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    T 15 (20 min)


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    T 17 (45 min)

    ---------------------

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    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    CERO ABSOLUTO (Allan Folsom)

    Publicado en agosto 08, 2010

    Capítulo 1


    París. Lunes, 3 de octubre
    17h40
    Cervecería Stella, rue Saint Antoine



    Paul Osborn estaba sentado en medio del bullicio y el humo de los clientes que volvían del trabajo, abstraído en una copa de vino tinto. Se sentía cansado, dolido, confundido. Sin ninguna razón en particular, levantó la mirada. Al hacerlo, se le entrecortó la respiración. Al otro lado de la sala estaba sentado el hombre que había asesinado a su padre. Le parecía inconcebible que fuera él. Pero no cabía duda, absolutamente ninguna duda. Aquella cara le había quedado grabada a Osborn en la memoria para siempre. Los ojos hundidos, la mandíbula cuadrada, las orejas que sobresalían del rostro casi en ángulo recto, la cicatriz zigzagueante por debajo del ojo izquierdo cruzándole el pómulo hacia abajo, profunda, hasta el labio superior. La cicatriz se había vuelto menos visible, pero la conservaba. Al igual que Osborn, el hombre estaba solo. Sostenía un cigarrillo en la mano derecha y ahuecaba la mano izquierda en torno a una taza de café, concentrado en la lectura del periódico que tenía bajo el codo. Tendría al menos cincuenta años, tal vez más.

    Desde donde estaba sentado, a Osborn le resultaba difícil adivinar su estatura. Tal vez un metro setenta, setenta y cinco. Un tipo robusto. Pesaría unos ochenta kilos. Tenía el cuello grueso y el cuerpo parecía curtido. La tez era clara, el pelo corto y rizado, negro entrecano.

    El tipo apagó el cigarrillo y encendió otro, mirando al azar hacia el rincón donde estaba Osborn. Apagó la cerilla y volvió a la lectura de su periódico.

    A Osborn le dio un vuelco el corazón y la sangre comenzó a golpearle con fuerza en las venas. De pronto, volvía a estar en Boston, aquel día de 1966. Iba a cumplir diez años y caminaba por la calle con su padre. Era una tarde a comienzos de primavera, una tarde con sol pero aún fría. Su padre vestía traje de ejecutivo y había dejado la oficina temprano para reunirse con su hijo en el metro de la calle Park. Desde allí habían cruzado por el Common y siguieron por la calle Winter en medio de la agitada muchedumbre de compradores. Se dirigían a las rebajas de la tienda de deportes Grogin's. El chico había ahorrado todo el invierno para comprarse un guante de béisbol, un guante de jugador de primera base, un modelo Trapper. Su padre le había prometido igualar la cantidad que pudiera ahorrar, y ahora contaba con un total de treinta y dos dólares. Ya habían avistado la tienda y su padre sonreía, cuando el hombre de la cicatriz y mandíbula cuadrada asestó el golpe. Salió de la multitud y hundió un cuchillo de carnicero en el vientre de su padre. En ese momento, miró de soslayo y vio al chico, que no entendía lo que estaba sucediendo. Fue entonces cuando se cruzaron sus miradas. Luego el hombre siguió su camino y su padre se desplomó sobre el pavimento.

    Revivía aquel momento, parado allí, sintiéndose terriblemente solo en la acera, mientras los paseantes se aglomeraban para observar, y su padre lo miraba desde abajo, impotente, confundido, mientras la sangre comenzaba a escurrírsele entre los dedos que instintivamente habían querido arrancar el cuchillo. Y sin embargo había muerto allí mismo.

    Veintiocho años después y un continente de por medio, el recuerdo se desvaneció. Paul Osborn sintió que la ira lo engullía. En un instante, se levantó y cruzó el salón. Sin mediar una fracción de segundo, los dos hombres cayeron al suelo estrepitosamente con sillas y mesas. Osborn sintió que sus dedos se cerraban en torno a un cuello correoso, y que los pelos de una barba sin afeitar le rascaban la palma de la mano. Al mismo tiempo, su mano golpeaba descontrolada. Su puño era como un pistón desbocado que destrozaba piel y huesos, decidido a arrancar la vida de aquel rostro. A su alrededor, la gente gritaba, pero aquello no cambiaba nada. Su único impulso consistía en destruir para siempre aquello que se debatía entre sus manos.

    De pronto sintió que lo asían por el mentón, luego por debajo de los brazos y lo levantaban a tirones para separarlo. Salió disparado hacia atrás y, un segundo después, se estrelló contra algo duro y cayó al suelo, vagamente consciente de que a su alrededor se desparramaba la loza. Luego oyó que alguien gritaba en francés para que llamaran a la policía. Miró hacia arriba y vio por encima de él a los tres camareros de camisa blanca y chaleco negro. A su espalda, el hombre se incorporaba a duras penas, luchando por respirar y sangrando copiosamente por la nariz. Al ponerse de pie, pareció darse cuenta de lo sucedido y miró, horrorizado, hacia su agresor. Rechazó la servilleta que alguien le ofrecía, salió disparado abriéndose paso entre la multitud hasta llegar a la puerta principal y escapó a toda velocidad.

    Osborn se levantó de inmediato.

    Los camareros se pusieron tensos.

    — ¡Apartaos de mi camino! —gritó Osborn.

    Ellos no se movieron.

    Si hubiese estado en Nueva York, o en Los Ángeles, habría gritado que aquel hombre era un asesino y que llamaran a la policía. Pero estaba en París, y aquí apenas lograba hacerse entender para pedir una taza de café. Incapaz de comunicarse, hizo lo único que podía hacer. Arremetió. El primer camarero se adelantó para cogerlo. Pero Osborn le llevaba quince centímetros y diez kilos de ventaja, y en ese momento corrió como si tuviera entre las manos una pelota de rugby. Bajó el hombro y lo hundió con fuerza en el pecho del hombre y, al empujarlo hacia un lado, hizo que arrastrara a los otros dos en una estruendosa y cómica caída, inmovilizándolos al clavarlos a unos sobre otros, en medio de un rincón destinado al servicio a medio camino entre la cocina y la puerta. Luego Osborn cruzó la salida y desapareció.

    Fuera estaba oscuro y llovía. Era la hora punta y el gentío invadía las aceras. Osborn corrió sorteándolo, barriendo la calle hacia delante con la mirada y con el corazón saliéndosele por la boca. Por aquí había escapado el tipo. ¿Dónde diablos se había metido? Estaba a punto de perderle el rastro, lo sabía. Y de pronto lo vio, media manzana más adelante, avanzando por la rue de Fourcy hacia el Sena.

    Osborn apuró el paso. La sangre le latía aún con fuerza, pero en el violento exabrupto se había consumido casi toda su ira asesina, y comenzaba a recuperar la razón. A su padre lo habían matado en Estados Unidos, donde los asesinatos no proscribían. ¿Acaso era igual en Francia? ¿Existía tratado de extradición entre ambos países? ¿Y qué sucedería si el tipo era francés? ¿Enviaría el gobierno francés a un conciudadano a Estados Unidos para que lo juzgaran?

    Media manzana más lejos, el tipo se volvió para mirar. Osborn se mezcló entre la multitud de peatones. Era preferible hacerle creer que había escapado, esperar a que se calmara, que abandonara sus precauciones. Y luego, cuando bajara la guardia, cogerlo a solas.

    El semáforo cambió de color y, al igual que los coches, la gente se detuvo en la esquina. Osborn se encontró detrás de una mujer con paraguas. No mediaban más de tres metros entre él y su hombre. De nuevo vio el rostro nítidamente. No había ninguna duda. Lo había visto en sueños a lo largo de veintiocho años, y hasta podía dibujarlo cuando dormía. De pie, sin moverse, la ira volvía a adueñarse de él.

    Cambió la luz del semáforo y el hombre cruzó la calle adelantándose a la multitud. Al llegar a la otra acera, se volvió, no vio nada, y continuó. Habían llegado a Pont Marie, y cruzaban el puente de l'Ile St. Louis. A la derecha estaba Notre Dame. Cruzarían el Sena en dos minutos y se encontrarían en la Rive Gauche.

    Por el momento, Osborn llevaba ventaja. Miró hacia delante, buscando una calle solitaria o un callejón donde sacar a su hombre de circulación. El asunto no era nada fácil. Si se movía demasiado rápido, corría el riesgo de llamar la atención. Pero debía actuar o perdería por completo la jugada si el tipo decidía entrar de pronto en una calle o parar un taxi.

    La lluvia caía con más fuerza y los faros amarillos de los coches que transitaban a esa hora por las calles parisinas dificultaban la visión. Más adelante, el hombre giró a la derecha en el bulevar St. Germain y de pronto cruzó la calle. ¿Dónde diablos pensaba meterse? Y de repente Osborn entendió. La estación de metro. Si entraba, la multitud se lo tragaría en un instante. Osborn echó a correr, apartando bruscamente a las personas que encontraba a su paso. Y de pronto se abalanzó hacia la calle cortando el paso de los coches. Los cláxones hicieron que el hombre se volviera. Durante un segundo permaneció inmóvil, clavado donde estaba, y luego se alejó a paso rápido. Osborn sabía que lo había visto, y que el hombre era consciente de que alguien iba tras él.

    Osborn bajó las escaleras del metro de un vuelo. Abajo, vio que el tipo compraba un billete en una máquina y luego se abría paso entre la multitud hacia el torno.

    Al mirar hacia atrás, el hombre vio a Osborn que se lanzaba corriendo escaleras abajo. Con un gesto de la mano, introdujo el billete en la ranura del torno. La barrera cedió y el hombre pasó. Giró bruscamente a la derecha y desapareció tras una esquina.

    No había tiempo para comprar billetes o pasar por el torno. Osborn apartó a una muchacha con el codo y saltó por encima, esquivó a un negro alto y corrió hacia el andén.

    Un tren se había detenido en la estación. Vio subir al tipo. Las puertas se cerraron de un golpe y el tren partió. Osborn corrió unos cuantos metros y se detuvo. El pecho le dolía y le faltaba el aire. Sólo quedaban los rieles que brillaban en la oscuridad del túnel vacío. El hombre había desaparecido.


    Capítulo 2


    Michèle Kanarack miró al otro lado de la mesa, y luego tendió la mano. Su mirada desbordaba de amor y afecto. Henri Kanarack le cogió la mano y la observó. Aquel día cumplía él cincuenta y dos años, y ella tenía treinta y seis. Ya llevaban casi ocho años casados, y hoy le había dicho ella que estaba encinta de su primer hijo.

    —Es una noche muy especial —dijo ella.
    —Sí, muy especial. —Le besó la mano con gesto dulce, la soltó y sirvió el vino de una botella de Bordeaux tinto.
    —Es la última copa —dijo ella—. Hasta que llegue el niño. Dejaré de beber mientras esté embarazada.
    —Entonces, lo mismo digo. —Henri sonrió.

    Fuera llovía a cántaros, y el viento sacudía el tejado y las ventanas. Vivían en el ático de un edificio de cinco plantas en la avenle Verdier, en el barrio de Montrouge. Henri Kanarack era panadero, se iba a trabajar todos los días a las cinco y no volvía hasta cerca de las seis y media de la tarde. Había una hora de viaje entre su piso y la panadería cercana a la estación del Norte, en el barrio norte de París. Había sido una jornada larga.

    Pero ahora se sentía contento. Como se sentía contento con su hogar y con la idea de ser padre por primera vez a los cincuenta y dos años. Al menos así se había sentido hasta entonces, cuando aquel desconocido lo había atacado en la cervecería y luego lo había perseguido hasta el metro. El tipo tenía aspecto de americano. Aproximadamente treinta y cinco años. Constitución musculosa y sólida. Vestido con una chaqueta deportiva cara y vaqueros, parecía un ejecutivo en vacaciones.

    ¿Quién diablos era aquel tipo? ¿Por qué había hecho aquello?

    —Oye, ¿te encuentras bien? —Michèle lo observaba. ¿A dónde iban a llegar las cosas en París si un panadero podía ser atacado en una cervecería por un desconocido cualquiera? Ella quería que Henri llamara a la policía. Y que luego contratara a un abogado y demandara al dueño de la cervecería.
    —Sí —dijo—, me encuentro bien.

    Kanarack no deseaba llamar a la policía ni demandar a la cervecería, a pesar de que tenía el ojo izquierdo casi cerrado debido a la hinchazón y el labio rojo y morado porque los golpes del hombre le habían hundido uno de los dientes superiores.

    — ¿Qué te parece? Voy a ser padre —dijo, intentando sacudirse la sensación.
    —Nada de caras largas, al menos esta noche —dijo Michèle. Se levantó de la mesa, fue hacia él y le rodeó el cuello con los brazos—. Hagamos el amor para celebrar la vida. Una gran vida entre la joven Michèle, el viejo Henri y el futuro niño.

    Kanarack se volvió y la miró a los ojos. Sonrió. Cómo no iba a sonreír. La amaba.

    Más tarde, tendido en la oscuridad y oyendo la respiración de Michèle, Kanarack intentó borrar de su mente la imagen del hombre de pelo oscuro. Pero no lo lograba. Le hacía revivir un temor profundo, casi primario, como si, hiciera lo que hiciese, o por mucho que huyera, algún día fueran a dar con él.


    Capítulo 3


    Osborn los observaba mientras hablaban en el pasillo.

    Suponía que hablaban de él, pero no estaba seguro. De pronto el más pequeño dio media vuelta y se alejó, y el otro volvió a entrar por la puerta de vidrio, con un cigarrillo en una mano y una carpeta en la otra.

    — ¿Quiere tomar una taza de café, doctor Osborn? —preguntó. El inspector Maitrot era joven, seguro de sí mismo, su tono de voz era suave y era respetuoso. También era rubio y alto, rasgos poco comunes en un francés.
    —Lo que quiero saber es cuánto tiempo piensa retenerme. —Osborn había sido detenido por la Police Urbaine por violar una ordenanza municipal que prohibía saltar las barreras de los metros. Cuando le preguntaron, Osborn había mentido, diciendo que el hombre lo había asaltado e intentaba robarle la billetera. Debido a una pura coincidencia, dijo, un rato después lo había visto en la cervecería. La policía lo relacionó entonces con el hombre que habían denunciado en la cervecería con llamada de alerta y lo habían llevado a la Prefectura Central para interrogarlo.
    —Usted es médico —leyó Maitrot en una hoja grapada en el interior de la carpeta—. Es cirujano ortopédico, americano, y está de visita en París después de asistir a una convención médica en Ginebra. Vive en Los Ángeles.
    —Sí —dijo Osborn, desganado. Ya le había contado la historia a un policía en la estación de metro, luego a otro poli uniformado en una celda de prevención en alguna parte del mismo edificio, y a un policía de civil que lo había escoltado a través de una serie de pruebas dactilares, fotos para el fichero y un interrogatorio preliminar. Ahora, en la pequeña célula de vidrio de la sala de interrogatorios, Maitrot volvía a preguntarlo todo desde el principio, detalle por detalle.
    —No tiene mucha pinta de médico.
    —Usted no tiene pinta de policía —respondió Osborn, displicente, intentando no crisparse.

    Maitrot no reaccionó. Tal vez no lo entendió, porque no le era nada fácil comunicarse en inglés, pero tenía razón, Osborn no tenía pinta de médico. Metro ochenta y cinco, pelo oscuro y ojos castaños, ochenta kilos, una mirada infantil y la constitución de un atleta.

    — ¿Cómo se llamaba la convención a la que asistió?
    —No asistí a ella. Presentaba una ponencia. El Congreso Mundial de Cirugía. —Osborn habría querido decir: « ¿Cuántas veces tengo que repetiros lo mismo? ¿Acaso no os comunicáis entre vosotros?» Debería haber tenido miedo, y tal vez lo tenía, pero aún estaba demasiado agitado para darse cuenta. Su víctima había escapado, pero lo más importante era que ¡finalmente lo había encontrado! Estaba aquí, en París. Y, con algo de suerte, seguiría aquí, en su casa o en cualquier bar, curándose las heridas y preguntándose qué le había sucedido.
    — ¿Y de qué trataba su ponencia? ¿Cuál era el tema?

    Osborn cerró los ojos y contó lentamente hasta cinco.

    —Ya se lo he dicho.
    —A mí no me ha dicho nada.
    —Mi ponencia versaba sobre las lesiones de los ligamentos cruzados anteriores. Tiene que ver con la rodilla. —Osborn tenía la boca seca. Pidió un vaso de agua. Maitrot no lo entendió o decidió ignorarlo.
    — ¿Qué edad tiene?
    —Eso ya lo sabe.

    Maitrot miró al techo.

    —Treinta y ocho.
    — ¿Casado?
    —No.
    — ¿Homosexual?
    —Inspector, estoy divorciado. ¿Le parece eso suficiente?
    — ¿Desde cuándo es cirujano?

    Osborn no dijo nada. Maitrot repitió la pregunta, mientras el humo del cigarrillo se elevaba en espiral hacia un ventilador en el techo.

    —Seis años.
    — ¿Piensa usted que es relativamente bueno como cirujano?
    —No entiendo por qué me hace estas preguntas. No tienen nada que ver con las razones por las que me han detenido. Llamen a mi despacho para verificar todo lo que he dicho. —Osborn estaba agotado y comenzaba a perder los estribos. Pero al mismo tiempo sabía que si quería salir de allí, tendría que cuidar sus palabras.

    »Mire —dijo, con toda la calma y respeto que le era posible—, he cooperado con ustedes. He hecho todo lo que me han pedido. Huellas dactilares, fotos, he contestado a las preguntas. Ahora, por favor, quisiera que me dejasen en libertad o reclamaré al cónsul de Estados Unidos.

    —Ha agredido usted a un ciudadano francés.
    — ¿Cómo sabe usted que es un ciudadano francés? —inquirió Osborn, sin pensarlo.

    Maitrot no hizo caso de su reacción.

    — ¿Por qué lo ha hecho?
    — ¿Por qué? —dijo Osborn, con mirada incrédula. No había día en que, en algún momento, no oyera, una vez más, el cuchillo de carnicero hundiéndose en el vientre de su padre. Que no oyera la horrible sorpresa de su respiración entrecortada. Que no viera el terror en sus ojos cuando levantaba la mirada para preguntar ¿qué ha pasado? y, sin embargo, sabiendo perfectamente lo que había ocurrido. Que no viera las rodillas flaquearle antes de que se desplomara lentamente en la acera. Que no escuchara el grito escalofriante de un extraño. Que no hubiera visto a su padre girarse e intentar levantarse, sabiendo que estaba muriendo, pidiéndole a su hijo, sin hablar, que le cogiera la mano y que no tuviera miedo, diciéndole, con su silencio, que siempre lo amaría.
    —Sí —dijo Maitrot, y aplastó un cigarrillo en el cenicero de la mesa a la que estaban sentados—. ¿Por qué lo ha hecho?

    Osborn se incorporó en su silla y contó la misma mentira.

    —Llegué al aeropuerto Charles de Gaulle desde Londres. —Debía tener cuidado y no dar una versión diferente de lo que había dicho en los interrogatorios anteriores—. El tipo me asaltó en un lavabo e intentó llevarse mi cartera.
    —Usted tiene un aspecto muy sano. ¿Era un hombre grande?
    —No especialmente. Sólo quería mi cartera.
    — ¿Y la consiguió?
    —No. Se escapó.
    — ¿No lo denunció a las autoridades del aeropuerto?
    —No.
    — ¿Por qué?
    —No me robó nada, y yo no hablo muy bien francés, como se habrá dado cuenta.

    Maitrot encendió otro cigarrillo y lanzó la cerilla consumida al cenicero.

    —Y luego, por mera casualidad, se lo encontró en la misma cervecería donde se había detenido a tomar una copa.
    —Sí.
    — ¿Qué pretendía hacer? ¿Cogerlo hasta que llegara la policía?
    —Para ser franco, inspector, no tengo idea de qué diablos pensaba hacer. Me volví loco. Perdí la cabeza.

    Osborn se levantó y miró hacia otro lado mientras Maitrot anotaba algo en la carpeta. ¿Qué iba a decirle? ¿Que el hombre contra el que se había lanzado había apuñalado mortalmente a su padre en Boston, Massachusetts, en Estados Unidos de América, el 12 de abril de 1966? ¿Que él lo había visto cometer el crimen y que no había vuelto a verlo hasta hacía unas cuantas horas? ¿Que la policía de Boston había oído con gran interés el cuento de terror del chico y que luego se había pasado años intentando dar con el asesino hasta que finalmente reconocieron que no podían hacer nada más? Sí, los procedimientos habían sido correctos. La escena del crimen y el análisis técnico, la autopsia, las entrevistas. Aquel chico, sin embargo, no había visto nunca a aquel hombre en su vida, y la madre no lograba identificarlo a partir de la descripción de su hijo. Dado que el arma del crimen no tenía huellas dactilares, y que el arma misma no era más que un vulgar cuchillo de supermercado, la policía tuvo que fiarse de lo único que tenían, a saber, las declaraciones de otros dos testigos presenciales: Katherine Barnes, una vendedora de edad mediana que trabajaba en Jordan Marsh, y Leroy Green, un guardia de la Biblioteca Pública de Boston. Ambos testigos se encontraban en la acera en el momento del ataque y los dos habían contado versiones que presentaban ligeras variaciones con respecto a la del chico. Sin embargo, al final la policía tenía exactamente los mismos elementos que al principio. Nada. Finalmente, Kevin O'Neil, el joven y diligente inspector de Homicidios que había entablado amistad con Paul, fue asesinado por un sospechoso contra el que había declarado en un juicio, y el caso George Osborn dejó de ser una investigación asumida personalmente por un inspector y se convertía en un caso más sin resolver, enterrado en los archivos con otros cientos de casos similares. Ahora, tres décadas más tarde, Katherine Barnes, senil y retirada en un hogar de ancianos en Maine, tenía cerca de ochenta años, y Leroy Green había muerto. A todos los efectos, Paul Osborn era el último testigo vivo. Y ningún fiscal, treinta años después de los hechos, iba a esperar que un jurado condenara a un hombre basándose en la declaración del hijo de la víctima, que en aquel entonces sólo tenía diez años y que sólo había visto al sospechoso en el lapso de dos o tres segundos. La verdad lisa y llana era que el asesino había escapado. Esa noche, en una comisaría de París, aquella verdad seguía vigente, porque aunque Osborn llegara a convencer a la policía para que le siguiera la pista y lo detuviera, jamás sería llevado a juicio. Ni en Francia, ni en Estados Unidos, ni ahora ni en un millón de años. ¿Para qué decírselo a la policía? No serviría de nada y sólo complicaría las cosas si después, gracias a un golpe de fortuna, Osborn volvía a encontrarlo.

    —Hoy estaba en Londres. Esta mañana.

    De pronto, Osborn se percató de que Maitrot seguía hablándole.

    —Sí.
    —Dijo que había llegado usted a París procedente de Ginebra.
    —Vía Londres.
    — ¿Para qué había ido a Londres?
    —Turismo. Pero caí enfermo. Un bicho de ésos que duran veinticuatro horas.
    — ¿Dónde se hospedó?

    Osborn se reclinó en el asiento. ¿Qué esperaban de él? Que lo encerraran o que lo soltaran. ¿Qué les importaba a ellos lo que había hecho en Londres?

    —Le he preguntado dónde se hospedaba en Londres. —Maitrot lo miraba fijo.

    Osborn había estado en Londres con una mujer, también médica, residente de un hospital en París y, según descubriría más tarde, amante de un importante político francés. En aquella ocasión, ella le había dicho que debían ser discretos y le rogó que no preguntara por qué. El accedió, buscó y eligió un hotel celoso con la intimidad de sus clientes. Se registró a su nombre.

    —El Connaught —dijo Osborn, esperando que el hotel hiciera honor a su reputación.
    — ¿Estaba solo?
    —Bueno, basta —dijo Osborn. Se separó con un gesto brusco de la mesa y se levantó—. Quiero ver al cónsul de Estados Unidos. —Al otro lado de la ventana, vio que un agente uniformado, metralleta al hombro, se volvía y lo miraba fijo a los ojos.
    — ¿Por qué no se relaja, doctor Osborn?... Por favor. Póngase cómodo —dijo Maitrot, tranquilo, y luego se inclinó para anotar algo en la carpeta.

    Osborn se echó hacia atrás y miró deliberadamente a un lado, esperando que Maitrot no insistiera en lo de Londres y siguiera con otro tema. Un reloj de pared marcaba casi las once. En Los Ángeles serían las tres de la tarde. O tal vez las dos. En aquella época del año, los-husos horarios parecía que cambiaban constantemente, dependiendo de dónde se encontrara uno. ¿A quién diablos conocía allí que pudiese llamar en una situación como ésta? Jamás en su vida lo habían detenido. Y luego pensó que sí, que una vez lo habían detenido. A los quince años, en el instituto, lo habían detenido el día de Navidad por lanzar bolas de nieve por la ventana de un aula. Cuando le preguntaron por qué lo había hecho, había dicho la verdad. Porque no tenía otra cosa que hacer.

    ¿Por qué? Era la pregunta de siempre. La gente del instituto. La policía. Incluso sus pacientes. Preguntaban por qué les dolía algo. Por qué era necesario operarse, o por qué no. Por qué seguían sufriendo dolor cuando ellos pensaban que no debería ser así. Por qué no necesitaban medicación cuando ellos pensaban que sí. Por qué podían hacer esto y no lo otro. Luego esperaban que él les explicara. « ¿Por qué?» era una pregunta que él estaba destinado a responder, no a preguntar. Eso sí, recordaba haber preguntado un « ¿porqué?». Dos veces, en realidad. A su primera mujer, y luego a su segunda mujer, cuando le habían comunicado que lo dejaban. Pero ahora, en esa jaula de vidrio que era la sala de interrogatorios, en el centro de París, con un inspector francés que tomaba apuntes y fumaba un pitillo tras otro, de pronto supo que «por qué» era la palabra más importante del mundo para él. Y ahora quería preguntarla él, sólo una vez. Al hombre que había perseguido hasta el metro.

    « ¿Por qué asesinaste a mi padre, cabrón?»

    De pronto le vino la idea de que si la policía había interrogado a los camareros de la cervecería, tal vez sabrían cómo se llamaba el tipo. Sobre todo si era cliente habitual o si había pagado con talón o tarjeta de crédito. Osborn esperó que Maitrot terminara de escribir.

    — ¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo, con el tono más correcto posible.

    Maitrot asintió con la cabeza.

    —Este ciudadano francés al que se me acusa de haber agredido, ¿saben cómo se llama?
    —No —dijo Maitrot.

    En ese momento se abrió la puerta de vidrio y entró el segundo inspector, que fue a sentarse frente a Osborn. Se llamaba Barras, y le lanzó una mirada a Maitrot, que le respondió negando vagamente con un gesto de cabeza. Barras era un hombre pequeño, de pelo oscuro y ojos negros e inexpresivos. Un vello negro le cubría el dorso de las manos y llevaba las uñas cortadas a la perfección.

    —En Francia no nos gusta acoger a los que buscan líos. Y eso incluye a los médicos. La deportación es un asunto bastante sencillo —dijo Barras, con voz monótona.

    ¡Deportación! «No, por favor —pensó Osborn—. Por favor, ahora no. Ni después de tantos años, después de haberlo visto por primera vez. ¡Después de saber que está vivo y conocer su paradero!»

    —Lo siento —dijo, disimulando su pánico—. Realmente lo siento... Perdí la cabeza, eso fue lo que pasó. Por favor, créanme, porque es verdad.

    Barras se lo quedó mirando.

    — ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse en Francia? —preguntó Barras.
    —Cinco días —dijo Osborn—. Quiero ver París.

    Barras tuvo un gesto de vacilación, luego se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó el pasaporte de Osborn.

    —Su pasaporte, doctor. Cuando vaya a salir del país, avíseme y se lo devolveré.

    Osborn miró a Barras y luego a Maitrot. Conque así pensaban solucionarlo. Ni deportación, ni detención. Lo seguirían de todos modos, y se asegurarían de que él mismo lo supiera.

    —Es tarde —dijo Maitrot, levantándose—. Hasta luego, doctor Osborn.

    Eran las once y veinticinco cuando Osborn salía de la comisaría. Había dejado de llover y una luna resplandeciente brillaba sobre la ciudad. Pensó en coger un taxi pero luego decidió regresar caminando al hotel. Caminar y pensar qué iba a hacer ahora con aquel hombre que había dejado de ser un recuerdo de la infancia para convertirse en un ser de carne y hueso, vivo en algún rincón de París. Con paciencia, lo encontraría. Y lo interrogaría. Y luego lo liquidaría.


    Capítulo 4


    Londres


    La misma luna resplandeciente iluminaba un callejón cercano a Charing Cross en el distrito del Teatro. El angosto callejón tenía forma de ele y estaba sellado en ambos extremos por precintos de la policía que señalaban la escena de un crimen. Los peatones miraban desde ambos extremos atisbando por encima de los agentes de policía, para tener una idea de lo sucedido.

    No eran los rostros de la multitud curiosa lo que atraía la atención de McVey. Era otro rostro, el de un hombre blanco de entre veinte y veinticinco años cuyos ojos hinchados sobresalían grotescamente de los cuencos. Lo había descubierto el vigilante de un teatro en un cubo de basura al vaciar el contenido de unas cajas después de una de las sesiones. Normalmente se habrían encargado del caso los inspectores de la Policía Metropolitana, pero esto era algo diferente. El superintendente Jamison había llamado a Ian Noble, de la Sección Especial, y Noble, a su vez, había llamado a McVey al hotel y lo había despertado de un sueño agitado.

    No era sólo el rostro. Era la cabeza lo que constituía el principal motivo de interés de los inspectores de policía. En primer lugar, porque no había cuerpo. Y, en segundo lugar, porque la cabeza parecía cercenada con técnicas quirúrgicas. Cualquiera podía especular con la idea de dónde estaba el «resto» del cuerpo, pero el engorro de lo que quedaba era asunto de McVey.

    Mientras observaba a dos cirujanos forenses sacar la cabeza del cubo y colocarla en una bolsa plástica y luego en una caja para transportarla, McVey pensaba que lo que sí estaba claro era que el superintendente Jamison tenía razón. La cabeza había sido separada del tronco por un profesional. Si no era cirujano, al menos se trataba de alguien que había utilizado un instrumento quirúrgico afilado y que poseía un acabado conocimiento de las «Lecciones de Anatomía» de Gray.

    El cuadro era el siguiente: en la base del cuello, allí donde se junta con la clavícula, se encuentra la unión de la tráquea y el esófago que conduce a los pulmones y al estómago, y el músculo constrictor inferior, que asciende flanqueando los cartílagos cricoideos y tiroideos...

    Éste era precisamente el lugar donde la cabeza había sido decapitada, y ni McVey ni el comandante Noble necesitaban que lo confirmara un experto. Lo que sí necesitaban era que alguien les dijera si aquello se había producido antes o después de la muerte. Y tratándose de esta última posibilidad, cuál era la causa de la muerte.

    Realizar la autopsia de una cabeza es como hacer la autopsia de todo un cuerpo, sólo que hay menos cuerpo.

    Las pruebas de laboratorio llevarían entre veinticuatro horas y tres o cuatro días. Pero McVey, el comandante Noble y el doctor Evan Michaels, el joven patólogo con cara de niño de la Oficina Central a quien habían llamado para encargarse del trabajo, compartían la misma opinión, a saber, que la cabeza había sido separada del cuerpo después de la muerte, y que la causa de dicha muerte era con toda probabilidad una dosis mortal de un barbitúrico, casi seguro Nembutal. Sin embargo, quedaba la incógnita de por qué los ojos se salían de las cuencas de aquella manera, y cuál era la causa de los hilillos de sangre que nacían de las comisuras de los labios. Eran síntomas que aparecían al respirar una solución gaseosa de cianuro, si bien no había pruebas claras.

    McVey se rascó la oreja y se quedó mirando al suelo.

    —Ahora le preguntará acerca de la hora en que se produjo la muerte —le dijo Ian Noble secamente a Michaels. Noble tenía cincuenta años y estaba casado, tenía dos hijas y cuatro nietos. Su pelo canoso y cortado casi al cero, su mandíbula cuadrada y su esbelta figura le daban una prestancia de militar de antiguo cuño, algo nada inhabitual en un ex coronel del Servicio de Inteligencia del Ejército y graduado por la Royal Military Academy de Sandhurst, promoción del 65.
    —Eso es algo difícil de precisar —dijo Michaels.
    —Inténtelo —dijo McVey, fijando a Michaels con sus ojos verde grisáceos. Quería una respuesta. Se sentiría satisfecho con una estimación prudente.
    —Hay muy poca sangre, casi nada. Es difícil precisar el momento de la coagulación, ¿sabe? Puedo decir que llevaba algún tiempo donde se encontró, porque la temperatura es casi idéntica a la del callejón.
    —No hay rigor mortis.

    Michaels se lo quedó mirando.

    —No, señor. Parece que no. Como usted sabe, inspector, el rigor mortis suele comenzar al cabo de cinco o seis horas. La parte superior del cuerpo es la primera afectada, después de unas doce horas, y la totalidad del cuerpo al cabo de unas dieciocho horas.
    —No tenemos la totalidad del cuerpo —dijo McVey.
    —No, señor, no la tenemos. —Más allá de cumplir con su deber, Michaels empezaba a desear haberse quedado en casa aquella noche, y dejarle a otro el placer de tratar con el irascible inspector de Homicidios americano, con el pelo más canoso que castaño, y que parecía conocer las respuestas a sus propias preguntas incluso antes de formularlas.
    —McVey —dijo Noble, con expresión rígida—. ¿Por qué no esperamos a tener las pruebas de laboratorio y dejamos a nuestro pobre médico irse a casa a acabar su noche de bodas como es debido?
    — ¿Ésta es su noche de bodas? —preguntó McVey, asombrado—. ¿Esta noche?
    —Era —dijo Michaels, inexpresivo.
    — ¿Y por qué diablos respondió a la llamada? Si no lo hubieran encontrado a usted, habrían buscado a otro. —McVey era sincero en su incredulidad—. ¿Y qué diablos decía su mujer?
    —Que no respondiera la llamada.
    —Me alegra saber que al menos uno de los dos sabe de qué va el cotarro.
    —Señor, es mi trabajo, ¿sabe?

    McVey sonrió para sus adentros. Aquel joven patólogo estaba destinado a convertirse en un excelente profesional o en un funcionario apocado. Nunca se sabía.

    —Si hemos terminado, ¿qué quiere que haga? —Le preguntó Michaels—. Jamás he trabajado para la policía de París. De hecho, tampoco he trabajado para INTERPOL.

    McVey se encogió de hombros y miró a Noble.

    —Yo estoy igual que él —dijo—. Tampoco he trabajado nunca con la policía de París ni con la INTERPOL. ¿Cómo y dónde guardáis las cabezas aquí?
    —Guardamos las cabezas, McVey, de la misma manera que guardamos los cuerpos, o los trozos de cuerpos. Etiquetadas, selladas en bolsas plásticas y congeladas. —Era demasiado tarde para que Noble mostrara algún sentido del humor.
    —Vale —dijo McVey y se encogió de hombros. Tenía sobradas ganas de terminar aquella noche. Dentro de pocas horas, los inspectores empezarían a trabajar en el callejón, a interrogar a todos y a cualquiera que hubiera visto algo en torno al cubo de basura unas horas antes de que encontraran la cabeza. Al cabo de un día, o de dos, a más tardar, tendrían los informes de laboratorio sobre las muestras de tejidos y de los folículos del pelo. Traerían a un antropólogo forense para determinar la edad de la víctima.

    Los dos inspectores se marcharon y dejaron al doctor Michaels la labor de etiquetar, sellar en bolsa plástica y congelar la cabeza en el contenedor correspondiente. Recibió instrucciones especiales para que no abriera dicho contenedor más que en presencia del comandante Noble o del inspector McVey. Noble se dirigió a su casa de cuatro pisos recién reformada, en Chelsea, y McVey volvió a su pequeña habitación en el pequeño hotel de la calle de la Media Luna, al otro lado de Green Park, en Mayfair.


    Capítulo 5


    Un día de nieve de febrero de 1928 lo habían bautizado con el nombre de William Patrick Cavan McVey en la iglesia católica de St. Mary, en lo que era entonces Leheigh Road, en Rochester, Nueva York. Cuando era niño, desde la escuela parroquial Cardinal Manning hasta el instituto Don Bosco, todo el mundo lo conocía como Paddy McVey, el hijo mayor del sargento de policía Murphy McVey. Pero desde el día en que solucionó el caso de los «asesinatos de los torturadores de las colinas» en Los Ángeles, veintinueve años más tarde, nadie volvió a llamarlo por ese mote, ni sus jefes, ni los inspectores colegas, ni la prensa, ni siquiera su mujer.

    McVey era empleado del Cuerpo de Policía de Los Ángeles desde 1955, había enviudado dos veces y costeado la universidad de sus tres hijos. El día en que cumplió sesenta y cinco años, quiso jubilarse. Pero no dio resultado. El teléfono seguía sonando. «Llamad a McVey, sabe todo lo que hay que saber sobre las agresiones a putas.» «Hablad con McVey, no tiene nada que ver con esto pero podría venir a echar un vistazo.» «No lo sé, llamad a McVey.»

    Finalmente, se trasladó a vivir a la casita de pesca que había mandado levantar en la montaña a orillas del lago Big Bear y pidió que retiraran la línea de teléfono. Pero apenas había tenido tiempo para ordenar sus cosas e instalar la televisión por cable cuando sus viejos amigos del Cuerpo comenzaron a subir a pescar. Y no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a preguntar las mismas cosas que preguntaban antes por teléfono. Finalmente, se dio por vencido, cerró la cabaña y volvió a trabajar a jornada completa.

    Volvió a su vieja mesa de trabajo llena de muescas, a la misma silla con ruedecillas que rechinaban, asignado al departamento de Robos y Homicidios. No había pasado aún dos semanas cuando entró Bill Woodward, inspector jefe, y le preguntó si le gustaría viajar a Europa con gastos pagados. Cualquiera de los otros seis inspectores de la sección se habría abalanzado a preparar su maleta Samsonite. McVey se limitó a encogerse de hombros y preguntó por qué y durante cuánto tiempo. No le entusiasmaba la idea de viajar, y cuando lo hacía, le gustaba ir a lugares cálidos. Eran los primeros días de septiembre. En Europa empezaba a hacer frío, y a él no le gustaba el frío.

    —Supongo que «durante cuánto tiempo» depende de ti. El «porqué» es porque Interpol tiene siete cadáveres decapitados y no saben qué hacer. —Woodward le plantó una carpeta a McVey bajo las narices y desapareció.

    McVey lo vio alejarse, miró a los demás inspectores en la sala, cogió una taza de café frío y abrió el expediente. En el ángulo superior derecho había una marca negra, que en el lenguaje de Interpol indicaba un cadáver no identificado y la solicitud de toda la ayuda posible. La marca era antigua. A esas alturas, los cuerpos ya habían sido identificados.

    De los siete cuerpos, dos habían sido hallados en Inglaterra, dos en Francia, uno en Bélgica, otro en Suiza y el último había sido arrastrado por la marea cerca del puerto de Kiel, en Alemania occidental. Todos eran hombres y las edades fluctuaban entre los veinte y los cincuenta y tres años. Todos eran blancos y todos, al parecer, habían sido drogados con algún tipo de barbitúrico. A todos les habían cortado la cabeza con técnicas quirúrgicas exactamente en el mismo punto de su anatomía.

    Los asesinatos habían sido cometidos entre febrero y agosto, y parecían haberse producido totalmente al azar.

    Sin embargo, eran demasiado similares para parecer coincidencia. Pero eso era el único factor en común, porque el resto de los elementos no eran en absoluto similares. Ninguna de las víctimas estaba relacionada entre sí ni parecía conocerse. Ninguno tenía ficha criminal, y ninguno había llevado una existencia violenta. Y todos provenían de diferentes estratos sociales.

    Lo que planteaba mayores dificultades eran las estadísticas. Más del cincuenta por ciento de las veces que se encuentra una víctima de asesinato, con o sin cabeza, el asesino es capturado. En estos siete casos no se había descubierto ni un solo sospechoso. En total, los especialistas de la policía de cinco países, incluyendo la unidad especial de investigación de Homicidios de Scotland Yard e Interpol, la organización internacional de policía, no habían logrado nada, lo cual era una fiesta para la prensa sensacionalista. Al final, el Cuerpo de Policía de Los Ángeles había recibido una llamada solicitando a uno de los mejores expertos en aquel singular mundo de la investigación de homicidios.

    McVey había empezado por viajar a París, donde conoció al Inspector teniente Alex Lebrun, de la Prefectura Central de Policía de París, un tipo listo y simpático con una gran sonrisa y un cigarrillo sempiterno en la boca. A su vez, Lebrun le había presentado al comandante Noble, de Scotland Yard, y al capitán Yves Cadoux, responsable de la misión. Los cuatro hombres examinaron juntos el escenario de los crímenes en Francia. El primero estaba situado en Lyón, a dos horas al sur de París en TGV, el tren bala, y, paradójicamente, a un kilómetro del cuartel de Interpol. El segundo lugar era la estación de esquí de Chamonix, en los Alpes. Después, Cadoux y Noble acompañaron a McVey a una pequeña fábrica en las afueras de Ostende, en Bélgica; a un hotel de lujo a orillas del lago Ginebra en Lausana, en Suiza; a una pequeña ensenada rocosa a veinte minutos en coche al norte de Kiel en Alemania. Finalmente viajaron a Inglaterra. Primero a un pequeño piso frente a la catedral de Salisbury, a ciento veinte kilómetros al sudeste de Londres; luego a Londres ciudad, en una casa situada en una plaza en el exclusivista barrio de Kensington.

    A continuación, McVey tuvo que pasar diez días en una fría oficina del tercer piso de Scotland Yard revisando los extensos informes policiales de cada uno de los crímenes, a menudo obligado a consultar ciertos detalle con Ian Noble, que disponía de una oficina mucho más cómoda y caldeada en el primer piso. Afortunadamente, McVey se dio un respiro cuando lo llamaron de Los Ángeles para que volviera a declarar durante dos días en el juicio por asesinato de un traficante de drogas vietnamita que el propio McVey había detenido cuando el tipo intentaba matar a un conductor de autobús en el restaurante donde McVey estaba comiendo. En realidad, el acto de heroísmo de McVey había consistido en colocarle al tipo su revólver reglamentario del calibre 38 detrás de la oreja, y aconsejarle que se relajara.

    Después del juicio, McVey iba a tomarse dos días libres como asuntos personales para volver luego a Londres. Pero por algún motivo, al inspector se le ocurrió someterse a unas sesiones de cirugía dental y convirtió los dos días en dos semanas. La mayor parte del tiempo lo pasó en un campo de golf cercano al estadio de Rose Bowl, donde el cálido sol que se filtraba a través de la niebla lo ayudó, entre golpe y golpe, a meditar sobre los asesinatos.

    Hasta ese momento, lo único que las víctimas parecían tener en común, el único hilo conductor, era el corte quirúrgico practicado en las cabezas. Se trataba de algo que a primera vista parecía ser obra de un cirujano o de alguien con habilidades de cirujano que tenía acceso a los instrumentos necesarios.

    Exceptuando eso, no había nada más que cuadrara. Tres de las víctimas habían sido asesinadas en el mismo lugar donde se las había encontrado. Las otras cuatro habían sido asesinadas en otro lugar, y tres de ellas habían sido abandonadas a la orilla de un camino, mientras que la cuarta había sido lanzada a las aguas del puerto de Kiel. Después de tanto tiempo en Homicidios, éste era el caso más confuso y extraño de todos los que había conocido McVey.

    Y luego, después de guardar los palos de golf y tener que regresar a la humedad de Londres, agotado y desorientado por el largo viaje, no bien había dejado caer la cabeza sobre aquella cosa que el hotel pretendía hacer pasar por almohada, y cuando ya había cerrado los ojos, sonó el teléfono. Era Noble, llamando para informarle que una cabeza ajustaba con uno de los cuerpos.

    Y eran las cuatro menos cuarto de la mañana, hora de Londres, y McVey estaba sentado ante lo que servía como mesa de escritorio en el armario que era su habitación, junto a dos dedos de whisky Famous Grouse, hablando en conferencia con Noble y el capitán Cadoux, en la línea de Interpol de Lyón.

    Cadoux, un enérgico y macizo individuo con un enorme bigote daliniano que no podía dejar de acariciarse entre el índice y el pulgar, tenía ante sus ojos el fax del informe preliminar de la autopsia enviado por el joven forense Evans. En él se describía, entre otras cosas, el punto exacto en que la cabeza había sido separada del cuerpo. Era precisamente el mismo punto en el que se había producido la separación de la cabeza en los otros siete cuerpos.

    —Ya lo sabemos, Cadoux, pero no es suficiente para que digamos con seguridad que los asesinatos están relacionados —dijo McVey, con voz cansina.
    —Corresponde al mismo grupo de edad.
    —Aun así, no es suficiente.
    —McVey, tengo que advertirle que estoy de acuerdo con el capitán Cadoux —dijo Noble, pausado, como si estuvieran bebiendo el té de las cinco. McVey volvió a mirar su reloj. Ya no tenía una idea clara de si era de día o de noche.
    —Aunque no establezca una relación, se le parece demasiado como para ignorarla —concluyó Noble.
    —Vale..., hay que preguntarse qué tipo de loco anda suelto por ahí —dijo McVey, aventurando la idea que siempre había tenido. Desde el momento en que lo dijo, Scotland Yard e Interpol reaccionaron del mismo modo.
    — ¿Cree que se trata de un solo hombre? —preguntaron al unísono.
    —No lo sé. Sí... —dijo McVey—. Creo que es un solo hombre.

    Luego, alegando que el desfase horario estaba a punto de derrumbarlo y preguntando qué tal si se ocupaban de aquello más tarde, McVey colgó. Podía haberles pedido su opinión, pero no lo había hecho. Eran ellos quienes habían solicitado su ayuda. Además, si pensaban que se equivocaba, lo habrían dicho. En cualquier caso, no era más que una corazonada.

    Cogió el vaso de whisky y miró por la ventana. Al otro lado de la calle había otro hotel, pequeño, como el suyo. La mayoría de las ventanas estaban apagadas, pero en la cuarta planta brillaba una luz tenue. Alguien estaba leyendo, o tal vez ya se había dormido leyendo, o había dejado la luz encendida al salir y aún no había vuelto. O tal vez había un cadáver en la habitación, a la espera de que lo encontraran al día siguiente. Eso era lo que sucedía cuando se trabajaba como detective, las posibilidades para casi todo eran infinitas. Sólo con el tiempo conseguía uno desarrollar una intuición sobre las cosas, un sentido de lo que había en la habitación antes de entrar en ella, de lo que podía encontrar, de qué tipo de gente habría allí o había estado allí, y qué habrían estado urdiendo.

    Pero en el asunto de la cabeza cercenada, no había habitaciones con luz tenue de por medio. Si tenían suerte, tal vez la encontrarían más tarde. Una habitación los conduciría a otra habitación y, finalmente, al lugar donde se encontraba el asesino. Pero antes, debían identificar a la víctima.

    McVey terminó de beber su whisky, se frotó los ojos y lanzó una mirada atenta a la nota que había escrito en su libreta de apuntes: Cabeza/Artista/Esbozo/Periódico/DNI.


    Capítulo 6


    A las cinco de la mañana, las calles de París estaban desiertas. El metro comenzaba a circular a las cinco y media, de modo que para llegar a la fábrica, Henri Kanarack dependía de Agnès Demblon, contable jefa de la panadería donde trabajaba. Ella, con un religioso sentido del deber, llegaba todos los días a las cuatro y cuarenta y cinco minutos, con su Citroen blanco adquirido hacía cinco años, y lo esperaba frente a su piso. Y todos los días, Michèle Kanarack miraba por la ventana de la habitación, veía a su marido salir a la calle, entrar en el Citroen y partir con Agnès. Luego se ceñía la bata, volvía a la cama y se quedaba despierta pensando en Henri y Agnès. Agnès era una solterona de cuarenta y tres años, una contable que nunca se quitaba las gafas, carente de atractivo para la imaginación de cualquiera. ¿Qué veía Henri en ella que no veía en Michèle? Michèle era mucho más joven, diez veces más guapa, con un cuerpo igualmente bonito, y se aseguraba de darle a Henri todo el sexo que quisiera, razón por la cual finalmente había quedado encinta.

    Lo que Michèle no podía saber, y nadie jamás le contaría, era que Henri había conseguido el empleo en la panadería gracias a Agnès. Era ella quien había convencido al dueño, a pesar de que Henri no tenía ninguna experiencia como panadero. El dueño, un hombre pequeño e impaciente, de apellido Lebec, no había demostrado ningún interés en contratar a un nuevo empleado, sobre todo si tenía que costear su aprendizaje, pero cambió de parecer inmediatamente cuando Agnès amenazó con despedirse si no lo contrataba. Era difícil encontrar contables como Agnès, que conocieran los subterfugios de las leyes de impuestos. Finalmente, a Henri Kanarack lo habían contratado, no había tardado en aprender su oficio, se podía confiar en él y no estaba pidiendo aumentos de sueldo constantemente, como cualquier otro. En otras palabras, era un empleado ideal y, por esa razón, Lebec no había discutido con Agnès por el hecho de haberlo traído. Pero Lebec se preguntaba por qué Agnès había estado dispuesta a dejar su empleo por un individuo tan anodino y banal como Henri Kanarack.

    — ¿Sí o no, señor Lebec? —había sido su tajante pregunta. El resto era cosa del pasado.

    Agnès disminuyó la marcha ante un semáforo intermitente y miró a Kanarack. Le había visto las heridas en el rostro al subirse. Ahora, bajo la luz del semáforo, su aspecto era aún más terrible.

    —Has vuelto a beber —dijo, con tono frío, casi cruel.
    —Michèle está encinta —dijo él, mirando hacia delante, observando los faros amarillos del coche que penetraban la oscuridad.
    — ¿Y tú, te emborrachaste de alegría o de pena?
    —No me emborraché. Un hombre me atacó.
    — ¿Qué hombre? —preguntó ella, y lo miró.
    —Nunca lo había visto.
    —Y tú, ¿qué hiciste?
    —Me escapé —dijo Kanarack, con la mirada fija en el camino.
    —Finalmente te has despabilado ahora que te haces viejo.
    —No se trata de eso. —Kanarack se volvió para mirarla—. Fue en la cervecería Stella, de la calle Saint Antoine. Estaba leyendo el periódico y bebiendo un café antes de volver a casa. De pronto, sin ningún motivo, un tipo se me echó encima, me tiró al suelo y comenzó a golpearme. Los camareros lo sujetaron y yo escapé.
    — ¿Por qué la tomó contigo?
    —No lo sé —dijo Kanarack, y volvió a mirar el camino. La noche empezaba a convertirse en día, y el mecanismo automático comenzaba a apagar las farolas de la calle—. Luego me siguió, hasta el otro lado del Sena, entró en el metro, logré perderlo, y me metí en un vagón antes de que me alcanzara. Entonces...

    Agnès cambió la marcha para reducir ante un hombre que cruzaba paseando a su perro. Pasó y volvió a acelerar.

    — ¿Entonces qué?
    —Me acerqué a la ventanilla del vagón y vi que lo cogía la policía del metro.
    —Así que estaba loco. Al menos la policía sirve para algo.
    —Tal vez no.

    Agnès le lanzó una mirada. Había algo que Henri no le había dicho.

    — ¿Qué pasa?
    —Era americano.

    Paul Osborn volvió a su hotel en la avenida Kléber a la una menos diez de la mañana. Quince minutos más tarde estaba en su habitación llamando a Los Ángeles. Su abogado lo puso en contacto con un colega. Éste le dijo que haría una llamada y que volvería a ponerse en contacto con él. A la una y veinte sonó el teléfono. La persona que llamaba estaba en París. Se llamaba Jean Packard.

    Algo más de cinco horas y media después, Jean Packard estaba sentado frente a Paul Osborn en el comedor del hotel. Tenía cuarenta y dos años y estaba exageradamente en forma. Llevaba el pelo corto y el traje le colgaba sobre su cuerpo fibroso. No llevaba corbata y mantenía el cuello de la camisa abierto, tal vez para enseñar deliberadamente una profunda cicatriz de siete centímetros que le cruzaba el cuello en diagonal. Packard había sido legionario, y luego mercenario en Angola, Tailandia y El Salvador. Ahora era empleado de Kolb International, conocida como la mayor agencia de detectives del mundo.

    —No garantizamos nada, pero hacemos todo lo posible, y para la mayoría de los clientes, eso suele ser suficiente —dijo Packard, con una llamativa sonrisa. Un camarero trajo café caliente y una pequeña bandeja de cruasanes, y se marchó. Jean Packard no tocó ni lo uno ni lo otro. Se limitó a mirar a Osborn fijo a los ojos—. Permítame explicarle —pidió. Su inglés tenía un marcado acento pero era comprensible—. Kolb selecciona cuidadosamente a todos sus detectives, y todos tienen antecedentes impecables. Sin embargo, no trabajamos como empleados sino como contratados independientes. Las oficinas regionales nos encargan una misión y nosotros compartimos los honorarios con ellos. Fuera de eso, no nos piden nada más. De hecho, sólo dependemos de nosotros mismos salvo si solicitamos lo contrario. Para nosotros, la confidencialidad de los clientes es un valor casi religioso. Tratamos los asuntos entre nosotros, el detective y su cliente, lo cual es una garantía. Esto es algo que estoy seguro apreciará en los días que corren, cuando hasta la información más detallada está disponible para cualquiera que pueda pagarla.

    Jean Packard levantó una mano y detuvo a un camarero que pasaba. Pidió un vaso de agua, en francés. Luego se volvió hacia Osborn y le explicó los procedimientos de Kolb.

    Cuando se cumplimentaba una investigación, dijo, se le devolvían al cliente todos los archivos con documentos escritos, copiados o fotografiados, incluyendo los negativos. El detective presentaba luego a la oficina regional de Kolb un informe detallando la duración del trabajo y los gastos. A su vez, Kolb le pasaba la factura al cliente.

    El camarero trajo el agua.

    —Merci —dijo Packard. Bebió un trago, dejó el vaso en la mesa y miró a Osborn—. Como comprenderá, llevamos a cabo operaciones limpias, discretas y sencillas.

    Osborn sonrió. No sólo le gustaba el método sino que además apreciaba el estilo y el modo de ser del detective. Necesitaba a alguien en quien confiar, y Jean Packard parecía ser esa persona. Aun así, el detective equivocado con el método equivocado podía provocar la fuga del hombre que buscaba y eso podía echarlo todo a perder. Luego estaba el otro problema, que hasta ese momento Osborn no sabía cómo abordar. Pero cuando habló Jean Packard, el dilema de Osborn se esfumó.

    —Me gustaría preguntarle por qué quiere localizar a esta persona, pero tengo la impresión de que preferiría no decírmelo.
    —Es algo personal —dijo Osborn, en voz baja. Jean Packard asintió con la cabeza, dando a entender que aceptaba la explicación.

    Durante los siguientes cuarenta minutos, Osborn revisó los detalles de lo poco que sabía sobre el hombre que buscaba. La cervecería en la calle Saint Antoine. La hora del día en que lo había visto. En qué mesa se había sentado. Qué bebía. El hecho de que fumara. La dirección que el hombre había cogido luego, cuando pensaba que nadie lo seguía. El metro del bulevar Saint Germain al que había corrido cuando se había dado cuenta de que lo seguían.

    Osborn cerró los ojos para recordarlo, y describió a Henri Kanarack físicamente. Tal como lo había visto allí, sólo unas horas antes, en París, y tal como lo recordaba desde aquel otro momento, hacía años, en Boston. Jean Packard dijo poca cosa, preguntó algún detalle, pidió que repitiera otros. Tampoco tomó notas, y se limitó a escuchar. La sesión terminó con un dibujo que Osborn hizo de Henri Kanarack de memoria en una hoja del hotel y que luego entregó a Jean Packard. Los ojos hundidos, la mandíbula cuadrada, la marcada cicatriz por debajo del ojo izquierdo cruzándole el pómulo hacia abajo, profunda, hasta el labio superior, las orejas que se separaban del rostro casi en ángulo recto. El dibujo era rudimentario, parecía hecho por un chico de diez años.

    Jean Packard lo dobló por la mitad y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

    —Dentro de dos días le diré algo —dijo. Terminó de beber el vaso de agua, se levantó y salió.

    Durante un rato largo, Paul Osborn se quedó mirando hacia donde había desaparecido. No sabía cómo debía sentirse ni qué pensar. Por una mera circunstancia del azar, al escoger sin pensarlo un lugar para beber una taza de café en una ciudad de la que no conocía nada, todo había cambiado. Y el día que él había pensado que jamás llegaría, había llegado. De pronto había surgido la esperanza. No era sólo una retribución sino también una redención de la larga y terrible servidumbre a que lo había condenado aquel asesino. Durante casi tres décadas, desde la adolescencia a la condición de adulto, su vida había sido una tortura solitaria plagada de terrores y pesadillas. Muy a su pesar, el incidente volvía a rondarle la mente una y otra vez, alimentado implacablemente por el sentimiento de culpa que lo roía, como si fuese él el responsable de la muerte de su padre, que de alguna manera podría haber evitado si hubiera sido mejor hijo, más vigilante, si hubiera visto el cuchillo a tiempo para gritarle, o incluso para interponerse en el camino. Pero eso era sólo un aspecto. El resto era aún más oscuro y devastador.

    Desde la niñez hasta su vida de adulto, a través de innumerables consejeros, terapeutas, hasta alcanzar una situación aparentemente segura de éxito profesional en que refugiarse, Osborn había luchado sin éxito contra otro demonio, aún más trágico: el terror paralizante y castrador de ser abandonado, iniciado con la drástica demostración de un asesino de cuan rápido podía desaparecer el amor.

    Había sido verdad en ese momento y desde entonces seguía siendo verdad. Al principio, por las circunstancias, junto a su madre y su tía. Y, más tarde, en el curso del tiempo, con sus amantes y sus amigos. La culpa de lo que sucedía en su vida adulta era suya. A pesar de que comprendía sus causas, le seguía siendo imposible controlar las emociones. Cuando asomaban el verdadero amor o la verdadera amistad, el terror brutal de que alguien pudiera arrancársela una vez más surgía en él desde la nada y lo envolvía como una marea furiosa. Y de ahí una desconfianza y unos celos contra los que se sentía impotente. Debido a un puro instinto de autoprotección, la alegría, el amor y la confianza que habían existido se borraban de un plumazo.

    Pero ahora, después de casi treinta años, había aislado la causa de su enfermedad. Estaba aquí, en París. Y cuando la encontrara, no lo notificaría a la policía, no intentaría la extradición ni seguiría los cauces de la justicia. Una vez que encontrara a aquel hombre, lo enfrentaría, y luego, como una enfermedad, lo eliminaría rápidamente. La única diferencia era que esta vez la víctima conocería a su asesino.


    Capítulo 7


    El día siguiente al funeral del padre de Paul Osborn, su madre decidió abandonar la casa y marcharse a vivir con su hermana a una casita de dos plantas en Cape Cod.

    A su madre la llamaban Becky. Osborn suponía que era un apócope de Elizabeth, o de Rebecca, pero jamás había preguntado y jamás había oído que la llamaran por otro nombre que Becky. Al casarse con el padre de Paul tenía sólo veinte años y era estudiante de enfermería.

    George David Osborn era un tipo apuesto, pero callado e introvertido. Se había trasladado de Chicago a Boston para matricularse en el Massachusetts Institute of Technology y, después de licenciarse, había comenzado a trabajar inmediatamente en Raytheon y luego en Microtab, una pequeña empresa de diseño técnico situada en la Ruta 128, en el centro de la alta tecnología. De su padre, Paul sólo sabía que diseñaba instrumentos quirúrgicos. Era demasiado pequeño para recordar qué tipo de instrumentos eran.

    Lo que sí recordaba en la nebulosa que siguió al funeral era la mudanza desde la gran casa en los suburbios de Boston a una casa mucho más pequeña en Cape Cod. Y recordaba que, casi inmediatamente, su madre había comenzado a beber.

    Recordaba las noches en que preparaba la cena para ambos, y luego dejaba que su plato se enfriara y se dedicaba a beber una copa tras otra hasta desvanecerse. Paul recordaba el temor que sentía a medida que las copas se le subían a la cabeza y él intentaba hacerla comer, pero ella se negaba. Al contrario, se irritaba.

    Al principio eran pequeñas manifestaciones, pero su rabia siempre terminaba por alcanzarle a él. ¡Era culpa suya por no haber hecho nada! ¡Nada! Podía haber intentado salvar a su padre. Y si su padre viviera, decía, aún estarían en la gran casona de Boston, en lugar de tener que compartir aquella diminuta casa en Cape Cod con su hermana.

    Y luego la ira se concentraba en el asesino y en la vida que le había legado a ella. Y luego estaban los de la policía, gente incapaz e impotente, hasta que finalmente la ira recaía sobre ella misma, la persona que más despreciaba, por no ser el tipo de madre que debería haber sido, por no estar preparada para lidiar con las secuelas de la tragedia.

    A sus cuarenta años, la tía Dorothy era soltera y ocho años mayor que su hermana. Tenía un gran corazón y sufría de exceso de peso. Era una mujer sencilla y agradable que asistía a la iglesia todos los domingos, y era sumamente activa en la comunidad. Al traer a Becky y a Paul a su casa, hizo todo lo posible para que su hermana rehiciera su vida, para que volviera a la iglesia y estudiara enfermería, una carrera de la que un día estaría orgullosa.

    —Dorothy no es más que una funcionaría que trabaja en la administración del condado —solía repetir su madre con el tercer Canadian Club con tónica—. ¿Qué sabe ella de lo terrible que es criar a un hijo sin el padre? ¿Cómo va a entender que la madre de un chico de diez años tiene que estar pendiente de él cada día cuando llega del colegio?

    ¿Quién le ayudaría con sus deberes? ¿Quién le prepararía la cena? ¿Quién velaría para que no trabara malas amistades? Dorothy no lo entendía. No podía entenderlo. Y seguía insistiendo en lo de la iglesia, en la carrera y en una vida normal. Becky juraba que estaba dispuesta a irse de la casa. El seguro de vida les había dejado suficiente dinero para vivir solos, aunque modestamente, hasta que Paul terminara el instituto.

    Lo que Becky no entendía era que Dorothy no hablara de la iglesia, ni de su carrera ni de una nueva vida. Hablaba de su afición a la bebida. Dorothy quería que lo dejara, pero Becky no tenía la menor intención de dejarlo.

    Ocho meses y tres días después, Becky Osborn saltó con su coche en el puerto de Barnstable y esperó sentada en él hasta que se hubo hundido. Acababa de cumplir treinta y tres años. El funeral se celebró en la Primera Iglesia Presbiteriana en Yarmouth, el 15 de diciembre de 1966. El día estaba gris y el pronóstico anunciaba nieve. Veintiocho personas, incluyendo a Paul y Dorothy, asistieron a la ceremonia. La mayoría eran amigos de Dorothy.

    El 4 de enero de 1967, a los once años, la tía Dorothy se convirtió en la tutora legal de Paul Osborn. El 12 de enero del mismo año, éste ingresó en Hartwick, una escuela privada para chicos en Trenton, Nueva Jersey. Durante los siete años siguientes, Paul viviría allí diez de los doce meses del año.


    Capítulo 8


    El retrato que el técnico de la policía había dibujado de la cabeza decapitada fue publicado en los periódicos de Londres el martes por la mañana. Se le describía como persona desaparecida, y se rogaba a quien poseyera información que la transmitiera a la Policía Metropolitana de inmediato. Se facilitaba un número de teléfono con la advertencia de que, en caso deseado, se garantizaba el anonimato de quienes llamaran. A la policía sólo le interesaba tener noticias sobre aquel hombre para informar de su paradero a una familia destrozada por el dolor. No se mencionó que el rostro pertenecía a una cabeza cercenada del cuerpo.

    Hacia medianoche no se había recibido ni una sola llamada.

    En París, un retrato de otro tipo había tenido más suerte. Por el módico soborno de cien francos, Jean Packard logró refrescarle la memoria a uno de los camareros que había arrancado a Paul Osborn del cuello de Henri Kanarack, cuando luchaban en la sala de la cervecería Stella.

    El camarero, un tipo pequeño de manos ligeras y afeminadas que coincidían con su manera de ser, había visto a Kanarack un mes antes, cuando trabajaba en otra cervecería, cerrada poco después a causa de un incendio. Al igual que en la cervecería Stella, Kanarack entraba solo y pedía un café. Luego abría el periódico y fumaba un cigarrillo. La hora del día era más o menos la misma, las cinco de la tarde. La cervecería se llamaba Le Bois, en el bulevar Magenta, entre la estación del Este y la plaza de la Republique. Una línea recta trazada entre Le Bois y la cervecería Stella mostraba la abundancia de estaciones de metro en ese sector. Y dado que el extraño no tenía aspecto de ser un hombre que cogiera taxis, era razonable pensar que había llegado hasta los dos locales en coche o a pie. Tampoco parecía muy probable que alguien aparcara el coche cerca de cualquiera de las dos cervecerías a la hora punta de la tarde, sólo para beber un espresso y hojear el periódico durante un rato. La lógica elemental sugería que había llegado a pie.

    Tanto Osborn como el camarero habían mencionado el detalle de que el hombre llevaba una barba con la «espesura de las cinco de la tarde». Aquello coincidía con sus costumbres y aspecto de trabajador, y era razonable suponer que el hombre volvía a casa del trabajo, y dado que se había detenido al menos dos veces, daba pie a pensar que tenía la costumbre de hacer una pausa en el camino. A Packard sólo le quedaba dar una vuelta por otros cafés del sector entre las dos cervecerías. Si eso no daba resultados, se abriría en triángulos a partir de cada punto, hasta que encontrara otro café donde alguien reconociera el dibujo de Paul Osborn. En cada ocasión, mostraría su identificación, diría que se trataba de un hombre desaparecido y que la familia lo había contratado para dar con su paradero.

    Ya en el cuarto intento, Packard habló con una mujer que reconoció el rudimentario retrato. Trabajaba como cajera en un café de la calle Lucien, cerca del bulevar Magenta. El hombre del dibujo había pasado por allí, un día sí y otro no, durante los últimos tres años.

    — ¿Sabe usted cómo se llama, señora?

    Ante aquella pregunta, la mujer levantó una mirada suspicaz.

    — ¿Dice que está investigando para la familia y resulta que no sabe su nombre?
    —Lo que pasa es que un día adopta un nombre, y al día siguiente otro.
    — ¿Es un criminal?
    —Está enfermo...
    —Lo siento, pero no sé su nombre.
    — ¿Sabe usted dónde trabaja?
    —No, pero suele llevar una especie de polvillo fino sobre la chaqueta. Lo recuerdo porque siempre está intentando sacárselo de encima. Como un tic nervioso.
    —He descartado las empresas de construcción porque los obreros de la construcción no suelen llevar cazadoras deportivas cuando van al trabajo ni cuando vuelven. Ni, desde luego, cuando trabajan —sentenció Packard. Pasaban algunos minutos de las siete de aquella noche cuando el detective se sentó a conversar con Paul Osborn en un rincón oscuro del bar del hotel. Packard le había prometido que se pondría en contacto con él dos días más tarde. Ahora tenía noticias antes de lo previsto-. Al parecer, nuestro hombre trabaja en un sector donde se deposita un residuo de polvo en su cazadora cuando queda colgada durante las horas de trabajo. Pasando a criba las empresas en un radio de mil quinientos metros a partir de los tres cafés, más de lo que normalmente suele caminar la gente después de la jornada laboral, hemos podido restringir razonablemente su profesión a los cosméticos, los químicos en polvo o los productos de repostería.

    Jean Packard hablaba en voz baja. Sus informaciones eran breves y explícitas. Pero Osborn lo escuchaba como en un sueño. Una semana antes estaba en Ginebra, inquieto y preocupado por la ponencia que presentaba al Congreso Mundial de Cirugía. Siete días más tarde, se encontraba a oscuras en un bar, en París, escuchando a un desconocido confirmándole que aquel hombre estaba vivo. Que caminaba por las calles de París. Que vivía, trabajaba y respiraba allí. Que el rostro que él había visto era real. Que la piel que había tocado, la vida que había sentido entre sus dedos, aun cuando intentara sofocarla, era real.

    —A esta hora, mañana, le facilitaré un nombre y una dirección —dijo Packard, y dio su informe por terminado.
    —Bien —se oyó decir Osborn—. Muy bien.

    Jean Packard lo miró un momento antes de levantarse. No le incumbía saber qué haría Osborn con la información cuando la tuviera. Ya había visto esa mirada en otros hombres. Distante, turbulenta y resuelta. No le cabía la menor duda de que ese Kanarack, cuya suerte estaba librando al americano sentado ahora enfrente de él, tenía sus horas contadas.

    De vuelta en su habitación, Osborn se desnudó y se dio la segunda ducha del día. Lo que intentaba era no pensar en el día de mañana. Cuando tuviera el nombre del tipo, cuando supiera quién era y dónde vivía, ya pensaría en lo demás. Cómo interrogarlo y, luego, cómo matarlo. Pensar en ello ahora era demasiado difícil, demasiado doloroso. Le recordaba todo lo que había de oscuro y terrible en su vida. La pérdida, la rabia y la culpa, la ira, el aislamiento y la soledad. Temor al amor, porque pensaba que lo despojarían de él.

    Tenía la mitad de la cara cubierta con espuma de afeitar y limpiaba el vapor del espejo cuando sonó el teléfono.

    —Sí —dijo en seguida, pensando que llamaba Jean Packard para explicarle algún otro detalle. No era Jean Packard. Era Vera, y le decía que lo esperaba en la recepción. ¿Era posible dejarla subir a su habitación?, preguntaba, ¿o tal vez estaba con alguien? ¿O tenía otros planes? Ella era así. Correcta, atenta, casi ingenua. La primera vez que habían hecho el amor le había pedido permiso para tocarle el pene. Venía, explicó, a decirle adiós.

    Sólo tenía una toalla puesta cuando abrió la puerta y la vio en el pasillo, temblando, los ojos humedecidos por las lágrimas. Ella entró y él cerró la puerta, y luego la besó y ella lo besó a él y se abrazaron. Sus ropas quedaron desparramadas por todas partes. El tenía sus labios sobre sus pechos, y la mano, en la oscuridad, entre sus piernas. Hasta que ella las abrió y él la penetró con alegría y todo se transformó en risas y lágrimas y en un deseo insondable.

    Nadie decía adiós de aquella manera. Jamás. Nadie lo había hecho ni lo haría nunca.

    Nadie.


    Capítulo 9


    Se llamaba Vera Monneray. La había conocido en Ginebra cuando, después de leer su ponencia, ella se acercó a presentarse. Le contó que era licenciada por la Facultad de medicina de la Universidad de Montpellier, y que cursaba su primer año de residente en el hospital St. Anne, en París. Estaba sola y celebraba sus veintiséis años. No supo explicar cómo había sido tan directa, pero él le había llamado la atención desde el momento en que comenzaba su discurso. Había algo en él que la incitaba a conocerlo. A descubrir quién era. A pasar un momento con él. En ese momento, no sospechaba si estaba casado o no. Ni le importaba. Si él le hubiese dicho que estaba casado, que tenía una mujer, o que estaba ocupado, ella le habría estrechado la mano, le habría dicho que su ponencia le había impresionado y se habría despedido. Y no habría sucedido nada.

    Pero él no había dicho nada de eso.

    Salieron y cruzaron el puente peatonal sobre el Ródano hasta llegar al casco viejo. Vera era una persona brillante y llena de vida. Tenía el pelo largo negro, casi azabache, y se lo recogía hacia un lado y lo sujetaba detrás de la oreja, y aunque hablara con toda la vehemencia del mundo, el pelo permanecía donde estaba sin soltarse. Tenía los ojos casi igual de oscuros, unos ojos jóvenes y ávidos de la larga vida que tenía por delante.

    Al cabo de veinte minutos después de haberse conocido, se habían cogido de la mano. Aquella noche cenaron juntos en un pequeño restaurante italiano muy cerca del barrio de las putas. Resultaba curioso pensar que había una calle para las prostitutas en Ginebra. La reputación del país, basada en el chocolate, en los relojes y en su aura de sobriedad como centro de las finanzas internacionales, no acababa de encajar con las faldas ceñidas y abiertas a un lado que llevaban las fulanas en la calle. Pero ahí estaban, habitantes del par de manzanas que les habían destinado. Vera observó cuidadosamente a Osborn al pasar junto a ellas. ¿Se sentía inhibido, molesto? ¿Tal vez consumía en silencio la mercadería o simplemente vivía la vida sin complicaciones? «Todo junto —pensó—. Todo junto.»

    Y durante la cena, como sucedió en el transcurso de la tarde, pasó algo parecido, una silenciosa y tierna exploración entre un hombre y una mujer que se habían sentido instintivamente atraídos el uno por el otro. Cogerse la mano, intercambiar miradas y, finalmente, buscar en lo profundo de los ojos del otro.

    En más de una ocasión, Paul se había excitado. La primera vez, miraban pasteles en un gran almacén. Estaba lleno de gente, y Osborn tenía la certeza de que todas las miradas estaban fijas en su entrepierna. Cogió un pan grande y lo sostuvo discretamente delante de sí mientras simulaba mirar buscando algo. Vera lo vio y rió. Era como si fuesen amantes hacía mucho tiempo y compartieran una emoción secreta al mostrarlo en público.

    Después de la cena, caminaron por la rué des Alpes y miraron la luna que salía sobre el lago Ginebra. A sus espaldas quedaba el Beau Rivage, el hotel de Paul. Él había pensado en la cena, en el paseo, en la noche, en todo lo que debía suceder hasta entonces. Pero ahora que estaba al alcance de la mano, no se sentía tan seguro de sí mismo como había creído. Habían pasado menos de cuatro meses desde su divorcio, apenas tiempo suficiente para recuperar la confianza de un joven médico, soltero y atractivo.

    Intentó recordar cómo lo hacía en los viejos tiempos. ¿Le pedía a la mujer que subiera a su habitación? Tenía la mente en blanco y no lograba recordar nada. Pero no era necesario, porque Vera le llevaba una buena ventaja.

    —Paul ^dijo, cobijando un brazo en el suyo y atrayéndolo hacia sí para protegerse del aire helado que soplaba desde el lago—, lo que nunca se debe olvidar de una mujer es que sólo la llevas a la cama si es ella quien toma la decisión. ,
    —No me digas. —Osborn quería ganar tiempo.

    Tal como lo oyes.

    Él metió la mano en el bolsillo, sacó una llave y la sostuvo en el aire.

    —A la habitación de mi hotel —dijo.
    —Tengo que tomar un tren. El TGV de las diez a París —respondió ella, como dando por sentado que él lo sabía.
    —No entiendo —dijo Osborn, desconcertado. Ella no le había hablado del tren, ni le había dicho que se iba de Ginebra aquella noche.
    —Paul, es viernes. Tengo cosas que hacer en París este fin de semana, y el lunes a mediodía tengo que estar en Caláis. Mi abuela cumple ochenta y un años.
    — ¿Qué tienes que hacer en París este fin de semana que no pueda esperar hasta el próximo?

    Vera lo miró sin decir nada.

    — ¿Entonces? ¿Qué dices?
    — ¿Qué pasaría si te dijera que tengo un novio?
    — ¿Qué hacen las bellas médicas residentes con los novios? ¿Salen de la ciudad para enrollarse con otros amantes? ¿Así es el mundo médico en París?
    —TYO no me he «enrollado» contigo —dijo Vera, y dio un paso atrás, indignada. Pero de la comisura de los labios se le escapó una leve sonrisa. Él la vio, y ella se dio cuenta de que la había visto.
    — ¿Hay un aeropuerto en Caláis? —preguntó Osborn.
    — ¿Por qué? —Vera volvió a apartarse.
    —La pregunta es fácil —dijo él—. Sí, hay un aeropuerto en Caláis. O no, no hay un aeropuerto en Caláis.

    Los ojos de Vera titilaron a la luz de la luna. Una brisa del lago le sopló sobre el pelo.

    —No estoy segura...
    —Pero hay un aeropuerto en París.
    —Hay dos.
    —Entonces el lunes por la mañana puedes volar a

    París y tomar el tren a Caláis. —Si lo que ella quería era esto, que él se liara, lo estaba consiguiendo.

    — ¿Qué iba a hacer aquí hasta el lunes por la mañana? —preguntó, y esta vez la sonrisa fue más abierta. Era evidente que quería liarlo.
    —Para que un hombre consiga llevar a una mujer a la cama, tiene que ser ella la que tome la decisión —dijo, suavemente, y volvió a mostrar la llave de su habitación. La mirada de Vera se encontró con la suya. Estiró sus dedos y envolvió lentamente la llave con la mano.


    Capítulo 10


    Dos días no serían suficientes, pensó Osborn a la mañana siguiente. Vera acababa de salir de la cama y él la vio caminar por el lado y luego entrar al baño. Con los hombros hacia atrás, mostrando sin pudor sus pequeños pechos de alabastro, había cruzado la habitación con el paso de una bestia apenas domesticada, inconsciente de su grandeza. «Deliberadamente —pensó él— no lleva nada encima», ni la camiseta de los Kings de Los Ángeles que le había prestado para dormir y que ella no había usado, ni una de las tantas toallas desparramadas por el suelo en la ducha, rastros de tres episodios sexuales en la ducha. Era la manera que tenía de decirle que, para ella, la noche no había sido una simple travesura de la que estuviera avergonzada.

    En algún momento durante las horas del amanecer, entre dos sesiones de amor, habían decidido pasar el resto del día viajando por Suiza en tren. Ginebra, Lausana, Zúrich y Lucerna. Osborn habría querido ir a Lugano, en la frontera con Italia, pero iba a faltarles tiempo. «Lugano será el próximo viaje», recordó haber pensado antes de caer en un sueño bien ganado y profundo. Lugano e Italia.

    Ahora, mientras la oía entrar en la ducha, tuvo una idea. Era sábado, 1 de octubre. Vera tenía que estar en Caláis el lunes, 3 de octubre. Aquel mismo día estaba programado su viaje de Londres a Los Ángeles. ¿Qué pasaría si hoy, en lugar de estar paseando por Suiza, viajaran a Inglaterra? Tendrían esta noche y todo el domingo día y noche en Londres o adonde Vera quisiera ir en Inglaterra. El lunes por la mañana la dejaría en un tren a Dover, y de ahí cogería el ferry o el trasbordador hasta Caláis, al otro lado del canal.

    La idea de que todo estaba bien pensado le vino súbitamente y, sin pensárselo dos veces se volvió hacia el teléfono. Al empezar a hablar con la recepcionista para llamar a Air Europe, se dio cuenta de que estaba desnudo. Y que, además, tenía una erección, lo cual parecía ocurrirle cada vez que Vera estaba cerca de él. De pronto se sintió como un adolescente durante un fin de semana ilícito. A no ser porque, siendo adolescente, jamás había pasado un fin de semana ilícito. Esas cosas les sucedían a los demás, no a él. Fuerte y guapo como era —y había sido, incluso en aquel entonces— había sido virgen hasta casi los veintidós años, cuando aún era alumno de la Facultad de medicina. Las cosas que los otros chicos hacían él no las había hecho nunca, a pesar de que se jactaba de lo contrario para no parecer tonto. El culpable era, como de costumbre, el temor intenso y descontrolado de que el sexo llevara a la amistad, y la amistad al amor. Y una vez entregado al amor* sólo era cuestión de tiempo encontrar un medio de destruirlo.

    Al principio, Vera dijo que no, que Inglaterra era demasiado caro, que todo era demasiado impulsivo. Pero entonces él le había cogido la mano, la atrajo hacia sí y la besó intensamente. Nada, le dijo, era más caro y más impulsivo que la vida misma. Y nada era tan importante para él como pasar con ella todo el tiempo que fuera posible, y eso podían hacerlo mejor si viajaban a Londres juntos ese mismo día. Hablaba en serio. Vera lo notó en sus ojos cuando se apartó para mirarlo, y lo sintió en su contacto, cuando él sonrió y le acarició suavemente una mejilla.

    —Sí —dijo, sonriendo—. Vamos a Inglaterra. Pero después, se acabó, ¿vale? —La sonrisa había desaparecido, y por primera vez desde que la conocía, Osborn vio una expresión de inquietud—. Tienes tu carrera, Paul. Yo tengo la mía y quiero que las cosas sigan así.
    —Vale —dijo él, y asintió con una sonrisa. Pero cuando se inclinó para besarla ella se apartó.
    —No, primero tienes que decir que estás de acuerdo. Después de Londres no volveremos a vernos.
    — ¿Tanto significa tu trabajo para ti?
    —Lo que he tenido que hacer para terminar mis estudios de medicina... Y lo que aún me queda por hacer. Sí, significa mucho para mí. Y no pediré perdón por decirlo o por ser tan franca.
    —Entonces —dijo Osborn—, vale, estoy de acuerdo.

    Londres había sido un tiro al aire. Vera quería hospedarse en algún lugar discreto, donde no existiera la posibilidad de encontrarse con un antiguo amigo de la facultad —«¿o con algún profesor o novio?», —preguntó Paul, provocador— y tener que rechazar una invitación a tomar té o a cenar. Osborn se registró en el Connaught, uno de los hoteles más selectos, más pequeños, mejor vigilados y más «ingleses» de Londres.

    No tendrían para qué haberse molestado. El sábado por la noche fueron al teatro Ambassadors y vieron Liaisons dangereuses, a lo cual siguió una cena en el Ivy, frente al cine, y luego un paseo, los dos solos cogidos de la mano por el barrio de los grandes teatros, un paseo interrumpido por varias y divertidas copas de champán en los pubs en el camino, hasta terminar en un largo trayecto en taxi de regreso al hotel. En el asiento trasero se propusieron, entre murmullos sensuales y conspiratorios, hacer el amor sin que el chofer se diera cuenta. Y lo lograron. O al menos eso pensaban.

    El resto del viaje de treinta y seis horas a Londres lo pasaron en la cama. Y no fue ni por el sexo ni por una decisión voluntaria. Primero Paul, y poco después Vera, cayeron víctimas de una comida en mal estado, tal vez de un violento ataque de gripe. Lo único que esperaban era que se tratara de una de esas gripes que duran sólo veinticuatro horas. Y así fue. El lunes por la mañana fueron en taxi hasta la estación Victoria. A pesar de sentirse débiles y víctimas de los temblores, ambos estaban casi en plena forma.

    —Vaya manera de pasar un fin de semana en Londres —dijo él, mientras la cogía del brazo y caminaban juntos hasta su tren.
    —En la enfermedad y en la salud —aclaró Vera, y lo miró sonriendo.

    Más tarde, Vera se preguntó por qué había dicho eso, ya que sabía que esas palabras tenían un significado. Fue una inflexión de la voz que le salió naturalmente. Había intentado que todo fuera ligero y divertido, pero sabía que sus palabras no tenían ese tono. No estaba segura de lo que quería decir, y tampoco quería pensar en ello. Sólo recordaba que después Paul la había cogido en sus brazos y la había besado. Era un beso que recordaría toda la vida, un beso lleno de fuerza y entusiasmo, y al mismo tiempo rebosante de una energía y confianza en sí mismo que ella no había sentido en ningún hombre.

    Recordaba haberlo observado desde la ventana de su compartimiento cuando el tren partió. Sin moverse, en medio de la enorme estación, rodeado de trenes, vías y gente, Osborn miraba, los brazos cruzados sobre el pecho, siguiéndola con unos ojos tristes, desconcertados, haciéndose cada vez más pequeño con cada vuelta del eje, hasta que, al final, salieron de la estación y Vera lo perdió de vista.

    Paul Osborn la había dejado a las siete y media de la mañana del lunes, 3 de octubre. Dos horas y media más tarde, estaba en la tienda de «Duty Free» del aeropuerto de Heathrow, dando algunas vueltas antes de abordar el avión que lo llevaría a Los Angeles en doce horas.

    Miraba las camisetas y los tazones de café y las pequeñas toallas estampadas con un mapa del metro de Londres cuando de pronto se dio cuenta de que estaba pensando en Vera. Luego anunciaron su vuelo y él caminó entre el tumulto de viajeros hasta la puerta de embarque. A través de la ventana, divisaba el British Airways 747 que en ese momento cargaba combustible y equipaje.

    Desvió su atención del avión y miró su reloj. Eran casi las once, y Vera estaría a bordo del transbordador que cruzaba el Canal de la Mancha hacia Caláis. Cuando llegara a casa de su abuela, las dos mujeres estarían juntas algo más de una hora y media y luego Vera tendría que correr a coger el tren de las dos a París.

    Sonrió al pensar en Vera ayudando a la vieja de ochenta y un años a abrir los regalos de cumpleaños, contando chistes y riendo mientras comían tarta y bebían café.

    Se preguntó si, por casualidad, hablaría de él. Y, si hablaba, cómo reaccionaría la vieja. Desfiló ante su mente la sucesión de abrazos de despedida, los adioses v las recriminaciones por una visita tan breve mientras esperaban el taxi que llevara a Vera a la estación. Osborn no tenía idea de dónde vivía la abuela de Vera en Caláis, y en realidad ni siquiera conocía su apellido. ¿La abuela materna, o la paterna?

    De pronto supo que todo daba igual. Lo que en realidad pensaba era que Vera estaría en el tren de las dos de Caláis a París.

    En menos de cuarenta minutos, sacaron su equipaje del 747 y Osborn se situó en la fila del vuelo de British Airways a París.


    Capítulo 11


    Vera miró por la ventanilla del compartimiento de primera clase cuando el tren redujo la marcha y entró en la estación. Había intentado relajarse y leer durante el par de horas de viaje. Pero tenía la cabeza en otro lado, y tuvo que abandonar la lectura. Para empezar, ¿qué la había impulsado a presentarse a Paul Osborn en Ginebra? ¿Y por qué había dormido con él en Ginebra y luego viajado con él a Londres? ¿Tal vez estaba algo agitada y había actuado con un dejo de capricho infantil al sentirse atraída por un hombre guapo? ¿O tal vez había intuido inmediatamente algo más, un alma gemela y rara que en muchos sentidos coincidía con ella en sus nociones sobre la vida tal como era, y de lo que podía ser y a dónde podía conducir si estaban juntos?

    De pronto se dio cuenta de que el tren se había detenido. La gente se levantaba, sacaba su equipaje de los maleteros del techo y empezaba a bajar del tren. Había llegado a París. Mañana volvería al trabajo, y Londres y Ginebra y Paul Osborn caerían en el olvido.

    Con la maleta en la mano, bajó y caminó por el andén entre la multitud. El aire estaba húmedo y pesado, como si estuviera a punto de llover.

    — ¡Vera!

    Ella levantó la mirada.

    — ¡Paul! —No cabía en sí de asombro.
    —En la enfermedad y en la salud —dijo él sonriendo. Se acercó entre los pasajeros y le cogió la maleta para cargarla.

    Osborn había cogido el puente aéreo de Londres, y luego un taxi desde el aeropuerto hasta la estación del Norte, donde estaban ahora. Entretanto, había reservado un billete de París a Los Ángeles. Se quedaría en París cinco días, y durante esos cinco días se dedicarían a estar juntos.

    Osborn quería acompañarla a casa, a su piso. Sabía que tenía que ir al trabajo, pero deseaba hacer el amor con ella las horas que quedaban hasta entonces. Y luego, cuando ella terminara su turno y volviera a casa, harían otra vez lo mismo. Estar con ella, hacerle el amor, era lo único que importaba.

    —No puedo —dijo ella, directamente, irritada porque había venido. ¿Cómo se atrevía a imponerse sobre ella de esa manera?

    No era precisamente la reacción que Osborn esperaba. Los momentos que habían pasado juntos eran demasiado íntimos, demasiado perfectos. Demasiado tiernos. Y eso era algo que nacía de los dos.

    —Me prometiste que después de Londres no habría nada más entre nosotros.
    —Además de unas horas en el cine y una cena no se podría decir que hubiera gran cosa en Londres, ¿no crees? —sonrió él—. Ahora, si cuentas los vómitos, la fiebre, los escalofríos y todo eso...

    Durante un momento, Vera no dijo nada. Luego salió la verdad. Se lo dijo rápida y directamente. Sí, había otro.

    No era prudente revelar su nombre, pero se trataba de alguien importante e influyente en Francia, alguien que jamás debía enterarse de que habían estado juntos en Ginebra o en Londres. Se sentiría profundamente herido, y ella no quería. Lo que Paul y ella habían vivido y compartido esos últimos días, había terminado. Y él lo sabía, porque entre los dos así lo habían acordado. Por doloroso que fuera, ella no podía y no quería volver a verlo.

    Llegaron a la escalera mecánica y subieron hasta los taxis. El le comentó que había un hotel en la avenida Kléber donde se instalaba siempre que venía a París. Se quedaría allí cinco días. Quería volver a verla, aunque sólo fuera para despedirse.

    Vera desvió la mirada. Paul Osborn era diferente a todos los hombres que había conocido. Era gentil, cariñoso y comprensivo, incluso en medio de su dolor y su decepción. Pero aunque hubiera querido, Vera no se habría plegado a su deseo. Osborn no pertenecía al momento que ella vivía. No había otra solución.

    —Lo siento —dijo, mirándolo a los ojos. Luego subió a un taxi, la puerta se cerró y ella desapareció.
    —Así de simple —se dijo Osborn en voz alta.

    Una hora más tarde se encontraba sentado en una cervecería de la calle Saint Antoine intentando armar el rompecabezas. Si hubiera seguido su plan original y no hubiese cogido el vuelo a París, faltarían sólo un par de horas para que su avión aterrizara en Los Ángeles. Cogería un taxi en dirección a su casa que se orientaba al Pacífico, sacaría a su perro Chesapeake de la perrera y luego iría a ver si los ciervos habían saltado por encima de la verja para comerse las rosas. Al día siguiente, volvería al trabajo. Ése habría sido el curso natural de las cosas si él se hubiera decidido. Pero no había sido así.

    Sólo importaba Vera, quién era y lo que despertaba en él. Lo demás no tenía ninguna trascendencia. Ni el presente, ni el pasado ni el futuro. Al menos eso era lo que pensaba cuando de pronto levantó la mirada y descubrió al hombre de la cicatriz.


    Capítulo 12


    Miércoles, 5 de octubre


    Pasaban unos minutos de las diez de la mañana cuando Henri Kanarack entró en un pequeño colmado a media manzana de la panadería. El incidente con el americano seguía inquietándolo, pero no había sucedido nada en dos días y, al igual que su mujer y que Agnés Demblon, Kanarack empezaba a pensar que el tipo se había equivocado de persona o que simplemente se trataba de un loco. Estaba inclinado recogiendo varias botellas de agua mineral para llevar al trabajo, cuando el dueño del colmado, un tipo obeso y casi ciego, lo cogió súbitamente por el brazo y lo llevó a la trastienda.

    — ¿Qué pasa? —preguntó Kanarack, indignado—. Llevo los pagos al día.
    —No es nada de eso —dijo Fodor, escrutando tras sus gruesas gafas para asegurarse de que no había clientes esperando ante la caja registradora. Fodor no era sólo el propietario sino también el dependiente, cajero, chico de los recados y vigilante. '
    —A primera hora ha venido un hombre. Un detective privado con un dibujo muy raro de usted.
    — ¿Qué? —A Kanarack se le saltó el corazón por la boca.
    —Lo andaba enseñando. Y le preguntaba a la gente si lo conocían.
    — ¡Usted no le dijo nada!
    —Desde luego que no. Ya notaba que se traía algo entre manos. ¿Qué es, un inspector de Hacienda?
    —No lo sé —dijo Kanarack, y apartó la mirada. Un detective privado, y ya había llegado tan lejos. ¿Cómo? Volvió a mirar a Fodor—. ¿De qué empresa venía? ¿Le preguntó el nombre?

    Fodor asintió y abrió el único cajón del mueble que servía de mesa de trabajo. Sacó una tarjeta y se la entregó.

    —Dijo que lo llamáramos si lo veíamos.
    — ¿Si lo veíamos? ¿Qué quiere decir, veíamos?
    —Yo y la gente que había en el local. Les preguntó a todos. Suerte que todos eran desconocidos y nadie sabía quién era usted. Ahora, no sé adonde habrá ido después ni si habló con alguien más. Si fuera usted, tendría cuidado al volver al trabajo.

    Henri Kanarack no volvería al trabajo. Al menos ese día, y tal vez nunca más. Miró la tarjeta en la mano y llamó por teléfono a la panadería. Pidió hablar con Agnés.

    —El americano me ha hecho seguir por un detective privado —dijo—. Si aparece por ahí, asegúrate de que hable contigo. Y que nadie diga nada. Se llama... —Kanarack volvió a mirar la tarjeta— Jean Packard. Trabaja para una empresa, Kolb International. —De pronto se enfureció—. ¿Qué quieres decir, que qué le dirás? Dile que ya no trabajo ahí, desde hace tiempo. Si quiere saber dónde vivo, no lo sabes. Me enviaste algunos papeles cuando me fui y te los devolvieron sin nueva dirección. —Con esas instrucciones, y diciendo que volvería a llamar, Kanarack colgó.

    Menos de una hora más tarde, Jean Packard entró en la panadería y echó un vistazo. Sus conversaciones con otros dos tenderos y con un chico que había visto el dibujo por casualidad lo habían conducido hasta allí. Una pequeña tienda de la panadería daba a la calle. Más allá, vio una oficina, y una puerta cerrada tras la cual, supuso, estaría la tahona.

    Una mujer de edad pagó dos barras de pan y se volvió para salir. Packard sonrió y le abrió la puerta.

    —Mera beaucoup —dijo ella al pasar.

    Jean Packard la saludó con la cabeza y se volvió hacia la joven que había detrás del mostrador. Aquí trabajaba su hombre. No le mostraría el dibujo a nadie, porque no quería dar a entender que lo andaban buscando. Quería conseguir una lista con los nombres de los empleados. Aquélla era a todas luces una pequeña empresa, y probablemente no tenía más de diez o quince empleados en nómina. Todos estarían registrados en la Oficina Central de Impuestos. Una búsqueda por ordenador haría coincidir nombres con direcciones. No sería difícil sondear a diez o quince personas. Conseguiría el nombre que buscaba por simple eliminación. La chica de la caja registradora vestía una falda corta y ceñida y tacones altos. Sus largas y bien torneadas piernas estaban revestidas por unas medias de malla. Tenía el pelo recogido en un nudo en la parte superior de la cabeza, grandes pendientes redondos y su arreglo habría maquillado a tres mujeres. Era el tipo medio chica medio mujer que se pasa la mayor parte del día esperando que llegue la noche. Un empleo detrás del mostrador en una panadería no le parecería una actividad apasionante, pero le ayudaría a pagar las cuentas hasta encontrar una solución más adecuada.

    —Bonjour —dijo Jean Packard y sonrió.
    —Bonjour —contestó ella, y le devolvió la sonrisa. Al parecer, el coqueteo en ella era algo natural.

    Diez minutos más tarde, Jean Packard salió con media docena de cruasanes y una lista de la gente que trabajaba en el negocio. Le había dicho a la chica que pensaba abrir una discoteca en el barrio y que quería asegurarse de que los comerciantes y sus empleados recibieran invitaciones para la inauguración. A eso se le llamaba hacer buenas relaciones públicas.


    Capítulo 13


    McVey tiritó de frío y vació agua hirviendo en un tazón de cerámica adornado con una bandera inglesa. Fuera caía una lluvia fría y del Támesis se desprendía una leve bruma. Las barcazas se desplazaban en ambos sentidos y el tráfico de coches fluía, denso, en la avenida que bordeaba el río.

    Miró alrededor y encontró una pequeña cuchara de plástico sobre una servilleta de papel usada. Añadió al agua caliente dos cucharadas de descafeinado Taster's Choice y una cucharada de azúcar. Había comprado el descafeinado en un pequeño colmado en la esquina del cuartel de Scotland Yard. Se calentó las manos con el tazón, bebió un sorbo y volvió a mirar la carpeta abierta en la mesa. Era una lista de INTERPOL sobre los asesinos múltiples conocidos o sospechosos en Europa continental, Gran Bretaña e Irlanda del Norte. En total, había unos doscientos. Algunos habían purgado penas por delitos menores y los habían soltado, y otros estaban en la cárcel. Un puñado de individuos aún andaba suelto. Verificarían cada uno de los nombres en la lista. El encargado no sería McVey sino los agentes de Homicidios en los respectivos países. Le enviarían los informes por fax en cuanto los hubieran elaborado.

    Con un gesto brusco, McVey dejó la lista a un lado, se levantó y cruzó la sala, con la mano izquierda como recogida en un puño abierto, restallando sin darse cuenta el dedo meñique contra el pulgar. Se sentía turbado por lo mismo que lo había turbado desde el comienzo, un sexto sentido de que quienquiera que fuese el que cortaba quirúrgicamente esas cabezas no tenía una ficha criminal. McVey dejó de pensar. ¿Por qué tenía que ser un hombre? ¿Por qué no podía ser igualmente una mujer? Las mujeres tenían actualmente igual acceso a las carreras de medicina que los hombres. En algunos casos, tal vez más. Y con la popular moda de conservar la línea, muchas mujeres estaban en excelentes condiciones físicas.

    La primera corazonada de McVey era que se trataba de una sola persona. Si acertaba, el espectro de sospechosos disminuía de —posiblemente— ocho a uno sólo. Sin embargo, su segundo corolario, o corolarios, a saber, que el asesino tenía cierto grado de formación como médico y acceso a instrumentos quirúrgicos, que podía ser de uno u otro sexo, y que quizá no tenía ningún tipo de ficha criminal, elevaba las posibilidades al garete.

    No tenía estadísticas a mano, pero si contaban todos los médicos, enfermeras, curanderos, alumnos de facultades de medicina, ex alumnos, forenses, técnicos médicos y profesores de universidad con algún grado de práctica médica, sin contar el personal médico, hombres y mujeres del ejército, sólo considerando Gran Bretaña y Europa continental, las cifras debían de ser asombrosas. Aquello no era ningún pajar donde meter la aguja. Se parecía más a un mar de arena volando en el viento, e INTERPOL no disponía de una cuadrilla de hombres que pudiera separar el grano de la paja hasta descubrir al asesino.

    Había que reducir las posibilidades, y le correspondía a McVey hacerlo antes de hablar con nadie. Para eso, necesitaba más información de la que disponía. Pensó al principio que tal vez en algún punto podía haber pasado por alto algún vínculo entre el primer crimen y el último. En ese caso, la única manera de saberlo era comenzar desde el principio con los datos más claros en la mano: los informes de autopsia de la cabeza y los siete cuerpos decapitados.

    Se disponía a llamar para pedirlos cuando sonó el teléfono.

    —McVey —dijo al levantarlo.
    —Sí, ¡McVey! ¡Lebrun, a su servicio!

    Era el Inspector teniente Lebrun de la Comisaría Central de la Prefectura de París, el diminuto inspector que no dejaba de fumar y que lo había saludado con abrazo y beso la primera vez que, con sus zapatones talla cuarenta y cuatro, había pisado suelo francés.

    —No entiendo qué significa, si es que significa algo —le advirtió, en inglés—, pero al revisar los informes diarios de mis agentes, he topado con una denuncia de agresión. Fue violento y bastante sonado, pero igual fue agresión simple, porque no se empleó arma alguna.

    En fin, eso no es relevante. Lo que me llamó la atención es que el acusado es un cirujano ortopedista, un americano, que curiosamente estaba en Londres el día que su hombre del callejón perdió la cabeza. Sé que estuvo en Inglaterra porque tengo su pasaporte en mis manos. Llegó a Gatwick a las tres y veinticinco el sábado por la tarde, día 29. A su hombre lo mataron, al parecer, la tarde del día 30 o por la mañana el día 1. ¿No es así?

    —Así es —dijo McVey—. ¿Pero cómo sabemos que se quedó en Inglaterra los dos días siguientes? —inquirió. Yo no recuerdo que la policía me sellara el pasaporte cuando llegué a París. Este tipo podría haber salido de Inglaterra y haber vuelto a Francia el mismo día.
    —McVey, ¿usted cree que molestaría a un policía tan importante como usted sin haber averiguado nada más?

    McVey encajó el estoque y lo devolvió.

    —No lo sé —dijo—. Me lo estoy preguntando.
    —McVey, intento ayudarle. ¿Quiere hablar seriamente o tengo que colgarle?
    —Oiga, Lebrun, no cuelgue. Necesito toda la ayuda que me puedan dar —dijo McVey, y respiró profundo—. Lo siento. —Al otro extremo de la línea, oyó a Lebrun pedir una carpeta.
    —Se llama Paul Osborn, y es médico —dijo Lebrun, al cabo de un momento—. La dirección que ha declarado es Pacific Palisades, en California. ¿Sabe usted dónde está eso?
    —Sí. Yo no me lo podría pagar. ¿Qué más hay?
    —Con el informe de la detención hay una lista de pertenencias personales que el sujeto llevaba encima cuando lo encerraron. Hay una factura pagada con tarjeta de crédito en el hotel Connaught, en el distrito de Mayfair, y data del día 1 de octubre, la mañana en que se marchó. Y luego hay...
    —Un momento —dijo McVey, y se inclinó sobre un montón de carpetas sobre la mesa y sacó una—. Lo escucho...
    —Una tarjeta de embarque para el vuelo del puente aéreo LondresParís, con fecha del mismo día.

    Mientras Lebrun hablaba, McVey revisaba varias páginas de ordenador verificando los destinos que la policía de París había recogido de las empresas de radiotaxi y que abarcaban las cuarenta y ocho horas que habían precedido al hallazgo de la cabeza. Los trayectos, donde se indicaba el nombre y el número de licencia del chofer, registraban los destinos hacia y desde el barrio del Teatro, cuándo y dónde se había recogido a los pasajeros, cuándo y dónde se los había dejado.

    —Eso no lo convierte en un criminal —dijo McVey, y dio vuelta a una página y luego a otra, hasta encontrar un listado de las carreras al hotel Connaught. Recorrió las líneas con el índice, buscando algo específico.
    —No, pero fue evasivo. No quiso hablar de lo que había hecho en Londres. Dijo que estaba enfermo y que se había quedado en la habitación.

    McVey se escuchó a sí mismo gruñir. Cuando se trataba de asesinatos, nada era fácil.

    — ¿De cuándo a cuándo? —preguntó con todo el entusiasmo de que podía hacer gala, y colocó los pies sobre la mesa.
    —Desde el sábado por la noche hasta el lunes por la mañana, y luego se fue.
    — ¿Alguien lo vio en el hotel? —dijo McVey y lanzó una mirada a sus zapatos, pensando que le iría bien ponerse tapas.
    —No es que tuviera muchas ganas de hablar de ello.
    — ¿Lo ha presionado usted?
    —En ese momento no había necesidad de hacerlo. Además, empezó a pedir asistencia legal —dijo Lebrun, y calló. McVey lo oyó encender un cigarrillo y aspirar una calada—. ¿Quiere que lo busquemos para volver a interrogarlo? —preguntó, para terminar.

    De pronto McVey encontró lo que estaba buscando. Sábado, 1 de octubre, 23.11. Dos pasajeros recogidos en Leicester Square. Término del trayecto: hotel Connaught, 23.33. El conductor se llamaba Mike Fisher. McVey sabía de sobra que Leicester Square se encontraba en el corazón del barrio del Teatro, y a menos de dos manzanas de donde se había encontrado la cabeza.

    — ¿Quiere decir que lo han dejado ir? —preguntó McVey, y sacó los pies de la mesa. ¿Acaso era posible que Lebrun hubiera dado accidentalmente con el destripacabezas y lo hubiera dejado ir?
    —McVey, intento ser amable con usted. Así que no me hable en ese tono. No teníamos ninguna justificación para retenerlo, y hasta ahora la víctima no ha venido a presentar denuncia. Pero tenemos su pasaporte y sabemos dónde se hospeda en París. Estará aquí hasta el fin de semana y luego volverá a Los Ángeles.

    Lebrun sabía cumplir con su trabajo. Seguro que no le gustaba cubrir aquel puesto de enlace entre la Prefectura de Policía de París e Interpol, ni trabajar para el capitán Cadoux, el frío y eficiente responsable de la misión. Tampoco le debía de apasionar tener que tratar con un poli de Hollywood, Los Ángeles, o hablar en inglés. Pero era el tipo de cosas que un funcionario debía hacer, y McVey lo sabía de sobras.

    —Lebrun —dijo McVey pausadamente—. Mándeme por fax las fotos y luego espere. Por favor...

    Una hora y diez minutos más tarde, la Policía Metropolitana de Londres había dado con Mike Fisher y el confundido taxista comparecía ante McVey. Éste le pidió que confirmara si había recogido un pasaje desde Leicester Square el sábado por la noche y lo había dejado en el hotel Connaught.

    —Así es, señor. Un hombre y una mujer. Estaban muy enamorados además, se lo digo yo, porque no sé lo que estaban haciendo en el asiento de atrás. En realidad, claro que lo sabía —dijo Fisher, y sonrió.
    — ¿Es éste el hombre? —preguntó McVey, y le enseñó las fotos del fichaje de Osborn en Francia.
    —Así es, señor. Es él, no cabe duda.

    Tres minutos más tarde, sonó el teléfono de la oficina de Lebrun.

    — ¿Quiere que vayamos a por él? —preguntó Lebrun.
    —No, no haga nada—dijo McVey—. Iré yo.


    Capítulo 14


    Cuando el avión Fokker en que viajaba aterrizó en el aeropuerto Charles de Gaulle tres horas más tarde, McVey sabía dónde vivía Paul Osborn, dónde trabajaba, las licencias profesionales que llevaba consigo y su ficha en el Departamento de Tráfico. Y sabía que se había divorciado dos veces en el estado de California. También sabía que la policía de Beverly Hills lo había «retenido» y luego soltado por atacar al empleado de un aparcamiento que había destrozado la defensa derecha de su BMW nuevo en el estacionamiento de un restaurante. Era evidente que Paul Osborn tenía carácter. Era igualmente evidente para McVey que el hombre o mujer que buscaba no se había dedicado a cortar cabezas por una cuestión pasional. De todos modos, una cabeza caliente no significaba pasión las veinticuatro horas del día. Había lapsos de tiempo adecuados entre la ira con que se podía matar a un hombre, luego separarle la cabeza y dejar los restos en un callejón, al lado de un camino, flotando en el mar o bien abrigado bajo las mantas en un frío apartamento de una sola habitación. Y Paul Osborn era un cirujano entrenado, absolutamente capaz de separar una cabeza de su cuerpo.

    El lado más oscuro de la situación era que, según los sellos de entrada en su pasaporte, Paul Osborn no había estado ni en Inglaterra ni en el continente cuando se habían cometido los demás asesinatos. Eso implicaba diferentes posibilidades: que era inocente; que no era quien decía ser y tal vez tenía más de un pasaporte; incluso que tal vez había sido el culpable en el caso de la cabeza en el callejón, pero no de los otros casos, lo cual, de ser cierto, significaba que McVey se equivocaba con su teoría del asesino solitario.

    Así, en ese punto, era apenas algo más que un sospechoso circunstancial relacionado con el último crimen sólo debido a la coincidencia de tiempo, lugar y profesión.

    De todos modos, era más que lo que tenían. Porque, hasta ese momento, no tenían nada.

    Durante un momento, a Paul Osborn se le perdió la mirada. Y luego volvió a fijarse de inmediato en Jean Packard. Estaban sentados en la sala de la terraza en La Coupole, un animado lugar de reunión en el bulevar de Montparnasse, en la Rive Gauche. Hemingway solía beber allí, al igual que muchos otros escritores. Pasó un camarero y Osborn pidió dos vasos de Bordeaux blanco. Jean Packard negó con la cabeza y llamó al camarero. Jean Packard no bebía jamás alcohol. Pidió un zumo de tomate.

    Osborn vio alejarse al camarero, volvió a mirar la servilleta de papel en que Jean Packard había escrito algo y que luego le había entregado. Había un nombre y una dirección: Sr. Henri Kanarack, 175, avenida Verdier, piso número 6, Montrouge.

    El camarero les trajo la bebida y se alejó. Una vez más, Osborn miró la servilleta de papel. La dobló con cuidado y se la metió en el bolsillo de la americana.

    — ¿Está seguro? —preguntó, observando al francés.
    —Sí —dijo Jean Packard. Se echó hacia atrás y se cruzó de piernas, y le devolvió la mirada a Paul Osborn. Packard era un tipo duro, minucioso y con mullía experiencia, y Osborn se preguntó qué diría si dudaba de su palabra. El no era más que un médico, y su primer intento para matar a Kanarack, aun considerando el impulso del momento y la ira desbocada, había fallado. Jean Packard era un profesional. Eso había dicho cuando se habían conocido. ¿Acaso un asesino profesional, como un mercenario contra un enemigo político o militar en un país del Tercer Mundo, era diferente de un asesino a sueldo en una gran ciudad cosmopolita? Tal vez el ambiente era diferente, pero dudaba de lo demás. El acto era el mismo, desde luego. Los honorarios también. Matabas y luego cobrabas. No existía ningún tipo de diferencias.
    —Me pregunto... —dijo Osborn, prudente—, si alguna vez trabaja por cuenta propia.
    — ¿Qué quiere decir?
    —Quiero decir, si no trabaja como «free lance», o sea, si acepta tareas fuera de la agencia.
    —Depende del tipo de tarea.
    — ¿Pero lo consideraría?
    — ¿Por qué me lo pregunta?
    —Es que entonces ya sabe de qué se trata... —dijo Osborn, y sintió el sudor en las palmas de las manos. Con un gesto delicado dejó su copa en la mesa y recogió la servilleta para frotársela entre las manos.
    —Creo, doctor Osborn, que he hecho entrega de lo que había prometido. La factura la enviará la empresa. Ha sido un placer conocerlo y le deseo toda la suerte del mundo —dijo Jean Packard. Dejó un billete de veinte francos sobre la mesa y se levantó—. Au revoir —dijo, y pasando junto a un joven en la mesa de al lado, salió.

    Paul Osborn lo vio salir, y luego pasar frente a los anchos ventanales que daban a la acera, hasta desaparecer entre el gentío del atardecer. Se mesó el pelo con gesto inconsciente. Acababa de pedirle a un hombre que matara a otro, y le había dicho que no. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué había hecho? Por un momento deseó no haber venido jamás a París, no haber visto jamás al hombre que ahora conocía como Henri Kanarack.

    Cerró los ojos e intentó pensar en otra cosa, borrarlo todo de un plumazo. En su lugar, vio la tumba de su padre junto a la de su madre. Y dentro de esa imagen se vio a sí mismo de pie ante la ventana de la oficina del director en Hartwick, viendo a su tía Dorothy, con su viejo abrigo de mapache, subirse a un taxi y alejarse en medio de una densa tormenta de nieve. La horrorosa soledad era insufrible. Aún lo era. El dolor profundo era tan intenso ahora como lo había sido entonces.

    Salió de su ensimismamiento y levantó la mirada. A su alrededor la gente reía y bebía, gozando de las horas después del trabajo o antes de la cena. Frente a él, una mujer elegante con un traje marrón, formal, tenía la mano puesta sobre la rodilla de un hombre y lo miraba a los ojos mientras le hablaba. Un clamor de risas proveniente de otra mesa le hizo volver la cabeza. Alguien llamó con los nudillos en el ventanal que tenía enfrente. Osborn miró y vio a una muchacha en la acera que observaba a través del vidrio, sonriendo. Por un momento, Osborn creyó que lo miraba a él, y luego un muchacho en la mesa de al lado se levantó de un salto, la saludó y corrió a reunirse con ella.

    Cuando tenía diez años, un hombre le había arrancado y apuñalado el corazón. Ahora sabía quién era ese hombre y dónde vivía. No se echaría atrás. Ni ahora ni nunca.

    Lo haría por su padre, por su madre, por él mismo.


    Capítulo 15


    Sucinilcolina: relajante muscular depolarizante de acción rápida. Se inhibe la transmisión neuromuscular siempre y cuando se mantenga una concentración adecuada de sucinilcolina en los receptores. Una inyección intramuscular puede inducir una parálisis cuya duración fluctuará entre setenta y cinco segundos y tres minutos. La relajación total se alcanza en el curso del primer minuto.

    La sucinilcolina, una especie de curare sintético, no tiene ningún efecto en el estado consciente ni en el umbral de dolor. Funciona como un simple relajante muscular, comenzando por los músculos elevadores de los párpados, de la mandíbula, de las extremidades, del abdomen, del diafragma y otros músculos del cuerpo, hasta los músculos de los pulmones.

    Se emplea en operaciones para relajar los músculos, lo cual permite administrar dosis leves de anestésicos más delicados.

    Un gota a gota compuesto de sucinilcolina mantiene constante el nivel de anestesia a lo largo de una operación. Una sola inyección de 0,3 a 1,1 miligramos (la dosis varía según el individuo) produce el mismo efecto y tiene una duración de entre cuatro a seis minutos. Inmediatamente después, la droga se descompone en el organismo sin causar ningún daño ni producir manifestaciones patológicas porque los ingredientes de la sucinilcolina —el ácido sucínico y la colina— están normalmente presentes en el organismo.

    Así, una dosis cuidadosamente medida de sucinilcolina administrada por inyección causaría una parálisis temporal, lo necesario, por ejemplo, para que un sujeto se ahogue y luego el producto se disuelva en el organismo sin ser detectado.

    En ese caso, un médico forense, a menos que analizara todo el cuerpo del fallecido con lupa, esperando encontrar un diminuto orificio provocado por una jeringa, no tendría otra posibilidad que declarar ahogo por inmersión accidental.

    Desde el comienzo, en su primer año de residencia, al ver cómo se usaba la droga y observar los efectos en la mesa de operaciones, Osborn había jugado con su fantasía sobre lo que haría si algún día llegaba el momento y el asesino, por obra de algún milagro, se materializaba ante sus ojos. Había experimentado con ratones de laboratorio, y luego en sí mismo. Cuando se instaló en su despacho particular, conocía la dosis exacta de sucinilcolina que debía inyectarle a un hombre para inmovilizarlo durante seis o siete minutos. Y, sin control sobre los músculos del esqueleto o respiratorios, seis o siete minutos en un agua lo bastante profunda eran más que suficientes para que ese mismo hombre se ahogara.

    El ataque contra Henri Kanarack había sido iluso, y lo había perpetrado llevado por la pura emoción, por el golpe del reconocimiento exacerbado por años de ira contenida. Al hacerlo, se había expuesto ante

    Kanarack y ante la policía. Pero ahora eso se había .najado. Sólo debía tener cuidado de que las emociones no volvieran a aflorar, como había ocurrido poco antes cuando le había hecho aquella propuesta a Jean Packard. No entendía por qué lo había hecho, excepto, tal vez, por miedo. El asesinato no era algo fácil, pero esta vez no se trataba de un asesinato, se dijo a sí mismo, sino de lo que habría sucedido si un jurado hubiera condenado a Kanarack a la cámara de gas. Que es lo que seguramente habría hecho si las cosas hubieran sucedido de otra manera. Pero no había sido así, y reconociéndolo tal como Osborn lo había hecho, con calma y seguridad, pensó en lo íntimo que se había vuelto ese asunto entre él y Henri Kanarack, y que ahora la responsabilidad no podía ser más que suya.

    Sabía cómo encontrar a Kanarack. Y aunque éste sospechara que aún lo perseguían, no podría saber cómo lo encontrarían. Se trataba de sorprenderlo, llevarlo a un callejón o algún rincón apartado, inyectarle la sucinilcolina y meterlo en un coche que lo estaría esperando.

    Kanarack se resistiría, desde luego, y Osborn tendría que tenerlo en cuenta. La inyección era la clave. Una vez que se la pusiera, tendría que permanecer alerta durante sesenta segundos y Kanarack se relajaría. No más de tres minutos después, se paralizaría y estaría físicamente indefenso.

    Si actuaba de noche y lo planeaba correctamente, Osborn podía usar esos primeros minutos para meter a Kanarack en el coche y conducir desde el punto del secuestro a un lugar apartado, a un lago, o mejor, a un río caudaloso.

    Sacaría a Kanarack del coche, impedido pero vivo, y no tenía más que hundirlo en la corriente. Si tenía tiempo suficiente, incluso le haría tragar un poco de whisky. Así, cuando eventualmente sacaran el cuerpo del agua, tanto la policía como el forense pensarían que su víctima había bebido, que por algún motivo había caído al agua y se había ahogado.

    Y para entonces, el doctor Osborn ya estaría en su casa de Los Ángeles, o volando en esa dirección. Y si la policía lograba atar los cabos sueltos y llegaba a interrogarlo por ello, ¿que podrían avanzar como hipótesis? ¿Que era algo más que una coincidencia que el hombre que había atacado él en la cervecería de París era el mismo que se había ahogado unos días más tarde?

    Parecía difícil.

    Osborn no sabía cuánto había caminado —desde el bulevar de Montparnasse hasta la torre Eiffel y al otro lado del Sena en el Pont d'Iena, más allá del palacio de Chaillot y hasta su hotel en la avenida Kléber. Tampoco sabía qué hora era y cuánto tiempo había pasado ante la barra de caoba del bar de la primera planta de su hotel, con la mirada perdida en la copa de coñac que tenía ante sí. Miró el reloj y vio que pasaban unos minutos de las once. De pronto, se sintió agotado. No podía recordar la última vez que se había sentido tan cansado. Se levantó, firmó el recibo del bar y cuando se disponía a salir, recordó que no le había dado propina al camarero de la barra. Volvió y dejó un billete de veinte francos en la barra.

    —Mera beaucoup —dijo el camarero.
    —Bonsoir—dijo Osborn, y asintió con un gesto de la cabeza, sonrió levemente y salió.

    El camarero vio a un cliente alzar el dedo y caminó hacia su mesa. El hombre había estado tranquilamente sentado, medio absorto en su copa a medio vaciar, la tercera que bebía en la hora y media que llevaba allí. Era un hombre gris de pelo cano, banal y solitario, el tipo de gente que se sienta en los bares de los hoteles en todo el mundo sin ser apercibido, esperando encontrar ese poco de acción que casi nunca se produce.

    —Oui, monsieur.
    —Póngame otra —dijo McVey.


    Capítulo 16


    ¡Tú dime por qué! —Henri Kanarack estaba borracho. Pero no era el tipo de borrachera que le destroza a un hombre la cabeza y le turba la lengua y no lo deja ni pensar ni hablar coherentemente. Estaba borracho porque tenía que estarlo. Así iba la cosa.

    Faltaba media hora para la medianoche, y Kanarack se sentaba y paseaba alternativamente por el pequeño piso de Agnés Demblon en la Porte D'Orléans, diez minutos en coche de su propio piso en Moni rouge. A primera hora de la tarde había llamado a Michele y le había dicho que el señor Lebec, el dueño de la fábrica, le había pedido que lo acompañara a Rouen a ver un local donde pensaba abrir una segunda panadería.

    Estaría ausente un día, tal vez dos. Michéle estaba entusiasmada. ¿Quería decir eso que iban a ascender a Henri? ¿Que si el señor Lebec abría una panadería en Rouen, designaría a Henri para administrarla? ¿Tendrían que trasladarse? Sería fantástico criar a su hijo lejos de la locura de París.

    —No lo sé —dijo él, malhumorado. Le habían pedido que fuera, y no sabía nada más. Y acto seguido, colgó. Ahora miraba a Agnés Demblon, esperando que ella dijera algo.
    — ¿Qué quieres que te diga? —reclamó ella—. ¿Que sí, que el americano te reconoció y contrató a un detective privado para que te buscara? Y que luego entró en la tienda y esa chica estúpida le dio los nombres de los empleados, por lo que podemos suponer que te ha encontrado, o que te encontrará pronto. Y suponer que, sin duda, se lo ha contado al americano. Vale, supongamos que ha sucedido eso. ¿Qué vas a hacer ahora?

    A Henri Kanarack le brillaron los ojos. Negó con la cabeza y cruzó la sala para servirse otra copa de vino.

    —Lo que no entiendo es cómo el americano pudo reconocerme. Debe de ser doce años menor que yo, tal vez más. Hace veinticinco años que salí de Estados Unidos. Quince años en Canadá, diez años aquí.
    —Henri, tal vez sea un error. Puede que te confunda con otra persona.
    —No hay ningún error.
    — ¿Cómo lo sabes?

    Kanarack bebió un trago y miró al vacío.

    —Henri, eres un ciudadano francés. No has hecho nada aquí. Por primera vez en tu vida, la ley está de tu lado.
    —La ley no significa nada si me han encontrado. Si son ellos, estoy muerto, ya lo sabes.
    —No es posible. Albert Merriman ha muerto. Y tú no. ¿Cómo es posible que alguien haya establecido la relación, después de tantos años? Sobre todo un hombre que no tenía más de diez o doce años cuando te fuiste de Estados Unidos.
    —Entonces; ¿por qué diablos me persigue, eh? —le espetó Kanarack con una mirada cortante. Era difícil saber si tenía miedo o rabia. O ambas cosas a la vez—. Tienen fotos de aquel entonces. La policía las tiene, y ellos las tienen. Y no he cambiado tanto. Cualquiera de los dos podría haber enviado a ese tipo a buscarme.
    —Henri —dijo Agnés con voz pausada. Necesitaba pensar, razonar, y no lo estaba haciendo—. ¿Por qué iban a buscar a un hombre muerto? O, incluso si así fuera, ¿por qué lo iban a buscar aquí? ¿Crees que envían a este tipo a todas las ciudades del mundo, esperando que te encuentre en la calle por casualidad? —preguntó, y sonrió—. Te estás ahogando en un vaso de agua. Ven, siéntate a mi lado —dijo, sonriendo amablemente y dando golpecitos en el sofá a su lado.

    La manera en que Agnés lo miró y el tono de su voz le recordó otros tiempos, cuando ella era más atractiva que ahora. Recordó la época en que había comenzado a descuidar su aspecto deliberadamente por esa misma razón, para que ya no la deseara. Recordó los días en que ella lo rechazaba en la cama, hasta que al cabo de un tiempo ya no la deseó más. Era indispensable que Henri pudiera integrarse completamente, absorber la cultura francesa y convertirse en un ciudadano francés. Para eso, tenía que tener una mujer francesa. Con ese fin, Agnés Demblon no formaría más parte de su vida. Había vuelto a inmiscuirse sólo cuando Henri no encontraba empleo y ella pudo convencer a Lebec de que necesitaban un obrero más en la fábrica. Después de ese episodio, sus relaciones habían sido platónicas, como lo eran ahora, al menos desde su punto de vista.

    Para Agnés era diferente, no había día en que el corazón no se le partiera al verlo. No había ni un momento en que no quisiera darle cobijo en sus brazos y en su cama. Desde el principio, lo había hecho todo ella. Le había ayudado a falsear su propia muerte, había actuado como su mujer al cruzar la frontera con Canadá y le había conseguido el pasaporte falso, hasta convencerlo finalmente de que dejara Montreal y se estableciera en Francia, donde ella tenía parientes y él podría desaparecer para siempre. Ella lo había hecho todo, hasta el punto de entregárselo a otra mujer, y su única razón era el amor inmenso que sentía por él.

    —Agnés, escúchame. —Kanarack no fue a sentarse a su lado. Se quedó en medio de la habitación, mirándola fijamente. Había dejado la copa a un lado, y en la habitación reinaba un silencio absoluto. No había ruido de coches fuera, ni se escuchaba a la pareja de abajo riñendo. Durante un momento, Agnés pensó que aquella noche habrían renunciado a sus riñas habituales y habrían ido al cine. O que ya dormían.

    De pronto se percató del aspecto de sus uñas, largas y estriadas. Debería habérselas cortado hacía días.

    —Agnés —insistió Henri. Esta vez su tono era apenas un murmullo—. Si hay algo que no sabemos, tenemos que descubrirlo. ¿Me entiendes? —preguntó.

    Ella siguió mirándose las uñas un rato largo. Al final, levantó la cabeza. Habían desaparecido del rostro de Henri el miedo, la rabia y la ira, como ella temía. Lo que había ahora era hielo.

    —Tenemos que descubrirlo.
    —Je comprends —murmuró ella, y volvió a mirarse las uñas—. Je comprends. Ya entiendo.


    Capítulo 17


    08h00


    Era jueves, seis de octubre. Tal como se había pronosticado, el cielo estaba cubierto y caía una llovizna ligera y fría. Osborn pidió un café en la barra, lo llevó a una mesa pequeña y se sentó. El local estaba lleno de gente que iba al trabajo, aprovechando los últimos minutos antes de empezar la rutina del día. Bebían el café a sorbos, se entretenían con un cruasán, fumaban un pitillo, leían el periódico de la mañana. En la mesa de al lado, dos mujeres ejecutivas parloteaban en francés a toda velocidad. Más allá, un hombre de traje oscuro y abundante melena de pelo aún más oscuro, apoyado en el codo, leía Le Monde.

    Osborn tenía pasaje reservado en Air France vuelo 003, desde ParísCharles de Gaulle, el sábado 8 de octubre a las cinco de la tarde, y llegaba a Los Ángeles a las siete y media, hora local Lo más apropiado, siguiendo el plan general, sería llamar al inspector Barras a la prefectura, informarle de su reserva y hora de partida, y preguntarle amablemente cuándo podía pasar a recoger su pasaporte. Una vez arreglado ese asunto, podía ocuparse de lo demás.

    Era necesario matar a Henri Kanarack en algún momento del viernes por la noche, aprovechando la oscuridad, y para impedir que el cuerpo fuera descubierto demasiado pronto y demasiado cerca de París. Después de estudiar rápidamente el terreno, había optado por el Sena, su idea inicial. El Sena cruzaba París y luego giraba hacia el noroeste a través de la campiña francesa a lo largo de unos ciento ochenta kilómetros antes de desembocar en la bahía del Sena y el Canal de la Mancha en Le Havre. Descartando complicaciones imprevistas, si pudiese llevar a Kanarack a un punto al oeste de la ciudad, al atardecer del viernes, lo más temprano descubrirían el cuerpo durante el día del sábado. Para entonces, con una corriente favorable, habría viajado entre cincuenta y setenta kilómetros. Con suerte, incluso más. Pasarían días antes de que las autoridades identificaran un cuerpo hinchado y sin documentación.

    Para cubrirse, Osborn necesitaría una coartada, algún hecho que probara que había estado en otro lado en el momento del asesinato. Una película, barrunto, sería lo más fácil. Compraría una entrada y con algún pretexto llamaría la atención del acomodador al entrar, suficiente para que, si surgía la pregunta, esa persona recordara haberlo visto en el cine y tuviera que decirlo. Su prueba sería el resguardo de la entrada, con hora y fecha de la sesión. Se sentaría en la sala a oscuras, esperaría a que empezara la película y se escabulliría por una salida lateral.

    La sincronización dependería de la rutina diaria de Kanarack. Llamó a la panadería y supo que estaba abierta desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde, y que las últimas pastas se ponían a la venta aproximadamente a las cuatro. Osborn había visto a Kanarack en la cervecería de la calle Saint Antoine alrededor de las seis. La cervecería estaba a unos veinte minutos a pie de la panadería, y dado que Kanarack había escapado a pie después del ataque de Osborn, era presumible pensar, como Jean Packard ya había pensado antes, que o no tenía coche o no lo utilizaba para ir al trabajo. Si los últimos productos frescos estaban disponibles a las cuatro y Kanarack estaba en la cervecería a las seis, era razonable suponer que saldría del trabajo en algún momento entre las cuatro y media y las cinco y media.

    A pesar de que octubre acababa de comenzar, los días se hacían más cortos. Osborn consultó el periódico y se enteró de que la lluvia seguiría durante los próximos días. Eso significaba que oscurecería más temprano, cerca de las cinco y media, fácilmente.

    El objetivo más inmediato de Osborn era alquilar un coche y buscar un lugar aislado en el Sena, al oeste de París, donde pudiera echar a Kanarack al agua sin que nadie lo viera. Después, se dirigiría a la panadería y luego volvería al mismo lugar del río para asegurarse de que conocía el camino.

    Finalmente, volvería a la panadería y se estacionaría enfrente, asegurándose de no llegar más tarde de las cuatro y media. Esperaría a que saliera Kanarack y observaría si se dirigía calle arriba o calle abajo.

    La primera vez que lo vio, Kanarack estaba solo, y Osborn constató que no tenía la costumbre de salir con los compañeros de trabajo. Si por alguna razón salía acompañado el viernes por la noche, el plan alternativo de Osborn consistiría en seguirlo en coche hasta que se separara del acompañante, y entonces lo cogería en el lugar más apropiado del camino. Si Kanarack caminaba con alguien hasta el metro, entonces Osborn iría con el coche hasta su edificio y lo esperaría ahí. Era algo que prefería no hacer a menos que fuera absolutamente necesario porque había demasiadas posibilidades de que Kanarack se encontrara con gente que habitualmente saludaba volviendo a casa. De todos modos, si era la única alternativa, Osborn la ejecutaría. Habría querido tener más de una noche para ensayar sus movimientos, pero no era así y, pasara lo que pasase, tendría que sacar el máximo de las circunstancias.

    —Hola.

    Osborn levantó la mirada, sorprendido. Estaba tan sumido en sus contemplaciones que no vio entrar a Vera. Se levantó rápidamente y le ofreció una silla. Ella se sentó enfrente. Al volver a su asiento, Osborn miró un reloj detrás de la barra. Eran las ocho y veinticinco. Miró a su alrededor y constató que casi había acabado el café mientras esperaba.

    — ¿Quieres beber algo?
    —Sí, un café solo —dijo, y sonrió.

    El se levantó, fue hacia la barra, pidió un café y esperó mientras el camarero lo preparaba. Le lanzó una mirada a Vera, una mirada que luego se perdió más allá, recordando por qué estaba allí, y por qué le había pedido que se reuniera con él cuando terminara su turno en el hospital.

    La sucinilcolina.

    Había intentado conseguir la droga con su propia receta en dos ocasiones, pero las dos veces le habían respondido que aquella droga sólo se podía conseguir en las farmacias de los hospitales, y que necesitaba la autorización de un médico local. Una llamada a la farmacia del hospital más cercano se lo confirmó. Sí, tenían sucinilcolina. Y sí, necesitaba la autorización de un médico de París.

    La primera idea de Osborn fue llamar al médico del hotel. Pero pedir una dosis de sucinilcolina no era pedir una receta normal. Le harían preguntas, las cosas se podían complicar. Un médico nervioso incluso podía llamar a la policía para denunciarlo. Tal vez había otros medios, pero le llevaría tiempo cualquiera de ellos, y el tiempo ahora era su enemigo. Muy a su pesar, volvió a pensar en Vera.

    Llamó inmediatamente a la farmacia del Hospital St. Anne, donde Vera cubría la residencia. Sí, había sucinilcolina, pero, una vez más, no sin autorización local.

    Pensó que si se lo montaba bien, tal vez un acuerdo verbal de Vera con los farmacéuticos sería suficiente. No quería implicar a un médico que la conociera, porque querría saber para qué quería Vera la droga. Se había inventado una historia para que contara ella, pero si se lo pedía a otro médico, resultaría complicado y arriesgado.

    Luego dudó, y luego volvió a pensarlo, y finalmente la llamó al hospital a las seis y media y le pidió que se reunieran en un bar próximo a tomar un café cuando saliera del trabajo. Sintió que Vera vacilaba, y por un momento temió que se inventara una excusa y le dijera que no podía verlo, pero entonces ella dijo que sí. Su turno terminaba a las siete, pero tenía una reunión que acabaría después de las ocho. Se encontrarían entonces.

    Osborn la observó mientras llevaba el café a la mesa. Después de un turno de treinta y seis horas sin dormir, más una reunión de una hora al terminar, Vera estaba fresca y despejada, incluso bella. No pudo dejar de contemplarla al sentarse, y cuando ella lo miró, le sonrió cariñosamente. Había algo en Vera que lo transportaba, sin importar lo que en ese momento pensara o la tarea que tuviera por delante. Quería estar con ella, consumirse en ella y dejar que ella se consumiera en él, ahora y para siempre. Nada de lo que los dos pudieran hacer en el futuro podía ser más importante que eso. El problema era que antes tenía que ocuparse de Henri Kanarack.

    Se inclinó hacia delante y quiso cogerle la mano. Ella la retiró casi de inmediato y la deslizó hasta su falda.

    —No hagas eso —advirtió, mirando alrededor de la sala.
    — ¿De qué tienes miedo? ¿Que alguien pueda vernos?
    —Sí —dijo ella, y miró hacia otro lado. Bebió un sorbo de café.
    —Tú volviste a mí, ¿lo recuerdas? A decir adiós... —dijo Osborn—. ¿El lo sabe?

    Bruscamente, Vera dejó la taza y se levantó para marcharse.

    —Oye, lo siento —dijo él—. No debería haber dicho eso. Salgamos de aquí y vayamos a dar un paseo.

    Ella vaciló.

    —Vera, estás hablando con un amigo, un médico que conociste en Ginebra que te ha pedido que vengas a tomar un café con él. Y luego habéis salido a caminar juntos. El acabó por volver a Estados Unidos y ya está. Médicos hablando de compras. Es una buena historia. Buen final, ¿vale?

    Osborn tenía la cabeza inclinada hacia un lado y le resaltaban las venas del cuello. Vera no lo había visto enfadarse antes. No podía explicárselo, pero aquello le gustaba. Sonrió.

    —Vale —dijo, con tono casi infantil.

    Fuera, Osborn abrió el paraguas para protegerse de una lluvia fina. Pasaron al lado de un Peugeot rojo, cruzaron la calle y caminaron por la calle de la Santé en dirección al hospital.

    En el camino, cruzaron un Ford blanco estacionado junto a la acera. El inspector Lebrun estaba al volante, y McVey sentado a su lado.

    —Supongo que no conoce a la chica —dijo McVey, cuando vieron a Osborn y Vera alejarse. Lebrun puso el contacto y avanzó lentamente en la misma dirección.
    —Me pregunta usted si la conozco, no si sé quién es, ¿verdad? Las expresiones en inglés y en francés no siempre significan lo mismo.

    A McVey le costaba creer que alguien pudiera hablar con el cigarrillo sempiternamente colgado de la boca. Había fumado en una época, después de la muerte de su primera mujer. Había empezado a fumar para no beber. No servía de gran cosa pero ayudaba. Cuando ya no le sirvió más, lo había dejado.

    —Su inglés es mejor que mi francés. Vale, sí, quiero decir si usted sabe quién es...

    Lebrun sonrió, y se volvió para coger el micro de la radio.

    —La respuesta, amigo mío, es... todavía no.


    Capítulo 18


    Los árboles a lo largo del bulevar Saint Jacques comenzaban a teñirse de amarillo, aprestándose a dejar caer sus hojas antes del invierno. Algunas ya se habían desprendido, y la lluvia volvía resbaladizo el suelo. Al cruzar la calle, Osborn cogió a Vera por el brazo para sostenerla. Ella sonrió agradeciendo el gesto, pero apenas cruzaron, le pidió que la soltara. Osborn miró a su alrededor.

    — ¿Te preocupa la mujer que empuja el cochecito del bebé o el viejo paseando al perro?
    —Los dos. Cualquiera de los dos. Ninguno —dijo ella, sin inflexiones en la voz, deliberadamente distante aunque sin saber por qué. Tal vez temía que la vieran. O no deseaba estar con él en ese momento, o tenía todas las ganas del mundo pero quería que él tomara la decisión en su lugar.

    De pronto, Osborn se detuvo.

    —No estás haciéndolo fácil —dijo.

    Vera sintió que el corazón le daba un leve vuelco. Cuando se volvió, sus miradas se encontraron y se mantuvieron fijas, como aquella primera noche en Ginebra, o como se habían mirado en Londres cuando él la dejaba en el tren a Dover. Como se habían mirado en su habitación del hotel de la avenida Kléber cuando él abrió la puerta y se quedó parado solamente con una toalla alrededor de la cintura.

    — ¿Qué es lo que no estoy haciendo fácil?

    La respuesta de Osborn la sorprendió.

    —Necesito tu ayuda y me está costando bastante encontrar un modo de pedírtela.

    Ella no entendió, y se lo dijo.

    Bajo el paraguas que él sostenía para los dos, la luz era suave y delicada. Osborn lograba distinguir el cuello de su bata blanca de hospital sobresaliendo bajo su anorak azul. Parecía más un miembro de un equipo de salvamento de alta montaña que una médica residente en un hospital urbano. Unos pequeños pendientes de oro caían del lóbulo de cada oreja como diminutas gotas de lluvia, acentuando su rostro delgado y convirtiendo sus ojos en dos enormes fuentes de esmeralda,

    —Realmente es estúpido. Y ni siquiera sé si es ilegal. Todo el mundo actúa como si lo fuera.
    — ¿A qué te refieres? —preguntó Vera. ¿De qué estaba hablando? La quería despistar. ¿Qué tenía que ver eso con ellos?
    —Tengo una receta para una droga y ahora me dicen que sólo se puede conseguir en las farmacias de los hospitales y que necesito la autorización de un médico establecido aquí. No conozco a ningún médico aquí
    — ¿Qué droga es? —Preguntó ella, con visible expresión de inquietud—. ¿Estás enfermo?
    —No —sonrió Osborn.
    —Y entonces, ¿qué pasa?
    —Ya te he dicho... que era una tontería —dijo, mirándola cohibido—. Tengo que presentar una ponencia cuando vuelva. Y digo bien, nada más volver. Debido a un motivo que se llama Vera, me he tomado una semana y debería haber vuelto al trabajo...
    —Di lo que tengas que decir, ¿vale? —dijo ella, sonriendo, tranquila. Todo lo que habían hecho juntos era enriquecedor y romántico y profundamente personal, hasta la ayuda que se habían prestado mutuamente con las íntimas y engorrosas funciones fisiológicas durante la gripe de veinticuatro horas en Londres.

    Salvo su primera conversación exploratoria en Ginebra, habían hablado muy poco, si no nada, de sus vidas profesionales, y ahora él estaba haciendo una pregunta cualquiera que tenía que ver precisamente con ese aspecto.

    —Tengo que presentar una ponencia ante un grupo de anestesistas un día después de volver a Los Angeles. En un principio, tenía que hablar al tercer día, pero lo han cambiado y ahora soy el primero en la lista. La ponencia versa sobre los preparativos anestésicos antes de la cirugía, incluyendo las dosis de sucinilcolina y su efectividad bajo condiciones de urgencia. He hecho la mayor parte de mi experimentación en laboratorio. Y no tendré tiempo cuando vuelva, pero aún me quedan dos días aquí. Y, al parecer, si quiero conseguir sucinilcolina en París, necesito la autorización de un médico francés para que me la den. Y, como he dicho, no conozco a ningún médico.
    — ¿Te vas a automedicar? —Vera estaba sorprendida. Había sabido de médicos que lo hacían de vez en cuando, y casi lo había intentado en sus años de estudiante, pero se había acobardado y se había limitado a copiar de una investigación publicada.
    —He hecho diversos experimentos desde los años de la facultad —dijo Osborn, con una gran sonrisa cruzándole el rostro—. Por eso soy un poco raro —advirtió, y bruscamente sacó la lengua, hinchó los ojos y se retorció una oreja.

    Vera rió. Era un aspecto de él que no había visto, un humor tonto cuya existencia desconocía.

    Osborn se soltó la oreja y se desvaneció el payaso.

    —Vera, necesito la sucinilcolina, y no sé cómo conseguirla. ¿Me puedes ayudar?

    Parecía muy serio. Aquello tenía que ver con su vida y con su profesión. De pronto, Vera se percató de lo poco que sabía de él y, a la vez, de todo lo que deseaba saber. Qué creía y en qué creía. Qué cosas le gustaban, qué le molestaba. Qué cosas amaba, temía, envidiaba. Qué secretos tenía que jamás había compartido con ella o con nadie. Qué era lo que le había hecho fracasar en dos matrimonios.

    ¿Había sido culpa de Paul, o de las mujeres? ¿O simplemente él no sabía escogerlas? O... tal vez había algo más, algo profundo en él que volvía amarga una relación, hasta destruirla. Desde el comienzo, lo había sentido turbado, pero no conocía la causa. No era algo que pudiera señalar y entender. Era más profundo, y él lo mantenía oculto. Y sin embargo, permanecía. Y ahora, más que en ningún otro momento desde que se conocían, mientras él esperaba bajo el paraguas y le pedía que lo ayudara, lo vio absorto en ello. De pronto se vio sumergida en un deseo de saber y apoyar y entender, más como un sentimiento que como una idea consciente. Era algo peligroso, y ella lo sabía, porque la atraía hacia un lugar al que no la habían invitado, a un lugar, estaba segura, donde nadie había sido invitado.

    —Vera. —De pronto se percató de que aún estaban en la esquina y que Osborn le hablaba—. Te he preguntado si me podías ayudar.
    —Sí —dijo ella, y lo miró sonriendo—. Déjame intentarlo.


    Capítulo 19


    Osborn se mantenía cerca del mostrador de la farmacia del hospital intentando leer en francés unos folletos sobre la salud, mientras Vera iba con su receta al laboratorio del fondo. En un momento, levantó la mirada y vio que el farmacéutico hablaba y gesticulaba con ambas manos mientras Vera esperaba, una mano apoyada en la cadera, a que el hombre acabara. Osborn desvió la mirada. Tal vez había cometido un error al implicarla. Si llegaban a descubrirlo y se conocía la verdad, podían acusarla a ella de complicidad. Debería decirle que se olvidara de todo y pensar en algún otro plan para coger a Henri Kanarack. Dejó nerviosamente el folleto que estaba leyendo y se disponía a dirigirse hacia ella cuando la vio venir.

    —Más fácil que comprar condones, y más raro, también —dijo cuando pasó junto a él y le lanzó un guiño.

    Dos minutos más tarde, caminaban por el bulevar Saint Jacques, y Osborn llevaba ya la sucinilcolina y un paquete de jeringas hipodérmicas en el bolsillo del abrigo.

    —Gracias —dijo, suavemente, levantando el paraguas y sosteniéndolo para que ambos pudieran protegerse. Luego cayó una lluvia más gruesa y Osborn sugirió que cogieran un taxi.
    — ¿Te parece bien si caminamos, simplemente? —preguntó ella.
    —Si a ti no te importa, a mí tampoco.

    Él la cogió por el brazo y cruzaron la calle sin esperar el cambio de luz. Al llegar al otro lado, Osborn la soltó deliberadamente. Vera sonrió, y durante los siguientes quince minutos caminaron sin decir nada.

    Osborn estaba sumido en sus pensamientos. En cierto modo, podía respirar con alivio. Había sido más fácil conseguir la sucinilcolina de lo que había imaginado. Pero le remordía la conciencia haberle mentido y utilizado, y eso le molestaba mucho más de lo que había pensado. De todas las personas que conocía, Vera sería la última que utilizara, o a quien no le dijera toda la verdad. Pero, recordó, la verdad es que no había tenido otra alternativa.

    Hoy no era un día como los demás, ni él estaba dedicado a su quehacer de todos los días. Habían surgido antiguos y oscuros asuntos. Asuntos trágicos, que sólo él y Kanarack conocían. Y que sólo él y Kanarack podían solucionar. Volvió a inquietarle la idea de que si las cosas fallaban, Vera podía verse implicada, y acusada de complicidad involuntaria. Era muy probable que no terminara en la cárcel, pero su carrera y todo aquello por lo cual había trabajado podía verse perdido. Debería haber pensado en eso antes, incluso antes de comentárselo. Debería haberlo hecho, pero no había sido así, y el mal ya estaba hecho. Ahora tenía que pensar en lo que quedaba por hacer. Asegurarse de que las cosas no fallaran, de que él y Vera estuvieran protegidos.

    De pronto ella le cogió la mano y lo hizo volverse para que la mirara. Al hacerlo, se dio cuenta de que ya no se encontraban en el bulevar Saint Jacques y que cruzaban el Jardín des Plantes, los antiguos jardines del Museo de Historia Natural, y que casi habían llegado al Sena.

    — ¿Qué pasa? —preguntó él, intrigado.

    Vera vio que Osborn la fijaba con la mirada, y supo que lo había sacado de una ensoñación.

    —Quiero que vengas a mi piso —dijo.
    — ¿Que quieres qué? —preguntó él, a todas luces desconcertado. La gente pasaba de prisa por todos lados y los jardineros, a pesar de la lluvia, comenzaban a preparar su trabajo del día.
    —Decía que quiero que vengas a mi piso.
    — ¿Por qué?
    —Quiero darte un baño.
    — ¿Un baño? '
    —Sí.

    A Osborn se le pintó una sonrisa en el rostro.

    —Primero no querías que te vieran conmigo, y ¿ahora me quieres llevar a tu piso?
    — ¿Qué hay de malo en eso?
    — ¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó Osborn, que la había visto sonrojarse.
    —Sí, resulta que me he propuesto darte un baño, y en esa cosa que tienes por bañera en el hotel no podrías bañar ni a un perrito.
    — ¿Y que pasa con... el franchute?
    —No lo llames así.
    —Si me dices cómo se llama, no lo llamaré así.

    Vera guardó silencio durante un momento.

    —Se acabó —dijo.
    — ¿Sí? —Osborn pensaba que bromeaba.
    —Sí.
    — ¿Estás hablando en serio? — preguntó Osborn, cauteloso.

    Ella asintió con la cabeza, definitivamente.

    — ¿Desde cuándo?
    —Desde... no sé cuando. Desde que lo decidí, y ya está —sentenció. No tenía ganas de analizarlo, y su voz se apagó.

    Osborn no sabía qué pensar, no sabía qué sentir. El lunes le había dicho que no quería volver a verlo. Que tenía un amante, un hombre influyente en Francia. Hoy era jueves. Hoy, el hombre era él y no el otro. ¿Realmente lo quería tanto como para eso? ¿O tal vez el asunto del amante no había sido más que un cuento para alejarlo, una manera conveniente de terminar con una aventura pasajera?

    Se levantó una brisa del río que a Vera le revolvió el pelo y ella se lo recogió detrás de la oreja. Sí, sabía lo que se jugaba pero no le importaba. Lo único que sabía era que en ese momento tenía ganas de hacer el amor con Paul Osborn, en su propio piso y en su propia cama.

    Disponía de cuarenta y ocho horas antes de que comenzara su próximo turno. Francois, el «franchute» de Osborn, estaba en Nueva York y no la había llamado desde hacía varios días. En lo que a ella respectaba, tenía libertad para hacer lo que se le antojara, cuando y donde se le antojara.

    —Estoy cansada. ¿Quieres venir o no? ¿Sí o no?
    — ¿Estás segura?
    —Estoy segura —dijo ella. Faltaban cinco minutos para las diez de la mañana.


    Capítulo 20


    La despertó el teléfono. Durante un momento, no supo dónde estaba. A través de las puertas semiabiertas que daban al patio, penetraba una luz intensa. Más allá, sobre el Sena, el sol de media tarde había intentado en vano penetrar la densa y tenaz capa de nubes, y luego había desaparecido detrás de ella. Aún medio dormida, Vera se apoyó sobre un codo y miró a su alrededor. Había sábanas y mantas tiradas por todos lados, y sus medias y su ropa interior en el suelo, casi debajo de la cama. Y entonces se le despejó la cabeza y supo que estaba en el dormitorio de su piso y que sonaba el teléfono. Se cubrió con una sábana, como si el que llamaba pudiera verla, y cogió el auricular.

    — ¿Sí?
    — ¿Vera Monneray?

    Era una voz masculina, una voz que nunca había oído.

    —Sí... —repitió ella, intrigada. Hubo un claro clic en el otro extremo.

    Vera colgó y miró a su alrededor.

    — ¿Paul? —llamó—. ¿Paul...?

    Esta vez había un dejo de inquietud en la voz. No hubo respuesta y Vera supo que se había marchado. Al salir de la cama vio su desnudez retratada en el espejo antiguo encima de su mesa de tocador. La puerta del baño, a su derecha, estaba abierta. En el lavabo y en el suelo, junto al bidé, había unas toallas usadas. La cortina de la ducha se había desprendido y colgaba a medias sobre la bañera. Al otro extremo, uno de sus zapatos colgaba ceremoniosamente de la tapa del water. Alguien al entrar no dejaría de observar que en aquellas dos habitaciones —y quién sabía en qué otra parte del piso— se habían desarrollado unas largas y turbulentas sesiones de amor. Jamás en su vida había experimentado nada como en las últimas horas. Le dolía todo el cuerpo, y las partes que no le dolían estaban rozadas hasta la magulladura, la piel irritada. Se sintió como si se hubiera acoplado con una bestia, desatando una furia primitiva que había generado, minuto a minuto, movimiento a movimiento, una tormenta de fuego gargantuesca de apetitos físicos y emocionales de la que sólo la había librado el agotamiento total y absoluto.

    Se volvió nuevamente y volvió a verse en el espejo. Se acercó. No estaba segura de lo que veía, exactamente, pero había algo diferente. La esbeltez de su silueta, los pequeños pechos, todo era lo mismo. El pelo, aunque completamente despeinado, no había cambiado. Era otra cosa. Algo en ella se había desvanecido, y en su lugar había algo nuevo.

    El teléfono volvió a sonar, estridente. Ella lo miró, molesta por la intrusión. Siguió sonando, y Vera finalmente respondió.

    —Sí... —dijo, distante.
    —Un momento —respondió una voz.

    ¡Era él quien llamaba!

    — ¡Vera, bonjour! —surgió la voz de Francois en el auricular. Allí estaba, brillante, exigente.

    Pasó un momento antes de que ella respondiera. Y en ese momento comprendió que lo que se había desvanecido en ella era la niña, que había cruzado una brecha de donde no había regreso.

    Quienquiera que hubiera sido, ya no iba a serlo más. Y su vida, para bien o para mal, jamás volvería a ser como antes.

    —Bonjour —dijo finalmente—. Bonjour, Francois.

    Paul Osborn salió del apartamento de Vera a primera hora de la tarde y cogió el metro para volver a su hotel. Hacia las dos, vestido con una camiseta, vaqueros y zapatillas deportivas, conducía un Peugeot azul de alquiler por la avenida de Clichy. Siguiendo atentamente el mapa urbano de la agencia de alquiler, giró a la derecha en la calle Martre por la autopista que seguía hacia el noreste bordeando el Sena. En los siguientes veinte minutos, se detuvo en tres ocasiones después de haber cogido desvíos y caminos laterales. Ninguno de los puntos parecía adecuado. Y luego, a las dos treinta y cinco, pasó junto a un camino flanqueado por árboles que llegaba hasta el río. Giró para cambiar de sentido y se adentró por el camino. Quinientos metros más allá llegó hasta un parque apartado que se extendía sobre un monte que bordeaba la ribera este del río. Observó que el parque en sí mismo no era más que un amplio campo rodeado de árboles con un camino de tierra que lo contorneaba. Lo siguió hasta que el camino comenzó a desviarse nuevamente hacia la autopista. Entonces vio lo que buscaba. Una rampa de tierra y gravilla que llevaba al río. Se detuvo y miró hacia atrás. La autopista quedaba a casi un kilómetro de distancia y el camino estaba oculto por los árboles y la densa maleza.

    En verano, con su acceso al río, el parque era probablemente muy concurrido, pero ahora, a las tres de la tarde de un jueves lluvioso de octubre, estaba completamente desierto.

    Salió del Peugeot, caminó hasta la punta de la rampa y comenzó a bajar. Abajo, entre los árboles, apenas podía divisar el río. El cielo oscurecido y la llovizna cerraban el espacio circundante, creando una atmósfera donde él parecía el único ser existente. La rampa era inclinada y los vehículos habían formado grandes baches al utilizar la parte de abajo, sin duda, para soltar pequeñas embarcaciones.

    Al llegar abajo, la inclinación disminuía. Osborn divisó una pila de troncos pudriéndose al borde del agua y supuso que el sitio había servido para embarcaciones mayores años atrás. Cuándo, y para qué fines, no podía saberlo. ¿Cuántos ejércitos, durante siglos, habrían pasado por aquí? ¿Cuántos hombres habían pisado donde él pisaba ahora?

    A unos cinco metros de la orilla, la gravilla se convertía en una arenilla gris, y luego, al llegar al agua, en un lodo rojizo. Osborn quiso probar la firmeza del terreno y avanzó. La arena lo sostenía, pero no bien hubo pisado el lodo, sus pies se hundieron. Retrocedió, sacudiendo el lodo enganchado al calzado, y volvió a mirar el agua. Frente a él, el Sena fluía perezosamente, dejando atrás pequeñas olas que morían en la orilla. Más abajo, a menos de treinta metros, un promontorio de roca y árboles sobresalía abruptamente, cambiando el curso del agua y devolviéndolo a la corriente.

    Osborn observó un rato largo, muy consciente de lo que estaba haciendo. Luego volvió sobre sus pasos, cruzó el descampado hasta llegar a unos árboles en la base de la colina que bajaba hacia el río. Cogió una rama larga, volvió al primer lugar y la lanzó al agua. Durante un momento, no sucedió nada, y la rama flotó sin moverse. Y luego, lentamente, la corriente la impulsó hacia delante, y en pocos segundos fue arrastrada en dirección a los árboles y hacia la corriente central. Osborn miró su reloj. La rama había tardado diez segundos en alejarse y luego ser arrastrada por la corriente. Otros veinte segundos, y ya se había perdido de vista, más allá del saliente de rocas y árboles. En total, cerca de treinta segundos desde que había lanzado la rama hasta perderla de vista.

    Volvió sobre sus pasos y cruzó el descampado hasta el bosque en el otro extremo. Buscaba algo más pesado, algo que se pareciera al peso de un hombre. Al cabo de un rato, encontró el tronco sin raíces de un árbol muerto. Buscó un asidero, lo levantó y lo llevó a la orilla, volvió a hundirse en el lodo y lo lanzó al agua. Permaneció inmóvil un momento, al igual que la rama, y luego la corriente lo cogió y lo impulsó paralelo a la orilla. Cuando llegó a la curva del promontorio, se desvió hacia el centro de la corriente. Osborn volvió a mirar su reloj. Había tardado treinta y dos segundos en perderse y ser arrastrado por la corriente principal. El tronco pesaría unos veinticinco kilos. Calculó que Kanarack pesaba unos ochenta y cinco kilos. La relación entre la rama y el tronco era mucho mayor que la de éste con el peso de Kanarack, pero ambos habían tardado casi el mismo tiempo en alejarse y desaparecer del todo en la corriente.

    Osborn sentía cómo le aumentaban las pulsaciones y le sudaban las axilas, ahora que todo cobraba visos de realidad. Funcionaría, ¡de eso estaba seguro! Comenzó a caminar, primero de lado, volviéndose, y luego corriendo, corriendo a todo correr por la orilla, más allá de los árboles, donde la tierra sobresalía hasta casi la mitad del río. Descubrió que allí el agua fluía, profunda y sin obstáculos. Sin nada que lo detuviera, físicamente incapacitado por los efectos de la sucinilcolina, Kanarack flotaría como un tronco, aumentando la velocidad al llegar a la corriente principal. Menos de sesenta segundos después de que empujara el cuerpo desde la orilla, flotaría hasta el centro y sería arrastrado por la corriente del Sena.

    Ahora tenía que asegurarse. Avanzando entre la hierba crecida, siguió la orilla entre arbustos y matorrales durante casi un kilómetro. Cuanto más avanzaba, más profundos se volvían los bancos del río y aumentaba la fuerza de la corriente. Al llegar a lo alto de un monte, se detuvo. El río seguía su curso ininterrumpido hasta perderse de vista. No había islotes ni bancos de arena ni árboles muertos. Sólo el agua que discurría veloz y sin obstáculos cortando el agreste paisaje. Además, no había pueblos, fábricas, casas ni puentes. No había nada, hasta donde alcanzaba su vista, desde donde pudiera verse un objeto flotando en la corriente.

    Sobre todo si se deslizaba en medio de la lluvia y la oscuridad.


    Capítulo 21


    Lebrun y McVey siguieron a Osborn y Vera hasta los jardines del Museo Nacional de Historia Natural. Desde allí, un segundo coche de policía camuflado los siguió hasta el piso de Vera en la isla Saint Louis.

    No bien entraron, a Lebrun le comunicaron la dirección. Cuarenta segundos más tarde tenían una lista de los habitantes del edificio por intermedio de los buenos oficios de la Oficina de Correos y su búsqueda informática.

    Lebrun la leyó por encima y se la entregó a McVey, que tuvo que colocarse las gafas. La lista confirmaba que los seis pisos del 18, Quai de Bethune estaban habitados. Dos de los nombres sólo llevaban las iniciales, lo cual indicaba que probablemente se trataba de mujeres solteras. Una era M. Seyrig, y la segunda una tal V. Monneray. Una búsqueda informática de los permisos de conducir reveló que M. Seyrig era Monique Seyrig, una dama de sesenta años, y que V. Monneray era Vera Monneray, una señorita de veintiséis. Menos de un minuto más tarde, por el fax del Ford de Lebrun llegó una copia del permiso de conducir de Vera Monneray. La foto confirmaba que era la acompañante de Paul Osborn.

    En ese momento, desde la Prefectura de Policía llegaron órdenes para poner fin a la vigilancia. El doctor Paul Osborn, según le comunicaban a Lebrun, estaba siendo vigilado por Interpol, no por la Prefectura de Policía de París. Si Interpol quería que alguien mirase desde el otro lado de la calle mientras Osborn mantenía sus amoríos con una dama, que lo pagaran. La policía local no podía correr con esos gastos. McVey sabía perfectamente lo que sucedía con los presupuestos municipales, donde la administración hacía sus recortes y los políticos competían hasta por el último franco de las asignaciones. Así, cuando Lebrun, compungido, lo dejó a las puertas del cuartel general media hora más tarde, lo único que hizo McVey fue encogerse de hombros y dirigirse al Opel beis de dos puertas que Interpol le había dejado, sabiendo que sería él quien haría el trabajo pesado.

    McVey tardó más de cuarenta minutos conduciendo en círculos hasta que encontró el camino de vuelta a la isla Saint Louis. Entró en un estacionamiento de la parte posterior del edificio de Vera Monneray. La fachada de piedra estucada que corría a lo largo de toda la manzana estaba bien cuidada y pintada recientemente. Las entradas de servicio, situadas a intervalos regulares, estaban aseguradas por sólidas puertas sin ventanas, lo cual hacía a la primera planta tan impenetrable como un cuartel.

    McVey bajó del coche y caminó la media manzana por la calle adoquinada hasta la esquina al final del edificio. La lluvia y el frío no hacían las cosas más fáciles. Tampoco era fácil caminar con aquellos zapatos sobre los adoquines jodidamente resbaladizos. Sacó un pañuelo del pantalón y se sonó. Luego lo dobló con cuidado y lo guardó. Tampoco se le hizo más fácil cuando comenzó a pensar en uno de aquellos días cálidos, envueltos en la bruma de la contaminación, caminando por el campo de golf de Rancho Park, en Pico, justo enfrente de los terrenos de la Twentieth Century Fox. Empezar por el tee ocho cuando el sol comenzaba a calentar el aire, y pasar las horas siguientes con sus tres colegas de la Sección de Homicidios de la oficina del Sheriff, todos ellos escapando de las tareas domésticas de sus días libres.

    Al llegar a la esquina, McVey giró a la derecha y caminó hasta llegar frente al edificio. Le sorprendió ver que se encontraba justo encima del Sena. Si estiraba la mano, casi podía tocar las barcazas que pasaban por abajo. Al otro lado del río, toda la Rive Gauche estaba cubierta por un manto de nubes que se extendía hasta perderse de vista, de derecha a izquierda. Miró hacia los apartamentos de arriba y pensó que casi todos debían de gozar de un paisaje similar.

    ¿Qué diablos podría costar un alquiler en ese sector?, se preguntó, y luego sonrió. Era el tipo de comentario que le habría hecho a su segunda mujer, Judy, la única verdadera compañera que había tenido en su vida. Con Valérie, su primera mujer, se había casado al terminar el Instituto, y eran los dos demasiado jóvenes. Valérie trabajaba como empleada en un supermercado y él luchaba por salir adelante en la Academia durante sus primeros años en el Cuerpo de Policía. A Valérie no le importaba ni el trabajo ni la carrera, sino los niños. Quería tener dos hijos y dos hijas, como en su familia. Y no pedía más. McVey llevaba tres años trabajando en el Cuerpo de Policía de Los Ángeles cuando ella quedó encinta. Cuatro meses más tarde, mientras él investigaba el robo de un coche, ella tuvo un aborto espontáneo y se desangró hasta morir mientras la llevaban al hospital.

    Pero ¿por qué cono estaba pensando en eso?

    De pronto levantó la mirada y se encontró escudriñando el interior a través de las filigranas del hierro forjado de la puerta de seguridad del edificio principal. Desde adentro, un vigilante uniformado lo miró, y McVey supo que la única manera de entrar allí sería con una orden judicial. Y aunque no la tuviera, y suponiendo que pudiera entrar, ¿qué esperaba encontrar? ¿A Osborn y Monneray en plena faena? ¿Y qué le hacía pensar que cualquiera de los dos estaba aún allí dentro? Habían pasado casi dos horas desde que Lebrun y sus hombres se habían largado.

    McVey dio media vuelta y se dirigió al coche. Cinco minutos más tarde, al volante del Opel, seguía intentando dar con la salida de la isla Saint Louis para volver a su hotel. Se encontraba frente a una señal de stop y había tomado la última y definitiva decisión de girar a la derecha cuando vio una cabina telefónica en la esquina. La idea fue fulminante. Le cerró el paso a un taxi y se estacionó junto a la acera. Entró a la cabina, buscó V. Monneray y llamó a su piso. El teléfono sonó durante un rato largo. McVey estaba a punto de desistir cuando contestó una mujer.

    — ¿Vera Monneray? —preguntó.

    Hubo una pausa.

    —Oui —contestó ella.

    McVey colgó. Al menos uno de ellos aún estaba allí dentro.

    — ¿Vera Monneray, 18 Quai de Bethune? ¿Un número y una dirección? —McVey cerró la carpeta abierta y se quedó mirando a Lebrun—. ¿Eso es toda la ficha?

    Lebrun apagó un cigarrillo y asintió con un gesto de cabeza. Pasaban unos minutos de las seis de la tarde y se encontraban en el cubículo que Lebrun ocupaba como despacho en la cuarta planta de la Prefectura de Policía.

    —Un chico de diez años escribiendo guiones para la tele se inventaría algo mejor —alegó McVey, con un tono de irritación poco habitual en él. Había pasado gran parte de la tarde, ilegalmente, en la habitación del hotel de Paul Osborn, sin encontrar nada más que ropa sucia, cheques de viaje, vitaminas, antihistamínicos, píldoras para el dolor de cabeza y condones. Con la excepción de los condones, no había nada que él mismo no tuviera en su habitación del hotel. No era que estuviera contra las gomas, era que el sexo había dejado de interesarle desde la muerte de Judy, cuatro años antes. Durante todos los años que estuvieron casados, McVey había cultivado fantasías sensacionales sobre cómo hacérselo con todo tipo de mujeres, desde las adolescentes púberes hasta mujeres estilo perfumes Avon de mediana edad, y había conocido a muchas que estaban dispuestas a bajarse las bragas sin chistar delante de un inspector de Homicidios, pero él nunca se había prestado a ello. Y luego, cuando Judy se fue, nada de nada, ni siquiera las fantasías, parecían valer la pena. Era como un hombre que se había estado muriendo de hambre y que de pronto perdía el apetito.

    Los únicos objetos de relativo interés entre las pertenencias de Osborn eran las facturas de restaurantes que había guardado en la sección de «actividades del día» de su agenda. Tenían la fecha de viernes, 30 de septiembre y sábado, 1 de octubre. El viernes correspondía a Ginebra y el sábado, a Londres. Las facturas eran de dos personas. Pero no había nada más. Así, Osborn había invitado a comer a alguien en las dos ciudades. Y lo mismo habían hecho cientos de miles de personas. McVey le había dicho a la policía de París que había estado solo en el hotel en Londres. Probablemente no le habían preguntado por la cena, sobre todo porque no tenían ningún motivo para preguntárselo. No más de los que ahora tenía McVey para relacionarlo a él con los crímenes de las decapitaciones.

    Lebrun sonrió ante la consternación profunda de McVey.

    —Amigo mío, se olvida usted de que está en París.
    — ¿Qué significa eso?
    —Significa, mon ami, que un chico de diez años que escriba un guión de teleserie... —dijo Lebrun, e hizo una pausa muy efectista— probablemente no estará acostándose con el Primer Ministro.

    A McVey se le desencajó la mandíbula.

    — ¿Está bromeando?
    —No estoy bromeando —dijo Lebrun, y encendió otro cigarrillo.
    — ¿Osborn lo sabe?

    Lebrun se encogió de hombros.

    McVey le lanzó una mirada furibunda.

    —O sea que no la podemos tocar, ¿no es así?
    —Oui —dijo Lebrun, con una leve sonrisa en los labios—. Los inspectores de Homicidios veteranos, aunque sean americanos, deberían conocer las sorpresas que depara «l'amour». O saber que sus ramificaciones pueden ser sumamente complicadas.

    McVey se levantó.

    —Si me lo permite, vuelvo a mi hotel y me voy a Londres —advirtió—. Y si tiene usted otros sospechosos tan importantes, verifíquelos personalmente, ¿vale?
    —Recuerdo habérselo ofrecido en esta ocasión —dijo Lebrun, con un amago de sonrisa—. Pero puede que recuerde que la idea de venir a París fue suya.
    —La próxima vez, convénzame de lo contrario —dijo McVey, y se dirigió a la puerta.
    —McVey —dijo Lebrun, y se inclinó para apagar el cigarrillo—. No pude ponerme en contacto con usted esta tarde.

    McVey no dijo nada. Sus métodos de investigación eran muy particulares, y no siempre eran cabalmente legales, ni solían implicar a sus compañeros, incluyendo la Prefectura de Policía de París, Interpol, la Policía Metropolitana de Londres y el Cuerpo de Policía de Los Angeles.

    —Querría haber podido dar con usted —dijo Lebrun.
    — ¿Por qué? —preguntó McVey, con voz inexpresiva, pensando que tal vez Lebrun sabía algo y lo estaba poniendo a prueba.

    Lebrun abrió el cajón de su escritorio y sacó otra carpeta.

    —Estábamos investigando esto —dijo, pasándosela a McVey—. Podría habernos servido su experiencia.

    McVey lo miró un momento y luego abrió la carpeta.

    En sus manos sostenía las fotos de un asesinato encarnizadamente violento. Un hombre yacía muerto en lo que parecía un apartamento. Fotos más detalladas mostraban primeros planos de sus rodillas. Ambas habían sido destrozadas por un solo y potente disparo.

    —Es un Colt 38 automático, fabricado en Estados Unidos, con silenciador. Lo encontramos a su lado. La cacha tenía cinta adhesiva. No hay huellas ni número de registro —advirtió Lebrun, con voz queda.

    McVey miró las otras dos fotos. La primera era del rostro del hombre. Estaba hinchado hasta tres veces el tamaño normal, y los ojos se le salían del cráneo en una expresión de terror. En torno al cuello tenía enrollado un cable de alambre que podría haber sido un colgador. La segunda foto era de las partes bajas. Los genitales de la víctima habían sido destrozados de un disparo.

    — ¡Jooder! —murmuró McVey, por lo bajo.
    —Fue la misma arma —dijo Lebrun.
    —Alguien quería que hablara —dijo McVey, y lo miró.
    —Si hubiera sido yo la víctima, les habría dicho lo que hubieran querido —dijo Lebrun—. Sólo con la esperanza de que me mataran.
    — ¿Por qué me enseña esto? —inquirió McVey. La Prefectura Central de la Policía de París tenía un expediente brillante en lo que se refería a las investigaciones de homicidios en la región metropolitana. Era evidente que no necesitaban sus consejos.
    —Porque no quiero que vuelva a Londres tan precipitadamente.
    —No lo entiendo —dijo McVey, y volvió a mirar la carpeta abierta.
    —Se llama Jean Packard. Trabajaba como detective privado para la oficina de París de Kolb International. El martes, el doctor Osborn lo contrató para que localizara a alguien.
    — ¿Osborn?

    Lebrun encendió otro cigarrillo, apagó la cerilla y asintió con la cabeza.

    —El que hizo esto era un profesional, no Osborn —aventuró McVey.
    —Ya lo sé. El departamento técnico encontró unas huellas dactilares borrosas sobre un vaso roto. No eran de Osborn y no teníamos nada en nuestro ordenador que coincidiera con ellas. De modo que las enviamos a Interpol en Lyón.

    ¿Y...?

    —McVey, hemos encontrado el cadáver esta misma mañana.
    —Pero no fue Osborn —dijo McVey, seguro.
    —No, no fue Osborn —consintió Lebrun—. Y puede que sea una absoluta coincidencia y que no tenga nada que ver con él.

    McVey volvió a sentarse.

    Lebrun cogió la carpeta y la devolvió al archivo.

    —Estará pensando que las cosas se complican, y que este Jean Packard no tiene nada que ver con los cuerpos decapitados y la cabeza suelta. Ahora también está pensando que vino a París a causa de Osborn, porque había una mínima posibilidad de que estuviera implicado. Y ahora, esto. Así que estará diciéndose que, si seguimos investigando, dedicándole tiempo, después de todo puede que haya una conexión... ¿Tengo razón o no?

    McVey levantó la cabeza para responder. —Oui—dijo.


    Capítulo 22


    La limusina oscura esperaba fuera.

    Vera la había visto llegar desde la ventana de su habitación. ¿Cuántas veces había esperado, junto a la ventana, verla aparecer por la esquina? ¿Cuántas veces se le había acelerado el corazón nada más verla? Ahora deseaba que no tuviera nada que ver con ella, como si ella observara desde otro piso y la intriga perteneciera a otra existencia.

    Llevaba un vestido negro y medias negras, pendientes y un sencillo collar de perlas. Sobre los hombros llevaba una chaqueta corta de visón plateado.

    El chofer abrió la puerta de atrás y ella subió. Un momento más tarde, el chofer se puso al volante y partió.

    A las cinco menos cinco, Henri Kanarack se lavó las manos en el lavabo de los empleados de la panadería, introdujo su tarjeta en el reloj de la pared y marcó la hora de salida. Salió al pasillo donde guardaba su abrigo y encontró a Agnés Demblon esperándolo.

    — ¿Quieres que te lleve? —preguntó ella.
    — ¿Por qué? Nunca me has llevado de vuelta a casa. Siempre te quedas hasta que entregan la caja del día.
    —Sí, pero esta noche...
    —Esta noche, especialmente —dijo Kanarack—. Hoy, esta noche. No hay nada diferente. ¿Me entiendes?

    Sin dirigirle la mirada, se puso la chaqueta, abrió la puerta y salió a la lluvia. Era sólo un rato caminando desde la entrada de servicio a la calle de enfrente. Al girar en la esquina, se subió el cuello de la chaqueta para protegerse de la lluvia, y se alejó. Eran exactamente las cinco y dos minutos. Al otro lado de la calle, y dos portales más allá, había aparcado un Peugeot azul oscuro de alquiler, y la lluvia se acumulaba en pequeñas gotas sobre la carrocería recién encerada. En el interior, sentado en la oscuridad, estaba Paul Osborn.

    En la esquina, Kanarack dobló a la izquierda hacia el bulevar Magenta. Al mismo tiempo, Osborn giró la llave en el contacto, salió del lado de la acera y lo siguió. En la esquina, giró a la izquierda en la dirección que había cogido Kanarack. Miró su reloj. Eran las cinco y siete y, con la lluvia, la calle estaba ya a oscuras. Al mirar hacia atrás, Osborn sólo vio a desconocidos, y por un momento pensó que lo había perdido, hasta que de pronto lo vio en la otra acera, caminando deliberadamente sin prisa. Por su manera tranquila de caminar, Osborn pensó que ya no temía que lo siguiesen y que tal vez consideraba el ataque y la persecución de la otra noche como un incidente curioso protagonizado por un demente.

    Más allá, Kanarack se detuvo ante un semáforo, y Osborn también. Al parar, éste sintió que se apoderaba de él la agitación. « ¿Por qué no hacerlo ahora? —Le preguntaba una voz interior—. Esperar que baje de la acera a la calle, ¡pisar el acelerador a fondo, atropellarlo y luego escapar! Nadie te verá. ¿Y a quién le importa, si te ven? Si la policía te encuentra, simplemente les dirás que estabas a punto de ir a verlos. Que pensabas que habías atropellado a alguien en la oscuridad y bajo la lluvia. Que no estabas seguro, que miraste pero no viste a nadie.» ¿Qué podían decir ellos? ¿Cómo podían saber que era el mismo hombre? No tenían idea de quién era desde el comienzo.

    «No, ¡ni lo pienses! Con tu impulsividad, ya lo echaste a perder la primera vez. Además, si lo matas así, jamás tendrás la respuesta a tu pregunta, y esa respuesta es tan importante como el hecho de matarlo. Así que cálmate, sigue tu plan y todo saldrá bien.
    »La primera inyección de sucinilcolina hará su efecto y le hará arder los pulmones por falta de oxígeno por falta de control de los músculos respiratorios. Estará ahogado e impotente, y más aterrorizado de lo que jamás ha estado en su vida. Te diría cualquier cosa si pudiera, pero no será capaz.
    »Luego, poco a poco, el efecto de la droga se desvanecerá y comenzará a respirar nuevamente. Sonreirá, y pensará que te ha ganado por la mano. Y de pronto se dará cuenta de que estás a punto de inyectarle otra dosis. Mucho más fuerte que la primera, le advertirás. Y lo único en que pensará él será en esa segunda dosis y en el horror de repetir lo que acaba de vivir, sólo que esta vez a sabiendas de que será peor, mucho peor, si es posible. Entonces contestará tus preguntas, Paul. Te dirá todo lo que quieras saber.»

    Osborn se miró las manos y vio que tenía los nudillos blancos apretando el volante. Pensó que si apretaba un poco más, el volante se le haría trizas en las manos. Respiró profundamente y se relajó. La necesidad de actuar de inmediato desapareció.

    El semáforo cambió y Kanarack cruzó la calle. Era de suponer que lo seguían. El americano o tal vez, aunque lo dudaba, la policía. En cualquier caso, no podía hacer nada que pareciera diferente de lo que había sido su vida, cinco días a la semana, cincuenta semanas al año, durante los últimos diez años. Salir de la panadería a las cinco, detenerse en algún lugar a beber una copa, y coger el metro a casa.

    En la mitad de la manzana siguiente estaba la cervecería Le Bois. Siguió caminando sin prisa y con ritmo regular. Para el resto del mundo, no era más que un trabajador, agotado al final de su jornada. Pasó junto a una mujer joven que paseaba a su perro y llegó frente a Le Bois, abrió la pesada puerta de vidrio y entró.

    Dentro, la terraza techada que daba a la calle estaba sumida en el humo y el ruido del gentío que se relajaba después del trabajo. Kanarack miró a su alrededor buscando una mesa cerca de la ventana donde pudieran verlo desde fuera, pero no había ninguna libre. A contrapelo, tuvo que sentarse en la barra. Pidió un café con Pernod y miró hacia la puerta. Si entraba un policía de civil, lo reconocería de inmediato por la actitud y la postura del cuerpo al mirar a su alrededor. De civil o no, altos mandos o bajos, Kanarack sabía que todos los policías del mundo llevaban calcetines blancos y zapatos negros.

    El americano era distinto. El feroz ataque de la primera vez había sido tan repentino que Kanarack no había alcanzado a verle la cara. Y cuando Osborn lo había seguido hasta el metro, Kanarack estaba muy agitado y la estación llena de gente. Por lo poco que recordaba, medía más o menos un metro ochenta y cinco, tenía pelo oscuro y era muy fuerte.

    Le trajeron la copa y durante un minuto la dejó estar sobre la barra sin tocarla. Luego bebió un breve sorbo y sintió la mezcla cálida de café y licor en el vientre. Aún sentía las manos de Osborn aferradas a su garganta, los dedos incrustados salvajemente en su tráquea intentando estrangularlo. Eso era lo que no lograba entender. Si Osborn había venido a matarlo, ¿por qué había actuado de esa manera? Un disparo, o un cuchillo, desde luego. Pero ¿con sus propias manos y en un lugar público lleno de gente? Aquello no tenía sentido.

    Jean Packard tampoco había podido explicarlo.

    Había resultado fácil descubrir dónde vivía el detective, a pesar de que su teléfono y su dirección no estaban registrados. Hablando un inglés americano inconfundible, Kanarack había fingido una llamada desesperada a la sede de Kolb International en Nueva York al final de la jornada. Había dicho que llamaba desde el teléfono de su coche en Fort Wayne, Indiana, y que intentaba desesperadamente ponerse en contacto con su hermanastro, Jean Packard, un empleado de Kolb International, con el que había perdido contacto desde que Packard se había trasladado a París. La madre de Packard, una señora de ochenta años, decía, estaba sumamente enferma en un hospital de Fort Wayne y pensaban que no viviría más allá de aquella misma noche. ¿Había alguna manera de ponerse en contacto con su hermanastro?

    Había una diferencia de seis horas. Las seis de la tarde en Nueva York era medianoche en París, y las oficinas de París estaban cerradas. El operador de Nueva York consultó con su supervisor. Se trataba de una urgencia legítima familiar. Si las oficinas en Francia estaban cerradas, ¿qué podía hacer? Al final del día, como todos los demás, el supervisor tenía prisa por partir. Después de un momento de vacilación, el código informático internacional dio luz verde y autorizó que le informaran al hermanastro de Jean Packard en Indiana su número de teléfono en París.

    Un primo de Agnés Demblon trabajaba como operador en el parque de bomberos del Distrito Uno, París centro. Un número de teléfono se convertía en dirección. Era así de fácil.

    Dos horas más tarde, a la una y cuarto de la noche del jueves, Henri Kanarack se encontraba frente al edificio de apartamentos de Jean Packard en Porte de la Chapelle, el sector norte de la ciudad. Unos veinte sangrientos minutos más tarde, Kanarack bajaba por la escalera de servicio, dejando atrás lo que quedaba de Jean Packard tirado en el suelo del salón.

    Al final, Packard le había dado a Kanarack el nombre de Paul Osborn y el nombre del hotel donde se hospedaba en París. Pero eso fue todo. A las otras preguntas, por qué Osborn había atacado a Kanarack en la cervecería, por qué había contratado a Kolb International para encontrarlo, si Osborn representaba o trabajaba para alguien, Packard no supo responder. Y Kanarack estaba seguro de que decía la verdad. Jean Packard se había portado como un duro, pero no era tan duro. Kanarack había aprendido bien su oficio en los años sesenta, lo habían entrenado con orgullo y rigor en las Fuerzas Especiales de Estados Unidos. Al frente de un pelotón de reconocimiento de largo alcance durante la primera época de Vietnam, le habían enseñado todos los métodos para obtener la información más delicada de boca del más testarudo de los adversarios.

    El problema era que de Jean Packard sólo había obtenido un nombre y una dirección, la misma información que Packard le había dado a Osborn sobre él. De modo que, pensó Kanarack, Osborn sólo podía ser una cosa, un representante que la Organización había enviado para liquidarlo. Aunque el primer intento hubiese estado tan mal montado, no había otra razón posible. Nadie más podía reconocerlo o tener un motivo para matarlo.

    Lo fastidioso era que, habiendo matado a Osborn, ellos enviarían a un segundo hombre. Es decir, si llegaban a saberlo. Su única esperanza era que Osborn trabajara por cuenta propia, que fuera un cazador de recompensas con una lista de nombres y rostros que cobraba una fortuna si entregaba a uno de ellos. Si Osborn había dado con él por casualidad y había contratado a Jean Packard, las cosas podían seguir funcionando igual.

    De pronto, sintió una ráfaga de aire del exterior y levantó la mirada. La puerta de Le Bois se había abierto y había un hombre parado en la entrada. Era alto, llevaba sombrero y miraba a su alrededor. Al principio, barrió la terraza del café con la mirada, y luego la barra. Vio a Henri Kanarack y, con la misma rapidez, desvió la mirada. Un momento después, empujó la puerta y salió. Kanarack se calmó. El hombre alto no era un poli ni era Osborn. No era nadie.

    Al otro lado de la calle, Osborn estaba sentado al volante del Peugeot y vio salir al hombre, que miró una vez más por la puerta y se alejó. Osborn se encogió de hombros. No lo conocía, no era Kanarack.

    El panadero había entrado en Le Bois a las cinco y cuarto. Ahora eran casi las seis menos cuarto. Osborn había vuelto del parque junto al río a la hora punta en menos de veinticinco minutos y había aparcado delante de la panadería justo después de las cuatro. Le había dado tiempo para estudiar el barrio y volver al coche antes de que saliera Kanarack.

    Al caminar una media docena de manzanas en ambas direcciones, Osborn vio tres callejones y dos entradas de descarga de unos almacenes cerrados. Cualquiera de los .cinco puntos serviría. Y si mañana por la noche Kanarack cogía el mismo camino que hoy, el mejor de los cinco puntos quedaría en su ruta, un callejón estrecho al que no daba ninguna puerta, sin iluminación, a menos de media manzana de la panadería.

    Vestido con los mismos vaqueros y zapatillas deportivas que llevaba ahora, se colocaría una gorra y esperaría en la oscuridad a que pasara Kanarack. Entonces, con una jeringa llena de sucinilcolina en una mano, y otra en el bolsillo como precaución, atacaría a Kanarack por detrás.

    Le cogería la garganta con el brazo izquierdo y lo tiraría hacia el callejón y, al mismo tiempo, le pincharía certeramente en las nalgas, a través de la ropa. Kanarack reaccionaría con violencia, y Osborn sólo necesitaría cuatro segundos, para inyectar la dosis. Luego lo soltaría y le bastaría apartarse, y Kanarack podría hacer lo que quisiera. Atacarlo o escapar, daba igual. En menos de veinte segundos las piernas comenzarían a flaquearle, y veinte segundos más tarde, ya no podría sostenerse en pie. Cuando se desplomara, Osborn actuaría. Si veía a alguien, le diría que su amigo era americano y se sentía mal, y que lo llevaba hasta el Peugeot de la esquina para conducirlo a un hospital. Y Kanarack, víctima de la parálisis muscular, sería incapaz de oponerse. En el coche en movimiento, Kanarack estaría impotente y aterrorizado. Todo su ser estaría concentrado en un solo objetivo, respirar.

    Al cabo de un rato, cuando cruzaran París y llegaran al camino del río y al parque, los efectos de la sucinilcolina comenzarían a disiparse, y Kanarack volvería lentamente a respirar. Y cuando comenzara a sentirse mejor, Osborn cogería la segunda jeringa y le diría quién era él, y lo amenazaría con una dosis mucho más potente, una dosis que no olvidaría. Sólo entonces podría relajarse y preguntarle a Kanarack por qué había asesinado a su padre. Y no cabía ninguna duda de que Kanarack se lo confesaría.


    Capítulo 23


    A las seis y cinco minutos, Henri Kanarack salió de Le Bois y, sin prisa, caminó dos manzanas y entró en la estación de metro frente a la estación del Este.

    Osborn lo vio partir, encendió la luz del interior y miró el mapa que tenía en el asiento. Quince kilómetros y casi treinta y cinco minutos más tarde, pasó junto al apartamento de Kanarack en Montrouge. Dejó el coche en una calle lateral, caminó una manzana y media y se detuvo en la sombra frente al edificio de Kanarack. Quince minutos más tarde, Kanarack llegó caminando por la acera y entró. Desde el comienzo hasta el final, desde la panadería hasta la casa, no había indicios de que pensara que lo seguían, o que corría peligro. Sólo la rutina de todos los días. Osborn sonrió. Todo marchaba sobre ruedas y según lo previsto.

    A las siete cuarenta, estacionó el Peugeot frente a su hotel, le entregó las llaves a un botones y entró. Cruzó el salón de recepción y se acercó al mostrador para ver si había algún recado.

    —Non, monsieur, lo siento —sonrió la chica de pelo castaño al otro lado del mostrador.

    Osborn le agradeció y se volvió. Por algún motivo, estaba esperando que Vera lo llamara, pero estaba igualmente satisfecho de que no lo hubiera hecho. No era momento para distraerse. Ahora sólo necesitaba tranquilidad y concentrarse en lo que hacía. Se preguntaba por qué le había dicho al inspector Barras que se marcharía de París en cinco días. Podría haber dicho una semana o diez días, incluso dos semanas. Cinco días habían apresurado todo casi hasta el punto de hacerle perder el control. Las cosas sucedían demasiado rápido y la sincronización se encontraba en un punto demasiado crítico. No había lugar para los errores o para lo imprevisto. ¿Qué sucedería si Kanarack enfermaba y decidía no ir a trabajar al día siguiente? ¿Qué pasaría entonces? ¿Tendría que entrar en su piso a la fuerza y hacerlo allí? ¿Qué pasaría con tanta otra gente? ¿La mujer de Kanarack, la familia, los vecinos? No estaba contemplado que pasara algo así, sencillamente porque él no lo había contemplado. No tenía ninguna libertad, absolutamente ninguna. Era como sostener un cartucho de dinamita con la mecha encendida. Pero ¿qué podía hacer sino seguir adelante y esperar lo mejor?

    Osborn dejó de pensar en ello, y en lugar de dirigirse hacia los ascensores, entró en una tienda de regalos para comprar un periódico en inglés. Sacó un ejemplar del anaquel y esperó su turno frente a la caja. Por un momento pensó qué habría sucedido si Jean Packard no hubiese encontrado a. Kanarack tan rápido. ¿Qué habría hecho él? ¿Habría salido del país para luego volver? ¿Pero cuándo? ¿Cómo podía estar seguro de que la policía no había colocado alguna señal en el código electrónico de su pasaporte para alertarlos en caso de que volviera después de un tiempo? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar antes de pensar que era seguro volver? ¿O qué habría pasado si el detective no hubiese encontrado a Kanarack? ¿Qué habría hecho entonces? Afortunadamente, no era el caso. Jean Packard había hecho un buen trabajo, y ahora dependía de él llevarlo a buen término.

    «Tranquilo», se dijo a sí mismo, y avanzó hacia la caja, mirando despreocupadamente el periódico.

    Lo que vio era horripilante. Nada podría haberlo preparado para ver el rostro de Jean Packard mirándolo desde los titulares de la primera página: ¡Detective privado salvajemente asesinado!

    Abajo, un subtítulo: «Ex mercenario atrozmente torturado antes de morir.»

    La tienda de regalos comenzó a girar. Al principio, lentamente, y luego cada vez más rápido. Finalmente, Osborn tuvo que afirmarse contra un escaparate de dulces para contenerse. El corazón le palpitaba aguadamente y escuchaba el sonido de su propia respiración. Se recuperó y volvió a mirar el periódico. Ahí estaba el rostro, con el título y la frase más abajo.

    De alguna parte oyó que el cajero le preguntaba si se sentía bien. Asintió vagamente y buscó unas monedas en el bolsillo. Pagó el periódico y logró salir de la tienda de regalos, en dirección a la recepción y los ascensores. Estaba seguro de que Henri Kanarack había descubierto a Jean Packard siguiéndolo a él, y después de invertir el juego, lo había liquidado. Buscó rápidamente el nombre de Kanarack en el artículo, pero no lo encontró. Sólo decía que el investigador privado había sido asesinado en su apartamento a última hora la noche anterior y que la policía había declinado hacer declaraciones sobre los sospechosos o los móviles.

    Osborn llegó a los ascensores y se encontró esperando en medio de un grupo de personas a las que apenas observó. Tres de ellos podían ser turistas japoneses, y el otro era un hombre de aspecto corriente con un traje gris arrugado. Osborn miró hacia otro lado intentando pensar. Se abrieron las puertas del ascensor y salieron dos ejecutivos. Los otros entraron, Osborn con ellos. Uno de los japoneses pulsó el botón de la quinta planta. El hombre del traje gris pulsó el de la novena. Osborn pulsó el siete.

    Se cerraron las puertas y el ascensor subió.

    ¿Qué hacer ahora? Lo primero en que pensó Osborn fue en las fichas de Jean Packard. Llevarían a la policía directamente a él y luego a Henri Kanarack. Luego recordó la explicación que le había dado Packard sobre los métodos de trabajo de Kolb International, y cómo se enorgullecía Kolb de proteger a sus clientes. Y que sus detectives trabajaban en completa confidencialidad con los clientes. Y que éstos recibían todos los documentos al final de la investigación sin que quedaran copias. Y que Kolb era apenas algo más que un garante del profesionalismo y el encargado de pasar las facturas. Sin embargo, Packard no le había entregado ningún documento. ¿Dónde estaban los documentos?

    De pronto Osborn recordó su sorpresa al percatarse de que el detective jamás escribía nada. Tal vez no había documentos. Tal vez el investigador privado mantenía la información lejos de todos y sólo al alcance de su mano. Le había entregado a Osborn el nombre y la dirección de Kanarack en el último momento, escrito a mano y en una servilleta de papel. Servilleta que Osborn aún conservaba en el bolsillo de su chaqueta. Tal vez era el único documento existente.

    El ascensor se detuvo en la quinta planta y los japoneses bajaron. Las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor subió. Osborn miró al tipo del traje gris. Le pareció vagamente familiar pero no lograba situarlo. En un momento, llegaron a la séptima planta. Se abrió la puerta y Osborn salió. El tipo del traje gris también salió. Osborn se alejó en una dirección y el hombre en la dirección contraria.

    Mientras caminaba por el pasillo hacia su habitación, Osborn respiró más tranquilo. El choque inicial que había experimentado ante la muerte de Jean Packard se había disipado. Ahora necesitaba tiempo para saber cuál sería su próximo movimiento. ¿Y si Packard le había hablado a Kanarack de él? ¿Si le habría dado su nombre y le habría dicho dónde se hospedaba? Había matado al detective. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo con él?

    De pronto, Osborn se percató de que alguien caminaba a su espalda por el pasillo. Miró hacia atrás y vio que era el hombre del traje gris. Al mismo tiempo, recordó que el hombre había pulsado la novena planta, no la séptima. Frente a él, se abrió una puerta y salió un hombre con una bandeja de platos sucios. Levantó la mirada y vio a Osborn, volvió a cerrar la puerta y Osborn oyó el ruido de la cadena de seguridad de la puerta.

    Ahora él y el hombre eran los únicos en el pasillo. Se activó una señal de alarma. De pronto, se detuvo y se volvió.

    — ¿Qué quiere? —preguntó.
    —Unos minutos de su tiempo —dijo McVey, tranquilo y no amenazante—. Me llamo McVey. Soy de Los Ángeles, igual que usted.

    Osborn lo miró con atención. El hombre rondaba los sesenta y cinco años, un metro ochenta de alto y unos ochenta y cinco kilos. La mirada de los ojos verdes era notablemente afable, y el pelo castaño comenzaba a encanecer, tirando a la calvicie. Llevaba un traje común y corriente, probablemente de Broadway o de Silverwoods. Le brillaba el poliéster de la camisa celeste y la corbata no le hacía juego con nada. Tenía aspecto de abuelo, o incluso se parecía al aspecto que su propio padre tendría, si estuviese vivo. Todo esto tranquilizó a Osborn.

    — ¿Nos conocemos? —inquirió.
    —Soy policía —dijo McVey, y le enseñó su placa del Cuerpo de Policía de Los Ángeles.

    El corazón se le aceleró hasta la garganta. Por segunda vez en pocos minutos, pensó que se iba a desmayar.

    —No entiendo —se oyó decir—. ¿Hay algún problema?

    Por el pasillo se acercaba una pareja vestida de noche. McVey se apartó. El hombre sonrió y saludó con un gesto de la cabeza. McVey esperó a que pasaran, y volvió a mirar a Osborn.

    — ¿Por qué no hablamos dentro? —Preguntó, mirando hacia la puerta de la habitación de Osborn—. O si prefiere, abajo en el bar. —McVey conservaba un tono calmado. El bar estaba bien si Osborn se sentía más cómodo. El médico no flaquearía, al menos ahora. Además, McVey ya había visto todo lo que tenía que ver en la habitación de Osborn.

    Osborn sentía ansiedad, y tuvo que esforzarse para no mostrarlo. Después de todo, él no había hecho nada, al menos hasta ahora. Incluso pedirle a Vera que le consiguiera la sucinilcolina no era, en realidad, ilegal. Tal vez jugaba un poco con la ley, pero no había cometido ningún crimen. Además, este McVey era del Cuerpo de Policía de Los Ángeles, y en París estaba fuera de su jurisdicción. «Tienes que estar tranquilo —pensó—. Ser correcto, y averiguar qué quiere. Puede que no sea nada.»

    —Aquí está bien —dijo Osborn. Abrió la puerta y entraron.
    —Por favor, siéntese —dijo, cerrando la puerta. Dejó las llaves y el periódico en una pequeña mesa—. Si no le importa, me lavaré las manos.
    —No me importa. —McVey se sentó en el extremo de la cama y miró a su alrededor, mientras Osborn iba al baño. Todo estaba como lo había dejado por la tarde, cuando después de mostrarle la placa a un ama de llaves, le había dado doscientos francos para que lo dejara entrar.
    — ¿Quiere tomar algo?—preguntó Osborn, mientras se secaba las manos.
    —Si usted me acompaña.
    —Yo sólo bebo whisky.
    —Vale.

    Osborn volvió con una botella de Johnnie Walker etiqueta negra a medio vaciar. Cogió dos vasos sellados en celofán de una bandeja esmaltada que se encontraba sobre un escritorio francés de imitación, sacó el plástico y sirvió para ambos.

    —Por cierto, no tengo hielo —se excusó.
    —Me da igual —dijo McVey, y miró las zapatillas deportivas de Osborn, recubiertas con el lodo seco—. ¿Andaba haciendo deporte?
    — ¿Qué quiere decir? —preguntó Osborn, y le pasó un vaso a McVey.
    —Como tiene el calzado con lodo... —dijo McVey, señalando con la cabeza.
    —Yo... —vaciló Osborn, y lo disimuló con una sonrisa— salí a dar un paseo. Están plantando en los jardines frente a la torre Eiffel. Con la lluvia, no se puede caminar por ninguna parte sin pisar el lodo.

    McVey bebió un trago de su whisky. Le dio a Osborn un respiro para preguntarse si se habría tragado la mentira. En realidad, no era mentira. Recordaba que el día anterior había visto cómo trabajaban en los jardines de la torre Eiffel. Había que distraerlo de aquello con rapidez.

    — ¿Y bien? —dijo.
    —Pues bien —vaciló McVey—. Estaba en la recepción cuando usted entró en la tienda de regalos. Vi su reacción cuando leyó el periódico —dijo, señalando con un gesto de la cabeza el periódico sobre la mesa.

    Osborn bebió un trago. Bebía rara vez. Sólo después de esa primera noche en que había descubierto y perseguido a Kanarack y luego lo había detenido la policía de París, había llamado al servicio de habitaciones para pedir el whisky. Ahora, al beberlo, se alegraba de haberlo hecho.

    —Por eso está aquí... —dijo, clavándole la mirada a McVey. «Vale, ya están enterados. Sé frío, no emocional. Averigua qué más saben.»
    —Como usted sabe, el señor Packard —y McVey pronunciaba «Packard» como la marca de coche, no Packkard, como los franceses—, trabajaba para una empresa internacional. Yo había venido a París por otro asunto de trabajo con la policía francesa cuando ha sucedido esto. Ya que usted fue uno de los últimos clientes del señor Packard... —dijo McVey, sonriendo, y bebió otro trago de whisky—. En todo caso, la policía de París me ha pedido que viniera a verlo y que conversara con usted. Los dos somos americanos. Quieren saber si usted tenía idea de quién lo habría hecho. Como entenderá, no tengo ninguna autoridad aquí, sólo estoy ayudando.
    —Ya lo entiendo. Pero no creo que yo sea la persona indicada para ayudarle.
    — ¿Le pareció preocupado por algo el señor Packard?
    —Si estaba preocupado, no me lo comentó.
    — ¿Le importa que le pregunte por qué lo contrató?
    —No lo contraté. Yo contraté a Kolb International. Lo mandaron a él.
    —Eso no es lo que le he preguntado.
    —Si no le importa, es un asunto personal.
    —Señor Osborn, estamos hablando de un hombre que ha sido asesinado— dijo McVey, y parecía que estuviera hablando ante un jurado.

    Osborn dejó su vaso. No había hecho nada y se sentía como si lo estuvieran acusando. Aquello no le gustaba.

    —Mire, inspector McVey, Jean Packard trabajaba para mí. Está muerto y lo siento, pero no tengo la menor idea de quién puede haberlo matado o por qué. Y si ése es el motivo por el que ha venido, ¡se equivoca! —Osborn se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta con un gesto de enfado. Al hacerlo, palpó la sucinilcolina y el paquete de jeringuillas que le había dado Vera. Había pensado en dejarlas al volver a cambiarse antes de ir al río, pero lo había olvidado. Al descubrir el paquete, su actitud cambió.
    —Oiga... lo siento. No quería reaccionar así. Supongo que el impacto al enterarme de que lo han matado de esa manera... me pone un poco nervioso.
    —Sólo permítame preguntarle si el señor Packard terminó el trabajo que le había encargado.

    Osborn dudó. ¿Qué diablos quería este tipo? ¿Sabían algo del asunto de Kanarack o no? «Si dices que sí, ¿que sucederá entonces? Si dices que no, lo dejarás abierto.»

    — ¿Lo terminó, doctor Osborn?
    —Sí —dijo él, finalmente.

    McVey lo miró un momento, y luego inclinó el vaso y acabó el whisky. Sostuvo el vaso vacío en la mano como si no supiera qué hacer con él. Luego pareció recuperar el hilo de su pensamiento y volvió a mirar a Osborn.

    — ¿Conoce a un tal Peter Hossbach?
    —No.
    — ¿John Cordell?
    —No. —Osborn estaba totalmente intrigado. No tenía la menor idea de qué hablaba McVey.
    — ¿Friedrich Rustow? —preguntó McVey, cruzándose de piernas. Entre el borde de los calcetines y el pantalón aparecieron unas espinillas blancas y lampiñas.
    —No —repitió Osborn—. ¿Son sospechosos?
    —Son personas desaparecidas, doctor Osborn.
    —Jamás he oído ninguno de esos nombres —dijo Osborn.
    — ¿Ni uno solo?
    —No.

    Hossbach era alemán, Cordell era inglés y Rustow, belga, y eran tres de los decapitados. McVey registró en alguna parte de su disco duro mental que Osborn no había movido ni un pelo al escuchar los nombres. Un factor de reconocimiento cero. Era evidente que podía tratarse de un actor consumado que mentía. Los médicos lo hacían a menudo cuando pensaban que era preferible que el paciente no supiera nada.

    —Y bien, el mundo es ancho y pasan muchas cosas —dijo McVey—. Mi trabajo consiste en encontrar el cabo donde todo se junta e intentar aislarlo.

    Se inclinó hacia la pequeña mesa y dejó el vaso junto a las llaves de Osborn y se incorporó. Había dos juegos de llaves. Uno era de la habitación del hotel y el otro era un juego de llaves de coche con el dibujo de un león medieval en el llavero. Las llaves de un Peugeot.

    —Gracias por su tiempo, doctor. Siento haberlo molestado.
    —No se preocupe —dijo Osborn, intentando que no se hiciera patente su alivio. Aquello no era nada más que preguntas rutinarias de la policía. McVey sólo estaba ayudando a los polis franceses, y no había nada más.

    McVey estaba junto a la puerta, y tenía la mano en el pomo cuando se volvió.

    —Usted estaba en Londres el día 3 de octubre, ¿no es así?
    — ¿Qué? —La reacción de Osborn fue de sorpresa.
    —Eso fue... —y McVey sacó una pequeña tarjeta plástica de su cartera y la miró—, el lunes pasado.
    —No entiendo qué quiere decir.
    —Estaba en Londres, ¿no?
    —Sí.
    — ¿Porqué?
    —Yo... volvía a casa después de un congreso médico en Ginebra —dijo Osborn, y se percató de que tartamudeaba. ¿Cómo lo sabía McVey? ¿Y qué tenía que ver eso con Jean Packard y las personas desaparecidas?
    — ¿Cuántos días estuvo allí?

    Osborn vaciló. ¿A dónde lo llevaba todo aquello? ¿Qué andaba buscando?

    —No entiendo qué tiene que ver esto —dijo, intentando no dar la impresión de estar demasiado a la defensiva.
    —Sólo es un pregunta, doctor. Es parte de mi trabajo. Hacer preguntas. —McVey no pensaba dejarlo hasta que le diera una respuesta.

    Osborn decidió ceder.

    —Alrededor de un día y medio.
    — ¿Se hospedó en el hotel Connaught?
    —Sí.

    Osborn sintió un hilillo de sudor que le resbalaba por la axila derecha. De pronto, McVey había dejado de tener aspecto de abuelo.

    — ¿Qué hizo mientras estuvo allí?

    Osborn sintió que el rostro le enrojecía de ira. Lo estaban arrinconando en una situación que ni entendía ni le agradaba. «Tal vez sepan lo de Kanarack», pensó. Y eso podría ser una manera de engañarlo para que hablara de ello. Pero no haría tal cosa. Si McVey sabía algo de Kanarack, sería él quien hablara, no Osborn.

    —Inspector, lo que hice en Londres es asunto personal, y dejémoslo ahí.
    —Mire, Paul. —McVey habló suavemente—. No tengo la intención de entrometerme en sus asuntos privados. Estoy hablando de unos individuos que han desaparecido. Usted no es la única persona con que he hablado. Sólo quisiera que me explicara qué hizo con su tiempo mientras estuvo en Londres.
    —Tal vez debería llamar a un abogado.
    —Si cree que necesita uno, no hay problemas. Ahí tiene el teléfono.
    —Llegué el sábado por la tarde, y fui a ver una obra de teatro el sábado por la noche —dijo, desviando la mirada, con voz monótona—. Empecé a sentirme mal. Volví a la habitación de mi hotel y no me moví hasta el lunes por la mañana.
    —Toda la noche del sábado y el domingo todo el día.
    —Así es.
    —No salió en ningún momento de su habitación.
    —No.
    — ¿Pidió servicio de habitación?
    — ¿No ha tenido nunca uno de esos virus que duran veinticuatro horas? Estuve tumbado por los escalofríos y la fiebre, con una diarrea que se alternaba con antiperistalsis, lo que vulgarmente se conoce como vómitos. ¿Quién tendría ganas de comer?
    — ¿Estaba solo?
    —Sí. —La respuesta de Osborn fue rápida, tajante.
    — ¿Y nadie más lo vio?
    —No que yo sepa.

    McVey esperó un momento y luego habló con voz suave.

    —Doctor Osborn, ¿por qué me miente?

    Hoy era jueves por la noche. Antes de partir de Londres a París, el miércoles por la tarde, McVey le había pedido al Comandante Noble que verificara la estancia de Osborn en el hotel Connaught.

    Poco después de las siete de la mañana del jueves, llamó Noble. Osborn se había registrado en el Connaught el sábado por la tarde y se había marchado el lunes por la mañana. Había firmado con el nombre de Paul Osborn, Dr., de Los Ángeles y había subido solo a su habitación. Un rato después, se había reunido con él una mujer.

    — ¡Qué dice usted! —exclamó Osborn, intentando disimular su asombro con la irritación.
    —Usted no estaba solo —dijo McVey, sin darle la oportunidad de negarlo por segunda vez—. Mujer joven, pelo oscuro, veinticinco, veintiséis años. Se llama Vera Monneray, y tuvo relaciones sexuales con ella en el taxi que los llevó desde Leicester Square hasta el hotel Connaught el sábado por la noche.
    — ¡Dios mío! —Osborn estaba fuera de sí. Cómo I trabajaba la policía, qué cosas sabían y cómo lo sabían, F era algo verdaderamente insospechable. Al final, asintió.
    — ¿Fue por ella por lo que vino a París?
    —Sí.
    —Supongo que habrá estado enferma todo el tiempo que lo estuvo usted.
    —Sí, estuvo enferma...
    — ¿La conoce desde hace tiempo?
    —La conocí en Ginebra a finales de la semana pasada. Vino conmigo a Londres. Luego volvió a París. Es residente en un hospital de París.
    — ¿Residente?
    —Es médica. Será médica pronto.

    ¿Médica? McVey miró a Osborn. Es asombroso lo que se puede encontrar cuando uno escarba un poco. A él le importaban un comino los «límites» que fijaba Lebrun.

    — ¿Por qué no habló de ella?
    —Ya le dije que era algo personal.
    —Doctor, ella es su coartada. Sólo ella puede confirmar qué hizo usted los días que estuvo en Londres...
    —No quiero comprometerla en esto.
    — ¿Por qué?

    Osborn sintió que se le volvía a calentar la sangre. McVey comenzaba a invadir un terreno personal con sus acusaciones, y la verdad es que a Osborn no le agradaba aquella intromisión en su vida privada.

    —Mire, usted dijo que no tenía ninguna autoridad aquí. ¡No tengo por qué estar hablando con usted, en primer lugar!
    —No, no tiene por qué. Pero creo que tal vez quisiera hacerlo —dijo McVey, afable—. La policía tiene su pasaporte. Pueden acusarlo de agresión con agravantes, si quieren. Yo sólo les estoy haciendo un favor. Si llegaran a pensar que usted no se ha portado bien conmigo, tal vez se lo pensarían dos veces antes de dejarlo ir. Sobre todo ahora que su nombre ha aparecido en el contexto de una investigación por asesinato.
    — ¡Ya le dije que yo no tuve nada que ver con eso!
    —Tal vez no —consintió McVey—. Pero podría pasarse un tiempo en una prisión francesa hasta que ellos estuvieran de acuerdo con usted.

    De pronto, Osborn se sintió como si acabasen de sacarlo de la máquina de lavar la ropa y estuviesen a punto de lanzarlo a la secadora. No le quedaba más que ceder.

    —Puede que si me dijera usted qué es lo que quiere saber, pudiera ayudarle.
    —Asesinaron a un hombre en Londres el fin de semana que usted estuvo allí. Necesito que se confirme qué estaba haciendo usted y a qué hora. Y la señorita Monneray parece ser la única que puede hacerlo. Desde luego, tiene muchas reservas para incriminarla, y resulta que con esas reservas ya la está incriminando. Si usted prefiere, puedo pedirle a la policía francesa que la recoja en su domicilio y luego conversamos todos en la Prefectura.

    Hasta ese momento, Osborn había hecho todo lo posible por mantener a Vera fuera de todo aquello. Pero si McVey cumplía su amenaza, se enterarían los medios de comunicación. Si eso sucedía, todo el tinglado —su relación con Jean Packard, la estancia clandestina con Vera en Londres, hasta la historia de Vera y de la persona que estaba viendo—, todo se convertiría en comidilla de primera página. Los políticos podían hacer lo que quisieran con las vedetes y las guapetonas del día, y lo peor que podía sucederles era perder una elección o algún alto cargo. Pero su amiga estaría retratada en la portada de la prensa amarilla a disposición en todos los kioscos del mundo, probablemente en bikini. Para una mujer que estaba a punto de licenciarse en medicina era algo completamente diferente. A la gente no le agradaba la idea de que los médicos fueran tan humanos, de modo que si McVey insistía, Vera no sólo perdería su condición de residente sino que tiraría por la borda toda su carrera. Con o sin chantaje, Osborn era la única persona con que McVey había hablado de lo que sabía, y ahora le ofrecía que las cosas siguieran así.

    —Es... —empezó a decir Osborn, y carraspeó—. Es... —De pronto se percató de que McVey había abierto una puerta sin proponérselo. No sólo en lo que se refería al asunto Jean Packard sino también para descubrir hasta qué punto estaba enterada la policía.
    — ¿Es qué?
    —La razón por la que contraté a un detective privado —dijo Osborn. Era un farol pero tenía que correr el riesgo. La policía habría revisado cada uno de los papeles en casa de Jean Packard y en su despacho. Pero él sabía que Packard no escribía nada. De modo que estarían buscando cualquier pista y no les importaba cómo conseguirla, hasta para mandar a un poli americano a darle un susto—. Ella tiene un amante. No quería que yo lo supiera. Y yo no lo habría descubierto si no la hubiera seguido hasta París. Cuando me lo dijo, me enfadé. Le pregunté quién era pero no quiso decírmelo. De modo que me propuse descubrirlo. —Con todo lo listo y duro que era McVey, si se tragaba la historia, significaba que la policía no sabía nada sobre Kanarack. Y si no sabían nada, no había razón para que Osborn no siguiera adelante con su plan.
    — ¿Y Packard descubrió quién era?
    —Sí.
    — ¿Me lo quiere decir?

    Osborn esperó el tiempo suficiente para que McVey sintiera que no le era nada fácil hablar de ello.

    —Se está follando al Primer Ministro de Francia —dijo, en voz baja.

    McVey lo miró fijo un instante. Era la respuesta correcta, la que él buscaba. Si Osborn estaba escondiendo algo, McVey no sabía qué era.

    —Ya se me pasará. Estoy seguro que un día me reiré de todo esto. Pero ahora no.

    La respuesta de Osborn era razonable, incluso algo sentimental.

    — ¿Le parece suficientemente personal? —le preguntó.


    Capítulo 24


    McVey salió del hotel y cruzó la calle hasta su coche. Tenía una doble corazonada. Una era que Osborn no tenía nada que ver con el asesinato de Londres, y dos, que realmente sentía algo por Vera Monneray, independientemente de con quién estuviera acostándose.

    Cerró la puerta del Opel, se colocó el cinturón y puso en marcha el motor. Encendió los limpiaparabrisas para ver en medio de una lluvia que no paraba, giró en medio de la calzada para cambiar de sentido y volvió a su hotel. Osborn no había reaccionado muy diferente a como reacciona la mayoría de la gente cuando la interroga la policía, sobre todo cuando se es inocente. La gama de reacciones solía ir desde el impacto emocional al temor, a la indignación, que la mayoría de las veces terminaba en ira, a veces con la amenaza de demandar al inspector o incluso a todo el Departamento de Policía. O terminaba en una amable conversación en la que el policía explicaba que sus preguntas no eran nada personal, que sólo tenía que hacer su trabajo. Luego pedía perdón por su intromisión y se retiraba. Y eso era lo que había hecho él.

    Osborn no era su hombre. Podía pensar en Vera Monneray como una lejana posibilidad. Tenía una formación médica y, probablemente, experiencia en cirugía. Bajo esa luz, coincidía con el perfil del asesino y había estado en Londres durante el último crimen. Pero ella y Osborn tendrían entonces la coartada de lo que habían estado haciendo. Podían haber estado enfermos, como declaraba Osborn, o podían haber pasado todo el tiempo engañándose mutuamente. Si ella había salido un par de horas, y nadie en el hotel la había visto, Osborn, que se creía enamorado, la cubriría, aunque hubiese salido. Además, McVey sabía que si la buscaba en los archivos, encontraría un expediente vacío. Sobre todo, Lebrun se encontraría en una situación delicada, y podía terminar poniendo en ridículo no sólo al Cuerpo de Policía sino a toda Francia.

    La lluvia arreciaba. A McVey le preocupaba pensar que no disponía de más información sobre las decapitaciones de la que tenía al empezar, tres semanas antes. La verdad era que así solía suceder, a menos que se consiguiera algo concreto y rápido. Eso era lo que tenía trabajar en Homicidios, los incontables detalles, los cientos de pistas falsas que había que seguir, revisar, volver a seguir. Los informes, el papeleo, las entrevistas a mansalva que se entrometían en las vidas de desconocidos. A veces, había suerte, pero la mayoría de ellas no era así. La gente se enfadaba con uno y no se les podía culpar. ¿Cuántas veces le habían preguntado por qué se dedicaba a aquello? ¿A dar su vida por un oficio irritante y morboso, repugnante? Él solía encogerse de hombros y decir que un día se había despertado y se había dado cuenta de que aquél era su medio de ganarse la vida. Pero en su fuero interno lo sabía, y por eso lo hacía. No sabía de dónde surgía o cómo lo había incorporado. Pero sabía qué era. El sentimiento de que las víctimas también tienen un derecho. Y sus amigos, y las familias que los quieren. Los asesinatos no podían quedar en la impunidad. Sobre todo si se pensaba de ese modo y se tenía la experiencia y la autoridad para hacer algo.

    Giró hacia la izquierda y cruzó un puente sobre el Sena. No había sido su intención hacer esa maniobra. Ahora estaba perdido y el mapa se le había invertido. Luego se dio cuenta de que seguía un flujo de tráfico que pasaba por delante de la torre Eiffel. En ese momento, uno de esos detalles que siempre lo perseguían después de una entrevista o un interrogatorio, comenzó a punzarle en un rincón de la conciencia. El mismo tipo de punzada que le había hecho llamar al piso de Vera aquella tarde, sólo para ver quién contestaba.

    Cogió el carril de la izquierda y siguió hasta encontrar la primera calle lateral, giró y volvió atrás. Se desplazaba por uno de los lados del parque, y entre los árboles divisó la estructura metálica iluminada en la base de la torre Eiffel. Un poco más allá, un coche salió de su aparcamiento junto a la acera y se alejó. McVey pasó junto a la plaza vacía, retrocedió y aparcó. Al salir, se levantó la chaqueta para protegerse de la lluvia y se frotó las manos para calentarlas. Siguió un sendero que bordeaba el Campo de Marte. La torre Eiffel se erguía a lo lejos.

    Los jardines del parque estaban a oscuras y era difícil ver. Las ramas de los árboles que colgaban sobre el sendero lo protegían de la lluvia, y McVey intentó caminar bajo ellas. Su aliento se hacía visible en el aire claro de la noche. Se sopló las manos y las guardó en los bolsillos del impermeable.

    Pasó cautelosamente junto a unas obras en la acera y caminó otros cincuenta metros en dirección al sector iluminado, desde donde se veía con claridad la torre irguiéndose en el cielo de la noche. De pronto, resbaló y estuvo a punto de caer. Recuperó el equilibrio y caminó hasta donde una farola iluminaba un banco del parque. La luz de la torre se derramaba sobre el césped que acababa de cruzar. La mayor parte de la superficie estaba removida para plantar césped nuevo. Apoyó una mano contra la baranda y se miró el zapato. Estaba mojado y cubierto de lodo. Vio lo mismo en el otro zapato. Satisfecho, se volvió y caminó hacia el coche. Era la razón por la que había venido. A verificar una sencilla respuesta a una pregunta igualmente sencilla. Osborn había dicho la verdad sobre lo del lodo.


    Capítulo 25


    Michéle Kanarack jamás había visto a su marido tan frío y distante.

    Estaba sentado, vestido sólo con ropa interior, una camiseta gastada y unos calzoncillos American Jockey, mirando por la ventana de la cocina. Eran las nueve y diez minutos de la noche. De regreso a casa a las siete, se había sacado la ropa y la había puesto inmediatamente en la lavadora. Después, lo primero que buscó fue el vino, pero se detuvo bruscamente, después de beber medio vaso. Luego pidió su cena y comió en silencio. No había dicho palabra desde entonces.

    Michéle lo miraba sin saber qué decir. Lo habían despedido, de eso no cabía duda. Cómo y por qué, no tenía idea. Lo último que le había dicho era que se marchaba a Rouen con el señor Lebec a estudiar el posible emplazamiento de una nueva panadería. Ahora, apenas veinticuatro horas después, allí estaba, vestido con sólo la ropa interior y mirando hacia la noche.

    La noche era algo que Michéle había heredado de su padre. Tenía cuarenta y un años cuando nació ella, y trabajaba como mecánico cuando los alemanes habían invadido París. Como miembro de la Resistencia, todas las noches subía tres horas al tejado del edificio después del trabajo para observar y tomar nota del tránsito de los vehículos militares nazis.

    Diecisiete años después de que la guerra hubo terminado, llevó a la pequeña Michéle, de cuatro años, al edificio donde había vivido y subió con ella al tejado para enseñarle lo que hacía durante la ocupación. Como por arte de magia, los vehículos de la calle se habían convertido en tanques, camiones y motocicletas nazis, y los peatones fueron de pronto soldados nazis con rifles y ametralladoras. No importaba que Michéle no entendiera el objetivo de lo que su padre había hecho. Lo que sí importaba era que, al llevarla a ese edificio y subir con ella al tejado oscuro para contarle qué había hecho y cómo lo había hecho, compartía con ella un pasado secreto y peligroso, algo muy especial y personal. Y cuando Michéle se acordaba de él, era algo que cobraba importancia.

    Ahora, deseaba que su marido fuera como su padre. Si las noticias eran malas, eran malas. Se querían, estaban casados y esperaban el nacimiento de un hijo. La oscuridad del exterior hacía aún más dolorosa la comprensión de su distancia.

    Al otro lado de la habitación, se detuvo la lavadora al llegar al final del ciclo. Henri se levantó inmediatamente, abrió la escotilla y sacó su ropa de trabajo. La miró y lanzó una imprecación, cruzó la habitación y abrió violentamente la puerta de un armario. Empezó a meter la ropa aún mojada en una bolsa de basura y la selló con cinta plástica.

    — ¿Qué haces? —preguntó Michéle.

    El levantó bruscamente la mirada.

    —Quiero que te vayas de aquí —dijo—. Que te vayas a casa de tu hermana en Marsella. Vuelve a usar tu nombre de soltera y cuéntales a todos que te he dejado, que soy un asqueroso, y que no tienes idea de adonde he ido.
    — ¿Qué dices? —preguntó Michéle, con una mirada de estupor en el rostro.
    —Haz lo que te digo. Quiero que te vayas, ahora. Esta misma noche.
    —Henri, por favor dime qué sucede, por favor.

    Como respuesta, Kanarack tiró la bolsa de basura al suelo y entró en la habitación.

    —Henri, por favor, déjame ayudar... —imploró Michéle, y de pronto se dio cuenta de que Kanarack hablaba en serio. Entró en la habitación detrás de él, casi muerta de miedo, y se paró en la puerta mientras él sacaba dos viejas maletas de debajo de la cama. Las empujó hacia ella.
    —Llévate éstas —dijo—. Podrás meter suficientes cosas dentro.
    — ¡No! ¡Soy tu mujer! ¿Qué diablos pasa? ¿Cómo puedes decir estas cosas sin darme una explicación?

    Kanarack la miró un rato largo. Quería decir algo pero no sabía cómo. Y luego, fuera, sonó el claxon de un coche, una vez, dos veces. Michéle entrecerró los ojos. Lo empujó a un lado al dirigirse a la ventana. Abajo, en la calle, vio el Citroen blanco de Agnés Demblon con el motor en marcha, y los humos del escape ascendiendo en el aire de la noche.

    Henri la miró.

    —Te quiero —dijo—. Ahora, vete a Marsella. Te enviaré dinero.

    Michéle se apartó de él.

    —No fuiste a Rouen. ¡Estabas con ella!

    Kanarack no dijo nada.

    —Vete a la mierda, cabrón. ¡Vete con tu maldita Agnés Demblon!
    —Tú eres la que debe irse —dijo él.
    — ¿Por qué? ¿Tal vez piensa ella trasladarse aquí?
    —Si eso es lo que quieres oír, vale. Sí, ella se viene a vivir aquí.
    — ¡Entonces, vete al infierno, y que te pudras! ¡Vete al infierno, grandísimo hijo de puta! ¡Me cago en tu maldito nombre!


    Capítulo 26


    Ya entiendo —dijo Francois Christian, pausadamente y sin emoción en la voz. Sostenía una copa de coñac en la mano, y mientras la agitaba levemente, miraba el fuego.

    Vera no dijo nada. Ya era bastante difícil dejarlo. Le debía muchas cosas y no quería insultarlo a él ni a ninguno de los dos saliendo de allí como si fuera una puta, porque no lo era.

    Faltaban unos minutos para las diez. Acababan de terminar de cenar y estaban sentados en el gran salón de un lujoso piso de la calle Paul Valéry, entre la avenida Foch y la avenida Víctor Hugo. Vera sabía que Francois tenía también una casa en el campo donde vivían su mujer y sus tres hijos. También sospechaba que tenía más de un piso en París, pero nunca había preguntado. Tampoco había preguntado si era su única amante, porque sospechaba que no lo era.

    Bebió un sorbo de café y lo miró. Él permanecía inmóvil. Su pelo aún era oscuro, estaba minuciosamente cortado, y tenía un toque entrecano en las sienes. Con su traje oscuro a rayas, puños blancos y tiesos que asomaban de la mangas de su chaqueta con precisión de sastre, tenía el aspecto del aristócrata que era. El anillo de bodas en su mano izquierda despidió un brillo a la luz del fuego cuando él bebió un trago, absorto, sin dejar de mirar las llamas. ¿Cuántas veces la habían acariciado esas manos? ¿Cuántas veces la habían tocado de un modo que sólo él sabía tocar?

    Su padre, Alexandre Baptiste Monneray, había sido oficial de alta graduación de la Marina. Durante los primeros años de su vida, Vera, junto a su madre y a su hermano pequeño, habían viajado por el mundo siguiendo al padre en los destinos que le asignaban. Cuando ella cumplió dieciséis años, su padre se jubiló y comenzó a trabajar como consultor independiente en cuestiones de defensa, y se instalaron definitivamente en una casona del sur de Francia.

    Allí, Francois Christian, en aquel entonces subsecretario del Ministerio de Defensa, se convirtió, entre otros, en un asiduo visitante. Y allí había comenzado su relación. Fue Francois quien le hablaba de las artes, de la vida y el amor. Y, en una ocasión muy especial, hablaron sobre sus estudios. Cuando ella le dijo que quería estudiar medicina, él se mostró desconcertado.

    Ella alegó que era verdad. No sólo deseaba ser médica, estaba decidida a serlo, aunque no fuera más que por una promesa hecha a su padre a los seis años durante una comida dominical, cuando sus padres discutían de las carreras adecuadas para las jovencitas. Así, de la nada, ella había anunciado su decisión de ser médica. Su padre le había preguntado si hablaba en serio y ella dijo que sí. Incluso recordaba la ligera sonrisa con que miró él a su madre al dar su venia a la opción de Vera. Una sonrisa que ella había tomado como un desafío. Ninguno de los dos la creía capaz de hacerlo, ni de proponérselo. Fue el momento en que ella decidió demostrarles que se equivocaban. Y en el momento de su resolución, algo había surgido en ella, una luz blanca que invadió su alrededor y conservó su fulgor. Y aunque Vera sabía que nadie más podía verla, se sentía cálida y consolada, y dueña de una fuerza más poderosa de lo que jamás había conocido. Entonces lo había interpretado como la confirmación de que la promesa hecha a su padre tenía visos de realidad, y que su destino estaba sellado.

    Y aquella tarde, mientras le contaba esta historia a Francois Christian, apareció el mismo fulgor, y se lo dijo a él, que estaba allí. Sonriendo, como si entendiera cabalmente, él le había sostenido su mano en las suyas y le había dado ánimos para que siguiera la huella de sus sueños.

    A los veinte años, Vera se licenció en la Universidad de París y fue aceptada inmediatamente en la Facultad de Medicina de Montpelier, ocasión que su padre aprovechó para ceder y darle todo su estímulo. Un año más tarde, después de pasar las fiestas de Navidad con su abuela en Caláis, Vera se detuvo en París para visitar a unos amigos. Sin ningún motivo especial, tuvo de súbito la idea de visitar a Francois Christian, a quien no había visto en casi tres años.

    No era más que una travesura, desde luego, sin otro motivo que saludarlo. Pero Francois era ahora el líder del Partido Democrático de Francia y una de las principales figuras políticas. Vera no supo cómo llegar hasta él a través de una red de colaboradores, y decidió presentarse directamente en su despacho para verlo. Para sorpresa suya, la hicieron pasar casi inmediatamente.

    Desde el momento en que entró en la habitación y él se levantó para saludarla, Vera había sentido que algo extraordinario estaba sucediendo. Él pidió té y se sentaron junto a la ventana que daba al jardín de su despacho. Francois la había conocido a los dieciséis años, y ahora Vera tenía casi veintidós. En menos de seis años, una adolescente respondona se había convertido en una joven de extraordinaria belleza, inteligente y sumamente atractiva. Si ella no estaba del todo convencida de aquello, la actitud de él se lo confirmó, y, sin poder evitarlo, no le quitó los ojos de encima, algo que también le sucedió a él con ella. Esa misma noche Francois la había llevado a ese piso. Cenaron y luego él la desvistió sobre el sofá junto al fuego, donde ahora estaba sentado. Hacer el amor con él había sido la cosa más natural del mundo. Y seguía siéndolo, incluso después de que lo hubieran nombrado Primer Ministro para los próximos cuatro años. Y luego, Paul Osborn había entrado en su existencia, y en lo que parecía sólo un momento, todo había cambiado.

    —De acuerdo —dijo él, con voz queda, volviéndose hacia ella. Al encontrarse sus miradas, él conservaba aún un gran amor y todo el respeto por ella—. Ya entiendo. —Dejó la copa y se levantó. Volvió a mirarla, como queriendo fijar la imagen para siempre en su recuerdo. Durante un rato largo, permaneció inmóvil. Finalmente, dio media vuelta y desapareció.


    Capítulo 27


    Osborn se sentó en el borde de la cama y oyó a Jake Berger quejarse del humo que le hacía llorar los ojos y le tapaba la nariz, y de los treinta grados de calor que estaban convirtiendo a Los Ángeles en una olla a presión de contaminación que rozaba los límites de alerta en grado uno. Berger no paraba de hablar desde el teléfono del coche, en algún punto entre Beverly Hills y el opulento barrio de Century City. No parecía importarle mucho que Osborn se encontrara a diez mil kilómetros en París y que tuviera sus propios problemas. Hablaba más como un niño mimado que como uno de los mejores abogados de Los Angeles, el mismo que anteriormente le había dado a Osborn las señas de Kolb International y de Jean Packard.

    —Jake, por favor, escúchame... —interrumpió Osborn finalmente, y le contó lo que acababa de suceder: el asesinato de Jean Packard, la visita inesperada de McVey, su trabajo con Interpol, los asuntos personales. No dijo que había mentido en lo referente a contratar a Jean Packard para averiguar la existencia del amigo de Vera, así como no había explicado los motivos para contratar a un detective privado cuando había llamado por primera vez.
    — ¿Estás seguro que era McVey? —preguntó Berger.
    — ¿Lo conoces?
    — ¿Que si conozco a McVey? ¿Crees que hay un solo abogado que alguna vez haya defendido a un sospechoso de asesinato en la ciudad de Los Angeles que no conozca a McVey? Es un tío duro y eficiente, y tenaz como un toro. Una vez que le hinca el diente a algo no lo deja ir hasta que ha terminado. Que ahora esté en París no tiene nada de sorprendente, porque lo han solicitado desde hace años los departamentos de Homicidios con casos raros en todo el mundo. La pregunta es, ¿por qué está interesado en Paul Osborn?
    —No lo sé. Apareció de pronto y empezó a hacer preguntas.
    —Paul —dijo Berger, sin vacilar—. McVey, Interpol. No te está interrogando por un asunto cualquiera. Necesito una respuesta concreta. ¿Qué está pasando?
    —No lo sé —dijo Osborn. No había huella de vacilación en su voz. Durante un momento, Berger guardó silencio, y luego le dijo a Osborn que no hablara con nadie más, y que si McVey volvía, que lo llamara a Los Ángeles. Entretanto, intentaría ponerse en contacto con alguien en París para que le devolvieran su pasaporte y pudiese salir de allí.
    —No —dijo Osborn, bruscamente—. No hagas nada. Yo sólo quería saber qué pasaba con McVey. Gracias por tu tiempo.

    Sucinilcolina. Osborn leyó en el frasquillo a la luz del baño, y luego lo metió en su neceser con un paquete sellado de jeringas, cerró el neceser y lo guardó entre un montón de camisas de la maleta que aún no había deshecho.

    Se lavó los dientes, tragó dos píldoras para dormir, ajustó la doble cerradura de la puerta, fue hasta la cama y retiró las sábanas. Se sentó y se dio cuenta de lo cansado que estaba. Le dolían todos los músculos del cuerpo por exceso de tensión.

    Era evidente que la visita de McVey lo había hecho flaquear, y que su llamada a Berger había sido como un grito de socorro. Pero después de haberlo contado todo, de pronto se dio cuenta de que había llamado a la persona equivocada, al profesional equivocado, a alguien capaz de dar consejos legales pero no espirituales. La verdad es que había estado pidiéndole a Berger que lo sacara de París y de sus problemas, tal como antes había intentado pedirle a Jean Packard que matara a Kanarack. En lugar de Berger, debería haber llamado a su psicólogo en Santa Mónica para pedirle consejos que lidiar con su crisis emocional. Pero no podía llamar sin confesar su intención de cometer un asesinato. Y si lo hacía, el psicólogo estaba obligado por la ley a informar a la policía. Después de descartar eso, la única persona con que podía hablar era Vera, pero no podía hacerlo sin incriminarla.

    En realidad, daba igual con quien hablara porque la decisión final era y sería sólo suya. O se olvidaba de Kanarack o lo mataba.

    La aparición de McVey había complicado las cosas. Ingenioso y experimentado en su oficio, McVey no había mencionado a Kanarack ni una sola vez, pero ¿cómo podía estar seguro Osborn de que el inspector no sabía nada? ¿Cómo podía estar seguro de que si llevaba a cabo su plan la policía no estaría vigilándolo?

    Se inclinó y apagó la luz del lado de la cama y se quedó tendido en la oscuridad. Fuera, la lluvia chocaba suavemente contra la ventana. Las luces de la avenida Kléber iluminaban los hilillos de agua que se deslizaban por el vidrio y los proyectaban, ampliados, en el techo de la habitación. Cerró los ojos y pensó en Vera y en cómo se habían amado aquella tarde. La veía, desnuda sobre él, con la cabeza echada hacia atrás y la espalda arqueada, tocándole los tobillos con su largo pelo. El único movimiento era la lenta y sensual acometida de ella con su pelvis deslizándose sobre él. Era como una escultura, una presencia medular de todo lo femenino. Niña, mujer, madre. A la vez sólida y líquida, infinitamente fuerte y sin embargo tan frágil que casi se desvanecía.

    La verdad era que la amaba y pensaba en ella de un modo que jamás había experimentado. Sólo tenía sentido si se le abordaba desde muy adentro, lleno del deseo y el apetito y el sentido de lo fantástico que puede llegar a tener el amor consagrado de dos seres. Y supo sin dudarlo que ambos morirían en ese momento, que en el mismo instante se reunirían en la vastedad del espacio, y después de asumir la forma que fuera necesaria, seguirían adelante, entrelazados para siempre.

    Si esa visión era romántica o infantil, o si era espiritual, daba lo mismo, porque era la verdad de Osborn. Y él sabía que, a su manera, Vera sentía lo mismo. Lo había demostrado aquella tarde cuando lo había llevado a su piso y habían hecho lo que habían hecho. Y eso había proyectado una luz sobre todo lo demás.

    Si él y Vera habían de continuar juntos, él no podía tolerar que ese demonio interior actuara como lo había hecho con todas sus relaciones afectivas desde que era niño. Destruirlas. Esta vez había que destruir al demonio. Inexorablemente y para siempre, por muy difícil o peligroso que fuera, sin que importaran los riesgos.

    Cuando finalmente las píldoras surtieron efecto y el sueño comenzó a apoderarse de él, el demonio de Paul Osborn se materializó ante sus ojos. Tenía el lomo curvado, era amenazante y llevaba un abrigo sucio y polvoriento. A pesar de que estaba a oscuras, lo vio levantar la cabeza. Tenía los ojos hundidos, la mirada fija, y las orejas se separaban, angulosas, del rostro. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y Osborn no lograba distinguir la cara, aunque instintivamente sabía que la mandíbula era cuadrada y que una cicatriz la cruzaba desde el pómulo hasta el labio superior.

    Y no había duda alguna.

    Estaba viendo a Henri Kanarack.


    Capítulo 28


    Clic.

    McVey sabía, sin mirar, que eran las tres de la madrugada y diecisiete minutos, porque la última vez que había mirado el reloj eran las tres y once. Se suponía que los relojes digitales no metían ruido, pero si uno se ponía a escuchar, no era así. Y McVey había estado escuchando y contando los «clics» mientras pensaba.

    Había regresado al hotel después de la visita a Osborn y de su paseo en la lluvia frente a la torre Eiffel a las once menos diez. El pequeño restaurante del hotel estaba cerrado y no había servicio de habitaciones. Ése era el famoso viaje con todos los gastos pagados que ofrecía Interpol. Un hotel apenas habitable, con alfombras gastadas, camas duras, y comida si se llegaba entre las seis y las nueve de la mañana y las seis y las nueve de la noche.

    Lo único que podía hacer era volver a la lluvia a encontrar un restaurante abierto, o utilizar el «bar» de la habitación, la pequeña nevera encastrada entre lo que servía de armario y el baño, que se inundaba cada vez que McVey se duchaba.

    McVey no tenía intención de salir a la lluvia, de modo que era el «bar» o nada. Lo abrió con una pequeña llave incluida en el llavero del hotel y encontró queso, galletas saladas y un triángulo de chocolate suizo. Encontró una botella de blanco que resultó ser un excelente Sancerre.

    Luego, al abrir el cajón de la mesa para ver la lista de precios del «bar», descubrió por qué el Sancerre era tan bueno. La botella de medio litro costaba ciento cincuenta francos, unos treinta dólares. Una miseria para un degustador profesional, y una fortuna para un poli.

    Hacia las once y media, algo menos irritado, se desvistió, y cuando estaba a punto de entrar en la ducha sonó el teléfono. El comandante Noble llamaba desde su casa en Chelsea.

    —Espere un momento, por favor, McVey —dijo Noble—. También está en la línea el doctor Michaels, el patólogo de nuestra oficina central, y voy a ver qué debo hacer para hablar en conferencia sin que nos desconectemos todos.

    McVey se enrolló una toalla y se sentó en la mesa con chapa de fórmica frente a su cama.

    — ¿McVey? ¿Está ahí todavía?
    —Sí.
    — ¿Doctor Michaels?

    McVey oyó la voz del joven médico cuando se estableció el contacto.

    —Aquí —dijo.
    —Muy bien. Doctor Michaels, cuéntele a nuestro amigo McVey lo que acaba de contarme a mí.
    —Es acerca de la cabeza que encontramos.
    — ¿La han identificado? —preguntó McVey, animado.
    —Todavía no —advirtió Noble—. Tal vez lo que nos diga el doctor Michaels nos explique por qué está siendo tan difícil la identificación. Siga usted, doctor Michaels.
    —Sí, claro. —Michaels carraspeó—. Como usted recordará, inspector McVey, había muy poca sangre en la cabeza. De hecho, casi no había nada. De modo que fue muy difícil precisar el momento de la coagulación para establecer la hora de la muerte. Sin embargo, pensé que con un poco más de información, debería poder definir un margen razonable sobre la hora en que el tipo fue asesinado. Pues bien, resulta que me fue imposible.
    —No entiendo —dijo McVey.
    —Cuando usted se fue, tomé la temperatura de la cabeza y seleccioné algunas muestras de tejidos que envié a analizar al laboratorio.
    — ¿Y...? —McVey bostezó. Ya era tarde, y comenzaba a pensar más en el sueño que en el crimen.
    —La cabeza había sido congelada. Y luego descongelada, antes de que la dejaran en el callejón.
    — ¿Está seguro?
    —Sí, señor.
    —No diría que no lo haya visto antes —dijo McVey—. Pero normalmente se puede saber de inmediato porque los tejidos del interior del cerebro tardan mucho en descongelarse. El interior de la cabeza está más frío que las capas del exterior del cráneo.
    —No fue eso lo que sucedió en este caso. La cabeza estaba completamente descongelada.
    —Acabe lo que tenga que decirnos, doctor Michaels —urgió Noble.
    —Cuando las muestras de tejido nos demostraron que la cabeza había sido congelada, me llamó la atención el hecho de que la piel del rostro se movía bajo la presión de mis dedos como lo haría en condiciones normales, como si no hubiese sido congelada.
    — ¿Qué está insinuando?
    —Le mandé la cabeza al doctor Stephen Richards, un especialista de micropatología en el Royal College of Pathology para que me explicara algo sobre la congelación. Me llamó en cuanto descubrió lo que había sucedido.
    — ¿Y qué había sucedido? —McVey comenzaba a impacientarse.
    —Nuestro amigo tiene una placa metálica en el cráneo. Es, sin duda, el resultado de una operación en el cerebro realizada hace años. Los tejidos del cerebro no habrían mostrado nada, pero la placa sí. La cabeza había sido congelada, no únicamente solidificada, a una temperatura cercana al cero absoluto.
    —Soy un poco lento a estas horas de la noche, doctor. No le entiendo.
    —El cero absoluto es un grado de frío inalcanzable en los procesos de congelación. Esencialmente, es una temperatura hipotética caracterizada por la ausencia de calor. Para aproximarse a ella se requieren técnicas de laboratorio sumamente sofisticadas que emplean helio líquido o enfriamiento magnético.
    — ¿Cuan frío es este cero absoluto? —preguntó McVey, que nunca había oído hablar de eso.
    — ¿En términos técnicos?
    —En los términos que sean.
    —Doscientos setenta y tres, coma, uno, cinco grados Celsius bajo cero, o cuatrocientos cincuenta y nueve, coma, seis, siete grados Fahrenheit bajo cero.
    — ¡Jooder! ¡Esos son casi quinientos grados bajo cero!
    —Exactamente.
    — ¿Y qué sucede entonces, suponiendo que se alcance el cero absoluto?
    —Lo he estado mirando, McVey —intervino Noble—. Significa que se llega a un punto en que cesaría todo movimiento linear del conjunto de las moléculas de una sustancia.
    —Todos los átomos de su estructura se habrían detenido absolutamente —añadió Michaels.

    Clic.

    Esta vez McVey miró el reloj. Marcaba las tres y dieciocho minutos, viernes, 7 de octubre.

    Ni el comandante Noble ni el doctor Michaels tenían idea alguna de por qué alguien iba a congelar una cabeza hasta tal grado y a deshacerse luego de ella. McVey tampoco lo entendía. Existía la posibilidad de que proviniese de una empresa especializada en congelación criogénica, donde se aceptan los cuerpos de los recién fallecidos y se los congela a bajas temperaturas con la esperanza de que en el futuro, cuando existiera una cura para los males de los que hubieran fallecido, se pudiera descongelar los cuerpos, operarlos y devolverlos a la vida. Para los científicos de todo el mundo, aquello no era más que un sueño, pero la gente lo pagaba y algunas empresas legalmente establecidas proporcionaban el servicio.

    Había dos empresas de esas características en Gran Bretaña. Una en Londres y la otra en Edimburgo, y Scotland Yard las investigaría por la mañana a primera hora. Tal vez John Doe no había sido asesinado, y puede que le hubieran cortado la cabeza después de muerto, y se quisiera conservar legalmente para un futuro lejano. Puede que fuera la inversión del muerto, que hubiera destinado sus ahorros de toda la vida a la congelación criogénica de su cabeza. Otros hacían cosas más descabelladas.

    McVey había colgado diciendo que volvería a Londres al día siguiente, y pidió que hicieran radiografías de los siete cuerpos encontrados para verificar que no aparecían operaciones en que se les hubiera implantado una placa metálica. Huesos de la cadera, tornillos que afirmaran huesos rotos, metales que pudieran ser analizados, como la placa en la cabeza de John Doe. Y si alguno tenía una placa metálica, debían mandar inmediatamente el cadáver al doctor Richards del Royal College para descubrir si también había sido congelado.

    Tal vez ésa era la pista que buscaban, el tipo de elementos incidentales que normalmente un inspector tenía delante de su nariz pero que permanecía invisible durante una, dos, tres, hasta diez revisiones. El tipo de detalle que siempre cambiaba el curso de las investigaciones de homicidios más difíciles, eso siempre que el poli encargado de investigar perseverara el tiempo suficiente para revisar las cosas una vez más.

    Clic.

    03H19

    McVey dejó la silla, abrió la cama y se dejó caer encima. Ya era el día siguiente. Apenas recordaba el jueves. McVey pensó que no le pagaban suficiente para este tipo de faenas. La verdad es que nunca les pagaban suficiente a los policías. Tal vez la cabeza congelada los conduciría a algún lado, tal vez no, no más de lo que habían avanzado con el asunto Osborn. Osborn era un tipo simpático, metido en problemas y enamorado. Qué casualidad, salir de viaje de negocios y terminar enrollado con la amiga del Primer Ministro.

    McVey estaba a punto de apagar la luz y meterse bajo las sábanas cuando vio sus zapatos llenos de lodo seco bajo la mesa donde los había dejado. Suspiró, salió de la cama, los llevó al baño y los dejó en el suelo.

    Clic.

    03H24

    McVey se metió bajo las sábanas, se dio media vuelta, apagó la luz y apoyó la cabeza contra la almohada.

    Si Judy aún estuviese viva, lo habría acompañado en este viaje. El único lugar al que habían viajado juntos, sin tener en cuenta los viajes a Big Bear para pescar, había sido Hawai. Dos semanas en 1975. Jamás habrían podido pagar unas vacaciones en Europa. Y bien, esta vez se las habrían pagado. No habría sido en primera clase, pero daba igual, lo habría pagado Interpol.

    Clic.

    03H26

    — ¡El lodo! —exclamó McVey de pronto y volvió a sentarse. Encendió la luz, echó a un lado las sábanas y fue al baño. Se inclinó, cogió uno de sus zapatos y lo miró. Cogió el otro e hizo lo mismo. El lodo seco que cubría los zapatos era gris, casi negro. El lodo que había visto en el calzado de Osborn era rojo.


    Capítulo 29


    Michéle Kanarack miró el reloj cuando el tren salía de la estación de Lyón hacia Marsella. Eran las seis cincuenta y cuatro de la mañana. No había traído maleta, sólo un bolso de mano. Había cogido un taxi en el apartamento quince minutos después de haber visto el Citroen de Agnés Demblon esperando fuera. En la estación, compró un billete de segunda clase a Marsella y luego se sentó en un banco. Iba a esperar cerca de nueve horas, pero no le importaba.

    No quería nada de Henri, ni siquiera ese hijo concebido en el amor hacía menos de ocho semanas. Lo repentino de los acontecimientos era abrumador. Y tanto más cuanto todo había parecido surgir de la nada.

    Después de abandonar la estación, el tren cobró velocidad y París se transformó en una nebulosa. Veinticuatro horas antes, su mundo había parecido cálido y vivo. Cada día que pasaba, el embarazo la colmaba con más y más felicidad, y entonces Henri había llamado para decir que viajaba a Rouen con el señor Lebec para mirar una nueva panadería, tal vez, pensó ella, con la posibilidad de un trabajo administrativo. Y luego, de un manotazo, todo había desaparecido. Todo. La habían engañado y le habían mentido. No sólo eso, es que era tonta. Debería haber comprendido el poder que esa puta de Agnés Demblon tenía sobre su marido. Tal vez siempre lo había sabido y se había negado a aceptarlo. Sólo ella era la culpable de todo. ¿Qué mujer dejaría que a su marido lo recogiera y llevara al trabajo, día tras día, una mujer soltera, por muy poco atractiva que fuera? Sin embargo, cuántas veces Henri le había asegurado: «Agnés es una vieja amiga, mi amor, una solterona. ¿Qué interés podría tener yo por ella?»

    «Mi amor.» La manera en que lo decía la ponía enferma. Tal como se sentía en ese momento, los habría matado a los dos sin la menor contemplación. Fuera, la ciudad se transformaba en campos. Un tren pasó rugiendo en dirección contraria. Michéle Kanarack jamás volvería a París. Henri y todo lo que él significaba se había acabado. Definitivamente. Su hermana tendría que entenderlo y no intentar convencerla de que volviera.

    —Vuelve a usar tu nombre de soltera. — ¿Eso es lo que había dicho?

    Eso es lo que haría. No bien hubiese encontrado un empleo y consiguiera un abogado. Se echó hacia atrás, cerró los ojos y escuchó el ruido del tren deslizándose por la vía rápida hacia el sur de Francia. Era el 7 de octubre. Exactamente dentro de un mes y dos días, ella y Henri habrían cumplido ocho años de casados.

    En París, Henri Kanarack estaba enroscado como un feto, durmiendo en un sillón en el salón de Agnés Demblon. A las cuatro cuarenta y cinco había llevado a Agnés al trabajo y luego había regresado a su piso con el Citroen. Su propio piso, en el 175 de la avenida Verdier, estaba vacío. Si alguien entraba, no encontraría a nadie en casa, ni encontraría ninguna pista que indicara dónde podían haber ido. Las bolsas de plástico de basura verdes con su ropa de trabajo, su ropa interior, zapatos y calcetines habían desaparecido en la caldera del sótano en cuestión de segundos.

    Hasta la última prenda de ropa que llevaba puesta en el momento de matar a Jean Packard se había esfumado por los filtros hacia el aire y ahora estaba suspendida en partículas microscópicas sobre el barrio de Montrouge.

    A quince kilómetros de allí, al otro lado del Sena, Agnés Demblon estaba sentada a su mesa de trabajo en la panadería, ocupada con las facturas que siempre enviaba el 7 de cada mes. Ya le había advertido al señor Lebec y a sus empleados que Henri Kanarack se había ausentado de la ciudad debido a problemas familiares, y que no se presentaría a trabajar al menos durante una semana.

    A las seis y media ya había colocado unas notas escritas a mano sobre la mesa del teléfono y en el mostrador de la tienda, pidiendo que cualquier pregunta sobre Henri Kanarack fuera dirigida a ella.

    A casi la misma hora, McVey recorría minuciosamente el parque del Campo de Marte frente a la torre Eiffel. La luz bajo la lluvia fina revelaba los mismos jardines rectangulares que había visto la noche anterior. Más allá, McVey vio otras zonas del camino en trabajos de remodelación. Más allá había los senderos, aún no removidos, paralelos unos a otros, intersectando con las líneas a intervalos de cincuenta metros. Caminó por todo el largo del parque por un lado, cruzó y volvió por el lado opuesto, estudiando el suelo al caminar. Sólo vio la tierra grisácea que nuevamente le ensuciaba los zapatos. Volvió sobre sus pasos para ver si había algo más. Vio venir hacia él a uno de los vigilantes. El hombre no hablaba inglés y el francés de McVey era imperdonable. Pero lo intentó de todas maneras.

    —Tierra roja. ¿Me entiende? Tierra roja. ¿Hay tierra roja por aquí? —preguntó McVey y señaló el suelo.
    —Tie-rroja —contestó el hombre.
    —No. ¡Roja! El color ro-jo —deletreó Mc Vey.
    —Ro-jo —repitió el hombre, y miró a McVey como si estuviera loco.

    Era demasiado temprano para aquello. Buscaría a Lebrun y lo traería para hacer las preguntas.

    —Perdón —dijo, con el mejor acento que tenía, y estaba a punto de irse cuando vio el pañuelo rojo que colgaba del bolsillo trasero del hombre—. Rojo —dijo, señalándolo.

    El hombre entendió, se sacó el pañuelo y se lo ofreció a McVey.

    —No, no —dijo éste, y lo rechazó—. ¡El color!
    — ¡Ah! —Al hombre se le iluminó la cara—. La couleur!
    —La couleur —repitió McVey, triunfante.
    —-Rouge —dijo el hombre.
    —Rouge —repitió McVey, intentando imitar el sonido de la «r» como el parisino. Luego se inclinó, cogió un puñado del lodo gris en la mano—. ¿Rouge? —preguntó.
    —Le terrain}

    McVey asintió.

    —Rouge terrairñ —preguntó, y con un gesto del brazo abarcó los terrenos del parque.

    El hombre lo miró.

    —Rouge terran —dijo, y señaló con el brazo como McVey.
    — ¡Sí! —se alegró el inspector.
    —Non —replicó el hombre.
    — ¿No?
    —No.

    De regreso en el hotel, McVey llamó a Lebrun y le comunicó que estaba preparando su equipaje para volver a Londres, y que tenía el sentimiento cada vez más acuciante de que Osborn quizá no era tan legal como había pensado al principio, y que tal vez valiera la pena vigilarlo hasta el día siguiente, cuando debía recoger su pasaporte y volver a Los Ángeles.

    —Ah, me olvidaba —dijo—. Tiene las llaves de un Peugeot.

    Treinta minutos más tarde, a las ocho y cinco de la mañana, un coche de policía camuflado se estacionó en la acera frente al hotel de Paul Osborn en la avenida Kléber. En el interior, un inspector de civil se desabrochó el cinturón y se sentó a observar. Si Osborn salía —ya fuera a pie o a esperar que le trajeran el coche—, el inspector lo vería. Gracias a una llamada de teléfono y excusándose por haberse equivocado de número, había confirmado que Osborn aún estaba en su habitación. Una búsqueda de las empresas de alquiler de coches había proporcionado el año, color y placa del Peugeot que Osborn había alquilado.

    A las ocho y diez, un segundo coche camuflado recogía a McVey en su hotel para llevarlo al aeropuerto. Era una cortesía del inspector Lebrun y de la Prefectura Central de Policía de París. Quince minutos más tarde, aún estaban en medio del tráfico. McVey, que a esas alturas conocía bien la ciudad, se dio cuenta de que su chofer no había elegido la vía más rápida para llegar al aeropuerto. Tenía razón. Cinco minutos más tarde entraron en el garage del cuartel de policía.

    A las ocho y cuarenta y cinco, siempre con el mismo traje gris arrugado que lamentablemente comenzaba a ser su distintivo, McVey estaba sentado frente a Lebrun en su mesa de trabajo estudiando la ampliación de quince por veinte centímetros de una huella dactilar. Era un dedo entero y la imagen clara, recogida de una mancha en el trozo del vaso roto que el equipo técnico de Homicidios había encontrado en el piso de Jean Packard. Habían enviado el vaso al laboratorio de huellas dactilares de Interpol en Lyón, donde un experto en informática pudo extraer de la mancha una huella perfectamente identificable. La huella había pasado por un escáner, ampliada, fotografiada y devuelta a Lebrun en París.

    — ¿Conoce usted al doctor Hugo Klass? —preguntó Lebrun, y encendió un cigarrillo y volvió a mirar la pantalla en blanco del ordenador.
    —Especialista alemán en cuestiones de huellas dactilares —dijo McVey, y devolvió la foto a la carpeta y la cerró—. ¿Por qué?
    —Usted tenía la intención de preguntar acerca de la precisión de esta huella, ¿no es así?

    McVey asintió.

    —Klass trabaja ahora fuera de la oficina de Interpol. Con el experto informático, trabajaron a partir de la mancha original hasta encontrar un patrón más o menos legible. A continuación, Rudolf Halder, de Interpol en Viena, realizó una prueba de verificación con un nuevo instrumento óptico de comparación que él y Klass han desarrollado en equipo. Un misil inteligente no podría ser más preciso.

    Lebrun volvió a mirar la pantalla que permanecía en blanco. Esperaba una respuesta de una información que había solicitado a la base de datos del archivo criminal de Interpol en Lyón. Su primera solicitud le había sido devuelta como «no se encuentra en archivo», Europa. La segunda volvió con un «no se encuentra en archivo», América del Norte. Un tercer intento de «búsqueda automática» y el ordenador empezó a buscar «datos anteriores».

    McVey se inclinó y cogió una taza de café. A pesar de que intentaba tenazmente actuar como un poli moderno y de utilizar el amplio espectro de tecnologías punta que tenía a su disposición, seguía sin poder desprenderse de la vieja escuela. Para McVey, el trabajo se cubría cuando se tenía al hombre y las pruebas para respaldarlo. Luego, se iba tras él, poco a poco, hasta que se derrotaba. De todos modos, sabía que tarde o temprano tendría que acostumbrarse y tomarse las cosas con más calma.

    Se incorporó, dio unos pasos hasta situarse detrás de Lebrun y observó la pantalla.

    En ese momento, apareció un archivo de Interpol, Washington. Siete segundos más tarde, se leyó: Merriman, Albert John, buscado por asesinato, intento de asesinato, robo a mano armada, extorsión... Florida, Nueva Jersey, Rhode Island, Massachusetts.

    —Un tipo simpático —dijo McVey. Luego la pantalla volvió a quedar en blanco, con la excepción de una sola línea: Fallecido, Nueva York, 22 de diciembre, 1967.
    — ¿Fallecido? —preguntó Lebrun.
    —Su ordenador de última generación tiene un muerto matando a gente en París. ¿Cómo le va a explicar eso a la prensa? —preguntó McVey, inexpresivo.

    Lebrun se lo tomó como una afrenta.

    —Es evidente que Merriman ha falseado su muerte y se ha procurado una nueva identidad.

    McVey volvió a sonreír.

    —O eso o Klass y Halder no son los genios que parecen ser.
    — ¿Le molestan los europeos, McVey? —preguntó Lebrun, serio.
    —Sólo cuando hablan una lengua que no conozco —dijo McVey, y se alejó, se detuvo mirando el techo y volvió sobre sus pasos—. Suponga que Klass y Halder tienen razón y es Merriman. ¿Por qué habría de salir de su escondite después de tantos años para cargarse a un detective privado?
    —Porque algo lo obligó. Probablemente algo en lo que estaba trabajando el tal Jean Packard.

    En la pantalla apareció la orden: Descripción física-Foto-Huellas dactilares-S/N.

    Lebrun pulsó la S en su teclado.

    La pantalla quedó en blanco, y luego apareció una segunda orden: Sólo fax-S/N.

    Lebrun volvió a pulsar el Sí. Dos minutos más tarde, apareció una foto de la ficha policial, la descripción física y las huellas de Albert Merriman. En la foto aparecía Henri Kanarack, casi treinta años más joven.

    Lebrun la miró y se la pasó a McVey.

    —No lo conozco —dijo el inspector.

    Lebrun se sacudió una ceniza de la manga, levantó el auricular del teléfono y le dijo a alguien que volvieran al piso de Jean Packard y a su despacho en Kolb International y lo revisaran todo más minuciosamente que la primera vez.

    —También sugeriría que un técnico de la policía vea si pueden elaborar un esbozo del aspecto que tendría Merriman si aún viviera hoy —dijo McVey. Cogió un viejo bolso de cuero marrón que le servía de maleta y de equipo de homicidios portátil y le agradeció a Lebrun el café—. Ya sabéis dónde encontrarme en Londres —dijo—, en caso de que nuestro amigo Osborn hiciera algo que no debiera antes de volver a Los Ángeles. —Se dirigió a la puerta.
    —McVey —dijo Lebrun—. Albert Merriman murió en Nueva York.

    McVey se detuvo y se volvió lentamente, justo a tiempo para ver una sonrisa pintada en el rostro de Lebrun.

    —Por el gremio, McVey, por favor, haga la llamada.
    —Por el gremio.

    Lebrun asintió y se incorporó para dejarle su silla a McVey.


    Capítulo 30


    Unos pasos más allá del edificio de la rué de la Cité, donde McVey intentaba comunicarse con el Cuerpo de Policía de Nueva York para informarse sobre Albert Merriman, Vera Monneray caminaba por la Porte de la Tournelle, mirando absorta el tráfico junto al Sena. Había sido una decisión correcta terminar su relación con Francois Christian. Sabía que la ruptura le había dolido, aunque se lo había comunicado con toda la gentileza y el respeto que tenía por él. No había dejado, se dijo, a uno de los miembros más importantes del gobierno francés por un cirujano ortopédico de Los Ángeles. La verdad en sí era que ni ella ni Frangois podrían haber continuado como estaban y, al mismo tiempo, seguir desarrollándose. Y la vida sin ese desarrollo significaba marchitarse hasta finalmente morir.

    Lo que había hecho no era más que un acto de supervivencia personal, algo que Francois habría hecho con ella en el futuro, cuando terminara por reconocer que su verdadero amor pertenecía a su mujer y sus hijos.

    Desde lo alto de unas largas escaleras, se volvió y miró hacia París. Vio el Sena que se extendía a lo lejos y los grandes arcos de Notre Dame, como si fuera la primera vez.

    Los árboles y los tejados y el tráfico en el bulevar le parecían absolutamente novedosos, al igual que el parloteo entusiasmado de los peatones. Francois Christian era un buen hombre, y ella se alegraba de haber compartido su vida con él. Ahora estaba igualmente agradecida porque todo había terminado. Tal vez se debía a que por primera vez en mucho tiempo se sentía sin trabas, completamente libre.

    Dobló a la izquierda y comenzó a cruzar el puente hacia su apartamento.

    Intentaba deliberadamente no pensar en Paul Osborn pero no podía evitarlo. El hilo de su pensamiento volvía una y otra vez a él. Vera quería creer que Osborn la había ayudado a liberarse. Con sus atenciones, hasta con su adoración, Osborn había renovado su fe en sí misma como una mujer independiente, inteligente y sexualmente atractiva, capaz de ocuparse de su propia vida. Y eso le había dado la confianza y el valor para apartarse de Francois.

    Pero eso era sólo una parte del todo, y no reconocerlo sería como mentirse a sí misma. El doctor Paul Osborn sufría, y a ella le importaba su sufrimiento. En cierto sentido, quería creer que el afecto y el cuidado formaban parte de un instinto femenino de nutrir. Era lo que las mujeres hacían cuando sentían que alguien a su lado sufría. Pero no era tan sencillo, y ella lo sabía. Ella quería amarlo hasta que él no sufriera más, y después, amarlo más aún.

    —Bonjour, mademoiselle —dijo el portero uniformado de cara redonda con tono alegre, abriéndole la puerta de hierro forjado del edificio.
    —Bonjour, Philippe —contestó ella con una sonrisa y pasó junto a él hacia la entrada y subió rápidamente las escaleras de mármol que conducían a su piso en la segunda planta.

    Adentro, cerró la puerta y cruzó el pasillo que daba al comedor.

    En la mesa había un jarrón con dos docenas de rosas rojas de tallos largos. No tenía que abrir el sobre para saber quién lo había enviado, pero lo abrió de todos modos.

    «Adiós. Francois», leyó.

    Lo había escrito de su propio puño y letra. Francois había dicho que entendía y así era. La nota y las flores significaban que siempre serían amigos. Vera sostuvo la tarjeta un momento, la puso en el sobre y entró en el salón. En un rincón había un piano de media cola. Al frente, dos sillones se situaban en ángulo recto, separados por una larga mesita de ébano con cubierta de vidrio. A su derecha, las dos habitaciones y el estudio con que comunicaba el pasillo. A la izquierda, el comedor. Más allá, una despensa y luego la cocina.

    Fuera, las nubes que flotaban a baja altura oscurecían la ciudad. El cielo gris y negro le daba a todo un aire triste. Por primera vez, el piso le pareció enorme y mal cuidado, ni cálido ni cómodo, un lugar habitado por alguien más formal y mayor que ella.

    Se sintió invadida por un aura de soledad tan gris como el cielo que cubría París. Sin pensarlo, quería que Paul estuviese allí. Quería tocarlo y dejarse tocar por él, como lo habían hecho ayer. Quería estar con él en la habitación y en la ducha y en cualquier otro lugar donde él quisiera poseerla. Quería sentirlo dentro de sí, quería que le hiciera el amor una y otra vez hasta que les doliera.

    Lo deseaba tanto para él como para ella. Era importante que Osborn entendiera que ella conocía el lado oscuro de las cosas. Y aunque ella no supiera de qué se trataba, o aunque a él le costara hablar, podía confiar en ella. Porque, cuando llegara el momento, él se lo contaría y juntos harían algo. Pero ahora, antes que nada debía saber que ella estaba allí para él, cuando él la necesitara y durante todo el tiempo que fuera necesario.


    Capítulo 31


    West Side Story, la película estrenada el año 1961 y protagonizada por Natalie Wood, estaba en cartelera en versión original en un pequeño cine del Boulevard des Italiens. Duraba ciento cincuenta y un minutos, y Paul Osborn eligió la segunda sesión, que empezaba a las cuatro. En la universidad había seguido dos cursos de historia del cine y había escrito una larga monografía sobre la adaptación de las comedias musicales a la pantalla. West Side Story había sido una pieza clave en su trabajo y aún la recordaba lo bastante bien como para convencer a cualquiera de que la había visto.

    El cine del Boulevard des Italiens quedaba a medio camino entre su hotel y la panadería donde trabajaba Kanarack, y había estaciones de metro a cinco minutos caminando en tres direcciones.

    Osborn dibujó un círculo alrededor del nombre del cine, cerró el periódico y se levantó de la mesa pequeña ante la que estaba sentado. Cruzó el comedor del hotel para pagar la cuenta de su desayuno y miró hacia fuera. Aún llovía.

    Entró en el salón y miró a su alrededor. Había tres empleados del hotel en el mostrador de recepción, y fuera, dos personas se protegían de la lluvia bajo la entrada techada del hotel. Un botones llamaba un taxi. No había nadie más.

    Se dirigió al ascensor, pulsó el mando y las puertas se abrieron de inmediato. Entró y subió solo. En el camino, pensó detalladamente la situación que planteaba McVey. Estaba seguro de que era Kanarack quien había matado a Jean Packard. La pregunta consistía en saber si la policía lo sabía. O, más concretamente, ¿sabían acaso que él había contratado a Jean Packard para que encontrara a Kanarack? Cómo ya se había percatado, lo que la policía sabía y cómo lo sabía estaba más allá del entendimiento del hombre común, incluyéndolo a él.

    Pensando en el peor de los casos, es decir, que la policía no supiera nada acerca de Kanarack pero que sospecharan que él sabía más de lo que había dicho acerca de la muerte de Jean Packard, McVey u otros estarían vigilando el hotel y lo seguirían apenas saliera. El problema era grave, y él debía encontrar una manera de escabullirse.

    El ascensor se detuvo y Osborn salió al pasillo. Entró en su habitación y cerró la puerta. Eran las once y veinticinco de la mañana. Quedaban cuatro horas antes de la sesión de cine.

    Tiró el periódico sobre la cama, entró al baño, se lavó los dientes y se duchó. Mientras se afeitaba, pensó que la mejor manera de solucionar el problema era actuar como la policía esperaba que actuara, como el amante entristecido que pasa el último día en París a solas. Y mientras antes comenzara, más fácilmente despistaría a quien lo siguiera. ¿Y qué lugar más apropiado para iniciar su solitaria jornada que el museo del Louvre, con sus enjambres de turistas y sus innumerables salidas?

    Se puso el impermeable, apagó la luz y se dirigió a la puerta. Cuando pasó frente al espejo, vio su imagen oscurecida, y por un momento contempló todo desde el interior. El hecho de que la policía lo vigilara volvía todo mucho más difícil. Si a Kanarack lo hubieran atrapado y lo hubieran juzgado dentro de un plazo razonable, las cosas serían diferentes. Pero no había sido así. Casi treinta años después y un continente de por medio, el crimen de Kanarack era una especie de crimen especial, sin una ley que pudiera o quisiera administrar castigo o justicia. Dada la ausencia de esa ley, había que llegar a una solución de equidad usando los medios de que disponía. Y Osborn esperaba que si había un Dios, lo entendería.

    Decidiendo que moverse a pie le daría mayores posibilidades, Osborn dejó el Peugeot de alquiler en el garage del hotel y le pidió al portero que llamara un taxi. Cinco minutos más tarde, estaba en los Campos Elíseos en dirección al Louvre. Le pareció que un coche oscuro había dejado la acera cuando el taxi salía de la entrada del hotel, pero al mirar hacia atrás no pudo confirmarlo.

    Pocos minutos después, el taxi paró frente al Louvre. Osborn pagó al chofer y se apeó en medio de una ligera niebla. Cuando el taxi se alejó, tuvo la reacción inmediata de buscar el coche oscuro. Pero si la policía lo estaba vigilando, no debía por ningún motivo darles a entender que lo sabía. Se llevó las manos distraídamente a los bolsillos, esperó que pasaran los coches, cruzó la calle Rívoli y entró en el museo.

    Una vez dentro, estuvo unos veinte minutos contemplando las obras de Giotto, Raphael, el Tiziano y Fra Angélico antes de salir de la sala en busca de un lavabo. Cinco minutos más tarde se unió a un grupo de turistas americanos que estaban a punto de subir a un autocar con destino a Versalles y salió con ellos por la entrada principal. En la esquina, se separó del grupo, caminó media manzana y entró en el metro.

    Antes de una hora estaba de regreso en el hotel, esperando que le trajeran el Peugeot del garage. Si la policía lo seguía, ¿cómo iban a suponer que ya no estaba en el museo? Sin embargo, tuvo la precaución de mirar por el retrovisor al partir. Para asegurarse, giró por una calle y, dos manzanas más allá, volvió a girar. Por lo que observaba, estaba solo.

    Veinte minutos más tarde, estacionó el Peugeot en una calle pequeña a una manzana y media del cine, lo cerró y se alejó. Cogió el metro para volver al hotel, espero a que el chico que había traído su coche del garage saliera de la puerta principal para ir a buscar otro coche y sólo entonces entró y subió a su habitación.

    Al entrar, miró el reloj en la mesilla de noche. Era exactamente la una y cuarto. Se sacó el impermeable y miró hacia el teléfono. A primera hora de la mañana, había tenido el impulso de llamar a la panadería para asegurarse de que nada había salido mal y de que Kanarack estaba en el trabajo como era habitual. Luego pensó que si sucedía algo y las cosas iban mal, podían seguirle la pista a la llamada hasta su habitación. Colgó de inmediato. Mirando el teléfono ahora, tuvo el mismo deseo de averiguar, pero decidió abstenerse.

    Era preferible confiar en el destino que lo había llevado hasta allá y suponer que Kanarack estaría allí el viernes como habría estado el jueves y probablemente todos los días en los últimos años, trabajando tranquilamente y pasando lo más desapercibido posible.

    Y ahora, Osborn se sacó el impermeable, las botas y el yérsey oscuro que había llevado en el Louvre y se puso un par de vaqueros gastados, y un viejo yérsey sobre una camisa de franela a cuadros L.L. Bean. Y mientras ataba cuidadosamente sus zapatillas deportivas y se metía en el bolsillo de la chaqueta la gorra azul adquirida aquella misma mañana y finalmente se disponía a preparar las herramientas del día, llenando tres jeringas con la sucinilcolina, mientras hacía todo esto, contando con el reloj, contando los minutos que faltaban para salir hacia el cine del Boulevard des Italiens, Henri Kanarack estaba estacionando el Citroen blanco de Agnés Demblon a menos de media manzana de su hotel.


    Capítulo 32


    El pelo bien peinado y la barba bien rasurada, Henri Kanarack vestía un mono azul de una empresa de reparación de aire acondicionado. No tuvo trabas al pasar la entrada de servicio ni al coger el ascensor de servicio hasta la planta de reparaciones. Jean Packard le había dado el nombre de Paul Osborn y del hotel donde se hospedaba. No sabía el número de habitación porque era seguro que también habría soltado ese dato. Los hoteles no daban el número de habitación de los clientes, sobre todo los de cinco estrellas como el de Osborn, con una clientela adinerada e internacional, protegida de los extraños que actuaban con motivaciones personales o políticas.

    Kanarack cogió una caja de herramientas del taller mecánico, caminó por el pasillo de servicio hasta las escaleras de emergencia, por donde subió hasta el vestíbulo. Cruzó la puerta y echó un vistazo a su alrededor. La sala de recepción era pequeña, recubierta de madera y bronce, y la mayor parte de la decoración eran antigüedades. A la izquierda quedaba la entrada al bar y, directamente enfrente, una pequeña tienda de regalos y el comedor. A la derecha, los ascensores. Enfrente de éstos, el mostrador de recepción, tras el cual un empleado de traje oscuro hablaba con un ejecutivo africano extraordinariamente alto que acababa de registrarse. Para conseguir el número de la habitación de Osborn, Kanarack tenía que pasar al otro lado del mostrador. Cruzó la sala, se acercó al empleado y cuando éste levantó la mirada, Kanarack tomó la iniciativa.

    —Reparación de la calefacción. Hay un problema con el sistema eléctrico, y estamos intentando localizarlo —dijo.
    —No sé nada de eso —dijo el empleado, desdeñoso. Esa actitud arrogante de superioridad era algo que Kanarack había odiado en los parisinos desde su llegada, sobre todo cuando se trataba de empleados con salarios algo superiores al suyo, gente que lograba a duras penas llegar a fin de mes.
    —No quiere saber nada. Pues bueno. El problema no es mío —dijo Kanarack con un elocuente gesto de los hombros, indiferente.

    En lugar de discutir, el empleado lo despachó de inmediato.

    —Haga lo que tenga que hacer —dijo, y siguió conversando con el africano.
    —Vale —dijo Kanarack, y pasó al otro lado del mostrador para examinar un panel de interruptores justo por encima de la lista de registros del hotel. Al inclinarse a mirarla, sintió la presión del calibre 45 metida en el cinturón bajo el ancho mono. El silenciador corto le rozaba la parte superior del muslo. El cargador estaba lleno, y llevaba otro de recambio en el bolsillo.
    —Permiso —dijo, cogiendo el registro y poniéndolo a un lado. Sonó el teléfono del mostrador y el empleado lo cogió. Kanarack aprovechó para revisar los nombres. En la O, encontró lo que buscaba. La habitación de Paul Osborn era la 714. Volvió a dejar el registro en su lugar, recogió la caja de herramientas y salió del mostrador.
    —Gracias —volvió a decir.

    McVey miró la niebla a través de la ventana, cansado e irritado. El aeropuerto Charles de Gaulle estaba cerrado y todos los vuelos habían sido cancelados. A McVey le habría gustado saber si el tiempo se despejaría o no. Si el aeropuerto permanecía cerrado, era preferible coger una habitación en un hotel de las cercanías y dormir. Si lo abrían y había una posibilidad de que anunciaran su vuelo, haría lo mismo que el resto de los pasajeros durante las dos últimas horas, es decir, esperar. Antes de salir del despacho de Lebrun, había llamado a Benny Grossman a la oficina central del Cuerpo de policía de Nueva York, en Manhattan. Benny sólo tenía treinta y cinco años, pero era uno de los inspectores más capaces que conocía. Habían trabajado juntos dos veces. En una ocasión, Benny había viajado a Los Ángeles en busca de un asesino fugado de Nueva York. La segunda vez, la policía de Nueva York le había pedido a McVey su ayuda para resolver un caso enigmático. McVey tampoco había llegado al fondo del asunto, pero después de llevar a cabo la investigación, habían tomado unas copas juntos y se habían divertido. McVey también había ido a comer a casa de Benny con ocasión de la Pascua judía. Benny acababa de entrar cuando McVey llamaba y cogió la llamada de inmediato.

    — ¡Oy, McVey! —exclamó Benny, su saludo habitual cuando hablaba con el inspector. Después de algunas minucias, fue al grano—. Dime, Boolabah, ¿en qué te puedo ayudar?

    McVey no sabía si Benny intentaba hablar como los clásicos policías de Hollywood o si era ésa su manera de ir al grano con todo el mundo.

    —Benny, cariño —siguió la broma McVey, pensando que si Benny hacía el papel de agente frustrado, él podía seguirle la corriente. Le explicó que no estaba ni en Manhattan ni en Los Ángeles, sino en las oficinas de la Prefectura de policía de París.
    — ¿París? ¿Quieres decir París-Tejas o París-Francia?
    —París-Francia —dijo McVey, y apartó el auricular cuando Benny lanzó un largo silbido. Luego hablaron de cosas concretas. McVey quería saber qué le podía decir acerca de un tal Albert Merriman que la había supuestamente palmado en un ajuste de cuentas en Nueva York, en 1967. Dado que Benny tenía once años en 1967, jamás había oído nada sobre ese Albert Merriman, pero dijo que lo averiguaría y que volvería a llamar a McVey.
    —Yo te llamaré —dijo McVey, que no tenía idea de dónde estaría cuando Benny diera con la información.

    Cuatro horas más tarde, McVey volvió a llamar.

    Entretanto, Benny había revisado los archivos de la policía de Nueva York y había recopilado un sólido paquete de informaciones sobre Albert Merriman. En 1963, se le había dado de baja en el ejército de Estados Unidos, y dos años más tarde se había asociado a un viejo amigo, Willie Leonard, un atracador de bancos que acababa de salir de la prisión de alta seguridad de Atlanta. Merriman y Leonard hicieron de las suyas y se les buscaba por atracos a bancos, asesinato, intento de asesinato y extorsión en una media docena de Estados. También se rumoreaba que habían dado unos cuantos golpes para las familias del crimen organizado en Nueva Jersey y Nueva Inglaterra.

    El 22 de diciembre de 1967, en el interior de un coche en el Bronx, se encontró un cuerpo que fue identificado como el de Albert Merriman, acribillado a disparos y carbonizado más allá de todo posible reconocimiento.

    —Parece una historia de la Mafia —dijo Benny.
    — ¿Qué pasó con Willie Leonard? —preguntó McVey.
    —Aún se le busca —dijo Benny.
    — ¿Cómo fue identificado el cadáver de Merriman?
    —No lo dice el informe. Tal vez no lo sepas, chico, pero no se suele conservar mucha información sobre los muertos. No hay dinero para pagar los sótanos de archivo.
    — ¿Se sabe algo sobre quién reclamó el cadáver?
    —Eso sí lo dice. Espera un momento, —McVey oía el roce de los papeles mientras Grossman buscaba en sus notas—. Aquí está. Al parecer, el tipo no tenía familia. El cuerpo fue reclamado por una mujer que aparece aquí como una amiga del instituto, Agnés Demblon.
    — ¿Dirección?
    —Nooo.

    McVey escribió el nombre de Agnés Demblon en el anverso de su tarjeta de embarque y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

    — ¿Alguna idea de dónde está enterrado Merriman?
    —No.
    —Y bien, te apuesto diez a uno que si encuentras la tumba, descubrirás que el difunto es Willie Leonard.

    McVey oyó en la distancia que llamaban a embarcar para su vuelo. Asombrado, le agradeció a Benny, le dijo que volviera a su juego de bridge y se dispuso a colgar.

    — ¡McVey!
    —¿Si?
    —Este archivo de Merriman no ha sido tocado en veintiséis años.
    — ¿Y qué?
    —Soy la segunda persona que lo ha pedido en las últimas veinticuatro horas.
    — ¿Qué dices?
    —Ayer lo pidieron de Interpol, Washington. Un sargento de Archivos e Información sacó la carpeta y les envió todo por fax.

    McVey le dijo a Grossman que Interpol trabajaba con París, y que suponía que ésa era la razón. En ese momento, anunciaron por última vez el vuelo de McVey. Le dijo a Grossman que se tenía que ir y colgó.

    Pocos minutos después, McVey se abrochaba el cinturón de seguridad y el avión de Air Europe se alejaba del edificio hacia la pista de despegue. Volvió a mirar el nombre de Agnés Demblon en su tarjeta de embarque y dejó escapar un suspiro. Luego se relajó, sintiendo los tumbos del avión que rodaba hacia la cabecera de la pista.

    Miró por la ventana y vio capas de nubes cubriendo la campiña francesa. La lluvia le hizo pensar en el lodo de los zapatos de Osborn. Y luego ya estaban por encima de las nubes.

    Una azafata le preguntó si quería un periódico, y cuando lo recibió, no lo abrió. Pero le llamó la atención la fecha.


    Viernes, 7 de octubre. Aquella misma mañana le habían notificado a Lebrun de Interpol, Lyón, que habían identificado la huella dactilar. Y el propio Lebrun la había buscado en presencia de McVey. Sin embargo, el jueves, la policía de Nueva York había recibido una solicitud de los antecedentes de Merriman desde Interpol Washington. Eso significaba que Interpol en Lyón había examinado la huella, descubierto a Merriman y pedido la información veinticuatro horas antes. Tal vez eran los procedimientos de Interpol, pero parecía algo raro que Lyón tuviera toda una carpeta con informaciones antes que el agente que les había respondido a ellos. En cualquier caso, ¿por qué creía él que importara mucho? Los métodos internos de Interpol era algo que no le incumbía. Por otro lado, si en el futuro volvía a ocurrirle lo mismo, y si Interpol estaba solicitando información en los círculos indebidos sin que él lo supiera, aquello podía resultar algo engorroso. Pero antes de mencionárselo a Cadoux, el responsable de la misión en Interpol, Lyón, y antes de decírselo a Lebrun, era necesario que tuviera las cosas claras. Decidió que lo más simple consistía en saber a qué hora había solicitado Interpol en Washington la información de la policía de Nueva York. Para eso, tendría que llamar a Benny Grossman al llegar a Londres.

    De pronto sintió los rayos de sol en el rostro y vio que habían pasado por encima del banco de nubes y que ahora sobrevolaban el Canal de la Mancha. Era la primera vez que veía el sol en casi una semana. Miró su reloj. Eran las dos y cuarenta minutos de la tarde.


    Capítulo 33


    Quince minutos más tarde, a las tres menos cinco, Paul Osborn apagó el televisor de la habitación y deslizó las tres jeringas llenas de sucinilcolina en el bolsillo derecho de su chaqueta. Acababa de ponerse la chaqueta y se dirigía a la puerta cuando sonó el teléfono. Dio un salto con el corazón acelerado. Su reacción le hizo darse cuenta de que estaba aún más tenso de lo que pensaba y no le agradó la idea.

    El teléfono seguía sonando. Miró su reloj. Faltaban tres minutos para las tres. ¿Quién intentaba ponerse en contacto con él? ¿La policía? No, ya había llamado al inspector Barras y éste le había asegurado que su pasaporte estaría en el mostrador de Air France cuando se presentara a su vuelo el día siguiente por la tarde. Barras había sido amable e incluso había bromeado sobre el mal tiempo, de modo que no era la policía, a menos que estuvieran jugando con él o que McVey quisiera hacer más preguntas. En ese momento, a Osborn no le interesaba hablar con McVey ni con nadie más.

    El teléfono dejó de sonar. Habían colgado. Tal vez era un número equivocado. También podía ser Vera. Sí, Vera. Había pensado en llamarla más tarde, cuando todo hubiera terminado, pero no antes porque ella podía notar algo en su voz o insistir en venir a verlo por uno u otro motivo.

    Volvió a mirar su reloj. Eran casi las tres y cinco en esos momentos West Side Story comenzaba a las cuatro y él tenía que estar allí hacia las cuatro menos cuarto a más tardar, para hacerse notar por el vendedor en la taquilla. Además tenía que ir a pie y salir por la entrada lateral del hotel, no fuera caso que alguien estuviese vigilando. Caminando se despejaría y se sentiría más tranquilo.

    Apagó la luz y se palpó el bolsillo para asegurarse que tenía las jeringas. Cuando fue hacia la puerta, ésta se abrió de un golpe y le dio en plena cara. El impacto lo lanzó hacia un rincón entre la puerta del baño y la habitación. Antes de que se pudiera reponer, entró un hombre vestido con mono azul y cerró la puerta. Era Henri Kanarack. Llevaba una pistola en la mano.

    —Una palabra y te mato —dijo en inglés.

    A Osborn lo había cogido totalmente por sorpresa. Visto más de cerca, Kanarack era más oscuro y más fuerte de lo que recordaba. Tenía una mirada fiera y le apuntaba entre ceja y ceja con la pistola como si fuera una extensión de su mano. Osborn supo que no vacilaría en cumplir con su amenaza.

    Kanarack echó llave a la puerta y dio un paso hacia él.

    — ¿Quién te ha enviado? —preguntó.

    Osborn sintió la sequedad en la garganta e intentó tragar.

    —Nadie —dijo.

    Lo que sucedió fue tan rápido que Osborn no pudo ni recordarlo. Estaba de pie y al cabo de un segundo se vio en el suelo con la cabeza apoyada en la pared y el cañón de la pistola contra la nariz.

    — ¿Para quién trabajas? —preguntó Kanarack, en voz baja.
    —Soy médico. No trabajo para nadie. —Osborn tenía el corazón tan acelerado que pensó que iba a sufrir un infarto.
    — ¿Médico? —Kanarack pareció sorprendido.
    —Sí —dijo Osborn.
    — ¿Entonces qué quieres de mí?

    A Osborn le corrió un hilillo de sudor por el lado de la cabeza. Todo era una nebulosa y le estaba costando trabajo discernir la realidad. Luego se oyó decir algo que nunca debería haber dicho.

    —Sé quién eres —afirmó.

    Al decirlo, los ojos de Kanarack parecieron volverse hacia dentro. Se borró la ferocidad y apareció una expresión gélida. Apretó el dedo en el gatillo.

    —Ya sabes lo que le pasó al detective —murmuró Kanarack dejando resbalar el cañón de la pistola hasta situárselo sobre el labio inferior—. Salió en televisión y en todos los periódicos.

    Osborn temblaba. Le era difícil pensar y casi imposible encontrar y pronunciar las palabras.

    —Sí, ya lo sé — logró decir finalmente.
    —Entonces sabrás que no sólo soy bueno cuando me muevo sino que, cuando comienzo, le tomo el gusto —dijo Kanarack, y los dos puntos negros que tenía por ojos parecieron sonreír.

    Osborn se enderezó y recorrió toda la habitación con la mirada buscando una salida. La ventana era la única posibilidad. Siete plantas. Sintió que el cañón de la pistola se deslizaba hacia la mejilla. Kanarack lo estaba obligando a mirarlo de frente.

    —No pienses en la ventana —advirtió—. Es demasiado aparatoso y muy rápido. Hay que tomarse un poco de tiempo con esto. A menos que me digas inmediatamente para quién trabajas y quiénes son. Luego podremos acabar con esto de una vez.
    —No trabajo para na...

    Sonó el teléfono. Kanarack dio un salto y Osborn pensó que no dudaría en apretar el gatillo.

    Sonó tres veces más y luego calló. Kanarack miró a Osborn. Era demasiado peligroso quedarse allí. Incluso ahora el empleado de recepción podía estar indagando los problemas de la calefacción y enterándose de que no había nada anormal, que nadie había llamado al técnico. Eso los pondría sobre alerta y empezarían a buscar. Tal vez incluso llamaran a seguridad o a la policía.

    —Escúchame bien —dijo—. Vamos a salir de aquí. Mientras más te resistas, peor lo pasarás. —Kanarack se incorporó y le señaló con la pistola a Osborn para que se levantara.

    Osborn recordó poca cosa de lo que sucedió en los minutos siguientes. Salieron de la habitación y caminaron muy juntos hasta la escalera de incendios, y luego el sonido de las pisadas al bajar. En alguna parte, se abrió una puerta a un pasillo interior que daba a las instalaciones de calefacción y de electricidad. Un momento después, Kanarack empujaba una puerta de acero y estaban fuera subiendo por unas escaleras de cemento. Llovía y el aire estaba fresco y limpio. Se detuvieron arriba de la escalera.

    Poco a poco, Osborn recuperó el sentido y se percató de que se encontraban en un angosto callejón detrás del hotel, Kanarack junto a él, a la izquierda, con el cuerpo apretado contra el suyo. Kanarack empezó a caminar por el callejón y Osborn sintió la dureza de la pistola contra las costillas. Mientras caminaban, Osborn intentaba reponerse pensando qué debía hacer. Jamás en su vida había tenido tanto miedo.


    Capítulo 34


    Había un Citroen blanco estacionado al final del callejón, y Osborn oyó vagamente a Kanarack decir que caminarían hacia allí.

    Entonces sucedió algo que ninguno de los dos esperaba. Un enorme camión de reparto salió de la calle y entró en el callejón en dirección a ellos. Si permanecían juntos como estaban, no habría suficiente espacio para que el camión pasara sin atropellados. Había dos alternativas: separarse o estrecharse contra el muro del callejón y dejar pasar al camión. El camión aminoró la marcha y el conductor tocó el claxon.

    —Tranquilo —dijo Kanarack, y tiró de Osborn hacia el muro del callejón. El conductor metió la marcha y el camión volvió a avanzar.

    Al estrecharse contra el muro, Osborn sintió el cañón del arma contra el lado izquierdo. Eso significaba que Kanarack tenía la pistola en la mano derecha y que con su izquierda sostenía el brazo izquierdo de Osborn fuera del campo visual del conductor. Osborn calculó que el camión tardaría de seis a ocho segundos en pasar a su lado. Con la misma claridad, vio que tenía una oportunidad. Llevaba las jeringas de sucinilcolina en el bolsillo derecho de la chaqueta. Si lograba coger una de ellas con la mano derecha mientras Kanarack estaba distraído por el camión, contaría con un arma de la que Kanarack no sabía nada.

    Se volvió para mirar a Kanarack. El matón estaba concentrado en el camión que casi había llegado junto a ellos. Osborn esperó, calculando sus movimientos. Cuando pasaba el camión, apoyó el cuerpo contra la pistola como queriendo aplastarse contra el muro. Deslizó la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta buscando una jeringa. Cuando el camión pasó, ya la tenía en la mano.

    —Venga —dijo Kanarack. Siguieron hasta el final del callejón donde estaba estacionado el Citroen. Mientras caminaban, Osborn sacó la jeringa del bolsillo y la sostuvo a un lado.

    Faltaban unos veinte metros para llegar al coche. Osborn había colocado una tapa de plástico en el extremo de la jeringa para proteger la aguja. Ahora intentaba febrilmente sacarle el plástico sin que todo se le cayera de las manos.

    De pronto llegaron al final del callejón, el Citroen estaba ahora a un par de metros. La tapa plástica aún no se desprendía y Osborn pensaba que Kanarack se estaba percatando de lo que hacía.

    — ¿Adonde me llevas? —preguntó para distraerlo.
    —Cállate —dijo Kanarack.

    Ahora habían llegado. Kanarack lanzó una mirada a ambos lados de la calle, caminó hasta el lado del conductor y abrió la puerta. En ese momento, la tapa se soltó y cayó al suelo. Kanarack la vio rebotar y la miró intrigado. En ese instante, Osborn se lanzó hacia la izquierda, soltó su brazo izquierdo y hundió la jeringa en la tela del mono, profundamente, en la parte superior de la nalga derecha de Kanarack. Necesitaba cuatro segundos para inyectar toda la sucinilcolina. Pasaron tres segundos antes de que Kanarack se soltara e intentara levantar el arma. Pero Osborn, ya alerta, empujó de un golpe la puerta del coche contra Kanarack y éste cayó hacia atrás golpeándose en el cemento y dejando caer la pistola.

    Se incorporó en un instante pero ya era demasiado tarde. Osborn tenía la pistola y Kanarack no se movió. Un taxi giró en la esquina con un chirrido, hizo sonar el claxon y se alejó a toda velocidad. Se produjo un silencio y los dos hombres quedaron mirándose cara a cara en la calle.

    Kanarack tenía los ojos totalmente abiertos, no con temor sino con determinación. Tantos años esperando que un día lo encontraran y ahora todo había terminado. Llevado por la necesidad, había cambiado su vida y se había convertido en una persona diferente, más sencilla. A su manera, incluso había llegado a ser un hombre generoso, atento con su mujer que pronto habría de darle un hijo. Siempre había esperado salvarse, pero en su fuero interno sabía que no lo había logrado. Eran demasiado eficientes y certeros y la Organización muy poderosa.

    La vida de todos los días, intentando no caer presa del pánico si alguien lo miraba, o cuando oía pasos demasiado cerca a su espalda o golpes en la puerta, todo había sido más difícil de lo que imaginaba. El sufrimiento que le había ocultado a Michéle lo había mantenido al borde del agotamiento nervioso. Sin embargo, aún conservaba la forma, como lo había demostrado con Jean Packard. Ahora estaba al final del camino y lo sabía. Michéle había desaparecido y con ella, su vida. Sería fácil morir.

    —Acaba —dijo, en un susurro—. Acaba de una vez.
    —No tengo por qué acabar de una vez —dijo Osborn, y se metió la pistola en el bolsillo. Había pasado casi un minuto desde que le inyectara la sucinilcolina y a pesar de que no había sido una dosis completa, Osborn notó que Kanarack empezaba a sentirse raro. ¿Por qué le costaba tanto respirar y mantener el equilibrio?
    — ¿Qué me está pasando? —preguntó con expresión desconcertada.
    —Ya lo sabrás —dijo Osborn.


    Capítulo 35


    La policía francesa había perdido a Osborn en el Louvre.

    Lebrun se encontraba en una situación delicada y hacia las dos de la tarde tendría que inventar algo para justificar la vigilancia o dejar ir a sus hombres. Con todo lo que deseaba ayudar a McVey, la verdad era que un par de zapatos manchados de lodo no hacían de un hombre un criminal, sobre todo si ese hombre era un médico americano que se iba de París al día siguiente y que había pedido, discreta pero firmemente, que se le devolviera el pasaporte para marcharse.

    Sin poder justificar ante sus superiores el coste de la vigilancia a la que había sometido a Osborn, Lebrun ordenó a sus hombres que se dedicaran a lo que McVey había sugerido, como empezar a reconstruir la historia de Jean Packard desde cero. Entretanto, una dibujante técnica de la policía había trabajado en la foto de la ficha policial de Merriman que había enviado la policía de Nueva York y ahora miraba por encima de su hombro mientras Lebrun examinaba su trabajo.

    —Éste es el aspecto que, según tú, tendría veintiséis años después —dijo Lebrun, y la miró. La chica tenía veinticinco años, una sonrisa rechoncha y nerviosa.
    —Oui.

    Lebrun no estaba seguro.

    —Deberías hacer que lo viera un antropólogo forense. Tal vez te podría dar más detalles sobre el proceso de envejecimiento de este sujeto.
    —Eso he hecho, inspector.
    — ¿Y éste es el resultado?
    —Sí.
    —Gracias —dijo Lebrun. La dibujante asintió con un gesto de cabeza y se marchó. Lebrun volvió a mirar el dibujo. Pensó un momento y luego llamó al Departamento de Prensa de la policía. Si aquélla era la mejor aproximación que podían obtener del rostro de Merriman, ¿por qué no hacerlo publicar en los periódicos del día siguiente, tal como McVey había hecho publicar el retrato del hombre decapitado en los periódicos de Londres? Había casi nueve millones de habitantes en París y bastaría que uno de los que reconocieran a Merriman llamara a la policía.

    En ese mismo momento, tendido de espaldas en el asiento trasero del Citroen de Agnés Demblon, Albert Merriman luchaba con todas sus fuerzas para respirar.

    Al volante, Paul Osborn cambió de marcha, frenó y luego aceleró pasando a un Range Rover metálico que circulaba en torno al Arco de Triunfo y giró por la avenida de Wagram. Momentos después, giró a la derecha en el bulevar de Courcelles y se dirigió a la avenida de Clichy y al camino del río que conducía al parque junto al Sena.

    Había tardado casi tres minutos en meter al desmayado y atemorizado Kanarack en el asiento trasero del Citroen, encontrar las llaves y poner el coche en marcha. Tres minutos era demasiado. Osborn sabía que estaría aún en camino cuando los efectos de la sucinilcolina comenzaran a desvanecerse. Cuando eso sucediera, tendría que lidiar con un Kanarack totalmente despierto que, además, tendría la ventaja de encontrarse en el asiento trasero. Su único recurso era darle al francés una segunda inyección de la droga. El efecto de ambas dosis, una tan rápidamente después de la otra, habían tumbado a Kanarack en un abrir y cerrar de ojos. Durante un momento, Osborn tuvo miedo de haberse sobrepasado, que los pulmones de Kanarack dejaran de funcionar y muriera por asfixia. Pero entonces una tos ronca seguida de una respiración entrecortada le aseguró que todo marchaba bien.

    El problema era que ahora sólo le quedaba una jeringa. Si algo pasaba con el coche o si los retrasaba el tráfico, la jeringa sería su última defensa. A partir de entonces contaría, sólo consigo mismo.

    Eran casi las cuatro y cuarto y la lluvia era más tupida. El parabrisas comenzó a empañarse y Osborn buscó torpemente la calefacción. La encontró, encendió el ventilador y se inclinó para limpiar el interior con la mano. Seguro que ese día no habría nadie en el parque. Al menos podía agradecer que esta vez tenía el tiempo a su favor.

    Miró por encima del hombro a Kanarack en el asiento trasero. Cada contracción y expansión de los pulmones le costaba un esfuerzo supremo. Por su mirada, Osborn se percató del pánico que estaba viviendo Kanarack, preguntándose a cada respiro si tendría fuerzas para el siguiente.

    La luz de un semáforo cambió de amarilla a roja y Osborn se detuvo detrás de un Ferrari negro. Volvió a mirar a Kanarack. En ese momento no sabía cabalmente cómo se sentía. Era increíble, pero no tenía la sensación de triunfo descomunal que había esperado. Ante sí, no había más que un ser humano impotente, aterrorizado hasta lo indecible, sin idea de lo que le estaba sucediendo, luchando con todas sus fuerzas por el aire que lo mantenía vivo. Aquel ser era inherentemente perverso, había asesinado a dos personas y le había arrancado a Paul Osborn horrible e inexorablemente su infancia, pero a esas alturas todo eso parecía tener poca importancia. Ya era suficiente haber conducido a la bestia hasta allí. Si Osborn seguía adelante con su plan se convertiría en alguien igual a Kanarack y él no era igual. Si no había nada más, tanto daba detener el coche allí mismo y marcharse y devolverle la vida a Kanarack. Pero había algo más. Aún tenía que tratar un asunto pendiente.

    El porqué. ¡Por qué Kanarack había asesinado a su padre!

    La luz cambió a verde y el tráfico continuó. Estaba cada vez más oscuro y los conductores y motoristas comenzaban a encender los faros. Allí delante discurría la avenida de Clichy. Osborn giró a la izquierda y se dirigió al camino que bordeaba el río.

    A menos de un kilómetro y medio más atrás, un flamante Ford verde aceleró y cambió de carril para adelantar. Llegó a la avenida de Clichy, giró rápidamente y volvió al carril derecho conservando una distancia de tres coches con el Citroen de Osborn. El conductor era un hombre alto de ojos azules y tez clara. Tenía las cejas rubias como el pelo y el vello del dorso de las manos. Vestía un impermeable marrón claro encima de una chaqueta deportiva a cuadros, pantalón gris oscuro y un yérsey gris de cuello alto. En el asiento de al lado llevaba un sombrero de ala corta, una maleta de cubierta dura y un plano de las calles de París que permanecía plegado. Se llamaba Bernhard Oven y ese día cumplía cuarenta y dos años.


    Capítulo 36


    ¿Me oyes? —preguntó Osborn al girar con el Citroen al noreste siguiendo el camino del río. La lluvia caía con más fuerza y los limpiaparabrisas marcaban un ritmo regular sobre el vidrio. A la izquierda, se divisaba el Sena a través de la arboleda oscura junto al camino. Faltaba casi un kilómetro y medio para la salida del parque.

    — ¿Me oyes? —repitió Osborn. Miró primero por el retrovisor y luego se volvió para mirar al asiento trasero.

    Kanarack estaba tendido mirando el techo y volvía a recuperar una respiración regular.

    —Ya —gruñó.

    Osborn volvió a mirar hacia el camino.

    —Me preguntabas si sabía lo que le había sucedido a Jean Packard. Te he dicho que sí. Ahora, puede que quieras saber lo que te ha sucedido a ti. Te he inyectado una droga llamada sucinilcolina que te paraliza los músculos. Te he administrado bastante para que sepas lo que puede hacerle a tu organismo. Tengo otra jeringa llena con una dosis mucho más potente. De ti depende que te la inyecte o no.

    Kanarack fijó la mirada en un botón del tapizado del techo del Citroen. Pensó en la posibilidad de algo ajeno a tener que soportar una vez más lo que acababa de experimentar. Una segunda vez sería imposible.

    —Me llamo Paul Osborn. El 12 de abril de 1966, caminaba por una calle de Boston, Massachusetts, con mi padre, George Osborn. Yo tenía diez años y nos dirigíamos a comprar un guante de béisbol, cuando de pronto salió un hombre del tumulto y le clavó a mi padre un cuchillo en el vientre. El hombre escapó. Pero mi padre cayó en la acera y murió. Quiero que me digas por qué aquel hombre le hizo aquello a mi padre.

    «Dios mío —pensó Kanarack—. Se trata de eso. ¡No son ellos! Lo podía haber despachado todo tan sencillamente, y ya habría acabado.»

    —Estoy esperando —dijo la voz del asiento delantero. De pronto Kanarack sintió que el coche disminuía la marcha. Fuera alcanzó a ver árboles. El coche giró y se sacudió al pisar un bache. Luego volvió a acelerar y Kanarack vio desfilar rápidamente más árboles. Siguieron un minuto y el coche frenó bruscamente. Osborn dio marcha atrás. El Citroen retrocedió, se inclinó bruscamente y continuó hacia abajo. En unos segundos recuperó la horizontal y se detuvo.

    A la ausencia de movimiento siguió un ruido metálico. El freno de mano. La puerta se abrió de un golpe y Kanarack vio a Osborn que sostenía una aguja hipodérmica en la mano.

    —Te he hecho una pregunta pero no me has contestado —dijo.

    A Kanarack aún le quemaban los pulmones. El menor movimiento de respiración era una agonía.

    —Déjame que te ayude a entender —dijo Osborn, y se apartó. Kanarack no se movió.
    — ¡Quiero que mires hacia allá! —Osborn cogió a Kanarack por el pelo y estiró de la cabeza bruscamente haciéndolo girar a la izquierda. Osborn intentaba controlar su furia pero no lo estaba logrando del todo. Lentamente, Kanarack desplazó la mirada esforzándose por ver en la creciente oscuridad. A no más de diez metros divisó el río.
    —Si piensas que lo que has vivido es un infierno —advirtió Osborn lentamente—, imagínate cómo puede ser ahí adentro con los brazos y piernas paralizados. Lograrás flotar durante, digamos, diez o quince segundos. Y en cualquier caso, tus pulmones apenas te sirven para respirar. ¿Qué pasará cuando te hundas?

    De pronto, Kanarack volvió a pensar en Jean Packard. El detective tenía la información que él quería averiguar, y para conseguirla había hecho todo lo necesario. Ahora había alguien tan desesperado como él para obtener información. Al igual que Jean Packard, a él no le quedaba más alternativa que ceder.

    —Me... contrataron —dijo, y su voz era apenas un susurro ronco.

    Por un momento, Osborn no estaba seguro de haber escuchado bien. O eso o Kanarack se estaba burlando de él. Apretó con más fuerza el pelo y pegó un tirón hasta doblarle la cabeza. Kanarack dejó escapar un grito. El esfuerzo le provocó un espasmo en los pulmones. Lo recorrió un intenso dolor y volvió a gritar.

    —Intentémoslo una vez más —dijo Osborn, acercando el rostro a Kanarack.
    — ¡Me pagaron para hacerlo!... Por dinero —tosió Kanarack. El aire que espiraba le abrasaba la garganta seca.
    — ¿Te contrataron? —Osborn no cabía en sí de asombro. No era eso lo que habría esperado. Siempre había considerado que la muerte de su padre era producto de la acción fortuita de un enajenado. A falta de otros móviles, lo mismo había pensado la policía. Aquello era el acto de un hombre, decían, que seguramente odiaba a su padre, a su madre, hermanos o hermanas. Osborn siempre había pensado en aquel acto como la expresión de una ira insostenible y acumulada durante largos años, desatada de pronto al azar e irreflexivamente. Su padre estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

    Pero ahora Kanarack le estaba contando algo totalmente diferente, algo que no tenía sentido. Su padre diseñaba instrumentos. Un hombre común y corriente, tranquilo, que no le debía un céntimo a nadie y que jamás había alzado la voz en toda su vida. Era difícilmente el tipo de hombre a quien alguien vendiera para matar. De pronto se le ocurrió que Kanarack le mentía.

    — ¡Dime la verdad, embustero hijo de puta! —chilló Osborn, y en un arranque de furia arrastró a Kanarack del coche tirándole del pelo. Kanarack lanzó un grito de agonía. Sintió que se le desgarraba la garganta y se le inflamaban los pulmones. Un momento después estaban en el río con el agua hasta las rodillas. Osborn tenía la jeringa en la mano. De pronto hundió a Kanarack en el agua. Lo sostuvo adentro, contó hasta diez y lo sacó.
    — ¡Dime la verdad, maldita sea!

    Tosiendo y luchando por respirar, Kanarack estaba horrorizado. ¿Por qué no lo creía aquel tipo? Que lo matara, por favor, pero no de esa manera.

    —Yo soy... —susurró, ronco—. Tu padre..., otros tres... además..., en Wyoming... Nueva Jersey..., otro en California. Todos para la misma gente. Y luego... intentaron... matarme.
    — ¿Quiénes son todos ésos? ¿De qué cono estás hablando?
    —No me creerás. —Kanarack apenas respiraba intentando escupir el agua del río.

    La corriente creaba remolinos a su alrededor y la lluvia caía en olas, y en la oscuridad total era casi imposible ver. Osborn apretó a Kanarack por el cuello y le puso la jeringa ante los ojos.

    —Inténtalo —dijo.

    Kanarack sacudió la cabeza.

    — ¡Dímelo! —chilló Osborn, y volvió a hundirlo en el agua. Lo sacó, le rasgó el mono y le colocó la jeringa contra el bíceps.
    —Por última vez —susurró Osborn—, dime la verdad.
    — ¡Por favor, no! —Rogó Kanarack—. Por favor...

    De pronto, Osborn relajó la presión. Había visto algo en la mirada de Kanarack que le decía que el tipo no mentía, que nadie mentiría en una situación como ésa.

    —Dime un nombre —dijo Osborn—. ¿Quién te dio el contacto, quién te encargó el trabajo?
    —Scholl... Erwin Scholl. Erwin, con E —dijo Kanarack, y recordó el rostro de Scholl. Un hombre alto y atlético en traje de tenis. En 1966, a Kanarack lo habían enviado a una casona en Long Island, recomendado para la faena por un coronel jubilado del ejército de Estados Unidos. Scholl se había mostrado amable. El acuerdo se saldó con un apretón de manos. Cada misión le reportaría veinticinco mil dólares en efectivo. Le daban el cincuenta por ciento para empezar y el resto se lo daría Scholl al terminar. Cumplida la tarea, había vuelto donde Scholl a cobrar. Este le pagó lo que le debía y, después de agradecerle ceremoniosamente, lo acompañó a la salida. Y luego, tan sólo unos minutos después, cuando Kanarack volvía a la ciudad, una limusina le había preparado una encerrona. Se bajaron dos tipos con armas automáticas. Pero Kanarack los liquidó a ambos con una escopeta y se dio a la fuga. Más tarde habían intentado acertarle en tres ocasiones sucesivas: en su piso, en un restaurante y en la calle. El los había eludido cada vez pero ellos siempre parecían saber dónde estaba o estaría, lo que significaba que sólo era una cuestión de tiempo que lo cercaran. Fue entonces cuando, con la ayuda de Agnés Demblon, elaboró su plan. Mató a su socio y quemó el cadáver en su propio coche para simular un ajuste de cuentas con la Mafia. Luego desapareció.
    — ¿Erwin Scholl, de dónde? —preguntó Osborn, que seguía sosteniendo a Kanarack a pocos centímetros del agua pidiéndole que confirmara lo que había dicho.
    —Long Island... una casa grande en la playa de Westhampton —dijo Kanarack.
    — ¡Hostia, hijo de puta!

    Osborn tenía lágrimas en los ojos. Se sentía totalmente desconcertado. Kanarack no era ningún salvaje enajenado que hubiera asesinado a su padre por mera perversión. Era un asesino profesional que cumplía con su trabajo. De pronto su crimen se había despersonalizado. Las emociones humanas no habían tenido nada que ver. No se trataba más que de una transacción comercial.

    Ahora volvía a surgir el mismo monstruoso porqué. Entonces se dio cuenta. Había sido un error, no había otra explicación. Tenía que haber sido un error. Volvió a apretarle el cuello a Kanarack.

    — ¿Me estás diciendo que te cargaste al hombre que no debías? Confundiste a mi padre con otra persona...

    Kanarack negó con un gesto de cabeza.

    —No, era él. Los demás también.

    Osborn se lo quedó mirando. ¡Aquello era una locura! ¡Imposible!

    — ¡Hostia! —aulló—. ¿Por qué?

    Kanarack miraba el torrente de agua a su alrededor. Se le hacía más fácil respirar y volvía a sentir los brazos y las piernas. Osborn sostenía la jeringa en la mano. Tal vez aún tenía una oportunidad. De pronto Osborn miró hacia un lado como si algo le hubiera distraído. Kanarack siguió su mirada. Un hombre alto de impermeable y sombrero bajaba por la rampa hacia ellos. Llevaba algo en la mano. Lo levantó.

    Una fracción de segundo más tarde restalló un ruido parecido al de diez pájaros carpinteros picando al unísono. De pronto, el agua en torno a ellos comenzó a hervir. Osborn sintió que algo le golpeaba en el muslo y cayó hacia atrás. El agua seguía borboteando. Intentó levantarse y vio que el hombre del sombrero se adentraba en el agua con aquella cosa en la mano que seguía restallando.

    Osborn se volvió, se hundió en el agua y nadó. Arriba, en la superficie, restallaban leves ruidos como perdigones. Bajo el agua, la escasa luz desapareció y Osborn nadó sin tener idea hacia dónde se dirigía. Golpeó contra algo que pareció enganchársele al cuerpo. Luego lo llevó la corriente y con aquello colgándole de la ropa, lo arrastró río abajo. Estaban a punto de reventarle los pulmones pero la fuerza de la corriente lo impulsaba hacia el lecho del río. Volvió a sentir aquella cosa que golpeaba contra él y se dio cuenta de que se le había enganchado. Intentó doblarse y librarse de ella. Era algo abultado como un tronco recubierto de musgo y parecía adherido a él. Sintió que los pulmones le reventaban hacia dentro.

    Tenía que tragar aire. Fuera lo que fuese que se le había adherido, debía ignorarlo y hacer todo lo posible para salir a la superficie. Lanzó un fuerte golpe con los pies, se impulsó con los brazos y nadó hacia arriba.

    Un instante después alcanzó el aire y comenzó a tragarlo desesperadamente a pulmón abierto. Al mismo tiempo se dio cuenta de que flotaba a una velocidad considerable. Miró a su alrededor y alcanzó a divisar la orilla distante del río. Volviéndose aún más vio los faros de los coches que circulaban por el camino del río y se dio cuenta de que se encontraba en medio del cauce, llevado por la recia corriente del Sena.

    Aquello que se le había enganchado se soltó cuando él llegaba a la superficie, o al menos lo pensó porque ya no lo sentía. Fluía libre con la corriente cuando de pronto volvió a tocarlo. Se volvió y vio un objeto oscuro con una protuberancia musgosa en el extremo más cercano. Intentaba alejarlo cuando del agua emergió una mano, una mano humana que se le colgó del brazo. Osborn dejó escapar un chillido de terror e intentó desprenderse. Pero la mano lo tenía firmemente asido. Vio que lo que había confundido con musgo era el pelo de una cabeza. En la distancia resonó el rugido de un trueno. De pronto, la lluvia cayó torrencialmente. Osborn se estiró y mientras intentaba desesperadamente liberarse de los dedos que lo apretaban, aquella cosa salió a flote y se arrastró a su lado. El lanzó un grito e intentó separarla pero no se desprendió. Luego, a la luz de un relámpago vio que estaba mirando una sanguinolenta cuenca de ojo salvajemente desgarrado. La otra cuenca estaba completamente vacía, sólo un amasijo de carne donde el rostro había recibido el disparo. Un momento más tarde, aquella cosa se retorció hacia arriba y emitió un potente rugido. Luego la mano se quedó lacia y se desprendió de su brazo y lo que quedaba de Henri Kanarack se perdió en la corriente.

    Cuando Henri Kanarack o Albert Merriman, como era su verdadero nombre, había seguido la mirada de Osborn, vio al hombre alto de impermeable y abrigo que bajaba por la rampa hacia ellos. Le pareció que había algo de familiar en él, como si lo hubiese visto antes. De pronto recordó que era el hombre que había visto entrar en Le Bois la noche después de matar a Jean Packard. Recordó que había permanecido en la entrada barriendo el local con la mirada. Luego recordó que sus ojos se habían fijado en él y que ambas miradas se encontraban. Recordó su alivio al ver que el hombre no era Osborn y que tampoco era policía. Había pensado que el hombre no era nadie.

    Se había equivocado.


    Capítulo 37


    Viernes, 7 de octubre Nuevo México

    A la 1.55 de la tarde, las 9.55 de la noche hora de París, Elton Lybarger se sentó en un sillón del salón envuelto con una bata y observó las sombras proyectadas por los imponentes montes de Sangre de Cristo que comenzaban a avanzar palmo a palmo por el valle, trescientos metros más abajo. Vestía mocasines Bass, pantalones beis y un yérsey de cuello alto. Sobre las rodillas sujetaba un walkman Sony con pequeños auriculares amarillos. Tenía cincuenta y seis años y escuchaba en el walkman los discursos selectos de Ronald Reagan.

    Elton Lybarger había llegado al exclusivista asilo de ancianos de Rancho del Piñón desde San Francisco el tres de mayo, siete meses después de sufrir un grave infarto en un viaje de negocios a Estados Unidos proveniente de su Suiza natal. El ataque lo había dejado parcialmente paralizado e incapacitado para hablar. Ahora, casi un año más tarde, podía caminar con un bastón y vocalizar aunque lentamente, sin arrastrar la lengua.

    A casi diez kilómetros, un Volvo plateado salió de la luz cegadora del desierto y entró en la densa sombra de la carretera de Paseo del Norte flanqueado por coniferas que conducía del valle al Rancho del Piñón. Al volante iba Joanna Marsh, una fisioterapeuta normal y corriente de treinta y dos años, un tanto regordeta, que durante los últimos cinco meses había recorrido el trayecto de dos horas desde su casa en Taos, ida y vuelta, cinco días a la semana. Aquélla sería su última visita a Elton Lybarger al Rancho del Piñón. Hoy viajarían hasta Sante Fe donde un helicóptero de alquiler los recogería para conducirlos a Albuquerque. Volarían a Chicago y allí harían el trasbordo con el vuelo 38 de American Airlines a Zúrich. Aquella noche, Elton Lybarger regresaba a casa con Joanna Marsh.

    Se intercambiaron los adioses, se cerró la puerta del coche y con un saludo al guardia de seguridad a la entrada, Joanna condujo el Volvo a través de las puertas del Rancho del Piñón y salió al Paseo del Norte.

    Miró a su lado y vio a Lybarger sonriendo con la mirada perdida en los campos. Durante todo el tiempo que lo había conocido, Joanna jamás lo había visto sonreír.

    — ¿Sabe adonde vamos, señor Lybarger? —preguntó. Lybarger asintió con un gesto de cabeza.
    — ¿Adonde? —preguntó ella, provocadora.

    Lybarger no dijo nada y siguió mirando el paisaje mientras bajaban por la pronunciada y serpenteante pendiente que cortaba como un cuchillo el tupido bosque de coniferas.

    —Venga, señor Lybarger, ¿adonde vamos? —Joanna no estaba segura si lo habría oído la primera vez o si había oído y no había entendido cabalmente. Aunque se había recuperado bastante bien del infarto, había ocasiones en que aún parecía no conectar con lo que le decían.

    Lybarger se reacomodó en el asiento, se inclinó hacia delante y se afirmó en el tablero para mantener el equilibrio cuando el Volvo giraba en las vueltas del camino. Pero no respondió.

    Al fondo del cañón, Joanna giró para entrar en la autopista 3 de Nuevo México en dirección a Taos. Fijó el piloto automático a cien kilómetros por hora y saludó a un grupo de ciclistas que pasaban vestidos con brillantes colores deportivos.

    —Son unos amigos de Taos —explicó con una sonrisa, y luego miró a Lybarger pensando que tal vez su silencio se debía a la emoción de su repentina libertad.

    Lybarger estaba inclinado hacia delante estirando con su peso el cinturón de seguridad, mirándola como si acabara de despertar de un largo sueño y se encontrara absolutamente perdido.

    — ¿Se siente bien? —preguntó Joanna, que de pronto temió que en ese momento estuviera sufriendo otro infarto porque entonces debería dar media vuelta y volver inmediatamente al asilo.
    —Sí —contestó él, con voz queda.

    Joanna lo observó un momento, luego se tranquilizó y sonrió.

    — ¿Por qué no se relaja y descansa, señor Lybarger? Tenemos una larga tarde por delante.

    Lybarger respondió reclinándose hacia atrás pero luego se volvió a mirarla. En su rostro aún se adivinaba el desconcierto.

    — ¿Le sucede algo, señor Lybarger?
    — ¿Dónde está mi familia? —preguntó él.
    — ¿Dónde está mi familia? —volvió a preguntar Lybarger.
    —Estoy segura de que estarán esperándolo —dijo Joanna, y se reclinó en su almohadilla en el asiento de primera clase y luego cerró los ojos. Volaban desde hacía menos de tres horas y según recordaba, el señor Lybarger le había hecho la misma pregunta once veces. No estaba segura si el hecho de que el viejo preguntara sin cesar se debía a un efecto perdurable del infarto o si de pronto se sentía fuera de lugar lejos del Rancho del Piñón. Tal vez la familia por la que insistía en preguntar fuera el personal que lo había acompañado durante tanto tiempo o puede que se tratara de la auténtica inquietud de que nadie lo esperara en Zúrich a su llegada. La verdad era que durante todo el tiempo que ella se había ocupado de él, ni una sola vez, por lo que ella sabía, habían venido a visitarlo. La única excepción era el doctor Salettl, un médico austríaco que había viajado a verlo seis veces desde Salzburgo. Joanna no sabía si la familia lo estaría esperando en el aeropuerto de Zúrich. Suponía que sí. Sin embargo, exceptuando a Salettl, el único contacto personal que había tenido con alguien que representara los intereses legales de Lybarger era su abogado que la había llamado a casa para solicitarle que acompañara a Lybarger a Suiza.

    Aquello había sido algo totalmente inesperado y la había cogido desprevenida. Joanna apenas había viajado fuera de Nuevo México, incluso en Estados Unidos. La oferta de viajar en primera clase ida y vuelta, más cinco mil dólares de honorarios, era demasiado generosa como para renunciar a ella. Pagaría el préstamo del Volvo y aunque la estancia no iba a suponer mucho tiempo, sería una experiencia que de otro modo no tendría jamás. Además le alegraba poder viajar. Joanna se enorgullecía de cuidar especialmente de todos sus pacientes y el señor Lybarger no era ninguna excepción.

    Al comenzar la rehabilitación, apenas podía sostenerse en pie y lo único que pedía era escuchar cintas en el walkman o mirar la televisión. Ahora, aunque seguía escuchando los casetes y miraba la tele vorazmente, era capaz de caminar fácilmente casi un kilómetro con bastón, solo y sin ayuda.

    Saliendo de su ensueño, Joanna vio que la cabina estaba a oscuras y que la mayoría de los pasajeros dormían aunque aún no había terminado la película. Por primera vez en mucho rato Elton Lybarger estaba callado y Joanna pensó que dormía. Y luego vio que no. Tenía los audífonos puestos y seguía absorto en la película. Las películas, la televisión, los casetes desde el trash hasta los clásicos, los deportes o la política, la ópera y el rock and roll, Lybarger demostraba un apetito insaciable de aprender o de sentirse entretenido o ambas cosas a la vez. Lo que tanto lo intrigaba quedaba más allá de la comprensión de Joanna que lo atribuía a una especie de escapismo. Escapismo de qué o hacia qué, era algo de lo que no tenía idea.

    Lo abrigó con la manta y se relajó en su asiento. Lo único que le preocupaba era haber dejado en una perrera a Henry, su San Bernardo de sólo un mes. Dado que vivía sola, no tenía a nadie que pudiera cuidar de él y pedir a los amigos que se encargaran de un cachorro de cuarenta kilos desbordante de energía era algo más allá de lo aceptable. De todos modos, sólo estaría ausente cinco días y Henry podría prescindir de ella.


    Capítulo 38


    St .ritmemim

    Vera había intentado comunicarse con Paul Osborn desde las tres de la tarde. Había llamado cuatro veces sin obtener respuesta. Por quinta vez llamó a recepción y preguntó si por algún motivo el señor Osborn se había marchado del hotel. La respuesta fue no. ¿Tal vez alguien lo había visto durante el día? El recepcionista la comunicó con el conserje del hotel, y ella volvió a preguntar lo mismo. Un ayudante del conserje dijo que había visto al señor Osborn aquella tarde pasar de la recepción hacia los ascensores y que seguramente se dirigía a su habitación. Cierta inquietud que Vera había relegado conscientemente a segundo plano se hizo patente ahora como temor.

    —He llamado a su habitación varias veces y no me responden. ¿Podrían mandar a alguien para asegurarse de que está bien? —preguntó. No quería pensar en la sucinilcolina ni en los experimentos que Osborn estaba llevando a cabo.- Estaba segura de que como médico Osborn era muy competente, conocía perfectamente su trabajo y sabía por qué lo hacía. Pero cualquiera podía cometer un error y la sucinilcolina era una droga con la que no se podía jugar. Una sobredosis por accidente bastaría para ahogarse.

    Vera colgó y miró el reloj. Eran las siete menos cuarto de la tarde.

    Diez minutos más tarde sonó el teléfono. El conserje del hotel le comunicó que el señor Osborn no estaba en su habitación. El empleado vaciló un momento y luego preguntó si se trataba de un pariente. A Vera se le aceleró el pulso.

    —Soy una amiga. ¿Qué sucede? —preguntó.
    —Parece ser que... —dijo el conserje titubeando buscando la palabra adecuada—, parece ser que ha habido algunas «dificultades» en la habitación del señor Osborn. Hay muebles que han sufrido ciertos percances.
    — ¿Percances? ¿Dificultades? ¿De qué está hablando?
    —Señorita, si fuera tan amable de darme su nombre. Ya hemos llamado a la policía. Puede que quieran hablar con usted.

    Los inspectores Barras y Maitrot de la Prefectura Central de Policía de París habían recibido la llamada de la administración del hotel en la que se informaba que había ciertos signos de desorden en la habitación de un cliente, un médico americano registrado con el nombre de Paul Osborn. Ninguno de los dos supo qué pensar. La cadena del lado interior de la puerta estaba destrozada, al parecer por alguien que había forzado la entrada. La habitación estaba enteramente patas arriba. La gran cama doble se había desplazado a un lado y había una mesa en el suelo. Una botella de Johnny Walker etiqueta negra, al lado, estaba milagrosamente intacta. Una lámpara junto a la cama colgaba a unos centímetros del suelo. Había caído de la mesa pero el cable la había detenido justo antes de estrellarse contra el suelo.

    La ropa de Osborn aún estaba en la habitación, al igual que su neceser de aseo y su maletín con documentos profesionales, sus cheques de viaje y su billete de avión, y un bloc de notas del hotel con varios números de teléfono. En el suelo, debajo de la televisión, había una edición del periódico del día abierto en la página de espectáculos. Había un cine del Boulevard des Italiens marcado con un círculo.

    Barras cogió el bloc de notas del hotel y se sentó a mirar los números de teléfono.

    Reconoció uno de ellos de inmediato, el suyo, en las oficinas de la prefectura. Otro número correspondía a una agencia de alquiler de coches. Habría que buscar los otros cuatro números. Uno de ellos correspondía a Kolb International. Otro, a un cine de arte y ensayo en el Boulevard des Italiens, el mismo que había marcado en el periódico. El tercer número era de un piso en la isla Saint Louis y tenía como abonado a Vera Monneray, el mismo nombre y número que había dado el conserje del hotel. El último número correspondía a una pequeña panadería situada en los aledaños de la estación del Norte.

    — ¿Sabes qué es esto? —Barras levantó la mirada. Maitrot salía del cuarto de baño con un frasquito entre el pulgar y el índice. A pesar de que no había pruebas de que se hubiera cometido un delito, era la habitación de Paul Osborn y había suficiente desorden para despertar las sospechas de los inspectores. Barras y Maitrot se habían puesto guantes de hule para no borrar las huellas dactilares y para no alterar la escena de los hechos con su mera presencia.

    Barras cogió la botella de manos de Maitrot y la observó minuciosamente.

    —Cloruro de sucinilcolina —leyó en la etiqueta. Se la devolvió a su colega negando con la cabeza—. No tengo idea de lo que es. Pero es una receta de París. Localiza la procedencia —dijo.

    En ese momento, un policía uniformado entró en la habitación acompañando al conserje del hotel. Vera estaba junto a él.

    —Señores, ésta es la dama que ha llamado por teléfono.

    Paul Osborn no sabía nada más que de oscuridad y humedad. Estaba tendido boca abajo sobre la arena. Al volver en sí no sabía ni del lugar ni la hora. Escuchó el rugido de las aguas y se alegró de haber escapado a la corriente. Exhausto, sintió que el sueño lo vencía sumiéndolo en una oscuridad aún más negra que la que lo rodeaba y de pronto se dio cuenta de que era la muerte, que si no hacía algo rápidamente, moriría.

    Levantó la cabeza y lanzó un grito pidiendo ayuda. Pero no había más que silencio y el fluir de la corriente. ¿Quién lo iba a escuchar, de todos modos, en la oscuridad cerrada de la noche, perdido quién sabe dónde? Pero el miedo de morir y el esfuerzo del grito habían estimulado su ritmo cardíaco y se le despertaron los sentidos. Sintió el dolor por primera vez, una pulsación dolorosa en el dorso del muslo izquierdo. Se dobló para tocársela y palpó la sangre tibia y pegajosa.

    —Maldita sea —gruñó entre dientes.

    Se levantó sobre los codos e intentó situar dónde estaba. El suelo era blando, una mezcla de musgo y arena suelta. Estiró la mano izquierda y tocó el agua. Se volvió hacia la derecha y sintió que con el rostro rozaba algo parecido a un árbol caído. Había llegado a la orilla de alguna manera, gracias a su propia fuerza o arrojado por la corriente. Inmediatamente después recordó al hombre del embarcadero. El hombre alto del sombrero que, indudablemente, les había disparado a ambos. De pronto se le ocurrió que tal vez aquel hombre lo había seguido y esperaba oculto a que el tiempo acabara lo que él había empezado. Osborn no sabía cuan graves eran sus heridas, cuánta sangre había perdido ni si lograría levantarse. Pero tenía que intentarlo. No podía quedarse donde estaba aunque el hombre alto estuviera en las cercanías, porque era seguro que se desangraría hasta morir.

    Se arrastró y buscó un asidero en el árbol caído. Con una mano se acercó. Un dolor cortante lo recorrió y dejó escapar un grito sin darse cuenta. Mientras se recuperaba no se movió, con todos los sentidos alerta. Si el hombre alto se encontraba en las cercanías, el grito lo conduciría directamente hasta él. Aguantó la respiración pero sólo oyó el fluir del río.

    Se desabrochó el cinturón y se lo sacó, se lo colocó en el muslo izquierdo por encima de la herida y lo cerró. Buscó un palo, lo introdujo en el cinturón y le dio vueltas hasta que el cuero se tensó como un torniquete. Transcurrió casi un minuto hasta que empezó a sentir que perdía sensibilidad y el dolor disminuía. Sujetó el torniquete con la mano izquierda y se arrastró hasta el árbol con la derecha. Debatiéndose logró colocar su pierna sana debajo y se levantó al cabo de un momento. Volvió a detenerse para escuchar. Sólo oyó el agua que fluía río abajo.

    Buscó a tientas en la oscuridad y encontró una rama seca del grueso de su muñeca, y la quebró. Sintió un peso en el bolsillo de la chaqueta. Se apoyó en el árbol, hurgó en él y sus dedos se cerraron sobre el acero de la pistola automática que le había quitado a Henri Kanarack. Se había olvidado de ella y le sorprendió que no la hubiera perdido en su periplo por las aguas. No tenía la menor idea de si funcionaba o no. De todos modos, el solo hecho de sostenerla le ofrecía una ventaja sobre muchas personas. Tal vez podía incluso ganar algo de tiempo frente al hombre alto. Cogió la rama y, sirviéndose de ella como muleta y bastón a la vez, comenzó a caminar en la oscuridad alejándose del río.


    Capítulo 39


    Sábado, 8 de octubre 3.15


    Agnés Demblon estaba sentada en el salón de su piso, fumando el segundo paquete de Gitanes desde la medianoche con la mirada fija en el teléfono. Aún llevaba el mismo traje arrugado con que había ido al trabajo el viernes durante todo el día. No había comido ni se había lavado los dientes. A esa hora, Henri tendría que haber llegado o al menos haber llamado por teléfono. Ya debería haber tenido noticias suyas, pero no era así. Algo había funcionado mal, estaba segura, pero no sabía qué era. Aunque el americano fuera un profesional, Kanarack lo habría despachado con la misma eficiencia que había demostrado con Jean Packard.

    ¿Cuántos años habían pasado desde la primera vez que Kanarack le había tirado del pelo y le había levantado el vestido? Estaban en medio del patio de la escuela de la calle Dos en Bridgeport, Connecticut. Cuando aquello sucedió, Agnés cursaba primero de básica y Henri Kanarack — ¡no, Albert Merriman!— el cuarto. Él había sido el protagonista del incidente y después de lanzar una risotada se había marchado a paso lento con sus amigos a hostigar a un chico gordo, a propinarle un puñetazo y hacerle llorar. Esa misma tarde Agnés se vengó. Lo siguió a casa desde la escuela y se le acercó por detrás cuando se detuvo a observar algo. Empinándose todo lo que podía, sostuvo una enorme piedra con ambas manos y la dejó caer sobre su cabeza. Kanarack se cayó y ella recordaba que sangraba mucho y que había llegado a pensar que lo había matado. De pronto, él la cogió por un tobillo y ella echó a correr. Aquel episodio fue el comienzo de una relación que habría de durar más de cuarenta años. Era curioso que gente con rasgos parecidos se buscara siempre desde el principio.

    Agnés se levantó y apagó un Gitane en el cenicero repleto de colillas. Eran las tres y media de la mañana. Los sábados, la panadería estaba abierta hasta el mediodía.

    En menos de dos horas tendría que ir al trabajo. Luego recordó que Henri se había llevado su coche. Tenía que coger el metro si es que estaba abierto a esa hora. No lo sabía. Había pasado tanto tiempo desde la última vez.

    Pensando que tal vez tendría que llamar un taxi entró en su habitación, se sacó la ropa y se puso la bata. Puso la alarma a las cinco menos cuarto y se acostó en la cama. Se cubrió con la manta, apagó la luz y se relajó. Si lograba dormir setenta y cinco minutos era mejor que nada.

    En la acera de enfrente Bernhard Oven, el hombre alto, sentado al volante de un Ford verde miró su reloj. Eran las tres treinta y siete de la madrugada.

    En el asiento tenía a su lado un pequeño aparato rectangular similar al mando a distancia de un televisor con algo parecido a un cronómetro digital en el ángulo superior izquierdo. Oven lo cogió y lo fijó en tres minutos y treinta y tres segundos. Puso en marcha el motor del coche y pulsó una tecla roja en el ángulo inferior derecho del artilugio negro. El reloj se activó y comenzó una cuenta atrás en décimas de segundos hacia el 0.0.00.

    Bernhard Oven miró una vez más hacia el edificio de apartamentos, puso el coche en marcha y se alejó.

    3.32.16

    Repartidas entre el desorden del suelo en el sótano del edificio de Agnés Demblon había siete diminutas bolas de un plástico altamente compacto e incendiario conectadas a una espoleta electrónica. Un poco después de las dos de la mañana, Oven se había colado por una ventana. Trabajó con rapidez y en menos de cinco minutos colocó las cargas entre los muebles viejos y las cajas de ropa prestando especial atención a un barril de mil litros donde se guardaba el petróleo de la calefacción. Luego salió por donde había entrado y volvió a su coche. A las tres menos veinte de la mañana se habían apagado todas las luces del edificio excepto una. A las tres y treinta y cinco, Agnés Demblon apagó la suya.

    A las tres y treinta y nueve minutos y treinta segundos explotaron las cargas de plástico.


    Capítulo 40


    El vuelo 38 de American Airlines procedente de Chicago aterrizó en el aeropuerto de Kloten a las ocho y treinta y cinco minutos de la mañana, veinte minutos antes de lo esperado. La línea aérea había preparado una silla de ruedas pero Elton Lybarger quiso salir del avión por su propio pie. Estaba a punto de reencontrar a la familia que no había visto en un año, el tiempo transcurrido desde su infarto, y quería que vieran a un hombre rehabilitado, no a un impedido considerado un lastre.

    Joanna recogió el equipaje de mano y esperó detrás de Lybarger cuando los últimos pasajeros salían del avión. Luego, entregándole su bastón, le advirtió que tuviera cuidado al bajar y él se preparó para salir.

    Al llegar a la entrada ignoró la sonrisa y los saludos de la azafata y plantó con firmeza su bastón junto a la puerta. Respiró profundamente, cruzó el umbral y comenzó a caminar por el pasillo techado.

    —Se lo agradezco. Lo que pasa es que está un poco nervioso —se disculpó Joanna al pasar para alcanzarlo.

    Dentro de la terminal esperaron un momento para pasar por la oficina de aduana suiza. Luego Joanna buscó un carro, retiró las maletas y se dirigieron por un pasillo hacia la policía de inmigración. De pronto Joanna se preguntó qué harían si nadie venía a buscarlos. No tenía idea de dónde vivía El-ton Lybarger ni a quién podía llamar. Cuando ya habían salido de Inmigración y cruzaban una puerta de vidrio hacia la terminal principal, una orquesta de fanfarria de media docena de músicos comenzó a tocar una versión suiza de «Porque es un tipo excelente» y una veintena de hombres y mujeres sumamente elegantes aplaudieron. A su espalda, cuatro hombres con uniforme de chófer se sumaron jovialmente al aplauso.

    Lybarger se detuvo y los miró. Joanna no sabía si reconocía a alguien o no. De pronto, una mujer gorda con abrigo de piel con el rostro velado y un gran ramo de rosas amarillas se acercó a Lybarger y lo abrazó efusivamente cubriéndolo de besos.

    —Ay, tío, ¡tío! ¡Cómo te hemos echado en falta! Bienvenido a casa —repetía.

    Los demás no tardaron en acercarse y rodearon a Lybarger sin ocuparse de Joanna, intrigada por esa gran manifestación. Durante cinco meses de terapia física intensiva, Elton Lybarger jamás le había insinuado nada sobre la fortuna que, al parecer, poseía. ¿Dónde se había metido toda esa gente hasta entonces? Aquello resultaba difícil de creer. Pero, claro, nada de eso era de su incumbencia.

    — ¿Señorita Marsh? —Preguntó un hombre sumamente atractivo que se apartó del grupo—. Me llamo Von Holden. Trabajo en la empresa del señor Lybarger. ¿Me permite acompañarla hasta su hotel?

    Von Holden, de aproximadamente treinta años, era delgado, tenía espaldas de nadador y medía casi un metro noventa. Tenía el pelo trigueño y corto. Vestía una chaqueta cruzada de corte impecable, camisa blanca y corbata negra con un escudo bordado.

    —Muchas gracias —sonrió Joanna. Miró hacia el grupo y vio que alguien había traído una silla de ruedas y que dos chóferes ayudaban al señor Lybarger a sentarse—. Debería hablar con el señor Lybarger.
    —Él ya comprenderá —dijo Von Holden, muy amable—. Además, lo verá a la hora de la comida. Si quiere seguirme... pase por aquí, por favor.

    Von Holden cogió el equipaje de Joanna y cruzó una puerta hacia un ascensor. Cinco minutos más tarde estaban en el asiento trasero de una limusina Mercedes Benz en dirección a Zúrich por la autopista N1B.

    Joanna jamás había visto tanto verde. Las espesas arboledas y prados que abundaban reflejaban un verde esmeralda intenso. Más allá, como fantasmas en el horizonte, se divisaban los Alpes ya cubiertos de nieve. Su Nuevo México era una tierra desierta que, a pesar de sus ciudades y rascacielos y sus centros comerciales, seguía siendo un territorio nuevo e indómito bullente con la actividad de la frontera. Los coyotes, los leones de montaña y las serpientes aún eran los dueños de la tierra y entre sus desiertos y cañones algunos hombres habían optado por vivir en soledad. Sus montañas y praderas tapizadas de flores silvestres al comienzo de la primavera, en esta época del año eran un paisaje de tierra parda, polvorienta y seca como la yesca.

    Suiza era totalmente diferente. Joanna había visto el paisaje por la ventanilla desde el avión y ahora lo gustaba más intensamente cuando la limusina entró en Zúrich a través de la ciudad vieja. Aquél era un lugar fecundo en la historia de romanos y Habsburgos, un mundo de callejones medievales flanqueado por construcciones de piedra gris de arquitectura pregótica que existía siglos antes de que en las barracas de Nuevo México se encendiera la primera lámpara de aceite de petróleo.

    Joanna se había imaginado la recepción al llegar. Una familia pequeña pero afectuosa esperaría a Elton Lybarger. Él le daría un abrazo de despedida, tal vez un beso en la mejilla. Luego, una agradable habitación en un motel del Holiday Inn, y tal vez una visita a la ciudad antes de regresar el día siguiente. Sería poco tiempo, pero ella haría todo lo posible para aprovecharlo. ¡No debía olvidar los recuerdos y regalos! Para sus amigos en Taos, y para David, el logopeda de Santa Fe con quien salía desde hacía dos años pero con quien jamás se había acostado.

    — ¿No había estado nunca en nuestro país? —dijo Von Holden, que la miraba sonriendo.
    —No, nunca.
    —Después de registrarse en el hotel y antes de la cena, si me lo permite, le mostraré algo de Suiza —dijo él, amable—. A menos que usted prefiera lo contrario, desde luego.
    —No, por favor, sería estupendo. Quiero decir, me encantaría.
    —Muy bien.

    La limusina giró a la izquierda por la Bahnhofstrasse y dejaron atrás varias manzanas de tiendas elegantes y exclusivos cafés que se sumaban a aquella atmósfera de fortunas inmensas pero nunca ostentosas. Al final de la Bahnhofstrasse brillaban las aguas turquesas de un inmenso lago.

    —Es el lago Zúrich —dijo Von Holden. Los cruceros lo surcaban en todos los sentidos dejando una estela de espuma blanca y reluciente bajo el sol.

    Joanna se sintió transportada a un mundo mágico. Suiza, les diría a todos sus amigos, era un país exuberante, generoso y ancestral. Sentía que todo era cálido y hospitalario y parecía un lugar sumamente seguro. Además, se veía que había dinero.

    De pronto se volvió hacia Von Holden.

    — ¿Cómo se llama usted? —preguntó.
    —Pascal.
    — ¿Pascal? No había oído ese nombre. ¿Es español o italiano?

    Von Holden se encogió de hombros.

    —Ambos —dijo—. O ninguno de los dos. Nací en Argentina.


    Capítulo 41


    Osborn miró el teléfono y se preguntó si tendría suficientes fuerzas para volver a intentarlo. Lo había intentado ya tres veces y no había tenido éxito. Dudaba intentarlo otras tres.

    Al salir del bosque de madrugada se encontró en lo que a la luz del alba le parecieron tierras de cultivo. En las cercanías encontró una cabaña pequeña, cerrada pero con una toma de agua en el exterior. Abrió el grifo y bebió abundantemente. Luego se rasgó la pernera del pantalón y lavó la herida lo mejor que pudo. La hemorragia externa se había detenido prácticamente y Osborn logró aflojar el torniquete sin que la pierna volviera a sangrar.

    Después, seguramente se había desmayado porque cuando volvió a abrir los ojos vio a dos jóvenes con palos de golf a cuestas que lo miraban y le preguntaban en francés si se encontraba bien. Había confundido un campo de golf con terrenos agrícolas.

    Ahora estaba sentado en el salón del club con la mirada fija en el teléfono de la pared. Sólo acertaba a pensar en Vera. ¿Dónde estaría? ¿En la ducha? No, no podía tardar tanto. ¿En el trabajo? Tal vez, no estaba seguro. Había perdido la noción de sus horarios, de los días que tenía libres y de los otros.

    Levigne, un hombre pequeño y delgado como un lápiz que administraba el lugar, quiso llamar a la policía pero Osborn logró convencerlo de que sólo había sido un pequeño accidente y que alguien vendría a buscarlo. Le daba miedo que apareciera el hombre alto. Pero también le daba miedo la policía. Era muy probable que ya hubiesen encontrado el coche de Kanarack. Habría sido confiscado y registrado como coche robado o abandonado. Pero cuando apareciera el cadáver flotando en las aguas del Sena, lo revisarían con lupa. Las huellas dactilares de Osborn estaban en todas partes y la policía ya las tenía fichadas. El mismo Barras se las había tomado aquella primera noche al detenerlo después de agredir a Kanarack en el café y de saltar las barreras del metro para perseguirlo.

    ¿Cuándo había sucedido eso?

    Osborn miró su reloj. Hoy era sábado. Había visto a Kanarack por primera vez el lunes. Seis días. ¿Sólo seis días? ¿Después de casi treinta años? Y ahora Kanarack estaba muerto. Teniendo en cuenta todos sus intrincados planes, a la policía, a Jean Packard... Después de todo, aún no tenía una respuesta. La muerte de su padre seguía siendo un misterio tan insoluble como en el pasado.

    Escuchó un ruido y levantó la mirada. Un hombre corpulento llamaba por teléfono. Fuera, los jugadores de golf caminaban hacia el primer tee. La bruma del amanecer había dejado paso a un sol brillante, el primer día sin nubes desde que Osborn había llegado a Francia. El campo de golf estaba situado cerca de Ver-non a unos treinta kilómetros de París. El Sena, que serpenteaba de un lado a otro de la campiña, seguramente lo había arrastrado al menos el doble de esa distancia. No sabía cuánto tiempo había estado en el agua ni cuánto había caminado en la oscuridad.

    En la mesa, Osborn observó el fondo de la taza de café que Levigne le había traído sin cobrarle. Cogió la taza y bebió lo que quedaba de un sorbo. El solo movimiento de levantar una taza de café y bebería le había cansado.

    Al otro lado del salón, el hombre corpulento colgó y salió. ¿Qué pasaría si de pronto entraba el hombre alto? Aún llevaba la pistola de Kanarack en el bolsillo de la chaqueta. ¿Tendría la fuerza para sacarla, apuntar y apretar el gatillo? Durante años había practicado con una escopeta y era buen tirador. Se entrenaba en los clubs de Santa Mónica y en los valles de San Fernando y El Conejo. ¿Por qué lo había hecho? No lo sabía. Tal vez se trataba de liberar agresividad. Tal vez era un deporte. O una precaución ante la ola de crímenes en las grandes ciudades. ¿O había otros motivos? Algo que lo impulsaba a esperar el día en que tuviera que recurrir a un arma.

    Volvió a mirar el teléfono. «Inténtalo. Una vez más. Tienes que intentarlo.»

    La pierna se le empezaba a tensar y Osborn temió que con el movimiento volviera a sangrar. Además, el impacto del traumatismo comenzaba a disiparse y disminuía el efecto de la anestesia natural del organismo.

    La pierna le palpitaba con tal intensidad que Osborn no sabía cuánto tiempo podría soportar el dolor sin recurrir a un analgésico.

    Puso las manos sobre la mesa y se levantó. El súbito movimiento le provocó mareos y durante un momento sólo acertó a permanecer de pie y quedarse quieto rogando que no cayera al suelo.

    Un grupo de jugadores que entraba al local lo vieron y se apartaron. Vio que uno de ellos hablaba con Levigne mientras lo señalaba. ¿Qué otra cosa podía esperar, con ese aspecto? Con los ojos vidriosos, apenas capaz de sostenerse en pie, con la ropa rasgada, empapada y maloliente, parecía un descastado del infierno.

    Pero ahora no podía ocuparse de ellos.

    Volvió a mirar el teléfono. Estaba a menos de diez pasos pero si hubiera estado en California habría sido lo mismo. Cogió el bastón de la rama de árbol con que había llegado hasta allí, lo afirmó por delante y avanzó.

    «La mano derecha con el bastón seguida del pie derecho. Levantar el pie izquierdo. Mano derecha, pie derecho. Traer el pie izquierdo hacia delante. Detenerse. Respirar profundo.
    »El teléfono está más cerca ahora.
    »¿Listo? Una vez más. Mano derecha, pie derecho. Levantar el pie izquierdo.» A pesar de que estaba totalmente concentrado en sus movimientos y en el objetivo hacia el que se dirigía, Osborn sabía que la gente que había en el salón lo observaba. Los rostros eran borrosos.

    Luego escuchó una voz. Su propia voz. Le estaba hablando a él. Con claridad y precisión.

    «La bala está alojada en algún lugar detrás del muslo. No estoy seguro dónde exactamente. Pero hay que sacarla...
    »Mano derecha, pie derecho. Levantar pie izquierdo. Mano derecha, pie derecho...
    »Practicar una incisión vertical siguiendo la parte media del muslo trasero desde el pliegue inferior de la nalga.» De pronto se encontraba de nuevo en la Facultad de Medicina, citando la «Anatomía» de Gray. ¿Cómo era posible que aún recordara todo de carrerilla?
    «Mano derecha, pie derecho. Pie izquierdo. Detente y descansa. —Al otro lado de la sala, aún lo miraban—. Mano derecha, pie derecho. Levantar pie izquierdo.
    «Tienes el teléfono enfrente tuyo.»

    Agotado, Osborn estiró la mano hacia el auricular y lo desenganchó.

    «Paul, tienes una bala alojada en la parte posterior del muslo. Tenemos que sacarla ahora mismo.»
    «Ya lo sé, joder. Ya lo sé. ¡Sacadla ahora inmediatamente!»

    —Ya ha salido. No te muevas.
    — ¿Sabes quién soy?
    —Desde luego.
    — ¿Qué día es hoy?
    —Es... —vaciló Osborn—. Es sábado.
    —Has perdido el avión —dijo Vera, sacándose los guantes quirúrgicos. Se volvió y salió de la habitación.

    Osborn se relajó y miró a su alrededor. Estaba en el piso de Vera, desnudo, tendido boca abajo en la habitación de invitados. Al cabo de un momento volvió Vera con una jeringa en la mano.

    — ¿Qué es eso? —preguntó Osborn.
    —Te podría decir que es sucinilcolina —dijo ella, con una sonrisa irónica—. Pero no sería verdad —agregó, y colocándose a sus espaldas le limpió una zona de la nalga con un algodón empapado en alcohol. Introdujo la jeringa y le administró el contenido—. Es un antibiótico. Debería administrarte seguramente una dosis de antitétanos. Dios sabe lo que había en ese río además de Henri Kanarack.
    — ¿Cómo lo sabes? —preguntó Osborn, y de pronto todo lo sucedido desfiló como un rayo por su mente.

    Vera se inclinó y lo tapó suavemente con una manta hasta los hombros para que conservara el calor. Luego se sentó en una silla de lectura, una otomana de cuero situada frente a él.

    —Te desmayaste en el salón de un club de golf a unos cuarenta kilómetros de aquí. Pero lograste darles mi número. Una amiga me prestó el coche. La gente del club de golf fue muy amable. Me ayudaron a meterte en el coche. Sólo llevaba unos tranquilizantes y te los di todos.
    — ¿Todos?

    Vera sonrió.

    —Hablas mucho cuando estás jodido. Sobre todo de hombres. Henri Kanarack, Jean Packard, tu padre.

    En la distancia escucharon la sirena de una ambulancia y la sonrisa se le borró del rostro.

    —He ido a la policía —dijo.
    — ¿A la policía?
    —Anoche. Estaba preocupada. Buscaron en tu habitación del hotel y encontraron la sucinilcolina. No saben qué es ni para qué sirve.
    —Pero tú sí lo sabes...
    —Ahora lo sé, sí.
    —Me resultaba muy difícil contártelo, ¿no crees? —A Osborn le pesaban los párpados y comenzaba a perder el sentido—. ¿La policía? —preguntó, con voz débil.

    Vera se levantó, fue al otro lado de la habitación y encendió una pequeña lámpara en un rincón y apagó la del techo.

    —No saben que estás aquí —dijo—. Al menos, no lo creo. Cuando encuentren el coche de Kanarack con tus huellas vendrán a preguntarme si te he visto o si he hablado contigo.
    — ¿Qué les dirás?

    Vera veía que Osborn intentaba mantener el control de la situación y que quería saber si había cometido un error al llamarla o si podía confiar en ella. Pero estaba demasiado agotado. Los párpados se le cerraron y se volvió a hundir lentamente en la almohada.

    Ella se inclinó sobre él y le rozó la frente con los labios.

    —Nadie lo sabrá —dijo—. Lo prometo.

    Osborn no la oyó. Ahora caía, dando tumbos. No estaba en sus cabales. Jamás la verdad había sido tan rotunda ni tan horripilante. Él había querido ser médico porque deseaba mitigar el sufrimiento y el dolor a sabiendas de que jamás podría sanar su propio dolor. La gente no veía más que la imagen de un médico atento y preocupado. Jamás habían visto la otra cara de su personalidad porque no existía. No había nada y jamás habría nada hasta que murieran los demonios que la habitaban. Henri Kanarack sabía cosas que podrían haberlos matado pero no había sucedido así. De pronto su caída se interrumpió y abrió los ojos. Era otoño en New Hampshire y él estaba en el bosque con su padre. Los dos reían y saltaban sobre las piedras para cruzar una laguna. El cielo era azul, las hojas brillaban y el aire estaba seco y puro.

    En aquel entonces tenía ocho años.


    Capítulo 42


    ¡Hola, McVey! —saludó Benny Grossman. Con la misma rapidez le dijo que lo llamaría inmediatamente y colgó. Era el sábado por la mañana en Nueva York y media tarde en Londres.

    En la diminuta habitación del hotel de la calle de la Media Luna que Interpol le había ofrecido tan generosamente, McVey se sirvió una medida de dos dedos de whisky Famous Grouse en un vaso sin hielo —en el hotel no tenían hielo— y esperó que Benny volviera a llamar.

    Había pasado la mañana con Ian Noble, con el doctor Michaels, el joven patólogo de la Oficina Central y el doctor Stephen Richman, el especialista en micropatología que había descubierto el frío extremo a que se había sometido la cabeza cercenada de John Doe.

    Después de una minuciosa búsqueda ordenada por Scotland Yard, ninguna de las dos empresas de suspensión criogénica de Gran Bretaña, Cryonetic Sepulture, en Edimburgo, o Cryo-Mastaba of Camberwell, en Londres, había denunciado la desaparición de una cabeza o de todo el cuerpo de uno de sus «huéspedes». Así, a menos que existiera una empresa de suspensión criónica sin licencia o que alguien anduviese por Londres con una criocápsula portátil llena de cuerpos o trozos de cuerpos congelados a menos de trescientos grados Fahrenheit, tenían que descartar la idea de que John Doe hubiera solicitado que le congelaran la cabeza por voluntad propia.

    McVey, Noble y el doctor Michaels desayunaron y se dirigieron al despacho y laboratorio de Richman en Gower Mews. Richman ya había examinado el cadáver de John Cordell, el cuerpo decapitado hallado en un pequeño piso frente al terreno de juego de la Catedral de Salisbury. Las radiografías del cadáver de Cordell revelaban dos tornillos en la juntura de una fisura del grosor de un cabello en la parte inferior de la pelvis. Era probable que se hubieran extraído los tornillos una vez sellada la fisura si el paciente hubiera vivido suficiente tiempo.

    Los análisis metalúrgicos que Richman había realizado sobre los tornillos revelaban unas fracturas microscópicas del grosor de un hilo de telaraña, lo cual confirmaba a todas luces que el cuerpo de Cordell también había sido sometido a una congelación extrema a temperaturas que se aproximaban al cero absoluto, al igual que la cabeza de John Doe.

    — ¿Por qué? —preguntó McVey.
    —Sin duda todo eso forma parte de la pregunta —dijo Richman, y abrió la puerta del diminuto laboratorio. Allí dentro habían observado las diapositivas comparadas de los tornillos en el cadáver de Cordell y las fallas de la placa metálica en la cabeza de John Doe. Richman los condujo por un pasillo de paredes amarillas verdosas hasta su despacho.

    Stephen Richman bordeaba los sesenta, era de mediana estatura pero tenía la corpulencia que se adquiere con el trabajo físico a temprana edad.

    —Perdonen el desorden —dijo al abrir la puerta de su despacho—. No estaba preparado para acoger una partida de póquer.

    Su lugar de trabajo era algo más espacioso que un armario, la mitad de la habitación de McVey en el hotel. Sobre montones de libros, periódicos, correspondencia, cajas de cartón y pilas de casetes de vídeos, se equilibraban docenas de frascos donde flotaban órganos de quién sabe cuántas especies, hasta tres o cuatro por frasco. Entre toda aquella amalgama de objetos había una ventana, la mesa de trabajo y la silla de Richman. Otras dos sillas estaban sepultadas bajo pilas de libros y carpetas que Richman no tardó en poner a un lado para hacer sitio a sus visitas. McVey dijo que permanecería de pie pero Richman dijo que por ningún motivo y desapareció en busca de una tercera silla. Quince largos minutos más tarde reapareció tirando de una silla de secretaria a la que le faltaba una rueda, rescatada de un almacén en el sótano.

    —La pregunta, inspector McVey —dijo Richman, cuando todos estuvieron sentados respondiendo a la pregunta hecha por McVey casi media hora antes como si la hubiera formulado entonces—, no es tanto «por qué» sino «cómo».
    — ¿Qué quiere decir? —inquirió McVey.
    —Quiere decir que estamos hablando de tejidos humanos —respondió Michaels, como dándolo por sentado—. Los experimentos con temperaturas que se aproximan al cero absoluto se llevan a cabo fundamentalmente con sales y algunos metales como el cobre. —De pronto se percató de que estaba cometiendo una falta de cortesía—. Perdón, doctor Richman —se excusó—. No tenía la intención de...
    —No tiene importancia, doctor —sonrió Richman, y luego miró a McVey y al comandante Noble—. Lo que deben comprender es que todo esto se presta a mucha mixtificación en la ciencia. Sin embargo, lo esencial es que la tercera ley de termodinámica dice básicamente que la ciencia no puede alcanzar jamás el cero absoluto porque, entre otras cosas, daría lugar a un estado de orden perfecto. Un orden atómico.

    Noble tenía una expresión vacía, al igual que McVey.

    —Todos los átomos están compuestos de electrones que giran en torno a un núcleo compuesto de protones y neutrones. Lo que sucede cuando las sustancias se enfrían es que disminuye el movimiento normal de estos átomos y de sus partes. A menor temperatura, menor movimiento. Ahora bien, si concentramos críticamente un imán externo sobre estos átomos que se mueven a poca velocidad, crearíamos un campo magnético donde se podrían manipular los átomos y sus partes y hacer prácticamente lo que quisiéramos. En términos teóricos, si se alcanza el cero absoluto, podríamos hacer no prácticamente, sino exactamente lo que quisiéramos porque se habría detenido toda actividad.
    —Eso nos lleva otra vez a la pregunta de McVey —dijo Noble—. ¿Por qué? ¿Por qué congelar cuerpos decapitados y una cabeza hasta ese grado, suponiendo que se pudiera alcanzar esa temperatura?
    —Para unirlos —respondió Richman, sin un asomo de emoción en la voz.
    — ¿Para unirlos? —preguntó Noble, incrédulo.
    —Es la única razón que se me ocurriría dar, en principio —dijo Richman.

    McVey se rascó la oreja y miró por la ventana. La mañana resplandecía de sol. En contraste, el despacho de Richman parecía un cajón con olor a cerrado. Se volvió en la silla y se encontró cara a cara con el cerebro de un gato maltes suspendido en algún tipo de líquido conservante. Miró a Richman.

    —Está usted hablando de cirugía atómica, ¿no es así?

    Richman sonrió.

    —Algo por el estilo. Para decirlo en términos sencillos, a cero absoluto bajo la aplicación de un campo magnético potente, todas las partículas atómicas estarían perfectamente alineadas y bajo control absoluto. Si lográsemos eso se podría practicar una criocirugía atómica. Una microcirugía inconcebible.
    —Si pudiera usted explayarse un poco, por favor —pidió Noble.

    A Richman se le encendieron los ojos y McVey casi pudo palpar el aumento de su ritmo cardíaco. La idea de lo que estaba explicando lo entusiasmaba enormemente.

    —Lo que significa, comandante, suponiendo que se pudiera congelar un cuerpo a esa temperatura y operarlo y luego descongelarlo sin provocar ningún daño en los tejidos, es que podríamos conectar los átomos. Se crearía un enlace químico de modo que dos átomos compartieran un mismo electrón. Sería una sutura sin puntos, una sutura perfecta, si se quiere, tal como lo habría creado la naturaleza, como crecería un árbol.
    — ¿Hay alguien que esté intentando hacer eso? —preguntó McVey, en voz baja.
    —Eso es imposible —intervino Noble.
    — ¿Por qué? —preguntó McVey, con la mirada fija en él.
    —Debido al principio de Heisenberg. Si usted me lo permite, doctor Richman —preguntó Michaels. Richman asintió con un gesto de cabeza y el joven patólogo se volvió hacia McVey. Por algún motivo quería darle a entender al americano que conocía su oficio y que sabía de qué hablaba. Era algo importante para la investigación. Y, más allá de eso, era su manera de demostrar y a la vez exigir cierto respeto.
    —Es un principio de la mecánica cuántica según el cual es imposible medir dos propiedades de un objeto cuántico, digamos, un átomo o una molécula, al mismo tiempo con precisión infinita. Podemos medir uno o el otro pero no ambos. Se puede determinar la velocidad y dirección de un átomo pero no se podría, a la vez, decir precisamente dónde se encuentra.
    — ¿Se podría lograr con una temperatura de cero absoluto? —McVey le estaba dando de las suyas.
    —Evidentemente. Porque en el cero absoluto todo se habría detenido.
    —Inspector McVey —interrumpió Richman—. Es posible alcanzar temperaturas de menos de una millonésima de grado sobre el cero absoluto. Se ha logrado. El concepto de cero absoluto es precisamente eso, nada más que un concepto. No se puede lograr. Es imposible.
    —Mi pregunta, doctor, no es si se puede lograr o no. Yo he preguntado si alguien intentaba lograrlo. —Había cierto tono desagradable en la manera de hablar de McVey. Ya le habían hablado lo suficiente de la teoría y ahora quería hechos. Miraba a Richman esperando una respuesta.

    Noble pensó que aquél era un aspecto del policía de Los Ángeles que no conocía y entendió por qué McVey se había ganado su reputación.

    —Inspector McVey, hasta ahora hemos demostrado que un cuerpo decapitado y una cabeza han sido congelados. Por las radiografías sabemos que sólo dos de los otros seis cuerpos tienen componentes metálicos. Cuando hayamos analizado esos metales podremos tener una opinión más concluyente.
    — ¿Qué le dice su intuición, doctor?
    —Mi intuición no tiene nada que ver con esto. Aun así, me atrevería a decir que estamos ante un caso de intentos fallidos para practicar una criocirugía muy sofisticada.
    —La cabeza de una persona fundida con el cuerpo de otra.

    Richman asintió con la cabeza.

    Noble miró a McVey.

    — ¿Alguien está intentando crear un Frankenstein de los tiempos modernos?
    —Frankenstein fue creado con varios cuerpos muertos —aseveró Michaels.
    — ¡Dios mío! —exclamó Noble. Al incorporarse, estuvo a punto de lanzar al suelo el frasco que contenía el corazón de un jugador de fútbol profesional. Sujetó el frasco y miró a Michaels y luego a Richman—. ¿Esta gente fue congelada viva?
    —Así parece.
    —Entonces, ¿por qué encontramos restos de cianuro en las víctimas? —inquirió McVey.

    Richman se encogió de hombros.

    — ¿Envenenamiento parcial? ¿Parte del procedimiento? Quién sabe.

    Noble miró a McVey y se incorporó.

    —Muchas gracias, doctor Richman. No abusaremos más de su tiempo.
    —Espere un momento, Ian —dijo McVey, y se volvió hacia Richman—. Una última pregunta, doctor. La cabeza de John Doe se estaba descongelando cuando la descubrimos. En lo que concierne a su apariencia y su estado patológico cuando fue encontrada descongelada, ¿cambiaría dependiendo de cuándo fue congelada?
    —Creo que no acabo de entenderlo —dijo Richman.

    McVey se inclinó hacia delante.

    —Hemos tenido problemas con la identidad de John Doe. No hemos podido descubrir quién es. Tal vez estemos buscando donde no debemos intentando dar con un hombre que ha desaparecido desde hace varios días, tal vez semanas. ¿Y si fueran meses? ¿O años? ¿Sería posible?
    —Es una pregunta hipotética. Pero yo diría que si alguien ha encontrado realmente los medios para llegar al cero absoluto, no habría habido ningún tipo de perturbación molecular. De modo que al descongelarse no habría manera de saber si había sido congelada hace una semana, cien años o mil años, si se quiere.

    McVey miró a Noble.

    —Creo que será mejor que nuestros agentes de sujetos desaparecidos vuelvan a su trabajo.
    —Creo que tiene razón.

    El teléfono que sonaba junto al codo de McVey lo devolvió a la realidad. Lo cogió de un manotazo.

    — ¡Hola, McVey!
    —Hola, Benny, y deja de saludar de esa manera, ¿vale? Se está volviendo un poco repetitivo.
    —Ya lo tengo.
    — ¿Que tienes qué?
    —Lo que me pediste. La solicitud de la oficina de Interpol en Washington de los antecedentes de Albert Merriman tiene el sello de la hora que registró el sargento de guardia, a las once y treinta y siete minutos de la mañana, jueves, 6 de octubre.
    —Benny, las once y treinta y siete en Nueva York son las cuatro y treinta y siete de la tarde en París.
    — ¿Y qué?
    — ¿Se solicitó sólo ese expediente, nada más?
    —Así es...
    —A las ocho de la mañana, hora de París, el viernes, el inspector de la policía de París a cargo del caso recibió una fotocopia de la huella. Sólo la huella, nada más. Sin embargo, quince horas antes, alguien en Interpol tenía no sólo la huella sino también el nombre y el expediente.
    —Me parece que tenéis líos en la casa. Una tapadera. O una agencia privada. O quién sabe. Pero si algo sale mal, es el poli a cargo de la investigación el que queda mal parado porque te apuesto lo que quieras a que no ha quedado registrado el nombre del primero que recibió la información.
    —Benny...
    — ¿Qué pasa, Boobalah?
    —Gracias.

    Líos en la casa, tapaderas, agencias privadas. McVey detestaba aquellas palabras. Algo estaba sucediendo en Interpol y Lebrun estaba cargando con el muerto sin saberlo. No le gustaría, pero tendría que decírselo. Cuando McVey finalmente logró comunicarse con él en París veinte minutos más tarde, no llegó a decírselo.

    —McVey, mon ami —saludó Lebrun, que parecía excitado—. Estaba a punto de llamarlo. Las cosas de pronto se han complicado por aquí. Hace tres horas encontraron a Albert Merriman flotando en el Sena. Parecía un queso grande perforado con un arma automática. Encontramos el coche que conducía a unos noventa kilómetros río arriba, cerca de París. Las huellas de su amigo Osborn estaban por todos lados.


    Capítulo 43


    Antes de una hora, McVey se dirigía en un taxi al aeropuerto de Gatwick. Había dejado a Noble y a los agentes de Scotland Yard revisando archivos de personas desaparecidas cuya descripción coincidiera con la de John Doe y que hubieran sido intervenidas en la cabeza con implantación de placas metálicas. A la vez tenían que investigar discretamente todos los hospitales y facultades de medicina del sur de Inglaterra para inventariar las personas o los proyectos que experimentaran con técnicas quirúrgicas novedosas. Por un momento pensó en solicitarle a Interpol, Lyón, que hiciera la misma diligencia con las policías de Europa continental. Pero debido a la situación creada con el archivo de Albert Merriman y la posición de Lebrun, decidió esperar. No estaba seguro de lo que estaba sucediendo en Interpol si es que estaba sucediendo algo. Pero si algo pasaba no quería que su investigación tomara el mismo derrotero. Si había algo que McVey detestaba, era que las cosas se hicieran a espaldas suyas sin que se le notificaran. Por su experiencia, la mayoría de las veces no eran más que banalidades, pequeñas traiciones que irritaban y hacían perder el tiempo pero a la vez esencialmente inocuas. No estaba tan seguro de que en este caso fuera lo mismo. Sería mejor esperar a ver qué averiguaba Noble y no decir nada.

    Eran las cinco y media de la tarde, hora de París. El vuelo 003 de Air France a Los Ángeles había salido del aeropuerto Charles de Gaulle a las cinco según lo previsto. El doctor Osborn tendría que haber estado a bordo pero no lo estaba. No se había presentado al vuelo, lo que significaba que la policía aún tenía su pasaporte.

    McVey desconfiaba cada vez más de la impresión que le causaba aquel sujeto. Osborn había mentido en cuanto al lodo de un calzado. ¿Sobre qué otra cosa habría mentido? Tal vez McVey había querido ser demasiado benevolente con su compatriota. Pero su razonamiento tenía sentido, sobre todo porque no había nada con que acusar a Osborn o algo que lo hiciera sospechoso. Exteriormente y durante los interrogatorios, parecía ser exactamente lo que McVey pensaba de él, un hombre culto de edad mediana completamente chalado por una mujer joven. No había casi nada de significativo en eso. Sin embargo, dos individuos habían muerto violentamente y el «hombre culto» de McVey estaba relacionado con ambos hechos.

    Más allá de las muertes de Albert Merriman y Jean Packard había otra cosa que le preocupaba, incluso antes de que hablara con Lebrun. Se trataba del comentario oficioso del doctor Stephen Richman según el cual los cuerpos descabezados congelados a bajas temperaturas podrían ser el resultado de intentos fallidos de un tipo muy avanzado de criocirugía para unir una cabeza a un cuerpo que no le perteneciera. El doctor Paul Osborn no sólo era cirujano sino cirujano ortopédico, un experto de la estructura del esqueleto humano, alguien que podía tener una idea muy cabal de cómo se hacían estas cosas.

    Desde el principio, McVey había sospechado que sólo debían buscar a un hombre. Tal vez lo había encontrado y lo había dejado escapar.

    Osborn despertó de un sueño y por un momento no supo dónde estaba. De pronto, con una nitidez repentina apareció el rostro de Vera. Estaba sentada en la cama junto a él y le pasaba un paño húmedo por la frente. Vestía unos pantalones negros y holgados y un yérsey del mismo color. El negro de la ropa y la suavidad de la luz hacían resaltar sus rasgos como algo frágil, como una delicada porcelana.

    —Tenías mucha fiebre, pero creo que ya ha remitido —dijo, suave. En sus ojos oscuros brillaba la misma chispa que cuando se conocieron. Por alguna razón, Osborn calculó que aquello había sucedido nueve días antes.
    — ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó, con voz debilitada.
    —No mucho, unas cuatro horas.

    Intentó sentarse pero sintió un dolor agudo punzándole detrás del muslo. Cerró los ojos y volvió a tenderse.

    —Si me hubieras dejado llevarte al hospital, creo que estarías algo más cómodo.

    Osborn miró el techo. No recordaba haberle dicho que no lo llevara al hospital pero seguramente lo había hecho. Luego recordó que le había contado lo de Kanarack, su padre y el detective Jean Packard.

    Vera se levantó de la cama, dejó el paño en el pequeño recipiente con agua y fue hacia una mesa debajo de un mirador cuya cortina negra estaba echada.

    Osborn miró a su alrededor intrigado. A su derecha estaba la puerta de la habitación. A su izquierda, la puerta de un pequeño baño. Arriba, el techo caía de modo que la pared de un lado era más baja que la del lado opuesto. No era la habitación donde había estado anteriormente. Estaba en otro lugar, una especie de buhardilla.

    —Estás en lo alto de un edificio, en una habitación bajo los aleros del tejado —dijo Vera—. Fue construida durante la resistencia en mil novecientos cuarenta. Casi nadie sabe que existe.

    Levantó la cubierta de una bandeja en la mesa donde había puesto el recipiente, volvió y la dejó en la cama junto a él. Había un plato de sopa caliente, una cuchara y una servilleta.

    —Tienes que comer —dijo. Osborn se limitó a mirarla fijo.
    —La policía vino buscándote. Así que te hice traer aquí arriba.
    — ¿Te hice traer?
    —Philippe, el portero, es un viejo amigo de confianza.
    —Encontraron a Kanarack, ¿no?

    Vera asintió con un gesto de cabeza.

    —Y el coche también. Ya te dije que vendrían cuando sucediera. Llegaron una hora después de que te hubieras dormido. Querían subir al piso pero les dije que iba a salir en ese momento y hablé con ellos abajo.

    Osborn dejó escapar un débil suspiro y miró absorto.

    Vera se sentó junto a él y cogió la cuchara.

    — ¿Quieres que te dé de comer?
    —Creo que puedo apañármelas —dijo, con una sonrisa desdibujada.

    Cogió la cuchara y comenzó a beber la sopa, una especie de caldo. La sal le sentó bien y continuó bebiendo sin parar durante unos minutos. Finalmente dejó la cuchara a un lado, se limpió con la servilleta y descansó.

    —No estoy en forma como para escapar de nadie.
    —No, no lo creo.
    —Te vas a meter en un lío si me ayudas.
    — ¿Mataste a Henri Kanarack?
    —No.
    —Entonces, ¿por qué habría de meterme en un lío? —Preguntó ella, y se levantó para sacar la bandeja de la cama—. Quiero que descanses. Subiré más tarde y te cambiaré los vendajes.
    —No se trata sólo de la policía.
    — ¿Qué quieres decir?
    — ¿Cómo vas a explicárselo a... él, al franchute?

    Vera se colocó la bandeja sobre la cadera, como una camarera de café, y lo miró de arriba a abajo.

    —El franchute —dijo— ya ha abandonado la escena.
    — ¿Ah, sí?
    —Sí... —confirmó ella, con una leve sonrisa.
    — ¿Cuándo ha sucedido?
    —El día que te conocí —dijo, sin quitarle los ojos de encima—. Ahora, vuelve a dormir. Yo volveré dentro de dos horas.

    Vera cerró la puerta y Osborn se inclinó hacia atrás. Estaba cansado, más cansado de lo que había estado en toda su vida. Miró el reloj. Eran las ocho menos veinticinco de la noche, sábado 8 de octubre.

    Y fuera, más .allá de la ventana de su diminuta celda, París comenzaba su danza nocturna.


    Capítulo 44


    Exactamente a la misma hora, a unos cuarenta kilómetros por la autopista Al, el Fokker 100 de Air Euro-pe en que viajaba McVey aterrizaba en el aeropuerto Charles de Gaulle. Quince minutos más tarde, un policía a las órdenes de Lebrun lo conducía a París.

    McVey ya empezaba a conocer los vericuetos del aeropuerto. A la velocidad a que se sucedían los acontecimientos, apenas se había marchado de París y ya tenía que regresar veinticuatro horas después.

    Al llegar a la ciudad, el agente de Lebrun cruzó el Sena y tomó la dirección de la Porte d'Orleans. Con su acento inglés algo torpe le comunicó a McVey que el inspector Lebrun se encontraba en la escena de un crimen y que quería que se reunieran allí.

    La lluvia volvía a caer cuando avanzaban a lo largo de media manzana ocupada por camiones de bomberos y por una apretada masa de curiosos apartados por los gendarmes. Se detuvieron frente a los restos humeantes de un edificio de apartamentos. El agente bajó del coche y condujo a McVey por un entramado de mangueras de alta presión, entre bomberos sudorosos que seguían lanzando chorros de agua sobre los rescoldos vivos.

    El edificio estaba totalmente destruido. El techo y el último piso habían volado por los aires. Las escaleras metálicas de incendio, retorcidas, derretidas y arqueadas en todos los sentidos como trozos inconclusos de autopistas en el aire, colgaban peligrosamente de las plantas superiores, sujetas a secciones de la obra que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. Entre una y otra planta, a través de los marcos quemados de las ventanas, se divisaban las vigas calcinadas que habían sostenido las paredes y los techos de los apartamentos.

    Por encima de todo, a pesar de la lluvia que no paraba de caer, flotaba un hedor inconfundible a carne quemada.

    Dejando atrás un montón de escombros, el agente llevó a McVey hasta la parte trasera del edificio donde Lebrun, junto a los inspectores Barras y Maitrot, bajo los faros portátiles, conversaban con un hombre corpulento que vestía chaqueta de bombero.

    — ¡Ah, McVey! —Exclamó Lebrun cuando lo vio aparecer bajo la luz—. Ya conoce a los inspectores Barras y Maitrot. Le presento al capitán Chevalier, del parque de bomberos de la Porte d'Orleans.
    —Capitán Chevalier. —McVey y el jefe de bomberos se estrecharon las manos.
    — ¿Ha sido premeditado? —preguntó McVey, volviendo a mirar las ruinas.
    —Sí —afirmó Chevalier, y dio una breve explicación en francés.
    —El incendio ha sido intenso y muy rápido y activado por un ingenio sumamente sofisticado, probablemente una carga incendiaria de origen militar —tradujo Lebrun—. No tuvieron ninguna oportunidad. Veintidós personas. Todas han muerto.

    Pasó un rato largo antes de que McVey hablara.

    — ¿Tienen alguna idea de por qué lo han hecho? —preguntó finalmente.
    —Sí —dijo Lebrun, tajante, sin querer ocultar su ira—. Una de las víctimas era el propietario del coche que conducía Albert Merriman cuando su amigo Osborn lo encontró.
    —Lebrun —dijo McVey, con voz queda, pero firme—. En primer lugar, Osborn no es amigo mío. En segundo lugar, si me permite una especulación, le diré que el coche de Merriman pertenecía a una mujer.
    —Es una especulación acertada —dijo Barras, en inglés.
    —Se llamaba Agnés Demblon.

    Lebrun abrió los ojos.

    —McVey, usted me asombra realmente.
    — ¿Qué saben de Osborn? —preguntó McVey, sin hacer caso del cumplido.
    —Encontramos el Peugeot de alquiler aparcado en una calle de París a más de un kilómetro de su hotel. Tenía tres multas de estacionamiento, de modo que no se movió desde ayer a primera hora de la tarde.
    — ¿No hay noticias de él desde entonces?
    —Hemos lanzado un aviso a todas las unidades y la policía provincial está rastreando el campo entre el lugar donde apareció Merriman y donde se encontró su coche.

    A unos metros, dos fornidos bomberos sacaron los restos calcinados de una cuna de recién nacido a través de una puerta abierta y la dejaron caer en el suelo junto a los restos chamuscados de un somier. McVey los observó y luego se volvió hacia Lebrun.

    —Vamos al lugar donde encontraron el coche de Merriman —dijo.

    Las luces amarillas del Ford blanco de Lebrun cortaban la oscuridad. De pronto giraron y cogieron el camino que bordeaba el Sena hacia el parque donde la policía había encontrado el Citroen de Agnés Demblon.

    —Se hacía llamar Henri Kanarack. Trabajaba en una panadería próxima a la estación del Norte desde hace unos quince años. Agnés Demblon era la contable —dijo Lebrun, y encendió un cigarrillo con el encendedor del coche—. Es evidente que había algo entre ellos. Pero tendremos que adivinar de qué se trataba porque resulta que Kanarack estaba casado con una francesa, una tal Michéle Chalfour.
    — ¿Cree que el incendio lo provocó ella?
    —No lo descartaré hasta que hablemos con ella. Pero si no era más que un ama de casa y al parecer así es, dudo que haya tenido acceso a ese tipo de material incendiario.

    Los inspectores Barras y Maitrot revisaron el piso de Henri Kanarack en la avenida Verdier, en Montrouge, y no consiguieron encontrar nada. Estaba prácticamente vacío. Quedaban unas cuantas prendas de Michéle, un montón de catálogos de ropa de recién nacido, media docena de facturas sin pagar y algo de comida en la alacena y en la nevera. No había nada más. Era evidente que los Kanarack se habían marchado apresuradamente.

    A esas alturas, lo único que sabían con certeza era que Henri Kanarack/Albert Merriman estaba en la morgue. El paradero de Michéle Kanarack era totalmente desconocido. Una búsqueda en hoteles, hospitales, asilos, morgues y comisarías no había arrojado ningún resultado. Tampoco había sido más fructífera la búsqueda de Michéle por su apellido de soltera. La mujer de Kanarack no tenía licencia de conducir ni pasaporte, ni siquiera un carnet de biblioteca bajo ninguno de los dos apellidos. Tampoco había fotos de ella en el piso ni en la cartera de Merriman/Kanarack. Como resultado, lo único que tenían era un nombre. Sin embargo, Lebrun ordenó hacer circular una orden de búsqueda por toda Francia. Tal vez la policía local diera con algo.

    — ¿Cómo mataron a Merriman? —preguntó Mc-Vey, mientras registraba mentalmente el paisaje al salir de la autopista y entrar en el camino de tierra que bordeaba el parque.
    —Una Heckler & Koch MP-5K, automática. Probablemente con silenciador.

    McVey entrecerró los ojos. Una Heckler & Koch MP-5K era un arma asesina, una metralleta ligera con un cargador de treinta balas de nueve milímetros. Solían usarla los terroristas y era una de las armas preferidas de los narcotraficantes.

    — ¿La encontraron?

    Lebrun apagó el cigarrillo y disminuyó la velocidad para que el Ford sorteara una sucesión de charcos.

    —No, me lo han dicho los forenses y los de balística. Un equipo de buzos ha estado buscando durante toda la tarde pero no encontraron nada. Hay una corriente muy fuerte a lo largo de esta zona. Eso fue lo que arrastró a Merriman tan lejos y tan rápido.

    Lebrun detuvo el coche al borde de los árboles.

    —A partir de aquí, caminaremos —anunció, y sacó una potente linterna de debajo del asiento.

    La lluvia había cesado y entre las nubes asomaba la luna. Los dos policías bajaron del coche y se dirigieron hacia la rampa de tierra que llegaba hasta el río.

    Caminando, McVey miró por encima de su hombro. Alcanzaba a divisar las luces del tráfico del sábado por la noche fluyendo junto al Sena.

    —Cuidado por donde camina. Está resbaladizo aquí —dijo Lebrun al llegar al desembarcadero más abajo. Con un movimiento de la linterna le mostró a McVey las huellas que había dejado el coche de Agnés Demblon al ser retirado por la grúa.
    —Ha llovido demasiado —dijo Lebrun—. Si hubiera habido huellas de pies en este sector, se habrían borrado antes de que nosotros llegáramos.
    — ¿Me permite? —preguntó McVey, y estiró la mano para que Lebrun le pasara la linterna. Proyectó la luz hacia el agua y calculó la velocidad de la corriente cerca de la orilla. Luego iluminó el suelo y se agachó para estudiarlo.
    — ¿Qué está buscando? —preguntó Lebrun. —Esto —dijo McVey, enterrando la mano. Recogió algo y, para asegurarse, lo iluminó. — ¿Lodo? McVey lo miró. —No, mon ami. Terrain rouge. Lodo rojo.


    Capítulo 45


    En comparación a la bulliciosa recepción en el aeropuerto de Kloten, la cena ofrecida a Elton Lybarger fue tranquila e íntima y los invitados ocuparon cuatro mesas grandes alrededor de una pista de baile. Más qué verse introducida a un mundo completamente diferente, lo que Joanna encontraba extraordinario, incluso increíble, era el decorado. Sentada en el salón privado de un crucero de lujo, navegando apaciblemente por las aguas del Zúrichsee, se sentía como el personaje de una obra clásica y fascinante de fines de siglo.

    En una mesa para seis, Joanna estaba sentada junto a Pascal Von Holden, resplandeciente y elegante con su esmoquin azul marino y su cuello de puntas impecablemente almidonado. Aunque Joanna sonreía y conversaba con el resto de los comensales prestando toda la atención posible, le era casi imposible dejar de admirar el paisaje. Era la hora antes del crepúsculo y hacia el este, por encima de una pintoresca aldea y de grandes villas construidas a la orilla del agua, se erguían los montes y bosques perdiéndose en la magnificencia de los Alpes. Al poniente, el sol teñía de rosa dorado la nieve de los picos más altos.

    —Romántico, ¿no? —Von Holden sonrió al mirarla.
    — ¿Romántico? Sí, supongo que es una palabra adecuada. Yo diría bello. —Joanna sostuvo la mirada de Von Holden durante una fracción de segundo y luego miró hacia el grupo.

    A su lado había una joven pareja muy atractiva y por lo visto, muy afortunada. Eran Konrad y Margarete Peiper. Konrad Peiper, según sabía Joanna, era presidente de una gran empresa comercial alemana y Margarete, su mujer, estaba relacionada con el mundo del espectáculo. Joanna no sabía exactamente en qué consistían esas relaciones y resultaba difícil preguntarle porque la mayor parte del tiempo se mantuvo apartada de la mesa hablando por un teléfono inalámbrico.

    Frente a ella se sentaban Helmuth y Berta Salettl, hermano y hermana. Ambos, según calculó Joanna, bordearían los setenta años y habían llegado en un vuelo aquella tarde desde su Austria natal.

    El doctor Helmuth Salettl era el médico de cabecera de Elton Lybarger y Joanna lo había visto en cuatro de las seis ocasiones en que había visitado a Lybarger en el Rancho del Piñón. El médico, al igual que su hermana, era sombrío y austero, hablaba poco y sólo hacía preguntas puntuales relacionadas con el estado general y el régimen de Lybarger. La verdad era que, si bien Joanna trataba a diario con los ricos y famosos que acudían al Rancho del Piñón para recuperarse en secreto de cualquier cosa desde la adicción a las drogas o al alcohol o para una operación de cirugía estética, jamás había conocido a nadie como Salettl. Su presencia y su inexpresiva arrogancia le provocaban cierto temor. Sin embargo, había descubierto que si contestaba a sus preguntas y actuaba como una profesional, todo funcionaba sobre ruedas porque el médico jamás se quedaba más de veinticuatro horas.

    Dos mesas más allá, Elton Lybarger conversaba con la mujer rolliza que lo había colmado de besos llamándolo «tío», en el aeropuerto. Los primeros temores sobre su familia parecían haberse disipado y ahora se lo veía relajado y cómodo, sonriente y dejando que lo agasajaran todos los que, a lo largo de la cena, se habían acercado para saludarlo y darle palabras de aliento.

    Junto a Lybarger se sentaba una mujer muy grande y de aspecto corriente de cerca de cuarenta años. Joanna supo que se llamaba Gertrude Biermann y que era militante de los Verdes, un movimiento ecologista y pacifista de izquierdas. Al parecer, Gertrude se divertía interrumpiendo las conversaciones de Lybarger con los demás para obligarlo a hablar con ella. A medida que pasaban las horas, Joanna habría deseado que la mujer no fuera tan insistente e incluso consideró la posibilidad de decírselo porque se daba cuenta de que el señor Lybarger empezaba a cansarse. Le picaba la curiosidad de saber por qué el señor Lybarger tenía como amiga a una activista política tan poco atractiva. Parecía ajena a Lybarger y al resto de los presentes, en su mayoría pertenecientes a uno u otro tipo de gran empresa.

    La atracción de la tercera mesa era Uta Baur, definida como la «más alemana de todos los diseñadores de moda alemanes» que, después de obtener grandes elogios en las muestras de Munich y Dusseldorf a comienzos de los años setenta, era actualmente una institución internacional entre París, Milán y Nueva York. Uta era delgada como un palillo, vestía siempre de negro con poco o nada de maquillaje y el pelo, cortado casi al cero, era de raíces rubias blanquecinas. De no ser por sus animados gestos y el brillo de sus ojos cuando hablaba con los demás, Joanna la habría confundido con la personificación de la muerte. Todo el mundo sabía y Joanna se enteró más tarde que Uta tenía setenta y cuatro años.

    Más allá, junto a la puerta, había dos hombres de esmoquin que Joanna había visto antes vestidos de chófer en el aeropuerto. Eran dos sujetos altos de pelo corto y parecían vigilar constantemente la sala. Joanna estaba segura de que eran guardaespaldas y cuando estaba a punto de preguntárselo a Von Holden, un camarero le preguntó si podía retirarle el plato. Joanna asintió con un gesto de agradecimiento. Habían comido un Berner Platte de primero, choucroute guarnecida generosamente con chuletas, beicon guisado y ternera, salchichas, lengua y jamón. Con su metro sesenta y sus diez kilos de sobrepeso, Joanna había tenido que cuidar especialmente su dieta. Sobre todo en los últimos tiempos, cuando comenzaba a observar que todos sus amigos aficionados a la bicicleta, aunque se los viera algo demacrados, conseguían colocarse un body elástico con toda naturalidad. La parte de arriba, la del medio y la de abajo.

    En privado y después de conversar con su único amigo de verdad, Henry, el San Bernardo, Joanna había comenzado a mirar entrepiernas, las entrepiernas de los hombres aficionados a la bicicleta.

    Joanna era hija única de una pareja devota y sencilla de un pequeño pueblo del oeste de Tejas. Su madre, bibliotecaria, tenía casi cuarenta y dos años cuando ella nació. Su padre, cartero, tenía cincuenta. Ambos habían dado por supuesto, de una manera en que sólo los padres dan por supuesto, que su hija única crecería y sería igual a ellos, trabajadora, agradecida de lo que tenía, una persona común' y corriente. Durante un tiempo era lo que Joanna había hecho, primero como exploradora y miembro del coro de la iglesia, después como alumna regular en el instituto y luego, siguiendo el ejemplo de su mejor amiga, estudiando la carrera de enfermería. Sin embargo, banal y trabajadora como Joanna parecía e incluso se veía a sí misma, en su interior era una mujer rebelde, incluso caprichosa.

    Había tenido su primera experiencia sexual a los dieciocho años con el ayudante del reverendo. Horrorizada y segura de haberse quedado embarazada, escapó a Colorado y les contó a todos, amigos, padres y al propio asistente del reverendo, que habían aceptado su acceso a una escuela de enfermería en la Universidad de Denver. Era todo mentira porque ni la habían aceptado en la escuela de enfermería ni estaba embarazada. De todos modos, permaneció en Colorado y trabajó duro hasta obtener su título de quinesióloga. Cuando su padre enfermó, volvió a Tejas a ayudar a su madre. Y cuando sus padres murieron, literalmente uno después del otro, Joanna hizo sus maletas y se marchó a Nuevo México.

    El sábado 1 de octubre una semana antes de la cena de recepción de Elton Lybarger, Joanna había cumplido treinta y cuatro años. No había hecho el amor ni le habían hecho el amor a ella desde aquella noche con el ayudante del pastor en Tejas. Desde entonces había transcurrido exactamente la mitad de su vida.

    Una repentina salva de aplausos estalló cuando dos camareros entraron por un lado de la sala trayendo un pastel enorme rebosante de velas que colocaron ante Elton Lybarger. Pascal Von Holden apoyó la mano en el brazo de Joanna.

    — ¿Se puede quedar? —preguntó.

    Joanna desvió la mirada del jolgorio en torno a la mesa de Lybarger y se volvió.

    — ¿Qué quiere decir? —preguntó.

    Von Holden sonrió y las arrugas de su rostro bronceado se hicieron blancas.

    —Quiero decir, ¿se puede quedar aquí en Suiza para continuar su trabajo con el señor Lybarger?

    Joanna deslizó una mano nerviosa por el pelo que acababa de lavarse.

    — ¿Yo, quedarme aquí?

    Von Holden asintió con la cabeza.

    — ¿Cuánto tiempo?
    —Una semana, tal vez dos. Hasta que el señor Lybarger se encuentre físicamente más cómodo en su casa.

    Joanna estaba totalmente desconcertada. Durante toda la noche había estado mirando su reloj preguntándose en qué momento volvería a su habitación para guardar los regalos y chucherías que le había ayudado a comprar Von Holden para sus amigos durante el paseo por Zúrich aquella tarde. ¿A qué hora se dormiría? ¿De cuánto tiempo dispondría para levantarse y salir al aeropuerto para coger su vuelo al día siguiente?

    —Mi... Mi perro —balbuceó. No se le había ocurrido quedarse en Suiza. La idea de pasar unos días fuera del nido que se había construido le parecía abrumadora.

    Von Holden sonrió.

    —Cuidaremos de su perro mientras esté ausente, desde luego. Mientras permanezca aquí, tendrá sus propias dependencias en casa del señor Lybarger.

    Joanna no sabía qué pensar, qué responder o cómo reaccionar. Hubo una ronda de aplausos en la mesa de Lybarger cuando éste apagó las velas. Una vez más, salida de la nada, apareció la orquesta de fanfarria y tocaron Porque es un muchacho excelente.

    Sirvieron café y digestivos, acompañado de unos dados de chocolate suizo. La señora rolliza ayudó a Lybarger a cortar el pastel y los camareros llevaron los platos a las mesas.

    Joanna probó el café y bebió un sorbo de un excelente coñac. El licor le calentó el cuerpo y se sintió bien.

    —Sin usted se sentirá incómodo, inseguro, Joanna. Quédese, por favor. —La sonrisa de Von Holden era generosa y sincera. Además, por la manera en que le había pedido que se quedara, parecía que fuera él y no Lybarger quien la necesitaba. Bebió otro poco de coñac y sintió que se sonrojaba.
    —Bueno, de acuerdo —oyó que decía—. Si es tan importante para el señor Lybarger, por supuesto que me quedaré.

    La orquesta había comenzado a tocar un vals vienes y la joven pareja de alemanes se levantó a bailar. Joanna vio que se levantaban también otros.

    — ¿Joanna?

    Se volvió y vio a Von Holden de pie detrás de su silla.

    — ¿Me permite? —preguntó.

    Una gran sonrisa se le dibujó en el rostro.

    —Sí, ¿por qué no? —dijo. Se incorporó y él le retiró la silla. Un momento después pasaron junto a Elton Lybarger y se unieron a los demás en la pista de baile. Siguiendo los divertidos compases de la orquesta, Von Holden la cogió en sus brazos y bailaron.


    Capítulo 46


    Siempre les digo a los chicos que no duele. Sólo un pequeño tirón bajo la piel —dijo Osborn mientras Vera introducía en una jeringa los 5 ml de la dosis de antitétanos—. Ellos saben que miento y yo sé que miento. No sé por qué se lo digo.

    Vera sonrió.

    —Se lo dices porque es tu trabajo. —Sacó la aguja, la quebró, envolvió la jeringa en papel higiénico, hizo lo mismo con el frasco y lo metió todo en el bolsillo de la chaqueta—. La herida está limpia y curándose bien. Mañana empezaremos con tus ejercicios.
    — ¿Y luego, qué? No puedo quedarme aquí el resto de mi vida —dijo Osborn, malhumorado.
    —Tal vez termines deseándolo —dijo ella, y dejó caer un periódico sobre la cama. Era la última edición de Le Fígaro—. Mira la segunda página.

    Osborn lo abrió y observó dos fotos ampliadas y de textura granulosa. Una de ellas era la suya en la foto de fichaje de la policía de París. En la segunda, la policía transportaba un cadáver cubierto con una manta por una inclinada pendiente junto al río. Entre ambas había un texto en francés: «Médico americano sospechoso del asesinato de Albert Merriman.»

    Vale, o sea que habían encontrado el Citroen y sus huellas. Ya sabía que sucedería. No había por qué sorprenderse. Pero...

    — ¿Albert Merriman? ¿De dónde habrán sacado eso?
    —Era el verdadero nombre de Henri Kanarack. ¿Sabías que era americano?
    —Podía haberlo imaginado, por su acento.
    —Era un asesino profesional.
    —Eso me dijo —dijo Osborn, y de pronto vio a Kanarack mirándolo en medio de la corriente, aterrorizado por la idea de que Osborn le administrara otra dosis de sucinilcolina. Oyó el grito de pánico que había lanzado Kanarack como si estuviera en la habitación junto a él en ese momento.
    —Me pagaron...

    Osborn volvió a sentir el impacto de la incredulidad. Su padre fríamente asesinado por una historia de negocios.

    —Erwin Scholl —había dicho Kanarack.
    — ¡No! —gritó Osborn.

    Vera lo miró, sorprendida. Osborn tenía la mandíbula tensa y la mirada perdida en el vacío. —Paul...

    Osborn se volvió y deslizó las piernas hacia el borde de la cama. Algo inseguro logró ponerse de pie vacilante, blanco como una hoja de papel, con la mirada totalmente ausente. El sudor se le acumuló en la frente y el pecho se le agitaba ruidosamente a cada aliento. Empezaba a sentir el efecto de todo lo sucedido. Estaba a punto de desmoronarse y lo sabía pero no podía hacer nada para remediarlo.

    —Paul... —murmuró Vera, y se acercó a él—. No pasa nada, no pasa nada-Volvió rápidamente la cabeza para mirarla y entrecerró los ojos. Vera estaba loca. Su razonamiento provenía del mundo exterior donde nadie entendía.
    — ¡Ya lo creo que pasa! —exclamó, la voz enronquecida por la ira. Era la ira de un niño afligido—. Crees que puedo lograrlo, ¿no? Pues bien, resulta que no puedo.
    — ¿Que no puedes lograr qué? —preguntó Vera, con voz calmada.
    — ¡Ya sabes lo que quiero decir!
    —No, no lo sé..
    — ¡Y una mierda que no lo sabes!
    —No...
    — ¿Quieres que te lo diga?
    — ¿Decirme qué?
    —Que... que —balbuceó—, ¡que no podré encontrar a Erwin Scholl! Vale, ¡no podré encontrarlo! ¡Se acabó! ¡No pienso empezar todo desde el principio! ¡Así que no vuelvas a preguntar! ¿Me has entendido, Vera? ¡No me lo preguntes, porque no quiero! ¡Y no quiero porque no puedo!

    De pronto vio que su pantalón colgaba del respaldo de una silla junto a la mesa de la ventana y quiso cogerlo. Dio un paso adelante pero la pierna herida no respondió y alcanzó a lanzar un grito. Vio que el techo giraba y luego cayó de espaldas contra el suelo. Durante un momento permaneció inmóvil. Luego oyó que alguien sollozaba y se le nubló la vista. Oyó que alguien decía: «sólo quiero ir a casa, por favor». Aquello lo confundió porque era su propia voz, aunque era una voz mucho más joven, ahogada por las lágrimas. Desesperado volvió la cabeza buscando a Vera, pero no vio más que una luz borrosa y gris.

    — ¡Vera... Vera! —Gritó, aterrado de pronto con la idea de que le pasaba algo en los ojos—. ¡Vera!

    En algún lugar no muy lejos oyó unos golpes sordos, un ruido que no reconoció. Luego sintió que una mano le acariciaba el pelo y se percató de que estaba apoyado contra el pecho de Vera y que el ruido sordo era el latido de su corazón. Al cabo de un rato sintió su propia respiración. Vio que ella estaba en el suelo junto a él desde hacía un rato, que lo sostenía y lo mecía suavemente en sus brazos. De todos modos no lograba tener una visión clara y no sabía por qué. Luego se dio cuenta de que lloraba.

    — ¿Está seguro de que es éste el hombre?
    —Oui, monsieur.
    — ¿Usted también?
    —Oui.

    Lebrun dejó sobre su mesa las fotos de Osborn tomadas por la policía y miró a McVey.

    Los inspectores habían abandonado el parque junto al río y volvían a la ciudad cuando recibieron la llamada. McVey había oído en francés los nombres de Osborn y Merriman pero no entendía de qué hablaban. Al terminar, Lebrun le explicó.

    —Publicamos la foto de Osborn en el artículo sobre la muerte de Merriman en el periódico. El administrador de un campo de golf lo vio y se acordó de un americano parecido a Osborn que había salido del río cerca del campo de golf esta mañana. Lo convidó a café y lo dejó usar el teléfono. Pensó que podía tratarse del mismo hombre.

    Ahora, mirando las fotos no había ninguna duda. Era Osborn el que había salido del río.

    A Pierre Levigne, el administrador del club, lo había traído un amigo muy a su pesar porque Levigne no quería involucrarse. Su amigo intentó convencerlo. Se trataba de un asesinato y él podía verse envuelto en un buen lío si no informaba a la policía.

    — ¿Dónde está ahora? ¿Qué ha sucedido con él? ¿A quién llamó? —preguntó McVey, y Lebrun tradujo al francés.

    Levigne insistía en no hablar pero su amigo lo obligó. Finalmente se comprometió a hacerlo pero con la condición de que la policía no diera su nombre a los periódicos.

    —Lo único que sé es que vino a recogerlo una mujer y que él se marchó con ella.

    Dos minutos más tarde, después de agradecerle a Levigne y su amigo su gran sentido de responsabilidad cívica, los dejaron ir escoltados por un agente. Cuando se cerró la puerta, McVey miró a Lebrun.

    —Vera Monneray.

    Lebrun negó con la cabeza.

    —Barras y Maitrot ya han hablado con ella. No había visto a Osborn y jamás había oído hablar de Albert Merriman o de su alter ego, Henri Kanarack.
    —Venga, Lebrun. ¿Qué pensaba usted que iba a decir? —preguntó McVey, irónico—. ¿Registraron el piso?

    Lebrun guardó silencio un momento.

    —Era de noche y en aquel momento salía ella—dijo el inspector como si fuera evidente—. Hablaron con ella en la entrada del edificio.

    McVey gruñó y levantó la mirada al techo.

    —Lebrun, perdóneme que me entrometa en su modo de trabajar, pero resulta que han publicado la foto de Osborn en los periódicos y mientras la mitad de Francia lo anda buscando por todas partes, ¡usted me dice que nadie se molestó en registrar el piso de su amiga!

    Lebrun respondió sin hablar. Levantó el teléfono y ordenó a un par de inspectores que buscaran en el área donde Osborn había salido del río para ver si encontraban el arma del crimen. Luego colgó y encendió un cigarrillo.

    — ¿Alguien le preguntó adonde iba? —preguntó McVey, intentando controlar su mal genio.

    Lebrun lo miró con expresión vacía.

    —Dijo que salía en ese momento. ¿Adonde diablos iba?

    Lebrun respiró profundamente y cerró los ojos. Aquello era un choque de culturas. Los americanos eran tan groseros... Además, ¡no tenían ningún sentido de la decencia!

    —Déjeme que se lo explique de este modo, mon ami. Estamos en París y es sábado por la noche. La señorita Monneray tal vez iba, o tal vez no, a encontrarse con el Primer Ministro. En cualquier caso, supongo que los inspectores pensaron que era una falta de delicadeza preguntar.

    McVey respiró profundo, se acercó a la mesa de Lebrun, apoyó las dos manos encima y lo miró desde arriba.

    —Mon ami, quiero que sepa que entiendo perfectamente cuál es la situación.

    McVey tenía la chaqueta arrugada abierta y Lebrun podía ver la empuñadura de un revólver calibre 38 con la correa por encima del percutor, sujeto a la cartuchera a la altura de la cintura. A pesar de que la mayoría de los policías del mundo tenían pistolas de nueve milímetros con un cargador de diez o quince balas, McVey llevaba un sencillo Smith & Wesson. ¡Un juguete de seis balas!

    A punto de jubilarse o no, mon dieu!, ¡McVey era un auténtico vaquero!

    —Lebrun, con todo el respeto que le tengo a usted y a Francia, quiero atrapar a Osborn. Quiero hablar con él sobre Merriman. Quiero hablar con él de nuestros amigos decapitados, y si usted me dice, «McVey, ya lo ha hecho y ha dejado que se fuera», le diré, «Lebrun, quiero volver a hacerlo». Considerando eso y la caballerosidad y todo lo demás, diría que el camino más corto para encontrar a ese hijo de puta es a través de Vera Monneray, ¡y no me importa a quién coño se esté follando! Comprenez-vous?


    Capítulo 47


    Treinta minutos más tarde, a las doce menos cuarto, los dos inspectores esperaban sentados en el Ford camuflado de Lebrun frente al edificio de apartamentos de Vera Monneray, en el 18 Quai de Bethune.

    Aun cuando el tráfico sea intenso, el Quai de Bethune queda a menos de cinco minutos en coche de la Prefectura de Policía de París. A las once y media entraron en el edificio y hablaron con el portero. McVey preguntó si había alguna manera de que entrara Vera en el edificio si no era por la puerta grande. Sí, si entraba por atrás y subía por las escaleras de servicio. Pero eso era muy poco probable.

    —La señorita Monneray no usa las escaleras de servicio. —Así de simple.
    —Pregúntele si le importa que la llame —dijo McVey a Lebrun, y cogió el teléfono.
    —No me importa, monsieur —se adelantó, tajante, el portero—. El número es dos-cuatro-cinco.

    McVey marcó y esperó. Dejó sonar el teléfono diez veces antes de colgar y miró a Lebrun.

    —No está, o no contesta. ¿Subimos?
    —Esperemos un momento, ¿eh? —Dijo Lebrun, y volviéndose al portero, le dio su tarjeta—. Cuando vuelva, por favor dígale que llame. Mero.

    McVey miró su reloj. Faltaban casi cinco minutos para medianoche. Enfrente de la calle, las luces del apartamento de Vera estaban apagadas. Lebrun le lanzó una mirada a McVey. .

    —Puedo sentir cómo late ese pulso americano que quiere entrar sea como sea —dijo Lebrun con una sonrisa—. Por las escaleras de atrás. Una tarjeta de crédito en el candado y ya está dentro como un caco.

    McVey dejó de mirar las ventanas de Vera y se volvió hacia Lebrun.

    — ¿Qué tipo de relación tiene con Interpol en Lyón? —preguntó en voz baja. Era la primera oportunidad que tenía para hablar de lo que le había contado Grossman.
    —El mismo tipo de tareas que usted —dijo Lebrun, y sonrió—. Soy su contacto en París. En el caso de los decapitados, soy el enlace francés de Interpol.
    —El caso Merriman/Kanarack es diferente, ¿no? No tiene nada que ver con eso.

    Lebrun no entendía lo que insinuaba McVey.

    —Así es. Su colaboración en esta situación, como usted sabe, consistió en proporcionar los medios técnicos para convertir una mancha en una huella digital.
    —Lebrun, usted me pidió que llamara a la policía de Nueva York. Finalmente me han facilitado cierta información.
    — ¿Sobre Merriman?
    —En cierto sentido. A través de la Oficina central en Washington, Interpol Lyón pidió el archivo sobre Merriman más de quince horas antes de que a usted le informaran que tenían la huella dactilar.
    — ¿Qué? —preguntó Lebrun, desconcertado.
    —Ya me ha oído.
    —Lyón no tendría nada que hacer con ese archivo —dijo Lebrun, negando con la cabeza—. Interpol es básicamente un transmisor de informaciones entre los cuerpos de policía, no una oficina de investigación.
    —Venía pensando en eso en el avión desde Londres. Resulta que Interpol solicita y consigue información clasificada horas antes de que se le haya informado al inspector responsable de la investigación que hay una huella dactilar que podría conducir, eventualmente, a la misma información. Eso sólo si el investigador sabe lo que se trae entre manos.

    »Aunque parezca un poco raro, bueno, uno tiene que decir, vale, tal vez son los procedimientos internos. Puede que estén simplemente verificando que su sistema de comunicaciones funciona. Tal vez quieran saber si el investigador es bueno. O quizás hay alguien jugando con un nuevo programa informático. Nunca se sabe. Si sólo fuera eso, uno dice vale, dejémoslo correr.
    »El problema es que, un día después, aparece este mismo tipo, alguien que se supone lleva más de veinte años muerto, lo saca usted del Sena y resulta que está acribillado con una Heckler & Koch automática. Dudo sinceramente de que haya sido obra de un ama de casa enfurecida.

    —Amigo mío —dijo Lebrun, incrédulo—, usted me está diciendo que alguien en la oficina de Interpol descubrió que Merriman estaba vivo, averiguó dónde estaba en París y extendió una orden para matarlo.
    —Yo estoy diciendo que quince horas antes de que usted supiera algo de la huella dactilar, alguien en Interpol tenía conocimiento de ella. Conducía a un nombre y luego a una pista solvente. Puede que con el sistema informático de Interpol, puede que con otro, pero a partir del sistema con que se encontró a Albert Merriman y se le identificó con un tipo que se llamaba Henri Kanarack, vivo y en París, y con que se entregó esa información, lo que sucedió luego fue condenadamente rápido. Porque a Merriman se lo cargaron pocas horas después de identificarlo.
    — ¿Pero por qué matar a un hombre que ya estaba legalmente muerto? ¿Y por qué tanta prisa?
    —Es su país, Lebrun. Dígamelo usted a mí. —McVey lanzó instintivamente una mirada hacia el apartamento de Vera Monneray. Aún estaba a oscuras.
    —Es probable que fuera para que no habláramos con él cuando lo encontráramos.
    —Eso es lo que diría yo.
    —Pero ¿después de veinte años? ¿Qué es lo que temían? ¿Es que sabía algo referente a gente comprometida?
    —Lebrun —confesó McVey—, tal vez estoy loco pero déjeme decírselo igual. Todo esto ha sucedido, digamos, en París. Puede que sea una coincidencia que tenga algo que ver con un hombre a quien ya le seguíamos la pista, puede que no. Pero supongamos que ésta no era la primera vez. Supongamos que quienquiera que sea el implicado tiene una lista maestra de todos los tíos que se han esfumado y cada vez que Lyón, funcionando como una especie de cuartel de investigación sobre problemas criminales poco comunes, recibe una nueva huella dactilar o un pelo de la nariz o cualquier tipo de referencia relacionada, lleva a cabo automáticamente una búsqueda informática. Si sale un nombre que se encuentra registrado en esa lista, se envía la señal y su alcance es a nivel mundial, porque así trabaja Interpol.
    —Usted está sugiriendo la existencia de una organización. Alguien que tenga un topo en las oficinas de Interpol en Lyón.
    —He dicho que puede que yo esté loco...
    —Y sugiere que Osborn forma parte de esa organización, o le pagan.
    —No me haga eso, Lebrun —dijo McVey, sonriendo—. Puedo teorizar hasta reventar pero no establezco conexiones sin pruebas. Y hasta ahora no hay pruebas.
    —Pero estaría bien empezar por Osborn.
    —Por eso estamos aquí.
    —También podríamos empezar averiguando quién ha pedido el archivo de Merriman en Lyón —dijo Lebrun, con una leve sonrisa en los labios.

    McVey estaba observando un coche que acababa de entrar en el Quai de Bethune y que se dirigía hacia ellos. Los faros amarillos cortaban la oscuridad de la lluvia, que volvía a caer.

    Los inspectores se reclinaron hacia atrás cuando un taxi disminuyó la marcha y se detuvo frente al número 18. Al cabo de un momento se abrió la puerta del edificio y salió el portero con un paraguas. Se abrió la puerta del pasajero y bajó Vera. Protegiéndose bajo el paraguas, entraron ella y el portero.

    — ¿Vamos? —preguntó Lebrun a McVey, y se contestó a sí mismo—. Creo que sí.

    Cuando iba a abrir, McVey lo cogió por el brazo.

    —Mon ami, hay más de una Heckler & Koch en este mundo y más de un tipo que sepa usarla. Yo que usted tendría mucho cuidado cuando investigue en Lyón.
    —Albert Merriman era un criminal en la mierda de un asunto asqueroso. ¿Usted cree que se arriesgarían a matar a un policía?
    — ¿Por qué no vuelve a mirar lo que queda de Albert Merriman? Cuente los orificios de salida y los de entrada y observe la trayectoria de las balas. Luego vuelva a preguntárselo.


    Capítulo 48


    Vera esperaba el ascensor cuando entraron McVey y Lebrun. Los vio cruzar el salón de la entrada.

    —Usted debe de ser el inspector Lebrun —dijo, mirando el cigarrillo del policía—. La mayoría de los americanos han dejado de fumar. El portero me dio su tarjeta. ¿En qué puedo ayudarles?
    —Oui, mademoiselle —dijo Lebrun, se inclinó y apagó el cigarrillo con un gesto extraño en un cenicero de piedra al lado del ascensor.
    —Parlez vous anglais? —preguntó McVey. Era tarde, más allá de medianoche. Era evidente que Vera sabía quiénes eran y por qué estaban allí.
    —Sí —dijo Vera, y lo miró a los ojos.

    Lebrun presentó a McVey como un policía americano que trabajaba con la Prefectura de París.

    — ¿Cómo está usted?—dijo Vera.
    —El doctor Paul Osborn. Creo qué lo conoce —dijo McVey, sin hacer caso de las formalidades.
    —Sí.
    — ¿Cuándo lo vio por última vez?

    Vera miró de McVey a Lebrun y nuevamente a McVey.

    —Sería preferible hablar en mi apartamento —dijo.

    El ascensor era pequeño y antiguo con revestimientos de cobre pulido. Era como una diminuta habitación con las paredes tapizadas de espejos. McVey observó a Vera inclinarse y pulsar un botón. Se cerraron las puertas y, tras un zumbido sordo, la maquinaria se puso en marcha y los tres subieron en silencio. A McVey no le impresionaba que Vera fuera una persona de tanta alcurnia, tan bella o que se mostrara imperturbable. Al fin y al cabo, era la amante de uno de los políticos más importantes de Francia. Eso, en sí mismo, debía de ser toda una escuela de autocontrol. Pero lo de invitarlos a su apartamento demostraba que tenía agallas. Les estaba dando a entender que no tenía nada que esconder, fuera cierto o no. Una cosa era segura: si Paul Osborn había estado allí, ahora ya no estaría.

    El ascensor subió una planta. En la segunda, Vera abrió la puerta y luego caminó delante de ellos hasta la puerta de su apartamento.

    Eran las doce y cuarto de la noche. A las once treinta y cinco había dejado a Paul Osborn en la cama extenuado y encendió una pequeña placa eléctrica para mantenerlo abrigado. Luego salió de la habitación oculta bajo los aleros del tejado en la parte superior del edificio. Una escalera angosta e inclinada dentro de un cuarto de tuberías conducía a un cuarto trastero que se abría sobre una entrada en la cuarta planta.

    Vera acababa de salir del cuarto trastero y se volvía para cerrarlo cuando pensó en la policía. Si ya habían venido a verla, era probable que volvieran, sobre todo si no habían descubierto nada sobre Osborn. Querrían volver a interrogarla, preguntarle si entre tanto había sabido algo y la sondearían para ver si habían pasado algo por alto o si pretendía encubrir a alguien.

    La primera vez les había dicho que salía en ese momento. ¿Qué pasaría si ahora estaban fuera esperando que volviera ella? ¿Qué pasaría si no la veían volver y luego la encontraban durmiendo en su apartamento? Si aquello sucedía, lo primero que harían sería registrar el edificio. Era verdad que el desván estaba bien oculto pero no tanto como para que los policías más viejos, cuyos padres o tíos habían luchado en la resistencia contra los nazis, no recordaran esos escondites y buscaran más allá de lo visible.

    Suponiendo que tenía razón acerca de la policía, Vera salió a la calle por la escalera de servicio detrás del edificio y llamó al portero desde un teléfono público en la esquina.

    Philipe no sólo confirmó sus sospechas sino que, además, le leyó la tarjeta de Lebrun. Vera le advirtió que no dijera nada si la policía volvía y cruzó el Quai des Celestins, dobló por la rué de l'Hotel de Ville y entró en la estación de metro de Pont Marie. Viajó hasta la estación siguiente en Sully Morland, salió y cogió un taxi de vuelta a su piso en el Quai de Bethune. No había tardado más de treinta minutos.

    —Por favor, pasen, señores —dijo al abrir la puerta y encender la luz del pasillo.

    McVey cerró la puerta y entró. A la izquierda, en la penumbra, vio lo que parecía un comedor. Por el pasillo a la derecha había la puerta abierta de otra habitación frente a otra puerta abierta. Hacia donde miraba, McVey veía muebles antiguos y alfombras orientales, incluyendo la larga alfombra del pasillo.

    El salón era casi el doble de largo que ancho. Un enorme cartel art déco enmarcado en pan de oro —un Mucha, si McVey recordaba su historia del arte— cubría la mayor parte de la pared al otro lado. Era evidente que se trataba de un «original». A un lado, frente a un largo sofá de lino blanco había una antigua silla mecedora completamente restaurada. El diseño curvo de los brazos y patas estaba pintado a mano del mismo color que el cojín como si lo hubieran sacado directamente del escenario de Alicia en el país de las maravillas. Pero no era un simple adorno o un juguete, era un objet d'art, otra pieza original.

    Más allá, con la excepción de media docena de antigüedades colocadas con sumo cuidado y de lujosas alfombras orientales, la sala era deliberadamente sencilla. El papel de las paredes, un brocado plateado y dorado, no estaba manchado por el polvo que en una ciudad como París siempre terminaba destiñéndolo todo. El techo y el revestimiento de madera eran de color crema y estaban recién pintados. Toda la sala, así como el resto del piso, observó McVey, estaban cuidados día a día.

    Mirando por uno de los dos grandes ventanales que daban al Sena, McVey divisó el Ford blanco de Lebrun al otro lado de la calle. Eso significaba que otra persona, desde ese mismo punto, también lo habría visto. Y se habría percatado de que, después de estacionarse y apagar los faros, no había bajado nadie. Hasta que Vera llegara en taxi y entrara en el edificio.

    Vera encendió varias lámparas y luego se volvió para atender a las visitas.

    — ¿Puedo ofrecerles algo de beber? —preguntó en francés.
    —Yo quisiera ir directo al grano, señorita Monneray, si no le importa —dijo McVey.
    —Desde luego —dijo Vera—, por favor, siéntense.

    Lebrun se sentó en el sillón de lino blanco pero McVey permaneció de pie.

    — ¿Es suyo este piso? —preguntó.
    —Pertenece a mi familia.
    —Pero usted vive aquí sola.
    —Sí.
    —Hoy ha estado con Paul Osborn. Lo recogió en coche a unos treinta kilómetros de aquí, en un campo de golf cerca de Vernon.

    Vera estaba sentada en la mecedora y McVey la miraba. Si la policía se había enterado de todo eso, McVey sabía que era lo bastante lista para no negarlo.

    —Sí —respondió ella, en voz baja.

    Vera Monneray tenía veintiséis años. Era una muchacha bella, bien situada socialmente y estaba a punto de recibir el título de médico. ¿Por qué arriesgaría una' carrera por la que tanto había luchado para proteger a Osborn? A menos que estuviera sucediendo algo de lo que McVey no supiera nada o a menos que estuviera realmente enamorada.

    —Anteriormente, cuando le preguntó la policía, usted negó haber visto al doctor Osborn.
    —Sí.
    — ¿Por qué?

    Vera miró de McVey a Lebrun y nuevamente a McVey.

    —Seré sincera con usted y le diré que estaba asustada. No sabía qué hacer.
    —Estuvo aquí en el apartamento, ¿verdad? —preguntó McVey.
    —No —dijo Vera, tranquila—. No estuvo. —Sería una mentira que les sería difícil demostrar. Si decía la verdad, querrían saber adonde había ido y cómo había llegado allí.
    —Entonces no le importará que echemos un vistazo —dijo Lebrun.
    —No, en absoluto —dijo ella. Lo había limpiado y guardado todo en la habitación de invitados. Había doblado las sábanas y las toallas con sangre que había usado al extraer la bala de la pierna de Osborn y las había ocultado en el desván. Después de esterilizar los instrumentos, los había guardado en su bolso.

    Lebrun se levantó y salió del salón. Se detuvo en el pasillo a encender un cigarrillo.

    — ¿Por qué tenía miedo? —preguntó McVey, que se había sentado en una silla de respaldo plano frente a Vera.
    —El doctor Osborn estaba herido. Había pasado la mayor parte de la noche en el río.
    —Mató a un hombre que se llama Albert Merriman. ¿Lo sabía?
    —No, no lo mató.
    — ¿Eso fue lo que le dijo?
    —Inspector, le he dicho que estaba herido. No era porque hubiera estado en el río sino porque le dispararon. Le disparó el mismo hombre que mató a Albert Merriman. A él le dieron en el muslo.
    — ¿Ah, sí? —dijo McVey.

    Vera lo miró un momento, luego se incorporó y fue hacia una mesa junto a la puerta. Lebrun, que volvía de su inspección, le lanzó una mirada a McVey y negó con un gesto de cabeza. Vera abrió un cajón, sacó algo, lo cerró y volvió al salón.

    —Le extraje esto —dijo, y le dejó a McVey en la mano la bala que le había sacado a Osborn.

    McVey la hizo rodar en la palma de la mano y la cogió entre el pulgar y el índice.

    —Punta blanda. Podría ser de nueve milímetros —dijo a Lebrun.

    Lebrun no dijo nada, sólo asintió levemente. Le quería decir a McVey que podía tratarse del mismo tipo de proyectil que habían encontrado en Merriman.

    McVey volvió a mirar a Vera.

    — ¿Dónde lo operó?

    «Di lo primero que se te venga a la cabeza —pensó ella—. No titubees, y dilo con pocas palabras.»

    —Al lado del camino, volviendo a París.
    — ¿Qué camino?
    —No recuerdo. Estaba sangrando y casi deliraba.
    — ¿Dónde está ahora?
    —No lo sé.
    —Tampoco lo sabe... Parece no saber más de lo que dice.

    Vera lo miró pero no se amedrentó.

    —Quería traerlo aquí. La verdad es que quería llevarlo a un hospital. Pero él no quiso. Tenía miedo de que la persona que había intentado matarlo volviera a por él si sabía que estaba vivo. Es fácil localizar un hospital y si se quedaba aquí, tenía miedo de que me hicieran daño a mí. Por eso insistió en hacer lo que hicimos. La herida no era profunda y fue una operación relativamente sencilla. Como médico, sabía que...
    — ¿Qué usó en lugar de agua? ¿Sabe? Para mantenerlo todo limpio.
    —Agua embotellada. Casi siempre llevo agua en el coche. Mucha gente lo hace hoy en día. Incluso en Estados Unidos.

    McVey la miró pero no dijo nada. Lebrun hizo lo mismo. Estaban esperando que siguiera.

    —Lo dejé en la estación Montparnasse hacia las cuatro de la tarde. No debería haberlo hecho, pero él insistió.
    — ¿Adonde iba? —preguntó McVey.

    Vera negó con la cabeza.

    —Tampoco lo sabe.
    —Lo siento. Ya le dije que él tenía miedo de que me pasara algo. No quería implicarme más de lo que ya me había implicado.
    — ¿Podía caminar?
    —Tenía un bastón, un bastón viejo que había en el coche. No era gran cosa pero le ayudaba a aliviar la presión sobre la pierna. Es un hombre sano. Ese tipo de heridas sana rápidamente.

    Vera vio que McVey se levantaba, cruzaba la habitación y se acercaba a mirar por la ventana.

    — ¿Dónde ha estado esta noche desde que ha salido hasta que ha vuelto? —preguntó, dándole la espalda y luego volviéndose para mirarla cara a cara.

    Hasta ese momento, a pesar de ser directo, McVey había conservado cierto tono amistoso. Pero con aquella pregunta cambió de tono. Era difícil, desagradable y decididamente acusatoria. Era algo que Vera no había experimentado. Aquél no era ningún poli de Hollywood sino de carne y hueso. No sólo la intimidaba, le daba un miedo de muerte.

    McVey no tenía por qué mirar a Lebrun para saber cuál era su reacción. Terror.

    Y tenía razón. Lebrun estaba aterrorizado. McVey le estaba preguntando abiertamente si había tenido un encuentro secreto con Francois Christian. El problema de esta reacción fue que Vera también la vio. Eso le decía que también conocían lo de su relación con Francois. Y le advertía que no sabían nada de su ruptura.

    —Preferiría no hablar —dijo, inexpresiva. Se cruzó de piernas y miró a Lebrun—. ¿Debería solicitar un abogado?
    —No, señorita —respondió Lebrun, sin dudar—. Ahora no, ni esta noche. —Se incorporó y miró a McVey—. Ya es la madrugada del domingo. Creo que es hora de irnos.

    McVey miró a Lebrun un momento y luego cedió ante el profundo sentido de corrección del francés.

    —Sólo quiero preguntar algo que estaba pensando —dijo, volviéndose a Vera—. ¿Sabía Osborn quién le disparó?
    —No.
    — ¿Le dijo qué aspecto tenía?
    —Sólo que era alto —dijo Vera—. Alto y delgado.
    — ¿Lo había visto antes?
    —No creo.

    Lebrun señaló hacia la puerta con un gesto de cabeza.

    —Una pregunta más, inspector —dijo McVey, sin dejar de mirar a Vera—. Este Albert Merriman o Henri Kanarack, como se hacía llamar, ¿sabe por qué estaba tan interesado en él el doctor Osborn?

    Vera dudó. ¿Qué mal haría en contárselo? De hecho podría servir para que entendieran la presión a la que había estado sometido Osborn, para hacerles comprender que él sólo había querido interrogar a Kanarack, que no tenía nada que ver con el tiroteo. Por otro lado, la policía se había llevado la sucinilcolina de la habitación del hotel de Osborn. Si ella les contaba que Kanarack había asesinado al padre de Osborn, en lugar de mostrarse comprensivos supondrían que Osborn andaba buscando vengarse. Si hacían eso y lo relacionaban con la droga y descubrían para qué la había usado, podían volver a examinar el cadáver de Kanarack y descubrir los orificios de la jeringa.

    En ese momento puede que Osborn actuara como fugitivo pero en realidad no era más que una víctima. Si por alguna razón volvían y descubrían los orificios de la jeringa en el cadáver de Kanarack, podrían acusar a Osborn y seguramente lo harían, de intento de asesinato.

    —No —dijo finalmente—. Realmente no tengo idea.
    — ¿Y qué pasó en el río?
    —No entiendo lo que quiere decir.
    — ¿Por qué fueron Osborn y Merriman al río? —Lebrun se sentía incómodo y Vera podría haberse vuelto hacia él para pedir ayuda pero no lo hizo.
    —Como le he dicho, inspector McVey, realmente no tengo ni idea.

    Sesenta segundos después, Vera cerró la puerta cuando ellos salieron y cerró con llave. Volvió al salón, apagó las luces y se dirigió a la ventana. Los vio salir del edificio y dirigirse al Ford blanco estacionado enfrente. Cuando entraron en el coche dejó escapar un profundo suspiro. Era la segunda vez aquella noche que le mentía a la policía.


    Capítulo 49


    Joanna estaba tendida en la oscuridad y temblaba. Jamás había imaginado que el sexo podía ser así, que se sentiría de esa manera y que ese sentimiento perduraría.

    Más de una hora después de que Pascal von Holden se hubiera marchado, aún sentía el olor de su cuerpo, de su colonia y su sudor y ahora no quería perderlo nunca más. Intentó recordar cómo había sucedido todo, cómo cada cosa había conducido a la siguiente.


    Cuando el crucero echó amarras, los hombres de esmoquin bajaron por la escalerilla para fijarla. Luego se aseguraron de que la limusina de Lybarger lo esperaba en el muelle.

    Después de bailar con Pascal, Joanna le contó al señor Lybarger la buena noticia de que se quedaría y seguiría ayudándolo con su terapia.

    Cuando Joanna se acercó, Lybarger le hizo señas para que lo llevara a un lado en su silla de ruedas. Ella miró a Von Holden, que esperaba fuera en la cubierta. No quería separarse de él ni por un momento, pero cuando le sonrió, ella se alejó para hablar con Lybarger. Cuando estuvieron a solas, Lybarger se inclinó repentinamente y le cogió la mano a Joanna. Parecía cansado y confundido, incluso algo asustado. Ella lo miró y le sonrió amable, y le contó que se quedaría junto a él un tiempo para ayudarle a acostumbrarse al nuevo ambiente. Lybarger, no obstante, la atrajo hacia sí y le hizo la misma pregunta que otras veces.

    — ¿Dónde está mi familia? —preguntó—. ¿Dónde está mi familia?
    —Están aquí, señor Lybarger. Lo han venido a buscar al aeropuerto. Están con usted esta noche, señor

    Lybarger, todos juntos. Ahora se encuentra en casa, en Suiza.

    — ¡No! —Dijo él terminante mirándola fijamente y con severidad—. Mi familia. ¿Dónde están todos?

    Volvieron los hombres de esmoquin. Tenían que llevar al señor Lybarger al coche. Ella le dijo al anciano que los acompañara y que no se preocupara, que hablarían al día siguiente.

    Después Von Holden la abrazó y le sonrió para tranquilizarla mientras observaban a los hombres bajar a Lybarger por la pasarela en la silla de ruedas y lo ayudaban a entrar en el coche. Von Holden le dijo que debía de estar muy cansada ya que aún seguiría rigiéndose por el horario de Nuevo México.

    —Sí, estoy muy cansada —dijo ella, sonriendo para agradecerle su atención.
    — ¿Puedo acompañarla al hotel?
    —Sí, me parece buena idea. Muchas gracias —dijo Joanna, que jamás había conocido a nadie tan genuinamente sincero, cálido y amable.

    Después, recordaba vagamente el paseo junto al lago y el regreso a Zúrich. Recordó unas luces de colores y a Von Holden diciéndole que al día siguiente enviaría un coche a buscarla para llevarla a casa de Lybarger.

    También recordaba haber abierto la puerta de la habitación del hotel. Von Holden cogió la llave y cerró la puerta a su espalda. La ayudó a sacarse el abrigo y lo colgó con cuidado en el armario. Luego se volvió y sus labios se juntaron en la oscuridad. Sus labios con los de ella. Von Holden era amable y a la vez decidido. Recordó que luego la desvistió y que le besó un pecho y luego el otro, que se los introdujo en la boca, los labios rozando los pezones, haciéndolos más duros que nunca. Luego la cogió en vilo y la tendió en la cama. Sin quitarle los ojos de encima se desvistió lenta y sensualmente. La corbata, la chaqueta, los zapatos, los calcetines y luego la camisa y Joanna descubrió que tenía el vello claro del pecho del mismo color que el pelo. Mientras lo observaba le dolían los pezones y sentía su propia humedad. No había tenido la intención de mirar porque le parecía vulgar pero su mirada se clavó en las manos de Von Holden cuando él se desabrochó el cinturón y se bajó la bragueta.

    De pronto Joanna se echó hacia atrás en la oscuridad y rió. Estaba sola pero lanzó una carcajada estruendosa. No le importaba que la oyeran en la habitación de al lado. Recordaba la típica broma que contaban las chicas en el instituto y que ahora se había convertido en realidad.

    —Los hombres vienen en tres tamaños: pequeños, medianos y... ¡oh, Dios mío!


    Capítulo 50


    París, 3.30
    El mismo hotel, la misma habitación
    y el mismo reloj que la última vez.
    Clic
    03h31



    Siempre eran las tres y media, veinte minutos más, veinte minutos menos. McVey estaba agotado pero no lograba conciliar el sueño. Le dolía incluso pensar, pero su cerebro no tenía interruptor para desconectarse. Lo había perdido el día en que le tocó ver el primer cadáver abandonado en un callejón con la cabeza destrozada por un disparo. Al pensar en los miles de detalles que llevaban de la víctima al asesino, se mantenía pendiente y alerta.

    Los agentes de Lebrun peinaron la estación Montparnassse en busca de Osborn. La operación era una pérdida de tiempo, le advirtió McVey a Lebrun. Vera Monneray había mentido al declarar que había dejado a Osborn en la estación. Lo habría llevado a otro lugar y sabía dónde se ocultaba.

    McVey insistió para que volvieran por la mañana y le dijeran a Vera Monneray que continuarían la conversación en la prefectura. Al fin y al cabo, una sala de interrogatorios obraba maravillas cuando se trataba de que la gente dijera la verdad, quisiéranlo o no.

    Lebrun contestó con un ¡no! enfático.

    Puede que a Osborn se le tuviera por sospechoso de asesinato pero desde luego no se podía decir lo mismo de la amiga del Primer Ministro de la República francesa.

    McVey había llegado al final de su umbral de tolerancia y tuvo que contar lentamente hasta diez antes de proponer como solución alternativa una prueba con el detector de mentiras. Puede que una persona que no dijera la verdad no lo confesara todo pero era un buen montaje emocional para allanar el camino a un segundo interrogatorio. Sobre todo si el encargado del detector de mentiras era excepcionalmente prolijo y la persona interrogada estaba algo nerviosa, lo cual solía suceder.

    Lebrun volvió a negarse y lo único que McVey pudo arrancarle fue una vigilancia de treinta y seis horas. Incluso eso había resultado una tarea difícil debido a los gastos que implicaba y Lebrun tuvo que organizar tres turnos de dos agentes cada uno para seguir los movimientos de Vera durante un día y medio.

    Clic.

    Esta vez McVey no se molestó en mirar el reloj.

    Apagó la luz y se recostó en la oscuridad a observar las sombras ondulando en el techo de la habitación preguntándose si realmente aquello le importaba. Vera Monneray, Osborn, el «hombre alto» si es que existía y que había supuestamente asesinado a Albert Merriman y herido a Osborn. O los cadáveres decapitados y congelados o la cabeza que algún doctor Frankenstein de la alta tecnología pretendía unir a un cadáver. La posibilidad de que ese doctor fuera Osborn tampoco tenía importancia porque a esa hora lo único que McVey quería de verdad era dormir y se preguntaba si finalmente lo lograría. Clic.

    Cuatro horas más tarde, al volante del Opel beis, McVey se dirigía al parque junto al río. Había amanecido y tuvo que bajar el visor para protegerse del sol mientras bordeaba el Sena buscando la salida del parque. Si había dormido no lo recordaba.

    Cinco minutos más tarde reconoció la arboleda que marcaba la entrada al parque. Entró y se detuvo ante un terreno cubierto de espesa hierba rodeado por un camino con árboles a ambos lados, algunos de los cuales ya comenzaban a teñirse de colores. Miró el suelo y vio las huellas de un único vehículo que había entrado en el parque y que había salido luego en la misma dirección.

    Tuvo que suponer que pertenecían a las huellas del Ford de Lebrun porque él y el inspector habían llegado después de que parara de llover. Cualquier otro vehículo que hubiera entrado en el parque habría dejado un segundo trazado de neumáticos.

    McVey aceleró un poco y recorrió el parque hasta donde los árboles lindaban con la parte superior de la rampa que bajaba hasta la orilla. Se detuvo y bajó del coche.

    Justo frente a él vio dos pares de huellas desleídas por la lluvia que llegaban hasta el río. Eran las suyas y las de Lebrun. Examinó la rampa que se hacía plana al llegar abajo, se imaginó dónde habría quedado el Citroen blanco de Agnés Demblon cerca de la orilla e intentó dilucidar por qué Osborn y Albert Merriman habían llegado hasta allí. ¿Acaso trabajaban juntos? ¿Por qué llevar el coche hasta abajo? ¿Acaso llevaban algo que quisieran descargar en el agua? ¿Tal vez drogas? Quizás intentaban lanzar al agua el mismo coche. ¿Deshacerse de él? ¿Desguazarlo? ¿Pero con qué motivo? Osborn era un médico respetable que gozaba de una holgada situación. Nada de aquello tenía sentido.

    Si el lodo rojo de aquel lugar era hipotéticamente el mismo que Osborn llevaba en el calzado la noche antes del asesinato, supuso McVey que ese día el médico había estado allí. Si a eso se añadía el hecho de que había tres tipos de huellas digitales en el coche, las de Osborn, las de Merriman y las de Agnés Demblon, McVey estaba casi seguro de que Osborn había escogido el lugar junto al río y que luego había llevado a Merriman.

    A Lebrun le habían informado que Agnés Demblon había trabajado en la panadería el viernes todo el día y que aún estaba allí por la tarde cuando Merriman fue asesinado.

    Por el momento y antes de que balística le entregara a Lebrun el informe sobre el proyectil que Vera Monneray le había supuestamente extraído a Osborn, McVey estaba dispuesto a creer que un hombre alto había disparado. Y a menos que aquel hombre, amigo o no, llevara guantes y tuviera a Merriman y Osborn neutralizados y bajo su control, era razonable suponer que no había venido al parque en el mismo coche que ellos. Ya que el Citroen había quedado ahí, el hombre alto habría venido en un segundo coche. En el caso menos probable de que hubiera venido con Osborn y Merriman, alguien habría pasado a recogerlo en otro coche. No había transporte público en aquella zona y tampoco era probable que el hombre alto hubiera regresado a la ciudad caminando. Era posible pero muy poco probable que hubiera hecho autoestop. Un tipo que acaba de disparar contra dos hombres con una Heckler & Koch, no era el tipo de individuo que viaja de ese modo corriendo el riesgo de dejar un testigo que lo identifique.

    Y luego, siguiendo el rastro desde Interpol, Lyón, a los archivos de policía de Nueva York, era posible pensar que el verdadero blanco del hombre alto fuera Merriman, no Osborn. En ese caso, ¿acaso se podía pensar que hubiera una conexión entre Osborn y el hombre alto? Si fuera así, después de despachar a Merriman el desconocido tal vez había traicionado a Osborn y había intentado liquidarlo a él también. O puede que el hombre alto hubiera seguido a Merriman desde la panadería hasta encontrar a Osborn y luego los hubiera seguido a ambos.

    Proyectando esa teoría y suponiendo que el incendio del edificio donde vivía Agnés Demblon iba destinado sobre todo a eliminarla a ella, parecía razonable suponer que las órdenes del hombre alto consistieran en despachar no sólo a Merriman sino a todo aquel que estuviera relacionado con él.

    — ¡Su mujer! —exclamó de pronto McVey.

    Dio media vuelta y comenzó a caminar bajo los árboles hacia el Opel.

    No sabía dónde encontraría el teléfono más cercano y maldijo a Interpol por haberle proporcionado un coche sin radio o teléfono. Debía avisarle a Lebrun que la mujer de Merriman, donde quiera se encontrase, corría grave peligro.

    McVey estaba en la linde del bosque a unos metros del coche cuando se detuvo bruscamente y se volvió. Desde el lugar del crimen había recorrido el camino a toda prisa entre los árboles. Precisamente lo que habría hecho un asesino que abandonara la escena del tiroteo. Anoche, él y Lebrun habían llegado hasta la rampa siguiendo el camino que contorneaba la arboleda, no a través de ella. Los inspectores y técnicos de Lebrun no habían encontrado huellas que indicaran la presencia de un tercer hombre aquella noche. Por lo tanto suponían que era Osborn quien había disparado. Pero ¿habían buscado ahí, bajo los árboles, a esa distancia de la rampa?

    Era un resplandeciente domingo después de casi una semana de lluvia. McVey se encontraba ante un dilema. Si iba a prevenirle a Lebrun sobre el peligro que corría la mujer de Merriman, se arriesgaba a que el parque fuera invadido por visitantes que destruyeran, las pruebas sin proponérselo.

    Aunque lo lamentaría más tarde, supuso que si la policía francesa aún tenía que encontrar a la mujer, el hombre alto tendría el mismo problema. McVey decidió utilizar el tiempo del que disponía y se quedó donde estaba.

    Volvió cuidadosamente sobre sus pasos hacia la rampa a través de los árboles. El suelo estaba cubierto por una gruesa y húmeda capa de agujas de pino. Al pisarlas, McVey vio que se apartaban como una alfombra de modo que era necesario algo bastante más pesado que un hombre para estampar cualquier tipo de huella.

    Llegó hasta la rampa y se volvió. No había encontrado nada. Caminó unos diez metros hacia el este desde donde estaba y volvió a cruzar. Esta vez tampoco encontró nada.

    Caminó hacia el oeste hasta situarse a medio camino entre el trayecto de la primera y la segunda inspección y volvió a cruzar. Al cabo de no más de diez metros, lo vio. Un mondadientes plano, quebrado por la mitad, casi camuflado por las agujas de pino. Sacó el pañuelo y lo recogió. Al observarlo a la luz, vio que la sección de la rotura era de un color más claro que el exterior, lo cual significaba que se había quebrado recientemente. Lo envolvió en el pañuelo y se dirigió al coche.

    Caminó lento escudriñando el terreno. Casi al llegar al final de la arboleda, algo le llamó la atención. Se detuvo y se agachó a mirar.

    Las agujas de pino frente a él tenían un tono más claro que las de su alrededor. Bajo la lluvia habrían tenido el mismo color pero secas por el sol de la mañana daban la impresión de que hubieran sido esparcidas deliberadamente. McVey cogió una rama caída y la separó suavemente. Al principio no vio nada, y se sintió decepcionado. Y al avanzar descubrió algo que se parecía a la huella de un neumático. Se levantó y la siguió, y al llegar al final de los árboles encontró unas estrías visiblemente marcadas en la tierra arenosa. Un coche había penetrado bajo los árboles y había aparcado. Posteriormente, al retroceder, el conductor había visto las huellas. Se había bajado y con las agujas de pino recién caídas las había cubierto aunque olvidando el punto donde había aparcado. Más allá de los árboles, la lluvia había borrado el resto de las huellas. Pero bajo los árboles, las ramas caídas habían protegido el suelo dejando en la tierra una impresión leve pero distinguible. No más de diez centímetros de largo y un centímetro de profundidad, lo cual no era gran cosa. Para un equipo técnico de la policía sería suficiente.


    Capítulo 51


    ¡Scholl!

    Osborn acababa de orinar y, al tirar de la cadena, el nombre irrumpió en su memoria.

    Con una mueca de dolor al apoyarse sobre la pierna herida se volvió aparatosamente y se inclinó para alcanzar el bastón que le había dejado Vera y que ahora colgaba junto al lavabo. Se apoyó en la otra pierna y volvió hacia la habitación. Cada paso le costaba un gran esfuerzo y tuvo que moverse lentamente aunque sabía que el dolor se debía más a la rigidez y al golpe sufrido por el músculo que a la herida, lo cual significaba que estaba sanando.

    Al salir del cubículo del aseo, la habitación le pareció más pequeña que desde la cama. Con la cortina negra que tapaba la única ventana, el cuarto no sólo estaba a oscuras sino también impregnado de olor a medicamentos. Se detuvo ante la ventana y corrió la cortina. La clara luz de comienzos del otoño inundó la habitación. Haciendo un esfuerzo y con los dientes rechinando con el tirón de la pierna, abrió la diminuta ventana y miró afuera. Sólo alcanzaba a ver el perfil del techo del edificio en su brusca pendiente y más allá la punta de las torres de Notre Dame que relucían bajo el sol de la mañana. Sintió con especial avidez la claridad del aire que soplaba sobre el Sena. Era dulce y refrescante y Osborn aspiró profundamente.

    En algún momento de la noche, Vera había subido para cambiarle el vendaje. Había intentado decirle algo pero él estaba demasiado mareado para entender y luego se había dormido. Más tarde, al despertarse y recuperar sus sentidos se concentró pensando en el hombre alto y en la policía y en saber qué debía hacer. Pero ahora era Erwin Scholl quien se había filtrado en su pensamiento.

    Scholl era el hombre a quien Kanarack, aterrorizado ante la amenaza de la sucinilcolina, había acusado como la persona que lo había contratado para asesinar a su padre. Justo en el momento de la confesión, recordó Osborn, había aparecido el hombre alto y les había disparado.

    Erwin Scholl. ¿De dónde? Kanarack también se lo había dicho.

    Se alejó de la ventana y regresó cojeando a la cama, alisó la manta, se volvió y se sentó suavemente. Caminar desde la cama al aseo y volver lo había desgastado más de lo que habría deseado. Permaneció sentado en el borde de la cama incapaz de hacer otra cosa que respirar.

    ¿Quién era Erwin Scholl? ¿Y por qué habría querido matar a su padre?

    Osborn cerró los ojos. Era la misma pregunta de los últimos treinta años. El dolor de la pierna no era nada comparado con el dolor de su alma. Recordó aquel sentimiento que le había rasgado las entrañas cuando Kanarack confesó que le habían pagado para matarlo. En sólo un instante, toda una vida de soledad, dolor y cólera se había transformado en algo más allá de toda comprensión. Al tropezar con Henri Kanarack, al averiguar dónde vivía y trabajaba, pensaba que Dios finalmente se había compadecido de él y que había llegado el momento de poner fin a su sufrimiento. Pero no había sucedido así. Sólo se había producido un relevo. Cruelmente, tajantemente. Como una pelota que pasa de manos de un jugador a otro. El era el que debía perseguir la pelota como lo había hecho durante tantos años.

    El río, al menos, lo había conducido a algo concluyente. Si aquel lugar hubiera significado la muerte, lo habría preferido al infierno al que había regresado donde no tenía descanso y vivía en eterna ira, un infierno que le impedía amar y ser amado acosado por el terror de que al final lo destruiría todo. El objeto perseguido no había desaparecido, sólo había cambiado de forma. Esta vez era Erwin Scholl sin rostro, sólo un nombre. ¿Cuánto tardaría en encontrarlo? ¿Otros treinta años? Si tenía fuerza suficiente para buscarlo y al final de sus esfuerzos lo encontraba, ¿qué haría entonces?

    ¿Otra puerta que se abría?

    Un ruido en el exterior del habitáculo lo sacó de sus cavilaciones.

    Alguien se acercaba. Buscó rápidamente un lugar donde ocultarse pero vio que era imposible. ¿Dónde estaba la pistola de Kanarack? ¿Qué había hecho Vera con ella? Miró hacia la puerta. El pomo comenzó a girar. Sólo tenía el bastón como arma. Lo empuñó con fuerza y la puerta se abrió.

    Vera vestía su bata blanca de hospital.

    —Buenos días —dijo, y entró. Volvía con la bandeja, esta vez con café caliente y cruasanes y una nevera de plástico con fruta, queso y una pequeña tajada de pan—. ¿Cómo te encuentras?

    Osborn suspiró y dejó el bastón sobre la cama.

    —Bien, bien —dijo—. Sobre todo después de saber quién viene a verme.

    Vera dejó la bandeja en la pequeña mesa bajo la ventana y se volvió hacia él.

    —La policía volvió anoche. Los acompañaba un americano y parecía conocerte bastante bien.

    Osborn estaba atónito.

    — ¡McVey! —Todavía estaba en París.
    —Por lo visto tú también lo conoces... —dijo Vera, con una sonrisa apretada, casi peligrosa, como si por algún oscuro motivo gozara de todo eso.
    — ¿Qué querían? —preguntó él, ansioso.
    —Descubrieron que te había recogido en el campo de golf. Reconocí que te había extraído la bala. Querían saber dónde estabas. Les dije que te había dejado en una estación de ferrocarril, que no sabía dónde ibas y que tú no querías decírmelo. No estoy segura de si me creyeron.
    —McVey te hará vigilar como un ave de rapiña esperando que te pongas en contacto conmigo.
    —Ya lo sé. Por eso vuelvo al trabajo. Tengo un turno de treinta y seis horas. Espero que cuando termine se hayan aburrido y piensen que decía la verdad.
    — ¿Y qué pasa si no se lo creen? ¿Qué pasa si deciden buscar en tu apartamento y luego en el edificio? —De pronto Osborn tuvo miedo. Estaba entre la espada y la pared y no tenía por dónde escapar. Si intentaba salir y estaban esperándolo, le pondrían las manos encima antes de que caminara cincuenta metros. Si decidían buscar en el edificio llegarían arriba y en ese caso ya podía darse por perdido.
    —No podemos hacer nada más —dijo Vera, decidida, imperturbable. No sólo estaba de su lado y lo protegía sino que también mantenía el control de la situación—Tienes agua en el aseo y suficiente comida hasta que yo vuelva. Quiero que hagas algo de ejercicio. Estiramiento de músculos y elevación de pierna, si puedes. Si no, tienes que caminar de un lado a otro de la habitación todo lo que puedas cada cuatro horas. Cuando salgamos de aquí te verás obligado a caminar de verdad. Asegúrate de mantener la cortina cerrada. La buhardilla está oculta por la fachada del techo pero si alguien estuviera observando, la luz te delataría inmediatamente. Aquí tienes... —dijo, y le puso una llave en la mano—. Es de mi piso. Por si se complica la pierna y tienes que ponerte en contacto conmigo. El número del hospital está en un bloc de notas junto al teléfono. La escalera da a un cuarto en el piso de arriba. Tienes que bajar en el ascensor de servicio —dijo. Luego lo miró, vacilante—. No hace falta que te diga que tengas cuidado.
    —Y yo no hace falta que te diga que todavía te puedes desentender de todo esto. Vete donde tu abuela y podrás decir que no tienes idea de lo que sucedía aquí.
    —No —dijo Vera, y se volvió hacia la puerta.
    —Vera.
    — ¿Qué? —Se detuvo y miró a Osborn.
    —Había una pistola. ¿Dónde está?

    Por su reacción, Osborn entendió que no le gustaba lo que acababa de oír.

    —Vera... —dijo, y vaciló—, si el hombre alto me encuentra, ¿qué puedo hacer?
    — ¿Cómo podría encontrarte? No tiene porqué saber ni quién soy ni dónde vivo.
    —Tampoco sabía nada de Merriman. Pero ahora está muerto.

    Ella dudaba.

    —Vera, por favor. —Osborn la miraba fijamente. La pistola era para defenderse, claro, no para dispararle a la policía.

    Con un gesto de cabeza, Vera señaló hacia la mesa bajo la ventana.

    —Está en el cajón.


    Capítulo 52


    Marsella


    Muy a su pesar, Marianne Chalfour Rouget tuvo que salir de misa de ocho al cabo de diez minutos. Los parroquianos, la mayoría conocidos, empezaban a girarse y a mirar a su hermana que no dejaba de sollozar. Michéle Kanarack había llegado hacía dos días, y durante esos dos días había sido incapaz de controlar su llanto.

    Marianne era tres años mayor que su hermana y tenía cinco hijos, el mayor de ellos de catorce años. Jean Luc, su marido, era pescador y sus ingresos variaban teniendo en cuenta la temporada. Jean Luc pasaba la mayor parte del tiempo lejos de casa pero cuando volvía, como ahora, se complacía en estar con su mujer y sus hijos.

    Sobre todo con su mujer. El apetito sexual de Jean Luc era insaciable y él no se avergonzaba de ello. Eso sí, a veces resultaba problemático, incluso embarazoso porque de pronto, desbordado por su urgencia, Jean Luc cogía a su mujer en vilo o la arrancaba de la silla para llevarla a la habitación matrimonial del diminuto piso de tres habitaciones donde, durante horas que parecían interminables, hacían el amor ruidosamente como salvajes.

    Jean Luc no entendía por qué Michéle había venido a vivir con ellos.

    Tampoco sabía cuánto lo alargaría. Consideraba que toda la gente casada tiene problemas pero que con los consejos de un cura todo se puede solucionar. Por eso estaba seguro de que Henri aparecería en cualquier momento, le rogaría a Michéle que lo perdonara y los dos volverían juntos a París.

    Pero Michéle, en medio de su llanto, estaba igualmente segura de que eso no ocurriría. Llevaba dos noches intentando dormir en el sofá del diminuto salón cocina, vapuleada por los chicos que se arremolinaban en torno al televisor en blanco y negro a disputarse los programas. En la habitación, entre tanto, marido y mujer se libraban a sus escandalosas sesiones de amor sin que nadie, excepto Michéle, les prestara atención.

    El domingo por la mañana, Jean Luc se había hartado de las lágrimas de su cuñada y se lo había dicho a Marianne, directamente al grano y delante de Michéle. Que se la llevara a la iglesia, le dijo, y que, ante los ojos de Dios, ¡hiciera que parara de llorar! Y si no era ante Dios, que al menos fuera en presencia del párroco.

    Pero aquello no había dado resultado. Y ahora, después de salir de la iglesia, las dos hermanas caminaron juntas bajo el cálido sol mediterráneo y doblaron por el Boulevard d'Athénes hacia Canebiére. Marianne le cogió la mano a Michéle.

    —Michéle, no eres la única mujer en el mundo abandonada por su marido —le recriminó—. Ni tampoco eres la primera que está embarazada. Sí, ya sé que sufres y yo te entiendo. Pero la vida sigue su ritmo y ¡ya está bien! Estamos aquí contigo. ¿Por qué no buscas un trabajo y mantienes a tu hijo? Y luego ya buscarás a alguien decente.

    Michéle miró a su hermana y luego al suelo. Marianne tenía razón, claro. Pero sus razones no apaciguaban su dolor ni su miedo de la soledad ni aliviaban su vacío. Ya se sabe que pensar jamás acaba con las lágrimas, que eso es cuestión de tiempo.

    Después de decir lo que tenía que decir, Marianne se detuvo en un mercadillo al aire libre en el Quai des Belges para comprar un pollo y verduras frescas para la cena. El mercado y la acera a esa hora ya estaban llenos de gente y el tumulto y el tráfico producían una sordina intensa. De pronto Marianne escuchó un estallido raro, algo como un «pop» que pareció eclipsar los demás ruidos. Se dio media vuelta para comentárselo a Michéle y la vio apoyada contra un puesto repleto de melones como si algo la hubiese sorprendido. Entonces vio que brotaba una mancha roja y brillante por debajo del cuello de la camisa blanca de su hermana, en el cuello, una mancha que se extendía. En el mismo instante sintió una presencia a su lado. Levantó la mirada y vio a un hombre alto que le sonreía. El hombre sostenía algo en la mano y lo levantó y Marianne volvió a oír el «pop». El hombre alto desapareció con la misma rapidez y de pronto el cielo comenzó a oscurecerse. Miró a su alrededor y vio algunos rostros. Luego, curiosamente, todo se desvaneció.


    Capítulo 53


    Bernhard Oven podría haber regresado de Marsella a París en avión como lo había hecho para ir, pero la policía podía seguir la pista con demasiada facilidad a un billete de ida y vuelta cuyas fechas coincidieran con las de una serie .de asesinatos. El viaje en TGV desde Marsella a París tardaba sólo cuatro horas cuarenta y cinco minutos. Para Oven era tiempo suficiente para relajarse en su asiento de primera clase y pensar en cuanto había sucedido y lo que habría de suceder.

    Encontrar a Michéle Kanarack en casa de su hermana había sido un juego de niños. Le había bastado seguirla hasta la estación la mañana en que salía de París y tomar nota del tren que abordaba. Conociendo el tren y su destino, la Organización se encargaba del resto. En Marsella, habían visto apearse a Michéle y la habían seguido a casa de su hermana en el barrio de Le Panier. Luego la siguieron rigurosamente y tomaron nota de las personas con las que podía haber intimado. Con esa información, Oven había abordado el vuelo de Air ínter de París a Marsella y en el aeropuerto de Provence había cogido un coche alquilado. En el compartimiento de la rueda de repuesto había una pistola automática CZ 22 checoslovaca, balas y un silenciador.

    —Bonjour. Ah, le billet, oui.

    Oven le entregó su billete al inspector e intercambió con él las típicas banalidades que un joven con aspecto de ejecutivo dinámico intercambiaría con un inspector de trenes. Luego se reclinó en su asiento y gozó del paisaje de la campiña francesa mientras el TGV atravesaba a toda velocidad los verdes campos del valle del Ródano. Según su cálculo viajaban a unos doscientos ochenta kilómetros por hora.

    Había hecho bien en deshacerse de las dos mujeres en la calle. Si por algún motivo lo hubiesen eludido y hubieran estado en casa, bueno, las histéricas siempre causan problemas. Al ver al marido y a los cinco hijos de Marianne acribillados en el suelo, por muy pulcramente que los hubiese ejecutado, las dos mujeres se habrían puesto histéricas perdidas llamando a los vecinos y a cualquiera que se hubiera encontrado por los alrededores.

    Desde luego hallarían al marido y a los cinco niños si es que eso ya no había sucedido y el impacto del suceso haría que la policía y los políticos salieran corriendo de sus madrigueras. Pero no había tenido alternativa. El marido estaba a punto de salir al café del barrio para reunirse con sus colegas, lo cual significaba que habría tenido que esperar a lo largo de todo el día hasta que todos hubieran vuelto a reunirse en casa. Y eso le habría provocado un retraso que no podía permitirse porque tenía que atender asuntos más urgentes en París. Unos asuntos en los cuales la Organización, hasta ese momento, no le había podido proporcionar ayuda.

    Antenne 2, la cadena pública de televisión, había divulgado una entrevista con el administrador de un campo de golf cerca del Sena en Vernon. El sábado por la mañana temprano, un médico americano considerado por la policía como el principal sospechoso del asesinato del ex ciudadano americano Albert Merriman, se había arrastrado fuera del río y se había detenido en la sala del club para recuperarse hasta que una francesa de pelo oscuro había acudido a recogerlo.

    Hasta ese momento, Bernhard Oven había eliminado rápida y efectivamente a cualquiera que hubiese mantenido algún tipo de relación con Merriman. Pero el médico americano identificado como Paul Osborn había sobrevivido. Y ahora había una mujer involucrada. Debía encontrarlos a ambos y despacharlos antes de que se le adelantara la policía. No habría sido una tarea tan difícil si no fuera por el apremio del tiempo. Era domingo, 9 de octubre. Según su programa, debía acabar con ese asunto a más tardar el viernes 14 de octubre.

    — ¿Ha trabajado alguna vez con el señor Lybarger desnudo, señorita Marsh?
    —No, doctor, claro que no —dijo Joanna sorprendida con la pregunta—. No ha habido razón para ello.

    A Joanna, el doctor Salettl no le agradaba más en Zúrich que en Nuevo México. Su tono cortante y su distancia eran algo más que intimidatorios. El hombre la asustaba.

    —Entonces, ¿nunca lo ha visto desnudo?
    —No, señor.
    — ¿Tal vez en ropa interior?
    —Doctor Salettl, me parece que no entiendo lo que quiere decir.

    A la siete de la mañana, Von Holden había despertado a Joanna en su habitación. En lugar del amante cálido y afectuoso de la noche anterior, el Pascal de ahora le habló bruscamente y sin rodeos. Dentro de cuarenta y cinco minutos, dijo, pasaría a buscarla un coche para llevarla con sus cosas a casa del señor Lybarger. Sabía que estaría preparada, dijo Von Holden.

    A Joanna le pareció raro aquel tono distante y sólo acertó a decir que sí. Luego se le ocurrió preguntar qué iba a hacer con su perro en la perrera de Taos.

    —Ya nos hemos ocupado de eso —dijo Von Holden y colgó.

    Una hora más tarde, aún afectada por la fatiga de la diferencia horaria, la cena, las copas y la sesión maratoniana de sexo con Von Holden, Joanna viajaba en el asiento trasero de una limusina Mercedes. Salieron de la autopista y al cabo de un rato se detuvieron ante una verja de seguridad.

    El chofer pulsó un botón para bajar la ventanilla del pasajero lo suficiente para que el guardia uniformado mirara dentro. Satisfecho les hizo señas para que siguieran y la limusina penetró en un largo camino entre árboles que conducía hacia lo que Joanna más tarde describiría como un castillo.

    Un ama de llaves de mediana edad y sonrisa amable la llevó a sus dependencias que consistían en una amplia habitación con cuarto de baño en la planta baja con vistas a una enorme extensión de césped que se perdía hasta llegar al borde de un frondoso bosque.

    Al cabo de diez minutos llamaron a la puerta y la misma ama de llaves la acompañó hasta el despacho del doctor Salettl en la segunda planta de un edificio adosado, donde se encontraba ahora.

    —A juzgar por sus informes, veo que está tan sorprendida como nosotros con la recuperación del señor Lybarger.
    —Sí, señor. —Joanna no quería dejarse intimidar por la actitud del doctor Salettl—. Al comienzo, durante las primeras sesiones de la terapia, recuerdo que apenas controlaba sus funciones motoras autónomas. Incluso le costaba conservar un hilo coherente de pensamiento. Pero me ha asombrado con cada uno de los pasos que ha dado. Tiene una fuerza de voluntad verdaderamente tenaz.
    —Y físicamente, además, se ha robustecido.
    —Sí, ya lo creo.
    —Se encuentra a gusto en este clima de sociabilidad. Se relaja con la gente y cuando conversa con ellos es absolutamente coherente.
    —Yo...

    Joanna tenía la intención de mencionar las continuas llamadas del señor Lybarger reclamando a su familia.

    — ¿Tiene usted alguna objeción?

    Joanna vaciló. No tenía sentido hablar de un asunto que sólo les incumbía a ella y a Lybarger. Además, cada vez que Lybarger había tocado el tema era porque estaba cansado o sometido a la tensión de un viaje, a algo que le alteraba la rutina.

    —Es que se cansa con mucha facilidad —dijo—. Por eso anoche quería que trajeran la silla de ruedas al barco...
    —Y ese bastón que usa —la interrumpió Salettl. Apuntó algo en una libreta y volvió a mirarla—, ¿puede ponerse de pie y caminar sin usarlo?
    —Está acostumbrado a llevarlo.
    —Por favor, responda a mi pregunta. ¿Puede caminar sin el bastón?
    —Sí, pero...
    — ¿Pero qué?
    —No muy lejos y no con demasiada seguridad.
    —Se puede vestir solo. Se afeita solo y hace sus necesidades por sus propios medios. ¿No es así?
    —Sí —Joanna comenzaba a arrepentirse de haber aceptado la oferta de Von Holden y no haber regresado a casa el día programado.
    — ¿Puede coger una pluma? ¿Escribir su nombre nítidamente?
    —Bastante nítido —dijo ella, con una sonrisa forzada.
    — ¿Y qué sucede con las demás funciones?

    Joanna frunció el ceño.

    —No entiendo lo que quiere decir con las demás funciones.
    — ¿Es capaz de tener erecciones? ¿Puede tener relaciones sexuales?
    —No, no... lo sé —titubeó Joanna, cohibida. Jamás le habían hecho preguntas de esa naturaleza acerca de un paciente—. Creo que se trata de una cuestión de orden médico.

    Salettl la miró fijamente un momento.

    —Según sus cálculos, ¿cuándo cree que recuperará todas sus capacidades físicas y gozará de una funcionalidad total, como si no hubiera sufrido un infarto?
    —Si... si hablamos de sus funciones motrices básicas, sostenerse en pie, caminar, hablar sin cansarse y ya está... El resto no es de mi especialidad.
    —Sólo las funciones motrices. ¿Cuánto cree que tardará?
    —No... no estoy del todo segura.
    —Calcúlelo, por favor.
    —Es que realmente me es imposible.
    —Eso no es una respuesta —dijo Salettl mirándola como si estuviera reprendiendo a una niña en lugar de tratar con la terapeuta de su paciente.
    —Si... si trabajo muy intensamente con él y él responde como lo ha hecho hasta ahora, yo calcularía... tal vez un mes. Pero quiero que entienda que es sólo un cálculo. Todo depende de que él...
    —Le voy a fijar un objetivo, Joanna. Quiero que a finales de esta semana pueda caminar solo y sin bastón.
    —No sé si será posible.

    Salettl pulsó un botón que tenía engastado en la manga. Un intercom.

    —La señorita Marsh está preparada para trabajar con el señor Lybarger.


    Capítulo 54


    McVey miró por la ventana del despacho de Lebrun. Cinco pisos más abajo vio la Place du Parvis, la explanada abierta frente a Notre Dame repleta de turistas.

    A las once y media de la mañana, el día comenzaba a calentarse como un veranillo de San Martín.

    —Ocho muertos. Cinco de ellos son niños. Todos con una bala del calibre 22 en la cabeza. Nadie vio ni oyó nada. Ni los vecinos ni la gente que compraba en el mercadillo —leyó Lebrun, y dejó caer sobre el escritorio el fax de la policía de Marsella. Se inclinó para coger un termo cromado de la mesa que había detrás de él.
    —Un profesional con un silenciador —dijo McVey sin intentar ocultar su rabia—. Son ocho más en la lista del hombre alto.
    —Si es que ha sido el hombre alto.
    — ¿La viuda de Merriman? ¿Qué le parece? —McVey le lanzó una mirada de irritación.
    —Creo que es probable que tenga razón, mon ami —dijo Lebrun, con voz queda.

    Después de regresar al hotel poco antes de las ocho, McVey había llamado inmediatamente a Lebrun a su casa. La respuesta de éste había sido lanzar una alerta a nivel nacional a las policías locales advirtiendo de la amenaza de muerte que pesaba sobre Michéle Kanarack.

    El problema más evidente, desde luego, era que aún no se conocía su paradero. Y con apenas una breve descripción —fruto de la información entregada por los vecinos de su edificio, la alerta de Lebrun era una llamada en el vacío. Resultaba muy difícil proteger a los fantasmas.

    —Amigo mío, ¿cómo podíamos saberlo? Mis hombres estuvieron allá todo el día y no encontraron nada que indicara la presencia de un tercer hombre.

    Lebrun intentaba ayudarle pero aquello no le aliviaba a McVey el sentimiento de culpabilidad e impotencia que le corroía las tripas. Eran ocho los muertos, ocho personas que aún podrían estar vivas si él y la policía francesa hubiesen sido más eficientes en su trabajo.

    Michéle Kanarack había sido asesinada pocos minutos después de que McVey hubiera llamado a Lebrun para advertirle que la mujer corría peligro. Si hubiese descubierto la situación y llamado tres horas antes o cuatro o cinco, ¿acaso habría sido diferente? Tal vez sí aunque probablemente no. Habría sido otra aguja perdida en el pajar.

    «Para proteger y servir», leía el lema de la placa del Cuerpo de Policía de Los Ángeles. No pasaba día sin que alguien se riera de ello o lo denigrara o lo ignorara. ¿Servir? ¿Qué quería decir eso? Pero proteger a la gente era algo diferente. Si a uno le importaban esas cosas como a McVey, si la gente sufría daño porque uno mismo o los colegas o el propio Cuerpo de policía no era capaz de asumir lo que se pedía de ellos, era uno el que hacía el daño. Mucho daño. Nadie lo sabía y uno no hablaba de ello. Salvo consigo mismo o con el reflejo que se descubría en el fondo de una botella cuando uno quería olvidarlo todo.

    No era idealismo —eso se acababa la primera vez que se veía a alguien con la cara destrozada por un disparo. Era otra cosa. Porque después de tantos años uno terminaba haciendo lo que hacía y seguía en su puesto. Michéle Kanarack y la familia de su hermana no eran como un vídeo que se pudiera reparar. Los habitantes del edificio de Agnés Demblon no eran como coches que uno se pudiera disputar en una subasta. Eran personas y eran los productos con los que trabajaba un policía para bien o para mal todos los días de su vida.

    — ¿Es café eso? —preguntó McVey señalando con un gesto de la cabeza el termo que sostenía Lebrun.
    —Sí.
    —Lo tomaré solo, sin azúcar —dijo McVey—. Negro como el día.

    Hacia las nueve y media Lebrun envió un equipo de técnicos a sacar un molde de yeso de las huellas del coche y a buscar cualquier pista que McVey hubiera pasado por alto.

    A las diez cuarenta y cinco, McVey y Lebrun fueron juntos al laboratorio para revisar el molde. Encontraron a uno de los técnicos secando el yeso con un secador de pelo. Cinco minutos más tarde estaba preparado para una prueba de impresión sobre papel.

    A continuación había que revisar la serie de dibujos de neumáticos proporcionados por los fabricantes a la policía de París. Al cabo de quince minutos lo encontraron. La impresión del molde de yeso coincidía a todas luces con un neumático Pirelli, tamaño P205/70R14 montado en una llanta de 35,5 cm de diámetro por 14 cm. Al día siguiente lunes llamarían a un especialista de Pirelli para que examinara el molde y aportara detalles específicos. Cuando volvían al despacho de Lebrun, McVey preguntó acerca del mondadientes.

    —Eso tardará más —dijo Lebrun—. Tal vez mañana o pasado. Francamente, no creo que eso pueda revelarnos gran cosa.
    —Pero puede que tengamos suerte. Tal vez al cepillarse los dientes se hiciera mal en una encía y dejara una muestra de sangre. Puede que tenga algún tipo de infección o enfermedad que se manifieste en los restos de saliva. Cualquier cosa será más de lo que tenemos, inspector.
    —No podemos probar que fuera el hombre alto quien usara el mondadientes. Podría haber sido Osborn o Merriman, o cualquier desconocido —objetó Lebrun, y abrió la puerta de su despacho.
    —Quiere decir un posible testigo —dijo McVey cuando entraban.
    —No, no quiero decir eso. En absoluto. Pero es una idea. Y muy buena, McVey. Chapean.

    En ese preciso momento un agente uniformado llamó a la puerta. Acababan de enviar el fax de la policía de Marsella.

    McVey bebió el café mientras paseaba por la habitación. En un tablero de avisos había un recorte de Le Fígaro con la foto de Levigne en un cuarto de página relatando su historia a los medios de comunicación. Visiblemente irritado, McVey lo señaló con un dedo acusador.

    —Lo que me revienta es que este tipo del campo de golf no quería que diéramos su nombre a los medios de comunicación y ahora viene él y se promociona a sí mismo. Con eso le dice a nuestro amigo que hay un testigo presencial que sobrevive en algún lugar.

    McVey dejó de mirar el recorte y se rascó la oreja.

    —Y pensar en todos los medios con que contamos, Lebrun. Resulta que nosotros no la encontramos y él sí. —Se volvió y miró al policía francés con expresión consternada.
    — ¿Cómo sabía que iba a Marsella si nadie más estaba enterado? Y al llegar a Marsella, ¿cómo supo dónde encontrarla?

    Lebrun juntó las manos haciendo coincidir perfectamente las puntas de los dedos.

    —Está pensando en la conexión de Interpol. Quienquiera que solicitara en Lyón el archivo Merriman a la policía de Nueva York puede haber contado con medios similares para seguirle la pista.
    —Sí, en eso pensaba.

    Lebrun dejó la taza de café, encendió un cigarrillo y miró el reloj.

    —Le informaré que pienso ausentarme el resto del día —dijo en voz baja—. Una breve ausencia de un solo día. Voy a viajar a Lyón en tren. Nadie sabe dónde voy, ni siquiera mi mujer.
    —Perdóneme si no le entiendo —dijo McVey, frunciendo el ceño—. Pero resulta que usted va a Lyón y empieza a hacer preguntas. ¿Cree que quien esté detrás de esto va a levantar la mano y decir «fui yo»? ¿Por qué no convoca una conferencia de prensa antes de partir?
    —Mon ami —sonrió Lebrun—. He dicho que voy a Lyón. No que vaya a la oficina de Interpol. De hecho he invitado a un viejo amigo a una discreta cena.
    —Venga, siga —dijo McVey.
    —Como usted sabe, el grupo D responsable de la investigación sobre los cadáveres decapitados que le han asignado a usted es un subgrupo de la División 2 de Interpol. La División 2 se dedica exclusivamente al análisis y seguimiento de casos. Quienquiera que haya solicitado el archivo de Merriman pertenece a la División 2, posiblemente un funcionario de alto rango.

    »La División 1, por otro lado, corresponde a la administración general de finanzas, personal, equipos, servicios de vigilancia y otras cosas como contabilidad, mantenimiento de instalaciones y actividades rutinarias. Una de esas actividades rutinarias constituye el subgrupo de Seguridad, responsable de la seguridad de la Oficina Central. El jefe de este subgrupo tiene acceso a archivos de datos que hará posible identificar al funcionario que solicitó el archivo de Merriman.

    Lebrun sonrió satisfecho con su plan. McVey se lo quedó mirando.

    —Mon ami, no quiero que me tome por un aguafiestas pero ¿qué pasaría si el individuo con quien usted ha concertado su discreta cena resulta ser el mismo que solicitó los archivos? ¿No se da cuenta de que, para empezar, usted era la persona a quien le ocultaban la información? Querían tener el tiempo necesario de localizar a Merriman. Antes me preguntaba si esos tipos podían matar a un poli. Si tenía dudas, le aconsejo que vuelva a leer el informe de Marsella.
    —Ah, usted me quiere intimidar con metáforas sangrientas —sonrió Lebrun mientras apagaba el cigarrillo—. Amigo mío, aprecio su preocupación. Si las circunstancias fueran diferentes, estaría totalmente de acuerdo con usted en que mi plan es arriesgado. Pero dudo que el director de Seguridad Interna pensara infligirle daño alguno a su hermano mayor.


    Capítulo 55


    Un Ford Sierra nuevo de color verde oscuro y neumáticos Pirelli P205/70R14 y llantas de 35,5 por 14 cm, pasó lentamente frente al edificio de apartamentos del 18 Quai de Bethune, dobló la esquina de Pont de Sully y aparcó detrás de un Jaguar blanco descapotable en la rué Saint Louis en l'Ille. Al cabo de un rato se abrió la puerta y bajó el hombre alto. Era una tarde calurosa pero él llevaba unos guantes color carne, el tipo de guantes usados en cirugía.

    El tren de Bernhard Oven llegó a la estación de Lyón a las doce y cuarto. Desde allí cogió un taxi hasta el aeropuerto de Orly de donde salió con el Ford. A las tres menos diez de la tarde estaba de vuelta en París y aparcado cerca del edificio de Vera Monneray.

    A las tres y siete minutos abrió y entró en el apartamento de Vera. Nadie lo había visto cruzar la calle y nadie lo vio usar el duplicado de la llave de la puerta de seguridad que abría la entrada de servicio. Una vez dentro subió por la escalera de servicio y entró en el piso por el pasillo trasero.

    Para la mayoría de los franceses, el reportaje que Antenne 2 había emitido y que más tarde fue repetido por los demás medios de comunicación acerca de la misteriosa mujer de pelo oscuro que había recogido al americano sospechoso de asesinato en el campo de golf después de que hubo salido del Sena, era una sabrosa historia de intriga romántica. Quién era la mujer y quién el americano era objeto de las especulaciones más osadas. Para unos se trataba de una famosa actriz francesa, de una escritora y directora de cine, de una figura del tenis mundial o de una célebre cantante de rock americana con peluca negra que hablaba francés. Según otros rumores, el médico no era efectivamente un médico y la foto entregada a la prensa era falsa puesto que en realidad se trataba de un célebre actor de Hollywood que se encontraba en París promocionando su última película. Otras versiones más oscuras convertían al médico en un veterano senador de Estados Unidos cuya reputación venía a verse salpicada, una vez más, con una tragedia.

    La identidad y dirección de Vera Monneray escritas a mano en una tarjeta y las llaves de la entrada de servicio y del apartamento se encontraban en la guantera del coche que Oven había recogido en Orly. Cinco horas después de que hubo salido de Marsella, la Organización había demostrado su meticulosa eficiencia tal como lo había hecho con Albert Merriman.

    El reloj de la mesilla de noche de Vera Monneray marcaba las tres y once minutos de la tarde.

    Oven sabía que Vera Monneray había ido a trabajar aquella mañana a las siete y que su turno terminaba a las siete de la noche del día siguiente. Eso significaba que, salvo la posible intrusión inesperada de una empleada o de un encargado, no lo iban a molestar mientras registraba el piso. También significaba que si por casualidad el americano estaba allí, se las vería a solas con él.

    Cinco minutos más tarde, Oven sabía que el americano no estaba allí. El apartamento estaba tan vacío como impecable. Oven salió, volvió a cerrar la puerta, bajó por las escaleras de servicio y se detuvo ante la puerta que daba a la calle. Pero en lugar de salir siguió bajando hasta llegar al sótano.

    Encontró un pequeño interruptor, lo encendió y miró a su alrededor. Vio un largo y estrecho pasillo con numerosas puertas y unos cuartos trasteros a oscuras. A su derecha, bajo un techo de poca altura de vigas de madera, se encontraban los cubos de basura de los pisos del edificio.

    Los parisinos de clase alta vivían una especie de ingenua comodidad y cada apartamento disponía de sus propios cubos, identificados con el número pintado encima. Al cabo de una rápida revisión, Oven encontró los cuatro cubos asignados al apartamento de Vera. Sólo uno de ellos estaba lleno.

    Quitó la tapa y desplegó un periódico viejo. Después de vaciarlo comenzó a examinar el contenido objeto por objeto. Encontró cuatro latas vacías de Diet Coke, una botella de plástico vacía de «Gelave», un bálsamo, un frasco vacío de mentas «Tic tac», una caja vacía de esponjas anticonceptivas «Today», cuatro botellas vacías de cerveza Amstel, un ejemplar de la revista People, una lata de caldo de buey parcialmente vacía, una botella plástica de jabón lavavajillas Joy y... Oven se detuvo porque había sonado algo en el interior de la botella de Joy.

    Estaba a punto de abrir la tapa cuando oyó una puerta más arriba y percibió que alguien bajaba la escalera. Los pasos se detuvieron brevemente en el piso de arriba frente a la puerta de servicio que daba a la calle y continuaron bajando. Oven apagó la luz y se arrimó a la sombra por debajo del último tramo de escalera y al mismo tiempo sacó de su cintura una pistola automática Walther calibre 25.

    Un instante más tarde, una empleada regordeta de uniforme blanco y negro almidonado bajó torpemente las escaleras con una enorme bolsa de basura. Encendió la luz y levantó la tapa de un cubo, dejó caer la bolsa en el interior, cerró la tapa y volvió hacia las escaleras. Pero en ese momento vio el desbarajuste que Oven había dejado en el suelo. Murmuró algo en francés, dio unos pasos hacia el cubo, lo recogió todo y volvió a meterlo dentro. Cerró la tapa, apagó la luz con un gesto brusco y volvió a subir pesadamente las escaleras.

    Oven oyó los pasos que se alejaban. Volvió a introducir la Walther en su cartuchera y encendió la luz. Levantó la tapa del cubo y sacó la botella de jabón, desenroscó la tapa, la giró y la sacudió. El objeto vibró en el interior pero no cayó. Oven se sacó un cuchillo largo y delgado de la manga, abrió la hoja y con un corte extrajo un pequeño frasco cubierto del jabón pegajoso. Lo limpió y lo miró a la luz de la bombilla. Era un frasco de medicina de Wyeth Pharmaceutical Products y en la etiqueta se leía «5 mi antitétanos».

    Un asomo de sonrisa le cruzó el rostro a Oven. Vera Monneray trabajaba como residente para conseguir el título de médico. Tenía acceso a los productos farmacéuticos y estaba cualificada para poner inyecciones. Un hombre herido que acababa de salir de un río contaminado probablemente necesitaba que le administraran una dosis de antitétanos no sólo para prevenir el tétanos sino también la difteria. Si alguien ponía una inyección no tenía por qué traer el frasco vacío a casa y tirarlo en el envase del jabón de la vajilla. No, la inyección había sido administrada allí, en el apartamento de Vera. Dado que el americano no estaba en el piso ahora, significaba que estaba en algún lugar de los alrededores, tal vez en otro edificio o tal vez en el mismo edificio.

    Cinco plantas y media más arriba del sótano donde se encontraba Oven, Osborn se inclinó por encima de la mesa pequeña junto a la ventana y miró hacia los techos mientras las sombras del atardecer se deslizaban sobre las torres góticas de Notre Dame.

    Cuando no dormía se dedicaba a pasear por el pequeño habitáculo para realizar el ejercicio que requería o a mirar por la ventana como ahora, intentando poner algún orden en sus ideas.

    Había ciertos axiomas, según la conclusión a la que había llegado, de los que no podía escapar.

    Primero: la policía lo buscaba aún en relación con la muerte de Albert Merriman. Gracias a Vera sabía que habían encontrado la sucinilcolina que quedaba y se la habían llevado de su habitación del hotel. Si descubrían —o cuando descubrieran— su objetivo, con toda probabilidad volverían a examinar el cadáver de Kanarack Merriman. En ese caso encontrarían las marcas del pinchazo. Y si no lo habían examinado, McVey los obligaría a hacerlo. No importaba que no hubiera matado a Merriman porque iban a acusarlo de intento de homicidio. Si lo demostraban, lo cual no parecía difícil, no sólo pasaría quién sabe cuántos años en una cárcel francesa sino que además perdería su licencia médica en Estados Unidos.

    Segundo: al salir del río no había pasado inadvertido y tarde o temprano el hombre alto, quienquiera que fuese, sabría que estaba vivo y vendría a por él.

    Tercero: aunque lograra salir de París, la policía retenía su pasaporte. Así, para todos los efectos, estaba atrapado en Francia porque no podía viajar a ningún otro país sin ese documento, ni siquiera regresar al suyo propio.

    Cuarto: lo más cruel y doloroso de todo, algo en que no dejaba de pensar una y otra vez, era la constatación de que la muerte de Merriman no había cambiado nada. El demonio que lo perseguía sólo se había vuelto más complejo y esquivo como si, después del horror vivido durante tantos años, eso aún fuera posible.

    En su interior algo gritó ¡NO! en cien lenguas diferentes. «No volverás a emprender la persecución. Aquella puerta marcada con el nombre de Erwin Scholl, ¿a dónde conducía? ¡A otra puerta! Entonces, si llegas a vivir tanto tiempo, sólo se puede abrir hacia la locura. Tienes que reconocer, Paul Osborn, que jamás encontrarás una respuesta. Tal vez sea el karma de tu vida aprender que, en esta existencia, las cosas a las que buscas respuestas pueden resultarte inconvenientes a ti.

    Sólo cuando hayas entendido eso podrás alcanzar la paz y la tranquilidad en la próxima vida. Debes aceptar esta verdad y cambiar.»

    Sin embargo, Osborn sabía que ese argumento no era más que escapismo y por lo tanto falso. Era incapaz de cambiar ahora más de lo que había podido cambiar desde los diez años. La muerte de Kanarack/Merriman había sido un golpe emocional terrible. Sin embargo había despejado y simplificado el futuro. Antes sólo había un rostro. Ahora contaba con un nombre. Si este Erwin Scholl, una vez que lo encontrara, lo conducía a una tercera persona, que así fuera. Sin importar lo que costara, tendría que seguir sin tregua hasta enterarse de la verdad del asesinato de su padre. De otro modo no habría Vera y no tendría sentido seguir viviendo. Como no había tenido sentido desde que era niño. Lograría tener paz y tranquilidad en esta vida o no lo lograría jamás. Ese era su karma y su verdadero destino.

    Fuera divisaba las torres de Notre Dame desdibujadas en la sombra. No faltaba mucho para que se encendieran las farolas de las calles. Había llegado la hora de correr la cortina negra sobre la ventana y encender la lámpara. Después de encenderla se acercó a la cama cojeando y se tendió. Y al reclinarse se desvanecieron sus propósitos de hacía un momento y volvió a invadirlo el dolor más crudamente que nunca.

    — ¿Por qué tuvo que sucederle a mi familia? ¿Ya mí? —se preguntó en voz alta. Lo había preguntado siendo niño, luego adolescente, adulto y luego, cuando ya era un cirujano brillante. Lo había repetido mil veces. En ocasiones le asaltaba como una idea serena o se integraba en una lúcida conversación durante una sesión de terapia. En otras, la emoción lo embargaba y la pregunta irrumpía en voz alta como un trueno, lo cual solía incomodar a sus ex mujeres, a amigos y desconocidos.

    Levantó la almohada, sacó la pistola de Kanarack y calculó su peso en la mano. Apuntándola hacia sí mismo observó el agujero por donde brotaba la muerte. Parecía fácil, incluso seductor. Era la solución más sencilla. Se acabaría el miedo a la policía o al hombre alto y, mejor aún, el dolor se acabaría instantáneamente. Se preguntó por qué no había pensado en ello antes.


    Capítulo 56


    Quince minutos más tarde, a las seis menos cuarto, Bernhard Oven tocó el timbre de la entrada en el 18 Quai de Bethune y esperó. Había decidido comenzar la búsqueda del americano en el edificio de Vera Monneray, descartarlo en primer lugar y luego revisar los otros.

    La cerradura electrónica cedió y Philippe, abrochándose bajo la doble papada el botón superior de la chaqueta de su uniforme verde, abrió la puerta.

    —Bonsoir, monsieur —dijo, y se disculpó por hacerlo esperar.
    —Tengo un pedido de la farmacia del hospital Sainte Anne de parte de la doctora Monneray. Insistió en que advirtiera que era urgente —dijo Oven en francés.
    — ¿Para quién? —preguntó Philippe, intrigado.
    —Para usted, supongo. El conserje de esta dirección. Es todo lo que me han dicho.
    — ¿De la farmacia? ¿Está seguro?
    — ¿Acaso tengo aspecto de repartidor? Monsieur, desde luego estoy seguro. Es un medicamento y lo necesitan urgentemente. Por ese motivo, y como subdirector de la farmacia, he venido desde la otra punta de París un domingo por la noche.

    Philippe vaciló. Ayer había estado ayudando a Vera a llevar a Paul Osborn por la escalera de servicio hasta su apartamento desde un coche aparcado en la calle de atrás. Más tarde la había ayudado a trasladarlo profundamente dormido, después de una operación, al cuarto oculto bajo el alero del tejado.

    Sabía que Osborn tenía necesidad de atención médica. Era evidente que aún la necesitaba. De otro modo, ¿por qué habrían enviado ese paquete desde la farmacia del hospital a solicitud de Vera?

    —Mera, monsieur —dijo, y Oven le entregó una libreta oficial de reparto y un bolígrafo.
    —Firme, por favor.
    —Oui —dijo Philippe, y firmó.
    —Bonsoir —dijo Oven, dio media vuelta y desapareció.

    Philippe cerró la puerta y miró el paquete. Luego se dirigió rápidamente al mostrador.

    Marcó el teléfono privado de Vera en el hospital.

    Cinco minutos más tarde, Bernhard Oven levantó la tapa metálica de la centralita de teléfono en el sótano del número 18 Quai de Bethune, conectó un audífono diminuto en un microcasete conectado al teléfono del conserje y pulsó «play». Escuchó a Philippe explicar lo que había sucedido seguido de una alarmada voz femenina que debía de ser la señorita Monneray.

    — ¡Philippe! ¡Yo no he enviado ningún paquete, ninguna receta! Ábrelo para ver qué es.

    Se oyó un ruido de papel arrugado seguido de un gruñido.

    —Es algo sucio... Parece... parece un frasco de medicina. Como los que usan los médicos cuando ponen...

    Vera lo interrumpió.

    — ¿Qué dice en la etiqueta? —Oven se percató del asomo de inquietud en su voz y sonrió.
    —Dice... Perdón, tengo que coger las gafas. —Hubo un sonido metálico sordo cuando Philippe dejó el teléfono. Un momento después el conserje recogió la comunicación—. Dice... 5 mil. De antitétanos.
    — ¡Dios mío! —murmuró Vera.
    — ¿Qué sucede, señorita?
    —Philippe, ¿reconociste al hombre? ¿No era de la policía?
    —No, señorita.
    — ¿Era alto?
    —Tres. Muy alto.
    —Tira el frasquito en tu cubo de basura y no hagas nada. Ahora salgo del hospital. Necesitaré tu ayuda cuando llegue.
    —Oui, mademoiselle.

    Se oyó un «clic» final cuando Vera colgó. Luego se cortó la línea.

    Bernhard Oven desconectó tranquilamente el auricular del microcasete y luego éste de la línea de teléfono. Volvió a colocar la tapa metálica, apagó la luz y volvió a subir las escaleras.

    Eran las seis y cuarto de la tarde. Sólo le quedaba esperar.

    A menos de ocho kilómetros de allí, McVey estaba sentado solo ante una mesa en la terraza de un café en la plaza Víctor Hugo.

    A su derecha, una muchacha apoyada sobre los codos miraba al vacío frente a una copa de vino llena y con un perrito descansando a sus pies.

    A su izquierda, dos ancianas muy bien vestidas y visiblemente adineradas charlaban en francés y tomaban el té. Estaban alegres y animadas y se diría que desde hacía medio siglo se juntaban a la misma hora en el mismo lugar.

    Con una copa de Bordeaux en la mano, McVey pensaba que a él también le gustaría llegar así a la vejez. No necesariamente rico pero alegre, animado y en armonía con el mundo que lo rodeaba.

    Y entonces pasó un coche de la policía con los faros encendidos y McVey se dio cuenta de que su vejez le obsesionaba menos que Osborn. Éste le había mentido sobre el lodo de su calzado porque lo había pillado. Osborn era un hombre enamorado, un turista que, al parecer, había paseado por los jardines de la torre Eiffel recientemente y sabía que los jardines habían sido excavados y que había lodo, y había sido lo bastante rápido para inventarse una coartada cuando le preguntó. El problema era que el lodo de los jardines era gris negruzco, no rojo.

    El lugar donde Osborn había ido aquel jueves por la tarde, sólo cuatro días antes, era el parque junto al río. El mismo lugar donde un día más tarde habían asesinado a Merriman y lo habían herido a él.

    ¿Qué había montado Osborn que de pronto hubiera fallado? ¿Acaso pensaba matar a Merriman él mismo o le había montado la trampa para que el hombre alto lo ejecutara? Si su idea era matarlo él mismo, ¿de dónde salía el hombre alto? Si le había montado la encerrona al hombre alto, ¿por qué se había convertido él también en una víctima? ¿Por qué Osborn, un cirujano ortopédico respetable aunque algo impetuoso?

    Y luego la droga que la policía francesa había encontrado en la habitación de Osborn. La sucinilcolina.

    Después de llamar al doctor Richman en el Royal College of Pathology se habían enterado de que la sucinilcolina era utilizada como anestesia de precirugía como un curare sintético que tenía la propiedad de relajar los músculos. Richman había advertido que si no era manejada por un profesional, podía ser una droga muy peligrosa. Relajaba eficazmente los músculos del esqueleto y podía provocar ahogo si no se administraba debidamente.

    — ¿Es poco común que un cirujano tenga esa droga en su mano? —preguntó McVey directamente.

    La respuesta de Richman había sido igual de tajante.

    —En su habitación del hotel, cuando se ve a todas luces que está de vacaciones, ¡desde luego diría que es poco común!

    McVey pensó un momento y luego hizo la pregunta clave.

    — ¿Lo utilizaría en caso de que fuera a cortar una cabeza?
    —Es probable que sí. Junto con otros anestésicos.
    — ¿Y la congelación? ¿La usaría para eso?
    —McVey, tiene que entender que se trata de un deporte que ni yo ni los colegas que he consultado hemos estudiado antes. No tenemos suficiente información acerca de las técnicas que se han intentado usar ni estamos en condiciones de sugerir ningún procedimiento.
    —Doctor, hágame un favor —pidió McVey—. Reúnase con el doctor Michaels y revisen los cuerpos una vez más.
    —Inspector, si lo que busca es sucinilcolina, debe saber que se descompone en el organismo minutos después de inyectarse. Jamás encontrará la menor huella.
    —Pero se podrían encontrar las marcas de la jeringa si se les ha inyectado algo, ¿no?

    McVey se percató de que Richman lo aseveraba. De pronto, cayó en la cuenta.

    — ¡Hijo de puta! —exclamó. El grito sobresaltó al perrito bajo la mesa y empezó a ladrar. Las dos ancianas, que evidentemente entendían inglés, lo miraron furiosas.
    —Perdón —dijo McVey. Se levantó y dejó un billete de veinte francos en la mesa—. A ti también —le dijo al perro cuando se alejaba.

    Cruzó la plaza Víctor Hugo, compró un billete y entró en el metro.

    —Lebrun —se oyó decir, como si aún estuviera en la oficina del inspector—. Hasta ahora no habíamos trabajado a tres bandas —dijo.

    Estudió los recorridos de las líneas de metro y escogió el que pensó que lo llevaría adonde quería ir. Aún pensaba en su encuentro imaginario con Lebrun.

    —Encontramos a Merriman porque había dejado sus huellas en la escena del asesinato de Jean Packard, ¿no es así?
    —Sabemos que Osborn contrató a Packard para que encontrara a alguien. Osborn me contó que se trataba del amigo francés de Vera Monneray y eso parecía razonable. Pero ¿qué pasaba si mentía como mintió con el lodo del calzado? ¿Y si era Merriman a quien quería encontrar? ¿Cómo es posible que no nos hayamos dado cuenta de eso?

    Subió a un vagón repleto de gente y se sujetó a un pasamanos del techo. Indignado consigo mismo por no haber visto algo tan evidente, seguía sumido en un hilo de pensamiento.

    «Osborn ve a Merriman en la cervecería, tal vez por accidente y lo reconoce. Intenta agarrarlo pero los camareros se lo impiden y Merriman se escapa. Osborn lo sigue hasta el metro y allí es detenido por la policía y se lo pasan a Lebrun. Se inventa el cuento de que Merriman había intentado robarle y la policía lo suelta. No deja de ser verosímil. Luego Osborn contacta a Kolb International y ellos le mandan a Packard. Los dos se juntan y al cabo de un par de días, Packard encuentra a Merriman oculto bajo el nombre de Henri Kanarack.»

    El tren disminuyó la marcha en el túnel, entró en una estación y se detuvo. McVey miró el nombre de la estación y se apartó cuando entraron media docena de adolescentes bulliciosos. Las puertas se cerraron y el tren siguió. Durante todo el rato, McVey sólo escuchaba la voz interior.

    «Apostaría lo que quieras que Merriman se dio cuenta de que Packard lo seguía y fue él quien se convirtió en perseguidor intentando saber qué diablos pasaba. A Packard, que era un tío duro, un mercenario, no le gusta que le digan lo que tiene que hacer, especialmente en su propia casa. Hay una gran discusión con un saldo favorable para Merriman. O así parece, hasta que deja una huella dactilar. Entonces comienza toda esta otra historia.
    «Después todo es más aparatoso. Sin embargo creo que la clave del asunto es que el hombre que Osborn atacó en la cervecería aquella primera noche era Merriman. Sus hombres, Lebrun, descubrieron que Osborn era el agresor pero nunca supieron quién era la víctima. Pero Packard sí pudo identificarlo y así fue como le siguió la pista a Merriman. Pero si el hombre que atacó Osborn era Merriman y si descubrimos por qué, podríamos volver nuevamente al hombre alto.»

    El tren volvió a reducir la velocidad. McVey miró el nombre de la estación cuando el vagón se detuvo. Era el lugar donde tenía que cambiar de metro: Charles de GaulleÉtoile.

    Bajó entre un tumulto de pasajeros, subió unas escaleras, pasó junto a un vendedor de palomitas de maíz y bajó corriendo por otras escaleras.

    Abajo dobló a la derecha y siguió al gentío hacia el andén empujando buscando el tren que esperaba.

    Veinte minutos más tarde salió de la estación de Saint Paul en dirección a la rué Saint Antoine. A media manzana, a la derecha estaba la cervecería Stella.

    Eran las siete y diez minutos del domingo 9 de octubre.


    Capítulo 57


    Bernhard Oven estaba junto a la ventana de la habitación a oscuras en el apartamento de Vera Monneray y vio llegar el taxi. Al cabo de un momento Vera salió y entró en el edificio. Oven estaba a punto de apartarse cuando vio un coche con los faros apagados girar en la esquina.

    Se apoyó contra la cortina y vio un Peugeot antiguo avanzar por la calle a oscuras. Se acercó a la acera y se detuvo. Del bolsillo de la chaqueta sacó un monocular del tamaño de la palma de la mano. Miró hacia el coche. Había dos hombres en el asiento delantero.

    La policía.

    Así que ellos también hacían lo mismo. Utilizaban a Vera para encontrar al americano. La habían estado vigilando. Ella salió del hospital intempestivamente y ellos la siguieron. Debería haber pensado en eso.

    Volvió a mirar con el monocular y vio que uno de ellos cogía un micrófono del coche. Era probable que estuvieran llamando para pedir instrucciones. Oven sonrió. La policía no era la única al corriente de la relación de la señorita Monneray con el Primer Ministro. La Organización lo sabía desde que Francois Christian había sido nombrado. Y por esa razón y por las enrevesadas repercusiones políticas que podía traer consigo si algo salía mal, era muy probable que no se les dejara subir a los inspectores por mucho que sospecharan de ella. O se quedarían donde estaban y seguirían vigilando allá fuera o esperarían a que llegaran sus superiores. Ese retraso era lo único que Oven necesitaba.

    Salió rápidamente de la habitación, cruzó el pasillo y entró en la cocina a oscuras justo en el momento en que se abría la puerta del apartamento. Dos personas hablaban y vio que se encendía una luz en el salón. No entendía lo que decían pero estaba seguro de que eran Vera y el conserje.

    De pronto salieron del salón y caminaron por el pasillo directamente hacia la cocina. Oven se deslizó hacia el mueble del centro y penetró en una pequeña despensa, se sacó la Walther automática de la cintura y esperó en la oscuridad.

    Un segundo más tarde Vera entró en la cocina seguida del conserje y encendió la luz. Estaba en el medio y caminaba en dirección a la puerta trasera cuando se detuvo.

    — ¿Qué pasa, mademoiselle? —preguntó el portero.
    —Soy una tonta, Philippe —dijo fríamente—. La policía es más lista. Encontraron el frasquito y te lo enviaron suponiendo que tú me avisarías y que haría justo lo que he hecho. Suponen que yo sé dónde está Paul, así que mandaron a un policía alto esperando que yo pensara que era el asesino a sueldo y que el miedo me movería a entregarles a Osborn.

    Philippe no estaba tan seguro.

    — ¿Cómo puede saberlo? —preguntó—. Nadie, ni siquiera el señor Osborn ha visto al hombre alto de cerca. Si era policía, no lo había visto antes.
    — ¿Acaso conoce a todos los gendarmes de París? No lo creo...
    —Mademoiselle, piense al revés. ¿Qué pasaría si en lugar de un policía fuera el hombre que le disparó al señor Osborn?

    Oven oyó que los pasos retrocedían. Se apagó la luz y el ruido de las voces disminuyó cuando los dos se alejaron por el pasillo.

    —Tal vez deberíamos informarle al señor Christian —dijo Philippe al llegar al salón.
    —No —dijo Vera, tranquila. Hasta el momento, sólo Paul sabía de su ruptura con el Primer Ministro. Aún no había decidido cómo informarles a quienes conocían su relación del cambio que había sufrido si es que optaba por hacerlo. Además lo último que deseaba era exponer a Francois a algo semejante. Francois Christian era uno de los tres probables sucesores del Presidente y la batalla para las próximas elecciones ya se había convertido en lo que los políticos llamaban un «baño de sangre de la política». Un escándalo en esos momentos, sobre todo si implicaba un asesinato sería demoledor y amantes o no, a Vera le importaba demasiado Francois como para arriesgar su carrera política.
    —Espera aquí —le dijo Vera a Philippe, y lo dejó en el pasillo mientras ella entraba en la habitación.

    Philippe la esperó. Su trabajo consistía en servir a mademoiselle Monneray y si era necesario protegerla. No con su vida sino a través de la comunicación. En la mesa de la entrada tenía el número de teléfono privado del Primer Ministro con instrucciones para que llamara en cualquier momento, a cualquier hora si mademoiselle se encontraba en dificultades.

    —Philippe, ven aquí —llamó Vera desde la habitación a oscuras.

    Al entrar, el conserje la vio de pie junto a la cortina de la ventana.

    —Para que veas que tengo razón.

    Philippe se acercó a ella y miró afuera. Había un Peugeot estacionado al otro lado de la calle. La luz que se derramaba de una farola iluminaba las siluetas de dos hombres en el asiento delantero.

    —Vuelve a la entrada —dijo Vera—. Haz lo que haces normalmente como si no pasara nada. Al cabo de un rato llámame un taxi y dices que voy al hospital. Si viene la policía les dices que he vuelto a casa porque me sentía mal pero que al cabo de un rato me sentía mejor y decidí volver al trabajo.
    —Oui, mademoiselle.

    Oven observó desde la penumbra del umbral de la cocina y vio a Philippe salir de la habitación y venir hacia él por el pasillo. Levantó inmediatamente la Walther y se echó hacia atrás fuera de la vista. Luego oyó cómo se abría la puerta de entrada y se cerraba. Después no hubo más que silencio.

    Aquello quería decir una cosa. El conserje se había marchado y Vera Monneray estaba sola en el apartamento.


    Capítulo 58


    Desde la oscuridad de la cabina del Peugeot, los inspectores Barras y Maitrot vislumbraban la luz encendida del salón de Vera Monneray. Las instrucciones de Lebrun a todos los inspectores asignados a la tarea de seguir a Vera habían sido tajantes. «Si sale del hospital seguidla y luego llamad para informar. No os apresuréis a hacer nada a menos que las circunstancias lo justifiquen.» Que las circunstancias «lo justificasen» significaba que ella los condujera «adonde Osborn», o «donde un sospechoso» que pudiera conducirlos donde Osborn.

    Hasta el momento tenían una orden de detención contra Osborn pero nada más. Seguir a Vera no había sido más que un simple ejercicio. Había salido del apartamento la mañana del domingo temprano, había llegado al hospital Sainte Anne a las siete menos cinco. Había permanecido allí. Barras y Maitrot habían relevado el turno a las cuatro y aún no había sucedido nada.

    De pronto, a las seis y cuarto había llegado un taxi a la entrada principal. Vera salió corriendo y se fue en el taxi a toda velocidad. Barras y Maitrot llamaron por radio para avisar que la seguían y un segundo coche cogió el relevo en el hospital.

    Pero el seguimiento sólo los había llevado de nuevo a su apartamento y ella había entrado. Los policías se limitaron a esperar decepcionados y a mirar de vez en cuando la luz de la ventana del salón esperando ver qué sucedía.

    Arriba, Vera dejó la cortina y se apartó de la ventana del dormitorio hacia la oscuridad. El reloj de su mesa de noche marcaba las siete y veinte. Había salido del hospital hacía algo más de una hora para tomarse libre parte de la noche, explicó, debido a intensos calambres menstruales. Si se presentaba una urgencia, podría regresar de inmediato.

    Si hubiera tenido tras de ella sólo a la policía de París, las cosas habrían sido diferentes y así se había confirmado la noche anterior al ver la reacción de Lebrun ante las insistentes preguntas de McVey. Pero McVey no tenía ese tipo de reservas. Vera lo adivinó en sus ojos cuando lo conoció. Eso lo convertía en alguien sumamente peligroso si uno lo tenía en contra. Aunque McVey fuera americano, la policía de París, al menos los inspectores asignados a ese caso, aunque no se dieran cuenta estaban totalmente subordinados a él. Ellos harían lo que él quería que hicieran, de un modo u otro. Por eso pensaba que el hombre alto que se había presentado ante Philippe con el frasco era un impostor. Era parte de un truco que le quería convencer de que Osborn estaba en peligro y la iba a obligar a conducirlos hasta él. La policía allí fuera —porque Vera estaba completamente segura de que los hombres en el coche de allí fuera eran de la policía— demostraba que no se equivocaba. Sonó el teléfono a su lado y ella respondió.

    —Oui? Merci, Philippe.

    El taxi la esperaba abajo.

    Vera entró en el cuarto de baño y abrió una caja de Tampax. Sacó un tampón de la funda y lo tiró al water. Luego dejó la funda y el paquete en el cubo debajo del lavabo. Si la policía registraba cuando se hubiera ido y luego la interrogaban, al menos habría dejado la prueba de la razón por la que había vuelto a casa. Considerando quién era, no insistirían.

    Lanzó una mirada al espejo, se arregló el pelo y quedó mirándose un instante. Todo lo que había sucedido con Paul Osborn había sido normal hasta el momento. Al verlo por primera vez en Ginebra durante su ponencia, Vera se había sentido invadida por un sentimiento de cambio, de acecho del destino. La primera noche que pasó con él no experimentó más sentimiento de engaño hacia Francois que el que habría sentido con su hermano. Luego se dijo que no había dejado a Francois por Osborn. Pero eso no era verdad, porque lo había dejado precisamente por eso. Y puesto que así era, lo que estaba haciendo ahora era correcto. Osborn estaba metido en un lío y la legalidad no importaba.

    Apagó la luz del cuarto de baño y cruzó la habitación a oscuras. Se detuvo una vez más a mirar por la ventana. El coche de la policía aún estaba allí y el taxi justo al lado del edificio.

    Cogió su cartera y salió al pasillo pero entonces se detuvo. Vio que las sombras proyectadas por las farolas de la calle bailaban en el techo del salón y en el pasillo donde se había detenido.

    Algo raro sucedía.

    Antes, la luz del salón estaba encendida. Ahora estaba apagada. Ella no la había apagado y Philippe tampoco. Tal vez la bombilla se había fundido. Sí, debía de ser la bombilla. De pronto se le ocurrió que se equivocaba. Que los hombres de fuera no eran policías, que podía tratarse de un par de ejecutivos conversando o de dos amigos, o eran un par de amantes. Incluso el hombre alto no debía de ser un policía. Su primera intuición podía ser acertada. El asesino había encontrado el frasquito de antitétanos y se lo había entregado a Philippe para que lo condujera hasta Osborn.

    ¡Dios mío! El corazón le latía tan fuerte que estaba a punto de explotar. ¿Dónde estaba ahora? ¿En alguna parte del edificio? ¡Incluso allí dentro! ¿Cómo podía haber sido tan tonta como para decirle a Philippe que se marchara? « ¡El teléfono! ¡Cógelo y llama a Philippe! ¡Date prisa!»

    Se volvió para encender la luz. De pronto una mano poderosa la cogió por la boca y la arrastró hasta que sintió el contacto con el cuerpo de un hombre. Al mismo tiempo sintió la punta afilada de una navaja contra el mentón.

    —No tengo intención de hacerle daño pero si no hace exactamente lo que le digo, no tengo alternativa. ¿Me ha entendido?

    El hombre era muy pausado y hablaba francés pero con acento holandés o alemán. Aterrorizada, Vera intentó pensar pero tenía la mente en blanco.

    —Le he preguntado si ha entendido.

    La punta de la navaja se le hundió en la piel y ella asintió.

    —Vale —dijo él—. Vamos a salir del apartamento por la escalera de servicio detrás de la cocina —dijo el hombre con voz calmada y decidida—. Voy a retirar mi mano de su boca. Si hace un solo ruido le rasgaré el cuello. ¿Me entiende?

    « ¡Piensa, Vera! ¡Piensa! Si vas con él te obligará a llevarlo donde Paul. ¡El taxi! ¡El chofer se pondrá impaciente! Si ganas tiempo Philippe volverá a llamar. Si no contestas, subirá.»

    De pronto se oyó un ruido frente a la puerta a unos cinco metros. Vera sintió que el hombre se tensaba detrás de ella y la hoja de la navaja se deslizó cruzándole la garganta. En ese momento se abrió la puerta y Vera lanzó un grito contra la mano que le cubría la boca.

    En el umbral recortado contra la luz estaba Paul Osborn. En una mano sostenía la llave del apartamento y en la otra la pistola automática de Kanarack. Vera y el hombre alto estaban casi en completa oscuridad. Pero daba lo mismo. Ya se habían visto.

    Un dejo de sonrisa le cruzó los labios a Oven. En un abrir y cerrar de ojos lanzó a Vera a un lado y en su mano apareció la navaja. Al mismo tiempo, Osborn levantó el arma y le gritó a Vera que se tirara al suelo. Oven aprovechó ese instante y le lanzó el cuchillo al cuello. Osborn levantó la mano instintivamente. El estilete le dio con fuerza y se la clavó contra la puerta como con un dardo.

    Osborn dejó escapar un aullido de dolor y se retorció. Oven echó a Vera a un lado y buscó la Walther en su cintura. El chillido de Vera fue apagado por una descarga de fuego seguido de una violenta explosión. Oven cayó hacia el lado y Osborn, que seguía clavado contra la puerta, volvió a disparar. Las tres descargas sucesivas de la potente pistola convirtieron el pasillo en una tormenta de fuego escupida por el cañón, seguido de la detonación ensordecedora de los disparos.

    Desde el suelo Vera vio que Oven corría por el pasillo hasta llegar a la puerta de la cocina. Osborn arrancó la mano que lo clavaba a la puerta y corrió cojeando tras él.

    — ¡Quédate aquí! —gritó.
    — ¡Paul! ¡No!

    A Oven le corría la sangre por el rostro cuando tropezó contra la despensa. Cayó sobre una estantería con ollas y sartenes, abrió de un tirón la puerta de servicio y se lanzó escaleras abajo.

    Unos segundos después Osborn salió a la escalera apenas iluminada y aguzó el oído para escuchar. Sólo el silencio. Estiró el cuello y miró por las escaleras hacia arriba, luego hacia abajo. Nada.

    « ¿Dónde diablos se ha metido? —Osborn respiraba pesadamente—. Ten cuidado. Ten mucho cuidado.»

    Y luego desde abajo percibió un leve crujido. Al mirar creyó ver la puerta de la calle que se cerraba. Más allá, al otro lado del rellano había una oscuridad total donde las escaleras continuaban en curva hacia abajo hasta desaparecer en el sótano.

    Con la automática apuntando la puerta Osborn bajó cauteloso un peldaño. Luego otro. Y un tercero. Luego un peldaño de madera crujió bajo sus pies y Osborn se detuvo, los ojos fijos en la oscuridad más allá de la puerta.

    ¿Habría salido? ¿Acaso estaba en el sótano esperándolo? Escuchando cómo bajaba la escalera.

    Por algún motivo pensó que tenía la mano izquierda fría y pegajosa. Se la miró y vio que aún tenía la navaja clavada. Pero no podía hacer nada. Si la sacaba empezaría a sangrar y no tenía nada para detener la hemorragia. No le quedaba más que ignorarla.

    Un peldaño más y se encontró en el rellano al otro lado de la puerta. Conteniendo la respiración inclinó la cabeza en dirección al sótano pero no oyó nada. Miró desde la puerta a la calle y luego otra vez a la oscuridad abajo. Sentía la sangre palpitando en torno a la navaja clavada en la mano. La conmoción se disiparía pronto y comenzaría a dolerle. Se apoyó sobre la otra pierna, avanzó un peldaño hacia abajo. No tenía idea cuánto se alargaban las escaleras hasta la puerta del sótano o qué habría más allá. Se detuvo y volvió a aguzar el oído esperando oír la respiración del hombre alto.

    De pronto el silencio fue roto por la aceleración del motor de un coche y ruedas chirriando en la calle. En un segundo, Osborn se apoyó en la pierna sana y llegó hasta la puerta. Unos faros delanteros le iluminaron la cara cuando la cruzó. Levantó el brazo y disparó a ciegas contra la mancha verde del coche que pasaba a toda velocidad. Las ruedas volvieron a chirriar cuando giró en la esquina, el coche lanzó un destello al pasar bajo una farola y luego desapareció.

    Osborn dejó caer el brazo que sostenía la pistola y lo siguió con la mirada sin percatarse de que la puerta se abría suavemente a sus espaldas. De pronto algo lo alertó. Aterrorizado giró sobre sus talones y levantó la pistola para disparar.

    — ¡Paul! —Vera estaba en el umbral.
    — ¡Dios mío! —Exclamó él, que la vio justo a tiempo

    A lo lejos se oyó el ulular de las sirenas. Vera lo cogió por el brazo, lo atrajo hacia dentro y cerró la puerta.

    —La policía estaba esperando afuera.

    Osborn vaciló como si estuviera desorientado. Vera vio que aún tenía el cuchillo clavado en la mano.

    — ¡Paul! —exclamó.

    Por encima de ellos se abrió una puerta. Siguieron unos pasos.

    —\Mademoiselle Monneray! —La voz de Barras bajó retumbando entre las paredes de la escalera.

    La realidad de la policía le hizo recuperar el sentido de alerta a Osborn. Sostuvo la pistola bajo la axila, se inclinó, cogió la navaja por la empuñadura y se la arrancó de la mano. Un chorro de sangre fluyó al suelo.

    —Mademoiselle! —gritó Barras ahora más cerca. Por el sonido de las pisadas más de un hombre bajaba las escaleras.

    Vera se sacó una bufanda de seda y tensándola le envolvió la mano a Osborn.

    —Dame la pistola —dijo—. Baja al sótano y quédate ahí.

    Las pisadas se escuchaban más cerca. Los policías habían llegado al piso de arriba y seguían bajando.

    Osborn vaciló, luego le entregó la pistola. Quiso decir algo y en ese momento sus miradas se encontraron. Por un momento pensó que ya no volvería a verla.

    — ¡Venga, vete! —murmuró, y él se volvió y se alejó cojeando hasta desaparecer en el oscuro rellano de la escalera que daba al sótano. Un segundo y medio más tarde, Barras y Maitrot estaban allí.
    —Mademoiselle, ¿se encuentra usted bien?

    Con la pistola de Henri Kanarack en la mano, Vera se volvió hacia ellos.


    Capítulo 59


    Eran las nueve y veinte cuando McVey se enteró de lo que sucedía. Su visita a la cervecería Stella en la rué Saint Antoine había comenzado dos horas antes bajo el signo del fracaso, estuvo a punto de convertirse en un fiasco y terminó con un golpe de suerte.

    Al llegar a las siete y cuarto, el lugar estaba repleto y los camareros corrían de un lado a otro como hormigas. El maitre, que al parecer era el único que hablaba algo de inglés, le informó a McVey que si quería una mesa tendría que esperar al menos una hora, tal vez más. Cuando McVey explicó que no quería una mesa sino hablar con el administrador, el maitre miró al techo y levantó unos brazos implorantes para advertirle que esa noche ni siquiera el administrador podía conseguirle una mesa porque el propietario celebraba una fiesta que ocupaba la sala principal. Luego desapareció.

    McVey se quedó parado y se guardó en el bolsillo el retrato que había dibujado la policía de Albert Merriman. Tenía que intentar otra manera de establecer contacto. Tal vez tenía aspecto de solitario o de perdido, o de las dos cosas porque de pronto apareció una mujer pequeña ligeramente intoxicada, vestida de rojo brillante y, cogiéndolo del brazo, lo llevaba hasta la mesa que ocupaba en la sala grande y comenzaba a presentarlo como su «amigo americano». Mientras él intentaba librarse de la situación con cierto decoro, alguien le preguntó, hablando un inglés rudimentario, de qué parte de Estados Unidos era. Cuando él respondió «Los Ángeles», otras dos personas empezaron a preguntar por los Rams y los Raiders. Una tercera persona habló de la Universidad de California. De pronto, una joven delgada con aspecto de top model, y vestida como tal, se sentó a su lado. Sonrió, seductora, y le preguntó si conocía a alguno de los Dodgers. Un negro le tradujo a McVey y se lo quedó mirando esperando una respuesta. Lo único que McVey deseaba en ese momento era largarse de allí, pero por algún motivo había dicho que conocía a Lasorda. Era la verdad porque Tommy Lasorda, el técnico de los Dodgers, había trabajado en varias campañas benéficas para la policía y a lo largo de los años se había entablado cierta amistad entre los dos. Al oír el nombre de Lasorda, otro hombre se volvió.

    —Yo también lo conozco —confesó hablando un inglés impecable.

    El hombre resultó ser el dueño de la cervecería Ste11a. Quince minutos más tarde, dos de los tres camareros que habían impedido a Osborn atacar al francés estaban reunidos en la oficina del administrador estudiando el esbozo de Albert Merriman.

    —Oui —dijo el primero que lo miró, y se lo entregó a su compañero. Éste lo estudió un momento y se lo devolvió a McVey.
    —Ése es el hombre —dijo—. C'est l'bomme.

    Los Ángeles.

    —Robos y Homicidios, Hernández —contestó la voz. Rita Hernández era joven y sexy. Demasiado sexy para ser policía. A sus veinticinco años tenía tres hijos y su marido estudiaba Derecho en la facultad. Acababa de integrarse al equipo y era probablemente la inspectora más inteligente de todo el Cuerpo de Policía.
    —Buenas tardes, Rita.
    — ¡McVey! ¿Dónde diablos te has metido? —preguntó Rita reclinándose en su silla y sonriendo.
    —Estoy en París, Francia —dijo McVey. Se sentó en la cama de la habitación y se sacó un zapato. Las nueve menos cuarto de la noche en París eran las doce cuarenta y cinco de la mañana en Los Ángeles.
    — ¿París? ¿No quieres que vaya a hacerte compañía? Dejaré a los crios, al marido, haré cualquier cosa, McVey, ¡te lo rueeeego!
    —No, no te gustaría.
    — ¿Por qué no?
    —No he encontrado ni una sola tortilla decente como las que haces tú, en todo caso.
    —Al diablo las tortillas. Me comeré un brioche.
    —Hernández, necesito un informe completo sobre un cirujano ortopedista de Pacific Palisades. ¿Tienes tiempo?
    —Si me traes un brioche de París...

    A las ocho cincuenta y tres McVey colgó, utilizó la llave para abrir el mueble «bar» de la habitación y encontró lo que buscaba, la media botella de Sancerre degustada la última vez que había ocupado la habitación. Quisiera o no, el vino francés empezaba a gustarle.

    Abrió la botella y se sirvió media copa, se sacó el otro zapato y estiró los pies en la cama.

    ¿Qué estaban buscando? ¿Por qué perseguía Osborn a Merriman con tanta pertinacia? ¿Por qué, después del primer ataque y de la fuga de Merriman, se había tomado la molestia de contratar a un detective privado para dar con él?

    Era posible que Merriman hubiera provocado a Osborn en París de un modo u otro. La historia de Osborn acerca del intento de robo de Merriman en la estación podía ser verdad. Pero McVey lo dudaba porque el ataque de Osborn en la cervecería había sido demasiado repentino y violento. Por mucho que a Osborn se le calentara la cabeza era un médico, alguien lúcido, lo suficiente para saber que no se podía viajar por el mundo agrediendo a la gente en público sin arriesgar todo tipo de consecuencias, sobre todo si lo único que el hombre había pretendido era robarle a uno la cartera.

    Así, a menos que Merriman hubiese cometido un acto demasiado indignante como para provocar la ira de Osborn aquel mismo día, parecía razonable buscar otros motivos. Eso le decía su intuición a saber, que si algo había sucedido entre ambos pertenecía al pasado.

    Pero ¿cuál podía ser la relación entre un médico de Los Ángeles con Henri Kanarack, un asesino profesional que había fingido su propia muerte para luego esfumarse durante más de tres décadas viviendo los últimos diez años en Francia con un nombre falso? Lebrun había averiguado que bajo el nombre de Kanarack, Merriman no tenía ningún tipo de antecedentes criminales. Eso quería decir que cualquier relación que se hubiese tejido entre los dos tenía que corresponder a la época en que Merriman vivía en Estados Unidos.

    McVey se incorporó, se acercó a la mesa de escritorio y abrió su maletín. Encontró las notas que había tomado durante la conversación con Benny Grossman sobre Merriman y miró la fecha de la supuesta muerte de éste en Nueva York.

    — ¿1967? —se preguntó, en voz alta. McVey bebió un sorbo del Sancerre y se sirvió otro poco en el vaso. Osborn no tenía más de cuarenta años y seguro que menos. Si conoció a Merriman en 1967 o antes, tenía que ser un niño.

    McVey hizo una mueca y se preguntó acerca de la posibilidad de que Merriman fuera el padre de Osborn. Un padre que había abandonado a su familia y desaparecido. Pero descartó la idea con suma rapidez. Merriman habría sido un tierno adolescente el año que engendró a Osborn. No, tenía que ser otra cosa.

    Pensó en la droga que los hombres de Lebrun habían encontrado —la sucinilcolina— y se preguntó qué tenía que ver con la historia entre Osborn y Merriman.

    Recordó que no había tenido noticias del inspector Noble. Era verdad que llevaba menos de veinticuatro horas fuera de Londres; tiempo suficiente, sin embargo, para que la Policía Metropolitana investigara los hospitales y las facultades de medicina en el sur de Inglaterra que experimentaran con nuevas técnicas de cirugía. La segunda tarea, buscar a las personas desaparecidas en años anteriores con el fin de encontrar la que coincidía con la cabeza cercenada con placas en el cerebro, era algo que podía tardar una vida y aun así tal vez no encontraran nada.

    ¿Y qué había sucedido con sus instrucciones para que los doctores Richman y Michaels examinaran los cadáveres buscando marcas de jeringas que habrían pasado inadvertidas debido al grado de descomposición de los cuerpos? Marcas provocadas por una inyección de sucinilcolina.

    Ese era el tipo de cosas que a McVey le fastidiaba.

    Prefería trabajar solo, tomarse el tiempo necesario para digerir los datos y actuar luego en consecuencia. De todos modos no podía quejarse del equipo con que contaba. Noble y su gente, además de los especialistas en Londres, seguían sus instrucciones al pie de la letra. En París, Lebrun hacía lo mismo. Desde Nueva York, Benny Grossman le había proporcionado una ayuda inestimable. Ahora, en el mejor de los casos, Rita Hernández en Los Ángeles haría lo mismo con los antecedentes de Osborn, lo cual podría darle una clave de lo que había sucedido, algo que pudiera explicar su vínculo con Merriman.

    Pero ahí estaba el problema. Osborn y Merriman, Jean Packard, el detective privado, el hombre alto y su reguero de asesinatos, además de la trama secreta que involucraba a la oficina de Interpol en Lyón, ése era uno de los casos. Los cadáveres decapitados hallados en distintos lugares de Europa del norte y la cabeza sin cuerpo de Londres, todos congelados a bajas temperaturas con extraños fines experimentales, ése debería constituir otro caso.

    Pero algo le decía que no era así, que de alguna manera aquellas dos situaciones tan dispares entretejían sus tramas. Sospechaba que, si bien no disponía de ningún tipo de pruebas, el eslabón tenía que ser Osborn.

    A McVey no le gustaba. Parecía que todo se le escapaba de las manos.

    —Soluciona el asunto Osborn/Merriman y encontrarás la clave de todo —dijo en voz alta. Se dio cuenta de que el dedo gordo del pie comenzaba a perforarle el calcetín. De pronto, por primera vez en muchos años se sintió verdaderamente solo.

    En ese momento llamaron a la puerta. McVey, intrigado, se levantó a abrir.

    — ¿Quién es? —preguntó abriendo la puerta hasta la cerradura de la cadena. Un policía esperaba en el pasillo.
    —Prefectura Central de la Policía de París, señor. Soy el agente Sicot. Ha habido un tiroteo en al apartamento de Vera Monneray — dijo.


    Capítulo 60


    McVey observó la pistola automática del 45 que Barras había depositado cuidadosamente sobre una servilleta de lino en la mesa del comedor de Vera Monneray. Sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta, lo metió en el cañón de la pistola y la levantó. Era un Colt fabricado en Estados Unidos al menos diez o quince años atrás.

    McVey lo dejó sobre la mesa, recuperó su bolígrafo y observó el ajetreo a su alrededor. Era domingo por la noche pero la Policía de París había conseguido llenar el piso de técnicos y especialistas.

    Al otro lado del pasillo, en el salón vio a los inspectores Barras y Maitrot hablando con Vera Monneray. A un lado había una mujer policía de uniforme. Sentado en la mecedora de «Alicia en el país de las maravillas» estaba el conserje a quien todo el mundo llamaba Philippe.

    McVey se dirigió al pasillo y divisó a uno de los integrantes del equipo técnico, un hombre delgado con gafas que raspaba una mancha de sangre seca en la pared. Más allá, un fotógrafo calvo terminaba su propia faena. Y luego, un hombrón con aspecto de luchador de peso pesado se aplicaba con delicadeza a sacar una bala incrustada en la superficie de la mesa de cerezo.

    Las actividades que se llevaban a cabo en el apartamento ofrecían un cuadro razonablemente acertado de lo que había sucedido. Por ahora, sin embargo, al menos en opinión de McVey lo que importaba era la pistola del 45 sobre la mesa del comedor.

    Se podía observar una pequeña pistola del tamaño de la palma de la mano. Del calibre 25 o 32, una Walther o una Beretta italiana o, más verosímil aún, una Mab francesa, ése sería el tipo de arma que un alto dignatario del gobierno francés le pasaría a su amiga para defenderse en una emergencia. Pero un U.S. Cok automático del calibre 45 era un arma de hombre. Grande y pesado, con un potente retroceso. Así de entrada no tenía sentido.

    McVey pasó junto al fotógrafo, atareado ahora en la puerta del pasillo exterior y observó el salón. Barras acababa de preguntarle algo a Vera Monneray porque ella negaba con la cabeza. Y entonces levantó la mirada y vio que McVey la observaba. Volvió de inmediato a Barras.

    Lo primero que Barras le contó a McVey al llegar fue que le habían notificado que Francois Christian había hablado con Vera pero que no vendría a verla. Era la manera que Barras tenía de explicar las cosas, de decirle a McVey que había importantes asuntos en juego y que sería mejor que se mantuviera al margen de los procedimientos sobre todo en lo que se refería a mademoiselle Monneray.

    Si Lebrun estuviese ahí, puede que las cosas fueran distintas. Pero Lebrun no estaba. Había salido de la ciudad aquella tarde por asuntos personales. Nadie, incluyendo a su mujer, parecía saber para qué ni adonde había ido y había sido imposible establecer contacto con él o con el correo electrónico. Por eso habían llamado a McVey. Era evidente que lo habían hecho de mala gana porque Barras y Maitrot como parte del equipo de vigilancia habían llegado a la escena del tiroteo inmediatamente después de que éste se produjera pero habían pasado dos horas hasta que habían enviado al agente Sicot a buscarlo al hotel.

    A McVey eso no le sorprendía. Sucedía lo mismo con la policía en todas partes. Poli o no, si no eras uno de los suyos, no eras de los suyos. Si querías estar enterado tenían que invitarte y eso tardaba tiempo. Así por lo general el trato era cordial pero sólo contabas con tus propios medios y a veces eras la última persona a quien llamaban.

    McVey volvió por el pasillo y entró en la cocina. Se había lanzado una llamada a todas las unidades en busca de un hombre alto de un metro noventa vestido con pantalones grises y chaqueta oscura que hablaba francés pero con acento holandés o alemán. No era mucho pero era algo. Al menos, salvo que Vera Monneray se lo estuviera sacando de la manga, cosa que McVey dudaba, era la prueba de que el hombre alto existía.

    Salió de la cocina por una puerta abierta que daba a la escalera de servicio. El equipo de técnicos trabajaba en la escalera y el rellano dos pisos más abajo donde una puerta de servicio daba a la calle. Observando mientras avanzaba, McVey bajó las escaleras hasta el rellano y miró por la puerta abierta. Un par de policías custodiaba la entrada.

    Vera les había contado a Barras y Maitrot que había regresado a casa del hospital debido a intensos calambres menstruales. Al llegar había tomado un analgésico específico que tenía siempre en casa y se tendió a descansar. Al cabo de un rato empezó a sentirse mejor y decidió volver al trabajo. Llamó a Philippe para pedirle un taxi y cuando él le avisó que había llegado, Vera fue a buscar su cartera al pasillo y se dio cuenta de que estaba demasiado oscuro y que la luz del salón estaba apagada. Fue en ese momento cuando el hombre se abalanzó sobre ella.

    Vera se libró y corrió hacia el comedor en busca del arma que Francois Christian había dejado allí para las emergencias. Se volvió, apuntó y disparó varias veces —no recordaba cuántas— al hombre alto. Éste escapó corriendo por la puerta de servicio y bajó por la escalera hasta llegar a la calle. Ella lo persiguió pensando que tal vez lo había herido y entonces Barras y Maitrot la habían encontrado junto a la puerta y con el arma en la mano. Dijo que había oído el ruido de un coche que se alejaba pero que no lo vio.

    McVey salió y vio los destellos blanquiazules de los coches de policía. El equipo técnico medía las marcas de las ruedas de un coche en la calle, paralelas y casi directamente frente a la puerta por la que él había salido.

    Bajó a la calle y miró en la dirección en que había salido el coche y caminó siguiendo la ruta de la fuga lejos de los destellos de los coches en medio de la oscuridad. Caminó otros quince metros y se volvió. Se agachó y estudió la calle. Era una calle de asfalto con una base de adoquines. Levantó la cabeza hasta que mantuvo el nivel de los ojos a la altura de las luces de los coches. Algo brilló en la calle, a unos cinco metros. Era una astilla de un espejo retrovisor del tipo que llevan los coches.

    Se lo deslizó cuidadosamente en el bolsillo de la chaqueta y caminó hacia las luces hasta encontrarse exactamente frente a la puerta de servicio y luego miró por encima del hombro. Al otro lado de la calle, las ventanas de otros apartamentos estaban encendidas y se divisaba las siluetas de los inquilinos que miraban la calle.

    Manteniendo la misma línea en relación con la puerta cruzó hacia el edificio al otro lado de la calle. La única iluminación aquí era la de las farolas de la calzada, a unos doce pasos. McVey pasó junto a una verja de metal con puntas recién pintadas hasta llegar al edificio. Examinó la superficie de ladrillo y piedra bajo la luz tenue. Buscaba una astilladura reciente en la piedra o el ladrillo, un punto en el que hubiera impactado una bala disparada contra el coche desde el otro lado de la calle. Pero no vio nada y pensó que tal vez se equivocaba, que al fin y al cabo el trozo de espejo no había sido astillado por un disparo y que quizá llevaría tiempo tirado allí.

    Los del equipo técnico en la calle habían terminado de efectuar mediciones y volvían al interior del edificio. McVey iba a entrar con ellos cuando de pronto se percató de que faltaba una de las puntas que coronaban la verja de hierro recién pintada. Fue al otro lado de la verja y se agachó para buscar la punta en el suelo. Entonces la vio a la sombra de un surtidor de agua, al borde del edificio. La recogió y vio que la parte frontal estaba doblada por la fuerza de un fuerte impacto. Allí donde se había producido el impacto, la pintura fresca dejaba al descubierto un brillante trozo de acero.


    Capítulo 61


    Al escapar, Bernhard Oven había tomado la decisión más acertada. El primer disparo del americano, desviado a causa del cuchillo clavado en la mano, le había abierto un surco sangriento en la base de la mandíbula. Había tenido suerte. Sin el cuchillo, Osborn le habría dado entre ceja y ceja. Si Oven hubiera tenido la Walther a mano en lugar del cuchillo, le habría hecho lo mismo a Osborn y luego habría matado a la chica.

    Pero no había sido así. Tampoco había decidido quedarse y enfrentarse al americano porque al oír los disparos, los policías que esperaban fuera habrían llegado rápidamente como de hecho lo hicieron. Lo último que Oven deseaba era enfrentarse a un hombre furibundo armado y a la policía entrando por la puerta a su espalda.

    Aunque hubiera matado a Osborn, existía una gran probabilidad de que la policía lo atrapara o lo hiriera. Si hubiera sucedido eso, tal vez habría sobrevivido un día en la cárcel hasta que la Organización hubiera encontrado un medio para eliminarlo. Ésa era otra razón por la que su retirada había sido oportuna y bien pensada.

    Pero su huida le creaba otro problema. Por primera vez lo habían visto con toda claridad. Los testigos eran Osborn y Vera Monneray, que más tarde lo describirían a la policía como muy alto, al menos un metro noventa, pelo y cejas rubios.

    Eran casi las nueve y media, poco más de dos horas después del tiroteo. Oven se levantó de la silla de respaldo alto donde se había quedado cavilando y entró en el dormitorio del piso de dos habitaciones en la rué de l'Église, abrió la puerta del armario y sacó unos vaqueros recién planchados. Los dejó sobre la cama, se sacó los pantalones de franela gris, los colgó cuidadosamente y los dejó en el armario.

    Se puso los vaqueros, se sentó en el borde de la cama y soltó las tiras de velero que unían las prótesis de veintitrés centímetros de piernas y pies a los muñones de sus piernas en el punto de amputación entre el tobillo y la rodilla.

    Abrió una maleta de tapa plástica dura y sacó un segundo par de prótesis idénticas a las otras pero doce centímetros más cortas. Las fijó a los muñones de cada pierna, volvió a ajustar las tiras de velero, se colocó unos calcetines blancos de deporte y luego unas Reebook de caña alta.

    Se levantó, dejó la maleta con las prótesis en un cajón y fue al baño. Se colocó una peluca negra y se oscureció las cejas con rimel de color negro.

    A las nueve y cuarenta y dos minutos, con una pequeña gasa cubriéndole la huella de la bala en la mandíbula, el Bernhard Oven de un metro ochenta, de pelo y cejas negros, salió de su piso en la rué de l'Église y caminó media manzana hasta el restaurante Jo Goldenberg en el número 7 de la rué Rosiers. Escogió una mesa junto a la ventana, pidió una botella de vino israelí y el plato especial de la cena, hojas de parra rellenas con carne picada y arroz.

    Paul Osborn estaba acurrucado en la oscuridad encima de la vieja caldera en el sótano del número 18 del Quai de Bethune en un espacio de un metro cuadrado que no se podía ver desde abajo, con la cabeza a escasos centímetros del polvoriento techo de cemento plagado de telarañas.

    Encontró el escondrijo sólo momentos antes de que los primeros policías invadieran la zona y ahora, casi tres horas después, aún permanecía allí. Hacía ya bastante rato que había dejado de contar las veces que las ratas se acercaban furtivamente a husmearlo y mirarlo con sus horribles ojos púrpura. Si algo agradecía era la noche cálida y que nadie en el edificio hubiera encendido aún la calefacción.

    Durante las dos primeras horas parecía que la policía anduviera en todos los rincones del sótano. Policías uniformados y de civil con las tarjetas de identificación sujetas a la chaqueta. Iban y venían hablando en francés riendo de vez en cuando con algún chiste que no | entendía. Era una suerte que no hubieran traído perros.

    Su mano había dejado de sangrar pero el dolor era insoportable. Osborn estaba entumecido, tenía sed y el cansancio lo agobiaba. Se había dormido unas cuantas veces para volver a despertar cuando los policías buscaban por todos lados, salvo donde él se encontraba.

    Ahora, desde hacía un rato, todo estaba en silencio y se preguntó si aún permanecerían en el edificio. Seguro que no se habían marchado porque Vera habría venido a verlo. Y luego se le ocurrió que tal vez no podía y que la policía habría dejado un par de hombres para protegerla en caso de que volviera el hombre alto. ¿Qué pasaría entonces? ¿Cuánto tiempo permanecería allí hasta que se decidiera a salir?

    De pronto, oyó una puerta que se abría en la planta de arriba. ¡Vera! El corazón le dio un vuelco y se incorporó. Unos pasos bajaban por la escalera. Quería decir algo pero no se atrevía. Luego oyó que la persona que bajaba se detenía en el rellano. Tenía que ser Vera. ¿Por qué bajaría un policía solo cuando la zona ya había sido rastreada tan profusamente? Tal vez fuera alguien que se aseguraba que la puerta de servicio estuviera bien cerrada. En ese caso volvería a subir.

    De pronto uno de los peldaños emitió un crujido agudo. No era una mujer la que bajaba.

    ¡El hombre alto!

    ¿Qué pasaría si habría logrado eludir a la policía igual que él y aún estaba ahí? ¿O si había encontrado un medio para regresar? Aterrorizado, Osborn miró a su alrededor buscando algo con que defenderse pero no encontró nada.

    La escalera volvió a crujir y alguien bajó un peldaño más. Osborn aguantó la respiración y estirando el cuello alcanzó a ver los peldaños de más abajo.

    Un paso más y apareció el pie de un hombre y luego el otro. Alguien entró en el sótano.

    McVey.

    Osborn se echó hacia atrás y se mantuvo agazapado contra la tapa de la caldera. Oyó los pasos de McVey que se acercaban y se detenían. Luego volvió a avanzar alejándose de la caldera en dirección al fondo del sótano con forma de ataúd.

    Durante varios segundos no oyó nada más. Luego un «clic» y se encendió la luz. Un momento después, con un segundo «clic» el sótano se iluminó aún más. Lo poco que Osborn podía ver ya lo había visto antes cuando la policía francesa había inspeccionado el lugar. El sótano parecía un pequeño almacén. A ambos lados de la pared se alineaban los antiguos depósitos para el carbón, ahora repletos de muebles y pertenencias de los inquilinos. Osborn pensó que, de haber llegado más lejos donde no había más luz, podría haberse ocultado en cualquier parte. Tal vez incluso habría encontrado una salida al otro lado.

    De pronto se produjo un revoloteo por encima de su cabeza y algo le cayó sobre el pecho. Era una rata gorda y tibia. Osborn sintió las garras que se le hundían en la piel por debajo de la camisa cuando el animal dio unos pasos sobre su pecho y se detuvo a oler el pañuelo de Vera alrededor de la mano herida, pegajoso con la sangre semiseca.

    — ¡Doctor Osborn!

    La voz de McVey resonó entre las paredes del sótano. Osborn se sobresaltó, la rata resbaló y cayó al suelo. McVey oyó el golpe sordo y la vio desaparecer en la oscuridad de la escalera.

    —A mí las ratas no me gustan nada —dijo—. ¿A usted qué le parecen? ¿Se ha dado cuenta de que cuando se sienten acorraladas, muerden?

    Adelantándose un palmo, Osborn vio a McVey parado a medio camino entre la caldera y la oscuridad. A ambos lados había montones de baúles polvorientos y muebles de aspecto fantasmagórico cubiertos con telas protectoras, algunos tan altos que a su lado McVey parecía una miniatura.

    —Con la excepción de unos cuantos policías de a pie al frente y detrás del edificio, la policía se ha ido y la señorita Monneray con ellos. A la Prefectura de Policía. Quieren ver si puede identificar al hombre alto en las fotos de archivo. Le advierto que si París se parece en algo a Los Ángeles, estará ocupada mucho tiempo porque hay muchos papeles.

    McVey se volvió y miró los muebles a su espalda.

    —Déjeme contarle lo que sé, doctor —dijo, volvió a girarse y empezó a caminar lentamente en dirección a él con un leve eco acompañando sus pasos. Vio que McVey estaba atento a cualquier amago de movimiento.
    —La señorita Monneray mentía cuando le dijo a la policía francesa que había sido ella quien había disparado contra el hombre alto. Se trata de una mujer sumamente culta, muy bien relacionada y además médico residente. Aunque fuera capaz de manejar algo tan grande como una pistola automática del cuarenta y cinco contra un agresor, aunque le hubiera disparado, dudo que hubiera tenido el ánimo para perseguirlo por una vieja escalera de servicio. O que lo hubiera seguido a la calle para dispararle cuando escapaba. —McVey se detuvo y miró por encima del hombro y luego siguió caminando por donde venía. Se acercó lentamente al escondrijo de Osborn hablando en voz alta para hacerse oír en los dos extremos del sótano.

    »Por lo demás, dice que oyó escapar un coche pero que no lo vio. Yo me pregunto, si no lo vio, ¿cómo es que acertó al espejo retrovisor y luego, con un segundo disparo, voló la punta de la verja al otro lado de la calle?

    McVey debía de saber que la policía había buscado en todo el sótano sin encontrar nada. Eso significaba que se la estaba jugando a que Osborn estaba ahí. Pero era sólo eso, una apuesta.

    —Había manchas frescas de sangre en el pasillo junto a la puerta de arriba, en el piso de la cocina y en el rellano de la puerta de servicio que da a la calle. El equipo técnico de la Prefectura de París es bastante bueno. No tardaron mucho en constatar que se trataba de dos grupos distintos de sangre. Tipo O y B. La señorita Monneray no estaba herida ni sangraba. De modo que me atrevería a apostar que entre usted y el hombre alto, uno es del grupo O y otro del B. No sabemos si sus heridas son graves pero ya lo descubriremos.

    McVey estaba ahora exactamente debajo de Osborn. Se había detenido y miraba a su alrededor. Osborn sonrió sin saber por qué. Si McVey hubiera llevado un sombrero como los inspectores de homicidios en los años cuarenta, podría haber estirado la mano para cogérselo. Se imaginó la expresión de McVey si hubiera sucumbido a la tentación.

    —A propósito, doctor, la policía de Los Ángeles está elaborando un completo perfil de sus antecedentes. Cuando vuelva al hotel estará esperándome un fax con los primeros datos. Uno de esos datos es su grupo sanguíneo.

    McVey esperó, el oído alerta. Luego volvió por donde había venido, lenta y pausadamente, esperando que Osborn cometiera el error que lo delatara si se encontraba allí.

    —Si usted no lo sabe, yo tampoco sé quién es el hombre alto y qué es lo que trama. Pero creo que debería saber que ese individuo es directamente responsable de otros asesinatos en relación a un hombre llamado Albert Merriman que usted seguramente conoció como Henri Kanarack. La amiga de Merriman, Agnés Demblon, murió quemada en un incendio que provocó el hombre alto en el edificio donde vivía. En el incendio murieron otros diecinueve adultos y dos niños y sospechamos que ninguno de ellos había conocido a Albert Merriman.

    » Luego, el hombre alto se dirigió a Marsella y dio con el paradero de la mujer de Merriman, con su hermana, el marido de su hermana y sus cinco hijos. A todos los liquidó de un disparo en la cabeza.

    McVey guardó silencio y apagó una hilera de luces.

    —Era a usted a quien perseguía, doctor Osborn, no a la señorita Monneray. Pero, desde luego, puesto que esta noche su amiga lo ha visto, también tendrá que ocuparse de ella.

    Cuando McVey apagó la segunda hilera de luces, Osborn oyó un «clic» sordo. Luego sintió que McVey se volvía hacia él en la oscuridad.

    —Sinceramente, doctor Osborn, se ha metido usted en un buen lío. Yo lo estoy buscando. La policía de París también. Y el hombre alto también. Si lo coge la policía, le apuesto lo que quiera que el hombre alto encontrará un medio para despacharlo a usted en la cárcel. Y después irá a por la señorita Monneray. No en seguida porque durante un tiempo estará protegida. Pero en algún momento, un día que ella vaya de compras o en el metro, tal vez en la peluquería o en la cafetería del hospital, a las tres de la mañana...

    McVey se acercó. Cuando se situó justo debajo de Osborn, se volvió una vez más hacia el sótano a oscuras.

    —Nadie más sabe que está aquí, sólo usted y yo. Tal vez si habláramos, podría ayudarle. Piénselo, ¿vale?

    Luego volvió el silencio. Osborn sabía que McVey esperaba un leve ruido y contuvo la respiración. Pasaron unos cuarenta largos segundos hasta que Osborn lo oyó volver sobre sus pasos, llegar a la escalera y comenzar a subir. Pero de pronto volvió a detenerse.

    —Me hospedo en un hotel barato que se llama Le Vieux París en la calle de Git le Coeur. Las habitaciones son pequeñas pero tienen el encanto de antigualla francesa. Déjeme un mensaje para saber dónde podemos hablar usted y yo. Vendré solo. Sólo usted y yo. Si le pone nervioso, no use su nombre. Diga que llama Tommy Lasorda. Dígame dónde y cuándo.

    McVey subió por la escalera y desapareció. Al cabo de un rato, Osborn oyó que la puerta de servicio que daba a la calle se abría y luego se cerraba. Después todo volvió a quedar en completo silencio.


    Capítulo 62


    Se llamaban Eric y Edward y Joanna jamás había visto dos hombres tan perfectos. A sus veinticuatro años parecían especimenes perfectos del macho humano. Ambos medían un metro ochenta y cinco y pesaban exactamente lo mismo, a saber, setenta y cinco kilos.

    Los había visto a primera hora de la tarde mientras trabajaba con Elton Lybarger en la parte baja de la piscina del edificio que albergaba el gimnasio de la propiedad. La piscina tenía dimensiones olímpicas de cincuenta metros de largo por veintitrés de ancho. En ese momento, Eric y Edward la cruzaban de una a otra punta nadando estilo mariposa. Joanna había visto nadar ese estilo pero sólo en tramos cortos dado que exigía un esfuerzo considerable. En un extremo de la piscina había un contador que registraba el rendimiento de los nadadores.

    Cuando Joanna y Lybarger entraron, los jóvenes ya habían cubierto ocho vueltas equivalentes a doscientos metros. Cuando terminó su trabajo con Lybarger, los dos jóvenes seguían nadando mariposa, brazada a brazada, lado a lado. El contador registraba sesenta y dos vueltas, algo más de tres kilómetros. ¿Tres y un kilómetros ininterrumpidos en estilo mariposa? Aquello era increíble e incluso totalmente imposible. Pero no cabía duda porque Joanna los había visto.

    Una hora más tarde cuando uno de los asistentes llevó a Lybarger a su terapia de logopedia, Eric y Edward habían salido de la piscina y se preparaban para salir a correr por el bosque. Von Holden se los presentó a Joanna.

    —Son los sobrinos del señor Lybarger —dijo, sonriendo—. Estudiaban en el Instituto de Cultura Física en la ex Alemania del Este. Cuando anunciaron que lo cerraban, regresaron a casa.

    Los dos jóvenes eran muy correctos.

    —Hola, un placer conocerla —dijeron, y luego se alejaron corriendo.

    Joanna preguntó si se estaban entrenando para los Juegos Olímpicos. Von Holden sonrió.

    —No, para las Olimpiadas no. ¡Para la política! El señor Lybarger los incitaba a dedicarse a la política desde que eran jóvenes y murió su padre. Pensaba que algún día Alemania se reunificaría. Y tenía razón.
    — ¿Alemania? Yo creía que el señor Lybarger era suizo.
    —Alemán. Nació en la ciudad industrial de Essen.

    A las siete en punto, la familia y los invitados se sentaron a cenar en el comedor principal de la mansión Lybarger que según se había enterado Joanna se llamaba «Anlegeplatz.», es decir, «embarcadero». Si alguien se iba de allí, siempre podría regresar.

    Al volver a su habitación después de una larga sesión de trabajo con el señor Lybarger, Joanna encontró un vestido de noche escogido y diseñado a la perfección por la célebre Uta Baur a partir de una simple fotografía. Joanna la había conocido la noche anterior a bordo del crucero y ahora se enteraba de que era una de las huéspedes en Anlegeplatz.

    Era un vestido largo y ajustado y en lugar de poner de relieve su generosa silueta, la halagaba ciñéndola y acentuando lo mejor. Era algo único, absolutamente erótico y tan atrevido como para llevarlo sin ropa interior, lo cual eliminaba las líneas o el abultamiento provocado por los elásticos ajustados. Estaba confeccionado con terciopelo negro, llevaba una abertura varios centímetros por debajo de la garganta y un ligero dibujo de filigrana dorada desde la parte posterior del cuello le cruzaba el escote y volvía a la parte posterior como una boa constrictora que la ciñera, reluciente. En los hombros, todo un detalle, colgaban unas pequeñas borlas doradas.

    Al principio Joanna sintió cierta reserva. Jamás había esperado ponerse algo así. Pero no había traído ningún vestido elegante y en Anlegeplatz la cena era un acontecimiento formal. De modo que no tenía más alternativa que probárselo. Se dio cuenta de que aquella prenda la transformaba, como algo mágico. Con el maquillaje y el pelo recogido en un nudo a la francesa, ya no era la terapeuta de aspecto corriente e inocente de Nuevo México. Se había convertido en una distinguida y sexy mujer de mundo y sabía conducirse con gracia y garbo.

    El enorme salón del comedor en Anlegeplatz podía haber sido el escenario de un auténtico drama medieval. Los doce invitados estaban sentados en sillas de madera tallada a lo largo de una larga y angosta mesa donde se podían sentar cómodamente treinta comensales. Media docena de camareros atendían a todas sus necesidades. La sala tenía una altura equivalente a dos plantas y estaba construida enteramente de piedra. Del techo colgaban banderas con escudos de grandes familias, a la manera de estandartes, y todo hacía pensar que aquello había servido de morada a reyes y caballeros.

    Elton Lybarger estaba sentado a la cabecera de la mesa y a su derecha, Uta Baur conversaba con él con la animación que le era característica como si los dos fueran los únicos presentes. Uta vestía de negro, su color distintivo. Botas hasta las rodillas, pantalones ajustados al cuerpo y un jersei negro de cuello simple cerrado con un botón en el pecho. La piel de manos, cara y cuello era tersa y atornasolada como si jamás hubiera estado expuesta a la luz del sol. El escote de sus diminutos pechos sostenidos en alto por un sostén rígido era del mismo color lechoso, delineados por unas venas superficiales de tinte azul claro como fisuras de porcelana china. Bajo su pelo blanco extraordinariamente corto, el único relieve eran sus cejas depiladas. No llevaba maquillaje ni joyas de ningún tipo, lo cual era bastante elocuente.

    La cena fue larga y pausada y a pesar de los demás invitados —el doctor Salettl, los gemelos Eric y Edward y varias otras personas que le presentaron— Joanna pasó la mayor parte del tiempo conversando con Von Holden de Suiza, de su historia, sus ferrocarriles y su geografía. Von Holden hablaba como un experto pero lo mismo le habría dado a Joanna que hablara del precio del arroz en China. Su llamada fría y brusca por la mañana pidiéndole que estuviera preparada para que pasaran a recogerla al hotel le había hecho sentirse como una mujer fea y ordinaria, como si aquella noche la hubiera usado. Pero al reunirse con ella en el jardín por la tarde, Von Holden se había portado tan cálido y generoso como la noche anterior y había conservado ese talante durante toda la cena. A medida que avanzaba la velada y aunque intentaba no demostrarlo, Joanna se derretía por sus caricias.

    Después de la cena, Lybarger, Uta, el doctor Salettl y los demás invitados se retiraron a la biblioteca de la segunda planta para tomar el café y escuchar un concierto de piano a cuatro manos ejecutado por Eric y Edward.

    Joanna y Von Holden, como empleados, no fueron invitados y prescindieron de ellos durante la velada.

    —El doctor Salettl me ha dicho que espera que el señor Lybarger pueda caminar sin bastón el viernes —dijo Joanna observando a Uta que cogía a Lybarger por el brazo para ayudarlo a subir la escalera.
    — ¿Crees que será capaz? —inquirió Von Holden.
    —Espero que sí, pero depende del propio señor Lybarger. No sé qué puede pasar el viernes que resulta tan importante. ¿Y si tarda aún unos días?
    —Quiero enseñarte algo —dijo Von Holden ignorando su pregunta. La condujo hasta una puerta lateral cerca del extremo del comedor. Entraron a un pasillo revestido de madera y traspasaron una pequeña puerta que daba a una escalera. Von Holden le ofreció la mano y bajaron hasta llegar a una segunda puerta que conducía a su vez a una estrecha galería que desembocaba más abajo de la entrada de la casa.
    — ¿Adonde vamos?— preguntó Joanna en voz baja.

    Von Holden no dijo nada y ella sintió un temblor excitante mientras avanzaban. Pascal von Holden era un hombre que podía atraer y poseer a cualquier mujer que se propusiera. Vivía en un mundo de gente sumamente adinerada y bella próxima a la realeza. Joanna no era más que una terapeuta común y corriente que hablaba inglés con acento sureño. Había tenido una aventura con él la noche anterior y sabía que no representaba nada especial. Entonces, ¿cómo se explicaba que ahora quisiera repetir la experiencia? Si era eso lo que perseguía.

    Al final del pasillo había unas escaleras. Al llegar arriba, Von Holden abrió una puerta. Se apartó a un lado, la invitó a entrar y cerró la puerta a su espalda.

    Joanna estaba boquiabierta mirando hacia arriba. La habitación en que se encontraban alojaba una enorme rueda de molino impulsada por el flujo de una rápida corriente de agua.

    —Este sistema proporciona energía a las instalaciones de la casa —dijo Von Holden—. Camina con cuidado porque el suelo es resbaladizo.

    Von Holden la cogió del brazo y la condujo a otra puerta. La abrió y encendió una luz. La sala era de piedra y madera, de unos dos metros cuadrados. En el medio había una fuente de agua que borboteaba rodeada de bancos de piedra. Von Holden señaló una puerta de madera.

    —Ahí dentro hay una sauna. Todo muy natural y bueno para la salud —dijo.

    Joanna se sonrojó y al mismo tiempo sintió su cuerpo invadido por una ola de calor.

    —No he traído nada para cambiarme —se excusó.
    —Ah, los diseños de Uta son una maravilla —dijo él sonriendo.
    —No entiendo.
    —El vestido se ciñe al cuerpo y está hecho para ponérselo sin ropa interior, ¿no es así?

    Joanna volvió a sonrojarse.

    —Sí, pero...
    —La forma siempre obedece a la función —dijo Von Holden, y se inclinó para coger una de las borlas doradas de los hombros—. Esta borla del adorno...

    Joanna notaba que Von Holden quería hacer algo pero no entendía de qué se trataba.

    — ¿Qué pasa con la borla?
    —Si uno le da un pequeño tirón. De pronto, el vestido de Joanna se abrió y cayó elegantemente al suelo como la cortina de un escenario.
    —Ya ves, estás lista para un baño y una sauna —dijo Von Holden, y retrocedió un paso para recorrerla con la mirada.

    Joanna sintió un deseo que jamás había experimentado, incluso más intenso, si era posible, que la noche anterior. Jamás había sentido que la presencia de un hombre fuera tan devastadoramente erótica. En ese momento habría hecho lo que hubiera querido él y si cabía más.

    — ¿Te gustaría desnudarme? Sería bastante justo cambiar los papeles, ¿no te parece?
    —Sí —dijo Joanna, en un susurro—. Dios mío, ya lo creo que me parece justo.

    Y entonces Von Holden la tocó y ella se acercó y lo desvistió y luego hicieron el amor en la piscina y sobre los bancos de piedra y también en la sauna.

    Agotados por el amor descansaron entre besos y caricias y luego Von Holden volvió a poseerla lenta y decididamente en posiciones insospechadas que superaban toda fantasía. Joanna miró hacia arriba y se vio reflejada en el techo de espejos y luego en la pared de espejos a su izquierda y todo eso le hizo reír de goce e incredulidad. Por primera vez en su vida se sentía una mujer atractiva y deseada y aprovechó las delicias y Von Holden la dejó. El tiempo le pertenecía, todo el tiempo que quisiera.

    En un estudio de paredes oscuras en la segunda planta del edificio principal de Anlegeplatz, Uta Baur y el doctor Salettl observaban tranquilos, sentados en cómodas sillas, el ejercicio amoroso en tres pantallas gigantes de alta definición. Las imágenes provenían de cámaras operadas por control remoto montadas detrás de los espejos. Cada cámara tenía su propio monitor, lo cual proporcionaba una visión total de la actividad que en ese momento grababan.

    Resultaba difícil saber si alguno de los dos se sentía excitado por las imágenes, no porque ambos fueran septuagenarios sino porque la observación era puramente clínica. Von Holden no era más que un instrumento en el estudio. El verdadero interés se concentraba en Joanna.

    Finalmente, Uta estiró sus dedos largos y pulsó un botón. La pantalla se apagó y ella se levantó.

    —Ja —le dijo a Salettl—. Ja —repitió, y salió de la habitación.


    Capítulo 63


    El reloj de Osborn marcaba las 2.11 de la madrugada del lunes 10 de octubre.

    Hacía treinta minutos que había subido hasta la última planta y había cogido el ascensor oculto hasta el cuarto bajo los aleros del tejado del número 18 Quai de Bethune. Al borde de sus fuerzas entró en el aseo, abrió el grifo y bebió abundante agua. Luego se desprendió del pañuelo de Vera empapado en sangre y se limpió la herida. La mano le palpitaba con fuerza y tuvo serios problemas para abrirla. Sin embargo, el dolor era un buen signo porque si bien el corte había sido profundo, ni los nervios ni los tendones habían sufrido daños graves. El cuchillo del hombre alto se le había clavado entre los huesos del metacarpio, justo antes de la articulación entre el segundo y tercer dedo.

    Al ver que podía abrir y cerrar la mano tuvo la certeza de que no había sufrido ningún daño permanente. De todos modos necesitaría una radiografía para estar seguro.

    Si había un hueso roto o astillado, habría que operarlo y escayolarlo. Si no lo trataba, corría el riesgo de que sanara con una malformación, lo cual lo convertiría en un cirujano manco, algo que casi equivalía al fin de su carrera. Eso, contando que tuviera una carrera con que seguir adelante.

    Buscó la crema antiséptica que había usado Vera para curarle la herida de la pierna, se la frotó en la mano y la cubrió con un vendaje limpio. Luego fue al cuarto pequeño, se tendió en la cama y se sacó aparatosamente los zapatos con una sola mano.

    Había esperado una hora entera hasta que McVey se había ido y luego bajó de la caldera y subió por las escaleras de servicio a oscuras. Subió cautelosamente peldaño por peldaño esperando encontrarse de pronto con un hombre uniformado que le encañonara. Pero no había sucedido nada, de modo que era evidente que si había policías apostados en la zona, estaban fuera.

    McVey tenía razón. Si la policía francesa lo detenía y lo encarcelaba, el hombre alto encontraría un medio para matarlo. Luego iría a por Vera. Osborn estaba atrapado y McVey era la tercera y última parte del triángulo.

    Se desabrochó la camisa, apagó la luz y se tendió en la oscuridad. A pesar de que su pierna se había recuperado, empezaba a entumecerse debido al cansancio. Descubrió que el dolor palpitante de la mano disminuía si la mantenía en alto y la sostuvo sobre una almohada. Tendría que haberse dormido inmediatamente tumbado por el agotamiento, pero demasiadas cosas le rondaban el pensamiento.

    La brusca aparición de Vera y el hombre alto había sido producto de una mera coincidencia. Pensando que Vera estaba en el hospital y que el piso estaba vacío, había bajado con la intención de llamar por teléfono. Se debatió durante horas antes de llegar a la conclusión de que lo más realista sería llamar a la embajada americana en París, explicar quién era y pedir ayuda. Eso significaba que, básicamente, se entregaba a la merced del gobierno de Estados Unidos. Con suerte lo protegerían de la ley francesa y tal vez, en el mejor de los casos, considerarían las circunstancias y le perdonarían lo que había hecho. Él no había matado a Henri Kanarack. Además, su iniciativa haría que toda la atención se centrara sobre él y sacaría a Vera de la sombra de un escándalo que podía conducirla a la ruina. Durante casi treinta años había sostenido su propia guerra particular. No era ni correcto ni justo que sus demonios dieran al traste con la vida de Vera, aparte todo lo que hubiera entre ellos. Eso pensaba hasta que abrió la puerta y vio que el hombre alto le apretaba la navaja contra el cuello. En ese instante, toda la nitidez de su plan se desvaneció y cambió todo. Vera estaba implicada quisiéranlo o no. Si recurría al embajador americano todo se acabaría ahí, sería igual que caer en manos de la policía. La menor de las medidas sería mantenerlo bajo custodia hasta que las cosas se aclararan. Con la publicidad que se había tejido en torno al asesinato de Kanarack/Merriman, los medios de comunicación se abalanzarían sobre el caso y el hombre alto o sus cómplices sabrían dónde se encontraba. Cuando lo cogieran, irían a por Vera tal como había pronosticado McVey.

    Tendido en esa especie de palomar en los techos de París, con la mano alzada y palpitándole de dolor, Osborn pensó en McVey y en la oferta de ayuda que le tendía. Y mientras más sopesaba las posibilidades, sin saber si podía confiar en él o si su ofrecimiento era sincero o una mera treta para conducirlo hasta la policía francesa, comenzaba a darse cuenta de que no tenía mucho más a su favor.

    A las siete menos cuarto de la mañana, McVey estaba tendido, vestido sólo con los pantalones del pijama y un pie sobresaliéndole bajo la manta. Quería dormir pero le resultaba imposible.

    Se la había jugado a una intuición porque era lo único que podía hacer. Si Lebrun no estaba, los inspectores franceses no le habrían permitido interrogar a Vera Monneray. Así, no lo había intentado. Y aunque Lebrun hubiese estado presente, habría tenido dificultades para sonsacarle la verdad a Vera Monneray sobre lo que había sucedido realmente porque la joven era lo suficientemente lista para refugiarse tras ese respeto nacional del amour, es decir, en el Primer Ministro de Francia. Cabía la posibilidad de que se equivocara y que Vera, por temor, ira o indignación —no sería la primera vez que McVey veía algo parecido— hubiera perseguido al hombre alto con el arma en la mano tal como ella lo había descrito pero al decir que no había visto el coche su historia se venía abajo. Porque alguien había salido a la calle y sin lugar a dudas había disparado cuando el coche se alejaba.

    Si realmente había actuado según lo declarado, ¿por qué había mentido acerca del coche a menos que llegara demasiado tarde a la escena para darse cuenta de lo que había sucedido? Eso significaba, desde luego, que al coche le había disparado otra persona.

    El equipo técnico de la policía había encontrado dos tipos de sangre pero Vera no estaba herida. Eso significaba que había al menos tres personas en el apartamento cuando se producía el tiroteo. Una de ellas había escapado y la otra aún estaba en el apartamento. Por lo tanto faltaba una persona.

    El primer disparo llamó la atención de Barras y Maitrot. El segundo y tercer disparos los había hecho correr y Barras llamó entonces por radio para pedir refuerzos.

    El hombre alto había escapado en un coche rápido.

    Momentos más tarde había policías por toda la zona revisando todos los pisos del edificio en un radio de tres manzanas y además todos los callejones y tejados e incluso las barcazas en el Sena a las que podría haber saltado un fugitivo desde un puente o un muelle.

    Eso sólo significaba una cosa. La tercera persona aún estaba ahí. En algún rincón. Debido a la rapidez de la respuesta de la policía y puesto que el tiroteo se había producido justo a la salida de la puerta de servicio, el lugar más obvio para esconderse era el sótano.

    Sí, ya lo habían revisado todo minuciosamente. Pero no habían usado perros. La experiencia le había enseñado a McVey que la gente desesperada podía actuar con mucha inteligencia o, a veces, tener mucha suerte. Por eso había dejado que la policía francesa acabara su inspección y luego había vuelto solo.

    A las siete menos diez de la mañana, McVey abrió un ojo, lanzó una mirada al reloj y gruñó. Llevaba cuatro horas y media acostado y estaba seguro de no haber dormido más de dos. Cualquier día se pegaría una siesta de ocho horas. Pero no tenía ni idea de cuándo llegaría ese día. Sabía que lo dejarían en paz hasta las siete y luego comenzarían las llamadas. Lebrun, que llamaría para decir que regresaba de Lyón y para establecer un punto de encuentro. El comandante Noble y el doctor Richman llamarían de Londres.

    También había dos llamadas pendientes de Los Angeles. Una de ellas de la inspectora Hernández a quien McVey había llamado a las dos de la madrugada al regresar a su habitación porque no había encontrado ningún fax con los antecedentes de Osborn como había solicitado. Hernández no estaba y nadie sabía de su paradero.

    La otra llamada sería del fontanero que habían reclamado los vecinos cuando los aspersores automáticos de McVey comenzaron a funcionar intermitentemente cada cuatro minutos a lo largo de todo el día. El fontanero llamaba para comunicar lo que le iba a costar instalar un sistema completamente distinto para reemplazar el que McVey había instalado hacía años con un modelo de Sears cuyas piezas ya no tenían repuesto. Y luego una llamada que seguía esperando y deseando, la llamada que lo había mantenido despierto casi toda la noche: la llamada de Osborn. Volvió a pensar en el sótano. Era más grande de lo que había pensado y tendría mil escondrijos. Pero tal vez se había equivocado, tal vez había estado hablando en la oscuridad.

    Las seis y cincuenta y dos minutos. Ocho minutos más, McVey. Cierra los ojos, intenta no pensar en nada, deja que todos tus músculos y nervios se relajen.

    Y entonces sonó el teléfono. McVey gruñó y descolgó.

    —McVey.
    —Soy el inspector Barras. Siento molestarlo.
    —No importa. ¿Qué pasa?
    —El inspector Lebrun ha sufrido un atentado.


    Capítulo 64


    Había sucedido en Lyón en la estación de la Part Dieu, poco después de las seis. Lebrun acababa de bajar de un taxi y entraba en la estación cuando el agresor, desde una moto en marcha, le disparó con un arma automática y se dio a la fuga. Había otras tres víctimas, dos de ellas muertas y la tercera gravemente herida.

    A Lebrun le habían alcanzado en el cuello < y en el pecho. Fue trasladado al hospital de la Part Dieu. Los primeros informes declaraban que se encontraba en estado crítico pero que podría sobrevivir.

    McVey oyó los detalles, pidió que lo mantuvieran al tanto de la situación y no tardó en colgar. Llamó inmediatamente a Ian Noble a Londres.

    Noble acababa de llegar a su despacho y estaba tomando el primer té del día cuando llamó McVey. Notó inmediatamente que McVey hablaba con mucha cautela.

    McVey ya no sabía en quién podía confiar y en quién no. Era bastante improbable que el hombre alto hubiese viajado directamente de París a Lyón después de escapar del apartamento de Vera Monneray porque sabría que se lanzaría una orden de busca y captura contra él. McVey pensó que quienquiera que estuviese dando las órdenes, no sólo tenía pistoleros eficientes en otras ciudades sino que también estaba en condiciones de seguir todos los movimientos de la policía. Con excepción propia, nadie sabía que Lebrun había viajado a Lyón pero habían conseguido dar con su paradero hasta el punto de saber exactamente qué tren cogería para volver a París.

    Desconcertado, McVey no tenía ni idea de quiénes eran, qué se proponían hacer o por qué motivo. Pero tenía que suponer que si habían liquidado a Lebrun por indagar en el montaje de Interpol Lyón, sabrían que él trabajaba con el inspector y, dado que hasta ese momento no lo habían amenazado, debía esperarse al menos que su teléfono estuviera pinchado. Así, se limitó a contarle a Noble lo que esperaba la persona que escuchara sus conversaciones. Que Lebrun había sido víctima de un atentado y que se encontraba en el hospital de la Part Dieu en estado grave. McVey iba a ducharse y se afeitaría, tomaría un desayuno rápido y llegaría a la Prefectura de Policía lo más rápido posible. Cuando tuviera más noticias, volvería a llamar.

    En Londres, Ian Noble colgó el auricular y juntó los dedos de las manos. McVey acababa de ponerlo al tanto de la situación, dónde estaba Lebrun y además, le había advertido que su teléfono podía estar pinchado. Lo volvería a llamar desde un teléfono público.

    Diez minutos más tarde respondió la llamada por su línea privada.

    —Hay un topo en Interpol —dijo McVey desde el teléfono público de un café próximo al hotel—. Tiene que ver con el asesinato de Merriman. Lebrun fue a Lyón a ver si encontraba algo. Cuando sepan que aún está vivo, volverán a por él.
    —Ya entiendo.
    — ¿Puede traerlo a Londres?
    —Haré lo que pueda...
    —Supongo que significa que sí —dijo McVey, y colgó.

    Dos horas y diecisiete minutos más tarde, un avión ambulancia de la Royal Air Forcé aterrizaba en el aeródromo de LyónBron. Una ambulancia con un diplomático inglés que había sufrido un infarto llegaba en ese momento a la pista de aterrizaje.

    Quince minutos más tarde, Lebrun viajaba rumbo a Inglaterra.

    A las siete y cinco minutos llegó un coche hasta la entrada del edificio de Vera Monneray en el 18 Quai de Bethune. Bajó Philippe cansado y con aspecto descuidado después de haber pasado toda una noche examinando infructuosamente fotos de archivo criminales.

    Saludó con un gesto de cabeza a los policías apostados en la puerta y entró al salón de recepción.

    —Bonjour, Maurice —le dijo al vigilante nocturno que estaba sentado detrás de la mesa, el hombre a quien debía reemplazar. Le pidió una hora más para descansar y afeitarse.

    Empujó la puerta, entró en el pasillo de servicio y bajó las escaleras hasta su modesto apartamento del sótano al otro lado del edificio. Había sacado la llave y estaba a punto de abrir cuando oyó que alguien lo llamaba. Sorprendido, se volvió rápidamente temiendo encontrarse cara a cara con el hombre alto apuntándole al pecho con una pistola.

    —Monsieur Osborn! —exclamó aliviado cuando éste salió de detrás de la puerta del cuarto de contadores—. No debería haber salido de su cuarto. La policía está por todos lados —le advirtió, y vio que Osborn tenía la mano vendada y agarrotada contra la cintura—. Monsieur...
    — ¿Dónde está Vera? No está en su apartamento. ¿Dónde está? —insistió. Osborn parecía no haber dormido casi. Pero sobre todo parecía asustado.
    —Entre conmigo, por favor —pidió Philippe, y abrió rápidamente la puerta de su pequeño piso—. La policía la llevó al trabajo. Fue ella quien insistió. Yo sólo iba al baño y pensaba subir a ver si estaba usted. Mademoiselle está también muy preocupada.
    —Tengo que hablar con ella. ¿Tiene usted teléfono?
    —Sí, desde luego. Pero puede que la policía esté escuchando. Le seguirán la pista a la llamada hasta aquí.

    Philippe tenía razón. Sí que lo harían.

    —Llámela usted, entonces. Dígale que está muy preocupado de que el hombre alto la encuentre. Dígale que les pida a los policías de su escolta que la lleven a casa de su abuela en Calais. No deje que le discuta. Dígale que se quede allí hasta que...
    — ¿Hasta cuándo?
    —No lo sé —dijo Osborn mirándolo fijo—. Hasta que... pase el peligro.


    Capítulo 65


    Esta vez no quiero arriesgarme —dijo McVey, y pulsó un botón en el teléfono del despacho privado de Lebrun en la Prefectura de Policía. Se encendió una luz confirmando que la línea no estaba pinchada—. ¿Me escucha bien, ahora?

    —Sí —respondió Noble, que hablaba desde un teléfono similar en la Unidad de Comunicaciones Especiales en Londres—. Lebrun llegó hace unos cuarenta minutos por cortesía de la Royal Air Forcé. Lo hemos ingresado en el hospital de Westminster con un nombre falso. No está en muy buenas condiciones pero, al parecer, los médicos piensan que se pondrá bien.
    — ¿Puede hablar? —preguntó McVey.
    —Todavía no, pero puede escribir o al menos garabatear algo. Nos ha dado dos nombres. «Klass» y «Antoine». Este último tiene un signo de interrogación.

    Klass era el doctor Hugo Klass, el experto alemán en huellas dactilares que trabajaba en Interpol, Lyón.

    —Intenta decirnos que fue Klass quien pidió el archivo de Merriman a la policía de Nueva York —dijo McVey—. Antoine es el hermano de Lebrun, director de Seguridad Interna en el cuartel general de Interpol —agregó preguntándose si el signo de interrogación junto al nombre de Antoine expresaba la inquietud de Lebrun por la suerte de su hermano o si quería decir que éste habría tenido algo que ver con el tiroteo.
    —Y ya que estamos —dijo Noble—, podemos aclararle otra cosa. Tenemos un nombre que corresponde con nuestra cabeza cercenada.
    — ¿Quién es? —dijo McVey, pensando que el vocablo «buena suerte» había desaparecido de su vocabulario.
    —Timothy Ashford, un pintor de casas de Clapham. Por si no lo sabe, Clapham es un barrio obrero del sur de Londres. El hombre vivía solo y trabajaba al día. La única familia es una hermana que vive en Chicago pero evidentemente no tenían mucho que ver el uno con el otro. El próximo mes hará dos años que desapareció. Lo denunció la propietaria del piso. Fue a contárselo a las autoridades porque no lo había visto en varias semanas y él no había pagado el alquiler. La mujer había alquilado el piso pero no sabía qué hacer con sus pertenencias. En una ocasión le rompieron a Ashford un taco de billar en el cráneo en una pelea en un pub. La suerte quiso que le diera a un policía. Lo cosieron después de haberle colocado las placas metálicas en la cabeza y todo quedó registrado en nuestros archivos.
    —Eso significa que tienen sus huellas dactilares.
    —Ha acertado, inspector McVey. Tenemos sus huellas dactilares. El problema es que lo único que tenemos de él, aparte de eso, es la cabeza.

    Se oyó el sonido de un teléfono y Noble conectó con la línea de su despacho.

    —Sí, Elizabeth —dijo a su secretaria. Se produjo una pausa—. Gracias —le oyó decir McVey, y Noble volvió al teléfono—. Cadoux llama desde Lyón.
    —Ian —dijo McVey en voz baja—, antes de que descuelgue. ¿Puede confiar en él? ¿Sin reservas?
    —Sí —dijo Noble.
    —Pregúntele si está en las oficinas de Interpol. Si dice que sí, encuentre una manera de decirle que salga del edificio y que lo llame a su línea privada desde un teléfono público. Cuando se ponga en contacto con él, llámeme a mí y hablamos los tres en conferencia.

    Quince minutos más tarde sonó el teléfono privado de Noble y éste respondió de inmediato.

    —Sí, McVey está llamando de París. Ahora lo voy a conectar con nosotros.
    —Cadoux, soy McVey. Lebrun está en Londres. Lo sacamos por su propia seguridad.
    —Ya lo había imaginado. Aunque debo decirle que la gente de seguridad del hospital y la policía de Lyón están algo más que molestos a propósito del desarrollo de la operación. ¿Cómo está ahora?
    —Se pondrá bien —dijo McVey, y se produjo una pausa—. Cadoux, escúcheme atentamente. Tienen un topo en el cuartel general. Se llama Hugo Klass.
    — ¿Klass? —A Cadoux lo habían cogido por sorpresa—. Es uno de nuestros científicos más brillantes. Fue él precisamente quien descubrió las huellas dactilares de Albert Merriman en el trozo de vidrio que encontraron cuando el asesinato de Jean Packard. ¿Por qué habría de...?
    —No lo sabemos. —McVey podía ver a Cadoux, con su cuerpazo enorme metido en una cabina de teléfono en algún lugar de Lyón jugando con su bigote de domador de fieras, tan perplejo como ellos—. Pero lo que sí sabemos es que fue él quien pidió el archivo sobre Albert Merriman a la policía de Nueva York vía Interpol, Washington, unas quince horas antes de decirle a Lebrun que tenía la huella dactilar. Veinticuatro horas más tarde, Merriman estaba muerto. Poco después sucedió lo mismo con su amiga en París y luego con su mujer y toda su familia en Marsella. De alguna manera, Klass se debe de haber enterado de que Lebrun había ido a Lyón a averiguar quién había pedido los antecedentes. Y luego mandó que lo despacharan.
    —Ahora empiezan a tener sentido las cosas.
    — ¿Qué? —preguntó Noble.
    —El hermano de Lebrun, Antoine, nuestro director de Seguridad. Esta mañana lo encontraron muerto de un disparo. Parece un suicidio pero puede que no lo sea.

    McVey lanzó una imprecación. Lebrun ya se encontraba en un estado deplorable y no había para qué contarle que su hermano había muerto.

    —Cadoux, tengo serias dudas de que se trate de un suicidio. Está sucediendo algo con la implicación de Merriman pero ahora cobra un alcance mucho mayor. Y, sea lo que sea, o sea quien sea, ahora están matando policías.
    —Yves, creo que será mejor que detengan a Klass lo antes posible —dijo Noble sin dudarlo.
    —Perdón, Ian. No creo que sea lo más apropiado —dijo McVey que se había incorporado y ahora paseaba detrás de la mesa de Lebrun—. Cadoux, encuentre a alguien en quien pueda confiar. Incluso puede ser alguien de otra ciudad. Klass no sospecha que le seguimos los pasos. Tendrá que pincharle el teléfono de la casa y hacer que lo sigan. Que vean a dónde va, con quién habla. Y luego seguir hacia atrás en el tiempo la muerte de Antoine. Vea si puede seguirle la pista desde el momento en que se reunió con Lebrun el domingo hasta la hora de su muerte. No sabemos de qué lado estaba. Finalmente, y hay que hacerlo con cautela, descubra con quién habló Klass en Interpol en Washington para pedir los antecedentes de Merriman a la policía de Nueva York.
    —Ya entiendo —dijo Cadoux.
    —Capitán, tenga cuidado —advirtió McVey.
    —Eso haré, gracias. Au revoir.

    Se oyó el «clic» del auricular cuando Cadoux colgó al otro lado de la línea.

    — ¿Quién es este doctor Klass? —preguntó Noble.
    — ¿Más allá de quien parece ser? No lo sé.
    —Me pondré en contacto con el MI6. Puede que nosotros también sepamos algo acerca de él.

    Noble colgó y McVey se quedó mirando la pared irritado por no acabar de entender lo que estaba sucediendo. Era como si de pronto se hubiese convertido en un policía incompetente. Alguien llamó a la puerta y un agente uniformado asomó la cabeza para decirle en inglés que llamaba el conserje del hotel.

    —La línea dos —dijo.
    —Mera. —El hombre salió, McVey cogió el auricular y pulsó la línea dos—. McVey al habla.
    —Dave Gifford, hotel Vieux —respondió una voz de hombre.

    Antes de salir del hotel, McVey le había dado doscientos francos al conserje, un americano expatriado, para que le informara sobre cualquier llamada o comunicación dirigida a él.

    — ¿Ha llegado un fax de Los Ángeles?
    —No, señor.

    ¿Qué diablos estaba haciendo Hernández con esa información sobre Osborn? ¿Acaso pensaba enviarla a París por mano? McVey se sentó, abrió una libreta de notas y cogió un lápiz. Lo había llamado el inspector Barras dos veces en una hora. También lo había llamado su fontanero de Los Ángeles para confirmarle que su sistema automático de riego estaba instalado y funcionaba. El fontanero quería que le diera instrucciones para programar los días de riego y la intensidad.

    —Jooder —dijo McVey a media voz.

    Finalmente había una llamada que según el conserje era probablemente una broma. La persona que había llamado tres veces insistía en hablar personalmente con 347 McVey. No había dejado ningún mensaje pero parecía más agitado cada vez que llamaba. Había dicho que se llamaba Tommy Lasorda.


    Capítulo 66


    Joanna se sentía como si la hubieran drogado y arrastrado a una pesadilla.

    Después de la maratón sexual en la habitación de la piscina con espejos, Von Holden la había invitado a Zúrich. La primera reacción de Joanna fue sonreír y disculparse. Estaba agotada. Había dedicado siete largas horas a trabajar con el señor Lybarger, estimulándolo para darle confianza y hacerle caminar sin bastón. Intentaba cumplir con el plazo fatal fijado por Salettl. Hacia las tres y media, Joanna vio que Lybarger había dado de sí todo lo que podía y lo condujo a sus habitaciones para que descansara. Esperaba que después de una siesta, se sirviera una cena ligera y se retirara a dormir temprano. Pero Lybarger se había arreglado para la cena formal y Joanna lo vio lúcido, alerta y con suficiente energía para escuchar los discursos interminables de Uta Baur y más tarde para asistir al recital de piano de Eric y Edward.

    Si el señor Lybarger podía mantenerse en pie, bromeó Von Holden, no cabía duda de que Joanna podía acompañarlo a Zúrich a tomar una taza de ese infame chocolate suizo. Además, apenas eran las diez de la noche.

    Primero se detuvieron en uno de los restaurantes favoritos de James Joyce, en la Ramistrasse, donde bebieron chocolate y café. Luego Von Holden la llevó a recorrer los lugares de la vida nocturna y entraron en un estrafalario café de la Münzplatz, cerca de la Bahnhofstrasse. Siguieron hasta el Champagne Bar del Hotel Central Plaza y luego se detuvieron en un pub de la Pelikanstrasse. Finalmente, bajaron a mirar la luna sobre las aguas del lago Zúrich.

    — ¿Quieres conocer mi apartamento? —preguntó Von Holden con sonrisa malévola. Se apoyó en la baranda y tiró una moneda al agua deseando buena suerte.
    — ¡Estás de broma! —dijo Joanna, que se sentía incapaz de dar un paso más.
    —No, no es broma —dijo Von Holden, y le acarició el pelo.

    Joanna se asombró de su propia excitación. Incluso dejó escapar una risilla...

    — ¿Por qué te ríes?
    —Por nada...
    —Entonces, acompáñame...

    Joanna lo miró a los ojos.

    —Eres un cabrón —dijo.
    —Yo soy así —dijo él.

    Tomaron una copa de coñac en la terraza de Von Holden, desde donde se dominaba la ciudad antigua, y él le contó historias de su infancia transcurrida en una enorme granja ganadera en Argentina. Después la llevó a la cama y volvieron a hacer el amor.

    « ¿Cuántas veces esta noche?» —pensó Joanna. Recordó a Von Holden de pie junto a ella, con su enorme pene aún después del amor. Y luego sonriendo tímido. Von Holden le preguntó si no le importaba que le atara las muñecas y los pies a la cama. Hurgó en el armario hasta encontrar unas tiras suaves de terciopelo. No sabía por qué quería usarlas, pero la verdad es que siempre lo hacía porque se excitaba hasta lo indecible. Cuando ella miró y constató que Von Holden no mentía, soltó una risilla y le dijo que podía hacerlo si le causaba placer.

    Entonces, antes de atarla, Von Holden le confesó que ninguna mujer le había hecho lo que ella. Luego le bañó los pechos en coñac y como un gato en celo los lamió hasta la última gota. Presa del éxtasis, Joanna se tendió mientras él la ataba. Cuando Von Holden se acostó a su lado, Joanna empezó a ver unos puntos de luz brillantes que le estallaban detrás de los ojos y sintió una ligereza que jamás había experimentado. Sintió su peso sobre ella y el tamaño de su miembro cuando la penetró con tanta entereza. Cada vez que él arremetía, los puntos de luz se volvían más grandes y brillantes y luego fueron nubes de colores increíbles y formas grotescas y caóticas. En algún momento, si es que el tiempo existía, en aquel calidoscopio irreal que la envolvía, en el centro —en su propio centro— tuvo la sensación de que Von Holden se apartaba y que otro hombre tomaba su lugar. Luchando contra el sueño, Joanna intentó abrir los ojos para descubrir si era verdad. Pero no lograba alcanzar ese estado de conciencia porque seguía cayendo en el torbellino erótico de la luz y el color y la sensación de esa nueva experiencia.

    Cuando se despertó ya era tarde y cayó en la cuenta de que había regresado a su habitación de Anlegeplatz. Se levantó y vio su vestido de la noche anterior doblado cuidadosamente sobre el tocador. ¿Acaso había soñado que soñaba o era otra cosa?

    Un rato después, mientras se duchaba descubrió que tenía unos rasguños en los muslos. Se miró al espejo y vio que también los tenía en las nalgas, como si hubiera corrido desnuda por un campo de zarzas. Y entonces recordó vagamente que había escapado, desnuda y horrorizada del apartamento de Von Holden. Había bajado las escaleras y huido por la puerta de atrás. Von Holden la había seguido y finalmente la había alcanzado en el jardín de rosales de su edificio. De pronto se sintió enferma, arrebatada por una ola de nausea. Tenía el cuerpo helado y a la vez sentía un calor insoportable. Respirando con dificultad, abrió el water y vomitó lo que quedaba del chocolate y de la cena de la víspera.


    Capítulo 67


    Eran las tres menos veinte de la tarde. Osborn había llamado a McVey al hotel tres veces sólo para que le dijeran que el señor McVey no estaba, que no había dicho cuándo volvería pero que llamaría regularmente para recibir los mensajes. Cuando llamó por tercera vez, Osborn estaba desesperado. Además estaba sumido en una ansiedad corrosiva porque finalmente había tomado una decisión, pero ahora no lograba dar con el paradero de McVey. Ya había decidido entregarse al arbitrio del policía, racional y emocionalmente, y ahora estaba preparado para las consecuencias. Tal vez su compatriota americano lo entendería y lo ayudaría o tal vez lo encerrarían sin rechistar en una cárcel francesa. Se sentía como un globo aplastado contra el techo, atrapado pero a la vez libre. Sólo esperaba que lo bajaran, pero no había nadie para tirar de la cuerda.

    Estaba solo, recién duchado y afeitado, en el sótano del piso de Philippe, y ahí dudaba del paso que iba a dar. Vera había viajado a casa de su abuela en Calais vigilada por una escolta de policías. Y aunque era Philippe quien había llamado, Osborn confiaba que Vera entendiera que él, Paul, lanzaba la advertencia, y que Philippe no era más que su intermediario. Vera debía entender que él le pedía que se marchara no sólo por su propia seguridad sino también porque la amaba.

    Al ver su estado, Philippe le había dicho que entrara en su apartamento para asearse. Le dio toallas limpias, una barra de jabón y una maquinilla de afeitar nueva. Le dijo que sacara lo que quisiera de la nevera y, después de ajustarse el nudo de la corbata, volvió al trabajo. Desde el salón de la entrada podía observar las maniobras de la policía. Si sucedía algo, le dijo, lo llamaría de inmediato.

    Philippe se había portado como un verdadero ángel guardián. Pero estaba cansado y Osborn tenía la sensación de que una sorpresa cualquiera lo haría flaquear. Habían pasado demasiadas cosas durante las últimas veinticuatro horas que ponían a prueba no sólo su lealtad sino también su equilibrio mental. A pesar de toda su generosidad, Philippe era por decisión propia nada más que un conserje. Nadie, empezando por él mismo, esperaba que siempre actuara con tanto valor. Si Osborn volvía a su escondrijo bajo los aleros del tejado, era imposible saber cuánto tiempo estaría a salvo. Sobre todo si el hombre alto encontraba un medio de eludir a la policía y volvía a seguirle el rastro.

    Al final decidió que sólo le quedaba una alternativa. Cogió el teléfono y llamó a Philippe a la recepción. Le preguntó si los policías aún estaban fuera.

    —Oui, monsieur. Hay dos frente al edificio y dos más atrás.
    —Philippe, ¿hay alguna otra salida del edificio que no sea por la entrada ni por la puerta de servicio?
    —Oui, monsieur, justo donde se encuentra usted ahora. La puerta de la cocina da a un pequeño pasillo y al final hay una escalera que sube hasta la acera. Pero ¿por qué? Aquí está a salvo y...
    —Mera, Philippe. Mero beaucoup —dijo Osborn.

    Colgó y volvió a llamar al hotel Vieux. Si McVey recibía sus mensajes, el presente le subiría los ánimos. Fijaría un lugar y una hora para que se encontraran.

    A las siete de la tarde, en la terraza principal de La Coupole en el bulevar de Montparnasse. Era el lugar donde había visto vivo por última vez a Jean Packard y el único sitio en París que le era lo bastante familiar para saber que a esa hora estaría lleno de gente. Sería difícil que en esas condiciones el hombre alto se arriesgara a dispararle.

    Cinco minutos más tarde abrió una puerta y subió los pocos peldaños hasta la acera. El aire de la tarde era claro y limpio, y las barcazas se deslizaban río abajo por el Sena. Al final de la calle divisó a los policías que montaban guardia frente al edificio. Dio media vuelta y caminó en dirección opuesta.

    A la cinco y veinte, Paul Osborn salió de Aux trois quartiers, una gran galería comercial del bulevar de la Madeleine, y caminó una manzana hasta la estación de metro. Se había cortado el pelo y vestía un traje azul oscuro a rayas, camisa blanca y corbata. Su aspecto ya no era el de un fugitivo.

    Se detuvo en la consulta del doctor Alain Cheysson en la rué de Bassano, cerca del Arco de Triunfo. Cheysson era urólogo, dos o tres años más joven que él. Habían comido juntos en Ginebra y habían intercambiado tarjetas con la promesa de llamar si Osborn iba a París o Cheysson a Los Ángeles. Osborn se había olvidado por completo de él hasta que decidió que le examinaran la mano y hacerlo de la manera menos conspicua posible.

    — ¿Qué pasó? —preguntó Cheysson. Entraba en la consulta donde esperaba Osborn con las radiografías que había hecho su ayudante.
    —Prefiero no decírselo —dijo él con una sonrisa forzada.
    —De acuerdo —dijo Cheysson sonriendo comprensivo, y le puso un vendaje nuevo—. Fue un cuchillo. Muy doloroso, desde luego, pero teniendo en cuenta que es cirujano, ha tenido mucha suerte.
    —Sí, ya lo sé...

    Eran las seis menos diez cuando Osborn salió de la boca del metro y echó a caminar por el bulevar Montparnasse. La Coupole quedaba a menos de tres manzanas y aún faltaba una hora. Tiempo de observación o al menos para intentar observar en caso de que la policía quisiera montar un cerco. Se detuvo en una cabina telefónica y llamó al hotel de McVey. Le comunicaron que el inspector había recibido su mensaje.

    —Mera.

    Colgó y salió. Empezaba a oscurecer y las aceras se llenaban de la multitud que salía del trabajo. Al otro lado de la calle, unos metros más allá estaba La Coupole. Directamente a su izquierda había un pequeño café con una ventana lo bastante amplia para observar el ajetreo de la calle. Entró y escogió una mesa pequeña cerca de la ventana con vistas a la calle, pidió una copa de vino y se sentó a esperar.

    Había tenido suerte. Los resultados de las radiografías de la mano, tal como había pensado, eran negativos. A pesar de que Cheysson era urólogo y no especialista de la mano, le había asegurado que no había daños permanentes. Osborn le agradeció su ayuda y quiso pagar la consulta, pero Cheysson se negó.

    —Mon ami —dijo, con tono algo irónico—, si algún día me anda buscando a mí la policía de Los Ángeles, sé que cuento con un amigo que me ayudará sin decirle nada a nadie. Un amigo que ni siquiera guarde un comprobante de la consulta, ¿me entiende?

    Cheysson lo había invitado a pasar inmediatamente y lo atendió sin hacer preguntas, a sabiendas de que a Osborn lo buscaba la policía y que, al ayudarlo, corría un riesgo. Sin embargo no había dicho nada. Al final se habían abrazado y Cheysson le había estampado un beso en la mejilla, a la manera de los franceses, deseándole suerte. Era lo menos que podía hacer, dijo, con un colega que había compartido su mesa en Ginebra.

    De pronto Osborn dejó la copa y se inclinó para mirar. Un coche de policía había aparcado enfrente. Se bajaron dos gendarmes y entraron en La Coupole. Un momento después salieron con un hombre esposado. El tipo iba bien vestido y estaba alegre, algo agresivo y aparentemente borracho. Los transeúntes se detuvieron a observar mientras los agentes lo introducían en el asiento trasero. Un gendarme se sentó a su lado y el otro al volante. El coche se alejó acompañado del ulular de la sirena y del destello de las luces azules.

    Todo podía suceder así de rápido. Osborn levantó la copa y miró el reloj. Eran las seis y cuarto.


    Capítulo 68


    A las siete menos diez, el taxi de McVey aún avanzaba penosamente siguiendo el tráfico. Al fin y al cabo, pensaba el policía, aquello era preferible a tener que conducir el Opel para ir de un lado a otro de París.

    Sacó una agenda de tapas gastadas y miró las notas de aquel día, lunes 10 de octubre. Destacaba la anotación «Osborn... La Coupole, blvd. Montparnasse, 19 h.» Más arriba, un mensaje de Barras. El representante de los neumáticos Pirelli había examinado el molde de la huella del parque junto al río. El dibujo de los neumáticos correspondía a una partida fabricada especialmente para una gran firma de automóviles con contrato con Pirelli para incoporar a sus coches aquellos neumáticos. Se habían incorporado en doscientos modelos Ford Sierra, de los cuales se habían vendido ochenta y siete en las últimas seis semanas. Se estaba elaborando una lista de los clientes que estaría disponible el martes por la mañana. Además, el laboratorio de la policía había examinado el trozo de espejo que McVey había recogido en la calle después del tiroteo en el apartamento de Vera Monneray. Correspondía a un coche Ford pero era imposible decir de qué modelo se trataba. Se había dado orden a la policía para que informara sobre cualquier vehículo Ford o Ford Sierra con un espejo lateral roto.

    La última nota en la página del 7 de octubre de la agenda de McVey registraba el mondadientes que había descubierto él entre las agujas de pino antes de encontrar la huella de la rueda. La persona que había usado el palillo era un «secretor», perteneciente a un grupo específico constituido por el sesenta por ciento de la población, personas portadoras de cierta sustancia en la sangre. A partir de otros fluidos del cuerpo, como la orina, el semen y la saliva, se podía definir el grupo sanguíneo. El grupo sanguíneo del secretor del bosque coincidía con la sangre que habían encontrado en el suelo de la cocina de Vera Monneray. Tipo O.

    El taxi se detuvo frente a La Coupole exactamente a las siete y siete minutos. McVey pagó, bajó del coche y entró en el restaurante.

    La gran sala del fondo estaba reservada a los clientes de la cena y sólo había unas pocas mesas ocupadas. Pero la terraza interior frente a la acera estaba repleta, sumida en el ajetreo y el bullicio.

    McVey se paró en la puerta y miró a su alrededor. Si Osborn estaba allí, no lo veía. Pasó junto a un grupo de ejecutivos, encontró una mesa vacía cerca del fondo y se sentó.

    Los tentáculos de la Organización llegaban mucho más allá de las actividades de sus miembros. Al igual que numerosas empresas, la Organización contrataba los servicios de terceros y normalmente aquella gente no tenía idea de para quién trabajaban.

    Colette y Sami eran dos amigas del instituto, chicas de familia adinerada y colgadas de la droga. Por eso hacían lo que fuera necesario para satisfacer su adicción sin que sus familias se enteraran. Eso las convertía en personal disponible a casi cualquier hora y casi para cualquier tarea. Lo del lunes era sencillo. Tenían que vigilar la entrada de un edificio de apartamentos en el 18 Quai de Bethune que la policía no custodiaba. Era la entrada del piso del portero. Si salía un hombre atractivo de unos treinta y cinco años, debían informar de ello y luego seguirlo.

    Las dos chicas siguieron a Osborn hasta la oficina del doctor Cheysson en la rué de Bassano. Después, Sami lo siguió hasta Aux trois quartiers en el bulevar de la Madeleine e incluso coqueteó con él y le pidió que le ayudara a escoger una corbata para su tío mientras él esperaba que le arreglaran el traje.

    A continuación, Colette lo había seguido hasta el metro y no lo había dejado hasta llegar al café frente a La Coupole.

    En ese momento tomó el relevo Bernhard Oven, que vio a Osborn salir del café y cruzar el bulevar de Montparnasse para entrar en La Coupole a las siete y cinco.

    Con su metro ochenta de estatura y el pelo negro, vaqueros, cazadora de cuero, zapatillas de deporte Reebok y pendiente en la oreja izquierda, Bernhard Oven había dejado de ser el hombre rubio y alto. Pero seguía siendo igual de mortífero. En el bolsillo derecho de su chaqueta llevaba la automática CZ del calibre 22 que había utilizado con tanto éxito en Marsella.

    A las siete y veinte, convencido de que McVey había venido solo, Osborn se levantó de su mesa junto a la ventana, se abrió camino entre varias mesas llenas de gente y se le acercó, ocultando la mano vendada.

    McVey le lanzó una mirada a la mano, le señaló una silla y Osborn se sentó.

    —Ya dije que vendría solo —dijo McVey—. Aquí me tiene.
    —Dijo que podía ayudarme. ¿Qué quería decir? —inquirió Osborn. El traje nuevo y el pelo corto no habían surtido ningún efecto. McVey sabía desde el principio que Osborn estaba allí. Ahora ignoró su pregunta.
    — ¿A qué grupo sanguíneo pertenece usted, doctor?
    —Creía que ya lo sabía —respondió Osborn, vacilando.
    —Quiero que me lo diga usted.

    Se acercó un camarero de camisa blanca y pantalones negros. McVey negó con la cabeza.

    —Café —pidió Osborn, y el camarero se alejó—. Soy del grupo B.

    Por fin, McVey había recibido el primer informe sobre Osborn, enviado por Hernández, del Cuerpo de Policía de Los Ángeles. Entre otros datos incluía el grupo sanguíneo —grupo B. Eso significaba que Osborn decía la verdad y además, que el grupo sanguíneo del hombre alto era O.

    —Hábleme del doctor Hugo Klass —dijo McVey.
    —No conozco a ningún doctor Hugo Klass. —Osborn fue tajante. Aún temía que en algún rincón de la sala hubiera policías de paisano esperando la señal de McVey.
    —Él lo conoce a usted —dijo McVey, mintiendo deliberadamente.
    —Entonces lo he olvidado. ¿Qué tipo de medicina ejerce?

    McVey pensó que Osborn mentía muy bien o que era muy inocente. Sin embargo, había mentido respecto al lodo de sus zapatos, de modo que existía la posibilidad de que ahora estuviera haciendo lo mismo.

    —Es doctor en filosofía. Y es amigo de Timothy Ashford. —McVey intentó cambiar de ritmo para que Osborn tropezara.
    — ¿De quién?
    —Venga, doctor. Timothy Ashford. Un pintor de brocha gorda del sur de Londres. Un hombre atractivo. Veinticuatro años. Usted lo conoce.
    —Lo siento, pero no lo conozco.
    — ¿No?
    —No.
    — ¿Entonces supongo que da igual que le diga que tenemos su cabeza en un frigorífico en Londres?

    Una mujer de mediana edad, vestida con un traje a cuadros y sentada en la mesa vecina, reaccionó con visible molestia.

    McVey tenía los ojos fijos en Osborn. Su comentario era algo grosero pero intencionado y quería suscitar en Osborn la misma reacción que en la mujer. Pero Osborn ni siquiera pestañeó.

    —Doctor, usted ya me mintió en una ocasión. Y ahora quiere que le ayude. Tiene que convencerme, darme una razón para confiar en usted.

    El camarero le trajo el café a Osborn, se lo dejó en la mesa y se alejó. McVey lo observó y vio que se detenía unas mesas más allá, donde un hombre de pelo negro con chaqueta de cuero esperaba sentado. El hombre llevaba allí unos diez minutos y no había pedido nada. Llevaba un pequeño pendiente de diamante en una oreja y sostenía un cigarrillo en la mano izquierda. El camarero ya se había detenido una vez pero él no le había hecho caso. Ahora, el hombre miró en dirección a McVey y luego le dijo algo al camarero. Éste asintió con un gesto de cabeza y se alejó.

    McVey volvió a mirar a Osborn.

    — ¿Qué le pasa, doctor? ¿No se siente cómodo aquí? ¿Quiere que vayamos a otro sitio?

    Osborn no sabía qué hacer ni qué pensar. McVey le estaba haciendo el mismo tipo de preguntas que la primera vez. Era evidente que buscaba una pista de algo y lo creía implicado, pero Osborn no tenía la menor sospecha de qué se trataba. Eso lo hacía todo más difícil, porque cada una de sus respuestas parecían eludir sistemáticamente la verdad cuando, de hecho, él pretendía decir nada más que la verdad.

    —McVey, créame cuando le digo que no tengo ni idea de qué está hablando. Si lo supiera, tal vez podría ayudarle, pero no sé nada.

    McVey se rascó la oreja y miró a otro lado. Luego volvió a Osborn.

    —Tal vez deberíamos enfocarlo de otra manera. ¿Por qué le metió a Albert Merriman toda aquella sucinilcolina? ¿Se dice así?

    Osborn no se inmutó y ni siquiera se le aceleró el pulso. Sabía que McVey era demasiado inteligente como para no haber descubierto la droga y ya estaba preparado para la pregunta.

    — ¿Lo sabe la policía de París?
    —Por favor, conteste la pregunta.
    —Albert Merriman... mató a mi padre.
    — ¿A su padre? —La respuesta cogió a McVey por sorpresa. Debería haber considerado esa posibilidad pero no se le había ocurrido. A Merriman lo perseguían por una historia de venganza.
    —Sí.
    — ¿Y usted contrató al hombre alto para matarlo?
    —No, él apareció de improviso.
    — ¿Hace cuánto tiempo mató Merriman a su padre?
    —Cuando yo tenía diez años.
    — ¿Diez?
    —Fue en Boston, en plena calle. Yo estaba con él. Vi cómo sucedía. No he olvidado su cara, y no había vuelto a verlo hasta hace una semana, en París.

    McVey entendió. Las piezas habían encajado en un instante.

    —No le dijo nada a la policía de París porque aún no había saldado su cuenta con él. Contrató a Packard para que lo buscara. Después buscó un lugar para matarlo y encontró el camino junto al río. Le daría una o dos dosis de la droga, lo lanzaría al agua. Él no podría respirar ni mover los músculos, se iría flotando y se ahogaría. La corriente en ese tramo es muy fuerte y la droga se disuelve rápidamente en el organismo. El tipo estaría tan hinchado que nadie pensaría en buscar los puntos del jeringazo. Ésa era su idea.
    —En cierto sentido.
    — ¿En qué sentido?
    —Ante todo quería saber por qué había hecho aquello.
    — ¿Y lo descubrió? —De pronto, McVey desvió la mirada. El hombre de la chaqueta de cuero ya no estaba en la mesa. Estaba sentado más cerca, a dos mesas y justo a la izquierda de Osborn. Aún tenía un cigarrillo en la mano izquierda pero no se le veía la derecha, que mantenía bajo la mesa.

    Osborn quiso volverse para ver hacia dónde miraba McVey cuando éste se levantó y se situó entre Osborn y el hombre de la mesa.

    —Levántese y salga delante de mí. Por esa puerta. No pregunte por qué. Haga lo que le digo.

    Osborn se levantó. Entonces vio a la persona que McVey estaba mirando.

    —McVey, ¡es él! ¡Es el hombre alto!

    McVey se volvió de golpe. Bernhard Oven se había incorporado y levantaba la CZ checa con silenciador. Alguien gritó.

    De pronto el aire fue sacudido por dos detonaciones una detrás de la otra y casi inmediatamente se oyó una explosión de cristales rotos.

    Bernhard Oven no entendió por qué el americano le había dado tan fuerte en el pecho. O por qué lo había golpeado dos veces. Y entonces se dio cuenta de que estaba tendido de espaldas sobre la acera pero con las piernas dentro de la terraza, balanceándose sobre el marco de la ventana con que se había estrellado. Había vidrios por todas partes. Luego oyó que la gente gritaba pero no supo por qué. Intrigado miró hacia arriba y vio al mismo americano que lo observaba. En la mano tenía un revolver Smith & Wesson de acero azulado y el cañón le apuntaba al corazón. Sacudió levemente la cabeza. Luego todo se nubló. Osborn se inclinó y le tocó la arteria carótida. A su alrededor había un pánico ensordecedor, la gente gritaba y chillaba horrorizada. Más allá, otros miraban. Unos querían alejarse del tumulto, mientras otros intentaban acercarse y mirar. Osborn miró a McVey.

    —Está muerto.
    — ¿Está seguro que es el hombre alto?
    —Sí.

    Inmediatamente, McVey pensó en dos cosas. La primera fue que en algún lugar en las cercanías había un Ford Sierra con neumáticos Pirelli y un espejo roto. La segunda la dijo en voz alta.

    —Este hombre no mide un metro noventa.

    Se agachó y levantó el pantalón más arriba del calcetín.

    —Prostética —dijo Osborn.
    —Ese truco no lo conocía.
    — ¿Cree usted que lo hacía a propósito?
    — ¿Amputarse las piernas para modificar su estatura? —McVey sacó un pañuelo del bolsillo, se inclinó y envolvió la CZ 22 que Oven aún sostenía en la mano. Le arrancó el arma y la observó. Tenía la empuñadura forrada en cinta, los números de serie limados y un silenciador ajustado al cañón. Era el arma de un asesino profesional.

    McVey miró a Osborn.

    —Sí —afirmó—. Creo que sí. Creo que se hizo cortar las piernas a propósito.


    Capítulo 69


    McVey se apartó del cadáver de Oven y miró a Osborn.

    —Cúbrale el rostro —dijo. Y luego sacó la chapa de policía y la enseñó con un gesto rápido a su alrededor a la gente que observaba en corro a sólo unos metros, espantada y fascinada a la vez. Pidió que alguien llamara a la policía si es que no lo habían hecho todavía.

    Osborn cogió un mantel blanco de una mesa y le cubrió el rostro a Oven mientras McVey se acercaba a registrarlo buscando papeles. Al no encontrar nada, se llevó la mano a un bolsillo de la chaqueta, sacó su libreta de notas y rasgó la tapa de cartón duro. Le cogió la mano a Oven y le hundió el pulgar en la camisa empapada en sangre. Luego apretó el pulgar contra el cartón. La huella dactilar era bastante clara.

    —Vamonos de aquí —le dijo a Osborn.

    Se abrieron paso rápidamente entre los curiosos, cruzaron el comedor, entraron en la cocina y salieron a un callejón por una puerta trasera. Al salir oyeron las primeras sirenas.

    —Por aquí —señaló McVey sin saber hacia dónde se dirigían. Desde su primera reacción, McVey había dado por sentado que el objetivo de Oven era matar a Osborn. Pero ahora, al salir al bulevar Montparnasse en dirección a Raspail, pensó que el blanco podía haber sido él mismo. El hombre alto había matado a Merriman sólo unas horas después de descubrirse que estaba vivo y en París. Luego, en rápida sucesión, había hallado a la amiga de Merriman, a su mujer y a su familia y los había liquidado sin misericordia. Eso había sucedido en Marsella, a unos setecientos kilómetros al sur. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, el asesino había regresado directamente a por Osborn en el apartamento de Vera Monneray en París.

    ¿Cómo había dado con ellos con tanta rapidez? Con la mujer de Merriman, por ejemplo, cuando la policía de todo el país estaba alertada y no la habían encontrado. Luego con Osborn. ¿Cómo se había enterado Oven de que Vera Monneray era la «mujer misteriosa» que había recogido a Osborn en el campo de golf después de salir del Sena, cuando el comentario de los medios de comunicación era mera especulación y la única que sabía la verdad era la policía? Luego, en el mismo lapso de tiempo, Lebrun y su hermano caían víctimas de un ataque en Lyón, aunque era probable que el hombre alto no estuviera involucrado.

    Era imposible que se encontrara en dos lugares a la vez.

    Las cosas estaban sucediendo a un ritmo cada vez más vertiginoso. El círculo asesino seguía cerrándose. El hecho de que el hombre alto hubiera desaparecido de escena no podía cambiar el curso de los acontecimientos. No habría sido capaz de ejecutar su misión sin la ayuda de una organización compleja, sofisticada y con excelentes contactos. Si se habían infiltrado en Interpol, ¿no podían haber hecho lo mismo en la Prefectura de Policía de París?

    Pasó un coche de policía y luego otro. La ciudad se había llenado de sirenas.

    — ¿Cómo sabía que estaríamos ahí? —preguntó Osborn, mientras avanzaban entre la multitud consternada por el espectáculo.
    —Siga caminando —ordenó McVey, y Osborn lo vio mirar hacia atrás mientras los coches de policía cerraban el bulevar Montparnasse a ambos lados de la manzana.
    —Le preocupa la policía, ¿no? —preguntó Osborn.

    McVey no dijo nada.

    Al llegar al bulevar Raspail doblaron a la derecha y subieron. Había una estación de metro al otro lado de la calle. Por un instante McVey pensó en entrar, pero luego descartó la idea y siguieron caminando los dos.

    — ¿Por qué un policía habría de tenerle miedo a la policía? —insistió Osborn.

    De pronto, un furgón azul oscuro salió de una calle lateral y se detuvo bruscamente en la intersección que acababan de cruzar. Se abrieron las puertas traseras y bajó una docena de agentes de las fuerzas especiales equipados con chalecos antibalas, trajes de tropas de asalto y subfusiles automáticos.

    McVey lanzó una imprecación en voz baja y miró a su alrededor. Dos puertas más allá había un pequeño café.

    —Entre ahí —dijo, y cogió a Osborn por el brazo y lo condujo a empellones hacia la puerta.

    La gente estaba asomada a la ventana mirando lo que sucedía en la calle y apenas se fijaron en los dos hombres que entraban. McVey encontró un rincón en un extremo del bar y se lo señaló a Osborn mientras levantaba dos dedos hacia el barman.

    —Win blanc —pidió.
    — ¿Quiere decirme qué pasa? —reclamó Osborn reclinándose hacia atrás.

    El camarero puso dos copas en la mesa y les sirvió vino blanco.

    —Mera —dijo McVey. Cogió una copa y se la pasó a Osborn. Bebió un trago largo, dio la espalda a la sala y miró a Osborn.
    —Yo le haré a usted la misma pregunta. ¿Cómo sabía el hombre alto que nos encontraríamos allí? La respuesta es que o bien lo siguieron a usted o bien me siguieron a mí. O también puede que alguien haya pinchado la central de mensajes del hotel Vieux París y pensara que quien iba a reunirse conmigo a tomar unas copas no sería el tal Tommy Lasorda. Un amigo mío, inspector de policía francés, fue gravemente herido esta mañana, y su hermano, otro policía, fue asesinado porque intentaba descubrir quién, además de usted, había encontrado la pista de Albert Merriman de repente, veinticinco años después de los hechos. Puede que la policía esté implicada, puede que no, no lo sé. Lo que sí sé es que está sucediendo algo sumamente peligroso para todo aquel que se hubiera relacionado con Merriman, aunque fuera remotamente. Y en este momento somos usted y yo, así que lo mejor que podemos hacer es no dejarnos ver en la calle.
    —McVey —dijo Osborn alarmado de pronto—. Hay alguien más que sabe de Merriman.
    —Vera Monneray. —Con todo el ajetreo, McVey se había olvidado de ella.

    Un sentimiento de pavor sacudió a Osborn.

    —Los policías franceses que la protegen aquí en París. Les he pedido que la lleven a casa de su madre en Calais.


    Capítulo 70


    ¿Qué les ha pedido? —McVey no se lo podía creer.

    Osborn no contestó. Dejó la copa en la barra y se dirigió por un pasillo inmundo, más allá de los aseos, hasta un teléfono público. Casi había llegado cuando McVey lo alcanzó.

    — ¿Qué va a hacer? ¿Piensa llamarla?
    —Sí —dijo Osborn, y siguió. Aún no se había decidido del todo, pero sentía la necesidad de saber que Vera se encontraba a salvo.
    —Osborn —dijo McVey y lo cogió firmemente por el brazo hasta hacerlo girar—. Si está allí, seguro que está a salvo, pero los policías que la acompañan tendrán la línea pinchada. Lo dejarán hablar mientras localizan la llamada. Si la policía francesa está involucrada en esto, no daremos más de cinco pasos cuando salgamos de aquí —dijo señalando la entrada con un gesto de cabeza—. Y si no está allí, no hay nada que hacer.
    — ¿No lo entiende? Tengo que saberlo.
    — ¿Cómo?

    Osborn ya tenía la respuesta.

    —Por medio de Philippe. —Osborn llamaría a Philippe, para que éste se comunicara con Vera y, luego, le llamara de nuevo. No podrían localizar la segunda llamada.
    — ¿El conserje de su apartamento?

    Osborn asintió.

    —Fue él quien le ayudó a salir del edificio, ¿no?
    —Sí.
    —Tal vez hizo que lo siguieran cuando salió.
    —No, él no haría eso. Es...
    — ¿Es qué? Alguien le dijo al hombre alto que Vera era la mujer misteriosa y dónde vivía. ¿Por qué no pudo ser el conserje? Osborn, por ahora tendrá que esperar antes de apaciguar sus dudas —dijo McVey, y lo miró fijo un rato para que entendiera que no bromeaba. Luego miró a su espalda para ver si había una salida por detrás.

    Media hora más tarde, pagando en efectivo y con una tarjeta de visita y nombre falso, McVey se registró con Osborn en habitaciones contiguas en el quinto piso del hotel Saint Jacques, en la avenida Saint Jacques, un hotel para turistas a un kilómetro de La Coupole y el bulevar Montparnasse.

    Al presentarse sin equipaje y como ciudadano americano, McVey jugó la carta nacional del amour. Al entrar en las habitaciones, le dio al botones una propina suculenta y le advirtió, fingiendo timidez pero muy firmemente, que se ocupara de que no los molestaran.

    —Oui, monsieur —dijo el botones, y le regaló una sonrisa de complicidad, cerró la puerta y desapareció.

    McVey revisó inmediatamente las dos habitaciones, los armarios y los cuartos de baño. Satisfecho, corrió las cortinas y se volvió hacia Osborn.

    —Bajaré a la recepción y haré una llamada. No la hago desde aquí porque no quiero que localicen la habitación. Cuando vuelva, quiero que hablemos de todo lo que sepa sobre Albert Merriman desde el momento en que mató a su padre hasta el último minuto que estuvo con él en el río.

    McVey se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la CZ automática de Oven y se la entregó a Osborn.

    —Le habría preguntado si sabe usarla, pero ya conozco la respuesta —dijo con una mirada enfurecida que hacía innecesario el tono irritado de su voz. Se dirigió a la puerta—. Aquí no entra nadie excepto yo. Sin excepciones.

    Abrió lentamente la puerta y miró hacia el pasillo desierto. Luego salió. Hizo lo mismo en el ascensor. Abajo, las puertas se abrieron y McVey salió. La zona estaba despejada, con la excepción de un grupo de turistas japoneses que bajaban de un autocar siguiendo a un guía que agitaba una banderola verdiblanca.

    McVey cruzó la recepción buscando un teléfono hasta que lo encontró cerca de la tienda de regalos. Con un número de tarjeta de crédito de AT & T, marcó el número del contestador automático de Noble en Scotland Yard y dejó grabado su mensaje.

    Colgó, entró en la tienda de regalos, miró brevemente la selección de tarjetas y escogió una de cumpleaños con un gran conejo amarillo. En la recepción sacó la tapa de cartón con la huella seca del pulgar de Oven y la introdujo en el interior de la tarjeta. Escribió el nombre del destinatario, un tal «Billy Noble», y una dirección de correos en Londres. En el mostrador de recepción le entregó el sobre al empleado y pidió que lo enviara por correo nocturno.

    Acababa de pagar al conserje y volvía a la recepción cuando entraron dos gendarmes y miraron a su alrededor. A su izquierda McVey vio un montón de folletos turísticos y se acercó tranquilamente. Uno de los policías miró en su dirección y McVey, ignorándolo, empezó a hojear los folletos. Finalmente cogió tres y cruzó el salón frente a los policías. Se sentó cerca del teléfono y empezó a mirar los folletos. Circuito turístico de Versalles. Circuito de las regiones de los vinos. McVey contó hasta sesenta y luego levantó la mirada. Los policías se habían ido.

    Cuatro minutos más tarde, Ian Noble llamó desde una residencia privada donde él y su mujer asistían a una cena formal en honor de un general del ejército inglés que se retiraba del servicio activo.

    — ¿Dónde está?
    —En París. Hotel Saint Jacques. Soy Jack Briggs, de San Diego, y trabajo en bisutería al por mayor —dijo McVey con voz monótona, y le dio la dirección. Por el rabillo del ojo detectó un movimiento a su izquierda. Cambió de posición y vio a tres hombres con aspecto de ejecutivo que entraban y cruzaban la recepción hacia él. Uno de ellos parecía mirarlo fijamente y los otros dos conversaban.
    —Te acuerdas de Mike, ¿no? —dijo McVey entusiasmado, y se abrió la chaqueta al estilo de un extrovertido hombre de negocios americano. Tenía la mano a centímetros de su 38, en la cintura—. El mismo, lo he traído conmigo.
    — ¿Tiene a Osborn?
    —Ni lo dudes.
    — ¿Le está causando problemas?
    —Joder, no. Hasta ahora no, en todo caso.

    Los hombres siguieron de largo hacia los ascensores. McVey esperó que entraran y se cerrara la puerta. Sin esperar, le contó a Noble rápidamente todo lo sucedido y le informó que había enviado la huella del pulgar de Oven en una tarjeta.

    —La miraremos en seguida —dijo Noble. Le contó a McVey que había tenido un pequeño roce con el responsable francés de los asuntos en Londres. ¿Qué diablos se creían los ingleses llevándose a un inspector de la policía de París, gravemente herido, desde Lyón? Además, dijo, las autoridades francesas querían que lo devolvieran y sin tardar.

    Noble le contestó al responsable que estaba consternado por la noticia, que no había oído hablar de dicho incidente y que se ocuparía de ello inmediatamente. Luego cambió de tema y le contó a McVey que la investigación sobre los centros que experimentaban con técnicas avanzadas de criocirugía en Gran Bretaña no había arrojado ningún resultado. Si había algún experimento en curso, se estaba realizando en absoluto secreto.

    Nervioso, McVey miró a su alrededor. Le disgustaba sentir esa paranoia, porque paralizaba a los hombres y les hacía ver cosas inexistentes. Sin embargo, debía acostumbrarse a la verdad de que cualquiera, uniformado o no, podía pertenecer a la Organización. El hombre alto no habría dudado a la hora de pegarle un tiro entre ceja y ceja en medio de la recepción y tenía que suponer que su sustituto haría lo mismo. Y si no lo ejecutaba inmediatamente, al menos informaría de su paradero. En cualquiera de los dos casos, si se quedaba allí estaba poniendo a prueba su suerte.

    —McVey, ¿está ahí?
    — ¿Qué ha averiguado sobre lo de Klass? —dijo, volviendo al teléfono.
    —El MI6 no ha encontrado nada. El hombre tiene un expediente ejemplar. Casado, dos hijos. Nacido en Munich y criado en Frankfurt. Capitán de las Fuerzas Aéreas alemanas. Lo reclutó el espionaje de Alemania Federal, la Btmdesnachrichtendienst, y con ellos desarrolló su habilidad y reputación como especialista en huellas dactilares. Después comenzó a trabajar para Interpol en Lyón.
    —No, eso no sirve —insistió McVey—. Se les habrá pasado algo por alto. Hay que buscar más en profundidad. Ver la gente con quién se asocia, fuera de su rutina. Espere un momento... —McVey empezó a pensar hacia atrás en el tiempo. En el despacho de Lebrun, al recibir la huella dactilar de Merriman desde Interpol, Lyón, recordó que alguien trabajaba con Klass—. Hal, Hall, Hald... ¡Halder!
    —Halder, Rudolph. Interpol, Viena. Trabajó con Klass en la huella dactilar de Merriman. Oiga, McVey, ¿conoce usted a Manny Remmer? L
    —De la Policía Federal alemana.
    —Es un viejo amigo, trabaja fuera de la oficina central, en Bad Godesburg. Vive en una región llamada Rungsdorf. No es demasiado tarde. Llámelo a casa. Dígale que llama de mi parte y que quiere saber todo lo que pueda averiguar sobre Klass y Halder. Si hay algo, él lo encontrará. Puede confiar en él... McVey —añadió Noble, con un dejo de inquietud en la voz—, creo que se las ha apañado para abrir una lata más o menos espesa de repugnantes gusanos. Y, sinceramente, creo que debería salir de París cuanto antes.
    — ¿Cómo, dentro de una caja o en una limusina?
    —A algún lugar adonde pueda llamarlo dentro de noventa minutos.
    —No hace falta que me llame. Yo lo llamaré a usted.

    Eran más de las nueve y media cuando McVey llamó a la puerta de la habitación de Osborn. Este la abrió hasta la cadena de seguridad y miró por la abertura.

    —Espero que le guste la ensalada de pollo —dijo McVey.

    En una mano llevaba una bandeja con ensalada de pollo cubierta con papel celofán y en la otra sostenía una cafetera y dos tazas. Había conseguido que un empleado sumamente irritable se lo preparara todo a punto de cerrar la cafetería del hotel.

    A las diez, el café y la ensalada habían desaparecido y Osborn se paseaba de un lado a otro moviendo los dedos de la mano herida sin darse cuenta mientras Mc-Vey, mirando su libreta de notas, permanecía inclinado sobre la cama, que usaba como mesa de trabajo.

    —Merriman le dijo que un tal Erwin Scholl —Erwin, con «E»— de Westhampton Beach, Nueva York, le había pagado para que matara a su padre y a otras tres personas en 1966.
    —Así es —dijo Osborn.
    —De los otros tres, uno fue en Wyoming, otro en California y el tercero en Nueva Jersey. Merriman hizo el trabajo sucio y le pagaron. Luego Scholl intentó liquidarlo.
    —Sí.
    —No dijo nada más, sólo los nombres de los Estados. ¿No dio nombres de víctimas, ciudades?
    —Sólo los Estados.

    Me Vey se incorporó y entró en el cuarto de baño.

    —Hace casi treinta años, un tal Erwin Scholl contrata a Merriman para que asesine a ciertas personas. Luego ordena liquidarlo a él. La vieja táctica de matar al asesino. Así se asegura de sepultar el trabajo que ha encargado porque no quedan cabos sueltos que puedan hablar.

    Me Vey sacó el vaso del envoltorio sanitario, lo llenó de agua, volvió a la habitación y se sentó.

    —Pero Merriman fue más listo que la gente de Scholl, se preparó una muerte falsa y desapareció. Scholl, suponiendo que Merriman había muerto, se olvidó de él. Pero sólo hasta que usted contrató a Jean Packard para buscarlo. —McVey bebió un sorbo de agua. Había estado a punto de mencionar al doctor Klass y el asunto de Interpol, Lyón. Pero no tenía por qué contárselo todo a Osborn.
    — ¿Usted cree que Scholl está implicado en todo lo que ha sucedido en París? —preguntó Osborn.
    —Y en Marsella y en Lyón, treinta años después. Aún no sé quién es este Scholl. Tal vez esté muerto o no exista.
    —Entonces, ¿quién está detrás de todo este asunto?

    Inclinado sobre la cama, McVey escribió algo en su libreta raída y luego miró a Osborn.

    —Doctor, ¿cuándo vio al hombre alto por primera vez?
    —En el río.
    — ¿No antes?
    —No.
    —Piense en lo que había sucedido antes. Ese mismo día más temprano o el día anterior.
    —No.
    —Le disparó a usted porque lo había visto con Merriman y no quería dejar testigos. ¿Es eso lo que piensa?
    — ¿Qué otro motivo podía tener?
    —Bueno, para empezar, podía haber sido al revés, que hubiera venido a matarlo a usted y no a Merriman.
    — ¿Por qué? ¿De qué me conocía? Y aunque así fuera, ¿por qué habría liquidado a toda la familia de Merriman después?

    Osborn tenía razón. Al parecer, nadie sabía que Merriman estuviera vivo hasta que Klass descubrió su huella digital. Luego lo habían liquidado. Probablemente, como había sugerido Lebrun, para que no hablara, puesto que sabían que una vez que la policía tuviera las huellas, lo encontrarían en un abrir y cerrar de ojos. Puede que Klass hubiera retrasado lo de la huella dactilar, pero no podía negar su existencia, porque demasiada gente en Interpol sabía lo contrario. De modo que había que eliminar a Merriman porque podía hablar si lo atrapaban. Y puesto que había estado fuera del mundillo durante unos veinticinco años, sólo podía haber hablado respecto de sus misiones precisamente dentro del mundillo, fecha que coincidía casi exactamente con los trabajos ejecutados por cuenta de Erwin Scholl. Por eso habían liquidado a Merriman y a todos con quienes pudiera haber hablado del asunto. Para que él o ellos no hablaran de lo que hacía cuando trabajaba para Scholl o, al menos, para no implicar a Scholl en una acusación de asesinato por convenio. Eso quería decir que no sabían quién era Osborn o que habían pasado por alto la relación entre él y una de las víctimas de Merriman y...

    — ¡Hostia! —dijo McVey, en voz baja. ¿Cómo no lo había visto antes? La respuesta a lo que estaba sucediendo no tenía que ver con Merriman o con Osborn sino con las cuatro personas que Merriman había liquidado treinta años antes, entre ellos el padre de Osborn.

    McVey se encontraba bajo el efecto de un golpe de adrenalina.

    — ¿En qué trabajaba su padre? —preguntó.
    — ¿Su profesión?
    —Eso.
    —Pues... inventaba cosas —dijo Osborn.
    — ¿Qué diablos quiere decir?
    —Por lo que recuerdo, en aquel entonces trabajaba en algo parecido a un banco de cerebros de alta tecnología. Discurría algo y luego construía el prototipo de su idea. Creo que estaba relacionado sobre todo con el diseño de instrumentos médicos.
    — ¿Recuerda el nombre de la empresa?
    —Se llamaba Microtab. Recuerdo muy bien el nombre porque enviaron una gran corona de flores cuando murió mi padre. El nombre estaba en la tarjeta pero no apareció ningún directivo de la empresa —recordó Osborn, con la mirada en el vacío.

    McVey entendió el profundo dolor de Osborn. Sabía que tenía el funeral en su memoria como si hubiera ocurrido ayer. Seguramente le había sucedido lo mismo al ver a Merriman en la cervecería.

    —Esta empresa Microtab, ¿estaba en Boston?
    —No, en Waltham, es un suburbio.

    McVey escribió: Microtab, Waltham, Mass. 1966.

    — ¿Tiene idea de cómo trabajaba? ¿Trabajaba solo o en equipo?
    —Mi padre trabajaba solo. Todos trabajaban solos. No se les permitía a los empleados hablar sobre sus trabajos incluso entre ellos. Recuerdo que en una ocasión mi madre discutió de eso con él. Ella pensaba que era ridículo que no pudiera hablar con el tipo del despacho de al lado. Después, supuse que tenía que ver con las patentes y ese tipo de cosas.
    — ¿Sabe algo del invento en que trabajaba cuando lo mataron?

    Osborn sonrió levemente.

    —Sí, lo había terminado y lo llevó a casa para enseñármelo. Estaba orgulloso de su trabajo y solía mostrarme las cosas que hacía. Aunque supongo que no debía haberlo hecho.
    — ¿Qué era?
    —Un bisturí.
    — ¿Un bisturí? ¿De cirugía? —McVey sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.
    —Sí.
    — ¿Recuerda usted qué forma tenía? ¿Por qué era diferente de otros bisturíes?
    —Era una pieza fundida en una aleación especial capaz de soportar variaciones extremas de temperatura y conservar sus cualidades quirúrgicas. Tenía que montarse en un brazo robotizado y manejarse por ordenador.

    Ya no eran sólo los pelos de la nuca lo que McVey sentía.

    Era como si le hubieran vaciado cubos de hielo por la espalda.

    —Alguien iba a trabajar quirúrgicamente bajo temperaturas extremas. ¿Con un robot que manejara el bisturí de su padre y levara a cabo la operación?
    —No lo sé. No olvide que en aquellos años los ordenadores eran unos aparatos gigantescos y ocupaban una habitación entera. De modo que no sé hasta qué punto habría sido práctico, aunque funcionara.
    —Y las temperaturas.
    — ¿Qué temperaturas?
    —Dijo que eran temperaturas extremas. ¿Qué quiere decir eso? ¿Temperaturas altas o bajas, o ambas?
    —No lo sé. Pero por aquel entonces ya se habían hecho algunos experimentos con cirugía de láser, es decir, básicamente, la transformación de energía en calor. Supongo que si trabajaban con conceptos quirúrgicos innovadores, investigaban en el sentido contrario.
    —Con frío.
    —Exactamente.

    De pronto la sensación de hielo desapareció y Mc-Vey sintió una ola de sangre caliente que lo recorría. Ahí estaba lo que lo había impulsado una y otra vez al caso Osborn. Acababa de dar con la conexión entre Osborn, Merriman y los cuerpos decapitados.


    Capítulo 71


    Berlín Lunes, 10 de octubre. 22.15


    Es ist spdt, Uta. Ya es tarde, Uta —dijo Konrad Peiper con un asomo de irritación.

    —Lo siento, Herr Peiper. Pero ya ve que yo no puedo hacer nada —dijo Uta Baur—. Supongo que estarán a punto de llegar —añadió lanzando una mirada furtiva al doctor Salettl, que no respondió.

    Ella y Salettl habían venido desde Zúrich aquella mañana a primera hora en el jet privado de Elton Lybarger para ocuparse directamente de los últimos preparativos antes de que llegaran los demás. En una situación normal, Uta habría comenzado media hora antes.

    Los invitados reunidos en el salón privado del último piso de la Galerie Pamplemousse, una galería de cinco pisos destinada al Neu Kunst o arte nuevo, en el Kurfürstendamm, no eran el tipo de personas a quienes se hacía esperar, sobre todo a esa hora de la noche. Pero los hombres que los invitados esperaban no eran el tipo de personas que se atreverían a insultar retirándose antes de su llegada. Sobre todo cuando habían venido respondiendo a su invitación.

    Uta, que vestía de negro como era habitual, se levantó y cruzó la sala hacia una mesa sobre la que reposaba una gran tetera de plata llena de café arábigo, bandejas con diversos canapés, dulces y agua embotellada, todo atendido por dos simpáticas chicas con vaqueros ajustados y botas de cuero.

    —Vuelva a llenar la cafetera, por favor. El café no es reciente —le espetó Uta a una de ellas. La chica obedeció inmediatamente y desapareció por una puerta en dirección a la cocina.
    —Les daré quince minutos más. ¿No se dan cuenta que yo también soy un hombre ocupado? —se quejó Hans Dabritz, y programó su reloj, cogió unos cuantos canapés en un plato y volvió a sentarse.

    Uta se sirvió un vaso de agua mineral y recorrió el salón con la mirada observando a los impacientes invitados. Los presentes constituían la élite, la flor y nata de la Alemania contemporánea. Uta tenía en mente las descripciones esenciales de cada uno.

    «El diminuto hombre de la barba, Hans Dabritz, cincuenta años. Negocios inmobiliarios y hombre clave en la política. Su actividad inmobiliaria comprende enormes complejos de apartamentos en Kiel, Hamburgo, Munich y Dusseldorf, instalaciones industriales y edificios de oficinas en alza en Berlín, Frankfurt, Es-sen, Bremen, Stuttgart y Bonn. Dueño de manzanas enteras del centro de Bonn, Frankfurt, Berlín y Munich. Miembro del Consejo de Administración del Deutsche Bank de Frankfurt, el banco más importante de Alemania. Sus donaciones a los políticos locales son cuantiosas y constantes y a muchos los controla personalmente. Se suele bromear con la idea de que la mayor influencia en el Bundestag, la Cámara Baja del Parlamento, se encuentra en manos del hombre más pequeño de Alemania. En los pasillos fríos y sobrios de la política alemana, Dabritz es considerado como el titiritero mayor. Casi nunca falla cuando se trata de conseguir lo que ambiciona.
    »Konrad Peiper, treinta y ocho años —con su mujer, habían estado presentes en el crucero de Zúrich dos días antes, durante la fiesta de bienvenida a Elton Lybarger—, presidente y consejero delegado de Goltz Development Group, GDG, la segunda empresa comercial en Alemania. Bajo sus auspicios se creó Lewsen International, un grupo empresarial inglés con sede en Londres. Con la fachada de Lewsen, el grupo GDG fundó una red de cincuenta pequeñas y medianas empresas alemanas que se convirtieron en los principales proveedores de Lewsen International. Entre 1981 y 1990, el GDG, con Lewsen como intermediario, proporcionó a Irak materiales claves para la construcción de armas químicas y bacteriológicas y para el perfeccionamiento de misiles balísticos. Además suministró componentes de armamento nuclear y todo fue pagado en elevadas sumas al contado. El hecho de que, durante la operación Tormenta del Desierto, Irak perdiera la mayor parte de los equipos proporcionados por Lewsen, tuvo escasas consecuencias. Peiper ha consolidado a GDG como uno de los grandes exportadores mundiales de armamento.
    »Margarete Peiper, veintinueve años, mujer de Konrad Peiper. Pequeña, seductora, adicta al trabajo. A los veinte años ya era compositora, productora discográfica y administradora personal de los tres grupos de rock más populares de Alemania. A los veinticinco años, propietaria única de Cinderella, la compañía discográfica más grande de Alemania, de dos sellos y de propiedades inmobiliarias en Berlín, Londres y Los Ángeles. Actualmente preside el grupo A.E.A., Agency for the Electric Arts, gigantesca organización mundial representante de escritores, actores, directores y músicos famosos. Los expertos suelen decir que el genio de Margarete Peiper reside en el hecho de que su mente está perpetuamente sintonizada con los "canales de la juventud". Los críticos ven en su habilidad para mantenerse en la cima de la popularidad ante un público contemporáneo joven y en continuo crecimiento, un fenómeno más temible que extraordinario, porque su obra oscila entre una brillante creatividad y la manipulación descarada de las personas, acusación que Margarete siempre ha negado. Lo suyo, sostiene, es un compromiso sólido y de toda la vida con el público y con el arte.
    »Matthias Noli, general retirado de las Fuerzas Aéreas alemanas, sesenta y dos años. Respetado por su influencia política y brillante orador. Líder del poderoso movimiento pacifista en Alemania. Polémico crítico de los bruscos cambios constitucionales. Sumamente estimado por una gran parte de la generación de mayor edad, que aún vive atormentada por la culpabilidad y la vergüenza del Tercer Reich.
    »Henryk Steiner, cuarenta y tres años. El principal agitador en el turbulento panorama sindical de la nueva Alemania. Padre de once hijos. Corpulento, extremadamente simpático, moldeado por la figura de Lech Walesa. Organizador político sumamente popular y dinámico. Lidera emocional y físicamente a varios cientos de miles de trabajadores del automóvil y del acero que luchan por sobrevivir en los estados del Este de la nueva Alemania. Condenado a ocho meses de cárcel por haber encabezado una manifestación de trescientos camioneros alemanes en una huelga para protestar contra el peligroso estado de las autopistas y la falta de mantenimiento. Menos de dos semanas después de abandonar la cárcel, organizó una huelga parcial simbólica de cuatro horas con quinientos policías de Potsdam que reclamaban a la burocracia la retención de sueldo desde hacía casi un mes.
    »Hilmar Grunel, cincuenta y siete años, consejero delegado de HGS-Beyer y propietario de la empresa periodística más importante de Alemania. Ex embajador ante Naciones Unidas, conservador recalcitrante, supervisa día a día el funcionamiento y el contenido editorial de once grandes publicaciones, todas ellas profusamente inspiradas en el ideario de la derecha.
    »Rudolf Kaes, cuarenta y ocho años. Especialista en asuntos monetarios del Instituto de Economía de Heidelberg y consejero económico de primer rango en el gobierno de Kohl. Es el único candidato para representar a Alemania en el Consejo de administración del nuevo Banco Central de la Comunidad Económica Europea. Firme partidario de la moneda única europea, es consciente de la fuerza del Deutschmark en la economía europea y de cómo la moneda única pondría de relieve el papel rector del poderío económico alemán.
    »Gertrude Biermann (también invitada al viaje de crucero en Zúrich), treinta y nueve años. Dos veces madre soltera. Figura de primer plano entre los Verdes, el movimiento pacifista de la izquierda radical nacido a principios de los años ochenta al calor de la campaña contra la instalación de los misiles Pershing en territorio alemán. Su influencia está profundamente anclada en la conciencia germánica, que no ve con buenos ojos los intentos de alinear a Alemania con el poder militar de Occidente.»

    Sonó el teléfono y Uta vio que Salettl cogía el auricular que tenía junto al codo. El médico escuchó un momento, colgó y le lanzó una mirada a Uta.

    —Ja —dijo.

    Al cabo de un momento se abrió una puerta y entró Von Holden. Barrió el salón brevemente con una mirada y se apartó hacia un lado.

    —Hier sind Sie, ya han llegado —comunicó Uta a sus invitados, mientras lanzaba una mirada fulminante a las azafatas, que salieron inmediatamente del salón por una puerta lateral.

    Un instante después entró un hombre sumamente atractivo y de impecable elegancia.

    —Dortmund está ocupado con unos asuntos en Bonn, de modo que seguiremos sin él —dijo Erwin Scholl, sin dirigirse a nadie en particular, y se sentó junto a Steiner. Dortmund era Gustav Dortmund, presidente del Bundesbank, el banco central de Alemania.

    Von Holden cerró la puerta y se dirigió a la mesa. Sirvió un vaso de agua mineral a Scholl y luego retrocedió hasta situarse cerca de la puerta.

    Scholl era un hombre alto y delgado, de pelo corto y canoso, tez bronceada y ojos asombrosamente azules. La edad y una fortuna considerable habían labrado un rostro anguloso de frente ancha, nariz aristocrática y mentón hendido. Tenía la estampa de un militar de la antigua escuela, un talante que exigía que se le prestara atención desde el momento en que entraba en una habitación.

    —La presentación, por favor —dijo dirigiéndose a Uta en voz baja. Erwin Scholl era una curiosa mezcla de timidez calculada y arrogancia avasalladora. Encarnaba la típica historia del self-made man americano. Desde su condición de inmigrante alemán paupérrimo, había ascendido hasta "convertirse en el magnate de un amplio conglomerado editorial y luego se había revestido de las bondades del filántropo, recaudador de fondos e íntimo amigo de los presidentes de Estados Unidos, desde Dwight Eisenhower hasta Bill Clinton. Como la mayoría de los presentes en la sala, su fortuna e influencia dependían de las masas, pero obedeciendo a una voluntad y propósitos deliberados, era totalmente desconocido para ellas.
    —Bitte, por favor —pidió Uta por el interfono. La sala se oscureció y la pared frente a los invitados se abrió en tres partes dejando al descubierto una pantalla de televisión de tres metros por cuatro de alto.

    Apareció inmediatamente una imagen de nitidez impecable, un primer plano de un balón de fútbol. De pronto, un pie chutó la pelota. La cámara se alejó rápidamente para mostrar un panorama de los cuidados jardines de Anlegeplatz y a los sobrinos de Elton Lybarger, Eric y Edward chutando alegremente la pelota. La cámara se desplazó y apareció Elton Lybarger mirando el juego junto a Joanna.

    De pronto, uno de los sobrinos chutó la pelota en dirección de Lybarger y éste se la devolvió con un vigoroso movimiento del pie. Luego miró a Joanna orgulloso y ella le devolvió la sonrisa expresando el mismo sentimiento de éxito.

    La próxima escena mostraba a Lybarger en su elegante biblioteca. Sentado ante el fuego del hogar, vestido informalmente con pantalones y jersey, explicaba en detalle a un interlocutor fuera de imagen el fenómeno del eje que París y Bonn habían forjado en el marco de la Comunidad Económica Europea. Su discurso estaba bien documentado y su argumento versaba sobre el hecho de que el supuesto papel de «superioridad moral» que desempeñaba Inglaterra le procuraba un lugar poco feliz en el concierto de las naciones europeas. Si Inglaterra seguía jugando esa carta, no se beneficiarían ni los ingleses ni la Comunidad Europea. Lybarger explicaba que debía darse un acercamiento entre Londres y Bonn para que la Comunidad llegara a ser la potencia económica que estaba destinada a ser. Su discurso terminaba con un chiste que no era un chiste.

    —Desde luego, lo que quería decir es que se debe tejer un vínculo entre Berlín y Londres. Porque, como todo el mundo sabe, gracias al voto del 20 de junio, aprobado por los legisladores, que se niegan a volver atrás en cuanto a la unidad alemana se refiere, se ha recuperado la sede del gobierno central para Berlín, que así ha vuelto a convertirse en el corazón de Alemania.

    Luego la imagen de Lybarger se fundía y aparecía otra cosa. Era perpendicular y ligeramente arqueada y cubría casi los cuatro metros de alto de la pantalla. Pasó un momento y no sucedió nada, hasta que la cosa empezó a girar vacilando y luego se movió resueltamente hacia delante. Fue entonces cuando todos reconocieron lo que era. Un pene totalmente hinchado, palpitante y erecto.

    De pronto la perspectiva se desplazó hacia la silueta de un segundo hombre que observaba de pie en la penumbra. Con un segundo desplazamiento de la cámara, los presentes vieron a Joanna, desnuda, y atada de pies y manos con unas elegantes tiras de terciopelo a las cuatro esquinas de una cama. Sus generosos pechos nacían de ambos lados del tórax como melones jugosos. Tenía las piernas abiertas y relajadas y la «V» oscura donde se juntaban ondulaba suavemente al ritmo inconsciente de sus caderas. Tenía los labios húmedos y los ojos, abiertos y vidriosos, estaban casi en blanco tal vez anticipando el éxtasis que habría de experimentar. Joanna era el retrato vivo del placer y el consentimiento y nada en ella indicaba que actuara contra su voluntad.

    Luego el hombre y el pene caían sobre ella y Joanna lo acogía gustosamente en toda su dimensión. Desde una compleja variedad de ángulos se había grabado la autenticidad del acto. Los embates de aquel miembro eran largos y vigorosos, decididos pero sin prisas, lo cual no hacía sino aumentar el placer de Joanna.

    Una perspectiva de la cámara mostraba al segundo hombre, que se mantenía apartado. Era Von Holden y estaba completamente desnudo. Con los brazos cruzados sobre el pecho, observaba la escena con indiferencia.

    La cámara volvía al lecho y en el ángulo superior derecho de la pantalla aparecía un contador codificado que grababa el tiempo transcurrido desde la penetración hasta el orgasmo.

    Cuando la lectura llegó a 4.12.04, era evidente que Joanna experimentaba su primer orgasmo.

    A los 6.00.03, un electroencefalograma que registraba las ondas cerebrales de Joanna apareció en la mitad superior de la pantalla. Entre los 6.15.43 y los 6.55.03, Joanna experimentó siete oscilaciones cerebrales muy marcadas y separadas unas de otras. A los 6.57.23, apareció un encefalograma en el ángulo superior izquierdo de la pantalla donde se representaban las oscilaciones del compañero de Joanna. Desde entonces hasta los 7.02.07, fueron normales. Entretanto, en Joanna se habían registrado otros tres episodios de intensa actividad de las ondas cerebrales. A los 7.15.22, la actividad cerebral del hombre aumentó hasta triplicarse, mientras la cámara se acercaba al rostro de Joanna. Tenía los ojos ausentes de manera que sólo se percibía el blanco y la boca permanecía abierta en un grito silencioso.

    A los 7.19.19, el hombre tuvo un orgasmo completo.

    A los 7.22.20 Von Holden apareció nuevamente en pantalla y acompañó al hombre hasta la puerta de la habitación.

    Al salir, dos cámaras enfocaron simultáneamente al hombre que había mantenido relaciones sexuales con Joanna. Se constataba sin duda alguna que el hombre de la cama era el mismo que salía ahora de la habitación. Se le reconocía perfectamente y era el mismo que había llevado a cabo el acto desde el comienzo hasta el final.

    El hombre era Elton Lybarger.

    —Eindrucksvoll! ¡Impresionante! —exclamó Hans Dabritz, cuando se encendieron las luces y la pantalla de vídeo desapareció tras los tres paneles de pintura abstracta.
    —Pero lo que haremos no será mostrar un vídeo, Herr Dabritz —respondió Erwin Scholl, bruscamente. Le lanzó una mirada rápida a Salettl—. ¿Estará en condiciones de presentarse, doctor?
    —Me gustaría disponer de más tiempo. Pero, como hemos visto, el resultado es notable.

    En cualquier otro salón, el comentario de Salettl habría provocado risas, pero aquí no. Aquellas personas no habían venido a reír. Habían sido testigos de un estudio clínico sobre el cual se debía adoptar una decisión. Nada más.

    —Doctor, le he preguntado si estará en condiciones de hacer lo que debe hacer. ¿Sí o no? —La mirada cortante de Scholl cercenó en dos a Salettl.
    —Sí, estará en condiciones.
    —Nada de bastón. ¡Nadie que le ayude a caminar! —le hostigó Scholl.
    —No, nada de bastón. Nadie que le ayude a caminar.
    —Gracias —respondió Scholl, despreciativo. Se volvió hacia Uta—. No tengo ninguna objeción —dijo. Al oír eso, Von Holden abrió la puerta y Erwin Scholl abandonó la sala.


    Capítulo 72


    Scholl no tomó el ascensor y bajó las cinco plantas de la galería con Von Holden. Al llegar a la salida, Von Holden abrió la puerta y los dos salieron al aire puro y penetrante de la noche. Un chófer de uniforme les abrió la puerta de un Mercedes oscuro. Primero entró Scholl y luego Von Holden.

    —Vamos a Savignyplatz —ordenó Scholl al ponerse en marcha—. Conduce lentamente —dijo cuando el Mercedes giró en una plaza bordeada de árboles. Avanzaron a paso de tortuga dejando atrás bares y restaurantes llenos. Scholl se inclinaba hacia fuera para mirar a la gente, para observar cómo caminaban y conversaban, estudiando sus rostros y sus gestos. La intensidad con que se entregaba a ello hacía que todo pareciera totalmente nuevo, como si lo viera por primera vez.
    —Dobla hacia Kantstrasse. —El chófer enfiló hacia una manzana invadida por colores chillones de locales nocturnos y bullicio de cafés—. Detente aquí —dijo finalmente Scholl. Incluso cuando hablaba correctamente, su tono era breve y cortante como si dispensara órdenes militares.

    Media manzana más allá, el chófer encontró un sitio para aparcar en la esquina, se acercó a la acera y se detuvo. Scholl se inclinó y con las manos plegadas bajo el mentón, observó a los jóvenes berlineses que deambulaban incansablemente entre las luces de neón de su ruidoso mundo de arte pop. Desde el otro lado de los cristales oscuros parecía un voyeur absorto en los placeres del mundo que observaba pero guardando las distancias.

    Von Holden se preguntaba qué pretendía. Sabía que Scholl estaba preocupado desde que lo había recibido en el aeropuerto de Tegel para llevarlo a la galería. Creía conocer la causa, pero Scholl no había dicho nada y Von Holden llegó a pensar que el malestar había pasado. Sin embargo, no había manera de saber qué pasaba con Scholl. Era un hombre enigmático, oculto tras una máscara de arrogancia implacable. La arrogancia era un rasgo de temperamento que no podía o no quería modificar porque gracias a ella había llegado hasta donde estaba.

    No era inhabitual en él obligar a trabajar a sus subordinados dieciocho horas al día por espacio de varias semanas y luego reñirlos por no trabajar más o recompensarlos con unas vacaciones de lujo para viajar por medio mundo. En más de una ocasión había abandonado a cualquier hora una reunión donde se trataban serias cuestiones laborales para visitar un museo o incluso para ir al cine, sin que nadie supiera de él durante horas. Cuando decidía volver, esperaba que los problemas se hubieran resuelto a su favor. Ambos bandos sabían que, de no ser así, Scholl despediría al comité negociador. En ese caso, se formaría otro y las negociaciones comenzarían nuevamente desde cero, decisión que solía costar, tanto a Scholl como a sus adversarios, una fortuna en abogados. La diferencia consistía en que Scholl se podía permitir ese lujo.

    En ambos casos, no se trataba sólo de conseguir lo que deseaba. Era como un mecanismo de control o la expresión ostentosa y deliberada de un egocentrismo colosal. Y Scholl no sólo lo sabía sino que se recreaba en ello.

    Durante ocho años, Von Holden se había desempeñado como Leiter der Sicherheit —Jefe de Seguridad— de las operaciones generales de Scholl en Europa, a saber, dos imprentas en España, cuatro cadenas de televisión, tres de ellas en Alemania y una en Francia, además de GDG, Goltz Development Group de Dusseldorf, el grupo presidido por Konrad Peiper. Contrataba personalmente al personal de seguridad y supervisaba su formación. Sin embargo, sus responsabilidades no acababan ahí. Scholl tenía otros planes de inversión más turbios y de mucho mayor alcance cuya seguridad dependía igualmente de Von Holden.

    La situación en Zúrich, por ejemplo. Brindarle placer a Joanna era un caso de manipulación que requería habilidad y delicadeza. Salettl creía que Lybarger era capaz de alcanzar una recuperación total, emocional, psicológica y física. Sin embargo, desde el principio había expresado su inquietud frente al hecho de que cuando llegara el momento de poner a prueba la virilidad de Lybarger, que no había tenido mujeres en su vida, se iba a sentir incómodo con una desconocida, hasta tal punto que podría negarse a llevar a cabo el acto o al menos inhibirse a la hora de estimularse para llevarlo a cabo.

    La mujer que lo había atendido como fisioterapeuta durante un largo período y luego lo había acompañado hasta Suiza para cuidarlo, sería para él alguien en quien confiar y con ella se sentiría cómodo. Reconocería su contacto, incluso su olor. Si bien era cierto que jamás la habría contemplado como objeto de deseo, en el momento de ser conducido ante ella estaría bajo el influjo de un potente estimulante sexual. Excitado hasta el punto deseado, aunque no del todo consciente de las circunstancias, instintivamente sentiría algo que le era familiar y entonces se relajaría y actuaría.

    Por eso habían elegido a Joanna. Lejos de casa, sin familia y sin ser demasiado atractiva, Joanna sería física y emocionalmente vulnerable ante la seducción de un sustituto. Una seducción cuyo único fin era prepararla para copular con Elton Lybarger. Era Salettl quien había formulado la necesidad de ese sustituto, se la había planteado a Scholl y éste al Leiter der Sicherheit. El protagonismo de Von Holden no solo garantizaría la seguridad y la intimidad de Lybarger sino que además demostraría a la Organización la lealtad de Von Holden.

    Al otro lado de la calle, un reloj digital de neón en la entrada de una discoteca marcaba las 22.55. Las once menos cinco. Se habían detenido quince minutos antes y Scholl seguía sentado en silencio, absorto en la multitud de jóvenes que pululaban por las calles.

    —Las masas —murmuró—. Las masas.

    Von Holden no sabía si Scholl se dirigía a él o no.

    —Lo siento, señor. No he oído lo que me decía.

    Scholl se volvió y se encontró con la mirada de Von Holden.

    —Herr Oven ha muerto. ¿Qué le ha sucedido?

    La primera intuición de Von Holden era correcta. El fracaso de Bemhard Oven en París había preocupado a Scholl pero sólo ahora se decidía a hablar de ello.

    —Debería decir que cometió un error de cálculo.

    Scholl se inclinó bruscamente y ordenó al chófer que se pusiera en marcha. Esperó que el coche volviera a introducirse en el tráfico para continuar.

    —No tuvimos problemas durante mucho tiempo hasta que volvió a aparecer Albert Merriman. El hecho de que lo elimináramos rápida y efectivamente a él y a los factores que lo rodeaban demuestra que nuestro sistema sigue funcionando como siempre. Ahora han matado a Oven. Eso siempre es un riesgo del oficio, pero resulta problemático porque implica que tal vez el sistema no sea tan efectivo como suponíamos.
    —Herr Oven trabajaba solo y operaba de acuerdo con la información que se le proporcionaba. La situación ahora está bajo control de la sección de París —dijo Von Holden.
    — ¡Oven fue entrenado por ti, no por la sección de París! —respondió Scholl, irritado. Había reaccionado como siempre, convirtiéndolo en un asunto personal. Bernhard Oven trabajaba para Von Holden. Por lo tanto, su fracaso era el fracaso de Von Holden.
    — ¿Sabes que le he dado luz verde a Uta Baur?
    —Sí, señor.
    —Entonces entenderás que ya se han puesto en marcha los mecanismos para la noche del viernes. Si lo interrumpiéramos todo ahora, sería difícil y embarazoso. —La mirada de Scholl penetraba a Von Holden con la misma intensidad que antes a Salettl—. Estoy seguro que me entiendes.
    —Sí, le entiendo.

    Von Holden se reclinó en su asiento. Sería una noche larga. Acababan de destinarlo a una misión en París.


    Capítulo 73


    Una niebla húmeda se agitaba en el aire y había comenzado a caer la bruma. Los faros amarillos de los pocos coches que todavía circulaban a esa hora proyectaban haces misteriosos a su paso por el bulevar Saint Jacques y la cabina telefónica permanecía en la oscuridad.

    — ¡Hola, McVey! —Era la voz de Benny Grossman transportada a más de cuatro mil kilómetros por cable submarino de fibra óptica. A Benny se le escuchaba radiante. Las doce y cuarto de la noche del martes en París eran las seis y cuarto del lunes por la noche en Nueva York y Grossman acababa de volver al despacho para recoger sus mensajes telefónicos después de una larga jornada en los tribunales.

    Más abajo, entre la llovizna y los árboles que separaban la calle de dos sentidos, McVey sólo alcanzaba a ver el hotel.

    No se había atrevido a llamar desde la habitación y no quería arriesgarse a llamar desde la recepción en caso de que volviera la policía.

    —Benny, ya sé que te estoy volviendo loco.
    —No te preocupes, McVey —rió Benny. Benny siempre reía—. Pero mándame mi regalo de Navidad en billetes de a cien. Ya ves, no pasa nada, así que si quieres puedes volverme loco.

    McVey lanzó una mirada a la calle y palpó el bulto reconfortante del revólver calibre 38 bajo su chaqueta. Luego volvió a mirar sus notas.

    —Escúchame, Benny. 1966, en Westhampton Beach. Un tal Erwin Scholl. Averigua quién es. Si vive. Si la respuesta es afirmativa, dime dónde. También en 1966 en primavera o a finales del 65, tres asesinatos sin resolver. En los estados de... —McVey volvió a mirar sus notas—: ...Wyoming, California, Nueva Jersey.
    —Está chupado, colega. Ya que estoy, podría averiguar quién cojones mató a Kennedy.
    —Benny, si no lo necesitara... —dijo McVey, y miró hacia el hotel. Osborn estaba en la habitación con la CZ del hombre alto como la primera vez y con las mismas órdenes de no contestar el teléfono ni abrirle la puerta a nadie más que a él. A McVey le desagradaba visceralmente este tipo de situaciones, verse amenazado sin tener la más mínima idea de cuándo surgiría el peligro ni de qué forma. Durante los últimos años se había dedicado principalmente a reunir los cabos sueltos y luego a recomponer las pruebas cuando los narcotraficantes ya habían cerrado sus negocios. La mayoría de las veces no había riesgos porque los muertos no solían matar a nadie.
    —Benny —dijo McVey, volviendo al teléfono—. Seguro que las víctimas habían trabajado en algún proyecto de alta tecnología. Han sido inventores, diseñadores de instrumentos de alta precisión o puede que científicos o profesores universitarios. Gente que ha experimentado con temperaturas muy bajas, trescientos, cuatrocientos o quinientos grados bajo cero. O puede que al revés, gente que investigara el calor. ¿Quiénes eran? ¿En qué trabajaban cuando los asesinaron? Finalmente, Microtab Corporation en Waltham, Massachusetts, en 1966. ¿Aún siguen en el negocio? Si la respuesta es afirmativa, ¿quién lo dirige y quién es el dueño? Si no, ¿quiénes eran los dueños en 1966 y qué les sucedió?
    —McVey, ¿quién te crees que soy? ¿Wall Street? ¿El Ministerio de Hacienda, o el Departamento de Personas Desaparecidas? ¿Crees que basta con introducir los datos en el ordenador y ya está? ¿Para cuando lo quieres, para el uno de enero de 1995?
    —Te llamaré mañana por la mañana.
    — ¿Qué dices?
    —Benny, es muy, pero que muy importante. Si tienes problemas, llama a Fred Hanley, del FBI en Los Ángeles. Dile que es para mí, que he pedido ayuda —dijo McVey. Hubo una pausa—. Y otra cosa. Si no has tenido noticias mías mañana a mediodía, hora de Nueva York, llama a Ian Noble en Scotland Yard y entrégale toda la información que tengas.
    —McVey —dijo Benny Grossman. Su voz había perdido el tono entusiasta e inquieto—. ¿Te has metido en un lío?
    —Y muy grande.
    — ¿Muy grande? ¿Qué diablos significa eso?
    —Oye, Benny, te debo una...

    Osborn estaba en el rincón oscuro de la ventana mirando a la calle. La niebla era densa y casi no circulaban coches. Nadie caminaba por las aceras. La gente estaba en casa durmiendo, esperando que llegara el martes. Vio pasar una silueta bajo la luz de una farola y cruzar el bulevar en dirección al hotel. Pensó que era McVey pero no estaba seguro. Volvió a cerrar la cortina, se sentó y encendió una pequeña lámpara junto a la cama e iluminó la CZ 22 de Bernhard Oven. Se sentía como si llevara medio siglo ocultándose y sin embargo sólo habían pasado siete días desde que había visto a Albert Merriman sentado frente a él en la cervecería Stella.

    ¿Cuántas personas habían muerto en siete días? ¿Diez, doce? Tal vez más. Si no hubiera conocido a Vera y no hubiese venido a París, toda esa gente aún estaría viva. ¿Acaso era culpa suya? No había respuesta posible porque aquélla no era una pregunta razonable. Pero había conocido a Vera y había venido a París y nada podría cambiar lo que había sucedido desde entonces.

    En las últimas horas, desde que McVey había salido, intentaba no pensar en Vera. Pero cuando la recordaba, porque no podía dejar de hacerlo, se decía que estaba a salvo y que los policías que la habían llevado a casa de su abuela en Caláis eran leales, agentes de confianza y no tentáculos corruptos de la máquina infernal que los perseguía.

    La violencia le había asestado un golpe temprano en la vida y las consecuencias lo habían perseguido desde entonces. La pesadilla después del asesinato de Merriman y la paralizante crisis nerviosa que había terminado en brazos de Vera en el escondrijo del ático, eran apenas un intento desesperado para librarse de una verdad espantosa, a saber, que la muerte de Albert Merriman no había solucionado nada. El sórdido asesino de la cara cortada que había perseguido desde la infancia había sido reemplazado por un nombre y poca cosa más. Al abandonar el edificio de Vera y salir de su escondrijo arriesgándose a que lo cazara el hombre alto o la policía de París o a que al encontrarse cara a cara con McVey éste lo detuviera sin protocolos, se había rendido a la evidencia de que ya no podía enfrentarse a todo ese asunto en solitario. No había recurrido a McVey pidiendo clemencia sino ayuda. La llamada en la puerta lo sobresaltó como un disparo. Levantó la cabeza y se volvió de golpe como si lo hubieran sorprendido con los pantalones bajados. Se quedó mirando la puerta dudando si su mente le jugaba una mala pasada.

    Llamaron a la puerta por segunda vez.

    Si fuera McVey, pensó, diría algo o usaría la llave. Osborn empuñó firmemente la CZ justo en el momento en que empezó a girar el pomo de la puerta. Ésta cedió un poco, lo suficiente para que quienquiera estuviese al otro lado se diera cuenta de que estaba con llave. La presión cedió igual de rápido.

    Osborn cruzó la habitación y se apoyó contra la pared justo al lado de la puerta. Sentía que se le acumulaba el sudor al contacto con el arma. Lo que sucediera ahora dependía de quien estaba en el pasillo.

    —Lo siento, cariño. Te has equivocado de puerta. —Era McVey que hablaba con voz monótona y pesada desde el otro lado. Le respondió una voz desenfadada de mujer hablando francés—. Te has equivocado, cariño. Hazme caso. Prueba en el piso de arriba, ¡te has equivocado de piso!

    La mujer respondió con un francés hosco, indignada.

    Se oyó una llave en la cerradura. Luego se abrió la puerta y entró McVey. Llevaba con él a una chica de pelo oscuro cogida del brazo y del bolsillo de la chaqueta le asomaba un periódico enrollado.

    — ¿Quieres entrar? Pues entra —le dijo a la chica, y luego miró a Osborn—. Cierre esa puerta.

    Osborn cerró la puerta, le echó llave y deslizó la cadena.

    —Vale, cariño, ya estás dentro. ¿Y ahora qué? -*—dijo McVey a la chica, que se quedó en medio de la habitación con una mano en la cadera. Miró a Osborn. Debía de tener unos veinte años, un metro sesenta y no parecía asustada. Llevaba una blusa de seda ceñida y una falda muy corta, medias de red y tacones altos.
    —Mete-saca, mete-saca —dijo, y sonrió seductora mirando a Osborn y luego a McVey.
    — ¿Quieres follar con los dos? ¿Es eso lo que quieres?
    —Claro, ¿por qué no? —La chica sonrió y su acento en inglés mejoró bastante.
    — ¿Quién te ha enviado?
    —Vengo por una apuesta.
    — ¿Qué tipo de apuesta?
    —El de la recepción dice que sois maricas. El botones dice que no.

    McVey lanzó una carcajada.

    — ¿Y te han enviado para que te enteraras?
    —Sí —dijo, y sacó un fajo de billetes de cien francos del escote como prueba de que decía la verdad.
    — ¿Qué coño es esto? —Osborn estaba intrigado.

    McVey sonrió.

    —Pues bien, resulta que estábamos engañándolos, cariño. El botones gana. —McVey miró a Osborn—. ¿Quieres follártela tú primero?
    — ¿Quéé? —Osborn no se lo podía creer.
    — ¿Por qué no? Si ya le han pagado y todo —dijo McVey, y miró a la chica—. Sácate la ropa.
    —Claro —respondió ella. Lo decía en serio y lo hacía bien. No les sacó los ojos de encima a ninguno de los dos. Primero miraba a uno y luego al otro, como si cada prenda que se sacara fuera un espectáculo privado para cada uno de ellos. Y, lentamente, se lo fue sacando todo.

    Osborn miraba boquiabierto. No podía creer que McVey pensara hacerlo. ¿Así, sin más, y con él allí presente? Había oído hablar de cómo se lo hacían los polis en ciertas situaciones, todo el mundo había oído hablar de aquellas historias pero nadie se las creía. Y sobre todo, jamás había pensado que fuera él uno de los protagonistas.

    McVey le lanzó una mirada.

    —Yo voy primero, ¿vale? —sonrió—. ¿No le importará si entramos en el baño, doctor?
    —No, sírvase usted.

    McVey abrió la puerta del baño y la chica entró. Él la siguió y cerró la puerta. Al cabo de un segundo, Osborn oyó que la chica lanzaba un chillido y luego un golpe sordo contra la puerta. Ésta se abrió y salió McVey, vestido.

    Osborn se quedó mudo de asombro.

    —Venía a espiarnos. Me vio en el pasillo y con eso le bastaba —sentenció McVey.

    Se sacó el periódico de la chaqueta, se lo pasó a Osborn y entró en el baño para coger la ropa de la chica. Osborn abrió el periódico. Ni se fijó en el nombre, sólo en los grandes titulares en francés: Inspector de Hollywood buscado por el tiroteo de La Coupole. Más abajo, en letra más pequeña: «Vinculado al médico americano en el asesinato de Merriman.» Más abajo, Osborn vio la misma foto de archivo de la policía de París que antes había publicado Le Fígaro, junto a una foto de un McVey sonriente dos o tres años antes.

    —Ésa la sacaron del Los Angeles Times Magazine. Un reportaje sobre la vida rutinaria de un inspector de Homicidios. Los lectores esperaban follón y sólo les dieron aburrimiento. Pero la publicaron de todas formas —dijo McVey, mientras metía la ropa de la chica en una bolsa de lavandería del hotel y abría la puerta. Miró hacia el pasillo y dejó la bolsa fuera.
    — ¿Cómo sabían dónde estábamos? ¿Cómo pudieron averiguarlo? —dijo Osborn incrédulo.

    McVey cerró la puerta y volvió a echar llave.

    —Sabían quién era su hombre y que nos seguía a uno de los dos. Sabían que yo trabajaba con Lebrun. Lo único que tenían que hacer era enviar a alguien al restaurante con un par de fotos y preguntar: « ¿son éstos los tipos?» No es nada difícil. Por eso lo de la chica. Querían estar seguros de que éramos los que buscaban antes de entrar con la artillería. Ella pensaba que podía echar un vistazo, inventarse una historia y marcharse. Por lo visto estaba dispuesta a hacer lo que fuera si las cosas no le iban bien.

    Osborn miró por encima del hombro de McVey a la puerta del baño.

    — ¿Qué le ha hecho? ¡

    McVey se encogió de hombros.

    —Pienso que no sería buena idea dejar que bajara enseguida.

    Osborn le devolvió el periódico a McVey y abrió la puerta del baño. La chica estaba desnuda y sentada en el water esposada a una tubería en la pared. Tenía una toalla metida en la boca y los ojos, furibundos, estaban a punto de saltársele de las órbitas. Osborn no dijo nada y cerró la puerta.

    —Es una de esas tías duras —dijo McVey con un asomo de sonrisa—. Cuando la encuentren, armará un tremendo jaleo por su ropa antes de dejar que nadie llame por teléfono. Con suerte, ese lapso de tiempo agregará unos cuantos segundos a nuestra ya deteriorada expectativa de vida.


    Capítulo 74


    Diez segundos más tarde, McVey y Osborn salieron sigilosamente al pasillo y cerraron la puerta a su espalda.

    Los dos tenían las armas en la mano, aunque no hacían falta porque el camino estaba despejado.

    Suponían que quien hubiese enviado a la chica la estaría esperando probablemente abajo. Eso significaba que esa gente sospechaba de ellos pero no estaban seguros. Además ya le habían dado bastante tiempo. La chica era una profesional y si hubiera tenido que satisfacer sexualmente a los sospechosos, se habría prestado a ello. Pero McVey sabía que no le darían demasiado tiempo.

    Las paredes de los pasillos en la quinta planta del hotel Saint Jacques eran grises y el suelo estaba tapizado con una moqueta rojo oscuro. Había escaleras de incendio al final de cada pasillo y cerca del centro del edificio alrededor del hueco del ascensor. McVey eligió las escaleras más alejadas del ascensor, en un extremo del pasillo. Si sucedía algo no quería verse atrapado en un fuego cruzado.

    Tardaron cuatro minutos y medio en llegar al sótano y cruzaron una puerta de servicio que daba a un callejón. Doblaron a la derecha y caminaron por el bulevar Saint Jacques a través de una espesa niebla. Eran las dos y cuarto de la mañana del martes 11 de octubre.

    A las dos y cuarenta y dos minutos sonó dos veces el teléfono junto a la cama de Ian Noble y luego se activó la señal luminosa.

    Noble no quería despertar a su mujer, que sufría de artritis y tenía problemas para conciliar el sueño. Se deslizó de la cama y empujó la puerta de nogal oscuro que separaba la habitación de su estudio privado. Al cabo de un momento cogió el supletorio.

    —Sí.
    —McVey.
    —Han sido unos largos noventa minutos. ¿Dónde diablos está?
    —En las calles de París.
    — ¿Todavía está con Osborn?
    —Somos inseparables como dos siameses.

    Noble pulsó un botón en el borde de la mesa y la cubierta se deslizó hacia atrás dejando a la vista un gran mapa aéreo de Inglaterra. Con un segundo toque del botón apareció un menú codificado. Y con un tercer toque se desplegó un detallado plano de París y sus alrededores.

    — ¿Puede salir de la ciudad?
    — ¿Hacia dónde?

    Noble volvió a mirar el mapa.

    —A unos veinticinco kilómetros hacia el este por la autopista N3 hay una ciudad que se llama Meaux. Justo antes de llegar hay un pequeño aeropuerto. Busquen un avión civil, un Cessna, con el código ST95 pintado en la cola. Si el tiempo lo permite, llegará entre las seis y las siete. El piloto esperará hasta las diez. Si no llegan a tiempo, vuelvan al día siguiente al mismo sitio y a la misma hora.
    —Gracias, amigo —dijo McVey, y salió a reunirse con Osborn. Se encontraban en uno de los pasillos en el exterior de la estación de Lyón, en el bulevar Diderot, junto al Sena, en la zona noroeste de la ciudad.
    — ¿Qué hacemos? —preguntó Osborn, expectante.
    — ¿Qué le parece dormir un poco? —dijo McVey.

    Quince minutos más tarde, Osborn se recostaba y lanzaba una mirada a sus aposentos, un voladizo de piedra bajo el puente de Austerlitz junto al muelle Henri IV, en el Sena.

    —Durante unas horas nos uniremos a los que no tienen hogar —dijo McVey, y en medio de la oscuridad se subió el cuello de la chaqueta y se tendió apoyándose en el hombro. También Osborn necesitaba descansar pero permaneció en pie. McVey se incorporó y lo vio sentado en el borde de granito con las piernas extendidas mirando el agua como si acabasen de arrojarlo a los infiernos ordenándole que permaneciera sentado durante toda la eternidad.
    —Doctor —dijo McVey en voz baja—. Piense que esto es mejor que la Morgue.

    El jet Lear de Von Holden aterrizó en una pista privada a unos treinta kilómetros al norte de París a las tres menos diez de la madrugada. A las dos y treinta siete minutos le habían comunicado por radio que la sección de París había identificado el objetivo al salir del hotel Saint Jacques aproximadamente a las dos y diez de la madrugada. Desde entonces no habían regresado. Se le daría más información en cuanto estuviera disponible.

    La Organización tenía ojos y oídos en las calles, en las prefecturas de policía, en los sindicatos y hospitales, en las embajadas y hoteles de unas doce grandes ciudades de toda Europa y otra media docena en el resto del mundo. Habían encontrado a Albert Merriman con esos medios y lo mismo había sucedido con Agnés Demblon, la mujer de Merriman y Vera Monneray. A Osborn y a McVey los descubrirían con el mismo procedimiento. La cuestión era saber cuándo.

    Hacia las tres y diez minutos, Von Holden viajaba en el asiento trasero de un BMW azul oscuro por la autopista N2. Cruzaba la salida de Aubervilliers llegando a París. Von Holden era como un oficial de mando que espera impaciente noticias de sus generales en el campo de operaciones. Para matar a Bernhard Oven, aquel McVey, el poli americano, había tenido mucha suerte o era muy listo, o las dos cosas. Lo había vuelto a demostrar al habérseles escapado de las manos justo cuando acababan de descubrirlo. A Von Holden no le gustaba. La sección de París figuraba entre las más eficientes, estaba muy bien considerada y contaba con personal disciplinado. Bernhard Oven siempre había sido uno de los mejores.

    Von Holden lo sabía muy bien. A pesar de ser varios años más joven, había sido superior de Oven en el ejército soviético y más tarde en la Stasi, la policía secreta de Alemania del Este, durante los años previos a la reunificación y a la disolución de ese organismo.

    La carrera de Von Holden también había comenzado precozmente. A los dieciocho años había salido de Argentina rumbo a Moscú para completar sus últimos años de estudio. Inmediatamente después había comenzado su entrenamiento formal bajo la dirección del KGB en Leningrado. Quince meses más tarde estaba a cargo de una compañía del ejército soviético asignada al Cuarto Regimiento de Blindados y responsable de la protección de la embajada soviética en Viena. Allí ascendió al grado de oficial de las unidades especiales de reconocimiento de la Spetsnaz, entrenadas en sabotaje y acciones terroristas. Allí conoció a Bernhard Oven, uno de los seis tenientes bajo su mando en el Cuarto Regimiento.

    Dos años más tarde, Von Holden fue oficialmente dado de baja en el ejército soviético y nombrado subdirector del Departamento de Administración de Deportes de Alemania del Este, responsable del entrenamiento de los deportistas alemanes de élite en el Instituto de Cultura Física de Leipzig. Entre ellos conoció a Eric y Edward Kleist, los sobrinos de Elton Lybarger.

    En Leipzig, Von Holden fue reclutado además como «funcionario informal» del Ministerio de la Seguridad Estatal, la Stasi. Gracias a su entrenamiento como soldado del Spetsnaz, formaba a los reclutas en operaciones clandestinas contra ciudadanos de Alemania del Este, instruyendo a los «especialistas» en el arte del terrorismo y el asesinato. En aquel entonces hizo trasladar a Bernhard Oven del Cuarto Regimiento de Blindados. La valoración que Von Holden hizo de su talento no estuvo exenta de recompensas. Al cabo de dieciocho meses, Oven ya era uno de los hombres claves de la Stasi en el terreno y su asesino más eficiente.

    Von Holden recordaba perfectamente aquella tarde en Argentina. Tenía entonces seis años y ese día se decidió su futuro. Habían salido a montar a caballo con un socio de su padre y durante el paseo, el hombre le preguntó qué quería hacer cuando fuera mayor. No era infrecuente que un hombre maduro le hiciera esa pregunta a un niño. Lo extraordinario fue la respuesta de Von Holden y lo que había hecho después.

    —Trabajar para usted, ¡desde luego! —exclamó el joven Pascal, radiante y, espoleando su caballo, se había alejado por la pampa a galope tendido dejando al invitado solo sobre su montura. El hombre observó cuando la diminuta silueta, con destreza y cierta temprana predisposición a la impertinencia, lanzaba a su caballo en un salto por los aires volando por encima de unos arbustos hasta desaparecer. Fue en ese momento cuando se decidió el futuro de Von Holden. El hombre que le había hecho la pregunta era Erwin Scholl.


    Capítulo 75


    El suave chasquido de las ruedas sobre los rieles era reconfortante y Osborn se reclinó para dormitar. No recordaba si había dormido durante las dos horas que habían pasado acurrucados bajo el puente de Austerlitz. Sólo sabía que estaba cansado, que se sentía greñudo y sucio. Frente a él, apoyado con el codo en la ventana, McVey cabeceaba ligeramente. A Osborn le impresionaba la capacidad del policía para dormir en cualquier sitio.

    Abandonaron su cobijo junto al Sena a las cinco y regresaron a la estación donde descubrieron que los trenes para Meaux partían de la estación del Este, a quince minutos en coche al otro lado de París. Presionados por el tiempo se arriesgaron a cruzar la ciudad en taxi confiando que el taxista, detenido al azar, no fuera otra cosa que lo que aparentaba.

    Llegaron a la estación y entraron por puertas diferentes, los dos perfectamente conscientes de que las primeras ediciones de los periódicos en todos los quioscos anunciaban con grandes titulares el tiroteo de La Coupole con sus fotos destacadas más abajo.


    Momentos más tarde, unas manos nerviosas compraban billetes separados en ventanillas diferentes. Ninguno de los dos empleados había hecho otra cosa que entregar los billetes de tren a cambio de dinero y servir al próximo en la fila.

    Esperaron unos veinte minutos separados pero vigilándose mutuamente. El único motivo de sobresalto fue la aparición de cinco gendarmes que traían esposados a cuatro presos de aspecto hosco y se dirigían a uno de los trenes. Por un momento pareció que fueran a abordar el tren a Meaux, pero en el último instante cambiaron de dirección y se alejaron con sus siniestros pasajeros a otro andén.

    A las seis y veinticinco, Osborn y McVey subieron con los otros viajeros y se sentaron separados en el mismo vagón del tren que salía de la estación del Este a las seis y media, con llegada a Meaux prevista para las siete y diez. Tendrían tiempo de sobra para viajar desde la estación hasta la pista de aterrizaje y encontrarse con el piloto de Noble y su Cessna ST95.

    El tren tenía ocho vagones y pertenecía a un recorrido de cercanías de la línea EuroCity. Unas veinticinco personas, la mayoría empleados que partían a trabajar a primera hora, viajaban en el mismo compartimiento de segunda clase. El vagón de primera clase iba vacío, algo que McVey había estudiado cuidadosamente antes de comprar los pasajes. A dos hombres solos en un vagón vacío se los recordaba y describía fácilmente, aunque viajasen en asientos distintos. Los mismos dos hombres viajando entre otros pasajeros pasarían más desapercibidos.

    Osborn se tiró el puño de la camisa hacia atrás y se miró el reloj. Faltaba un minuto para las siete. Quedaban once minutos para llegar a Meaux. Fuera divisó el sol que nacía en medio de una atmósfera gris, dándole un aspecto más suave y verde al campo.

    El contraste con el sol ardiente de los montes ralos en el sur de California era inquietante. Sin ningún motivo en particular, conjuraba en Osborn imágenes de McVey y del hombre alto y la muerte que los acompañaba a ambos. La muerte no existía en ese paisaje. El viaje en tren, los parajes verdes y el amanecer era algo que debía ensalzarse con amor y admiración. De pronto, a Osborn lo invadió una nostalgia dolorosa de Vera. Quiso sentirla, tocarla, respirar su fragancia. Cerró los ojos y vio la textura de su pelo y la suavidad de su piel. Y sonrió al recordar esa pelusilla casi imperceptible en el lóbulo de su oreja. Vera sí que le importaba. Era su país el que recorría. Era su mañana, su día.

    Desde algún lugar se oyó un golpe sordo y penetrante. El tren tembló y de repente Osborn se vio lanzado contra un sacerdote que, segundos antes, leía un periódico. Luego el vagón comenzó a dar tumbos y los dos cayeron al suelo. El vagón seguía rodando, como una máquina de feria desbocada. Los vidrios estallaron en pedazos y el estruendo del acero retorciéndose se mezcló con los gritos de los pasajeros. Osborn lanzó una mirada al techo justo en el momento en que un marco de aluminio le dio en la cabeza. Una fracción de segundo después, Osborn estaba tendido boca arriba y sentía el peso de alguien encima suyo. Sobre su cabeza estalló el cristal de una ventana y él quedó bañado en sangre. El vagón volvió a dar tumbos y la persona encaramada sobre él resbaló sobre su pecho. Era una mujer y Osborn vio que había perdido la parte superior del torso. Luego se oyó un rechinamiento horrible de acero chocando contra el acero, seguido de una enorme explosión. Osborn salió disparado hacia delante y todo se detuvo.

    Pasaron segundos o minutos antes de que abriera los ojos. Vio el cielo gris a través de los árboles y los pájaros volando en círculo. Durante un rato permaneció tendido, sólo dedicándose a respirar. Finalmente, quiso moverse. Primero la pierna izquierda luego la derecha. Luego el brazo, hasta que vio su mano izquierda, aún vendada, y luego el brazo y la mano derecha. Era milagroso, había sobrevivido.

    Se incorporó y vio la enorme mole de hierro retorcido. Los restos de uno de los vagones yacían volcados sobre un terraplén. Osborn se dio cuenta de que había salido expulsado del vagón. Más arriba en el terraplén, vio los otros vagones incrustados unos contra otros como los pliegues de un acordeón. Algunos estaban amontonados, casi empotrados unos sobre otros. A los lados se extendía un reguero de cuerpos. Algunos se movían pero la mayoría yacía inerte. En la cima de la colina, un grupo de adolescentes observaba la catástrofe y hacía señas con la mano.

    Osborn comprendió inmediatamente lo que había sucedido.

    — ¡McVey! —gritó Osborn—. ¡McVey! —repitió, haciendo un esfuerzo para incorporarse. Vio pasar entre los niños a los primeros equipos de rescate corriendo cuesta abajo por la colina.

    Se mareó al ponerse de pie. Cerró los ojos, se apoyó contra un árbol y respiró profundamente. Levantó la mano y se tomó el pulso. Era fuerte y regular. Luego alguien, un bombero, pensó, le habló en francés.

    —Estoy bien —dijo en inglés, y el hombre desapareció.

    De pronto se dio cuenta de que la gente gritaba y que todo se había convertido en un enorme caos. Los equipos de rescate bajaban corriendo por la colina y se encaramaban al interior de los vagones. Empezaban a sacar a la gente a través de las ventanas rotas o los arrastraban para ayudarles a salir de debajo de los escombros. A los muertos los cubrían rápidamente con mantas.

    Toda la colina se vio envuelta en una frenética actividad.

    Por encima de todo, de los gritos, de los chillidos y las sirenas en la distancia, de los heridos pidiendo ayuda, por encima de todo flotaba el penetrante olor del líquido de frenos caliente, chorreando de las mangueras despedazadas.

    El olor obligó a Osborn a taparse la nariz mientras recorría la escena de la tragedia que lo rodeaba.

    — ¡McVey! —volvió a gritar—. ¡McVey, McVey!
    —Sabotaje —oyó que decía alguien al pasar. Se volvió y se encontró frente a frente con el rostro de un miembro de los equipos de rescate.
    —Americano —dijo—. Hay un hombre mayor. ¿Lo habéis visto?

    El hombre lo miró como si no le entendiera. Luego vino un bombero y ambos subieron corriendo la colina.

    Osborn se abrió paso caminando sobre cristales rotos y encaramándose entre los metales retorcidos, yendo de una víctima a otra. Vio a los médicos que atendían a los supervivientes y levantó las mantas para mirar los rostros de los muertos. McVey no estaba entre ellos.

    Y de pronto, al levantar una manta para ver el rostro de un hombre muerto, vio que sus párpados se abrían y luego se volvían a cerrar. Estiró la mano para sentir el latido del corazón y encontró un pulso. Levantó la mirada y vio a un enfermero.

    — ¡Socorro! —gritó—. ¡Este hombre está vivo!

    El enfermero acudió de prisa y Osborn se apartó. Al incorporarse sintió el frío y el mareo y supo que la conmoción había comenzado. Primero se le ocurrió pedirle una manta al enfermero y esbozó el gesto. Pero recapacitó y pensó que si se trataba de un sabotaje, era probable que él y McVey hubiesen sido los objetivos. Si pedía una manta, sabrían que estaba entre los pasajeros. Le preguntarían el nombre y lo registrarían como superviviente.

    «No —pensó, y se alejó del lugar—. Será mejor desaparecer y ocultarse.»

    Vio una hilera de árboles en las inmediaciones del terreno llano cerca de donde se encontraba. El enfermero le daba la espalda y los demás miembros del equipo de rescate estaban más abajo en la colina. Con un gran esfuerzo físico, escaló los pocos metros hasta los árboles con miedo de tardar demasiado arriesgándose a que lo vieran. Nadie miraba en esa dirección, y Osborn se alejó hasta perderse entre los matorrales. Allí, lejos de la agitación, se tendió entre las hojas húmedas y apoyando la cabeza en el brazo como si fuera una almohada, cerró los ojos. No tardó en caer en un sueño profundo.


    Capítulo 76


    Ian Noble recibió las noticias del descarrilamiento del tren París-Meaux antes de una hora después del hecho. Los primeros informes indicaban que se trataba de un sabotaje. Un segundo informe confirmaba que se trataba de un explosivo activado en el motor mismo del tren. El hecho de que McVey y Osborn viajaran en ese tren, a esa hora, acudiendo a la cita con el piloto de Noble en la pista de aterrizaje de Meaux, era demasiada coincidencia. Y puesto que el piloto había aterrizado y esperado el tiempo debido y luego había regresado sin tener noticias de ellos, había motivos suficientes para pensar que McVey y Osborn habían viajado en ese tren.

    Noble llamó inmediatamente al capitán Cadoux a su residencia en Lyón y le informó de lo ocurrido. Le preguntó qué había descubierto en su investigación sobre Hugo Klass, el alemán experto en huellas dactilares, y sobre la muerte de Antoine, el hermano de Lebrun. Noble suponía que McVey y Osborn habían cogido ese tren y que la organización para la que trabajaba Klass, o con la que había estado implicado Antoine, era la responsable del atentado. Era una demostración más del alcance que tenía su red de espionaje.

    Poco importaba que hubieran encontrado a Merriman, a Agnés Demblon y a los otros o que supieran quién era Vera Monneray y dónde vivía. Pero que estuviesen informados sobre el encuentro clandestino entre Mc-Vey y Osborn en La Coupole y luego supieran qué los dos habían cogido el tren París-Meaux no dejaba de ser sorprendente.

    Cadoux estaba mudo de asombro y la situación aumentaba su sentido de frustración. El seguimiento al que había sometido a Klass sólo había arrojado el resultado de una cena con su mujer el sábado por la noche, la misa el domingo por la mañana y el regreso al trabajo como de costumbre la mañana del día siguiente. El teléfono pinchado tampoco había dado resultados. En relación al caso de Antoine, éste habría regresado a casa después de una cena con su hermano y se habría ido directamente a la cama. Por algún motivo se levantó para ir a su estudio antes del amanecer, lo cual no era habitual en él. Y hete aquí que su mujer lo encontró a las siete y media. Estaba tendido en el suelo junto a la mesa con su Beretta de nueve milímetros a un lado sobre la moqueta. El arma había sido disparada una vez y Antoine tenía una sola herida de bala en la sien derecha. El informe de balística demostraba que la bala provenía del arma encontrada en poder de Antoine. Las puertas de fuera estaban cerradas, pero el seguro de una ventana de la cocina estaba abierto, de modo que era posible que alguien hubiese entrado y salido por allí, si bien no había huellas que lo demostraran.

    —O puede que solamente hubiera salido —dijo Noble.
    —Sí, también pensamos eso —dijo Cadoux con su marcado acento francés—, que Antoine dejara entrar a alguien por la puerta principal y luego la volviera a cerrar. Por la hora, debía de haber conocido a quien hubiera entrado, o no le habría abierto. Luego lo mataron y salieron por la ventana. Pero no había huellas de que hubiera sucedido y el dictamen final del forense fue suicidio.

    Noble estaba más desconcertado que nunca. Todo aquel que conocía a Albert Merriman estaba muerto o destinado a ser una víctima y el hombre que lo había descubierto por las huellas dactilares parecía absolutamente inocente.

    —Cadoux —dijo Noble—, en Interpol, Washington, ¿con quién contactó Klass para que pidieran el expediente de Merriman a la policía de Nueva York?
    —Con nadie.
    — ¿Cómo es posible?
    —Washington no guarda ningún registro de la solicitud.
    —Eso es imposible. Se les envió un fax directamente desde Nueva York.
    —Viejos códigos, amigo mío —dijo Cadoux—. En el pasado, los jefes de Interpol tenían claves privadas con acceso a información que nadie más podía obtener. Esa práctica ya no está vigente. Sin embargo, aún hay quienes recuerdan las claves y las utilizan y no hay manera de seguirles la pista. Tal vez la policía de Nueva York enviara un fax a Washington que llegara directamente a Lyón, lo cual significa que electrónicamente pasó por alto la etapa de Washington.
    —Cadoux —dijo Noble vacilante—, ya sé que Mc-Vey se opondría a esto, pero creo que se nos acaba el tiempo. Detenga discretamente a Klass y que lo interroguen. Si quiere, yo mismo puedo ir. Es la única pista que tenemos.
    —Ya entiendo. Estoy de acuerdo con usted. Dígame algo sobre McVey en cuanto sepa algo de él. Para bien o para mal. ¿De acuerdo?
    —Sí, de acuerdo, para bien o para mal.

    Noble colgó y se quedó pensando un rato. Luego buscó sus pipas detrás de la mesa, escogió una de calabaza amarilla y la llenó de tabaco.

    Si McVey y Osborn no habían cogido el tren de París-Meaux y por cualquier motivo no habían podido contactar con su piloto en la pista de Meaux, estarían allí cuando aterrizara mañana. Pero veinticuatro horas era una espera demasiado larga. Noble le había dicho a Cadoux que suponía que iban en el tren. Y ahora actuaría en consecuencia con ese dato. Si estaban muertos, no había nada que hacer pero si estaban vivos, había que sacarlos de Francia enseguida, antes de que los descubrieran.

    Poco después de las once menos cuarto, casi cuatro horas después del descarrilamiento, una periodista alta, delgada y muy atractiva, portadora de credenciales del periódico Le Monde, aparcaba su coche junto a los demás vehículos de la prensa en el arcén del camino. Luego se unió al enjambre de periodistas que ya habían llegado al escenario de la catástrofe.

    Las tropas de la Guardia Nacional francesa se habían unido a la policía de Meaux y a los bomberos en los trabajos de rescate. Se contaban hasta trece muertos incluyendo al maquinista del tren. Otros treinta y seis estaban hospitalizados, veinte en estado grave y otros quince internados con quemaduras leves ya habían recibido el alta. El resto aún yacía sepultado bajo los hierros y los cálculos más sombríos calculaban que pasarían horas e incluso días antes de llegar al recuento definitivo.

    — ¿Hay una lista de nombres por nacionalidades? —preguntó la periodista al entrar en una gran tienda de campaña montada para la prensa a unos veinte metros de los rieles.

    Pierre André era un hombre de mediana edad y trabajaba como enfermero de la Guardia Nacional y responsable de la identificación de las víctimas. Levantó la mirada de su mesa de trabajo y vio la credencial de Le Monde, luego la miró a ella y sonrió, quizá la única sonrisa que había regalado en todo el día. Avril Rocard era realmente atractiva.

    —Sí, señora —dijo André, y se volvió enseguida hacia un subordinado—. Teniente, por favor, entréguele a la señora una lista de muertos y heridos.

    El oficial sacó una hoja de una carpeta que tenía enfrente y cuadrándose se la entregó.

    —Mera —dijo ella.
    —Debo advertirle, señora, que falta mucho para completarla. Tampoco se puede publicar antes de que se notifique a los familiares —dijo Pierre André, esta vez sin la sonrisa.
    —Desde luego.

    Avril Rocard trabajaba como detective en París y era especialista en asuntos de falsificación de monedas en el gobierno francés. Sin embargo, su presencia allí como enviada de Le Monde no respondía a una misión del gobierno ni de la Prefectura de Policía de París. La había enviado Cadoux. Eran amantes desde hacía una década y Avril era la única persona en toda Francia en la que Cadoux podía confiar como en sí mismo.

    Se alejó y revisó la lista. La mayoría de los pasajeros identificados eran franceses. También había dos alemanes, un suizo, un sudafricano, dos irlandeses y un australiano. No había americanos.

    Avril Rocard abandonó la escena en dirección a su coche, abrió la puerta y entró. Cogió el teléfono celular, marcó un número en París y esperó mientras comunicaba con Lyón.

    — ¿Sí? —La voz de Cadoux se oía nítidamente.
    —Hasta el momento, nada. No hay ningún americano en la lista.
    — ¿Qué aspecto tiene el asunto?
    —Se parece al infierno. ¿Qué hago?
    — ¿Alguien te ha dicho algo por la credencial?
    —No.
    —Entonces, quédate hasta que hagan el recuento de todas las víctimas.

    Avril Rocard colgó y devolvió lentamente el auricular a su sitio. A sus treinta y tres años, Avril ya debería tener un hogar y un hijo. Al menos debería tener un marido. ¿Por qué diablos se dedicaba a hacer esto?


    Capítulo 77


    Eran las ocho de la mañana y Benny Grossman volvía a casa del trabajo.

    Se había encontrado con Matt y David, sus dos hijos adolescentes, justo cuando se marchaban al colegio. Un rápido «hola papá, hasta luego papá» y los chicos desaparecieron. Y ahora Estelle se preparaba para salir a su trabajo en la peluquería de Queens.

    —Hostia puta —oyó decir a Benny desde la habitación. Benny llevaba sólo los calzoncillos, una cerveza en una mano y un bocadillo en la otra y estaba de pie frente al televisor. Había pasado la noche trabajando en el departamento de Archivos e Información de la comisaría manejando teléfonos y ordenadores, reclutando la colaboración de un puñado de piratas informáticos muy versados e introduciéndose en ciertas bases de datos privadas para dar con la información que McVey había pedido sobre los asesinatos de 1966.
    — ¿Qué pasa? —Preguntó Estelle, que había entrado en la habitación—. ¿A qué viene eso de hostia puta?
    —Shhh —la hizo callar Benny. ¡

    Estelle se volvió para ver lo que miraba su marido. Era un reportaje de la CNN sobre un descarrilamiento de trenes en las afueras de París.

    —Qué horrible —dijo ella mientras observaban a los bomberos que trasladaban en camilla a una mujer ensangrentada, subiendo a duras penas por un terraplén—. Pero ¿por qué armas tanto jaleo tú con eso?
    —McVey está en París —dijo sin levantar la mirada del televisor.
    —Conque McVey está en París —repitió ella sin inflexión en la voz—. Y lo mismo le sucede a otro millón de personas. A mí sí que me gustaría estar en París.

    Benny se volvió bruscamente hacia ella.

    —Estelle, vete al trabajo, ¿vale?
    — ¿Sabes algo que no sepa yo?
    —Cariño, Estelle, vete al trabajo, ¿vale?

    Estelle Grossman se quedó mirando fijamente a su marido. Cuando Benny hablaba así, era como un poli advirtiéndole que no era asunto suyo.

    —Duerme algo —dijo.
    —Ya.

    Estelle lo observó un momento, sacudió la cabeza y salió. A veces pensaba que a Benny le importaban demasiado los amigos y la familia. Si se lo pedían, hacía cualquier cosa por ellos por mucho que le costara. Pero cuando se cansaba como ahora, su imaginación le jugaba malas pasadas.

    —Comandante Noble, soy Benny Grossman, de la policía de Nueva York.

    Benny aún estaba en ropa interior y tenía sus notas desparramadas sobre la mesa de la cocina. Llamaba a Noble porque eran instrucciones de McVey en caso de que no recibiera su llamada, y ahora tenía un sentimiento real, casi psíquico, de que McVey no iba a 11amar, al menos hoy. En diez minutos explicó lo que había destapado.

    —Alexander Thompson trabajaba en programación de ordenadores de última generación. Se jubiló de su empleo en Nueva York para retirarse a Sheridan, Wyoming, en 1962. Razones de salud. En Wyoming trabó amistad con un escritor de Hollywood que llevaba a cabo una investigación para una película de ciencia ficción sobre los ordenadores. El escritor se llamaba Harry Simpson y el estudio era American Pictures. A Alexander Thompson le dieron veinticinco mil dólares y le pidieron que diseñara un programa informático. Un ordenador manejaría un brazo articulado que sostendría con suma precisión el bisturí durante una operación. De hecho, se trataba de reemplazar al cirujano. Claro que todo esto era teoría, ciencia ficción, futurismo. Se trataba de construir algo que funcionara de verdad, aunque fuera de forma primitiva. En enero de 1966, Thompson entregó su programa. Tres días más tarde lo encontraron muerto de un disparo en un camino abandonado. Los investigadores descubrieron que no había ningún Harry Simpson en Hollywood ni había un estudio llamado American Pictures. No quedaron huellas del programa informático diseñado por Alexander Thompson.

    »David Brady diseñaba instrumentos de precisión para una pequeña empresa de Glendale, California. En 1964, la empresa pasó a manos de Alama Steel Ltd. de Pittsburg, Pensilvania. A David Brady lo contrataron para diseñar un brazo articulado manejado por medios electrónicos con el mismo radio de articulación que la muñeca de un hombre y que fuera capaz de sostener y manejar un bisturí con extrema precisión en el transcurso de una operación quirúrgica. Brady terminó su diseño y lo entregó para que lo revisaran cuarenta y ocho horas antes de que lo encontraran muerto en la piscina de su casa. Se descartó el ahogo por inmersión porque tenía un picahielos clavado en el corazón. Dos semanas más tarde, Alama Steel se declaró en quiebra y la empresa cerró. Los dibujos de Brady no fueron encontrados. Por lo que Benny había podido establecer, Alama Steel jamás había existido. Las nóminas de los salarios estaban emitidas a nombre de una empresa llamada Wentworth Products Ltd. de Ontario, Canadá. Wentworth Products se declaró en quiebra la misma semana que Alama Steel.
    »Mary Rizzo York era una físico que trabajaba para Standard Technologies de Perth Amboy, Nueva Jersey, una empresa especializada en investigación sobre bajas temperaturas y subcontratista de T.L.T. International de Manhattan, una empresa que transportaba carne congelada de Australia y Nueva Zelanda a Francia e Inglaterra. En algún momento de 1965, T.L.T. diversificó sus actividades y contrató a Mary York para que elaborara un programa de trabajo para cargar gas natural licuado en cargueros refrigerados. La idea era que el gas se licúa con frío, y como el gas natural no podía cruzar los mares por conductos submarinos, se podía licuar y transportar por barco. Con ese fin, Mary York comenzó sus experimentos con temperaturas frías trabajando con nitrógeno líquido, un gas que se licúa a 196 grados centígrados bajo cero. Luego experimentó con hidrógeno líquido y al final con la licuación del helio, un gas que se licúa a 269 grados bajo cero. A esa temperatura se podía usar el helio líquido para enfriar otros materiales hasta la misma temperatura. Mary York estaba embarazada de seis meses y desapareció una noche que se quedó a trabajar en su laboratorio, el 16 de febrero de 1966. El laboratorio se incendió. Cuatro días más tarde, el mar arrojó el cadáver de Mary York, que presentaba signos de estrangulación, bajo el Muelle del Acero en Atlantic City. Y todas las notas, fórmulas o proyectos en los que trabajaba, se quemaron en el incendio o desaparecieron con ella. Dos meses después, T.L.T. International se declaró en quiebra. El presidente de la empresa se suicidó. —Comandante —dijo Benny—. Hay dos cosas más que McVey quería saber. La empresa Microtab en Waltham, Massachusetts. La quiebra data del mes de mayo del mismo año. Lo segundo que quería saber era... }

    Ian Noble había grabado la totalidad de la conversación con Benny Grossman. Cuando terminaron de hablar pidió una transcripción para sus archivos personales y llevó el cásete con una grabadora a la habitación fuertemente custodiada de Lebrun en el hospital de Westminster. Cerró la puerta, se sentó junto a la cama y encendió el aparato. Durante los siguientes quince minutos, Lebrun, con los tubos de oxígeno aún conectados a la nariz, escuchó en silencio. Finalmente, Benny Grossman terminó su relato con aquel típico acento neoyorquino.

    —Lo que quería saber era qué pasaba con un tal Erwin Scholl que en 1966 era dueño de una casona en Westhampton Beach en Long Island. Erwin Scholl sigue siendo propietario de la casona. Tiene otra en Palm Beach y una tercera en Palm Springs. Mantiene un perfil bajo pero es un magnate de peso en el mundo de las publicaciones y está tan forrado que tiene su propia colección de obras de arte. Además suele jugar al golf con Bob Hope, Gerald Ford y, de vez en cuando, con el propio presidente. Y eso si no salen juntos a pescar o se van a Camp David, donde Scholl tiene su propio bungalow. Dígale a McVey que este Scholl no es el que busca. Es muy grande. Pero que mucho. Es un intocable. Y eso, que lo sepa McVey, me lo dijo su amigo Fred Hanley, del FBI en Los Ángeles.

    Noble apagó la grabadora. A Benny se le notaba preocupado, rayano en una nerviosa inquietud por la suerte de McVey, y Noble no quiso que Lebrun escuchara. Hasta ahora, Lebrun no sabía nada del incidente del tren. Acababa de recibir la dolorosa noticia de la muerte de su hermano y no había por qué hacerlo sufrir más.

    —Ian —murmuró Lebrun—. Ya me he enterado de lo del tren. Puede que me hayan disparado pero aún no estoy muerto. He hablado con Cadoux hace unos veinte minutos.
    —Conque te las estás dando de poli duro, ¿eh? —sonrió Noble—. Pues bien, aquí va una que no sabías. McVey mató al pistolero que liquidó a Merriman e intentó matar a Osborn y a la chica, Vera Monneray. Me ha enviado las huellas del hombre muerto. Hicimos una búsqueda informática y no encontramos nada. Estaba limpio, sin expediente, nada. Por razones obvias no podía recurrir a los servicios de Interpol para pedir más información. De modo que llamé a Inteligencia Militar, que muy gentilmente me dieron lo siguiente... —Noble sacó una pequeña libreta y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba.
    —Nuestro pistolero se llamaba Bernhard Oven. Ultima dirección, desconocida. Sin embargo, lograron dar con un número de teléfono. El 0372-885-7373. Como era de esperar, el número corresponde a una carnicería.
    —El 0372 era el código de Berlín Este antes de la reunificación —dijo Lebrun.
    —Así es. Y nuestro amigo Bernhard Oven fue, hasta su disolución, un miembro destacado de la Stasi.
    — ¿Qué demonios está haciendo la policía secreta de Alemania del Este en París? —preguntó Lebrun en un murmullo, llevándose una mano a los tubos de la garganta—. Sobre todo ahora que no existe.
    —Espero y ruego que McVey se encuentre pronto entre nosotros para contárnoslo —dijo Noble, con semblante serio.


    Capítulo 78


    Hacia el anochecer, el cadáver retorcido del tren París-Meaux era aún más grotesco que de día. Unos faros inmensos iluminaban la zona mientras dos grúas gigantescas instaladas en los vagones que se apoyaban en los rieles trabajaban para apartar los que estaban destrozados junto al terraplén.

    Al final de la tarde había comenzado a caer una ligera bruma y el frío húmedo despertó a Osborn que dormía entre los árboles no lejos de allí. Se incorporó y se tomó el pulso, que encontró normal. Le dolían los músculos y tenía el hombro derecho magullado, pero curiosamente se sentía en excelente estado. Se levantó y se acercó entre los árboles hasta el borde del bosquecillo. Desde allí, podía observar las operaciones de rescate y mantenerse oculto. No había manera de saber si a McVey lo habían encontrado vivo o muerto y Osborn no se atrevía a salir de su escondite para inquirir sobre su suerte temiendo que lo descubrieran a él. Lo único que podía hacer era quedarse donde estaba y observar esperando ver o captar algo al vuelo. Era un sentimiento horrible de impotencia, pero era lo único que podía hacer.

    Se agachó entre las hojas húmedas, se levantó el cuello de la chaqueta y, por primera vez en muchas horas, pensó en Vera. Recordó el momento en que se conocieron en Ginebra y luego pensó en su sonrisa, en el color de su pelo y en la magia profunda de sus ojos cuando lo miraba. Y en ese recuerdo se encarnaba todo lo que el amor era o podía ser.

    Hacia el anochecer, Osborn había captado lo suficiente respecto a los equipos de rescate y a las tropas de la Guardia Nacional para saber que se había tratado efectivamente de una bomba y aquello le daba la certeza de que él y McVey habían sido los objetivos del atentado. Mientras sopesaba las ventajas de presentarse .une el comandante de la Guardia Nacional e identificarse con el fin de encontrar a McVey, de pronto, por algún motivo, un bombero que pasaba cerca se quitó el casco y la chaqueta, los dejó sobre una de las barreras de la policía y se alejó. Era una invitación que Osborn no podía desaprovechar. Se acercó rápidamente y los cogió.

    Se puso la chaqueta y el casco y con el rostro oculto por la visera empezó a caminar entre los restos del tren confiando que con su aspecto de trabajador oficial no le preguntaran nada. Cerca de una tienda instalada como centro de operaciones de la prensa se cruzó con varios reporteros y un equipo de televisión y encontró una lista de heridos y muertos. La revisó rápidamente, y encontró sólo un americano, un adolescente de Nebraska. Si McVey no estaba en la lista significaba que había escapado como él o que aún se encontraba sepultado bajo el horrible esqueleto de hierros retorcidos. Levantó la mirada y se encontró con una mujer alta, delgada y muy atractiva, con una credencial de prensa colgándole del cuello. Era evidente que lo había estado observando y ahora dio unos pasos en su dirección. Osborn cogió un hacha de incendios, se la colocó sobre el hombro y volvió hacia la zona de búsqueda. Miró hacia atrás para ver si la mujer lo seguía pero no la vio. Dejó el hacha a un lado y se alejó protegido por la oscuridad.

    En la distancia divisaba las luces de la ciudad de Meaux. Recordó haber visto un cartel que indicaba una población de cuarenta y pico mil habitantes. De vez en cuando despegaba o aterrizaba un avión en el pequeño aeropuerto de las cercanías. Allí tendría que dirigirse cuando amaneciera. No sabía a quién había llamado McVey en Londres. Sin pasaporte y escaso dinero, lo mejor que podía hacer era llegar hasta la pista de aterrizaje y esperar que el Cessna volviera al día siguiente según lo establecido en el plan original.

    De pronto se oyó un ruido estruendoso y el agudo chillido del hierro cuando una de las grúas arrancaba un vagón de pasajeros. Lo levantó por los aires y lo trasladó oscilando a la parte superior del terraplén donde desapareció de vista. Al cabo de un momento, la segunda grúa balanceó su brazo y los trabajadores se encaramaron para asegurar los cables y sacar el siguiente vagón.

    Descorazonado, Osborn se volvió y regresó a la oscuridad de los árboles en la colina. Se agachó y siguió observando. •'

    ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a McVey? Cinco días, tal vez seis, desde que lo vio ante la puerta de su habitación del hotel en París. Ahora le volvió una miríada de recuerdos. Le había dado un susto de muerte porque no sabía qué andaba buscando el policía ni por qué quería hablar con él, pero decidió que no se le notara. Logró eludir todas las preguntas e incluso le mintió acerca del lodo en sus zapatos. Entonces tenía miedo de que McVey lo obligara a vaciarse los bolsillos y descubriera la sucinilcolina y las jeringas. ¿Cómo podían pensar que los acontecimientos se iban a disparar de aquella manera, lanzándolos a los dos de cabeza en la espiral de una compleja y sangrienta trama de conspiración y violencia? ¿Cómo iba a adivinar que todo terminaría allí, en aquella amalgama horrible de hierros retorcidos? Quería creer que la noche pasaría sin incidentes y que a la mañana siguiente encontraría a McVey en los hangares del aeropuerto de Meaux haciéndole señas desde el Cessna, que los llevaría a un lugar seguro. Pero eso no era más que un deseo, un sueño y

    Osborn lo sabía. A medida que transcurrían las horas se perfilaba una realidad más sólida. En las grandes catástrofes, cuanto más tiempo pasaba sin que se hallara a una persona, menores eran las probabilidades de que estuviera viva. McVey debía de estar en algún lugar de las cercanías, tal vez a sólo unos metros de distancia de donde estaba él y eventualmente lo encontrarían. Sólo le quedaba esperar que el final le hubiese llegado rápidamente y sin dolor.

    Esa esperanza iba acompañada de un sentido de destino final como si a McVey ya lo hubieran encontrado y dado por muerto. Acababa de conocerlo y le habría gustado conocerlo más a fondo. Como un niño conoce mejor a su padre conforme crece. De pronto Osborn se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos y se preguntó por qué le vendría ese pensamiento ahora. McVey como su padre. Era un pensamiento antojadizo y curioso que permanecía latente. Cuanto más perduraba, más lo abrumaba el sentimiento de haber sufrido una gran pérdida.

    En ese momento, mientras intentaba salir de su ensueño, se percató de que desde hacía un rato no dejaba de mirar hacia la parte baja de la colina, lejos de la actividad de los equipos de rescate. De pronto fijó la vista en un bulto en un manchón de árboles cerca del terraplén.

    A la luz del día, debido al espeso follaje y a la luz sin relieve de un cielo cubierto, habría pasado fácilmente desapercibido. Sólo ahora en la oscuridad, la luz proyectada desde arriba creaba una sombra angular que lo ponía de relieve.

    Osborn comenzó a bajar rápidamente la colina. Resbaló sobre las piedras y se agarró de los arbustos para sostenerse yendo de uno a otro hasta llegar abajo.

    Vio que aquel bulto era un bloque de vagón que, por alguna razón, se había desprendido limpiamente del tren. Estaba mirando hacia atrás entre la maleza y la cara interior apuntaba directamente hacia fuera y arriba de la colina. Osborn se acercó y vio que el bloque era todo un compartimiento y que la puerta estaba cerrada y abollada por un fuerte golpe. Entonces Osborn vio que era la cabina de aseo de un vagón.

    — ¡No puede ser! —exclamó. Pero no era horror lo que sentía sino ganas de reír—. No es posible —dijo. Se acercó y comenzó a reír—. McVey —llamó—, McVey, ¿está usted ahí adentro?

    Por un momento, no hubo respuesta.

    — ¿Osborn? —se oyó una voz en sordina no del todo segura desde el interior.

    Era el temor. O el alivio. O el absurdo. Fuera lo que fuese, la tensión se había destapado y Osborn soltó una carcajada. Se apoyó contra el compartimiento rugiendo de risa dándole a uno de los paneles con la palma de la mano y luego golpeándose los muslos con los puños, secándose las lágrimas de las mejillas.

    — ¡Osborn! ¿Qué diablos está haciendo? ¡Abra la puerta!
    — ¿Se encuentra bien? —gritó.
    — ¡Sáqueme de aquí inmediatamente!

    La risa de Osborn se desvaneció tan rápido como había aparecido. Sin sacarse la chaqueta de bombero subió corriendo la colina. Se movió resueltamente entre los soldados de la Guardia Nacional que patrullaban con subfusiles automáticos y se dirigió al área de mayor actividad. Encandilado por los potentes faros, encontró una pequeña palanca de hierro. Se la metió bajo la chaqueta y volvió sobre sus pasos. Al llegar arriba de la colina se detuvo y miró a su alrededor. Después de asegurarse de que nadie lo veía, cruzó al otro lado y volvió a bajar.

    Cinco minutos más tarde se oyó un chasquido seco y el acero crujió cuando saltaron las bisagras de la puerta desfondada y McVey salió a respirar aire puro. Tenía el pelo desmelenado y la ropa hecha jirones.

    Apestaba a lo que ya se sabe y tenía una horrible hinchazón del tamaño de una pelota de béisbol encima de un ojo. Pero, aparte de la barba plateada que le había crecido en algunas horas, se encontraba en buen estado.

    — ¿El doctor Livingstone, supongo?

    McVey hizo amago de responderle pero de pronto, más allá de la oscuridad, divisó las gigantescas grúas que se cernían sobre lo que quedaba de la destrucción arriba en la colina. McVey no se movía, sólo se dedicaba a mirar.

    —Joooder —dijo.

    Finalmente su mirada se encontró con la de Osborn. No importaba quiénes eran ni por qué estaban allí. Estaban vivos mientras muchos otros habían muerto.

    Se abrazaron con fuerza y permanecieron así durante un momento. Era algo más que un gesto espontáneo de alivio y camaradería. Estaban compartiendo algo que sólo podían entender aquellos que alguna vez se han encontrado bajo la sombra de la muerte y no han sucumbido.


    Capítulo 79


    Von Holden estaba solo sentado cerca del fondo del bar del hotel Meaux tomando un Pernod con soda, «cuchando las crónicas sobre el accidente que contaban los periodistas que habían pasado la jornada cubriendo el acontecimiento. El bar se había convertido en punto de encuentro para reporteros veteranos y la mayoría seguía en contacto con los colegas que habían permanecido en el lugar de los hechos. Si algo sucedía, ellos, y Von Holden también, se enterarían inmediatamente.

    Von Holden miró su reloj y luego el reloj de pared encima de la barra. Desde hacía cinco años, su reloj analógico Le Coultre estaba sincronizado con un reloj atómico de cesio en Berlín. Un reloj de cesio tiene un margen de error de más o menos un segundo cada tres mil años. El reloj de Von Holden marcaba las nueve y diecisiete minutos. El reloj del bar estaba retrasado en un minuto y ocho segundos. Al otro lado de la sala, una chica rubia de pelo corto y con una falda aún más corta estaba sentada fumando y bebiendo vino con dos hombres de unos veinticinco años. Uno de ellos era delgado, llevaba gafas de marco grueso y tenía aspecto de estudiante universitario. El otro era más fuerte y vestía pantalones caros y un jersey de cachemira marrón sobre el que caía su cabellera larga y rizada. Se reclinaba en las patas traseras de la silla hablando y gesticulando con ambas manos, de pronto se detenía para encender un cigarrillo y lanzaba la cerilla en dirección al cenicero sobre la mesa. Tenía aspecto de playboy adinerado gozando de sus vacaciones. La chica se llamaba Odette. Tenía veintidós años y era la especialista que había colocado los explosivos en la vía del tren. El joven delgado de gafas y el playboy eran terroristas internacionales. Los tres trabajaban para la sección de París y esperaban instrucciones de Von Holden en caso de que McVey u Osborn fueran encontrados con vida.

    Von Holden pensaba que habían tenido suerte de llegar tan lejos. La sección de París había tardado varias horas en dar con el paradero de McVey y Osborn. Poco después de las seis de la mañana, un empleado en la taquilla de EuroCity los había reconocido en la estación del Este y se había enterado de que llevaban billetes para el tren de las seis y media con destino a Meaux. Von Holden había contemplado por un momento la idea de liquidarlos en la estación, pero luego la había descartado. No disponían de suficiente tiempo para montar un ataque y aunque contaran con ese tiempo, no tenían ninguna garantía de éxito y se arriesgaban a verse neutralizados por un grupo de fuerzas antiterroristas de la policía. Había que proceder de otro modo.

    A las seis y veinte, diez minutos antes de que el tren París-Meaux saliera de la estación del Este, un motorista solitario abandonó París por la autopista N3 para encontrarse con Odette en una pendiente de la vía del tren, tres kilómetros al este de Meaux. Llevaba consigo cuatro paquetes de explosivo plástico C4.

    Juntos instalaron los explosivos y activaron la carga en el momento en que el tren asomaba por la cima y luego desaparecieron en medio del campo. Al pasar tres minutos después, la locomotora hacía explotar la carga de plástico y el tren caía dando tumbos por la pendiente a cien kilómetros por hora.

    Habría sido fácil desplazar una de las vías. La maniobra habría logrado el mismo efecto y todo habría parecido un accidente.

    Sí y no.

    Una colisión de ese tipo, accidental o premeditada, no garantizaba que el objetivo fuera alcanzado. Una vía desplazada podía pasar fácilmente inadvertida en una primera investigación y el seguimiento tal vez lo descubriría o tal vez no. Pero un acto flagrante de terrorismo podía atribuirse a una multiplicidad de causas y, más tarde, una bomba lanzada en un pabellón lleno de supervivientes serviría para darle verosimilitud al atentado.

    Von Holden volvió a mirar su reloj. Salió de la sala sin lanzar una sola mirada en dirección al trío de jóvenes y cogió el ascensor para ir a su habitación. Antes de salir de París se había procurado unas ampliaciones de las fotos de Osborn y McVey publicadas en los periódicos. Al llegar a Meaux las había estudiado detenidamente y ahora tenía una idea mucho más precisa de los individuos con que se enfrentaría.

    Decidió que Paul Osborn resultaría inofensivo si en algún momento tenía que vérselas con él. Tenían más o menos la misma edad y a juzgar por sus facciones delgadas, Osborn estaba en buena forma física. Pero ése era el único rasgo que tenían en común. Cuando un hombre estaba entrenado para el combate o la defensa personal, se le notaba. Osborn no tenía nada de eso. Por su apariencia, se diría que era un tipo fuera de contexto.

    McVey era diferente. El hecho de que fuera algo maduro y ligeramente obeso no significaba nada. Von Holden entendió de inmediato por qué McVey había podido acabar con Bernhard Oven. Actuaba de manera poco habitual en los hombres y tenía grabado en la mirada todo lo que había visto y hecho a lo largo de su ejercicio de policía. Von Holden supo instintivamente que si McVey llegaba a cogerlo, en sentido figurado o en sentido literal, no lo soltaría más. De su entrenamiento en la Spetsnaz, Von Holden había aprendido que había sólo una manera de tratar con individuos como McVey. Tenía que matarlos al instante. Si no, lo lamentaría para siempre.

    Von Holden entró en su habitación, cerró la puerta y se sentó ante una pequeña mesa. Abrió un maletín y sacó un aparato compacto de radio de onda corta. Lo encendió, tecleó un código y esperó. Tardaría ocho segundos en tener acceso a un canal libre.

    —Lugo —dijo, a modo de identificación—. Éxtasis —añadió. Era el código de la operación que había comenzado con Merriman y que ahora se ocupaba de Osborn y McVey—. E.B.D. —dijo. Eran las siglas de European Bloc División—. Nichts. Nada —informó por toda respuesta.

    Von Holden pulsó el código para cerrar la comunicación y apagó el aparato. Acababa de informar a la División Europea de la Organización que los fugitivos de la operación Éxtasis no habían muerto. Oficialmente aún andaban «sueltos» y se declaraba la alerta para todos los agentes del bloque europeo.

    Von Holden guardó la radio, apagó la luz y miró por la ventana hacia fuera. Se sentía cansado y frustrado. Tendrían que haber encontrado al menos a uno de ellos. Los habían visto subir al tren, que no hacía paradas antes de Meaux. O bien se encontraban aún bajo los escombros de la catástrofe o se habían desvanecido por arte de magia.

    Se sentó en la cama, encendió la luz y llamó por teléfono a Joanna en Zúrich.

    No había vuelto a verla desde la noche en que salió corriendo de su apartamento, histérica y totalmente desnuda.

    —Joanna, soy Pascal. ¿Te encuentras mejor?

    Por un momento, sólo hubo silencio.

    — ¿Joanna?
    —No me encuentro muy bien —dijo ella.

    Von Holden percibía la distancia y la ansiedad en su voz. Era evidente que algo le había sucedido esa noche. Pero no guardaría ningún recuerdo porque las drogas que le había administrado eran demasiado potentes. La reacción que había experimentado más tarde se parecía a un mal viaje de LSD y era eso lo que recordaba ahora.

    —Estaba muy preocupado. Quería llamar antes, pero me ha sido imposible... Sinceramente, estuviste un poco rara la otra noche. Puede que no sea buena idea mezclar el coñac con la diferencia horaria. Puede que también haya sido un exceso de pasión, ¿no crees? —preguntó riendo.
    —No, Pascal, no ha sido eso. —Joanna estaba enfadada—. He tenido que trabajar mucho con el señor Lybarger. De pronto resulta que tiene que caminar sin bastón este mismo viernes. Y no me han dicho por qué. No sé qué sucedió la otra noche. No me gusta forzar tanto al señor Lybarger. No es bueno para él. Tampoco me gusta cómo me trata el doctor Salettl ni su manera de dar órdenes.
    —Joanna, déjame que te explique algo. El doctor Salettl probablemente actúa de esa manera porque está nervioso. Este viernes, el señor Lybarger tiene que leer un discurso ante los principales accionistas de su compañía. El éxito y el rumbo de la compañía en el futuro dependen de que los accionistas reconozcan que el señor Lybarger está capacitado para volver a dirigir la corporación. Salettl está quisquilloso porque lo han hecho responsable de la recuperación del señor Lybarger. ¿Me entiendes?
    —Sí... No. Lo siento, no lo sabía. De todos modos, no es razón para...
    —Joanna, el señor Lybarger tiene que pronunciar un discurso en Berlín. El viernes por la mañana, tú, yo, el señor Lybarger y Eric y Edward iremos allá en el avión de la empresa.
    — ¿Berlín? —Joanna no había oído el resto de la frase, sólo Berlín. Por su tono de voz, Von Holden intuyó que la idea le disgustaba. Joanna ya estaba harta y ahora sólo quería volver a su querido Nuevo México lo antes posible.
    —Joanna, entiendo que te sientas cansada. Tal vez yo mismo te haya presionado demasiado. Ya sabes lo que siento por ti: La verdad es que es parte de mi carácter dejarme llevar por mis sentimientos. Por favor, Joanna, sólo te pido que aguantes un poco más. El viernes llegará antes de que te des cuenta y el sábado podrás volver a casa en un vuelo directo desde Berlín, si quieres.
    — ¿A casa? ¿A Taos? —Von Holden sintió la ola de entusiasmo.
    — ¿Te parece bien?
    —Sí, me alegro mucho. —Joanna había decidido que, aparte de los diseños de alta costura y los castillos, ella no era más que una chica de Nuevo México satisfecha con su vida sencilla en Taos. Quería volver allí más que nada en el mundo.
    —Entonces puedo contar contigo. ¿Nos acompañarás hasta el final? —La voz de Von Holden era suave y arrulladora.
    —Sí, Pascal. Puedes contar conmigo. Iré.
    —Gracias, Joanna. Disculpa todas las incomodidades que has tenido que sufrir. No estaba previsto. Si quieres, me gustaría mucho que pasáramos una última noche en Berlín. Los dos solos, para bailar y despedirnos. Buenas noches, Joanna.
    —Buenas noches, Pascal.

    Von Holden se imaginaba la sonrisa de Joanna al colgar. Había dicho justo lo necesario.


    Capítulo 80


    Un timbre de carrillones despertó a Benny Grossman de un sueño profundo. Eran las tres y cuarto de la tarde. ¿Por qué diablos sonaba el timbre? Estelle aún estaba en el trabajo. Matt estaría a esa hora en clase de lengua hebrea y David en su entrenamiento de rugby. Benny no estaba de ánimo para atender a nadie, sobre todo si era alguien que se había equivocado de puerta. Empezaba a dormirse cuando volvió a sonar el timbre.

    —Hostia —gruñó. Se levantó y miró por la ventana. No había nadie en el jardín y no alcanzaba a ver la puerta de entrada, que se encontraba justo debajo.
    — ¡Vale, vale! —exclamó cuando volvió a sonar. Se puso el pantalón del chándal y bajó las escaleras hasta la puerta de entrada. Abrió el mirador. Vio a dos rabinos, uno de ellos joven y sin barba, el otro anciano, con una larga barba entrecana.

    « ¡Dios mío! —pensó—. ¿Qué habrá pasado?»

    Con el corazón en la boca, abrió la puerta de un golpe.

    — ¿Sí? —preguntó.
    — ¿Inspector Grossman? —preguntó el rabino anciano.
    —Sí, soy yo. —A pesar de sus largos años como policía y después de todo lo que había visto, Benny Grossman se volvía frágil como un niño cuando se trataba de su propia familia—. ¿Qué sucede? ¿Pasa algo? ¿Le ha ocurrido algo a Estelle? ¿Matt? ¿Ó David...?
    —Se trata de usted mismo, inspector —dijo el rabino viejo.

    Benny no tuvo tiempo para reaccionar. El rabino joven levantó la mano izquierda y le descargó un disparo entre ceja y ceja. Benny cayó hacia atrás como una losa. El rabino joven entró y le disparó por segunda vez, para asegurarse. Entretanto, el rabino viejo recorrió la casa. Arriba, en la cómoda, encontró las notas que Benny había usado en su llamada a Scotland Yard. Las dobló cuidadosamente y volvió a bajar.

    En el jardín de al lado, a la señora Greenfield le pareció raro ver salir a dos rabinos de casa de los Grossman y cerrar la puerta a su espalda, sobre todo a esa hora de la tarde.

    — ¿Ocurre algo? —preguntó cuando los vio abrir la verja de la calle y caminar por la acera.
    —No, no sucede nada. Shalom —dijo el rabino más joven con una sonrisa gentil.
    —Shalom —respondió la señora Greenfield y vio que el rabino joven le abría al mayor la puerta del coche. El joven le volvió a sonreír, se puso al volante y un instante después se alejaron.

    El Cessna de seis plazas atravesó un espeso manto de nubes y sobrevoló la campiña francesa.

    Clark Clarkson, antiguo piloto de bombarderos de la RAF, un atractivo hombre de pelo castaño, manos enormes y sonrisa sardónica, mantuvo estabilizado el pequeño aparato a través de las turbulencias que se producían durante el descenso. Junto a él, en el asiento de copiloto, Ian Noble viajaba con el cinturón de seguridad ajustado y apoyaba la cabeza contra la ventana mientras miraba hacia abajo. Detrás de Clarkson, vestido de civil, viajaba el mayor Geoffrey Avnel, cirujano militar y miembro de los comandos especiales de la RAF. Además, Avnel hablaba bien el francés. Ni Inteligencia Militar de los ingleses ni Avril Rocard, la agente que Cadoux había enviado a la escena de la catástrofe, habían logrado dar con el paradero de McVey y Osborn. Puede que hubiesen viajado en el tren, pero ahora habían desaparecido.

    Noble manejaba la teoría de que uno de los dos o ambos habían resultado heridos, y temiendo las represalias de los autores del atentado, se habían alejado del lugar del siniestro. Ambos sabían que el Cessna volvería a buscarlos al día siguiente, lo cual significaba, si Noble no se equivocaba, que tal vez se encontraban en algún punto entre el lugar del atentado y la pista de aterrizaje a tres kilómetros de allí. Por eso los acompañaba el mayor Avnel.

    Abajo veían la ciudad de Meaux y a la derecha la pista de aterrizaje. Clarkson se comunicó por radio con la torre de control y recibió permiso para aterrizar. Cinco minutos después, a las ocho y diez de la mañana, el Cessna ST95 tocó tierra.

    Rodaron lentamente hasta las proximidades de la torre de control y Noble y Avnel bajaron del avión para dirigirse al pequeño edificio que servía de terminal.

    Noble no tenía la más mínima idea de lo que iba a encontrar. A los policías se les inculcaba el sentido del azar en su trabajo desde el día de su primera patrulla. Londres no era diferente de Detroit o de Tokio y la muerte de cualquier poli en el cumplimiento del deber era como la muerte de cualquier agente uniformado, que podía ser hombre o mujer. Le podía suceder a cualquiera, cualquier día y en cualquier ciudad del mundo. Si al final del día un poli conservaba su integridad física, podía considerarse afortunado. Así había que tomarse las cosas día a día. Si uno llegaba al final, se jubilaba y pasaba a la vejez intentando no pensar en todos los policías del mundo que no tenían igual suerte.

    Así era la vida de los policías y así era el riesgo al que se entregaban hombres y mujeres. Pero no era el caso de McVey. El era diferente, el tipo de poli que viviría más que todos y que todavía estaría trabajando a los noventa y cinco años. Eso era un hecho. Así lo consideraban todos y era lo que él mismo creía, por mucho que gruñera y dijera lo contrario. El problema era que esta vez Noble tenía un presentimiento y en el ambiente se respiraba un aire pesado y trágico. Tal vez por eso había acompañado a Clarkson y al mayor Avnel, porque pensaba que era su deber estar allí con McVey.

    Los pies le pesaban como dos plomos cuando se acercó al mostrador de Inmigración y le mostró su chapa de policía de Londres al agente de guardia. Le pesaron aún más al cruzar con Avnel, con semblante serio, las puertas de cristal que daban a la terminal.

    Por eso, lo último que esperaba era ver a McVey sentado frente a él con una gorra de béisbol de Mickey Mouse y una camiseta de Eurodisney, leyendo el periódico de la mañana.

    — ¡Dios mío! —exclamó.
    —... nos días, Ian —dijo McVey, y sonrió. Se puso de pie, dobló el periódico debajo del brazo y le tendió la mano a Noble.

    A diez metros estaba Osborn, el pelo engominado hacia atrás, vestido aún con chaqueta de bombero. Levantó la mirada de la edición de Le Figuro y vio a Noble estrechándole la mano a McVey, luego vio a Noble mover la cabeza de un lado a otro y apartarse para presentar a un tercer hombre. En ese momento McVey lo miró y le hizo una seña con la cabeza. Sin tardar un segundo, Noble, McVey y el mayor Avnel se dirigieron a la puerta que daba a los hangares.

    Osborn los alcanzó y caminaron juntos los veinte metros hasta el Cessna. Clarkson encendió los motores y pidió permiso para despegar. A las ocho y veintisiete, sin haber sufrido percance alguno, volaban a Inglaterra.


    Capítulo 81


    Mientras el Cessna se elevaba a las nubes por encima de Meaux y perdían de vista tierra, McVey contó cómo habían escapado de la colisión y pasado la noche en el bosque junto a la pista de aterrizaje. Llegaron a la terminal minutos antes de las siete y media. Simulando ser un turista, McVey compró un gorro y una camiseta y algunos objetos de aseo. Luego fue al baño donde lo esperaba Osborn y se cambió de ropa. McVey se afeitó y se desprendió de su chaqueta. Osborn había cambiado su aspecto peinándose hacia atrás. Con su barba crecida y su chaqueta de bombero parecía un miembro de los equipos de rescate agotado por su trabajo esperando a un pasajero de alguno de los vuelos. Sólo les quedaba esperar.

    Noble sacudía la cabeza y sonreía.

    —McVey, es usted un tipo asombroso. Realmente asombroso.
    —Aja —dijo McVey, negando con la cabeza—. Sólo cuestión de suerte.
    —Es lo mismo.

    Noble le dio a McVey unos minutos para relajarse y luego le enseñó una copia escrita de la conversación con Benny Grossman. Cuando aterrizaron dos horas más tarde, McVey la había leído dos veces y después de reflexionar quiso sentar los hechos y comentarlos con Noble.

    Los hechos eran los siguientes:

    El padre de Paul Osborn había diseñado y construido un prototipo de bisturí capaz de conservar su filo incluso sometido a las temperaturas más improbables, sobre todo al frío extremo. Sección: Material de soporte.

    Según Benny Grossman, había que considerar los datos siguientes: Alexander Thompson de Sheridan, Wyoming, diseña un programa informático para que un ordenador maneje una máquina con el bisturí en intervenciones de microcirugía avanzada. Sección: Material de soporte.

    David Brady de Glendale, California, diseña y construye un mecanismo manejado por medios electrónicos, dotados de una capacidad de articulación similar a la muñeca de un hombre y capaces de sostener y controlar el bisturí en una intervención quirúrgica. Sección: Material de soporte.

    Mary Rizzo York de Nueva Jersey, experimenta con gases que pueden producir bajas temperaturas y enfriar el entorno hasta aproximadamente 269 grados centígrados bajo cero. Sección: Investigación y desarrollo.

    Todo esto había sucedido entre 1962 y 1966. Todos los científicos trabajaban aisladamente. Cada vez que uno de los proyectos alcanzaba su estadio final, Álbert Merriman liquidaba a su autor, ya fuera inventor o científico.

    Según lo que Merriman había confesado a Osborn, la persona que lo había contratado y le pagaba por su trabajo era Erwin Scholl. Erwin Scholl era el emigrante capitalista que para entonces había adquirido los medios y conocía los negocios con que financiar proyectos experimentales con empresas fantasmas. El mismo Krwin Scholl que, según el FBI, era actualmente y había sido durante décadas amigo personal y confidente de los presidentes sucesivos de Estados Unidos, lo cual lo hacía un individuo virtualmente intocable. Sin embargo, en el sótano de la Morgue en Londres tenían siete cuerpos decapitados y una cabeza. Se había confirmado que cinco de ellos habían sido congelados a temperaturas próximas al cero absoluto, un dato curioso y paradójicamente cercano a los resultados del trabajo de Mary Rizzo York.

    McVey había planteado al doctor Stephen Richman, el eminente micropatólogo, la siguiente pregunta: Suponiendo que el estado de cero absoluto pudiera lograrse por algún medio, ¿por qué congelar unos cuerpos decapitados y una cabeza a esa temperatura?»

    La respuesta de Richman había sido tajante: «Para unirlos.»

    ¿Era posible que, casi treinta años antes, Erwin Scholl-hubiera financiado investigaciones sobre criocirugía con la idea de unir una cabeza congelada a baja temperatura a un cuerpo congelado con idénticos métodos? Si la respuesta era afirmativa, ¿cuál era el secreto que justificaba liquidar a sus investigadores?

    ¿Las patentes?

    Era una posibilidad.

    La información de que disponían, no obstante, incluyendo las investigaciones de la Sección Especial de la Policía de Londres en Gran Bretaña y las recientes conversaciones telefónicas de Noble con el doctor Edward L. Smith, presidente de la Sociedad Criogénica de Estados Unidos y con Akito Sato, presidente del Instituto Criogénico de Oriente Medio, indicaban que ninguno de los expertos en la materia sabía de la existencia de experimentos quirúrgicos en el campo de la criogenia en ningún lugar del mundo.

    Ahora, mientras el crepúsculo caía sobre Londres, Noble, McVey y Osborn se encontraban cara a cara en el despacho de Noble en Scotland Yard. McVey tiró la gorra de Mickey Mouse pero conservó la camiseta de Eurodisney y Osborn le cambió a Noble su chaqueta de bombero por un jersey azul oscuro con el emblema de la Policía Metropolitana de Londres cosido en el bolsillo izquierdo.

    Una búsqueda de patentes en RDI International de Londres no arrojó ningún resultado sobre las patentes de materiales de soporte ni instrumental diseñados para el tipo de microcirugía de punta de que habían hablado.

    A través de la Oficina de Fraudes Mayores, solicitaron una revisión combinada de los archivos de Moody's y Dun & Bradstreet sobre los antecedentes de las empresas que habían empleado a las víctimas de Albert Merriman, pero aún no lo habían completado.

    Se oyeron unos golpes discretos en la puerta y entro la señorita Elizabeth Welles, la secretaria solterona de Noble, una mujer de cuarenta y tres años y un metro ochenta y cinco de estatura. Traía una bandeja con tazas y cucharas, un platillo con terrones de azúcar y tres jarras, una de té, otra de café y otra pequeña de leche.

    —Gracias, Elizabeth —dijo Noble.
    —De nada, comandante —dijo ella, e incorporándose cuan alta era, le lanzó una mirada de reojo a Osborn antes de salir.
    —Piensa que es usted atractivo, doctor Osborn. Ella también es una mujer muy sexy. ¿Té o café?

    Osborn sonrió y pidió té.

    McVey, apenas enterado del pequeño intercambio de bromas a su espalda, miraba por la ventana abstraído a un hombre pequeño que bajaba por la calle paseando a dos perros enormes.

    — ¿Café, McVey? —preguntó Noble.

    McVey se volvió bruscamente y regresó a su asiento. La mirada se le había hecho penetrante y caminaba con pasos enérgicos.

    —Ha habido ocasiones a lo largo de los años en que, en un punto u otro de la investigación, me he sentido como un condenado idiota porque de pronto me he dado de narices con lo que debía haber visto desde el principio. Pero le digo una cosa, lan, esta vez puede que hayamos perdido completamente de vista el asunto y con eso quiero decir, usted, yo, el doctor Michaels e incluso Richman.
    — ¿De qué está hablando? —dijo Noble, que sostenía un terrón de azúcar sobre su taza de té.
    —La vida. Joder. —McVey le lanzó una mirada a Osborn como para incluirlo—. ¿No cree usted que si todos estos años alguien hubiese trabajado perfeccionando un método para unir una cabeza a un cuerpo, el fin último no sería únicamente la operación en sí misma sino el hecho de devolverlo a la vida? ¿Para que esta criatura, este Frankenstein, pudiera respirar y cobrar vida?
    —Sí, pero ¿por qué? —Noble dejó caer el terrón en su taza.
    —No tengo la más mínima idea. Pero ¿qué otro sentido tendría? —McVey volvió a mirar a Osborn—. Imagínese todo el proceso médico. ¿Cómo sería?
    —Sencillo, al menos en teoría —dijo Osborn, reclinándose en el respaldo de la silla de cuero rojo—. Habría que devolver el cuerpo congelado a una temperatura normal. Desde 269 grados centígrados bajo cero a 36,8 sobre cero. Para llevar a cabo esta operación, habría que extraer la sangre. A medida que el cuerpo se descongela, se reintroduce la sangre. Lo difícil sería descongelarlo uniformemente.
    —Pero ¿se podría lograr? —preguntó Noble.
    —Yo diría que si han encontrado el método para conseguir la primera fase, ya habrían solucionado la segunda.

    Se oyó el ruido del fax activado sobre el viejo secretaire detrás de la mesa de Noble.

    Se encendió la luz y un momento después comenzó la impresión.

    Era el informe combinado de Moody y Dun & Bradstreet solicitado a la Oficina de Fraudes Mayores.

    McVey y Osborn se situaron detrás de Noble para leer la información que llegaba:

    Microtab. Waltham Massachusetts, Estados Unidos. Disuelta en julio, 1966. Propiedad de Wentworth Products Ltd., Ontario, Canadá. Integran el consejo directivo de Microtab: Earl Samuels, Evan Hart, John Harris. Todos de Boston, Massachusetts. Todos fallecidos en 1966.

    Wentworth Products, Ontario, Canadá. Disuelta en agosto, 1966. Wentworth Products. Empresa privada. Propiedad de James Tallmadge de Windsor, Ontario. Tallmadge, fallecido en 1967.

    Alama Steel Ltd., Pittsburg, Pensilvania. Disuelta en 1966. Subsidiaria de Wentworth Products Ltd., Ontario, Canadá. Consejo directivo: Earl Samules, Evan Hart, John Harris.

    Standard Technologies, Perth Amboy, Nueva Jersey. Subsidiaria de T.L.T. International, 10 Park Avenue, Nueva York, Nueva York. Consejo directivo: Earl Samules, Evan Hart, John Harris.

    T.L.T. International, subsidiaria propiedad de Omega Shipping Lines, 17 Hanover Square, May-fair, Londres, R.U. Principal accionista, Harald Erwin Scholl, 17 Hanover Square, Mayfair, Londres, R.U.

    — ¡Ahí está! —exclamó Noble triunfante cuando apareció el nombre de Scholl y el fax continuó.

    T.L.T. International, Disuelta en 1967.

    Omega Shipping Lines, adquirida por Goltz Development Group S.A., Dusseldorf, Alemania, 1966. Goltz Development Group —GDG—. Asociado con Harald Erwin Scholl, 17 Hanover Square, Londres, R.U., Gustav Dortmund, Fredrighstadt, Dusseldorf, Alemania. Presidente desde 1978, Konrad Peiper, 52 Reichstrasse, Charlottenburg, Berlín, Alemania (nota: GDG adquirió el holding de Lewsen International, Bayswater Road, Londres, R.U., en 1981.)

    Fin de Transmisión.

    Noble giró sentado en su silla y miró a McVey.

    —Bien, puede que nuestro estimado Scholl no sea tan intocable como piensan sus amigos del FBI. Ya sabe quién es Gustav Dortmund.
    —El presidente del Banco Central de Alemania —dijo McVey.
    —Correcto. Y Lewsen International fue un importante proveedor de acero, armas y cerebros a Irak durante los años ochenta. Apostaría a que los señores Scholl, Dortmund y Peiper ganaron una buena fortuna en aquellos años si es que ya no la tenían.
    —Si me permiten —dijo Osborn acercándose con un ejemplar de la revista People que había cogido de entre varias que había sobre la mesa de Noble. McVey observó perplejo porque Osborn apartó la taza de té de Noble en la mesa y abrió la revista en un anuncio a doble página. Era un provocativo anuncio sobre el último disco de una joven y famosa cantante de rock. En la foto, aparecía empapada y con un ceñido vestido transparente montada a lomos de una ballena asesina que evolucionaba sobre el agua.

    Noble y McVey miraron a Osborn con semblante inexpresivo.

    — ¿No lo saben? —preguntó Osborn.
    — ¿Saber qué?—preguntó McVey.
    —Ese tal Konrad Peiper —dijo Osborn.
    — ¿Qué ocurre? —McVey no tenía ni idea a qué se refería Osborn.
    —Su mujer se llama Margarete Peiper, una de las figuras más poderosas del mundo del espectáculo. Es propietaria de una gigantesca agencia artística y gestora y promotora de esa chica a lomos de la ballena, al igual que de una docena de los más famosos del rock y de los videoclips. —Osborn hizo una leve pausa—. Lo maneja todo desde la oficina del ático de su mansión restaurada del siglo diecisiete, en Berlín.
    — ¿Y cómo diablos sabe usted eso? —inquirió Noble, sorprendido.

    Osborn retiró la revista, la dobló y la volvió a dejar en la mesa de Noble.

    —Comandante, soy cirujano ortopedista en Los Ángeles. Por lo general, la mitad de mis pacientes son chicos que no llegan a los veinte años y se han lesionado haciendo deporte. No tengo esas revistas de sociedad en la sala de espera sólo porque sí.
    — ¿Quiere decir que se las lee? —Ya lo creo —dijo Osborn, con un amago de sonrisa.


    Capítulo 82


    Debido A la falta de visibilidad, Clarkson tuvo que alterar su plan de vuelo y aterrizó en Ramsgate, cerca del Canal de la Mancha, unos ciento cincuenta kilómetros al sudeste de su destino original. Esa simple maniobra del azar fue la que despistó a Von Holden.

    Una hora después de que el Cessna ST95 hubiera salido de Meaux, un empleado del aeropuerto encontró la chaqueta que McVey había abandonado en el fondo de un cubo de basura en el water de hombres. Al cabo de unos minutos se dio la alerta a la sección de París y veinte minutos más tarde se presentaba Von Holden en la sección de Objetos Perdidos a reclamar la chaqueta de su tío.

    McVey había arrancado la etiqueta antes de tirarla. Pero no había caído en la cuenta de que el roce constante de la empuñadura de su 38 había desgastado la tela lo suficiente para que no pasara inadvertido. Von Holden sabía por experiencia que lo único que podía desgastar la tela de una chaqueta de esa manera era la empuñadura de un arma.

    Von Holden volvió a su hotel en Meaux mientras la sección de París elaboraba una lista de los vuelos que habían despegado desde el amanecer hasta el momento en que se encontró la chaqueta. Hacia las nueve y media, Von Holden ya había identificado el vuelo de un Cessna de seis plazas registrado como ST95 proveniente de Bishop's Stortford, Inglaterra, que había aterrizado a las ocho y un minuto de la mañana. El avión había regresado a su lugar de origen veintiséis minutos más tarde, a las ocho y veintisiete. No era una prueba irrefutable, pero suficiente para alertar a la sección de Londres. Hacia las tres, los operativos encontraron el Cessna ST95 en la pista de Ramsgate y la oficina principal de la sección en Londres identificó al propietario, una pequeña empresa agrícola con sede en la ciudad de Bath, en el oeste de Inglaterra. A partir de allí, la pista se enfriaba. El piloto había dejado el Cessna en Ramsgate prometiendo que volvería cuando despejara el tiempo. Después se había marchado con un segundo hombre. Ninguno de los dos respondía a la descripción de Osborn o McVey. Esa información fue enviada de inmediato a la sección de París con el fin de que se retransmitiera a «Lugo», que había regresado a Berlín. Hacia las seis y cuarto de aquella tarde, la sección de Londres ya tenía copias de las fotos de Osborn y McVey publicadas en los periódicos franceses y se había lanzado una alerta roja para dar con su paradero.

    A las ocho y treinta y cinco, Me Vey estaba sentado solo en el borde de la cama en su habitación del hotel en Knightsbridge, restaurado al estilo del XVIII. Se había sacado los zapatos y tenía un vaso de whisky Famous Grouse aún intacto sobre la mesa del teléfono a su lado. La Sección Especial lo había registrado bajo el nombre de Howard Nichols de San José, California. En cuanto a Osborn, se había registrado no lejos de allí en el Forum Hotel de Kensington bajo el nombre de Richard Green, oriundo de Chicago. Noble había regresado a su casa en Chelsea.

    McVey sostenía en la mano un fax de Bill Woodward, jefe de inspectores de la Policía de Los Ángeles, informándole sobre el asesinato de Benny Grossman. Las primeras investigaciones apuntaban la posibilidad de que el crimen fuese obra de dos hombres vestidos de rabinos hasidim. McVey intentó hacer lo que Benny habría hecho, es decir, dejar de lado los sentimientos y pensar en términos lógicos. A Benny lo habían matado en su casa aproximadamente seis horas después de llamar a Ian Noble con la información que le había solicitado. Lo otro no importaba, Benny Grossman pasándose la noche en vela recopilando el material porque McVey le decía que era urgente. Tampoco importaba que Benny hubiera llamado a Noble para darle la información después de ver por satélite la cobertura del accidente del tren París-Meaux y que hubiera tenido el presentimiento de que McVey iba en ese tren. Benny sabía que Noble necesitaba la información que él tenía en cuanto le fuera posible comunicársela.

    Pero el error era que Benny había llamado a Noble desde su casa para transmitirle su detallada lista. Eso no sólo significaba que la Organización también operaba en Estados Unidos y lo hacía con una tecnología de recuperación de la información muy sofisticada que le permitía entrar en los sistemas informáticos de archivos clasificados de la policía. Significaba, además, que sabían cuál era la información recopilada, por quién y dónde. Si eran capaces de lograr eso, podían acceder a los registros de la compañía telefónica y a esa hora ya conocerían el destino de la información transmitida por Benny y, con toda seguridad, el nombre del destinatario, porque Benny había llamado al número privado de Ian Noble. Si tenían capacidad operativa en Estados Unidos y en Francia, pensaba McVey, era casi seguro que tenían la misma capacidad aquí, en Inglaterra.

    Bebió un trago largo de whisky. Se puso una camisa limpia y corbata y sacó delarmario el único traje que le quedaba. Al cabo de unos minutos, se enfundó la 38 en la cartuchera de la cintura, bebió otro trago de whisky y salió. No había necesidad de mirarse en el espejo. Ya sabía con qué se encontraría.

    Salió por la lustrosa puerta de bronce del hotel y decidió caminar media manzana hasta Piccadilly. Al llegar, esperó que pasara un autobús rojo de dos pisos, cruzó la calle y bajó al metro en la estación dé Green Park.

    Unos veinte minutos más tarde, McVey estaba sentado en la casa de Noble en Chelsea, una casa elegante y decorada con excelente gusto. Esperaba mientras Noble llamaba a Scotland Yard por línea directa y pedía un coche para su esposa. Quince minutos más tarde, marido y mujer se despidieron y ella se marchó a casa de su hermana en Cambridge.

    —No es nuevo para ella —explicó Noble, después de la partida—. Ya sabe, el IRA. Hay asuntos desagradables en todas partes.

    McVey asintió con la cabeza. Le preocupaba la situación de Osborn. Lo habían instalado en el Forum Hotel acompañado por inspectores de la policía de Londres y él le había ordenado que se quedara en la habitación hasta que tuviera noticias suyas. Lo había llamado una vez antes de salir del hotel de la calle de la Media Luna, pero no respondían. Ahora lo volvió a intentar sin mayor éxito.

    — ¿No hay nada aún? —preguntó Noble.

    McVey negó con la cabeza y colgó. Sonó el teléfono directo de Noble desde el cuartel general de Scotland Yard y Noble respondió.

    —Sí, sí, está aquí —dijo, y miró a McVey—. Una tal Dale Washburn de Palm Springs ha intentado ponerse en contacto con usted.
    — ¿Es ella quien llama?

    Noble preguntó y le dieron un número donde encontrar a Washburn. Lo anotó, colgó

    y le entregó el papel a McVey.

    El inspector fue al pasillo y llamó a Palm Springs desde el teléfono privado de Noble.

    —Intente dar con Osborn una vez más, ¿eh? —pidió a Noble. Pasaban unos minutos de las once de la noche, hora de Londres. Serían las dos y pico en Palm Springs,
    —Aquí Dale —dijo una voz suave.
    —Hola, ángel mío. Soy McVey. ¿Qué tienes para mí?
    — ¿Ahora mismo?
    —Sí, ahora.
    — ¿Quieres que te lo diga, sin más? Hay un par de personas aquí conmigo.
    —Entonces deben de ser amigos tuyos. Dime lo que tienes.
    —Tengo dos pares, cariño. Ases con ochos y ya ves, ni me inmuto. ¿Ves lo que has hecho con mi juego ahora que lo he dicho?
    —Póquer...
    —Ahora me entiendes, cariño. Estoy jugando al póquer. O al menos estaba jugando hasta que llamaste. Voy a la otra habitación —avisó, y McVey oyó que le decía algo a otra persona. Al cabo de un rato, cogió la extensión y colgaron el otro teléfono.

    Dale Washburn era un personaje de Raymond Chandler. Tenía treinta y cinco años, era una auténtica rubia platino con un cuerpo descollante y un cerebro a juego. Había trabajado como agente infiltrada para el Cuerpo de Policía de Los Ángeles durante cinco años antes de que se descubriera su infiltración en una redada antinarcóticos en el elegante barrio de Brentwood. Con una bala irrecuperablemente alojada en la columna lumbar, Dale obtuvo una jubilación por invalidez y se marchó a Palm Springs. Allí jugaba a las cartas con un grupo de divorciados ricos, hombres y mujeres, y trabajaba discretamente como investigadora muy privada. McVey la había llamado al llegar al hotel de la calle de la Media Luna. Quería saber todo lo que pudiera descubrir sobre el señor Harald Erwin Scholl al cabo de dos horas.

    —No hay nada.
    —Venga, ¿cómo que nada? —McVey sentía el tono de irritación de su propia voz. No se tomaba lo del asesinato de Benny Grossman con la calma que habría deseado.
    —Nada, cariño, lo siento. Erwin Scholl es quien se supone que tiene que ser. Un editor la mar de rico, coleccionista de arte y colega de los grandes, como presidentes y primeros ministros. Y te lo digo en letras mayúsculas, cariño. Si hay algo más, está enterrado muy profundo en la arena, allí donde sólo juegan los chicos grandes de verdad. Los pequeñajos como tú y yo no vamos a encontrarlo.
    — ¿Y sus antecedentes? —inquirió McVey.
    —Pobre emigrante llega de Alemania poco antes de la Segunda Guerra, trabaja como un condenado, y el resto lo que ya te he dicho.
    — ¿Casado?
    —Ni una sola vez, cariño. Al menos no en lo que podía encontrar en un par de horas. Y si estás pensando que es gay, cariño, las reinas con las que juega este tío tienen esmeraldas, sables y ejércitos. Son damas coronadas y antes gobernaban imperios y es probable que todavía se codeen con los reyes.
    —Ángel, no me dices mucho.
    —Una cosa sí te puedo decir y puedes hacer con ella lo que gustes. Tu hombre estará en Berlín hasta el domingo. Hay una magna celebración en un lugar que se llama... espera... sí, aquí lo tengo, debe de ser un palacio llamado Charlottenburg.
    — ¿El palacio de Charlottenburg? —McVey le lanzó una mirada a Noble.
    —Es un museo de Berlín.
    —Vuelve a tu póquer, ángel. Te llevaré a cenar cuando vuelva.
    —McVey, contigo, cuando quieras.

    McVey colgó. Noble lo miraba fijamente.

    — ¿Ángel? —preguntó.
    —Sí, ángel —repitió McVey, con voz inexpresiva—. ¿Qué pasa con Osborn?

    La sonrisa de Noble se desvaneció.

    —Nada.


    Capítulo 83


    ¡Vera...!

    — ¡Dios mío, Paul!

    Osborn sentía alivio y entusiasmo en su voz. A pesar de todo, Vera no había estado ausente de su pensamiento en ningún momento. Tenía que encontrar un medio para ponerse en contacto con ella, hablarle, oírla decir que se encontraba bien.

    Osborn sabía que no podía usar el teléfono de la habitación y por eso había bajado a la recepción. A McVey no le habría gustado de haberlo sabido, pero en lo que a él respectaba, no le quedaba más remedio.

    Bajó a la recepción y encontró los teléfonos cerca de la entrada. Se acercó al mostrador y preguntó si había más. Un empleado lo condujo a un pasillo detrás del bar donde encontró una hilera de cabinas telefónicas individuales a la antigua.

    Entró y sacó una pequeña agenda donde había escrito el número de la abuela de Vera en Calais. La vieja madera barnizada y la puerta abierta le daban sensación de seguridad. Oyó que en la cabina de al lado alguien terminaba de hablar, colgaba y salía. Miró por la ventanilla y vio pasar a una pareja joven hacia los ascensores. El pasillo quedó vacío. Se volvió, cogió el auricular, marcó el número y cargó la llamada a la tarjeta de crédito de su despacho.

    Oyó el tono de la llamada en el otro extremo. Estaba a punto de colgar cuando la abuela contestó. Sólo pudo entender, al final de la conversación, que Vera no estaba allí ni había estado. Osborn sintió que sus emociones se le desbocaban y supo que se volvería loco si no lograba controlarlas. Luego pensó que tal vez Vera estaba en el hospital, que no había salido de París. Usó la misma tarjeta para llamar a su número particular. El número comenzó a sonar y de pronto escuchó su voz.

    —Vera —dijo, y el corazón le dio un vuelco al oírla. Pero ella siguió hablando y Osborn cayó en la cuenta de que hablaba en francés y que aquello era un contestador automático. Luego escuchó un «clic» y una grabación le dijo que marcara el «0». Contestó una mujer.
    —Parlez-vous anglais? —preguntó. Sí, la mujer hablaba algo de inglés. Le dijo que Vera había tenido que marcharse dos días antes por una urgencia de familia. No se sabía cuándo volvería. ¿Quería hablar con otro médico?
    —No, no, gracias —dijo Osborn, y colgó. Se quedó mirando la pared un rato largo. Sólo quedaba un lugar donde probar. Tal vez, por alguna razón, Vera había vuelto a su apartamento.

    Usó su tarjeta de crédito por tercera vez. Pensó que debería ir a otro teléfono, fuera del edificio. Antes de que pudiera colgar, ya había sonado dos veces. Contestó una voz masculina.

    —Residencia Monneray, bonsoir.

    Era Philippe que contestaba desde la centralita. Osborn no dijo nada. ¿Por qué estaba controlando Philippe las llamadas de Vera sin dejar que contestara ella? Tal vez tenía razón McVey y era Philippe quien había alertado a la Organización respecto a Vera y su paradero. Luego lo había ayudado a escapar a él de las narices de la policía, pero después de haber avisado al hombre alto.

    —Residencia Monneray —repitió Philippe. Esta vez la voz era hueca, de pronto suspicaz ante la llamada. Osborn esperó un segundo y decidió jugársela.
    —Philippe, soy el doctor Osborn.

    La reacción de Philippe no fue en absoluto cauta. Se mostró entusiasmado y se alegró de saber de él. Daba la impresión de que estaba sumamente preocupado por lo que le había sucedido.

    —Ooh, señor, el tiroteo de La Coupole. Salió todo en la televisión. Dijeron que eran dos americanos. ¿Está usted bien? ¿Dónde está?

    «Claro —se dijo Osborn—, no le digas nada.»

    — ¿Dónde está Vera? ¿Sabe algo de ella?
    —Sí, sí. —Vera había llamado por la tarde y le había dejado un número. Era para dárselo únicamente a él si llamaba y a nadie más.

    Un ruido fuera de la cabina hizo que Osborn mirara a su alrededor.

    Una mujer negra bajita vestida con el uniforme del hotel pasaba la aspiradora en el pasillo. Era una mujer vieja y el pelo enroscado bajo un pañuelo azul brillante le daba aspecto de haitiana. El zumbido de la aspiradora creció al acercarse la mujer.

    —El número, Philippe —dijo, y se volvió de espaldas al pasillo.

    Sacó una pluma del bolsillo, miró y no encontró nada donde escribir, así que lo apuntó en la palma de la mano. Se lo repitió para asegurarse.

    —Gracias, Philippe —dijo, y sin darle la oportunidad de hacer más preguntas, colgó.

    Con la sordina de la aspiradora por detrás, Osborn cogió el auricular, volvió a pensar en cambiar de teléfono y luego se dijo que daba igual. Marcó el número que tenía en la mano y esperó a que sonara.

    —Sí —le sorprendió la voz de un hombre, fuerte y tajante.
    —Mademoiselle Monneray, por favor —pidió Osborn.

    Luego oyó que Vera decía algo en francés nombrando a Jean Claude. Colgaron el primer teléfono y Vera pronunció su nombre.

    — ¡Dios mío, Vera! —suspiró—. ¿Qué diablos está pasando? ¿Dónde estás?

    De todas las mujeres que había conocido, ninguna lo había afectado tanto como Vera, ni mental, ni emocional ni físicamente. Ahora, todo lo que se había acumulado en él fluyó de pronto, libre de trabas, como en un adolescente, sin pensarlo ni medir sus consecuencias.

    —Llamo a tu abuela porque me tenías preocupadísimo y el inglés que habla ella es peor que mi francés, y lo único que he podido entender es que no sabe nada de ti. Me pongo a pensar en los policías de tu escolta, que tal vez estén implicados en esto, y me digo que te he dejado en sus manos... Vera, ¿dónde diablos estás? Dime que te encuentras bien...
    —Estoy bien, Paul, pero... —vaciló—, no puedo decirte dónde estoy. —Vera dejó vagar la mirada sobre la pequeña habitación pintada de colores alegres en amarillo y blanco y hacia la ventana que daba sobre un camino inundado de luz. Más allá había árboles y oscuridad. Abrió la puerta y vio a un tipo corpulento con jersey negro que grababa la llamada. Llevaba una pistola en la cintura y a su lado había un fusil de asalto apoyado contra la pared. El hombre levantó la mirada y vio a Vera con la mano cubriendo el auricular que lo miraba fijamente.
    —Jean Claude, por favor —dijo en francés. Él vaciló un momento y luego apagó el aparato.
    — ¿Con quién estás hablando? No son policías. ¿Quién es el hombre que contestaba? —le espetó de pronto Osborn. Sentía que los celos lo invadían como una ola implacable. Fuera de la cabina, el ruido de la-aspiradora parecía más fuerte. Se volvió enfadado y vio a la anciana que lo observaba. Cuando se encontraron las miradas, ella bajó bruscamente la cabeza y se alejó y con ella el zumbido de la aspiradora—. ¡Joder, Vera! —Volvió al teléfono. Estaba irritado, dolido y confundido—. ¿Qué diablos está pasando?

    Vera no decía nada.

    — ¿Por qué no me puedes decir dónde estás? —insistió él.
    —Porque...
    — ¿Porqué...?

    Osborn miró por la ventanilla. El pasillo estaba vacío ahora. De pronto, brutalmente y sin ambages, cayó en la cuenta.

    — ¡Estás con él! Estás con el franchute, ¿no?

    Vera podía oír la ronca ira de Osborn y lo odiaba por ello. Le estaba diciendo que no confiaba en ella.

    —No, no es verdad. Y no lo llames así —saltó ella.
    — ¡Al diablo, Vera! No me mientas. Ahora no. Si está ahí, ¡dímelo!
    —Paul, ¡basta! ¡O te diré que te vayas al infierno y se acabó nuestra relación!

    De pronto, Osborn se dio cuenta de que no estaba escuchando, ni siquiera pensando y que, al contrario, estaba haciendo lo que hacía siempre, desde el día del asesinato de su padre, reaccionando ante su propio miedo paralizante de perder al ser amado. La rabia, la ira y los celos era su manera de mantener el dolor a raya, de protegerse. Al mismo tiempo, obligaba a alejarse a quienes podían demostrarle su amor, reduciendo los sentimientos a poco más que tristeza y compasión. Luego, él los culparía y se escabulliría, como siempre lo había hecho, al lado oscuro de su propio exilio interior, destrozado y dolido, ajeno a todo lo que hubiera de humano en el mundo.

    Como un adicto que de pronto cae en la cuenta de su mal, supo que si algún día había de detener su auto-destrucción, tenía que ser ahora, en ese preciso momento. Difícil como era, su única salida era exorcizar esa reacción y creer a Vera.

    Hurgó en su interior y volvió a acercarse el auricular.

    —Lo siento... —dijo.

    Vera se pasó la mano por el pelo y se sentó frente a una pequeña mesa de madera. Encima vio la estatuilla de un burro moldeada en barro, a todas luces obra de manos infantiles. Tenía una forma curiosa y primitiva y sin embargo era pura. Vera la cogió y la miró, luego la estrechó cálidamente contra su pecho.

    —Tenía miedo de la policía, Paul. No sabía qué hacer. En un momento de desesperación, llamé a François. ¿Sabes lo difícil que fue para mí después de haber roto con él? Me trajo aquí, a un lugar en el campo y luego regresó a París. Dejó a tres agentes del servicio secreto para protegerme. Nadie debe saber dónde estoy. Por eso no te lo puedo decir. En caso de que haya alguien a la escucha-De pronto, la nebulosa de Osborn se despejó y los celos desaparecieron. Sólo quedaba la grave preocupación de antes.
    — ¿Estás bien protegida, Vera?
    —Sí...
    —Creo que deberíamos colgar —propuso Osborn—. Déjame que te vuelva a llamar mañana.
    —Paul, ¿estás en París?
    —No, ¿por qué?
    —Sería peligroso.
    —El hombre alto está muerto. McVey lo mató.
    —Ya lo sé. Lo que tú no sabes es que era un miembro de la Stasi, la policía política de la ex Alemania del Este. Dicen que ha sido disuelta, pero creo que no es verdad.
    — ¿Eso te contó François?
    —Sí.
    — ¿Y por qué habría querido la Stasi matar a Albert Merriman?
    —Paul, escúchame por favor —suplicó Vera, con un dejo de urgencia en la voz. Ella también tenía miedo y estaba confundida—. François piensa dimitir. Su decisión se hará pública mañana. La ha tomado porque lo están presionando en el interior del propio partido. Está relacionado con la Comunidad Económica Europea, con la nueva política europea.
    — ¿Qué insinúas? —Osborn no entendía.
    —François piensa que están todos bajo el yugo de Alemania y que ésta terminará controlando la economía de toda Europa. No le gusta ese panorama y piensa que Francia está demasiado implicada en algo que no le conviene.
    — ¿Me estás diciendo que lo están forzando a dimitir?
    —Sí... muy en contra de su voluntad, pero no tiene alternativa. Es un asunto muy oscuro.
    —Vera, ¿François teme por su vida si no dimite?
    —No me ha hablado de eso.

    Osborn había dado en el blanco. Puede que no lo hubieran discutido, pero ella había pensado en esa posibilidad. Probablemente no dejaba de pensar en ello. François Christian la tenía secuestrada en algún lugar en el campo bajo la custodia de tres agentes del servicio secreto. ¿Acaso había alguna conexión entre el hecho de que el hombre alto fuera un agente de la Stasi y lo que estaba sucediendo en los pasillos de la política en Francia? ¿Y que François temiera por la suerte de Vera, como si pudieran hacerle daño a ella como amenaza si él se negaba a dimitir? O finalmente, tal vez ella se había ocultado y protegido debido a su relación con Osborn y McVey, y por lo que les había sucedido a Lebrun y a su hermano en Lyón.

    —Vera, me da igual que nos estén escuchando, me importa un bledo —dijo Osborn—. Quiero que pienses detenidamente. Por lo que te comentó François, ¿existe alguna conexión entre Albert Merriman, yo y la situación en que se encuentra él?
    —No lo sé —contestó Vera. Miró la diminuta figura del burro y luego la dejó suavemente sobre la mesa—. Recuerdo que mi abuela me contaba cómo fueron las cosas durante la guerra en Francia. Cuando llegaron los nazis y se instalaron —dijo, con la voz quebrada—. Se sentía el miedo por todas partes. A la gente se la llevaban sin dar ningún tipo de explicaciones y no volvían más. Todos se espiaban unos a otros, hasta en la propia familia, y contaban todo lo que veían a las autoridades. Había hombres armados por todas partes. Paul... —balbuceó vacilante, y Osborn notaba que se había puesto muy nerviosa—, siento esa misma sombra ahora...

    De pronto Osborn oyó un ruido a su espalda. Se volvió bruscamente. McVey estaba junto a la cabina. Lo acompañaba Noble. McVey abrió la puerta de un tirón.

    — ¡Cuelgue! —dijo—. ¡Ahora mismo!



    Parte 2

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