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agosto 29, 2010
Parte 1TERCERA PARTE
DIAMANTES… LA GRAN ILUSIÓN
28
La casa solariega de los Dorsett se alzaba en el centro de la isla, entre los dos volcanes inactivos. La fachada daba a la laguna, convertida en un concurrido puerto para las actividades de la minería de diamantes. Dos minas en sendas chimeneas volcánicas llevaban en actividad continua casi desde el día en que Charles y Mary Dorsett regresaron de Inglaterra tras contraer matrimonio. Había quien aseguraba que el impeno familiar comenzó entonces, pero los mejor informados afirmaban que en realidad el imperio lo inició Betsy Fletcher cuando encontró las extrañas piedras y se las entregó a sus hijos para que jugaran.
La casa original, construida principalmente con troncos y techo de palmas, fue derribada por Anson Dorsett. Fue él quien diseñó y mandó construir la gran mansión que aún seguía en pie tras ser remodelada por generaciones posteriores, hasta que llegó a manos de Arthur Dorsett. El estilo se ceñía al esquema clásico: un patio central rodeado por verandas desde las que se accedía a las treinta habitaciones, todas ellas decoradas con antigüedades coloniales inglesas. El único elemento moderno que se veía era la gran antena parabólica que se alzaba en el jardín y una espléndida piscina situada en el patio central.
Arthur Dorsett colgó el auricular del teléfono, salió de su despacho y se dirigió a la piscina, donde Deirdre, con un espectacular biquini, yacía lánguidamente en una tumbona, bronceándose bajo el sol tropical.
-Más vale que mis hombres no te vean así -dijo el hombre, ceñudo.
Ella se levantó lentamente y se contempló el cuerpo.
-¿Cuál es el problema? Llevo puesta la parte de arriba.
-Y a las mujeres les extraña que las violen.
-¿Qué pretendes? ¿Que ande por ahí vestida con un saco? -preguntó Deirdre, burlona.
-Acabo de hablar por teléfono con Washington. Parece que tu hermana se ha esfumado -dijo él, bastante preocupado.
Deirdre se incorporó, sorprendida, y alzó una mano para protegerse los ojos del sol.
-¿Estás seguro? Contraté personalmente a los mejores detectives, antiguos agentes del servicio secreto, para que la vigilaran.
-Está confirmado. Metieron la pata y perdieron a Maeve tras una persecución por carreteras rurales.
-Maeve no es tan lista como para despistar a unos investigadores profesionales.
-Por lo visto, contó con ayuda.
Los labios de la mujer se apretaron en una mueca de desagrado.
-A ver si adivino... Dirk Pitt.
Dorsett asintió.
-Ese hombre está en todas partes. Boudicca lo tuvo en su poder en la mina de la isla Kunghit, pero se le escapó de entre los dedos.
-Me imaginé que ese tipo era peligroso cuando salvó a Maeve. Y debí darme cuenta de hasta qué punto lo era cuando frustró mis planes de sacarte del Polar Queen con nuestro helicóptero antes de que el barco se estrellara contra las rocas. Creí que, después de eso, ya nos habríamos librado de él. Nunca se me ocurrió que se presentaría sin aviso en nuestras instalaciones canadienses.
Dorsett le hizo una seña a una bonita y menuda muchacha china que permanecía junto a una de las columnas que sustentaban el techo de la veranda. Llevaba un vestido de seda con largas aperturas en los costados.
-Tráeme una ginebra -ordenó-. Doble. No me gustan los tragos escasos.
Deirdre alzó su vaso vacío.
-Otro ron.
La joven se alejó apresuradamente en busca de las bebidas. Deirdre sorprendió a su padre dirigiendo una apreciativa mirada al trasero de la china y puso los ojos en blanco.
-Pero papá... No deberías andar acostándote con el servicio. La gente espera algo más de un hombre con tu fortuna y posición.
-Ciertas cosas están más allá de las clases sociales -replicó él, severo.
-¿Qué haremos respecto a Maeve? Es evidente que ha conseguido la colaboración de Dirk Pitt y de los miembros de la ANIM para ayudarla a rescatar a sus hijos.
Dorsett dejó de mirar a la criada china.
-Tal vez sea un hombre de muchos recursos, pero, aunque logró infiltrarse en nuestras propiedades de la isla Kunghit, no le resultará tan fácil entrar en la isla Gladiator.
-Maeve conoce la isla mejor que ninguno de nosotros. Encontrará un modo.
Dorsett señaló con un dedo la dirección aproximada en que se encontraban las minas.
-Aunque consigan acceder a la isla, nunca podrán acercarse a la casa.
Deirdre sonrió diabólicamente.
-Debemos prepararles una cálida bienvenida.
-Nada de cálidas bienvenidas en la isla Gladiator, querida hija.
-Tienes otros planes. -Fue más una afirmación que una pregunta.
Dorsett asintió con la cabeza.
-No dudo de que, con la ayuda de Maeve, encontrarán algún medio de saltarse nuestras medidas de seguridad. Pero, desafortunadamente para ellos, eso no les servirá de nada.
-No entiendo.
-Como suelen decir en las películas del Oeste, los atraparemos en el desfiladero. No llegarán a la isla.
-Este es mi padre. -La joven se puso en pie y lo abrazó, aspirando su aroma. Siempre olía a colonia, una marca especial importada de Alemania, que tenía un tenue aroma almizclado que a ella le recordaba a maletines de buen cuero, a sala de reuniones ejecutiva y a la lana de calidad de un costoso traje de negocios.
De mala gana, Dorsett la apartó. Le irritaba sentir lascivia hacia la carne de su carne y la sangre de su sangre.
-Quiero que tú coordines la operación y Boudicca, como de costumbre, la lleve a cabo.
-Apostaría mi paquete de acciones de la Dorsett Consolidated a que sabes dónde encontrarlos. -La mujer dirigió una sesgada sonrisa a su padre-. ¿Cuál es nuestra agenda?
-Sospecho que el señor Pitt y Maeve ya han salido de Washington.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
-¿Tan pronto?
-En los dos últimos días ni Maeve ha aparecido por su casa, ni Pitt por su despacho en el edificio de la ANIM, así pues, es de suponer que se dirigen hacia aquí con el propósito de rescatar a los gemelos.
-Dime dónde les preparamos la trampa -dijo Deirdre, con un felino brillo en los ojos, presta para la caza y segura de que su padre tenía la respuesta-. ¿En un aeropuerto o en un hotel de Honolulú, Auckland o Sydney?
Dorsett negó con la cabeza.
-Nada de eso. No nos van a facilitar las cosas viajando en vuelos comerciales y alojándose en concurridos hoteles. Vendrán en un avión de reacción de la ANIM y utilizarán como base las instalaciones de la agencia.
-No sabía que los norteamericanos tuvieran bases permanentes de investigaciones oceanógraficas en Nueva Zelanda y Australia.
-No las tienen -contestó Dorsett-. Pero un buque científico de la ANIM, el Ocean Angler, se encuentra efectuando un estudio de las profundidades marinas en Bounty Trough, al oeste de Nueva Zelanda. Si todo sale según tienen previsto, mañana a estas horas Pitt y Maeve llegarán a Wellington y, en el muelle de la capital, subirán a ese barco.
Deirdre miró a su padre con evidente admiración.
-¿Cómo has logrado enterarte de todo eso?
Dorsett curvó los labios en una amplia sonrisa.
-Tengo a mi propio informante en la ANIM. Le pago muy bien para que me mantenga informado de cualquier descubrimiento de depósitos de piedras preciosas en el fondo del mar.
-O sea que nuestro plan consistirá en que Boudicca y su tripulación intercepten y aborden el buque científico y lo hagan desaparecer.
-No, eso sería una torpeza -dijo Dorsett, tajante-. Boudicca se ha enterado de que, de algún modo, Dirk Pitt relacionó la desaparición de los barcos abandonados con su yate. Así que si enviamos al fondo del mar uno de los buques de la ANIM con toda su tripulación dentro, nos culparán de inmediato de ello. No, debemos ocuparnos de este asunto con mucha más delicadeza.
-Veinticuatro horas no es mucho tiempo.
-Si sales después del almuerzo, estarás en Wellington a la hora de la cena. John Merchant y sus fuerzas de seguridad te esperarán en el almacén que tenemos a las afueras de la ciudad.
-Creí que a Merchant le habían partido la cabeza en la isla Kunghit.
-Sólo fue una brecha en la frente, pero está ansioso de vengarse por ello. Insistió en encargarse personalmente de la misión.
-¿Y qué haréis Boudicca y tú?
-Iremos en el yate y llegaremos a medianoche -contestó Dorsett-. Eso nos dejará diez horas para acabar de realizar todos los preparativos.
-Entonces tendremos que enfrentarnos a ellos a plena luz del día.
Dorsett tomó a Deirdre por los hombros con tal fuerza que ella hizo una mueca de dolor.
-Cuento contigo para superar todos los obstáculos que surjan, hija.
-Cometimos un error al pensar que podíamos fiarnos de Maeve. Debiste prever que en cuanto tuviese una oportunidad se lanzaría al rescate de sus cachorros.
-La información que nos pasó antes de desaparecer nos fue muy útil -respondió él, ceñudo. A Arthur Dorsett no le hacía gracia que lo acusaran de cometer errores de cálculo.
-Si Maeve hubiera muerto en la isla Seymour, no nos encontraríamos en este atolladero.
-La culpa no es totalmente de ella -dijo Dorsett-. Maeve no supo que Pitt había pensado introducirse en Kunghit. Aunque el tipo haya conseguido echar sus redes, la información que consiguió no puede perjudicarnos en nada.
Pese a los pequeños reveses, Dorsett no estaba excesivamente preocupado. Sus minas se encontraban en islas, en lugares apartados donde las protestas organizadas resultaban más que imposibles. Sus inmensos recursos se habían puesto ya en marcha: se habían redoblado las medidas de seguridad para evitar que los periodistas se acercaran a las minas Dorsett y sus abogados trabajaban horas extra para superar cualquier clase de oposición legal, mientras los encargados de las relaciones públicas de su vasto imperio tildaban las historias de muertes y desapariciones en todo el océano Pacífico de inventos de los ecologistas e intentaban hacer que otros cargaran con las culpas, atribuyendo los extraños hechos a experimentos militares secretos realizados por los norteamericanos.
Cuando Dorsett habló, lo hizo con renovada calma.
-Si el almirante Sandecker organiza algún escándalo, la cosa se apaciguará dentro de veintitrés días, cuando clausuremos las minas.
-No podemos cerrarlas, eso sería lo mismo que declararnos culpables, y tendríamos que enfrentarnos a un montón de denuncias por parte de los ecologistas y de los familiares de los desaparecidos.
-No te preocupes, hija. Resulta casi imposible obtener pruebas que demuestren que nuestros métodos de excavación producen convergencias de ondas submarinas de alta frecuencia que acaban con toda clase de vida orgánica. Para hacerlo, serían necesarias pruebas científicas que requerirían meses y meses, así que les será imposible demostrar nada en sólo tres semanas. Según nuestros planes, de las minas se retirará todo, hasta la última tuerca. La plaga acústica, como insisten en llamarla, será cosa del ayer.
La pequeña muchacha china reapareció con las bebidas en una bandeja. Les sirvió y se retiró de inmediato, silenciosa como un espectro, a la sombra de la veranda.
Deirdre preguntó a su padre.
-Ahora que su madre nos ha traicionado, ¿qué piensas hacer con Sean y Michael?
-Me ocuparé de que Maeve no vuelva a verlos nunca más.
Haciendo girar el helado vaso contra la frente, la mujer dijo:
-Será una auténtica lástima.
Dorsett bebió un sorbo de ginebra como si fuese agua. Luego bajó el vaso y miró a su hija.
-¿Lástima? ¿De quién se supone que tengo que sentir lástima? ¿De Maeve o de sus hijos?
-De ninguno de ellos.
-Entonces, ¿de quién?
Las exóticas facciones de Deirdre reflejaron una sardónica expresión.
-De los millones de mujeres de todo el mundo que se encontrarán con que sus diamantes valen tanto como el cristal.
-Les quitaremos a las piedras su romántico atractivo -dijo Dorsett sonriendo-. De eso puedes estar segura.
29
Mientras contemplaba la ciudad desde la ventanilla del avión de la ANIM, Pitt pensó que Wellington no podía encontrarse en un emplazamiento más bello. Se hallaba situada junto a una inmensa bahía y un dédalo de islas y rodeada de una exuberante vegetación y de pequeñas montañas cuya cima más elevada era la del monte Victoria, además contaba con un puerto considerado como uno de los más importantes del mundo. Ésa era la cuarta vez en diez años que Pitt visitaba la capital de Nueva Zelanda, y casi nunca la había visto sin chaparrones y fuertes vientos.
El almirante Sandecker había dado su visto bueno a la misión de Pitt, aunque no sin fuertes reticencias. Consideraba que Arthur Dorsett era un hombre sumamente peligroso, un codicioso psicópata social, capaz de matar sin remordimiento alguno. El almirante había autorizado que un avión de la ANIM transportase a Pitt, Giordino y Maeve a Nueva Zelanda y permitido que Pitt se pusiera al mando de un buque científico y lo utilizara como base de operaciones para el rescate, aunque con la estricta condición de que no debían arriesgarse vidas en el intento. Pitt accedió de buen grado, puesto que, una vez el Ocean Angler estuviese a una distancia segura de la isla Gladiator, las únicas vidas en peligro serían las de ellos tres. Su plan consistía en utilizar un sumergible para llegar a la laguna, y luego, una vez en tierra, ayudar a Maeve a recuperar a sus hijos y regresar con ellos al barco. Irónicamente, Pitt se dijo que, desde luego, era un plan sin demasiados tecnicismos, pues, cuando estuvieran en la isla, todo dependería de Maeve.
Miró a Giordino, que, en el otro lado de la cabina, pilotaba el reactor Gulfstream. Su corpulento amigo estaba tan tranquilo como si se encontrase tumbado bajo una palmera en una playa tropical. Eran amigos íntimos desde el día en que se conocieron en la escuela primaria y se enzarzaron en una pelea a puñetazos. Jugaron al fútbol americano en el mismo equipo del instituto y luego en el de la Academia de la Fuerza Aérea. Haciendo descarado uso de la influencia del padre de Pitt, senador por California, para continuar juntos, Dirk y Al asistieron a la misma escuela de vuelo y estuvieron en Vietnam, volando en la misma escuadrilla. En lo referente a damas, sin embargo, sus gustos eran muy diferentes. A Giordino le encantaban los tórridos idilios, mientras que Pitt se sentía más cómodo con las relaciones más tranquilas.
Se levantó de su asiento, se dirigió a la cabina principal y contempló a Maeve. La joven había dormido poco durante el largo y tedioso viaje desde Washington, y por eso estaba demacrada y parecía cansada. Tenía los ojos cerrados, pero supuso que no estaba dormida porque se movía inquieta en el estrecho diván. Pitt se inclinó sobre ella y la movió suavemente.
-Vamos a aterrizar en Wellington -dijo.
Los extraordinarios ojos azules de Maeve se abrieron.
-Estoy despierta -murmuró con voz adormilada.
-¿Cómo te encuentras? -preguntó él, atento y preocupado.
Maeve se incorporó y asintió valerosamente.
-Lista y dispuesta -dijo.
Giordino hizo descender el avión hasta que el tren de aterrizaje tomó contacto con la pista y luego rodó hasta la zona reservada para los aparatos privados.
-¿Ves algún coche de la ANIM? -preguntó a Pitt.
Por ningún lado se advertía la presencia de uno de los peculiares vehículos pintados de turquesa y blanco.
-Se habrán retrasado -contestó Pitt-. O nosotros nos hemos adelantado.
-Hemos llegado con quince minutos de antelación a la hora prevista -dijo Giordino, tras echar un vistazo al reloj del panel de mandos.
Desde la plataforma de una pequeña camioneta de servicio, un empleado del aeropuerto indicó a Giordino que lo siguiera hasta un estacionamiento vacío que había en una hilera de reactores. Cuando las alas del aparato se alinearon con las de los aviones contiguos, Giordino lo detuvo y se dispuso a apagar motores.
Pin abrió la portezuela de pasajeros y bajó la pequeña escalerilla. Maeve lo siguió al exterior y caminó un poco para desentumecer sus miembros y articulaciones después del largo viaje. Miró la zona de aparcamiento tratando de distinguir algún coche de la ANIM y dijo entre bostezos:
-Pensé que alguien del barco vendría a recogernos.
Giordino sacó las bolsas de viaje, cerró el avión y se refugió con Pitt y Maeve bajo el ala del aparato para no mojarse. Una nube descargó sobre el aeropuerto y luego se alejó hacia el otro lado de la bahía, momento en que el sol asomó entre una blanca masa de nubes. Minutos más tarde apareció un pequeño autobús Toyota con el distintivo del puerto de Wellington en los costados. El conductor se apeó y se dirigió al aparato. Era un hombre flaco, de rostro cordial, vestido como el héroe de una película del Oeste.
-¿Alguno de ustedes es Dirk Pitt?
-Soy yo -dijo Pitt.
-Me llamo Cari Marvin. Lamento el retraso. La camioneta que llevamos en el Ocean Angler se quedó sin batería y tuve que pedir un vehículo al jefe del puerto. Espero que el retraso no los haya importunado.
-Nada de eso -respondió Giordino, hosco-. Nos hemos entretenido disfrutando del tifón.
El chófer hizo caso omiso del sarcasmo.
-¿Han tenido que aguardar mucho?
-Diez minutos -dijo Pitt.
Marvin cargó las bolsas de viaje en la parte trasera del autobús y, en cuanto los pasajeros se hubieron sentado, se alejó del avión.
-El muelle en que está anclado el barco se encuentra a poca distancia del aeropuerto -dijo con tono cordial-. Acomódense y disfruten del viaje.
Pitt y Maeve se sentaron juntos cogidos de la mano y hablaron en voz baja como adolescentes. Giordino se acomodó en el asiento situado delante de ellos y detrás del conductor. Estuvo casi todo el trayecto estudiando la foto aérea de la isla Gladiator que el almirante Sandecker había conseguido de sus amigos del Pentágono.
No tardaron en apartarse de la carretera principal para dirigirse al transitado puerto, que se encontraba muy próximo a la ciudad. Había una flota internacional de cargueros, casi todos asiáticos, amarrada a los muelles, flanqueados por grandes almacenes. Nadie prestó atención al errático recorrido del autobús por entre los edificios, barcos y grúas. Marvin estaba pendiente de sus pasajeros y los miraba con frecuencia por el retrovisor.
-El Ocean Angler está amarrado frente al próximo almacén -dijo señalando vagamente hacia adelante.
-¿Podremos zarpar enseguida? -preguntó Pitt.
-La tripulación está dispuesta y esperándolos.
Giordino miró pensativo la nuca del conductor.
-¿Cuál es su trabajo en el barco? -preguntó.
-¿El mío? -dijo Marvin sin volverse-. Formo parte del equipo fotográfico.
-¿Cómo se siente navegando a las órdenes del capitán Dempsey?
-Es todo un caballero y siente una gran consideración hacia los científicos y su trabajo.
Giordino alzó los ojos y vio que el chófer lo miraba por el espejo retrovisor. Sonrió hasta que Marvin volvió a centrar su atención en el camino. Entonces, oculto por el respaldo del asiento del chófer, sacó el recibo que le habían entregado cuando repostó combustible en Honolulú, escribió algo en él, lo arrugó y lo arrojó disimuladamente por encima de su hombro. El papel fue a caer sobre las piernas de Pitt.
Charlando con Maeve, a Pitt le había pasado inadvertida la conversación de Marvin y Giordino. Desplegó la nota y leyó el mensaje: «ESTE TIPO ES UN IMPOSTOR.»
Pitt se echó hacia adelante y, con tono despreocupado y nada receloso, preguntó a su amigo:
-¿Por qué eres tan aguafiestas?
Giordino se volvió y dijo en voz baja:
-Nuestro amigo no pertenece al Ocean Angler.
-Sigue.
-Le dije que Dempsey es el capitán y él no me corrigió.
-Paul Dempsey es el capitán del Ice Hunter y Joe Ross el del Angler.
-Además, antes de salir hacia la Antártida, tú, yo y Rudi Gunn repasamos los proyectos de investigación de la ANIM y el personal asignado a ellos.
-¿Y...?
-Nuestro amigo no sólo tiene un falso acento tejano, sino que además asegura pertenecer al equipo fotográfico del Ocean Angler. ¿Entiendes?
-Desde luego -murmuró Pitt-. No se contrató a ningún equipo fotográfico para la misión del Angler, sólo a técnicos de sonar y a un equipo de geofísicos para estudiar el fondo oceánico.
-Y este fulano nos conduce derechitos al infierno -dijo Giordino, mirando por la ventanilla hacia un almacén del muelle sobre cuyas grandes puertas había un cartel que rezaba: «DORSETT CONSOLIDATED MINING LTD.»
Confirmando los temores de los dos amigos, el chófer giró el volante e hizo pasar el autobús por entre los dos guardas de seguridad con uniformes de la Dorsett Consolidated que vigilaban el exterior del almacén. Los guardas siguieron a la furgoneta al interior, y accionaron el interruptor que cerraba las puertas.
-Bien, debo reconocer que nos la han jugado -dijo Pitt.
-¿Cuál es el plan de ataque? -preguntó Giordino, hablando ya en voz alta.
No había tiempo para perfilar los detalles de una estrategia, pues el autobús ya se estaba adentrando en el oscuro almacén.
-Deja a nuestro amigo Cari fuera de combate y larguémonos de aquí.
Giordino no lo pensó dos veces. Se abalanzó hacia el conductor que decía llamarse Cari Marvin, y después de golpearlo, lo quitó de detrás del volante, abrió la portezuela del autobús y lo arrojó afuera.
Pitt se colocó en el puesto del conductor y apretó el acelerador a fondo. El autobús salió lanzado hacia un grupo de hombres armados, obligándolos a dispersarse como hojas al viento. Dos elevadores cargados con cajas de cartón que contenían electrodomésticos de cocina japoneses estaban detenidos frente al autobús, sin embargo la expresión de Pitt no denotó que fuera consciente del inminente choque... Cajas de cartón, tostadores, licuadoras y cafeteras saltaron por el aire como si fueran metralla de un obús.
Pitt hizo un giro cerrado en el amplio pasillo que separaba los estantes llenos de mercaderías, se inclinó sobre el volante y se dirigió hacia una gran puerta metálica. Hubo un gran estruendo cuando el autobús golpeó la puerta y la hizo saltar de sus goznes. De nuevo se hallaban en el muelle de carga. Pitt giró bruscamente el volante para evitar estrellarse contra la base de una enorme grúa portuaria.
Esa parte del puerto se encontraba desierta. No había barcos cargando o descargando sus bodegas y los obreros que trabajaban en una sección del muelle estaban almorzando, sentados codo con codo en una larga barrera de madera que había en la boca de una vía de acceso al muelle. Pitt hizo sonar el claxon al tiempo que giraba violentamente para evitar arrollar a los obreros, que quedaron paralizados al ver el vehículo que se abalanzaba hacia ellos. Pitt casi consiguió sortear la barrera, pero, cuando completaba el giro, el parachoques posterior del autobús golpeó con fuerza en la barrera y la derrumbó, haciendo que los obreros salieran corriendo.
-¡Lo siento mucho, amigos! -gritó Pitt por la ventanilla, al pasar entre ellos.
Lamentaba no haberse fijado más en el trayecto durante el viaje de ida y, tardíamente, comprendió que el falso chófer había dado un rodeo para confundirlos, y, desgraciadamente, lo había conseguido, porque Pitt no tenía idea de cómo llegar a la autopista que conducía a la ciudad.
Un gran camión con remolque se cruzó ante él y le bloqueó la salida. Pitt giró bruscamente el volante para evitar estrellarse contra el enorme camión... Un gran estrépito de metal, seguido de cristales rotos y la chapa desgarrada se produjo cuando el lateral del autobús chocó con la parte delantera del camión. El autobús, con el costado derecho prácticamente destruido, quedó fuera de control. Pitt corrigió la dirección, haciendo colear el vehículo hasta que al fin lo enderezó, pero entonces advirtió que caía líquido sobre el parabrisas roto y, furioso, golpeó el volante con fuerza: el impacto había roto las sujeciones del radiador y soltado los manguitos del motor, pero ése no era el único problema: el neumático derecho se había reventado y la suspensión delantera había quedado desplazada.
-¿Tienes que chocar contra todo lo que te encuentras? -preguntó Giordino, irritado. Estaba sentado en el suelo de la parte indemne del autobús, protegiendo a Maeve con su cuerpo.
-Hoy me he levantado torpe -dijo Pitt-. ¿Algún herido?
-Tengo suficientes magulladuras como para denunciarte por lesiones -bromeó Maeve.
Giordino se frotó un protuberante chichón en la frente y miró, afligido, a Maeve.
-Tu viejo es un astuto truhán. Sabía que veníamos y nos preparó una fiesta sorpresa.
-Debe tener en su nómina a alguien de la ANIM -Pitt dirigió una breve mirada a Maeve-. Espero que no seas tú.
-No, no soy yo -dijo Maeve, firme.
Giordino se dirigió a la parte de atrás y miró por la ventanilla para ver si los seguía alguien. Dos furgones negros rodearon el camión accidentado y les iban pisando los talones.
-Tenemos a unos tipos pegados a nuestro tubo de escape.
-¿Son los buenos o los malos? -preguntó Pitt.
-Lamento ser portador de malas noticias, pero no llevan sombrero blanco.
-¿Consideras eso una identificación positiva?
-Para ser más específico te diré que en los costados llevan logotipos de la Dorsett Consolidated Mining.
-Mensaje comprendido.
-Como se acerquen un poquito más, podré pedirles el permiso de conducir.
-Gracias por decírmelo, pero tengo espejo retrovisor.
-Con todo el estropicio que hemos hecho, lo lógico sería que tuviéramos detrás a media docena de coches de policía -rezongó Giordino-. ¿Por qué no están cumpliendo con su deber de patrullar por los muelles? Lo mínimo que podrían hacer es detenerte por estar conduciendo como un loco.
-O no conozco a mi padre, o él los pagó para que se fueran de excursión -dijo Maeve.
Al no llevar refrigeración, el motor se calentó rápidamente y del capó comenzaron a surgir nubes de vapor. Pitt apenas tenía control sobre el vehículo prácticamente destrozado: las torcidas ruedas delanteras pretendían avanzar en direcciones opuestas. De pronto, vieron ante ellos un callejón que separaba dos almacenes. Jugándoselo todo a una carta, Pitt metió el vehículo por el angosto pasaje... y la suerte no le fue propicia. Demasiado tarde, supo que el callejón conducía a un muelle desierto cuyo único acceso era ese pasaje.
-Fin de trayecto -dijo Pitt al tiempo que lanzaba un suspiro.
Giordino se volvió a mirar de nuevo hacia atrás.
-La jauría lo sabe. Se han detenido para paladear su triunfo.
-¿Maeve?
La joven fue hasta la parte delantera del autobús.
-¿Sí? -dijo con voz suave.
-¿Durante cuánto tiempo eres capaz de contener la respiración?
-No lo sé. Un minuto o así.
-¿Qué hacen, Al?
-Vienen hacia aquí con unas porras de lo más desagradable.
-Nos quieren vivos -dijo Pitt-. Muy bien, amigos, a sentarse y a sujetarse bien.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó Maeve.
-Vamos a darnos un baño, amor mío. Abre todas las ventanillas, Al. Quiero que este trasto se hunda como una piedra.
-Espero que el agua esté caliente -dijo Giordino mientras bajaba las ventanillas-. Odio el agua fría.
Pitt se volvió hacia Maeve y dijo:
-Aspira profundamente varias veces para oxigenar bien la sangre, y cuando caigamos, llénate los pulmones de aire.
-Apuesto a que puedo llegar más lejos que tú buceando -dijo ella, tratando de afrontar el difícil momento con coraje.
-Vas a tener la oportunidad de demostrarlo -contestó él, admirado por el valor de Maeve-. No pierdas tiempo esperando que se forme una bolsa de aire. En cuanto el agua termine de inundar el autobús, sal por las ventanillas de tu derecha y nada bajo el muelle.
Pitt metió la mano tras el asiento del conductor, abrió su bolsa de viaje, sacó un paquete de nailon y se lo metió en la parte delantera de los pantalones.
-¿Se puede saber qué haces? -preguntó Maeve.
-Es mi bolsita de emergencia -explicó Pitt-. Nunca salgo de casa sin ella.
-Los tenemos encima -dijo Giordino con tranquilidad.
Pitt se puso un chaquetón de cuero, se subió la cremallera hasta el cuello y cerró las manos alrededor del volante.
-Muy bien, a ver si conseguimos que los jueces nos den una buena puntuación.
Aceleró y puso el cambio automático en posición de LOW. El maltrecho autobús traqueteó hacia adelante con la rueda delantera derecha girando de forma extraña y envuelto en una nube de vapor que salía de debajo del capó... estaba tomando impulso antes de zambullirse. En el borde del muelle no había barandilla, sólo una valla de madera larga y baja que servía de límite para los vehículos. Las ruedas de delante la golpearon y la ya debilitada suspensión delantera se desprendió mientras las ruedas traseras giraban impulsando lo que quedaba del Toyota hacía el agua.
El autobús pareció moverse en cámara lenta hasta que la pesada parte delantera se adentró en el agua levantando una estrepitosa ola alrededor de ella. Lo último que Pitt oyó antes de que el parabrisas se sumergiera y el mar inundara el interior del vehículo fue el fuerte siseo del motor recalentado al contactar con el agua.
El autobús flotó por unos instantes y luego se hundió en las verdes aguas del puerto. Cuando los hombres de seguridad de Dorsett llegaron al borde del muelle, vieron una nube de vapor, una masa de burbujas y una creciente mancha de aceite. Las olas levantadas por la caída rompieron contra los pilares que sustentaban el muelle. Los guardas esperaron ver aparecer cabezas, pero de las verdes profundidades no surgió absolutamente nada.
Pitt había calculado que, si los muelles podían acoger a grandes cargueros, el agua debía de tener una profundidad de más de quince metros. El autobús se hundió en el fondo de cieno del puerto. Salió de detrás del volante y nadó hacia el fondo del vehículo para cerciorarse de que Maeve y Giordino no habían sufrido heridas y habían salido por las ventanillas. Cuando comprobó que así había sido, salió él impulsándose con los talones por entre la opaca nube de cieno. Cuando salió de en medio del barro, el agua estaba más clara y también unos grados más fría de lo que había esperado. La marea alta había regenerado el agua amarronada del muelle y Pitt pudo distinguir los pilares de sustentación. Calculó que la visibilidad era de veinte metros.
Reconoció las vagas formas de Maeve y Giordino que, a unos cuatro metros por delante de él, nadaban con energía hacia el vacío que se abría ante ellos. Alzó la vista, pero la superficie no era más que una difusa luminosidad parecida a la de un cielo encapotado. Seguidamente el agua se oscureció, se encontraba bajo el muelle, nadando por entre los pilares. Perdió momentáneamente a sus compañeros entre las sombras y sus pulmones protestaron por la prolongada falta de aire. Poco a poco, fue ascendiendo, alzando una mano por encima de la cabeza para evitar golpearse cuando alcanzase la superficie. Al fin lo consiguió y se encontró rodeado de un pequeño mar de desperdicios flotantes. Aspiró golosamente varías bocanadas de aire salino y giró sobre sí mismo hasta localizar a Maeve y Giordino, que se hallaban a escasa distancia de él.
Ambos se acercaron y Pitt admiró aún más a Maeve al ver que estaba sonriendo.
-Fanfarrón -dijo la joven en voz baja, pues sabía que los hombres de su padre podían oírles-. Apuesto a que por intentar ganarme casi te ahogas.
-Aunque soy viejo, soy duro de pelar -murmuró Pitt.
-No creo que nos hayan visto -susurró Giordino-. Cuando salí de la nube de cieno, casi estaba debajo del muelle.
Pitt señaló hacia la parte más concurrida del puerto.
-Lo mejor que podemos hacer es nadar bajo los muelles hasta que encontremos un sitio seguro por el que salir del agua.
-¿Y si nos subimos al primer barco que encontremos? Maeve lo miró con escepticismo. Su largo cabello flotaba en el agua tras ella como rubias algas en un estanque.
-Si la gente de mi padre nos viera, obligaría a los del barco a que nos entregasen.
Giordino la miró fijamente.
-¿No crees que los tripulantes nos retendrían hasta que estuviéramos bajo la protección de las autoridades locales?
Pitt movió la cabeza en un gesto de negación, haciendo que de su cabello se desprendiera una lluvia de pequeñas gotas.
-Si tú fueras el capitán de un barco o el comandante al cargo de la policía portuaria, ¿a quién creerías? ¿a tres ratas mojadas o a los representantes de Arthur Dorsett?
-Probablemente, a ellos -admitió Giordino. -Si pudiésemos llegar al Ocean Angler...
-Ahí es justamente donde esperan que vayamos -dijo Maeve.
-Pero cuando estuviéramos a bordo, los hombres de tu padre tendrían que pelear para sacarnos del barco -aseguró Pitt.
-Ésta es una discusión inútil -dijo Giordino entre dientes-, porque no tenemos la más remota idea de dónde está amarrado el Ocean Angler.
Pitt dirigió una mirada de reproche a su amigo.
-Te detesto cuando hablas con sensatez -dijo.
-¿Es de color turquesa y blanco como el Ice Hunter? -preguntó Maeve.
-Todos los barcos de la ANIM tienen esos colores -contestó Giordino.
-Entonces lo vi. Está amarrado en el muelle 16.
-Me rindo. ¿Cómo se llega al muelle 16 desde aquí?
-Es el cuarto hacia el norte -dijo Pitt.
-¿Y tú cómo lo sabes?
-Por la señalización de los almacenes. Pasamos ante el número 19 antes de llegar al 20.
-Puesto que ya hemos fijado nuestra posición y tenemos una dirección, será mejor que nos pongamos en marcha -sugirió Giordino-. Por poco que piensen, no tardarán en enviar a buceadores para buscar nuestros cuerpos en el autobús.
-No os acerquéis a los pilares -previno Pitt-. Están llenos de mejillones y las conchas pueden cortaros la piel como hojas de afeitar.
-¿Por eso nadas con tu chaqueta de cuero? -preguntó Maeve.
-Uno nunca sabe con quién se va a encontrar -respondió Pitt.
Les resultaba difícil orientarse, así que no podían calcular cuánto tardarían en llegar al buque científico. Sin derrochar fuerzas, nadaron lentamente a braza por entre el laberinto de pilares, alejándose de los hombres de Dorsett. Tras alcanzar el muelle 20, pasaron bajo la avenida que interconectaba todas las zonas de embarque del puerto, giraron hacia el norte, hacia el muelle 16. Después de casi una hora, Maeve divisó el casco turquesa reflejándose en las aguas.
-Lo conseguimos -exclamó la joven, feliz.
-No te hagas muchas ilusiones -le recomendó Pitt-. El muelle puede estar lleno de sicarios de tu padre.
El casco del buque se encontraba a sólo dos metros de los pilares. Pitt nadó hasta estar debajo de la pasarela de acceso. Alzó los brazos y cerró las manos en torno a una viga transversal que reforzaba los pilares, para encaramarse a ella y salir del agua. Ascendió por el maderamen del muelle hasta alcanzar el borde superior, después asomó lentamente la cabeza a fin de comprobar quién había en los alrededores.
La zona en torno a la pasarela de acceso estaba desierta, pero en el acceso al muelle más cercano había una furgoneta del servicio de seguridad de Dorsett. Pitt contó cuatro hombres situados en una zona despejada entre los contenedores y los coches estacionados ante el barco amarrado frente al Ocean Angler,
Pitt bajó la cabeza y dijo a Maeve y Giordino:
-Nuestros amigos están apostados en la entrada del muelle, a unos ochenta metros de distancia, demasiado lejos para impedirnos subir a bordo.
No eran necesarias más palabras. Pitt ayudó a sus dos compañeros a subir a la viga y luego, a su señal, ascendieron al madero que hacía las veces de bordillo, se escurrieron por debajo del enorme noray al que estaban sujetos los cables de amarre del barco y, con Maeve a la cabeza, subieron corriendo la pasarela hacia la cubierta de arriba.
Cuando estuvo en el barco, Pitt comprendió que se había equivocado y que su error no tenía remedio. Lo supo cuando vio que los hombres que vigilaban el muelle echaron a andar sin prisas hacia el Ocean Angler, como si estuvieran dando un paseo por el parque. No hubo ni gritos ni confusión. Actuaban como si hubiesen esperado que sus perseguidos aparecieran súbitamente y alcanzasen el refugio del barco. Al contemplar las cubiertas, carentes de toda actividad humana, Pitt se dijo que algo andaba mal, muy mal, de lo contrario, hubieran visto a alguno de los tripulantes. Los sumergibles autómatas, el equipo de sonar, el gran chigre que servía para hacer bajar a las profundidades los aparatos de inspección, todo se encontraba en su sitio. Rara era la vez en que no había ingenieros o científicos afanándose en torno al costoso equipo. Cuando una de las puertas que daban al puente se abrió y apareció una familiar figura, Pitt comprendió que lo impensable había sucedido.
-Es un placer verlo de nuevo, señor Pitt -dijo sarcásticamente John Merchant-. Es usted de los que nunca se dan por vencidos, ¿verdad?
30
En los primeros momentos de amarga frustración, Pitt se sintió inundado por una terrible sensación de derrota. Habían sido engañados, Maeve se encontraba a merced de su padre y era muy probable que él y Giordino acabaran muertos. Desde luego, era algo difícil de aceptar.
Era tristemente obvio que, prevenidos de antemano por su agente en el interior de la ANIM, los hombres de Dorsett habían llegado primero al Ocean Angler y, por medio de algún tipo de subterfugio, habían dominado al capitán y a la tripulación y se habían apoderado del barco para atrapar a Pitt y a sus compañeros. Evidentemente, Arthur Dorsett había planeado esa estrategia ante la posibilidad de que Pitt y Giordino escapasen de la encerrona del muelle y lograsen, de algún modo, llegar a bordo. Pitt se reprochó no haberlo previsto, y haber buscado una solución alternativa, pero había subestimado al astuto magnate de los diamantes. La posibilidad de que piratease un barco fondeado en un muelle a tiro de piedra de una gran ciudad, no se le había pasado por la cabeza a Pitt.
Comprendió que estaba perdido cuando vio salir de sus escondites a un pequeño ejército de hombres uniformados que llevaban porras policiales y fusiles con pelotas de goma. Pero no irremisiblemente perdido. No, mientras Giordino estuviese a su lado. Miró al italiano, para saber cómo estaba reaccionando ante esa horrible sorpresa. Asombrosamente, Giordino había adoptado una expresión ausente, como si estuviese en el aula de una clase escuchando una aburrida conferencia. Impertérrito, miraba a Merchant como si le estuviera tomando medidas para hacerle un ataúd, y éste, a su vez, observaba a Giordino con una mirada extrañamente similar.
Pitt rodeó con el brazo a Maeve, que, aunque valiente, parecía estar desmoronándose. La expresión de sus ojos azules era desoladora, la de una mujer que se sentía irremisiblemente perdida. Inclinó la cabeza, se cubrió el rostro con las manos y sus hombros se hundieron. No temía por ella, sino por lo que su padre les haría a los gemelos cuando se enterase de que ella lo había traicionado.
-¿Qué han hecho con los tripulantes? -preguntó Pitt a Merchant, fijándose en el vendaje que el hombre llevaba en la cabeza.
-A los cinco hombres que se encontraban a bordo se les persuadió de que permanecieran en sus camarotes. Pitt lo miró inquisitivamente.
-¿Sólo cinco?
-Sí. Los otros fueron invitados por el señor Dorsett a una fiesta dada en su honor en el mejor hotel de Wellington. Ya sabe, gloria a los valerosos exploradores de las simas marinas y todo eso. Como compañía minera, la Dorsett Consolidated tiene grandes intereses en cualesquiera minerales que se descubran en el fondo del mar.
-Han tenido en cuenta todos los detalles -dijo fríamente Pitt-. ¿Qué miembro de la ANIM les informó de que veníamos?
-Un geólogo. Ignoro su nombre, pero es el que mantiene al señor Dorsett informado de los proyectos de minería submarina de su agencia. El tipo no es más que uno de los muchos que facilitan a la compañía información sobre las empresas y los gobiernos de todo el mundo.
-Una gran red de espionaje corporativo.
-Sí, y sumamente eficaz. Le hemos seguido desde el momento en que despegó del aeropuerto de Langley en Washington.
Los guardas que los rodeaban no hicieron nada por limitar los movimientos de los cautivos.
-¿No piensan atarnos ni esposarnos? -preguntó Pitt.
-En caso de que usted o su amigo traten de escapar, mis hombres tienen orden de disparar contra la señorita Dorsett. -Merchant dejó ver sus dientes en una sarcástica sonrisa-. No fue idea mía, desde luego. La orden procede directamente de la señorita Boudicca Dorsett.
-Un encanto de criatura -comentó acremente Pitt-. Seguro que de niña torturaba a sus muñecas.
-Tiene planes muy interesantes para usted, señor Pitt.
-¿Qué tal su cabeza?
-La herida no me impidió volar sobre el océano para detenerlo.
-No aguanto el suspense. ¿Adonde nos llevan?
-El señor Dorsett llegará enseguida y serán ustedes trasladados a su yate.
-Creí que su villa flotante estaba en la isla Kunghit.
-Hace unos días, así era. -Merchant sonrió, se quitó las gafas y limpió meticulosamente los cristales con un pañuelo-. El yate Dorsett tiene cuatro motores turbo diesel conectados con propulsores de agua que producen un total de 18.000 caballos de potencia, con lo cual la embarcación, pese a sus 80 toneladas, puede alcanzar una velocidad de crucero de 120 kilómetros por hora. Como puede advertir, el señor Dorsett es un hombre de gustos muy refinados.
-Probablemente, su personalidad es tan interesante como la agenda de un monje de clausura -dijo Giordino-. ¿Qué hace para distraerse, aparte de contar diamantes?
Por un breve momento, los ojos de Merchant fulminaron a Giordino y su sonrisa se desvaneció. Luego el hombre se dominó y volvió a mostrarse impávido.
-Las bromas, caballeros, se pagan. Como la señorita Dorsett podrá atestiguar, su padre no siente gran estima por las personas ingeniosas. Me atrevo a decir que mañana a estas horas tendrán ustedes muy poco sobre lo que bromear.
Arthur Dorsett no tenía nada que ver con la imagen que Pitt se había formado de él. Esperaba que uno de los hombres más ricos del mundo, padre de tres hermosas hijas, fuera razonablemente atractivo y poseyera un cierto grado de distinción. Lo que Pitt encontró en el salón del mismo yate a cuya cubierta lo habían subido en la isla Kunghit fue un gigantón que parecía salido del folclore teutónico.
Dorsett le sacaba a Pitt más de media cabeza y, de cintura para arriba, era el doble de ancho; desde luego no era un hombre que pudiera sentirse cómodo detrás de un escritorio. Dorsett tenía la tez curtida por el sol y el frío y las toscas y callosas manos indicaban que era un sujeto al que no le importaba trabajar duro. El bigote era largo y ralo, con fragmentos de la comida del almuerzo adheridos a las hebras de cabello. Pero lo que más sorprendió a Pitt en un hombre de tal talla internacional fueron los dientes, que parecían el marfileño teclado de un viejo piano, amarillentos y mellados. Los labios podrían haber sido el telón que ocultase tanta fealdad, pero, extrañamente, Dorsett nunca los cerraba, ni siquiera cuando estaba callado.
Se encontraba frente al escritorio de madera con repisa de mármol, flanqueado por Boudicca, que permanecía a su izquierda, vestida con unos vaqueros y camisa anudada en la cintura y, extrañamente, abotonada hasta el cuello, y por Deirdre, sentada en un sillón de tapicería de seda estampada, y muy elegante con un suéter de cuello de cisne y camisa y falda escocesas. Con los brazos cruzados y recostado en el escritorio, con un pie en el suelo alfombrado, Dorsett sonreía como una vieja y monstruosa bruja. Los siniestros ojos, penetrantes como agujas, escrutaron a Pitt y Giordino de pies a cabeza, sin perderse detalle. El hombre se volvió hacia Merchant, que se encontraba tras Maeve, con la mano, en el interior del chaquetón, sobre la pistola automática que llevaba en una funda atada al lado izquierdo de su cuerpo.
-Bien hecho, John. -La sonrisa del potentado era resplandeciente-. Te anticipaste a todos sus movimientos. -Alzando las pobladas cejas, contempló a los dos hombres mojados y sucios que tenía ante sí y luego desvió la mirada hacia Maeve, también empapada y con el aire pegado a la frente y las mejillas. Dorsett sonrió y, dirigiéndose de nuevo a Merchant, dijo-: ¿Hubo algún problema? Parece que nuestros amigos se mojaron.
-Demoraron lo inevitable huyendo por el agua -respondió Merchant, con jactancia y pomposidad-. Pero al fin, ellos solos cayeron en mis manos.
-¿Algún problema con los agentes de seguridad de los muelles?
-Las negociaciones para compensarlos por las molestias se desarrollaron sin problemas -dijo Merchant, untuoso-. En cuanto su yate se detuvo junto al Ocean Angler, soltamos a los cinco tripulantes que habíamos detenido. Estoy seguro de que cualquier queja formal presentada por la ANIM será recibida con burocrática indiferencia por las autoridades locales. El país tiene una gran deuda para con la Dorsett Consolidated por su contribución a la economía nacional.
-Los felicito a usted y a sus hombres -dijo Dorsett, con una aprobadora inclinación de cabeza-. Todos recibirán una generosa recompensa.
-Es usted muy generoso, señor -ronroneó Merchant.
-Ahora déjenos solos, por favor.
Merchant miró recelosamente a Pitt y a Giordino.
-Son hombres peligrosos, señor -dijo-. Le aconsejo que no se arriesgue con ellos.
-¿Cree que van a intentar adueñarse del yate? -dijo Dorsett sonriendo-. ¿Dos tipos indefensos contra dos docenas de hombres armados? ¿O teme que salten por la borda y naden hasta tierra? -Dorsett señaló la gran ventana, a través de la que se veía la estrecha punta de cabo Farewell, en la isla del Sur neozelandesa, a popa de la embarcación-. ¿Cree que podrían nadar cuarenta kilómetros de mar infestado de tiburones? Yo no lo creo.
-Mi trabajo consiste en protegerlo a usted y a sus intereses -dijo Merchant que, tras apartar la mano de la pistola y abotonarse el chaquetón, se dirigió rápidamente hacia la puerta-. Y yo me tomo en serio mi trabajo.
-Se lo agradezco, Merchant -dijo Dorsett con súbita impaciencia.
En cuanto Merchant se marchó, Maeve espetó a su padre:
-Te exijo que me digas si Sean y Michael se encuentran bien. Espero que el sádico superintendente de tus minas no les haya hecho daño.
Sin articular palabra, Boudicca se adelantó y tendió la mano hacia su hermana. Pitt pensó que iba a mostrarle su afecto con ese gesto, pero no. La golpeó en la mejilla con tanta fuerza que casi derribó a Maeve. Ésta se estremeció y Pitt la sujetó, mientras Giordino se interponía entre las dos mujeres.
Giordino, mucho más bajo que Boudicca, tuvo que mirar a ésta como si estuviera encaramada en lo alto de un rascacielos. La escena resultaba aún más ridícula porque el italiano tenía que mirar por encima de los generosos pechos de Boudicca. -Bonita bienvenida -dijo sarcástico.
Pitt conocía bien a su amigo y sabía que era un buen juez de rostros y caracteres, por lo que dedujo que debía de haber advertido algún detalle extraño que a Pitt se le había escapado. Giordino estaba corriendo lo que consideraba un riesgo calculado. Miró de arriba abajo a Boudicca con una sonrisa. -¿Hacemos una apuesta? -preguntó a la mujer.
-¿Una apuesta?
-Sí. Apuesto a que no se depila usted ni las piernas ni las axilas. Se produjo un breve silencio causado, no por el ultraje, sino por la curiosidad. De pronto, el rostro de Boudicca se contorsionó por la ira y echó un puño hacia atrás para descargar un golpe. Giordino permaneció tranquilo, esperando el puñetazo sin hacer nada por esquivarlo.
Boudicca golpeó a Giordino con fuerza, con mucha más fuerza que un pugilista olímpico. Su puño alcanzó a Giordino en la mejilla y la mandíbula. Fue un golpe salvaje, devastador, que hubiese derrumbado a cualquier otro hombre, que seguramente hubiese quedado inconsciente durante veinticuatro horas. Sin embargo, Giordino volvió el rostro hacia un lado y retrocedió un paso, sacudió la cabeza para despejarse y luego escupió un diente sobre la costosa alfombra. Increíble, inexplicablemente, el italiano avanzó de nuevo para quedar una vez más bajo el protuberante pecho de Boudicca. En los ojos del hombre no había animosidad ni deseos de venganza.
-Si tuviera usted algo de decencia y de respeto hacia el juego limpio, ahora me dejaría intentarlo a mí -dijo.
Boudicca quedó pasmada y confusa, mientras se frotaba la mano dolorida. La furia incontrolada dio paso en sus ojos a la fría animosidad. Parecía una víbora a punto de descargar un golpe mortal.
-Es usted un perfecto estúpido -dijo gélidamente.
De pronto, las manos de Boudicca se cerraron en torno al cuello de Giordino, que permaneció con los puños caídos a los costados, sin hacer nada por detenerla. De su rostro desapareció el color y abrió desmesuradamente los ojos, pero el italiano siguió sin defenderse, mirando sin asomo de rencor a la mujer.
Pitt recordaba bien la fuerza de las manos de Boudicca, pues aún tenía magulladuras en los brazos de su enfrentamiento con ella. Desconcertado por la insólita pasividad de Giordino, se apartó de Maeve, dispuesto a descargar una patada en la rodilla de Boudicca, pero en aquel momento Dorsett gritó:
-¡Suéltalo! No te manches las manos con esa rata.
Giordino seguía tan inmóvil como la estatua de un parque cuando Boudicca le soltó el cuello, retrocedió un paso y quedó frotándose los nudillos magullados por el puñetazo que le había dado al italiano.
-La próxima vez no estará mi padre para salvar tu sucio pellejo -dijo amenazadora.
-¿Nunca has pensado en hacerte profesional? -dijo Giordino con voz ronca, mientras se tocaba las marcas blancas que le habían quedado en el cuello-. Sé dónde hay una feria en la que andan buscando una gigan...
Pitt le puso una mano a su amigo sobre el hombro.
-Antes de que acordéis la fecha de la pelea de desquite, ¿qué tal si escuchamos lo que tiene que decir el señor Dorsett?
-Es usted más inteligente que su amigo -dijo Dorsett.
-Sólo en lo referente a ahorrarme dolores y a relacionarme con delincuentes.
-¿Es eso lo que piensa usted de mí? ¿Que soy un delincuente común?
-Teniendo en cuenta que es usted responsable del asesinato de centenares de personas, la respuesta a su pregunta es un categórico sí.
Dorsett se encogió de hombros, indiferente, y se sentó tras el escritorio.
-Lamentablemente, fue algo necesario.
Pitt apenas lograba dominar la febril furia que sentía hacia Dorsett.
-No se me ocurre nada que pueda justificar la muerte de hombres, mujeres y niños inocentes.
-¿Por qué se preocupa usted tanto por unas cuantas muertes, cuando en el tercer mundo mueren todos los años millones de personas a causa del hambre, las enfermedades y las guerras?
-Así me educaron -dijo Pitt-. Mi madre me enseñó que la vida es un don divino.
-La vida es un artículo de consumo, nada más -dijo despectivamente Dorsett-. Las personas son como herramientas que se usan y luego, cuando ya no tienen utilidad, se desechan o se destruyen. Compadezco a los hombres que, como usted, viven bajo el peso de la moral y los principios. Están condenados a vivir persiguiendo un espejismo, un mundo perfecto que ni ha existido ni existirá.
Pitt entendió que se encontraba ante un demente.
-También usted morirá persiguiendo un espejismo.
Dorsett sonrió.
-Se equivoca, señor Pitt. Antes de que me llegue mi última hora, habré conseguido cuanto deseo.
-Tiene usted una filosofía demencial de la vida. Demencial y monstruosa.
-Pues hasta ahora me ha ido muy bien.
-¿Qué excusa tiene para no interrumpir sus excavaciones mediante ondas sonoras de alta frecuencia que producen la muerte de centenares de personas?
-Extraer más diamantes, ¿qué otra excusa puedo tener? -Dorsett estudió a Pitt como si éste fuera un espécimen metido en un frasco-. Dentro de escasas semanas, haré felices a millones de mujeres porque les venderé las más preciosas de las piedras a un precio que hasta un mendigo podrá pagar.
-No me parece que la caridad sea su punto fuerte.
-En realidad, los diamantes sólo son trozos de carbono. Lo único que los caracteriza es que son la sustancia más dura conocida, por eso son esenciales para la forja de metales y la perforación de rocas. ¿Sabía que la palabra diamante viene del griego, señor Pitt? Significa «indomable». Los griegos, y después los romanos, los usaron para protegerse contra las bestias salvajes y los enemigos humanos. Sus mujeres, sin embargo, no los adoraban como los adoran hoy en día. Aparte de para alejar a los malos espíritus, eran usados como prueba para el adulterio. Y sin embargo, en lo referente a belleza, se puede conseguir exactamente el mismo brillo del cristal.
A Dorsett no se le alteraba la mirada al hablar de diamantes, pero el latido de una vena del cuello denotaba su pasión por ellos. Hablaba como si de pronto se hubiera elevado a un plano superior al que pocos podían acceder.
-¿Sabía usted que el primer anillo de compromiso de diamantes se lo regaló el archiduque Fernando de Austria a María de Borgoña en 1477, y que la creencia de que la «vena» del amor va directamente del cerebro al dedo anular de la mano izquierda es un mito que procede de Egipto?
Pitt miró a Dorsett con evidente desdén.
-No, pero sé que existe un stock de diamantes guardado en almacenes de África del Sur, Rusia y Australia, a fin de que su valor no disminuya. También sé que el cartel, un monopolio dirigido principalmente por la De Beers, fija los precios. ¿Cómo es posible entonces que un solo hombre se enfrente a todo eso y produzca un súbito y drástico descenso en el precio del mercado de los diamantes?
-El cartel caerá en mis manos -afirmó desdeñosamente Dorsett-. Históricamente, siempre que un país o una compañía de diamantes han intentado actuar libremente y comercializar sus piedras en el mercado abierto, el cartel ha bajado los precios. El rebelde, incapaz de competir y acorralado en una situación sin salida, siempre ha acabado volviendo al rebaño. Estoy seguro de que en esta ocasión el cartel actuará del mismo modo, pero, cuando se enteren de que estoy vendiendo millones de diamantes a precios miserables, sin pensar en obtener beneficios, ya será demasiado tarde para reaccionar. El mercado se habrá venido abajo.
-¿Qué beneficio obtendrá dominando un mercado que está por los suelos?
-No me interesa dominar el mercado, señor Pin. Lo que quiero es acabar definitivamente con él.
Pitt advirtió que Dorsett no lo miraba a él, sino que sus ojos estaban perdidos en el vacío, como si estuviera contemplando algo que sólo él podía ver.
-O mucho me equivoco, o va usted a rebanarse su propio cuello.
-Eso parece, ¿verdad? -Dorsett alzó un admonitorio dedo-. Es exactamente lo que quiero que todos crean, incluso mis socios más próximos y también mis propias hijas, pero la verdad es que espero ganar una inmensa suma de dinero.
-¿Cómo? -preguntó Pitt interesado.
Dorsett mostró los grotescos dientes en una satánica sonrisa.
-La respuesta no está en los diamantes, sino en el mercado de gemas de color.
-Dios bendito, ya lo entiendo -dijo Maeve, como si hubiese tenido una revelación-. Quieres acaparar el mercado de gemas de color.
Dorsett asintió con la cabeza.
-Sí, hija. Durante los pasados veinte años, tu astuto padre ha almacenado su producción de diamantes al tiempo que, discretamente, adquiría participaciones en las principales minas de gemas de color del mundo. A través de una compleja red de empresas, en la actualidad controlo secretamente el 80 por ciento del mercado.
-Supongo que al decir gemas de color se refiere usted a los rubíes y esmeraldas -dijo Pitt.
-Desde luego, y también estoy hablando de zafiros, topacios, turmalinas y amatistas. Casi todas estas piedras preciosas son mucho más escasas que los diamantes. Por ejemplo, cada vez es más difícil encontrar depósitos de savorita, berilio rojo, esmeralda roja u ópalo de fuego mexicano. Hay algunas piedras preciosas tan raras que los coleccionistas las guardan y nunca llegan a convertirse en joyas.
-¿Por qué no se ha mantenido el precio en esas piedras preciosas a la misma altura que el de los diamantes?
-Porque el cartel de diamantes siempre ha conseguido relegar las gemas de color a las sombras -respondió Dorsett con fervor de converso-. La De Beers lleva décadas inviniendo enormes sumas en hacer análisis y estudios de los mercados internacionales. Se han invertido millones en publicidad, para crear la imagen de que el valor de los diamantes es imperecedero. Para mantener los precios, la De Beers creó una gran demanda de diamantes que se correspondiera a la enorme producción. Se ha conseguido que la gente crea que la mejor forma que un hombre tiene para demostrar su amor a una mujer es regalarle un diamante. Supongo que recordará el eslogan de «Un diamante es para siempre». -Paseó por la estancia, tratando de enfatizar sus palabras con movimientos exagerados de las manos-. Como el mercado de gemas de color está fragmentado en millares de productores independientes, todos ellos compitiendo entre sí, no existe una organización unificada que promocione esas piedras preciosas y mejore su imagen ante los consumidores. Yo me propongo cambiar esta situación cuando el precio de los diamantes se desplome.
-Así que va usted a por todo.
-No me limitaré a vender las gemas de color tal como salen de mis minas -dijo Dorsett-. A diferencia de la De Beers, las cortaré y comercializaré a través de la Casa de Dorsett, mi cadena de tiendas al por menor. Quizá los zafiros, las esmeraldas y los rubíes no sean eternos, pero, cuando lleve a efecto mis planes, cualquier mujer que los luzca se sentirá como una diosa. El arte de la joyería alcanzará nuevos esplendores. Incluso Benvenuto Cellini, el famoso orfebre del Renacimiento, proclamó que el rubí y la esmeralda superaban en gloria a los diamantes.
Se trataba de algo revolucionario, y Pitt consideró cuidadosamente sus posibilidades antes de preguntar:
-Las mujeres llevan décadas relacionando los diamantes con el amor y el matrimonio. ¿Cree usted realmente que conseguirá que dejen de desear diamantes y prefieran las gemas de color?
-¿Por qué no? -Dorsett parecía sorprendido por las dudas de Pitt-. La idea de que un anillo de compromiso debe ser necesariamente de diamantes se impuso a fines del siglo xix. Sólo se necesita una buena estrategia de márketing para cambiar las costumbres sociales. Tengo una gran agencia de publicidad con sucursales en treinta países dispuesta a lanzar una campaña internacional de promoción que coincidirá con el hundimiento del cartel de diamantes. Cuando alcance mi meta, las piedras de color serán las de más prestigio en joyería, y los diamantes serán productos secundarios.
Pitt miró a las tres hermanas: Boudicca, Deirdre, Maeve.
-A mí, como a todos los hombres, no se me da bien adivinar las reacciones femeninas, pero no creo que resulte fácil convencer a las mujeres de que los diamantes no son sus mejores amigos.
Dorsett rió sarcásticamente.
-Son los hombres quienes compran las piedras preciosas a las mujeres. Y ellos, aun cuando quieren manifestar su amor, nunca pierden de vista el valor de una inversión. Si se los convence de que los rubíes y esmeraldas son cincuenta veces más escasos que los diamantes, los comprarán.
Pitt preguntó escéptico:
-¿Es eso cierto? ¿Una esmeralda es cincuenta veces más escasa que un diamante?
Dorsett asintió solemnemente.
-Según vayan agotándose los depósitos de esmeraldas, algo que ocurrirá en poco tiempo, el abismo se hará aún mayor. Es algo que ya se ha visto en el mercado de la esmeralda roja, que sólo se encuentra en un par de minas del estado de Utah.
-Me cuesta creer que, para acaparar un mercado destruyendo otro, tan sólo le mueva el interés de obtener simples beneficios.
-No se trata de «simples beneficios», querido amigo, sino de beneficios sin precedentes en la historia. Hablamos de decenas de miles de millones de dólares.
A Pitt esa enorme suma le parecía inverosímil.
-Sólo podrá conseguir tanto dinero doblando el precio de las gemas de color.
-No lo doblaré, sino que lo cuadruplicaré. Naturalmente, el aumento no se producirá de la noche a la mañana, pienso hacerlo de forma gradual, durante un período de varios años.
Pitt se colocó frente a Dorsett y miró fijamente al gigantesco hombre.
-Nada tengo que oponer a su deseo de jugar a rey Midas -dijo-. Haga lo que le plazca con el precio de los diamantes. Pero, por el amor de Dios, cancele la emisión de esas ondas sonoras mortíferas en sus minas. Llame a sus hombres y ordéneles que suspendan las operaciones, y hágalo ya, antes de que se pierdan nuevas vidas.
Se produjo un extraño silencio. Todos se volvieron hacia Dorsett, esperando que el hombre estallara presa de la ira. Sin embargo, miró a Pitt por un largo momento y luego se volvió hacia Maeve.
-Tu amigo es impaciente. No me conoce, ni sabe hasta dónde puede llegar mi determinación. -Se enfrentó de nuevo a Pitt-. He fijado asestar el golpe que acabe con el mercado de diamantes el 22 de febrero, dentro de veintiún días. Para que tenga éxito, necesito cada gramo, cada quilate que mis minas puedan producir hasta entonces. Todo está dispuesto y organizado para esa fecha: la cobertura mundial de la prensa y el espacio de publicidad en los periódicos y la televisión. No puede haber cambios, y no los habrá. Si tienen que morir unos cuantos infelices, que mueran.
Pitt estuvo seguro, al ver el maligno brillo de los ojos de Dorsett, de que el hombre era una víctima del desequilibrio mental, al que se añadía una total ausencia de remordimientos. Ese hombre carecía por completo de conciencia. Sólo con mirarlo, a Pitt se le erizaban los cabellos. Se preguntó de cuántas muertes sería responsable Arthur Dorsett. ¿A cuántos hombres que se habían interpuesto en su camino a la riqueza y el poder había matado aun antes de utilizar ultrasonidos en las minas de diamantes? Sintió un escalofrío al entender que era un psicópata social, peor incluso que un asesino múltiple.
-Pagará usted por sus crímenes -dijo Pitt con voz tranquila-. El dolor y la angustia que ha causado no quedará sin castigo.
-¿Y quién será mi ángel exterminador? -preguntó Dorsett con ironía-. ¿Usted? ¿Su amigo Giordino? No espero recibir un castigo del cielo, pues considero que se trata de una posibilidad bastante remota. Lo que sí es totalmente seguro, señor Pitt, es que usted no estará en este mundo para ver lo que ocurra.
-¿Así es cómo actúa usted siempre? ¿Matando a los testigos pegándoles un tiro en la cabeza y arrojándolos luego por la borda?
-¿Pegarles un tiro en la cabeza a usted y al señor Giordino? -No había rastro de emoción ni de sentimiento en la voz de Arthur Dorsett-. No haré algo tan tosco y vulgar.., ni tan clemente. ¿Arrojarlos al mar? Sí, eso pueden ustedes darlo por hecho. En cualquier caso, me ocuparé de que usted y su amigo sufran una muerte lenta pero violenta.
31
Al cabo de treinta horas de navegar a gran velocidad, el rugido de los potentes motores turbo diesel del yate se convirtió en un tenue zumbido y el barco redujo la marcha y quedó a la deriva en un mar de mansas olas. Las costas de Nueva Zelanda habían quedado atrás hacía ya mucho. Hacia el norte y el oeste, el cielo se veía encapotado y cruzado por los ígneos trazos de los rayos, con el rugido tenue del trueno a lo lejos, en el horizonte. Hacia el sur y el este no había nubes ni truenos; el cielo aparecía azul y despejado.
Pitt y Giordino pasaron la noche y la mitad del día siguiente encerrados en una pequeña despensa situada tras el cuarto de máquinas. Apenas disponían de espacio para permanecer sentados en el suelo con el mentón sobre las rodillas. Pitt estuvo despierto durante casi todo ese tiempo. El zumbido del motor y el rumor de las olas le aclaró la cabeza. Desechando cualquier idea de comedimiento, Giordino había arrancado la puerta de los goznes, pero sólo consiguió verse frente a cuatro guardas apuntándole con armas automáticas. Derrotado, una vez la puerta fue colocada de nuevo, el italiano no tardó en dormirse.
Pitt estaba furioso y se consideraba el único culpable de la situación en que se encontraban, se sentía agobiado por los remordimientos, aunque, en realidad, poca culpa real tenía de lo ocurrido. Le hubiera sido imposible adivinar las intenciones de John Merchant, pues nunca hubiera creído posibles las fanáticas ansias que sentía Dorsett de volver a tener entre sus garras a Maeve. En esa partida de ajedrez, él y Giordino no eran más que insignificantes peones. Arthur Dorsett únicamente los consideraba una pequeña molestia en su loca cruzada para conseguir una absurda acumulación de millones.
Resultaba macabro y ominoso el modo en que había llevado a cabo planes tan complejos sólo para conseguir atrapar a Maeve y eliminar a los dos hombres de la ANIM. Pitt se estaba preguntando por qué los habían mantenido vivos a Giordino y a él, cuando la dañada puerta se abrió y en el umbral apareció John Merchant sonriendo. Al ver a su némesis, Pitt, mecánicamente, echó un vistazo a su Doxa. Eran las once y veinte de la mañana.
-Hora de embarcar -anunció melifluamente Merchant.
-¿Cambiamos de nave? -preguntó Pitt.
-Sí, se puede decir que sí.
-Espero que el servicio sea mejor-dijo perezosamente Giordino-. Supongo que ustedes se ocuparán de nuestro equipaje.
Merchant se limitó a encogerse de hombros e ignorar las palabras del italiano.
-Apresúrense, caballeros. Al señor Dorsett no le gusta que lo hagan esperar.
Un pequeño ejército de hombres provistos de armas capaces de herir, pero no de matar, los escoltó hasta la cubierta de popa. Los dos amigos parpadearon al recibir los tenues rayos de sol, al tiempo que caían unas cuantas gotas que no eran sino el prólogo de la tormenta que se avecinaba.
Dorsett se encontraba bajo un toldo, sentado a una mesa llena de fuentes de plata con exquisitos manjares. Dos asistentes uniformados lo flanqueaban, uno listo para servirle vino a la más leve indicación y el otro pendiente de sustituir los platos usados por otros limpios. Boudicca y Deirdre se encontraban sentadas a izquierda y derecha de su padre y no se molestaron en alzar la vista cuando Pitt y Giordino fueron llevados ante su «divina» presencia. Pitt buscó a Maeve con la mirada, pero no la encontró. -Lamento que deba usted abandonarnos -dijo Dorsett, mientras masticaba unos bocados de una tostada cubierta con caviar-. Lástima que no puedan acompañarnos en nuestro almuerzo.
-¿Acaso no sabe que hay que boicotear el caviar? -dijo Pitt-. Los pescadores furtivos están acabando con los esturiones.
Dorsett se encogió apáticamente de hombros.
-Por eso su precio ha subido unos cuantos dólares.
Pitt se volvió para escrutar el mar, que comenzaba a tener un aspecto tenebroso debido a la proximidad de la tormenta.
-Nos han dicho que íbamos a cambiar de embarcación.
-Así es.
-¿Dónde está?
-Flotando junto a nosotros.
-Comprendo -murmuró Pitt-. Está claro que piensa usted abandonarnos a la deriva.
Con una servilleta, Dorsett se limpió la boca. Lo hizo con el savoir-faire de un mecánico quitándose la grasa de las manos.
-Lamento mucho que se trate de un bote tan pequeño y sin motor, pero es cuanto puedo ofrecerles.
-Un bonito detalle de sadismo. Supongo que disfrutará usted pensando en nuestros sufrimientos.
Giordino miró las dos potentes lanchas a motor que colgaban de la cubierta superior del yate.
-Su generosidad nos abruma -dijo.
-Deberían agradecer que les dé esta oportunidad de sobrevivir.
-Nos hace usted un gran favor dejándonos a la deriva en una zona donde no pasa un maldito barco y que no tardará en ser azotada por la tormenta -comentó Pitt sarcástico-. Lo menos que podría hacer es darnos papel y pluma para escribir nuestra última voluntad y testamento.
-Nuestra conversación ha finalizado. Adiós, señor Pitt y señor Giordino. Bon voyage. -Dorsett hizo una seña a Merchant-. Lleve a esta escoria de la ANIM hasta el bote.
Merchant señaló hacia una portilla abierta que había en la baranda.
-¿No habrá confetis ni serpentinas de despedida? -murmuró Giordino.
Pitt fue hasta el extremo de la cubierta y miró hacia abajo. Un pequeño bote inflable cabeceaba en el agua junto al yate. De tres metros de largo por dos de ancho, poseía un casco en V de fibra de vidrio que parecía resistente. Sin embargo, en el compartimiento central apenas cabían cuatro personas, pues el flotador externo de neopreno ocupaba la mitad del bote. Parecía que la embarcación había tenido un motor fuera borda, pero se lo habían quitado y los cables aún colgaban de una consola central. En el interior distinguió una figura acurrucada en un extremo, cubierta con la cazadora de cuero de Pitt.
La ira se apoderó de Pitt. Agarró a Merchant por el cuello de la chaqueta y lo lanzó a un lado como si el hombre fuera un espantapájaros. Antes de que pudieran detenerlo, Pitt llegó hasta la mesa de Dorsett.
-¡Maeve, no! -le espetó.
Dorsett mostró una sonrisa carente por completo de humor.
-Ya que tomó el nombre de su antepasada, que sufra como ella lo hizo.
-¡Canalla! -gritó Pitt-. ¡Es usted un monstruo...! -No pudo decir más. Uno de los guardas de Merchant le golpeó en el costado con la culata del arma, justo por encima del riñon.
Una ola de agónico dolor lo envolvió, pero la ira lo mantuvo en pie. Se lanzó hacia adelante, agarró el mantel y tiró con fuerza. Saltaron por los aires vasos, cuchillos, tenedores, cucharas, fuentes y platos llenos de exquisiteces, que cayeron sobre cubierta con un gran estrépito. Luego Pitt se lanzó sobre la mesa hacia Dorsett; no pretendía golpearlo o estrangularlo, sabía que sólo tenía una posibilidad de mutilar al hombre. Con los brazos extendidos, arremetió contra Dorsett al tiempo que los guardas caían sobre él. Boudicca, furiosa, quiso darle un puñetazo en el cuello, pero falló, y sólo le alcanzó en el hombro. Pitt no logró, en el primer intento, dar en su blanco y sólo arañó la frente de Dorsett, pero, finalmente, alcanzó su objetivo y pudo oír un agónico y salvaje grito de dolor. Luego sintió sobre él una lluvia de golpes y poco a poco se halló sumido en la inconsciencia.
Al despertar, pensó que estaba en el fondo de un insondable pozo o en las profundidades de una oscura caverna subterránea. Desesperadamente, intentó encontrar a tientas la salida, pero fue como andar por un laberinto. Creyó que se encontraba prisionero en una pesadilla, condenado a vagar eternamente en un dédalo de sombras y, de pronto, por un brevísimo instante, vio brillar una luz a lo lejos. Tendió la mano hacia ella y vio cómo se convertía en unas oscuras nubes diseminadas por el cielo.
-Aleluya, Lázaro regresó de entre los muertos. -La voz de Giordino parecía llegarle desde la más remota lejanía-. Aunque, por la tormenta que se avecina, lo hace justo a tiempo para morir otra vez.
AI recuperar plenamente la conciencia, Pitt deseó regresar de nuevo al sombrío laberinto. Le dolía todo el cuerpo, como si, de la cabeza a las rodillas, tuviera rotos todos los huesos. Intentó incorporarse, pero no pudo y lanzó un gruñido de dolor. Maeve le tocó la mejilla y le pasó un brazo por los hombros.
-Si te quedas quieto, te dolerá menos.
Pitt miró el rostro de la joven. Sus ojos azul cielo expresaban cariño y preocupación. Agradeció el afecto de Maeve, que pareció mitigar sus dolores.
-Vaya, parece que metí bien la pata, ¿no? -dijo.
Ella negó lentamente con la cabeza y el largo y rubio cabello sacudió sus mejillas.
-No, no es cierto. De no ser por mí, no te encontrarías en esta situación.
-Los chicos de Merchant te dieron un buen repaso antes de tirarte del yate. Por tu aspecto, se diría que los Dodgers de Los Angeles te han utilizado para hacer práctica de bateo.
Con gran esfuerzo Pitt consiguió sentarse.
-¿Y Dorsett?
-Cuando se ponga el parche en el ojo que le sacaste, parecerá un auténtico pirata, sólo le faltará una cicatriz en la mejilla y un garfio.
Maeve explicó:
-Boudicca y Deirdre lo llevaron al salón durante la pelea -explicó Maeve-. Si Merchant hubiese advertido la gravedad de la herida de mi padre, sabe Dios lo que te habría hecho.
Pitt echó un vistazo al mar, desierto y amenazador, con los hinchados ojos entrecerrados.
-¿Se fueron?
-Antes de largarse huyendo de la tormenta, intentaron arrollarnos -dijo Giordino-. Por suerte para nosotros, los flotadores de neopreno de la balsa (ya que no tiene motor, es de la única forma que podemos llamarla) rebotaron contra la quilla del yate. De todas maneras, estuvimos a punto de volcar.
Pitt volvió a mirar a Maeve.
-Así que nos han dejado abandonados en medio del mar como hicieron con la madre de tu tatarabuela, Betsy Fletcher.
Ella lo miró con extrañeza.
-¿Cómo lo sabes? Yo no te lo conté.
-Siempre investigo a las mujeres con que me propongo pasar el resto de mi vida -contestó Pitt con una sonrisa.
-Será una vida breve -dijo Giordino, señalando con expresión torva hacia el noroeste-. A no ser que en las clases nocturnas de meteorología me contaran un cuento, nos encontramos en el camino de lo que por estos contornos llaman un tifón, o quizá un ciclón, dependiendo de lo cerca que nos encontremos del océano índico.
Al contemplar las oscuras nubes y los ígneos trazos de los rayos, seguidos por el rumor del trueno, Pitt se sintió profundamente descorazonado. El margen entre la vida y la muerte tenía el grosor de un papel de fumar. El sol ya estaba oculto y el mar había adquirido un tono grisáceo; en pocos minutos el pequeño bote sería engullido por la tempestad.
Pitt no vaciló más.
-La primera orden del día es construir un ancla. -Se volvió hacia Maeve-. Necesitaremos mi cazadora de piel, cable y cualquier cosa que contribuya a crear resistencia y evitar que la fuerza de las olas nos vuelque.
Sin decir palabra, la joven se quitó la cazadora y se la dio a Pitt, mientras Giordino registraba un pequeño compartimiento que había bajo un asiento. Encontró un rezón, un pequeño gancho unido a dos cabos de cuerda de nailon, uno de cinco metros y otro de tres. Pitt desplegó la cazadora y puso dentro los zapatos de los tres y el rezón, junto con viejas piezas de motor y varias herramientas oxidadas que Giordino había encontrado. Luego cerró la cremallera, anudó las mangas en torno a la cintura, ató el bulto al cabo de nailon más corto y lo arrojó por la borda. Cuando se hundió, amarró fuertemente el otro extremo a la consola central en la que se encontraban los inútiles mandos del inexistente motor fuera borda.
-Tumbaos en el suelo del bote -ordenó después de atar el otro cable a la consola-. Nos espera un viaje agitado. Pasaos el cable por la cintura y dejad suelto el otro extremo de modo que, si volcamos y caemos al mar, no nos separemos del bote.
Por encima de los grandes flotadores de neopreno, Pitt echó un último vistazo a las amenazadoras olas que hacían cabecear el bote, produciendo la sensación de que el horizonte subía y bajaba. El aspecto del mar era terrible y bello a la vez. Los rayos cruzaban las nubes negras, mientras los truenos rugían, como el lejano redoblar de mil tambores. La tormenta no tuvo piedad alguna de ellos. En menos de diez minutos la galerna los alcanzó con toda su fuerza, acompañada de una lluvia torrencial, un diluvio que ocultó el cielo y convirtió el mar en un hervidero de blanca espuma. Las gotas, impulsadas por un viento que aullaba como un millar de almas en pena, los golpeaban con fuerza.
Las crestas de las olas, coronadas de espuma, se alzaban tres metros por encima de ellos. Rápidamente, crecieron hasta alcanzar los siete metros, cayendo sobre el bote desde todas las direcciones. El viento aumentó su ululante fuerza y el mar redobló los azotes contra la frágil embarcación y sus patéticos pasajeros. El bote se agitaba y retorcía al subir a las crestas de las olas y caer luego entre sus senos. No existían límites claros entre el aire y el agua, les era imposible discernir cuándo estaban en la superficie y cuándo se hallaban en las profundidades.
Milagrosamente, el cable del ancla improvisada no se rompió y mantuvo frenado el bote, evitando que el mar embravecido lo volcase y arrojase a los tres ocupantes a las mortíferas aguas de las que hubiera sido imposible regresar. Las olas grises se abalanzaban sobre ellos e inundaban el interior del bote de borboteante espuma, empapándolos hasta los huesos; pero, gracias a ello, el centro de gravedad de la balsa se hundía más y le confería una mayor estabilidad. Los traqueteos y las subidas y bajadas agitaban el agua del interior del bote, de forma que Pitt, Giordino y Maeve tuvieron la sensación de estar en el interior de una enorme batidora en funcionamiento.
En cierto modo, el reducido tamaño del bote era una ventaja. Los tubos de neopreno de los costados lo hacían flotar como un corcho. A pesar de la violencia de la tempestad, el casco era fuerte y no se haría pedazos, además, si el ancla resistía, evitaría que volcasen; como las palmeras que se inclinan cuando son azotadas por vientos huracanados, pero permanecen enteras. Pasaron veinticuatro minutos que a los tres amigos, sujetos con todas sus fuerzas al cable, les parecieron veinticuatro horas. A Pitt le costaba creer que la tormenta no hubiese terminado ya con ellos. No había palabras para describir la angustia que estaban sufriendo.
Los incesantes aludes de agua inundaban el bote, y los tres tosían y jadeaban hasta que el bote era impulsado de nuevo hacia arriba, hacia la cresta de la siguiente ola. No era necesario achicar, pues el peso del agua del interior los ayudaba a evitar que volcaran. Tan pronto se encontraban sujetándose con fuerza para evitar que la barca se levantara por encima de los flotadores, como descendiendo vertiginosamente hasta el seno de la siguiente ola y esforzándose para no salir lanzados del bote.
Pitt y Giordino sujetaban a Maeve y la protegían con los brazos, mientras empujaban con los pies los costados del bote para conseguir una mejor sujeción. Si uno de ellos caía al agua, no habría posibilidad de rescate; nadie podría sobrevivir en medio de ese torturado mar. La lluvia torrencial reducía la visibilidad, y si alguien caía, se perdería inmediatamente de vista.
Aprovechando el resplandor de un relámpago, Pitt miró a Maeve, que estaba pasando por un infierno de vértigo y mareo. Pitt quiso decirle algo que le sirviera de consuelo, pero era imposible que lo oyera a causa del aullido del viento. Pitt maldijo el nombre de Dorsett. Dios, cuan terrible debía de ser para Maeve tener un padre y unas hermanas que la odiaban lo bastante como para secuestrar a sus hijos e intentar asesinarla porque era bondadosa y amable y se negaba a participar en los crímenes de su familia; era horroroso e injusto. La joven no podía morir, no mientras a él le quedase un hálito de vida. Apretó con cariño el hombro de Maeve y luego miró a Giordino.
La expresión del italiano era estoica. Su aspecto tranquilo en ese momento tan angustioso reconfortó a Pitt. En los ojos de su amigo podía leerse: «Lo que sea, sonará.» Su resistencia no conocía límites. Pitt sabía que Giordino moriría antes que soltarse del bote y de Maeve. Jamás se rendiría ante el mar.
Como si sus mentes funcionaran al unísono, Giordino miró a Pitt para ver cómo le iba. El italiano pensó que había dos clases de hombres: los que se dejaban vencer por el miedo al ver al diablo esperándolos y también los que se dejaban dominar por la desesperanza y consideraban que el diablo podía ser un alivio de las miserias terrenas. Pitt no pertenecía a ninguna de esas dos clases. El podía mirar de frente al diablo y escupirle en la cara.
Pitt, su amigo desde hacía treinta años, parecía capaz de aguantar indefinidamente. Al italiano ya había dejado de sorprenderle la fortaleza y el amor hacia la adversidad de su compañero. Pitt se crecía ante los desastres y las calamidades. Haciendo caso omiso de los frenéticos azotes de las monstruosas olas, Pitt no parecía un hombre en espera del fin, ni que se considerase indefenso ante las furias del mar. Sus ojos contemplaban con extraña y remota mirada las masas de agua y espuma que se abatían sobre él. Parecía como si se encontrara cómodamente arrellanado en su apartamento del hangar, pensando en otras cosas. Por graves y apuradas que fueran las circunstancias, Pitt, en el mar, estaba en su elemento.
Las sombras cayeron y al fin pasaron. Fue una terrible, aparentemente inacabable noche. Estaban ateridos de frío y empapados. El helor les cortaba las carnes como un millar de cuchillos. El amanecer alivió el martirio de oír y sentir las olas, pero no poder verlas. Cuando el sol asomó por entre las convulsas nubes, los tres amigos seguían milagrosamente con vida. Habían ansiado el amanecer, pero cuando al fin llegó lo hizo teñido de un extraño color gris que iluminó el despiadado mar, que parecía sacado de una vieja película en blanco y negro.
Pese a la salvaje turbulencia, la atmósfera era sofocante y opresiva, una salina manta bajo la que se hacía casi imposible la respiración. El paso del tiempo carecía de toda relación con la hora que marcaban sus relojes. El viejo Doxa de Pitt y el más moderno Aqualand Pro de Giordino seguían funcionando, pero el agua salada había anegado el mecanismo del pequeño reloj digital de Maeve.
Cuando el mar inició su bestial asalto, Maeve ocultó la cabeza contra el fondo de un tubo de flotación y le pidió a Dios volver a ver a sus hijos, rezó por no morir sin dar a sus hijos la oportunidad de recordarla con cariño en lugar de tener sólo la vaga memoria de su desaparición en alta mar. La torturaba pensar en la triste suerte que correrían los niños a manos de su abuelo. Al principio, la joven sintió miedo, mucho más del que había experimentado en toda su vida; el terror fue como un frío alud que la dejó paralizada. Luego, poco a poco, al advertir que la presión de los brazos que la sujetaban no disminuía, Maeve fue tranquilizándose y recuperó parte de su fortaleza. Con la protección de Pitt y Giordino, todo era posible, incluso ver el amanecer de un nuevo día.
Pitt no era, ni con mucho, tan optimista. Sabía que sus energías y las de Giordino estaban menguando. Sus peores enemigos eran las invisibles amenazas de la hipotermia y la fatiga. Algo terminaría cediendo: o la violencia de la tempestad o su resistencia. La lucha había sido desesperada y el agotamiento los estaba envolviendo. Sin embargo, Pitt se resistía a darse por vencido. Se aferraba a la vida, haciendo pleno uso de toda su capacidad de aguante, soportando con tenacidad los embates de las olas, pero consciente de que su última hora se aproximaba con rapidez.
32
Pero Pitt, Maeve y Giordino no murieron.
Al anochecer el viento amainó y el mar se calmó. Aunque ellos lo ignoraban, el tifón había cambiado su curso y se dirigía hacia el sureste, hacia la Antártida. La velocidad del viento descendió y de los 150 kilómetros por hora pasó a poco menos de 60. La furia del mar se redujo, de forma que las olas alcanzaban una altura máxima de tres metros. El diluvio se había convertido en una llovizna que apenas era una tenue niebla que flotaba sobre las apaciguadas olas. En el cielo, sin poder adivinar su procedencia, apareció una gaviota que sobrevoló el pequeño bote, gritando como si le sorprendiera verlo aún a flote.
Al cabo de una hora, desaparecieron las nubes y al viento apenas le quedó fuerza para impulsar un balandro. Parecía como si la tormenta hubiese sido un mal sueño que, tras atacar por la noche, se hubiese disipado con la luz del sol. Sin embargo, en su lucha con los elementos, Pitt, Giordino y Maeve sólo habían ganado una batalla; de momento el mar embravecido y la fuerza cruel del viento no habían conseguido arrastrarlos a las profundidades marinas.
A Maeve le parecía un milagro, un buen augurio. Si estuvieran destinados a morir, no habrían sobrevivido a esa tormenta. «Si seguimos vivos, es por algo», pensó, llena de esperanza.
No cruzaron una palabra, agotados, se mantenían apiñados en el bote. Tranquilizados por la calma que siguió a la tormenta y extenuados por los esfuerzos, cayeron en la apatía y en la indiferencia y no tardaron en quedar profundamente dormidos.
Como herencia de la tempestad, las aguas continuaron algo picadas hasta la mañana siguiente, cuando el mar quedó como una balsa de aceite. La niebla se había disipado y la visibilidad era buena, podían contemplar el horizonte desierto. Ahora el mar se disponía a lograr por el agotamiento lo que no había conseguido por medio de la violencia. Lentamente, la mujer y los dos hombres fueron despertando de su sueño y se encontraron con que el sol, que tanto habían añorado, los quemaba ahora inclemente.
Cuando intentó sentarse, Pitt sintió el cuerpo recorrido por olas de intenso dolor, debido a los baqueteos del mar y las lesiones sufridas a manos de los hombres de John Merchant. Con los ojos entrecerrados a causa del cegador reflejo del sol sobre el agua, logró incorporarse. Lo único que podían hacer era esperar, pero... ¿esperar qué? La esperanza de que en esa desolada parte del mar, no transitada, apareciese de pronto un barco yendo hacia ellos era remota, por no decir absurda.
Arthur Dorsett había elegido bien el sitio donde los abandonó. Aunque gracias a un milagro habían logrado sobrevivir al tifón, la sed y el hambre terminarían con ellos. Pero Pitt evitaría que, después de todo lo pasado, muriesen. Secretamente, hizo un juramento de venganza. Sobreviviría, aunque sólo fuese para matar a Arthur Dorsett. Pocos hombres merecían más la muerte. Pitt se juró que, si alguna vez volvía a verse ante Dorsett, olvidaría su código ético y moral. Y tampoco se olvidaba de Boudicca y Deirdre; también ellas pagarían por el depravado trato al que habían sometido a Maeve.
-Qué silencio -dijo Maeve, aferrándose a Pitt, que notó cómo temblaba-. Parece como si la tormenta siguiera rugiendo en el interior de mi cabeza.
Pitt se quitó la sal seca de los ojos, y al hacerlo advirtió con alivio que los tenía mucho menos hinchados. Bajó la vista hasta los ojos azules de Maeve, que parecían drogados por la fatiga y nublados por el sueño, pero que, poco a poco, mirándolo, comenzaron a brillar de nuevo.
-Venus surgiendo de las olas -murmuró él.
Maeve se sentó y se sacudió la sal del rubio cabello.
-No me siento como Venus -dijo sonriendo-. Y, desde luego, no tengo su aspecto. -Se levantó el suéter y se tocó con suavidad las marcas enrojecidas producidas por la fricción del cable de nailon.
Giordino abrió un ojo y dijo:
-Si no os calláis y me dejáis dormir, llamaré al gerente de este hotel para protestar.
-Vamos a darnos un chapuzón en la piscina y luego desayunaremos en la terraza. ¿Qué tal si nos acompañas? -bromeó Maeve.
-Prefiero llamar al servicio de habitaciones -dijo Giordino, que pareció quedar exhausto con sólo pronunciar esas pocas palabras.
-Puesto que nos sentimos tan animados, sugiero que nos ocupemos de la dura tarea de sobrevivir -dijo Pitt.
-¿Qué posibilidades tenemos de ser rescatados? -preguntó inocentemente Maeve.
-Ninguna -respondió Pitt-. Puedes apostar a que tu padre nos dejó en la parte más desolada del océano. El almirante Sandecker y la gente de la ANIM no tienen la menor idea de lo que nos ha ocurrido. Y aunque lo supieran, no sabrían dónde buscarnos. Si queremos seguir vivos, tendremos que arreglárnoslas sin esperar ayuda.
En primer lugar, sacaron el ancla fabricada con la cazadora de Pitt, los zapatos, las herramientas y todo lo demás. Luego hicieron inventario de todo lo que tenían y podía serles de alguna utilidad durante la larga travesía que tenían por delante. Finalmente, Pitt sacó del bolsillo el pequeño paquete que había cogido de su bolsa de viaje antes de lanzar el autobús al agua del puerto.
-¿Qué has encontrado en el bote? -preguntó a Giordino.
-Con lo que hay aquí no podríamos ni colocar la puerta de un establo. En el compartimiento había tres llaves de diversos tamaños, un destornillador, una bomba de gasolina, cuatro llaves de bujías, tornillos y tuercas, un par de trapos, un remo de madera, una cubierta de nailon para el bote y un bonito chisme que nos alegrará el viaje.
-¿De qué se trata?
Giordino le mostró una pequeña bomba de aire manual.
-Esto, que sirve para hinchar los tubos de flotación.
-¿Cuánto mide el remo?
-Poco más de un metro.
-Apenas tiene la suficiente altura para sustentar una vela.
-Cierto, pero si lo atamos a la consola, podemos utilizarlo para sujetar la cubierta de nailon y protegernos del sol.
-Buena idea, además podremos recoger agua en caso de que vuelva a llover -dijo Maeve. Pitt la miró.
-¿Llevas algo encima que pueda sernos de alguna utilidad? Ella negó con la cabeza.
-Sólo la ropa. Mi monstruosa hermana me arrojó al bote sin permitirme siquiera coger el lápiz de labios.
Pitt abrió el pequeño paquete y sacó de él una navaja del ejército suizo, una vieja brújula de boy scout, un pequeño tubo de fósforos, un botiquín de primeros auxilios del tamaño de un paquete de cigarrillos y una pequeña pistola automática máuser de calibre 25 con un cargador extra. Maeve miró la pequeña arma.
-Con eso podrías haber matado a John Merchant y a mi padre.
-Con todos los guardias que rodeaban a tu padre, no tenía la más mínima posibilidad de conseguirlo.
-Por el bulto de ese paquete en la pernera de tu pantalón, pensé que estabas particularmente bien dotado -dijo Maeve con una sonrisa maliciosa-. ¿Siempre llevas encima una bolsa de emergencia?
-Desde mis días de boy scout.
-¿Y contra quién piensas disparar aquí, en medio de la nada?
-No contra quién, sino contra qué. Contra el primer pájaro que se me ponga a tiro.
-¿Serías capaz de matar a un pobre animal indefenso? Pitt la miró irónicamente.
-Pues sí. Es que tengo una extraña aversión a morirme de hambre, compréndelo.
Mientras Giordino hinchaba con la bomba los tubos de flotación antes de instalar el toldo, Pitt examinó el bote para comprobar que no hubiera vías de agua o quemaduras en los flotadores de neopreno o algún otro daño en el casco de fibra de vidrio. Luego se tiró al agua y, buceando, pasó las manos por el fondo de la embarcación; afortunadamente se hallaba intacto. El bote debía de tener unos cuatro años y, al parecer, había sido utilizado para llegar a la orilla cuando el yate de Dorsett se encontraba amarrado frente a alguna playa sin fondeadero. Con gran alivio, Pitt llegó a la conclusión de que el bote estaba algo usado, pero, por lo demás, se encontraba en excelentes condiciones. El único fallo era que no tuviera motor fuera borda.
Subió de nuevo a bordo y mantuvo a sus compañeros ocupados todo el día con pequeños trabajos que les hicieran olvidar la sed y la desesperada situación en que se hallaban. No se hacía ilusiones respecto al tiempo que podrían aguantar así. Tiempo atrás, Giordino y él caminaron sin agua durante casi siete días por el desierto del Sahara, pero aquél era un calor seco, mientras que, en el mar, la sofocante humedad era una inapelable sentencia de muerte.
Giordino colocó el toldo de nailon para que él y sus compañeros pudieran protegerse de los ardientes rayos del sol. Utilizó como soporte el remo, previamente asegurado a la consola de mando, y, usando pequeños cabos cortados del cable de nailon, ató los extremos de la cubierta a los lados de los tubos de flotación. Dejó suelto un extremo de la tela, a fin de que, si caía agua de lluvia, ésta fuera a parar a una nevera de plástico que Maeve había encontrado bajo un asiento. La joven limpió la nevera, que llevaba largo tiempo sin ser usada, y luego trató de que el interior del bote fuera lo más cómodo posible. Pitt, mientras tanto, estuvo separando las hebras de un pedazo de cuerda de nailon, para hacer con ellas un sedal de pesca.
La única comida que había en dos mil kilómetros a la redonda eran los peces. Si no lograban atrapar alguno, morirían de hambre. Con la aguja de la hebilla del cinturón, improvisó un anzuelo que luego ató al sedal y sujetó el otro extremo al centro de una de las herramientas, a fin de poderlo coger con ambas manos. El problema era que no tenían cebo. En las inmediaciones no había gusanos, ni moscas, ni, desde luego, pedazos de queso. Pitt se inclinó sobre los tubos de flotación, hizo visera con la mano para protegerse los ojos del sol y miró hacia el fondo del mar.
Ya se había reunido un séquito de curiosos bajo la sombra de la balsa. Cuando se surcan los mares en barcos y yates impulsados por potentes motores con ruidosos tubos de escape y grandes hélices, es difícil distinguir algún tipo de vida en alta mar. Sin embargo, al ir flotando próximos a la superficie del agua, yendo silenciosamente a la deriva, era fácil ver los habitantes de las profundidades, mucho más numerosos y variados que los animales que moran en tierra firme.
Bancos de peces similares a arenques, no mucho más grandes que el meñique de Pitt, pasaban coleteando bajo el bote. Reconoció pámpanos, delfines, que no debían ser confundidos con las marsopas, y sus primos mayores, los dorados, con las altas frentes y las largas y policromas aletas coronando sus iridiscentes cuerpos. Un par de grandes caballas nadaban en círculo y atacaban ocasionalmente a algún pez menor. También había un pequeño tiburón, un pez martillo, uno de los más extraños habitantes del mar, cuya cabeza se expandía a lo ancho.
-¿Qué usarás como cebo? -preguntó Maeve.
-A mí mismo -dijo Pitt-. Me ofreceré a los peces como exquisitez culinaria.
-¿Qué quieres decir?
-Mira y aprende.
Estupefacta, Maeve observó cómo Pitt sacó la navaja, se remangó una pernera del pantalón y con tranquilidad se rebanó un pedacito de carne de la parte trasera del muslo. Luego lo pinchó en el improvisado anzuelo. Pitt lo hizo con tal naturalidad que Giordino no se fijó en él hasta que vio unas gotas de sangre en el suelo del bote.
-¿Te divierte hacer esas cosas? -quiso saber.
-¿Tienes el destornillador a mano? -preguntó Pitt.
Giordino le enseñó el que tenía.
-¿Quieres que te opere?
-Hay un pequeño tiburón bajo el bote -explicó Pitt-. Voy a atraerlo a la superficie. Cuando pique, tú le clavas el destornillador en la cabeza, entre los ojos. Si lo haces bien, quizá le alcances el cerebro de tamaño de un guisante que tiene.
Maeve no quería participar en esa extraña pesca.
-¿Vas a subir un tiburón a bordo?
-Si tenemos suerte, sí -dijo Pitt, desgarrándose un pedazo de camiseta para vendarse la pequeña herida del muslo.
Ella fue a gatas hasta la popa del bote y se acomodó tras la consola, para quitarse de en medio.
-Ten cuidado, no te vaya a arrancar un brazo.
Giordino se arrodilló junto a Pitt y éste sumergió lentamente el cebo humano en el agua. Las caballas nadaron alrededor, pero Pitt levantó el cebo para desalentarlas. Algunos de los pequeños peces carroñeros se precipitaron para atrapar el apetitoso aperitivo, pero no tardaron en abandonar la escena cuando el tiburón, advirtiendo la presencia de sangre, fue hacia el cebo. Pitt tiraba del sedal cada vez que el tiburón se aproximaba.
Mientras Pitt iba acercando lentamente el anzuelo y el cebo al bote, Giordino, con el brazo alzado y empuñando el destornillador como si fuese una daga, escrutaba las profundidades. Al fin el tiburón se puso de costado junto al bote. El lomo del animal era gris ceniciento y la panza blanca, entonces vieron la aleta dorsal que emergía del agua como el periscopio de un submarino. El destornillador describió un arco y se clavó en la dura cabeza del tiburón cuando éste rozó los tubos de flotación con su costado. En manos de cualquier otro hombre, el metal nunca hubiese perforado el cartilaginoso esqueleto del pez, pero Giordino lo hundió hasta la empuñadura.
Pitt se inclinó, cerró los brazos bajo la panza del pez martillo, tras las branquias y tiró hacia arriba al tiempo que Giordino volvía a golpearlo. Cayó de espaldas en el bote, sujetando al tiburón de metro y medio entre los brazos como si fuera un bebé. Agarró la aleta dorsal, cerró las piernas en torno a la cola y aguantó.
Las feroces fauces se abrían y cerraban violentamente, sin encontrar más que aire. Tras la consola, Maeve se estremeció y lanzó un grito cuando los triangulares dientes se cerraron a sólo unos metros de sus piernas.
Parecía que estuviesen peleándose con un caimán. Giordino cayó sobre la coleteante bestia marina, apretándose contra el suelo del bote, lacerándose los antebrazos contra la áspera piel.
Aunque malherido, el pez martillo daba muestras de una increíble vitalidad. Impredecible, tan pronto se mostraba agresivo como dócil. Al fin, tras largos minutos de debatirse inútilmente, el tiburón se rindió y quedó inmóvil. Pitt y Giordino se apartaron de él e intentaron recuperar el aliento. El duro forcejeo agravó las magulladuras de Pitt, que se sentía inmerso en un mar de dolor.
-Tendrás que cortarlo tú -dijo a Giordino con el poco aliento que le quedaba-. Tengo menos fuerzas que un gatito.
-Tranquilo -dijo el italiano, paciente y comprensivo-. Después de la paliza que te dieron en el yate y el vapuleo de la tormenta, es un milagro que no hayas entrado en coma.
Aunque Pitt había afilado las hojas de su navaja del ejército suizo, Giordino tuvo que sujetar la empuñadura con ambas manos y hacer uso de toda su fuerza para desgarrar la dura panza del escualo. Siguiendo los consejos de Maeve, zoóloga marina profesional, extrajo diestramente el hígado e hizo una gran incisión en el estómago, donde encontró un dorado recién comido y varios arenques. Luego Maeve le mostró cómo separar con eficacia la carne de la piel.
-Debemos comernos el hígado enseguida -aconsejó la joven-. Es la parte más nutritiva y se descompone con rapidez.
-¿Y qué hacemos con el resto de la carne? -preguntó Giordino, al tiempo que metía la mano en el agua para limpiársela y limpiar el cuchillo-. Con este calor, no tardará en echarse a perder.
-Disponemos de toda la sal del océano. Corta la carne en tiras y luego cuélgala por todo el bote. Cuando se seque, cogeremos la sal que se ha cristalizado en el toldo y frotaremos con ella la carne, para conservarla mejor.
-Yo, de niño, odiaba el hígado -dijo Giordino, que sintió náuseas sólo de pensar que debía comerse el del pez martillo-. No creo que tenga tanta hambre como para poder comérmelo crudo.
-Haz un esfuerzo -pidió Pitt-. Es importante que conservemos las fuerzas. Ahora sabemos que podemos conseguir alimento, por lo tanto nuestro mayor problema es la falta de agua.
Con la noche llegó una extraña calma. La media luna rielaba sobre el mar, dibujando un plateado rastro que se perdía en el horizonte septentrional. Oyeron los graznidos de un pájaro que cruzaba el cielo estrellado, pero no lograron divisar el animal. Después de sufrir el calor del sol, tuvieron que enfrentarse a las frías temperaturas, frecuentes en las latitudes meridionales, que mitigaron ligeramente la sed de los tres amigos, cuyas mentes se evadieron en otras cosas. El rítmico golpeteo de las olas contra el bote hizo que Maeve se quedara adormilada pensando en los felices momentos pasados con sus hijos. Giordino se imaginó en el sofá de su apartamento de Washington, rodeando a una bella mujer con un brazo, mientras sostenía una jarra de cerveza helada con la otra mano y veía viejas películas por la televisión.
Tras pasarse casi toda la tarde descansando, Pitt estaba despierto y se sentía lo bastante recuperado como para tratar de calcular donde se hallaban e intentar predecir el tiempo por la forma de las nubes, la altura y la frecuencia de las olas y el color del ocaso. Cuando se hizo de noche, estudió las estrellas e intentó calcular la posición aproximada del bote. Durante su encierro en la despensa del yate, en el viaje desde Wellington, había utilizado su vieja brújula, y pudo comprobar que el yate mantuvo un rumbo suroeste de dos-cuatro-cero grados durante treinta horas menos veinte minutos. Recordó que John Merchant había dicho que el yate alcanzaba una velocidad de crucero de 120 kilómetros por hora. Multiplicando la velocidad por el tiempo consiguió un total de distancia recorrida de unos 3.600 kilómetros desde el momento en que salieron de Wellington hasta que fueron abandonados en medio del océano. Según esa estimación, debían de encontrarse en el centro de la parte sur del mar de Tasmania, entre las costas más meridionales de Tasmania y Nueva Zelanda.
La siguiente cuestión que debía resolver era hasta dónde los había arrastrado la tormenta, algo casi imposible de calcular con un mínimo de precisión. Sin embargo, Pitt estaba seguro de que la tormenta había soplado del noroeste. En cuarenta y ocho horas, podría haberlos llevado a considerable distancia hacia el sureste, lejos de tierra firme. Por su experiencia en otros proyectos, sabía que las corrientes y los vientos de esa parte del océano índico tenían una ligera desviación hacia el sureste. Si se encontraban a la deriva entre los paralelos cuarenta y cincuenta, iban camino de la enorme y desierta expansión del Atlántico meridional, donde no navegaba barco alguno. La tierra más próxima debía de ser el extremo meridional de América del Sur, a casi trece mil kilómetros de distancia.
Alzó la vista hacia la Cruz del Sur, una constelación que no era visible por encima de los treinta grados de latitud norte, la latitud que cruzaba África del Norte y el extremo de Florida. Descrita desde la antigüedad, sus cinco brillantes estrellas habían servido de guía a los marinos y aviadores que surcaban la inmensa extensión del Pacífico desde los primeros viajes de los polinesios. Millones de kilómetros cuadrados de soledad, punteados sólo por islas que eran las cimas de inmensas montañas submarinas.
Por más que pensara y deseara sobrevivir, y pese a cuanta suerte pudieran tener, lo cierto era que sus posibilidades de volver a pisar tierra firme eran prácticamente nulas.
33
Hiram Yaeger estaba sumido en las azules profundidades del mar, cuyas aguas pasaban fugazmente ante él, como si se encontrase volando en un reactor a través de nubes coloreadas. Pasaba sobre el borde de abismos aparentemente insondables, recorría valles entre enormes cadenas montañosas que ascendían desde el negro fondo del abismo hasta la soleada superficie. El paisaje marino era a un tiempo sobrecogedor y bello. La sensación era idéntica a la de volar.
Era domingo y Yaeger trabajaba a solas en el décimo piso del desierto edificio de la ANIM. Tras nueve horas ininterrumpidas de mirar el monitor del ordenador, el hombre se retrepó en el asiento y dio descanso a sus fatigados ojos. Al fin había dado los toques finales a un complejo programa que había creado utilizando síntesis visuales algorítmicas para mostrar de modo tridimensional la propagación de las ondas sonoras a través de los mares. Mediante la sofisticada tecnología de las gráficas informáticas, había penetrado en un mundo que muy pocos conocían. Yaeger y todo su equipo habían tardado una semana en reproducir por medio del ordenador el curso de los sonidos de alta frecuencia que viajaban por el agua. Utilizando un hardware especial y una gran base de datos sobre las variaciones de transmisión del sonido en el Pacífico, habían logrado establecer un modelo que distinguía los lugares susceptibles de ser puntos de convergencia sónica.
Las imágenes submarinas aparecían en rapidísima sucesión, creando la ilusión de movimiento a través de los mapas tridimensionales que se habían acumulado a lo largo de un período de estudios oceanógraficos de treinta años. Habían logrado convertir la representación visual informática en una obra de arte.
Seguía atento a una serie de luces de una vanada gama de colores cálidos, que iban del amarillo al rojo intenso. Según parpadeaban secuencialmente, podía saber lo cerca que estaba del punto en que las ondas sónicas podían converger. Un lector digital separado le informaba de la latitud y la longitud. Lapiéce de résistence del sistema gráfico era la representación dinámica de la zona de convergencia. Incluso era posible programar la imagen para que se elevara por encima de la superficie del agua y mostrara la presencia de cualquier barco cuyo curso conocido fuera a cruzar por aquel sector del océano en un momento determinado.
La luz roja más a la derecha de Yaeger parpadeó. Tecleó para elevar la imagen por encima del agua y poder ver la superficie marina del punto de convergencia. Había esperado contemplar un horizonte vacío, pero lo que el monitor le mostró no fue en absoluto lo que había imaginado. Una montañosa masa terrestre cubierta de vegetación llenó la pantalla. Repitió toda la secuencia, desde los cuatro puntos repartidos por el océano que representaban las islas en que se encontraban las minas de la Dorsett Consolidated... Repitió el procedimiento diez, veinte, treinta veces, rastreando las ondas sónicas hasta su lugar de convergencia.
Convencido al fin de que no había error, Yaeger se desmoronó exhausto en el sillón y movió la cabeza en un gesto de desesperación.
-¡Dios mío! -murmuró.
El almirante Sandecker debía obligarse a no trabajar los domingos. Siendo el suyo un caso grave de adicción al trabajo, corría diez kilómetros cada mañana y después del almuerzo hacía gimnasia para quemar el exceso de energía. Apenas dormía cuatro horas diarias, y sus largas jornadas de trabajo hubieran podido acabar con cualquiera. Aunque divorciado desde hacía mucho, con una hija que vivía con su marido y sus tres hijos en Hong Kong, el otro extremo del mundo, Sandecker no era ni mucho menos un solitario. Considerado un excelente partido por las otoñales solteras y divorciadas de Washington, llovían sobre él las invitaciones a cenas y fiestas de la élite social. Sin embargo, aunque disfrutaba de la compañía femenina, su amor era la ANIM. La agencia científica marina era para él su familia. Él la creó y la convirtió en una gigantesca institución admirada y respetada en todo el mundo.
Dedicaba los domingos a navegar por el río Potomac en un viejo barco auxiliar de la marina que había adquirido y él mismo había reconstruido. La pequeña embarcación, de sólo ocho metros de eslora, tenía su historia, y Sandecker la había investigado desde que había sido construida en 1936 en un pequeño astillero de Portsmouth, Maine. Desde él fue transportada a Newport News, Virginia, donde la cargaron a bordo del entonces recién fletado portaaviones Enterprise. Durante los años de guerra y a lo largo de múltiples batallas en el Pacífico meridional, fue el barco personal de costa del almirante Bull Halsey. En 1958, cuando el Enterprise fue retirado del servicio y desguazado, el añoso barco auxiliar quedó olvidado en una zona de almacenamiento del astillero New York. Fue allí donde Sandecker encontró y compró la reliquia. Luego la restauró con todo su amor y el barco recuperó el aspecto que había tenido al salir de los astilleros de Maine.
Mientras escuchaba el suave ruido del viejo motor diesel Buda de cuatro cilindros, reflexionó sobre los sucesos de la anterior semana y consideró lo que debía hacer a partir del lunes. Lo que más le preocupaba era la plaga acústica desencadenada por la codicia de Arthur Dorsett, que estaba devastando el océano Pacífico. Además estaba el secuestro de Pitt y Giordino y su posterior desaparición. A Sandecker le angustiaba no tener la más remota idea de cómo solucionar ambos problemas.
Los miembros del Congreso a los que se había dirigido habían rechazado su petición de que tomaran medidas drásticas a fin de detener a Arthur Dorsett. Querían pruebas contundentes, pues para ellos, no había suficientes indicios de culpabilidad que relacionaran a Dorsett con las muertes en el océano. Esta actitud era respaldada y fomentada por los agentes de Dorsett, que estaban generosamente pagados. Lo mismo de siempre, pensó Sandecker frustrado. Los burócratas sólo actuaban cuando ya era demasiado tarde. La única esperanza que le quedaba era persuadir al presidente de que emprendiera alguna acción legal contra Dorsett, pero sin el apoyo de al menos dos congresistas, ésa era también una causa perdida.
Nevaba ligeramente sobre el río, y los copos blanqueaban los árboles desnudos y la escasa vegetación. En ese día invernal, el suyo era el único barco visible en el río. El cielo de la tarde era azul pálido como el hielo y el aire limpio y frío. Sandecker se subió el cuello del viejo chaquetón marino, se bajó el gorro de lana hasta las orejas y dirigió el barco hacia el amarradero de Maryland donde lo guardaba. Mientras se aproximaba, vio que alguien bajaba de un jeep y cruzaba el embarcadero. Incluso a quinientos metros de distancia, reconoció con facilidad el vivo y característico modo de caminar de Rudi Gunn.
Sandecker puso el pequeño barco contra la corriente y redujo casi por completo la potencia del viejo motor Buda. Al aproximarse al embarcadero, advirtió la torva expresión de Gunn. Mientras intentaba dominar sus malos presentimientos, el almirante arrojó los neumáticos de goma que servían de parachoques por encima de la borda de babor. Luego echó un cable a Gunn y éste tiró del barco y amarró la proa y la popa a sendas cornamusas atornilladas a la grisácea madera.
El almirante extrajo de un cajón una cubierta y, ayudado por Gunn, la extendió sobre las barandillas del barco. Una vez hubieron terminado, el almirante saltó al embarcadero. Los dos hombres aún no habían cruzado palabra.
-Si alguna vez quiere venderlo -dijo Gunn, contemplando la embarcación-, no olvide que yo siempre tengo listo mi talonario.
Sandecker lo miró e inmediatamente advirtió que Gunn estaba muy preocupado.
-No creo que hayas venido hasta aquí sólo para admirar mi barco.
Gunn fue hasta el extremo del embarcadero y dirigió una torva mirada a las turbias aguas del río.
-Nos ha llegado el último informe sobre el secuestro de Dirk y Al en el Ocean Angler y no es demasiado bueno.
-Oigámoslo.
-Diez horas después de que el yate de Dorsett desapareciera de nuestras cámaras satélite...
-¿Los satélites de reconocimiento los han perdido? -lo interrumpió Sandecker furioso.
-Nuestras agencias militares de inteligencia no consideran que el hemisferio sur sea una zona de conflictos o de actividades potencialmente hostiles -contestó algo molesto Gunn-. Es imposible que con los presupuestos con que contamos se mantengan en órbita los satélites necesarios para cubrir los mares del sur de Australia.
-Debí tenerlo en cuenta -murmuró Sandecker-. Continúa, por favor.
-La Agencia Nacional de Seguridad interceptó una comunicación telefónica vía satélite entre Arthur Dorsett, desde su yate, y su superintendente de operaciones en la isla Gladiator, un tal Jack Ferguson. El mensaje decía que Dick, Al y Maeve Fletcher fueron abandonados en medio del mar en un pequeño bote sin motor, muy al sur del paralelo cincuenta, donde el océano índico se une con el mar de Tasmania. No se mencionaba el lugar exacto. Dorsett dijo que se proponía regresar a su isla privada.
-¿Dejó a su propia hija en una situación que podía significar su muerte? -murmuró Sandecker, que le costaba creer lo que estaba oyendo-. Me parece algo impensable. ¿Estás seguro de que el mensaje fue correctamente interceptado?
-No existe error -dijo Gunn.
-Es un asesinato a sangre fría -musitó Sandecker-. Y los ha dejado en una zona de fortísimos vientos.
-Aún hay más -dijo Gunn muy serio-. Dorsett los abandonó en medio del camino de un tifón.
-¿Cuánto hace de eso?
-Llevan cuarenta y ocho horas a la deriva.
Sandecker movió la cabeza en un gesto de desolación.
-Aunque hayan logrado sobrevivir, será dificilísimo encontrarlos.
-Más bien imposible; ni nuestra marina ni la australiana disponen de barcos o aviones para efectuar una búsqueda.
-¿Y tú crees que eso es cierto?
Gunn negó con la cabeza.
-¿Qué posibilidades tienen de ser vistos por algún barco? -preguntó Sandecker.
-Se encuentran alejados de las rutas navales. Sólo algunos barcos que llevan provisiones a las estaciones científicas subcontinentales y algún que otro ballenero transitan por esa zona. El mar entre Australia y la Antártida es prácticamente un desierto, las posibilidades de que los rescaten son más bien nulas.
Rudi Gunn parecía cansado y derrotado. SÍ fueran un equipo de fútbol en el que Sandecker actuara de entrenador, Pitt de delantero y Giordino de defensa, Gunn sería el encargado de la estrategia, de analizar las jugadas y mantener informado al entrenador. Era un hombre indispensable, con la moral siempre alta, por eso a Sandecker le sorprendía verlo tan abatido.
-Me da la sensación de que no tienes muchas esperanzas de que sobrevivan.
-Tres personas en una balsa a la deriva, asediadas por fuertes vientos y un mar embravecido... Aunque, milagrosamente, hayan sobrevivido al tifón, tendrán que enfrentarse a la sed y el hambre. Dirk y Al han regresado de entre los muertos en más de una ocasión, pero me temo que esta vez las fuerzas de la naturaleza les han declarado la guerra.
Tajantemente, Sandecker replicó:
-Estoy seguro de que Dirk no se habrá dejado vencer por la tormenta y sobrevivirá -contestó Sandecker de forma tajante-. Aunque para ello tenga que ir remando en esa balsa hasta San Francisco. -Hundió las manos en los bolsillos del chaquetón marinero-. Pon alerta a todos los barcos de investigación de la ANIM que se encuentren en un radio de cinco mil kilómetros y envíalos a la zona.
-Disculpe la franqueza, almirante; pero es muy poco lo que podemos hacer... además, posiblemente ya es demasiado tarde.
-No, no pienso aceptar eso -exclamó Sandecker con resolución-. Pienso exigir que se emprenda una operación de búsqueda por mar y aire. Y si no me hacen caso, haré que la marina y la fuerza aérea se arrepientan de haber nacido.
Yaeger localizó a Sandecker en su restaurante favorito, un pequeño y acogedor local donde preparaban una carne excelente. El almirante, sombrío, estaba cenando con Gunn cuando de pronto sonó el pequeño teléfono móvil Motorola Iridium. Sandecker engulló un bocado de filet mignon con ayuda de un sorbo de vino y contestó a la llamada.
-¿Sí?
-Soy Hiram Yaeger, almirante. Lamento molestarlo.
-No necesitas disculparte, Hiram. Me consta que, si no fuera urgente, no me molestarías estando fuera de la oficina.
-¿Le causaría mucho trastorno venir al centro de datos?
-¿Se trata de algo demasiado importante para decírmelo por teléfono?
-Sí, señor. Ya sabe que es fácil interceptar las conversaciones realizadas por teléfonos móviles. No quiero parecer melodramático, pero es fundamental que le informe en persona.
-Rudi Gunn y yo estaremos ahí en media hora. -Sandecker se guardó el teléfono en el bolsillo y continuó cenando.
-¿Malas noticias? -preguntó Gunn.
-Si he leído correctamente entre líneas, Hiram ha obtenido nuevos datos sobre la plaga acústica. Quiere informarnos en el centro de datos.
-Espero que sean buenas noticias.
-Por el tono de su voz, no me ha dado esa sensación -contestó Sandecker-. Sospecho que ha dado con algo que a ninguno de nosotros nos gustará.
Yaeger estaba repantigado en su sillón, con las piernas extendidas, contemplando la imagen de vídeo que mostraba la pantalla de un gran monitor cuando Sandecker y Gunn entraron en su despacho.
Yaeger se volvió hacia ellos y los saludó sin levantarse.
-¿Qué novedades tienes? -preguntó el almirante, yendo directo al grano.
Yaeger se enderezó y señaló la pantalla.
-Encontré un método para calcular las posiciones de convergencia de la energía acústica procedente de las minas de Dorsett.
Gunn arrimó una silla y, sin dejar de mirar el monitor, dijo:
-Te felicito, Hiram. ¿Has conseguido saber dónde se producirá la próxima convergencia?
Yaeger movió la cabeza en un gesto de afirmación.
-En efecto, pero antes, si me lo permiten, les explicaré el proceso-. Tecleó una serie de datos y luego se echó hacia atrás en su asiento-. La velocidad con que el sonido viaja a través del agua varía según las temperaturas del mar y las diferentes presiones hidrostáticas de las distintas profundidades. Cuanto mayor es la profundidad y más pesada la columna de agua que hay por encima, más deprisa viaja el sonido. Podría citar otro centenar de variables como las condiciones atmosféricas, los cambios climáticos de las estaciones, el acceso de propagación a la zona de convergencia y la formación de cáusticas sónicas, pero haré un resumen lo más sencillo posible y lo ilustraré.
En el monitor apareció la imagen de un mapa del océano Pacífico, con cuatro líneas verdes que comenzaban en las distintas minas de Dorsett y se cruzaban en la isla Seymour y en la Antártida.
-Empecé yendo desde el punto donde se produjo la convergencia hacia atrás, hacia la fuente del fenómeno. En primer lugar, el hueso más duro de roer, la isla Seymour, situada frente al extremo de la Península Antártica, en el mar de Weddell, que forma parte del Atlántico meridional. He logrado determinar que las ondas sónicas que se propagaron por el fondo del mar fueron desviadas a causa de las características montañosas del fondo marino. Se trató de un fenómeno fortuito, que no respondía a las pautas normales. Establecido un método, calculé un caso más simple, el que mató a la tripulación del Mentawai.
-Eso ocurrió cerca de la isla Howland, casi en el centro del océano Pacífico -comentó Sandecker.
-Por eso es mucho más sencillo de analizar que la convergencia de la isla Seymour -dijo Yaeger, mientras tecleaba nuevos datos que alteraron la pantalla. Esta mostró entonces cuatro líneas azules que comenzaban en las islas Kunghit, Gladiator, de Pascua y Komandorskie. Luego añadió otras cuatro líneas rojas-. Ésta es la intersección de las zonas de convergencia que exterminó a la flota pesquera rusa que navegaba al noreste de Hawai -explicó.
-¿Dónde calculas que se producirá la siguiente intersección de zonas de convergencia? -preguntó Gunn.
-Si las condiciones permanecen estables durante los tres próximos días, la próxima tragedia tendrá lugar por estos contornos.
Las líneas, esta vez amarillas, se cruzaron novecientos kilómetros al sur de la isla de Pascua.
-En esa parte del océano, el riesgo de que algún barco que atraviese la zona sea alcanzado resulta mínimo -murmuró Sandecker-. De todas maneras, y para no correr riesgos, haré que se dé aviso a todos los barcos de que no naveguen por esa zona.
Gunn se acercó más a la pantalla.
-¿Cuál es el margen de error?
-Más o menos doce kilómetros -replicó Yaeger.
-¿Y la extensión de la zona de convergencia?
-Tendrá un diámetro de entre cuarenta y noventa kilómetros; la diferencia depende de la energía con que converjan las ondas de sonido de alta frecuencia después de recorrer esas enormes distancias.
-El número de criaturas marinas que habitan en una zona así debe de ser enorme.
-¿Con cuánto tiempo de anticipación puedes predecir una convergencia de ultrasonidos? -quiso saber Sandecker.
-Las condiciones oceánicas son muy difíciles de predecir -contestó Yaeger-. Me es imposible hacer previsiones precisas a más de treinta días. Pasado ese límite de tiempo, el azar manda.
-Aparte de la próxima confluencia de ondas, ¿has podido determinar alguna otra?
-Sí. Se producirá dentro de diecisiete días. -Yaeger echó un vistazo a un gran calendario en el que se veía a una bonita muchacha con falda ajustada sentada ante un ordenador-. El 22 de febrero.
-¿Tan pronto?
Yaeger miró al almirante con una expresión asustada.
-He reservado lo peor para el final. -Sus dedos se movieron sobre el teclado-. Señores, les comunico que el 22 de febrero se producirá una catástrofe de gran magnitud, sin precedentes hasta este momento.
No estaban preparados para aceptar lo que apareció en la pantalla. Lo que el monitor de vídeo anunciaba era un acontecimiento absolutamente impensable, un apocalíptico desastre que les resultaba imposible evitar. Horrorizados y estupefactos, Sandecker y Gunn contemplaron las cuatro líneas púrpura que se cruzaban en la pantalla.
-¿No hay posibilidad de error? -preguntó Gunn.
-He repetido los cálculos más de treinta veces -dijo Yaeger cansado-. Me esforcé al máximo por detectar algún fallo, algún error, alguna variable que desmienta mis conclusiones, pero, por muchas vueltas que le doy, siempre llego a la misma conclusión.
Sandecker se pasó una mano por la frente y susurró:
-Dios mío, no puede ser... No, habiendo tantos lugares desiertos en el océano.
-A no ser que algún trastorno natural imprevisto altere las condiciones marítimas y atmosféricas -anunció Yaeger con aplomo-, la zona de convergencia tendrá lugar, aproximadamente, a quince kilómetros de la ciudad de Honolulú.
34
A diferencia de su predecesor, el presidente que ocupaba en esos momentos la Casa Blanca tomaba decisiones con rapidez y firmeza, sin vacilar. Se negaba a participar en interminables comités que conseguían poco o nada y sentía particular desagrado hacia los asesores que se pasaban el día lamentando o celebrando las últimas encuestas presidenciales. No le interesaba construirse trincheras contra las críticas de la prensa o el público, sino hacer cuanto le fuera posible en los cuatro años de su presidencia. Si fracasaba, por mucha retórica que utilizara, por mucho que dorase la píldora al electorado o echase la culpa al partido de la oposición, no lograría ser elegido para otro mandato. Los politicastros del partido se mesaban los cabellos y le suplicaban que ofreciese una imagen más receptiva, pero él les hacía caso omiso y se dedicaba a la tarea de gobernar en el mejor interés del país y sin pensar mucho en cuántos callos pisaba.
La petición de Sandecker de entrevistarse con el presidente apenas inmutó a Wílbur Hutton, jefe de personal de la Casa Blanca, que solía ignorar tales solicitudes, salvo que procedieran de algún líder del partido en el Congreso o del vicepresidente. Hasta a los propios miembros del Gabinete presidencial les costaba conseguir entrevistas personales con el presidente, porque Hutton desempeñaba con excesivo celo su tarea de cancerbero del jefe del Ejecutivo.
Hutton no resultaba fácil de intimidar. Era un hombre alto y corpulento como un profesional de lucha libre. Llevaba el poco pelo que le quedaba cuidadosamente cortado a cepillo, de manera que acentuaba aún más la forma de su cabeza, un huevo teñido de rojo. Miraba el mundo a través de unos límpidos ojos azules que nunca hurtaban la mirada. Licenciado por la Universidad de Arizona, doctor en economía por la de Stanford, tenía fama de mostrarse poco receptivo hacia las personalidades procedentes de las universidades más rancias y prestigiosas.
A diferencia de muchos altos funcionarios de la Casa Blanca, Hutton sentía gran respeto hacia los miembros del Pentágono. Se había alistado en la infantería y servido en el ejército y poseía un envidiable historial militar conseguido por su heroica actuación en la guerra del Golfo, por ello sentía gran afecto hacia los jefes militares y atendía mucho mejor a los generales y almirantes que a los políticos de traje oscuro.
-Siempre es un placer verte, Jim. -Había recibido cordialmente a Sandecker, pese al hecho de que éste se había presentado sin previo aviso-. Aunque pareces tener gran urgencia por ver al presidente, lamento decirte que tiene la agenda completa. Siento mucho que hayas hecho el viaje para nada.
Sandecker sonrió primero y se puso serio luego.
-Lo que me trae es demasiado delicado para explicarlo por teléfono, Will. No disponemos de tiempo para utilizar los canales adecuados. Cuanta menos gente conozca el peligro que se avecina, mejor.
Hutton indicó a Sandecker una butaca y luego cruzó el despacho y cerró la puerta.
-Discúlpame si te parezco frío e insensible, pero esas palabras las escucho muy a menudo.
-Estoy seguro de que lo que voy a decirte no lo has escuchado nunca. Dentro de dieciséis días, todos los hombres, mujeres y niños de Honolulú y en gran parte de la isla de Oahu estarán muertos.
Sandecker sintió sobre sí la taladrante mirada de Hutton.
-Vamos, vamos, Jim. ¿A qué viene esto?
-Mis científicos y analistas de datos de la ANIM han resuelto el misterio marino que ha matado a tanta gente y ha hecho estragos en la fauna del océano Pacífico. -Sandecker abrió el portafolios y dejó una carpeta sobre el escritorio de Hutton-. Éste es el informe de nuestra investigación. Llamamos al fenómeno plaga acústica, porque las muertes son producto de ondas sónicas de alta frecuencia que se concentran por refracción. Esta extraordinaria energía se propaga luego a través del mar hasta que converge y aflora, matando a todo ser vivo que se encuentra en un radio de hasta noventa kilómetros.
Por unos instantes Hutton guardó silencio, se preguntaba si el almirante había perdido la cabeza; pero no. Conocía a Sandecker desde hacía demasiado tiempo y sabía que era un hombre serio, consagrado a su trabajo y nada dado a exageraciones. Abrió la carpeta del informe y echó un vistazo a su contenido mientras el almirante aguardaba pacientemente. Al fin Hutton alzó la mirada.
-¿Está tu gente segura de esto?
-Por completo -dijo Sandecker tajante.
-Siempre existe la posibilidad de un error.
-No hay error posible. Sólo existe un 5 por ciento de posibilidades de que la convergencia se produzca a una distancia que no afecte a la población de la isla.
-En los cenáculos del Congreso se dice que abordaste a los senadores Raymond e Ybarra para hablarles de este asunto, pero no lograste conseguir su apoyo para un ataque militar contra las propiedades de la Dorsett Consolidated.
-No conseguí persuadirlos de la gravedad de la situación.
-Y ahora acudes al presidente.
-Y acudiría al propio Dios, si con ello salvase dos millones de vidas.
Hutton miró a Sandecker con la cabeza ladeada y un dubitativo brillo en los ojos. Jugueteó con uno de los lápices que había sobre el escritorio y luego movió la cabeza en un gesto de afirmación y se puso en pie, convencido de que no podía ignorar las palabras del almirante.
-Espera un momento -ordenó. Salió por una puerta que conducía a la Sala Oval y estuvo ausente durante diez minutos. Cuando regresó, dijo-: Pasa, Jim. El presidente te recibirá.
Sandecker miró a Hutton.
-Gracias, Will. Te debo una.
Cuando el almirante entró en la Sala Oval, el presidente, cortés, rodeó el viejo escritorio que había pertenecido a Roosevelt y estrechó la mano a su visitante.
-Encantado de conocerlo, almirante Sandecker.
-Le agradezco que me dedique su tiempo, señor presidente.
-Will me ha dicho que se trata de un asunto urgente que guarda relación con todas esas muertes del Polar Queen.
-Y muchas otras más.
-Cuéntale al presidente lo que acabas de decirme -dijo Hutton, al tiempo que daba al presidente el informe sobre la plaga acústica para que lo leyese mientras el almirante explicaba en qué consistía la amenaza.
Sandecker expuso la situación con calor y convicción, se mostró enérgico y vibrante, pues creía apasionadamente en el personal de la ANIM, en sus juicios y conclusiones. Tras una enfática pausa, terminó solicitando que se utilizase la fuerza militar para detener las operaciones mineras de Dorsett.
El presidente escuchó a Sandecker con atención, y cuando el almirante hubo concluido, siguió leyendo en silencio por unos minutos. Al fin alzó la vista.
-Comprenderá usted, almirante, que no puedo destruir arbitrariamente propiedades privadas situadas en suelo extranjero.
-Una acción que además pondría en peligro vidas inocentes -apostilló Hutton.
Sandecker dijo:
-Si lográsemos detener las operaciones de una de las minas de la Dorsett Consolidated -dijo Sandecker-, evitando así que la energía acústica dimanase de una de sus cuatro fuentes, reduciríamos lo bastante la fuerza de la convergencia como para salvar de una muerte horrible a los casi dos millones de hombres, mujeres y niños que viven en Honolulú y sus inmediaciones.
-Estará usted de acuerdo conmigo, almirante, en que la energía acústica no es una amenaza habitual para el gobierno. Se trata de una cuestión totalmente nueva para mí. Necesitaré tiempo para hacer que mis asesores del Consejo Nacional de Ciencias verifiquen las averiguaciones y datos de la ANIM.
-La convergencia se producirá dentro de dieciséis días, señor presidente -recordó Sandecker con tono sombrío.
-Nos reuniremos de nuevo pasados cuatro días -le aseguró el presidente.
-Ése es tiempo más que suficiente para decidir un plan de acción y llevarlo a efecto -dijo Hutton.
El presidente tendió la mano.
-Gracias por informarme sobre este asunto, almirante -dijo-. Le prometo que estudiaré con todo interés su informe.
-Muchas gracias, señor presidente -dijo Sandecker-. No podía esperar más.
Mientras acompañaba al almirante a la salida, Hutton dijo:
-No te preocupes, Jim. Yo me ocuparé de cursar tu aviso a través de los canales adecuados.
Sandecker le dirigió una taladrante mirada.
-Limítate a ocuparte de que el presidente no eche en saco roto mi advertencia, pues de lo contrario no quedará nadie en Honolulú para votarlo.
35
Cuatro días sin agua. El inclemente calor y la humedad constante les exprimía todo el sudor del cuerpo. Pitt no permitía que sus compañeros se dejaran ganar por el desaliento que podía mermar aún más su energía física e impedirles pensar adecuadamente. El monótono golpear de las olas contra el bote estuvo a punto de enloquecerlos hasta que al fin se acostumbraron a él. El ingenio era la clave de la supervivencia. Pitt había leído infinidad de relatos de náufragos y sabía que muchos marineros habían muerto a causa del letargo y la desesperanza. Pitt no dejaba de acicatear a Maeve y Giordino, instándolos a dormir sólo por la noche y a mantenerse ocupados durante las horas de luz.
Su estrategia surtió efecto. Aparte de cumplir la función de carnicera del barco, Maeve ató un pañuelo de seda a unos cables y lo dejó arrastrando por el agua en la parte de popa. Actuando como fina red, el pañuelo recogió una variada colección de plancton y de microscópicos seres marinos. Al cabo de unas cuantas horas dividió los especímenes en tres pequeños montones sobre la tapa de un asiento, como si se tratase de una ensalada de delicias del mar.
Giordino utilizó el duro acero de la navaja del ejército suizo para hacer muescas en el anzuelo hecho con la aguja de la hebilla del cinturón de Pitt. El italiano se había reservado las tareas de pesca, mientras Maeve hacía uso de sus conocimientos de biología y zoología, para limpiar y diseccionar las capturas del día. Otros náufragos se hubieran limitado a echar el anzuelo al agua y esperar. Giordino escogió como cebo los bocados más apetitosos -al menos para un pez- de las entrañas del tiburón y utilizó el sedal como los vaqueros usan la reata para enlazar a una res, enrollándoselo entre el codo y el valle del pulgar y el índice y soltándolo poco a poco, al tiempo que lo sacudía levemente para dar vida al cebo, pues una presa aparentemente viva resultaba más atractiva para los peces, y Giordino no tardó en conseguir su primera captura. Un pequeño atún mordió el anzuelo y un poco más tarde el animal se encontraba a bordo.
Los anales de los naufragios estaban llenos de historias de marinos que murieron de hambre a pesar de estar rodeados de peces, debido a que carecían de la pericia necesaria para atraparlos; no era el caso de Giordino. Una vez dominó el arte de la pesca y refino su sistema, sacaba peces con el virtuosismo de un pescador veterano. Con una red, habría llenado todo el bote en cuestión de horas. En los alrededores de la pequeña balsa, el mar parecía un acuario. Peces de todas clases escoltaban a los náufragos; los más pequeños y de vivos colores atraían a otros mayores, y éstos, a su vez, a los tiburones, que constituían una permanente molestia, pues embestían constantemente contra la balsa.
Amenazadores y elegantes a la vez, los tigres de las profundidades nadaban alrededor del bote cortando el agua con sus aletas triangulares como si fueran cuchillos de carnicero. Acompañados por su legendario séquito de peces guía, los tiburones giraban de costado al deslizarse tras el bote, y cuando éste se encontraba en el seno de una ola, los escualos, desde la cresta de la siguiente, miraban de frente a sus víctimas potenciales con felinos ojos, fríos como el hielo. Pitt recordó la reproducción de una pintura de Winslow Homer, Gulf Stream, que había en el aula de su escuela elemental. En ella se veía a un negro a bordo de un balandro desarbolado rodeado por una manada de tiburones en medio de una tempestad. Así había interpretado Homer la desigual lucha del hombre contra los elementos.
Masticar pescado crudo era un viejo y eficaz sistema, descubierto por los náufragos y los primeros navegantes, que proporcionaba a sus desdichados cuerpos algo de humedad. Comían la carne de tiburón secada al sol, aunque su menú también incluía dos peces voladores bastante grandes que habían caído en el bote durante la noche. El pescado crudo, con su aceitoso sabor, no era exactamente una fiesta para el paladar, pero contribuía a disminuir las punzadas del hambre y la sed y los hacía sentir ahítos con sólo unos bocados.
También satisfacían parcialmente la necesidad de reponer sus fluidos corporales dándose frecuentes chapuzones en el agua cerca del bote, mientras los otros vigilaban los tiburones. La fresca sensación que sentían tumbándose con las ropas húmedas a la sombra del toldo del bote contribuía a mitigar la angustia de la deshidratación y el tormento del sol. También ayudaba a disolver la capa de sal que se acumulaba rápidamente sobre sus cuerpos.
Los elementos hacían que a Pitt le fuera fácil su labor de marino, pues los fuertes vientos del oeste, habituales en la zona, los empujaban hacia el este y la corriente los impulsaba en idéntica dirección. Para determinar de modo aproximado su posición, utilizaba el sol y las estrellas, así como una ballestilla improvisada con dos astillas arrancadas del remo; era un sistema para determinar la latitud ideado por los antiguos marinos. Se sostenía el extremo de un listón frente al ojo y luego se calibraba con una pieza transversal, deslizándola hacia adelante y hacia atrás hasta que un extremo encajaba exactamente entre el sol -u otra estrella- y el horizonte. Luego se leía el ángulo de latitud en unas muescas marcadas sobre el listón. Una vez establecido el ángulo, el navegante podía calcular toscamente una latitud aproximada que no podía contrastarse con ninguna tabla de referencia. Determinar la longitud -en el caso de Pitt, cuánto se estaban desplazando hacia el este- era otra cuestión.
El cielo nocturno estaba tachonado de estrellas, relucientes puntos de una brújula celestial que giraba de este a oeste. Tras fijar sus posiciones durante varias noches, a Pitt le fue posible llevar una rudimentaria bitácora anotando sus cálculos en un extremo de la cubierta de nailon del bote con un pequeño lápiz que Maeve había encontrado de forma casual bajo uno de los tubos de flotación. La principal dificultad era que Pitt no estaba tan familiarizado con las estrellas y constelaciones del hemisferio sur como con las del norte del ecuador, por lo que sus cálculos se resentían.
La ligera embarcación era muy sensible al viento y se deslizaba sobre el agua como a impulsos de una vela. Pitt calculaba la velocidad arrojando al agua, frente al bote, uno de sus zapatos de suela de goma sujeto al extremo de un trozo de cable de cinco metros. Luego, después de contar los segundos que la balsa tardaba en rebasar el zapato, lo sacaba del agua antes de que quedara atrás. Descubrió que el viento del oeste los impulsaba a una velocidad de unos tres kilómetros por hora. Utilizando la cubierta de nailon como vela, con el corto remo a modo de mástil, podían alcanzar los cinco kilómetros por hora, la velocidad a la que camina una persona a paso ligero.
-Aquí estamos, navegando sin timón, como si fuéramos pecios perdidos en el ancho mar de la vida -murmuró Giordino, que tenía los labios cubiertos de sal-. Ahora lo único que necesitamos es encontrar el modo de gobernar este chisme.
-No sigas -contestó Pitt, utilizando el destornillador para soltar las bisagras del asiento de fibra de vidrio, que cubría un compartimiento. En menos de un minuto tuvo en sus manos la tapa rectangular, de aproximadamente el tamaño y la forma de una puerta de alacena-. Dicho y hecho, aquí tienes el timón.
Maeve, que ya se estaba acostumbrando a los constantes inventos de Pitt, preguntó:
-¿Cómo piensas sujetarlo?
-Soltando las bisagras de los otros asientos y poniéndoselas a esta tapa, que luego atornillaré al yugo en que iba el motor fuera borda, de manera que pueda girar a uno y otro lado. Luego, sujetando dos cables al extremo superior, podremos manejar la tapa como el timón de cualquier barco o aeroplano... Así contribuyo a mejorar el mundo en el que vivo.
-Eres un genio -dijo Giordino-. No hay problema que no resuelvas con tu pasmosa sabiduría.
Pitt sonrió a Maeve.
-Lo bueno de Giordino -dijo- es que, ocurra lo que ocurra, él nunca deja de hacer el payaso.
-Bueno, gran navegante, ahora que ya dominamos mínimamente este bote, ¿hacia dónde lo dirigimos?
-Eso debe decirlo la dama -respondió Pitt-. Ella está más familiarizada que nosotros con estas aguas.
-Si nos dirigimos hacia el norte -dijo Maeve-, quizá lleguemos a Tasmania.
Pitt negó con la cabeza y señaló la improvisada vela.
-Con un aparejo como éste, no podemos navegar con viento de través. Debido a nuestro fondo plano, iríamos cinco veces más rápido en dirección este que en dirección norte. La posibilidad de llegar al extremo sur de Nueva Zelanda existe, pero es muy remota. Deberemos contentarnos con enfilar la vela ligeramente hacia el noreste, digamos un rumbo de setenta y cinco grados según mi vieja brújula de boy scout.
-Cuanto más al norte mejor -dijo ella, cruzando los brazos sobre el pecho para darse calor-. Al sur las noches son muy frías.
-¿Sabes si en ese rumbo encontraremos tierra? -preguntó Giordino a Maeve.
-No hay muchos puntos de recalada -respondió ella-. Al sur de Nueva Zelanda las islas son escasas y están muy dispersas, incluso podríamos pasar entre ellas sin verlas, sobre todo de noche.
-Pueden ser nuestra única esperanza. -Pitt, con la brújula en la mano, estudió la aguja-. ¿Recuerdas cuál es la situación aproximada de esas islas?
-La isla Stewart se encuentra por debajo de la isla Sur. Luego están las Snares, las Auckland y, novecientos kilómetros más al sur, las Macquaire.
-El único nombre que me suena vagamente es el de la isla Stewart -dijo Pitt.
-De las Macquaire puedes irte olvidando -dijo Maeve, temblando de frío-. Sus únicos habitantes son pingüinos y siempre nieva.
-Debe de ser por las corrientes frías procedentes del Antártico.
-Si pasamos de largo sin advertirlas, de aquí a Sudamérica sólo hay mar abierto -dijo Giordino desalentado.
Pitt oteó el cielo vacío haciendo visera con la mano.
-Quizá logremos sobrevivir al frío de las noches, pero si no llueve, nos deshidrataremos mucho antes de poner un pie en alguna playa. Lo mejor es que mantengamos rumbo hacia las islas del sur, para tratar de divisar alguna de ellas. Podemos decir que nos lo jugamos todo a varias cartas, para aumentar así nuestras posibilidades.
-O sea que intentaremos llegar a las Macquaire -dijo Giordino.
-Creo que es la mejor salida que tenemos -asintió Pitt.
Con la valiosa ayuda de Giordino, Pitt no tardó en colocar la vela para poner la balsa en un rumbo de setenta y cinco grados, según la brújula. El rudimentario timón funcionó de forma eficaz y pudieron incrementar su deriva hasta casi sesenta grados. Animados por el hecho de ser mínimamente capaces de controlar su destino, experimentaron cierto optimismo que fue a más cuando, súbitamente, Giordino anunció:
-Una tormenta viene hacia nosotros.
Por el lado oeste habían aparecido negras nubes que avanzaban hacia los náufragos a gran velocidad. Al cabo de escasos minutos cayeron gruesas gotas aisladas sobre el bote que no tardaron en convertirse en una lluvia torrencial.
-Abrid todos los cajones y cualquier recipiente que haya en la balsa -ordenó Pitt, mientras arriaba la vela de nailon-. Mantened durante un minuto la vela inclinada con un extremo fuera del bote para que el agua se lleve la sal acumulada y luego haremos con ella un canalón a fin de conducir la lluvia hasta la nevera.
El agua seguía cayendo. Pitt, Maeve y Giordino alzaron los rostros hacia las nubes con las bocas abiertas para beber y llenarse del precioso líquido; parecían ansiosos pajarillos exigiendo a sus alados padres unos bocados. El agua dulce y fresca fue como miel para ellos, que tenían las gargantas resecas. Nada podía haberles resultado más placentero.
El viento azotaba el mar, y ellos continuaron disfrutando del cegador diluvio. Los flotadores de neopreno, golpeteados por las gotas de lluvia, resonaban como un tambor. El agua no tardó en llenar la nevera y el fondo del bote. El revitalizador chaparrón cesó tan inesperadamente como había comenzado. Apenas se desperdició una gota. Se quitaron las ropas y las retorcieron sobre sus bocas, luego almacenaron el agua del fondo del bote de todos los modos que se les ocurrieron. El chaparrón y la ingestión de agua insufló nuevos ánimos en ellos.
-¿Cuántos litros habremos recogido? -preguntó Maeve.
-Unos doce o quince litros -aventuró Giordino.
-Podemos convertirlos en quince o dieciséis si añadimos un poco de agua de mar.
Maeve lo miró extrañada.
-¿No sería un poco arriesgado? El agua con sal no es exactamente un remedio para la sed.
-Los habitantes de los trópicos, en los días calurosos y sofocantes, suelen atiborrarse de agua, y cuando el líquido les sale ya por las orejas, siguen teniendo sed. El cuerpo admite más agua de la que necesita. Lo que el metabolismo necesita después de sudar mucho es sal. Sé que el agua del mar deja un gusto amargo en el paladar, pero creedme, si añadimos un poco al agua dulce, saciaremos nuestra sed sin sentirnos luego enfermos.
Tras comer pescado crudo y beber, volvieron a sentirse casi humanos. Maeve encontró un poco de aceite de máquinas en la consola, donde tiempo atrás habían estado los mandos del bote, y lo mezcló con la grasa de los peces para hacer una loción bronceadora; llamó a su creación protección Fletcher, aunque dijo que la loción tenía un factor de protección de menos seis. Para el único mal que no tenían remedio era para las llagas de las piernas y la espalda que los tres tenían a causa de los roces continuos con la balsa debido al movimiento de las olas. La improvisada loción bronceadora de Maeve ayudó algo, pero no resolvió el creciente problema.
Por la tarde comenzó a soplar un fuerte viento que agitó las aguas en torno a ellos y los impulsó en dirección noreste, a merced de las caprichosas olas. Habían perdido el ancla hecha con la cazadora de cuero y Pitt arrió la vela para evitar que saliera volando. Era como rodar cuesta abajo por una ladera cubierta de nieve metidos en una gran tubería, sin el más mínimo dominio de la situación. El viento duró hasta las diez de la mañana del día siguiente. En cuanto las aguas se calmaron, los peces volvieron. Aparentemente furiosos por la interrupción, agitaron el mar y golpearon el bote. Los animales más voraces, los matones de la bancada, se dieron un festín con sus congéneres de menor tamaño. Durante casi una hora, mientras los peces representaban el sempiterno drama de la supervivencia, en el que los tiburones siempre salían triunfadores, las aguas que rodeaban la balsa se riñeron de rojo.
Inmensamente cansada del baqueteo de la balsa, Maeve no tardó en dormirse y soñó con sus hijos. Giordino también se echó una siesta y soñó con que estaba en un restaurante comiendo cuanto se le antojaba. Para Pitt no hubo sueños. Luchando contra la fatiga, volvió a izar la vela, midió la situación del sol con la ballestilla y marcó el curso con ayuda de la brújula. Situándose lo más cómodamente posible en popa, enfiló el bote hacia el noreste con ayuda de las cuerdas unidas al timón.
Como solía ocurrirle cuando el océano estaba en calma, se sintió muy lejos de los problemas del mar y la supervivencia. Tras meditar sobre la situación en que se encontraban, sus pensamientos se centraron una vez más en Arthur Dorsett y, poco a poco, se sintió presa de la ira. Nadie podía infligir tantos sufrimientos a personas inocentes, incluida su propia hija, y no sufrir un castigo justo. Hacer que esto se hiciese realidad era para él lo más importante en esos momentos. Los desdeñosos rostros de Dorsett, Deirdre y Boudicca parecían reírse de él.
Pitt no quería pensar en los sufrimientos de los cinco últimos días, ni en los tormentos que Giordino, Maeve y él habían sufrido. La venganza dominaba obsesiva y salvajemente sus pensamientos; venganza o ejecución, Pitt no hacía distingos entre una y otra. No podía permitir que Dorsett continuase con su reinado del terror. No, después de tantas muertes. De un modo u otro, tenía que pagar el mal que había hecho.
Había dos objetivos que primaban sobre todo lo demás: rescatar a los hijos de Maeve y acabar con el despiadado magnate de los diamantes.
36
Pitt ya llevaba ocho días pilotando la pequeña balsa por el inmenso mar. Al anochecer Giordino se encargó de dirigir la embarcación mientras Pitt y Maeve cenaban una mezcla de pescado fresco y seco. La luna llena se alzó sobre el horizonte como una gran bola ambarina que, después de cruzar el cielo sobre ellos, disminuyó de tamaño y se tornó blanca. Maeve bebió un poco de agua para quitarse de la boca el sabor a pescado y se sentó entre los brazos de Pitt, mirando el blanco surco de la luna rielando en las aguas.
La joven susurró unas frases de la canción Moon River, luego se volvió hacia Pitt y miró su rostro curtido y estudió la línea de su mandíbula, las oscuras y pobladas cejas y los verdes ojos que relucían con la luz de la luna. Tenía una nariz bonita, aunque se notaba que se la había roto en más de una ocasión. Las pequeñas arrugas alrededor de los ojos y la ligera curvatura de los labios denotaban su buen humor y su naturaleza optimista, era un hombre capaz de hacer sentirse a gusto a cualquier mujer, un hombre que ofrecía una acogedora protección. Se daba en Pitt una extraña mezcla de dureza y sensibilidad que a Maeve le resultaba increíblemente atractiva.
La joven permaneció inmóvil, hipnotizada por su compañero, hasta que él, de pronto, bajó la vista y advirtió la fascinada expresión de Maeve, aun así ella siguió mirándolo.
-Eres un hombre poco común -comentó sin saber muy bien el motivo.
Él la miró intrigado.
-¿Por qué lo dices?
-Por lo que haces y lo que dices. Nunca me había sentido tan bien con nadie como contigo.
Pitt sonrió, evidentemente halagado.
-Nunca he escuchado a una mujer decir nada parecido.
-¿Has conocido a muchas?
-¿A muchas qué?
-Mujeres.
-La verdad es que no. Siempre quise ser un sátiro como el bueno de Al, pero nunca encontré tiempo.
-¿Has estado casado?
-No, nunca.
-¿Ni siquiera se te ha pasado esa idea por la mente?
-Quizá una vez.
-¿Qué pasó?
-Ella murió.
Maeve intuyó que Pitt nunca había llegado a salvar el abismo que separaba el pesar del agridulce recuerdo. Lamentó haber hecho la pregunta y se sintió algo turbada. Sentía una instintiva atracción hacia él y quería conocer sus pensamientos. Creía adivinar que Pitt ansiaba algo más profundo que una pasajera relación física y que los vanos flirteos no le interesaban.
-Ella se llamaba Summer -dijo Pitt-. Fue algo que ocurrió hace mucho.
-Lo siento -murmuró Maeve.
-Tenía los ojos grises y era pelirroja, pero se parecía mucho a ti.
-Me siento halagada.
Pitt estuvo a punto de preguntarle por sus hijos, pero no lo hizo, pues esa pregunta hubiera roto la intimidad de ese momento. Dos personas a solas -bueno, casi a solas-, rodeados de la luna, las estrellas y el negro e inquieto mar. Sin seres humanos ni tierra firme, en medio de miles de kilómetros de agua... Resultaba muy fácil olvidarse de quiénes eran e imaginarse navegando por la bahía de una isla tropical.
-También tienes un increíble parecido con la madre de tu tatarabuela -dijo él.
Ella alzó la cabeza y lo miró.
-¿Cómo es posible que sepas eso?
-En el yate había un retrato de Betsy Fletcher.
-Algún día te hablaré de ella -dijo Maeve, acurrucándose entre los brazos de Pitt como un gato.
-No es necesario -contestó Pitt sonriente-. Me da la sensación de que la conozco tan bien como a ti. Una mujer valiente, arrestada y enviada a la colonia penal de Botany Bay, superviviente de la balsa del Gladiator. Gracias a ella salvaron sus vidas el capitán Bully Scaggs y Jess Dorsett, un salteador convicto que se convirtió en su esposo y en el padre de tu tatarabuela. Tras llegar a la que hoy se conoce como isla Gladiator, Betsy descubrió una de las mayores minas de diamantes del mundo y fundó una dinastía. En mi apartamento tengo un informe completo sobre los Dorsett, desde Betsy y Jess hasta llegar a ti y a tus horribles hermanas.
Ella se incorporó furiosa.
-Pediste que me investigaran, sinvergüenza. Probablemente, lo hizo la CÍA.
Pitt negó con la cabeza.
-Tratamos de reunir información sobre toda tu familia, sobre la famosa dinastía de los magnates de diamantes. Y el trabajo lo realizó un viejo caballero que se indignaría mucho si se enterase que lo habías tomado por un agente de la CÍA.
-No sabes de mi familia tanto como crees. Mi padre y sus antecesores fueron hombres muy reservados.
-En realidad, hay un miembro de tu familia que me intriga mucho más que el resto.
Ella lo miró con extrañeza.
-Si no soy yo, ¿quién?
-El monstruo marino de vuestra laguna.
Esa respuesta cogió a Maeve por sorpresa.
-No te estarás refiriendo a Basil...
Pitt pareció desconcertado.
-¿A quién?
-Basil no es un monstruo, sino una serpiente marina. Son cosas muy distintas. Yo la he visto con mis propios ojos en tres ocasiones.
Pitt se echó a reír.
-¿Basil? ¿La llamáis Basil?
-No te reirías tanto sí estuvieras entre sus fauces -dijo Maeve irritada.
Pitt movió la cabeza en un gesto divertido.
-Me parece increíble que una zoóloga profesional crea en serpientes marinas.
-Para empezar, «serpiente marina» es un nombre inadecuado. No son auténticas serpientes como las víboras.
-Los turistas han contado muchas historias inauditas sobre extrañas bestias que aparecen en algunos lagos, desde el Ness hasta el Camplain, pero desde el siglo pasado, que yo sepa, no se ha informado de ninguna aparición en el mar de bestias marinas.
-En la actualidad esa clase de apariciones no reciben la publicidad que antes se les dedicaba. Las guerras, los desastres naturales y las matanzas masivas han copado los titulares de los periódicos.
-Eso no explica que no aparezcan en la prensa sensacionalista.
-Actualmente los barcos siguen rutas marinas fijadas con gran exactitud -explicó Maeve paciente-. Los viejos barcos de vela solían surcar aguas poco frecuentadas y los barcos balleneros, al recorrer grandes distancias mientras perseguían a sus presas, informaban también, como aquéllos, de frecuentes apariciones. Además, los barcos de vela de antaño navegaban en silencio y podían aproximarse a las serpientes que nadaban en la superficie, sin que éstas lo advirtieran. Sin embargo, un moderno buque con motores diesel puede ser oído a muchos kilómetros de distancia bajo el agua. Son animales enormes, pero tímidos y retraídos, infatigables viajeros oceánicos que se niegan a ser capturados.
-Si no se trata de espejismos ni de serpientes, ¿qué son?, ¿dinosaurios supervivientes?
-Muy bien, señor incrédulo -respondió Maeve con un toque de desafío en la voz- quiero que sepas que mi tesis doctoral trata de la criptozoología, la ciencia que estudia las bestias legendarias. Para tu información, existen 467 apariciones confirmadas; es decir que no se trata de alucinaciones, historias fantásticas o informes de segunda mano. Las he clasificado en mi ordenador según la naturaleza de la aparición, teniendo en cuenta las condiciones climáticas y marinas en las que tuvo lugar; la distribución geográfica; las características distintivas; color, forma y tamaño. Por medio de técnicas de representación gráfica, he podido reproducir la evolución de esas bestias y, respondiendo a tu pregunta, te diré que probablemente evolucionaron a partir de los dinosaurios, de modo similar a como lo hicieron los caimanes y cocodrilos, aunque, desde luego, no se trata de «dinosaurios supervivientes». Los plesiosaurios, con forma de serpientes marinas, la especie que muchos creen que ha sobrevivido, nunca pasaron de los dieciséis metros, mucho menos de lo que mide Basil, por ejemplo.
-Muy bien, reservo mi opinión en espera de que me demuestres que realmente esas bestias existen.
-Hay seis especies principales -respondió ella-. La que ha sido vista en más ocasiones es una criatura de cuello largo con una joroba y con la cabeza y las fauces similares a las de un gran perro. También se ha descrito una con cabeza de caballo, crines y enormes ojos, de la que se dice que tiene una especie de barba de chivo.
-Barba de chivo -repitió Pitt incrédulo.
-Luego existe una especie cuyo cuerpo recuerda al de una serpiente o al de una anguila. Se ha descrito una cuarta variedad de aspecto semejante al de una nutria marina gigante y otra cuyos especímenes poseen una gran hilera de enormes aletas triangulares. La que ha sido documentada en más ocasiones posee múltiples jorobas dorsales, cabeza en forma de huevo y un morro parecido al de un perro; siempre se la retrata con el lomo oscuro y la panza blanca. Algunas tienen aletas similares a las de las focas o las tortugas, pero no todas. De la misma forma, algunos miembros de la especie desarrollan colas larguísimas, mientras que otros han sido descritos con un muñón. A muchas se las describe con pelo; a otras, con piel tersa y sedosa. Los colores varían, y van del amarillo grisáceo al pardo o el negro. A diferencia de la mayoría de los auténticos reptiles marinos y terrestres, que se impulsan mediante movimientos laterales del cuerpo, las serpientes de mar lo hacen por medio de ondulaciones verticales. Se cree que se alimentan de peces y sólo se dejan ver cuando hace buen tiempo; de hecho estos animales han sido vistos en todos los mares, salvo en las aguas del Ártico y el Antártico.
-¿Cómo puedes tener la seguridad de que todas esas apariciones son ciertas? Pudo tratarse de grandes tiburones, masas de algas, una manada de marsopas o incluso calamares gigantes.
-En muchos casos, fueron vistas por más de un testigo -contestó Maeve-. Muchos de ellos, capitanes de barco con una gran reputación. El capitán Arthur Rose fue uno de ellos.
-Lo conozco. Estaba al mando del Carpathia, el barco que recogió a los supervivientes del Titania.
-Él divisó una criatura que le pareció que estaba en apuros, como si se encontrase enferma o herida.
-Los testigos, aunque sean creíbles, pueden equivocarse -insistió Pitt-. Los científicos no han encontrado ninguna serpiente, ni restos de ellas, así que no han podido diseccionar ni estudiar su organismo; por lo tanto, no se tienen pruebas reales de su existencia.
-¿Puedes decirme algún motivo por el que en los mares no puedan seguir viviendo reptiles de entre veinte y cincuenta metros de longitud, parecidos a serpientes, como ocurría en el mesozoico? El mar no es un acuario, no podemos estudiar sus profundidades con la facilidad que investigamos nuestro suelo. ¿Quién sabe cuántas especies gigantescas, desconocidas aún por la ciencia, habitan en los mares?
-Aunque casi me da miedo preguntarlo -dijo Pitt sonriendo-, ¿a qué especie pertenece Basil?
-La tengo clasificada como una mega-anguila. Posee un cuerpo cilíndrico de treinta metros de longitud que termina en una cola en punta. Tiene la cabeza algo achatada, como la de la anguila común, pero su boca está provista de dientes muy afilados. Es azulada con el abdomen blanco y sus ojos son negros y enormes. Avanza con movimientos ondulantes como lo hacen las anguilas o las serpientes. La he visto en dos ocasiones, alzándose por encima del agua, mostrando más de diez metros de su cuerpo, y volviéndose a sumergir en medio de un fuerte estrépito.
-¿Cuándo la viste por primera vez?
-Cuando tenía unos diez años -contestó Maeve-. Deirdre y yo estábamos navegando en un pequeño bote de vela que nuestra madre nos había regalado, cuando de pronto tuve la extraña sensación de que alguien me observaba. Sentí un escalofrío, aunque Deirdre no lo advirtió. Yo me di la vuelta lentamente y allí, a veinte metros de nuestra popa, había una cabeza y un cuello asomando unos tres metros por encima del agua. El monstruo nos miró con sus grandes y relucientes ojos negros.
-¿Qué grosor tenía el cuello?
-Debía de poseer un diámetro de más de dos metros, tan grande como un túnel de mina, como decía mi padre.
-¿El también la vio?
-Todos los miembros de mi familia la han visto en más de una ocasión, generalmente cuando alguien estaba a punto de morir.
-Sigue con tu descripción.
-La bestia me pareció un dragón salido de una pesadilla infantil. Quedé petrificada y no pude articular palabra ni gritar. Deirdre seguía mirando hacia proa, pendiente de decirme cuándo debía amurar para que no encallásemos en la barrera de arrecifes.
-¿En algún momento trató de atacaros? -preguntó Pitt.
-No. Se limitó a mirarnos, sin hacer nada mientras nos alejábamos de ella en el bote.
-Y Deirdre no la vio.
-Aquella vez, no, pero más tarde la divisó en dos ocasiones distintas.
-¿Cómo reaccionó tu padre cuando le dijiste lo que habías visto?
-Se echó a reír y dijo: «Bueno, al fin conociste a Basil.»
-Antes me has dicho que la serpiente aparece cuando va a producirse una muerte, ¿no es así?
-Se trata de una leyenda familiar, aunque hay algo de verdad en ella. Basil fue vista en la laguna por la tripulación de un ballenero que estaba haciendo escala en la isla cuando Betsy Fletcher fue enterrada. Además, también apareció antes de que mi tía abuela Mildred y mi madre murieran, ambas en violentas circunstancias.
-¿Fue una coincidencia o fue el destino?
Maeve se encogió de hombros.
-¿Quién sabe? De lo único que estoy segura es de que mi padre asesinó a mi madre.
-Del mismo modo que, supuestamente, tu abuelo Henry mató a su hermana Mildred.
Ella lo miró con extrañeza.
-Vaya, también sabes eso.
-Es del dominio público.
Ella miró hacia el negro mar y la luna iluminó sus ojos, grandes y tristes.
-Las tres últimas generaciones de los Dorsett no han sido precisamente ejemplos de virtudes.
-Tu madre se llamaba Irene.
Maeve asintió en silencio.
-¿Cómo murió? -preguntó Pitt.
-Estaba destinada a morir tarde o temprano con el corazón roto por el infame trato que durante toda su vida recibió del hombre al que con tanta desesperación amaba. Mientras caminaba por los acantilados con mi padre, tropezó y cayó al mar. -En su delicado rostro se dibujó una expresión de odio sin límites-. Él la empujó -dijo con frialdad-. Mi padre la empujó, estoy tan segura de ello como de que hay estrellas en el universo.
Pitt la abrazó y notó que Maeve estaba temblando.
-Habíame de tus hermanas -dijo, tratando de cambiar de tema.
La expresión de odio se desvaneció y sus facciones volvieron a ser afables.
-No hay mucho que contar. Nunca estuve muy unida a ellas. Deirdre siempre ha sido una desaprensiva. Si yo tenía algo que ella deseaba, me lo quitaba y luego decía que siempre había sido suyo. De las tres, Deirdre fue siempre la favorita de mi padre. La debilidad que él siente por ella yo la atribuyo a que son almas gemelas. Deirdre vive en un mundo de fantasía creado por sus propias mentiras. Es incapaz de decir la verdad, incluso cuando no hay motivo para mentir.
-¿Ha estado casada alguna vez?
-Sí, con un jugador profesional de fútbol que creyó que casándose con ella viviría el resto de su vida entre la gente de la alta sociedad y permitiéndose todos los caprichos. Desdichadamente para él, cuando solicitó el divorcio y exigió un acuerdo monetario equivalente al presupuesto nacional de Australia, se cayó «accidentalmente» de uno de los yates de mi familia. Nunca se encontró su cuerpo.
Sarcásticamente, Pitt comentó:
-Aceptar invitaciones para navegar en un yate de los Dorsett puede ser algo peligroso -comentó Pitt con sarcasmo.
-Cuando pienso en todas las personas que mi padre ha matado porque, real o imaginariamente, se interponían en su camino...
-¿Y Boudicca? ¿Qué me dices de ella?
-La verdad es que apenas la conozco -respondió Maeve en tono distante-. Boudicca es once años mayor que yo. Poco después de mi nacimiento, mi padre la mandó a un internado muy caro, al menos siempre me dijeron eso. Yo tenía casi once años cuando nos vimos por primera vez. En realidad, lo único que sé de ella es que le apasionan los jóvenes apuestos, algo que molesta mucho a mi padre, aunque no hace nada por evitar que ande por ahí acostándose con quien le da la gana.
-Parece una mujer bastante peligrosa.
-Una vez la vi encararse con mi padre, porque estaba borracho perdido y estaba pegando a nuestra madre.
-Es curioso que tu padre y tus hermanas te odien, cuando tú eres la única persona decente de la familia.
-Después de que mi madre muriera, me escapé de la isla, en la que mis hermanas y yo éramos prácticamente prisioneras. Mi padre nunca ha sabido perdonarme que quisiera vivir mi vida. Le enfureció que yo fuese capaz de estudiar y abrirme paso sin recurrir a la fortuna Dorsett. Durante un tiempo estuve viviendo con un muchacho, y cuando me quedé embarazada de los gemelos y decidí tenerlos en lugar de abortar, aunque sin casarme con mi compañero, mí padre y mis hermanas me desvincularon del imperio Dorsett. Fue algo absurdo, que todavía no acierto a explicar. Cambié legalmente mi nombre por el de la madre de mi tatarabuela y seguí viviendo tranquilamente, satisfecha por haberme librado de una familia de indeseables.
Maeve había sido maltratada por su familia y Pitt la compadecía al tiempo que admiraba su fortaleza. Era una mujer llena de amor. Mientras miraba sus azules e infantiles ojos, Pitt se juró que, si era necesario, movería cielo y tierra para salvarla.
Fue a decir algo, pero en ese momento vio, surgiendo de las tinieblas, la cresta de una gigantesca ola que se abalanzaba hacia ellos. Pitt sintió como si una mano helada lo atenazase por la nuca y entonces, tras la primera ola, estallaron otras tres de idénticas dimensiones.
Avisó con un grito a Giordino y lanzó a Maeve al suelo. La ola se dobló sobre el bote, inundándolo de agua y espuma y alcanzando de lleno el cuarto de estribor, mientras el lado izquierdo de la pequeña embarcación se elevó sobre el agua y el bote se volcó de lado, cayendo de costado en el seno del siguiente muro de agua, que se alzó hasta tocar las estrellas antes de caer sobre ellos con la fuerza de un tren de mercancías. La balsa se hundió bajo las negras aguas. A merced del furioso mar, lo único que podían hacer para seguir con vida era aferrarse fuertemente a los tubos de flotación; iban a volver a sufrir todo lo sucedido durante el anterior tifón. Si caían al mar, no podrían llegar a la balsa, y la única duda era si morirían ahogados o serían pasto de los tiburones.
Cuando el pequeño bote logró salir de nuevo a la superficie, recibió, en rápida sucesión, el violento impacto de otras dos olas gigantes que lo baquetearon en medio de una vorágine de aguas tumultuosas. Los indefensos pasajeros volvieron a verse sumergidos, pero cuando salieron a flote una vez más, encontraron una mar calmada como una balsa de aceite. Las inmensas olas siguieron adelante, perdiéndose entre las sombras.
-Un ejemplo más del pésimo carácter que puede tener el mar -farfulló Giordino, que se había aferrado con todas sus fuerzas a la consola-. ¿Qué le hemos hecho para que se enfadase tanto con nosotros?
Pitt soltó a Maeve y la ayudó a sentarse.
-¿Estás bien?
Ella estuvo un rato tosiendo antes de contestar:
-Supongo que... sobreviviré. Dios bendito... ¿se puede saber qué ha pasado?
-Supongo que fue un disturbio sísmico del fondo del mar. No es necesario un maremoto de gran magnitud para que se formen olas gigantescas.
Maeve se apartó los mechones rubios que le habían caído sobre los ojos.
-Menos mal que el bote no volcó y ninguno de nosotros cayó al mar.
-¿Qué tal el timón? -preguntó Pitt a Giordino.
-Aún aguanta. El remo que nos sirve de mástil también ha sobrevivido, pero la vela tiene unos cuantos jirones y boquetes.
-Nuestras provisiones de comida y agua también se encuentran en buen estado -dijo Maeve.
-O sea que hemos salido prácticamente ilesos -dijo Giordino, que parecía no acabar de creérselo.
-¡Me temo que no por mucho tiempo! -exclamó Pitt con los ojos desorbitados.
Maeve miró alrededor, sin ver nada preocupante, el bote, aparentemente, estaba intacto.
-No veo ningún daño que parezca irreparable.
-Yo tampoco -comentó Giordino, después de comprobar los tubos de flotación.
-No habéis mirado hacia abajo.
Bajo la brillante luz lunar, Maeve y Giordino se asustaron al comprobar la gran tensión que se reflejaba en el rostro de Pitt. Miraron el fondo de la balsa y de pronto entendieron que sus posibilidades de supervivencia se habían esfumado.
En el fondo de fibra de vidrio del bote se había abierto una gran grieta por la que estaba entrando agua.
37
Rudi Gunn no era aficionado al ejercicio ni a los deportes de competición, así que, para estar en forma y conservar un aspecto juvenil, confiaba en sus facultades mentales, en un régimen alimenticio equilibrado y en su metabolismo. Una o dos veces a la semana, cuando le apetecía, montaba en bicicleta durante la hora de comer junto a Sandecker, que era un apasionado del footing. El almirante corría todos los días diez kilómetros por los senderos del parque Potomac. Sin embargo, el ejercicio no se hacía en silencio, pues, mientras uno corría y el otro pedaleaba, discutían asuntos de la ANIM como si se encontrasen conversando en la oficina.
-¿Cuál es el récord de supervivencia para alguien abandonado en el mar a la deriva? -preguntó Sandecker al tiempo que se ajustaba una cinta para el sudor alrededor de la cabeza.
-Steve Callahan, un balandrista, sobrevivió 76 días después de que su barco naufragara en las islas Canarias -respondió Gunn-. Ese es el récord para botes hinchables. La plusmarca de supervivencia en el mar, según el Guinnes, la posee Poon Lim, un camarero chino que quedó a la deriva en una balsa porque su barco fue torpedeado en el Atlántico meridional durante la Segunda Guerra Mundial. Sobrevivió 133 días, hasta que lo recogieron unos pescadores brasileños.
-¿Sufrió alguno de los dos el embate de una tormenta de fuerza diez?
Gunn negó con la cabeza.
-Ni Callahan ni Poon Lim sufrieron los embates de una tormenta que pueda compararse con el tifón al que han tenido que enfrentarse Dirk, Al y la señorita Fletcher.
-Ya han pasado casi dos semanas desde que Dorsett los abandonó -dijo Sandecker entre jadeos-. Si sobrevivieron a la tormenta, deben de estarlo pasando muy mal a causa de la sed, el sol y el frío de la noche.
-Pitt es un hombre de muchos recursos -contestó Gunn-, y estando con Giordino, no me sorprendería que hubieran llegado a una playa de Tahití y estuvieran descansando en una cabaña de palma.
Sandecker se apartó a un lado del camino para dejar que pasara una mujer que corría en dirección opuesta empujando a un niño en un cochecito de tres ruedas.
-Dirk siempre ha dicho que el mar no revela fácilmente sus secretos -murmuró al tiempo que reanudaba la carrera.
-Hubiéramos podido localizarlos si las fuerzas de búsqueda y rescate australianas y neozelandesas hubieran colaborado con las de la ANIM.
-Arthur Dorsett tiene un brazo muy largo -dijo Sandecker furioso-. Con todas las excusas que me dieron esos burócratas, aduciendo que estaban ocupados en otras misiones, podría haber empapelado una habitación.
-No cabe duda de que el poder de ese hombre es increíble. -Gunn dejó de pedalear y se detuvo junto al almirante-. El dinero de los sobornos de Dorsett llega hasta los bolsillos de los congresistas estadounidenses, así como a los de los parlamentarios europeos y japoneses. Es asombrosa la cantidad de gente poderosa que figura en su nómina.
Sandecker tenía el rostro enrojecido, no sólo a causa del ejercicio, sino también debido a la frustración que sentía. No lograba contener su furia y resentimiento. Se detuvo y apoyó las manos en las rodillas, quedando con la mirada en el suelo.
-No me importaría clausurar la ANIM si ello me sirviera para ponerle las manos encima a Dorsett.
-Estoy seguro de que no es usted el único que piensa así-dijo Gunn-. Debe de haber miles de personas que desconfían de él e incluso lo odian. Y, sín embargo, nadie se ha atrevido a traicionarlo.
-Es lógico. A los que se interponen en su camino, o los elimina mediante «supuestos» accidentes o los compra llenando de diamantes sus cajas de seguridad en bancos suizos.
-Los diamantes son un argumento muy convincente.
-Sí, pero con ellos no puede comprar al presidente.
-No, pero malos consejeros pueden inducir a que el presidente actúe de forma equivocada.
-Estando en juego las vidas de más de un millón de personas, no creo que sea así.
-¿Aún no ha tenido usted noticias de él? -preguntó Gunn-. El presidente dijo que lo llamaría en cuatro días, y ya han pasado seis.
-El presidente es consciente de la urgencia de la situación, así que...
Sonó un claxon, y cuando se volvieron, vieron que un automóvil con el logotipo de la ANIM se aproximaba a ellos y se detuvo en la calle, frente a la senda reservada para los que practicaban footing. El conductor se asomó por la ventanilla y gritó:
-Una llamada de la Casa Blanca para usted, almirante.
Sandecker se volvió hacia Gunn con una leve sonrisa.
-Ni que el presidente nos hubiera estado oyendo.
El almirante se acercó al coche y el conductor le entregó un teléfono móvil.
-Wilbur Hutton por una línea segura, señor.
-¿Will? -preguntó el almirante con el aparato telefónico en la mano.
-Hola, Jim. Me temo que tengo malas noticias para ti.
-Explícate -dijo Sandecker crispado.
-Tras la debida consideración, el presidente ha pospuesto cualquier acción en relación con la plaga acústica.
-Pero... ¿por qué? -preguntó Sandecker desalentado-. ¿Acaso no entiende que si permanece impasible las consecuencias pueden ser terribles?
-Los expertos del Consejo Nacional de Ciencias no están de acuerdo con tu teoría. Los informes de las autopsias realizadas por los patólogos australianos del Centro de Control de Enfermedades de Melbourne les han hecho cambiar de idea. Según esos informes, está definitivamente probado que las muertes de la tripulación y los pasajeros del Polar Queen fueron causadas por una extraña bacteria similar a la que produce la enfermedad del legionario.
-¡Eso es imposible! -exclamó Sandecker.
-Únicamente te comunico su decisión -admitió Hutton-. Los australianos sospechan que la contaminación del agua en los humidificadores del sistema de calefacción del barco fue la única responsable de la tragedia.
-No me importa lo que digan esos patólogos. El presidente cometerá una locura si hace caso omiso de mi advertencia. Por el amor de Dios, Will, ponte de rodillas, llora, haz lo que sea necesario para convencerlo de que utilice su autoridad para clausurar las minas Dorsett antes de que sea demasiado tarde.
-Lo siento, Jim. El presidente tiene las manos atadas. Ninguno de los asesores científicos ha considerado que las pruebas que aportaste fueran lo bastante concluyentes como para correr el riesgo de que se produzca un incidente internacional. Y, menos aún, en un año de elecciones.
-¡Es una locura! -exclamó Sandecker desesperado-. Si mi gente tiene razón, el presidente no podrá ser elegido ni para limpiar baños públicos.
-Eso es lo que tú opinas -dijo fríamente Hutton-. Debo añadir que Arthur Dorsett ha comunicado que dejará entrar a un equipo internacional de investigadores en sus minas.
-¿Cuánto tardará en reunirse ese equipo?
-Esas cosas requieren tiempo. Dos semanas, quizá tres.
-Para entonces, toda la isla de Oahu estará cubierta de cadáveres.
-Por suerte o por desgracia, según se mire, eres el único que opina así.
-Estoy seguro de que has hecho cuanto has podido, Will, y te lo agradezco -murmuró sombrío el almirante.
-Si descubres nuevos datos, te ruego que te pongas en contacto conmigo, Jim. Mi línea siempre está abierta para ti.
-Gracias. -Adiós.
Sandecker devolvió el teléfono al conductor y se volvió hacia Gunn.
-Nos están cortando la hierba bajo los pies.
Gunn pareció alarmado.
-¿El presidente no hará nada respecto a la situación?
Derrotado, Sandecker movió la cabeza en un gesto de afirmación.
-Dorsett ha sobornado a los patólogos. Entregaron un informe falso en el que aseguran que la muerte de los pasajeros del Polar Queen se debió a que el sistema de calefacción estaba contaminado.
-No podemos darnos por vencidos -dijo Gunn contrariado por la noticia-. Debemos encontrar otro medio para detener la locura de Dorsett a tiempo.
Con el fuego retornando a sus ojos, Sandecker dijo:
-Cuando existen dudas, hay que recurrir a alguien más listo y con más recursos. -Recuperó el teléfono y marcó un número-. Hay un hombre que puede tener la clave de este asunto.
Sandecker se inclinó a colocar el tee en el club de golf Camelback, de Scottsdale, Arizona. Eran las dos de la tarde y el cielo estaba despejado de nubes. Hacía sólo cinco horas, el almirante había estado corriendo junto a Rudi Gunn en Washington. Tras aterrizar en el aeropuerto de Scottsdale, Sandecker, en un coche que le prestó un amigo, un viejo marino retirado, se dirigió al campo de golf. En enero podía hacer frío en el desierto, así que se había puesto unos pantalones de lana y un suéter de manga larga de cachemir. Había dos pistas y él estaba jugando en la llamada Indian Bend.
Apuntó al green situado a 365 metros de distancia, amagó dos golpes de prueba y lanzó sin esfuerzo. La pelota se elevó admirablemente, se desvió un poco a la derecha, rebotó y se detuvo 190 metros más allá de la calle.
-Buen golpe, almirante -dijo el doctor Sanford Adgate Ames-, cometí un error al invitarlo a una amistosa partida de golf. No sospechaba que los viejos marinos se pudieran tomar en serio un deporte de tierra firme. -La gran barba gris que le cubría la boca y le llegaba hasta el pecho daba a Ames el aspecto de un viejo prospector minero del desierto. En cuento a sus ojos, permanecían ocultos tras unas gafas bifocales de vidrios azulados.
-Los viejos marinos hacen muchas cosas raras -contestó Sandecker.
Invitar al doctor Sanford Adgate Ames a ir a Washington a participar en una conferencia era como rezarle a dios para que mandase el viento siroco a derretir los glaciares. Ames detestaba Nueva York y Washington, y se negaba a visitar ambas ciudades. Ni con ofertas de homenajes o premios se lo podía sacar de su escondite en el monte Camelback, en Arizona.
Sandecker necesitaba a Ames, lo necesitaba imperiosamente, así que a pesar del esfuerzo que suponía para él, solicitó una entrevista con el soundmeister, así llamaban a Ames sus colegas científicos-. Este aceptó, con la condición de que Sandecker llevase sus palos de golf, puesto que toda la charla tendría lugar en el campo de golf.
Muy respetado en los círculos científicos, Ames era considerado en el campo del sonido lo que Einstein en el del tiempo y la luz. Brusco, egocéntrico y brillante, había escrito más de trescientos trabajos sobre casi todos los aspectos del sonido, en relación con el mar. Los estudios y análisis que a lo largo de cuarenta y cinco años había efectuado cubrían fenómenos como las técnicas subacuáticas de radar y sonar, la propagación acústica y la reverberación sónica en las profundidades marinas. Había sido uno de los asesores de confianza del Departamento de Defensa, pero lo obligaron a dimitir por su tajante oposición a las pruebas sónicas oceánicas que por entonces se estaban realizando en todo el mundo para medir el recalentamiento del planeta. Sus cáusticos ataques a los proyectos de pruebas nucleares subacuáticas de la marina le crearon muchas enemistades en el Pentágono. Representantes de numerosas universidades llamaron a su puerta para que Arnés se uniese a sus respectivos claustros, pero él se negó, pues prefería efectuar sus investigaciones con un pequeño equipo formado por cuatro estudiantes a los que él pagaba de su propio bolsillo.
-¿Qué tal si jugamos a dólar el hoyo, almirante? ¿O prefiere apuestas más fuertes?
-A un dólar me parece bien, doctor -dijo Sandecker, siguiéndole la corriente al científico.
Ames se colocó en el tee, estudió la calle detenidamente y lanzó. Era un hombre de casi setenta años, pero Sandecker pensó que su golpe tenía muy poco que envidiar al de un hombre más joven y vigoroso. La pelota se elevó y cayó en la zona de arena situada más allá de la marca de doscientos metros.
-Con qué rapidez caen los poderosos -dijo filosóficamente Ames.
A Sandecker no se le engatusaba con facilidad. Sabía que el científico le estaba dando facilidades en el juego. En los círculos de la capital, Ames tenía fama de ser una especie de tahúr del golf y todos los expertos estaban de acuerdo en que, de no haberse dedicado a la física, se habría convertido en un profesional del golf.
Montaron en un carrito y, con Ames al volante, se dirigieron hacia donde habían caído sus pelotas.
-¿Qué puedo hacer por usted, almirante? -preguntó el científico.
-¿Está usted al corriente de los esfuerzos que está haciendo la ANIM para resolver el problema del fenómeno al que llamamos plaga acústica?
-Algo he oído.
-¿Y qué piensa al respecto?
-Me parece bastante descabellado.
-El Consejo Nacional de Ciencias, que asesora al presidente, piensa lo mismo -dijo Sandecker malhumorado.
-No me extraña.
-Entonces ¿usted considera imposible que el sonido viaje miles de kilómetros bajo el agua y luego aflore y mate?
-¿Que las emisiones procedentes de cuatro fuentes acústicas distintas de alta frecuencia converjan en la misma zona y causen la muerte a todos los mamíferos de los contornos? No me atrevería a defender una hipótesis así, pues estoy seguro de que perdería la estimación de mis colegas.
-¡No se trata de una hipótesis! -exclamó Sandecker-. Ha habido ya cuatrocientos muertos. El coronel Leigh Hunt, uno de los mejores patólogos del país, ha demostrado que sin duda las muertes han sido producidas por ondas de sonido de alta frecuencia.
-Sin embargo, los informes de las autopsias realizadas por los australianos no apoyan esa tesis.
-Es usted un viejo farsante, doctor -dijo Sandecker sonriendo-. Está al corriente de la situación.
-Todo lo relacionado con el sonido siempre me interesa.
Llegaron primero al lugar en que había caído la pelota de Sandecker. El almirante escogió un palo del número tres e impulsó su pelota hasta un banco de arena que se hallaba veinte metros por delante del green.
-Parece que también usted siente debilidad por los fosos de arena -dijo Ames.
-Sí, y en más de un sentido -admitió Sandecker.
Se detuvieron ante la pelota de Ames. El científico sacó de su bolsa un palo de hierro del número tres. Su juego parecía más mental que físico; no amagaba tiros de prueba ni tomaba distancias, se limitaba a plantarse ante la bola y golpearla. Levantó una lluvia de arena y la pelota salió despedida y fue a parar al green, a diez metros del hoyo.
Sandecker necesitó dos golpes para salir del foso y otros dos para meter la pelota en el hoyo, haciendo doble más uno. Ames se apuntó un dos bajo par. Mientras rodaban hacia el segundo tee, Sandecker le hizo un minucioso relato de lo que sabían hasta ese momento. Disputaron los siguientes ocho hoyos discutiendo con viveza. Ames no dejaba de preguntar a Sandecker, y adujo una serie de argumentos que contradecían la posibilidad del asesinato por medio de ultrasonidos.
En el noveno green Ames utilizó el wedge -palo de hierro con forma de cucharilla- para dejar la pelota a menos de metro y medio del hoyo. Observó divertido cómo Sandecker, tras calcular mal la caída del green, envió la pelota a los arbustos circundantes.
-SÍ practicase usted más, podría convertirse en un buen jugador, almirante.
-Tengo suficiente con jugar cinco veces al año -replicó Sandecker-. La verdad, perseguir una pelota durante seis horas me parece una perfecta pérdida de tiempo.
-No lo crea. Muchas de mis mejores ideas se me han ocurrido en un campo de golf.
Cuando Sandecker logró al fin hacer el hoyo, regresaron al carrito. Ames sacó de una pequeña nevera una lata de Coca-Cola light y se la dio al almirante.
-¿Qué espera oír de mis labios exactamente? -preguntó.
Sandecker lo miró fijamente.
-No me importa lo que piensan unos científicos que viven encerrados en una torre de marfil. Hay personas muriendo en los mares. Si no detengo a Dorsett, morirán más hombres y mujeres inocentes. Usted es la máxima autoridad en la investigación sónica en nuestro país. Necesito que me oriente y me ayude a terminar con estas tragedias.
Con un sutil cambio de tono que, indiscutiblemente, ponía de manifiesto su gran interés, Ames dijo:
-Así que yo soy su último recurso, y lo que desea es que le facilite una solución práctica para su problema.
-Para nuestro problema -lo corrigió Sandecker.
-Sí, ahora me doy cuenta de ello. -Ames contempló con curiosidad la lata de Coca-Cola que tenía en la mano-. La descripción que ha hecho de mí es exacta, almirante. Soy un viejo farsante. Antes de que su avión despegase de Washington, yo ya había elaborado una especie de plan. Dista mucho de ser perfecto, y sus posibilidades de éxito no son demasiadas, menos de un 50 por ciento, pero es lo máximo que puedo hacer, teniendo en cuenta que no dispongo de los meses que serían necesarios para investigar este asunto a fondo.
Disimulando su nerviosismo y con un renovado brillo de esperanza en los ojos, Sandecker miró a Ames.
-¿Realmente se le ha ocurrido a usted una idea para poner fin a las operaciones mineras de Dorsett? -preguntó expectante.
Ames negó con la cabeza.
-El despliegue de fuerzas armadas escapa a mi jurisdicción. De lo que hablo es de un método para neutralizar la convergencia acústica.
-Y... ¿cómo se puede lograr eso?
-Muy simple. La energía de las ondas sónicas puede ser desviada.
-Lo sé. Siga, por favor.
-Puesto que ustedes saben que los cuatro rayos sónicos se propagarán por separado en dirección a la isla de Oahu y han determinado aproximadamente el instante en que la convergencia se producirá, asumo que sus científicos pueden predecir con exactitud el lugar de convergencia.
-Tenemos una idea bastante clara al respecto, sí.
-Pues ahí está la respuesta que buscan.
-¿Dónde? -Las esperanzas que Sandecker comenzaba a abrigar se disiparon-. No termino de entenderlo.
-La ley de Ockham, almirante. El principio de exclusión de la diversidad de causas.
Sandecker, desconcertado, asintió con la cabeza.
-Sí, ya sé: la respuesta más sencilla es preferible a la más compleja.
-Exactamente. Mi consejo es que la ANIM construya un reflector similar a la parabólica de un satélite, que lo sumerja en el mar en el punto de convergencia, y desvíe las ondas acústicas de Honolulú.
Sandecker mantuvo el rostro inexpresivo, pero el corazón le golpeaba fuertemente contra las costillas. La clave del enigma era ridículamente simple. Ciertamente, la ejecución de un proyecto de redirección no era fácil, pero sí factible.
-Si la ANIM puede construir y situar un reflector a tiempo, ¿hacia dónde cree usted que habría que desviar las ondas acústicas?
-La primera idea que se me ocurre es lanzarla hacia algún lugar deshabitado del océano, digamos hacia la Antártida -dijo, pero añadió con una sonrisa malévola-: Sin embargo, dado que la energía de convergencia disminuye con el espacio recorrido, ¿por qué no enviarla de regreso a su fuente de origen?
-La mina Dorsett en la isla Gladiator... -dijo Sandecker, procurando dominar la emoción que embargaba su voz.
Ames asintió con la cabeza.
-Una elección tan buena como cualquier otra. Tras hacer un viaje de ida y vuelta, la intensidad de la energía habría disminuido y no produciría muertes, pero sí les metería el temor de Dios en el cuerpo a esos rufianes y les daría un dolor de cabeza de todos los demonios.
38
Pitt pensó con amargura que habían llegado al final. Nadie podría pedir más de la resistencia humana. Aquello era el fin de su valeroso esfuerzo, de los deseos, amores y alegrías de los tres. Terminarían sus días en el mar, siendo pasto de los peces. Los infortunados restos de sus cuerpos se hundirían en las profundidades y terminarían en el desolado fondo del mar. Maeve nunca volvería a ver a sus hijos, Pitt sería llorado por sus padres y sus muchos amigos de la ANIM. Con un último vestigio de humor, Pitt se dijo que a las honras fúnebres de Giordino asistiría un impresionante número de mujeres apenadas, dignas, todas ellas, de aparecer en la portada de la más prestigiosa revista de belleza.
El pequeño bote estaba, literalmente, haciéndose pedazos. Con cada ola que lo golpeaba, la grieta del fondo se hacía un poco mayor. Los tubos de flotación los mantendrían en la superficie de las aguas, pero cuando el fondo se rompiera definitivamente y las distintas piezas de la embarcación se desparramaran, los tres acabarían en el agua, aferrados a los restos del naufragio y expuestos al ataque de los omnipresentes tiburones.
Por el momento el mar estaba en calma, las olas se elevaban tan sólo un metro; pero si el tiempo empeoraba súbitamente y el mar se agitaba un poco, la muerte haría algo más que mirarlos a los ojos. La vieja de la guadaña los abrazaría con rapidez y sin más vacilaciones.
Pitt estaba inclinado sobre el timón de popa, escuchando el ya familiar sonido del achicador. Sus intensos ojos verdes, enrojecidos e hinchados, otearon el horizonte. El globo del sol matutino aparecía ya amarillo resplandeciente. Sin esperanza, su mirada buscó un promontorio de tierra que se alzase frente al despejado horizonte del mar que los rodeaba. Su búsqueda fue en vano: ni barcos, ni aviones, ni islas; salvo por unas cuantas nubes dispersas a unos veinte kilómetros, el mundo que rodeaba a Pitt estaba tan desierto como las llanuras de Marte. La balsa no era más que un minúsculo punto en el inmenso océano.
Habían pescado peces suficientes como para abrir un restaurante, por lo que el hambre no constituía problema. Sus reservas de agua, si lograban conservarlas, les durarían otros seis o siete días. Lo que estaba dejándolos exhaustos era la fatiga y la falta de sueño, pues debían estar achicando agua constantemente para mantener el bote a flote. Cada hora que pasaba era un suplicio. Como no tenían cuencos ni botellas u otros tipos de vasijas, habían estado sacando agua de la barca con las manos, hasta que a Pitt se le ocurrió hacerlo con la bolsa impermeable donde había guardado los accesorios de emergencia. Unida a un par de llaves, con lo que adoptaba una forma cóncava, podía sacar un litro de agua de una sola vez.
Al principio, trabajaron en turnos de cuatro horas, pues Maeve exigió participar al igual que ellos. La joven trabajó duro, combatiendo la rigidez que contrajo sus articulaciones y le produjo fuertes dolores musculares. Maeve hacía gala de su determinación y coraje, pero carecía de la fortaleza física de sus dos compañeros. Pronto determinaron los turnos según la resistencia de cada uno, por lo que ella achicó agua sólo durante tres horas y luego la relevó Pitt, que trabajó durante cinco. Por su parte, Giordino se negó a abandonar su puesto hasta que hubo estado ocho horas sacando agua por la borda.
Pero la grieta se hizo mayor y el agua entró a raudales en la barca. El mar se abría paso cada vez más deprisa... Entendieron que el fin estaba cerca y no existía la menor posibilidad de recibir auxilio, así que, poco a poco, los tres ocupantes de la balsa fueron perdiendo ánimos y tenacidad.
«¡Maldito Arthur Dorsett! -se dijo Pitt-. ¡Maldita Boudicca, maldita Deirdre!»
Matarlos era un asesinato inútil y absurdo, ya que ellos no constituían una amenaza para los fanáticos sueños de imperio de Dorsett. Ellos jamás hubieran podido acabar con él, ni siquiera perjudicarlo. Abandonarlos en medio del mar había sido un acto de puro sadismo.
Maeve se removió en sueños, murmurando algo ininteligible, luego alzó la cabeza, adormilada, y miró a Pitt:
-¿Es ya mi turno?
-No, aún faltan cinco horas -mintió Pitt sonriendo-. Sigue durmiendo.
Giordino dejó de achicar por un momento y miró fijamente a Pitt con expresión sombría, pues sabía que dentro de poco Maeve sería despedazada y devorada por las máquinas de matar de los abismos. Con resignación, retornó a su actividad, trabajó incansablemente, devolviendo al mar miles de litros de agua.
Sólo Dios sabía qué movía a Giordino para seguir adelante. Debía de tener la espalda y los brazos destrozados. Su férrea voluntad de aguantar rebasaba con mucho los límites humanos. Pitt era un hombre excepcionalmente fuerte, pero al lado de Giordino se sentía como si fuera un alfeñique junto a un levantador de pesas olímpico. Cuando Pitt, exhausto, entregó el recipiente al italiano, éste retomó la tarea como si pudiera seguir achicando indefinidamente. Pitt sabía que su amigo nunca aceptaría la derrota. Probablemente, el fuerte y fornido italiano moriría intentado estrangular a un tiburón.
El peligro aguzó el ingenio de Pitt. En un desesperado intento final, arrió la vela, la dejó plana sobre el agua y luego la metió bajo el casco y ató los cables a los tubos de flotación. La cubierta de nailon, oprimida contra la grieta por la presión del mar, redujo en un amplio 50 por ciento la entrada de agua, pero eso sólo era un arreglo que les concedería unas cuantas horas más de vida. Pitt pensó que, sí, con suerte, el mar permanecía en calma, llegarían hasta la noche, pero poco después el agotamiento físico y el deterioro del bote terminarían con ellos. Miró su reloj y comprobó que sólo faltaban cuatro horas y media para que anocheciera.
Pitt tocó suavemente a Giordino en el hombro y le quitó el recipiente de entre las manos.
-Me toca a mí -dijo.
Giordino no discutió. Asintió, agradecido, y aunque estaba demasiado cansado para poder dormir, se desmoronó sobre un tubo de flotación.
La vela impedía que la entrada de agua fuera excesiva y, por breve tiempo, Pitt pudo controlar la inundación. Se pasó la tarde achicando de modo mecánico, perdiendo el sentido del tiempo, sin sentir los efectos del sol, que lo fulminaba con sus rayos. Sacaba agua como un robot, insensible al dolor de la espalda y los brazos, con los sentidos embotados, trabajando como si estuviera bajo los efectos de narcóticos.
Maeve salió de su letargo, se incorporó y, ofuscada, miró el horizonte a espaldas de Pitt.
-¿Verdad que las palmeras son muy bonitas? -murmuró la joven.
-Sí, preciosas -dijo Pitt con una crispada sonrisa y creyendo que Maeve alucinaba-. Pero no hay que tumbarse debajo; sé de mucha gente que ha muerto porque le ha caído un coco en la cabeza.
-Una vez estuve en Fiji -dijo ella, sacudiendo la cabeza- y vi como un coco caía sobre el parabrisas de un coche aparcado y lo rompía.
Pitt pensó que Maeve parecía una niña, perdida sin rumbo en un bosque, desesperada porque sabía que no encontraría el camino de regreso a casa. Quiso poder hacer o decir algo que la consolase, pero no se le ocurrió qué, no había nada que hacer o decir en medio de ese paisaje desamparado. Sintió una intensa amargura causada por la compasión y la impotencia.
-¿No crees que deberías virar más a estribor? -dijo Mueve exánime.
-¿Estribor?
Ella lo miraba fijamente, parecía en trance.
-Sí, claro, no quieres pasar la isla de largo.
Pitt entrecerró los ojos. Lentamente, se dio la vuelta y miró por encima del hombro. Después de dieciséis días de contemplar el sol para calcular dónde se hallaban y de sufrir los efectos del reflejo de la luz solar en el agua, Pitt tenía los ojos tan fatigados que sólo podía mirar a lo lejos por unos segundos y cerrarlos de nuevo para descansar. Echó un breve vistazo por encima de la proa, pero sólo vio olas azules.
Pitt se volvió de nuevo hacia Maeve.
-Ya no podemos dominar el bote -dijo con suavidad-. He puesto la vela bajo el asco para reducir la entrada de agua...
-Por favor... -suplicó ella-. Está tan cerca... ¿No podemos desembarcar, aunque sólo sea para pasear unos minutos por tierra firme?
Lo dijo con tanta calma que Pitt sintió un escalofrío. ¿Acaso Maeve estaba viendo algo? Aunque la razón le decía que Maeve sufría alucinaciones, una mezcla de esperanza y desesperación hizo que Pitt se incorporara sobre las rodillas agarrándose a un tubo de flotación. En ese momento el bote coronó la cresta de una ola y, por un instante, Pitt contempló sin obstáculos el horizonte... No había ninguna isla con palmeras.
Pitt rodeó con el brazo los hombros de Maeve. La joven, que hasta ese momento se había mostrado fuerte y animosa, parecía débil y abatida. Sin embargo, una intensa y extraña expresión dominaba su rostro. Pitt advirtió que Maeve no miraba el mar, sino al cielo.
Por primera vez, él vio el pájaro que sobrevolaba el bote, con las alas extendidas, planeando a merced del suave viento. Hizo visera con las manos y miró el animal. Debía de medir un metro y tenía las plumas verdes con pintas pardas y la parte superior del pico curvada y puntiaguda; parecía un pariente bastante feo de la familia de los papagayos.
-Tú también lo ves -dijo Maeve excitada-. Es un kea, la misma clase de pájaro que condujo a mis antepasados a la isla Gladiator. Según los marinos que surcan las aguas del sur, el kea señala la ruta hasta los puertos seguros.
Giordino miró hacia arriba, pero miró al papagayo más como a un potencial almuerzo que como a un mensajero divino enviado por los espíritus para conducirlos hacia tierra firme.
-Pídele a ese loro que nos recomiende un buen restaurante -murmuró-. A ser posible, uno en cuyo menú no haya pescado.
Pitt no contestó al irónico comentario de Giordino, estaba demasiado atento a los movimientos del kea. El pájaro planeaba como si estuviera descansando y no intentó aproximarse a la balsa. Luego, como si ya se hubiese recuperado, aleteó en dirección sur. Inmediatamente, Pitt miró la brújula para averiguar el rumbo del kea, al que no perdió de vista hasta que se convirtió en un punto en la distancia y al fin desapareció.
Los papagayos no son aves acuáticas como las gaviotas o los petreles, que se aventuran hasta alta mar. Pitt pensó que tal vez el animal se hubiera perdido, pero no le pareció posible. Se trataba de un ave que gustaba de cerrar sus garras sobre algo sólido, y sin embargo no intentó posarse en la balsa. Eso significaba que no se encontraba fatigado de volar guiado por el instinto hacia algún desconocido lugar de apareamiento. Aquel pájaro sabía muy bien dónde estaba y hacia dónde se dirigía... Quizá, sólo quizá, se encontraba a mitad de camino entre dos islas. Pitt estaba seguro de que el kea podía divisar algo que ellos, desde la dilapidada balsa, no podían ver.
Se desplazó hasta la consola de control y, apoyándose en ella, se puso en pie, sujetándose bien con ambas manos para evitar ser lanzado por la borda. De nuevo entornó los párpados hinchados y miró hacia el sureste.
Ya estaba familiarizado con las formaciones nubosas que, situadas sobre el horizonte, producían la sensación de ser masas de tierra sobre el agua. Demasiadas veces las caprichosas formas de las distantes nubes le habían hecho albergar esperanzas que luego habían resultado vanas.
Pero esa vez fue distinto. En el horizonte una solitaria nube permanecía inmóvil mientras otras se alejaban. Estaba ligeramente elevada sobre el mar y no parecía poseer una masa sólida. No se veía rastro de vegetación, porque la nube estaba formada por el vapor que se alzaba de la arena caldeada por el sol antes de condensarse en capas más altas de la atmósfera.
Sin embargo, Pitt contuvo su alegría y entusiasmo, ya que la isla se encontraba aún a cinco horas largas de distancia. No había la más mínima posibilidad de llegar a ella, no lo conseguirían aunque desplegara de nuevo la vela en el mástil y permitiera que el mar anegase el bote. Pero inmediatamente sus maltrechas ilusiones cobraron de nuevo fuerza, porque vio que no se trataba de la cima de un monte submarino surgido como consecuencia de miles de siglos de actividad volcánica y cuyos montes y valles estaban cubiertos por una exuberante vegetación. Aquélla era una roca baja y plana sobre la que crecían algunos árboles que, de algún modo, habían logrado sobrevivir a pesar del clima frío de esa zona situada al sur del trópico.
Los árboles, claramente visibles, se apiñaban en las pequeñas zonas de tierra que había en los intersticios de las rocas. Pitt vio que la isla estaba mucho más próxima de lo que parecía a primera vista; se encontraba a unos ocho o nueve kilómetros de distancia. Las copas de los árboles parecían una tupida alfombrilla extendida sobre el horizonte.
Pitt determinó la posición de la isla, que se hallaba en la dirección que había seguido el kea. Inmediatamente verificó las direcciones del viento y la deriva y calculó que las corrientes los conducirían hacia el extremo norte de la isla; así pues, debían corregir ligeramente su rumbo hacia el sureste. Hacia estribor, como, asombrosamente, Maeve había visto en su imaginación.
-La señorita ha ganado el premio -anunció Pitt-. Ante nosotros hay tierra firme.
Maeve y Giordino se pusieron trabajosamente en pie junto a Pitt y miraron hacia la lejana isla.
-No es un espejismo -dijo Giordino sonriendo.
-Te dije que el kea nos conduciría a nuestra salvación -susurró Maeve al oído de Pitt.
Pitt no se dejó llevar por el entusiasmo.
-Aún no estamos allí. Para llegar a la orilla, tendremos que volver a colocar la vela y achicar agua como demonios.
Giordino estimó la distancia que los separaba de la isla y se puso serio.
-Nuestra residencia flotante no lo conseguirá -predijo-. Se partirá antes de que cubramos la mitad de la distancia.
39
Izaron la vela y utilizaron todo el cable de nailon disponible para reforzar el casco agrietado. Con Maeve al timón, Giordino achicando agua con el recipiente como un poseso y Pitt haciendo lo mismo con las manos, la maltrecha balsa apuntaba su quilla hacia la pequeña isla situada a unos cuantos kilómetros de distancia. Al fin las dotes de navegante de Pitt habían sido recompensadas.
Pitt y Giordino habían olvidado la ofuscante fatiga y el paralizador agotamiento, se encontraban en un estado en que ya no eran ellos mismos, en una zona psicológica en que el esfuerzo y el sufrimiento carecían de significado. Daba igual que sus cuerpos fueran a pagar luego una amarga factura de agónicos sufrimientos, lo importante era que su determinación y su negativa a aceptar la derrota los ayudase a salvar la distancia que separaba el bote de la orilla. Eran conscientes del dolor que torturaba sus hombros y sus espaldas, pero el malestar quedaba difuminado en su mente, como si sus tormentos los estuvieran padeciendo otros.
El viento henchía la vela, impulsando el bote en dirección al solitario promontorio del horizonte. Pero el inexorable mar no tenía intención de soltar su presa. La corriente los arrastraba hacia dentro, tratando de enviarlo de vuelta a la inmensa desolación del océano abierto.
-Creo que nos estamos desviando -dijo Maeve temerosa.
Mirando hacia adelante y sin dejar de achicar agua con las manos, Pitt no quitaba ojo a la tierra cada vez más cercana. Al principio creyó que se trataba de una sola isla, pero cuando se hallaron a unos dos kilómetros comprobó que se trataba de dos. Un brazo de mar de unos doscientos metros de ancho las separaba. También advirtió que lo que parecía ser una corriente de mar discurría por entre la separación de ambas islas.
Por las ondas que hacía el viento sobre la superficie del agua y por la forma como impulsaba la espuma en el aire, Pitt supo que la brisa había cambiado y favorecía el curso que pretendían seguir, impulsando el bote en un ángulo más agudo a través de la hostil corriente. Aquello era una ventaja, pensó optimista, como también lo era el hecho de que en esas zonas meridionales el agua estuviera demasiado fría para permitir la formación de arrecifes de coral, pues, de existir, hubieran desgarrado y hecho pedazos el bote.
Mientras luchaban contra el agua que pretendía invadir el bote, Pitt y Giordino percibieron un rumor que se hizo más y más fuerte. De pronto sus miradas se cruzaron, pues ambos interpretaron al mismo tiempo que ese peculiar sonido se debía a las olas rompiendo contra los riscos. Las olas, potenciales asesinas, arrastraban el bote hacia la catástrofe. La alegría de los náufragos ante la perspectiva de estar a punto de poner pie en tierra firme se convirtió en temor de ser hechos pedazos por las aguas agitadas.
En lugar de un refugio seguro, Pitt vio ante él dos impresionantes rocas, surgidas bruscamente del mar, contra las que rompían con violencia las olas. No estaban ante atolones tropicales con playas de arenas blancas, ni se veían amistosos nativos que los saludasen alegremente. No había indicios de habitantes en ninguna de las dos islas: ni humo, ni edificaciones... Eran atolones desnudos, azotados por el viento y desiertos. Su única vegetación eran matorrales pelados y extraños y sufrientes árboles.
A Pitt le costaba creer que, por tercera vez desde que encontró y rescató a Maeve en la Península Antártica, se encontrara frente a la amenaza de aguas y rocas hostiles. Por un instante revivió la apurada escapatoria del Polar Queen y la fuga de la isla Kunghit con Mason Broadmoor. En ambas ocasiones había logrado escapar gracias a potentes vehículos, pero en ese momento se enfrentaba a la catástrofe a bordo de un minúsculo bote anegado de agua y con una vela que no era mayor que una sábana.
Recordó haber leído alguna vez que un buen marino, cuando se enfrenta con la mar picada, debe conservar sobre todo la estabilidad de la embarcación. Un buen navegante no debe permitir que entre agua en su barco, puesto que ello afecta la capacidad de flotación de la nave. Pitt pensó que el que había escrito aquello debía encontrarse en ese momento a su lado.
-A no ser que veas un trozo de playa en que podamos desembarcar, mueve el timón hacia el brazo de mar de entre las dos islas -ordenó Pitt a Maeve alzando la voz.
Las bellas, demacradas y quemadas facciones de Maeve estaban tensas. Asintió en silencio, sujetando con fuerza los cables del timón y poniendo en juego todas las fuerzas que le quedaban.
Las ariscadas rocas que surgían por encima de las rompientes parecían cada vez más amenazadoras. El agua entraba en el bote a una velocidad alarmante. Giordino se desentendió de lo que les esperaba y se concentró en evitar que el bote se hundiera bajo sus pies. Dejar de achicar en esos momentos podía tener consecuencias fatales. Si el agua entraba en el dañado bote durante diez segundos ininterrumpidos, se hundirían a quinientos metros de la orilla. Y una vez estuvieran indefensos en el agua, o los tiburones o las rocas terminarían con ellos. El italiano continuó achicando, confiando plenamente en Pitt y Maeve.
Pitt observó los cambios de cadencia que producía en las olas la creciente proximidad del fondo marino y midió la frecuencia con que rompían frente a él y a estribor. El período de las olas se redujo a nueve segundos y su velocidad era de unos veintidós nudos. El oleaje batía en ángulo oblicuo respecto a la ariscada costa, haciendo que el agua rompiese bruscamente al retirarse. (Pitt no necesitaba que un viejo capitán de clíper le explicase que, con la limitada potencia de su velamen, era muy difícil que lograsen enfilar el bote hacia el brazo de mar.) El otro peligro era que el reflujo de las olas al retirarse de las dos islas convirtiese la entrada del canal natural en un furioso torbellino.
Podía calcular la fuerza de las olas por la presión que transmitían a sus rodillas, fuertemente apretadas contra el fondo del casco, y su masa por la vibración que producían al pasar. El pobre bote no había sido construido para soportar embates tan crueles. Pitt no se atrevió a echar por la borda la improvisada ancla como aconsejaban hacer los manuales cuando se navegaba por aguas violentas. Sin motor, consideraba que lo que más les interesaba era avanzar al ritmo de las olas, pues estaba seguro de que el tirón del ancla contra el impulso de las rompientes hubiera hecho pedazos el bote.
Pitt se volvió hacia Maeve.
-Procura mantener la balsa en la parte donde el agua es de un color azul más intenso -dijo.
-Haré lo que pueda -replicó ella.
El rugido de las violentas y traicioneras rompientes era cada vez más próximo y no tardaron en verlas además de oírlas. Careciendo de un verdadero control sobre su nave se encontraban a merced de las furiosas aguas que los zarandeaban a su capricho. El oleaje, cerca de las rocas, era más violento. Visto de cerca, el brazo de mar entre los dos promontorios rocosos parecía una trampa mortal, un canto de sirena que los llamaba hacia la perdición; pero era demasiado tarde para volver a mar abierto y rodear las islas. La suerte estaba echada...
Los islotes y el borboteante caldero de sus orillas quedaron ocultos por las crestas de las olas que rebasaban el bote. Las rachas de viento los impulsaban hacia la hendidura de la pared rocosa, su única esperanza de salvación.
Cuanto más se aproximaban, mayor era la violencia del mar. Pitt sintió un sudor frío al ver que, en el momento de romper, las crestas de las olas tenían una altura de casi diez metros. Maeve luchaba con el timón para mantener el curso, pero el bote no respondía a los mandos y no tardó en ser incontrolable... Se hallaban a merced de las embravecidas aguas.
-¡Aguantad! -gritó Pitt.
Echó un rápido vistazo hacia popa, para comprobar su posición en relación con el movimiento ascendente del mar. Sabía que el oleaje alcanzaba su máxima velocidad justo antes de romper. Las olas se sucedían como los inmensos camiones de un convoy.
El bote cayó en el seno de una ola, pero la suerte no los abandonó, y la ola rompió inmediatamente tras ellos, cuando ya se encontraban ascendiendo sobre el siguiente muro de agua a una escalofriante velocidad, con el aire salpicado de espuma. El bote cayó e inmediatamente una ola de ocho metros de altura rompió sobre sus cabezas y los hundió bajo las aguas.
La presión del agua era intensa. Tuvieron la sensación de que el bote se había convertido en un ascensor descontrolado que los conducía al fondo del mar. La inmersión pareció durar minutos, pero no debieron de ser más que unos segundos. Pitt mantuvo los ojos abiertos y, bajo el agua, vio a Maeve difusa, irreal, aunque advirtió que ella trataba de mantener su valor. De pronto, el bote salió de nuevo a la superficie y todo volvió a adquirir contornos nítidos.
Fueron baqueteados por dos o tres olas más, de menor fuerza, y luego se encontraron más allá de las rompientes, en aguas más calmadas. Pitt movió la cabeza y escupió el agua que había tragado.
-¡Pasó lo peor! -exclamó exultante-. ¡Hemos llegado al canal!
En la boca del canal el tamaño de las olas no rebasaba los dos metros. Increíblemente, el bote se mantenía a flote y de una pieza después de haberse enfrentado a las feroces rompientes. El mástil y la vela habían sido arrancados, pero flotaban a poca distancia, unidos aún al bote por un cable.
Giordino no había dejado de achicar ni siquiera cuando el agua le llegó hasta el pecho. Escupió, se quitó la sal de los ojos y siguió arrojando agua por la borda.
El casco se había partido en dos y aguantaba gracias a los cabos de nailon que lo sujetaban y a las abrazaderas que unían los tubos de flotación. Al verse con el agua hasta los hombros, Giordino admitió al fin su derrota. Miró alrededor, ofuscado, respirando entrecortadamente.
-Y ahora ¿qué? -preguntó confuso.
Antes de que Pitt contestase, el italiano metió la cabeza en el agua y miró hacia el fondo del canal. La visibilidad era espléndida, aunque sin gafas resultaba algo difusa. Diez metros más abajo había arena y rocas. Bancos de peces multicolores nadaban tranquilamente, sin prestar atención a la extraña criatura que flotaba sobre ellos.
-Por aquí no hay tiburones -dijo aliviado.
-Rara vez sobrepasan las rompientes -dijo Maeve al mismo tiempo que tosía a causa de toda el agua que había tragado.
La corriente del canal los acercaba a la isla situada más al norte. La tierra firme estaba sólo a treinta metros de distancia. Pitt miró a Maeve y no pudo reprimir una malévola sonrisa.
-Apuesto a que eres una gran nadadora.
-No olvides que estás hablando con una australiana -contestó ella, y luego añadió-: Recuérdame que alguna vez te enseñe los trofeos de natación que gané en la especialidad de mariposa y espalda.
-Al está agotado. ¿Podrás llevarlo hasta la orilla?
-Es lo menos que puedo hacer por el hombre que impidió que nos convirtiéramos en el almuerzo de los tiburones.
Pitt señaló hacia la orilla más próxima. No había playa de arena, pero en el borde del agua había una roca lisa que formaba una especie de plataforma.
-Parece que el camino hasta la orilla está libre. La joven se apartó el cabello de los ojos y, mientras lo retorcía entre sus manos, preguntó:
-¿Y tú? ¿Quieres que vuelva a por ti?
Él movió la cabeza en un gesto de negación.
-Yo tengo algo más importante que hacer.
-¿Ah, sí? ¿Como qué?
-Te recuerdo que la cadena Sheraton aún no ha construido aquí un hotel, así que seguimos necesitando todas las provisiones que tenemos. Voy a remolcar lo que queda del bote hasta la orilla.
Pitt ayudó a Giordino a pasar sobre los tubos de flotación hasta llegar al agua. Maeve lo agarró por debajo de la barbilla, como una socorrista, y luego nadó vigorosamente hacia la orilla. Pitt los miró por un momento y de pronto vio que el italiano le decía adiós con una mano. Pitt pensó que su desfachatado amigo se lo estaba pasando en grande dejándose llevar.
Ató los distintos cabos sueltos y formó con ellos un largo cable de nailon. Sujetó un extremo al bote, ya prácticamente hundido, y otro alrededor de su cintura; de esta forma nadó hacia la orilla. El peso muerto era excesivo, así que de vez en cuando se detenía, tiraba del cable hacia él y volvía a repetir todo el proceso. La corriente lo ayudó, empujando la balsa hacia la orilla. Tras recorrer veinte metros, notó al fin tierra firme bajo los pies y arrastró más fácilmente el bote hacia la plataforma de roca. Se sintió inmensamente agradecido cuando Maeve y Giordino se acercaron a él para ayudarlo a subir el bote a tierra.
-Qué pronto te has repuesto -dijo Pitt a Giordino.
-Mi capacidad de recuperación ha asombrado a médicos de todo el mundo.
-Creo que me ha tomado el pelo -comentó Maeve, simulando sentirse ultrajada.
-No hay nada como notar tierra firme bajo los pies para recuperarse.
Pitt se sentó a descansar. Estaba excesivamente fatigado para ponerse a bailar de alegría por haber salido al fin del agua. Se puso de rodillas e intentó levantarse, pero, por unos momentos, tuvo que aferrarse a la roca para no perder el equilibrio. Las casi dos semanas balanceándose en un pequeño bote en medio del mar tenía sus consecuencias: el mundo le daba vueltas y toda la isla giraba alrededor como si estuviese a merced de las olas. Maeve se sentó en el suelo, mientras Giordino afirmaba los pies en la roca y se sujetaba a las ramas de un arbusto cercano. Al cabo de unos minutos, Pitt se incorporó, tembloroso, y dio unos pasos vacilantes. No había caminado desde que habían sido secuestrados en Wellington, y tenía las piernas rígidas e insensibles, pero después de caminar unos cuantos metros sus articulaciones recuperaron la fuerza.
Empujaron el bote lejos de la orilla y descansaron unas horas antes de cenar pescado seco acompañado de agua de lluvia que encontraron en algunos huecos de la roca. Después de haber recuperado las energías, inspeccionaron la isla, aunque poco había que ver. Tanto la isla en que se hallaban como su vecina del otro lado del canal parecían simples moles de lava, producto de erupciones volcánicas submarinas, que se habían acumulado a lo largo de miles de siglos hasta alcanzar la superficie, donde, por la erosión del viento y las olas, se vieron reducidas a atolones pelados. Si el agua hubiera sido por completo transparente y hubieran podido ver las moles de roca desde su base en el fondo del océano, el paisaje les habría recordado al de las enormes espiras de Monumento Valley, en Arizona, que se alzan como islas en el mar del desierto.
Giordino recorrió la isla de orilla a orilla, mientras contaba sus pasos, y anunció que su refugio sólo medía 130 metros de ancho. El punto más alto era una cumbre chata de unos diez metros de altura. La masa de tierra se curvaba de norte a sur en forma de lágrima, con el lado de barlovento vuelto hacia el oeste. Desde el extremo redondeado a la picuda punta no había más de un kilómetro de distancia. Rodeada por murallas rocosas que la protegían del embate de las olas, la isla parecía una fortaleza sometida al ataque continuado del mar.
A poca distancia, descubrieron los restos de un barco. Se encontraban en la parte alta y seca de una pequeña caleta abierta por la erosión del mar. Evidentemente, habían llegado allí impulsados por las olas de alguna gran tormenta. Se trataba de un barco de vela de tamaño regular, tumbado del costado de babor, con la mitad del casco y la quilla destrozados; eso les hizo pensar que la nave había colisionado contra la rocas. Pitt estaba seguro de que el barco debió de haber sido una belleza. Había estado pintado de azul con ribetes naranja; los mástiles habían desaparecido, pero la camareta alta parecía ilesa e intacta. Pitt, Maeve y Giordino se aproximaron y la observaron por un momento antes de mirar el interior.
-Debió de ser un espléndido barquito -comentó Pitt-. De unos doce metros, hecho a conciencia y con casco de teca.
-Es un queche de Bermudas -dijo Maeve al tiempo que acariciaba el viejo y gastado maderamen de teca-. Un compañero del laboratorio marino de Saint Croix tenía uno. Lo utilizábamos para recorrer las islas y era una delicia navegar en él.
Giordino observó la pintura y el calafateo del casco.
-A juzgar por su estado, debe de llevar aquí veinte o treinta años.
-Espero que los que lo ocupaban fueran rescatados sanos y salvos -dijo suavemente Maeve.
Pitt abarcó con un amplío movimiento del brazo la desolación que los rodeaba.
-A ningún marino en sus cabales se le ocurriría apartarse de su ruta para venir aquí de visita.
Súbitamente a Maeve se le iluminaron los ojos y chasqueó los dedos como si hubiese recordado algo después de haber estado largo rato intentándolo.
-Se llaman las Tetas.
Pitt y Giordino se miraron, como no dando crédito a sus oídos.
-¿Has dicho «tetas»? ¿He oído bien? -preguntó Giordino.
-Una vieja leyenda australiana sobre dos islas que recuerdan los pechos de una mujer cuenta que aparecen y desaparecen como Brigadoon, el pueblo de aquella película de Gene Kelly.
-Lamento desmentir esa leyenda, pero te garantizo que esta mole de roca no se ha movido de aquí en el último millón de años.
-Ninguna de las glándulas mamarias que he visto tenía este aspecto -murmuró Giordino.
Ella los fulminó con la mirada.
-Sólo os estoy contando lo que oí respecto a un par de islas legendarias situadas al sur del mar de Tasmania.
Ayudado por Giordino, Pitt se encaramó al casco, gateó hasta la camareta y entró por la escotilla.
-No queda nada dentro -dijo desde el interior-. Se llevaron todo lo que no estaba atornillado al suelo. Mirad el yugo, a ver si tiene nombre.
Maeve fue hasta la popa y miró las desvaídas y apenas legibles letras.
-Dancing Dorothy... Se llamaba Dancing Dorothy.
Pitt bajó de la cabina del yate.
-Debemos registrar la isla para localizar las cosas que sacaron del yate. Quizá los tripulantes tiraron algún objeto que puede sernos útil.
Reanudaron la exploración. Les llevó poco más de media hora recorrer todo el perímetro costero del islote con forma de lágrima. Luego avanzaron tierra adentro. Se separaron para poder cubrir más terreno. Maeve fue la que hizo el primer hallazgo: un hacha clavada en el retorcido tronco de un árbol de forma grotesca.
Giordino la sacó y la estudió.
-Esto puede venirnos bien.
-Extraño árbol -dijo Pitt observando el tronco-. ¿Cómo se llamará?
-Arrayán tasmanio -respondió Maeve-. En realidad es una falsa haya. Puede alcanzar una altura de sesenta metros, pero aquí no hay bastante tierra para sus raíces, por eso todos los árboles de esta isla son enanos.
Reanudaron su minucioso registro. Minutos más tarde Pitt encontró un pequeño barranco que se abría sobre una plataforma de roca plana en el lado de sotavento de la isla. Vio que a un lado de una pared rocosa había clavado un garfio de los que se usan para subir peces a bordo de los barcos. Siguieron caminando y llegaron a un montón de troncos que tenía forma de cabaña con un mástil de barco clavado a uno de sus lados. La estructura tendría unos tres metros de ancho por cuatro de largo. El techo de troncos y ramas no había sufrido demasiados daños con el paso del tiempo, gracias a que el desconocido constructor había hecho bien su trabajo.
En el exterior de la cabaña había un tesoro de objetos abandonados. Una batería y los restos corroídos de un radioteléfono, un goniómetro, un receptor de radio para sintonizar partes meteorológicos y señales horarias para poner en hora un cronómetro, un montón de latas vacías de comida, una lancha de teca, magníficamente bien conservada, equipada con un pequeño motor fuera borda y bastantes instrumentos de navegación; además también había platos y utensilios para comer, cazos y cacharros, un hornillo de propano y otros variados y lujosos objetos procedentes del queche naufragado. En torno al hornillo, aún había una gran cantidad de espinas de pescado.
-Los antiguos inquilinos dejaron la casa hecha un desastre -dijo Giordino, arrodillándose para examinar un pequeño generador a gas que servía para cargar las baterías del barco que habían mantenido en funcionamiento el equipo de radio y los instrumentos de navegación electrónicos diseminados alrededor de la cabaña.
-Quizá aún estén dentro -murmuró Maeve.
-¿Por qué no entras y lo averiguas? -preguntó Pitt con una sonrisa.
Ella negó vivamente con la cabeza.
-Ni hablar. Entrar en sitios oscuros y tétricos es cosa de hombres.
Pitt se dijo que las mujeres eran sin duda seres enigmáticos. Después de todos los peligros a los que se había enfrentado durante las últimas semanas, Maeve no se atrevía a entrar en la cabaña. El se inclinó y franqueó el umbral.
40
Tras haber pasado tantos días al sol, Pitt tardó unos minutos en acostumbrarse a la penumbra del interior de la cabaña. Salvo el sol que entraba por la puerta, la única luz de la vivienda procedía de los resquicios abiertos entre los troncos. El aire era pesado y húmedo y olía a cerrado y a maderos podridos.
No había espectros ni fantasmas acechando en las sombras, pero Pitt se encontró frente a frente con las vacías cuencas de una calavera unida a un esqueleto.
Yacía de espaldas sobre una litera rescatada del velero. Por el marcado arco superciliar, Pitt dedujo que el cadáver pertenecía a un varón que había perdido los dientes antes de morir; en la boca sólo le quedaban tres piezas de la dentadura. Sin embargo, no parecía que se los hubiesen arrancado, sino más bien que se le habían caído.
Unos raídos pantalones cortos le cubrían la pelvis y en los huesos de los pies aún llevaba unas zapatillas de suela de goma. No había restos de carne; los gusanos habían hecho un buen trabajo de limpieza. De modo que un mechón pelirrojo pegado al cráneo era el único indicio del aspecto que esos restos humanos habían tenido en vida. Las esqueléticas manos estaban cruzadas por encima de la caja torácica y aferraban un cuaderno de bitácora con tapas de cuero.
Con un rápido vistazo Pitt comprobó que el propietario había organizado la casa de modo eficiente, utilizando elementos de su naufragado yate. Había extendido las velas del Dancing Dorothy bajo el techo para impedir que la humedad se filtrara por entre las ramas del tejado. Sobre un pequeño escritorio encontró mapas del Almirantazgo británico, un montón de libros sobre navegación, tablas de mareas, luces de navegación, señales de radio y un almanaque náutico. Cerca de la mesa había una estantería con folletos y libros sobre instrucciones técnicas acerca de cómo manejar los instrumentos electrónicos y mecánicos de un barco. Sobre una pequeña mesa de madera cercana a la litera había una caja de caoba pulida que contenía un cronómetro y un sextante. Junto a la mesa había un compás manual y una brújula pertenecientes al velero. La rueda del timón de navegación estaba recostada contra una pequeña mesita plegable y había unos prismáticos colgando de uno de los radios.
Pitt se inclinó sobre el esqueleto, le quitó con suavidad el cuaderno de bitácora y salió de la cabaña.
-¿Qué has encontrado? -preguntó Maeve, ardiendo de curiosidad.
-A ver si adivino -dijo Giordino-. Un mohoso cofre que contiene el tesoro de un pirata.
Pitt negó con la cabeza.
-Nada de eso. Encontré al hombre que navegaba en el Dancing Dorothy. Nunca abandonó esta isla.
-¿Está muerto? -preguntó Maeve.
-Desde mucho antes que tú nacieras.
Giordino se acercó a la puerta y contempló los restos humanos en el interior de la cabaña.
-No entiendo cómo se alejó tanto de las rutas náuticas habituales.
Pitt mostró el cuaderno de bitácora y lo abrió.
-Las respuestas deben de estar aquí.
Maeve echó un vistazo a las páginas.
-¿Aún es legible después de tantos años?
-Sí. El cuaderno está bien conservado y la letra es clara. -Pitt se sentó en una roca, hojeó el libro y al fin alzó la vista hacia sus compañeros-. Se llamaba Rodney York y era uno de los doce propietarios de yate que participaban en una regata sin escalas alrededor del mundo que comenzó en Portsmouth, Inglaterra, y estaba patrocinada por un periódico londinense. El primer premio eran veinte mil libras. York salió de Portsmouth el 24 de abril de 1962.
-El pobre diablo lleva treinta y ocho años perdido -dijo solemnemente Giordino.
-Cuando llevaba noventa y siete días en el mar, mientras dormía, el Dancing Dorothy encalló contra lo que él llama las Dos Miserias. -Al decir esto último, Pitt dirigió una significativa mirada a Maeve.
-Parece que York no era experto en leyendas australianas -dijo Giordino.
-Evidentemente, se inventó el nombre -dijo Maeve tratando de no perder su dignidad. Pitt continuó:
-Según su relato, hizo un excelente tiempo durante la travesía del océano índico meridional, tras doblar el cabo de Buena Esperanza. Luego se dispuso a aprovechar los vientos propicios de la zona para cruzar el Pacífico hacia América del Sur y el estrecho de Magallanes. Suponía que iba en primer lugar en la carrera cuando su generador se averió y perdió todo contacto con el mundo exterior.
-Eso explica muchas cosas -dijo Giordino, mirando el cuaderno por encima del hombro de Pitt-. Por eso estaba navegando en esta zona y por eso no pudo enviar un mensaje con sus coordenadas para que vinieran a rescatarlo. Le he echado un vistazo al generador; el motor que lo alimenta está en pésimo estado. Parece que York intentó repararlo, pero no lo consiguió. Ahora lo intentaré yo, aunque me temo que no obtendré resultados.
-O sea que debemos descartar la posibilidad de usar la radio de York para solicitar ayuda -dijo Pitt encogiéndose de hombros.
-¿Qué hizo tras el naufragio? -preguntó Maeve.
-Por lo visto, no era un Robinson Crusoe y perdió casi todas sus provisiones cuando su barco se estrelló contra las rocas y volcó. Más tarde, cuando una tormenta trajo el barco hasta la playa, recuperó algunos alimentos enlatados, pero le duraron muy poco. Intentó pescar, sin demasiada suerte, pues apenas atrapó lo suficiente para sobrevivir, así que se alimentó con cangrejos de roca y algunos pájaros que logró cazar. Finalmente, su salud se debilitó. York duró 136 días en este islote perdido. Su anotación final es bastante triste: «Ya no puedo ni caminar ni ponerme en pie. Estoy tan débil que lo único que puedo hacer es esperar la muerte aquí tumbado. Cómo desearía ver de nuevo el amanecer en la bahía Falmouth, en mi Cornualles natal. Pero no será posible. A cualquiera que encuentre este cuaderno y las cartas que he escrito a mi esposa y a mis tres hijas, le ruego que se las haga llegar. Les ruego me perdonen por los grandes sufrimientos que estoy seguro les he causado. Mi fracaso no se debió tanto a la incompetencia como a la mala suerte. Tengo las manos muy cansadas y no puedo seguir escribiendo. Espero no haberme dado por vencido demasiado pronto.»
-Resulta difícil creer que ese cuerpo ha estado aquí durante varias décadas sin ser descubierto por los tripulantes de algún barco o por algún equipo científico que haya podido venir a instalar en la isla instrumentos de medición meteorológica -dijo Giordino.
-El peligro que supone desembarcar entre las rompientes y las rocas de este lugar es suficiente para desalentar a cualquier curioso, ya sea científico o marinero.
-Su pobre familia ha debido de pasar todos estos años preguntándose cómo murió -dijo Maeve con los ojos anegados en lágrimas.
-York vio tierra por última vez al divisar el faro del cabo Sudeste, en Tasmania. -Pitt volvió a entrar en la cabaña y salió poco después con el mapa del Almirantazgo donde aparecía el mar de Tasmania. Lo desplegó sobre el suelo y, tras estudiarlo unos momentos, dijo-: Ya sé por qué York llamaba estos atolones las Dos Miserias, porque ése es el nombre que les da el mapa del Almirantazgo.
-¿Te equivocaste en mucho al calcular nuestra posición?
Pitt midió con un compás que había cogido del escritorio la posición aproximada que había calculado por medio de la ballestilla improvisada en la balsa.
-Yo calculé que estábamos 120 kilómetros más hacia el suroeste.
-No está nada mal, teniendo en cuenta que no conocías el lugar exacto donde Dorsett nos abandonó.
-Sí -admitió Pitt con cierta modestia-. No lo hice del todo mal.
-¿Dónde estamos exactamente? -preguntó Maeve, que se encontraba a gatas contemplando el mapa.
Pitt señaló con el índice una pequeña mota negra en medio de un mar azul.
-Aquí, en este puntito, unos 965 kilómetros al suroeste de Invercargill, en Nueva Zelanda.
-En el mapa parece tan cerca... -murmuró Maeve.
Giordino se quitó el reloj de pulsera y limpió el cristal con la tela de su camisa.
-No está tan cerca. Recuerda que, durante casi cuarenta años, a nadie se le ha ocurrido venir a echar un vistazo al pobre Rodney.
-Todo tiene su parte buena -dijo Pitt con una sonrisa-. Imaginad que hemos metido treinta y ocho dólares en monedas de veinticinco centavos en una tragaperras de Las Vegas sin haber ganado ni una sola vez. Según el cálculo de posibilidades, nos toca ganar con las próximas dos monedas.
-Es una mala comparación -dijo Giordino, eterno aguafiestas.
-¿Por qué?
El italiano miró hacia el interior de la cabaña y dijo:
-Porque no tenemos ninguna moneda de veinticinco centavos, ni modo alguna de conseguirla.
41
-Nueve días y sigue la cuenta -dijo Sandecker, mirando a las personas sentadas alrededor de la mesa de su oficina. Todos los hombres tenían una sombra de barba y las mujeres parecían fatigadas. Lo que pocos días atrás había sido una limpia y aseada sala de reuniones para los colaboradores íntimos del almirante, se había convertido en un lugar caótico, debido a la gravedad de la situación que se discutía. En los paneles de teca de la pared había fotos pegadas, cartas náuticas y bocetos hechos a mano. Había papelotes desperdigados por toda la alfombra de color turquesa y la mesa de conferencias estaba sembrada de tazas de café, blocs llenos de operaciones de cálculo, teléfonos y un cenicero a rebosar de colillas de los puros de Sandecker. El almirante era el único que fumaba, pero el aire acondicionado funcionaba a su máxima potencia para combatir el mal olor.
-El tiempo va en nuestra contra -dijo el doctor Sanford Adgate Ames-. Es materialmente imposible construir una unidad reflectora e instalarla antes de la fecha límite.
El experto en sonido y los estudiantes de su equipo en Arizona se habían unido al personal de la ANIM en Washington. Aunque también podía decirse, sin mentir, que los expertos de Sandecker estaban sentados entre los estudiantes en la sala de trabajo de Ames, pues, gracias a la técnica de videoholografía, sus voces e imágenes viajaban a través del país por medio de la fotónica, la emisión de luz y sonido mediante fibra óptica. Combinando esta técnica con la tecnología informática más avanzada, las limitaciones de tiempo y espacio habían desaparecido entre ambos grupos de trabajo.
-Ésa es una deducción válida -dijo Sandecker-; pero tal vez podamos utilizar un reflector ya existente.
Ames se quitó los bifocales de vidrios azules y los alzó a la luz para ver si estaban limpios. Tras cerciorarse de que así era, volvió a colocarse las gafas.
-Según mis cálculos, necesitamos un reflector parabólico más grande que un campo de béisbol que posea una cámara de aire entre las superficies para reflejar la energía sónica. No sé quién puede fabricar algo así en el poco tiempo que nos queda.
Sandecker miró hacia el otro lado de la mesa, donde estaba sentado Rudi Gunn. Éste lo miró a través de los gruesos cristales de sus gafas que aumentaban el tamaño de sus ojos enrojecidos por la falta de sueño.
-¿Alguna idea, Rudi?
-He estudiado todas las posibilidades -respondió Gunn-. El doctor Ames tiene razón, es imposible construir un reflector como ése a tiempo. Nuestra única esperanza es encontrar uno que ya haya sido construido y transportarlo a Hawai.
-Habría que desmontarlo, transportarlo y volver a montarlo -dijo Hiram Yaeger, apartando la vista de un ordenador portátil conectado con el banco de datos del décimo piso-. No existe un avión con la suficiente capacidad para transportar algo entero de una superficie tan enorme.
-En el caso de que en Estados Unidos exista un reflector como el que necesitamos, habría que transportarlo en barco -dijo Ames.
-Pero... ¿qué clase de barco puede cargar en su estructura algo de tal envergadura? -preguntó Gunn, sin dirigirse a nadie en particular.
-Un petrolero o un portaaviones -respondió Sandecker en voz baja, como si estuviera hablando solo.
-La pista de vuelo de un portaaviones puede acoger un escudo reflector del tamaño propuesto por el doctor Ames -intervino Gunn.
-La velocidad de nuestros últimos portaaviones nucleares sigue siendo secreta, pero según hemos podido averiguar gracias a nuestras infiltraciones en el Pentágono, pueden navegar a cincuenta nudos; es decir que un portaaviones podría realizar la travesía entre San Francisco y Honolulú antes de la fecha límite.
-Setenta y dos horas desde la partida hasta la instalación en el lugar -dijo Gunn.
Sandecker miró el calendario que tenía sobre la mesa y en el que aparecían tachadas las fechas anteriores a ese día.
-Eso nos deja exactamente cinco días para encontrar un reflector, llevarlo a San Francisco e instalarlo en la zona de convergencia.
-Muy poco tiempo, aunque ya tuviéramos el reflector localizado -dijo Ames.
-¿A qué profundidad habría que instalarlo? -preguntó Yaeger a la imagen de Ames.
Como si esas palabras fueran el motivo que había estado esperando para intervenir, una bonita joven de veintitantos años tendió a Ames una calculadora de bolsillo. Él tecleó unos cuantos números, verificó el resultado y luego alzó la vista.
-Teniendo en cuenta las zonas de convergencia que tienen que solaparse y aflorar, habría que colocar el centro del reflector a una profundidad de 170 metros.
-Las corrientes son nuestro principal problema -dijo Gunn-. Será muy costoso mantener el reflector en su sitio durante el tiempo suficiente para que reboten en él las ondas sonoras.
-Que nuestros mejores ingenieros se pongan a trabajar en ello -ordenó Sandecker-. Deben diseñar algún sistema de amarre especial que mantenga el reflector en una posición estable.
-¿Cómo tiene la certeza de que al rebotar las ondas sonoras convergentes regresarán a su punto de origen en la isla Gladiator? -preguntó Yaeger a Ames.
Ames, impasible, se retorció las puntas del gran bigote que le sobresalía de la barba.
-Si los factores que propagan la onda sonora original permanecen constantes, es decir, la salinidad, la temperatura del agua y la velocidad del sonido, la energía reflejada debe regresar a su fuente de origen por el mismo camino.
Sandecker se volvió hacia Yaeger.
-¿Cuántos habitantes hay en la isla Gladiator?
Yaeger consultó su ordenador.
-Los informes de inteligencia basados en fotos satélite sugieren una población de unas 650 personas, mineros en su mayoría.
-Mano de obra esclava importada de China -murmuró Gunn.
-Las ondas que regresen a la isla no serán letales, pero ¿está seguro de que no causaremos daños graves con ellas a los seres vivos de la Gladiator? -preguntó Yaeger a Ames.
Sin vacilar, otro de los estudiantes puso una hoja de papel en manos del experto en sonido. Ames, tras echarle un rápido vistazo, dijo:
-Según nuestros análisis, la convergencia acústica procedente de las cuatro minas Dorsett diseminadas por el Pacífico se reducirá a un factor energético del 28 por ciento cuando alcance la isla Gladiator, lo que no es suficiente para causar daños permanentes a personas o animales.
-¿Puede describir cuáles serán las consecuencias físicas?
-Lo único previsible son dolores de cabeza y vértigos unidos a leves náuseas.
-Lo primero que debemos hacer es encontrar el modo de instalar un reflector en Hawai antes de que la convergencia se produzca -dijo Gunn, con la vista fija en un mapa de la pared.
Sandecker tamborileó sobre el tablero de la mesa.
-Lo que nos devuelve a la casilla de salida -dijo pensativo.
Una mujer de unos cuarenta años, que llevaba un elegante vestido azul, contemplaba ensimismada una de las pinturas del almirante, la que reproducía el Enterprise-, el famoso portaaviones de la Segunda Guerra Mundial, durante la batalla de Midway. La mujer se llamaba Molly Faraday y había trabajado como analista para la Agencia Nacional de Seguridad antes de entrar en ANIM, a instancias de Sandecker, para ejercer las funciones de coordinadora de inteligencia de la agencia. Con su pelo color café y sus ojos castaños, Molly era la imagen viva de la distinción. Su mirada fue de la pintura a Sandecker y, finalmente, se posó en él.
-Quizá yo tenga la solución del problema -dijo con calma.
El almirante le hizo una seña de asentimiento.
-Tienes la palabra, Molly.
-Ayer el portaaviones Roosevelt de la marina estaba amarrado en el puerto de Pearl Harbor, cargando provisiones y reparando uno de los montacargas que se usan para subir los aviones, antes de incorporarse a la X Flota en Indonesia -explicó la mujer.
Gunn la miró con curiosidad.
-¿Estás segura de eso?
-Cuento con importantes fuentes de información -dijo Molly con una amable sonrisa.
-Comprendo a qué te refieres -dijo Sandecker-. Pero, careciendo de un reflector, no entiendo cómo va a ayudarnos en nuestro dilema el hecho de contar con un portaaviones en Pearl Harbor.
-El portaaviones es una ventaja secundaria -explicó Molly-, Lo importante es que acabo de recordar que estuve asignada a una misión en un centro de recopilación de datos sobre satélites situado en la isla hawaiana de Lanai.
-No sabía que en Lanai hubiera un centro de esa clase -dijo Yaeger-. Mi esposa y yo pasamos nuestra luna de miel en Lanai. Recorrimos en coche toda la isla y no recuerdo haber visto una estación de enlace con satélites.
-Los edificios y el reflector parabólico se encuentran en el interior del volcán apagado Palawai. Ni los nativos, que siempre se preguntaron qué estaba sucediendo allí dentro, ni los turistas pudieron acercarse lo suficiente para echar un vistazo.
-Aparte de enlazar con los satélites que sobrevolaban la zona, ¿cuál era el cometido de la instalación? -preguntó Ames.
-Enlazaba con los satélites soviéticos -lo corrigió Molly-. Por fortuna, los antiguos jefes militares soviéticos tenían la obsesión de hacer que sus satélites espía, tras sobrevolar el territorio estadounidense, pasaran sobre nuestras bases militares en las islas Hawai. Nuestro trabajo consistía en interceptarlos con fuertes señales microondas, para estropear las tomas fotográficas que hubieran podido hacer. Según pudo averiguar la CÍA, los rusos nunca sospecharon el motivo de que sus fotos de reconocimiento siempre les llegaran difusas y desenfocadas. Cuando el poder del gobierno comunista se desintegró, los nuevos instrumentos de comunicación espacial dejaron obsoletas las instalaciones de Palawai. Debido a su enorme tamaño, la antena fue utilizada posteriormente para transmitir y recibir señales de las sondas enviadas al espacio. Ahora, debido a su obsoleta tecnología, la instalación, aunque sigue teniendo vigilancia, está prácticamente abandonada.
Yaeger se interesó inmediatamente por la cuestión de fondo:
-¿Qué tamaño tiene el reflector parabólico?
Por un momento Molly escondió el rostro entre las manos y luego respondió:
-Creo recordar que tenía unos ochenta metros de diámetro.
-Es más de la superficie que necesitamos -dijo Ames.
-¿Crees que la Agencia Nacional de Seguridad nos la prestará? -preguntó Sandecker.
-Probablemente, si les decimos que queremos llevárnosla, nos paguen por hacerlo.
-Tendrían que desmontarla y transportar las piezas por vía aérea a Pearl Harbor -dijo Ames-. Y luego haría falta conseguir la cooperación del portaaviones Roosevelt para volverla a montar y bajarla a la zona de convergencia.
-Si tú te ocupas de convencer a los de la Agencia Nacional de Seguridad, yo me encargo de los del Departamento de Marina -dijo Sandecker mirando fijamente a Molly.
-Pondré en marcha los trámites inmediatamente -respondió ella.
Un hombre calvo con gafas, sentado casi en el extremo de la mesa, alzó la mano.
Sandecker se dirigió a él con una sonrisa.
-Llevas mucho rato callado, Charlie. Algo debe rondarte por la cabeza.
El doctor Charlie Bakewell, jefe de geología submarina de la ANIM se quitó un chicle de la boca y lo envolvió cuidadosamente en un papel antes de tirarlo a una papelera. Señalando hacia la imagen holográfica del doctor Ames, dijo:
-Según veo la situación, doctor Ames, la energía ultrasónica no es capaz por sí misma de destruir el tejido humano, pero, acrecentada por la resonancia de la cámara rocosa en la que está funcionando el equipo de minería acústico, su frecuencia se reduce y le permite propagarse a enormes distancias. Cuando se solapa en una región oceánica aislada, el sonido tiene suficiente intensidad para causar daños en los tejidos humanos.
-Básicamente, lo que usted dice es cierto -admitió Ames.
-Así que, si se reflejan las convergencias solapadas y las hacemos volver a su punto de origen, ¿no repercutirá parte de esa energía en la isla Gladiator?
Ames asintió con la cabeza.
-En efecto. Pero mientras la energía alcance la parte submarina de la isla sin salir a la superficie y se disemine en distintas direcciones, la posibilidad de que se produzcan muertes humanas se reduce drásticamente.
-Lo que me preocupa es el momento del impacto contra la isla -intervino Bakewell-. He revisado los informes que hicieron sobre ese lugar geólogos contratados por la Dorsett Consolidated Mining hace casi cincuenta años. Los volcanes que se alzan en los extremos de la isla no están extintos, sino dormidos. Llevan así menos de setecientos años. Durante la última erupción, no había habitantes en la Gladiator, pero los análisis científicos de la roca volcánica datan la erupción a mediados del siglo xii. En años posteriores se han alterado los períodos de pasividad con pequeños disturbios sísmicos.
-¿Adonde quieres ir a parar, Charlie? -preguntó Sandecker.
-Quiero decir, almirante, que si una fuerza importante de energía acústica choca con la base de la isla Gladiator, puede desencadenarse un desastre sísmico.
-¿Una erupción? -preguntó Gunn.
Bakewell se limitó a asentir con la cabeza.
-¿Qué probabilidades hay de que ocurra algo así? -preguntó Sandecker.
-No existe modo de predecir con seguridad la actividad sísmica o volcánica, pero conozco un vulcanólogo muy cualificado que asegura que las posibilidades son de una entre cinco.
La imagen holográfica de Ames miró fijamente a Sandecker.
-Un 20 por ciento de posibilidades de erupción... Mucho me temo, almirante, que la teoría del doctor Bakewell sitúa nuestro proyecto en la categoría de riesgo inaceptable.
Sin vacilar un segundo, Sandecker contestó:
-Lo siento, doctor Ames, pero las vidas de más de un millón de habitantes de Honolulú, junto con las de decenas de millares de turistas y personal militar de las bases de Oahu, tienen prioridad sobre las de seiscientos cincuenta mineros.
-¿No podemos advertir a los directivos de la Dorsett Consolidated para que evacúen la isla?
-Lo intentaremos -respondió Sandecker-, pero, conociendo a Arthur Dorsett, lo más probable es que deseche toda advertencia, considerándola una amenaza vana.
-¿Y si dirigimos hacia otra parte la energía acústica? -sugirió Bakewell.
Ames mostró una expresión escéptica.
-Si desviamos las ondas sonoras de su ruta original, correremos el riesgo de que conserven toda su energía y alcancen Yokohama, Shanghai, Manila, Sydney, Auckland o cualquier otra ciudad costera densamente poblada.
Se produjo un breve silencio. Todos en la habitación se volvieron hacia Sandecker, incluido Ames, que se encontraba sentado frente a un escritorio a tres mil doscientos kilómetros de distancia. El almirante, abstraído, jugueteaba con un puro sin encender. Los otros no sabían que lo que le preocupaba no era la posible destrucción de la isla Gladiator. Se sentía a un tiempo entristecido y furioso por el hecho de que Arthur Dorsett hubiese abandonado a sus mejores amigos en un mar embravecido. Al final, el odio se impuso a cualquier consideración de tipo humano.
El almirante miró fijamente la imagen de Sanford Ames, y dijo:
-Haga los cálculos necesarios para enfocar el reflector hacia la isla Gladiator. Si nosotros no detenemos a la Dorsett Consolidated cuanto antes, nadie lo hará.
42
El ascensor privado de Arthur Dorsett en el centro comercial subía silenciosamente. El ascenso sólo quedaba evidenciado por la sucesión de números luminosos en el indicador situado encima de las puertas. Cuando la cabina se detuvo con suavidad en la suite del último piso, Gabe Strouser caminó por un corredor que conducía al patio donde Dorsett lo aguardaba.
Strouser no sentía el menor deseo de entrevistarse con el magnate de los diamantes. Ambos se conocían desde niños, pues los Strouser y los Dorsett habían mantenido una estrecha relación durante más de un siglo, hasta que Arthur cortó definitivamente con Strouser e Hijos. No fue una ruptura amistosa. Dorsett, con toda frialdad, ordenó a sus abogados que informasen a Gabe Strouser de que los servicios de su familia ya no les eran necesarios. El vínculo entre los dos hombres no se rompió con una entrevista personal, sino por teléfono, un insulto que dolió enormemente a Strouser, quien todavía no había perdonado a Dorsett.
A fin de salvar la vieja firma comercial de su familia, Strouser se había integrado en el cartel sudafricano y con el tiempo había trasladado la central de su empresa de Sidney a Nueva York. Poco a poco, fue ascendiendo en la jerarquía del cartel hasta convertirse en un respetado miembro del consejo de dirección. Como el convenio de empresas sudafricano tenía prohibido realizar negocios en Estados Unidos debido a las leyes antimonopolio nacionales, operaba ocultándose tras los faldones de la levita de los respetados comerciantes en diamantes de Strouser e Hijos, que actuaban como el brazo norteamericano del cartel.
No estaría donde estaba en esos momentos de no ser porque los otros miembros del consejo directivo eran presa del pánico a causa del rumor de que la Dorsett Consolidated Mining amenazaba con hundir el mercado de diamantes anegándolo en un alud de piedras preciosas a precios bajísimos. A fin de evitar el desastre, debía actuarse con decisión y rapidez. Hombre profundamente escrupuloso, Strouser era, a juicio del cartel, el único miembro del consejo directivo capaz de persuadir a Dorsett para que no hundiera los precios de mercado establecidos.
Arthur Dorsett se adelantó y estrechó vigorosamente la mano de su invitado.
-Llevábamos mucho tiempo sin vernos, Gabe. Demasiado.
-Gracias por recibirme, Arthur. -El tono educado de Strouser no lograba enmascarar la aversión que sentía hacia su anfitrión-. Creo recordar que tus abogados me ordenaron que no volviera a tener contactos contigo.
Dorsett se encogió de hombros.
-Eso es agua pasada. Olvidemos lo que ocurrió y charlemos de los viejos tiempos mientras almorzamos. -Señaló una mesa dispuesta en un cenador protegido por paneles de vidrio a prueba de balas, desde donde se disfrutaba de espléndidas vistas sobre la bahía de Sidney.
Strouser nada tenía que ver con el tosco magnate minero. Era un hombre extraordinariamente atractivo de unos sesenta años, que llevaba su melena plateada cuidadosamente cortada y tenía un rostro enjuto de pómulos marcados y una fina nariz que hubiera sido la envidia de cualquier estrella de Hollywood. Era delgado, de complexión atlética y tez bronceada, varios centímetros más bajo que el gigantesco Dorsett y con unos dientes de resplandeciente blancura. Sus ojos azules miraban a Dorsett con la expresión de un gato que esperase ser atacado en cualquier momento por el perro del vecino.
Su traje, de lana de la mejor calidad, era de un espléndido corte clásico con sutiles toques que lo hacían parecer elegantemente a la moda. Lucía una costosa corbata de seda y unos relucientes zapatos italianos hechos a medida. Sus gemelos, curiosamente, no eran de diamantes, sino de ópalos.
Se sintió sorprendido por cuan amistosamente lo había recibido Dorsett, que parecía estar representando un papel en una mala función de teatro. Strouser había esperado un enfrentamiento incómodo, y no ser agasajado con semejante cordialidad. En cuanto se sentó, Dorsett hizo una seña a un camarero, que inmediatamente tomó una botella de champán de un cubo de plata con hielo y llenó la copa de Strouser. Un tanto divertido, observó cómo Dorsett, sin embargo, bebía directamente de una botella de cerveza Castlemaine.
-Cuando me dijeron que los altos capitostes del cartel enviaban a un emisario a Australia para hablar conmigo, nunca pensé que pudieras ser tú -dijo Dorsett.
-Debido a nuestra antigua relación comercial, los directivos pensaron que yo era el más indicado para este encuentro. Así que me pidieron que indagase lo que hay de verdad respecto al insistente rumor de que te propones vender diamantes a precios muy bajos, a fin de acaparar el mercado. Y, por lo visto, no diamantes industriales, sino gemas de alta calidad.
-¿Cómo os habéis enterado?
-Encabezas un imperio formado por miles de personas, Arthur. Las indiscreciones de empleados descontentos son el pan nuestro de cada día.
-Haré que mis servicios de seguridad emprendan una investigación. No soporto a los traidores, y menos cuando están en mi nómina.
-Si lo que hemos oído tiene algún fundamento, el mercado de diamantes se enfrenta a una grave crisis -continuó Strouser-. Estoy aquí para hacerte una generosa oferta. Queremos que mantengas tus piedras fuera de la circulación.
-No existe escasez de diamantes, Gabe, y nunca ha existido. Además, sabes que no puedes comprarme, ni una docena de carteles impediría que lance mis piedras al mercado.
-Cometiste una necedad al operar fuera de la organización central de ventas, Arthur. Has perdido millones de dólares por no cooperar.
-Hice una inversión a largo plazo, y ahora me propongo recoger los dividendos -respondió Dorsett.
-¿O sea que es cierto? -preguntó Strouser-. Has estado acumulando existencias mientras que esperabas que llegara el día en que pudieras conseguir una rápida ganancia.
Dorsett le dirigió una socarrona mirada y sonrió mostrando sus dientes amarillentos.
-Claro que es cierto. Lo único falso es que me propongo conseguir una rápida ganancia.
-Al menos hay que reconocer que eres franco, Arthur.
-No tengo nada que ocultar; ya no.
-No puedes continuar actuando por libre, como si la organización no existiese; de esta forma, todo el mundo pierde.
-A tus amigos del cartel y a ti os resulta fácil decirlo, porque poseéis el monopolio de la producción mundial de diamantes.
-¿Por qué reventar el mercado por un capricho? ¿Por qué hemos de tratar de degollarnos unos a otros de forma sistemática? ¿Por qué pretendes acabar con una industria rentable y próspera?
Dorsett alzó una mano para pedir a Strouser que guardara silencio por un momento. Hizo una seña al camarero y éste les sirvió la ensalada de langosta. Luego miró fijamente a Strouser y dijo:
-No se trata de un capricho. Tengo más de una tonelada métrica de diamantes almacenados en distintos lugares del mundo y, mientras hablamos, están saliendo de mis minas otras diez toneladas. De aquí a unos días, cuando la mitad de las piedras estén cortadas y talladas, las venderé a través de mis tiendas Casa de Dorsett a diez dólares el quilate, mientras el precio de los diamantes en bruto será de cincuenta centavos el quilate. Cuando termine, el mercado se derrumbará y los diamantes dejarán de ser un lujo y una inversión.
Strouser estaba anonadado. Al principio, había creído que Dorsett se proponía provocar una momentánea baja de precios para obtener una rápida ganancia, pero entonces entendió las devastadoras consecuencias de sus planes.
-Arruinarás a miles de minoristas y mayoristas, y tú estás entre ellos. ¿Qué ganas poniéndote una cuerda alrededor del cuello y dándole luego una patada al taburete?
Haciendo caso omiso de la ensalada, Dorsett apuró la cerveza e indicó al camarero que le sirviera otra.
-Hago lo mismo que el cartel ha hecho durante cien años -continuó-. Ellos controlan el ochenta por ciento del mercado mundial de diamantes, yo controlo el ochenta por ciento del mercado mundial de gemas de color.
A Strouser le parecía estar haciendo equilibrios en un trapecio.
-No tenía idea de que poseyeras tantas minas de gemas de color.
-Ni tú, ni nadie. Aparte de los miembros de mi familia, eres el primero que lo sabe. Ha sido un proceso largo y tedioso, en el que han estado implicadas docenas de empresas intermediarias. He obtenido participación en todas y cada una de las principales minas productoras de piedras de color del mundo. Una vez liquide el mercado de diamantes, pienso reactivar el de las gemas de color ofreciéndolas a precios de saldo; de esta forma haré que la demanda aumente. Pero luego, poco a poco, subiré los precios, obtendré enormes beneficios y me expandiré.
-Siempre has sido un desaprensivo, Arthur. Pero ni siquiera tú puedes destruir lo que se ha estado construyendo durante tanto tiempo.
-A diferencia del cartel, no pienso combatir la competencia de los minoristas. Mis tiendas jugarán limpio.
-Te propones emprender una guerra que nadie puede ganar. Antes de que puedas terminar con el mercado de diamantes, el cartel acabará contigo. Para detenerte, haremos uso de todos los ardides políticos y financieros.
-No gastes saliva en vano, compañero -contestó secamente Dorsett-. Pasaron ya los días en que los compradores tenían que peregrinar hasta vuestras todopoderosas oficinas de venta en Londres y Johannesburgo. Pasaron los días en que había que andar lamiendo botas para conseguir ser un comprador registrado, con derecho sólo a adquirir lo que vosotros quisierais vender.
Se acabó el tener que actuar en secreto, de espaldas a vuestra organización, para conseguir piedras en bruto. Se acabó que la policía internacional y vuestras fuerzas de seguridad persigan a gente a la que calificáis de delincuentes por haber contravenido las normas inventadas por vosotros contra lo que llamáis mercado ilícito de diamantes. Se acabaron las restricciones para crear una enorme demanda. Habéis sometido a los gobiernos a un lavado de cerebro, a fin de conseguir que aprueben leyes por las que el tráfico de diamantes sólo puede realizarse a través de vuestros canales. Leyes que impiden a la gente normal y corriente vender un diamante que puedan haberse encontrado en su jardín. Ahora, al fin, el mito de que los diamantes son objetos de inapreciable valor tiene sus días contados.
-Si tratas de enfrentarte a nosotros, te arruinarás -dijo Strouser intentando no perder la calma-. Estamos dispuestos a gastar cientos de millones de dólares en publicidad para promover el valor romántico de los diamantes.
Dorsett se echó a reír.
-¿Crees que no he pensado en eso y no he hecho planes para contrarrestar esa acción? Yo también he pensado en una campaña publicitaria para enfatizar la policroma variedad de las gemas de color. Vosotros promocionáis sólo una piedra para los anillos de compromiso, yo ofreceré al público piedras preciosas de todos los colores; mi campaña tendrá como lema «Los colores del amor». Pero eso no es todo, Gabe. También pienso informar a los compradores de la rareza de las gemas de color, frente a la superabundancia de los diamantes. El resultado final será que acabaré con la reverente actitud de los compradores hacia los diamantes.
Strouser se puso en pie y arrojó la servilleta sobre la mesa.
-Eres un loco que intenta arruinar a miles de personas -dijo en tono tajante-. Te impediremos destruir el mercado.
-No seas estúpido -contestó Dorsett mostrando sus desagradables dientes-. Cambia de bando, pásate de los diamantes a las piedras de color. Despierta, Gabe. En el mercado de las gemas, el color es el futuro.
Strouser hizo un esfuerzo para dominar su ira que pugnaba por estallar.
-Mi familia lleva diez generaciones dedicada al comercio de diamantes. Esas piedras son mi vida, y no pienso dejarla atrás. Tus manos están sucias, Arthur, y lo sabes. Pienso enfrentarme a ti personalmente, hasta conseguir que dejes de ser un factor significativo en este mercado.
-Ya es tarde para pelear -contestó Dorsett con frialdad-. En cuanto las gemas de color copen el mercado, la pasión por los diamantes desaparecerá de la noche a la mañana.
-No, si yo puedo evitarlo.
-¿Qué te propones hacer cuando salgas de aquí?
-Advertiré de tus propósitos a los miembros del consejo directivo, a fin de que tomen las medidas necesarias para impedir que sigas con tus planes. Aún no es tarde para detenerte.
Dorsett permaneció sentado mirando burlonamente a Strouser.
-Te equivocas -dijo.
Strouser, sin adivinar las intenciones de su interlocutor, hizo ademán de marcharse.
-Puesto que no estás dispuesto a atender a razones, no tengo más que decir. Buenos días, Arthur.
-Antes de que te vayas quiero hacerte un regalo, Gabe.
-¡No quiero nada tuyo! -le espetó Strouser furioso.
-Lo que te voy a dar, te gustará -dijo Dorsett con una sonrisa sarcástica-. O, pensándolo bien, quizá no. -Hizo una seña con una mano y añadió-: Ahora, Boudicca. Llegó el momento.
De pronto, la mujer apareció por detrás de Strouser y le inmovilizó los brazos contra el cuerpo. El hombre se debatió durante un minuto y luego quedó inmóvil mirando confuso a Dorsett.
-¿Qué significa esto? Exijo que me soltéis.
Dorsett miró a Strouser y separó las manos en un teatral ademán de amabilidad.
-Apenas has tocado tu almuerzo, Gabe. No puedo permitir que te marches hambriento, pensarías que soy un mal anfitrión.
-Si crees que puedes intimidarme, Arthur, estás loco.
-No voy a intimidarte, querido Gabe -dijo Dorsett deleitándose sádicamente con la situación-. Quiero alimentarte.
Strouser se sintió presa del pánico. Sacudió la cabeza e inició una desigual lucha para librarse del abrazo de Boudicca.
Obedeciendo a una seña de su padre, ella sentó a Strouser a la mesa, lo agarró por la barbilla con una mano y lo obligó a echar la cabeza hacia atrás. Entonces Dorsett sacó un gran embudo y se lo metió a Strouser entre los labios. Aterrorizado, el hombre gritó, pero de nada le sirvió. Boudicca estrechó aún más su abrazo.
-Estoy lista, papá -dijo sonriendo con crueldad.
-Dado que tu vida son los diamantes, ¿no es una buena idea que te alimentemos con ellos? -dijo Dorsett. Tomó una especie de tetera que había sobre la mesa y comenzó a verter en el embudo diamantes de un quilate al tiempo que, con la otra mano, apretaba las aletas nasales de su víctima. Strouser se debatió, pataleó, pero tenía los brazos inmovilizados, como si estuviese en poder de una pitón.
Strouser, muerto de miedo, trató desesperadamente de tragarse las piedras, pero eran demasiadas. Su garganta quedó obturada... Las convulsiones del hombre fueron haciéndose más débiles a medida que se iba asfixiando, hasta que quedó totalmente inmóvil.
En sus ojos apareció la mirada vacía de la muerte mientras piedras relucientes caían de las comisuras de sus labios, golpeaban la mesa e iban a parar al suelo.
43
Llevaban dos días en el islote sintiéndose como si hubiesen resucitado de entre los muertos. Limpiaron el campamento de York e hicieron inventario de todos los objetos. Maeve se negó a entrar en la cabaña incluso después de que hubieron enterrado a Rodney York en un pequeño barranco parcialmente lleno de arena. Con las viejas velas de dacron hicieron un refugio similar a una tienda de campaña y emprendieron la cotidiana rutina de sobrevivir.
Para Giordino, el mayor tesoro era una caja de herramientas. Enseguida se había puesto a trabajar en la radio y el generador, pero, tras casi seis horas de inútiles esfuerzos, se dio por vencido.
-Hay demasiadas piezas rotas y otras corroídas. Es irreparable. Después de tantos años, las baterías están más muertas que las bostas de dinosaurio fosilizadas. Y sin un generador, el radioteléfono, el goniómetro y el receptor de radio son inútiles.
-¿No puedes improvisar piezas de repuesto con lo que tenemos aquí?
Giordino negó con la cabeza.
-Ni el ingeniero jefe de la General Electric sería capaz de arreglar ese generador, y aunque lo fuese, el aparato tiene el motor destrozado. Hay una grieta en el cárter. York no debió de darse cuenta e hizo funcionar el motor después de que éste se hubo quedado sin aceite; al hacerlo, quemó los rodamientos y se atascaron los pistones. Para arreglarlo, necesitaríamos disponer de un taller de reparación de locomotoras.
La primera tarea de Pitt en su calidad de mañoso oficial fue hacerse con tres pequeños trozos de madera fina. Los sacó de un tablero lateral de la litera, el último lugar de reposo de Rodney York. A continuación, hizo una plantilla de la frente de todos, justo por encima de las cejas, con el grueso papel de las portadas de unas novelas que encontró en la librería de York. Marcó las plantillas en el borde de los trozos de madera y los cortó siguiendo el contorno señalado dejando una ranura curva para la nariz. Sosteniendo fuertemente las maderas entre las rodillas, perforó y pulió las partes internas y luego quitó el exceso de madera del interior, finalmente, cortó dos ranuras horizontales en las paredes ahuecadas. Con el aceite de una lata que había junto al motor fuera borda, embadurnó las obras ya terminadas, ligeramente curvas, e hizo dos orificios en los extremos de cada una de ellas, por los que pasó un cable de nailon.
-Aquí tienen, damas y caballeros -dijo distribuyendo sus recientes creaciones-. Las espectaculares gafas de sol del coronel Thadeus Pitt, realizadas según un diseño secreto que le reveló un esquimal agonizante poco antes de que nuestro héroe emprendiera el cruce del Ártico a lomos de un oso polar.
Maeve se ajustó las lentes atándolas a la nuca.
-Espléndido. Realmente protegen del sol.
-Era un tipo listo ese esquimal -dijo Giordino mirando a través de las ranuras para los ojos-. ¿No puedes hacer las ranuras un poco más anchas? Me siento como si estuviese mirando por la rendija inferior de una puerta.
Pitt sonrió y le tendió a Giordino su navaja del ejército suizo.
-Puedes adaptar las gafas a tu gusto.
Maeve se hallaba junto a la pequeña hoguera que había encendido con los fósforos que Pitt llevaba en su equipo de supervivencia.
-Venid a cenar -dijo-. El menú de esta noche consiste en caballa asada con berberechos que encontré enterrados en la arena.
-Y yo que ya me había acostumbrado a comer pescado crudo... -bromeó Giordino.
Maeve sirvió el humeante pescado y los berberechos en los viejos platos de York.
-Si entre los presentes hay algún buen tirador, mañana cenaremos algo con alas -dijo.
-¿Quieres que matemos pajaritos indefensos? -preguntó Giordino, que simuló sentirse horrorizado por la idea.
-He visto a más de veinte pájaros parecidos a cormoranes posados en las rocas -dijo ella señalando hacia la orilla norte-. Si te escondes, se acercarán lo suficiente para que les alcances con tu bonita pistola -añadió dirigiéndose a Pitt.
-Sólo de pensar en carne asada se me hace agua la boca -dijo él-. Si no te consigo la cena para mañana, te doy permiso para que me cuelgues de los pulgares.
-¿No se te ocurre otra brillante idea como la de las gafas?
Pitt se tumbó en la arena con las manos en la nuca.
-Me alegro de que me lo preguntes. Tras una agotadora tarde dándole vueltas, he llegado a la conclusión de que debemos mudarnos a climas más gratos.
Maeve lo miró con escepticismo.
-¿Mudarnos? -La joven se volvió hacia Giordino, pero éste la miró como diciéndole «nunca aprenderás» y siguió comiendo caballa-. Con los dos barcos destrozados que tenemos no podríamos cruzar una piscina. ¿Qué pretendes que utilicemos para hacer un crucero de lujo hacia la nada?
-Elemental, querida Fletcher, construiremos un tercer barco -respondió Pitt sonriendo ampliamente.
-Construir un barco, bonita idea -se mofó ella.
Sin embargo, Giordino pareció serio y preocupado.
-¿Crees que existe alguna posibilidad de reparar el velero de York?
-No. El casco está muy dañado, y con lo poco que tenemos nos es imposible repararlo. York era un marino experto, pero es evidente que no encontró el modo de hacer que su barco volviera a navegar. Sin embargo, podemos utilizar la camareta alta.
-¿Y por qué no nos quedamos aquí aprovechando todo lo que tenemos? -dijo Maeve-. Somos mucho más mañosos que el pobre Rodney y nuestras probabilidades de supervivencia son mayores. Podemos pescar suficientes peces y cazar pájaros para mantenernos vivos hasta que aparezca un barco.
-Ése es el problema -dijo Pitt-. No podríamos vivir con los peces y las aves que atrapáramos. La desdentada boca de Rodney es una prueba de ello. El pobre tipo murió de escorbuto, porque carecía en su alimentación de vitamina C y de otra docena de nutrientes; esto lo debilitó y lo condujo a la muerte; el deterioro físico hizo que ésta fuera inevitable. Si, finalmente, aparece un barco que decide mandar a alguien a estos islotes, ese alguien encontrará cuatro esqueletos en lugar de uno. Estoy absolutamente convencido de que lo mejor que podemos hacer, ahora que físicamente todavía somos capaces de hacerlo, es seguir adelante e irnos de aquí.
-Dirk tiene razón -dijo Giordino a Maeve-. Si queremos volver a ver las luces de la ciudad, debemos largarnos cuanto antes.
-Pero... ¿cómo vamos a construir un barco? -preguntó Maeve-. ¿Con qué materiales?
Se encontraba de pie, atractiva y desafiante. Tenía los brazos y las piernas muy bronceados, la carne firme y joven, y los miraba con la cabeza ladeada, como la de un lince al acecho. Pitt se sentía tan fascinado por ella como lo estuvo cuando se encontraban a bordo del Ice Hunter.
-Con el tubo de flotación de nuestro bote, la camareta alta del velero de York, unos cuantos maderos... y en poco tiempo tendrás ante ti un lujoso transatlántico.
-Eso habrá que verlo -dijo Maeve.
-A tu gusto -replicó Pitt, y comenzó a dibujar sobre la arena-. La idea consiste en asegurar los tubos de flotación de nuestro bote bajo la camareta alta del velero de York. Luego convertiremos un par de troncos de arrayanes en botalones para conseguir una mayor estabilidad, y tendremos un hermoso trimarán.
-A mí me parece factible -dijo Giordino.
-Necesitaremos más de ciento treinta metros cuadrados de vela -continuó Pitt-. Disponemos de un mástil y de un timón.
Giordino señaló hacia la improvisada tienda de campaña.
-Las velas de dacron de York están resecas y agrietadas después de tantos años: se harían jirones con la primera racha de viento.
-Ya había pensado en eso -dijo Pitt-. Los marinos polinesios tejían velas con hojas de palmera. Nosotros podemos hacer lo mismo con las pobladas ramas de los arrayanes. Y en el velero hay aparejos de sobra para hacer obenques y sujetar los botalones al casco central.
-¿Cuánto tardaríamos en construir tu trimarán? -preguntó Maeve, que ya empezaba a sentir interés por el proyecto.
-Si nos ponemos a ello con ahínco, creo que en tres días podremos tener el barco listo para la botadura.
-¿Tan pronto?
-No es un trabajo complicado y, gracias a Rodney York, disponemos de las herramientas suficientes.
-¿Continuaremos navegando hacia el este o nos dirigiremos al noroeste, en dirección a Invercargill?
Pitt negó con la cabeza.
-Ni lo uno, ni lo otro. Con los instrumentos de navegación de Rodney y las cartas marinas del Almirantazgo, creo que podemos dirigirnos directamente hacia la isla Gladiator.
Maeve lo miró como si creyera que Pitt se había vuelto loco. Con los brazos a los costados, imagen viva de la estupefacción, dijo:
-Es la cosa más absurda que te he oído decir.
-Es posible -dijo Pitt mirándola fijamente-. Creo que lo lógico es que hagamos lo que nos habíamos propuesto en un principio: rescatar a tus hijos.
-Me parece una idea espléndida -dijo Giordino-. Me gustaría poder desquitarme con King Kong, o como demonios se llame tu hermana según el registro civil.
-Ya estoy suficientemente en deuda con vosotros, y no quisiera...
-Sin peros -dijo Pitt-. Por lo que a nosotros respecta, la cuestión está decidida. Construiremos el barco, navegaremos hasta la isla Gladiator, rescataremos a tus hijos y escaparemos hacia el puerto más próximo que sea seguro.
-¡Escapar a un puerto seguro! ¿Es que no comprendéis? -Su voz era implorante, casi desesperada-. El noventa por ciento de la isla está rodeado de acantilados y precipicios imposibles de escalar. Sólo se puede desembarcar en la playa que hay junto a la laguna, y siempre está vigilada. Nadie puede cruzar los arrecifes sin ser acribillado. Mi padre ha construido defensas secretas capaces de rechazar a una fuerza de asalto bien armada. Si lo intentamos, moriremos con toda seguridad.
-No hay nada por lo que alarmarse -dijo Pitt quitándole dramatismo a la situación-. Al y yo saltamos de isla en isla con la misma facilidad con que saltamos de dormitorio en dormitorio. Todo consiste en escoger el momento y el lugar adecuados.
-Es cuestión de tener agilidad -añadió Giordino.
-Las patrulleras de mi padre os descubrirán antes de que podáis llegar a la laguna.
Pitt se encogió de hombros.
-No te preocupes. Conozco un truco para eludir patrulleras que nunca falla.
-¿Puedo saber en qué consiste?
-Muy sencillo, en presentarnos por donde menos nos esperan.
-El sol os ha reblandecido los sesos a los dos -dijo Maeve moviendo la cabeza-. ¿Acaso esperáis que mi padre os invite a tomar el té? -La joven tuvo un súbito acceso de remordimientos. Sabía que ella era la responsable de los terribles peligros y tormentos que Pitt y Giordino habían atravesado, y sin embargo estaban dispuestos a arriesgar sus vidas para salvar a sus hijos. Se sintió invadida por una oleada de desaliento que no tardó en convertirse en resignación. Se acercó a Pitt y a Giordino, se arrodilló y les pasó un brazo por los hombros-. Gracias -murmuró-. He tenido una suerte inmensa al encontrar a dos hombres tan maravillosos como vosotros.
-Nos gusta ayudar a las damas en aprietos. -Giordino advirtió que los ojos de Maeve se estaban llenando de lágrimas y se apartó turbado.
Pitt besó a Maeve en la frente.
-No es tan imposible como parece. Confía en mí.
-Ojalá te hubiera conocido hace años -susurró Maeve con un nudo en la garganta. Pareció a punto de añadir algo, pero no lo hizo. Se puso en pie y se alejó con rapidez para estar sola.
Giordino miró a Pitt con curiosidad.
-¿Puedo preguntarte algo?
-Lo que quieras.
-¿Por qué no me explicas cómo entraremos y saldremos de la isla?
-Entraremos con una cometa y un rezón que encontré entre las pertenencias de York.
-Ya -dijo Giordino confuso-. ¿Y cómo saldremos?
Pitt arrojó un leño de arrayán al fuego, contempló el mar de chispas que se alzó de la hoguera y, con total desenvoltura, replicó:
-De esa parte del plan me preocuparé cuando llegue el momento.
44
Construyeron el barco para abandonar la isla en una plataforma rocosa plana situada en un pequeño valle, al abrigo del viento, a treinta metros de la orilla. Tendieron una especie de vía hecha con troncos de arrayán para deslizar su estrafalaria obra hasta las relativamente calmadas aguas que separaban las dos islas. El trabajo no fue nada agotador. Se habían recuperado de los estragos sufridos en el mar y podían pasar la noche trabajando, cuando el clima era más fresco. Durante el día, dormían unas horas, hasta que el calor era menos fuerte. La construcción no fue difícil, y cuanto más se acercaban al final de la tarea, menos fatiga sentían.
Maeve se dedicó a tejer dos velas con las frondosas ramas de los arrayanes. Pitt optó por aprovechar los mástiles del queche de York, colocando una cangreja en la mesana y una vela cuadrada en el palo mayor. Maeve tejió en primer lugar la vela más grande para el palo mayor. Al principio, durante las primeras horas, le costó bastante, pero a última hora de la tarde ya había cogido la suficiente práctica y era capaz de tejer un metro cuadrado de vela en treinta minutos. Al tercer día, la media hora se había reducido a veinte minutos. El tejido vegetal era fuerte y resistente, y Pitt pidió a Maeve que hiciese una tercera vela, un foque triangular para colocarlo en la parte delantera del palo mayor.
Pitt y Giordino soltaron y levantaron la camareta alta del queche y la montaron sobre la parte delantera de la plataforma del timón. Esta reducida sección del queche fue colocada luego sobre los tubos de flotación del bote en que habían llegado.
La siguiente tarea consistió en asegurar los largos mástiles de aluminio, cuya longitud redujeron porque el tamaño del casco que habían creado era más pequeño, ya que no tenía una quilla suficientemente larga. Como no podían asegurarse cadenotes a los tubos de flotación de neopreno, pasaron los obenques y estays de sujeción por debajo del casco y los aseguraron con un par de acolladores.
Al día siguiente Pitt colocó el timón del queche, y para que no se hundiese demasiado en el agua, instaló una caña larga, un sistema más eficaz para pilotar un tomarán. Una vez el timón estuvo firmemente instalado y funcionando a su satisfacción, Pitt colocó el viejo motor fuera borda después de haber limpiado el carburador y los conductos de combustible y revisado a fondo el magneto.
Giordino se ocupó de los botalones estabilizadores. Cortó y limpió dos gruesos arrayanes cuyos troncos se curvaban en la parte alta. A continuación, los colocó paralelos al casco, con las secciones curvas hacia adelante, como un par de esquíes. Luego aseguró los botalones a unos postes transversales situados en la proa y la popa. Giordino quedó muy satisfecho de su obra, después de comprobar su resistencia con varias pruebas. Los botalones ya estaban perfectamente instalados y de forma segura.
Sentados en torno a una hoguera para combatir el frío del amanecer de las latitudes meridionales, Pitt repasó los mapas y cartas de navegación de York. A mediodía midió con el sextante la posición del sol y por la noche hizo lo mismo contemplando las estrellas. Luego, con ayuda del almanaque náutico y de unas cartas de conversión trigonométricas, trató de establecer su posición, hasta que sus cifras encajaron con la latitud y longitud en la que, según las cartas de navegación, estaban situadas las Dos Miserias.
-¿Crees que lograremos llegar a la isla Gladiator? -preguntó Maeve a Pitt mientras cenaban, dos noches antes de la botadura.
-Claro que sí -respondió él con aplomo-. Por cierto, necesitaré un mapa detallado de la isla.
-Detallado ¿hasta qué punto?
-Quiero un mapa con todos los edificios, caminos y senderos, y me gustaría que, si puede ser, lo hicieras a escala.
-Lo dibujaré con la mayor precisión que pueda -prometió Maeve.
Giordino mordisqueó el muslo de un pájaro que Pitt había cazado con la pequeña pistola automática.
-¿Cuántos kilómetros hay de aquí a la isla?
-He calculado 478 kilómetros justos.
-Entonces está más cerca que Invercargill.
-Sí, ésa es una de las grandes ventajas.
-¿Cuánto tardaremos en llegar? -quiso saber Maeve.
-Es imposible decirlo -respondió Pitt-. El primer tramo del viaje será el más duro, porque deberemos navegar hacia barlovento hasta que alcancemos corrientes favorables y vientos del este procedentes de Nueva Zelanda. Los trimaranes navegan con dificultad contra el viento, porque no tienen quilla y pueden volcar fácilmente. Los mayores riesgos los correremos al zarpar. Como no podremos hacer un recorrido de prueba, no sabemos qué tal navega. Tal vez no logremos hacerla navegar a barlovento, y acabemos siendo arrastrados hacia América del Sur.
-No es una idea tranquilizadora -dijo Maeve, pensando en el calvario que supondría una travesía de noventa días en esa precaria embarcación-. Pensándolo bien, casi me apetece más quedarme en tierra firme y terminar como Rodney York.
La víspera de la botadura fue un día de febril actividad. Uno de los últimos preparativos fue la fabricación de la misteriosa cometa de Pitt, que fue plegada y guardada en la cabina, junto con 150 metros del hilo de nailon que habían encontrado en el barco de York y aún conservaba su resistencia. Luego cargaron a bordo las escasas provisiones, junto con los instrumentos de navegación, mapas y libros. Los vítores resonaron en las desnudas rocas cuando el motor fuera borda se puso en funcionamiento tras cuatro décadas de inactividad y después de que Pitt casi se dejara el brazo dándole más de cuarenta tirones al cable de puesta en marcha.
-¡Lo conseguiste! -exclamó Maeve. Pitt adoptó una expresión modesta y dijo: -Ha sido un juego de niños para alguien acostumbrado a restaurar automóviles antiguos y clásicos. Los que me dieron más problemas fueron el tubo de alimentación que estaba atascado y el carburador obstruido.
-Te felicito, camarada -dijo Giordino-. El motor nos vendrá de perlas cuando nos aproximemos a la isla.
-Afortunadamente, los depósitos de combustible estaban cerrados herméticamente y su contenido no se había evaporado durante todos estos años. No obstante, el combustible casi se ha convertido en laca, así que tendremos que vigilar el filtro de la gasolina. No me apetece mucho andar limpiando el carburador cada treinta minutos.
-¿Durante cuántas horas nos durará el combustible de York?
-Creo que tendremos para seis o siete horas.
Más tarde, con ayuda de Giordino, Pitt montó el motor fuera borda en la parte de popa de la cabina. Como toque final, la brújula de navegación fue instalada junto al timón. Una vez hubieron colocado las velas vegetales en los mástiles, las izaron y arriaron sin apenas problemas. Luego los tres permanecieron ante su obra. El barco parecía resistente, aunque, desde luego, no era muy bonito; era tosco y achaparrado, y los botalones lo hacían parecer aún más primitivo. Pitt pensó que sería el barco más estrambótico que surcara los anchos mares.
-Desde luego, no es muy esbelto y elegante -murmuró Giordino.
-No creo que nos permitieran inscribirlo en la competición de la Copa América -dijo Pitt.
-A vosotros, como sois hombres, se os escapa su belleza interior -dijo Maeve encantada-. Debemos ponerle un nombre. No estaría bien que no la bautizáramos. ¿Qué tal Tesón?
-Adecuado -dijo Pitt-, pero, según las tradiciones marineras, si queremos tener suerte, debemos ponerle un nombre de mujer.
-¿Y Magnífica Mueve? -propuso Giordino.
-Pues no sé -dijo Pitt-. Resulta cursi, pero está bien. Yo voto a favor.
Maeve se echó a reír.
-Me halagáis, pero la modestia impone algo más adecuado, como, por ejemplo, Dancing Dorothy II.
-Son dos votos contra uno -anunció Giordino-. Decidido: el barco se llama Magnífica Maeve.
Dándose por vencida, Maeve llenó de agua de mar una vieja botella de ron de Rodney York, para usarla en la botadura.
-Yo te bautizo Magnífica Maeve -dijo sonriendo, y rompió la botella contra uno de los palos que sostenían los botalones-. Ojalá surques los mares con la rapidez de una sirena.
-Y ahora a hacer fuerza -dijo Pitt.
Se ataron alrededor de la cintura cables sujetos a su vez a la sección delantera del casco. Luego, afirmando bien los pies en el suelo, se echaron hacia adelante. Lentamente, como a regañadientes, el barco se deslizó por los troncos colocados en el suelo a modo de raíles. Aún debilitados por las vicisitudes pasadas y la falta de alimentación adecuada, los tres se sintieron agotados enseguida por los esfuerzos que tuvieron que hacer para arrastrar el barco hacia una pendiente que se alzaba dos metros sobre el agua.
Maeve empujó hasta no poder más, pero finalmente cayó de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo y el corazón acelerado. Pitt y Giordino empujaron el enorme peso muerto otros diez metros antes de soltar las cuerdas y caer exhaustos como Maeve. El barco se encontraba en el borde de la roca, oscilando sobre los dos gruesos troncos de arrayanes que le servían de raíles.
Pasaron varios minutos. El sol estaba ascendiendo en el horizonte oriental y el mar se encontraba en absoluta calma. Pitt se quitó la cuerda de alrededor de la cintura y la arrojó al interior del barco.
-Supongo que no hay motivo para seguir demorando lo inevitable -dijo.
Montó en el Magnífica Maeve, hizo bajar el motor fuera borda sobre las bisagras y tiró del cable de arranque. Esta vez el motor se puso en marcha al segundo intento.
-¿Seréis capaces de darle un último empujón a nuestro yate de lujo? -preguntó a Maeve y Giordino.
-¿Y qué gano yo a cambio de todos mis esfuerzos? -rezongó Giordino.
-Un gin-tonic doble, obsequio de la casa -respondió Pitt.
-Promesas, promesas... Eres un sádico -se quejó Giordino. Rodeó con un musculoso brazo la cintura de Maeve, la ayudó a ponerse en pie y dijo-: Empuja, bella dama, llegó la hora de decirle adiós a este rocoso infierno.
Los dos empujaron a la vez la parte de popa con las fuerzas que les quedaban. El Magnífica Maeve se movió reticente, pero enseguida cogió cierta velocidad y la proa descendió, apuntando hacia las aguas, mientras la popa quedó levantada. Permaneció unos segundos así y finalmente cayó al agua levantando un mar de espuma alrededor. Al fin el barco quedó estabilizado en el mar. Tanto Giordino como Maeve entendieron entonces por qué Pitt había puesto antes el motor en marcha; gracias a haberlo hecho, pudo controlar inmediatamente el barco contrarrestando la fuerza de la corriente. Rápidamente, hizo girar el Magnífica Maeve y volvió con él al borde de la roca. En cuanto la proa estuvo bajo ellos, Giordino agarró a Maeve por las muñecas y la bajó con suavidad hasta el techo de la camareta alta. Luego el italiano saltó con agilidad y cayó en el barco junto a la joven.
-Y con esto concluye la parte más distraída de nuestro programa -dijo Pitt poniendo en reserva el fuera borda.
-¿Izamos las velas? -preguntó Maeve, que se sentía orgullosa de su obra.
-Aún no. Primero navegaremos a motor por la parte de sotavento de la isla, donde el mar está más calmado.
Giordino ayudó a Maeve a bajarse de la parte de la camareta y a entrar en la cabina. Se sentaron un momento a descansar mientras Pitt pilotaba el barco por el canal y lo conducía entre los extremos norte y sur de los dos desiertos islotes. En cuanto llegaron al mar abierto comenzaron a ver tiburones.
-Vaya, nuestros amigos han vuelto -comentó Giordino-. Seguro que nos echaban de menos.
Maeve se inclinó sobre la borda y miró las grisáceas formas que se movían bajo la superficie.
-Estos pertenecen a una especie distinta -anunció-. Son makos.
-Es cierto. Se caracterizan porque tienen unos dientes enormes y desiguales, ¿verdad?
-Exacto.
-¿Y por qué diablos me persiguen si yo nunca he pedido tiburón en un restaurante? -bromeó Giordino.
Media hora más tarde Pitt dijo a sus compañeros:
-Muy bien, vamos a probar las velas. A ver cómo se porta nuestro barco.
Giordino desplegó el velamen vegetal que Maeve había doblado cuidadosamente con pliegues de acordeón e izó la vela principal mientras Maeve hacía lo mismo con la del palo de mesana. Las velas se henchieron y Pitt manejó con suavidad el timón, haciendo virar el barco hacia el noroeste contra una fuerte brisa del oeste.
Cualquier regatista avezado se hubiera desternillado de risa viendo surcar los mares al Magnífica Maeve. Un ingeniero naval que se tomara en serio su profesión habría silbado el himno del club Mickey Mouse en honor de tan gallarda embarcación. Pero el estrafalario barco fue quien rió el último. Los botalones se mantuvieron a flote dándole estabilidad y el Magnífica Maeve respondió al timón asombrosamente bien, manteniendo un curso recto y sin desviaciones. Desde luego, aún había problemas por solucionar en sus aparejos, pero lo cierto era que el improvisado barco surcaba con facilidad las olas.
Pitt echó un último vistazo a las Dos Miserias. Luego miró el paquete hecho con un trozo de vela de dacron que contenía el cuaderno de bitácora y las cartas de Rodney York. Se juró que si lograba sobrevivir, llevaría esas cartas del malhadado navegante a sus familiares o descendientes, pues esperaba que éstos organizasen una expedición para rescatar el cuerpo de York y devolverlo a su hogar, a fin de darle sepultura en la bahía Falmouth, en su amado Cornualles.
45
En el décimo piso de un edificio de muros de cristal con forma de pirámide enclavado en las afueras de París, había un grupo de catorce hombres reunidos en torno a una larguísima mesa de caoba.
Vestidos de forma impecable, esos hombres ricos y poderosos eran los directores del Consejo Multilateral de Comercio, al que los expertos llamaban simplemente la Fundación, una institución que tenía como meta el desarrollo de una política económica conjunta para todo el planeta. Charlaban e intercambiaban saludos antes de iniciar la sesión de trabajo. Solían reunirse tres veces al año, pero aquélla era una sesión extraordinaria en la que iban a tratar de solucionar una situación de emergencia que amenazaba sus amplias operaciones comerciales.
Los hombres de la sala representaban a importantes corporaciones internacionales y a altas instancias gubernamentales. Había un alto directivo del cartel sudafricano implicado en la venta de diamantes. Un industrial belga de Amberes y un constructor de Nueva Delhi que, amparado por la Fundación, llevaba a cabo el importante tráfico de diamantes industriales hacia el Bloque Fundamentalista Islámico, que intentaba crear sus propios sistemas de destrucción nuclear; se vendían millones de pequeños diamantes industriales para fabricar los instrumentos y el equipo necesarios para construir tales sistemas. Los diamantes más grandes, exóticos y de mayor calidad se utilizaban para financiar rebeliones en Turquía, Europa occidental, América Latina y diversos países del sureste asiático, o en cualquier otro lugar conflictivo en que pudieran utilizarse las organizaciones políticas subversivas en beneficio de los múltiples intereses de la Fundación, entre los que estaba incluida la venta de armas.
Eran personalidades públicas y celebridades en sus respectivos campos, pero a ninguno se lo identificaba como miembro de la Fundación. Aquél era un secreto que sólo conocían los allí reunidos y sus más íntimos colaboradores. Volaban sobre los océanos y los continentes, tejiendo sus redes en los lugares más extraños, haciendo estragos al tiempo que amasaban inmensos beneficios.
Escucharon con gran atención y en silencio mientras su presidente, el multimillonario director de un banco alemán, informaba sobre la crisis que se cernía sobre el mercado de diamantes. El alemán era un distinguido caballero calvo que hablaba perfectamente el inglés, idioma que dominaban todos los reunidos en torno a la mesa.
-Caballeros, debido a Arthur Dorsett, nos enfrentamos a una profunda crisis en un sensible sector de nuestras actividades. Nuestros servicios de análisis e inteligencia, tras hacer una evaluación de las últimas actuaciones de Dorsett, han llegado a la conclusión de que el mercado de diamantes está amenazado. Algo debe quedar claro: si, como al parecer pretende, Dorsett inunda el mercado minorista vendiendo a bajos precios más de cien toneladas métricas de diamantes, este sector de la Fundación se derrumbará.
-¿Cuándo sucederá eso? -preguntó el jeque de un país petrolero del mar Rojo.
-Sé de buena tinta que el ochenta por ciento de los diamantes de Dorsett será puesto a la venta en su cadena de tiendas en menos de una semana -respondió el presidente.
-¿A cuánto pueden ascender nuestras pérdidas? -preguntó un japonés que presidía un inmenso imperio electrónico.
-Como mínimo, a trece mil millones de francos suizos.
-¡Dios! -El francés que dirigía una de las firmas de moda femenina más importantes del mundo golpeó la mesa con el puño-. ¿Tiene ese neandertal australiano poder suficiente para algo así?
El presidente movió la cabeza en un gesto de afirmación.
-Dispone de los diamantes y los medios para hacerlo.
-Nunca debimos permitir que Dorsett operara fuera del cartel -dijo un antiguo secretario de Estado norteamericano.
-El daño ya está hecho -terció el miembro del cartel de diamantes-. Nuestro mercado puede no volver a ser lo que era.
-¿No existe modo alguno de detenerlo antes de que sus tiendas comiencen a distribuir los diamantes? -preguntó el hombre de negocios japonés.
-Enviamos a un emisario para que le hiciera una generosa oferta por sus existencias, a fin de mantenerlas fuera de la circulación.
-¿Ha tenido éxito en su gestión?
-Aún no lo sé.
-¿A quién enviaron? -preguntó el presidente.
-A Gabe Strouser, de Strouser e Hijos, un respetado comerciante internacional de diamantes.
-Es un buen hombre y un excelente negociador -dijo el belga de Amberes-. Hemos hecho muchos negocios con él. Estoy seguro que es el hombre adecuado para sacar a Dorsett de su locura.
Un italiano, propietario de una flota de barcos contenedores, se encogió filosóficamente de hombros.
-Si no recuerdo mal, las ventas de diamantes descendieron drásticamente a comienzos de los años ochenta. Norteamérica y Japón sufrían graves recesiones y la demanda bajó, lo que produjo una saturación del mercado. En los años noventa, cuando la economía se recuperó, los precios volvieron a subir. ¿No es posible que la historia se repita?
El presidente asintió con la cabeza al tiempo que se acomodaba en el sillón con los brazos cruzados.
-Lo que dice es razonable, pero esta vez corren vientos peligrosos que dejarán congelados a cuantos se ganan la vida con los diamantes. Hemos descubierto que Dorsett tiene preparada una campaña de publicidad de más de cien millones de dólares que lanzará en los principales países compradores de diamantes. Si, como creemos, se propone vender los diamantes a muy bajo precio, el sólido valor de estas piedras pasará a la historia, porque el público llegará a convencerse de que sólo son simples y anodinos cristales.
El francés lanzó un profundo suspiro.
-Si el valor de los diamantes cae en picado, mis modelos querrán otras lujosas chucherías como regalos. Quizá me pidan lujosos coches deportivos.
-¿Qué hay detrás de esta disparatada estrategia de Dorsett? -preguntó el director ejecutivo de una importante compañía aérea del sureste asiático-. El tipo no es un estúpido.
-No, no lo es -estuvo de acuerdo el presidente alemán-. Actúa como una hiena que espera a que el león se duerma para arrancarle la pieza que no ha acabado de devorar. Los agentes que tengo en las redes bancarias mundiales han averiguado que Dorsett se ha hecho con el setenta o el ochenta por ciento de las principales minas productoras de gemas de color del mundo.
Un rumor de estupefacción recorrió la sala. Todos los presentes comprendieron inmediatamente cuál era el plan de Arthur Dorsett.
-Es diabólicamente simple -murmuró el magnate japonés de la electrónica-. Pone una zancadilla mortal al mercado de diamantes y luego hace que los precios de los rubíes y las esmeraldas se disparen.
Un empresario ruso, que había acumulado una inmensa fortuna comprando a precio de saldo minas clausuradas de aluminio y cobre en Siberia para abrirlas después de haber instalado en ellas alta tecnología occidental, parecía escéptico.
-Me da la sensación de que, como reza el dicho, Dorsett está desnudando un santo para vestir a otro. ¿Realmente cree que con lo que gane con los rubíes y las esmeraldas compensará lo que pierda con los diamantes?
El presidente dio la palabra al japonés con una inclinación de cabeza:
-A solicitud de nuestro presidente, hice que mis analistas financieros estudiaran las cifras. Por asombroso que parezca, Arthur Dorsett, la cadena de tiendas minoristas Casa de Dorsett y la Dorsett Consolidated Mining Limited obtendrán unos beneficios mínimos de veinte mil millones de dólares norteamericanos. Y quizá esa cifra alcance los veinticuatro mil millones si se produce la esperada reactivación de la economía.
-¡Santo Dios! -exclamó un inglés dueño de un imperio editorial-. No puedo imaginar lo que yo haría con unos beneficios de veinticuatro mil millones.
El alemán se echó a reír.
-Yo los utilizaría para comprarle a usted sus participaciones mayoritarias.
-Con una mínima parte de esa cantidad, yo me retiraría a mi granja de Devonshire.
El miembro estadounidense de la asamblea tomó la palabra. Se trataba de un antiguo secretario de Estado, miembro de una de las familias más acaudaladas de Norteamérica, y uno de los padres de la Fundación.
-¿Sabemos dónde ha almacenado Dorsett sus reservas de diamantes?
-Falta muy poco para que dé comienzo a su operación -respondió el surafricano-, así que supongo que las piedras que no se encuentran en proceso de corte y talla, estarán siendo trasladadas a las tiendas.
La mirada del presidente fue del naviero italiano al magnate asiático de la compañía aérea.
-Caballeros, ¿alguno de ustedes tiene idea de qué medios de transporte utiliza Dorsett?
-No creo que envíe sus diamantes por vía marítima -dijo el italiano-. Pues después de que el barco llegase a puerto, debería organizar el transporte por tierra.
-Si yo fuera Dorsett, mandaría mis piedras por vía aérea -dijo el asiático-. De ese modo podría distribuir la mercancía inmediatamente en casi cualquier ciudad del mundo.
-Podríamos detener algunos de sus aviones -dijo el industrial belga-, pero sin conocer los horarios de los vuelos, sería imposible interceptar todos sus envíos.
El asiático negó con la cabeza.
-Creo que pensar que podemos detener uno solo de sus vuelos es pecar de optimistas. Dorsett debe de haber contratado una flota de aviones charter en Australia. Sospecho que estamos cerrando las puertas del establo cuando ya los caballos se han escapado.
El presidente se volvió hacia el surafricano que representaba al cartel de diamantes.
-Parece que la gran mascarada ha concluido. A fin de cuentas el exagerado y artificial valor de los diamantes no es para siempre.
En lugar de mostrarse contrito, el surafricano sonrió ampliamente.
-Ya han intentado liquidarnos en otras ocasiones. Los miembros de mi consejo de directores y yo consideramos que esto no es más que un pequeño revés. Los diamantes son para siempre, caballeros. Tomen nota de mis palabras: el precio de las piedras de calidad subirá de nuevo cuando la gente se canse de los zafiros, las esmeraldas y los rubíes. El cartel seguirá cumpliendo con la Fundación trabajando con nuestras otras empresas mineras. No pensamos quedarnos cruzados de brazos esperando pacientemente que el mercado se recupere.
En ese momento el secretario privado del presidente entró en la sala y habló con él en voz baja. El hombre asintió y miró al surafricano.
-Han llegado noticias del emisario que envió usted a negociar con Arthur Dorsett. Strouser ha enviado un paquete.
-Me extraña que Gabe no se pusiera en contacto conmigo directamente.
-He ordenado que traigan el paquete -dijo el presidente-. Creo que todos sentimos un gran interés por saber si el señor Strouser tuvo éxito en sus negociaciones con Arthur Dorsett.
El secretario regresó momentos después con una caja cuadrada que llevaba un lazo rojo y verde. El presidente señaló hacia el surafricano y el secretario dejó la caja frente a él en la mesa. Debajo del lazo había una tarjeta. El hombre leyó en voz alta:
Hay piedras de molino y piedras mohosas,
piedras de fusil y piedras de imán,
pero en boca de Strouser las piedras preciosas
son insignificantes quisicosas
que pronto menos que vidrio valdrán.
El sudafricano hizo una pausa y miró fijamente la caja.
-Esto no parece propio de Gabe Strouser. Nunca le han gustado las bromas.
-Ni tampoco los versos, a juzgar por la muestra -comentó el modista francés.
-Adelante, abra la caja -le instó el italiano.
El surafricano desató el lazo, levantó la tapa y miró el interior de la caja. Palideció y se levantó con tal rapidez que derribó la silla. Aturdido, corrió a una ventana, la abrió y vomitó.
Estupefactos, los demás hombres se acercaron para ver el contenido de la caja. Algunos reaccionaron como el surafricano, otros dieron muestras de sorpresa y horror y otros, los que en su ascenso hacia el poder habían ordenado brutales asesinatos, miraron torvamente, sin manifestar emoción alguna, la ensangrentada cabeza de Gabe Strouser: tenía los ojos grotescamente desorbitados y los diamantes le salían por la boca.
-Parece que las negociaciones de Strouser no tuvieron demasiado éxito -dijo el japonés intentando dominar la bilis que le subía por la garganta.
Una vez se hubo recuperado, el presidente llamó al jefe de seguridad de la Fundación y le ordenó que se llevara la cabeza. Luego se dirigió a los otros miembros, que habían vuelto a ocupar sus puestos:
-Propongo que mantengamos en secreto lo ocurrido.
Con el rostro congestionado por la ira, el ruso preguntó:
-¿Y qué haremos con Dorsett, ese maldito matarife? No puede quedar impune, después de haber asesinado a un representante de la Fundación.
El hindú fue de la misma opinión.
-Estoy de acuerdo -dijo-. La venganza debe ser nuestra primera prioridad.
-Actuar con precipitación sería un error -advirtió el presidente-. Dejarnos llevar por los deseos de venganza y hacer contra él algo que llame la atención sobre nosotros sería imprudente. Si intentáramos eliminar a Dorsett, nuestras actividades podrían ser descubiertas por los poderes públicos. Creo que lo mejor es atacar a Arthur Dorsett de otro modo.
-Nuestro presidente tiene razón -dijo el holandés, con un inglés no muy perfecto pero comprensible-. Debemos mantener la calma a pesar de este desafío y acabar con Dorsett en cuanto tenga un desliz. Estoy seguro, no les quepa duda, de que muy pronto ese hombre cometerá una gran equivocación.
-¿Qué propone?
-Que nos mantengamos al margen y observemos el curso de los acontecimientos.
El presidente frunció el entrecejo.
-No entiendo. En mi opinión, lo que debemos hacer es pasar a la ofensiva.
-Si remata sus reservas de diamantes, Dorsett se quedará sin apenas liquidez -explicó el holandés-. En menos de un año conseguirá que el precio de las gemas suba y obtendrá de nuevo beneficios. Mientras tanto, nosotros debemos mantener el control sobre el mercado de diamantes y conservar nuestras reservas; seguiremos el ejemplo del australiano, y compraremos todas las participaciones que podamos de las minas de gemas de color. Debemos competir con él. Mis espías industriales me han informado de que Dorsett se ha concentrado en las gemas más conocidas por el público y ha dejado de lado las más exóticas.
-¿A qué piedras más exóticas se refiere? ¿Puede darnos algún ejemplo?
-Por ejemplo, la alejandrita, la savorita y el berilio rojo.
El presidente miró al resto de los reunidos en torno a la mesa.
-¿Ustedes qué opinan, caballeros?
El editor inglés se inclinó con los puños fuertemente cerrados.
-Me parece una idea excelente. Nuestro experto en diamantes ha dado con el modo de derrotar a Dorsett con su propio juego, utilizando en nuestro beneficio la baja temporal en el valor de los diamantes.
Con una sonrisa que distaba mucho de ser agradable, el presidente dijo:
-Que los que estén de acuerdo levanten la mano.
Catorce manos se alzaron y catorce voces dijeron sí.
CUARTA PARTE
CATÁSTROFE EN EL PARAÍSO
46
20.00 horas. 16 de febrero del 2000. Honolulú, Hawai
Un sargento de marines rubio, vestido con unos pantalones cortos y una camisa hawaiana estaba bebiendo una lata de cerveza mientras veía una película de vídeo en el televisor. El hombre estaba cómodamente repantigado en un sofá que había sacado de uno de los dos hoteles de lujo de la isla hawaiana de Lanai que estaban siendo remodelados. Era una vieja película del Oeste de John Wayne, La diligencia. Llevaba puesto un casco de realidad virtual que había comprado en una tienda de artículos electrónicos de Honolulú. Tras conectarlo con el vídeo, «entró» en la pantalla del televisor y se entremezcló con los actores durante las escenas de la película. En esos momentos estaba tumbado junto a John Wayne en lo alto de la diligencia en una emocionante escena de persecución, disparando contra los indios, cuando un ruidoso zumbador interrumpió su diversión. De mala gana, el marine se quitó el casco y echó un vistazo a los monitores de seguridad que vigilaban las zonas estratégicas de la instalación secreta. El monitor tres mostraba un coche que avanzaba por el camino de tierra que conducía desde un campo de manzanos hasta la puerta principal. El sol del mediodía se reflejaba en el parachoques delantero y una gran nube de polvo se alzaba tras el vehículo.
Llevaba varios meses en ese monótono destino y el sargento había convertido la rutina cotidiana en una ciencia exacta. En los tres minutos que el coche tardó en recorrer el camino, se puso un uniforme recién planchado y llegó a la puerta que cortaba el acceso al túnel que conducía al cráter del extinto volcán.
Cuando el coche se acercó, el sargento vio que se trataba de un vehículo oficial de la marina. Se inclinó y miró por la ventanilla lateral.
-Ésta es una zona protegida. ¿Tienen permiso para acceder a ella?
El chófer, vestido con un uniforme blanco de la marina, señaló con el pulgar por encima de su hombro.
-El capitán de fragata Gunn tiene las autorizaciones necesarias.
Rudi Gunn, hombre práctico y eficiente, no había perdido su precioso tiempo intentando obtener permiso para desmantelar la inmensa antena parabólica situada en el interior del volcán Palawai de Lanai. Devanar la embrollada madeja de la burocracia a fin de averiguar qué agencia tenía jurisdicción sobre la antena, para luego tener que enfrentarse con el departamento encargado de custodiar la instalación de comunicaciones espaciales le habría llevado un mes como mínimo. La siguiente tarea, de imposible cumplimiento, habría consistido en encontrar a un burócrata dispuesto a asumir la responsabilidad de permitir que la antena fuese desmontada y prestada temporalmente a la ANIM.
Gunn se ahorró el papeleo inútil por el expeditivo sistema de hacer que el departamento de publicaciones de la ANIM falsificara una orden de requisa por triplicado, autorizando a la agencia a cambiar de ubicación la antena, a fin de emplazarla en otro lugar de la isla hawaiana de Oahu para un proyecto secreto. Luego el documento fue firmado por varios empleados de la imprenta bajo rimbombantes títulos falsos. Lo que normalmente hubiese requerido casi un año para ser luego oficialmente denegado, llevó menos de hora y media, y ese tiempo se invirtió principalmente en elegir el tipo de letra.
Cuando Gunn, con su uniforme de capitán de fragata, llegó a la puerta de entrada al túnel y mostró la autorización para desmantelar y trasladar la antena, el sargento al mando de la desierta instalación, se mostró debidamente cooperador. Y aún estuvo más dispuesto a colaborar cuando vio a la atractiva Molly Faraday sentada junto a Gunn en la parte de atrás del coche. Si se le había pasado por la mente llamar a una instancia superior para obtener confirmación oficial, olvidó la idea en cuanto vio el convoy de grandes camiones plataforma y una grúa portátil que seguían al coche oficial. La autorización para una operación de esa magnitud debía de proceder de lo más alto.
-Me alegro de tener visita -dijo el sargento con una amplia sonrisa-. Esto es muy aburrido. No tienes a nadie con quien hablar durante la guardia.
-¿Cuántos hombres hay destinados aquí? -preguntó amablemente Molly asomándose por la ventanilla trasera.
-Sólo tres, señora: uno para cada turno de ocho horas.
-¿Y qué hace usted cuando no está de servicio?
-Pues o me voy a la playa o a los hoteles, a ver si ligo a alguna chica sola.
Ella se echó a reír.
-¿Con qué frecuencia puede dejar la isla?
-Cada treinta días tengo un permiso de cinco en Honolulú y luego regreso a Lanai.
-¿Cuándo fue la última vez que vino gente de fuera a visitar la instalación?
El sargento no pareció advertir que estaba siendo interrogado.
-Hace cuatro meses nos visitó un tipo con credenciales de la Agencia Nacional de Seguridad y estuvo husmeando por aquí durante unos veinte minutos. Desde entonces, nadie. Ustedes son los primeros.
-Tenemos que desmontar la antena y llevárnosla esta misma noche -dijo Gunn.
-¿Puedo preguntarle dónde se proponen volver a montarla, señor?
-¿Y si le dijese que la vamos a desguazar?
-No me extrañaría en absoluto -respondió el sargento-. Después de tantos años sin reparaciones ni mantenimiento, este chisme se encuentra en bastante mal estado.
A Gunn le divirtió ver cómo el marine remoloneaba, disfrutando de la oportunidad de hablar con alguien.
-¿Nos permite pasar y ponernos manos a la obra, sargento?
El sargento saludó manualmente y se apresuró a oprimir un botón que accionó el mecanismo eléctrico de apertura de la puerta. Una vez el coche oficial se perdió de vista en el túnel, observó pasar los camiones y la grúa, saludando con la mano a los conductores. Cuando el último vehículo desapareció en el interior del volcán, cerró la puerta, regresó a la sala de guardia, se puso de nuevo los pantalones cortos y la camisa hawaiana y quitó la pausa en el aparato de vídeo. Se ajustó el casco de realidad virtual y se dispuso a unirse de nuevo a John Wayne, dispuesto a disparar contra los indios.
-Hasta ahora todo va bien -dijo Gunn a Molly.
-¿No te da vergüenza haberle dicho a ese pobre hombre que íbamos a desguazar la antena? -lo reconvino ella en broma.
-Sólo sugerí la idea.
-Si nos detienen por falsificar documentos oficiales, por convertir un coche usado en un vehículo oficial de la marina y por robar propiedad del gobierno... -Molly hizo una pausa y movió la cabeza-, nos colgarán del monumento a Washington.
-Lo daré todo por bien empleado si con ello salvamos a dos millones de personas de una muerte horrible -contestó Gunn.
-¿Qué haremos una vez hayamos desviado la onda acústica? ¿Devolveremos la antena y la montaremos de nuevo?
-Pues claro. ¿Me crees capaz de otra cosa? -Gunn miró muy serio a Molly, como si le extrañase que le hubiera hecho esa pregunta. Luego, con malévola sonrisa, añadió-: A no ser, naturalmente, que suceda un accidente y se caiga al fondo del mar.
A Sandecker las cosas no le iban tan bien como a Gunn. Había recurrido a todos sus amigos almirantes, pero no pudo convencer a nadie con autoridad de que le prestase temporalmente el portaaviones Roosevelt con su tripulación. En algún punto de la cadena de mando situado entre el presidente y el almirante al mando de la flota del Pacífico, alguien estaba boicoteando su solicitud.
Sandecker paseaba de arriba abajo en el despacho del almirante John Overmeyer en Honolulú, con la exasperada ferocidad de un oso al que le hubiesen arrebatado su cachorro.
-¡Maldita sea, John! Cuando me despedí del almirante Baxter, del alto estado mayor, me aseguró que el permiso para usar el Roosevelt para la instalación de un reflector acústico era cosa hecha. Y ahora me dices que no puedo disponer de él.
Overmeyer, que tenía el saludable y vigoroso aspecto de un granjero de Indiana, alzó las manos exasperado.
-No me eches la culpa, Jim. Puedo enseñarte las órdenes que he recibido.
-¿Quién las ha firmado?
-El almirante George Cassidy, jefe del distrito naval de San Francisco.
-¿Y qué demonios pinta ese chupatintas en este asunto?
-Cassidy no es ningún chupatintas -dijo Overmeyer-. Es el jefe logístico de todas las fuerzas de la marina en el Pacífico.
-No es tu superior -dijo Sandecker tajante.
-No es mi superior directo, pero si decide ponerse antipático, todos los transportes que llevan provisiones a mis barcos de aquí a Singapur pueden sufrir inexplicables demoras.
-No me cuentes historias, John. Cassidy no se atrevería a hacer algo así, y tú lo sabes de sobra. Si, por arrogancia, pusiera obstáculos al abastecimiento de tu flota, su carrera se iría al garete.
-Es posible -dijo Overmeyer-. Sin embargo, eso no cambia la situación. No puedo prestarte el Roosevelt.
-¿Ni por setenta y dos cochinas horas?
-Ni siquiera por setenta y dos minutos.
De pronto, Sandecker dejó de pasear, se sentó en una silla y miró fijamente a Overmeyer.
-Sé sincero conmigo, John. ¿Quién me está poniendo la zancadilla?
Evidentemente incómodo, Overmeyer no fue capaz de sostener la mirada de Sandecker.
-No puedo decírtelo -dijo bajando los ojos.
-La niebla comienza a aclararse -dijo Sandecker-. ¿Está George Cassidy enterado de que le han repartido el papel de malo en esta función?
-Que yo sepa, no -respondió honestamente Overmeyer.
-¿Acaso alguien del Pentágono está tratando de evitar que llevemos a cabo esta operación?
-Esto no lo has sabido por mí.
-Servimos juntos en el Iowa, y sabes que soy incapaz de traicionar a un amigo.
-Yo sería el último en dudar de tu palabra -dijo Overmeyer, sin la menor vacilación, y aguantando esta vez la mirada de Sandecker añadió-: No tengo pruebas de ello, pero un amigo destinado en el Centro de Pruebas de Armas Navales me insinuó que fue el propio presidente quien te vetó después de que algún anónimo soplón del Pentágono hizo que tu solicitud de un portaaviones llegase hasta la Casa blanca. Mi amigo también me dejó entrever que los científicos que asesoran al presidente consideran que tu teoría de la plaga acústica es absolutamente descabellada.
-¿No son capaces de meterse en sus científicas cabezotas que muchas personas y una enorme cantidad de vida marina ha perecido ya a causa de mi descabellada teoría?
-Por lo visto, no.
Sandecker se removió en el asiento y lanzó un profundo suspiro.
-He sido acuchillado por la espalda por Wilbur Hutton y por el Consejo Nacional de Ciencias presidencial.
-Lo siento, Jim, pero en Washington lo más suave que se dice de ti es que estás loco. Cabe la posibilidad de que el presidente te obligue a dimitir de la ANIM para poner en tu puesto a algún amiguete político.
Sandecker sintió como si el hacha del verdugo se estuviese alzando sobre su cuello.
-¿Y qué? Mi carrera carece de importancia. ¿Nadie lo comprende? ¿No te das cuenta, almirante, de que dentro de tres días tú y los demás hombres que se encuentran bajo tu mando en la isla de Oahu estaréis muertos?
Overmeyer dirigió a Sandecker una triste mirada, como si le resultara difícil creer que su amigo se estaba desmoronando por momentos.
-Si he de serte sincero, Jim, la verdad es que me asustas. Desearía confiar en tu criterio, pero hay demasiadas personas cualificadas que consideran que tu teoría es tan poco creíble como el anuncio del fin del mundo.
-A no ser que me prestes el Roosevelt -dijo Sandecker con voz segura y firme-, tu mundo dejará de existir el sábado a las ocho en punto de la mañana.
Overmeyer movió tristemente la cabeza en un gesto de negación.
-Lo siento, Jim, pero tengo las manos atadas. Sabes muy bien que, crea o no en tus catastróficas profecías, no puedo desobedecer órdenes directas de mi comandante en jefe.
-Bien, supongo que, si no puedo convencerte, lo mejor que puedo hacer es largarme. -Sandecker se puso en pie, fue hacia la puerta y a mitad de camino se detuvo-. ¿Tienes familia aquí, en Pearl Harbor?
-A mi esposa y a dos nietas que han venido a visitarnos.
-Ojalá me equivoque, pero yo en tu lugar, amigo mío, las sacaría de la isla cuanto antes.
A medianoche la gigantesca parabólica aún no había sido desmontada. El interior del volcán estaba iluminado por deslumbrantes luces y en él resonaba el estruendo de los generadores, el entrechocar de metales y las maldiciones de los trabajadores que llevaban a cabo el desmantelamiento. El lugar era un hervidero de actividad. Los hombres y mujeres de la ANIM sudaban y bregaban con conexiones solidificadas por el óxido y la falta de mantenimiento. Nadie pensaba en dormir ni en comer. Sólo circulaba café, tan negro como el mar que los rodeaba.
En cuanto lograban separar una pequeña sección de fibra de vidrio reforzada con acero de la estructura principal, la grúa la alzaba y la depositaba en uno de los camiones. Una vez hubieron cargado y amarrado cinco secciones, el camión salió del interior del volcán y se dirigió al puerto de Kaumalapau, en la costa occidental, donde las partes de la antena fueron cargadas a bordo del pequeño barco que las transportaría hasta Pearl Harbor.
Rudi Gunn, sin camisa y sudando a causa de la humedad de la sofocante noche, dirigía a un grupo de hombres que se esforzaban en desconectar de su base el soporte principal de la antena. Gunn no dejaba de consultar los planos de antenas del mismo tipo situadas en otras estaciones de seguimiento de satélites, que Hiram Yaeger había conseguido por el expeditivo medio de colarse en el sistema informático de la corporación responsable del diseño y la construcción de las enormes parabólicas.
Molly, que se había cambiado de ropa y llevaba una camisa y unos pantalones cortos verdes mucho más cómodos, estaba sentada en una pequeña tienda de las proximidades y se ocupaba de las comunicaciones y de resolver los problemas que surgían durante la operación de desmantelamiento y transporte de las partes de la antena hasta el muelle de carga. Salió de la tienda y tendió a Gunn una botella de cerveza fría.
-Por tu aspecto, no te vendrá mal refrescarte un poco la garganta -dijo ella.
Gunn asintió, agradecido, y se pasó la botella por la frente.
-Desde que llegamos aquí, debo de haber consumido veinte litros de líquido.
-Ojalá Pitt y Giordino estuvieran aquí -dijo ella con tristeza-. Los echo de menos.
Gunn miró hacia el suelo.
-A todos nos ocurre lo mismo. El almirante está destrozado.
-¿Qué tal va todo? -preguntó ella, cambiando de tema.
Gunn señaló la antena con un movimiento de cabeza.
-Nos está dando bastante trabajo, pero ahora que ya sabemos cómo desmontarla, las cosas irán un poco más deprisa.
Mientras contemplaba a los treinta hombres y las cuatro mujeres afanados en desmontar y trasladar la antena, Molly pensó que todos sus esfuerzos por salvar tantas vidas podían resultar inútiles.
-¿Y si todo esto no sirve para nada? -preguntó apesadumbrada.
-No pierdas la confianza en Jim Sandecker -dijo Gunn-.
Aunque la Casa Blanca le haya impedido conseguir el Roosevelt, me apuesto contigo una cena con luces suaves y música romántica a que conseguirá otro medio de transporte.
-Es una apuesta que me encantaría perder -suspiró Molly. A las cuatro de la mañana Molly recibió una llamada de Sandecker.
-¿A qué hora esperáis estar listos? -preguntó, sin que se advirtiera en su voz la fatiga.
-Rudi piensa que tendremos cargada la última sección de la antena en el Lanikai... .
-¿El qué? -la interrumpió Sandecker.
-El Lanikai, un pequeño carguero que presta servicio en el archipiélago. Lo contraté para transportar la antena hasta Pearl Harbor.
-Olvídate de Pearl Harbor. ¿Cuánto tardaréis en acabar ahí?
-Otras cinco horas -replicó Molly.
-El tiempo apremia. Recuérdale a Rudi que disponemos de menos de sesenta horas.
-Si no es a Pearl Harbor, ¿adonde vamos?
-Debéis dirigiros a la bahía Halawa, en la isla de Molokai -replicó Sandecker-. Encontré otra plataforma donde montar el reflector.
-¿Otro portaaviones?
-Algo aún mejor.
-La bahía Halawa está al otro lado del canal, a menos de cien kilómetros. ¿Cómo ha conseguido encontrar una solución tan próxima?
-El que no espera que la suerte le haga regalos, consigue doblegar el destino.
-Se muestra usted muy críptico, almirante -dijo Molly intrigada.
-Dile a Gunn que, en cuanto terminéis, debéis dirigiros a Molokai. Debéis estar allí antes de las diez de la próxima mañana.
Molly acababa de desconectar el teléfono portátil cuando Gunn entró en la tienda.
-Estamos desmontando la sección final -dijo él cansado.
-Ha llamado el almirante -le comunicó ella-. Nos ha ordenado que llevemos la antena a la bahía Halawa.
-¿En Molokai? -preguntó Gunn frunciendo el entrecejo.
-Ésa es la orden -respondió ella.
-¿Qué clase de barco crees que se habrá sacado de la chistera?
-Buena pregunta, pero no tengo ni idea.
-Más vale que sea uno adecuado, pues, de lo contrario, la función se terminó para nosotros.
47
Aunque no había luna, el mar relucía con una espectral fosforescencia de tonos verdes y azules bajo la luz de las estrellas que tachonaban el cielo, como las luces de un inmenso paisaje urbano. El viento había cambiado y soplaba desde el sur, empujando con fuerza al Magnífica Maeve hacia el noroeste. Las velas de ramas de arrayanes se henchían como el tatuado pecho de una mujer, mientras el barco saltaba sobre las olas como una mula galopando con purasangres. Pitt no había imaginado que la improvisada embarcación pudiera navegar con tanta rapidez y seguridad. Quizá no pudiera ganar trofeos, pero, si cerraba los ojos, Pitt tenía la sensación de encontrarse en un yate de lujo surcando despreocupadamente los mares.
Ni las olas tenían su anterior aspecto hostil, ni las nubes parecían ya amenazadoras. Además, encontrándose en las cálidas aguas del norte, el frío de la noche había disminuido. El mar los había sometido a un duro y cruel examen, y ellos habían aprobado con matrícula. Ahora el tiempo les ayudaba, manteniéndose constante y benigno.
Hay gente que se cansa de mirar al mar desde una playa tropical o desde la cubierta de un barco, pero Pitt nunca se cansaba de contemplarlo. Su alma inquieta y las caprichosas aguas se compenetraban a la perfección.
Maeve y Giordino ya no tenían la sensación de estar luchando por la supervivencia. Los momentos de tranquilidad y paz eran cada vez más frecuentes, debido en gran parte al tenaz optimismo de Pitt, a su contagiosa risa y a su fortaleza de carácter. Con todo ello había ayudado a sus compañeros a hacer frente a los momentos más difíciles. A pesar de todos los peligros sufridos, nunca se deprimió o se mostró pesimista. Pese a las tensiones, el cansancio o los apuros, Pitt siempre se había mostrado sonriente y animoso.
Al advertir que se estaba enamorando perdidamente de él, el independiente espíritu de Maeve se rebeló. Pero cuando al fin decidió aceptar lo inevitable, disfrutó plenamente de esa dulce sensación. No dejaba de observar sus movimientos y cada una de las expresiones de su rostro mientras anotaba la posición en que se hallaban en una de las cartas de navegación que habían pertenecido a Rodney York.
-¿Dónde estamos? -preguntó a Pitt tocándole levemente el brazo.
-En cuanto amanezca, marcaré nuestro curso y calcularé a cuánta distancia estamos de la isla Gladiator.
-¿Por qué no descansas un rato? Desde que abandonamos las Miserias, apenas has dormido un par de horas.
-Te prometo que durante el tramo final de la travesía me echaré una buena siesta -dijo Pitt, sin dejar de mirar la brújula.
-Al tampoco duerme -dijo Maeve señalando a Giordino, que examinaba el estado de los botalones y de los aparejos que mantenían el barco.
-Si el viento se mantiene como hasta ahora y no me he equivocado en mis cálculos, veremos la isla a primera hora de pasado mañana.
Ella alzó la vista al cielo tachonado de estrellas.
-La noche está preciosa.
-Lo mismo le ocurre a cierta dama que conozco -dijo Pitt alzando la vista de la brújula y mirando a Maeve-. Una criatura radiante de maravillosos ojos azules y con un cabello que parece una fuente de monedas de oro. Una mujer inteligente e inocente nacida para el amor y la vida.
-Sí que parece atractiva, sí.
-Y eso no es más que el principio, porque resulta que, además, su padre es uno de los hombres más ricos del sistema solar.
Ella arqueó la espalda y se apretó contra él, sintiendo la dureza de su cuerpo. Rozó con los labios las pequeñas arrugas que rodeaban sus ojos y le besó la barbilla.
-Pareces muy encaprichado con ella.
-¿Cómo no voy a estarlo? Es la única chica de esta parte del océano Pacífico que me hace enloquecer de deseo.
-Pero si soy la única chica que hay en esta parte del océano Pacífico -dijo ella, y se echó a reír.
Él la besó con suavidad en la frente.
-Entonces es tu deber hacer realidad mis más íntimas fantasías.
-Lo haría si estuviéramos solos -dijo ella con voz sensual-. Sin embargo, por ahora, tendrás que sufrir.
-Podría decirle a Al que se fuese a dar una vuelta -dijo Pitt con una sonrisa.
Maeve se apartó de él echándose a reír.
-No iría muy lejos. -Se sentía secretamente contenta por el hecho de que no hubiera otra mujer que se interpusiera entre ellos-. Eres una persona muy especial -susurró-. La clase de hombre que todas deseamos encontrar.
Pitt rió halagado.
-Qué va. No soy un tipo que haga estragos entre las mujeres.
-Quizá sea porque ellas se dan cuenta de que eres un hombre difícil de alcanzar.
-No lo creas. Soy presa fácil cuando una mujer sabe jugar bien sus cartas -bromeó él.
-No me refiero a eso -respondió muy seria Maeve-. El mar es tu amante; lo entendí durante la tormenta. Más que luchar contra el océano, parecía que lo estuvieras seduciendo. Ninguna mujer puede competir con un amor tan inmenso.
-Tú también sientes un gran cariño hacia el mar... y hacia la vida marina.
Maeve suspiró profundamente.
-Sí, he consagrado mi vida al mar...
Giordino rompió la magia del momento al aparecer en la puerta de la cabina para anunciar que uno de los tubos de flotación estaba perdiendo aire.
-Pásame la bomba de hinchar -pidió-. Trataré de encontrar el pinchazo, para ponerle un parche.
-¿Qué tal aguanta el Magnífica Mueve? -preguntó Pitt.
-Como una dama en un concurso de baile -contestó Giordino-. Ágil y segura.
-Si aguanta hasta que lleguemos a la isla, lo donaré al Smithsonian, para que lo exhiban como el barco con menos probabilidades de éxito.
-Rezad para que no se desencadene otra tormenta -dijo Giordino-, porque, si eso ocurre, creo que perderemos todas nuestras apuestas. -Hizo una pausa y miró hacia el negro horizonte, donde las estrellas se fundían con el mar. Súbitamente, parpadeó y su cuerpo quedó tenso-. Veo una luz a babor.
Pitt y Maeve se pusieron en pie y miraron hacia donde señalaba Giordino. Divisaron una luz verde que indicaba el costado de estribor de un barco y las luces blancas que iluminaban el palo mayor. Navegaba a cierta distancia de ellos, con rumbo noreste.
-Un barco -confirmó Pitt-. Está a unos cinco kilómetros.
-Sin luces, no podrá vernos -dijo Maeve, presa de inquietud.
Giordino desapareció en la cabina y volvió a cubierta a los pocos instantes.
-La última bengala de Rodney York -dijo mostrando la pistola especial para lanzarla.
-¿Quieres que nos rescaten? -preguntó Pitt mirando fijamente a Maeve.
Ella se volvió hacia la negrura del mar y, lentamente, negó con la cabeza.
-Es una decisión muy importante que no me corresponde tomar a mí.
-¿Qué dices tú, Al? ¿Te tienta la idea de una buena cena y una cama limpia?
-Me apetece muchísimo más poder vengarme del clan Dorsett -respondió Giordino sonriendo.
Pitt pasó un brazo por los hombros de Maeve. -Yo estoy con Al -dijo.
-Sólo faltan dos días... No puedo creer que veré de nuevo a mis niños -murmuró ella.
Pitt guardó silencio mientras pensaba en los peligros desconocidos que les aguardaban.
-Los verás y podrás abrazarlos -dijo finalmente-. Te lo prometo.
En realidad, en ningún momento sintieron la tentación de apartarse de su meta. Pitt y Giordino siempre estaban de acuerdo, y en ese momento, a pesar de que sus propias vidas corrían peligro, estaban decididos a llegar a la isla Gladiator. Ninguno de los dos se molestó en mirar cómo las luces del barco que pasaba ante ellos se alejaban, hasta que, poco a poco, se perdieron en la distancia.
48
Cuando el carguero que transportaba la antena desmontada llegó a la bahía Halawa, en Molokai, los hombres que iban a bordo se apiñaron en las barandillas y contemplaron estupefactos la extraña nave anclada en el puerto. Se trataba de un barco de 228 metros de eslora en cuya cubierta se alzaba un bosque de grúas alrededor de una torre de sondeo de veintitrés pisos de altura. Parecía diseñado por un equipo de ingenieros borrachos y construido por obreros dementes.
Sobre la popa, sostenida por una armazón de vigas, como si fuese un accesorio añadido a última hora, había una enorme plataforma de aterrizaje y despegue. La alta superestructura del puente se elevaba en la parte posterior del casco, de forma que el buque parecía un petrolero, aunque ése era su único rasgo en común con este tipo de barcos. En la parte central del casco había una gran cantidad de maquinaria, acumulada como si fuera un montón de chatarra. Un laberinto de escaleras de acero, andamiajes y tuberías rodeaba la torre de sondeo que se alzaba hasta el cielo como si de una estructura para el lanzamiento de cohetes espacíales se tratase. En el castillo de proa no se veían portillas, sólo una hilera de tragaluces en la parte delantera. La pintura estaba sucia y desvaída, con grandes manchas de óxido. El casco era azul marino, y la superestructura, blanca. Tiempo atrás las máquinas habían estado pintadas de varias tonalidades de gris, amarillo y naranja.
-Ahora puedo morir feliz, porque creo que ya lo he visto todo -exclamó Gunn mientras contemplaba el barco.
Molly, junto a Gunn en el puente, miró atónita el espectáculo.
-¿Cómo demonios se las habrá arreglado el almirante para conseguir el Glomar Explorer?
-Ni siquiera aventuraré una hipótesis -murmuró Gunn, tan fascinado con la nave como un chiquillo con su primer avión de juguete.
El capitán del Lanikai se asomó por la puerta de la caseta del timón.
-El almirante Sandecker al aparato, capitán Gunn.
Éste asintió con la cabeza y fue a responder la llamada.
-Llegas con una hora de retraso. -Fueron las primeras palabras que oyó Gunn.
-Lo siento, almirante. La antena estaba en peores condiciones de lo que habíamos creído y ordené a los hombres que efectuaran trabajos de reparación y mantenimiento mientras desmontábamos. Gracias a ello, el montaje nos costará menos esfuerzo.
-Buen trabajo -dijo Sandecker-. Dile al capitán que amarre su barco junto al nuestro. En cuanto eche el ancla, comenzaremos a cargar las secciones de la antena.
-¿Estoy equivocado o el que tengo delante es el famoso Glomar Explorer de Howard Hughes? -preguntó Gunn.
-El mismo con algunos cambios -contestó Sandecker-. Arría un bote y ven a bordo. Te espero en la oficina del capitán. Que venga también la señora Faraday.
-Ahora mismo vamos para allá.
El Glomar Explorer, cuya construcción fue propuesta inicialmente por el subsecretario de Defensa David Packard, ex miembro de la corporación electrónica Hewlett-Packard, estaba inspirado en un buque de investigación submarina diseñado por Willard Bascora que recibió el nombre de Alcoa Seaprobe. En su construcción participaron la CÍA, la Global Marine Inc. y Howard Hughes, quien consiguió la colaboración de una compañía que con el tiempo se convirtió en la Summa Corporation.
La construcción se llevó a cabo en los astilleros que la Sun Shipbuilding & Dry Dock Company tenía en Chester, Pensilvania, y el inmenso barco estuvo desde el principio rodeado por el secreto y las informaciones engañosas. Fue fletado cuarenta y un meses más tarde, a finales del otoño de 1972, lo que, tratándose de un buque tan innovador, fue toda una proeza tecnológica.
Más tarde el Explorer conoció la fama por haber rescatado un submarino ruso de clase G hundido a cinco mil metros de profundidad en pleno Pacífico. Pese a que las noticias de la prensa dijeron lo contrario, el submarino fue desmontado pieza por pieza y examinado concienzudamente; una operación de espionaje de gran éxito que reportó un inmenso caudal de información sobre la tecnología soviética en construcción de submarinos.
Su fama resultó efímera, pues después de eso nadie supo qué hacer con el Explorer y éste acabó en manos del gobierno estadounidense, que lo arrinconó en su programa de buques en reserva. Hasta hacía poco, y durante dos décadas, el Explorer había languidecido en el fondeadero de la bahía Suisan, al noreste de San Francisco.
Cuando Gunn y Molly subieron a la cubierta del inmenso barco, tuvieron la sensación de encontrarse en mitad de una central eléctrica. La envergadura de sus instalaciones era sorprendente, y pudieron contemplarlas sin problemas, pues ya no existían las estrechas medidas de seguridad que habían rodeado al buque en sus primeros tiempos. En lo alto de la escalerilla de acceso fueron recibidos por el segundo oficial y por nadie más. -¿No hay guardas de seguridad? -preguntó Molly. El oficial sonrió y les indicó una escalera que conducía a una cubierta situada debajo de la caseta del piloto.
-Como ésta es una operación comercial y no nos encontramos en una misión secreta destinada a rescatar submarinos enemigos del fondo del mar, no se han considerado necesarias las medidas de seguridad.
-Pensaba que habían retirado al Explorer de la circulación -dijo Gunn.
-Y así era hasta hace cinco meses -contestó el oficial-, cuando la Deep Abyss Engineering lo pidió para extraer cobre y manganeso de las profundidades del océano a doscientos kilómetros de las islas Hawai.
-¿Han comenzado ya las operaciones? -preguntó Molly.
-Aún no. Gran parte de la tecnología del barco está anticuada, y hemos tenido que efectuar algunos cambios de importancia, en particular en el equipo electrónico. En estos momentos los motores principales están creando problemas; nos pondremos en marcha en cuanto las reparemos.
Gunn y Molly se miraron, pero se abstuvieron de expresar sus inquietudes. Como si estuvieran sintonizados en la misma frecuencia, se preguntaron cómo era posible que un barco que estaba muerto sobre el agua pudiera llevarlos a tiempo a su destino, para desviar las mortales ondas acústicas.
El oficial abrió la puerta que daba a un espacioso y elegante camarote.
-Éste fue el alojamiento que se reservó para Howard Hughes, por si alguna vez visitaba el barco, algo que nunca ocurrió.
Sandecker se adelantó para recibirlos.
-Habéis hecho un gran trabajo y os felicito. Parece que desmontar esa antena fue más complicado de lo que habíamos creído, ¿no?
-El óxido fue el principal obstáculo -admitió Gunn- y complicó bastante el trabajo.
-En mi vida había oído tantas palabrotas -sonrió Molly-. Los ingenieros despotricaron a gusto, puede creerme.
-¿Servirá la antena para nuestros propósitos? -preguntó Sandecker.
-Creo que sí, siempre y cuando el mar no esté embravecido y la haga añicos.
Sandecker se dirigió hacia un individuo bajo y rollizo de poco más de cuarenta años.
-Capitán James Quick, mis ayudantes, Molly Faraday y el capitán de fragata Rudi Gunn.
-Bienvenidos a bordo -dijo Quick estrechándoles las manos-. ¿Cuánta gente los acompaña?
-Somos treinta y cinco -respondió Gunn-. Espero que nuestro número no cause problemas.
Quick rechazó tal posibilidad con un movimiento de la mano.
-En absoluto. Tenemos más alojamientos de los que podemos utilizar, y comida para dos meses.
-Su segundo oficial nos comentó que tenían dificultades con los motores.
-Tenemos problemas bastante serios -dijo Sandecker-. El capitán no está seguro de a qué hora podremos zarpar.
-O sea que tantas prisas para luego tener que esperar -murmuró Gunn.
-Lo siento muchísimo, Rudi. Se trata de un obstáculo imprevisto.
Quick se puso la gorra y echó a andar hacia la puerta.
-Ordenaré a los hombres de las grúas que comiencen a trasladar la antena de su barco al nuestro.
Gunn lo siguió.
-Me ocuparé de dirigir la operación desde el Lanikai -dijo.
Cuando estuvieron a solas, Molly dirigió a Sandecker una escrutadora mirada.
-¿Cómo se las ha arreglado para convencer al gobierno de que le prestara el Glomar Explorer?
-Me salté los canales oficiales de Washington e hice a los de la Deep Abyss Engineering una oferta que ellos no pudieron rechazar.
Molly lo miró atónita.
-No me diga que ha comprado el Glomar Explorer.
-Lo he alquilado -la corrigió el almirante-. Me costó un ojo de la cara.
-¿Había en la ANIM fondos suficientes para algo así?
-Las circunstancias exigían una negociación rápida. Con tantas vidas en juego, no he podido entretenerme regateando. Si los hechos nos dan la razón respecto a la letal convergencia acústica, avergonzaré al Congreso y lo obligaré a reembolsarnos los fondos. Para no correr riesgos, he conseguido que en el contrato se incluya una cláusula según la cual el pago depende de los resultados que obtengamos.
-Haber encontrado el Explorer después de que la marina nos negase el Roosevelt ha sido como tropezar con una mina de oro.
Sandecker movió lentamente la cabeza.
-Lo que la suerte da, la suerte quita. El Explorer se encontraba en Molokai porque durante el viaje desde California tuvo una avería en los cojinetes del eje de transmisión de la hélice. Está por ver si puede ser reparado y si llegaremos a nuestro destino antes de que sea demasiado tarde.
Las grandes grúas de estribor giraron sobre la bodega de carga del Lanikai. Los garfios de los extremos de los cables fueron amarrados a las secciones de la antena, que se elevaron y fueron depositadas en una zona despejada del Glomar Explorer, donde quedaron almacenadas en secuencia numerada para facilitar la posterior operación de montaje.
Al cabo de dos horas, la operación había finalizado y las secciones de la antena quedaron amarradas a bordo del Explorer. Una vez concluido su trabajo, el pequeño carguero levó anclas y con un toque de sirena en señal de despedida se dispuso a salir de la bahía. Gunn y Molly se despidieron desde la cubierta del Explorer de la tripulación del Lanikai, cuando éste comenzó a alejarse en dirección a la boca de la bahía.
Los componentes del equipo de la ANIM, disfrutaron de una sabrosa y bien merecida comida en el Explorer y luego se dirigieron a los camarotes que les habían asignado. Éstos no habían sido usados desde que el barco rescató el submarino soviético de las profundidades del Pacífico. Molly había asumido el papel de madre amantísima y circulaba por entre los miembros del equipo comprobando que nadie hubiera resultado herido en la operación de carga y descarga de la antena.
Gunn se dirigió al camarote que había sido reservado en otro tiempo para el excéntrico Howard Hughes. En torno a una pequeña mesa de juego estaban sentados Sandecker, el capitán Quick y otro hombre, Jason Toft, el jefe de máquinas del barco.
-¿Un brandy? -ofreció Quick.
-Sí, gracias.
Rodeado por una densa nube de humo de cigarro, Sandecker daba ociosos sorbos al dorado líquido de su copa. No parecía contento.
-El señor Toft acaba de informarme de que no puede reparar el barco hasta que reciba del continente ciertas piezas de repuesto imprescindibles.
Gunn adivinó la irritación que en ese momento dominaba al almirante, aunque por su aspecto parecía frío como el hielo.
-¿Cuándo espera recibir esas piezas? -preguntó Gunn dirigiéndose al jefe de máquinas.
-En estos momentos vuelan hacia aquí procedentes de Los Ángeles -respondió Toft, un hombre de barriga prominente y piernas cortas-. Tenemos previsto que lleguen dentro de cuatro horas. El helicóptero de nuestro barco las está esperando en el aeropuerto Hilo, de la isla grande de Hawai, para traerlas directamente aquí en cuanto lleguen.
-¿Cuál es exactamente el problema?
-Los cojinetes del eje de la hélice -explicó Toft-. Por algún extraño motivo (probablemente debido a que la CÍA tenía prisa por concluir la construcción del barco), los cojinetes no fueron debidamente equilibrados. Durante el viaje desde San Francisco, la vibración dañó los manguitos de lubrificación, cortando el suministro de aceite a los cojinetes. Debido a la fricción, a la fatiga del metal, al exceso de tensión, o a lo que sea, el sistema de transmisión de la hélice de babor se atascó cuando estábamos a ciento sesenta kilómetros de Molokai. Logramos llegar hasta aquí a duras penas, pero finalmente también se estropeó la transmisión de estribor.
-Como ya le dije, actuamos con un límite de tiempo apremiante.
-Comprendo la magnitud de su problema, almirante. Mis maquinistas trabajarán como locos para conseguir reparar la avería, pero sólo son humanos. Además, debo advertirle que los cojinetes de la transmisión no son el único problema, pues cabe la posibilidad de que a los motores no les queden muchas horas de vida. Aunque sólo se usaron, allá en los años setenta, para hacer el viaje de ida y vuelta desde la costa de California hasta el centro del Pacífico, por la falta de mantenimiento durante los últimos veinte años se hallan en un estado lamentable. Aunque logremos que las hélices giren, puede que los motores vuelvan a fallar en cuanto salgamos de la bahía.
-¿Disponemos de las herramientas necesarias para realizar el trabajo? -preguntó Sandecker.
-Hemos quitado los sombreretes del eje de estribor y retirado los cojinetes. La sustitución no tiene por qué causar problemas. Sin embargo, el eje de babor sólo podría repararse en dique seco.
-¿Cómo es posible que su compañía no revisara a fondo el Explorer en un astillero después de los años que había pasado amarrado en San Francisco? -preguntó Gunn dirigiéndose al capitán Quick.
-No tenían ganas de gastarse dinero -respondió Quick encogiéndose de hombros-. El jefe de máquinas Toft y yo insistimos en que el barco fuese reparado a fondo antes de abandonar Hawai, pero la dirección no nos escuchó. El barco sólo estuvo en los astilleros el tiempo necesario para retirar gran parte del sistema original de grúas e instalar el equipo de excavación. En cuanto a realizar operaciones de mantenimiento, dijeron que era tirar dinero y que cualquier fallo mecánico podría ser reparado en alta mar o una vez llegáramos a Honolulú, cosa que, evidentemente, no ha sido así. Para colmo de males, andamos muy cortos de hombres. Mientras la tripulación original era de 172, yo sólo cuento con sesenta tripulantes, y la mayoría de ellos son marineros, operadores de grúas y mecánicos encargados del mantenimiento de las máquinas. Nuestros geólogos, ingenieros navales y expertos en electrónica suman un total de doce personas. A diferencia de lo que les ocurre a ustedes en la ANIM, capitán Gunn, nosotros trabajamos con unos presupuestos miserables.
-Me disculpo, capitán -dijo Gunn-. Comprendo que para ustedes la situación no es fácil.
-¿Cuánto tardará en poner en marcha el barco? -preguntó Sandecker a Toft, intentando evitar que su voz traicionase la fatiga de las últimas semanas.
-Treinta y seis horas, quizá más.
La habitación quedó en silencio y todas las miradas se dirigieron a Sandecker. El almirante miró al jefe de máquinas con los ojos fríos de un asesino.
-Se lo explicaré otra vez, por si todavía no lo ha entendido -dijo nervioso-. Si dentro de treinta y cinco horas no tenemos la antena colocada en el punto de convergencia de las ondas sonoras, morirán cientos de miles de personas. ¿Entiende? No se trata de la fantasía de un chiflado, ni del guión de una película de ciencia ficción. Esto es la realidad y, en lo que a mí respecta, no quiero verme ante un mar de cadáveres que me echen en cara que con un esfuerzo extra hubiéramos podido evitar esa catástrofe. Aunque para ello tenga usted que hacer milagros, es imprescindible que esa antena esté debajo del agua antes de las ocho horas de pasado mañana.
-No prometeré lo imposible -dijo Toft-, pero... si no logramos lo que usted nos pide, no será porque mis maquinistas no hayan trabajado hasta la extenuación. -Dicho esto, Toft vació su copa y salió de la sala cerrando tras de sí con un fuerte golpe.
-Sospecho que ha hecho usted enfadar a mi jefe de máquinas -dijo Quick a Sandecker-. ¿No ha sido usted un poco duro al responsabilizarlo de nuestro posible fracaso?
-Lo que nos jugamos es demasiado importante, capitán -dijo el almirante con voz grave-. Comprenderá usted que no entraba en mis planes cargar todo el peso de la responsabilidad sobre los hombros del señor Toft. Pero, nos guste o no, lo cierto es que ese hombre tiene en sus manos las vidas de todos los seres humanos que habitan la isla de Oahu.
A las 15.30 horas del día siguiente, Toft, demacrado y sucio, entró tambaleándose en la caseta del timón y anunció a Sandecker, Gunn y el capitán Quick:
-Hemos cambiado los cojinetes del eje de babor. Podemos zarpar, pero la máxima velocidad que puedo prometerle es poco más de cinco nudos por hora.
Sandecker estrechó efusivamente la mano de Toft.
-Dios lo bendiga, Toft, Dios lo bendiga.
-¿A qué distancia estamos del punto de convergencia? -preguntó Quick.
-A ochenta millas náuticas -respondió Gunn sin vacilar, pues había realizado el cálculo mental más de una docena de veces.
-Si llegamos, será por los pelos -dijo Quick inquieto-. A cinco nudos, tardaremos dieciséis horas en recorrer ochenta millas náuticas; es decir que llegaremos a nuestro destino minutos antes de las ocho de la mañana.
-Las ocho de la mañana -repitió Gunn en un susurro-. Según predijo Yaeger, será la hora en que se producirá la convergencia.
-Si llegamos, seta por los pelos -repitió Sandecker-, pero al menos el señor Toft nos brinda la oportunidad de intentarlo.
-Supongo que se da cuenta, almirante -dijo Gunn con rostro sombrío-, de que si llegamos a la zona y somos alcanzados por las ondas, moriremos.
Sandecker contempló impasible a todos los allí reunidos.
-En efecto -dijo imperturbable-. Existe ese riesgo.
49
Poco después de medianoche, Pitt midió por última vez la posición de la nave mediante las estrellas y la marcó en el mapa a la luz de la media luna. Si sus cálculos no fallaban, sólo tardarían unas horas en ver la isla Gladiator. Dijo a Maeve y Giordino que estuvieran atentos y luego se permitió el lujo de dormir una hora. Le parecía que apenas se había quedado adormilado cuando Maeve.lo despertó sacudiéndolo levemente.
-Tenías razón -dijo ella excitada-. Allí está la isla.
-Buen trabajo, camarada -lo felicitó Giordino-. Hemos llegado antes de lo que esperábamos.
-Ha sido una suerte -dijo Maeve sonriendo-. Nuestras velas ya están deshojándose.
Pitt escrutó la noche, pero sólo vio el brillo de las estrellas y la luna sobre el agua. Abrió la boca para decir que no veía nada cuando un haz luminoso cruzó el horizonte, seguido por un brillante resplandor rojo.
-¿Vuestra isla tiene un reflector? -preguntó a Maeve.
-Hay un pequeño faro en el borde del volcán del sur.
-Al menos tu familia hizo algo en bien de los navegantes.
Maeve se echó a reír.
-Mi bisabuelo nunca pensó en los marinos en apuros cuando lo construyó. Más bien pretendía advertir a los barcos que se alejaran de la isla.
-¿Han zozobrado muchas naves frente a las costas de la Gladiator?
Ella bajó la vista a sus manos y las entrelazó.
-De niña escuchaba a papá hablar de los barcos que se habían estrellado contra las rocas.
-¿Qué decía de los supervivientes?
Ella negó con la cabeza.
-Nada. Nunca dijo nada sobre que hubiesen intentado rescatarlos. Siempre decía que el hombre que ponía un pie en la isla Gladiator sin haber sido invitado tenía una cita con Satán.
-¿Y qué quería decir con eso?
-Pues que los que estaban malheridos eran asesinados y los que salían ilesos eran obligados a trabajar en las minas hasta que morían. Nadie ha escapado de la isla Gladiator para contar las atrocidades que suceden en ella.
-Tú escapaste.
-Pero eso no les ha servido de mucho a los pobres mineros -dijo ella-. Nadie prestó atención a lo que dije sobre mi familia. Mientras yo explicaba a las autoridades lo que ocurría en la isla, mi padre las sobornaba y listo.
-¿Qué hay de los obreros chinos que trabajan actualmente en las minas? ¿Cuántos logran salir de la isla por su propio pie?
-Todos acaban muriendo a causa del calor que hace en las profundidades de las minas -respondió ella.
-¿Calor? -preguntó Pitt con curiosidad-. ¿Por qué causa?
-Se producen fugas de vapor entre las grietas de las rocas.
-Un lugar ideal para fundar un sindicato -dijo Giordino dirigiéndose a Pitt.
-Calculo que podremos desembarcar dentro de unas tres horas -dijo éste-. Aún estamos a tiempo de cambiar de idea, olvidarnos de la isla e intentar llegar a Australia.
-Éste es un mundo violento e implacable -respondió el italiano suspirando-. Pero sin emociones, no merece la pena vivir en él.
-Habló el intrépido espíritu norteamericano -dijo Pitt con una sonrisa. Observó la luna y añadió pensativo-: Supongo que tenemos suficiente luz para hacer nuestro trabajo.
-Aún no me habéis explicado cómo desembarcaremos sin ser detectados por los guardas de seguridad de mi padre -dijo Maeve.
-Primero, háblame de los acantilados que rodean la isla Gladiator.
Por unos momentos ella lo miró con extrañeza y luego se encogió de hombros.
-No hay mucho que contar. Toda la isla, menos la laguna, está rodeada de acantilados. La costa oeste sufre el embate constante de inmensas olas y el lado este, aunque más calmado, también es peligroso.
-Creo que en la costa oriental hay una pequeña cala resguardada entre rocas. ¿Me equivoco?
-Que yo recuerde, hay un par de ellas. Una tiene la boca de entrada amplia, pero la playa pequeña y la otra posee una entrada más estrecha, pero la franja de arena es más ancha. Si estás pensando en desembarcar en alguna de ellas, olvídalo. Las paredes de roca que las rodean tienen más de cien metros de alto. Un escalador profesional bien equipado no cometería la locura de intentar ascender a esos acantilados en plena noche.
-¿Puedes guiarnos hasta la cala que tiene la playa más ancha? -preguntó Pitt.
-¿Qué te pasa? ¿Acaso no me has entendido? Sería lo mismo que intentar escalar el Everest con un picador de hielo. Además, los guardas de seguridad patrullan constantemente por los acantilados.
-¿También de noche?
-Papá no les da ni una oportunidad a los contrabandistas de diamantes -dijo Maeve, como si estuviera dándole explicaciones a un escolar.
-¿Cuántos hombres componen una patrulla?
-Dos. Hacen un recorrido completo de la isla durante su guardia. Sale una patrulla cada hora.
-¿Pueden ver la playa desde lo alto de los acantilados?
-No. Las paredes caen en vertical y es imposible ver lo que hay debajo si no te acercas. -Maeve miraba a Pitt con los ojos desorbitados-. ¿A qué vienen tantas preguntas sobre la parte posterior de la isla? La laguna es la única vía de acceso.
-Tiene el maravilloso cuerpo de una mujer, pero el cerebro de una escéptica -dijo Pitt dirigiéndose a Giordino.
-No te preocupes -dijo el italiano ahogando un bostezo-. A mí las mujeres tampoco me hacen caso.
Pitt contemplaba las rocas en las que habían muerto muchos hombres, rocas en las que los náufragos supervivientes hubieran deseado ahogarse antes de sufrir las penas sin cuento trabajando como esclavos en las minas de diamantes de Dorsett. Durante largo rato, según los acantilados de la isla Gladiator iban siendo más próximos, ninguno de los tripulantes del Magnífica Maeve se movió ni habló. Maeve permanecía en la popa, haciendo de vigía, por si encontraban rocas frente a la costa. Pitt miró a Giordino y entrevio el difuso borrón blanco del rostro de su amigo. El italiano, con la mano en el cable de arranque del motor fuera borda, le hizo un gesto de asentimiento.
La luz de la media luna era más de lo que Pitt se había atrevido a esperar. Resultaba suficiente para iluminar los altos acantilados, era lo bastante tenue para que el Magnífica Maeve no pudiera ser visto desde lo alto de la pendiente. Además, el mar tranquilo y el viento favorable también estaban de su parte. Sin la brisa del este, los elaborados planes de Pitt para penetrar en la isla se hubieran ido al garete. Situó el trimarán en un curso paralelo a la costa de la isla. A setenta metros de distancia, fue surgiendo de la oscuridad un difuso y elevado borrón blanco moteado de fosforescencias, acompañado por el sordo rumor de las olas que golpeaban contra las rocas.
Hasta que rodearon la punta de la isla y la mole del volcán protegió el pequeño barco del indiscreto haz del faro de la isla Gladiator, Pitt se sintió como si interpretara el papel de un convicto en una vieja película que intentara escalar un muro sin ser detectado por la luz de los reflectores. Los tres hablaban en voz baja, pues temían que sus palabras pudieran ser oídas por encima del constante rumor del oleaje.
-¿A qué distancia está la cala? -susurró Pitt a Maeve.
-Creo que a un kilómetro más arriba del faro -respondió ella sin volverse hacia él.
El barco, tras virar hacia el norte frente a la costa, había perdido gobernabilidad y a Pitt le costaba cada vez más trabajo mantener el curso. Hizo una seña a Giordino para que pusiera en marcha el motor fuera borda. Tres corazones suspendieron sus latidos mientras el italiano tiraba del cable de arranque diez, veinte, treinta veces... sin éxito.
Giordino hizo una pausa, se frotó el brazo cansado y, mirando amenazadoramente el viejo motor, comenzó a hablarle:
-Como no arranques ahora, la emprenderé a golpes contigo y no te dejaré una tuerca sana. -Luego sujetó con fuerza el extremo del cable de arranque y dio un fortísimo tirón. El motor roncó, tosió quejoso y comenzó a funcionar a la perfección-. De nuevo se cumple la ley de Giordino, según la cual todo artilugio mecánico tiene el secreto temor de verse convertido en chatarra.
Como Giordino ya controlaba la embarcación con el motor, Pitt arrió las velas y sacó la cometa de la camareta alta. Con suma destreza, desenrolló un ovillo de cable fino sobre la cubierta, luego tomó el pequeño garfio que había encontrado en el campamento de York y lo ató por debajo del punto de unión con la cometa. Después se sentó a esperar. En el fondo era consciente de que lo que se proponía sólo tenía una mínima posibilidad de éxito.
-Vira hacia babor -dijo Maeve señalando hacia la izquierda-. A cincuenta metros hay un promontorio rocoso.
-Virando a babor -dijo Giordino atrayendo hacia sí el mango del motor. El barco giró en un ángulo de veinte grados hacia la orilla. Mantuvo la mirada en las blancas aguas que se arremolinaban alrededor de un grupo de rocas oscuras, a las que no quitó ojo hasta haberlas rebasado.
-¿Ves algo, Maeve? -preguntó Pitt.
-No estoy segura. Hasta ahora nunca había tenido que buscar a tientas esa maldita cala -respondió ella.
Pitt observó las olas, cada vez eran más altas y se sucedían con mayor rapidez.
-El fondo está subiendo. Otros treinta metros, y tendremos que virar hacia aguas abiertas.
-No, no -dijo Maeve excitada-. Creo haber visto una brecha en los acantilados. Sí, estoy segura. Ésa es la boca que conduce a la playa más grande.
-¿A qué distancia está? -preguntó Pitt.
-A sesenta o setenta metros -contestó ella señalando hacia los farallones.
Entonces Pitt también lo vio. Una melladura vertical en los acantilados que ascendía hasta perderse en las sombras, oculta a la luna. Pitt se humedeció el dedo y verificó la orientación del viento. Soplaba del este.
-Diez minutos -susurró-. Sólo necesito diez minutos. -Luego añadió dirigiéndose a Giordino-: ¿Puedes mantener el barco inmóvil a unos veinte metros de la entrada, Al?
-Con tantas olas no será fácil.
-Inténtalo. -Pitt se volvió hacia Maeve-. Sujeta bien el timón y enfila la proa contra las olas, de frente. A ver si entre los dos podéis evitar que el barco se desplace lateralmente.
Pitt desplegó las riostras de la improvisada cometa. Una vez extendida, la superficie de dacron medía casi dos metros y medio de alto. La alzó por encima del costado del barco y notó con satisfacción que nada más hacer contacto con el viento, le saltaba de las manos. La dejó ir soltando cable y la cometa fue ascendiendo lentamente hacia el cielo, todavía oscuro.
De pronto, Maeve entendió el aparentemente absurdo plan de Pitt.
-El garfio -murmuró-. Quieres sujetarlo al borde de los acantilados y utilizar el cable para escalar las rocas.
-Exactamente -respondió Pitt sin perder de vista la forma oscura de la cometa, apenas visible a la tenue luz de la luna.
Conjugando diestramente el acelerador del fuera borda y el mando para avanzar o dar marcha atrás, Giordino logró mantener el barco inmóvil. El italiano se mantuvo en silencio mientras observaba a su amigo.
Pitt, que había rogado por tener un viento constante, comprobó que sus ruegos habían sido escuchados. La brisa, al encontrar la resistencia de los altos acantilados, ascendía con fuerza hasta la cima de las rocas. La gran cometa casi se le escapó de las manos. Utilizó como guante la manga de la ya destrozada cazadora de piel, para evitar que la fricción del cable le quemase las manos, que lograron, no sin esfuerzo, aguantar el fuerte tirón. Pitt aguantó firme, apretando los dientes, mientras repasaba mentalmente los imprevistos que podían hacer fracasar sus planes: un súbito cambio de viento que lanzase la cometa contra las rocas, que Giordino perdiera el control del barco a causa del oleaje, no lograr afianzar el garfio en una roca, que en el momento más inoportuno apareciera una patrulla y los descubriese.
Relegando toda idea de fracaso, aguzó al máximo su capacidad de percepción. Debido a la negrura de la noche, no le era posible, ni con la ayuda de la luna, saber en qué momento el garfio rebasaba la cima de los acantilados. Notó el nudo que había hecho en el cable para indicar los cien metros que habían pasado ya por sus manos. Soltó unos veinte metros más y luego paró. Perdida su resistencia al viento, la cometa se desplomó en un lento zigzag.
Pitt dio varios tirones del cable y al fin, sintiendo que un gran peso se le quitaba de encima, notó una fuerte resistencia. El garfio había mordido la roca al primer intento y se mantenía firme.
-Adelante, Al. Tenemos vía libre hacia la cumbre.
Giordino había estado esperando esas palabras. Su lucha por mantener quieto el trimarán, resistiendo el asalto de las olas, había sido un alarde de pericia. Lanzó un suspiro de alivio, puso el motor en avance, dio gas y condujo el Magnífica Mueve por entre las rocas hacia la melladura negra que se abría a los pies de los acantilados.
Maeve se situó en la proa y volvió a actuar de vigía, indicando a Giordino el rumbo a través de las negras aguas que parecían calmarse según avanzaban hacia el interior de la caleta.
-Veo la playa -anunció-. A unos quince metros más adelante. A estribor distingo un banco de arena.
Al cabo de un minuto, la proa y los botalones tocaron la arena y quedaron inmovilizados. Pitt miró a Maeve. Los acantilados ocultaban la luna y sólo pudo distinguir de forma difusa sus facciones.
-Ya estás en casa -dijo.
Ella alzó la cabeza y miró hacia los farallones y la fina franja de cielo y estrellas que parecían a años luz de distancia.
-No, todavía no -dijo ella.
Pitt en ningún momento había soltado el cable a cuyo extremo estaba el garfio. Entonces colocó la cazadora de cuero sobre los hombros de Maeve y dio un fuerte tirón del cable.
-Es mejor que nos pongamos en movimiento antes de que aparezca una patrulla.
-Yo debo ir el primero -dijo Giordino-. Soy el más fuerte.
-Eso nadie lo discute -dijo Pitt sonriendo-. Además, de todas maneras, esta vez te toca a ti.
-Ah, sí -dijo Giordino, haciendo memoria-. Me toca pagar por el rato que pasé contemplando como un impotente gusano como un terrorista te cortaba el cable de seguridad mientras tú nadabas en aquel sumidero de los Andes.
-Tuve que salir de allí con la única ayuda de un par de destornilladores.
-¿Por qué no me cuentas otra vez la historia? -preguntó Giordino sarcástico-. No me canso de oírla.
-Ponte en marcha, compañero, y permanece atento por si ves aparecer una patrulla.
Con un ligero gesto de asentimiento, Giordino agarró el cable y le dio un tirón para probar su resistencia.
-¿Soportará este hilito mi peso?
-Esperemos que sí -dijo encogiéndose de hombros.
Giordino le dirigió una mirada asesina y comenzó a ascender por la pared de roca. No tardó en desaparecer entre las sombras, mientras Pitt sostenía el cable desde abajo para mantenerlo tenso.
-Busca un par de rocas que sobresalgan y ata a ellas la proa y la popa del barco -ordenó Pitt a Maeve-. Si sucede lo peor, tal vez necesitemos recurrir al Magnífica Maeve para largarnos de aquí.
-¿Cómo esperabas escapar, si no? -preguntó Maeve con curiosidad.
-Es que soy bastante gandul y albergo la esperanza de poder tomar prestado uno de los yates de tu padre o algún avión.
-¿Acaso dispones de un ejército y no me lo has dicho?
-Tienes ante ti a la mitad de sus efectivos.
En ese momento miraron hacia la cumbre oscura del acantilado, preguntándose cómo estaría Giordino. Pitt sólo advertía el avance de su amigo por los estremecimientos del cable.
Al cabo de treinta minutos, el italiano se detuvo para recuperar el aliento. Sentía los brazos como si un millar de demonios los estuvieran acuchillando. A pesar de lo desigual que era la pared de roca, había ascendido a gran velocidad. Pensó que hubiera sido imposible escalar los acantilados sin el cable; incluso con un equipo adecuado, si hubiese tenido que subir a tientas metro a metro, buscando los lugares adecuados para afianzar los pies y clavar las sujeciones, el ascenso hubiera durado considerablemente más de seis horas.
Se concedió un minuto de descanso y luego continuó. Fatigado, pero aún con fuerzas, siguió ascendiendo, apoyándose en los salientes y en las oquedades. Tenía las palmas de las manos en carne viva por el constante roce con el cable de nailon rescatado del barco de Rodney York. El viejo cable apenas tenía la resistencia suficiente para aguantar su peso, pero gracias a su ligereza la cometa había podido transportar el garfio hasta lo alto de los acantilados.
Hizo una pausa y miró hacia el oscuro borde de la cima recortado en el cíelo estrellado. Calculó que le faltaban cinco metros, sólo cinco metros. Respiraba con dificultad y tenía el pecho y los brazos magullados del roce de las rocas, apenas visibles. La enorme fortaleza del italiano estaba agotándose, sólo el coraje lo mantuvo firme en aquellos últimos metros. Indestructible, duro y resistente como las rocas por las que ascendía, Giordino siguió adelante, negándose a detenerse de nuevo hasta que hubiera alcanzado su meta. Luego, súbitamente, ante él se extendió el plano horizontal de la cumbre. Se impulsó hacia arriba y quedó inmóvil, de bruces contra el suelo, escuchando el acelerado latido de su corazón mientras intentaba calmar su respiración agitada.
Permaneció inmóvil por unos minutos, aliviado por haber concluido aquel esfuerzo agotador. Miró alrededor. Se encontraba tumbado en un camino que bordeaba el extremo de los acantilados. Unos cuantos pasos más allá comenzaba una sombría y nada invitadora masa de árboles y maleza. Como no percibió luces ni movimiento, siguió el cable hasta su extremo y encontró el garfio firmemente clavado en un promontorio rocoso. La estrambótica idea de Pitt había funcionado a la perfección.
Una vez hubo comprobado que el garfio estaba bien asegurado, se puso en pie. Soltó la cometa y la escondió entre la vegetación del otro lado del camino. Luego regresó al borde del acantilado y dio dos rápidos tirones del cable cuyo otro extremo se perdía entre las sombras.
-Ahora te toca a ti -dijo Pitt dirigiéndose a Maeve.
-No sé si seré capaz -dijo ella-. Las alturas me asustan.
Pitt hizo un lazo con el cable, se lo pasó por los hombros y lo ciñó a la cintura de Maeve.
-Agárrate bien a la cuerda, afianza los pies en la pared y camina por ella. Al tirará de ti desde arriba.
Pitt respondió a la señal de Giordino tirando tres veces del cable. Maeve notó que éste se tensaba y luego advirtió la presión en torno a la cintura. Cerrando bien los ojos, comenzó a caminar como una mosca por la vertical pared del farallón.
En la cima, Giordino, que tenía los brazos excesivamente fatigados para alzar a la joven a pulso, había encontrado una suave ranura en la roca e insertado en ella el cable. Luego se lo pasó por encima de los hombros, se inclinó y echó a andar por el camino de espaldas al acantilado, alzando de esta forma a Maeve.
Al cabo de doce minutos, Maeve se asomó por la cima con los ojos fuertemente cerrados.
-Bienvenida a la cumbre del Matterhorn -la saludó cálidamente Giordino.
Ella abrió los ojos por primera vez desde que abandonó la playa y murmuró:
-Gracias a Dios que el ascenso ha terminado. No sería capaz de repetirlo.
Giordino la desató.
-Vigila mientras subo a Dirk. Hacia el norte hay una buena vista de los acantilados, pero el camino del sur queda oculto por un grupo de rocas situadas a unos cincuenta metros de aquí.
-Las recuerdo -dijo Maeve-. Hay una cueva en ellas. Deirdre y yo jugábamos allí a que éramos princesas. Lo llaman el Castillo. Dentro hay un lugar de reposo y un teléfono para los guardas.
-Tenemos que subir a Dirk antes de que aparezca la próxima patrulla -dijo Giordino, mientras dejaba caer de nuevo el cable por el acantilado.
A Pitt le pareció que la subida duraba lo que se tarda en freír un huevo. Sin embargo, a menos de diez metros de la cima, su ascenso se detuvo bruscamente. No hubo aviso previo, ni palabras de ánimo: sólo silencio. Aquello sólo podía significar una cosa: Giordino y Maeve debían de haber visto una patrulla. Sin poder ver lo que ocurría en la cumbre, se apoyó en una pequeña oquedad de la roca y permaneció inmóvil, aguzando el oído.
Maeve había visto el haz de una linterna iluminando uno de los muros del Castillo e inmediatamente había avisado a Giordino. Éste aseguró el cable alrededor de un árbol para evitar que Pitt cayese a la playa, lo cubrió con tierra y hojas muertas, pero no tuvo tiempo de ocultar el garfio.
-¿Y Dirk? -susurró Maeve-. ¿Y si se le ocurre llamarnos para preguntar qué pasa?
-Estoy seguro de que no dirá una palabra, porque se imaginará que hay una patrulla cerca. -Giordino lo dijo con absoluta certeza. Empujó a Maeve hacia la vegetación del otro lado del camino y añadió-: Métete ahí y no te muevas hasta que pasen los guardas.
El haz de luz de la linterna iba acercándose y creciendo en tamaño. Llevaban cuatro meses haciendo el mismo recorrido sin haber encontrado en todo ese tiempo ni una huella extraña, así que cabía esperar que los dos hombres de la patrulla hubieran pasado confiados y distraídos, ya que la rutina y la falta de acción conducen al aburrimiento y la indiferencia. Habrían podido pasar de largo, viendo las mismas rocas, las mismas curvas del camino, oyendo el mismo tenue rumor de las olas rompiendo contra los acantilados. Pero esos hombres eran profesionales que además estaban muy bien pagados y el tedio no producía en ellos tales consecuencias.
A Giordino se le aceleró el pulso cuando advirtió que los guardas inspeccionaban cada centímetro cuadrado del camino que recorrían. Lo que el italiano ignoraba era que Dorsett pagaba veinticinco mil dólares por la mano cortada de cada contrabandista de diamantes que era atrapado. Lo que ocurría con el resto del cuerpo no se sabía, pero nadie preguntaba por ello. Desde luego, eran hombres que se tomaban muy en serio su trabajo. Detectaron algo y se detuvieron justo a la altura de Maeve y Giordino.
-Vaya, veo algo que a la última patrulla se le escapó o que no estaba aquí hace una hora.
-¿El qué? -preguntó el compañero.
-Parece un garfio de barco. -El primer guarda se agachó y apartó el camuflaje que había hecho Giordino-. Resulta que está unido a un cable que desciende por el acantilado.
-Vaya, desde que atrapamos a aquel grupo de contrabandistas canadienses hace tres años, nadie había vuelto a intentar llegar a la isla por los acantilados.
Como no se atrevía a aproximarse demasiado al borde del abismo, el guarda dirigió el haz de la linterna hacia abajo, pero no pudo ver nada.
El otro hombre sacó un cuchillo y se dispuso a cortar el cable.
-Si hay alguien abajo que intenta subir, va a llevarse un terrible chasco.
Maeve contuvo el aliento cuando vio salir a Giordino de su escondite detrás de los arbustos y aparecer en el camino.
-¿No tenéis nada mejor que hacer que andar paseando por aquí como idiotas?
El primer guarda quedó paralizado con el cuchillo aún en el aire. El segundo se volvió hacía el italiano y le apuntó con el fusil de asalto Bushmaster M-16.
-Quédese donde está o disparo.
Giordino obedeció, aunque mantuvo las piernas algo flexionadas, parado para saltar en cualquier momento. Se sintió dominado por el temor de que en cuestión de segundos Pitt podía ser lanzado contra el mar y las rocas. Sin embargo, sorprendentemente, el guarda puso cara de asombro y bajó el arma.
Su compañero lo miró extrañado.
-¿Se puede saber qué diablos te ocu...?
Se interrumpió. Por detrás de Giordino, apareció una joven en la zona iluminada por el haz de la linterna. La expresión de la mujer no era de miedo, sino más bien de furia.
-¡Guarden sus ridículas armas y compórtense como les han enseñado! -les espetó.
El guarda que llevaba la linterna enfocó a Maeve. Quedó estupefacto al reconocerla.
-¿Señorita Dorsett? -murmuró.
-Fletcher -lo corrigió ella-. Maeve Fletcher.
-Yo creía... Creíamos que se había ahogado.
-¿Tengo aspecto de estar ahogada?
En realidad no estaba muy segura de qué aspecto tenía en ese momento, aunque imaginó que, con la blusa hecha jirones y los pantalones cortos, no debía parecer la hija de un multimillonario rey de los diamantes.
-¿Puedo preguntarle qué hace aquí a estas horas de la mañana? -preguntó educadamente el guarda.
-A mi amigo y a mí nos apetecía dar un paseo.
El hombre del cuchillo no se creyó la historia. Agarró el cable con la mano libre y se dispuso a cortarlo.
-Dispénseme, pero todo esto me parece muy extraño.
Súbitamente, Maeve avanzó un paso y abofeteó al hombre del fusil en la mejilla. Ese alarde de despótica arrogancia tomó por sorpresa a ambos guardas, que por un momento no supieron qué hacer. Con la rapidez de una serpiente de cascabel, Giordino se abalanzó contra el que estaba más cerca de él, le obligó a soltar el fusil de un manotazo y lo golpeó con la cabeza en el estómago. El guarda gruñó, se dobló hacia adelante y cayó de espaldas en el suelo. Giordino perdió el equilibrio y se desplomó encima del guarda.
Mientras tanto, Maeve se había lanzado contra el guarda que estaba a punto de cortar el cable del que pendía Pitt. El hombre la golpeó en la cara y la detuvo en seco. Luego soltó el cuchillo, alzó el fusil y, con el dedo índice sobre el gatillo, apuntó al pecho de Giordino.
El italiano se dio por muerto. Obstaculizado por el cuerpo del otro guarda, no tenía tiempo de defenderse. Sabía que era imposible alcanzar al hombre de Dorsett antes de que éste disparara. Permaneció inmóvil, tenso, esperando recibir el impacto del proyectil. Pero no sonó detonación alguna, ningún disparo alcanzó a Giordino.
Sin que nadie lo advirtiera, una mano y un brazo asomaron por el borde del precipicio. La mano agarró el fusil y se lo arrancó a su propietario, quien, antes de poder reaccionar, salió lanzado por el acantilado. Su postrer alarido de terror resonó en el vacío hasta extinguirse.
Luego, iluminada por el haz de la linterna que se hallaba en el suelo, distinguieron la cabeza de Pitt por el borde del abismo. Tenía los ojos entrecerrados a causa de la luz intensa, e inmediatamente en sus labios se dibujó una amplia sonrisa.
-Parece que nuestro amigo va a suspender su primer examen de vuelo sin motor -dijo.
50
Maeve se abrazó a Pitt.
-No podrías haber llegado en un momento más oportuno.
-¿Cómo es que no liquidaste al tipo con tu pistolita? -preguntó Giordino.
Pitt sacó del bolsillo posterior de su pantalón la pequeña pistola y la sostuvo en la palma de la mano.
-Como el guarda de la linterna no me vio porque estaba escondido en una pequeña oquedad de la roca, aguardé un momento y luego ascendí hasta la cima para ver lo que ocurría. Cuando vi que estaban a punto de pegarte un tiro, ya no había tiempo para sacar el arma y disparar, así que hice lo único que podía hacer.
-Ya puedes dar gracias de que Dirk apareciera -dijo Maeve a Giordino-. Si no es por él, no lo cuentas.
El italiano no era amigo de sentimentalismos.
-Como muestra de agradecimiento, en cuanto tenga la menor oportunidad, le bajaré la basura a la calle. -Miró al guarda tumbado en el suelo en posición fetal, revolcándose de dolor mientras se abrazaba el estómago. El italiano cogió el M-16 y comprobó el cargador-. Una bonita adquisición para nuestro arsenal -dijo.
-¿Qué hacemos con él? -preguntó Maeve-. ¿Lo arrojamos por el precipicio?
-No hace falta ser tan drásticos -respondió Pitt mirando instintivamente arriba y abajo del camino que discurría junto al borde del farallón-. El tipo ya no puede hacernos nada. Lo dejaremos aquí atado y amordazado, para que sus compañeros lo encuentren. Cuando vean que ni él ni el otro aparecen por el siguiente puesto de guarda, vendrán a buscarlos.
-Hasta dentro de cincuenta minutos no pasará la próxima patrulla -dijo Giordino, mientras recogía con rapidez el cable que colgaba del abismo-. Eso nos da una considerable delantera.
Minutos más tarde el guarda, con los ojos desorbitados por el pánico y vestido sólo con su ropa interior, estaba colgado en el vacío, sujeto del garfio, diez metros por debajo del borde del precipicio. El cable de nailon lo envolvía como el capullo de un gusano de seda.
Guiados por Maeve, echaron a andar por el camino. Giordino llevaba la pequeña automática mientras Pitt, que se había puesto el uniforme del guarda, cargaba el Bushmaster M-16. Ya no se sentían vulnerables e indefensos, aunque Pitt sabía que era una reacción irracional, ya que debía de haber otro centenar de guardas de seguridad vigilando las minas y el perímetro costero de la isla. Pero no era ése el problema más grave. Como ya no les sería posible regresar al Magnifica Maeve, tendrían que buscar otro medio de transporte, una posibilidad que Pitt llevaba tiempo acariciando, aunque no sabía cómo podría llevarla a cabo. Sin embargo, en esos momentos no era su preocupación más acuciante. Lo único importante era encontrar a los hijos de Maeve y rescatarlos de las garras de su abuelo.
Habían recorrido unos quinientos metros, cuando Maeve alzó una mano y señaló la densa maleza.
-Cruzaremos la isla por aquí -dijo a Pitt y a Giordino-. A treinta metros de donde estamos, hay un camino que se une a éste. Si llegamos hasta él sin que nos vean, nos conducirá a la residencia de los empleados.
-¿Dónde nos encontramos respecto a los volcanes situados a uno y otro extremo de la isla?
-Estamos en medio, a mitad de camino de uno y otro, y la laguna queda justo frente a nosotros.
-¿Dónde crees que pueden tener prisioneros a tus hijos?
-Ojalá lo supiera. Supongo que estarán en la casa de mi padre, aunque es muy capaz de haberlos llevado a la central de seguridad o, peor aún, quizá se hallen en poder de Jack Ferguson.
-No me parece una buena idea andar vagando de un sitio a otro como turistas en busca de un buen restaurante -dijo Pitt.
-Tienes razón -dijo Giordino-. Lo mejor que podemos hacer es encontrar a alguien con autoridad y proceder a retorcerle el brazo.
Pitt se enderezó la guerrera del uniforme y se sacudió unas motas de polvo de los hombros.
-Si el tipo está en la isla, ya sé a quién podemos recurrir.
Veinte minutos más tarde, tras recorrer un camino lleno de curvas cerradas, llegaron al recinto donde se hallaban las viviendas de los ingenieros de minas y de los guardas de seguridad. Ocultos tras la maleza, rodearon el campo donde permanecían detenidos los trabajadores chinos, vigilados por reflectores que iluminaban los barracones y el terreno abierto. Todo el perímetro estaba rodeado por una valla electrificada coronada por alambre de púas. Las medidas electrónicas de seguridad de la zona eran tan eficaces que no se veían guardias caminando alrededor.
Después de recorrer otros cien metros, Maeve se detuvo e indicó a Pitt y Giordino que se ocultasen bajo el seto que bordeaba una carretera asfaltada cuyo extremo concluía en la gran arcada que servía de acceso a la casa solariega de los Dorsett. A poca distancia, en dirección opuesta, la carretera se bifurcaba. Una amplia avenida descendente conducía al puerto, situado en el centro de la laguna. Los muelles y almacenes tenían un extraño aspecto bajo la amarillenta luz de las lámparas de vapor de sodio. Pitt se tomó un minuto para observar el gran barco amarrado al muelle. Incluso a aquella distancia era evidente que se trataba del yate Dorsett. Pitt se sintió particularmente complacido al advertir que sobre la cubierta había un helicóptero.
-¿Hay aeropuerto en la isla? -preguntó a Maeve.
Ella negó con la cabeza.
-Mi padre se negó a construirlo. Prefiere efectuar los transportes por vía marítima, sólo utiliza el helicóptero para ir y volver a Sidney. ¿Por qué lo preguntas?
-Estoy eliminando posibilidades. Nuestro medio de transporte para la huida está ahí, justo encima del yate.
-Eso es lo que habías pensado desde un principio, ¿verdad?
-Sí, tuve esa luminosa inspiración -admitió Pitt. Luego preguntó-: ¿Cuántos hombres vigilan el yate?
-Sólo uno, el que vigila los monitores del sistema de seguridad del muelle.
-¿Y los tripulantes?
-Mi padre les ha ordenado que, cuando el barco esté amarrado en la isla, los tripulantes se alojen en tierra firme.
Pitt vio que la otra parte del camino conducía al recinto principal. Las minas del interior de los volcanes eran un hervidero de actividad, pero la zona central de las instalaciones de la Dorsett Consolidated Mining estaba desierta. En las inmediaciones del yate, el muelle se encontraba vacío bajo los focos montados en lo alto de un almacén cercano. Al parecer todo el mundo estaba durmiendo, algo normal teniendo en cuenta que eran las cuatro de la mañana.
-Dime cuál es la casa del jefe de seguridad -pidió Pitt a Maeve.
-Los ingenieros de minas y los criados de mi padre viven en el grupo de edificios más cercano a la laguna -respondió ella-. La casa del jefe de seguridad es la que se encuentra en el ángulo sureste del recinto donde se alojan los guardas de seguridad. Tiene los muros pintados de gris.
-Ya la veo. -Pitt se pasó una manga por la frente para secarse el sudor-. Aparte de la carretera, ¿existe otro modo de llegar a ella?
-En la parte de atrás hay un sendero.
-Vamos. Ya falta poco para que amanezca.
Permanecieron al cobijo de las sombras, escondidos tras el seto y los árboles que se alzaban a los lados de la carretera. A cada cincuenta metros había un farol, como en las calles de muchas ciudades. Los tres avanzaban en silencio hacia la casa gris situada en una esquina del interior del recinto, sólo se oía el rumor tenue de la hierba y las hojas bajo sus pies.
-¿Has estado alguna vez en el interior de la casa? -dijo Pitt acercándose al oído de Maeve cuando llegaron a unos arbustos que había frente a la puerta trasera.
-Sólo en una ocasión, cuando era niña. Mi padre me pidió que le llevara un mensaje al hombre que por entonces estaba al mando de las fuerzas de seguridad -respondió Maeve en un susurro.
-¿Sabes si la casa tiene un sistema de alarma?
Maeve movió la cabeza en un gesto de negación.
-¿Para qué? ¿A quién se le ocurriría meterse en la casa del jefe de seguridad?
-¿Sabes si algún criado duerme en la casa?
-Todos los criados viven juntos en otro recinto.
-Entonces ya está decidido, entraremos por la puerta trasera -murmuró Pitt.
-Espero que la cocina esté bien provista -rezongó Giordino-. No me gusta andar merodeando en la oscuridad con el estómago vacío.
-Tienes el primer puesto para el saqueo de la nevera -prometió Pitt.
Pitt se apartó de las sombras, fue hasta la casa y miró por una ventana situada junto a la puerta trasera. La única iluminación del interior era una pequeña lámpara de un pasillo que acababa en la escalera que subía al segundo piso. Metió la mano con cuidado e hizo girar el pomo de la puerta con gran suavidad; se produjo un casi inaudible clic y Pitt, conteniendo el aliento, entreabrió ligeramente: la puerta giró silenciosamente sobre sus goznes, así que abrió del todo y entró en una pequeña cocina. La cruzó a grandes y silenciosas zancadas y, sin hacer ningún ruido, cerró una puerta corredera que daba a un pasillo. Luego encendió la luz e hizo una señal para que Maeve y Giordino entraran.
-Oh, gracias, Dios mío -murmuró Giordino, embelesado con esa cocina provista de costosos utensilios con que preparar las más exquisitas comidas.
-Qué bien se está dentro de una casa -susurró Maeve-. Llevaba semanas sin entrar en una.
-Ya noto el sabor de los huevos con beicon -dijo Giordino.
-Lo primero es lo primero -le regañó Pitt.
Apagó la luz, abrió la puerta que daba al pasillo, alzó el fusil y salió de la cocina. Quedó a la escucha, aguzando el oído, pero sólo percibió el zumbido del aire acondicionado. Apretándose contra la pared, recorrió el pasillo bajo la luz amortiguada de la lámpara y luego subió por la escalera alfombrada, tanteando cada peldaño antes de posar el pie para cerciorarse de que no crujía.
En el descansillo de lo alto de la escalera había dos puertas cerradas, una a cada lado. Probó la de su derecha: se trataba de un despacho, con ordenador, teléfonos y archivadores. El escritorio estaba impoluto e increíblemente ordenado, al igual que la cocina. Pitt sonrió: no esperaba menos de su propietario. Más confiado, se acercó a la puerta de la izquierda, la abrió de una patada y encendió la luz.
Una bella muchacha oriental de unos dieciocho años, cuyo cabello negro largo y sedoso caía hasta el suelo por el lado de la cama, quedó atónita cuando apareció la figura de un hombre en el umbral de la puerta empuñando un fusil. La joven abrió la boca como para gritar, pero sólo emitió un sonido gutural.
El individuo que había junto a ella parecía tener el sueño muy pesado. Estaba echado de costado, con los ojos cerrados, y no se volvió para mirar a Pitt, a quien, a pesar de ello, no se le escapó el leve movimiento que hizo el sujeto y apretó suavemente el gatillo: dos proyectiles impactaron contra la almohada. Los estampidos fueron atenuados por el silenciador del arma y no sonaron más fuerte que un par de palmadas. Sólo entonces el hombre se enderezó de golpe y se miró incrédulo la mano que le sangraba a causa del orificio de la bala.
La muchacha logró al fin lanzar su grito, pero ninguno de los dos hombres le prestó atención. Ambos aguardaron pacientemente a que todo volviera a quedar en silencio.
-Buenos días, jefe -le saludó alegremente Pitt-. Lamento molestarlo.
John Merchant entrecerró los ojos, cegado por la luz, y miró al intruso.
-Mis hombres habrán oído los gritos. Deben de estar viniendo hacia aquí -dijo Merchant con aplomo.
-Lo dudo. No creo que el hecho de que en su dormitorio se oigan gritos de mujeres sea demasiado insólito para sus vecinos.
-¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
-Qué mala memoria tenemos...
Merchant abrió más los ojos y quedó boquiabierto al reconocer al visitante. En su rostro se reflejó la estupefacción.
-No puede ser... No es posible... ¿Dirk Pitt?
En aquel momento Maeve y Giordino entraron en la habitación y se colocaron junto a Pitt sin decir nada, contemplando a las dos personas de la cama como si formasen parte de una película.
-Esto tiene que ser un mal sueño... -dijo ahogadamente Merchant.
-¿Sangra usted en sus sueños? -preguntó Pitt, que se había acercado a la cama y deslizó la mano bajo la almohada de Merchant. Sacó la automática de nueve milímetros que el jefe de seguridad había intentado empuñar y se la tiró a Giordino. Había pensado que el rastrero hombrecillo ya había entendido y encajado la situación, pero Merchant estaba demasiado sorprendido de tener ante él a los espectros de tres personas que creía muertas.
-Yo mismo los dejé a la deriva en medío del mar poco antes de que comenzara la tormenta... -murmuró Merchant atónito-. ¿Cómo han podido sobrevivir?
-Fuimos tragados por una ballena, le revolvimos el estómago y adivine qué ocurrió luego -respondió Giordino mientras corría las cortinas.
-Están ustedes locos. Suelten sus armas. Nunca saldrán vivos de esta isla.
Pitt colocó el cañón de la escopeta sobre la frente de Merchant.
-No abra la boca si no es para decirnos dónde se encuentran los hijos de la señorita Fletcher.
-No diré una palabra -contestó Merchant mirándolo desafiante.
-Entonces dése por muerto -dijo Pitt fríamente.
-Extrañas palabras en boca de un ingeniero naval y oceanógrafo, un hombre que tiene a las mujeres y a los niños sobre un pedestal y que es respetado por su sentido del honor y su integridad. ..
-El discurso le ha salido muy bonito.
-No me matará -afirmó Merchant recuperando el dominio de sus emociones-. Usted no es un asesino profesional, no tiene el suficiente estómago para ello.
-No creo que uno de sus hombres, el tipo al que tiré hace un rato desde lo alto de los acantilados, estuviera de acuerdo con usted -explicó Pitt encogiéndose inocentemente de hombros.
Merchant miró a Pitt sin saber si debía creerle.
-No sé dónde tiene el señor Dorsett a sus nietos.
Pitt apartó el cañón del arma de la frente de Merchant y apuntó a una rodilla.
-Cuenta hasta tres, Maeve.
-Uno... -comenzó ella con la misma tranquilidad con que contaba los terrones de azúcar en una taza de té-, dos... tres.
Pitt apretó el gatillo y un proyectil destrozó la rodilla de Merchant. La muchacha asiática chilló de nuevo y siguió haciéndolo hasta que Giordino le tapó la boca.
-Un poquito de silencio, por favor, peligra la vida del artista.
Merchant sufrió una absoluta transformación. El despótico desdén del repelente hombrecillo se transformó de súbito en abyecto pánico.
-¡La rodilla, me ha destrozado la rodilla! -exclamó con una mueca de dolor.
Pitt le colocó el cañón en un codo.
-Tengo prisa, así que si no quiere quedarse manco además de cojo le aconsejo que hable, y que diga la verdad.
-Los hijos de la señorita Fletcher trabajan en las minas con el resto de los obreros. Los tienen en el campo de los chinos, bajo vigilancia.
Pitt se volvió hacia Maeve.
-¿Qué te parece?
Conteniendo apenas la emoción, Maeve escrutó los ojos de Merchant y dijo:
-Miente. Jack Ferguson, el superintendente de las minas de mi padre, se ocupa de los chicos y no se le ocurriría perderlos de vista ni por un momento.
-¿Dónde podemos encontrar al tipo? -preguntó Giordino.
-Ferguson vive en un pabellón de invitados contiguo a la mansión, para estar en todo momento a disposición de mi padre.
Pitt sonrió fríamente a Merchant.
-Lo siento, John, respuesta equivocada. Eso te va a costar un codo.
-¡No, por favor, no! -suplicó Merchant apretando los dientes a causa del dolor-. Usted gana. Los gemelos viven en casa de Ferguson, y sólo salen de allí para ir a trabajar en las minas.
Maeve avanzó hasta situarse frente a Merchant. Estaba pálida y demudada, imaginando los sufrimientos que estarían padeciendo sus hijos. Sin poder dominarse, abofeteó repetidas veces a Merchant.
-¡Niños de seis años obligados a trabajar en las minas! ¿Qué clase de sádicos monstruos son ustedes?
Giordino cogió con suavidad a Maeve por la cintura y la llevó hacia el centro de la habitación, mientras la joven estallaba en angustiados sollozos.
En el rostro de Pitt se mezclaban la piedad y la ira. Acercó el cañón del fusil a un milímetro del ojo izquierdo de Merchant y dijo:
-Otra pregunta, amigo John. ¿Dónde duerme el piloto del helicóptero?
-Está en la clínica de la compañía minera con un brazo roto -respondió Merchant-. Si pretendían obligarlo a que los sacase de la isla, olvídenlo.
Pitt asintió y sonrió a Giordino.
-¿Qué falta nos hace? -Miró alrededor y, señalando hacia el armario, dijo-: Los dejaremos ahí.
-¿Se propone asesinarnos? -preguntó Merchant.
-Yo no me dedico a matar mofetas -contestó él-. Pero usted y su amiguita se quedarán metidos en el armario, atados y amordazados.
Debido al miedo, Merchant no pudo dominar un tic en la comisura de los labios.
-Ahí dentro nos asfixiaremos.
-También puedo pegarles un par de tiros. Elija lo que más le guste.
Merchant no habló más ni ofreció resistencia mientras los ataban a él y a la muchacha con jirones de las sábanas. Luego los metieron en el armario sin demasiadas contemplaciones. Giordino colocó contra la puerta la mitad de los muebles del dormitorio, para evitar que abrieran desde dentro.
-Conseguimos lo que vinimos a buscar -dijo Pitt-. Vamos hacia la vieja casa de la familia.
-Dijiste que podría saquear la nevera -protestó Giordino-. Ya ni siquiera noto el estómago.
-No hay tiempo para eso -dijo Pitt-. Ya te atiborrarás más tarde.
Giordino movió la cabeza en un gesto de tristeza, y mientras se metía la automática de Merchant en el cinturón, rezongó:
-Ni que hubiera una conspiración para privar a mi cuerpo de sus idolatrados hidratos de carbono.
51
Las siete de la mañana. Cielo azul, visibilidad ilimitada y un mar de olas tranquilas que avanzaban como demonios silentes hacia ignotas orillas contra las que se estrellarían y morirían. Era un día como tantos otros en las aguas tropicales de las islas Hawai, cálido y bastante húmedo. Era sábado, y las playas de Waikiki y las de la parte de barlovento de la isla se iban poblando con las aves más madrugadoras, dispuestas a darse un buen chapuzón de buena mañana. Pronto llegarían miles de residentes locales y turistas ansiosos de pasar unas horas de ocio nadando y tomando el sol sobre las cálidas arenas. En aquel apacible clima, nadie tenía ni la más ligera sospecha de que ése podía ser su último día sobre la tierra.
El Glomar Explorer, con sólo una de sus dos grandes hélices gemelas en funcionamiento, avanzaba hacia el punto de la letal convergencia acústica. Los ultrasonidos ya estaban cruzando el mar desde sus cuatro puntos de origen. El barco habría tenido un retraso de más de media hora de no ser porque el jefe de máquinas Toft hizo trabajar a sus hombres sin descanso. Maldijo y suplicó al motor que parecía a punto de saltar de sus soportes y logró sacar de la máquina, unida al único eje de transmisión que funcionaba, medio nudo más de velocidad. Había jurado llevar el barco a su destino con tiempo de sobra, y por Dios que lo estaba haciendo.
Sandecker, en la parte de estribor del puente, miraba por unos prismáticos hacia una versión comercial del helicóptero de la marina SH-60B Sea Hawk. El aparato, que llevaba los distintivos de la ANIM, se aproximó al barco por la parte de proa, lo rodeó una vez y se posó en la gran pista del helipuerto. Dos hombres salieron apresuradamente del aparato y, minutos después, se reunieron con Sandecker en el puente.
-¿Lanzaron los aparatos de medición sin problemas? -preguntó el almirante.
El doctor Sanford Adgate Ames asintió con una sonrisa.
-Hemos situado bajo la superficie del mar, a treinta kilómetros de distancia de la zona de convergencia, cuatro artefactos para la medición de las ondas acústicas.
-Los dispusimos en la zona prevista de aproximación de los canales sónicos -añadió Gunn, que había acompañado en el vuelo a Ames.
-¿Podrán detectar la llegada de la onda sónica y medir su intensidad? -preguntó Sandecker.
Ames asintió con la cabeza.
-Los datos telemétricos procedentes de los modems submarinos serán transmitidos mediante sus enlaces de superficie con el satélite hasta la terminal de análisis del Explorer. El sistema funciona de modo similar a como lo hace el programa de localización acústica de submarinos.
-Por fortuna, el tiempo y las corrientes son favorables -dijo Gunn-. Así que las ondas sónicas llegarán en el momento predicho.
-¿Cuál es el tiempo de alerta?
-Bajo el agua, las ondas acústicas viajan a una velocidad de mil quinientos metros por segundo -respondió Ames-. Calculo que transcurrirán veinte segundos desde que las ondas pasen por los modems hasta que alcancen la pantalla reflectora situada bajo el barco.
-Veinte segundos -repitió Sandecker-. Un tiempo condenadamente corto para prepararse para lo desconocido.
-Aunque nadie que no estuviese protegido de algún modo ha logrado seguir con vida para describir la intensidad de la convergencia, calculo que su duración, antes de ser desviada hacia la isla Gladiator, será de aproximadamente cuatro minutos y medio. Si hay alguien a bordo del barco que no se encuentre en el refugio insonorizado, sufrirá sin duda una muerte horrible.
Sandecker se volvió hacia las verdes y exuberantes montañas de Oahu, a sólo quince kilómetros de distancia.
-¿Cree que los efectos alcanzarán a los habitantes de la costa? -Tal vez experimenten un dolor agudo en la cabeza, pero será breve y no sufrirán daños mayores.
Sandecker miró por las ventanas del puente hacia la inmensa masa de maquinaria que se alzaba hacia el cielo en el centro del barco. Kilómetros y kilómetros de cable y de transmisiones hidráulicas conectadas con las grúas y la torre de sondeo formaban una enmarañada tela de araña. Equipos formados por hombres y mujeres, que trabajaban en plataformas suspendidas en el aire similares a las que utilizan los limpiaventanas de los rascacielos, estaban montando infinitas partes de la enorme pantalla reflectora. La gigantesca torre de sondeo sostenía la estructura principal de la parabólica, mientras las grúas circundantes elevaban las piezas numeradas hasta los puntos de unión, donde eran ensambladas. Gracias a que Rudi Gunn tuvo la previsión de hacer limpiar y engrasar las conexiones, todas las partes encajaban con facilidad y rapidez. La operación había funcionado como un reloj y ya sólo quedaban dos partes por instalar.
El almirante volvió la vista hacia Honolulú, la joya del Pacífico. No le costó distinguir los detalles de Diamond Head, la hilera de hoteles que circundaba la playa de Waikiki, la torre Aloha de Honolulú, las casas medio perdidas en la neblina que siempre se cernía sobre el monte Tantalus, los aviones que aterrizaban en el aeropuerto internacional, los muelles de Pearl Harbor... No se podían permitir errores. A no ser que la operación se realizase de acuerdo con los planes, la bella isla se convertiría en un inmenso cementerio.
Sandecker miró entonces al hombre que estudiaba los lectores digitales del sistema informático de navegación. -Capitán Quick...
El capitán del Glomar Explorer alzó la vista. -¿Sí, almirante?
-¿Cuánto falta para llegar?
Quick sonrió. El almirante había repetido más de veinte veces esa pregunta desde que zarparon de la bahía Halawa.
-Menos de quinientos metros. En veinte minutos comenzaremos a situar al barco en el emplazamiento que su equipo ha determinado por medio del sistema de posicionamiento global.
-Lo cual sólo nos deja cuarenta minutos para instalar el escudo reflector.
-Y de no ser por los esfuerzos del jefe de máquinas Toft y de su personal, nunca habríamos llegado a tiempo.
-Sí -admitió Sandecker-. Tenemos una gran deuda con el señor Toft.
Los interminables minutos iban discurriendo. En el interior de la caseta del timón, todos miraban el reloj y los números digitales rojos del sistema de posicionamiento global que disminuyeron hasta formar al fin una hilera de ceros, lo que significaba que el barco se encontraba sobre el punto exacto en que se calculaba que las ondas sonoras convergerían. La siguiente tarea consistía en mantener al buque sobre el punto exacto. El capitán Quick programó las coordinadas en el sistema automático de control que analizaba las condiciones marítimas y climatológicas y controlaba las hélices de atraque de proa y popa. En un espacio de tiempo increíblemente corto, el Glomar Explorer quedó emplazado en la zona que habían determinado y lo mantuvieron estático en el agua, resistiendo el viento y las corrientes, con un factor de desviación de menos de un metro.
Se trabajó a un ritmo febril. Equipos de ingenieros y técnicos, de expertos en sistemas electrónicos y científicos trabajaron simultáneamente para colocar el escudo reflector en el lugar exacto en que convergerían las ondas sónicas. El equipo de la ANIM, que trabajaba en plataformas situadas muy por encima de la cubierta, efectuó las conexiones finales y sujetó el escudo al gancho articulado de la torre de sondeo.
Mucho más abajo, cobró vida la instalación más importante del barco. En su centro, con una extensión de 1.367 metros cuadrados, la «cuba lunar», como era llamada, se fue llenando de agua a medida que dos secciones del casco central se retraían al interior de unos huecos especialmente designados a tal efecto. Aquél era el centro del sistema de dragado submarino, como también lo fue de la operación de rescate del submarino ruso. Desde la cuba lunar surgía el tubo de dragado, de una extensión de miles de metros, que podía alcanzar los minerales ocultos bajo el fondo del mar, y desde ella sería emplazado bajo las aguas el escudo reflector.
Los sistemas de ingeniería de que estaba dotado el Glomar Explorer habían sido originalmente diseñados para alzar objetos pesados desde el fondo marino, no para bajar a él objetos menos pesados pero más engorrosos; así que se modificaron apresuradamente los dispositivos para adecuarlos a la compleja operación. Los pequeños problemas se fueron solucionando sobre la marcha. Cada movimiento se coordinaba y ejecutaba con absoluta precisión.
El operario de la torre de sondeo aumentó la tensión del cable amarrado a la antena, hasta que ésta quedó colgando en el aire. El equipo de la ANIM comunicó con una señal que el montaje del escudo había concluido. Luego hicieron descender el reflector en diagonal a través de la cuba lunar, con apenas unos centímetros de holgura. La velocidad de inmersión en el mar era de diez metros por minuto. El despliegue de la antena por medio de cables amarrados a la parabólica y su ubicación en el punto exacto y en el ángulo preciso para reflejar las ondas sónicas y enviarlas de vuelta a la isla Gladiator les llevó catorce minutos.
-Faltan seis minutos y diez segundos para la convergencia -dijo el capitán Quick por el sistema de megafonía del barco-. Todo el personal debe refugiarse en el depósito situado junto a la sala de máquinas. Actúen según se les ha indicado. Háganlo inmediatamente, repito inmediatamente. Corran, no caminen.
Todos descendieron por la escalera y bajaron de los andamiajes, para echar a correr hacia la zona de propulsión y bombeo del barco, donde veinte miembros de la tripulación habían aislado acústicamente el depósito contiguo al cuarto de máquinas. Habían forrado el suelo, el techo y las mamparas de las paredes con todas las toallas, mantas, sábanas y colchones que había en el barco, así como los cojines de todos los sillones y sofás.
Mientras se dirigían al improvisado refugio, Sandecker dijo a Ames:
-Esta es la parte más angustiosa de la operación.
Mientras bajaba por una escalera saltando los peldaños de dos en dos, el científico contestó:
-Entiendo a qué se refiere. Cabe la duda de que hayamos cometido algún error de cálculo y no nos hallemos en el lugar oportuno en el momento de la convergencia. Además, si no sobrevivimos, nunca sabremos si tuvimos éxito o no en nuestra operación. La cantidad de factores desconocidos es abrumadora.
Llegaron al depósito contiguo a la sala de máquinas. Se había escogido ese lugar para protegerse de la convergencia porque era hermético y carecía de conductos de ventilación. Dos oficiales del barco encargados de hacer el recuento del personal recibieron a Sandecker y a Ames y les dieron unas orejeras amortiguadoras.
-Pónganse esto y procuren no moverse demasiado.
Los dos hombres se unieron a los miembros del equipo de la ANIM, que ya se habían acomodado en un rincón del depósito; allí estaban Rudi Gunn y Molly Faraday. Inmediatamente, se congregaron en torno al aparato de monítorización conectado a los modems de alarma y otros sensores submarinos. Todos tenían puestas las orejeras, menos el almirante, Ames y Gunn, que dejaron la medida de seguridad para el último momento a fin de poder seguir cambiando impresiones.
En medio de un extraño silencio, el depósito no tardó en llenarse de gente. Como no podían oír, nadie hablaba. El capitán Quick permanecía de pie sobre una pequeña caja, a fin de que todos los presentes pudieran verlo. El operario de la torre de sondeo, que era el que tenía que recorrer un camino más largo, fue el último en entrar. Tras cerciorarse de que toda la tripulación estaba allí, el capitán ordenó el cierre hermético de la puerta, sobre la que pusieron varios colchones para aumentar la insonorización del reducido espacio. Quick alzó un dedo y la tensión aumentó en la pequeña sala atestada. Todos permanecían de pie, pues no había suficiente espacio para sentarse.
Gunn había calculado que las noventa y seis personas que se encontraban en el hermético recinto sólo disponían de aire para quince minutos. Luego comenzarían a experimentar síntomas de asfixia. El aire ya comenzaba a estar viciado, y cabía la posibilidad de que sufrieran un ataque colectivo de claustrofobia -lo último que necesitaban era un acceso multitudinario de histeria-. Gunn dirigió un alentador guiño a Molly y comenzó la cuenta atrás, mientras todos permanecían pendientes del capitán, como si éste fuera un director de orquesta.
Quick alzó las manos. Había llegado el momento de la verdad. Ya todo dependía de los datos analizados por los ordenadores de Hiram Yaeger. El barco se encontraba estacionado exactamente en el lugar indicado, el escudo estaba orientado según los precisos cálculos hechos por Hiram Yaeger y verificados por el doctor Ames y su equipo. Se cumplieron al pie de la letra todos los detalles de la operación. Un súbito e insólito cambio en la temperatura del mar, o cualquier leve movimiento sísmico que alterase ligeramente las corrientes oceánicas, podían significar el desastre. Las consecuencias de un posible fracaso constituían una agobiante carga para todos los miembros del equipo de la ANIM.
Pasaron cinco segundos, diez. Sandecker sintió la premonición del desastre. Luego, súbita y ominosamente, los sensores acústicos situados a treinta kilómetros de distancia, registraron la llegada de las ondas sonoras por los cauces previstos.
-¡Dios bendito! -murmuró Ames-. Los sensores se han disparado. La intensidad es mayor de lo que calculé.
-¡Faltan veinte segundos! -anunció Sandecker-. Pónganse las orejeras.
El primer indicio de la convergencia fue una leve resonancia que fue aumentando rápidamente en magnitud. Las paredes insonorizadas vibraron al ritmo del zumbido que lograba abrirse paso a través de las gruesas orejeras. Todos los que se encontraban en el depósito sintieron vértigo y una ligera desorientación, aunque nadie sufrió náuseas ni fue presa del pánico; todos soportaron con estoicismo las ligeras molestias. Sandecker y Ames se miraron, tratando de comunicarse de esta forma el temor que sentían.
Al cabo de cinco minutos todo había concluido. La resonancia desapareció, dejando tras ella un silencio sobrenatural.
El primero que reaccionó fue Gunn. Se quitó las orejeras y, agitando los brazos, gritó al capitán Quick:
-La puerta. Ábrala para que entre aire.
Quick ordenó que retirasen los colchones y abriesen la puerta. El aire fresco que entró en el depósito fue recibido con grandes muestras de alegría por parte de todos, aunque estaba saturado de olor a aceite de máquinas. Lentamente se quitaron las orejeras, aliviados porque la pesadilla ya se había acabado; gritaron y rieron como si fueran hinchas celebrando la victoria de su equipo de fútbol. Luego salieron ordenadamente del lugar y subieron a respirar el aire marino.
Sandecker reaccionó en un tiempo asombrosamente rápido. Recorrió el camino hasta la caseta del timón sin detenerse, cogió unos prismáticos y salió al puente. Presa de la ansiedad, miró hacia la isla, a sólo quince kilómetros de distancia.
Los coches transitaban con normalidad por las calles y en las playas la gente tomaba el sol con absoluta tranquilidad. Sólo entonces se permitió lanzar un suspiro de alivio. Agotado por la tensión, se apoyó en la barandilla.
-Ha sido un gran triunfo, almirante -dijo Ames estrechando efusivamente la mano de Sandecker-. Acaba de poner usted en evidencia a las mejores mentes científicas del país.
-Tuve la suerte de contar con su experiencia y apoyo, doctor -dijo Sandecker sintiendo que le habían quitado un enorme peso de los hombros-. De no ser por usted y su brillante equipo de jóvenes científicos, esto no hubiera sido posible.
Dominados por el entusiasmo, Gunn y Molly abrazaron a Sandecker, algo que en circunstancias normales hubiera sido impensable.
-¡Lo consiguió, almirante! -exclamó Gunn-. Gracias a su tenacidad, se han salvado dos millones de vidas.
-Lo conseguimos -puntualizó el almirante-. Esto ha sido un trabajo de equipo de principio a fin.
-Es una auténtica lástima que Dirk no estuviera aquí para verlo -dijo Gunn con tristeza.
-A él se le ocurrió la idea que puso en marcha todo este proyecto -asintió Sandecker.
Ames estudió los instrumentos que había instalado durante el viaje desde Molokai.
-El posicionamiento del reflector fue perfecto -dijo feliz-. Conseguimos que la energía acústica rebotase en el escudo según lo previsto.
-¿Hacia dónde se dirigen ahora los ultrasonidos? -preguntó Molly.
-Combinadas con la energía procedente de las otras tres islas, las ondas sonoras viajan de regreso a la isla Gladiator a una velocidad mayor que la de un reactor. Su fuerza conjunta, alcanzará la base sumergida de la isla en noventa y siete minutos exactos.
-Me gustaría ver qué cara pone.
-¿Quién? -preguntó inocentemente Ames.
-Arthur Dorsett -respondió Molly-. No creo que se alegre mucho cuando su isla privada se ponga a bailar.
52
Maeve, Pitt y Giordino se encontraban agachados entre la maleza, cerca de la gran arcada que se abría en el alto muro de roca volcánica que rodeaba los terrenos de la casa solariega de los Dorsett. Más allá de la arcada, un sendero que bordeaba la extensa y cuidada pradera conducía a una porte cochére, una estructura alta que sobresalía de la fachada de la casa para proteger a los que subían y bajaban de los coches. La vivienda y los terrenos circundantes estaban iluminados por focos estratégicamente situados. La residencia tenía una gruesa puerta de hierro que parecía sacada de un castillo medieval. Con casi cinco metros de grosor, bajo la arcada había un pequeño puesto de seguridad.
-¿No hay otro modo de entrar? -preguntó Pitt a Maeve en voz baja.
-No -respondió ella.
-¿Una tubería de desagüe o algún viejo albañal...?
-No, créeme. Con la cantidad de veces que, siendo niña, tuve ganas de escaparme de casa, si hubiese existido algún pasadizo que permitiera la fuga, yo lo hubiera encontrado.
-¿Hay detectores de seguridad?
-La parte alta del muro está vigilada por rayos láser y en los terrenos hay sensores estratégicamente ubicados que se activan con el calor corporal. Cualquier cuerpo mayor que el de un gato hace que la alarma suene en la sala de seguridad. Hay cámaras de televisión que se conectan automáticamente y dirigen sus lentes hacia el intruso.
-¿Cuántos guardas?
-Dos por la noche y cuatro durante el día.
-¿No hay perros?
Maeve negó con la cabeza.
-Papá detesta los animales. Nunca le perdoné que pisotease a un pobre pajarillo con un ala rota que yo había recogido para curarlo.
-El viejo Art es un dechado de virtudes -comentó Giordino-. ¿Comete también actos de canibalismo?
-Es capaz de cualquier cosa. Creo que ya lo habéis podido comprobar -dijo Maeve.
Pitt estudió el acceso a los terrenos, intentando detectar algún indicio de actividad por parte de los guardas, pero éstos parecían contentarse con permanecer dentro, vigilando los monitores del sistema de seguridad. Finalmente se puso en pie, arrugó su uniforme y se volvió hacia Giordino.
-Voy a ver si consigo entrar marcándome un farol. Vosotros esperad aquí.
Se colgó la escopeta al hombro y sacó de un bolsillo la navaja del ejército suizo, con la que se hizo un pequeño corte en el pulgar. Apretó para que saliera la sangre y se manchó con ella la cara. Al llegar ante la puerta, se dejó caer de rodillas aferrándose a los barrotes. Luego, con voz ronca, como si estuviera herido, comenzó a gritar.
-¡Socorro! ¡Ayudadme!
Un rostro asomó al otro lado de la puerta, pero desapareció casi inmediatamente. Segundos más tarde, dos guardas salieron del puesto de control y abrieron la puerta. Pitt se desmoronó en brazos de los dos hombres.
-¿Qué te ha pasado? -preguntó uno de ellos-. ¿Quién te ha hecho esto?
-Un grupo de chinos escapó del campo a través de un túnel. Yo volvía del puerto por la carretera cuando saltaron sobre mí. Creo que conseguí matar a dos de ellos.
-Será mejor que avisemos a la central de seguridad -farfulló el otro guarda.
-Primero ayudadme a entrar -gimió Pitt-. Creo que me han fracturado el cráneo.
Los hombres lo ayudaron a ponerse en pie, y Pitt les pasó los brazos por encima de los hombros. Entre los dos lo arrastraron hacia la oficina de control. Pitt fue desplazando los brazos, hasta que las cabezas de ambos hombres quedaron tras las articulaciones de sus codos. Cuando se juntaron para cruzar la puerta, él dio un rápido paso hacia atrás y golpeó con todas sus fuerzas las dos cabezas. Los hombres quedaron derrumbados en el suelo. No recuperarían el sentido por lo menos en dos horas.
Ya sin miedo a ser descubiertos, Giordino y Maeve franquearon la puerta abierta y se reunieron con Pitt en el interior de la oficina. El italiano levantó a los guardas como si fueran espantapájaros y los sentó en unas sillas, frente a una hilera de monitores de vídeo.
-Si alguien pasa por aquí y los ve, pensará que se quedaron dormidos viendo la película -dijo.
Inspeccionaron el sistema de seguridad y Pitt desconectó las alarmas, mientras Giordino ataba a los guardas con sus propias corbatas y cinturones. Luego Pitt preguntó a Maeve:
-¿Dónde está la vivienda de Ferguson?
-Detrás de la mansión hay dos pabellones de invitados. Ferguson ocupa uno de ellos.
-Supongo que no sabrás cuál.
Ella se encogió de hombros.
-Ésta es la primera vez que regreso a la isla desde que me escapé para marcharme a Melbourne e ir a la universidad. Si la memoria no me falla, vive en el que está más próximo a la mansión.
-Tendremos que repetir nuestro bonito número de intrusión por la fuerza -dijo Pitt-. Espero que no hayamos perdido nuestro toque personal.
Caminaron por la avenida sin apresurarse. Debido a la inadecuada dieta y a las penurias de las pasadas semanas, estaban demasiado débiles para correr. Llegaron a la vivienda que Maeve dijo que pertenecía a Jack Ferguson, superintendente de las minas Dorsett en la isla Gladiator.
Cuando se acercaron a la puerta principal, el cielo comenzaba a iluminarse por el este. Estaban tardando demasiado. Al amanecer, sin duda los descubrirían. Debían actuar con rapidez si deseaban encontrar a los gemelos, llegar al yate y huir en el helicóptero privado de Arthur Dorsett mientras seguía habiendo oscuridad.
Esta vez no actuaron con tanto sigilo. En lugar de entrar subrepticiamente, Pitt llegó hasta la puerta principal, la abrió de una patada y entró. Echó un vistazo con la linterna que les había quitado a los guardas del acantilado y de esta forma averiguó lo que quería saber: Ferguson vivía allí, no cabía duda. Sobre un escritorio, había un montón de correspondencia dirigida a él junto a un dietario con anotaciones. Dentro de un armario, Pitt encontró pantalones y chaquetas masculinas perfectamente planchados.
-No hay nadie en casa -dijo-. Jack Ferguson se ha largado. No hay maletas y la mitad de las perchas del armario están vacías.
-Tiene que estar aquí -dijo Maeve.
-Según las anotaciones de su dietario, está visitando otras propiedades mineras de tu padre.
Ella miró la habitación vacía con ojos desesperanzados.
-Mis pequeños han desaparecido. Llegamos demasiado tarde. Dios mío... Seguro que han muerto.
Pitt le pasó un brazo por los hombros.
-Están tan vivos como tú y yo.
-Pero John Merchant...
Giordino, que se encontraba en el umbral, dijo:
-Nunca te fíes de los tipos con ojos saltones.
-Seguir aquí es una pérdida de tiempo -dijo Pitt pasando junto a Giordino-. Los niños están donde siempre han estado: en la mansión.
-¿Sabías desde el principio que Merchant estaba mintiendo? -preguntó Maeve a Pitt.
Pitt sonrió.
-Pero Merchant no mintió. Fuiste tú quien dijo que los pequeños vivían con Jack Ferguson en uno de los pabellones de invitados. Merchant se limitó a seguirte la corriente. Supuso que éramos lo bastante crédulos como para hacerle caso. Y tal vez lo hicimos, pero sólo durante un segundo.
-¿Qué quieres decir?
-Para mí está claro como la luz del día que tu padre no pensaba hacerles nada a los niños. Aunque te amenazase, puedes tener la certeza de que tus hijos se encuentran en tu antigua habitación, jugando con todos los juguetes que les habrá regalado su abuelo.
Maeve lo miró confusa.
-Entonces... ¿no los obligó a trabajar en las minas?
-No lo creo. Sólo quiso torturarte haciéndote creer que tus hijos estaban sufriendo. El muy malnacido deseaba que murieses creyendo que él esclavizaría a los gemelos, confiándolos a un sádico capataz que los haría trabajar hasta que muriesen de agotamiento. Está claro, Maeve. Como Boudicca y Deirdre no tienen hijos, los tuyos son los únicos herederos con que cuenta tu padre. Después de haberte liquidado pensaba criarlos y educarlos a su imagen y semejanza, lo que, para ti, es un destino peor que la muerte.
Maeve miró a Pitt por un momento. En el rostro de la muchacha, la incredulidad dio paso a la comprensión.
-¿Cómo he podido ser tan estúpida? -preguntó temblorosa.
-No quisiera ser un aguafiestas -dijo Giordino-, pero la gente de la mansión ya se está levantando. -Señaló las luces que brillaban en las ventanas de la residencia de Dorsett.
-Mi padre siempre se despierta con el alba -dijo Maeve-. A mis hermanas y a mí nos obligaba a levantarnos antes del amanecer.
-Cómo me gustaría desayunar con la familia -gimió Giordino.
-Necesitamos encontrar el medio de entrar sin que los de la casa nos descubran -dijo Pitt.
-Todas las habitaciones menos una dan a una galería abierta del interior. El estudio de mi padre tiene una puerta lateral que conduce a una cancha de squash.
-¿Qué es una cancha de squash?
-Una cancha en la que se juega a squash -respondió Pitt. Y añadió dirigiéndose a Maeve-: ¿Hacia dónde da tu antiguo dormitorio?
-Hacia el otro lado del jardín, más allá de la piscina, en dirección al ala este. La segunda puerta a la derecha.
-Bien, pues en marcha. Vosotros dos id a por los niños.
-¿Y tú qué harás?
-Voy a tomar prestado el teléfono de papá, quiero que pague una llamada internacional.
A bordo del Glomar Explorer el ambiente era relajado, casi festivo. El equipo de la ANIM y los tripulantes del barco se habían reunido en el espacioso salón contiguo a la cocina para celebrar su éxito. El almirante Sandecker y el doctor Ames estaban sentados el uno frente al otro bebiendo el champán que el capitán Quick reservaba para las ocasiones especiales.
Tras considerar con sumo cuidado la cuestión, habían decidido recuperar el reflector del fondo del mar y desmantelarlo de nuevo, por si aquello no había significado el fin de las desastrosas operaciones mineras de la Dorsett Consolidated y era necesario evitar otra convergencia acústica. El escudo reflector fue izado y el casco de debajo de la cuba lunar volvió a cerrarse, expulsando luego el agua del interior. En menos de una hora, el histórico barco se encontraba de regreso a Molokai.
Un oficial de comunicaciones del barco informó a Sandecker de que tenía una llamada importante del jefe del departamento de biología de la ANIM, Charlie Bakewell. El almirante se levantó del sillón y fue hasta una zona tranquila del salón. Una vez allí, sacó del bolsillo un pequeño teléfono satélite.
-Dime, Charlie.
-Creo que debo felicitarle. -La voz de Bakewell llegaba alta y clara.
-Lo conseguimos por los pelos. Situamos el barco y el escudo reflector minutos antes de que la convergencia se produjese. ¿Desde dónde me llamas?
-Estoy en el observatorio volcánico Joseph Marmon de Auckland, Nueva Zelanda. Tengo noticias de su equipo de geofísicos. El último análisis que han realizado sobre los efectos que tendrá el rayo sónico al hacer impacto sobre la isla Gladiator no resulta demasiado alentador.
-¿Han logrado calcular cuáles serán las consecuencias?
-Lamento decir que la magnitud es mayor de lo que inicialmente pensé. Los dos volcanes de la isla que, según me he enterado, se llaman monte Scaggs y monte Winkleman, en recuerdo de dos supervivientes de la balsa del Gladiator, forman parte de una cadena volcánica potencialmente explosiva que rodea el océano Pacífico y recibe el nombre de Cinturón de Fuego. Dicha cadena se encuentra en las proximidades de una placa tectónica similar a la que separa la falla de San Andreas, en California. La mayor parte de las erupciones volcánicas y de los terremotos son causadas por los movimientos de esas placas. Según los estudios, el último episodio de actividad volcánica ocurrió entre 1225 y 1275 a.C, cuando el Scaggs y el Winkleman hicieron una erupción simultánea.
-Si no recuerdo mal, dijiste que las posibilidades de que hubiera una erupción a causa de la convergencia era de una entre cinco.
-Tras consultar con los expertos del observatorio Marmon, debo corregirme: la posibilidad es de una entre dos.
-No puedo creer que el rayo sónico que viaja hacia la isla tenga fuerza suficiente para causar una erupción volcánica -dijo Sandecker escéptico.
-Por sí mismo, no -respondió Bakewell-. Sin embargo, no tuvimos en cuenta que las operaciones mineras de Dorsett han hecho que los volcanes sean especialmente susceptibles a los temblores externos. Incluso un disturbio sísmico menor podría desencadenar la erupción de los montes Scaggs y Winkleman. Años y años de excavaciones diamantíferas han acabado con gran parte de los viejos depósitos que impedían el paso a la presión gaseosa de las profundidades. En resumen, si Dorsett no deja de excavar, tarde o temprano sus mineros alcanzarán el conducto central, y provocarán una explosión de lava líquida.
-¿Una explosión de lava líquida? -repitió mecánicamente Sandecker-. Dios mío... ¿qué hemos hecho? Van a perderse cientos de vidas.
-No tiene por qué darse golpes de pecho -dijo Bakewell-. En la isla Gladiator no hay mujeres, niños ni ancianos. Usted ya ha salvado la vida a incontables familias de Oahu. El hecho alertará sin duda a la Casa Blanca y al Departamento de Estado sobre la gravedad de la amenaza. Habrá sanciones y acciones legales contra la Dorsett Consolidated Mining, se lo garantizo. Sin su intervención, la plaga acústica hubiera seguido, y no hay forma de saber en las inmediaciones de qué ciudad costera se hubiese producido la próxima convergencia.
-Sin embargo... Hubiera podido ordenar que el escudo reflector desviase las ondas sónicas hacia algún territorio deshabitado -dijo lentamente Sandecker.
-¿Corriendo el riesgo de que la convergencia aflorase en las proximidades de otra flota pesquera u otro barco de turistas? Todos estuvimos de acuerdo en que era la medida más segura. Tranquilo, almirante, no debe sentirse culpable.
-Supongo que tendré que vivir el resto de mi vida con ese remordimiento.
-¿A qué hora calcula el doctor Ames que llegará la onda sonora a la isla Gladiator? -preguntó Bakewell, para evitar que el almirante siguiera flagelándose.
Sandecker consultó su reloj.
-Faltan veintiún minutos para el impacto.
-Aún hay tiempo de avisar a los habitantes de que evacúen la isla.
-Mi gente de Washington ya ha intentado alertar a la dirección de la Dorsett Consolidated Mining sobre el peligro potencial -dijo Sandecker-. Pero, cumpliendo órdenes dadas por Arthur Dorsett, han sido cortadas todas las comunicaciones entre sus minas y el mundo exterior.
-Parece como si Dorsett hubiese intuido que podía surgir algún imprevisto que alterase sus planes.
-No querrá correr el riesgo de que se produzcan interferencias externas antes de la fecha que ha establecido.
-Existe la posibilidad de que la erupción no se produzca. Quizá la energía del rayo sónico se disipe antes del impacto.
-Según los cálculos del doctor Ames, las posibilidades de que eso ocurra son mínimas -dijo Sandecker-. ¿Cuáles son, según tú, las peores consecuencias previsibles?
-Los montes Scaggs y Winkleman pertenecen a la categoría de los volcanes de aluvión, es decir a la de volcanes formados durante los períodos de actividad. Éstos no son tan peligrosos como los llamados conos de ceniza. Pero el Scaggs y el Winkleman no son volcanes de aluvión normales y corrientes. Su última erupción fue muy violenta y los expertos del observatorio esperan una explosión en torno a la base o en las laderas, que produciría grandes ríos de lava.
-¿Sobreviviría algún habitante de la isla a semejante cataclismo? -preguntó Sandecker.
-Eso depende del lugar en que se produzca la erupción. Es casi imposible que haya supervivientes si la lava irrumpe hacia el oeste y la parte habitada de la isla.
-¿Y si los ríos de lava se dirigieran hacia el este?
-Entonces las posibilidades de supervivencia aumentan un poco, aunque las repercusiones sísmicas pueden derribar la mayor parte de los edificios de la isla, si no todos.
-¿Existe el riesgo de que se produzcan maremotos?
-Según nuestros estudios, no es probable. Desde luego, no ocurrirá nada de magnitud similar a lo que se vivió con la erupción del Krakatoa, en las proximidades de Java, allá por 1883. A las orillas de Tasmania, Australia y Nueva Zelanda no llegarán olas de más de un metro y medio.
-Menos mal -suspiró Sandecker.
-Lo llamaré de nuevo cuando tenga más información -dijo Bakewell-. Espero haberle dicho ya lo peor, y que a partir de ahora las noticias que tenga para usted sean buenas.
-Gracias, Charlie. Yo también lo espero.
Sandecker desconectó el teléfono y permaneció inmóvil, pensativo. No quiso que su rostro delatara la ansiedad y la preocupación que sentía; no parpadeó, ni apretó los labios. Sin embargo, bajo su impasibilidad corría un río de ansiedad. No advirtió que Rudi Gunn se le acercaba hasta que éste le tocó en el hombro.
-Otra llamada para usted, almirante. De su despacho en Washington.
Sandecker conectó de nuevo su teléfono.
-Aquí Sandecker -dijo.
La que sonó fue la voz de su sempiterna secretaria, Martha Sherman.
-¿Almirante? -preguntó la mujer entre nerviosa y excitada-. Por favor, permanezca a la escucha, voy a pasarle una llamada.
-¿Se trata de algo importante? -preguntó él irritado-. No estoy de humor para asuntos oficiales.
-Esta llamada le interesará, créame -le aseguró ella feliz-. Un momento que le paso.
Hubo una pausa.
-Hola... -dijo Sandecker-. ¿Quién es?
-Buenos días desde las antípodas, almirante. ¿Qué es eso de andar haraganeando por el azul Hawai?
Sandecker no solía impresionarse con nada, pero aquella voz le hizo temblar. Le pareció como si el suelo hubiera desaparecido bajo sus pies.
-Dios bendito, Dirk... ¿eres tú? -susurró.
-Sólo parte de mí -respondió Pitt-. Estoy con Al y Maeve Fletcher.
-No puedo creer que estéis vivos -dijo Sandecker notando que una corriente eléctrica le recorría el cuerpo.
-Dice Al que le guarde un cigarro.
-¿Cómo está ese desvergonzado italiano?
-Algo enfadado conmigo porque no le dejo comer.
-Cuando nos enteramos de que Arthur Dorsett os había dejado a la deriva en el curso de un tifón, moví cielo y tierra intentando que se emprendiera una búsqueda por mar y aire, pero la larga mano de Dorsett frustró mis intentos de rescate. Al cabo de casi tres semanas sin noticias vuestras, pensábamos que habíais muerto. Cuéntame cómo lograsteis sobrevivir.
-Es una larga historia -dijo Pitt-. ¿Por qué no me pone al corriente de lo sucedido con la plaga acústica?
-Ésa es una historia mucho más larga que la tuya. Ya te contaré los detalles cuando nos veamos. ¿Dónde estáis en estos momentos?
-Nos las hemos arreglado para llegar a la isla Gladiator. Estoy hablando con usted desde el estudio de Arthur Dorsett con su teléfono personal.
Sandecker quedó petrificado por el estupor.
-No hablarás en serio -dijo.
-Es la pura verdad. Queremos rescatar a los hijos de Maeve. Luego huiremos por el mar de Tasmania hasta Australia. -Lo dijo como si estuviera pensando bajar a la esquina para comprar una barra de pan.
De pronto, el almirante sintió que una mano helada ahogaba su alma. La horrible situación se le manifestó de forma tan súbita que por unos segundos fue incapaz de articular palabra. Al fin, venciendo su espanto, percibió la inquisitiva voz de Pitt:
-¿Sigue usted ahí, almirante?
-¡Pitt, escúchame! -pidió Sandecker angustiado-. ¡Vuestras vidas están en peligro! ¡Marchaos de la isla! ¡Inmediatamente!
Se produjo un silencio.
-Disculpe, señor, no entiendo... -dijo Pitt finalmente.
-No hay tiempo para explicaciones -interrumpió Sandecker-. Lo único que puedo decirte es que una onda sónica de increíble intensidad alcanzará la isla Gladiator dentro de menos de veinte minutos. El impacto desencadenará una resonancia sísmica que, según los expertos, hará que entren en erupción los dos volcanes de la isla. Si la lava corre por la ladera occidental, no habrá supervivientes. Debéis escapar hacia el mar cuanto antes. No hablemos más. Corto todas las comunicaciones.
Sandecker desconectó el teléfono. Sólo le era posible pensar en una cosa: inadvertidamente, por un capricho del cruel destino, había firmado la sentencia de muerte de su mejor amigo.
54
La terrible noticia golpeó a Pitt como un mazazo. Por una gran ventana vio el helicóptero que había sobre el yate amarrado al muelle de la laguna. Calculó que la distancia no era mayor de un kilómetro. Con los dos niños, tardarían por lo menos un cuarto de hora en llegar al muelle. Sin un medio de transporte, no disponían del tiempo necesario. Ya no había tiempo para actuar con sigilo, si es que alguna vez lo había habido. En esos momentos, Giordino y Maeve ya debían de haber encontrado a los niños. Tenían que haberlos encontrado. De no ser así, algo había ido muy mal.
Miró el monte Winkleman y luego, tras barrer con la mirada todo el lomo de la isla, se detuvo en el Scaggs. Su aspecto era engañosamente pacífico. Contemplando la lujuriosa vegetación que poblaba sus laderas, le resultaba difícil imaginar que esos dos montes eran en realidad volcanes peligrosos, gigantes dormidos que se disponían a repartir muerte y destrucción en un estallido de gases ígneos y roca fundida.
Con rapidez pero tratando de mantener la calma, se levantó del sillón de piel de Arthur Dorsett y rodeó el escritorio. En ese instante se detuvo en el centro de la estancia. Las puertas dobles acababan de abrirse y por ellas entró Arthur Dorsett.
El hombre llevaba una taza de café en una mano y una carpeta con papeles en la otra. Vestía unos pantalones arrugados y lo que había sido una camisa blanca, ahora amarillenta, con una corbata. Su atención parecía estar en otra parte. Al percibir que había otra persona en el estudio, alzó la vista con más curiosidad que sorpresa. Al ver que el intruso llevaba uniforme, lo primero que pensó fue que Pitt era un guarda de seguridad. Abrió la boca para preguntar qué hacía allí, pero entonces quedó paralizado por la sorpresa y el asombro. Su rostro se convirtió en una máscara de estupefacción. La carpeta se le cayó al suelo y los papeles se desparramaron por la alfombra. Dejó caer la mano, derramando el café sobre sus pantalones.
-¡Usted está muerto! -exclamó.
-Me produce un gran placer informarle de que no es así. -Advirtiendo con satisfacción que Dorsett llevaba un parche en el ojo, añadió-: Aunque por su aspecto se diría que ha visto usted un fantasma.
-La tormenta... ¿Cómo pudo sobrevivir en ese mar embravecido? -Poco a poco, el hombre recuperó el aplomo-. ¿Cómo lo consiguió?
-Con mucho optimismo y la ayuda de mi navaja del ejército suizo. -«Dios bendito, este tipo es enorme», pensó Pitt, alegrándose de ser él quien tuviera el arma.
-¿Y Maeve? ¿Ha... muerto? -Lo preguntó con voz vacilante, mientras observaba el fusil con que Pitt le apuntaba al corazón.
-Con gran satisfacción por darle a usted un disgusto, le comunico que su hija está sana y salva y en estos momentos se encuentra a punto de largarse de aquí con sus hijos. -Pitt contempló con malévola mirada al multimillonario-: Dígame una cosa, Dorsett, ¿cómo justifica usted haber intentado asesinar a su propia hija? ¿Qué amenaza constituía para sus intereses una pobre muchacha que lo único que deseaba era ser libre? ¿O lo que usted deseaba era quedarse con los gemelos?
-Es esencial que mi imperio siga adelante en manos de mis descendientes directos, y Maeve siempre se ha negado a aceptar este hecho.
-Tengo que darle una noticia: su imperio está a punto de derrumbarse y usted perecerá bajo sus ruinas.
A Dorsett se le escapó el significado de las palabras de Pitt.
-¿Va usted a matarme?
Pitt negó con la cabeza.
-Yo no seré su verdugo. Los volcanes están a punto de despertar. Tendrá usted el fin que merece: será consumido por la lava.
-¿Qué tonterías está diciendo? -preguntó Dorsett con una sonrisa, una vez hubo conseguido dominar su sorpresa.
-Es excesivamente complicado para explicárselo. No estoy al corriente de todos los detalles técnicos, pero no le miento. Tendrá que fiarse de mi palabra.
-Está usted loco.
-Hombre de poca fe...
Con la ira reluciendo en sus ojos, negros como el carbón, Dorsett dijo:
-Si piensa matarme, hágalo de una vez.
Pitt, impasible, sonrió. Maeve y Giordino aún no habían aparecido. Por el momento, necesitaba a Arthur Dorsett con vida, por si sus compañeros habían sido apresados por los guardas de seguridad.
-Lamento no disponer de tiempo para ello. Ahora tenga la bondad de dar media vuelta y dirigirse a los dormitorios de arriba...
-No se quedará usted con mis nietos. -Dorsett pronunció estas palabras como si fueran un mandato divino.
-Disculpe que lo corrija, pero también son los hijos de Maeve.
-Mis hombres los detendrán...
-Los de la puerta principal están... ¿Cómo se dice? Ah, sí: incapacitados.
-Entonces tendrá usted que matarme a sangre fría, y me apostaría todo cuanto poseo a que no tiene redaños para hacerlo.
-No sé por qué todos ustedes están convencidos de que no soporto la vista de la sangre. -Pitt acarició con el índice el gatillo del fusil-. Muévase, Dorsett, o le vuelo las orejas.
Con altiva arrogancia, el magnate de los diamantes replicó:
-¡Hágalo, maldito cabrón! Ya me saltó usted un ojo.
-Creo que no entiende la situación. -Pitt se sentía presa de una ardiente ira a causa del desdén que percibía en Dorsett. Alzó ligeramente el fusil y apretó con suavidad el gatillo. Hubo una detonación sorda debido al silenciador y un fragmento de la oreja del multimillonario cayó sobre la alfombra-. Ahora vaya hacia las escaleras. Si hace algún movimiento extraño le meto una bala en la espalda.
No había ni rastro de dolor en el ojo destapado de Dorsett. El hombre sonrió amenazadoramente y Pitt sintió un escalofrío. Luego, muy despacio, el multimillonario se llevó una mano a la oreja y se volvió hacia la puerta.
En ese instante Boudicca entró en el estudio, mayestáticamente erguida y vistiendo una bata corta que realzaba su proporcionada figura. Al principio no reconoció a Pitt debido al uniforme, ni se dio cuenta de que su padre se encontraba en grave peligro.
-¿Qué ha pasado papá? Me ha parecido oír un disparo... -En ese momento vio la sangre que manaba por entre los dedos de la mano que apretaba la oreja-. ¡Estás herido!
-Tenemos un visitante indeseable, hija -dijo Dorsett.
Como si tuviera ojos en la espalda, el hombre intuyó que Pitt se hallaba distraído por la repentina aparición de Boudicca. La mujer, sin darse cuenta, ayudó a los planes de su padre. Mientras iba hacia él para examinar la herida, reconoció a Pitt con el rabillo del ojo. Por un instante su rostro reflejó sorpresa y confusión.
-No... No es posible -dijo.
Era el momento que Dorsett había esperado. Retorciéndose violentamente, dio media vuelta y golpeó con una mano el cañón del fusil.
Instintivamente, Pitt apretó el gatillo. Una lluvia de balas destrozó el cuadro de Charles Dorsett que había sobre la repisa de la chimenea. Físicamente debilitado y sin apenas poder tenerse en pie por la falta de sueño, la reacción de Pitt no fue lo suficientemente rápida. Las tensiones y el agotamiento de las últimas semanas habían hecho mella en él. Como si estuviera viendo una película en cámara lenta, vio cómo le arrancaban el fusil de las manos y éste se estrellaba contra una ventana del otro lado de la habitación.
Dorsett se abalanzó contra Pitt como un rinoceronte enfurecido. Pitt se agarró a su rival, esforzándose por permanecer en pie, pero el multimillonario le golpeó tratando de alcanzarle los ojos con los pulgares. Pitt apartó la cabeza, pero un puñetazo le alcanzó una oreja. En su cerebro estalló un castillo de fuegos artificiales y se sintió embargado por la debilidad y el aturdimiento. Desesperadamente, se dobló sobre sí mismo y se echó a un lado, tratando de protegerse de la lluvia de golpes.
Lo hizo justo a tiempo de esquivar la embestida de Dorsett. El viejo minero había mandado al hospital a muchos hombres sólo con la fuerza de sus manos. Durante su agitada juventud en las minas, nunca utilizó cuchillos ni pistolas para defenderse. Tenía la corpulencia y la fuerza necesarias para quitar de en medio a cualquiera que tuviera la osadía de enfrentarse a él. Incluso a una edad en la que muchos hombres perdían su fortaleza, Dorsett conservaba un cuerpo duro como el granito.
Pitt sacudió la cabeza tratando de despejarse. Se sentía como un zarandeado pugilista que se agarraba desesperadamente a las cuerdas deseando que sonase la campana de final de asalto e intentando con todas sus fuerzas ordenar sus ideas. Pocos expertos en artes marciales habrían logrado enfrentarse con éxito a la irresistible masa de músculos de Dorsett. Pitt pensó que lo único que podría detener al multimillonario era un fusil para elefantes. ¿Por qué no aparecía Giordino? El italiano tenía una automática de nueve milímetros. El cerebro de Pitt trabajaba como un torbellino, buscando salidas viables y desechando cualquier intento de defenderse que pudiera producirle más fracturas. Para ganar tiempo, se protegió tras el escritorio, sin perder la sonrisa, a pesar de que ello le producía un profundo dolor en su rostro malherido.
Tras numerosas peleas de bar y otros enfrentamientos, Pitt había aprendido que las sillas, las jarras de cerveza y cualquier otra cosa a mano con que poder romper la cabeza del enemigo eran mucho más efectivos que los puñetazos y las patadas. Miró alrededor, buscando un arma.
-¿Y ahora qué vas a hacer, viejo? ¿Piensas morderme con tus cochinos dientes?
El insulto consiguió el efecto deseado. Lanzando un rugido de ira, Dorsett le dio un puntapié a Pitt en la ingle; falló, aunque por poco, y su pie sólo le rozó la cadera. Luego el hombre se lanzó sobre el escritorio. Sin perder la calma, Pitt retrocedió un paso, agarró una lámpara de metal de encima del escritorio y con fuerzas renovadas por la ira y el odio golpeó al magnate.
Dorsett alzó un brazo para protegerse, pero lo hizo demasiado tarde. La lámpara lo alcanzó primero en la muñeca, rompiéndosela, y luego en el hombro, fracturándole la clavícula, que produjo un chasquido. Aullando como un animal herido, se abalanzó de nuevo contra Pitt presa del dolor y le dio una patada en la cabeza.
Pitt lo esquivó y golpeó hacía abajo con la base de la lámpara, alcanzando a Dorsett en la espinilla, por debajo de la rótula. Sin embargo, la patada arrancó de la mano de Pitt la lámpara, que cayó en la alfombra. Dorsett volvía a la carga como si estuviera ileso. Las gruesas venas de la parte lateral del cuello le latían, sus ojos refulgían de ira y había regueros de saliva en las comisuras de los labios. Pitt creyó oír su risa, Dorsett, enloquecido y farfullando algo incoherente, se lanzó contra él pero no logró alcanzarlo. Su pierna derecha cedió y se desplomó de espaldas. Pitt le había roto la tibia con la lámpara. Reaccionó como un gato y subió al escritorio dispuesto a saltar.
Pitt cayó con los pies por delante y aterrizó en el cuello de Dorsett, cuyo maligno rostro, de un único ojo diabólico, se contorsionó, dejando ver los dientes amarillentos. Una gran mano descargó un golpe contra el vacío, brazos y piernas se agitaron ciegamente. De la garganta del multimillonario surgió un agónico grito animal, un horrible sonido gutural que emanaba de la tráquea rota. Luego el cuerpo se desmoronó, carente de vida, y el diabólico fulgor de su ojo se extinguió al fin.
Pitt, que se las había arreglado para mantenerse en pie, jadeaba con las mandíbulas apretadas por la tensión. Miró a Boudicca que, extrañamente, no había movido ni un dedo para ayudar a su padre. Ella contempló el cadáver de la alfombra con la distante pero fascinada expresión de quien ha sido testigo de un accidente de tráfico mortal.
-Lo mataste -dijo con voz tranquila.
-Pocos hombres merecían más la muerte -contestó Pitt recuperando el aliento mientras se frotaba el moretón de la frente. Boudicca se desentendió del cadáver de su padre.
-Tengo que darte las gracias, amigo Pitt. Me has entregado la Dorsett Consolidated Mining Limited en bandeja de plata.
-Tu pena me enternece.
Ella sonrió con aburrimiento.
-Me has hecho un favor.
-El botín se lo queda la amante hija, ¿no? ¿Y qué me dices de Maeve y Deirdre? Ellas tienen derecho a un tercio del negocio.
-Deirdre tendrá su parte -dijo Boudicca-. Maeve, si es que sigue viva, no recibirá nada. Mi padre ya la había apartado del negocio.
-¿Y los pequeños?
Ella se encogió de hombros.
-Todos los días se producen accidentes en los que mueren niños.
-No parece que el papel de amorosa tía sea el que mejor te vaya.
Pitt se sintió perdido ante el negro futuro que se cernía sobre él; dentro de unos minutos se produciría la erupción. Ni siquiera sabía si le quedaban ánimos para pelear con otro miembro del clan Dorsett. Recordó su sorpresa cuando Boudicca lo había alzado en vilo y apretado contra la pared del yate en la isla Kunghit. Aún pudo sentir la férrea presión en los bíceps. Según Sandecker, la onda acústica alcanzaría la isla en pocos minutos y provocaría la erupción de los volcanes. Si iba a morir, más valía morir luchando. Sin saber por qué, ser reducido por una mujer le parecía menos espantoso que acabar abrasado por un mar de lava. ¿Qué les había ocurrido a Maeve y a los niños? Pensó que con Giordino a su lado no les habría sucedido nada malo. Tenía que advertirles del inminente cataclismo o no saldrían de allí con vida, si es que aún cabía esa posibilidad.
Sabía que, en las condiciones en que estaba, Boudicca era una rival demasiado fuerte para él, pero decidió actuar mientras aún tenía a su favor el elemento de la sorpresa. Apenas lo pensó, lo hizo: se abalanzó contra ella y alcanzó con el hombro el estómago de la mujer. Aunque el golpe la cogió por sorpresa, no pareció inmutarse. Nada. Encajó el golpe, resopló, más por el susto que por el dolor, y aunque trastabilló unos pasos, siguió en pie.
Antes de que Pitt pudiera recuperar el equilibrio, ella lo agarró por debajo del pecho, hizo un giro de ciento ochenta grados y lo lanzó contra una librería. Pitt rompió las puertas de cristales con la espalda e, increíblemente, logró mantenerse erguido sobre las piernas temblorosas en lugar de caer al suelo como un guiñapo.
Pitt lanzó un agónico resuello. Se sentía como si tuviera rotos todos los huesos del cuerpo. Rebelándose contra el dolor, se dispuso a atacar de nuevo y le dio un puñetazo a Boudicca en el rostro con tanta fuerza que le hizo brotar sangre. Aquel golpe hubiera dejado inconsciente durante una semana a cualquier mujer, pero ella se limitó a limpiarse la sangre con el dorso de la mano y a sonreír. Cerró los puños y avanzó hacia Pitt. «Un comportamiento absolutamente impropio en una dama», pensó Pitt.
Arremetió contra ella una vez más, esquivó su salvaje derechazo y, con las últimas fuerzas que le quedaban, logró asestarle un golpe. Notó cómo su puño alcanzaba músculos y huesos y luego fue machacado por un devastador golpe en el pecho. Pensó que su corazón no lograría recuperarse, le resultaba imposible creer que una mujer pudiera dar aquellos golpes. El le había asestado un puñetazo con fuerza más que suficiente para partirle la mandíbula, pero ella había seguido sonriendo al tiempo que le asestaba un revés que lo lanzó contra la chimenea de piedra y lo dejó exhausto. Se quedó allí, sin poderse mover, inundado por el dolor. Como entre nieblas, logró ponerse primero de rodillas y luego de pie, tambaleándose, intentando reunir fuerzas para el movimiento final.
Boudicca se adelantó y le asestó un fulminante codazo en las costillas. Él oyó el chasquido de una costilla, o quizá dos, al romperse y cayó de bruces, con una salvaje cuchillada de dolor en el pecho. Contempló, aturdido, el dibujo de la alfombra. Lo único que deseaba era quedarse allí para siempre. Quizá estuviera muerto y en eso consistiera la muerte: en mirar eternamente el diseño floral de una alfombra.
Comprendió con desesperación que había llegado a su límite. Buscó a tientas el atizador de la chimenea, pero no consiguió alcanzarlo, pues tenía la vista demasiado difusa y sus movimientos carecían de coordinación. Vagamente, advirtió que Boudicca se inclinaba sobre él, entonces lo agarró por una pierna y lo lanzó contra una puerta al otro lado de la habitación. Luego la mujer fue hasta él, lo obligó a levantarse, agarrándolo por el cuello con una mano, y con la otra le golpeó en la cabeza, justo encima de un ojo. Pitt se derrumbó, al borde de la inconsciencia, nadando en un mar de dolor, notando la humedad de la sangre que le manaba por la brecha del ojo izquierdo.
Como una gata jugando con un ratón, Boudicca no tardaría de cansarse del juego y lo mataría. Casi milagrosamente, Pitt consiguió ponerse en pie de nuevo.
Boudicca permanecía junto al cadáver de su padre, sonriendo con malicia. Estaba segura de que ella era la más fuerte, la dueña.
-Te llegó la hora de irte con mi padre -dijo con voz ronca, fría e implacable.
-No se me ocurre compañía más nauseabunda -farfulló Pitt.
Y entonces vio un cambio en la expresión de Boudicca. Notó que una mano lo hacía apartarse suavemente a un lado. Era Giordino, que acababa de entrar en el estudio.
-A esta cucaracha gigante me la cargo yo -dijo mirando con desdén a Boudicca.
Entonces en el umbral apareció Maeve, que llevaba a los niños de la mano. La mirada de la joven se posó primero en el ensangrentado rostro de Pitt, luego en Boudicca y al fin en el cuerpo muerto de su padre.
-¿Qué le ha ocurrido a papá?
-Tiene la garganta un poco irritada -murmuró Pitt.
-Lamento el retraso -dijo Giordino-. Un par de criados se mostraron excesivamente celosos y se encerraron en una habitación con los niños. Me llevó un ratito echar la puerta abajo. -Se abstuvo de explicar lo que había hecho con los criados. Le entregó a Pitt la automática de nueve milímetros que le había quitado a John Merchant y añadió-: Si vence ella, pégale un par de tiros.
-Será un placer -dijo Pitt de corazón.
De los ojos de Boudicca había desaparecido la confianza, sabía que ya no se trataba de descargar golpes que simplemente causaran daño, la pelea con Giordino iba a ser a vida o muerte, y se proponía utilizar todos los trucos sucios que su padre le había enseñado. Aquello no iba a ser un civilizado combate de boxeo o kárate. Moviéndose como una loba, se dispuso a asestar su golpe mortal, sin perder de vista ni por un momento la pistola que Pitt empuñaba.
-Así que tú también regresaste de entre los muertos -susurró.
-Siempre te tuve en mis sueños -dijo Giordino lanzándole un beso.
-Es una lástima que sólo hayas sobrevivido para morir en mi casa como...
Error. Boudicca había desperdiciado medio segundo en charla ociosa. Giordino arremetió contra ella como un toro en estampida, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, saltó y golpeó el pecho de Boudicca con los pies. El golpe la hizo doblarse a la vez que lanzaba un grito de dolor, pero, por increíble que pareciera, logró mantener el equilibrio, cerró las manos en torno a las muñecas de Giordino y luego se echó hacia atrás, arrastrándolo con ella, hasta que quedó tendida de espaldas en el suelo y el italiano boca abajo encima del escritorio, aparentemente indefenso, pues Boudicca le había inmovilizado los brazos.
Ella miró el rostro de Giordino con una sádica sonrisa al ver a su víctima indefensa, presa en el cepo de sus zarpas. Aumentó la presión y giró las muñecas de Giordino con intención de rompérselas. Se trataba de una excelente maniobra para incapacitar a su oponente al tiempo que, protegiéndose con su cuerpo, intentaba alcanzar el revólver que su padre guardaba cargado en uno de los cajones inferiores del escritorio.
Pitt, esperando que su amigo le indicase que disparara, no alcanzaba a ver a Boudicca bajo el escritorio. Se encontraba casi inconsciente y tenía que hacer grandes esfuerzos para mantenerse en pie. Además, su visión aún no se había repuesto del golpe en la cabeza. Maeve se encontraba a su lado, protegiendo a sus hijos e intentando que no contemplaran la brutal escena.
Giordino permanecía inmóvil sobre el escritorio, como si hubiera aceptado la derrota y ya no deseara luchar más, mientras Boudicca seguía doblándole despacio las muñecas hacia atrás. La bata de seda se había deslizado y dejaba ver sus enormes hombros de protuberantes músculos. Maeve nunca había visto a su hermana desnuda y al observar su complexión quedó estupefacta. Luego miró el cadáver de su padre, de bruces sobre la alfombra; no sintió tristeza, sólo sorpresa por su inesperada muerte.
Entonces, muy lentamente, como si hubiera estado haciendo acopio de energías, Giordino movió hacia arriba las manos como si estuviera levantando pesas. Boudicca se sorprendió primero y quedó estupefacta después, pues le costaba creer que Giordino estuviera tratando de liberarse, a pesar de que ella se lo impedía con su fuerza titánica. De pronto, las muñecas de Giordino se le escaparon de las manos; ya no lo tenía a su merced. Entonces Boudicca lanzó los dedos engarfiados contra los ojos de Giordino, pero el italiano, que había esperado ese ataque, le apartó sin dificultad las manos. Sin dar tiempo a que ella se recuperase, se dejó caer desde lo alto del escritorio sobre ella; cayó a horcajadas encima de su pecho e inmovilizó con las piernas los brazos de Boudicca. Paralizada por una fuerza que jamás había esperado, ella se debatió intentando escapar. Logró con desesperación alcanzar el cajón donde estaba el revólver, pero las rodillas de Giordino le tenían los brazos inmovilizados contra los costados.
El italiano flexionó los músculos de los brazos y rodeó con las manos la garganta de Boudicca.
-De tal palo, tal astilla -dijo despectivo-. Vas a ir a hacer compañía a tu padre en el infierno.
De pronto Boudicca tuvo la certeza de que no habría salvación ni piedad. Estaba a merced de su enemigo. Su cuerpo se convulsionó a causa del terror, mientras las manazas de Giordino iban exprimiéndole la vida. Intentó gritar, pero sólo logró emitir un débil sonido gutural. Las férreas manos mantenían su inclemente presión y el rostro de la mujer se contorsionó, con los ojos desorbitados. Su tez adquirió un tono azulado. El rostro de Giordino, que normalmente mostraba una cordial sonrisa, permanecía frío e inexpresivo, mientras sus manos se cerraban con mayor fuerza.
El agónico drama duró hasta que el cuerpo de Boudicca sufrió un espasmo y quedó rígido, sin vida. Sin soltar las manos de su garganta, el italiano la levantó del suelo y dejó el cuerpo de la giganta encima del escritorio.
Con morbosa y estupefacta fascinación, Maeve contempló cómo Giordino le quitaba la bata... La joven lanzó un grito y apartó la mirada, horrorizada por la visión.
-¿Tú lo sabías? -murmuró Pitt, intentando asimilar lo que sus ojos estaban viendo.
Giordino movió ligeramente la cabeza y, con mirada fría y vacía dijo:
-Me di cuenta en el yate, cuando me dio un puñetazo en la mandíbula.
-Tenemos que largarnos. La isla va a volar y pronto sólo quedará de ella humo y cenizas.
-Repite eso -dijo Giordino aturdido.
-Luego te lo cuento con dibujos y todo. -Pitt se volvió hacia Maeve-. ¿Hay algún coche en la casa?
-En un garaje, al costado de la casa, hay un par de minicoches que papá utiliza... utilizaba para ir a las minas.
Pitt cogió en brazos a uno de los niños.
-¿Quién eres tú?
Asustado por la sangre que manaba del rostro de Pitt, el pequeño murmuró.
-Michael. -Luego señaló a su hermano, que estaba ya en brazos de Giordino, y añadió-: Él es Sean.
-¿Alguna vez has volado en helicóptero, Michael?
-No, pero me gustaría.
-Pues vamos allá -dijo Pitt con una sonrisa. Antes de salir apresuradamente del estudio, Maeve se detuvo para mirar por última vez a su padre y a Boudicca, a quien siempre tuvo por su hermana, una hermana mayor que siempre permanecía distante y que rara vez manifestaba algo que no fuese animosidad. Pero una hermana en cualquier caso. Su padre mantuvo bien el secreto, soportando la vergüenza y ocultándola al mundo. Maeve sintió náuseas al enterarse al cabo de tantos años, de que Boudicca era un hombre.
55
En un garaje contiguo a la mansión encontraron los vehículos que Dorsett había usado para moverse por la isla, modelos compactos de un coche australiano llamado Holden. Entre las modificaciones que se les había hecho estaba la retirada de todas las puertas, para permitir una fácil entrada y salida. Los dos vehículos estaban pintados de amarillo brillante. Pitt le dio gracias de corazón al finado Arthur Dorsett por haberse dejado la llave en el contacto del primero de los vehículos. Todos montaron rápidamente. Pitt y Giordino delante, y Maeve y los pequeños detrás.
El motor se puso en marcha y Pitt metió la primera. Levantó el embrague al tiempo que aceleraba y el coche salió disparado.
Al llegar a la arcada, Giordino bajó de un salto y abrió la puerta. Cuando apenas habían comenzado a rodar por la carretera, se cruzaron con una furgoneta llena de guardas de seguridad que iba en dirección opuesta.
Pitt pensó: «Tenía que ocurrir. Alguien debe de haber dado la alarma.» Y de pronto, aliviado, comprendió que no: se trataba del cambio de guardia.
-Que todo el mundo salude y sonría -ordenó Pitt-. Como si fuéramos una familia unida y feliz.
El conductor de la furgoneta redujo la velocidad y observó con curiosidad a los ocupantes del Holden, les dirigió una inclinación y les saludó. Aunque no le pareció reconocer a nadie, pensó que serían huéspedes de la familia Dorsett. La furgoneta se estaba deteniendo ante la arcada cuando Pitt aceleró a fondo el Holden en dirección al muelle del centro de la laguna.
-Se lo han tragado.
Pitt sonrió.
-Sí, pero sólo durante los sesenta segundos que tarden en averiguar que los guardas del turno de noche no están dormidos a causa del aburrimiento.
Abandonó la carretera principal que conducía a las dos minas y se dirigió hacia la laguna. Ya podían ver toda la zona del puerto, pues no había coches ni camiones que se interpusieran entre ellos y el yate. Pitt no perdió tiempo en mirar su reloj, pero sabía que faltaban sólo cuatro o cinco minutos para el cataclismo.
-Nos siguen -anunció Maeve.
Pitt no miró por el retrovisor para confirmar la mala noticia, también sabía que su huida hacia la libertad podía ser frustrada por la celeridad con que los hombres de Dorsett habían reaccionado y emprendido la persecución. La única pregunta que lo torturaba era si Giordino sería capaz de despegar y poner el helicóptero en el aire antes de que los guardas se acercaran lo bastante para bajarlos a tiros del cielo.
Giordino señaló el único obstáculo que se interponía en su camino: un guarda que se encontraba en el exterior del puesto de control observando cómo se aproximaban.
-¿Qué hacemos?
Pitt devolvió a Giordino la pistola automática de Merchant.
-Toma esto, y si no consigo asustarlo, dispara contra él.
-¿Si tú no haces qué...?
Giordino no pudo seguir. Cuando Pitt llegó al muelle de madera a más de 120 kilómetros por hora, apretó a fondo el freno e hizo que el coche derrapara y se estrellara contra el puesto de control. El guarda, sorprendido, no supo hacia dónde debía saltar, permaneció inmóvil un instante y luego se lanzó al mar evitar ser aplastado por el morro del coche.
-Eso ha estado bien -dijo Giordino, mientras Pitt enderezaba la dirección y frenaba en seco ante la pasarela del yate.
-¡Deprisa! -gritó Pitt-. Al, corre al helicóptero, suelta los amarres y pon el motor en marcha. Maeve, tú ves con los niños al salón y quédate allí. Si llegan los hombres de tu padre antes de que despeguemos, estarás más segura. Espera a que las palas del rotor comiencen a girar, y entonces echa a correr hacia el aparato.
-¿Y tú qué vas a hacer? -preguntó Giordino mientras ayudaba a Maeve a bajar a los niños del coche y éstos echaban a correr por la pasarela hacia el yate.
-Voy a soltar las amarras del barco para evitar que suban visitantes a bordo.
Cuando terminó de soltar las gruesas amarras de los postes a que estaban sujetas, Pitt estaba sudando. Echó un último vistazo a la carretera que conducía a la mansión de Dorsett. Al abandonar la vía principal, el conductor de la camioneta había tomado mal la curva y el vehículo había derrapado, yendo a parar a un campo lleno de barro. Los hombres de seguridad perdieron de esta forma segundos preciosos antes de regresar a la carretera del muelle. Luego, casi en el mismo instante se produjeron dos sonidos: el del motor del helicóptero poniéndose en marcha y un tiro de pistola procedente del interior del yate.
Echó a correr al tiempo que se maldecía una y mil veces por haber enviado a Maeve y a sus hijos a bordo sin investigar antes. Fue a coger la pequeña pistola, pero recordó que se la había devuelto a Giordino. Cruzó la cubierta murmurando: «¡No, por Dios!», abrió de una patada la puerta del salón y entró como una exhalación.
El alma se le encogió cuando escuchó decir a Maeve:
-¡No, Deirdre, a ellos no...!
Pitt quedó paralizado ante la terrible escena. Maeve se encontraba en el suelo, con la espalda contra una librería, abrazando a sus hijos, que sollozaban de miedo. Una pequeña mancha roja en su blusa, a la altura del ombligo, se extendía poco a poco.
Deirdre, en el centro del salón, vestida con un conjunto de Emanuel Ungaro que realzaba su belleza, apuntaba con una pequeña pistola automática a los dos pequeños. Su rostro y sus brazos desnudos parecían de marfil, sus ojos eran fríos y tenía los labios fuertemente apretados. Dirigió a Pitt una mirada fría, y cuando habló, lo hizo con una voz que parecía la de una demente.
-Sabía que no habías muerto -dijo lentamente.
-Estás más loca que tu malvado padre y tu depravado hermano -replicó Pitt.
-Y sabía que regresarías a destruir a mi familia.
Pitt se movió despacio hasta conseguir que su cuerpo sirviera de escudo a Maeve y los niños.
-Yo lo considero una cruzada para acabar con una pestilencia. Los Dorsett hacen que los Borgia parezcan aficionados. -Hablaba para ganar tiempo, mientras, poco a poco, se aproximaba a Deirdre-. Acabo de matar a tu padre. ¿Lo sabías?
Ella asintió. Empuñaba el arma con tanta fuerza que los nudillos adquirieron una tonalidad blanquecina.
-Los criados a los que Maeve y Giordino encerraron en un armario sabían que yo estaba durmiendo a bordo y me llamaron. Ahora tú también morirás. Pero antes acabaré con Maeve.
Pitt se volvió lentamente.
-Maeve ya está muerta -mintió.
Deirdre se inclinó hacia un lado e intentó ver a su hermana, parcialmente oculta por el cuerpo de Pitt.
-Entonces contemplarás cómo acabo con sus preciosos gemelos.
-¡No! -exclamó Maeve detrás de Pitt-. ¡No les hagas daño a mis hijos!
Fuera de sí, Deirdre alzó la pistola y se echó a un lado para disparar contra Maeve y sus hijos.
Impulsado por la ira y sin pensarlo un momento, Pitt se abalanzó contra Deirdre. Vio que el cañón de la pistola apuntaba contra su pecho, fue consciente de que la distancia que los separaba era excesiva para salvarla a tiempo y que, sin embargo, a sólo dos metros era imposible que Deirdre fallase el tiro.
Pitt apenas sintió el impacto de las dos balas. El odio y el rencor que albergaba en su interior eran suficientes para anestesiar el más fuerte de los dolores. Su cuerpo cayó sobre el de Deirdre cuyas delicadas facciones se convirtieron en una máscara de aborrecimiento y dolor. Fue como caer sobre un árbol joven. La espalda de la mujer se dobló al tropezar con una mesita auxiliar y luego se desplomó bajo el peso del cuerpo de Pitt. Se produjo un horripilante chasquido, como el de una rama seca al romperse. La columna vertebral de Deirdre se había partido.
Su salvaje grito de locura no suscitó compasión alguna en Pitt. Deirdre había quedado con la cabeza hacia atrás, mirando a Pitt con ojos vidriosos en los que aún brillaba el odio más profundo.
-Me las pagarás... -murmuró vengativa, mientras observaba los crecientes círculos de sangre en el costado y el pecho de Pitt-. Vas a morir. -Su mano empuñaba aún la pistola e intentó apuntarla de nuevo contra él, pero su cuerpo se negaba a obedecer las órdenes del cerebro. Había quedado paralizada.
Pitt la miró y sonrió. Tenía la certeza de que la columna de Deirdre estaba irreparablemente dañada.
-Tal vez, pero más vale estar muerto que paralizado de por vida.
Arrastrándose, se apartó de ella y fue hasta donde se encontraba Maeve, que sin hacer caso de su herida, trataba de consolar a los pequeños, que seguían llorando muertos de miedo.
-No ocurre nada, chiquitines -les decía suavemente-. Ya ha pasado todo...
Pitt se arrodilló frente a ella y examinó la herida. Había poca sangre y aparentemente no parecía ser muy grave. Sin embargo, aunque los efectos de la bala no eran visibles, el proyectil había estallado en las entrañas de Maeve, desgarrándole los intestinos y los vasos sanguíneos, había penetrado en el duodeno y se había alojado entre dos vértebras. La joven sufría hemorragias internas, y si no recibía atención médica inmediata, moriría pronto.
Pitt sintió que el alma se le helaba. Quiso llorar, pero no pudo. Sólo emitió un gemido de dolor que pareció brotarle de lo más hondo de su ser.
Giordino no podía seguir esperando. Había amanecido y los rayos del sol teñían de naranja el cielo oriental. Saltó de nuevo a cubierta, se agachó para protegerse de la hélice y vio que la furgoneta de los guardas llegaba al muelle. Inquieto, se preguntó qué demonios les habría pasado a Pitt y a Maeve. Su amigo nunca perdía el tiempo inútilmente. Los cables de amarre colgaban lacios sobre el agua y el yate ya se había separado casi treinta metros del muelle impulsado por la marea.
Tenían que darse prisa. Los hombres de seguridad aún no habían disparado contra el helicóptero ni el yate por miedo a dañar las propiedades de los Dorsett, pero se hallaban a sólo cien metros y seguían acercándose.
Giordino, atento a los movimientos de sus perseguidores y ofuscado preguntándose qué les ocurría a sus amigos, ni siquiera oyó los ladridos de los perros de toda la isla, ni vio cómo miles de pájaros sobrevolaban desorientados la Gladiator. Tampoco escuchó el extraño e intenso zumbido, ni sintió el temblor de la tierra, ni advirtió la súbita agitación de las aguas de la laguna. Ondas sonoras de gran intensidad que avanzaban a velocidad de vértigo estaban golpeando furiosamente la rocosa base subterránea de la isla de Dorsett.
Cuando estaba sólo a unos pasos de la puerta del salón principal, se detuvo a mirar por encima del hombro hacia sus perseguidores; permanecían inmóviles, paralizados, mientras el suelo del muelle ondeaba como las olas del mar. Se habían olvidado de sus víctimas y señalaban hacia una pequeña nube de humo gris que se alzaba desde el monte Scaggs. Giordino vio a hombres saliendo como hormigas de la entrada del túnel situado en la falda del volcán. También se percibía cierta actividad en el monte Winkleman. De pronto el italiano recordó lo que había dicho Pitt sobre que la isla desaparecería entre humo y cenizas.
Irrumpió en el salón y se detuvo en seco lanzando un grito aterrador al ver la sangre que manaba de las heridas que Pitt tenía en el pecho y la cintura, el orificio en el diafragma de Maeve y el cuerpo de Deirdre Dorsett doblado hacia atrás en un ángulo de noventa grados sobre una mesita auxiliar.
-¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido?
Pitt lo miró sin responder.
-¿La erupción ha comenzado?
-Sale humo de los volcanes y la tierra se mueve.
-Entonces ya es demasiado tarde.
Giordino se arrodilló junto a Pitt y examinó la herida de Maeve.
-Esto tiene mala pinta.
La joven lo miró con ojos suplicantes.
-Por favor, llevaos a mis hijos y dejadme aquí.
Giordino negó lentamente con la cabeza.
-No puedo hacer eso. O nos vamos todos, o no se va ninguno.
Pitt agarró a Giordino por el brazo.
-No hay tiempo. La isla volará por los aires en cualquier instante. Yo tampoco puedo salvarme. Coge a los niños y lárgate de aquí cuanto antes.
Giordino quedó aturdido. Fue como si una bomba hubiera reventado sobre él. La letárgica indiferencia, su característico sarcasmo lo abandonaron. Un gran peso parecía haber caído sobre sus hombros. No podía abandonar a una muerte segura al que durante treinta años había sido su mejor amigo.
-No puedo irme sin vosotros -dijo, y se inclinó para coger en brazos a Maeve-. Volveré a por tí -añadió.
Maeve le apartó las manos.
-¿No te das cuenta de que Dirk tiene razón? -murmuró débilmente.
Pitt tendió a Giordino las cartas y el cuaderno de bitácora de Rodney York.
-Ocúpate de que los papeles de York lleguen a su familia -dijo con voz tranquila-. Ahora, por lo que más quieras, coge a los chicos y vete.
Giordino, atormentado, movió la cabeza.
-Tú siempre has de decir la última palabra, ¿no?
En el exterior el cielo había desaparecido súbitamente y sólo se veía una nube negra formada por la ceniza que irrumpía desde el centro del monte Winkleman, acompañada de un estrépito espantoso. Todo fue quedando en una densa penumbra según la masa negra y maligna se extendía como un gigantesco paraguas. Luego se produjo una explosión aún más atronadora que lanzó por los aires miles de toneladas de lava al rojo vivo.
Giordino tenía el alma destrozada. Finalmente, asintió con la cabeza, consciente de que Pitt tenía razón.
-Muy bien. -Luego una última broma-: Como veo que nadie me quiere, me largo.
Pitt lo agarró por una mano.
-Adiós, viejo amigo. Gracias por todo lo que has hecho por mí.
-Hasta la vista -murmuró Giordino.
El italiano, con los ojos anegados en lágrimas, parecía un hombre muy viejo sufriendo una dolorosísima e irreparable pérdida. Quiso decir algo, pero se le atragantaron las palabras y al fin cogió a los hijos de Maeve y se marchó.
56
A Charles Bakewell y a los expertos del observatorio vulcanológico de Auckland no les era posible estudiar el interior de la tierra como podían estudiar la atmósfera y, en menor medida, el mar. Les era imposible predecir los acontecimientos exactos y la magnitud de éstos una vez la onda acústica que viajaba desde Hawai alcanzase la isla Gladiator. A diferencia de otras erupciones y terremotos, en aquel caso no había tiempo para estudiar fenómenos preliminares como temblores previos, fluctuaciones en la superficie de las aguas y cambios en el comportamiento de los animales domésticos y salvajes. La dinámica del fenómeno era caótica. Los científicos únicamente estaban seguros de que iba a producirse una perturbación y los hornos de las profundidades de la isla, hasta entonces dormidos, despertarían y cobrarían vida.
Llegado el momento, lo que sucedió fue que la resonancia creada por la energía de la onda sonora conmovió los ya debilitados núcleos volcánicos, desencadenando las erupciones. Se produjo una rápida sucesión de eventos catastróficos. Desde muchos kilómetros por debajo de la superficie de la isla, la roca que soportaba altas temperaturas se licuó y ascendió inmediatamente por las fisuras abiertas por los temblores. Tras desalojar las rocas más frías que le impedían el paso, la lava formó un depósito de material ígneo que recibe el nombre de cámara magmática.
El detonador de la masa ardiente es vapor de agua muy caliente que impulsa el magma hacia la superficie. Cuando el agua alcanza el estado gaseoso, su volumen se multiplica por mil, creando la presión necesaria para producir una erupción volcánica.
La expulsión de fragmentos de roca y cenizas por la creciente columna de gas es lo que provoca el penacho de humo que se produce en las erupciones violentas. Aunque durante ellas no hay combustión alguna, el brillo de las descargas eléctricas que saltan desde la roca incandescente hasta el vapor de agua es lo que produce la impresión de fuego.
Después del primer temblor, los obreros y capataces del interior de las minas de diamantes se apresuraron a salir al exterior de los túneles. Dentro de los pozos, la temperatura subió con increíble rapidez. Ninguno de los guardas hizo nada por impedir la estampida. Dominados por el pánico, condujeron a la multitud enloquecida hacia el mar, pues, erróneamente, pensaron que era más seguro. Los que se dirigieron hacia el lomo de la isla, entre los dos volcanes, obtuvieron sin ser conscientes de ello más posibilidades de sobrevivir.
Los volcanes de la isla, dos gigantes dormidos, despertaron tras siglos de inactividad. El monte Winkleman despertó a la vida con una serie de fisuras que se abrieron en su base, por las que brotaron copiosas fuentes de magma que se elevó en grandes surtidores hacia lo alto de la atmósfera. La cortina de fuego aumentó al formarse chimeneas en las fisuras de la ladera. Grandes cantidades de lava descendieron por el monte, formando un inquieto río que se abrió en abanico, devastando toda la vegetación que encontraba a su paso.
El ígneo huracán derrumbó los árboles y los aplastó, dejándolos ardiendo tras de sí. Los restos carbonizados fueron barridos hacia la costa. Los árboles y la maleza que escaparon del ardiente fragor quedaron muertos y renegridos. El terreno estaba cubierto de pájaros sin vida caídos del cielo asfixiados a causa de los gases y los humos de la chimenea del Winkleman.
Como guiada por una mano celestial, la marea de lava asoló el recinto de seguridad, pero pasó a más de medio kilómetro del campo donde se hallaban los obreros chinos, con lo que se salvaron las vidas de tres centenares de personas. La masa ígnea tenía como única característica redentora la de no avanzar más deprisa de lo que una persona puede correr. La erupción del monte Winkleman produjo enormes daños, pero causó pocas muertes.
Pero luego le llegó el turno al monte Scaggs.
Desde lo más profundo de sus entrañas, el volcán bautizado con el nombre del capitán del Gladiator emitió un ronco rugido que sonó como el avance de un centenar de trenes de carga por un túnel. El cráter lanzó una inmensa nube de cenizas, mucho mayor que la vomitada por el Winkleman. La maligna masa negra se alzó retorciéndose en el cielo. Pese a su pavoroso aspecto, la nube de cenizas no fue más que el prólogo del drama que aún estaba por producirse.
La ladera occidental del Scaggs no pudo resistir la presión que ascendía desde miles de metros más abajo. Las rocas fundidas, convertidas en una masa al rojo vivo, se precipitaron hacia la superficie. Con incontenible empuje, produjeron una enorme grieta en la parte alta de la ladera, provocando un infierno de lava y vapor acompañado por una única y ensordecedora explosión que pulverizó el magma en millones de fragmentos.
De la falda del volcán salió disparada la lava como una andanada de cañonazos. Una enorme cantidad de material ígneo formó un flujo piroclástico, una tumultuosa mezcla de fragmentos de roca incandescente y gas recalentado que avanza como melaza, pero a velocidades que superan los 160 kilómetros por hora. El ardiente flujo se precipitó como un alud por la falda del volcán, desintegrando la ladera y provocando ante él una furiosa turbonada que hedía a azufre.
Los efectos del inexorable y arrollador avance del flujo piroclástico fueron devastadores; todo quedó envuelto en un torrente de fuego y lava. El vidrio se derritió, los edificios de piedra fueron arrasados, todo objeto orgánico quedó reducido a cenizas. El horror de la lava no dejaba nada reconocible a su paso.
La marea ardiente rebasó los límites del palio de cenizas que había sumido la isla en la oscuridad y se abalanzó hacia la laguna, haciendo hervir sus aguas y creando una salvaje turbulencia cuyos vapores no tardaron en elevarse al cielo como blancos penachos. La otrora hermosísima laguna quedó sepultada rápidamente bajo una capa de ceniza grisácea, tierra calcinada y escombros arrastrados por el catastrófico alud de fuego.
La isla que había dado alas a la codicia de muchos hombres y mujeres, la isla que en opinión de algunos merecía morir, había sido aniquilada. Sobre su agonía no tardaría en caer el telón.
Antes de que la lluvia de rocas incandescentes cayera sobre el muelle y el yate, Giordino, que había despegado con el helicóptero inglés Augusta Mark II de la cubierta del yate, se encontraba ya a una distancia segura. No podía ver la devastación en toda su magnitud, pues la enorme nube de cenizas que alcanzaba una altura de tres mil metros por encima de la isla se lo impedía.
Las erupciones de los dos volcanes habían creado una escena dantesca, de una trágica belleza. Giordino experimentó una sensación de irrealidad, como si ante sus ojos se hubiera abierto el infierno.
De pronto, el yate se puso en marcha y surcó las aguas de la laguna hacia el canal que atravesaba los arrecifes. Esperanzado, Giordino pensó que Pitt, aunque estaba malherido, había logrado poner el barco en movimiento. Sin embargo, la velocidad de la nube de gases ígneos y ceniza que lo arrasaba todo a su paso era mayor a la de la embarcación.
Mientras contemplaba el desarrollo de la desigual carrera, las esperanzas de Giordino se desvanecieron. La marea incandescente se pegó a la estela del yate y fue ganándole terreno hasta superarlo y envolverlo, de forma que se hizo invisible desde el Augusta Mark II. Desde una altura de trescientos metros, daba la sensación de que nadie habría podido sobrevivir más de unos segundos entre aquellas infernales llamas.
Giordino se sentía angustiado, avergonzado por seguir vivo, cuando la madre de los niños que estaban junto a él y el amigo que había sido como un hermano para él estaban allí abajo, siendo víctimas de aquel holocausto. Maldiciendo la erupción, maldiciendo su impotencia, apartó la vista de la imagen dantesca y pilotó el helicóptero sin ser consciente de lo que estaba haciendo.
Sabía que el dolor de esa pérdida no desaparecería. La jactanciosa arrogancia del italiano había muerto con la isla Gladiator. Él y Pitt habían recorrido juntos un largo camino y siempre se habían ayudado en los momentos de peligro. «Pitt no es invencible», se había dicho Giordino en tantas y tantas ocasiones en que su amigo pareció tener un pie en la tumba. Pitt era indestructible.
Una chispa de fe se encendió en su interior. Miró los indicadores de combustible. Estaban llenos. Estudió el mapa de una tablilla situada bajo el panel de instrumentos y decidió dirigirse hacia el oeste, hacia Hobart, Tasmania, el lugar más próximo e indicado para dejar a los niños. Una vez los pequeños estuvieran a salvo y en manos de las autoridades, repostaría y regresaría a la isla Gladiator, para intentar recuperar el cadáver de Pitt, pues pensó que no podía hacer menos por la familia de su amigo, que vivía en Washington.
No pensaba fallarle. No lo había hecho mientras estuvo vivo, y tampoco lo haría ahora después de muerto. Estos pensamientos lo tranquilizaron. Después de calcular lo que tardaría en llegar a Hobart y regresar a la isla, trató de distraer a los pequeños que, perdido su miedo, miraban excitados el mar por la ventanilla.
El helicóptero dejó atrás la isla, que se había convertido en una anónima silueta, una imagen idéntica a la que, hacía 148 años, habían contemplado los supervivientes de la balsa del Gladiator.
Una vez tuvo la certeza de que Giordino había despegado con el helicóptero y se encontraba sano y salvo en el aire, Pitt se puso trabajosamente en pie, humedeció una toalla en la pila del bar y envolvió con ella la cabeza de Maeve. Luego la rodeó de cojines, sillas y otros muebles, hasta que Maeve desapareció entre ellos. Incapaz de hacer más para protegerla del inminente mar de fuego, fue a trompicones hacia la caseta del piloto, con una mano en el costado, donde una bala había penetrado en el músculo abdominal produciéndole una pequeña perforación en el colon y alojándose en la parte posterior de la pelvis. El otro proyectil le había rozado una costilla y magullado un pulmón y luego había salido por la espalda. Al mismo tiempo que luchaba para no caer en el tenebroso mar que nublaba sus ojos, estudió los instrumentos y controles de la consola del barco.
A diferencia de los del helicóptero, los indicadores de combustible indicaban que los depósitos del yate estaban vacíos. La tripulación de Dorsett no se molestaba en llenarlos hasta recibir el aviso de que uno o más miembros de la familia se proponía emprender un viaje. Pitt encontró los mandos que accionaban los potentes motores turbo diesel Blitzen Seastorm, los puso en marcha y accionó el acelerador. Notó cómo la cubierta se estremecía bajo sus pies. La proa del barco se elevó y, en la parte de popa, las hélices batieron el agua, levantando una blanca espuma. Pitt puso el timón en control manual para enfilar el yate hacia mar abierto.
Un oscuro manto de cenizas caía desde el cielo y oyó el crepitante rumor de la tempestad de fuego que los perseguía. Granizaban rocas incandescentes que, al tocar el agua y antes de hundirse, producían siseantes nubes de vapor. Caían del cielo tras ser arrojadas a enorme distancia por las tremendas presiones acumuladas en el monte Scaggs. El llameante alud se abalanzó sobre el muelle y corrió tras el yate, cabalgando sobre la laguna como un furioso monstruo salido de las entrañas del Averno. Y de pronto, las llamas alcanzaron furiosas el barco antes de que éste pudiera abandonar la laguna. La masa ígnea, de doscientos metros de altura, azotó la embarcación desde la popa. Las antenas de radio y radar fueron arrancadas de cuajo, lo mismo que los botes salvavidas, las barandillas y el mobiliario de cubierta. El barco, como una ballena herida, avanzaba con dificultad a través de la turbulencia infernal. Piedras al rojo vivo cayeron sobre los techos y cubiertas del yate y lo convirtieron en un maltrecho cascarón ennegrecido.
En la caseta del timón el calor se hizo insoportable. Pitt se sentía como si alguien lo hubiese embadurnado con un bálsamo muy caliente. Las altas temperaturas y la herida en el pulmón le hacían casi imposible respirar. Rezó para que Maeve siguiera viva. Jadeante y semiasfixiado, con las ropas echándole humo y el cabello chamuscado, se mantuvo frente al timón. El aire caliente se le metía por la garganta hasta los pulmones; cada inspiración era un calvario. En sus oídos se mezclaba el clamor de la tempestad de fuego con los latidos enloquecidos de su corazón. Para hacer frente a la marea de fuego, sólo podía confiar en los motores y la sólida construcción del barco.
Cuando las ventanas de la cabina se astillaron primero y se hicieron pedazos a continuación, pensó que iba a morir. Sólo le mantenía en pie el deseo de llevar el barco a mar abierto, como si la fuerza de su voluntad pudiese acelerar la marcha de la embarcación. Hasta que, de pronto, el grueso manto de fuego fue disipándose y desapareció en un instante. El yate navegaba sobre aguas verdes y cristalinas, bajo un diáfano cielo azul. La ola de fuego y lava había perdido al fin su inercia. Pitt aspiró la brisa marina, llenándose los pulmones como lo hace un nadador antes de hacer inmersión libre en las profundidades. No sabía cuál era la gravedad de sus lesiones, pero tampoco le importaba, podía soportar el dolor con estoicismo.
En ese momento Pitt vio a estribor la cabeza y la parte alta del cuerpo de una enorme criatura marina. Parecía una anguila gigante, pues su cabeza, redonda, debía medir unos dos metros. Tenía la boca parcialmente abierta y se podían ver los afilados dientes, cortantes como navajas, en el interior de las fauces. En su totalidad, ese cuerpo ondulante debía de medir treinta o cuarenta metros. Nadaba a una velocidad ligeramente inferior a la del yate.
-Así que Basil existe -murmuró Pitt en la vacía caseta, y el comentario le costó un aguijonazo de dolor en la lacerada garganta. Pensó que la serpiente marina no era estúpida, pues se estaba alejando de la laguna y se dirigía a refugiarse a mar abierto.
Una vez pasado el canal, Basil se zambulló en las profundidades y desapareció.
Pitt le hizo un gesto de despedida con la cabeza y contempló la consola. Los instrumentos de navegación habían dejado de funcionar. Intentó enviar una señal de socorro por la radio o el teléfono satélite, pero fue imposible. Aparentemente, lo único que funcionaba eran los grandes motores, que seguían impulsando al yate sobre las olas. Como no podía accionar el piloto automático, inmovilizó el timón rumbo oeste, hacia la costa suroriental de Australia, y redujo al máximo la velocidad, a fin de conservar el escaso combustible que quedaba. Tenía la esperanza de que alguno de los barcos de rescate vería el yate y se detendría a investigar antes de llegar a la isla.
Se obligó a caminar de nuevo hasta Maeve, pues temía encontrarse el cuerpo de la joven en medio del salón asolado por el fuego. Sobrecogido, franqueó el umbral que comunicaba la cubierta con el salón. El lugar parecía haber sido rociado por un lanzallamas. La gruesa y resistente capa de fibra de vidrio había impedido la entrada de gran parte del calor, pero la nube de fuego había penetrado por las ventanas. Parecía imposible que la tapicería de los sofás y los sillones estuviese chamuscada, pero no hubiese ardido.
Echó un vistazo a Deirdre. Su hermoso cabello se había convertido en una masa de pelo ennegrecido. Sus ojos sin vida miraban la nada; tenía el cuerpo lleno de quemaduras. Parecía una muñeca recién salida de un horno a altas temperaturas, con la costosa ropa hecha jirones. La muerte le había ahorrado una vida en el interior de un cuerpo paralizado.
Sin importarle el dolor ni las heridas, apartó furiosamente los muebles que había amontonado alrededor de Maeve. Tiene que seguir viva, pensaba desesperadamente. Tenía que estar esperándolo, desolada por el dolor de haberse visto separada una vez más de sus hijos. Retiró el último cojín y bajó la vista con creciente temor. Era difícil expresar la alegría que sintió cuando ella alzó la cabeza y le sonrió.
-Maeve... -jadeó Pitt, dejándose caer de rodillas y tomándola entre sus brazos. Sólo entonces reparó en la sangre que había resbalado por sus piernas y formaba un gran charco sobre la alfombra. La estrechó contra él, apoyándole la cabeza contra su hombro, rozándole la mejillas con sus labios.
-Tus cejas... -susurró ella sonriendo.
-¿Qué les pasa?
-Están chamuscadas, y tu pelo también.
-No pretenderás que siempre esté recién peinado.
-Me da igual. Yo siempre te veo igual de guapo. -Luego preguntó-: ¿Están a salvo mis hijos?
Él movió la cabeza en un gesto de afirmación.
-Al despegó minutos antes de que el fuego nos alcanzase. Van camino de un puerto seguro.
El rostro de Maeve estaba pálido como la luna. Parecía una frágil muñeca de porcelana.
-No llegué a decirte que te amaba.
-Yo siempre lo supe -murmuró él, sintiendo un nudo en la garganta.
-¿Tú también me quieres, aunque sólo sea un poco?
-Te amo con todo mi corazón.
Maeve alzó la mano y acarició el rostro tiznado de Pitt.
-Estréchame fuerte; quiero morir en tus brazos -murmuró ella.
-No vas a morir... -El corazón se le rompió en mil pedazos-. Viviremos una larga vida juntos y surcaremos los mares con un montón de niños que nadarán como peces...
En lugar de contestar, Maeve susurró parte de la letra de Moon River, que hablaba de dos almas que vagaban por el mundo en busca del río de la luna.
-No me dejes; por Dios, no me dejes... -suplicó Pitt.
Ella abrió los ojos y sonrió dulcemente.
-Un día surcaremos juntos el río de la luna, Dirk...
Sus ojos se cerraron muy despacio y su cuerpo se desmadejó como una bella flor que se cierra ante una racha de frío viento. La expresión era serena, de niña dormida. Su alma ya había cruzado el río de la luna, ya se encontraba en la otra orilla.
-¡No! -exclamó Pitt, y su voz resonó como el aullido de un animal agonizante.
La vida pareció abandonarlo también a él. Cayó en una demente inconsciencia. No quiso seguir luchando contra la negra niebla que pugnaba por cerrarse sobre él. Se había desenganchado de la realidad y zambullido en las sombras.
57
Los planes de Giordino de efectuar un rápido viaje de ida y vuelta a la isla Gladiator se vieron frustrados desde el primer momento.
El italiano utilizó el sofisticado sistema de comunicaciones vía satélite del Augusta para informar a Sandecker, que seguía a bordo del Glomar Explorer en Hawai, y luego se convirtió en la primera persona en anunciar al mundo el desastre de la isla Gladiator. Durante el resto del vuelo hacia Hobart, no dejó de ser asediado por llamadas de altos funcionarios del gobierno y periodistas que deseaban saber los detalles sobre la erupción y que hiciese un cálculo de los daños.
Al aproximarse a la capital de Tasmania, Giordino sobrevoló los altos montes que rodean Hobart, cuyo distrito comercial estaba situado en la orilla occidental del río Derwent. Una vez hubo localizado el aeropuerto, llamó a la torre. Los controladores aéreos le indicaron que aterrizara en una zona militar situada a medio kilómetro de la terminal principal. Advirtió con estupefacción que una gran multitud de gente se apiñaba allí.
Una vez hubo apagado el motor y abierto la puerta del pasaje, todo se llevó a cabo según las leyes, con toda la parafernalia burocrática. Agentes de inmigración subieron a bordo y lo admitieron en Australia pese a no tener pasaporte y miembros del servicio social tomaron bajo su custodia a los hijos de Maeve y le aseguraron a Giordino que en cuanto localizasen al padre de los niños, éstos le serían entregados.
Luego, cuando Giordino logró al fin bajar del helicóptero, muerto de hambre y de agotamiento, fue atacado por un ejército de reporteros que le rodearon de micrófonos y cámaras de televisión, mientras le hacían infinidad de preguntas sobre la erupción volcánica.
Sólo contestó a una pregunta, y lo hizo con una sonrisa en los labios. Confirmó al mundo que Arthur Dorsett había sido una de las primeras víctimas del desastre natural.
Tras librarse de los reporteros y llegar a la oficina de las fuerzas de seguridad del aeropuerto, Giordino llamó al consulado norteamericano, cuyo encargado accedió de mala gana a pagar el reaprovisionamiento de combustible del helicóptero, siempre que sólo fuera con fines humanitarios. Su vuelo de regreso a la isla Gladiator fue pospuesto de nuevo cuando el director de los servicios internacionales de socorro australianos pidió a Giordino que llevase en el Augusta comida y medicinas para la isla. El italiano accedió a ello y luego tuvo que pasear su impaciencia alrededor del helicóptero, mientras unos hombres retiraban los asientos de los pasajeros para colocar las provisiones. Se sintió muy agradecido cuando uno de los empleados del servicio de socorro le dio una bolsa con sandwiches de queso y varias botellas de cerveza.
Más tarde se acercó un coche y el conductor le dijo a Giordino que el almirante Sandecker llegaría de un momento a otro. El italiano lo miró como si estuviera loco, pues sólo habían transcurrido cuatro horas desde que informó a Sandecker en Hawai.
Su extrañeza se disipó cuando un caza supersónico F-22A de la marina norteamericana sobrevoló el aeropuerto y aterrizó en una de las pistas. Giordino observó cómo la esbelta aeronave, capaz de triplicar la velocidad del sonido, rodó hasta donde él había estacionado el helicóptero. La cubierta transparente de la carlinga se abrió y sobre un ala apareció Sandecker vestido con traje de vuelo. Sin esperar que le arrimaran una escalerilla, el almirante saltó al asfalto y se acercó a grandes zancadas hasta Giordino para abrazarlo efusivamente.
-No tienes idea de lo que me alegro de verte, Al.
-Ojalá no tuviera que recibirlo a usted yo solo -dijo tristemente Giordino.
-Es absurdo que nos quedemos aquí lamentándonos. -El demacrado rostro de Sandecker reflejaba su cansancio-. Busquemos a Dirk.
-¿No quiere cambiarse primero?
-Durante el vuelo me quitaré este traje de la guerra de las galaxias. Ya se lo devolveré a la marina cuando regrese.
En menos de cinco minutos, con cinco toneladas métricas de material de auxilio en el compartimiento de pasaje y carga, despegaron y, sobrevolando el mar de Tasmania, se dirigieron hacia los humeantes restos de la isla Gladiator.
Barcos de salvamento de las marinas australiana y neozelandesa recibieron orden inmediata de dirigirse a la isla con provisiones, medicinas y personal médico. Todos los aviones comerciales en un radio de doscientas millas náuticas ofrecieron sus servicios para ayudar en las tareas de auxilio. Asombrosamente, las bajas humanas habían sido mucho menores de lo que en principio se había sospechado a causa de la importancia del desastre natural. La mayor parte de los trabajadores chinos habían escapado de la tormenta de fuego y lava y la mitad de los capataces de la mina lograron sobrevivir, pero sólo ocho, de los ochenta hombres que formaban la guardia de seguridad de Arthur Dorsett, se encontraron vivos, aunque con severas quemaduras. Las autopsias confirmaron que casi todos los fallecidos habían muerto asfixiados por haber inhalado cenizas.
A media tarde, la fuerza de la erupción había disminuido de forma considerable. Aún brotaba fuego por las fisuras de los volcanes, pero la lava ya sólo bajaba en pequeños regueros. Ambos volcanes no eran ni sombra de lo que habían sido. El monte Scaggs había desaparecido casi por completo y sólo quedaba de él el enorme cráter, mientras que el monte Winkleman sólo conservaba un tercio de su primitiva masa.
Un dosel de cenizas seguía cubriendo los volcanes cuando Giordino y Sandecker descendieron hacía la devastada isla. Casi toda la parte occidental de la masa de tierra parecía haber sido raspada con un gigantesco estropajo de aluminio que había dejado el lecho de roca al descubierto. La laguna se había convertido en un pantanal de cenizas y piedra pómez. Poco quedaba de las instalaciones de la Dorsett Consolidated Mining Limited: lo que no había sido arrasado por el fuego estaba convertido en ruinas que parecían datar de una civilización extinguida hacía mil años. La destrucción de la flora había sido casi total.
A Giordino se le heló la sangre cuando no vio el yate en la laguna. El muelle estaba quemado y se había hundido en las aguas negras, junto con los almacenes demolidos.
Sandecker quedó horrorizado. Hasta ese momento no se había imaginado la magnitud de la catástrofe.
-Todas estas muertes... -murmuró con voz apagada-. Yo soy el único culpable de todas estas muertes.
Giordino, comprensivo, trató de consolarlo.
-Por cada habitante de la isla Gladiator que ha fallecido, hay diez mil personas que le deben la vida.
-Ya, pero sin embargo... -Al sombrío Sandecker se le quebró la voz.
Giordino sobrevoló un buque de socorro que ya había fondeado en la laguna. El italiano redujo la velocidad y se dispuso a aterrizar en el espacio que habían despejado los miembros del cuerpo de ingenieros australianos que habían sido enviados a la escena del desastre. El aire de la hélice levantó grandes nubes de ceniza que dificultaban la visión de Giordino. Con una delicada maniobra ejecutada con destreza, el italiano logró posar a ciegas el Augusta, que tocó el suelo con un fuerte golpe. Giordino suspiró profundamente y desconectó los motores.
Cuando la nube de cenizas apenas se había posado, un comandante del ejército australiano cubierto de polvo y seguido por un ayudante se aproximó al aparato y abrió la puerta. Se asomó al compartimiento de carga, donde se encontraba Sandecker, y se presentó con una amplia sonrisa:
-Soy el comandante O'Toole. Me alegro de verlos. Éste es el primer helicóptero de auxilio que nos llega.
-Tenemos una doble misión, comandante -dijo Sandecker-. Además de traer medicinas y provisiones, venimos a buscar a un amigo que fue visto por última vez en el yate de Arthur Dorsett.
O'Toole movió la cabeza en un gesto negativo.
-Probablemente se hundió. Pasarán semanas antes de que la marea limpie la laguna y puedan llevarse a cabo inspecciones submarinas.
-Teníamos la esperanza de que el barco hubiese podido alcanzar mar abierto.
-¿Han recibido alguna comunicación de su amigo?
Sandecker negó con la cabeza.
-Pues lamento decirle que la posibilidad de que sobreviviese a la erupción me parece remota.
-Yo también lo lamento. -Sandecker miró al vacío, hacia un punto situado a millones de kilómetros de distancia, sin prestar atención al oficial que permanecía junto a la puerta. Al fin salió de su abstracción y añadió-: ¿Podemos echarles una mano en la descarga?
Con ayuda de uno de los oficiales de O'Toole, las cajas que contenían comida, agua y medicinas fueron sacadas del compartimiento de carga y apiladas a cierta distancia del helicóptero. Sumidos en la amargura del fracaso, Giordino y Sandecker apenas hablaron mientras se dirigían de nuevo a la cabina, para regresar a Hobart.
En el momento en que la hélice comenzó a girar, O'Toole echó a correr hacia el aparato, agitando un papel que llevaba en una mano. Giordino abrió la ventanilla lateral y se asomó.
-Creo que esto les interesará -gritó O'Toole, para que pudieran oírlo por encima del ruido de los motores-. Mi oficial de comunicaciones acaba de recibir un informe de un barco de socorro. Han visto un yate a la deriva a unos veinticuatro kilómetros al noroeste de la isla.
A Giordino se le iluminó el rostro.
-¿Se detuvieron para ver si había supervivientes?
-No. El yate estaba muy dañado y parecía desierto. El capitán decidió que su primera prioridad era llegar a la isla con el personal médico que transportaba.
-Gracias, comandante. -Giordino se volvió hacia Sandecker-. ¿Lo ha oído?
-Lo he oído -respondió el almirante, y añadió con impaciencia-: Levanta de una vez este chisme.
Giordino no necesitó que se lo repitiera otra vez. A los diez minutos del despegue localizaron el yate casi en el lugar exacto que había indicado el capitán del barco de socorro, cabeceando a impulsos de las mansas olas. La parte alta de la embarcación parecía haber sido barrida por una gran escoba. El casco, antes azul y elegante, se veía quemado y renegrido, y las cubiertas se hallaban enterradas bajo una gruesa capa de cenizas. Era evidente que ese barco había hecho una travesía por el infierno.
-El helipuerto parece despejado -comentó Sandecker.
Giordino detuvo el aparato sobre el yate y efectuó un lento descenso. El mar estaba en calma, porque el viento no soplaba con fuerza, pero los cabeceos de la embarcación hacían que la maniobra fuese algo delicada.
Redujo la velocidad y descendió, pendiente de los movimientos del yate. Aprovechó para aterrizar en el momento en que la pista ascendió a causa del impulso de las olas, entonces el Augusta contactó con la pista, osciló un poco y se posó sin problemas. Giordino comprobó que el aparato quedase bien frenado para evitar que cayese al mar y apagó el motor. Habían descendido sin novedad, pero se sentían sin fuerzas para enfrentarse con lo que temían encontrar.
Giordino saltó el primero del helicóptero y aseguró el aparato mediante unas amarras. Tras una leve pausa para tomar aliento, los dos hombres cruzaron la ennegrecida cubierta y entraron en el salón principal.
Nada más ver a las dos figuras que yacían inertes en un rincón de la sala, Sandecker fue presa de la desesperación. El almirante cerró los ojos por un momento e intentó dominar su angustia. Se sentía incapaz de moverse; en esa estancia no había rastro de vida. El dolor le desgarró el corazón, mientras miraba fijamente la escena. «Los dos están muertos», pensó.
Pitt tenía a Maeve en sus brazos. Tenía el rostro cubierto de sangre seca de la herida que le había hecho Boudicca, pero también el pecho y el costado estaban teñidos de rojo. La ropa quemada, el cabello chamuscado, las quemaduras del rostro y los brazos... Parecía la víctima de una horrible explosión. A Sandecker no le cupo duda que Pitt había luchado hasta el último momento.
Maeve parecía haberse dormido ignorando que su sueño iba a ser eterno. La palidez de sus exquisitas facciones hizo pensar al almirante en un blanco e impoluto cirio. Era una bella durmiente a la que ningún beso de amor podría despertar.
Giordino se arrodilló junto a Pitt, negándose a creer que su viejo camarada hubiese muerto. Lo tocó suavemente en un hombro.
-¡Dirk! ¡Dime algo!
Sandecker intentó apartar a Giordino.
-Ya no está -dijo con tristeza.
Luego, dejando a los dos hombres paralizados por la sorpresa, Pitt abrió lentamente los ojos. Miró a Sandecker y a Giordino sin comprender, sin reconocerlos, y murmuró con los labios temblorosos:
-Dios se apiade de mí. La he perdido.
QUINTA PARTE
EL POLVO SE POSA
58
Ya no quedaba rastro de la tensión que había dominado la sala de conferencias de París la anterior reunión. La atmósfera era relajada y optimista. Los directores del Consejo Multilateral de Comercio, congregados para discutir los últimos eventos que atañían a sus más secretos intereses, parecían eufóricos y de un humor excelente.
Todos los asientos alrededor de la larga mesa de ébano estaban ocupados. El presidente carraspeó, esperando a que el murmullo de las conversaciones se extinguiese. Luego procedió a dar comienzo a la sesión.
-Caballeros, han sucedido muchas cosas desde la última vez que nos reunimos. Por entonces el mercado internacional de diamantes se enfrentaba a una grave amenaza. Ahora, por un capricho de la naturaleza, el plan para destruir ese mercado se ha visto desbaratado por la prematura muerte de Arthur Dorsett.
-Ayer quería comerse al mundo y hoy se lo comen los gusanos en el sepulcro -dijo con evidente alegría el jefe ejecutivo del cartel de diamantes. El hombre rebosaba de satisfacción por su triunfo, por el hecho de que una grave amenaza fuera eliminada de forma fortuita, sin necesidad de emprender una costosa batalla.
Su comentario fue respondido por un coro de risas.
-Tengo la gran satisfacción de anunciarles -continuó el presidente- que el mercado de diamantes ha experimentado una extraordinaria subida en los últimos días, mientras los precios de las gemas de color han bajado de forma sustancial.
El canoso representante de una de las familias más acaudaladas de Norteamérica, antiguo secretario de Estado, habló desde el otro extremo de la mesa.
-¿Qué les impide a los actuales responsables de la Dorsett Consolidated Mining seguir con los planes de Arthur de vender diamantes a precios bajos a través de su gran cadena de joyerías?
-Arthur Dorsett era un megalómano -respondió el industrial belga de Amberes-. En sus sueños de grandeza no había lugar para otros. Dirigía sus minas y su organización de ventas sin tener un consejo de directores. Arthur era un músico solista. No confiaba en nadie. A veces contrató a asesores externos, pero, después de sacarles toda la información y experiencia, los ponía siempre de patitas en la calle. Dirigía la Dorsett Consolidated él solo, sin nadie a su lado.
El naviero italiano sonrió.
-Dan ganas de subir a los volcanes que acabaron con Arthur Dorsett y su maligno imperio y verter en sus cráteres sendas botellas de champán.
-Eso es justamente lo que hacen los hawaianos en el cráter del Kilauea -dijo el norteamericano.
-¿Encontraron su cadáver? -preguntó el magnate japonés de la electrónica.
El presidente negó con la cabeza.
-Según las autoridades australianas, no llegó a salir de su casa, y ésta quedó sepultada por la lava. Su cuerpo, o lo que quede de él, se encuentra bajo veinte metros de ceniza y rocas volcánicas.
-¿Es cierto que sus tres hijas también murieron? -preguntó el italiano.
-En efecto. Una murió en la casa con Arthur y a las otras dos las encontraron muertas en los restos de un yate. Por lo visto, intentaban huir de la isla. Debo añadir que esta cuestión está rodeada de cierto misterio. Mis informantes en el gobierno australiano me han dicho que una de las hijas murió a causa de una herida de bala.
-¿Asesinada?
-Según dicen, se trató de un suicidio.
El japonés que presidía el gran imperio electrónico dijo dirigiéndose al director del cartel de diamantes:
-Ahora que Arthur Dorsett ha desaparecido de la escena, ¿puede explicarnos cuáles son las perspectivas de su negocio?
El atildado directivo surafricano mostró una amplia sonrisa.
-No podrían ser mejores. La amenaza rusa ha resultado no ser, ni con mucho, tan grave como nos temíamos. Sus intentos de desestabihzar el mercado han fracasado. Tras vender a la baja (aunque no a precios regalados, como pensaba hacer Dorsett) gran parte de sus reservas a cortadores de diamantes de Tel Aviv y Amberes, han agotado sus existencias. Las sacudidas experimentadas por la industria rusa han reducido su producción de diamantes a, prácticamente, cero.
-¿Qué nos dice de Australia y Canadá?
-Las minas australianas no son tan ricas como se pensó en un principio y la magnitud de la fiebre de los diamantes canadienses fue demasiado exagerada, ya que en ese país no se encuentran demasiados diamantes y éstos no son de gran calidad. En estos momentos en Canadá no hay un plan serio de explotación de minas de diamantes.
-Y en Suráfrica ¿los cambios políticos han tenido efectos importantes en sus operaciones comerciales?
-Desde que se acabó el apartheid, hemos trabajado en estrecha colaboración con Nelson Mandela. Puedo decir sin temor a equivocarme que Mandela va a introducir un nuevo sistema de impuestos que será muy ventajoso para nuestro negocio.
El jeque que actuaba en representación del cartel petrolero se inclinó y dijo:
-Todo eso resulta muy alentador, pero... ¿tendrán los beneficios necesarios para colaborar con la meta que se ha impuesto el Consejo Multilateral de conseguir un solo orden económico mundial?
El sudafricano respondió:
-Estén tranquilos; nuestras empresas cumplirán todos sus compromisos. La demanda de diamantes está subiendo en todo el mundo y se espera que nuestros beneficios aumenten durante los diez primeros años del nuevo siglo. No existe la menor duda de que podremos soportar nuestra parte de la carga financiera.
-Agradezco al caballero de Sudáfrica su informe -dijo el presidente.
-¿Y qué pasará ahora con la Dorsett Consolidated?
-Legalmente -respondió el presidente-, todo el negocio pasa a manos de los dos nietos de Dorsett.
-¿Qué edad tienen?
-Unos siete años.
-¿Tan pequeños?
-No sabía que alguna de sus hijas estuviera casada -dijo el constructor indio.
-No lo estaba -contestó el presidente-. Maeve Dorsett tuvo gemelos estando soltera. El padre de los niños es miembro de una acaudalada familia de ovejeros australianos. Según mis informes, es un hombre inteligente y razonable. Ya ha sido nombrado tutor de los niños y administrador de sus bienes.
Desde el fondo de la mesa, el holandés preguntó al presidente:
-¿A quién se ha nombrado para representar los intereses corporativos de los pequeños?
-A alguien con cuyo nombre están ustedes bien familiarizados. -El presidente hizo una pausa y sonrió con sarcasmo-. Hasta que los nietos alcancen la mayoría de edad, las actividades de la Dorsett Consolidated y sus empresas subsidiarias serán dirigidas por la familia Strouser.
-A eso se le llama justicia poética -comentó el ex secretario de Estado norteamericano.
-¿Qué planes hay previstos en caso de que el mercado de los diamantes se derrumbe? No podemos controlar los precios eternamente.
-Contestaré a esa pregunta con mucho gusto -dijo el surafricano-. Cuando el mercado de diamantes se nos escape de las manos, dejaremos de comercializar piedras naturales, excavadas mediante costosas operaciones mineras, y nos dedicaremos a las producidas en los laboratorios.
-¿Tan buena es la calidad de las piedras falsas?
-Actualmente de los laboratorios salen esmeraldas, rubíes y zafiros cultivados que poseen las mismas propiedades físicas, químicas y ópticas que las piedras naturales. Son tan perfectas que a los expertos les cuesta diferenciar unas de otras. Y lo mismo puede decirse de los diamantes creados en laboratorios.
-¿No correremos el riesgo de que se descubra que son falsos? -preguntó el presidente.
-No será necesario recurrir a engaños. De igual modo que convencimos al público de que los diamantes eran la única gema digna de ser poseída, podemos convencerlo ahora de que las piedras sintéticas son las más bellas y prácticas. La única diferencia es que unas tardaron millones de años en formarse de forma natural y las otras tardan cincuenta horas en ser creadas en un laboratorio. Serán la nueva ola del futuro, pueden estar seguros.
Se produjo un breve silencio durante el cual todos los reunidos pensaron en sus futuros beneficios. Luego, con una sonrisa, el presidente dijo:
-Yo diría, caballeros, que, ocurra lo que ocurra, nuestras futuras ganancias están aseguradas.
59
20 horas. 20 de marzo del 2000. Washington, D.C.
Las enfermeras del hospital de Hobart, Tasmania, no dejaban de decirle a Pitt la suerte que había tenido. Tras un acceso de peritonitis causado por la perforación en el colon y la extracción de la bala alojada en la pelvis, Pitt comenzó a sentirse de nuevo entre los vivos. Una vez el pulmón afectado por la bala se recuperó y pudo respirar con normalidad, Pitt comió como un leñador hambriento.
Giordino y Sandecker permanecieron en el hospital hasta que los médicos les aseguraron que su amigo se estaba recuperando, circunstancia que quedaba atestiguada por su demanda, o mejor dicho su exigencia, de alguna bebida que no fuese ni jugo de frutas ni leche. Tales peticiones fueron ignoradas por todos.
Días después el almirante y Giordino acompañaron a los hijos de Maeve hasta Melbourne, para entregárselos a su padre, que se había trasladado desde el rancho de su familia en el interior de Australia para asistir al entierro de Maeve. El joven era un hombre de gran corpulencia, australiano hasta la médula, ingeniero en una industria pecuaria. Prometió a Sandecker y a Giordino cuidar y educar a sus hijos como lo hubiera hecho su madre. Aún confiando en los criterios de Strouser e Hijos para la gestión de la Dorsett Consolidated Mining, había tomado la acertada medida de contratar abogados para que defendieran los mejores intereses de los gemelos. Convencidos de que los niños se quedaban en buenas manos y de que Pitt no tardaría en poder salir del hospital e ir a casa, el almirante y Giordino regresaron a Washington. En la capital Sandecker recibió una tumultuosa bienvenida y lo agasajaron con banquetes y homenajes como único responsable de haber salvado a Honolulú de un terrible desastre.
El presidente y Wilber Hutton descartaron la idea de sustituir a Sandecker en la ANIM. De hecho, en la capital se aseguraba que el almirante seguiría al timón de su amada Agencia Nacional de Investigaciones Marítimas mucho después de que el gobierno de ese momento abandonase la Casa Blanca.
Al entrar en la habitación del hospital, el médico encontró a Pitt junto a la ventana, mirando hacia el río Derwent, que cruzaba el centro de Hobart.
-Se supone que debe estar usted acostado -dijo el doctor.
-Llevo cinco días metido en ese cochino camastro en el que no dormiría ni un oso en hibernación -dijo mirándolo con resquemor-. Ya he cumplido mi condena, así que ahora me largo.
El médico sonrió.
-No sé si ha advertido que no tiene ropa. Tiramos a la basura los harapos que llevaba puestos cuando llegó.
-Entonces me largaré de aquí en bata y con este estúpido camisón de hospital. Por cierto que, al que lo inventó, deberían metérselo por vía rectal hasta que los lazos le salieran por las orejas.
-Veo que discutir con usted es perder un tiempo que otros pacientes aprovecharían mejor. -El médico se encogió de hombros-. Es un auténtico milagro que su cuerpo siga funcionando. En mi vida había visto tantas cicatrices en un solo hombre. Haré que la enfermera le facilite ropa decente, así no lo arrestarán por hacerse pasar por un turista norteamericano.
En esta ocasión no hubo reactor de la ANIM. Pitt viajó en un vuelo comercial de la United Airlines. Cuando entró en el avión aún caminaba con dificultad y sentía un lacerante dolor en el costado. Las azafatas de vuelo lo miraron con descarada curiosidad mientras Pitt buscaba el número de su asiento.
Una de ellas, que llevaba el cabello recogido en un moño y tenía los ojos tan verdes como los de Pitt, se le acercó, solícita.
-¿Lo acompaño a su asiento, señor?
Antes de salir del hospital hacia el aeropuerto, Pitt se había mirado detenidamente en un espejo. Si se hubiese presentado en una audición para conseguir un papel en una película de muertos vivientes, el director lo habría contratado sin pensárselo dos veces, pues reunía todos los requisitos: la lívida cicatriz sobre la frente, los ojos inyectados en sangre, el rostro macilento, los movimientos de nonagenario artrítico. Tenía la tez manchada a causa de las quemaduras, las cejas habían desaparecido y parecía que sus antiguos rizos negros se los había cortado un esquilador de ovejas metido a peluquero.
-Sí, muchas gracias -dijo a la azafata.
Indicándole un asiento vacío junto a la ventanilla, la joven preguntó:
-¿Es usted el señor Pitt?
-Aunque en estos momentos preferiría ser otro, sí, soy Pitt.
-Es usted un hombre muy afortunado -dijo ella sonriendo.
-Eso mismo me han estado repitiendo una docena de enfermeras.
-No, me refiero a que tiene muy buenos amigos que se preocupan por usted. A la tripulación se nos ha comunicado que viajaría con nosotros y que debíamos hacerle el viaje lo más cómodo posible.
Pitt se preguntó cómo demonios se habría enterado Sandecker de que él había abandonado el hospital y había ido directamente al aeropuerto a comprar en ventanilla un pasaje para Washington.
En realidad, bien poco trabajo les dio a las azafatas. Se pasó casi todo el viaje dormido, despertándose sólo para comer, ver una película en la que Clint Eastwood hacía de abuelo y beber champán. No se enteró de que estaban llegando al Dulles International hasta que las ruedas del tren de aterrizaje rodaron por la pista.
Cuando llegó al edificio de la terminal se sintió ligeramente sorprendido y defraudado de que nadie hubiera ido a recibirlo. Dado que Sandecker había dado aviso al personal de vuelo, no cabía duda de que sabría a la hora que llegaría el avión. Ni siquiera Al Giordino apareció antes de que Pitt se dirigiera con paso rígido a uno de los taxis que había en el exterior del aeropuerto. El que sus amigos no fueran a recibirlo aumentó su estado de depresión.
A las ocho de la noche Pitt se bajó del taxi, marcó su número en el sistema de seguridad del hangar y entró. Encendió las luces, que se reflejaron en los cromados de su colección de coches, y vio ante él un objeto largo que casi llegaba hasta el techo y que no estaba allí cuando se fue.
Por un momento Pitt fascinado, observó el tótem. En lo alto había un águila con las alas extendidas cuidadosamente tallada. Debajo, en orden descendente, un oso pardo con su cachorro, un cuervo, una rana, un lobo, una extraña criatura marina y una cabeza humana en la parte baja de facciones vagamente similares a las de Pitt. Cogió la nota colgada de una oreja del lobo y la leyó:
Te ruego aceptes esta columna conmemorativa en tu honor que el pueblo haida te regala como muestra de agradecimiento por tus esfuerzos para acabar con los desastres ecológicos sufridos en nuestra sagrada isla. La mina de Dorsett ha sido clausurada y pronto los animales y plantas regresarán a su hogar ancestral. Has sido nombrado miembro honorífico de la tribu haida.
Tu buen amigo,
MASON BROADMOOR.
Pitt se emocionó. Recibir una obra maestra como ésa era un raro privilegio. Sentía un agradecimiento sin límites hacia Broadmoor y su pueblo por el generoso obsequio que le habían hecho.
Se apartó del tótem y notó que el corazón le dejaba de latir. La incredulidad nubló sus opalinos ojos verdes. Luego el asombro dio paso a una sensación de vacío y dolor, pues delante de él, en medio del pasillo que separaba las hileras de coches, estaba el Magnífica Maeve.
Cansado, maltrecho y en lamentables condiciones, pero allí estaba el estrafalario barco que tantos embates del mar había aguantado. Pitt no atinaba a imaginar cómo la fiel embarcación había sobrevivido a la erupción y había sido transportada miles de kilómetros hasta Washington. Parecía un milagro. Avanzó y tocó la quilla para cerciorarse de que no estaba sufriendo una alucinación.
En el momento en que sus dedos tocaban la superficie dura del barco comenzó a aparecer la gente que había estado oculta detrás del vagón Pullman de ferrocarril estacionado contra un muro del hangar, escondidos en los asientos traseros de los automóviles y en el apartamento. En un instante Pitt se vio rodeado por un corro de familiares rostros que gritaban: «¡Sorpresa!» «¡Bienvenido!»
Giordino lo abrazó con suavidad, para no dañar sus heridas. El almirante Sandecker, enemigo acérrimo de las manifestaciones de afecto, le estrechó cálidamente la mano y se apartó de él cuando las lágrimas anegaron sus ojos.
Rudi Gunn también estaba allí, junto con Hiram Yaeger y otros cuarenta amigos y compañeros de la ANIM. Sus padres también habían acudido a recibirlo. Su padre, el senador George Pitt de California, y su madre, Barbara, se sintieron sobrecogidos al ver el aspecto de su hijo, pero, valerosamente, trataron de disimular su pena. Julien Perlmutter estaba entre los presentes, encargado de la comida y las bebidas. La congresista Loren Smith, su íntima amiga desde hacía diez años, lo besó tiernamente y quedó contrita al ver el cansancio, el dolor y la tristeza que había en los ojos de Pitt, que siempre chispeaban de alegría.
Él contempló el pequeño barco que tan bien había surcado los mares y preguntó:
-¿Cómo lo hiciste?
-Después de que el almirante y yo te dejamos en el hospital de Tasmania -explicó Giordino con una gran sonrisa de triunfo-, regresé a la isla con otro cargamento de provisiones. Al sobrevolar los farallones orientales, vi que el Magnifica Maeve había sobrevivido a la erupción. Conseguí la ayuda de unos zapadores australianos que se prestaron a que los descendiera hasta donde estaba el barco. Lo ataron al cable del helicóptero y yo lo subí hasta la parte alta de los acantilados, donde desmontamos el casco y los botalones. La operación fue bastante trabajosa, pero las partes que no pudimos meter en el compartimiento de carga las atamos debajo del fuselaje. Luego volé de regreso a Tasmania, donde convencí al piloto de un avión comercial de carga que se dirigía a Estados Unidos de que lo trajera a casa. Con ayuda de un equipo de la ANIM, lo volvimos a montar. Acabamos de hacerlo poco antes de que tú llegaras.
-Eres un buen amigo -dijo Pitt sinceramente-. Nunca podré pagarte esto.
-Soy yo el que está en deuda contigo -respondió Giordino.
-Lamenté inmensamente no poder asistir al entierro de Maeve en Melbourne.
-Estuvimos el almirante, los gemelos, su padre y yo. Como tú pediste, cuando bajaron el ataúd, tocaron Moon River.
-¿Quién pronunció el discurso?
-El almirante leyó lo que tú escribiste -dijo tristemente Giordino-. No quedó uno ojo seco en el cementerio.
-¿Y lo de Rodney York?
-Enviamos el cuaderno y las cartas de York por mensajero especial a Inglaterra. Su viuda sigue viviendo en la bahía Falmouth, es una encantadora dama de casi ochenta años. Habló por teléfono conmigo nada más recibir el paquete. Parecía muy reconfortada por el hecho de saber cómo murió su marido y poder recuperar su cuerpo. Ella y su familia están haciendo planes para trasladar los restos a Inglaterra.
-Me alegro de que conociera al fin el desenlace de la historia -dijo Pitt.
-Me pidió que te diera las gracias por tu atención y delicadeza.
Pitt fue salvado de las lágrimas por la llegada de Perlmutter, que le puso una copa de vino en la mano.
-Esto te gustará, muchacho. Un excelente chardonay de las bodegas Plum Creek, de Colorado.
Tras la sorpresa inicial, la fiesta siguió muy animada hasta pasada la medianoche. Después de atender a una inacabable sucesión de amigos, Pitt estaba exhausto y casi se dormía de pie. Su madre dijo a los presentes que Pitt debía ir a descansar. Todos le desearon buenas noches y una pronta recuperación y salieron poco a poco del hangar.
-No vuelvas por el trabajo hasta que te encuentres en forma -ordenó Sandecker-. La ANIM sabrá arreglárselas sin ti.
-Hay un proyecto que me gustaría iniciar de aquí a un mes -dijo Pitt. Por un momento en sus ojos volvió a aparecer su característica mirada de bucanero.
-¿De qué proyecto se trata?
-Cuando las aguas de la laguna de la isla Gladiator queden limpias, me gustaría echarles un vistazo -explicó Pitt con una sonrisa.
-¿Qué esperas encontrar?
-A una tal Basil.
Sandecker frunció el entrecejo, intrigado.
-¿Y quién demonios es Basil?
-Una serpiente marina. Supongo que, cuando desaparezcan la ceniza y los escombros de la laguna, regresará a su hogar.
Sandecker puso una mano sobre el hombro de Pitt y lo miró con la ternura con que se mira a un niño que asegura haber visto al hombre del saco.
-Duerme bien y ya hablaremos.
El almirante dio media vuelta y se alejó moviendo la cabeza y murmurando algo así como que no existían los monstruos marinos. La congresista Loren Smith se acercó a Pitt y le tendió la mano.
-¿Te apetece que me quede? -preguntó con voz suave.
Pitt la besó en la frente.
-Gracias, pero prefiero estar solo un rato.
Sandecker se ofreció a llevar a Loren hasta su casa, y ella aceptó de buen grado, pues había acudido en taxi a la fiesta de bienvenida de Pitt. Permanecieron en silencio hasta que el coche hubo cruzado el puente que conducía a la ciudad.
-Nunca había visto a Dirk tan desanimado -dijo Loren, seria y pensativa-. Nunca creí que llegaría a decir esto, pero lo cierto es que de sus ojos ha desaparecido el fuego.
-Se repondrá -aseguró Sandecker-. Un par de semanas de descanso y volverá a ser el de siempre.
-¿No crees que ya es un poco mayor para que siga actuando como un intrépido aventurero?
-No lo imagino detrás de un escritorio. Nunca dejará de surcar los mares, es lo que más le gusta hacer.
-¿Qué es lo que le mueve a ello? -se preguntó Loren en voz alta.
-Hay hombres que nacen inquietos -dijo filosóficamente Sandecker-. Para Pitt, cada hora encierra un misterio que resolver, y cada día un reto que superar.
Loren miró fijamente al almirante.
-Lo envidias, ¿verdad?
Sandecker asintió con la cabeza.
-Desde luego. Igual que tú.
-¿Y a qué crees que se debe eso?
-La respuesta es muy simple -dijo reflexivamente Sandecker-. Hay algo de Dirk Pitt en todos nosotros.
Una vez todos se hubieron marchado, Pitt se quedó a solas en el hangar, entre su colección de artefactos mecánicos, cada uno de ellos era un vestigio de su pasado. Con paso rígido se dirigió al barco que Maeve, Giordino y él habían construido en las Miserias y se metió en la cabina. Permaneció allí largo rato, perdido en sus recuerdos.
Seguía sentado en el interior del Magnífica Maeve cuando los primeros rayos del sol acariciaron el oxidado techo del viejo hangar al que Pitt llamaba hogar.
FIN
1 El término inglés bully significa «bravucón, camorrista». (N. del T.)
2 Aproximadamente siete millones de dólares de la época, o cerca de cincuenta millones de dólares actuales. (N. del A.)
3 Las siglas corresponden a las de la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas.
4 «Perseguimos el mismo arco iris, que nos aguarda tras el recodo, mi amigo Huckleberry, Moon River, y yo.» (N. del T.)