa, por favor —gritó Ignacio en la distancia.
Empujé las cartas hasta el fondo, las tapé por completo con media docena de prendas y cerré el cajón con un golpe seco. Cualquier otro sitio sería tan bueno o tan malo como aquél, más valía no tentar la suerte.
Me sequé, me cambié, saqué el pasaporte de la mesilla de noche y regresé al salón.
—Arish Agoriuq —leyó lentamente cuando se lo entregué—. Nacida en Tánger y residente en Tánger. Cumple años el mismo día que tú, qué coincidencia.
No respondí. Me invadieron de pronto unas ganas tremendas de vomitar, las contuve a duras penas.
—¿Puede saberse a qué viene este cambio de nacionalidad?
Mi mente maquinó una mentira con la velocidad de un parpadeo. Jamás había previsto verme envuelta en algo así, ni Hillgarth tampoco.
—Me robaron el pasaporte y no pude solicitar mi documentación a Madrid porque estábamos en plena guerra. Un amigo lo arregló todo para que pudieran darme la nacionalidad marroquí y poder así viajar sin problemas. No es un pasaporte falso, lo puedes comprobar.
—Ya lo he hecho. ¿Y el nombre?
—Pensaron que era mejor cambiarlo, hacerlo más árabe.
—¿Arish Agoriuq? ¿Es eso árabe?
—Es cherja —mentí—. El dialecto de las cabilas del Rif—añadí rememorando las competencias lingüísticas de Beigbeder.
Mantuvo el silencio unos segundos, sin dejar de mirarme. Aún notaba las tripas revueltas, pero me esforcé por mantenerlas en orden para no verme obligada a salir corriendo al cuarto de baño.
—Necesito saber también cuál es el objeto de tu estancia en Madrid —requirió finalmente.
—Trabajar. Coser, como siempre —respondí—. Esto es un taller de costura.
—Enséñamelo.
Le pasé al salón del fondo y le mostré sin palabras los rollos de telas, los figurines y las revistas. Después le conduje a lo largo del pasillo y abrí las puertas de todas las estancias. Los probadores impolutos. El cuarto de baño para las clientas. El taller de costura lleno de recortes de tejidos, patrones y maniquíes con prendas a medio montar. El cuarto de plancha con varias piezas esperando su turno. El almacén por fin. Andábamos juntos, en paralelo, como tantas veces habíamos recorrido los trechos de la vida tiempo atrás. Recordé que entonces casi me sacaba la cabeza; ahora la distancia parecía menor. No era la memoria, sin embargo, la que me jugaba una mala pasada: cuando yo no era más que una aprendiz de costurera y él un aspirante a funcionario, yo apenas llevaba tacón; cinco años después, la altura de mis zapatos me hacían llegarle a media cara.
—¿Qué hay al fondo? —preguntó.
—Mi dormitorio, un par de cuartos de baño y cuatro habitaciones; dos de ellas son dormitorios para invitados y las otras dos están vacías. Además, comedor de diario, cocina y zona de servicio —recité de carrerilla.
—Quiero verlo.
—¿Para qué?
—No tengo por qué darte explicaciones.
—De acuerdo —murmuré.
Le enseñé las estancias una a una con el estómago contraído, fingiendo una frialdad que distaba un mundo de mi estado real e intentando que no percibiera el temblor de mi mano al manipular los interruptores y los picaportes. Las cartas de Beigbeder para Rosalinda se habían quedado en el armario de mi dormitorio, debajo de la ropa interior; me temblaron las piernas ante la idea de que se le ocurriera abrir aquel cajón y pudiera encontrarlas. Cuando entró en la habitación, le observé con el corazón en un puño mientras él la recorría con parsimonia. Hojeó con fingido interés la novela que tenía en la mesilla de noche y volvió a dejarla en su sitio; pasó después los dedos por los pies de la cama, levantó un cepillo del tocador y se asomó por el balcón unos segundos. Ansiaba que con eso diera por zanjada la visita, pero no lo hizo. Aún quedaba lo que yo más temía. Abrió un cuerpo del armario, el que contenía la ropa de abrigo. Tocó la manga de un chaquetón y el cinturón de otro, volvió a cerrar. Abrió la puerta siguiente y contuve la respiración. Una pila de cajones apareció ante sus ojos. Sacó el primero: pañuelos. Levantó el pico de uno, luego de otro, y de otro más; lo volvió a cerrar después. Sacó el segundo y tragué saliva: medias. Lo cerró. Cuando sus dedos tocaron el tercero sentí que el suelo se volvía blando bajo mis pies. Allí, tapados por las combinaciones de seda, se encontraban los documentos manuscritos que exponían con todo detalle y en primera persona las circunstancias del sonado relevo ministerial que andaba en boca de España entera.
—Creo que estás yendo demasiado lejos, Ignacio —logré susurrar.
Mantuvo los dedos sobre el tirador del cajón unos segundos más, como si estuviera considerando qué* hacer. Sentí calor, sentí frío, angustia, sed. Sentí que aquello iba a ser el final. Hasta que noté que sus labios se separaban dispuestos a hablar. Sigamos, dijo tan sólo. Volvió a cerrar la puerta del armario mientras yo contenía un suspiro de alivio y unas ganas enormes de echarme a llorar. Disimulé como pude y volví a asumir el papel de guía obligada. Vio el baño en el que me bañaba y la mesa donde comía, la despensa donde guardaba la comida, la pila donde las chicas lavaban la ropa. Tal vez no fuera más allá por respeto hacia mí, quizá por simple pudor o porque los protocolos de su trabajo le establecían unos límites que no se atrevió a sobrepasar, nunca lo supe. Regresamos al salón sin una palabra mientras yo daba gracias al cielo porque el registro no hubiera sido más exhaustivo.
Volvió a sentarse en el mismo sitio y yo lo hice enfrente de él.
—¿Está todo en orden?
—No —afirmó rotundo—. Nada está en orden; nada.
Cerré los párpados, los apreté con fuerza y los volví a abrir.
—¿Qué es lo que no está correcto?
—Nada está correcto, nada está como debería estar.
De pronto creí ver una pequeña luz.
—¿Qué pensabas encontrar, Ignacio? ¿Qué querías encontrar que no has encontrado?
No respondió.
—Pensabas que todo era una tapadera, ¿verdad?
No respondió de nuevo, pero sí desvió la conversación hacia su terreno, volviendo a tomar las riendas.
—Sé de sobra quién ha montado este escenario.
—Este escenario, ¿de qué? —pregunté.
—Esta farsa de taller.
—Esto no es ninguna farsa. Aquí se trabaja duro. Yo lo hago más de diez horas al día, siete días a la semana.
—Lo dudo —dijo agrio.
Me levanté, me acerqué a su sillón. Me senté en uno de los brazos y le cogí la mano derecha. No se resistió, tampoco me miró. Pasé sus dedos sobre mis palmas, sobre mis propios dedos, despacio, para que sintiera en su piel cada milímetro de la mía. Sólo pretendía mostrarle las pruebas de mi trabajo, las callosidades y durezas que las tijeras, las agujas y los dedales me habían ido dejando a lo largo de los años. Noté cómo mi roce le estremecía.
—Éstas son las manos de una mujer trabajadora, Ignacio. Imagino lo que piensas que soy y a qué crees que me dedico, pero quiero que tengas claro que éstas no son las manos de la mantenida de nadie. Siento en el alma haberte hecho daño, no sabes cuánto lo lamento. No me porté bien contigo, pero todo eso está ya pasado y no hay vuelta atrás; no vas a arreglar nada entrometiéndote en mi vida y buscando en ella fantasmas que no existen.
Dejé de recorrer mis dedos con sus dedos, pero mantuve su mano entre las mías. Estaba helada. Poco a poco fue entrando en calor.
—¿Quieres saber qué fue de mí cuando me marché? —pregunté en voz baja.
Asintió sin palabras. Seguía sin mirarme.
—Nos fuimos a Tánger. Me quedé embarazada y Ramiro me abandonó. Perdí el niño. Me vi de pronto sola en una tierra extraña, enferma, sin dinero, cargando con las deudas que él dejó a mi nombre y sin tener dónde caerme muerta. Tuve a la policía encima de mí, pasé todo el miedo del mundo, me vi implicada en asuntos al margen de lo legal. Y después monté un taller gracias a la ayuda de una amiga y empecé otra vez a coser. Trabajé de noche y de día, y también hice amigos, gente muy distinta. Me asimilé a ellos y me adentré en un nuevo universo, pero nunca dejé de trabajar. Conocí también a un hombre del que pude enamorarme y con el que tal vez habría podido volver a ser feliz, un periodista extranjero, pero sabía que tarde o temprano habría de irse y me resistí a implicarme en otra relación por temor a volver a sufrir, por miedo a revivir el desgarro atroz que sentí cuando Ramiro se marchó sin mí. Ahora he vuelto a Madrid, sola, y sigo trabajando, ya has visto todo lo que hay en esta casa. Y respecto a lo que entre tú y yo pasó, en mi pecado me fue la penitencia, que no te quepa de ello la menor duda. No sé si a ti esto te satisface o no, pero ten por seguro que todo el daño que te causé lo he pagado a buen precio. Si existe justicia divina, en mi conciencia queda la tranquilidad de saber que, entre lo que yo a ti te hice y lo que después a mí me hicieron, la balanza está más que equilibrada.
No supe si lo que le dije le afectó, le tranquilizó o le confundió aún más. Nos mantuvimos unos minutos callados, su mano entre las mías, los cuerpos cercanos, conscientes cada uno de la presencia del otro. Al cabo de un rato me despegué de él y volví a mi sitio.
—Qué tienes tú que ver con el ministro Beigbeder —exigió saber entonces. Hablaba sin acritud. Sin acritud pero sin flojedad, a medio camino entre la intimidad de la que habíamos sido partícipes instantes atrás y la distancia infinita del rato anterior. Noté que se esforzaba por volver a su actitud profesional. Y noté que, lamentablemente, podía conseguirlo sin demasiado esfuerzo.
—Juan Luis Beigbeder es un amigo de los tiempos de Tetuán.
—¿Qué tipo de amigo?
—No es mi amante, si es eso lo que estás pensando.
—Ayer pasó la noche contigo.
—La pasó en mi casa, no conmigo. No tengo por qué darte cuentas de mi vida privada, pero prefiero aclarártelo para que no te quede duda: Beigbeder y yo no mantenemos ninguna relación sentimental. Anoche no nos acostamos juntos. Ni anoche, ni nunca. A mí no me mantiene ningún ministro.
—¿Por qué, entonces?
—¿Por qué no nos acostamos juntos o por qué no me mantiene ningún ministro?
—Por qué vino aquí y se quedó hasta casi las ocho de la mañana.
—Porque acababa de enterarse de que le habían destituido y no quería estar solo.
Se levantó y se dirigió a uno de los balcones. Volvió a hablar mientras miraba al exterior con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Beigbeder es un cretino. Es un traidor vendido a los británicos; un demente encoñado con una zorra inglesa.
Reí sin ganas. Me levanté, me acerqué a su espalda.
—No tienes ni idea, Ignacio. Trabajarás a las órdenes de quienquiera que trabajes en el Ministerio de Gobernación y te habrán encargado meter el miedo en el cuerpo a todos los extranjeros que pasen por Madrid, pero no tienes la menor idea de quién es el coronel Beigbeder y por qué se ha comportado de la forma en que lo ha hecho.
—Sé lo que tengo que saber.
—¿Qué?
—Que es un conspirador desleal a su patria. Y un incompetente como ministro. Eso es lo que de él dice todo el mundo, empezando por la prensa.
—Como si alguien pudiera fiarse de esta prensa... —apunté irónica.
—Y ¿de quién hay que fiarse si no? ¿De tus nuevos amigos extranjeros?
—Tal vez. Saben muchas más cosas que vosotros.
Se giró y dio unos pasos decididos hasta quedar apenas a un palmo de distancia de mi cara.
—¿Qué cosas saben? —preguntó con voz ronca.
Entendí que no me convenía decir nada, le dejé proseguir.
—¿Saben acaso que puedo hacer que te deporten esta misma madrugada? ¿Saben que puedo hacer que te detengan, que conviertan tu exótico pasaporte marroquí en papel mojado y te saquen del país con los ojos vendados sin que nadie se entere? Tu amigo Beigbeder ya está fuera del gobierno, te has quedado sin padrino.
Estaba tan cerca de mí que podía ver con toda nitidez hasta dónde le había crecido la barba después del afeitado de esa misma mañana. Podía percibir cómo su nuez subía y bajaba al hablar, apreciar cada milímetro del movimiento de aquellos labios que tantas otras veces me besaron y ahora hilaban amenazas con crudeza.
Contesté jugándomelo todo a una carta. Una carta tan falsa como yo misma.
—Beigbeder ya no está, pero aún me quedan otros recursos que tú ni te imaginas. Las clientas para las que coso tienen maridos y amantes con poder, soy buena amiga de muchos de ellos. Pueden darme asilo diplomático en más de media docena de embajadas en cuanto lo pida, empezando por la de Alemania, desde la cual, por cierto, tienen bien agarrado por los cojones a tu propio ministro. Puedo salvar el pellejo con una simple llamada telefónica. Quien tal vez no logre hacerlo si te sigues metiendo donde no te llaman a lo mejor eres tú.
Nunca había mentido a nadie con tanta insolencia; probablemente fuera la propia inmensidad del embuste lo que me aportó el tono arrogante con el que hablé. No supe si él me creyó. Tal vez sí: la historia era tan inverosímil como mi propia trayectoria vital, pero allí estaba yo, su antigua novia convertida en súbdita marroquí, como muestra evidente de que lo más inverosímil puede en cualquier momento trastocarse en pura realidad.
—Eso habría que verlo —escupió entre dientes.
Se separó de mí y se volvió a sentar.
—No me gusta la persona en la que te has convertido, Ignacio —susurré a su espalda.
Rió con una carcajada amarga.
—¿Y quién eres tú para juzgarme a mí? ¿Te crees acaso superior porque pasaras la guerra en África y hayas regresado ahora con aires de gran señora? ¿Piensas que eres mejor persona que yo por acoger en tu casa a ministros descarriados y dejarte adular con bombones mientras los demás tenemos racionado hasta el pan negro y las lentejas?
—Te juzgo porque me importas y deseo lo mejor para ti —apunté. Casi no me salió la voz.
Respondió con una nueva carcajada. Más amarga todavía que la anterior. Más sincera también.
—A ti no te importa nadie nada más que tú, Sira. Yo, mí, me, conmigo. Yo he trabajado, yo he sufrido, yo ya he pagado mi culpa: yo, yo, yo, yo. Nadie más te interesa, nadie. ¿Acaso te has molestado en saber qué fue de tu gente tras la guerra? ¿Se te ha ocurrido alguna vez volver a tu barrio embutida en uno de tus trajes elegantes para preguntar por todos ellos, para averiguar si alguien necesita que se le eche una mano? ¿Sabes qué fue de tus vecinos y de tus amigas a lo largo de todos estos años?
Sus preguntas resonaron como un mazazo en la conciencia, como un puñado de sal lanzado a traición contra los ojos abiertos. No tenía respuestas: nada sabía porque había elegido no saberlo. Respeté las órdenes, había sido disciplinada. Me dijeron que no me saliera de un cierto circuito y no lo hice. Me esforcé por no ver el otro Madrid, el real, el auténtico. Concentré mis movimientos en los límites de una ciudad idílica y me obligué a no mirar su otra cara: la de las calles llenas de socavones, los impactos en los edificios, las ventanas sin cristales y las fuentes vacías. Preferí no detener mi vista en las familias enteras que escarbaban las basuras en busca de mondas de patatas, no posar la mirada en las mujeres enlutadas que deambulaban por las aceras con criaturas colgadas a sus pechos resecos; ni siquiera detuve mis ojos en los enjambres de niños sucios y descalzos que pululaban a su alrededor y que, con las caras llenas de mocos resecos y sus pequeñas cabezas rapadas cuajadas de costras, tiraban de la manga a los viandantes y rogaban por caridad, señor, una limosna, por lo que más quiera, señorita, déme usted una limosna, que Dios se lo pague. Había sido una agente exquisita y obediente al servicio de la inteligencia británica. Escrupulosamente obediente. Asquerosamente obediente. Seguí las instrucciones que me dieron al pie de la letra: no volví a mi barrio ni puse un pie en los adoquines del pasado. Evité saber qué había sido de mi gente, de las amigas de mi niñez. No fui en busca de mi plaza, no pisé mi calle estrecha ni subí por mi escalera. No llamé a la puerta de mis vecinos, no quise saber cómo les iba, qué había sido de sus familias durante la guerra ni después. No intenté saber cuántos de ellos habían muerto, cuántos estaban encarcelados, cómo se las arreglaban para salir adelante los que quedaron vivos. No me interesaba que me contaran con qué desechos putrefactos llenaban la olla ni si sus hijos andaban tísicos, desnutridos o descalzos. No me preocupaban sus miserables vidas llenas de piojos y sabañones. Yo ya pertenecía a otro mundo: el de las conspiraciones internacionales, los grandes hoteles, las peluquerías de lujo y los cócteles a la hora del apetitivo. Nada tenía ya que ver conmigo aquel universo miserable de color gris rata con olor a orines y acelga hervida. O eso, al menos, creía yo.
—No sabes nada de ellos, ¿verdad? —continuó Ignacio con lentitud—. Pues escúchame bien, porque yo te lo voy a contar. Tu vecino Norberto cayó en Brunete, a su hijo mayor lo fusilaron nada más entrar las tropas nacionales en Madrid aunque, según cuentan, él también había andado activo en asuntos de represión del otro lado. El mediano está picando piedra en Cuelgamuros y el pequeño en el penal de El Dueso: se afilió al partido comunista, así que probablemente no salga en una buena temporada si es que no lo ejecutan cualquier día. La madre, la señora Engracia, la que te cuidaba y te trataba como una hija cuando tu madre se iba a trabajar y tú eras aún una niña, está ahora sola: se ha quedado medio ciega y anda por las calles como trastornada, removiendo con un palo todo lo que se encuentra. En tu barrio ya no quedan palomas ni gatos, se los han comido todos. ¿Quieres saber qué fue de las amigas con las que jugabas en la plaza de la Paja? Te lo puedo contar también: a la Andreíta la reventó un obús al cruzar una tarde la calle Fuencarral camino del taller donde trabajaba...
—No quiero saber nada más, Ignacio, ya me hago una idea —dije intentando disimular mi aturdimiento. No pareció oírme; continuó simplemente desgranando horrores.
—A la Sole, la de la lechería, le hizo mellizos un miliciano que desapareció sin dejarles ni el apellido; como ella no pudo ocuparse de los niños porque no tenía con qué mantenerlos, se los llevaron los de la inclusa y nunca ha vuelto a saber de ellos. Dicen que ella anda ahora ofreciéndose a los descargadores del mercado de la Cebada, pidiendo una peseta por cada servicio que hace allí mismo, contra los ladrillos de la pared; cuentan que va por ahí sin bragas, levantándose la falda en cuanto las camionetas empiezan a llegar aún de madrugada.
Las lágrimas empezaron a rodarme por las mejillas.
—Cállate, Ignacio, cállate ya, por Dios —susurré. No me hizo caso.
—La Agustina y la Nati, las hijas del pollero, se metieron en un comité de enfermeras laicas y se pasaron la guerra trabajando en el hospital de San Carlos. Cuando todo acabó, fueron a buscarlas a su casa, las metieron en una camioneta y, desde entonces, están en la cárcel de Las Ventas; las juzgaron en las Salesas y las condenaron a treinta años y un día. A la Trini, la panadera...
—Cállate, Ignacio, déjalo... —supliqué.
Cedió por fin.
—Puedo contarte muchas historias más, las he oído casi todas. A diario viene a verme gente que nos conocía en aquellos tiempos. Todos llegan con la misma cantinela: yo hablé una vez con usted, don Ignacio, cuando estaba usted de novio con la Sirita, la hija de la señora Dolores, la costurera que vivía en la calle de la Redondilla...
—¿Para qué te buscan? —conseguí preguntar en mitad del llanto.
—Todos para lo mismo: para pedirme que los ayude a sacar a algún familiar de la cárcel, para ver si puedo usar algún contacto para librar a alguien de la pena de muerte, para que les busque cualquier trabajo por rastrero que sea... No puedes imaginarte cómo es el día a día en la Dirección General: en las antesalas, en los pasillos y las escaleras se amontona a todas horas un gentío acobardado esperando ser atendido, dispuesto a aguantar lo que haga falta por conseguir una migaja de aquello que han venido a buscar: que alguien los oiga, que alguien los reciba, que les den una pista de algún ser cercano perdido, que les aclaren a quién deben suplicar para lograr la libertad de un pariente... Vienen muchas mujeres sobre todo, muchísimas. No tienen de qué vivir, se han quedado solas con sus hijos y no encuentran la manera de sacarlos adelante.
—Y tú ¿puedes hacer algo por ellos? —dije intentando sobreponerme a la angustia.
—Poco. Apenas nada. De los delitos por causas de guerra se encargan los tribunales militares. A mí acuden a la desesperada, igual que acosan a cualquier conocido que trabaje para la administración.
—Pero tú eres del régimen...
—Yo no soy más que un simple funcionario sin el más mínimo poder, un peldaño más dentro de una jerarquía —atajó—. No tengo posibilidad de hacer nada más allá de oír sus miserias, indicarles dónde deben ir si es que lo sé, y darles un par de duros cuando los veo al borde de la desesperación. Ni siquiera soy miembro de Falange: tan sólo hice la guerra donde me tocó y el destino quiso que al final quedara en el lado de los vencedores. Me reincorporé por eso al ministerio y asumí las obligaciones que me encomendaron. Pero yo no estoy con nadie: vi demasiados horrores y acabé perdiendo a todos el respeto. Por eso me limito simplemente a acatar órdenes, porque es lo que me da de comer. Así que cierro la boca, agacho la cerviz y me parto los cuernos para sacar adelante a mi familia, eso es todo.
—No sabía que tuvieras familia —dije mientras me limpiaba los ojos con un pañuelo que él me tendió.
—Me casé en Salamanca y cuando acabó la guerra nos vinimos a Madrid. Tengo una mujer, dos hijos pequeños y un hogar en el que al menos alguien me espera al final del día por duro y asqueroso que haya sido. Nuestra casa no se parece en nada a ésta, pero tiene siempre un brasero encendido y risas de niños en el pasillo. Mis hijos se llaman Ignacio y Miguel, mi mujer, Amalia. Nunca la he querido tanto como te quise a ti, ni mueve el culo con tu gracia cuando anda por la calle, ni jamás la he llegado a desear ni la cuarta parte de lo que te he deseado a ti esta noche mientras sostenías mi mano entre las tuyas. Pero siempre pone buena cara ante las dificultades, y canta cuando está en la cocina guisando lo poco que hay, y me abraza en medio de la noche cada vez que me atormentan las pesadillas y grito y lloro porque sueño que estoy otra vez en el frente y creo que me van a matar.
—Lo siento, Ignacio —dije con un hilo de voz. El llanto apenas me dejaba hablar.
—Puede que yo sea un conformista y un mediocre, un servidor perruno de un Estado revanchista —añadió mirándome a los ojos con firmeza—, pero tú no eres nadie para decirme si te gusta o no el hombre en el que me he convertido. Tú no puedes darme a mí lecciones morales, Sira, porque si yo soy malo, tú eres aún peor. A mí al menos me queda una gota de compasión en el alma; a ti, creo que ni eso. No eres más que una egoísta que habita una casa inmensa en la que se mastica la soledad por las esquinas; una desarraigada que reniega de sus orígenes y es incapaz de pensar en nadie que no sea ella misma.
Quise gritarle que se callara, que me dejara en paz y saliera de mi vida para siempre pero, antes de poder pronunciar siquiera la primera sílaba, mis entrañas se convirtieron en un manantial de sollozos incontenibles, como si algo se me hubiera desgarrado dentro. Lloré. Con la cara tapada, sin consuelo, sin fin. Cuando pude parar y retornar a la realidad inmediata, era más de medianoche e Ignacio ya no estaba. Se había ido sin ruido, con la misma delicadeza con la que siempre me trató. El miedo y la inquietud causados por su presencia se me mantuvieron, sin embargo, pegados a la piel. No sabía qué consecuencias iba a tener aquella visita, no sabía qué iba a ser de Arish Agoriuq partir de esa noche. Tal vez el Ignacio de unos años atrás se apiadara de la mujer a la que tanto quiso y decidiera dejarla seguir su camino en paz. O tal vez su alma de cumplido funcionario de la Nueva España optara por trasladar a sus superiores las sospechas sobre mi falsa identidad; quizá —como él mismo amenazó— acabara detenida. O deportada. O desaparecida.
Sobre la mesa quedó una caja de bombones mucho menos inocente de lo que su apariencia insinuaba. La abrí con una mano, mientras con la otra me secaba las últimas lágrimas. Dos docenas de bocados de chocolate con leche fue todo lo que encontré dentro. Repasé entonces el envoltorio hasta que, en la cinta rosácea que anudaba el paquete, encontré un leve punteo casi imperceptible. Lo descifré en apenas tres minutos. «Reunión urgente. Consulta médica doctor Rico. Caracas, 29. Once de la mañana. Extreme precauciones.»
Junto a los bombones quedó la copa que unas horas antes le había servido. Intacta. Como el mismo Ignacio había dicho, ninguno de nosotros era ya quien un día fue. Pero, aunque la vida se nos hubiese dado la vuelta a todos, él seguía sin beber.
CUARTA PARTE
44
Varios centenares de seres bien comidos y mejor vestidos recibieron el año 1941 en el salón real del Casino de Madrid al son de una orquesta cubana. Entre ellos, como una más, estuve yo.
Mi intención inicial fue pasar aquella noche sola, tal vez haber invitado a doña Manuela y las chicas a compartir conmigo un capón y una botella de sidra, pero la tenaz insistencia de dos clientas, las hermanas Álvarez-Vicuña, me obligó a cambiar de planes. Aun sin demasiado entusiasmo, puse todo mi esmero en arreglarme para la noche: me peinaron con un moño bajo y me maquillé resaltando los ojos con khol marroquí para dar a la mirada ese fingido aspecto de rara pieza trasterrada que se suponía que era. Diseñé una especie de túnica color plata con mangas amplias y un ancho cinturón fajando la silueta; un atuendo a medio camino entre un exótico caftán moruno y la elegancia de un traje de noche europeo. El hermano soltero de ambas me recogió en casa: un tal Ernesto del que nunca llegué a conocer nada más allá de su cara de pájaro y la untuosa deferencia que desplegó para agasajarme. Al llegar, ascendí resuelta por la gran escalera de mármol y, una vez en el salón, fingí no percibir ni la magnificencia de la estancia ni los varios pares de ojos que me taladraron sin disimulo. Ni siquiera presté atención a las gigantescas lámparas de cristal de La Granja que colgaban de los techos ni a los zócalos de estuco que llenaban las paredes enmarcando grandiosas pinturas. Seguridad, dominio de mí misma: eso es lo que mi imagen desprendía. Como si la suntuosidad de ese ambiente fuera mi medio natural. Como si yo fuera un pez y aquella opulencia, el agua.
Pero no lo era. A pesar de vivir rodeada de tejidos tan deslumbrantes como los que aquella noche lucían las señoras a mi alrededor, el ritmo de los meses anteriores no había sido precisamente un cadencioso dejarse llevar, sino una sucesión de días y noches en los que mis dos ocupaciones chuparon como alimañas la integridad de un tiempo cada vez más enrarecido.
La reunión mantenida con Hillgarth dos meses atrás, inmediatamente después de los encuentros con Beigbeder e Ignacio, había marcado un antes y un después en mi forma de actuar. Sobre el primero de ellos le proporcioné información detallada; al segundo, en cambio, no lo nombré. Tal vez debí hacerlo, pero algo me lo impidió: pudor, inseguridad, temor quizá. Era consciente de que la presencia de Ignacio había sido fruto de mi imprudencia: debería haber puesto al agregado naval al tanto de aquel seguimiento a la primera sospecha, tal vez con ello habría evitado que un representante del Ministerio de Gobernación accediera a mi casa con toda facilidad y me esperara sentado en el salón. Pero aquel reencuentro había sido demasiado personal, demasiado emotivo y doloroso como para encontrarle encaje en los fríos moldes del Servicio Secreto. Silenciándolo incumplía el protocolo de actuación que me habían asignado y me saltaba a la torera las normas más elementales de mi cometido, cierto. Con todo y con eso, me arriesgué. Además, no era la primera vez que ocultaba algo a Hillgarth: tampoco le había dicho que doña Manuela formaba parte del pasado al que él mismo me prohibió retornar. Afortunadamente, ni la contratación de mi antigua maestra ni la visita de Ignacio habían tenido consecuencias inmediatas: a la puerta del taller no había llegado ninguna orden de deportación, nadie me había convocado a interrogatorio alguno en ninguna siniestra oficina, y los fantasmas con gabardina cesaron por fin su acoso. Que aquello fuera algo definitivo o tan sólo un alivio transitorio, aún estaba por ver.
En el encuentro urgente al que Hillgarth me convocó tras el cese de Beigbeder, se mostró tan aparentemente neutro como el día en que le conocí, pero su interés por absorber hasta el último detalle de la visita del coronel me hizo sospechar que su embajada andaba agitada y confusa con la noticia de la destitución.
Localicé sin problemas la dirección en la que me citó, una primera planta en una finca con solera: nada sospechoso en apariencia. Apenas tuve que esperar unos segundos para que la puerta se abriera al reclamo del timbre y una madura enfermera me invitara a entrar.
—Me espera el doctor Rico —anuncié siguiendo las instrucciones contenidas en la cinta de la caja de bombones.
—Acompáñeme, por favor.
Tal como esperaba, cuando accedí a la amplia estancia a la que me condujo no encontré a ningún médico, sino a un inglés de cejas frondosas dedicado a una labor bien distinta. Aunque en varias ocasiones anteriores le había visto en Embassy con su uniforme azul de la armada, aquel día vestía de paisano: camisa clara, corbata moteada y un elegante traje de franela gris. Independientemente de la indumentaria, su presencia era del todo incongruente en aquella consulta equipada con la parafernalia propia de una profesión que no era la suya: un biombo metálico con cortinillas de algodón, armarios acristalados llenos de botes y aparatos, una camilla contra el lateral, títulos y diplomas cubriendo las paredes. Me estrechó la mano enérgico y no perdimos más tiempo en saludos innecesarios o formalidades.
Tan pronto como nos acomodamos, comencé a hablar. Rememoré segundo a segundo la noche de Beigbeder, esforzándome por no olvidar ningún detalle. Desgrané todo lo que de su boca oí, describí su estado minuciosamente, contesté a decenas de preguntas y le entregué intactas las cartas de Rosalinda. Mi exposición se extendió durante más de una hora, a lo largo de la cual él me escuchó sentado inmóvil con el gesto contraído mientras, pitillo a pitillo, consumía metódico un cargamento entero de Craven A.
—Aún desconocemos el alcance que este cambio ministerial tendrá para nosotros, pero la situación dista mucho de ser optimista —aclaró por fin apagando el último cigarrillo—. Acabamos de informar a Londres y de momento no tenemos respuesta, todos estamos entretanto expectantes. Le ruego por eso que sea extremadamente cauta y no cometa ningún error. Recibir a Beigbeder en su casa fue una auténtica temeridad; entiendo que usted no pudo negarle la entrada e hizo bien en sosegarle y evitar que su estado degenerara en un desenlace aún más problemático, pero el riesgo que corrió fue altísimo. A partir de ahora, por favor, maximice su prudencia y, en lo sucesivo, intente no verse implicada en situaciones similares. Y tenga cuidado con las presencias sospechosas a su alrededor, especialmente en las cercanías de su domicilio: no descarte la posibilidad de que la tengan vigilada.
—No lo haré, descuide. —Intuí que tal vez sospechara algo de Ignacio y el seguimiento al que me tuvo sometida, preferí no preguntar.
—Todo va a enturbiarse aún más, eso es lo único que de momento sabemos —añadió mientras me tendía de nuevo la mano, esta vez como despedida—. Una vez que se han librado del ministro incómodo, suponemos que la presión de Alemania en territorio español se incrementará; manténgase por eso alerta y esté preparada para cualquier contingencia imprevista.
A lo largo de los meses siguientes obré en consecuencia: minimicé riesgos, intenté exponerme en público lo menos posible y me concentré en mis tareas con mil ojos. Continuamos cosiendo, mucho, cada vez más. La relativa tranquilidad que obtuve con la incorporación de doña Manuela al taller apenas duró unas semanas: la clientela creciente y la cercanía de la temporada navideña me obligaron a volver a dar a la costura el cien por cien de mí misma. Entre prueba y prueba, no obstante, seguí también volcada en mi otra responsabilidad: la clandestina, la paralela. Y así, lo mismo ajustaba el costado de un talle de cóctel que obtenía información sobre los invitados a la recepción ofrecida en la Embajada de Alemania en honor a Himmler, el jefe de la Gestapo, e igual tomaba medidas para el nuevo tailleur de una baronesa que me enteraba del entusiasmo con el que la colonia germana esperaba el inminente traslado a Madrid del restaurante berlinés de Otto Horcher, el favorito de los altos cargos nazis en su propia capital. Sobre todo eso y sobre mucho más informé a Hillgarth con rigor: diseccionando el material de forma minuciosa, escogiendo las palabras más precisas, camuflando los mensajes entre las supuestas puntadas y dándoles salida con puntualidad. Siguiendo sus advertencias, me mantuve permanentemente alerta y concentrada, pendiente de todo lo que ocurría alrededor. Y gracias a ello, en aquellos días percibí que algunas cosas cambiaron: pequeños detalles que quizá fueron consecuencia de las nuevas circunstancias o tal vez simples casualidades producto del azar. Un sábado cualquiera no encontré en el Museo del Prado al silencioso hombre calvo que solía encargarse de recogerme la carpeta llena de patrones codificados; nunca más le volví a ver. Unas semanas después, la chica del guardarropa del salón de peluquería fue sustituida por otra mujer: más madura, más gruesa e igualmente hermética. Noté también mayor vigilancia en las calles y los establecimientos, y aprendí a distinguir a quienes se encargaban de ella: alemanes grandes como armarios, callados y amenazantes con el abrigo llegándoles casi a los pies; españoles enjutos que fumaban nerviosos frente a un portal, junto a un local, tras un cartel. Aunque yo no fuera en principio el objeto de sus misiones, intentaba ignorarlos virando el rumbo o cambiando de acera en cuanto los intuía. A veces, para evitar pasar a su lado o cruzarme con ellos frontalmente, me refugiaba en un comercio cualquiera o me detenía frente a una castañera o un escaparate. En otras ocasiones, en cambio, me resultaba imposible esquivarlos porque me topaba con ellos de manera inesperada y ya sin margen de acción para reconducir el sentido. Me armaba entonces de valor: formulaba un mudo allá vamos, apretaba el paso con firmeza y dirigía la vista al frente. Segura de mí, ajena, altiva casi, como si lo que llevara agarrado de la mano fuese una compra caprichosa o un neceser lleno de cosméticos, y no un cargamento de datos cifrados sobre la agenda privada de las figuras más relevantes del Tercer Reich en España.
Me mantuve también al día del devenir político que me rodeaba. Como solía hacer con Jamila en Tetuán, cada mañana mandaba a Martina a comprar la prensa: Abc, Arriba, El Alcázar. En el desayuno, entre sorbo y sorbo de café con leche, devoraba las crónicas de lo que en España y Europa sucedía. Me enteré así de la toma de posesión de Serrano Suñer como nuevo ministro de Asuntos Exteriores y seguí letra a letra las noticias relativas al viaje en el que Franco y él mismo se entrevistaron con Hitler en Hendaya. Leí también sobre el pacto tripartito entre Alemania, Italia y Japón, sobre la invasión de Grecia y acerca de los mil movimientos que acontecían vertiginosos sobre el tapete de aquellos tiempos convulsos.
Leí, cosí e informé. Informé, cosí y leí: aquél fue mi día a día en la última parte del año a punto de acabar. Por eso tal vez acepté la propuesta de celebrar su fin en el casino: me vendría bien algo de entretenimiento para amortiguar tanta tensión.
Marita y Teté Álvarez-Vicuña se acercaron a su hermano y a mí tan pronto nos vieron entrar en el salón. Halagamos mutuamente nuestros vestidos y peinados, comentamos frivolidades y tonterías, y dejé caer como siempre unas cuantas palabras en árabe y alguna expresión postiza en francés. Y entretanto, observé el salón de reojo y percibí varios rostros familiares, bastantes uniformes y algunas cruces gamadas. Me pregunté cuántos de los seres que por allí se movían con aire relajado serían, como yo, chivatos y soplones encubiertos. Presentí que probablemente varios y decidí no fiarme de nadie y estar ojo avizor; tal vez pudiera obtener algún dato de interés para Hillgarth y los suyos. Mientras en la mente elucubraba tales planes a la vez que fingía mantenerme atenta a la conversación, mi anfitriona Marita se despegó de mi lado y desapareció unos instantes. Cuando regresó lo hizo colgada del brazo de alguien y supe de inmediato que la noche había cambiado de rumbo.
45
Arish, querida, quiero presentarte a mi futuro suegro, Gonzalo Alvarado. Tiene mucho interés en hablar contigo sobre sus viajes a Tánger y los amigos que allí dejó, probablemente conozcas a algunos de ellos.
Allí estaba, efectivamente, Gonzalo Alvarado, mi padre. Vestido de frac y sosteniendo un vaso tallado de whisky a medio beber. En el primer segundo en que nuestras miradas se cruzaron supe que de sobra sabía quién era yo. En el segundo, intuí que la idea de haber sido invitada a aquella fiesta había partido de él. Cuando tomó mi mano y se la acercó a la boca para saludarme con un amago de beso, nadie en aquel salón, sin embargo, podría haber siquiera llegado a imaginar que los cinco dedos que estaba sosteniendo eran los de su propia hija. Sólo nos habíamos visto un par de horas en toda la vida, pero dicen que la llamada de la sangre es tan potente que a veces logra cosas así. Bien pensado, no obstante, tal vez fueran su perspicacia y buena memoria las que primaran por encima del instinto paternal.
Estaba más delgado y más encanecido, pero seguía manteniendo una gran facha. La orquesta empezó a tocar Aquellos ojos verdes, él me invitó a bailar.
—No sabes cuánto me alegra verte otra vez —dijo. En el tono de su voz distinguí algo parecido a la sinceridad.
—A mí también —mentí. En realidad no sabía si me alegraba o no; aún estaba demasiado anonadada por lo inesperado del encuentro como para poder elaborar un juicio razonable sobre el mismo.
—Así que ahora tienes otro nombre, otro apellido y se supone que eres marroquí. Imagino que no vas a contarme a qué se deben tantos cambios.
—No, creo que no voy a hacerlo. Además, no creo que le interese demasiado, son cosas mías.
—Tutéame, por favor.
—Como quieras. ¿Te gustaría también que te llamara papá? —pregunté con un punto de sorna.
—No, gracias. Con Gonzalo es suficiente.
—De acuerdo. ¿Cómo estás, Gonzalo? Pensé que te habían matado en la guerra.
—Sobreviví, ya ves. Es una larga historia, demasiado siniestra para una noche de fin de año. ¿Cómo está tu madre?
—Bien. Ahora vive en Marruecos, tenemos un taller en Tetuán.
—Entonces, ¿al final me hicisteis caso y os fuisteis de España en el momento oportuno?
—Más o menos. La nuestra también es una larga historia.
—Tal vez me la quieras contar otro día. Podemos vernos para charlar; déjame que te invite a comer —sugirió.
—No creo que pueda. No hago demasiada vida social, tengo mucho ' trabajo. Hoy he venido por empeño de unas clientas. Ingenua de mí, en un principio pensé que se trataba de una insistencia del todo desinteresada. Ahora veo que, detrás de una amable e inocente invitación a la modista de la temporada, había algo más. Porque la idea partió de ti, ¿verdad?
No dijo ni sí ni no, pero la afirmación quedó meciéndose en el aire, suspendida entre los acordes del bolero.
—Marita, la novia de mi hijo, es una buena chica: cariñosa y entusiasta como pocas, aunque no demasiado lista. De todas maneras, la aprecio enormemente: es la única que ha conseguido arreglárselas para meter en cintura al tarambana de tu hermano Carlos y va a llevarlo al altar dentro de un par de meses.
Ambos dirigimos la mirada a mi clienta. Cuchicheaba en ese momento con su hermana Teté, sin quitarnos la vista de encima ninguna de las dos, embutidas ambas en sendos modelos salidos de Chez Arish. Con una falsa sonrisa tirante en los labios, me hice a mí misma la firme promesa de no volver a fiarme de las clientas que embaucaban con cantos de sirena a las almas solitarias en noches tan tristes como la de un año que se va.
Gonzalo, mi padre, continuó hablando.
—Te he visto tres veces a lo largo del otoño. Una de ellas salías de un taxi y entrabas en Embassy; yo paseaba a mi perro apenas a cincuenta metros de la puerta, pero no te diste cuenta.
—No, no me di cuenta, es cierto. Suelo ir casi siempre con bastante prisa.
—Me pareciste tú, pero sólo pude verte unos segundos y pensé que tal vez todo había sido una mera ilusión. La segunda vez fue un sábado por la mañana en el Museo del Prado, me gusta pasar por allí de vez en cuando. Te seguí de lejos mientras recorrías varias salas, aún no tenía la certeza de que fueras quien yo creía que eras. Después te dirigiste al guardarropa en busca de una carpeta y te sentaste a dibujar frente al retrato de Isabel de Portugal, de Tiziano. Yo me instalé en otra esquina de la misma sala y permanecí allí, observándote, hasta que empezaste a recoger tus cosas. Me marché entonces convencido de que no me había equivocado. Eras tú con otro estilo: más madura, más resuelta y elegante, pero sin duda, la misma hija a la que conocí asustada como un ratón justo antes de empezar la guerra.
No quise abrir el menor resquicio para la melancolía, así que intervine inmediatamente.
—¿Y la tercera?
—Hace sólo un par de semanas. Caminabas por Velázquez, yo iba en coche con Marita; la llevaba a casa tras un almuerzo en la finca de unos amigos, Carlos tenía cosas que hacer. Te vimos los dos a la vez y entonces, para mi gran sorpresa, ella te señaló y me dijo que eras su nueva modista, que venías de Marruecos y te llamabas Arish no sé qué.
—Agoriuq. En realidad es mi apellido de siempre puesto del revés. Quiroga, Agoriuq.
—Suena bien. ¿Tomamos una copa, señorita Agoriuq? —preguntó con gesto irónico.
Nos abrimos paso, cogimos dos copas de champán de la bandeja de plata que un camarero nos ofreció, y nos desplazamos hacia un lateral del salón mientras la orquesta comenzaba a tocar una rumba y la pista volvía a llenarse de parejas.
—Imagino que no tendrás interés en que desenmascare a Marita tu verdadero nombre y mi relación contigo —dijo una vez conseguimos retirarnos del bullicio—. Como te he dicho, es buena chica, pero le encantan los chismorreos y la discreción no es precisamente su fuerte.
—Te agradecería que no dijeras nada a nadie. De todas maneras, quiero aclararte que mi nuevo nombre es oficial y el pasaporte marroquí, verdadero.
—Supongo que habrá alguna razón de peso para ese cambio.
—Por supuesto. Con ello gano exotismo de cara a mi clientela y, a la vez, me libro de que me persiga la policía por la denuncia que tu hijo interpuso contra mí.
—¿Carlos puso una denuncia contra ti? —La mano con la copa había quedado parada a medio camino hacia la boca, su sorpresa parecía del todo auténtica.
—Carlos no: tu otro hijo, Enrique. Justo antes de empezar la guerra. Me acusaba de haberte robado el dinero y las joyas que me diste.
Sonrió sin despegar los labios, con amargura.
—A Enrique lo mataron tres días después del alzamiento. Una semana antes habíamos tenido una discusión tremenda. Él estaba muy politizado, presentía que algo fuerte iba a suceder con inminencia y se empeñó en que sacáramos de España todo el dinero que teníamos en metálico, las joyas y los objetos de valor. Tuve que decirle que te había entregado tu parte de mi herencia; en realidad, pude haberme callado, pero preferí no hacerlo. Le conté por eso la historia de Dolores y le hablé de ti.
—Y se lo tomó mal —adelanté.
—Se puso como un energúmeno y me dijo todo tipo de barbaridades. Llamó después a Servanda, la vieja criada, imagino que la recuerdas. La interrogó sobre vosotras. Ella le contó que tú habías salido corriendo llevando un paquete en la mano y entonces él mismo debió de elaborar esa ridícula versión del robo. Tras la pelea se fue de casa dando un portazo que hizo retumbar las paredes de todo el edificio. La siguiente vez que volví a verle fue once días más tarde, en el depósito del Estadio Metropolitano con un tiro en la cabeza.
—Lo siento.
Se encogió de hombros con gesto de resignación. En sus ojos percibí una pena inmensa.
—Era un insensato y un alocado, pero era mi hijo. Nuestra relación en los últimos tiempos fue desagradable y turbulenta; él pertenecía a Falange, a mí no me gustaba. Vista desde hoy, sin embargo, aquella Falange era casi una bendición. Al menos partían de unos ideales románticos y unos principios un tanto utópicos pero moderadamente razonables. Sus componentes eran una pandilla de ilusos consentidos, bastante zánganos en su mayoría pero, por fortuna, tenían poco que ver con los oportunistas de hoy, esos que vociferan el Cara al sol con el brazo enhiesto y la vena del cuello hinchada, invocando al ausente como si fuera la sagrada forma cuando antes de empezar la guerra ni siquiera habían oído hablar de José Antonio. No son más que una pandilla de chulos arrogantes y grotescos...
Volvió súbitamente a la realidad del fulgor de las arañas de cristal, al sonido de las maracas y las trompetas, y al movimiento acompasado de los cuerpos al ritmo de El manisero. Volvió a la realidad y volvió a mí, me tocó el brazo, me acarició con suavidad.
—Discúlpame, a veces me enciendo más de la cuenta. Te estoy aburriendo, no es éste el momento de hablar de estas cosas. ¿Quieres bailar?
—No, no quiero, gracias. Prefiero seguir hablando contigo.
Se acercó un camarero, dejamos en la bandeja las copas vacías y cogimos otras llenas.
—Nos habíamos quedado en que Enrique te había puesto una denuncia... —dijo entonces.
No le dejé seguir; quería primero aclarar algo que revoloteaba en mi cabeza desde el principio de nuestro encuentro.
—Antes de que te lo cuente, aclárame algo. ¿Dónde está tu mujer?
—Enviudé. Antes de la guerra, al poco de veros a ti y a tu madre, en la primavera del 36. María Luisa estaba en el sur de Francia con sus hermanas. Una de ellas tenía un Hispano-Suiza y un mecánico al que gustaba en exceso el alterne nocturno. Una mañana las recogió para llevarlas a misa; probablemente no había dormido en toda la noche y en un descuido absurdo se salió de la carretera. Dos de las hermanas murieron, María Luisa y Concepción. El conductor perdió una pierna y la tercera de las hermanas, Soledad, resultó ilesa. Ironías de la vida, era la mayor de las tres.
—Lo lamento mucho.
—A veces pienso que fue lo mejor para ella. Era muy timorata, tenía un carácter tremendamente asustadizo; el más pequeño incidente doméstico le causaba una gran conmoción. Creo que no habría podido soportar la guerra, ni dentro de España ni fuera de ella. Y, por supuesto, nunca habría podido asimilar la muerte de Enrique. Así que quizá la divina providencia le hiciera un favor llevándosela antes de tiempo. Y ahora sigue contándome; estábamos hablando de tu denuncia. ¿Sabes algo más, tienes alguna idea de cómo está el asunto ahora?
—No. En septiembre, antes de venir a Madrid, el comisario de la policía de Tetuán intentó hacer averiguaciones.
—¿Para inculparte?
—No; para ayudarme. El comisario Vázquez no es exactamente un amigo, pero siempre me trató bien. Tienes una hija que ha estado metida en algunos problemas, ¿sabes?
El tono de mi voz debió de indicarle que hablaba en serio.
—¿Me los vas a contar? Me gustaría poder ayudarte.
—No creo que de momento haga falta, todo está ahora más o menos en orden, pero gracias por el ofrecimiento. De todas maneras, tal vez tengas razón: deberíamos vernos otro día y charlar despacio. En parte, esos problemas míos también te afectan a ti.
—Adelántame algo.
—Ya no tengo las joyas de tu madre.
No pareció inmutarse.
—¿Las tuviste que vender?
—Me las robaron.
—¿Y el dinero?
—También.
—¿Todo?
—Hasta el último céntimo.
—¿Dónde?
—En un hotel de Tánger.
—¿Quién?
—Un indeseable.
—¿Le conocías?
—Sí. Y ahora, si no te importa, vamos a cambiar de conversación. Otro día, con más tranquilidad, te contaré los detalles.
Faltaba ya poco para la medianoche y por el salón se movían cada vez más fracs, más uniformes de gala, más vestidos de noche y escotes cuajados de joyas. Primaban los españoles, pero había también un número considerable de extranjeros. Alemanes, ingleses, americanos, italianos, japoneses; todo un popurrí de países en guerra inmersos entre una maraña de respetables y adinerados ciudadanos patrios, ajenos todos por unas horas al salvaje despedazamiento de Europa y a la sordidez de un pueblo devastado que estaba a punto de decir hasta nunca a uno de los años más tremebundos de su historia. Las carcajadas sonaban por todas partes y las parejas seguían deslizándose al compás contagioso de las congas y las guarachas que la orquesta de músicos negros interpretaba sin decaer. Los lacayos con librea que nos habían recibido flanqueando la escalera comenzaron a repartir pequeñas cestas con uvas e instaron a los invitados a dirigirse a la terraza para tomarlas a la par de las campanadas del vecino reloj de la Puerta del Sol. Mi padre me ofreció su brazo y yo lo acepté: aunque cada uno hubiera llegado por su cuenta, de alguna manera silenciosa habíamos convenido recibir el año juntos. En la terraza nos reunimos con algunos amigos, su hijo y mis maquinadoras clientas. Me presentó a Carlos, mi medio hermano, parecido a él y en absoluto a mí. Cómo podría haber intuido él que tenía delante a la modistilla advenediza de su propia sangre a la que su hermano denunció por haberles birlado a ambos un buen pellizco de su herencia.
A nadie parecía importar el intenso frío de la terraza: el número de invitados se había multiplicado y los camareros no daban abasto circulando entre ellos mientras vaciaban botellas de champán envueltas en grandes servilletas blancas. Las conversaciones animadas, las risas y el tintineo de las copas parecían sostenerse en el aire a punto de rozar el cielo de invierno oscuro como el carbón. Desde la calle entretanto, como un rugido bronco, ascendía el sonido de las voces de aquella masa apelotonada de infortunados; esos a los que su negra suerte había destinado a mantenerse al ras de los adoquines y a compartir un litro de vino barato o una botella de cazalla rasposa como el asperón.
Empezaron a oírse las campanadas, primero los cuartos, después las definitivas. Comencé a tomar las uvas concentrada: dong, una, dong, dos, dong, tres, dong, cuatro. A la quinta noté que Gonzalo había pasado su brazo sobre mis hombros y me atraía hacia sí; a la sexta los ojos se me llenaron de lágrimas. La séptima, la octava y la novena las tragué a ciegas, haciendo esfuerzos por contener el llanto. A la décima lo logré, con la undécima me recompuse y al sonar la última me giré y abracé a mi padre por segunda vez en mi vida.
46
A mediados de enero me reuní con él para explicarle los pormenores del robo de su herencia. Supuse que creyó la historia; si no lo hizo, lo disimuló bien. Almorzamos en Lhardy y me propuso que nos siguiéramos viendo. Me negué sin tener una razón fundamentada para ello; tal vez pensara que era demasiado tarde para intentar recuperar todo lo que nunca vivimos juntos. Él continuó insistiendo, no parecía dispuesto a aceptar mi rechazo con facilidad. Y lo logró en parte: el muro de mi resistencia fue poco a poco cediendo. Volvimos a comer juntos alguna otra vez, fuimos al teatro y a un concierto en el Real, incluso una mañana de domingo paseamos por el Retiro como treinta años antes él hiciera con mi madre. Le sobraba tiempo, ya no trabajaba; al terminar la guerra pudo recuperar su fundición, pero decidió no reabrirla. Después vendió los terrenos que ocupaba y se dedicó a vivir de las rentas que con ellos obtuvo. ¿Por qué no quiso seguir, por qué no reimpulsó su negocio tras la contienda? Por puro desencanto, creo. Nunca me contó en detalle sus vicisitudes durante aquellos años, pero los comentarios insertados en las distintas conversaciones que en ese tiempo mantuvimos me permitieron reconstruir más o menos su doloroso periplo. No parecía, sin embargo, un hombre resentido: era demasiado racional como para permitir que sus vísceras agarraran el mando de su vida. A pesar de pertenecer a la clase de los vencedores, era también tremendamente crítico con el nuevo régimen. Y era irónico y un gran conversador, y entre ambos establecimos una relación especial con la que no nos planteamos compensar su ausencia a lo largo de todos los años de mi niñez y juventud, sino empezar de cero una amistad entre adultos. En su círculo se murmuró acerca de nosotros, se especuló sobre la naturaleza del nexo que nos unía, y a sus oídos llegaron mil extravagantes suposiciones que compartió conmigo divertido y a nadie se preocupó de clarificar.
Los encuentros con mi padre me abrieron los ojos a una cara de la realidad desconocida. Gracias a él supe que, a pesar de que los periódicos nunca lo contaran, el país vivía una crisis de gobierno permanente, donde los rumores de destituciones y dimisiones, los relevos ministeriales, las rivalidades y las conspiraciones se multiplicaban como los panes y los peces. La caída de Beigbeder a los catorce meses de jurar su cargo en Burgos había sido sin duda la más estrepitosa, pero en ningún caso la única.
Mientras España emprendía lentamente su reconstrucción, las distintas familias que habían contribuido a ganar la guerra, lejos de convivir en armonía, se tiraban los trastos a la cabeza como en un sainete. El ejército enfrentado a la Falange, la Falange a matar con los monárquicos, los monárquicos endemoniados porque Franco no se comprometía con la restauración; éste en El Pardo, apartado e indefinido, firmando sentencias con pulso firme y sin decantarse a favor de nadie; Serrano Suñer por encima de todos, todos a su vez contra Serrano; unos intrigando a favor del Eje, otros en pro de los Aliados, cada cual apostando a ciegas sin saber aún cuál sería el bando que acabaría a la larga, como había dicho Candelaria, metiendo las cabras en el corral.
Los alemanes y los británicos mantenían en este tiempo su constante tira y afloja tanto en el mapa del mundo como en las calles de la capital de España. Por desgracia para la causa en la que la suerte me había colocado, los germanos parecían tener un aparato de propaganda mucho más potente y efectivo. Tal como me adelantó Hillgarth en Tánger, la ardua labor de éstos se gestionaba desde la misma embajada, con medios económicos más que generosos y un equipo formidable capitaneado por el famoso Lazar, quien contaba además con la complacencia del régimen. Yo sabía de primera mano que la actividad social de éste era imparable: las menciones en mi taller a sus cenas y fiestas eran constantes entre las alemanas y algunas españolas, y por los salones de su residencia desfilaba cada noche alguno de mis modelos.
Con frecuencia creciente aparecían también en la prensa campañas destinadas a vender el prestigio alemán. Utilizaban para ello anuncios vistosos y efectivos que con el mismo entusiasmo publicitaban motores de gasolina que colorante para teñir la ropa. La propaganda era constante y entremezclaba ideas y productos, persuadiendo de que la ideología germana era capaz de conseguir adelantos inalcanzables para el resto de los países del mundo. El velo aparentemente técnico de los anuncios no ocultaba el mensaje: Alemania estaba preparada para dominar el planeta y así deseaban hacerlo saber a los buenos amigos que en España tenía. Y para que no quedara duda de ello, solían incluir entre sus estrategias dibujos con gran impacto visual, grandes letras, y unos pintorescos mapas de Europa en los que Alemania y la península Ibérica se conectaban con flechas bien marcadas mientras que a Gran Bretaña, en cambio, parecía habérsela tragado el centro de la tierra.
En las farmacias, los cafés y las barberías se repartían gratuitamente revistas satíricas y cuadernillos de crucigramas regalados por los alemanes; los chistes y las historietas aparecían entremezclados con reseñas sobre victoriosas operaciones militares y la solución correcta de todos los entretenimientos y jeroglíficos siempre era de tipo político a favor de la causa nazi. Otro tanto ocurría con folletos informativos destinados a profesionales, las historias de aventuras para jóvenes y niños, y hasta las hojas parroquiales de cientos de iglesias. Se decía también que las calles estaban llenas de confidentes españoles captados por los alemanes para realizar labores de difusión de propaganda directa en las paradas de los tranvías y las colas de las tiendas y los cines. Las consignas eran unas veces moderadamente creíbles y muchas otras, del todo disparatadas. Por aquí y por allá corrían bulos siempre desfavorables hacia los británicos y sus apoyos. Que estaban robando el aceite de oliva a los españoles y llevándolo en coches diplomáticos hasta Gibraltar. Que la harina donada por la Cruz Roja americana era tan mala que estaba haciendo enfermar al pueblo español. Que en los mercados no había pescado porque nuestros pesqueros eran retenidos por buques de la marina británica. Que la calidad del pan era pésima porque los súbditos de su majestad se dedicaban a hundir los barcos argentinos cargados de trigo. Que los americanos en colaboración con los rusos estaban ultimando la inminente invasión de la Península.
Los británicos, entretanto, no se mantenían impasibles. Su reacción consistía prioritariamente en achacar por cualquier medio al régimen español todas las calamidades del pueblo, dando palos, sobre todo, donde más dolía: en la escasez de alimentos, esa hambruna que propiciaba que la gente enfermara por comer las inmundicias de las basuras, que familias enteras corrieran desesperadas detrás de los camiones del Auxilio Social, y que las madres de familia se las ingeniaran Dios sabía cómo para hacer frituras sin aceite, tortillas sin huevos, dulces sin azúcar y un extraño embutido sin rastro de cerdo y con un sospechoso sabor a bacalao. Para fomentar la simpatía de los españoles por la causa aliada, los ingleses también agudizaban su ingenio. La oficina de prensa de la embajada redactaba en Madrid una publicación de manufactura casera que los mismos funcionarios se esforzaban por repartir en las aceras cercanas a su legación con el agregado de prensa, el joven Tom Burns, a la cabeza. Poco antes había comenzado a funcionar el Instituto Británico dirigido por un tal Walter Starkie, un católico irlandés a quien algunos llamaban don Gitano. La apertura se hizo, según se comentaba, sin más autorización de las autoridades españolas que la palabra sincera pero ya debilitada de Beigbeder en sus últimos coletazos como ministro. En apariencia, se trataba de un centro cultural en el que impartían clases de inglés y organizaban conferencias, tertulias y eventos diversos, algunos de ellos más sociales que puramente intelectuales. En el fondo era, al parecer, una encubierta maquinaria de propaganda británica mucho más sofisticada que las estrategias de los germanos.
Transcurrió así el invierno, laborioso y tenso, duro para casi todos: para los países, para los humanos. Y, sin apenas darme cuenta, se nos echó encima la primavera. Y con ella llegó una nueva invitación de mi padre. El hipódromo de La Zarzuela abría sus puertas, ¿por qué no le acompañaba?
Cuando yo no era más que una joven aprendiz en casa de doña Manuela, oíamos constantes referencias al hipódromo al que nuestras clientas asistían. Probablemente a muy pocas señoras les interesaban las carreras en sí, pero, del mismo modo que los caballos, ellas también competían. Si no en velocidad, sí en elegancia. El viejo hipódromo se encontraba entonces en el final del paseo de la Castellana y era lugar de encuentro social para la alta burguesía, la aristocracia e incluso la realeza, con Alfonso XIII a menudo en el palco real. Poco antes de la guerra se inició la construcción de otras instalaciones más modernas; la contienda, sin embargo, paró en seco el proyecto del nuevo recinto hípico. Tras dos años de paz, éste, aún a medio terminar, abría sus puertas en el monte de El Pardo.
La inauguración llevaba semanas ocupando titulares en los periódicos y saltando de boca en boca. Mi padre me recogió en su automóvil, le gustaba conducir. Durante el trayecto me explicó el proceso de la construcción del hipódromo con su original cubierta ondulada y habló también del entusiasmo de miles de madrileños por recuperar las viejas carreras. Yo, en reciprocidad, le describí mis recuerdos de la Hípica de Tetuán y la imponente estampa del jalifa atravesando a caballo la plaza de España para ir los viernes de su palacio a la mezquita. Y tanto, tanto hablamos que no hubo tiempo siquiera para que me adelantara que esa tarde tenía previsto encontrarse con alguien más. Y sólo al llegar a nuestra tribuna me di cuenta de que, al asistir a aquel evento de apariencia inocente, acababa de adentrarme por mi propio pie en la mismísima boca del lobo.
47
El gentío asistente era inmenso: masas humanas agolpadas frente a las taquillas, colas de decenas de metros para formalizar los boletos de apuestas, y las gradas y la zona cercana a la pista llenas a rebosar de público ansioso y vociferante. Los privilegiados que ocupaban los palcos reservados, en cambio, flotaban en una dimensión distinta: sin agobios ni griterío, sentados en sillas auténticas y no sobre peldaños de cemento, y atendidos por camareros de chaquetilla impoluta dispuestos a servirles con diligencia.
En cuanto accedimos al palco, sentí en mi interior algo parecido al mordisco de una tenaza de hierro. Apenas necesité un par de segundos para percibir el alcance del despropósito al que me enfrentaba: allí no había más que un minúsculo grupo de españoles mezclados con un denso número de ingleses, hombres y mujeres que, copa en mano y armados de binoculares, fumaban, bebían y charlaban en su lengua a la espera del galope de los equinos. Y para que no quedara duda de su causa y procedencia, los cobijaba una gran bandera británica amarrada en plano sobre la barandilla.
Quise que la tierra me tragara, pero todavía no era el momento: mi capacidad para el estupor aún no había tocado fondo. Para ello, sólo necesité adentrarme unos pasos y dirigir la mirada hacia la izquierda. En el palco vecino, prácticamente vacío aún, ondeaban tres estandartes verticales mecidos por el viento: sobre el fondo rojo de cada uno de ellos destacaba un círculo blanco con la esvástica negra en el centro. El palco de los alemanes, separado del nuestro por una pequeña valla que apenas superaba el metro de altura, esperaba la llegada de sus ocupantes. Por el momento tan sólo había en él un par de soldados custodiando el acceso y unos cuantos camareros organizando el avituallamiento pero, a la vista de la hora y de la premura con la que procedían con los preparativos, no me cupo duda de que los asistentes esperados tardarían muy poco en llegar.
Antes de serenarme lo suficiente como para poder reaccionar y decidir la manera más rápida de desaparecer de aquella pesadilla, Gonzalo se encargó de aclararme al oído quiénes eran todos aquellos súbditos de su graciosa majestad.
—He olvidado decirte que íbamos a reunimos con unos viejos amigos a los que hace tiempo que no veo. Son ingenieros ingleses de las minas de Río Tinto, han venido con algunos compatriotas suyos de Gibraltar e imagino que también se acercará gente de la embajada. Están todos entusiasmados con la reapertura del hipódromo; ya sabes que son unos grandes apasionados de los caballos.
Ni lo sabía, ni me interesaba: en aquel momento tenía otras urgencias por encima de las aficiones de aquellos individuos. Por ejemplo, huir de ellos como de la peste. La frase de Hillgarth en la Legación Americana de Tánger aún me resonaba en los oídos: cero contacto con los ingleses. Y menos aún —le faltó decir— delante de las narices de los alemanes. En cuanto los amigos de mi padre se percataron de nuestra llegada, comenzaron los afectuosos saludos a Gonzalo old boy y a su joven e inesperada acompañante. Los devolví con palabras parcas, intentando camuflar los nervios tras una sonrisa tan débil como falsa a la vez que sopesaba disimuladamente el alcance de mi riesgo. Y así, mientras respondía a las manos que los rostros anónimos me tendieron, barrí con los ojos el entorno buscando algún resquicio por el que volatilizarme sin poner a mi padre en evidencia. Pero no lo tenía fácil. Nada fácil. A la izquierda estaba la tribuna de los alemanes con sus ostentosas insignias; la de la derecha la ocupaban un puñado de individuos con barrigas generosas y gruesos anillos de oro que fumaban puros grandes como torpedos en compañía de mujeres de pelo oxigenado y labios rojos como amapolas para las que yo jamás habría cosido ni un pañuelo en mi taller. Aparté la mirada de todos ellos: los estraperlistas y sus despampanantes queridas no me interesaban lo más mínimo.
Bloqueada por izquierda y derecha, y con una barandilla al frente volada sobre el vacío, tan sólo me quedaba la solución de escapar por donde habíamos venido, aunque sabía que aquello era toda una temeridad. Existía una única vía de acceso para alcanzar aquellos palcos, lo había comprobado al llegar: una especie de pasillo enladrillado de apenas tres metros de anchura. Si decidía retroceder por él, correría el riesgo muy probable de encontrarme con los alemanes de cara. Y entre ellos, sin duda, me toparía con lo que más me asustaba: clientas germanas cuyas bocas incautas a menudo dejaban caer sabrosos pedazos de información que yo recogía con la más desleal de las sonrisas y trasladaba después al Servicio Secreto del país enemigo; señoras a las que debería detenerme a saludar y que, sin duda alguna, se preguntarían suspicaces qué hacía su couturier marroquí huyendo como alma que lleva el diablo de un palco abarrotado de ingleses.
Sin saber qué hacer, dejé a Gonzalo repartiendo aún saludos y me senté en el ángulo más protegido de la tribuna con los hombros encogidos, las solapas de la chaqueta subidas y la cabeza medio agachada, intentando —ilusamente— pasar desapercibida en un espacio diáfano donde de sobra sabía que era imposible esconderse.
—¿Te encuentras bien? Estás pálida —dijo mi padre mientras me tendía una copa de cup de frutas.
—Creo que estoy un poco mareada, se me pasará pronto —mentí.
Si en la gama de los colores existiera alguno más oscuro que el negro, mi ánimo habría estado a punto de rozarlo tan pronto como el palco alemán comenzó a agitarse con un mayor movimiento. Vi de reojo cómo entraban más soldados; tras ellos llegó un robusto superior dando órdenes, señalando aquí y allá, lanzando ojeadas cargadas de desprecio hacia el palco de los ingleses. Los siguieron varios oficiales con botas brillantes, gorras de plato y la inevitable esvástica en el brazo. Ni se dignaron a mirar en nuestra dirección: se mantuvieron simplemente altivos y distantes, manifestando con su actitud envarada un evidente desdén hacia los ocupantes de la tribuna vecina. Unos cuantos individuos vestidos de calle llegaron después, noté con un escalofrío que alguno de aquellos rostros me resultaba familiar. Probablemente todos ellos, militares y civiles, estaban enlazando aquel evento con otro previo, de ahí que hicieran su aparición prácticamente a la vez, con grupos formados y el tiempo justo para ver la primera carrera. De momento sólo había hombres: mucho me equivocaría si sus esposas no los seguían de inmediato.
El ambiente se animaba por segundos en medida proporcional al incremento de mi angustia: el grupo de británicos se había nutrido, los prismáticos pasaban de mano en mano y las conversaciones trataban con la misma familiaridad del turf, el paddock y los jockeys que de la invasión de Yugoslavia, los atroces bombardeos sobre Londres o el último discurso de Churchill en la radio. Y justo entonces le vi. Le vi y él me vio. Y de pronto sentí que me faltaba el aliento. El capitán Alan Hillgarth acababa de entrar en el palco con una elegante mujer rubia del brazo: su esposa, probablemente. Posó en mí los ojos apenas unas décimas de segundo y después, conteniendo un minúsculo gesto de alarma y desconcierto que sólo yo aprecié, dirigió una mirada veloz hacia el palco alemán al que seguía llegando un goteo incesante de personas.
Le esquivé levantándome para evitar tenerle que mirar de frente, estaba convencida de que aquello era el final, de que ya no había manera humana de escapar de esa ratonera. No podría haber previsto un desenlace más patético para mi breve carrera de colaboradora de la inteligencia británica: estaba a punto de ser descubierta en público, delante de mis clientas, de mi superior y de mi propio padre. Me agarré a la barandilla apretando los dedos y deseé con todas mis fuerzas que aquel día nunca hubiera llegado: no haber salido nunca de Marruecos, no haber aceptado jamás aquella disparatada propuesta que había hecho de mí una conspiradora imprudente y cargada de torpeza. Sonó el pistoletazo de la primera carrera, los caballos comenzaron su galope febril y los gritos entusiastas del público rasgaron el aire. Mi mirada se mantenía supuestamente concentrada en la pista, pero mis pensamientos trotaban ajenos a los cascos de los caballos. Intuí que las alemanas deberían estar ya llenando su palco y presentí la desazón de Hillgarth al intentar encontrar la manera de abordar el inminente descalabro al que nos enfrentábamos. Y entonces, como un fogonazo, la solución se me presentó delante de los ojos al percibir a un par de camilleros de la Cruz Roja apostados con indolencia contra un muro a la espera de algún percance. Si no podía salir por mí misma de aquel palco envenenado, alguien tendría que sacarme de allí.
La justificación podría haber sido la emoción del momento o el cansancio acumulado a lo largo de los meses, tal vez los nervios o la tensión. Nada de eso fue la causa verdadera, sin embargo. Lo único que me llevó a aquella inesperada reacción fue el mero instinto de supervivencia. Elegí el lugar apropiado: el flanco derecho de la tribuna, el más alejado de los alemanes. Y calculé el momento justo: apenas unos segundos después de terminar la primera carrera, cuando la algarabía reinaba por todas partes y los gritos entusiastas se mezclaban con expresiones sonoras de desencanto. En ese instante exacto, me dejé caer. Con un movimiento premeditado, giré la cabeza e hice que el pelo acabara cubriéndome la cara una vez en el suelo, por si alguna mirada curiosa del palco contiguo consiguiera colarse entre los pares de piernas que inmediatamente me rodearon. Quedé inmóvil, con los ojos cerrados y el cuerpo lánguido; el oído, en cambio, lo mantuve atento, absorbiendo todas y cada una de las voces que a mi alrededor sonaron. Desmayo, aire, Gonzalo, rápido, pulso, agua, más aire, rápido, rápido, ya vienen, botiquín, y otras tantas palabras en inglés que no entendí. Los camilleros tardaron en llegar apenas un par de minutos. Me trasladaron del suelo a la lona y me cubrieron con una manta hasta el cuello. Un, dos, tres, arriba, noté cómo me alzaban.
—Le acompaño —oí decir a Hillgarth—. Si es necesario, podemos llamar al médico de la embajada.
—Gracias, Alan —respondió mi padre—. No creo que sea nada importante, un simple desvanecimiento. Vamos a la enfermería; después, ya veremos.
Los camilleros avanzaban con prisa por el túnel de acceso llevándome en vilo; detrás, forzando el paso, nos seguían mi padre, Alan Hillgarth y un par de ingleses a los que no logré identificar, compañeros o lugartenientes del agregado naval. Aunque me ocupé de nuevo de que el pelo me tapara la cara al menos parcialmente una vez en la camilla, antes de que me sacaran del palco reconocí la mano firme de Hillgarth subiéndome la manta hasta la frente. No pude ver nada más, pero sí oír con nitidez todo lo que a continuación pasó.
En los metros iniciales del pasillo de salida no nos cruzamos con nadie, pero hacia la mitad del recorrido la situación cambió. Y con ello se confirmaron mis más oscuros presagios. Primero oí más pasos y voces de hombre que hablaban con prisa en alemán. Schnell, schnell, die haben bereits begonnen. Andaban en sentido contrario al nuestro, casi corrían. Por la firmeza de las pisadas, intuí que serían militares; la seguridad y contundencia del tono de sus palabras me hicieron suponer que se trataba de oficiales. Imaginé que la visión del agregado naval enemigo escoltando una camilla con un cuerpo cubierto por una manta tal vez generaría en ellos una cierta alarma, pero no se detuvieron; tan sólo cruzaron unos ásperos saludos y continuaron enérgicos su camino hacia el palco contiguo al que nosotros acabábamos de abandonar. Los taconeos y las voces femeninas llegaron a mis oídos tan sólo unos segundos después. Las oí acercarse con paso firme también, rotundas y avasalladoras. Cohibidos ante tal despliegue de determinación, los camilleros se hicieron a un lado deteniéndose unos instantes para dejarlas pasar; casi nos rozaron. Contuve la respiración y noté el corazón bombear con fuerza; las oí alejarse después. No reconocí ninguna voz concreta ni pude precisar cuántas serían, pero calculé que al menos media docena. Seis alemanas, tal vez siete, tal vez más; posiblemente varias de ellas fueran clientas mías: de las que elegían las telas más caras y lo mismo me pagaban con billetes que con noticias recién horneadas.
Simulé que recobraba la conciencia unos minutos más tarde, cuando los ruidos y las voces se habían amortiguado y supuse que por fin estábamos en terreno seguro. Dije unas palabras, los tranquilicé. Llegamos entonces a la enfermería; Hillgarth y mi padre despacharon a los acompañantes ingleses y a los camilleros: a los primeros los despidió el agregado naval con unas breves órdenes en su lengua; a los segundos Gonzalo con una propina generosa y un paquete de cigarrillos.
—Ya me encargo yo, Alan, gracias —dijo mi padre finalmente cuando nos quedamos a solas los tres. Me tomó el pulso y confirmó que estaba medianamente en condiciones—. No creo que haga falta llamar a un médico. Voy a intentar acercar el coche hasta aquí: me la llevo a casa.
Noté a Hillgarth dudar unos segundos.
—De acuerdo —dijo entonces—. Me quedaré acompañándola mientras regresa.
No me moví hasta que calculé que mi padre estaba ya lo suficientemente lejos como para que mi reacción no le resultara sorprendente. Sólo entonces me armé de valor, me puse en pie y le di la cara.
—Se encuentra bien, ¿verdad? —preguntó mirándome con severidad.
Podría haberle dicho que no, que aún estaba débil y desorientada; podría haber fingido que todavía no me había recuperado de los efectos del supuesto desmayo. Pero sabía que no iba a creerme. Y con razón.
—Perfectamente —respondí.
—¿Sabe él algo? —preguntó entonces refiriéndose a mi padre y su conocimiento acerca de mi colaboración con los ingleses.
—Nada en absoluto.
—Manténgalo así. Y no se le ocurra dejarse ver con el rostro descubierto al salir —ordenó—. Túmbese en el asiento trasero del automóvil y permanezca tapada en todo momento. Cuando lleguen a casa, asegúrese de que nadie los ha seguido.
—Descuide. ¿Algo más?
—Venga a verme mañana. En el mismo sitio y a la misma hora.
48
Una actuación magistral la del hipódromo —fue su saludo. A pesar del supuesto cumplido, su rostro no mostraba el menor rasgo de satisfacción. Me esperaba de nuevo en la consulta del doctor Rico, en el mismo lugar donde nos habíamos reunido meses atrás para hablar sobre mi encuentro con Beigbeder tras su cese.
—No tuve otra opción, créame que lo siento —dije mientras me sentaba—. No tenía idea de que íbamos a ver las carreras en el palco de los ingleses. Ni de que los alemanes iban a ocupar justamente el vecino.
—Lo entiendo. Y actuó bien, con frialdad y rapidez. Pero corrió un riesgo altísimo y estuvo a punto de desencadenar una crisis del todo innecesaria. Y no podemos permitirnos vernos implicados en imprudencias de esta envergadura según está la situación de complicada ahora mismo.
—¿Se refiere a la situación en general, o a la mía en particular? —pregunté con un involuntario tono de arrogancia.
—A ambas —zanjó contundente—. Verá, no es nuestra intención inmiscuirnos en su vida personal, pero, a raíz de lo sucedido, creo que debemos llamar su atención sobre algo.
—Gonzalo Alvarado —adelanté.
No respondió de inmediato; antes se tomó unos segundos para encender un cigarrillo.
—Gonzalo Alvarado, efectivamente —dijo tras expulsar el humo de la primera calada—. Lo de ayer no fue algo aislado: sabemos que se les ve juntos en sitios públicos con relativa asiduidad.
—Por si le interesa y antes de nada, déjeme aclararle que no mantengo ninguna relación con él. Y, como le dije ayer, tampoco está al tanto de mis actividades.
—La naturaleza concreta de la relación que exista entre ustedes es un asunto del todo privado y ajeno a nuestra incumbencia —aclaró.
—¿Entonces?
—Le ruego que no se lo tome como una invasión desconsiderada en su vida personal, pero tiene que entender que la situación es ahora mismo extraordinariamente tensa y no tenemos más remedio que alertarla. —Se levantó y recorrió unos pasos con las manos en los bolsillos y la vista concentrada en las baldosas del suelo mientras continuaba hablando sin mirarme—. La semana pasada supimos que hay un activo grupo de confidentes españoles cooperando con los alemanes para elaborar ficheros de germanófilos y aliadófilos locales. En ellos están incluyendo datos sobre todos aquellos españoles significados por su relación con una u otra causa, así como su grado de compromiso para con las mismas.
—Y suponen que yo estoy en uno de esos ficheros...
—No lo suponemos: lo sabemos con absoluta certeza —dijo clavando sus ojos en los míos—. Tenemos colaboradores infiltrados y nos han informado de que usted figura en el de los germanófilos. De momento, de forma limpia, como era previsible: cuenta con abundantes clientas relacionadas con los altos cargos nazis, las recibe en su atelier, les cose trajes hermosos y ellas, a cambio, no sólo le pagan, sino que además confían en usted; tanto que hablan en su casa con plena libertad de muchas cosas sobre las que no deberían hablar y que usted nos transmite puntualmente.
—Y Alvarado, ¿qué tiene que ver en todo esto?
—También aparece en los ficheros. Pero figura en el lado contrario al suyo, en el catálogo de ciudadanos afines a los británicos. Y nos ha llegado la noticia de que hay orden alemana de máxima vigilancia a personas españolas de ciertos sectores relacionadas con nosotros: banqueros, empresarios, profesionales liberales... Ciudadanos capacitados e influyentes dispuestos a ayudar a nuestra causa.
—Imagino que sabrá que él ya no está en activo, que no reabrió su empresa tras la guerra —apunté.
—No importa. Mantiene excelentes relaciones y se deja ver a menudo con miembros de la embajada y la colonia británica en Madrid. A veces incluso conmigo mismo, como comprobaría ayer. Es un gran conocedor de la situación industrial española y, por ello, nos asesora desinteresadamente en algunos asuntos de relevancia. Pero, a diferencia de usted, no es un agente encubierto, sino tan sólo un buen amigo del pueblo inglés que no esconde sus simpatías hacia nuestra nación. Por eso, que usted se deje ver a su lado de manera continuada puede empezar a resultar sospechoso ahora que los nombres de ambos aparecen en ficheros contrarios. De hecho, ya ha habido algún rumor al respecto.
—¿Al respecto de qué? —pregunté con un punto de insolencia.
—Al respecto de qué diantres hace una persona tan cercana a las esposas de los altos cargos alemanes dejándose ver en público con un fiel colaborador de los británicos —respondió dando un puñetazo sobre la mesa. Suavizó después el tono, lamentando de inmediato su reacción—. Discúlpeme, por favor: estamos todos muy nerviosos últimamente y, además, somos conscientes de que usted no estaba al tanto de la situación y no podía haber previsto el riesgo de antemano. Pero confíe en mí si le digo que los alemanes están planificando una fortísima campaña de presión contra la propaganda británica en España. Este país sigue siendo crucial para Europa y puede entrar en guerra en cualquier momento. De hecho, el gobierno sigue ayudando al Eje descaradamente: les permiten usar a su conveniencia todos los puertos españoles, les autorizan explotaciones mineras allá donde les plazca, y hasta están utilizando a presos republicanos para trabajar en construcciones militares que puedan facilitar un posible ataque alemán a Gibraltar.
Apagó el cigarrillo y mantuvo unos segundos el silencio, concentrado en la acción. Después prosiguió.
—Nuestra situación es de clara desventaja y lo último que deseamos es enturbiarla aún más —dijo lentamente—. La Gestapo emprendió hace meses una serie de acciones amenazantes que ya han dado frutos: su amiga la señora Fox, por ejemplo, tuvo que dejar España a causa de ellos. Y, desgraciadamente, ha habido varios casos más. Sin ir más lejos, el antiguo médico de la embajada, que además es un gran amigo mío. De ahora en adelante, la perspectiva se presenta aún peor. Más directa y agresiva. Más peligrosa.
No intervine, sólo me mantuve observándole, esperando a que terminara sus explicaciones.
—No sé si es del todo consciente de hasta qué punto está usted comprometida y expuesta —añadió bajando el tono de voz—. Arish Agoriuq se ha convertido en una persona muy conocida entre las alemanas residentes en Madrid, pero, si comienza a percibirse una desviación en su postura tal como estuvo a punto de suceder ayer, puede verse implicada en situaciones altamente indeseables. Y eso no nos conviene. Ni a usted, ni a nosotros.
Me levanté de mi asiento y caminé hacia una ventana, pero no me atreví a acercarme del todo. Dando la espalda a Hillgarth, miré tras los cristales desde la distancia. Las ramas de los árboles, cuajadas de hojas, llegaban hasta la altura del primer piso. Aún había luz, las tardes eran ya largas. Intenté reflexionar sobre el alcance de lo que acababa de oír. A pesar de la negrura del panorama al que me enfrentaba, no estaba asustada.
—Creo que lo mejor sería que dejara de colaborar con ustedes —dije por fin sin mirarle—. Evitaríamos problemas y viviríamos más tranquilos. Usted, yo, todos.
—De ninguna manera —protestó tajante a mi espalda—. Todo lo que acabo de decirle no son más que cuestiones preventivas y advertencias para el futuro. No dudamos de que será capaz de adaptarse a ellas cuando llegue el momento. Pero bajo ningún concepto queremos perderla, y mucho menos ahora que la necesitamos en un nuevo destino.
—¿Perdón? —pregunté atónita mientras me giraba.
—Tenemos otra misión. Nos han pedido colaboración directamente desde Londres. Aunque en un principio barajábamos otras opciones, a la luz de lo que ha ocurrido este fin de semana, hemos decidido asignársela a usted. ¿Cree que su ayudante podrá encargarse del taller durante un par de semanas?
—Bueno... no sé... quizá... —balbuceé.
—Seguro que sí. Haga correr entre sus clientas la voz de que va a permanecer fuera unos días.
—¿Dónde les digo que voy a estar?
—No es necesario que mienta, cuénteles simplemente la verdad: que tiene unos asuntos que resolver en Lisboa.
49
El Lusitania Express me dejó en la estación de Santa Apolonia una mañana de mediados de mayo. Llevaba dos enormes maletas con mi mejor vestuario, un puñado de instrucciones precisas y un cargamento invisible de aplomo; confiaba en que aquello fuera suficiente para ayudarme a salir airosa del trance.
Dudé mucho antes de convencerme a mí misma de que debía seguir con aquel cometido. Reflexioné, sopesé opciones y valoré alternativas. Sabía que la decisión estaba en mi mano: sólo yo tenía la capacidad de elegir entre seguir adelante con aquella vida turbia o dejarlo todo de lado y volver a la normalidad.
Lo segundo, probablemente, habría sido lo más sensato. Estaba hastiada de engañar a todo el mundo, de no poder ser clara con nadie; de acatar órdenes incómodas y vivir en constante alerta. Iba a cumplir treinta años, me había convertido en una embustera sin escrúpulos y mi historia personal no era más que un cúmulo de tapujos, agujeros y mentiras. Y a pesar de la supuesta sofisticación que rodeaba mi existencia, al final del día —como bien se había encargado de recordarme Ignacio unos meses atrás— lo único que quedaba de mí era un fantasma solitario que habitaba una casa llena de sombras. Al salir de la reunión con Hillgarth sentí una bocanada de hostilidad hacia él y los suyos. Me habían involucrado en una aventura siniestra y ajena que supuestamente debería resultar favorable para mi país, pero nada parecía enderezarse con el paso de los meses y el temor a que España entrara en la guerra seguía flotando en el aire por todas las esquinas. Aun así, acaté sus condiciones sin desviarme de las normas: me forzaron a volverme egoísta e insensible, a acoplarme a un Madrid irreal y a ser desleal a mi gente y mi pasado. Me habían hecho pasar miedo y desconcierto, noches en vela, horas de angustia infinitas. Y ahora exigían que me distanciara también de mi padre, la única presencia que aportaba un punto de luz en el oscuro transcurrir de los días.
Aún estaba a tiempo de decir que no, de plantarme y gritar hasta aquí hemos llegado. Al infierno el Servicio Secreto británico y sus estúpidas exigencias. Al infierno las escuchas en los probadores, la ridícula vida de las mujeres de los nazis y los mensajes cifrados entre patrones. No me importaba quién ganara a quién en aquella contienda lejana; allá ellos si los alemanes invadían Gran Bretaña y se comían a los niños crudos o si los ingleses bombardeaban Berlín y lo dejaban tan liso como una tabla de planchar. Aquél no era mi mundo: al infierno para siempre todos ellos.
Dejarlo todo y volver a la normalidad: sí, aquélla sin duda era la mejor opción. El problema era que ya no sabía dónde encontrarla. ¿Estaba la normalidad en la calle de la Redondilla de mi juventud, entre las muchachas con las que crecí y que aún peleaban por salir a flote tras perder la guerra? ¿Se la llevó Ignacio Montes el día en que se fue de mi plaza con una máquina de escribir a rastras y el corazón partido en dos, o quizá me la robó Ramiro Arribas cuando me dejó sola, embarazada y en la ruina entre las paredes del Continental? ¿Se encontraría la normalidad en el Tetuán de los primeros meses, entre los huéspedes tristes de la pensión de Candelaria, o se disipó en los sórdidos trapicheos con los que ambas logramos salir adelante? ¿Me la dejé en la casa de Sidi Mandri, colgada de los hilos del taller que con tanto esfuerzo levanté? ¿Se la apropió tal vez Félix Aranda alguna noche de lluvia o se la llevó Rosalinda Fox cuando se marchó del almacén del Dean's Bar para perderse como una sombra sigilosa por las calles de Tánger? ¿Estaría la normalidad junto a mi madre, en el trabajo callado de las tardes africanas? ¿Acabó con ella un ministro depuesto y arrestado, o la arrastró quizá consigo un periodista a quien no me atreví a querer por pura cobardía? ¿Dónde estaba, cuándo la perdí, qué fue de ella? La busqué por todas partes: en los bolsillos, por los armarios y en los cajones; entre los pliegues y las costuras. Aquella noche me dormí sin hallarla.
Al día siguiente desperté con una lucidez distinta y apenas entreabrí los ojos, la percibí: cercana, conmigo, pegada a la piel. La normalidad no estaba en los días que quedaron atrás: tan sólo se encontraba en aquello que la suerte nos ponía delante cada mañana. En Marruecos, en España o Portugal, al mando de un taller de costura o al servicio de la inteligencia británica: en el lugar hacia el que yo quisiera dirigir el rumbo o clavar los puntales de mi vida, allí estaría ella, mi normalidad. Entre las sombras, bajo las palmeras de una plaza con olor a hierbabuena, en el fulgor de los salones iluminados por lámparas de araña o en las aguas revueltas de la guerra. La normalidad no era más que lo que mi propia voluntad, mi compromiso y mi palabra aceptaran que fuera y, por eso, siempre estaría conmigo. Buscarla en otro sitio o quererla recuperar del ayer no tenía el menor sentido.
Fui a Embassy aquel mediodía con las ideas claras y la mente despejada. Comprobé que Hillgarth se encontraba apurando su aperitivo acodado en la barra mientras charlaba con dos militares de uniforme. Dejé entonces caer el bolso al suelo con frívola desfachatez. Cuatro horas más tarde recibí las primeras órdenes sobre la nueva misión: me citaban para un tratamiento facial a la mañana siguiente en el salón de peluquería y belleza de todas las semanas. Cinco días más tarde, llegué a Lisboa.
Descendí al andén con un vestido de gasa estampado, guantes blancos de primavera y una enorme pamela: una espuma de glamour entre la carbonilla de las locomotoras y la prisa gris de los viajeros. Me esperaba un automóvil anónimo listo para llevarme a mi destino: Estoril.
Callejeamos por una Lisboa llena de viento y luz, sin racionamiento ni cortes de electricidad, con flores, azulejos y puestos callejeros de verdura y fruta fresca. Sin solares repletos de escombros ni mendigos harapientos; sin marcas de obuses, sin brazos en alto ni yugos y flechas pintados a brochazos sobre los muros. Recorrimos zonas nobles y elegantes con anchas aceras de piedra y edificios señoriales vigilados por estatuas de reyes y navegantes; transitamos también por zonas populares con tortuosas callejas llenas de bullicio, geranios y olor a sardinas. Me sorprendió la majestuosidad del Tajo, el ulular de las sirenas del puerto y el chirriar de los tranvías. Me fascinó Lisboa, una ciudad ni en paz ni en guerra: nerviosa, agitada, palpitante.
Atrás fueron quedando Alcántara, Belem y sus monumentos. Las aguas batían con fuerza a medida que avanzamos por la Estrada Marginal. A la derecha nos flanqueaban antiguas villas protegidas por verjas de hierro forjado entre las que reptaban enredaderas cargadas de flores. Todo parecía diferente y llamativo, pero tal vez lo era en un sentido distinto al que las apariencias mostraban. Había sido advertida para ello: la pintoresca Lisboa que acababa de contemplar desde la ventanilla de un auto y el Estoril al que llegaría en unos minutos estaban llenos de espías. El más mínimo rumor tenía un precio y cualquiera con dos orejas era un confidente en potencia; desde los más altos cargos de cualquier embajada, hasta los camareros, los tenderos, las doncellas y los taxistas. «Extreme la prudencia» fue otra vez la consigna.
Tenía una habitación reservada en el hotel Do Parque, un alojamiento magnífico para una clientela mayoritariamente internacional en el que solían alojarse más alemanes que ingleses. Cerca, muy cerca, en el hotel Palacio, ocurría lo contrario. Y después, en las noches de casino, se juntaban todos bajo el mismo techo: en aquel país teóricamente neutral, el juego y el azar no entendían de guerras. Apenas frenó el coche, un mozo uniformado apareció para abrirme la portezuela mientras otro se encargaba del equipaje. Accedí al hall como pisando una alfombra de seguridad y despreocupación a la vez que me desprendía de las gafas oscuras con las que me había protegido desde que abandoné el tren. Barrí entonces la grandiosa recepción con una mirada de estudiado desdén. No me impresionó el brillo del mármol, ni las alfombras y el terciopelo de las tapicerías, ni las columnas elevándose hasta los techos tan inmensos como los de una catedral. Tampoco detuve la atención en los huéspedes elegantes que aislados o en grupos leían la prensa, charlaban, tomaban un cóctel o veían la vida pasar. Mi capacidad de reacción ante todo aquel glamour estaba ya más que amaestrada: no les presté la menor atención y tan sólo me dirigí con paso decidido a registrar mi llegada.
Comí sola en el restaurante del hotel, después pasé un par de horas en la habitación tumbada mirando el techo. A las seis menos cuarto el teléfono me sacó de mi ensimismamiento. Lo dejé sonar tres veces, tragué saliva, levanté el auricular y respondí. Y entonces todo echó a rodar.
50
Las instrucciones me habían llegado días atrás en Madrid a través de un cauce muy poco convencional. Por primera vez no fue Hillgarth el encargado de transmitírmelas, sino alguien a sus órdenes. La empleada del salón de peluquería al que asistía todas las semanas me condujo diligente a uno de los gabinetes interiores donde realizaban los tratamientos de belleza. De los tres sillones reclinables previstos para tales funciones, el de la derecha, casi en posición horizontal, estaba ya ocupado por una clienta cuyas facciones no pude distinguir. Una toalla le cubría el pelo a modo de turbante, otra le rodeaba el cuerpo desde el escote hasta las rodillas. Sobre el rostro tenía una espesa mascarilla blanca que tan sólo dejaba al descubierto la boca y los ojos. Cerrados.
Me cambié detrás de un biombo y me senté en el sillón contiguo con un atuendo idéntico. Tras recostar el respaldo con un pedal y aplicarme la misma mascarilla, la empleada salió sigilosa cerrando la puerta tras de sí. Sólo entonces oí la voz a mi lado.
—Nos alegra que finalmente vaya a encargarse de la misión. Confiamos en usted, creemos que puede hacer un buen trabajo.
Habló sin mover la postura, en voz baja y con fuerte acento inglés. Al igual que Hillgarth, utilizaba el plural. No se identificó.
—Lo intentaré —repliqué mirándola con el rabillo del ojo.
Oí el clic de un encendedor y un olor familiar impregnó el ambiente.
—Nos han pedido refuerzos directamente desde Londres —continuó—. Hay sospechas de que un supuesto colaborador portugués puede estar haciendo un doble juego. No es un agente, pero mantiene una excelente relación con nuestro personal diplomático en Lisboa y está implicado en distintos negocios con empresas británicas. Sin embargo, hay indicios de que está empezando a establecer relaciones paralelas con los alemanes.
—¿Qué tipo de relaciones?
—Comerciales. Comerciales muy potentes, probablemente destinadas no sólo a beneficiar a los alemanes, sino tal vez incluso a boicotearnos. No se sabe con precisión. Alimentos, minerales, armamento tal vez: productos clave para la guerra. Como le digo, todo se mueve aún en el terreno de las sospechas.
—¿Y qué tendría que hacer yo?
—Necesitamos a una extranjera que no levante suspicacias de relación con los británicos. Alguien que proceda de un terreno más o menos neutral, que sea absolutamente ajena a nuestro país y que se dedique a algo que nada tenga que ver con las operaciones comerciales en las que él está implicado, pero que, a la vez, pueda necesitar ir a Lisboa para abastecerse de algo en concreto. Y usted se adapta al perfil.
—¿Se supone entonces que voy a ir a Lisboa a comprar telas o algo así? —anticipé dirigiéndole una nueva mirada que no me devolvió.
—Exactamente. Telas y mercancías relacionadas con su trabajo —confirmó sin moverse un milímetro. Se mantenía en la misma postura en la que la encontré, con los ojos cerrados y la horizontalidad casi perfecta—. Irá con su cobertura de modista dispuesta a adquirir las telas que en la España aún devastada no puede encontrar.
—Podría hacer que me las enviaran de Tánger... —interrumpí.
—También —dijo tras expulsar el humo de una nueva calada—. Pero no por ello tiene que desestimar otras alternativas. Por ejemplo, las sedas de Macao, la colonia portuguesa en Asia. Uno de los sectores en los que nuestro sospechoso tiene prósperos negocios es el de la importación y exportación textil. Normalmente trabaja a gran escala, tan sólo con mayoristas y no con compradores particulares, pero hemos conseguido que acceda a atenderla personalmente.
—¿Cómo?
—Gracias a una cadena de conexiones encubiertas que incluye diversas orientaciones: algo común en esta empresa en la que nos movemos, no procede ahora entrar en detalles. De esta manera, usted no sólo va a llegar a Lisboa completamente limpia de sospecha de afinidad a los británicos sino, además, respaldada por algunos contactos que tienen línea directa con los alemanes.
Toda aquella difusa red de relaciones se me escapaba de las manos, así que opté por preguntar lo menos posible y esperar a que la desconocida siguiera desgranando información e indicaciones.
—El sospechoso se llama Manuel da Silva. Es un empresario hábil y muy bien relacionado que, al parecer, está dispuesto a multiplicar su fortuna en esta guerra aunque para ello tenga que traicionar a los que hasta ahora han sido sus amigos. Entrará en contacto con usted y le facilitará las mejores telas disponibles ahora mismo en Portugal.
—¿Habla español?
—Perfectamente. E inglés. Y tal vez alemán también. Habla todas las lenguas que le son necesarias para sus negocios.
—Y ¿qué se supone que tengo que hacer yo?
—Infíltrese en su vida. Muéstrese encantadora, gánese su simpatía, esfuércese para que le pida que salga con él, y, sobre todo, logre que la invite a algún encuentro con alemanes. Si finalmente consigue acercarse a ellos, lo que necesitamos es que agudice su atención y capte toda la información relevante que le pase ante los ojos y los oídos. Consiga una relación tan completa como le sea posible: nombres, negocios, empresas y productos que mencionen; planes, acciones y cuantos datos adicionales estime de interés.
—¿Me está diciendo que me envían para que seduzca a un sospechoso? —pregunté con incredulidad alzando el cuerpo del sillón.
—Utilice los recursos que considere más convenientes —replicó dando por hecho que mi suposición era cierta—. Da Silva es, al parecer, un soltero empedernido al que le gusta agasajar a mujeres hermosas sin consolidar ninguna relación. Le agrada hacerse ver con señoras atractivas y elegantes; si son extranjeras, aún mejor. Pero, según nuestras informaciones, en su trato con el género femenino también es un perfecto caballero portugués a la antigua usanza, así que no se preocupe porque no irá más lejos de lo que usted esté dispuesta a consentir.
No supe si ofenderme o reír a carcajadas. Me enviaban a seducir a un seductor, ésa iba a ser mi apasionante misión portuguesa. Sin embargo, por primera vez en toda la conversación, mi desconocida vecina de sillón pareció leerme el pensamiento.
—Por favor, no interprete su cometido como algo frívolo que cualquier mujer hermosa sería capaz de hacer a cambio de unos cuantos billetes. Se trata de una operación delicada y usted va a ser quien se encargue de ella porque tenemos confianza en sus capacidades. Cierto es que su físico, su supuesto origen y su condición de mujer sin ataduras pueden ayudar, pero su responsabilidad va a ir mucho más allá del simple flirteo. Deberá ganarse la confianza de Da Silva midiendo con cuidado cada paso, tendrá que calcular los movimientos y equilibrarlos con precisión. Usted misma será quien calibre la envergadura de las situaciones, quien marque los tiempos, sopese los riesgos y decida cómo proceder según lo requiera cada momento. Valoramos muy altamente su experiencia en la captación sistemática de información y su capacidad de improvisación ante circunstancias inesperadas: no ha sido elegida para esta misión al azar, sino porque ha demostrado que tiene recursos para desenvolverse con eficacia en situaciones difíciles. Y respecto a lo personal, tal como antes le he dicho, no tiene por qué ir más allá de los límites que usted misma imponga. Pero, por favor, sostenga la tensión todo lo posible hasta que consiga la información que necesita. Básicamente, no es algo muy alejado de su trabajo en Madrid.
—Sólo que aquí no necesito flirtear con nadie ni colarme en reuniones ajenas —aclaré.
—Cierto, querida. Pero sólo serán unos días y con un señor que, por lo visto, no carece de atractivo. —Me sorprendió el tono de su voz: no intentaba quitar hierro al asunto sino, tan sólo, constatar fríamente un hecho para ella objetivo—. Una cosa más, algo importante —añadió—. Va a actuar sin ninguna cobertura porque Londres no desea que en Lisboa se levante la más mínima suspicacia sobre su cometido. Recuerde que no hay plenas garantías acerca de los asuntos de Da Silva con los alemanes y, por ello, su supuesta deslealtad hacia los ingleses está aún por confirmar: todo, como le he dicho, se mueve de momento en el terreno de la mera especulación y no queremos que él sospeche nada de nuestros compatriotas emplazados en Portugal. Por eso, ningún agente inglés allí destinado sabrá quién es usted y su relación con nosotros: será una misión breve, rápida y limpia a cuyo término informaremos directamente a Londres desde Madrid. Implíquese, recopile los datos necesarios y vuelva a casa. Entonces veremos cómo avanza todo desde aquí. Nada más.
Me costó responder, la mascarilla se me había solidificado sobre la piel de la cara. Lo conseguí al fin sin despegar casi los labios.
—Y nada menos.
La puerta se abrió en ese momento. Volvió a entrar la empleada y se concentró en el rostro de la inglesa. Trabajó durante más de veinte minutos, a lo largo de los cuales no volvimos a cruzar una palabra. Cuando terminó, la chica salió de nuevo y mi desconocida instructora procedió a vestirse tras el biombo.
—Sabemos que tiene una buena amiga en Lisboa, pero no creemos prudente que se vean —dijo desde la distancia—. La señora Fox será oportunamente avisada para que actúe como si no se conocieran en el caso de que por casualidad coincidiera con usted en algún momento. Le rogamos que haga usted lo mismo.
—De acuerdo —murmuré con los labios rígidos. No me agradaba en absoluto aquella orden, me habría encantado volver a ver a Rosalinda. Pero entendía la inconveniencia y la acaté: no quedaba más remedio.
—Mañana le llegarán detalles sobre el viaje, puede que incluyamos alguna información adicional. El tiempo previsto en principio para su misión es de un máximo de dos semanas: si por alguna razón de extrema urgencia necesitara demorarse algo más, envíe un cable a la floristería Bourguignon y solicite que envíen un ramo de flores a una amiga inexistente por su cumpleaños. Invéntese el nombre y la dirección; las flores no saldrán nunca del establecimiento pero, si reciben un pedido desde Lisboa, nos transmitirán el aviso. Contactaremos entonces con usted de alguna manera, esté al tanto.
La puerta volvió a abrirse, la empleada entró de nuevo cargada de toallas. El objetivo de su trabajo esta vez iba a ser yo. Me dejé hacer con aparente docilidad mientras me esforzaba por ver a la persona recién vestida que estaba a punto de emerger de detrás del biombo. No se demoró, pero cuando por fin salió se cuidó mucho de no volver la cara hacia mí. Observé que tenía el pelo claro y ondulado, y vestía un traje de chaqueta de tweed, un atuendo típicamente inglés. Alargó entonces el brazo para coger un bolso de piel que descansaba sobre un pequeño banco adosado a la pared, un bolso que me resultó vagamente familiar: se lo había visto a alguien recientemente y no era el tipo de complemento que por entonces se vendía en las tiendas españolas. Extendió después la mano y alcanzó una cajetilla roja de cigarrillos dejada con descuido encima de un taburete. Y entonces lo supe: aquella señora que fumaba Craven A y que en aquel momento salía del gabinete sin murmurar más que un somero adiós, era la esposa del capitán Alan Hillgarth. La misma a la que vi por primera vez apenas unos días atrás, agarrada al brazo de su marido cuando éste, el férreo jefe de los Servicios Secretos en España, se llevó al verme en el hipódromo uno de los sustos más grandes de su carrera.
51
Manuel da Silva me esperaba en el bar del hotel. La barra estaba concurrida: grupos, parejas, hombres solos. Nada más traspasar la doble puerta de acceso, supe quién era él. Y él, quién era yo.
Delgado y apuesto, moreno, con las sienes empezando a platear y un esmoquin de chaqueta clara. Manos cuidadas, mirada oscura, movimientos elegantes. En efecto, tenía porte y maneras de conquistador. Pero había algo más en él: algo que intuí apenas cruzamos el primer saludo y me cedió el paso hacia la balconada abierta sobre el jardín. Algo que me hizo ponerme alerta inmediatamente. Inteligencia. Sagacidad. Determinación. Mundo. Para engañar a aquel hombre, iba a necesitar mucho más que unas cuantas sonrisas encantadoras y un arsenal de mohines y pestañeos.
—No sabe cómo lamento no poder cenar con usted pero, como le he dicho antes por teléfono, tengo un compromiso previsto desde hace semanas —dijo mientras me sostenía caballeroso el respaldo de una butaca.
—No se preocupe en absoluto —contesté acomodándome con fingida languidez. La gasa color azafrán del vestido casi rozó el suelo; con gesto estudiado eché la melena hacia atrás sobre los hombros desnudos y crucé las piernas dejando salir un tobillo, el principio de un pie y la punta afilada del zapato. Noté cómo Da Silva no despegaba la vista de mí ni un segundo—. Además —añadí—, estoy un poco cansada tras el viaje; me vendrá bien acostarme temprano.
Un camarero puso una champanera a nuestro lado y dos copas sobre la mesa. La terraza se volcaba sobre un jardín exuberante repleto de árboles y plantas; oscurecía, pero aún se percibían los últimos destellos de sol. Una brisa suave recordaba que el mar estaba muy cerca. Olía a flores, a perfume francés, a sal y verdor. Un piano sonaba en el interior y desde las mesas cercanas surgían conversaciones distendidas en varias lenguas. El Madrid reseco y polvoriento que había dejado atrás hacía menos de veinticuatro horas me pareció de pronto una negra pesadilla de otro tiempo.
—Tengo que confesarle algo —dijo mi anfitrión una vez que las copas estuvieron llenas.
—Lo que quiera —repliqué llevándome la mía a los labios.
—Es usted la primera mujer marroquí que conozco en mi vida. Esta zona está ahora mismo llena de extranjeros de mil nacionalidades distintas, pero todos proceden de Europa.
—¿No ha estado nunca en Marruecos?
—No. Y lo lamento; sobre todo si todas las marroquíes son como usted.
—Es un país fascinante de gente maravillosa, pero me temo que le sería difícil encontrar allí muchas mujeres como yo. Soy una marroquí atípica porque mi madre es española. No soy musulmana y mi lengua materna no es el árabe, sino el español. Pero adoro Marruecos: allí, además, vive mi familia y allí tengo mi casa y mis amigos. Aunque ahora resida en Madrid.
Volví a beber, satisfecha por haber tenido que mentir tan sólo lo imprescindible. Los embustes descarados se habían convertido en una constante en mi vida, pero me sentía más segura cuando no necesitaba recurrir a ellos en exceso.
—Usted también habla un español excelente —apunté.
—He trabajado mucho con españoles; mi padre, de hecho, tuvo durante años un socio madrileño. Antes de la guerra, de la guerra española, quiero decir, solía ir bastante a Madrid por asuntos de trabajo; en los últimos tiempos estoy más centrado en otros negocios y viajo menos a España.
—Probablemente no es buen momento.
—Depende —dijo con un punto de ironía—. A usted, al parecer, le van muy bien las cosas.
Sonreí de nuevo mientras me preguntaba qué demonios le habrían contado acerca de mí.
—Veo que está bien informado.
—Eso intento, al menos.
—Pues sí, debo reconocerlo: mi pequeño negocio no marcha mal. De hecho, como sabe, por eso estoy aquí.
—Dispuesta a llevarse a España las mejores telas para la nueva temporada.
—Ésa es mi intención, efectivamente. Me han dicho que usted tiene unas sedas chinas maravillosas.
—¿Quiere saber la verdad? —preguntó con un guiño de fingida complicidad.
—Sí, por favor —dije bajando el tono y siguiéndole el juego.
—Pues la verdad es que no lo sé —aclaró con una carcajada—. No tengo la menor idea de cómo son exactamente las sedas que importamos desde Macao; no me ocupo de ello directamente. El sector textil...
Un hombre joven y delgado de fino bigote, su secretario quizá, se acercó sigiloso, pidió disculpas en portugués y se aproximó a su oído izquierdo silabeando algunas palabras que no alcancé a oír. Fingí concentrar la mirada en la noche que caía tras el jardín. Los globos blancos de las farolas acababan de encenderse, las conversaciones animadas y los acordes del piano seguían flotando en el aire. Mi mente, sin embargo, lejos de relajarse ante aquel paraíso, se mantenía pendiente de lo que entre ambos hombres ocurría. Intuí que aquella imprevista interrupción era algo acordado de forma premeditada: si mi presencia no le estuviera resultando grata, Da Silva tendría así una excusa para desaparecer inmediatamente justificando cualquier asunto inesperado. Si, por el contrario, decidiera que valía la pena dedicarme su tiempo, podría darse por enterado y despedir al recién llegado sin más.
Por fortuna, optó por lo segundo.
—Como le decía —prosiguió una vez ausentado el ayudante—, yo no me ocupo directamente de los tejidos que importamos; quiero decir, estoy al tanto de los datos y las cifras, pero desconozco las cuestiones estéticas que supongo que serán las que a usted interesan.
—Tal vez algún empleado suyo me pueda ayudar —sugerí.
—Sí, por supuesto; tengo un personal muy eficiente. Pero me gustaría encargarme yo mismo.
—No quisiera causarle... —interrumpí.
No me dejó terminar.
—Será un placer poder serle útil —dijo mientras hacía un gesto al camarero para que volviera a llenarnos las copas—. ¿Cuánto tiempo tiene previsto quedarse entre nosotros?
—Unas dos semanas. Además de tejidos, quiero aprovechar el viaje para visitar a algunos otros proveedores, tal vez talleres y comercios también. Zapaterías, sombrererías, lencerías, mercerías... En España, como imagino que sabrá, apenas se puede encontrar nada decente estos días.
—Yo le proporcionaré todos los contactos que necesite, descuide. Déjeme pensar: mañana por la mañana salgo para un breve viaje, confío en que sea cuestión de un par de días nada más. ¿Le parece bien que nos veamos el jueves por la mañana?
—Por supuesto, pero insisto en que no quiero importunarle...
Despegó la espalda del asiento y se adelantó clavándome la mirada.
—Usted jamás podría importunarme.
Que te crees tú eso, pensé como en una ráfaga. En la boca, en cambio, plasmé tan sólo una sonrisa más.
Continuamos charlando acerca de naderías; diez minutos, quince tal vez. Cuando calculé que era el momento de dar por zanjado aquel encuentro, simulé un bostezo y acto seguido musité una azorada disculpa.
—Perdóneme. La noche en tren ha sido agotadora.
—La dejo descansar entonces —dijo levantándose.
—Además, usted tiene una cena.
—Ah, sí, la cena, es cierto. —Ni siquiera se molestó en mirar el reloj—. Supongo que me estarán esperando —añadió con desgana. Intuí que mentía. O quizá no.
Caminamos hasta el hall de entrada mientras él saludaba a unos y otros cambiando de lengua con pasmosa comodidad. Un apretón de manos por aquí, una palmada en el hombro por allá; un cariñoso beso en la mejilla a una frágil anciana con aspecto de momia y un guiño pícaro a dos ostentosas señoras cargadas de joyas de la cabeza a los pies.
—Estoril está lleno de viejas cacatúas que un día fueron ricas y ya no lo son —me susurró al oído—, pero se aferran al ayer con uñas y dientes, y prefieren mantenerse a diario a base de pan y sardinas antes que malvender lo poco que les queda de su gloria marchita. Se las ve cargadas de perlas y brillantes, envueltas en visones y armiños hasta en pleno verano, pero lo que llevan en la mano es un bolso lleno de telarañas en el que hace meses que ni entra ni sale un escudo.
La limpia elegancia de mi vestido no desentonaba en absoluto con el ambiente y él se encargó de que así lo percibiera todo el mundo a nuestro alrededor. No me presentó a nadie ni me dijo quién era cada cual: tan sólo caminó a mi lado, a mi paso, como escoltándome; atento siempre, luciéndome.
Mientras nos dirigíamos hacia la salida, hice un rápido balance del resultado del encuentro. Manuel da Silva había venido a saludarme, a invitarme a una copa de champán y, sobre todo, a calibrarme: a tasar con sus propios ojos hasta qué punto valía la pena hacer el esfuerzo de atender personalmente aquel encargo que le habían hecho desde Madrid. Alguien a través de alguien y por mediación de alguien más le había pedido como favor que me tratara bien, pero aquello podía encararse de dos maneras. Una era delegando: haciendo que me agasajara algún empleado competente mientras él se quitaba la obligación de encima. La otra forma era implicándose. Su tiempo valía oro molido y sus compromisos eran sin duda incontables. El hecho de que se hubiera ofrecido a ocuparse él mismo de mis insignificantes demandas suponía que mi cometido marchaba con buen rumbo.
—Me pondré en contacto con usted tan pronto como me sea posible.
Tendió entonces la mano para despedirse.
—Mil gracias, señor Da Silva —dije ofreciéndole las mías. No una, sino las dos.
—Llámeme Manuel, por favor —sugirió. Noté que las retenía unos segundos más de lo imprescindible.
—Entonces, yo tendré que ser Arish.
—Buenas noches, Arish. Ha sido un verdadero placer conocerla. Hasta que volvamos a vernos, descanse y disfrute de nuestro país.
Entré en el ascensor y le mantuve la mirada hasta que las dos compuertas doradas comenzaron a cerrarse, estrechando progresivamente la visión del hall. Manuel da Silva permaneció frente a ellas hasta que —primero los hombros, después las orejas y el cuello, y por fin la nariz —su figura desapareció también.
Cuando me supe fuera del alcance de su mirada y comenzamos a subir, suspiré con tal fuerza que el joven ascensorista a punto estuvo de preguntarme si me encontraba bien. El primer paso de mi misión acababa de finalizar: prueba superada.
52
Bajé a desayunar temprano. Zumo de naranja, trino de pájaros, pan blanco con mantequilla, la sombra fresca de un toldo, bizcochos de espuma y un café glorioso. Demoré todo lo posible la estancia en el jardín: comparado con el ajetreo con el que comenzaba los días en Madrid, aquello me pareció el cielo mismo. Al volver a la habitación encontré un centro de flores exóticas sobre el escritorio. Por pura inercia, lo primero que hice fue desatar rápidamente la cinta que lo adornaba en busca de un mensaje cifrado. Pero no encontré puntos ni rayas que transmitieran instrucciones y sí, en cambio, una tarjeta manuscrita.
Estimada Arish:
Disponga a su conveniencia de mi chauffer Joao para hacer su estancia más cómoda.
Hasta el jueves,
Manuel da Silva
Tenía una caligrafía elegante y vigorosa y, a pesar de la buena impresión que supuestamente le causé la noche anterior, el mensaje no era en absoluto adulador, ni siquiera obsequioso. Cortés, pero sobrio y firme. Mejor así. De momento.
Joao resultó ser un hombre de pelo y uniforme gris, con un mostacho poderoso y los sesenta años sobrepasados al menos una década atrás. Me aguardaba en la puerta del hotel, charlando con otros compañeros de oficio bastante más jóvenes mientras fumaba compulsivamente a la espera de algún quehacer. El señor Da Silva lo enviaba para llevar a la señorita a donde ella quisiera, anunció mirándome de arriba abajo sin disimulo. Supuse que no era la primera vez que recibía un encargo de ese tipo.
—De compras a Lisboa, por favor. —En realidad, más que las calles y las tiendas, lo que me interesaba era matar el tiempo a la espera de que Manuel da Silva se hiciera ver de nuevo.
Inmediatamente supe que Joao distaba mucho del clásico conductor discreto y centrado en su cometido. Apenas arrancó el Bentley negro, comentó algo sobre el tiempo; un par de minutos después se quejó del estado de la carretera; más tarde, me pareció entender que despotricaba sobre los precios. Ante aquellas evidentes ganas de hablar, pude adoptar dos papeles bien distintos: el de la señora distante que consideraba a los empleados como seres inferiores a los que no hay que dignarse ni siquiera a mirar, o el de la extranjera de elegante simpatía que, aun manteniendo las distancias, era capaz de desplegar su encanto hasta con el servicio. Me habría sido más cómodo asumir la primera personalidad y pasar el día aislada en mi propio mundo sin las interferencias de aquel vejete parlanchín, pero supe que no debía hacerlo en cuanto, un par de kilómetros más adelante, mencionó los cincuenta y tres años que llevaba trabajando para los Da Silva. El papel de altiva señora me habría resultado extremadamente cómodo, cierto, pero la otra opción iba a tener una utilidad mucho mayor. Me interesaba mantener a Joao hablando por agotador que pudiera llegar a ser: si estaba al tanto del pasado de Da Silva, tal vez podría conocer también algún asunto de su presente.
Avanzamos por la Estrada Marginal con el mar rugiendo a la derecha y, para cuando comenzamos a atisbar las docas de Lisboa, yo ya tenía una idea perfilada del emporio empresarial del clan. Manuel da Silva era hijo de Manuel da Silva y nieto de Manuel da Silva: tres hombres de tres generaciones cuya fortuna comenzó con una simple taberna portuaria. De servir vino tras un mostrador, el abuelo pasó a venderlo a granel en barriles; el negocio se trasladó entonces hasta un almacén destartalado y ya en desuso que Joao me señaló al pasar. El hijo recogió el testigo y expandió la empresa: al vino añadió la venta mayorista de otras mercancías, pronto se sumaron las primeras tentativas de comercio colonial. Cuando las riendas pasaron al tercer eslabón de la saga, el negocio era ya próspero, pero la consolidación definitiva llegó con el último Manuel, el que yo acababa de conocer. Algodón de Cabo Verde, maderas de Mozambique, sedas chinas de Macao. Últimamente había vuelto a volcarse también en explotaciones nacionales: viajaba de vez en cuando al interior del país, aunque Joao no logró decirme con qué comerciaba allí.
El viejo Joao estaba prácticamente retirado: un sobrino le había sustituido unos años atrás como chauffer personal del tercer Da Silva. Pero él se mantenía aún en activo para realizar algunas tareas menores que de vez en cuando le encargaba el patrón: pequeños viajes, recados, encargos de poca envergadura. Como, por ejemplo, pasear por Lisboa a una modista desocupada cualquier mañana de mayo.
En una tienda del Chiado compré varios pares de guantes, tan difíciles de encontrar en Madrid. En otra, una docena de medias de seda, el sueño imposible de las españolas en la dura posguerra. Un poco más adelante, un sombrero de primavera, jabones perfumados y dos pares de sandalias; después, cosméticos americanos: máscara de pestañas, rouge de labios y cremas de noche que olían a pura delicia. Qué paraíso en contraste con la parquedad de mi pobre España: todo era accesible, vistoso y variado, al alcance inmediato de la mano con tan sólo sacar el monedero del bolso. Me llevó Joao de un sitio a otro diligentemente, cargó mis compras, abrió y cerró un millón de veces la portezuela trasera para que yo pudiera subir y bajar del auto con comodidad, me aconsejó comer en un restaurante encantador y me enseñó calles, plazas y monumentos. Y, de paso, me obsequió con lo que yo más ansiaba: un incesante goteo de pinceladas acerca de Da Silva y su familia. Algunas carecían de interés: que la abuela fue el verdadero motor del negocio original, que la madre murió joven, que la hermana mayor estaba casada con un oculista y la menor entró en un convento de religiosas descalzas.
Otros apuntes, en cambio, me resultaron más estimulantes. El veterano chauffer los desgranó con ingenua soltura; apenas tuve que presionarle un poquito aquí o allí al hilo de cualquier comentario inocente: don Manuel tenía muchos amigos, portugueses y extranjeros, ingleses, sí, claro, alemanes alguno también últimamente; sí, recibía mucho en casa: de hecho, le gustaba que todo estuviera siempre a punto por si decidía aparecer con invitados a comer o cenar, a veces en su residencia lisboeta de Lapa, a veces en la Quinta da Fonte, su casa de campo.
A lo largo del día tuve también ocasión de contemplar la fauna humana que habitaba la ciudad: lisboetas de todo tipo y condición, hombres de traje oscuro y señoras elegantes, nuevos ricos recién llegados del campo a la capital para comprar relojes de oro y ponerse dientes postizos, mujeres enlutadas como cuervos, alemanes de aspecto intimidante, refugiados judíos caminando cabizbajos o haciendo cola para conseguir un pasaje con destino a la salvación, y extranjeros de mil acentos huyendo de la guerra y sus efectos devastadores. Entre ellos, supuse, se encontraría Rosalinda. A petición mía, como si se tratara de un simple capricho, Joao me mostró la hermosa avenida da Liberdade, con su pavimento de piedras blancas y negras, y árboles casi tan altos como los edificios que flanqueaban su anchura. Allí vivía ella, en el número 114; ésa era la dirección que aparecía en las cartas que Beigbeder llevó a mi casa en la que probablemente fuera la noche más amarga de su vida. Busqué el número y lo hallé sobre el gran portón de madera enclavado en el centro de una fachada imponente de azulejos. Qué menos, pensé con un punto de melancolía.
Por la tarde seguimos recorriendo rincones, pero alrededor de las cinco me sentí desfallecer. El día había sido caluroso y demoledor, y la charla incombustible de Joao me había dejado la cabeza a punto de estallar.
—Una última parada más, aquí mismo —propuso cuando le dije que era hora de regresar. Detuvo el auto frente a un café de entrada modernista en la rua Garrett A Brasileira.
—Nadie puede irse de Lisboa sin tomar un buen café —añadió.
—Pero, Joao, es tardísimo... —protesté con voz quejosa.
—Cinco minutos, nada más. Entre y pida un bico, verá como no se arrepiente.
Accedí sin ganas: no quería importunar a aquel inesperado confidente que en algún momento podría volverme a resultar de utilidad. A pesar de la recargada ornamentación y el abundante número de parroquianos, el local estaba fresco y agradable. La barra a la derecha, las mesas a la izquierda; un reloj al frente, molduras doradas en el techo y grandes cuadros en las paredes. Me sirvieron una pequeña taza de loza blanca y probé un sorbo con cautela. Café negro, fuerte, magnífico. Joao tenía razón: un verdadero reconstituyente. Mientras esperaba a que se enfriara, me dediqué a rebobinar el día. Repesqué detalles sobre Da Silva, los valoré y los clasifiqué mentalmente. Cuando en la taza no quedaban más que los posos, dejé junto a ella un billete y me levanté.
El encontronazo fue tan inesperado, tan brusco y potente que no tuve manera alguna de reaccionar. Tres hombres entraban charlando en el momento exacto en que yo me disponía a salir: tres sombreros, tres corbatas, tres rostros extranjeros que hablaban en inglés. Dos de ellos desconocidos, el tercero no. Más de tres eran también los años pasados desde que nos despedimos. A lo largo de ellos, Marcus Logan apenas había cambiado.
Le vi antes que él a mí: para cuando percibió mi presencia, yo, angustiada, ya había desviado la mirada hacia la puerta.
—Sira... —murmuró.
Nadie me había llamado así desde hacía mucho tiempo. El estómago se me encogió y a punto estuve de vomitar el café sobre el mármol del suelo. Frente a mí, a poco más de un par de metros de distancia, con la última letra de mi nombre aún colgada de la boca y la sorpresa plasmada en el rostro, estaba el hombre con quien compartí temores y alegría; el hombre con el que reí, conversé, paseé, bailé y lloré, el que consiguió devolverme a mi madre y del que me resistí a enamorarme del todo a pesar de que durante unas semanas intensas nos unió algo mucho más fuerte que la simple amistad. El pasado cayó de pronto entre nosotros como un telón: Tetuán, Rosalinda, Beigbeder, el hotel Nacional, mi viejo taller, los días alborotados y las noches sin final; lo que pudo haber sido y no fue en un tiempo que ya nunca volvería. Quise abrazarle, decirle sí, Marcus, soy yo. Quise pedirle de nuevo sácame de aquí, quise correr agarrada de su mano como una vez hicimos entre las sombras de un jardín africano: volver a Marruecos, olvidar que existía algo que se llamaba Servicio Secreto, ignorar que tenía un turbio trabajo por hacer y un Madrid triste y gris al que regresar. Pero no hice nada de aquello porque la lucidez, con un grito de alarma más poderoso que mi propia voluntad, me avisó de que no tenía más remedio que fingir no conocerle. Y obedecí.
No atendí a mi nombre ni me digné a mirarle. Como si fuera sorda y ciega, como si aquel hombre nunca hubiera supuesto nada en mi vida ni yo le hubiese dejado la solapa llena de lágrimas mientras le pedía que no se marchara de mi lado. Como si el afecto profundo que construimos entre los dos se me hubiera diluido en la memoria. Tan sólo le ignoré, fijé la mirada en la salida y me dirigí hacia ella con fría determinación.
Joao me esperaba con la portezuela trasera abierta. Afortunadamente, su atención estaba concentrada en un pequeño percance en la acera opuesta, una trifulca callejera que incluía a un perro, una bicicleta y varios viandantes que discutían airados. Sólo fue consciente de mi llegada cuando yo se lo hice saber.
—Vámonos rápido, Joao; estoy agotada —susurré mientras me acomodaba.
Cerró la portezuela en cuanto estuve dentro; se instaló acto seguido tras el volante y arrancó a la vez que me preguntaba qué me había parecido su última recomendación. No contesté: tenía toda la energía concentrada en mantener la mirada hacia el frente y no girar la cabeza. Y casi lo conseguí. Pero cuando el Bentley comenzó a deslizarse sobre los adoquines, algo irracional dentro de mí le ganó el pulso a la resistencia y me mandó hacer lo que no debía: volverme a mirarle.
Marcus había salido a la puerta y se mantenía inmóvil, erguido, con el sombrero aún puesto y el gesto concentrado, contemplando mi marcha con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Tal vez se preguntaba si lo que acababa de ver era la mujer a la que un día pudo empezar a querer o tan sólo su fantasma.
53
Al llegar al hotel pedí al chauffer que no me esperara al día siguiente: aunque Lisboa fuera una ciudad medianamente grande, no debía correr el riesgo de encontrarme con Marcus Logan otra vez. Alegué cansancio y presagié una falsa jaqueca: suponía que la noticia de mi intención de no volver a salir le llegaría a Da Silva con prontitud y no quise que pensara que rechazaba su amabilidad sin una razón contundente. Pasé el resto de la tarde sumergida en la bañera y gran parte de la noche sentada en la terraza, contemplando abstraída las luces sobre el mar. A lo largo de aquellas largas horas, no pude dejar de pensar en Marcus ni un solo minuto: en él como hombre, en todo lo que para mí supuso el tiempo que pasé a su lado, y en las consecuencias a las que podría enfrentarme si volvía a producirse un nuevo encuentro en algún momento inoportuno. Amanecía cuando me acosté. Tenía el estómago vacío, la boca reseca y el alma encogida.
El jardín y el desayuno fueron los mismos que la mañana anterior pero, aunque hice esfuerzos por comportarme con la misma naturalidad, ya no los disfruté igual. Me obligué a desayunar con consistencia a pesar de no tener hambre, me demoré todo lo posible hojeando varios periódicos escritos en lenguas que no entendí, y sólo me levanté cuando ya no quedaban más que un puñado de huéspedes rezagados dispersos entre las mesas. Todavía no eran las once de la mañana: tenía un día entero por delante y nada más con qué llenarlo que mis propios pensamientos.
Regresé a la habitación, la habían arreglado ya. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Diez minutos. Veinte. Treinta. No llegué a los cuarenta: no pude soportar seguir dando vueltas a lo mismo ni un segundo más. Me cambié de ropa: me puse una falda ligera, una blusa blanca de algodón y un par de sandalias bajas. Me cubrí el pelo con un pañuelo estampado, me parapeté tras unas grandes gafas de sol y salí de la habitación evitando verme reflejada en ningún espejo: no quise contemplar el gesto taciturno que se me había clavado en la cara.
Apenas había nadie en la playa. Las olas, anchas y planas, se sucedían monótonas una tras otra. En las cercanías, lo que parecía un castillo y un promontorio con villas majestuosas; al frente, un océano casi tan grande como mi desazón. Me senté en la arena a contemplarlo y, con la vista concentrada en el vaivén de la espuma, perdí la noción del tiempo y me fui dejando llevar. Cada ola trajo consigo un recuerdo, una estampa del pasado: memorias de la joven que un día fui, de mis logros y temores, de los amigos que dejé atrás en algún lugar del tiempo; escenas de otras tierras, de otras voces. Y sobre todo, el mar me trajo aquella mañana sensaciones olvidadas entre los pliegues de la memoria: la caricia de una mano querida, la firmeza de un brazo amigo, la alegría de lo compartido y el anhelo de lo deseado.
Eran casi las tres de la tarde cuando me sacudí la arena de la falda. Hora de regresar, una hora tan buena como cualquier otra. O tan mala quizá. Crucé la carretera hacia el hotel, apenas pasaban coches. Uno se alejaba en la distancia, otro se acercaba despacio. Me resultó familiar este último, remotamente familiar. Un aguijón de curiosidad me hizo andar con pasos más lentos hasta que el auto pasó a mi lado. Y entonces supe de qué coche se trataba y quién lo conducía. El Bentley de Da Silva con Joao al volante. Qué casualidad, qué encuentro tan fortuito. O no, pensé de pronto con un estremecimiento. Probablemente hubiera un buen montón de razones para que el viejo chauffer estuviera recorriendo con parsimonia las calles de Estoril, pero mi instinto me dijo que lo único que hacía era buscarme. ¡Espabila, muchacha, espabila!, me habrían dicho Candelaria y mi madre. Como ellas no estaban, me lo dije yo. Tenía que espabilarme, sí: estaba bajando la guardia. El encuentro con Marcus me había causado una impresión brutal y había hecho desenterrar un millón de recuerdos y sensaciones, pero no era momento para dejarme invadir por la nostalgia. Tenía un cometido, un compromiso: un papel que asumir, una imagen que proyectar y una tarea de la que ocuparme. Sentándome a contemplar las olas no iba a lograr nada más que perder el tiempo y hundirme en la melancolía. Había llegado el momento de retornar a la realidad.
Aceleré el paso y me esforcé por mostrarme ágil y animosa. Aunque Joao ya había desaparecido, otros ojos podrían estar observándome desde cualquier rincón por encargo de Da Silva. Era del todo imposible que sospechara nada de mí, pero tal vez su personalidad de hombre poderoso y controlador necesitara saber qué era exactamente lo que estaba haciendo la visitante marroquí en vez de disfrutar de su auto. Y yo tendría que encargarme de mostrárselo.
Por una escalera lateral subí a mi habitación; me arreglé y reaparecí. Donde media hora atrás habían estado la falda ligera y la blusa de algodón, había ahora un elegante tailleur color mandarina y, en lugar de las sandalias planas, calzaba un par de stilettos de piel de serpiente. Las gafas desaparecieron y me maquillé con los cosméticos comprados el día anterior. La melena, ya sin pañuelo, me caía suelta sobre los hombros. Descendí por la escalera central con aire cadencioso y me paseé sin prisa por la balconada del piso superior abierta sobre el amplio vestíbulo. Bajé un piso más hasta la planta principal sin olvidarme de sonreír a cuantas almas me crucé por el camino. Saludé con elegantes inclinaciones de cabeza a las señoras: igual me dio su edad, su lengua o que ni se molestaran en devolverme la atención. Aceleré el pestañeo con los caballeros, pocos nacionales, muchos extranjeros; a alguno especialmente decrépito le dediqué incluso una coqueta carantoña. Solicité a uno de los recepcionistas un cable dirigido a doña Manuela y pedí que lo enviaran a mi propia dirección. «Portugal maravilloso, compras excelentes. Hoy dolor de cabeza y descanso. Mañana visita a atento proveedor. Saludos cordiales, Arish Agoriuq.» Elegí después uno de los sillones que en grupos de cuatro se repartían por el amplio hall, me esforcé porque estuviera en un sitio de paso y bien a la vista. Y entonces crucé las piernas, pedí dos aspirinas y una taza de té, y dediqué el resto de la tarde a dejarme ver.
Aguanté disimulando el aburrimiento casi tres horas, hasta que las tripas empezaron a crujirme. Fin de la función: me merecía volver a mi cuarto y pedir algo para cenar al servicio de habitaciones. Estaba a punto de levantarme cuando un botones se acercó sosteniendo una pequeña bandeja de plata. Y sobre ella, un sobre. Y dentro, una tarjeta.
Estimada Arish:
Espero que el mar haya disipado su malestar. Joao la recogerá mañana a las diez para traerla a mi oficina. Buen descanso,
Manuel da Silva
Las noticias volaban, efectivamente. Estuve tentada a girarme en busca del chauffer o del propio Da Silva, pero me contuve. Aunque probablemente alguno de los dos aún anduviera en la cercanía, simulé un frío desinterés y volví a fingir que me concentraba en una de las revistas americanas con las que había entretenido algunos ratos de la tarde. Al cabo de media hora, cuando el vestíbulo estaba ya medio vacío y la mayoría de los huéspedes se habían repartido por el bar, la terraza y el comedor, regresé a mi habitación dispuesta a sacar del todo a Marcus de mi cabeza y a concentrarme en el complejo día que me aguardaba a la vuelta de la noche.
54
Joao lanzó la colilla al suelo, proclamó su bom día mientras la remataba con la suela del zapato y me sostuvo la puerta. Volvió a examinarme de arriba abajo. Esta vez, sin embargo, no tendría ocasión de adelantarle nada a su patrón acerca de mí, porque yo misma iba a verle en apenas media hora.
Las oficinas de Da Silva se encontraban en la céntrica rua do Ouro, la calle del oro que conectaba Rossio con la plaça do Comercio en la Baixa. El edificio era elegante sin estridencias, aunque todo a su alrededor desprendía un intenso aroma a dinero, transacciones y negocios productivos. Bancos, montepíos, oficinas, señores entrajetados, empleados con prisa y botones a la carrera conformaban el panorama exterior.
Al bajar del Bentley fui recibida por el mismo hombre delgado que interrumpió nuestra conversación la noche en que Da Silva acudió a conocerme. Atento y sigiloso, esta vez me estrechó la mano y se presentó escuetamente como Joaquim Gamboa; acto seguido me dirigió reverencial hasta el ascensor. En un principio creí que las oficinas de la empresa se encontraban en una de las plantas, pero tardé poco en darme cuenta de que en realidad el edificio entero era la sede del negocio. Gamboa, sin embargo, me condujo directamente a la primera planta.
—Don Manuel la recibirá en seguida —anunció antes de desaparecer.
La antesala en la que me acomodó tenía las paredes forradas de madera lustrosa con aspecto de recién encerada. Seis butacas de piel con formaban la zona de espera; un poco más hacia dentro, más cercanas a la puerta doble que anticipaba el despacho de Da Silva, había dos mesas: una ocupada, otra vacía. En la primera trabajaba una secretaria cercana al medio siglo que, a juzgar por el formal saludo con el que me recibió y por el cuidado primoroso con el que anotó algo en un grueso cuaderno, debía de ser una trabajadora eficiente y discreta, el sueño de cualquier jefe. Su compañera, bastante más joven, apenas tardó un par de minutos en dejarse ver: lo hizo tras abrir una de las puertas del despacho de Da Silva y salir de él acompañando a un hombre de aspecto anodino. Un cliente, un contacto comercial probablemente.
—El señor Da Silva la espera, señorita —dijo ella entonces con gesto desabrido. Fingí no prestarle demasiada atención, pero una simple mirada me sirvió para tomarle las medidas. De mi edad, año más, año menos. Con gafas de corta de vista, clara de pelo y de piel, esmerada en su arreglo aunque con ropa de calidad más bien modesta. No pude observarla más porque en aquel momento el propio Manuel da Silva salió a recibirme a la antesala.
—Es un placer tenerla aquí, Arish —dijo con su excelente español. Le compensé tendiéndole la mano con calculada lentitud para darle tiempo a que me viera y decidiera si aún era digna de sus atenciones. A juzgar por su reacción, supe que sí. Me había esforzado para que así fuera: para aquel encuentro de negocios había reservado un dos piezas en tono mercurio con falda de lápiz, chaqueta ajustada y una flor blanca en la solapa restando sobriedad al color. El resultado se vio compensado con una disimulada mirada apreciativa y una sonrisa galante.
—Adelante, por favor. Ya me han traído esta mañana todo lo que quiero enseñarle.
En una esquina del amplio despacho, bajo un gran mapamundi, descansaban varios rollos de telas. Sedas. Sedas naturales, brillantes y tersas, magníficas sedas teñidas en colores llenos de lustre. Con tan sólo tocarlas, anticipé la hermosa caída de los trajes que con ella podría coser.
—¿Están a la altura de lo que esperaba?
La voz de Manuel da Silva sonó a mi espalda. Por unos segundos, unos minutos tal vez, me había olvidado de él y de su mundo. El placer de comprobar la belleza de las telas, de palpar su suavidad e imaginar los acabados, me había alejado momentáneamente de la realidad. Por suerte, no tuve que hacer ningún esfuerzo para halagar las mercancías que había dispuesto a mi alcance.
—Lo superan. Son maravillosas.
—Pues le aconsejo que se quede con todos los metros que pueda, porque mucho me temo que no tardarán en quitárnoslas de las manos.
—¿Tanta demanda tienen?
—Eso anticipamos. Aunque no para dedicarlas exactamente a la moda.
—¿Para qué si no? —pregunté sorprendida.
—Para otras necesidades más apremiantes en estos días: para la guerra.
—¿Para la guerra? —repetí fingiendo incredulidad. Sabía que así era en otros países, Hillgarth me había puesto en antecedentes en Tánger.
—Usan la seda para hacer paracaídas, para proteger la pólvora y hasta para los neumáticos de las bicicletas.
Simulé una pequeña carcajada.
—¡Qué desperdicio tan absurdo! Con la seda que necesita un para caídas podrían hacerse al menos diez trajes de noche.
—Sí, pero corren tiempos difíciles. Y los países en guerra estarán pronto dispuestos a pagar lo que haga falta por ellas.
—Y usted, Manuel, ¿a quién va a vender estas divinidades, a los alemanes o a los ingleses? —pregunté con tono burlón, como si no acabara de tomarme en serio lo que decía. Yo misma me sorprendí ante mi descaro, pero él me siguió la broma.
—Los portugueses tenemos viejas alianzas comerciales con los ingleses aunque, en estos días convulsos, nunca se sabe... —Remató su inquietante respuesta con una carcajada, pero antes de darme tiempo para interpretarla, desvió la conversación hacia cuestiones más prácticas y cercanas—. Aquí tiene una carpeta con datos detallados sobre las telas: referencias, calidades, precios; en fin, lo común —dijo mientras se acercaba a su mesa de trabajo—. Llévesela al hotel, tómese su tiempo y, cuando haya decidido lo que le interesa, rellene una hoja de pedido y yo me encargaré de que le envíen todo directamente a Madrid; lo recibirá en menos de una semana. Podrá hacer el pago desde allí al recibo de la mercancía, no se preocupe por eso. Y no se olvide de aplicar a cada precio un veinte por ciento de descuento, cortesía de la casa.
—Pero...
—Y aquí —añadió sin dejarme terminar— tiene otra carpeta con detalles de proveedores locales de géneros y mercancías que pueden ser de su interés. Hilaturas, pasamanerías, botonaduras, pieles curtidas... Me he tomado la licencia de pedir que le concierten citas con todos ellos y aquí está el programa, en este cuadrante, vea: esta tarde la esperan los hermanos Soares, tienen los mejores hilos de todo Portugal; mañana viernes por la mañana la recibirán en Casa Barbosa, donde hacen botones de marfil africano. El sábado por la mañana tiene concertada una visita con el peletero Almeida, y ya no hay nada previsto hasta el próximo lunes. Pero prepárese, porque la semana empezará otra vez cargada de citas.
Estudié el papel lleno de casillas y oculté mi admiración por la excelente gestión realizada.
—Además del domingo, veo que también me deja descansar mañana viernes por la tarde —dije sin levantar la mirada del documento.
—Me temo que se equivoca.
—Creo que no. En su planificación aparece en blanco, mire.
—Está en blanco, efectivamente, porque le he pedido a mi secretaria que lo deje así, pero tengo algo previsto para rellenarlo. ¿Querrá cenar conmigo mañana por la noche?
Le cogí la segunda carpeta que aún sostenía entre las manos y no contesté. Me entretuve antes en revisar su contenido: varias páginas con nombres, datos y números que fingí estudiar con interés, aunque en realidad, tan sólo paseé la mirada por ellos sin detenerme en ninguno.
—De acuerdo, acepto —confirmé tras dejarle unos segundos prolongados en espera de mi respuesta—. Pero sólo si me promete algo antes.
—Por supuesto, siempre que esté en mi mano.
—Bien, ésta es mi condición: cenaré con usted si me asegura que ningún soldado saltará en el aire con estas preciosas telas atadas a la espalda.
Rió con ganas y comprobé una vez más que tenía una risa hermosa. Masculina, potente, elegante a la vez. Recordé las palabras de la esposa de Hillgarth: Manuel da Silva era, en efecto, un hombre atractivo. Y entonces, fugaz como un cometa, la sombra de Marcus Logan volvió a pasarme por delante.
—Haré lo posible, descuide, pero ya sabe cómo son los negocios... —dijo encogiéndose de hombros mientras colgaba un punto irónico en la comisura de la boca.
Un timbrazo inesperado le impidió terminar la frase. El sonido procedía de su mesa, de un aparato gris en el que parpadeaba intermitente una luz verde.
—Disculpe un momento, por favor. —Parecía haber recobrado de golpe la seriedad. Apretó un botón y la voz de la secretaria joven salió distorsionada de la máquina.
—Le espera Herr Weiss. Dice que es urgente.
—Páselo a la sala de juntas —respondió con voz áspera. Su actitud había cambiado radicalmente: el empresario frío se había comido al hombre encantador. O tal vez era al revés. Aún no le conocía lo suficiente como para saber cuál de los dos era el verdadero Manuel da Silva.
Se volvió hacia mí e intentó recuperar la afabilidad, pero no lo logró del todo.
—Perdóneme, pero a veces se me acumula el trabajo.
—Por favor, discúlpeme a mí por robarle su tiempo...
No me dejó terminar: a pesar de intentar ocultarlo, irradiaba una cierta sensación de impaciencia. Me tendió la mano.
—La recogeré mañana a las ocho, ¿le parece?
—Perfecto.
La despedida fue rápida, no era momento de coqueteos. Atrás quedaban las ironías y las frivolidades, ya las retomaríamos en otro momento. Me acompañó a la puerta; en cuanto salí a la antesala busqué al tal Herr Weiss, pero sólo encontré a las dos secretarias: una tecleaba concienzuda y la otra introducía una pila de cartas en sus sobres. Apenas noté que me despidieron con amabilidad desigual: tenía otras cosas mucho más apremiantes en la cabeza.
55
De Madrid había traído conmigo un cuaderno de dibujo con intención de transcribir en él todo aquello que intuyera interesante, y aquella noche comencé a plasmar sobre el papel lo visto y oído hasta el momento. Acumulé los datos de la manera más ordenada posible y después los comprimí al máximo. «Da Silva bromea con posibles relaciones comerciales con alemanes, imposible saber grado de veracidad. Anticipa demanda de seda para fines militares. Carácter cambiante según circunstancias. Confirmada relación con alemán Herr Weiss. Alemán aparece sin previo aviso y exige reunión inmediata. Da Silva tenso, evita que Herr Weiss sea visto.»
Dibujé a continuación unos cuantos bocetos que jamás llegarían a materializarse y simulé bordearlos con pespuntes a lápiz. Intenté que la diferencia entre las rayas cortas y las largas fuese mínima, que sólo yo pudiera apreciarlas; lo logré sin problemas, ya estaba más que entrenada. Distribuí en ellas la información y, cuando terminé, quemé los papeles manuscritos en el cuarto de baño, los eché al retrete y tiré de la cadena. Dejé el cuaderno de dibujo en el armario: ni especialmente oculto, ni ostentosamente a la vista. Si alguien decidiera hurgar entre mis cosas, jamás sospecharía que mi intención era esconderlo.
El tiempo pasaba volando ahora que ya tenía distracciones. Volví a recorrer varias veces la Estrada Marginal entre Estoril y Lisboa con Joao al volante, elegí docenas de carretes de los mejores hilos y botones preciosos de mil formas y tamaños, y me sentí tratada como la más selecta de las clientas. Gracias a las recomendaciones de Da Silva, todo fueron atenciones, facilidades de pago, descuentos y obsequios. Y, sin apenas darme cuenta, llegó el momento de la cena con él.
El encuentro fue una vez más similar a los anteriores: miradas prolongadas, sonrisas turbadoras y flirteo sin paliativos. Aunque dominaba el protocolo de actuación y me había convertido en una actriz consumada, lo cierto era que el propio Manuel da Silva me allanaba el camino con su actitud. Volvió a hacerme sentir como la única mujer en el mundo capaz de atraer su atención y yo actué de nuevo como si ser el objeto de los afectos de un hombre rico y atractivo fuera para mí el pan nuestro de cada día. Pero no lo era, y por eso mi cautela debía ser doble. Bajo ningún concepto podría dejarme llevar por las emociones: todo era trabajo, pura obligación. Habría sido muy fácil relajarme, disfrutar del hombre y el momento, pero sabía que tenía que mantener la mente fría y los afectos distantes.
—He reservado una mesa para cenar en el Wonderbar, el club del casino: tienen una orquesta fabulosa y la sala de juego está a sólo un paso.
Fuimos caminando entre las palmeras; aún no era noche cerrada y las luces de las farolas brillaban como puntos de plata sobre el cielo violeta. Da Silva volvió a ser el mismo de los buenos momentos: ameno y encantador, sin rastro de la tensión que le generó el saber de la presencia del alemán en su oficina.
Todo el mundo parecía conocerle allí también: desde los camareros y los aparcacoches a los clientes más honorables. Volvió él a repartir saludos como la primera noche: palmadas cordiales en los hombros, choques de mano y medios abrazos para los señores; amagos de besamanos, sonrisas y piropos desproporcionados para las señoras. Me presentó a algunos de ellos y anoté mentalmente los nombres para trasladarlos después a los perfiles de mis bocetos.
El ambiente del Wonderbar era similar al del hotel Do Parque: noventa por ciento cosmopolita. La única diferencia, noté con un poso de inquietud, era que los alemanes ya no eran mayoría: allí también se oía hablar inglés por todas partes. Intenté abstraerme de esas preocupaciones y concentrarme en mi papel. La cabeza despejada, y los ojos y los oídos bien abiertos: eso era lo único de lo que me tenía que ocupar. Y de desplegar todo mi encanto, por supuesto.
El maître nos condujo a una pequeña mesa reservada en el mejor ángulo de la sala: un sitio estratégico para ver y ser vistos. La orquesta tocaba In the Mood y numerosas parejas llenaban ya la pista mientras otras cenaban; se oían conversaciones, saludos y carcajadas, se respiraba distensión y glamour. Manuel rechazó la carta y pidió sin titubeos para los dos. Y después, como si llevara esperando aquel momento el día entero, se acomodó dispuesto a volcarme toda su atención.
—Bueno, Arish, cuénteme, ¿qué tal la han tratado mis amigos?
Le detallé mis gestiones aderezadas con sal y pimienta. Exageré las situaciones, comenté detalles con humor, imité voces en portugués, le hice reír a carcajadas y volví a marcar un tanto a mi favor.
—Y usted, ¿cómo ha terminado la semana? —pregunté entonces. Por fin me había llegado el turno de escuchar y absorber. Y, si la suerte se me ponía de cara, quizá también de tirarle de la lengua.
—Sólo lo sabrás si me tuteas.
—De acuerdo, Manuel. Dime, ¿cómo te ha ido todo desde que nos vimos ayer por la mañana?
No me lo pudo contar de seguido: alguien nos interrumpió. Más saludos, más cordialidad. Si ésta no era auténtica, desde luego, lo parecía.
—El barón Von Kempel, un hombre extraordinario —apuntó cuando el añoso noble de melena leonina se separó de la mesa con paso titubeante—. Bien, nos habíamos quedado en cómo me han ido estos últimos días y, para definirlos, sólo tengo dos palabras: tremendamente aburridos.
Sabía que mentía, por supuesto, pero adopté un tono compasivo.
—Al menos tienes unas oficinas agradables en las que soportar el tedio y unas secretarias competentes para ayudarte.
—No puedo quejarme, tienes razón. Más duro sería trabajar como estibador en el puerto o no tener a nadie que me echara una mano.
—¿Llevan mucho tiempo contigo?
—¿Las secretarias, dices? Elisa Somoza, la mayor de las dos, más de tres décadas: entró en la empresa en tiempos de mi padre, antes incluso de que yo me incorporara. A Beatriz Oliveira, la más joven, la contraté hace sólo tres años, cuando vi que el negocio crecía y Elisa era incapaz de absorberlo todo. La simpatía no es su fuerte, pero es organizada, responsable y se desenvuelve bien con los idiomas. Supongo que a la nueva clase trabajadora no le gusta ser cariñosa con el patrón —dijo alzando la copa a modo de brindis.
No me hizo gracia la broma, pero le acompañé disimulándolo en un sorbo de vino blanco. Una pareja se acercó entonces a la mesa: una señora madura y deslumbrante en shantung morado hasta los pies, con un acompañante que apenas le llegaba a la altura del hombro. Interrumpimos una vez más la conversación, saltaron al francés; me presentó y les saludé con un gracioso gesto y un breve enchantée.
—Los Mannheim, húngaros —aclaró cuando se retiraron.
—¿Son todos judíos? —pregunté.
—Judíos ricos a la espera de que la guerra termine o de que les concedan un visado para viajar a América. ¿Bailamos?
Da Silva resultó ser un fantástico bailarín. Rumbas, habaneras, jazz y pasodobles: nada se le resistía. Me dejé llevar: había sido un día largo y las dos copas de vino del Douro con las que acompañé la langosta debían de habérseme subido a la cabeza. Las parejas sobre la pista se reflejaban multiplicadas mil veces en los espejos de las columnas y las paredes, hacía calor. Cerré los ojos unos instantes, dos segundos, tres, cuatro tal vez. Para cuando los abrí, mis peores temores habían tomado forma humana.
Enfundado en un esmoquin impecable y peinado hacia atrás, con las piernas ligeramente separadas, las manos otra vez en los bolsillos y un cigarrillo recién encendido en la boca: allí estaba Marcus Logan, observándonos bailar.
Alejarme, tenía que alejarme de él: eso fue lo primero que me vino a la mente.
—¿Nos sentamos? Estoy un poco cansada.
Aunque intenté que abandonáramos la pista por el lado opuesto a Marcus, de nada me sirvió porque, con miradas furtivas, fui comprobando que él se movía en la misma dirección. Nosotros sorteábamos parejas bailando y él, mesas de gente cenando, pero avanzábamos en paralelo hacia el mismo sitio. Noté que las piernas me temblaban, el calor de la noche de mayo se me hizo de pronto insoportable. Cuando lo teníamos apenas a unos metros, se detuvo a saludar a alguien y pensé que tal vez ése era su destino, pero se despidió y siguió aproximándose, resuelto y decidido. Alcanzamos nuestra mesa los tres a la vez, Manuel y yo por la derecha, él por la izquierda. Y entonces creí que había llegado el fin.
—Logan, viejo zorro, ¿dónde te metes? ¡Hace un siglo que no nos vemos! —exclamó Da Silva nada más percibir su presencia. Ante mi estupor, se palmearon mutuamente la espalda con gesto afectuoso.
—Te he llamado mil veces, pero nunca doy contigo —dijo Marcus.
—Déjame que te presente a Arish Agoriuq, una amiga marroquí que ha llegado hace unos días de Madrid.
Extendí la mano intentando que no me temblara, sin atreverme a mirarle a los ojos. Me la apretó con fuerza, como diciendo soy yo, aquí estoy, reacciona.
—Encantada. —Mi voz sonó ronca y seca, rota casi.
—Siéntate, tómate una copa con nosotros —ofreció Manuel.
—No, gracias. Estoy con unos amigos, sólo me he acercado a saludarte y a recordarte que tenemos que vernos.
—Cualquier día de éstos, te lo prometo.
—No lo dejes, tenemos algunas cosas que hablar. —Y, entonces, se concentró en mí—. Encantado de conocerla, señorita... —dijo inclinándose. Esta vez no tuve más remedio que mirarle de frente. Ya no quedaba en su rostro ni rastro de las heridas con las que le conocí, pero sí mantenía el mismo gesto: los rasgos afilados y los ojos cómplices que me preguntaban sin palabras qué demonios haces tú aquí con este hombre.
—Agoriuq —logré decir como si soltara una piedra por la boca.
—Señorita Agoriuq, eso es, perdone. Ha sido un placer conocerla. Espero que volvamos a vernos.
Le contemplamos mientras se alejaba.
—Un buen tipo este Marcus Logan.
Bebí un largo trago de agua. Necesitaba refrescarme la garganta, la notaba áspera como el papel de lijar.
—¿Inglés? —pregunté.
—Inglés, sí; hemos tenido algunos contactos comerciales.
Volví a beber para digerir mi desconcierto. Así que ya no se dedicaba al periodismo. Las palabras de Manuel me sacaron de mi ensimismamiento.
—Aquí hace demasiado calor. ¿Probamos suerte en la ruleta?
Fingí de nuevo naturalidad ante la opulencia de la sala. Las magníficas lámparas de araña se suspendían con cadenas doradas sobre las mesas, alrededor de las cuales se arremolinaban centenares de jugadores hablando en tantas lenguas como naciones hubo una vez en el mapa de la vieja Europa. El suelo alfombrado amortiguaba el sonido de los movimientos humanos y reforzaba los propios de aquel paraíso del azar: los chasquidos de las fichas al chocar unas con otras, el zumbido de las ruletas, el traqueteo de las bolas de marfil en sus bailes alocados y los gritos de los crupiers cerrando las jugadas al grito de Ríen ne va plus! Eran muchos los clientes dejándose el dinero sentados en las mesas de tapete verde, y muchos más los instalados alrededor, de pie, observando atentos las jugadas. Aristócratas asiduos en otro tiempo a perder y ganar sin estridencias en los casinos de Baden Baden, Montecarlo y Deauville, me explicó Da Silva. Burgueses empobrecidos, miserables enriquecidos, seres respetables convertidos en canallas y auténticos canallas disfrazados de señores. Los había vestidos de gran fiesta, triunfadores y seguros de sí mismos, ellos con cuello duro y la pechera almidonada y ellas luciendo altivas el brillo de sus joyeros. Había también individuos de aspecto decadente, acobardados o furtivos a la caza de algún conocido a quien dar un sablazo, tal vez colgados de la ilusión de una noche de gloria más que improbable; seres dispuestos a jugarse en una mesa de bacarrá la última alhaja de la familia o el desayuno de la mañana siguiente. A los primeros los movía la pura emoción del juego, las ganas de divertirse, el vértigo o la codicia; a los segundos, simplemente, la más desnuda desesperación.
Deambulamos unos minutos observando las distintas mesas; continuó él repartiendo saludos e intercambiando frases cordiales. Yo apenas hablé: sólo quería salir de allí, encerrarme en mi habitación y olvidarme del mundo; sólo deseaba que aquel maldito día acabara de una vez.
—No pareces tener ganas de hacerte millonaria hoy.
Sonreí con debilidad.
—Estoy agotada —dije. Intenté que mi voz sonara con un punto de dulzura; no quería que percibiera la preocupación que llevaba dentro.
—¿Quieres que te acompañe al hotel?
—Te lo agradecería.
—Dame sólo un segundo. —Acto seguido, se separó unos pasos para extender el brazo hacia alguien conocido a quien acababa de ver.
Me quedé inmóvil, ausente, sin molestarme siquiera en distraerme con el fascinante ajetreo de la sala. Y entonces, casi como una sombra, noté que se acercaba. Pasó detrás de mí, sigiloso, a punto de rozarme. Disimuladamente, sin pararse siquiera, me agarró la mano derecha, me abrió los dedos con habilidad y depositó algo entre ellos. Y yo le dejé hacer. Después, sin una palabra, se fue. Mientras mantenía la vista supuestamente concentrada en una de las mesas, palpé ansiosa lo que me había dejado: un trozo de papel doblado en varios pliegues. Lo escondí bajo el ancho cinturón del vestido en el momento justo en que Manuel se separaba de sus conocidos y volvía a acercarse a mí.
—¿Nos vamos?
—Antes necesito ir un segundo al tocador.
—De acuerdo, te espero aquí.
Intenté encontrar su rastro mientras caminaba, pero ya no estaba por ningún sitio. En el tocador no había nadie, tan sólo una vieja mujer negra de aspecto adormecido a cargo de la puerta. Saqué el papel de su escondite y lo desdoblé con dedos prestos.
«¿Qué fue de la S. que dejé en T.?»
S. era Sira y T. era Tetuán. Dónde estaba mi viejo yo de los tiempos africanos, preguntaba Marcus. Abrí el bolso para buscar un pañuelo y una respuesta mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Hallé lo primero; lo segundo, no.
56
El lunes reemprendí mis salidas en busca de mercancía para el taller. Me habían concertado una visita con un sombrerero en la rua da Prata, a un paso de las oficinas de Da Silva: la excusa perfecta para dejarme caer por allí sin otra intención que saludarle. Y, de paso, echar una ojeada para ver quién se movía en su territorio.
Sólo encontré a la secretaria joven y antipática; Beatriz Oliveira, recordé que se llamaba.
—El señor Da Silva está de viaje. Trabajo —dijo sin aclarar nada más.
Al igual que en mi visita anterior, demostró no tener ningún interés en ser amable conmigo; pensé, no obstante, que tal vez aquélla sería la única ocasión de estar con ella a solas y no quise desaprovecharla. A juzgar por la actitud sombría y su parquedad de palabras, parecía tremendamente difícil que consiguiera sonsacarle ni siquiera una migaja de algo que valiera la pena, pero no tenía nada mejor que hacer, así que decidí intentarlo.
—Vaya, qué contrariedad. Quería consultarle algo sobre las telas que me enseñó el otro día. ¿Aún las tiene en su despacho? —pregunté. El corazón comenzó a latirme con fuerza ante la posibilidad de poder colarme en él sin tener a Manuel cerca, pero ella acabó con mi falsa ilusión antes de que ésta llegara siquiera a tomar forma.
—No. Se las han llevado ya de vuelta al almacén.
Pensé con rapidez. Primera tentativa fallida; bien, habría que seguir intentándolo.
—¿Le importa que me siente un minuto? Llevo toda la mañana de pie viendo casquetes, turbantes y pamelas; creo que necesito un pequeño descanso.
No le di tiempo a responder: antes de que pudiera abrir la boca, me dejé caer en uno de los sillones de cuero simulando una fatiga exagerada. Mantuvimos un silencio prolongado a lo largo del cual ella continuó repasando con un lápiz un documento de varias páginas en el que, de cuando en cuando, hacía una pequeña marca o un apunte.
—¿Un cigarrillo? —pregunté al cabo de dos o tres minutos. Aunque no era una gran fumadora, solía llevar una pitillera en el bolso. Para aprovecharla en momentos como aquél, por ejemplo.
—No, gracias —dijo sin mirarme. Continuó trabajando mientras yo encendía el mío. La dejé seguir un par de minutos más.
—Usted fue quien se encargó de localizar a los proveedores, de concertar las citas y prepararme la carpeta con todos los datos, ¿verdad?
Alzó por fin la mirada un segundo.
—Sí, fui yo.
—Un trabajo excelente; no puede imaginarse lo útil que me está siendo.
Musitó unas breves gracias y volvió a concentrarse en su tarea.
—Al señor Da Silva, desde luego, no le faltan contactos —continué—. Debe de ser estupendo tener relaciones comerciales con tantas empresas distintas. Y, sobre todo, con tantos extranjeros. En España todo es mucho más aburrido.
—No me extraña —murmuró.
—¿Perdón?
—Digo que no me extraña que todo sea aburrido teniendo a quien tienen al mando —masculló entre dientes con la atención supuestamente fija en su quehacer.
Una rápida sensación de regocijo me recorrió la espalda: a la aplicada secretaria le interesa la política. Bien, habría que intentar abordarla por ahí.
—Sí, desde luego —repliqué mientras apagaba el cigarrillo lentamente—. Qué se puede esperar de alguien que pretende que las mujeres nos quedemos en casa preparando la comida y echando hijos al mundo.
—Y que tiene las cárceles llenas y niega la menor compasión a los vencidos —añadió tajante.
—Así son las cosas al parecer, sí. —Aquello avanzaba con un rumbo inesperado, tendría que actuar con un cuidado extremo para poder ganarme su confianza y llevarla a mi terreno—. ¿Conoce usted España, Beatriz?
Noté que le sorprendía que supiera su nombre. Por fin se dignó a bajar el lápiz y me miró.
—Nunca he estado allí, pero sé lo que está pasando. Tengo amigos que me lo cuentan. Aunque probablemente usted no sepa de qué le hablo; usted pertenece a otro mundo.
Me levanté, me acerqué a su mesa y me senté con descaro en el borde. La miré de cerca para comprobar lo que había debajo de aquel traje de tela barata que seguramente le cosió años atrás alguna vecina por unos cuantos escudos. Tras sus gafas encontré unos ojos inteligentes y, oculto entre la rabiosa entrega con la que abordaba su trabajo, intuí un espíritu luchador que me resultó vagamente familiar. Beatriz Oliveira y yo no éramos tan distintas. Dos muchachas trabajadoras de origen parecido: humilde y esforzado. Dos trayectorias que partieron de puntos cercanos y en algún momento se bifurcaron. El tiempo había hecho de ella una empleada meticulosa; de mí, una falsa realidad. Sin embargo, probablemente lo común fuera mucho más real que las diferencias. Yo me alojaba en un hotel de lujo y ella viviría en una casa con goteras en un barrio humilde, pero las dos sabíamos lo que era pelear para evitar que la negra suerte se pasara la vida mordiéndonos los tobillos.
—Yo conozco a mucha gente, Beatriz; a gente muy distinta —dije en voz baja—. Ahora me relaciono con los poderosos porque así me lo exige mi trabajo y porque algunas circunstancias inesperadas me han puesto al lado de ellos, pero yo sé lo que es pasar frío en invierno, comer habichuelas un día tras otro y echarse a la calle antes de que salga el sol para ganar un jornal miserable. Y, por si le interesa, a mí tampoco me gusta la España que nos están construyendo. ¿Me acepta ahora un cigarrillo?
Tendió la mano sin responder y cogió uno. Le acerqué el encendedor, después prendí otro yo.
—¿Cómo van las cosas en Portugal? —pregunté entonces.
—Mal —dijo tras expulsar el humo—. Puede que el Estado Novo de Salazar no sea tan represivo como la España de Franco, pero el autoritarismo y la falta de libertades no son demasiado distintos.
—Aquí al menos parece que van a permanecer neutrales en la guerra europea —dije intentando arrimarme a mi terreno—. En España, las cosas no están tan claras.
—Salazar mantiene acuerdos con los ingleses y con los alemanes, un equilibrio raro. Los británicos siempre han sido amigos del pueblo portugués, por eso sorprende tanto que se muestre generoso con los alemanes concediéndoles permisos de exportación y otras prebendas.
—Bueno, eso no es nada extraño estos días, ¿no? Son asuntos delicados en tiempos turbulentos. Yo no entiendo mucho de política internacional, la verdad, pero imagino que todo será cuestión de intereses. —Intenté que mi voz sonara trivial, como si aquello apenas me preocupara: había llegado el momento de cruzar la línea entre lo público y lo cercano: me convenía ser cauta—. Lo mismo pasa en el mundo de los negocios, supongo —añadí—. El otro día, sin ir más lejos, mientras yo estaba en el despacho con el señor Da Silva, usted misma anunció la visita de un alemán.
—Sí, bueno, eso es otro asunto. —Su gesto era de disgusto y no parecía dispuesta a avanzar mucho más.
—La otra noche el señor Da Silva me invitó a cenar en el casino de Estoril y me asombró la cantidad de personas a las que conocía. Lo mismo saludaba a los ingleses y a los americanos que a los alemanes o a un buen número de europeos de otros países. Jamás había visto a nadie con tanta facilidad para llevarse bien con todo el mundo.
Una mueca torcida mostró de nuevo su contrariedad. Aun así, tampoco dijo nada, y yo no tuve más remedio que esforzarme por seguir hablando para que la conversación no acabara de decaer.
—Me dieron lástima los judíos, los que han tenido que abandonar sus casas y sus negocios para huir de la guerra.
—¿Le dieron lástima los judíos del casino de Estoril? —preguntó con una sonrisa cínica—. A mí no me dan ninguna: viven como si estuvieran en unas eternas vacaciones de lujo. Pena me dan los pobres desgraciados que han llegado con una mísera maleta de cartón y se pasan los días haciendo colas frente a los consulados y las oficinas de las navieras a la espera de un visado o un pasaje de barco para América que tal vez nunca consigan; pena me dan las familias que duermen amontonadas en pensiones inmundas y acuden a los comedores de beneficencia, las pobres muchachas que se ofrecen por las esquinas a cambio de un puñado de escudos y los viejos que matan el tiempo en los cafés frente a tazas sucias que llevan ya horas vacías, hasta que un camarero les echa a la calle para dejar sitio libre: ésos son los que me dan pena. Los que se juegan cada noche un pedazo de su fortuna en el casino no me dan ninguna lástima.
Lo que me contaba era conmovedor, pero no podía distraerme: andábamos por el buen camino, había que mantenerlo como fuera. Aunque fuera a base de empujones a la conciencia.
—Tiene razón; la situación es mucho más dramática para esa pobre gente. Además, tiene que resultarles doloroso ver a tantos alemanes moviéndose a sus anchas por todas partes.
—Imagino que sí...
—Y, sobre todo, les resultará duro saber que el gobierno del país al que han acudido es tan complaciente con el Tercer Reich.
—Sí, supongo...
—Y que incluso hay algunos empresarios portugueses que están expandiendo sus negocios a costa de contratos suculentos con los nazis...
Pronuncié esta última frase con tono denso y oscuro, acercándome a ella y bajando la voz. Nos mantuvimos la mirada, incapaz de romperla ninguna de las dos.
—¿Quién es usted? —preguntó por fin en voz apenas audible. Se había echado hacia atrás, separando el cuerpo de la mesa y apoyando la espalda contra el respaldo de la silla, como si quisiera distanciarse de mí. Su tono inseguro sonó cargado de temor; sus ojos, sin embargo, no se separaron de los míos ni un solo segundo.
—Sólo soy una modista —susurré—. Una simple mujer trabajadora como usted, a la que tampoco le gusta lo que está pasando a nuestro alrededor.
Noté que se le tensaba el cuello al tragar saliva y entonces formulé dos preguntas. Con lentitud. Con gran lentitud.
—¿Qué tiene Da Silva con los alemanes, Beatriz? ¿En qué está metido?
Volvió a tragar y la garganta se le movió como si estuviera intentando que por ella descendiera un elefante.
—Yo no sé nada —logró murmurar al fin.
Una voz arrebatada sonó entonces desde la puerta.
—Recuérdame que no vuelva más a la casa de comidas de la rua do Sao Juliao. ¡Han tardado más de una hora en servirnos, con la de cosas que tengo que preparar antes de que vuelva don Manuel! ¡Ah! Disculpe, señorita Agoriuq; no sabía que estuviera usted aquí...
—Ya me iba —dije con fingido desenfado a la vez que recogía el bolso—. He venido a visitar por sorpresa al señor Da Silva, pero la señorita Oliveira me ha dicho que está de viaje. En fin, ya volveré otro día.
—Se deja su tabaco —oí decir a mi espalda.
Aún hablaba Beatriz Oliveira en tono opaco. Cuando extendió el brazo para entregarme la pitillera, le agarré la mano y la apreté con fuerza.
—Piénselo.
Esquivé el ascensor y bajé por la escalera mientras reconstruía de nuevo la escena. Tal vez había sido una temeridad por mi parte exponerme de una manera tan precipitada, pero la actitud de la secretaria me hizo intuir que estaba al tanto de algo: de algo que no me contó más por inseguridad hacia mí que por lealtad a su superior. Los moldes de Da Silva y su secretaria no encajaban, y yo tenía la certeza de que ella nunca le hablaría acerca del contenido de aquella extraña visita. Mientras él ponía una vela a Dios y otra al diablo, no sólo se le había infiltrado una falsa marroquí a fisgonear entre sus asuntos, sino que, además, una izquierdista subversiva se le había colado en la plantilla. Debería arreglármelas de alguna manera para volver a verla a solas. Sobre cómo, dónde y cuándo, no tenía la menor idea.
57
El martes amaneció lloviendo y yo repetí la rutina de los últimos días: adopté el papel de compradora y dejé que Joao me condujera a mi destino, esta vez un telar en las afueras. El chauffer me recogió en la puerta tres horas después.
—Vamos a la Baixa, Joao, por favor.
—Si piensa ver a don Manuel, aún no ha vuelto.
Perfecto, pensé. Mi intención no era verme con Da Silva, sino encontrar la manera de abordar de nuevo a Beatriz Oliveira.
—No importa; me sirven las secretarias. Sólo necesito hacer una consulta sobre mi pedido.
Confiaba en que la asistente madura hubiera salido de nuevo a comer y su frugal compañera estuviera a pie de obra pero, como si alguien se hubiese empeñado con todas sus fuerzas en poner mis anhelos del revés, lo que encontré fue exactamente lo contrario. La veterana estaba en su sitio, cotejando documentos con las gafas en la punta de la nariz. De la joven, ni rastro.
—Boa tarde, señora Somoza. Vaya, veo que la han dejado sola.
—Don Manuel aún anda de viaje y la señorita Oliveira no ha venido hoy a trabajar. ¿En qué puedo servirla, señorita Agoriuq?
En la boca noté el sabor de la contrariedad mezclada con un punto de alarma, pero me la tragué como pude.
—Espero que se encuentre bien —dije sin responder a su pregunta.
—Sí, seguro que no es nada importante. Esta mañana vino su hermano para decirme que estaba indispuesta y tenía algo de fiebre, pero confío en que mañana esté de vuelta.
Titubeé unos segundos. Rápido, Sira, piensa rápido: actúa, pregunta dónde vive, intenta localizarla, me ordené.
—Tal vez, si usted me diera su dirección, podría mandarle unas flores. Ella ha sido muy amable conmigo concertándome todas las visitas a proveedores.
A pesar de su natural discreción, la secretaria no pudo evitar una sonrisa condescendiente.
—No se preocupe, señorita. No creo que sea necesario, de verdad. Aquí no acostumbramos a recibir flores cuando faltamos un día a la oficina. Será un catarro o cualquier malestar sin importancia. Si puedo ayudarla yo en algo...
—He perdido un par de guantes —improvisé—. Pensaba que tal vez me los olvidé aquí ayer.
—Yo no los he visto por ningún sitio esta mañana, pero quizá los hayan recogido las mujeres que vienen a limpiar temprano. No se preocupe, les preguntaré.
La ausencia de Beatriz Oliveira me dejó el ánimo como el mediodía lisboeta que hallé al salir de nuevo a la rua do Ouro: nublado, ventoso y turbio. Y, además, me quitó el hambre, así que tomé tan sólo una taza de té y un pastel en el cercano café Nicola y continué con mis asuntos. Para aquella tarde la eficiente secretaria me había preparado un encuentro con importadores de productos exóticos de Brasil: pensó con buen criterio que tal vez las plumas de algunas aves tropicales podrían servirme para mis creaciones. Y acertó. Ojalá se tomara la misma molestia para ayudarme en otros quehaceres.
El tiempo no mejoró a lo largo de las horas, mi humor tampoco. En el camino de regreso a Estoril hice balance de los logros acumulados desde mi llegada y, al sumarlos todos, obtuve un montante desastroso. Los comentarios iniciales de Joao resultaron a la larga escasamente útiles y quedaron en simples brochazos de fondo repetidos una y otra vez con la verborrea cansina de un vejete aburrido que llevaba demasiado tiempo al margen del verdadero día a día de su patrón. Sobre algún encuentro privado con alemanes que la mujer de Hillgarth había mencionado, no había oído ni una palabra. Y la persona que yo intuí como mi única posible confidente se me escapaba como el agua entre los dedos arguyendo una falsa enfermedad. Si a todo eso añadíamos el doloroso encuentro con Marcus, el resultado del viaje iba a ser un rotundo fracaso por todos los frentes. Excepto para mis clientas, naturalmente, que a mi vuelta se encontrarían con un verdadero arsenal de maravillas imposible de imaginar en la sórdida España de las cartillas de racionamiento. Con tan negras perspectivas, tomé una cena ligera en el restaurante del hotel y decidí retirarme temprano.
Como todas las noches, la doncella de turno se había encargado de preparar con mimo la habitación y dejarla lista para el sueño: las cortinas corridas, la tenue luz de la mesilla encendida, la colcha retirada y el embozo milimétricamente doblado en esquina. Quizá aquellas sábanas de batista suiza recién planchadas fueran lo único positivo de la jornada: me ayudarían a perder la conciencia y me harían olvidar al menos por unas horas los sentimientos de frustración. Fin del día. Resultado: cero.
Estaba a punto de acostarme cuando noté una corriente de aire frío. Me aproximé descalza al balcón, aparté la cortina y vi que estaba abierto. Un olvido del servicio, pensé mientras cerraba. Me senté en la cama y apagué la luz: no tenía ganas ni de leer una línea. Y entonces, mientras extendía las piernas entre las sábanas, el pie izquierdo se me quedó enredado en algo extraño y liviano. Contuve un grito ahogado, intenté alcanzar el interruptor de la lámpara, pero de un golpe involuntario la tiré al suelo; la recogí con manos torpes, volví a intentar encenderla con la pantalla aún torcida y cuando por fin lo conseguí, aparté la ropa de cama de un tirón. Qué demonios era aquel rebujo de trapo negro que había tocado con el pie. No me atreví a rozarlo siquiera hasta que lo examiné bien con la mirada. Parecía un velo: un velo negro, un velo de misa. Lo agarré con dos dedos y lo levanté: el lío de tejido se deshizo y del interior cayó algo que parecía una estampa. La cogí por una esquina con cuidado, como si temiera que fuera a deshacerse si la tocaba con más consistencia. La acerqué a la luz y distinguí en ella la fachada de un templo. Y una imagen de una Virgen. Y dos líneas impresas. «Igreja de Sao Domingos. Novena emlouvor a Nossa Senhora do Fátima.» En el envés había una anotación a lápiz escrita con letra desconocida. «Miércoles, seis tarde. Parte izquierda, fila décima empezando por el final.» Nadie firmaba, qué falta hacía.
A lo largo de todo el día siguiente esquivé las oficinas de Da Silva a pesar de que los contactos previstos para la jornada tuvieron lugar en el centro.
—Recójame hoy tarde, Joao. A las siete y media frente a la estación de Rossio. Antes voy a visitar una iglesia, es el aniversario de la muerte de mi padre.
El chauffer aceptó mi orden bajando los ojos con un gesto de profunda condolencia y yo sentí una punzada de remordimiento por liquidar a Gonzalo Alvarado con aquella ligereza. Pero no había tiempo para recelos, pensé mientras me cubría la cabeza con el velo negro: eran las seis menos cuarto y la novena iba a empezar en breve. La iglesia de Sao Domingos estaba junto a la plaza de Rossio, en pleno centro. Al llegar, junto con la ancha fachada de cal clara y piedra, encontré el recuerdo de mi madre revoloteando en la puerta. Mis últimas asistencias a un oficio religioso fueron con ella en Tetuán, acompañándola a la pequeña iglesia de la plaza. Sao Domingos, en comparación, era espectacular, con sus enormes columnas de piedra gris elevándose hasta un techo pintado de color sepia. Y con gente, mucha gente, algunos hombres y multitud de mujeres, fieles parroquianos todos que acudían a seguir el mandato de la Virgen con el rezo del santo rosario.
Avancé por el pasillo del lateral izquierdo con las manos juntas, la cabeza baja y el paso lento, simulando recogimiento mientras de reojo contaba las filas. Al llegar a la décima, a través del velo que me tapaba los ojos distinguí una silueta enlutada sentada en la cabecera. Con falda y echarpe negros y toscas medias de lana: el atuendo de tantas mujeres humildes en Lisboa. No llevaba velo, sino un pañolón atado bajo el cuello, tan caído sobre, la frente que era imposible verle el rostro. A su lado había sitio libre, pero durante unos segundos no supe qué hacer. Hasta que noté una mano clara y cuidada emerger de entre las faldas. Una mano que se posó en el sitio vacío al lado de su dueña. Siéntese aquí, me pareció que decía. La obedecí inmediatamente.
Permanecimos en silencio mientras los feligreses iban ocupando los sitios libres, los monaguillos trasegaban por el altar y de fondo se oía el ronroneo de un mar de murmullos quedos. Aunque la miré varias veces de reojo, el pañuelo me impidió ver las facciones de la mujer de negro. En cualquier caso, no lo necesité: no tenía la menor duda de que era ella. Decidí romper el hielo con un susurro.
—Gracias por hacerme venir, Beatriz. Por favor, no tema nada: nadie en Lisboa sabrá nunca de esta conversación.
Aún tardó unos segundos en hablar. Cuando lo hizo fue con la mirada concentrada en su regazo y la voz apenas audible.
—Trabaja para los ingleses, ¿verdad?
Incliné ligeramente la cabeza a modo de afirmación.
—No estoy muy segura de que esto les vaya a servir de algo, es muy poco. Sólo sé que Da Silva está en tratos con los alemanes por algo relacionado con unas minas en la Beira, una zona del interior del país. Nunca antes había tenido negocios en esa zona. Todo es reciente, desde hace tan sólo unos meses. Ahora viaja allí casi todas las semanas.
—¿De qué se trata?
—Algo que llaman «baba de lobo». Los alemanes le exigen exclusividad: que se desvincule radicalmente de los británicos. Y, además, debe conseguir que los propietarios de las minas colindantes se asocien con él y dejen también de vender a los ingleses.
El sacerdote entró en el altar por una puerta lateral, un punto lejano en la distancia. La iglesia entera se puso en pie, nosotras también.
—¿Quiénes son esos alemanes? —susurré desde debajo del velo.
—A las oficinas sólo ha ido Weiss tres veces. Nunca habla por teléfono con ellos, cree que puede tenerlo pinchado. Sé que fuera de su despacho se ha visto también con otro, Wolters. Esta semana esperan que venga alguien más desde España. Cenarán todos en su quinta mañana jueves: don Manuel, los alemanes y los portugueses de la Beira propietarios de las minas vecinas. Tienen previsto cerrar allí la negociación: lleva semanas discutiendo con estos últimos para que atiendan sólo las demandas de los alemanes. Todos asistirán con sus esposas y él tiene interés en tratarlas bien: lo sé porque me ha hecho encargar flores y chocolates para recibirlas.
El sacerdote terminó su intervención y la iglesia entera volvió a sentarse entre ruidos de ropas, suspiros y crujidos de madera vieja.
—Nos tiene advertido —continuó con la cabeza otra vez gacha— que no le pasemos las llamadas de varios ingleses con los que antes mantenía buenas relaciones. Y esta mañana se ha reunido en el almacén del sótano con dos hombres, dos ex presidiarios a los que a veces usa para que le protejan; alguna vez ha estado metido en algún asunto turbio. Sólo he podido escuchar el final de la conversación. Les ha ordenado que controlen a esos ingleses y que, en caso necesario, los neutralicen.
—¿Qué ha querido decir con «neutralizar»?
—Quitar de en medio, supongo.
—¿Cómo?
—Imagíneselo.
Volvieron a ponerse en pie los feligreses, volvimos a imitarles. Comenzaron a entonar una canción con voces fervorosas y yo sentí la sangre bombeándome en las sienes.
—¿Conoce los nombres de esos ingleses?
—Los traigo escritos.
Me entregó sigilosa un papel doblado que apreté con fuerza en la mano.
—No sé nada más, se lo prometo.
—Mande otra vez a alguien si se entera de algo nuevo —dije recordando el balcón abierto.
—Lo haré. Y usted, por favor, no me nombre. Y no vuelva por la oficina.
No pude prometerle que así sería porque, como un cuervo negro, levantó el vuelo y se fue. Yo aún me quedé un rato largo, cobijada entre las columnas de piedra, los cánticos desentonados y el runrún de las letanías. Cuando por fin pude superar la impresión de lo oído, desdoblé el papel y confirmé que mis temores no carecían de fundamento. Beatriz Oliveira me había pasado una lista con cinco nombres. El cuarto era el de Marcus Logan.
58
Como todas las tardes a aquella hora, el hall del hotel estaba animado y repleto. Repleto de extranjeros, de señoras con perlas y hombres de lino y de uniforme; de conversaciones, olor a tabaco selecto y botones ajetreados. Repleto también probablemente de indeseables. Y uno de ellos me esperaba a mí. Aunque simulé una reacción de grata sorpresa, la piel se me erizó al verle. En apariencia era el mismo Manuel da Silva de los días anteriores: seguro de sí mismo con su traje perfecto y las primeras canas presagiando su madurez, atento y sonriente. Parecía el mismo hombre, sí, pero su simple visión me provocó tanto rechazo que tuve que frenar el impulso de volverme y salir corriendo. A la calle, a la playa, al fin del mundo. A cualquier sitio lejos de él. Antes todo eran sospechas, aún había espacio para la esperanza de que bajo aquella apariencia atractiva hubiera un ser decente. Ahora sabía que no, que los peores presagios eran lamentablemente ciertos. Las suposiciones de los Hillgarth se habían confirmado en el banco de una iglesia: la integridad y la lealtad no casaban bien con los negocios en tiempos de guerra y Da Silva se había vendido a los alemanes. Y, por si eso no fuera suficiente, había sumado al trato un añadido siniestro: si los antiguos amigos molestaban, habría que quitarlos de en medio. Recordar que Marcus estaba entre ellos me hizo volver a sentir pinchazos de alfileres en las entrañas.
El cuerpo me pedía escapar de él, pero no pude hacerlo: no sólo porque un carro cargado de baúles y maletas bloqueara momentáneamente la gran puerta giratoria del hotel, sino por otras razones mucho más contundentes. Acababa de enterarme de que veinticuatro horas más tarde Da Silva tenía previsto agasajar a sus contactos alemanes. Aquélla sería sin duda la reunión que había anticipado la esposa de Hillgarth y probablemente en ella circularan todos los detalles de la información que los ingleses ansiaban conocer. Mi siguiente objetivo era intentar por todos los medios que me invitara a asistir a ella, pero el tiempo corría ya en mi contra. No tenía más remedio que huir hacia delante.
—Te acompaño en el sentimiento, querida Arish.
Durante un par de segundos no supe a qué se refería. Probablemente interpretó mi silencio como una reacción emotiva.
—Gracias —musité en cuanto caí en la cuenta—. Mi padre no era cristiano, pero a mí me gusta honrar su memoria con unos minutos de recogimiento religioso.
—¿Tienes ánimo para tomar una copa? Tal vez no sea un buen momento, pero me han dicho que has pasado por mi despacho un par de veces y he venido tan sólo a devolverte la visita. Disculpa, por favor, mi ausencia repetida: últimamente viajo más de lo que me gustaría.
—Creo que me vendrá bien tomar algo, gracias, ha sido un día largo. Y sí, he pasado por tu despacho, pero sólo para saludarte; todo lo demás ha marchado perfectamente. —Haciendo de tripas corazón, logré rematar la frase con una sonrisa.
Nos dirigimos a la terraza de la primera noche y todo volvió a ser igual. O casi. El atrezzo era el mismo: las palmeras mecidas por la brisa, el océano al fondo, la luna de plata y el champán a la temperatura perfecta. Algo, sin embargo, desentonaba en la escena. Algo que no estaba ni en mí, ni en el escenario. Observé a Manuel mientras saludaba de nuevo a los clientes de alrededor y entonces intuí que era él quien chirriaba en medio de la armonía. No se comportaba de manera natural. Se esforzaba por parecer encantador y desplegaba como siempre un catálogo completo de frases amistosas y gestos cordiales pero, en cuanto la persona a quien se dirigía se daba la vuelta, su boca adoptaba un rictus serio y concentrado que desaparecía automáticamente al dirigirse otra vez a mí.
—Así que has comprado más telas...
—Y también hilos, complementos, adornos y un millón de artículos de mercería.
—Tus clientas van a quedar encantadas.
—Sobre todo las alemanas.
Ya estaba la piedra lanzada. Tenía que hacerle reaccionar: aquélla iba a ser mi última oportunidad para ser invitada a su casa; si no lo conseguía, fin de la misión. Alzó una ceja con gesto interrogante.
—Las clientas alemanas son las más exigentes, las que más aprecian la calidad —aclaré—. Las españolas se preocupan por la apariencia final de la pieza, pero las alemanas se fijan en la perfección de cada pequeño detalle, son más puntillosas. Por fortuna, he logrado amoldarme muy bien a ellas y nos entendemos sin problemas. Es más, creo que hasta tengo un talento especial para tenerlas contentas —dije rematando la frase con un guiño malicioso.
Me acerqué la copa a los labios y tuve que hacer un esfuerzo para no bebérmela entera de un trago. Vamos, Manuel, vamos, pensé. Reacciona, invítame: puedo serte útil, puedo encargarme de entretener a las acompañantes de tus invitados mientras vosotros negociáis con la baba de lobo y encontráis la manera de quitaros de encima a los ingleses.
—Hay muchos alemanes también en Madrid, ¿verdad? —preguntó entonces.
Aquélla no era una inocente pregunta acerca del ambiente social del país vecino: aquello era un interés real sobre quiénes eran mis conocidos y qué relación mantenía con ellos. Me iba aproximando. Sabía qué tenía que decir y qué palabras usar: nombres clave, cargos de peso y un falso aire de distanciamiento.
—Muchísimos —añadí en tono desapasionado. Me recosté en el sillón dejando caer la mano con supuesta desgana, volví a cruzar las piernas, bebí otra vez—. Precisamente la baronesa Stohrer, la esposa del embajador, comentaba en su última visita a mi atelier que Madrid se ha convertido en una colonia ideal para los alemanes. Algunas de ellas, la verdad, nos dan un trabajo enorme; a Elsa Bruckmann, por ejemplo, de quien dicen que es amiga personal de Hitler, la tenemos allí dos o tres veces por semana. Y en la última fiesta en la residencia de Hans Lazar, el encargado de Prensa y Propaganda...
Mencioné un par de frívolas anécdotas y dejé caer algunos nombres más. Con aparente desinterés, como sin darles importancia. Y, a medida que hablaba impostando indiferencia, percibí que Da Silva se concentraba en mis palabras como si el mundo se hubiera detenido a su alrededor. Apenas hizo caso a los saludos que por un flanco u otro le llegaron, no levantó la copa de la mesa y el cigarrillo se le fue consumiendo entre los dedos mientras la ceniza formaba algo parecido a un gusano de seda. Hasta que decidí dejar de tensar la cuerda.
—Discúlpame, Manuel; supongo que todo esto te resultará tremendamente aburrido: fiestas, vestidos y frivolidades de mujeres desocupadas. Cuéntame tú, ¿cómo ha ido tu viaje?
Extendimos la conversación durante media hora más en la que ni él ni yo volvimos a mencionar a los alemanes. Su aroma, sin embargo, pareció quedarse flotando en el aire.
—Creo que va siendo hora de cenar —dijo mirando el reloj—. ¿Te apetecería...?
—Estoy agotada. ¿Te importa que lo dejemos para mañana?
—Mañana no va a ser posible. —Noté cómo dudaba unos segundos y contuve el aliento; después continuó—. Tengo un compromiso.
Vamos, vamos, vamos. Sólo faltaba un pequeño empujón.
—Qué lástima, sería nuestra última noche. —Mi decepción pareció auténtica, casi tanto como el ansia por oír de él lo que llevaba tantos días esperando—. Tengo previsto volver a Madrid el viernes, me aguarda muchísimo trabajo la semana que viene. La baronesa de Petrino, la esposa de Lazar, ofrece una recepción el próximo jueves y precisamente tengo a media docena de clientas alemanas deseando que...
—Tal vez te gustaría asistir.
Creí que el corazón se me paraba.
—Será sólo una pequeña reunión de amigos. Alemanes y portugueses. En mi casa.
59
—¿Cuánto quiere por llevarme a Lisboa?
El hombre miró a un lado y a otro para asegurarse de que nadie nos observaba. Después se quitó la gorra y se rascó la cabeza con furia.
—Diez escudos —dijo sin sacarse la colilla de la boca.
Le tendí un billete de veinte.
—Vamos.
Había intentado dormir sin conseguirlo: los sentimientos y las sensaciones se me cruzaban entremezclados en la mente rebotando contra las paredes del cerebro. Satisfacción porque la misión por fin se movía, ansiedad ante lo que aún me aguardaba, desazón por la triste certeza de lo averiguado. Y además, y por encima de todo ello, el temor de conocer que Marcus Logan formaba parte de una lista siniestra, la intuición de que probablemente él no lo supiera, y la frustración por no tener manera de hacérselo saber. No tenía idea de dónde encontrarle, tan sólo me había cruzado con él en dos sitios tan dispares como alejados. Quizá el único lugar donde pudieran darme algún dato fuera en las propias oficinas de Da Silva, pero no debía abordar de nuevo a Beatriz Oliveira, y menos ahora que su jefe estaba ya de vuelta.
La una de la mañana, la una y media, las dos menos cuarto. A ratos tenía calor, a ratos frío. Las dos, las dos y diez. Me levanté varias veces, abrí y cerré el balcón, bebí un vaso de agua, encendí la luz, la apagué. Las tres menos veinte, las tres, las tres y cuarto. Y entonces, de pronto, creí tener la solución. O, por lo menos, algo que podría aproximarse.
Me vestí con la ropa más oscura que encontré en el armario: un traje de mohair negro, un chaquetón gris plomo y un sombrero de ala encajado hasta las cejas. La llave de la habitación y un puñado de billetes fue lo último que cogí. No necesitaba nada más, aparte de suerte.
Bajé de puntillas por la escalera de servicio, todo estaba en calma y prácticamente a oscuras. Avancé sin tener una idea clara de por dónde me movía, dejándome llevar por el instinto. Las cocinas, las despensas, los lavaderos, los cuartos de las calderas. Alcancé la calle por una puerta trasera del sótano. No era la mejor de las opciones, ciertamente: acababa de darme cuenta de que aquélla era la salida de las basuras. Al menos serían basuras de ricos.
Era noche cerrada, las luces del casino brillaban a unos cientos de metros y de vez en cuando se oía a alguno de los últimos trasnochadores: una despedida, una carcajada ahogada, el motor de un coche. Y luego, silencio. Me acomodé a esperar con las solapas subidas y las manos en los bolsillos, sentada en un bordillo y protegida por una pila de cajones de sifón. Provenía de un barrio de trabajadores, sabía que no faltaría demasiado para que empezara el movimiento: eran muchos los que madrugaban para hacer la vida más grata a quienes podían permitirse el lujo de dormir hasta bien entrada la mañana. Antes de las cuatro se encendieron las primeras luces en los bajos del hotel, al poco salió una pareja de empleados. Se detuvieron a encender un cigarro en la puerta cobijando la lumbre con los huecos de las manos y se alejaron después andando sin prisa. El primer vehículo fue una especie de camioneta: arrojó sin acercarse a más de una docena de mujeres jóvenes y se volvió a marchar. Entraron ellas rumiando su sueño; las camareras del nuevo turno, supuse. El segundo motor correspondió a un motocarro. De él salió un individuo flaco y mal afeitado que comenzó a trastear en la parte trasera en busca de alguna mercancía. Le vi después entrar en las cocinas acarreando un gran canasto de mimbre que contenía algo que pesaba poco y que, entre la noche y la distancia, no logré distinguir. Cuando terminó, se dirigió de nuevo al pequeño vehículo y entonces le abordé.
Intenté limpiar con un pañuelo las pajas que cubrían el asiento, pero no lo conseguí. Olía a gallinaza y por todas partes había plumas, cáscaras rotas y restos de excrementos. Los huevos del desayuno se presentaban a los huéspedes primorosamente fritos o revueltos sobre un plato de porcelana con filo dorado. El vehículo en el que los transportaban desde las ponedoras hasta las cocinas del hotel era bastante menos elegante. Intenté no pensar en el suave cuero de los asientos del Bentley de Joao mientras avanzábamos tambaleándonos al ritmo del traqueteo del motocarro. Iba sentada a la derecha del repartidor de huevos, encogidos los dos en la estrechura de un asiento delantero que apenas medía medio metro. A pesar del cercano contacto físico, no cruzamos una palabra en todo el camino, excepto las que necesité para darle la dirección a la que me tenía que llevar.
—Aquí es —dijo cuando llegamos.
Reconocí la fachada.
—Cincuenta escudos más si me recoge dentro de dos horas.
No necesitó hablar para confirmar que lo haría: un gesto tocando la visera de la gorra vino a decir trato hecho.
El portal estaba cerrado, me senté en un banco de piedra a aguardar al sereno. Con el sombrero calado y las solapas del chaquetón aún alzadas, maté la incertidumbre intentando quitar una a una las pajas y las plumas que se me habían quedado prendidas a la ropa. Afortunadamente, no tuve que esperar demasiado: en menos de un cuarto de hora acudió quien yo esperaba blandiendo un gran aro lleno de llaves. Se tragó la historieta que le conté a trompicones sobre un bolso olvidado y me dejó entrar. Busqué el nombre en los buzones, subí corriendo dos tramos de escaleras y llamé a la puerta con un puño de bronce más grande que mi propia mano.
No tardaron en despertarse. Primero oí a alguien moverse con el andar cansino de quien arrastra un par de zapatillas viejas. La mirilla se descorrió y al otro lado encontré un ojo oscuro lleno de legañas y extrañeza. Después me llegó el sonido de pasos más dinámicos y diligentes. Y voces, voces bajas y precipitadas. Aun amortiguada por el espesor de la robusta puerta de madera, reconocí una de ellas. La que yo buscaba. Lo confirmé cuando un nuevo ojo, vivo y azul, se asomó por el pequeño reducto.
—Rosalinda, soy Sira. Abre, por favor.
Un cerrojo, ras. Otro más.
El reencuentro fue precipitado, lleno de alegría contenida y alboroto de susurros.
—What a marvellous surprise! Pero ¿qué haces aquí en mitad de la noite, my dear? Me dijeron que ibas a venir a Lisboa y que no podría verte, ¿cómo va todo en Madrid? ¿qué tal...?
Mi alegría era también inmensa, pero el temor me hizo retomar prudencia.
—Ssssshhhhhh... —dije intentando contenerla. No me hizo caso y continuó con su entusiasta bienvenida. Incluso sacada de la cama en plena madrugada, mantenía el gJamour de siempre. La osamenta delicada y la piel transparente cubiertas por una bata de seda marfil que le llegaba a los pies, la melena ondulada un poco más corta quizá, la boca llena de palabras atropelladas que entremezclaban como antes el inglés, el español y el portugués.
Sentirla tan cerca levantó la veda a un millón de preguntas agazapadas. Qué habría sido de ella a lo largo de aquellos meses desde su huida precipitada de España, con qué argucias habría logrado salir adelante, cómo habría asumido la caída de Beigbeder. Su casa rezumaba lujo y bienestar, pero yo sabía que la fragilidad de sus recursos financieros le impedían costear por sí misma una residencia así. Preferí no preguntar. Por duros que hubieran sido los envites y oscuras las circunstancias, Rosalinda Fox seguía irradiando la misma vitalidad positiva de siempre, ese optimismo capaz de tumbar barreras, sortear escollos o levantar a un muerto si su voluntad así lo quisiera.
Recorrimos el largo pasillo agarradas del brazo, hablando entre susurros y sombras. Llegamos a su cuarto, cerró tras sí, y el recuerdo de Tetuán me invadió de pronto como una bocanada de aire africano. La alfombra berberisca, un farol moruno, los cuadros. Reconocí una acuarela de Bertuchi: las paredes encaladas de la morería, las rifeñas vendiendo naranjas, un mulo cargado, jaiques y chilabas y, al fondo, el alminar de una mezquita recortado sobre el cielo marroquí. Aparté la vista; no era momento para la nostalgia.
—Tengo que encontrar a Marcus Logan.
—Vaya, qué coincidencia. Él vino a verme hace unos días: quería saber de ti.
—¿Qué le dijiste? —pregunté alarmada.
—Sólo la verdad —dijo alzando la mano derecha como dispuesta a prestar juramento—. Que la última vez que te vi fue el año pasado en Tánger.
—¿Sabes cómo encontrarle?
—No. Quedó en que volvería a pasarse por El Galgo, nada más.
—¿Qué es El Galgo?
—Mi club —dijo con un guiño mientras se recostaba en la cama—. Un fantástico negocio que he abierto a medias con un amigo. Nos estamos forrando —remató con una carcajada—. Pero ya te contaré todo eso en otro momento, vamos a centrarnos ahora en cuestiones más urgentes. No sé dónde encontrar a Marcus, darling. No sé dónde vive ni tengo su número de teléfono. Pero ven, siéntate aquí a mi lado y cuéntame la historia, a ver si se nos ocurre algo.
Qué consuelo haber reencontrado a la Rosalinda de siempre. Extravagante e imprevisible, pero también eficaz, rápida y resolutiva aun en mitad de la noche. Una vez superada la sorpresa inicial y una vez que tuvo claro que mi visita tenía un objetivo concreto, no perdió el tiempo en preguntar inutilidades, ni quiso saber sobre mi vida en Madrid ni acerca de mis quehaceres a las órdenes de aquel Servicio Secreto a cuyos brazos ella misma me lanzó. Tan sólo entendió que había algo que resolver urgentemente y se dispuso a ayudarme.
Resumí la historia de Da Silva y lo que Marcus tenía que ver en ella. Nos mantuvimos alumbradas tan sólo por la luz tenue de una pantalla de seda plisada, acomodadas ambas en su gran cama. Aunque sabía que estaba contraviniendo las órdenes expresas de Hillgarth de no contactar con Rosalinda bajo ningún concepto, no me preocupó hacerla partícipe de los entresijos de mi misión: confiaba en ella con los ojos cerrados y era la única persona a la que podía acudir. Además, en cierta manera ellos mismos habían provocado que acabara buscándola: me habían enviado a Portugal tan desprotegida, tan sin asideros, que no tuve otra opción.
—Veo a Marcus muy de vez en cuando: a veces pasa por el club, en alguna ocasión hemos coincidido en el restaurante del hotel Aviz y un par de noches, igual que tú, nos cruzamos en el casino de Estoril. Siempre encantador, pero algo esquivo acerca de sus ocupaciones: nunca me ha dejado claro a qué se dedica ahora pero, desde luego, dudo mucho que sea al periodismo. Cada vez que nos encontramos, hablamos un par de minutos y nos despedimos con cariño prometiendo vernos más a menudo, pero nunca lo hacemos. No tengo idea de en qué anda metido, darling. Desconozco si sus asuntos son limpios o necesitan pasar por la lavandería. Ni siquiera sé si reside permanentemente en Lisboa, o va y viene a Londres o a algún otro sitio. Pero si me das un par de días, puedo intentar hacer averiguaciones.
—Creo que no hay tiempo. Da Silva ya ha dado instrucciones de que le quiten de en medio para dejar el camino libre a los alemanes. Tengo que avisarle cuanto antes.
—Ten cuidado, Sira. Tal vez él mismo esté metido en algo oscuro que tú desconozcas. No te han dicho qué tipo de negocios le unían a Da Silva y ha pasado mucho tiempo desde que convivimos con él en Marruecos; no sabemos qué ha sido de su vida desde que se marchó hasta ahora. Y, de hecho, tampoco supimos mucho entonces.
—Pero consiguió traer a mi madre...
—Fue un simple mediador y, además, lo hizo a cambio de algo. No fue un favor desinteresado, recuérdalo.
—Y sabíamos que era periodista...
—Eso suponíamos, pero la verdad es que nunca vimos publicada la famosa entrevista con Juan Luis que supuestamente fue el motivo que le llevó a Tetuán.
—Quizá...
—Ni tampoco el reportaje sobre el Marruecos español por el que se quedó allí durante todas aquellas semanas.
Había mil razones que podrían justificar todo eso y seguro que era fácil encontrarlas, pero no podía perder el tiempo con ellas. África era el ayer, Portugal el presente. Y el apremio estaba en el aquí y el ahora.
—Tienes que ayudarme a encontrarle —insistí saltando por encima de los recelos—. Da Silva ya tiene a su gente alerta, al menos hay que poner a Marcus sobre aviso; él sabrá qué hacer después.
—Por supuesto que voy a intentar localizarle, my dear, quédate tranquila. Pero sólo quiero pedirte que actúes con cautela y tengas en cuenta que todos hemos cambiado enormemente, que ninguno de nosotros es ya quien un día fue. En el Tetuán de hace unos años tú eras una joven modista y yo, la amante feliz de un hombre poderoso; mira ahora en qué nos hemos convertido, fíjate dónde estamos las dos y cómo hemos tenido que vernos. Marcus y sus circunstancias probablemente hayan cambiado también: es ley de vida, y más aún en estos tiempos. Y si sabíamos poco de él entonces, menos aún sabemos ahora.
—Ahora se dedica a los negocios, me informó el propio Da Silva.
Recibió mi explicación con una risa irónica.
—No seas ingenua, Sira. La palabra «negocios» en estos días es como un gran paraguas negro que puede tapar cualquier cosa.
—¿Me estás diciendo entonces que no debo ayudarle? —dije intentando no sonar confusa.
—No. Lo que estoy haciendo es aconsejarte para que tengas mucho cuidado y no arriesgues más de la cuenta, porque ni siquiera conoces con certeza quién es y en qué anda metido el hombre al que estás intentando proteger. Es curioso las vueltas que da la vida, ¿verdad? —continuó con una media sonrisa retirándose de la cara su eterna onda rubia—. El estaba loco por ti en Tetuán y tú te negaste a implicarte del todo con él a pesar de lo mucho que os atraíais los dos. Y ahora, después de tanto tiempo, por protegerle te arriesgas a que te desenmascaren, a jugarte la misión, y quién sabe si algo más, y todo ello en un país en el que estás sola y apenas conoces a nadie. Sigo sin entender por qué fuiste tan reacia a empezar con Marcus algo en serio, pero muy profundo debió de ser lo que dejó en ti cuando te estás exponiendo por él de esta manera.
—Te lo conté cien veces. No quise una nueva relación porque la historia de Ramiro todavía estaba reciente, porque aún tenía abiertas las heridas.
—Pero había pasado tiempo...
—No el suficiente. Me daba pánico volver a sufrir, Rosalinda, me daba tanto miedo... Lo de Ramiro fue tan doloroso, tan sangrante, tan, tan tremendo... Sabía que tarde o temprano Marcus también acabaría yéndose, no quería volver a pasar por aquello otra vez.
—Pero él nunca te habría dejado de esa manera. Antes o después habría vuelto, quizá tú podrías haberte ido con él...
—No. Tetuán no era su sitio, y sí lo era el mío, con mi madre a punto de llegar, dos denuncias a mi espalda y España aún en guerra. Yo estaba confusa, magullada y trastornada todavía por mi historia anterior, ansiosa por saber de mi madre y construyendo una personalidad falsa para ganar clientas en una tierra extraña. Levanté un muro para evitar enamorarme perdidamente de Marcus, es cierto. Y aun así, él consiguió traspasarlo. Se coló entre las rendijas y me alcanzó. No he vuelto a querer a nadie desde entonces, ni siquiera me he sentido atraída por ningún hombre en concreto. Su recuerdo me ha servido para hacerme fuerte y afrontar la soledad y, créeme, Rosalinda, he estado muy sola todo este tiempo. Y cuando pensaba que no volvería a verle más, la vida me lo ha puesto en el camino en el peor de los momentos. No pretendo rescatarle ni tender un puente sobre el pasado para retomar lo perdido, sé que eso es imposible en este mundo de locos en que vivimos. Pero, si al menos puedo ayudarle a que no acaben con él en cualquier esquina, tengo que intentarlo.
Debió de notar que me temblaba la voz, porque me agarró una mano y la apretó con fuerza.
—Bien, vamos a centrarnos en el presente —dijo firme—. En cuanto la mañana se ponga en marcha, empezaré a mover mis contactos. Si él está aún en Lisboa, lograré encontrarle.
—Yo no puedo verle y no quiero que tú hables con él tampoco. Utiliza algún intermediario, alguien que le haga llegar la información sin que él sepa que procede de ti. Lo único que necesita saber es que Da Silva no sólo no quiere saber de él, sino que, además, ha dado orden de que lo quiten de en medio si empieza a molestar. Yo informaré a Hillgarth sobre los demás nombres en cuanto llegue a Madrid. O no —rectifiqué—. Mejor haz que le den a Marcus todos los nombres, apúntalos, me los sé de memoria. Que él se encargue de hacer correr la voz, probablemente los conozca a todos.
Noté entonces un cansancio inmenso, tan inmenso casi como la angustia que llevaba dentro desde que Beatriz Oliveira me pasara aquella siniestra lista en la iglesia de Sao Domingos. El día había sido atroz: la novena y lo que conllevó, el encuentro posterior con Da Silva y el esfuerzo agotador para lograr que me invitara a su casa; el desvelo durante horas, la espera a oscuras junto a las basuras del hotel, el tortuoso viaje hasta Lisboa pegada al cuerpo de aquel huevero maloliente. Miré el reloj. Aún faltaba media hora para que me recogiera con su motocarro. Cerrar los ojos y acurrucarme en la cama deshecha de Rosalinda me pareció la más golosa de las tentaciones, pero no era momento de pensar en dormir. Antes tenía que ponerme al día acerca de la vida de mi amiga, aunque fuese brevemente: quién sabía si aquél iba a ser nuestro último encuentro.
—Cuéntame ahora tú, rápido; no quiero irme sin saber algo de ti. ¿Cómo te las has arreglado desde que saliste de España, qué ha sido de tu vida?
—Los primeros tiempos fueron duros, sola, sin dinero y reconcomida por la incertidumbre de la situación de Juan Luis en Madrid. Pero no pude sentarme a llorar lo perdido: tenía que ganarme la vida. A ratos fue hasta divertido, viví algunas escenas dignas de la mejor alta comedia: hubo un par de millonarios decrépitos que me ofrecieron matrimonio e incluso deslumbre a un alto oficial nazi que me aseguró estar dispuesto a desertar si yo aceptaba fugarme con él a Río de Janeiro. A veces fue entretenido; otras, la verdad, no tanto. Encontré a antiguos admiradores que fingieron no conocerme y a viejos amigos que me volvieron la cara; personas a las que un día yo ayudé y de pronto parecieron aquejados de amnesia, y embusteros que simularon estar en condiciones lamentables para evitar que les pidiera algo prestado. Lo peor de todo, sin embargo, no fue eso: lo más duro en todo aquel tiempo fue el tener que cortar toda comunicación con Juan Luis. Primero dejamos las llamadas telefónicas tras descubrir él que nos escuchaban, después abandonamos el correo. Y luego llegó el cese y el arresto. Las últimas cartas en mucho tiempo fueron las que él te entregó y tú diste a Hillgarth. Y después, el fin.
—¿Cómo está, él ahora?
Suspiró con fuerza antes de responder y volvió a retirarse el pelo de la cara.
—Moderadamente bien. Lo enviaron a Ronda y aquello fue casi un alivio porque en un principio pensó que se iban a deshacer de él por completo acusándole de alta traición a la patria. Pero al final no le abrieron consejo de guerra, más por simple interés que por compasión: liquidar de aquella manera a un ministro nombrado un año antes habría supuesto un impacto muy negativo en la población española y en la opinión internacional.
—¿Aún sigue en Ronda?
—Sí, pero ahora ya tan sólo bajo arresto domiciliario. Vive en un hotel y parece que empieza a tener una cierta libertad de movimientos. Vuelve a estar ilusionado con algunos proyectos, ya sabes cómo es él de inquieto, necesita siempre estar activo, implicado en algo interesante, ingeniando y maquinando. Confío en que pueda venir pronto a Lisboa y después, we'll see. Ya veremos —concluyó con una sonrisa cargada de melancolía.
No me atreví a preguntar cuáles eran aquellos nuevos proyectos tras su despeñamiento por el barranco de los desposeídos de la gloria. El ex ministro amigo de los ingleses pintaba ya muy poco en aquella Nueva España tan cariñosa con el Eje; mucho tendrían que cambiar las cosas para que el poder volviera a llamar a su puerta.
Consulté el reloj de nuevo, sólo me quedaban diez minutos.
—Sígueme contando sobre ti, cómo conseguiste salir adelante.
—Conocí a Dimitri, un ruso blanco huido a París tras la revolución bolchevique. Nos hicimos amigos y le convencí para que me hiciera su socia en el club que tenía previsto abrir. Él aportaría el dinero y yo, la decoración y los contactos. El Galgo fue un éxito desde el principio, así que, al poco de comenzar la marcha del negocio, me lancé a buscar casa para por fin poder salir del pequeño cuarto donde me tenían cobijada unos amigos polacos. Y entonces encontré este piso, si es que a una vivienda con veinticuatro habitaciones se le puede llamar un piso.
—¡Veinticuatro habitaciones, qué barbaridad!
—No creas, lo hice con intención de sacarle beneficio, obviously. Lisboa está llena de expatriados con escasa liquidez que no pueden permitirse una larga estancia en un gran hotel.
—No me digas que has montado aquí una casa de huéspedes.
—Algo así. Huéspedes elegantes, gente de mundo a la que su sofisticación no les libra de estar al borde del abismo. Yo comparto con ellos mi hogar y ellos conmigo sus capitales en la medida de lo posible. No hay precio: hay quien ha disfrutado de una habitación durante dos meses sin pagarme ni un escudo, y hay quien por alojarse una semana me ha regalado una pulsera riviere de brillantes o un broche de Lalique. Yo no paso factura a nadie: cada cual contribuye como puede. Son tiempos duros, darling: hay que sobrevivir.
Había que sobrevivir, efectivamente. Y para mí la supervivencia más inmediata implicaba volverme a subir a un motocarro con olor a gallinas y alcanzar mi habitación en el hotel Do Parque antes de que entrara la mañana. Me habría encantado poder seguir charlando con Rosalinda hasta el fin de los días, tumbadas en su gran cama sin más preocupaciones que hacer sonar un timbre para que vinieran a traernos el desayuno. Pero había llegado la hora de volver, de retornar a la realidad por negra que ésta se presentara. Ella me acompañó a la puerta; antes de abrirla, me abrazó con su cuerpo liviano y sopló un consejo en mi oído.
—Apenas conozco a Manuel da Silva, pero todo el mundo en Lisboa está al tanto de su fama: un gran empresario, seductor y encantador, que también es duro como el hielo, inmisericorde con sus adversarios y capaz de vender su alma por un buen negocio. Ten mucho cuidado, porque estás jugando con fuego delante de alguien peligroso.
60
Toallas limpias —anunció la voz al otro lado de la puerta del cuarto de baño.
—Déjelas encima de la cama, gracias —grité.
No había pedido toallas y era extraño que vinieran a reponerlas a esa hora de la tarde, pero imaginé que se trataría de una simple descoordinación del servicio.
Terminé de aplicarme la máscara de pestañas frente al espejo. Con ella acabé el maquillaje: ya sólo me faltaba vestirme y aún quedaba casi una hora para que Joao me recogiera. Estaba en albornoz. Me empecé a arreglar temprano para ocupar los minutos con alguna actividad y dejar de presagiar finales funestos para mi breve carrera, pero aún seguía sobrándome tiempo. Salí del baño y mientras me anudaba el cinturón titubeé decidiendo qué hacer. Esperaría un rato antes de vestirme. O quizá no, quizá debería al menos ir poniéndome las medias ya. O tal vez no, tal vez lo mejor sería... Y entonces le vi, y todas las medias del mundo dejaron en ese momento de existir.
—¿Qué haces aquí, Marcus? —balbuceé sin dar crédito. Alguien le había dejado pasar al traer las toallas. O quizá no: barrí la habitación con la mirada y no encontré toallas por ningún sitio.
No respondió a mi pregunta. Tampoco me saludó ni se molestó en justificar su osadía al invadir mi habitación de aquella manera.
—Deja de ver a Manuel da Silva, Sira. Aléjate de él, sólo he venido a decirte eso.
Habló con voz contundente. Estaba de pie, con el brazo izquierdo apoyado contra el respaldo de un sillón en una esquina. Con camisa blanca y traje gris, ni tenso, ni relajado: sobrio tan sólo. Como si tuviera una obligación y la firme voluntad de no incumplirla.
No pude replicarle: ninguna palabra consiguió llegarme a la boca.
—No sé qué relación tienes con él —prosiguió—, pero aún estás a tiempo de no seguir implicándote. Vete de aquí, vuelve a Marruecos...
—Ahora vivo en Madrid —logré decir por fin. Permanecía de pie sobre la alfombra, inmóvil, descalza, sin saber qué hacer. Recordé las palabras de Rosalinda aquella misma madrugada: debía ser cuidadosa con Marcus, no sabía en qué mundo se movía ni en qué negocios andaba metido. Me recorrió un escalofrío. Ni ahora lo sabía, ni quizá lo supe nunca. Esperé a que siguiera hablando para poder calcular hasta dónde podría sincerarme y hasta dónde tendría que ser cauta; hasta qué punto debería dejar salir a la Sira que él conocía y hasta cuándo debería seguir representado el papel distante de Arish Agoriuq.
Se separó del sillón y se acercó unos pasos. Su rostro seguía siendo el mismo, sus ojos también. El cuerpo flexible, el nacimiento del pelo, el color de la piel, la línea de la mandíbula. Los hombros, los brazos a los que me agarré tantas veces, las manos que sostuvieron mis dedos, la voz. Todo me era de pronto tan cercano, tan próximo. Y tan ajeno a un tiempo.
—Vete entonces cuanto antes, no vuelvas a verle —insistió—. No te mereces un tipo así. No tengo la menor idea de por qué te has cambiado el nombre, ni de a qué has venido a Lisboa, ni de qué es lo que te ha hecho acercarte a él. Tampoco sé si vuestra relación es algo natural o si alguien te ha metido en esta historia, pero te aseguro...
—No hay nada serio entre nosotros. He venido a Portugal a hacer compras para mi taller; alguien a quien conozco en Madrid me puso en contacto con él y nos hemos visto algunas veces. Es sólo un amigo.
—No, Sira, no te equivoques —cortó tajante—. Manuel da Silva no tiene amigos. Tiene conquistas, tiene conocidos y aduladores, y tiene contactos profesionales interesados, eso es todo. Y últimamente, esos contactos no son los más convenientes. Está metiéndose en asuntos turbios; cada día que pasa se sabe algo nuevo, y tú deberías mantenerte al margen de todo ello. No es un hombre para ti.
—Tampoco lo será para ti entonces. Pero parecíais buenos amigos la noche del casino...
—Los dos nos interesamos mutuamente por puras cuestiones comerciales. O, mejor dicho, nos interesábamos. Mis últimas noticias son que ya no quiere volver a saber más de mí. Ni de mí, ni de ningún otro inglés.
Respiré con alivio: sus palabras implicaban que Rosalinda había logrado dar con él y hacer que alguien le transmitiera mi mensaje. Seguíamos de pie, frente a frente, pero habíamos acortado la distancia sin apenas darnos cuenta. Un paso adelante él, otro yo. Otro más él, otro más yo. Cuando comenzamos a hablar, cada uno ocupaba un extremo de la habitación, como dos luchadores suspicaces y en guardia, temerosos ambos de la reacción del contrario. Con el transcurrir de los minutos nos habíamos ido acercando, inconscientemente tal vez, hasta quedar en el centro de la habitación, entre los pies de la cama y el escritorio. Al alcance uno del otro a poco que hiciéramos un movimiento más.
—Sabré cuidarme, quédate tranquilo. En la nota que me diste en el casino me preguntabas qué había sido de la Sira de Tetuán. Ya lo ves: se ha vuelto más fuerte. Y también más descreída y más desencantada. Ahora te pregunto yo lo mismo a ti, Marcus Logan: qué fue del periodista que llegó destrozado a África para hacer al alto comisario una larga entrevista que nunca...
No pude terminar la frase, me interrumpieron unos golpes en la puerta. Alguien llamaba desde fuera. A deshora y con precisión. Me agarré a su brazo instintivamente.
—Pregunta quién es —susurró.
—Soy Gamboa, el ayudante del señor Da Silva. Traigo algo de su parte —anunció la voz desde el pasillo.
Con tres zancadas sigilosas, Marcus desapareció en el interior del cuarto de baño. Yo me acerqué con lentitud hasta la puerta, agarré el pomo y respiré varias veces. Después abrí fingiendo naturalidad y encontré a Gamboa sosteniendo algo ligero y aparatoso envuelto en capas de papel de seda. Tendí las manos para recoger aquello que aún no sabía qué era, pero no me lo entregó.
—Es mejor que las deje yo mismo sobre una superficie plana, son muy delicadas. Orquídeas —aclaró.
Dudé unos segundos. Aunque Marcus estuviera escondido en el baño, era una temeridad permitir que aquel hombre entrara en la habitación, pero, por otra parte, si me negaba a dejarle pasar, parecería que estaba ocultando algo. Y, en aquel momento, lo último que deseaba era levantar sospechas.
—Adelante —accedí por fin—. Déjelas encima del escritorio, por favor.
Y entonces me di cuenta. Y deseé que el suelo se abriera bajo mis pies y me tragara entera. Absorbida de un golpe, aspirada, desaparecida hasta la eternidad. Así no tendría que afrontar las consecuencias de lo que acababa de ver. En el centro de la estrecha mesa, entre el teléfono y una lámpara dorada, había algo inoportuno. Algo inmensamente inoportuno que no convenía que nadie viera allí. Y menos aún el emplcado de confianza de Da Silva.
Rectifiqué tan rápido como lo advertí.
—O no, mejor aún póngalas aquí, sobre el banco a los pies de la cama.
Me obedeció sin el menor comentario, pero supe que él también se había dado cuenta. Cómo no. Lo que había encima de la madera pulida del escritorio era algo tan ajeno a mí y tan incongruente en una habitación ocupada por una mujer sola que por fuerza tuvo que llamarle la atención: el sombrero de Marcus.
Salió de su escondite en cuanto oyó la puerta cerrarse.
—Vete, Marcus. Vete de aquí, por favor —insistí mientras me esforzaba por anticipar el tiempo que Gamboa tardaría en contarle a su jefe lo que acababa de ver. Si Marcus cayó en la cuenta del desastre que su sombrero podría desencadenar, no lo demostró—. Deja de preocuparte por mí: mañana por la noche vuelvo a Madrid. Hoy será mi último día, a partir de...
—¿De verdad te vas mañana? —preguntó agarrándome por los hombros. A pesar de la ansiedad y el temor, una sensación de algo que llevaba mucho tiempo sin sentir me recorrió la espalda.
—Mañana por la noche, sí, en el Lusitania Express.
—¿Y no vas a volver a Portugal?
—No, de momento no tengo intención.
—¿Y a Marruecos?
—Tampoco. Me quedaré en Madrid, allí tengo ahora mi taller y mi vida.
Mantuvimos el silencio unos segundos. Probablemente los dos estuviéramos pensando lo mismo: qué mala suerte haber cruzado otra vez nuestros destinos en un tiempo tan turbulento, qué tristeza tener que mentirnos así.
—Cuídate mucho.
Asentí sin palabras. Llevó entonces la mano a mi rostro y recorrió lentamente la mejilla con un dedo.
—Fue una lástima que no llegáramos a acercarnos más en Tetuán, ¿verdad?
Me alcé de puntillas y pegué mi boca a su cara para darle un beso de despedida. Cuando le olí y me olió, cuando mi piel rozó su piel y mi aliento se volcó en su oído, le susurré la respuesta.
—Fue una lástima total y absoluta.
Salió sin un ruido y atrás quedé yo, en compañía de las orquídeas más hermosas que jamás volvería a ver; arrancándome a tirones las ganas de correr tras él para abrazarle mientras intentaba calibrar el resultado de aquel desatino.
61
Al aproximarnos comprobé que ya había varios coches aparcados en línea en un lateral. Grandes, brillantes, oscuros. Imponentes.
La quinta de Da Silva se encontraba en el campo, no demasiado lejos de Estoril, pero sí a la distancia suficiente como para que jamás lograra regresar por mí misma. Me fijé en algunas indicaciones: Guincho, Malveira, Colares, Sintra. Aun así, no tenía la menor idea de dónde estábamos.
Joao frenó con suavidad y los neumáticos rechinaron sobre la gravilla. Esperé a que me abriera la puerta. Saqué un pie primero, despacio; el otro después. Entonces vi su mano extendida hacia mí.
—Bienvenida a la Quinta da Fonte, Arish.
Salí del coche lentamente. El lamé dorado se me ceñía al cuerpo moldeando mi silueta, en el pelo llevaba una de las tres orquídeas que él mismo me había enviado por intermediación de Gamboa. Busqué al asistente con ojos rápidos mientras descendía, pero no estaba allí.
La noche olía a naranjos y a frescor de cipreses, los faroles de la fachada desprendían una luz que parecía derretirse sobre las piedras de la gran casa. Al ascender por las escaleras del porche agarrada de su brazo, comprobé que sobre la puerta de entrada había un monumental escudo de armas.
—El emblema de la familia Da Costa, supongo.
De sobra sabía que el abuelo tabernero difícilmente podría haber soñado con un escudo de abolengo, pero no creí que él notara la ironía.
Los invitados esperaban en un amplio salón cargado de muebles pesados con una gran chimenea apagada en un extremo. Los centros de flores repartidos por la estancia no lograban restar frialdad al ambiente. Tampoco contribuía a proporcionar una sensación cálida el incómodo silencio en el que se encontraban todos los presentes. Los conté con rapidez. Dos, cuatro, seis, ocho, diez. Diez personas, cinco parejas. Y Da Silva. Y yo. Doce en total. Como si me leyera el pensamiento, Manuel anunció:
—Aún falta alguien más, otro invitado alemán que no tardará en llegar. Ven, Arish, voy a presentarte.
La proporción, de momento, estaba casi equilibrada: tres pares de portugueses y dos de alemanes, mas aquel a quien se esperaba. Hasta ahí llegaba la simetría; sólo hasta ahí, porque todo lo demás era extrañamente disonante. Los alemanes vestían de oscuro: sobrios, discretos, a tono con el lugar y el evento. Sus esposas, sin mostrar una elegancia deslumbrante, lucían sus vestidos con clase y rezumaban saber estar. Los portugueses, sin embargo, eran harina de otro costal. Ellos y ellas, todos. Aunque los hombres llevaban trajes de buenos paños, su calidad se veía enturbiada por la escasa gallardía de las perchas que los portaban: cuerpos de hombres de campo, de piernas cortas, cuellos gruesos y manos anchas llenas de uñas rotas y callosidades. Los tres mostraban con ostentación un par de flamantes plumas estilográficas en el bolsillo superior de la chaqueta y, a poco que sonrieran, en sus bocas se distinguía el brillo de varios dientes de oro. Sus mujeres, también de hechuras vulgares, se esforzaban por mantener el equilibrio sobre lustrosos zapatos de tacón en los que apenas les cabían los pies hinchados; una de ellas llevaba un casquete pésimamente colocado; del hombro de otra colgaba una enorme estola de piel que se escurría hacia el suelo a cada momento. La tercera se limpiaba la boca con el dorso de la mano cada vez que comía un canapé.
Antes de llegar, pensaba erróneamente que Manuel me había invitado a su fiesta para lucirme delante de sus invitados: un objeto decorativo exótico que reforzaba su papel de macho poderoso y que tal vez podría servirle para entretener a las señoras asistentes hablando de moda y contando anécdotas sobre los altos cargos alemanes en España y otras banalidades de la misma intensidad. Sin embargo, nada más percibir el ambiente, supe que me había equivocado. Aunque me había recibido como a una invitada más, Da Silva no me había llevado allí de comparsa, sino para que le acompañara en el papel de maestra de ceremonias y le ayudara a pastorear con tino a aquella peculiar fauna. Mi papel sería hacer de bisagra entre las alemanas y las portuguesas; tender un puente sin el cual las señoras de ambos grupos habrían sido incapaces de cruzar nada más que miradas a lo largo de toda la noche. Si él tenía cuestiones importantes que solventar, lo último que en ese momento necesitaba a su alrededor eran unas cuantas mujeres aburridas y malhumoradas, ansiosas por que sus maridos las sacaran de allí. Para eso me quería, para que le echara una mano. Yo le lancé el guante el día anterior y él lo había recogido: ambos ganábamos algo.
Bien, Manuel, voy a darte lo que quieres, pensé. Espero que tú hagas lo mismo conmigo después. Y para que todo funcionara como él había previsto, hice con mis miedos una bola compacta, me la tragué, y saqué a pasear la cara más fascinadora de mi falsa personalidad. Con ella por bandera, extendí mi supuesto encanto hasta el infinito y derroché simpatía distribuyéndola de manera equilibrada entre las dos nacionalidades. Alabé el casquete y la estola de las mujeres de la Beira, hice un par de bromas que todos rieron, me dejé rozar el trasero por un portugués y elogié las excelencias del pueblo alemán. Sin pudor.
Hasta que por la puerta apareció una nube negra.
—Disculpen, amigos —anunció Da Silva—. Quiero presentarles a Johannes Bernhardt.
Estaba más envejecido, había engordado y perdido pelo, pero era, sin ninguna duda, el mismo Bernhardt de Tetuán. El que paseaba a menudo por la calle Generalísimo del brazo de una señora que en ese momento no le acompañaba. El que negoció con Serrano Suñer la instalación de antenas alemanas en territorio marroquí y acordó con él dejar a Beigbeder al margen de esos asuntos. El que nunca supo que yo los había oído tumbada en el suelo, oculta tras un sofá.
—Perdonen el retraso. El automóvil se nos ha averiado y hemos tenido que hacer una larga parada en Elvas.
Intenté ocultar mi desconcierto aceptando la copa que un camarero me ofreció mientras hacía cuentas precipitadamente: cuándo fue la última vez que coincidimos en algún lugar, cuántas veces me había cruzado con él por la calle, durante cuánto tiempo le vi aquella noche en la Alta Comisaría. Cuando Hillgarth me anunció que Bernhardt estaba instalado en la Península y dirigía la gran corporación que gestionaba los intereses económicos nazis en España, le dije que probablemente no me reconocería si alguna vez llegara a encontrarme con él. Ahora, sin embargo, no estaba tan segura.
Comenzaron las presentaciones y me coloqué de espaldas mientras los hombres hablaban, desviviéndome en apariencia por mostrarme encantadora con las señoras. El nuevo tema de conversación era la orquídea de mi pelo y, mientras doblaba las piernas y giraba la cabeza para dejar que todas la admiraran, me concentré en captar retazos de información. Registré los nombres de nuevo, así los recordaría con más seguridad: Weiss y Wolters eran los alemanes a los que Bernhardt, recién llegado de España, no conocía. Almeida, Rodrigues y Ribeiro los portugueses. Portugueses de la Beira, hombres de la montaña. Propietarios de minas; no, más correctamente pequeños propietarios de malas tierras en las que la divina providencia había puesto una mina. ¿Una mina de qué? Aún lo desconocía: a esas alturas seguía sin saber qué era la dichosa baba de lobo que Beatriz Oliveira mencionó en la iglesia. Y entonces, por fin oí la palabra ansiada: wolframio.
Del fondo de la memoria rescaté atropelladamente los datos que Hillgarth me facilitó en Tánger: se trataba de un mineral fundamental en la fabricación de proyectiles para la guerra. Y, enganchado a aquel recuerdo, recuperé otro más: en su compra a gran escala estaba implicado Bernhardt. Sólo que Hillgarth me había hablado de su interés por yacimientos en Galicia y Extremadura; probablemente entonces aún no podía prever que sus tentáculos acabarían cruzando la frontera, llegando a Portugal y entrando en negociaciones con un empresario traidor que había decidido dejar de suministrar a los ingleses para complacer las demandas de sus enemigos. Noté un temblor en las piernas y busqué cobijo en un sorbo de champán. Manuel da Silva no andaba metido en asuntos de compra y venta de seda, madera o algún otro producto colonial igualmente inocuo, sino en algo mucho más peligroso y siniestro: su nuevo negocio se centraba en un metal que serviría a los alemanes para reforzar su armamento y multiplicaría su capacidad para seguir matando.
Las invitadas me sacaron del ensimismamiento reclamando mi atención. Querían saber de dónde provenía aquella flor maravillosa que descansaba tras mi oreja izquierda, confirmar que era verdaderamente natural, saber cómo se cultivaba: mil preguntas que a mí no me interesaban en absoluto, pero que no pude evitar responder. Era una flor tropical; sí, verdaderamente natural, por supuesto; no, no tenía idea de si la Beira sería un buen sitio para cultivar orquídeas.
—Señoras, permítanme que les presente a nuestro último invitado —interrumpió de nuevo Manuel.
Contuve el aliento hasta que me llegó el turno. La última.
—Y ésta es mi querida amiga la señorita Arish Agoriuq.
Me miró sin parpadear un segundo. Dos. Tres.
—¿Nos conocemos?
Sonríe, Sira, sonríe, me exigí.
—No, creo que no —dije tendiéndole la mano derecha con languidez.
—A menos que hayan coincidido en algún sitio en Madrid —apuntó Manuel. Afortunadamente, no parecía conocer a Bernhardt lo suficiente como para saber que en algún momento de su pasado había vivido en Marruecos.
—¿En Embassy, tal vez? —sugerí.
—No, no; estoy muy poco en Madrid últimamente. Viajo mucho y a mi mujer le gusta el mar, así que estamos instalados en Denia, cerca de Valencia. No, su cara me resulta familiar de algún otro sitio, pero...
Me salvó el mayordomo. Señoras, señores, la cena está servida.
En ausencia de anfitriona consorte, Da Silva se saltó el protocolo y me situó en una cabecera de la mesa. En la otra, él. Intenté ocultar mi inquietud volcándome en atenciones con los invitados, pero la sensación de angustia era tal que apenas pude comer. Al sobresalto generado por la visita de Gamboa a mi habitación, se habían unido la llegada imprevista de Bernhardt y la constancia del sucio negocio en el que Da Silva andaba enfangado. Por si no tuviera suficiente con aquello, también se me exigía mantener el porte e impostar el papel de señora de la casa.
La sopa llegó en sopera de plata, el vino, en decantadores de cristal y el marisco, en enormes bandejas rebosantes de crustáceos. Hice malabares para resultar atenta con todos. Indiqué disimuladamente a las portuguesas qué cubiertos debían usar en cada momento e intercambié frases con las alemanas: sí, por supuesto que conocía a la baronesa Stohrer; sí, y a Gloria von Fürstenberg también; claro, claro que sabía que Horcher estaba a punto de abrir sus puertas en Madrid. La cena transcurrió sin incidentes y Bernhardt, por ventura, no volvió a prestarme atención.
—Bien, señoras, y ahora, si no les importa, los señores vamos a retirarnos a charlar —anunció Manuel tras el postre.
Me contuve retorciendo el mantel entre los dedos. No podía ser, no podía hacerme eso. Yo ya había cumplido con mi parte; ahora me correspondía recibir. Había complacido a todos, me había comportado como una anfitriona ejemplar sin serlo y necesitaba una compensación. En el momento en que iban a centrarse en lo que más me interesaba, no podía dejar que se me escaparan. Afortunadamente, el vino había acompañado a los platos sin la menor moderación y los ánimos parecían haberse destensado. Sobre todo, los de los portugueses.
—¡No, hombre, no, Da Silva, por Dios! —gritó uno de ellos dándole una sonora palmada en la espalda—. ¡No sea usted tan antiguo, amigo! ¡En el mundo moderno de la capital, los hombres y las mujeres van juntos a todas partes!
Titubeó un segundo Manuel; a todas luces prefería mantener el resto de la conversación en privado, pero los de la Beira no le dieron opción: se levantaron ruidosamente de la mesa y se dirigieron de nuevo al salón con el ánimo exaltado. Uno de ellos pasó un brazo por los hombros de Da Silva, otro me ofreció el suyo a mí. Parecían exultantes una vez superado el retraimiento inicial de verse recibidos en la gran casa de un hombre rico. Aquella noche iban a cerrar un trato que les permitiría dar un portazo a la miseria para ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos; no había razón alguna para hacerlo a espaldas de sus propias mujeres.
Sirvieron café, licores, tabaco y bombones; recordé que de la compra de éstos se había encargado Beatriz Oliveira. También de los centros de flores, elegantes sin ostentación. Supuse que había sido ella quien eligió las orquídeas que recibí aquella misma tarde y volví a sentir un estremecimiento al rememorar la inesperada visita de Marcus.
Un estremecimiento doble. De afecto y gratitud hacia él por preocuparse por mí de esa manera; de temor una vez más por el recuerdo del incidente del sombrero ante los ojos del ayudante. Gamboa seguía sin dejarse ver; quizá, con un poco de suerte, estaría cenando un guiso casero con su familia, oyendo a su mujer quejarse por los precios de la carne y olvidándose de que había detectado la presencia de otro hombre en la habitación de la extranjera a la que su patrón cortejaba.
Aunque no consiguió separarnos en distintas estancias, al menos Manuel logró que nos sentáramos en zonas diferentes. Los hombres lo hicieron en un extremo de la amplia sala, en sillones de cuero frente a la chimenea apagada. Las mujeres, junto a un gran ventanal volcado sobre el jardín.
Comenzaron a hablar mientras nosotras halagábamos la calidad de los chocolates. Los alemanes abrieron la conversación planteando sus cuestiones con tono sobrio a la vez que yo me esforzaba por agudizar el oído y anotaba mentalmente todo lo que desde la distancia iba oyendo. Pozos, concesiones, permisos, toneladas. Los portugueses ponían pegas y objeciones, subiendo el volumen, hablando deprisa. Posiblemente los primeros quisieran sacarles hasta las asaduras y los hombres de la Beira, montañeses rudos acostumbrados a no fiarse ni de su padre, no estaban por la labor de dejarse comprar a cualquier precio. El ambiente, por suerte para mí, se fue caldeando. Las voces eran ahora plenamente audibles, a veces hasta explosivas. Y mi cabeza, como una máquina, no paró de registrar lo que decían. Aunque no acababa de tener una idea completa de todo lo que allí se estaba negociando, sí pude absorber una gran cantidad de datos sueltos. Galerías, espuertas y camiones, perforaciones y vagonetas. Wolframio libre y wolframio controlado. Wolframio de calidad, sin cuarzo ni piritas. Impuesto sobre exportaciones. Seiscientos mil escudos por tonelada, tres mil toneladas por año. Pagarés, lingotes de oro y cuentas en Zurich. Y además logré algunas tajadas suculentas, porciones completas de información. Como que Da Silva llevaba semanas moviendo hábilmente los hilos para aunar a los principales propietarios de yacimientos con el fin de que se volcaran a negociar con los alemanes en exclusiva. Como que, si todo marchaba según lo previsto, en menos de dos semanas bloquearían de golpe y en conjunto todas las ventas a los ingleses.
Las cantidades de dinero de las que hablaban me permitieron entender el aspecto de nuevos ricos de los wolframistas y sus mujeres. Aquello estaba convirtiendo a humildes campesinos en prósperos propietarios sin tener siquiera que trabajar: las plumas estilográficas, los dientes de oro y las estolas de piel no eran más que una pequeña muestra de los millones de escudos que iban a obtener si permitían a los alemanes perforar sus tierras sin impedimentos.
La noche avanzaba y, a medida que en mi mente se iba perfilando la verdadera envergadura de aquel negocio, mis temores aumentaron también. Lo que estaba oyendo era tan privado, tan atroz y tan comprometido que preferí no imaginar las consecuencias a las que habría de enfrentarme si Manuel da Silva llegara a enterarse de quién era yo y para quién trabajaba. La conversación entre los hombres se mantuvo a lo largo de casi dos horas, pero, a medida que ésta se agitaba, la reunión de mujeres iba decayendo. Cada vez que percibía que la negociación se enroscaba en algún punto sin aportar nada nuevo, volvía a concentrarme en sus esposas, pero las mujeres portuguesas hacía rato que se habían desentendido de mí y de mis esfuerzos por mantenerlas entretenidas, y daban ya cabezadas incapaces de contener el sueño. En su crudo día a día rural, probablemente se acostaran al caer el sol y se levantaran al alba para dar de comer a los animales y atender las faenas del campo y la cocina; aquel trasnoche cargado de vino, bombones y opulencia superaba con mucho lo que podían soportar. Me centré entonces en las alemanas, pero tampoco ellas parecían excesivamente comunicativas: una vez revisados los lugares comunes, nos faltaban afinidad y capacidades lingüísticas para seguir manteniendo avivada la charla.
Me estaba quedando sin audiencia y sin recursos: mi papel de anfitriona ayudante se estaba desvaneciendo, tenía que pensar en alguna manera de que aquello no muriera del todo y, a la vez, debía esforzarme por mantenerme alerta y seguir absorbiendo información. Y entonces, al fondo, en el lado masculino del salón, estalló una gran carcajada colectiva. Después vinieron choques de manos, abrazos y parabienes. El trato estaba cerrado.
62
—Vagón de Gran Clase, compartimento número ocho.
—¿Estás segura?
Le mostré el billete.
—Perfecto. Te acompaño.
—No es necesario, de verdad.
No me hizo caso.
A las maletas con las que llegué a Lisboa se le habían unido varias sombrereras y dos grandes bolsones de viaje cargados de caprichos; todo había salido aquella tarde anticipadamente desde el hotel. El resto de las compras para el taller irían llegando a lo largo de los días siguientes enviadas directamente desde los proveedores. Como equipaje de mano, me quedó sólo un maletín con lo necesario para pasar la noche. Y con algo más: el cuaderno de dibujo cargado de información.
Manuel, nada más bajar del coche, insistió en llevar el maletín.
—Apenas pesa, no hace falta —dije intentando no desprenderme de él.
Perdí la batalla antes de empezarla, sabía que no podía insistir. Entramos en el vestíbulo como la pareja más elegante de la noche: yo envuelta en todo mi glamour y él portando sin saberlo las pruebas de su traición. La estación de Santa Apolonia, con su aspecto de gran caserón, acogía el gota a gota de viajeros con destino nocturno a Madrid. Parejas, familias, amigos, hombres solos. Algunos parecían dispuestos a marchar con la frialdad o la indiferencia de quien se aleja de algo que no le ha dejado mella; otros, en cambio, derramaban lágrimas, abrazos, suspiros y promesas de futuro que tal vez nunca iban a cumplir. Yo no encajaba en ninguna de las dos categorías: ni en la de los desapegados, ni en la de los sentimentales. Mi naturaleza era de otro tipo. La de los que huían; la de aquellos que ansiaban poner tierra por medio, sacudirse el polvo de las suelas y olvidar para siempre lo que dejaban atrás.
Había pasado la mayor parte del día en mi habitación preparando el regreso. Supuestamente. Descolgué la ropa de las perchas, vacié los cajones y lo guardé todo en las maletas, sí. Pero aquello no me ocupó demasiado; el resto del tiempo que pasé encerrada lo dediqué a algo más trascendente: a trasladar a miles de pequeños pespuntes esbozados a lápiz toda la información que capté en la quinta de Da Silva. La tarea me llevó horas infinitas. Empecé con ella nada más regresar al hotel entrada ya la madrugada, cuando aún mantenía fresco en la mente todo lo escuchado; había tantas decenas de detalles que una gran parte corría el peligro de diluirse en el olvido si no lo anotaba inmediatamente. Apenas dormí tres o cuatro horas; en cuanto me desperté, me dispuse a completar el trabajo. A lo largo de la mañana y de las primeras horas de la tarde, dato a dato, apunte a apunte, vacié mi cabeza sobre el cuaderno hasta conformar un arsenal de mensajes breves y rigurosos. El resultado lo componían más de cuarenta supuestos patrones plagados de nombres, cifras, fechas, lugares y operaciones, acumulados todos entre las páginas de mi inocente cuaderno de dibujo. Patrones de mangas, de puños y espaldas, de cinturillas, talles y delanteros; perfiles de partes y secciones de prendas que nunca iba a coser, entre cuyos bordes se escondían los entresijos de una macabra transacción comercial destinada a facilitar el avance demoledor de las tropas alemanas.
A media mañana sonó el teléfono. La llamada me sobresaltó, tanto que una de las rayas telegráficas que estaba marcando en ese mismo momento se convirtió en un trazo brusco y torcido que después hube de borrar.
—¿Arish? Buenos días, soy Manuel. Espero no haberte despertado.
Estaba bien despierta: duchada, ocupada y alerta; llevaba varias horas trabajando, pero desfiguré la voz para sonar adormilada. Bajo ningún concepto debía dejarle entrever que lo que vi y oí la noche anterior me había provocado una catarata de actividad irrefrenable.
—No te preocupes, debe de ser ya tardísimo... —mentí.
—Casi mediodía. Sólo llamaba para darte las gracias por asistir a mi reunión de anoche y por portarte como lo hiciste con las esposas de mis amigos.
—No hay nada que agradecer. Fue una noche muy agradable para mí también.
—¿Seguro? ¿No te aburriste? Ahora me arrepiento de no haberte prestado un poco más de atención.
Cuidado, Sira, cuidado. Te está tanteando, pensé. Gamboa, Marcus, el sombrero olvidado, Bernhardt, el wolframio, la Beira, todo se acumulaba en mi cabeza con la frialdad de un cristal helado mientras yo seguía impostando una voz despreocupada y llena aún de sueño.
—No, Manuel, no te preocupes, de verdad. Las conversaciones con las esposas de tus amigos me mantuvieron muy entretenida.
—Bueno, ¿y qué tienes previsto hacer en tu última jornada en Portugal?
—Nada en absoluto. Darme un largo baño y preparar el equipaje. No pienso salir del hotel en todo el día.
Esperaba que esta respuesta le complaciese. Si Gamboa le había informado y él suponía que yo me veía con algún hombre a sus espaldas, tal vez mi prolongada permanencia entre las paredes del hotel le hiciera despejar las sospechas. Obviamente, mi palabra no iba a serle suficiente: ya se encargaría él de que alguien tuviera vigilada mi habitación y quizá controlara también las llamadas telefónicas, pero, a excepción de él mismo, no tenía intención de hablar con nadie más. Sería una buena chica: no me movería del hotel, no usaría el teléfono y no recibiría ninguna visita. Me dejaría ver sola y aburrida en el restaurante, en la recepción y en los salones y, a la hora de marcharme, lo haría a ojos de todos los clientes y empleados acompañada tan sólo por mi equipaje. O eso pensaba hasta que él me propuso otra cosa.
—Te mereces un descanso, claro que sí. Pero no quiero que te vayas sin despedirme de ti antes. Déjame que te acompañe a la estación, ¿a qué hora sale tu tren?
—A las diez —repliqué. Malditas las ganas que tenía de volver a verle.
—Pasaré por tu hotel a las nueve entonces, ¿de acuerdo? Me gustaría poder hacerlo antes, pero voy a estar todo el día ocupado...
—No te preocupes, Manuel, a mí también me llevará tiempo organizar mis cosas. Mandaré el equipaje a la estación a media tarde, después te esperaré.
—A las nueve entonces.
—A las nueve estaré lista.
En lugar del Bentley de Joao, hallé un flamante Aston Martin deportivo. Sentí un nudo de angustia cuando comprobé que el viejo chauffer no aparecía por ningún sitio: la idea de que estuviésemos a solas me causaba intranquilidad y rechazo. A él, aparentemente, no le pasaba lo mismo.
No observé ningún cambio en su actitud hacia mí, ni mostró la menor señal de suspicacia: estuvo como siempre, atento, ameno y seductor, como si todo su mundo girara alrededor de aquellos rollos de hermosas sedas de Macao que me mostró en su despacho y nada tuviera que ver con la obscena negrura de las minas de wolframio. Recorrimos por última vez la Estrada Marginal y atravesamos veloces las calles de Lisboa haciendo volver las cabezas de los viandantes. Entramos en el andén veinte minutos antes de la salida, él insistió en subir conmigo al tren y acompañarme hasta el compartimento. Recorrimos el pasillo lateral, yo delante, él detrás, apenas a un paso de mi espalda, cargando aún mi pequeño maletín en el que las pruebas de su sucia deslealtad se mezclaban con inocentes productos de aseo, cosméticos y lencería.
—Número ocho, creo que hemos llegado —anuncié.
La puerta abierta mostraba un compartimento elegante e impoluto. Paredes forradas de madera, cortinas descorridas, el asiento en su sitio y la cama aún sin preparar.
—Bueno, mi querida Arish, ha llegado la hora de la despedida —dijo mientras dejaba el maletín en el suelo—. Ha sido un verdadero placer conocerte, no me va a resultar nada fácil acostumbrarme a no tenerte cerca.
Su afecto parecía auténtico; tal vez mis conjeturas sobre la acusación de Gamboa carecieran al final de fundamento. Tal vez me había alarmado exageradamente. Tal vez nunca pensó en decir nada a su patrón y éste aún mantenía sin fisuras su aprecio por mí.
—Ha sido una estancia inolvidable, Manuel —dije extendiendo las manos hacia él—. La visita no ha podido ser más satisfactoria, mis clientas van a quedar impresionadas. Y tú te has ocupado de hacerlo todo tan fácil y grato que no sé cómo agradecértelo.
Me agarró las manos y las retuvo cobijadas en las suyas. Y a cambio recibió la más esplendorosa de mis sonrisas, una sonrisa tras la cual se escondían unas ganas inmensas de que cayera el telón de aquella farsa. En apenas unos minutos el jefe de estación tocaría su silbato y bajaría la bandera, y el Lusitania Express empezaría a rodar sobre los raíles y a alejarse del Atlántico rumbo al centro de la Península. Atrás, para siempre, quedarían Manuel da Silva y sus macabros negocios, la alborotada Lisboa y todo aquel universo de extraños.
Los últimos viajeros subían al tren apresurados, cada pocos segundos teníamos que cederles el paso apoyándonos contra las paredes del vagón.
—Será mejor que te vayas, Manuel.
—Creo que sí, que tengo que irme ya.
Había llegado el momento de acabar con aquella pantomima de despedida, de entrar en el compartimento y recobrar mi intimidad. Sólo necesitaba que él se evaporara, todo lo demás estaba ya en orden. Y entonces, inesperadamente, noté su mano izquierda en mi nuca, su brazo derecho rodeándome los hombros, el sabor cálido y extraño de su boca en la mía y un estremecimiento recorriéndome el cuerpo de la cabeza a los pies. Fue un beso intenso; un beso poderoso y largo que me dejó confusa, desarmada y sin capacidad de reacción.
—Buen viaje, Arish.
No pude contestar, no me dio tiempo. Antes de encontrar palabras, se había ido.
63
Me dejé caer en el asiento mientras a mi cabeza regresaban como en una pantalla de cine los acontecimientos de los últimos días. Rememoré los argumentos y los escenarios, y me pregunté cuántos de los personajes de aquella extraña película se volverían a cruzar en mi vida y a quiénes ya no vería nunca mas. Recapitulé los finales de cada una de las tramas: felices los menos, inconclusos los más. Y cuando el metraje estaba a punto de acabar, todo se llenó con la última escena: el beso de Manuel da Silva. Aún conservaba en la boca su sabor, pero me sentía incapaz de colgarle un adjetivo. Espontáneo, apasionado, cínico, sensual. Quizá todos me servían. Quizá ninguno.
Me incorporé en el asiento y miré tras el cristal mecida ya por el suave traqueteo del tren. Ante mis ojos pasaron veloces las últimas luces de Lisboa, haciéndose cada vez menos densas y más dilatadas, esparciéndose difusas hasta llenar el paisaje de oscuridad. Me levanté, necesitaba airearme. Hora de cenar.
Encontré el vagón restaurante casi lleno ya. Lleno de presencias, de olor a comida, ruido de cubiertos y conversaciones. Tardaron tan sólo unos minutos en acomodarme; elegí el menú y pedí vino para celebrar mi libertad. Maté el tiempo mientras me servían anticipando la llegada a Madrid y figurándome la reacción de Hillgarth al enterarse de los resultados de mi misión. Probablemente jamás habría imaginado que ésta acabaría siendo tan productiva.
El vino y la comida llegaron a la mesa pronto, pero, para cuando lo hicieron, ya tenía la certeza de que aquella cena no iba a ser placentera. La suerte había querido colocarme cerca de un par de groseros individuos que no dejaron de mirarme con descaro desde el momento en que me senté. Dos tipos de aspecto burdo que desentonaban con el sereno ambiente de nuestro alrededor. Sobre la mesa tenían un par de botellas de vino y una multitud de platos que devoraban como si el mundo fuera a acabarse aquella misma noche. Apenas disfruté el bacalhau à Brás; el mantel de hilo, la copa tallada y la ceremoniosa diligencia de los camareros quedaron pronto relegados a un segundo plano. Mi prioridad pasó a ser engullir cuanto antes la comida para volver a mi compartimento y librarme de aquella ingrata compañía.
Lo encontré con las cortinillas corridas y la cama preparada, dispuesto todo para la noche. El tren quedaría poco a poco apaciguado y silencioso; sin darnos cuenta casi, dejaríamos Portugal y cruzaríamos la frontera. Caí entonces en la cuenta de la falta de sueño que llevaba acumulada. La madrugada anterior la pasé casi en blanco transcribiendo mensajes, la anterior a la anterior la dediqué a visitar a Rosalinda. Mi pobre cuerpo necesitaba un respiro, así que decidí acostarme inmediatamente.
Abrí el equipaje de mano, pero no tuve tiempo de sacar nada de él porque una llamada a la puerta me obligó a parar.
—Billetes —oí. Abrí cautelosa y comprobé que era el revisor. Pero, sin él saberlo probablemente, me di cuenta también de que no estaba solo en el pasillo. A espaldas del concienzudo ferroviario, apenas a unos metros de distancia, distinguí dos sombras tambaleándose al ritmo del movimiento del tren. Dos sombras inconfundibles: las de los hombres que me habían importunado durante la cena.
Apestillé la puerta tan pronto como el revisor remató su trámite con el firme propósito de no volver a abrirla hasta llegar a Madrid. Lo último que deseaba tras la dura experiencia de Lisboa era un par de viajeros impertinentes sin más entretenimiento que pasarse la noche molestándome. Me dispuse por fin a prepararme para dormir, estaba agotada física y mentalmente, necesitaba olvidarme de todo aunque fuera por unas horas.
Empecé entonces a sacar del neceser lo que necesitaba: el cepillo de dientes, una jabonera, la crema de noche. A los pocos minutos noté que el tren perdía velocidad; nos acercábamos a una estación, la primera del viaje. Descorrí la cortinilla de la ventana. «Entroncamento», leí.
Apenas unos segundos más tarde, volvieron a tocar con los nudillos en mi puerta. Con fuerza, con insistencia. Aquél no era el modo de llamar del revisor. Me quedé quieta, con la espalda pegada a la puerta, dispuesta a no responder. Intuí que serían los hombres del vagón restaurante y bajo ningún concepto pensaba abrirles.
Pero volvieron a llamar. Más fuerte aún. Y entonces oí mi nombre al otro lado. Y reconocí la voz.
Descorrí el pestillo.
—Tienes que bajar del tren. Da Silva tiene dos hombres dentro. Vienen a por ti.
—¿El sombrero?
—El sombrero.
64
El pánico se enroscó con las ganas de reír a carcajadas. A carcajadas amargas y siniestras. Qué extrañas son las sensaciones, cómo nos engañan. Un simple beso de Manuel da Silva había hecho tambalear mis convicciones sobre su negra moral y, apenas una hora más tarde, descubría que había dado orden de que acabaran conmigo y arrojaran mi cuerpo a la noche por la ventanilla de un tren. El beso de Judas.
—No hace falta que cojas nada, sólo tu documentación —advirtió Marcus—. Lo recuperarás todo en Madrid.
—Hay algo que no puedo dejar.
—No puedes llevar nada, Sira. No hay tiempo, el tren está a punto de salir otra vez; si no nos apresuramos, vamos a tener que saltar en marcha.
—Sólo un segundo... —Me acerqué al maletín y saqué su contenido a manos llenas. El camisón de seda, una zapatilla, el cepillo del pelo, una botella de agua de colonia: todo quedó esparcido sobre la cama y el suelo, como arrojado por el arrebato de un demente o la fuerza de un tornado. Hasta que alcancé lo que buscaba en el fondo: el cuaderno con los falsos patrones, la constatación milimétricamente pespunteada de la traición de Manuel da Silva a los británicos. Lo apreté con fuerza contra el pecho.
—Vámonos —dije mientras cogía el bolso con la otra mano. Tampoco podía dejarlo atrás, llevaba el pasaporte dentro.
Salimos precipitados al pasillo en el momento en que sonaba el silbido; cuando llegamos a la puerta, la locomotora ya había respondido con el suyo y el tren empezaba a ponerse en movimiento. Bajó Marcus primero mientras yo arrojaba al andén el cuaderno, el bolso y los zapatos; imposible intentarlo con ellos puestos, me rompería un tobillo en cuanto tocara el suelo. Después me tendió la mano, la agarré y salté.
Los gritos furibundos del jefe de estación tardaron sólo unos instantes en oírse, lo vimos correr hacia nosotros a la vez que hacía grandes aspavientos con los brazos. Dos ferroviarios salieron del interior alertados por sus voces; el tren, entretanto, ajeno a lo que atrás dejaba, avanzaba ganando velocidad.
—Vamos, Sira, vamos, tenemos que irnos de aquí —apremió Marcus.
Recogió uno de mis zapatos y me lo tendió, después el otro. Los mantuve entre las manos, pero no me los puse: tenía la atención concentrada en otro asunto. Los tres empleados, mientras, se habían arremolinado a nuestro alrededor y aportaban a la reprimenda su peculiar visión del incidente, al tiempo que el jefe de estación nos recriminaba por nuestro comportamiento con gritos y gestos airados. Un par de mendigos se acercó a curiosear, a los pocos segundos la cantinera y un joven camarero se sumaron al grupo preguntando qué había pasado.
Y entonces, en medio de aquel caos de apremios, ánimos alterados y voces superpuestas, oímos el chillido afilado del tren al frenar.
Todo en el andén quedó de repente callado e inmóvil, como cubierto por una sábana de quietud mientras las ruedas rechinaban sobre los raíles con un sonido agudo y prolongado.
Marcus fue el primero en hablar.
—Han accionado la alarma. —Su voz se hizo más grave, más imperiosa—. Se han dado cuenta de que hemos saltado. Vamos, Sira, hay que salir de aquí ahora mismo.
Automáticamente, el grupo entero se puso de nuevo en acción. Volvieron los bramidos, las órdenes, los pasos sin destino y los gestos iracundos.
—No podemos irnos —repliqué dando vueltas sobre mí misma a la vez que barría el suelo con la mirada—. No encuentro mi cuaderno.
—¡Olvídate del maldito cuaderno, por Dios! —gritó furioso—. ¡Vienen a por ti, Sira, tienen orden de matarte!
Noté que me agarraba el brazo y tiraba de mí, dispuesto a sacarme de allí aunque fuera a rastras.
—No lo entiendes, Marcus: tengo que encontrarlo como sea, no podemos dejarlo atrás —insistí mientras seguía buscando. Hasta que distinguí algo—.¡Está ahí! ¡Ahí! —grité intentando zafarme mientras señalaba algo en medio de la oscuridad—. ¡Ahí, en la vía!
El sonido chirriante de los frenos se fue debilitando y el tren quedó por fin parado con las ventanillas llenas de cabezas asomadas. Las voces y los gritos de los pasajeros se sumaron a la bronca incesante de los ferroviarios. Y entonces los vimos. Dos sombras caídas de un vagón corriendo hacia nosotros.
Calculé las distancias y los tiempos. Aún podría bajar y recoger el cuaderno, pero volver a subir al andén me costaría mucho más: la altura era considerable y las piernas probablemente no me dieran para tanto. De todas maneras, tenía que intentarlo: debía recuperar los patrones como fuera, no podía volver a Madrid sin todo lo que en ellos había dejado transcrito. Noté entonces los brazos de Marcus agarrándome con fuerza por la espalda. Me apartó del borde casi en volandas y saltó a la vía.
A partir del momento exacto en que cogí el cuaderno, todo fueron carreras enloquecidas. Carreras recorriendo el andén transversalmente, carreras resonando sobre las baldosas del vestíbulo vacío, carreras cruzando la oscura explanada frente a la estación. Hasta llegar al automóvil. De la mano y rasgando la noche, como en los tiempos que dejamos atrás.
—¿Qué demonios tienes en ese cuaderno que has hecho que nos juguemos la vida por él? —preguntó intentando recuperar el aliento mientras arrancaba con un potente acelerón.
Con la respiración entrecortada, me arrodillé sobre el asiento para mirar hacia atrás. Entre el polvo levantado por las ruedas traseras distinguí a los hombres del tren corriendo hacia nosotros con toda su energía. Sólo nos separaban unos metros al principio, pero la distancia se fue poco a poco dilatando. Hasta que vi cómo se rendían. Uno primero, ralentizando los movimientos hasta quedar parado y aturdido con las piernas separadas y las manos en la cabeza, como si no diera crédito a lo que acababa de suceder. El otro aguantó unos metros más, pero tampoco tardó en perder potencia. Lo último que vi fue que se inclinaba hacia delante y, agarrándose el vientre, vomitaba lo que con tanta ansia había comido un rato antes.
Cuando tuve la certeza de que ya no nos seguían, volví a sentarme y, respirando aún con dificultad, contesté a la pregunta de Marcus.
—Los mejores patrones que he hecho en mi vida.
65
Gamboa, en efecto, sospechó algo cuando te llevó las orquídeas. Así que aguardó medio escondido y esperó a comprobar quién era el dueño del sombrero que había sobre el escritorio. Y entonces me vio salir de tu habitación. Me conoce de sobra, he estado en las oficinas de la empresa varias veces. Después fue con la información en busca de Da Silva, pero su jefe no quiso atenderle; le dijo que estaba ocupado con un asunto importante, que ya hablarían por la mañana. Y así lo han hecho hoy. Y cuando Da Silva ha sabido de qué se trataba, ha montado en cólera, le ha despedido y ha empezado a actuar.
—¿Y cómo has sabido tú todo esto?
—Porque el mismo Gamboa me ha buscado esta tarde. Está desquiciado, tiene un miedo atroz y busca desesperadamente a alguien que le proteja; por eso ha pensado que tal vez podría sentirse más seguro acercándose a los ingleses con los que antes mantenían excelentes relaciones. Tampoco sabe en qué anda metido Da Silva porque él se lo oculta incluso a su gente de confianza, pero su actitud me ha hecho temer por ti. En cuanto he hablado con Gamboa, he ido a tu hotel, pero ya te habías marchado. He llegado a la estación en el momento en que el tren salía y al ver en la distancia a Da Silva solo en el andén, he creído que todo estaba en orden. Hasta que, en el último segundo, me he fijado en que hacía un gesto a dos hombres asomados a una ventanilla.
—¿Qué gesto?
—Un ocho. Con los cinco dedos de una mano y tres de la otra.
—El número de mi compartimento...
—Era el único detalle que les faltaba. Todo lo demás ya estaba acordado.
Me invadió una sensación extraña. De pavor mezclado con alivio, de debilidad e ira a la vez. El sabor de la traición, quizá. Pero sabía que no tenía razones para sentirme traicionada. Yo había engañado a Manuel encubierta tras una actitud banal y seductora, y él me lo había intentado devolver sin ensuciarse las manos ni perder una pizca de su elegancia. Deslealtad por deslealtad, así funcionaban las cosas.
Seguíamos avanzando por carreteras polvorientas, superando baches y socavones, atravesando pueblos dormidos, aldeas desoladas y terrenos baldíos. La única luz que vimos a lo largo de kilómetros y kilómetros de camino fue la de los faros de nuestro propio coche abriéndose paso en la densa oscuridad, ni siquiera había luna. Marcus intuía que los hombres de Da Silva no iban a quedarse en la estación, que tal vez encontraran la manera de seguirnos. Por eso continuó conduciendo sin reducir la velocidad, como si aún lleváramos a aquellos dos indeseables pegados al guardabarros.
—Estoy casi seguro de que no van a atreverse a entrar en España, se meterían en un terreno desconocido en el que no controlan las normas del juego. De su particular juego. Pero no debemos bajar la guardia hasta cruzar la frontera.
Habría sido lógico que Marcus me cuestionara sobre las razones de Da Silva para intentar eliminarme con aquella sordidez tras haberme tratado tan obsequiosamente días atrás. Él mismo nos había visto cenar y bailar en el casino, sabía que yo me desplazaba en su coche a diario y que recibía regalos suyos en mi hotel. Quizá aguardaba algún comentario sobre la naturaleza de mi supuesta relación con Da Silva, quizá una explicación acerca de lo que entre nosotros había pasado, una aclaración que arrojara alguna luz sobre el porqué de su perverso encargo cuando estaba a punto de abandonar su país y su vida. Pero de mi boca no salió ni una palabra.
Continuó él hablando sin perder la concentración en el volante, aportando apuntes e interpretaciones a la espera de que en algún momento yo me decidiera a añadir algo.
—Da Silva —prosiguió— te abrió de par en par las puertas de su casa y te dejó ser testigo de todo lo que allí pasara anoche, algo que yo desconozco.
No repliqué.
—Y que tú no pareces tener intención de contar.
Efectivamente, no la tenía.
—Ahora está convencido de que te acercaste a él porque actúas por encargo de alguien y sospecha que no eres una simple modista extranjera que ha aparecido en su vida por casualidad. Cree que te aproximaste a él porque tenías como objetivo indagar en sus asuntos, pero está equivocado al intuir para quién trabajas porque, tras el chivatazo de Gamboa, asume erróneamente que lo haces para mí. En cualquier caso, le interesa que mantengas la boca cerrada. A ser posible, para siempre.
Seguí sin decir nada; preferí ocultar mis pensamientos tras una actitud de fingida inconsciencia. Hasta que mi quietud resultó insoportable para los dos.
—Gracias por protegerme, Marcus —musité entonces.
No le engañé. Ni le engañé, ni le enternecí, ni le conmoví con mi falso candor.
—¿Con quién estás en esto, Sira? —preguntó lentamente sin despegar la vista de la carretera.
Me giré y contemplé su perfil en la penumbra. La nariz afilada, la mandíbula fuerte; la misma determinación, la misma seguridad. Parecía el mismo hombre de los días de Tetuán. Parecía.
—¿Con quién estás tú, Marcus?
En el asiento trasero, invisible pero cercana, se instaló con nosotros una pasajera más: la suspicacia.
Cruzamos la frontera pasada la medianoche. Marcus enseñó su pasaporte británico y yo el mío marroquí. Noté que se fijaba en él, pero no hizo ninguna pregunta. No encontramos rastro aparente de los hombres de Da Silva, tan sólo un par de policías somnolientos con pocas ganas de perder el tiempo con nosotros.
—Tal vez deberíamos encontrar un sitio donde dormir ahora que ya estamos en España y sabemos que no nos han seguido ni nos han adelantado. Mañana puedo coger un tren y tú volver a Lisboa —propuse.
—Prefiero continuar hasta Madrid —respondió entre dientes.
Seguimos avanzando sin cruzarnos con un solo vehículo, cada cual absorto en sus pensamientos. La suspicacia había traído el recelo y el recelo nos llevó al silencio: un silencio denso e incómodo, preñado de desconfianza. Un silencio injusto. Marcus acababa de sacarme a rastras del peor trance de mi vida e iba a conducir la noche entera sólo por dejarme a salvo en mi destino, y yo se lo pagaba escondiendo la cabeza y negándome a darle cualquier pista que le ayudara a salir de su desconcierto. Pero no podía hablar. No debía decirle nada aún, necesitaba antes confirmar lo que llevaba sospechando desde que Rosalinda me abrió los ojos en nuestra conversación de madrugada. O tal vez sí. Quizá pudiera comentarle algo. Un fragmento de la noche anterior, un retazo, una clave. Algo que nos sirviera a los dos: a él para saciar su curiosidad al menos parcialmente y a mí para dejar bien abonado el terreno a la espera de ratificar mis presentimientos.
Habíamos pasado Badajoz y Mérida. Llevábamos callados desde el puesto fronterizo, arrastrando la mutua desconfianza por carreteras desfondadas y puentes romanos.
—¿Te acuerdas de Bernhardt, Marcus?
Me pareció que los músculos de los brazos se le tensaban y que sus dedos se aferraban con más fuerza al volante.
—Sí, claro que me acuerdo.
El interior oscuro del coche se llenó de repente de imágenes y olores de aquel día compartido a partir del cual ya nada fue igual entre nosotros. Una tarde de verano marroquí, mi casa de Sidi Mandri, un supuesto periodista esperándome junto al balcón. Las calles abarrotadas de Tetuán, los jardines de la Alta Comisaría, la banda jalifiana entonando himnos con brío, jazmines y naranjos, galones y uniformes. Rosalinda ausente y un Beigbeder entusiasta ejerciendo de gran anfitrión, inconsciente aún de que, con el paso del tiempo, aquel a quien entonces homenajeaba acabaría cortándole de un tajo la cabeza y echándola a rodar. Un grupo de espaldas alemanas formaba un corro alrededor del invitado de ojos de gato y mi acompañante me pidió ayuda para captar información clandestina. Otro tiempo, otro país y todo, en el fondo, casi igual. Casi.
—Ayer estuve cenando con él en la quinta de Da Silva. Después mantuvieron una conversación hasta la madrugada.
Supe que se contenía, que quería saber más cosas: que necesitaba datos y detalles, pero no se atrevía a preguntármelos porque tampoco acababa de fiarse de mí. La dulce Sira, efectivamente, tampoco era ya quien fue.
Al final no pudo resistirse.
—¿Oíste algo de lo que hablaban?
—Nada en absoluto. ¿Tienes tú alguna idea de qué pueden tener en común?
—Ni la más mínima.
Yo mentía y él lo sabía. Él mentía y yo lo sabía. Y ninguno de los dos estaba dispuesto a poner aún las cartas boca arriba, pero aquel pequeño punto de encuentro en el ayer sirvió para destensar la tirantez entre los dos. Quizá porque trajo memorias de un pasado en el que todavía no habíamos perdido toda la inocencia. Quizá porque aquel recuerdo nos hizo recobrar un retazo de complicidad y nos forzó a recordar que había algo que aún nos unía por encima de las mentiras y el resquemor.
Intenté mantenerme atenta a la carretera y en plena consciencia, pero la tensión de los últimos días, la falta de sueño acumulada y el desgaste nervioso por todo lo vivido aquella noche habían acabado debilitándome hasta tal punto que una flojera inmensa comenzó a apoderarse de mí. Demasiado tiempo andando en la cuerda floja.
—¿Tienes sueño? —preguntó—. Ven, apóyate en mi hombro.
Rodeé su brazo derecho con los míos y me acurruqué cerca para que me llegara su calor.
—Duérmete. Ya falta menos —susurró.
Empecé a caer en un pozo oscuro y agitado en el que reviví escenas recientes pasadas por el filtro de la deformación. Hombres que me perseguían blandiendo una navaja, el beso largo y húmedo de una serpiente, las mujeres de los wolframistas bailando encima de una mesa, Da Silva contando con los dedos, Gamboa llorando, Marcus y yo corriendo a oscuras por las callejas de la medina de Tetuán.
No supe cuánto tiempo transcurrió hasta que desperté.
—Despierta, Sira. Estamos entrando en Madrid. Tienes que decirme dónde vives.
Su voz cercana me sacó del sueño y comencé lentamente a salir de mi sopor. Me di cuenta entonces de que seguía pegada a él, aferrada a su brazo. Enderezar mi cuerpo entumecido y separarme de su lado me iba a costar un esfuerzo infinito. Lo hice despacio: tenía el cuello agarrotado y todas las articulaciones entumecidas. Su hombro debía de estar dolorido también, pero no lo demostró. Sin hablar aún, miré a través de la ventanilla mientras intentaba peinarme con los dedos. Amanecía sobre Madrid. Aún quedaban luces encendidas. Pocas, separadas, tristes. Recordé Lisboa y su potente despliegue de luminosidad nocturna. En la España de las restricciones y las miserias, aún se vivía prácticamente a oscuras.
—¿Qué hora es? —pregunté por fin.
—Casi las siete. Has dormido un buen rato.
—Y tú debes de estar molido —dije aún adormecida.
Le di la dirección y le pedí que aparcara en la acerca de enfrente, a unos metros de distancia. Era ya prácticamente de día y por la calle comenzaban a transitar las primeras almas. Los repartidores, un par de muchachas de servicio, algún dependiente, algún camarero.
—¿Qué tienes previsto hacer? —pregunté mientras estudiaba el movimiento tras el cristal.
—Conseguir una habitación en el Palace, de momento. Y cuando me levante, lo primero, mandar este traje a limpiar y comprarme una camisa. La carbonilla de la vía me ha puesto perdido.
—Pero conseguiste mi cuaderno...
—No sé si ha valido la pena; aún no me has dicho qué hay en él.
Hice caso omiso a sus palabras.
—Y después de vestirte con ropa limpia, ¿qué harás?
Hablaba sin mirarle, aún concentrada en el exterior del auto, a la espera del momento idóneo para emprender el siguiente paso.
—Ir a la sede de mi empresa —contestó—. Tenemos oficinas aquí en Madrid.
—¿Y piensas escaparte otra vez tan rápido como te fuiste de Marruecos? —pregunté mientras volvía a recorrer con la vista el trasiego matutino de la calle.
Respondió con una media sonrisa.
—Aún no lo sé.
En ese mismo momento vi salir a mi portero camino de la lechería. Vía libre.
—Por si acaso vuelves a escaparte, te invito antes a desayunar —dije abriendo rápidamente la portezuela del coche.
Me agarró por un brazo intentando retenerme.
—Sólo si me dices en qué estás metida.
—Sólo cuando me entere de quién eres tú.
Subimos la escalera de la mano dispuestos a concedernos una tregua. Sucios y agotados, pero vivos.
66
S in abrir aún los ojos, supe que Marcus ya no estaba a mi lado. De su paso por mi casa y mi cama no quedó el menor rastro visible. Ni una prenda olvidada, ni una nota de despedida: tan sólo su sabor pegado a mis entrañas. Pero yo sabía que iba a volver. Antes o después, en el momento más insospechado, aparecería de nuevo.
Me habría gustado demorar el momento de levantarme. Sólo una hora más, tal vez incluso media habría sido suficiente: el tiempo necesario para poder rememorar con calma todo lo sucedido en los últimos días y, sobre todo, en la última noche: lo vivido, lo percibido, lo sentido. Quise quedarme entre las sábanas y recrear cada segundo de las horas anteriores, pero no pudo ser. Hube de ponerme en marcha otra vez: me esperaban mil obligaciones, tenía que empezar a funcionar. Así que me di una ducha y arranqué. Era sábado y, aunque ni las chicas ni doña Manuela habían acudido aquel día al taller, todo estaba listo y a la vista para que pudiera ponerme al tanto de los ajetreos sobrevenidos durante mi ausencia. Las cosas parecían haber funcionado con buen ritmo: había modelos en los maniquíes, medidas anotadas en los cuadernos, retales y cortes que yo no dejé y apuntes en letra puntiaguda que detallaban quién había venido, quién había llamado y qué cosas necesitábamos resolver. No tuve tiempo, sin embargo, para atender todo aquello: al llegar el mediodía aún me quedaba un buen montón de cosas por solventar, pero no tuve más remedio que retrasarlas.
Embassy estaba hasta los topes, pero confié en que Hillgarth pudiera ver cómo dejaba caer el bolso al suelo nada más entrar. Lo hice parsimoniosa, casi con desfachatez. Tres espaldas caballerosas se doblaron inmediatamente para recogerlo. Sólo uno lo logró, un alto oficial alemán de uniforme que en ese mismo momento se disponía a empujar la puerta para salir a la calle. Le agradecí el gesto con la mejor de mis sonrisas mientras de refilón intentaba percibir si Hillgarth se había dado cuenta de mi llegada. Estaba en una mesa al fondo, en compañía como siempre. Di por hecho que me vio y que procesó el mensaje. Necesito verle urgentemente, había querido decir. Consulté entonces el reloj y simulé un gesto de sorpresa, como si acabara de recordar que en aquel mismo momento tenía una cita ineludible en algún otro sitio. Antes de las dos estaba de vuelta en casa. A las tres y cuarto me llegaron los bombones. En efecto, Hillgarth había captado mi aviso. Me citaba para las cuatro y media, de nuevo en la consulta del doctor Rico.
El protocolo fue el mismo. Llegué sola y no me crucé con nadie en la escalera. Volvió a abrirme la puerta la misma enfermera y a conducirme a la consulta.
—Buenas tardes, Sidi. Me alegro de tenerla de vuelta. ¿Ha tenido un buen viaje? Se oyen maravillas del Lusitania Express.
Estaba de pie junto a la ventana, vestido con uno de sus trajes impecables. Se acercó para estrecharme la mano.
—Buenas tardes, capitán. Un viaje excelente, gracias; los compartimentos de Gran Clase son una verdadera delicia. Quería verle cuanto antes para ponerle al tanto de mi estancia.
—Se lo agradezco. Siéntese, por favor. ¿Un cigarrillo?
Su actitud era relajada y el apremio por conocer las conclusiones de mi trabajo parecía no existir. La urgencia de dos semanas atrás se había diluido como por arte de magia.
—Todo ha resultado bien y creo que he conseguido datos muy interesantes. Tenían razón ustedes en sus presuposiciones: Da Silva ha estado negociando con los alemanes para suministrarles wolframio. El trato definitivo se cerró el jueves por la noche en su casa, con asistencia de Johannes Bernhardt.
—Buen trabajo, Sidi. Esa información va a resultarnos de gran utilidad.
No parecía sorprendido. Ni impresionado. Ni agradecido. Neutro e impasible. Como si aquello no le resultara nuevo.
—No parece extrañarle la noticia —dije—. ¿Sabía ya algo al respecto?
Encendió un Craven A y su respuesta llegó con la primera bocanada de humo.
—Esta misma mañana nos han informado del encuentro de Da Silva con Bernhardt. Tratándose de él, en este momento lo único que pueden estar gestionando es algo relacionado con el suministro de wolframio, lo cual nos confirma lo que sospechábamos: la deslealtad de Da Silva hacia nosotros. Ya hemos transmitido un memorándum a Londres informando al respecto.
Aunque noté un pequeño estremecimiento, intenté sonar natural. Mis presuposiciones iban por buen camino, pero aún tenía que seguir avanzando.
—Vaya, qué coincidencia que alguien les haya puesto hoy mismo al tanto. Creí que yo era la única a cargo de esta misión.
—A media mañana hemos recibido por sorpresa a un agente emplazado en Portugal. Ha sido algo totalmente inesperado; salió anoche de Lisboa en automóvil.
—¿Y vio ese agente a Bernhardt reunido con Da Silva? —pregunté con fingida sorpresa.
—Él personalmente, no, pero alguien de su entera confianza sí lo hizo.
Estuve a punto de echarme a reír. Así que su agente había sido informado acerca de Bernhardt por alguien de su entera confianza. Bueno, después de todo, aquello era un halago.
—Bernhardt nos interesa muchísimo —prosiguió Hillgarth ajeno a mis pensamientos—. Como le dije en Tánger, él es el cerebro de Sofindus, la corporación bajo la que el Tercer Reich realiza sus transacciones empresariales en España. Saber que está en tratos con Da Silva en Portugal va a tener un impacto enorme para nosotros porque...
—Disculpe, capitán —interrumpí—. Permítame que le haga otra pregunta. El agente que le ha informado de que Bernhardt ha negociado con Da Silva, ¿es también alguien del SOE, uno de sus recientes fichajes como yo?
Apagó el cigarrillo concienzudamente antes de responder. Después alzó los ojos.
—¿Por qué lo pregunta?
Sonreí con todo el candor que mi falsedad fue capaz, de impostar.
—Por nada en concreto —dije encogiéndome de hombros—. Es una coincidencia tan casual que los dos hayamos aparecido con la misma información exactamente el mismo día que la situación me resulta hasta graciosa.
—Pues lamento desencantarla, pero no, me temo que no se trata de un agente del SOE recién captado para esta guerra. La información nos ha llegado a través uno de nuestros hombres del SIS, nuestro Servicio de Inteligencia digamos convencional. Y no nos cabe la menor duda acerca de su veracidad: se trata de un agente de absoluta solidez con bastantes años de experiencia. Un pata negra, como dirían ustedes los españoles.
Clic. Un escalofrío me recorrió la espalda. Todas las piezas se habían acoplado ya. Lo oído encajaba limpiamente en mis previsiones, pero palpar la certeza con toda su contundencia fue Como sentir un soplo de aire frío en el alma. Sin embargo, no era momento de perderme en sensaciones, sino de seguir progresando. De demostrar a Hillgarth que las agentes advenedizas también éramos capaces de dejarnos la piel en las misiones que nos encomendaban.
—Y su hombre del SIS, ¿le ha informado de algo más? —pregunté clavándole la mirada.
—No, lamentablemente, no ha podido aportarnos ningún detalle preciso, pero...
No le dejé continuar.
—¿No le ha hablado de cómo y dónde tuvo lugar la negociación, ni le ha dado los nombres y apellidos de todos los que allí estuvieron presentes? ¿No le ha informado sobre los términos acordados, las cantidades de wolframio que tienen previsto extraer, el precio de la tonelada, la forma de hacer los pagos y la manera de burlar los impuestos de exportación? ¿No le ha dicho que van a cortar el suministro de manera radical a los ingleses en menos de dos semanas? ¿No le ha contado que Da Silva, además de traicionarles a ustedes, ha conseguido arrastrar consigo a los mayores propietarios de minas de la Beira para poder negociar en bloque unas condiciones más ventajosas con los alemanes?
Bajo las cejas pobladas, la mirada del agregado naval se había vuelto de acero. Su voz sonó rota.
—¿Cómo ha sabido todo eso, Sidi?
Le mantuve la mirada con orgullo. Me habían obligado a andar al borde de un precipicio durante más de diez días y yo había conseguido alcanzar el final sin despeñarme: era hora de hacerle saber qué había encontrado al llegar.
—Porque cuando una modista hace bien su trabajo, cumple hasta el final.
Durante toda la conversación mantuve mi cuaderno de patrones discretamente colocado en las rodillas. Tenía la cubierta medio arrancada, algunas páginas dobladas y un buen montón de manchas y restos de suciedad que testimoniaban los movidos avatares por los que había pasado desde que abandonara el armario de mi hotel en Estoril. Lo dejé entonces encima de la mesa y puse las manos abiertas sobre él.
—Aquí están todos los detalles: hasta la última sílaba de lo que esa noche quedó pactado. ¿Tampoco le ha hablado de un cuaderno su agente del SIS?
El hombre que acababa de reentrar en mi vida de una forma tan arrolladora era sin duda un cuajado espía al servicio de la Inteligencia Secreta de su majestad, pero, en aquel turbio asunto del wolframio, yo acababa de ganarle por la mano la partida.
67
Abandoné el edificio del encuentro clandestino con algo distinto pegado a la piel. Algo que carecía de nombre, algo nuevo. Caminé despacio por las calles mientras intentaba encontrar una etiqueta para aquella sensación, sin preocuparme de comprobar si alguien me seguía e indiferente a la posibilidad de toparme con alguna presencia indeseada al torcer cualquier esquina. Ningún signo externo me hacía aparentemente distinta de la mujer que había recorrido esas mismas aceras en sentido inverso unas horas atrás, con idéntico traje y los pies metidos en los mismos zapatos. Nadie que me hubiera visto al ir y al volver habría sido capaz de percibir en mí cambio alguno, excepto que ya no llevaba un cuaderno conmigo. Pero yo sí era consciente de lo que había pasado. Y Hillgarth también. Los dos sabíamos que, en aquella tarde de fines de mayo, el orden de las cosas se había alterado irremediablemente. Aunque fue parco en palabras, su actitud evidenció que los datos que yo acababa de ofrecerle componían un copioso arsenal de información valiosísima que debería ser analizado de forma milimétrica por su gente en Londres sin perder un solo segundo. Aquellos detalles iban a hacer saltar alarmas, a quebrar alianzas y a reconducir el rumbo de cientos de operaciones. Y con ello, presentí, la actitud del agregado naval acababa también de cambiar radicalmente. En sus ojos había visto fraguarse una imagen distinta de mí: su fichaje más temerario, la costurera inexperta de potencial prometedor, pero incierto, se le había transformado de la noche a la mañana en alguien capaz de resolver cuestiones escabrosas con el arrojo y el rendimiento de un profesional. Tal vez careciera de método y me faltaran conocimientos técnicos; ni siquiera era una de los suyos por mi mundo, mi patria y mi lengua. Pero había respondido con mucha más solvencia de lo esperado y eso me ponía en una nueva posición en su escala.
Tampoco era exactamente alegría lo que notaba clavado en los huesos mientras los últimos rayos de sol acompañaban mis pasos de vuelta a casa. Ni entusiasmo, ni emoción. Quizá la palabra que mejor encajara en el sentimiento que me invadía fuera orgullo. Por primera vez en mucho tiempo, tal vez por primera vez en toda mi vida, me sentía orgullosa de mí misma. Orgullosa de mis capacidades y de mi resistencia, de haber superado airosamente las expectativas que sobre mí existían. Orgullosa al saberme capaz de aportar un grano de arena para hacer de aquel mundo de locos un sitio mejor. Orgullosa de la mujer que había llegado a ser.
Cierto era que Hillgarth me había espoleado para ello y me había puesto al borde de unos límites que me hicieron sentir vértigo. Como cierto era que Marcus me había salvado la vida al sacarme de un tren en marcha, y que sin su ayuda oportuna tal vez no habría vivido para rememorarlo. Cierto era todo eso, sí. Pero también lo era que yo misma había contribuido con mi coraje y mi tesón a que la misión asignada llegara a un buen fin. Todos mis miedos, todos los desvelos y saltos sin red habían servido para algo al fin: no sólo para captar información útil para el sucio arte de la guerra, sino también, y sobre todo, para demostrarme a mí misma y a quienes me rodeaban hasta dónde era capaz de llegar.
Y entonces, al alcanzar consciencia de mi envergadura, supe que había llegado el momento de dejar de andar a ciegas por las coordenadas que unos y otros habían establecido para mí. A Hillgarth se le ocurrió mandarme a Lisboa, Manuel da Silva decidió acabar conmigo, Marcus Logan optó por acudir en mi rescate. Había pasado por ellos de mano en mano como una simple marioneta: para bien o para mal, para subirme a la gloria o empujarme a los infiernos, todos ellos habían decidido por mí y me habían manejado como quien mueve un peón sobre un tablero. Nadie había sido claro conmigo ni me había mostrado abiertamente sus intenciones: ya iba siendo hora de demandar ver la luz. De que yo misma agarrara las riendas de mi existencia, eligiera mi propio camino, y decidiera cómo y con quién quería transitarlo. Por delante iba a encontrar tropiezos y equivocaciones, cristales rotos, errores y charcos de barro negro. No me enfrentaba a un futuro sosegado, de ello estaba segura. Pero había llegado la hora de no seguir adelante sin tener previa consciencia del terreno que pisaba y de los riesgos que habría de afrontar al levantarme cada mañana. Sin ser propietaria, al fin y al cabo, del rumbo de mi vida.
Aquellos tres hombres, Marcus Logan, Manuel da Silva y Alan Hillgarth, cada uno a su manera y probablemente sin ninguno de ellos saberlo, me habían hecho crecer en apenas unos días. O tal vez llevaba tiempo creciendo despacio y hasta entonces no había sido consciente de mi nueva estatura. Es probable que a Da Silva no volviera a verle nunca: a Hillgarth y a Marcus, sin embargo, estaba segura de que iba a mantenerlos próximos mucho tiempo. A uno de ellos, en concreto, ansiaba conservarlo con una cercanía idéntica a la de las primeras horas de aquella mañana: una cercanía de afectos y cuerpos cuyo recuerdo aún me estremecía. Pero antes tendría que marcar los límites del terreno. Claramente. Visiblemente. Como quien tira una linde o pinta con tiza una raya en el suelo.
Al llegar a casa encontré un sobre que alguien había deslizado por debajo de la puerta. Tenía el membrete del hotel Palace y una tarjeta manuscrita dentro.
«Vuelvo a Lisboa. Regreso pasado mañana. Espérame.»
Claro que iba a esperarle. Organizar cómo y dónde me llevó tan sólo un par de horas.
Aquella noche volví a saltarme las indicaciones de la cadena de mando sin el menor atisbo de remordimiento. Cuando, al cabo de más de tres horas ininterrumpidas, terminé de desmenuzar por la tarde ante Hillgarth todos los pormenores de la reunión en la quinta, le pregunté por la situación de las listas sobre las que me había hablado en nuestro encuentro del día posterior al evento del hipódromo.
—Todo sigue igual; de momento, que sepamos, no hay ninguna novedad.
Eso significaba que mi padre se mantenía en el lado de los amigos de los ingleses y yo en el de los alemanes. Una verdadera lástima, porque había llegado el momento de que nuestros senderos volvieran a cruzarse.
Aparecí sin avisarle. Los fantasmas de otros tiempos se agitaron furiosos al verme entrar en el portal, trayéndome memorias del día en que mi madre y yo subimos aquella misma escalera cargadas de inquietud. Se fueron pronto, afortunadamente, y con ellos se llevaron unos recuerdos desvencijados y amargos que prefería no encarar.
Me abrió la puerta una sirvienta que en nada se parecía a la vieja Servanda.
—Tengo que ver al señor Alvarado inmediatamente. Es urgente. ¿Está en casa?
Asintió confusa ante mi ímpetu.
—¿En la biblioteca?
—Sí, pero...
Antes de que terminara la frase, ya estaba dentro.
—No hace falta que le avise, gracias.
Le alegró verme, mucho más de lo que habría imaginado. Antes de marchar a Portugal le envié una breve nota avisándole de mi viaje, pero algo no acabó de resultarle coherente. Demasiado precipitado todo, debió de pensar; demasiado cercano a la intrigante escena del desmayo en el hipódromo. Le tranquilizó saber que estaba de vuelta.
La biblioteca permanecía tal como yo la recordaba. Con más libros y papeles acumulados quizá: diarios, cartas, pilas de revistas. Todo lo demás se mantenía como cuando nos reunimos allí mi padre, mi madre y yo años atrás: la primera vez que estuvimos juntos los tres, también la última. Aquella tarde lejana de otoño llegué cargada de nervios e inocencia, cohibida y abrumada ante lo desconocido. Casi seis años después, mi seguridad era otra. La había ganado a fuerza de golpes, a base de trabajo, tropiezos y anhelos, pero había quedado adherida a mi piel como una cicatriz y nada podría ya librarme de ella. Por fuertes que soplaran los vientos, por duros que fueran los tiempos venideros, sabía que tendría fortaleza para afrontarlos de cara y resistir.
—Necesito pedirte un favor, Gonzalo.
—Lo que tú quieras.
—Un encuentro para cinco personas. Una pequeña fiesta privada. Aquí, en tu casa, el martes por la noche. Tú y yo con tres invitados más. Tendrás que encargarte de convocar a dos de ellos directamente, sin hacerles saber que yo estoy por medio. No habrá problema alguno porque ya os conocéis.
—¿Y el tercero?
—Del tercero me encargo yo.
Aceptó sin preguntas ni reticencias. A pesar de mi desconcertante comportamiento, de mis desapariciones imprevistas y de mi falsa identidad, parecía tener una confianza ciega en mí.
—¿Hora? —preguntó simplemente.
—Yo vendré a media tarde. Y el invitado al que aún no conoces llegará a las seis; tengo que hablar con él antes de que aparezcan los demás. ¿Podría reunirme con él aquí, en la biblioteca?
—Toda tuya.
—Perfecto. Cita a la otra pareja a las ocho, por favor. Y una cosa más: ¿te importa que se enteren de que soy tu hija? Quedará entre nosotros cinco nada más.
Tardó unos segundos en contestar y a lo largo de ellos creí percibir un brillo nuevo en sus ojos.
—Será un honor y un orgullo.
Charlamos un rato más: de Lisboa y Madrid; de esto, aquello y lo de más allá, pisando un terreno seguro siempre. Cuando estaba a punto de marcharme, sin embargo, su habitual discreción le jugó una mala pasada.
—Sé que no soy quién para meterme en tu vida a estas alturas, Sira, pero...
Me giré y le di un abrazo.
—Gracias por todo. El martes te enterarás.
68
Macus apareció a la hora convenida. Le había dejado un mensaje en su hotel y, tal como supuse, lo recibió sin problemas. Él no tenía idea de a quién correspondía aquella dirección: tan sólo sabía que yo le estaría esperando. Y allí estuve, efectivamente, con un vestido de crepe de seda rojo, deslumbrante hasta los pies. Maquillada a la perfección, con mi largo cuello desnudo y el pelo oscuro recogido en un moño alto. A la espera.
Llegó impecable en su esmoquin, con la pechera de la camisa almidonada y el cuerpo curtido en mil aventuras a cuál más inconfesable. O, al menos, así había sido hasta entonces. Salí yo misma a abrirle nada más oír el timbre. Nos saludamos escondiendo a duras penas la ternura, cercanos el uno al otro, casi íntimos por fin después de su última marcha precipitada.
—Quiero presentarte a alguien.
Agarrada a su brazo, le arrastré hasta el salón.
—Marcus, éste es Gonzalo Alvarado. Te he hecho venir a su casa porque quiero que sepas quién es él. Y quiero también que él sepa quién eres tú. Que quede claro ante sus ojos quiénes somos los dos.
Se saludaron con cortesía, nos sirvió Gonzalo una copa y charlamos los tres sobre trivialidades a lo largo de unos minutos hasta que la sirvienta, oportunamente, requirió al anfitrión desde la puerta para que atendiera una llamada de teléfono.
Nos quedamos solos, una pareja ideal a primera vista. Para percibir otra cosa, sin embargo, habría bastado con que alguien hubiera oído el murmullo ronco que Marcus volcó en mi oído sin apenas despegar los labios.
—¿Podemos hablar en privado un momento?
—Por supuesto. Ven conmigo.
Le conduje hasta la biblioteca. El retrato majestuoso de doña Carlota seguía presidiendo la pared tras el escritorio, con su tiara de brillantes que una vez fue mía y después dejó de serlo.
—¿Quién es el hombre que acabas de presentarme, por qué tienes interés en que sepa de mí? ¿Qué encerrona es ésta, Sira? —preguntó agrio en cuanto quedamos aislados del resto de la casa.
—Una que yo he preparado especialmente para ti —dije sentándome en uno de los sillones. Crucé las piernas y extendí el brazo derecho sobre el respaldo. Cómoda y dueña de la situación, como si llevara la vida entera montando emboscadas como aquélla—. Necesito saber si me conviene que sigas en mi vida, o si es mejor que no volvamos a vernos más.
Mis palabras no le hicieron la más mínima gracia.
—Esto no tiene ningún sentido, creo que es mejor que me vaya...
—¿Tan pronto te rindes? Hace sólo tres días parecías estar dispuesto a pelear por mí. Me prometiste que lo harías a cualquier precio: dijiste que ya me habías perdido una vez y no ibas a dejar que ocurriera lo mismo de nuevo. ¿Tan pronto se te han enfriado los sentimientos? ¿O tal vez me estabas mintiendo?
Me miró sin hablar, manteniéndose de pie, tenso y frío, distanciado.
—¿Qué quieres de mí, Sira? —dijo por fin.
—Que me aclares algo acerca de tu pasado. A cambio, sabrás todo lo que tienes que saber de mi presente. Y, además, recibirás un premio.
—¿Qué cosa de mi pasado estás interesada en conocer?
—Quiero que me cuentes a qué fuiste a Marruecos. ¿Quieres tú saber cuál puede ser tu premio?
No respondió.
—El premio soy yo. Si tu respuesta me satisface, te quedas conmigo. Si no me convence, me pierdes para siempre. Tú eliges.
Quedó callado otra vez. Después se acercó lentamente.
—¿Qué más te da a ti a estas alturas a qué fui yo a Marruecos?
—Una vez, hace años, abrí mi corazón a un hombre que no mostró su rostro verdadero, y me costó un esfuerzo infinito cerrar las heridas que me dejó en el alma. No quiero que contigo me pase lo mismo. No quiero más mentiras ni más sombras. No quiero más hombres disponiendo de mí a su antojo, alejándose y acercándose sin aviso aunque sea para salvarme la vida. Por eso necesito ver todas tus cartas, Marcus. Ya he levantado algunas yo misma: sé para quién trabajas y sé que no te dedicas precisamente a los negocios, como sé que tampoco antes te dedicabas al periodismo. Pero aún necesito llenar otros huecos de tu historia.
Se acomodó por fin sobre el brazo de un sofá. Dejó una pierna apoyada en el suelo y cruzó la otra sobre ella. La espalda recta, el vaso aún en la mano, el gesto contraído.
—De acuerdo —accedió tras unos segundos—. Estoy dispuesto a hablar. A cambio de que tú también seas sincera conmigo. Del todo.
—Después, te lo prometo.
—Dime entonces qué sabes ya de mí.
—Que eres miembro del servicio de inteligencia militar británica. El SIS, el MI6, o como prefieras llamarle.
La sorpresa no asomó a su cara: probablemente en su día le entrenaron a conciencia para esconder emociones y ocultar sentimientos. No como a mí. A mí no me instruyeron en nada, ni me prepararon, ni me protegieron: a mí simplemente me arrojaron desnuda a un mundo de lobos hambrientos. Pero iba aprendiendo. Sola y con esfuerzo, tropezando, cayendo y volviéndome a levantar; echando siempre a andar de nuevo: primero un pie, luego el otro. Cada vez con el paso más firme. Con la cabeza alta y la vista hacia adelante.
—Ignoro cómo has obtenido esa información —replicó tan sólo—. En cualquier caso, da igual: supongo que tus fuentes son fiables y no tendría sentido negar lo evidente.
—Pero aún me faltan por saber algunas cosas más.
—¿Por dónde quieres que empiece?
—Por el momento en que nos conocimos, por ejemplo. Por las razones verdaderas que te llevaron a Marruecos.
—De acuerdo. La razón fundamental era que en Londres tenían un conocimiento muy escaso de lo que estaba ocurriendo dentro del Protectorado y varias fuentes informaban de que los alemanes se estaban infiltrando a sus anchas con la aquiescencia de las autoridades españolas. Nuestro servicio de inteligencia apenas poseía información sobre el alto comisario Beigbeder: no era uno de los militares conocidos, no se sabía cómo respiraba ni cuáles eran sus proyectos o perspectivas y, sobre todo, ignorábamos su posición ante los alemanes que supuestamente hacían y deshacían con toda libertad en el territorio a su cargo.
—¿Y qué descubriste?
—Que, como preveíamos, los alemanes se movían a su antojo y operaban como les venía en gana, a veces con su consentimiento y a veces sin él. Tú misma me ayudaste en parte a obtener esa información.
Obvié el apunte.
—¿Y sobre Beigbeder? —quise saber.
—Sobre él averigüé lo mismo que tú sabes también. Que era, y supongo que sigue siendo, un tipo inteligente, distinto y bastante peculiar.
—¿Y por qué te enviaron a ti a Marruecos, si estabas en un estado pésimo?
—Teníamos noticias de la existencia de Rosalinda Fox, una compatriota unida sentimentalmente al alto comisario: una joya para nosotros, la mejor de las oportunidades. Pero era demasiado arriesgado abordarla directamente: era tan valiosa que no podíamos aventurarnos a perderla con una operación planteada con torpeza. Había que esperar el momento óptimo. Así que, en cuanto se supo que ella buscaba ayuda para evacuar a la madre de una amiga, toda la maquinaria se puso en marcha. Y se decidió que yo era la persona idónea para cubrir esa misión porque había tenido contacto en Madrid con alguien que se encargaba de aquellas evacuaciones hacia el Mediterráneo. Yo mismo había informado puntualmente a Londres de todos los pasos de Lance, así que estimaron que era la coartada perfecta para aparecer en Tetuán y acercarme a Beigbeder con la excusa de ofrecerme a realizar un servicio a su amante. Sin embargo, había un pequeño problema: por aquellos días estaba medio muerto en el Royal London Hospital, postrado en una cama con el cuerpo machacado, semiinconsciente y atiborrado de morfina.
—Pero te aventuraste, y nos engañaste a todos y conseguiste tu objetivo...
—Muy por encima de lo previsto —dijo. En sus labios percibí el apunte de una sonrisa, la primera desde que nos encerramos en la biblioteca. Sentí entonces un pellizco de emociones revueltas: por fin había vuelto el Marcus que tanto había añorado, el que quería retener a mi lado—. Fueron unos días muy especiales —continuó—. Después de más de un año viviendo en la turbulenta España en guerra, Marruecos fue lo mejor que pudo pasarme. Me recuperé y ejecuté mi misión con un rendimiento altísimo. Y te conocí. No pude pedir más.
—¿Cómo lo hacías?
—Casi todas las noches transmitía desde mi habitación del hotel Nacional. Llevaba un pequeño equipo radiotransmisor camuflado en el fondo de la maleta. Y escribía a diario un recuento encriptado de todo lo que veía, oía y hacía. Después, cuando podía, lo pasaba a un contacto en Tánger, un dependiente de Saccone & Speed.
—¿Nunca sospechó nadie ti?
—Por supuesto que sí. Beigbeder no era ningún imbécil, tú lo sabes tan bien como yo. Registraron mi habitación varias veces, pero probablemente mandaron para ello a alguien con poca pericia: nunca descubrieron nada. Los alemanes también recelaban, aunque tampoco consiguieron ninguna información. Yo, por mi parte, me esforcé todo lo posible por no dar ningún paso en falso. No contacté con nadie ajeno a los circuitos oficiales ni me adentré en ningún territorio escabroso. AI contrario: mantuve una conducta intachable, me dejé ver al lado de las personas convenientes y me moví siempre a la luz del día. Todo muy limpio, aparentemente. ¿Alguna pregunta más?
Parecía ya menos tenso, más cercano. Más el Marcus de siempre otra vez.
—¿Por qué te fuiste tan de repente? No me avisaste: tan sólo apareciste una mañana en mi casa, me diste la noticia de que mi madre estaba en camino y no te volví a ver más.
—Porque recibí órdenes urgentes de abandonar el Protectorado inmediatamente. Cada vez llegaban más alemanes, se filtró que alguien sospechaba de mí. Aun así, logré demorar mi marcha unos días, arriesgándome a ser descubierto.
—¿Por qué?
—No quise irme antes de tener constancia de que la evacuación de tu madre se había cumplido como esperábamos. Te lo había prometido. Nada me habría gustado más que haberme quedado contigo, pero no pudo ser: mi mundo era otro y mi hora había llegado. Y, además, tampoco era el mejor momento para ti. Aún te estabas recuperando de una traición y no estabas preparada para confiar del todo en ningún otro hombre, y menos en alguien que necesariamente habría de desaparecer de tu lado sin ser claro por completo. Eso es todo, mi querida Sira. Fin. ¿Es ésta la historia que querías oír? ¿Te sirve esta versión?
—Me sirve —dije levantándome y avanzando hacia su lado.
—Entonces, ¿he ganado mi premio?
No dije nada. Sólo me acerqué a él, me senté en sus piernas y acerqué mi boca a su oído. Mi piel maquillada rozó su piel recién afeitada; mis labios brillantes de rouge derramaron un susurro a apenas medio centímetro del lóbulo de su oreja. Lo noté tensarse en cuanto notó mi cercanía.
—Has ganado tu premio, sí. Pero a lo mejor soy un regalo envenenado.
—Tal vez. Para comprobarlo, ahora necesito saber yo de ti. Te dejé en Tetuán siendo una joven modista llena de ternura e inocencia, y te reencontré en Lisboa convertida en una mujer plena adosada a alguien del todo inconveniente. Quiero saber qué pasó entre medias.
—Vas a saberlo en seguida. Y, para que no te quede duda, te vas a enterar por otra persona, alguien a quien creo que conoces ya. Ven conmigo.
Recorrimos amarrados el pasillo hasta el salón. Oí la voz fuerte de mi padre en la distancia y, una vez más, no pude evitar rememorar el día en que le conocí. Cuántas vueltas había dado mi vida desde entonces. Cuántas veces me había hundido hasta quedar sin aliento y cuántas había vuelto a sacar la cabeza después. Pero eso era ya pasado y los días de volver la vista atrás habían quedado a la espalda. Tan sólo era momento de concentrarnos en el presente. De afrontarlo de cara para enfocar el futuro.
Supuse que ya estaban allí los otros dos invitados y que todo transcurría según lo previsto. Al llegar a nuestro destino deshicimos el abrazo, aunque mantuvimos los dedos entrelazados. Hasta que vimos junto a quien nos esperaba. Y entonces yo sonreí. Y Marcus, no.
—Buenas noches, señora Hillgarth; buenas noches, capitán. Me alegro de verlos —dije interrumpiendo la conversación que mantenían.
La estancia se llenó de un silencio denso. Denso y tenso, electrizante.
—Buenas noches, señorita —replicó Hillgarth tras unos segundos que a todos se nos hicieron eternos. Su voz sonó como salida de una caverna. De una caverna oscura y fría por la que el jefe de los servicios secretos británicos en España, el hombre que todo lo sabía o debería saberlo, andaba a tientas—. Buenas noches, Logan —añadió después. Su mujer, sin la mascarilla del salón de belleza esta vez, quedó tan impactada al vernos juntos que fue incapaz de responder a mi saludo—. Creía que había vuelto de Lisboa —continuó el agregado naval dirigiéndose a Marcus. Dejó pasar otro soplo interminable de quietud y después añadió—: Y no tenía constancia de que se conocieran.
Noté que Marcus estaba a punto de hablar, pero no le dejé. Apreté con fuerza su mano aún agarrada a la mía y él me entendió. Tampoco le miré: no quise ver si compartía con los Hillgarth su perplejidad, ni quise comprobar su reacción al verlos sentados en aquel salón ajeno. Ya hablaríamos más tarde, cuando todo se hubiera calmado. Confiaba en que nos quedara para ello mucho tiempo.
En los grandes ojos claros de la esposa percibí una tremenda desorientación. Ella era quien me había dado las pautas para mi misión portuguesa, estaba completamente implicada en las acciones de su marido. Probablemente ambos estuvieran anudando a toda prisa los mismos cabos que yo terminé de atar la última vez que el capitán y yo nos vimos. Da Costa y Lisboa, la llegada intempestiva de Marcus a Madrid, la misma información aportada por los dos con apenas unas horas de diferencia. Todo aquello, obviamente, no era fruto del azar. Cómo se les podía haber escapado.
—El agente Logan y yo nos conocemos desde hace años, capitán, pero llevábamos bastante tiempo sin vernos y aún estamos terminando de ponernos al día sobre las actividades de cada uno de nosotros —aclaré entonces—. Yo ya estoy al tanto de sus circunstancias y responsabilidades; usted me ayudó enormemente hace muy poco. Por eso he pensado que tal vez tendría la amabilidad de colaborar también para informarle a él sobre las mías. Y de paso, también podrá así enterarse de ello mi padre. ¡Ah, perdón! Había olvidado decírselo: Gonzalo Alvarado es mi padre. Pierda cuidado: intentaremos dejarnos ver juntos en público lo menos posible, pero entienda que me resultará imposible romper mi relación con él.
Hillgarth no contestó: antes, desde debajo de sus cejas pobladas, volvió a observarnos a los dos con mirada de granito.
Imaginé el desconcierto de Gonzalo; probablemente fuera tan intenso como el de Marcus, pero ninguno de los dos pronunció siquiera una sílaba. Tan sólo, al igual que yo, se limitaron a esperar a que Hillgarth lograra digerir mi osadía. Su mujer, desconcertada, recurrió a un cigarrillo abriendo la pitillera con dedos nerviosos. Pasaron unos segundos incómodos en los que sólo se oyó el chasqueo repetido de su encendedor. Hasta que el agregado naval por fin habló.
—Si no lo aclaro yo, intuyo que lo hará usted de todas maneras...
—Me temo que no me dejará otra opción —dije regalándole la mejor de mis sonrisas. Una sonrisa nueva: plena, segura y levemente desafiante.
Sólo rompió el silencio el tintineo de los hielos contra el cristal al llevarse el whisky a la boca. Su mujer escondió la desorientación tras una potente calada a su Craven A.
—Imagino que éste es el precio que hay que pagar por lo que nos ha traído de Lisboa —dijo finalmente.
Por eso y por todas las misiones venideras en las que volveré a dejarme la piel, le doy mi palabra. Mi palabra de modista y mi palabra de espía.
69
Lo que recibí esta vez no fue un sobrio ramo de rosas atadas con una cinta llena de trazos codificados como acostumbraba a enviarme Hillgarth cuando quería transmitirme algún mensaje. Tampoco se trató de flores exóticas como las que me hizo llegar Manuel da Silva antes de decidir que lo más conveniente para él era matarme. Lo que Marcus trajo a mi casa aquella noche fue tan sólo algo pequeño y casi insignificante, apenas un brote arrancado de cualquier rosal crecido como un milagro contra una tapia en aquella primavera que siguió al invierno atroz. Una flor menuda, escuálida casi. Digna en su simplicidad, sin subterfugios.
No le esperaba y sí le esperaba a la vez. Se había marchado de casa de mi padre junto con los Hillgarth unas horas antes, el agregado naval le invitó a acompañarle, probablemente quería hablar con él lejos de mi presencia. Yo regresé sola, sin saber en qué momento volvería a aparecer. Si es que volvía.
—Para ti —fue su saludo.
Cogí la pequeña rosa y le dejé entrar. Traía el lazo de la corbata flojo, como si voluntariamente hubiera decidido destensarse. Avanzó con paso lento hasta el centro del salón; parecía que con cada zancada enhebrara un pensamiento y calculara las palabras que tenía que decir. Por fin se giró y esperó a que me acercara hasta él.
—Sabes a lo que nos enfrentamos ¿verdad?
Lo sabía. Claro que lo sabía. Nos movíamos en pantanos de aguas turbias, en una jungla de mentiras y engranajes clandestinos con aristas capaces de cortar como el cristal. Un amor encubierto en tiempo de odios, carencia y traiciones, eso era lo que teníamos por delante.
—Sé a lo que nos enfrentamos, sí.
—No va a ser fácil —añadió.
—Nada es ya fácil —añadí.
—Puede ser duro.
—Quizá.
—Y peligroso.
—También.
Burlando trampas, sorteando riesgos. Sin planes, a contratiempo, entre las sombras: así habríamos de vivir. Aunando ganas y audacia. Con entereza, coraje y la fuerza de sabernos juntos frente a una causa común.
Nos miramos fijamente y me volvió el recuerdo de la tierra africana en donde todo empezó. Su mundo y mi mundo —tan lejanos antes, tan cercanos ya— por fin habían encajado. Y entonces me abrazó y, en el calor y la ternura de nuestra cercanía, tuve la certeza rotunda de que tampoco en esa misión íbamos a fracasar.
EPÍLOGO
Esta fue mi historia o al menos así la recuerdo, barnizada tal vez con la pátina que las décadas y la nostalgia dan a las cosas. Ésta fue mi historia, sí. Trabajé a las órdenes del Servicio Secreto británico y a lo largo de cuatro años recopilé y transmití información sobre los alemanes en la península Ibérica con pleno rigor y puntualidad. Nunca nadie me instruyó sobre táctica militar, topografía del terreno de combate o manejo de explosivos, pero mis trajes sentaban como ninguno y la fama de mi taller me blindó de cualquier sospecha. Lo mantuve en funcionamiento hasta el 45 y me convertí en una virtuosa del doble juego.
Lo que pasó en España tras la guerra europea y el rastro de muchas de las personas que han circulado por este recuento de aquellos años se encuentra en los libros de historia, los archivos y las hemerotecas. No obstante, lo voy a sintetizar aquí, por si a alguien interesa saber qué fue de todos ellos. Intentaré hacerlo bien; al fin y al cabo, ése fue siempre mi trabajo: casar partes y componer piezas con armonía.
Empezaré por Beigbeder, quizá el más desafortunado de todos los personajes de este relato. Desde que acabó su arresto en Ronda, supe que había estado varias veces en Madrid, que incluso se instaló de manera permanente durante varios meses. A lo largo de ellos, mantuvo contacto constante con las embajadas inglesa y americana, y les ofreció mil planes que en algunas ocasiones fueron lúcidos y, en otras, del todo extravagantes. Él mismo contó que intentaron asesinarle en dos ocasiones, aunque también aseguró, paradójicamente, que aún mantenía interesantes contactos con el poder. Los viejos amigos le atendieron con cortesía, algunos hasta con verdadero afecto. Hubo también quien se lo quitó de encima sin escucharle siquiera; de qué iba a servirles ya aquel ángel caído.
En el patio de vecinas que era la España de entonces, donde todo se transmitía de boca a oreja, corrió poco después la voz de que su errático devenir por fin tenía un destino. A pesar de que casi todos consideraran que su carrera estaba muerta y rematada, en 1943, cuando empezaba a vislumbrarse que la victoria alemana era dudosa, Franco —contra todo pronóstico y con gran secretismo— volvió a requerir de sus servicios. Sin darle puesto oficial alguno, lo ascendió a general de la noche a la mañana y, con poderes de ministro plenipotenciario, le encargó una misión un tanto difusa que tendría Washington como destino. Desde que el Caudillo le encomendó la tarea hasta que salió de España para emprenderla, pasaron meses. Alguien me contó que él mismo, extrañamente, rogó a miembros de la embajada norteamericana que se demoraran todo lo posible para concederle un visado: sospechaba que lo único que Franco quería de él era sacarle de España con la intención de que no volviera más.
Lo que hizo Beigbeder en América nunca estuvo del todo claro y sobre ello corrieron rumores dispares. Según algunos, el Generalísimo lo mandó a restaurar relaciones, tender puentes y convencer a los estadounidenses de la absoluta neutralidad de España en la guerra, como si nunca hubiera tenido él la fotografía dedicada del Führer presidiendo la mesa de su despacho. Otras voces también fiables afirmaron, en cambio, que su labor fue mucho más militar que meramente diplomática: discutir el futuro del norte de África en su calidad de antiguo alto comisario y gran conocedor de la realidad marroquí. Hubo además quien dijo que el ex ministro había ido a la capital norteamericana a convenir con el gobierno de Estados Unidos las bases para la creación de una «España libre», paralela a la «Francia libre», en previsión de una posible entrada de los alemanes en la Península. Se oyó además la versión de que, tan pronto como aterrizó, dijo a todo el que quiso escucharle que sus relaciones con la España de Franco estaban rotas y se dedicó a buscar simpatías hacia la causa monárquica. Y hubo alguna voz calenturienta que sugirió que el objetivo de aquel viaje tan sólo respondió a su deseo personal de sumergirse en una vida disoluta y pecaminosa llena de vicio desenfrenado. Fuera cual fuera la naturaleza de la misión, el hecho es que el Caudillo no debió de quedar contento con la manera en que fue realizada: años después se encargó de decir sobre Beigbeder públicamente que era un degenerado muerto de hambre dedicado a dar sablazos a todo aquel que pillaba cerca.
Nunca, en fin, logró saberse del todo qué hizo con exactitud en Washington; lo único cierto es que su estancia se alargó hasta el final de la guerra mundial. En su camino de ida hizo escala en Lisboa y por fin se reunió con Rosalinda. Llevaban dos años y medio sin verse. Pasaron una semana juntos a lo largo de la cual intentó convencerla de que marcharan con él a América. No lo consiguió, nunca supe por qué. Ella justificó su decisión escudándose en el hecho de que no estaban casados, algo que, en su opinión, acabaría enturbiando el prestigio social de Juan Luis entre la élite diplomática norteamericana. No la creí e imagino que él tampoco: si había sido capaz de ponerse el mundo por montera en la pacata España surgida de la victoria, por qué no habría de hacerlo también al otro lado del Atlántico. A pesar de todo, nunca aclaró ella las verdaderas razones de aquella inesperada decisión suya.
A partir de su regreso a España en 1945, Beigbeder fue un miembro activo en el grupo de generales que pasaron años maquinando sin fruto para derrocar a Franco: Aranda, Kindelán, Dávila, Orgaz, Varela. Tuvo contactos con don Juan de Borbón y participó en mil conspiraciones, todas ellas infructuosas y algunas hasta un tanto patéticas, como la que capitaneó el general Aranda para pedir asilo en la embajada norteamericana y crear allí mismo un gobierno monárquico en el exilio. Algunos de sus compañeros llegaron a tacharle de traidor, de haber ido a El Pardo con el cuento de la conspiración. Ninguno de aquellos planes para acabar con el régimen llegó a cuajar y la mayoría de sus integrantes pagaron su insumisión con arrestos, destierros y destituciones. Tiempo después me dijeron que estos generales recibieron durante la guerra mundial millones de pesetas del gobierno inglés a través del financiero Juan March y de manos de Hillgarth, a fin de influir en el Caudillo para que España no entrara en la guerra del lado del Eje. Desconozco si eso fue verdad o no; puede que algunos de ellos aceptaran el dinero, tal vez se lo repartieron tan sólo entre unos cuantos. A Beigbeder, desde luego, no le llegó nada y acabó sus días «ejemplarmente pobre», como dijo de él Dionisio Ridruejo.
Oí también rumores acerca de sus aventuras amorosas, de sus supuestos romances con una periodista francesa, una falangista, una espía americana, una escritora madrileña y la hija de un general. Que le encantaban las mujeres no era ningún secreto: sucumbía a los encantos femeninos con una facilidad pasmosa y se enamoraba con el fervor de un cadete; yo lo vi con mis propios ojos en el caso de Rosalinda, imagino que a lo largo de su vida habría pasado por otras relaciones similares. Pero que fuera un depravado y su debilidad por el sexo acabara echando su carrera por los suelos es, a mi modo de ver, una afirmación tremendamente frívola que no le hace justicia.
Desde el momento en que puso un pie de vuelta en España, la vida le fue cuesta abajo. Antes de marchar a Washington vivió durante un tiempo en un piso alquilado en la calle Claudio Coello; a su regreso se instaló en el hotel París en la calle Alcalá; pasó después alguna temporada acogido en casa de una hermana y acabó sus días en una pensión. Entró y salió del gobierno sin un duro y murió sin más posesiones en el armario que un par de trajes gastados, tres viejos uniformes de los tiempos africanos y una chilaba. Y unos centenares de folios en los que había comenzado a escribir con letra menuda sus memorias. Se quedó más o menos en la época del Barranco del Lobo; nunca llegó siquiera en ellas al inicio de la guerra civil.
Pasó años esperando a que la baraka, la suerte, se pusiera de su lado. Confiaba ilusamente en que volverían a requerirle para algún puesto: para cualquier misión que volviera a llenar sus días de actividad y movimiento. Nada llegó nunca y en su hoja de servicios, desde su retorno de Estados Unidos, sólo figuró la frase «A las órdenes del excelentísimo ministro del Ejército», lo cual en la jerga militar equivale a estar de brazos cruzados. Nadie le quiso más y a él le fallaron las fuerzas: no tuvo brío para enderezar su destino, y su mente, otras veces brillante, se acabó encasquillando. Pasó a la reserva en abril de 1950; un antiguo amigo marroquí, Bulaix Baeza, le ofreció un trabajo que le mantuvo medianamente entretenido durante sus últimos años, un humilde puesto administrativo en su empresa inmobiliaria madrileña. Murió en junio de 1957; bajo su lápida en la Sacramental de San Justo descansaron sesenta y nueve años de vida turbulenta. Sus papeles quedaron olvidados en la pensión de la Tomasa; unos meses después los recogió un viejo conocido de Tetuán a cambio de hacerse cargo de la factura de unos cuantos miles de pesetas que él dejó pendiente. A día de hoy allí sigue su archivo personal, bajo la celosa custodia de alguien que le conoció y estimó en su Marruecos feliz.
Recopilo ahora lo que fue de Rosalinda, y lo hilo con retazos del devenir de Beigbeder que tal vez sirvan para completar la visión de los últimos tiempos del ex ministro. Al final de la guerra mi amiga decidió abandonar Portugal e instalarse en Inglaterra. Quería que su hijo se educara allí, así que su socio Dimitri y ella convinieron traspasar El Galgo. El Jewish Joint Committee les otorgó conjuntamente una condecoración con la Cruz de Lorraine de la Resistencia Francesa en reconocimiento a sus servicios a los refugiados judíos. La revista americana Time publicó un artículo en el que Martha Gellhorn, la esposa de Ernest Hemingway, hablaba de El Galgo y Mrs Fox como dos de las mejores atracciones de Lisboa. Aun así, ella se fue.
Con el dinero obtenido por el traspaso se instaló en Gran Bretaña. Todo funcionó bien en los primeros meses: la salud recuperada, libras abundantes en el banco, viejos amigos recobrados y hasta los muebles de Lisboa recibidos sanos y salvos, entre ellos diecisiete sofás y tres pianos de cola. Y entonces, cuando todo estaba calmado y la vida sonreía, Peter Fox desde Calcuta volvió a recordarle que aún tenía un marido. Y le pidió que lo intentaran de nuevo. Y, contra todo pronóstico, ella aceptó.
Buscó una casa de campo en Surrey y se preparó para asumir por tercera vez en su vida el papel de esposa. Ella misma resumió la aventura en una palabra: imposible. Peter era el mismo de siempre: seguía comportándose como si Rosalinda aún fuera la niña de dieciséis años con la que un día se casó, trataba al servicio a patadas, era desconsiderado, egocéntrico y antipático. A los tres meses de su reencuentro ella ingresó en el hospital. La operaron, pasó semanas de convalecencia y sólo una cosa salió clara de ellas: tenía que dejar a su marido como fuera. Regresó entonces a Londres, alquiló una casa en Chelsea y durante un breve tiempo abrió un club al que puso el pintoresco nombre de The Patio. Peter, entretanto, se quedó en Surrey, negándose a devolverle sus muebles lisboetas y a concederle el divorcio de una maldita vez. Tan pronto como ella se recuperó, comenzó a pelear por su libertad definitiva.
Jamás rompió el contacto con Beigbeder. A finales de 1946, antes de que Peter regresara a Inglaterra, pasaron juntos unas semanas en Madrid. En 1950 volvió para otra temporada. Yo no estaba allí, pero por carta me contó la pena inmensa que le causó encontrar a un Juan Luis roto ya para siempre. Disfrazó la situación con su habitual optimismo: me habló de las poderosas corporaciones que él dirigía, de la gran figura que era en el mundo empresarial. Entre líneas percibí que mentía.
A partir de aquel año, una nueva Rosalinda pareció emerger con sólo dos fijaciones en mente: divorciarse de Peter y acompañar a Juan Luis en los últimos tramos de su existencia a lo largo de estancias temporales en Madrid. Él, según ella, envejecía a pasos de gigante, cada día más desilusionado, más deteriorado. Su energía, la agilidad mental, su ímpetu y aquel dinamismo de los viejos tiempos de la Alta Comisaría se apagaban con las horas. Le gustaba que ella lo sacara en coche, que fueran a comer a cualquier pueblo de la sierra, a un vulgar mesón al pie de la carretera, lejos del asfalto. Cuando no tenían más remedio que quedarse, paseaban. A veces se encontraban con viejos dinosaurios con los que un día él compartió cuarteles y despachos. La presentaba como mi Rosalinda, lo más sagrado en el mundo después de la Virgen. Ella, entonces, reía.
Le costaba trabajo entender por qué él estaba tan derrotado cuando no era demasiado viejo en años. Andaría entonces aún por los sesenta y pocos, pero era ya un anciano acabado en espíritu. Estaba cansado, entristecido, defraudado. De todos, con todos. Y entonces se le ocurrió la última de sus genialidades: pasar sus últimos años mirando hacia Marruecos. No dentro del país, sino contemplándolo desde la distancia. Prefería no retornar: apenas quedaba ya allí nadie de aquellos con quienes compartió sus tiempos de gloria. El Protectorado había acabado el año anterior y Marruecos, recobrado su independencia. Los españoles se habían ido y de sus viejos amigos marroquíes quedarían ya pocos vivos. No quiso volver a Tetuan, pero sí terminar sus días con aquella tierra en el horizonte. Y así se lo pidió. Ve al sur, Rosalinda, busca un sitio para nosotros mirando al mar.
Y ella lo buscó. Guadarranque. Al sur del sur. En la bahía de Algeciras, frente al Estrecho, con vistas a África y Gibraltar. Compró casa y terreno, volvió a Inglaterra a cerrar asuntos, ver a su hijo y cambiar de coche. Su intención era regresar a España en dos semanas, recoger a Juan Luis y emprender rumbo a una nueva vida. Al décimo día de su estancia en Londres, un cable desde España le anunció que él había muerto. Lo sintió ella con un desgarro en el alma, tanto que para hacer pervivir su memoria decidió instalarse sola en el hogar que habían ansiado compartir. Y allí siguió viviendo hasta los noventa y tres años, sin abandonar jamás aquella capacidad suya para mil veces caer y otras mil levantarse, sacudiéndose el polvo del vestido y echando a andar de nuevo con paso resuelto, como si nada hubiera pasado. Por muy duros que fueran los tiempos, jamás se fue de su lado el optimismo con el que apuntaló todos los golpes y al que se acogió para ver siempre el mundo desde el lado por el que el sol luce con más claridad.
Tal vez se estén también preguntando qué acabó siendo de Serrano Suñer, déjenme que se lo cuente. Los alemanes invadieron Rusia en junio del 42 y él, dispuesto a seguir apoyando con todo su fervor a los buenos amigos del Tercer Reich, se encaramó al balcón de la Secretaría General del Movimiento en la calle Alcalá y, con su inmaculada sahariana blanca y la apariencia de un galán de cine, gritó feroz aquello de «¡Rusia es culpable!». Montó entonces esa caravana de voluntarios desgraciados que fue la División Azul, engalanó la Estación del Norte con banderas nazis, y mandó a miles de españoles amontonados en trenes a morir de frío o a jugarse la vida del lado del Eje en una guerra que no era la suya y para la que nadie le había pedido ayuda.
No sobrevivió políticamente, sin embargo, para ver cómo Alemania perdía la guerra. El 3 de septiembre de 1942, veintidós meses y diecisiete días más tarde que Beigbeder y exactamente con las mismas palabras, el Boletín Oficial del Estado anunció su cese en todos sus cargos.
La razón de la caída del cuñadísimo fue, supuestamente, un violento incidente en el que estuvieron mezclados carlistas, ejército y miembros de Falange. Hubo una bomba, decenas de heridos y dos bajas: la del falangista que la lanzó —que fue ejecutado— y la de Serrano, depuesto por ser el presidente de la Junta Política de Falange. Bajo cuerda, sin embargo, circularon otras historias.
El sostenimiento de Serrano estaba costando a Franco, al parecer, un precio excesivo. Era cierto que el brillante hermano político había cargado sobre sus espaldas con la puesta en marcha del entramado civil del régimen; cierto fue también que él mismo sacó adelante gran parte del trabajo sucio. Organizó la administración del nuevo Estado y atajó las insubordinaciones e insolencias de los falangistas contra Franco, a quien tenían, por cierto, en una muy baja consideración. Elucubró, organizó, dispuso y actuó en todos los flancos de la política interior y exterior, y tanto trabajó, tanto se implicó y con tanto empeño lo hizo que acabó hartando hasta a su sombra. Los militares le odiaban y en la calle resultaba tremendamente antipático, hasta el punto de que el pueblo volcaba en él la culpa de todos los males de España, desde la subida de los precios de los cines y espectáculos, hasta la sequía que asoló el campo aquellos años. Serrano fue muy útil a Franco, sí, pero llegó a acumular demasiado poder y excesivos odios. Su presencia se hizo cargante para todos y, además, el pronóstico de la victoria de Alemania que con tanto entusiasmo apoyó empezaba a tambalearse. Se dijo por eso que el Caudillo aprovechó el incidente de los falangistas violentos para librarse de él y, de paso, cargarle el muerto de ser el único responsable de toda la simpatía española hacia el Eje.
Aquélla fue, informalmente, la versión formal de los hechos. Y, más o menos, así se creyó. Pero yo me enteré de que hubo otra razón añadida, una razón que tal vez tuviera incluso más peso que las propias tensiones políticas internas, el hartazgo de Franco y la guerra europea. Supe de ello sin moverme de mi casa, en mi taller y a través de mis propias clientas, de las españolas de alcurnia que cada vez eran más abundantes en mis probadores. Según ellas, la verdadera artífice del descalabro de Serrano fue Carmen Polo, la señora. La movió, contaban, la indignación de saber que el 29 de agosto, la hermosa e insolente marquesa de Llanzol había dado a luz a su cuarta hija. A diferencia de los retoños anteriores, el padre de aquella niña de ojos de gato no era su propio marido, sino Ramón Serrano Suñer, su amante. La humillación que tal escándalo suponía no sólo para la esposa de Serrano —la hermana de doña Carmen, Zita Polo—, sino para la familia Franco Polo en sí rebasó todo lo que la esposa del Caudillo estaba dispuesta a soportar. Y apretó a su marido por donde más duele hasta que lo convenció para que prescindiera de su cuñado. El cese vengativo fue inminente. Tres días tardó Franco en comunicárselo en privado y uno más en hacerlo público. Rosalinda habría dicho que, a partir de entonces, Serrano quedó totally out. Candelaria la matutera lo habría formulado de una manera más resuelta: a la puta calle.
Se rumoreó que poco después le sería asignada la representación diplomática en Roma, que tal vez, transcurrido un tiempo, volviera a acercarse al poder. Nunca fue así. El ninguneo a su persona por parte de su cuñado no cesó jamás. En su descargo hay que decir, no obstante, que él mantuvo una larga vida con dignidad y discreción, ejerciendo la abogacía, participando en empresas privadas y escribiendo colaboraciones periodísticas y libros de memorias un tanto maquilladas. Desde la disidencia y utilizando siempre tribunas públicas, incluso se permitió sugerir de vez en cuando a su pariente la conveniencia de afrontar profundas reformas políticas. Nunca descendió de su complejo de superioridad, pero tampoco cayó en la tentación, como tantos otros, de declararse demócrata de toda la vida cuando las tornas cambiaron. Con el paso de los años, su figura fue ganando un relativo respeto en la opinión pública española, hasta que murió cuando sólo le restaban unos días para alcanzar los ciento dos años.
Más de tres décadas después de arrebatarle el puesto con tan mala saña, Serrano tendría para Beigbeder unas líneas de aprecio en sus memorias. «Era una persona extraña y singular, con cultura superior a la corriente, capaz de mil locuras», diría textualmente. Hombre honrado, fue su dictamen final. Llegó demasiado tarde.
Alemania se rindió el 8 de mayo de 1945. Horas después, su embajada en Madrid y el resto de sus dependencias fueron oficialmente clausuradas y entregadas a los ministerios de Gobernación y Exteriores. Sin embargo, los Aliados no tuvieron acceso a estos inmuebles hasta la firma del Acta de Rendición, el 5 de junio del mismo año. Cuando los funcionarios británicos y estadounidenses pudieron por fin acceder a los edificios desde los que los nazis habían actuado en España, no encontraron más que los restos de un saqueo laborioso: las paredes desnudas, los despachos sin muebles, los archivos quemados y las cajas de caudales abiertas y vacías. En su precipitado afán por no dejar ni rastro de lo que allí hubo, se llevaron hasta las lámparas. Y todo ello, ante los ojos consentidores de los agentes del Ministerio español de Gobernación encargados de su custodia. Con el tiempo, algunos bienes fueron localizados y embargados: alfombras, cuadros, tallas antiguas, porcelanas y objetos de plata. A muchos otros, sin embargo, se les perdió el rastro para siempre. Y de los documentos comprometedores que testimoniaban la íntima complicidad entre España y Alemania, no quedaron más que las cenizas. Sí parece, en cambio, que los Aliados consiguieron recuperar el botín más valioso de los nazis en España: dos toneladas de oro fundido en centenares de lingotes, sin cuño y sin inventariar, que durante un tiempo estuvieron tapados con mantas en el despacho del encargado de Política Económica del gobierno. En cuanto a los alemanes influyentes que tan activos se mantuvieron durante la guerra y cuyas esposas lucieron mi ropa en brillantes fiestas y recepciones, unos cuantos fueron deportados, otros evitaron la repatriación prestándose a colaborar, y muchos lograron esconderse, camuflarse, fugarse, nacionalizarse españoles, escurrirse como anguilas o reconvertirse misteriosamente en ciudadanos honrados con el pasado limpio como una patena. A pesar de la insistencia de los Aliados y de la presión para que España se adhiriera a las resoluciones internacionales, el régimen mostró escaso interés en participar activamente y mantuvo protegidos a bastantes de los colaboradores que integraban las listas negras.
En cuanto a España, hubo quien pensó que el Caudillo caería con la capitulación de Alemania. Muchos creyeron, ilusos, que poco faltaba ya para la restauración de la monarquía o la llegada de un régimen más aperturista. No fue así ni por lo mal remoto. Franco hizo un lavado de cara al gobierno cambiando algunas carteras, cortó unas cuantas cabezas en la Falange, atornilló su alianza con el Vaticano y tiró para adelante. Y los nuevos amos del mundo, las intachables democracias que con tanto heroísmo y esfuerzo habían derrotado al nazismo y al fascismo, le dejaron hacer. A esas alturas, con Europa inmersa en su propia reconstrucción, a quién importaba ya aquel país ruidoso y destartalado; a quién interesaban sus hambres, sus minas, los puertos del Atlántico y el puño firme del general bajito que los gobernaba. Nos negaron la entrada en las Naciones Unidas, retiraron embajadores y no nos dieron ni un dólar del Plan Marshall, cierto. Pero tampoco intervinieron más. Allá ellos con su suerte. «Hands off», dijeron los Aliados en cuanto llegó la victoria. Manos fuera, muchachos, nos vamos. Dicho y hecho: el personal diplomático y los servicios secretos embalaron sus bártulos, se sacudieron la mugre y pusieron rumbo a casa. Hasta que, años después, a algunos les interesó volver y congraciarse, pero ésa ya es otra historia.
Alan Hillgarth tampoco llegó a vivir aquellos días en España en primera persona. Fue trasladado como jefe de inteligencia naval a la Far East Fleet en 1944. Se separó de su esposa Mary al terminar la guerra y volvió a casarse con una joven a la que no llegué a conocer. A partir de entonces vivió retirado en Irlanda, alejado de las actividades clandestinas a las que tan competentemente se dedicó durante años.
Con respecto al grandioso sueño imperial sobre el que se construyó la Nueva España, sólo se alcanzó a mantener el mismo Protectorado de siempre. Con la llegada de la paz mundial, las tropas españolas se vieron obligadas a abandonar el Tánger que habían ocupado arbitrariamente cinco años atrás, como anticipo de un fastuoso paraíso colonial que jamás llegó. Cambiaron los altos comisarios, creció Tetuán y allí siguieron conviviendo los marroquíes y los españoles a su ritmo y en armonía, bajo la paternal tutela de España. En los primeros años de la década de los cincuenta, sin embargo, los movimientos anticolonialistas de la zona francesa comenzaron a revolverse. Las acciones armadas llegaron a ser tan violentas en aquel territorio que Francia se vio obligada a abrir conversaciones para negociar la cesión de la soberanía. El 2 de marzo de 1956, Francia concedió a Marruecos su independencia. España, entre tanto, pensó que eso no iba con ella. En la zona española no había existido jamás tensión: ellos habían apoyado a Mohamed V, se habían opuesto a los franceses y cobijado a los nacionalistas. Qué ingenuidad. Una vez libres de Francia, los marroquíes reclamaron inmediatamente la soberanía de la parte española. El 7 de abril de 1956, con prisa a la luz de las crecientes tensiones, el Protectorado llegaba a su fin. Y mientras se transfería la soberanía y los marroquíes reconquistaban su tierra, para decenas de miles de españoles comenzó el drama de la repatriación. Familias enteras de funcionarios y militares, de profesionales, empleados y dueños de negocios, desmantelaron sus casas y emprendieron rumbo a una España que muchos de ellos apenas conocían ya. Atrás dejaron sus calles, sus olores, memorias acumuladas y a sus muertos enterrados. Cruzaron el Estrecho con los muebles embalados y el corazón partido en trozos y, atenazados por la incertidumbre de no saber qué les depararía aquella nueva vida, se desparramaron por el mapa de la Península con la nostalgia de África siempre presente.
Éste fue el devenir de aquellos personajes y lugares que algo tuvieron que ver con la historia de esos tiempos turbulentos. Sus trajines, sus glorias y miserias constituyeron hechos objetivos que en su día llenaron los periódicos, las tertulias y los corrillos, y hoy pueden consultarse en las bibliotecas y en las memorias de los más viejos. Un tanto más difuso fue el futuro de todos los que supuestamente estuvimos junto a ellos a lo largo de esos años.
Acerca de mis padres, podrían escribirse varios desenlaces para este relato. En uno de ellos, Gonzalo Alvarado iría a Tetuán en busca de Dolores y le propondría que retornara con él a Madrid, donde recuperarían el tiempo perdido sin separarse más. En otra conclusión del todo diferente, mi padre nunca se movería de la capital mientras que mi madre conocería en Tetuán a un militar sosegado y viudo que se enamoraría de ella como un colegial, le escribiría cartas entrañables y la invitaría a merendar milhojas de La Campana y a pasear por el parque a la caída del sol. Con paciencia y empeño, lograría convencerla para acabar casándose una mañana de junio en una ceremonia madura y diminuta delante de todos sus hijos.
Algo también pudo pasar en la vida de mis viejos amigos de Tetuán.
Candelaria podría haber acabado instalándose en el gran piso de Sidi Mandri cuando mi madre cerró el taller; en él quizá montó la mejor pensión de todo el Protectorado. Tan sumamente bien le habrían ido las cosas que se acabaría quedando además con la vivienda vecina, la que dejó Félix Aranda cuando, una noche de tormenta en la que le estallaron los nervios, por fin remató a su madre con tres cajas de Optalidón diluidas en media botella de Anís del Mono. Pudiera ser que entonces volara por fin libre: tal vez optara por instalarse en Casablanca, abrir una tienda de antigüedades, tener mil amantes de cien colores y seguir entusiasmándose con sus acechos y fisgoneos.
En cuanto a Marcus y a mí, quizá nuestros senderos se separaron cuando la guerra acabó. Puede que, después del amor alborotado que vivimos durante los cuatro años restantes, él volviera a su país y yo terminara mis días en Madrid convertida en una altiva modista al mando de un taller mítico, accesible tan sólo para una clientela que yo elegiría caprichosamente según el humor del día. O a lo mejor me cansé de trabajar y acepté la propuesta de matrimonio de un cirujano dispuesto a retirarme y mantenerme entre algodones el resto de mis días. Pudiera ser, sin embargo, que Marcus y yo decidiéramos recorrer juntos el resto del camino y optáramos por regresar a Marruecos, buscar en Tánger una casa hermosa en el Monte Viejo, formar una familia y emprender un negocio real del que viviríamos hasta que, tras la independencia, nos instaláramos en Londres. O en algún lugar de la costa del Mediterráneo. O en el sur de Portugal. O, si lo prefieren, también pudiera ser que nunca acabáramos de asentarnos del todo y continuáramos durante décadas saltando de un país a otro a las órdenes del Servicio Secreto británico, camuflados los dos bajo la cobertura de un apuesto agregado comercial y su elegante esposa española.
Nuestros destinos pudieron ser éstos o pudieron ser otros del todo distintos porque lo que de nosotros fue en ningún sitio quedó recogido. Tal vez ni siquiera llegamos a existir. O quizá sí lo hicimos, pero nadie percibió nuestra presencia. Al fin y al cabo, nos mantuvimos siempre en el envés de la historia, activamente invisibles en aquel tiempo que vivimos entre costuras.
FIN
NOTA DE LA AUTORA
Las convenciones de la vida académica a la que llevo vinculada más de veinte años exigen a los autores reconocer sus fuentes de manera ordenada y rigurosa; por esta razón, he decidido incluir una lista con las referencias bibliográficas más significativas consultadas para escribir esta novela. No obstante, una gran parte de los recursos en los que me he apoyado a la hora de recrear los escenarios, perfilar algunos personajes y dotar de coherencia a la trama exceden los márgenes de los papeles impresos y, a fin de que quede constancia de ellos, quiero mencionarlos en esta nota de reconocimientos.
Para recomponer los rincones del Tetuán colonial me he servido de los numerosos testimonios recogidos en los boletines de la Asociación La Medina de Antiguos Residentes del Protectorado español en Marruecos, por lo que agradezco las colaboraciones de sus nostálgicos socios y la amabilidad de los directivos Francisco Trujillo y Adolfo de Pablos. Igualmente útiles y entrañables han sido los recuerdos marroquíes desempolvados por mi madre y mis tías Estrella Vinuesa y Paquita Moreno, así como las múltiples contribuciones documentales facilitadas por Luis Álvarez, entusiasmado con este proyecto casi tanto como yo misma. Muy valiosa también ha sido la referencia bibliográfica aportada por el traductor Miguel Sáenz acerca de una singular obra parcialmente ubicada en Tetuán, a partir de la cual surgió la inspiración para dos de los grandes personajes secundarios de esta historia.
En la reconstrucción de la escurridiza trayectoria vital de Juan Luis
Beigbeder me resultó de enorme interés la información suministrada por el historiador marroquí Mohamed Ibn Azzuz, celoso custodio de su legado. Por promover el encuentro con él y acogerme en la sede de la Asociación Tetuán-Asmir —la antigua y hermosa Delegación de Asuntos Indígenas— agradezco la atención de Ahmed Mgara, Abdeslam Chaachoo y Ricardo Barceló. Extiendo además mi reconocimiento a José Carlos Canalda por los detalles biográficos sobre Beigbeder; a José María Martínez-Val por atender mis consultas sobre su novela Llegará tarde a Hendaya, en la que el entonces ministro aparece como personaje; a Domingo del Pino por abrirme a través de un artículo la puerta a las memorias de Rosalinda Powell Fox —decisivas para la línea argumenta! de la novela—, y a Michael Brufal de Melgarejo por prestarse a ayudarme en la persecución de su pista difusa en Gibraltar.
Por proporcionarme datos de primera mano sobre Alan Hillgarth, los Servicios Secretos británicos en España y la tapadera de Embassy, deseo dejar constancia de la cordialidad personal de Patricia Martínez de Vicente, autora de Embassy o la inteligencia de Mambrú e hija de un activo miembro en aquellas actividades clandestinas. Al profesor David A. Messenger, de la Universidad de Wyoming, hago llegar mi agradecimiento por su artículo sobre las actividades del SOE en España.
Finalmente, quiero mostrar mi gratitud a todos aquellos que de una u otra manera han estado cercanos en el proceso de creación de esta historia leyendo el todo o las partes, alentando, corrigiendo, lanzando pitos y palmas o, simplemente, avanzando junto a mí en la marcha de los días. A mis padres, por su apoyo incondicional. A Manolo Castellanos, mi marido, y a mis hijos Bárbara y Jaime, por recordarme a diario con su vitalidad incombustible dónde están de verdad las cosas que importan. A mis muchos hermanos y sus muchas circunstancias, a mi familia periférica, a mis amigos de in vino amicitia y a mis entrañables colegas de la crème anglofila.
A Lola Gulias, de la Agencia Literaria Antonia Kerrigan, por ser la primera en apostar por mi escritura.
Y, de manera muy especial, a mi editora Raquel Gisbert por su formidable profesionalidad, su ilusión y su energía, y por haber soportado mis pulsos con humor y tesón inquebrantables.