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agosto 29, 2010
Parte 1Capítulo 126
Ciudad del Vaticano.
Siete de la mañana
Arrodillados en la basílica, los cardenales contemplan en silencio el cadáver de monseñor Ballestra, crucificado entre los pilares de mármol de la tumba de san Pedro en una cruz de roble que el asesino ha plantado con ayuda de unas cuerdas. Tiene las manos y los pies atravesados por grandes clavos. Regueros de sangre manan todavía de sus extremidades y de su cuello abierto, lo que indica que el crimen ha sido cometido hace poco.
Ha sido el relevo quien ha descubierto al desdichado al toparse con el charco de sangre que se extendía al pie del altar. El comandante de los guardias suizos ha mandado despertar al cardenal camarlengo Campini. A continuación, este ha despertado a Camano y los teléfonos han empezado a sonar de despacho en despacho para convocar a los prefectos de las nueve congregaciones.
Una vez que los guardias suizos han desclavado a monseñor Ballestra, el círculo de prelados se estrecha alrededor de su cuerpo, tendido sobre el mármol. Apoyando una rodilla en el suelo, Camano se inclina sobre el cadáver y pregunta directamente al comandante de la guardia, un coloso con cara de dogo y mirada fría:
- ¿Lo han matado aquí?
- No hemos descubierto ningún rastro de sangre, excepto el charco encontrado bajo la víctima. Lo único que sabemos es que la guardia apostada en el rastrillo de los Archivos vio que monseñor Ballestra entraba alrededor de la una y media de la madrugada y en ningún momento lo vio salir.
- Entonces, ¿es allí donde lo han matado?
- Eso es lo que creíamos, pero no hemos encontrado ningún indicio en la sala de los Archivos. Ni sangre ni la menor señal de lucha.
Camano, perplejo, toca con la yema de los dedos los párpados de Ballestra y, al notarlos extrañamente flácidos, los separa delicadamente con el índice y el pulgar. Unos delgados hilillos de sangre resbalan por las sienes blancas del cadáver. Mientras los cardenales dejan escapar murmullos de horror, Camano se inclina para examinar las órbitas vacías. Así es como la Inquisición castigaba en la Edad Media a los que habían cometido el crimen de leer libros prohibidos.
El cardenal Camano tira de la barbilla de Ballestra para separar las mandíbulas crispadas por la rigidez cadavérica. La garganta del archivista está llena de sangre coagulada. Camano enfoca con una linterna el fondo de la boca y ve un trozo de lengua totalmente suelto. Ballestra estaba todavía con vida cuando el asesino le ha cortado ese apéndice, un suplicio que se infligía en otros tiempos a los que habían descubierto un secreto, para asegurarse de que no hablarían. Todo indica que el modus operandi del asesino sigue el rito de la Santa Inquisición. En consecuencia, solo puede tratarse de un eclesiástico o de un historiador especializado. Seguramente las dos cosas. El cardenal se limpia los dedos con la sotana de Ballestra y deja escapar un suspiro.
- Entonces, ¿dónde lo han matado?
- Imposible saberlo, eminencia. Parece que el cadáver haya sido transportado, y no arrastrado, desde el lugar del crimen.
- ¿Sin que el criminal haya dejado el menor rastro de sangre tras de sí ni haya sido visto por sus hombres mientras cruzaba la plaza de San Pedro llevando a su víctima cargada al hombro?
El comandante de los guardias suizos abre los brazos en señal de impotencia. Camano examina las sandalias de Ballestra. Tierra húmeda y minúsculas piedrecitas llenan los surcos de las suelas.
- ¿Alguien sabe si ha llovido esta noche?
El comandante de la guardia niega con la cabeza. Prosiguiendo su examen, Camano observa que unos filamentos de polvo han quedado adheridos a la sotana del archivista. Pasa una mano por los cabellos del cadáver y contempla sus dedos a la luz de la linterna: yeso y telarañas, como si Ballestra hubiera caminado por un sótano antes de encontrar la muerte. Camano se inclina y nota el extraño olor de carne chamuscada que flota alrededor del cadáver. El círculo de cardenales se estremece cuando aparta la sotana de Ballestra. El torso del archivista es un amasijo de carne carbonizada sobre el que su asesino ha grabado cuatro letras con hierro candente: INRI. El comandante de la guardia suiza traduce en voz alta, en la oscuridad de la basílica:
- Este es Jesús, rey de los judíos.
- No. Este es Janus, rey de los Infiernos.
Incorporándose y mirando uno a uno a todos los cardenales, Camano añade:
- Lo que significa, queridas eminencias, que el Humo Negro de Satán se extiende de nuevo por el mundo y que sus miembros van a hacer lo imposible para apoderarse del cónclave. ¿Y quieren saber lo mejor?
Unos murmullos se elevan entre las filas de los prelados.
- Lo mejor es que, como los cardenales más poderosos del Vaticano están reunidos aquí en el momento en que les hablo, lo más probable es que al menos un miembro de la cofradía del Humo Negro esté escuchando mis palabras.
- ¿Qué propone?
- Puesto que los cardenales conciliares ya han llegado, propongo saltarnos el plazo protocolario y convocar el cónclave inmediatamente después del entierro del Papa.
- ¿No nos exponemos a hacerles el juego a nuestros enemigos?
- Al contrario, yo creo que nuestra única posibilidad de recuperar el control del cónclave es obligar a los miembros del Humo Negro a poner sus cartas boca arriba antes de lo previsto. Eso podría llevarlos a cometer un error y a delatarse. Después, si unimos nuestros votos y elegimos en unas horas a un papa de confianza, el Humo Negro habrá perdido la partida.
Tras una pausa, el cardenal camarlengo Campini pregunta en tono vacilante:
- Y en lo que se refiere al cadáver de Ballestra, ¿hay que avisar a la policía?
- ¿A la policía romana? Y ya puestos, ¿por qué no al FBI? El cónclave va a empezar y las puertas del Vaticano se cerrarán. Así que nos veremos obligados a solventar esto internamente. ¿Me he explicado bien, señores? Ni una palabra sobre este asunto. En cuanto a usted, comandante, controle a sus guardias suizos o mando abrir una embajada en Teherán solo por el placer de mandarlo allí.
- Este es el tipo de secreto que deja montones de cadáveres tras de sí, eminencia.
Los cardenales se sobresaltan al oír la voz femenina que acaba de hablar. Camano, furioso, enfoca con su linterna la forma que avanza por el pasillo central taconeando. El haz de luz ilumina a una mujer alta y morena, vestida con un traje de chaqueta negro y una gabardina blanca. Detrás de ella, cuatro policías uniformados y algunos de paisano se despliegan por la basílica.
- ¿Quién es usted y qué quiere?
- Inspectora Valentina Graziano, eminencia. He sido encargada por mis superiores de garantizar la protección de sus ovejas. Supongo que se habrá dado cuenta de que, desgraciadamente, esos asesinatos que intenta ocultar no van a acabar aquí.
- Sintiéndolo mucho, hija mía, por muy romana e inspectora que sea, el Vaticano es un estado independiente y en ningún caso tiene usted derecho a entrar en él sin una autorización escrita de Su Santidad.
- Un documento muy difícil de obtener en este período de luto, así que nos veremos obligados a prescindir de él.
Acercándose a la joven para tapar el cadáver de Ballestra, Camano aspira el perfume turbador que desprende la mujer.
- No me ha entendido bien, señora. Este crimen es un asunto interno que compete únicamente al Estado soberano del Vaticano. De modo que voy a pedirle que salga inmediatamente de aquí.
- Es usted quien no me ha entendido bien, eminencia. Sus tribunales solemnes están habilitados para tratar casos de anulación de matrimonio o derogación de dogmas, pero no asuntos criminales. Le propongo un trato: si acepta colaborar con las autoridades civiles de Roma, le garantizo discreción absoluta.
- ¿Y si me niego?
Una lluvia de flashes crepita mientras los forenses de la policía toman fotos del cadáver desde cerca.
- Si se niega, las fotos del cadáver de monseñor Ballestra saldrán mañana en la primera página de los grandes diarios del planeta. Y el mundo entero leerá la impresionante lista de recoletas asesinadas que el Vaticano oculta desde hace semanas.
- Eso es un vil chantaje, señora Graziano. Dé por seguro que informaré de ello a sus superiores.
La joven deja escapar un suspiro.
- Hágame un favor, eminencia: llámeme Valentina.
Capítulo 127
Con la cara pegada al ojo de buey, Parks contempla cómo las olas del océano se recortan en la penumbra. Placas de hielo y gigantescos icebergs entrechocan en medio de las aguas grises. Luego, la cresta de las olas parece congelarse por efecto del frío y Marie distingue a lo lejos las costas recortadas de Groenlandia. Consulta su reloj. Todavía cuatro horas de vuelo. Después empezará lo desconocido, el paseo hacia el Infierno tras las huellas de una recoleta muerta en la Edad Media.
Parks se sobresalta, angustiada. Pensando en ese camino frío y sin retorno que le espera, acaba de recordar un día en el que estaba cenando en un restaurante con unos amigos y aceptó que una gitana le predijera el futuro. Un episodio que creía haber olvidado por completo. Fue un mes antes del accidente. Un estremecimiento desagradable le recorrió la piel cuando los dedos rasposos de la vidente se cerraron sobre su mano. Sus amigos estuvieron bromeando un rato, hasta que a Marie se le congeló la sonrisa al notar que las manos de la gitana apretaban la suya cada vez más fuerte. Al alzar los ojos, vio un destello de terror en la mirada de la vidente. Inmediatamente, las risas de los comensales se apagaron y un silencio mortal se abatió sobre ellos.
Después, la gitana se quedó con los ojos en blanco y empezó a hacer extraños ruidos con los dientes.
«Dios mío, está sufriendo un ataque epiléptico». Eso era lo que la joven pensó mientras la vidente caía al suelo.
Parks contempla la noche a través del ojo de buey. Una semana más tarde, la gitana consiguió llamarla por teléfono burlando la vigilancia del servicio de psiquiatría donde había sido ingresada. Marie le preguntó qué había visto aquella noche. Tras una larga vacilación, la mujer le respondió que había visto cinco cuerpos crucificados en una cripta. Se produjo otro silencio. Luego, la voz de la gitana sonó de nuevo, aterrorizada, en el aparato:
- Escúcheme atentamente, me queda poco tiempo. Los Ladrones de Almas se acercan. La buscan. Cuatro mujeres van a desaparecer. Usted será la encargada de la investigación. No debe internarse en el bosque. ¿Me oye? ¡Sobre todo, no se interne en el bosque!
- ¿Por qué?
- Porque la quinta crucificada es usted.
Parks se seca una lágrima con la mano. Unos días más tarde, la infeliz se suicidó. Dejó unas libretas llenas de dibujos de su visión: ancianas crucificadas, tumbas abiertas y bosques de cruces. Eso, y algunos croquis de una fortaleza en la cima de una montaña, un convento. El de las recoletas del Cervino.
Marie cierra los ojos. El padre Carzo tenía razón: secuestrando a las cuatro desaparecidas de Hattiesburg y dejando su ropa en la linde del bosque, Caleb sabía que era a ella a quien el sheriff Bannerman llamaría esa noche. Por eso mató a Rachel.
Extenuada por esos recuerdos, Parks se ha dormido. Cuando despierta unas horas más tarde, el aparato está iniciando el descenso hacia los Alpes.
Octava parte
Capítulo 128
Venecia, 13 horas
Cubiertos con una capa y oculto el rostro bajo una máscara de plata, se dirigen al desembarcadero del palacio Canistro a bordo de lanchas; los cristales ahumados reflejan el agua turbia de la laguna. Para no atraer la atención, llegan a intervalos regulares y en distintas embarcaciones. No se conocen, no han visto nunca a sus homólogos ni oído el sonido de su voz.
Han escogido Venecia porque se celebra el carnaval y a nadie le sorprenderá ver siete capas negras entre esa multitud de trajes y de antifaces que ha invadido las callejas y los puentes y que bailará hasta el amanecer en diversos bailes privados.
Mientras avanzan por el desembarcadero con sus trajes antiguos, nadie sospecha que esos mayordomos están recibiendo a siete de los cardenales más poderosos de la cristiandad. Tras anunciarse el concilio, salieron de sus lejanos obispados en Australia, Brasil, Sudáfrica y Canadá. Desde los mayores palacios del planeta hasta los cottages más discretos donde se reúnen una vez al año, nadie debe sospechar la razón de su presencia en esos lugares elegidos en el último momento. Por eso siempre se desplazan de incógnito y llegan enmascarados y provistos de distorsionadores de voz a las reuniones secretas de la orden. Por eso, no se conocen y no intentan conocerse. La supervivencia del Humo Negro de Satán depende de ello.
Los mayordomos los conducen a los salones privados, donde les sirven una colación mientras esperan la hora de la reunión. Allí, sin cruzar una sola palabra, los prelados se hunden en amplios sillones envueltos en el torbellino silencioso de los camareros.
Una hora más tarde, el gran maestre de la cofradía llega a bordo de una lancha motora que ni siquiera apaga el motor. Cuatro guardias suizos con traje de arlequín tienden la pasarela y vigilan los alrededores mientras él desaparece en el interior del palacio. Los chambelanes lo escoltan hasta la sala de las mazmorras, adonde los cardenales han sido conducidos al anunciarse su llegada. El murmullo de los prelados se apaga. Estos se levantan y se inclinan ante el recién llegado, antes de tomar asiento alrededor de una mesa rectangular que los camareros han puesto para la cena. Allí, degustan en silencio las codornices al vino y los dulces que disponen ante ellos. Cuando el gran maestre considera que han comido bastante, agita una campanilla de plata. Las copas de vino permanecen sobre la mesa y el tintineo de los cubiertos cesa.
El gran maestre se aclara la garganta y habla ante el aparato electrónico que lleva en la máscara y que deforma su voz antes de hacerla llegar a los asistentes.
- Queridísimos hermanos. Se acerca la hora en que un papa del Humo Negro se sentará por fin en el trono de san Pedro.
Unos murmullos se elevan entre la asamblea mientras las máscaras intercambian asentimientos de satisfacción.
- Pero antes debemos hacernos con el control del cónclave que comienza esta noche, maniobra para la que llevamos tiempo preparándonos aumentando los nombramientos útiles y los obsequios suntuosos. Lisonjas a las que la mayoría de los cardenales han permanecido insensibles. Esas viejas sotanas fieles al trono del usurpador no deben en ningún caso cambiar el resultado del voto. Encontrarán las direcciones de sus familiares y de sus allegados en sus habitaciones del hotel. Transmítanlas urgentemente a sus contactos para que puedan ejercer las presiones necesarias. Nosotros nos encargaremos de hacer saber a los miembros del cónclave afectados que el destino de los suyos depende de su voto.
- ¿Y qué pasa con los que no tienen familia? -pregunta un cardenal con voz nasal.
- No son más de tres o cuatro. Tenemos que arreglárnoslas para que no formen parte del cónclave.
- ¿No corremos el riesgo de que tantos ataques cardíacos llamen la atención?
- Nuestros enemigos saben que existimos, pero ignoran quiénes somos. Por tanto, explotaremos su miedo y su pesar para hacer triunfar nuestra causa.
Los cardenales reflexionan sobre lo que acaba de decir el gran maestre.
- Otra cosa -añade este-. Anoche, el prefecto de los Archivos secretos del Vaticano consiguió entrar en la Cámara de los Misterios. Temíamos que nos hubiera descubierto y nos vimos obligados a asesinarlo y crucificar su cadáver en la basílica.
- ¿Por qué no haberlo hecho simplemente desaparecer?
- Por el miedo, queridísimos hermanos. El miedo, que es nuestro más precioso aliado, y que la muerte de ese imbécil desangrado ha dejado penetrar en el corazón de nuestros enemigos. Ahora saben que tenemos la capacidad de golpear en el corazón del Vaticano. Falta resolver el problema número uno: el de nuestro evangelio. Tenemos que encontrarlo sin falta antes que nuestros enemigos. Sabemos que un exorcista de la congregación de los Milagros acaba de aterrizar en Europa. Lo acompaña esa agente del FBI…, ¿cómo se llama?
- Marie Parks, gran maestre. Ha descubierto no pocos secretos en el convento de las recoletas de Denver. Otro riesgo considerable para nuestra orden.
- Un mal necesario. Recuerden que ahora es nuestra única posibilidad de encontrar el evangelio. Por lo tanto, debemos concentrar nuestros esfuerzos en el padre Carzo y en esa tal Parks. Procuren que no les pase nada hasta que hayan encontrado el evangelio.
- ¿Y después?
- Después será demasiado tarde.
Un silencio.
- Una última cosa antes de separarnos. Una de las copas de las que han bebido esta noche contenía una dosis fulminante de ese veneno que ha hecho famosa a nuestra cofradía a lo largo de los siglos. La copa de Judas.
Un concierto de exclamaciones de horror acompaña este último comentario, a la vez que, en el otro extremo de la mesa, uno de los cardenales se acerca las manos al cuello respirando con dificultad.
- Armando Valdez, cardenal arzobispo de São Paulo, le acuso de alta traición al Humo Negro. Fue usted quien reveló al padre jesuita Jacomino la existencia de la Cámara de los Misterios. Haciéndolo, no solo actuó como un traidor sino también como un imbécil; por su culpa, en vez de imponernos mediante la astucia, ahora tendremos que actuar haciendo uso de la fuerza.
El cardenal Valdez consigue levantarse y quitarse la máscara para mostrar su rostro crispado de dolor. Luego, echando un borbotón de sangre negra por la boca, se desploma. Sus piernas se agitan espasmódicamente, pero su cerebro ya está muerto.
Capítulo 129
Parks y el padre Carzo han alquilado un 4x4 a bordo del cual circulan a toda velocidad en dirección a Zermatt. A medida que el vehículo engulle las curvas, la joven tiene la impresión de que la masa imponente y fría del Cervino aplasta el horizonte. Se vuelve hacia el sacerdote, que parece preocupado y triste. Hace una hora, tras desembarcar en el aeropuerto de Ginebra, se metió en una cabina telefónica de la terminal con la excusa de que un contacto en el Vaticano debía proporcionarle información importantísima. Parks lo miró mientras marcaba un número y tamborileaba contra el cristal en espera de que su contacto descolgara. Luego vio que su semblante se descomponía; cuando salió de la cabina, ella comprendió que Carzo acababa de perder a un amigo.
Zermatt. Después de dejar el automóvil en un aparcamiento desierto al pie de las pistas, Parks y Carzo se adentran en los senderos de muías que avanzan por los contrafuertes del Cervino. El tiempo es desapacible y las cumbres desaparecen poco a poco bajo un espeso manto de bruma. Las botas de los caminantes crujen sobre la nieve en polvo. Parks, sin aliento, abre la boca para anunciar que no puede recorrer ni un metro más cuando el sacerdote se detiene y señala un punto perdido en la bruma.
- Es allí arriba.
Ella levanta los ojos. Por más que escruta la pared, lo único que distingue es roca gris y helada.
- ¿Está seguro?
Carzo asiente. Entrecerrando los ojos, Marie logra ver finalmente la masa gris de una viejísima muralla. Recorre con la mirada la pared y observa que en la roca escarchada no hay ningún agarre. Deja escapar un suspiro que se hiela en el acto.
- ¿Desde cuándo está vacío el convento?
- Nunca volvió a estar habitado desde la matanza de las recoletas. Salvo a principios de la Segunda Guerra Mundial, cuando una congregación de hermanas trapenses se refugió en él.
- ¿No se quedaron?
- Cuando terminó la guerra, un destacamento del ejército norteamericano hizo saltar los cerrojos del convento. En el interior encontraron los cuerpos de las religiosas, algunos cadáveres mutilados y otros ahorcados. Se cree que las desdichadas se mataron las unas a las otras y que las supervivientes, enloquecidas, devoraron los cadáveres de sus víctimas antes de poner fin a su vida.
- ¿Quiere decir igual que las recoletas de Santa Cruz?
El sacerdote no responde.
- Fantástico, gracias por haberme subido la moral. ¿Por dónde atacamos el ascenso?
- Por aquí.
A lo largo del precipicio ven sujetos a la pared unos barrotes de acero que les ayudan a avanzar hacia la cima.
Capítulo 130
Tras cruzar un puente de hielo tendido sobre una hendidura vertiginosa, Carzo y Parks avanzan pegados a la muralla hasta una brecha lo bastante ancha para dejar pasar a un hombre de lado. Cuando Parks entra siguiendo al sacerdote, el viento que aúlla fuera parece alejarse. En el interior, el aire helado permanece inmóvil.
Mientras escucha el ruido de sus pasos sobre el cemento, Parks cierra los ojos y aspira los olores de tierra mojada y de polvo que flotan en los pasillos. También huele a cuero. Sí, el olor que domina es el de cuero, como si los manuscritos prohibidos ocultos durante siglos en ese convento hubieran impregnado sus paredes. La memoria de las piedras. Parks centra su atención en la tea que el padre Carzo acaba de encender. La corriente de aire hace oscilar la llama, como si se hubiera abierto una puerta en los pisos superiores.
Ahora avanzan por un ancho pasillo que asciende en pendiente suave. Escrutando el techo, Parks ve innumerables bolitas anaranjadas que la tea parece iluminar a su paso. Un roce de alas. Un grito agudo reverbera en el túnel. Ultrasonidos.
- ¡Por el amor de Dios, Carzo, apague inmediatamente esa jodida tea!
Instintivamente, el padre se detiene y levanta la antorcha. Al principio, la luz parece perderse en una especie de denso follaje que recubre el techo y las paredes; luego, la cortina de follaje se pone a batir furiosamente el aire, como un bosque de alas y de bocas plagadas de colmillos.
- ¡Jesús misericordioso! ¡Tápese la cara y corra tan rápido como pueda!
El techo y los muros parecen derrumbarse cuando los murciélagos se separan de la pared. El padre Carzo agita la antorcha ante él para abrirse paso. Con los sentidos embotados por el olor de carne chamuscada que invade el túnel, Parks se agarra a la sotana del exorcista a la vez que nota cómo unas garras se enredan en sus cabellos. Horrorizada, quita el seguro de su arma y dispara tres balas a quemarropa contra la cabeza del bicho, tres detonaciones breves que estallan en su oído mientras los restos del animal chorrean por su nuca.
- ¡No se detenga o estamos perdidos!
Parks siente que la cólera estalla en el fondo de su vientre. No tiene ninguna intención de acabar devorada viva por unos vampiros que rebañarían su cadáver hasta los huesos. Obedeciendo al grito de Carzo, profiere un alarido de rabia y empuja hacia delante al sacerdote con todas sus fuerzas.
Capítulo 131
Roma, 14 horas
La inspectora Valentina Graziano cierra la puerta de la habitación de monseñor Ballestra. Un olor de viejo flota en el aire. Por lo que puede ver en la penumbra, la estancia se reduce a una gran cama tapizada en rojo; en la cabecera cuelga un crucifijo adornado con ramas secas. A la derecha, un pesado armario de madera de cerezo maciza, una mesa baja tallada en la misma madera y un aseo separado por una cortina. Sobre un escritorio, un montón de expedientes, un ordenador y una impresora.
Según el informe de los guardias de noche, monseñor Ballestra cruzó el rastrillo de los Archivos hacia la una y media de la madrugada. Una hora extraña para ir a trabajar. «No tanto», le replicó el cardenal Camano en la basílica, antes de añadir que Ballestra padecía insomnio y que empleaba a menudo sus horas de vigilia para sacar trabajo atrasado. Valentina asintió con la cabeza para que el cardenal creyera que se lo había tragado. Una vez fuera de la basílica, llamó a la comisaría central para que le facilitaran la lista de las llamadas telefónicas que el archivista había recibido y hecho entre las nueve de la noche y la una de la madrugada. En el otro extremo del hilo, el comisario Pazzi estuvo a punto de ahogarse.
- ¿Estás segura de que no prefieres que pinche los teléfonos de la Casa Blanca?
- Solo necesito saber si la víctima recibió llamadas en las horas anteriores a su asesinato. Me importa un huevo que sea cardenal, astronauta o carnicero canadiense.
- Valentina, te he mandado ahí para garantizar la protección de los miembros del cónclave, no para ponerlo todo patas arriba como hiciste en Milán o en Treviso.
- Guido, si realmente hubieras querido evitar que se organizara un escándalo, habrías mandado a cualquiera menos a mí.
- En cualquier caso, ten cuidado. Esta vez no investigas en un círculo de jueces o de políticos corruptos. ¡Esto es el Vaticano, joder! Así que sé educada con los sacerdotes y persígnate cuando pases por delante de una imagen, o haré que te trasladen a Palermo para hacer de guardaespaldas de los padrinos arrepentidos.
- Deja de decir tonterías y envíame lo que te he pedido.
- Me sacas de quicio, Valentina. Para empezar, ¿quién te dice que lo es?
- ¿Que es qué?
- Un crimen.
- Habría que estar bastante desesperado para clavarse uno mismo a doce metros del suelo después de haberse estrangulado y reventado los ojos, ¿no te parece?
- Vale, te lo envío, pero prométeme que te portarás bien.
Diez minutos más tarde, Valentina recibía por SMS la lista de las llamadas que monseñor Ballestra había recibido unas horas antes de morir. Las primeras, de largo las más numerosas, cubrían el lapso de tiempo entre las nueve y las diez de la noche; la mayoría eran llamadas internas del Vaticano, además de algunas procedentes de Roma y de varias ciudades italianas o europeas. Una cantidad normal en esas horas agitadas posteriores al fallecimiento del Papa. Seis llamadas entre las diez y las once. Después, ninguna más hasta la 1.02 de la madrugada. Esa llamada, procedente del aeropuerto internacional de Denver, había despertado al archivista en medio de la noche. Valentina lo comprueba mirando la hora a la que Ballestra había puesto el despertador: las cinco. El anciano era madrugador, no insomne.
La inspectora examina los indicios que Ballestra dejó al salir de su habitación. Las sábanas están revueltas, y sus prendas de dormir, tiradas en el suelo al lado de las zapatillas, que se quitó a toda prisa. Se tomó el tiempo justo de ponerse una sotana y las sandalias. Valentina pasa la mano por el interior del lavabo. Ningún rastro de humedad. Lo mismo en lo que respecta a la boca del grifo y el cepillo de dientes, cuyas cerdas examina con el pulgar.
Levanta un pesado frasco de cristal y huele el perfume que despide: el mismo olor de agua de colonia ambarina e intensa que flota en la habitación. Monseñor Ballestra dedicó un segundo a rociarse la cara con su perfume favorito. Después salió sin acordarse de tapar el frasco.
Ve un teléfono inalámbrico sobre la mesa baja. Se sienta en el borde de la cama, pulsa la tecla «bis» y mira el número que aparece: 789-907. El último de la lista que le ha mandado el comisario Pazzi. Esa llamada, interna del Vaticano, se hizo a las cinco y media de la mañana, o sea, más de cuatro horas después de que Ballestra hubiera desaparecido en los Archivos. Valentina escucha varias veces el tono hasta que alguien descuelga:
- Archivos, dígame.
Un acento suizo cortante como un cuchillo. La inspectora corta la comunicación y deja el aparato sobre la mesa baja suspirando. Una de dos: o bien Ballestra había vuelto para hacer una llamada antes de morir -y en ese caso, ¿cómo era posible que nadie lo hubiera visto salir vivo de los Archivos?-, o bien otra persona había utilizado el teléfono de su habitación, alguien que sabía que Ballestra estaba muerto. Su asesino, por ejemplo.
Capítulo 132
En el momento en que pierden la esperanza de llegar al final del túnel, Parks y el padre Carzo chocan por fin contra una puerta de roble que cierra el antiguo refectorio del convento. Luchando mientras reciben mordeduras y arañazos, consiguen cruzarla y cerrar el batiente tras de sí ante la masa vociferante de murciélagos. No obstante, una decena de animales han entrado agarrándose a la espalda de los fugitivos. Dos de ellos han clavado sus colmillos en los brazos y el cuello de Carzo; Marie tiene que matarlos para que lo suelten. El resto echa a volar. Parks apunta como en los entrenamientos y les mete dos balas de 9mm en el abdomen. En el refectorio se hace el silencio.
Mientras el sacerdote enciende algunas antorchas, Parks cae de rodillas e inspecciona la habitación con la mirada. El refectorio de las recoletas está excavado en la montaña y mide más de doscientos pasos de largo y unos sesenta de ancho. Cuatro hileras de pesadas mesas colocadas a lo largo ocupan la sala. Allí es donde las recoletas de la Edad Media se reunían para compartir en silencio la bazofia de lentejas que constituía su comida cotidiana.
Al fondo de la sala, un estrado tapizado en rojo todavía sostiene un viejo sillón de madera misteriosamente salvado del deterioro del tiempo. A la derecha, un pupitre y un taburete cubierto con una sábana destacan entre el polvo y los excrementos de rata. La recoleta designada se sentaba allí para mascullar la lectura del día -epístolas terroríficas y fragmentos de Evangelios- entre la barahúnda de las escudillas y las bocas llenas de comistrajo.
Cerrando los ojos, Parks nota que esos viejos olores invaden poco a poco sus fosas nasales y que esos ruidos olvidados se graban en sus oídos. Los pasos del sacerdote se atenúan a medida que su mente se embota.
Cuando abre de nuevo los ojos, el padre Carzo ha desaparecido y una luz mortecina ha invadido el refectorio. Un fuerte olor de cera y de lámpara de aceite flota en el aire glacial. Reprime un grito de estupor al ver a las recoletas sentadas a la mesa. Oye cómo sus zuecos rascan el suelo y ve cómo sus manos se llevan a la boca el comistrajo, que sorben ruidosamente. Parks vuelve la mirada hacia el sillón, ocupado por una religiosa de edad indefinida, con los ojos cerrados. Parece dormir. Junto al estrado, la encargada de la lectura balbucea. Seguramente incomodada por la proximidad de sus hermanas, una religiosa profiere un gruñido animal al que las demás bocas llenas responden con un concierto de carcajadas, risas de locas que la fusta no logra acallar. Chillan, gruñen y barbotan ante los ojos de Marie, a quien se le hiela la sangre mientras en la torre suenan las campanas dando la alarma. Se sobresalta. La puerta del refectorio acaba de abrirse bruscamente y una recoleta entra corriendo. Las comensales dejan caer la cuchara y se vuelven hacia la madre superiora, que acaba de abrir los ojos. Entonces Parks comprende que se trata de la noche en que el convento fue atacado: el 14 de enero de 1348, justo después del primer oficio de la noche.
Parks se tapa la cara mientras las recoletas salen del refectorio gritando. Siente el contacto de todos esos cuerpos y todos esos olores. Se pone rígida. Una mano acaba de cerrarse sobre su hombro.
Capítulo 133
Valentina enfoca con la linterna el escritorio de monseñor Ballestra. Una luz roja parpadea bajo unos papeles. Aparta un montón de hojas y encuentra un contestador automático; la pantalla indica que hay dos mensajes grabados. El primero, a la 1:02 de la madrugada; el segundo, a las cinco y media, correspondiente a una llamada hecha desde allí a los Archivos. Valentina siente que la ansiedad la invade. Ballestra, despertado a media noche, debió de tardar en responder y por eso el contestador saltó antes de que descolgara. Falta averiguar por qué el contestador grabó también la llamada saliente de las cinco y media de la mañana. Seguramente a causa de un error en la manipulación del aparato. A no ser que el anciano archivista tuviera la costumbre de grabar todas sus conversaciones. Para volver a escucharlas o para anotar una cita después de haber colgado. O bien porque quizá desconfiaba de algo.
Valentina descuelga el teléfono y marca el número de la comisaría central. Un funcionario contesta.
- Diga…
Valentina sonríe al oír que el contestador se conecta automáticamente para grabar la conversación.
- Inspectora Graziano. ¿Algún mensaje?
- No, inspectora, pero el comisario Pazzi quiere que lo llame urgentemente.
Valentina cuelga. La pantalla del contestador indica ahora tres mensajes grabados. Borra el suyo y pulsa la tecla de lectura para reproducir el mensaje de la una de la madrugada, procedente de Denver. Una serie de bips. La voz metálica del archivista suena en el aparato.
La inspectora sigue la conversación hasta que la voz de Carzo se pierde entre los chisporroteos. Después, con los ojos cerrados, se queda un momento escuchando los latidos de su corazón. Si lo que acaba de oír no es fruto de su imaginación, el caso acaba de pasar de un simple crimen a un complot orquestado en el seno del Vaticano. Un billete de ida para el puesto de comisaría. O para el depósito de cadáveres.
La joven examina la telecopiadora. Con un poco de suerte, el archivista no sabía que los fax modernos conservan en la memoria los últimos mensajes recibidos. Valentina pulsa la tecla de reimpresión. De la impresora sale una hoja que la inspectora retira de la bandeja. Bingo. Siete citas correspondientes a siete manuscritos que hay que desplazar en la sala de los Archivos. Se guarda la lista en el bolsillo y pulsa otra tecla para pasar a la grabación automática de la llamada saliente de las cinco y media. El contestador se pone en marcha.
Un tono en el vacío. Un ruido de respiración en el aparato entre tono y tono. Fugazmente. Valentina espera que la voz que va a oír sea la de Ballestra; después recuerda su cadáver torturado bajo los flashes de los forenses en la basílica. Un último tono. Alguien descuelga.
- Archivos del Vaticano, dígame.
Valentina se sobresalta. El mismo acento suizo cortante como un cuchillo y la misma voz que le había respondido cuando ella había pulsado la tecla «bis» del teléfono. La voz del desconocido de las cinco y media de la mañana dice:
- Hecho.
Un silencio.
- ¿Quién está al aparato?
- Yo.
- ¿Usted?
- Sí.
- ¿Desde dónde me llama?
- Desde su habitación.
- ¿Se ha vuelto loco? Cuelgue inmediatamente y borre todas las huellas de su paso. ¿Ha encontrado la lista de citas?
- Estoy buscándola.
- Encuéntrela, por el amor de Dios, y váyase antes de que lo descubran.
Un clic. La voz de los Archivos ha colgado. Valentina saborea la deliciosa sensación de vértigo que se apodera de ella. Ballestra había caído en una trampa, pero antes había descubierto algo que firmaba su sentencia de muerte. Falta descubrir qué era ese algo. Para ello, tendrá que aventurarse en los Archivos del Vaticano.
Capítulo 134
- Despierte, Marie.
Cuando abre los ojos, Parks ve el rostro del padre Carzo inclinado sobre ella.
- No vuelva a cerrar los ojos antes de que se lo diga.
- ¿Por qué?
- Porque fue en esta sala donde aquella noche torturaron a las recoletas hasta matarlas y porque este lugar no es seguro para quienes saben hacerlo revivir.
- Parecía un sueño.
- No lo era.
- Perdón…
- Marie, es muy importante que comprenda el peligro de muerte que corre durante esos trances. A causa de su don, no solo se traslada en el pensamiento, sino que está plenamente allí. Se halla en todo momento expuesta a quedarse bloqueada en sus visiones o a sufrir un gran daño.
Parks se acuerda del terrible dolor que siente cada vez que revive el suplicio de las víctimas de los asesinos en serie a los que investiga. El padre Carzo tiene razón: no se limita a asistir a su visión, forma parte de ella.
Guiada por el sacerdote, se dirige hacia el estrado y se sienta en el sillón, cuyo armazón carcomido gime bajo su peso. El padre Carzo abre una bolsita y llena una jeringuilla de un líquido transparente.
- ¿Qué es eso?
El sacerdote aplica un torniquete alrededor del brazo de Marie y empuja el émbolo de la jeringuilla para expulsar las burbujas de aire.
- Una droga chamánica que actúa como relajante muscular. Es el producto que los brujos yanomami utilizan para ponerse en contacto con los espíritus del bosque. La ayudará a relajarse y a limitar el impacto que las visiones podrían tener en su mente.
Marie hace una mueca al notar que la aguja atraviesa su piel. El líquido que se propaga por sus venas quema tanto que casi puede seguir su avance mientras se diluye en su organismo. Luego la quemazón cesa y su mente comienza a flotar. Contempla al padre Carzo, cuyo rostro parece ahora rodeado por una aureola de un extraño resplandor azulado. Con la boca pastosa, pregunta:
- ¿Y ahora qué?
- La anciana recoleta que huyó aquella noche con el evangelio de Satán era la madre Gabriella. Según los archivos que hemos podido recuperar, fue ella quien tomó el mando de la congregación después del suicidio de la madre Mahaud de Blois.
- ¿La que se tiró desde lo alto de las murallas después de conocer el contenido del evangelio?
- Sí. Con toda probabilidad, la madre Gabriella estaba sentada en este sillón la noche en que los Ladrones de Almas atacaron el convento.
- La he visto.
- ¿Cómo?
- Hace un momento, durante esa visión. Estaba aquí.
- Esto nos ayudará a establecer contacto con ella.
- ¿Con ella?
- Quiero decir con su espíritu. O más bien con su recuerdo.
- No lo entiendo.
- En la superficie de la Tierra hay muchos lugares extraños que permanecen profundamente impregnados por los dramas de los que han sido testigos: casas encantadas, bosques malditos y conventos, como este, cuyos muros todavía recuerdan acontecimientos terribles que los hombres han olvidado.
- ¿La memoria de las piedras?
- Algo así.
- Yo creía que quería ponerse en contacto con el inquisidor Landegaard.
- Después. Primero necesito saber qué ocurrió exactamente aquel día. Pero es muy importante que recuerde que la noche del 14 de enero de 1348 murieron todas las recoletas del Cervino con excepción de la madre Gabriella. Usted no debe en ningún caso influir en el curso de los acontecimientos que va a presenciar. Debe concentrarse únicamente en ella. Si modifica un solo detalle de lo que sucedió, la madre Gabriella podría morir. Y usted moriría con ella.
Silencio de Parks.
- ¿Está preparada?
Con un nudo de angustia en la garganta, asiente con la cabeza.
- Cierre los ojos. Quiero que vacíe la mente. Quiero que la libere de todo asomo de miedo y de cólera.
La joven se esfuerza en soltar la tensión acumulada en sus músculos.
- Ahora quiero que únicamente escuche mi voz. A partir de este momento, no cuenta nada más. Mi voz es lo que la guiará por los meandros de su visión. A medida que vaya entrando en un estado de hipnosis cada vez más profundo, tendrá la impresión de que ya no la oye. Sin embargo, todas mis palabras continuarán grabándose en su subconsciente. Por eso es muy importante que se duerma escuchando mi voz. Porque ella y solo ella tendrá el poder de traerla de vuelta si la experiencia toma un mal giro.
Luchando cada vez con menos fuerza contra el embotamiento que la invade, Marie consigue articular las pocas palabras que todavía flotan en la superficie de su mente.
- ¿Qué debo hacer si estoy en peligro?
- Chisss… No debe seguir hablando. Si se encuentra en peligro, no tendrá más que apretar los puños y yo la traeré de vuelta. Ahora quiero que concentre su atención en la madre Gabriella. Está sentada donde está usted. Sus manos están apoyadas donde usted ha apoyado las suyas. ¿Ya está?
Se ha levantado viento. La voz del padre Carzo va apagándose a la vez que Parks siente que su vientre aumenta de volumen y sus pechos se vuelven flácidos dentro del sujetador, que sus muslos se ablandan y la carne de los brazos le cuelga bajo la ropa. La tela áspera de un hábito sustituye el contacto de sus vaqueros y su anorak. Su cintura se ensancha y su sexo se estrecha. Nota que sus dientes se separan y se llenan de caries en su boca. Un olor ácido invade sus senos frontales. El mismo olor avinagrado que la despertó en el convento de Santa Cruz.
A medida que toma posesión del cuerpo de la madre Gabriella, Marie Parks empieza a oír de nuevo el ruido de las cucharas, el frotamiento de los zuecos y las risas contenidas de las recoletas sentadas a la mesa. Abre los ojos a la débil luz de las antorchas. 14 de enero de 1348, año de la gran peste negra… Aquella noche, acunada por la voz trémula de la recoleta que recitaba en su pupitre la letanía de los demonios, la madre Gabriella se había adormilado. Durante esos pocos segundos de relajación, soñó con gárgolas chorreantes de lluvia, cadáveres abandonados en los arroyos y perros vagabundos que frecuentaban las ciudades asoladas por la peste. También divisó a unos extraños jinetes vestidos con sayal y cogulla de monje, que llevaban teas y cabalgaban al galope hacia el convento. El ruido de la puerta del refectorio la despertó bruscamente. La religiosa que acababa de entrar gesticulaba señalando las tinieblas. Aquella noche, la madre Gabriella supo que los jinetes se acercaban.
Capítulo 135
Una vez informados los cardenales de que el cónclave va a empezar de manera inmediata, el cardenal camarlengo hace cerrar las pesadas puertas del Vaticano a fin de aislar a los prelados silenciosos de la multitud de fieles que continúa invadiendo la plaza de San Pedro. A continuación sitúa a la guardia suiza en la entrada de la basílica para canalizar la fila de peregrinos que van a arrodillarse ante los restos mortales del Papa, una fila interminable que se prolonga desde el puente de Sant'Angelo y que no cesará, pese a la llovizna romana, antes de varios días.
Abriéndose paso a través de la multitud, la inspectora Valentina Graziano acaba de llegar al edificio de los Archivos. Enseña su pase y cruza el cordón de guardias armados con alabardas que brillan bajo la lluvia.
En el interior, las bibliotecas y las estatuas están cubiertas con colgaduras negras. Valentina tiene la impresión de avanzar por un cementerio. Al verla acercarse, el oficial de guardia del rastrillo de los Archivos reservados hace que sus hombres crucen las alabardas. Luego alarga la mano para coger el pase que ella le tiende.
Mientras el oficial examina el documento, la inspectora se pregunta dónde ha visto antes esa cara de bulldog. Se pone tensa; ese coloso con jubón que mira con lupa el salvoconducto es el comandante de la guardia suiza del Vaticano en persona. Había visto su imponente silueta al lado del cardenal Camano cuando hizo su espectacular entrada en la basílica. Lo recuerda muy bien porque le pareció extraño que el comandante retrocediera para refugiarse en la oscuridad al acercarse ella. Como si no quisiera que memorizara su rostro. También es extraño que un oficial de su importancia pierda el tiempo junto al rastrillo de los Archivos cuando en la basílica han comenzado las ceremonias de recogimiento.
El comandante de la guardia mira de hito en hito a Valentina, que a duras penas consigue sostener su mirada; sus ojos son fríos y desprovistos de humanidad. Le indica con una seña que se quede donde está, descuelga un teléfono y se pone a susurrar. La joven desenvuelve un chicle y se lo mete en la boca para disimular su impaciencia. El coloso sabe perfectamente que el pase es auténtico porque él mismo lo ha refrendado. Eso significa que quizá intenta ganar tiempo porque sus muchachos ya están haciendo limpieza en los Archivos secretos.
Mascando el chicle, Valentina espera ante la mirada distante de los alabarderos. El teléfono suena. El comandante de la guardia descuelga y escucha la respuesta. Valentina aprieta los puños dentro de los bolsillos de la gabardina. No es precisamente la secretaría de Estado quien llama, sino probablemente su cómplice para informarle de que la limpieza de las pruebas ha terminado.
«Deja de delirar, Valentina; ese pedazo de cretino hace su trabajo y punto».
El comandante cuelga y tiende el pase a la inspectora.
- Tenga cuidado, señorita, los peldaños son resbaladizos y no querría que cayese en la oscuridad y se partiera esa bonita nuca que tiene.
Valentina se sobresalta al oír al coloso hablar con acento del Valais. Es él el hombre que contestó cuando ella pulsó la tecla «bis» del teléfono de Ballestra y cuando el asesino del archivista llamó desde la habitación de su víctima.
- ¿Algún problema?
- ¿Cómo?
Valentina está a punto de desmayarse mientras los ojos del coloso se clavan de nuevo en los suyos.
- Está muy pálida.
- Es que tengo un poco de fiebre. Debo de estar incubando una gripe.
- Pues debería quedarse en casa antes de ponerse peor -dice con su acento del Valais cortante como un cuchillo.
Una chispa de ironía se enciende en su mirada. Valentina juraría que hay otra cosa, un destello de pura maldad. De demencia, incluso. Ese tipo está loco. Chiflado, como una cabra, completamente ido. «Por el amor de Dios. Valentina, está claro que sabe y que ha debido de apostar guardias al pie de la escalera. Mierda, pero ¿qué te creías? ¿Que te dejaría seguir el rastro de Ballestra hasta llegar a él?»
Valentina está a punto de renunciar cuando el tipo aparta de repente la mirada y hace señas a los guardias para que levanten el rastrillo. La joven siente que le tiemblan las rodillas. Debería largarse. Dar cualquier excusa e ir a avisar a la policía para detener a esos cabrones. «¿Ponerle las esposas al comandante de la guardia suiza del Vaticano en plena celebración del conclave? ¿Y con qué pruebas? ¿Una voz con acento del Valais grabada en un puto contestador? ¡Por el amor de Dios, Valentina! Son suizos, todos hablan con acento suizo. ¡Para de desbarrar!». Pese a todo, si hiciera caso de lo que su instinto le pide a gritos, le daría una patada en los cojones a ese tipo y saldría corriendo. En lugar de eso, mientras el rastrillo de los Archivos se levanta con un chirrido de acero, nota que sus pies se ponen en movimiento hacia la boca abierta de la escalera.
Capítulo 136
Arrodillado frente a Parks, que se retuerce en el sillón, el padre Carzo empieza a preocuparse. El trance había empezado bien y la joven parecía dormir plácidamente. Pero unas muecas de terror acaban de aparecer en su rostro, mientras que los músculos de sus brazos se crispan bajo las correas. Y sobre todo, aunque su mente se niegue a admitirlo, el exorcista acaba de darse cuenta de que Parks está envejeciendo. El cambio ha empezado por las facciones, que se han vuelto flácidas, y la piel, que se ha llenado de arrugas. Ahora, su cuello se marchita y su rostro parece descolgarse por completo, como si estuviera fundiéndose.
Carzo intenta achacar esta visión a la temblorosa luz de las antorchas, pero cuando el cabello de la joven empieza a encanecer el sacerdote no tiene más remedio que reconocer que Parks está transformándose. De repente, ella empieza a gritar con una potente voz que no es la suya:
- ¡Atrás, malditos! ¡No podéis entrar aquí!
Esas palabras son las que la madre Gabriella acaba de gritar desde lo alto de las murallas a los jinetes que se congregan para tomar por asalto el convento. Monjes errantes sin Dios ni señor, bandidos y herejes degradados al estado salvaje, en esos tiempos de peste en que la ley de la espada ha sustituido a la de Dios.
Escupiendo llamas que lamen los tejados y devoran las vigas de las casas, la hoguera que consume el pueblo de Zermatt ilumina las montañas. Los jinetes han matado a sus habitantes e incendiado las granjas a su paso a fin de no dejar ningún testigo de lo que sucederá más arriba.
Piafando y arañando el suelo con los cascos, un centenar de caballos acaba de detenerse al pie del precipicio cuando la madre Gabriella les repite su advertencia. Los monjes levantan la cabeza al oír el grito que baja por la pared de piedra. Sus ojos brillan como gemas bajo la luna. Un bosque de luciérnagas que Parks contempla mientras la madre Gabriella se inclina en lo alto de las murallas. Luego oye que se eleva una voz de la tropa. Una voz que parece muerta:
- ¡Echadnos las cuerdas para que podamos subir! ¡Echadnos las cuerdas o devoraremos vuestras almas!
Las recoletas, apiñadas en las murallas, empiezan a gritar, y la madre Gabriella tiene que dar una voz para hacerlas callar. Luego grita de nuevo dirigiéndose a los jinetes:
- ¿Qué venís a buscar a estos lugares, vosotros que os dedicáis a saquear e incendiar como perros vagabundos?
- Vamos en busca de un evangelio que nos robaron y que conserváis indebidamente entre estos muros.
La madre Gabriella se estremece. Acaba de comprender quiénes son esos monjes y qué manuscrito pretenden recuperar.
- Las obras que se encuentran en este convento pertenecen exclusivamente a la Iglesia y todas están marcadas con el sello de la Bestia. Así que seguid vuestro camino si no sois portadores de una orden de requisición de Su Santidad el papa Clemente VI que reina en Aviñón.
- Tengo algo mejor que eso, mujer. Tengo una orden de marcha firmada por la propia mano de Satanás. ¡Echad las cuerdas o, por los demonios que nos guían, nos suplicaréis que os matemos!
- ¡Volved con el Diablo, puesto que os envía él, y decidle que yo solo obedezco a Dios!
El alarido de los Ladrones de Almas se eleva por las murallas. Se diría que son miles y que sus voces se superponen hasta el infinito. Luego, mientras se hace el silencio, la religiosa se asoma de nuevo y lo que ve la deja helada hasta los huesos: clavando las uñas en las junturas del granito, los Ladrones de Almas están escalando la pared helada del convento con la misma facilidad que si reptaran sobre ella.
* * *
- Marie, ahora tiene que despertar.
El padre Carzo zarandea a la joven. Su respiración es entrecortada y sibilante.
La madre Gabriella corre. Conduce a sus monjas hacia los sótanos del convento. Justo antes de desaparecer en los pasadizos secretos, se vuelve. Petrificadas de terror, varias de sus hermanas se han quedado atrás. Algunas se arrojan al vacío para escapar a su suerte. A las que se arrodillan, llorando, mientras las sombras saltan por encima del parapeto, los Ladrones de Almas les parten el cuello antes de tirarlas por el precipicio.
Carzo levanta los párpados de Parks. Los ojos de la joven han cambiado de color. La droga ha dilatado sus pupilas y su mirada parece muerta, como si su conciencia se hubiera disuelto por completo en la de la recoleta. Una fusión mental extremadamente rara que Carzo solo ha observado hasta entonces en ciertos posesos en el estadio último del Mal. Zarandea a Parks con todas sus fuerzas. Debe encontrar como sea la manera de sacarla del trance; si no, se expone a encontrarse atada a una cama en un hospital psiquiátrico, con la mente atrapada para siempre en la de una vieja religiosa muerta hace más de seis siglos.
- ¡Marie Parks! ¿Me oye? ¡Tiene que despertar inmediatamente!
El exorcista se incorpora cuando la mano de Parks salta del apoyabrazos y agarra la suya con una fuerza sorprendente. Intenta liberar sus dedos de esa presión que los machaca, pero se queda petrificado al oír la voz terrosa que escapa de entre los labios inmóviles de la joven:
- Dios mío, están aquí…
Capítulo 137
La madre Gabriella y sus monjas se han refugiado en la biblioteca prohibida de la fortaleza. Allí, entre los anaqueles polvorientos y las chimeneas donde acaban de encender montones de haces de leña, las religiosas forman una cadena para pasarse los manuscritos. La última de la fila arroja al fuego las páginas malditas que nadie debe leer.
Mientras ellas se ocupan en esta tarea, la madre Gabriella abre una puerta oculta y entra en otra sala secreta. Una vez cerrado el paso, la madre superiora se arrodilla y desprende un bloque de granito que disimula un escondrijo. En el interior, abre la cerradura de diversos estuches después de haberlos dejado en el suelo. De ellos extrae unos fardos de lona y unas sábanas de lino, que envuelven una colección de osamentas así como un cráneo coronado de espinos. Las manos de la madre Gabriella se ponen a temblar. Lo recuerda… Sucedió hace cuarenta años. Fue ella quien encontró el cadáver de la madre Mahaud de Blois al pie de las murallas, ella la que limpió la inscripción que la suicida había trazado con su sangre en las paredes de su celda. Al descubrir la razón de ese terrible acto en las páginas del evangelio de Satán, la madre Gabriella alertó al Papa, que envió una expedición secreta a Tierra Santa, ocupada por los ejércitos musulmanes. Un grupo de dominicos y de caballeros archivistas encontró la entrada de las cuevas del monte Hermón. Como habían llevado lo necesario para inmunizarse contra las arañas y los escorpiones que poblaban el santuario, pudieron exhumar el cadáver de Janus y se repartieron su osamenta antes de separarse para repatriarla cada uno por su lado. Unos restos que la guardia noble escoltó más tarde hasta el Cervino para confiarlos a las recoletas. Eso fue hace cuarenta años.
Después de haber hecho un hatillo de cuero con el cráneo, la madre Gabriella pone el resto de los huesos sobre la falda de su hábito y regresa con sus recoletas, que continúan alimentando el fuego de la chimenea con el contenido de las bibliotecas.
Un desagradable olor de cuero quemado impregna la atmósfera. Las religiosas miran a su superiora, que arroja los huesos al fuego. Saben que todo está perdido. Entonces, reprimen las lágrimas y reanudan su tarea. Están a punto de pasarse el manuscrito más precioso de la biblioteca cuando suenan unos golpes en la puerta de la sala.
- Dios mío, están aquí…
Con la cara enrojecida por las llamas, la madre Gabriella aprieta contra su pecho el evangelio de Satán; las filigranas rojas brillan en la penumbra. Mira tristemente el hogar mientras el ariete de los Ladrones de Almas empieza a agrietar las puertas. Las llamas no tendrán tiempo de consumir el manuscrito, lo sabe. Así pues, lo mete en una bolsa de lona y lo echa junto con el cráneo de Janus por el conducto de los residuos del convento. Escucha cómo bajan los paquetes por el tobogán de piedra que finaliza doscientos metros más abajo, en una fosa excavada en la montaña. Después se queda paralizada al oír los gritos de las monjas: las puertas acaban de ceder.
La madre Gabriella se vuelve. El jefe de los Ladrones de Almas camina hacia ella. Sostiene un puñal manchado de sangre con el que acaba de atravesar a una monja que intentaba cerrarle el paso. La superiora del convento percibe su hedor. Va calzado con pesadas botas de jinete, su rostro desaparece bajo una amplia capucha y tan solo sus ojos brillan en las tinieblas. Sus ojos y un pesado medallón de plata que golpea su torso y que representa una estrella de cinco puntas rodeando a un demonio con cabeza de macho cabrío. El emblema de los adoradores de la Bestia. Mientras se acerca, la madre Gabriella ve que sus muñecas y sus brazos, hasta los codos, han sido escarificados con una hoja cortante. Una cruz rojo sangre cercada de llamas cuyos extremos se retuercen para formar el titulus de Jesucristo.
- Señor, ¿quién sois?
Una voz cavernosa surge de la cogulla del monje.
- Mi nombre es Caleb. Soy el Viajero.
La recoleta siente que el pánico se apodera de su mente. Sabe que no puede esperar ninguna compasión de un demonio de esa especie. Entonces se abalanza sobre el puñal del Ladrón de Almas, que baja el arma rápidamente. Un grito de dolor. La madre Gabriella se ha herido. El puño de Caleb la golpea en el cuello. Las luces oscilan alrededor de la anciana religiosa, que se desploma. Siente el aliento de Caleb sobre sus labios.
- No os preocupéis, madre Gabriella, vais a morir muy pronto. Pero antes me diréis dónde está el evangelio.
Capítulo 138
- Marie, ¿me oye?
Carzo se muerde los labios para no gritar mientras los dedos de Parks se cierran todavía más alrededor de los suyos. Al bajar los ojos, observa que un ancho tajo acaba de aparecer en el antebrazo de la joven y que unas gotas de sangre caen al suelo. La fusión está volviéndose irreversible.
- ¿Adónde nos llevan? ¡Señor! ¿Adónde nos llevan?
El exorcista clava las uñas con todas sus fuerzas en la muñeca de Marie para obligarla a que lo suelte. La mano de la joven se abre. El sacerdote masajea sus dedos doloridos; luego rasga el envoltorio de una jeringuilla esterilizada con la que aspira el contenido de otro frasco. Un antídoto destinado a provocar un choque nervioso que la haga volver. Entre la carne enflaquecida de Marie, las venas laten bajo la piel. Carzo ata firmemente su brazo con ayuda del torniquete y pincha a ojo. Las venas están tan duras que tiene que intentarlo dos veces antes de conseguir clavar la aguja en una. Inyecta la mitad de la jeringuilla. En el mismo momento, Parks empieza a gritar como una loca gesticulando como si se debatiera contra una fuerza invisible.
Después de haber apagado el fuego y revuelto las brasas en busca de los restos del evangelio, los Ladrones de Almas arrastran a las monjas supervivientes hasta el refectorio, donde las atan sobre las mesas. Atan asimismo a la madre Gabriella en su sillón para que no se pierda ni un detalle del espectáculo y acto seguido profanan a las religiosas con tizones y las desollan con cuchillas al rojo vivo. En vista de que no obtienen ninguna respuesta, les revientan los ojos y les rompen los dedos con pinzas. Después les machacan los dedos de los pies a mazazos y les atraviesan los brazos y las piernas con grandes clavos oxidados.
- ¡Marie, despierte, se lo suplico!
La mayoría de las recoletas han sucumbido a estas torturas. Las demás se han vuelto locas y chillan de tal modo que los Ladrones de Almas se ven obligados a cortarles el cuello para acallar sus gritos. A continuación se ensañan con la madre Gabriella. Luego la dejan sobre la mesa y salen del refectorio para registrar el convento. Silencio. El crepitar de las antorchas. Los chillidos de las ratas que corren en la oscuridad para lamer los charcos de sangre.
Atrapada en el cuerpo de la recoleta, Parks es puro dolor. La madre Gabriella, en carne viva, intenta contener la respiración para morir cuanto antes. No lo consigue. Entonces comienza a tirar de sus ataduras y se queda petrificada. Un nudo mal hecho acaba de soltarse. Da un tirón y consigue liberar un brazo cubierto de sangre. Se retuerce unos minutos más sobre la mesa con los dientes apretados para no gritar; luego, la anciana religiosa se incorpora y apoya sus pies mutilados en las baldosas del refectorio. Atraviesa la sala. Una puerta. La madre Gabriella se aventura por los pasillos, recorre cojeando un centenar de metros hasta un gigantesco tapiz de Mortlake y lo levanta, dejando un rastro de sangre en la pared. Un chasquido. Un pasadizo secreto acaba de abrirse. La anciana recoleta se adentra en él. El lienzo de pared se cierra.
- Marie, ¿me oye?
Una escalera circular de piedra desciende por el vientre de la montaña. Mientras avanza pegada a las salas prohibidas, la recoleta se detiene un momento para escuchar a través de las paredes los gritos lejanos de los Ladrones de Almas, que hablan de una habitación a otra. Han descubierto algo: huesos calcinados en el hogar de las chimeneas. Tendrán que registrar los estantes y tantear las paredes durante horas antes de comprobar que el evangelio ya no está allí. Después subirán de nuevo para torturar a su prisionera.
La madre Gabriella ha reanudado la marcha. Haciendo muecas de dolor, Parks titubea con ella en las tinieblas, reprimiéndose para no gritar cada vez que da un paso.
Al llegar al final de la escalera, la anciana religiosa se desvía por una galería estrecha hasta el pozo de los residuos, donde revuelve febrilmente las inmundicias. Nota que sus viejas manos se cierran sobre la bolsa de lona y el hatillo de cuero. Después retrocede reptando por el conducto hasta el pasadizo que desciende en suave pendiente hacia el valle. En ese momento es cuando Parks siente que su mente se separa de ella. En ese momento, los dolores que torturaban su cuerpo comienzan a atenuarse. Marie, sola, contempla a la anciana recoleta que se aleja cojeando hacia el final del túnel. Se sobresalta. Una voz lejana la llama en las tinieblas:
- ¡Parks, por el amor de Dios, despierte!
A medida que el antídoto recorre sus venas, el cuerpo de Marie empieza a rejuvenecer ante los ojos de Carzo. La piel de su rostro cobra firmeza y su cabello se oscurece. Luego, el sacerdote ve cómo se hunde el pecho de la joven mientras ella se incorpora buscando aire como si estuviera ahogándose. «Dios mío, se ahoga…»
Carzo la empuja hacia delante y le da unas palmadas en la espalda con todas sus fuerzas para obligarla a respirar. Una hipada. Mientras su pecho se eleva, Parks profiere un largo grito de terror.
Capítulo 139
Una vez dentro de los Archivos secretos del Vaticano, Valentina se quita los zapatos de tacón para no borrar los indicios y saborea durante un momento la tibieza del entarimado. Después se pone unos guantes de látex y avanza entre las estanterías de cedro que sostienen hileras de expedientes y de pergaminos ordenados por fecha. Impresionada por el silencio del lugar, tiene la sensación de estar recorriendo los departamentos desiertos de unos grandes almacenes donde se hubiera quedado encerrada durante la noche. Por lo que ha oído decir, en esta sala se encuentran archivados los procesos de Galileo y de Giordano Bruno, así como el discurso de Colón ante los sabios de la Universidad de Salamanca que se negaban a creer que la Tierra era redonda.
Deteniéndose en medio de la sala, deja escapar un suspiro de desaliento. Si de verdad debe encontrar las siete obras de Carzo entre los miles de manuscritos que atestan las estanterías, tiene para años. Así que lo mejor será empezar por descubrir en qué parte de la sala están. Por lo que recuerda, el padre Carzo le dijo a Ballestra que esos manuscritos se encontraban en la «gran» biblioteca de los Archivos. Valentina gira sobre sí misma y cuenta no menos de seis, una de las cuales, inmensa, cubre la totalidad de la pared del fondo.
Con la linterna entre los dientes, pasa un dedo por el suelo que queda delante de las primeras bibliotecas. Ni la menor mota de polvo. Se dirige hacia la sexta, tan alta que está provista de cuatro escaleras de mano con ruedas. Hasta allí, la tarima reflejaba el haz de luz de la linterna tan fielmente como lo habría hecho un espejo. Pero cuanto más se acerca la inspectora a la biblioteca, más intensidad parece perder el reflejo luminoso, como si la naturaleza del suelo estuviera cambiando… o, más bien, como si los que lo han pulido se hubieran detenido ahí. Una película de polvo, cada vez más espesa a medida que el haz luminoso se acerca al pie de la biblioteca, cubre el suelo.
Valentina se agacha y pasa un dedo por la tarima. Unas partículas negras y unos hilos de telaraña se adhieren al guante. Se diría que un pasadizo muy antiguo se ha abierto en ese lugar y ha cubierto la tarima con la suciedad que contenía.
Con ayuda de la linterna, no tarda en localizar unas huellas de sandalia sobre el polvo. Siguiéndolas una a una, el haz de luz se detiene sobre la más alejada: media huella; el resto desaparece bajo la biblioteca. Alguien ha permanecido de pie en medio de la nube de polvo en el momento en que el pasadizo se ha abierto.
Capítulo 140
- ¿Está segura de que quiere volver?
Parks mueve lentamente la cabeza en señal de asentimiento. El terror que ha experimentado durante la primera sesión de hipnosis todavía hace latir la sangre en sus sienes. Carzo suspira.
- Lo que me preocupa son los estigmas.
- ¿Los qué?
El sacerdote señala los brazos de Parks. La herida con la que ha regresado del trance se reduce ahora a una fina cicatriz en forma de media luna.
- ¿Qué es eso?
- Una herida que ha aparecido en el momento en que Caleb atacaba a la madre Gabriella con el puñal. Ha empezado a cicatrizar en el instante en que usted ha despertado. Eso significa que su don es todavía más poderoso de lo que había imaginado y que sus trances son similares a los casos extremos de posesión. Si lo hubiera sabido, no la habría llevado ante los Ladrones de Almas. Por eso le pregunto si está realmente segura de querer ponerse en contacto con el inquisidor general Landegaard. Podría ser peligroso.
- No hasta que él llegue al convento de Bolzano. Leí sus informes secretos en el convento de las recoletas de Denver.
- Una parte de sus informes nada más. Solo Dios sabe si nuestras encantadoras bibliotecarias no destruyeron largos fragmentos.
- Por eso es por lo que quiere enviarme allí, ¿no?
- Sí.
- Entonces, vamos. Pero esta vez sin droga. El padre Carzo saca de su bolsa cuatro correas provistas de grandes hebillas y de cierres de seguridad.
- ¿Qué hace?
- Son correas de las que se utilizan en los manicomios.
- Preferiría una pulsera.
- No bromeo, Marie. Cuando estaba en contacto con la madre Gabriella, ha estado a punto de triturarme la mano, y eso que se trataba simplemente de una anciana inofensiva. Ahora va a penetrar en la mente de un inquisidor general en la flor de la vida, un hombre de unos treinta años capaz de matar a un buey con sus manos.
El exorcista pasa las correas alrededor de los brazos y de los tobillos de Parks y las abrocha en la última hebilla sin que la joven tenga ni por un instante la sensación de estar atada. Sin embargo, es incapaz de mover un milímetro los miembros.
- Menudo invento…
- Está ideado para que los trastornados no tengan la sensación de estar inmovilizados en la cama. Eso les evita un aumento de ansiedad. Yo utilizo estas correas para mis pacientes en el estadio último de la posesión. Ninguno se ha quejado por el momento.
Parks intenta sonreír, pero tiene demasiado miedo para conseguirlo.
- Y esta vez, ¿cómo va a traerme de vuelta si las cosas toman un mal giro?
- Todavía no lo sé, pero seguro que se me ocurrirá la manera de hacerlo.
Un silencio.
- ¿Está preparada?
Marie cierra los ojos y asiente con la cabeza.
- Vale. Ahora voy a mandarla al 11 de julio de 1348. Es el día que Landegaard llegó al convento. Su Santidad el papa Clemente VI lo mandaba para investigar sobre el silencio de las recoletas del Cervino.
- Un poco lento de reflejos, el tal Clemente.
- Chisss…, no hable. En la época en la que va a despertar, hace casi un año que la Peste Negra arrasa Europa. En Italia y Suiza, la plaga ha dejado tras de sí cientos de miles de muertos, ciudades desiertas y campos donde solo se oye el graznido de los cuervos y el aullido de los lobos.
Mientras las palabras de Carzo invaden su mente como si fueran bruma, Parks siente que su conciencia se disuelve poco a poco. Tiene la impresión de que su cuerpo está alargándose, como si abriera desmesuradamente los brazos y las piernas.
Capítulo 141
- Año 1348. En la primavera de ese año de tristeza y de desolación, Landegaard sale de Aviñón con sus notarios, sus carretas celdas y su guardia para hacer el censo de los conventos y los monasterios que han sobrevivido al gran mal. Su misión es doble y cruel; no solo debe comprobar que esas comunidades continúan existiendo, sino también asegurarse de que la desesperación y la soledad no las han hecho establecer comercio con el Demonio. Dispone, pues, de plenos poderes para juzgar y condenar a la hoguera a los monjes y a las religiosas culpables de extravío.
A medida que la voz de Carzo se aleja, Parks tiene la sensación de que su cuerpo deja de alargarse. Ahora sus brazos empiezan a llenarse de músculos duros como sogas. Sus hombros se hinchan con un crujido de cartílagos y de tendones. Su cuello y su cara se ensanchan y, mientras lo que le queda de conciencia se desgarra, tiene la certeza de que el volumen de sus piernas también empieza a aumentar. A continuación, su pubis se estrecha y su vientre se endurece como una piedra. Entre sus muslos ha empezado a crecer un sexo. La voz de Carzo todavía canturrea en la superficie de su mente:
- Una última cosa antes de que se duerma: para poder entrar en plena posesión de la mente de Landegaard, es muy importante que comprenda lo que es un inquisidor en estos tiempos tormentosos. En 1348, esos servidores del Papa son ante todo investigadores, buscadores de verdades. En contra de lo que dice la leyenda, raramente torturan y solo queman como último recurso. Su tarea consiste ante todo en recopilar testimonios y dirigir las investigaciones exculpatorias o incriminatorias, exactamente igual que un juez de instrucción de nuestra época. Por ello, cuando reciben el encargo de instruir un caso particularmente candente en el seno de una cofradía contaminada por el Demonio, suelen presentarse bajo el disfraz de viajero perdido. Una técnica de infiltración que les permite presenciar los desenfrenos de que se acusa a la comunidad en cuestión.
Mientras la voz de Carzo se atenúa progresivamente, Marie siente que una mezcla de olores penetra en sus fosas nasales. Efluvios de sudor y de mugre con los que ni la piedra alumbre ni el polvo de arena han conseguido acabar. Y olor de ropa. Una tela rasposa y tosca que le irrita la piel y que huele a humedad y a leña quemada.
- Esas misiones pueden durar desde unos días hasta varias semanas, y no es raro que a un inquisidor desenmascarado lo maten los miembros de la congregación en la que se ha infiltrado. Lo más frecuente es que los asesinos despedacen el cadáver y dispersen los trozos. Los criminales piensan que, de ese modo, cuando otro inquisidor se presente unos días más tarde con sus carretas y sus guardias, podrán escapar a su justo castigo. Pero ignoran un punto importante de los usos de esta extraña policía de Dios: siempre que un inquisidor infiltrado se siente amenazado de muerte o hace un descubrimiento importante, graba un mensaje en una roca a la salida del monasterio o en el duodécimo pilar del claustro, utilizando un código que solo los demás inquisidores saben descifrar.
A medida que Parks pasa al otro lado, el universo se ensancha de nuevo a su alrededor y otros olores empiezan a flotar en el aire.
Algunas de las hierbas aromáticas más intensas que haya aspirado nunca. Olor de piedra caliente y de hierba mojada. Aromas de setas, de menta y de conífera. Ese día había llovido y la tierra, rebosante de agua, restituía todas las fragancias que la impregnaban. Marie aguza el oído para captar la voz de Carzo, que murmura entre la brisa:
- El inquisidor dispone para ello de un estuche que contiene veinticinco pequeños martillos cuyas cabezas, forjadas en forma de letras del alfabeto, le permiten componer su mensaje grabándolo directamente en la piedra. Sabemos que, debido a la naturaleza secreta de su misión, las recoletas también estaban autorizadas a emplear este procedimiento en caso de peligro. Puesto que el claustro de Nuestra Señora del Cervino no ha resistido al paso de los siglos y al frío, esas marcas es lo que debe buscar con prioridad. Las que seguramente la madre Gabriella dejó tras de sí al huir y las que Landegaard grabó a su paso por el convento para alertar a los miembros de su orden de que seguía su pista a través de las montañas. Y no olvide que el tiempo obra en nuestra contra y que debe volver ineludiblemente antes de que Landegaard se marche del convento…
Silencio. Luego el susurro de la brisa. El chasquido de las gotas que caen de los árboles sobre las hojas secas. Un trueno suena a lo lejos. Los caballos piafan y resoplan en la pendiente. A medida que la voz de Carzo se apaga, lo que queda de la conciencia de Parks detecta nuevas sensaciones: un ruido de cascos, el frotamiento de las riendas en sus manos velludas y llenas de callos, sus antebrazos nudosos y fuertes, sus muslos musculosos contra los flancos del caballo.
Aunque ese día había llovido, ni las gotas sobre su sayal empapado ni el rugido de los truenos habían logrado turbar el descanso del inquisidor general, que dormitaba con la cabeza y la espalda inclinadas sobre su montura. Thomas Landegaard abre los ojos ante el cielo rojizo del atardecer, se yergue y aspira una gran bocanada de aire cargado de olor de pino y helecho. A lo lejos, los picos que dominan el pueblo de Zermatt se recortan en la bruma.
Landegaard esboza una sonrisa. Si Dios quiere, esa noche se acostará en una cama de verdad, con la panza llena de una pata de ese cabrito que uno de sus ballesteros mató hace unas horas. Mientras piensa en esas satisfacciones sencillas, el inquisidor no sospecha ni por un instante lo que le espera.
Capítulo 142
Arrodillada sobre la tarima de la sala de los Archivos secretos, Valentina agita un pulverizador de laca y rocía con esta sustancia las huellas que las sandalias de Ballestra han dejado en el polvo. Una vez solidificado el producto en la superficie de las huellas, dispone delante de cada una unos cartelitos numerados del uno al siete para indicar la dirección en la que el archivista se ha desplazado. Después saca su cámara de fotos digital; el flash rasga la oscuridad cada vez más deprisa.
A continuación pasa un dedo sobre las primeras huellas, claras y profundas, que se perfilan la una junto a la otra en el haz de luz. El reflejo de la linterna rebota sobre la tarima pulida, señal de que no hay la menor partícula de polvo; ahí es donde el archivista ha permanecido inmóvil mientras se abría el pasadizo.
Las huellas siguientes están más marcadas en el talón y en la punta. La forma de un pie en movimiento. Valentina pasa el haz de luz de su linterna; el reflejo ha desaparecido, lo que significa que el polvo del pasadizo ya había cubierto ese lugar cuando Ballestra colocó el pie allí.
A unos centímetros de la biblioteca, segundo grupo de huellas profundas la una junto a la otra, polvo acumulado al fondo de la huella, entarimado mate. Justo antes de adentrarse en el pasadizo, el prelado se ha detenido de nuevo en ese lugar: unos segundos de vacilación mientras escruta las tinieblas. El flash de Valentina relampaguea. Luego, la punta de la última huella desaparece bajo la biblioteca. Ballestra se ha internado en el pasadizo antes de que la estantería se cierre a su espalda.
La joven desdobla la lista de citas y recorre la biblioteca con los ojos. Catorce meteos de largo por seis de alto, es decir, al menos sesenta mil manuscritos. Hace un cálculo rápido. Encontrar siete libros en una biblioteca que contiene sesenta mil da, en cada intento…, 1 posibilidad entre 8.752 de escoger el correcto. Una vez encontrados esos siete libros, todavía hace falta descubrir el orden en que esas obras deben ser retiradas de los estantes, o sea, 823.853 posibilidades. Lo que significa que la posibilidad de dar accidentalmente con la combinación correcta desplazando los libros al azar en la biblioteca es de una entre… setecientos mil millones. Ninguna caja fuerte ofrece en todo el planeta una seguridad comparable a ese procedimiento inventado en la Edad Media, ni siquiera en los bancos suizos mejor protegidos, ni en los sótanos blindados de la Reserva Federal estadounidense o las cámaras de hormigón del Banco Mundial. Sin contar con que, para modificar la combinación, basta sustituir los libros por otras siete obras designadas mediante una nueva lista de siete citas. Valentina siente que un sabor de tierra le llena la boca. Día tras día durante siglos, miles de archivistas habían desplazado y vuelto a colocar varias veces esos miles de obras sin que ninguno de esos movimientos hubiera tenido la menor posibilidad de accionar el mecanismo.
La inspectora examina con los ojos la sala de los Archivos secretos. Como en todas las bibliotecas del mundo, la lista completa de los títulos tiene que estar forzosamente registrada en alguna parte. A fuerza de avanzar entre los anaqueles, acaba por distinguir la luz de un ordenador con un salvapantallas en el monitor. Una frase desfila sin fin: Salve Regina, Mater Misericordiae, las primeras palabras de la conocida oración dedicada a la Virgen María en latín. Valentina interrumpe el mensaje pulsando una tecla. La pantalla parpadea y luego aparece un cuadro pidiendo una contraseña.
- ¡Mierda, no puedo creerlo! Pero ¿qué se creen estos gilipollas? ¿Espías?
Pasa los dedos por debajo de la mesa en busca de un duplicado de la contraseña. Nada. Prueba con varias combinaciones al azar. Fechas, números romanos y términos religiosos que le vienen a la mente. Cada vez que hace un intento, la pantalla muestra una ventana de fracaso. La joven se desanima, pero al cabo de un momento una sonrisa se dibuja en sus labios.
- Dios mío, haz que sea tan tonto como eso.
Tecleando a toda velocidad, introduce el mensaje del salvapantalla: Salve Regina, Mater Misericordiae. Luego pulsa la tecla «intro» y nota que el corazón se le acelera al oír crepitar el disco duro.
«Grazie, signora…»
La pantalla muestra ahora el escritorio del ordenador. Valentina hace un doble clic con el ratón sobre el icono de la base de datos. Aparecen miles de títulos en latín y en griego. En la parte superior de esta lista, un campo de búsqueda. Valentina introduce la primera cita. El ordenador empieza a ronronear mientras el procesador recorre el disco duro en busca de las obras que contienen esa frase. Una señal sonora. La pantalla muestra doce manuscritos que corresponden a lo solicitado. Valentina examina las respuestas. Dos obras contienen la frase exacta; las otras se limitan a reproducirla como cita. Se trata de un manuscrito en latín y de su traducción al griego. Como la cita enviada por Carzo estaba escrita en latín, Valentina hace un clic sobre el vínculo correspondiente. La pantalla muestra la respuesta: la Prima Secundae, segundo volumen de la Summa, de santo Tomás de Aquino. Según la base de datos de los archivistas, los cuatro tomos de esa considerable obra se encuentran, efectivamente, en la biblioteca. El emplazamiento exacto del volumen parpadea junto al título: hilera 12, tercer nivel, estante 6.
Valentina introduce la cita siguiente; la traducción aparece automáticamente en la pantalla. «En aquellos tiempos, provisiones de maná cayeron de las alturas». Un fragmento del Apocalipsis siríaco, de Baruc, un relato apocalíptico del bajo judaísmo escrito cien años antes del nacimiento de Jesús. Hilera 50, undécimo nivel, estante 4. Valentina repite la misma operación con todas las citas y anota los resultados que obtiene. Al leer la última en la pantalla, abre los ojos con asombro: «Entonces vi a la Bestia surgir de las aguas y corromper la Tierra. En su vientre palpitaba el ser supremo, el hombre de iniquidad, el hijo de perdición. El que las Escrituras llaman Anticristo y que resurgirá de la nada para atormentar al mundo».
Un fragmento del Apocalipsis de san Juan. Hilera 62, primer nivel, estante 2. Es la última obra de la lista, la que acciona la apertura del pasadizo después de que las demás hayan desbloqueado el mecanismo.
Valentina vuelve a la biblioteca, empuja la pesada escalera hasta la duodécima hilera y sube los peldaños hasta el tercer nivel. Con la linterna entre los dientes, no tarda en localizar los volúmenes encuadernados en piel negra que componen la Summateologica de Tomás de Aquino. Aprieta los dedos en torno al volumen y lo atrae lentamente hacia sí. Aguzando el oído, capta un ruido lejano que se asemeja a los crujidos de una amarra de barco tensada al máximo.
Dejando el manuscrito sobresaliendo del estante, baja y empuja la escalera hasta el punto siguiente. Cada obra que extrae de la biblioteca produce el mismo chasquido característico de los viejos mecanismos de ruedas. Finalmente empuja la escalera hacia un lado y contempla el Apocalipsis de san Juan, colocado a la altura de los ojos. Conteniendo la respiración, extrae lentamente el manuscrito para liberar el último mecanismo; las sacudidas se extienden al conjunto de los estantes. Retrocede unos pasos mientras un interminable chirrido de poleas y de cubos se eleva desde las profundidades de la pared. La pesada biblioteca se abre entonces entre una nube de polvo y deja escapar una corriente de aire tibio que envuelve a Valentina.
Capítulo 143
Hace más de un mes que el inquisidor general Landegaard salió de Aviñón con sus carruajes, su guardia noble y sus notarios. Subió hacia el norte hasta Grenoble y desde allí fue a Ginebra, donde pensó dirigirse hacia Italia atajando por los puertos alpinos. Doblada en un bolsillo de su hábito, lleva la lista de las congregaciones que tiene el encargo de inspeccionar desde las orillas del lago de Serre-Ponçon hasta los lejanos Dolomitas. Catorce conventos y monasterios que han dejado de responder a las exhortaciones de Su Santidad.
El Cervino es la sexta etapa de ese periplo a través de los Alpes. La más peligrosa también; aunque conoce personalmente a la madre Gabriella y confiesa sentir debilidad por esa orden silenciosa al servicio de los designios más altos de la Iglesia, Landegaard sabe también que esos muros albergan el evangelio de Satán y la osamenta de Janus, dos reliquias que constituyen el principal blanco para los innumerables enemigos de la fe. Esta circunstancia hace más preocupante todavía el silencio de las recoletas después del paso de la plaga; por eso esta sexta etapa es la que concentra la atención del inquisidor. Había intentado convencer a Su Santidad de ir directamente allí. Pero Clemente había objetado que cabalgar hasta el Cervino sin hacer un alto en las otras congregaciones que se encontraban en el camino podría atraer la atención sobre la verdadera misión de las recoletas.
Unas horas después de salir de la ciudad de los papas, el inquisidor y su escolta habían pasado junto a las últimas fosas abiertas en la tierra de Provenza, donde hombres agotados cubrían de cal los cadáveres. Luego habían atravesado pueblos abandonados y campos vacíos sin volver a encontrar un alma viva.
El mismo silencio y la misma sensación de soledad se han abatido poco a poco sobre la pequeña tropa que se acerca al pueblo de Zermatt. Desde hace algunas leguas, un extraño olor de armazones de casas quemados y de fuego ha empezado a flotar en el aire, lo que hace fruncir la nariz de los jinetes, que buscan su procedencia.
Landegaard es el primero en ver las ruinas carbonizadas del pueblo. Cuatro guardias que bromean en la retaguardia de la columna se callan de golpe al descubrir la visión: granjas devoradas por el fuego y graneros derrumbados sobre familias enteras; el inquisidor encuentra sus esqueletos carbonizados en medio de los escombros. Landegaard alza los ojos hacia las murallas del convento, que se recortan a lo lejos a la luz rojiza del crepúsculo. Una bandada de cuervos traza círculos alrededor de las torres. Entonces, sin pronunciar una palabra, Landegaard monta en su caballo y toma el sendero de mulas que sube por las estribaciones del Cervino.
Capítulo 144
Tras detener a su caballo a tiro de piedra del convento, Landegaard alza los ojos hacia la cima del precipicio y las murallas desiertas. Se acerca la trompa a los labios y emite cuatro señales largas; el eco hace que se eleven algunos cuervos en el cielo lechoso. Acecha el silencio esperando distinguir el chirrido de una polea, pero solo oye los graznidos de los pájaros y el silbido del viento. Tal como temía, ninguna cuerda surge de la bruma para izar a la tropa hasta la cima.
Landegaard escruta las troneras. Nadie. Al volverse hacia sus notarios para hacerles constar en los registros que el Cervino no responde, su mirada distingue unas formas oscuras tendidas un poco más allá, al pie del precipicio. Golpea con las espuelas los flancos de su montura, que se pone en marcha piafando.
A medida que se acerca, Landegaard se crispa sobre la silla al descubrir que las formas encogidas llevan el hábito de las recoletas. Once cadáveres estrellados contra el suelo. La disposición de los cuerpos indica que las religiosas han caído las unas encima de las otras desde el mismo lugar de la muralla. Landegaard alza los ojos y ve, muy por encima de la masa de las murallas, un parapeto. Imposible caerse con semejante pretil, a no ser que uno lo escale, o que se precipite al vacío.
Landegaard se inclina hacia los cadáveres desde lo alto de su montura, que piafa, nerviosa. A juzgar por la negrura de su piel, las desdichadas han pasado todo el invierno a la intemperie y sus líquidos se han congelado por efecto del frío. Cuando la nieve ha empezado a ablandarse, sus cadáveres se han momificado. De ahí el olor rancio que transporta la brisa y el relativo buen estado de conservación en el que se encuentran.
El inquisidor general desmonta y se inclina sobre una religiosa; sus ojos vidriosos han permanecido muy abiertos por efecto del pánico. Seguramente el vértigo de la caída… No, se trata de otra cosa. Landegaard aparta la toca de la monja; el cuello de la desdichada ha sido devorado hasta los tendones por una potente mandíbula. Examina la herida con la yema de los dedos enguantados. Demasiado ancha para haber sido hecha por un lobo y demasiado estrecha para haberlo sido por un oso. El hielo habría impedido semejante mordedura después de la muerte, y ninguna otra parte de los cuerpos ha sido profanada. Lo que significa que las religiosas fueron mordidas por algo que se abalanzó sobre ellas en la cima de las murallas, algo que les arrancó la garganta antes de que cayeran al abismo. Landegaard ve brillar un objeto entre la carne reblandecida por el deshielo. Saca una pinza del bolsillo, hurga en la herida y, tras extraer el instrumento, lo levanta para exponerlo a la luz. Se queda mirándolo fijamente. Ese objeto que reluce ante sus ojos bajo los rayos del sol poniente es un diente humano.
Capítulo 145
La inspectora Valentina Graziano avanza por el pasadizo secreto que serpentea bajo el Vaticano. Está tan oscuro que tiene la sensación de estar nadando en una piscina llena de tinta. Entre estas tinieblas caminó Ballestra hacia su destino unas horas atrás. Para seguir mejor su rastro, se ha puesto unas gafas de visión nocturna que confieren una tonalidad azulada a la oscuridad del túnel. De ese modo puede ver a la vez las huellas que el archivista ha dejado en el suelo y las marcas térmicas que sus manos han dejado en las paredes.
La joven aspira los olores que impregnan el pasadizo: de piedras antiguas y de tierra húmeda. Una estela de tabaco y canela flota aún en la superficie de esos viejos olores inmóviles: el agua de colonia de Ballestra. A juzgar por las profundas huellas que ponen de relieve en algunos lugares el paso lento y prudente del archivista, este se detuvo varias veces para examinar la arquitectura del sótano.
Cuando el eco de sus pasos parece alejarse y las paredes del sótano se separan, Valentina regula sus gafas nocturnas a la máxima potencia. Consulta el plano milimetrado de los sótanos del Vaticano que ha tenido la precaución de llevar consigo. Los cimientos de la ciudad están atestados de catacumbas excavadas en tiempos de los romanos. Algunas galerías muy antiguas datan de la época de Nerón y conectan varios lugares del centro, entre ellos los vestigios del Senado imperial y del palacio de los emperadores. Otros pasadizos subterráneos, la mayoría derrumbados, unen las siete colinas de Roma. Las últimas galerías, más recientes, enlazan las diversas dependencias del Vaticano, así como los edificios de la Iglesia que se alzan fuera de los muros de la ciudad.
La inspectora busca en vano en el plano el pasadizo que acaba de tomar, que debería aparecer como una línea de puntos bajo los adoquines de la plaza de San Pedro. Su dedo se desliza por el mapa. Por el número de pasos que ha contado en las tinieblas y por las dos curvas que hay, la Cámara de los Misterios debe de hallarse debajo de la basílica. Y para llegar a la basílica desde los Archivos en tan pocos pasos y trazando tan pocas curvas, el pasadizo subterráneo solo puede haber sido excavado bajo los adoquines de la plaza. Sin embargo, en esa zona del mapa el suelo está desesperadamente lleno.
Más extraño aún es que esa gigantesca abertura practicada en los cimientos de la basílica no aparece en ninguna parte, mientras que las grutas vaticanas en las que se inhuma a los papas forman amplias manchas claras en el plano que Valentina despliega. Lo que significa que la Cámara de los Misterios y el pasadizo subterráneo que conduce a ella fueron excavados en el más absoluto secreto. Un secreto que ha perdurado durante siglos y por el que un anciano ha muerto.
La joven avanza hacia el centro de la sala. Si sus cálculos son exactos, ahora se encuentra en la vertical de la tumba de san Pedro, a unos metros del lugar donde en estos momentos reposa el Papa sobre el catafalco que han montado para exponer sus restos ante la multitud de fieles. La inspectora pega la oreja al pilar central de la Cámara de los Misterios y oye las notas lejanas del gran órgano, que penetran a través de los cimientos. Imagina, a mucha distancia por encima de ella, los frotamientos de esas suelas que convergen lentamente hacia el catafalco. Una marea de almas en pena avanzando envueltas en el Stabat Mater de Pergolesi, con sus notas suspendidas en las brumas de incienso como lágrimas.
Valentina abre bien los ojos e inspecciona la estancia. Entre los pilares, extendiéndose hasta donde alcanza la vista, unos tabernáculos tapizados en terciopelo rojo parecen haber sido registrados. Los nombres de los diversos papas de la cristiandad están grabados en el mármol sobre los cubículos. Levanta algunas colgaduras. Los cubículos están vacíos. Según lo que Carzo dijo a Ballestra, aquí es donde se depositan los secretos más comprometidos de la Iglesia desde la noche de los tiempos. Aquí es también donde el archivista fue asesinado, a juzgar por la enorme cantidad de sangre que puede verse al pie del cubículo de san Pío X. Cuatro litros tirando por lo bajo. Aquí es donde el archivista fue torturado y degollado antes de que su asesino decidiera desplazar su cuerpo. Valentina sigue con los ojos los regueros de sangre que se alejan hacia el fondo de la sala. Sus gafas nocturnas perciben un reflejo bajo el cubículo. Se inclina y esboza una sonrisa en la oscuridad. El asesino de Ballestra, demasiado ocupado vaciando la Cámara de los Misterios, no vio la grabadora digital que su víctima había dejado en el suelo. La inspectora la recoge y pulsa la tecla de escucha. El aparato emite una señal sonora. Luego, el susurro aterrado de Ballestra retumba en medio de las tinieblas.
Capítulo 146
- ¿Marie?
Acompañando su respiración entrecortada, un denso vaho escapa de los labios entreabiertos de la joven. Carzo tirita. Hace unos minutos que la temperatura del refectorio ha empezado a bajar, como si una ola de frío estuviera envolviendo el convento. No, es otra cosa, algo que Carzo se esfuerza en negar con la misma fuerza con la que se niega a admitir que el color de las paredes está cambiando y que los olores se transforman. Olores de lana y de estiércol empiezan a reaparecer. Olores humanos se reconstruyen asimismo en las corrientes de aire con el recuerdo de las recoletas. El convento despierta. Carzo se yergue al oír los susurros que llenan ahora el silencio, clamores amortiguados, gritos y cánticos. Ruidos de pasos también, sonidos de campanas y chasquidos de puertas. El convento recuerda. Como si el trance de Parks estuviera proyectando al sacerdote al pasado, junto con los muros, los olores y todo lo demás.
- Marie, ¿me oye?
La misma respiración rápida. El mismo vaho que escapa de entre los labios de la joven. Ve latir una vena en la frente de Parks. La chica, dormida, lucha contra algo.
Carzo oye que crujen las correas que sujetan los brazos de la joven. Baja los ojos y se queda petrificado. Los antebrazos de Parks están cubriéndose de cardenales bajo la presión que sus músculos ejercen sobre el cuero. Intenta zarandear por los hombros a Parks, pero sus articulaciones están tan duras que no consigue moverla ni un milímetro.
- ¡Marie, esto está yendo demasiado lejos! ¡Tiene que despertar!
Parks abre los ojos. Sus pupilas están dilatadas al máximo. Su voz vibra en el silencio.
- Se está acercando. Dios mío, se está acercando…
Capítulo 147
- Me llamo monseñor Ricardo Pietro Maria Ballestra. Nací el 14 de agosto de 1932 en la Toscana. Mi madre se llamaba Carmen Campieri y mi padre Marcello Ballestra. Mi nombre secreto de archivista es fray Benedetto de Mesina. Doy estos datos para demostrar que soy el autor de esta grabación.
La inspectora Valentina Graziano se pega la grabadora digital a la oreja para oír mejor los susurros de Ballestra.
- Esta noche, a la una de la madrugada, me ha despertado el padre Alfonso Carzo; me llamaba después de haber dejado la Amazonia, adonde había sido enviado para investigar unos casos de posesión extrema. Afirmaba haber descubierto unos frescos muy antiguos en los vestigios de un templo azteca. Unos bajorrelieves que describían escenas bíblicas, lo que parece corroborar los testimonios de los conquistadores que desembarcaron después de Colón en las costas de América. Los indígenas que salieron a su encuentro los recibieron como si fueran dioses. Los testimonios relatan que ya habían ido hombres blancos allí hacía mucho tiempo y que los indígenas esperaban su regreso. Todo parece acreditar la tesis de numerosos estudios científicos que afirman que unos misioneros católicos llegaron a América mucho antes que los españoles. Con la diferencia, sin embargo, de que los frescos vistos por Carzo en la jungla amazónica no representaban al Jesucristo de las Escrituras sino a su doble satánico: una bestia feroz a la que los antepasados de los aztecas habían clavado en la cúspide de una de sus pirámides, algo que había provocado el fin de su civilización. Janus, el hijo de Satán. El azote de los olmecas.
Valentina sube el volumen para contrarrestar el crujido de los documentos que el archivista consulta mientras habla.
- Justo después de la llamada del padre Carzo, he descubierto en los cimientos de la basílica la Cámara de los Misterios, que tantos de mis predecesores han buscado antes que yo. Aquí se encuentran almacenadas las correspondencias secretas que los papas se transmiten desde hace siglos por el procedimiento del sello pontificio. Ha sido rompiendo esos sellos como he descubierto la existencia de una profunda investigación interna encaminada a poner al descubierto las obras del Humo Negro, una conspiración de cardenales que, desde hace siglos, extienden su poder en el seno del Vaticano. Hace más de seiscientos años que esa cofradía intenta encontrar el evangelio de Satán, un manuscrito que supuestamente contiene la prueba de una mentira tan enorme que la Iglesia se derrumbaría si llegara a ser revelada. Por lo que he podido descubrir, el Humo Negro también intriga y asesina con la finalidad de recuperar un cráneo humano que muestra unas heridas que aportarían la prueba definitiva de que los evangelistas han mentido.
Valentina cierra los ojos. Es más grave aún de lo que había imaginado.
- Si creemos lo que dice este manuscrito, después de la negación de Cristo en la cruz, unos discípulos se llevaron el cadáver de Janus a unas grutas del norte de Galilea. Allí escribieron su evangelio antes de enviar misioneros hacia el norte para extender la palabra del Anticristo. Actualmente sabemos, por las huellas de evangelización que dejaron tras de sí, que esos misioneros atravesaron Mongolia y Siberia. Desde allí, cruzaron los hielos del estrecho de Bering y bajaron por el continente americano bordeando las costas del Pacífico. Así fue como llegaron al litoral de México, de Colombia y de Venezuela. Esta es la tesis que según unos investigadores americanos explicaría la presencia del Diluvio y de los mitos de la Creación en civilizaciones que nunca habían tenido ningún contacto entre sí. En su momento, la Iglesia descartó esa teoría. Y sin embargo, sabía… Dios mío…
Crujido de papel. Ballestra desenrolla otros pergaminos.
- Acabo de encontrar en el cubículo del papa Adriano VI unos viejos cuadernos de piel, que parecen diarios de navegación, en los que los exploradores del Nuevo Mundo consignaban sus descubrimientos… El Valladolid, el buque insignia de Hernán Cortés… Uno de los cuadernos contiene una antiquísima carta náutica, cubierta de una espesa capa de cera, donde los cabos parecen seguir los vientos y la ruta de las estrellas. En el forro del segundo cuaderno, otro mapa, este terrestre, aparece cubierto de símbolos aztecas y mayas, así como de cruces de color rojo sangre que parecen indicar misteriosos emplazamientos dispersos por la cordillera de los Andes y los altiplanos de México.
Crujidos de papel. Ballestra murmura para sí mientras descifra los documentos. Luego, su voz suena de nuevo en la grabadora:
- Acabo de descubrir en el mismo cubículo unas cartas de Cortés dirigidas a la Inquisición española y a los eclesiásticos de la Universidad de Salamanca. En el momento en que envía estos correos, Cortés y sus conquistadores han llegado al corazón del imperio azteca con la orden de someterlo a traición. Cortés explica que el emperador Moctezuma los toma por unos dioses que habían prometido regresar. Por eso sus enemigos les ofrecen su hospitalidad y les permiten asistir a una extraña ceremonia religiosa. El templo azteca donde se desarrolla este culto está decorado con una pesada cruz de mármol sobre la que hay una corona de espinas ensangrentada, y la ceremonia es una réplica de la santa misa: un sacerdote con la túnica cubierta de plumas oficia ante un altar pronunciando palabras sagradas en una mezcla de varios dialectos. Turco y latín. Pero eso no es todo: cuando la ceremonia está tocando a su fin, Cortés ve que el sacerdote azteca pone en dos copas de oro unos trozos de carne humana y un líquido rojo que parece sangre. Luego, ante los ojos del conquistador, los fieles forman dos filas y se arrodillan delante del sacerdote para recibir la comunión.
Una pausa. Después, la voz de Ballestra rompe de nuevo el silencio. Parece agotado.
- ¡Señor!… Esto demuestra que los aztecas fueron efectivamente evangelizados por misioneros herejes mucho antes de la llegada de las carabelas de Colón. Esto explica también los descubrimientos del padre Carzo en el templo amazónico y prueba que los discípulos de la negación bajaron hasta las costas de México después de haber cruzado el estrecho de Bering. Fueron ellos quienes hicieron creer a los aztecas que Janus era el azote de los olmecas y que debían venerarlo si no querían conocer la misma suerte que sus antepasados. Esto es lo que la Iglesia intenta ocultar desde hace siglos. La gran mentira.
Valentina empieza a tomar conciencia del atolladero en el que se ha metido. Oye cómo Ballestra registra los demás cubículos.
- Dios mío, te lo suplico, haz que no sea eso…
Crujido de papel. La voz del archivista se quiebra.
- Tengo la prueba de que, para ocultar esa mentira y recuperar el evangelio de Satán utilizando los medios que sean necesarios, los cardenales del Humo Negro asesinan a los papas desde el siglo XIV. Su primera víctima fue Su Santidad el papa Clemente V, que murió envenenado en Roquemaure el 20 de abril de 1314. Según los documentos que estoy encontrando en los últimos cubículos, la lista de los crímenes perpetrados por la cofradía del Humo Negro asciende en total a veintiocho sumos pontífices asesinados en algo menos de cinco siglos.
Un chasquido. El archivista acaba de dejar la grabadora en el suelo para tener las manos libres. Su voz queda cubierta un momento por el ruido de los pergaminos que desenrolla a toda prisa. Acaba de encontrar un informe pericial que data de 1908 y lo comenta a medida que va leyéndolo.
- El veneno utilizado por esta cofradía es un potente neuroléptico que sume a la víctima en un estado de catalepsia cercano a la muerte. Sin embargo, ese producto indetectable en los análisis deja al menos una huella fácilmente identificable para quien sabe lo que busca: una especie de depósito carbonoso que se forma en el interior de las fosas nasales de la víctima. Exactamente igual que el que he visto en el cadáver del papa que acaba de morir.
Valentina oye el ruido de la antorcha que el archivista acaba de dejar caer.
- Dios mío, hay que hacer pública a toda costa la mentira antes de que el Humo Negro se apodere del Vaticano…
Sus pasos se alejan. Se le oye murmurar en la distancia; luego vuelve a acercarse a la grabadora. Frufrú de sotana: se agacha. Un choque. Un grito sofocado. Unos ruidos húmedos y metálicos, como puñaladas. Una última queja resuena bajo la bóveda. Ahí acaba el camino de Ballestra. La inspectora se está inclinando para examinar más de cerca los rastros de su agonía cuando sus gafas de visión nocturna perciben una forma azulada que avanza disimuladamente entre los pilares de la Cámara de los Misterios.
Capítulo 148
Una vez ha guardado su macabro descubrimiento, Landegaard ordena a su escolta que abra un camino en el precipicio con cuerdas y clavijas a fin de izar a los notarios y sus baúles de registros. Por su parte, tras negarse a que tiren de él como si fuera una mula, se ata una cuerda a la cintura y efectúa el ascenso solo.
- Ánimo, muchachos, ya estamos cerca.
El inquisidor acaba de llegar a la cima de las murallas y pasa por encima del parapeto agarrándose de la mano que le tiende uno de sus guardias. Después se asoma al vacío para guiar con la voz a los aterrorizados notarios, a los que la escolta iza con la fuerza de sus brazos. Abajo, los cadáveres de las recoletas parecen contemplar el cielo.
Reunida su tropa en la explanada, Landegaard se dirige hacia la pesada puerta de hierro que comunica con el convento. Acerca los ojos al ventanillo, que está abierto. Al otro lado, una amplia sala con las paredes encaladas. Ni el menor movimiento en los pasillos, ni el menor ruido salvo los silbidos de la brisa que circula entre las vidrieras, que las recoletas han olvidado cerrar.
Después de abrir con su llave maestra de inquisidor, Landegaard y sus hombres se reparten el edificio: mientras que un puñado se reserva los pisos superiores, el inquisidor y su guardia toman la escalera que desciende hacia las salas secretas del convento. Allí, al ver las puertas derribadas y las bibliotecas volcadas, Landegaard comprende que lo irreparable se ha producido.
Arrodillado al pie de la chimenea, contempla los compactos montones de ceniza que las corrientes de aire arremolinan en el hogar. A juzgar por los cristales de hielo que se han formado en el conducto, los fogones deben de haber permanecido apagados durante largos meses. Removiendo cuidadosamente las cenizas con ayuda de un atizador, la mano enguantada de Landegaard halla fragmentos de papel chamuscado y trozos de cubiertas. Pasa un dedo por la capa de hollín adherida a los morillos. Su olfato identifica sin dificultad un depósito pegajoso: el olor del cuero con que se cubren los manuscritos. El inquisidor se vuelve hacia las estanterías derribadas. Las recoletas, atrapadas, aplicaron al pie de la letra la regla de las bibliotecas prohibidas: destruir las obras antes que dejar que el enemigo se apodere de ellas.
Landegaard continúa removiendo las cenizas. Esquirlas duras y blancas han caído al fondo del hogar. Las recoge y las examina en silencio. Parecen huesos. Después encuentra una muestra mucho mayor y la saca con unas pinzas: un trozo de tibia humana seca y quebradiza, que el fuego ha devorado en unos minutos. Guarda su hallazgo en un estuche de terciopelo y examina el suelo. Huellas de bota aparecen encima de las de sandalia; botas de jinete con las suelas llenas de barro han manchado ese lugar preservado. Otras huellas de sandalia se detienen al pie de una pared donde el ojo experto del inquisidor adivina el ligero hundimiento de una puerta secreta. Tocando el tabique, enseguida localiza el mecanismo que acciona la apertura. El tabique gira con un chirrido de bisagras. Una estancia secreta. Las mismas huellas de sandalia en el polvo. Un escondrijo abierto en la pared. En el centro de la habitación, Landegaard ve unos cofres abiertos y unos trozos de lona. Entonces comprende que los huesos que acaba de encontrar en el hogar proceden del esqueleto de Janus. Pero -en esto el inquisidor es tajante- entre las cenizas no había ni dientes ni articulaciones de mandíbulas, por lo que se aferra a esa esperanza. Con un poco de suerte, la recoleta que recuperó la osamenta quizá logró salvar el cráneo de Janus. A no ser que muriera en el transcurso del ataque y que las dos reliquias acabaran cayendo en manos del enemigo, lo que sería una catástrofe sin precedentes en la historia de la Iglesia. Porque, si los secretos que contiene el evangelio llegaran a ser revelados en estos tiempos de peste y de caos, la cristiandad se derrumbaría en unas semanas. Ciudades y continentes destruidos a sangre y fuego, el fin de los reinos y de los imperios, ejércitos de criminales incendiando las iglesias y colgando a los clérigos de los árboles antes de dirigirse a Roma para destituir al Papa. Mil años de tinieblas abatiéndose sobre el mundo. El reinado de la Bestia.
Landegaard se dispone a salir de la estancia secreta para reunirse con sus hombres cuando un largo toque de cuerno suena en los pisos superiores del convento. El destacamento enviado a esa parte del edificio acaba de encontrar algo.
Capítulo 149
El asesino que avanza en la Cámara de los Misterios parece desplazarse rozando el suelo. Lleva un sayal y una capucha de monje que oculta completamente su rostro.
Valentina se refugia detrás de un pilar y desenfunda su Beretta. Inserta una bala en la culata y hace saltar el seguro. A continuación aguza el oído. El monje no hace ningún ruido al caminar.
Cuando considera que el asesino se encuentra a menos de cincuenta metros de ella, sale de detrás del pilar y apunta a la forma que avanza a la luz azulada de sus gafas.
- ¡Alto! ¡Policía!
La reacción del monje ante esta intimidación es prácticamente nula. Valentina siente que el estómago se le contrae. O ese tipo está sordo o es un tarado declarado. Levanta el martillo del arma.
- Se lo advierto, ¡deténgase inmediatamente o disparo!
Ve brillar en la oscuridad el destello de una hoja mientras el monje abre los brazos. Una potente oleada de cólera mezclada con terror la invade.
- Escúchame atentamente, cabrón de mierda, o sueltas el arma ahora mismo o te mato como a un perro.
El monje levanta la cabeza. Valentina ve brillar sus ojos en la oscuridad de la capucha. Siente que su vejiga se contrae. El asesino sonríe.
La inspectora dispara cuatro balas seguidas que alcanzan al monje en el hombro. El primer impacto lo detiene en seco. Los otros le hacen retroceder unos pasos. Valentina oye rebotar los casquillos en el suelo. Cuando lograr ver a través del humo que escapa de la culata, se da cuenta de que el monje sigue avanzando. Se esfuerza en calmar los latidos desbocados de su corazón y apunta con el arma al tórax del hombre. Luego, con un pie hacia atrás, como en los entrenamientos, dispara nueve balas blindadas que destrozan el pecho del monje y proyectan largos chorros de sangre tras producirse los impactos. El hombre cae de rodillas. Nueve casquillos humeantes quedan depositados sobre el polvo. Cuando Valentina vuelve a abrir los ojos, el olor de la pólvora le quema las fosas nasales. Se estremece al ver que el monje se levanta lentamente. Titubea un instante y luego echa a andar apretándose las heridas con una mano.
«Dios mío, es imposible…»
El pulgar de la joven libera el cargador vacío, que rebota en el suelo. El monje está a diez metros escasos. La inspectora introduce otro cargador y lo vacía gritando con todas sus fuerzas:
- ¡Mierda! ¿Es que no vas a palmarla nunca, pedazo de bestia?
La capucha parece caer bajo la ráfaga de proyectiles que hacen estallar el rostro del monje. Este titubea y suelta el puñal, después de lo cual cae de rodillas y se desploma.
Valentina expulsa el segundo cargador, vacío, introduce el último que le queda y, con un chasquido, inserta una bala en la recámara. Sin aliento, avanza lentamente hacia el asesino. Apuntando a la capucha empapada de sangre, dispara cuatro tiros más que retumban en el silencio. Cuando está segura de que el monje no volverá a levantarse, rompe a llorar.
Capítulo 150
Hace cada vez más frío. El padre Carzo contempla las marcas violáceas que las tiras de cuero dibujan en los antebrazos de Parks. La respiración de la joven continúa siendo sibilante. Sin embargo, el ritmo al que su pecho se mueve no corresponde en absoluto a esa respiración, como si algo respirara a través de ella, algo que se apodera progresivamente de su cuerpo. O más bien como si, tomando poco a poco el control de Parks, esa cosa se hiciera cada vez más… presente. Sí, es eso lo que le hiela la sangre a Carzo mientras el rostro de la joven se contrae: la cosa que crece en Parks está imponiéndose.
- ¿Marie?
Un silbido ronco y profundo. Las tiras de cuero se tensan debido a la presión de los antebrazos. Carzo se vuelve. Los colores del refectorio están cambiando y los antiguos tapices que lo decoraban en la Edad Media reaparecen. Sus motivos cubren ahora las manchas claras que dejaron en las paredes. Colgaduras cargadas de polvo y de recuerdos. Carzo se sobresalta al oír el lamento de un cuerno a lo lejos. Se vuelve hacia Parks y se da cuenta de que lo observa fijamente.
- ¿Marie?
El sacerdote clava la mirada en la de la chica. No son sus ojos.
- ¡Por el amor de Dios, Marie! ¡Tiene que despertar! ¡Estoy perdiéndola otra vez!
Silencio. Luego, un sonido de cuerno en las tinieblas. Carzo se yergue al oír ruido de botas en la escalera de la fortaleza.
- ¿Marie?
Una voz grave y melodiosa hace vibrar la garganta de Parks:
- Mi nombre es Thomas Landegaard, inquisidor general de las marcas de Aragón, Cataluña, Provenza y Milán.
- Marie, sea buena y despierte.
Las correas ceden con un chasquido mientras la joven se levanta y se dirige hacia las mesas del refectorio.
Capítulo 151
Valentina abandona el cadáver del monje en la Cámara de los Misterios para seguir el rastro de sangre que este dejó en el suelo al arrastrar el cuerpo de Ballestra. Al fondo de la sala, toma un pasadizo secreto que ha quedado abierto en la pared.
Cada vez más fuertes a medida que la inspectora sube los peldaños, las notas del órgano hacen vibrar el silencio. Al final de la escalera, sale del pasadizo y examina el túnel estrecho y abovedado al que acaba de llegar. Reconoce el cubículo iluminado donde descansan los restos de san Pedro. Por tanto, se encuentra en la galería abierta al público que pasa por debajo de la tumba de la basílica. Tras guardar la automática, Valentina sube los pocos peldaños que la separan de la superficie.
* * *
El órgano ataca los primeros compases de la Pasión de Bach cuando ella sale en medio de la multitud de peregrinos. Se apoya en un pilar; después de la atmósfera cerrada de la Cámara, los vapores de incienso y las notas ensordecedoras de la música sacra han estado a punto de hacer que se desmaye. Expuestos ante el altar, los restos mortales del Papa están rodeados por un cordón de guardias suizos con uniforme de gala. Cuatro filas de cardenales con sotana púrpura están arrodillados al pie del féretro, un verdadero ejército de prelados que la multitud bordea al rodear el catafalco antes de dirigirse lentamente hacia la salida.
Apoyada en el pilar, Valentina piensa en qué haría esa multitud recogida y apenada si ella se pusiera de repente a gritar que tiene la prueba de que el Papa ha sido asesinado y de que son los cardenales quienes han cometido el crimen. Cierra los ojos para dejar de ver esos fantasmas que la rodean. Si gritara eso a través de los clamores del órgano, sin duda miles de rostros anónimos se volverían hacia ella, le sonreirían, tomándola por una loca, y reanudarían su procesión silenciosa al tiempo que los guardias suizos la detendrían sin brusquedad para entregarla a su comandante. «No. Se abalanzarían sobre mí para devorarme viva».
Valentina se estremece. Por esa razón no dice nada y se deja llevar por la riada de gente hacia la salida. No obstante, echa un vistazo por encima del hombro y ve que el comandante de la guardia murmura algo al oído del camarlengo Campini, arrodillado en un reclinatorio. El anciano escucha con la cabeza baja. Luego susurra a su vez unas palabras al oído del comandante. Parece furioso. El coloso se incorpora y hace una seña a un destacamento de su guardia, que desaparece tras él por una puerta secreta.
La joven intenta abrirse paso a codazos para llegar más deprisa a la salida, pero la afluencia es tal que lo único que consigue es atraer miradas molestas y provocar murmullos de reprobación. Diez minutos más tarde, cuando llega por fin al pórtico azotado por la lluvia, el destacamento de los guardias suizos ya ha tomado posición allí. Apostado en lo alto de la escalera, el comandante mira pasar la multitud. No, escruta las caras. El viento que barre la plaza hace tiritar a Valentina. Su primer impulso es retroceder, pero la muchedumbre se lo impide. Entonces se refugia bajo un paraguas, dirige una sonrisa al peregrino que le presta cobijo y aprovecha para pegarse a él mientras la procesión pasa por delante de los guardias. Siente que la mirada del coloso se detiene sobre el paraguas. Intentando no apretar demasiado fuerte el brazo del peregrino, avanza. Ya está, acaba de llegar al final de la escalera. Mientras se pierde entre la multitud, echa un vistazo rápido por encima de su hombro. El coloso mira hacia otro lado. Suelta a su peregrino y se escabulle entre las columnas que bordean la plaza. Luego echa a correr sobre los adoquines húmedos del Borgo Santo Spirito y llega en unas zancadas al puente que cruza el Tíber. Allí, con los dientes castañeteando bajo la lluvia, conecta el móvil y marca el número personal de Mario Canale, el jefe de redacción del Corriere della Sera.
Capítulo 152
Mientras la alarma resuena en las tinieblas, el inquisidor y sus guardias corren por la escalera que conduce a las salas superiores del convento. Allí, llegan a un ancho corredor que asciende en suave pendiente. Al final, una puerta que da al refectorio y que Landegaard casi arranca de sus goznes empujándola con un hombro.
El hombre que ha tocado el cuerno está arrodillado en el suelo. Los demás guardias del destacamento están pálidos. Las recoletas asesinadas quedaron atadas sobre las mesas del refectorio con cuerdas de cáñamo. Como los cadáveres abotargados han empezado a descomponerse con el deshielo, regueros de líquidos corporales traspasan su ropa y se mezclan con la sangre seca que cubre la madera. Los olores se suman al de la sopa enmohecida que aún permanece pegada al fondo de las escudillas.
Pasando de una mesa a otra, Landegaard examina detenidamente los cuerpos. El estómago se le revuelve a medida que descubre el espantoso suplicio que las recoletas han sufrido: los ojos reventados, la lengua arrancada, el sexo profanado y los miembros desollados. Unas sevicias extremas que en ocasiones practica la Santa Inquisición. Pero con la diferencia de que, en este caso, esas torturas demuestran un odio y una furia tan desenfrenados que solo pueden haber sido cometidas por secuaces de Satán o por soldadotes abyectos. Quienes torturaron a las religiosas no solo intentaban hacerlas confesar; también querían vengarse de algo, como si ellos mismos hubieran sido interrogados de un modo similar en otros tiempos. Landegaard busca en su memoria. La última vez que la Inquisición había infligido semejantes tormentos fue cuarenta años atrás en las mazmorras del rey de Francia, cuando los templarios fueron torturados durante meses antes de confesar finalmente sus crímenes.
El inquisidor se vuelve hacia uno de sus guardias, que se acerca tendiéndole un medallón que ha encontrado entre el polvo. Enrollando la cadena alrededor de su mano enguantada, Landegaard examina los ornamentos. Una estrella de cinco puntas rodeando a un demonio con cabeza de macho cabrío. El símbolo de los Ladrones de Almas.
Landegaard examina los demás cadáveres del refectorio. Rostros machacados y cuerpos martirizados entre los que se esfuerza en vano en identificar el de la madre Gabriella. Catorce en total. Con las siete desdichadas a las que los Ladrones de Almas arrojaron desde lo alto de las murallas, veintiuna siervas de Dios perdieron la vida esa noche. Landegaard se acerca a uno de sus notarios, que acaba de encontrar el registro del convento. Aparte de una recoleta fallecida a causa de la gripe a principios del invierno, solo falta la madre superiora, de quien los guardias no han encontrado rastro alguno.
El inquisidor se acerca a la última mesa. Está vacía y cubierta de sangre seca. Se agacha para recoger unos trozos de cáñamo del suelo. Sobre esa mesa torturaron a la madre Gabriella a la vez que a sus monjas. Al no obtener ninguna respuesta, los Ladrones de Almas debieron de ir a registrar la fortaleza. Y la religiosa aprovechó ese momento para huir.
Landegaard sigue con la mirada el rastro de sangre seca en el suelo. La anciana recoleta encontró fuerzas para levantarse y atravesar el refectorio hasta otra puerta que da al claustro.
Siguiendo esa pista por el pasillo, Landegaard se detiene delante de un gigantesco tapiz de Mortlake. Las huellas se interrumpen ahí. El inquisidor levanta el tapiz y ve las huellas ensangrentadas que la recoleta dejó tanteando la pared. Coloca los dedos en los mismos puntos. Un chasquido. Una corriente de aire glacial escapa de la brecha que se abre en la pared. Al otro lado, una escalera desciende en las tinieblas: un pasadizo secreto que existe en todos los conventos y las abadías-fortaleza de la cristiandad y que los arquitectos de los monasterios designan con el término de «camino de huida». Por esa salida de emergencia es por donde las congregaciones tienen orden de escapar en caso de peligro de muerte. Ese camino secreto debe de llevar a varios kilómetros del convento. Por ahí es por donde la madre Gabriella escapó.
Capítulo 153
Mientras avanza por el puente que cruza el Tíber, Valentina escucha varias veces el tono de llamada a través del auricular de su móvil. Finalmente Mario descuelga. Al notar por la voz de la joven que algo no va bien, el jefe de redacción del Corriere dice sin rodeos:
- Supongo que no me llamas para hablar del tiempo.
- Estoy de mierda hasta el cuello, Mario.
- Te escucho.
La inspectora hace un resumen de la situación. Cuando ha terminado, Mario se queda un momento en silencio.
- Muy bien, ahora mismo llamo al periódico para que paren las rotativas y cambien la primera página.
- ¿Y yo qué hago?
- Nos vemos dentro de diez minutos en la terraza del hotel Abruzzi, frente al Panteón. Trae la grabación de Ballestra.
- ¿Por qué no quedamos en la redacción?
- Me has dicho que crees que los hombres del Humo Negro te siguen, ¿verdad?
- Sí.
- Entonces es demasiado peligroso. Si el camarlengo forma parte de la conspiración, hará vigilar las idas y venidas en todos los edificios de los periódicos de Roma. Así que pasa lo más inadvertida que puedas, no te apartes de la multitud y reúnete conmigo ahora mismo en el Panteón.
Un silencio.
- ¿Valentina?
- ¿Sí?
- Si de verdad el Humo Negro ha matado al Papa, estás en peligro de muerte. Así que ten mucho cuidado y mantente alejada de las farolas.
Un clic. Valentina se estremece al oír pasos a su espalda. Se vuelve. Nadie. A lo lejos, una riada de cirios avanza y converge en dirección a las cúpulas de San Pedro. La ciudad entera está de luto. Viendo a los peregrinos apretados los unos contra los otros, Valentina se da cuenta súbitamente de que un asesino podría matarla fácilmente entre la muchedumbre. Una puñalada en la espalda, su cuerpo que cae por encima de la barandilla y desaparece en las aguas fangosas del Tíber. Es tan fácil morir en medio de una multitud…
Capítulo 154
- ¿Marie?
El padre Carzo sigue con los ojos a la joven, que avanza por el refectorio examinando las mesas. Se agacha. Ha encontrado algo en el suelo. Cuando se incorpora, su mano está vacía. Sin embargo, Marie la contempla. Luego echa otra vez a andar escrutando el suelo, como si siguiera unas huellas borradas desde hace tiempo. Delante de una puerta carcomida que da al claustro, olfatea el aire. Carzo la sigue. Acaba de detenerse ante una pared y ahora la toca con la yema de los dedos. Un chasquido. La pared se mueve. Parks coge la antorcha que le tiende Carzo e ilumina una antiquísima escalera que desciende en la oscuridad.
- ¿Adónde conduce este pasadizo, Marie?
Capítulo 155
Empuñando la antorcha que uno de sus guardias acaba de tenderle, Landegaard se adentra en el pasadizo y sigue las huellas dejadas por la recoleta en los peldaños. Más abajo, la anciana religiosa se apoyó en una pared. A juzgar por la cantidad de sangre que hay en ese lugar, la madre Gabriella permaneció largo rato inmóvil. Seguramente buscando fuerzas para continuar.
La llama de la antorcha silba mientras Landegaard continúa bajando al tiempo que barre con ella el espacio para localizar las huellas siguientes. Las paredes están cubiertas de escarcha. Tiene la impresión de llevar horas bajando cuando llega al último peldaño. Las paredes del pasadizo se curvan. El inquisidor avanza ahora por una especie de garganta. Descubre un conducto más estrecho que sale del sótano principal y aspira los olores de detritos que emanan de él. El pozo de residuos del convento. Alargando el brazo, ilumina sus paredes. Rastros de sangre helada. La madre Gabriella fue en esa dirección. El inquisidor esboza una sonrisa. Recuerda haber visto la trampilla de un pozo de residuos en las salas secretas del convento, por donde la recoleta debió de tirar el evangelio y el cráneo de Janus antes de caer en manos de los Ladrones de Almas.
Landegaard avanza unos pasos por el pasadizo principal y encuentra las huellas que la recoleta dejó al regresar del conducto de los residuos. Aunque la llama de la antorcha oscila cada vez más debido a las corrientes de aire, camina otro kilómetro mirando cómo aumenta el punto blanco de la salida a lo lejos. La recoleta debió de perder tanta sangre que el inquisidor teme toparse de un momento a otro con su cadáver. Pero no. Movida por sabe Dios qué fuerza, logró resistir.
Pronto Landegaard no necesita la antorcha. Apaga la llama pisándola con el talón, tira el hachón por encima del hombro y llega en unas zancadas a la pesada reja que cierra la entrada del túnel. Un poco de sangre en los barrotes herrumbrosos, un poco de sangre también en la cerradura, que debió de dejar mientras tanteaba para meter la llave. Armado con su llave maestra, acciona el cerrojo y empuja la reja. Frente a él se extienden los picos de los Alpes.
Con los ojos inundados de lágrimas frente a la luz cegadora que hace titilar la nieve, Landegaard pasa la mano por una roca plana que se alza en la entrada. Si él hubiera tenido que huir por ahí, habría elegido ese emplazamiento para dirigir un mensaje a los inquisidores.
Sin dejar de contemplar los precipicios blancos de los Alpes, pasa los dedos por las nervaduras de la roca, allí donde el punzón de la recoleta indicó, efectivamente, el lugar al que se dirigía. La abadía-fortaleza de Maccagno Superiore, el monasterio de una congregación de trapenses que se alza justo encima de las aguas glaciales del lago Mayor. Unos monjes desolladores que practican el arte silencioso de los pellejeros. Es a ellos a quienes las monjas habían llevado el manuscrito para que lo cubrieran con varias capas de piel antes de colocar en la cubierta una cerradura envenenada. Después, las santas mujeres habían grabado en el cuero esas extrañas filigranas rojas que solo brillaban en las tinieblas.
Con una sonrisa en los labios amoratados por el frío, el inquisidor levanta la trompa que cuelga de su cinturón y sopla con todas sus fuerzas. Mientras el eco de su llamada rebota contra las cimas, Landegaard sigue con los ojos el camino de las crestas. Cuarenta leguas de una ruta glacial y difícil que serpentea hasta las lejanas fronteras de Hungría. El trayecto más peligroso. En esa dirección huyó la recoleta seis meses atrás, llevando consigo un cráneo reseco y un viejo libro.
Capítulo 156
Es de noche. La luna y las estrellas iluminan las cimas con una extraña luz azulada. Exhausta, Parks acaba de desplomarse sobre la estela donde la anciana recoleta grabó su destino. De aquella losa plana que Landegaard tocó con los dedos solo queda una vieja roca cubierta de musgo.
- Marie, ¿se encuentra bien?
Castañeteando los dientes por efecto de la corriente de aire, la joven nota cómo la mano del padre Carzo se cierra sobre su hombro. Se aferra a ese contacto. La visión que acaba de finalizar todavía hace latir sus sienes. El olor de Landegaard permanece en su mente. Marie se inclina y vomita. No solo a causa de su olor, sino también del recuerdo de su cuerpo. Como si los brazos y las piernas de ella no acabaran de recuperar su tamaño habitual. Marie Landegaard. Otro espasmo la obliga a doblarse por la cintura. Cuando se incorpora, el sacerdote la mira con inquietud.
- No se preocupe, Carzo, estoy de vuelta.
Marie se sobresalta; su voz no responde mejor que su cuerpo.
Capítulo 157
Valentina se abre paso a través de la multitud de fieles y gira a la izquierda, hacia las callejas desiertas de Roma.
Tarda menos de diez minutos en llegar a la piazza Navona, donde la atrapa otra procesión. Avanza a través de las llamas de los cirios, que iluminan fugazmente rostros bañados en lágrimas y niños dormidos. Acaba de adelantar a la multitud y se detiene para aspirar un momento el olor de pan caliente que despide un puesto ambulante. En el momento en que el mar de velas se cierra detrás de ella, Valentina se vuelve y se queda petrificada. Dos monjes acaban de aparecer al otro lado de la plaza y avanzan sin dificultad entre los fieles. Llevan amplias capuchas bajo las que sus ojos brillan débilmente a la luz de los cirios. Valentina recorre unos metros y se vuelve de nuevo. Los monjes han llegado al centro de la multitud. Se diría que avanzan deslizándose sobre el suelo y que el gentío ni siquiera repara en su presencia. «Dios mío, son ellos…»
Dominada por el terror, Valentina aprieta el paso y se adentra en una calleja estrecha que sube hacia el Panteón. Masculla un taco provocado por el dolor que siente al torcerse el tobillo entre los adoquines. Se quita los zapatos y echa a correr sin preocuparse del agua helada que le empapa los bajos de sus pantalones. Sin aliento, se dirige hacia las farolas que titilan a lo lejos. Unos perros ladran al pasar ella, como si intentaran alertar a los Ladrones de Almas. «¡Valentina, deja de desbarrar y corre!»
Justo antes de llegar al Panteón, la joven se vuelve y escruta la oscuridad a través de la lluvia. Nadie. Se refugia en la sombra de una estatua para examinar la plaza. Ve que Mario baja de un taxi a unos metros del hotel Abruzzi. Se queda petrificada. Los dos monjes acaban de aparecer al otro lado del Panteón y se dirigen hacia él. En vez de mirar al frente, el jefe de redacción está marcando un número en el teclado de su móvil. «Mario, por favor, levanta los ojos…»
Los monjes ya están a tan solo treinta metros. Valentina ve cómo uno de ellos desenfunda una hoja curva que lanza un destello bajo una farola.
- ¡Mario! ¡Por lo que más quieras, lárgate!
El ruido de la lluvia ahoga su grito. Los monjes ya están a tan solo diez metros. Mario se ha detenido y vuelve a marcar el número, seguramente se ha equivocado en el primer intento. Luego, sin levantar la cabeza, el romano se acerca el teléfono al oído y reanuda la marcha. Valentina se dispone a echar a correr hacia él bajo la lluvia cuando su móvil vibra en su cinturón. Descuelga y nota que un aluvión de lágrimas inunda sus ojos al oír la voz de Mario a través del auricular.
- Valentina, ¿qué haces?
- ¡Mario! ¡Cuidado! ¡Delante de ti!
El jefe de redacción se detiene.
- ¿Cómo? ¿Qué dices?
- ¡Mario, los monjes! ¡Van a matarte!
Ve cómo el periodista levanta los ojos en el momento en que el puñal del monje lo atraviesa por encima del ombligo. Mario suelta el móvil y vuelve la cabeza hacia Valentina, que corre hacia él para ayudarle. No tiene tiempo de hacerlo: tras retirar la hoja y limpiarla en el traje de Mario, el monje se vuelve hacia ella.
Novena parte
Capítulo 158
Lago Mayor, Italia.
Nueve de la noche
Parks y el padre Carzo no han intercambiado una sola palabra mientras el 4x4 atravesaba la noche para atrapar el tiempo. Tres horas de camino por Suiza y el paso de San Gotardo, cuando siete siglos atrás Landegaard y su escolta tardaron diez días en cruzar los Alpes.
Han aparcado a orillas del lago Mayor y se han dirigido a las ruinas carbonizadas de la abadía-fortaleza de Maccagno Superiore. De esta plaza fuerte trapense de la Edad Media, que defendió durante mucho tiempo el Milanesado contra los bárbaros, solo quedan cuatro cuerpos de edificio derrumbados y unos metros de murallas invadidas por zarzas. También un trozo de claustro, donde los niños de los alrededores encienden fogatas y se cuentan historias de miedo.
Carzo se ha vuelto hacia Parks. Con la mirada perdida, la joven ha señalado una vieja capilla cuyas paredes desmoronadas lindan con los vestigios del claustro. Ahí es donde han entrado. Parks se ha sentado en un antiguo sillón de celebrante; las patas, roídas por el tiempo, han crujido bajo su peso. Los mismos crujidos que el sillón de la recoleta en el refectorio de Nuestra Señora del Cervino. La misma tela también, ese terciopelo rojo y polvoriento que huele a siglos muertos.
- ¿Está preparada?
- Sí.
Parks vuelve la cabeza hacia las troneras que atraviesan las murallas de Maccagno. A través de una estrecha ranura, la luna se refleja en la superficie del lago Mayor.
- Cierre los ojos.
Marie mira una vez más las paredes toscamente enyesadas y los bancos volcados. Después, cierra los ojos y abre su mente a la voz de Carzo.
- La envío a diez días después de la matanza del Cervino. Según los registros, el inquisidor Landegaard y su tropa llegaron a la fortaleza de Maccagno el 21 de julio de 1348 al amanecer. Sabemos que aquí sucedió algo. Algo que Landegaard no había previsto. Pero no sabemos qué es. Y lo que sucedió ese día sin duda es la clave que conduce al evangelio. Así que sea particularmente prudente, Marie, porque sabemos que Landegaard no fue bien recibido en este lugar y que estuvo a punto de perder la vida. Por esa razón necesitamos saber qué fue de los trapenses de Maccagno tras el paso del inquisidor y por qué…
A medida que la voz del sacerdote se aleja, la joven siente de nuevo que su cuerpo se distiende, sus manos se ensanchan y su piel y sus piernas se estiran. Su torso se cubre de vello y sus músculos aumentan de volumen. Por último, percibe el olor lejano de mugre que sube de sus axilas y su pubis. Como en el Cervino, otros olores empiezan a flotar en el aire caliente. Olores que se superponen poco a poco como las pinceladas de un cuadro. Olores apetitosos de piedra caliente, de miel y de matas de ortigas. Ruidos también: el ronroneo de una colmena, el chapaleo del agua sobre los guijarros, el chasquido de los zuecos sobre las piedras del camino, el zumbido de los insectos y los golpes que dan los caballos piafando en la pendiente. Luego, lo que queda de la conciencia de Parks detecta las mismas sensaciones que experimentó al meterse por primera vez en la piel de Landegaard. Reconoce el frotamiento de las riendas en sus manos y el estremecimiento de los flancos de su montura contra sus muslos.
Había hecho un calor atroz ese día, pero ni el ardor del sol ni los mosquitos sedientos de sangre habían conseguido turbar el descanso del inquisidor general, que se había dormido de nuevo a lomos de su caballo, con la espalda curvada y la barbilla contra el pecho. Cuando se yergue, Thomas Landegaard abre los ojos y contempla las aguas profundas del lago Mayor. A lo lejos, las torres de Maccagno Superiore se recortan contra el cielo rojizo del crepúsculo.
Capítulo 159
Con la piel de la cara enrojecida por el sol y el aire de las alturas, Landegaard y su escolta viajaron durante diez días por las crestas que unen el Cervino con el relieve abrupto de los montes de Ticino. Al amanecer del sexto día, el carruaje de un notario cayó por el precipicio. De pie sobre los estribos, Landegaard se asomó al abismo mientras el carricoche desvencijado rebotaba en las paredes. Sin una mirada para los supervivientes de su escolta, había hecho una seña indicando que reanudaran la marcha.
Ese día, al anochecer, tras horas buscando con los ojos el convento de las marianistas de Ponte Leone, cuyas torres deberían asomar en el horizonte, llegaron al fin a sus murallas carbonizadas e instalaron allí un pequeño campamento. Landegaard inspeccionó los pilares del claustro hasta encontrar las inscripciones que buscaba. La recoleta había hecho un alto allí y se había quedado unas horas, el tiempo de curar sus heridas. Cuando las marianistas descubrieron las reliquias que transportaba, la desdichada tuvo que proseguir su camino solitario hacia Maccagno. Landegaard adivinó sin dificultad qué sucedió después, al encontrar los restos de las marianistas crucificadas en las puertas del convento. Lo que significaba que los Ladrones de Almas se habían lanzado en persecución de la recoleta.
Los hombres de Landegaard se pusieron de nuevo en marcha cuando empezó a clarear. Bajaron de las cimas en dirección al lago Mayor, allá abajo, a lo lejos, en el valle. Hacía cada vez más calor. Apremiados por su señor, solo hicieron breves pausas hasta las murallas de Maccagno.
Parks, dormida, gime. Esos diez días de tristeza son los que acaba de descubrir en la memoria del inquisidor cuando este se despierta al acercarse a la abadía-fortaleza.
Capítulo 160
Al llegar al pie de las murallas, el inquisidor tira de la brida de su montura y levanta una mano enguantada. Detrás de él, los carruajes se detienen con un crujido de ruedas. Landegaard interroga al silencio. Ni un susurro, ni el menor graznido de cuervos. Levantándose sobre los estribos, grita tres veces el «quién vive» ante las murallas. Su voz rebota a lo largo de la pared y se pierde en el aire, entre el zumbido de los insectos. Landegaard aguza el oído. Nada. Entonces señala el mecanismo del puente levadizo a través de los barrotes del rastrillo. Sus ballesteros apuntan con el arma, pero, cuando se disponen a disparar, una vocecita procedente de las murallas pregunta quién va en esos tiempos de peste. Sorprendido, Landegaard tasca el freno de la boca de su montura, que se encabrita y levanta una nube de polvo. El inquisidor alza los ojos y ve una cabeza tonsurada que asoma por las almenas.
- ¡Ah de las murallas! -dice, con las manos a modo de bocina-. Mi nombre es Thomas Landegaard, inquisidor general de las marcas de Aragón, Cataluña, Provenza y Milán. Tengo la misión de inspeccionar las congregaciones montañesas para comprobar que no les ha sucedido nada malo a las ciudadelas de Dios. Y te advierto, monje, que la peste está ahora en el norte y ya nada justifica que me desgañite como un cuervo para que bajes el puente a fin de recibir al embajador de Aviñón.
Otras tonsuras acaban de aparecer al lado de la primera. La brisa lleva a los oídos de Landegaard el conciliábulo que agita a los trapenses. Está a punto de montar en cólera cuando la primera tonsura se alza de nuevo por encima de las almenas.
- Gracias a Dios, excelencia reverendísima, nuestra congregación ha escapado al desastre. Pero me piden que os diga que deberíais seguir sin tardanza hasta la abadía de Santa Madonna di Carvagna, sobre el lago de Como. Unos vagabundos nos dijeron hace una luna que el gran mal ha sembrado muerte y desolación entre las filas de nuestros hermanos cistercienses.
Landegaard se vuelve hacia sus hombres, que le devuelven la sonrisa.
- Esa contestación me parece harto sospechosa, hermano trapense. Sabed que a un inquisidor de mi rango le tiene sin cuidado el parecer de los vagabundos sobre la dirección que debe tomar para cumplir su misión. Bajad el puente de inmediato para que compruebe con mis propios ojos que el mal no os ha afectado. ¡Bajadlo ahora mismo, o a fe mía que serán mis arietes quienes se encargarán de hacerlo!
Las tonsuras se mueven ahora en las almenas. El inquisidor cuenta dieciséis hombres, y una docena más que van y vienen agitando los brazos. Se oye un chirrido de cadenas mientras unas manos invisibles levantan el rastrillo. Tras haber dispuesto a sus ballesteros delante de él, Landegaard espolea a su montura.
Seguido de los carruajes, el inquisidor penetra en la fortaleza y observa a los trapenses, que se han agrupado en el patio. Cuarenta viejos monjes, sucios y atemorizados, que han sobrevivido milagrosamente a la plaga alimentándose de cuervos y de carne de perro, tal como atestiguan los esqueletos y los cráneos que alfombran el suelo. Esqueletos de gato y rabos de rata se descomponen entre el polvo. También restos de huesos de lechuza, que los viejos han roído para engañar el hambre. A estos extremos inconfesables había reducido la peste a los orgullosos pellejeros de Maccagno. Sin embargo, aunque los trapenses parecen haber adelgazado, un resto de barriga continúa tensando su sayal. Eso no encaja. Eso y una extraña luz que brilla en su mirada.
Capítulo 161
Los ballesteros se reparten las líneas de tiro mientras Landegaard se inclina hacia uno de sus guardias, que le susurra unas palabras al oído. El inquisidor se yergue en la silla y se vuelve hacia los monjes.
- Me informan de que el cadáver de un apestado ha corrompido el agua de la fuente que alimenta vuestro monasterio. Espero vuestras explicaciones.
Un silencio mortal acoge esta observación. Luego, una voz cascada se eleva por fin entre las filas:
- Monseñor, hemos fundido la nieve y bebido agua de lluvia.
Uno de los notarios abre un grueso libro encuadernado en piel y lo coloca sobre las rodillas de Landegaard. El inquisidor consulta algunas páginas.
- Puedo admitir esa explicación en lo que se refiere a las nieves de este invierno, pero, según las muestras de lluvia registradas por los bailes de Como y de Carvagna, solo ha habido cuatro tormentas durante la primavera.
Nuevo silencio.
- Subíos las mangas y mostrad vuestros brazos a mis notarios.
Los monjes obedecen y descubren los numerosos tajos que recorren sus mugrientos brazos; la falta de agua los ha obligado a hacerse cortes en la piel para beber su propia sangre. Mientras los soldados montan sus ballestas, los trapenses caen de rodillas e imploran piedad al inquisidor. Landegaard los manda callar haciendo chascar las riendas de su montura.
- Dejemos que sea Dios quien juzgue y se apiade de nuestras almas en estos tiempos de infortunio. No son vuestros pecados los que me han traído hasta aquí. Estoy buscando a una vieja hermana recoleta que huyó de su convento del Cervino en pleno invierno. Sé que pasó por aquí y espero que me proporcionéis alguna información.
Otro silencio. Landegaard se impacienta.
- ¿Acaso os habéis comido también vuestra propia lengua? Según mis registros, el superior de vuestra congregación es el padre Alfredo de Toledo. Que dé un paso al frente y se identifique.
Un murmullo recorre la congregación, arrodillada. Un anciano monje se acerca inclinando la espalda. Landegaard le hace levantar la cabeza con el extremo de la fusta. La mirada del hombre es huidiza.
- Os conocí tiempo atrás en el seminario de Pisa, don Alfredo. Si la memoria no me falla, en aquella época disimulabais bajo una capa de polvos una fea cuchillada que un bandido os había asestado en la mejilla. ¿Quizá el hambre y la sed la han borrado de vuestra cara?
- El tiempo, excelencia, ha sido el tiempo quien la ha borrado.
La fusta de Landegaard silba en el aire y rasga la piel del monje; su sangre salpica el polvo. El infeliz grita tocándose la cara.
- Aquí está de vuelta vuestra fea cicatriz, hermano mentiroso.
Dirigiéndose a los demás monjes, temblorosos, añade rugiendo:
- ¡Puñado de cerdos, os concedo el tiempo que tarda en caer una piedra de mi mano hasta el suelo para decirme qué ha sido del padre Alfredo! Pasado ese plazo, me veré obligado a haceros torturar por mis verdugos.
Una voz trémula se alza de la fila de arrodillados:
- Excelencia, el padre Alfredo nos fue arrebatado hace una luna.
- ¿Y de qué murió? Hablad.
- La voluntad de Dios se lo llevó. Exhaló el último suspiro y lo velamos antes de enterrarlo.
Landegaard interroga a sus notarios con la mirada. El anciano Ambrosio, que conoce bien las negruras del alma humana, se acaricia la barba. El inquisidor tampoco cree una sola palabra.
- En tal caso, conducidme al cementerio y mostradme su tumba.
Se produce un destello al pie de Landegaard. El monje herido acaba de desenfundar un puñal y se abalanza sobre el inquisidor, que encabrita su montura. Desviada por este gesto, la hoja se hunde en el cuello del animal. Una saeta de ballesta silba en el aire y alcanza al trapense en la garganta. Saltando del caballo, que se desploma, Landegaard manda rodear a los demás monjes. Luego, dejándolos estrechamente vigilados, hace abrir la tumba del padre Alfredo y comprueba sin sorpresa que está vacía. Entonces ordena a sus hombres que registren el monasterio de arriba abajo.
Apenas han transcurrido unos minutos cuando suena un cuerno en los sótanos. Landegaard se reúne con sus hombres, que acaban de encontrar al superior despojado de sus miembros en la bodega del monasterio. Se tapa la nariz y la boca con un pañuelo para examinar el cadáver. Los cortes practicados en el cuerpo del infeliz han sido frotados con sal gorda para que las carnes amputadas no se estropeen: día tras día, los monjes han ido cogiendo trozos de carne de los costados y las partes grasas del padre Alfredo. Landegaard se estremece al imaginar esas viejas bocas desdentadas masticando esa carne.
El inquisidor somete a tortura a los monjes durante toda la noche para arrancarles una confesión sobre la suerte infame que reservaron a la recoleta. En medio de los alaridos, acaba enterándose de que la anciana religiosa se presentó en la puerta del monasterio el decimotercer día de su huida. Gritó ante las murallas que venía del Cervino y que pedía asilo para pasar la noche. Pero los trapenses no la dejaron entrar; se limitaron a echarle unos trozos de pan y unos insultos. Y algunos escupitajos también.
Chillando como un condenado mientras la prensa le parte los huesos, el más joven de esa miserable congregación confiesa que oyó cómo la recoleta martilleaba algo sobre una roca, junto al puente levadizo. Después vio que se alejaba en dirección este.
- ¿Y luego? ¿Qué pasó?
El trapense profiere un grito de dolor cuando el inquisidor espolvorea sus heridas con sal gorda.
- ¡Habla, maldito!
- Dos días más tarde, unos jinetes gritaron ante la puerta que buscaban a una recoleta escapada del Cervino. Nosotros les contestamos que siguieran su camino, pero empezaron a escalar las murallas como si sus pies fueran tan ganchudos como las pezuñas de los machos cabríos.
- ¡No te detengas, perro sarnoso! ¿Supieron por dónde se había ido la recoleta después de que la echarais?
- ¡Por Dios, excelencia! ¡Nos obligaron a decírselo!
- ¿Cómo es posible, entonces, que no acabaran con vosotros?
Soltando unas carcajadas demenciales, el trapense se incorpora y escupe al inquisidor en la cara.
- ¿A ti qué te parece, asqueroso engendro de Dios? ¡Renegamos de la Virgen y adoramos al Diablo para que nos dejaran con vida!
Mientras los verdugos continúan torturando a los monjes, Landegaard corre hacia el rastrillo y localiza la roca donde la recoleta grabó la siguiente etapa de su itinerario. Sus dedos recorren febrilmente la piedra. De repente, se queda paralizado.
- Señor todopoderoso y misericordioso…, la abadía cisterciense de Santa Madonna di Carvagna.
Capítulo 162
- ¡Despierte, Marie!
- ¡La infeliz! Se ha metido ella sola en la boca de la peste.
La voz grave que escapa de los labios de Parks repite esa frase interminablemente. La joven tiene los ojos en blanco y la cabeza caída sobre el sillón. Hace unos minutos que Carzo le busca el pulso. Una venita azul se pone a palpitar cada vez más fuerte a medida que Parks vuelve a quedar atrapada en su trance. De repente empieza a sufrir convulsiones y Carzo tiene que administrarle una inyección de adrenalina para que su corazón, que acaba de superar las ciento setenta y cinco pulsaciones por minuto, aguante.
- Agárrese, Marie, estoy trayéndola de vuelta.
Parks, que siente arder sus arterias por efecto de la adrenalina, profiere un grito al emerger por fin de su visión. Abre los ojos y aspira aire como si hubiera estado a punto de ahogarse. Está empapada. Carzo la estrecha torpemente contra sí y la acuna para darle calor. La joven está aterrorizada.
- ¿Qué ha pasado, Marie? ¿Qué ha visto?
Con la voz todavía quebrada por el timbre de Landegaard, Marie cuenta el final de su visión al padre Carzo, que abre los ojos con estupor. Insensible a las lágrimas de los comedores de hombres, Landegaard los enterró vivos. El inquisidor y su escolta incendiaron a continuación el monasterio y se alejaron por el camino de las crestas que la recoleta había tomado unos meses antes en dirección a los Dolomitas.
Notando que las lágrimas de Parks se deslizan por su mejilla, Carzo la estrecha con más fuerza entre sus brazos. La joven había asistido a los desenfrenos de la Inquisición e iba a hacer falta algún tiempo, para que su mente digiriera lo que había visto.
- Ha dicho que la recoleta se dirigía hacia la abadía cisterciense de Santa Madonna di Carvagna, ¿no?
- Sí.
- Bien, por el momento es suficiente. Hay que dejarlo aquí; si no, los trances acabarán matándola.
- Entonces, ¿abandonamos?
- Imposible. Pero ahora sé que la recoleta no confió el manuscrito a ninguna de las comunidades a las que pidió asilo durante su huida.
- Quizá consiguió entregárselo a las cistercienses de Carvagna.
- Creo que no era esa su intención. Además, los trapenses de Maccagno Superiore dijeron la verdad a Landegaard al menos en una cosa.
- ¿Cuál?
- La abadía de Carvagna fue efectivamente diezmada por la peste ese año. Sabemos, por nuestros archivos, que dejaron entrar a una mujer embarazada sin saber que era portadora del mal. Si la recoleta llamó a las puertas de esa abadía, nadie le abrió, pues solo quedaban cadáveres. Así que iremos directamente al convento de Bolzano, donde Landegaard y sus hombres encontraron la muerte y donde la Iglesia perdió definitivamente el rastro del manuscrito. Ahí es donde la pista de la recoleta se interrumpe.
Parks piensa en el último correo del inquisidor, que ella había leído en la biblioteca de las recoletas de Denver. Aquel en el que anunciaba al Papa que los fantasmas de sus guardias estaban derribando la puerta del torreón donde se había refugiado.
- No… no tendré fuerzas para revivir eso.
- No tenga miedo, Marie, no estoy tan loco como para enviarla hacia Landegaard justo antes de su muerte. Ya sé que no lo soportaría.
Abrazada al sacerdote, Parks escucha cómo los latidos de sus dos corazones se confunden en el silencio. Sabe que miente. Nuevas lágrimas brotan de sus ojos.
- Sin embargo, no tendré más remedio que meterme en la piel de la recoleta para encontrar el evangelio.
- Yo estaré con usted.
- No, Alfonso, estaré sola arañando con las uñas la tierra del cementerio cuando las agustinas hayan enterrado su cadáver. Estaré sola y tú lo sabes.
Carzo siente la respiración de Parks en su mejilla. Se sumerge en su mirada aterrada. Los labios de la joven se cierran sobre los suyos.
- Marie…
El sacerdote intenta resistirse un poco más. Después, cierra los ojos y le devuelve el beso.
Capítulo 163
Roma.
Diez de la noche
Sentado en la parte trasera de la limusina que acaba de recogerlo en el barrio del Coliseo, el cardenal Patrizio Giovanni está inquieto. En el Vaticano reina un extraño silencio, una sensación de vacío y de espera, como si la Iglesia contuviera la respiración. Ni siquiera la multitud de peregrinos que sigue acudiendo a la plaza de San Pedro hace más ruido que un ejército de fantasmas. Pero lo que preocupa al cardenal Giovanni mientras la limusina se abre paso con dificultad entre las procesiones es que nada ha sucedido con normalidad desde la muerte del Papa. Es decir, nada de lo que prevén las convenciones y las normas sagradas de la Iglesia. Unas horas antes, el cardenal camarlengo Campini incluso ha anunciado el entierro inminente de Su Santidad y la cancelación del plazo protocolario antes del cónclave. Algo nunca visto desde hace siglos.
A media tarde, el anciano camarlengo había subido a la tribuna del concilio para anunciar la noticia al colegio de cardenales; había justificado su decisión por los desórdenes que agitaban la cristiandad y hacían urgente la designación de un nuevo papa. Giovanni recuerda los murmullos que habían recorrido las filas de los prelados. Luego, tras haber decretado la disolución del concilio en virtud del canon 34 de la constitución apostólica Universi Dominici Gregis, Campini había convocado a los cardenales al cónclave que se iniciaría inmediatamente después del entierro. A partir de ese momento, un silencio mortal se había abatido sobre Roma. Como si hubiera entrado algo en el Vaticano. Algo que estaba tomando el control.
El cardenal Giovanni contempla las calles húmedas de la vieja ciudad a través de los cristales de la limusina. El habitáculo huele a cuero y a malta añejo; es un Bentley de colección que pertenece al cardenal Angelo Mendoza, secretario de Estado del Vaticano y primer ministro de la Iglesia. Justo después de la intervención del camarlengo y mientras los conciliares comentaban su anuncio con un murmullo de voces, la mano arrugada de Mendoza depositó un sobre encima del pupitre de Giovanni. Este último lo tapó haciendo como que seguía recogiendo sus documentos. Después miró al anciano prelado que se alejaba con un frufrú de sotana, antes de abrir el sobre a salvo de las miradas. En el interior, una simple hoja en la que Mendoza había escrito unas palabras en latín que significaban: «El necio tiene los ojos abiertos, pero el sabio camina en las tinieblas».
Giovanni sonrió al leer esa nueva versión de la cita del Eclesiastés que Mendoza había copiado invirtiendo los sujetos. «El sabio tiene los ojos abiertos, pero el necio camina en las tinieblas», esta era la versión original de esa máxima. Al volver a desdoblar ahora la hoja, como ya hizo en su habitación del hotel inmediatamente después de haber salido del concilio, Giovanni no sonríe en absoluto mientras contempla las frases escritas con tinta roja que danzan ante sus ojos. Tinta luminiscente que solo aparece en la oscuridad, a la vez que el texto original desaparece. Es la firma de los caballeros de la orden de los archivistas, que utilizan este arte propio de las recoletas cuando quieren intercambiar secretos. Giovanni lee de nuevo las líneas rojas que parecen flotar sobre el papel:
Mi limusina lo recogerá a las 22 horas en el número 12 de via di San Gregorio. No hable con nadie.
Está en peligro.
Giovanni dobla el documento y se lo guarda en el bolsillo de la sotana. El cardenal Mendoza es el número dos en la jerarquía de los poderosos del Vaticano, un amigo fiel del papa que acaba de fallecer, un miembro de la vieja guardia. Fue él quien recomendó seis meses atrás a Su Santidad que elevara a Giovanni al rango de cardenal el día que este cumplía cincuenta y un años. De este modo se convertía en el príncipe más joven de la Iglesia, y también en el más ingenuo. Sin embargo, por poca experiencia que tenga comparado con esos carcamales llenos de malicia, Giovanni ha aprendido pronto que es preferible confiar en un solo hombre que desconfiar de todos. Así pues, ha depositado su confianza en el que lo ha convertido en lo que es. Por eso el mensaje de Mendoza le inquieta. Eso y el silencio que ha invadido el Vaticano.
El prelado abre los ojos. La limusina acaba de detenerse ante un callejón al fondo del cual brillan las luces de neón de un restaurante. Un maître refugiado bajo un paraguas espera delante de la entrada de servicio.
- Es aquí.
El prelado se sobresalta ligeramente al oír por el interfono la voz metálica del chófer. Dirige la mirada hacia el cristal de separación. El hombre ni siquiera ha vuelto la cabeza. Giovanni abre la portezuela y mira la suela de su mocasín, que desaparece en un charco de agua. Baja de la limusina, que se pone suavemente en marcha y se aleja.
El cardenal se adentra en el callejón. El maître sale a su encuentro y murmura:
- ¿Es usted el Eclesiastés?
- ¿Cómo?
Giovanni contempla los ojos fríos del hombre, que espera una respuesta. El cardenal va a dársela cuando ve unas sombras agazapadas en el callejón. Cuatro hombres. Da un paso atrás al reconocer al más cercano; su rostro acaba de aparecer bajo una luz de neón: el capitán Silvio Cerentino, jefe de la guardia personal del difunto Papa.
- Pero, por todos los santos, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué hacen esos guardias suizos fuera del recinto del Vaticano?
- Señor, le he hecho una pregunta. ¿Es usted el Eclesiastés?
La voz del maître es glacial. Giovanni se estremece al ver que el hombre ha introducido una mano bajo la americana y que empuña un arma. Entonces contesta:
- El necio tiene los ojos abiertos, pero el sabio camina en las tinieblas.
El semblante del maître se relaja. Su mano suelta la culata. Acerca el paraguas para proteger al cardenal.
- El cardenal Mendoza le espera, eminencia.
Giovanni echa un vistazo hacia el fondo del callejón. Los guardias suizos han desaparecido.
Capítulo 164
En la plaza de San Pedro, la multitud de peregrinos es todavía mayor. Ahora son tantos que sus murmullos forman un rugido. Cientos de miles de labios rezando en medio de un bosque de cirios. Parece un monstruo, una hidra compuesta de miles de rostros tristes y de cuerpos inmóviles.
Desde lo alto de la escalera de la basílica, el cardenal camarlengo Campini contempla esa marea humana que se acerca. Tiene la impresión de que toda la cristiandad está convergiendo hacia el corazón de Roma, como si los fieles presintieran lo que está sucediendo en el interior del Vaticano.
Campini ve de reojo que a su lado se detiene la imponente silueta del comandante de la guardia.
- Le escucho.
- Tres cardenales no han acudido a la convocatoria, eminencia.
Campini se pone tenso.
- ¿Cuáles?
- El cardenal secretario de Estado, Mendoza; el cardenal Giacomo, de la congregación de obispos, y el cardenal Giovanni.
- A los dos primeros se lo impide el límite de edad y no pueden formar parte del cónclave.
- Aun así, eminencia, el cardenal secretario de Estado y el máximo representante de la congregación de obispos, números dos y seis del Vaticano…
- Le recuerdo que, estando el número uno muerto, el número dos y el número seis no tienen más poder que su equivalente en un juego de cartas. El camarlengo es el único que manda cuando la Sede está vacante. Y el camarlengo soy yo.
- ¿Cree que saben algo?
- Creo que creen saber algo. Pero, de todas formas, sea lo que fuere lo que traman, ya es demasiado tarde.
Un silencio.
- ¿Alguna noticia del padre Carzo y de esa tal Marie Parks que ve cosas?
- Se han marchado de la abadía-fortaleza de Maccagno Superiore. Ahora se dirigen hacia el convento de Bolzano.
- Es imprescindible recuperar el evangelio para la misa solemne que se celebrará justo después de la elección del gran maestre.
- Quizá sería mejor intervenir.
- No se ocupe de cosas que lo superan, comandante. Nadie debe tocar al padre Carzo antes de que llegue el momento.
- ¿Y qué pasa con los cardenales que no han acudido a la convocatoria?
- Yo me encargo de ello.
Campini dirige una última mirada hacia la muchedumbre.
- Refuerce los cordones de seguridad y cierre la basílica.
El comandante indica a sus guardias que cierren filas. Luego empuja las pesadas puertas detrás del camarlengo, que desaparece en el interior del edificio.
Capítulo 165
El maître conduce al cardenal hasta los salones privados del restaurante. Abre la puerta y se aparta para dejarlo pasar. En el interior, Giovanni descubre una estancia de atmósfera acolchada, con las paredes empapeladas y un viejo entarimado que cruje bajo sus pies. Sentados a la única mesa redonda, dispuesta en el centro de la habitación, se encuentran el cardenal Mendoza, el cardenal Giacomo, prefecto de la congregación de obispos, y un anciano con traje oscuro y sombrero de paño; su cara está tan arrugada que parece sonreír permanentemente.
Giovanni aspira los olores de cigarro y licores que flotan en la habitación. En esas pequeñas salas de Roma es donde los prelados se reúnen, lejos de oídos indiscretos, cuando necesitan discutir acerca de algún secreto. Los secretos que no se atreven a mencionar en el recinto del Vaticano y que se confían en voz baja entre dos sorbos de Barolo y dos cucharadas de tarta de moka. Ahí es también donde intrigan para preparar la caída de los ambiciosos, la desgracia de los poderosos y la marginación de los pretenciosos.
Giovanni se sienta enfrente del cardenal Mendoza. Un camarero le llena la copa y coloca ante él una ración de tarta. Luego pregunta en voz baja si tienen intención de cenar. El anciano cardenal dice que no con la mano. El camarero sale y cierra la puerta.
- Me he permitido pedir una ración de este delicioso tiramisú y una botella de esta grapa de los Abruzos que a Nuestro Señor le habría encantado -interviene Mendoza.
- ¿Y si me dijera qué está pasando aquí, eminencia?
- Coma primero. Después hablaremos.
Giovanni obedece. La mezcla de chocolate y alcohol le quema la garganta. Alza los ojos hacia Mendoza, que continúa observándolo a través del humo de su cigarro. El anciano del sombrero apenas ha tocado su pastel. Lía un cigarrillo y se lo pone entre los labios antes de encenderlo con un mechero. Luego se vuelve hacia un hombre vestido de paisano que acaba de entrar en el salón con un abultado sobre bajo el brazo. Inclinándose ante el anciano del sombrero, el hombre le susurra algo al oído. Giovanni se yergue. Sicilianos. El mensajero entrega el sobre al anciano antes de retirarse. El viejo siciliano se lo tiende a Mendoza.
- Le escucho, eminencia -dice Giovanni-. ¿Por qué me ha hecho venir aquí y quiénes son estas personas?
Mendoza deja el cigarro en el cenicero.
- Patrizio, tenemos buenas razones para creer que el Vaticano está a punto de pasar a unas manos distintas de las nuestras. El concilio no era más que un pretexto y el cónclave que se anuncia será una simple formalidad.
- ¿El Humo Negro de Satán?
- Sabemos que han sido ellos quienes han hecho asesinar a monseñor Ballestra. Sabemos también que nuestro viejo amigo había descubierto algo en los sótanos del Vaticano.
- ¿Qué?
- Pruebas de la conspiración, pacientemente reunidas a lo largo de los siglos.
- ¿Y…?
- Tras la muerte de Ballestra y la del Papa, muy sospechosa, hemos extraído de nuestros propios archivos los certificados de defunción de los sumos pontífices desde el siglo XIV y hemos descubierto que otros veintiocho papas fallecieron como consecuencia del mismo extraño y fulminante mal.
- ¿Está diciéndome que Su Santidad ha sido asesinado?
- Eso me temo.
- Entonces, ¿a qué espera para detener esta farsa y sacar la verdad a la luz?
- No es tan sencillo, Patrizio.
- ¿No es tan sencillo? Eminencia, envía su limusina a recogerme al Coliseo después de haberme dirigido un mensaje utilizando el código de los archivistas, hace que un maître me reciba como si fuera un ladrón y me pide un santo y seña al fondo de una calleja vigilada por guardias suizos de paisano, y finalmente me ofrece una copa de grapa antes de anunciarme que el Papa ha sido asesinado y que el Humo Negro se dispone a tomar el control del Vaticano. ¡Imagínese lo que he entendido de todo esto! Pero lo que menos entiendo es qué espera de mí y por qué hablamos delante de un desconocido que le susurra cosas al oído en siciliano.
Una sonrisa aparece en los labios del viejo del sombrero. Mendoza toma un sorbo de grapa y deja la copa sobre la mesa.
- Permítame presentarle a don Gabriele.
- ¿ La Mafia? ¿Se ha vuelto loco?
- La Mafia, como usted dice, es una gran familia con sus primos, sus tíos y sus traidores. Don Gabriele representa a la rama de Palermo de la Cosa Nostra, la Mafia histórica con la que la Iglesia mantiene desde hace casi un siglo unas relaciones tan valiosas como inevitables. Nada definitivamente reprensible, tranquilícese. Don Gabriele es un amigo y es creyente. Ha venido a verme porque tiene revelaciones importantes que hacernos.
- ¿Qué tipo de revelaciones?
El viejo deja escapar una nube de humo. Cuando empieza a hablar, Giovanni tiene la impresión de estar oyendo a un personaje de película.
- Anoche, nuestras familias aliadas de Trapani, Agrigento y Mesina nos alertaron sobre un trato que se estaba cerrando entre las ramas traidoras de la Camorra y de la Cosa Nostra. Los que nosotros llamamos los frutos podridos caídos del árbol.
- Me cuesta seguirle.
- La Mafia, como dicen los que no saben callar, está compuesta por cinco organizaciones principales. La Camorra y la Cosa Nostra son las más antiguas. Nos detestamos, pero lo hacemos con honor. Detrás viene la 'Ndrangheta, los calabreses. Esos son malos de verdad, muy crueles. Después está la Stidda, que significa «estrella» en siciliano. Son tránsfugas de la Cosa Nostra. A esos imbéciles se les reconoce fácilmente porque llevan una estrella de cinco puntas tatuada entre el índice y el pulgar. Trabajan con droga asiática y putas del Este. Malas piezas. Por último, los peores, los de la Sacra Corona Unita, son originarios de la región de Apulia. Esos son unos perros locos. Prostituyen a niños y asesinan a ancianas. O a la inversa, ya ni lo sé.
Giovanni, harto, se vuelve hacia el cardenal Mendoza.
- ¿De verdad tenemos que oír todo esto?
- Vaya al grano, don Gabriele, por favor.
El viejo da una calada al cigarrillo y retira unas briznas de tabaco que se le han quedado pegadas en la punta de la lengua.
- El trato del que la Cosa Nostra ha oído hablar implica a varios clanes de la Stidda y de la Sacra Corona Unita. Dicen que anoche pasó mucho dinero de unas manos sucias a otras. Unos caballeros trajeados encargaron a esas organizaciones de sarnosos una misión un poco especial a cambio de unos maletines llenos de billetes. Un sacrilegio que la Camorra o nosotros, la Cosa Nostra, jamás habríamos aceptado cometer ni por todo el oro del mundo.
- ¿Qué sacrilegio?
- Anoche, a la una de la madrugada, diversos grupos armados pertenecientes a la Stidda y a la Sacra Corona Unita tomaron como rehenes a un centenar de familias repartidas por toda Italia y el resto de Europa. Familias de cardenales que participan en el cónclave, sin duda para obtener de ellos el voto deseado en el momento oportuno.
Giovanni se yergue en el sillón.
- Me niego a creer las alegaciones de un hombre que se dedica a cortar el cuello a la gente.
- Hace mal, eminencia, porque podría ser que ese hombre que, según usted, se dedica a cortar el cuello a la gente salvara pronto el de usted.
- Creo que ya he oído suficiente por esta noche.
- Siéntese, Patrizio.
Giovanni se instala de nuevo en el sillón.
- ¡Eminencia, supongo que no irá a decirme que cree a un padrino de la Mafia que le asegura que unos responsables del Vaticano han enviado a unos esbirros para presionar a unos cardenales e influir en los votos del cónclave!
Obedeciendo a una seña de Mendoza, don Gabriele le tiende a Giovanni el abultado sobre que uno de sus hombres le ha entregado hace unos minutos.
- Ábralo.
Giovanni saca una decena de fotografías. Reconoce el camino bordeado de olivos que conduce a la casa de sus padres en las montañas dé Germagnano, en los Apeninos, y los macizos de flores que adornan la vieja construcción del siglo XVIII, así como el porche de entrada, de madera maciza. En las fotos siguientes, sus padres están sentados en el sofá del salón; su madre lleva su habitual vestido de flores y sus zapatillas de lana, y su padre, su vieja chaqueta de caza y unos pantalones de pana de color óxido. Les han atado las manos a la espalda y un trozo de cinta adhesiva les tapa la boca. En la última fotografía, un hombre de la Sacra Corona Unita apoya el cañón de una pistola ametralladora contra la sien de su madre, que está llorando. El joven cardenal levanta unos ojos llenos de odio hacia don Gabriele.
- ¿Cómo ha conseguido estas fotos?
- He pagado lo necesario.
- ¿Quién me dice que no son sus hombres los que aparecen en estas fotos?
- Mis hombres nunca se tapan la cara.
- ¡Ya está bien!
Giovanni empuja el sillón y se pone el abrigo.
- ¿Adónde va?
- Voy a llevar esto a la policía.
- ¿Para qué?
- ¿A usted qué le parece?
- Cardenal Giovanni, los equipos de la Stidda y de la Sacra Corona Unita se comunican entre sí cada cuarto de hora por walkie-talkie y utilizan mensajes cifrados. Si la policía actúa contra una u otra organización, todas las familias serán ejecutadas en el acto. ¿Es eso lo que quiere?
- ¡Un padrino no tiene ninguna lección que darme!
- No recorrerá más de treinta metros fuera de esta habitación.
- ¿Es una amenaza?
El viejo expulsa otra nube de humo. Ya no sonríe. El cardenal Mendoza interviene:
- Patrizio, el cónclave va a empezar. No podemos perder ni un segundo. Es posible que todavía tengamos una oportunidad para detener al Humo Negro, pero hay que actuar deprisa. Concédame unos minutos para convencerlo. Después, usted decidirá en conciencia lo que es más conveniente hacer.
Falto de argumentos, Giovanni se sienta de nuevo y bebe su copa de grapa en dos tragos. El alcohol desciende por su garganta como un reguero de lava. Después deja la copa y clava los ojos en los de Mendoza.
- Le escucho.
Capítulo 166
- ¿Ha oído hablar de la red Novus Ordo?
- No.
- Novus Ordo es una logia ultrasecreta creada a finales de la Edad Media. Todavía existe y está compuesta por los cuarenta hombres y mujeres más poderosos del planeta. Es una especie de club de dirigentes, de ricos industriales y banqueros que deciden en secreto los destinos de la humanidad. Nadie sabe quiénes son ni qué aspecto tienen.
- No recurrirá a la vieja teoría de los amos del mundo…
- Cardenal Giovanni, si desea hacer creer que algo no existe, arrégleselas para hacer correr el rumor de que existe realmente y luego encienda cortafuegos para convencer a la gente de que todo es un simple rumor. De ese modo, todo lo que parezca una prueba será inmediatamente denunciado como otro elemento del rumor y reforzará la certeza de que ese algo no existe. Así es como Novus Ordo pudo desarrollarse tranquilamente a través de los siglos. Todo el mundo ha oído hablar de esa red, pero todo el mundo piensa, como usted, que esa creencia no es más que un rumor sin fundamento.
- Entonces, ¿Novus Ordo se ha inventado una leyenda para ocultarse mejor detrás de ella?
- Sí, la de los Illuminati, esa supuesta logia todopoderosa creada en 1776 por un ex jesuita en Weinberg. La élite de la élite. Novus Ordo incluso dotó a ese mito de un símbolo: una pirámide cuyo vértice, separado de la base, está iluminado por el ojo del conocimiento supremo. La élite revelada y la masa de los pueblos ciegos. También hicieron imprimir ese símbolo y la divisa de los Illuminati en los billetes de un dólar estadounidense para que todos los tuvieran ante los ojos. Después hicieron correr el rumor de que los Illuminati eran responsables de todo. Mientras tanto, Novus Ordo pudo continuar desarrollándose sin ser molestado.
- De acuerdo, admitámoslo. Pero ¿qué relación tiene con el Humo Negro?
- Novus Ordo fue creado por el Humo Negro a finales de la Edad Media y creemos que sus cardenales, o por lo menos su gran maestre, forman parte de esa élite dirigente.
- ¿Quiere decir que la cofradía del Humo Negro es la rama vaticana de Novus Ordo?
- Es en lo que ha acabado por convertirse con el paso de los siglos: una parte de un gigantesco conjunto creado por ella misma. Pero no una parte cualquiera, porque la cofradía del Humo Negro tiene entre manos la misión que Novus Ordo considera más importante.
- ¿Cuál?
- Derrocar a la Iglesia desde el interior. Solo de ese modo, Novus Ordo podrá controlar todo el planeta.
- ¡Es completamente absurdo!
- No, Patrizio, son solo rumores.
Un silencio.
- ¿Cómo empezó todo?
- El 13 de octubre de 1307, día de la detención de los templarios, unos agentes del rey de Francia infiltrados en el Vaticano asesinaron a la mayoría de los cardenales que se habían convertido a la causa de la orden. Siete de los más importantes de esos prelados escaparon y crearon el Humo Negro de Satán. Al mismo tiempo, los altos dignatarios de la orden del Temple que habían sido arrestados en Francia fueron encerrados en los calabozos de París, Gisors y Chinon esperando la hora de morir bajo tortura o en la hoguera. Justo antes del inicio de las operaciones, estos dignatarios habían confiado a hermanos de su orden la misión de llevarse y esconder ocho cruces que contenían el código de los templarios. Las ocho cruces de las ocho Bienaventuranzas.
Otro silencio.
- Una vez encarcelados, estos mismos dignatarios grabaron cada uno en la pared de su calabozo el lugar donde se encontraba la cruz que le pertenecía. Ocho lugares secretos que se transmitieron de unos templarios a otros y llegaron hasta los oídos de los cardenales del Humo Negro, que eligieron emisarios para recuperar poco a poco las cruces dispersas.
Tras una pausa, el cardenal Mendoza prosigue:
- Gracias a las ocho cruces de las Bienaventuranzas, los cardenales del Humo Negro pudieron encontrar el emplazamiento donde el Temple había escondido su tesoro cuando terminaron las cruzadas. La unión de las ocho cruces indicaba ese lugar.
- ¿Dónde era?
- Se cree que estaba en unas cuevas submarinas en las proximidades de la isla de Hierro, en el archipiélago de las Canarias, entonces todavía virgen e inexplorado.
- ¿Se sabe a cuánto ascendía ese tesoro?
- En el apogeo de su poderío económico, la orden ingresaba el equivalente a quince mil millones de dólares al año. Los templarios, acreedores de los reyes y de los poderosos, financieros y armadores de las cruzadas, poseían sus propias naves, con las que comerciaban. Inventaron la banca, la letra de cambio, el agio y el crédito. Puesto que funcionaron a pleno rendimiento durante cerca de cuarenta y siete años, se calcula que durante ese período pasaron por sus manos no mucho menos de 780 mil millones de dólares actuales. Por supuesto, todo ese dinero no les pertenecía, pero, si tenemos en cuenta lo que les reportaban sus nueve mil encomiendas, sus tierras, sus castillos y el comercio, así como los intereses y los agios que practicaban con los señores sin fondos y los reyes arruinados por las guerras que ellos mismos organizaban, es razonable estimar que en el momento de la destrucción del Temple el tesoro de la orden rondaba los 173 mil millones de dólares en monedas de oro y piedras preciosas. Se cree, pues, que utilizaron sus propias naves comerciales para transportar su tesoro hasta Hierro.
Un silencio.
- ¿Y luego?
- En el transcurso de esta lenta y discreta recuperación del tesoro, los cardenales del Temple guardaron silencio. Se cree que aprovecharon ese período para estructurar su cofradía y empezar a establecer contactos con los grandes banqueros de la Edad Media: los lombardos, los genoveses, los venecianos y los florentinos, familias poderosas, cada una de las cuales recibió una parte del tesoro con la orden de hacerlo fructificar y de abrir más bancos por toda Europa. Gracias a esas fabulosas sumas, los banqueros de Novus Ordo se convirtieron a su vez en acreedores de los reyes y los poderosos, a los que armaron para la guerra de los Cien Años antes de arruinarlos tomando el control de sus finanzas.
- ¿Quiere decir como el Temple en su apogeo?
Mendoza asiente con la cabeza.
- Sabemos que a mediados del siglo XV Novus Ordo estaba compuesto de once familias cuyo poder se extendía por Italia y Europa. Pero, como el Mediterráneo ya no bastaba para saciar su apetito devorador, necesitaban abrir otras rutas marítimas. Gracias a las fabulosas riquezas que habían amasado, los banqueros de Novus Ordo empezaron a construir naves cada vez mayores y más perfeccionadas. Fueron ellos quienes armaron las carabelas de Colón, de Cortés y de Pizarro. Fueron ellos quienes financiaron las expediciones de Cabral y de Magallanes, que con sus naves dieron la primera vuelta al mundo en 1522. El oro de los incas, las especias de las Indias y el gigantesco mercado de los esclavos. Así fue como Novus Ordo se mantuvo a lo largo de los siglos y construyó un inmenso imperio. Las familias sometidas a la organización derrocaron a los reyes y fomentaron las revoluciones; más adelante, financiaron la guerra de Independencia norteamericana antes de cruzar el Atlántico para fundar las grandes dinastías del Nuevo Mundo. Por último, esos banqueros desencadenaron la revolución industrial, la expansión del ferrocarril y del transporte aéreo, la explotación petrolera y el comercio internacional. Detrás de todos esos imperios y esas multinacionales está el tesoro del Temple. Siglos de comercio, de intereses y de dividendos. Esas poderosas familias se han pasado la antorcha, y la élite sigue formando la cabeza pensante de Novus Ordo, que actualmente controla la mayoría de las plazas bursátiles, las grandes multinacionales y casi todos los grandes bancos del planeta. Novus Ordo instaura las democracias y derroca las dictaduras. Financia las revoluciones y desestabiliza a los gobiernos cuya política consideran contraria a sus intereses. Como en las antiguas repúblicas de Génova, Florencia y Venecia, su propósito es controlar las riquezas del mundo y explotar a los pueblos para enriquecerse cada vez más. Pero su enriquecimiento es solo una consecuencia, en ningún caso un fin. Porque lo que persigue ante todo es la aniquilación de las religiones y la liberación de las mentes para que los sirvan mejor. El poder supremo.
Giovanni permanece un momento en silencio contemplando su copa vacía. Después, alza de nuevo los ojos y busca la mirada del cardenal Mendoza.
- Solo una pregunta, eminencia.
- Dígame.
- ¿Cómo puede saber todo eso sin formar parte usted mismo del Humo Negro?
Capítulo 167
Mendoza cruza una mirada con el cardenal Giacomo, que no ha abierto la boca desde el comienzo de la conversación. El anciano prelado de la congregación de los obispos mueve la cabeza y dice:
- A principios de los sesenta, cuando iba a dar comienzo el Concilio Vaticano II, logramos infiltrar un agente en el seno del Humo Negro. No era la primera vez que el Vaticano intentaba una operación de este tipo. A lo largo de los siglos, once agentes habían sido hallados muertos tras haber fracasado en su intento. El error de nuestros predecesores era haber subestimado al enemigo. Pero ¿cómo podríamos reprochárselo, teniendo en cuenta que todavía hoy ignoramos exactamente a qué enemigo nos enfrentamos?
Un silencio.
- Con la experiencia de estas tentativas fracasadas, examinamos minuciosamente los expedientes de los futuros obispos hasta quedarnos con uno: un joven protonotario apostólico llamado Armondo Valdez; su ejemplar recorrido demostraba que era de una honradez y de una devoción sin fisuras. Así pues, lo convocamos para revelarle la existencia del Humo Negro y proponerle que se infiltrara en esa cofradía. No le ocultamos en absoluto los peligros que tal misión implicaba. Aceptó y, para finalizar su formación, lo enviamos a la Academia pontificia y a varias nunciaturas sensibles de todo el mundo. Al mismo tiempo, nuestros exorcistas se encargaron de iniciarlo en las fuerzas del Mal y el culto del innombrable.
Un silencio. El cardenal Mendoza toma el relevo.
- Transcurrieron cuatro años, durante los cuales Valdez llegó a obispo y luego a cardenal. Un ascenso fulgurante que solo podía ser imputable a la influencia del Humo Negro. Unas semanas después de este nombramiento, un mensaje cifrado por él nos informó de que había sido admitido en la cofradía. Una operación que nos había exigido cerca de siete años de paciencia y de noches en blanco.
Otro silencio.
- Tal como le habíamos ordenado, el cardenal Valdez permaneció inactivo durante tres años más a fin de implantarse lo más profundamente posible en el seno del Humo Negro. Luego, cuando nos hizo saber que ya formaba parte del círculo cerradísimo de los ocho cardenales que estaban a la cabeza de la cofradía, lo reactivamos. Entonces empezó a investigar a los arcanos del Humo Negro; sus informes llegaban a misiones que tenían orden de transmitírnoslos por canales de seguridad.
- ¿Qué tipo de canales?
- Casi siempre por mediación de simples misioneros que estaban encargados de recoger los informes de nuestro agente en consignas de aeropuerto y entregárnoslos en mano.
- ¿Qué había en esos informes?
- La misión del cardenal Valdez era doble: identificar las ramificaciones de Novus Ordo por el mundo y averiguar la identidad de los otros siete cardenales a la cabeza del Humo Negro. En particular la del gran maestre. La dificultad radica en que los dignatarios del Humo Negro no se conocen y acuden a las reuniones de la cofradía con máscara y distorsionador de voz. No se puede traicionar a los que no se conoce. Solo el gran maestre y su cardenal más fiel conocen a los demás miembros, pero ninguno de ellos ha visto nunca la cara de sus condiscípulos. Sin embargo, sabemos que hace una semana el cardenal Valdez consiguió fotografiar a uno de ellos en un pequeño cottage situado en el norte de Escocia. Envió a varias misiones repartidas por el mundo un pergamino escrito utilizando el código templario y las fotos en cuestión.
- ¿El gran maestre?
- No. El cardenal camarlengo Campini, el número dos del Humo Negro. Un silencio.
- ¿Y quién es el número uno?
- Lo único que sabemos es que la cofradía lo ha designado a él para suceder al difunto Papa si el Humo Negro consigue orientar en su favor los votos del cónclave. Lo que parece confirmarse con lo que don Gabriele acaba de contarnos y con la desaparición trágica del sucesor oficial del Papa en el accidente del vuelo de Cathay Pacific sobre el océano.
- ¿El cardenal Centenario? Señor, no pensará en serio que…
- Eso es lo que el cardenal Valdez también había descubierto: los preparativos del atentado y su ejecución la víspera de la última reunión del Humo Negro.
- Entonces, ¿el gran maestre es uno de los cardenales que ocupan un puesto en el Vaticano?
- Es posible. En cualquier caso, es alguien a quien conocemos muy bien.
- ¿Y el cardenal Valdez no puede hacer nada para detener el proceso desde el interior?
Mendoza y Giacomo cruzan una mirada. A continuación, el anciano secretario de Estado añade con voz cansada:
- Desde el principio acordamos con el cardenal Valdez que, si llegara a sucederle algo, recibiríamos una carta sellada en la que se indicaría el lugar donde podríamos encontrar los informes completos de sus treinta años de investigación en el seno de la red de Novus Ordo.
- ¿Y…?
Mendoza saca un sobre de su sotana. Giovanni cierra los ojos.
- Ese documento lo recibimos anoche por correo especial. Viene del Lazio Bank de Malta.
- Entonces todo está perdido.
- Quizá no.
- ¡Vamos, eminencia! Valdez está muerto, Centenario y diez prelados desaparecidos en pleno océano, la mitad de los conclavistas van a enterarse de que su familia está amenazada de muerte si no votan a favor del candidato adecuado, el camarlengo controla el Vaticano en espera del desenlace del cónclave, ¡y nosotros no conocemos la identidad del gran maestre del Humo Negro!
- Es aquí donde yo intervengo, eminencia.
Giovanni se vuelve hacia don Gabriele, que sonríe de nuevo.
- Tengo curiosidad por saber cómo va a hacerlo.
- Mis hombres lo llevarán al aeropuerto, donde montará en un helicóptero que lo dejará en Marina di Ragusa, en el extremo sur de Sicilia. Desde allí irá en una barca de pesca hasta Malta. Si se pone en camino enseguida, puede estar en La Valetta cuando abran el Lazio Bank.
- ¿Y por qué no hacer todo el viaje en helicóptero?
- Porque mi territorio acaba en Marina di Ragusa y porque los helicópteros hacen ruido y pueden caer.
- ¿Y los barcos no se hunden?
- Los míos no.
Giovanni se vuelve hacia el cardenal Mendoza.
- Olvida un detalle importante.
- ¿Cuál?
- Me esperan para participar en el cónclave. Es más, deben de estar empezando a preocuparse por mi ausencia.
El anciano cardenal le tiende a Giovanni una carpeta de cartulina que contiene unas fotos tomadas por la policía de una colisión en cadena que se ha producido a última hora de la tarde en las afueras de Roma. En una de ellas, el joven cardenal ve un Jaguar aplastado entre un gran camión de transporte y una furgoneta.
- ¡Dios mío, es mi coche! Se lo había prestado a un obispo amigo mío que tenía que hacer un viaje rápido a Florencia. Iba a devolvérmelo esta noche.
- Monseñor Gardano. Ha muerto en la colisión. Un fallecimiento providencial.
- ¿Cómo dice?
- Oficialmente, usted ha muerto en la ambulancia que lo trasladaba a la clínica Gemelli de Roma. El cirujano del difunto Papa se lo confirmará a los agentes del Humo Negro, que estaban sorprendidos de su ausencia en el cónclave. El cadáver de Gardano ha quedado en tal mal estado que el engaño debería poder mantenerse unas horas. Lo que le deja hasta el amanecer para llegar a Malta y traer los informes del cardenal Valdez.
- ¿Y si se dan cuenta de que el cadáver que está en el depósito de la Gemelli no es el mío?
- Entonces tendrá usted razón en algo.
- ¿En qué?
- En que todo estará perdido.
Capítulo 168
Mientras las últimas notas del órgano se pierden entre los efluvios de incienso, los enterradores bajan el ataúd del Papa a las grutas donde descansan los sumos pontífices de la cristiandad. El féretro golpea las paredes del pozo a medida que las cuerdas se deslizan entre las manos enguantadas. Los cardenales se inclinan para aspirar el perfume de eternidad que asciende de las catacumbas del Vaticano. Una última corriente de aire helado, y los enterradores vuelven a colocar la pesada lápida. El cardenal Camano escucha el ruido sordo que esa tonelada de mármol produce al caer sobre su pedestal. Después yergue la cabeza y contempla a los otros prelados.
Sin apartar los ojos de la lápida, el camarlengo habla en voz baja con el cardenal gran penitenciario, el vicario general de la diócesis de Roma y el arcipreste de la basílica vaticana. Este último tiene aspecto de estar furioso. Camano imagina por qué. Según las leyes de la Iglesia, las exequias del Papa deberían haberse celebrado durante nueve días seguidos. Y el plazo protocolario establecía un mínimo de seis días más después del entierro, durante los cuales las congregaciones deberían haberse reunido en el palacio apostólico para preparar el cónclave. O sea, un mínimo de dos semanas y un máximo de veinte días completos entre el fallecimiento del Papa y el comienzo de la elección. En lugar de eso, enterraban al Pontífice como si fuera un leproso y convocaban el cónclave la misma noche, como si se tratara de una reunión de conspiradores.
Ante tantos susurros irritados, Campini permanece impertérrito. Recuerda en voz baja los momentos particularmente graves que la Iglesia está atravesando y la obligación del camarlengo de dotar cuanto antes a la nave de un nuevo capitán. El arcipreste de la basílica se dispone a insistir cuando Campini se vuelve de sopetón y gruñe en la penumbra que no es ni el lugar ni el momento para ese tipo de conciliábulos. Pálido a causa de la afrenta, el arcipreste retrocede unos pasos.
Examinando a hurtadillas al resto de prelados de la curia, Camano se da cuenta de que todos se observan de reojo, como si trataran de averiguar qué cardenales forman parte del Humo Negro. Es lo malo de esa cofradía: ninguna marca distintiva, ni tatuaje, ni símbolo satánico, ni la menor señal que permita reconocer a sus miembros. Por eso el Humo Negro ha podido mantenerse a lo largo de los siglos sin dificultad; nunca ha habido más de ocho cardenales al frente de la organización y nunca ha quedado constancia de la menor de sus actividades.
Camano se yergue mientras su protonotario le susurra al oído que acaban de encontrar muerto en una laguna de Venecia a Armondo Valdez, cardenal arzobispo de São Paulo.
- ¿Cuándo?
- Esta noche. Es preciso interrumpirlo todo, eminencia. Es preciso cancelar el cónclave y avisar a los medios de comunicación. La situación es demasiado grave.
Sin dignarse contestar, el cardenal Camano saca de su sotana un sobre y se lo tiende discretamente a su interlocutor. Contiene tres fotografías de los alrededores de Perusa: una vieja casa rodeada de viñas, una chica y tres niños esposados y amordazados, tres criminales encapuchados los apuntan con sendas pistolas. El protonotario susurra al oído de Camano:
- Señor, ¿quiénes son estas personas?
- Mi sobrina y sus hijos. Los criminales son sin duda esbirros del Humo Negro. La mayoría de los conclavistas han recibido el mismo tipo de sobre con un mensaje anunciando que se les darán las consignas de voto cuando empiece el cónclave.
- ¿Se da cuenta de lo que eso significa?
- Sí. Significa que si alguien avisa a los medios de comunicación o a las autoridades, nuestras familias serán ejecutadas en el acto.
- ¿Qué hacemos entonces?
- Esperemos al cónclave. Allí estaremos todos encerrados y el candidato del Humo Negro no tendrá más remedio que darse a conocer. En ese momento veremos lo que podemos hacer.
De pronto, el toque de difuntos suena en el campanario de San Pedro. Los cardenales de la curia se dirigen hacia la basílica. Fuera, las campanas hacen temblar los adoquines de la plaza y el corazón de los miles de peregrinos inmóviles bajo la llovizna. La multitud se abre para dejar paso a la doble fila de cardenales electores de camino hacia el cónclave: ciento dieciocho príncipes de la Iglesia con hábito rojo cruzan en silencio las puertas del Vaticano, que los guardias cerrarán en breve, para dirigirse a la capilla Sixtina, donde pronto comenzará la elección del próximo papa.
Capítulo 169
Una sacudida. El 4x4 acaba de adentrarse en un camino que conduce al corazón de un bosque de pinos negros. Parks abre los ojos y ve cómo desaparece la luna a medida que el coche se interna entre los árboles. Se estira.
- ¿Dónde estamos?
- Llegando.
Con un ojo en la pantalla del GPS y el otro en el camino lleno de baches e iluminado por los faros, el sacerdote conduce a tumba abierta en medio de las roderas. De vez en cuando frena para leer en la penumbra los carteles de madera y luego pisa el acelerador y arranca de nuevo levantando una lluvia de barro.
Tres kilómetros más lejos, para el coche delante de un zarzal. Quita el contacto y señala un sendero.
- Es por ahí.
Parks baja. Los árboles huelen a moho y a musgo. Siguiendo los pasos de Carzo, camina entre las zarzas. Ni un soplo de viento. Ni un ruido. Tiene la impresión de que el aire es más puro, más fresco.
El bosque se hace menos denso y la luna llena ilumina de nuevo a los caminantes. El suelo, que se había inclinado bajo sus pies, vuelve a ser llano. Acaban de llegar a una especie de promontorio donde los árboles han renunciado a crecer, un claro natural. Ahí es donde se alzan las murallas del convento de las agustinas de Bolzano. Entre las murallas agrietadas de la fortaleza se entrevé un patio circular y unos edificios en ruinas.
- Es aquí.
- Lo sé.
Capítulo 170
- ¿El Papa asesinado por una conspiración de cardenales satanistas? ¿Qué coño has fumado?
Valentina Graziano se moja los labios en la taza de café que Pazzi acaba de servirle. Traga un sorbo y sigue mentalmente el recorrido del brebaje ardiente, que se extiende por su estómago. Luego deja la grabadora de Ballestra encima de la mesa del comisario y pulsa la tecla de reproducción. Mientras Pazzi se arrellana en el sillón para escuchar, Valentina cierra los ojos y piensa en esas últimas horas en las que ha estado a punto de morir…
Petrificada de terror mientras los asesinos de Mario se dirigían hacia ella, la joven encontró finalmente fuerzas para huir. La plaza del Panteón estaba desierta. Giró hacia la fuente de Trevi, donde esperaba coincidir con una procesión que le permitiría librarse más fácilmente de sus perseguidores. Pero en la explanada de la fuente lo único que había eran unos farolillos abandonados. Sin aliento, Valentina profirió un grito al ver que los monjes seguían estando menos de cincuenta metros detrás de ella, a pesar de que no habían corrido ni en un solo instante.
Agotada, siente la tentación de detenerse. Sería tan sencillo arrodillarse y dejarse llevar… De repente, se acuerda del puñal del monje clavándose en el vientre de Mario. Se acuerda de su mirada. Entonces profiere un grito de cólera y echa a correr hacia delante, moviendo los brazos para acelerar la marcha. No necesita volverse para saber que los monjes siguen caminando. Sobre todo, no debe mirar hacia atrás. Si lo hace, el terror le paralizará las piernas.
Levantando agua de los charcos con los pies descalzos, sube la colina del Quirinal hacia el centro y pasa por delante del palacio de la Presidencia. Busca con los ojos a los guardias que deberían estar apostados delante de la verja. Las garitas están vacías. Continúa corriendo. Las paredes del palacio Barberini se alzan a lo lejos cuando Valentina ve a otros dos monjes cien metros delante de ella. Se adentra en una calleja atestada de cubos de basura. Distingue los cirios de una procesión en la via Nazionale. A su espalda, los cuatro monjes están ahora muy cerca. Luces azules: faros giratorios encendidos; cuatro coches de la policía acompañan el avance de los fieles. Un último esfuerzo, un último acelerón.
Justo antes de darse de bruces con la procesión, Valentina desenfunda su arma y vacía el cargador disparando al aire. Los casquillos ardientes aterrizan sobre el asfalto. La muchedumbre se dispersa gritando. Sin dejar de correr hacia los policías, que la apuntan, Valentina enseña la placa con las manos en alto a la vez que recita su número de placa. Acto seguido se desploma entre los brazos del cabo. Echa un último vistazo por encima del hombro mientras el policía la envuelve en una manta de lana. Los monjes ya no están.
Capítulo 171
En el antiguo cementerio del convento de Bolzano, donde ahora están el uno junto al otro, Parks y Carzo acaban de encontrar la tumba de la recoleta. En la lápida mohosa ya no hay ninguna inscripción; tan solo queda una cruz potenzada de contornos erosionados por el paso del tiempo. Ahí era donde las agustinas enterraron a la anciana recoleta un día de febrero de 1348. El día que la Bestia entró en el convento.
Marie aparta un arbusto de retama y descubre otra lápida cubierta de musgo. Rozando con los dedos las asperezas de la piedra, descifra en voz alta los epitafios que el tiempo y el hielo prácticamente han borrado.
- Aquí yace Thomas Landegaard, inquisidor de las marcas de Aragón y de Cataluña, de Provenza y de Milán.
Ahí es, pues, donde reposa el hombre con el que ha compartido algunos instantes de vida. Marie se siente extrañamente triste, como si lo que está enterrado ahí fuera un trozo de ella misma. O más bien como si el inquisidor recordara los terribles acontecimientos que se habían producido aquel año. Parks se pregunta cuáles debieron de ser los últimos pensamientos de Landegaard en el momento en que sus guardias muertos derribaban la puerta del torreón. ¿Pensó en las marianistas de Ponte Leone crucificadas por los Ladrones de Almas? ¿Oyó una vez más, la última, los gritos de los trapenses enterrados vivos? ¿O pensó en aquel perfume tan femenino y turbador que había cosquilleado sus fosas nasales mientras despertaba sobre su montura y aspiraba el aire helado del Cervino? Una lágrima brilla en los ojos de Marie. Sí, era en ella en quien Landegaard pensó mientras los fantasmas de sus propios hombres lo destripaban y moría, como si el trance la hubiera hecho realmente atravesar el tiempo y hubiera dejado algo en el fondo del corazón de Landegaard. Algo que no era muerte. Algo que no moría jamás.
Parks suelta el arbusto de retama y se seca los ojos mientras nota que la mano de Carzo se cierra sobre su hombro.
- Vamos, Marie, ya casi estamos.
Capítulo 172
Valentina abre los ojos en el momento en que la grabadora reproduce las últimas palabras de Ballestra. El rostro de Pazzi permanece impasible mientras el asesino apuñala al archivista. El dedo del comisario interrumpe la grabación.
- Me estás jorobando, Valentina.
- ¿Cómo?
- Te había mandado al Vaticano para organizar la seguridad del concilio y vuelves con unos huesos ridículos, un evangelio de la Edad Media y una supuesta conspiración de cardenales.
- Te dejas los asesinatos de recoletas y la mentira de la Iglesia.
- ¡Y tú, me cago en todo, en vez de venir corriendo aquí, llamas al jefe de redacción del Corriere della Sera! ¡Y encima con tu móvil!
Valentina siente que una nube de tristeza la invade.
- ¿Habéis retirado el cadáver?
- No hay cadáver.
- ¿Qué?
- Y tampoco hay rastros de sangre en la acera ni de monjes en las calles.
- ¿Y los empleados del hotel Abruzzi, frente al que han asesinado a Mario? Forzosamente tienen que haber visto algo.
- Los han interrogado. No han visto nada.
Un silencio.
- ¿Y tú, Valentina?
- ¿Yo qué?
- ¿Qué has visto tú exactamente?
- ¿Me tomas por gilipollas?
- Valentina, tú y yo somos polis, así que ambos sabemos cómo funcionan estas cosas. Has quedado atrapada en un pasadizo secreto bajo el Vaticano, se te han fundido los plomos y te has puesto a imaginar salas llenas de cajas fuertes y asesinos disfrazados de monjes. ¿Me equivoco?
Valentina le arranca la grabadora de las manos.
- ¿Y esto, joder? ¿Acaso he sido yo quien lo ha grabado en un estudio?
- ¿Los delirios de un viejo archivista depresivo y alcohólico? ¡Sí, claro, eso causará furor en la prensa sensacionalista! Ya imagino los titulares: «Ajuste de cuentas en el Vaticano: un prelado excluido de la curia se inventa una conspiración para vengarse de un puñado de cardenales». Despierta, Valentina. Sin los documentos a los que se alude, tu grabación tiene tanto valor como un anuncio de una marca de preservativos.
- O sea que, si te entiendo bien, van a salirse con la suya. Enterrarán al Papa y manipularán al cónclave para que elija a uno de los suyos como cabeza de la Iglesia.
- ¿Qué pensabas? ¿Que iba a enviar un regimiento de paracaidistas al Vaticano? ¿Esperabas que esposara a un centenar de cardenales o que les prohibiera inhumar al Papa? ¡Mierda! Ya puestos, podría llamar a la base aérea de Latina para que disparen una cabeza nuclear contra la basílica, ¿por qué no?
Apuntando con un mando a distancia, Pazzi enciende el televisor empotrado en la estantería. Plano general de la basílica. La voz del presentador acompaña el lento travelín de una de las once cámaras con las que la Rai Uno mantiene permanentemente enfocado el Vaticano. El periodista explica que el Papa acaba de ser inhumado en ese momento y que, a causa de los desórdenes que agitan la cristiandad, va a empezar el cónclave. La compacta muchedumbre de peregrinos que ocupa la plaza de San Pedro se aparta para dejar pasar a la fila de cardenales que se dirigen a la capilla Sixtina. Las puertas del Vaticano se cierran detrás de la procesión y un imponente destacamento de guardias suizos se despliega a lo largo de la verja. El comentarista de la Rai manifiesta su desconcierto a los millones de espectadores que lo escuchan en todo el planeta. Según él, la Iglesia nunca se ha precipitado de esa forma para elegir a uno de sus papas. Y también es extraño que el servicio de prensa del Vaticano permanezca mudo y que no se filtre ninguna información. Pazzi quita el sonido.
- ¿Qué te decía, Guido? ¿Ves como están tomando el control del Vaticano?
- ¿Quién lo está tomando? ¿Los marcianos? ¿Los rusos? ¿Tienes algún nombre que darme? ¿Tienes pruebas, huellas dactilares, muestras de ADN o cualquier cosa que pudiera adjuntar a un expediente para despertar a un juez y tratar de conseguir un mandato?
- ¿Y el cadáver de Ballestra?
- El cadáver de Ballestra solo demuestra una cosa.
- ¿Qué cosa?
- Que Ballestra está muerto.
- Guido, lo único que te pido son veinticuatro horas para terminar mi investigación.
Pazzi se sirve un whisky y le añade hielo picado. Luego clava su mirada en la de Valentina.
- Ese plazo que reclamas te lo va a dar el cónclave. Si dura tres días, tendrás tres días. Si dura tres horas, como parece que va a ser, no tendrás ni un minuto más.
- Mierda, es muy poco tiempo y tú lo sabes.
- Valentina, a partir del momento en que se elija a un nuevo papa, ningún juez italiano me firmará una orden y tus cardenales del Humo Negro ya no tendrán nada que temer de nosotros. Después de eso, aunque reproduzcas continuamente tu grabación por los altavoces de Roma, se quedarán tan panchos. Pero, hasta entonces, si lo que dices es verdad, estás en peligro de muerte.
El teléfono suena. Pazzi descuelga y escucha que su secretaria le anuncia que alguien desea hablar con él. El comisario pregunta el nombre del tocacojones en cuestión. Se yergue. La puerta se abre para dejar paso a un hombre de estatura media, tez pálida y mirada penetrante. Lo siguen dos gorilas con traje negro. El hombre le tiende a Pazzi un fajo de documentos expedidos por el Departamento de Estado norteamericano y el Ministerio de Justicia italiano. Un salvoconducto con autorización para investigar en todo el territorio de la península. Mientras Pazzi examina los documentos, el hombre de mirada de águila coge la grabadora de Ballestra y le tiende una mano glacial a Valentina.
- ¿Señora Graziano? Stuart Crossman, director del FBI. Vengo de Denver y voy a necesitarla para acorralar a los cardenales del Humo Negro.
- ¿Nada más?
- Sí. También he perdido a uno de mis agentes. Se llama Marie Parks. Tiene su edad y su sonrisa. Y si no hacemos nada en las próximas horas, morirá.
Capítulo 173
Carzo se adentra en la escalera que desciende hacia los sótanos de la fortaleza. Un pasadizo oscuro que despide un olor de hiedra y de salitre. El aliento del tiempo.
Al final de la escalera, ilumina con la antorcha las paredes polvorientas. En esas salas subterráneas es donde Landegaard encontró los cadáveres de las agustinas, trece esqueletos que habían arañado los cimientos con las uñas antes de morir de agotamiento.
Mientras avanza, Parks recuerda la penúltima carta que Landegaard le escribió al papa Clemente VI:
Digo «volver a morir» porque todas las religiosas iban envueltas en un sudario, como si las hubieran enterrado primero en las trece tumbas del cementerio y después se hubieran levantado de entre los muertos para recorrer esos lugares sin luz.
Parks se sienta en el banco de piedra que Carzo le señala. Cierra los ojos.
- Marie, escúchame atentamente, es muy importante. Ahora voy a enviarte a este mismo lugar la noche del 11 de febrero de 1348, es decir, trece días después de la muerte de la recoleta. Esa es la fecha que hemos encontrado en la última página de los registros del convento, unas líneas garabateadas a toda prisa por la madre Yseult de Trento, la superiora de las agustinas de Bolzano. Afirma que el sol se está poniendo y que la cosa que ha matado a sus religiosas va a despertar de nuevo de entre los muertos. Dice que es preciso acabar con eso, que no tiene elección. Pide a Dios que la perdone por lo que se dispone a hacer para escapar de la Bestia. Eso es todo. Hemos buscado en los cementerios y en los registros de las congregaciones situadas a decenas de metros a la redonda. Ni rastro de la madre Yseult. Así que es con ella con quien tenemos que establecer contacto ahora.
- ¿Y si murió ese día?
Marie nota que los labios de Carzo se posan sobre los suyos mientras se sumerge en la oscuridad. Nota la tela áspera de su hábito, su respiración tibia sobre sus párpados y su mano en sus cabellos. Luego, sus pechos se marchitan y sus carnes se reblandecen. Sus músculos se tensan como ramas. Tiene la sensación de flotar dentro de un vestido de basta tela que huele a tierra y a leña. Una extraña sensación de quemazón invade su garganta, como si hubieran intentado estrangularla. Los recuerdos de la madre Yseult.
Capítulo 174
La luz temblorosa de una vela. Unas gotas de agua resuenan en el silencio. A lo lejos, el viento sopla desatado contra las murallas. La madre Yseult permanece encorvada en el hueco donde se ha emparedado. No es ni suficientemente alto para estar de pie, ni suficientemente ancho para sentarse. Su viejo cuerpo tiembla a causa de la fiebre y está empapado de sudor; cada parte de su ser le arranca sollozos de dolor. La anciana religiosa recita sus oraciones en espera de la muerte. Suplica a Dios en voz baja que la lleve con él. Susurra para combatir el miedo que la domina, para no pensar, para olvidar.
Los recuerdos de la madre Yseult llenan poco a poco la memoria de Marie. Un jinete surge de la bruma y grita en dirección a las murallas. Una carreta cruza las puertas y se detiene en el patio del convento. La madre Yseult se inclina: acaba de ver una figura tendida entre los víveres. La recoleta. Así es como ha llegado al convento de Bolzano. Al límite de sus fuerzas, se ha desplomado a unas leguas de las murallas, en medio del bosque, donde el campesino la ha recogido. La madre Yseult tiene miedo. Un hatillo de cuero y una bolsa de lona han caído del hábito de la recoleta mientras las religiosas levantan su cuerpo descarnado para llevarla a resguardo del frío.
Repitiendo los gestos de la madre Yseult, Marie se arrodilla sobre el polvo y siente cómo los dedos de la anciana religiosa desatan el cordón de terciopelo que cierra el hatillo. El cráneo de Janus. La visión de Yseult estalla en la mente de Marie.
El calor, la ardiente arena, ésos martillazos contra la madera y esos bramidos de animal en el silencio. Marie abre los ojos a la luz blanca que inunda el cielo. El Gólgota. Las tres cruces plantadas juntas. Los dos ladrones están muertos. Jesucristo grita, lágrimas de sangre resbalan por sus mejillas. La decimoquinta hora del día. Unas extrañas nubes negras se acumulan sobre la cruz, parece de noche. Jesús tiene miedo. Tiene frío. Está solo. Acaba de perder la visión beatífica que lo unía a Dios. En ese instante es cuando mira a la muchedumbre y la ve tal como es: un montón de almas tristes, de cuerpos mugrientos y de labios retorcidos. Piensa que es por esos asesinos, esos violadores y esos cobardes por quienes va a morir. Por esa humanidad condenada por anticipado. Siente la cólera de Dios. Oye el rugido del trueno y siente el azote del granizo sobre los hombros empapados de sudor. Entonces, mientras grita de desesperación, la fe lo abandona como el aliento de un moribundo. Marie se muerde los labios. La agonía y la muerte de Dios. Ese día ganaron las tinieblas; el día que Jesucristo se convirtió en Janus.
Yseult cierra el hatillo y coge la bolsa de lona. Marie nota algo pesado en las manos de la madre superiora: un manuscrito muy antiguo, una obra encuadernada en cuero negro y provista de una pesada cerradura de acero. El evangelio de los Ladrones de Almas. El cuero está caliente como la piel de una criatura viva.
Unos gritos salen de la celda adonde las agustinas han llevado a la monja. Yseult corre por los pasillos. Tiene miedo. Se inclina sobre la religiosa agonizante, que murmura en una lengua desconocida. Luego, su respiración cesa y sus ojos se vuelven vidriosos. Yseult va a incorporarse cuando las manos de la muerta se separan de las sábanas y la agarran del cuello. Se ahoga, sus dedos se cierran sobre la empuñadura de una daga. Un chorro de sangre se extiende por las sábanas cuando la hoja se hunde en la garganta de la recoleta. Una corriente de aire glacial barre entonces la celda.
Huellas de bota. Los recuerdos de la madre Yseult se suceden. Ve el cadáver de sor Sonia clavado en la pared, el de sor Clemencia, que sale de la tumba y le sonríe en las tinieblas. Las huellas de esos pies en el barro y el ruido de sus pasos en la escalera que conduce al torreón donde ella y su novicia más joven se han refugiado. Trece noches, trece asesinatos. Así es como la Bestia mata a las religiosas: cada víctima sale de su tumba para asesinar a la siguiente. Los Ladrones de Almas.
Los recuerdos del último día. Marie ve cómo las manos de la madre Yseult entierran a su última novicia en la tierra blanda del cementerio. Ha cogido el evangelio y el cráneo de Janus. Se tuerce los tobillos bajando la escalera para ir a los sótanos del convento. Allí es donde se empareda. Mortero y ladrillos para rellenar la brecha en el muro de contención detrás del cual ha encontrado refugio, con unas cuantas velas y sus escasos efectos. Ya está, la madre Yseult acaba de poner la última piedra. No le queda más que esperar la muerte. Se esfuerza en contener la respiración para morir cuanto antes.
Abre los ojos y relee la advertencia que acaba de grabar en la pared. Marie tiembla. El monje que ha entrado en el convento para matar a las agustinas es Caleb.
Capítulo 175
Stuart Crossman escucha en silencio la grabación de Ballestra. Cuando algún pasaje le llama la atención, hace una seña a Valentina indicándole que vuelva atrás para oír de nuevo los susurros del archivista. Se queda pálido cuando el desaparecido enumera la lista de los papas asesinados por el Humo Negro. La grabación finaliza. Crossman deja escapar un suspiro.
- Es más grave aún de lo que pensaba.
- Nos bastaría con revelarlo todo a la prensa.
- El Osservatore romano y los órganos oficiales del Vaticano se apresurarían a publicar desmentidos rotundos. Además…
- ¿Qué?
- ¿Qué ocurrirá si mil quinientos millones de fieles se enteran de que la Iglesia les ha mentido durante siglos y de que unos cardenales de una organización secreta se disponen a tomar el control del Vaticano? Imagine por un instante el impacto que semejante noticia tendría sobre los cientos de miles de peregrinos que convergen hacia la plaza de San Pedro. ¡Veinte siglos de creencia desmoronándose de golpe! Habría una sublevación sin precedentes.
- Nos queda confiar en que el cónclave se incline a favor de los cardenales fieles a la Santa Sede.
- Me extrañaría.
Crossman le tiende una hoja a Valentina.
- ¿Qué es esto? -pregunta la chica.
- La lista de los once obispos y cardenales que murieron la semana pasada en un accidente aéreo sobre el Atlántico. Entre ellos se encontraba el cardenal Centenario, el que se preveía que iba a suceder al difunto Papa. Una precaución que ahora garantiza al Humo Negro la mayoría absoluta en el cónclave.
En la pantalla, una marea humana ha invadido la plaza de San Pedro. Retransmitidos en veinte lenguas por todas las televisiones del mundo, los comentarios de los periodistas suceden a las intervenciones de los especialistas, desconcertados por el giro que han dado los acontecimientos. Las cámaras enfocan la chimenea de la capilla Sixtina, donde el humo aparecerá tras la incineración de las papeletas de voto. Humo blanco si el Papa es designado al término del primer escrutinio. Humo negro si los cardenales necesitan más tiempo para reflexionar.
Valentina se vuelve hacia Crossman:
- ¿Cuál era la misión de Parks?
- Encontrar el evangelio de Satán antes que los asesinos del Humo Negro. Sabemos que la cofradía tiene la intención de utilizar ese manuscrito para revelar al mundo la mentira de la Iglesia en cuanto sea elegido el próximo Papa.
- ¿Sabe dónde está en este momento?
- La última vez que la vi fue en el aeropuerto de Denver, donde se disponía a embarcar con el padre Carzo en un avión con destino Ginebra.
- ¿Y después?
- No he vuelto a saber nada más.
- No se preocupe. El padre Carzo es exorcista. Él sabrá defender a Parks de los Ladrones de Almas.
- Me temo que el asunto sea algo más complicado.
- ¿Por qué?
- Justo antes de despegar para Europa, el padre Carzo me dijo que acababa de regresar de un periplo por la Amazonia, donde había estado investigando por encargo de su congregación un caso de posesión suprema en pleno territorio de los indios yanomami. Me dijo también que un extraño mal había afectado a los chamanes de la tribu. Algo que se propagaba a través de la jungla y que parecía destruir todo signo de vida a su paso. Así que llamé a nuestros contactos en Brasil, que enviaron un equipo en helicóptero para comprobar si ese mal era algún virus mortal que los indios habían despertado. El equipo me ha llamado hace unas horas por teléfono satélite para decirme que había llegado al territorio de los yanomami y que acababa de encontrar un cuaderno perteneciente al padre Carzo en las ruinas de un viejo templo azteca. Un cuaderno en el que el padre había reproducido frescos antiguos y bajorrelieves. Creemos que es ahí donde estaba citado con la posesión suprema, porque las páginas siguientes están llenas de fórmulas maléficas y de frases incoherentes. Y de dibujos satánicos también: una criatura monstruosa en medio de un círculo de velas, almas atormentadas y campos de cruces. Como si la posesión suprema hubiera ganado la batalla y una fuerza misteriosa se apoderara de su mente. Pero el último dibujo representa otra cosa: un acontecimiento trágico que se había producido días antes en Hattiesburg y del que Carzo no podía estar al corriente.
- ¿Qué?
Crossman le tiende a Valentina el documento procedente de la Amazonia. El padre Carzo había dibujado a cuatro religiosas crucificadas en una cripta y una quinta cruz, en el centro, en la que estaba clavada una chica desnuda. En la parte inferior de la página, el sacerdote había escrito en rojo:
Marie Parks debe morir.
Capítulo 176
La mente de Marie se aparta poco a poco de la anciana religiosa emparedada. El olor de cera está disipándose. La joven reconoce los olores de salitre y de moho que acompañaron el inicio de su trance; oye que la antorcha de Carzo crepita en las tinieblas. Recobra lentamente la conciencia en los sótanos de Bolzano. Sin embargo, tiene la sensación de que sus manos continúan tocando la pared del cubículo, como si continuara emparedada con la madre Yseult y al mismo tiempo estuviera sentada en ese banco de piedra donde está despertándose. Con los ojos cerrados, se aclara la garganta reseca.
- Alfonso, sé dónde está el evangelio.
- Yo también.
Marie da un respingo al oír la voz de Carzo. Es más profunda, más grave, más melodiosa y también más fría. Algo ha cambiado. Marie percibe otro olor, un olor de cripta. Abre los ojos. El padre Carzo está de pie, se ha puesto la capucha para ocultar su rostro y sus ojos brillan débilmente en la oscuridad.
- Ave María.
Parks siente que se le hiela el corazón al reconocer la voz de Caleb. Intenta desenfundar el arma, pero se da cuenta de que no puede moverse. Sus párpados se cierran. En algún lugar del fondo de su mente, las manos de la madre Yseult tocan las paredes del cubículo.
Décima parte
Capítulo 177
Sentado en la terraza de un restaurante a orillas del mar, en Castellammare di Stabia, Stuart Crossman contempla la bahía de Nápoles. Dos horas antes, después de su entrevista con Valentina Graziano, el conserje de su hotel le había avisado de que tenía un mensaje urgente en la recepción. El mensaje, escrito en inglés, decía:
El Humo Negro tiene un punto débil.
Si quiere saber cuál es,
esté dentro de una hora
en la terraza del restaurante Frascati,
en Castellammare di Stabia.
No informe a la policía.
No pierda tiempo.
Vaya solo.
Crossman apenas dudó unos segundos antes de dar la orden de fletar el jet privado que lo esperaba en el aeropuerto de Ciampino. Cuarenta y cinco minutos más tarde, desembarcaba en Nápoles y montaba en una limusina para trasladarse a Castellammare di Stabia.
Había situado a una quincena de sus hombres alrededor del restaurante Frascati, que permanecía abierto a una hora en que los demás establecimientos de la costa habían bajado la persiana hacía mucho rato. Nadie en el interior. Crossman estaba sentado a una mesa de la terraza y esperaba.
Un bip en su auricular. Uno de sus hombres le anuncia que una Zodiac acaba de llegar a la playa.
- Cinco hombres a bordo, uno de ellos un viejo. Van armados. ¿Qué hacemos?
- Dejadlos tranquilos.
Otra señal sonora.
- Cuidado, se acercan.
Crossman ve cinco siluetas a la luz de las farolas. Cuatro hombres corpulentos. La quinta silueta, encorvada, avanza cojeando, sostenida por los tipos fornidos.
- Jefe, aquí francotirador 1. Tengo a los blancos en la mira.
Crossman dirige la mirada hacia el tejado de otro restaurante, donde el francotirador 1 está apostado. El viejo y sus guardaespaldas están a tan solo treinta metros. El director del FBI quita el seguro de su arma, tras desenfundarla bajo la mesa.
- Jefe, aquí francotirador 1. Espero sus instrucciones.
Crossman frunce el entrecejo mientras las siluetas pasan junto a una farola. El charco de luz recorta las facciones del viejo.
- Francotirador 1, no dispare.
- Confirme la orden, jefe.
- Lo confirmo: no dispare.
El viejo está muy cerca. Sus guardaespaldas se quedan en el muelle, mientras él sube los escalones que llevan hasta la terraza del restaurante apoyándose en un bastón. Sonríe al sentarse a la mesa de Crossman.
- Buenas noches, Stuart.
- Buenas noches, don Gabriele.
Capítulo 178
Estrecho de Malta.
Cuatro de la mañana
De pie en la proa de la barca de pesca que avanza entre un estruendo de motor cansado, el cardenal Giovanni alza los ojos hacia el cielo estrellado. La luna está tan llena que ilumina la noche con un extraño resplandor dorado. El joven cardenal contempla las costas de Malta a lo lejos. Una hora más de travesía y la vieja barca llegará al puerto de La Valetta. Antes, tendrá que echar sus redes a unos kilómetros de la costa para disimular. Solo después, los hombres de don Gabriele podrán desembarcar su cargamento humano.
Giovanni mete una mano en el bolsillo de su sotana y palpa el sobre del Lazio Bank. Contiene una tarjeta de plástico transparente provista de un chip con un código de once cifras para entrar en el banco, así como una contraseña cromonumérica para la identificación de la cuenta. Otro código, en este caso alfanumérico, sirve para abrir la caja fuerte de Valdez: la inscripción grabada en el dorso de la cruz de los Pobres que el cardenal del Humo Negro ha adjuntado a ese envío, una pesada cruz con rubíes incrustados y una cadena de plata que Giovanni se ha puesto alrededor del cuello. Solo queda confiar en que los informes merezcan la pérdida del único agente que el Vaticano ha conseguido infiltrar en el seno del Humo Negro.
Giovanni nota una presencia a su espalda. El capitán de los guardias suizos, Cerentino. El oficial había insistido en encargarse personalmente de su protección y Mendoza aceptó. Cerentino se acerca al oído del cardenal para que su voz no quede ahogada por el ruido del motor.
- Eminencia, tenemos que bajar a la bodega porque va a amanecer y los sicilianos no quieren exponerse a que lo vean con prismáticos mientras ellos echan las redes.
Sin contestar, el cardenal conecta el teléfono móvil que don Gabriele le ha dado en Roma. Cuando el clérigo le dijo que ya tenía uno, el padrino le replicó que los celulares de la Cosa Nostra funcionaban gracias a una red privada compuesta de antenas de repetición escondidas en las regiones más recónditas de la Península. Los mafiosos reservaban para las redes públicas italianas las comunicaciones destinadas a dar informaciones falsas a la policía.
Giovanni introduce el código de identificación facilitado con el teléfono móvil. La pantalla parpadea. Pulsa el botón de llamada para que aparezca el último número marcado. Don Gabriele le había dicho que el titular de ese número esperaba su llamada a las cuatro y media en punto. Giovanni consulta su reloj: 4:29. Bajo sus pies, las vibraciones que agitan la cubierta se espacian hasta detenerse. Los sicilianos acaban de apagar los motores y empiezan a desenrollar las redes mientras la barca se desliza silenciosamente sobre el agua. La noche se vuelve azul. El cardenal contempla un momento las luces de Malta. Luego pulsa el botón de llamada. El teléfono marca automáticamente el número memorizado.
Capítulo 179
Don Gabriele lía un cigarrillo y se lo pone entre los labios. Crossman le da fuego. El viejo tose.
- Así que me has reconocido, ¿eh, Stuart? Hace tanto tiempo…
- ¿Cómo iba a olvidarlo? Usted era uno de los padrinos más peligrosos de la Cosa Nostra que se exilió a Estados Unidos a causa de una disputa con la Camorra. Nos dio mucha guerra.
- Y tú ya eras responsable de la oficina federal de Baltimore. Lo recuerdo… Fuiste tú quien estuvo a punto de echarme el guante por unas naderías.
- Una tonelada de naderías de polvo blanco, envasada en bolsas de un kilo.
- En fin, el caso es que eso me obligó a volver para poner orden en el país.
- ¿Y ahora?
- Ahora soy el padrino de las ciento veinte familias. Ellas me temen y yo las protejo. Y tú has llegado a director del FBI. Muy bien.
- ¿Por qué quería verme, don Gabriele?
- Tan impaciente como siempre. Como tu tirador de ahí arriba, que todavía se está preguntando si debe disparar o no contra un viejo.
- No lo hará mientras yo no le diga que lo haga.
- No me gusta, Stuart. Te había dicho que vinieras solo.
- No sabía que se trataba de usted, don Gabriele.
- ¿Y si lo hubieras sabido?
- Habría venido con el triple de hombres.
El viejo sonríe.
- Me persiguen tantos policías por todo el mundo que no cabrían en un estadio de fútbol, así que unos cuantos más o menos…
- En su mensaje decía que el Humo Negro tiene un punto débil. ¿Cuál es?
- Una persona está en camino para recoger unos documentos sobre esa cofradía. Tienes una cita con ella dentro de muy poco.
- ¿Qué tipo de documentos?
- De los que al Humo Negro le gustaría recuperar a cualquier precio si conociera su existencia.
- ¿Y esa persona quién es?
El teléfono móvil de Crossman vibra bajo su chaqueta. Dirigiendo una mirada interrogativa a don Gabriele, contesta.
- Stuart Crossman, dígame.
- Soy el cardenal Patrizio Giovanni. Un amigo común me ha dado su número. Me ha dicho que estaría al corriente de un asunto que exige que nos veamos lo antes posible.
- Dígame dónde.
- En Le Gozo, un bar de La Valetta que está en una placita, junto a la iglesia de San Pablo. A las seis y media. ¿Es posible?
Crossman interroga a don Gabriele con la mirada. El viejo asiente.
Capítulo 180
Un silencio mortal se ha abatido sobre la capilla Sixtina. Los ciento dieciocho cardenales electores han tomado asiento en unos sillones enfrentados a ambos lados de dos hileras de mesas cubiertas con pesados manteles blancos y rojos. Sobre los prelados silenciosos, los frescos de la Creacióndel mundo, de Miguel Ángel, contemplan la asamblea. Encima del altar, la escena del Juicio Final parece recordar a los cardenales la gravedad de su misión.
El cónclave había comenzado oficialmente hacía dos horas, con una misa solemne en el transcurso de la cual se había invocado al Espíritu Santo. Luego, los cardenales se habían reunido en la capilla Paulina del palacio apostólico. A continuación, con las vestiduras de coro y a los sones del Veni Creator, habían ido hasta la capilla Sixtina. Por último, tras dividirse la procesión en dos filas, habían tomado asiento bajo la mirada de los frescos.
Ahora, el cardenal decano se levanta y pronuncia en latín la fórmula del juramento ritual que precede todas las elecciones. Ella sellará los labios de los cardenales electores, conminándolos a no revelar jamás nada del cónclave ni a comunicarse con el exterior so pena de excomunión inmediata.
Los cardenales escuchan atentamente la voz trémula del decano. Cuando por fin se hace de nuevo el silencio, los padres electores ponen la mano sobre el ejemplar de los Evangelios que han colocado delante de ellos y completan el compromiso colectivo del cónclave pronunciando un juramento personal: ciento dieciocho fórmulas breves e idénticas desgranadas bajo las bóvedas pintadas de la capilla.
De nuevo se hace el silencio. La votación va a empezar. El maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias pronuncia el Extra omnes, con lo que invita a todos los que no son electores a salir de la capilla. Después sale él y deja a los cardenales cara a cara con su conciencia. Todos se miran. Casi todos lo saben. Antes de empezar el cónclave, la mayoría de ellos han recibido un extraño sobre con fotos de su familia secuestrada por unos hombres con la cara tapada. Un mensaje incluido en el sobre precisa que se les darán las consignas de voto en la segunda vuelta. En ese momento, el elegido sacará de su manga un pañuelo rojo y lo colocará delante de él. El mensaje añade que deben reducir a cenizas el sobre y su contenido antes de dirigirse al cónclave. De este modo quedan advertidos de que, si alguien llega a encontrar uno solo de esos sobres, todas las familias serán ejecutadas en el acto.
Los cardenales saben ahora que el Vaticano está cambiando de manos. Semejantes manejos serían suficientes para anular el cónclave y desencadenar una crisis profunda en el seno de la Iglesia; bastaría una palabra, una mano que se levantara… Sin embargo, nadie dice nada, como si cada uno esperara que otro se echase al agua y denunciara el complot. O, más bien, como si todos rezaran en silencio para que nadie hablara. Así pues, cada vez que sus miradas se cruzan, los cardenales bajan los ojos. Sienten vergüenza. Tienen miedo.
El cardenal decano se levanta de nuevo. Pregunta si todos se sienten preparados para proceder a la votación o si conviene aclarar alguna duda que quizá todavía oscurezca las conciencias. Camano se sorprende sonriendo. Esa frase hecha se parece a la que pronuncia el sacerdote justo antes de sellar un matrimonio. «Si alguien tiene algo en contra de esta unión, que hable ahora o que calle para siempre.» Los cardenales se miran. Es ahora cuando habría que hablar. Reparan en las gotas de sudor que brillan en las sienes del decano. Entonces comprenden que él también ha recibido un sobre. Él también tiene miedo. Él tampoco dirá nada. Bajan la mirada. El cardenal decano pide a los que están preparados para votar que levanten la mano. Ciento dieciocho brazos se alzan lentamente hacia los frescos.
Capítulo 181
El director médico de la clínica Gemelli levanta los ojos de los papeles al oír que la cristalera se abre con un siseo. Un prelado con sotana negra acaba de entrar. Lleva unas gafas de cristales gruesos y un maletín en la mano. El director médico se esfuerza en permanecer impasible. Sabe qué quiere ese hombre, ha estado toda la noche esperándolo. Incluso le había sorprendido que no apareciera antes. Después, incluso empezó a confiar en que no se presentara. Pero ahora está allí. El médico echa un vistazo rápido a su reloj: las cinco menos cuarto. El cardenal Giovanni necesita al menos una hora más para recoger los documentos de Valdez. Va a tener que actuar con cautela.
Los zapatos del prelado no hacen ningún ruido sobre la moqueta. Se detiene delante del mostrador de admisión y carraspea para atraer la atención del médico, que ha vuelto a concentrarse en las hojas de ingresos. Cada segundo cuenta: hace una seña al recién llegado indicándole que espere unos instantes y de vez en cuando anota algo en las páginas que finge leer. Finalmente, alza los ojos hacia el hombre y nota que se le hace un nudo en la garganta al encontrar su mirada fría.
- Usted dirá.
- Soy monseñor Aloïs Mankel, de la congregación por la Doctrina de la Fe.
El médico se yergue imperceptiblemente. La congregación por la Doctrina de la Fe, el nombre moderno de la Santa Inquisición. El hombre que está ante él es, por tanto, un inquisidor. Alguien familiarizado con los expedientes voluminosos y los secretos. Además, es un protonotario apostólico que lleva el título de monseñor, el equivalente de los inquisidores generales de la Edad Media. Lo más alejado de quienes charlan inútilmente o pasan por al lado de lo que buscan sin verlo. El director médico de la Gemelli esperaba que fuese un alto prelado o, en el peor de los casos, otro médico, pero no un inquisidor. La presencia de ese personaje significa que por lo menos una parte de la congregación por la Doctrina de la Fe se ha pasado al bando del Humo Negro. La batalla se presenta difícil.
- Lo siento, monseñor, pero las visitas no empiezan hasta las ocho.
Una sonrisa fría curva los labios del prelado.
- Vengo a ver a un muerto. No hay hora para los muertos.
- ¿Cuál es su nombre?
- ¿No se lo he dicho?
- Lo recordaría.
Un silencio. La mirada glacial del inquisidor escruta la del médico hasta el fondo del alma. La burda trampa no ha funcionado, cosa que parece ponerle furioso.
- Vengo a examinar los restos de su eminencia el cardenal Patrizio Giovanni.
- ¿Le importaría decirme con qué objeto?
- Con el objeto de asegurarme de que se trata efectivamente de su eminencia, a fin de organizar su traslado a su región natal de los Abruzos.
Otra burda trampa. Giovanni es originario de Germagnano, en los Apeninos. El protonotario lo sabe. Intenta averiguar si el médico lo sabe también. Eso no sería forzosamente una prueba, sino una presunción. Y así es como actúan los inquisidores: con presunciones que tallan hasta forjarse una convicción. Por el momento, el prelado sospecha que el médico miente. En los minutos siguientes, habrá que hacer lo imposible para impedirle tener la convicción de ello.
- ¿Tiene calor? -pregunta el clérigo.
- ¿Cómo dice?
- Está sudando.
El médico ve que la mirada del prelado se clava en su frente, donde están formándose unas gotas de sudor. Se la seca con la palma de la mano. Una presunción más.
- He estado cuatro horas operando. Estoy agotado.
- Ya lo veo.
Otro silencio. Las supuestas cuatro horas de operación son las que el médico se ha pasado maquillando el cadáver del obispo fallecido en el coche del cardenal Giovanni. Al llegar al hospital, el desdichado tenía la cara destrozada y el cuerpo despedazado. Como Gardano y Giovanni tenían más o menos la misma edad y la misma estatura, el director médico había telefoneado al cardenal Mendoza para exponerle su idea. El anciano secretario de Estado dio su aprobación. Después, convocó a Giovanni en un restaurante para enviarlo a recoger los documentos de Valdez. Una hora más tarde, el móvil del médico sonó. El cardenal Mendoza le anunciaba que Giovanni estaba de acuerdo. El médico colgó y, con la ayuda del historial médico de Giovanni, se pasó cuatro horas reproduciendo sus marcas distintivas en lo que quedaba del cadáver del obispo: manchas de nacimiento, dos prótesis dentales de cerámica, otra de oro al fondo de lo que quedaba de la boca…
- ¿Vamos?
El médico se sobresalta. La pregunta que acaba de hacer el inquisidor no es realmente una pregunta.
Capítulo 182
La votación comienza. Han dado a cada elector tres papeletas rectangulares con la frase «Eligo in summum pontificem»[1]y una línea de puntos debajo donde él indicará el patronímico del cardenal al que le da su voto. Camano mira cómo los electores escriben con letra clara el nombre de su favorito. En espera de la segunda vuelta, casi todos votarán por ellos mismos. Pero Camano sabe también que algunos ven en él una posible puerta de salida a la crisis que sacude a la Iglesia. Es uno de los prelados más poderosos e influyentes del Vaticano. Controla la Legión de Cristo y la congregación de los Milagros. Contaba, además, con los favores y el afecto del difunto Papa. Tras la muerte del cardenal Centenario, es lógico que sea él quien vaya a recibir la mayor parte de los votos en la primera vuelta.
Tanto más lógico, piensan los cardenales, puesto que, si una parte suficientemente importante de los escrutinios va a parar a su persona, quizá pueda derrocar al candidato del Humo Negro en la segunda vuelta. A no ser que todos los cardenales hayan recibido un sobre, en cuyo caso el Humo Negro ya ha ganado la partida. Pero ¿cómo es posible que más de cien familias hayan sido tomadas como rehenes en una sola noche? Eso es lo que algunos cardenales se preguntan mientras alzan los ojos hacia Camano, sin saber que él también ha recibido un sobre.
Puesto que las consignas del Humo Negro no deben tenerse en cuenta hasta la segunda vuelta, Camano se vota a sí mismo. Dobla la papeleta por la mitad y la deja ante sí en espera de ir a depositarla a la urna.
Los cardenales han dejado el bolígrafo y doblado su papeleta. Uno tras otro, irán a votar y regresarán a su sitio. Camano es el último. Cuando llega su turno, se levanta y avanza lentamente hacia el altar con el brazo levantado, a fin de que los demás puedan ver que solo lleva una papeleta. Al llegar al pie del altar junto al que están los escrutadores, pronuncia en voz alta el último juramento de los electores:
- Yo, cardenal Oscar Camano, pongo por testigo a Jesucristo Nuestro Señor de que doy mi voto a quien, según Dios, considero que debe ser elegido.
A continuación se acerca al altar. Un gran cáliz cubierto por una patena hace las veces de urna. Camano deposita su papeleta sobre la bandeja y la inclina lentamente para que el papel caiga dentro del cáliz. Luego vuelve a colocar la patena en su sitio y retrocede unos pasos para inclinarse ante el altar.
Mientras vuelve a su asiento, el primer escrutador levanta el cáliz lleno y lo agita para remover el contenido. Hecho esto, el tercer escrutador saca las papeletas y las deposita una a una en un recipiente transparente, a la vez que las cuenta en voz alta para comprobar que ningún cardenal ha votado dos veces. Ciento dieciocho papeletas caen en el recipiente, que es llevado a una mesa dispuesta ante el altar donde los escrutadores han tomado asiento.
El primer escrutador coge la primera papeleta del recipiente, la desdobla y la lee sin pronunciar una palabra. Después se la pasa al segundo escrutador, que la lee también, pero en voz alta, antes de pasársela al tercer y último escrutador, que comprueba en silencio que el nombre que acaba de ser pronunciado es el que figura en la papeleta. A continuación, pincha el documento con una aguja enhebrada. Finalizado el escrutinio, todas las papeletas de voto ensartadas en el hilo serán quemadas en la chimenea de la capilla hasta quedar reducidas a cenizas.
El escrutinio prosigue. Once papeletas acaban de ser leídas. Seis repartidas entre otros tantos cardenales, dos a favor del cardenal Camano y tres por el cardenal camarlengo Campini, hacia quien convergen ahora todas las miradas.
Capítulo 183
El director médico precede en silencio a monseñor Mankel a lo largo de los desiertos pasillos de la clínica. Bajan por una escalera que conduce al depósito de cadáveres. El facultativo empuja una puerta de doble batiente, que se cierra con un chasquido detrás del inquisidor. Atraviesan varias salas con hileras de cámaras frigoríficas donde están almacenados los muertos en espera de la autopsia. Los climatizadores ronronean.
El médico entra en la última habitación. Un cadáver envuelto en una bolsa de plástico está tendido sobre la mesa de operaciones. Un enfermero limpia el suelo. El inquisidor, sin prestarle ninguna atención, le indica al médico que abra la bolsa. No retrocede instintivamente al ver lo que queda del difunto, ni siquiera pestañea.
- ¿Esto es todo?
- El cardenal Giovanni se ha empotrado bajo un camión de treinta toneladas a ciento cuarenta kilómetros por hora y una furgoneta que circulaba a la misma velocidad lo ha embestido por detrás. O sea que sí, esto es todo.
- ¿Ha efectuado la identificación dental?
- ¿Para qué? Es el vehículo del cardenal Giovanni. Luego es forzosamente el cardenal Giovanni.
- Ha podido prestarle el coche a otra persona.
- Si fuera así, ¿dónde está, si no se encuentra en el cónclave?
- Buena pregunta.
Monseñor Mankel abre su maletín y saca una abultada carpeta de la que extrae varias fotos del cardenal Giovanni. Una buena noticia: el inquisidor ha debido de cruzarse con el joven prelado un par de veces en los pasillos del Vaticano, pero no lo conoce personalmente. El cardenal Mendoza lo ha elegido también por esa razón. Porque Giovanni acaba de ser elevado al rango de príncipe de la Iglesia y pocos prelados romanos lo conocen íntimamente. Es un alivio todavía mayor dado que la cara del obispo ha quedado destrozada casi por completo y que las fotos que tiene el inquisidor no van a serle de mucha utilidad.
- ¿Ha tomado muestras de sangre?
Perdido en sus pensamientos, el médico se sobresalta ligeramente.
- ¿Perdón?
- Le preguntaba si ha tomado muestras de sangre.
- La ley nos obliga a hacerlo. Por la alcoholemia.
- ¿Y qué?
- No cabe ninguna duda: el cardenal Giovanni no había bebido ni una gota de alcohol.
Sin dejar de dar vueltas alrededor del cadáver, el inquisidor insiste:
- No es eso lo que le preguntaba. Quería saber si los análisis sanguíneos confirman que es el cardenal Giovanni.
- El laboratorio de genética está cerrado, monseñor. No tendré los resultados hasta las nueve.
- ¡Vaya! Es una faena.
- ¿Por qué?
Sin tomarse la molestia de responder, el inquisidor examina ahora las marcas de nacimiento y las cicatrices del cadáver para compararlas con las que figuran en el historial médico de Giovanni. El director médico empieza a relajarse. Seguro que Mankel no dispone de un historial tan completo como el que tiene la clínica desde que se ocupa del estado físico del joven cardenal. Lo demuestra el hecho de que no busca todas las cicatrices que el médico ha reproducido en el quirófano, ni tampoco pasa revista a las diversas marcas de nacimiento. En realidad, solo una parece interesarle: una mancha granulosa que Giovanni tiene en la nuca, una especie de lunar grande y abultado que había sido preciso dibujar en lo que quedaba del cuerpo de monseñor Gardano. Esa mancha era lo que había exigido más trabajo: aplicar sucesivas capas finas de látex, modelarlas y teñirlas. Eso y el color del pelo: había tenido que transformar los reflejos rojizos de monseñor Gardano en una cabellera negra. En cuanto al dedo meñique que faltaba en la mano derecha del cardenal, un simple corte con el escalpelo había sido suficiente. Después, había sido preciso suturar la piel alrededor del muñón y arreglárselas para que esa intervención no pareciera demasiado reciente. Un verdadero trabajo de cirujano plástico del que el director médico no estaba descontento. Hace varios segundos que el inquisidor pasa un dedo sobre la mancha y sobre el dedo amputado sin que nada le resulte sospechoso. Incluso parece empezar a creer que el cadáver que está examinando es efectivamente el de Giovanni. Formula una última pregunta, por puro formalismo:
- ¿Y sus efectos sacerdotales?
- ¿Se refiere al anillo de cardenal?
- Y la pesada cruz pectoral que los prelados de su rango suelen llevar sobre el pecho.
- Solo llevaba el anillo. He tenido que serrarlo para retirarlo. Está en el sobre, ahí, encima de la bandeja.
El inquisidor abre el sobre y examina los restos de anillo. Se dispone a dejarlo en la bandeja cuando le llaman la atención unas extrañas manchas negras en el papel, como de tinta. No. Manchas no, huellas. Más concretamente, huellas de dedo, a juzgar por los surcos concéntricos que hay sobre el papel. El inquisidor se mira las manos. Las yemas de los dedos que ha pasado por el pelo del cadáver están negras. Se vuelve hacia el médico. Él también ha comprendido: los cabellos de los muertos no fijan la coloración como los de los vivos. Se pueden teñir, pero el tinte tarda mucho más tiempo en secarse.
- Enhorabuena, doctor, ha estado a punto de engañarme.
Mankel marca un número en su teléfono móvil. Cuando alza los ojos hacia el médico, el inquisidor se queda paralizado al ver la boca negra de la pistola automática que el enfermero acaba de desenfundar y con la que lo apunta en la frente. Detrás del fino bigote y las gafas de cristales ahumados, el prelado acaba de reconocer a un teniente de la guardia personal del difunto Papa.
- ¿Se ha vuelto loco?
Poniendo el dedo índice sobre sus labios, el teniente indica al inquisidor que se calle. Otro tono. Luego, alguien descuelga al otro lado de la línea y el eco de una voz lejana invade la sala de autopsias.
- El camarlengo, dígame.
El inquisidor cierra los ojos.
- Soy yo, eminencia.
- ¿Quién?
- Monseñor Mankel.
Un silencio.
- ¿Qué ha averiguado?
El inquisidor da un respingo al notar el contacto del cañón del arma sobre su frente. El teniente de los guardias suizos le dice que no con la cabeza. Mankel se aclara la garganta.
- Es el cardenal Giovanni, eminencia.
- ¿Está totalmente seguro?
El teniente de los guardias suizos levanta el martillo del arma y dice que sí con la cabeza.
- Sí, eminencia. Estoy absolutamente seguro.
Otro silencio.
- ¿Qué ocurre, Mankel?
- No estoy seguro de entender el significado de su pregunta, eminencia.
- Le noto la voz rara.
- Es que…
El inquisidor observa el índice del guardia suizo, que se curva alrededor del disparador.
- ¿Es que qué, Mankel?
- El cadáver. Ha quedado en un estado lamentable y…
- Le ha impresionado, ¿no?
- Sí, eminencia.
- Vamos, Mankel, rehágase. No es momento de dejarse llevar por las emociones.
Un clic. La comunicación se interrumpe. El inquisidor se sobresalta al notar que una aguja se clava en su carótida. Un líquido caliente se extiende por sus venas. Hace una mueca. A través de la bruma que invade su mente, la cara del director médico se difumina.
Capítulo 184
Solo en su habitación de la casa de Santa Marta, el cardenal camarlengo Campini cierra sin hacer ruido la tapa de su teléfono móvil. Escucha el silencio. Situada en las proximidades inmediatas de la capilla Sixtina, la casa de Santa Marta es un lugar de oración y de recogimiento donde se susurra sin levantar nunca la voz. Ahí es donde los cardenales van a comer y a descansar entre una y otra votación. Según las leyes sagradas de la Iglesia, los cardenales electores no pueden comunicarse con el exterior durante el cónclave. Ni periódicos, ni mensajes, ni aparatos de radio, ni grabadoras, ni televisores. Y mucho menos teléfonos móviles.
Garantizar el estricto respeto de este reglamento forma parte de las tareas del camarlengo. Por eso Campini sabe que ha corrido un grave riesgo pasando clandestinamente su propio teléfono con sus efectos personales. Pero es preferible correr ese riesgo que dejar a un falso cardenal Giovanni en el depósito de cadáveres. Por esa razón el camarlengo ha aprovechado el descanso, después de la primera votación, para ir a su cuarto de la casa de Santa Marta y esperar allí la llamada de monseñor Mankel.
Había mandado a Mankel porque nadie sabía detectar las mentiras mejor que él. La conversación que el cardenal Mendoza había mantenido con el comandante de la guardia en la escalinata de la basílica era lo que había despertado la desconfianza de Campini. ¿Qué estaba tramando ese vejestorio? Según las últimas noticias, el secretario de Estado se había marchado a su villa de las afueras de Roma en espera del desenlace del cónclave. Campini lo había puesto bajo una discreta vigilancia. El último informe decía que, desde que había vuelto de una cena en la ciudad, el anciano cardenal no se había movido.
Otro problema resuelto: el de Giovanni. Su cadáver se encontraba efectivamente en el depósito de cadáveres de la clínica Gemelli. Quedaba la cuestión de la voz extrañamente tensa de Mankel por teléfono. Obligado a susurrar como un colegial en la penumbra de su habitación, Campini no había tenido tiempo de hacerle más preguntas. Sin embargo, ahora estaba seguro: Mankel parecía… aterrorizado.
El prelado intenta convencerse. ¡Vamos, ha sido la visión del cadáver de Giovanni lo que ha alterado al viejo inquisidor! Sí, seguro que es eso. Y sin embargo… El camarlengo lleva unos segundos sopesando los pros y los contras. Se pregunta si debe correr el riesgo de volver a llamar a Mankel para quedarse tranquilo. Es una opción muy peligrosa y lo sabe. Porque, si lo pillan telefoneando entre las paredes de la casa de Santa Marta, sabe que, por muy camarlengo que sea, será inmediatamente excluido del cónclave y excomulgado. La segunda sanción, al camarlengo le tiene tan sin cuidado que le hace sonreír. Es la primera la que plantea problemas, en la medida en que tendría como consecuencia la disolución de la asamblea y la posterior convocatoria de otro cónclave. Inaceptable.
Con todo, ardiendo en deseos de saber, el anciano camarlengo ve cómo sus dedos abren la tapa del teléfono móvil. Sin darse cuenta, ya ha marcado las primeras cifras del número de Mankel. Cuando pulsa la tecla de llamada, un ruido lo sobresalta: alguien recorre los pasillos llamando a las puertas de las habitaciones para avisar a los cardenales de que se va a reanudar el cónclave. Campini cierra la tapa del teléfono. La comunicación se corta. Los pasos se alejan. Nervioso, el camarlengo envuelve el aparato en un paño y lo deja en el suelo antes de pisotearlo. Los chirridos de las puertas y los crujidos de los pasos en el corredor cubren los ruidos amortiguados del teléfono rompiéndose bajo el zapato del camarlengo. Luego, el anciano recoge el paño y lo mete en el fondo de su maleta, donde nadie lo buscará.
Justo antes de salir de la habitación para dirigirse a la capilla Sixtina, se arrepiente un poco de lo que acaba de hacer. Ahora ya no podrá comunicarse con sus hombres para dirigirlos desde el interior. No tiene importancia: en vista de los resultados de la primera votación, muy pronto el cónclave habrá terminado.
Capítulo 185
Amanece. Salvo el rechinar de los mocasines de Giovanni y de las suelas de goma de los zapatos de Cerentino, ni un ruido turba el silencio de las calles dormidas de La Valletta. El capitán de los guardias suizos camina unos metros detrás del cardenal. Ha desenfundado su arma reglamentaria y la tiene preparada para disparar bajo la chaqueta.
Protegidos a distancia por la Crucia Malta, la rama maltesa de la Cosa Nostra, los dos hombres suben por Republic Street, una costanera bordeada de inmuebles que lleva al casco antiguo de la ciudad. El aire salado del puerto ha dejado paso a un soplo de brisa templada. Las persianas están bajadas. Ni un ladrido de perro. Ni un ruido de coche.
El número 79. El cardenal Giovanni se detiene. En la acera de enfrente, un edificio barroco y una gran puerta de madera maciza protegida por cámaras y una cerradura digital de tarjeta magnética. En la jamba derecha hay una placa de cobre con dos letras entrelazadas y, sobre ellas, una corona: LB, siglas de Lazio Bank, la sucursal anónima reservada a las grandes cuentas y las cajas fuertes numeradas.
- Espéreme aquí.
El capitán Cerentino asiente después de lanzar un rápido vistazo alrededor. A cincuenta metros a la izquierda, hay una furgoneta verde con cuatro hombres de la Cosa Nostra en el interior. Cuarenta metros a la derecha, otros dos matones disfrazados de empleados del servicio municipal de limpieza barren los arroyos.
Giovanni cruza la calle y se detiene ante la puerta. Las cámaras giran sobre su base mientras él introduce la tarjeta magnética y pulsa la combinación de once cifras en el teclado de la cerradura digital. Pasados unos segundos, suena un chasquido seco. La puerta se abre y a continuación se cierra detrás del cardenal.
En el interior, un vestíbulo de mármol, unos sillones y un tramo de escalera en semicírculo que conduce a un largo mostrador equipado con cristales antibalas. Una joven está sentada ante una hilera de pantallas. Giovanni se acerca. La chica levanta la cabeza. Le señala al cardenal un teclado multicolor. Su voz es fría, profesional, sin vida.
- Su identificación, por favor.
Giovanni introduce el código cromonumérico que contiene el sobre que le ha entregado el cardenal Mendoza y pulsa la tecla de confirmación. La chica vigila las pantallas en espera de la respuesta. Giovanni alza los ojos hacia los cuadros que decoran la pared que está encima del mostrador: rostros de ancianos, los retratos más antiguos a la izquierda, las telas más recientes a la derecha. Una dinastía.
- ¿Quiénes son?
- El fundador y sus descendientes hasta Giancarlo Bardi, nuestro director actual.
Giovanni se estremece. Los Bardi. Mendoza había pronunciado ese apellido al referirse a las familias más poderosas de la red Novus Ordo. Son los propietarios del Lazio Bank y de decenas de establecimientos más en todo el mundo. El sudor perla la frente del cardenal. Ahí es donde Valdez escondió sus informes, justo en la boca del lobo.
Una señal sonora. La arruga de preocupación que cruzaba la frente de la chica se borra. Esta pulsa un botón, y una puerta se desliza en la pared de la derecha. Una puerta tan perfectamente integrada en la piedra que nadie sospecharía su existencia. Al otro lado, una escalera cubierta de moqueta lleva a los sótanos del banco. La chica alza de nuevo los ojos hacia el cardenal. Su voz metálica se suaviza un poco:
- Puede pasar, eminencia.
Giovanni empieza a bajar la escalera. La puerta secreta se cierra a su espalda.
Capítulo 186
Al pie de la escalera, una reja de acero se abre automáticamente al acercarse el cardenal. Un soplo de aire acondicionado. Giovanni entra en una enorme sala iluminada por un falso techo luminoso.
Avanza entre los pasillos de cajas fuertes. Cada compartimiento está separado de los contiguos por una gruesa pared provista de un ordenador. Las cajas son modelos muy antiguos y robustos, pero su mecanismo de apertura ha sido perfeccionado a lo largo del tiempo. En algunas todavía se ve la huella de dobles cerraduras y de ruedas de combinación: unas precauciones inútiles, ya que todas las cajas fuertes del Lazio Bank funcionan ahora con una cerradura electrónica digital.
Pasillo 12, bloque 213. Giovanni se detiene ante la caja del cardenal Valdez. Mide casi dos metros de alto por uno de ancho. Giovanni introduce las inscripciones grabadas en el dorso de la cruz de los Pobres. La pantalla parpadea y, tras una serie de chasquidos sordos, las barras de acero se desplazan y la puerta se abre.
La luz se enciende automáticamente en el interior de la caja. Giovanni siente una punzada de angustia al ver una docena de estantes polvorientos y… vacíos. Se pone de puntillas y pasa una mano por los estantes más altos. Su gesto se interrumpe al encontrar un delgado estuche de plástico con la inscripción NO escrita con rotulador negro. Lo saca de la caja: un disco informático de alta capacidad. Una gigantesca caja fuerte para guardar un pequeño disco lleno de datos sobre la red Novus Ordo. Treinta años de investigación sobre los arcanos del Humo Negro concentrados en un simple trozo de plástico. Giovanni sonríe. Hasta finales de los años ochenta, Valdez debía de haber acumulado miles de documentos sobre la red. Después, con el desarrollo de la informática, grabó esa información en montones de disquetes y más tarde en CD; el número se había ido reduciendo hasta llegar a este único disco de alta capacidad que podía contener el equivalente de cien mil páginas. Giovanni comprende ahora por qué las paredes de separación están provistas de un ordenador: las toneladas de papelotes guardados desde hacía siglos en las imponentes cajas fuertes del Lazio Bank debían de haber desaparecido con el paso del tiempo hasta encontrarse comprimidos en discos informáticos.
Giovanni inserta el disco de Valdez en el ordenador. El procesador crepita y muestra un sumario detallado del contenido. Un número incalculable de páginas archivadas, textos, hojas de cálculo y registros, los más antiguos de ellos, escritos en latín, parecen remontarse a los establecimientos bancarios de la Edad Media.
Las primeras páginas resumen los treinta años de investigación de Valdez y muestran los principales organigramas de la red Novus Ordo, cuya trama, pacientemente tejida a lo largo de los siglos, ya envolvía el mundo: bancos, algunas de las multinacionales más poderosas del planeta, empresas subcontratadas, Bolsas, fondos de inversión, compañías aéreas y de transporte marítimo, empresas de armamento, laboratorios farmacéuticos, gigantes de la informática… Innumerables ramificaciones en los medios financieros, del petróleo y de la industria pesada. También cámaras de compensación, paraísos fiscales y todo un entramado de bancos offshore que continuaban haciendo fructificar el tesoro del Temple.
Pero Novus Ordo no solo era un gigantesco conglomerado financiero. Después de financiar las herejías de la Edad Media, la organización había creado las grandes sectas enfrentadas al catolicismo; sus millones los manejaban ahora los bancos de la red. Detrás de todas esas organizaciones, detrás de todas esas ramificaciones, estaban el tesoro del Temple y los cardenales del Humo Negro.
Capítulo 187
Un sobresalto. El durmiente se despierta. Traqueteo y chirridos a su alrededor. Ruidos y vibraciones. Algo da sacudidas bajo sus pies. Unas ruedas. Reteniendo ese concepto que acaba de atravesar su mente, el durmiente se concentra. El crujido de los vagones y el susurro del viento. Un tren.
El padre Carzo abre los ojos. Sus manos tocan el asiento. Está oscuro. Unas luces amarillas desfilan por la ventanilla. El compartimiento está vacío. Carzo contempla el mosaico de recuerdos suspendidos en su memoria. Fragmentos de imágenes y voces.
Estaba acariciando los cabellos de Marie en los sótanos de Bolzano cuando sucedió. Sensación de estar flotando, vértigo, su visión se emborrona y las piernas le fallan. Después, su corazón empezó a latir cada vez más despacio. Sesenta pulsaciones por minuto. Veinte. Dos. Carzo cayó de rodillas al detenerse su corazón. Ya no palpitaba nada bajo su piel, y sin embargo, no estaba muerto. Luego tuvo la sensación de que su corazón volvía a ponerse en marcha. Unas pulsaciones profundas y fuertes. Carzo se buscó el pulso. Nada. A continuación se palpó el cuello, pero lo único que detectó fue su piel helada. Una piel de muerto. No era su corazón lo que se había puesto a latir en su pecho. No, esa sangre fría que corría ahora por sus venas era la de la cosa que se había apoderado de su alma. Se había metido dentro de él en los sótanos del templo azteca y había permanecido agazapada en el fondo de su mente esperando el momento de hacerse con el control.
Carzo abrió los ojos. Los colores habían cambiado. Los olores también. Y ese hormigueo en la yema de los dedos mientras sus manos se cerraban en torno al cuello de Marie… ¡Señor, cómo había deseado clavar sus dientes en esa carne plena y sentir la sangre de la joven mojando sus labios! El perfume de Marie. Agua de jengibre. El sacerdote se debatía para rechazar esa tentación. Al detectar su presencia, la cosa preguntó con una voz grave y melodiosa:
- ¿Eres tú, Carzo?
Un silencio.
- Ahora ella es mía. Así que déjame morderla o devoro su alma.
En ese momento fue cuando Marie abrió los ojos. Dijo que sabía dónde estaba el evangelio. La cosa respondió:
- Yo también.
Luego, Carzo dejó de resistirse. Las tinieblas. El silencio.
Capítulo 188
Carzo pestañea en la penumbra. La puerta del compartimiento golpetea contra el marco. Una lata de cerveza vacía rueda por el suelo a capricho de los vaivenes. Carzo da un respingo al oír un ruido metálico: mira su pie, que acaba de aplastar la lata. La voz de la cosa resuena en el compartimiento. Parece sorprendida.
- ¿Todavía estás aquí, Carzo?
La voz del sacerdote replica a través de los labios inmóviles de la cosa.
- ¿Qué le has hecho a Marie?
- ¿Tú qué crees?
- ¿Te conozco?
- Te conozco mejor yo a ti que tú a mí, Ekenlat.
Carzo se sobresalta. Ekenlat. Significa «alma muerta» en la lengua de los Ladrones de Almas. El sacerdote acaba de ponerle por fin nombre a la voz de la cosa: un demonio al que ha combatido en varias ocasiones durante su carrera de exorcista. Calcuta, Belén, Bangkok, Singapur, Melbourne y Abiyán. Siempre había ganado la cosa: Caleb, el príncipe de los Ladrones de Almas. Un espíritu tan viejo como el mundo, cuyo patronímico demoníaco era Bafomet, el más poderoso de los caballeros del Mal, el arcángel de Satán. Como en el templo azteca donde intentó exorcizar a la posesión suprema, Carzo acaba de comprender que su fe es impotente contra semejante negrura. «La posesión suprema». Siente que el terror se extiende por su mente. Recuerda el círculo de velas y a la cosa sonriendo mientras mira cómo se acerca en las tinieblas. Caleb. Fue él quien provocó la oleada de posesiones en todo el mundo. Movidos por él, todos los posesos repetían el nombre de Carzo. La letanía de los muertos. Así fue como Caleb lo obligó a lanzarse tras el rastro de la posesión suprema. Una pista que acababa en el corazón del territorio de los indios yanomami, donde el príncipe de los Ladrones de Almas despertó el gran mal antes de tomar posesión de Maluna. «Dios mío…»
Aquel día, al entrar en el círculo de velas, Carzo cayó de rodillas a los pies de Caleb y empezó a adorarlo. Fue entonces cuando el demonio lo tocó y penetró en él.
Caleb se echa a reír.
- Veo que por fin has comprendido, Carzo. Ahora ha llegado el momento de morir.
Capítulo 189
A través de los ojos de Caleb, Carzo ve el manuscrito que sus propias manos están sacando de una bolsa de lona. El evangelio de Satán, que el Ladrón de Almas ha recuperado de los sótanos de Bolzano y que ahora lleva al Vaticano.
- ¿Por qué?
La Bestia sonríe en las tinieblas.
- ¿Por qué qué, Carzo?
- ¿Por qué yo?
- Porque eres el mejor. Percibes el hedor de los santos y el perfume de los demonios. Te sigo desde que naciste, Carzo. Oriento tus pensamientos. Susurro a tu mente. Estaba agazapado en el armario de tu habitación cuando te dormías por la noche. Estaba sentado detrás de ti en clase. Jugaba contigo en el patio. Dondequiera que tú estabas, estaba yo.
- Eso es falso.
- Y esos olores extraños que percibías al cruzarte con la gente… El perfume del odio, el hedor de la bondad y el aroma de las pulsiones. Simplemente tocando a una persona, sabías si era buena o irremediablemente mala. Sabías si había matado o si colaboraba con una asociación humanitaria. O ambas cosas. Como Martha Jennings. ¿Te acuerdas de ella, Carzo? Aquella mujer gorda, fea y tan amable a cuyo cargo tu madre te dejaba a veces cuando eras pequeño… La que olía a mimosa y a cubo de la basura abandonado a pleno sol. Un poco de mimosa y mucho de lo otro. ¿Quieres saber por qué despedía esos dos olores tan opuestos?
- Cállate.
- Había adoptado a dos deficientes mentales. Dos críos a los que nadie quería. Eso en lo tocante a la mimosa. Para hacerse merecedora del olor a cubo de basura, cuando su marido volvía a casa por la noche apestando a alcohol, mamá Jennings ponía la tele a todo volumen para no oír lo que le hacía a la niña pequeña en la habitación del fondo.
- ¡Por el amor de Dios, cierra la boca de una vez!
Un silencio.
- Y Ron Calbert, ¿te acuerdas de ese viejo cabrón? No, claro, no puedes acordarte, solo tenías ocho años. Un tipo alto y delgado, con gafas redondas y el pelo largo. Lo rozaste en la cola del cine en el momento en que pasó por delante de tu padre y de ti para colarse. Apestaba tanto a amoníaco que estuviste a punto de desmayarte. El olor de los asesinos de niños. Catorce críos violados y enterrados vivos en dos años.
Carzo cierra los ojos. Lo recuerda. Aquel día, cuando tocó el brazo de Ron Calbert y su olor invadió sus fosas nasales, se quedó tan pálido que su padre lo sacó de la cola y le hizo sentarse en un banco.
- Sí, ahora lo recuerdas. Maldito Ron Calbert. Él también se dio cuenta de que habías notado algo ese día. Te miró fijamente mientras tu padre se ocupaba de ti. Incluso pensó en convertirte en su decimoquinta víctima. Pero cambió de opinión al verte subir en la camioneta de tu padre para volver a casa. Tú lo miraste a través del cristal trasero mientras el coche se alejaba. ¿Te acuerdas?
Sí, Carzo se acuerda. Miró a Calbert. Y el asesino le devolvió la mirada y le hizo una seña con la mano.
- ¿Quieres saber por qué decidió no matarte ese día?
- No.
- Es igual, voy a decírtelo de todas formas. Porque en la cola, justo delante de tu padre y de ti, había una niña que se llamaba Melissa. Una niña rubia con trenzas. Exactamente el tipo de Calbert. Por eso pasó por vuestro lado. Para aspirar el perfume de los cabellos de Melissa. Después, esperó a que se apagaran las luces en la sala y durmió a Melissa y a su madre con cloroformo. ¿Quieres saber a cuántos niños más mató antes de que lo detuvieran? Es una pena que no dijeras nada aquel día.
- Nadie me habría creído.
- Seguro.
Otro silencio.
- Y después vino Barney.
- ¿Quién?
- Barney Clifford, tu amigo de la infancia. Te pasabas todas las tardes y todos los fines de semana metido en su casa. Os queríais como hermanos. Hicisteis un montón de barrabasadas juntos y lo compartisteis todo. Los buenos momentos y los malos. Y las chicas… Ah, vaya, vaya…, así que no solo las chicas, ¿eh?
- Cállate.
Caleb emite un silbido.
- ¡Por todos los demonios del infierno, Carzo! ¿Estabas enamorado de Clifford? ¡Mierda, menuda primicia! ¿Hasta dónde llegó aquello?
- ¡Cierra el pico!
- Lo siento. Debe de ser un recuerdo doloroso. Por eso te hiciste sacerdote, ¿no?
- Barney murió en un accidente de coche. Tenía veinte años. Y sí, estaba enamorado de él. Después ingresé en el seminario.
- Fui yo quien mató a Barney. Era necesario. Por cierto, está aquí con nosotros. ¿Quieres hablar con él?
- Vete a tomar por culo.
El padre Carzo aprieta los puños al oír que la voz de su amigo sale de los labios de la Bestia.
- Hola, tío, ¿todo bien?
- Deja de hacerme perder el tiempo, Caleb, sabes perfectamente que no es Barney.
Caleb suspira.
- De acuerdo, sigamos. Así que ingresaste en el seminario y te hiciste sacerdote. Después aprendiste a reconocer los olores y te convertiste en exorcista de la Congregación de los Milagros. El mejor de todos. No se te resistía ni un solo demonio. Aparte de mí. Bueno… casi. ¿Te acuerdas de nuestro último encuentro en Abiyán? Me diste un trabajo de la hostia, incluso estuviste a punto de acabar conmigo. Fue allí donde me di cuenta de que estabas preparado. Entonces desencadené posesiones mucho más dirigidas para atraerte hasta la Amazonia.
- ¿Y Manaus?
- ¿Qué pasa con Manaus?
- Te había encerrado en el cadáver del padre Jacomino. ¿Cómo te las arreglaste para escapar?
- Esperé a que muriera y dejé salir su alma para que compareciese ante el otro.
- ¿El otro?
- El viejo altivo que lleva siglos burlándose de vosotros.
- ¿Dios?
- Sí. No me está permitido pronunciar su nombre.
- ¿Y qué pasó?
- Pues que Jacomino debía de tener el alma más negra que el carbón.
- ¿Fue condenado?
- Sin remisión. Eso anuló el efecto de tus oraciones, y de ese modo pude liberarme de su cadáver.
- ¿Quieres decir que Dios no remite los pecados que los hombres perdonan en la Tierra?
- Tu ingenuidad me aburre, Carzo. El viejo os odia y vosotros no os enteráis. Cuando envió a Su hijo a la Tierra, tenía un plan para los hombres. Pero perdió. Desde entonces, se preocupa de vosotros tanto como el océano de las gotas de agua que lo componen. ¿Quieres que te diga qué hay después de la muerte?
- Habla.
- Después de la muerte, vuelve a empezar.
- ¿Qué es lo que vuelve a empezar?
- Los muertos están aquí, a vuestro alrededor. Están todos aquí. Viven sin veros. No se acuerdan de vosotros. Viven otra vida y punto. Eso es la condena. La no muerte, el eterno volver a empezar. ¿Quieres hablar con tu madre? En su nueva vida, es una niña deficiente mental. La hija adoptiva de Martha Jennings.
- Vete a tomar por culo, Caleb.
Capítulo 190
El tren avanza velozmente en la noche. Pataleos. Chirridos.
- ¿Qué, Carzo, cómo se las apaña un exorcista para exorcizarse a sí mismo?
- Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…
- Y maldito es el fruto de tu vientre, Janus. ¡Para, Carzo, qué pinchazos!
Caleb rompe a reír.
- ¿En serio crees que vas a conseguir expulsarme con palabras?
- Credo in unum deum Patrem omnipotentem…
- Yo creo en el Abismo eterno, matriz de toda cosa y de toda no cosa, el único creador de los universos visibles e invisibles.
- Pater Noster qui es in caelis…
- Dios está en el Infierno, Carzo, está al mando de los demonios, al mando de las almas condenadas, al mando de los espectros que vagan por las tinieblas.
El padre Carzo siente que las fuerzas lo abandonan y que su conciencia se diluye. Sabe que, si cede ahora, habrá perdido la batalla. Eso es justo lo que quiere Caleb: que Carzo abandone para poder tomar para siempre el control de su espíritu. Un espíritu inmortal en un cuerpo muerto. Un cadáver, que Caleb abandonará en un descampado o en el fondo de un pozo cuando ya no necesite su apariencia. Así que el sacerdote pasa mentalmente las páginas del rito de las Tinieblas que había hojeado en la cripta de la catedral de Manaus. Es la única solución contra un espíritu tan poderoso como Caleb.
- Eso no te servirá de nada, Carzo.
El sacerdote se sobresalta. El Ladrón de Almas lee su pensamiento. No, piensa al mismo tiempo que él.
- ¿Quieres que te diga por qué?
- No.
- Porque tu fe está muerta, Carzo.
- Mentira.
- Murió cuando contemplaste los frescos del templo azteca. Murió en el momento en que te arrodillaste ante mí y adoraste el nombre de Satán. Murió cuando abandonaste a Marie en las tinieblas.
- Marie…
- Renuncia, no puedes hacer nada.
Sí. Todavía puede hacer algo. Por lo menos puede intentarlo. Cierra los ojos y se concentra con todas sus fuerzas. Caleb se sobresalta.
- ¿Qué haces ahora, Carzo?
A fuerza de escudriñar las tinieblas que llenan el espíritu de Caleb, el sacerdote acaba de distinguir una lucecita a lo lejos, una vela que oscila en la oscuridad. Cuanto más se concentra, mayor se hace la luz. Ilumina las paredes de un cubículo condenado por una pared, donde el rostro de Marie parece dormir. La chica ha cerrado los ojos y sus lágrimas brillan a la luz de la vela.
Capítulo 191
Un chisporroteo de cera. La llama de la vela es ahora tan débil que su resplandor ha quedado reducido a un punto naranja en la oscuridad. Marie oye la voz de la madre Yseult: hace horas que suplica a Dios que le permita dejar de sufrir. Pero la madre Yseult no consigue morir.
La anciana religiosa está a punto de adormilarse cuando oye unos pasos en la escalera. Aguza el oído. La voz de sor Braganza la llama. Los zapatos de la muerta frotan la piedra al bajar los peldaños, la hermana olfatea. Acaba de detenerse al pie de la escalera. Ya no llora. Silencio. Marie se ahoga. La luz anaranjada acaba de apagarse. La noche envuelve a la religiosa, que solloza sin hacer ruido.
Un frotamiento. Tocando las paredes con la mano, Braganza susurra como una niña que juega al escondite:
- Dejad de huir, madre. Venid con nosotras. Estamos todas aquí.
Otros susurros responden a los de Braganza. Marie presta atención. Doce pares de manos muertas tocan las paredes al mismo tiempo que Braganza. Las trece muertas de las trece tumbas.
Cuando los frotamientos se detienen a su altura, Marie contiene la respiración para no delatar su presencia. Un silencio. Algo olfatea al otro lado de la pared. Con los labios pegados a esta, sor Braganza ha empezado otra vez a susurrar:
- Te huelo.
Nuevo olfateo, más sonoro.
- ¿Me oyes, vieja marrana? Percibo tu olor.
Marie reprime un grito. No, la Bestia que se ha apoderado del cuerpo de Braganza no la huele. Si lo hiciera, ¿por qué iba a molestarse en llamarla? Se aferra con todas sus fuerzas a esa certeza. Después se da cuenta de que sigue conteniendo la respiración y de que un ronquido de asfixia se abre camino a través de su pecho. No logrará contenerlo. Entonces, mientras unas lágrimas de pesar trazan surcos blancos en la suciedad que cubre sus mejillas, siente las manos heladas de la madre Yseult que se cierran alrededor de su cuello. Intenta debatirse para escapar de la presión que ejerce la anciana religiosa, que clava las uñas en su tráquea para acelerar el estrangulamiento. Nota que la sangre resbala por su cuello. Está muriendo. Cierra los ojos. Al otro lado de la pared, sor Braganza y sus hermanas muertas susurran, furibundas.
Capítulo 192
La puerta oculta que da al vestíbulo del banco se abre automáticamente cuando Giovanni llega a los últimos peldaños de la escalera. Ha estado algo menos de una hora en la sala de las cajas fuertes. Saluda a la chica de detrás del mostrador. Con el disco en el bolsillo de la sotana, cruza la puerta. El sol ha salido y una luz de color paja ha invadido las calles. Ya empieza a hacer calor.
Giovanni dirige una mirada al capitán de los guardias suizos y se queda inmóvil: Cerentino hace un gesto negativo con la cabeza. Giovanni mira hacia la derecha. Una limusina sube lentamente la calle y pasa por delante de él. A través de los cristales, reconoce a Giancarlo Bardi, el director del Lazio Bank. El anciano, rodeado de tres guardaespaldas, está sentado en la parte trasera consultando unos papeles. Al levantar la cabeza, ve a Giovanni y suelta los documentos, que caen desordenadamente sobre sus rodillas. A medida que la limusina avanza, él vuelve la cabeza para mantener al cardenal en su campo de visión. De repente, Giovanni comprende su error: en el sótano del banco, después de haber introducido el código en el teclado de la caja fuerte de Valdez, ha olvidado volver a meter la cruz de los Pobres debajo de la sotana. La cruz de los Pobres se balancea a la vista colgando de la cadena y es eso lo que el viejo Bardi ha reconocido.
Mirada a la izquierda. La limusina acaba de detenerse unos metros más allá. La puerta de un aparcamiento se abre. Giovanni mira a Cerentino. El capitán de los guardias suizos le dice de nuevo que no con la cabeza, lo que significa: «No se mueva por nada del mundo». Acto seguido, el capitán se agacha para avanzar protegido por los coches aparcados.
Sin esperar a que el chófer le sujete la portezuela, el viejo Bardi sale de la limusina. Apoyado en el bastón, camina hacia Giovanni entre sus escoltas. Los hombres con auriculares y traje negro no ven a Cerentino, que cruza la calle a su espalda. Están concentrados en la furgoneta verde que acaba de arrancar y recorre la calle a poca velocidad. Bardi, rabioso, solo ve a Giovanni y la cruz de los Pobres que destaca sobre su sotana.
Cuatro disparos suenan en el aire templado. Los dos primeros escoltas se desploman, alcanzados en la espalda por el capitán de los guardias suizos. El tercero, desconcertado, empuja al viejo Bardi contra la pared mientras el chófer se vuelve y dispara cuatro tiros contra Cerentino. Herido en el cuello y en el pecho, el joven capitán todavía tiene tiempo de disparar una bala que alcanza al otro en medio de la frente. Bardi grita:
- ¡La cruz! ¡Recupere la cruz!
El guardaespaldas, que protege al anciano manteniéndolo contra la pared, desenfunda su arma y apunta al cardenal. Petrificado, Giovanni contempla la boca negra del cañón que le apunta a la cara. El hombre está a escasos diez metros; no hay ninguna posibilidad de que falle. Sin embargo, con un chirrido de neumáticos, la furgoneta verde derrapa y se coloca entre Giovanni y el guardaespaldas. La puerta trasera se abre y aparecen dos matones de la Cosa Nostra armados con pistolas ametralladoras. Estos abren fuego contra Bardi y su escolta, que se desploman entre un charco de sangre.
Sirenas a lo lejos. Mientras los matones bajan para rematar al anciano, que se arrastra por el suelo, el conductor de la furgoneta le dice a Giovanni:
- Eche a andar, eminencia. No corra, camine con normalidad. Coja la calle que tiene justo enfrente, gire a la derecha, hacia el puerto, y luego a la izquierda, hacia los campanarios de la iglesia de San Pablo. Acuda a su cita. Nosotros nos encargaremos de todo.
Giovanni cruza Republic Street. Mirada a la derecha. Unos faros giratorios a lo lejos. Antes de adentrarse en la calleja, se vuelve hacia el cadáver del capitán Cerentino, que los hombres de la Cosa Nostra están cargando en la furgoneta. Tiene tiempo de ver a la joven recepcionista, que sale por la puerta del Lazio Bank. La chica se acerca las manos a la cara y grita al ver el cuerpo sin vida de Giancarlo Bardi. Uno de los matones se le acerca por detrás y pega el cañón del arma contra sus cabellos. Una detonación. Un chorro de sangre sale proyectado hacia la acera. La chica cae de rodillas.
Giovanni aparta los ojos y se adentra en la callejuela que baja hacia el puerto. Oye que la furgoneta de la Cosa Nostra arranca con un chirrido de neumáticos. Las sirenas se acercan. A lo lejos se recortan los campanarios de la iglesia de San Pablo. Aprieta el paso.
Capítulo 193
Desde los incensarios que acaban de encender, una densa bruma olorosa se eleva hacia el techo de la capilla Sixtina. El cardenal camarlengo se acerca a su colega, a quien el cónclave acaba de designar después del segundo escrutinio. Poniéndose de puntillas, pregunta al elegido si acepta el peso de esa tarea. El nuevo Papa responde que hace suya la voluntad de Dios. El camarlengo lo conduce entonces hasta una estancia secreta donde la tradición exige que el elegido derrame una lágrima al contemplar las pruebas que le esperan. Sin embargo, los ojos del nuevo Papa permanecen secos. Campini le pregunta entonces con qué nombre desea ser llamado. El elegido se inclina y susurra el nombre escogido al oído del camarlengo, que despliega una amplia sonrisa. Libera al nuevo pontífice de su antiguo hábito de cardenal y le ayuda a abrocharse la túnica blanca. Luego, mientras el notario supremo del cónclave quema las papeletas, el cardenal camarlengo ordena abrir la puerta del balcón de San Pedro.
El nuevo Papa y el anciano cardenal salen de la capilla y avanzan juntos por el laberinto de escaleras y pasillos que conducen al primer piso de la basílica. Los suelos de madera chirrían bajo los pies de los que los siguen. Por el camino, el elegido se inclina de nuevo hacia el oído del camarlengo.
- Mande que abran las puertas de la basílica en cuanto se haya hecho el anuncio, para que comience inmediatamente la última misa.
El anciano camarlengo asiente con la cabeza. Al final del pasillo, las ventanas del balcón de San Pedro están abiertas. Se oye, procedente del otro lado, el estruendo lejano de la muchedumbre.
- Una cosa más. Pronto se presentará ante las puertas del Vaticano un monje. Traerá el evangelio. Diga a la guardia que lo deje pasar sin ponerle trabas.
- Así se hará, gran maestre.
Capítulo 194
Las sirenas han dejado de aullar. Giovanni gira a la izquierda en dirección a los campanarios de San Pablo. Su sotana está empapada de sudor. Ahora camina entre dos hileras de construcciones viejas con contraventanas que se entreabren a su paso. Un anciano lo mira desde el umbral de su casa. Giovanni se detiene. Acaba de ver, bajo un porche, a un hombre con traje y gafas negras que sale a su encuentro. El hombre mete una mano en el bolsillo de la chaqueta, saca un estuche de piel y lo abre para enseñárselo al cardenal. Una placa del FBI.
- Agente especial Dannunzo, eminencia. Siga recto. Stuart Crossman le espera.
Giovanni se vuelve y examina la calle.
- No se preocupe. No pasará nadie mientras yo esté aquí. Continúe, no podemos perder ni un segundo.
Giovanni obedece. Unos pasos más allá, se vuelve de nuevo. El agente especial Dannunzo ha regresado a la sombra del porche. El cardenal avanza. Se resiste a la tentación de echar a correr. Otro agente le señala una escalera que desciende en dirección al puerto. Empieza a bajar. El aire es más fresco. Abajo, una placita bordeada de tilos. Unas mesas y unas sillas están dispuestas alrededor de una fuente. Sentado a una mesa de hierro, a la sombra, un hombre con traje y gafas redondas le espera. El cardenal se acerca.
- ¿Stuart Crossman?
El hombre levanta la cabeza. Tiene la mirada penetrante y la tez pálida.
- Le esperaba, eminencia.
Capítulo 195
El expreso Trento-Roma ha avanzado a toda velocidad a través de la Toscana hasta el amanecer. El final del viaje. De pie en el pasillo, el padre Carzo mira la campiña romana, que emerge lentamente de la bruma. Había luchado contra Caleb aferrándose al recuerdo de Marie, a ese beso que se dieron en las ruinas de la fortaleza de Maccagno Superiore, al olor de su piel y a sus manos, que estrechaban las suyas cuando se amaron en el suelo polvoriento de la capilla.
A medida que el Ladrón de Almas cedía, Carzo sentía que el calor regresaba a su cuerpo. La sangre había empezado a circular de nuevo por sus venas y su corazón se había puesto otra vez a latir. Dolor y pesar. En ese momento fue cuando perdió el contacto con Marie. Marie, emparedada en su cubículo, Marie, cuya llama se había apagado con la de la vela.
En la estación de Florencia, donde el tren se había detenido unos minutos, Carzo dudaba ante la portezuela abierta. Podía bajar y esperar el siguiente tren que fuera hacia el norte para tratar de salvar a Marie. O podía continuar hasta Roma y hacer que interrumpieran el cónclave antes de que fuese demasiado tarde. Sintiendo el peso del evangelio bajo su brazo, cerró los ojos mientras sonaba el silbido y la portezuela se cerraba con un chasquido. Su decisión estaba tomada. Desde entonces, el padre Carzo miraba desfilar el campo a través de la ventanilla.
Roma. El tren aminora. El final del camino. Carzo sopesa el arma de Marie, que acaba de sacar del bolsillo de su hábito. Una Glock 9 mm de culata cerámica. Tal como ha visto hacer a la joven, tira del cerrojo hacia atrás para introducir una bala en el cañón. Después comprueba el seguro y se guarda el arma en el bolsillo. Está preparado.
El tren se detiene con un chirrido de ejes. En la estación de Roma Termini, el padre Carzo abre la portezuela y aspira el aire tibio que inunda el vagón. Huele a lluvia. Un perfume de jengibre acaricia su rostro mientras baja del tren y se pierde en la riada de pasajeros: el olor de la piel de Marie.
Capítulo 196
Los agentes del FBI rodean discretamente la plazoleta soleada donde Crossman y Giovanni se han instalado. La fuente canturrea. Unos pájaros gorjean en los tilos. Unas cigarras se contestan entre los arbustos de tomillo. Crossman está leyendo el contenido del disco de Valdez en un ordenador portátil. Giovanni se seca la frente empapada de sudor.
- Relájese, eminencia. Aquí no corre ningún peligro.
- ¿Y los Bardi? ¿Ha pensado en ellos?
- ¿Qué pasa con los Bardi?
- Es una familia poderosa. Rastrearán la isla de arriba abajo para encontrar a los que han matado al viejo Giancarlo.
- No los sobrestime tanto. Ante todo son banqueros, aunque hayan llegado a acuerdos con algunos clanes de la Mafia. El hecho de que la Cosa Nostra y su rama maltesa le hayan ayudado a recuperar los documentos demuestra que les interesaba hacerlo y que van a continuar protegiéndole mientras esté en posesión de esos documentos. Quizá incluso después.
- No le sigo.
Sin levantar los ojos de la pantalla, por la que hace desfilar los datos de Valdez, Crossman prosigue:
- Don Gabriele no es ni un mecenas ni un niño de pecho. Es el capo di capi de la Cosa Nostra. Un intocable, tan sagrado como una reliquia. Emiliano Cazano, el jefe de la Camorra, es primo suyo. Entre los dos controlan el ochenta por ciento de los clanes sicilianos, napolitanos y calabreses. Creo que los banqueros de Novus Ordo han empezado a meterse en su terreno y que por esa razón don Gabriele le ha ayudado. Si no, no habría recorrido usted más de treinta metros desde el momento en que ha desembarcado en Malta.
Crossman termina de descifrar las ramificaciones de la red. Levanta la cabeza y contempla un instante la plaza. Se diría que ha envejecido diez años en diez minutos.
- Bueno, ¿qué?
- Pues que cuanto menos sepa, eminencia, mejor para su seguridad.
- Señor Crossman, soy cardenal y príncipe de la Iglesia en un momento en que la Iglesia está, sin duda alguna, a punto de caer en manos del Humo Negro. Yo creo, por el contrario, que cuanto menos sepa más en peligro estaré.
- Como quiera.
Un silencio.
- Resumiendo, eminencia, Novus Ordo versión moderna es una red tan grande que sus contornos resultan confusos. Una constelación de logias, de grupos de presión, de clubes de multimillonarios y de círculos de influencia.
- Pero tienen muchas células identificables, ¿no?
- Por supuesto.
- ¿Cuáles?
- El Millenium, por ejemplo. Se encargan de la esfera financiera de Novus Ordo. Son ellos quienes se ocupan de las inversiones, de los bancos offshore, de los fondos de pensiones y de las OPA para apoderarse discretamente de las empresas que todavía se mantienen fuera de la red. Se han infiltrado en la mayoría de las grandes instituciones internacionales. Son grandes banqueros, hombres de negocios, financieros, ministros. Se reúnen cada cuatro años en los grandes hoteles del planeta. Una procesión de limusinas con cristales ahumados y helicópteros que se posan y despegan sin cesar en el parque del hotel de turno. La última vez que el Millenium se reunió, lo hizo en el castillo de Versalles, a pleno día y ante el mundo entero. Evidentemente, el castillo estaba cerrado y protegido por un ejército de guardianes, pero montones de fotógrafos pudieron hacerles fotos mientras llegaban en sus limusinas.
- ¿Quiere decir que conocemos sus caras?
- Las de algunos de ellos sí. En primer lugar, porque no se trata de las cabezas pensantes de Novus Ordo, y en segundo lugar porque saben que, cuanto más intenten esconderse, más tratarán de encontrarlos. Así que actúan a plena luz del día, aunque, por supuesto, no se filtra nada sobre el contenido de sus reuniones. Esa seudotransparencia es lo que permite a los verdaderos cerebros de Novus Ordo actuar en la sombra. A ellos nunca los ha visto nadie y nadie los verá jamás.
- ¿Como los famosos Illuminati?
- Con la diferencia de que las cabezas pensantes de Novus Ordo existen de verdad, pero nadie intenta averiguar quiénes son porque nadie cree en su existencia.
- ¿Qué más?
- Círculos mucho más cerrados a medida que se asciende en la jerarquía. Como el Syrius Group, el Nuclear Atomic Consortium y el Condor. Ellos forman la esfera científico-militar de Novus Ordo. Las industrias de armamento, las centrales nucleares, algunos grandes laboratorios farmacéuticos y los centros ultrasecretos especializados en tecnología nuclear, bacteriológica y química.
- Dios mío, es increíble.
Crossman esboza una sonrisa.
- Ese es precisamente el problema, eminencia. Y por eso nadie cree en la existencia de Novus Ordo.
- ¿Y después?
- Después subimos un peldaño más en la jerarquía para llegar a sociedades secretas como el Círculo de Bettany, el Goliath Club o los discípulos de Andrómeda, que se encargan de la selección y el reclutamiento de la élite. Es la rama esotérica de Novus Ordo, la que se entrega al satanismo, el ocultismo y la mística. Sin lugar a dudas los más peligrosos. En cualquier caso, los más fanáticos.
- ¿Y luego?
- Más arriba todavía están los Centinelas, los Vigilantes y los Vigías, que forman el tercer círculo alrededor de los cerebros de Novus Ordo. Borran las pistas y se ocupan de la comunicación interna de la red. O más exactamente de la ausencia de comunicación. Intoxican la prensa, extienden rumores, crean leyendas y hacen correr voces…, cortinas de humo destinadas a conseguir que el primer círculo sea indetectable. Según los organigramas de Valdez, los Centinelas controlan indirectamente el ochenta por ciento de los periódicos, las emisoras de radio y las cadenas de televisión del planeta.
El cardenal Giovanni se enjuga la frente.
- Están también los cardenales del Humo Negro. Son el segundo círculo. Controlan las sectas internacionales, las iglesias paralelas sudamericanas y asiáticas, las organizaciones satanistas y los grupos neonazis de todo el mundo: Neue Reich, el Caos, la red Armagedón. Su misión es desestabilizar las religiones, infiltrarse en ellas, reproducirse y extenderse exactamente igual que lo harían unas células cancerosas. Por último, arriba de todo, encontramos a los cerebros de Novus Ordo, de los que con toda seguridad forma parte el gran maestre del Humo Negro. Se cree que son unos cuarenta como máximo y que se reúnen una vez cada seis años, en el mayor secreto, para decidir la estrategia general de la red. No se sabe nada de ellos, ni siquiera Valdez logró dar con algo que no fueran rumores y pistas falsas.
- ¿Y por qué demonios están contra la Iglesia?
- Porque destruir la Iglesia provocará grandes disturbios y Novus Ordo siempre se ha nutrido del caos.
Capítulo 197
Valentina había pasado el resto de la noche buscando la cara del padre Carzo en la multitud anónima de peregrinos, entre los innumerables rostros de facciones tensas, ojos brillantes y mejillas pálidas en las que la lluvia se mezclaba con las lágrimas.
Con el alba, los cánticos habían cesado. Ahora, ni un solo movimiento agita la multitud. Ni un solo pájaro en el cielo. Ni un solo ruido. Valentina presiona su auricular. Perdido entre el gentío, uno de los hombres de Crossman da su informe. Ella se vuelve y lo ve a través del bosque de capuchas. Está apoyado en un pilar. Sin apartar los ojos de él, levanta su emisor y le anuncia que ella tampoco tiene nada de que informar.
De repente, mientras las campanas de la basílica empiezan a chirriar, un espeso penacho blanco sale de la chimenea de la capilla Sixtina y se dispersa por el cielo romano. Un clamor ensordecedor se eleva entonces de la multitud de peregrinos y miles de brazos se tienden hacia la puerta que acaba de abrirse en el balcón de San Pedro. El clamor cesa de golpe. Al poco, el cardenal camarlengo anuncia por los altavoces que la Iglesia tiene un nuevo papa.
- Annuntio vobis gaudium magnum! Habemus Papam!
Una breve pausa hasta que el eco de esta primera frase se extingue en la plaza. Luego, la voz del camarlengo rasga de nuevo el silencio para pronunciar en latín el nombre de cardenal y de jefe de la Iglesia del hombre que sale lentamente de la penumbra.
- Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum Oscar Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Camano, qui sibi nomen imposuit Petrus Secundus!
Petrus Secundus. Pedro II. El sacrilegio supremo mancillando la memoria del primer papa de la cristiandad. Entonces, mientras el rostro del cardenal Camano aparece a la luz y este extiende las manos sobre los peregrinos, el clamor ensordecedor que se había elevado de la multitud tras el anuncio del camarlengo se interrumpe. Los gritos y los aplausos cesan. Tan solo algunas manos continúan aplaudiendo.
El nuevo papa contempla la masa silenciosa con su mirada fría mientras las cámaras de las grandes cadenas retransmiten al mundo entero el estupor que se ha apoderado de la plaza. Los comentaristas y los especialistas se pierden en digresiones sobre la desafortunada elección del nuevo papa al adoptar ese nombre. Los altavoces chisporrotean y pitan mientras el camarlengo regula la altura del micrófono. Otro silencio. Luego, la voz glacial del nuevo papa anuncia que está pasando una página en la historia de la Iglesia y que se acerca la hora en que grandes misterios van a ser revelados. Un estruendo de murmullos se eleva de la multitud al ver que ya se retira del balcón. El silencio. El viento.
Un clamor de órgano invade el recinto a medida que las puertas de la basílica se abren. Se han montado gigantescas pantallas en la explanada para retransmitir la misa a los fieles que no puedan entrar. De nuevo el silencio. Valentina marca un número en su móvil.
Capítulo 198
Crossman deja escapar un suspiro al tiempo que cierra el ordenador. Giovanni lo mira:
- ¿Y ahora?
- ¿Ahora qué?
- ¿Qué piensa hacer?
- ¿Qué puede hacer una gota de agua en medio del océano? Novus Ordo es una red tan extensa que hasta es posible que yo mismo forme parte de ella sin saberlo.
- ¿Eso es todo?
- ¿Qué quiere que haga? ¿Detenciones al amanecer de los responsables de las esferas satélites de Novus Ordo? Sí, eso podemos hacerlo…
- Pero…
- Pero serán reemplazados dos horas más tarde por otros miembros de la red a los que no conocemos, y los treinta años de investigación de Valdez quedarán reducidos a nada. Aunque tuviéramos la suerte de conseguir acorralar a algunos de los verdaderos cerebros de la organización, no son más que hombres y mujeres, y detenerlos no cambiará las cosas. Ese tipo de red es exactamente igual que la Mafia con sus padrinos, que son inmediatamente reemplazados por otros padrinos. Pero hablamos de una mafia elevada a la enésima potencia. Como la hidra de Jasón: cortas una cabeza y crecen cien.
- Podríamos revelarlo todo a la prensa.
- ¿A qué prensa? ¿Los periodicuchos locales, los diarios gratuitos o las publicaciones de anuncios por palabras?
- ¿Por qué no a los grandes diarios?
- Porque la mayoría pertenecen más o menos directamente a los accionistas de Novus Ordo. ¿Qué aportará eso, en definitiva? ¿Un rumor más?
- ¡Tenemos los organigramas de Valdez! ¡Eso es una prueba!
- No, eminencia, no es una prueba, es una presunción. Podemos sembrar cierto pánico en la red difundiendo esa información por internet, pero no se haga ilusiones, no servirá de nada.
Crossman se dispone a añadir algo cuando su móvil vibra bajo la americana. Se acerca el auricular al oído. Ruidos, murmullos. El rumor de una multitud.
- Señor Crossman, soy Valentina Graziano.
- ¿Valentina? ¿Qué ocurre?
- Nada bueno, señor. El cónclave ha terminado. El nuevo papa acaba de ser elegido.
- ¿Quién es?
Crossman escucha la respuesta. Un silencio. Luego, la voz de Valentina se superpone de nuevo al murmullo de la muchedumbre:
- Está a punto de empezar una misa solemne en el interior de la basílica. Creo que será durante la misa cuando el Humo Negro revele la existencia del evangelio. ¿Me oye?
- Sí, la oigo. No cuelgue, tengo otra llamada.
Crossman pulsa una tecla para contestar a la llamada en espera. Escucha atentamente. A continuación, sin pronunciar una palabra, vuelve con Valentina.
- Bien, Valentina, esto es lo que va a hacer: entre en la basílica con sus hombres y manténgame al corriente de todo lo que ocurra. Quiero saberlo todo, hasta el menor detalle.
- Pero ¡por el amor de Dios! ¿Para qué? ¡Está claro que es demasiado tarde!
- Cálmese, Valentina. Esto no ha terminado. Por el momento no puedo decirle más. Tengo un jet esperándome en el aeropuerto de Malta. La llamaré durante el vuelo.
Crossman cuelga y alza los ojos hacia Giovanni.
- ¿Qué pasa?
- Que el gran maestre del Humo Negro ha tomado el control de la Iglesia, eso es lo que pasa, eminencia.
- ¿Quién es?
- El cardenal Oscar Camano. Un silencio.
- ¿Qué nombre ha elegido?
- Petrus Secundus.
- ¿El nombre del Anticristo? Entonces todo está perdido.
- Quizá no.
- ¿Qué quiere decir?
- La otra llamada que he recibido era de uno de mis agentes apostado en la estación de Roma. Hace cinco minutos, un monje que responde a la descripción del padre Carzo ha bajado de un tren nocturno procedente de Trento.
- ¿Y qué?
- Pues que, según mi agente, llevaba un manuscrito bajo el brazo.
Capítulo 199
La basílica está llena a rebosar de fieles. Los más numerosos, los que no han podido entrar y permanecen fuera, se conforman con seguir los últimos preparativos de la misa solemne en las pantallas gigantes que los técnicos del Vaticano han terminado de instalar. Un compacto cordón de guardias suizos protege la entrada.
En las unidades móviles de las grandes cadenas repartidas alrededor de la plaza de San Pedro, los periodistas se preguntan con impaciencia qué es lo que el nuevo papa piensa revelar durante esa misa. Nada sucede según los usos y costumbres. No se ha filtrado ninguna noticia. Ni una palabra del responsable de comunicación del Vaticano. Como si el nuevo papa ya hubiera empezado a realizar profundas reformas.
En el interior del edificio, el espacio ha sido organizado para permitir que las cámaras de todo el mundo retransmitan la misa en directo. Una generosidad que sorprende todavía más a los periodistas, acostumbrados a conformarse con imágenes que les facilitan los servicios de prensa del Vaticano. La Rai y la CNN incluso han obtenido autorización para instalar sus cámaras giratorias en contrapicado, de manera que puedan hacer un barrido de la multitud y hacer zooms a placer sobre el gigantesco altar situado bajo las columnas de la tumba de San Pedro.
Pero lo que más estupor produce a los periodistas y a los propios fieles es el silencio de muerte que continúa flotando en el Vaticano.
Valentina se ha abierto paso hasta el centro de la basílica. Otro cordón de guardias suizos delimita un semicírculo a diez metros de las columnas. Alrededor de la inspectora, los fieles se agolpan de tal modo que solo dejan libre un estrecho sendero de mármol en el pasillo central. Los mismos rostros. Los mismos peregrinos desconcertados y agotados después de una noche en vela. La misma impresión de muertos vivientes que había tenido al salir de la basílica tras escapar del asesino en la Cámara de los Misterios.
Valentina contempla las filas de cardenales arrodillados en los reclinatorios. Algunos sacristanes agitan alrededor de las columnas unos incensarios que acaban de encender. Un denso humo gris y oloroso envuelve poco a poco el altar y se extiende como una bruma por el resto de la basílica.
Surgidos de la escalera circular que asciende de las profundidades de la basílica, los cardenales de la curia, con hábito rojo, acaban de alinearse detrás del altar. No queda prácticamente ninguno de los prelados que rodeaban al anterior papa. Estos acaban de ser designados; la mayoría son desconocidos, excepto el camarlengo y dos prelados de la antigua curia. Valentina tiene ante los ojos al estado mayor al completo del Humo Negro de Satán; cardenales herederos del Temple que han tomado por fin el control del Vaticano y ahora pueden salir de la sombra. Se diría que ellos mismos se descubren y se observan a hurtadillas. Solo falta el elegido, el gran maestre.
El potente sonido del órgano sobresalta a Valentina. Vestido de blanco y apoyándose en su cayado de pastor, el cardenal Camano emerge de las profundidades de la basílica. Sube lentamente los peldaños que conducen al altar. Luego se vuelve y pasea su fría mirada por la multitud. Valentina aprieta los puños pensando que tuvo a ese viejo cabrón al alcance de la mano cuando fingió descubrir el cadáver de Ballestra en la basílica. El nuevo papa permanece impasible. Ha ganado. Toma asiento en su sillón, al lado de los cardenales de la nueva curia. La misa empieza.
Capítulo 200
El jet de Crossman acaba de despegar del aeropuerto de Malta. El jefe del FBI exige que el control aéreo de Roma deje libre un corredor de aproximación a poca altitud. Después ordena al piloto que vaya a todo gas. Las olas desfilan a gran velocidad bajo el vientre del aparato.
Cómodamente instalado en un sillón de piel, el cardenal Giovanni contempla por el ojo de buey las costas de Sicilia, sobre las que el jet acaba de pasar. El aparato sobrevuela ahora las colinas áridas de la provincia de San Cataldo. Frente al cardenal, Crossman y sus hombres preparan una síntesis de los organigramas de Valdez: un informe lo más detallado posible, que mandará traducir a un centenar de lenguas antes de colgarlo en internet a través de los grandes sitios de acceso libre. Con un poco de suerte, en el tiempo que los responsables de Novus Ordo tarden en reaccionar, el informe habrá sido consultado varios millones de veces y los internautas continuarán transmitiéndolo por todo el mundo. Lo suficiente para desestabilizar la red y provocar algunas detenciones, algunos suicidios, quiebras y disgustos.
Crossman alza los ojos de sus notas y mira a través del ojo de buey. El jet sobrevuela ahora Palermo y la punta norte de Sicilia. Más allá, las aguas azules del mar Tirreno; luego, Roma. Tal como establecen las leyes canónicas, desde que el nuevo papa ha aceptado la votación del cónclave, las puertas del Vaticano se han cerrado definitivamente. Lo que significa que, haya o no golpe de Estado, ningún juez tiene el menor poder sobre ese enclave. A partir de ese momento, es un asunto de diplomacia y de presiones internacionales. Con la salvedad de que el Humo Negro no piensa reinar en la Iglesia, sino destruirla desde el interior para provocar el caos de las religiones. Eso es lo que hay que impedir a toda costa. Y para ello, primero es preciso recuperar el evangelio de Satán.
Crossman consulta su reloj. El agente especial Woomak, que había localizado a Carzo en la estación de Roma, debería haberlo llamado ya. Tarda mucho, demasiado. El teléfono del jet suena por fin. Crossman descuelga. Giovanni ve que se le descompone el semblante.
- ¿Cómo que ha perdido al padre Carzo? ¿Me toma el pelo o qué? Le doy diez minutos para encontrarlo y recuperar el evangelio, ¿me oye, Woomak?
- Recibido, señor. En este momento avanzo por un laberinto de callejas cercanas al palacio del Quirinal y bajo hacia la fuente de Trevi y la piazza Navona.
- ¡Mierda, Woomak, no me diga que se ha alejado de las grandes arterias!
- No he tenido más remedio, señor. El padre Carzo ha atajado por el palacio Barberini. Entonces es cuando lo he perdido. Ha entrado en un palacio de la via Vinimal y no ha salido. Cuando he entrado yo, ya no estaba allí. Creo que se ha escabullido por una salida secreta y ha continuado hacia el Vaticano.
- ¿Hay gente a su alrededor?
- Negativo, señor, se diría que toda la ciudad está metida en la plaza de San Pedro.
- Woomak, vuélvase y dígame qué ve.
Un silencio. Después:
- Nada.
- ¿Nada o a nadie?
Woomak se vuelve de nuevo.
- Dios mío…
- ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que ve?
La respiración de Woomak se acelera. Acaba de ponerse a correr.
- A dos monjes, señor. Acaban de aparecer dos monjes en la esquina del Quirinal. Creo que me pisan los talones.
- Cálmese, Woomak. ¿Se dirige hacia el Vaticano?
- Sí, señor.
- Entonces coja inmediatamente cualquier calle de la izquierda para llegar cuanto antes a las grandes avenidas.
- Negativo, señor.
- ¿Por qué?
- Porque he corrido doscientos metros a toda velocidad y siguen pisándome los talones.
- ¿Qué cuentos son esos, Woomak?
- Es la verdad, señor. Yo corro y ellos van andando, pero siguen pisándome los talones.
Crossman oye el chasquido de un cerrojo de pistola.
- ¿Qué hace?
- Voy a parar para cargármelos, señor.
- No lo haga, Woomak.
El agente no lo oye. Se ha metido el teléfono en el bolsillo antes de dar media vuelta. Crossman lo imagina apuntando a los monjes. Woomak es un profesional, el mejor tirador de su promoción, capaz de matar a sangre fría. Si alguien puede detenerlos, es él. Se oyen dos disparos, inmediatamente seguidos de otras nueve detonaciones encadenadas. Tintineo de los casquillos contra el suelo. Chisporroteo. Voz lejana de Woomak:
- Mierda, es imposible…
- ¿Woomak?
Chasquidos de suelas. Woomak ha echado de nuevo a correr. Saca el teléfono del bolsillo. Expulsa el cargador vacío e introduce otro en la recámara.
- Woomak, ¿me oye?
La respiración de Woomak vuelve a oírse a través del auricular. El agente parece tranquilo.
- Esto no pinta nada bien, señor. Les he vaciado un cargador en el vientre y ni siquiera se han detenido. Deben de estar drogados hasta las cejas.
- ¡Apresúrese a girar por cualquier calle a la izquierda, por el amor de Dios!
- Recibido, jefe. Me meto por via della Consula hacia el Corso.
- Muy bien, lo conseguirá.
Woomak ha comprendido. Se aferra a la voz de su jefe, acompasa su respiración para no ceder al pánico y empieza a dar zancadas más largas. Al cabo de un momento, su respiración se acelera bruscamente.
- Mierda…
- ¡No, Woomak, sobre todo no se vuelva!
- Señor, están alcanzándome. Les he metido por lo menos cinco balas a cada uno y los tengo justo detrás de mí. Creo que estoy perdido. No voy a poder aguantar mucho tiempo. No…
Un choque. Una exclamación de estupor. Woomak acaba de caerse. Unos chasquidos de sandalias acercándose. Un grito inhumano suena en el aparato. Crossman aparta un instante el auricular de su oreja y luego lo acerca de nuevo.
- Oiga… Woomak…
Silencio.
- Woomak, ¿me oye?
Un frotamiento. Una respiración. Una voz glacial.
- Renuntiate.
Un clic. Comunicación interrumpida. Crossman levanta la mirada hacia Giovanni, que contempla el mar a través del ojo de buey.
- ¿Renuntiate?
El cardenal se vuelve hacia Crossman.
- Significa «renunciad».
Capítulo 201
Como ha hecho decenas de veces en compañía de su viejo amigo el cardenal Camano, Carzo deja que sus pasos se pierdan por las callejas que descienden hacia el puente Sant'Angelo. Las torres de la fortaleza de los papas se recortan en el cielo gris. Los ángeles de piedra parecen sonreírle al verlo pasar. Con el evangelio de Satán bajo el brazo, nota el peso del arma de Parks al fondo de su bolsillo. Gira a la izquierda, por via della Conciliazione, y se dirige con la capucha puesta hacia las cúpulas del Vaticano, rodeado por la multitud.
A medida que se acerca, empieza a distinguir las pantallas gigantes instaladas en la explanada de la basílica. Una música de órgano sale de los altavoces. La misa ha empezado. Cuando llega a las inmediaciones de las cadenas que cercan la plaza, reconoce a los oficiales de los guardias suizos. Uno de ellos se dirige a su encuentro, mientras que otros se han detenido a unos metros de él. Parece aterrorizado.
- ¿Lo tiene?
Con el rostro sumergido en la sombra de la capucha, Carzo asiente. El oficial empuja una verja para abrirle paso bajo las arcadas. La muchedumbre murmura mientras él avanza protegido por las bóvedas hasta la escalera de la basílica. Se oye por los altavoces la voz del camarlengo anunciando la lectura del evangelio. Flanqueado por cuatro guardas suizos, Carzo cruza la puerta. Está tranquilo. No tiene miedo.
Capítulo 202
- Valentina, ¿me recibe?
Valentina presiona discretamente el auricular con un dedo para oír la voz de Crossman pese al estruendo del órgano. A su alrededor, la multitud inmóvil forma un muro.
- Estoy aquí, señor. Le oigo muy mal.
- Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Roma Ciampino. Estaremos ahí dentro de un cuarto de hora. ¿Por dónde van?
Valentina observa el ballet de los cardenales que se suceden ante el altar para inclinarse ante el Papa.
- La misa hace rato que ha empezado -susurra-, pero no respeta ninguna de las convenciones. Ni lectura de las epístolas, ni bendiciones, ni señales de la cruz. Comunión tampoco, por lo que parece. No hay ni cáliz ni hostias a la vista. Tengo la impresión de que están acelerando el ritmo.
Vuelve a hacerse el silencio en la basílica. Los órganos acaban de dejar de sonar. El eco de las últimas notas se pierde bajo la bóveda. Voz de Crossman:
- Valentina, tengo una mala noticia.
- ¿De qué se trata?
- Nuestro agente ha perdido el rastro del padre Carzo por las calles de Roma. Eso significa que el evangelio todavía anda por ahí y que se acerca al Vaticano.
Valentina se dispone a contestar cuando el fragor de los órganos se reanuda y el Papa se levanta y se acerca al altar. Su mirada, vuelta hacia el fondo de la basílica, se ilumina. Valentina gira sobre sus talones y ve al monje que acaba de entrar, flanqueado por cuatro guardias suizos. Otros alabarderos empujan a la muchedumbre hacia los lados para despejar el pasillo central. El monje lleva en la mano un manuscrito grueso y antiguo. La voz de Crossman suena de nuevo en el auricular de Valentina.
- En este momento vamos por la autopista en dirección al centro de Roma. Estaremos ahí dentro de diez minutos.
- Demasiado tarde, señor. Está aquí.
Valentina mira al monje, que pasa a su altura, y trata de ver su rostro escondido bajo la capucha. Solo ve dos ojos que brillan en la penumbra. Voz de Crossman:
- ¿Tiene el evangelio?
- Sí.
- ¿Puede detenerlo?
- No.
- ¿De cuántos hombres disponemos en el interior de la basílica?
- Cuatro agentes suyos y once policías de paisano. Los refuerzos esperan en el exterior del Vaticano.
- ¿Bajo las órdenes de quién?
- Del comisario Pazzi.
Crossman piensa a toda velocidad.
- Valentina, es ahora cuando hay que actuar.
La escolta acaba de detenerse. Las alabardas golpean el suelo de la basílica. El cordón de los guardias suizos que rodea el altar se entreabre para dejar pasar al monje.
- Es demasiado tarde, señor.
Capítulo 203
Las notas furiosas del órgano hacen vibrar el aire cargado de incienso. Las cámaras que enfocan el altar no se pierden ni un detalle de la escena. En las furgonetas aparcadas en el exterior, periodistas provistos de cascos transmiten las imágenes a las unidades centrales de las grandes cadenas. Los especialistas reunidos en los estudios de televisión se han callado para mirar las imágenes sin intentar comentarlas. Tan solo uno de ellos se aventura a decir que ni siquiera la música tiene nada de sacro. Parece una sucesión de notas sin orden ni concierto. Sin embargo, esa sinfonía disonante tiene algo de turbador y casi bello que parece hechizar a la multitud.
El monje se detiene al pie de la escalera del altar. Está frente al Papa, que lo mira; luego entrega el evangelio de Satán a un protonotario, que sube la escalera y deposita el manuscrito abierto sobre el altar. El Papa pasa con una atención admirativa algunas páginas de la obra. Luego levanta los ojos hacia la multitud. Su voz retumba en el micrófono:
- Queridos hermanos, la Iglesia oculta desde hace siglos una gran mentira que ha llegado el momento de revelar, a fin de que cada cual pueda elegir libremente sus creencias. Pues en verdad os digo que Jesucristo jamás resucitó de entre los muertos y que la vida eterna no existe.
Una oleada de murmullos horrorizados recorre la asamblea. Los peregrinos se miran, familias dispersadas se buscan con los ojos, religiosos caen de rodillas y ancianas se santiguan sollozando. Los cardenales electores, agrupados a ambos lados de la basílica, muestran una palidez mortal que resalta más el rojo de sus hábitos.
Girando sobre su base, las cámaras hacen un barrido de la multitud y se acercan a los rostros para mostrarlos en primer plano. Luego, los objetivos se vuelven todos a una hacia el Papa, que levanta lentamente los brazos con la palma de las manos mirando hacia el cielo. Al pie de la escalera, el monje permanece absolutamente inmóvil. Se ha dejado puesta la capucha y ha cruzado las manos por dentro de las mangas del sayal. El Papa baja los ojos hacia el manuscrito. Su voz se eleva de nuevo a través de los altavoces. Anuncia alto y claro las referencias del evangelio que se dispone a leer:
- Initium libri Evangeli secundum Satanam.
Capítulo 204
En las unidades móviles y los estudios de televisión cunde el desconcierto y la confusión. Decenas de voces se superponen en los cascos de los periodistas.
- ¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha dicho?
En uno de los estudios de la Rai, un especialista, perplejo, susurra ante el micro:
- Creo que significa: «Inicio del primer libro del Evangelio de Satán».
Los productores se abalanzan sobre los teléfonos y piden estimaciones de audiencia. Los cursores suben como flechas. Sumando todas las cadenas, hay casi cuatrocientos millones de telespectadores pendientes de los labios del nuevo papa. Los realizadores de la CBS y de la Rai hablan por teléfono con los directores de las cadenas.
- Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cortamos la emisión o seguimos?
El director de la Rai reflexiona un instante. El de la CBS, en comunicación transatlántica, enciende un cigarro. Él es el primero en tomar una decisión en lo que respecta a su cadena:
- Seguimos.
Por su parte, el director de la cadena italiana acaba de dar la misma orden a sus realizadores, que la transmiten a las unidades móviles y a los cámaras que están en el interior de la basílica.
Capítulo 205
La voz del Papa retumba de nuevo bajo la bóveda. Empieza la lectura del evangelio.
- Sexto oráculo del Libro de los Maleficios.
Un silencio. Un cámara de la Rai hace un zoom sobre los labios del Pontífice.
- Al principio, el Abismo eterno, el Dios de los dioses, la sima de donde habían surgido todas las cosas, creó seis mil veces un millón de universos para hacer que la nada retrocediera. Luego, dotó a esos seis mil veces un millón de universos de sistemas, de soles y de planetas, de todo y de nada, de lleno y de vacío, de luz y de tinieblas. A continuación les insufló el equilibrio supremo, según el cual una cosa solo puede existir si su no cosa coexiste con ella. Así pues, todas las cosas salieron de la nada del Abismo eterno. Y al articularse cada cosa con su no cosa, los seis mil veces un millón de universos entraron en armonía.
En la basílica se oyen sollozos. Cerca del altar, una religiosa se desploma. Un revuelo junto a las puertas. Guardias suizos y enfermeros evacuan a mujeres desmayadas y a peregrinos atónitos. Los cámaras vuelven a enfocar al Papa; sus ojos brillantes contemplan un momento a la multitud. Después reanuda la lectura.
- Pero, para que esas innumerables cosas engendraran a su vez las multitudes de cosas que iban a dar la vida, necesitaban un vector de equilibrio absoluto, el contrario de los contrarios, la matriz de todas las cosas y de todas las no cosas, el Bien y el Mal. El Abismo eterno creó entonces la ultracosa, el Bien supremo, y la ultra no cosa, el Mal absoluto. A la ultracosa le dio el nombre de Dios. A la ultra no cosa le dio el nombre de Satán. Y dotó a esos espíritus de los grandes contrarios de la voluntad de combatirse eternamente para mantener los seis mil veces un millón de universos en equilibrio. Luego, cuando todas las cosas se articularon por fin sin que el desequilibrio pudiera romper nunca más el equilibrio que lo sostenía, el Abismo eterno vio que eso era bueno y se cerró de nuevo. Mil siglos transcurrieron entonces en el silencio de los universos que crecían.
Las páginas que el Papa pasa lentamente crujen en los altavoces. El Pontífice prosigue:
- Llegó por desgracia un día en que, tras quedarse solos orquestando esos seis mil veces un millón de universos, Dios y Satán alcanzaron un grado tan elevado de conocimiento y de aburrimiento que, a despecho de lo que el Abismo eterno les había prohibido, el primero empezó a crear un universo más en su propio nombre. Un universo imperfecto que el segundo se afanó en destruir por todos los medios, para que ese universo que hacía el número seis mil veces un millón más uno no llegara a destruir el orden de todos los demás debido a la ausencia de su contrario. Entonces, puesto que la lucha entre Dios y Satán sólo se desarrollaba en el interior de ese universo que el Abismo eterno no había previsto, el equilibrio de los demás universos empezó a romperse.
Uno de los cámaras de la CBS, que ha tomado un plano general de la multitud, vuelve hacia el Papa cuando se da cuenta de que el monje que permanece ante el altar acaba de bajarse la capucha. Algo brilla en su mano.
Capítulo 206
- El primer día, cuando Dios creó el Cielo y la Tierra, así como el sol para iluminar su universo, Satán creó el vacío entre la Tierra y las estrellas y sumió al mundo en las tinieblas.
Un silencio.
- El segundo día, cuando Dios creó los mares y los ríos, Satán les dio el poder de alzarse para engullir la creación de Dios.
Un silencio.
- El tercer día, cuando Dios creó los árboles y los bosques, Satán creó el viento para abatirlos, y cuando Dios creó las plantas que curan y que calman, Satán creó otras, venenosas y provistas de pinchos.
Un silencio.
- El cuarto día, Dios creó el pájaro y Satán creó la serpiente. Después, Dios creó la abeja y Satán la avispa. Y por cada especie que Dios creó, Satán creó un predador para aniquilar esa especie. Después, cuando Dios dispersó a sus animales por la superficie del Cielo y de la Tierra para que se multiplicaran, Satán dotó de garras y de dientes a sus criaturas y les ordenó matar a los animales de Dios.
Con el rostro oculto bajo la capucha, el padre Carzo escucha cómo resuena la voz del Anticristo en la basílica. Desde que el nuevo papa ha empezado a leer el evangelio, el exorcista siente despertar algo en el fondo de sí mismo y comprende que Caleb no ha abandonado totalmente la partida: intenta regresar, volver a tomar posesión de lo que le pertenece. Carzo lo nota por su corazón, que late cada vez más despacio, por su sangre, que se hiela de nuevo en sus venas, y por sus piernas, que empiezan a fallarle. La voz del Papa penetra cada vez más en su mente, como si la mente de Caleb se alimentara de ella. Carzo sabe que debe reaccionar antes de que las fuerzas lo abandonen. El miedo empieza a invadirlo, la duda también, y los remordimientos. El aliento de Caleb.
Carzo sopesa el arma de Parks, escondida entre las mangas del sayal. Siente el frío del acero en la palma de su mano. Sin apartar los ojos del Papa, levanta un brazo y hace resbalar lentamente la capucha. Sonríe. Ya no tiene miedo.
Capítulo 207
Mientras el Papa prosigue su letanía, Valentina Graziano se abre paso lentamente entre la multitud para acercarse al cordón de los guardias suizos formado ante el altar. Estupefactos, obnubilados por lo que oyen, los peregrinos no le prestan ninguna atención. Por sus mejillas caen lágrimas, sus manos se crispan y sus labios tiemblan. Pero no se fijan en Valentina, que avanza pidiendo disculpas de mala gana.
La joven se detiene. Acaba de llegar al lado derecho de la basílica y ahora ve al padre Carzo de perfil. Impaciente, presiona con un dedo el auricular. Voz de Crossman:
- Valentina, estamos a tres minutos de la plaza de San Pedro. El cardenal Giovanni y el cardenal secretario de Estado Mendoza vienen conmigo. Este último da luz verde para actuar en el territorio del Vaticano en caso de que las cosas se compliquen. Acabo de transmitir la información al comisario Pazzi, que está preparado para intervenir con sus refuerzos.
Valentina está a punto de contestar cuando ve que Carzo se baja la capucha. Un destello metálico brilla entre sus dedos.
Capítulo 208
- El sexto día, cuando Dios decidió que su universo estaba preparado para engendrar la vida, creó dos espíritus a imagen y semejanza del suyo a los que llamó hombre y mujer. En respuesta a este crimen de los crímenes contra el orden del universo, Satán lanzó un maleficio contra esas almas inmortales. Después sembró la duda y la desesperación en su corazón y, robando a Dios el destino de su creación, condenó a muerte a la humanidad que iba a nacer de su unión.
El Papa tiene los ojos clavados en el evangelio y sus brazos continúan levantados, con la palma de las manos mirando al cielo. Él no ve que el padre Carzo se baja la capucha, ni el arma con la que el monje lo apunta. Termina la lectura del Génesis.
- Entonces, comprendiendo que la lucha contra su contrario era vana, el séptimo día Dios entregó los hombres a los animales de la Tierra para que los animales los devoraran. Luego, tras haber encerrado a Satán en las profundidades de ese universo caótico que el Abismo eterno no había previsto, dio la espalda a su creación y Satán se quedó solo para atormentar a los hombres.
Capítulo 209
- Valentina, ¿me oye?
Valentina levanta el emisor para responder a Crossman. La frase muere en sus labios. Al ver la Glock 9 mm con la que el padre Carzo apunta al Papa, pulsa maquinalmente el botón de su walkie-talkie:
- ¡Atención todos, tiene una pistola!
El estruendo de la muchedumbre ahoga el grito de Valentina mientras el comandante de la guardia intenta apuntar al tirador.
Desde las naves laterales de la basílica, otros guardias suizos de paisano buscan un ángulo de tiro para disparar a Carzo. El cordón de alabarderos que protege el altar se vuelve. El Papa alza los ojos. En su mirada se lee vacilación. Valentina acaba de comprender que es demasiado tarde.
Capítulo 210
El padre Carzo contempla al Anticristo, que levanta los ojos del evangelio. Es imposible que falle a esa distancia. El incienso le quema las fosas nasales. Fuera, las campanas han empezado a repicar para acompañar la revelación. El sacerdote centra el rostro del Papa en su visor. A duras penas ve al comandante de la guardia suiza. Ya no presta atención a esa chica morena y tan guapa que, a su derecha, intenta abrirse paso a través de la multitud. Como mucho, piensa por un instante que tiene un extraño parecido con Marie. Sí, en eso es en lo que el padre Carzo piensa mientras vacía el cargador contra el Papa. Y mientras lo hace, apenas siente los proyectiles de los guardias suizos que lo alcanzan en el costado y en el vientre.
Capítulo 211
Un silencio mortal envuelve la basílica justo antes de que suenen los disparos. Con los brazos todavía levantados, el Papa baja los ojos hacia el arma que el monje apunta en su dirección. Ve al comandante de la guardia, que da un salto para tratar de alcanzar al tirador, y al cardenal camarlengo Campini que se acerca a él para protegerlo con su cuerpo. En el borde de su campo de visión, ve a unos guardias suizos de paisano que desenfundan su arma. Ve, por último, a una chica morena que avanza entre la multitud gritando. Pero, sobre todo, ve los ojos del criminal clavados en él: acaba de darse cuenta de que no es Caleb quien está allí. Mirada a la izquierda. El camarlengo está a tan solo un metro cuando una serie de detonaciones suenan en la basílica. Abriendo los ojos con expresión de sorpresa mientras la lluvia de balas lo alcanza en pleno pecho, el Papa ve que Carzo sonríe a través del humo que escapa del arma y se confunde con la bruma de incienso.
Capítulo 212
El Papa se desploma junto al altar al mismo tiempo que el camarlengo, al que una bala ha alcanzado en la garganta. Tendido sobre un charco de sangre en el mármol de la basílica, el padre Carzo sigue sonriendo. No siente dolor. Por encima de él, a lo lejos, las campanas han dejado de sonar.
Como en un sueño, oye gritos lejanos, órdenes y pasos, todo al ralentí. Percibe el estruendo de la muchedumbre acercándose y alejándose como olas de un océano furioso. Ve uniformes de policía en la basílica. Una corriente de aire, un destello de luz: han abierto las puertas de par en par para dejar salir a la gente, que corre hacia el exterior.
Carzo ve el rostro furioso del comandante de la guardia, que acaba de ser detenido por un oficial de policía. Se oyen unas órdenes en italiano. El coloso sabe que ha perdido. Lentamente, deja el arma en el suelo, pone las manos detrás de la nuca y se arrodilla.
Un movimiento. Una estela de perfume. Una respiración sobre la mejilla del padre Carzo. Este contempla el bonito rostro rodeado de cabellos castaños que se inclina sobre él. Luego cierra los ojos y toma conciencia del charco de sangre que se extiende bajo su espalda. Tiene la sensación de que es él mismo quien fluye de su cuerpo: su vida, su energía, sus recuerdos y su alma. Unas manos lo zarandean. Tiene mucho sueño. Abre de nuevo los ojos y ve que los labios de la chica se abren y se cierran mientras una voz grave y melodiosa desciende hasta él en una cascada de ecos lejanos. La voz le pregunta dónde está Marie. Carzo se concentra. Un destello de recuerdo flota en la superficie de su memoria. Un cubículo oscuro, un rostro blanco, unas lágrimas que brillan a la luz de una vela. El sacerdote nota cómo sus propios labios articulan la respuesta. La chica le sonríe. Parece feliz. Carzo cierra los ojos. Echa de menos a Marie.
Capítulo 213
Las unidades antidisturbios intentan canalizar a la muchedumbre que baja la escalera de la basílica y empuja a los fieles que se han quedado en la plaza de San Pedro. Han derribado las verjas para que los peregrinos se dispersen más fácilmente. A través de los altavoces se invita a la calma. La via della Conciliazione está repleta de gente. Una marea humana se extiende por las callejas, seguida por los equipos de periodistas, cámara al hombro. Gracias a los cámaras que continúan filmando, millones de telespectadores presencian la intervención de la policía en el interior de la basílica.
Acompañado del cardenal Giovanni y del secretario de Estado Mendoza, Crossman y sus hombres recorren el pasillo central pisando los talones a Pazzi, que imparte órdenes concisas a través del walkie-talkie. En cuanto se han producido los primeros disparos, los policías de paisano repartidos por la basílica han apuntado con sus armas a los guardias suizos. Ha habido un breve intercambio de tiros; luego, al ver que su comandante entregaba el arma y se rendía, los últimos focos de resistencia han hecho lo mismo.
Crossman se acerca a Valentina, que continúa arrodillada junto al padre Carzo; esta acaricia sus cabellos sin darse cuenta de que el charco de sangre ha llegado a sus rodillas e impregna la tela de sus vaqueros. Unos enfermeros atienden diligentemente al sacerdote. Le ponen un gotero con varias bolsas de plasma y de glucosa y preparan su evacuación. Fuera, un helicóptero se acerca. Valentina da un ligero respingo cuando una mano se posa en su hombro.
- ¿Saldrá de esta? -pregunta Crossman.
Ella se encoge de hombros en señal de ignorancia. El jefe del FBI mira hacia el altar. El Papa está tendido en el suelo. Siete impactos rojo sangre han rasgado su alba blanca. Sentado junto a él, el camarlengo agoniza con los ojos muy abiertos. Giovanni sube los peldaños y se arrodilla junto al anciano. De repente, Crossman se da cuenta de que los sillones colocados detrás del altar están vacíos.
- Valentina, ¿dónde se han metido los cardenales del Humo Negro?
Sin apartar los ojos del padre Carzo, a quien los enfermeros están atando a una camilla, la joven señala la escalera que desciende a las profundidades de la basílica.
- ¿Han huido por ahí?
Ella dice que sí con la cabeza.
- ¡Por el amor de Dios, Valentina, reaccione! Voy a necesitarla para que me guíe por los sótanos.
Ella se levanta lentamente y mira cómo los camilleros se alejan. Después se vuelve hacia Crossman. Su mirada es gélida.
- Sé dónde está Marie.
- ¿Dónde?
Valentina amartilla su Beretta con un chasquido.
- Primero los cardenales.
Capítulo 214
Al pie del altar, el camarlengo, al que una bala ha alcanzado en la garganta, nota que un espumarajo de sangre escapa de entre sus labios. Sabe que no sobrevivirá. Contempla el cadáver del Papa desplomado sobre el mármol. De rodillas junto a él, el cardenal Giovanni murmura:
- Eminencia, ¿quiere que le escuche en confesión?
El anciano parece tomar súbitamente conciencia de su presencia. Vuelve lentamente la mirada hacia él. Sus ojos brillan de odio. Un ronquido sube por su garganta.
- Creo en Satán Padre todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra. Creo en Janus, su único hijo, que murió renegando de Dios en la cruz.
Una inmensa tristeza invade el corazón de Giovanni. Tan cerca de la muerte, el camarlengo está perdiendo su alma. El joven cardenal casi le envidia semejante valor.
- ¿Y si existe realmente? ¿Ha pensado en ello?
- ¿Quién?
- Dios.
El anciano camarlengo se ahoga.
- Dios… Dios está en el Infierno. Está al mando de los demonios. Está al mando de las almas condenadas y de los espectros que vagan por las tinieblas. Todo es falso, Giovanni. Nos han mentido. Tanto a usted como a mí.
- No, eminencia. Jesucristo murió realmente en la cruz para salvarnos. Después subió a los cielos y se sentó a la derecha del Padre, desde donde regresará para juzgar a los vivos y a los muertos.
- Eso son patrañas.
- No, son creencias. Y por eso la Iglesia no ha mentido. Ha ayudado a los hombres a creer en lo que necesitaban creer. Ha erigido catedrales, ha construido pueblos y ciudades, ha dado la luz a siglos de tinieblas y sentido a lo que no lo tenía. ¿Qué otra cosa le queda a la humanidad que la certeza de no morir jamás?
- Ya es demasiado tarde. Saben la verdad. No la olvidarán.
- Vamos, eminencia, es lo invisible lo que alimenta la fe, nunca la verdad.
Un acceso de risa sacude el pecho del camarlengo.
- ¡Pobre Giovanni! ¡Es usted tan ingenuo!
Intenta decir algo más, pero se asfixia, se ahoga en su propia sangre. Su pecho se inmoviliza, su cuerpo cae y sus pupilas se velan. Giovanni cierra los ojos del anciano. Luego se vuelve y ve a Crossman y a una chica morena que bajan con un destacamento de policías por la escalera que conduce a los sótanos de la basílica. Al incorporarse, nota cómo una mano glacial se cierra con una fuerza sobrehumana sobre su muñeca. Se sobresalta violentamente y se esfuerza en desasirse. Con los ojos muy abiertos, el camarlengo le susurra:
- Usted es el próximo.
- ¿Qué dice?
- Esto no ha terminado, Giovanni. ¿Me oyes? Siempre vuelve a empezar.
El cardenal cierra los ojos y lucha contra la cosa que intenta penetrar en él, algo de una negrura tan profunda que su fe comienza a vacilar como la llama de una vela expuesta al viento. Luego, la mano del anciano cae al suelo. Giovanni abre los ojos; el camarlengo no se ha movido ni un milímetro. Seguramente se ha dormido unos segundos y ha tenido una pesadilla. Está casi convencido cuando nota que tiene la muñeca dolorida. Baja los ojos. La articulación está amoratada. «Siempre vuelve a empezar…»
El joven cardenal se levanta y contempla el evangelio abierto sobre el altar. Lo cierra y lo estrecha entre sus brazos. Bajo la tela de la sotana, la cruz de los Pobres late contra su piel.
Capítulo 215
Cuando el pasadizo secreto que Valentina había tomado para subir desde la Cámara de los Misterios se abre, una vaharada de aire viciado escapa por el hueco. Los pasos retumban en el silencio, las pistolas ametralladoras entrechocan. Crossman y Valentina avanzan por los sótanos siguiendo a los policías. Las linternas frontales barren las polvorientas paredes. La mano de Valentina roza la piedra, que parece desprender un extraño calor.
La cabeza del destacamento acaba de llegar a la escalera de caracol que se hunde en los cimientos de la basílica. Hace cada vez más calor. Vaharadas de aire ardiente se elevan, arrastrando con ellas remolinos de chispas. Crujidos, crepitaciones. El ronroneo de las llamas. Algo se quema en la Cámara de los Misterios.
Valentina y Crossman se abren paso a través del destacamento de policías. Los que acaban de entrar en la Cámara retroceden, pálidos. Valentina entra. Contempla las hogueras de papel que los cardenales del Humo Negro han encendido. Las llamas son tan altas que lamen las bóvedas y ennegrecen los arcos de los pilares. Lo que está ardiendo son los archivos del Vaticano, no solo la correspondencia privada de los papas y los informes de la investigación interna puesta en marcha por Clemente V, sino también todos los anaqueles de los archivos secretos de la cristiandad, que los cardenales han hecho transportar a la Cámara después de la elección del Papa. Están destruyendo todas las pruebas. Veinte siglos de historia y de tormentos consumiéndose en un remolino de llamas.
El aire se vuelve irrespirable. Los policías intentan cubrir a Valentina, que avanza sujetando su Beretta con los brazos extendidos. A su espalda, Crossman barre el espacio con su 45. Valentina se detiene. Acaba de ver a cinco cardenales con hábito rojo que acaban de apilar una montaña de manuscritos y de pergaminos contra uno de los pilares de la cripta y rocían la pirámide con gasolina.
Dispara dos tiros al aire. El estruendo del incendio cubre el ruido de las detonaciones. Con una sonrisa de demente en los labios, uno de los cardenales no nota que sus cabellos se consumen por efecto del calor. Los otros cuatro se han arrodillado junto a un enorme montón de papeles; a fuerza de arrojar los manuscritos al fuego, sus dedos han quedado reducidos a muñones carbonizados. El cardenal ni siquiera se ha dado cuenta de que la manga de su sotana está empapada de gasolina. Y frota una cerilla para encender la hoguera…
Valentina grita. La cerilla se enciende. La llama lame la manga de la sotana y se extiende por el brazo del prelado. Los policías, horrorizados, se han detenido. Mirando a la cara a Valentina, que le suplica que renuncie, el cardenal introduce la antorcha en que se ha convertido su brazo entre el montón de pergaminos y se inmola. Las emanaciones de gasolina prenden y forman una sola llama gigantesca, que devora la montaña de papeles. Las encuadernaciones de piel se funden, los rollos de varios siglos de antigüedad se inflaman como estopa. Valentina retrocede unos pasos mientras el fuego engulle a los cardenales arrodillados; sus rostros se funden como máscaras de cera. Jirones de amanecer rojo se arremolinan en el aire ardiente. Una mano agarra a Valentina de un brazo, la voz de Crossman suena en su oído.
- ¡Por el amor de Dios, Valentina, hay que largarse antes de que el fuego nos cierre el paso!
- ¡Las cruces de las Bienaventuranzas! ¡Hay que recuperar las cruces!
Hace tanto calor que se propagan pavesas de un foco a otro. En poco tiempo, la sala entera arderá. El aire apesta a carne quemada. Valentina contempla una vez más la hoguera y cree distinguir cinco formas acartonadas en medio de los pergaminos. Pero nota la mano de Crossman tirando de ella con todas sus fuerzas. La joven retrocede. Deja de resistirse. Renuncia.
Capítulo 216
El alarido de las sirenas. Una comitiva de coches de bomberos se abre paso con dificultad por las calles y los puentes de Roma invadidos por la muchedumbre. Nadie entiende qué está pasando.
En la plaza, las cámaras de la CBS y de la RAI filman sin parar al ejército de policías que ha tomado posiciones alrededor del Vaticano. Un espeso humo negro sale por los tragaluces de la basílica y del edificio de los Archivos secretos. Los comentaristas afirman que se ha producido un gigantesco incendio en los sótanos y que avanza por las galerías subterráneas que serpentean bajo la plaza de San Pedro. Los archivos arden. Dos mil años de historia convertidos en humo y en una lluvia de cenizas que cae sobre las cúpulas del Vaticano. La humareda es tan negra que tapa el sol. Parece que vaya a anochecer.
Los vehículos frenan, los bomberos desenrollan las mangueras y se ponen las máscaras antigás antes de entrar en los edificios para combatir el incendio por los sótanos. Pendientes de la maniobra, ningún cámara ve el cortejo de guardias suizos que avanza por la pasarela que une el Palacio Apostólico al castillo de Sant'Angelo: un camino de ronda en lo alto de una muralla que sigue el trazado de la via dei Corridori, es decir, ochocientos metros en línea recta por encima de la multitud. Por ahí es por donde los papas huían cuando el Vaticano estaba amenazado. El camino de ronda no se había utilizado desde hacía varios siglos, pero los pontífices se habían encargado de mantenerlo en condiciones por si acaso. Habían hecho bien.
El cardenal Mendoza y el cardenal Giovanni avanzan en silencio en medio del destacamento. Mendoza se apoya en su bastón. Giovanni lleva el evangelio según Satán envuelto en un grueso paño rojo.
Capítulo 217
El helicóptero del ejército italiano se dirige a toda velocidad hacia el norte. Sentados en la parte trasera, Crossman y Valentina contemplan el curso sinuoso del Tíber, que serpentea por los valles de Umbría. El aparato acaba de dejar atrás Perusa. Atraviesa el aire helado hacia la cadena de los montes Apeninos, cuyas estribaciones se recortan a lo lejos. Crossman cierra los ojos. Piensa en Marie. Se culpa por haberla sacado del hospital de Boston para meterla en ese maldito avión con destino a Denver. Sabía que llegaría hasta el final y que poseía la facultad de ver a los muertos y de ocupar el lugar de las víctimas de los casos que investigaba. Marie había encontrado el evangelio y seguramente eso le había costado la vida. Todo por ese maldito don cuya existencia Crossman había fingido olvidar.
En seis años de carrera juntos, solo habían hablado de ello una vez, durante una cena de gala en la Casa Blanca, y en voz baja para que nadie los oyera. Esa noche, Crossman había bebido unas copas de más. Simplemente para pincharla, le preguntó a Marie, que permanecía apartada, si veía muertos en medio de los vivos en aquellos salones donde la flor y nata de Washington bebía champán a mil dólares la botella. Ella se sobresaltó.
- ¿Cómo dice?
- Muertos, Marie. Ya sabe, los generales de la guerra de Secesión, Sherman, Grant o Sheridan. O el viejo Lincoln. O, mejor aún, ese viejo zorro de Hoover. Nunca se sabe, a lo mejor todavía ronda por aquí.
- Ha bebido más de la cuenta, Stuart.
- Claro que he bebido, joder. Bueno, ¿ve muertos en medio de todos estos gilipollas o no?
Marie asintió con la cabeza. Al principio, él creyó que bromeaba, pero sus ojos se cruzaron con la mirada azul y triste de ella.
- Esta noche solo hay uno. Es una mujer -respondió Marie.
Crossman siguió bromeando, pero ya sin convicción.
- ¿Es guapa al menos?
- Muy guapa. Está justo a su lado. Le mira. Lleva un vestido azul y una pulsera de ágatas.
Un perfume de lavanda invadió las fosas nasales de Crossman y las lágrimas se agolparon en sus ojos. En su vida había una herida abierta que no se cerraría nunca. Doce años atrás, su mujer, Sarah, se había matado en un accidente de tráfico con sus tres hijos. Cuatro cuerpos carbonizados en un Buick tan destrozado por el choque que habría cabido en una bañera. Poco antes de que muriera, él le había regalado una pulsera de ágatas. Eso no lo sabía nadie.
Tras la muerte de Sarah, Crossman se sumergió en el trabajo como otros lo hacen en el alcohol. Por eso había subido tan deprisa en la escala del FBI.
Ante la emoción de su jefe, Marie lo cogió de la mano. Crossman balbuceó unas palabras estúpidas tratándose de una muerta:
- ¿Está… está bien?
- Sí.
Se produjo un silencio, durante el cual Crossman estrechó la mano de Marie. Después susurró con voz trémula:
- ¿Necesita algo?
- No. Es usted quien la necesita a ella. Ella intenta hablarle, pero usted no la oye. Intenta decirle que hace doce años que está a su lado. No siempre, pero sí de vez en cuando. Va y viene. Se queda un rato y luego se va.
Con las lágrimas a punto de saltársele de los ojos, Crossman recordó todos esos instantes en los que había percibido extraños efluvios de lavanda flotando en el aire. Como allí, en ese gigantesco salón de la Casa Blanca donde el alcohol corría a raudales.
- ¿Y qué dice?
- Dice que es feliz donde está y que quiere que usted lo sea también. Dice que no sufrió cuando murió. Los niños tampoco. Dice que es preciso olvidar y que usted debe empezar de nuevo a vivir.
Crossman reprimió un sollozo.
- Dios mío, la echo tanto de menos…
Un silencio.
- ¿Puede… puede decirle que voy a intentarlo?
- Es usted quien debe decírselo. Ella está aquí. Le escucha.
- ¿Y luego?
- Luego ¿qué?
- ¿Volverá?
- Siempre que la necesite, estará aquí. Y un día, cuando su dolor haya pasado, se marchará.
- Entonces dígale que me niego a olvidarla.
- Es preciso, Stuart. Tiene que dejar que se vaya.
- ¿Y dónde está ahora?
- Justo delante de usted.
Levantando despacio la mano, Crossman murmuró algo en medio del estrépito de los invitados. Le dijo a Sarah que le pedía disculpas por no haberle dicho adiós aquella mañana, que sentía mucho no haber podido besarla una vez más. Tras un silencio, bajó la mano y preguntó:
- ¿Sigue aquí?
- Ahora se va.
Crossman aspiró el aire un momento para tratar de retener el perfume de lavanda que se disipaba. Después de ponerse las gafas oscuras para ocultar sus ojos, dijo:
- No volveremos a hablar nunca más de esto, ¿de acuerdo?
Marie asintió y no volvieron a hablar nunca más de ello. Lo que no había impedido a Crossman enviarla en misión al otro extremo del mundo para que se metiera en la piel de una vieja monja emparedada.
Da un respingo al notar que la mano de Valentina se posa en su brazo. Escondido detrás de sus gafas oscuras, se vuelve hacia ella y ve cierto parecido con Marie. Traga con dificultad; una bola de tristeza obstruye su garganta. A lo lejos, a través del ojo de buey, se dibujan los verdes valles del Po y las estribaciones de los Dolomitas. Marie está ahí abajo, en algún lugar de esas montañas. Una ráfaga de lavanda invade las fosas nasales de Crossman. El director del FBI cierra los ojos.
Capítulo 218
Sobre el Vaticano, a medida que las mangueras combaten las llamas en los sótanos la humareda negra se disipa poco a poco. La gente agolpada en las avenidas contempla la escena, las cámaras filman. Nadie levanta la vista, nadie ve al destacamento de guardias suizos y a los dos cardenales que avanzan por el camino de ronda. Prácticamente han llegado a las murallas de la fortaleza de Sant'Angelo, a unos metros de allí, cuando el cardenal Giovanni se vuelve y suspira.
- Ahora está todo perdido.
- ¿A qué se refiere?
- A los archivos, los pergaminos, la correspondencia de los papas…
El viejo Mendoza sonríe.
- El Vaticano ha pasado por momento peores a lo largo de su historia y volverá a renacer de sus cenizas. Además, lo esencial no está ahí. Lo que arde a nuestra espalda no es más que papel. Algunos libros y pergaminos antiguos.
- ¿Dónde está entonces lo esencial?
- Usted tiene una parte en las manos.
Giovanni baja los ojos hacia el volumen envuelto en el paño rojo.
- ¿No sería mejor destruirlo?
- Sí, más adelante.
- ¿Cuándo?
- Cuando lo hayamos estudiado y hayamos penetrado sus secretos. Es un tesoro inestimable, es lo único que puede informarnos acerca de la verdadera naturaleza de nuestros enemigos.
- ¿En qué puede sernos útil, ahora que los últimos cardenales del Humo Negro están muertos?
- ¿Muertos? ¿Está seguro?
- ¿Qué quiere decir?
- Que las herejías nunca mueren en la hoguera. Los herejes sí, pero las herejías no. Volverán. De una u otra forma, volverán. Y cuando llegue ese día, tenemos que estar preparados.
Un silencio. El destacamento acaba de llegar a la torre oeste del castillo de Sant'Angelo. La verja se cierra tras ellos chirriando. Bajan por una escalera de caracol, de piedra, que se hunde en las entrañas de la Tierra. El aire se vuelve más fresco.
- ¿Adónde me lleva?
- Al lugar más secreto del Vaticano. Allí donde, desde hace siglos, se encuentra guardado lo esencial. Los verdaderos tesoros de la cristiandad. Como le he dicho, el resto no es más que papel.
Giovanni ha perdido la noción del tiempo. En sus brazos, el evangelio parece pesar toneladas, como si supiera que se dirige a su última morada y que va a volver definitivamente a la oscuridad.
El destacamento ha llegado a los últimos peldaños. Los guardias se han detenido al pie de un pesado rastrillo de acero permanentemente vigilado por unos alabarderos, que se eleva lentamente con un chirrido de poleas. Mendoza le explica a Giovanni que nadie puede cruzar ese límite salvo el Papa y el cardenal secretario de Estado.
- Nosotros éramos los únicos que conocíamos la existencia de este lugar. Puesto que el Papa ha muerto y la curia está desorganizada, compartiré con usted este secreto pero debo advertirle que tendrá que llevárselo a la tumba. ¿Me ha entendido?
Giovanni asiente con la cabeza. Cuatro pesados ganchos de acero inmovilizan el rastrillo, que ha desaparecido tras la piedra y cuyas puntas son lo único que continúa siendo visible. Una corriente de aire helado agita la llama que sostiene Giovanni. Este sigue a Mendoza por un estrecho corredor tallado en la roca. El suelo, en suave pendiente y cubierto de mosaicos, brilla a la luz de las antorchas. Caminan varios minutos, que a Giovanni le parecen horas y durante los cuales oye sonar el bastón de Mendoza en medio del silencio.
El anciano cardenal acaba de detenerse. Levantando la antorcha, ilumina una puerta medieval cuyos maderos, gruesos como un muro, han sido unidos de manera que puedan resistir todos los golpes de ariete. Grabada en la madera, se puede leer esta inscripción:
Aquí empieza el fin; aquí acaba el principio.
Aquí descansa el secreto del poder de Dios.
Malditos por el fuego sean los ojos
que se posen en él
Los ojos de Giovanni se agrandan a causa de la sorpresa.
- ¡Es la misma inscripción que figura en el evangelio!
- Es la divisa de las recoletas, la advertencia suprema lanzada a través de los siglos a los locos y a los insensatos que puedan sentirse tentados de profanar los secretos de la fe. Por eso la Inquisición reventaba los ojos de los que habían contemplado tales misterios.
- ¿Qué hay detrás de esa puerta?
El cardenal acerca las manos a un cerrojo florentino que acciona un conjunto de pesadas barras hundidas en el corazón de los maderos, e introduce hasta la mitad una llave antes de darle un cuarto de vuelta hacia la derecha. Un chasquido. A continuación mete la llave hasta el fondo, da dos vueltas hacia la izquierda y una más hacia la derecha. Un ruido de engranajes dentados que se ponen a girar a la vez, una serie de chasquidos sordos: las barras se deslizan y la pesada puerta se abre chirriando.
- Espéreme aquí.
Giovanni ve cómo Mendoza se aleja. Sus pasos se pierden en lo que parece ser una sala tan amplia que, a lo lejos, la antorcha del cardenal secretario de Estado parece una cerilla consumiéndose en las tinieblas.
El anciano acaba de llegar al final de la sala por el lado derecho. Giovanni tiene la impresión de estar solo. Ve que la antorcha se inclina y transmite su llama a otra antorcha. Luego, sin que Mendoza tenga necesidad de moverse, el fuego se extiende a lo largo de las paredes: un rosario de antorchas que se encienden una a otra gracias a un ingenioso sistema de mechas cubiertas de cera.
Giovanni mira a su alrededor. La sala es todavía más grande de lo que le había parecido.
El joven cardenal ve interminables hileras de mesas de piedra sobre las que hay objetos de toda clase cubiertos con pesados paños rojos. El aire polvoriento se impregna de un denso olor de cera. Huele a piedra, a musgo y a tiempo. Giovanni se acerca a Mendoza, que ahora está en el centro de la estancia. El anciano cardenal le quita el manuscrito de las manos y levanta un extremo de uno de los paños. Giovanni tiene el tiempo justo de ver otros libros gastados antes de que el paño caiga de nuevo, entre una nube de polvo.
- Cardenal Mendoza, ¿qué hay exactamente en esta sala?
- Recuerdos. Piedras viejas. Trozos de la verdadera Cruz. Vestigios arqueológicos de civilizaciones desaparecidas y huellas de una religión muy antigua encontradas en cuevas prehistóricas. Los creadores de Dios.
Un silencio.
- ¿Qué más?
- Manuscritos. Evangelios apócrifos que la Iglesia ha mantenido ocultos durante siglos. El evangelio de María. El de Matías, el decimotercer apóstol. El de José y el de Jesús.
- ¿El de Jesús? ¿Qué contiene?
- Lo sabrá muy pronto, puesto que usted es el próximo. Giovanni se estremece al oír las mismas palabras que el camarlengo agonizante susurró en la basílica.
- ¿El próximo qué?
- El próximo papa.
- Eso nadie puede predecirlo.
- Ya lo creo que sí. Usted es muy joven y yo soy muy viejo. Los cardenales de la curia están tan aterrorizados que resultará fácil convencerlos. Ya lo verá. Lo convertirán en el próximo. Y entonces sabrá… Lo sabrá todo.
- Y seré el papa que reinará sobre unas cenizas, ¿no?
- Eso es lo que todos han hecho, Patrizio.
El cardenal Mendoza baja la palanca que acciona el apagado de las luces. Los matacandelas de cobre que coronan las antorchas descienden simultáneamente con un chirrido de poleas. Giovanni oye que el bastón de Mendoza rasca el suelo mientras este se aleja. Toca una vez más el evangelio según Satán; tiene la sensación de que la tapa late débilmente bajo la tela y de que un extraño calor se extiende por sus dedos.
- ¿Viene?
El joven cardenal se vuelve hacia Mendoza, que espera en la entrada de la sala. El anciano parece una estatua. Giovanni se reúne con él. Después, la pesada puerta se cierra a su espalda chirriando.
Capítulo 219
Las tinieblas. La madre Yseult está muerta desde hace mucho. Parks lo ha notado porque los dedos han aflojado la presión alrededor de su cuello, porque aquel envoltorio arrugado se ha desprendido lentamente de su cuerpo. Un capullo de carnes muertas abandonado sobre el polvo; eso es todo lo que queda de la anciana religiosa que se estranguló siete siglos atrás.
Ahora, atrapada en el trance que la tiene prisionera en ese cubículo, Marie está sola. Está sentada en un banco de piedra al otro lado del muro, mirando al vacío, y al mismo tiempo está ahí, encerrada en esa tumba. Hace mucho que en el cubículo no hay ni una molécula de oxígeno, y sin embargo, Marie no muere.
Postrada en la oscuridad, recuerda el hedor que invadió los sótanos cuando abrió los ojos. Caleb habría podido matarla. Pero no lo había hecho. Había preferido el lento suplicio del emparedamiento mental: la visión y el muro, una doble prisión de la que Marie no tenía ninguna posibilidad de escapar. Tan solo Carzo podía hacerla salir del trance susurrándole al oído las palabras precisas. Caleb lo sabía.
Marie siguió con el pensamiento al sacerdote mientras se alejaba de Bolzano. La lucha entre él y Caleb prosiguió en un compartimiento ruidoso y se prolongó toda la noche. Al amanecer, Caleb perdió. Marie tuvo la certeza de ello cuando oyó mentalmente la voz de Carzo. El sacerdote acababa de llegar a la estación de Roma, le quedaba una cosa por hacer. El final del camino.
Atrapada en su reducto mental, Marie oyó campanas, gritos y disparos. Se echó a llorar cuando el sacerdote se había desplomado sobre el suelo de la basílica, se quedó sin respiración como él mientras su sangre se extendía por el suelo y los latidos de su corazón se espaciaban cada vez más. Fue entonces cuando sus pensamientos se unieron por última vez. Después, Marie perdió el contacto. Sin embargo, estaba segura de que el corazón de Carzo seguía latiendo como un eco lejano. Él también estaba encerrado en el fondo de sí mismo y, al igual que ella, esperaba la muerte.
Un ruido de pasos. Marie nota que sus uñas arañan las paredes del cubículo. Intenta mover los labios para pedir auxilio. Confiando por un instante en que sea Carzo, que ha vuelto en su busca, murmura su nombre.
Capítulo 220
- ¡Está aquí!
Al barrer las tinieblas con la linterna. Valentina acaba de iluminar un cuerpo sentado en un banco de piedra. Una chica. Crossman corre hacia ella mientras los policías entran en los sótanos de Bolzano.
- ¿Marie?
Ninguna respuesta. Crossman enfoca con su linterna los ojos abiertos de par en par que contemplan el vacío. Alarga la mano y se pone tenso al notar la piel helada de Marie bajo sus dedos. Apoya una oreja contra el pecho de la joven. Se incorpora.
- Es demasiado tarde.
- Quizá no.
Valentina aparta a Crossman y busca en sus recuerdos la frase que el padre Carzo pronunció justo antes de perder el conocimiento. Después se inclina hacia la joven y le susurra al oído:
- Marie, ahora tiene que despertar.
Bajo los dedos de Valentina, la venita que traza un surco azul en el centro de la muñeca de Parks se hincha imperceptiblemente. Luego se deshincha y vuelve a hincharse. Valentina la escruta. Los cercos negros que oscurecen la mirada de Marie están atenuándose. Sus facciones se relajan y las aletas de su nariz empiezan a temblar. Un toque rosa tiñe la blancura de sus mejillas. Un hilo de aire escapa de sus labios. El pecho de la joven se eleva. Cierra los ojos y los abre de nuevo. Luego se acurruca entre los brazos de Valentina y rompe a llorar.
Un mes más tarde…
Capítulo 221
Cinco de la mañana
La agente especial Marie Parks duerme profundamente. Se ha tomado tres somníferos para intentar olvidar los gritos de Rachel y los dedos de la madre Yseult cerrándose alrededor de su cuello. Desde entonces se encuentra sumida en un sueño brumoso e incoloro donde no llega nada del mundo que la rodea. Todavía no ha empezado a soñar. Sin embargo, los torbellinos de su subconsciente ya tratan de atravesar la barrera química de los somníferos. Fragmentos de imágenes.
De repente, la garganta de Marie se estrecha. Unas gotas de adrenalina se extienden por su sangre y dilatan sus arterias. Su pulso se acelera, las aletas de su nariz se estremecen y en sus sienes las venas azules se hinchan. Las imágenes se articulan y cobran vida.
Unos cirios iluminan las tinieblas. Miríadas de moscas zumban. Un olor de cera y de carne muerta. La cripta. Marie abre los ojos. Está desnuda, desgarrada en la cruz. Los clavos que atraviesan sus muñecas y sus tobillos están profundamente hundidos en la madera. Tiembla de dolor. Al pie de la cruz, Caleb la mira. Sus ojos brillan débilmente bajo la capucha.
Marie tiene frío. Los cadáveres han desaparecido. En su lugar, decenas de recoletas están arrodilladas en los reclinatorios. Rezan contemplando a Marie. Caleb levanta los brazos y repite los gestos de la misa: los del sacerdote alzando el copón y el cáliz que contienen el cuerpo y la sangre de Cristo. Las recoletas se ponen en fila en el pasillo central para comulgar. Caleb acaba de desenfundar un puñal. Marie tirita. Ese cuerpo que las recoletas van a recibir en la boca y esa sangre que van a beber arrodilladas al pie del altar son los suyos. Se retuerce en la cruz. Caleb se acerca. Se baja lentamente la capucha. Marie se pone a gritar. Porque ese rostro que la contempla es el del padre Carzo.
Capítulo 222
5:10 horas. El timbre del teléfono desgarra el silencio. Marie se sobresalta. Tiene la boca seca, pastosa. Un mal sabor de alcohol y de cigarrillos impregna su garganta. A lo lejos, la sirena de una ambulancia. Abre los ojos y distingue las luces del amanecer a través de la ventana de la habitación del hotel. La brisa agita suavemente los visillos. Las luces de neón rojas de un rótulo parpadean en la penumbra: el hotel en el Sam Wong, barrio de Chinatown, San Francisco. Marie aspira a pleno pulmón los olores de la ciudad. Los rayos de luz de color paja que penetran ahora en la habitación terminan de poner fin a su pesadilla. Una bocina a lo lejos, un carguero pasa bajo el Golden Gate. Al sexto timbrazo, Marie descuelga. Es la voz del padre Carzo.
- ¿Estaba durmiendo?
- ¿Y usted?
- Yo ya he dormido bastante.
- Yo también.
Marie alarga un brazo para coger el paquete de tabaco que está sobre la mesilla de noche.
- ¿Está ahí?
Ella aspira una bocanada de humo.
- Sí.
- La espero.
- Voy.
Cuelga, apaga el cigarrillo y entra en el cuarto de baño. Regula el agua de la ducha para que salga ardiendo. Después se desnuda y se estremece bajo el chorro que le abrasa la piel. Cierra los ojos para intentar despejarse. Mierda de somníferos…
Capítulo 223
Ciudad del Vaticano
La multitud congregada en la plaza de San Pedro es menos numerosa que durante la anterior elección. Menos silenciosa también. Unos cantan, otros rezan, otros tocan un instrumento. Todos intentan olvidar lo que han vivido. El trauma de esas últimas semanas ha sido demasiado fuerte. Tan fuerte, en realidad, que si se preguntara a los peregrinos qué recuerdan de esos días funestos, seguramente la mayoría respondería que tiene la sensación de que el asesinato del Papa se produjo hace varios años. Por lo demás, solo han conservado flashes en blanco y negro, imágenes desprovistas de color. Eso y las columnas de humo negro que salían por los tragaluces de la basílica mientras los archivos ardían.
Los encargados de la limpieza se habían deslomado para hacer desaparecer la capa de ceniza de las cúpulas del Vaticano. Habían pintado varios edificios a toda prisa, tapizado la plaza de rojo y blanco y organizado festejos y veladas de plegarias para animar a los fieles y ayudarlos a olvidar. Curiosamente, ni un solo peregrino se acordaba del evangelio que aquel monje surgido de ninguna parte llevó hasta el altar. Ni un solo fiel recordaba tampoco, al menos con precisión, el texto que el papa del Humo Negro leyó. Sabían vagamente que se hablaba de una gran mentira y de que Jesucristo no había resucitado de entre los muertos, pero el recuerdo de esas palabras no tardaría en diluirse en el olvido: palabras sin sentido, verdades tan inaceptables que había bastado un discurso del cardenal secretario de Estado Mendoza para ocultarlas.
Poco a poco, las cosas habían reanudado su curso. Dos semanas atrás, en las salas del Palacio Apostólico empezaron a celebrarse conciliábulos de cardenales a fin de preparar el cónclave que había empezado hacía dos días. Ya llevaban seis escrutinios sin haber elegido a nadie, seis columnas de humo negro por la chimenea. Pero hacia la mitad de la jornada había empezado a rumorearse que por fin había una mayoría coincidente y que esa noche habría un elegido. Así que la gente se había congregado de nuevo en la plaza de San Pedro para rezar, mientras que un bosque de cámaras seguía enfocando la chimenea de la capilla Sixtina.
* * *
Un murmullo recorre la multitud. Se alzan brazos, caen lágrimas. Las cámaras hacen un zoom de la chimenea, de la que sale un espeso humo blanco. Los comentaristas anuncian que el cónclave ha terminado. Las campanas repican. La gente se vuelve hacia el balcón de San Pedro, donde las puertas no tardarán en abrirse. Lo han olvidado todo. Ni siquiera piensan en ello.
Capítulo 224
Al salir del Sam Wong Hotel, Marie aspira los olores de toronjil que flotan en las callejas del barrio chino. Pese a ser tan temprano, Chinatown ya está llena de gente. Los puestos abren y exponen sus productos en las aceras. Marie cruza California Street y se detiene delante de una máquina expendedora de periódicos. La primera página del USA Today anuncia en grandes caracteres:
Suicidios y detenciones en cadena
en los medios financieros.
La gran limpieza prosigue.
Introduce un dólar por la ranura y levanta la tapa transparente. Tras coger un ejemplar, enciende un cigarrillo y pasa a la página 2 del periódico.
Varios magnates financieros y directores de multinacionales han sido encarcelados en los últimos días tras la aparición de un informe explosivo en los sitios de acceso gratuito de internet. El informe en cuestión presentaba los organigramas de una gigantesca red de malversación de fondos; sus ramificaciones al parecer han llegado a la mayoría de las grandes empresas que cotizan en Bolsa. Antes de que las sociedades afectadas hubieran tenido tiempo de reaccionar, millones de internautas se habían bajado el documento y comunidades enteras continúan enviándoselo a través de todo el mundo. Así pues, parece que el seísmo que ha sacudido los mercados financieros tras la quiebra en cadena de varios bancos internacionales continuará. Ya se ha perdido la cuenta de las detenciones y los suicidios de banqueros y empresarios implicados en este asunto. Un duro golpe asestado por el FBI contra lo que parece ser la mayor red de blanqueo del siglo y que, según nuestras fuentes, alimentaba al crimen organizado y a las organizaciones terroristas internacionales.
Marie arruga el periódico y lo tira a una papelera. Las famosas organizaciones terroristas internacionales… Así es como Crossman había conseguido que el Departamento de Estado efectuara detenciones selectivas contra la red. Nada definitivo. Bastarían unos meses o unos años para que Novus Ordo se reorganizara en profundidad y pasara de nuevo a la ofensiva.
Marie aplasta el cigarrillo con el pie y se vuelve hacia el sol. El resplandor la hace parpadear. Contempla a lo lejos los pilares del Golden Gate medio sumergido en la bruma. Hoy hará calor.
Echa de nuevo a andar hacia el centro. En el cruce de Hyde, monta en un viejo tranvía de cables que sube por Market Street en dirección a las colinas de San Francisco. Agarrada a la barra exterior, observa los viejos inmuebles y las casas victorianas pintadas de colores que desfilan ante sus ojos. El viejo negro que conduce el tranvía agita la campana y maldice como un demonio. La joven sonríe. El viento tibio y salado mueve sus cabellos. Se siente bien.
Capítulo 225
En la capilla Sixtina ha vuelto a hacerse el silencio. Mientras los cardenales electores se inclinan ante el cardenal Giovanni, que acaba de ser elegido, encienden los incensarios. El decano le pregunta si acepta el resultado de la votación. Giovanni asiente. Luego, el decano le pregunta su nombre de papa. Giovanni responde que ha escogido el de Matías I, en recuerdo del decimotercer apóstol. Un nombre original que sin duda marcará la ruptura con los terribles acontecimientos que han sacudido al Vaticano.
El nuevo papa se ha puesto sus hábitos sacerdotales y ahora avanza al lado del decano y del nuevo camarlengo por el laberinto de pasillos que conduce al balcón de San Pedro. Con el cayado de pastor en la mano, Matías I camina detrás de la pesada cruz pontificia que un protonotario lleva con los brazos en alto. A medida que la procesión se acerca al balcón, el Papa oye cada vez más fuerte el estruendo de la multitud. Tiene la impresión de avanzar hacia la arena ardiente de un circo lleno de fieras. Junto a él camina el cardenal secretario de Estado Mendoza, con una sonrisa en los labios. Matías I tiene tiempo de inclinarse hacia él para preguntarle en un susurro un detalle que el cónclave ha relegado en el orden de sus preocupaciones.
- Por cierto, eminencia, no me ha dicho si los equipos de socorro encontraron las cruces de las Bienaventuranzas entre los restos del incendio.
La pregunta parece pillar desprevenido al anciano cardenal; desaparece la sonrisa de sus labios.
- La Cámara de los Misterios ardió durante horas. Desgraciadamente, no encontramos ni rastro de los cadáveres, y las cruces tuvieron tiempo más que de sobra de fundirse.
- ¿Está seguro?
- ¿Quién puede estarlo razonablemente, Santidad?
Sintiendo latir la cruz de los Pobres bajo su hábito, Matías I no encuentra nada que responder a esa frase enigmática.
El Papa y su séquito se detienen en el balcón mientras, a través del micro, la voz del cardenal decano presenta a la multitud al nuevo jefe de la Iglesia. La cruz pontificia ya está en el balcón. Cuando sus nombres de pila y de papa se oyen por fin por los altavoces, Matías I sale al exterior. Los gritos de la multitud entusiasmada lo envuelven. Se inclina y mira la marea humana que ha invadido la plaza y las avenidas y que espera un gesto, una sonrisa, una palabra de esperanza. Entonces, lentamente, Matías I levanta el brazo y traza en el aire una amplia señal de la cruz. Mientras hace esto, oye en el fondo de sí mismo las palabras que el viejo camarlengo susurró en la basílica: «Esto no ha terminado, Giovanni. ¿Me oyes? Siempre vuelve a empezar».
Una sonrisa aparece en los labios de Matías I cuando levanta los brazos para saludar a la multitud. Campini tenía razón. Siempre vuelve a empezar.
Capítulo 226
Marie ha llegado al convento de Nuestra Señora del Sinaí. Deja que una anciana monja la guíe en silencio por los pasillos. Al pasar por delante de algunas puertas, oye el murmullo de los televisores: estruendo de multitud y repicar de campanas. El nuevo papa acaba de ser elegido.
- Es aquí.
Marie se sobresalta al oír la voz de la anciana religiosa; se parece a la de la recoleta que la acompañó a su celda en el convento de Denver. La monja señala una puerta. Marie entra.
La habitación está sumida en la penumbra. El resplandor de un televisor ilumina el rostro del padre Carzo, tendido en la cama. Ha estado tres semanas en coma, tres semanas durante las cuales Marie lo ha velado sin descanso.
El sacerdote le hace una seña con la mano. Está al teléfono y habla en italiano. Marie se vuelve hacia el televisor y contempla la plaza de San Pedro abarrotada de gente. En el balcón, el nuevo papa levanta los brazos y bendice a la multitud. Carzo cuelga. Sin volverse, Marie pregunta:
- ¿Quién es?
- Matías I, antiguo cardenal Patrizio Giovanni. Será un gran papa.
Marie se vuelve hacia Carzo. El sacerdote está muy pálido.
- ¿Y la llamada de quién era?
- Del Vaticano. Para anunciarme que he sido propuesto para el cargo de secretario particular de Su Santidad.
- ¿Por servicios prestados a la patria?
- En cierto modo.
Un silencio. Marie se inclina para besar al padre Carzo. Ve un destello fugaz en el escote del pijama, una cadena de la que cuelga una joya en forma de cruz. Se envara imperceptiblemente mientras sus labios rozan la mejilla del sacerdote. Su piel está helada. Marie escruta su rostro. Parece agotado.
- Le dejo.
- ¿Ya?
- Volveré.
El padre Carzo cierra los ojos. Marie se aleja caminando de espaldas. Al pasar junto al televisor, lo apaga. La pantalla difunde una extraña luz fosforescente por la habitación. Marie se detiene ante la puerta.
- Alfonso, esa joya que lleva colgada del cuello, ¿qué es?
No hay respuesta. Marie aguza el oído. El padre Carzo se ha dormido. Marie pone la mano sobre el pomo de la puerta.
- Adiós, Alfonso.
- Ave María.
La joven se queda inmóvil al oír la voz grave que acaba de pronunciar esas palabras y cierra la mano alrededor de la culata de su arma.
- ¿Qué ha dicho?
Se vuelve lentamente hacia el padre Carzo, que se ha incorporado en la cama. Los ojos del sacerdote brillan débilmente en la penumbra. Sonríe.
Fin