Publicado en
agosto 29, 2010
Introducción
En primer término les ruego que tengan presente que no abrigo esperanzas de que me crean esta historia. No se sorprenderían tampoco si hubieran presenciado una experiencia que tuve recientemente cuando, con la coraza de una ignorancia ingenua y estupenda, le narré alegremente a un Miembro de la Real Sociedad de Geología el meollo del asunto. Esto fue durante mi última visita a Londres.
Sin duda hubieran pensado que me descubrieron cometiendo un crimen no menos atroz que el de robar las Joyas de la Corona, o el de envenenar el café de Su Majestad el Rey.
El erudito caballero en quien deposité mi confianza se quedó helado antes que yo hubiera llegado a la mitad del relato, lo que lo salvó de salirse de sus casillas. Mis sueños de un Nombramiento Honorario, medallas de oro y un lugar en el Salón de Celebridades se desvanecieron en la fría aura de su reacción.
Pero yo creo que la historia es verdadera, y ustedes también lo creerían, así como el docto Miembro de la Real Sociedad de Geología, de haberla escuchado de los labios del hombre que me la contó a mí. Si hubieran visto, como yo, el fuego de la verdad en esos ojos grises; si hubieran percibido el timbre de sinceridad en esa voz apacible, si hubieran comprendido lo patético que era, ustedes también creerían. No hubieran exigido la evidencia ocular final que yo tuve del extraño animal ramforincóceo que él había traído consigo del mundo interior.
Lo conocí inesperadamente, en el linde del gran desierto del Sahara. Estaba de pie frente a una carpa de piel de cabra, en medio de un grupo de palmeras datileras, en un pequeño oasis. Había un aduar árabe de unas ocho o diez carpas en las cercanías.
Yo había bajado desde el norte a cazar leones. Mi partida consistía en una docena de hijos del desierto y yo era el único hombre "blanco". Mientras nos acercábamos al grupo pequeño de árboles divisé a aquel hombre que salía de su carpa y nos escudriñaba protegiéndose los ojos con la mano. Al verme, se lanzó rápidamente a nuestro encuentro.
- ¡Un hombre blanco! - exclamó -. ¡Gracias a Dios! He estado observándolos durante horas, esperando desesperado que esta vez hubiera un hombre blanco entre ustedes. Dígame la fecha. ¿En qué año estamos?
Cuando se lo dije trastabilló como si hubiera recibido un golpe en plena cara, de modo que se vio obligado a aferrarse a mi estribo para no perder el equilibrio.
- ¡Es imposible! - exclamó después de un instante. - ¡Es imposible! Dígame que está equivocado, que bromea...
- Le estoy diciendo la verdad, amigo - repliqué -. ¿Por qué habría de engañar a un desconocido, o intentar hacerlo, en algo tan simple como la fecha?
Se quedó callado durante un rato con la cabeza gacha.
- ¡Diez años! - musitó al fin -. Diez años, ¡y yo que pensaba que como mucho podía haber transcurrido algo más de uno!
Aquella noche me relató su historia, la historia que ahora transcribo con la mayor exactitud que mi memoria me permite.
CAPITULO 1
Hacia los fuegos eternos
Nací en Connecticut hace unos treinta años. Mi nombre es David Innes y mi padre era un acaudalado minero. Cuando yo tenía diecinueve años, falleció. Todas sus posesiones iban a ser mías en cuanto llegara a la mayoría de edad, a condición de que yo me dedicara con esmero, los dos años que faltaban, al gran negocio que habría de heredar.
Hice todo lo que pude por cumplir con los últimos deseos de mi padre, pero no por la herencia, sino porque lo amaba y respetaba, de modo que durante seis meses trabajé en las minas y en las oficinas, pues quería conocer todos los pormenores de la actividad.
Fue entonces cuando Perry me interesó en su invento. Era un hombre viejo que había dedicado la mayor parte de su larga vida a perfeccionar una excavadora subterránea mecánica. En sus momentos de ocio estudiaba paleontología. Revisé sus planos, escuché sus argumentos, inspeccioné el modelo armado y luego, convencido, puse a su disposición los fondos necesarios para construir una excavadora funcional de tamaño natural.
No entraré en los detalles de la construcción del aparato, que ahora está allí afuera, en el desierto, a unas dos millas de aquí. Mañana, tal vez tenga usted interés en ir a verlo. Se trata, aproximadamente, de un cilindro de acero de treinta metros de longitud, ensamblado de tal modo que puede girar y retorcerse a través de la roca sólida si es necesario. En un extremo hay un poderoso taladro impulsado por un motor que, según Perry, genera más potencia por centímetro cúbico que los demás por metro. Recuerdo que él solía afirmar que ese invento por sí solo podía hacernos fabulosamente ricos. Íbamos a dar a conocer el artefacto públicamente después del resultado exitoso de nuestra primera prueba secreta, pero Perry jamás retornó de ese viaje de prueba, y yo acabo de volver después de diez años.
Recuerdo como si fuera ayer esa noche memorable en que nos dispusimos a ensayar la utilidad de aquel maravilloso invento. Era casi medianoche cuando nos trasladamos a la alta torre donde Perry había armado su «topo de hierro», como era su costumbre llamarlo. El gigantesco hocico descansaba sobre la tierra rasa. Atravesamos las puertas que daban a la cámara externa, las cerramos, y luego de entrar en la cabina que contenía el mecanismo de control dentro del tubo interior, encendimos las luces.
Perry miró el generador, inspeccionó los inmensos tanques en donde se guardaban los elementos químicos con los que debía fabricar aire fresco para reponer el que gastábamos al respirar, y examinó los instrumentos de registrar la temperatura, la velocidad, la distancia y analizar las capas que habríamos de pasar.
Probó el dispositivo de conducción y revisó los poderosos engranajes que transmitían su increíble velocidad al torno gigante ubicado en la punta del extraño vehículo.
Nuestros asientos, a los cuales nos sujetamos con cinturones de seguridad, estaban dispuestos sobre barras transversales de manera que permaneciéramos en posición vertical aún cuando el vehículo se estuviera abriendo paso hacia abajo, hacia las entrañas de la tierra, corriendo horizontalmente sobre un gran filón de carbón o dirigiéndose verticalmente hacia la superficie.
Finalmente, todos los preparativos concluyeron. Perry inclinó la cabeza en un rezo, y durante un momento guardó silencio. Luego la mano del anciano asió la palanca de arranque, hubo un rugido espantoso debajo de nosotros - la gigantesca estructura vibró y se estremeció - seguido por un estruendo provocado por el paso de la tierra menos firme por el espacio hueco entre la cámara interna y la externa. ¡Habíamos partido!
El estrépito era ensordecedor; la sensación, espantosa.
Durante un minuto entero ninguno de los dos atinamos a hacer otra cosa que no fuera aferrarnos con la proverbial desesperación del ahogado a los brazos de nuestros asientos oscilatorios. Entonces Perry echó un vistazo al termómetro.
- ¡Demonios! - exclamó -. ¡No es posible! ¡Rápido! ¿Qué indica el contador de distancia?
Este, junto con el velocímetro, estaba ubicado en mi costado de la cabina, y cuando me volví para leerlo, pude oír que Perry refunfuñaba.
- Un aumento de diez grados. ¡No es posible! - decía, y luego lo vi tironear del volante frenéticamente.
Cuando al fin pude hallar la diminuta aguja en la tenue luz, comprendí la evidente excitación de Perry y se me hizo un nudo en la garganta. Pero al hablar disimulé el miedo que me acosaba.
- Habrán pasado más de doscientos metros, Perry - dije -, antes que puedas colocarlo en posición horizontal.
- Será mejor que me des una mano, entonces - respondió -, porque no puedo cambiar la dirección yo solo. Dios quiera que con nuestras fuerzas combinadas lo logremos. De otra forma estamos perdidos.
Me arrastré hasta el anciano, sin duda de que la gran rueda cedería al instante bajo la presión de mis músculos jóvenes y vigorosos. Y mi confianza no era mera vanidad, pues mi físico siempre había sido motivo de envidia y admiración de mis compañeros. Y por esa misma razón se había desarrollado aún más de lo que la naturaleza se había propuesto, ya que mi orgullo natural por mi excepcional fortaleza me había llevado a cuidar y perfeccionar mi cuerpo y mis músculos por todos los medios posibles. Entre el boxeo, el fútbol y el béisbol, había estado entrenándome desde la niñez.
Y así fue como, con la mayor confianza me aferré al enorme aro de metal; pero a pesar de poner cada gramo de mi fuerza en la tarea, no logré mejor resultado que Perry. La rueda no se movió en absoluto. ¡Aquel inexorable e insensato aparato nos llevaba en línea recta hacia la muerte!
Finalmente abandoné mi esfuerzo inútil y, sin pronunciar una palabra, volví a mi asiento. Las palabras sobraban, al menos a mí entender, salvo que Perry quisiera rezar. Y yo estaba seguro de que lo haría, pues nunca dejaba escapar oportunidad alguna en que pudiera intercalar una plegaria. Rezaba cuando se levantaba a la mañana, rezaba antes de comer, rezaba después de haber comido y, antes de acostarse a la noche, volvía a rezar. Fuera de estas ocasiones, a menudo hallaba pretextos para rezar, aun cuando el motivo pareciese un tanto inverosímil a mis ojos mundanos. Ahora que estaba a punto de morir, tenía la certeza de que sería testigo de una verdadera orgía de oraciones, si se me permite referirme a un acto tan solemne de semejante forma.
Pero para mi asombro descubrí que, con la muerte pisándole los talones, Abner Perry se había transformado en un nuevo ser. Fluían de sus labios, no ya plegarias, sino un cristalino torrente de juramentos dirigidos a ese terco pedazo de maquinaria impasible.
- Yo hubiera pensado, Perry - le dije reprendiéndolo -, que un hombre tan declaradamente religioso se pondría de rodillas en vez de soltar blasfemias ante una muerte inminente.
- ¡La muerte! - gritó -. ¿Es la muerte lo que te aterra? Eso no es nada en comparación con la pérdida que ha de sufrir el mundo. ¿No ves, David, que con este cilindro de hierro hemos abierto horizontes apenas soñados por la ciencia? Hemos dominado un nuevo principio y con él hemos dado vida a un pedazo de acero con la fuerza de diez mil hombres. El hecho de que dos vidas se extingan no es nada frente a la calamidad que implica la sepultura en el seno de la tierra de los descubrimientos que he hecho, comprobados por la exitosa construcción del aparato que nos lleva ahora cada vez más hacia los fuegos eternos centrales.
Debo admitir francamente que, por lo que a mí me concernía, me preocupaba mucho más nuestro futuro inmediato que cualquier incierta pérdida que pudiera estar a punto de sufrir el mundo, Al menos el mundo desconocía lo que se perdía, mientras que para mí era una terrible y flagrante realidad.
- ¿Qué podemos hacer? - pregunté ocultando mi desasosiego tras la máscara de un tono de voz bajo y tranquilo.
- Podemos detenernos aquí y morir de asfixia cuando se acabe el oxígeno de los tanques -respondió Perry -, o podemos seguir adelante con la leve esperanza de lograr desviar la excavadora de la dirección vertical para hacerla describir un gran semicírculo que eventualmente nos conduzca a la superficie. Si conseguimos hacerlo antes de llegar a las temperaturas internas más elevadas, hay posibilidades de sobrevivir. Yo diría que hay una posibilidad entre varios millones de lograrlo. Si fracasamos moriremos más rápidamente pero no más violentamente que si permanecemos supinos esperando la agonía de una muerte lenta y horrible.
Miré el termómetro. Marcaba 43 grados. Mientras hablábamos, el gran topo de hierro había taladrado más de una milla de roca de la corteza terrestre.
- Continuemos, entonces - dije -. A este paso pronto habrá terminado todo. Nunca insinuaste que esta cosa alcanzaría semejante velocidad, Perry. ¿No lo sabías?
- No - contestó -. No pude calcular con exactitud la velocidad, pues no tenía instrumentos para medir la inmensa potencia de mi generador. Estimé, sin embargo, que debía de andar a unos quinientos metros por hora.
- Y estamos yendo a doce kilómetros por hora - concluí, con la mirada fija en el cuentakilómetros -. ¿Qué espesor tiene la corteza terrestre, Perry? - pregunté.
- Hay casi tantas conjeturas al respecto como geólogos - fue la respuesta -. Hay quienes lo calculan en alrededor de cuarenta y ocho kilómetros, porque el calor interno, que aproximadamente aumenta a razón de medio grado cada veinte o veinticinco metros de profundidad, sería suficiente como para fundir aun la más refractaria de las sustancias a esa distancia. Otros afirman que, dados los fenómenos de procesión y rotación, la tierra, si no totalmente sólida, debe de tener al menos una cáscara de no menos de mil trescientos o mil seiscientos kilómetros de espesor. Allí tienes tu respuesta. Puedes elegir.
- ¿Y en caso de ser sólida? - pregunté.
- Da lo mismo para nosotros, David - contestó Perry -. En el mejor de los casos, nuestro combustible será suficiente para que andemos tres o cuatro días, mientras que el aire no puede durar más de tres. Ni uno ni otro bastan, por consiguiente, para llevarnos sanos y salvos a través de trece mil kilómetros de roca hasta las antípodas.
- Si la corteza tiene suficiente espesor nos detendremos definitivamente en un punto entre mil y mil doscientos kilómetros bajo la superficie de la tierra; pero en el transcurso de los últimos doscientos cincuenta kilómetros de nuestro viaje seremos cadáveres. ¿No es así? - pregunté.
- Completamente, David. ¿Tienes miedo?
- No lo sé. Todo ocurrió tan repentinamente que creo que ambos a duras penas nos damos cuenta de lo realmente espantosa que es nuestra situación. Tengo la sensación de que debería estar lleno de pánico, pero no lo estoy. Supongo que el impacto ha sido tan fuerte como para aturdir parcialmente nuestra sensibilidad.
Nuevamente me volví hacia el termómetro. El mercurio ascendía con más lentitud. Marcaba ahora apenas 60 grados, aunque habíamos penetrado a una profundidad de casi siete kilómetros. Le informé a Perry y éste sonrió.
- Hemos echado por tierra una teoría al menos - fue su única observación, y luego volvió a la tarea que se había impuesto de vituperar con elocuencia contra el volante. En una ocasión yo había oído jurar a un pirata, pero sus más logrados esfuerzos hubieran parecido los de un novato al lado de las imprecaciones imperiosas y científicas de Perry.
Una vez más intenté mover el volante, pero hubiera sido igual tratar de hacer virar la tierra misma. En respuesta a mi sugerencia, Perry detuvo el generador, y cuando nos detuvimos me arrojé nuevamente con saña en un esfuerzo supremo por mover el dispositivo, aunque no fuera más que un milímetro, pero los resultados fueron tan infructuosos como cuando avanzábamos a toda velocidad.
Sacudí tristemente la cabeza y señalé la palanca de arranque. Perry le dio un tirón, y una vez más nos zambullimos verticalmente hacia la eternidad, a razón de doce kilómetros por hora. Me quedé sentado con los ojos fijos en el termómetro y el cuentakilómetros. El mercurio subía muy lentamente ahora, pese a que ya a 63 grados era casi insoportable estar dentro de los reducidos límites de nuestra prisión de acero.
Alrededor del mediodía, es decir unas doce horas después de nuestra partida en este desventurado viaje, habíamos penetrado a una profundidad de ciento cuarenta kilómetros, punto en el cual el termómetro registraba una temperatura de 67 grados.
Perry parecía más esperanzado, aunque no pude conjeturar con qué exiguo alimento nutría su optimismo. Había trocado las injurias por canciones, y supuse que la tensión había terminado por afectarle la mente. Durante varias horas no nos habíamos hablado más que para que yo le comunicara cada tanto, a su solicitud, los registros de los instrumentos. Mis pensamientos estaban plagados de inútiles remordimientos. Recordé numerosos actos de mi pasado que hubiera querido borrar con unos años más de vida. Estaba aquel asunto de los Comunes Latinos en Andover, donde Calhoun y yo habíamos puesto pólvora en la estufa y por poco liquidamos a uno de los directores. Y después... Pero qué importaba, estaba por morir y expiar éstas y muchas otras culpas más. El calor ya era bastante como para darme un anticipo del más allá. Unos pocos grados más y sentí que perdería el conocimiento.
- ¿Cuáles son ahora los registros, David? - la voz de Perry interrumpió mis sombrías reflexiones.
- Ciento cincuenta kilómetros y 67 grados - repliqué.
- ¡Dios mío, pero hemos hecho trizas esa teoría de la corteza de cuarenta y ocho kilómetros! - exclamó regocijado.
- De mucho nos va servir ahora - gruñí.
- Pero, hijo mío - continuó él -, ¿no te dice nada ese registro de la temperatura? ¡Sí no ha variado en los últimos diez kilómetros! ¡Piénsalo, hijo!
- Sí, estoy pensando - respondí -; pero ¿de qué valdrá, cuando se consuma nuestra provisión de aire, que la temperatura sea de 67 o de 67.000 grados? Estaremos igualmente muertos, y de todas formas nadie notará la diferencia.
Pero debo admitir que, por algún motivo inexplicable, la estabilidad de la temperatura renovó mis esperanzas desfallecientes. No podía explicar qué era lo que esperaba, ni intenté hacerlo. El hecho mismo, como Perry se afanó en explicar, de que se derrumbasen varias doctas hipótesis científicas dejaba en claro que no podíamos saber lo que nos aguardaba en las entrañas de la tierra. Por lo tanto podíamos seguir alentando una esperanza en tanto estuviéramos con vida, hasta cuando la esperanza ya no tuviera importancia para nuestra felicidad. Era un razonamiento convincente y lógico, y opté por adoptarlo.
Cuando llegamos a los ciento sesenta kilómetros, ¡la temperatura había descendido a 66,5 grados! Cuando se lo anuncié a Perry, me abrazó.
De ahí en adelante, hasta el mediodía del segundo día, la temperatura siguió bajando hasta ser tan incómodamente fría como antes había sido insoportablemente cálida. A los trescientos ochenta kilómetros de profundidad nuestros olfatos fueron asaltados, por abrumadores vapores de amoníaco y la temperatura había bajado a 24 grados bajo cero. Sufrimos durante casi dos horas ese frío intenso y penetrante hasta que, a una distancia de alrededor de trescientos noventa kilómetros de la superficie de la tierra, penetramos en un estrato de hielo sólido donde el mercurio subió rápidamente hasta el cero grado. Durante las tres horas siguientes atravesamos quince kilómetros de hielo macizo, y finalmente, llegamos a una nueva serie de estratos impregnados de amoníaco, donde la temperatura volvió a descender a veinticuatro bajo cero.
Lentamente volvió a ascender hasta que nos convencimos, al fin, de que nos aproximábamos al interior hirviente de la tierra. A los seiscientos cuarenta kilómetros la temperatura había alcanzado los 67 grados. Febrilmente miré el termómetro. El mercurio subía poco a poco. Perry había dejado de cantar y esta vez se había puesto a rezar.
Nuestras esperanzas habían recibido tal golpe mortal que gradualmente se incrementaba parecía, nuestra imaginación deformada, mucho mayor de lo que era. Durante una hora más observé la implacable columna de mercurio que ascendía, más y más, hasta que a los seiscientos sesenta kilómetros se inmovilizó en 67 grados. Ahora empezábamos a estar enteramente pendientes de aquellos registros, y los mirábamos jadeando de angustia.
Sesenta y siete grados había sido la máxima temperatura alcanzada antes de la capa de hielo. ¿Se detendría nuevamente en ese punto o seguiría aumentando despiadadamente? Sabíamos que no nos quedaban esperanzas, pero nos aferrábamos a la vida misma y seguíamos con esperanzas, aun frente a la evidencia concreta.
Ya los tanques de aire estaban menguando y apenas quedaban los suficientes y preciados gases como para durar dos horas más. Pero, ¿estaríamos acaso vivos para saberlo? parecía increíble.
A los seiscientos sesenta kilómetros volví a leer el registro.
- ¡Perry, compañero! ¡Está bajando! Está en 66 grados y medio.
- ¡Demonios. ¿Qué querrá decir? ¿Es posible que la Tierra esté fría en el centro?
- No lo sé Perry - contesté -; pero gracias a Dios, si he de morir no será quemado.
Eso es todo lo que yo temía. Puedo soportar la idea de cualquier forma de muerte menos ésa.
El mercurio seguía bajando hasta alcanzar el mismo nivel que a los doce kilómetros de la superficie de la tierra, y de repente la conciencia de que la muerte estaba a un paso nos dio de lleno en la cara. Perry fue el primero en descubrirlo. Lo vi manipular las válvulas que regulaban la entrada de aire y al mismo tiempo, sentí dificultad para respirar. La cabeza me daba vueltas, los brazos y las piernas me pesaban.
Vi que Perry se desplomaba en su asiento. Se sacudió y volvió a erguirse. Luego se volvió hacia mí.
- Adiós, David - dijo - supongo que éste es el fin - sonrió y cerró los ojos.
- Adiós, Perry, y buena suerte - le contesté, sonriéndole a mi vez. Pero seguí luchando contra el letargo. Yo era muy joven y no quería morir.
Durante una hora luché contra la implacable muerte que me envolvía y me rodeaba por todos lados, al principio descubrí que, trepándome al armazón podía hallar más cantidad de los preciosos elementos vitales y por un tiempo éstos me sostuvieron. Debía de haber transcurrido una hora desde que Perry había caído, cuando al fin me di cuenta de que ya no podía seguir en esta desigual contienda contra lo inevitable.
Con un último y débil rayo de conocimiento me volví automáticamente hacia el cuentakilómetros. Estábamos exactamente a ochocientos kilómetros de la superficie, entonces, de pronto, el enorme vehículo quedó detenido. El tamborileo de las piedras sueltas, a través de la cámara hueca cesó. La loca carrera del gigantesco torno me dio la pauta de que estaba moviéndose en un medio de aire. En ese instante, me di cuenta de otra cosa. La punta de la excavadora estaba arriba de nosotros. Lentamente comprendí que desde que habíamos atravesado el estrato de hielo había estado en esa posición. Habíamos cambiado de rumbo adentro nos habíamos dirigido nuevamente hacia la corteza terrestre. ¡Gracias a Dios! ¡Estábamos a salvo!
Me aproximé al tubo con el cual debíamos recoger las muestras durante la travesía por la tierra, y mis más fervorosas esperanzas se confirmaron: un torrente de aire fresco fluía hacia el interior de la cabina de hierro. El impacto que me produjo la reacción me hizo perder el conocimiento.
CAPITULO 2
Un mundo extraño
Estuve inconsciente poco más de un segundo, pues me caí de la viga transversal, a la cual había estado aferrado, el choque contra el piso me volvió en mí.
Mi primera preocupación fue Perry. Me horrorizó la idea que a un paso de la salvación, pudiera estar muerto.
Le abrí la camisa de un tirón y apoyé el oído en su pecho. Casi di un grito de alivio: su corazón latía con regularidad.
Mojé el pañuelo en el tanque de agua y se lo pasé varias veces por la frente y las mejillas. En unos instantes, el abrirse de sus párpados recompensó mis esfuerzos.
Durante unos instantes se quedó tendido con los ojos desorbitados sin decir nada. Luego su mente confusa se fue aclarando, y se incorporó husmeando el aire con una expresión de asombro en el rostro.
- ¡Pero, David - exclamó al fin -, si es aire, tan seguro como que estoy con vida! Pero... pero, ¿qué significa? ¿Dónde diablos estamos? ¿Qué ha ocurrido?
- Significa que hemos vuelto a la superficie, Perry - repuse -, pero a dónde, no tengo idea. Aún no abrí las compuertas. Estuve ocupado haciéndote revivir. ¡Hombre, te salvaste por un pelo!
- ¿Dices que hemos vuelto a la superficie, David? ¿Cómo es posible? ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?
- No mucho. Pasa que dimos la vuelta en el estrato de hielo. ¿No recuerdas que nuestros asientos rotaron repentinamente? Después de eso, el taladro se colocó encima de nosotros en lugar de abajo. No le prestamos atención en ese momento, pero ahora lo recuerdo.
- ¿Quieres decir que volvimos hacia atrás desde estrato de hielo? Eso es imposible. La excavadora no puede de virar si no se desvía la punta. Si la punta hubiera sido desviada desde afuera por alguna fuerza o resistencia externa el volante hubiera respondido moviéndose. El volante no ha cambiado de posición desde que salimos, David. Tú lo sabes.
Lo sabía; pero allí estábamos, con nuestro taladro zumbando en la intemperie y las abundantes ráfagas que llenaban la cabina.
- No pudimos haber cambiado de rumbo en la capa de hielo, Perry; lo sé tan bien como tú - contesté -; pero el hecho es que ocurrió, pues aquí estamos, en este preciso instante, en la superficie otra vez, y quiero saber dónde exactamente.
- Mejor será esperar hasta que amanezca, debe de ser medianoche, ahora.
Eché un vistazo al cronómetro.
- Las doce y media. Hemos estado afuera setenta y dos horas, así que tiene que ser medianoche. De todos modos quiero mirar ese bendito cielo que pensé que nunca volvería a ver - y con estas palabras levanté las trancas de la compuerta interior y la abrí. Había ante mí cantidad de materia suelta en la cámara, y tuve que removerla con una pala para llegar a la puerta externa.
En poco tiempo había despejado suficiente tierra y piedra como para dejar libre la puerta de afuera. Perry estaba directamente a mis espaldas cuando la hice girar sobre sus goznes. La mitad superior estaba sobre el nivel del suelo. Con una expresión de sorpresa me volví a mirarlo a Perry. ¡Era pleno día afuera!
- Algo anduvo mal, sean nuestros cálculos o el cronómetro - dije. Perry sacudió la cabeza. Había una mirada de extrañeza en sus ojos.
- Miremos más allá de esa puerta, David - exclamó.
Salimos juntos y nos encontramos contemplando en silencio un paisaje hermoso y extraño a la vez. Una playa baja y llana que llegaba hasta el mar se extendía ante mí hasta donde era posible ver, la superficie del agua estaba plagada de incontables islotes diminutos, algunos de maciza roca de granito, otros desbordando vegetación tropical, adornada por esplendorosas flores.
Detrás de nosotros se levantaba un bosque oscuro e impenetrable de gigantescos helechos arbóreos entremezclados con las especies más comunes y primitivas de los bosques tropicales. Enormes enredaderas pendían entre árbol y árbol como lazos gigantes, y la densa maleza formaba una maraña entre los árboles y troncos caídos.
En los límites externos podíamos vislumbrar el mismo colorido espléndido que realzaba a los islotes, pero entre las sombras espesas todo parecía penumbroso y lúgubre como una tumba.
Y sobre todo esto, el sol de mediodía derramaba sus tórridos rayos desde un cielo sin nubes.
- ¿Dónde diablos estamos? - pregunté, volviéndome hacia Perry.
Durante unos momentos el anciano no respondió. Estaba parado con la cabeza gacha, absorto en sus pensamientos.
Pero al fin habló.
- David - dijo -, no estoy del todo seguro de que estemos en la tierra.
- ¿Que quieres decir, Perry? - exclamé -. ¿Supones acaso que estamos muertos, y que éste es el cielo?
Sonrió y, girando sobre sus talones, señaló el hocico de la excavadora que sobresalía del suelo a nuestras espaldas.
- De no ser por eso, David, diría que estamos en un paraíso celestial. La excavadora desmiente esa teoría. No cabe duda de que no hubiera llegado al cielo. Estoy, sin embargo, dispuesto a admitir que en realidad, estamos en un mundo distinto del que conocemos. Si no estamos sobre la tierra, tenemos motivos de sobra para suponer que estamos dentro de ella.
- Posiblemente hayamos deambulado a través de la corteza terrestre y emergido en alguna isla tropical de las Antillas - sugerí yo, pero nuevamente Perry movió la cabeza.
- Ya lo sabremos, David - repuso -, y mientras tanto podríamos explorar a lo largo de la costa. Tal vez hallemos algún nativo que nos resuelva el enigma.
Mientras caminábamos por la playa, Perry miraba larga detenidamente hacia el agua. Era evidente que se estaba devanando los sesos frente a un formidable problema.
- David - dijo abruptamente -, ¿no percibes algo raro en el horizonte?
Cuando me puse a observar con detenimiento, comencé a advertir el motivo de la rareza del paisaje que me había obsesionado desde el principio con una alucinante impresión de lo sobrenatural: ¡no había horizonte! Hasta donde podía verse, el mar se prolongaba con los islotes que flotaban en su seno, los más lejanos, reducidos a diminutos puntos; pero detrás de ellos seguía infinitamente el mar, hasta que la sensación de estar mirando hacia arriba, al punto más lejano, parecía muy real. La distancia se perdía en la distancia misma. Eso era todo: no había un trazo horizontal definido que marcara la pendiente del globo al hundirse bajo la línea de la visión.
- Una idea se está empezando a formar en mi mente - prosiguió Perry, extrayendo su reloj -. Creo que he resuelto en parte el misterio. Son ahora las dos. Cuando salimos de la excavadora el sol estaba directamente sobre nuestras cabezas. ¿Dónde está ahora?
Miré hacia arriba y vi que el enorme astro estaba aún inmóvil en medio del cielo. ¡Y qué sol! Apenas le había prestado atención hasta ese momento. Tenía por lo menos tres veces el tamaño del sol que yo conocía de toda mi vida, y estaba aparentemente tan cerca que, viéndolo le daba a uno la impresión de poder tocarlo con sólo estirar el brazo.
- ¡Dios mío, Perry! ¿Dónde estamos? - exclamé azorado -. Este asunto está empezando a sacarme de quicio.
- Creo que puedo aseverar rotundamente, David - comenzó a decir -, que estamos en... - pero no pudo seguir más. A nuestras espaldas, desde las proximidades de la excavadora, surgió el rugido más ensordecedor y terrorífico que jamás había oído. Nos volvimos ambos al mismo tiempo para averiguar la causa de tan espantoso ruido.
De haber seguido yo con la presunción de que aún estábamos sobre la tierra, el espectáculo que vieron mis ojos la hubiera disipado definitivamente. Una bestia colosal, que se asemejaba mucho a un oso, estaba emergiendo de entre la maleza. Era tan voluminosa como el elefante más grande y sus patas estaban armadas de gigantescas zarpas. Su hocico pendía a unos treinta centímetros por debajo de la mandíbula inferior, a guisa de una rudimentaria trompa. Tenía el enorme cuerpo cubierto por un espeso y áspero pelaje.
Se acercó a nosotros rugiendo horriblemente, con trote pesado y bamboleante. Me volví hacia Perry para sugerirle que buscáramos un sitio más seguro; pero, evidentemente, la idea ya se le había ocurrido a él pues estaba a cien pasos de distancia y ésta aumentaba segundo a segundo con sus prodigiosos saltos. Nunca había podido yo sospechar las posibilidades latentes de velocidad que poseía aquel viejo caballero.
Vi que se dirigía hacia un punto del bosque que sobresalía en dirección al mar, no lejos de donde habíamos estado parados. Al ver que la formidable bestia - cuya aparición había espoleado de manera tan notable a Perry - se acercaba a mí, resueltamente, empecé a seguir a mi compañero, aunque a un paso algo más decoroso. Era evidente que el corpulento animal no podía correr demasiado rápido, por lo que lo único que me parecía necesario era llegar hasta los árboles con la suficiente ventaja como para treparme a un lugar seguro, en una rama alta, antes que me alcanzara.
A pesar del peligro, no pude menos que reírme ante las desesperadas tentativas de Perry de ponerse a salvo subiéndose a las ramas bajas de los primeros árboles. Los troncos estaban pelados hasta una altura de unos cinco metros, al menos los de aquellos árboles que Perry procuraba escalar, los cuales, como eran los más voluminosos del bosque, evidentemente le habían dado mayor sensación de seguridad. Una docena de veces trató de treparse a los troncos como un enorme gato, y tras cada intento volvía a caer al suelo. Luego de cada nuevo fracaso echaba una mirada de terror hacia la bestia que se acercaba, emitiendo simultáneamente alaridos despavoridos que despertaban los ecos de aquel bosque macabro.
Al fin, echó el ojo a una liana del grosor de la muñeca de un hombre, y cuando llegué hasta los árboles estaba trepando frenéticamente, poniendo una mano sobre la otra. Había casi alcanzado la rama más baja del árbol del cual pendía la liana cuando ésta cedió bajo su peso y cayó despatarrado a mis pies.
La desgracia ya no resultaba divertida, pues la fiera se había acercado peligrosamente. Tomé a Perry por el hombro, lo puse de pie, y corriendo hacia un árbol más pequeño - uno al cual pudiera aferrarse con las manos y los pies - le di un empujón hacia arriba con todas mis fuerzas. Allí lo dejé para que se las arreglara solo, pues un vistazo por encima de mi hombro me permitió advertir que el espantoso animal estaba casi sobre mí.
El desmesurado tamaño de la bestia fue lo que me salvó. Su enorme mole le restaba la agilidad necesaria para luchar contra la flexibilidad de mis músculos jóvenes. Por lo tanto pude esquivarla y ponerme detrás antes que sus lerdas reacciones le permitieran girar hacia donde yo estaba.
Los escasos segundos de gracia que esto me concedió me permitieron ponerme a salvo en lo alto de un árbol que se hallaba a unos pasos de aquel donde Perry se había finalmente resguardado.
¿He dicho a salvo? En ese momento creí que estábamos seguros, y Perry también lo supuso. Él estaba rezando - alzando la voz para agradecer que estuviéramos fuera de peligro - y acababa de terminar una especie de himno de gracias porque aquel ser no pudiera subir a los árboles, cuando la bestia, sin que nada lo hiciera prever se irguió sobre las patas traseras y su enorme cola, y extendió sus temibles zarpas hacia la rama donde Perry estaba agazapado.
El rugido casi no se oyó por el grito de terror de Perry, que estuvo a punto de caer de cabeza en las fauces abiertas que lo esperaban, tan impetuosa fue su precipitación por dejar la rama donde estaba. Con un profundo suspiro de alivio lo vi llegar sano y salvo a una rama superior.
Y entonces, lo que hizo la bestia, nos heló a ambos la sangre con un renovado espanto. Aferrando el tronco del árbol con sus poderosas zarpas, lo sacudió con toda la fuerza de su inmensa mole y la irresistible potencia de sus formidables músculos. Lenta, pero implacablemente, el tronco empezó a doblarse y centímetro a centímetro fue subiendo las zarpas a medida que el árbol se inclinaba. Perry se sostenía, pero los dientes le castañeteaban de espanto. Trepaba cada vez más alto en el árbol doblado y oscilante. Cada vez más rápidamente se acercaba la copa al suelo.
Entonces me di cuenta por qué la fiera estaba armada con tamañas zarpas, pues el uso que les daba era precisamente aquél que la naturaleza había previsto. Aquella criatura semejante al perezoso era herbívora, y para alimentar semejante cuerpo debía desnudar árboles enteros de su follaje. La razón de que nos atacara podía atribuirse a un mal temperamento, como el que posee el feroz y tonto rinoceronte de África. Pero estas fueron consideraciones posteriores. En ese momento yo estaba demasiado preocupado por la suerte de Perry como para pensar en otra cosa que no fuera algún modo de salvarlo de la muerte que rondaba tan cercana.
Sabiendo que podía dejar atrás al torpe animal en un espacio abierto, dejé mi refugio entre las ramas con la intención de distraer la atención de la bestia el tiempo suficiente como para que Perry encontrara amparo en un árbol más grande. Había unos cuantos en las cercanías que ni siquiera la inmensa fuerza del monstruo podría torcer.
En el instante de tocar el suelo tomé una rama quebrada de la maraña que alfombraba el suelo del bosque, y poniéndome detrás del lomo peludo de la bestia sin que ésta lo notara, le descargué un tremendo golpe. El plan resultó como arte de magia, pero entonces desapareció todo rastro de la lentitud que yo le había atribuido a la bestia. Soltó el tronco con inaudita agilidad y se puso en cuatro patas, al mismo tiempo que blandía su temible cola con una fuerza que me hubiera fracturado todos los huesos de haber dado en el blanco. Afortunadamente, me había dado vuelta para huir en el preciso momento que sentí que el golpe daba en aquel lomo monumental.
Cometí el error de correr por la orilla del bosque en lugar de dirigirme hacia la playa abierta, de modo que al poco tiempo me había hundido hasta las rodillas en el manto de vegetación putrefacto y la bestia se iba acercando rápidamente mientras yo tropezaba y forcejeaba por librarme.
Un tronco caído me dio un segundo de ventaja, pues parándome sobre él pude saltar hasta otro que había unos pasos más adelante, y de este modo logré evitar la masa blanda y espesa que cubría el suelo. Pero este camino zigzagueante que me veía obligado a tomar me demoraba tanto que mi perseguidor me iba dando alcance progresivamente.
De repente oí a mis espaldas una confusión de aullidos y ladridos estridentes y tajantes, semejantes a los que produce una manada de lobos al acosar a una presa. Involuntariamente me volví para averiguar la causa de ese nuevo y amenazador estrépito y la consecuencia fue que perdí el equilibrio y caí de bruces en la húmeda maleza.
Mi titánico contrincante estaba tan cerca que sabía que iba a sentir el peso de una de sus afiladas zarpas antes que pudiera levantarme, pero para mi gran sorpresa, eso no ocurrió. La confusión de aullidos y gruñidos que había oído antes parecía estar ahora muy cerca de mí, y cuando me incorporé sobre las manos para mirar hacia atrás, vi qué era lo que había apartado al dírito, - como luego supe que se llamaba - de mi persecución.
Una manada de alrededor de un centenar de criaturas lobunas - parecían perros salvajes - había rodeado al perezoso y lo atacaban desde todos lados, hincando sus blancos colmillos en la carne del torpe animal y retrocediendo para que no les alcanzasen sus poderosos zarpazos y coletazos.
Pero eso no fue lo único que percibieron mis ojos atónitos. Farfullando excitada e ininteligiblemente a través del bosque venía un grupo de seres de aspecto humanoide azuzando evidentemente a la jauría. Eran de una apariencia muy semejante a la del negro africano: tenían la piel muy oscura y las facciones pronunciadamente negroides, aunque la cabeza era más chata por encima de los ojos de modo que apenas tenían frente. Sus brazos eran algo más largos y las piernas más cortas en proporción con el torso, comparados con la del hombre, y más tarde observé que los dedos de los pies sobresalían en ángulo recto. Esto se debía, supongo, a sus costumbres arbóreas. Además, tenían una cola larga y sinuosa que utilizaban, lo mismo que las manos y los pies, para escalar árboles.
Me había puesto de pie no bien vi que los perros mantenían a raya al dírito. Al verme, varios de aquellos feroces animales abandonaron a su presa para dirigirse hacia mí mostrando los colmillos, y cuando me volví para huir en procura del refugio que ofrecían los árboles, advertí que había una cantidad de hombres-monos que saltaban y gritaban en el follaje del árbol más cercano.
Entre ellos y las bestias a mis espaldas no había mucho que elegir, pero al menos existía la duda en cuanto al recibimiento que pudieran darme aquellos grotescos remedos de hombres, mientras que no cabía ninguna duda del destino que me aguardaba entre los dientes de mis salvajes perseguidores.
Me precipité, pues, hacia los árboles con el propósito de pasar por debajo de aquellos donde se hallaban los humanoides y refugiarse en alguno más alejado. Los perros me pisaban los talones y yo había perdido ya la, esperanza de salvarme, cuando una de las criaturas que estaban en un árbol se hamacó con la cola enroscada en una rama y, aferrándome por debajo de las axilas, me subió a un sitio seguro.
Sus compañeros se pusieron a examinarme con la mayor curiosidad y me tocaban la ropa, el cabello y el cuerpo. Me dieron vuelta para ver si yo tenía cola, y al descubrir que no la poseía rompieron a reír sonoramente. Tenían una dentadura muy blanca y pareja, excepto los caninos superiores, que eran un poco más alargados que los demás dientes y asomaban apenas cuando cerraban la boca.
Después de revisarme un rato descubrieron que mi ropa no formaba parte de mí, con el resultado de que me arrancaron prenda tras prenda entre las más divertidas carcajadas. Como monos, intentaron vestirse ellos con mis ropas, pero no se dieron maña suficiente para hacerlo y pronto desistieron de su propósito.
Mientras tanto yo había estado esforzándome por tratar de ver dónde estaba Perry, pero no lo distinguía en ninguna parte, aunque el grupo de árboles donde se había refugiado se veía claramente. Estaba muy afligido por el temor de que algo le hubiera sucedido, y aunque lo llamé a gritos repetidas veces no obtuve respuesta.
Cuando se cansaron finalmente de jugar con mis ropas, las arrojaron al suelo, y asiéndome uno de cada brazo iniciaron una travesía por las copas de los árboles con una rapidez espeluznante. Nunca he experimentado un viaje así ni antes ni después de esa ocasión, y aun hoy día suelo despertarme de un profundo sueño acosado por el horrendo recuerdo de esa experiencia.
Las ágiles bestias saltaban de árbol en árbol como ardillas voladoras. Un sudor frío me bañaba la frente cuando miraba hacía abajo desde aquella altura, puesto que, bastaba un solo paso en falso de cualquiera de mis portadores para que me precipitase al vacío. Mientras me transportaban, sentía mi mente colmada de pensamientos que me azoraban. ¿Qué había sido de Perry? ¿Lo volvería a ver alguna vez? ¿Cuáles eran las intenciones de esos seres semihumanos en cuyas manos había caído? ¿Eran habitantes del mismo mundo en que yo había nacido? ¡No! No era posible. Pero ¿de dónde, entonces? Yo no había abandonado la tierra. De eso estaba seguro. Pero tampoco podía conciliar las cosas que veía con la creencia de que todavía estaba en mi propio mundo. Con un suspiro me di por vencido.
CAPITULO 3
Un cambio de amos
Debíamos de haber viajado varios kilómetros a través del oscuro y tétrico bosque cuando repentinamente llegamos a una aldea construida en lo alto de las ramas de los árboles. A medida que nos acercábamos mi escolta empezó a proferir un ruidoso griterío que fue contestado desde adentro inmediatamente, y un instante más tarde un enjambre de seres de la misma raza extraña que aquellos que me habían capturado salió a nuestro encuentro. Otra vez fui el centro de atracción de una estrepitosa horda. Me llevaron a empellones de un lado a otro, pellizcando y manoseándome hasta llenarme de moretones. No creo, sin embargo, que lo hicieran por maldad o crueldad, pues yo era una cosa curiosa, un fenómeno, un nuevo juguete, y sus mentes pueriles requerían la evidencia sumada de todos sus sentidos para respaldar el testimonio de sus ojos.
Luego me arrastraron hacia el interior de la aldea, que consistía en varios cientos de toscos refugios hechos de ramas y hojas y asentados en los árboles. Las chozas se hallaban comunicadas unas con otras por medio de troncos y ramas secas que formaban como calles sinuosas. El conjunto de las viviendas y puentes formaba un piso casi compacto que distaba unos veinte metros del suelo.
Me pregunté por qué aquellas ágiles criaturas precisaban esos puentes comunicantes, pero cuando más tarde vi la gran cantidad de animales semisalvajes que poblaban la aldea, comprendí la necesidad de las calles. Había una serie de aquellos mismos feroces perros que habíamos dejado ocupados con el dírito, y unos animales cabrunos cuyas abultadas ubres explicaban el motivo de su presencia.
Mis guardias me detuvieron frente a una de las chozas y me empujaron hacia adentro. Dos de los simiescos personajes se pusieron en cuclillas frente a la entrada, sin duda para impedir que me escapara, aunque yo no tenía la menor idea de hacia dónde podría haberme escapado. Apenas hube entrado en la densa oscuridad del interior, mis oídos percibieron una voz familiar que oraba.
- ¡Perry! - exclamé -. ¡Mi querido y viejo Perry! Gracias a Dios que estás a salvo.
- ¡David! ¿Es posible que hayas escapado? Y el anciano vino vacilante a mi lado y me abrazó.
Me había visto caer delante del dírito y luego lo había tomado prisionero un grupo de hombres-monos que lo había llevado a través de los árboles hasta la aldea. Sus secuestradores habían demostrado la misma curiosidad que los míos por su ropa, con idéntico resultado. Nos miramos y no pudimos menos que reírnos.
- Si tuvieras cola, David - comentó Perry -, serías un mono muy apuesto.
- Tal vez podamos conseguir un par - repuse -. Parecen estar muy de moda esta temporada. Me pregunto qué pensarán hacer con nosotros, Perry. No parecen realmente salvajes. ¿Qué supones que son? Estabas a punto de exponerme tu teoría cuando ese enorme tanque peludo se nos abalanzó. ¿Tienes realmente alguna idea de dónde estamos?
- Sí, David - replicó -, sé exactamente dónde nos encontramos. ¡Hemos hecho un descubrimiento maravilloso, muchacho! Hemos probado que la tierra es hueca. Hemos atravesado totalmente la corteza terrestre y arribado a un mundo interior.
- ¡Perry, estás chiflado!
- En absoluto, David. Nuestra excavadora nos llevó a través de cuatrocientos kilómetros por debajo de nuestro mundo externo. En ese punto llegó al centro de gravedad de la corteza, de ochocientos kilómetros de espesor. Hasta ese momento habíamos estado descendiendo, aunque la dirección, claro está, es relativa. Luego cuando los asientos oscilaron - lo que te llevó a pensar que habíamos dado la vuelta y que volvíamos a la superficie - pasamos el centro de gravedad y, aunque no cambió la dirección en que avanzábamos, estábamos en realidad dirigiéndonos hacia arriba, hacia la superficie del mundo interior. ¿No te convence la fauna y la flora que has visto de que no estás en el mundo en que naciste? Y el horizonte, ¿podría presentar un aspecto tan raro como el que vimos si efectivamente no estuviéramos parados en el interior de una esfera?
- ¡Pero el sol, Perry! - le recordé -. ¿Cómo demonios puede el sol brillar a través de ochocientos kilómetros de corteza sólida?
- No es el mismo sol del mundo exterior, el que nosotros vemos. Es otro sol, totalmente distinto, que arroja su eterno resplandor de mediodía sobre la faz de esta tierra interior. Míralo ahora, David. Fíjate, si lo puedes ver desde la entrada de esta choza y verás que aún continúa en medio del cielo. Hace varias horas que estamos aquí y sin embargo todavía es mediodía. Es muy simple, David. La tierra fue al principio una masa nebulosa, se enfrió, y a medida que se enfriaba se encogía. Al final, una delgada capa de corteza sólida se formó sobre la superficie externa. Era una especie de cáscara; pero adentro contenía materia parcialmente derretida y gases altamente dilatados. A medida que seguía enfriándose, ¿qué ocurría? La fuerza centrífuga arrojaba rápidamente las partículas del núcleo nebuloso hacia la corteza cuando se iban solidificando. Habrás visto el mismo principio, en la práctica, en una moderna máquina de separar crema. Al poco tiempo, pues, quedó sólo un núcleo sobrecalentado de materia gaseosa dentro de un enorme vacío provocado por los gases que se contraían y se enfriaban. La idéntica atracción ejercida por la corteza maciza desde todas direcciones mantuvo a ese núcleo en el centro exacto de la esfera hueca, y lo que queda de él es el sol que viste hoy: una cosa relativamente pequeña en el centro de la tierra, que emite su luminosidad perpetua y su calor tórrido en forma pareja a todas las zonas de este mundo interior. Debe de haber pasado mucho tiempo después que apareció la vida en el exterior, para que esta parte interna se enfriara lo suficiente y también hubiese vida animal en ella. Pero es evidente que los mismos agentes afectaron a ambos mundos por las formas de vida animal y vegetal que hemos visto aquí, análogas a las que nosotros conocemos. Por ejemplo, el animal que nos atacó. Indudablemente se trata de algo similar al megaterio del período postplioceno de la corteza exterior, cuyo esqueleto fosilizado se ha hallado en América del Sur.
- ¿Pero los grotescos habitantes del bosque? - pregunté -. ¿Seguramente no puede haber habido nada parecido en la historia de nuestro mundo?
- ¿Quién lo puede saber? - repuso -. Tal vez sean el eslabón entre el mono y el hombre, cuyo rastro ha sido borrado por las innumerables convulsiones que sacudieron a la corteza exterior. O tal vez sean simplemente la resultante de una evolución un poco diferente. Cualquiera de las dos suposiciones es plausible.
No pudimos seguir con nuestras especulaciones porque en ese momento aparecieron varios de nuestros secuestradores en la puerta de la choza, dos de los cuales entraron y los arrastraron afuera. Los precarios puentes y los árboles circundantes estaban atestados de aquellos oscuros hombres-monos, sus hembras y sus críos. No tenían un solo adorno, una sola arma ni una sola prenda.
- Están bastante abajo en la escala evolutiva - comentó Perry.
- Pero lo suficientemente alto como para hacernos mal, sin embargo - repliqué -. ¿Qué supones que piensan hacer con nosotros?
No tardamos en saberlo. Del mismo modo en que nos habían llevado a la aldea dos de aquellas poderosas criaturas nos levantaron y nos transportaron a través de los árboles, mientras una horda estridente y burlona de negros y simiescos seres nos seguía.
En dos ocasiones mis portadores pisaron en falso, y mi corazón se detuvo mientras nos zambullíamos en el vacío hacia una muerte instantánea. Pero ambas veces las ágiles y poderosas colas nos salvaron enrollándose en alguna rama, y ninguna de las dos criaturas aflojó siquiera un poco la mano que me aferraba. En realidad, los incidentes no parecieron preocuparles más de lo que uno le preocupa o por tropezar al cruzar una calle. Se rieron estrepitosamente y siguieron avanzando.
Durante algún tiempo continuaron a través del bosque, aunque no pude calcular cuánto. Estaba aprendiendo algo que más tarde se grabó muy fuertemente en mi mente, y era que el tiempo deja de ser un factor de importancia desde el momento en que se carece de un instrumento para medirlo. Habíamos perdido nuestros relojes y habitábamos bajo un sol estático. Ya me resultaba difícil calcular la cantidad de tiempo que había transcurrido desde que habíamos emergido al mundo interior. Tal vez eran horas, o tal vez días... ¡Quién diablos podía saberlo cuando siempre era mediodía! Según el sol, no había pasado el tiempo, pero yo calculé que hacía varias horas que estábamos en aquel extraño lugar.
Finalmente el bosque terminó y salimos a un prado uniforme. Frente a nosotros, a escasa distancia, se alzaban unas colinas bajas y rocosas. Hacia ellas nos llevaron, y luego de un rato entramos por un angosto paso y nos encontramos en un diminuto valle circular. Aquí se pusieron a trabajar y nos convencimos de que íbamos a morir, ya sea en una fiesta romana o de algún otro modo. El comportamiento de nuestros acompañantes se transformó en el momento en que entraron al anfiteatro natural entre las colinas. Las risas cesaron. Una sanguinaria ferocidad se dibujó en sus rostros bestiales y nos amenazaron mostrándonos los colmillos.
Nos colocaron en el centro de la arena y el millar de criaturas formó un círculo alrededor de nosotros. Luego trajeron uno de los perros salvajes - un hienodonte, según lo llamó Perry - y lo soltaron dentro del círculo. El cuerpo del animal tenía el volumen de un mastín adulto. Las patas eran cortas y poderosas, y las mandíbulas anchas y temibles. Un pelaje oscuro y espeso le cubría el lomo y los costados, mientras que en el pecho y el vientre era blanco. El animal se dirigió hacia nosotros con paso furtivo; presentaba un aspecto formidable con las fauces entreabiertas mostrando los colmillos.
Perry estaba de rodillas, rezando. Yo me agaché y recogí una pequeña piedra. El movimiento hizo cambiar la dirección de la fiera, que empezó a dar vueltas en nuestro derredor. Evidentemente no era la primera vez que recibía una pedrada. Los hombres-monos saltaban y azuzaban a la bestia con gritos salvajes hasta que ésta, viendo que yo no arrojaba la piedra, embistió.
En Andover, y más tarde en Yale, yo había sido lanzador en equipos ganadores de béisbol. Mi velocidad y puntería debían de ser fuera de lo común pues me hice tan famoso durante el último año del colegio que me propusieron para integrar uno de los equipos de primera. Pero ni en el más difícil de los lanzamientos que había hecho antes había sido necesario que tuviese tanta puntería como en ese momento.
Mientras me disponía a tirar, mantuve un estricto control de mis nervios y músculos, aunque las mandíbulas hambrientas se abalanzaban sobre mí a una velocidad espeluznante. Y entonces tiré, con cada gramo de mi peso y de mi fuerza y con toda mi habilidad puestos a contribución en ese lanzamiento. La piedra le dio de lleno al hienodonte en el hocico, y rodó sobre el lomo.
En ese mismo momento surgió un coro de alaridos y aullidos de los espectadores, y por un instante pensé que la derrota de su favorito era la causa de aquello, pero enseguida vi que estaba equivocado. Los simios se dispersaron en todas direcciones, hacia las colinas circundantes, y entonces advertí el verdadero motivo del alboroto. Detrás de ellos, atravesando en tropel el paso que daba al valle, venía una multitud de hombres hirsutos semejantes a gorilas, armados de lanzas y hachas, y con unos escudos largos y ovalados.
Esos seres se lanzaron sobre los hombres-monos con terrible saña, y el hienodonte, que había vuelto en sí, huyó despavorido. Perseguidores y perseguidos pasaron a nuestro lado, y todo cuanto hicieron los hirsutos fue echarnos un vistazo hasta que hubieran evacuado la arena de sus anteriores ocupantes. Luego se volvieron hasta nosotros, y uno que parecía tener cierta autoridad sobre ellos ordenó que nos llevaran.
Cuando dejamos el anfiteatro para salir al vasto prado vimos una caravana de hombre y mujeres - seres humanos como nosotros - y por primera vez sentí esperanzas y alivio en mi pecho. Hubiera gritado de júbilo, tal era mi felicidad. Es cierto que presentaban un aspecto salvaje y que estaban semidesnudos, pero al menos se asemejaban a nosotros. No tenían nada de grotesco ni de horrible como los demás seres con los que nos habíamos topado en ese mundo extraño e inexplicable.
Pero cuando nos fuimos acercando, nuestras esperanzas se esfumaron una vez más, pues descubrimos que los pobres desdichados estaban encadenados en una larga fila, y que los hombres-gorilas eran los guardianes. Sin mucha ceremonia nos incorporaron a la hilera y reanudaron la marcha sin más demora.
Hasta ese momento la excitación nos había mantenido despabilados, pero ahora la extenuante monotonía de la travesía por la llanura calcinada por el sol nos hacía sentir todo el cansancio debido al sueño insatisfecho. Seguimos hora tras hora a los tropiezos bajo aquel odioso sol de mediodía. Si trastabillábamos nos pinchaban con una puntiaguda lanza. Nuestros compañeros encadenados no se tambaleaban. Caminaban erguidos orgullosamente. De tanto en tanto intercambiaban algunas palabras en un idioma monosilábico. Tenían una apariencia noble, la cabeza bien formada y un físico perfecto. Los hombres llevaban espesas barbas y eran altos y musculosos; las mujeres, más pequeñas y graciosas, eran de cabellera negra como el azabache y la usaban atada sobre la cabeza. Las facciones de ambos sexos eran bien proporcionadas y no había un solo rostro que pudiera llamarse siquiera vulgar según los cánones terrestres. No usaban adorno alguno; pero más tarde supe que eso se debía a que los habían despojado de todos los objetos de valor, las mujeres vestían una túnica de una piel moteada, de color claro, similar a la del leopardo. La usaban alrededor de la cintura, sujeta por una tira de cuero de modo que pendiese un poco por debajo de la rodilla de un lado, o bien echada delicadamente por encima del hombro. Calzaban sandalias de piel. Los hombres tenían taparrabos hechos de pellejo de algún animal peludo, de los cuales colgaban largos pedazos atrás y adelante que casi rozaban el suelo. En algunos casos al final de estos extremos estaban las garras de la fiera a la cual se le había quitado el pellejo.
Nuestros guardianes - a quienes ya describí como hombres parecidos a gorilas - eran de cuerpo más liviano que el del gorila, pero no obstante debían de tener una fuerza imponente. Sus brazos y piernas estaban moldeados más de conformidad con los de los seres humanos, pero estaban enteramente cubiertos por un pelaje de color marrón, y en su cara se reflejaba la misma brutalidad que la de aquellos especimenes de gorilas embalsamados que yo había visto en los museos.
Su única característica favorable era el mayor desarrollo de la cabeza por encima y detrás de las orejas. En este aspecto no eran una pizca menos humanos que nosotros. Su atuendo consistía en una túnica de tela ligera que les llegaba hasta las rodillas. Debajo de ella llevaban solamente un taparrabos del mismo material, mientras que a modo de calzado usaban sandalias más bien pesadas, hechas de una gruesa piel de algún gigantesco animal del mundo interior.
Alrededor de los brazos y del cuello llevaban una cantidad de adornos de metal, primordialmente de plata, y en las túnicas tenían bordadas unas cabezas de diminutos reptiles que formaban extraños dibujos aunque bastante artísticos. Hablaban entre ellos mientras marchaban a nuestro lado, pero en un idioma que difería del que hablaban los prisioneros. Cuando se dirigían a éstos usaban lo que parecía ser un tercer lenguaje. Después me enteré de que se trataba de una lengua híbrida, análoga al inglés que hablan los jornaleros chinos.
No tenía idea de cuánto habíamos andado, ni Perry tampoco, pues ambos dormitábamos durante horas la mayor parte del tiempo antes de hacer un alto. En ese momento nos desplomamos. He dicho "durante horas", pero ¡cómo medir el tiempo, allí, donde el tiempo no existe! Cuando comenzamos la marcha, el sol estaba en el cenit; al detenernos, nuestras sombras aún señalaban hacia el nadir. Si había transcurrido un segundo o una eternidad de tiempo terrestre, era imposible saberlo. Nunca sabré si esa marcha insumió nueve años y once meses de los diez años que permanecí en aquel mundo, o si duró una fracción de segundo. Pero lo que sí sé es que desde que usted me dijo que han pasado diez años desde la iniciación de mi viaje, he perdido todo respeto por el tiempo. He empezado a pensar que tal cosa no existe más que en la mente débil y finita de los hombres.
CAPITULO 4
Dian la Hermosa
Cuando nuestros guardianes nos despertaron de nuestro sueño, estábamos considerablemente renovados. Entonces nos dieron de comer unas lonjas de carne salada, que nos infundió un nuevo vigor, de modo que nosotros también nos pusimos a andar con la cabeza erguida y el paso firme. Al menos yo lo hacía, pues era joven y orgulloso. Pero el pobre Perry detestaba caminar, tanto que en la tierra le había visto a menudo tomar un taxi por una cuadra. Ahora lo estaba pagando con creces, y sus vetustas piernas le temblaban tanto que tuve que rodearlo con un brazo y sostenerlo durante el resto de ese infernal trayecto.
El paisaje empezó a variar por fin, y empezamos a subir desde la llanura uniforme por enormes montañas de granito virgen. La vegetación tropical de las tierras bajas era más rala en ese sitio, pero aun allí los efectos de un calor y una luz constante se hacían notar en el tamaño de los árboles y en la lozanía del follaje y de las flores. Arroyos cristalinos corrían torrencialmente entre las piedras, alimentados por las nieves eternas que podíamos ver sobre nosotros. Encima de los picos nevados flotaban grandes masas de nubarrones. Perry explicó que éstos servían al doble propósito de renovar las nieves que se derretían y de protegerlas de los rayos directos del sol.
Para ese entonces teníamos ya algunas nociones del idioma bastardo en que nos hablaban los guardias. También había hecho progresos en la lengua un tanto encantadora de nuestros cofrades prisioneros. Inmediatamente delante de mí, en la cadena había una joven. Un metro de cadena nos vinculaba en un compañerismo obligado del cual yo, al menos, empecé a disfrutar. Hallé en ella a una complaciente maestra que me enseñó el lenguaje de su tribu y todo lo que ella sabía de la vida y las costumbres del mundo interior.
Me dijo que se llamaba Dian la Hermosa y que pertenecía a la tribu de Amoz, que moraba en los acantilados sobre el Darel Az, o mar poco profundo.
- ¿Y cómo llegaste aquí? - le pregunté.
- Estaba huyendo de Jubal el Feo - me contestó, como si con esta explicación todo hubiera quedado aclarado.
- ¿Quién es Jubal el Feo? - le pregunté -. ¿Y por qué huías de él? Me miró sorprendida.
- ¿Y por qué una mujer le huye a un hombre? - dijo - respondiendo a mi pregunta con otra.
- No ocurre así en el lugar de donde yo vengo - repliqué -. A veces los persiguen ellas.
Pero no logró entender ni pude hacerle comprender que yo provenía de otro mundo, tan convencida estaba como muchos de la tierra exterior de que la creación sólo había producido a su especie y al mundo que habitaba.
- Pero - insistí -, háblame de ese Jubal el Feo y de por qué te escapaste para que te encadenaran y te arrastraran por la faz de la tierra.
- Jubal el Feo colocó su trofeo frente a la casa de mi padre. Era la cabeza de un gran iandor. Allí permaneció, y ningún trofeo mejor fue puesto, a su lado. Supe entonces que Jubal el Feo vendría a tomarme como su hembra. No había nadie tan fuerte como él que me deseara, si no habría matado una bestia mayor y me hubiera ganado. Mi padre no es un gran cazador. Una vez lo fue, pero un sadok lo lanzó por el aire y su brazo derecho nunca recuperó las fuerzas. Mi hermano, Dacor el Poderoso, había ido a las tierras de Sari a raptar a una compañera para él. De modo que, como no había nadie, mi padre, mi hermano, ni amante que pudiera salvarme de Jubal el Feo, me escapé y me oculté en las colinas que rodean la tierra de Amoz. Y allí me hallaron estos Ságotas y me tomaron prisionera.
- ¿Qué harán contigo? - pregunté -. ¿Adónde nos llevan?
Nuevamente me miró atónita.
- Casi podría pensar que vienes de otro mundo - dijo -, ¿pues de otro modo es inexplicable tal ignorancia? ¿Realmente quieres decir que no sabes que los Ságotas son los soldados de los Mahars, los temibles Mahars que creen ser los dueños de Pelucidar y de todo cuanto camina o crece sobre su superficie, se arrastra y repta por debajo, nada en los lagos y océanos, o vuela en los aires? ¡Lo único que faltaría es que nunca hayas oído hablar de los Mahars!
Le tuve que confesar a pesar mío que así era, y su desprecio aumentó. Pero no quedaba otra alternativa si yo deseaba adquirir conocimientos, así que le confesé abiertamente que ignoraba todo sobre los Mahars. Estaba escandalizada, pero hizo lo posible por explicarme, aunque gran parte de lo que me decía era tan incomprensible como si hubiera sido el griego para ella. Describía a los Mahars principalmente por medio de comparaciones, que en cierto sentido eran como un típdar y, en otro, lampiños como el lidj.
Lo que pude deducir fue que eran bastante horrendos y que poseían alas y pies con membranas entre los dedos; que vivían en ciudades edificadas bajo tierra, podían nadar bajo el agua durante mucho tiempo y eran sumamente sabios. Los Ságotas eran sus armas defensivas y ofensivas, mientras que las razas como la de ella les servían de manos y pies, pues sus individuos eran esclavos y sirvientes que hacían todo el trabajo manual. Los Mahars eran los cabecillas - los cerebros - del mundo interior, de modo que yo ansiaba ver aquella maravillosa raza de superhombres.
Perry aprendió el idioma conmigo Cuando deteníamos cada tanto, aunque parecía que pasaba una eternidad entre alto y alto, se sumaba a la conversación, lo mismo que Ghak el Velludo, quien estaba encadenado inmediatamente delante de Dian la Hermosa. A continuación, en la fila, se encontraba Hooja el Astuto, que también participaba de vez en cuando en la conversación, si bien la mayoría de sus comentarios los dirigía a Dian la Hermosa. No era preciso ser muy observador para adivinar sus intenciones, pero la chica parecía estar totalmente ajena a sus insinuaciones apenas veladas. ¿He dicho apenas veladas? Existe una tribu en Nueva Zelandia o Australia - no recuerdo con exactitud - que demuestran su preferencia por una dama aporreándola con un garrote. En comparación con este método podría llamarse escasamente velado el galanteo de Hooja. Al principio me hizo ruborizar intensamente, aunque había estado en algunos lugares de Broadway de los menos respetables, así como en Viena y Hamburgo.
¡Pero la chica era magnífica! Era evidente que se consideraba muy por encima y apartada de quienes la rodeaban. Hablaba conmigo, con Perry y con el parco Ghak porque éramos respetuosos, pero no soportaba ver siquiera a Hooja el Astuto, y menos aún escucharlo, y eso lo ponía furioso a él. Después quiso convencer a uno de los Ságotas para que trasladara a la chica delante de él, pero el guardia se limitó a darle un puntazo con la lanza y decirle que ya había elegido a la chica para él. Pensaba comprársela a los Mahars no bien llegaran a Futra. Futra, al parecer, era la ciudad hacia donde nos dirigíamos.
Después de pasar la primera cadena montañosa orillamos un mar salado en el que nadaban incontables bestias horripilantes. Había unas criaturas parecidas a las focas, cuyo largo cuello sobresalía más de tres metros de su cuerpo macilento, y cuyas cabezas de serpiente tenían una hendidura en donde se erizaban innumerables dientes. También había gigantescas tortugas marinas que chapoteaban entre los otros reptiles y que, según Perry, eran plesiosaurios. Yo no puse en tela de juicio sus afirmaciones, pues podrían haber sido cualquier cosa por lo que a mí me concernía.
Dian me informó que eran tandes, o tandores del mar, y que los otros reptiles más feroces que ocasionalmente emergían de las profundidades para combatir con los primeros, eran azdíritos, o díritos marinos. Perry los llamaba Ictiosaurios. Se asemejaban a la ballena, aunque con cabeza de cocodrilo.
Yo me había olvidado de la escasa geología que había estudiado en el colegio. Casi lo único que me había quedado era la impresión de horror que me habían causado las ilustraciones de los monstruos prehistóricos restaurados, y la firme convicción de que cualquier individuo que dispusiese de una pata de chancho y mucha imaginación podía "restaurar" el monstruo paleolítico que se le diera la gana y destacarse como paleontólogo de primera. Pero cuando vi con mis propios ojos esos cuerpos lustrosos que brillaban a la luz del sol y que movían sus enormes cabezas; cuando vi que el agua chorreaba por sus sinuosas pieles y formaba diminutas cataratas mientras surcaban el mar, ya sea en la superficie o medio sumergidos; cuando los vi luchar, boquiabiertos, bufando y gruñendo, en su titánica e interminable belicosidad, me di cuenta de lo fútil que es la imaginación del hombre comparada con el increíble genio de la naturaleza.
Pero Perry estaba fuera de sí, según él mismo me lo dijo.
- David - dijo, después que hubimos bordeado aquel espantoso mar durante largo rato - David, yo he enseñado geología y creía en lo que enseñaba; pero ahora sé que me engañaba, que es imposible creer en tales cosas sin verlas con los propios ojos. Damos por sentadas cosas quizás porque nos la repiten una y otra vez, y no tenemos manera de comprobarlas. Como ocurre con las religiones, por ejemplo; pero en realidad no creemos en ellas, sólo nos imaginamos que creemos. Si alguna vez vuelves al mundo exterior, verás que los paleontólogos y los geólogos son los primeros en tildarte de embustero, pues están seguros de que ninguno de los animales que restauraron realmente existió. Está bien imaginar que existieron en una época imaginaria... pero ¿ahora?... ¡Puf!
En el descanso siguiente Hooja el Astuto logró arrimarse bastante cerca de la joven. Estábamos todos de pie, y cuando se acercó a la chica ésta le dio la espalda de un modo tan terrenalmente femenino que apenas pude reprimir una sonrisa. Pero no duró mucho, pues en ese instante la mano de Hooja se posó sobre el brazo desnudo de la chica para atraerla violentamente hacia sí.
Yo no estaba en ese entonces familiarizado con las costumbres y la ética propias de Pelucidar, pero aun así no me fue necesaria la mirada de aprensión que me echó la chica con sus espléndidos ojos para instarme a tomar medidas. No me detuve pues, a indagar cuáles eran las intenciones del Astuto, y antes que la asiera con la otra mano le propiné un derechazo en la punta del mentón que lo tumbó ahí mismo.
Un coro de aprobación se levantó entre los prisioneros y Ságotas que habían presenciado el breve suceso, pero más tarde me enteré de que no había sido por haber defendido a la muchacha sino por la manera hábil, y para ellos sorprendente, en que había enfrentado a Hooja.
¿Y la chica? Al principio me miró con los ojos desorbitados y asombrados, y luego bajó la cabeza con la cara ladeada y las mejillas teñidas de un leve rubor. Durante unos momentos se quedó en silencio en esa posición y después levantó la cabeza y me volvió la espalda como lo había hecho con Hooja. Algunos de los prisioneros se rieron, y vi que el semblante de Ghak el Velludo se tornaba sombrío y me echaba una mirada penetrante. Y por lo que podía ver, las mejillas de Dian habían pasado del rojo al blanco.
Proseguimos la marcha de inmediato, y aunque comprendí que yo había ofendido a Dian de una manera o de otra, no logré que me explicara en qué había yo errado. Es más: lo mismo me hubiera dado estar hablando con una tapia por la respuesta que recibí. Al final, mi propio y recio orgullo se interpuso y me disuadió de seguir intentando nada más. De este modo, la relación que había entablado y que, sin darme cuenta, tanto me importaba, se cortó. De allí en adelante me limité a hablar con Perry. Hooja no insistió más con la chica ni se aventuró a acercarse a mí.
Nuevamente la marcha extenuante y aparentemente inacabable se convirtió en una pesadilla. Cuando más me daba cuenta de la trascendencia que tenía para mí la amistad de la chica, más la anhelaba y más inexpugnable se volvía la barrera de orgullo tonto. Pero yo era muy joven y no quería pedirle a Ghak que me diera la explicación que sin duda podía dar y que hubiera rectificado toda la situación.
Durante la marcha y en los descansos, Dian se negó en todo momento a fijarse en mí. Cuando sus ojos se dirigían hacia donde yo estaba, miraba por encima de mi cabeza o directamente a través de mí. Al final comencé a desesperarme y decidí dejar a un lado mi amor propio y suplicarle que me dijese en qué la había ofendido y cómo podía reparar la afrenta. Resolví hacer esto en el alto siguiente. Nos aproximábamos a otra cadena montañosa en ese momento, pero cuando llegamos, en lugar de cruzar por algún paso elevado, entramos por un gran túnel natural, una serie de grutas laberínticas, oscuras como el Erebo.
Los guardias no poseían antorchas ni medio de iluminación de ningún tipo. En realidad, desde nuestra llegada a Pelucidar no habíamos visto luz artificial ni señales de fuego. En una tierra donde el mediodía es eterno no hace falta otra luz a la intemperie, pero me asombró que carecieran de medios para iluminarse el camino a través de estos sombríos pasajes subterráneos. Avanzamos a paso de tortuga, trastabillando y tropezándonos. Los guardias entonaban una especie de cántico delante de nosotros, en el que intercalaban cada tanto ciertas notas más agudas que servían para advertirnos de los lugares más escabrosos o donde el camino se torcía.
Los altos eran ahora más frecuentes, pero no quería hablarle a Dian hasta poder ver en su rostro cómo reaccionaba ante mis disculpas. Al fin, una tenue claridad más adelante nos anunció que el túnel llegaba a su término, por lo cual yo al menos me sentí inmensamente aliviado. Entonces, después de una curva repentina, salimos a plena luz del día.
Pero al mismo tiempo me percaté de algo que me significó una verdadera catástrofe: Dian ya no estaba, así como tampoco otra media docena de prisioneros. Los guardias también lo advirtieron y montaron en una terrible cólera. Sus espantosas caras se crisparon en muecas diabólicas mientras se acusaban mutuamente de ser responsables de la pérdida. Finalmente se arrojaron sobre nosotros, golpeándonos con los astiles de sus lanzas y sus hachas. Habían ya dado muerte a dos, y probablemente hubieran acabado con todos, cuando el jefe intervino y puso fin a la brutal matanza. Nunca en mi vida había presenciado una exhibición tan horrenda de ira bestial, y agradecí a Dios que Dian no hubieran estado allí para soportarla.
De los doce prisioneros que estaban encadenados delante de mí, seis habían sido liberados alternadamente, comenzando por Dian. Hooja se había fugado. Ghak aún estaba. ¿Qué significaban ¿Cómo había sucedido? El comandante de los guardias estaba investigando y pronto descubrió que las rústicas cerraduras de las argollas que ceñían nuestros cuellos habían sido hábilmente forzadas.
- Hooja el Astuto - musitó Ghak, quien ahora estaba junto a mí en la fila -. Se ha llevado a esa chica a quien tú rechazaste - prosiguió, mirándome de soslayo.
- ¡Que yo rechacé! - exclamé -. ¿Qué quieres decir?
Me miró detenidamente durante unos instantes.
- He puesto en duda tu historia de que vienes de otro mundo - dijo al fin -, pero no hay otro modo de explicar tu ignorancia con respecto a las costumbres de Pelucidar. ¿Realmente no sabes que has ofendido a Dian la Hermosa, y de qué manera?
- No tengo idea, Ghak - repuse.
- Entonces te lo diré. Cuando un hombre de Pelucidar se interpone entre otro hombre y la mujer que éste desea, la mujer corresponde al vencedor. Dian la Hermosa es tuya. Deberías haberla aceptado o haberla dejado en libertad. Si la hubieras tomado de la mano, eso hubiera significado que deseabas desposarla, y si hubieras alzado las manos por encima de su cabeza para luego dejarla caer, habría significado que no la querías como hembra a tuya y que la liberabas de toda obligación hacia ti. Al no hacer ninguna de las dos cosas la has ofendido de la peor forma que un hombre puede ofender a una mujer. Ahora es tu esclava, ningún hombre la desposará, ni puede hacerlo sin perder el honor, mientras no te derrote en combate. Los hombres no desposan esclavas, al menos no los hombres en Pelucidar.
- No lo sabía, Ghak - exclamé -. Yo no lo sabía. Por nada del mundo hubiera hecho daño a Dian la Hermosa ni con la mirada, ni con acto alguno... ni de palabra, no la quiero como esclava. No la quiero como... - pero aquí me detuve. La visión de aquel rostro dulce e inocente flotaba ante mí en medio de la suave neblina de la imaginación. Aunque sólo me aferraba al recuerdo de una tierna amistad perdida, ahora me parecía desleal de mi parte decir que no deseaba a Dian la Hermosa como esposa. No había pensado en ella sino como una amiga grata en un inundo desconocido y cruel. Aun en ese momento no creía amarla.
Creo que Ghak leyó la verdad más en mis ojos que en mis palabras, pues inmediatamente puso una mano en mi hombro.
- Hombre de otro mundo - dijo -, te creo. Los labios pueden decir mentiras, pero cuando el corazón habla a través de los ojos no dice más que la verdad. Tu corazón me ha hablado. Sé ahora que no has tenido intención de ofender a Dian la Hermosa. No es de mi tribu, pero su madre es hermana mía. Ella lo ignora. Su madre fue raptada por su padre cuando éste vino con otros hombres de la tribu de Amoz a arrebatarnos nuestras mujeres, las más hermosas mujeres de Pelucidar. En ese entonces su padre era rey de Amoz, y su madre era hija del rey de Sari, a quien yo, su hijo, he sucedido en el trono. Dian es de linaje real, aunque su padre ya no es más rey desde que se enfrentó con el sadok y Jubal el Feo le quitó el trono. Debido a su ascendencia, el mal que le has hecho se ha agrandado ante los ojos de todos los que te vieron. Ella no te perdonará jamás.
Le pregunté a Ghak sí no había alguna forma de liberarla de la esclavitud y la ignominia en que inconscientemente la había puesto.
- Si alguna vez la encuentras, sí - respondió. - Simplemente tienes que alzar su mano en presencia de otros y luego dejarla caer. Pero ¿cómo la encontrarás, ahora que tú también estás destinado a una vida de esclavitud en Futra, la ciudad enterrada?
- ¿No hay escapatoria posible? - pregunté.
- Hooja el Astuto se fugó y se llevó a los otros consigo - respondió Ghak -. Pero no hay más lugares oscuros en el camino a Futra, y una vez allá no es tan fácil: los Mahars son muy precavidos. Aun cuando uno pudiera huir de Futra, tendría que enfrentar con los típdaros, y entonces... - Ghak el Velludo se estremeció. - No, nunca te escaparás de los Mahars.
Era una alegre perspectiva. Le pregunté a Perry qué pensaba del asunto, pero se limitó a encogerse de hombros y seguir con una prolongada plegaria que había empezado un rato antes. Había tomado por costumbre asegurar que el único punto favorable de nuestro cautiverio era el tiempo de sobra que tenía para improvisar oraciones, lo cual se estaba transformando en una obsesión para él. Los Ságotas habían empezado a tomar nota de esa costumbre suya de pasar largos trayectos declamando en voz alta. Uno le preguntó qué decía, a quién le hablaba. Su pregunta me dio una idea, y contesté rápidamente antes que Perry pudiera abrir la boca.
- No hay que interrumpirlo - dije -. Es un hombre muy pío en el mundo de donde vinimos. Habla con espíritus que no se pueden ver; no lo interrumpas o saltarán sobre ti desde el aire y te harán pedazos... ¡así! - Y di un brinco hacia el guardia, al tiempo que gritaba "¡Buh!", que lo hizo trastabillar.
Me di cuenta de que era arriesgado, pero si podía sacarle algún provecho a la inofensiva manía de Perry, quería hacerlo mientras aún tuviera esa posibilidad. Y funcionó a las mil maravillas. Los Ságotas nos trataron con marcado respeto durante el resto del viaje, y luego transmitieron la información a sus amos, los Mahars.
Hubo dos descansos más después de aquel episodio, y a la sazón llegamos a la ciudad de Futra, cuya entrada estaba señalada por dos altas torres de granito que resguardaban una escalinata que conducía a la ciudad enterrada. Los Ságotas montaban guardia tanto allí como en un centenar o más torres dispersas sobre una vasta planicie.
CAPITULO 5
Esclavos
Mientras descendíamos por las amplias escaleras que llevaban a la avenida principal de Futra vi por primera vez a la raza que dominaba en el mundo interior e involuntariamente retrocedí ante la criatura que se acercó a inspeccionarnos. Sería imposible imaginar algo más horroroso. Los omnipotentes Mahars de Pelucidar son grandes reptiles de unos dos o tres metros de largo, de cabeza alargada y angosta y grandes ojos redondos. Tienen la boca en forma de pico y dientes blancos y filosos, el dorso de sus cuerpos de lagarto está recorrido, desde el cuello hasta el extremo de la cola, por unas protuberancias óseas semejantes a los dientes de una sierra. Los pies constan de tres dedos unidos entre sí por membranas, mientras que de las patas delanteras sobresalen alas membranosas en ángulo de 45 grados, unidas al cuerpo cerca de las patas traseras, que terminan en punta casi un metro por encima del cuerpo.
Eché una mirada de reojo a Perry mientras aquel ser pasaba a mi lado y nos inspeccionaba, el anciano observaba fijamente a la horrible criatura con los ojos desorbitados y cuando ésta pasó de largo se volvió hacia mí.
- Un ramforinco del Olítico Medio, David - dijo - pero ¡por Dios, qué enorme! Los restos más grandes descubiertos por nosotros nunca fueron de un tamaño mayor que el de una vaca.
Mientras atravesábamos la avenida principal de Futra vimos muchos miles de esas criaturas dedicadas a sus tareas cotidianas, las que nos prestaron escasa atención. Futra está edificada bajo tierra con una regularidad que indica una notable maestría arquitectónica. Está hecha de piedra caliza sólida. Las calles son anchas y de una altura uniforme de unos siete metros. Cada tanto hay tubos que atraviesan el techo de la ciudad subterránea y que mediante lentes y reflectores transmiten la luz solar, amortiguada y difusa, para disipar lo que de otro modo sería una oscuridad total. Además, cumplen la función de suministrar aire.
Perry y yo fuimos llevados, justo con Ghak, a un amplio edificio público donde uno de los Ságotas que había integrado la escolta le explicó a un funcionario Maharano las circunstancias de nuestra captura. El método de comunicación entre ambos era de lo más singular, pues no intercambiaban ninguna palabra hablada, sino que empleaban una suerte de idioma por señas. Después supe que los Mahars no poseen oídos, ni, por consiguiente, un lenguaje hablado. Perry dedujo que entre ellos se comunican por medio de lo que debe de ser un sexto sentido que pertenece a una cuarta dimensión.
Nunca llegué a comprenderlo del todo, aunque se empeñó en explicármelo en repetidas ocasiones. Yo sugerí que se trataba de telepatía, pero él dijo que no era eso, ya que sólo podían comunicarse cuando estaban unos en presencia de otros, y que no podían hablar con los Ságotas ni con los demás habitantes de Pelucidar por el mismo medio.
- Lo que hacen - dijo Perry -, es proyectar sus pensamientos en la cuarta dimensión, donde el sexto sentido de quienes escuchan pueden captarlos. ¿Me explico?
- En absoluto, Perry - le respondí. Sacudió la cabeza con desesperación y volvió a su trabajo. Nos habían puesto a trasladar una gran cantidad de literatura Maharana de una habitación a otra, para luego ordenarla en los estantes. Pensé y así se lo dije a Perry, que estábamos en la biblioteca pública de Futra; pero más adelante, a medida que fue descifrando la clave del lenguaje escrito, me aseguró que se trataba de los antiguos archivos de la raza.
Durante este período pensé constantemente en Dian la Hermosa. Evidentemente me alegraba que hubiera podido escapar de los Mahars, y el destino que le esperaba en manos del Ságota que había manifestado su propósito de comprarla. Me preguntaba a menudo si la pequeña partida de fugitivos habría sido alcanzada por los guardias que volvieron a buscarlos. A veces no sabía si no hubiera sido mejor que Dian estuviera allí, en Futra, antes que a merced de Hooja el Astuto.
Ghak, Perry y yo hablábamos con frecuencia de una posible fuga, pero el Sariano estaba tan aferrado a su convicción de que nadie podía huir de Futra, a menos que fuese por obra de un milagro, que no nos era muy útil. Su actitud era la de quien espera que el milagro se produzca solo.
Según propuse, Perry y yo hicimos unas espadas de unos pedazos de hierro viejo que encontramos entre la chatarra que había en las celdas donde dormíamos, pues teníamos una libertad de acción casi ilimitada dentro del recinto del edificio al cual estábamos asignados. Había tal número de esclavos para servir a los habitantes de Futra que ninguno de nosotros tenía que trabajar en exceso, ni éramos maltratados por nuestros amos.
Escondimos nuestras armas debajo de las pieles que nos servían de lecho, y luego Perry concibió la idea de construir arcos y flechas, armas que aparentemente eran desconocidas en Pelucidar. Después necesitaríamos escudos, pero resultaba más sencillo hurtar éstos de las paredes de la sala de guardias externa del edificio.
Habíamos concluido estos preparativos para defendernos en cuanto saliéramos de Futra, cuando los Ságotas que habían ido a dar caza a los prisioneros fugitivos volvieron con cuatro de ellos entre los que estaba Hooja. Dian y otros dos habían logrado eludirlos. Dio la casualidad de que, como Hooja fue confinado al mismo edificio que nosotros, le dijo a Ghak que no había visto a Dian ni a los otros después de haberlos soltado dentro de la oscura gruta. No tenía ni la más remota idea de lo que les pudiese haber acontecido, si bien tal vez estuvieran aún vagando perdidos en medio de aquel túnel laberíntico, si no muertos ya de hambre.
Mi aprensión por Dian aumentó aun más, y en ese momento, supongo, fue cuando me di cuenta de que mi afecto por la chica surgía de algo más que de la amistad. Durante las horas de vigilia ella ocupaba constantemente mis pensamientos, y, cuando dormía, su rostro tierno rondaba mis sueños. Estaba más decidido que nunca a escapar de los Mahars.
- Perry - le confié un día al viejo - si es preciso buscaré en cada centímetro cuadrado de este mundo diminuto hasta dar con Dian la Hermosa y subsanar el mal que le he hecho. Esa fue la excusa que le di a Perry.
- ¡Mundo diminuto! - respondió con sorna -. No sabes lo que dices, muchacho - y extrajo un mapa de Pelucidar que había descubierto en el manuscrito que estaba ordenando.
- Mira - exclamó, señalando -, esto es agua, evidentemente y todo esto es tierra. ¿Notas la configuración de las dos zonas? Donde hay mar en la superficie exterior, aquí hay tierra. Estas áreas relativamente pequeñas de océanos siguen los contornos generales de los continentes de la corteza de nuestro mundo. Sabemos que la corteza de la tierra tiene ochocientos kilómetros de espesor; luego, el diámetro interior de Pelucidar debe de ser de 11.000 kilómetros, y la superficie de unos 400 millones de kilómetros cuadrados. Tres cuartos corresponden a la tierra. ¡Piensa en eso! ¡Una superficie terrestre de 300 millones de kilómetros cuadrados! Nuestro mundo no tiene más de 80 millones cuadrados de tierra, y el resto está cubierto de agua. Así como a menudo comparamos a los países por sus superficies relativas, de la misma manera podemos comparar estos dos mundos y nos encontramos con la extraña anomalía de uno grande dentro de otro más pequeño. ¿Dónde buscar en Pelucidar a Dian, entonces? Sin estrellas, ni luna, ni un sol cambiante, ¿cómo hallarla aun cuando supieras dónde puede estar?
La teoría me deshizo y quedé sin aliento; pero sentí que se redoblaba mi afán de encontrarla.
- Si Ghak nos acompaña tal vez lo logremos - dije.
Perry y yo fuimos a buscarlos y le preguntamos directamente.
- Ghak - dije - estamos decididos a escaparnos de esta esclavitud ¿Nos acompañarás?
- Nos echarán encima a los típdaros - dijo -, y nos matarán. Sin embargo... - vaciló - me arriesga ría si existiera la posibilidad de huir y volver con los míos.
- ¿Podrías encontrar el camino de regreso a tu tierra? -le preguntó Perry -. ¿Y puedes ayudar a David a buscar a Dian?
- Sí.
- Pero ¿de qué manera - insistió Perry - puedes viajar a un país extranjero sin cuerpos celestes ni brújula para guiarte?
Ghak no sabía qué eran cuerpos celestes ni brújulas, pero aseguró que se podía llevar a cualquier hombre de Pelucidar con los ojos vendados hasta el rincón más recóndito del mundo, y que sabría regresar a su casa por el camino más directo. Le sorprendió que eso nos maravillara. Perry dijo que debía de ser un instinto similar a aquel que poseían las palomas mensajeras. Yo no sabía con exactitud de qué se trataba, pero él me dio una somera idea.
- Entonces ¿es posible que Dian haya vuelto directamente a reunirse con su gente? - pregunté.
- Sin duda - respondió Ghak -, a menos que alguna fiera la haya matado.
Yo estaba a favor de intentar la fuga cuanto antes, pero tanto Perry como Ghak aconsejaron esperar un momento más propicio para asegurarnos una mayor posibilidad de éxito. No veía que accidente podía acaecerle a una comunidad entera en una tierra donde siempre hay un perpetuo mediodía y los habitantes carecen de horas específicas para dormir. Tenía la certeza de que algunos de los Mahars nunca dormían, mientras que otros, durante largos lapsos se arrastraban hacia los oscuros recovecos debajo de sus viviendas y se acurrucaban en prolongado sueño. Perry afirmaba que si un Mahar permanecía despierto durante un año, después podía recuperar el sueño perdido en una siesta de un año. Puede ser que sea verdad, pero yo no vi mas que a tres de ellos durmiendo, y fue justamente este hecho el que me inspiró una idea para nuestra fuga.
Había estado investigando en los niveles inferiores donde no se permitía ir a los esclavos, a unos quince metros por debajo de la planta baja del edificio. Allí, en medio de una red de pasillos y departamentos, me topé inesperadamente con tres Mahars que dormían acurrucados en una cama de pieles. Al principio los creí muertos, pero después su respiración regular me convenció de mi error. Se me ocurrió como un chispazo la maravillosa oportunidad que ofrecían esos reptiles dormidos de eludir la vigilancia de nuestros amos y de los guardias Ságotas.
Volví con toda prisa a donde estaba Perry absorto en el estudio de una pila de jeroglíficos que, para mí eran incomprensibles y le expliqué mi plan. Para mi sorpresa, se mostró escandalizado.
- Sería un asesinato, David - exclamó.
- ¿Un asesinato, matar a un reptil monstruo? - pregunté atónito.
- Aquí no son monstruos, David - respondió -. Aquí son la raza que domina. Nosotros somos los «monstruos», las especies más bajas. En Pelucidar la evolución ha avanzado de otra forma que en la corteza exterior. Las terribles convulsiones de la naturaleza que se sucedieron una y otra vez extinguieron las especies existentes. De no ser por eso, algún monstruo de la era Saurozoica podría estar reinando en este momento en nuestro mundo. Aquí vemos lo que pudo haber ocurrido en nuestra historia si las condiciones se hubieran dado del mismo modo. La vida en Pelucidar es mucho más nueva que afuera. Acá, el hombre ha llegado a una etapa análoga a la de la Edad de Piedra en la historia de nuestra humanidad, pero durante incontables millones de años estos reptiles han estado evolucionando. Posiblemente sea el sexto sentido que estoy seguro que poseen lo que les ha dado una ventaja sobre los demás animales más fuertemente armados, aunque tal vez eso no lo sepamos nunca. Nos miran como nosotros miramos a los animales del campo, y me he enterado leyendo estos archivos que los Mahars se alimentan de nombres. Los guardan en grandes rebaños, tal como nosotros hacemos con nuestro ganado. Los crían con sumo cuidado, y cuando engordan lo suficiente los matan y los comen.
Me estremecí.
- ¿Qué tiene de horrible, David? - Preguntó el viejo -. No nos entienden a nosotros más de lo que nosotros entendemos a las especies más bajas de nuestro mundo. Fíjate esto, que me he encontrado aquí con tratados muy científicos sobre si los Glaks - es decir, hombres - tienen algún medio de comunicación, un autor alega que ni siquiera razonamos, que nuestros actos son puramente mecánicos o instintivos. La raza dominante de Pelucidar, David, aún no sabe que los hombres conversan entre sí y que razonan. Al no conversar como ellos, no pueden imaginar que lo hacemos de otro modo. Es la misma lógica que aplicamos nosotros con las bestias de nuestro mundo. Saben que los Ságotas poseen un lenguaje hablado, pero no lo pueden comprender, ni saben siquiera cómo se manifiesta, ya que no tienen aparato auditivo. Creen que sólo con los movimientos de los labios transmiten la idea. El hecho de que los Ságotas puedan comunicarse con nosotros es incomprensible para ellos. Sí, David - concluyó -, sería un asesinato tu plan.
- Muy bien, Perry - repliqué -. Entonces me convertiré en asesino.
Revisamos el plan cuidadosamente, y por algún motivo que no entendí claramente, insistió en que describiera minuciosamente los pasillos y departamentos que acababa de explorar.
- Me pregunto, David - dijo al fin -, si ya que estás decidido a llevar a cabo tu descabellado proyecto, no podríamos también hacer algo permanente y auténtico en beneficio de la población humana de Pelucidar. Escucha, he aprendido muchas cosas sorprendentes en estos archivos de los Mahars. Para que puedas apreciar mejor mi plan, te daré un breve resumen de la historia de la raza. En una época, eran los machos los que mandaban, pero hace mucho tiempo que las hembras, poco a poco, tomaron el dominio. A lo largo de los años, no hubo ningún cambio notable en la raza de los Mahars, y éstos siguieron progresando bajo la dirección hábil y provechosa de las damas. La ciencia avanzó a grandes pasos. Esto ocurrió principalmente con las ciencias que nosotros conocemos como biología y eugenesia. Finalmente, cierta científica anunció que había descubierto un método mediante el cual los huevos podían ser fertilizados químicamente después de puestos, pues, como sabes, todos los verdaderos reptiles nacen de huevos. ¿Qué ocurrió? Inmediatamente dejó de ser necesario que existieran machos. La raza ya no dependía de ellos. Y así siguió pasando al tiempo hasta hoy, en que encontramos una raza formada exclusivamente por hembras. Pero este es el punto capital.
El secreto de esa fórmula química lo guarda una sola raza de Mahars y está precisamente en la ciudad de Futra; y a menos que me equivoque de medio a medio, por tu descripción de las bóvedas que viste hoy, deduzco que se halla oculta en el sótano de este edificio. Hay dos motivos para guardarla con tanto celo. Primero, porque de ella depende la vida misma de los Mahars; y, segundo, porque cuando se tenía acceso a ella públicamente había tantos qué experimentaban que se corría el peligro de la superpoblación. David, si podemos huir y llevar con nosotros ese tremendo secreto, ¡qué es lo que no habremos hecho por la raza humana de Pelucidar!
El solo pensar en eso me abrumaba. Nosotros dos nos encargaríamos de darles a los hombres del mundo interior su lugar debido entre los seres vivientes. Sólo los Ságotas se interpondrían entonces entre ellos y la supremacía absoluta, y no estaba seguro de que los Ságotas no debiesen todo su poderío a la inteligencia superior de los Mahars. No podía creer que esos animales con aspecto de gorilas fueran mentalmente superiores a la raza humana de Pelucidar.
- ¡Claro, Perry - exclamé -, tú y yo podemos rescatar un nuevo mundo! Juntos podemos guiar a las razas de hombres desde las tinieblas de su ignorancia hacia la luz del progreso y la civilización. Con sólo un paso podemos trasladarnos de la Edad de Piedra al siglo veinte. Es maravilloso pensar en eso.
- David - dijo el anciano -, yo creo que Dios nos envió aquí justamente con ese propósito. Dedicaré mi vida a enseñarles Su palabra, a guiarlos hacia la luz de Su misericordia mientras los instruirnos para que usen su corazón y sus manos en bien de la civilización y la cultura.
- Tienes razón, Perry - dije -, y mientras les enseñas a rezar yo les enseñaré a luchar, y entre ambos haremos una raza que constituirá nuestra honra.
Ghak había entrado en la habitación un rato antes que concluyera nuestra conversación, y ahora quería saber por qué estábamos tan entusiasmados. Perry pensó que era conveniente no contarle demasiado, de modo que me limité a decirle que tenía planeada la fuga. Cuando le di a conocer el plan, a grandes rasgos, pareció estar tan horrorizado como Perry, pero por otro motivo. Ghak el Velludo pensaba solamente en el terrible destino que nos aguardaba si nos descubrían, pero finalmente logré convencerlo de que aceptase mi plan como el único realizable, y cuando le aseguré que yo tomaría toda la responsabilidad en caso de que nos capturaran, aceptó de mala gana.
CAPITULO 6
El comienzo del horror
En Pelucidar, un momento da lo mismo que otro. No había noches para encubrir nuestra tentativa. Todo debía hacerse a plena luz del día, todo menos el trabajo que yo tenía que hacer debajo del edificio. Decidimos, por lo tanto, poner en práctica el plan lo antes posible para que los Mahars que lo hacían posible no se despertaran antes que llegásemos a ellos; pero enseguida nos llevamos una desilusión, pues no bien descendimos hasta el piso principal del edificio rumbo a las bóvedas de abajo, nos topamos con grupos de esclavos que salían del edificio empujados apresuradamente por escoltas de Ságotas hacia la avenida.
Otros Ságotas corrían de aquí para allá buscando esclavos, y en el momento en que aparecimos saltaron sobre nosotros y nos incorporaron a las filas de humanos.
Ignorábamos cuál era el objeto o la naturaleza de ese éxodo general, pero a poco empezó a correr en las filas de esclavos el rumor de que dos de los fugitivos habían sido prendidos. Eran un hombre y una mujer, y nos llevaban a presenciar su castigo, pues el hombre había dado muerte a un Ságota del destacamento que los había perseguido y capturado.
Con esa noticia se me subió el corazón a la garganta, pues estaba seguro de que los dos eran los que habían huido en la oscura gruta con Hooja el Astuto, y que Dian era la mujer. Ghak y Perry también pensaron lo mismo.
- ¿No podemos hacer nada para salvarla? - le pregunté a Ghak.
- Nada - respondió.
Marchamos por la bulliciosa avenida. Los guardias nos trataban con una crueldad inusitada, como si nosotros también fuéramos culpables del asesinato de su compañero. El evento se efectuaba para darles una lección a todos los demás esclavos y hacerles ver el peligro y la futilidad de intentar escapar, así como las fatales consecuencias de quitarle la vida a un ser superior. Por eso imagino que los Ságotas se sentían con sobrado derecho de hacer que todo el asunto fuera lo más desagradable y doloroso posible.
Nos pinchaban con sus lanzas y nos golpeaban con sus hachas por la menor provocación, e inclusive sin que mediase provocación alguna. Fue una media hora de lo más incómoda, hasta que finalmente nos empujaron a través de una entrada baja que daba a un edificio gigantesco cuyo centro había sido convertido en una amplia arena. Este espacio abierto estaba rodeado de bancos por todos lados menos por uno, donde estaban apiladas unas enormes piedras que llegaban en forma escalonada hasta el techo.
Al principio no pude deducir para qué servía esa imponente pila de rocas, a menos que sirviera de fondo rústico y pintoresco para las escenas que se desarrollaban en la arena. Pero al poco tiempo, cuando los bancos de madera estaban casi llenos de esclavos y Ságotas, advertí el propósito de los cantos rodados, pues los Mahars empezaron a desfilar por la entrada.
Marchaban directamente a través de la arena hacia las rocas del otro extremo donde desplegaron sus alas de murciélago y se elevaron por encima de la alta pared que rodeaba el pozo hasta ubicarse en la cima de las piedras, que resultaron ser los asientos reservados, los palcos de los elegidos.
Como eran reptiles, la áspera superficie de la roca les resultaba tan suntuosa como el terciopelo y el tapizado para nosotros. Se repantingaban en ese sitio, parpadeando con sus ojos horribles, y sin duda conversaban entre ellos en su idioma de sexto sentido y cuarta dimensión.
Por vez primera vi a la reina. No parecía diferir de los otros en nada que pudiera discernir mi ojo de terrícola, pues, en realidad todos los Mahars, a mi parecer, se asemejaban. Pero cuando cruzó la arena después del resto de sus súbditos femeninos, fue precedida por una cantidad de enormes Ságotas, los más grandes que yo había visto, y acompañada de cada lado por dos gigantescos típdaros, mientras que atrás seguía otra escolta de guardias Ságotas.
Al llegar a la barrera los Ságotas treparon con agilidad simiesca, mientras que la altiva reina se elevó con sus alas, con dos impresionante dragones cerca de ella, y se situó en la roca de mayor tamaño que estaba exactamente en el centro de la parte del anfiteatro que correspondía a la raza dominante. Y allí se quedó en cuclillas aquella reina de lo más repulsiva y desagradable; aunque seguramente tan convencida de su belleza y de su derecho divino a reinar como el más orgulloso monarca del mundo exterior.
Y entonces empezó la música, pero ¡música sin sonido! Los Mahars no pueden oír, por lo cual los tambores, las flautas y los cornos de las bandas terrestres eran desconocidos por ellos. La "banda" consistía en veinte Mahars o más, que desfilaron por el centro de la arena de modo que las criaturas que estaban sobre las piedras pudieran verlos, y allí actuaron durante quince o veinte minutos.
La técnica consistía en mover la cola y la cabeza en una sucesión regular de movimientos rítmicos cuyo resultado era una cadencia que evidentemente complacía tanto a la vista de los Mahars como nuestra música instrumental complace a nuestros oídos. De tanto en tanto la banda daba pasos medidos al unísono hacia un lado o el otro, o hacia atrás y adelante. A mí, eso me parecía tonto y carente de sentido; pero al concluir la primera pieza, los Mahars situados en lo alto de las rocas dieron las primeras muestras de entusiasmo que yo les veía manifestar. Batieron las alas de arriba abajo y golpearon con la cola sus asientos rocosos hasta hacer temblar la tierra. Luego, la banda comenzó otra pieza y todo volvió a quedar en silencio como una tumba. La música de los Mahars tenía eso de bueno: si a uno no le gustaba, bastaba con cerrar los ojos.
Cuando la banda hubo terminado con su repertorio levantó vuelo y se sentó en las rocas alrededor de la reina. En ese momento empezó la función. Un par de guardias empujaron a un hombre y una mujer al interior de la pista, y entonces yo me incliné hacia adelante para escrutar a la mujer, rogando que no fuera Dian la Hermosa. Al principio estaba de espadas a mí y su espesa cabellera negra como azabache me llenó de alarma.
De repente se abrió una puerta de un costado de la arena y entró un enorme animal de características bovinas.
- Un bos - susurró Perry, excitado -. Esa especie vivió en la corteza exterior, junto con el oso cavernícola y el mamut, hace mucho tiempo. Hemos vuelto atrás un millón de años, David hasta la infancia del planeta. ¿No es maravilloso?
Pero yo lo único que veía era el pelo negro de una chica semidesnuda y mi corazón se detuvo angustiado mientras la miraba. Poco me importaban las maravillas de la naturaleza. De no ser por Perry y Ghak hubiera saltado a la arena para compartir lo que el destino le deparara a esa inapreciable joya de la Edad de Piedra.
Al entrar el bos - ellos lo llaman taga en Pelucidar - arrojaron dos lanzas a los pies de los prisioneros. Me pareció que una honda hubiera sido tan eficaz contra semejante bestia como esas míseras armas.
Mientras el animal se iba aproximando, piafando y bramando con la fuerza de varios toros, otra puerta se abrió directamente debajo de nosotros y de ella salió el rugido más tremebundo que jamás hayan percibido mis oídos. Al principio no pude ver al animal que profería ese temible desafío, pero aquél surtió el efecto de hacer girar bruscamente a las dos víctimas hacia el lugar de donde provenían, y entonces pude ver el rostro de la chica... ¡qué no era Dian! Y casi lloré de alivio.
Mientras los dos se quedaban helados de terror, el ser que había emitido aquel bramido se fue deslizando cautelosamente ante la vista de todos. Era un enorme tigre, como los que acechaban en las junglas antiguas, cuando el mundo era aún joven. Por su figura y color no era distinto del más auténtico de los tigres de Bengala de nuestra tierra, pero así como sus dimensiones eran exageradamente colosales, también sus colores eran exageradamente chillones. El amarillo era vívido e intenso; el blanco parecía el del plumón del pato, y el negro eran brillante como el más fino carbón de antracita. Era de pelaje largo y espeso como el de la cabra montañesa, y sin duda era un animal hermoso. Pero si sus colores y tamaño resultaban exagerados en Pelucidar, lo mismo ocurría con la ferocidad de su temperamento. No solamente es miembro ocasional de la especie que se alimenta de seres humanos - todos se alimentan de hombres -, sino que no se limitan a comer hombres, pues no existe carne de ningún tipo en Pelucidar que no sean capaces de comer con gusto en su continuo afán de darle a su cuerpo gigantesco el suficiente sustento como para mantener en forma sus poderosos músculos.
De un lado de la pareja condenada avanzaba bramando la taga, y del otro acechaba el tarag con las fauces abiertas y babeando.
El hombre tomó las lanzas y le dio una a la mujer. Los rugidos del tigre y los bramidos del toro eran un verdadero frenesí de furor. Nunca en mi vida había yo oído un estrépito tan infernal como el que producían aquellas dos bestias, ¡y pensar que todo eso se desperdiciaba para los horrendos reptiles sordos que habían preparado un espectáculo!
La taga embistió desde un lado, y el tarag desde el otro. Aquellos dos insignificantes seres de pie entre ambos, parecían estar perdidos; pero a último momento, cuando las bestias estaban casi sobre ellos, el hombre asió a su compañera del brazo y juntos se hicieron a un lado, mientras los animales enfurecidos chocaban entre sí como dos locomotoras.
A partir de ese momento se desarrolló un combate cuyo salvajismo y terrible ferocidad sobrepasaba los límites de la imaginación. Varias veces el colosal toro arrojó por los aires al enorme tigre, y cada vez que éste caía a tierra volvía a su encuentro sin que le menguaran las fuerzas y con redoblada furia.
Durante un rato, el hombre y la mujer se preocuparon únicamente de apartarse del paso de los animales, pero después vi que se separaban y que cada uno se dirigía sigilosamente hacia uno de los combatientes. El tigre se había subido sobre el enorme lomo del toro, y estaba aferrado al grueso cuello de éste con los colmillos mientras con las garras le hacía jirones la piel de los flancos.
Durante un instante el toro bramó y se estremeció de furia y de dolor, con sus patas hendidas extendidas y agitando la cola con furia. Luego, en medio de una desenfrenada sucesión de coces, se echó a correr por la arena tratando desesperadamente de desprenderse de su sanguinario jinete. A duras penas, la chica logró evitar la ciega embestida del animal herido.
Todos los esfuerzos del animal por deshacerse del tigre parecían inútiles, hasta que en el colmo de la desesperación se arrojó al suelo y comenzó a rodar. Esto desconcertó a tal punto al tigre, dejándolo, me imagino, sin aliento, que se soltó. Veloz como un gato, la gran taga se puso de pie y clavó sus poderosos cuernos en el abdomen del tarag sujetándolo contra la arena. El tigre desgarro la cabeza peluda del toro hasta dejarlo sin ojos ni orejas, y todo cuanto quedo de ella fueron unos colgajos de carne en el cráneo. Pero a pesar de ese tremendo castigo, la taga se mantuvo inmóvil sujetando a su adversario. En ese instante el hombre intervino, y viendo que el toro ciego sería el menos formidable de los dos enemigos, atravesó el corazón del tarag con la lanza.
Cuando cesaron los movimientos del tigre, el toro levantó la cabeza ensangrentada y ciego con un terrible rugido, cruzó la arena y se precipitó a los saltos directamente hacia el muro donde estábamos sentados, y por un accidente, uno de sus brincos lo elevó por encima de la barrera en medio de los esclavos y los Ságotas que estaban delante de nosotros. Blandiendo su sangrante cornamenta, la bestia abrió un amplio camino que iba en línea recta hacia nosotros. Ante él, los esclavos y los gorilas luchaban en una desenfrenada estampida por escapar de la amenaza de los estertores del animal, pues esa espantosa embestida no podía ser otra cosa.
Los guardias se unieron a la desbandada general y se olvidaron por completo de nosotros. Las salidas abundaban en el muro del anfiteatro, a nuestras espaldas. Perry, Ghak y yo quedamos separados por el caos imperante después que la bestia traspuso la pared de arena, cada uno de nosotros con la sola idea de ponernos a salvo.
Corrí hacia la derecha y atravesé varias salidas atestadas por una multitud aterrorizada que pugnaba por salir, parecía que había toda una manada de tagas sueltas y no un solo animal ciego y moribundo. Tal es el efecto que provoca el pánico en una muchedumbre.
CAPITULO 7
Libertad
Una vez fuera del alcance del animal perdí el temor, pero otra sensación se apoderó de mí con igual rapidez: la esperanza de huir, que facilitaba la desmoralización de los guardias.
Pensé en Perry, y de no ser por la convicción de que, estando yo en libertad, tendría mayores posibilidades de liberarlo a él, hubiera abandonado de inmediato la idea de fugarme. Me apresuré entonces hacia la derecha y busqué alguna salida hacia la cual no se dirigiese ningún Ságota. Al final la hallé: una abertura pequeña y angosta que conducía a un pasillo oscuro.
Sin pensar en las posibles consecuencias, me interné en las sombras del túnel y anduve un trecho a tientas en medio de la penumbra. El ruido del anfiteatro había ido disminuyendo a medida que avanzaba, y ahora todo estaba silencioso como una tumba a mi alrededor. Por momentos se filtraba una luz tenue a través de los tubos de ventilación e iluminación, apenas suficiente como para que mis ojos vieran en la oscuridad, por lo cual me vi obligado a avanzar con extrema cautela, tanteando el camino paso a paso con una mano apoyada en la pared.
Repentinamente la luz empezó a aumentar y un momento después, para mi alivio, me topé con una escalera que conducía hacia arriba donde, a través de un hueco que había en el suelo, se derramaba la refulgente luz del sol del mediodía.
Sigilosamente subí las escaleras hasta el final del túnel, y cuando me asomé vi la vasta planicie de Futra ante mí.
Las altas y numerosas torres de granito que marcaban los diversos accesos a la ciudad subterránea estaban frente a mí; detrás se extendía la llanura ininterrumpida hasta las colinas próximas. Había salido, pues, a las afueras de la ciudad, y mis posibilidades de huir eran inmensamente grandes.
Mi primer impulso fue esperar a que oscureciera para intentar cruzar la planicie, tan profundamente arraigados estaban los hábitos de mi pensamiento; pero de inmediato recordé la perpetua luminosidad diurna que envuelve a Pelucidar y, con una sonrisa, salí a la luz del sol.
Una hierba exuberante que llega hasta la cintura cubre la llanura de Futra. Es la hierba espléndida y lozana del mundo interior, cuyas hojas terminan en una diminuta flor de cinco puntas. Parecen estrellas brillantes de mil colores que titilan entre el verde follaje para darle aún otro encanto más al extraño y hermoso paisaje.
Pero, en ese momento, lo único que me interesaba era llegar a las colinas donde esperaba hallar resguardo, de modo que apreté el paso sin reparar en que pisoteaba las exquisitas flores. Perry dice que la atracción de la gravedad en la superficie del mundo interior es menor que la del exterior. Me lo explicó en detalle en una ocasión, pero como yo nunca fui demasiado brillante para esas cosas, la mayor parte se me olvidó. Por lo que recuerdo, la diferencia se debe a la contraatracción de la porción de la corteza terrestre directamente opuesta al sitio de Pelucidar en donde uno realiza sus cálculos. Sea como fuere, a mí siempre me pareció que me movía con mayor velocidad y agilidad en Pelucidar que en la superficie externa. Había cierta etérea ligereza en el andar, que era sumamente agradable, y una sensación de liberación física sólo comparable a la que se experimenta a veces en sueños.
Y en esa ocasión en que crucé la llanura de Futra salpicada de flores me pareció estar volando, aunque no sabría decir hasta qué punto esa sensación no se debía a una autosugestión por lo que me había dicho Perry, o a algo real. Cuanto más pensaba en Perry, menos me deleitaba la libertad que había reencontrado. No podía haber libertad alguna para mí en Pelucidar si el anciano no la compartía conmigo, y sólo la esperanza de hallar algún modo de ayudarlo a huir fue lo que impidió que diera media vuelta y volvieran Futra.
No tenía idea de qué modo exactamente iba a socorrer a Perry, pero esperaba que alguna circunstancia fortuita me resolviera el problema. Era bastante evidente, sin embargo, que tendría que ocurrir poco menos que un milagro, pues ¿qué podría yo lograr en ese mundo extraño, desnudo e inerme como estaba? Era dudoso que perdiera de vista la planicie, pero aun suponiendo que pudiera volver sobre mis pasos hasta Futra una vez fuera posible, ¿qué auxilio podría llevarle a Perry?
El asunto me parecía más imposible cuanto más pensaba en él, pero no obstante seguí avanzando hacia las colinas con obstinada insistencia. Detrás de mí no había señales de persecución; adelante, no vislumbraba a ningún ser viviente. Era como si me moviera a través de un mundo muerto y olvidado.
No tengo idea, claro está, de cuánto tardé en llegar al límite de la llanura, pero al fin me interné entre las colinas siguiendo el curso de una cañada que subía hacia las montañas. A mi lado jugueteaba un arroyuelo risueño que discurría veloz y ruidosamente hacia el silencioso mar. En los remansos más tranquilos descubrí una cantidad de pequeños peces que pesarían de ocho a diez kilogramos cada uno. En apariencia, aunque de distinto color y tamaño, se asemejaban a la ballena de nuestros mares. Mientras los observaba jugar noté que amamantaban a su cría y, además, que a intervalos regulares subían a la superficie a respirar y alimentarse de ciertas plantas y de un liquen extraño de color escarlata que crecía en las rocas sobre el nivel del agua.
Esta última costumbre me dio la oportunidad que necesitaba para atrapar uno de esos cetáceos herbívoros - así los llamaba Perry -, comerlo y disfrutar hasta donde es posible disfrutar de un pescado crudo y de sangre caliente. Aunque ya me había acostumbrado a tomar alimentos en su estado natural, todavía me disgustaban los ojos y las entrañas, para diversión de Ghak, a quien siempre le cedía esos manjares.
Agazapado junto al arroyo, esperé hasta que una de aquellas minúsculas ballenas purpúreas emergiera para mordisquear los largos pastos que pendían sobre el agua, y luego, como el animal de caza que es realmente el hombre, salté sobre mi víctima y sacié mi apetito mientras aún se revolvía.
Después bebí del estanque cristalino, me lavé la cara y las manos y proseguí mi fuga. Cuando llegué al nacimiento del arroyuelo trepé a la cima de una accidentada cresta. Del otro lado había un escarpado declive que daba a la playa de un plácido mar interior en cuya superficie flotaban varias islas hermosas.
La vista era encantadora, y como no había animal ni hombre que pusiera en peligro mi reciente libertad, me deslicé por encima del peñasco y, entre resbalones y saltos, caí en un delicioso valle cuyo aspecto era el de un refugio de paz y seguridad.
La playa ligeramente inclinada por la cual caminaba estaba llena de caracolas de colores y formas extrañas. Algunas estaban vacías, otras aún contenían una variedad de moluscos que arrastraban sus perezosas vidas por las mudas playas de aquel mundo antediluviano. Mientras andaba, no podía evitar compararme con el primer hombre del mundo exterior. La soledad que me rodeaba era completa y las virginales maravillas de la naturaleza adolescente estaban intactas en su primitivismo. Me sentía como un segundo Adán abriéndose paso a través de la infancia de un mundo, buscando su Eva. Este pensamiento me despertó la imagen de los exquisitos rasgos de una cara perfecta rodeada de una cascada de maravilloso cabello negro. Como caminaba con la vista baja no vi el objeto que derrumbó mis sueños de soledad, paz y seguridad hasta que estuve casi encima de él. Se trataba de un tronco hueco que estaba en la arena. En el fondo yacía una suerte de remo tosco.
Aún me estaba recuperando del imprevisto impacto que me había producido el descubrimiento de lo que podía representar una nueva forma de peligro, cuando oí un tamborileo de guijarros sueltos que provenía del peñasco. Me hacia esa dirección y vi al causante del estrépito: hombre enorme de color cobrizo que corría hacia mí. Había algo en la precipitación con que venía que daba claros indicios de su belicosidad, por lo que no me hizo falta ver su cara ceñuda y la lanza que blandía para darme cuenta de que en modo alguno me hallaba en situación segura. Pero era de suma importancia decidir hacia dónde huir.
La velocidad del sujeto excluía la posibilidad de escapar por la playa. Quedaba una sola posibilidad: el rústico esquife. Con la misma celeridad que él, empujé el bote al agua y cuando éste estuvo flotando le di un empellón final y trepé a bordo.
El dueño de aquella primitiva embarcación profirió un sonido de cólera, y un segundo más tarde la lanza de punta de piedra me rozó el hombro y se clavó en la proa del bote. Tomé el remo y con desesperada prisa traté de alejarme en aquella precaria embarcación.
Al mirar sobre mi hombro advertí que el nativo de piel cobriza se había zambullido en el agua y nadaba rápidamente hacia mí. Sus poderosas brazadas acortaban velozmente la distancia que nos separaba, pues yo avanzaba muy lentamente en ese bote con el cual no estaba familiarizado. Este viraba en todas direcciones menos en la que yo quería, de modo que despilfarraba la mitad de mis energías en poner su obstinada proa en el rumbo debido.
Sólo había recorrido unos cien metros cuando tuve la certidumbre de que mi perseguidor iba a llegar a la popa del bote con media docena más de brazadas. Presa de la desesperación, puse todo mi empeño en un inútil esfuerzo por escapar, pero el gigante seguía dándome alcance.
Su mano estaba por asirse de la popa cuando vi un cuerpo esbelto y sinuoso salir como disparado de las profundidades. El hombre también lo vio, y el brillo de terror que había en sus ojos me persuadió de que ya no tenía que temerle más, pues era el miedo a la muerte segura lo que se traslucía en su mirada.
Se enroscaron alrededor de él los poderosos pliegues de aquel horrendo monstruo de las profundidades prehistóricas: una viscosa serpiente de mar, de mandíbulas dentadas y lengua bífida. Tenía ojos saltones y protuberancias óseas en la cabeza y el hocico que formaban cuernos cortos y poderosos.
Mientras presenciaba aquella lucha mis ojos se encontraron con los del hombre, y podría haber jurado que había en ellos una expresión de desesperanzado súplica. Pero sea esto cierto o no, de pronto sentí compasión por el nativo. Era, sin duda, mi congénere; y el hecho de que probablemente me hubiera eliminado con gusto de haberme atrapado se me olvidó en ese momento de peligro.
Inconscientemente había dejado de remar cuando la serpiente se irguió para enfrentar a mi perseguidor, de manera que en ese momento el esquife flotaba cerca de ellos. El monstruo parecía estar jugando con su víctima antes de aprisionarla definitivamente con sus espantosas mandíbulas y llevarla a su oscura morada bajo la superficie para devorarla. El gigantesco cuerpo de la serpiente se enroscaba y se desenroscaba alrededor de la presa y su boca se abría y se cerraba cerca de la cara de ella mientras aquella lengua bífida recorría como un relámpago su piel cobriza.
El gigante luchaba heroicamente por su vida, asestando golpe tras golpe con su hacha de piedra sobre la armadura huesuda que cubría el temible cuerpo, pero el mismo daño le habría hecho si le hubiere pegado con la palma de la mano.
Al final no pude soportar más el quedarme mirando tranquilamente cómo aquel congénere se precipitaba a una muerte horrible a causa del reptil. La lanza arrojada por quien yo repentinamente deseaba salvar estaba clavada en la proa del esquife. La arranqué de un tirón y poniéndome de pie en la embarcación la introduje entre las mandíbulas abiertas del monstruo con todas las fuerzas de mis dos brazos.
Con un fuerte silbido la serpiente abandonó a su presa y se volvió hacia mí. Pero la lanza, hundida en su garganta, le impedía asirme, aunque estuvo a punto de volcar el bote en sus desesperados intentos por alcanzarme.
CAPITULO 8
El templo Mahar
El aborigen, aparentemente ileso, se trepó rápidamente al esquife y agarrando la lanza me ayudó a mantener a distancia el monstruo enfurecido. La sangre del reptil herido enrojecía el agua alrededor de nosotros, y por los esfuerzos cada vez más débiles que realizaba era evidente que estaba herido de muerte. Repentinamente cesó por completo en su intento de alcanzarnos, y con unos movimientos convulsivos se quedó muerto flotando de espaldas.
En ese momento me di cuenta del apuro en que yo mismo me había puesto. Estaba completamente a merced del salvaje a quien le había hurtado el bote. Sin soltar la lanza lo miré a la cara, y lo encontré escudriñándome de cerca. Nos quedamos así varios minutos, ambos agarrando la lanza tenazmente mientras nos mirábamos con embobado asombro.
Ignoro lo que pasaba por su cabeza, pero en la mía estaba solamente la pregunta de cuándo recomenzarían las hostilidades.
Me empezó a hablar, pero en un idioma que yo no entendía. Sacudí la cabeza como para darle a entender que desconocía el idioma. Al mismo tiempo, me dirigí hacia el en la lengua bastarda que los Ságotas utilizaban para comunicarse con los esclavos de los Mahars.
Para alivio mío, descubrí que me comprendía y me respondió en la misma jerga.
- ¿Para qué quieres mi lanza? - preguntó.
- Sólo para que no me atravieses con ella - le conteste.
- Yo no haría eso - dijo -, pues acabas de salvarme la vida - y con esas palabras la soltó y se sentó en cuclillas en el fondo del esquife.
- ¿Quién eres, y de qué país vienes? - preguntó.
Yo también me senté, dejando la lanza entre ambos, y traté de explicarle cómo había llegado a Pelucidar, y de dónde; pero le fue tan imposible captar y creer el extraño relato como me temo que lo sea para los habitantes de la corteza exterior el creer en la existencia del mundo interior.
Parecía sumamente ridículo imaginar que hubiese otro mundo bajo sus pies, habitado por seres similares a él, de suerte que empezó a reír sonoramente cuanto más pensaba en esa posibilidad. Pero siempre ha sido así. Aquello que no ha entrado en el campo de nuestra insignificante y magra experiencia no puede existir. Nuestras mentes finitas no pueden comprender lo que no está en concordancia con las condiciones que conocemos sobre ese grano de polvo que traza su diminuto derrotero a través de los astros del universo: esa húmeda fécula que con tanto orgullo llamamos Tierra.
Me di por vencido y le pedí que me hablara de él. Me dijo que era un Mezop y que su nombre era Ja.
- ¿Quiénes son los Mezops? - le pregunté -. ¿Dónde habitan?
Me miró sorprendido.
- Realmente me atrevería a creer que eres de otro mundo - dijo -, pues que persona de Pelucidar puede ser tan ignorante. Los Mezop viven en las islas de los mares. Que yo sepa, ningún Mezop vive en otra parte, y nadie más que los Mezop viven en las islas. Pero, claro está, tal vez sea distinto en otras tierras lejanas. No lo sé. Aquí, al menos en este mar, es cierto que sólo los de mi raza moran en las islas. Vivimos de la pesca, aunque somos grandes cazadores también. A menudo vamos a tierra firme a buscar las presas que escasean en todas salvo las más grandes de las islas. Somos también guerreros - añadió con orgullo -. Hasta los Ságotas nos temen. Hubo un tiempo, cuando Pelucidar era joven, que los Ságotas solían capturarnos como esclavos al igual que a los demás hombres de Pelucidar. Así cuenta la tradición de nuestra raza. Pero luchamos tan encarnizadamente y matamos tantos Ságotas, y aquellos que fueron capturados dieron muerte a tantos Mahars en sus propias ciudades, que al fin comprendieron que era mejor dejarnos en paz. Más tarde llegó la época que los Mahars se volvieron demasiado perezosos hasta para pescar, salvo por diversión; y, como necesitaban proveerse, se hizo un pacto entre las dos razas. Ahora nos dan ciertas cosas que no podemos producir a cambio del pescado que sacamos, y los Mahara y los Mezops viven en armonía. Hasta vienen a nuestras islas. Es allí donde, lejos de la curiosa mirada de los Ságotas, practican sus ritos religiosos en los templos que han construido con nuestra ayuda. Si vives con nosotros, sin duda verás sus ceremonias, que son sumamente raras y muy desagradables para los pobres esclavos que llevan para que tomen parte en ellas.
Mientras Ja hablaba tuve oportunidad de observarlo más detenidamente. Era gigantesco; debía de medir más de dos metros, estaba muy bien desarrollado y tenía una pigmentación cobriza similar a la del indio norteamericano. A decir verdad, en sus facciones también había una semejanza: tenía la misma nariz aguileña que se encuentra en las tribus superiores, los pómulos altos y prominentes, los ojos y el cabello negros, aunque su boca y sus labios estaban mejor formados. En conjunto, Ja era un ser imponente y apuesto, y además, hablaba bien en el pobre lenguaje improvisado que nos veíamos obligados a usar.
Durante la conversación, Ja había tomado el remo e impulsaba el esquife con vigorosas brazadas hacia una amplia isla que distaba medio kilómetro de la tierra firme. La destreza con que manejaba la tosca e incómoda embarcación provocó mi más profunda admiración, ya que tenía escasísimo tiempo yo había probado hacerlo con los resultados tan lastimosos que ya he referido.
Cuando arribamos a la playa uniforme, Ja salió de un salto y yo lo seguí y juntos arrastramos el bote hasta los matorrales que crecían más allá de la arena.
- Debemos esconder nuestras canoas - explicó, pues los Mezops de Luana siempre están en guerra con nosotros y nos las hurtan, cuando las encuentran.
Señaló con la cabeza una isla que se hallaba adentro del mar y tan distante que parecía una mancha suspendida en el cielo. La curva de Pelucidar, que se dirigía hacia arriba, no dejaba de ofrecer sorpresas para los ojos desacostumbrados del habitante de la corteza externa. Ver la tierra y el agua curvarse hacia arriba hasta fundirse con el cielo lejano, y sentir el mar y las montañas suspendidos directamente encima, requería tal reversión de las facultades de percepción y razonamiento que lo dejaba a uno estupefacto.
No bien ocultamos la canoa, Ja se internó en la selva y al poco rato desembocamos en una senda angosta, pero claramente marcada, que serpenteaba bruscamente al modo de las sendas de todas las tribus primitivas, aun cuando había una particularidad en ésta que la distinguía de todas las demás sendas que había visto en la tierra: la senda continuaba un trecho, clara y bien definida, y de repente terminaba en una maraña de vegetación selvática. Entonces Ja volvía sobre sus pasos unos metros, trepaba un árbol, bajaba del otro lado sobre un tronco caído, y saltaba por encima de un arbusto hasta toparse con una nueva senda por donde seguía otro kilómetro más hasta que ésta acababa tan brusca y misteriosamente como el tramo anterior. Volvía entonces a retroceder, y luego de trasponer alguna cosa sin dejar rastro, retomaba la senda más adelante.
A medida que entendiendo el propósito de este notable proceso, no pude menos que admirar la sagacidad de los primeros Mezops al idear ese plan para despistar y detener a sus enemigos en sus intentos de llegar hasta las ciudades ocultas.
A los terrícolas les puede parecer una forma lenta y tortuosa de viajar a través de la selva; pero, de ser de Pelucidar, sabrían que el tiempo no es un factor importante allí donde el tiempo no existe. Estas sendas son tan laberínticas y sinuosas y los pasos que la conectan tan complejos y variados, que el Mezop a menudo llega a la pubertad sin conocer todas las que conducen desde su propia ciudad hasta el mar. En realidad, casi las tres cuartas partes de la educación de los jóvenes Mezops consisten en familiarizarse con esas avenidas selváticas, y el prestigio de que gozan los adultos se basa principalmente en la cantidad de sendas que pueden seguir dentro de su propia isla. Las mujeres nunca lo aprenden, pues desde su nacimiento hasta su muerte nunca abandonan el claro donde su aldea natal está edificada, salvo en el caso de que se casen con un hombre de otra aldea, o de que sean capturadas por algún enemigo de su tribu.
Después de recorrer a través del bosque una distancia de alrededor de cinco kilómetros, salimos a un claro en cuyo centro se levantaba una aldea sumamente extraña.
Grandes árboles habían sido talados hasta una altura de unos cinco o seis metros sobre el nivel del suelo, y sobre éstos se habían construido habitáculos esféricos de paja tendida cubierta de barro. Cada casa redonda estaba coronada por una especie de imagen tallada. Ja me explicó que ésta indicaba la identidad del dueño.
Unas aberturas horizontales de unos quince centímetros de altura y un metro de ancho, aproximadamente, servían para la ventilación y la iluminación. Las entradas de las asas eran pequeños orificios en la base de los árboles en cuyo interior ahuecado había una rústica escalera que daba, a las habitaciones de arriba. Las casas eran de dos y tres habitaciones. La de mayor tamaño que yo conocí esta dividida en dos plantas y ocho piezas.
Alrededor de la aldea hasta el límite de la jungla, había campos muy bien cultivados en donde los Mezops plantaban los cereales, las verduras y las frutas que necesitaban. Las mujeres y los niños que trabajaban en esas huertas cuando cruzamos hacia la aldea, saludaron a Ja con deferencia, pero a mí no me prestaron atención alguna. Entre ellos y alrededor del borde exterior de una cultivada había una cantidad de guerreros que también saludaron a Ja, tocando con la punta de sus lanzas el suelo.
Ja me condujo a una casa grande en el centro de la aldea a la casa que tenía ocho habitaciones y me llevó al interior donde me dio comida y bebida. Allí conocí a su esposa, una chica agradable con un niño de pecho en los brazos. Ja le contó que yo le había salvado la vida, y de allí en adelante me trató con mucha amabilidad y hospitalidad, dejándome inclusive sostener y divertir al diminuto ser que algún día - según me dijo Ja - habría de reinar en la tribu, pues Ja era, en realidad, el jefe de la comunidad.
Comimos y descansamos, e incluso yo dormí - lo cual divirtió a Ja quien, al parecer dormía en raras ocasiones -, y luego me propuso que lo acompañara al templo de los Mahars que no estaba muy lejos de la aldea.
- No debemos visitarlo - dijo -, pero ellos no pueden oír y si nos mantenemos fuera de su vista nunca sabrán que hemos estado allí. Por mi parte, los detesto y siempre los he detestado, pero los demás jefes de la isla consideran conveniente que mantengamos una relación amistosa entre las dos razas. De no ser por eso, con gusto llevaría a mis guerreros y exterminaría a esas horrendas bestias. Pelucidar sería un lugar mejor para vivir sin ellos.
Estaba completamente de acuerdo con Ja, pero se me ocurrió que no sería tarea fácil exterminar la raza dominante de Pelucidar. Y así, charlando, seguimos por la senda que conducía al templo, con el cual nos topamos en un pequeño claro rodeado por enormes árboles similares a aquellos que quizás existieron en la corteza externa durante el período carbonífero.
Allí se levantaba un gran templo tallado en la piedra, de forma ligeramente ovalada, en cuyo techo había varias aberturas. No se veía puerta ni ventana alguna en los costados de la estructura, ni había necesidad de más una entrada para el acceso de los esclavos pues, como explicó Ja, los Mahars acudían volando al lugar de ceremonia y se iban de la misma manera utilizando orificios del techo para entrar y salir.
- Pero - añadió Ja -, hay una entrada cerca de la base que ni los mismos Mahars conocen. Ven - dijo, y me condujo a través del claro hacia un montículo de piedras sueltas situado al pie del muro. Allí apartó un par de rocas, y quedó al descubierto una pequeña abertura que daba directamente al interior del edificio, o al menos así parecía, aunque cuando entré después de Ja, estaba en un sitio angosto y muy oscuro.
- Estamos dentro de la pared externa - dijo Ja -, que es hueca, sígueme de cerca.
El hombre cobrizo avanzó unos pasos a tientas y después empezó a ascender por una primitiva escalera semejante a la que había en su casa. Subimos unos diez metros hasta que el interior del espacio entre las paredes empezó iluminarse y enseguida llegamos a un agujero en la pared interna que nos permitía ver un panorama completo del templo.
El piso inferior era un enorme tanque de agua cristalina en donde numerosos Mahars nadaban parsimoniosamente. En ese diminuto mar había islas artificiales de granito, en varias de ellas vi hombres y mujeres como yo.
- ¿Que hacen aquí esos seres humanos? - pregunté.
- Espera y ya lo verás - respondió Ja -. Desempeñan un papel principal en las ceremonias que se desarrollan después de la llegada de la reina. Puedes agradecer que no estar del mismo lado de la pared que ellos.
Apenas hubo terminado de hablar, cuando oímos un batir de alas encima de nosotros, y un momento más tarde una larga sucesión de espantosos reptiles volaron lenta y majestuosamente a través de la abertura central y dando vueltas por el interior del templo.
Primero entraron varios Mahars seguidos por una veintena de temibles pterodáctilos llamados típdars en Pelucidar, y detrás de ellos llegó la reina, franqueada por otros típdars como cuando había entrado en el anfiteatro de Futra.
Dieron tres vueltas alrededor de la cámara ovalada, y finalmente se asentaron en las piedras húmedas que rodeaban a la piscina. En el medio de uno de los lados había una roca de mayor tamaño reservada para la reina, y en ella se ubicó ésta junto con su temible escolta. Luego que se hubieran instalado hubo un rato de silencio. Se los podría imaginar rezando. Los desdichados esclavos los miraban desde las diminutas islas con los ojos desorbitados. Los hombres, en general, mantenían una posición digna y erguida, con los brazos cruzados; pero las mujeres y los niños se abrazaban unos a otros y se escondían detrás de los hombres. La raza le los cavernícolas de Pelucidar tiene una noble estampa, y si nuestros progenitores fueron como ellos, la raza humana de la corteza exterior se ha deteriorado ante que perfeccionado con el transcurrir del tiempo. A ellos les falta únicamente la oportunidad. A nosotros nos sobran las oportunidades, y algo más que eso.
La reina se movió. Levantó su repugnante cabeza y miró a uno y otro lado. Luego se arrastro hasta el borde del trono y se deslizó silenciosamente en el agua. Nadó de un extremo a otro del tanque, y para volver sobre sí misma lo hacía a la manera de las focas que están en cautiverio, que se ponen de espaldas y se zambullen bajo la superficie.
Se acercó cada vez más a la isla más grande que estaba frente a su trono, y al fin se detuvo delante de esta. Alzo la cabeza fuera del agua y clavó sus ojos redondos sobre los esclavos que eran gruesos y de buen aspecto, pues habían sido traídos de una lejana ciudad de Maha donde a los seres humanos, formados en rebaños, se los alimenta especialmente del mismo modo que nosotros criamos y alimentamos al ganado bovino.
Cuando la reina fijó su mirada en una joven rechoncha, la víctima intentó escabullirse cubriéndose la cara con las manos y arrodillándose detrás de una mujer. Pero el reptil, cuyos ojos no parpadearon, siguió mirando con tal fijeza, que podría jurar que su mirada atravesaba a la mujer y las manos de la chica hasta llegar al centro mismo de su cerebro.
Lentamente el reptil empezó a balancear la cabeza, y pero sin que sus ojos se apartaran de la aterrorizada muchacha, hasta que al final la víctima respondió. Volvió sus ojos aterrorizados hacia la reina Mahar, se puso de pie y, como atraída por un poder invisible, se acercó en trance directamente al reptil, con la mirada vidriosa clavada en los ojos de su verdugo.
Se aproximó al agua y, sin vacilar, entró en ella. Entonces se fue acercando cada vez más al Mahar, que iba retrocediendo y atrayendo hacía sí a su víctima. El agua le llegaba a las rodillas a la chica, pero ésta seguía avanzando encadenada a aquellos ojos fríos. Después, el agua le llegó a la cintura; luego, a las axilas. Sus compañeros, desde la isla, seguían todo con horror, imposibilitados de salvarla del destino que a ellos también les aguardaba.
El Mahar se había sumergido casi por completo, dejando ver apenas los ojos y la mandíbula superior sobre la superficie del agua. La chica había avanzado tanto que aquel repulsivo hocico estaba apenas a seis o siete centímetros de su cara y ella no podía quitar sus ojos horrorizados de los del reptil.
El nivel del agua estaba más arriba de la boca y la nariz de la muchacha y lo único que asomaba eran los ojos y la frente. Sin embargo, siguió caminando hacia la reina, cuya cabeza ya desaparecía bajo el agua, hasta desaparecer ella también. Sólo hubo una lenta onda que se expandió hasta la orilla y señaló el lugar donde se habían sumergido.
Durante un rato el silencio cundió en el templo. Los esclavos estaban helados de miedo y los Mahars vigilaban la superficie del agua aguardando la reaparición de su reina, cuya cabeza asomó al poco tiempo en un extremo del tanque, retrocediendo hacia la superficie con los ojos fijos hacia adelante como cuando había llevado a la indefensa joven a su fin.
Pero en ese momento vi asombrado la frente y los ojos de la chica que emergían con lentitud de las profundidades, siguiendo siempre la mirada del reptil. La muchacha continuó avanzando hasta que el agua le llegó apenas a las rodillas; y aunque había estado sumergida el tiempo suficiente como para ahogarse tres veces, no mostraba signos, a no ser porque el pelo y el cuerpo le chorreaban, de haber estado en el fondo.
Varias veces la reina llevó a la chica a las profundidades y la volvió a sacar, hasta que el carácter demoníaco y misterioso del rito empezó a soliviantarme de tal manera que tuve que controlarme con firmeza para no zambullirme en el estanque en auxilio de la muchacha.
En una ocasión permanecieron sumergidos mucho más que las otras veces, y cuando volvieron a la superficie vi con espanto que a la chica le faltaba uno de los brazos: había sido roído completamente desde el hombro. La pobre criatura no daba indicios de sentir dolor alguno, y sólo se había intensificado la expresión de horror en sus ojos.
En la siguiente aparición vi que le faltaba el otro brazo, luego los pechos, después una parte de la cara... Aquello era horrendo. Las desdichadas víctimas que esperaban su destino trataron de cubrirse los ojos para no ver el atroz espectáculo, pero me di cuenta de que ellas también estaban bajo el hechizo hipnótico de los reptiles y que no tenían más remedio que agazaparse y quedarse mirando fascinados la terrible escena que se desarrollaba frente a ellas.
Al fin, la reina permaneció bajo el agua más tiempo aún, pero al emerger salió sola y nadó lentamente hacia su trono. El instante en que se trepó pareció ser la señal para que los demás Mahars entraran en el estanque, pues en ese momento se repitió en masa la extraña función fue había representado la reina con su víctima.
Sólo las mujeres y los niños fueron las víctimas, pues eran los más tiernos y débiles; de modo que, satisfecho ya su apetito dé carne humana, algunos devoraron hasta dos y tres presas, sólo quedó una veintena de hombres a los cuales por un momento creí que perdonarían por alguna causa. No obstante, enseguida advertí en qué error estaba, pues no bien se hubo sentado el último Mahar en su puesto, los típdars se echaron a volar y luego de dar una vuelta por el templo se precipitaron sobre los esclavos restantes, silbando como locomotoras.
No mediaba ningún tipo de hipnotismo en eso, sino sólo la ferocidad brutal del ave de rapiña que desgarra y despedaza y se atraganta con la carne. Con todo era menos horrible que el abominable método de los Mahars. Cuando los típdars terminaron con el último de los esclavos, los Mahars estaban dormidos en las rocas; y así, un instante después, los pterodáctilos retornaron a sus puestos junto a la reina y también se sumieron en el sueño.
- Pensé que los Mahars dormían muy poco - le dije a Ja.
- Hacen muchas cosas en este templo que no hacen en ninguna parte - respondí -. Los Mahars de Futra no se les permite comer carne humana, y sin embargo traen aquí a millares de esclavos, y siempre hay Mahars dispuestos a consumirlos. Me imagino que no traen aquí a sus Ságotas porque se avergüenzan de esta práctica, considerada señal de barbarie en su raza. Pero yo apostaría mi canoa contra un remo roto a que no hay un solo Mahar que no coma carne humana cuando puede conseguirla.
- ¿Y por qué no, si es verdad que nos consideran animales inferiores? - objeté.
- No es por considerarnos sus iguales que aparentan aborrecer el hecho de comer nuestra carne - replicó Ja -, sino simplemente porque somos animales de sangre caliente. No se les ocurriría comer la carne de una taga - que nosotros consideramos un manjar - del mismo modo que a mí no se me ocurriría comer una serpiente. En rigor de verdad, es difícil saber con exactitud a qué responde ese sentimiento en ellos.
- Me pregunto si habrán dejado una sola víctima - agregue, asomándome cuanto pude por la abertura para inspeccionar mejor el templo. Directamente debajo, el agua acariciaba la pared y había un espacio entre las piedras al igual que en otros puntos del templo.
Mis manos estaban apoyadas en un pequeño pedazo de granito que formaba parte de la pared el cual, al no resistir toda la masa de mi peso, se salió de su sitio y yo me precipité al vacío. Como no había nada de qué aferrarme me zambullí de cabeza en el agua.
Afortunadamente, el agua era profunda en este punto y no sufrí daño en la caída; pero mientras subía a la superficie la cabeza se me llenó con la idea del suplicio que me esperaba en el momento en que los ojos de los reptiles advirtieran qué era lo que había perturbado su sueño.
Me mantuve bajo la superficie el mayor tiempo posible y nadé rápidamente hacia las isla para prolongar al máximo mi vida, Cuando al fin me vi obligado a salir para respirar, miré aterrorizado en dirección a los Mahars y los típdars y me quedé atónito al ver que no quedaba uno sólo sobre las piedras ni en ninguna otra parte del templo.
Durante unos momentos no pude comprender qué había ocurrido, hasta que me di cuenta de que los reptiles, como eran sordos, no podían haber oído el ruido de mi cuerpo al golpear en el agua, y que al no existir el factor tiempo en Pelucidar, era imposible saber cuánto había permanecido yo debajo del agua. Era muy difícil de calcular el tiempo transcurrido según las mediciones terrestres, y cuando me dispuse a hacerlo, empecé a pensar que pude haber estado sumergido un segundo, un mes o directamente no haberlo estado. Es difícil tener un concepto de las extrañas contradicciones que surgen cuando todos los medios que conocemos sobre la tierra para medir el tiempo dejan de existir.
Estaba a punto de felicitarme por el milagro que me había salvado, cuando recordé el poder hipnótico de los Mahars y me invadió el terror al pensar que tal vez estuviesen practicando su misteriosa habilidad en mí con el fin de hacerme creer que estaba solo. Empecé a transpirar profusamente de solo pensarlo, y cuando me arrastré fuera del agua estaba temblando de pies a cabeza. Nadie puede imaginar la repulsión que causa a un ser humano el sólo pensar en los Mahars de Pelucidar y sentir que uno está en sus manos... ¡Es horroroso saber que reptan, viscosos y repugnantes, para devorarlo a uno debajo del agua!
Pero no vinieron, y al fin llegué a la conclusión de que efectivamente estaba solo en el templo. Entonces me pregunté durante cuánto tiempo estaría solo nadando desesperadamente de un lado a otro en busca de alguna vía de escape.
Llamé a Ja repetidas veces, pero debía de haberse ido después de mi caída pues no recibí respuesta. Sin duda se había sentido tan seguro de mi destino como yo, al verme caer desde aquella altura, y había regresado apresuradamente a su aldea antes de ser descubierto el también.
Sabía que tenía que existir algún otro acceso al edificio además de las aberturas del techo, pues no parecía lógico suponer que los miles de esclavos que los Mahars transportaban hasta allí para satisfacer su hambre de carne humana entraran por el aire. Por lo tanto, continué mi búsqueda hasta que al fin dio frutos, pues en un extremo del templo descubrí varios bloques sueltos de granito en la mampostería.
Con poco esfuerzo pude quitar la suficiente cantidad de piedras como para salir a gatas al claro, y un momento después había cubierto la distancia hasta la selva y penetrado en ella.
Una vez allí me desplomé jadeando y temblando sobre la espesa hierba bajo los árboles gigantescos, pues sentía como si hubiera escapado directamente de las profundidades de mi propia tumba. Cualesquiera que fueran los peligros que me aguardasen ocultos en esa isla selvática, ninguno podía ser tan temible como aquél del que acababa de escapar. Sabía que podría enfrentarme valientemente con la muerte si provenía de algún animal conocido, o de algún hombre o de cualquier cosa que no fueran los odiosos y abominables Mahars.
CAPITULO 9
El rostro de la muerte
Debí de haberme quedado dormido por la fatiga, pues cuando desperté sentí mucha hambre. Luego de buscar frutas durante un rato emprendí mi camino a través de la selva para encontrar la playa. Sabía que la isla no era tan grande y que, caminando en línea recta, llegaría fácilmente al mar, pero no tenía ninguna forma de orientarme. El sol, por supuesto, estaba siempre directamente sobre mí, y el follaje era tan denso que era imposible ver ningún objeto distante que me ayudase a guiarme.
Debí de haber recorrido una gran distancia antes de llegar al mar, ya que comí cuatro veces y dormí dos; pero cuando al fin lo logré, sentí un gran alivio, tanto más cuanto que justo antes de llegar a la playa misma, me topé con una canoa oculta entre la maleza.
Puede asegurar que me tomó escaso tiempo arrastrar aquella embarcación hasta el agua y empujarla lejos de la orilla. Sabía por experiencia que, si quería hurtar otra canoa, debía apresurarme y alejarme lo antes posible del alcance del dueño.
Debí de haber salido en el lado opuesto al que habíamos arribado con Ja, pues no se veía tierra firme por ninguna parte. Estuve costeando la isla desde una distancia prudente, hasta que a lo lejos vi tierra firme. No bien la divisé me dirigí de inmediato hacia allí, pues ya estaba decidido a entregarme en Futra con tal de volver a estar con Perry y con Ghak el Velludo. Pensé que había sido tonto de mi parte el haber intentado escapar solo, en especial teniendo en cuenta que entre todos nos habíamos trazado un plan de fuga. Me daba cuenta, empero, de que las posibilidades de éxito de nuestra aventura eran harto escasas, pero sabía que nunca disfrutaría de la libertad sin la compañía de Perry en tanto él viviera. Ahora la probabilidad de encontrarlo nuevamente era más que remota.
De estar muerto Perry, con gusto hubiera opuesto mi fuerza e ingenio contra aquel mundo salvaje y primitivo en que me hallaba. Podría haberme recluido en alguna cueva hasta encontrar el medio de fabricarme algún tipo de arma elemental, y luego salir en busca de aquella mujer que se había transformado en la compañera constante de mi vigilia y en la figura central y querida de mis sueños.
Pero, por lo que yo sabía, Perry aún estaba con vida, y era mi deseo y deber estar a su lado para compartir los peligros y las vicisitudes del mundo que ambos habíamos descubierto. Y de Ghak, también: el enorme hombre hirsuto había encontrado un sitio en nuestros corazones, pues era hombre y rey hasta la médula. Tal vez fuera inculto y grosero según los cánones de la decadente civilización del siglo veinte; pero, con todo, era noble, digno y caballeresco.
El azar me llevó a la misma playa en donde había hallado la canoa de Ja, y poco después me encontré trepando por la empinada ladera que me conduciría a la planicie de Futra. Pero las dificultades empezaron cuando entré en el cañón, más allá de la cima, pues encontré que había una encrucijada de varios cañones, y ni remotamente podía recordar cuál de ellos había tomado para llegar al paso.
Era un asunto de suerte, por lo cual me encaminé por donde parecía más fácil transitar. Al hacer esto cometí el mismo error que muchos cometen al elegir la senda por la cual encauzar su vida, y aprendí una vez más que no siempre es provechoso escatimar esfuerzos.
Luego de haber comido ocho veces y dormido dos, me convencí de que había errado el rumbo, pues entre Futra y el mar interior no había dormido y había comido en una sola ocasión. Volver sobre mis pasos hasta la cima de la divisoria parecía ser la única solución, pero un ensanchamiento repentino del cañón por el que yo andaba parecía sugerir la proximidad de campo abierto y uniforme, y con el aliciente de ese nuevo descubrimiento, decidí seguir un trecho más antes de emprender el regreso.
En el recodo siguiente terminaba la boca del cañón, y más adelante vi una angosta llanura que bajaba hacia un mar. A la derecha, la ladera del cañón continuaba hasta la orilla del agua, en tanto que el valle se extendía hacia la izquierda hasta empalmar gradualmente con una playa regular y amplia.
El paisaje lo constituían extraños árboles que llegaban hasta el agua y una hierba exuberante que crecía en medio. Por el tipo de vegetación, yo estaba convencido de que la tierra situada entre las colinas y el océano debía ser pantanosa, aunque directamente frente a mí el terreno parecía seco hasta la zona arenosa sobre la cual las aguas avanzaban y retrocedían.
La curiosidad me impulsó a bajar a la playa, pues el paisaje era muy hermoso. Mientras pasaba entre la espesa y enmarañada vegetación de la ciénaga, me pareció notar un movimiento entre los helechos, a mi izquierda; pero aunque me detuve a mirar, no se repitió, y si había algo allí oculto, mis ojos no lograron distinguirlo entre el denso follaje.
Al poco tiempo me encontré de pie en la playa, abarcando con la vista aquel mar ancho y desolado que aún no había sido cruzado por seres humanos. Me preguntaba qué tierras desconocidas y misteriosas habría más allá y qué aventuras y maravillas podrían aguardar en sus islas invisibles. ¡Qué razas salvajes, qué bestias formidables e indómitas estarían en ese preciso instante mirando, al vaivén de las aguas, desde la otra costa! ¿Hasta dónde se extendería? Perry me había dicho que los mares de Pelucidar eran pequeños en comparación con los de la corteza externa, pero aun así ese gran océano podía extenderse millares de kilómetros. Durante incontables épocas había lamido sus incontables kilómetros de playa, y todavía en ese momento permanecía ignoto más allá del diminuto pedazo que se veía desde las costas.
Estaba fascinado por estas especulaciones. Era como si me hubiera transportado a los albores de nuestro mundo exterior para mirar sus tierras y sus mares millones de años antes que el hombre los surcara. Allí había un mundo nuevo, totalmente virgen, que me invitaba a explorarlo. Soñaba pensando en la emoción y la aventura que nos aguardaban a Perry y a mí si tan sólo pudiéramos huir de los Mahars, cuando algo, supongo que un leve ruido detrás de mí, me llamó la atención.
Mientras me volvía, la aventura, el descubrimiento el romanticismo se esfumaron ante la terrible materialización de esas tres cosas en la figura concreta que venía hacia mí.
Era un anfibio enorme y viscoso, de cuerpo escuerzo y poderosas mandíbulas de cocodrilo. Su inmensa mole debía de pesar toneladas, pero avanzaba hacia mí rápida y silenciosamente. Hacia un costado estaba el despeñadero que iba desde el cañón hasta el mar; hacia el otro, el pantano de donde había salido furtivamente el reptil; detrás estaba el mar desconocido, y adelante, justamente en medio del angosto pasaje que llevaba a la salvación, estaba aquella montaña de carne terrible y amenazante.
Un vistazo a la bestia me confirmó que estaba frente a uno de aquellos monstruos prehistóricos extinguidos, cuyos restos fósiles se hallan en la corteza externa en formaciones tan antiguas como la triásica: un gigantesco laberintodonte. Y allí estaba yo, desarmado, y excepción hecha del taparrabos que llevaba, tan desnudo como cuando vine al mundo. Me podía imaginar cómo se había sentido mi primer antepasado en los albores de la prehistoria, al encontrarse por primera vez frente a frente con el antecesor de esa cosa que me arrinconaba junto al mar inquieto y misterioso. Sin duda alguna ese antepasado había logrado escapar, pues de otro modo yo no habría estado en Pelucidar ni en ninguna otra parte. En ese momento deseaba que él me hubiera legado, además de los diversos atributos que me imagino que heredé de él, la forma específica de aplicar el instinto de supervivencia que le había salvado en un caso similar.
Tratar de escapar por el pantano o por el mar hubiera sido como saltar a una jaula de leones para eludir al que estaba afuera. Tanto el mar como la ciénaga debían de estar atestados de esos anfibios carnívoros; y aun cuando no fuera así, el reptil que me perseguía podría hacerlo con igual facilidad en el agua que en el pantano.
No parecía quedar otro remedio que esperar impasiblemente el fin. Pensé en Perry, en que se preguntaría qué habría sido de mí. Pensé en mis amigos de afuera y en cómo seguirían viviendo sus vidas e ignorando por completo el insólito y cruel destino que tenía reservado, sin poder imaginar el extraño paisaje que había sido testigo de mi agonía. Y a estos pensamientos se sumó la conciencia de lo poco importante que es la existencia de todos nosotros para la vida y el bienestar del mundo. Podemos extinguirnos sin previo aviso, y por un día nuestros amigos hablarán de nosotros en voz baja. Al día siguiente, mientras el primer gusano se ocupa de poner a prueba la consistencia de nuestro ataúd, se preparan para jugar al golf y luego lamentarse más por una pelota desviada que por nuestra prematura defunción.
El laberintodonte se acercaba ahora más lentamente. Parecía saber que yo no tenía escapatoria posible, y podría haber jurado que sus fauces de afilados dientes sonrieron satánicamente ante mi situación. ¿O acaso sería ante la perspectiva del jugoso bocado que pronto sería pulpa entre aquellas formidables mandíbulas?
Estaba a unos quince metros de mí cuando oí una voz que me llamaba desde el peñasco, a mi izquierda. Miré, y lo que vi casi me hizo gritar de alegría, pues allí estaba Ja urgiéndome desesperadamente a que corriera hacia el pie del acantilado.
No tenía la esperanza de escapar del monstruo que me había escogido para su desayuno, pero el menos no moriría solo. Otros ojos humanos presenciarían mi fin. Era un pobre consuelo, supongo, pero de cualquier forma infundió cierta paz a mi espíritu.
Correr parecía ridículo, en especial hacia ese acantilado escarpado e imposible de escalar. Sin embargo, lo hice; y mientras corría, lo vi a Ja, ágil como un mono, descender por la empinada ladera rocosa, aferrándose de las pequeñas salientes de la piedra y de las enredaderas que crecían aquí y allá.
El laberintodonte, evidentemente, pensó que Ja iba a duplicar su ración de carne humana, por lo cual no tenía apuro en perseguirme hasta el acantilado y ahuyentar a ese otro bocado. De modo que se limitó a trotar detrás de mí.
Mientras se aproximaba al pie de la escarpa me di cuenta de lo que Ja pretendía hacer, pero dudé de que resultara. Había descendido hasta unos cinco metros del suelo y desde allí, asido con una mano de un pequeño reborde y con los pies apenas apoyados en unos diminutos arbustos, bajó la punta de su larga lanza hasta que ésta quedó a unos dos metros del suelo.
Trepar por aquella lanza sin arrastrar a Ja y precipitarnos ambos al mismo fin parecía totalmente imposible. Así pues, cuando me acerqué a Ja se lo dije, y agregué que no lo pondría en peligro a él para salvarme yo.
El insistió en que sabía lo que estaba haciendo y que no corría ningún peligro.
- Quien todavía corre peligro eres tú - gritó -, pues si no te mueves con más rapidez el sítico te alcanzará antes que llegues a la mitad de la lanza. Puede pararse sobre las patas traseras y atraparte sin dificultad en cualquier punto por debajo del cual me encuentro yo.
Bueno, pensé, Ja debe de saber lo que hace; de manera que me así de la lanza y comencé a trepar lo más rápidamente posible si se tiene en cuenta lo lejos que estaba de mis antepasados simios. Me imagino que el lerdo sítico - como lo llamaba Ja - había empezado a darse cuenta de nuestras intenciones y que probablemente se quedaría sin su comida en lugar de tener doble ración.
Cuando vio que trepaba por aquella lanza, lanzó un tremebundo silbido y se precipitó a toda carrera hacia mí. Yo había llegado casi a la parte superior de la lanza, y me faltaban quince centímetros para poder asirme de la mano de Ja. De repente, empero sentí un tirón hacia abajo y entonces vi que las poderosas mandíbulas del monstruo se cerraban sobre la punta del arma.
Hice un esfuerzo desesperado por llegar hasta Ja, pero en ese momento el sítico dio otro tirón tremendo que estuvo a punto de hacerlo caer. La lanza se le resbaló de las manos y me precipité hacia mi verdugo.
En el preciso instante en que el monstruo sintió que la lanza se desprendía de la mano de Ja, debió de haber abierto la boca para recibirme, pues cuando caí, aún asido al cabo de la lanza, la punta descansaba todavía dentro de su boca. El resultado fue que el extremo afilado le perforó la mandíbula inferior.
El dolor le hizo cerrar la boca de golpe. Caí sobre su hocico, solté la lanza y rodé por su cabeza y por su cuello corto y de allí, al lomo y al suelo.
No bien toqué tierra me puse de pie y empecé a correr desenfrenadamente hacia el camino por donde había entrado en aquel horrible valle, y al echar una mirada sobre el hombro pude ver al sítico que luchaba con la lanza que le atravesaba la mandíbula. Tan ocupado estaba el monstruo en esa tarea que yo pude ponerme a salvo en la cima del acantilado antes que él estuviera en condiciones de proseguir la persecución. Al no verme por ninguna parte se interno siseando en la lozana vegetación del pantano, y esa fue la última vez que lo vi.
CAPITULO 10
Nuevamente en Futra
Fui de prisa hasta el borde del precipicio, encima de donde estaba Ja, y lo ayudé a subir, pero no quiso saber nada de agradecimientos por su intento de salvarme, que había estado tan a punto de echarse a perder.
- Te di por muerto cuando caíste en el templo Mahar - dijo -, pues ni siquiera yo podía salvarte de ellos, te puedes imaginar la sorpresa que me llevé cuando, al encontrar una canoa en tierra firme, descubrí tus huellas junto a ella. Inmediatamente me lancé en tu busca, sabiendo que estabas totalmente indefenso ante los numerosos peligros que acechan en tierra firme, tanto en forma de bestias y reptiles salvajes como de hombres. No tuve dificultad en rastrearle hasta aquí. Es una suerte que haya llegado justo a tiempo.
- Pero, ¿por qué lo hiciste? - pregunté, perplejo por esa demostración de amistad por parte de un hombre de otro mundo y de otra raza y color.
- Me salvaste la vida - respondió -, y a partir de ese momento mi deber es protegerte y ampararte. No sería un digno Mezop si eludiera ese deber. Pero en este caso lo hice con gusto, pues me agradas. Desearía que vinieras a vivir conmigo. Serías otros de los miembros de mi tribu. Contamos con los mejores cazadores y pescadores y, para escoger tu esposa, tendrás las mujeres más hermosas de Pelucidar. ¿Vendrás conmigo?
Entonces le hablé de Perry y de Dian la Hermosa, y le dije que me sentía primeramente obligado hacia ellos. Después volvería a visitarlo si podía localizar su isla.
- Eso es sencillo, mi amigo - dijo -, Tienes que llegar hasta el pie del pico más elevado de las Montañas de las Nubes. Allí encontrarás un río que desemboca en el Lural Az. Directamente frente a la desembocadura del río verás tres grandes islas a la distancia, tan lejanas que casi no es posible discernirlas. La que está situada a la izquierda es Anoroc, donde yo reino sobre la tribu de Anoroc.
- Pero, ¿cómo puedo encontrar las Montañas de las Nubes? - pregunté.
- Se dice que son visibles desde el centro de Pelucidar - respondió.
- ¿Qué tamaño tiene Pelucidar? - pregunté, queriendo saber qué teoría tendrían estos hombres primitivos acerca de la forma y dimensión de su mundo.
- Los Mahars dicen que es redondo, como el interior del caparazón de una tortuga - contestó -; pero eso es ridículo ya que, de ser cierto, volveríamos a caer hacia atrás si avanzáramos mucho en una dirección, y todas las aguas de Pelucidar se acumularían en un punto y nos ahogarían. No, Pelucidar es completamente plana y se extiende en todos los sentidos quién sabe hasta dónde. En los lindes, cuentan mis antepasados que hay un gran muro que impide que la tierra y el agua se derramen en el mar hirviente sobre el cual flota Pelucidar; pero yo nunca he ido tan lejos de Anoroc como para ver ese muro con mis propios ojos. No obstante, es lógico suponer que eso es cierto mientras que la tonta creencia de los Mahars carece de toda lógica. ¡Según ellos, los habitantes de Pelucidar que viven del otro lado caminan siempre con la cabeza hacia abajo! - y Ja se rió sonoramente al pensarlo.
Era evidente que los seres humanos del mundo interior no habían avanzado mucho en sus conocimientos, y que pensar que los Mahars los hubiesen aventajado hasta tal punto era sumamente patético. Me pregunté cuánto tiempo llevaría sacar a esa gente de su ignorancia, aun cuando Perry y yo tuviéramos la oportunidad de hacerlo. Posiblemente fuéramos asesinados al tratar de hacerlo, al igual que aquellos hombres del mundo externo que se atrevieron a desafiar la total ignorancia y las supersticiones imperantes de la tierra cuando ésta era más joven. Pero valía la pena el riesgo si se nos llegaba a presentar la oportunidad.
Y en ese momento se me ocurrió que allí se presentaba una oportunidad, pues podía comenzar con Ja, que era mi amigo, y tomar nota del efecto que le causaran mis enseñanzas en estas razas.
- Ja - le dije - ¿qué pensarías si yo te dijera que la teoría de los Mahars acerca de la forma de Pelucidar es absolutamente acertada?
- Pensaría que eres un tonto - respondió -, o que me tomas por tonto a mí.
- Pero Ja - insistí -, si su teoría es errónea, ¿cómo te explicas que yo haya podido atravesar la corteza terrestre externa hasta Pelucidar? Si tu teoría es correcta, todo es un mar de llamas debajo de nosotros, donde nadie podría habitar. Y, sin embargo, yo vengo de un gran mundo poblado de seres humanos, y de bestias y de pájaros, y de peces que viven en enormes océanos.
- ¿Tú vives en la parte de abajo de Pelucidar y caminas con la cabeza hacia abajo? - preguntó con sorna -. Si yo creyera eso, mi amigo, estaría realmente loco.
Intenté explicarle la fuerza de gravedad, y utilicé el ejemplo de la fruta que cae para demostrar que sería imposible que un cuerpo se cayera de la tierra en ninguna circunstancia. Escuchó tan atentamente que creí que lo había convencido y que había comenzado con él una sucesión de ideas que darían por resultado la comprensión parcial de la verdad. Pero me había equivocado.
- Tu propio ejemplo prueba la falsedad de la teoría - dijo al fin, e hizo caer una fruta al suelo -. ¿Ves? - agregó -, sin sostén alguno, aun esta pequeñísima fruta cae hasta que choca contra algo que la detiene. Si Pelucidar no estuviera sostenida por un mar ígneo, también caería al igual que la fruta. ¡Tú mismo lo has probado! - Me había ganado esa vez: se le veía en los ojos.
Parecía ser una tarea inútil, de modo que la abandoné, al menos temporariamente. Cuando contemplé la necesidad de explicar el sistema solar y el universo, comprendí lo fútil que sería tratar de describir el sol, la luna, los planetas y las incontables estrellas a Ja ni a ningún otro habitante de Pelucidar. Los que habían nacido en el mundo interior no podían concebir esas cosas mejor de lo que nosotros podemos visualizar en nuestras mentes finitas los conceptos de espacio y eternidad.
- Bueno, Ja - me reí -, estemos hablando con los pies hacia arriba o hacia abajo, aquí estamos, y la cuestión más importante no es de dónde hemos venido sino hacia dónde nos dirigimos. Por mi parte, quisiera que me guiaras hasta Futra para poder entregarme otra vez a los Mahars y llevar a cabo con mis amigos el plan que nos interrumpieron los Ságotas cuando nos llevaron al anfiteatro a presenciar el castigo de los esclavos. Ahora desearía no haber huido en ese momento, pues a esta altura es posible que ya hubiéramos logrado fugarnos. Esta demora puede significar el derrumbe de todos nuestros planes, cuya realización dependía del sueño continuado de los tres Mahars que yacían en la bóveda bajo el edificio donde estábamos confinados.
- ¿Volverás a ser su prisionero? - exclamó Ja.
- Mis amigos están allí - contesté -, los únicos amigos que tengo en Pelucidar fuera de ti. ¿Qué otra cosa puedo hacer dadas las circunstancias?
Se quedó un momento pensando en silencio. Después sacudió la cabeza con tristeza.
- Es lo que corresponde a un hombre valiente y un buen amigo, aunque me parece muy tonto, pues no cabe duda que los Mahars te condenarán a muerte por haber huido, y por tanto no lograrás nada en bien de tus amigos con regresar. Jamás en mi vida he sabido de ningún prisionero que volviera a entregarse a los Mahars por voluntad propia. Hay pocos que escapan, y éstos preferirían la muerte antes que volver a ser capturados.
- No veo que exista otro modo, Ja - le dije -, aunque te aseguro que preferiría ir a buscar a Perry al infierno antes que a Futra. Sin embargo, Perry es demasiado devoto como para que exista alguna probabilidad de tener que ir a buscarlo a esos territorios subterráneos.
Ja me preguntó qué era el infierno, y cuando le expliqué lo mejor que pude, dijo:
- Te refieres a Molop Az, el mar llameante sobre el cual flota Pelucidar. Todos los muertos enterrados en la tierra van a ese lugar. Son llevados a Molop Az pedazo por pedazo por los pequeños demonios que moran allí. Lo sabemos porque cuando abrimos alguna tumba descubríamos que los cuerpos han sido llevados total o parcialmente. Por eso nosotros, los habitantes de Anoroc, ponemos a los muertos en la copa de los árboles para que las aves los encuentren y los transporten por partes hacia el Mundo de los Muertos que está sobre la Tierra de la Horrible Sombra. Si matamos a un enemigo, sepultamos su cuerpo en la tierra para que vaya a Molop Az.
Mientras hablábamos, íbamos caminando por el cañón que yo había seguido y que me había conducido hasta el gran océano y el sítico. Ja hizo Io posible por disuadirme de que fuera a Futra, pero al ver que yo estaba decidido a hacerlo, consistió en guiarme hasta un punto desde el cual podía ver la llanura donde se levantaba la ciudad. Para mi sorpresa, el camino desde la playa donde me había reencontrado con Ja fue muy corto. Era obvio que había estado siguiendo los meandros de un sinuoso cañón y que del otro lado de la cresta estaba la ciudad de Futra, cerca de la cual debía de haber estado más de una vez.
Cuando llegamos a la cumbre de la cresta y divisamos las torres de granito dispersas en la planicie floreada, Ja hizo un último intento de persuadirme de que abandonara mi descabellado propósito y lo acompañara nuevamente a Anoroc. Pero yo me mantuve firme en mi decisión, y al final se despidió con la certeza de que esa era la última vez que nos veríamos.
Me dio lástima separarme de Ja, pues había empezado a cobrarle un afecto considerable. Teniendo como base la ciudad oculta en la isla de Anoroc y disponiendo de sus guerreros como escolta, Perry y yo podríamos haber logrado mucho en lo referente a exploración, y yo esperaba que, de tener éxito en nuestro intento de fuga, podríamos volver a Anoroc más tarde.
Había, empero, un objetivo más importante - al menos para mí - y era encontrar a Dian la Hermosa. Quería reparar la ofensa que le había inferido por mi ignorancia, y quería... Pues bien, quería volver a verla y estar con ella.
Descendí por la pendiente de la colina y luego atravesé el espléndido campo de flores en dirección de las columnas sin sombra que vigilaban los accesos a Futra. A medio kilómetro de la entrada más cercana, un guardia Ságota me vio y un momento después cuatro hombres-gorilas vinieron corriendo hacia mí.
Aunque blandían sus afiladas lanzas y vociferaban como comanches, no les presté la mínima atención y seguí caminando tranquilamente hacia ellos como si ignorara su existencia. Mi comportamiento surtió el efecto deseado, y cuando me aproximé un poco más a ellos cesó su infernal griterío. Era evidente que esperaban que yo saliera corriendo al verlos, dándoles así lo que más deseaban: un blanco móvil humano al cual arrojar sus lanzas.
- ¿Qué haces tú aquí? - gritó uno, y enseguida me reconoció. - ¡Ah! Es el esclavo que dice ser de otro mundo, el que escapo cuando la taga se enfureció en el anfiteatro. Pero ¿a qué vuelves, si habías logrado huir?
- No me escapé - contesté -. Salí corriendo para salvarme de la taga, como todos los demás. Me introduje en un largo pasillo, y allí me perdí y me encontré en las colinas más allá de Futra. Sólo ahora pude hallar el camino de regreso.
- ¿Y vuelves a Futra por tu propia voluntad? - inquirió uno de los guardias.
- ¿Dónde podía ir si no? - pregunté -. Soy un forastero en Pelucidar, y no conozco otro lugar más que Futra. ¿Por qué habría de querer no estar en Futra? ¿Acaso no se me alimenta y trata bien? ¿Acaso no soy feliz? ¿Qué mejor destino puede pedir un hombre?
Los Ságotas se rascaron la cabeza. Eso era nuevo para ellos, y como eran de pocas luces decidieron llevarme a presencia de sus amos, a quienes suponían más capaces de resolver el enigma.
Les había hablado de esa manera a los Sagotas con el propósito de apartar de ellos la idea de que yo tuviese la intención de escapar. Si pensaban que estaba tan satisfecho con mi suerte en Futra como para regresar voluntariamente después de haber tenido una oportunidad tan ideal de escapar, no se les cruzaría ni remotamente por la cabeza que yo pudiera estar tramando otra fuga no bien volviese a la ciudad.
Así pues, me llevaron ante un viscoso Mahar que estaba echado sobre una roca viscosa en una amplia habitación que le servía de oficina. Con sus ojos fríos de reptil, la criatura parecía penetrar el tenue velo de mi mentira y leer mis más recónditos pensamientos. Atendió a la historia que le contaban los Ságotas acerca de mi retorno a Futra, observando los dedos y los labios de los hombres-gorilas, y luego me interrogó por intermedio de uno de los Ságotas.
- Dices que has vuelto a Futra por propia decisión porque te consideras mejor acá que en ninguna otra parte. ¿No sabes, acaso, que puedes ser el próximo que se elija para que dé la vida en bien de alguna de las maravillosas investigaciones científicas en las que se ocupan nuestros sabios?
No había oído hablar nada al respecto, pero creí conveniente no decirlo.
- No puedo correr mayor peligro aquí - dije - que desnudo y desarmado en las salvajes junglas o las desoladas llanuras de Pelucidar. Tuve suerte, creo, al poder regresar a Futra. Estuve a punto de morir entre las mandíbulas de un sítico. No, estoy convencido de estar más seguro en manos de seres inteligentes como los que reinan en Futra. Al menos, así me sentiría en mi mundo, donde los seres humanos como yo son los reyes de la creación. Allí, las razas superiores de la humanidad brindan amparo y hospitalidad al extranjero; y siendo yo extranjero aquí, di por sentado que se me trataría con la misma cortesía.
El Mahar me miró en silencio durante un rato cuando terminé de hablar y el Ságota hubo traducido mis palabras. El reptil parecía estar sumido en sus pensamientos. Al poco tiempo le comunicó algo al Ságota. Este se volvió hacia mí y, haciéndome un ademán para que lo siguiera, nos fuimos. Detrás de mí y a mis lados iba el resto de la escolta.
- ¿Qué van a hacer conmigo? - le pregunté al sujeto que estaba a mi derecha.
- Te llevarán ante los sabios para que te interrogan acerca de ese extraño mundo de donde dices venir.
Después de un minuto de silencio me volvió a hablar:
- ¿Tienes alguna idea de lo que hacen los Mahars con los esclavos cuando mienten?
- No - repuse -, ni me interesa saberlo, puesto que no tengo ninguna intención de mentirles a los Mahars.
- Entonces ten cuidado de no repetir esa absurda historia que acabas de contarle a Sol-tu-tu. Un mundo donde reinan los seres humanos, ¡vaya desfachatez! - concluyó con desdén.
- Pero es la verdad - insistí -. ¿De dónde he venido si no? Cualquiera que tenga dos dedos de frente puede darse cuenta de eso.
- Sería una desgracia para ti, entonces - replicó secamente -, que te juzgaran con dos dedos nada más de frente.
- ¿Qué harán conmigo - pregunté -, si se les ocurre no creerme?
- Tal vez te condenen a la arena, o a ser usado por los sabios en los experimentos - contestó.
- ¿Y qué harán allí conmigo? - insistí.
- Nadie lo sabe más que los Mahars y aquellos a quienes llevan para hacer los experimentos pero como éstos nunca vuelven, su conocimiento no les sirve de mucho. Se dice que los Mahars desmenuzan a las personas mientras aún están con vida, y que de ese modo aprenden muchas cosas de interés. No creo, sin embargo, que resulte muy interesante para el desmenuzado. Pero éstas no son más que conjeturas. Es probable que dentro de poco tiempo sepas más al respecto que yo - dijo, y sonrió mientras hablaba. Los Ságotas tienen un sentido de humor bien desarrollado.
- ¿Y suponiendo que fuera la arena - proseguí -, ¿qué pasa entonces?
- ¿Viste a los dos que se enfrentaron con el tarag y la taga la vez que escapaste? - preguntó.
- Sí.
- Tu muerte en la arena sería similar a la que tenían preparada para ellos - explicó, - aunque por supuesto pueden utilizar otro tipo de animal.
- ¿Significa una muerte segura en cualquiera de los dos casos?
- Lo que les acaece a los que van abajo con los sabios no lo sé yo ni lo sabe nadie - respondió -, pero los que van al anfiteatro pueden salir con vida, y en ese caso recuperan su libertad, como sucedió con aquellos dos que tú viste.
- ¿Recuperaron su libertad? ¿De qué manera?
- Los mahars tienen por costumbre liberar a quienes quedan con vida en la arena cuando los animales mueren o huyen. Ha ocurrido que algunos bravos guerreros de tierras distantes, a quienes hemos logrado capturar en nuestras incursiones, han luchado contra las bestias y vencido, y de esa forma ganaron su libertad. En el caso que presenciaste, los animales se mataron entre sí, pero el resultado fue el mismo: el hombre y la mujer fueron liberados, armados y enviados a sus tierras natales. En el hombro izquierdo de ambos se imprimió una marca a fuego - la marca de los Mahars - que los protege para siempre de las partidas de caza de esclavos.
- Entonces, ¿hay una remota posibilidad para mí si me mandan a la arena, y ninguna si voy con los sabios?
- Así es - contestó -, pero no te consideres demasiado afortunado si te condenan a la arena, pues apenas uno de cada mil sale vivo de allí.
Para mi asombro me devolvieron al mismo edificio donde había estado confinado con Perry y Ghak antes de mi fuga. En la puerta me entregaron a los guardias.
- Sin duda será llamado a comparecer frente a los investigadores dentro de poco - dijo el que me había estado hablando -, así que ténganlo listo.
Los guardias en cuyas manos me encontraba ahora, al saber que yo había regresado a Futra por voluntad propia, evidentemente no tuvieron reparo alguno en que yo me paseara libremente por cualquier parte del edificio - lo mismo que solía hacer antes de mi huida -, y me dijeron que retomara la tarea que había desempeñado con anterioridad.
Mi primer objetivo era hallar a Perry, a quien localicé absorto como siempre en la lectura de los gigantescos volúmenes que tenía que limpiar y ordenar en otros estantes.
Cuando entré en la habitación levantó la vista y me saludó amablemente con un leve movimiento de cabeza, retornando de inmediato su lectura como si jamás hubiéramos estado separados. Su indiferencia me asombró y a la vez me dolió. Pensar que yo me arriesgaba a morir para regresar a su lado exclusivamente movido por el deber, y el afecto!
- ¡Pero, Perry! - exclamé -. ¿No tienes nada que decirme después de mi larga ausencia?
- ¡Larga ausencia! - repitió atónito. - ¿De qué hablas?
- ¿Estás demente, Perry? ¿Me quieres decir que no has echado de menos desde aquella vez en que fuimos separados por la taga en la arena?
- "Aquella vez" - repitió. - Pero, hombre, ¡si acabo de volver de la arena! Llegaste aquí casi tan pronto como yo. Si hubieras tardado mucho más me hubiera preocupado, sin lugar a dudas. De todos modos estaba por preguntarte cómo te escapaste del animal no bien terminara de traducir este interesantísimo pasaje.
- Perry, no cabe duda de que estás loco. Pues sólo Dios sabe cuánto tiempo estuve afuera. He estado en otras tierras, he descubierto una nueva raza de seres humanos en Pelucidar, he visto a los Mahars practicar sus ritos en el templo oculto, y he escapado por un pelo de ellos y de un enorme laberintodonte con el que después me topé. Luego he seguido mi largo y tedioso deambular por este mundo desconocido. He estado afuera durante meses, Perry, y ahora apenas levantas la vista de tu trabajo y dices que no hemos estado alejados más de un momento. ¿Es ésa la manera de tratar a un amigo? Me sorprendes, Perry, y de haberme imaginado por un segundo que yo no te importaba más que esto, no hubiera vuelto para buscarte, exponiéndome a la muerte.
El viejo se quedó mirándome largo tiempo antes de hablar. Había una expresión de perplejidad en su rostro arrugado, y una lastimera congoja en sus ojos.
- David, muchacho - dijo -, ¿cómo pudiste dudar por un instante de mi afecto? Hay aquí algo misterioso que no logro descifrar. Sé que no estoy desvariando y que tampoco tú lo estás; pero ¿cómo podemos explicar las extrañas alucinaciones que ambos parecemos tener con respecto al tiempo transcurrido desde la última vez que nos vimos? Tú estás seguro de que han pasado meses, mientras que yo afirmó con igual certidumbre que no hace más de una hora estuvimos sentados juntos en el anfiteatro. ¿Es posible que ambos tengamos razón y estemos equivocados al mismo tiempo? Primero dime qué es el tiempo, y luego tal vez pueda resolver nuestro problema. ¿Me entiendes?
No le entendí y se lo hice saber.
- Sí - prosiguió el anciano -, ambos tenemos razón. Para mí, inclinado aquí, sobre mi libro, no hubo casi ningún lapso. He hecho muy poco como para gastar energías, y por lo tanto no he necesitado comida ni reposo. Tú, en cambio, has caminado y peleado y gastado fuerzas y tejidos que precisaban ser renovados por medio de alimentos y descanso. Por ende, como has comido y dormido varias veces desde la última vez que me viste, calculas principalmente el tiempo con arreglo a esos hechos. A decir verdad, David, estoy llegando rápidamente a la conclusión de que el tiempo no existe, y menos aún aquí, en Pelucidar, donde no hay modo alguno de medirlo ni de registrarlo. Los mismos Mahars no tienen en cuenta siquiera el factor tiempo. He descubierto que en todas sus obras literarias no usan sino un tiempo verbal, el presente. Parece que para ellos no existe ni el pasado ni el futuro. Claro que es imposible que nuestra mentalidad de seres de la tierra exterior comprenda este asunto, pero nuestra reciente experiencia parece corroborarlo.
Era un asunto demasiado complejo para mí y así se lo dije a Perry; pero él parecía divertirse con sus especulaciones al respecto. Luego de escuchar con interés mi relato de las aventuras que había pasado, retomó el tema, y ya lo estaba ampliando considerablemente cuando nos interrumpió la irrupción de un Ságota.
- ¡Ven! - ordenó el intruso, señalándome -. Los investigadores desean hablar contigo.
- ¡Adiós, Perry! - dije tomando la mano del viejo -. Tal vez no haya más que el presente y el tiempo no exista, pero tengo la sensación de estar a punto de hacer un viaje al más allá del cual nunca volveré. Si tú y Ghak logran escapar, quiero que me prometan que hallarán a Dian la Hermosa y le dirán que mis últimas palabras fueron de disculpas por la ofensa que le inferí, y que mi único deseo fue conservar la vida el tiempo suficiente como para reparar mi error.
Los ojos de Perry se llenaron de lágrimas.
- No puedo creer que no volverás, David - dijo -. Sería horrible pensar en pasarme el resto de mi vida sin ti entre estos seres aborrecibles y repulsivos. Si te llevan a ti, nunca me escaparé, pues siento que estoy tan bien aquí como en cualquier parte de este mundo enterrado. ¡Adiós, muchacho, adiós! - exclamó, y su voz de anciano desfalleció y se quebró. Hundió la cara entre las manos, y los guardias Ságotas me tomaron bruscamente de los hombros y me sacaron de la habitación.
CAPITULO 11
Cuatro Mahars muertos
Unos momentos después estaba parado frente a una docena de Mahars, investigadores sociales de Futra, quienes me hicieron muchas preguntas a través de un intérprete Ságota. Contesté a todas con veracidad, y me parece se interesaban particularmente por mi descripción del mundo externo y del extraño vehículo que nos había conducido a Perry y a mí a Pelucidar. Pensé que los había convencido, pues como permanecieron sentados en silencio durante algún tiempo luego de finalizado el interrogatorio, creí que iban a ordenarme que volviera a mi pieza.
Durante ese aparente silencio lo que hicieron fue discutir por medio de su extraño lenguaje mudo los detalles de mi relato. Al final, el que encabezaba el tribunal le comunicó el veredicto al oficial que comandaba la escolta Ságota.
- Ven - me dijo éste -, se te ha condenado a las bóvedas de investigación por haberte atrevido a insultar la inteligencia de los poderosos con la ridícula oratoria que has tenido la temeridad de contarles.
- ¿Quieres decir que no me creen? - pregunté totalmente atónito.
- ¿Creerte? - se rió - ¿No digas que esperabas que alguien creyera semejante embuste?
Era inútil de modo me eché a andar junto a los guardias a través de los oscuros pasadizos hacia mi horrible destino. En un nivel más abajo nos encontramos con varias cámaras iluminadas donde había una cantidad de Mahars ocupados en diversas tareas. La escolta me llevó a una de esas cámaras y me encadenó a una de las paredes laterales. Había otros humanos también encadenados. Cuando me hicieron pasar ya había una víctima sobre la mesa. Varios Mahars sujetaban el pobre hombre para que no pudiera moverse mientras otro, que empuñaba un afilado cuchillo con su pata tridígita, abría el pecho y el vientre de la víctima. Como no le habían administrado anestesia alguna, los alaridos y gemidos del hombre atormentando eran terribles. Se trataba, verdaderamente, de una vivisección por venganza. Empecé a transpiran profusamente al caer en la cuenta de que pronto llegaría mi turno. ¡Y pensar que donde no existía el tiempo podía imaginarme que mi suplicio estaba durando meses antes que la muerte finalmente me liberara!
Los Mahars no me habían prestado atención alguna cuando fui llevado a la pieza. Estaban tan inmersos en su labor que yo tenía la certeza de que no sabían siquiera que dos Ságotas habían entrado conmigo. La puerta estaba cerca. ¡Tan sólo que pudiera llegar a ella! Pero aquellas pesadas cadenas excluían esa posibilidad. Busqué alrededor de mí algún medio de desembarazarme de mis ataduras, y en el piso, entre los Mahars y yo, vi un diminuto instrumento quirúrgico que se le debía de haber caído a uno de ellos. Se parecía a un abotonador, pero era mucho más pequeño y estaba afilado. En mi infancia había forzado cerraduras cien veces con un abotonador; de manera que, de poder alcanzar esa pequeña pieza de acero reluciente, podría efectuar aunque más no fuera una huida temporaria.
Me deslicé hasta donde me lo permitía la cadena y entonces advertí que, por mucho que alargase la mano, mis dedos aún quedaban a un par de centímetros del instrumento codiciado. ¡Era enloquecedor! aunque alargase cada fibra de mi cuerpo, no lograba alcanzarlo.
Por último me di vuelta y extendí una pierna hacia el objeto. ¡El corazón se me subió a la garganta! ¡Podía tocarlo apenas! Pero tenía que tener sumo cuidado de no alejarlo más en mis intentos por apoderarme de él. Tenía la frente empapada de sudor. Lenta y cautelosamente hice el esfuerzo, y los dedos de mis pies tocaron el frío metal. Poco a poco lo fui acercando hasta que calculé que ya estaba al alcance de mi mano. Luego giré y lo levanté.
Afanosamente me puse a trabajar en la cerradura, pero la tarea fue tan sencilla que hasta un niño podría haberla forzado. Así pues, un minuto más tarde me había soltado. Los Mahars estaban evidentemente concluyendo su labor en la mesa. Uno ya se había vuelto y estaba examinando los otros esclavos con el evidente propósito de elegir una nueva víctima. Los de la mesa estaban de espaldas. De no ser por el que se dirigía hacia nosotros, habría podido escaparme en ese preciso momento. Ya se acercaba lentamente a mí cuando de repente atrajo su atención un gigantesco esclavo encadenado a unos metros hacia mi derecha. El reptil se detuvo y empezó a revisar cuidadosamente al pobre diablo. Al hacerlo me volvió por un instante la espalda y entonces, en un segundo, di dos saltos que me llevaron afuera, al pasillo, por el cual eché a correr con todas mis fuerzas.
No tenía idea de dónde estaba ni hacia dónde iba. Mi único pensamiento era el de poner la mayor distancia posible entre mi persona y aquella espantosa cámara de tortura.
Al rato reduje mi velocidad a un trote, y luego, al darme cuenta de que corría el riesgo de encontrarme en un nuevo apuro, procedí con mayor mesura y cautela. Al cabo de un rato llegué a un pasaje que de alguna manera misteriosa me resultaba familiar, y poco más adelante, dentro de una habitación, hallé a tres Mahars sumidos en el sueño. Poco faltó para que gritara a voz en cuello de alivio y júbilo, pues se trataba del mismo corredor y de los mismos tres Mahars que debían desempeñar un papel tan importante en nuestra fuga de Futra. La providencia me había tratado generosamente, pues los reptiles aún dormían.
El principal peligro consistía ahora en regresar a los pisos superiores a buscar a Perry y a Ghak; pero como no había más remedio que hacerlo, me apresuré a subir. Cuando llegué a las partes más frecuentadas del edificio encontré un gran fardo de pieles en un rincón. Tomé entonces ese fardo y me lo puse sobre la cabeza de tal modo que las puntas colgaran sobre mis hombros para que me ocultasen por completo la cara. Así, enmascarado, encontré a Perry y a Ghak juntos en la habitación donde solíamos comer y dormir.
Ambos se pusieron muy contentos de verme, claro está, aunque ninguno sabía de la sentencia que había sido dictada por los jueces. Se decidió no perder más tiempo en poner en práctica nuestro plan de evasión, ya que yo no podía permanecer oculto durante mucho tiempo, ni tampoco podía cargar siempre con aquel fardo de pieles sin despertar sospechas. Sin embargo, como parecía factible que pudiera usar el disfraz para volver una vez más a los niveles superiores a través de los concurridos pasillos y cuartos me aventuré por ellos junto con Perry y Ghak. El hedor de las pieles mal curtidas me estaba sofocando.
Nos trasladamos juntos hasta el primer piso de pasillos por debajo de la planta principal, y allí Perry y Ghak se detuvieron a esperarme. Los edificios están hechos íntegramente de piedra caliza y no hay nada notable en su construcción. Las habitaciones son rectangulares, redondas o bien ovaladas, unidas por corredores angostos y no siempre rectos. Las cámaras están iluminadas por una luz solar difusa reflejada a través de tubos similares a los que iluminan las avenidas. Cuanto más abajo están situadas las cámaras, más oscuras son, y la mayoría de los corredores están enteramente en penumbras pues los Mahars pueden ver bastante bien en la oscuridad.
En nuestro trayecto hasta el piso principal nos encontramos con muchos Mahars, Ságotas y esclavos, pero nadie nos prestó atención ya que formábamos parte de la vida cotidiana del edificio. Había una sola entrada que llevaba desde ese lugar a la avenida, la cual estaba muy bien guardada por los Ságotas y nos estaba prohibido cruzar el umbral de esa puerta. Es cierto que no debíamos penetrar en los corredores y las habitaciones subterráneas, salvo que tuviéramos orden especial de hacerlo; pero como nos consideraban una especie inferior y no había motivo para temer que pudiéramos hacer algún daño, nadie nos estorbó cuando descendimos al pasillo de abajo.
Ya llevaba envueltos en una piel tres espadas y los dos arcos y las flechas que Perry y yo habíamos hecho. Mi carga no llamó la atención, pues había muchos esclavos que llevaban cosas envueltas en pieles de aquí para allá. No había nadie a la vista en el lugar donde dejé a Perry y a Ghak. Extraje una espada del bulto, y luego de dejarle el resto de las armas a Perry, seguí descendiendo solo.
Encontré la habitación donde dormían los tres Mahars y entré en puntas de pie, pues no me acordé de que esas criaturas no poseían el sentido del oído. Con un movimiento rápido despaché al primero atravesándole el corazón, pero con el segundo no fui tan afortunado, de modo que antes que muriera la segunda de mis víctimas, ésta se había arrojado contra la tercera, la cual se levantó velozmente y me enfrentó con las fauces abiertas. Pero a la raza de los Mahars no le apasiona mayormente luchar, de modo que cuando la bestia vio que ya había dado cuenta de sus dos compañeros y que la punta de mi espada estaba tinta en sangre, se precipitó hacia la puerta. Yo me moví con celeridad también y la corrí por los pasillos a escasa distancia.
Si escapaba, el fracaso total de nuestro plan era inevitable, y con toda seguridad significaría mi muerte inmediata. Este pensamiento le prestó alas a mis pies pero aun con el mayor de los esfuerzos no podía más que mantenerme al paso del reptil. Este se introdujo de pronto en una cámara, a la derecha del pasadizo, y cuando entré en ella un segundo más tarde, me encontré frente a dos Mahars. El que se hallaba adentro cuando entramos estaba manipulando una serie de recipientes de metal en los cuales había colocado polvos y líquidos, según pude deducir por la colección de frascos que se veía en un banco. Al instante comprendí con qué me había topado: se trataba de la misma habitación de la cual Perry me había hablado, aquella cámara oculta donde se guardaba el Gran Secreto de la raza de los Mahars. Y sobre el banco, junto a los frascos, yacía el libro forrado en piel que contenía la única copia de la fórmula que yo tenía que buscar luego de haber terminado con los tres Mahars que dormían.
La habitación no contaba con otra salida más que la puerta donde yo estaba parado enfrentando a los dos horrendos reptiles. Como estaban acorralados, yo sabía que pelearían como demonios y, además, estaban bien equipados para luchar en caso necesario. Se abalanzaron juntos hacia mí, y aunque logré atravesarle el corazón a uno, el otro me asió con sus afilados dientes del brazo con el que sostenía la espada, mientras con sus poderosas garras me empezó a rasguñar el cuerpo con la evidente intención de destriparme. Me di cuenta de que era inútil tratar de librar mi brazo de esas mandíbulas que me sujetaba como una prensa y amenazaban con arrancármelo. El dolor que sentía era intenso, pero eso sirvió para que yo me esforzara aun más por vencer a mi adversario.
Rodamos por el suelo en una encarnizada lucha. El Mahar me asestaba tremendos golpes con las patas delanteras, mientras yo trataba de proteger mi cuerpo con la mano izquierda y al mismo tiempo buscaba una oportunidad para trasladar mi espada de mi brazo derecho inutilizado al otro que perdía fuerzas rápidamente. Al final lo logré, y con lo que me pareció que eran mis últimas reservas de fuerza le traspasé el cuerpo.
Mi adversario murió en silencio, como había peleado. Aunque yo esta debilitado por el dolor y la pérdida de sangre, con orgullo triunfal pasé por encima del cuerpo que se endurecía convulsivamente para recoger el más importante secreto del mundo. De un vistazo constaté que se trataba, sin duda alguna, dé lo mismo que me había descrito Perry; pero en el momento de levantarlo, ¿pensé acaso en lo que significaría para la raza humana de Pelucidar? ¿Cruzó por mi mente el pensamiento de las innumerables generaciones de mi especie que tendrían motivo para venerarme por lo que había hecho por ellos? En absoluto. Pensé en un hermoso rostro oval, de ojos límpidos, enmarcado por una espesa cabellera negra. Pensé en unos labios muy encarnados, creados por Dios para besar, y de repente, de la nada, de pie allí, solo en la cámara secreta de los Mahar de Pelucidar, me di cuenta de que amaba a Dian la Hermosa.
CAPITULO 12
Persecución
Durante un instante me quedé allí pensando en ella. Luego, con un suspiro, guarde el libro en el cinturón de mi taparrabos y me volví para abandonar la habitación. En el extremo del pasillo que conducía hacia arriba desde las cámaras inferiores, silbé según la manera que habíamos convenido previamente para anunciarles a Perry y a Ghak que había tenido éxito. Unos momentos después nos reunimos, y, para mi sorpresa, vi que Hooja el Astuto los acompañaba.
- Se unió a nosotros - me explicó Perry - y se negó a irse. Es un zorro. Huele la fuga, y para no echar a perder ahora nuestra oportunidad le dije que lo traería para que tú decidieras si puede venir con nosotros.
No le tenía ninguna simpatía a Hooja, ni tampoco confianza. Estaba seguro de que, si le convenía, era capaz de traicionarnos; pero no veía otra salida, y el hecho de que hubiese dado muerte a cuatro Mahars en lugar de los tres que había planeado, hacía posible incluir a otro más en nuestra fuga.
- Muy bien, Hooja - dije -, puedes acompañarnos. Pero al primer signo de traición te atravesaré con mi espada. ¿Entiendes?
Dijo que sí.
Un rato más tarde habíamos despellejado a los cuatro Mahars y nos habíamos colocado las pieles de tal modo que parecía harto posible que pudiéramos huir de Futra. No fue tarea fácil unir los pellejos en el lugar donde los habíamos abierto para sacárselos a los cadáveres, pero antes de ponerme el mío cosí los de los demás y luego Perry hizo lo mismo con mi disfraz a través de una abertura que dejamos en el suyo. El efecto final fue mucho mejor de lo que esperaba, pues logramos mantener erecta la cabeza metiendo las espadas a través del cuello de manera de poder movernos con naturalidad. Nuestro principal problema radicaba en aquellos pies membranosos, pero hasta eso logramos resolver. Además hicimos dos diminutas perforaciones en los holgados cuellos para ver lo suficiente mientras avanzábamos.
De esta forma nos encaminamos hacia el piso principal del edificio. Ghak encabezaba la fila, seguido por Perry. Luego marchaba Hooja, mientras que yo iba a la retaguardia después de advertirle que había colocado mi espada de manera tal que podía manipularla a través de la cabeza de mi disfraz y atravesarle los órganos vitales en caso de notar alguna actitud sospechosa.
Un rumor de pasos presurosos me indicaron que habíamos llegado a los pasadizos del piso principal, y el corazón se me subió a la boca. No me avergüenza en absoluto confesar que tuve miedo. Nunca en mi vida he experimentado una sensación tan profunda de temor y angustia como en aquella ocasión. De ser posible sudar sangre, yo la sudé en ese momento.
Lentamente, imitando el modo de andar de los Mahars cuando no hacen uso de sus alas, serpenteamos entre infinidad de esclavos, Ságotas y Mahars atareados. Después de un tiempo que pareció durar una eternidad, llegamos a la puerta exterior que da a la avenida principal de Futra, donde numerosos Ságotas holgazaneaban. Estos miraron de reojo a Ghak cuando pasó entre ellos. Luego pasó Perry y después Hooja. Era mi turno, pero de pronto me quedé helado de terror al darme cuenta de que de mi brazo herido manaba sangre caliente a través de la piel de Mahar y que iba dejando su huella delatora en el pavimento. Uno de los Ságotas la vio y puso sobre aviso a un compañero.
El guardia me interceptó el paso y, señalándome el pie ensangrentado, me habló en el idioma de serías que las dos razas utilizaban para comunicarse. Aunque hubiera entendido lo que me decía, no habría podido responder con aquella piel de reptil encima. Había visto una vez a un Mahar congelar a un Ságota presuntuoso con la mirada. Era mi única esperanza, y la puse en práctica. Me detuve y alcé mi espada de modo que la cabeza se levantara y mirara al hombre-gorila con sus ojos escrutadores. Durante largo rato me quedó mirando fijamente al guardia con aquellos ojos muertos. Luego volví a agachar la cabeza y seguí andando lentamente. Por un instante, todo estuvo pendiente de un hilo, pero antes que yo tocara al Ságota éste se había hecho a un lado y yo pasé a la avenida.
Avanzamos por la ancha calle, pero ya estábamos a salvo a pesar del número de enemigos que nos rodeaban por todos lados. Afortunadamente, una gran cantidad de Mahars se había trasladado a un lago que distaba un kilómetro o más de la ciudad, donde podían satisfacer sus inclinaciones anfibias, zambullirse para pescar y disfrutar de la frescura del agua. Se trataba de un lago de agua dulce, de poca profundidad, libre de los reptiles de mayor tamaño que imposibilitan el uso de los mares de Pelucidar a todos los que no pertenecen a su especie.
Ascendimos por la escalinata entre el grueso de la muchedumbre, y salirnos a la llanura. Durante un trecho Ghak siguió la caravana de Mahars que se dirigía al lago, hasta que al fin se detuvo al pie de un pequeño barranco. Nos quedamos allí hasta que hubieron pasado todos y, sin quitamos los disfraces, nos fuimos en dirección opuesta a Futra. Como el calor de los rayos perpendiculares del sol nos tornaba insoportables nuestras pieles, nos deshicimos de ellas no bien penetramos en un bosque frondoso.
No entraré en detalles acerca de nuestra ardua y azarosa fuga: de cómo corrimos sin interrupción hasta caer rendidos de fatiga, como nos asediaron monstruos extraños y terribles, cómo escapamos por un pelo de los colmillos de leones y tigres comparados con los cuales los felinos del mundo exterior son absolutamente insignificantes.
Seguimos nuestra desenfrenada carrera horas y horas, con el único pensamiento de poner la mayor distancia posible entre Futra y nosotros. Ghak nos guiaba a su propia tierra: la tierra de Sari. No había señales de persecución, pero estábamos convencidos de que, en alguna parte, detrás de nosotros, una partida implacable de Ságotas nos seguía los pasos. Ghak dijo que nunca abandonan la caza de su presa hasta darle alcance o verse obligados a volver por razones de fuerza mayor.
Nuestra única esperanza era llegar hasta la tribu de Ghak, que tenía suficientes fuerzas en su guarida de la montaña como para mantener a raya a los Ságotas cualquiera que fuese su número.
Al fin, después de lo que al parecer fueron meses y que ahora me doy cuenta de que tal vez hayan sido años, divisamos los pardos contrafuertes de las colinas de Sari. Casi en el mismo instante, Hooja, que siempre tenía los ojos puestos en la retaguardia, anunció que divisaba una partida de hombres que estaba atravesando una cresta de poca altura en nuestra búsqueda. Era la tan largamente esperada persecución.
Le pregunté a Ghak si podríamos llegar a Sari a tiempo.
- Es posible - respondió -, pero verás que los Ságotas son capaces de moverse con increíble celeridad, y como son casi incansables, no cabe duda de que están más frescos que nosotros. Además... - añadió y miró de soslayo a Perry.
Comprendí lo que quería decir: el anciano estaba exhausto. Durante un gran trecho de nuestra fuga, Ghak o yo lo habíamos ayudado a andar. Con semejante desventaja, aunque se tratara de perseguidores menos veloces que los Ságotas nos darían alcance fácilmente antes de que pudiéramos escalar las empinadas alturas que nos esperaban.
- Tú y Hooja vayan adelante - dije. Perry y yo haremos lo que podamos. No podemos marchar tan rápido como ustedes dos, y no hoy motivo para que todo se pierda por esa causa. No queda otro remedio, hay que reconocerlo.
- No abandonaré a un compañero - fue la sencilla respuesta de Ghak. Yo no había sospechado que ese enorme hombre primitivo albergara tal nobleza de carácter en él.
Siempre me había agradado, pero ahora sentía también veneración y respeto por él, además de afecto.
Como quiera que fuera insistí en que se adelantara, pues existía la posibilidad de que pudiera llegar hasta su gente y volver con un contingente lo suficientemente fuerte como para ahuyentar a los Ságotas.
No obstante, se mantuvo firme en su decisión y no pude agregar nada más. Empero, sugirió que podría adelantarse Hooja y poner sobre aviso a los habitantes de Sari de que su rey corría peligro. No hubo que insistirle demasiado a Hooja, pues la sola idea de hacerlo fue suficiente para que se internara a los saltos en las colinas a cuyo pie habíamos llegado.
Perry sabía que Ghak y yo arriesgábamos nuestras vidas por salvarlo y por eso nos rogó que siguiéramos sin él, aunque yo me daba cuenta de que se moría de miedo al pensar que podía caer en manos de los Ságotas. Ghak resolvió finalmente el problema, al menos parcialmente, alzando a Perry con sus poderosos brazos para proseguir su marcha. Si bien de ese modo disminuía su velocidad, aun así podíamos avanzar más aprisa que sosteniendo al extenuado anciano.
CAPITULO 13
El Astuto
Los Ságotas nos estaban dando alcance rápidamente, pues al divisarnos se apresuraban aun más, en tanto nosotros avanzábamos con muchos tropiezos por el cañón que Ghak había elegido para llegar a las alturas de Sari. A ambos lados se levantaban escarpados precipicios de espléndida roca multicolor, mientras que bajo nuestros pies una espesa alfombra de pasto ahogaba nuestros pasos. Desde que nos internamos en el cañón habíamos perdido de vista a nuestros perseguidores, de modo que ya había empezado a tener la esperanza de que hubiesen perdido nuestro rastro y que lográsemos llegar a los ya cercanos precipicios con tiempo suficiente como para empezar a escalarlos antes que nos alcanzasen.
No podíamos ver ni oír señal alguna que nos anticipara el resultado de la misión de Hooja. Este ya debía de haber alcanzado los puestos de avanzada de la tribu de Ghak, por lo cual tendríamos que estar oyendo al menos el griterío de los hombres armándose para acudir en auxilio de su rey. De un momento a otro esperábamos ver los precipicios colmados de furiosos guerreros, pero nada de eso ocurrió: en realidad, Hooja el Astuto nos había traicionado. En el preciso instante en que abrigábamos la esperanza de ver a los guerreros de Sari acudir en nuestra ayuda guiados por él, aquel cobarde traidor daba un rodeo por las afueras de la aldea más cercana para aparecer del otro lado cuando ya fuera demasiado tarde para salvarnos, alegando haberse extraviado en las montañas.
Hooja aún albergaba rencor hacia mí por el golpe que le había dado en defensa de Dian, y su espíritu maligno no tenía inconvenientes en sacrificarnos a todos para vengarse de mí.
A medida que nos aproximábamos a la barrera rocosa sin que viésemos indicio alguno de rescate, Ghak se empezó a encolerizar y alarmar, y cuando oímos el ruido de los pasos de nuestros perseguidores me dijo que todo estaba perdido.
Miré hacia atrás y divisé al primero de los Ságotas en el extremo de un paso bastante amplio del cañón que se extendía en línea recta, pero lo perdí de vista en un recodo. El estridente aullido de triunfo que surgió del hombre-gorila fue la evidencia de que nos había visto.
Nuevamente el cañón se desviaba abruptamente hacia la izquierda; pero hacia la derecha se desprendía otro ramal con una desviación menos brusca, por lo cual ésa parecía ser más la continuación del cañón que el ramal izquierdo. Los Ságotas estaban ahora a unos doscientos cincuenta metros detrás de nosotros, y comprendí que sería inútil escapar a no ser por medio de un ardid. Había una remota posibilidad de salvar a Ghak y Perry, de modo que cuando llegamos a donde el cañón se bifurcaba, decidí arriesgarme.
Una vez allí me detuve y esperé a que el primer Ságota apareciera. Como Ghak y Perry habían tomado por el ramal izquierdo, cuando el grito salvaje del Ságota anunció que me había visto, yo tomé por el de la derecha. La artimaña surtió éxito y la partida entera de cazadores de hombres me siguió por un camino mientras Ghak llevaba a Perry por otro hacia un lugar seguro.
Correr nunca había sido mi punto fuerte en el deporte, de suerte que en ese momento en que mi vida misma dependía de mi rapidez, puedo asegurar que no desarrollé más velocidad que en las ocasiones en que corría en los partidos de béisbol y los espectadores me gritaban desaforados diversos epítetos de carácter irónico.
Los Ságotas me pisaban los talones. Había uno en especial, más veloz que sus compañeros, que estaba peligrosamente cerca. El cañón se había convertido en un resquicio rocoso que subía en ángulo empinado hacia lo que parecía ser un pasadizo entre dos montañas colindantes. Podía adivinar qué había detrás: quizás un abismo de cientos de metros sobre el valle del otro lado. ¿Era posible que me hubiera metido en un callejón sin salida?
Al percatarse de que no podía llegar a la cima del cañón antes que los Ságotas, tomé la determinación de arriesgar todo en un intento de detenerlos temporariamente. Con ese objeto tomé el tosco arco que llevaba sobre los hombros y extraje una flecha del carcaj de cuero. Mientras colocaba la saeta con la mino derecha me detuve y giré sobre mis talones.
En mi mundo de origen jamás había disparado una flecha, pero desde nuestra huida de Futra había matado varias piezas de caza menor y, a fuerza de hacerlo, había adquirido cierta puntería. Durante nuestra fuga, había vuelto a encordar mi arco con un trozo de tripa de un enorme tigre que Ghak y yo habíamos cazado con flechas, lanzas y espadas. La madera del arco era muy resistente, y esto, junto con la elasticidad de la nueva cuerda, me dieron una inusitada confianza en mi arma.
Nunca había necesitado tanto de la serenidad como en ese momento, y nunca estuvieron tan perfectamente controlados mis nervios y mis músculos. Tomé puntería con tanta precisión y cautela como si le fuera a disparar a un blanco. El Ságota no había visto jamás arcos ni flechas; pero de pronto debió de ocurrírsele, con su mente obtusa, que aquel artefacto que yo empuñaba podía ser algún tipo de arma, pues él también se detuvo y se preparó a arrojar su hacha. Esa es una de las tantas formas en que usan esta arma, y la precisión con que lo hacen, aún en las circunstancias más desfavorables, es poco menos que milagrosa.
Tenía la cuerda estirada al máximo y mi ojo estaba centrado en el pectoral izquierdo de mi contrincante. Entonces, en el mismo instante, él arrojó su hacha y yo solté mi flecha. En el preciso momento en que volaron nuestros proyectiles salté hacia un costado, pero el Ságota se precipitó hacia adelante para seguir su ataque con un lanzazo. Sentí el hacha silbar junto a mi cabeza, y vi que mi flecha le perforaba el corazón al Ságota que, con un gemido, cayó muerto casi a mis pies.
Detrás de él venían dos más, a unos cincuenta metros aproximadamente, pero la distancia me dejó suficiente tiempo como para levantar el escudo del guardia muerto, pues mi reciente experiencia me había advertido de que era muy necesario. No habíamos podido traer los que yo había tomado en Futra, pues su tamaño no permitía esconderlos debajo de las pieles de los Mahars con los que habíamos logrado huir de la ciudad.
Con el escudo bien ceñido a mi brazo izquierdo dejé volar una segunda flecha, que echó por tierra a otro Ságota. Atajé el hacha de su compañero con el escudo y me dispuse a disparar otra flecha, pero éste no esperó a recibirla, sino que se volvió y retrocedió hasta el cuerpo principal de los hombres-gorilas. Evidentemente, había visto suficiente por el momento.
Nuevamente reanudé mi huida, pero los Ságotas no parecían ya muy deseosos de perseguirme tan de cerca. Llegué sin obstáculos a la cima del cañón donde encontré un precipicio de unos cien metros que daba a un abismo rocoso. Hacia la izquierda había una angosta cornisa, de modo que avancé por ella. En un recodo, unos metros más allá del extremo del cañón, la cornisa se abría, y hacia mi izquierda vi la entrada de una gran caverna. La cornisa seguía hasta desaparecer de la vista tras un promontorio de la montaña.
Allí yo sentía que podía enfrentarme con un ejército, pues sólo se podían avanzar uno por vez y quienquiera que llegase no sabría que yo estaba esperando que apareciese por el recodo y se encontrase cara a cara conmigo. Alrededor había piedras desprendidas de la escarpa. Eran de diversos tamaños y formas, pero unas cuantas tenían las dimensiones adecuadas para usarlas como municiones en lugar de mis valiosas flechas. Junté una cantidad de ellas y esperé la llegada de los Ságotas.
Mientras estaba allí esperando, tenso y silencioso, aguzando los oídos para percibir el primer leve rumor que me advirtiera de la llegada de mis enemigos, un ruido que provino de las oscuras profundidades de la cueva me llamó la atención, provocado tal vez por el movimiento del cuerpo de alguna gigantesca bestia al levantarse del suelo. Casi en el mismo instante percibí el raspar de unas sandalias de cuero sobre la cornisa, del otro lado del recodo. Durante unos segundos no supe qué hacer.
Y entonces en la profunda oscuridad de la caverna, vi dos ojos llameantes que me miraban fijamente. Estaban a un nivel de más de un metro sobre mi cabeza. Es cierto que el animal quizás estuviese parado sobre alguna plataforma dentro de su cubil, o que se hubiese erguido sobre las patas traseras; pero yo ya había visto suficientes monstruos en Pelucidar como para saber que podía tratarse de algún temible y nuevo titán cuyas dimensiones y ferocidad eclipsaran las de las demás fieras que había visto con anterioridad.
Sea lo que fuere, se acercaba lentamente a la entrada de la caverna emitiendo un profundo y horripilante gruñido, de modo que no quise disputar la posesión de la cornisa con el dueño de aquella voz. Como el sonido no había sido fuerte era improbable que los Ságotas lo hubieran oído. Pero las posibilidades que aquello insinuaba era tales que yo sabía que sólo podía provenir de un animal feroz y enorme.
Seguí caminando por la cornisa más allá de la boca de la cueva, donde ya no podía ver el destello de aquellos ojos, y un segundo después apareció el rostro diabólico de un Ságota que avanzaba cauteloso por el recodo del otro lado de la cueva. Este, apenas me vio, se lanzó en mi persecución, seguido por varios de sus compañeros, pero en ese mismo momento el animal salió de su guarida y se encontró cara a cara con el Ságota en la angosta cornisa.
Se trataba de un gigantesco oso cuya mole colosal medía fácilmente dos metros y medio desde el hombro hasta el suelo, y más de cuatro desde el hocico hasta la punta del rabo. Al ver a los Ságotas emitió un bramido tremendo y se abalanzó sobre ellos. Con un aullido de terror el Ságota que llevaba la delantera se volvió para escapar, pero chocó con sus compañeros.
Lo que sucedió en los segundos que siguieron fue una escena de indescriptible horror. El Ságota más cercano al oso, al encontrar obstruido el paso, se arrojó deliberadamente a la muerte horrenda en las abruptas rocas, a cien metros de profundidad, y luego las mandíbulas tremendas de aquella bestia asieron al siguiente. Hubo un crujir de huesos triturados y el cadáver mutilado cayó al vacío, pero la inmensa bestia prosiguió su embestida por la cornisa.
Los Ságotas saltaban al precipicio gritando enloquecidos para escapar del animal, y lo último que vi fue que el oso doblaba por el recodo persiguiendo a los desmoralizados sobrevivientes. Durante largó rato pude oír los rugidos de la fiera entremezclados con los aullidos de sus víctimas, hasta que finalmente los ruidos fueron menguando hasta desvanecerse a lo lejos.
Más tarde supe por Ghak que había llegado hasta su tribu y salido con un contingente para rescatarme, que el rito, como se llamaba aquel animal, había perseguido a los Ságotas hasta exterminarlos a todos. Ghak, claro está, tenía el convencimiento de que yo había caído en las fauces de ese terrible monstruo que, en Pelucidar, era verdaderamente el rey de las fieras.
Como yo no tenía deseos de volver por el cañón, donde podía toparme con el oso o con los Ságotas, seguí andando por la cornisa con la creencia de que si daba un rodeo por la montaña podría llegar a la tierra de Sari desde otra dirección. Pero, evidentemente, me extravié en las vueltas y recodos, pues no llegué hasta mucho tiempo después.
CAPITULO 14
El Paraíso terrenal
No es de extrañar que me haya perdido en el laberinto de esas inmensas colinas, teniendo en cuenta que carecía de medios para orientarme. Lo que en realidad hice fue atravesar por completo las colinas y salir del lado opuesto. Sé que anduve vagando durante mucho tiempo hasta que, ya cansado y hambriento, hallé una pequeña cueva en la piedra caliza que había reemplazado al granito.
La caverna que me atrajo la atención estaba situada en medio de una ladera escarpada del elevado precipicio. El camino que conducía a ella era lo suficientemente difícil como para que fuera accesible para los animales mayores, y la caverna era demasiado reducida como para que habitara en ella otra cosa que no fueran mamíferos o reptiles pequeños. Sin embargo, entré con la mayor cautela.
Me encontré en una gran cámara con una hendidura en la roca que permitía la entrada de suficiente luz solar como para disipar en parte la oscuridad. La cueva estaba totalmente vacía, sin ningún indicio de haber sido habitada recientemente, y la entrada era relativamente pequeña. Empero, no sin realizar un considerable esfuerzo logré subir una roca desde el valle para tapar por completo la abertura.
Luego volví a descender al valle para buscar un manojo de hierbas y en la ocasión tuve la suerte de encontrar y dar caza a un ortopí, el diminuto caballo de Pelucidar, no mayor que un fox terrier, que abunda en todas partes en el mundo interior. Así, con comida y lecho, regresé a mi morada, donde después de comer la carne cruda, costumbre a la cual me había habituado por completo a esas alturas, cerré la entrada con la piedra y me acurruqué en la cama de hierbas. Era un cavernícola desnudo y primitivo, tan salvaje como mis antepasados prehistóricos.
Al despertar, renovado aunque con hambre, aparté la piedra y salí a la pequeña plataforma rocosa que hacía las veces de porche de entrada. Ante mí se extendía un reducido pero hermoso valle, a través del cual serpenteaba un río cristalino que desembocaba en un mar interior cuyas aguas azules eran apenas visibles entre las dos montañas que cercaban aquel pequeño paraíso. Las laderas de las colinas estaban rebosantes de vegetación, y un gran bosque las revestía hasta la cima rojiza y amarillenta. El valle mismo estaba alfombrado de abundante hierba, mientras que aquí y allá se veían flores silvestres que interrumpían el verdor con sus encendidos colores. En algunos lugares había grupos de tres o cuatro árboles parecidos a las palmeras, debajo de los cuales podían verse antílopes parados, mientras que otros pacían o se dirigían graciosamente a beber en un vado cercano. Eran varias las especies que había de estos magníficos animales, los más espléndidos de los cuales se asemejaban al íbice gigante de África, excepto por los cuernos que en ellos formaban una espiral que luego de una vuelta completa detrás de las orejas se dirigen hacia adelante para terminar en dos formidables y afiladas puntas. Su tamaño es el de un toro de pura raza Hereford, pero se mueven con mucha mayor velocidad y agilidad. Las anchas bandas amarillentas que surcan sus pieles de color roano oscuro, hizo que en el primer momento los confundiese con cebras. Todos ellos eran animales muy hermosos que le daban un digno toque final al extraño y encantador panorama que se abría ante mi nuevo hogar.
Había decidido convertir la cueva en una base y, a partir de ella, realizar una exploración sistemática de las inmediaciones para encontrar las tierras de Sari. Con todo, primero devoré lo que quedaba del ortopí que había cazado antes de dormir. Después escondí el Gran Secreto en un hueco del fondo de la cueva, coloqué la roca delante de la entrada y eché a andar armado con arco, flechas, una espada y un escudo.
A mi paso los rebaños se hacían a un lado y los pequeños ortopíes mostraban la mayor cautela y se alejaban al galope hasta una distancia prudencial. Todos los animales dejaban de comer cuando me acercaba, y luego de alejarse se quedaban contemplándome con una mirada grave y las orejas paradas. Uno de los antílopes de rayas amarillas bajó la cabeza y bramó con furia. Inclusive dio algunos pasos hacia mí, por lo cual temí que atacara; pero al verme pasar de largo siguió comiendo como si nada hubiera ocurrido.
Cerca del extremo inferior del valle pasé junto a una cantidad de tapires, y en la otra ribera del río divisé un sadok, el enorme antepasado bicorne del rinoceronte moderno. Al concluir el valle, los peñascos a mi izquierda se continuaban en el mar, por lo que para atravesarlos como yo deseaba hacer, era necesario buscar alguna cornisa por donde proseguir la marcha. A unos quince metros de altura hallé una saliente que formaba un sendero natural sobre el frente del precipicio, y continué por ella hasta el final de éste.
En ese lugar la cornisa ascendía bruscamente hacia la cresta del acantilado. El estrato que lo formaba había sido evidentemente empujado hacia arriba al originarse las montañas de más atrás. Mientras trepaba por la empinada cuesta, un raro sonido sibilante y lo que parecía un batir de alas atrajeron repentinamente mi atención. Volví la vista y me encontré con el espectáculo más horrendo de todos los que había presenciado desde mi llegada a Pelucidar: era un dragón gigante, como aquellos que aparecen en las leyendas y los cuentos de hadas. El cuerpo debía de medir más de trece metros de largo, mientras que las alas de murciélago que le servían para mantenerse en el aire tenían una extensión de diez metros. Las fauces estaban armadas de dientes largos y filosos, y las patas tenían unas garras espantosas.
El sonido siseante que me había llamado la atención en primer término provenía de su garganta y parecía estar dirigido a algo que se hallaba más abajo de donde yo estaba y que no lograba ver. La cornisa por la que yo caminaba se acababa unos pasos más adelante, y al llegar a su fin comprendí el motivo de la agitación del reptil.
En algún momento de otra época un sismo había provocado una falla en ese punto, de modo que el nivel había bajado unos siete metros. El resultado era que la cornisa se continuaba siete metros más abajo, donde terminaba tan abruptamente como en el sitio donde yo estaba.
Y allí, obviamente detenida por el obstáculo insalvable de ese desnivel, estaba el objeto del ataque de la bestia: una muchacha que, agachada en aquella angosta plataforma, se cubría el rostro con das manos como para ahuyentar la imagen de la horrible muerte que revoloteaba sobre ella.
El dragón había bajado y parecía estar a punto de precipitarse sobre su presa. No había tiempo que perder, ni siquiera un segundo para sopesar las posibilidades que yo tenía contra un animal tan formidablemente armado, y la escena de aquella muchacha aterrorizada despertaba lo mejor que había en mí. El instinto de protección del sexo opuesto, que casi debió de ser idéntico al de autoconservación en el hombre primitivo, me impulsó a acudir en auxilio de la joven como si se tratara de la atracción ejercida por un imán.
Casi sin pensar en las consecuencias, salté desde el extremo de la cornisa hasta la plataforma. En el mismo instante el dragón se lanzó al ataque, pero mi repentina llegada debió de tomarlo por sorpresa pues cambió de dirección y volvió a levantar vuelo.
El ruido que hice al caer junto a la muchacha debió ti deshacerle pensar que yo era el dragón y que había llegado su fin. Pero al no sentir cerrarse sobre ella los crueles colmillos, alzó los ojos asombrada. Cuando me vio noté en ellos una expresión que me resulta difícil describir; pero dudo que sus sensaciones fueran un ápice más complejas que las mías, pues los ojos que hurgaban en los míos eran los de Dian la Hermosa.
- ¡Dian! - exclamé -. ¡Dian! ¡Gracias a Dios que llegué a tiempo!
- ¿Tú? - susurró ella, Y volvió a ocultar su rostro. No pude acertar a saber si estaba contenta o enfadada por mi presencia.
Una vez más el dragón venía hacia nosotros, y a tal velocidad que no tuve tiempo de empuñar el arco. Lo único que atiné a hacer fue recoger una piedra y arrojársela a la cabeza. Mi puntería fue buena nuevamente, y con un silbido de dolor y de rabia el reptil viró y se alejó.
Rápidamente coloqué una flecha en el arco para estar preparado para el siguiente ataque, y mientras lo hacía miré a la muchacha. La sorprendí observándome subrepticiamente, pero de inmediato volvió a cubrirse la cara con las manos.
- Mírame, Dian - le imploré -. ¿No estás contenta de verme?
Me miró directamente a los ojos.
- Te odio - dijo, y luego, cuando yo estaba por suplicarle que me escuchara, señaló por encima de mi hombro -. Viene el típdar - dijo, y entonces me volví para enfrentar al animal.
Porque ese era el típdar - como debí suponer -, el sabueso de los Mahars. Era el pterodáctilo extinguido del mundo exterior. Pero esta vez yo lo enfrentaba con un arma que él nunca había visto. Había elegido la flecha más larga y tenía el arco tan tenso que la punta de ésta tocaba mi dedo pulgar; de modo que cuando el reptil estuvo lo suficientemente cerca, le disparé directamente en la mitad del pecho.
La enorme bestia cayó al mar dando vueltas y retorciéndose, siseando como la válvula de escape de una máquina de vapor, con la flecha clavada en el cuerpo. Entonces volví hacia la chica. No me miraba, pero era evidente que había visto sucumbir el típdar.
- Dian - dije -, ¿no me dirás que te alegra que te haya encontrado?
- Te odio - fue su única respuesta, aunque se me ocurrió que lo decía con menos vehemencia que antes.
- ¿Por qué me odias, Dian? - pregunté, pero no me contestó -. ¿Qué haces aquí? - proseguí -, ¿que has hecho desde que Hooja te liberó de los Ságotas?
Al principio pensé que iba a ignorarme por completo, pero finalmente lo pensó mejor.
- Estuve huyendo otra vez de Jubal el Feo - dijo -. Después de fugarme de los Ságotas volví sola a mi tierra, pero pensé en Jubal y no me atreví a entrar en las aldeas ni anunciar mi llegada a ninguno de mis amigos por temor a que él se enterara. Después de observar largo tiempo me di cuenta de que mi hermano no había vuelto aún, por lo cual permanecí en un valle que mi gente raras veces visita, a la espera de que regresara y me liberase de Jubal. Pero, finalmente, uno de los cazadores de Jubal me vio cuando yo me acercaba sigilosamente a la morada de mi padre para ver si mi hermano había regresado y dio la voz de alarma. Jubal salió en mi búsqueda. No debe de estar lejos ahora. Cuando venga te matará y me llevará a su cueva. Es un hombre terrible. He llegado hasta donde pude y no hay escapatoria posible - concluyó mirando con desaliento la continuación de la cornisa, siete metros más arriba -. ¡Pero no me tendrá! - exclamó con repentina vehemencia -. El mar está allí, y el mar me tendrá antes que Jubal.
- Pero soy yo quien te tiene ahora, Dian - exclamé -. No serás de Jubal ni de nadie, puesto que eres mía. - Le tomé la mano, pero no la levanté por encima de su cabeza ni la dejé caer como señal de que le devolviese su libertad.
Se había puesto de pie y me miraba directamente a los ojos con una mirada impasible.
- No te creo - dijo -, pues si fuera verdad lo hubieras hecho cuando estaban los demás para presenciarlo. Entonces verdaderamente hubiera sido tu esposa. Ahora no hay nadie que nos vea, pues sabes que sin testigos tu acto no nos ata el uno al otro - dicho lo cual retiró su mano de la mía y se alejó.
Traté de convencerla de que era sincero, pero ella no podía perdonarme la humillación que había sufrido en aquella ocasión.
- Si es cierto todo lo que dices, tendrás oportunidad de sobra de probarlo - dijo -, siempre que Jubal no te alcance y te mate. Estoy en tu poder, y el trato que me des será la mejor prueba de tus intenciones hacia mí. No soy tu esposa, y te repito que te odio y que me alegraría no verte nunca más.
No se podía negar que Dian era muy cándida. A decir verdad, encontré que la ingenuidad y la franqueza eran características bastante marcadas en los cavernícolas de Pelucidar. Finalmente la insté a que intentáramos llegar a mi cueva donde podríamos eludir a Jubal, pues debo admitir sin reservas que no tenía el menor deseo de enfrentarme con el formidable y feroz gigante de cuya destreza y fuerza Dian ya me había hablado cuando la conocí. El era quien había combatido y vencido a un oso, armado sólo de un insignificante cuchillo. Era Jubal el que podía atravesar la coraza de un sadok con su lanza a cincuenta pasos de distancia. Era él quien había hundido el cráneo de un dírito de un solo garrotazo. No, ciertamente yo no deseaba toparme con Jubal el Feo, y menos aún tenía la intención de salir a su encuentro. Pero, como a menudo suele ocurrir con esas cosas, el asunto no estuvo en mis manos y me vi forzado a encontrarme cara a cara con mi adversario.
Sucedió de este modo: había echado a andar con Dian por la misma cornisa por la cuál ella había venido, buscando un acceso a la cima del precipicio, pues sabía que desde allí podríamos pasar al pequeño valle y hallar alguna forma de descender a él. Mientras avanzábamos, le di a Dian detalladas instrucciones de cómo llegar a mi cueva en caso de que algo me ocurriese. Sabía que estaría fuera de peligro una vez que se refugiase en mi guarida y que en el valle hallaría lo suficiente para alimentarse.
Además, me sentía muy dolorido por el trato que ella me había dado. Tenía el corazón oprimido y lleno de tristeza, y quería hacer que ella se sintiese mal insinuándole que algo terrible podía pasarme y, más aún, que podía perder la vida. Pero eso no dio resultado alguno, o al menos yo no lo noté, pues Dian se limitó a levantar sus magníficos hombros y musitar algo acerca de que no es tan fácil librarse de los problemas.
Me quedé en silencio. Estaba totalmente aplastado.
¡Pensar que en dos oportunidades la había salvado y que había expuesto mi vi da en la segunda de ellas! Era increíble que hasta una hija de la Edad de Piedra fuera tan desagradecida y tuviera tan poco corazón. Pero tal vez su corazón tenía las cualidades de su época.
Poco después, en el precipicio hallamos una grieta que había sido ensanchada por efecto del agua que corría por ella desde la altiplanicie. Eso complicó nuestro ascenso a la cumbre, pero al fin nos encontramos en la meseta que se extendía varios kilómetros hasta la cadena principal de montañas. Detrás de nosotros estaba el mar interior, que se curvaba en la distancia sin horizontes y se confundía con el azul del cielo, por lo que parecía que se alzaba en un arco sobre nuestras cabezas hasta perderse detrás de las montañas lejanas, a nuestras espaldas. Los extraños y misteriosos paisajes de Pelucidar superan toda descripción posible.
A nuestra derecha se encontraba un denso bosque, pero hacia la izquierda había campo abierto hasta el límite de la meseta. En esa dirección decidimos, pues proseguir nuestro viaje; y ya estábamos a punto de reanudar la marcha cuando Dian me tocó el brazo, Me volví hacia ella pensando que quería hacer las paces, pero estaba equivocado.
- ¡Jubal! - dijo, y señaló hacia el bosque.
Miré y vi que del espeso follaje salía un hombre enorme. Debía de medir más de dos metros y estaba bien proporcionado, pero aún se hallaba demasiado lejos como para que yo pudiese distinguir sus facciones.
- Corre - le dije a Dian -. Puedo distraerle hasta que le lleves una buena ventaja, y tal vez pueda retenerlo hasta que te hayas deshecho de él completamente.
Luego, sin mirar hacia atrás, fui al encuentro de Jubal el Feo. Yo esperaba que Dian me dijera alguna palabra amable antes de partir, pues debía de saber que yo me dirigía hacia la muerte por su causa; pero ni siquiera se despidió, y con el corazón oprimido avancé por el pasto salpicado de flores a enfrentarme con mi destino.
Cuando me acerqué lo suficiente a Jubal como para ver sus facciones, comprendí al instante por que se había ganado el apodo de el Feo. Aparentemente, algún animal feroz le había arrancado un lado de la cara, pues le faltaba un ojo, la nariz y la carne, de modo que se le veían las mandíbulas y los dientes en medio de esa herida espantosa.
Quizá su aspecto hubiese sido antes tan agradable como el de los demás miembros de su apuesta raza, y es factible que el terrible resultado de la lucha hubiera agriado su temperamento naturalmente fuerte y violento. Sea como fuere, lo cierto es que el espectáculo que ofrecía no era hermoso; y ahora que su semblante, o lo que quedaba de él, estaba alterado más aún por la ira que le era producía ver a Dian con otro hombre, era verdaderamente espantoso... aunque más espantoso era todavía enfrentarlo.
En ese momento había empezado a correr blandiendo su lanza. Mientras tanto yo puse una flecha en mi arco y tomé puntería. La operación me llevó más tiempo que de costumbre, pues debo confesar que el talante de aquel espantoso hombre me había alterado dos nervios a tal punto que mis rodillas temblaban. ¿Qué posibilidad tenía yo contra ese imponente guerrero que no temía siquiera un oso? ¿Qué esperanza había de que yo superara a quien había derrotado sin ayuda a un sadok y a un dírito? Me estremecí, pero, a fe mía debo decir que mi temor era más por el destino de Dian que por mí mismo.
Entonces arrojó su gran lanza de punta de piedra y yo levanté mi escudo para contrarrestar la fuerza de su tremenda velocidad, pero el impacto me tumbó al suelo. El escudo había desviado el arma y yo estaba ileso. Jubal se abalanzó entonces con la única arma que le quedaba: un cuchillo que infundía pavor. Estaba demasiado cerca como para tomar puntería con el arco, no obstante lo cual le disparé una flecha. Esta penetró en la parte carnosa del muslo y le produjo una herida dolorosa pero no grave. Un segundo después estaba sobre mí.
Mi agilidad me salvó por un instante. Esquivé su brazo, y cuando se volvió para proseguir atacándome se encontró con mi espada cerca de su rostro. Un instante después le hice sentir unos centímetros de su filo en el brazo, y a partir de ese momento procedió con más cautela.
Era un duelo de estrategia. Aquel hombre enorme e hirsuto maniobraba para quebrar mi guardia y poder emplear su gigantesca fuerza, mientras que yo apelaba a mi ingenio para mantenerlo a distancia. Tres veces me atacó y las tres atajé su cuchillo con mi escudo, pero en todas ellas mi espada le alcanzó en el cuerpo y en una llegó hasta el pulmón. En ese momento el cuerpo se le cubrió de sangre y la hemorragia interna le provocó un acceso de tos que hizo que de la boca y la nariz le brotase un chorro rojizo. Con la cara y el pecho cubierto de una espuma sanguinolento presentaba un aspecto nada agradable, pero distaba mucho de morir.
A medida que el duelo se desarrollaba empecé a tener más confianza pues, a decir verdad, yo no esperaba soportar siquiera la primera embestida de aquella monstruosa máquina de cólera y odio descontrolados. Y creo que Jubal cambió su actitud de total desprecio hacia mí por cierto respeto. Evidentemente, por su mente primitiva había pasado la idea de que acaso se hubiese encontrado al fin con un adversario superior y que su fin estaba próximo.
De todas formas, esta hipótesis es la que explicó su actitud siguiente, pues al parecer constituyó un último recurso, una especie de intento desesperado dictado por la certeza de que si no me mataba él cuanto antes, lo iba a matar yo. Y eso ocurrió cuando lanzó su cuarta embestida y en lugar de atacar con el cuchillo arrojó lejos el arma, y asiendo la hoja de mi espada con ambas manos me la arrebató con la misma facilidad con que se la hubiese arrebatado a un niño. Luego la arrojó lejos y se quedó inmóvil durante un instante mirándome con una perversa expresión de triunfo que casi me hizo perder la confianza en mí mismo. Entonces se echó sobre mí con las manos, pero aquel era el día en que Jubal estaba destinado a aprender nuevos métodos de combate. Era la primera vez que él veía un arco y una flecha y jamás había tenido un duelo con espada, pero además iba a saber qué podía hacer un hombre con los puños si sabía usarlos.
Lo esquivé pues, en el momento en que se arrojaba sobre mí, y un segundo después le descargué un golpe directamente en el mentón. La montaña de carne se derrumbó despatarrado en el suelo. Estaba tan sorprendido y aturdido que permaneció allí durante varios segundos antes de atinar a levantarse, y yo permanecí cerca, listo para darle otra dosis no bien se pusiera de pie.
Al fin lo hizo, casi rugiendo de indignación y de ira, aunque no pudo mantenerse en pie mucho tiempo, pues le descerrajé otro puñetazo en medio del mentón que volvió a tenderlo de espaldas. Creo que después de eso Jubal enloqueció de furor, pues ningún hombre en su sano juicio hubiera insistido tantas veces. Varias veces consecutivas lo hice rodar por tierra casi sin darle tiempo de ponerse en pie tambaleante. Hacia el final, el tiempo que se quedaba tendido entre golpe y golpe fue aumentando y cada vez estaba más débil.
Sangraba profusamente de la herida que le había inferido en el pulmón, y finalmente un tremendo golpe en el corazón que lo tumbó. Entonces se quedó muy quieto allí, pero yo sabía que Jubal el Feo no volvería a levantarse nunca más. Pero aún, al mirar aquella horrenda mole muerta, no podía creer que yo hubiese vencido a ese temible cazador de fieras, a ese ogro de la Edad de Piedra sólo con mis manos.
Levanté mi espada y me apoyé en ella, y mientras revivía la batalla que acaba de transcurrir, una gran idea se despertó en mi mente: el significado que eso tenía, juntamente con la sugerencia que había hecho Perry en Futra. Si la destreza y la ciencia podían convertir a un enano en el vencedor de ese imponente gigante, ¿qué no podrían lograr los congéneres de ese bruto con la misma destreza y ciencia? Todo Pelucidar estaría a sus pies, yo sería el rey y Dian la reina.
¡Dian!
Una duda surgió de mí. Era harto posible que Dian me desdeñara aunque yo fuera el rey, pues era la persona de mayor superioridad que yo había conocido, con una manera muy convincente de hacérselo saber a uno. Con todo, podía ir a la cueva y contarle que había dado muerte a Jubal, y así posiblemente fuera más bondadosa conmigo, ya que la había librado de su perseguidor. Esperaba que hubiera hallado sin dificultades la cueva, pues habría sido terrible volver a perderla. Así pues, me volví a recoger mi escudo y mi arco para ir en su busca, pero para mi asombro la encontré a no más de diez pasos de distancia.
- ¡Mujer! - exclamé -. ¿Qué haces aquí? Pensé que habías ido a la cueva, como te dije.
Levantó la cabeza y me dirigió una mirada que me despojó de todo mi orgullo y me hizo sentir como si fuera el portero de un palacio, siempre que en los palacios haya porteros.
- ¡Cómo que tú me dijiste que lo hiciera! - gritó indignada -. Yo hago lo que quiero. Soy la hija de un rey y, lo que es más, te odio.
Quedé estupefacto ¡Vaya forma de agradecerme por haberla salvado de Jubal! Me volví a mirar al cadáver, «quizá te salvé de un destino peor, viejo», dije: pero creo que Dian no captó la sutileza pues no pareció entenderla.
- Vayamos a la cueva - dije -. Estoy cansado y hambriento.
Me siguió de cerca, pero ninguno de los dos hablamos. Yo estaba demasiado enfadado y ella, evidentemente, no tenía interés en conversar con personas inferiores. Estaba muy enojado pues pensaba que indudablemente merecía al menos alguna palabra de agradecimiento. Sabía que, aun para la idea que ella tenía de las cosas, yo había hecho algo muy meritorio al dar muerte al formidable Jubal en una lucha mano a mano.
Una vez en la guarida, a donde llegamos sin dificultades, de inmediato bajé al valle para cazar un antílope que luego transporte a rastras por la empinada ladera hasta la entrada de la cueva. Comimos en silencio. De tanto en tanto la miraba, pensando que verla comer y despedazar carne cruda con las manos y los dientes como un animal salvaje provocaría algún cambio en mis sentimientos hacia ella. Pero para mi sorpresa vi que comía con tanta delicadeza como la dama más civilizada de cuantas yo había conocido, y finalmente terminé por observar con tonta fascinación la belleza de sus dientes blancos y fuertes. Así es el amor.
Después de nuestra comida fuimos juntos al río a lavarnos la cara y las manos, y luego de saciar nuestra sed regresamos a la cueva. Sin una palabra, me acurruqué en un rincón y quedé profundamente dormido.
Cuando desperté encontré a Dian sentada en la entrada mirando hacia el valle. Se hizo a un lado para dejarme pasar, pero no pronunció una sola palabra. Quería odiarla, pero no podía. Cada vez que la miraba algo se me atoraba en la garganta y sentía que me ahogaba. Nunca había estado enamorado, pero no necesité ayuda para diagnosticar el caso: estaba enamorado hasta la médula. ¡Dios, cómo quería a esa hermosa, tentadora y desdeñosa muchacha prehistórica!
Después de nuestra segunda comida le pregunté a Dian si tenía intenciones de volver a su tribu ahora que Jubal había muerto, pero movió la cabeza con tristeza y dijo que no se atrevía, pues había que tener en cuenta que aún quedaba el hermano mayor de él.
- Y él ¿qué tiene que ver? - pregunté -. ¿El también te quiere, acaso? ¿O es que el deseo de tenerte se ha vuelto hereditario en esa familia y pasa de generación en generación?
No entendió muy bien qué le quería decir.
- Es probable - dijo - que todos quieran vengar la muerte de Jubal. Son siete, siete hombres tremendos. Alguien tendría que matarlos a todos para que pudiese volver a reunirme con mi gente.
Empezaba a parecerme que yo había asumido un compromiso un tanto excesivo para mí, de unas siete etapas, para ser exacto.
- ¿Tenía Jubal algún primo? - pregunté, queriendo saber lo peor.
- Sí - respondió Dian -, pero ellos no cuentan, pues todos tienen esposas. Los hermanos de Jubal no las tienen porque él no podía conseguir ninguna para él. Era tan feo que las mujeres le huían. Algunas han llegado a arrojarse al Darel Az desde los acantilados de Amoz antes que tener que unirse a él.
- Pero eso ¿qué tiene que ver con sus hermanos? - pregunté.
- Había olvidado que no eres de Pelucidar - dijo Dian con una expresión de lástima y de desprecio; y ese desprecio parecía exagerarlo, dadas las circunstancias, para que no hubiera posibilidad alguna de que yo lo pasase por alto.
- Lo que ocurre - prosiguió es que el hermano menor no puede tomar esposa hasta que todos sus hermanos mayores lo hayan hecho, a menos que éstos quieran ceder la prerrogativa, cosa que Jubal no quería hacer, pues sabía que en tanto ellos permaneciesen solteros harían lo posible por ayudarlo a encontrar compañera.
Noté que Dian estaba un poco más comunicativa y eso me infundió la esperanza de que se estuviera reconciliando conmigo, aunque pronto descubrí que mi esperanza pendía de un hilo muy delgado.
- Ya que no te atreves a retornar a Amoz - dije - ¿qué será de ti, puesto que no puedes ser feliz aquí conmigo y me detestas de esa forma?
- Tendré que soportarte - replicó con frialdad - hasta que decidas irte a otra parte y dejarme en paz. Después me las arreglaré muy bien sola.
La miré atónito. Parecía inaudito que aun una mujer prehistórica fuera tan fría y desagradecida. Me puse de pie.
- Yo te dejaré ahora mismo - dije con soberbia -. Ya he soportado demasiado tus insultos y tu ingratitud - y me fui caminando altivamente hacia el valle. Anduve cien pasos en silencio absoluto y entonces Dian habló.
- ¡Te odio! - gritó, y su voz se quebró, de ira, supuse yo.
Me sentía absolutamente desdichado, pero no me había alejado mucho cuando me di cuenta de que no podía dejarla allí sola sin protección, para que tuviese que conseguir su propio alimento en medio de los peligros de aquel mundo salvaje. Podía odiarme, vituperarme y mortificarme a cada instante, como ya había hecho, hasta que yo la odiase; pero lo cierto era que yo la amaba y que no podía dejarla allí sola.
Cuanto más pensaba en eso, más me encolerizaba, de modo que cuando llegué al valle estaba furioso y el resultado fue que giré sobre mis talones y volví a escalar ese acantilado con la misma rapidez con que lo había bajado. Vi que Dian se había metido en la cueva, de modo que yo también entré. Estaba recostada con la cara escondida en el montón de pasto que yo había recogido para hacer la cama, y al oírme se puso de pie de un salto.
- ¡Te odio! - exclamó.
Al entrar de la luz brillante del sol del mediodía a la semipenumbra de la cueva no podía distinguir sus facciones, lo cual fue un alivio, pues no deseaba leer el odio que habría escrito en ellas.
No le dije una palabra. Crucé la caverna y la tomé de las muñecas. Ella luchó, pero yo le sujeté las manos contra el cuerpo con un brazo. Luchaba como una tigresa, pero con mi otra mano le tiré la cabeza hacia atrás. Supongo que me había vuelto salvaje de repente, que había retrocedido un millón de años y me había convertido en un verdadero cavernícola que tomaba por la fuerza a su hembra. Entonces besé una vez y otra aquellos labios hermosos.
- Dian - exclamé sacudiéndola bruscamente -, yo te amo. ¿No puedes comprender que te amo?, ¿que te amo más que a nada en este mundo y en el mío?, ¿que voy a tenerte porque un amor así no puede ser rechazado?
Noté que ya permanecía muy quieta entre mis brazos; y a medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, vi que estaba sonriendo, con una sonrisa satisfecha y feliz. Quedé estupefacto. Me di cuenta de que, muy dulcemente, estaba tratando de soltar sus brazos, y entonces yo aflojé el mío para permitirle hacerlo. Lentamente sus manos me ciñeron el cuello, y atrajo mis labios hacia los suyos reteniéndolos allí largo rato, por fin habló.
- ¿Por qué no hiciste esto desde el principio, David? ¡He estado esperando tanto tiempo!
- ¿Qué? - exclamé -. ¡Dijiste que me odiabas!
- ¿Esperabas acaso que corriera a tus brazos, diciéndote que te amaba antes de saber si tú me amabas? - preguntó ella.
- Pero si yo te dije desde el comienzo que te amaba - dije.
- El amor se demuestra con actos - respondió -. Podías hacer que tu boca dijera lo que deseabas; pero ahora, cuando me tomaste en tus brazos, tu corazón le habló al mío en un lenguaje que el corazón de una mujer puede entender. ¡Qué hombre tonto eres, David!
- Entonces, ¿nunca me has odiado? - pregunté.
- Siempre te he amado - susurró -, desde el momento en que te vi, aunque no lo supe hasta que luchaste con Hooja el Astuto y luego me rechazaste.
- Pero no te rechacé, Dian, querida - exclamé -. Yo desconocía tus costumbres, y no sé si ahora, incluso, las conozco. Parece increíble que me hayas insultado tanto, mientras al mismo tiempo me querías.
- Deberías haberte dado cuenta - dijo -, al no huir de tu lado, que no era el odio lo que me encadenaba a ti. Mientras luchabas con Jubal, pude haber esperado en el límite del bosque y haberte eludido al saber el resultado del combate.
- Pero los hermanos y los primos de Jubal... - le recordé -, ¿qué iba a pasar con ellos?
Sonrió y ocultó su rostro en mi hombro.
- Te tenía que decir algo, David - susurró -. Necesitaba alguna excusa para quedarme contigo.
- ¿Embustera! - exclamé -. ¡Y me causaste toda esta congoja para nada!
- Yo he sufrido aún más - respondió sencillamente -, pues pensé que no me querías y estaba indefensa. No podía ir y exigirte que mi amor fuera correspondido como tú acabas de hacer. Cuando te fuiste, hace un momento, te llevabas mi esperanza contigo. Me sentía desdichada y llena de terror, y se me partía el corazón. Lloré, cosa que no hacía desde que murió mi madre y en ese momento vi que sus ojos se humedecían. El pensar en todo lo que había sufrido esa niña casi me hizo llorar a mi también. Huérfana y desprotegida, perseguida en un mundo salvaje y primitivo por un hombre brutal, expuesta a los ataques de las incontables fieras de las montañas, los bosques y las planicies, era un milagro que hubiera sobrevivido.
Para mí era una revelación de lo que mis antepasados habían tenido que sufrir para que la raza de la corteza exterior pudiera propasarse. Me llenaba de orgullo pensar que había ganado el amor de semejante mujer. Claro está que no sabía leer ni escribir; no tenía nada de culta ni de refinada, según nuestro concepto de cultura y refinamiento, pero era la esencia de todo lo mejor que hay en una mujer, pues era bondadosa, valerosa y noble. Y tenía todas esas virtudes a pesar de que observarlas significa sufrimiento y peligro, y tal vez la muerte.
¡Cuánto más fácil hubiera sido para ella entregarse directamente a Jubal! Hubiera sido su esposa legal. Hubiera sido la reina de su tierra; y tanto significaba para una mujer de las cavernas ser reina en la Edad de Piedra como para una mujer de hoy día serlo ahora. Es una forma de gloria similar desde cualquier punto de vista que se lo mire, y si sólo existieran aborígenes semidesnudas en la corteza externa en este tiempo, sería un honor considerable ser la mujer de un jefe Dahomey.
No pude menos que comparar el comportamiento de Dian con el de una espléndida mujer que había conocido en Nueva York, y digo espléndida en cuanto a su aspecto y su conversación. Estaba locamente enamorada de un amigo mío, un sujeto cabal y varonil; pero se había casado con un viejo libertino, acabado y de mala fama, porque era conde de no sé qué insignificante principado de Europa que ni siquiera tenía bandera.
Sí, yo estaba muy orgulloso de Dian.
Después de un tiempo decidimos partir hacia Sari, pues tenía deseos de ver a Jerry para saber si las cosas marchaban bien para él. Le había contado a Dian de nuestro plan para emancipar la raza humana de Pelucidar, y eso le entusiasmo muchísimo. Dijo que no bien regresara Dacor, su hermano, sería elegido rey de Amoz y que podía aliarse con Ghak. Eso significaría un magnífico comienzo, pues ambas tribus eran muy poderosas. Una vez que hubieran sido armados con espadas y arcos y flechas, y adiestrados en su uso, teníamos la seguridad de que podrían someter a cualquier tribu que se mostrara reacia a integrarse al gran ejército de estados confederados con el cual planeábamos atacar a los Mahars.
Le expliqué los diversos pertrechos de guerra que Perry y yo podríamos construir con un poco de experimentación: pólvora, rifles, cañones y otras cosas más. Dian aplaudía y, rodeándome el cuello con los brazos, me decía lo maravilloso que yo era. Había empezado a pensar que yo era omnipotente, aunque no había hecho otra cosa que hablar; pero así son las mujeres cuando aman. Perry solía decir que si un hombre fuera una décima parte de lo notable que su madre o esposa lo consideran, podría dominar al mundo con sólo mover un dedo.
Cuando iniciamos nuestro viaje a Sari pisé un nido de víboras antes de llegar al valle. Una de las más pequeñas me mordió el tobillo, y Dian me hizo volver a la cueva. Dijo que no debía moverme, pues podía resultar fatal, y que, de haber sido una víbora adulta, no hubiera podido dar un paso más. Me habría muerto instantáneamente, tan potente es su veneno. De modo que debí guardar reposo durante algún tiempo, mientras los bálsamos que Dian preparaba con hierbas y hojas me deshinchaban y extraían la ponzoña.
El episodio fue muy afortunado, no obstante, en el sentido de que me dio una idea para aumentar mil veces la eficacia de mis flechas como instrumentos ofensivos y defensivos. No bien estuve en pie nuevamente, busqué algunos especimenes adultos de víboras y, luego de matarlas, les extraje el veneno y lo unté en las puntas de las flechas. Más tarde le disparé a un hienodonte, y aunque la flecha provocó una herida muy superficial, el animal murió casi en el momento en que la flecha penetró.
Nuevamente partimos hacia la tierra de Sari y nos despedimos con un sentimiento de gran pesar de nuestro Paraíso terrenal y de la relativa paz y armonía que habíamos hallado en él, viviendo allí los momentos más felices de nuestras vidas. No sé cuánto tiempo estuvimos en ese lugar, pues como ya he dicho, el tiempo había dejado de existir para mí bajo ese eterno sol de mediodía. Tal vez haya sido una hora o, acaso, un mes. Lo ignoro.
CAPITULO 15
Regreso a la tierra
Vadeamos el río, cruzamos las montañas y finalmente llegamos a una gran llanura uniforme que se extendía hasta donde era posible ver. No podría decir en qué dirección se extendía, pues durante todo el tiempo que estuve en Pelucidar no encontré ningún método de orientación más que los que se usaban allí: no hay Norte, ni Sur, ni Oeste, ni Este. Arriba es prácticamente el único sentido definido, y eso es abajo para los de la corteza externa. Como el sol no sale ni se pone, no hay forma de indicar la dirección más que usando objetos visibles, como las montañas, los bosques, los lagos o los mares como puntos de referencia.
La planicie que se extiende más allá de los acantilados blancos que bordean el Darel Az, sobre la costa más cercana a la Montaña de las Nubes, es uno de los datos más precisos que puede dar un habitante de Pelucidar. Si por casualidad uno no conoce el Darel Az, o los acantilados blancos o la Montaña de las Nubes, tiene la sensación de que algo falla, y añora el comprensible término de Nordeste o Sudoeste del mundo exterior.
Apenas habíamos llegado a la llanura cuando divisamos dos enormes animales que se acercaban a lo lejos. Estaban a tal distancia, que no pude discernir de qué especie eran.
Sin embargo, cuando se fueron acercando, vi que eran gigantescos cuadrúpedos que fácilmente medirían treinta metros de largo, de cabeza diminuta y cuello largo. La cabeza debía de estar a más de trece metros del suelo.
Las bestias se movían muy lentamente, quiero decir que eran de movimientos lentos, pero daban pasos tan grandes que en realidad andaban mucho más rápidamente que un hombre.
A medida que se fueron acercando descubrimos que en el lomo de ellas viajaba un ser humano. Entonces Dian supo de qué se trataba, aunque nunca había visto aquello.
- Son lidis de las tierras de Toria - exclamó -. Toria está en el confín exterior de la Tierra de las Sombras Horribles. Los habitantes de Toria son los únicos que montan al lidi, pues no existen en ninguna parte más que en el país oscuro.
- ¿Qué es la Tierra de las Sombras Horribles? - pregunté.
- Es la zona que está debajo del Mundo Muerto - respondió Dian -, el mundo que cuelga eternamente entre el sol y Pelucidar. Es el Mundo Muerto el causante de la gran sombra que envuelve a esta porción de Pelucidar.
No llegué a comprender del todo lo que quería decir, ni creo comprenderlo ahora, pues nunca he estado en la parte de Pelucidar desde la cual es visible el Mundo Muerto; pero Perry afirma que es la luna de Pelucidar - un diminuto planeta dentro de otro - y que gira alrededor del eje de la tierra con ésta, de modo que siempre está en el mismo lugar dentro de Pelucidar.
Recuerdo que Perry se entusiasmó considerablemente cuando le hablé acerca de ese Mundo Muerto, pues parecía pensar que podía explicar el hasta entonces no resuelto enigma de la rotación y presesión de los equinoccios.
Cuando los dos jinetes de los lidia se hubieran aproximado más, pudimos distinguir que uno era una mujer y el otro un hombre. Este último levantó las manos, con las palmas abiertas hacia nosotros en señal de paz, y yo le respondí de igual forma. Repentinamente lanzó un grito de asombro y de júbilo y, deslizándose de su enorme montura, corrió al encuentro de Dian y la abrazó.
Durante un segundo palidecí de celos, pero sólo fue un segundo, pues Dian rápidamente atrajo al hombre hacia mí diciéndole que yo era su esposo.
- Y éste es mi hermano Dacor el Poderoso, David - me dijo.
Parecía ser que la mujer era la esposa de Dacor. No había encontrado ninguna de su agrado entre los Sari, ni más allá, hasta que llegó a la tierra de Toria, donde había encontrado y luchado por esa hermosa mujer que llevaba consigo a su propia tribu.
Cuando hubieron escuchado nuestro plan decidieron acompañamos a Sari, donde Dacor y Ghak concretarían la alianza. Dacor parecía tan entusiasmado con la idea de aniquilar a los Mahars y a los Ságotas como Dian y yo.
Después de un viaje que, por ser Pelucidar, fue tranquilo, llegamos a las primeras aldeas de los Sari que consisten en uno o dos centenares de cuevas artificiales abiertas en la ladera de un gran precipicio. Allí, para nuestra inmensa alegría, nos encontramos con Perry y Ghak. El viejo se quedó embelesado al verme, pues hacía ya tiempo que me había dado por muerto.
Cuando le presenté a Dian como mí esposa no supo qué decir, pero después me comentó que entre ambos mundos no podía haber hecho mejor elección.
Ghak y Dacor llegaron a un acuerdo muy amistoso, y en un consejo celebrado entre diversos jefes de las tribus de Sari se trazó un plan aproximado de la forma de gobierno que se debía adoptar. Los distintos reinos debían permanecer separados e independientes, pero tenía que existir un regente supremo, un emperador. Se decidió que yo fuera el primero de la dinastía de los emperadores de Pelucidar.
Nos dispusimos a enseñarles a las mujeres a hacer arcos y flechas y bolsas de veneno. Los jóvenes cazaban las serpientes que proporcionaban la ponzoña y también extraían el hierro para hacer espadas bajo la dirección de Perry. El entusiasmo se propagó velozmente de una tribu a la otra, hasta que comenzaron a llegar representantes de países tan lejanos que los Sari ni siquiera los habían oído nombrar, para prestar juramento de lealtad y aprender el arte de construir y manejar nuevas armas.
Enviamos hombres como instructores a todas las naciones de la federación, y el movimiento ya había adquirido proporciones gigantescas antes que los Mahars lo descubrieran. El primer indicio que tuvieron fue cuando tres de sus caravanas de cazadores de esclavos fueron exterminados en rápida sucesión. No podían entender cómo las especies inferiores habían adquirido repentinamente un poderío tan formidable y eficaz.
En una de las emboscadas a las caravanas de esclavos, capturamos a algunos Ságotas, entre los cuales se encontraban dos que pertenecían a la guardia del edificio donde habíamos estado confinados en Futra. Nos dijeron que los Mahars habían enloquecido de ira cuando descubrieron lo que había ocurrido en los sótanos del edificio. Los Ságotas se daban cuenta de que algo terrible les había sucedido a sus amos, aunque éstos se cuidaron muy bien de dar señal alguna de la verdadera naturaleza de su desesperada situación. Era imposible siquiera adivinar cuánto tardaría en extinguirse su raza, pero que eso tendría que pasar tarde o temprano, parecía inevitable.
Los Mahars habían ofrecido enormes recompensas por la captura de cualquiera de nosotros con vida, y al mismo tiempo amenazaron con castigar severamente a quien nos hiciera algún daño. Los Ságotas no podían entender esas órdenes, aparentemente paradójicas, aunque para mí resultaron de lo más comprensibles: los Mahars querían el Gran Secreto, y sabían que sólo nosotros podíamos devolverlo.
Los experimentos de Perry para la fabricación de pólvora y de rifles no habían progresado con la rapidez esperada, pues él no sabía mucho de esas cosas. Teníamos ambos la certeza de que la solución de esos problemas significaría un avance de la civilización de Pelucidar de varios siglos a la vez. Había, además, otras artes y ciencias que deseábamos enseñar, pero aun nuestro conocimiento combinado de éstas no abarcaba los detalles mecánicos como para darles uso práctico.
- David - dijo Perry inmediatamente después de su último fracaso para producir pólvora -, uno de nosotros debe volver a la superficie exterior a traer la información que nos falta. Tenemos aquí la mano de obra y los materiales como para hacer cualquiera de las cosas que se hicieron arriba. Lo que no tenemos son los conocimientos necesarios. Volvamos y tomemos esos conocimientos de los libros. Entonces tendremos verdaderamente a este mundo a nuestros pies.
Y así se decidió que yo debía volver en la excavadora, que aún estaba en el límite del bosque por donde habíamos penetrado en la corteza del mundo interior. Dian no quiso aceptar ningún arreglo que no la incluyera en mi viaje, y yo no lamentaba que quisiera venir, pues deseaba que viera mi mundo y que mi mundo la viera a ella.
Con un gran contingente de hombres marchamos hasta el topo de hierro. Perry dio las indicaciones para colocarlo con la punta dirigida hacia la corteza externa y luego revisó minuciosamente la maquinaria. Llenó los tanques de aire y fabricó aceite para el motor. Finalmente, cuando estaban terminados todos los preparativos, de repente nuestros vigías divisaron un gran cuerpo de Ságotas y Mahars que avanzaban desde Futra.
Dian y yo estábamos listos para abordar la máquina, pero yo quería presenciar el primer combate entre dos ejércitos numerosos formados por las distintas razas de Pelucidar. Tenía la impresión de que sería un evento histórico que marcaría el comienzo de una tremenda lucha por poseer un mundo, y como primer Emperador de Pelucidar sentía que tenía no sólo la obligación, sino el derecho de estar en medio de esa batalla decisiva.
A medida que se aproximaba el ejército enemigo vimos que había gran cantidad de Mahars junto con los batallones de Ságotas, lo cual indicaba la enorme importancia que la raza dominante daba a esa campaña, pues no era su costumbre salir con las partidas de caza de esclavos, Estas eran las únicas formas de guerra que entablaban con los especies inferiores.
Ghak y Dacor estaban con nosotros, puesto que querían ver la excavadora. Coloqué a Ghak con una parte del ejército a la derecha de nuestra línea de combate. Dacor ocupó la izquierda, mientras que yo me ubiqué en el centro. En la retaguardia dejé una reserva al mando de uno de los jefes de Ghak. Los Ságotas avanzaron sin pausa con las lanzas dispuestas, pero yo esperé hasta que estuvieran muy cerca antes de dar la orden de disparar.
Con la primera lluvia de flechas la línea de avanzada de los hombres-gorilas se derrumbó por tierra, pero los que estaban detrás saltaron por encima de los cuerpos de sus compañeros e iniciaron una embestida con sus lanzas. Una segunda descarga de flechas envenenadas los detuvo durante un momento, y luego mi reserva se lanzó al ataque con escudos y espadas.
Las torpes lanzas de los Ságotas nada podían contra las espadas de los soldados de Sari y de Amoz, quienes desviaban las lanzas con sus escudos para atacar de cerca con sus armas mucho más livianas y manuables.
Ghak condujo a sus arqueros hacia el flanco desprotegido del enemigo, y mientras los espadachines los combatían desde el frente, él descargaba salva tras salva desde el costado. Los Mahars no luchaban con eficacia. En realidad estorbaban más que otra cosa, aunque de tanto en tanto alguno lograba asir a uno de nuestros hombres con sus fuertes mandíbulas.
La batalla no duró mucho tiempo, pues cuando Dacor y yo llevamos a nuestros hombres hacia la derecha blandiendo nuestras espadas, los Ságotas estaban tan desmoralizados que giraron sobre sus talones y se batieron en retirada. Los perseguimos durante un buen rato, capturando a muchos de ellos y recuperando una cantidad de esclavos, entre los cuales se encontraba Hooja el Astuto. Este me dijo que había sido atrapado mientras volvía a su tierra, pero que le habían perdonado la vida con la esperanza de que él supiera dónde se encontraba el Gran Secreto. Ghak y yo pensamos más bien que él había estado a la cabeza de esa expedición, sirviendo como guía, y que había supuesto que Perry tenía el Secreto, en la tierra de los Sari, pero como no teníamos prueba de eso nos vimos obligados a aceptarlo y tratarlo como uno de nosotros. Pero ya verán de qué manera me pago mi generosidad.
Había una cantidad de Mahars entre los prisioneros, y nuestros hombres les temían tanto que no se atrevían a acercarse a ellos si no eran cubiertos con un pedazo de piel. Hasta Dian creía en la superstición popular acerca de los efectos que podían causar los ojos de los Mahars sobre el cuerpo. Yo me reí de sus temores, pero no tenía inconveniente en complacerla si con eso se sentía mejor. Ella se mantuvo alejada de la excavadora, cerca de la cual estaba encadenados los Mahars, mientras Perry y yo examinamos nuevamente cada parte del mecanismo.
Al final ocupé mi lugar frente al volante y ordené a uno de los hombres que estaban afuera que trajeran a Dian. Pero ocurrió que Hooja era quien estaba en las proximidades de la compuerta de la excavadora y fue él por lo tanto, el que fue a buscar a Dian sin que yo lo supiera. Cómo llevó a cabo su demoníaco ardid es algo que ignoro aún. No puedo creer que nadie lo haya ayudado, pues toda la gente era leal conmigo y hubiera acabado con Hooja al sólo oír hablar del monstruoso plan que maquinaba. Todo sucedió tan rápidamente que sólo puedo creer que fue consecuencia de un repentino impulso, que se le ocurrió a Hooja a causa de una cantidad de circunstancias fortuitas, en el momento justo.
Lo único que sé es que fue Hooja quien trajo a Dian a la excavadora, envuelta aun de pies a cabeza en el pellejo de un enorme león que se había puesto desde el momento en que los Mahars habían sido llevados al campamento. Se sentó en el asiento junto al mío, y ya estábamos listos para partir. Me había despedido ya de todos. Perry me habla tomado fuertemente la mano. Cerré y tranqué las compuertas externas e internas, me volví a sentar frente al volante y accioné la palanca de arranque.
Al igual que aquella lejana noche que había presenciado nuestra primera travesía con el monstruo de hierro, hubo un estruendo tremendo debajo de nosotros y el gigantesco armazón tembló y vibró. Se oyó el golpeteo de las piedras sueltas que entraban en el espacio hueco de la cámara externa. Una vez más estábamos viajando.
Pero en el momento de partir, la excavadora se sacudió con tal brusquedad que estuve a punto de saltar fuera de mi asiento. Al principio no comprendí qué había ocurrido; pero al poco tiempo me di cuenta de que, justo antes de penetrar la corteza, el gran cuerpo del artefacto se había salido de sus andamios y que, en lugar de entrar en la tierra verticalmente lo había hecho en forma oblicua. No podía siquiera conjeturar si de esa manera llegaríamos o no a la superficie exterior. Entonces me volví para ver cómo estaba Dian luego de esta experiencia, y observé que todavía estaba cubierta con la piel.
- Vamos, vamos - le dije riendo -, no seas tan exagerada. Ningún Mahar te podrá ver aquí - y me incliné hacia ella para arrebatarle la piel de león. En ese preciso instante me eché hacia atrás horrorizado.
Lo que había debajo de la piel no era Dian: se trataba de un repugnante Mahar. Comprendí al instante la jugarreta que me había hecho Hooja, y por qué la había hecho. Al deshacerse de mí para siempre, según pensaría él sin duda, Dian estaría a su merced. Traté con desesperación de girar el volante para retornar a Pelucidar pero, como la primera vez que viajamos, no pude moverlo ni un centímetro.
De más está contar la monotonía y el horror de ese viaje, que no fue muy distinto del que efectuamos desde la corteza externa hasta Pelucidar. Duró casi un día más debido al ángulo con el cual habíamos penetrado en la tierra, lo cual, además, me hizo emerger aquí, en el desierto del Sahara, en lugar de los Estados Unidos.
He estado esperando durante meses la llegada de algún hombre blanco. No me atreví a dejar la excavadora por temor a no poder volver a hallarla. Las arenas movedizas del desierto no tardarían mucho en cubrirla totalmente y con ella desaparecería mi única esperanza de volver a Pelucidar para encontrar a Dian.
Parece una posibilidad remota que vuelva a verla algún día, Pues ¿cómo puedo saber en qué parte de Pelucidar caeré en mi segundo viaje? Y ¿cómo, sin Norte, ni Sur, ni Este, ni Oeste, puedo llegar a localizar a mi amada en ese vasto mundo?
Esa es la historia que me relató David Innes en una carpa de piel de cabra en medio del desierto del Sahara. Al día siguiente me condujo hasta la excavadora: era tal cual él la había descrito, tan enorme que ningún medio de transporte de los que allí había podía haberla llevado hasta ese lugar. Sólo era posible que hubiera venido del modo en que David Innes había dicho: a través de la corteza de la tierra, desde el mundo de Pelucidar.
Pasé una semana con él y luego, abandonando la caza de leones, volví directamente a la costa y de allí a Londres, donde compré una gran cantidad de cosas que él deseaba llevar consigo a Pelucidar. Había libros, rifles, revólveres, municiones, cámaras fotográficas, elementos químicos, teléfonos, instrumentos de telégrafo, alambres, herramientas y más libros. Había libros sobre todos los temas imaginables, pues quería una biblioteca a partir de la cual poder reproducir las maravillas del siglo veinte en la Edad de Piedra.
Llevé personalmente las cosas a Argelia y fui con ellas hasta donde terminaba la línea ferroviaria, pero entonces me llamaron de los Estados Unidos por un trabajo importante. No obstante, pude dejar a un hombre de mucha confianza a cargo de la caravana. Se trataba del mismo guía que me había acompañado en mi primer viaje al Sahara. Dejé en sus manos una larga carta para Innes con mi domicilio en América, y lo vi partir hacia el sur a la cabeza de la expedición.
Entre otras cosas que le mandé a Innes había más de ochocientos kilómetros de cable aislado de calibre muy fino. Lo había puesto en un carrete según me había pedido, pues, tenía la idea de atar un extremo aquí y llevarlo con la excavadora para establecer una línea telegráfica entre los dos mundos. En mi carta le decía que se asegurara de marcar muy cuidadosamente el lugar de donde partía el cable con un mojón alto, en caso de que yo no pudiera llegar hasta él antes de que partiera, para poder localizar fácilmente la línea de comunicación con Pelucidar.
Recibí varias cartas suyas a mi regreso a América, pues aprovechaba cualquier caravana que se dirigía hacia el norte para comunicarse conmigo. Su última carta la escribió el día anterior a su partida. Hela aquí:
Querido amigo:
Mañana salgo en busca de Dian y de Pelucidar, si es que los árabes no me matan antes, pues están muy agresivos. Ignoro el motivo, pero dos veces me han amenazado de muerte. Uno, más amistoso que el resto, me informó que tenían intenciones de atacarme esta noche. Sería lamentable que tal cosa sucediera la víspera mi partida.
Sin embargo, tal vez sea mejor así, pues cuanto más se acerca la hora, más escasas me parecen mis posibilidades de tener éxito.
Acaba de llegar el árabe amigo que te llevará esta carta. Adiós, y Dios te bendiga por tu amabilidad para conmigo.
El árabe me pide que me apresure, pues ve a lo lejos una nube de arena y cree que se trata de un contingente que viene a asesinarme. No quiere que lo encuentren conmigo, así que me despide nuevamente.
David Innes.
Un año más tarde me encontré nuevamente en la terminal de la línea ferroviaria y me encaminé al sitio donde había visto a Innes por última vez. Mi primera desilusión fue enterarme de que mi antiguo guía había muerto pocas semanas después de mi partida, y no pude localizar a ningún miembro de la expedición que me guiara al mismo lugar.
Durante meses busqué por aquella tierra candente, entrevistándome con incontables jeques con la esperanza de que alguno hubiera oído hablar de Innes y su maravilloso topo de hierro. Constantemente mis ojos escudriñaban la arenosa extensión buscando el mojón debajo del cual tenían que estar los cables que comunicaran con Pelucidar, pero nunca lo encontré.
Y siempre me atormentan estas preguntas cuando pienso en David Innes y sus extrañas aventuras: ¿Lo asesinaron acaso los árabes? ¿Logró escapar e iniciar otra vez su viaje? Y si lo hizo, ¿habrá llegado hasta el mundo interior o se habrá quedado enterrado en alguna parte del corazón de la tierra? Y si pudo llegar hasta Pelucidar, ¿habrá emergido finalmente en una de las islas marítimas, o acaso entre una tribu salvaje a millares de kilómetros de la tierra, donde su amada lo aguardase?
¿La respuesta estará en alguna parte del seno del Sahara, en el extremo de un cable oculto bajo un mojón perdido? A veces me lo pregunto.
FIN