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agosto 08, 2010
Parte 1
Capítulo 84
McVey cogió a Osborn por el brazo y lo obligó a salir a la calle.
Osborn intentó despedirse de Vera, pero McVey se había interpuesto y cortado la comunicación.
—Era la chica, ¿no? Vera Monneray —dijo McVey, y abrió la puerta de un Rover camuflado junto a la acera.
—Sí —contestó Osborn. McVey se metía en su vida privada y eso no le gustaba.
— ¿Trabaja para la policía de París?
—No. Para el servicio secreto.
Las puertas se cerraron de golpe y el chófer de Noble se introdujo en el tráfico.
Al cabo de cinco minutos giraban en torno a Piccadilly Circus y salían por Haymarket rumbo a Trafalgar Square.
—Es un número no registrado —dijo McVey sin inflexión en la voz, mirando los números que Osborn se había escrito en la mano.
— ¿Qué está insinuando? —preguntó Osborn a la defensiva, y escondió las manos bajo las axilas.
McVey lo miraba fijamente.
—Espero que no la haya matado —dijo.
Noble, que iba delante junto al chófer, se volvió.
— ¿Le dio alguien el número al que llamó o lo encontró usted solo?
Osborn dejó de mirar a McVey.
— ¿Qué importa eso?
— ¿Le dio alguien el número al que llamó o lo encontró usted solo? —insistió Noble.
—Los teléfonos de la recepción estaban ocupados. Pregunté si había otros.
—Y se lo indicó alguien.
—Evidente.
— ¿Lo vio llamar alguien? ¿Lo vieron entrar en una cabina? —McVey dejó que siguiera Noble.
—No —dijo Osborn tajante, y de pronto recordó—. Había una empleada del hotel, una vieja negra. Estaba pasando la aspiradora.
—No cuesta nada seguir la pista de una llamada desde un teléfono público —advirtió Noble—. Sobre todo si se sabe de qué teléfono se trata y a qué hora. Esté o no registrado, cincuenta libras bastarán para averiguar el número, la ciudad, la dirección y hasta puede que informen del menú de la cena. En un abrir y cerrar de ojos.
Osborn permaneció callado un rato largo viendo desfilar las luces nocturnas de Londres. No le gustaba lo que había oído, pero Noble tenía razón. Se había portado como un imbécil. Pero no estaba acostumbrado a ese mundo, un mundo donde cada idea tenía que ser calculada y donde todos eran sospechosos, sin importar quiénes fueran.
Al final, decidió recurrir a McVey.
— ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Quiénes son?
McVey negó con la cabeza.
— ¿Sabía que el hombre que usted mató era un antiguo miembro de la Stasi?
— ¿Se lo ha dicho ella?
—Sí.
—Pues tiene razón.
— ¿Ya lo sabía? —Osborn no podía creerlo.
McVey no respondió. Noble tampoco.
—Permítame que le diga algo que tal vez no sepa. El primer ministro de Francia ha dimitido. Harán pública la noticia mañana. Lo han obligado a dimitir desde su propio partido debido a sus reservas frente al papel de Francia en la Comunidad Europea. Él piensa que los alemanes tienen demasiado poder y ellos no están de acuerdo.
—Eso no es nuevo —dijo Noble encogiéndose de hombros, y se volvió para darle instrucciones al chófer.
—Lo que sí es nuevo es que piensa que lo matarán si no dimite. O que matarán a Vera como señal de lo que les puede suceder a él y a su familia.
McVey y Noble se miraron el uno al otro.
— ¿Eso es lo que piensa usted o lo ha expresado ella? —preguntó McVey.
—Ella tiene miedo, ¿vale? —Dijo Osborn lanzándole una mirada cargada de ira—. Y tiene sobradas razones.
— ¡Y usted le ha hecho un flaco servicio! La próxima vez que le diga que haga algo, ¡me obedecerá! —McVey se volvió para mirar por la ventana y a partir de ese momento no habló nadie, sólo se oía el zumbido de los neumáticos contra el asfalto. De vez en cuando las luces de los coches iluminaban a los hombres en el interior, pero recorrieron la mayor parte del trayecto a oscuras.
Osborn se reclinó en el asiento. Jamás en su vida había estado tan cansado. Le dolían todos los músculos. Los pulmones, agitándose cada vez que respiraba, le pesaban como el plomo. Y el sueño. No recordaba la última vez que había dormido. Se pasó la mano por el mentón y cayó en la cuenta de que a partir de algún momento no había pensado más en afeitarse. Miró a McVey y observó el mismo agotamiento. El policía mostraba profundas ojeras y una barba crecida de varios días. Aunque la ropa que llevaba puesta era limpia, parecía que no se la hubiera quitado en una semana. Noble, sentado delante, no tenía mucho mejor aspecto.
El Rover disminuyó la velocidad y penetró en un estrecho callejón. Una manzana más allá bajaron a un garage subterráneo. A Osborn se le ocurrió preguntar a dónde se dirigían.
—A Berlín —McVey fue el primero en contestar.
— ¿A Berlín?
Dos policías se acercaron al coche cuando éste se detuvo y abrieron las puertas.
—Pasen por aquí, señores, por favor —dijeron, y entraron por un pasillo y salieron por una puerta que conducía al hangar. Se encontraban en un extremo de un aeropuerto comercial. En la distancia se divisaba un avión a reacción bimotor con las luces del interior encendidas y una escalerilla ante la puerta abierta de la cabina.
—Usted viene con nosotros —dijo McVey mientras caminaban en esa dirección—, porque tiene que prestar declaración ante un juez alemán. Quiero que le cuente al juez lo que le dijo Albert Merriman antes de que lo mataran.
— ¿Se refiere a Scholl?
McVey asintió.
—Está en Berlín —aventuró Osborn sintiendo que el pulso se le aceleraba.
—Sí.
Noble, que iba delante, subió la escalerilla y entró en el avión.
— ¿Y mi declaración servirá para extender una orden de arresto contra él?
—Quiero hablar con él —dijo McVey, y empezó a subir las escalerillas.
Osborn se sentía eufórico. Por eso se lo había jugado todo para reunirse con McVey, desde el principio. Quería que lo acompañara un paso más allá, que le ayudara a llegar hasta Scholl.
—Quiero estar allí cuando lo arreste.
—Es lo que suponía —dijo McVey, y desapareció dentro de la cabina.
Capítulo 85
Ya ve usted, no hay señales de violencia ni de que haya pasado nada raro. Las verjas del perímetro tienen un circuito cerrado de monitores de vídeo, y están vigiladas por los guardias de a pie y con perros. No hay ningún indicio de que tengamos problemas de seguridad. —Georg Springer, el encargado de la seguridad en Anlegeplatz, un hombre delgado y de calvicie incipiente, recorrió la enorme habitación de Elton Lybarger y lanzó una mirada a la cama deshecha pero vacía, mientras escuchaba a uno de sus guardias. Eran las tres y veinticinco de la madrugada del jueves.
A Springer lo habían despertado justo después de las tres para informarle que Lybarger no se encontraba en su habitación.
Se había puesto en contacto inmediatamente con la oficina de seguridad cuyas cámaras controlaban la entrada principal, los treinta kilómetros de verja del perímetro y los demás accesos a saber, la entrada de servicio junto al garage bajo vigilancia y un edificio de mantenimiento a casi un kilómetro de la casa por un camino que se perdía serpenteando hacia la parte de atrás. En las últimas cuatro horas no había entrado ni salido nadie.
Springer echó un último vistazo a la habitación de Lybarger y se dirigió a la puerta.
—Puede que se haya sentido mal y haya salido a buscar ayuda o que se encuentre en un estado de somnolencia y no sepa dónde está. ¿Cuántos hombres hay disponibles?
—Diecisiete.
—Reúnelos a todos. Buscad bien en los alrededores de la casa y en el interior en todas las salas y habitaciones. No importa que haya gente durmiendo. Yo despertaré a Salettl.
Elton Lybarger estaba sentado en una silla de respaldo alto mirando a Joanna, que permanecía inmóvil desde hacía cinco minutos. De no ser por la leve agitación bajo el camisón, Lybarger se habría arriesgado a llamar en busca de ayuda. Tenía miedo de que Joanna se encontrara enferma.
Había encontrado el vídeo hacía una hora escasamente. Lybarger no podía conciliar el sueño y buscó algo que leer en la biblioteca. Últimamente no le resultaba fácil dormir. Cuando lo lograba, se sumía en sueños extraños y deambulaba entre gentes y lugares que le parecían familiares pero en los que no tenía ninguna confianza. Los momentos que vivía eran tan diferentes como las personas y recordaba tiempos diversos, desde la Europa de la preguerra hasta los últimos incidentes de aquella mañana.
Entró en su biblioteca, revisó algunos periódicos y revistas. Aún insomne, salió a los alrededores de la casa. Vio la luz encendida en el bungalow de sus sobrinos Eric y Edward. Fue hasta la puerta y llamó. Al no contestar nadie, se tomó la libertad de entrar.
En el salón, lujosamente amueblado, destacaba un gigantesco hogar de piedra. Equipos de última tecnología de vídeo y sonido compartían las estanterías con numerosos trofeos de atletismo. Las puertas de los dormitorios del fondo estaban cerradas.
Pensando que sus sobrinos dormían, Lybarger se disponía a retirarse cuando se fijó en un sobre grande que había en una estantería junto a la puerta, probablemente destinado a un mensajero. Leyó «tío Lybarger» y pensando que él era el destinatario, lo abrió y encontró un vídeo. Intrigado, lo cogió y se lo llevó a su estudio. Lo introdujo en el vídeo, encendió el televisor y se sentó a mirar lo que los chicos habían querido enviarle.
Se vio a sí mismo chutando una pelota de fútbol con Eric y Edward. Luego escuchó una breve intervención política que había grabado siguiendo las rigurosas instrucciones de su logopeda, un profesor de teatro en la Universidad de Zurich. Y luego, la secuencia más sorprendente. El y Joanna estaban juntos en la cama. En la pantalla aparecían todo tipo de números y Von Holden los observaba, desnudo como Dios lo había enviado al mundo.
Joanna era su amiga y compañera. Era como una hermana, casi como su hija. Lybarger se horrorizó ante las imágenes. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había sucedido aquello? No guardaba absolutamente ningún recuerdo de lo que veía y tuvo la sensación de que sucedía algo muy grave. Se preguntó si Joanna sabría algo de aquello. ¿Acaso se trataba de un juego sucio en colaboración con Von Holden? Descontrolado por el asombro y la indignación, Lybarger se dirigió inmediatamente a la habitación de Joanna. La despertó de un sueño profundo y le exigió, airado y a voz en cuello, que viera el vídeo inmediatamente.
Confundida y algo más que molesta por esa actitud y por su presencia en la habitación, Joanna hizo lo que Lybarger le pedía. Ahora, mientras veían pasar el vídeo, la invadía la misma desazón. La horrible pesadilla de unas noches atrás, pensó, no había sido tal, sino un recuerdo nítido de lo que realmente había sucedido.
Al terminar, Joanna apagó el aparato y se volvió a mirar a Lybarger. El hombre estaba pálido y temblaba, igual de consternado que ella.
— ¿Usted no lo sabía? —preguntó ella—. ¿No tenía idea de que esto hubiera sucedido?
— ¿Y usted tampoco?
—No, señor Lybarger. Le puedo asegurar que no tenía ni idea.
De pronto se escuchó un toque seco en la puerta. Inmediatamente después se abrió y entró Frieda Vossler, de unos veinticinco años, una mujer de mentón cuadrado, miembro de las fuerzas de seguridad de Anlegeplatz.
Minutos más tarde, Salettl y el jefe de seguridad Springer entraban en la habitación de Joanna. Encontraron a un Lybarger indignado que hacía chocar una y otra vez el vídeo en la palma de la mano mientras increpaba a Frieda Vossler, exigiendo que le explicaran qué significaba semejante atropello.
Salettl le quitó tranquilamente el vídeo y le pidió que se relajara, advirtiéndole que su reacción podía costarle un segundo infarto. Dejó a Joanna con los agentes de seguridad y acompañó a Lybarger a su habitación. Le tomó la presión y lo metió en la cama después de administrarle una fuerte dosis de somnífero mezclada con una droga psicodélica. Lybarger dormiría y su sueño estaría habitado por imágenes irreales y fantásticas. Salettl confiaba en que confundiría los sueños con el incidente del vídeo y la visita a la habitación de Joanna.
La terapeuta, por el contrario, se había mostrado menos comprensiva, y cuando Salettl volvió a su habitación, pensó que debería despedirla inmediatamente y enviarla a Estados Unidos en el primer vuelo. Después pensó que su ausencia sería aún más perturbadora. Lybarger se había acostumbrado a Joanna y dependía de ella para su bienestar físico. Era ella quien lo había hecho progresar de tal manera que había logrado hacerlo caminar sin ayuda del bastón. Era imposible predecir su reacción si no la encontraba a su lado. No, Salettl decidió que no podía despedirla. Era de una importancia vital que ella acompañara a Lybarger a Berlín y permaneciera junto a él hasta el momento del discurso. Con una actitud sumamente discreta, Salettl la convenció, por el bien de Lybarger, de que volviera a la cama.
Le aseguró que por la mañana le darían una explicación de lo que había visto.
Asustada, irritada y emocionalmente agotada, Joanna había tenido la entereza suficiente para no presionar demasiado.
—Sólo quiero que me diga —exigió—, quién sabía de esto además de Pascal. ¿Quién filmó la maldita escena?
—No lo sé, Joanna. Desde luego, yo no la he visto, de modo que ni siquiera sé de qué se trata. Por eso te pido que esperes hasta mañana y te podré dar una respuesta clara.
—Bien —dijo ella, y esperó a que todos salieran para cerrar la puerta con llave.
Salettl no dudó en dejar a la agente Frieda Vossler custodiando la puerta y dio instrucciones para que nadie entrara ni saliera sin su permiso.
Cinco minutos más tarde estaba sentado ante su mesa de escritorio. Era la madrugada del jueves. En menos de treinta y seis horas, Lybarger estaría en Berlín preparándose para su presentación en el Palacio de Charlottenburg. Después de todo el tiempo transcurrido y en vísperas del gran momento, no se podía considerar la posibilidad de que algo fallara en Anlegeplatz. Cogió el teléfono y llamó a Uta Baur, en Berlín, sabiendo que la despertaría. Uta cogió la llamada en su estudio.
—Guten Morgen —dijo con voz cortante y despierta. Eran las cuatro de la mañana y ya había empezado a trabajar.
—Creo que debe saber... que se ha producido cierta confusión en Anlegeplatz.
Capítulo 86
El reloj de Osborn marcaba casi las dos y media de la madrugada, hora de Londres, jueves 13 de octubre. Eran las cuatro y media en Berlín.
Junto a él, en la oscuridad, veía a Clarkson vigilando el tablero de mandos de luces rojas y verdes del Beechcraft Baron y manteniendo la velocidad fija a poco más de trescientos kilómetros por hora. Atrás, McVey y Noble dormitaban cómodos, más parecidos a un par de abuelos que a unos inveterados inspectores de Homicidios. Más abajo, el Mar del Norte brillaba a la luz de la media luna, embravecido con la marea alta que azotaba la costa holandesa.
Al cabo de un rato viraron a la derecha y entraron en el espacio aéreo holandés. Cruzaron por encima del oscuro reflejo del Ijsselmeer y poco después giraron hacia el este por encima de los campos hacia la frontera alemana.
Osborn intentaba imaginarse a Vera encerrada en una casa de la campiña francesa. Pensó en una granja con una larga entrada de manera que los guardias armados podían divisar a una persona mucho antes de que se acercara. O tal vez no. Tal vez se trataba de una casa moderna de dos pisos junto a la vía del ferrocarril en un pueblo pequeño que veía pasar una docena de trenes al día. Una casa cualquiera, como miles de otras en toda Francia, de aspecto corriente, con un coche de cinco años aparcado a la entrada. Sería el último lugar donde se le ocurriría buscar a un agente de la Stasi.
Osborn también debió de haberse adormecido, porque lo primero que vio fue la luz lejana del amanecer en el momento en que Clarkson comenzaba a penetrar en un ligero manto de nubes. Vio el río Elba directamente abajo, oscuro y liso, como un faro dándoles la bienvenida, extendiéndose hacia delante hasta perderse de vista.
Siguieron el descenso bordeando la orilla sur a lo largo de otros treinta kilómetros hasta que en la distancia aparecieron las luces del poblado rural de Havelberg.
McVey y Noble se habían despertado y miraron el paisaje mientras Clarkson inclinaba el ala izquierda y bajaba abruptamente. Girando en redondo, redujo y bajó en un vuelo rasante casi silencioso sobre los campos envueltos en la penumbra. En ese momento, una señal en tierra parpadeó dos veces y luego se apagó.
—Bajemos —dijo Noble.
Clarkson asintió con la cabeza y enfiló el morro del aparato. Aceleró brevemente los motores de trescientos caballos y describió una abrupta curva a la derecha, volvió a reducir y bajó. Se oyó un ruido sordo cuando cayó el tren de aterrizaje, Clarkson estabilizó el aparato y sobrevoló las copas de los árboles. Delante de ellos apareció una franja de luces azules flanqueando una pista de césped. Al cabo de un minuto, las ruedas tocaron tierra, el morro del aparato bajó y la rueda delantera rozó el suelo. Las luces de aterrizaje se apagaron inmediatamente y se oyó un potente rugido del motor cuando Clarkson revirtió la potencia. Unos cien metros más allá, el Barón se detuvo.
— ¡McVey!
Al nombre, pronunciado con un marcado acento alemán, siguió una risa sonora cuando McVey bajó y pisó la hierba mojada de rocío de los bosques del Elba, unos cien kilómetros al noroeste de Berlín. McVey sintió el abrazo poderoso de un hombre descomunal vestido con vaqueros y cazadora de cuero.
El teniente Manfred Remmer, de la Bundeskriminalamt, la policía federal alemana, medía más de metro noventa y pesaba más de cien kilos. Remmer era un tipo franco y extrovertido, y con diez años menos podría haber jugado de defensa lateral en cualquier equipo de liga profesional de rugby. Aún era un hombre sólido y de gran destreza física. Estaba casado y tenía cuatro hijas. A sus treinta y siete años, conocía a McVey desde hacía doce cuando, aún inspector novel, fue enviado al departamento de policía de Los Ángeles en el marco de un programa de intercambio internacional.
En Los Ángeles lo asignaron a una patrulla durante tres semanas en la sección de robos y homicidios y durante ese período tuvo a McVey como compañero. En esas tres semanas, el recluta Manfred Remmer estuvo presente en seis sesiones judiciales, nueve autopsias, siete detenciones y veintidós sesiones de interrogatorios. Trabajó seis días a la semana y quince horas al día. Siete de esos días no estaban pagados y tuvo que dormir en un sofá del apartamento de McVey en lugar de la habitación de hotel de que disponían para casos urgentes. En los dieciséis días que trabajaron él y McVey, detuvieron a cinco narcotraficantes con órdenes de captura por asesinato y siguieron la pista, detuvieron y obtuvieron una confesión completa de un hombre acusado de matar a ocho mujeres jóvenes. Hoy día, ese hombre, Richard Homer, espera el día de su ejecución en la quinta galería de la prisión de San Quintín, después de haber agotado a lo largo de una década todos los recursos de apelación posibles.
—Me alegro de verte, McVey. Me alegro de verte en forma y de que hayas venido —dijo Remmer mientras conducía a toda velocidad un Mercedes Benz camuflado. Salieron del bosque hacia un camino de tierra—. Me he enterado de ciertas cosas a propósito de tus amigos en Interpol, Herr Klass y Halder. No ha sido fácil pillarlos. Prefería decírtelo en persona y no por teléfono... ¿Podemos hablar? —preguntó mirando por encima del hombro a Osborn, sentado atrás junto a Noble.
—Sí, se puede —dijo McVey guiñándole un ojo a Osborn. Ya no había necesidad de seguir manteniéndolo al margen de lo que estaba sucediendo.
—Herr Hugo Klass nació en Munich en 1937. Después de la guerra viajó con su madre a Ciudad de México. Luego emigraron a Brasil, Río de Janeiro y Sao Paulo. —Remmer hizo botar el coche al pasar sobre un enrejado de desagüe y aceleró al llegar al tramo pavimentado. El cielo comenzaba a despejarse y brillaba suavemente sobre el perfil barroco de los edificios de Havelberg.
—En 1958 —continuó—, Klass volvió a Alemania para ingresar en la fuerza aérea y más tarde en la Bundesnachrichtendienst, los Servicios de Inteligencia de Alemania Federal, donde adquirió su reputación como experto en huellas dactilares. Luego...
—Empezó a trabajar en el cuartel general de Interpol. Es exactamente lo mismo que nos dijo el MI6 —dijo Noble inclinándose sobre el asiento delantero.
—Muy bien —sonrió Remmer—. Ahora cuéntenos el resto.
— ¿El resto? Si eso es todo lo que hay.
—No hay más información. ¿No tiene historia familiar?
—Lo siento —dijo Noble tajante, y volvió a reclinarse en el asiento—. Es todo lo que sé.
—No nos deje en ascuas —dijo McVey, y se puso las gafas oscuras cuando aparecieron los primeros destellos de sol en el horizonte.
En la distancia, Osborn vio un Mercedes sedán gris que salía de un camino lateral hacia la carretera en el mismo sentido que ellos. Iba más lento que el coche de Remmer, pero cuando éste se acercó, aceleró y Remmer mantuvo cierta distancia por detrás. Al cabo de un momento vio que los seguía un coche de las mismas características. Osborn se volvió y vio a dos hombres en el asiento delantero. Entonces, por primera vez, se percató del fusil ametrallador en la cartuchera adosada a la puerta de Remmer, junto a su codo. Era evidente que los hombres que iban delante y detrás eran de la Policía Federal. Remmer no quería correr ningún riesgo.
—No se llama Klass de nacimiento. Se llama Haussmann. Durante la guerra su padre, Erich Haussmann, pertenecía al Schutzstaffel, la SS, número de identificación 337795. También perteneció a la Sicherheitsdienst es decir, la SD, los servicios de seguridad del partido nazi. —Remmer siguió al primer Mercedes hacia el sur en dirección a la Uberregiónale Fernverkehrsstrasse, la red de autopistas regionales. Los tres coches comenzaron a correr más rápido.
—Dos meses antes de que la guerra terminara, Herr Haussmann se esfumó. La señora Bertha Haussmann recuperó su apellido de soltera, Klass. La señora Haussmann no era una mujer adinerada cuando salió con su hijo de Alemania rumbo a Ciudad de México, en el 46. Sin embargo vivió en una villa con un cocinero y una empleada que llevó consigo cuando se marchó a Brasil.
— ¿Cree que los exiliados nazis le prestaron su apoyo después de la guerra? —preguntó McVey.
—Puede que sí. Pero ¿quién podría demostrarlo? Se mató en un accidente de coche en 1966 en las afueras de Río. De todos modos, se sabe que mientras vivieron en Brasil, Erich Haussmann la visitó a ella y a su hijo en al menos veinticinco ocasiones.
—Dice que el padre se «esfumó» antes de que terminara la guerra —dijo Noble volviendo a inclinarse hacia delante.
—Y viajó directo a América del Sur con el padre y el hermano mayor de Rudolf Halder, vuestro hombre en Interpol, Viena. Halder es el experto que ayudó a reconstruir las huellas dactilares de Albert Merriman a partir del cristal que se encontró en el piso del detective privado, Jean Packard. —Remmer sacó un paquete de tabaco de encima del tablero, lo sacudió, sacó un cigarrillo y lo encendió.
—EÍ verdadero nombre de Halder era Otto —dijo, y exhaló el humo—. Su padre y su hermano mayor pertenecían a la SS y a la SD, igual que el padre de Klass. Halder y Klass tienen la misma edad, cincuenta y cinco años. Vivieron sus años de formación en la Alemania nazi y además en el hogar de auténticos fanáticos del partido. Pasaron su adolescencia en América del Sur donde fueron educados, vigilados y financiados por exiliados nazis.
— ¿No me dirá que estamos ante una conspiración neonazi? —preguntó Noble, mirando hacia McVey.
—Es una idea interesante si se atan todos los cabos. A Merriman lo mata un agente de la Stasi un día después de que un hombre que ocupa un cargo estratégico, donde todos los días se revisan cientos de investigaciones policiales, descubre que está vivo. Luego viene la caza de la amiga de Merriman y la matanza de su mujer y toda su familia en Marsella. Intentan liquidar a Lebrun y a su hermano el día que comienzan a indagar en las actividades de Klass, que había solicitado la información sobre Merriman a la policía de Nueva York utilizando antiguos códigos de Interpol que mucha gente ni sabe que existen. Luego sabotean el tren en que viajábamos Osborn y yo. Matan a Benny Grossman en su propia casa en Queens el día después de que recopila y le transmite a Noble información sobre las personas que Erwin Scholl habría supuestamente matado hace treinta años. Tiene usted razón, Ian. Si atamos todos los cabos, parece obra de una unidad de espionaje, como una operación del KGB —resumió McVey, y miró a Remmer—. ¿Qué piensas tú, Manny? ¿Acaso la conexión de Klass nos indica que se trata de una historia de neonazis?
— ¿Qué diablos quieres decir con neonazis? —Inquirió bruscamente Remmer—. Andan por ahí rompiendo cráneos, los cabezas rapadas, y llevan patatas llenas de clavos en los bolsillos. Unos imbéciles que golpean a los inmigrantes y luego les queman los albergues y salen en todos los telediarios...
Remmer miró de McVey a Noble, y luego a Osborn. Estaba picado.
—Merriman, Lebrun, el tren de París-Meaux —dijo Remmer—, y Benny Grossman. Recuerdo que cuando llamé a Benny para preguntarle dónde me podía quedar cuando fui a Nueva York con mis hijas, me dijo « ¡quédate en mi casa»! Tú dices KGB, pero yo debería decir que no se trata de neonazis ¡sino de neonazis que trabajan con antiguos nazis! Esto es una continuación del poder que asesinó a seis millones de judíos y destruyó Europa. Los neonazis son como el pezón de la teta, son una mierda. Por el momento son un fastidio, nada más. Pero debajo de la superficie, el mal aún está vivo en la cara de los empleados bancarios y de las camareras en los bares y ellos ni siquiera se enteran, como una semilla que espera el tiempo propicio, la mezcla propicia de elementos para volver a brotar. Si estuvieras como yo, en la calle y en los pasillos de la Alemania de hoy, ya lo sabrías. Nadie hablará de ello, pero está ahí, como el viento. —Remmer miró a McVey enfurecido, apagó el cigarrillo de golpe y volvió a mirar el camino.
—Manny —dijo McVey, tranquilo—. Me estoy dando cuenta de que estás empeñado en una guerra privada. La culpa y la vergüenza y todo lo que te ha echado encima otra generación. Lo que sucedió fue cosa de ellos, no tuya, pero de todos modos has caído en la trampa. Tal vez tenías que caer. Y no te discuto nada de lo que dices. Pero las emociones no son hechos.
—Tú quieres saber si tengo información de primera mano. Pues la respuesta es que no.
— ¿Y qué pasa con la Bundeskriminalamt o la Bundesnach no sé qué hostias, o como se pronuncie la Seguridad alemana?
Remmer miró hacia atrás.
— ¿Se han encontrado pruebas tangibles sobre un movimiento pronazi organizado lo bastante grande como para tener influencias? —preguntó.
—Tú me dirás.
—La respuesta es la misma. No. Al menos no por lo que sabemos mis superiores y yo, porque se suele hablar de ese tipo de cosas en los cuerpos de policía. La política del gobierno es estar je wachsam, lo cual significa siempre alerta y vigilante.
McVey lo miró fijamente un momento.
—Pero personalmente, ¿tú qué opinas, Manny? ¿Que la cosa es madura?
Remmer vaciló y luego asintió con la cabeza.
—No se hablará de ello. Cuando suceda, no se pronunciará la palabra nazi. Pero tendrán el poder, eso sí. Les doy dos o tres años, cinco a lo más.
Con esa profecía, los cuatro ocupantes del coche guardaron silencio y Osborn pensó en lo que Vera le había dicho sobre la dimisión de François Christian y la nueva Europa, cuando le habló de los recuerdos recurrentes de su abuela sobre la ocupación de Francia por los nazis, de la gente que era detenida y que nadie volvía a ver, de los vecinos que se espiaban unos a otros, lo mismo que las familias y, en todas partes, hombres armados. «Siento esa misma sombra ahora.» El sonido de su voz era tan claro como si estuviese sentada a su lado y el miedo que transmitía le heló los huesos.
Los coches disminuyeron la velocidad al llegar a las afueras de una pequeña ciudad. Osborn miró por la ventana y vio el sol de la mañana sobre los tejados. Las hojas de otoño cubrían las calles de rojos y dorados. Un grupo de chicos esperaba para cruzar una esquina y una pareja de viejos caminaba por la acera, la anciana apoyada en un bastón y con el otro brazo enfundado en el de su marido. Cerca de una intersección, un agente de tráfico discutía con un camionero y en todas partes los tenderos comenzaban a colocar sus mercancías en la acera.
Era difícil calcular el tamaño de la ciudad. Tal vez dos mil o tres mil habitantes que uno adivinaba en las calles laterales y en otros barrios que no se veían. ¿Cuántos otros pueblos como ése despertaban esa mañana en toda Alemania? ¿Cientos, miles? En los pueblos, las aldeas y las pequeñas ciudades la gente seguía ocupada en las cosas de todos los días, viviendo en algún punto entre el nacimiento y la muerte. ¿Acaso era posible pensar que esa gente añorara en secreto los desfiles a paso de ganso de las tropas de asalto vistiendo camisas ceñidas y brazaletes con esvásticas? ¿Acaso echaban en falta los golpes de las lustrosas botas y polainas pasando frente a todas las ventanas y puertas del país?
¿Cómo era posible? Esa terrible época llevaba medio siglo sepultada. El bien y el mal de la moral del nazismo era un objeto en desuso, un lugar común. La culpa y la vergüenza colectivas aún pesaban sobre las generaciones nacidas décadas después de que la conflagración hubiera llegado a su fin. El Tercer Reich y todo lo que representaba estaba muerto. Tal vez el resto del mundo querría recordar siempre, pero Alemania quería olvidar. De eso Osborn estaba seguro. Remmer tenía que estar equivocado.
—Tengo otro nombre para ti —dijo Remmer rompiendo el silencio—. Es el hombre que se ocupaba de que Klass y Halder gozaran de una posición solvente dentro de Interpol. Es su actual director de misiones, un antiguo inspector de la Prefectura de Policía de París. Creo que lo conoces.
— ¿Cadoux? ¡No, no puede ser! Lo conozco desde hace años.
Noble no cabía en sí de asombro. —Así es —dijo Remmer. Relajó la mano en el volante y encendió otro cigarrillo—. Cadoux.
Capítulo 87
A las siete menos cuarto de la mañana, Erwin Scholl estaba de pie junto a la ventana de la oficina de su suite en el último piso del Grand Hotel Berlín, mirando el sol que se levantaba sobre la ciudad. Cogía en brazos un gato de angora de abundante pelaje que acariciaba abstraído.
A su espalda, Von Holden hablaba por teléfono con Salettl en Anlegeplatz. A través de la puerta cerrada que daba al despacho del exterior, oía a sus secretarias ocupadas en atender las llamadas internacionales, ninguna de las cuales contestaba personalmente.
Fuera en el balcón, Viktor Shevchenko fumaba un cigarrillo y miraba hacia el sector del antiguo Berlín este esperando instrucciones. Shevchenko tenía treinta y dos años y su constitución fibrosa le daba aspecto de matón de barrio. Al igual que Bernhard Oven, Von Holden lo había reclutado en el ejército soviético para la Stasi. Después de la reunificación se había trasladado a la Organización como jefe de la sección de Berlín.
—Nein! —exclamó Von Holden tajante, y Scholl se volvió—. No, ¡no será necesario! —dijo en alemán, negando con la cabeza.
Scholl se volvió hacia la ventana sin dejar de acariciar al gato. Le bastaba con lo que había entendido en las primeras palabras de la conversación de Von Holden. Elton Lybarger descansaba tranquilamente y, tal como estaba previsto, llegaría a Berlín mañana.
En treinta y seis horas, cien ciudadanos de prestigio en Alemania viajarían desde todos los puntos del país para reunirse en el Palacio de Charlottenburg y presenciar la aparición de Lybarger. Minutos después de las nueve de la noche se abrirían las puertas del comedor privado, los congregados callarían y él haría una entrada solemne. Vestido formalmente, sin bastón, recorrería solo el pasillo engalanado del centro, cabalmente distante de quienes lo observaban. Al llegar al final de la sala, subiría los seis peldaños hasta el podio y, una vez arriba, en medio de una ovación atronadora se volvería para saludarlos. Finalmente alzaría un brazo pidiendo silencio y pronunciaría el discurso más decisivo y brillante de toda su vida.
Cuando oyó que Von Holden colgaba el teléfono, se desvaneció su ensueño. Dejó al gato en la silla roja bien mullida y se sentó ante su mesa de trabajo.
—El señor Lybarger encontró el vídeo por casualidad y se lo enseñó a Joanna —dijo Von Holden—. Esta mañana apenas se acuerda de ello. Pero ella está causando problemas. Salettl se encargará.
—Quería que fueras tú a calmar todo el asunto. ¿No era eso lo que quería?
—Sí, pero no hace falta.
—Pascal, el doctor Salettl tiene razón. Si la chica sigue molesta, se notará en la conducta de Lybarger, lo cual es totalmente inaceptable. Salettl puede tranquilizarla pero no como podrías hacerlo tú. Es la diferencia que existe entre la razón y los sentimientos. Piensa que resulta mucho más difícil cambiar una emoción que una idea. Aunque Salettl la convenza, puede cambiar de opinión y eso causaría perturbaciones que no podemos tolerar. Pero si alguien la suaviza y la acaricia, terminará ronroneando como la gatita que duerme ahora plácidamente sobre la silla.
—Puede que así sea, señor Scholl, pero en este momento yo debo estar en Berlín —dijo Von Holden, y lo miró fijamente—. A usted le preocupaba que nuestro sistema no fuera tan eficaz como pensábamos. Pues bien, resulta que lo es y no lo es. La sección de Londres ha encontrado al policía francés herido, Lebrun, en el Westminster Hospital de Londres. Tiene protección de la policía veinticuatro horas al día. La sección de Londres y la de París rastrearon una llamada de Osborn, el americano, desde Londres a una granja en las afueras de Nancy. Vera Monneray está en esa granja bajo la custodia de agentes del servicio secreto francés.
Scholl conservaba su postura hierática y escuchaba con las manos tensas apoyadas sobre la mesa de trabajo.
—Osborn y McVey se han reunido con el comandante de una unidad especial de la policía de Londres —continuó Von Holden—. Se llama Noble. Llegaron al aeropuerto de Havelberg al amanecer. Allí los recogió y trasladó un inspector de la Bundeskriminalamt, un tal Remmer. Los escoltan dos coches camuflados de la policía. Suponemos que vienen hacia Berlín.
Von Holden se levantó, cruzó hacia un aparador y se sirvió un vaso de agua mineral.
—No es una noticia agradable, pero es oportuna y un hecho. El problema es que hayan logrado llegar tan lejos. Ahí es donde ha fallado nuestro sistema. Bernhard Oven tenía que haberlos matado a los dos en París. Pero, al contrario, el policía americano lo mató a él. Tenían que haber muerto en la explosión del tren o haber sido liquidados por los agentes de la sección de París que estaban conmigo en Meaux. Esperaban ver la lista de supervivientes para actuar. Pero no fue así. Y ahora vienen a Berlín, un día y medio antes de la presentación del señor Lybarger.
Von Holden vació su copa y la dejó sobre el aparador.
—Es un problema que no puedo resolver si me voy a Zúrich.
Scholl se reclinó hacia atrás y observó a Von Holden. El gato abandonó la silla donde había estado durmiendo y se plantó en las rodillas de Scholl con un suave brinco.
—Si te vas ahora, Pascal, puedes volver esta misma noche.
Von Holden lo miró como si hubiera perdido la razón.
—Señor Scholl, estos hombres son peligrosos. ¿Es que no se ha dado cuenta?
— ¿Sabes por qué vienen a Berlín, Pascal? Te lo resumiré en dos palabras. Albert Merriman. Él les habló de mí —dijo Scholl con una sonrisa afectada como si su confesión le halagara—. La primera vez que fui a Palm Springs en el verano del cuarenta y seis conocí a un viejo de noventa años. De joven, allá por mil ochocientos setenta, había sido cazador de indios. Una de las cosas que me contó fue que los cazadores de indios siempre mataban a los niños indios donde los encontraban. Porque, según él, sabían que si no los mataban, un día esos niños crecerían y serían hombres.
—Señor Scholl, ¿a qué se refiere usted?
—Me refiero, Pascal, a que tendría que haber recordado esa historia cuando contraté a Albert Merriman —dijo Scholl, y sus largos dedos al acariciar el lomo sedoso del gato parecían delicadas hojas de navaja-. Hace poco estuve revisando mis archivos personales. Uno de los hombres que Merriman mató bajo mis órdenes diseñaba instrumentos médicos. Se llamaba Osborn. Creo que el hombre que acompaña a los policías que vienen a Berlín es hijo suyo.
El gato se acurrucó en el brazo de Scholl, que se levantó y caminó hasta la puerta que daba al balcón. Al empuñar el pomo, Shevchenko abrió desde el exterior.
—Déjanos —dijo Scholl. Pasó junto a él y salió a la luz del sol.
Para el mundo exterior, Erwin Scholl era un hombre elegante, un self-made man que gozaba de un gran carisma. Aunque su propia persona era un ente del todo impenetrable, Scholl poseía una capacidad casi mística para adivinar las motivaciones de los demás. Para presidentes y jefes de Estado, aquello era un don de incalculable valor porque les procuraba una visión crítica de las ambiciones más ocultas de sus adversarios. Pero si decidía no complacer a alguien, era frío y arrogante y acababa por manipular a sus rivales a través de la intimidación y el miedo. Y el puñado de personas que le eran más cercanas —entre ellos el propio Von Holden— estaban todos sometidos a la faceta más oscura de su naturaleza.
Scholl miró por encima del hombro y vio que Von Holden había salido al balcón y que ahora se encontraba detrás de él. Por un instante dejó vagar la mirada hasta la Friedrichstrasse, ocho plantas más abajo. Se preguntó por qué le gustaban los jóvenes y a la vez desconfiaba de ellos. Quizá se debía a que jamás podía mostrarse a ellos sexualmente. Le faltaban menos años de los que quería contar para cumplir los ochenta y su deseo sexual era tan potente como siempre. Y, sin embargo, jamás en su vida había tenido relaciones sexuales en completa desnudez con alguien, hombre o mujer. Su compañero o compañera se desvestían, claro está, pero era impensable que él hiciera lo mismo porque aquello entrañaba un grado de confianza y vulnerabilidad que Scholl era incapaz de mostrar. Era verdad que desde pequeño jamás había estado completamente desnudo con una persona. El único niño que lo había visto desnudo había caído bajo los golpes de martillo de Scholl, que después ocultó el cadáver en una cueva. Por aquel entonces, Scholl tenía seis años.
—No vienen a Berlín a buscar al señor Lybarger o porque tengan alguna idea de lo que sucede en Charlottenburg. Vienen a por mí. Si la policía tuviera alguna prueba de mi implicación en lo de Merriman, ya habrían actuado. Lo único que tienen, en el mejor de los casos, es algo que le ha contado a Osborn un hombre que ha muerto. Se pondrán a investigar, que para eso son policías. Sus movimientos son estratégicos y calculados pero predecibles, fácilmente neutralizabas por los abogados y, de un modo u otro, eliminables... Sé que Osborn es diferente —continuó—. Viene por el asunto de su padre. No tiene ningún compromiso con la policía y me atrevería a decir que los está utilizando sólo para llegar hasta mí. Cuando haya llegado, estará dispuesto a correr ciertos riesgos. Y eso es algo apasionado y temerario que, me temo, podría desbaratar las cosas.
Scholl se volvió hacia Von Holden. Bajo la clara luminosidad de la mañana, éste observó los duros surcos que le había dejado el tiempo en el rostro.
—Vienen estrechamente protegidos. Encuéntralos, vigílalos. En algún momento intentarán ponerse en contacto conmigo y querrán acordar una hora y un lugar para hablar. Ésa será nuestra oportunidad para aislarlos. Y entonces tú y Viktor haréis lo más apropiado. Entretanto, ve a Zúrich.
Von Holden desvió la mirada y luego se volvió hacia Scholl.
—Señor, creo que está menospreciando a esos hombres.
Hasta ese momento, Scholl se había mantenido frío y dueño de la situación.
Acariciando suavemente al gato en sus brazos, había pensado en un plan de acción. Pero de pronto enrojeció.
— ¿Crees que me gusta la idea de que esos hombres como los llamas tú todavía estén vivos o que la terapeuta de Lybarger nos esté causando problemas? Todo esto, Pascal, ¡es responsabilidad tuya!
El gato, alarmado, se incorporó en los brazos de Scholl, pero éste lo sostuvo firme acariciándole casi mecánicamente el lomo.
—Después de todos estos errores, te atreves a contestarme. ¿Has descubierto por qué razón vienen a Berlín? ¿Te has enterado de lo que buscaban o has pensado algún plan para hacerles frente?
Scholl tenía la mirada fija en Von Holden. Aquel hijo tan estimado que no cometía errores, de pronto había cometido uno. Para Scholl era algo más que una decepción, era una traición a su confianza y Von Holden lo sabía. Scholl había tenido que luchar contra Dortmund, Salettl y Uta Baur para que lo nombraran jefe de seguridad de toda la organización y lo aceptaran en el círculo del poder. La negociación había durado meses y Scholl finalmente lo había logrado, convenciéndolos de que ellos eran los últimos representantes vivos de la vieja guardia. Habían envejecido, dijo entonces, y sin embargo no habían previsto nada para el futuro. Los imperios más poderosos de la historia de la humanidad se habían hundido de la noche a la mañana por haber carecido de un plan para la sucesión de poderes. Con el tiempo, otros ocuparían sus puestos a la cabeza de la Organización. Tal vez serían los Peiper o Hans Dabritz, Henryk Steiner e incluso Gertrude Biermann. Pero aún no había llegado ese momento y, hasta entonces, había que proteger la Organización desde el interior. Scholl conocía a Von Holden desde niño. Tenía los antecedentes y la formación adecuada y ya había probado su habilidad y su lealtad en el pasado. Tenían que confiar en él y nombrarlo jefe de seguridad aunque no fuera más que por la futura salvaguarda de todo lo que habían construido.
—Siento haberlo decepcionado, señor —susurró Von Holden.
—Pascal. Sabes que para mí eres como un hijo —dijo Scholl más calmado. El gato se relajó en sus brazos y Scholl volvió a acariciarlo—. Pero hoy no te puedo hablar como si fueras un hijo. Eres el Leiter der Sicherheit y único responsable de la seguridad de toda la operación.
De pronto Scholl cerró la mano aprisionando al gato por el cuello. Con un tirón brusco apartó al animal del brazo que le había dado cobijo y lo sostuvo en el aire por encima del balcón y del tráfico, a casi treinta metros de altura. El animal chilló debatiéndose salvajemente. Maullando, se enroscó como una bola hincándole a Scholl las garras en la mano y en el brazo intentando desesperadamente volver a agarrarse.
—Jamás debes cuestionar mis órdenes, Pascal.
De pronto, el gato lanzó un zarpazo con la garra derecha. En el dorso de la mano de Scholl apareció un surco sangriento.
— ¡Jamás! ¿Está claro? —inquirió, sin hacer caso del gato. El felino no dejaba de arañar y Scholl tenía el brazo y la muñeca bañados en sangre. Pero mantuvo la mirada fija en Pascal Von Holden. No había dolor porque no existía nada más. Ni el gato ni el tráfico más abajo. Sólo Von Holden. Scholl exigía obediencia total. No sólo ahora sino toda la vida.
—Sí, señor, lo he entendido —contestó Von Holden, con la voz enronquecida.
Scholl lo miró durante unos segundos.
—Gracias, Pascal —dijo tranquilamente. En ese momento abrió la mano. El gato lanzó un chillido de pavor y, como una piedra, cayó perdiéndose en el vacío. Scholl retiró la mano que tendía por encima del balcón con la palma hacia arriba. La sangre formaba un pequeño círculo a la altura de la muñeca antes de desaparecer en un hilillo bajo la manga de su impecable camisa blanca.
—Pascal —advirtió—. Cuando llegue el momento, quiero que observes el debido respeto por el joven médico. Mátalo a él primero.
Von Holden observó la mano que tenía frente a él y luego miró a Scholl.
—Sí, señor —contestó quedamente.
Y luego, como siguiendo un oscuro y antiguo ritual, Scholl bajó la mano y Von Holden hincó una rodilla en el suelo y se la cogió.
Se la llevó a la boca y comenzó a lamer la sangre derramada. Comenzó por los dedos. Luego subió lentamente hacia la palma y siguió hasta llegar a la muñeca misma. Lo hizo deliberadamente y con los ojos abiertos sabiendo que Scholl lo observaba desde arriba, inmutable. Siguió lamiendo con la lengua y los labios recorriendo las heridas una y otra vez hasta que, finalmente, Scholl tuvo un hondo estremecimiento y se apartó.
Von Holden se incorporó lentamente y durante un momento se lo quedó mirando. Luego se volvió y volvió al interior abandonando a Scholl para que se recuperara del deseo recién saciado.
Capítulo 88
Londres, 7.45
Millie Whitehead, la enfermera de grandes pechos que atendía a Lebrun, es decir, su enfermera preferida, acababa de darle un baño de esponja y le estaba acomodando las almohadas bajo la cabeza cuando apareció Cadoux.
—Es mucho más fácil pasar los trámites de aeropuerto de esta manera —dijo con una sonrisa ancha refiriéndose al uniforme que vestía.
Lebrun levantó una mano para estrechar la de su viejo compañero. Permanecía conectado a los tubos de oxígeno, que le colgaban de la nariz dificultándole el habla.
—Desde luego, no venía a verte a ti, sino a una dama —bromeó Cadoux lanzándole una mirada a la enfermera Whitehead. La mujer se sonrojó, dejó escapar una risilla, le guiñó el ojo a Lebrun y salió del cuarto.
Cadoux acercó una silla y se sentó junto a Lebrun.
— ¿Cómo estás, amigo mío? ¿Qué tal te tratan?
En los siguientes diez minutos, Cadoux habló de los viejos tiempos. Recordó que habían crecido juntos, los mejores amigos del barrio, las chicas que habían conocido, las mujeres con las que se habían casado, los hijos que habían tenido con ellas. Se rió recordando vividamente el día de la escapada. Habían querido alistarse en la Legión Extranjera. Después de rechazarlos, los escoltaron a casa porque sólo tenían catorce años. Cadoux tenía una sonrisa franca y reía a menudo esforzándose por alegrar a su compañero herido.
Mientras duró la conversación, Lebrun no dejó de empuñar en su mano derecha el gatillo de acero inoxidable de una pistola de 25 milímetros oculta bajo la ropa de cama apuntando al pecho de Cadoux. La advertencia en clave que McVey le había enviado era absolutamente clara. Que se olvidara de que Cadoux fuera un viejo y querido amigo, tenían todos los indicios de que era uno de los principales conspiradores de la Organización. Era muy probable que fuera él quien controlara las operaciones encubiertas de Interpol en Lyón y que él mismo hubiera ordenado la ejecución de su hermano y el atentado en la estación de ferrocarril de Lyón.
Si McVey estaba en lo cierto, Cadoux había venido a visitarlo por una sola razón: terminar el trabajo por sus propios medios.
Pero mientras más hablaba, más amable se volvía, hasta que Lebrun empezó a pensar que tal vez McVey se equivocaba y que su información era incorrecta. Además, ¿cómo se habría atrevido Cadoux con dos policías armados vigilando en el pasillo durante todo el día y con la puerta abierta?
—Amigo mío —dijo Cadoux, y se puso de pie—. Quiero fumarme un cigarrillo y sé que aquí no puedo. —Cogió su gorra y se dirigió a la puerta—. Bajaré al salón y volveré dentro de un rato.
Cadoux salió y Lebrun se sintió aliviado. Seguro que McVey se había equivocado. Al cabo de un rato entró uno de los policías.
— ¿Todo bien, señor?
—Sí, gracias.
—Han venido a hacerle la cama —dijo el policía, y se apartó para dejar pasar a un hombre corpulento con el uniforme de asistente del hospital. Traía sábanas limpias.
—Buenos días —dijo el hombre con marcado acento londinense, y el policía volvió al pasillo. El asistente dejó las sábanas en una silla junto a la cama.
—Un poco de intimidad, ¿no le parece? —dijo el hombre, dio unos pasos y cerró la puerta.
La alarma de peligro de Lebrun se activó.
— ¿Por qué cierra la puerta? —preguntó en voz alta y en francés. El hombre se volvió y le sonrió. De pronto pegó un tirón a los tubos de la nariz. Una fracción de segundo más tarde, Lebrun tenía una almohada sobre la cabeza y todo el peso del hombre encima.
Se contorsionó desesperado y quiso echar mano de la pistola. Pero aplastado por el enorme peso del hombre y agobiado por su propia debilidad, llevaba todas las de perder. Finalmente logró empuñar la pistola e intentó levantarla para dispararle al hombre en el vientre. Pero de pronto el peso del hombre se desplazó y el cañón de la pistola quedó enredado en las sábanas. Lebrun gimió intentando febrilmente liberar la pistola. Los pulmones se agitaban en busca de aire pero ya no había nada. En ese momento preciso, Lebrun supo que iba a morir. Y de pronto, todo se volvió gris, y luego de un gris más oscuro que era casi negro, pero no del todo. Pensó que alguien le cogía la pistola de la mano pero no estaba seguro. Luego oyó un estallido amortiguado, sordo, y ante sus ojos apareció la luz más intensa que jamás había visto.
Lebrun no habría podido ver al asistente tirar de las sábanas, arrancarle la pistola automática y acercársela a la oreja bajo la almohada. Por lo mismo, no habría podido observar la explosión de su propio cerebro y trozos de su cráneo salpicando la pared junto a la cama y pegándose al yeso blanco como una jalea sanguinolenta.
Cinco segundos después se abrió la puerta. Sorprendido, el asistente se volvió apuntando. Cadoux acababa de entrar. Levantó la mano lentamente y cerró la puerta a su espalda. El asistente se tranquilizó, bajó el arma y señaló a Lebrun. En ese momento se dio cuenta de que Cadoux sacaba su pistola de la cartuchera.
— ¿Qué hace? —gritó, pero la voz fue ahogada por una explosión atronadora.
Los policías que entraron corriendo desde el pasillo oyeron dos disparos más y encontraron a Cadoux de pie junto al hombre muerto, con la pistola del 25 en la mano.
—Este hombre acaba de matar al inspector Lebrun —dijo.
Capítulo 89
Brandeburgo, Alemania
Ese Palacio de Charlottenburg donde Scholl piensa dar su guateque, ¿qué es? —preguntó McVey inclinándose desde el asiento trasero mientras Remmer seguía al primer coche por un bulevar de magníficos árboles de colores otoñales y frente a los edificios oficiales de la ciudad de Brandeburgo del siglo XV. Se dirigían hacia el este rumbo a Berlín bajo un sol esplendoroso.
— ¿Qué es? —Dijo Remmer, y miró a McVey por el retrovisor—. Un tesoro del barroco, un museo, un mausoleo propiedad de varias familias adineradas muy apreciadas por los alemanes. Ha sido la residencia de verano de casi todos los emperadores prusianos desde Federico I hasta Federico Guillermo IV. Si el canciller viviera ahí, sería una especie de Casa Blanca y todos los museos de Estados Unidos reunidos en uno solo.
Osborn desvió la mirada. El sol de la mañana se elevaba en el cielo y un puñado de lagos de aguas púrpuras se teñían de un azul intenso. Los hechos vertiginosos, brutales que se habían sucedido en el transcurso de los diez últimos días después de tantos años, lo habían aturdido. La idea de lo que iba a suceder en Berlín magnificaba el efecto. Osborn se sentía como barrido por una marea que no lograba controlar. A la vez experimentaba la peculiar y apacible sensación de que había llegado hasta allí porque una mano invisible lo había conducido y que por oscuros, peligrosos y horrendos lances que le deparara el futuro, había llegado allí por alguna razón. En lugar de luchar contra ello, debía confiar. Se preguntaba si los demás pensaban lo mismo. McVey, Remmer y Noble eran hombres fuera de lo común, mundos distintos, marcados por más de treinta años de experiencia. ¿Acaso sus vidas habían confluido gracias a la misma fuerza que sentía él ahora? ¿Cómo era posible, cuando no los conocía sino hacía una semana? Y, sin embargo, ¿qué otra explicación podía haber?
En medio de estas meditaciones, Osborn volvió a mirar el paisaje del campo. Tierras suaves, cuidadosamente deforestadas, pastizales, parajes sembrados de pequeños lagos. De pronto y por un instante apareció ante su vista una gran mancha de coníferas. Desaparecieron con la misma rapidez y en la distancia vio que la luz del sol llegaba a los capiteles más altos de una catedral del siglo XV. De pronto tuvo la percepción fugaz de que no se equivocaba, que todos, McVey, Noble, Remmer y él mismo, estaban allí reunidos por un designio mayor, porque los tres seguían un designio que no podía percibir su entendimiento.
Nancy, Francia
El sol asomó por encima de las colinas iluminando la granja blanca y marrón como una pintura de Van Gogh.
Fuera, Alain Cotrell y Jean Claude Dumas, agentes del servicio secreto, se relajaban en el porche. Dumas llevaba un tazón de café en una mano y un fusil de nueve milímetros en la otra. Unos cuatrocientos metros más abajo', siguiendo hacia la entrada de la propiedad, a medio camino entre la carretera y la casa, el agente Jacques Montand, con un subfusil de asalto francés Famas en bandolera, estaba reclinado contra un árbol y observaba una fila de hormigas que entraban y salían de un agujero en la base.
En el interior de la casa, Vera estaba sentada ante un tocador antiguo cerca de la ventana de la habitación principal. Tenía en sus manos cinco largas páginas de una carta de amor que acababa de escribir a Paul Osborn. En esas páginas intentaba darle un sentido a todo lo que sucedía y había sucedido desde que se habían conocido y al mismo tiempo las usaba como distracción contra el final abrupto de su llamada telefónica la noche anterior.
Al principio había pensado que se trataba de un fallo del sistema telefónico y que Osborn volvería a llamar. Pero no había llamado y a medida que pasaban las horas, Vera supuso que habría sucedido algo pero se negó a pensar en ello.
Había pasado el resto de la noche estoicamente leyendo dos revistas médicas que había traído consigo al salir con tanta prisa de París. La ansiedad y el miedo eran compañeros difíciles de sobrellevar y Vera tenía miedo de que en el viaje en que se habían embarcado abundaran las dos cosas.
Hacia el amanecer, cuando aún no había recibido noticias, decidió hablar con Paul. Quería ponerlo todo por escrito como si él estuviera allí con ella y tuvieran tiempo para los dos. Como si nada de aquello hubiera sucedido y ellos fueran individuos normales viviendo circunstancias normales y corrientes. Se trataba de evitar, desde luego, que su imaginación la desbordara y le jugara una mala pasada.
Dejó la pluma y se detuvo a leer lo escrito. De pronto dejó escapar una risa, porque aquello que supuestamente venía del corazón no era más que un laberíntico, interminable y seudointelectual tratado sobre el significado de la vida. Vera había querido escribir una carta de amor, pero aquello se parecía más a la composición de una candidata a profesora de inglés en un colegio privado de chicas. Sin dejar de sonreír, rasgó las hojas en pedazos y las echó a la papelera. Entonces vio el coche que salía de la carretera y entraba por el largo camino que conducía a la casa.
Al acercarse, Vera vio que era un Peugeot negro y que en el techo llevaba los faros azules de la policía. A medio camino, vio que el agente Montand avanzaba con las manos alzadas para detener el coche. Montand se acercó a la ventana del conductor. Un segundo después habló por radio, esperó una respuesta, asintió con la cabeza y el coche continuó.
Al acercarse a la casa, Alain Cotrell salió a recibirlo y al igual que Montand, hizo señas al conductor para que se detuviera. Jean Claude Dumas se acercó por detrás deslizándose la carabina del hombro.
—Oui, madame —dijo Alain cuando se abrió la ventanilla del coche y una mujer muy atractiva de pelo negro miró hacia fuera.
—Soy Avril Rocard —se presentó la mujer en francés, y sacó una credencial—. De la Prefectura Central de París. Estoy aquí para llevar a París a la señorita Monneray a petición del inspector McVey. Ella sabe de quién se trata —dijo, y sacó una orden escrita con los membretes oficiales del gobierno—. Orden del capitán Cadoux, de Interpol. Por mandato del Primer Ministro, François Christian.
El agente Cotrell cogió la hoja, la miró y la devolvió. En ese momento, Jean Claude Dumas se dirigió al otro lado del coche y miró hacia dentro. Con excepción de la mujer, estaba vacío.
—Un momento —dijo Cotrell. Dio un paso atrás y sacó su propia radio del bolsillo de la chaqueta y se apartó. Dumas volvió al lado del conductor.
Avril miró por el retrovisor y vio al agente Montand a su espalda, unos treinta metros más abajo en el camino. Toda la actitud de su cuerpo había cambiado y Avril observó que metía la mano en la chaqueta.
— ¿No le importa que abra el bolso para coger un cigarrillo? —dijo Avril mirando a Dumas.
—No —dijo Dumas, y vio que Avril metía la mano derecha en la cartera. Fue la mano izquierda la que le cogió por sorpresa. Se oyeron dos rápidos estallidos sordos y Dumas cayó contra Cotrell. Este perdió el equilibrio y en una fracción de segundo pudo ver la Beretta en manos de Avril. El arma se sacudió una vez y Cotrell se llevó las manos al cuello. El segundo disparo entre ceja y ceja lo mató instantáneamente.
Montand subía corriendo hacia ella mientras apuntaba el fusil Famas para disparar, entonces, ella preparó la Beretta. El primer disparo le dio en la pierna lanzándolo al suelo y arrancándole el Famas de las manos, que saltó hacia el otro lado del camino. Montand yacía en el suelo, con los dientes apretados por el dolor e intentando arrastrarse, cuando ella se acercó. Lo miró y levantó la pistola lentamente. Le dio un momento para pensar y disparó. El primer disparo bajo el ojo izquierdo y el segundo en el corazón.
Se alisó la chaqueta, se volvió y comenzó a caminar hacia la casa.
Capítulo 90
Vera lo había visto todo desde la ventana de la habitación. Cogió inmediatamente el teléfono, pero no consiguió más que el tono de marcar. No había línea ni forma de comunicarse con una operadora.
Al traerla François, ella le había pedido una pistola para protegerse en caso de que tuviera problemas. No podía tener problemas, le aseguró él. Los agentes que la protegían eran los mejor entrenados del servicio secreto. Ella le dijo que ya habían sucedido demasiadas cosas, y que esa gente tenía una capacidad extraordinaria de crear problemas. François le respondió que por eso estaba allí, a trescientos kilómetros de París, lejos de cualquier peligro y protegida por sus mejores y más leales hombres.
Y ahora los mejores y más leales hombres estaban tendidos en el camino y la mujer que los había matado estaba a punto de entrar en la casa.
Avril Rocard llegó hasta el borde del camino, cruzó el césped y llegó hasta el porche. Hasta ahora, la inteligencia de la Organización no había fallado. Eran tres los hombres que vigilaban la casa. Le habían advertido que era posible que hubiera un cuarto agente esperando dentro. También era posible que el segundo agente hubiera pedido refuerzos al hablar por radio antes de que lo matara. Suponiendo que eso hubiera sido así, tenía que deshacerse rápidamente del cuarto agente. Introdujo un cargador en la Beretta, se acercó a la puerta de entrada y la empujó suavemente. La puerta de roble cedió en parte. Dentro no se escuchaba nada. El único sonido estaba a su espalda, porque los pájaros habían comenzado a cantar nuevamente después del brusco silencio de los primeros disparos.
—Vera —llamó en voz alta—. Me llamo Avril Rocard. Soy oficial de policía. Los teléfonos no funcionan. François Christian me ha enviado a buscarte. Los hombres que te protegían eran criminales infiltrados en el servicio secreto.
Silencio.
— ¿Hay alguien contigo, Vera? ¿No puedes hablar?
Lentamente, Avril empujó la puerta hasta dejar una abertura para entrar. A su izquierda había un banquillo largo con una pared desnuda detrás. Frente a ella, más allá del marco de la puerta, estaba el salón. Luego, el pasillo quedaba en la sombra y se perdían los contornos.
— ¿Vera? —repitió.
No hubo respuesta.
Vera estaba sola a la entrada del pasillo. Pensó en salir por la puerta trasera pero se dio cuenta de que daba a una gran extensión de césped que terminaba ante una laguna. Si salía, era un blanco perfecto.
—Vera —se volvió a oír a Avril, y Vera sintió las planchas de madera crujiendo bajo sus pies.
—No temas, Vera. He venido a ayudarte. Si alguien te tiene atrapada, no te muevas, no te resistas. Quédate donde estás. Yo iré hacia ti.
Vera respiró profundamente y aguantó la respiración. Había una ventana pequeña a su derecha y miró hacia fuera esperando que alguien apareciera por el camino. El relevo de los agentes, el cartero, cualquiera.
—Vera. —La voz se había acercado. Venía en dirección a ella. Vera miró el suelo. Ella era médico y la habían entrenado para salvar vidas humanas, no para acabar con ellas. Pero no moriría allí si podía hacer algo para impedirlo. Entre las manos asía una larga cuerda arrancada de cortinas de color azul oscuro de la habitación.
—Si estás sola y te escondes, por favor sal, Vera. François espera que estés a salvo.
Vera aguzó el oído. La voz se alejaba. Podía haber entrado en el salón. Respiró más calmada. En ese momento, la pequeña ventana a su derecha estalló hecha añicos.
¡Avril estaba allí, justo a su lado! Se oyó un disparo y volaron astillas de madera por todos lados, incrustándosele a Vera en el cuello y el rostro. Luego apareció la mano de Avril por el marco de la ventana con la pistola buscando el disparo final. En un gesto ciego y desesperado, Vera se lanzó hacia delante y cogió con la cuerda mano y pistola y al mismo tiempo apretó y tiró de ella con toda su fuerza. Cogida por sorpresa, Avril fue arrancada de su sitio y se estrelló de cabeza contra los cristales rotos. Se produjo un golpe sordo cuando la Beretta cayó a los pies de Vera.
Con el rostro cortado y sangrando entre los vidrios, Avril luchó violentamente para librarse. Pero su forcejeo no hizo más que acrecentar la fuerza de Vera. Tirando de la cuerda hasta que todo el brazo de Avril estuvo dentro y el resto del cuerpo contra la parte exterior de la casa, empujó con toda su fuerza hacia atrás con las dos manos. Se produjo un crujido seco, Avril dejó escapar un grito y el hombro cedió, dislocado. Vera soltó la cuerda y Avril se deslizó lentamente hacia fuera lanzando un grito de agonía.
— ¿Quién eres? —preguntó Vera cuando se acercó a ella por la parte de afuera. Sostenía la Beretta de Avril en la mano, apuntándola directamente al cuerpo vestido de negro y de largas piernas dobladas en el suelo—. Contesta, ¿quién eres? ¿Para quién trabajas?
Avril no dijo nada. Con suma precaución, Vera dio un paso adelante. La mujer tendida en el suelo era una profesional. En los últimos cinco minutos la había visto liquidar a tres hombres y luego había intentado lo mismo con ella.
—Pon tu mano sana donde pueda verla y date la vuelta para que te pueda ver las dos manos —ordenó Vera.
Avril no se movió. Y entonces Vera vio que un hilillo de sangre fluía hacia donde el hombro y el pecho de Avril tocaban el suelo. Se acercó y le dio una patada al pie. Avril no se movió.
Temblando, Vera se aproximó aún más, la pistola lista para disparar. Se inclinó lentamente, la cogió por el hombro y la giró sobre la espalda. La sangre le corría desde debajo del mentón hasta la blusa. Tenía la mano izquierda cerrada. Vera se agachó y la abrió. Al hacerlo dejó escapar un grito y se apartó. Avril empuñaba una navaja solitaria. En el tiempo que Vera había tardado en coger la pistola y salir de la casa, Avril Rocard se había cortado la yugular.
Capítulo 91
Berlín, 11.00
Una camarera rubia vestida con el traje típico bávaro sonrió a Osborn, dejó una jarra de café caliente en la mesa y se marchó. Habían llegado a Berlín por la Autobahn y se habían dirigido sin tardar a un restaurante en la Waisenstrasse, reputado como uno de los mejores de Berlín. El propietario, Gerd Epplemann, un hombre calvo con un delantal blanco almidonado los condujo directamente a un comedor privado donde los esperaba Diedrich Honig.
Honig tenía pelo oscuro y rizado y una barba entrecana pulcra y rasurada. Era casi tan alto como Remmer, pero su constitución delgada y sus brazos, que le asomaban de las mangas demasiado cortas de la chaqueta, le hacían parecer más alto. Eso, además de su manera de permanecer de pie levemente encorvado con la cabeza colgándole del cuello, le daba un aspecto de réplica alemana de Abraham Lincoln.
—Quiero que consideren detenidamente el riesgo, Herr McVey, Herr Noble —dijo Honig mientras se paseaba dando zancadas por la habitación con la mirada clavada en los hombres a quienes se dirigía—. Erwin Scholl es uno de los personajes más influyentes de todo Occidente. Si se acercan a él, corren el riesgo de meterse en asuntos que van mucho más allá de su trabajo como policías. Y se arriesgan a sufrir una horrible humillación que recaería tanto sobre ustedes como sobre sus respectivas instituciones hasta tal punto que los despedirían o los obligarían a dimitir. Y no terminaría ahí, porque una vez desprovistos de la protección de sus gremios se verán acosados por una horda de abogados que los demandarán por violación de leyes de las que ni siquiera han oído hablar y con métodos que ni se imaginan. Los harán añicos. Encontrarán una manera de quitarles sus casas, sus coches, lo que sea. Si después de que acaben con ustedes, consiguen una pensión de jubilación, es que han tenido suerte. Ése es el poder del hombre que buscan.
Con ese discurso, Honig volvió a sentarse ante la larga mesa y se sirvió una taza del café que había traído la camarera.
El ex superintendente de la policía de Berlín era un hombre cortejado por ricos y poderosos en los círculos más altos del mundo empresarial alemán. Las últimas etapas de la guerra fría no habían acabado con las actividades asesinas del terrorismo internacional. El resultado era que la seguridad personal de los altos ejecutivos europeos y sus familias se había convertido en un asunto a la orden del día. En Berlín era Honig quien se ocupaba de la protección de los poderosos. Si alguien sabía cómo se protegían mutuamente aquellos, sobre todo allí, era el ex jefe de policía Diedrich Honig.
—Con todo respeto, Herr Honig —McVey reaccionó irritado—. Me han amenazado antes y hasta ahora he sobrevivido. Lo mismo se puede decir de los inspectores Noble y Remmer. De modo que olvidemos esa parte y hablemos del motivo por el qué hemos venido. Se trata de asesinatos. Estoy hablando de una serie de asesinatos que comenzó hace treinta años y aún continúa hoy. Uno de ellos ha tenido lugar en Nueva York en las últimas veinticuatro horas. La víctima ha sido un judío bajito que se llamaba Benny Grossman. También era policía y gran amigo mío. —La voz de McVey cobraba un tono pausado de irritación—. Hemos estado trabajando en esto desde hace algún tiempo, pero sólo ayer llegamos a tener una idea del origen. Cuantas más vueltas le damos al asunto, cada vez aparece con más frecuencia el nombre de Erwin Scholl. Asesinato por contrato, Herr Honig. Se trata de un crimen en primer grado que no prescribe prácticamente en ningún país del mundo.
Justo por encima de sus cabezas oyeron risas acompañadas del crujido de las vigas del techo cuando un grupo de personas entró a comer. El aire se llenó de un penetrante olor a sauerkraut.
—Quiero hablar con Scholl —insistió McVey.
Honig vacilaba.
—No sé si será posible, inspector. Usted es americano y en Alemania no goza de ninguna autoridad. A menos que tenga pruebas tangibles de que aquí se ha cometido un crimen...
McVey no hizo caso de sus reticencias.
—Se trata de lo siguiente —dijo—. Se extiende una orden de arresto ejecutada por el inspector Remmer exigiéndole a Scholl que se entregue a la Policía Federal para ser extraditado a Estados Unidos. Se le acusará de sospechoso de haber firmado un contrato de asesinato. Luego se informará al consulado americano.
—Una orden como ésa no significa nada para un hombre como Scholl —dijo Honig pensativo—. Sus abogados son capaces de despachársela a la hora del almuerzo.
—Ya lo sé —contestó McVey—, pero quiero que la extiendan de todos modos.
Honig cruzó las manos sobre la mesa y se encogió de hombros.
—Señores, lo único que puedo prometer es que haré todo lo posible.
McVey se incorporó en su asiento.
—Si no puede hacerlo dígalo ahora y ya encontraré a quien lo haga. Hay que llevarlo a cabo hoy, cueste lo que cueste.
Capítulo 92
Von Holden salió de la suite de Scholl en el Grand Hotel Berlin a las ocho menos diez. A las diez y veinte, su jet privado descendía el tramo final para aterrizar en el aeropuerto de Kloten, en Zúrich.
A las once menos ocho minutos, su limusina cruzaba los límites de Anlegeplatz y a las once, Von Holden llamaba suavemente a la puerta de la habitación de Joanna. Tuvo que calmarla y mimarla y hacer todo lo necesario para devolverla a su estado de ánimo anterior, para que se mostrara colaboradora y pendiente de la suerte de Elton Lybarger. Por eso Von Holden había pedido al llegar que lo esperaran con el cachorro San Bernardo negro y ahora lo había traído consigo.
—Joanna —dijo al no escuchar respuesta—. Soy Pascal. Ya sé que estás molesta. Tenemos que hablar.
— ¡No tengo nada que hablar contigo ni con nadie! —contestó Joanna, indignada al otro lado de la puerta cerrada.
—Por favor...
— ¡No! ¡Maldita sea, vete!
Von Holden se inclinó, cogió el pomo de la puerta y lo giró.
—Ha cerrado con llave —dijo la guardia de seguridad Frieda Vossler con cara de pocos amigos.
Von Holden se volvió para mirarla. Frieda era una mujer fuerte, autoritaria y retraída, tenía la mandíbula cuadrada y aspecto tímido. Le sentaría bien relajarse y sonreír, hacerse más femenina si podía, para que los hombres le dirigiesen una mirada que no fuera sólo de desprecio.
—Te puedes ir —anunció Von Holden.
—Me han ordenado que...
—Te puedes ir —repitió Von Holden con mirada amenazante.
—Sí, Herr Von Holden. —Frieda Vossler se ajustó el walkie talkie al cinturón, le devolvió una mirada aguda y se alejó. Von Holden la siguió con la mirada. Si Frieda fuera un hombre y estuviera en la Spetsnaz, la habría matado sólo por haberlo mirado de ese modo. El cachorro gimió y se retorció en sus brazos y Von Holden se volvió hacia la puerta.
—Joanna, tengo un regalo para ti —dijo con su voz arrulladora—. Bueno, en realidad es para Henry.
— ¿Qué pasa con Henry? —respondió Joanna, y la puerta se abrió de golpe. Joanna estaba descalza, vestida con vaqueros y una camiseta. Había abierto, horrorizada de que alguien le hubiera hecho daño a su perro, que permanecía en la perrera de Taos. Y entonces vio al cachorro.
Cinco minutos más tarde, Von Holden estaba besando las lágrimas del rostro de Joanna, que jugaba en el suelo con al cachorro de cinco semanas. Von Holden le explicó que el vídeo que había visto de los desafueros sexuales de Lybarger era fruto de un morboso estudio al que él se había opuesto tajantemente. Pero la junta de accionistas de Lybarger había terminado por imponerse porque insistían en comprobar la capacidad de Lybarger para recuperar el control de su corporación, una multinacional de cincuenta mil millones de dólares. Temiendo que sufriera un segundo infarto, su agencia de seguros quería tener una prueba inequívoca de su fuerza y energía tras un día de trabajo intenso. La agencia de seguros opinaba que las pruebas habituales no constituían una garantía suficiente y le pidió a su representante médico que, con Salettl, diseñara una estrategia.
Salettl, sabiendo que Lybarger no tenía mujer, ni relaciones afectivas, y consciente de que estimaba a Joanna y confiaba en ella, pensó que era la única con la que se podría sentir cómodo. Temiendo que rechazaran la propuesta si llegaban a preguntarles, Salettl ordenó que los drogaran a los dos. El experimento se llevó a cabo, se grabó y los resultados fueron analizados por la junta de accionistas. Aquella única cinta de vídeo se había destruido hacía tiempo. Nadie más había estado presente. Las cámaras eran manejadas por control remoto.
—Joanna, para ellos era una cuestión de negocios y nada más. Intenté oponerme hasta el punto que me dijeron que si persistía tendría que renunciar a la corporación. No podía hacer eso por el bien del señor Lybarger ni por el tuyo. Porque al menos sabía que podía estar cerca y no acabar como una persona ajena. Lo siento... —dijo en un suspiro, y a Joanna se le llenaron los ojos de lágrimas—. Te pido un día más, Joanna, por el señor Lybarger. Sólo el viaje a Berlín, y luego vuelves a casa.
Von Holden se agachó y le frotó el vientre al cachorro que jugueteaba estirado sobre el lomo.
—Si te quieres ir ahora —precisó—, entiendo tu decisión y puedo poner a tu disposición un coche hasta el aeropuerto. Contrataremos a otra terapeuta mañana y haremos todo lo posible por el señor Lybarger. Joanna se quedó mirando a Von Holden sin saber qué hacer. Sentía la indignación y la ira por lo que le habían hecho con total impunidad y también estaba confundida al saber que, como ella, Elton Lybarger había sido víctima de la misma maquinación. Seguía sintiéndose responsable del bienestar físico de su paciente.
Von Holden mantuvo la mano alzada y la bola peluda y negra se incorporó para lamérsela. Le frotó la cabeza y le hizo cosquillas en las orejas con la misma sonrisa cálida y afectuosa que había seducido a Joanna el día que lo había visto por primera vez. Joanna decidió de pronto que lo que le había contado era verdad y que, bajo esas circunstancias, su oferta no era del todo irrazonable.
—Iré contigo a Berlín —decidió, con una sonrisa triste y tímida a la vez.
Von Holden se inclinó y le rozó la frente con los labios, agradeciéndole una vez más su comprensión.
—Joanna, debo volver hoy a Berlín para preparar los últimos detalles. Lo siento, pero no tengo alternativa. Tú vendrás mañana con el señor Lybarger y los demás.
Joanna vaciló y por un momento Von Holden pensó que cambiaría de parecer, pero entonces vio que cedía.
—Y cuando lleguemos allá, ¿te veré?
—Claro que me verás —respondió él con una sonrisa generosa
Joanna sonrió. Por primera vez después de haber visto la cinta, se sintió tranquila. Von Holden volvió a jugar con las orejas del cachorro, se incorporó, le cogió la mano a Joanna y la ayudó a ponerse de pie. Deslizó la mano libre en el bolsillo y sacó un sobre que dejó sobre la mesa a su lado.
—Con esto, la corporación quisiera ayudarte a olvidar los malos ratos y a curar tus heridas. Lamento que no sea nada muy personalizado, pero te irá bien. Te veré en Berlín —murmuró, y salió.
Joanna miró el sobre mientras el cachorro gemía a sus pies. Finalmente, lo cogió y lo abrió. Al ver lo que había en el interior, sintió que se le cortaba la respiración. Era un talón bancario a su nombre con una cifra de medio millón de dólares.
Capítulo 93
Remmer hizo girar el Mercedes por la Hardenbergstrasse hacia el garaje subterráneo de un edificio de hormigón y vidrio en el número 15. Los siguió uno de los coches escolta de la Policía Federal y aparcó en el espacio frente a ellos. Al bajar y caminar con los otros hacia el ascensor, Osborn observó a los agentes. Eran más jóvenes de lo que habría esperado y no tendrían ni treinta años. Se sorprendió pensando que toda una generación de personajes más jóvenes que él surgían ahora como profesionales. No era que aquello lo hiciera sentirse viejo sino que establecía cierto desequilibrio. Los policías siempre habían sido mayores que él, así como él siempre se había encontrado entre los jóvenes que ascendían -cuando los otros chavales aún iban al instituto. Pero ahora esos chicos ya no estaban en el instituto. No supo por qué pensaba eso en ese momento, aunque tal vez intentaba no pensar hacia dónde se dirigían y qué sucedería cuando llegaran a su destino.
Permanecieron en el comedor privado del restaurante durante más de dos horas comiendo y tomando café. Esperando. Luego Honig les comunicó que el juez Otto Gravenitz los esperaba en su despacho a las tres.
Durante el trayecto, McVey instruyó a Osborn acerca de lo que tenía que decir en su declaración. Lo único importante eran las palabras de Merriman justo antes de morir y Osborn debía hablar sólo de lo esencial del asunto. En otras palabras, no tenía que mencionar para nada al detective privado Jean Packard. Ni mencionar las jeringas ni el fármaco que le había administrado a Merriman. McVey quería encontrar una forma de mitigar el miedo de Osborn, no confesado pero muy latente. El médico iba a encontrarse en una situación donde podría verse obligado a incriminarse en una acusación de intento de asesinato.
El gesto de McVey con Osborn intentaba ser una demostración de generosidad y era de esperar que lo apreciara. Osborn lo apreciaba, pero sabía que el asunto tenía su doble filo. A McVey no le preocupaba que Osborn se viera implicado en un lío. No quería complicaciones que hicieran peligrar sus planes para conseguir una orden de arresto contra Scholl. Eso significaba que la audiencia debía ser sencilla y apuntar únicamente a Scholl, tanto ante el juez como ante Honig cuya opinión tenía un peso evidente. Si Osborn iba demasiado lejos en sus declaraciones, el asunto cambiaría de cariz y en lugar de proyectarse sobre Scholl se cerniría sobre Osborn y la causa principal se vería seriamente dañada.
— ¿Qué piensas? —Le preguntó McVey a Remmer cuando se cerraron las puertas del ascensor—. ¿Saben que estamos aquí?
Remmer se encogió de hombros.
—Lo único que te puedo decir es que no nos siguieron desde el avión hasta Berlín. Ni del restaurante hasta aquí. Pero quién sabe, hay ojos que no vemos.
Creo que es más seguro suponer que lo saben, ¿no te parece?
Noble miró a McVey. Remmer tenía razón. Era preferible estar alerta. Aunque la Organización no supiera que estaban allí, tenían que contar con que lo sabrían pronto. Ya habían constatado de sobras cómo funcionaban.
El ascensor se detuvo en el sexto piso y salieron a una sala de recepción. Los condujeron a un despacho privado y les pidieron que esperaran.
— ¿Conoces a ese juez Gravenitz? ¿Así se llama? —preguntó McVey, lanzando una mirada a su alrededor. La sala tenía el aire inconfundible de los despachos de la administración pública. La mesa de acero podría pertenecer al mobiliario de cualquier edificio público de Los Ángeles. Lo mismo se podía decir de la estantería barata y de las manchas en la pared.
Remmer asintió con la cabeza.
—No muy bien, pero sí, lo conozco.
— ¿Y qué podemos esperar?
—Depende de lo que le haya dicho Honig. Al parecer fue suficiente para que aceptara darnos una cita. Pero no creas que esto está tirado porque Honig nos haya conseguido una entrevista con Gravenitz. Al viejo habrá que convencerlo.
McVey se miró el reloj y se sentó en una esquina de la mesa observando a Osborn.
—Me encuentro bien —dijo éste, y se apoyó contra la pared junto a la ventana. McVey no había olvidado la agresión de Osborn contra Merriman y no la olvidaría en el futuro. Tampoco quería pensar en eso, al menos ahora. De todos modos era un tema pendiente y Osborn sabía que en algún momento daría lugar a una discusión.
Se abrió la puerta y entró Diedrich Honig. Lo sentía, dijo, pero el juez Gravenitz se había retrasado y se reuniría con ellos dentro de un momento. Luego miró a Noble y le dijo que habían recibido una llamada pidiendo que se pusiera en contacto con Londres inmediatamente.
—Perdonen un momento —dijo Noble. Se acercó a la mesa y descolgó el teléfono. Al cabo de treinta segundos se comunicaba con su despacho. Veinte segundos después le transfirieron la llamada al superintendente de Homicidios de la policía de Londres.
— ¡Dios mío, no puede ser! —balbuceó—. ¿Cómo ha podido ser? Tenía vigilancia todo el día.
—Lebrun —dijo McVey por lo bajo.
— ¿Y dónde diablos está ahora? —preguntó Noble irritado—. Hay que encontrarlo y cuando lo cojan, que lo encierren y lo aíslen. Cuando tengáis información poneros en contacto con la oficina del inspector Remmer en Bad Godesburg. —Noble colgó, miró a McVey y procedió a contarle los detalles del asesinato de Lebrun y que Cadoux había desaparecido en medio de la confusión tras haber disparado al ordenanza.
—No hace falta preguntar si el ordenanza ha muerto —aseveró McVey con los dientes apretados.
—No, no hace falta.
McVey se mesó los cabellos y empezó a dar zancadas por la sala. Al volverse miró directo a Honig.
— ¿Alguna vez ha perdido a uno de sus compañeros en el frente de batalla, Herr Honig?
—Uno no se mete en este oficio sin que eso suceda alguna vez —dijo Honig con voz queda.
—Entonces, ¿cuánto tendremos que esperar al juez Gravenitz? —inquirió McVey. Lo suyo no era una pregunta, era una exigencia.
Capítulo 94
Eminente, de estatura pequeña, rostro enrojecido y un mechón de pelo blanco plateado, el juez de distrito Otto Gravenitz hizo un gesto hacia un conjunto de sillas de teca de Burma y les pidió en alemán que se sentaran. Permaneció de pie hasta que ellos se sentaron, cruzó por delante y se sentó ante una enorme mesa rococó. Las suelas de los zapatos apenas alcanzaban a tocar la alfombra persa del suelo. En contraste con el estilo espartano del resto del edificio, el despacho de Gravenitz era un despliegue de exquisito gusto, un oasis de antigüedades y objetos finos. También era un escenario bien calculado donde se palpaba el poder y el cargo que el juez ocupaba.
Honig se volvió a los policías y les explicó en inglés que, debido a la importancia de Scholl y dada la gravedad de los cargos que se le imputaban, el juez Gravenitz había decidido llevar a cabo la entrevista personalmente sin la presencia de un fiscal del Estado.
—De acuerdo —dijo McVey—. Entonces, empecemos.
Gravenitz se inclinó en su silla, puso en marcha una grabadora y dio comienzo a la sesión. Eran las tres y veinticinco.
En una breve declaración introductoria traducida al alemán por Remmer, McVey explicó quién era Osborn, cómo había descubierto al asesino de su padre en un café de París y cómo, debido a la ausencia de policías y temiendo perderlo de vista, lo había seguido hasta un parque junto al Sena. Una vez allí tuvo la presencia de ánimo para acercarse a interrogarlo. Sin embargo, al cabo de unos minutos Merriman fue abatido por un asesino que según creían trabajaba para Erwin Scholl.
Al terminar, McVey miró detenidamente a Osborn, le cedió la palabra y se sentó. Osborn prestó juramento ante Gravenitz, traducido por Remmer, y comenzó su declaración. Confirmó lo que McVey había dicho y luego sencillamente procedió a contar la verdad.
Reclinado en su asiento, Gravenitz miraba a Osborn al tiempo que escuchaba la traducción. Cuando Osborn terminó, el juez miró a Honig y luego otra vez a Osborn.
— ¿Está seguro de que Merriman era el asesino de su padre? ¿Seguro, después de casi treinta años?
—Sí, señor —dijo Osborn.
—Debe de haberlo odiado mucho.
McVey le lanzó a Osborn una mirada de advertencia. Ten cuidado. Te está sondeando.
—A usted le pasaría lo mismo —dijo Osborn inmutable.
— ¿Sabe por qué Erwin Scholl quería matar a su padre?
—No, señor —respondió él tranquilo, y McVey lanzó un leve suspiro de alivio. Osborn lo estaba haciendo bien—. Tenga en cuenta que yo era un niño entonces. Pero le vi la cara al hombre y ya no la olvidé. No volví a verla hasta aquella tarde en París. No sé qué más puedo contarle.
Gravenitz esperó y luego miró a McVey.
— ¿Está usted seguro más allá de toda duda que el Erwin Scholl que se encuentra actualmente en Berlín es el mismo que contrató a Albert Merriman?
McVey se incorporó.
—Sí, señor.
— ¿Por qué cree que el individuo que mató a Herr Merriman fue contratado también por Scholl?
—Porque los hombres de Scholl habían intentado matarlo antes y porque hacía muchos años que Merriman vivía oculto con una identidad falsa. Finalmente dieron con él.
— ¿Está usted seguro más allá de toda duda que Scholl era el artífice de todo esto?
Era el tipo de preguntas que McVey había intentado evitar pero Gravenitz, como todos los jueces respetables, tenía un sexto sentido, el mismo que suelen tener los padres y que tenía implícita la misma amenaza: «Si mientes, eres hombre muerto.»
— ¿Que si lo puedo demostrar? No, señor. Aún no puedo demostrarlo.
—Ya veo... —dijo Gravenitz.
Scholl era una figura de talla internacional, poderoso e importante, y Gravenitz dudaba. Un juez en su sano juicio no firmaría una orden de arresto contra Scholl con más facilidad que contra el propio canciller de la República y McVey lo sabía. La verdad es que la declaración de Osborn, aunque sólida, no era más que un testimonio de oídas y nada más. Había que hacer algo y convencer a Gravenitz para que tomara la decisión o tendrían que ir a por Scholl sin orden de arresto y McVey no quería que sucediera eso. Remmer pensaba igual porque se levantó repentinamente y empujó la silla hacia atrás.
—Su señoría —dijo en alemán—, si bien lo entiendo, la razón por la que usted aceptó recibirnos tan rápido es porque han asesinado a los dos policías que trabajaban en el caso. Uno podría ser una coincidencia, pero dos...
—Sí, eso ha sido un factor de mucho peso —admitió Gravenitz.
—Entonces sabrá que uno era un policía de Nueva York y que lo mataron en su propia casa. El segundo, un miembro muy respetado de la policía de París, fue gravemente herido en la estación principal de Lyón. Lo trasladaron a Londres, lo registraron en un hospital con nombre falso y le pusieron una guardia de veinticuatro horas al día. —Remmer hizo una pausa—. Hace pocas horas lo han matado en esa misma habitación del hospital.
—Lo siento —dijo Gravenitz con semblante grave.
Remmer aceptó sus condolencias y prosiguió.
—Tenemos sobrados motivos para creer que el hombre trabajaba para la organización de Scholl. Tenemos que interrogar a Herr Scholl personalmente, su señoría, y no hablar con sus abogados. Sin una orden, eso será imposible.
Gravenitz juntó las palmas de las manos y se reclinó en el asiento. Miró a McVey, que no le quitaba el ojo de encima, esperando su decisión. Con un rostro inexpresivo se inclinó sobre la mesa y escribió una nota en un bloc. Luego se pasó la mano por el pelo canoso y miró a Honig, pero su mirada topó con la de Remmer.
—Okay —dijo en inglés—. Okay.
Capítulo 95
McVey esperó junto a Noble y Osborn hasta que Gravenitz firmó la Haftbefehl, la orden de arresto contra Erwin Scholl, y se la entregó a Remmer. Luego le agradeció a Gravenitz, se estrecharon las manos con Honig y los cuatro salieron del despacho del juez y bajaron hasta el garaje en su ascensor personal.
Caminaban sobre un tejado de vidrio y todos, incluso Osborn, lo sabían. Para todos los efectos, la orden que McVey guardaba en su bolsillo, como Honig había sugerido, era prácticamente inútil. Se presentaría ante Scholl y le notificaría: «Buenas tardes, señor. Somos de la policía y tenemos una orden de arresto contra usted y éstos son los motivos.» A Scholl se lo podían llevar a la comisaría como a un ciudadano cualquiera, pero al cabo de una hora llegaría una caterva de abogados que se ocuparía de todo y al final saldría sin haber pronunciado ni una palabra.
Durante las semanas siguientes, Scholl y otras personalidades sumamente importantes prestarían declaración actuando como garantes de la persona de Scholl y jurando su inocencia, negando que jamás hubiera conocido o hubiera tenido negocios o razones para conocer al padre de Osborn o a cualquiera de los fallecidos.
Negarían igualmente que Scholl hubiera oído siquiera el nombre de Albert Merriman y mucho menos que tuviera tratos con él y demostrarían que en aquellas fechas Scholl no se encontraba en su propiedad de Long Island sino en otra parte.
Declararían que Scholl jamás había oído el nombre de un antiguo agente de la Stasi llamado Bernhard Oven y mucho menos haber tenido tratos con él y afirmarían que el día del asesinato de Merriman, se encontraba en Estados Unidos y no en París. Aquellas declaraciones prestadas bajo juramento, avaladas por la importancia de sus autores, garantizarían la absoluta inocencia de Scholl. Si a eso se añadía el hecho de que no había pruebas tangibles, los cargos serían retirados de inmediato.
Y luego, tal vez un año después o quizá más, cuando el nombre y la persona de Scholl se distanciaran del episodio, que quedaría sepultado en el olvido, vendría la retribución fría y certera de la que les había advertido Honig. Como una descarga de gas letal retardada, McVey, Noble, Remmer y Osborn verían cómo sus carreras y luego sus vidas quedaban reducidas a la nada. Amigos, compañeros de trabajo y gente de la que jamás habían oído hablar se presentarían acusándolos de robo, corrupción, depravación sexual, abuso de poder y cosas peores. Sus familias serían objeto de ridículo y sus nombres, antaño respetados, aparecerían en los titulares de los medios de comunicación hasta destrozarlos. Comparado con ellos, Humpty Dumpty sería un verdadero monumento de granito, esculpido de una sola pieza para la eternidad junto a los grandes supervivientes del monte Rushmore.1
Con un chillido de neumáticos, Remmer salió del garaje a la Hardenbergstrasse escoltado por detrás por el coche de la Policía Federal.
Cinco minutos más tarde entró en un garaje frente al edificio de Europa Center, una estructura de veintidós pisos de acero y vidrio.
—Auf Wiedersehen. Danke —dijo por el micrófono de la radio.
—Auf bald. Hasta pronto —le respondieron, y el coche escolta se perdió en el tráfico.
—Supongo que estamos seguros —dijo Noble cuando Remmer aparcó en un sitio lejos de la entrada.
—Claro que estamos seguros —dijo Remmer.
Bajó del coche, sacó una metralleta de debajo de su asiento y la guardó bajo llave en el portamaletas. Luego encendió un cigarrillo y los condujo por una rampa a través de una puerta de servicio y por un pasillo recubierto de cables eléctricos y tuberías que pasaban justo por debajo de la calle y alimentaban el complejo del Europa Center en uno de los extremos.
— ¿Sabemos dónde está Scholl? —preguntó McVey, y el largo pasillo transportó su eco.
—En el Grand Hotel Berlin. En la Friedrichstrasse, frente al parque de Tiergarten. Desde aquí queda lejos para un señor mayor como tú —dijo Remmer sonriéndole a McVey, y luego abrió una puerta de emergencia al final del pasillo. Apagó el pitillo en un cenicero, se detuvo frente a un ascensor de servicio y pulsó el botón. Las puertas se abrieron casi inmediatamente y entraron. Remmer pulsó el botón de la sexta planta, se cerraron las puertas y subieron. De repente, Osborn se percató de que Remmer había llevado una pistola en la mano durante todo el trayecto.
Observando a los tres hombres bajo la luz pálida del ascensor, Osborn se sentía totalmente fuera de lugar, algo así como el quinto jugador en una partida de bridge o el padrino de bodas de una ex mujer. Estos tipos eran policías veteranos, profesionales cuyas vidas se entretejían en aquel mundo como los músculos en los huesos. La orden que McVey llevaba en el bolsillo estaba firmada por uno de los jueces de mayor prestigio en Alemania y el hombre con quien se enfrentarían era una figura de talla mundial capaz de oponerles su propio ejército. McVey le había dicho a Osborn que los acompañaría a Berlín sólo porque querían que prestara declaración y eso es lo que había hecho. Ahora ya no lo necesitaban para nada. ¿Cómo podía ser tan ingenuo para pensar que McVey respetaría su promesa de llevarlo consigo cuando se enfrentara a Scholl? De pronto sintió un nudo en el vientre. A McVey le importaba un bledo la guerra privada de Osborn. El sólo tenía un programa que respetar, el suyo propio.
— ¿Qué pasa? —le preguntó McVey percatándose de que Osborn lo estaba mirando fijamente.
—Estaba pensando —contestó Osborn con tono calmado.
—No exagere la nota —dijo McVey, y no sonrió.
Disminuyó la marcha del ascensor y se detuvieron. Se abrieron las puertas y Remmer fue el primero en salir. Asintió, hizo una seña y los condujo por un pasillo enmoquetado. Estaban en el interior de un hotel. El Hotel Palace, observó Osborn en un folleto sobre una mesa al pasar.
Remmer se detuvo y llamó a la puerta de la habitación 6132. Se abrió la puerta y un agente musculoso y de aspecto recio los hizo pasar a una suite con dos amplias habitaciones conectadas por un angosto pasillo. Las ventanas de ambas habitaciones estaban orientadas hacia el parque de Tiergarten y la ventana de la primera habitación estaba situada en ángulo en relación a lo que parecía ser un ala de construcción más reciente.
Remmer enfundó la pistola en el interior de la chaqueta y se volvió para hablar con el agente que les había abierto la puerta. McVey salió al pasillo, fue a mirar la segunda habitación y volvió. A Noble no le gustaba mucho la idea de estar situados cerca de un ala del edificio, aunque fuera en ángulo, desde cuyas habitaciones los pudieran vigilar. McVey estaba de acuerdo.
El agente musculoso levantó las manos y les explicó con acento muy marcado que habían tenido suerte de encontrar esa habitación. Berlín estaba ocupada por todo tipo de ferias comerciales y convenciones. Ni siquiera la Policía Federal tenía suficiente influencia cuando los hoteles habían reservado plazas en exceso con tres meses de antelación.
—Manfred, en ese caso, es un placer estar aquí —dijo McVey. Remmer asintió, le comunicó algo a su agente en alemán y éste se marchó. Remmer echó llave a la puerta.
—Tú y yo compartiremos esta habitación —informó McVey a Remmer—. Noble y Osborn pueden dormir en la otra. —Se acercó a la ventana, palpó la delgada tela de las cortinas y miró hacia el tráfico del Kurfürstendamm—. ¿Han revisado los teléfonos? —preguntó, y luego su mirada se perdió en la espesura de Tiergarten al otro lado de la calle.
—Tenemos dos líneas —dijo Remmer, y encendió un cigarrillo, se sacó la cazadora de cuero y dejó al descubierto un torso corpulento y una cartuchera de cuero sobre el hombro al viejo estilo. Llevaba enfundada una pistola automática de abultado tamaño, observó Osborn.
McVey también se sacó la chaqueta y miró a Noble.
— ¿Podría averiguar qué ha sucedido con lo de Lebrun? Pregunte si han descubierto quién era el asesino y cómo entró. Y qué pasa con Cadoux. Si alguien sabe adónde ha ido, dónde está ahora. Tenemos que saber si estaba allí por casualidad o deliberadamente. —McVey colgó la chaqueta y miró a Osborn—. Está usted en su casa. Estaremos aquí un buen tiempo. —Luego entró en el cuarto de baño y se lavó la cara y las manos. Al salir, mientras se secaba las manos con una toalla, se dirigió a Remmer.
—El asunto de Charlottenburg mañana por la noche. Averigüemos de qué se trata y quiénes son los invitados. Supongo que tu gente en Bad Godesburg puede hacernos ese favor.
Osborn los dejó en el salón, fue al segundo dormitorio y miró a su alrededor. Intentaba desesperadamente controlar la paranoia que crecía en su interior. Había un par de camas con edredones de- color verde oliva y azul. Una mesilla de noche entre las camas. Dos pequeñas cómodas. Un televisor. Una ventana que miraba al parque. Baño individual. Sabía que la cabeza de McVey había empezado a trabajar como un mariscal de campo con un discreto as oculto en la manga mientras dirigía las maniobras de una pequeña unidad de combate contra las huestes de un rey, buscando todos los medios posibles para sacar partido de la situación. Osborn no era considerado para nada en esas maquinaciones. McVey le había asignado la misma habitación con Noble para no encontrarse en una situación delicada donde, a solas, tuviera que contestar a sus preguntas. Porque entonces McVey tendría que explicarle a Osborn por qué no podía acompañarlos cuando fueran a por Scholl. Era una estrategia acertada. Lo dejarían solo. Se lo dirían en último momento. Saldrían por la puerta y McVey diría, «lo siento, es asunto de la policía». Y luego lo dejaría bajo la vigilancia de los policías alemanes apostados fuera en el pasillo.
Capítulo 96
Cena privada. Traje de etiqueta. Cien comensales con invitación personal.
Remmer se había arremangado la camisa y estaba sentado ante una mesa pequeña con una taza de café en una mano y un cigarrillo en la otra. Durante la última hora había tenido lugar un intercambio de una media docena de llamadas entre Remmer y sus agentes en el cuartel general de la división de Inteligencia de la Bundeskriminalamt —la BKA— en Bad Godesburg. El objetivo consistía en diseñar un perfil del acontecimiento que tendría lugar en el palacio de Charlottenburg.
Osborn estaba en la habitación con ellos, en mangas de camisa, mirando a McVey, que se paseaba de un lado a otro en calcetines. Había decidido que lo mejor sería utilizar a McVey de la misma manera que McVey lo utilizaba a él. Tranquilamente, sin aspavientos. Buscaría un medio para aprovecharse de la situación sin que la policía adivinara sus planes. Se había enterado de que el Hotel Palace era parte del Europa Center, un gigantesco centro comercial en el corazón de Berlín, con tiendas y salas de juego. Situado directamente al otro lado de la calle, el Tiergarten era algo como el Central Park de Nueva York, enorme y lleno de caminos y senderos que se entrecruzaban. Por lo que Osborn había deducido de las conversaciones de los propios policías y de una serie de llamadas telefónicas, además de los agentes de paisano de la BKA en el pasillo, había otros dos abajo vigilando la recepción, dos más en el tejado y, en las inmediaciones, unos cuantos agentes en coches en estado de alerta. Había identificado a los clientes que ocupaban el ala nueva del frente desde donde se veía su habitación. Cuatro de ellas estaban ocupadas por turistas japoneses de Osaka y las otras dos por hombres de negocios invitados a una feria comercial. Uno de ellos era de Munich y el otro de Disneyworld, en Orlando. Todos eran quienes decían ser. Eso significaba que McVey y los suyos estaban en condiciones seguras, aunque la Organización hubiera descubierto dónde se encontraban y decidiera actuar. También significaba que Osborn no tenía ninguna posibilidad de llevar a cabo iniciativas que no estuvieran contempladas en los planes de McVey.
—Hay una empresa suiza, el Grupo Berghaus, que patrocina la recepción —dijo Remmer leyendo las notas que había garabateado en un bloc de hojas amarillas. A su izquierda, Noble hablaba animadamente por teléfono con un bloc de notas similar junto al codo.
—La recepción es una fiesta de bienvenida para un tal... —Remmer volvió a mirar sus notas— Elton Lybarger. Se trata de un empresario de Zúrich que sufrió un infarto hace dos años en San Francisco y que ahora está totalmente recuperado.
— ¿Quién diablos es Elton Lybarger? —preguntó McVey.
Remmer se encogió de hombros.
—No había oído hablar de él. Ni tampoco de ese Grupo Berghaus. La división de Inteligencia se ha encargado de ello y nos entregará una lista de los invitados.
Noble colgó y se volvió hacia sus compañeros.
—Cadoux ha mandado un mensaje en clave a mi oficina diciendo que huyó del hospital porque tenía miedo que los policías de guardia dejaran entrar al asesino de Lebrun. Pensó que pertenecían a la Organización y que también lo liquidarían a él. Dijo que se pondría en contacto no bien tuviera la oportunidad.
— ¿Cuándo lo envió y desde dónde? —preguntó McVey.
—Llegó hace poco más de una hora. Lo envió por fax desde el aeropuerto de Gatwick.
Retrasado por la niebla, el jet de Von Holden aterrizó en el aeropuerto de Templehof a las siete menos veinticinco de la mañana, tres horas más tarde de lo esperado. A las siete y media bajó del taxi en Spandauerdamm y cruzó la calle hacia el palacio de Charlottenburg, a oscuras y cerrado durante la noche. Estuvo tentado de dar la vuelta y entrar por una puerta lateral para verificar personalmente los últimos detalles del dispositivo de seguridad. Sin embargo, Viktor Shevchenko ya se había ocupado de ello dos veces durante el día y se lo había confirmado a su regreso. A Viktor Shevchenko, Von Holden le habría confiado su propia vida.
Se quedó mirando entre los barrotes de la verja imaginando lo que sucedería en menos de veinticuatro horas. Podía verlo y oírlo todo. Y al pensar que se encontraban en vísperas del acontecimiento, sintió una emoción rayana en las lágrimas. Finalmente dejó de pensar en ello y empezó a caminar.
A las cinco de la tarde, la sección de Berlín había informado que McVey, Osborn y los demás ya estaban en la ciudad y que habían establecido su centro de operaciones en el Hotel Palace, donde se encontraban bajo la protección de la Policía Federal. Era tal como lo había previsto Scholl, que sin duda también tenía razón al decir que habían venido a Berlín a buscarlo a él. No buscaban a Lybarger ni venían a ocuparse de la ceremonia en Charlottenburg.
«Encuéntralos y vigílalos —había dicho Scholl—. En algún momento intentarán ponerse en contacto para acordar una hora y un lugar para reunirse. Esa será nuestra oportunidad para aislarlos. Luego, tú y Viktor haréis lo que corresponda.»
«Sí —pensaba Von Holden mientras caminaba—, haremos lo que corresponda. Con rapidez y eficiencia.»
Sin embargo, había algo que no dejaba de inquietarlo. Sabía que Scholl los menospreciaba, sobre todo a McVey. Eran listos y tenían experiencia, además de mucha suerte. No era una buena combinación y significaba que su plan tenía que ser de una eficacia excepcional, un plan donde esa experiencia y suerte intervinieran lo menos posible. Prefería tomar la iniciativa y actuar con rapidez, antes de que ellos pudieran idear su propio plan. Pero en un hotel que formaba parte de un complejo de las dimensiones del Europa Center, era prácticamente imposible liquidar a cuatro hombres, al menos tres de los cuales iban armados y protegidos por la policía. Aquello exigía una operación al descubierto, demasiado sangrienta y aparatosa, y el éxito no estaría garantizado. Además, si algo iba mal y cogían a uno de los suyos, toda la Organización se vería amenazada en el momento menos indicado.
Así, a menos que cometieran un error impensable y que por algún motivo quedaran al descubierto, Von Holden respetaría las órdenes de Scholl y esperaría que ellos dieran el primer paso. A Von Holden la experiencia le decía que, si él dirigía personalmente la operación, no cabía dudar de que su estrategia funcionara. También sabía que aprovechaba mejor su energía en la logística de un plan de trabajo que en preocuparse de sus adversarios. Sin embargo, la presencia de McVey y los suyos no dejaba de inquietarlo, hasta tal punto que pensó en pedirle a Scholl que aplazara la celebración de Charlottenburg hasta que los hubieran liquidado. Pero eso era inconcebible y Scholl había dicho que no desde el principio.
Dobló en una esquina, caminó media manzana y subió las escaleras de un edificio de apartamentos en el número 37 de Sophie Charlottenburgstrasse. Tocó el timbre.
— ¿Ja? —preguntó una voz por el interfono.
—Von Holden —dijo él. Se oyó el zumbido de la cerradura electrónica y Von Holden subió hasta el gran apartamento de la segunda planta donde se había montado el centro de seguridad para la recepción de Lybarger. Un guardia uniformado le abrió la puerta y Von Holden entró por un pasillo junto a las mesas donde aún trabajaban las secretarias.
—Guten Abend. Buenas noches —dijo en voz baja, y abrió la puerta de una habitación pequeña habilitada como despacho. El problema, barruntó siguiendo su hilo de pensamiento, era que cuanto más se quedaran en el hotel sin establecer contacto con Scholl, más tiempo tendrían ellos para idear su propio plan y menos él para armar su estrategia. Pero Von Holden ya había comenzado a sacarle partido a la situación. El tiempo corría en ambos sentidos y mientras los policías permanecieran en el hotel, tendría tiempo para organizar a sus hombres y descubrir lo que sabían y qué tramaban.
Capítulo 97
Gustav Dortmund, Hans Dabritz, Rudolf Kaes, Hilmar Granel... —leyó Remmer y dejó la hoja del fax. Miró hacia McVey, sentado enfrente, que sostenía una copia de la lista de invitados a Charlottenburg, de cinco páginas—. Herr Lybarger tiene amigos muy adinerados e influyentes.
—Y algunos no tan adinerados pero igualmente influyentes —dijo Noble estudiando su propia lista—. Gertrude Biermann, Mathias Noli, Henryk Steiner.
—Políticamente, desde la extrema izquierda a la extrema derecha. Por lo general sería difícil verlos juntos en una misma habitación —dijo Remmer. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se inclinó sobre la mesa para servirse un vaso de agua mineral.
Apoyado contra la pared, Osborn observaba. No le habían dado una copia de la lista de invitados ni él la había pedido. En las últimas horas, a medida que llegaba la información y los policías se concentraban en su trabajo, lo habían ignorado casi por completo. Como resultado, se sentía aún más ajeno y se intensificaba su presentimiento de que cuando fueran a por Scholl no contarían con él.
—Aunque sea nacionalizado, Scholl parece ser el único americano, ¿no? —preguntó McVey, volviendo a mirar la lista.
—Sí, todos los demás son alemanes —dijo Remmer, y soltó una nube de humo que McVey apartó de un manotazo cuando pasaba junto a él.
—Dime una cosa, Manfred, ¿por qué no lo dejas y ya está, eh? —protestó McVey.
Remmer le lanzó una mirada dura y se disponía a contestar, pero McVey lo interrumpió levantando una mano.
—Ya sé que voy a morir. Pero no quiero que seas tú el responsable.
—Lo siento —dijo Remmer, y apagó el pitillo.
Retazos de conversación cada vez más encrespados, jalonados por largos silencios, acusaban la frustración colectiva. Los tres hombres, visiblemente cansados, seguían empecinados en descifrar lo que estaba sucediendo. Aparte del hecho de que la celebración tendría lugar en Charlottenburg y no en la sala de conferencias de un gran hotel, a primera vista no parecía ser otra cosa que eso, a saber, uno de los miles de acontecimientos celebrados todos los años por agrupaciones en todo el mundo. Pero eso no era más que el aspecto superficial y a ellos les interesaba saber qué había debajo. Entre los tres, sumaban más de cien años de experiencia como policías profesionales y eso les procuraba un singular instinto para descifrar los hechos. Habían venido a Berlín por Erwin Scholl y, según observaban, Erwin Scholl estaba en Berlín por Elton Lybarger. La pregunta era ¿por qué?
El « ¿por qué?» se volvió aún más intrigante cuando uno de ellos cayó en la cuenta de que, de todos los invitados ilustres de la reunión en honor de Elton Lybarger, éste era el menos ilustre y conocido de todos.
Una búsqueda en los archivos de Bad Godesburg había revelado que había nacido Elton Karl Lybarger en Essen, Alemania, en 1933, siendo el hijo único de un albañil de escasos recursos. Después de terminar sus estudios en 1951, había desaparecido en la Alemania de la posguerra. Y luego, algo más de treinta años después, en 1983 había reaparecido como millonario rodeado de sirvientes y residiendo en Anlegeplatz, una mansión que parecía un castillo, a veinte minutos de Zúrich. Además figuraba como propietario de una cantidad considerable de acciones de innumerables empresas de primera línea en Europa occidental. La pregunta era ¿cómo?
Las primeras declaraciones de impuestos desde 1956 hasta 1980 consignaban su profesión como «contable» y las direcciones que figuraban eran complejos de apartamentos en barrios grises de clase baja en Hannover, Dusseldorf, Hamburgo y Berlín y, finalmente, en 1983 en Zúrich. Todos los años, hasta 1983, su declaración había superado apenas la de un salario medio. Luego, en la declaración de ese año, sus ingresos se dispararon. Hacia 1989, el año de su infarto, los ingresos alcanzaron una suma estratosférica, más de cuarenta y siete millones de dólares.
Y no había nada en ninguna parte que lo explicara. Era verdad que la gente triunfaba. A veces de la noche a la mañana. Pero ¿cómo era posible que, después de años de trabajo como contable itinerante, viviendo en condiciones apenas por encima de la pobreza, alguien pudiera aparecer de pronto como dueño de una inmensa fortuna e influencia?
Hasta ahora seguía siendo un misterio. Lybarger no era miembro de ninguna de las juntas de sus empresas, universidades, hospitales o instituciones de beneficencia en Europa. No pertenecía a ningún club privado y no se le conocía filiación política. Ni carné de conducir ni acta de matrimonio, Lybarger ni siquiera tenía una tarjeta de crédito a su nombre. ¿Quién era, entonces? ¿Y por qué razón habrían de venir de todas partes a felicitarlo por su estado de salud cien ciudadanos de los más importantes e influyentes de Alemania?
Remmer suponía fundadamente que durante todos esos años Lybarger había tenido negocios con el mundo de la droga, que había vivido en distintas ciudades amasando una fortuna en dinero efectivo y blanqueándolo en bancos suizos. En 1983 había llegado a acumular lo suficiente para tener una fachada legal.
McVey negaba con la cabeza. Al leer la lista, tanto él como Noble habían reparado en algo que no habían compartido con Remmer. Dos invitados, Gustav Dortmund y Konrad Peiper eran, junto con Scholl, nombres destacados en GDG, Goltz Development Group, el holding que había adquirido Standard Technologies de Perth Amboy, Nueva Jersey, la empresa que en 1966 había empleado a Mary Rizzo York para experimentar con gases a bajas temperaturas. La misma Mary Rizzo York que Merriman había asesinado aquel año, supuestamente contratado por Erwin Scholl.
Era verdad que la adquisición databa de un período en que sólo Scholl y Dortmund estaban asociados a GDG. Konrad Peiper se había integrado en 1978. Pero desde entonces, como presidente y gracias a subterfugios ilegales, había convertido a GDG en uno de los principales exportadores de armamento. Era evidente que, antes y después de Peiper, GDG no había sido nunca una empresa totalmente transparente.
Cuando McVey le preguntó a Remmer qué sabía de Dortmund, el alemán bromeó diciendo que aparte de esa posición irrelevante como presidente del Bundesbank, el Banco Central de Alemania, Dortmund pertenecía a una de las familias más adineradas del país. Al igual que los Rothschild, el nombre de su familia pertenecía a los grandes de la banca desde hacía más de dos siglos.
—De modo que al igual que Scholl —dijo McVey—, está por encima de toda sospecha.
—Se necesitaría un verdadero escándalo para sacarlo de donde está, si a eso te refieres.
— ¿Y qué pasa con Konrad Peiper?
—De él no sé casi nada. Es rico y tiene una mujer extraordinariamente bella con mucho dinero e influencias propias. Aunque lo único que hay que saber de Konrad Peiper es que su tío abuelo paterno, Friedrich, fabricó armamento para medio planeta durante las dos guerras mundiales. Hoy en día, esa compañía es famosa por sus cafeteras eléctricas y sus lavavajillas.
McVey miró a Noble que sacudía la cabeza de un lado a otro. Aquello tenía visos tan turbios como al principio. La celebración de Charlottenburg había congregado a ciertos personajes incluyendo a Scholl, al presidente del Bundesbank, al director de una empresa exportadora de armas y seguía una lista de ciudadanos alemanes identificados como la élite de los más ricos y poderosos, los grandes de la política. En otras circunstancias, muchos de ellos estarían a punto de degollarse mutuamente en términos filosóficos y tal vez hasta físicos. Y sin embargo ahí estaban todos reunidos, congregados en la antigua residencia de emperadores prusianos para celebrar la buena salud de un hombre con una historia insustancial y oscura.
Y luego estaba la historia de Albert Merriman y la saga de horrores que se había desencadenado a partir de él, incluyendo el sabotaje del tren París-Meaux y los asesinatos de Lebrun en Inglaterra, de su hermano en Lyón y de Benny Grossman en Nueva York. Ni cabía mencionar el oscuro pasado nazi de Hugo Klass, el respetable experto en huellas dactilares de Interpol en Lyón y de Rudolf Halder, responsable de Interpol en Viena.
—Al primero que liquidaron fue al padre de Osborn, en abril de 1966, justo después de que diseñara un bisturí muy especial —dijo McVey. Dio unos pasos hasta la ventana y se sentó en el borde—. El último fue Lebrun, esta mañana —dijo, con expresión triste—. Poco después de haber descubierto la conexión de
Hugo Klass con el asesinato de Merriman... Y de cabo a rabo, el único hilo conductor de todos estos acontecimientos, sin lugar a dudas, es...
—Erwin Scholl —dijo Noble completando la frase.
—Y ahora sólo tenemos las mismas preguntas que teníamos al principio. ¿Por qué? ¿Por qué motivo? ¿Qué diablos está sucediendo? —McVey había pasado la mayor parte de su carrera en un círculo de nunca acabar, formulando las mismas preguntas cientos de veces. Eso es lo que se hacía en Homicidios, a menos que uno llegara y encontrara a alguien con una pistola echando humo delante de un cadáver. Y casi siempre el círculo se rompía gracias a un detalle que McVey había pasado por alto, un detalle que de pronto se volvía tan nítido como una enorme roca en el camino con la palabra «clave» pintada en letras rojas.
Pero esta vez era diferente. Éste era un círculo sin fin. Era perfectamente redondo y se mordía la cola. Mientras más información conseguían, más grande se hacía el círculo y de ahí no salían.
—Los cuerpos decapitados —dijo Noble.
McVey levantó los brazos en un gesto desesperado.
— ¡Vale! ¿Por qué no? Trabajemos ese ángulo.
— ¿Qué ángulo? ¿De qué estáis hablando?... —preguntó Remmer, mirando alternativamente a McVey y luego a Noble.
La BKA donde Remmer trabajaba, al igual que los cuerpos de policía de todos los países donde habían aparecido los decapitados, recibía copias de los informes semanales de Interpol. Pero dichos informes no incluían información sobre la congelación a bajas temperaturas ni sobre las especulaciones formuladas en torno a esos experimentos. Así, era natural que Remmer no estuviera enterado y se sintiera perdido. Considerando las actuales circunstancias, parecía el momento más propicio para contárselo.
Capítulo 98
Gerd Lang, un joven atractivo de pelo rizado, diseñaba programas informáticos en una empresa de Munich. Había viajado a Berlín para visitar una exposición de tres días sobre el arte gráfico por ordenador y estaba hospedado en la habitación 7056 del ala nueva «Casino» del Hotel Palace. Tenía treinta y dos años y acababa de sufrir un doloroso divorcio, razón por la cual pareció natural que, cuando aquella atractiva rubia de veinticuatro años y seductora sonrisa se le acercó para conversar en el salón de exposiciones —y le preguntó qué hacía y cómo lo hacía y cómo ella podría adquirir una formación en ese terreno— él la invitara a tomar una copa y tal vez a cenar. Fue una decisión poco afortunada, porque después de varias copas y una cena muy frugal se sintió emocionalmente reconfortado. Después de una larga depresión posdivorcio, Gerd Lang apenas se encontraba en condiciones para enfrentarse a lo que sucedería si ella aceptara su invitación a tomar el trago del estribo en su habitación.
Lo primero que Gerd pensó cuando se sentaron en el sofá y comenzaron las caricias y exploraciones mutuas en la oscuridad, fue que la chica se inclinaba para acariciarle el cuello. Sus dedos se cerraron, la chica sonrió como si bromeara y le preguntó si le gustaba. Cuando él quiso responder, los dedos se habían cerrado en una tenaza mortal. Su reacción inmediata fue incorporarse y sacársela de encima. Pero no pudo, porque la chica era sumamente fuerte y sonreía mientras él forcejeaba, como si fuera una especie de juego. Gerd Lang se contorsionó para librarse de ella y zafarse de sus manos de hierro, pero no lo logró. Su rostro enrojeció poco a poco y luego se volvió púrpura oscuro. Su último pensamiento, demencial, perverso, fue que durante todo ese rato la chica no había dejado de sonreír.
Después, la chica llevó el cuerpo al baño, lo puso en la bañera y corrió la cortina. Volvió al salón y sacó unos prismáticos infrarrojos de su bolso. Con ellos miró hacia la ventana iluminada de la habitación 6132 situada un piso más abajo en el ala de enfrente y en diagonal. Enfocó sobre una cortina translúcida que estaba corrida y, de pie junto a ella, vio a un hombre de pelo canoso. Cambió a visión nocturna y miró hacia el tejado. En la granulosidad verdosa del infrarrojo alcanzó a ver a un hombre apostado casi junto al borde con un fusil automático en bandolera sobre el hombro.
—Policía —dijo, y volvió a mirar a la ventana.
Osborn estaba sentado en el borde de una mesa pequeña escuchando a McVey que le explicaba a Remmer los datos elementales sobre la física criónica y luego le contaba el resto. Habló de lo que parecía constituir un intento de unir una cabeza a otro cuerpo mediante una operación de cirugía atómica realizada a temperaturas próximas al cero absoluto. Ahora que Osborn volvía a escuchar la historia, pensaba que no distaba mucho de la ciencia ficción. Pero que en realidad no lo era, porque alguien ya lo había inventado o al menos intentaba hacerlo. Y Remmer, con un pie posado sobre una silla, con la pistola automática de acero azulado colgando de su cartuchera escuchaba fascinado palabra por palabra el relato de McVey.
De pronto todo pareció desvanecerse cuando a Osborn le asaltó la siniestra idea de que tal vez McVey no iba a ser capaz de medirse con la tarea que se proponía. Que a pesar de su eficiencia, esta vez quizá no había dado en el clavo y que Scholl le ganaría la mano tal como había sugerido Honig. ¿Qué sucedería entonces?
La pregunta no era propiamente una pregunta, porque Osborn sabía la respuesta. Cada centímetro del terreno que había ganado y a pesar de lo cerca que había llegado de su objetivo, no serviría para nada. Con ello se desvanecería hasta la más mínima esperanza que había albergado en su vida. Porque a partir de ese momento, no volvería a estar tan cerca de Erwin Scholl.
—Perdón —dijo de pronto. Se levantó, pasó junto a Remmer, fue a la habitación que compartía con Noble y se quedó allí a oscuras. Escuchaba la sordina de las voces desde la otra habitación. Hablaban como hacía un rato antes. Qué él estuviera o no, no tenía importancia. Mañana sería igual cuando, con la orden de arresto en mano, salieran por esa puerta para ir a ver a Scholl dejándolo a él en la habitación en compañía de un poli de la BKA.
Por algún motivo, de pronto sintió que el cuarto se volvía insoportablemente estrecho, claustrofóbico. Fue al baño, encendió la luz y buscó un vaso. No lo encontró y bebió del grifo ahuecando la mano. Luego se pasó la mano húmeda por la nuca y el cuello y sintió el alivio del frescor. Por el espejo vio que Noble entraba en la habitación, recogía algo de la cómoda y antes de volver donde los otros, se asomaba para echarle un vistazo. Al volverse para cerrar el grifo, Osborn se encontró con su imagen en el espejo. Tenía el rostro pálido y sobre la frente y en el labio superior se le acumulaban pequeñas gotas de sudor. Sostuvo la mano delante de sí y vio que temblaba. De pronto, de pie frente a sí mismo, sintió aquella cosa revolviéndose en su interior y casi al mismo tiempo oyó su propia voz. Era tan nítida que por un instante creyó que había hablado en voz alta.
«Scholl está aquí en Berlín, en un hotel al otro lado del parque.»
Le tembló todo el cuerpo y creyó que se iba a desmayar. Luego la sensación cedió y Osborn se dio cuenta de que tenía una idea inequívoca y fija en la cabeza. No dejaría que McVey le escamoteara esa posibilidad y menos después de todo lo que había hecho. Scholl estaba demasiado cerca. Costara lo que costase, sin importar lo que tuviera que hacer para eludir a los hombres que trabajaban en la otra habitación, no pensaba vivir otras veinticuatro horas sin saber por qué habían asesinado a su padre.
Capítulo 99
La escena de tres hombres conversando en una habitación de hotel podía ser un tema interesante o aburrido, sobre todo si se miraba desde una habitación a oscuras situada un piso más arriba y enfrente y se les fotografiaba con una cámara con motor y teleobjetivo para obtener primeros planos.
La cámara fue rápidamente sustituida por los prismáticos cuando apareció un cuarto hombre proveniente de otra habitación. Se estaba poniendo la chaqueta. Uno de los otros tres se levantó y fue hacia él. Hablaron brevemente. Uno de los otros dos cogió el teléfono. Al cabo de un rato colgó y el cuarto hombre se dirigió a la puerta. Se volvió para intercambiar unas palabras con el que se le había acercado. Éste vaciló, luego se volvió y desapareció de la escena. Al volver, le entregó algo al cuarto hombre, que abrió la puerta y salió.
La rubia atractiva dejó los prismáticos a un lado.
A sólo unos metros, dentro del elegante baño de suelo de mármol, el cadáver del diseñador de programas comenzaba a adquirir el rigor mortis. La rubia cogió un aparato de radio.
—Natalia —dijo.
—Lugo —contestaron.
—Osborn acaba de salir.
Osborn estaba seguro de que si McVey hubiera sabido lo que tramaba, no le habría entregado la pistola automática ni lo habría dejado salir de la habitación diciendo que no tenía nada que hacer en aquellos asuntos policíacos, que se sentía un poco mareado y claustrofóbico y que quería salir a pasear para tomar aire fresco.
Faltaban cinco minutos para las diez y McVey, cansado y absorto en otras cosas, lo había pensado y luego accedió. Le pidió a Remmer que uno de sus hombres de la BKA acompañara a Osborn y le advirtió a éste que no saliera del centro comercial y que volviera a las once.
Osborn no protestó. Sólo asintió con un gesto y se dirigió a la puerta. Fue en ese momento cuando se volvió y le pidió la pistola a McVey. Era un riesgo calculado por parte de Osborn, pero sabía que McVey tendría que evaluar seriamente lo que había sucedido y darse cuenta de que, con o sin la protección de la policía, Osborn sólo pedía el arma para sentirse más seguro. De todos modos había sido un momento largo y tenso antes de que McVey accediera y le entregara la CZ automática de Oven.
No había caminado siquiera diez pasos en dirección al ascensor cuando se encontró con el agente de la BKA, Johannes Schneider. Schneider tendría unos treinta y pico años, era alto y tenía el hueso del tabique aplanado, señal de que se lo habían roto en más de una ocasión.
— ¿Quiere tomar un poco de aire? —preguntó en inglés, despreocupado—. Pues yo lo acompañaré.
Al llegar, Osborn había visto un folleto donde se describía el Europa Center como un centro comercial de más de cien tiendas, restaurantes, cabarés y un casino. El folleto incluía planos de los lugares más concurridos y entradas y salidas del edificio.
— ¿Ha estado alguna vez en Las Vegas, inspector? —preguntó Osborn, sonriendo.
—No, nunca.
—A mí me gusta jugar de vez en cuando —dijo Osborn—. ¿Qué tal es el casino de aquí?
— ¿El Spielbank Casino? Es excelente y caro —sonrió Schneider.
—Pues vamos, entonces. —Osborn le devolvió la sonrisa.
Bajaron en el ascensor y se detuvieron en la mesa de recepción para que Osborn cambiara los últimos francos en marcos alemanes y luego Schneider lo condujo hasta el casino.
Quince minutos más tarde, Osborn le pidió al policía que ocupara su sitio en la mesa de bacará mientras él iba al baño y volvía. Schneider vio que Osborn le pedía instrucciones a un guardia de seguridad y desaparecía. Osborn cruzó la sala del casino y dobló en una esquina, se aseguró de que Schneider no lo seguía y salió. Se detuvo en una tienda de periódicos a la entrada, compró un plano turístico de la ciudad, se lo metió en el bolsillo y salió a la calle, doblando a la izquierda en Nürnbergerstrasse.
Al otro lado de la calle, Viktor Shevchenko lo vio salir. Vestido con vaqueros y un jersey negro esperaba en la acera, justo en el límite de la intensa luz proyectada por un restaurante griego, escuchando un casete de heavy metal en un walkman Sony. Levantó la mano como si fuera a cubrirse para toser y habló por un micrófono.
—Viktor.
—Lugo. —La voz de Von Holden se oyó en un chisporroteo a través del casco de Viktor.
—Osborn acaba de salir solo. Está cruzando Budapesterstrasse y se dirige al Tiergarten.
Abriéndose paso entre los coches, Osborn cruzó Budapesterstrasse a la acera de enfrente y miró hacia el Europa Center. Si Schneider lo seguía, no podía verlo. Se apartó de las luces de la calle y empezó a caminar en dirección al zoo de Berlín. Luego, al darse cuenta de que caminaba en dirección equivocada, volvió sobre sus pasos. El suelo estaba cubierto de hojas que la llovizna había convertido en una capa resbaladiza y con el aire helado veía el vaho de su aliento. Miró hacia atrás y vio a un hombre de impermeable y sombrero paseando a un perro que insistía en oler todos los árboles y postes de luz. No había señas de Schneider. Caminó más de prisa, recorrió unos doscientos metros y se detuvo bajo el rótulo luminoso de un «parking» para abrir el plano turístico.
Tardó varios minutos en encontrar lo que buscaba. Friedrichstrasse se encontraba en el lado opuesto de la puerta de Brandenburgo. Calculó que tardaría unos diez minutos en taxi o una media hora cruzando el Tiergarten. Si cogía un taxi podrían seguirle la pista. Era preferible caminar. Además le daría tiempo para pensar.
— ¿Viktor?
—Lugo —volvió a oírse la respuesta de Von Holden en medio de las interferencias.
—Ya lo tengo. Se dirige hacia el este. Ha entrado en el Tiergarten.
Von Holden aún estaba en su despacho de la calle SophieCharlottenstrasse. Se había puesto de pie mientras hablaba por radio. No podía creer su golpe de suerte.
— ¿Todavía está solo?
—-Sí. —La voz de Viktor era nítida a través del pequeño altavoz de la radio.
—El muy tonto.
— ¿Instrucciones?
—Síguelo. Llego en cinco minutos.
Capítulo 100
Noble colgó y miró a McVey.
—Aún no sabemos nada de Cadoux. Tampoco contestan en su número particular de Lyón.
Inquieto y descorazonado, McVey miró a Remmer, que bebía su tercera taza de café en los últimos cuarenta minutos. Habían revisado la lista de invitados veinte veces y no habían llegado a ninguna conclusión diferente de la primera. McVey le pidió a Remmer que lo revisaran todo desde una perspectiva más amplia en relación a los invitados que ya habían identificado. Tal vez no era necesario pensar en quiénes eran esos invitados o a qué se dedicaban. Tal vez, como en el caso de Klass y Halder, tenía que ver con sus antecedentes o con sus familias, con algo más que lo puramente superficial. O quizá no contaban con suficientes elementos para empezar, para que la investigación encajara con algo y descubrieran el quid con la «clave» que buscaban.
Pero, pensándolo de nuevo, puede que no hubiera nada. Tal vez la estancia de Scholl en Berlín era legal y todo el asunto de Lybarger no era más de lo que aparentaba, un auténtico testimonio de afecto para alguien que había estado enfermo. Pero McVey no quería dejarlo correr hasta estar convencido. Mientras esperaban más información de Bad Godesburg, volvieron a revisarla, esta vez incluyendo a Cadoux.
—Examinemos la situación de Klass/Halder y relacionémosla con Cadoux —dijo McVey, que permanecía sentado en una silla con los pies sobre la cama—. Tal vez tenga un padre, un hermano, un primo, lo que sea, que haya sido nazi o simpatizante de los nazis durante la guerra.
— ¿Has oído hablar alguna vez de AJAX? —preguntó Remmer.
Noble levantó la mirada.
—AJAX era una red de la policía francesa que colaboró con la Resistencia durante la ocupación. Cuando terminó la guerra descubrieron que, de hecho, sólo el cinco por ciento de sus integrantes pertenecían realmente a la Resistencia. La mayoría de ellos hacían mercado negro con el régimen de Vichy.
—El tío de Cadoux era de la policía judicial y miembro de AJAX en Niza. Después de la guerra, cuando purgaron a los colaboradores nazis, lo dieron de baja —dijo Remmer.
— ¿Y su padre? ¿También pertenecía al AJAX?
—El padre de Cadoux murió un año después de que él naciera.
— ¿Eso significa que fue su tío quien lo crió? —dijo McVey, y estornudó.
—Así es.
McVey desvió la mirada, se levantó y empezó a pasear por la habitación.
— ¿De qué va todo este asunto, Manny? ¿Acaso Scholl es un nazi? ¿Y Lybarger? —preguntó. Cogió la lista de invitados tirada sobre la cama—. ¿Acaso todos estos personajes brillantes, importantes y cultos pertenecen a una nueva carnada de nazis alemanes?
En ese momento se encendió la luz del fax y se oyó el ronroneo del papel saliendo de la impresora. Remmer lo sacó de la máquina y lo leyó.
—No existe el acta de nacimiento de Elton Lybarger en Essen, ni en 1933 ni en los años siguientes. Siguen verificando —dijo, y continuó leyendo. Luego miró a sus compañeros—. El castillo de Lybarger en Zúrich.
— ¿Qué pasa con el castillo?
—El castillo está registrado como propiedad de Erwin Scholl.
Osborn no tenía idea de lo que haría al llegar al Grand Hotel Berlin. Con Albert Merriman en París había sido diferente. Había tenido tiempo para planearlo, para pensar una estrategia mientras Jean Packard le seguía el rastro a Merriman. La pregunta más evidente ahora, mientras caminaba por un sendero iluminado que serpenteaba entre la oscuridad de los prados y árboles del Tiergarten, constaba de tres vertientes: cómo conseguir encontrarse a solas con Scholl, cómo hacerlo hablar y, finalmente, qué hacer después.
Había visto a Scholl sólo una vez en una foto de celebración del año nuevo, junto a Ronald Reagan y Gerald Ford. La foto era borrosa, pero a Osborn no le cabía duda de que lo reconocería en cuanto lo viera. Se imaginaba el aspecto que tendría un hombre de su posición y era razonable pensar que estaría rodeado de un grupo de ayudantes y secretarios y al menos un guardaespaldas, tal vez más. Eso quería decir que sería sumamente difícil, si no imposible, encontrarlo solo.
Aunque consiguiera estar a solas con él, ¿qué obligaría a Scholl a revelar lo que tenía que revelar? ¿A decir lo que él quería escuchar? Como había advertido Diedrich Honig, con o sin abogados, Scholl negaría haber conocido a Albert Merriman, al padre de Osborn o a cualquiera de los otros. La sucinilcolina podría serle útil como lo había sido con Merriman, pero en Berlín no tenía aliados que le ayudaran a conseguirla. Se distrajo pensando en cómo estaría Vera, dónde estaría. ¿Por qué tenía que suceder todo aquello? Pero enseguida descartó esos pensamientos. Tenía que concentrarse únicamente en Scholl.
Lo veían caminando más adelante, a unos doscientos metros. Continuaba solo por un sendero que al cabo de un momento lo conduciría hasta el límite del parque, frente a la puerta de Brandenburgo.
— ¿Cómo quieres hacerlo? —preguntó Viktor.
—Quiero mirarlo a los ojos —dijo Von Holden.
Osborn se miró el reloj.
Eran las diez y treinta y cinco minutos.
¿Lo estaría buscando Schneider aún o ya habría informado a Remmer de su desaparición? Si así era, McVey habría alertado a la policía y entonces tendría que cuidarse de ellos. No tenía pasaporte y McVey era capaz de hacer que lo encerraran sólo para sacárselo de encima.
De pronto pensó que tal vez no sucedería así. Y luego pensó que quizá también se había equivocado al pensar en otras cosas. Como los demás, estaba agotado. ¿Y si la obsesión de que McVey lo iba a dejar a un lado cuando fueran a por Scholl no era más que eso, una obsesión? Él era quien había buscado la ayuda de McVey y lo había acompañado hasta Berlín. ¿Por qué volverle la espalda ahora e intentar hacerlo todo solo? Osborn pensaba todo esto en un torbellino de ideas y sentía que sus emociones se le escapaban de las manos como lo habían hecho durante casi treinta años. Se encontraba demasiado cerca del final para dejar que ahora lo estropearan todo. ¿Acaso no lo entendía? Había querido ser fuerte y asumir su responsabilidad, el amor a su padre y encargarse de todo por su cuenta. Pero así no podía, no tenía ni los medios ni la experiencia para enfrentarse a alguien de la talla de Scholl. Lo había comprendido en París.
¿Por qué no comprenderlo ahora?
Se sintió desorientado y terriblemente confundido. La decisión tajante y resuelta de hacía escasos momentos se tornaba borrosa, vaga, como si perteneciera a un pasado distante. Tenía que impedir que su mente siguiera divagando, dejar de pensar, aunque fuera sólo un instante.
Miró a su alrededor intentando volver a la realidad de su entorno. Aún hacía frío pero la llovizna, había cesado. El parque estaba desierto, oscuro en medio de la espesa arboleda. Sólo el sendero iluminado y los edificios más altos en la distancia le indicaban que se encontraba en la ciudad y no en medio de un bosque. Miró por encima del hombro y vio que atrás quedaba un cruce donde se encontraban cinco senderos formando una especie de círculo. ¿Por cuál de ellos había llegado? ¿En cuál estaba ahora?
A unos metros vio un banco. Se acercó y se sentó. Esperó unos minutos mientras se aclaraba las ideas y decidía qué hacer. El aire estaba limpio y claro y respiró profundo. Se llevó las manos a los bolsillos con el gesto acostumbrado para calentárselas y, al hacerlo, con la derecha palpó la pistola. Como un objeto guardado hacía mucho tiempo y luego olvidado. En ese momento, algo le hizo levantar la mirada.
Se acercaba un hombre. Tenía el cuello del abrigo levantado y caminaba levemente inclinado hacia un lado como aquejado de un defecto físico. Al acercarse, Osborn se percató de que era más alto de lo que parecía, delgado, hombros anchos y pelo corto. Estaba a sólo unos metros cuando Osborn levantó la cabeza y los dos se miraron a los ojos.
—Guten Abend. Buenas noches —dijo Von Hol-den.
Osborn le devolvió un leve saludo con un gesto de la cabeza y luego se volvió para evitar todo contacto. Deslizó la mano en el bolsillo de la chaqueta y palpó la empuñadura de la pistola. El hombre había caminado apenas unos diez metros cuando de pronto se volvió y regresó sobre sus pasos. El movimiento tenía algo de desconcertante y Osborn reaccionó inmediatamente. Sacó la pistola de la chaqueta y apuntó directamente al pecho del hombre.
— ¡Vá-ya-se! —dijo marcando cada sílaba.
Von Holden lo miró fijamente un momento y luego su mirada se desvió hacia la pistola. Vio que Osborn estaba agitado y nervioso, pero que su pulso era firme y que apoyaba el dedo sin titubear contra el gatillo. La pistola era una CZ del 22, checa. Pequeño calibre pero certera a escasa distancia. Von Holden sonrió. Era la pistola de Bernhard Oven.
— ¿De qué se ríe? —preguntó Osborn. En ese momento vio que el hombre miraba más allá de donde estaba él. Sin dudarlo, Osborn se apartó unos pasos manteniendo la pistola a la misma altura. Se volvió a mirar brevemente hacia la derecha.
A la sombra de un árbol, a unos cinco metros, había un segundo hombre.
—Dígale que se acerque a usted —dijo Osborn volviéndose hacia Von Holden.
Von Holden guardó silencio.
—Sprechen Sie Engliscb? —preguntó Osborn.
Von Holden guardó silencio.
—Sprechen Sie Englisch? —insistió Osborn más nervioso.
Von Holden asintió con un levísimo gesto de la cabeza.
—Entonces dígale que camine hacia donde está usted —indicó, y echó el percutor atrás tensando el gatillo. Si algo sucedía, sólo tendría que dejar que el pulgar se deslizara y la pistola dispararía a bocajarro—. ¡Dígaselo ya!
Von Holden esperó apenas un momento y luego ordenó en alemán:
— ¡Haz lo que te ordena!
Obedeciendo a Von Holden, Viktor salió de debajo del árbol y cruzó el césped hasta situarse junto a Von Holden. Tendría poco más de treinta años y su constitución fibrosa le daba aspecto de duro.
Osborn los observó un momento en silencio, luego retrocedió lentamente sin dejar de apuntar al pecho de Von Holden.
Siguió retrocediendo durante otros veinte metros. De pronto, al pasar junto a un árbol, giró sobre sus talones y empezó a correr. Cruzó un camino iluminado, subió de un salto un par de peldaños y siguió corriendo por el césped entre los árboles. Miró hacia atrás. Vio que lo seguían siluetas oscuras perfilándose contra el cielo de la noche corriendo entre los árboles que quedaban a sus espaldas.
Más allá divisó los brillantes faros de los coches en Tiergartenstrasse. Volvió a mirar atrás. Los árboles se perdían en la oscuridad. Supuso que aún venían tras él pero no había manera de saberlo. Con el corazón acelerado y los pies resbalando en el césped húmedo, siguió corriendo. Finalmente sintió el pavimento bajo sus pies y supo que había llegado a los lindes del parque. Estaba justo frente a las luces de la calle y ante el flujo denso del tráfico. Sin detenerse cruzó la calle corriendo y los cláxones chillaron por todas partes. Logró esquivar un coche, luego otro. Se oyó un chirrido de neumáticos y luego un feroz estrépito de metales cuando un taxi giró para no embestirlo y se incrustó en un coche estacionado.
Al instante, otro coche se empotró en el taxi por detrás y una pieza del parachoques salió despedida hacia la oscuridad.
Osborn no volvió a mirar atrás. Con los pulmones quemándole el pecho se agachó detrás de una fila de coches y corrió con el tronco doblado a lo largo de una manzana hasta que entró en una calle lateral. Más adelante había una intersección y una calle muy iluminada. Sin aliento, dobló en la esquina y cruzó hasta la acera mezclándose entre los peatones.
Se metió la pistola bajo el cinturón, la ocultó con la chaqueta y siguió caminando intentando recuperar la calma. Pasó junto a un Burger King, miró atrás y no vio nada. Tal vez no lo habían seguido después de todo y sólo se lo había imaginado. Siguió caminando mezclado con la multitud.
Se cruzó con un grupo de adolescentes estrafalarios y una chica de pelo oscuro le sonrió. ¿Por qué había sacado la pistola? Lo único que había hecho aquel hombre era volverse. Osborn pensó que tal vez el segundo tipo ni siquiera lo acompañaba, que sólo había salido a pasear. Pero algo en la actitud poco natural del extraño, que se había vuelto con tanta precisión después de saludarlo, lo turbó y le hizo creer que lo iban a atacar. Por eso reaccionó de ese modo. Era preferible estar preparado que dejar que lo tomaran por sorpresa.
Un reloj en una ventana marcaba las 22.52.
Hasta ese momento se había olvidado completamente de McVey. Debía volver al hotel antes de ocho minutos y no tenía idea de dónde estaba. ¿Qué haría? Inventar un cuento, decir que estaba... De pronto, al doblar en una esquina, vio el Europa Center directamente enfrente. Abajo vio el rótulo luminoso del Hotel Palace colgando sobre la entrada de los coches.
A las once menos seis minutos, Osborn entró en el ascensor y pulsó el botón de la sexta planta. Las puertas se cerraron y el ascensor subió. Estaba solo y a salvo.
Intentó olvidar a los hombres del parque y se miró en el espejo del ascensor. Se arregló el pelo y se alisó la chaqueta. En la otra pared había un cartel turístico de Berlín con fotos de lugares famosos de la ciudad. Dominaba en el centro una foto del palacio de Charlottenburg. Osborn recordó lo que Remmer había dicho esa tarde. «Es una bienvenida para un tal Elton Lybarger, un empresario de Zúrich que sufrió un grave infarto hace dos años en San Francisco y que ahora está plenamente recuperado.»
—Joder —maldijo por lo bajo—. Joder.
¿Cómo era posible no haberse percatado antes?
Capítulo 101
A las once menos dos minutos, Osborn llamaba a la puerta de la habitación 6132. McVey tardó un momento en abrir. Había cinco hombres detrás de él y todos lo observaban en silencio. Noble, Remmer, el agente Schneider y dos miembros uniformados de la policía de Berlín.
—Bueno, ha regresado la Cenicienta —observó McVey.
—Me separé del agente Schneider. Lo busqué por todas partes. ¿Qué tenía que hacer? —Osborn ignoró la mirada de ira que le lanzó McVey, cruzó la habitación y cogió el teléfono. Se produjo un silencio y Osborn pudo hablar.
—El doctor Mandel, por favor —dijo.
Remmer se encogió de hombros, despidió a los policías berlineses y McVey le estrechó la mano a Schneider. Remmer los acompañó a los tres a la puerta y cerró.
—Ya volveré a llamar, gracias —dijo Osborn, y miró a McVey al colgar—. Usted me dirá si me equivoco —prosiguió con una energía que McVey no le había visto desde Inglaterra—, pero después de todo lo que he observado, con o sin orden de arresto, las posibilidades de conseguir pruebas suficientes para llevar a Scholl a juicio son casi nulas. Es demasiado poderoso, está demasiado bien conectado y por encima de la ley, ¿no?
—Tiene usted la palabra, doctor.
—Entonces, ¿por qué no lo miramos desde otra perspectiva y nos preguntamos por qué vendría Scholl de la otra punta del mundo para rendirle homenaje a un hombre que apenas existe y, a la vez, aparece como instigador de una ola de asesinatos que crece a medida que se acerca la fecha de la fiesta en el palacio de Charlottenburg?
Osborn les lanzó una mirada rápida a los demás y volvió a McVey.
—Apostaría que Lybarger es la clave de todo esto. Y si podemos averiguar algo sobre él, seguro que podremos saber bastante más acerca de Scholl.
— ¿Piensa que podrá encontrar algo que la policía federal alemana haya pasado por alto? Continúe —dijo McVey. ;
—Así lo espero, McVey —dijo Osborn, y señaló el teléfono con un gesto de la cabeza. Estaba excitado. Sabía que si intentaba hacerlo solo sería imposible, pero tampoco dejaría que lo apartaran de la operación—. He llamado al doctor Herb Mandel. No sólo es el mejor especialista en cirugía vascular que conozco. También es jefe de personal del Hospital General de San Francisco. Si es verdad que Lybarger tuvo un infarto, debería tener un historial médico. Ese historial tendría que haber empezado en San Francisco.
Von Holden estaba irritado. Tenía que haber liquidado a Osborn allí mismo, al verlo sentado en el banco del parque. Pero había querido asegurarse de que era el hombre que buscaba. Viktor y Natalia eran personas en quienes se podía confiar, pero sólo se guiaban por una foto. El problema no era matar a un desconocido, sino pensar que había matado al indicado y descubrir luego que se había equivocado. Por eso se había acercado tanto a Osborn, hasta el punto de saludarlo con un «buenas noches». Luego Osborn lo había sorprendido con la pistola.
Tenía que haber estado preparado, pensó Von Holden, porque encajaba con la afirmación de Scholl de que Osborn se guiaba por motivaciones emocionales y que, por lo tanto, era un individuo sumamente impredecible.
Aun así, tenía que haberlo matado. Había mirado a Viktor deliberadamente esperando que Osborn se volviera para ver dónde miraba. Habría necesitado tan sólo ese instante. Pero Osborn había retrocedido para tenerlos a ambos al alcance de la vista sin dejar de apuntarle con la CZ. Al echar el percutor hacia atrás, si le disparaban, el pulgar resbalaría y el arma se descargaría a bocajarro contra Von Holden. La verdad era que estaba demasiado cerca para correr el riesgo de que diera en el blanco.
También era verdad que cuando Osborn huyó y ellos corrieron tras él por el parque, había tenido la oportunidad de un disparo certero. Si el americano se hubiera detenido, aunque no fuera más que por una fracción de segundo, en lugar de lanzarse al tráfico de Tiergartenstrasse, le habría disparado. Pero no había sido así y los dos coches que se estrellaron le obstaculizaron la visión sin darle una segunda oportunidad.
Mientras subía las escaleras del apartamento de Charlottenstrasse, Von Holden se sentía turbado, no tanto debido a su fracaso —al fin y al cabo, a veces sucedía así— sino a un estado general de desasosiego. El hecho de que Osborn hubiera salido solo había sido un regalo y él, más que nadie, debería haber sido capaz de aprovecharlo. No lo había hecho. Algo se repetía de manera regular. Bernhard Oven tenía que haber eliminado a Osborn en París y no lo había logrado. El atentado del tren iba a acabar con Osborn y McVey, ya fuera en la explosión o después, a manos del grupo de asesinos que los esperaba si sobrevivían. Sin embargo seguían con vida. Más que suerte, era otra cosa. Para Von Holden, personalmente, tenía visos premonitorios.
—Vorahnung.
La palabra lo perseguía desde su juventud. Significaba premonición. Desde el día en que había conocido a Scholl, había tenido la peculiar sensación de que el camino de ese hombre así como de aquellos que lo siguieran, estaba inexorablemente destinado a una catástrofe. No tenía la menor sospecha de dónde provenía esa sensación y, claro está, no había manera de demostrarlo porque todo lo que Scholl tocaba seguía el rumbo que él definía y así había sido durante años. Sin embargo, el sentimiento perduraba.
A veces desaparecía durante unos días o meses. Pero siempre sobresalía. Los sueños que tenía eran horripilantes, atisbos de nebulosas de colores verdes y rojos como los de la aurora boreal elevándose a miles de metros y ondulando como gigantescos pistones en el vértice de su mente. En medio de esa dimensión aparecía el terror y él era incapaz de dominarlo.
Cuando Von Holden despertaba de esas «cosas» como solía llamarlas, lo invadía un sudor frío y temblaba de miedo y se obligaba a pasar el resto de la noche en vela temiendo que el sueño volviera a traer consigo la pesadilla.
A menudo se preguntaba si no sufría de algún desequilibrio fisiológico o de un tumor cerebral, pero sabía que eso era imposible porque había largos períodos intermitentes de salud.
Luego se habían desvanecido. Así, sin más. Él había creído librarse durante cinco años y estaba seguro de haberse recuperado. De hecho, durante los últimos años ni siquiera había vuelto a acordarse. Hasta ayer por la noche, al enterarse de que McVey y sus hombres habían salido de Londres en un avión privado. No tenía para qué adivinar su destino porque ya lo sabía. Al final se acostó pero temiendo dormirse, sabiendo en el fondo de sí mismo que las «cosas» volverían. Y habían vuelto. Eran más aterradoras que en el pasado.
Von Holden cruzó la puerta del apartamento, saludó al guardia y entró por un largo pasillo. Llegó a la sala de las secretarias y una de ellas, una mujer alta y de cara rellena con el pelo teñido de rojo, hizo una pausa en la verificación informática del sistema electrónico de seguridad en Charlottenburg y lo miró.
—Ya está aquí —dijo en alemán.
—Danke —asintió Von Holden, y abrió la puerta de su despacho. Un rostro familiar le sonreía.
Era Cadoux.
Capítulo 102
Pasaban unos minutos de las dos de la madrugada. Tres horas y una docena de llamadas por teléfono después de que Osborn y McVey comenzaran a trabajar con el doctor Herb Mandel en San Francisco y el agente especial Fred Hanley de la oficina del FBI en Los Ángeles, habían elaborado una versión sobre lo sucedido con Elton Lybarger durante su permanencia en Estados Unidos.
Según los registros, ningún hospital de la zona de San Francisco había tratado a Elton Lybarger como víctima de un infarto. Sin embargo, en septiembre de 1992, una ambulancia privada había llevado a un E. Lybarger al exclusivo hospital de Palo Colorado en Carmel, California. Había permanecido allí hasta marzo de 1993, fecha en que lo habían trasladado al Rancho del Piñón, un elegante asilo de ancianos en las afueras de Taos, Nuevo México. Luego, hacía apenas una semana, había regresado a Zúrich acompañado de su fisioterapeuta americana, una mujer llamada Joanna Marsh.
El hospital de Carmel había proporcionado las instalaciones, pero no se encargaron del personal. A Lybarger lo habían acompañado en la ambulancia su médico de cabecera y una enfermera. Un día después se le habían sumado otros cuatro acompañantes. La enfermera y los acompañantes tenían pasaporte suizo. El médico era austriaco y se llamaba Helmuth Salettl.
Hacia las cuatro menos cuarto de la mañana, la oficina de Bad Godesburg envió a Remmer cuatro copias de los antecedentes profesionales y personales del doctor Salettl. Remmer las repartió y esta vez incluyó a Osborn.
Salettl era un solterón de setenta y nueve años que vivía con su hermana en Salzburgo, Austria. Nacido en 1914, practicaba como cirujano novel en la universidad de Berlín cuando estalló la guerra. Más tarde estuvo al mando de un grupo de las SS y Hitler lo nombró director de Salud Pública. En los últimos días de la guerra, el propio Hitler ordenó su arresto acusándolo de intentar enviar documentos secretos a los americanos y fue sentenciado a muerte. Recluido en una villa de las afueras de Berlín esperó la ejecución, pero en el último momento lo trasladaron al norte de Alemania donde fue rescatado por tropas americanas. Lo interrogaron los oficiales aliados en el campo de Oberursel, cerca de Frankfurt, y luego lo enviaron a Nuremberg donde fue juzgado y absuelto de «haber preparado y llevado a cabo una guerra agresiva». Más tarde volvió a Austria donde instaló una consulta privada de medicina interna hasta los setenta años. Se jubiló, pero siguió tratando a un grupo selecto de pacientes. Uno de ellos era Elton Lybarger.
—Volvemos a lo mismo otra vez —dijo McVey al terminar de leer. Dejó los papeles en el borde de la cama.
—La conexión nazi —apuntó Remmer.
McVey miró a Osborn.
— ¿Por qué un médico habría de pasar siete meses en un hospital a diez mil kilómetros de su país velando por la recuperación de un paciente que ha sufrido un infarto? ¿Usted le encuentra algún sentido?
—No, a menos que se haya tratado de un infarto sumamente grave o que Lybarger se haya portado como un excéntrico o un neurótico. O tal vez la familia estaba dispuesta a pagar lo que fuera para que tuviera esos cuidados.
—Doctor —dijo McVey con tono enfático—. Lybarger no tiene familia, ¿no se acuerda? Aunque hubiera estado tan enfermo como para necesitar a un médico a su lado durante siete meses, no se habría encontrado en condiciones para disponer de todo eso por sus propios medios, al menos al principio.
—Alguien se encargó. Alguien tuvo que ocuparse de enviar a Salettl con el equipo médico a Estados Unidos y pagarlo todo —agregó Noble.
—Scholl —dijo Remmer.
— ¿Por qué no? —Dijo McVey mesándose el pelo—. Él es el dueño de la mansión suiza de Lybarger. ¿Por qué no pensar que Scholl también se ocupa de arreglar esos otros asuntos? Sobre todo en lo que se refiere a su salud.
Noble cogió con gesto de cansancio una taza de café de la bandeja que tenía junto a él.
—Todo esto nos lleva a la misma pregunta. ¿Por qué?
McVey se sentó sobre el borde de la cama y por enésima vez cogió el fax de cinco páginas a un solo espacio del informe sobre los invitados de Charlottenburg. En las páginas enviadas desde Bad Godesburg no había nada que hiciera pensar en otra cosa que una simple reunión de influyentes ciudadanos alemanes. Durante un momento pensó en los pocos nombres que no habían logrado identificar. Sí, pensó, la respuesta podía encontrarse ahí, si bien tenían escasas posibilidades de dar con ella. Sin embargo, su intuición le decía que tenían la respuesta ante las narices mezclada con la información de que disponían.
—Manfred —dijo McVey mirando a Remmer—. Estamos dando vueltas, mirando aquí y allá, discutiendo, y manejamos información muy confidencial sobre algunos ciudadanos a través de uno de los cuerpos de policía más eficientes del mundo, y ¿qué sucede? Seguimos sin sacar nada en claro. Ni siquiera podemos abrir la puerta... Sin embargo, sabemos que hay algo dentro —continuó—. Tal vez tenga algo que ver con lo que suceda mañana por la noche y tal vez no. Pero en cualquier caso mañana, en algún momento, con la orden en la mano, vamos a poner toda la carne en el asador y cercaremos a Scholl para hacerle unas cuantas preguntas. Lo haremos antes de que los abogados puedan coger la palabra. Tenemos que lograr que Scholl sude lo bastante para que se le suelte la lengua de inmediato y confiese o al menos reblandecerlo para que nos diga algo que después podamos usar en su contra. Hay que averiguar algo más de lo que teníamos al comienzo.
—McVey —dijo Remmer cauteloso—. ¿Por qué me llamas Manfred cuando siempre me has llamado Manny...?
—Porque eres alemán y porque me estoy dirigiendo a ti. Si este asunto de Lybarger fuera una reunión de unos partidarios pronazis... ¿de qué hablarían? ¿Otro intento de exterminar a los judíos?
McVey hablaba en tono calmado pero más apasionado. Lo que esperaba no era una respuesta sino una explicación. ¿Montar una máquina de guerra para arrasar Europa y Rusia y decidir el futuro de los demás países? ¿Una segunda versión de lo que ya sucedió? ¿Por qué querrían eso? Dímelo tú, Manfred, porque yo no lo sé.
—Yo... —balbuceó Remmer con los puños apretados— tampoco lo sé.
— ¿No lo sabes?
—No.
—Creo que sí lo sabes.
En la habitación reinaba un silencio mortal. De los cuatro hombres, ninguno se movía. Apenas si respiraban. A Osborn le pareció que Remmer daba un paso atrás.
—Venga, Manfred... —dijo McVey con tono apaciguador. Pero su intención no era apaciguar. Había tocado una fibra sensible y ésa sí había sido su intención. Había cogido a Remmer por sorpresa.
—Ya sé que es injusto, Manfred, ya lo sé —dijo McVey más tranquilo—. Pero lo pregunto de todos modos. Porque puede que la respuesta nos ayude.
—McVey, no puedo...
—Sí que puedes.
Remmer lanzó una mirada por la habitación.
—Weltansckauung. —La voz era apenas un murmullo—. Era la visión que Hitler tenía de la vida. La vida es una lucha eterna donde sólo reinan los más fuertes. Para él, el pueblo alemán había sido el más fuerte de todos los pueblos fuertes. Por lo tanto estaba destinado a reinar
»Pero claro, esa fuerza se había debilitado a lo largo de generaciones porque, al mezclarse con otras, la raza germánica pura había perdido su superioridad. Hitler creía que a lo largo de la historia la mezcla de las sangres había sido la única causa de la decadencia de las culturas. Por eso Alemania perdió la Primera Guerra, porque los arios habían perdido la pureza de la sangre. Para Hitler, los alemanes constituían la especie más avanzada del planeta y podían volver a ser lo que un día habían sido. Sin embargo, eso debía llevarse a cabo mediante un riguroso proceso de selección y de cruces genéticos.
La habitación de hotel se había transformado en un teatro con un público de tres personas y Remmer el único actor en escena. Estaba de pie con los hombros hacia atrás. Le brillaban los ojos y en la frente se le acumulaba el sudor. Había alzado la voz desde un murmullo hasta una elocuencia tan precisa que, por un instante, pareció que se trataba de un discurso memorizado. O, para decirlo con más justicia, primero memo-rizado y luego conscientemente olvidado.
—Al surgir el nazismo había unos ochenta y pico millones de alemanes. Al cabo de cien años, Hitler pensaba en doscientos cincuenta millones, tal vez más. Para eso, Alemania necesitaba un Lebensraum o sea, un espacio vital, mucho espacio vital, lo suficiente para garantizar a la nación alemana una absoluta libertad de existencia según sus propios dictados. Pero el espacio vital y el territorio que le subyace, decía Hitler, sólo pertenece a aquellos que tienen la fuerza para adueñarse de él.
»Con esto quería decir que el nuevo Reich tenía que seguir los pasos de los antiguos caballeros teutones. La espada alemana conseguiría territorio para el arado alemán y pan para el pueblo.
— ¿De modo que procedieron a borrar de la faz de la tierra a seis millones de judíos para que no les estorbaran? —preguntó McVey con el tono de un abogado rural, como si no acabara de entender bien lo que le decían. Su actitud era ligera, porque sabía que Remmer respondería para defender lo que había sucedido. Defendería su culpa.
—Tienes que entender lo que estaba pasando. Esto sucedió después de una derrota aplastante en la Primera Guerra. El Tratado de Versalles nos despojó de nuestra dignidad, había una inflación desbocada y un paro masivo. ¿Quién se atrevería a contradecir a un líder que pretendía devolvernos nuestro orgullo nacional, el respeto por nosotros mismos? Hitler nos sedujo y el pueblo alemán fue arrastrado por un vendaval y allí nos perdimos. Acuérdate de los viejos documentales, de las fotos. Mira los rostros de la gente. Adoraban a su Führer. Adoraban sus discursos y el fuego que los inspiraba. Por eso olvidaron totalmente que eran discursos de un inculto, de un demente.
Remmer tenía una expresión ausente y de pronto se detuvo, como si hubiera perdido el hilo de su discurso.
— ¿Por qué? —preguntó McVey en un susurro sibilante como un apuntador en medio de la escena—. Ya nos has dado la clase de historia, Manfred. Ahora dinos la verdad. ¿Por qué embaucó Hitler a los alemanes con sus discursos? ¿Por qué se perdieron en la pasión de un hombre inculto y demente? Le estás echando toda la culpa a un solo hombre.
Remmer miró nerviosamente de un lado a otro de la habitación. No podía ir más allá o no quería.
—Los nazis eran más que Hitler, Manfred. —McVey ya no era el viejo abogado rural que no entendía nada. Era una voz que horadaba el subconsciente de Remmer exigiéndole que hurgara más hondo—. Por mucho poder que llegara a acumular, no estaba solo...
Remmer miraba el suelo. Levantó lentamente la cabeza y los demás vieron en su mirada una expresión de auténtico pavor.
—Como una religión, creemos en los mitos. Son mitos primitivos, tribales, aprehendidos... y siempre se encuentran inmediatamente bajo la superficie esperando el momento histórico en que surgirá un líder carismático y les dará vida... Hitler fue el último y hasta el día de hoy, los alemanes lo seguirían donde fuera... Es la cultura de la antigüedad, McVey,... la cultura de Prusia y de mucho antes. Guerreros teutones que cabalgan enfundados en armaduras dejando atrás la nebulosa. Llevan las espadas en alto y tienen los puños forrados en mallas de hierro. Los cascos de las monturas retumban en la tierra y arrasan todo lo que encuentran en su camino. Son conquistadores. Nos gobiernan nuestra tierra, nuestro destino. ¡Somos superiores! ¡Somos la raza superior! Alemanes de pura cepa. Pelo rubio, ojos azules y todas esas patrañas.
Remmer miraba fijamente a McVey. De pronto se volvió y sacó un cigarrillo, lo encendió y cruzó la habitación para sentarse solo en un sillón. No podía apartarse más. Se inclinó hacia delante cansado, acercó un cenicero y se quedó mirando el suelo. El cigarrillo que sostenía entre los dedos manchados de nicotina se consumió solo. El humo subía en volutas hacia el techo.
Capítulo 103
Amanecía y Osborn, tendido en la penumbra oía la pausada respiración de Noble en la cama de al lado. McVey y Remmer dormían en la habitación contigua. Habían apagado las luces a las tres y media y ahora eran las seis menos cuarto. Osborn calculó que no había dormido más de dos horas.
Desde la llegada a Berlín había intuido la creciente frustración de McVey, una frustración rayana en la desesperación mientras intentaban apartar los sucesivos velos que protegían a Erwin Scholl. Por eso había empujado a Remmer hasta ese punto y, aunque de forma brutal, había querido descubrir algo esencial que tal vez ninguno de ellos había advertido hasta entonces. Había sacado algo en claro. No eran, desde luego, los guerreros teutones en medio de la niebla de los que había hablado Remmer. Era la arrogancia o la idea de que los alemanes o cualquier pueblo pudieran proclamarse «raza superior» y, para demostrarlo, embarcarse en una misión de destrucción de los demás. A Scholl, el concepto le iba como anillo al dedo, porque él encarnaba la presunción de un hombre que podía manipular y asesinar y, al mismo tiempo, mostrar una fachada como confidente de reyes y presidentes. Era una actitud con la cual tendrían que medirse cuando se enfrentaran cara a cara con Scholl. Sin embargo, aquello seguía siendo sólo un punto de vista, un exabrupto. No había nada concreto.
Lybarger sí que era algo concreto. Osborn estaba convencido de que Lybarger era la pieza clave. Pero parecían incapaces de descubrir algo sobre él que fuera más contundente. El único dato que prometía era el hecho de que el doctor Salettl estuviera en la lista de invitados de Charlottenburg, si bien la BKA no había logrado dar con su paradero. Ni en Austria ni en Alemania ni en Suiza. Si tenía que venir, ¿dónde estaba? En alguna parte habría algo más. ¿Pero qué era? ¿Y dónde encontrarlo?
McVey se despertó y ya estaba escribiendo algunas notas cuando Osborn entró.
—Seguimos suponiendo que Lybarger no tiene familia. Pero ¿cómo podemos estar seguros? —preguntó Osborn con tono decidido—. Digamos que soy un médico austriaco y trabajo en Carmel, California. Durante siete meses me ocupo de un paciente suizo sumamente enfermo. El paciente va mejorando poco a poco. Digamos que nace cierta confianza. Si tuviera una mujer, un hijo, un hermano...
—Querría que supieran cómo se encuentra —siguió McVey, que había entendido.
—Así es. Y si el paciente hubiera sido víctima de un infarto, como Lybarger, tendría dificultad para hablar y para escribir. Sería un problema comunicarse y me pediría a mí, su médico, que lo hiciera en su nombre. Yo lo haría. No escribiría una carta sino que llamaría por teléfono. Al menos una vez al mes y es probable que más a menudo.
Remmer se había despertado y se sentó en la cama.
—Hay que mirar los registros de teléfonos —dijo.
Poco más de una hora después llegó un fax de Fred Hanley, el agente especial del FBI en Los Angeles.
Había varias páginas de llamadas hechas por Salettl desde su teléfono particular en el hospital de Palo Colorado en Carmel, California. En total eran setecientas treinta y seis llamadas. Hanley había subrayado las llamadas a más de quince números diferentes en todo el mundo que tenían a Erwin Scholl como destinatario. El resto eran, en su mayoría, llamadas locales a Austria y Zúrich. Sin embargo, desperdigadas en la lista había veinticinco llamadas a un número con el código 49 —Alemania—, seguido del 30 —Berlín.
McVey dejó a un lado las páginas y miró a Osborn.
—Parece que ha dado con algo, doctor —dijo, y miró a Remmer—. Es tu terreno. ¿Qué hacemos?
—Lo mismo que hacíamos en Los Ángeles. Vamos a ver quién es.
07h45
—Esta Karolin Henniger —quiso saber McVey cuando Remmer estacionó el Mercedes delante de la elegante tienda de antigüedades en Kantstrasse—. No creo que podamos suponer que es una conexión directa con Lybarger. Podría ser sólo un pariente de Salettl, una amiga, incluso una amante.
—Supongo que ahora lo averiguaremos —dijo Osborn. Abrió la puerta y bajó. Él había ideado el plan y McVey le había dado luz verde. Él fingiría ser un médico americano que buscaba a un doctor Salettl en nombre de un colega en California y Remmer pasaría como un amigo alemán que podía traducir en caso de que Karolin Henniger no hablara inglés. Esperarían su reacción para decidir cómo procederían.
McVey y Noble miraban desde el Mercedes cuando entraron en el edificio. Al otro lado de la calle, los agentes de la BKA vigilaban desde un BMW verde claro. Antes, cuando Remmer había dado con el nombre y dirección de Karolin Henniger, McVey había llamado a un viejo amigo en Los Angeles, el cardenal Charles O'Connel. McVey sabía que Scholl era católico y un importante recaudador de fondos de las diócesis de Nueva York y Los Ángeles. Calculó por ende que conocería bien a O'Connel. En ese sentido, Scholl era como cualquier otro católico. Si un cardenal solicitaba algo se le concedía el favor con gesto amable y mucha discreción.
McVey le dijo a O'Connel que estaba en Berlín y le pidió que tuviera la gentileza de concertar una entrevista entre él y Scholl, que también estaba en Berlín, a última hora de la tarde. Se trataba de algo importante y O'Connel no hizo preguntas. Se limitó a decir que haría todo lo posible y que volvería a llamar.
—Es importante que tenga en cuenta —dijo Remmer mientras subía con Osborn las estrechas escaleras a los apartamentos del último piso de la galería—, que esta mujer no ha cometido ningún crimen y que no está obligada a contestar a nuestras preguntas. Si no quiere hablar, no tiene por qué hacerlo.
—Ya —asintió Osborn. En ese momento no tenía ganas de pensar en los impedimentos legales. Se les estaba acabando el tiempo y lo único que importaba era tener algo con que perseguir a Scholl.
Los apartamentos 1 y 2 estaban a derecha e izquierda de las escaleras. El apartamento número 3, al fondo de un pasillo corto, era el de Karolin Henniger.
Osborn fue el primero en llegar a la puerta. Le lanzó una mirada a Remmer y llamó. Durante un momento no se oyó nada y luego pasos. Se abrió el cerrojo y la puerta quedó abierta hasta la cadena de seguridad. Los observaba una mujer atractiva vestida de traje. Tenía el pelo entrecano, alrededor de cuarenta y cinco años, pensó Osborn.
— ¿Karolin Henniger? —preguntó Osborn, cortésmente.
La mujer miró a Osborn y luego a Remmer.
—Sí —contestó.
— ¿Habla usted inglés?
—Sí —dijo ella, y volvió a mirar a Remmer—. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—Me llamo Osborn. Soy médico y vivo en Estados Unidos. Buscamos a alguien que tal vez usted conozca: el doctor Helmuth Salettl.
La mujer palideció.
—No conozco a nadie con ese nombre. Lo siento. Auf Wiedershen!
Dio un paso atrás y cerró la puerta. Oyeron que la mujer corría el pestillo y que llamaba a alguien en voz alta. Osborn golpeó la puerta.
— ¡Por favor! ¡Necesitamos su ayuda!
La oyeron hablar en el interior y a continuación la voz se apagó. Luego retumbó un portazo.
—Está saliendo por atrás —dijo Osborn, y se volvió hacia las escaleras. Remmer le cerró el paso.
—Doctor, ya se lo advertí. La mujer tiene todo el derecho y no podemos hacer nada.
— ¡Tal vez usted no pueda! —dijo, y lo empujó a un lado al pasar.
McVey y Noble estaban especulando con la posibilidad de que el propio Salettl fuera el cirujano responsable de los cuerpos decapitados cuando vieron salir a Osborn a toda prisa por la puerta principal.
— ¡Vengan! —exclamó el médico, giró por una esquina y desapareció por un callejón.
Osborn corría cuando de pronto los vio. Karolin Henniger abría la puerta de un Volkswagen beis y ayudaba a subir a un niño.
— ¡Espere! —gritó—. ¡Espere, por favor!
Osborn llegó al coche cuando éste se ponía en marcha.
— ¡Por favor, tengo que hablar con usted! —rogó—. Las ruedas chirriaron y el coche aceleró—. ¡No! —Gritó y comenzó a correr junto al coche—. ¡No le haré daño!
Era demasiado tarde. Osborn vio que McVey y Noble saltaban hacia atrás cuando el coche llegó al final del callejón. Viró bruscamente al llegar a la calle y desapareció.
—Lo intentamos y no dio resultado. A veces sucede así —dijo McVey minutos más tarde cuando subieron al Mercedes y Remmer lo puso en marcha.
Osborn miraba a Remmer por el retrovisor, irritado.
—Usted le vio la cara cuando mencioné a Salettl. Ella lo sabe, maldita sea. Sabe lo de Salettl y me jugaría que lo de Lybarger también.
—Tal vez lo sepa, doctor —dijo McVey, suavemente—. Pero ella no es Albert Merriman. No puede jugar a matarla para confirmarlo.
Capítulo 104
Los rayos del sol se filtraron por las ventanillas cuando el jet de dieciséis plazas perteneciente a la corporación atravesó el banco de nubes y enfiló hacia el noreste rumbo a Berlín. El vuelo duraría noventa minutos.
Joanna se reclinó en su asiento y cerró los ojos un momento, aliviada. Suiza, con toda su belleza, quedaba atrás. A esa misma hora, mañana, estaría en el aeropuerto de Tegel, Berlín, a punto de abordar el vuelo a Los Ángeles.
Al otro lado del pasillo, Elton Lybarger dormía apaciblemente.
Si le preocupaban los acontecimientos que tendrían lugar ese día, no se le notaba. El doctor Salettl, con el rostro macilento y ojeroso, estaba sentado frente a Lybarger escribiendo en su cuaderno de tapas de cuero negro. De vez en cuando levantaba la mirada para conversar con Uta Baur, que había viajado desde una exposición en Milán para acompañarlos a Berlín. En los dos asientos detrás de ella, los sobrinos de Lybarger, Eric y Edward jugaban una partida de ajedrez en silencio y con asombrosa rapidez.
La presencia de Salettl turbaba a Joanna como de costumbre y comenzó a pensar deliberadamente en Kelso, el cachorro San Bernardo que Von Holden le había regalado. Aquel regalo había puesto fin al episodio de su insospechado e involuntario protagonismo en los análisis médicos de Elton Lybarger. Había dado de comer a Kelso, lo había paseado y luego lo besó al despedirse. Mañana volaría directamente de Zúrich a Los Ángeles donde lo guardarían durante algunas horas hasta que ella llegara. Luego volarían rumbo a Alburquerque. Tres horas después estarían en casa en Taos.
Después de ver el vídeo, lo primero que se le ocurrió a Joanna fue hablar con un abogado y demandarlos. Pero luego pensó ¿para qué? Una demanda legal sólo perjudicaría al señor Lybarger e incluso podía procurarle serias repercusiones físicas, sobre todo si se prolongaba. Así que no lo haría, porque sentía un gran afecto por él y además porque los dos habían sido igualmente víctimas. Al descubrir la trama del vídeo, Lybarger se había mostrado igualmente horrorizado. Joanna sólo quería salir de Suiza lo más rápido posible y pensar que no había ocurrido nada de eso. Después había venido Von Holden con el cachorro y sus sinceras disculpas acompañadas al final de un talón por una exorbitante suma de dinero. La corporación presentaba sus disculpas y lo mismo hacía Von Holden. ¿Qué más podía pedir ella?
De todos modos, no sabía si al aceptar el talón había actuado correctamente. También se preguntaba si había actuado con sensatez al decirle a Ellie Barrs, la enfermera jefa del Rancho del Piñón, que no volvería al trabajo inmediatamente o que incluso no volvería nunca. Esa enorme cantidad de dinero, Dios mío, ¡medio millón de dólares! Decidió contratar a un corredor financiero para invertirlo y vivir de los intereses. Bueno, podía comprar algunas cosas, pero no demasiado. Lo más conveniente sería invertirlo prudentemente.
De pronto comenzó a parpadear la luz roja de un teléfono instalado sobre una consola que tenía allí delante. Ignorando qué era, no hizo nada.
—La llamada es para usted —dijo Eric apareciendo desde el otro lado del asiento.
—Gracias —dijo Joanna, y levantó el auricular.
—Buenos días. ¿Cómo estás? —La voz de Von Holden era ligera y alegre.
—Me encuentro bien, Pascal —dijo ella, sonriendo.
— ¿Cómo está el señor Lybarger?
—Muy bien. En este momento está durmiendo.
—Aterrizáis en una hora. Os estará esperando un coche.
— ¿No vendrás a buscarnos?
—Joanna, la decepción de tu voz es un verdadero halago para mí, pero lo siento, no podré verte hasta más tarde. Tengo que atender algunos asuntos de última hora. Sólo quería asegurarme de que todo iba bien.
Joanna sonrió al sentir la calidez de la voz de Von Holden.
—Todo va bien —dijo—. No te preocupes por nada.
Von Holden colgó el teléfono celular en el módulo junto a la palanca de cambios del BMW, disminuyó la velocidad y giró hacia Friedrichstrasse. Más adelante, un camión de reparto se detuvo de golpe y Von Holden tuvo que hundir los frenos para no estrellarse. Lanzó una maldición y lo adelantó. Distraído, su mano se deslizó hasta tocar una maleta rectangular de plástico en el asiento de al lado y asegurarse de que el impacto del frenazo no la había lanzado al suelo. Un reloj digital de neón en la ventana de una joyería marcaba las diez treinta y nueve.
Durante las últimas horas, las cosas habían cambiado radicalmente. Tal vez para bien. La sección de Berlín había logrado pinchar las dos líneas supuestamente «seguras» de la habitación 6132 en el Hotel Palace utilizando un receptor microondas situado en un edificio al otro lado de la calle. Las llamadas a y desde la habitación fueron grabadas y enviadas al piso de Sophie-Charlottenburgstrasse, más tarde transcritas y entregadas a Von Holden. Los equipos habían sido instalados cerca de las once de la noche, lo cual significaba que se habían perdido las primeras llamadas. Sin embargo, lo que habían grabado más tarde fue suficiente para que Von Holden pidiera hablar inmediatamente con Scholl.
Von Holden pasó frente al Hotel Metropole, cruzó el Unter den Linden y se detuvo bruscamente frente al Grand Hotel. Cogió la maleta de plástico, entró y subió en ascensor directo hasta la suite que ocupaba Scholl.
Después de anunciarlo, un secretario lo condujo hasta la entrada. Scholl estaba hablando por teléfono en su escritorio. Frente a él, Von Holden vio a un hombre que esperaba sentado y lo reconoció. Era un individuo a quien despreciaba y que no había visto en mucho tiempo. Se llamaba H. Louis Goetz y era el abogado americano de Scholl.
—Señor Goetz.
—Von Holden.
Goetz era un tipo listo y vulgar, de unos cincuenta años, siempre demasiado en forma, con una especie de físico maquillado.
Daba la impresión de que pasaba la mitad del día cuidando de su aspecto, con sus lustrosas uñas de manicura, el rostro intensamente bronceado y vestido con un traje azul a rayas de Armani. El pelo oscuro y retocado tenía un leve toque de blanco en las sienes como teñido deliberadamente. Goetz tenía el aspecto de alguien que acababa de llegar en avión de un partido de tenis en Palm Springs. O de un entierro en Palm Beach.
Según ciertos rumores, estaba relacionado con la Mafia, pero en ese momento Von Holden sólo sabía que Goetz era una pieza clave en las manipulaciones de Scholl y Margarete Peiper para comprar una gran productora de Hollywood donde la Organización podría influir con mayor peso en la industria discográfica, en el cine y la televisión y, de paso, en el público de esos medios. El calificativo de calculador le quedaba corto a Goetz. Le sentaba mejor la imagen de témpano de hielo parlante.
Von Holden esperó a que Scholl colgara, depositó la maleta de plástico delante de él y la abrió. Dentro había una pequeña grabadora con las cintas de las conversaciones grabadas por la sección de Berlín.
—Tienen la lista completa de invitados y un informe detallado sobre Lybarger. Saben de la existencia de Salettl. Además, McVey ha hablado con el cardenal O'Connel de Los Ángeles para que lo llame a usted por la mañana y le pida que se reúna con él en Charlottenburg esta noche, una hora antes de que lleguen los invitados. Sabe que estará usted distraído y cuenta con eso para interrogarlo.
Scholl no hizo caso de los dos hombres y estudió las transcripciones. Al terminar se las pasó a Goetz y luego se colocó los auriculares y escuchó las cintas haciéndolas avanzar al azar para tener una idea de lo que decían.
Finalmente apagó la máquina y se quitó los auriculares.
—Han hecho precisamente lo que yo esperaba, Pascal. Han utilizado sus recursos y sus procedimientos usuales para obtener información sobre mis asuntos en Berlín y luego encontrar una manera de reunirse conmigo. No tiene importancia que sepan lo del señor Lybarger y el doctor Salettl o incluso que tengan la lista de invitados. Sin embargo, ahora que estamos seguros de que vendrán, haremos lo que queremos.
Goetz dejó de leer las transcripciones. No le gustaba lo que leía ni lo que oía.
—Erwin, ¿no pensará cargárselos? ¿Tres policías y un médico?
—Algo por el estilo, señor Goetz. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?
— ¿Problema? ¡Hostia, Bad Godesburg tiene la lista de invitados! Si usted se carga a esos tíos, tendrá que vérselas con toda la Policía Federal. ¿Qué cono significa eso? ¿Acaso quiere que vengan a meter sus asquerosas narices en el culo de todo el mundo?
Von Holden guardó silencio.
Era increíble cómo los americanos se deleitaban en el habla vulgar, cualquiera que fuera su condición social.
—Señor Goetz —dijo Scholl suavemente—. Explíqueme por qué tendré que vérmelas con toda la Policía Federal. ¿Qué dirían ellos para inculparme? Que un hombre de mediana edad recuperado de una grave enfermedad lee un discurso que suena a arenga pero que igual es aburrido ante un centenar de personas más o menos adormecidas y amables en el palacio de Charlottenburg. Después todos vuelven a casa. Alemania es un país libre y sus ciudadanos pueden hacer y creer lo que quieran.
—Pero usted sigue teniendo a tres polis y un médico fiambres que, para empezar, son los que embarcaron a la policía en esto. ¿Qué cono cree que van a hacer? ¿Dejarlo correr?
—Señor Goetz, los individuos de los que hablamos, al igual que usted, Von Holden o yo mismo, se encuentran en una gran ciudad de Europa llena de personas ambiciosas y sin escrúpulos. Antes de que acabe el día, el inspector McVey y sus amigos se encontrarán en una situación que no podrán relacionar con la Organización. Cuando las autoridades vuelvan a investigar, les sorprenderá descubrir que estos ciudadanos aparentemente respetables tienen, en realidad, pasados sórdidos plagados de secretos oscuros y muy privados que hasta ahora permanecían ocultos a los ojos de sus compañeros de trabajo y de sus familias. Esto quiere decir, en suma, que no son ellos los hombres más indicados para señalar con dedo acusador a personas como yo o como cualquiera de los cien amigos y ciudadanos más respetados de Alemania salvo, por supuesto, que sea con fines de lucro personal, por ejemplo a través del chantaje y la extorsión. ¿No crees que tengo razón, Pascal?
—Desde luego —dijo Von Holden asintiendo. El aislamiento y ejecución de McVey, Osborn, Noble y Remmer le incumbía a él. Del resto se ocuparían las secciones operativas de Los Ángeles, Frankfurt y Londres.
—Como puede ver, señor Goetz, no tenemos de qué preocuparnos. Nada en absoluto. De modo que, salvo si piensa que he omitido algo que valga la pena discutir, preferiría volver al tema de nuestra adquisición de la productora.
Sonó el teléfono de Scholl y éste levantó el auricular.
Escuchó un rato y luego miró a Goetz sonriendo. —Desde luego que sí —dijo—. Siempre estoy disponible para el cardenal O'Connel.
Capítulo 105
Osborn intentaba tranquilizarse bajo la ducha. Pasaban pocos minutos de las nueve de la mañana del viernes 14 de octubre. En Estados Unidos se celebraba el Día del Descubrimiento. En Berlín, faltaban sólo once horas para que comenzara la ceremonia en el palacio de Charlottenburg.
Karolin Henniger era una pieza clave y no la habían podido utilizar. A Remmer le habían confirmado lo que se sabía de ella al volver al hotel. Karolin Henniger era ciudadana alemana y madre soltera de un chico de once años. Había vivido en Austria desde finales de los años setenta y la mayor parte de los ochenta y regresó a Berlín el verano de 1989. Votaba cuando había elecciones, pagaba sus impuestos y no tenía ningún tipo de antecedentes criminales. Remmer tenía razón. No podían hacer nada.
Y sin embargo, ella lo sabía todo. Y Osborn sabía que ella lo sabía.
De pronto la puerta del baño se abrió de golpe.
— ¡Osborn! —Ladró McVey—. ¡Venga, de prisa!
Pasaron treinta segundos y Osborn salió empapado y semidesnudo cubriéndose con una toalla a mirar la televisión que McVey había encendido en el salón.
Era un reportaje en directo desde París que mostraba un curioso protocolo en el Parlamento francés donde los oradores se ponían de pie, uno tras otro, para hacer un breve comentario y luego volver a sentarse. Una voz transmitía rápidamente en alemán y luego entrevistaba a alguien. McVey oyó que mencionaban el nombre de François Christian.
—Ha dimitido —dijo Osborn.
—No —replicó McVey—. Han encontrado su cadáver. Dicen que se ha suicidado.
— ¡Dios mío! —Murmuró Osborn, fuera de sí—. ¡Dios mío!
Remmer hablaba por una línea con Bad Godesburg y por la otra Noble hablaba con Londres. McVey pulsó un botón del mando a distancia y se escuchó la transmisión en inglés.
—Un deportista encontró el cuerpo del primer ministro colgando de un árbol en un bosque de las afueras de París a primera hora de la mañana —dijo una voz de mujer mientras aparecía una perspectiva de una zona del bosque acordonada por efectivos de la policía francesa.
»Según se ha sabido, Christian parecía deprimido durante los últimos días. La presión ejercida para constituir los Estados Unidos de Europa había enfrentado a Francia con los franceses y François formaba parte de una minoría en abierta oposición. Debido a su insistencia, había perdido la confianza de sus ministros. Fuentes del gobierno señalan que Christian había sido obligado a dimitir y que el anuncio tenía que producirse aquella mañana. Sin embargo, según declaraciones de su mujer, en el último minuto había decidido anular su dimisión y convocar una reunión con los dirigentes del partido —dijo la periodista. Luego continuó en un tono que coincidía con las imágenes—: Las banderas en Francia están a media asta y el presidente ha declarado un día de luto oficial en todo el país.
Osborn sabía que McVey le estaba hablando pero no le oía. Sólo pensaba en Vera. Se preguntaba si ya lo sabría y si así era, cómo se habría enterado. O, en caso que no lo supiera, dónde y cómo se enteraría. Cómo se sentiría después.
De pronto se le ocurrió pensar que era notable que se preocupara por la suerte del antiguo amante de Vera. Pero ésa era la medida de su amor por ella. La angustia de Vera era su propia angustia y su dolor era el suyo. Quería estar con ella, estrecharla, compartirlo con ella. Quería estar allí para ella. Le importaba un bledo lo que McVey le estaba diciendo.
—Cállese un momento y escúcheme, ¡por favor! —exclamó Osborn de pronto—. François Christian la llevó a algún lado y allí estaba cuando la llamé desde Londres. Está en algún lugar en el campo. Puede que Vera no lo sepa. Quiero llamarla, pero quiero que me indique si es seguro o no hacerlo.
—Ya no está allí —expresó Noble, que acababa de colgar el teléfono y lo estaba mirando.
— ¿Qué está diciendo? —Preguntó Osborn con un dejo de ansiedad en la mirada—. ¿Cómo podría...? —balbuceó, y luego calló. Era una pregunta tonta. Esta gente lo superaba. Y Vera también.
—La noticia ha llegado por Bad Godesburg —dijo McVey con voz queda—. Estaba en una granja en las afueras de Nancy. Los tres agentes de los servicios secretos franceses que la protegían fueron hallados muertos en la casa. También había una mujer policía de la Prefectura de París. Según nos han dicho, se ha cortado el cuello. Nadie sabe por qué estaba allí ni qué hacía. Pero Vera Monneray cogió su coche y más tarde lo abandonó en la estación de Estrasburgo donde compró un pasaje para Berlín. De modo que, a menos que haya bajado en alguna estación, es lógico suponer que ahora se encuentra aquí.
A Osborn se le enrojecía el rostro por segundos.
No se lo podía creer. Ya no le importaba qué sabían o cómo lo sabían. Que pensaran lo que estaban pensando era algo demencial.
—Si ella no está allí, ¿por eso piensan ustedes que pertenece a la Organización? ¿Así de simple? ¡Que pertenece a la Organización! ¿Qué pruebas tienen? Venga, dígamelo, quiero saberlo.
—Osborn, ya sé cómo se siente. Sólo le estoy dando la información que tengo —dijo McVey con voz calmada y un dejo de simpatía.
— ¿Ah, sí? ¡Pues ya se puede ir al infierno!
—McVey —dijo Remmer con el teléfono en la mano—. Una mujer con el nombre de Avril Rocard se ha registrado en el Kempinski Berlín un poco después de la siete de la mañana.
La habitación estaba vacía cuando entraron. Remmer fue el primero, pistola en mano. Luego entraron McVey, Noble, y Osborn. Fuera, en el pasillo, dos agentes de la BKA vigilaban junto a la puerta.
Remmer se desplazó rápidamente, entró en el dormitorio contiguo y miró en el cuarto de baño. Los dos estaban vacíos. Volvió y se lo dijo a McVey, luego entró y empezó a inspeccionar a partir del baño. McVey se colocó guantes quirúrgicos y revisó el salón. Estaba lujosamente decorado y abajo se veía el Kurfürstendamm. Aún eran visibles las marcas de la aspiradora en la moqueta, lo cual indicaba que acababan de limpiar la habitación.
Sobre una mesa de café frente al sofá había una bandeja de desayuno con un vaso pequeño de zumo de naranja, varias rebanadas de pan tostado, un termo plateado de café y una taza a medio llenar con café frío. Junto a la bandeja, en la mesa, en un ejemplar del Herald Tribune se leían en grandes letras negras los titulares sobre el suicidio de François Christian.
— ¿Bebía café solo?
— ¿Qué? —preguntó Osborn, confundido. Era inconcebible que Vera estuviera en Berlín. Era aún más inconcebible que pudiese estar implicada en la Organización.
—Vera Monneray —dijo McVey—. ¿Tomaba el café sin azúcar?
—No lo sé —balbuceó Osborn—. Sí, es posible. No estoy seguro.
Se oyó el pitido de un «busca» en la habitación de al lado. Un momento después entró Remmer con guantes plásticos como los demás y cogió el teléfono. Marcó, esperó un momento y luego dijo algo en alemán. Sacó una libreta pequeña del bolsillo y escribió algo.
—Danke —dijo, y colgó—. Ha llamado el cardenal O'Connel —le informó a McVey—. Scholl está esperando tu llamada. A este número —dijo. Rasgó la hoja y se la entregó—. Al final puede que no necesitemos la orden de arresto.
—Ya, y también puede que sí la necesitemos.
Remmer volvió a la otra habitación y McVey revisó el salón una vez más. Prestó mucha atención al sofá y a la moqueta en el suelo donde se habría sentado la persona bebiendo café y leyendo el periódico.
—Esta Avril Rocard —dijo Osborn, que intentaba pensar en términos lógicos y encontrarle algún sentido a todo aquello que le parecía tan abrumador—, dice usted que pertenece a la policía de París. ¿Han identificado positivamente el cuerpo? Tal vez era otra persona. Es posible que Avril Rocard esté aquí y que no tenga nada que ver con Vera.
—Señores —dijo Noble en la puerta del dormitorio—. ¿Quieren entrar, por favor?
Osborn se apartó y miró con los demás cuando Noble abrió la puerta del armario.
Dentro había dos trajes, un vestido de noche y una estola de visón plateado. Luego Noble se acercó a una cómoda, se sentó, abrió el cajón superior y sacó varias bragas de encaje y sostenes, cinco paquetes sin abrir de medias panti Armani y un camisón transparente de seda plateada. En el cajón de abajo había dos bolsos, uno plano y formal que hacía juego con el vestido de noche. El segundo era un bolso de cuero marrón.
Noble cogió el bolso plano y lo abrió. Dentro había dos estuches de joyas y una bolsita de terciopelo que cerraba con un hilo trenzado. En el primer estuche había un collar de diamantes y en el segundo los pendientes que hacían juego. En la bolsita de terciopelo había una pequeña pistola automática y plateada del calibre 25. Noble volvió a dejarlo todo en su lugar tal como lo había encontrado y luego calibró la segunda cartera. En el interior encontró un fajo de facturas impagadas y sujetas con una goma elástica dirigidas a Avril Rocard, 17 rué Saint Gilles, París 75003. Además, una chapa de identificación de policía perteneciente a la Prefectura de París y un bolso deportivo negro de nailon. Noble lo sacó y extrajo el pasaporte de Avril Rocard, una bolsita de plástico transparente con cierre de cremallera con un fajo de marcos alemanes, un billete de avión no usado de París a Berlín y un sobre con una reserva en el hotel Kempinski desde el viernes 14 de octubre hasta el sábado 15.
Noble los miró a todos y volvió a buscar en el bolso plano. Sacó un sobre abierto impreso con un elaborado relieve. De allí extrajo una invitación grabada para la cena en honor de Elton Lybarger en el palacio de Charlottenburg.
En un gesto instintivo, McVey se llevó la mano a la chaqueta y sacó la lista de invitados.
—No hay necesidad de mirarlo. Ya lo he confirmado y Avril Rocard está en la lista, unos seis nombres antes del Doctor Salettl —dijo Noble, y se levantó—. Y otra cosa... —Se acercó a una mesa de noche junto a la cama y cogió un objeto envuelto en un pañuelo de seda negro—. Estaba metido debajo del colchón —dijo. Desenvolvió el pañuelo y sostuvo una cartera de cuero. En ese momento vio cómo reaccionaba el doctor Osborn—. Usted sabe lo que es, doctor Osborn...
—Sí —contestó éste—. Sé lo que es.
Lo había visto antes. En Ginebra, en Londres y en París. Era la cartera donde Vera Monneray guardaba su pasaporte.
Capítulo 106
Osborn no era el único hombre atormentado que había en Berlín.
En el despacho de Von Holden en el piso de Sophie-Charlottenburgstrasse, Cadoux esperaba destrozado por la angustia. Había pasado las últimas dos horas quejándose ante cualquiera que quisiera oírle hablar de la calidad del café en Alemania, de la dificultad para conseguir un periódico en francés o de cualquier otra cosa. Intentaba disfrazar su creciente inquietud por la suerte de Avril Rocard. Habían pasado más de veinticuatro horas desde que su amiga había terminado previsiblemente su misión en la granja de las afueras de Nancy. Estaba previsto que le informara directamente a él. Pero no había tenido noticias.
Había llamado cuatro veces a su piso en París y no habían contestado ninguna. Después de una noche de insomnio, llamó a Air France para averiguar si Avril había cogido el vuelo a primera hora de la mañana de París a Berlín. Cuando le dijeron que no, comenzó a desmoronarse. Cadoux era un terrorista entrenado, asesino y policía profesional. En Interpol era el responsable de la seguridad de Erwin Scholl donde quiera que viajase a lo largo de los últimos treinta años. Pero en lo más íntimo, Cadoux era un hombre prisionero de sus sentimientos. Para él, Avril Rocard era como el aire que respiraba.
Finalmente se arriesgó a seguir el rastro por teléfono, y estableció contacto con un miembro de la Organización infiltrado en los servicios secretos franceses. El hombre le confirmó que habían encontrado muertos a tres agentes de los servicios secretos y a una mujer en la granja de Nancy, pero que no había más detalles. Cadoux sucumbió a la desesperación y entonces decidió telefonear al lugar que, al fin y al cabo, era el más evidente.
Llamó al hotel Kempinski.
Sintió un enorme alivio cuando le comunicaron que Avril Rocard había llegado al hotel a las siete y cuarto de la mañana, proveniente del Bahnhof Zoo, la estación central de ferrocarril en Berlín. Cadoux colgó y buscó un cigarrillo. Exhaló el humo y el rostro se le iluminó con una sonrisa, hasta que dio un puñetazo en la mesa. Treinta segundos más tarde, exactamente a las diez y cincuenta y nueve minutos, mientras Von Holden mantenía aún su reunión con Scholl, Cadoux cogió el teléfono y llamó a la habitación de Avril Rocard en el hotel Kempinski. Cosas de la suerte, la línea comunicaba.
Era McVey, que la usaba para llamar a Scholl. La primera parte de la conversación había sido formal y cortés. Hablaron de su mutua amistad con el cardenal O'Connel y del clima de Berlín comparado con el sur de California y de la coincidencia de encontrarse los dos en Berlín. Después hablaron del objeto de la llamada de McVey.
—Es algo que quisiera comentar personalmente con usted, señor Scholl. No quisiera que se me malinterpretara.
—Creo que no entiendo.
—Digamos simplemente que es... personal.
—Inspector, como usted comprenderá, estoy literalmente atado durante todo el día. ¿No podría esperar hasta que regrese a Los Ángeles?
—Creo que no.
— ¿Cuánto tiempo cree que necesitará?
—Media hora, cuarenta minutos.
—Ya veo...
—Ya sé que está muy ocupado y le agradezco su colaboración, señor Scholl. Ya sé que estará en el palacio Charlottenburg para la recepción de esta noche. ¿Por qué no nos encontramos antes del inicio? ¿Qué le parece alrededor de las sie...?
—Me reuniré con usted a las cinco en punto en el número 72 de Haupstrasse, en el distrito Friedenau. Es una residencia privada. Estoy seguro que podrá encontrarla. Buenos días, inspector.
Se oyó el «clic» en el otro extremo cuando Scholl colgó y luego miró a Louis Goetz y a Von Holden cuando los dos colgaron las extensiones.
— ¿Era eso lo que querías?
—Eso era lo que quería —dijo Von Holden.
Capítulo 107
Mientras Cadoux esperaba comunicarse con Avril Rocard en el hotel Kempinski, la recepción, obedeciendo órdenes de la BKA, lo había retenido el tiempo suficiente para que la policía rastreara la llamada.
Osborn se encontraba nuevamente bajo la tutela del agente Johannes Schneider. Pero esta vez había un segundo agente. Littbarski era un gordo de calvicie avanzada y padre soltero de dos hijos. Estaban los tres hombres tomando café sentados ante una pequeña mesa de madera en el tumulto del Kneipe, una taberna a media manzana de distancia del piso de Sophie-Charlottenburgstrasse, adonde se dirigían McVey, Noble y Remmer.
Cuando éstos llegaron, les abrió la puerta del piso una pelirroja de mediana edad. Llevaba un pequeño auricular de telefonista, como si acabara de dejar su centralita. Remmer mostró rápidamente la chapa de la BKA y se presentó en alemán. En el lapso de la última hora, alguien había llamado al hotel Kempinski y querían saber quién era.
—No podría decirles —respondió ella, en alemán.
—Ya encontraremos a alguien que pueda decírnoslo.
La mujer vaciló. Explicó que habían salido todos a comer. Remmer le dijo que esperarían. Que si tenía problemas, conseguirían una orden judicial y volverían. De pronto la mujer levantó la cabeza como si estuviera escuchando algo distante. Los miró y sonrió.
—Lo siento —dijo—. Lo que pasa es que tenemos mucho trabajo. Éste es el centro de organización de una cena privada que se celebrará esta noche en el Schloss Charlottenburg. Acude gente muy importante y nosotras nos ocupamos de la coordinación. Hospedamos a mucha gente en el hotel Kempinski. Es probable que haya llamado yo para asegurarme de que nuestros invitados han llegado ya y que todo marcha bien.
— ¿Cómo se llama el cliente a quien ha llamado?
—Ya... ya se lo he dicho. Hay varios clientes.
— ¿Quiénes son?
—Tendría que mirar el registro.
—Pues mírelo.
La mujer asintió y les pidió que esperaran. Remmer dijo que sería preferible que los dejara pasar. La mujer volvió a levantar la cabeza y desvió la mirada.
—De acuerdo —contestó, finalmente, y los condujo por un estrecho pasillo hasta una pequeña mesa. Se sentó junto a un teléfono de numerosas líneas, movió un pequeño florero con una rosa amarilla marchita y abrió un archivador. Buscó la página marcada Kempinski y se la plantó bruscamente a Remmer bajo la nariz para que él mismo la leyera. La lista comprendía seis invitados, entre los cuales figuraba Avril Rocard.
Noble y McVey dejaron a Remmer hablando con la mujer, se apartaron y miraron a su alrededor. A la izquierda había otro pasillo. A medio camino y al final había un par de puertas, ambas cerradas. Enfrente estaba el salón del apartamento y vieron a dos mujeres y un hombre trabajando ante lo que parecían mesas de alquiler. Una de las mujeres tecleaba frente a una pantalla de ordenador y los otros dos se ocupaban de responder llamadas. McVey se metió las manos en los bolsillos y puso cara de aburrido.
—Alguien le está hablando a través de ese auricular —dijo en voz baja, como si hablara del tiempo o de los valores de la Bolsa. Noble le dirigió una mirada cuando ella condujo a Remmer a hablar con el telefonista del salón. Remmer la siguió, se acercó al hombre y le mostró su chapa. Hablaron durante unos minutos y luego Remmer volvió donde McVey y Noble.
—Según su versión, fue él quien llamó a la habitación de Avril Rocard. Ninguno de los dos sabe dónde se hospedan Salettl o Lybarger. La mujer cree que irán directo a Charlottenburg desde el aeropuerto.
— ¿A qué hora llega el vuelo?
—No lo sabe. Sólo se ocupa de los invitados, nada más.
— ¿Quién más trabaja aquí, en las otras habitaciones?
—Dice que son sólo ellos cuatro.
— ¿Podemos volver allí? —preguntó McVey señalando el pasillo con un gesto de la cabeza.
—No sin una autorización.
McVey se miró los zapatos.
— ¿Y si conseguimos una orden de arresto?
— ¿Con qué justificación? —interpeló Remmer con sonrisa cauta.
—Vamonos de aquí —dijo McVey.
Von Holden observó a los detectives por el circuito cerrado de televisión bajando las escaleras y saliendo. Había regresado de su reunión con Scholl hacía sólo diez minutos y había encontrado a Cadoux en su despacho intentando comunicarse con Avril Rocard en el hotel Kempinski.
Al verlo, Cadoux había colgado de golpe, indignado. Al principio la línea comunicaba. Ahora no respondían. Von Holden, irritado a su vez, le espetó que se olvidara, que no había venido a Berlín de vacaciones. En ese momento llegó la policía. Von Holden supo de inmediato cómo y por qué. Tenía que actuar rápidamente. Los retuvo en la entrada mientras reemplazaba a una de las secretarias del salón por el guardia de seguridad. Ahora, después de que se cerrara la puerta, observó a McVey, que parecía estudiar la fachada del edificio. Se volvió airado hacia Cadoux y el blanco y negro de los monitores de seguridad le iluminó las facciones endurecidas del rostro.
—Ha sido una tontería eso de llamar a su habitación desde aquí. —Su tono era cálido como una barra de acero.
—Lo siento, herr Von Holden. —Cadoux parecía genuinamente arrepentido pero se resistía a dejarse vapulear por un hombre quince años más joven. Cuando se trataba de Avril Rocard, el mundo entero se podía ir al infierno, incluyendo a Von Holden.
Von Holden lo miró fijamente.
—Olvídalo. Mañana a la misma hora ya no tendrá importancia. —Un momento antes, estaba dispuesto a decirle a Cadoux que Avril Rocard había muerto, darle la noticia a bocajarro en medio de la conversación y gozar de la angustia que lo embargaría. También le podía contar otras cosas. Avril Rocard no sólo había sido una mujer bella y sumamente diestra con las armas. También había trabajado como espía en la sección de París y, en calidad de tal, no sólo había sido confidente de Von Holden sino también amante. Por eso la habían invitado a Berlín, como guardia de seguridad de Lybarger en el interior del palacio de Charlottenburg durante la ceremonia. Y más tarde, para satisfacer los placeres del propio Von Holden. Todo aquello se lo habría podido contar a Cadoux sólo para exacerbar su dolor, pero decidió que aún no había llegado el momento. A Cadoux lo habían traído a Berlín por una razón absolutamente diferente, para una tarea que requeriría toda su concentración y por eso Von Holden no debía decir nada, al menos por ahora.
Osborn intentaba no pensar en Vera, en dónde estaba y qué estaría haciendo, y la idea de que estuviera implicada en la Organización le parecía inconcebible. ¿Por qué habría venido adoptando el papel de Avril Rocard? Osborn tenía los nervios a flor de piel, mientras se esforzaba por explicarles a Schneider y Littbarski los principios del fútbol americano, en medio del bullicio de la taberna, que parecía invadida por todos los turistas de Berlín.
Al comienzo, el parloteo de la pequeña radio que Schneider sostenía en la mano parecía ser sólo una emisión policial rutinaria. El volumen era muy alto y notaron que algunas personas de las mesas contiguas se volvían ante la intrusión del agudo ruido. Schneider bajó inmediatamente el volumen. En ese momento se oyó el nombre de Vera y a Osborn le dio un vuelco el corazón.
— ¿Qué ha dicho? —preguntó, cogiéndole la muñeca a Schneider. Littbarski se puso tenso.
—Sich schonen. Cálmese —le advirtió a Osborn.
Osborn soltó a Schneider y el agente se relajó.
— ¿Qué le ha sucedido? —inquirió Osborn, y Schneider observó la tensión en los músculos de su cuello.
—Dos policías federales han detenido a la señorita Monneray cuando salía de la iglesia de María Reina de los Mártires.
¿Qué estaría haciendo Vera en la iglesia? Pasaron las imágenes por su cabeza. No recordaba que le hubiese hablado de iglesias o de ideas religiosas ni nada parecido.
— ¿Adónde la llevan?
—No lo sé —dijo Schneider negando con la cabeza.
—Mentira. Sí que lo sabes.
Littbarski volvió a ponerse tenso.
Schneider cogió la radio y se incorporó.
—Tengo órdenes de llevarlo al hotel en caso de que suceda algo.
Sin hacer caso de Littbarski, Osborn estiró el brazo para detenerlo.
—Schneider, no sé qué está pasando. Me gustaría pensar que se trata de un error, pero no lo sabré hasta que la vea o pueda hablar con ella. No quiero que McVey hable a solas con ella antes que yo. Joder, Schneider, te lo estoy pidiendo por favor... Ayúdame.
Schneider le clavó la mirada.
—Se le ve en los ojos —comentó—. Está loco por ella. Así lo expresan ustedes los americanos, ¿no? ¿Loco por ella?
—Sí, así se dice. Sí, estoy loco por ella... Acompáñame adonde la hayan llevado. —Lo de Osborn era una auténtica súplica.
—La otra vez se me escapó.
—Esta vez no me escaparé, Schneider. Te lo aseguro.
Capítulo 108
Von Holden veía la ciudad a través de un velo y tenía que acelerar y reducir continuamente la marcha del BMW, encajar el punto muerto en medio del intenso tráfico de mediodía para volver a avanzar al cabo de un momento. Llevaba el piloto automático y sentía la mente desgarrada por la ira y el absurdo. Tres de los cuatro hombres que había jurado matar, incluyendo al propio McVey, habían entrado en su despacho y requerido su colaboración como si se tratara de un mercachifle cualquiera. Peor aún, se había sentido impotente, incapaz de hacer nada, obligado a dejarlos entrar, teniendo que observarlos tras la puerta cerrada. Le daba miedo que la Policía Federal invadiera el lugar reglamentariamente.
Lo más demencial era que toda la operación había sido provocada por el apetito emocional de Cadoux hacia una mujer que, de no ser por la información que le transmitía él en relación a la lealtad de los agentes de Interpol, no tenía ningún otro interés. Fue entonces, en medio de su irritación por la estupidez de Cadoux, cuando las últimas piezas de su estrategia encajaron a la perfección, 72, Hauptstrasse. 12.15
Joanna vio que el BMW giraba desde la calle, se detenía brevemente en la caseta de seguridad y luego cruzaba la verja y entraba por el camino circular hasta frenar ante la puerta de la residencia. Desde la ventana donde estaba ella en la segunda planta, le era difícil vislumbrar hasta abajo, pero estaba casi segura de haber reconocido a Von Holden en un momento dado cuando bajó del coche y se dirigió a la entrada. Fue rápidamente hasta el espejo, se cepilló el pelo y se retocó los labios con ese elegante rouge que Uta Baur le había obsequiado y que le dejaba en la boca un «look» húmedo.
Por razones que no podía explicar o que no comprendía, y a pesar de todo lo que le había sucedido, Joanna se sentía sexualmente más excitada que nunca. Era como si la hubiera invadido un apetito o sed insaciables, y con tanto vigor que sólo podría aplacar librándose al acto amoroso.
Abrió la puerta y salió al pasillo. Vio a Von Holden conversando con Eric y Edward en el recibidor de abajo. Al cabo de un momento, Von Holden se despidió y desapareció. Su primer impulso fue correr escaleras abajo para atajarlo, pero no podía comportarse de esa manera en presencia de los sobrinos de Lybarger.
No quiso ceder a su impulso y optó por cruzar el salón discretamente. Llamó a una puerta cerrada. Esta se abrió de inmediato y apareció un hombre de pelo blanco, rostro pálido y facciones porcinas. Vestía de frac. Tenía la piel tan poco pigmentada que Joanna creyó que era albino.
—Soy la... el señor Lybarger... —balbuceó. El aspecto del hombre y su mirada de superioridad la intimidaron.
—Ya sé quién es usted —afirmó él con voz cavernosa.
—Quisiera ver al señor Lybarger —dijo, y la dejaron entrar sin vacilar.
Elton Lybarger estaba sentado en una silla junto a la ventana leyendo un montón de papeles impresos en tipos muy grandes. Era el discurso que tenía que leer esa noche y durante los últimos días no había hecho otra cosa que repasarlo.
—Quería asegurarme de que se sentía cómodo y de que todo marcha bien, señor Lybarger —precisó Joanna. Se percató de la presencia de otro hombre, también vestido de frac, de pie junto a una ventana más apartada que daba a un enorme jardín en la parte de atrás. Joanna no entendía por qué permanecía el señor Lybarger en su habitación acompañado de dos guardaespaldas, en una casa tan elegante y distinguida como aquélla y protegido por los guardias de la entrada y en la verja que rodeaba la propiedad.
—Gracias, Joanna, todo va bien —contestó él sin mirarla.
—Entonces, lo veré más tarde —dijo ella afectuosa.
Lybarger asintió abstraído y siguió leyendo. Joanna saludó amablemente al guardia con cara de cerdo, dio media vuelta y salió.
Von Holden estaba solo en la biblioteca recubierta de madera oscura cuando entró ella y cerró la puerta sin hacer ruido. El estaba sentado en una silla dándole la espalda y hablaba por teléfono en alemán. La habitación estaba a oscuras en contraste con el esplendoroso sol del jardín. El césped era de un verde intenso en el que se desplegaba un manto de brillantes hojas amarillas y rojas que caían flotando de la copa de una inmensa haya en el otro extremo del jardín. A la izquierda de la haya, Joanna divisó un garaje con cabida para cinco coches y más allá una verja de hierro que parecía conducir a la salida de servicio en la parte posterior de la propiedad. De pronto, Von Holden colgó y se volvió rápidamente en su silla.
—No deberías entrar cuando estoy hablando por teléfono, Joanna.
—Tenía ganas de verte.
—Pues ya me ves.
—Sí —afirmó Joanna sonriendo. Le pareció que jamás lo había visto tan cansado—. ¿Has comido?
—No me acuerdo.
— ¿Desayunaste?
—No lo sé.
—Estás cansado y necesitas un afeitado. Sube a mi habitación. Te puedes duchar y descansar un poco.
—No puedo, Joanna.
— ¿Por qué?
—Porque estoy ocupado. —De pronto Von Holden se levantó del asiento—. No me trates como a un niño, no me gusta.
—No quiero tratarte como a un niño... Quiero... hacer el amor contigo —sonrió humedeciéndose los labios—. ¿Por qué no subes ahora? Por favor, Pascal. Puede que no volvamos a vernos.
—Pareces una colegiala.
—No soy una colegiala... y tú lo sabes —contestó, y se acercó hasta que estuvo frente a él. Deslizó la mano hasta su entrepierna—. Hagámoslo aquí, ahora mismo. —Todo en Joanna, desde el ronroneo de la voz hasta el movimiento de su cuerpo al acercársele, era abiertamente sexual—. Estoy mojada —murmuró.
Von Holden le apartó bruscamente la mano.
—No —dijo—. Ahora vete. Te veré esta noche.
—Pascal, te... amo.
Él se la quedó mirando.
—A estas alturas, ya deberías saberlo...
Las pupilas de Von Holden se convirtieron en dos puntos diminutos y hasta la cuenca de los ojos pareció hundírsele en el cráneo. Joanna se sobresaltó y tuvo que retroceder. Jamás en su vida había visto a nadie tan enajenado por la ira o tan amenazante como Von Holden le parecía ahora.
—Vete —dijo él en un susurro sibilante.
Joanna gritó y se volvió, tropezó con una silla, la esquivó y salió corriendo de la habitación dejando la puerta abierta. Von Holden oyó el ruido de sus tacones contra el suelo de piedra y luego cuando subía corriendo las escaleras. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando entró Salettl.
—Estás irritado —comentó Salettl.
Von Holden se volvió y se quedó mirando por la ventana. Von Holden había llamado a Scholl desde el coche con los últimos detalles del plan. Scholl escuchó y luego dio su aprobación. Pero, con la misma rapidez, le comunicó que él no participaría en la ejecución del plan. Era demasiado peligroso, dijo, porque Von Holden era de sobras conocido como su jefe de Seguridad en Europa y él no podía correr el riesgo de que algo saliera mal. A Von Holden podían matarlo o apresarlo, y si eso sucedía, llegarían hasta él. La policía estaba demasiado cerca. No, Von Holden lo planearía todo, pero sería Viktor Shevchencko quien lo ejecutara. Aquella noche, Von Holden escoltaría personalmente al señor Lybarger hasta el palacio de Charlottenburg. Más tarde saldría discretamente para ocuparse de «lo otro», como Scholl solía decir. Ésas eran las órdenes, y luego Von Holden había colgado.
—Ya sabe usted, Herr Leiter der Sicherheit —dijo Salettl suavemente—. En este día, más que nunca, su seguridad personal tiene un valor incalculable.
—Sí, ya lo sé —contestó Von Holden, y se volvió para mirarlo. Era evidente que Salettl sabía lo que había ocurrido entre él y Scholl, porque con esa frase Salettl se refería a «lo otro». Inmediatamente después de la ceremonia de Charlottenburg, se celebraría una segunda reunión sólo con algunos invitados privilegiados. Se trataba de algo secreto y tendría lugar en el mausoleo, el edificio de Charlottenburg construido como templo donde yacían enterrados los emperadores prusianos. Von Holden se presentaría con un material sumamente delicado que sería expuesto ante los presentes. Y los códigos de acceso habían sido programados especialmente para él y únicamente para él, de modo que era imposible modificarlo.
Habían elegido a Von Holden para la tarea en reconocimiento de la alta estima que se le tenía y en virtud del poder que había recibido. A pesar de su irritación, sabía que Scholl, al igual que Salettl, tenía razón. Había sobrados motivos por los que, en ese día más que nunca, su seguridad personal cobraba un valor incalculable. Había dejado de ser el soldado de la Spetsnaz que antes llevaba en la sangre. Ya no era un Bernhard Oven o un Viktor Shevchenko. Ahora era el Leiter der Sicherheit. Ser jefe de Seguridad no era el simple rótulo de un cargo sino un mandato para el futuro. Von Holden era el hombre que un día se encargaría de la sucesión de poderes en la Organización. Y eso lo convertía, a todos los efectos, en «el guardián de la llama». Y si antes no lo había entendido cabalmente, debía entenderlo ahora mejor que nunca.
Capítulo 109
La celda de interrogatorios en el sótano del edificio de la Kaiser Friedrichstrasse estaba pintada toda de blanco. Suelo, techo y paredes. El mismo decorado que las seis celdas adyacentes, todas de dos metros por tres. Muy pocos conocían la existencia de ese lugar, incluso los que trabajaban en el edificio, sede de la oficina de impuestos del departamento de Obras Públicas del Ayuntamiento. Sin embargo, una tercera parte de la superficie de los dos mil metros cuadrados del semisótano estaba ocupada por una unidad especial de inteligencia de la BKA. Construida inmediatamente después del episodio de la masacre de los Juegos Olímpicos de Munich en 1972, sirvió como lugar de reclusión para los terroristas y sus colaboradores. Después había servido como cárcel clandestina para retener a los miembros de la banda Baader-Meinhoff de la Fracción del Ejército Rojo, del Movimiento Palestino de Liberación y para retener a los acusados del derribo del avión PANAM, vuelo 103. Además de la blancura absoluta de techos y paredes, otra de sus principales características era que las luces nunca se apagaban. Al cabo de treinta y seis horas, los detenidos perdían completamente el sentido de la orientación, lo cual facilitaba enormemente el trabajo.
Vera estaba sola en la primera celda, sentada en un banco de plástico que parecía fundido en el suelo. No había ni mesa ni sillas. Sólo aquel banco. Le habían sacado fotos y habían tomado sus huellas dactilares. Estaba vestida con un chándal de un gris claro casi blanco y unas zapatillas más oscuras. En el dorso, estampado en color naranja fosforescente, se leía Gefanger, Bundesrepublik Deutschland—Preso, República Federal de Alemania. Parecía desconcertada y cansada, pero aún estaba lúcida cuando se abrió la puerta y entró Osborn. Una mujer policía bajita y de constitución robusta permaneció en el umbral durante un momento. Luego dio un paso atrás y cerró la puerta.
—Dios mío —murmuró Osborn—. ¿Te encuentras bien?
Vera había abierto la boca. Parecía que intentaba decir algo, pero no podía. Brotaron las lágrimas y se abrazaron llorando.
—François... muerto... ¿Por qué estoy aquí?... Los mataron a todos en la granja... ¿Qué he hecho?... He venido a Berlín... porque era... el único lugar que me quedaba para... encontrarte —la oyó decir Osborn entre sollozos y caricias.
—Vera... Shh. Ya está bien, cariño... —la consoló Osborn y la estrechó con fuerza, protector, como quien acoge a un niño—. Ya ha pasado todo... todo se arreglará... —repetía, acariciándole el pelo.
Le besó las lágrimas y le secó las mejillas con las manos.
—Me quitaron hasta el pañuelo —dijo Osborn intentando sonreír. No llevaba cinturón ni cordones de zapatos. Luego volvieron a abrazarse estrechándose el uno contra el otro, rodeándose con los brazos.
—No me dejes ir —dijo ella—. Nunca más...
—Vera, dime qué ha pasado. —Ella le cogió la mano y se la apretó y luego se sentaron en el banco. Vera se enjugó las lágrimas, cerró los ojos y comenzó a recordar todo lo que había sucedido desde el día anterior.
Aún podía ver la granja en las afueras de Nancy y los cuerpos inertes de los tres agentes de los servicios secretos en el lugar donde habían caído. A escasa distancia estaba Avril Rocard, los ojos abiertos hacia el vacío y la sangre fluyendo lentamente del corte en el cuello.
Encontró la línea del teléfono cortada cuando volvió al interior. Buscó infructuosamente las llaves del Ford de los agentes. Cogió el Peugeot negro de la policía conducido por Avril Rocard y partió en dirección a la ciudad.
Desde un teléfono público intentó ponerse en contacto con François en París. Lo había buscado en su casa y en el despacho pero en ambos comunicaban sin cesar. Pensó que sin duda se debía a que acababa de hacerse pública la noticia de su dimisión. Aún bajo el impacto emocional de la matanza en la granja, volvió a subir al Peugeot y condujo hasta un parque en las afueras de la ciudad.
Allí sentada dentro del coche, intentando aclararse en medio de una nebulosa de temores y emociones, pensando en lo que debería hacer, vio el bolso de Avril Rocard en el suelo bajo el asiento de al lado. Lo abrió y encontró su chapa de la policía francesa y el estuche de su pasaporte. Dentro del estuche, detrás del pasaporte, había un billete de avión de primera clase París-Berlín y un sobre con la confirmación de reserva en el hotel Kempinski. También había un sobre muy fino con el grabado de una invitación en alemán a una cena de gala que se celebraría en el palacio de Charlottenburg a las ocho de la noche el viernes 14 de octubre, en homenaje a un tal señor Elton Lybarger. Entre los anfitriones vio el nombre de Erwin Scholl. Era el mismo hombre que había contratado a Albert Merriman para matar al padre de Osborn.
Vera sólo acertó a pensar que si Scholl estaba en Berlín, tal vez Osborn lo sabía y había ido allí. No era una pista demasiado segura pero era lo único que tenía. Aunque varios años más joven, descubrió que se parecía lo bastante a Avril Rocard como para hacerse pasar por ella, a menos que alguien la conociera personalmente. Todo aquello había sucedido el jueves y la cena en el palacio de Charlottenburg era el viernes. La vía más rápida de Nancy a Berlín era en tren desde Estrasburgo y allí se dirigió.
En el trayecto de Nancy a Estrasburgo se detuvo dos veces para llamar a François, pero las líneas seguían ocupadas. La segunda vez, en una zona de descanso de la autopista, logró contactar con el despacho del ministerio. Eran casi las cuatro de la tarde y de François no se había sabido nada desde que saliera de la casa a las siete de la mañana. Aún no se había informado a los medios de comunicación de su desaparición, pero los servicios secretos y la policía estaban en alerta roja. El Presidente había dado órdenes para que trasladaran a su mujer e hijos a un lugar secreto bajo la protección de guardias armados.
Vera recordaba haber colgado sintiéndose presa de un gran vacío. Nada existía, ni François Christian, ni el doctor Paul Osborn de Los Ángeles. Tampoco existía aquella Vera Monneray que pudiese volver a su piso y a su vida en París y continuar como si no hubiera sucedido nada. Atrás quedaban cuatro personas muertas en la granja y los únicos hombres que había amado en su vida, que había amado tan profunda y plenamente, no estaban, se habían esfumado como vapor en el aire. De pronto tuvo el presentimiento de que lo que estaba sucediendo en ese momento era sólo el preludio de lo que pasaría después. Volvió a sumirse en el recuerdo macabro del pasado de su abuela y del terror irracional que lo acompañaba. La respuesta, como había sucedido en tiempos de su abuela, sólo podía estar en Berlín. Pero ahora se había convertido en una cuestión bastante más personal. Lo que le había sucedido a François era parte del asunto y Osborn también, porque se encontraba en la misma encrucijada.
En Berlín se registró en el hotel bajo el nombre de Avril Rocard y al llegar a la habitación descubrió que su ropa ya había llegado. El servicio de habitación le trajo el desayuno. Sobre la bandeja había un periódico y Vera leyó la noticia del suicidio de François. Por un momento pensó que iba a desmayarse y se dio cuenta de que necesitaba aire fresco para recuperarse, pensar y decidir qué haría si alguien se ponía en contacto con ella, o si no la contactaban, o si debía ir sola a Charlottenburg aquella noche. Escondió el pasaporte bajo el colchón por miedo a que alguien descubriera su verdadera identidad y salió de la habitación.
Su paseo la condujo a la Iglesia de María Reina de los Mártires. Paradójicamente, la iglesia era un monumento religioso en homenaje a los mártires caídos entre 1933 y 1945 en defensa de las libertades de expresión y de culto. Vera sintió una premonición y pensó que en el interior encontraría una respuesta a lo que estaba sucediendo. Pero sólo encontró a los policías alemanes que la esperaban a la salida.
El agente Schneider había mentido al decirle a Osborn que si algo sucedía, tenía órdenes de llevarlo al hotel. La verdad era que si encontraban a Vera Monneray, debía llevar a Osborn inmediatamente a verla. McVey quería que Osborn y Vera Monneray creyeran que tenían la oportunidad de estar solos para obtener la mayor información posible. Tenían que hacerle creer a Osborn que tomaba él la iniciativa de reunirse con Vera. Y gracias a la complicidad de Schneider, eso era precisamente lo que Osborn estaba haciendo.
De pronto se abrió la puerta del cuarto de interrogatorios. Osborn se volvió rápidamente y vio entrar a McVey.
— ¡Sacadlo de aquí ya! —exclamó McVey enfurecido, y en un instante dos policías federales cogieron a Osborn para arrastrarlo fuera de la celda.
— ¡Vera! —exclamó intentando volverse—. ¡Vera! —El grito fue apagado por el estruendo de la puerta de acero al cerrarse. Lo condujeron por un estrecho pasillo y luego por unas escaleras. Abrieron una puerta y lo introdujeron en otro módulo blanco. Los policías salieron y cerraron con llave.
Al cabo de diez minutos entró McVey. Tenía la cara roja y resoplaba ruidosamente, como si acabara de subir un largo tramo de escaleras.
— ¿Qué ha sacado en limpio de la grabación? ¿Alguna cosa de interés? Preguntó Osborn frío nada más abrirse la puerta—. Fue bastante conveniente que yo llegara antes, ¿no? Porque a Vera podría ocurrírsele decirme a mí lo que no le diría a la policía alemana y los micrófonos lo habrían grabado todo. Pero al parecer no ha ido bien, ¿eh? Lo único que ha conseguido ha sido la verdad de una mujer aterrorizada.
— ¿Cómo sabe que dice la verdad?
— ¡Porque lo sé, maldita sea!
— ¿Le ha mencionado alguna vez al capitán Cadoux de Interpol? ¿Alguna vez habló de él o mencionó su nombre?
—No. No.
McVey le lanzó una mirada rabiosa y al cabo de un instante se calmó.
—Está bien, creámosle. Los dos.
—Entonces, suéltela.
—Osborn, está usted aquí gracias a mí. Y quiero decir con eso que no está muerto en el suelo de un bar en París con la bala de un asesino de la Stasi entre ceja y ceja.
—McVey, ¡eso no tiene nada que ver con esto y usted lo sabe! Y por lo mismo, no tiene ningún motivo para retenerla. ¡Eso también lo sabe!
McVey tenía la mirada fija en Osborn.
— ¿Usted quiere descubrir el porqué de lo de su padre?
—Lo que sucedió con mi padre no tiene nada que ver con Vera.
— ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro? —McVey no quería ser cruel, sólo quería sondear a Osborn—. Dice que la conoció en Ginebra. ¿Se acercó usted a ella o ella a usted?
—No... no tiene nada que...
—Contésteme.
—Ella se... acercó a mí.
—Vera Monneray era la amante de François Christian, y exactamente el día de ese asunto de Lybarger, él aparece muerto y ella en Berlín con una invitación a la cena.
Osborn estaba irritado. Irritado y confundido. ¿Qué insinuaba McVey? Era una locura pensar que Vera pertenecía a la Organización. Imposible. Él creía todo lo que acababa de contarle. ¡Se amaban demasiado como para desconfiar! El amor de Vera significaba muchas cosas. Osborn se volvió y miró al techo. A una altura imposible de alcanzar desde el suelo, colgaban las hileras de la intensa luz artificial, bombillas de ciento cincuenta vatios que no dejarían de brillar.
—Puede que sea inocente, doctor —dijo McVey—. Pero no le corresponde a usted resolverlo, sino a la Policía Federal.
Se abrió la puerta a su espalda y entró Remmer.
—Tenemos el vídeo de la casa de Hauptstrasse. Noble nos espera.
McVey le lanzó una mirada a Osborn.
—Quiero que vea esto —dijo escueto.
— ¿Por qué?
—Es la casa donde tenemos que reunimos con Scholl. Y cuando digo «tenemos», quiero decir usted y yo, doctor.
Capítulo 110
Joanna tenía la maleta sobre la cama y se ocupaba en meter las últimas cosas cuando entró Von Holden.
—Joanna, quiero pedirte perdón. Lo siento...
Joanna lo ignoró, se dirigió al armario y sacó el vestido de Uta Baur preparado para la noche. Volvió, lo colocó sobre la cama y comenzó a doblarlo. Von Holden permaneció quieto un momento, luego se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro. Ella se detuvo, fría.
—Es un momento de mucha tensión para mí, Joanna... Para ti también, y para el señor Lybarger. Por favor, perdóname por haber reaccionado de esa manera, abajo...
Joanna no se movió y mantuvo la mirada fija en el reflejo de la ventana al otro lado de la habitación.
—Tengo que decirte la verdad, Joanna... En toda mi vida, nadie me había dicho que me amara. Y tú... me has asustado.
Sintió que su respiración se relajaba.
— ¿Que te he asustado?
—Sí.
Ella se volvió, lentamente. La mirada horrenda, cargada de odio que la había aterrorizado hacía un rato, era ahora suave y vulnerable.
—No me hagas esto...
—Joanna, no sé si soy capaz de amar.
—No... —dijo Joanna, sintió un escozor en los ojos y una lágrima le rodó por la mejilla.
—Es verdad, no creo que sea capaz...
Joanna le puso rápidamente el dedo contra los labios para impedir que hablara.
—Sí que eres capaz —dijo.
Von Holden deslizó las manos hasta su cintura y ella se refugió en sus brazos. Él la besó suavemente y ella se lo retribuyó y sintió que él se endurecía al contacto con ella. Se sintió embargada por la emoción y la razón desapareció de su horizonte. Ya no quedaba ni huella de aquella horrible expresión que había visto en Von Holden. No la recordaba, como si jamás hubiera existido.
Desde el helicóptero, volando a una altura de doscientos metros, habían filmado una perspectiva de la casa del número 72, Hauptstrasse. Era una villa del siglo XIX con un edificio principal de tres plantas y un garaje con cabida para cinco coches en la parte de atrás. Después de cruzar una verja de hierro forjado que llegaba hasta la calle, se entraba a un camino semicircular. Este se dirigía hacia el garaje pasando por el lado derecho de la casa y a la izquierda había una pista de tenis de tierra batida. Todo el perímetro de la propiedad estaba rodeado por un alto muro de piedra recubierto de enredaderas de hoja caduca.
—Hay una puerta atrás, junto al garaje. Parece que desemboca en una entrada de servicio —dijo Noble observando la perspectiva aérea en la pantalla gigante Sony.
—Así es, y normalmente funciona.
Los cuatro hombres, Noble, Remmer, McVey y Osborn, estaban sentados en butacas de cine en una sala de vídeo situada en la planta superior a las celdas de interrogatorio. Osborn estaba reclinado en su asiento con la mano en la barbilla. En el piso de abajo estaban interrogando a Vera. Su imaginación lo asediaba con ideas de lo que le estaban haciendo. Por otro lado —su imaginación se desbocaba— ¿qué pasaría si, después de todo, McVey tenía razón y ella pertenecía a la Organización? François Christian bien le habría contado cosas a Vera y ella, a su vez, las habría transmitido a la Organización. Si era así, ¿qué tenía que ver él con aquello? ¿Qué pretendía Vera de él? Tal vez el hecho de haberse visto implicado en lo de Merriman era un accidente, una mera coincidencia. Ella no podía haber sabido lo de Merriman en Ginebra porque él no había encontrado al asesino hasta que la hubo seguido a París.
—Esta toma es desde un camión de la lavandería, mientras el conductor entregaba un pedido en la casa de enfrente —dijo Remmer señalando la pantalla del vídeo de alta definición—. Son secuencias cortas que obtuvimos desde diferentes vehículos. Por eso sólo disponemos de una perspectiva aérea. No queremos que sospechen que los estamos vigilando.
La cámara oculta enfocó la casa con el zoom. Había una limusina Mercedes estacionada en la entrada y un jardinero trabajaba en el césped. Aparentemente no había nada más que señalar. El objetivo se mantuvo un momento fijo en ese plano y luego empezó a retroceder.
— ¿Qué es eso? —Saltó McVey—. Hay un movimiento en la ventana de arriba, la segunda a la derecha.
Remmer paró, rebobinó y proyectó de nuevo, esta vez a cámara lenta.
—Hay alguien junto a la ventana —dijo Noble.
Remmer volvió atrás y proyectó a cámara «super lenta» y con un zoom especial enfocado a la ventana.
—Es una mujer. No se distingue bien.
— ¿Puedes ampliar la imagen?
—Sí —asintió Remmer. Cogió el interfono y pidió que enviaran a un técnico, sacó la casete del vídeo, la dejó a un lado e introdujo otra. Era básicamente la misma perspectiva de la casa, pero con una pequeña variación de ángulo. Un ligero movimiento en la ventana de arriba sugería que McVey tenía razón, que había alguien mirando hacia fuera. De pronto, un BMW gris surgió desde la calle y se detuvo en la caseta de seguridad. La puerta de la verja se abrió al cabo de un momento y el coche entró. Se detuvo delante de la entrada principal, bajó un hombre alto y se introdujo en la casa.
— ¿Alguna, idea de quién puede ser? —preguntó McVey. Remmer negó con un movimiento de cabeza.
—He aquí un pasatiempo sumamente placentero —dijo Noble con voz monótona. Abrió un archivador de fotos alfabetizado. Hasta ahora, Bad Godesburg había enviado las fotos de sesenta y tres de los cien invitados a la cena de Charlottenburg. La mayoría eran fotos Polaroid de carnés de conducir, pero otras eran copias de fotos de publicidad, de empresas o aparecidas en la prensa—. Yo me encargaré de la A a la F y ustedes se pueden disputar lo que queda del alfabeto.
—Pongámoslo en el zoom —dijo Remmer, y pulsó la tecla de retroceso y luego la de cámara lenta. Esta vez el coche entró en la propiedad lentamente y Remmer lo siguió con el zoom. Al llegar frente a la casa, el coche se detuvo y el conductor bajó.
— ¡Dios mío! —exclamó Osborn.
McVey se volvió como un resorte vivo.
— ¿Conoce a ese tipo? —preguntó mientras Remmer rebobinaba y congelaba la imagen justo en el momento en que Von Holden bajaba del coche.
—Me siguió en el parque —dijo Osborn, y desvió la mirada de la pantalla a McVey.
— ¿Qué parque? ¿De qué diablos está hablando, Osborn?
—La noche que salí. Me escapé de Schneider a propósito —contestó Osborn sonrojándose. La mentira que había contado salía a la luz pero le daba igual—. Iba cruzando el Tiergarten camino al hotel de Scholl. De pronto me di cuenta de que no sabía qué diablos estaba haciendo, que podía echarlo todo a perder. Había decidido volver cuando ese tipo... ése de ahí —dijo mirando a Von Holden en la pantalla— de pronto veo que se me acerca. Yo llevaba la pistola en el bolsillo y supongo que me asusté. La saqué y le apunté. Estaba con otro tipo que había escondido en los arbustos. Les advertí que me dejaran tranquilo. Luego corrí como un condenado.
— ¿Está seguro de que es él?
—Sí.
—Eso significa que están vigilando el hotel —apuntó Remmer.
Noble miró a Remmer.
— ¿Podríamos verlo entrar en la casa, por favor? A velocidad normal.
Remmer pulsó el «play» y se descongeló la imagen de Von Holden.
Cerró la puerta del BMW y cruzó el camino hasta llegar a unas escaleras, que subió de un salto. Llegó a la puerta, alguien le abrió y entró.
—Una vez más, por favor —dijo Noble reclinándose en su asiento. Remmer repitió la secuencia y detuvo la imagen al entrar Von Holden.
—Apuesto cien contra uno que ese tipo fue entrenado en la Spetsnaz —intervino Noble—. Sabotaje y terrorismo, formado en unidades especiales de reconocimiento del ejército de la ex Unión Soviética. Se les reconoce con un poco de experiencia. Tal vez ni siquiera son conscientes de que lo hacen, pero su entrenamiento deja una huella en su manera de andar, una especie de vaivén y balanceo que parece que caminen sobre una cuerda floja —explicó Noble, y se volvió hacia Paul Osborn—. Si es verdad que ese hombre lo siguió, tiene usted una suerte admirable de estar vivo para contárnoslo —concluyó, y miró de McVey a Remmer.
—Si Lybarger está en la casa, es posible que nuestro amigo pertenezca al equipo de seguridad e incluso puede que sea el jefe.
—Eso o está echando un vistazo antes de que llegue Scholl —dijo Remmer.
—Es posible que esté disponiendo alguna otra cosa —dijo McVey mirando fijamente la pantalla, concentrado en la imagen congelada de Von Holden.
— ¿Para tendernos una encerrona? —preguntó Noble.
—No lo sé —respondió McVey, y negó con la cabeza, incierto. Luego miró a Remmer—. Hagamos una ampliación de él también y veamos si podemos descubrir quién es. Tal vez podamos cerrar el círculo un poco más.
Se encendió una luz del teléfono que sonó junto al codo de Remmer.
—Ja —respondió él.
Eran las dos y cuarto de la tarde cuando llegaron. La policía de Berlín ya había acordonado la manzana. Los inspectores de Homicidios se apartaron para dejar que Remmer entrara en la tienda de antigüedades de Kantstrasse y se dirigiera al fondo.
Karolin Henniger estaba tendida en el suelo cubierta con una sábana. Su hijo de once años yacía a su lado también cubierto con una sábana.
Remmer se inclinó y la retiró.
— ¡Dios mío! —exclamó Osborn por lo bajo.
McVey descubrió la sábana que tapaba al niño.
—Sí —dijo, mirando a Osborn—. Dios mío...
Ambos, madre e hijo, tenían una bala alojada en el cráneo.
Capítulo 111
Una hora y media después, a las cuatro menos cinco de la tarde, Osborn se encontraba junto a la ventana de una amplia habitación en el antiguo hotel Meineke mirando la ciudad. Como sus compañeros, intentaba apartar la imagen de la horrorosa escena para que no interfiriera en el desarrollo de su misión. Tenían que concentrarse en Scholl nada más. Pero le era imposible apartar las imágenes de su mente.
¿Quién era Karolin Henniger en realidad? ¿Quién querría hacerles algo así a ella y a su hijo? Tal vez el asesino pensaba que aquella mañana había ido con el cuento a la policía. En ese caso, ¿qué sabía o podría haber delatado? También había otra pregunta, que Osborn podía leer en la mirada de McVey. Si ellos no hubieran ido a ver a Karolin Henniger, tal vez ella y su hijo aún estarían vivos. Tendría que cargar con el peso de esas muertes y lo sabía. Más muertes por su causa. Tenía que olvidarse de todo eso.
Entró al baño y se lavó las manos y la cara. Habían trasladado la operación al hotel Meineke después de descubrirse un cadáver en el cuarto de baño de una habitación en la sexta planta del ala «Casino» del Hotel Palace. La habitación gozaba de una vista casi perfecta de la 6132, situada en el edificio principal. Un equipo técnico especial vendría de Bad Codesburg para ocuparse de las huellas.
Decidieron instalarse en el Meineke porque sólo constaba de un edificio y el único medio para subir o bajar era un antiguo ascensor que servía para todas las dependencias del hotel. Un extraño e incluso un amigo, tendría muchas dificultades para burlar la vigilancia de los agentes de la BKA en la recepción o a la pareja Schneider-Littbarski apostados junto al ascensor. Aquella protección permitiría que McVey y los otros atendieran a una grave complicación que acababa de surgir.
Cadoux.
Aparecido repentinamente de la nada, Cadoux había dejado un mensaje para Noble en su despacho de Scotland Yard. Por muy extraño que pareciera, ahora se encontraba en Berlín. Insistió en que tenía problemas y dijo que era sumamente importante hablar con Noble o McVey lo más pronto posible y que volvería a llamar al cabo de una hora.
McVey no sabía qué pensar. Vio que Osborn lo observaba mientras sacaba un puñado de nueces de una bolsa de plástico.
—Ya lo sé. Demasiada grasa y demasiada sal. Me los comeré igual. —Escogió deliberadamente una nuez de Brasil, la sostuvo estudiándola y luego se la metió en la boca—. Si Cadoux dice la verdad y la Organización lo persigue, no cabe duda de que tiene problemas —se explicó masticando—. Si está mintiendo, es probable que trabaje para ellos. Y si trabaja para ellos, sabe que estamos en Berlín. Lo suyo consistirá en llevarnos a algún lugar donde nos puedan...
Llamaron a la puerta y McVey se detuvo en medio de la frase. Remmer se levantó, sacó la automática de su cartuchera y se acercó a la puerta.
—Ja...?
—Schneider.
Remmer abrió la puerta y entró Schneider seguido de una bella mujer morena de unos cuarenta años. Era más alta que Schneider y más corpulenta. La pintura de labios le acentuaba las comisuras entornadas en una sonrisa perpetua. Bajo el brazo sostenía una carpeta grande.
—Les presento a la teniente Kirsch —dijo Schneider, y explicó que formaba parte del equipo de la BKA que había trabajado en la ampliación informática de las fotos. La mujer asintió mirando a Remmer y habló en inglés.
—Me alegro de poder comunicarles la identidad del hombre que conducía el BMW. Se llama Pascal von Holden y es el jefe de Seguridad de las operaciones de Scholl en Europa. Estamos recopilando información sobre él en este momento —explicó, abrió la carpeta y sacó dos fotos brillantes en blanco y negro de 20 por 25 centímetros, provenientes de la ampliación de las imágenes del vídeo de la casa del 72 de la Hauptstrasse. La primera era de Von Holden al bajar del coche. Era muy granulosa, pero lo bastante clara para distinguir sus facciones. La segunda también tenía mucho grano y era menos clara. Pero era suficiente para identificar a una mujer joven de pelo oscuro, de pie junto a la ventana mirando hacia fuera.
—Fue algo más difícil en el caso de la mujer, pero el FBI nos envió unos datos cuando yo salía para traerles las fotos —explicó la teniente Kirsch—. Es americana y fisioterapeuta. Se llama Joanna Marsh y vive en Taos, Nuevo México.
—Ya veo que se las arreglan bien con los procedimientos elementales de investigación aquí, McVey —advirtió Noble levantando un ceño de admiración.
—Sólo suerte —precisó McVey, y sonrió. La BKA había enviado faxes de la ampliación de las fotos a la policía de Berlín y Zúrich. McVey les había pedido que enviaran copias también a Fred Hanley de la Oficina del FBI en Los Ángeles. Era una posibilidad remota, pero el inspector tenía la corazonada de que si Lybarger estaba en Berlín en la casa de Hauptstrasse, era probable que lo acompañara su fisioterapeuta. Ahora que habían confirmado quién era, se podía aplicar el mismo principio al revés. Si estaba ella en la casa, Lybarger no estaría lejos.
—Danke —dijo Remmer, y la teniente Kirsch y Schneider salieron de la habitación.
Se oyó un claqueteo sordo cuando se puso en marcha la calefacción del edificio. McVey miró una foto y luego la otra, memorizándolas, y luego se las entregó a Noble y se dirigió a la ventana. Intentó imaginarse en la posición de Joanna Marsh. ¿Qué estaría pensando mientras miraba por la ventana? ¿Qué sabría ella de lo que estaba sucediendo? ¿Y qué podría o querría decirles si conseguían hablar con ella?
McVey estaba de acuerdo con Osborn en que Lybarger era la clave. Sin embargo, lo paradójico y desconcertante a la vez era que, si bien tenían una foto de la fisioterapeuta de Lybarger ampliada a partir de un vídeo, identificada literalmente en cuestión de minutos por una agencia de inteligencia al otro lado del planeta, la única foto que Bad Godesburg había conseguido del propio Lybarger era una foto de pasaporte en blanco y negro de cuatro años de antigüedad. Nada más. Ni siquiera una instantánea. Y eso era increíble. Un hombre tan importante o al menos supuestamente tan importante como Lybarger, tendría que haber aparecido en alguna foto en alguna parte. En las revistas, en los periódicos o al menos en una publicación financiera. Sin embargo, por lo que sabían, eso no había sucedido. Parecía que mientras más buscaban, más se desvanecía el perfil de Lybarger. Las huellas dactilares habrían sido un regalo del cielo, aunque no fuera más que para verificarlas y, al tenor de cómo iban las cosas, descartarlas. Era evidente que Elton Lybarger debía de ser el hombre más secreto y protegido del mundo civilizado.
McVey miró su reloj. Eran las cuatro y veintisiete minutos.
Quedaban sólo treinta minutos para reunirse con Scholl. La gran baza que tenían o que esperaban tener era Salettl, a quien McVey quería desesperadamente interrogar antes de la reunión con Scholl. Tal vez Karolin Henniger les habría ayudado a llegar hasta él. Nadie lo sabía. Pero Salettl, de todos los de su entorno, era el que más datos podría aportar sobre Lybarger, el personaje. Aquello no descartaba la posibilidad de que el propio Salettl estuviera implicado en el asunto de los cuerpos decapitados. Sin embargo, a menos que las cosas cambiaran de forma drástica en muy pocas horas, la entrevista no tendría lugar y ellos tendrían que seguir adelante con lo que tenían, que lamentablemente era muy poca cosa.
De pronto surgió la idea de hablar con Joanna Marsh por teléfono e intentar sonsacarle todo lo posible antes de que colgara o de que alguien colgara por ella. Valía la pena intentarlo. A esas alturas, valía la pena cualquier cosa y McVey estaba a punto de pedirle a Remmer el número de teléfono de la casa de Hauptstrasse cuando sonó uno de los dos teléfonos de seguridad que había en la habitación. Remmer le lanzó una mirada a McVey y descolgó.
—Cadoux. Llama a través de la oficina de Noble en Londres —dijo.
McVey le hizo una seña a Noble para que lo cogiera en la habitación, le quitó el auricular a Remmer y lo cubrió con una mano.
—Que le sigan la pista a la llamada —dijo.
Remmer asintió y entró en el dormitorio, donde podía ocupar la segunda línea.
—Cadoux, soy McVey. Noble está en el otro teléfono. ¿Dónde está usted?
—En un teléfono público, una pequeña tienda de comestibles en la parte norte de la ciudad —contestó Cadoux, que no se sentía cómodo hablando en inglés y vacilaba. Parecía cansado y atemorizado y hablaba muy bajo en algo más que un murmullo—. Klass y Halder son los topos en Interpol —dijo—. Fueron ellos los que tramaron el asesinato de Albert Merriman, de Lebrun y de su hermano en Lyón.
—Cadoux, ¿para quién trabajan? —McVey quiso presionarlo desde el principio para que revelara de qué lado estaba.
—No... no se lo puedo decir.
— ¿Qué diablos significa eso? ¿Lo sabe o no?
—McVey, por favor, comprenda mi situación. Esto es muy difícil para mí.
—Muy bien, cálmese.
—Ellos... Klass y Halder... me obligaron a participar en el asesinato de Lebrun debido a viejas conexiones con mi familia. Me trajeron a Berlín porque saben que está usted aquí. Querían utilizarme para tenderle una encerrona. Ya colaboré con ellos una vez, pero no quiero seguir y se lo he dicho... No quiero volver a hacerlo.
—Cadoux —dijo McVey con tono más comprensivo—. ¿Saben ellos dónde está usted?
—Tal vez, pero creo que no. Al menos por el momento. Tienen soplones por todas partes. Así es como descubrieron a Lebrun en Londres. Por favor, escúcheme —precisó más nervioso ahora—. Ya sé que tienen una reunión con Erwin Scholl antes de la recepción en el palacio de Charlottenburg esta noche. Tengo que hablar con ustedes antes de que lo vean. Tengo información que puede serles útil. Tiene que ver con un hombre llamado Lybarger en relación con los cuerpos decapitados.
McVey y Noble se miraron con asombro.
—Cadoux, dígame de qué se trata...
—No puedo quedarme aquí más tiempo, es poco seguro.
—Cadoux, soy Noble. ¿Sabe si hay un tal doctor Salettl implicado en el asunto de los cuerpos decapitados?
—Estoy en el hotel Borggreve, en el número 17 de la Borggrevestrasse. Habitación 412, el piso de arriba, al fondo. Tengo que colgar ahora. Estaré esperándolos.
Noble colgó y miró a McVey.
— ¿Estaremos viendo un rayo de luz al final del túnel o cree que se trata de la luz de un tren que viene en sentido contrario? —preguntó.
—Ni idea. Pero al menos parte de lo que nos ha dicho es verdad.
Remmer volvió del dormitorio.
—Ha llamado desde una tienda de ultramarinos próxima a la estación de metro de Schonholz. La policía ya está en camino.
McVey desvió la mirada.
—Pues ha dicho la verdad acerca de eso también.
— ¿Piensas que es una trampa? —inquirió Remmer.
—Sí, claro que puede ser una trampa. Pero esa preocupación se compensa con otra. La misma que he tenido desde el principio. Que aparte del testimonio de Osborn, no tenemos nada para incriminar a Scholl.
—Lo que está diciendo es que Cadoux puede despejar muchas incógnitas —dijo Noble en voz baja—. Y que haya o no riesgos, deberíamos ir a buscarlo.
McVey esperó un momento largo.
—Creo que no tenemos alternativa.
Capítulo 112
16h57
El fulgor rojo de una estrecha franja del sol poniente cubría el horizonte cuando un sedán Audi plateado salió del tráfico en Hauptstrasse y se detuvo ante la entrada del número 72. El conductor bajó la ventanilla cuando el guardia de seguridad salió de la caseta de piedra y le enseñó su chapa de la BKA.
—Me llamo Schneider. Tengo un mensaje para el señor Scholl —dijo en alemán. De la penumbra aparecieron inmediatamente otros dos guardias, uno de ellos sujetando por la correa a un pastor alemán. Le pidieron a Schneider que bajara del coche. Lo cachearon y luego le dijeron que se quedara junto al césped mientras revisaban el Audi. Al cabo de cinco minutos, lo dejaron cruzar la verja y Schneider condujo hasta la entrada principal.
Le abrieron la puerta y lo dejaron pasar. Lo recibió un hombre con cara de cerdo vestido de frac.
—Tengo un mensaje para Herr Scholl.
—Me lo puede dar a mí.
—Tengo órdenes de hablar con Herr Scholl.
Entraron en una habitación pequeña recubierta de paneles de madera donde volvieron a cachearlo.
—No está armado —comentó uno de ellos al entrar un segundo hombre también vestido de frac. Era alto y bien parecido, y Schneider supo de inmediato que se encontraba ante Von Holden.
—Por favor, siéntese —dijo, y salió por una puerta lateral.
Era más joven y atlético de lo que sugería la fotografía. Tendría más o menos la edad de Osborn, pensó Schneider.
Pasaron unos diez minutos. Schneider permaneció sentado y el hombre con cara de cerdo se quedó de pie observándolo, hasta que se abrió la misma puerta y entró Scholl seguido de Von Holden.
—Soy Erwin Scholl.
—Me llamo Schneider, de la Bundeskriminalamt —explicó el agente incorporándose—. Lamentablemente, el inspector McVey ha sufrido un retraso. Me ha pedido que le presente sus excusas y que procuremos concertar la entrevista a otra hora.
—Lo siento —dijo Scholl—, pero tengo que salir para Buenos Aires esta noche.
—Es una lástima —respondió Schneider, intentando adivinar a qué tipo de hombre se enfrentaba.
—Desde un principio dispongo de muy poco tiempo, y el señor McVey lo sabía.
—Lo entiendo. Bueno, una vez más, le pido disculpas —repuso Schneider haciendo una ligera inclinación de cabeza a Von Holden, giró sobre sus talones y salió. Un momento después la verja se abrió y él se alejó en el coche. Le habían instruido para que se mantuviera alerta a la presencia de Lybarger o de la chica de la foto. Pero lo único que le habían permitido ver era el recibidor y la pequeña sala. Scholl se había dirigido a él con absoluta indiferencia y Von Holden había sido cordial nada más. Scholl estaba allí en el momento convenido, tal como lo había acordado y nada hacía pensar que tuviera otros planes. Eso significaba que lo más probable era que no supieran de las andanzas de Cadoux, lo cual disminuía la posibilidad de una trampa. Respiró con alivio.
El propio Scholl parecía apenas algo más que un hombre maduro bien conservado, acostumbrado a hablar siempre a subordinados y conseguir lo que quería. Lo más curioso, y era realmente curioso, pensó Schneider, no eran tanto las profundas huellas de rasguños en la mano y la muñeca izquierdas, sino la ostentación con que sostenía la mano en alto, como si la estuviera exhibiendo y diciendo a la vez: «Cualquier otro hombre estaría sufriendo y buscaría la simpatía de los demás. Pero yo, por el contrario, he encontrado el placer y eso es algo que usted no entendería.»
Capítulo 113
Se desplazaban en dos coches. Noble y Remmer iban en el Mercedes. Osborn conducía un Ford negro y McVey iba sentado a su lado. Los coches camuflados de la BKA, uno con los inspectores veteranos Kellermann y Seidenberg y el otro con Littbarski y un agente con cara de niño llamado Holt, ya esperaban fuera del hotel. Kellermann y Seidenberg en el callejón de atrás, y Littbarski y Holt enfrente. Kellermann y Seidenberg ya se habían ocupado de verificar la pequeña tienda de comestibles próxima a la estación de metro de Schonholz. El propietario recordaba vagamente que un hombre que respondía a la descripción de Cadoux había usado el teléfono, y creía que iba solo y no se había quedado mucho rato.
Remmer, que iba a la cabeza, se acercó a la acera y apagó las luces.
—Siga hasta la esquina. Cuando encuentre un sitio, aparque —le dijo McVey a Osborn.
El hotel Borggreve era un pequeño hostal en una zona particularmente oscura de una calle al noreste del Tiergarten. Tenía cuatro plantas y unos veinte metros de fachada y estaba flanqueado por dos edificios de pisos más altos. Mirando la fachada, parecía viejo y mal cuidado. La habitación 412, les había explicado Cadoux. Ultimo piso en la parte de atrás.
Osborn giró al llegar a la esquina y aparcó detrás de un Alfa Romeo blanco.
McVey se soltó los botones de la chaqueta, sacó el revólver del 38 y abrió el cargador para confirmar que estaba cargado.
—No me gusta que me mientan —comentó. Hasta entonces, no se había pronunciado sobre la confesión de Osborn cuando había identificado a Von Holden en el vídeo de la casa de Hauptstrasse. Hizo el comentario ahora porque quería recordarle quién controlaba la situación.
—A su padre no lo han asesinado, McVey —dijo Osborn, y lo miró. Aquello no era una disculpa ni una retractación. Aún estaba enfadado con McVey por haberlo utilizado para provocar un error de Vera con el cual inculparla. Y aún le indignaba cómo la había tratado la policía. Todo lo que sucedía con Vera, el torbellino emocional de verla, de abrazarla, había jugado en contra de la duda de quién era o qué hacía ella realmente y él se había sentido castigado una vez más por el vapuleo emocional de toda la vida. Verla así le había simplificado las cosas, porque le ayudaba a definir sus prioridades. Necesitaba una respuesta de Scholl antes de empezar siquiera a pensar en lo que Vera significaba para él. Por eso no le pedía disculpas a McVey ni se las pediría. En ese momento eran los dos iguales o ninguno era nada.
—Será una noche larga, doctor, y sucederán muchas cosas, de modo que no se pase de la raya —precisó McVey. Devolvió el revólver a la cartuchera, cogió una radio del asiento y la encendió—. ¿Remmer?
—Estoy aquí, McVey. —La voz de Remmer sonaba aguda en el diminuto receptor.
— ¿Están todos preparados?
—Ja.
—Diles que no sabemos de qué va el asunto, de modo que se lo tomen con calma.
Oyeron que Remmer daba el mensaje en alemán y McVey abrió la guantera. Sacó la CZ automática que Osborn había llevado al parque y se la entregó.
—Mantenga las luces apagadas y las puertas cerradas —dijo mirándolo fijamente. Luego abrió la puerta y bajó. Entró una ráfaga de aire frío. McVey cerró de un portazo y desapareció. Osborn lo miró por el retrovisor y lo vio llegar a la esquina y abrirse la chaqueta. Luego desapareció al doblar y la calle quedó vacía.
La parte trasera del hotel Borggreve daba a un callejón estrecho con árboles a cada lado. Enfrente, unos bloques de pisos ocupaban la manzana. Lo que sucediera en el callejón y en la parte de atrás del hotel Borggreve incumbía a los agentes Kellermann y Seidenberg. Kellerman permanecía en la oscuridad junto a un contenedor de basura con los prismáticos fijos en la ventana de la segunda habitación de la izquierda en el último piso. Divisaba una lámpara encendida, pero no lograba distinguir nada más. Oyó a Littbarski por el audífono de su radio.
—Kellermann, vamos a entrar. ¿Ves algo?
—Nein —dijo en voz baja con la cabeza inclinada hacia el pequeño micrófono enganchado a la solapa. Al otro lado del callejón veía la sombra gruesa de Seidenberg perfilándose contra una encina. Llevaba una escopeta y vigilaba la puerta de atrás del hotel.
—Aquí tampoco hay nada —informó Seidenberg.
En una de las habitaciones de la segunda planta de la casa de Hauptstrasse, Salettl observaba a Eric y Edward que se ayudaban mutuamente a anudarse los corbatines al cuello de sus camisas de gala. Si no fueran gemelos, se decía, podrían pasar por una pareja de jóvenes amantes.
— ¿Cómo os sentís? —preguntó.
—Bien —contestó Eric volviéndose rápidamente hasta casi cuadrarse.
—Y yo igual —dijo Edward como un eco.
Salettl se quedó observando un momento y luego salió.
Abajo, atravesó un pasillo revestido de paneles de encina y luego entró en un gabinete con el mismo decorado donde Scholl, impecable en su frac blanco, permanecía de pie junto al fuego crepitante de la chimenea con una copa de coñac en la mano. Uta Baur estaba en una silla a su lado luciendo uno de sus modelos negros, fumando un cigarrillo turco con boquilla.
—Von Holden está con Lybarger —informó Salettl.
—Ya lo sé —contestó Scholl.
—Es una lástima que el policía haya involucrado al cardenal...
—Usted debería preocuparse exclusivamente de Eric y Edward y del señor Lybarger —dijo Scholl con una sonrisa fría—. Esta noche nos pertenece, estimado doctor. Nos pertenece entera —dijo, y de pronto desvió la mirada—. No sólo para los vivos sino para los muertos, todos aquellos que tuvieron la visión, el valor y la dedicación para iniciar esto. Esta noche es para ellos. Para ellos descubriremos, saborearemos y tentaremos el futuro. —Scholl volvió a mirar a Salettl—. Y nada, mi estimado doctor —dijo en un susurro—, nada podrá arrebatárnosla.
Capítulo 114
Quiero la llave de la habitación 412, por favor —pidió Remmer en alemán a una mujer de pelo canoso en la recepción. La mujer llevaba gafas gruesas y un chal marrón sobre los hombros.
—Esa habitación está ocupada —dijo con expresión desagradable, y luego miró a McVey, que permanecía detrás de Remmer a la izquierda del ascensor.
— ¿Cómo se llama usted?
— ¿Por qué tengo que contestar esa pregunta? ¿Quién diablos se cree que es?
—BKA —informó Remmer, y le enseñó la chapa.
—Me llamo Anna Schubart —contestó ella rápidamente—. ¿Qué buscáis?
McVey y Noble permanecían a medio camino entre la puerta de entrada y una escalera recubierta de una moqueta roja oscura y gastada. La recepción era pequeña y estaba pintada de color mostaza oscuro. Había un sofá de marco de madera y cojines de terciopelo frente a la mesa y detrás dos sillas, demasiado rellenas y de diferentes estilos, miraban hacia la chimenea donde ardía un fuego pequeño. Un anciano dormitaba en una de ellas con un periódico sobre las rodillas.
— ¿La escalera llega hasta el piso de arriba?
—Sí.
— ¿Entonces la escalera y el ascensor son las únicas maneras de entrar y salir?
—Sí.
— ¿El anciano que está durmiendo es un cliente?
—Es mi padre. ¿Qué pasa?
— ¿Vive usted aquí?
—Allá atrás —precisó Anna Schubart, y volvió la cabeza hacia una puerta cerrada detrás de la mesa.
—Coja a su padre y váyanse allá dentro. Yo les diré cuándo pueden salir.
El rostro de la mujer enrojeció como si estuviera a punto de mandarlo al infierno cuando se abrió la puerta de la entrada y aparecieron Littbarski y Holt, el primero con una escopeta. Del hombro de Holt colgaba una Uzi.
Eso puso fin a la orgullosa resistencia de Anna Schubart. Se volvió hacia una caja junto a la pared, sacó la llave de la 412 y se la entregó a Remmer. Luego se dirigió con paso rápido adonde estaba el anciano y lo sacudió hasta despertarlo.
—Kommen, Vater —le dijo. Lo ayudó a levantarse y lo guió, parpadeando y desconcertado, pasando junto a la mesa y luego hacia la habitación del fondo. Les lanzó ella una rápida mirada a la policía y cerró la puerta.
—Dile a Holt que se quede aquí —apuntó McVey a Remmer—. Tú y Littbarski subid por las escaleras. Nosotros, los viejos, subiremos en ascensor. Te esperamos arriba.
McVey fue hasta el ascensor, pulsó el botón de llamada. La puerta se abrió inmediatamente y entraron él y Noble. La puerta se cerró cuando Remmer y Littbarski comenzaban a subir las escaleras.
Fuera, en el callejón de atrás, a Kellermann le pareció ver una luz que brillaba en la habitación contigua a la de Cadoux, pero incluso con los binoculares no podía estar seguro. Fuera lo que fuese, era demasiado insignificante para informar sobre ello.
El ascensor se detuvo con un sonoro ruido de metales y la puerta se abrió. Empuñando el 38, McVey miró hacia fuera. El pasillo, vacío, estaba escasamente iluminado. Pulsó el stop del ascensor y salió. Lo siguió Noble con una Magnum automática de color negro mate.
Habían caminado unos siete metros cuando McVey se detuvo y con un gesto de cabeza señaló una puerta cerrada. La habitación 412.
De pronto, una sombra subió deslizándose sobre el techo y los dos hombres retrocedieron hasta la pared. Apareció Remmer, pistola en mano. Littbarski lo seguía de cerca. McVey señaló la puerta de la 412 y los cuatro hombres se acercaron por ambos lados del pasillo. McVey y Noble desde la izquierda, Remmer y Littbarski desde la derecha. Al acercarse, McVey le hizo una seña a Littbarski para que ocupara el centro del pasillo y se situara en una posición desde donde encajarle un escopetazo a la puerta.
McVey se cambió la 38 a la mano izquierda y se paró a un lado de la puerta, metió la llave en la cerradura y la giró.
Clic.
El cerrojo cedió y ellos escucharon.
Silencio.
Con las piernas separadas, Littbarski apuntó al centro de la puerta. A Remmer, un hilillo de sudor se le deslizó por un lado de la cara al apretarse contra la pared junto a la puerta. En el lado opuesto, un metro detrás de McVey, sosteniendo la Magnum con las dos manos al estilo militar, Noble esperaba, preparado.
McVey respiró hondo y cogió el pomo. Lo giró y empujó suavemente. La puerta se abrió unos centímetros y se detuvo. En el interior sólo distinguían parte de una lámpara de pie rococó y el borde de un sillón.' Desde una radio, con el volumen bajo, llegaban los aires de un vals de Strauss.
—Cadoux —llamó McVey en voz alta.
Nada, excepto los acordes del vals.
—Cadoux —repitió McVey.
No hubo respuesta.
McVey le lanzó una mirada a Remmer y le dio un fuerte empujón a la puerta, que se abrió lo suficiente para ver a Cadoux sentado en el sillón frente a ellos. Vestía una chaqueta deportiva de pana oscura sobre una camisa azul y llevaba el nudo de la corbata aflojado. Una mancha púrpura se había extendido sobre la parte visible de la camisa y la corbata mostraba tres agujeros uno detrás de otro.
McVey se incorporó y miró a ambos lados del pasillo. Las puertas de las cinco habitaciones restantes estaban cerradas y no se filtraba luz por debajo de ninguna. El único ruido era la radio en la habitación de
Cadoux. McVey apuntó con su 38, permaneció en el umbral y abrió la puerta hasta el final con la punta del zapato. Vieron una cama doble con un mueble barato al lado. Más allá había una puerta parcialmente abierta que daba al cuarto de baño a oscuras. McVey miró a Littbarski por encima del hombro y éste apretó la escopeta y asintió con un gesto de cabeza. Luego miró a Remmer al otro lado de la puerta y a Noble a su izquierda.
—Cadoux está muerto. Le han disparado —anunció Remmer por el micrófono que llevaba en la solapa.
En la recepción, Holt retrocedió para cubrir la puerta de entrada con la Uzi. En el callejón de atrás, Seidenberg pestañeó para aclarar su visión y se sumergió en la oscuridad detrás de la encina, cubriendo la puerta de atrás y el callejón. Kellerman volvió a enfocar los prismáticos en la ventana.
—Vamos a entrar en la habitación —dijo Remmer transmitiendo a todos los receptores. Los hombres estaban tensos, con la súbita premonición de que algo estaba a punto de suceder.
Littbarski se quedó en medio del pasillo cuando McVey entró en la habitación. De pronto todo se iluminó con un destello más potente que el sol.
— ¡Cuidado! —llegó a exclamar.
Se oyó una explosión atronadora. Littbarski fue barrido por el impacto, al mismo tiempo que la ventana de la 412 se desplomaba violentamente hacia el callejón arrastrando el marco. Siguió inmediatamente una bola de fuego que se elevó en un rugido hacia el cielo, arrastrando una cola de humo negro.
En ese mismo momento, la puerta del cuarto de la recepcionista se abrió y Anna entró en el salón.
— ¿Qué ha sido eso? —le preguntó a Holt alarmada.
— ¡Vuelva dentro! —chilló él mirando cómo caía polvo y trozos de yeso desde arriba. De pronto Holt se dio cuenta de que Anna ya no llevaba las gruesas gafas. Cuando volvió a mirarla, era demasiado tarde. La pistola que sostenía era un calibre 45 de asalto, con silenciador enroscado en el cañón.
Pttt. Pttt. Pttt.
La pistola se le sacudió en la mano cuando Holt se tambaleó hacia atrás. Intentó levantar la Uzi pero no lo logró. Cayó con la mandíbula y el lado derecho de la cara destrozados.
McVey estaba tendido de espaldas dentro de la habitación, rodeado por el fuego. Oyó que alguien gritaba, pero no supo quién era. Y luego, a través de las llamas, vio a Cadoux por encima de él. Sonreía y llevaba una pistola en la mano. McVey rodó sobre sí mismo, levantó el arma y disparó dos veces. Vio a Cadoux, a quien le quedaba sólo la parte superior del torso. La pistola en la mano era parte de otra cosa que no alcanzaba a distinguir.
— ¡Ian! —gritó intentando incorporarse. El calor era insoportable—. ¡Remmer!
En algún lugar, por encima del rugido de las llamas, creyó oír los disparos de un arma automática seguidos de una descarga de la escopeta de Littbarski. Se apoyó en el suelo intentando situarse y ver dónde estaba la puerta. De pronto alguien lanzó un quejido y tosió cerca de él. Protegiéndose del calor y el fuego con el brazo en alto, se acercó. Tardó una fracción de segundo en ver a Remmer, asfixiado y tosiendo por el humo, intentando incorporarse sobre una rodilla. McVey se le acercó, le cogió del codo y lo ayudó a levantarse.
— ¡Manny! ¡Levántate, venga!
Farfullando de dolor, Remmer se puso de pie y McVey lo condujo a través del humo hacia donde debía de estar la puerta. Salieron de la habitación al pasillo. Littbarski estaba en el suelo y la sangre le fluía de una línea de orificios en el pecho. Un poco más allá, vieron lo que quedaba de una mujer joven. A unos metros había una ametralladora. El disparo de Littbarski la había decapitado.
— ¡Jooder! —McVey estaba asombrado. De pronto vio que las llamas se propagaban al pasillo y comenzaban a subir por las paredes. Remmer volvió a caer sobre la rodilla con el rostro retorcido por el dolor. Tenía el antebrazo izquierdo colgando hacia delante y en la muñeca una flexión que no era natural.
— ¿Dónde diablos está Ian? —Gritó McVey, y se dirigió nuevamente a la habitación—. ¡Ian, Ian!
—McVey —dijo Remmer apoyándose contra la pared para incorporarse—. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!
— ¡Ian! —volvió a gritar McVey en medio de la espesa humareda y del infierno que arrasaba la habitación.
Remmer cogió a McVey por el brazo y comenzó a tirar de él hacia el pasillo.
— ¡Venga, McVey! ¡Hostia! ¡Déjalo! ¡Él haría lo mismo!
McVey le clavó la mirada a Remmer. Tenía razón. Los muertos estaban muertos y que se los llevara el diablo. En ese momento oyeron un ruido sordo en el suelo y vieron a Noble arrastrándose cerca de la puerta. Se le estaba quemando el pelo y las llamas habían prendido en la ropa.
Dos disparos con un rifle telescópico Steyr-Mannlicher, provenientes de la azotea del edificio al otro lado del callejón, habían neutralizado a Kellermann y Seidenberg. Después de deshacerse del Steyr-Mannlicher, Viktor Shevchenko cogió la Kalashnikov y subió las escaleras rápidamente para ayudar a Natalia y a Anna a terminar con lo que hiciera falta. Pero, al igual que Anna, Shevchenko no contaba con la aparición de otra persona. Osborn había salido corriendo nada más oír la explosión y llevaba consigo la CZ de Bernhard Oven.
Al abrir la puerta del coche, Osborn tuvo el primer encuentro con un viejo que se encontraba fuera. El momento de desconcierto que siguió le dio a Osborn una fracción de segundo para percatarse de que el viejo empuñaba una pistola y tuvo el reflejo de apoyarle la CZ en el vientre y disparar a bocajarro. Corrió la media manzana hasta el hotel y entró a toda velocidad en la sala de recepción, justo en el momento en que Anna le daba a Holt el tiro de gracia. Al verlo, Anna se volvió y disparó una ráfaga en su dirección. Sin otra alternativa, Osborn permaneció donde estaba y apretó el gatillo. El primer disparo le dio a ella en el cuello y el segundo le rozó el cráneo y la hizo girar, lanzándola de cabeza contra la silla junto a Holt.
Con las orejas aún silbándole por el estruendo de los disparos, Osborn se volvió, impulsado por una intuición. En ese momento entraba Viktor por la puerta con la Kalashnikov por delante. Vio a Osborn pero no fue lo bastante rápido y Osborn le encajó tres tiros en el pecho antes de que pudiera cruzar el umbral. Durante un segundo, Viktor se quedó parado, inmóvil, sorprendido al reconocer a Osborn como autor de los disparos, sin sospechar que algo así pudiera suceder tan rápido. La mirada se trocó en expresión de incredulidad y cayó hacia atrás, intentó cogerse de la balaustrada y desapareció por las escaleras hacia la calle.
En medio del penetrante humo de los disparos flotando en el aire, Osborn vio desaparecer a Viktor, volvió adentro y miró a su alrededor. Todo parecía distorsionado, como si hubiera penetrado en una estructura extraña y sangrienta. Holt estaba tendido de lado junto a la chimenea. Anna, su asesina, yacía boca abajo, casi arrodillada junto a él. Con la falda obscenamente levantada por encima de la cintura, quedaban al descubierto unas medias ajustadas a media altura y, más arriba, un muslo carnoso y blanco. La brisa fresca que entraba por la puerta intentaba limpiarlo todo pero no lo conseguía. En el transcurso de unos instantes, Osborn había matado a tres personas, una de ellas una mujer. Intentaba encontrarle un sentido sin lograrlo. Finalmente, en la distancia, oyó las sirenas.
En ese momento, como un latigazo, recuperó la noción de tiempo real.
Un sonido metálico a su derecha fue seguido de un ruido sordo. Osborn se volvió y vio que la puerta del ascensor se abría. Con el corazón en la boca retrocedió preguntándose si le quedaban balas. De pronto asomó una figura.
—Haití —gritó intentando desesperadamente pensar en alemán, con el dedo apoyado en el gatillo y el siniestro cañón apuntando para disparar.
— ¡Osborn, por todos los cielos! ¡No dispare! —escuchó el alarido de McVey y luego los vio salir tambaleándose del ascensor, con arcadas y tosiendo, luchando para respirar aire puro. McVey y Remmer ensangrentados, con la ropa hecha jirones y apestando a humo, salieron sosteniendo a Noble, horriblemente quemado y medio inconsciente.
Osborn se dirigió a ellos sin titubear. Miró a Noble más detenidamente y no pudo dejar de hacer una mueca.
—Déjenlo en una silla. Con cuidado.
McVey tenía los ojos irritados y al acercarse a Osborn le clavó la mirada.
—Haga sonar la alarma —dijo despacio, como para asegurarse cabalmente de que le entendía—. La planta de arriba está en llamas.
Capítulo 115
18h50
Me encuentro muy a gusto esta noche —dijo Elton Lybarger, y sonrió amablemente a Von Holden y a Joanna, junto a él. Los tres viajaban en el coche en medio de una comitiva de tres limusinas negras Mercedes Benz blindadas que cruzaban Berlín una tras otra. Scholl y Uta Baur viajaban en el primer coche, y Salettl y los gemelos Eric y Edward en el último—. Estoy relajado y me siento seguro. Quiero agradecérselo a los dos.
—Por eso estamos aquí, señor. Para que se sienta cómodo —dijo Von Holden cuando los coches viraron hacia Lietzenburgerstrasse y aceleraron en dirección al palacio de Charlottenburg.
Von Holden se sacudió una pelusa del brazo de su frac. Cogió el teléfono de la consola en el asiento trasero y marcó un número. Joanna le sonrió. Si Von Holden hubiese estado menos ausente, se habría percatado de su aspecto, porque Joanna se había arreglado para él. Su maquillaje era impecable y peinaba raya a la izquierda, y el pelo le caía como una cascada natural por el lado derecho del rostro poniendo de relieve el seductor vestido diseñado por Uta Baur en colores blanco y esmeralda, cerrado en el cuello y luego abierto nuevamente a la altura del esternón descubriendo la erótica de sus pechos. Llevaba una chaqueta corta de visón sobre los hombros y se podía decir que todo el conjunto le daba un aspecto concerniente al círculo de la aristocracia europea en el transcurso de aquella última noche.
Von Holden le devolvió un amago de sonrisa mientras el teléfono seguía sonando en el otro extremo. De pronto interrumpió una voz en alemán: «Por favor, vuelva a llamar más tarde. Este número no está disponible.»
Von Holden dejó que el auricular resbalara entre sus dedos y colgó lentamente intentando simular tranquilidad. Volvió a pensar que debería haberse enfrentado más enérgicamente a Scholl, porque en ese momento su deber era estar al frente del operativo en el hotel Borggreve y no acompañando a Lybarger al palacio de Charlottenburg. Pero no había sido así y ahora nada podía cambiar las cosas.
A las tres de la tarde había puesto a punto los detalles finales de su plan con el equipo de la Stasi encargado de ejecutarlo: Cadoux, Natalia y Viktor Shevchenko. Luego se sumaron Anna Schubart y Wilhelm Podl, especialistas en explosivos y entrenados como terroristas en Libia, que habían llegado en tren desde Polonia.
Reunidos en la inmunda trastienda de un taller de reparación de motos cerca de Ostbahnhof, una de las dos grandes estaciones de ferrocarril de Berlín, Von Holden había utilizado fotos y dibujos del hotel Borggreve, uno de los edificios en las afueras de Berlín, propiedad de una compañía falsa. Planearon cuidadosamente, la estrategia y cronometraron su ejecución. El plan detallaba incluso la ropa que llevarían Anna y Wilhelm, disfrazado de anciano, y desde luego, las armas que usarían, el calibre de la carga explosiva y la manera de activar el detonante Semtex.
McVey y los demás se habían encontrado con una situación que no podían rechazar. Von Holden pensaba que llevaba la ventaja debido a lo que justamente Scholl había señalado, cosa que ya sabía él desde el principio, que si bien McVey y los otros eran eficientes, eran policías. Pensaban como policías y se preparaban como policías, con cautela pero a base de las medidas previsibles. Von Holden lo sabía porque muchos de sus hombres habían sido reclutados en las filas de la policía y, desde el principio, había comprendido que les faltaban recursos para entender la mentalidad de los terroristas, por lo que debían ser nuevamente preparados.
Una vez comprendido este principio, el proceso en sí mismo era simple. Cadoux los llamaría por teléfono y les daría la información suficiente para incriminarse y prometería la que necesitaban para inculpar a Scholl. Les diría que tenía miedo porque había traicionado a la Organización, daría una dirección como punto de reunión y luego colgaría.
Cuando ellos llegaran, él les daría la información que necesitaban, luego se disculparía para ir al baño. Sin confiar plenamente en él, harían que lo escoltara un agente, a lo que Cadoux no se opondría. Al salir de la habitación, Natalia activaría los explosivos por control remoto. Cadoux mataría, al hombre que lo acompañara y Natalia se encargaría de los policías que esperaban en el pasillo. Viktor, Anna y Wilhelm Podl se encargarían de quienes permanecieran en la entrada o fuera del edificio. Era una operación sumamente sencilla. Iban a conducir a sus víctimas a una pequeña encerrona y entonces los exterminarían.
A las cuatro menos cuarto en punto acabaron la reunión. Los demás volvieron al hotel y Von Holden llevó a Cadoux a la tienda de comestibles para que llamara por teléfono. Una vez hecha la llamada, fueron directamente al hotel, volvieron a revisar el plan y colocaron los explosivos. Von Holden les dijo a los demás que quería hablar en privado con Cadoux y cerró la puerta de la 412.
Von Holden quería que Cadoux se sintiese importante y que pensara que no le guardaban ningún rencor por el error cometido. Sabía cuánto significaba para él Avril Rocard. Von Holden le deseó buena suerte a Cadoux y cuando se dirigía a la puerta se percató de que olvidaba entregarle un arma. Abrió su maletín y sacó una pistola automática de nueve milímetros, una Glock 18 austriaca. La pistola podía modificarse en automática y llevaba un cargador de treinta y tres balas. A Cadoux se le iluminó el rostro al verla.
—Es una buena elección —recordaba Von Holden que le había dicho Cadoux.
—Una última cosa —dijo, antes de entregarle el arma—. Mademoiselle Rocard está muerta. La mataron en la granja en las afueras de Nancy.
— ¿Qué? —rugió Cadoux, incrédulo.
—Es una lástima. Sobre todo desde mi punto de vista.
— ¿Tu punto de vista? —inquirió Cadoux, lívido.
—Tenía que venir a Berlín invitada por mí. ¿Acaso no sabías que éramos amantes? A Avril le gustaba follar de verdad, y no esa cosa insoportable que tenía que tolerarte a ti.
Cadoux se abalanzó sobre él, cegado por la ira y dejando escapar un grito. Von Holden no hizo nada hasta que Cadoux estuvo frente a él. Luego sólo tuvo que levantar la Glock y disparar tres veces. El mismo cuerpo de Cadoux apagó la detonación, eliminando casi por completo el ruido de los tres balazos. Acto seguido, Von Holden lo dejó sentado sobre el sillón y salió.
En la distancia, y a medida que se acercaban, Von Holden veía la fachada iluminada de Charlottenburg. Volvió a coger el teléfono, marcó y esperó mientras sonaba. La respuesta era la misma, el número no estaba disponible. Colgó y miró hacia fuera. Sus instrucciones eran rigurosamente claras. Inmediatamente después de la detonación del Semtex y de lo que debería ser la operación de limpieza que le seguiría, los cuatro saldrían del hotel y escaparían en un furgón Fiat de color azul aparcado en diagonal frente al hotel. Deberían dirigirse al sur hasta que Von Holden los llamara al coche por teléfono y le informaran. Luego debían dejar el furgón en la Borussiastrasse, cerca del aeropuerto de Templehof, y separarse en direcciones diferentes. Hacia las diez de la noche, tenían que haber salido del país.
— ¿Sucede algo, Pascal? —preguntó Joanna.
—No, nada —dijo él, y le sonrió.
Joanna le devolvió la sonrisa cuando cruzaban la verja de hierro de la entrada. Siguieron adelante sobre los adoquines de la entrada de Charlottenburg y rodearon la estatua ecuestre del Gran Elector Federico Guillermo I. Delante, Von Holden divisó la limusina de Scholl y luego a éste bajando junto a Uta Baur. Al cabo de un momento, su propio coche se detuvo. Se abrió la puerta y el corpulento guardaespaldas vestido de frac le tendió una mano a Joanna.
Tres minutos después los hicieron pasar a los aposentos históricos del palacio, a las lujosas dependencias de Federico I y su mujer, Sofía Carlota. De pronto, como un entusiasmado productor teatral, Scholl dejó a Lybarger, Edward y Eric en un rincón mientras intentaba localizar a un fotógrafo para que tomara unas cuantas fotos.
Von Holden se apartó con Joanna y le pidió que consiguiera un cuarto donde pudiera descansar Lybarger hasta que lo llamaran.
— ¿Ha sucedido algo?
—No, no pasa nada. Ahora vuelvo —respondió él rápidamente. Y evitando encontrarse con Scholl, salió por una puerta lateral y se abrió camino entre el personal de servicio. Llegó hasta la zona de recepción, entró en uno de los salones e intentó comunicarse con el hotel Borggreve por radio. No había respuesta.
Apagó la radio, hizo una seña a uno de los guardias de seguridad y cruzó la gran entrada para salir, mientras los demás invitados comenzaban a llegar. Vio al pequeño y barbudo Han Dabritz bajar de una limusina y tenderle la mano a una modelo negra, treinta años más joven que él, alta y exquisitamente delgada. Von Holden caminó por la zona oscura en dirección a la calle. Al cruzar la entrada vio a Konrad y Margarete Peiper en el asiento trasero de una limusina. Más atrás, una fila cerrada de coches esperaban entrar por la puerta principal. Si Von Holden enviaba a que fueran a buscar el suyo, tardarían al menos diez minutos. Pero diez minutos para esperar un coche era demasiado. Al otro lado de la calle vio a Gertrude Biermann bajar de un taxi y cruzar con paso firme hacia él, los tobillos demasiado gruesos como para pasar desapercibidos por debajo del abrigo militar loden. Al llegar a la entrada, su aspecto normal pero enérgico creó un pequeño revuelo entre los hombres de seguridad. Ella reaccionó del mismo modo y, además de su invitación, les enseñó su carácter. Enfrente, el taxi en el que había llegado permanecía junto a la acera, esperando volver a introducirse en el tráfico. Von Holden se acercó rápidamente, abrió la puerta trasera y subió.
— ¿Adónde va? —preguntó el taxista en alemán, mirando sobre el hombro el flujo de faros que se acercaban, para luego acelerar con un chirrido de neumáticos.
Por la tarde, después de haber hecho el amor con Joanna en su habitación en la casa de Hauptstrasse, Von Holden se había quedado dormido de inmediato. Y aunque sólo habían sido unos minutos, fueron suficientes para que volviera la pesadilla. Aterrorizado, se había despertado con un grito, empapado en sudor. Cuando Joanna quiso ayudarlo, él la rechazó y prefirió darse una ducha de agua fría. El agua y la urgencia del tiempo no tardaron en reavivarlo y culpó al cansancio del asunto. Sin embargo mentía. El sueño era real. La «Vorahnung», la premonición, había vuelto. La sintió no bien cogió el teléfono de la limusina y tuvo ese estremecimiento aterrador de que no contestarían. Incluso antes de llamar, sintió que algo había fracasado inexorablemente.
—Le he preguntado adónde quería ir —insistió el taxista—. ¿O prefiere que me ponga a dar vueltas hasta que se decida?
Von Holden miró al conductor por el retrovisor. Era joven, tendría unos veintidós años. Rubio y sonriente, mascaba chicle. ¿Cómo iba a saber aquel joven que su pasajero no podía tener más que un destino?
—Al hotel Borggreve —le ordenó.
Capítulo 116
Menos de diez minutos más tarde, al entrar a Borggrevestrasse, el taxi se detuvo bruscamente. La calle estaba cerrada por barreras y coches de la policía, camiones de bomberos y ambulancias. En la distancia, Von Holden veía las llamas elevándose hacia el cielo de la noche.
Era exactamente lo que tendría que haber visto si todo hubiera resultado como lo habían planeado. Pero al no poder entrar en contacto con el grupo de la operación, era imposible tener ninguna certeza sobre lo que había sucedido.
De pronto, a Von Holden le comenzó a palpitar aceleradamente el corazón y sintió que lo bañaba un sudor húmedo. El pulso se le agitó aún más, como si le estuvieran apretando un nudo en el pecho. Aterrado, se debatió para respirar y apartó las manos a los lados pensando que se desmayaba y se desplomaría. En algún momento creyó oír al taxista preguntándole adónde querría ir entonces porque la policía estaba evacuando la zona.
Von Holden se llevó las manos al cuello y hurgó nerviosamente en el nudo de la corbata.
Finalmente logró sacársela y respiró agitadamente en busca de aire.
— ¿Qué le pasa? —preguntó el chofer volviéndose hacia él y mirándolo por encima del hombro.
En ese momento, un vehículo de urgencia se detuvo a su lado y los destellos de las luces le hirieron los nervios ópticos como navajazos. Von Holden dejó escapar un grito y se desvió a un lado buscando la oscuridad.
De pronto sintió que se avecinaban.
Eran las monstruosas franjas verdes y rojas entrelazadas que ondulaban de arriba abajo en un ritmo perfecto.. Como pistones gigantescos y demoníacos que le horadaban el centro del ser. A Von Holden se le pusieron los ojos en blanco y la lengua se le hundió en la garganta como si quisiera estrangularlo. No había tenido nunca la pesadilla durante la vigilia y jamás había sido tan violenta.
Seguro de que moriría si no salía del taxi, se abalanzó a la puerta. La abrió de un manotazo, se arrastró sobre el asiento y logró salir a respirar el aire de la noche.
— ¡Ey! ¿Adónde va? —Gritó el taxista—. ¿Se cree que es gratis? —El joven sonriente que mascaba chicle se había convertido de repente en un capitalista feroz e indignado. Sólo entonces Von Holden se percató de que el taxista era en realidad una mujer. Llevaba el pelo bajo la gorra y una cazadora ancha de la que no se había percatado.
— ¿Conoces la Behrenstrasse? —preguntó Von Holden respirando ruidosamente.
—Sí.
—Llévame al número cuarenta y cinco.
Los faros en dirección contraria iluminaban a los hombres en el interior del coche. Schneider conducía y Remmer iba a su lado. Osborn y McVey iban sentados atrás. Éste tenía el pómulo derecho y la mayor parte del labio inferior quemado en carne viva y le habían aplicado una pomada protectora. Remmer se había chamuscado el pelo hasta el cuero cabelludo y la mano izquierda se le había roto en varios puntos al desplomarse una parte del techo con la explosión. Osborn se la vendó cuando Remmer insistió en que mientras le quedaran fuerzas para caminar, la noche aún no había terminado. Uno de los enfermeros se llevó a Noble y lo trasladaron a una ambulancia. El fuego le había afectado las dos terceras partes del cuerpo y le habían inyectado un gota a gota intravenoso. Tenía que haber estado inconsciente y al borde de la muerte. Pero había abierto los ojos y con voz ronca, a pesar de la máscara de oxígeno, había logrado hablar.
—Explosivo plástico. Somos unos estúpidos... —murmuró. Y luego la voz se le transformó y habló con fuerza, indignado—. Cójanlos. —La mirada se le volvió vidriosa—. Cójanlos y destrócenlos.
Remmer se sujetó cuando Schneider giró bruscamente en una esquina, y miró a McVey.
—No lograremos coger a Scholl por sorpresa, ya lo sabes. Los de seguridad le avisarán en cuanto lleguemos.
McVey miraba hacia otro lado y no respondió. Noble tenía razón. Habían actuado como unos estúpidos cayendo en la trampa de aquella manera. Se habían dejado llevar por la impaciencia, sometidos a la presión del tiempo, intentando dar con Cadoux antes que la Organización. Mirándolo retrospectivamente, McVey pensaba que la situación era propia para responder con un destacamento de marines y no de policías, o al menos obtener la colaboración de un comando de operaciones estratégicas de la policía de Berlín. Pero no lo habían hecho, y de los cuatro, era Noble quien había pagado el precio más alto. Las muertes de los polis alemanes también lo indignaban. Pero no había nada que hacer en ese momento. El único consuelo, si es que lo había, era que la Organización también había tenido cuatro bajas. Era de esperar que la identificación de los cuerpos abriera nuevas puertas.
Remmer insistía en lo suyo.
—No sólo le informarán a Scholl sobre nosotros, sino que además no nos dejarán entrar. Nuestra orden de arresto sólo concierne a Scholl y ellos dirán que no incluye el recinto. No podemos ejecutar la orden de arresto si no llegamos hasta él.
—Diles que si intentan obstaculizarnos —dijo McVey, levantando la mirada—, le diremos al jefe de Bomberos que cierre el edificio. Si no da resultado, usa tu imaginación. Tú eres poli, ellos sólo son de seguridad. —Se volvió bruscamente a Osborn y se inclinó hacia él. Las quemaduras del rostro eran graves y dolorosas, pero en los ojos tenía un brillo vivaz e intenso. Hablaba rápidamente y con determinación—. Puede que Scholl lo niegue o que no le dé importancia, pero sabrá quién es usted y sabrá que toda la historia empezó con el asunto de Albert Merriman en París. Supondrá que Merriman le habló a usted de él, y usted a mí. Lo que no sabrá o al menos no creo que sepa, es hasta dónde alcanzan nuestros conocimientos. Aunque su gente de seguridad lo ponga sobre alerta, se sorprenderá al vernos, porque nos cree muertos. También es lo bastante arrogante como para mostrarse molesto porque le estamos interrumpiendo la fiesta. Y yo cuento con eso. Por razones que no conocemos cabalmente, éste es un asunto muy importante para él y por eso intentará deshacerse de nosotros lo más rápido posible para volver a ocuparse de los invitados. Pero no lo dejaremos. Eso lo irritará aún más. Y luego, cuando hablemos cara a cara, se enfurecerá todavía más.
Osborn lo miró con expresión de duda.
—No le entiendo.
—Le diremos todo lo que sabemos sobre el asesinato de su padre, y el bisturí de su invención, y sobre los trabajos y los asesinatos de quienes murieron el mismo año que su padre. Le diremos unas cuantas cosas que no sabemos con certeza, aunque actuaremos como si así fuera. Tendremos que presionarlo lo suficiente para que se quiebre en algún punto. Apretarle tan fuerte que al final lo suelte todo y confiese haber contratado a un asesino. —McVey le lanzó una mirada a Remmer—. ¿Cuántas unidades de apoyo has pedido?
—Seis. Y hay otras seis más esperando instrucciones nuestras. Y tenemos un contingente uniformado si se da un motivo para una detención masiva.
—McVey —dijo Osborn—, cuando dice usted que le diremos incluso lo que no sabemos, ¿qué quiere decir?
—Supongamos que le decimos a Herr Scholl que hemos buscado por cielo y tierra los antecedentes de su invitado de honor, Herr Lybarger, y que no hemos encontrado nada. Que tenemos curiosidad por conocerlo. El se negará por varias razones. Y entonces nosotros diremos, bueno, si no nos facilita los antecedentes, tendremos que suponer que no hemos encontrado nada porque el tipo ya ha muerto hace tiempo.
— ¿Muerto? —preguntó Remmer desde delante.
—Sí. Muerto.
— ¿Entonces quién está suplantando a Lybarger y por qué?
—Yo no he dicho que no fuera Lybarger. Sólo digo que la razón por la que no sabemos nada de él es que está muerto. Al menos, en su mayor parte...
Osborn sintió un escalofrío en la columna.
— ¿Quiere decir que cree que es el resultado de un experimento con éxito? ¿Que se trata de la cabeza de Lybarger unida al cuerpo de otra persona, operado con técnicas de cirugía atómica en temperaturas de cero absoluto?
—No sé si lo creo, pero es una buena teoría, ¿no les parece? Aunque hubiera mentido, Cadoux nos aclaró la conexión cuando dijo que tenía información sobre la relación entre Scholl y Lybarger, y éste último con los cuerpos decapitados. ¿Por qué, si no, todo el misterio que rodea el infarto de Lybarger y su aislamiento con el doctor Salettl en Carmel y su larga recuperación en Nuevo México? Richman, el micropatólogo, dijo que si la operación se llevara a cabo tendría suturas invisibles, indetectables, como un injerto en un árbol. Ni siquiera su fisioterapeuta americana lo sabría. No tendría ni la más mínima idea, aunque desplegara toda la imaginación del mundo.
—McVey, creo que has visto demasiadas películas —dijo Remmer, encendiendo un cigarrillo y sosteniéndolo entre los dedos vendados—. ¿Por qué no le vendes el guión a un productor de cine?
—Me juego lo que quieras que eso es lo que dirá Scholl, pero de todos modos creo que deberíamos intentar probarlo o verificar que no es verdad.
— ¿Cómo?
—Con las huellas dactilares de Lybarger.
Remmer lo miraba fijo.
—McVey, eso no es una teoría. De manera que así lo crees.
—No lo considero imposible, Manfred. Ya soy demasiado viejo. Puedo creer cualquier cosa.
—En caso de que consigamos las huellas dactilares de Lybarger, lo cual no será nada fácil, ¿de qué nos servira? Si tu teoría de Frankenstein funciona y su cuerpo, desde los hombros hasta abajo, está enterrado quién sabe dónde, no tendríamos nada con qué compararlo.
—Manfred, si decidieras unir tu cabeza a otro cuerpo, ¿no elegirías un cuerpo mucho más joven?
—Este lado oscuro tuyo no lo conocía —dijo Remmer sonriendo.
—Piensa que no se trata de algo raro, sino de lo más común del mundo.
—Bueno... si yo... Sí, claro, un cuerpo más joven. Con mi experiencia, imagínate a todas las jovencitas guapas que me ligaría —dijo Remmer sin dejar de sonreír.
—Bueno, ahora permíteme que te diga que tenemos la cabeza congelada de un hombre de poco más de veinte años en una morgue de Londres. Se llama Timothy Ashford y es de Clapham South. En una ocasión se lió a hostias con unos polis de Londres, de modo que la policía tiene las huellas dactilares en sus archivos.
A Remmer se le borró la sonrisa de los labios.
— ¿Crees que las huellas de este Timothy Ashford podrían coincidir con las de Lybarger?
McVey se llevó una mano al rostro y se palpó la pomada que le cubría las quemaduras. Hizo una mueca de dolor y al retirar la mano vio una mezcla oscura de piel chamuscada y crema antiséptica.
—Esta organización se ha tomado mucho trabajo para que nadie se entere de lo que está sucediendo y ha muerto mucha gente a causa de ello. Sí, es una suposición, Manfred. Pero Scholl no lo sabrá, ¿no crees?
Capítulo 117
Un número incalculable de obras de pintores románticos alemanes como Runge, Overbeck y Caspar David Friedrich cubrían las paredes de la galería de arte romántico de Charlottenburg. En sus melancólicos paisajes, los seres humanos aparecían retratados como insignificantes criaturas en contraste con el esplendor aplastante de la naturaleza.
Un cuarteto de cuerdas y un pianista se alternaban tocando sonatas y conciertos de Beethoven, proporcionando así tono y marcos apropiados a la reunión de las grandes figuras en homenaje a Elton Lybarger. Los grupos se entremezclaban y se discutía de política, de economía y del futuro de Alemania, mientras los camareros, vestidos de gala para la ocasión, se deslizaban entre ellos con suculentas bandejas de bebidas y canapés.
Salettl estaba solo, cerca de la entrada de la galería, testigo del torbellino humano. Por lo que observaba, casi todos habían respondido a la invitación y sonrió ante la constatación del resultado. Cruzó el salón y vio a Uta Baur junto a Konrad Peiper. Scholl reunido con Hilmar Granel, magnate de la prensa alemana, y Margarete Peiper escuchaba a su abogado americano, Louis Goetz, dictando cátedra en inglés. Cuatro palabras que Goetz dejó caer en pocos segundos desvelaban el contenido de su discurso. Hollywood. Productoras. Judíos.
Luego entró Gustav Dortmund con su esposa, una mujer de semblante serio y pelo canoso en un vestido largo de color verde oscuro cuya sencillez venía compensada por un despliegue deslumbrante de diamantes.
Scholl se dirigió casi inmediatamente junto a Dortmund y los dos se apartaron para conversar.
Salettl hizo una seña a un camarero, se sirvió una copa de champán y miró su reloj. Eran las ocho menos ocho de la noche. A las ocho y cinco, se conduciría a los invitados por la gran escalera hasta la galería dorada, donde se serviría la cena. A las nueve, se disculparía y se dirigiría al mausoleo, y revisaría los últimos preparativos de Von Holden para el protocolo exclusivo que tendría lugar después del discurso de Lybarger. Hacia las nueve y diez, Salettl se dirigiría a las dependencias de Lybarger, donde éste, en compañía de Joanna, Eric y Edward, se encontraría en las etapas finales de sus preparativos.
Se apartaría con Joanna y le diría que su tarea había terminado y la despediría. Luego le ordenaría a un chofer que la sacara inmediatamente del palacio. Eso significaba que, después de que Joanna se marchara y con excepción del equipo de seguridad rigurosamente seleccionado, el edificio entero se vería libre de la presencia de personas ajenas. A las nueve y cuarto, Lybarger haría su aparición en la galería dorada. Su discurso debía concluir a las nueve y media y todo habría terminado hacia las diez menos cuarto de la noche.
Behrenstrasse era una calle de pequeñas casas alineadas junto a árboles centenarios y nobles. Una pareja que paseaba después de la cena pasó bajo una farola que los iluminó y luego siguieron, en el momento en que el taxi de Von Holden se detenía delante del número cuarenta y cinco.
Le dijo a la taxista que esperara, se bajó, cruzó la puerta de una verja de hierro y subió rápidamente las escaleras del edificio de cuatro pisos. Tocó el timbre, se apartó unos pasos y miró hacia arriba. El cielo claro de la tarde se había cubierto y el informe meteorológico anunciaba llovizna y niebla por la noche. Era una mala señal. Con la niebla, los aviones no podrían despegar y Scholl debía salir esa misma noche a su hacienda en Argentina, inmediatamente después de la ceremonia de Charlottenburg. De todas las noches posibles, ése era el peor momento.
Se oyó un ruido seco y la puerta se abrió repentinamente. Un anciano sumamente delgado de unos sesenta años lo miró por la abertura.
—Guten Abend —dijo cuando reconoció a Von Holden, y se apartó para dejarlo entrar.
—Buenas noches, Herr Frazen.
Dos mujeres y un hombre, todos de la edad de Frazen, levantaron la mirada de una mesa donde jugaban a las cartas cuando pasó Von Holden y desapareció por el pasillo. Las mujeres dejaron escapar una risilla infantil en reconocimiento a lo elegante que estaba Von Holden vestido de frac. Los hombres les dijeron que se callaran y que no tenían por qué opinar sobre el traje de Von Holden ni sobre lo que hiciera allí a aquellas horas de la noche.
Al final del pasillo, Von Holden abrió una puerta y entró en un pequeño estudio revestido de madera. Cerró rápidamente la puerta, le volvió a echar llave y se dirigió a un gran reloj de pie en el rincón, detrás de un escritorio macizo. Abrió el reloj, sacó la llave de la cuerda y la introdujo en un agujero casi imperceptible, situado en el lado izquierdo. La giró un cuarto de vuelta y se abrió por ese lado dejando al descubierto una puerta de acero inoxidable pulida y brillante con un tablero digital encastrado en el rincón superior derecho. Como ante un cajero automático, Von Holden introdujo su código. La puerta se abrió inmediatamente y apareció un pequeño ascensor. Von Holden entró, la puerta se cerró y la cubierta de madera volvió a su lugar.
El ascensor bajó durante tres minutos. Al detenerse, Von Holden salió a una gran habitación rectangular, a cien metros bajo la superficie de la Behrenstrasse. La habitación estaba totalmente vacía. El suelo, el techo y las paredes estaban construidos con el mismo material, módulos cuadrados de mármol negro de treinta centímetros de espesor y de metro y medio de lado.
Al otro extremo de la habitación había un tablero luminoso de acero que parecía una especie de escultura abstracta. Los pasos de Von Holden resonaron en el suelo cuando se acercó. Llegó y se plantó directamente enfrente.
—Lugo —dijo, y pulsó los diez números de su identificación seguido de «Bertha», el nombre de su madre.
A su izquierda se abrió uno de los cuadrados y Von Holden penetró por un pasillo escasamente iluminado. Al igual que la habitación exterior, éste también estaba recubierto de mármol. La única diferencia era que en lugar del negro brillante de afuera, el mármol del pasillo era de un azul blanquecino, lo cual producía un efecto casi etéreo. El pasillo medía cerca de sesenta metros y no tenía puertas, no comunicaba con otros pasillos ni albergaba ninguna decoración. Al final había otro ascensor. Von Holden comunicó verbalmente el mismo número de identificación, aunque esta vez añadió un segundo: 86672.
Ciento cincuenta metros más abajo, el ascensor se detuvo.
—Lugo —repitió Von Holden, la puerta se abrió y él entró en «das Garten», el Jardín, un lugar conocido por sólo una docena de personas. Cada vez que llegaba a ese punto, Von Holden sentía que entraba en el escenario de una película de ciencia ficción. Incluso la entrada a través de la vieja casa particular, la puerta oculta y el panel corredero, parecían salidos de un antiguo melodrama teatral.
Sin embargo, a pesar de ese despliegue fantástico, no era un estudio de cine. Diseñado en 1939, la construcción original databa de entre 1942 y 1944, cuando el espionaje antinazi comenzaba a infiltrarse a los niveles más altos en el Estado mayor del ejército alemán y los bombarderos aliados penetraban cada vez más profundamente en el corazón del Tercer Reich.
La existencia de das Garten, con su nombre sencillo e inocuo, era tan secreta que al comienzo de su construcción se cavó un túnel lateral a partir de una línea de metro cercana, cerrada luego por reparaciones. La tierra excavada de los huecos del ascensor, los pasillos y las habitaciones fue transportada hasta la línea de metro por vagones mineros sobre los rieles. Los equipos, los trabajadores y los materiales fueron trasladados por el mismo medio.
A pesar de que habían participado cuatrocientos hombres en la construcción, en turnos de veinticuatro horas durante veintiún meses, nadie, ni los habitantes de la Behrenstrasse ni el resto de la población de Berlín, se enteró de lo que estaba sucediendo bajo sus pies. Como precaución final, los cuatrocientos hombres que lo habían construido, arquitectos, ingenieros y obreros, fueron gaseados y enterrados bajo los mil metros cúbicos de cemento en la base del segundo ascensor mientras bebían champán y celebraban el final de los trabajos.
A los parientes que inquirieron sobre su desaparición, se les dijo que habían caído víctimas de los bombardeos de los aliados. Los que persistieron en su investigación fueron eliminados. Más tarde, a lo largo de los años, con los adelantos electrónicos y estructurales, el pequeño número de diseñadores, ingenieros y obreros empleados rigurosamente seleccionados, sufrieron la misma suerte, aunque con métodos mucho más particulares y clandestinos. Un accidente de coche, una muerte por descarga eléctrica, un envenenamiento fortuito, un lamentable accidente de caza. Métodos trágicos pero comprensibles.
Así, con la excepción de un puñado selecto de altos mandos nazis que sabían de su existencia, la gigantesca obra de das Garten sencillamente no existía. Y ahora, casi medio siglo después, con la excepción de Scholl, Von Holden y los pocos cabecillas de la Organización, nadie sabía aún de su existencia.
Se abrió una puerta frente a donde se encontraba y Von Holden accedió por un largo pasillo tubular forrado con miles de baldosas de cerámica. Eran las ocho y diez. Cualquiera que hubiera sido el resultado de la operación en el hotel Borggreve, tenía que olvidarse. Más allá de lo que había visto, no contaba con información. Por lo tanto, no podía hacer más que seguir las instrucciones como se le había ordenado.
En la mitad del pasillo se detuvo frente a una puerta de baldosas de cerámica roja fundidas con titanio. Deslizó los dedos sobre una superficie cuadrada con relieves al estilo de la escritura Braille y pulsó un código de cinco números, y esperó a que una luz encima del cuadrado se mostrara verde. Entonces introdujo tres números más. La luz verde se apagó y se elevó una puerta del suelo. Von Holden se agachó y al cruzar el umbral, la puerta volvió a cerrarse a su espalda.
Pasó un rato largo antes de que se acostumbrara al azul plateado casi translúcido de la habitación. Y aun así, parecía faltarle el sentido del espacio o de la profundidad, como si hubiera entrado en un lugar desprovisto de existencia, como el fragmento de un sueño.
Directamente enfrente vio el vago perfil de una muralla. Más allá estaba el sector F, el cubículo más secreto de das Garten, pequeño y cuadrado, protegido por arriba, por abajo y por los cuatro costados por bloques de acero de titanio de medio metro con refuerzos de capas de tres metros de hormigón, laminados cada sesenta centímetros con una materia gelatinosa diseñada para mantener la estabilidad del cuarto interior aunque se viera sometido a la explosión directa de una bomba de hidrógeno al nivel de la superficie o a un terremoto de diez grados.
—Lugo —dijo Von Holden en voz alta, esperando que su impronta de voz fuera reducida digitalmente y coincidiera con la original de los archivos. Un momento después se abrió un panel en la muralla y apareció una pantalla translúcida de vidrio verde.
—Zebn... Sieben... Sieben... Neun... Nuil... Nuil... Neun... Nuil... Vier (diez, siete, siete, nueve, cero, cero, nueve, cero, cuatro) —moduló con precisión. Pasaron tres segundos y en la pantalla aparecieron unas letras negras.
Letzte Mitteilung/Leiter der Sicherheit
Freitag/Vierzehn/Oktober
Memorándum final/Director de Seguridad
Viernes/14/octubre
Luego las letras desaparecieron. Von Holden se inclinó y apoyó con fuerza las dos manos en el cristal y retrocedió. El vidrio se oscureció de inmediato y el panel se cerró. En diez segundos, sus huellas dactilares fueron identificadas. Al cabo de otros siete segundos apareció en el suelo un dibujo de puntos azul oscuro que conducía al centro de la habitación hasta formar un cuadrado perfecto de ochenta centímetros de lado.
—Lugo —volvió a ordenar Von Holden. Desapareció el cuadrado y emergió una plataforma del suelo. Encima, en el interior de un receptáculo de vidrio, había una maleta de color gris metálico fabricada con un compuesto de fibras de carbono, polímeros de cristal líquido y Kevlar. Medía sesenta y cinco centímetros de alto por un metro de largo y ancho. Era la razón por la que Von Holden había venido, el objeto que sería presentado a los más selectos en la ceremonia del mausoleo de Charlottenburg después del discurso de Elton Lybarger.
Desde el comienzo, había sido bautizado como «Ubermorgen», «pasado mañana». Era una visión y un sueño a la vez, ahora y en el pasado, el centro de todo, el medio que impulsaría a la Organización, del siglo XXI en adelante. Y una vez que saliera de das Garten, Von Holden debía proteger aquello con su propia vida.
Capítulo 118
La taxista de veintiún años que Von Holden había dejado esperando fuera en el número 45 de la Behrenstrasse se llamaba Greta Stassel. Había visto que su pasajero miraba su carné de conducir y se preguntó si recordaría su nombre. Lo dudaba. El hombre parecía turbado, pero Greta lo encontraba sexy y ahora, mientras pensaba cómo ayudarlo a solucionar su problema, vio que de pronto las luces de las farolas oscilaron y se apagaron.
Greta se sobresaltó cuando una silueta salida repentinamente de la oscuridad golpeó en la ventanilla. Al cabo de un instante lo reconoció y le oyó decir que tenía que meter algo en el maletero. Cogió las llaves del contacto, bajó y fue a la parte de atrás. Sí, era sexy y muy guapo, y parecía tranquilo, de modo que tal vez ni siquiera tuviera problemas.
—Démelo —precisó abriendo el maletero.
Por un momento Von Holden se turbó y pensó que nunca había visto una sonrisa tan bella. Greta miró el paquete de plástico blanco sobre la acera. El brillo rojo de las luces traseras del coche iluminaron el rótulo impreso en la cara de arriba y en los lados: Frágil: instrumentos médicos.
—Lo siento, no se trata de eso —dijo Von Holden cuando ella fue a cogerlo.
Ella se volvió, con un gesto de sorpresa pero sin dejar de sonreír.
— ¿No quería dejarlo en el maletero? —preguntó.
—Sí.
Greta aún sonreía cuando la bala de nueve milímetros del Glock le penetró el cráneo a la altura de la nariz. Von Holden la cogió en el momento en que las piernas le flaqueaban. La llevó en brazos y la metió en el maletero en posición fetal. Cerró la tapa, buscó las llaves, dejó la caja en el asiento delantero, encendió el motor y partió. Media manzana más allá, giró hacia la Friedrichstrasse generosamente iluminada. Buscó el carné donde el taxista anotaba las carreras, arrancó la última página y se la metió en el bolsillo. El reloj del tablero marcaba las ocho y media.
A las ocho y treinta y cinco de la noche, Von Holden cruzaba la oscura explanada del Tiergarten en la Strasse 17 Juni, a cinco minutos de Charlottenburg. No le preocupó el cuerpo de la taxista allí en el maletero. No significaba nada matarla. Había sido sencillamente un medio necesario para alcanzar un fin.
«Ubermorgen», la culminación de todo, permanecía meciéndose suavemente en el maletín blanco a su lado. Su presencia le aligeraba el corazón y le infundía valor. Después de haber llamado por radio otras dos veces a los hombres de la operación y no obtener respuesta, Von Holden consideraba que las cosas estaban tomando buen rumbo. Los despachos de los enviados a la escena de la catástrofe del hotel Borggreve reportaban la muerte de al menos tres miembros de la Policía Federal en un tiroteo, en medio de una explosión que había provocado un incendio. Los bomberos habían extraído de los escombros dos cuerpos quemados más allá de todo reconocimiento posible. Otros dos cuerpos aún no habían sido identificados. Una organización terrorista había llamado a la policía reivindicando el atentado. Von Holden se relajó y se reclinó en el asiento respirando profundo ante el giro de los acontecimientos. Su ansiedad era infundada y la operación se llevaría a cabo según los planes.
A un kilómetro y medio de allí, las limusinas estacionadas formaban una hilera a lo largo de Spandauer Damm, frente a Charlottenburg, y los chóferes se juntaban en corros, fumando y charlando, con los cuellos hasta arriba y las gorras hasta abajo para protegerse del frío que traía la espesa niebla.
En la acera, justo enfrente de la calle, Walter van Dis, un guitarrista holandés de diecisiete años, con una cazadora de cuero y el pelo hasta la cintura, observaba el palacio junto a una multitud de espectadores. No sucedía nada especial, pero ellos seguían mirando, entretenidos por el espectáculo de un lujo que no llegarían a conocer a menos que el mundo sufriera cambios radicales.
El ruido sordo de puertas de coches que se cerraban lo distrajo y cambió ligeramente de posición para ver qué sucedía. Cuatro hombres acababan de bajar de un coche y cruzaban la calle en dirección a la puerta de entrada de Charlottenburg. Von Holden se refugió inmediatamente en la sombra y al mismo tiempo se tapó la boca con la mano.
—Walter —dijo en un pequeño micrófono.
Un momento después sonó la radio de Von Holden. La encendió con un gesto de impaciencia esperando oír la voz de uno de los miembros del comando del hotel Borggreve. Al contrario, oyó retazos de una agitada discusión entre Walter y varios hombres de Seguridad pidiéndole detalles. ¿De qué hombres hablaba? ¿Estaba seguro de cuántos eran? ¿Qué aspecto tenían? ¿De dónde venían?
— ¡Aquí Lugo! —dijo Von Holden enérgico—. Despejad la línea para Walter.
—Aquí Walter.
— ¿Qué has averiguado?
—Cuatro hombres. Acaban de bajar del coche y se acercan a la entrada. Por la descripción, uno de ellos parece el americano Osborn. Otro puede ser McVey.
Von Holden lanzó una imprecación por lo bajo.
— ¡Detenlos en la entrada! ¡No los dejes entrar bajo ninguna circunstancia!
De pronto oyó a un hombre identificarse como el inspector Remmer de la BKA y luego decir que tenía asuntos policiales que tratar en el palacio. Reconoció la voz de Pappen, el jefe de Seguridad, plantarle cara. Aquello era una reunión privada, con guardias de seguridad privados. La policía no tenía nada que hacer allí. Remmer dijo que tenía una orden de arresto para Erwin Scholl. Pappen dijo que jamás había oído hablar de Erwin Scholl y que a menos que Remmer tuviera una orden para entrar en la propiedad, no se le dejaría entrar.
McVey y Osborn cruzaron la explanada de adoquines tras Remmer y Schneider en dirección a la entrada del palacio. Cuando ni siquiera la amenaza de que el jefe de Bomberos cerraría el edificio disuadió a la guardia, Remmer llamó por radio a tres unidades de apoyo. Llegaron al cabo de unos segundos entre los destellos de las luces. El jefe de Seguridad y su ayudante fueron detenidos por oponer resistencia a una operación de la policía.
Von Holden aceleró en medio del tráfico y llegó en medio de la confusión creada por la iniciativa de Remmer, en el momento en que Pappen y su ayudante eran arrastrados hasta un coche de policía y luego desaparecían. Se bajó del taxi y permaneció junto a él mientras el resto de su equipo de seguridad se apartaba para dejar a los intrusos cruzar la entrada principal y entrar en el edificio.
Scholl se pondría furioso, pero él mismo se lo había buscado. Von Holden se dio cuenta que debía haber discutido con más insistencia y convicción, pero no había sido así y eso hacía la verdad mucho más amarga.
Ahora no le cabía ninguna duda, estaba absolutamente convencido de que de haber estado él en el hotel Borggreve, ni Osborn ni McVey estarían en ese momento en Charlottenburg.
Capítulo 119
Con una gran sonrisa hollywoodiense, Louis Goetz bajó por la gran escalera hasta los hombres que lo esperaban en la entrada.
—Inspector McVey —saludó, identificando enseguida a McVey y tendiéndole la mano—. Soy Louis Goetz, el abogado del señor Scholl. ¿Qué le parece si vamos a algún lugar donde podamos hablar?
Los condujo por un laberinto de pasillos hasta una amplia galería y cerró la puerta. La sala tenía un suelo de mármol gris y en los extremos había sendos enormes hogares construidos con el mismo material. En una de las paredes colgaban varios tapices y, en el lado opuesto, unas puertas de estilo francés daban a un pequeño jardín iluminado que se desdibujaba en la oscuridad. Por encima de la puerta por la que habían entrado colgaba un retrato datado en 1712 de la propia Sofía Carlota, reina de Prusia, una mujer corpulenta y de doble papada.
—Siéntense, caballeros —invitó Goetz, y señaló unas sillas de respaldo alto en torno a una mesa larga—. Jolines, inspector, qué desastre. ¿Qué le ha sucedido? —preguntó observando las quemaduras de McVey.
—Es que no tomé las debidas precauciones cuando se me ocurrió ver lo que se estaba cocinando —respondió McVey sin inmutarse, y se acomodó en una de la sillas—. Los médicos opinan que viviré.
Osborn y Remmer se sentaron frente a McVey. Schneider permaneció cerca de la puerta. No querían que aquello pareciera una invasión de policías.
—El señor Scholl había acordado una reunión con usted más temprano. Estará ocupado el resto de la noche. Y después partirá inmediatamente a Sudamérica —explicó Goetz sentándose en la cabecera de la mesa.
—Señor Goetz, sólo queremos verlo unos minutos antes de que se marche —puntualizó McVey.
—Esta noche será imposible, inspector. Puede ser cuando vuelva a Los Ángeles.
— ¿Cuándo será eso?
—En marzo del próximo año —contestó Goetz, y sonrió como si se hubiese marcado un punto. Pero enseguida levantó una mano—. Oiga, es verdad. No tengo la intención de hacerme el listillo.
—Entonces, supongo que será mejor que lo veamos ahora mismo. —McVey hablaba en serio y Goetz lo sabía.
El abogado se reclinó bruscamente en su asiento.
— ¿Sabe usted quién es Erwin Scholl? ¿Sabe con quién está reunido en este momento allá arriba? —Preguntó mirando el techo—. ¿Qué diablos se cree, que va a dejar lo que está haciendo para bajar a hablar con usted?
Desde arriba llegaron los acordes de una orquesta tocando un vals de Strauss. A McVey le recordó la radio en la habitación donde encontraron a Cadoux. Le lanzó una mirada a Remmer.
—Creo que el señor Scholl tendrá que cambiar de planes —dijo Remmer, y dejó caer la orden de arresto sobre la mesa frente a Goetz—. O baja ahora y habla con el inspector McVey o irá a la cárcel. Ahora mismo.
— ¿Qué significa esto? ¿Con quién cono se creen que están tratando? —Goetz estaba fuera de sus casillas. Cogió la orden de arresto, la miró y la volvió a tirar sobre la mesa, irritado. Estaba redactada en alemán.
—Con un poco de colaboración, tal vez le ahorremos muchas molestias a su cliente. Incluso puede que le permitamos seguir normalmente su programa —repuso McVey, y se removió en la silla. El efecto del analgésico que le había administrado Osborn comenzaba a desvanecerse, pero no quería otra dosis, temiendo que lo debilitara y le hiciera perder el control—. ¿Por qué no va y le pide que baje unos minutos?
— ¿Por qué no me explica usted de qué cono se trata?
—Preferiría discutir eso con el señor Scholl dentro de un momento. Desde luego, usted tiene el derecho de estar presente. De otra manera, acompañemos al inspector Remmer y sostendremos la conversación en un ambiente mucho menos histórico.
Goetz sonrió. Se encontraba frente a un tipo que pertenecía a otra clase social y que estaba fuera de su país, intentando jugar al policía duro con uno de los hombres más influyentes del mundo. El problema era la orden de arresto, algo que nadie había previsto, sobre todo porque nadie habría creído a McVey capaz de convencer a un juez alemán de que la extendiera. Los abogados alemanes de Scholl se encargarían de todo no bien se les notificara. Pero para eso debían contar con tiempo, algo que McVey no estaba dispuesto a otorgar. Había dos maneras de abordar el asunto. Decirle a McVey que se jodiera o ser más contemporizador y pedirle a Scholl que bajara para soltar unas cuantas amabilidades. Luego esperarían que todo se calmara lo suficiente hasta que pudieran llegar los abogados alemanes.
—Veré lo que puedo hacer —dijo levantándose. Le lanzó una mirada rápida a Schneider, que permanecía junto a la puerta, y salió.
McVey miró a Remmer.
—Podría ser el momento adecuado para encontrar a Lybarger.
Von Holden entró con el taxi a una calle residencial oscura, a un kilómetro y medio de Charlottenburg. Encontró un hueco, aparcó y apagó las luces. La calle estaba tranquila. Con la niebla y la humedad, la gente se quedaba en casa. Abrió la puerta, bajó y miró a su alrededor. No había nadie. Sacó el maletín blanco de plástico, ajustó una correa de nailon a los ganchos en la parte superior y se lo colgó en bandolera. Tiró las llaves dentro del taxi, lo cerró y se alejó.
Diez minutos más tarde divisó Charlottenburg. Cruzó un puente peatonal sobre el río Spree en Tegeler Weg y se acercó a una puerta de servicio en la parte posterior de los jardines del palacio. En la distancia, divisaba las luces titilando a través de la niebla, que se había hecho más espesa durante la última hora. Los aeropuertos habrían anulado los vuelos, y a menos que la temperatura cambiara no habría vuelos hasta la mañana.
Uno de los guardias en la entrada de servicio lo dejó pasar y Von Holden siguió por un sendero flanqueado por castaños. Cruzó un segundo puente, continuó por un camino bordeado de pinos hasta un cruce donde giró a la izquierda y se acercó al mausoleo.
—Son las nueve de la noche. ¿Dónde has estado? —le espetó Salettl desde la oscuridad, y Von Holden lo vio aparecer directamente frente a él. Delgado y envuelto en una capa oscura, sólo se le veía el cráneo en medio de la noche.
—Ha llegado la policía. Tienen una orden de arresto para Scholl. —Salettl se acercó. Von Holden podía verle las pupilas, algo más grandes que un punto y se percató de que tenía el cuerpo tenso, como si se hubiera inyectado una sobredosis de anfetaminas.
—Ya lo sé —respondió Von Holden.
Salettl dirigió una mirada al maletín blanco que Von Holden llevaba colgando del hombro.
—Lo tratas como si fuera una cesta de merienda.
—Lo siento. No había otra manera.
—Entretanto, la ceremonia aquí en el mausoleo se ha postergado.
— ¿Quién ha dado la orden?
—Dortmund.
—Entonces volveré a das Garten.
—Tus órdenes consisten en esperar en los apartamentos reales hasta nuevo aviso.
El manto de niebla giraba en torno a los rododendros púrpuras junto al camino donde se encontraban. Más allá se divisaba el mausoleo entre los árboles que lo protegían como el vórtice de una pesadilla gótica. Von Holden se sintió atraído hacia el lugar como si una mano invisible lo empujara. Y entonces reaparecieron las espesas cortinas rojiverdes de la aurora, colosales, ondulando lentamente, amenazando con absorber el núcleo de su ser.
— ¿Qué sucede? —preguntó Salettl cortante.
—Es que...
— ¿Te encuentras mal? —volvió a inquirir Salettl irritado.
Von Holden luchaba para librarse y negó con la cabeza. Luego respiró profundamente el aire frío. La aurora desapareció y la visión se aclaró.
—No —dijo brusco.
—Entonces, ve a los apartamentos reales como te han ordenado.
Capítulo 120
20h57
Joanna cepillaba las pelusas al frac azul de Elton Lybarger y pensaba en su cachorro, probablemente sobre el Atlántico, de regreso a la perrera del aeropuerto de Los Angeles, donde lo guardarían hasta que fuera a buscarlo. De pronto se oyó un golpe seco en la puerta y entraron Eric y Edward seguidos de Remmer y Schneider. Detrás, los guardaespaldas de Lybarger vestidos de frac, seguidos de otros dos hombres con brazaletes que los identificaban como guardias de seguridad.
—Tío —dijo Eric con tono paternalista—. Estos hombres quieren verte un momento. Son policías.
—Guten Abend —dijo Lybarger, y sonrió. En ese momento se disponía a tomar una dosis de vitaminas. Se las metió en la boca, una por una, y las tragó con pequeños sorbos de un vaso de agua.
—Herr Lybarger —pronunció Remmer—, disculpe la intrusión. —Sonriente y correcto, pero sin ceremonias, Remmer le lanzó una mirada escrutadora, rápida y certera. Calculó que pesaba poco más de sesenta y cinco kilos y medía cerca de un metro setenta, se sostenía derecho y parecía físicamente en buena forma. Llevaba una camisa con un peto duro, con gemelos en los puños y en el cuello un corbatín blanco. A ojos de todo el mundo, su aspecto era el de un hombre alrededor de los cincuenta y cincuenta y cinco años, que gozaba de buena salud y se disponía a hablar ante un público importante.
Terminó de ingerir las vitaminas y se volvió.
—Por favor, Joanna. —Y ella lo ayudó a ponerse el chaqué.
Remmer reconoció de inmediato a Joanna como la mujer que aparecía en la ventana de la casa de Hauptstrasse, identificada por el FBI como la fisioterapeuta de Lybarger, Joanna Marsh de Taos, Nuevo México. Esperaba encontrar al otro hombre del vídeo, del que Noble sospechaba que perteneciera a la Spetsnaz y a quien vieran bajando del BMW. Pero no estaba entre los hombres presentes en la habitación.
— ¿Qué significa esto? —Preguntó Eric—. Mi tío está a punto de dar un discurso muy importante.
Remmer se volvió y avanzó hasta el centro de la habitación, atrayendo deliberadamente la atención de Eric y Edward y de los guardaespaldas. En ese momento, Schneider se apartó, miró a su alrededor y entró en el baño. Al cabo de unos segundos volvió a salir.
—Nos informaron que podían suscitarse problemas con la seguridad personal del señor Lybarger —dijo Remmer.
— ¿Qué problemas? —preguntó Eric.
Remmer sonrió, relajado.
—Ya veo que no hay problemas. Lamento haberlos molestado, señores. Guten Abena —contestó, y se volvió mirando a Joanna. Se preguntaba lo que sabría ella de todo aquello, cuan implicada podía encontrarse—. Buenas noches —saludó en tono cortés, y él y Schneider salieron de la habitación.
Capítulo 121
21h00
McVey y Scholl se miraban cara a cara en silencio. El calor de la habitación había convertido la pomada que cubría el rostro de McVey en un líquido aceitoso, dándole a sus quemaduras un aire aún más grotesco.
Un momento antes, Louis Goetz había aconsejado a Scholl que no dijera una palabra más hasta que llegaran sus abogados criminalistas y McVey había respondido que si bien Scholl tenía todo el derecho de permanecer callado, el hecho de que no colaborara con una investigación policial no sería un antecedente positivo cuando el juez tuviera que tomar la decisión de dejarlo en libertad bajo fianza o no. Sin embargo, agregó, incluso un hombre tan distinguido como Scholl puede ser detenido como sospechoso de asesinato y extraditado a Estados Unidos.
— ¿Qué quiere decir con esta tontería? —Le espetó Goetz—. Usted no tiene ninguna autoridad aquí. El hecho de que el señor Scholl haya dejado a sus invitados para reunirse con usted ya es suficiente demostración de colaboración.
—Si nos relajamos, puede ser que acabemos y nos vayamos a casa —espetó McVey dirigiéndose tranquilamente a Scholl e ignorando a Goetz—. Todo esto es tan desagradable para mí como para usted. Además, estas quemaduras me están matando y ya veo que usted también quiere atender a sus invitados.
Scholl había dejado su lugar más por curiosidad que bajo la amenaza de arresto de McVey. Se detuvo brevemente para poner a Dortmund al tanto de lo que sucedía y le dijo que buscara un teléfono y contactara inmediatamente con un equipo de abogados criminalistas. Había abandonado la galería dorada por una puerta lateral para bajar las escaleras cuando Salettl, fuera de sí, lo llamó para preguntarle adónde iba y cómo se atrevía a dejar a sus invitados en un momento como aquél. Eran las nueve menos diez y faltaban veinticinco minutos para que Lybarger hiciera su aparición.
—Voy a ver a un policía, un hombre que, al parecer, lleva una vida apasionante —contestó sonriendo con arrogancia—. Tenemos tiempo de sobra, mi querido doctor, tenemos tiempo de sobra.
Bronceado e impecable en su frac a medida, Scholl se comportó con suma deferencia al entrar y aún más cuando McVey le presentó a Osborn. Escuchó atentamente haciendo todo lo posible para ser directo en sus respuestas, a pesar de que parecía auténticamente extrañado a tenor de las preguntas que le hacían, incluso cuando McVey le citó sus derechos como ciudadano americano.
—Repasémoslo una vez más —insistió McVey—. El padre del doctor Osborn fue asesinado en Boston el 12 de abril de 1966 por un hombre llamado Albert Merriman. Este hombre era un asesino a sueldo y, hace una semana en París, el doctor Osborn lo encontró y Merriman confesó el asesinato y que lo había contratado usted para matar al padre de Osborn. Su respuesta, señor Scholl, es que no ha conocido ni ha oído hablar de Albert Merriman.
Scholl estaba sentado y permanecía inmutable.
—Así es —dijo.
—Si no conocía a Merriman, ¿conocía a George Osborn?
—No.
— ¿Entonces, por qué había de contratar a un hombre para matar a alguien a quien ni siquiera conoce?
—McVey, ésa es una cabronada de pregunta y usted lo sabe muy bien —intervino Goetz, a quien no le agradaba que Scholl le estuviera dando a McVey una oportunidad para seguir interrogándolo.
—Inspector McVey —dijo Scholl tranquilamente sin dirigirle ni una mirada de reojo a Goetz—. Yo no he contratado a nadie para cometer un asesinato. La idea misma es indignante.
— ¿Dónde está ese Albert Merriman? Me gustaría conocerlo —intervino Goetz.
—Ese es uno de nuestros problemas, señor Goetz. Está muerto.
—Entonces no tenemos nada más de qué hablar. Su orden de arresto no es más que una mierda, igual que usted. A eso se le llama rumores de un hombre muerto —espetó, y se incorporó—. Señor Scholl, hemos terminado aquí.
—Goetz, el problema es que... Albert Merriman fue asesinado.
— ¿Y a mí, qué?
—Yo se lo diré. El hombre que lo mató también fue contratado para ello. Y también por el señor Scholl. Se llamaba Bernhard Oven —respondió McVey, y lanzó una mirada a Scholl—. Oven pertenecía a la policía secreta de Alemania del Este antes de trabajar para usted.
—No he oído hablar de ese Bernhard Oven, inspector —objetó Scholl, con tono neutro. Encima de la chimenea, sobre el hombro de McVey, un reloj marcaba las nueve y catorce. Faltaba un minuto para que se abrieran las puertas de la galería dorada y entrara Lybarger. Para sorpresa suya, Scholl estaba realmente intrigado. El conocimiento que McVey tenía de las cosas era notable.
—Cuénteme algo de Elton Lybarger —pidió McVey, y ese cambio de marcha en las preguntas lo sorprendió.
—Es un amigo.
—Me gustaría conocerlo.
—No será posible. Ha estado enfermo.
—Sin embargo, se encuentra lo bastante bien como para dar un discurso.
—Sí, está...
—No lo entiendo. Está demasiado enfermo para hablar con un hombre pero no para dirigirse a un centenar.
—Está bajo cuidado médico.
—Quiere decir, el doctor Salettl.
Goetz le lanzó una mirada a Scholl. ¿Cuánto tiempo más pensaba prestarse a aquello? ¿Qué diablos pretendía?
—Así es —respondió Scholl, y se arregló la manga izquierda de su frac con la mano derecha enseñando deliberadamente las heridas aún visibles. Luego sonrió—. Es paradójico que los dos tengamos heridas dolorosas al mismo tiempo, inspector. Las que yo tengo me las hice jugando con un gato. Es evidente que usted estuvo jugando con fuego. Los dos somos ya bastante mayores, ¿no le parece?
—Yo no estaba jugando, señor Scholl. Alguien ha intentado matarme.
—Es usted muy afortunado.
—Unos cuantos amigos míos no lo fueron tanto.
—Lo siento —pronunció Scholl, y miró a Osborn y luego nuevamente a McVey. El inspector era, sin lugar a dudas, el hombre más peligroso que había conocido. Era peligroso porque sólo le importaba la verdad y, en la persecución de ese fin, era capaz de cualquier cosa.
Capítulo 122
21h15
La sala quedó sumida en absoluto silencio. Todas las miradas siguieron a Elton Lybarger, que caminaba solo, separado de la multitud por las cintas desplegadas a ambos lados, avanzando por el pasillo central de la célebre obra rococó de Wenceslao von Knobelsdorff, revestida de los mármoles verdes y los marcos dorados que engalanaban la fascinante galería dorada. Posando un pie enérgicamente delante del otro, sin necesidad de enfermera o de bastón, impecable en la elegancia de su traje, Lybarger se sentía por encima de la concurrencia, tranquilo, seguro de sí mismo. Como un monarca simbólico del futuro que se pasea exhibiéndose ante quienes lo habían ayudado a llegar hasta allí.
Una ola de admiración sacudió a Eric y Edward, sentados en el estrado, observando cómo avanzaba hacia el podio. A su lado, la señora Dortmund sollozaba sin reparos, incapaz de controlar la emoción que la embargaba. Y de pronto, en un impulso que recorrió toda la sala, Uta Baur se levantó y comenzó a aplaudir. Al otro extremo de la sala, Mathias Noli la imitó. Y luego Gertrude Biermann y Hilmar Grunel, y Henryk Steiner junto a Konrad Peiper. Margarete Peiper se incorporó junto a su marido. Y Hans Dabritz, seguido de Gustav Dortmund. El resto de los cien invitados se levantaron para rendir un tributo unánime. Lybarger miraba a derecha e izquierda, sonriendo, reconociendo a unos y a otros mientras el tronar de los aplausos recorría la sala subiendo de intensidad con cada paso que lo acercaba al podio. Estaba a punto de consumarse el más grande de los objetivos y la ovación se volvía ensordecedora.
Salettl miró su reloj.
Las nueve y diecinueve minutos.
Era imperdonable que Scholl aún no hubiera regresado. Levantó la mirada y vio a Lybarger que comenzaba a subir los peldaños del podio. Cuando llegó arriba y miró a sus invitados, los aplausos crecieron hasta un crescendo aplastante que hizo temblar las paredes y el techo. Aquello era el preludio a «Ubermorgen». Era el comienzo de «La Aurora del Nuevo Día».
Fuera, Remmer y Schneider cruzaron el gran patio de adoquines de Charlottenburg. Caminaban a paso rápido sin hablar. Más adelante, un Mercedes negro giró en la entrada y lo hicieron pasar. Se apartaron y vieron al conductor detenerse en la entrada y luego subir al edificio. Lo primero que pensó Remmer fue que Scholl se marchaba y por un instante vaciló. Pero no sucedió nada más. La limusina Mercedes quedó aparcada. Podía quedarse allí una hora, pensó. Se sacó la radio de la chaqueta y dijo algo. Luego siguieron caminando. Al pasar la verja de la entrada, Remmer buscó deliberadamente contacto visual con los guardias. Los dos hombres desviaron la mirada y los policías pasaron sin problemas. De pronto, un BMW azul oscuro salió del tráfico con un chirrido de neumáticos y se detuvo bruscamente en la acera junto a ellos. Remmer y Schneider subieron y el coche desapareció.
Si Remmer, Schneider o cualquiera de los dos agentes de la BKA que los acompañaban en el BMW hubieran mirado atrás, habrían visto que la puerta principal del palacio se abría y que salía el chófer del Mercedes negro, y no escoltando a Scholl ni a ninguno de los célebres invitados, sino a Joanna. El chófer la ayudó a subir al asiento de atrás, cerró la puerta y se colocó al volante. Se ajustó el cinturón, encendió el contacto y partió, dando una vuelta alrededor de la explanada y luego girando a la izquierda en Spandauer Damm, en dirección opuesta a la que enfilaba el BMW de Remmer. Un momento después, el chófer vio un Volkswagen sedán de color plateado que salía del aparcamiento, giraba en sentido contrario al tráfico y se introducía en el carril detrás de él. Sonrió cuando vio que lo seguían. Lo único que hacía era llevarla a un hotel y no había ninguna ley que se lo prohibiera.
Sola en el asiento de atrás, Joanna se hundió en el abrigo intentando no llorar. No sabía qué había sucedido, excepto que Salettl la había despedido en el último momento sin siquiera darle la oportunidad de decirle adiós a Elton Lybarger. Salettl había entrado en la habitación de Lybarger y se había apartado con ella no bien habían salido los policías.
—Tu relación con el señor Lybarger ha terminado —le comunicó a Joanna. Parecía nervioso, sumamente agitado. Y de pronto, cambiando totalmente de actitud, se volvió casi cariñoso—. Será mejor tanto para él como para ti que no penséis más en ello —sentenció, y le entregó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo—. Esto es para ti — Confundida y atontada por su brusquedad, Joanna recordaba vagamente haber asentido y agradecido el regalo, que metió en su bolso en un gesto inconsciente.
Sólo pensaba en Lybarger. Había sido una larga experiencia común, y habían compartido muchas cosas, no siempre agradables. Lo menos que Salettl le podía haber permitido era desearle buena suerte y despedirse. A pesar del regalo, lo que había hecho era brusco, incluso rudo. Pero lo que siguió fue aún peor.
—Ya sé que esperabas pasar esta última noche con Von Holden —dijo Salettl—. No actúes como si fuera una sorpresa que yo lo sepa. Desafortunadamente, Von Holden estará ocupado con el señor Scholl y partirá con él a Sudamérica inmediatamente después de la cena.
— ¿No podré verlo? —De pronto, Joanna se sintió enferma.
—No.
Ella no lo entendía. Por lo visto tenía que pasar la noche en un hotel de Berlín y luego volar a Los Ángeles por la mañana. Von Holden no había dicho nada de irse con Scholl. Tenían que encontrarse después de la ceremonia en Charlottenburg. Iban a pasar la noche juntos.
—Tus maletas ya están hechas. Hay un coche esperándote abajo. Adiós, señorita Marsh —y así había terminado todo. Un guardia de seguridad la había acompañado hasta abajo. Y luego, fue cuestión de subir al coche y desaparecer. Se volvió para mirar atrás y sólo divisó el palacio. Apenas visible en la espesa niebla, desapareció poco a poco. Era como si el palacio y todo lo que había hecho antes, incluyendo a Von Holden, hubiese sido un sueño. Un sueño que, al igual que el palacio, simplemente se desvanecía.
—Hübschrauber, un helicóptero —exclamó Remmer cogiendo la radio con su mano rota. El BMW dejó atrás a toda velocidad el complejo del hospital de Charlottenburg y, casi un kilómetro más allá, giró bruscamente hacia los grandes espacios del parque Ruhwald. Al final de la explanada, el agente de la BKA que conducía el BMW apagó los faros antiniebla amarillos y se detuvo bruscamente. Casi de inmediato, el potente faro de un helicóptero de la policía iluminó el terreno a unos veinte metros y con un estruendoso rugido de motores se posó en la hierba. El piloto apagó y Schneider bajó del coche y corrió hacia el aparato. Agachándose bajo las aspas, abrió la puerta y subió a la cabina. Se produjo un rugido del motor que aplastó la hierba contra el suelo cuando el helicóptero se elevó. Subió más arriba de las copas de los árboles, giró ciento ochenta grados a la izquierda y desapareció en medio de la noche.
Desde su asiento junto al piloto, Schneider apenas divisaba los faros antiniebla del BMW cuando dio media vuelta para abandonar la explanada y salir en dirección al palacio de Charlottenburg. Se reclinó en el asiento, se ajustó el cinturón por encima del hombro, se abrió la chaqueta y sacó el botín envuelto en un pañuelo que llevaría al laboratorio de Bad Godesburg: el vaso de agua que Elton Lybarger había utilizado para tragarse las vitaminas.
Capítulo 123
Varios días antes de que el padre del doctor Osborn fuera asesinado... —dijo McVey, que había sacado una libreta vieja del bolsillo de la chaqueta y la miraba mientras hablaba con Scholl—, había diseñado un bisturí. Un bisturí muy especial, a petición de una pequeña empresa en las afueras de Boston, una compañía de la cual era usted dueño, señor Scholl.
—Yo no he sido nunca dueño de una empresa que fabricara bisturíes.
—Yo no sé si fabricaba bisturíes, pero al menos fabricó uno.
Desde el momento en que Goetz había subido para hablar con Scholl, McVey sabía que iba a dejar a sus invitados para bajar a conocerlo, impulsado por su ego. ¿Cómo podría sustraerse a las ganas de conocer al hombre que acababa de sobrevivir a una emboscada mortal y que ahora cometía la osadía de invadir su territorio privado? Sin embargo, la curiosidad sería pasajera, y no bien hubiera visto lo suficiente, Scholl se marcharía. Salvo si McVey podía aguijonear esa curiosidad. En eso consistía el truco, en motivar la curiosidad, porque el próximo nivel era el de la emoción y McVey tenía la corazonada de que Scholl era bastante más emocional de lo que parecía. Cuando la gente empezaba a reaccionar emocionalmente, era capaz de decir cualquier cosa.
—La empresa se llamaba Microtab y tenía su sede en Waltham, Massachusetts. En aquellos años era propiedad de otra empresa privada, Wentworth Products Ltd de Ontario, Canadá. El propietario era... —McVey buscó en sus notas— el señor James Tallmadge de Windsor, Ontario. Tallmadge y los miembros de la junta directiva de Microtab, a saber, Earl Samules, Evan Hart y un tal John Harris, todos residentes en Boston, murieron con intervalos de seis meses el uno del otro. Los de Microtab en 1966, Tallmadge en 1967.
—No he conocido nunca una empresa llamada Microtab, señor McVey —respondió Scholl—. Y si me permite, creo que ya le he dedicado bastante tiempo. El señor Goetz se quedará con ustedes y yo regresaré con mis invitados. Dentro de una hora estarán aquí los abogados para encargarse de la orden de arresto. —Scholl empujó su silla hacia atrás y se incorporó. McVey vio que Goetz respiraba aliviado.
—Tallmadge y los otros también estuvieron implicados con otras dos empresas suyas —siguió McVey como si Scholl no hubiera dicho nada—. Alama Steel Ltd de Pittsburg, Pensilvania, y Standard Technologies de Perth Amboy, Nueva Jersey. Dicho sea de paso, Standard Technologies era una filial de otra empresa llamada T.L.T. International de Nueva York, disuelta en 1967.
Mientras lo observaba, Scholl no cabía en sí de asombro.
— ¿Cuál es el objeto de esta diatriba suya? —preguntó fríamente.
—Sólo le estoy dando la oportunidad de que se explique.
— ¿Y qué es, concretamente, lo que desea que le explique?
—Su relación con todas estas empresas, más el hecho de que...
—No tengo ninguna relación con esas empresas.
— ¿Que no tiene relación?
—Absolutamente ninguna —contestó Scholl tajante y con un asomo de irritación.
«Así me gusta —pensó McVey—. Enfádate.»
—Entonces hablemos de la naviera Omega Shipping Lines...
Goetz se incorporó. Había llegado el momento de poner fin a la sesión.
—Creo que hemos terminado, inspector. Señor Scholl, sus invitados lo esperan.
—Le preguntaba al señor Scholl acerca de la naviera Omega —insistió McVey, que mantenía la mirada fija en Scholl—. Decía que no tenía ninguna relación con esas empresas. ¿No es eso lo que ha dicho?
—He dicho que se acabaron las preguntas, McVey —advirtió Goetz.
—Lo siento, señor Goetz, hago lo posible para que su cliente pueda evitarse el engorro de ir a la cárcel. Pero no he podido sacarle ninguna respuesta clara. Hace un momento me ha dicho que no tenía ninguna relación con Alama Steel, Microtab, Standard Technologies o T.L.T. International, empresa que controlaba las otras tres y a su vez propiedad de la naviera Omega Shipping Lines. Resulta que el señor Scholl es el principal accionista de Omega. Supongo que comprenderá adónde quiero ir a parar. Tiene que ser de un modo u otro. Señor Scholl, ¿tenía usted o no intereses en estas empresas? ¿Qué dice?
—La naviera Omega Shipping Lines ya no existe —dijo Scholl con tono neutro. Era evidente que había menospreciado a McVey, tanto en lo que se refería a su tenacidad como a su flexibilidad. Había cometido el error de negarle la venia a Von Holden para que se ocupara de liquidarlo. Esa situación, sin embargo, sería remediada muy pronto—. Le he dado a usted toda la colaboración que solicitaba y bastante más. Buenas noches, inspector.
McVey se incorporó y se sacó dos fotos del bolsillo de la chaqueta.
—Señor Goetz, ¿le importa pedirle a su cliente que mire estas fotos?
Osborn observó a Goetz mientras estudiaba las fotos.
— ¿Quién es esta gente? —preguntó el abogado.
—Es lo que querría que me dijera el señor Scholl.
Goetz miró a Scholl y le entregó las fotos. Scholl le lanzó una mirada de irritación a McVey y luego echó un rápido vistazo a las fotos que sostenía en la mano. Tuvo de pronto un gesto de sorpresa que intentó ocultar.
—No tengo idea —contestó sin titubear.
— ¿No?
—No.
—Se llaman Karolin y Johann Henniger —le explicó McVey, y se produjo un silencio—. Han sido asesinados hoy, en el transcurso del día.
—Ya se lo he dicho. No tengo ni idea de quiénes pueden ser —protestó Scholl y esta vez ocultó todo rastro de emoción.
Le entregó las fotos a Goetz y se volvió en dirección a la puerta. Osborn le lanzó una mirada a McVey. Si Scholl pasaba por esa puerta, no volverían a verlo acaso nunca más.
—Le agradezco que nos haya concedido este tiempo —dijo McVey apresuradamente—. Creo que se habrá percatado de que el doctor Osborn no ha podido olvidar las emociones que le provocó el asesinato de su padre. Le prometí que le haría una pregunta. Es sencilla. Quedará entre nosotros.
Scholl se volvió.
—Su atrevimiento se ha convertido en insolencia —advirtió.
Goetz le abrió la puerta y Scholl cruzaba el umbral cuando se adelantó Osborn.
—Explíquenos cómo es que han operado Lybarger para trasplantar la cabeza al cuerpo de otro hombre.
Scholl se paralizó y a Goetz le sucedió lo mismo. Luego, muy lentamente, Scholl se volvió. Era como si lo hubieran... descubierto. Como si de pronto le hubieran arrancado la ropa y lo hubieran violado sexualmente. Durante una fracción de segundo estuvo a punto de derrumbarse. Pero sobre su rostro cayó una especie de máscara autoinducida, de arriba abajo. La flaqueza se convirtió en desprecio y el desprecio en ira. Con gesto rápido, tajante, aterrador, Scholl situó las cosas en su terreno, donde pudiera controlarlas.
—Sugiero que se dediquen los dos a escribir cuentos de ciencia ficción —dijo.
—No se trata de ciencia ficción —intervino Osborn.
De pronto se abrió una puerta en el otro extremo del salón y apareció Salettl.
— ¿Dónde está Von Holden? —preguntó Scholl como si diera una orden cuando se acercó Salettl, los pasos resonando en el mármol del suelo.
—Von Holden está arriba esperando en las dependencias reales —explicó Salettl. El nerviosismo de hacía un rato había desaparecido. Su aspecto era ahora casi de absoluta calma.
—Vaya a buscarlo y tráigalo inmediatamente.
Salettl sonrió.
—Eso es algo totalmente imposible. Las dependencias reales y la galería dorada son inaccesibles.
— ¿Qué está diciendo?
McVey y Osborn intercambiaron una mirada. Algo estaba sucediendo pero no sabían de qué se trataba. A Scholl tampoco parecía gustarle.
—Le he hecho una pregunta.
—Habría sido más apropiado que hubiera permanecido arriba —objetó Salettl cruzando la habitación y deteniéndose a unos metros de Scholl y Goetz.
— ¡Vaya a buscar a Von Holden! —ordenó Scholl cortante dirigiéndose a Goetz.
Éste asintió con un gesto de cabeza y se dirigía hacia la puerta cuando se escuchó una detonación. Goetz saltó como si hubiera recibido un puñetazo. Se llevó la mano al cuello, luego se la miró. Estaba cubierta de sangre.
Con los ojos abiertos en un gesto de sorpresa, miró a Salettl y luego la mirada resbaló hasta su mano, porque Salettl sostenía en ella una pequeña pistola automática.
— ¡Me ha disparado, cabrón! —gritó Goetz. Tuvo un estremecimiento y se desplomó contra la puerta.
— ¡Tire la pistola! —exclamó McVey, con su 38 en la mano derecha, mientras que con la izquierda apartaba a Osborn de la línea de fuego.
Salettl miró a McVey.
—Desde luego —dijo, y miró a Scholl—, Estos americanos han estado a punto de echarlo todo a perder.
— ¡Tire el arma!
Scholl le dirigió una mirada cargada de desprecio.
— ¿Vida? —preguntó.
Salettl volvió a sonreír.
—Ha estado viviendo en Berlín durante casi cuatro años.
— ¿Cómo se atreve? —intervino Scholl, recomponiéndose. Estaba furioso. Él era superior y su indignación era absoluta—. ¿Cómo se atreve a arrogarse el derecho...?
El primer disparo de Salettl le dio a Scholl por encima del corbatín. El segundo le desgarró el pecho encima del corazón, en plena aorta, y la sangre le salpicó a Salettl. Durante un momento, Scholl se tambaleó, con los ojos hinchados por la incredulidad, y de pronto se desplomó como si le hubieran arrancado las piernas.
— ¡Suéltela o disparo ahora mismo! —gritó McVey comenzado a presionar el gatillo.
—McVey... ¡No! —chilló Osborn a su espalda. Y luego, Salettl dejó caer la mano a un lado y McVey aflojó la presión en el gatillo.
Salettl se volvió a mirarlos. Tenía el rostro pálido como un muerto y parecía que le hubieran lanzado pintura roja. El frac manchado lo hacía aún peor, porque le daba un aspecto de payaso grotesco y horripilante.
—No debería haber intervenido —dijo con la voz ronca por la ira.
— ¡Afloje los dedos y suelte la pistola! —advirtió McVey, que seguía avanzando, sin titubear en caso de que tuviera que disparar. Osborn había gritado para prevenirle que no matara a la única persona con vida que sabía lo que había sucedido. Y tenía razón. Pero Salettl acababa de matar a dos hombres y McVey no le daría la oportunidad de matar a otros dos.
Salettl tenía la mirada perdida en dirección a ellos y la pistola aún le colgaba de la mano.
—Suelte la pistola —insistió McVey.
—El verdadero nombre de Karolin Henniger era Vida —explicó Salettl—. Scholl ordenó que la mataran a ella y al niño hace algún tiempo. Yo los traje a Berlín en secreto y ocultaron su identidad. Me llamó cuando pudo escapar de ustedes, pensando que eran de la Organización. Pensó que la habían descubierto —explicó, y guardó silencio. Luego continuó con un murmullo—: La Organización sabía siempre dónde estaban ustedes. La habrían descubierto rápidamente, y después habrían venido a por mí. Y eso habría significado el sabotaje de todo.
—Los mató usted —explicó McVey.
—Sí.
Osborn avanzó un paso, los ojos humedecidos por la emoción.
—Dice que lo habría saboteado todo. ¿El qué? ¿Qué quiere decir?
Salettl no respondió.
—Karolin, Vida, o como se llamara. Era la mujer de Lybarger —aventuró Osborn—. Y el niño era su hijo.
—También era mi hija —explicó Salettl después de una vacilación.
—Dios mío —dijo Osborn mirando a McVey. Los dos se sentían embargados por el mismo horror.
—La fisioterapeuta del señor Lybarger partirá a Los Ángeles en el vuelo de la mañana —informó Salettl bruscamente y totalmente fuera de contexto, como si los estuviera invitando a viajar con ella.
Osborn lo miraba fijo.
— ¿Quiénes son ustedes? ¡Mataron a mi padre y ahora usted mata también a su propia hija y a su nieto, y sólo Dios sabe a cuántos más!—exclamó, la voz temblándole de ira—. ¿Con qué fin? ¿Para qué? ¿Para proteger a Lybarger? ¿A Scholl? ¿A la Organización? ¿Por qué?
—Ustedes, caballeros, deberían haber dejado Alemania a los alemanes —dijo Salettl con voz apagada—. Ya han sobrevivido a un incendio esta noche. No sobrevivirán al próximo si no abandonan el edificio inmediatamente —continuó intentando forzar una sonrisa. Pero ésta se desdibujó y su mirada se encontró con la de Osborn—. Esta debería ser la parte más dura, doctor. Pero no lo es...
En un abrir y cerrar de ojos, se llevó la pistola a la boca y apretó el gatillo.
Capítulo 124
La empresa privada —era Lybarger ante el micrófono, y su voz penetraba hasta el último rincón del fantástico espacio rococó de mármol verde y barras amarillas de la galería dorada— no puede continuar en la era de la democracia. Sólo es concebible si el pueblo tiene una sólida idea de lo que es la autoridad y la personalidad.
Hizo una pausa, apoyándose con ambas manos sobre el podio, estudiando los rostros que lo observaban.
Su discurso, aunque algo modificado, no era original, y la mayoría de los presentes lo conocían. El original había sido pronunciado ante un grupo similar de empresarios el 20 de febrero de 1933. El orador que esa noche de invierno había originalmente sellado su alianza con las instituciones del dinero, era el recién elegido canciller de Alemania, Adolfo Hitler.
En el estrado, Uta Baur se inclinó hacia delante apoyando el mentón sobre las manos, totalmente cautivada por la maravilla de la que era testigo. Después de cincuenta años de agonía, de dudas y de secretos, admiraba el fruto de su trabajo que se sostenía por sus propios medios y les hablaba triunfalmente. A su lado, Gustav Dortmund, director del Bundesbank, estaba sentado totalmente erecto, sin mostrar sus emociones, como un simple observador. Sin embargo, el banquero se sentía visceralmente entusiasmado anticipando lo que habría de suceder.
Un poco más allá sobre el estrado, Eric y Edward, con los puños apretados y los músculos del cuello tensos contra el almidón de la camisa, se inclinaban hacia delante como muñecos gemelos pendientes de cada una de las palabras pronunciadas por Lybarger. La exaltación que ellos sentían era diferente. El Lybarger que les hablaba ahora, al cabo de unos días, sería uno de ellos. Cuál de los dos sería el elegido era una decisión que aún no se había tomado. Y a medida que se acercaba el momento culminante, como sucedía ahora con cada palabra del discurso, con cada frase, pensar en el instante de la elección era un verdadero tormento.
Cianuro de hidrógeno: un líquido o gas sumamente venenoso y volátil, que posee un olor similar a las almendras amargas; una vez que se introduce en el torrente sanguíneo, interfiere con el oxígeno presente en la sangre, literalmente chupando el oxígeno de la misma, lo cual provoca el ahogo de la víctima.
— ¡Todos los bienes terrenales que poseemos se los debemos a la lucha de los elegidos, a la pura raza germánica! —Las palabras de Lybarger se perdían como un eco entre las paredes de la galería dorada y penetraban en los corazones y en las mentes de quienes escuchaban sentados.
— ¡No debemos olvidar que todos los beneficios de la cultura deben implantarse con un puño de hierro! ¡Sólo así encontraremos nuestro poder, en el campo militar y en otros terrenos, hasta alcanzar nuestra máxima expresión! ¡No daremos ni un paso atrás!
Cuando Lybarger terminó, la sala entera se incorporó para brindarle una ovación que hizo de la recepción un simple aplauso de cortesía. Entonces, tal vez debido a la proximidad del orador a la parte posterior de la sala y a las puertas de la salida, Lybarger fue el primero en oír lo que los otros no podían percibir.
— ¡Escuchad! —Pidió haciendo uso del micrófono y levantando ambas manos para pedir silencio—. ¡Escuchad, por favor!
Pasó un momento antes de que los demás se enteraran de lo que sucedía. ¿Acaso tenía algo más que decir? ¿Qué estaba pasando? Y sólo entonces entendieron. No les estaba pidiendo que callaran. Les estaba advirtiendo que algo ocurría.
Una serie de ruidos sordos fue seguida de una media docena de sólidos golpes metálicos, y la sala se estremeció como si alguien la hubiera cubierto con unas pesadas cortinas. Luego el ruido paró y no se oyó más.
Uta Baur fue la primera que se incorporó. Pasó detrás de Eric y Edward sobre el estrado, luego detrás de Dortmund y siguió por una pequeña escalera hacia una puerta de salida en un extremo de la sala. La abrió de golpe y de pronto dio un paso atrás tapándose la boca con la mano. La señora Dortmund lanzó un grito. Allí donde debía encontrarse la salida había una enorme puerta metálica, estanca y sólidamente cerrada.
Dortmund no tardó en bajar del estrado.
— ¿Was ist es? ¿Qué pasa?
Se acercó a la puerta y la empujó. Todo siguió igual. Un murmullo de inquietud recorrió la sala.
Eric se incorporó de un salto y pasó junto a la angustiada señora Dortmund. Subió al podio y cogió el micrófono de manos de Lybarger.
—Mantened la calma. Se ha cerrado una puerta de seguridad por accidente. Debéis caminar hasta la puerta principal y salir ordenadamente.
Pero la entrada principal de la galería estaba sellada de la misma manera. Lo mismo sucedía con todas las puertas de la habitación.
—Was geht hier vor? ¿Qué está pasando aquí? —chilló Dabritz.
El general Matthias Noli se levantó de la silla y se dirigió a la puerta más próxima. Intentó moverla empujando con el hombro, pero no tuvo más suerte de la que Dortmund había tenido un momento antes. Henryk Steiner se sumó con su gran corpulencia. Juntos, él y Noli se lanzaron contra la puerta. Otros dos los imitaron, pero la puerta no cedió.
Y luego se sintió ese vago olor a almendras quemadas. Los invitados se miraban unos a otros. ¿Qué era aquello? ¿De dónde provenía?
—Ach mein Gott! —Gritó Konrad Peiper, cuando del conducto de ventilación del techo cayó una lluvia fina de cristales de color azul amatista—. ¡Es gas cianuro!
El olor se volvió más penetrante cuando los cristales siguieron cayendo por el entramado metálico de la ventilación, mezclados con el agua destilada y ácido que disolvía los cristales y los convertía en el fatídico gas cianuro.
Los invitados empezaron a apartarse de las rejillas de la ventilación. Apretados contra las paredes y unos contra otros e incluso contra las puertas de acero, miraban con expresión de incredulidad los orificios tan elegantemente camuflados entre los frisos dorados y las paredes de mármol verde que configuraban aquella majestuosa obra dieciochesca de Jorge Wenceslao von Knobelsdorff.
Estaban esperando morir. Pero nadie podía creerlo. ¿Cómo era posible que todos esos ciudadanos, los más ilustres de Alemania, portadores de joyas y prendas cuyo valor habría bastado para alimentar a la mitad del mundo durante medio año, y protegidos por un verdadero ejército de guardias de seguridad, se encontraran irremisiblemente atrapados en uno de los monumentos históricos más conocidos del país, esperando que se acumulara suficiente gas cianuro para matarlos a todos?
Era un atropello. Imposible. Debía de ser una broma.
—Es ist eine streich! ¡Debe de ser una farsa! —gritó Hans Dabritz y luego rió—. Eine Streich!
Otros también reían. Edward se acercó a su silla en el estrado y cogió su copa.
—Zu Elton Lybarger! —exclamó—. Zu Elton Lybarger!
—Zu Elton Lybarger! —gritó Uta Baur y elevó su copa.
Elton Lybarger seguía de pie ante el podio y vio a Konrad y Margarete Peiper, Gertrude Biermann, Rudolf Kaes, Henryk Steiner y Gustav Dortmund volver a sus mesas y levantar sus respectivas copas.
—Zu Elton Lybarger! —La galería dorada se estremeció con el brindis.
Entonces comenzó todo.
De pronto, Uta Baur dejó caer la cabeza hacia atrás y luego hacia delante, los bíceps y la parte superior del torso le temblaban violentamente. En el otro extremo de la habitación, Margarete Peiper también sucumbió. Cayó al suelo en medio de un grito revolcándose en su agonía, con los músculos y nervios reaccionando en espasmos violentos, como si le estuvieran aplicando cincuenta mil voltios o como si miles de insectos de pronto se hubieran despertado bajo su piel y ahora se devoraran mutuamente en una carrera loca para sobrevivir.
De pronto, todos los que aún eran capaces, se dirigieron en estampida hacia la puerta principal. Clavándose las uñas y rugiendo unos encima de otros, intentaban desgarrar la puerta de acero y los marcos de madera que la rodeaban luchando por un poco de aire, lanzando aullidos de socorro y clamando piedad. Hundían los dedos y las uñas en el metal implacable de las puertas y hasta golpeaban con sus relojes de oro con el fin de aflojarlas. Los golpes de puños, de los tacones de los zapatos, y los que se propinaban unos a otros resonaban una y otra vez contra su superficie hasta que finalmente todos se vieron presa de las mismas horribles contorsiones y espasmos.
De todos los presentes, Elton Lybarger fue el último en morir y lo hizo sentado en una silla en el centro de la habitación, observando la muerte que lo rodeaba. Finalmente entendió, al igual que todos los demás, que se estaba saldando una cuenta. Habían dejado que sucediera porque nunca habían creído que pudiera suceder. Y cuando se habían dado cuenta, era demasiado tarde. Lo mismo había sucedido en los campos de exterminio.
—Treblinka, Ghelno. Sobibor —musitó Lybarger cuando el gas comenzó a atacarle el organismo—. Belzec, Maidanek... —De pronto sus manos se sacudieron y entonces respiró hondo. La cabeza se aflojó a un lado y sus ojos quedaron en blanco—. Auschwitz, Birkenau... —murmuró—. Auschwitz, Birkenau...
Capítulo 125
Remmer no sabía lo que encontraría cuando, junto a los dos detectives de la BKA que habían conducido a Schneider hasta el helicóptero, entraron en la explanada de Charlottenburg y bajaron del BMW. No tardaron en acercarse los guardias de seguridad.
—Ya estamos aquí —anunció Remmer, y enseñó su placa empujándolos para entrar. La única información fiable que tenía era que ni McVey ni Osborn habían salido del palacio. Con algo de suerte, pensó al llegar a la puerta, McVey y Scholl todavía estaban discutiendo en la sala de abajo. O bien, una tropa de abogados criminalistas rodeaban a McVey y pedían su cabeza, en cuyo caso era evidente que requería ayuda.
En ese momento explotó la primera bomba incendiaria. Remmer, junto a los dos policías y los guardias de seguridad, fueron lanzados al suelo por la lluvia de esquirlas y piedras que cayó sobre ellos. Inmediatamente después estallaron una docena de bombas incendiarias, una detrás de la otra. El fuego se propagó rápidamente como un hatajo de petardos de alto poder explosivo, rodeando todo el perímetro superior del palacio por encima de la galería dorada. Al explotar hacia dentro, las cargas encendieron un infierno de llamas provenientes de las tuberías de gas disimuladas entre las molduras doradas a lo largo del suelo y del techo, y en las dependencias inmediatamente contiguas.
McVey se lanzó contra la puerta, no bien hubo apartado el cuerpo inerte de Goetz para salir. Las explosiones tiraron los libros de las estanterías, quebraron piezas de porcelana del siglo XVIII y resquebrajaron uno de los hogares de mármol. Con un último empujón, McVey logró abrir la puerta. Lo azotó una ola de calor y vio el pasillo y las escaleras más allá envueltos en llamas.
Cerró la puerta de un golpe y se volvió a tiempo para ver el muro de fuego que se propagaba alrededor del edificio, lo cual anulaba toda posibilidad de escapar al jardín a través de las puertas de vidrio. En ese momento se percató de que Osborn, que se arrastraba sobre pies y manos, tirando ciegamente de los bolsillos de Scholl como un loco, hurgaba en un muerto para adueñarse de un botín.
— ¿Qué está haciendo? ¡Tenemos que salir de aquí!
Osborn no le hizo caso. Dejó a un lado a Scholl y empezó a hacer lo mismo con Salettl rasgándole la chaqueta, la camisa y los pantalones. Era como si no existiese el fuego que bailaba a su alrededor.
— ¡Osborn! ¡Están muertos! ¡Déjelos de una vez!
McVey ya estaba encima de él luchando para que se levantara. Tenía las manos, el rostro y la frente manchados con la sangre de los dos muertos, como si él mismo fuese el asesino. Intentaba arrancar a los dos últimos cuerpos inertes una respuesta al porqué de la muerte de su padre. El hecho de que estuvieran muertos era fortuito. Eran el último eslabón de la cadena y después no había por dónde seguir.
De pronto la sala se sacudió cuando una tubería de gas en el techo se calentó y explotó. El techo se convirtió de inmediato en una bola de fuego que se desplazó de un extremo al otro de la habitación en una fracción de segundo. La tormenta de fuego desatada por el gas los lanzó al suelo, succionando todo lo que había en el salón hacia el centro para alimentarse de ello. Osborn desapareció y McVey se agarró a una pata de la mesa de reuniones hundiendo la cabeza bajo el brazo. Por segunda vez aquella noche se encontró rodeado por el fuego, esta vez en medio de un holocausto mil veces más devastador que el primero.
— ¡Osborn! ¡Osborn! —gritó.
El calor era insoportable. La piel del rostro, tan gravemente quemada en el primer incendio, ahora se le freía literalmente contra el hueso de la cara. El poco aire que había parecía salir del interior de un horno y al respirar, se le abrasaban los pulmones.
— ¡Osborn! —volvió a gritar McVey. El estruendo de las llamas era como olas rugiendo en el mar. Era imposible que nadie pudiese oír algo. En ese momento se dio cuenta del olor a almendras quemadas—. ¡Cianuro! —avisó alzando la voz.
Vio que algo se movía frente a él.
— ¡Osborn! ¡Es cianuro! ¡Osborn! ¿Me oye?—Pero no era Osborn. Era su mujer, Judy. Estaba sentada en el porche de la entrada de su cabaña en el lago Big Bear. Los montes púrpuras, a su espalda, estaban coronados por la nieve. La hierba estaba crecida y tenía un color dorado y en el aire, limpio y puro, rondaban diminutos insectos. Judy sonreía.
— ¿Judy? —oyó que decía. De pronto vio un rostro que caía junto a su cara, tan cerca como era posible. No lo reconoció. Los ojos eran rojos y tenía el pelo chamuscado y parecía un pez negro de aguas profundas.
— ¡Déme la mano! —gritó el rostro.
McVey seguía mirando a Judy.
— ¡Maldito sea! —Gritó nuevamente el rostro—. ¡Déme la mano!
Y de pronto McVey se sustrajo y tendió una mano. Sintió que se la cogían y luego oyó los vidrios rompiéndose. De pronto alguien lo levantó y él logró incorporarse a medias. Cubriéndose el rostro con el brazo, salieron por las puertas de vidrio recién partidas. Y luego vio la espesa niebla y el aire frío le llenó los pulmones.
— ¡Respire! ¡Respire hondo! ¡Venga! ¡Respire, hijo de puta! ¡Siga respirando!
McVey no podía verlo, pero estaba seguro de que era Osborn quien le gritaba. Sabía que era Osborn. Tenía que ser Osborn. Aquélla era su voz.
Capítulo 126
Joanna miró afuera por la ventana de la habitación del hotel. Berlín estaba oscuro y envuelto en un manto de niebla cada vez más espeso. Se preguntaba si su avión podría despegar a la mañana siguiente. Entró al baño, se lavó los dientes y tomó un par de píldoras para dormir.
No lograba entender por qué el doctor Salettl había cambiado tan repentinamente sus planes ni por qué había sido tan rudo. Tampoco entendía por qué Von Holden no le había dicho que saldría con el señor Scholl inmediatamente después de la ceremonia y se sentía profundamente confundida. Incluso se preguntaba si era verdad.
¿Y quién se creía Salettl? ¿Qué poder tenía para controlar el ir y venir de alguien como Von Holden o como Scholl? Ni siquiera se explicaba por qué se había molestado en ofrecerle un regalo. Para Salettl, ella no significaba más que un mosquito atrapado en una red, que podría ser liberado o aplastado, lo mismo daba. Salettl era un individuo cruel y manipulador, y Joanna estaba segura de que era el responsable del desagradable incidente sexual con Elton Lybarger. Pero no importaba. El verdadero responsable era Von Holden, el que había hecho que todo pareciera un sueño.
Se acostó pensando en él. Vio su rostro y sintió su tacto, y supo que en lo que le quedaba de vida no volvería a amar a nadie más.
Von Holden había llegado al límite de su resistencia física. Nunca, a lo largo de sus entrenamientos con la Septsnaz, el KGB o la Stasi, había sufrido tal agotamiento mental y físico. En esas condiciones, podían examinar su hoja de evaluación en la Spetsnaz —«Siempre ejecuta las tareas bajo las presiones más intensas, con clara capacidad de juicio y precisión»—, y enviarla de vuelta para ser sometida a «evaluación».
Inmediatamente después de su encuentro con Salettl fuera del mausoleo, se había dirigido a los apartamentos reales de la galería dorada para esperar a Scholl como se le había ordenado.
Pero desde el momento en que había cerrado la puerta, sintió el peso de la Vorabnung, la premonición. No la experimentó como un ataque en toda regla, pero sentía correr los segundos como en una bomba de tiempo. Al cabo de cinco minutos salió. Salettl ya estaba viejo y Scholl también, y Dortmund y Uta Baur. El poder, la fortuna y el tiempo los habían vuelto despóticos. Aunque parecía que a Scholl le preocupara que McVey y Osborn destruyeran toda su obra, en realidad no lo creía posible. La noción del peligro verdadero se había desvanecido tiempo atrás y ahora consideraban absurda la idea de que pudiesen fallar por algún motivo. Ni siquiera los había inmutado la llegada de McVey y los inspectores de la BKA con una orden de arresto.
La ceremonia del mausoleo no se había anulado, sólo se había aplazado. Todo seguiría según lo planeado no bien intervinieran los abogados y la policía hubiese salido del recinto. La arrogancia más descarada se manifestaría porque en la ceremonia no sólo se desvelaría el secreto más absoluto de la Organización, sino porque se cometería un asesinato. El segundo paso de «Übermorgen» consistía en el ritual de la puesta a muerte de Lybarger, el preludio de lo que realmente anunciaba.
«Que jueguen a necios insolentes si no saben hacer otra cosa», se dijo, pero él, Von Holden, era diferente, era el Leiter der Sicherheit, el guardián último de la seguridad de la Organización. Había jurado protegerla de sus enemigos internos y externos a cualquier precio. Scholl le había impedido dirigir el ataque en el hotel Borggreve y Salettl le había comunicado la orden de Dortmund de esperar hasta nuevo aviso en los salones de la galería dorada. Esperando allí solo, con la pulsación siniestra del Vorahnung en su interior y oyendo los aplausos atronadores que saludaban la entrada de Lybarger en la galería dorada, el salón contiguo, decidió que los enemigos internos en ese momento eran tan peligrosos como los externos. Y debido a eso, la próxima orden no provendría de ellos sino de sí mismo. Bajó por una pequeña escalera, salió por una puerta lateral y pidió un coche de la Seguridad. En el Audi blanco se había dirigido directamente de nuevo a la casa del 45, Behrenstrasse, con el propósito de devolver el maletín a la cámara secreta y profunda de das Garten. No fue posible porque la calle estaba abarrotada de camiones de bomberos y equipos contra incendios. La casa del número 45 se hallaba envuelta en llamas.
Sentado allí, en la oscuridad de la calle, sintió que el miedo volvía a agitarse en su interior. Comenzó como ondas transparentes que se agitaban lentamente como manchas delante de los ojos y luego apareció el rojo de la aurora, seguido de un verde irreal.
Von Holden quiso resistirse y cogió la radio. Al diablo con lo que hacían en ese momento, se dijo, pero alguien tenía que saberlo. Scholl, Salettl, Dortmund o incluso Uta Baur. En el momento en que cogía la radio, escuchó la llamada desde el palacio.
— ¡Lugo! —Llamaba desesperadamente el jefe de Seguridad suplente de Charlottenburg—. ¡Lugo!
Por un momento, Von Holden vaciló y luego decidió contestar.
—Aquí Lugo.
— ¡Se ha desatado el infierno! ¡La galería dorada está cerrada y ardiendo! ¡Todas las entradas y salidas están selladas!
— ¿Selladas? ¿Cómo?
— ¡Las puertas de seguridad! ¡Cerradas! ¡No hay electricidad y no podemos abrirlas!
Von Holden salió de Behrenstrasse y cruzó Berlín como un enajenado. ¿Cómo era posible? No había ninguna señal, ningún indicio. Las puertas de seguridad habían sido instaladas en el palacio dos años antes, como medida contra incendios y para prevenir robos, dieciocho meses antes de que se fijara la fecha e incluso el lugar de la celebración. Los equipos informatizados de seguridad revisaban constantemente la casa de Behrenstrasse y lo mismo había sucedido en Charlottenburg durante la última semana. Aquella misma tarde Von Holden había inspeccionado personalmente los equipos de seguridad de la galería dorada y de la galería Romantik, donde se celebraría el cóctel. No había nada fuera de lugar y los sistemas habían sido revisados.
Al acercarse al palacio se encontró con toda la zona acordonada. Lo más cerca que pudo llegar fue al cruce del puente Caprivi y tuvo que hacerlo a pie. Desde allí, a casi medio kilómetro, veía las llamas elevándose al cielo. Por la mañana el palacio entero estaría reducido a cenizas. Aquello era una tragedia nacional de enormes proporciones y Von Holden sabía que se la compararía con la quema del Reichstag en 1933. Si había o no razones para compararlo con lo que había sucedido en Alemania inmediatamente después, Von Holden lo ignoraba. Lo que sí sabía era que si hubiera obedecido las órdenes de Salettl y se hubiera quedado allí, él y el maletín de incalculable valor de das Garten se habrían encontrado en el centro de la conflagración que ahora observaba. No habrían sobrevivido ni él ni el maletín.
Mientras miraba cómo se quemaba Charlottenburg desde el puente de Caprivi, Von Holden decidió a solas poner en operación el nivel 5, el Entscheidend Verfahren, el procedimiento concluyente, un sistema ideado en 1942 como medida extrema en caso de acontecimientos inesperados, y luego perfilado y puesto a prueba por los responsables a lo largo de medio siglo. Todos los miembros del nivel más alto de la Organización habían aprendido el procedimiento, lo habían practicado más de veinte veces y podían llevarlo a cabo a ciegas. Había sido diseñado deliberadamente para que un hombre pudiera ejecutarlo solo y sometido a condiciones de extrema tensión. Se libraba a cada cual las condiciones de ruta y medio de transporte en el momento de la ejecución. Su atractivo residía en su sencillez y en su movilidad y en el hecho de que funcionara. Había funcionado alternativamente contra los mejores elementos operativos de la Organización como simulacro de agentes enemigos que intentaran detener su ejecución.
Una vez tomada la decisión, Von Holden regresó al Audi y se alejó en medio de una muchedumbre de curiosos que intentaban ver el incendio. El hecho de que ambos siniestros, el de Behrenstrasse y el de Charlottenburg, fueran evidentemente obra de saboteadores, significaba que era esencial que saliera de Alemania lo más rápido posible. Quien fuera el responsable —la BKA, el espionaje alemán, la CÍA, el Mossad israelí o los servicios de espionaje franceses o británicos— estarían vigilando todos los puntos de salida para atrapar a cualquier miembro de la Organización que hubiese escapado con vida del terror. La espesa niebla en la que ya había reparado le impediría escapar en avión, aunque fuera su jet privado. Podía usar el Audi como alternativa, pero era un largo camino y podía toparse con barreras o sufrir una avería. Si cogía un bus y lo detenían, no había escape posible. Quedaba el tren. Un hombre se podía perder en una estación llena de gente y luego comprar un billete con derecho a compartimiento privado. Las fronteras ya no estaban vigiladas como antes. Además, si tenía problemas, podía tirar del freno de emergencia y parar el tren en cualquier lugar y escapar en medio de la confusión. Es cierto que alguien recordaría a un hombre que viajaba solo de noche en un compartimiento privado, y, de ser así, podrían seguirle la pista y capturarlo. Sin embargo no había otra salida y Von Holden lo sabía. Pero lo que tenía que hacer antes era bastante más complicado.
Capítulo 127
Diecisiete compañías de bomberos habían acudido al incendio de Charlottenburg y estaban por llegar otras desde distritos vecinos. Miles de espectadores se apiñaban para mirar, contenidos por cientos de efectivos de la policía berlinesa. A pesar de la densa niebla, los medios de comunicación, la policía y los bomberos se disputaban el espacio aéreo por encima del fuego.
La segunda compañía del Cuerpo de Bomberos había logrado llegar a la parte de atrás, cortando a través de verjas provisorias de seguridad y, pisoteando los bellos jardines, intentaban concentrar los chorros de agua sobre la parte superior del edificio donde las llamas se propagaban furiosamente. En ese momento Osborn salió de la oscuridad gritando y pidiendo socorro.
Dejó a McVey en el sitio hasta donde lo había arrastrado, tendido en la hierba, tan lejos de las llamas como pudo llegar. El policía estaba inconsciente e intentaba respirar y Osborn le abrió la chaqueta y le rasgó la camisa, despojándolo de todo lo que le impidiera respirar libremente. Pero no había logrado aliviarlo de los espasmos en el cuello y en la parte superior de los brazos. La atropina era un antídoto para el cianuro, pero la necesitaba inmediatamente. Al otro lado de la explanada vio a los curiosos, y debilitado por el ahogo y las náuseas, envenenado por el gas pero en menor grado, corrió hacia el río gritando y agitando los brazos. Pero sólo tardó un momento en darse cuenta del nuevo enemigo, la distancia y la oscuridad. Nadie lo veía ni lo oía. Se volvió y vio a McVey retorciéndose en la hierba y a su espalda el infierno de llamas rugientes. McVey estaba a punto de morir y él no podría hacer nada salvo observar. Sólo entonces llegaron los bomberos.
— ¡Es gas cianuro! —gritó tosiendo y ahogándose ante un macizo bombero joven y corpulento que corrió con él a través de una lluvia de brasas, humo y neblina. Osborn sabía que los bomberos americanos solían llevar el antídoto porque, al quemarse, los plásticos despiden gas cianuro, y tenía la esperanza de que los alemanes estuvieran igual de bien equipados.
— ¡Aquí, antídoto para el cianuro! ¡Nitrito de amilo! ¿Me entiende? ¡Nitrito de amilo! ¡Es un antídoto para el gas!
—Ich verstebe nicht Englisch, no entiendo inglés —dijo el bombero, desesperado ante el americano.
— ¡Un médico! ¡Un médico! ¡Por favor! —rogó Osborn, pronunciando con cuidado sus palabras y rogando que el hombre le entendiera. El bombero de pronto reaccionó.
—Arzt! Ja!, un médico, ya le entiendo. Ich brauche schnell einen Artzl Cyanide Gas! —El bombero alertó rápidamente usando el micrófono enganchado a la solapa de su chaqueta, pidiendo inmediata asistencia médica.
— ¡Nitrito de amilo! —repetía Osborn, y de pronto se apartó a un lado, se dobló en dos y vomitó sobre la hierba.
Remmer los acompañaba en la ambulancia cuando la droga comenzó a surtir efecto. Iban con ellos el enfermero que la había administrado y otros dos camilleros. McVey tenía la nariz y la boca cubierta con una máscara de oxígeno y su respiración recuperaba el ritmo normal. Osborn estaba tendido a su lado con un gota a gota como McVey, mirando a Remmer y oyendo el ruido de su radio por encima del ulular de las sirenas. Hablaban en alemán, pero Osborn logró entender que Charlottenburg y casi todos los que se encontraban dentro del edificio habían perecido entre las llamas. Sólo él, McVey y unos cuantos guardias de seguridad se habían salvado. La galería dorada seguía cerrada por las puertas metálicas, reducidas a una masa de hierro fundido y retorcido. Pasarían horas, sino días antes de que pudieran entrar los equipos de rescate con máscaras de gas.
Reclinó la cabeza e intentó alejar de su mente la imagen de McVey tendido en la hierba. El hecho de que, como adulto, hubiera aprendido el oficio de médico no significaba nada. No había podido hacer nada más que observar y finalmente correr y gritar pidiendo ayuda. Era parecido a lo poco que había podido hacer por su padre tendido en la acera junto a la tapa de cloaca en Boston muchos años antes.
Sintió que se estremecía con un sollozo involuntario cuando pensó que el enigma de la muerte de su padre había acabado allí, sepultado bajo los escombros calcinados de Charlottenburg. Lo único que había descubierto era que su padre, junto a muchos otros, habían sido víctimas de una compleja y macabra conspiración puesta en marcha por un reducido grupo de nazis que habían experimentado en secreto con cirugía atómica a bajas temperaturas. Un experimento que, de verificarse la teoría de McVey sobre Lybarger, había tenido éxito. Pero aún no conocía la respuesta al por qué. Lo que había descubierto ya debía ser bastante. Pensó en Karolin Henniger y en su hijo huyendo de él en el callejón. ¿Cuántos más habían muerto debido a su búsqueda particular? La mayoría eran totalmente inocentes y aquello era culpa suya. La pesadilla de su existencia se había reproducido injustamente en la de otras personas. Vidas que jamás debían haberse cruzado, se habían encontrado con resultados trágicos.
Cualquiera fuera el dios que lo había abandonado a los diez años, había vuelto a hacerlo. Y había perdido a Vera, que durante unos pocos días brilló como una luz con la que ni siquiera soñara. Los dioses la habían marcado con el estigma de la conspiración, la habían arrancado a él y confinado en una prisión.
De pronto se la imaginó bajo la luz perenne de los módulos. ¿Dónde estaría en ese momento? ¿A qué la estarían sometiendo? ¿Cómo se defendía ella? Tenía ganas de estirar la mano y tocarla, consolarla, decirle que eventualmente todo saldría bien. Luego pensó que, aunque pudiese decírselo, ella se alejaría, rechazaría su contacto y no confiaría en él. Lo que había sucedido podía haber destruido también eso.
—Osborn —se oyó la voz de McVey bajo la máscara. Osborn lo miró y vio el rostro de Remmer iluminado por las luces del interior de la ambulancia. El inspector miraba a McVey. Quería vivir y recuperar su salud.
—Osborn está aquí, McVey. Está bien —le aseguró Remmer.
Osborn se sacó su propia máscara y se inclinó para cogerle la mano a McVey. Remmer lo estaba mirando.
—Enseguida llegamos al hospital —dijo Osborn intentando infundirle confianza.
McVey tosió, el pecho se le agitó dolorosamente y cerró los ojos.
Remmer miró al médico alemán.
—Se pondrá bien —comentó Osborn, sosteniéndole aún la mano a McVey—. Hay que dejarlo descansar.
—Al diablo. Escuchadme —protestó McVey, y le apretó la mano a Osborn. Abrió los ojos—. Salettl... —dijo, y calló respirando profundamente— dijo que la fisioterapeuta de Lybarger... la chica... se iría en...
— ¡El avión a Los Angeles! ¡Por la mañana! —Intervino Osborn para arrebatarle la frase—. Dios mío, ¡por algo lo dirá! ¡Tiene que seguir viva aquí, en Berlín!
—Sí...
Capítulo 128
La habitación privada de la sexta planta de la Universitáts Klinik Berlin estaba a oscuras. A McVey lo habían internado en la unidad de quemados. A Remmer le hicieron radiografías de la muñeca y se la escayolaron, y a Osborn lo dejaron en paz. Sucio y exhausto, tenía el pelo y las cejas chamuscadas que le daban el aspecto, pensó, de Yul Brynner o de un marine duro. Después de examinarlo, lo acostaron. Quisieron darle un calmante, pero él se negó.
Cuando los policías berlineses salieron en busca de Joanna Marsh, Osborn debería haberse marchado, pero no lo hizo. Tal vez estaba demasiado cansado, o puede que el envenenamiento con cianuro tuviera efectos secundarios desconocidos y que funcionara como una dosis de adrenalina que lo mantuviera alerta. Cualquiera que fuera la razón, Osborn permanecía totalmente despierto.
Desde donde estaba, veía su ropa arrugada colgada junto al traje de McVey en el armario. Más allá, a través de la puerta abierta veía el cuarto de las enfermeras. Había una rubia de guardia y mientras hablaba por teléfono registraba datos en el ordenador. Entró un médico en ronda de noche y Osborn vio que ella levantaba la mirada cuando el médico se puso a estudiar los informes. Se preguntó cuánto tiempo había pasado desde que él había hecho su última ronda. Como si nunca hubiera hecho una. Ahora, en Europa le parecía haber vivido un tiempo sin límite. En rápida sucesión, un médico enamorado se había convertido en perseguidor, luego en víctima y más tarde en fugitivo. Después de nuevo en perseguidor, en connivencia con policías de tres países. Entretanto había disparado y matado a tres pistoleros terroristas, de los cuales uno era mujer. De su vida y su trabajo en California sólo quedaban retazos de recuerdos. Estaba y no estaba formando una imagen especulatoria de su vida. Sí y no a la vez. No había podido enterrar en el recuerdo la muerte de su padre. A pesar de lo vivido, seguía sin hacerlo. Era eso lo que lo mantenía despierto. Había intentado descubrir la respuesta en los cuerpos de Scholl y Salettl. Pero no la había. Todo parecía terminar allí hasta que McVey había recordado las palabras de Salettl. Podía estar diciéndoles que buscaran a Joanna Marsh. La mujer tendría alguna respuesta aunque fuera inocente. Pero era un cabo sin atar, como Scholl después de la muerte de Merriman. Así, el viaje aún no llegaba a su fin. Pero con McVey convaleciente y fuera de juego por quién sabía cuánto tiempo, la pregunta era ¿cómo continuar?
Capítulo 129
Mientras el diminuto caniche le tiraba de la correa, Baerbel Bracher hablaba con los inspectores de Homicidios de la Polizeiprasidium, la Jefatura Central de Policía.
Baerbel Bracher tenía ochenta y siete años y pasaban treinta y cinco minutos de la medianoche. Su perro Heinz, de dieciséis años, sufría de la vejiga y algunas noches debía sacarlo a pasear hasta cuatro veces. Si Heinz lo pasaba muy mal, hasta cinco o seis veces durante toda la noche. Esa noche lo había pasado mal, y en su sexto paseo Baerbel había visto los coches de la policía, y luego a los policías y a los adolescentes que se arremolinaban en torno al taxi.
—Sí, yo lo vi. Era joven y guapo y llevaba frac —dijo la anciana, y dejó de hablar cuando llegó el furgón del forense y el médico y sus asistentes de batas blancas bajaron y se acercaron al taxi—. En ese momento me pareció extraño ver a un hombre guapo vestido de frac bajar de un taxi, tirar las llaves en el interior y marcharse —explicó.
Trajeron una camilla y una funda, y la anciana los vio abrir el maletero, sacar el cuerpo de la joven taxista, meterla dentro de la funda y cerrar la cremallera.
—Bueno, ya sé que no tengo por qué entrometerme, pero llevaba un maletín blanco muy grande colgado al hombro. Pensé que era raro que un joven vestido de frac llevara una cosa tan aparatosa. Pero bueno, hoy en día se ve de todo. Yo ya no pienso nada y prefiero no opinar.
El detalle del frac relacionaba al hombre con el incendio de Charlottenburg. Hacia la una de la madrugada, llevaron a Baerbel Bracher a la jefatura a mirar fotos. Debido a la conexión con Charlottenburg, se contactó a la BKA. Inmediatamente después, Bad Godesburg se ponía en contacto con Remmer.
—Mezclad entre las fotos la del jefe de Seguridad de Scholl, la que hicimos a partir del vídeo de la casa de Hauptstrasse —ordenó Remmer desde su habitación en el hospital—. No le digáis nada, sólo metedla en medio.
Veinte minutos más tarde, Bad Godesburg llamó para confirmar la corazonada. Eso significaba que un miembro de la Organización había escapado del incendio en Charlottenburg y andaba ahora suelto. Se envió la alerta a todas las unidades y Remmer pidió una orden de captura internacional contra Von Holden, de nacionalidad argentina y portador de un pasaporte suizo, sospechoso de asesinato.
Al cabo de una hora, un juez de Bad Godesburg extendió la orden de arresto. Momentos después, la foto de Von Holden era enviada a todos los departamentos de policía de Europa, el Reino Unido, América del Norte y del Sur. El aviso llevaba el código «rojo», es decir de busca y captura. Y, más abajo: «Está armado y es extremadamente peligroso.»
— ¿Cómo se encuentra? —Eran más de las dos de la tarde cuando Remmer entró en la habitación de Osborn.
—Estoy bien —contestó Osborn, que comenzaba a dormitar en el momento en que entró Remmer—. ¿Cómo tiene la muñeca?
Remmer levantó el brazo.
—Escayolada, por ahora.
— ¿Y McVey?
—Durmiendo.
Remmer se acercó y Osborn se percató de la intensidad de su mirada.
— ¡Han encontrado a la fisioterapeuta de Lybarger!
—No.
—Entonces, ¿qué?
—El hombre que Noble identificó como miembro de la Spetsnaz, el mismo que usted encontró en el Tiergarten, escapó al incendio.
Osborn se espabiló por completo. Aún quedaban cabos sueltos.
— ¿Von Holden? —preguntó.
—Un hombre que correspondía a su descripción abordó el tren de las once menos doce minutos a Frankfurt. No estamos seguros de que se trate de él, pero yo voy hacia allá de todos modos. Hay demasiada niebla para coger un avión. No hay trenes. Voy en coche.
—Voy con usted.
—Eso veo —dijo Remmer con un amago de sonrisa—. Precisamente venía a preguntárselo.
Diez minutos más tarde salía un Mercedes gris oscuro por una de las autopistas de Berlín. El coche era de un motor de seis litros en V-8, un modelo que solía usar la policía. La velocidad máxima era asunto clasificado, pero se decía que en una recta podía alcanzar los trescientos kilómetros por hora.
—Me gustaría saber si se marea en coche —preguntó Remmer tajante.
— ¿Por qué lo pregunta?
—El tren de Berlín llega a las siete y cuatro minutos. Ahora son las dos y pico. Un conductor que va rápido por autopista desde Berlín a Frankfurt, puede hacerlo en cinco horas y media. Yo voy rápido. Y además soy policía.
— ¿Cuál es el récord?
—No hay récord.
—Entonces establézcalo usted —dijo Osborn sonriendo.
Capítulo 130
Von Holden se reclinó en el respaldo y oyó el traqueteo del tren contra los rieles. Pasaron de largo un pequeño poblado que brilló en medio de la noche y, al cabo de un rato, otro.
Poco a poco el holocausto de Berlín quedaba atrás, lo cual le permitía concentrarse plenamente en la tarea que le esperaba. Miró enfrente y la vio a ella observándolo desde su sitio.
—Por favor, duérmase —aconsejó.
—Sí —admitió Vera, se dio media vuelta e intentó hacer lo que le decía.
Habían venido a buscarla después de las diez. La sacaron de su celda, la llevaron a una habitación, le entregaron la ropa que llevaba en el momento de la detención y le dijeron que se vistiera.
Luego la habían bajado en ascensor y la condujeron al coche donde la esperaba este hombre. Era un Hauptkommissar, un inspector jefe de la Policía Federal. La entregaban a su custodia y debía hacer todo lo que le dijera. El nombre del inspector era Von Holden.
Momentos más tarde caminaban unidos por las esposas mientras cruzaban el andén y abordaban un tren en Banhoff Zoo, la estación central de ferrocarriles de Berlín.
— ¿Adónde me lleva? —preguntó ella con ciertas reservas cuando él cerró la puerta del compartimiento y le echó llave.
Von Holden tardó un momento en responder y dejó en el suelo un enorme maletín blanco que llevaba colgado al hombro. Luego se inclinó y le sacó las esposas.
—Donde Paul Osborn —dijo él.
¡Paul Osborn! Aquellas palabras la sorprendieron.
—Lo han llevado a Suiza.
— ¿Se encuentra bien? —preguntó Vera pensando aceleradamente—. ¡A Suiza! ¿Por qué? Dios mío, ¿qué ha sucedido?
—No tengo más información. Sólo órdenes —contestó Von Holden, y la llevó hasta su asiento. Él se sentó enfrente. Poco después el tren salió de la estación y Von Holden apagó la luz.
—Buenas noches —dijo.
— ¿En qué lugar de Suiza?
—Buenas noches.
Von Holden sonrió en la oscuridad. La reacción de Vera había sido previsible, una grave inquietud seguida casi inmediatamente de esperanza.
Temerosa y agotada como debía de estar Vera Monneray, su principal preocupación seguía siendo Osborn. Eso significaba que no le causaría problemas mientras creyera que la llevaban adonde estaba él. El hecho de que fuera bajo la custodia declarada de un inspector de policía de la BKA era una garantía más.
A Von Holden le habían notificado de su detención desde la sección de Berlín en el interior de la cárcel aquel mismo día. En ese momento, la información había sido puramente fortuita, pero con el correr de las horas se había revelado imprescindible. Media hora después de que diera la orden, la sección Berlín se había encargado de que soltaran a Vera. Entretanto, Von Holden se había cambiado de ropa y había cubierto la caja con una funda de nailon negra que le permitía llevarla como mochila, estampada con el logo de identificación de la BKA.
Resultaba una paradoja que, al detener a Vera, McVey le hubiera proporcionado a Von Holden involuntariamente la complicación que andaba buscando. Ya no era un hombre que viajaba solo sino un hombre que viajaba en el mismo compartimiento con una mujer de notable belleza.
Vera Monneray serviría para un fin más importante, porque se había convertido en un rehén de primera categoría.
Von Holden se miró el reloj. En poco menos de cinco horas estarían en Frankfurt. Dormiría cuatro horas y luego decidiría qué hacer.
Capítulo 131
Von Holden despertó a las seis en punto. Frente a él, Vera dormía. Se levantó, entró en el pequeño lavabo y cerró la puerta.
Se lavó la cara y se afeitó con los artículos del baño. Entretanto pensaba en Charlottenburg. Cuanto más analizaba lo que había sucedido, mayor era su convicción de que la conspiración era obra de alguien y quizá de varias personas que pertenecían a la Organización. Pensando retrospectivamente, recordó la expresión fantasmal de Salettl fuera del mausoleo. Se había puesto muy nervioso al comentarle a Von Holden que la policía buscaba a Scholl con una orden de arresto. Parecía enfático al ordenarle que llevara el maletín a las dependencias reales y que esperara allí, lo cual lo habría dejado a merced de las llamas si no hubiese tomado la iniciativa de abandonar el palacio.
Sin embargo, parecía absurda la idea de culpar a Salettl. Como médico, había estado en Ubermorgen desde sus inicios a finales de los años treinta. Era él quien se había encargado de todos los aspectos médicos, quien había dirigido las operaciones de decapitación y los experimentos quirúrgicos. ¿Cómo era posible que, en el punto culminante de todo aquello a lo que se había consagrado durante más de medio siglo, de pronto cambiara de parecer y lo destruyera todo? No tenía sentido. Pero al mismo tiempo, ¿qué otras personas tenían tan fácil acceso, no sólo a Charlottenburg sino al entramado más secreto de Ubermorgen?
El silbato del tren sacó a Von Holden de sus cavilaciones. Faltaban cuarenta minutos para llegar a Frankfurt. Ya había tomado la decisión de evitar los aeropuertos y servirse de los trenes hasta donde le fuera posible. Con suerte, eso podía significar el resto del camino. A las 7.46 había un tren expreso que los dejaría en Berna, Suiza, a las doce y doce minutos. Desde allí había una hora y media hasta Interlaken y luego los últimos trasbordos, uno en el tren de la red Bernese-Oberland ascendiendo el sobrecogedor paisaje de los Alpes, y el otro hasta la cumbre en los ferrocarriles del Jungfrau.
Capítulo 132
Remmer llevaba veintiuna horas sin dormir y el día anterior apenas había descansado tres. Ésa fue la razón por la que tardó en reaccionar al ver la primera línea de luces que apareció en la lluviosa autopista, al norte de Bad Hersfeld. Osborn fue el primero en dar la alarma, y la reacción de Remmer contra los frenos redujo la velocidad del Mercedes en cuestión de segundos, de doscientos setenta kilómetros a ciento cincuenta por hora.
A Osborn se le quedaron blancos los nudillos apretando el asiento de cuero cuando la parte posterior del Mercedes perdió el equilibrio y el coche giró, descontrolado, describiendo una curva de trescientos sesenta grados. Mientras giraban, Osborn tuvo una visión de la catástrofe que se aproximaba. Había dos camiones de remolque y una media docena de coches desparramados por la autopista. El Mercedes seguía girando a más de cien kilómetros por hora y a menos de cincuenta metros del primer remolque volcado. Osborn se afirmó para recibir el impacto y miró a Remmer. Este permanecía inmóvil sosteniendo el volante con ambas manos, como si volaran al abismo y fuera incapaz de remediarlo.
Osborn estaba a punto de abalanzarse sobre el volante, arrancárselo de las manos a Remmer e intentar pasar junto al camión desde el lado del pasajero, cuando el morro del coche quedó alineado. Remmer aceleró, las ruedas se agarraron instantáneamente, el Mercedes se enderezó y salió disparado hacia delante. Remmer redujo, dio unos leves golpes en el freno y el coche pasó a escasos centímetros del camión volcado. Con otro toque de frenos y un giro al volante, Remmer evitó chocar contra un Volvo en medio del camino. Siguieron hasta salirse de la autopista y rozar la piedreci11a del arcén. El Mercedes se levantó de las ruedas traseras, osciló, volvió a caer hacia atrás y se detuvo.
El tren avanzaba a paso de tortuga al cruzar de una vía a otra en las cercanías de Hauptbahnhof, la estación central de ferrocarriles de Frankfurt. Von Holden permanecía de pie junto a la ventana mirando afuera al entrar en la estación. Tenía todos los sentidos alerta, como a la espera de algo. Vera estaba sentada y lo observaba. Había pasado la noche dormitando, medio despierta, con la cabeza hecha un torbellino de ideas. ¿Por qué había venido Paul a Suiza? ¿Por qué el policía la llevaba con él? ¿Estaría herido de muerte?
Sintió que el tren reducía aún más la marcha y luego se detenía. Un silbido agudo proveniente de los frenos hidráulicos fue seguido de las puertas de los vagones que se abrían.
—Cuando salgamos cambiaremos de tren —anunció Von Holden sin preámbulos—. Le recuerdo que aún se encuentra bajo la custodia de la Policía Federal.
—Si me lleva a donde está Paul, ¿por qué cree que se me ocurriría huir?
De pronto se oyeron unos golpes secos en la puerta.
—Policía. ¡Abra la puerta, por favor!
— ¿Policía? —preguntó Vera mirando a Von Holden.
Éste la ignoró, se dirigió a la ventana y miró hacia fuera. La gente se movía de un lado a otro del andén, pero no vio más policías, al menos agentes uniformados.
Se repitieron los golpes en la puerta.
—Debe de ser un error, andarán buscando a alguien —comentó Von Holden volviéndose.
Se acercó a la puerta y la entreabrió justo lo suficiente para mirar hacia fuera.
—Ja? —preguntó, y se puso unas gafas como si quisiera verlos mejor.
Había dos hombres de civil, uno algo más alto que el otro. Los acompañaba un policía uniformado, con una metralleta. Era evidente que los dos primeros eran inspectores.
—Salga del compartimiento, por favor —urgió el más alto.
—BKA —dijo Von Holden, abriendo la puerta y dejando que vieran a Vera.
— ¡Salga del compartimiento! —repitió el más alto de los inspectores. Los habían enviado en busca de un fugitivo llamado Von Holden. Tal vez fuera el hombre que buscaban o tal vez no. Sólo tenían una foto y el hombre aparecía sin gafas. Además, ¿BKA? ¿Qué significaba eso? ¿Quién era aquella mujer?
—Desde luego. —Von Holden salió al pasillo. El inspector más bajito miraba a Vera y el policía de uniforme a Von Holden. Von Holden le sonrió.
— ¿Quién es? —preguntó el más alto señalándola a ella.
—Prisionera en tránsito. Sospechosa de actos terroristas.
— ¿Tránsito a dónde?
—A Bad Godesburg. Cuartel general de la BKA.
—Debería haber una agente. ¿Dónde está?
—No está —respondió Von Holden tranquilo—. No había tiempo. Tiene que ver con Charlottenburg.
—Identificación.
Von Holden vio que el policía uniformado miraba hacia fuera distraído por el paso de una chica atractiva. Se estaban relajando. Comenzaban a creerlo.
—Claro —asintió Von Holden. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó una cartera delgada y se la entregó al detective más bajito.
Von Holden se volvió hacia Vera.
— ¿Se encuentra bien, señorita Monneray?
—No entiendo lo que está sucediendo.
—Yo tampoco.
Von Holden se volvió y se oyeron dos golpes secos, como dos escupitajos. El agente uniformado abrió desmesuradamente los ojos y se derrumbó. Al mismo tiempo, el cañón chato del silenciador se apoyó contra la frente del inspector más bajo. Von Holden se volvió en el momento en que el segundo inspector desenfundaba su Beretta de 9 milímetros. La pistola de Von Holden era una automática con silenciador del calibre 38. Le disparó dos veces, encima y debajo del esternón. Por un instante, al hombre se le dibujó una mueca de rabia y luego resbaló lentamente al suelo.
Un momento más tarde, Von Holden y Vera Monneray bajaban del tren y se alejaban por el andén mezclándose con los pasajeros hacia el interior de la estación. Von Holden cargaba el maletín forrado de nailon colgando del hombro izquierdo, y con su derecha llevaba firmemente a Vera de la mano, que caminaba a su lado pálida de terror.
—Escúcheme —advirtió Von Holden con la mirada fija delante de él como si hablaran de cualquier cosa—. Esos tipos no eran policías.
Vera seguía caminando intentado recobrar la compostura.
—Olvídese de lo que ha sucedido. Borre la imagen de su mente.
Estaban dentro de la estación. Von Holden miró a su alrededor alerta a la presencia de policías, pero no vio a ninguno. Un reloj encima de un quiosco de periódicos marcaba las siete y veinticinco. Recorrió el tablero con una mirada rápida buscando los horarios del tren de enlace. Cuando encontró lo que buscaba, condujo a Vera a un local de comida rápida y pidió café.
—Bébalo, por favor —dijo.
Vera cogió la taza con las manos temblando. Se percató de que seguía estando aterrorizada. Bebió un sorbo y sintió el calor del café en su interior. Notó que Von Holden no estaba y luego que volvía con un periódico bajo el brazo.
—Repito que esos tipos no eran policías —masculló, en voz baja—. Existe un movimiento neonazi en Alemania desde la reunificación y en este momento son clandestinos, pero tienen la misma determinación de convertirse en un gran movimiento. Anoche, cien de los demócratas más poderosos e influyentes de Alemania se reunieron en el palacio de Charlottenburg en Berlín. Estaban allí para informarse acerca de la realidad del nazismo en el país y para prestar su apoyo a quienes lo combaten.
Von Holden lanzó una mirada al reloj del quiosco y abrió el periódico. En la primera página aparecía una dramática foto de Charlottenburg envuelto en llamas. El titular en alemán decía: ¡Charlottenburg arde!
—Lo provocaron con bombas incendiarias. Murieron todos. El movimiento neonazi ha reivindicado el atentado.
—Tendrá alguna razón para decírmelo —preguntó Vera, que sabía que Von Holden no decía toda la verdad.
Más allá, Von Holden vio a media docena de policías que corrían hacia el tren del que habían bajado. Volvió a mirar el reloj. Eran las siete y treinta y tres.
—Camine junto a mí, por favor —ordenó Von Holden, la cogió por el brazo y se dirigió a un tren que esperaba la partida.
—Paul Osborn descubrió que los hombres que lo acompañaban no eran lo que parecían.
— ¿McVey? —Vera no podía creerlo.
—McVey era uno de ellos.
—No, es imposible. ¡Es americano, como Paul!
— ¿Acaso no es una coincidencia que al policía francés que trabajaba con McVey lo asesinaran ayer en un hospital de Londres más o menos a la misma hora que descubrían en Francia el cuerpo del primer ministro?
— ¡Dios mío...! —murmuró Vera recordando a Lebrun junto a McVey en su apartamento. Era como revivir todo el terror de la ocupación alemana de Francia. Entre toda una multitud de rostros, era imposible fiarse de nadie. Era la esencia de lo que François Christian había combatido en Francia. Lo que más temía, el espíritu de los franceses sometido a la influencia de Alemania. Entretanto la propia Alemania, desgarrada por luchas internas y por el descontento social, se encaminaba al fascismo.
—Es la realidad de nuestra lucha —insistió Von Holden—. Terroristas nazis organizados y con un entrenamiento riguroso que operan en Europa y en las dos Américas. Osborn lo descubrió y recurrió a nosotros. Lo sacamos de Alemania por su propia seguridad. Por la misma razón la sacamos a usted.
— ¿A mí? —preguntó ella incrédula.
—No era a mí a quien buscaban en el tren, sino a usted. Saben lo de su relación con François Christian. Suponen que sabe usted algo, aunque tal vez no sea así.
Vera recordó claramente a Avril Rocard en la granja a las afueras de Nancy y a los agentes de los servicios secretos que había dejado a su espalda.
— ¿Cómo sabía usted lo de François? —preguntó ella sintiéndose vulnerada.
—Osborn nos lo dijo. Por eso la sacamos de la cárcel, antes de que McVey y los suyos pudieran extender sus tentáculos.
Ahora caminaban por el andén en medio de una multitud en dirección al tren y Von Holden miraba los números de los vagones. Los altavoces anunciaban la llegada de un tren y la salida de otro. ¿Cómo sabía la policía que iba él en el tren? Von Holden escrutaba cada rostro y cada movimiento de los cuerpos que se movían en torno a él. El ataque podía venir de cualquier lado. En la distancia se oyeron las sirenas. En ese momento encontró el vagón que buscaba.
A las siete y cuarenta y seis minutos, el expreso ínter City salía de la estación de Auptbahnhof. Vera se acomodó, aún nerviosa, en el asiento de terciopelo rojo en el compartimiento de primera clase junto a Von Holden. A medida que aceleraba el tren, Vera se reclinó y miró por la ventana. Era imposible que McVey no fuera quien aparentaba ser. Sin embargo, Lebrun estaba muerto y François Christian también. Y además Von Holden sabía demasiado acerca de todo como para no creerle. Habían muerto cien personas en el incendio de Charlottenburg, sin contar los hombres que Von Holden acababa de matar en la estación. En otro momento, bajo otras circunstancias, tal vez habría pensado con mayor claridad. Pero habían sucedido demasiadas cosas, y demasiado rápida y brutalmente.
Lo más aterrador era que todo aquello estaba sucediendo bajo el espectro de un movimiento político naciente en Alemania, algo horroroso si siquiera de pensar.
Capítulo 133
Durante una hora desapareció toda idea no relacionada con la escena de aquella horrible carnicería. Primero con ayuda de Remmer y luego con los enfermeros, Osborn se ocupó de las medidas elementales de emergencia en el asfalto ensangrentado de la autopista. Tuvo que recurrir a sus habilidades de cirujano y a todo lo que había aprendido desde su primera clase de medicina. No contaba con instrumentos, medicamentos o anestesia.
La hoja de un cortaplumas suizo de uno de los camioneros, esterilizada con una cerilla, sirvió de bisturí para proceder a una traqueotomía con una monja de setenta años.
Osborn la dejó y se acercó a una mujer madura. Su hijo adolescente, presa de un ataque de histeria, gritaba que su madre se había cortado la pierna y que se desangraba. Pero no se trataba de un simple corte, la pierna estaba cercenada. Osborn se sacó el cinturón y se lo colocó como torniquete, pero luego tuvo que llamar al hijo para que lo sujetara. Remmer le gritaba para que le ayudara a sacar a una muchacha de debajo de un coche pequeño tan destrozado que parecía difícil que alguien hubiera sobrevivido. Se tendieron en el asfalto, Osborn ayudándole a salir y Remmer empujando con los pies para levantar un montón de hierros retorcidos. Y sólo cuando la sacaron se percataron de que sostenía a un recién nacido en brazos. Estaba muerto. Cuando ella se dio cuenta, se levantó y se alejó caminando. De pronto, el conductor de un furgón Volkswagen, sujetándose un brazo roto con el otro sano, salió corriendo detrás de ella cuando la vio dejar atrás los coches parados y dirigirse al flujo de los que se aproximaban en dirección contraria. Seguían llegando coches de policía, ambulancias y bomberos, y desde Frankfurt habían enviado un helicóptero ambulancia. Remmer sostenía a un joven enfermo de sida, de cuerpo esquelético, mientras Osborn le manipulaba el hombro dislocado para volverlo a su sitio. El joven no dijo nada y ni siquiera dejó escapar un grito, a pesar del espantoso dolor provocado por la manipulación. Cuando todo hubo terminado, se reclinó hacia atrás y murmuró un «Danke».
Después llegó el personal de urgencias. Amanecía cuando empezaban y pronto se hizo de día. La carnicería que los rodeaba era un auténtico campo de batalla. Los dos se alejaban hacia el Mercedes estacionado en el arcén cuando el helicóptero ambulancia se posó en el suelo desatando un torbellino de polvo.
Los equipos de rescate se acercaron corriendo con una camilla y un enfermero los acompañaba sosteniendo un gota a gota.
Osborn miró a Remmer.
—Creo que hemos perdido el tren —dijo en voz baja.
—Ja —asintió Remmer. Apoyaba la mano en la puerta del Mercedes cuando sonó la radio. Una breve enumeración en código fue seguida del nombre de Remmer. Éste cogió inmediatamente el micrófono y respondió. Siguió un rápido diálogo en alemán. Remmer escuchó, respondió con una frase breve y colgó.
—Von Holden disparó contra tres agentes en la estación de Frankfurt. Mató a los tres y él consiguió escapar —dijo Remmer, y siguió mirando fijamente a Osborn. A éste le molestó la mirada del policía.
—Hay algo más que no me ha dicho. ¿Qué es?
—Viajaba con una mujer.
— ¿Y...?
—La soltaron de su celda a las diez y treinta siete de la noche —explicó Remmer por encima del chirrido de neumáticos que provocó el coche al salir a toda velocidad—. El responsable de su liberación se ha encontrado muerto hace menos de una hora en el asiento trasero de un coche aparcado cerca de- la estación ferroviaria de Berlín.
— ¿Me está diciendo que la mujer que viaja con Von Holden es Vera? —Osborn se sintió embargado por la ira y el resentimiento.
—No estoy emitiendo juicios de valor, me limito a enunciar un hecho. A la luz de lo que está pasando, es importante que lo sepa.
Osborn lo miró fijamente.
— ¿La soltaron y ahora nadie sabe dónde está?
Remmer negó con un gesto de la cabeza.
—Entonces, ¿qué ocurre?
—Ya me gustaría poder responderle.
Tres personas habían visto a un hombre y una mujer bajando del tren Berlín-Frankfurt cuando llegó a la Hauptbahnhof. Después de cruzar el andén, habían desaparecido en la estación. Los tres sostenían opiniones radicalmente opuestas con respecto a la dirección que podían haber tomado. Todos estaban de acuerdo en que el hombre era el mismo que aparecía en las fotos de la policía y que llevaba una especie de maletín al hombro.
Por el testimonio de esas tres personas y por las pruebas de que disponían, los consternados inspectores de Homicidios de Frankfurt pudieron entender la sucesión de los acontecimientos. Los policías habían subido al tren de Berlín nada más llegar, a las siete y cuatro minutos. Los habían asesinado poco después, tal vez unos cinco o seis minutos, víctimas de disparos desde el interior de un compartimiento ocupado por un hombre llamado Von Holden. Un hombre de negocios italiano había descubierto los cuerpos al salir de su compartimiento, aproximadamente a las siete y dieciocho minutos. El hombre había oído hablar en el pasillo, pero no había escuchado disparos, lo cual hacía pensar que el asesino llevaba un arma con silenciador. Hacia las siete y veinticinco habían llegado los primeros policías y hacia las siete y cuarenta y cinco, la estación fue acordonada. Durante las tres horas siguientes se detuvo la salida de trenes, personas o taxis hasta ser registrados minuciosamente. Remmer había recibido la llamada por radio a las siete y treinta y cuatro. A las ocho y diez minutos, él y Osborn entraron en la estación.
Osborn esperó a un lado mientras Remmer revisaba los detalles con los inspectores de Frankfurt y luego interrogaba personalmente a los tres testigos. Remmer no le dijo nada de los disparos hasta que lo llamaron por radio. Pero Osborn oyó que pronunciaban el nombre de Von Holden seguido inmediatamente de la palabra Fráulein, una mujer joven. Remmer no dijo nada y Osborn no preguntó, pero Remmer sabía, o le daba miedo, que Osborn hubiera oído que la Fráulein que acompañaba a Von Holden era Vera Monneray.
Y ahora, mientras Remmer interrogaba a los testigos, Osborn intentaba descifrar lo que oía. Pero le faltaban palabras para entenderlo cabalmente. La principal preocupación, había dicho Remmer después de la llamada, era la logística. Tal como él lo veía, Frankfurt era un nudo de enlace más que una terminal, lo cual significaba que Von Holden se dirigía a algún otro lugar. El aeropuerto distaba diez kilómetros de la estación de ferrocarril y un metro directo unía a ambos. Pero era evidente que los inspectores lo habían sorprendido o habría bajado del tren antes de llegar a Frankfurt. Después de matarlos, estaría sometido a una fuerte presión. Por lo tanto, era improbable que intentara coger un vuelo, especialmente en Frankfurt. Tenía dos alternativas: esconderse en la ciudad y esperar durante un tiempo o salir de allí utilizando otro medio de transporte. Esto último le ofrecía tres posibilidades, coche, tren o autobús. A menos que robara un coche o los esperara alguien, era difícil que optara por ese medio, porque no podría alquilarlo sin llamar la atención en el momento del trámite. Eso reducía las alternativas al autobús y al tren y planteaba un problema a la policía, porque Frankfurt tenía enlaces de autobús con doscientas ciudades en toda Europa. Habían buscado en todos los vehículos, pero era posible que por algún medio hubiesen burlado el cerco. Lo mismo sucedía con los trenes. Entre las siete veinte y las ocho y veinte, esa mañana habían salido veinticinco trenes y la búsqueda sólo había comenzado una vez acordonada la estación, a las siete y cuarenta y cinco. En los treinta minutos transcurridos entre los asesinatos y el acordonamiento, es decir, entre las siete y cuarto y las ocho menos cuarto, habían salido de Frankfurt dieciséis trenes. Los billetes de autobús tenían que comprarse con antelación y los taquilleras de las líneas no recordaban haber vendido pasaje a nadie que se pareciera a Von Holden. Los billetes de tren, por el contrario, solían adquirirse una vez el tren había salido. No se dejaría nada a la improvisación y la policía peinaría la ciudad de Frankfurt, vigilaría el aeropuerto durante varios días y seguiría buscando en trenes y autobuses. En cualquier caso, Remmer intuía que Von Holden había escapado en uno de los dieciséis trenes antes de que se acordonara la estación.
— ¿Qué aspecto dicen que tenía ella? —preguntó Osborn irritado y ansioso, abriéndose paso entre los testigos hasta llegar a Remmer.
—Las descripciones de la mujer varían —contestó Remmer—•. Puede que se trate de ella y puede que no.
—Oiga, ¡este hombre los ha visto! —decía un policía apartando a los curiosos y conduciendo a un negro delgado vestido con bata.
Remmer se volvió para mirarlos.
— ¿Usted los vio?
—Sí, señor —respondió el hombre, que insistía en mirar al suelo.
—Le sirvió café a la mujer a eso de las siete y media —dijo el policía, que permanecía de pie junto al negro, a quien superaba en estatura en unos treinta centímetros.
— ¿Por qué no lo dijo desde el principio? —preguntó Remmer.
—Es mozambiqueño y en alguna ocasión lo han golpeado los cabezas rapadas. Teme a los blancos.
—Mire —interpeló Remmer tranquilamente—. Nadie le va a hacer daño. Simplemente cuéntenos lo que vio.
El negro levantó la mirada hasta Remmer y enseguida volvió a mirarse los pies.
—El hombre pidió café para la mujer —explicó con tosco acento alemán—. Ella muy guapa, mucho miedo. Las manos le temblaban y casi no pudo beberse el café. El fue buscar un periódico y le enseñó cuando volvió. Luego se marcharon...
— ¿Dónde? ¿En qué dirección iban?
—Allá, al tren.
— ¿Qué tren? —preguntó Remmer abarcando con un gesto la estación llena de ellos.
—Allá, o puede que allá. No estoy seguro —contestó el negro en dirección a uno de los andenes y luego al de al lado, y se encogió de hombros—. No miré más cuando marcharon.
— ¿Cómo era ella? —preguntó Osborn enfrentando de pronto al hombre cara a cara, sin poder controlar su ansiedad.
—Pregúntele el color del pelo —insistió Osborn—. ¡Pregúnteselo!
Remmer tradujo al alemán.
El negro sonrió apenas y se tocó su propio pelo.
—Schwarz.
«Dios mío» pensó Osborn, que sabía lo que significaba. Negro. El color de Vera.
—Vamonos —decidió Remmer, se volvió y se abrió camino entre una multitud de curiosos y policías. Un momento más tarde entraban dando un portazo en el despacho del jefe de estación. Remmer miró el reloj al entrar. Eran las ocho y cuarenta y siete minutos.
— ¿Adonde iban los trenes que han salido de los andenes C3 y C4 entre las siete y veinte y las siete cuarenta y cinco? —preguntó al atónito jefe. A su espalda, había un mapa de Europa en el muro, encendido con una miríada de pequeños puntos que indicaban todas las grandes líneas del continente.
—Mach Schnell! —le ordenó Remmer—. ¡Dése prisa!
—C3, Ginebra. Expreso ínter City. Llega a las dos y seis de la tarde, con un trasbordo en Basilea. C4, Estrasburgo, ínter City. Llega a las diez treinta y siete, trasbordo en Offenburg —respondió el hombre con la rapidez de un ordenador.
—Suiza o Francia —dijo Remmer enardecido—. En cualquiera de los dos casos, están fuera del país. ¿A qué hora llegan los trenes a Basilea y Offenburg?
En pocos minutos, Remmer había tomado posesión de la oficina del jefe de estación y alertado a la policía en la ciudad alemana de Offenburg, a la policía suiza en Basilea y Ginebra, y en Estrasburgo, Francia. Todos los pasajeros que bajaran en Offenburg y Basilea serían conducidos a una sola salida, y al mismo tiempo agentes de civil se mezclarían entre los pasajeros en el último tramo de los trayectos a Ginebra y Estrasburgo. Si Von Holden iba con la mujer e intentaban bajar en algún punto intermedio, los cercarían y cogerían al salir. Si decidían quedarse en el tren, los identificarían, los reducirían y detendrían.
— ¿Y qué sucederá con... —inquirió Osborn cuando Remmer colgó— ella?
—La detendrán igual que a Von Holden —contestó Remmer, que entendía el significado de la pregunta. Se había informado a todas las unidades que Von Holden había asesinado a varios policías. Si los fugitivos viajaban en uno de los dos trenes, y Remmer estaba seguro de que así era, sus posibilidades de escapar una segunda vez eran nulas. Si ofrecían cualquier tipo de resistencia, los matarían.
— ¿Y qué hacemos nosotros? —Osborn miraba fijamente a Remmer—. ¿Va usted a una de las ciudades y yo a la otra?
—Doctor —dijo Remmer, y Osborn tuvo la sensación de que se preparaba para extenderle la alfombra bajo los pies—, ya sé que quiere estar presente y lo importante que es para usted. Pero no puedo correr el riesgo de que se interponga.
—Remmer, el riesgo déjemelo a mí. No se preocupe.
—No estoy hablando de usted, doctor. Tiene usted la cabeza muy liada y puede que mande toda la operación al carajo. Una taxista de diecinueve años y tres policías han sido asesinados a sangre fría. Los métodos sugieren que Noble tiene razón y que la mujer, sea quien sea, pertenece a la Spetsnaz. Eso significa que él o ella fueron preparados por el ejército soviético y después tal vez por la GRU, agentes seis veces más certeros que el mejor del ex KGB. Eso los sitúa entre los asesinos mejor entrenados del mundo, con una estructura mental que usted no entendería. No será fácil reducirlos. Yo no correré el riesgo de perder a otro policía ni por usted ni por nadie. Vuelva a Berlín, doctor. Le prometo que podrá interrogarlos a ambos en su debido momento —concluyó Remmer, se apartó de la mesa del jefe de estación y se dirigió a la puerta.
—Remmer —dijo Osborn cogiéndolo por el brazo y obligándolo a volverse—. No se va a deshacer de mí así como así. McVey no habría...
— ¿Que McVey no habría? —Lo cortó Remmer con una risa, y se soltó de la presión que hacía Osborn en su brazo—. McVey lo trajo para sus propios fines, doctor Osborn, y sólo para sus fines. No se crea lo contrario. Ahora, haga lo que le digo, ¿vale? Vuelva a Berlín e instálese en una habitación en el hotel Palace, nuestro primer cuartel general. Ya me pondré en contacto con usted ahí.
Remmer abrió la puerta, pasó junto al jefe y se dirigió a la estación. Osborn lo siguió, pero no de cerca. A cierta distancia, observó que a Remmer lo rodeaban los policías de Frankfurt y luego lo vio apartarse para hablar brevemente con los tres testigos y el negro del bar. Al poco se separaron todos y aquello se llenó de rostros desconocidos y todo era como si nada hubiese sucedido. Osborn estaba solo en medio de la estación de ferrocarril de Frankfurt. Podría haber sido un turista cualquiera que transitaba por ahí, sin otra cosa en mente que el programa del día. Pero no lo era.
Von Holden y la mujer que viajaba con él —Osborn pensó que no podía ser Vera sino alguna otra persona, tal vez alguien de pelo negro que se le pareciera, pero no ella— llevaban rumbo a Francia o Suiza. ¿Y luego qué harían?
¿Qué era peor? ¿Que la búsqueda de Remmer fracasara y que escaparan o que no fracasara? Sea lo que fuere lo que sabía la enfermera de Lybarger, suponiendo que la encontraran, Von Holden era el último eslabón de la Organización, la última conexión directa con la muerte de su padre. Si la policía lo cercaba, Von Holden se resistiría y lo matarían. Eso significaba el final de todo.
«Vuelva a Berlín —le había dicho Remmer—. Regrese allá y espere.» Ya había esperado treinta años» No pensaba repetir la experiencia.
De pronto, Osborn se percató de que caminaba cruzando la estación y que se había acercado a una de las puertas de salida. Algo le llamó la atención por el rabillo del ojo y vio al negro que caminaba rápidamente en su dirección. Miraba por encima del hombro como si temiera que lo siguieran, mientras se deshacía de la bata blanca de trabajo. Cuando llegó a la puerta, lanzó una última mirada atrás, dejó la bata en un cubo de basura y salió a la calle. En un segundo, Osborn se preguntó qué significaba aquello, y de pronto dio con la respuesta.
¡El hijo de puta había mentido!
Capítulo 134
La intensa luz del sol le dio de lleno en los ojos a Osborn y por un instante lo cegó. Se escudó con la mano, intentando encontrar al hombre en medio del tráfico que pasaba frente a la estación, pero le fue imposible. Y de pronto lo vio cruzar a toda carrera y doblar en una esquina. Osborn corrió tras él.
Giró por la misma esquina y lo vio a media manzana, caminando rápidamente por la acera de enfrente, dejando atrás tiendas de souvenirs y bares. Osborn cruzó al mismo lado de la calle y lo siguió. Entonces sucedió lo mismo que en París, pero en lugar de perseguir a Albert Merriman o Henri Kanarack, como se hacía llamar, estaba siguiendo a un negro. Kanarack se había metido en el metro y había desaparecido. Había tardado tres días en encontrarlo. No podía dejar que sucediera lo mismo, pensó. Al cabo de tres días, Von Holden y su acompañante, quienquiera que fuese, estarían en la otra punta del mundo.
Osborn empezó a correr. En ese momento el negro miró atrás, lo vio y echó a correr también. Veinte pasos más allá entró en un callejón.
Osborn tiró la bolsa de compras de manos de una mujer mayor con gafas y entró en el mismo callejón, haciendo oídos sordos a los gritos de indignación. Al final de la manzana, el hombre saltó por encima de una verja. Osborn lo imitó. Al otro lado había un patio y la puerta trasera de un restaurante. La puerta acababa de cerrarse cuando Osborn tocó suelo.
Un momento después estaba en el interior. Un pequeño pasillo, una despensa y una pequeña cocina. Tres trabajadores de la cocina lo miraron al entrar. La otra puerta daba directamente al restaurante. Osborn penetró bruscamente y se encontró en medio de un banquete de bodas. Los novios posaban para una foto junto a la tarta, en medio del camino hacia la puerta. Osborn se volvió sobre sus talones y regresó a la cocina.
—Acaba de entrar un hombre negro. ¿Dónde está? —preguntó brusco. Los cocineros se miraron unos a otros.
— ¿Qué quiere? —preguntó en alemán el chef, un gordo sudoroso con una bata grasienta. Avanzó hacia Osborn y echó mano de un gancho para la carne.
Osborn miró a la derecha del pasillo por donde había entrado.
—Lo siento —dijo al chef y comenzó a retroceder hacia la puerta. Se detuvo en la mitad del pasillo, abrió de un golpe la puerta de la despensa y entró. La despensa estaba vacía. Se volvió para salir y de pronto se lanzó un lado. El negro intentó escapar desde detrás de un montón de sacos de harina, pero Osborn lo cogió por el cuello de la camisa. Tiró de él firmemente y lo atrajo hacia sí hasta tenerlo frente a frente.
El negro se volvió hacia el otro lado y levantó una mano para protegerse.
—No me haga daño —dijo en inglés.
— ¿Hablas inglés? —preguntó Osborn con la mirada fija en su presa.
—Un poco... No me haga daño.
—El hombre y la mujer de la estación —inquirió—. ¿Qué tren cogieron?
—Dos vías —contestó el hombre, y se encogió de hombros intentando sonreír
—No lo sé. ¡No vi nada!
Osborn estaba excitado.
—Mentiste a la policía. ¡No me mientas a mí, o los llamaré y te meterán en la Cárcel!
El hombre lo miraba fijo y al final asintió.
—El otro me dijo que llamaría a las cabezas rapadas si contaba algo. Que me pegarían. Y a mi familia.
— ¿Te amenazó? ¿No te dio dinero?
El hombre negó elocuentemente con un gesto de cabeza.
—No, no pagó. Dijo que vendrían los cabezas rapadas a pegarme otra vez.
—No vendrá ningún cabeza rapada —contestó Osborn tranquilo. Aflojó su presión y se metió la mano en el bolsillo. El hombre gritó e intentó escapar nuevamente, pero Osborn volvió a cogerlo.
—No te haré daño —afirmó sosteniendo un billete de cincuenta marcos—. ¿Qué tren cogieron? ¿Qué destino tenía el tren?
El hombre miró el dinero y luego a Osborn.
—No te haré daño —le dijo éste—. Pagaré.
Al hombre le temblaban los labios y Osborn vio que aún tenía miedo.
—Por favor, es muy importante —rogó—. Por mi familia, ¿me entiendes?
El hombre levantó lentamente la mirada. —Berna —respondió. Osborn lo dejó ir.
Capítulo 135
McVey estaba tendido de espaldas mirando al techo. Remmer no estaba. Tampoco Osborn. Nadie le había dado explicaciones. Faltaban cinco minutos para las diez de la mañana y lo único que tenía en la habitación del hospital era el periódico y la televisión de Berlín. Llevaba al menos la tercera parte del rostro vendada con gasa y tenía las tripas revueltas a causa del envenenamiento de cianuro, pero se sentía bien. Excepto que no sabía nada y nadie le explicaba nada.
De pronto se preguntó dónde estaban sus cosas. Desde la cama, vio su traje colgando en el armario y los zapatos en el suelo. Al otro lado de la habitación había una cómoda con cajones y al lado una silla para las visitas. Su maletín, sus apuntes y el pasaporte estarían en la habitación del hotel. Pero ¿dónde estaban su cartera y sus papeles? ¿Y su arma?
Lanzó la sábana atrás, deslizó las piernas a un lado de la cama y se incorporó. Las piernas le temblaban y permaneció un rato quieto para cerciorarse de que podía sostenerse en pie.
Dio tres pasos irregulares y llegó hasta la cómoda.
En el cajón de arriba encontró su ropa interior y calcetines. En el segundo, las llaves, el peine, las gafas y la cartera. Pero no estaba la pistola. Tal vez la tenían en custodia. O la habría guardado Remmer. Cerró el cajón y volvió a la cama. Se detuvo a medio camino. Tenía la sensación de que pasaba algo raro. Se volvió y abrió el segundo cajón una vez más, sacó la cartera y la abrió. Habían desaparecido su placa y la carta oficial de Interpol.
— ¡Osborn! —exclamó, enfurecido—. ¡Maldita sea!
Ni Remmer ni McVey. Nada de policía. Osborn se reclinó en su asiento del vuelo 533 de Swissair, que ya esperaba en la pista el visto bueno para despegar. Había hecho lo que se imaginaba que haría McVey. Llamó a Swissair y habló con el jefe de Seguridad. Por teléfono le explicó que venía de Los Ángeles y que, como inspector de Homicidios, trabajaba con Interpol. En ese momento le seguía la pista a uno de los principales sospechosos del incendio del palacio de Charlottenburg. El hombre había llegado por la mañana desde Berlín en tren y había logrado escapar, matando a tres policías de Frankfurt. Ahora se dirigía a Suiza y él necesitaba urgentemente una plaza en el vuelo de las diez a Zúrich. ¿Había alguna manera de ayudarlo a embarcarse?
A las diez y tres minutos se presentó el capitán del vuelo 533 de Swissair. Osborn se identificó como el inspector William McVey, del Cuerpo de Policía de Los Ángeles. Le hizo entrega de su revólver calibre 38, su chapa y su carta de presentación de Interpol y eso era todo lo que tenía. Explicó que había dejado sus papeles y su pasaporte en el hotel debido a la prisa. También llevaba una foto del sospechoso, de nombre Von Holden. El capitán estudió la foto y leyó la carta de Interpol y luego escrutó al hombre que decía ser el inspector de policía de Los Ángeles. Él inspector McVey era americano a todas luces y las ojeras de su rostro y su barba sin afeitar indicaban que llevaba horas sin dormir. Eran las diez y seis minutos, cuatro minutos antes de la hora de embarque.
—Inspector —interpeló el capitán mirándolo fijamente a los ojos.
—Sí, señor —respondió Osborn.
« ¿Qué estará cavilando? ¿Que le miento? —pensó—. ¿Que soy el fugitivo y que me he apropiado de la chapa y el arma de McVey? Si te acusa, lo niegas todo y te mantienes firme. Eres tú el que tiene razón aquí, cueste lo que cueste, y no tienes tiempo para discusiones.»
—Las armas me ponen nervioso.
—A mí también.
—Entonces, si no le importa, la guardaré conmigo en la cabina hasta que aterricemos.
Y eso fue todo. El capitán abordó su avión, Osborn pagó su billete en marcos alemanes y escogió un asiento en clase turista. Cerró los ojos y esperó el acelerón de los motores y el impulso hacia atrás en el asiento que le confirmara el éxito de su iniciativa, esperando que el capitán no cambiara de parecer o que McVey no se hubiese dado cuenta y alertado a la policía sobre la desaparición de sus pertenencias. Si sucedía así, no sabía cómo reaccionaría. Al cabo de un rato, el capitán anunció el despegue. Los motores rugieron y se produjo el aceleren. Treinta segundos después estaban en pleno vuelo.
Osborn observó cómo se desdibujaba la campiña alemana a medida que ascendían hacia un delgado banco de nubes. Luego subían hacia la luz del sol y el cielo aparecía, azul profundo, por encima de las blancas nubes.
—Señor —se acercó una azafata sonriente—. Nuestro vuelo no va completo. El capitán desea invitarlo a viajar en la primera clase.
—Muchas gracias —dijo Osborn, y dibujó una sonrisa al incorporarse. El vuelo era breve, poco más de una hora, pero en primera clase podría relajarse y tal vez dormir durante unos cuarenta minutos. En los lavabos de primera encontraría hojas y espuma de afeitar. Sería una suerte poder refrescarse.
El capitán debía de ser un hombre celoso de la ley y el orden o un admirador de la policía de Los Ángeles, porque además del trato privilegiado, al aterrizar le proporcionó a Osborn algo de un valor infinitamente superior. Lo presentó a la policía suiza en el aeropuerto, portándose como garante personal y explicando por qué viajaba Osborn sin pasaporte. Además enfatizó la urgencia de la persecución del sospechoso del holocausto de Charlottenburg. La presentación fue seguida de una escolta policial por aduana y muchos deseos de buena suerte.
Una vez fuera, el capitán le devolvió el arma, le preguntó adonde se dirigía y si podía llevarlo en su coche.
—No, gracias —respondió Osborn aliviado, pero absteniéndose deliberadamente de mencionar el nombre de su destino.
—Entonces, que le vaya bien.
—Si alguna vez va a Los Ángeles, búsqueme. Tomaremos unas copas —se despidió Osborn sonriendo y estrechándole la mano.
—Eso haré —dijo el piloto.
Eran las once y veinte del sábado quince de octubre. Hacia las once treinta y cinco, Osborn viajaba en el expreso Eurocity de Zúrich que llegaba a Berna a la una menos cuarto de la tarde, treinta y cuatro minutos después de que el tren de Von Holden llegara de Frankfurt. A esa hora, Remmer ya habría puesto fin a su búsqueda en los trenes de Ginebra y Estrasburgo, sin resultados. Estaría desconcertado. Tendría que buscar en alguna parte. Pero ¿dónde?
Luego Osborn pensó que si el negro le había mentido a Remmer, ¿por qué no le mentiría también a él? ¿Acaso viajaba a Berna jugándosela a que atrapaba a Von Holden en un lapso de treinta minutos o estaba destinado a terminar como Remmer, es decir, sin resultados? Una vez más... sin resultados.
Capítulo 136
Faltaban cuarenta y cinco minutos para llegar a Berna y Osborn necesitaba pensar qué haría al llegar. Había atajado considerablemente la ventaja que le llevaba Von Holden, pero aún existía una diferencia de treinta y cuatro minutos. Von Holden sabía adonde se dirigía y Osborn no. Debía situarse en el lugar de Von Holden. ¿De dónde venía? ¿Adonde se dirigía y para qué?
Según se había informado en Frankfurt, Berna tenía un pequeño aeropuerto con conexiones a Londres, París, Niza, Venecia y Lugano. Sin embargo, los vuelos no eran frecuentes sino uno al día. Un aeropuerto pequeño se podía vigilar fácilmente y Von Holden se lo pensaría. Su única salida consistía en coger un vuelo privado y podía ser que lo esperara un avión.
Se oyó un estruendo cuando un tren cruzó en dirección opuesta. Luego apareció un paisaje de verdes predios agrícolas y, más allá, los cerros abruptos recubiertos de extensos bosques. Durante un momento Osborn se distrajo en la belleza del paisaje, en la claridad del cielo azul en contraste con el verde profundo y la luz del sol brillando entre las hojas. Pasaron junto a un pueblo y luego subieron a lo largo de una curva. En una cima distante, Osborn divisó la silueta imponente de un inmenso castillo medieval. Le gustaría volver allí algún día.
De pronto quiso consolarse con la idea de que la mujer que acompañaba a Von Holden no era Vera Monneray sino otra. Estaba seguro de que a Vera la habían liberado de su detención legalmente y que en ese momento volvía a París.
Al pensar en ella de ese modo, imaginándola a salvo nuevamente en su apartamento, viviendo como siempre había vivido antes de que sucediera todo aquello, lo embargó una nostalgia que le resultó a la vez dolorosa y bella, una añoranza por ellos y por lo que podrían vivir juntos.
Observando el paisaje de la campiña suiza vio a unos niños y oyó risas, atisbo el rostro de Vera y sintió el contacto de su mejilla. Pensó en ellos contentos cogidos de la mano y...
—Fahrkarte, bitte. —Osborn levantó la mirada. A su lado había un joven revisor con un bolso de cuero negro colgándole del hombro.
—Lo siento, no...
—Su pasaje, por favor —pidió el revisor, con una sonrisa.
—Sí —dijo Osborn, y sacó su pasaje del bolsillo de la chaqueta. Luego tuvo una idea—. Perdón —dijo—, tengo que ver en Berna a una persona que viene de Frankfurt en el tren de las doce y doce. Él no... sabe que lo espero. Es una... sorpresa.
— ¿Dónde se hospeda en Berna?
—No, creo que... —balbuceó. Acababa de caer en la cuenta de que Von Holden no tenía Berna como destino final. Lo primero que pensaría después del tiroteo en el tren sería en salir del país lo más rápido posible. Si era así, la idea del avión esperándolo no era muy acertada—. Creo que piensa coger otro tren. Me parece que a... —No sabía adonde iría. No volvería a Alemania ni a ningún país del Este, donde había demasiados conflictos—. A Francia. O a Italia. Es vendedor.
El joven revisor lo estaba mirando.
— ¿Qué es lo que quiere saber?
— ¿Yo...? —sonrió Osborn, tímido. El revisor lo había ayudado a aclararse, pero tenía razón. ¿Qué podía decirle?—. Sólo intentaba aclararme para saber qué hacer si no lo encuentro. Imagínese, es posible que ni siquiera esté allí esperando otro tren.
—Le sugiero que consulte un folleto con el horario de trenes y vea los que han salido de Berna entre las doce y diez y la hora en que usted llegue. Puede usted avisarlo por el altavoz de la estación.
— ¿Por el altavoz?
—Sí, señor —asintió el revisor con un gesto de cabeza, le entregó un horario de trenes y continuó por el pasillo.
«Por el altavoz», pensó Osborn mirando a la distancia.
Von Holden esperaba en la puerta de una pastelería en un ángulo de la estación de Berna. Vera había entrado en el lavabo de mujeres que había enfrente y no había otra salida. Vera estaba agotada y había hablado poco durante el viaje, pero Von Holden sabía que pensaba en Osborn, y puesto que estaba segura de que la llevaban con él, no cabía duda de que lo seguiría tal como había prometido.
La primera hora de trayecto entre Frankfurt y Berna había sido la más inquietante. Si Von Holden no había logrado intimidar al negro del bar con la amenaza de los cabezas rapadas y éste había confesado en qué tren se había marchado él efectivamente, la policía no habría tardado en detenerlo. Pero no había sido así. Al llegar a Berna, Von Holden había observado sólo las habituales medidas de seguridad.
A la una menos siete, Vera salió del lavabo de mujeres y lo acompañó a obtener unos pases de Eurorraíl para viajar a cualquier dirección del continente. Von Holden le decía que les daría flexibilidad de movimiento. Pero no le dijo que de ese modo podían subir a cualquier tren cuyo destino fuera desconocido por Vera.
—Achtung, Herr von Holden, Telephonanruf, bitte! Herr von Holden, Telephon, bitte! —llamó el altavoz. Von Holden se sobresaltó. ¿Qué sucedía? ¿Quién podía saber que se encontraba allí?
—Achtung, Herr von Holden, Telephonanruf, bitte!
Osborn esperaba junto a las cabinas telefónicas, de espaldas al muro. Desde allí dominaba toda la estación, incluyendo las ventanillas de los pasajes, las tiendas, los restaurantes y la oficina de cambio de divisas. Si Von Holden estaba en la estación, lo cual era una posibilidad remota, desde el momento de su llegada hasta entonces habían salido de Berna trece trenes. Seis de ellos tenían como destino ciudades suizas, otro Amsterdam y el resto Italia. Pero si Von Holden estaba allí y se le ocurría contestar la llamada, Osborn seguramente lo vería. La otra posibilidad es que esperara un tren en los andenes de arriba.
Osborn había contado ocho andenes al entrar en la estación.
—Lo siento, señor. El señor Von Holden no con testa —dijo la operadora en inglés.
—Por favor, ¿podría intentarlo una vez más? Es muy urgente.
Se volvió a oír la llamada. Von Holden cogió a Vera por el brazo y se alejó rápidamente de las ventanillas de los pasajes en dirección al pasillo que conducía a los andenes.
— ¿Quién es? ¿Quién lo llama?
—No lo sé —contestó Von Holden mirando hacia atrás por encima del hombro. No reconoció ningún rostro. Doblaron en una esquina y subieron las escaleras hacia los andenes. Llegaron arriba y caminaron por el andén. Al otro extremo de la estación había un tren esperando.
Osborn colgó y se dirigió a los andenes. Si Von Holden estaba en la estación, no había contestado la llamada, y tampoco lo había visto entre los pasajeros que se dirigían a los andenes. Si estaba aún allí, sólo cabía la posibilidad de que ya hubiera abordado un tren o que estuviera a punto de abordarlo.
Osborn caminó por la galería que conducía a los trenes. Había escaleras a izquierda y derecha y tenía que escoger entre cuatro andenes. Se dirigió al tercero sabiendo que lo situaría más o menos en medio.
El corazón le palpitaba aceleradamente cuando llegó al final de las escaleras. Esperaba encontrar la estación llena de gente, tal como estaba a su llegada. Le sorprendió encontrarla casi desierta. Entonces vio un tren al final de la estación, dos andenes más allá. Una mujer y un hombre caminaban rápidamente en aquella dirección. No distinguía a ninguno de los dos con claridad, pero observó que el hombre llevaba un bulto al hombro. Osborn corrió por el andén y no se atrevió a saltar por encima de las vías porque sabía que si había un tercer conducto, moriría electrocutado. La pareja había llegado casi al tren y ambos caminaban dándole la espalda. Osborn corría lo más rápido posible, casi a la misma altura que ellos. Los vio llegar al tren. El hombre ayudó a la mujer a subir y luego se quedó inmóvil y miró hacia el otro lado. Osborn se detuvo en ese momento. Por un instante brevísimo, las miradas se cruzaron. Luego el hombre subió y desapareció en el interior. Al cabo de un instante, el tren se sacudió y comenzó a avanzar. Cobró velocidad y salió de la estación.
Osborn se quedó paralizado. El rostro que lo había mirado desde el vagón era el mismo rostro que vio aquella noche en el Tiergarten. El mismo rostro siniestro de la casa de Hauptstrasse una vez ampliada la imagen que habían visto en vídeo. Era Von Holden.
A la mujer la había visto durante una fracción de segundo cuando subía al tren. Y en ese preciso instante se derrumbó su mundo y todas sus esperanzas. No cabía duda de ningún tipo. Vera Monneray.
Capítulo 137
Pascal —había dicho Scholl—, quiero que observes el debido respeto por el doctor Osborn. Mátalo a él primero.
—Sí... —había contestado Von Holden.
Pero no lo había matado. Por diversas razones, no lo había matado. Sin embargo, las razones no importaban cuando eran excusas.
Osborn estaba vivo y lo había seguido hasta Berna. Cómo lo había conseguido estaba más allá de toda comprensión. Sin embargo, era un hecho. También era un hecho que cogería el próximo tren para perseguirlo.
—Interlaken —le informó un supervisor en los andenes, cuando Osborn le preguntó por el destino del tren que acababa de salir de la estación. Los ferrocarriles a Interlaken salían cada media hora.
—Danke —dijo Osborn.
Aturdido, bajó a la galería principal de la estación. Quería creer que Vera viajaba como prisionera de Von Holden, contra su voluntad. Pero según la manera como los había visto caminar juntos hacia el tren, vio que no era así. Ahora lo sabía y lo que él querría creer no importaba. Tenía la verdad ante sus ojos y McVey, toda la razón. Vera formaba parte de la Organización y donde fuera que Von Holden se dirigiera, ella lo acompañaba. Había sido un estúpido al creer en ella, un estúpido al enamorarse.
Llegó hasta la ventanilla de venta de billetes y quiso coger uno a Interlaken. Pero entonces pensó que podía tratarse de una parada en el camino. Podían cambiar de tren una, dos o más veces. No quería detenerse en cada ocasión. Con la tarjeta de crédito obtuvo un billete abierto para cinco días. Era la una y cuarto de la tarde y al cabo de un cuarto de hora salía el próximo tren a Interlaken.
Entró en un restaurante, pidió café y se sentó. Necesitaba pensar.
Casi inmediatamente se dio cuenta de que no tenía idea de dónde estaba Interlaken. Si lo supiera, al menos sabría lo que quería hacer Von Holden. Se levantó, fue hacia un quiosco y compró un mapa y una guía de Suiza. Oyó que se anunciaba una salida. Del alemán sólo entendió una palabra. Era todo lo que necesitaba saber. «Interlaken».
— ¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Vera cuando el tren entró lentamente en el pequeño pueblo de Thun. Se había adormecido con la mirada perdida en el vacío y ahora, desperezada, sus preguntas eran directas. Fuera, la enorme torre del castillo de Thun apareció como un gigante de piedra anclado en el siglo XII.
Von Holden, alerta, observaba posibles indicios que delataran la presencia de policías al llegar a la estación. Si Osborn había avisado a las autoridades, Thun sería el primer lugar donde lógicamente detendrían el tren para revisarlo. Tendría que estar preparado en caso de que sucediera. Estaba seguro de que Vera no había visto a Osborn o no estaría actuando de aquella manera. Sin embargo, por esa razón la había traído consigo. Era una carta que sus perseguidores no tenían.
Ahora llegaban a la estación. Si el tren iba a detenerse, tenía que ser ahora. Al cabo de un momento, la estación quedó atrás y el tren cobró velocidad. Von Holden lanzó un suspiro de alivio y un momento después volvían al paisaje de la campiña, bordeando el lago Thun.
—Pregunto cuánto falta para... —Von Holden la estaba mirando.
—No me está permitido revelarle cuál es nuestro destino. Iría contra las órdenes.
Se levantó bruscamente y se dirigió al lavabo por el pasillo. El tren iba casi vacío. Los primeros trenes habrían circulado llenos. Las excursiones del sábado comenzaban por la mañana, de modo que la gente gozara de todo el día para explorar el imponente paisaje alpino. En Interlaken caminarían hasta el otro extremo de la estación para hacer trasbordo. Habría tiempo suficiente entre una y otra llegada para que Von Holden pudiera llevar a cabo su plan. Después de subir al tren con Vera, se disculparía —con una llamada de teléfono o de alguna otra manera—, la dejaría en el vagón, bajaría y volvería a la estación a esperar la llegada de Osborn. Lo buscaría y lo liquidaría.
Capítulo 138
Al salir de Berna, el tren de Osborn cruzó el puente de acero sobre las aguas verdes del río Aar, dominado por la magnífica catedral gótica de Münster, velando por encima de la ciudad. Luego el tren entró en una curva aumentando la velocidad y la vista de Münster se desdibujó entre el traqueteo de las vías y los almacenes de la estación. Luego se sucedieron árboles y la campiña volvió a aparecer súbitamente.
Osborn dejó deslizarse la mano dentro de la chaqueta y sintió la empuñadura del revólver de McVey en la cintura. Sabía que McVey ya la habría considerado desaparecida, así como su chapa y sus papeles. No tardaría mucho en comprender lo que había sucedido y quién se lo habría sustraído.
Pero la furia de McVey era lo de menos ahora. Tenía lugar en un mundo diferente.
Estudiando el mapa de Suiza, Osborn vio que Interlaken se encontraba al sudeste de Berna. Se internaban en el campo, no se alejaban. ¿Qué había en Interlaken o más allá?
A través de los árboles se filtraba el sol brillando en las aguas de un río o un lago. Osborn pensó en el bulto que Von Holden se había echado al hombro al subir al tren. Había algo dentro, pesado y de forma cuadrada y Osborn recordó su conversación con Remmer al salir de Berlín. La mujer que había visto a Von Holden abandonar el taxi decía que transportaba una bolsa blanca colgando del hombro. Los testigos de la estación de Frankfurt también lo habían descrito así. Eso significaba que la llevaba en el taxi en Berlín, en el trayecto Berlín-Frankfurt, y ahora todavía la tenía consigo.
«Si me hubiera cargado a tres policías y estuviera intentando largarme lo antes posible, ¿acaso me preocuparía por una maleta? —Pensó Osborn—. Si fuera muy importante, sí.»
Fuera lo que fuese, aún estaba en manos de Von Holden. Pero aquello no le ayudaba a entender adonde se dirigía o qué pretendía hacer al llegar a su destino.
Luego cayó en la cuenta de que mientras pensaba, hojeaba mecánicamente la guía que acababa de comprar en Berna. Se dio cuenta porque algo le llamó la atención. No era una imagen sino una palabra.
Leyó el párrafo: «Desde la estación de Jungfraujock —la más alta de Europa— un pasaje rocoso conduce al Berghaus, el hotel y restaurante más alto de Europa. El complejo se incendió en 1972, pero desde entonces ha sido reemplazado por el famoso "Albergue de las Nubes", restaurante y cafetería.»
—Berghaus. —Esta vez lo dijo en voz alta y sintió un escalofrío. Berghaus era el nombre del grupo que auspiciaba el homenaje a Lybarger en Charlottenburg.
Abrió rápidamente el mapa de Suiza y buscó con el dedo. Jungfraujock estaba cerca de la cima del Jungfrau, una de las cumbres más altas de los Alpes, hermanada con el Mónch y el Eiger. Volvió a la guía, descubrió que se podía acceder a ella tomando el tren más alto del continente, el ferrocarril del Jungfrau. Osborn de pronto sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. El punto de partida para ascender al Jungfrau era Interlaken.
Capítulo 139
McVey insistió en hablar con Remmer y finalmente lo consiguió. Eran las dos menos cuarto de la tarde.
— ¿Dónde diablos se ha metido Osborn?
Remmer hablaba desde Estrasburgo y había electricidad estática en la línea.
—No lo sé —se escuchó la voz en medio de interferencias.
— ¡Remmer! ¡Ese hijo de puta se ha largado con mi chapa, mis credenciales de Interpol y mi revólver! ¿¡Dónde cono se ha metido!?
La electricidad estática aumentó, se oyó una intensa distorsión, tres acordes de Beethoven y el tono de marcar. Enfurecido, McVey colgó.
— ¡Maldita sea!
Un rayo de sol cortaba la plataforma en un ángulo agudo cuando el tren entró pausadamente en la estación de Interlaken. Los aceros entrechocaron chirriando y el tren se detuvo. Del primer vagón bajó un revisor seguido de tres chicas con uniforme escolar. Del segundo vagón bajaron unas seis personas de aspecto anodino, que luego cruzaron el andén y entraron en la estación. Unos veinte americanos aficionados al ferrocarril bajaron del tercer vagón en medio de un jolgorio y se alejaron en grupo. Después todo quedó en silencio. El tren, detenido entre las moles imponentes de los Alpes, parecía un juguete abandonado. Al otro lado de la estación, alguien bajó y apoyó el pie en el canto rodado junto a la vía. Después de vacilar un instante, puso un segundo pie en tierra. Era Osborn, que se volvió y caminó rápidamente a lo largo del tren hasta el final. Dio la vuelta alrededor del vagón de cola y miró en todas direcciones. El andén estaba vacío y la vía también. Volvió a palpar el revólver en la cintura. Era indudable que en el andén de Berna, Von Holden lo había reconocido, y tampoco cabía dudar de que sabría que Osborn viajaría en el próximo tren. Pensándolo bien, deseó no haber seguido el consejo del revisor en-Berna. El único resultado que había conseguido la llamada por altavoz era hacerle saber a Von Holden que lo seguían. ¿Pensaba que sería tan tonto como para responder la llamada? Había sido un error, como lo había sido llamar la atención al correr hacia el tren de Interlaken. Un tercer error de ese calibre podía costarle la vida.
Oyó el silbato de un tren en la distancia. Los altavoces anunciaron la salida del tren del Jüngfraujock. Si lo perdía, pasarían treinta minutos antes del próximo tren y le daría a Von Holden una hora de ventaja, el doble de la que ya tenía. A menos que ahora estuviese allí, en una esquina, esperándolo.
Se repitió el aviso de la salida al Jüngfraujock. Para alcanzar el tren, tenía que cruzar hasta el otro lado de la estación. Si Von Holden lo esperaba allí, también lo vería. La única ventaja de Osborn era el momento, media tarde, y que se encontrara a plena luz y en un lugar público, una pequeña estación de ferrocarril. Von Holden tendría que ser muy osado para creer que escaparía impunemente. Sin embargo, ¿no era precisamente eso lo que había sucedido con su padre?
Volvió a mirar a todos lados, salió de detrás del vagón, cruzó el andén y caminó hacia el otro lado de la estación. Se desplazó a paso rápido, con la chaqueta abierta y la mano cerca del revolver, con todos los sentidos alerta. El movimiento de una sombra, un paso a su espalda, alguien que apareciera repentinamente en el umbral de una puerta. De pronto recordó París y al hombre alto tirado sobre la acera de Montparnasse fuera de La Coupole, y luego vio a McVey levantando la pernera del pantalón para descubrir las prótesis con que cambiaba de estatura. ¿Tendría Von Holden los mismos recursos o tal vez otros, más complejos e ingeniosos?
Osborn permaneció en el espacio abierto, donde cualquiera podía verlo. Pasó junto a un anciano que caminaba con dificultad sirviéndose de un bastón, y se preguntó si llegaría a vivir tanto tiempo.
¡Un anciano con un bastón!
Osborn se dio media vuelta veloz, con la mano bajo la chaqueta, preparado para desenfundar y disparar. Pero el anciano era un viejo auténtico y seguía tranquilamente su camino. Con el aviso del silbato, Osborn se volvió. Más adelante divisó a los americanos aficionados al ferrocarril, que también se dirigían hacia el tren del Jungfraujock. Si los alcanzaba, podría mezclarse con ellos.
—Achtung, Achtung! Doctor Osborn. Telepbon, bitte! —resonaron los altavoces en el recinto de la estación. Osborn se detuvo como paralizado por un rayo. Von Holden no sólo sabía que estaba allí, sino también su nombre.
—Doctor Osborn, de Estados Unidos, ¡acuda al teléfono, por favor!
Osborn miró a su alrededor en busca de los teléfonos. Los vio al final del edificio. Las dos cabinas, situada una contra la otra, estaban vacías. Tuvo el impulso de preguntarle a alguien dónde se encontraba la operadora del altavoz, pero no tenía tiempo. A través de la puerta abierta, vio a los últimos americanos subir al tren. ¿Qué tramaba Von Holden? Tal vez estaba apostado en algún punto con un rifle de largo alcance apuntando a las cabinas. ¿O se trataba de un explosivo de alta tecnología preparado para detonar al levantar el teléfono o por control remoto, como la explosión del hotel Borggreve? El último aviso de la salida del tren del Jungraujoch fue seguido de inmediato por el anuncio de una llegada. Luego volvieron a llamarlo a él. Fuera, los revisores pedían a los últimos pasajeros del tren al Jungfraujock que se dieran prisa.
« ¡Tienes que pensar! ¡Piensa! —Se dijo Osborn—. No conoces la estación del Jungfraujock ni lo que Von Holden piensa hacer al llegar allá. Si se trata de un truco y pierdes el tren, te llevará una hora de ventaja. Tiempo suficiente para escapar definitivamente, ahora que has llegado tan cerca. Pero si aún está aquí espiando y subes al tren, sólo tiene que esperar que parta y quedará libre, porque cogerá el próximo en dirección contraria y no volverás a verlo mientras vivas. Tal vez no habría decidido venir al Jungfraujock, para empezar. ¿Y qué pasaría si no fuese así? Jungfraujock es la última parada. Si es allí adonde se dirige con relación a Berghaus, piensa por qué. ¿Con qué objetivo? Si ha cargado con lo que sea en esa bolsa desde Berlín hasta Interlaken (sobre todo después de escapar del incendio en Charlottenburg y de matar a los policías de Frankfurt, es que se trata de algo muy importante, incluso algo vital para la Organización. Si es así, podría ser que tuviera que entregársela a alguien en el Jungfraujock. En ese caso, ¿qué sería más importante? ¿La misión o el hombre que intenta detenerla en solitario? Si me mata, no puede ir más lejos. Pero si algo va mal o es apresado, entonces su misión termina aquí.»
— ¡Atención, doctor Osborn! ¡Acuda al teléfono, por favor!
« ¡No! ¡No caigas en la trampa! ¡Es él quien te llama, pero es un truco! ¡Seguro que se ha ido en el último tren!» Osborn decidió moverse repentinamente. En un par de zancadas llegó a la puerta y comenzó a correr para alcanzar el tren. Un momento más tarde estiró la mano, se agarró al pasamano del último vagón y saltó a bordo. El tren partió casi de inmediato. A su espalda, el paisaje de las pintorescas aldeas de Interlaken, con sus macetas de geranios germinando en alegres colores, se nubló poco a poco. El tren comenzó a ascender y Osborn vio el rojo y el amarillo intenso de las hojas otoñales y, más allá, a medida que subían, las aguas profundas y azules del lago Thun.
Capítulo 140
En la Spetsnaz lo llamaban camarada mayor. ¿Quién y qué era Von Holden ahora? ¿Seguía siendo Leiter der Sicherheit, jefe de Seguridad, o el último soldado solitario en la misión más difícil de su vida? Ambos, pensó, era ambos.
A su lado, Vera miraba el paisaje, contenta de que pasaran las horas, pensó Von Holden. Se dobló en su propio asiento para mirar hacia fuera. Momentos antes, habían trasbordado en Grindewald y ahora oyó crujir los engranajes al fijarse el tren en el riel del centro y comenzar un agudo ascenso por entre un bosque de abundante vegetación alpina moteada con flores silvestres y el ganado que pastaba.
Faltaban veinte minutos para llegar a Kleine Scheidegg, donde la vegetación acababa abruptamente al pie de los Alpes. Allí trasbordarían de nuevo, esta vez para subir al tren de color marrón y crema de la línea del Jungfrau que los conduciría hasta el corazón de los Alpes, más allá de las estaciones de Eigerwand y Eismeer, hasta llegar finalmente a la de Jungfraujock. A la izquierda de Von Holden se divisaba el Eiger y más allá la cumbre nevada del Mónch. Más arriba, aún no visible, pero tan familiar para él como las líneas de su mano, estaba el Jungfrau. A tres mil cuatrocientos cincuenta metros, la cumbre quedaba a casi un kilómetro del final de la vía en la estación de Jungfraujock. Al mirar atrás, Von Holden divisó la imponente cara norte del Eiger, una gran mole de piedra caliza que se elevaba a mil cuatrocientos metros desde la plataforma de los últimos bosques. Pensó en los más de cincuenta escaladores que habían muerto intentando escalarlo. Era un riesgo, como todo lo demás. Uno se preparaba, rendía todo lo posible y de pronto sucedía algo imprevisto y caía al vacío. La muerte alrededor amenazaba simplemente.
Thun había sido el primer lugar donde lógicamente la policía habría interceptado el tren. El hecho de que no fuera así dejaba sólo Interlaken como última posibilidad. Pero la policía tampoco estaba allí y eso significaba que Osborn había llegado por sus propios medios. Von Holden no sabía cuántos trenes pasaban a diario por Interlaken. Lo qué sí sabía era que un tren había salido de Lucerna diez minutos después de que su tren hubiera llegado de Berna. Lucerna era el punto de enlace para destinos tan dispares como Holanda, Bélgica, Austria, Luxemburgo e Italia. Jungfraujock era una línea secundaria, un descanso para turistas y escaladores alpinos. Von Holden era un fugitivo de la ley y era poco probable que pensaran que se dedicará a pasear tranquilamente por el monte, sobre todo si su paradero era la última estación. Al contrario, intentaría interponer entre él y sus perseguidores tantos kilómetros como le fuera posible. Y si eso le permitía cruzar de un país a otro, tanto mejor.
Von Holden abandonó la idea de matar a Osborn en Interlaken por considerarla demasiado arriesgada. Pero decidió utilizar el mismo truco que Osborn y lo hizo llamar por el sistema de megafonía con la intención de despistarlo y asustarlo. Confundirlo para neutralizar su astucia y el instinto que lo habían conducido hasta allí y, de paso, hacerlo perseguir, casi a ciegas, la única pista con que contaba. Era lógico. Después de Berna, sólo había dos modos de salir de Interlaken. O cogía el tren que subía a la cumbre o el de vía estrecha rumbo a Lucerna. En Interlaken, Osborn descubriría que pocos minutos después de que el tren de Von Holden llegara de Berna, había partido otro hacia Lucerna. Von Holden tendría que estar en ese tren. Al pensar así, Osborn abordaría sin titubear el siguiente tren a Lucerna y se lanzaría a la persecución de una sombra.
Osborn bajó rápidamente del tren en Grindewald y cruzó a toda velocidad hacia el tren que hacía la conexión en Kleine Scheidegg y lo llevaba hasta Jungfraujock. Esta vez no había duda. Estaba seguro de que Von Holden había viajado en el tren anterior y que no lo esperaba oculto en la estación. Von Holden había pecado de suficiencia al pensar que lo había despistado en Interlaken y que permanecía allí, asustado y sin saber qué hacer, o peor aún, que había seguido la dirección más obvia en un tren hacia Lucerna.
La estación de Jungfraujock, según le había informado uno de los americanos que viajaban con él, consistía en una pequeña oficina de correos y una tienda de souvenirs, una exposición para los turistas en el llamado Palacio del Hielo, con esculturas de hielo literalmente recortadas de las paredes del glaciar que albergaba a la estación, una pequeña estación metereológica automatizada y el restaurante «Albergue de las Nubes». Todos estos sitios se situaban en diferentes niveles a los que se accedía mediante ascensores. Más allá sólo quedaba la montaña y el paisaje desolado del gran glaciar de Aletsch que se extendía por delante. Si Von Holden tenía que encontrarse con alguien para entregarle el contenido de la bolsa, tenía que ser en el recinto de la estación. Osborn no tenía la menor idea de quién podría ser ese contacto o dónde podría tener lugar el intercambio. No había nada que hacer antes de la llegada.
Con un agudo chirrido de las ruedas contra los rieles, el tren se inclinó al girar en una curva y por primera vez Osborn vio la dimensión de los montes que los rodeaban, las cumbres blancas y brillantes bajo la luz del atardecer. El más cercano era el Eiger, e incluso a esa distancia, Osborn divisaba los torbellinos de nieve escurriéndose desde la cima.
—Hacia allí nos dirigimos, cariño, después de pasar por Kleine Scheidegg. —Le hablaba una rubia teñida que viajaba con los aficionados al tren, señalando la cima que él miraba. No era difícil percibir que la mujer se había sometido a un lift de barbilla. Tampoco costaba adivinar, cuando le dio unos golpecitos en la rodilla con su mano sin anillos, que era soltera y que deseaba hacérselo saber—. Vamos a la falda del Eiger y el túnel interior. Si miras hacia abajo, se ve todo el valle hasta Interlaken —añadió.
Osborn sonrió y le agradeció la información mirándola con rostro inexpresivo hasta que ella levantó la mano de su rodilla. No era que le molestaran las mujeres agresivas, pero ahora pensaba en otra cosa. Pensaba que además de la pistola calibre 38 de McVey, le habría gustado disponer al menos de uno de los frasquitos de sucinilcolina que había obtenido en París para enfrentarse a Albert Merriman.
Capítulo 141
Von Holden también miraba los montes, observando cualquier indicio de nubes o de tormentas de nieve que indicaran un viento en aumento y frente de mal tiempo. Pero no divisó nada y para variar, aquello fue un signo favorable. Haría las cosas más fáciles si se presentaban problemas y se veía obligado a escapar al monte.
Vera estaba sentada frente a él y lo miraba. Von Holden estaba abstraído, perdido en sus ideas. Había algo en aquel hombre que la inquietaba cada vez más. Pero era algo vago y Vera no lograba comprenderlo cabalmente. Sí, era verdad que se trataba de un policía y que la conducía junto a Paul Osborn. Tenía que ser verdad porque la habían liberado bajo su custodia y porque Von Holden sabía cosas que no podría saber si no hubiese sido quien decía ser. De todos modos, había algo que no encajaba y le habría gustado saber qué era. Levantó la mirada y vio su bolsa de nailon sobre el portaequipajes encima de su cabeza. La llevaba consigo desde Berlín y ella no le había prestado atención. Ahora se preguntaba qué habría en el interior.
—Pruebas —contestó Von Holden lacónico.
El tren ascendía en ángulo agudo entre formaciones rocosas y rápidos arroyos y cascadas que caían a ambos lados de la vía.
—Son documentos y pruebas que identifican el núcleo de la organización neonazi. Nombres, lugares e información financiera.
El vagón en que viajaban contaba con otros seis pasajeros, al igual que el que lo precedía. La locomotora del pequeño tren formado por dos vagones los empujaba por detrás. Vera se estaba volviendo agresiva y a Von Holden no le gustaba la idea. El trauma de su detención en Berlín y el impacto de la muerte de los policías de Frankfurt comenzaban a desvanecerse. Ahora se volvía más consciente y analizaba su situación, la sondeaba, incluso dudaba de ella. Aquello significaba que él debía anticiparse y ofrecerle algo que le diera seguridad.
—Creo que ya le puedo decir que nuestro destino es la estación de Jungfraujock —dijo sonriendo—. La llaman la Cima de Europa. Puede mandar una postal desde la oficina de correos más alta del continente.
—Y Paul estará ahí.
—Así es. Y también habrá un lugar seguro donde guardar los documentos.
— ¿Qué pasará cuando lleguemos arriba?
—Eso no lo puedo decir yo. Mis órdenes consisten en dejarla a usted a buen resguardo junto con los documentos. Después —dijo, y volvió a sonreír—, espero volver a casa.
De pronto, el tren penetró en un túnel y sólo brilló la luz de las lámparas del vagón.
—Faltan veinte minutos —informó Von Holden. Vera se relajó y se reclinó en su asiento. «Por el momento, he satisfecho su curiosidad», se dijo Von Holden. Al llegar a la estación de Jungfraujoch, bajarían con el resto de los pasajeros y se dirigirían inmediatamente a la estación meteorológica. Después, lo que Vera pensara o dijera no tendría importancia porque, una vez dentro, se sumergirían en las profundidades y nadie podría dar con ellos.
El tren disminuyó bruscamente la marcha al acercarse a Eigerwand, una pequeña estación excavada en el interior del túnel rocoso en la cara norte del Eiger. El tren entró en una vía muerta y se detuvo, dejando la vía principal libre para que pasara el tren de bajada. El conductor abrió las puertas e invitó a todos a mirar el paisaje y a sacar fotos.
—Venga —dijo Von Holden, y se levantó invitándola con una sonrisa—. Por el momento, somos turistas igual que los demás. Deberíamos relajarnos y gozar del paisaje.
Bajaron del tren, cruzaron la plataforma con los demás pasajeros y entraron en uno de los pequeños túneles. Desde unos enormes ventanales recortados en la roca, se podían ver kilómetros a la distancia, los valles bañados por el sol mirando hacia Kleine Scheidegg, Grindewald e Interlaken, la ruta por donde habían ascendido. Von Holden había visto ese paisaje docenas de veces y en cada nueva ocasión le parecía más impresionante, como si mirara desde la cumbre del mundo. A su espalda, el conductor hizo sonar el silbato y los pasajeros volvieron al tren. En ese momento, Von Holden vio el tren que llegaba a Kleine Scheidegg. De pronto sintió que le faltaba el aire y el corazón comenzó a palpitarle con fuerza. Sintió unas pulsaciones detrás de los ojos y aparecieron los velos rojos y verdes.
— ¿Se encuentra bien? —preguntó Vera.
Durante una fracción de segundo, Von Holden vaciló, luego respiró hondo y logró sustraerse a su influjo maligno.
—Sí, gracias... —dijo, la cogió por el brazo y volvieron—. Puede que sea la altura. —Mentía. Las palpitaciones no se debían a la altura ni al cansancio. Eran reales. El Voraknung. Y eso sólo significaba una cosa.
Osborn iba en ese tren.
Capítulo 142
Osborn empezó a sentir la presión de la gravedad cuando el tren salió de Kleine Scheidegg e inició la larga ascensión hacia el Eiger. La rubia teñida divorciada, que se llamaba Connie —y que, de hecho, contaba con dos divorcios en su haber— seguía intentando entablar conversación con él. Finalmente, Osborn se disculpó y se dirigió al primer vagón. Necesitaba pensar. Faltaban poco más de cuarenta minutos para llegar a Jungfraujock. Tenía que saber qué haría desde el momento en que bajara en la estación. Volvió a sentir el bulto del revólver de McVey en la cintura. Por algún motivo, le hizo pensar en una avalancha.
En más de una ocasión, los disparos de arma habían desatado avalanchas arrolladuras. Sabía que en las estaciones de esquí, los equipos de alta montaña utilizan rifles sin retroceso para precipitar las avalanchas antes del comienzo de temporada. Sin embargo, estaban a mediados de octubre y el tiempo era despejado. Una avalancha era lo último en que pensar.
Pero no era lo último.
Algo se agitaba en el subconsciente de Osborn. ¿Qué era? Estaban a mediados de octubre, pero Von Holden se había internado en la región de las nieves. El Jungfraujock tenía casi cuatro mil metros de altura y descansaba sobre un glaciar. Su interior de hielo contenía salas excavadas y exposiciones para turistas.
El hielo.
El frío.
El frío extremo. Los glaciares eran la expresión más fría de la naturaleza. Sobre todo si uno podía internarse en ellos. En sus entrañas habían aparecido, al cabo de muchos siglos, hombres y animales en perfecto estado de conservación. ¿Era el Jungfraujock el escenario donde se habían llevado a cabo las operaciones experimentales? En ese caso, en apariencia una atracción turística, en realidad cobijaba las instalaciones secretas.
El chirrido del motor y de los dientes contra el engranaje de las vías se hizo más agudo.
Entonces Osborn volvió al segundo vagón.
—Connie —dijo sentándose a su lado—. ¿Has estado alguna vez en Jungfraujock?
—Por supuesto, cariño.
— ¿Hay algún lugar fuera de los circuitos turísticos?
— ¿En qué estás pensando, cariño? —preguntó ella con sonrisa maliciosa, y deslizó provocadoramente sus uñas rojas sobre el muslo de Osborn.
Osborn estaba seguro de que aquella mujer podía perder la cabeza con un par de martinis, pero no le gustaría confirmarlo.
—Escucha, Connie. Sólo quiero un poco de información. Nada, y quiero decir «nada» más. ¿Vale? Por favor, sé buena conmigo e intenta recordar.
—Me gustas.
—Ya lo sé.
—Bueno, déjame pensar.
Osborn la vio incorporarse y mirar por la ventana. No era fácil porque el tren ascendía por una pared del Eiger y se inclinaba en un ángulo de casi cuarenta grados. De pronto todo se oscureció al penetrar en un túnel.
Cinco minutos más tarde, Osborn y Connie miraban por los ventanales recortados en la roca del Eiger en la estación de Eigerwand. Connie lo tenía cogido del brazo y no lo soltaba.
—No me gusta reconocerlo, pero la verdad es que me mareo.
Osborn miró su reloj. Von Holden debía de haber llegado o estaba a punto de llegar. Osborn podía haberse equivocado en lo relativo a las instalaciones. Puede que Von Holden sólo fuera a encontrarse con alguien como lo había pensado al principio. Si era así, entregaría el contenido de la mochila y volvería a bajar en el siguiente tren, y aquello podía suceder en cuestión de minutos.
—Hay una estación meteorológica.
— ¿Qué? —preguntó Osborn. Connie le hablaba al mismo tiempo que los llamaban al tren.
—Una estación meteorológica, ¿sabes?, un observatorio.
Ahora cruzaban el andén hacia el tren. En ese momento, otro tren bajaba del Jungfraujock serpenteando lentamente y rebasando al que esperaba en vía muerta.
—Cariño, ¿me escuchas o crees que estoy hablando por amor al arte?
—Sí, te oigo —contestó Osborn mientras se esforzaba en mirar en el interior del tren. Avanzaba tan lento como para distinguir las caras, pero no reconoció ninguna.
Volvieron al tren, se sentaron y éste comenzó a avanzar por el túnel cobrando velocidad.
—Perdón, has dicho algo sobre...
—Una estación meteorológica. ¿No me has preguntado si acaso hay lugares donde los turistas no puedan ir? Bueno, hay una estación meteorológica allá arriba. Arriba del todo, me parece. Debe de ser del gobierno. Y desde luego, está la cocina.
— ¿Qué cocina?
—La del restaurante. ¿Por qué quieres saberlo?
—Una investigación. Estoy... escribiendo un libro.
—Cariño —dijo Connie, y le volvió a colocar la mano en el muslo, inclinándose tan cerca que los labios casi le rozaban la oreja—, ya sé que no estás escribiendo un libro —murmuró—. Porque si estuvieras escribiendo un libro esperarías hasta llegar arriba y verlo con tus propios ojos. También sé —continuó soplándole un hálito de aire caliente en la oreja—, que una pistola asoma por tu cintura. ¿Qué vas a hacer? ¿Matar a alguien? —preguntó, y se reclinó en el asiento sonriendo—. Cariño, ¿me prometes una cosa? Antes de disparar, por favor grita, porque no quiero estar en medio cuando empiece el jaleo.
Capítulo 143
Eismeer era la última estación antes de Jungfraujock y al igual que en Eigerwand, el tren se detuvo y los pasajeros bajaron a hacer fotos mientras lanzaban exclamaciones de asombro ante las crestas rocosas. Sin embargo, la vista desde Eismeer era diferente a la de Eigerwand y todo lo que habían dejado atrás. En lugar de prados, lagos y bosques profundos bañados por el perezoso sol del otoño, aquí no había más que una superficie blanca y helada. Las enormes masas de nieve se perdían de vista o se detenían contra las rocas escarpadas de los precipicios. En la distancia, el sol del ocaso teñía de rosa anaranjado las nieves de las cumbres y, más arriba, brillaba una franja delgada de cielo perdiéndose hasta el infinito, rasgado aquí y allá por una voluta de nube. Por la mañana o al mediodía, quizás el paisaje era diferente. Pero ahora, antes de oscurecer, parecía frío e inhóspito y el paraje cobraba un aire extraño donde el hombre no encajaba. La naturaleza parecía advertirle que, si por algún percance tenía que aventurarse allá fuera, lejos de la compañía de los hombres y de la estación, debía entender que aquél no era su lugar. Que tendría que contar sólo con sus propios medios. Que Dios no lo protegería.
Sonó el silbato del tren para seguir adelante y los pasajeros volvieron. Osborn miró el reloj. Faltaban diez minutos para las cinco. Darían las cinco al llegar a Jungfraujock y el último tren bajaba a las seis. A esa hora habría oscurecido totalmente. A lo sumo dispondría de una hora para dar con Von Holden y Vera y arreglar sus asuntos con ellos. Y, si vivía, para coger el último tren hacia abajo.
Osborn fue el último en subir y las puertas se cerraron inmediatamente. Hubo una sacudida y los engranajes se fijaron al riel central. Osborn se reclinó, respiró profundo y miró distraídamente a su alrededor.
Connie estaba sentada en la parte de atrás conversando con sus colegas y no se dignaba lanzarle una mirada. Aquello era una ventaja, pensó, un asunto menos de que ocuparse. Y de pronto, curiosamente, se encontró añorando su compañía. Pensó que si se sentaba frente a un asiento vacío, vendría ella a acompañarlo. Caminó hacia los aficionados al tren, encontró un asiento doble vacío y se sentó de cara a ella. Pero si ella lo vio, no lo dio a entender porque siguió conversando. Él la observaba gesticulando y se preguntaba por qué habría de ponerse aquellas uñas rojas postizas tan horrorosas o por qué se teñía el pelo en aquel rubio esperpéntico. Entonces se dio cuenta de que estaba muerto de miedo. Remmer le había advertido no pocas veces que permaneciera alejado de Von Holden. Noble le había comentado que después de vérselas con él en el Tiergarten tenía suerte de estar vivo. Aquel hombre había sido entrenado para asesinar y en las últimas veinticuatro horas había tenido la oportunidad de afinar su habilidad matando a una taxista de diecinueve años y a tres policías alemanes. Sabía quién era Osborn y que iba tras él. Y llegado este punto, ¿sería Von Holden tan ingenuo como para pensar que su perseguidor se encontraba en un tren que rodaba apaciblemente rumbo a Lucerna? No, no era probable. Puesto que Von Holden no estaba en ninguno de los trenes, significaba que aún se encontraba en Jungfraujoch, donde no había nada, excepto Jungfraujoch.
En menos de cinco minutos, pensó, penetraría en un infierno de creación propia. Se sintió arrollado por un flujo de asuntos pendientes que le rebasaban como si de una máquina impresora se tratara. Los pacientes, la casa, los recibos del coche, el seguro de vida, ¿quién se encargaría de llevar su cuerpo a casa? ¿Quién de sus cosas? Después del último divorcio, pensó, no había hecho testamento. Tuvo ganas de reír. Era todo una comedia. Los cabos sueltos de la vida. Había venido a Europa a un congreso médico y se había enamorado. Y a partir de entonces, todo fue como rodar cuesta abajo. «La deséente infernóle», solía decir Vera. El descenso a los infiernos.
La oía tal como la recordaba, no como lo que era. Volvía a sus pensamientos una y otra vez, y una y otra vez se esforzaba en hacerla salir. Cuando llegara el momento y finalmente se enfrentara a ella, sólo entonces caería en la cuenta de todo el asunto, porque ahora debía concentrarse únicamente en Von Holden.
El tren disminuyó la marcha. Al mirar afuera vio el cartel.
Jungfraujock.
—Dios mío —murmuró. Se llevó la mano como por instinto a la cintura y palpó la empuñadura del revólver. Al menos aún contaba con eso.
« ¡Piensa en tu padre! —se dijo a sí mismo—. ¡Recuerda el crujido del cuchillo de Merriman en su vientre y la expresión de su mirada! Sus ojos se vuelven hacia ti y te pregunta qué ha sucedido. Mira cómo le flaquean las piernas y se desploma sobre la acera. ¡Alguien ha gritado! Tiene miedo. Sabe que va a morir. Ahora levanta la mano para tocarte, para que se la cojas, para que lo ayudes. Recuérdalo, Paul Osborn, ¡recuérdalo bien y no tengas miedo de lo que puedas encontrar por delante!»
Hubo un chirrido de frenos, una sacudida y el tren aminoró la marcha. Al final se veían dos vías y un semáforo y ya habían llegado. La estación se abría dentro del túnel, como Eigerwand y Eismeer, le contó Connie. Pero aquí la vía no continuaba, la encerraba el final. La única salida era por donde habían venido, cruzando el túnel.
Capítulo 144
Un incendio en la estación meteorológica, señor. Ocurrió anoche —dijo el empleado del ferrocarril—. No hay heridos, pero la estación ha quedado totalmente destruida.
Von Holden había preguntado sobre el montón de escombros calcinados que yacían recogidos a un lado del túnel.
¡Un incendio! ¡La noche anterior! Como en Charlottenburg, lo mismo que en das Garten. Von Holden se había vuelto más aprensivo a medida que se acercaban a la estación de Jungfraujock y tenía miedo de que los ataques recrudecieran. Ahora la fuente principal de sus preocupaciones no era Osborn sino Vera. Durante la última etapa del viaje había permanecido callada, distante, y Von Holden intuía que se daba cuenta de lo que sucedía y que intentaría hacer algo. Había neutralizado rápidamente su estado de ánimo bajando con ella del tren y llevándola al ascensor nada más llegar a la estación. Estaban a tres o cuatro minutos de la estación meteorológica. Una vez allí, todo estaría bajo control, porque al cabo de poco, Vera estaría muerta. Pero entonces Von Holden había visto los escombros y le habían informado del incendio. La destrucción de la estación meteorológica era una circunstancia que no había considerado.
— ¿Allí está Paul, allá arriba?
—Sí —afirmó Von Holden. Habían salido a la penumbra del crepúsculo y subieron una larga escalera hasta llegar a la carcasa de lo que había sido la estación meteorológica. Más abajo quedaba la masa de hormigón y acero iluminada del restaurante y el Palacio del Hielo. A su derecha, cayendo hacia el vacío, se extendía el glaciar de quince kilómetros de largo, un mar de hielo y nieve retorcido que se sumía ahora en la oscuridad. Cuatrocientos metros más arriba se alzaba la cima del Jungfrau, teñida de rojo como la sangre del crepúsculo.
— ¿Por qué no hay equipos de rescate? ¿Ni bomberos? ¿Por qué no hay maquinaria pesada? —preguntaba Vera irritada, con miedo, incrédula, y a Von Holden le parecía bien. Demostraba que, a pesar de otras cosas en las que estuviera pensando Vera, su preocupación principal seguía siendo Osborn. Eso le mantendría la guardia baja si no accedían al pasaje interior y tenían que volver afuera.
—No hay ningún equipo de rescate porque nadie sabe que están aquí. La estación meteorológica es automática. Nadie entra en las instalaciones excepto un técnico de vez en cuando. Nuestros niveles se encuentran en el subsuelo y los generadores de emergencia los cierran todos automáticamente en caso de incendio.
Alcanzaron la cima. Von Holden arrancó una pesada plancha de madera que cubría la entrada y cruzaron un umbral de troncos calcinados. Estaba oscuro y había un denso olor de humo y acero fundido. El incendio había sido sumamente violento, mucho más de lo que habría provocado un incendio accidental. Lo confirmaba una puerta de acero fundida en la parte posterior de un armario de instrumentos. Von Holden cogió una barra de acero del equipo de demolición e intentó abrirla, pero le fue imposible.
—Salettl, cabrón —murmuró por lo bajo, y lanzó la barra a un lado. No había necesidad de abrirla porque ya sabía lo que encontraría en el interior. El túnel de dos metros de alto, construido con titanio y recubierto de cerámica, sería una masa impenetrable.
—Vamos —dijo—, hay otra entrada. —Si los niveles inferiores habían sido sellados como era debido, no habría problema.
Von Holden salió primero y dejó pasar a Vera para bajar las escaleras. Vio los últimos rayos de sol que le acariciaban el pelo, dándole un suave tinte vermellón. Por un instante, Von Holden pensó qué sería de él si fuera un hombre normal. Pensó en Joanna y en la verdad de lo que le había dicho en Berlín, que no sabía si era capaz de amar, y ella había respondido: «Sí que puedes...» La idea estaba fuera de lugar y le hizo pensar que, aunque Joanna fuera una mujer sencilla y corriente, en el fondo de su corazón era realmente bella, tal vez la mujer más bella que había conocido. Se asombró al pensar que Joanna tenía razón, que era capaz de amar y que el amor que tenía le pertenecía a ella.
Luego desvió la mirada y vio un gran reloj encastrado en la roca al final de la escalera, con el minutero recto hacia arriba. Eran exactamente las cinco. En ese momento, los altavoces avisaron de la llegada de un tren. Von Holden salió de su desvarío en un segundo. Ahora tenía otro objeto de concentración. Osborn.
Capítulo 145
Osborn se apartó de la puerta y dejó bajar a los demás pasajeros. Sin darse cuenta, se limpió el sudor del labio superior con la mano. Estaba temblando pero no se percataba de ello.
—Que tengas suerte, cariño —dijo Connie tocándole el brazo al bajar. Luego desapareció junto al resto de los americanos hacia un ascensor al otro lado de las vías. Osborn miró a su alrededor. El coche estaba vacío y él estaba solo. Sacó la pistola y abrió el cargador. Mc-Vey lo había llenado con las seis balas.
Cerró el cargador y volvió a metérsela bajo el cinturón. Respiró hondo y bajó rápidamente del tren. Sintió inmediatamente el frío, el frío de montaña que se siente en las excursiones de esquí, cuando uno baja de una cabina templada y sale al aire de los galpones semicubiertos donde se detienen las cabinas. Le sorprendió ver un segundo tren en la estación y pensó que si el último salía a las seis, el otro sería para trasladar a los empleados después del cierre.
Cruzó la plataforma y se unió a un grupo de turistas ingleses, en el mismo ascensor que los americanos. El ascensor subió una planta y la puerta se abrió sobre una gran sala con cafetería y tienda de souvenirs.
Los ingleses salieron y Osborn con ellos. Se retrasó y se detuvo en la tienda y miró distraídamente una muestra de camisetas del Jungfraujock, postales dulces, mientras observaba disimuladamente los rostros de, la gente que abarrotaba la cafetería. Se acercó un niño regordete de unos diez años, acompañado de sus padres. Eran americanos y padre e hijo llevaban cazadoras idénticas de los Chicago Bulls. Osborn jamás se había sentido tan solo como en ese momento. No sabía bien por qué y pensó que se había distanciado tanto del mundo que si llegaba a morir a manos de
Von Holden o incluso de Vera, el hecho pasaría desapercibido y a nadie le importaría que hubiese existido. La imagen del hijo con su padre magnificaba el dolor y la amargura por lo que le habían quitado. También se trataba de algo a lo que nunca se había atado en toda su vida, una familia propia.
Osborn tuvo que arrancarse a las profundidades de sus propias emociones y volvió a escudriñar la sala. Si Von Holden y Vera estaban allí, no los veía. Salió de la tienda de souvenirs y se dirigió al ascensor. La puerta se abrió y salió una pareja de ancianos. Después de echar un vistazo más a la sala, Osborn entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta siguiente. Se cerró la puerta y el ascensor comenzó a subir. Al cabo de varios segundos, la puerta volvió a abrirse y Osborn se encontró ante un océano de hielo azul. Era el Palacio del Hielo, un túnel semicircular cortado en el hielo del glaciar y lleno de cuevas con esculturas de hielo. Más adelante divisó a los americanos del tren, Connie entre ellos, caminando fascinados entre las esculturas de animales, seres humanos, un coche de tamaño natural y una barra con taburetes, mesas y un viejo barril de whisky.
Osborn vaciló, salió del ascensor y caminó por el túnel, mezclándose entre la gente e intentando parecer un turista cualquiera. Escrutando las caras que encontraba a su paso, pensó que tal vez había cometido un error al no permanecer con los americanos del tren. Estiró la mano y tocó delicadamente la superficie de la pared como si pensara que no fuese hielo y sí una sustancia artificial. Pero era hielo, al igual que el techo y el suelo. El entorno le reforzó la idea de que aquel lugar guardaba una conexión con la cirugía experimental bajo condiciones de frío extremo.
Pero ¿dónde? Jungfraujock era pequeño. La cirugía, especialmente de características tan delicadas, requería mucho espacio. Salas de equipos, pre y postoperatorias, unidad de tratamiento intensivo y salas para el personal. ¿Cómo podía habilitarse todo eso en este lugar?
El único lugar fuera de límites, le había dicho Connie, era la estación meteorológica. A unos quince metros de allí, una joven guía suiza observaba mientras un adolescente se sacaba una foto en el túnel de hielo. Osborn se dirigió a ella y le preguntó cómo podía llegar a la estación meteorológica. Ella le dijo que quedaba más arriba, cerca del restaurante y la terraza exterior. Pero ahora estaba cerrada debido a un incendio.
— ¿Un incendio?
—Sí, señor.
— ¿Cuándo sucedió?
—Anoche, señor.
—La noche anterior, como Charlottenburg.
—Gracias —concluyó Osborn, y se alejó. A menos que se tratara de una portentosa coincidencia, había sucedido lo mismo en los dos sitios. Cualquiera que fuese la naturaleza de lo que se había destruido en Charlottenburg, también se había destruido aquí. Pero Von Holden no lo sabría, o no habría venido, a no ser que tuviera la intención de encontrarse con alguien. De pronto, algo lo hizo levantar la mirada. Vera y Von Holden estaban al final del pasillo, bañados por la luz azulada del hielo. Ambos lo miraron durante medio segundo, giraron bruscamente por un pasillo y desaparecieron.
Osborn se sentía como si el corazón quisiera reventarle las orejas. Recuperó la compostura y se acercó a la joven guía.
—Allá abajo —dijo, señalando hacia donde acababa de verlos—. ¿A dónde lleva?
—Fuera, a la escuela de esquí y a los trineos de perros. Pero, desde luego, hoy están cerrados.
—Gracias —respondió Osborn con un hilo de voz. Los pies le pesaban como dos rocas, como si se hubieran congelado al contacto con el hielo del suelo. Se llevó la mano al cinturón y cogió la pistola. Las paredes del túnel brillaban como el azul cobalto y Osborn podía ver el vaho de su propio aliento. Avanzó cautelosamente, afirmándose en la barandilla hasta llegar a la curva del túnel donde Von Holden y Vera habían desaparecido.
La zona del túnel estaba vacía. Una señal de la escuela de esquí indicaba una puerta al final del pasillo. Una segunda señal apuntaba a la zona de los trineos de perros.
«Conque queréis que os siga, ¿eh?», pensó Osborn con la imaginación desbocada. Ésa era la idea. Cruzar la puerta. Afuera. Lejos de la gente. «Tienes que salir y, si lo haces, él te liquidará. No volverás aquí, porque Von Holden tirará lo que quede de ti por un precipicio. No te encontrarán hasta la primavera. No te encontrarán nunca.»
—¿Qué hace? ¿Adonde me lleva?
Vera y Von Holden habían entrado a una pequeña y claustrofóbica sala de hielo en un pasillo lateral del túnel principal. Von Holden la sostenía por el brazo mientras caminaban y la detuvo en seco al ver a Osborn. Esperó a que Vera estuviese a punto de llamarlo en voz alta y la hizo volverse y alejarse a toda prisa para conducirla primero a un pasillo y luego a la sala.
—El incendio fue provocado. Están aquí y quieren tendernos una encerrona. A usted y a mis documentos.
—Paul...
—Él también debe de ser uno de ellos.
—No. ¡No puede ser! De alguna manera logró escapar.
— ¿Eso cree?
—Tiene que haber escapado... —Vera no pudo terminar. Entonces le cruzó por la mente la imagen de los hombres que se hacían pasar por policías en Frankfurt, antes de que Von Holden les disparara. « ¿Dónde está la agente? ¿La mujer policía que ha de ir con ustedes?», habían inquirido.
—No está —había dicho Von Holden—. No hubo tiempo.
No era una cuestión de fugitivos lo que les preocupaba, ¡sino una cuestión de procedimientos! ¡Un inspector no podía viajar solo con una detenida en un compartimiento cerrado sin la compañía de otra mujer!
—Tenemos que saber qué ha pasado con Osborn. De otro modo, no saldremos vivos de aquí —comentó Von Holden, y el vaho de su aliento quedó suspendido en el aire. Sonrió gentilmente al acercársele. Llevaba la bolsa de nailon colgando del hombro izquierdo y la mano derecha en la cintura. Su aspecto era tranquilo, relajado, el mismo del que había hecho gala al enfrentarse a la policía. El mismo aire de Avril Rocard al abatir a los agentes franceses en la granja de las afueras de Nancy. En ese momento, Vera entendió aquello que la había turbado al salir de Interlaken, algo que no había comprendido, aunque siempre se había hecho presente. Sí, Von Holden daba las respuestas correctas, pero por motivos diferentes. Los hombres del tren eran policías. No eran ellos los asesinos nazis, sino Von Holden.
Capítulo 146
Osborn volvió rápidamente por donde había venido. Ahora veía a los americanos del tren entrando en el ascensor al otro lado del Palacio del Hielo. Aceleró la marcha y logró introducirse cuando la puerta se cerraba. Osborn la paró con la mano y se hizo un hueco entre ellos.
—Perdón... —dijo sonriendo.
Se cerraron las puertas y el ascensor subió. ¿Qué hacer ahora? Osborn sentía la sangre latiéndole con fuerza en la carótida y el bum, bum, bum golpeaba en su interior como un martillo neumático. El ascensor se detuvo repentinamente y las puertas se abrieron dejando ver un amplio restaurante autoservicio. Osborn tuvo que salir primero. Luego se detuvo para quedarse en medio del grupo. Fuera estaba casi a oscuras. A través de los ventanales divisaba las cumbres en la cara opuesta del glaciar de Aletsch. Más allá, en la débil luz del crepúsculo, vio que se avecinaban nubes de tormenta.
— ¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Connie, que caminaba a su lado. Osborn la miró y tuvo un sobresalto cuando una ráfaga de viento hizo temblar los vidrios de los ventanales.
— ¿Qué voy a hacer...? —murmuró Osborn. Barrió rápidamente la sala con la mirada mientras seguían al grupo hacia la cola del autoservicio—. Pues... creo que... tomaré una taza de café.
— ¿Qué te pasa?
—Nada. ¿Por qué habría de pasarme algo?
— ¿Estás metido en un lío? ¿Te busca la policía?
—No.
— ¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro.
—Entonces, ¿por qué estás tan nervioso? Estás más nervioso que un potrillo recién parido.
Habían llegado al mostrador de la comida. Osborn volvió a mirar la sala. Algunos de los americanos ya se habían sentado en dos mesas próximas. La familia que había visto en la tienda de souvenirs se había sentado a otra mesa. El padre señaló al hijo en dirección a los lavabos y el chico se dirigió allá. Había dos jóvenes sentados a una mesa cerca de la puerta, fumando y conversando animadamente.
—Siéntate conmigo y bébete esto. —Ya habían pagado y Connie lo llevó a una mesa lejos de los americanos del tren.
— ¿Qué es? —preguntó Osborn mirando el vaso que Connie había dejado sobre la mesa.
—Café con coñac. Ahora, sé un chico bueno y tómatelo todo.
Osborn la miró, cogió la copa y bebió. « ¿Qué hacer?», pensó. «Estarán aquí, dentro del edificio o fuera. Yo no los seguí. De modo que ellos me seguirán a mí.»
— ¿Es usted el doctor Osborn?
Osborn levantó la mirada. El chico de la cazadora de los Chicago Bulls estaba frente a él.
—Sí.
—Un hombre me dijo que lo esperaba fuera.
— ¿Quién espera? —preguntó Connie, y frunció sus cejas teñidas.
—Junto a la pista de los trineos.
—Clifford, ¿qué haces? Creía que ibas a los lavabos —intervino el padre cogiéndolo de la mano—. Disculpe —dijo a Osborn—. ¿Qué haces molestando a la gente, eh? —le recriminó al hijo cuando se alejaban.
Osborn pensaba en su padre tirado en la acera, sintió aquel terror elemental que se le pintaba en los ojos. Estaba horrorizado. Levantando la mano, agarrando a su hijo para que lo ayudara a morir. De pronto se levantó. Sin mirar a Connie, abandonó la mesa y se dirigió a la puerta.
Capítulo 147
Von Holden esperaba en la nieve, apartado de las pistas vacías donde se guardaban los trineos durante el día. El maletín dentro de la bolsa permanecía con él. En las manos sostenía una pistola automática Scorpion de 9 milímetros, montada con un supresor de llama y silenciador. Era ligera y maniobrable y tenía un cargador de treinta y dos tiros. Estaba seguro que Osborn estaría armado, como lo estaba aquella noche en el Tiergarten. No había manera de saber cuan entrenado estaba, pero poco importaba, puesto que esta vez Von Holden no le daría la menor oportunidad.
A unos quince metros, entre él y la puerta de la escuela de esquí, Vera esperaba en la oscuridad, esposada a un pasamanos de seguridad que recorría el camino cubierto de hielo hasta las pistas de los trineos. Podía gritar, chillar, o hacer lo que quisiera. Aquí fuera, en la oscuridad, con el restaurante cerrado por la noche, el único que podía oírla era Osborn cuando saliera. Quince metros era suficiente para que Osborn la oyera y la viera, pero lo bastante lejos del edificio para que alguien se percatara desde el interior. La intención de Von Holden consistía en atraerlos a ambos a la oscuridad, más allá de las pistas de trineo, donde podría liquidarlos a sus anchas. Estaba usando a Vera tal como había pensado desde el principio, pero ya no se trataba de un rehén sino de un anzuelo.
A unos cuarenta metros de Vera, se abrió la puerta de la escuela de esquí al final del Palacio del Hielo. Por la hendidura se filtró un chorro de luz y una figura solitaria asomó al exterior. Una hilera de grandes carámbanos cerca de la puerta brilló en la oscuridad, la puerta se cerró y sólo quedó la silueta recortada en la nieve. Al cabo de un momento empezó a caminar.
Vera vio que Osborn se acercaba andando sobre las huellas de una motonieve que acompañaba a los trineos, mirando recto hacia delante. Ella sabía que Osborn era vulnerable en la oscuridad y que tardaría un momento en acostumbrarse a la poca luz. Miró por encima del hombro y vio a Von Holden colgarse la bolsa al hombro, deslizarse atrás y desaparecer tras un montículo. Von Holden la había sacado del Palacio del Hielo a través de un conducto del aire, la había esposado sin decir nada y se había alejado. Cualquiera que fuera su intención, lo había planeado todo cuidadosamente y cualquiera que fuera la trampa, Osborn se dirigía sin vacilar hacia ella.
— ¡Paul! —Su grito resonó en la oscuridad—. ¡Está ahí fuera, esperándote! ¡Vuelve! ¡Llama a la policía!
Osborn se detuvo y miró en su dirección.
— ¡Vuelve, Paul! ¡Te matará!
Vera observó que Osborn vacilaba, se movía repentinamente hacia un lado y desaparecía. Miró hacia donde había ido Von Holden pero no dijo nada. Se percató de que había comenzado a nevar. Por un momento reinó un silencio absoluto y vio el vaho de su propio aliento en el aire frío. De pronto sintió la dureza del acero contra una sien.
—No te muevas. Ni te atrevas a respirar. —Era Osborn y le apuntaba a la cabeza con el calibre 38 de McVey, buscando en la oscuridad más allá. De pronto la miró—. ¿Dónde está? —preguntó, con voz sibilante. Tenía una expresión dura, implacable.
— ¡Paul! —exclamó ella. Vera no entendía qué hacía.
—Te he preguntado dónde está. «Dios mío, no puede ser», pensó Vera, que de pronto lo entendió todo. Osborn creía que era una de ellos, que pertenecía a la Organización.
—Paul —le imploró—. Von Holden me recogió en la prisión bajo custodia. Dijo que era policía federal alemán y que me llevaba a donde estabas tú.
Osborn relajó la presión del arma. Volvió a mirar a lo lejos sondeando la oscuridad. De pronto su pie derecho rasgó el aire y se oyó un estallido como el de un disparo de fusil. El pasamanos de madera se rompió en dos y Vera se liberó de su atadura, con las dos manos aún presas por las esposas.
—Camina —dijo él empujándola hacia las pistas de trineo, manteniéndola en la línea de fuego entre él y Von Holden.
—Por favor, Paul, no...
Osborn la ignoró. Más adelante estaba la escuela de esquí, cerrada, y luego las instalaciones de los trineos.
Más allá, una débil luz azulada brillaba a través de la nieve como una alucinación. Osborn la empujó atrás y miró por encima del hombro. No había nada. Se volvió.
— ¿Esa luz?, ¿qué es?
—Es... —Vera titubeó— es un conducto de aire, un túnel. Por ahí salimos del Palacio del Hielo. I
— ¿Estará él ahí? —preguntó Osborn, y la hizo volverse para que lo mirara—. ¿Es ahí donde está? ¿Sí o no?
No la veía, sólo veía a alguien de cuya traición estaba seguro. Tenía miedo y estaba desesperado, pero tenía la intención de seguir adelante.
—No lo sé. —Vera estaba aterrada. Si Von Holden estaba en el interior y ellos entraban a por él, había un sinnúmero de vueltas y recovecos donde podía esperarlos para tenderles una emboscada.
Osborn miró a su alrededor y volvió a empujar a Vera hacia el círculo de luz que emanaba del conducto. No se oía más que el murmullo del viento y el crujido de las pisadas sobre la nieve. Al cabo de unos segundos llegaron frente a la pista de trineos, cerca de la luz.
—No está en el túnel, ¿no es así, Vera? —preguntó Osborn barriendo la oscuridad con la mirada, intentando ver a través de la nieve—. Está escondido en la oscuridad, esperando que me lleves a la luz, como el tiro al blanco en una feria. El tipo ése es un tirador profesional, un soldado de la Spetsnaz.
¿Cómo era posible que Osborn no entendiera lo que le había ocurrido y que no la creyera?
—Maldita sea, Paul. Escúchame... —Vera se daba la vuelta para mirarlo. De pronto se detuvo. Había huellas de pisadas en la nieve delante de ellos. En el fulgor azulino proyectado por la luz, Osborn también las vio. Pisadas frescas que la nieve comenzaba a cubrir, que se dirigían desde donde estaban ellos hasta la entrada del túnel. Von Holden había estado en ese mismo lugar momentos antes.
Osborn la empujó a un lado y Vera cayó hacia la oscuridad y contra las rejas de las perreras. Osborn se giró y volvió a mirar las pisadas.
Ella lo veía debatirse, inseguro de lo que debía hacer ahora. Osborn estaba agotado, casi al final de sus fuerzas. Sólo pensaba en Von Holden, nada más. Estaba cometiendo errores y no se daba cuenta. Y si seguía así, Von Holden los mataría a ambos en un instante.
— ¡Paul, mírame! —gritó Vera en un arranque, con voz quebrada por la emoción.
Durante un rato él permaneció inmóvil, mientras la nieve caía silenciosamente a su alrededor. Luego, lentamente, a contrapelo, se volvió a mirarla. A pesar del frío, estaba empapado en sudor.
—Por favor, escúchame —rogó—. No sé cómo has llegado a ninguna conclusión. La verdad es que no tengo nada que ver con Von Holden ni con la Organización, ni ahora ni nunca. Éste es el momento en que debes creerme, tienes que creerme y confiar en mí. Cree y confía en que lo que hemos compartido es real y trasciende todas las cosas... —y su voz se desvaneció.
Osborn la miró. Había pulsado una cuerda interior muy sensible, un nervio que él creía extirpado. Si decidía que no, se acababa. Era simple, se acababa todo. Si decidía que sí, significaba confiar más allá de lo que jamás había confiado en nadie. Era separarse de sí mismo, de su padre, de todo. Volverlo todo irrelevante. Decir, a pesar de todo, confío en ti y en mi amor por ti y si al hacer eso muero, entonces muero.
Tenía que ser una confianza total. Absoluta.
Vera lo miraba esperando. A sus espaldas, bajo la -nieve que caía, brillaban las luces del restaurante. Todo dependía de él. De su decisión.
Levantó la mano con una lentitud prolongada y le tocó la mejilla.
—Bueno —dijo finalmente—. Bueno.
Capítulo 148
Von Holden se apoyó sobre los codos y avanzó. ¿Dónde estaban? Habían llegado hasta el borde de la luz y luego desaparecido. Debería resultar sencillo. Había preferido poner a Osborn a prueba de encontrarse con Vera en el túnel del Palacio del Hielo. Si en vez de eso, Osborn los hubiera seguido, lo habría empujado a él hasta el túnel lateral adonde había llevado a Vera y lo habría matado. Pero Osborn no lo había seguido. Había usado a Vera como una carta más. Sabía que Osborn los había visto a ambos subir al tren en Berna. La última vez que la vio, había sido detenida por la policía alemana en Berlín. Osborn debía de pensar que eran cómplices en la conspiración y que huían del atentado de Charlottenburg. Cegado por la ira y por un sentimiento de traición, Osborn encontraría una manera de liberarla y, a pesar de sus explicaciones, la obligaría a conducirlo hasta Von Holden, ya fuera como rehén o como objeto de negociación.
Una ráfaga de viento levantó la nieve a su alrededor. A Von Holden no le gustaba el viento más de lo que le gustaba la nieve. Miró el cielo y vio un frente de nubes que se acercaba por el oeste. La temperatura bajaba. Debería haberlos matado antes, cuando los veía avanzar hacia la escuela de esquí, pero cargarse a dos personas y deshacerse de los cuerpos tan cerca del edificio principal era demasiado arriesgado, sobre todo si sacrificaba su objetivo principal. El túnel del aire quedaba a unos ochenta metros de allí, y en medio de la oscuridad y la nieve, sería más fácil liquidarlos. Osborn, irritado y desequilibrado, seguiría las huellas y caería directo en la celada. Los dos disparos, con un segundo de intervalo, no se escucharían. Luego Von Holden llevaría los cuerpos a la parte de atrás de las perreras, donde los precipicios eran profundos y los lanzaría a la oscuridad del abismo. Primero Osborn y luego...
— ¡Von Holden! —se oyó la voz de Osborn surgir como un eco de la oscuridad—. Vera ha ido a llamar a la policía. Supongo que le interesa saberlo.
Von Holden se sobresaltó, luego retrocedió y se deslizó detrás del saliente de una roca. Las cosas se habían vuelto en su contra. Aunque llamaran a la policía pasaría una hora o más antes de que llegaran. Tenía que olvidar todo lo demás y seguir adelante.
Directamente frente a él, el Jungfrau se erguía como un centinela fantasmagórico, a más de setecientos metros. A otros cien metros a su derecha y unos quince más abajo, había un sendero rocoso tallado en el promontorio donde se asentaba Jungfraujock. Después de avanzar unas tres cuartas partes, escondida por una formación rocosa, había una toma de aire secundaria, abierta en 1944, cuando se había construido el laberinto de túneles y ascensores debajo de la estación meteorológica dentro del glaciar. Si podía refugiarse allí antes de que llegara la policía, podría permanecer durante una semana o dos, e incluso más si era necesario.
Capítulo 149
Osborn se inclinó junto a la pista de trineos y escuchó. Pero sólo oyó el ulular suave del viento, que aumentaba progresivamente de intensidad. Al salir con McVey en Berlín, se había puesto unas Reebok de caña alta. Además, todavía vestía la camisa y el traje que llevaba al llegar. No era mucha ropa, a los casi cuatro mil metros de altura, en la oscuridad y en medio de la nieve barrida por un viento que se volvía más intenso.
En un instante único e insólito, la ira y la desconfianza con Vera habían desaparecido en Osborn. Era lo que ella decía y lo que él había podido ver en sus ojos refiriéndose al asunto, que resultaba un desafío ante sí mismo, quién era y en qué creía.
En ese momento desapareció la duda. Osborn recordaba haber apartado a Vera de la pista de los trineos y haber caído sobre la nieve, al otro lado de las perreras, abrazándola, los dos llorando unidos por la conciencia de lo que había sucedido y de lo que él había estado a punto de provocar. Luego le dijo que se marchara.
Por un momento Vera vaciló. Volverían los dos. Von Holden no los perseguiría hasta el interior, con tanto foco y en medio de toda aquella gente.
— ¿Y si se le ocurre venir? —inquirió Osborn. Y tenía razón. Von Holden era capaz de cualquier cosa—. Hay una rubia, una americana —le explicó a Vera—. Estará esperando el tren para bajar. Se llama Connie. Es buena persona. Coge el tren con ella hasta Kleine Scheidegg y llama a la policía suiza desde allí. Diles que se pongan en contacto con el inspector Remmer, de la Policía Federal alemana en Bad Godesburg.
Osborn la recordaba mirándolo fijamente durante mucho rato. Él no se quedaba sólo con la intención de cubrirla. Había una razón por la que buscaba a Von Holden, la misma por la que lo había hecho con Albert Merriman en París y por lo que había viajado con Mc-Vey a Berlín. Se lo debía a sí mismo y a su padre, y no había retorno posible hasta que hubiera acabado. Vera lo besó entonces y se volvió para irse.
Pero Osborn la atrajo de nuevo hacia él. Volvía a tener vida en la mirada y comenzaba a prepararse para lo que fuera. Le preguntó si sabía qué había en la bolsa que transportaba Von Holden desde Berlín.
—Dijo que eran documentos sobre los conspiradores neonazis. Pero estoy segura de que no es verdad.
Osborn la vio volver entre las sombras hacia la seguridad del edificio principal. Pasaron los segundos y de pronto una franja de luz cortó la noche al abrirse la puerta y entrar Vera, y luego nuevamente la oscuridad al cerrarse la puerta. Osborn pensó de inmediato en el contenido de la bolsa que transportaba Von Holden. Sin duda eran documentos, pero no identidades de neonazis sino textos de criocirugía, tratados y discursos sobre las técnicas, procedimientos de congelación y descongelación, instrucciones de programas informáticos, esbozos de diseño de los instrumentos y podía ser que estuviera incluido el bisturí de su padre. Debía de tratarse de ejemplares únicos y de ahí el celo de Von Holden en protegerlo. Cualquiera que fuera el mal para el que se había inventado el proceso, para el mundo de la medicina se trataba de un trabajo de proporciones fantásticas y, más allá de lo que sucediera, era imperativo conservar las notas.
Entonces Osborn se dio cuenta de que divagaba. Von Holden podría habérsele acercado por detrás. Se volvió rápidamente pero no vio nada. Verificó el mecanismo de la pistola calibre 38 y se aseguró de que no se hubiera congelado con el frío. Se la volvió a colocar bajo el cinturón y miró hacia el edificio principal. Vera ya debía de haber llegado y ahora estaría buscando a Connie.
Osborn avanzó siguiendo el borde de la pista de trineos hasta que divisó la luz del túnel. Estaba seguro que el rastro de huellas había sido un truco para atraerlo hacia la luz. Von Holden se había dirigido hacia el túnel pero no había entrado. Era un espacio demasiado cerrado y corría el riesgo de verse atrapado, sobre todo si alguien entraba por el lado opuesto.
A la derecha de Osborn, el Jungfrau se elevaba casi recto hacia arriba. A su izquierda, el terreno bajaba y luego parecía nivelarse. Soplándose las manos para calentarlas, se dirigió hacia allá. Suponiendo que tuviera razón, era la única dirección que, por lógica, Von Holden habría tomado.
Übermorgen y la maleta que lo contenía en la bolsa. Eran la preocupación esencial de Von Holden. Tal como debía ser para el último superviviente de la jerarquía de la Organización. Para este tipo de emergencias se había creado el Sector 5, «Entscheiden Verfabren», el llamado Procedimiento Final. El hecho de que hubiera resultado más difícil de lo previsto era la razón por la que lo habían escogido y porque había sobrevivido. Pensó optimista que lo peor ya había pasado. Había una alta probabilidad de que los ascensores inferiores no hubiesen sido destruidos por el incendio, porque la entrada de arriba habría funcionado como chimenea y escape para el calor, lo cual habría salvado las instalaciones de abajo.
La idea de llegar al ascensor y el sentimiento de que ejecutaba su tarea como combatiente, le inspiraron ánimos mientras avanzaba por el sendero de piedra recortado en la pared de la montaña. La nieve que caía, el frío y el viento que aumentaban harían tanto daño a Osborn como a él, y puede que más, ya que Osborn no estaba entrenado en alta montaña. Esa ventaja ampliaba sus posibilidades de huida. Tendría la suerte de llegar hasta la toma de aire y entrar cuando la nieve hubiera ya borrado sus huellas.
Sólo quedaban Osborn y él. Y el tiempo.
Capítulo 150
El sendero giraba bruscamente a la izquierda y Osborn lo siguió. Buscaba las huellas de Von Holden en la nieve, pero no veía nada, a pesar de que la nieve caída no era suficiente para borrarlas. Confundido y temiendo haberse encaminado en dirección equivocada, llegó hasta lo alto de un pequeño promontorio y se detuvo. Atrás sólo quedaba un torbellino de nieve y oscuridad. Se agachó y se inclinó en una rodilla para mirar abajo. Un sendero estrecho serpenteaba bordeando el borde del precipicio, pero no parecía haber un camino para llegar hasta él. No había manera de saber si era el camino que había tomado Von Holden. Podía ser uno de tantos. Osborn se levantó y estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando las vio. Pisadas frescas en el lado de la montaña. Alguien había pasado por allí y no hacía mucho. Bajaban ciñéndose al lado interior del sendero cortado en la pared rocosa. Quienquiera que fuese, había comenzado a bajar varios cientos de metros antes. Pero podía tardar horas en encontrar ese punto y para entonces las huellas estarían borradas.
Moviéndose por el borde, Osborn pensó que sería posible bajar por la roca deslizándose por la pared. No era demasiado alto. Unos siete metros cuanto más. Pero podía ser peligroso. El terreno estaba formado por rocas, hielo y nieve. Ni árboles, ni raíces ni ramas, nada de qué sujetarse. No se sabía lo que había más allá, ni contar con la velocidad previendo el riesgo de seguir de largo y caer al vacío rodando a lo largo de miles de metros como una piedra.
Osborn estaba dispuesto a intentarlo de todos modos, cuando de pronto vio un saliente de roca que caía directamente sobre el sendero más abajo. Estaba cubierto de carámbanos debido a la descongelación constante y al hielo del glaciar. Parecían lo bastante sólidos como para agarrarse a ellos. Osborn llegó hasta el borde y empezó a deslizarse por el lado. El sendero a esa altura no estaba a más de cinco metros más abajo. Si los carámbanos no se rompían, llegaría enseguida. Estiró la mano y se agarró a un carámbano de unos ocho a diez centímetros de grueso y lo probó. Podía aguantar su peso y Osborn se dejó oscilar para bajar. Buscó un apoyo para el pie, hizo contacto con la punta y quiso soltar la mano para coger el carámbano de más abajo. Pero su mano no se movió. El calor de su piel se había fundido con el hielo del carámbano. Estaba atascado, con la mano derecha por encima de la cabeza y el pie izquierdo extendido para alcanzar un asidero más abajo. La única solución era tirar de su mano, lo cual significaba arrancarse la piel. Pero no tenía alternativa. Si seguía inmovilizado, moriría de frío.
Respiró profundo, contó hasta tres y dio un tirón. Sintió un dolor cortante y la mano se liberó. Pero el movimiento le hizo perder el asidero del pie izquierdo. Cayó, la espalda contra la roca. Un segundo más tarde se deslizó sobre el hielo y cobró velocidad. Utilizó desesperadamente las manos, los pies, los codos, todo lo que podía para disminuir la velocidad, sin resultados. Bajaba cada vez más rápido. De pronto vio que ante sus ojos se abría la oscuridad y supo que caería al vacío. En un último intento desesperado quiso agarrarse con la mano izquierda a la última roca que vio. La mano resbaló, pero el brazo se enganchó y lo hizo detenerse a escasos centímetros del suelo.
Sintió que se le estremecía el cuerpo entero y empezó a temblar. De espaldas a la pared enterró un tacón en un resquicio de la roca. Luego el otro. Se desató una ventolera que barrió la nieve en todas direcciones. Osborn cerró los ojos y rogó para que, habiendo llegado a ese punto, después de tantos años, no fuera a morir congelado en la cima de un glaciar. Su vida no habría tenido sentido. ¡Y él se negaba a que su vida no tuviera sentido! A su lado vio una ancha hendidura en la pared rocosa. Se incorporó sobre el lado, hizo oscilar un pie sobre el otro y lo hundió en la nieve. Luego rodó sobre el vientre, se apoyó y alcanzó la hendidura con las dos manos y se impulsó. Un poco más y pudo meter la rodilla en la hendidura y luego un pie. Finalmente logró sostenerse.
Von Holden estaba por encima de él. A unos treinta metros directamente más arriba, de espaldas a la roca. Estaba en el sendero cuando Osborn pasó a su lado deslizándose. Si hubiera estado a menos de dos metros, Osborn lo habría arrastrado en su caída. Miró hacia abajo y vio al americano agarrado a la roca por encima de un vacío de más de seiscientos metros. Si su intención era volver a escalar, tendría que hacerlo sobre una pendiente de hielo y roca azotados por el viento y la nieve. En ese punto, Von Holden se encontraba a menos de trescientos metros de la entrada de aire por el sendero escarpado y serpenteante. Era un paso peligroso, pero a pesar de la nieve, tardaría entre diez y quince minutos en llegar. Osborn no podría escalar —si es que era capaz de moverse— desde donde estaba hasta el punto en que se encontrara Von Holden en ese lapso de tiempo, y mucho menos seguirlo hasta su destino final. Una vez dentro del túnel, Von Holden desaparecería.
Sí, llegaría la policía, pero a menos que permanecieran una semana o más hasta que él volviera a salir, lo cual era dudoso, podían suponer que Vera los había conducido hasta allí para cubrir la retirada de Von Holden por otro lado. También podían pensar que había caído en una grieta o desaparecido en una de las miles profundas hondonadas del glaciar Aletsch. Al fin y al cabo se marcharían y acusarían a Vera cómplice del asesinato de los policías en Frankfurt.
En cuanto a Osborn, aunque esa noche lograra sobrevivir donde estaba, su versión no sería más válida que la de ella. Había seguido a un hombre hasta la montaña. ¿Y luego qué? ¿Dónde estaba aquel hombre? ¿Qué iba a contestar? Desde luego, era preferible que estuviera muerto. Von Holden podría asomarse al borde y dispararle en medio de la oscuridad. Pero no serviría de nada. El saliente era demasiado frágil y si resbalaba o no acertaba, no valía la pena intentarlo. Si hería o mataba a Osborn, sabrían que había estado allí, lo cual corroboraría la versión de Vera. Comenzaría la búsqueda. No. Era mejor dejarlo donde estaba y confiar en que cayera al vacío o muriera congelado. Era la manera más razonable de pensar, y por eso Scholl lo había nombrado Leiter der Sicherheit.
Capítulo 151
Osborn tenía la cara y los hombros aplastados contra la roca. Las puntas de las Reebok encontraron asidero en lo que parecía un saliente de algo más de cinco centímetros. Abajo, la oscuridad fría del vacío. No tenía idea de cuánto caería si resbalaba, pero cuando una piedra grande se desprendió por encima de su cabeza y rebotó a su lado en su caída, Osborn se quedó escuchando y no la oyó estrellarse. Miró hacia arriba intentando situar el sendero, pero una masa de hielo que colgaba sobre su cabeza se lo impedía. La hendidura en la que estaba suspendido corría verticalmente a la pared rocosa en que se afirmaba. Podía ir a la izquierda o la derecha, pero no hacia arriba, y después de desplazarse un par de metros en cada una de las direcciones, encontró que era más fácil hacia la derecha. Se volvía más ancha y sobresalían trozos de roca que podía usar para agarrarse con las manos. A pesar del intenso frío, sentía la mano derecha con la piel rasgada por el carámbano como aplastada con una plancha al rojo vivo. Y al querer cerrar los dedos en torno a los trozos de roca, el dolor era insoportable. Sin embargo, en cierta manera, le favorecía porque lo obligaba a concentrarse. Sólo pensaba en el dolor y en cómo agarrarse de un trozo de roca sin perder asidero. Mano derecha. Asirse. Pie derecho deslizándose, encontrar un apoyo, probar el peso. Cambiar de punto de apoyo. Equilibrarse. Mano izquierda, pie izquierdo, repetir la operación. Ahora estaba al borde de la cara rocosa, que se inclinaba hacia dentro en una sima. En esquí se le llamaba «chute» o caída. Pero con la nieve y el viento resultaba imposible decir si la hendidura seguía más allá o se acababa. Si se detenía en el borde, Osborn dudaba que pudiera volver y desandar todo lo que había avanzado. Se llevó una mano a la boca y se la calentó con el aliento. Repitió la operación con la otra. El reloj se le había introducido dentro de la manga y le era imposible sacarlo otra vez sin poner en peligro su equilibrio. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Pero sabía que faltaban aún muchas horas para que llegara la luz del día y que, si se detenía, moriría de hipotermia en cuestión de minutos. De pronto se produjo un claro entre las nubes y la luna brilló unos instantes. Osborn vio a su derecha y unos tres o cuatro metros más abajo un reborde ancho que conducía a la montaña. Parecía helado y resbaladizo, pero lo bastante ancho para caminar. Luego vio un sendero estrecho que serpenteaba hacia el glaciar abajo. Y en el sendero descubrió a un hombre con una bolsa.
La luna desapareció tan rápido como había salido y el viento arreció. La nieve le daba en el rostro como astillas de vidrios disparadas a presión y tuvo que tapar la cabeza contra la roca. «El borde está ahí —pensó—. Es lo bastante ancho para sostenerte. La fuerza que te ha traído hasta aquí te ha dado una oportunidad más. Confía en ella.» Se acercó al borde y estiró una pierna. No había más que vacío. «Confía, Paul. Confía en lo que has visto», pensó antes de dejarse caer a la oscuridad.
Capítulo 152
Por una razón que no se explicaba, Von Holden pensaba en Scholl y en esa enfermiza, incluso asesina manía que tenía de que no lo vieran desnudo. Según algunos rumores, Scholl no tenía pene porque había sufrido una emasculación en un accidente de juventud y según otros era un verdadero hermafrodita, con útero y pechos de mujer pero también con pene, razón por la cual se consideraba a sí mismo un monstruo.
Von Holden sostenía que Scholl se negaba a que lo vieran desnudo porque rechazaba todo tipo de calidez humana, lo cual incluía el cuerpo humano. Sólo importaban la mente y sus facultades, y a pesar de que las necesidades físicas y emocionales formaran parte de él, como de cualquier ser humano, le producían asco.
De pronto, Von Holden salió de su ensueño y se percató de la existencia del camino y del glaciar que se extendía a su izquierda a lo largo de kilómetros.
Levantó la mirada y vio la luna revoloteando entre las nubes. Entonces vislumbró una sombra que se movía en la roca por encima de él. ¡Osborn escalaba la pared! Debajo había un ancho saliente. Si lo veía y lo alcanzaba, no tardaría en descubrir las huellas de Von Holden en la nieve.
Las nubes cubrieron la luna y todo volvió a oscurecerse. Cuando Von Holden volvió a mirar, le pareció ver a Osborn dejándose caer hasta el saliente. Aún faltaban unos cincuenta metros para la entrada del túnel de aire y, a tan corta distancia, Osborn podría seguirle fácilmente las huellas. «Basta —pensó Von Holden—. Mátalo ya y cargas el cuerpo hasta el túnel. No lo encontrarán.»
A Osborn, la caída lo había dejado sin aliento y tardó un momento en recuperar el sentido. Se apoyó en una rodilla y miró hacia donde había visto a Von Holden la última vez. Sólo podía adivinar el sendero recortado en la pared de la roca, pero Von Holden había desaparecido. Se incorporó y se sobresaltó al pensar que había podido perder la pistola de McVey. Pero no, aún la tenía bajo el cinturón. La sacó, abrió el cargador y lo giró hasta alinear el percutor sobre una bala. Luego, con una mano contra la roca y el arma en la otra, comenzó a caminar hacia delante siguiendo el borde.
Von Holden se sacó la bolsa y se colocó en una posición desde donde podía ver con claridad el sendero de abajo. Sacó la pistola automática de 9 milímetros, se echó hacia atrás y esperó.
Cuando Osborn llegó al sendero principal, el saliente se volvió más angosto. En ese momento apareció la luna por encima de las nubes. Fue como si alguien lo hubiera iluminado con un foco. Se lanzó instintivamente al suelo en el momento en que el disparo de un arma automática dio contra la roca donde se había detenido. Sobre él llovieron trozos de roca y hielo. La luna desapareció y con el viento volvieron la oscuridad y el silencio. No sabía de dónde provenía el disparo. Tampoco había oído la detonación, lo cual significaba que el arma de Von Holden iba equipada con silenciador y supresor de llama. Si Von Holden estaba encima de él o se dirigía a esa posición, Osborn quedaba totalmente al descubierto. Arrastrándose sobre el vientre, llegó al borde y miró abajo. A unos dos metros había otro saliente rocoso. No era muy grande, pero sí mejor apoyo que el que tenía. Escudándose en la oscuridad, se incorporó de un salto, corrió y se lanzó al suelo. En la carrera sintió que algo duro le golpeaba el hombro, lo lanzaba a un lado y hacia atrás. Al mismo tiempo oyó una terrible explosión. Se estrelló de espaldas contra la nieve y por un momento todo se oscureció. Cuando abrió los ojos sólo vio la punta del promontorio. Olió la pólvora y se dio cuenta de que se le había disparado su propia pistola. Buscó apoyo con una mano para levantarse cuando en su campo de visión apareció una sombra. Era Von Holden. Llevaba la bolsa al hombro y una pistola singular en la mano.
—En la Spetsnaz nos enseñaron a sonreírle a nuestro verdugo —musitó Von Holden—. Eso nos vuelve inmortales.
Osborn supo que estaba a punto de morir. Y que en ese momento acabaría todo lo que lo había llevado hasta ahí, en pocos segundos. Lo triste y trágico era que no podía hacer nada para evitarlo. Sin embargo aún estaba vivo y había una posibilidad de que Von Holden le confesara algo antes de dispararle.
— ¿Por qué mataron a mi padre? —preguntó—. ¿Por el bisturí que inventó? ¿Por la operación de Elton Lybarger? Dígamelo, por favor.
—Für Übermorgen —pronunció Von Holden triunfante con una sonrisa arrogante—. ¡Por la Aurora del Nuevo Día!
De pronto Von Holden levantó la mirada, porque de la oscuridad que los envolvía surgió un estruendo sordo. Era un viento avasallador rugiendo y chillando como si la tierra fuese literalmente sacudida de sus raíces. El estruendo se volvió ensordecedor y cayó una lluvia de piedras y roca de pizarra. Luego apareció el frente de la avalancha, arrollador, y Von Holden y Osborn fueron lanzados hacia atrás, arrastrados como muñecos por encima del borde. Cayeron de cabeza a una profunda hondonada. De repente, en plena caída, mientras daba vueltas, Osborn divisó a Von Holden, la expresión deformada por el horror y la incredulidad, paralizado por un terror indescriptible. Luego desapareció barrido por una ola de hielo, nieve y rocalla.
Capítulo 153
Von Holden fue el primero en salir a la superficie, lanzado de golpe sobre una plataforma de rocas y piedras sueltas. Se levantó tambaleándose y miró a su alrededor. Más arriba divisó la huella de la avalancha y la estrecha hondonada a que ésta lo había arrastrado. Seguían cayendo hilillos de nieve y hielo. Se volvió y vio el glaciar, imponente, en el mismo lugar. Pero nada más en aquel paraje le era familiar. No sabía dónde se encontraba el sendero por donde caminaba antes. Levantó la mirada confiando en que la luna volvería a aparecer entre las nubes, pero sólo vio el cielo. El gris espeso de las nubes se había desvanecido y ahora apareció un cielo límpido. Pero no había luna ni estrellas. Al contrario, vio el rojiverde de la aurora encumbrándose hacia el cielo, los imponentes velos entrelazados de su pesadilla.
Lanzó un grito, se volvió y empezó a correr. Buscó desesperadamente el sendero que llegaba hasta la entrada del túnel. Pero ya nada estaba en su sitio. Jamás había estado en ese lugar. Corrió aterrorizado hasta encontrarse frente a un muro rocoso y entonces se dio cuenta de que había caído en un bolsón y que las paredes rocosas se alzaban a cientos de metros hasta el cielo rojiverde.
Sin aliento, con el corazón desbocado, se volvió. El rojo y el verde se volvían brillantes y el manto implacable iniciaba su caída libre hacia él. Al mismo tiempo empezaba a ondular lentamente, de arriba abajo, como los gigantescos pistones de sus pesadillas.
El manto se acercó, ondulando grotescamente, bañándolo con los colores de su fulgor, como si amenazara cubrirlo con un áurea negra.
— ¡No! —gritó, deseando romper la maldición y alejar los colores de su mente. El grito chocó contra las masas rocosas y se extendió sobre el glaciar. Pero la maldición no cesó y, al contrario, el manto cayó sobre él latiendo pesadamente, como si se tratara de un organismo vivo que reinaba sobre los cielos. De pronto, las hebras de color se volvieron traslúcidas, como los espantosos tentáculos de una medusa, inclinándose para derramarse sobre él. Enmudeciendo de terror, Von Holden se volvió y escapó corriendo por donde había venido.
Volvió a encontrarse en el bolsón, atrapado entre paredes de roca lisa. Se volvió y, horrorizado, vio que los tentáculos se cernían sobre él. Traslúcidos, brillantes, ondulaban sobre su cabeza. ¿Acaso su presencia le auguraba la inminencia de la muerte? ¿Era la muerte misma? Retrocedió. ¿Qué querían? Él no era más que un soldado que obedecía órdenes y cumplía con su deber.
La idea se apoderó de él y el temor desapareció. ¡Él era un soldado de la Spetsnaz! ¡Era el Leiter der Sicherheit! No permitiría que la muerte se lo llevara sin haber llevado a cabo su objetivo.
—Nein! —Gritó a todo pulmón—. Ichbin Leiter der Sicherheit! ¡Soy el jefe de Seguridad! —Se quitó la bolsa, abrió las correas y sacó la caja del interior. La cogió en los brazos para protegerla y dio un paso adelante—. Das ist meine Pflicht! ¡Es mi deber! —Exclamó, ofreciendo la caja en alto con ambas manos—. Das ist meine Seele! ¡Es mi alma!
De repente desaparecieron los velos de la aurora y Von Holden permaneció temblando a la luz de la luna, sosteniendo la caja en sus brazos. Pasó un rato antes de que pudiera oír su propia respiración. Al cabo de un momento, constató que su pulso volvía al ritmo normal. Comenzó a escalar para salir del fondo del bolsón. Fuera, vio que se encontraba en el borde del monte que miraba sobre el glaciar. Más abajo divisó nítidamente el sendero que conducía al túnel de aire. Empezó a bajar inmediatamente, apretando con fuerza la caja en sus brazos.
La tormenta había pasado y la luna y las estrellas se dibujaban con claridad en el cielo. El ángulo en que caía la luz de la luna sumía al paisaje nevado en una total atemporalidad donde se mezclaban pasado y futuro. Von Holden tuvo la sensación de que había pedido pasar a un mundo que sólo existía en un plano muy distante y que se lo habían concedido.
—Das ist meine Pflichtl —repitió levantando la mirada hacia las estrellas. ¡El deber antes que nada! Por encima del mundo. Por encima de Dios. Más allá del tiempo.
Tardó sólo unos minutos en llegar a la abertura en la roca que ocultaba la entrada al túnel de aire. La piedra se prolongaba más allá del borde de la huella y Von Holden tuvo que pasar de un lado a otro para entrar. En ese momento vio a Osborn. Estaba tendido sobre una plataforma rocosa cubierta de nieve, unos treinta metros más abajo de donde él se encontraba, y tenía la pierna doblada en una posición extraña. Von Holden supo inmediatamente que estaba rota. Pero Osborn no estaba muerto. Tenía los ojos abiertos y lo observaba.
«No le des otra oportunidad —se dijo—. Mátalo ahora.»
Se alzó una nubécula de nieve de la bota de Von Holden cuando se acercó al borde y miró hacia abajo. Al desplazarse había quedado oculto en la oscuridad y la luz de la luna caía de lleno en la cima del Jungfrau, por encima de él. Pero aun así, Osborn veía que sostenía la caja en el brazo izquierdo. Cuando Von Holden hizo otro movimiento, Osborn vislumbró que llevaba la pistola en la mano derecha. Él ya no tenía el revólver de McVey, lo había perdido en la avalancha que le había salvado la vida. El destino le había dado una oportunidad. Si él mismo no hacía algo, no tendría otra.
Con el rostro contorsionado por el dolor que sentía en la pierna izquierda, bajo el peso de su cuerpo, Osborn se ayudó con los codos y empujó sobre su pierna sana. El cuerpo entero se le estremeció con una punzada desgarradora cuando se arrastró hacia atrás, debatiéndose como un animal desvalido sobre el hielo y las rocas, intentando desesperadamente llegar al otro lado de la plataforma rocosa para escapar de la línea de fuego. De pronto sintió que la cabeza se le iba atrás y que había llegado al borde. Desde abajo soplaban ráfagas de aire helado. Al mirar por encima del hombro, Osborn no vio más que un inmenso vacío en el glaciar abajo. Volvió lentamente la cabeza. Sentía la sonrisa de Von Holden cuando su dedo se disponía a apretar el gatillo.
De pronto, los ojos de Von Holden brillaron en la oscuridad. La pistola se le sacudió en la mano y él se volvió de lado disparando hacia el cielo. Von Holden seguía disparando y el cuerpo entero se le sacudía con el retroceso de la pistola hasta que el cargador estuvo vacío. La mano cayó floja y la pistola se deslizó al suelo. Por un instante se quedó parado, los ojos totalmente abiertos, sosteniendo aún la caja en el brazo izquierdo. Muy lentamente empezó a perder el equilibrio y se inclinó hacia delante. El cuerpo cayó al vacío por encima de Osborn, flotando libremente en el prístino aire de la noche hacia las oscuras profundidades.
Capítulo 154
Después de los ladridos de los perros, Osborn recordaba haber visto unos rostros. Un doctor del pueblo y enfermeros suizos. Un equipo de rescate lo llevaba en una camilla hasta arriba en la oscuridad. Vera. El interior de la estación. El rostro de ella, pálido y tenso de miedo. Policías uniformados en el tren que bajaba. Hablaban, pero Osborn no recordaba haberlos oído. A su lado, Connie, sonriendo para darle confianza. Y luego Vera, una vez más, cogiéndole la mano.
Lo venció el calmante, el dolor o el agotamiento, porque se desmayó. Después, algo había sucedido en un hospital de Grindelwald. Una discusión sobre su identidad. Habría jurado que Remmer entraba en la sala y detrás de él McVey con su traje arrugado. Luego McVey había echado mano de una silla y se había sentado junto a la cama a observarlo.
Volvió a ver a Von Holden en la montaña. Lo percibió balanceándose al borde del precipicio, antes de caer.
Por un breve instante, tuvo la impresión de que había alguien más en el filo del abismo, directamente detrás de él. Intentó recordar quién era, hasta que cayó en la cuenta de que había sido Vera. Tenía en la mano un enorme carámbano lleno de sangre. Luego, esa visión se nubló para dejar paso a otra, infinitamente más nítida.
Von Holden estaba aún vivo y caía hacia donde estaba él, protegiendo la caja con sus brazos. No caía a una velocidad normal sino en una cámara lenta distorsionada, dibujando un arco en su caída que lo arrastraría hasta el vacío insondable y oscuro, a miles de metros más abajo. Luego desapareció y sólo quedó la nada, y en ese momento se desató la avalancha.
— ¿Por qué mataron a mi padre? —había preguntado Osborn.
—Für Ubermorgen —había contestado Von Holden. Por la Aurora del Nuevo Día.
Capítulo 155
Berlín Lunes, 17 de octubre
Vera iba sola en el asiento trasero de un taxi que giraba por el Clay AUee hacia Messelstrasse y el corazón de Dahlem, uno de los barrios más elegantes de Berlín. Era el segundo día que caía una lluvia fina y la gente ya empezaba a quejarse. Aquella mañana, el conserje del hotel Kempinski le había entregado personalmente una rosa roja, junto a un sobre sellado con una nota escrita a toda prisa pidiéndole que se la llevara a Osborn cuando fuera a verlo al pequeño y exclusivo hospital de Dahlem.
La nota estaba firmada «McVey».
Para ir a Dahlem, tuvo que seguir un desvío por obras en la carretera y pasó junto a las ruinas del palacio de Charlottenburg.
Los obreros trabajaban bajo la lluvia y terminaban la demolición de la estructura. Las grúas y aplanadoras rodaban sobre los jardines para despejar los escombros, apilándolos en grandes montones humeantes que se llevaban los camiones. La tragedia había dado la vuelta al mundo y las banderas de toda la ciudad estaban a media asta. Se celebraría un funeral de Estado como homenaje a las víctimas. Asistirían dos ex presidentes de Estados Unidos, el presidente de Francia y el primer ministro de Inglaterra.
—Ya se quemó una vez, en 1746 —le explicó el taxista con la voz henchida de orgullo—. Y lo reconstruyeron. Ahora lo volverán a reconstruir.
Vera cerró los ojos cuando el taxi giró por Kaiser Friedrichstrasse hacia Dahlem. Había bajado de la montaña con Osborn y había permanecido a su lado el tiempo que le habían permitido. Luego le asignaron una escolta para que la acompañara a Zúrich y le dijeron que trasladarían a Osborn a un hospital de Berlín. Todo había sucedido en muy poco tiempo. Se sucedían las imágenes y los sentimientos y se mezclaba lo bello, lo doloroso y lo horrible. El amor y la muerte caminaban de la mano. Demasiado estrechamente. Vera tenía el aspecto de haber sobrevivido a una guerra.
A lo largo de todo el episodio, McVey siempre había estado presente.
En cierto sentido, era una especie de abuelo preocupado por los derechos humanos y por la dignidad de todos. Pero desde otro punto de vista, parecía una versión del general Patton. Egoísta e implacable, severo e incluso cruel. Impulsado por la búsqueda de la verdad. Costara lo que costase.
El taxi se detuvo y Vera entró en el hospital. La recepción era pequeña y cálida y le sorprendió ver a un policía. El agente le lanzó una mirada escrutadora hasta que se presentó en el mostrador de recepción y le sonrió cuando ella entraba en el ascensor.
Había un segundo policía apostado junto al ascensor en la segundo planta y en la puerta de Osborn, un inspector de paisano.
Los dos hombres parecían conocerla y el segundo incluso la saludó por su nombre.
— ¿Corre peligro su vida? —preguntó ella, inquieta ante la presencia de la policía.
—Es una precaución.
—Ya entiendo —dijo Vera, y se volvió hacia la puerta. Al otro lado yacía un hombre que apenas conocía pero a quien amaba como si llevaran siglos viviendo juntos. El breve tiempo que habían compartido no se parecía a ningún otro momento de su vida y Osborn había pulsado fibras que nadie más conocía. Tal vez era porque la primera vez que se habían mirado a los ojos también miraban juntos el camino. Y lo que habían visto, lo habían visto juntos, como si jamás llegara el momento de separarse. Más tarde, arriba en la montaña, viviendo circunstancias atroces, él se lo había confirmado. Lo había confirmado para ambos.
Al menos ése era su sentimiento. De pronto tuvo miedo al pensar en ella como en la única que lo sentía. Podía haberlo malinterpretado todo y lo ocurrido entre ellos resultaba fugaz y unívoco, y al cruzar la puerta no encontraría al Paul Osborn que conocía sino a un extraño.
— ¿Por qué no entra? —preguntó el inspector sonriendo, y abrió la puerta.
Osborn estaba tendido en la cama, con la pierna izquierda colgando de una red de poleas, cuerdas y contrapesos. Llevaba puesta la camiseta de los King de Los Ángeles, calzoncillos rojos y nada más. Al verlo, todos los temores de Vera se desvanecieron y soltó una carcajada.
— ¿Qué te parece gracioso? —preguntó él.
—No lo sé —dijo ella ahogando una risilla—. No lo sé... Es que...
Cuando el inspector cerró la puerta, ella cruzó la habitación y se lanzó a sus brazos. Todo lo que había sucedido en el Jungfrau, en París, en Londres y Ginebra volvió como un torrente.
Fuera llovía y Berlín se quejaba. Pero a ellos les daba igual.
Capítulo 156
Los Angeles
Paul Osborn estaba sentado en el patio de su casa en Pacific Palisades mirando la herradura de luces de la bahía de Santa Mónica. Eran las diez de la noche y la temperatura de veinte grados. Faltaba una semana para Navidad.
Lo sucedido en el Jungfrau era demasiado enrevesado y complejo de entender. Los últimos momentos eran especialmente desconcertantes, porque Osborn no sabía a ciencia cierta qué había sucedido o hasta qué punto era cierto tal como él recordaba.
Como médico, entendía que había sufrido un trauma físico y emocional, no sólo en las últimas semanas sino a lo largo de toda la vida, desde la niñez hasta su condición de adulto, si bien los últimos días en Alemania y Suiza habían sido los más agitados. En el Jungfrau, la línea fronteriza entre la realidad y la alucinación había dejado de existir. La noche y la nieve se habían fundido con el miedo y el agotamiento. El horror de la avalancha, la certeza de la muerte inminente a manos de Von Holden y el dolor insoportable de la pierna rota lo habían despojado de toda conciencia de existencia. Resultaba imposible discernir entre la realidad y el sueño. Ahora que había vuelto a casa, herido pero vivo y en vías de recuperación, ¿acaso tenía alguna importancia?
Bebió un sorbo de té frío y miró hacia la bahía. Al cabo de una hora, Vera estaría en el tren rumbo a Calais, a casa de su abuela. Juntas irían en trasbordador hasta Dover y luego a Londres en tren. Al día siguiente, a las once de la mañana saldrían del aeropuerto de Heathrow en un vuelo de British Airways a Los Ángeles. Vera había estado en Estados Unidos en una ocasión acompañando a Fran§ois Christian. Su abuela jamás había ido. No tenía ni idea de lo que pensaría la anciana sobre la idea de pasar la Navidad en Los Ángeles, pero no cabía duda de que sabría expresar sus sentimientos. Hablaría del tiempo y de cualquier cosa, incluido él también.
La llegada de Vera lo entusiasmaba. Que viajara con su abuela legitimaba la relación. Si su idea era quedarse y obtener el título de médico en Estados Unidos, Vera tendría que cumplir con las rigurosas exigencias de la Comisión de Educación para Licenciados en el Extranjero. En el caso de algunas materias, tendría que volver a la universidad y para cubrir otras tendría que cumplir una residencia larga y tediosa. Sería un compromiso duro y difícil, en tiempo y energía, al que en realidad no tenía por qué someterse, porque a todos los efectos ya era médico en Francia. Pero él le había pedido que se casaran y que viniera a California a vivir felices para siempre.
Su respuesta a la proposición de Paul, formulada con una sonrisa en la habitación del hospital fue un «lo pensaré.»
« ¿Pensar qué?», preguntó él. ¿Si quería casarse con él? ¿Vivir en Estados Unidos? ¿En California? Pero lo único que había contestado era: «Lo pensaré.» Luego se despidió de él con un beso y abandonó Berlín rumbo a París.
El paquete que Vera le había traído contenía su pasaporte, devuelto por la Prefectura Central de Policía de París. Le adjuntaban una nota en francés y firmada por los inspectores Barras y Maitrot, deseándole buena suerte y esperando sinceramente que en el futuro hiciera lo posible por no pisar suelo francés. Una semana después de su traslado del Jungfrau a Berlín, y dos días después de que Vera se hubiera marchado a París, lo dieron de alta en el hospital.
Remmer vino de Bad Godesburg para acompañarlo al aeropuerto y lo puso al día con las noticias. Le contó que a Noble lo habían llevado a Inglaterra y que se recuperaba en un centro de quemados. Harían falta varios meses y varias operaciones de trasplante de piel antes de que pudiera volver a hacer una vida normal, si es que eso era posible. El propio Remmer, a pesar de su muñeca rota, ya había vuelto al trabajo y le habían nombrado responsable de la investigación del siniestro de Charlottenburg y del tiroteo en el hotel Borggreve. A Joanna Marsh, la fisioterapeuta americana de Lybarger, la habían encontrado en un hotel de Berlín. Después de un exhaustivo interrogatorio, la habían liberado y McVey la había escoltado de vuelta a Estados Unidos. Remmer ignoraba qué había sucedido con ella después, pero suponía que había regresado a casa.
Cuando recuperó el recuerdo de cuanto había vivido en el Jungfrau, Osborn interrogó a Remmer detalladamente.
—-¿Saben desde dónde llamó a la policía suiza? ¿Desde qué estación, Kleine Scheidegg o Jungfraujock?
Remmer dejó de mirar el camino y se volvió a él.
— ¿Me pregunta por Vera Monneray?
—Sí.
—No fue ella quien llamó a la policía suiza.
— ¿Qué quiere decir? —preguntó Osborn.
—La llamada la hizo una americana. Era una turista... Connie algo, creo...
— ¿Connie?
—Así es.
— ¿O sea que Vera sabía dónde estaba y les indicó dónde podían encontrarme?
—Lo encontraron los perros —explicó Remmer frunciendo el ceño—. ¿Por qué cree que fue la señorita Monneray?
—Ella estaba en Jungfraujock cuando me trajeron... —dijo Osborn, titubeando.
—Y mucha gente también.
Osborn desvió la mirada. «Perros. Bueno, dejémoslo así.» Dejaría que la imagen de Vera en el sendero con un carámbano ensangrentado en la mano fuera sólo eso, una ilusión. Parte de sus sueños alucinantes y nada más.
—Está preguntando si es inocente o no. Quiere creerlo, pero no está seguro.
Osborn miró hacia atrás.
—Estoy seguro —afirmó.
—Bueno, tiene razón. Encontramos la imprenta con que Von Holden había falsificado los papeles de la BKA en el piso del topo que la Organización tenía infiltrado en la cárcel como supervisor, el mismo que la entregó a la custodia de Von Holden. Ella creía que la llevaba con usted. Von Holden sabía demasiadas cosas como para que ella dudara de su palabra.
Osborn no necesitaba confirmación. Si no lo hubiera creído en la montaña, cuando Vera partió hacia París ya estaba totalmente convencido.
— ¿Y qué pasó con Joanna Marsh? —preguntó—. ¿Se pudo aclarar por qué Salettl nos habló de su partida?
Remmer guardó silencio durante un rato largo y luego negó con un gesto de la cabeza.
—Tal vez algún día lo descubramos —dijo. Pero había algo en su actitud que sugería que sabía más de lo que decía. Osborn tuvo que reconocer que, aunque hubiesen vivido juntos muchas cosas, Remmer seguía siendo un policía. Osborn pensaba en todo lo que le habían hecho a Vera, aún cuando sabían, al cabo de unas horas y tal vez desde el principio, que no estaba implicada en la Organización y que no era Avril Rocard.
Era un poder temible el que tenían, y era muy fácil utilizarlo para otros fines.
— ¿Y qué ha hecho McVey? —inquirió Osborn.
—Ya se lo he dicho. Acompañar a la señorita Marsh a casa.
—Me mandó el pasaporte.
—No habría podido salir de Alemania sin él —observó Remmer, y sonrió.
—No me dijo nada. Incluso cuando fue a verme al hospital en Grindewald. No dijo ni una palabra.
—En Berna.
—¿Qué?
—Lo llevaron al hospital de Berna.
Osborn se quedó mirando con expresión vacía.
— ¿Está seguro?
—Sí, estábamos con la policía de Berna cuando recibimos la llamada diciendo que lo habían encontrado en la montaña.
— ¿Usted estaba en Berna? ¿Cómo...?
—McVey le siguió la pista —sonrió Remmer—. Usted compró un Eurorraíl en Berna. Pagó con tarjeta de crédito, y McVey revisaba sus cuentas entretanto. Cuando la usó para comprar el billete, supo dónde se encontraba usted y a qué hora había pasado por allí.
—Pero eso no es legal —protestó Osborn incrédulo.
—Usted se llevó su arma, sus papeles y su chapa —le recordó Remmer con tono más serio—. Tampoco es legal hacerse pasar por inspector de policía.
— ¿Dónde estaría Von Holden ahora si no lo hubiera hecho? —se defendió Osborn. Remmer no dijo nada—. ¿Qué va a pasar ahora?
—No soy yo quien tiene que decidirlo. No llevo yo el caso, es de McVey.
Capítulo 157
No pasaba ni un solo día sin que volviera a oír las palabras de Remmer. «No llevo yo el caso. Es de McVey.» ¿Cuál sería la condena por hacer algo así? No sólo se había escapado con el arma y los papeles de identificación de un inspector de policía, sino que además los había utilizado para cruzar una frontera. Tal vez lo juzgarían en Los Ángeles y luego lo extradita-rían a Alemania o a Suiza para enfrentarse a los cargos en esos países. E incluso a Francia, si Interpol decidía tomar cartas en el asunto. Con suerte, se trataría de acusaciones secundarias incidentales. La auténtica acusación era el intento de asesinato de Albert Merriman. Aunque viviese oculto en París, Merriman seguía siendo ciudadano americano. Eran cosas que McVey no olvidaría.
Faltaban pocos días para Navidad y Osborn no había tenido noticias de McVey. Sin embargo, cada vez que veía un coche de la policía, se sobresaltaba. Su culpabilidad lo estaba volviendo loco y no sabía qué hacer para remediarlo. Podía llamar a un abogado y preparar su defensa, pero eso sería contraproducente en caso de que McVey considerara que ya había sufrido suficiente y dejara correr el asunto. Decidió no obsesionarse con la idea y concentrarse en sus pacientes. Dedicaba tres noches a la semana a las sesiones de fisioterapia para recuperar la articulación de su pierna rota. Pasaría un mes hasta que pudiera caminar sin muletas, y dos más hasta que dejara de cojear. Pero podría vivir así, claro está, cuando pensaba en cuál habría sido la alternativa.
Día a día, el tiempo también ayudaba a sanar las heridas más profundas. Había dilucidado el misterio de la muerte de su padre en muchos aspectos, a pesar de que el móvil verdadero seguía siendo una incógnita. Suponiendo que lo vivido en el Jungfrau fuera una realidad y no una alucinación, la respuesta de Von Holden, «für Übermorgen», «la Aurora del Nuevo Día» dejaba de ser algo abstracto, sin significado para él.
Para preservar su propia salud y su futuro, y por Vera, tuvo que dejar a Merriman, a Von Holden y a Scholl en un reducto del pasado y empezaba, poco a poco, a demostrarse a sí mismo que era capaz de desprenderse de los trágicos recuerdos de la muerte de su padre.
Un día, cuando faltaban cinco minutos para el mediodía, el día antes de la llegada de Vera y su abuela, llamó McVey.
—Me gustaría enseñarle algo. ¿Puede venir? ,¡
— ¿Adonde...?
—Cuartel general. Parker Center —dijo McVey con tono desprendido, como si hablaran todos los días.
— ¿Cuándo...?
—Una hora. i
«Dios mío, qué es lo que pretende.» Osborn sintió que el sudor le corría por la frente.
—Iré —dijo. Al colgar, se dio cuenta de que le temblaba la mano.
Tardó veinticinco minutos desde Santa Mónica al centro de Los Ángeles. El calor y la atmósfera contaminada habían borrado la silueta de la ciudad. Osborn estaba aterrorizado y eso tampoco le facilitaba las cosas.
McVey lo saludó en cuanto cruzó la puerta. Se dijeron «hola» sin estrecharse las manos y luego subieron en ascensor con otras seis personas. Osborn se apoyaba en las muletas y miraba al suelo. McVey se limitó a decirle que quería que viera algo.
— ¿Cómo está la pierna? —preguntó cuando se abrieron las puertas del ascensor y ambos caminaron por el pasillo. La quemadura que tenía McVey en la cara sanaba bien y el inspector parecía estar en buena forma. Hasta tenía el rostro algo bronceado, como si hubiera estado jugando al golf.
—Va bien... Veo que tiene buen aspecto —dijo Osborn intentando parecer tranquilo, amigable.
—Estoy bien, para mi edad —contestó McVey mirándolo sin sonreír. Lo condujo por un laberinto de pasillos poblados de rostros que parecían a la vez hastiados, confundidos e irritados.
Al final de un pasillo, McVey empujó una puerta y penetraron en una habitación dividida por una malla metálica. Dentro había dos agentes de uniforme y estanterías repletas de bolsas que contenían pruebas. McVey firmó una hoja y le entregaron un paquete del tamaño de un vídeo. Al otro lado del pasillo, entraron en una sala de reunión vacía. McVey cerró la puerta y se encontraron a solas.
Osborn no tenía la más mínima idea de lo que McVey pensaba hacer, pero quería saberlo de inmediato, sin rodeos.
— ¿Por qué me ha llamado?
McVey se acercó a la ventana y cerró las cortinas.
— ¿Ha visto la televisión esta mañana? ¿A la familia vietnamita en el valle?
—Sí, algo... —dijo Osborn, abstraído. Había visto algo mientras se afeitaba. Habían encontrado muerta a una familia de vietnamitas en un barrio residencial del valle de San Fernando. Padres, abuelos, hijos.
—Yo llevo el caso. Voy camino a una autopsia, así que terminemos lo más rápido posible —le avisó McVey. Abrió la bolsa plástica y sacó una cinta de vídeo.
—Sólo existen dos copias. Ésta es el original. La otra la tiene Remmer en Bad Godesburg. El FBI quería esta copia ayer. Les dije que se la entregaría mañana. Por esto Salettl nos puso en la pista de Joanna Marsh. Le había hecho un regalo. Lo llevaba en la cartera, incluso cuando estaba con usted allá arriba en la montaña. Era la llave de una caja oculta en una jaula para perros. Un cachorro que Von Holden le había regalado en Suiza y que ella había mandado a Los Ángeles. Dentro de la caja había otra llave correspondiente a una caja fuerte en un banco de Beverly Hills. La cinta de vídeo estaba en la caja fuerte —concluyó McVey, e introdujo la cinta en el vídeo debajo del televisor.
—No entiendo —confesó Osborn desconcertado.
—Ya lo entenderá. Pero hay un par de cosas que debe saber antes. Usted dijo que cuando Von Holden cayó en la ladera del Jungfrau y desapareció en el vacío, no lo vio tocar tierra.
—Había una oscuridad absoluta.
—Pues cayó, o pensamos que cayó en la grieta de un glaciar. Un profundo agujero dentro del glaciar. Unos montañeros suizos bajaron hasta donde fue posible, pero no encontraron ni rastro de él. Eso significa que aún está allá abajo y ahí se quedará los próximos dos mil años, o tal vez no. Quiero decir que eso no nos permite aseverar que esté muerto.
»Hay otro asunto que tiene que ver con las huellas dactilares de Lybarger —continuó McVey—. O las huellas del hombre que dice llamarse Lybarger. El hombre que Remmer y Schneider vieron media hora antes de que Charlottenburg quedara hecho cenizas —añadió McVey tosiendo y con una mueca de dolor. La quemadura aún le dolía—. Los expertos en huellas dactilares de la BKA han dicho que las huellas de Lybarger coinciden con las de Timothy Ashford, el pintor de Londres que fue decapitado.
—Dios mío —murmuró Osborn, y sintió que se le erizaban los pelos del cuello—. Usted tenía razón...
—Sí —asintió McVey—. El problema es que Lybarger está en las mismas condiciones que todos los demás en ese salón, convertido en cenizas. De modo que sólo podemos suponer que se realizó con éxito una intervención quirúrgica que consistía en unir la cabeza de un hombre con el cuerpo de otro y que esa criatura vivió. Y que caminó, pensó y habló como si fuera tan real como usted o yo. Y sin cicatrices visibles, por lo que pudieron observar Remmer y Schneider. O, en último extremo, ni Joanna Marsh. Nos lo contó ayer por la mañana en el curso de una declaración ante el juez. Como fisioterapeuta pasó mucho tiempo con él y dice que jamás descubrió marcas que sugirieran ningún tipo de intervención quirúrgica.
—Los síntomas de un hombre que se recupera de un infarto —murmuró Osborn—, que no fueron causados por tal infarto sino por la recuperación de una intervención quirúrgica de proporciones gigantescas —afirmó, y luego miró a McVey—. ¿De eso trata la cinta?
—La cinta trata de algo que quedará entre usted y yo y estas cuatro paredes. Si alguien dice algo, será en Washington o en Bad Godesburg —dijo McVey. Cogió un mando a distancia y se lo entregó a Osborn—. Esta vez, doctor, nadie tomará iniciativas por su cuenta. Ni por razones personales ni por nada. Espero que lo entienda, porque si no, podemos traer a colación otras cosas del pasado. Ya sabe a qué me refiero.
Durante un momento, los dos hombres permanecieron en silencio el uno frente al otro. De pronto, McVey abrió la puerta y salió. Osborn lo vio salir por un despacho que daba al exterior y rebasar una puertecilla de madera y desapareció. Así, sin más, sin presentar ningún cargo, lo había dejado libre.
Capítulo 158
Osborn permaneció sentado largo rato y luego apuntó con el mando hacia el vídeo y pulsó «play». Se oyó un clic seguido de un leve zumbido y apareció una imagen en la pantalla. El escenario era el ambiente formal de un estudio y, en primer plano, una silla de cuero de respaldo recto. A la izquierda una mesa de escritorio grande y, a la derecha, una pared forrada de libros. La luz provenía de una ventana, sólo parcialmente visible, detrás de la mesa. Pasaron varios segundos y, de pronto, entró Salettl. Vestía un traje azul oscuro y estaba de espaldas a la cámara. Al llegar a la silla, se volvió y se sentó.
—Les ruego disculpen esta forma tan primitiva de presentación —empezó a decir—, pero estoy solo y debo manejar yo mismo la cámara de vídeo. —Se cruzó de piernas y adoptó una actitud más formal—. Me llamo Helmuth Salettl. Soy médico. Mi residencia está en Salzburgo, Austria, pero soy alemán de nacimiento. Tengo, en el día de esta grabación, setenta y nueve años. Cuando la vean ya no estaré vivo —dijo, y concentró una mirada aguda en el objetivo de la cámara, como si quisiera destacar el impacto de lo que dijera a continuación. La idea de su propia muerte no parecía afectarle demasiado.
»Lo que sigue es una confesión de asesinatos, de fanatismo, de delirios. Confío en que disculparán el inglés que hablo.
»En 1934, yo era un joven cirujano en la Universidad de Berlín. Optimista y tal vez algo arrogante, un día vino a verme un representante de la Cancillería del Reich y me pidió que participara como miembro del Consejo consultivo para prácticas quirúrgicas avanzadas. Más tarde, como miembro del partido nazi y como dirigente de la Schutzstaffel, la SS, fui ascendido al comisariado de Salud Pública. Puede que todo esto ya lo sepan, porque es de dominio público y, si lo desean, encontrarán información complementaria en el archivo federal de Koblenz.
Salettl se detuvo y cogió un vaso de agua. Bebió un trago, dejó el vaso en su lugar y se volvió a la cámara.
—En 1946 fui juzgado en Nuremberg, acusado del crimen de haber preparado y ejecutado actos de guerra violentos. Fui absuelto de las acusaciones y me trasladé a Austria, donde ejercí la medicina general hasta mi jubilación, a la edad de setenta años. Al menos así parecía. En realidad seguí trabajando como ministro del Reich, a pesar de que éste oficialmente había dejado de existir.
»En 1938, Martin Bormann era secretario de Hitler, y más tarde fue diputado del Führer. Al igual que Hitler, Bormann era partidario de la idea de que Dios sólo ayuda a las naciones que no se dan por vencidas y se ocupó precisamente de eso, a saber, de preservar el Tercer Reich. Con ese fin creó un programa y diseñó los medios para llevarlo a cabo.
»Todo comenzó con una proyección del futuro muy elaborada y sumamente detallada en términos socioeconómicos y políticos. Bormann reunió a una amplia gama de expertos, a quienes se les explicó poco o nada del proyecto para el que trabajaban, y en un plazo de dos años logró esbozar un cuadro especulativo de la situación mundial desde 1940 hasta el año 2000, aunque en términos retrospectivos, dicha proyección se ajusta bastante a la realidad.
»Sin entrar en detalles, diré simplemente que el estudio preveía la derrota del Tercer Reich a manos de los aliados y la separación de Alemania. Predecía el auge de las superpotencias, es decir, Estados Unidos y la Unión Soviética, junto a la inevitable "guerra fría" y la carrera armamentista que originaría. También contemplaba el poderío económico de Japón, potenciado por una demanda mundial de automóviles y de tecnología avanzada. Se incluían en el estudio cuatro elementos de primer orden que se producirían a lo largo de cinco décadas: el resurgimiento de Alemania occidental hasta convertirse en la potencia económica e industrial más sólida de Occidente; el reconocimiento de la necesidad de integración entre los países europeos; la reunificación de Alemania y, en último lugar, se vaticinaba que la carrera armamentista conduciría a la quiebra de la Unión Soviética, lo cual ocasionaría la ruptura de todo el bloque soviético. En el marco de estas sombrías predicciones, muy simplificadas en esta exposición, plantamos las semillas para la conservación en secreto del Tercer Reich.
»Una organización clandestina (que no adquirió nombre y a la que pertenecen personajes de todos los países del mundo) fue creada por un puñado de empresarios alemanes ricos y poderosos, patriotas y expatriados por igual, consagrados a la causa del nazismo pero nunca abiertamente conocidos por ello. Con los años, la organización creció y sus miembros fueron seleccionados con métodos rigurosos.
»A1 principio, el movimiento tenía que crecer lentamente, como una pequeña corriente en el interior de la derecha alemana. La palabra clave era nacionalismo. Jamás se pronunciaron términos como Reich, ario o nazi. Nuestra tarea debía llevarse a cabo sin aspavientos y fríamente calculada, impulsada por enormes riquezas y por la influencia popular de todo el espectro de la sociedad alemana, de derecha a izquierda, desde los más viejos hasta la vibrante juventud, abarcando a empresarios e intelectuales, a marginados, analfabetos y parados. Luego, con la reunificación de Alemania, el rumor se extendería, sería más distintivo y estallaría la confusión que nacería de dicha reunificación, entre el poderío de Alemania occidental y las carencias del antiguo Este comunista. Un creciente clima de desconfianza e irritación sería alimentado por una ola masiva de inmigrantes provenientes de las ruinas del antiguo bloque soviético.
»No sólo Alemania estaba implicada. Durante todos estos años, hemos trabajado en secreto con movimientos afines en los gobiernos establecidos de la Comunidad Europea. En Francia nacerían los primeros ecos. En otros países, donde también habíamos sembrado, despertarían siguiendo nuestras instrucciones.
«Iniciamos nuestro propio y ambicioso programa tecnológico para demostrar lo que éramos capaces de lograr como líderes, primero para unirnos entre nosotros y, más tarde, en el momento preciso en que decidiéramos anunciarlo, para unir al mundo entero.
«Durante la guerra construimos las instalaciones de medicina experimental ocultas bajo la ciudad de Berlín. Estructuralmente a salvo de los bombardeos aliados, lo llamamos "El Jardín". Fue allí, en Das Garten, donde decidimos desarrollar nuestro potencial. El programa recibió el nombre secreto de Ubermorgen, "la Aurora del Nuevo Día", símbolo del día en que el Reich renacería como una potencia mundial terrible y dominante. Esta vez, nuestro poderío sería económico y sólo usaríamos el poder militar como una fuerza de vigilancia policial.
De pronto, Osborn detuvo la cinta. El corazón le latía con fuerza. Se sentía mareado, como si estuviera a punto de desmayarse. Empezó a respirar profundamente, luego se levantó y caminó por la habitación. Se dio la vuelta y miró el televisor, como si el aparato le estuviera gastando una especie de broma. Pero sólo vio la pantalla gris y la luz roja de la señal del vídeo.
Ubermorgen! « ¡La Aurora del Nuevo Día!»
Las palabras de Salettl quedaron suspendidas como humo ácido en un pensamiento fugaz. ¡No era posible! ¡No podía ser posible! Tenía que haberlo entendido mal. Salettl tenía que referirse a otra cuestión. Volvió a sentarse y cogió el mando a distancia. Lo orientó hacia el vídeo y pulsó «rewind». La máquina zumbó y Osborn pulsó casi inmediatamente el «stop». Respiró hondo y apretó «play».
—... das Garten donde decidimos desarrollar nuestro potencial —repitió Salettl, revivido—. El programa recibió el nombre secreto de Übermorgen, «la Aurora del Nuevo Día».
Osborn deslizó el dedo y la imagen se congeló.
Volvió a pensar en el Jungfrau. Vio a Von Holden por encima de él, con la pistola automática. Se oyó a sí mismo preguntando por la causa de la muerte de su padre. Recordó la respuesta de Von Holden.
—Übermorgen! ¡La Aurora del Nuevo Día!
Si eso había sido un sueño, una alucinación, ¿cómo era posible que conociera la palabra? Según reconocía Salettl, era un término «top secret», sólo sabido por, la Organización y celosamente guardado. La respuesta era, por lo tanto, que no podía reconocer aquella palabra. A menos que Von Holden se lo hubiera dicho. Y para que hubiera sucedido eso, Osborn tendría que haber vivido una especie de viaje astral.
Remmer contaba que lo habían encontrado los perros. Y él había visto a Vera en la estación después de que lo rescataran. Y, sin embargo, en sueño o en realidad, estaba seguro de que Vera había estado en la montaña. ¿Era posible que hubiese salido y regresado antes de que llegara la policía? Y aunque así fuera, ¿cómo habría encontrado a Von Holden? Osborn tenía la cabeza hecha un lío. ¿Era posible? Pulsó el «replay» y volvió a ver a Salettl, y otra vez, y otra. Übermorgen era el secreto más celosamente guardado de la Organización y lo había sido durante cincuenta años. ¿Cómo podía saberlo él si Von Holden no se lo había dicho?
Cuanto más lo pensaba, más reales se volvían los recuerdos y más lejos quedaba el sueño.
Descorazonado, Osborn miró la pantalla. Pulsó «play» y Salettl volvió a su discurso.
—Nos propusimos simbolizar el renacimiento del Reich mediante nuestra propia manipulación de los procesos vitales —continuaba—. Hacía años que existían técnicas de trasplantes de órganos humanos. Pero nadie había trasplantado una cabeza humana. Nos propusimos llevarlo a cabo y finalmente lo logramos.
»El momento crítico ocurrió en 1963. Seleccionamos a dieciocho varones de un total de mil, que habían sido estudiados sin que ellos mismos lo supieran. El criterio era que su constitución genética se pareciera lo más posible a la de Adolf Hitler —en cuanto a rasgos de personalidad, constitución física y psíquica, etc. —. Ninguno de ellos sabía lo que le estaba sucediendo. A algunos se les permitió surgir, como pasó con Hitler, desde la sombra al poder, y a otros se les dejó desarrollarse por sus propios medios, lo cual nos permitía observar su crecimiento en un esquema natural. Había diferencias de edades de hasta diez años que nos permitió experimentar y, si fallábamos, corregir. Diez días después de que los sujetos cumplieran cincuenta y seis años, se les inyectaba un poderoso sedante. Se les cortaba la cabeza y se congelaba a bajas temperaturas. El cuerpo era incinerado. Poco después, su familia... —Salettl titubeó presa de su propio dolor, pero se recuperó y siguió su discurso— su familia y todo aquel que estuviera estrechamente relacionado con él moría en un accidente o simplemente desaparecía, lo cual eliminaba todo rastro de su pasado.
»Como he dicho, muchos experimentos fallaron. Por fin tuvimos éxito con el hombre que ustedes conocen como Elton Lybarger. La celebración de Charlottenburg, esta noche, es una demostración. Y los fieles del partido, los que ocupan los más altos puestos, los más comprometidos, todos aquellos que conocen perfectamente la historia del proyecto, estarán presentes.
»Hemos tardado cincuenta años en llegar a este momento cumbre. Durante ese período, mucha gente inocente que colaboró sin saberlo fue ejecutada jorque no queríamos dejar huella alguna. Contratamos a asesinos profesionales para matarlos y después nuestros propios hombres liquidaron a los asesinos. Una cantidad enorme de gente normal y corriente trabajaba para nosotros. Algunos creían peregrinamente en la causa aria y a otros se les obligó a colaborar con métodos violentos. También había quienes figuraban en nóminas de empresas legítimamente constituidas y que no tenían ni idea del objeto de su trabajo. Este proceso, como he dicho, se desarrolló a lo largo de cincuenta años. Cuando por fin tuvimos éxito, había llegado el momento de la segunda fase de Übermorgen.
¿La segunda fase? A Osborn le volvió a latir con fuerza el corazón. Acercó la silla a la pantalla.
—Habíamos criado a dos jóvenes gemelos. Los enviamos a las mejores instituciones académicas y, más tarde, en los años que precedieron a la reunificación, a la Academia de Cultura Física en Leipzig, una escuela de élite en Alemania del Este. Productos de la ingeniería genética, arios puros de nacimiento, se encuentran actualmente entre los especimenes vivos más finos de la raza. A los veinticuatro años, los dos están preparados y ansiosos de someterse al sacrificio supremo.
»La presentación de Elton Lybarger hoy en Charlottenburg es una afirmación científica y espiritual de nuestro objetivo. Es la prueba de nuestro compromiso con el renacimiento del Reich. Al final de nuestro encuentro, el programa contempla la celebración de una segunda ceremonia en el mausoleo del palacio en compañía de los invitados más selectos. Allí se elegirá a uno de los dos jóvenes para que tome el lugar de Lybarger y se convierta en el Mesías del nuevo Reich. En el momento de la elección, Lybarger será sacrificado por el joven elegido, que a su vez será preparado para la intervención quirúrgica y al cabo de dos años se convertirá en nuestro líder.
»El que les habla, Erwin Scholl, Gustav Dortmund y Uta Baur, los miembros más antiguos del círculo interior, somos los que seguimos adelante después de Nuremberg, en la huella de Martin Bormann, Himmler y los demás.
»En cincuenta años, Scholl, Dortmund y Uta Baur se han convertido en personas ricas y poderosas, mientras yo he permanecido en segundo plano supervisando los experimentos. En cincuenta años han envejecido y a medida que nos acercábamos al momento final, se han convertido en seres crueles y orgullosos.
»El éxito del trasplante de Lybarger le permitió a Scholl escoger una fecha para su presentación en Charlottenburg. Siete de los sujetos originalmente seleccionados aún estaban con vida y ya no los necesitábamos. Scholl ordenó matarlos como a los otros, pero en lugar de incinerarlos, decidió dejar sus cuerpos sembrados por toda Europa. Se dejó a sus familias con vida, en medio del sufrimiento y la angustia, mientras los medios de comunicación hacían su agosto con reportajes sobre los atroces asesinatos. Aquello era el desprecio en su máxima expresión, esgrimido contra el mundo. La vida humana dejaba de tener valor desde el momento en que ya no servía a los fines de la Organización. Para Scholl, se trataba de un eco triunfante del pasado. Un pasado que, estaba convencido, volvería por sus fueros.
»En cincuenta años, he tenido tiempo para reflexionar sobre lo que hemos hecho, sobre lo que estamos haciendo y sobre lo que el futuro nos depara. Intentamos lo imposible y tuvimos éxito y ese hecho es un testimonio de nuestras capacidades. Trabajando en casi total aislamiento del resto del mundo, desarrollamos unos procedimientos de cirugía atómica utilizando una tecnología a bajas temperaturas de la que nada saben la medicina o la física moderna. Se trataba de mostrar lo brillantes e ingeniosos que éramos, que en un mundo donde se tiene acceso cada vez a más tecnología, nadie podía igualarnos. Ni japoneses ni americanos. La plaza del mercado sería nuestra, no cabía ninguna duda. Queríamos demostrar que esto no era más que el principio.
»Pero... —De pronto, como si hubiera caído un velo sobre su conciencia, Salettl quedó pensativo y serio. En pocos segundos pareció envejecer una década—. El objetivo de nuestro trabajo era el mismo que había llevado a la muerte a seis millones de judíos y de otros varios millones más de personas en los campos de batalla y en los miles de ciudades que cayeron arrasadas por los bombardeos. Era la misma maquinación que había dejado en ruinas a las grandes ciudades de Europa.
»Yo estuve en el banquillo en Nuremberg en 1946, rodeado de muchos de los que habían provocado el holocausto. Goering, Hess, Ribbentrop, Von Papen, Jodl, Raeder, Donitz, antes orgullosos y arrogantes y ahora viejos, deprimidos y sucios. Cuando estaba junto a ellos, recordé la advertencia que me habían hecho de no acudir a los Vernichtungslager, los campos de exterminio. "No vaya —me dijeron— porque no se le permitirá describir lo que ha visto." Pero yo fui a Auschwitz. La advertencia era correcta, no porque no se me permitiera contar lo que había sino porque aquello era indescriptible, los montones de gafas, las pilas de zapatos, los huesos y cabello humano. Pensaba que no podía haber sido testigo de las ideas que habían provocado aquello, que no había visto esa realidad, ni en el cine ni en el teatro y, sin embargo, era real.
»Ahora, como miembro clave de una conspiración secreta, yo planeaba su renacimiento antes de que se extinguiera. Era horrible, imposible. Pero si hubiera alzado la voz o intentado renunciar, me habrían matado y todo habría seguido adelante. Por eso decidí no hacer nada y dejarlo crecer hasta la madurez, mientras me erguía más allá de toda sospecha. Luego, en el momento debido, lo destruiría todo.
»E1 escritor Gunter Grass ha dicho que, como alemanes, debemos entendernos a nosotros mismos. Somos los técnicos más depurados que ha conocido la humanidad y capaces de obrar milagros. Pero nada de lo que podamos llevar a cabo puede hacernos olvidar Auschwitz, Treblinka, Birkenau o Sobidor, o cualquiera de los otros campos, porque forman parte de nosotros, están en nuestras vidas y debemos saber que existen y entender el porqué, para que nunca... jamás... permitamos que vuelva a suceder.
»Cuando ustedes vean esto, todo lo que hemos creado estará destruido. El nuevo Reich se habrá extinguido en Charlottenburg, en das Garten, en la estación de Suiza, sepultada por los glaciares bajo el Jungfraujock.
»No habrá Übermorgen.
Habiendo dicho esto, Salettl se incorporó, pasó junto a la cámara y salió de escena. Un momento después, la pantalla quedó en blanco.
Capítulo 159
Cuando abandonó el centro de la ciudad, Osborn no se dio cuenta, abrumado como estaba, con la mente y los sentimientos sumidos en una nebulosa. Intentaba separarlos y reflexionar sobre lo que acababa de ver. Quería concentrarse en el alcance y en los antecedentes de lo que Salettl había revelado, indignado por el dolor que el Tercer Reich había infligido al mundo, ¡y por la audacia de lo que habían intentado repetir! Quería gritar y condenar el horror de los campos de exterminio. Quería ver los rostros de los asesinos en el banquillo de Nuremberg y agregar los rostros de Scholl y Dortmund y de otros que sólo conocía de nombre. Quería saber si las incursiones clandestinas de la Organización en Francia habían llevado directamente a la muerte de Francois Christian.
También quería reconocer el singular peso con que Salettl había cargado durante tantos años, así como el siniestro heroísmo de su «solución final». Luego se indignaba contra él por no revelar algún detalle sobre la cirugía atómica o sobre los métodos para alcanzar temperaturas en el límite del cero absoluto. ¿Cómo habían procedido en cuestiones de cirugía? Para la medicina, para el dolor y el sufrimiento en el mundo, la revelación habría tenido un valor incalculable.
En algún momento se dio cuenta de que rodaba por la autopista de Santa Mónica en dirección a su casa. Era una hora punta y los coches avanzaban pegados unos a otros. Osborn llevaba puesto el piloto automático. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había salido del cuartel general de la policía. Podría haber cogido hacia el norte o al este tan fácilmente como hacia el oeste. Habría sido igual. Luego se percató de que llegaba al final de la autopista y que se encontraba cerca del túnel McClure. Cruzó y salió a la autopista del Pacífico. Frente a él, las montañas de Santa Mónica parecían surgir del mar y luego el mismo Pacífico desaparecía en la «V» que dibujaba el sol poniéndose en el horizonte.
Le asaltó un súbito sentimiento de afecto por Mc-Vey. McVey le había enseñado la cinta con la esperanza de que aquello acabara con los demonios y que su alma descansara. Darle un sentido real y comprensible de lo que había sucedido donde antes sólo había fragmentos. Era un gesto generoso y decente, y Osborn habría querido decírselo, deseando que hubiera un modo de agradecérselo y hasta de quererlo, si era posible. Como un hijo podía amar al padre, aunque hubiesen estado reñidos durante gran parte de sus vidas.
Pero entonces sus pensamientos se fragmentaron en el torbellino de emociones que lo había embargado mientras miraba el vídeo y que lo arrastraba hacia el límite.
Era algo que había quedado fuera del mensaje de Salettl y que lo obligaba a confrontar realidades que no quería tocar. Era algo que McVey no sabría nunca. Ni Noble, ni Remmer, ni Vera, ni nadie, porque para Osborn no había manera racional de hablar de ello. Tal vez Salettl no lo había mencionado porque pensaba que ya había tomado las disposiciones necesarias, como había pasado con todo lo demás.
De pronto cayó en la cuenta de que los coches se habían detenido y tuvo que frenar bruscamente para no incrustarse en el de delante. Pasó un coche de policía seguido de dos camiones grúa por el carril del centro. Seguro que más adelante había un accidente y se bloquearía el tráfico durante horas. No podía quedarse allí sentado tanto tiempo, porque lo único que podía escuchar en ese momento era su discurso interior o se volvería loco. Tenía que salir de allí. Avanzar y no dejar de avanzar.
Miró por encima del hombro y vio que el carril del centro estaba vacío. Aceleró de golpe, adelantó al coche que tenía delante, giró en redondo y regresó por donde había venido. Al cabo de un rato giró a la derecha y entró en un aparcamiento frente a la playa. Se quedó mirando el océano un rato largo.
Bajó, con las muletas por delante, y luego se incorporo hasta que se sostuvo de pie. Dejó la puerta abierta y las llaves en el contacto y descendió a la playa. Las muletas se hundieron y le costó avanzar. No importaba. Sólo importaba el movimiento y siguió caminando por la playa hacia las rocas. Se le llenaron los zapatos de arena, se los arrancó y los dejó caer. Tocó la arena dura y húmeda de la orilla y luego el agua. Se dejó caer de rodillas apoyándose en las muletas y la espuma leve le empapó los pantalones.
La audacia de todo el asunto era que alguien pudiera llegar a concebir todo aquello y luego llevarlo a cabo.
Habían pasado treinta años y la muerte de su padre dejaba de ser un misterio. No se trataba, desde luego, de un final que él hubiera imaginado o previsto, ni siquiera en sus momentos más sombríos. Si no hubiera sido por el vídeo de Salettl, todo habría seguido siendo una extensión de lo que había vivido en el Jungfrau y que había aceptado como un sueño, una alucinación gestada en los horrores de su imaginación.
Ahora, después de haber visto aquello, no cabía duda de que lo suyo no era ningún sueño. Era algo real. Y no sólo aclaraba la razón oculta de la muerte de su padre sino que también explicaba el viaje de Von Holden al glaciar y la guarida en la profundidad del hielo.
Oyó la voz de Salettl.
—Habíamos criado a dos jóvenes... producto de la ingeniería genética, arios puros de nacimiento... veinticuatro años... entre los más finos especimenes vivos de la raza... que sería elegido... preparado para la intervención quirúrgica...' el Mesías del nuevo Reich...
— ¡Oiga, señor, se está mojando! —gritó un chico cerca de la orilla. Pero Osborn no oía nada. Ahora estaba en el Jungfrau y Von Holden caía hacia él, y en los brazos aún sostenía la caja que había traído desde Berlín.
—Für Übermorgen! ¡Por la Aurora del Nuevo Día! —había gritado Von Holden, y la caja se le había escapado cuando su guardián caía por la pendiente, tragado por los hielos del glaciar como si un soplo de aire lo hubiera borrado de la existencia. La caja aterrizó cerca de donde Osborn yacía, sobre la nieve, y siguió dando tumbos impulsada por su propio peso. De pronto, se abrió y Osborn pudo ver lo que había en el interior. Antes de que cayera al abismo, Osborn vio con claridad qué era lo que Salettl no había mencionado. Osborn pensó que jamás podría contárselo a nadie porque no le creerían. Era la razón de ser de Übermorgen. Era la esencia que le insuflaba vida, su núcleo vital. Era la cabeza cercenada y totalmente congelada de Adolf Hitler.
FIN
Resumen
En París, un cirujano norteamericano puede al fin vengar el brutal asesinato de su padre.
En Londres, un policía de Los Ángeles colabora con Scotland Yard en la investigación de una serie de decapitaciones.
En Ginebra, una joven doctora se ve envuelta en una historia de amor que cambiará su vida.
En Nuevo México, una terapeuta acompaña a un paciente muy especial de vuelta a Suiza.
En Alemania, un selecto grupo de empresarios se prepara para celebrar un hecho histórico.