Publicado en
agosto 29, 2010
Con el más profundo agradecimiento
al doctor Nicholas Nicholas,
al doctor Jeffrey Taffet
y a Robert Fleming
ÍNDICE
La balsa del Gladiator........................................................... 3
El legado.................................................................................. 24
PRIMERA PARTE
Y DE LA NADA SURGIÓ LA MUERTE....................... 35
SEGUNDA PARTE
DONDE NACEN LOS SUEÑOS..................................... 91
TERCERA PARTE
DIAMANTES... LA GRAN ILUSIÓN............................ 199
CUARTA PARTE
CATÁSTROFE EN EL PARAÍSO.................................... 300
QUINTA PARTE
EL POLVO SE POSA........................................................... 366
LA BALSA DEL GLADIATOR
17 de enero de 1856, mar de Tasmania
De los cuatro clípers construidos en Aberdeen, Escocia, en 1854, uno se destacaba del resto. Era el Gladiator, una gran nave de 1.256 toneladas, de sesenta metros de eslora y diez de manga, con tres grandes mástiles que se alzaban al cielo en aerodinámico ángulo. Era uno de los clípers más rápidos que habían cruzado el océano, pero, por su esbelto diseño, era una embarcación poco segura cuando el mar estaba agitado. Ligero como una pluma, podía navegar impulsado por la más suave brisa. El Gladiator jamás había realizado una travesía lenta, ni siquiera cuando navegaba por aguas tranquilas.
Infortunada e impredeciblemente, era un navío destinado a la catástrofe.
Sus propietarios lo prepararon para el comercio con Australia y el transporte de emigrantes, y fue uno de los escasos clípers destinados a llevar pasajeros además de carga. Pero los dueños advirtieron pronto que no había muchos coloniales que pudieran permitirse pagar el pasaje, así que navegaba con los camarotes de primera y segunda vacíos. No tardaron en descubrir que resultaba más lucrativo obtener contratos del gobierno para el transporte de reos hacia el continente que, inicialmente, fue la mayor prisión del mundo.
El Gladiator estaba comandado por uno de los más duros y enérgicos capitanes de clíper, Charles Bully1 Scaggs. Aunque Scaggs no utilizaba el látigo con los marineros perezosos insubordinados, era implacable a la hora de forzar a sus hombres a realizar travesías en tiempo récord entre Inglaterra y Australia. Los agresivos métodos de Scaggs obtenían resultados, pues en su tercer viaje de regreso a la metrópoli, el Gladiator consiguió un récord de sesenta y tres días que aún sigue imbatido.
Scaggs compitió con los legendarios capitanes de clíper de su época -John Kendricks, que comandaba el Hércules, y Wilson Asher, al mando del renombrado Júpiter-, y nunca perdió. Capitanes rivales que zarpaban de Londres a las pocas horas de hacerlo el Gladiator, invariablemente encontraban la nave cómodamente fondeada en su amarradero cuando llegaban a la bahía de Sydney.
Las rápidas travesías eran una bendición para los prisioneros, para quienes aquellos viajes significaban una pesadilla de penurias sin cuento. Muchos de los buques mercantes más lentos tardaban hasta tres meses y medio en la travesía.
Encerrados bajo cubierta, los convictos recibían el mismo trato que el ganado. Algunos eran criminales peligrosos; otros, disidentes políticos, y muchos, demasiados, pobres diablos que habían sido encarcelados por robar ropa o comida. Los hombres eran enviados a la colonia penal por cualquier delito, desde el peor asesinato hasta la más leve ratería, mientras las mujeres, separadas de los varones por un grueso mamparo, sufrían condena principalmente por pequeños hurtos. Las comodidades para uno y otro sexo eran escasas. Dormían en literas estrechas de madera, disponían de escasas condiciones higiénicas y su comida durante los meses de travesía era de bajo valor nutritivo. Los únicos lujos eran raciones de agua, vinagre y jugo de lima para combatir el escorbuto, y un cuarto de litro de vino de oporto para subirles la moral durante la noche. Los vigilaba un pequeño destacamento de diez hombres del regimiento de infantería de Nueva Gales del Sur, bajo el mando del teniente Silas Sheppard.
La ventilación era casi inexistente; el único aire procedía de escotillas con rejilla que permanecían cerradas mediante fuertes cerrojos. Una vez en el trópico, la atmósfera se volvía asfixiante en los ardorosos días de inclemente sol. Pero los sufrimientos de los forzados pasajeros eran aún mayores durante el tiempo frío y húmedo, pues entonces se veían permanentemente sacudidos por las embravecidas olas que batían contra el casco y vivían en una casi permanente oscuridad.
Los buques prisión estaban obligados a llevar un médico a bordo, y el Gladiator no era una excepción. El cirujano superintendente Otis Gorman se ocupaba de la salud de los prisioneros, y siempre que el tiempo lo permitía ordenaba que subieran a cubierta en pequeños grupos para airearse y hacer ejercicio. Era un orgullo para los médicos jactarse, cuando al fin tocaban puerto en Sydney, de no haber perdido ni un solo prisionero. Gorman era un hombre compasivo, y se ocupaba de los hombres a su cuidado, sangrándolos cuando era necesario, sajando abscesos, tratando laceraciones y ampollas, administrando purgas y ocupándose también de que los retretes, las ropas y los orinales fueran limpiados con cloruro de cal. Rara vez dejaban los convictos a su cargo de dirigirle una carta de agradecimiento cuando llegaban a puerto.
Bully Scaggs solía hacer caso omiso de los infortunados pasajeros que se apiñaban bajo cubierta. Batir marcas era su obsesión. Su férrea disciplina y gran tenacidad le habían reportado generosos bonos pagados por los felices navieros, al tiempo que él y su barco se inmortalizaban en la leyenda viva de los clípers.
En la que sería su última travesía, Scaggs, que olfateaba un nuevo récord, se mostró inflexible. Habiendo zarpado de Londres hacia Sidney cincuenta y dos días atrás con un cargamento de mercancías y con ciento noventa y dos convictos, veinticuatro de ellos mujeres, llevó al Gladiator hasta sus límites absolutos, sin arriar velas ni en los momentos de mayor viento. Su perseverancia fue recompensada, pues, increíblemente, logró recorrer cuatrocientas treinta y nueve millas en veinticuatro horas.
Y entonces a Scaggs se le acabó la suerte. El desastre se cernía sobre el horizonte de popa.
Al día siguiente de que el Gladiator cruzase el estrecho de Bass, entre Tasmania y el extremo meridional de Australia, el cielo nocturno se pobló de amenazadoras nubes negras al tiempo que las estrellas quedaban oscurecidas y el mar se encrespaba. Sin que Scaggs lo supiera, un fortísimo tifón avanzaba hacia su barco desde el sureste, allende el mar de Tasmania. Pese a su agilidad y fortaleza, los clípers se hallaban indefensos frente a las iras del Pacífico.
La tempestad fue la más violenta y devastadora que recordaban los isleños del mar del Sur. La velocidad del viento crecía de hora en hora. El mar se pobló de enormes montañas de agua que, surgiendo de las tinieblas, embestían contra el casco del Gladiator. Tardíamente, Scaggs dio orden de arrizar velas. Una fortísima racha desgarró la lona y la hizo jirones, después de haber partido los mástiles como si de palillos se tratara. Obenques y vergas cayeron sobre cubierta. Luego, para hacer desaparecer las huellas del desastre, las agitadas aguas barrieron la cubierta, llevándose con ellas los mástiles partidos. Una inmensa ola de diez metros golpeó la popa y envolvió el barco, destrozando la cabina del capitán y el timón. De la cubierta desaparecieron los botes, la camareta alta y la galera. Las escotillas cedieron, y el agua anegó sin obstáculos el interior de la nave. En un instante la enorme ola convirtió el elegante clíper en un indefenso deshecho zarandeado como un pedazo de madera que el mar agitado hacía ingobernable. Incapaces de combatir la tempestad, los desdichados miembros de la dotación y los convictos contemplaron cómo la muerte aproximaba a ellos sus fauces, mientras, presas del terror, aguardaban a que el barco se hundiese en las profundidades del inquieto mar.
Dos semanas después de la fecha en que el Gladiator debía llegar a su destino, se enviaron barcos a las rutas por las que los clípers cruzaban el estrecho de Bass y el mar de Tasmania, pero no encontraron nada: ni supervivientes, ni cadáveres, ni restos del navío. Los navieros dieron el barco por perdido, la compañía aseguradora pagó, los parientes de los tripulantes y los convictos lloraron sus pérdidas y el recuerdo del barco no tardó en ser borrado por el tiempo.
Aunque ciertos barcos tenían fama de ataúdes o infiernos flotantes, los capitanes que habían competido con Scaggs y el Gladiator se limitaron a mover tristemente la cabeza y a atribuir la pérdida del grácil clíper a su ligereza y al agresivo modo con que Scaggs lo capitaneó. Dos hombres que en otro tiempo habían navegado en él aventuraron la suposición de que la nave recibió el embate simultáneo de una fuerte racha de viento y una enorme ola. La fuerza combinada de ambos fenómenos habría hundido la quilla bajo el agua, con lo que el barco se habría precipitado al fondo del mar.
En la sala de siniestros de la Lloyd's de Londres, la famosa compañía de seguros navales, la pérdida del Gladiator fue debidamente anotada, entre el hundimiento de un remolcador norteamericano y la encalladura de un pesquero noruego.
Tendrían que pasar casi tres años para que se aclarase la misteriosa desaparición.
Increíblemente, aunque el mundo marinero lo ignoraba, el Gladiator continuaba a flote después de que el terrible tifón siguió su camino hacia el oeste. De un modo u otro, el maltrecho clíper había sobrevivido. Pero el agua entraba con velocidad alarmante por entre las maderas levantadas del casco. Al mediodía siguiente, ya había casi dos metros de agua en la bodega y las bombas de achique estaban librando una batalla perdida.
El duro temple del capitán Bully Scaggs en ningún momento flaqueó. Los tripulantes juraron posteriormente que el capitán mantuvo a flote el barco a fuerza de tenacidad. Dio las órdenes pertinentes con firmeza y calma. Utilizó a los presos que no habían quedado maltrechos a causa de los salvajes zarándeos de la nave para manejar las bombas, mientras la tripulación se concentraba en reparar el casco dañado.
El resto del día y la noche se invirtió en intentar aligerar el barco, arrojando por la borda la carga y todo cuanto no fuera absolutamente indispensable. No sirvió de nada. Se perdió tiempo y se consiguió muy poco. A la mañana siguiente, el agua había subido un metro más.
A media tarde, el exhausto Scaggs se dio por vencido. El Gladiator no podía ser salvado ni por él ni por nadie. Y sin botes salvavidas sólo una medida desesperada podía salvar a los que todavía seguían a bordo. Ordenó al teniente Sheppard que soltara a los prisioneros y los hiciera formar sobre el puente, bajo la estricta vigilancia de un destacamento de soldados armados. Sólo quienes manejaban las bombas y los tripulantes ocupados en remendar el casco siguieron en su trabajo.
Bully Scaggs no necesitaba látigo ni pistola para tener un dominio total sobre su barco. Era un hombre gigantesco, con el físico de un picapedrero. Medía un metro noventa, tenía ojos gris oliva y su rostro curtido por el mar y el sol estaba enmarcado por una gran mata de pelo, negro como las alas de un cuervo, y una magnífica barba rizada. Su voz, grave y vibrante, realzaba su impresionante presencia. A sus fornidos treinta y nueve años, estaba en lo mejor de la vida.
Miró a los presidiarios y quedó impresionado por las heridas, las magulladuras, las dislocaduras y las cabezas envueltas en vendajes empapados en sangre. El miedo y la consternación se reflejaban en todos los rostros. Jamás se había encontrado ante un grupo de hombres y mujeres de aspecto tan horrible. Todos eran más bien bajos, debido sin duda a la deficiente dieta, y de complexiones enjutas y teces pálidas. Descreídos y sin el temor de Dios en el cuerpo, eran la escoria de la sociedad británica. No tenían expectativas ni de volver a ver su patria, ni de vivir una vida fructífera.
Cuando esos pobres desgraciados vieron los terribles daños de la cubierta, los mástiles rotos, las batayolas destrozadas, y advirtieron que no había botes salvavidas, la desesperación se apoderó de ellos. Las mujeres se echaron a gritar presas del terror. Todas, menos una, que se destacaba del resto.
Scaggs se fijó en la convicta, que era casi tan alta como la mayor parte de los hombres. Las piernas que asomaban bajo la falda eran largas y finas. Su cintura era estrecha, y su busto amplio. Vestía ropas limpias y de buena calidad y, a diferencia de sus desgreñadas compañeras, su cabello, que le llegaba a la cintura, era rubio y lustroso. Permanecía altivamente erguida, encubriendo su temor con una máscara de desafío. Sus ojos, azules como un lago alpino, sostuvieron la mirada de los de Scaggs.
Era la primera vez que el capitán se fijaba en ella y, ociosamente, el hombre se preguntó por qué no había sido más observador. Concentrándose de nuevo en el grave atolladero en que se encontraban, se dirigió a los convictos.
-Nuestra situación no es prometedora -comenzó-. Con toda honestidad, debo deciros que el barco está condenado, y como la tempestad nos ha dejado sin botes salvavidas, no podemos abandonarlo.
Sus palabras suscitaron distintas reacciones. Los soldados de infantería mandados por el teniente Sheppard permanecieron silenciosos e inmóviles, mientras varios de los convictos comenzaron a gemir y a lamentarse. Esperando que el barco se hiciera pedazos en cualquier momento, varios de los presos cayeron de rodillas y suplicaron al cielo que los salvase.
Haciendo oídos sordos a las lamentaciones, Scaggs continuó hablando:
-Con la ayuda de Dios, intentaré salvar hasta la última alma de este barco. Me propongo construir una balsa lo suficientemente grande para llevar a todos los que estamos a bordo hasta que otro barco nos salve, o lleguemos a las costas de Australia. Cargaremos agua y comida para veinte días.
-Sí no le importa satisfacer mi curiosidad, capitán, ¿cuánto tiempo cree que tardarán en rescatarnos?
La pregunta la formuló un hombre de desdeñosa expresión que le sacaba la cabeza al resto de sus compañeros. A diferencia de los otros, iba impecablemente vestido a la última moda y llevaba el cabello cuidadosamente repeinado.
Antes de responder, Scaggs se volvió hacia el teniente Sheppard.
-¿Quién es el dandy?
Acercándose al capitán, Sheppard respondió:
-Se llama Jess Dorsett.
Scaggs alzó las cejas.
-¿Jess Dorsett el salteador de caminos?
El teniente asintió.
-El mismo. Se hizo con una fortuna antes de que los hombres de la reina lo atrapasen. Es el único de toda esta chusma que sabe leer y escribir.
Scaggs comprendió inmediatamente que el salteador podía resultar útil si la situación en la balsa se volvía amenazadora. Era muy probable que se produjese un motín.
-Les estoy brindando la posibilidad de sobrevivir, señor Dorsett. Es lo único que puedo ofrecerles.
-¿Y qué espera de mí y de mis degenerados amigos?
-Espero que todo hombre que esté en condiciones de trabajar, ayude a construir la balsa. Los que se nieguen a hacerlo, serán abandonados en el barco.
Dirigiéndose al grupo de convictos, Dorsett gritó:
-¿Los oís, muchachos? O trabajáis, o morís. -Volviéndose de nuevo hacia Scaggs, dijo-: No somos marineros. Tendrá que decirnos lo que debemos hacer.
Scaggs señaló con un gesto a su primer oficial.
-Le he encargado al señor Ramsey que diseñe la balsa. Los hombres de mi tripulación que no estén ocupados en mantenernos a flote formarán el equipo que dirigirá la construcción.
Con su metro noventa y cinco, Jess Dorsett parecía un gigante entre los demás presos. Bajo la costosa chaqueta de terciopelo, los hombros eran anchos y poderosos. Su rojizo cabello largo le caía sobre el cuello de la prenda. Tenía la nariz aguileña, los pómulos prominentes y el mentón firme, y pese a los dos meses de penurias en la bodega del barco, parecía recién salido del más elegante salón londinense.
Antes de separarse, Dorsett y Scaggs intercambiaron una breve mirada. El primer oficial Ramsey advirtió la tensión. El tigre y el león, se dijo, pensativo, preguntándose cuál de los dos seguiría en pie cuando terminase su calvario.
Afortunadamente, pues la balsa debía ser construida sobre el agua, el mar había quedado en calma. El primer paso de la construcción fue arrojar los materiales por la borda. La armazón principal se hizo con los restos de los mástiles unidos con fuertes sogas. Vaciaron los toneles de vino y los barriles de harina destinados a las tabernas y tiendas de Sidney y los ataron a los maderos para aumentar la flotabilidad. Después clavaron tablas gruesas en la parte superior para formar una cubierta, que luego rodearon con una barandilla que llegaba a la cintura. A proa y popa se dispusieron sendos mástiles, con sus correspondientes velas y cordajes. Una vez lista, la balsa medía veinticinco metros de largo por doce y medio de ancho, y aunque parecía muy grande, cuando las provisiones estuvieron acomodadas a bordo, quedó poco espacio para los ciento noventa y dos presos, los once soldados y la tripulación del barco, que constaba de veintiocho hombres, incluido Scaggs. En total, doscientas treinta y una personas. En lo que hacía las veces de popa, se instaló un rudimentario timón unido a una improvisada caña.
También colocaron a bordo, entre los mástiles, barriles de madera llenos de agua, de jugo de lima, de carne de res y cerdo en salmuera y varias ollas de arroz y guisantes cocidos en la cocina del barco, y los taparon con una enorme lona que cubría dos tercios de la balsa, formando un toldo como protección contra los ardientes rayos del sol.
Al zarpar se vieron bendecidos por un cielo despejado y un mar tranquilo como una balsa de aceite. Los soldados desembarcaron primero, con sus mosquetes y sables. Luego los convictos, más que satisfechos de abandonar el barco, que ya estaba alarmantemente hundido por la parte de proa. La escala del barco no era adecuada para tantos hombres, así que la mayor parte de ellos se descolgaron con cuerdas por los costados. Varios se lanzaron o cayeron al agua, y los soldados lograron rescatarlos. Sorprendentemente, el éxodo se llevó a cabo sin incidentes. En dos horas, los doscientos tres hombres se hallaban en los lugares de la balsa que les había asignado Scaggs.
Luego le llegó el turno a la tripulación. El capitán fue el último en abandonar la ya muy inclinada cubierta. Lanzó al primer oficial Ramsey una caja con dos pistolas, el cuaderno de bitácora, un cronómetro, una brújula y un sextante. Antes de abandonar el Gladiator, el capitán había tomado la posición del barco, pero no dijo a nadie, ni siquiera a Ramsey, que la tormenta había desviado el Gladiator de las rutas marítimas habituales. Se encontraban a la deriva en una zona muerta del mar de Tasmania, a quinientos kilómetros del litoral australiano más próximo y, aún peor, la corriente los arrastraba hacia la nada, hacia lugares por los que la navegación era prácticamente nula. Tras consultar los mapas, el capitán llegó a la conclusión de que la única esperanza radicaba en aprovechar las corrientes y vientos adversos para tomar rumbo a Nueva Zelanda.
Una vez se hallaron todos en la atestada cubierta, advirtieron con gran desmayo que sólo había espacio para que cuarenta de las personas a bordo permanecieran tumbadas al mismo tiempo. Para los marineros resultó evidente que sus vidas corrían grave riesgo: la cubierta de tablas de la balsa se encontraba sólo diez centímetros por encima de la superficie del agua. Si encontraban mar arbolado, la balsa se hundiría con sus infortunados pasajeros.
Scaggs colgó la brújula en el mástil más próximo al timón.
-Zarpemos, señor Ramsey. Rumbo ciento quince grados este-sureste.
-Sí, capitán. Veo que no nos dirigimos a Australia.
-Nuestra única esperanza está en la costa occidental de Nueva Zelanda.
-¿A qué distancia calcula que estamos de ella?
-A mil kilómetros. -Scaggs lo dijo como si estuvieran a poca distancia de una soleada playa.
Ramsey frunció el entrecejo y miró la atestada balsa. Reparó en unos convictos que formaban grupo y hablaban en susurros. Al fin, con resignada voz, comentó:
-No creo que, rodeados por toda esta chusma, nosotros, los temerosos de Dios, tengamos posibilidad de salvación.
El mar permaneció en calma durante los cinco días siguientes. Los pasajeros de la balsa se acostumbraron al rígido y disciplinado racionamiento. El sol caía, inclemente, sobre la balsa, convirtiéndola en un infierno. Todos tenían ganas de arrojarse al agua y refrescarse, pero los tiburones ya se habían congregado alrededor de ellos, en espera de una comida fácil. Los marineros arrojaban cubos de agua salada sobre la lona, pero con ello sólo conseguían aumentar la humedad que padecían los que se hallaban debajo.
En la balsa el desaliento se convirtió en amenazas de traición. Tras pasar dos meses de confinamiento en la panza del Gladiator, los hombres se sentían inseguros al verse rodeados por la nada. Los convictos murmuraban y miraban con ojos feroces a los marineros y los soldados, lo que no pasó inadvertido a Scaggs, que ordenó al teniente Sheppard que sus hombres mantuvieran en todo momento los mosquetes cargados y listos.
Jess Dorsett no perdía de vista a la mujer de cabellos dorados, que permanecía sentada a solas junto al mástil delantero, ajena a cuanto la rodeaba. No parecía afectarla ni el miedo ni las penalidades, y no prestaba atención a sus compañeras reclusas, con quienes apenas conversaba. Dorsett estaba convencido de que se trataba de una mujer muy peculiar.
Se abrió paso hacia ella por entre la masa de cuerpos que llenaba la balsa, hasta que fue detenido por la severa mirada de uno de los soldados, que lo obligó a retroceder con un movimiento del mosquete. Dorsett, hombre paciente, aguardó a que cambiaran la guardia. El sustituto no tardó en distraerse mirando a las mujeres que enseguida coquetearon con él. Dorsett aprovechó la distracción para avanzar hasta encontrarse en la línea imaginaria que separaba la parte de las mujeres de la de los varones. La rubia no se fijó en él, pues tenía la mirada de sus azules ojos perdida en la distancia, en algo que sólo ella veía.
-¿Intentando ver Inglaterra? -preguntó sonriendo.
Ella se volvió y lo miró como intentando discernir si se merecía o no una respuesta.
-Pensaba en una aldea de Cornualles.
-¿Fuiste arrestada allí?
-No, me arrestaron en Falmouth.
-¿Qué hiciste? ¿Intentaste asesinar a la reina Victoria?
La mujer se echó a reír y sus ojos relucieron.
-Robé una manta.
-Debías de tener mucho frío.
Ella se puso seria.
-Era para mi padre. Estaba muriéndose de una neumonía.
-Lo siento.
-Tú eres el salteador de caminos.
-Lo era hasta que mi caballo se rompió una pata y los hombres de la reina me atraparon.
-Te llamas Jess Dorsett, ¿verdad?
A él le satisfizo que ella conociese su identidad, y se preguntó si la mujer había hecho indagaciones sobre él.
-¿Y tú quién eres?
-Betsy Fletcher.
Con una burlona reverencia Dorsett dijo:
-Considérame tu protector, Betsy.
Vivazmente, ella replicó:
-No necesito la ayuda de un salteador, por muy peripuesto que vaya. Sé arreglármelas sola.
Él señaló la horda apiñada sobre la balsa.
-Antes de que volvamos a pisar tierra firme, pueden venirte bien un par de manos fuertes.
-¿Por qué voy a confiar en alguien que nunca se ensució las manos?
Dorsett la miró a los ojos con taladrante fijeza.
-Puede que, a lo largo de mi vida, haya atracado alguna que otra diligencia, pero... De entre todos los hombres que hay aquí, sólo puedes confiar en el bueno del capitán Scaggs y en mí. Somos los únicos incapaces de aprovecharnos de una mujer.
Betsy Fletcher se volvió para señalar unas amenazadoras nubes que se acercaban a ellos empujadas por una brisa suave.
-¿Y cómo piensas protegerme de eso, Dorsett?
-Se nos viene encima, capitán -dijo Ramsey-. Más vale que arriemos velas.
Scaggs asintió torvamente.
-Saque del tonel de cordajes pedazos de cuerda cortos y hágalos circular. Dígale a esos pobres diablos que se amarren a la balsa para resistir la turbulencia.
El mar se onduló súbitamente y la balsa se vio sometida al embate de las olas, que pasaban por encima de los pasajeros, mientras éstos se agarraban con todas sus fuerzas a los trozos de cuerda; los más avispados se ataron a las tablas. La tormenta no fue ni la mitad de fuerte que el tifón que acabó con el Gladiator, pero no tardó en resultar difícil discernir dónde terminaba la balsa y empezaba el mar. Las olas se hicieron más y más altas y sus crestas se vieron salpicadas de espuma. Algunos intentaron ponerse en pie para mantener las cabezas fuera del agua, pero la balsa estaba siendo salvajemente zarandeada, y enseguida volvieron a caer sobre las tablas.
Dorsett utilizó su propia cuerda y la de Betsy para atar a ésta al mástil. Luego él se sujetó con el cordaje de la vela y utilizó su cuerpo para proteger a la mujer de la fuerza de las olas. Como para añadir escarnio a la burla, la lluvia caía sobre ellos como si fueran piedras arrojadas por diablos. El revuelto mar los atacaba por todas partes.
Lo único que se oía sobre el estruendo de la furiosa tormenta eran las vehementes maldiciones de Scaggs, que ordenaba a gritos a sus hombres que amarraran con más cuerdas las provisiones. Los marineros se esforzaron en atar las cajas y toneles, pero en ese instante una inmensa ola se alzó sobre las aguas y rompió contra la balsa, lanzándola varios metros por debajo de la superficie. Por unos minutos, todos los ocupantes de la patética balsa pensaron que estaban a punto de morir.
Scaggs contuvo el aliento, cerró los ojos y maldijo interiormente. El agua se cerró en torno a él con asfixiante fuerza, y durante lo que a todos les pareció una eternidad, la balsa ascendió por entre las espumeantes aguas y al fin volvió a salir a flote. Los que no habían sido engullidos por el mar inhalaron profundamente y expulsaron entre toses el agua que habían tragado.
El capitán echó un vistazo a la balsa y se sintió presa del pánico. El gran montón de provisiones se había esfumado como si jamás hubiese existido. Y, lo que resultaba aún más horrendo, la masa de cajas y toneles, al desplazarse, había abierto una enorme brecha en la masa de convictos, lanzándolos fuera de la balsa con la fuerza de un alud. Los patéticos gritos de los infortunados quedaron sin respuesta, pues el salvaje mar imposibilitaba cualquier intento de rescatarlos, por lo que los más afortunados sólo pudieron lamentar el terrible fin de los que habían sido sus compañeros.
Durante toda la noche, la balsa y sus pasajeros soportaron la tormenta y los inclementes golpes de las olas, que batían constantemente sobre ellos. A la mañana siguiente, el mar amaneció en calma y el viento se redujo a una suave brisa. No obstante, todos permanecieron vigilantes, pues aún quedaban olas aisladas capaces de arrebatar de la balsa a sus maltrechos ocupantes.
Al fin a Scaggs le fue posible ponerse en pie y hacer recuento de los daños. Descubrió con horror que no se había salvado de la violencia del mar ni un solo tonel de comida ni agua. De las velas sólo quedaban unos cuantos jirones de lona. Ordenó a Ramsey y Sheppard que hicieran recuento de los desaparecidos. El número ascendía a veintisiete.
Contemplando a los que habían sobrevivido, Sheppard movió tristemente la cabeza.
-Pobres diablos. Parecen ratas ahogadas -dijo.
-Haga que la tripulación extienda los restos de las velas y recoja con ellos la mayor cantidad de agua de lluvia posible -ordenó Scaggs a Ramsey.
-No nos quedan envases en los que meterla -dijo lúgubremente Ramsey-. ¿Y qué vamos a utilizar como velas?
-Una vez hayan bebido todos, repararemos como podamos las lonas y continuaremos rumbo este-sureste.
Cuando la balsa volvió a la vida, Dorsett se libró de los cordajes que lo ataban y tomó a Betsy por los hombros.
-¿Estás bien? -inquirió preocupado.
Ella lo miró a través de los mechones de cabello que tenía pegados a la cara.
-No me encuentro en las mejores condiciones para asistir a un baile de la realeza, pero aun estando empapada, me alegro de seguir viva.
-Ha sido una mala noche. Y me temo que no será la última -contestó ceñudo Dorsett.
Mientras la consolaba, el sol regresó, y lo hizo con saña. Sin el toldo, que había sido arrastrado por la fuerza del viento y las aguas, no existía modo de protegerse del calor. No tardaron en presentarse los tormentos de la sed y el hambre. Devoraron hasta la última brizna de comida que quedaba entre las tablas y consumieron toda el agua de lluvia que habían podido recoger con los restos de las desgarradas velas.
Cuando izaron de nuevo los trozos raídos de tela, las improvisadas velas no tuvieron casi efecto y en nada contribuyeron a mover la balsa. Si el viento soplaba de popa, la embarcación era manejable, pero todo intento de virar hacía que la balsa quedase atravesada y con el mástil contra el viento, fuera de todo control. La imposibilidad de controlar la dirección de la nave no era más que una entre las múltiples frustraciones de Scaggs. Había salvado sus preciosos instrumentos de navegación, apretando contra su cuerpo la caja que los contenía durante la parte más violenta del tifón, e hizo una medición para averiguar dónde estaban.
-¿Nos hemos acercado a tierra, capitán? -preguntó Ramsey.
-Me temo que no -replicó Scaggs gravemente-. La tempestad nos ha empujado hacia el noroeste, y ahora estamos más lejos de Nueva Zelanda que hace dos días a esta misma hora.
-Sin agua potable y en mitad del verano del hemisferio sur, no duraremos mucho.
Scaggs señaló hacia un par de aletas dorsales que cortaban el agua a unos veinte metros de la balsa.
-Si no avistamos un barco antes de cuatro días, mucho me temo, señor Ramsey, que los tiburones van a darse el banquete de sus vidas.
Los tiburones no tuvieron que esperar mucho. Al segundo día después de la tormenta, los cuerpos de los que sucumbieron a causa de las lesiones causadas por la furia del mar, fueron arrojados por la borda y desaparecieron inmediatamente en un remolino de espuma ensangrentada. Un monstruo parecía particularmente feroz. Scaggs lo identificó como un gigante blanco, considerado la más terrible máquina de matar de los mares. Calculó que debía de medir siete u ocho metros.
Los horrores no habían hecho más que comenzar. Dorsett fue el primero que tuvo un atisbo de las atrocidades que sus desgraciados compañeros se infligirían unos a otros.
-Algo traman -dijo el hombre a Betsy-. No me gusta como miran a las mujeres.
-¿De quiénes hablas? -preguntó ella, que tenía los labios resecos. Se había cubierto el rostro con un fular raído, pero sus brazos desnudos y las piernas, protegidas sólo por la ligera falda, estaban ya quemados y llenos de ampollas a causa del sol.
-A ese inmundo grupo de contrabandistas que hay a popa, dirigido por Jake Huggins, el asesino gales capaz de degollar a cualquiera sin pestañear. Apuesto a que planean un motín.
Betsy miró inexpresivamente los cuerpos que llenaban la balsa.
-¿Por qué iban a querer hacerse con el mando de esto?
-Me propongo averiguarlo -dijo Dorsett, y avanzó por entre los convictos semiderrumbados sobre las húmedas maderas, ajenos a todo menos a su ardiente sed. Se movía con dificultad, porque tenía las articulaciones rígidas a causa de la falta de ejercicio; pues el único que había hecho en dos días era el de aferrarse a los cordajes. Fue uno de los pocos que se atrevieron a acercarse a los conspiradores, y para hacerlo tuvo que pasar por entre los sicarios de Huggins. Los hombres le hicieron caso omiso, pues se hallaban murmurando y dirigiendo hostiles miradas a Sheppard y a sus soldados.
-¿Qué te trae por aquí, Dorsett? -gruñó Huggins.
El contrabandista era bajo y fornido. Tenía un pecho enorme, largo y ralo cabello rubio rojizo, nariz grande y achatada y una boca inmensa, de renegrida dentadura a la que le faltaban varias piezas. Todo ello le confería una maligna expresión.
-Se me ocurrió que tal vez os viniera bien mi ayuda para apoderaros de la balsa.
-Quieres tu parte del botín para vivir un poco más, ¿a que sí?
-No veo ningún botín que nos sirva para prolongar nuestros sufrimientos -dijo Dorsett indiferente.
Huggins se echó a reír, mostrando sus dientes ennegrecidos.
-Me refiero a las mujeres, estúpido.
-¿Nos estamos muriendo de hambre y calor y tú piensas en el sexo?
-Me extraña tanta idiotez en un famoso salteador de caminos -dijo Huggins exasperado-. No queremos tirarnos a esas monadas, sino hacerlas cachitos y comernos sus blandas carnes. Podemos reservar a Bully Scaggs y a sus marineros y soldados para cuando estemos más hambrientos.
Al principio Dorsett pensó que Huggins estaba haciendo una broma de pésimo gusto, pero la maldad que brillaba en sus ojos y la brutal sonrisa de sus labios le confirmaron que no era así. La idea era tan repulsiva que llenó a Dorsett de horror, pero era un consumado actor, así que se encogió de hombros con indiferencia.
-¿Por qué tienes tanta prisa? Tal vez mañana a estas horas ya nos hayan rescatado.
-No esperes ver pronto ni un barco ni una isla en el horizonte. -El horrible rostro de Huggins se contorsionó en una mueca de depravación-. ¿Estás con nosotros, salteador?
-No pierdo nada apuntándome a tu fiesta, Jake -dijo Dorsett con una sonrisa crispada-. Pero la rubia alta es mía. Con las otras, haced lo que os plazca.
-Ya veo que te gusta, pero mis muchachos y yo lo compartimos todo. Tú puedes ser el primero, pero después nos la repartiremos.
-De acuerdo -dijo Dorsett secamente-. ¿Cuándo daremos el golpe?
-Una hora después del anochecer. Cuando haga una seña, atacaremos a los soldados y nos apoderaremos de los mosquetes. Una vez estemos armados, Scaggs y su tripulación no serán problema.
-Como yo ya me he situado junto al mástil de popa, me ocuparé del soldado que vigila a las mujeres.
-Veo que quieres encabezar la cola de la cena, ¿no?
-Sólo con oírtelo decir, ya me entra hambre -replicó Dorsett con sarcasmo.
Dorsett regresó junto a Betsy, pero nada le dijo sobre la monstruosidad que tramaban los convictos. Sabía que Huggins y sus hombres estaban pendientes de él para cerciorarse de que no alertaba furtivamente a los tripulantes del Gladiator ni a los soldados. Su única oportunidad se la darían las sombras, y entonces debía actuar antes de que Huggins hiciera la señal que daría comienzo al horror. Permaneció tumbado tan cerca de Betsy como el centinela le permitía, y pasó el resto de la tarde simulando dormitar. En cuanto la oscuridad cubrió el mar y aparecieron las estrellas, Dorsett se apartó de Betsy y, sigilosamente, se aproximó al primer oficial Ramsey.
-Ramsey -susurró-, no se mueva ni deje ver que le estoy hablando.
-¿Qué pasa? -replicó el oficial entre dientes-. ¿Qué quieres? -Escuche -dijo en voz baja Dorsett-. Antes de una hora, los reclusos, mandados por Jake Huggins, atacarán a los soldados. Si logran matarlos, utilizarán sus armas contra usted y su tripulación.
-¿Por qué voy a creer en la palabra de un delincuente común?
-Porque si no lo hace, todos ustedes morirán.
-Se lo comunicaré al capitán -dijo Ramsey de mala gana.
-No se le olvide decirle que fue Jess Dorsett quien los previno.
Dicho esto, volvió junto a Betsy, se quitó la bota izquierda, hizo girar la suela y sacó un pequeño cuchillo cuya hoja medía diez centímetros. Luego se sentó a esperar.
Un cuarto de luna comenzaba a alzarse sobre el horizonte, confiriendo a las desdichadas criaturas de la balsa un aspecto espectral. De pronto, varios hombres se pusieron en pie y avanzaron hacia la zona prohibida del centro.
-¡Matad a esos cerdos! -gritó Huggins, encabezando una acometida de cuerpos humanos contra los soldados. Enloquecidos por la sed, los prisioneros, dominados por el odio a la autoridad, se lanzaron hacia el centro de la balsa desde todos los costados.
Una andanada de fuego de mosquetes abrió brechas entre sus filas, y la inesperada resistencia los aturdió momentáneamente. Ramsey había pasado a Scaggs y Sheppard la señal de alarma dada por Dorsett. Los soldados, con los mosquetes cargados y las bayonetas caladas, cerraban filas con el capitán y sus hombres, que iban armados con los sables de los soldados, los martillos y las hachas del carpintero y con cualesquiera otros artilugios contundentes.
-¡No les deis tiempo a recargar, muchachos! -rugió Huggins-. ¡Adelante!
El enloquecido mar de amotinados volvió a atacar y fueron frenados por golpes de sable y bayoneta, sin embargo, nada logró disminuir su furia. Se arrojaron contra el frío acero y algunos agarraron las afiladas hojas con las manos desnudas. Bajo la fantasmal luz lunar, hombres desesperados forcejeaban y se acuchillaban entre sí. Los soldados y marineros lucharon con furia, y la balsa se cubrió de hombres que intentaban matarse unos a otros. Los cadáveres se amontonaron bajo los pies de los combatientes y la sangre fluyó sobre las maderas de la cubierta, haciendo difícil mantenerse en pie e imposible levantarse tras una caída. Entre las sombras, haciendo caso omiso del hambre y la sed, los pasajeros de la balsa se batían salvajemente, matando y muriendo. Los únicos sonidos que se escuchaban eran los gritos de los heridos y los gemidos de los agonizantes.
Los tiburones, que intuyeron que se avecinaba un festín, nadaban cada vez más cerca de la balsa. La afilada aleta de Verdugo, el nombre que los marineros habían dado al gran tiburón blanco, surcaba las aguas a menos de dos metros de la embarcación. Ninguno de los desdichados que cayó al agua volvió a subir a bordo.
Con cinco heridas de sable en el cuerpo, Huggins avanzó tambaleante hacia Dorsett blandiendo una gran tabla.
-¡Cochino traidor! -le espetó.
Dorsett se echó hacia adelante con el cuchillo empuñado.
-Avanza otro paso y morirás -dijo fríamente.
Furioso, Huggins gritó:
-¡Eres tú quien servirá de cena a los tiburones, salteador! -Luego, bajando la cabeza, embistió, blandiendo la tabla ante sí como si fuera una guadaña.
En el momento en que Huggins cargó contra él, Dorsett se dejó caer de rodillas, frenándose con las manos. Incapaz de controlar su inercia, el furioso galés tropezó con él y se derrumbó pesadamente sobre la cubierta. Antes de que pudiera incorporarse, Dorsett saltó sobre él y lo degolló limpiamente, al tiempo que decía:
-Esta noche no vas a tener como cena a ninguna dama. -El cuerpo de Huggins se crispó unos momentos antes de quedar desmadejado por la muerte.
Dorsett mató a otros tres hombres esa malhadada noche, cuando fue atacado por unos cuantos seguidores de Huggins que pretendían llegar a las mujeres. Los hombres intentaban matarse luchando con uñas y dientes.
Betsy se puso junto a él y luchó a su lado, gritando y arañando a sus enemigos como una tigresa. La única herida que recibió Dorsett se la produjo un hombre que, tras un loco alarido, hundió ferozmente los dientes en su hombro. La encarnizada pelea se prolongó durante dos horas más. Scaggs y sus marinos y Sheppard y sus soldados lucharon desesperadamente, rechazando los ataques y contraatacando luego. Una y otra vez, las locas acometidas fueron frenadas por los defensores, cuyo número no dejaba de menguar. Sheppard cayó, estrangulado por dos convictos, Ramsey sufrió graves contusiones, y a Scaggs le rompieron dos costillas. Lamentablemente, durante la pelea los convictos lograron matar a dos de las mujeres, y sus cuerpos cayeron por la borda. Luego, al fin, cuando vieron sus filas terriblemente diezmadas por las bajas, los amotinados se retiraron al perímetro exterior de la balsa.
La luz del amanecer iluminó los cadáveres grotescamente caídos sobre cubierta, y la escena quedó dispuesta para el siguiente acto del macabro drama. Bajo la incrédula mirada de los marineros y soldados que habían sobrevivido, los convictos devoraron a sus antiguos camaradas. Fue una escena de pesadilla.
Ramsey hizo apresurado recuento de los que seguían con vida y advirtió sobrecogido que sólo setenta y ocho de los doscientos treinta y uno seguían con vida. En la absurda batalla habían perecido ciento nueve convictos y habían desaparecido, presumiblemente arrojados por la borda, cinco de los soldados de Sheppard. Entre desaparecidos y muertos, las bajas sufridas por los tripulantes del Gladiator ascendían a doce. Parecía imposible que tan pocos hubieran logrado someter a tantos, pero, a diferencia de los soldados de Sheppard, los convictos no estaban adiestrados para el combate, ni sus cuerpos se habían endurecido por el trabajo en el mar como el de los marineros de Scaggs.
Tras la pérdida de ciento veintiséis de sus pasajeros, la balsa estaba considerablemente menos hundida por el peso. Los restos de los cadáveres que no habían sido devorados por la chusma enloquecida por el hambre, fueron arrojados a los tiburones. Incapaz de contener a los panados, Scaggs ahogó su repulsión y miró hacia otro lado cuando sus tripulantes, enloquecidos también por las demandas de sus encogidos estómagos, comenzaron a cortar pedazos de carne de tres de los cadáveres.
Dorsett, Betsy y la mayoría de las mujeres, aunque debilitados por el constante tormento del hambre, no fueron capaces de rebajarse a comer carne humana. Por la tarde cayó un chaparrón que mitigó su sed, pero las punzadas del hambre eran incesantes.
Ramsey se acercó a Dorsett y le dijo:
-El capitán quiere hablar contigo.
El salteador acompañó al primer oficial hasta el mástil de popa, contra el que estaba recostado Scaggs. El cirujano superintendente Gorman estaba vendando las costillas del capitán con una desgarrada camisa. Antes de lanzar los muertos al agua, el médico del barco les había quitado las ropas para utilizarlas como vendas. Scaggs miró a Dorsett con el rostro crispado por el dolor.
-Quiero darle las gracias por su oportuno aviso, señor Dorsett. No exagero al afirmar que las personas decentes que conservan la vida en esta infernal balsa le deben a usted su supervivencia.
-Aunque no he llevado una vida muy decente, capitán, no me mezclo con la chusma.
-Cuando lleguemos a Nueva Gales del Sur, haré cuanto esté en mi mano por convencer al gobernador de que conmute su sentencia.
-Se lo agradezco, capitán. Estoy a sus órdenes.
Scaggs miró el pequeño cuchillo que llevaba Dorsett en su cinturón.
-¿Es su única arma?
-Sí, señor. Anoche me fue muy útil.
-Déle un sable a este hombre -ordenó Scaggs a Ramsey-. Aún no hemos terminado con esos perros.
-Tiene razón -dijo Dorsett-. Aunque, faltándoles Jake Huggins, no tendrán la misma furia, están enloquecidos por la sed y no cejarán en su empeño. Por la noche, volverán a intentarlo.
Sus palabras fueron proféticas. Los convictos, por razones que sólo resultaban comprensibles para hombres que se debatían en las garras del hambre y la sed, atacaron de nuevo dos horas después de la puesta del sol, sin embargo el ataque no fue tan fiero como el de la noche anterior. Espectrales sombras lucharon entre sí con palos, sables y cuchillos. Sobre cubierta se mezclaron los cadáveres de convictos, marinos y soldados.
La resolución de los amotinados estaba debilitada por otro día en la balsa sin comida ni bebida y, súbitamente, ante el contraataque de los marinos y soldados, su resistencia se mitigó y cejó. Los convictos, ya muy débiles, abandonaron el ataque y se retiraron, Scaggs y sus fieles tripulantes los atacaron por el centro, mientras Dorsett, junto a Sheppard y los pocos soldados que le quedaban lo hacían por un flanco. Al cabo de veinte minutos todo hubo concluido.
Esa noche hubo cincuenta y dos muertos. Al amanecer, de los sesenta y ocho supervivientes de la noche anterior, sólo quedaban veinticinco hombres y tres mujeres: dieciséis convictos, entre ellos Jess Dorsett, Betsy Fletcher y otras dos mujeres; dos soldados y diez tripulantes del Gladiator, incluido el capitán Scaggs. El cirujano superintendente Gorman resultó mortalmente herido y expiró esa misma tarde como un candil que se queda lentamente sin aceite. Dorsett había recibido una grave herida en el muslo derecho, y Scaggs, aparte de las costillas rotas, tenía fracturada la clavícula. Asombrosamente, Betsy sólo había sufrido pequeños cortes y magulladuras.
Los convictos, derrotados, se hallaban gravemente heridos. La loca batalla por la balsa del Gladiator había terminado.
Llegado el décimo día de su horrible calvario, otros seis hombres habían muerto. Dos muchachos, un grumete que no contaría más de doce años, y un soldado de dieciséis años optaron por suicidarse arrojándose por la borda. Los otros cuatro eran convictos que perecieron a causa de sus heridas. Era como si el cada vez menor número de supervivientes padeciera una terrible pesadilla compartida. Regresó el abrasador tormento del sol, acompañado por el delirio.
El duodécimo día sólo quedaban dieciocho supervivientes. Los que aún podían moverse iban vestidos con harapos y sufrían múltiples heridas del día de la matanza. Tenían los rostros desfigurados por el ardiente sol y las pieles cubiertas por sarpullidos y ampollas provocados por el constante roce contra las tablas y las inmersiones en agua salada. Estaban más allá del desánimo y sus ojos sin vida les hacían ver visiones. Dos marineros juraron haber visto el Gladiator, se lanzaron al agua y nadaron hacia el imaginario barco, pero sólo consiguieron ser devorados por los omnipresentes tiburones, entre los que seguía el inmenso Verdugo.
Las alucinaciones eran de todo tipo: desde mesas llenas de exquisitos manjares y bebidas, hasta populosas ciudades u hogares que no habían sido visitados desde la infancia. Scaggs creyó encontrarse sentado junto a su esposa e hijos frente a la chimenea de su casa, desde la que se dominaba la bahía de Aberdeen.
De pronto el capitán miró a Dorsett con extraños ojos y dijo:
-No tenemos nada que temer. He dado aviso al Almirantazgo y nos van a enviar un barco de rescate.
Presa de un estupor similar al de Scaggs, Betsy le preguntó:
-¿Qué paloma utilizó para enviar su mensaje, la negra o la gris?
Los resecos labios de Dorsett se curvaron en una dolorosa sonrisa. Sorprendentemente, el hombre había logrado mantener la cabeza clara, y ayudó a los escasos marineros que aún podían moverse a reparar los daños que había sufrido la balsa. Con unos jirones de lona que encontró, levantó un pequeño toldo sobre Scaggs, mientras Betsy, por su parte, atendía al capitán, cuidando solícitamente de sus heridas; de esta forma, con el paso de las horas, el capitán naval, el salteador de caminos y la ladrona fueron trabando amistad.
Scaggs, que había perdido los instrumentos de navegación durante las refriegas, no tenía idea de cuál era su posición. Ordenó a sus hombres que intentaran pescar algo utilizando cordel a modo de sedal y clavos como anzuelo, poniendo carne humana de cebo. Los peces menores hicieron caso omiso de la comida que se les ofrecía y, sorprendentemente, los tiburones tampoco se mostraron interesados.
Dorsett ató una cuerda a la empuñadura de un sable y lo clavó en el lomo de un gran tiburón que nadaba cerca de la balsa. Como no le quedaban fuerzas para dominar al monstruo de las profundidades, ató el extremo libre de la cuerda a un mástil y esperó a que el tiburón muriese, para poder subirlo a bordo, pero lo único que consiguió fue doblar el sable en un ángulo de noventa grados. Dos marineros ataron sus bayonetas al extremo de unos palos, para utilizarlos como lanzas, y atacaron a varios tiburones, pero éstos no parecieron nada molestos por las heridas.
Esa misma tarde, cuando ya habían renunciado a intentar conseguir comida, bajo la balsa cruzó un gran banco de mújoles. Los peces, de entre treinta y noventa centímetros, resultaron mucho más fáciles de alancear que los tiburones. Antes de que el banco pasara de largo, siete peces con forma de cigarro y colas bífidas se agitaban agónicamente sobre las tablas de la balsa.
-Dios no se ha olvidado de nosotros -murmuró Scaggs, contemplando los peces plateados-. El mújol es un pez de aguas poco profundas. Nunca lo he encontrado en alta mar.
-Es como si nos los hubiera enviado expresamente a nosotros -dijo Betsy, contemplando con ojos muy abiertos la que iba a ser su primera comida en casi dos semanas.
Tenían tanta hambre, y el número de peces era tan escaso, que además del pescado comieron carne de una mujer muerta hacía sólo una hora. Fue la primera vez que Scaggs, Dorsett y Betsy probaron la carne humana. Sin saber por qué, les pareció menos grave comer la carne de un semejante mezclada con la de un pez. Y, como el sabor quedaba parcialmente disimulado, también era menos repugnante.
No tardaron en recibir un nuevo regalo: un chaparrón que estuvo cayendo sobre ellos y les dejó una provisión de casi diez litros de agua.
Pese a haber repuesto fuerzas momentáneamente, la desolación seguía reflejándose en el rostro de los ocupantes de la balsa. Las heridas y contusiones, irritadas por el agua del mar, eran una constante tortura, y el sol, que continuaba abrasándolos, hacía que el aire fuera sofocante y el calor intolerable, por lo que las noches, con sus temperaturas más frescas, constituían un alivio. Pero varios de los pasajeros no pudieron tolerar un día más de agonía: cuatro convictos y el último soldado decidieron suicidarse tirándose al mar, donde no tardaron en perecer.
Llegado el decimoquinto día sólo quedaban con vida Scaggs, Dorsett, Betsy Fletcher, tres marineros y cuatro convictos, entre estos últimos, una mujer. Ya nada les importaba. La muerte parecía inevitable. Los mújoles habían desaparecido hacía ya tiempo, y aunque los muertos alimentaron a los vivos, la falta de agua y el tórrido calor hacían que la situación fuese imposible. En cuarenta y ocho horas no quedaría nadie con vida en la balsa.
Entonces ocurrió algo que les hizo olvidar los inenarrables horrores de las dos últimas semanas. De pronto en el cielo apareció un gran pájaro verde pardusco que voló en círculos sobre la balsa y al fin se posó en el peñol de mástil de proa. Las negras pupilas de los amarillentos ojos del ave contemplaron las patéticas figuras humanas vestidas con jirones de ropa y los cuerpos heridos por el combate y abrasados por el sol que descansaban en la débil embarcación. A todos se les ocurrió la misma idea: convertir el ave en comida.
-¿Cómo se llama ese pájaro tan extraño? -preguntó Betsy, cuya lengua hinchada hizo que su voz sonara como un susurro.
-Es un kea -murmuró Scaggs-. Uno de mis antiguos oficiales tenía uno.
-¿Vuelan sobre el océano como las gaviotas? -preguntó Dorsett.
-No, son una clase de papagayos que sólo se da en Nueva Zelanda y en las islas limítrofes. Y que yo sepa, no se adentran en alta mar, a no ser... -Scaggs hizo una pausa-. A no ser que se trate de otro regalo del Todopoderoso. -Se puso en pie trabajosamente y oteó el horizonte con su mirada vacía y, de pronto, exultante, gritó-: ¡Tierra! ¡Tierra hacia el oeste!
Sin que sus apáticos ocupantes se hubieran dado cuenta de ello, la marea había estado empujando la balsa hacia dos verdes promontorios que se alzaban sobre el mar a menos de quince kilómetros. Todos miraron hacia el oeste y distinguieron una gran isla delimitada por dos montañas de escasa altura, entre las que se veía un frondoso bosque. Por un largo momento todos guardaron silencio, temerosos de que las corrientes los desviaran de su salvación. Casi todos los maltrechos ocupantes de la balsa se pusieron de rodillas y pidieron al Altísimo que los hiciera llegar a la orilla sanos y salvos.
Al cabo de una hora, Scaggs dictaminó que, sin lugar a dudas, estaban cada vez más cerca de la isla.
-Las corrientes nos empujan hacia ella -anunció, exultante-. Es un milagro, un verdadero milagro. Ningún mapa de esta zona del mar señala la existencia de una isla.
-Debe de estar deshabitada -aventuró Dorsett.
Contemplando el exuberante verdor del bosque que separaba las dos montañas, Betsy murmuró:
-Es preciosa. Ojalá tenga lagunas de agua dulce.
La inesperada perspectiva de seguir vivos resucitó las pocas fuerzas que les quedaban y los animó a tomar iniciativas. El deseo de atrapar el papagayo y utilizarlo como cena se desvaneció inmediatamente, pues consideraron que el emplumado mensajero era un buen augurio. Scaggs y sus escasos marineros improvisaron una vela con el raído toldo, mientras Dorsett y los convictos restantes, después de arrancar algunas tablas, las usaron febrilmente como remos. Entonces, como dispuesto a guiarlos, el papagayo alzó el vuelo en dirección a la isla.
La masa de tierra se alzaba sobre el horizonte occidental y los atraía como un imán. Remaron con todas sus fuerzas, decididos a poner fin a sus sufrimientos, al tiempo que se levantó una brisa que los empujó con creciente rapidez hacia la salvación, fomentando de esta forma sus esperanzas de sobrevivir. Se terminó esperar resignadamente la muerte; se hallaban a menos de cinco kilómetros de tierra firme. Reuniendo sus últimas fuerzas, uno de los marineros trepó a lo alto del mástil y, haciendo visera con la mano, oteó el mar.
-¿Qué aspecto tiene la orilla? -preguntó Scaggs.
-Parece que vamos hacia un arrecife de coral que rodea una laguna.
Scaggs se volvió hacía Dorsett y Betsy Fletcher.
-Si no encontramos un canal por el que entrar, las olas nos destrozarán contra el arrecife.
Treinta minutos más tarde, el marinero del mástil gritó:
-A doscientos metros a estribor hay un pasaje que atraviesa el arrecife.
-¡Monten un timón! -ordenó Scaggs a sus marineros-. ¡Deprisa! -Luego, dirigiéndose a los convictos, añadió-: Los que aún se vean con fuerzas, cojan una tabla y remen, les va la vida en ello.
Las olas que rompían fuertemente contra el arrecife, levantando una abundante espuma, suponían un terrible riesgo. El agua se estrellaba contra las rocas con el estruendo de un cañón y en las zonas de menor calado, las olas se alzaban como montañas. Los ocupantes de la balsa pasaron de la desesperación al terror, pues todos se dieron cuenta de que probablemente la embarcación se estrellaría contra el arrecife impulsada por las fortísimas olas.
Scaggs sujetó el improvisado timón con todas sus fuerzas, y mientras sus marineros hacían girar la desgarrada vela, enfiló la balsa hacia el canal. Los convictos, que parecían espantapájaros mojados, remaban con muy escasa eficacia. Sus débiles esfuerzos apenas lograban impulsar la nave. Sólo cuando Scaggs les ordenó que remaran a la vez por el mismo lado, sus esfuerzos fueron útiles para la maniobra.
La balsa se vio de pronto envuelta por una enorme masa de agua que la impulsó hacia adelante con una sobrecogedora rapidez. Por un momento se alzó sobre la cresta de la ola, y un instante después se abalanzó hacia el seno de la montaña marina. Dos de los convictos fueron barridos de cubierta y no se los volvió a ver. La maltrecha balsa estaba haciéndose pedazos; las cuerdas, desgastadas por el mar, se habían deshilachado y estaban rompiéndose; la armazón hecha con restos de mástiles que sustentaba las tablas de cubierta se retorció y empezó a astillarse. La balsa crujió fuertemente con el embate de la siguiente ola. A Dorsett le pareció que el inamovible arrecife de coral estaba al alcance de la mano.
Y entonces se vieron arrastrados por entre los mellados bordes del arrecife. La balsa giró sin control, y se deshizo en fragmentos que saltaron por los aires como las chispas de una bengala.
Cruzada la barrera del arrecife, el mar estaba tan en calma como un lago, y el azul de sus aguas se convirtió en turquesa. Dorsett salió a la superficie entre toses, con un brazo en torno a la cintura de Betsy.
-¿Sabes nadar? -le preguntó a la mujer.
Ella negó violentamente con la cabeza y, tras escupir parte del agua que había tragado, dijo:
-En absoluto.
Dorsett nadó arrastrándola hacia uno de los mástiles de la balsa que flotaba a menos de cinco metros de distancia. No tardó en llegar a él, e hizo que Betsy rodeara con sus brazos la superficie curva. Él se agarró a la madera junto a Betsy, jadeante, con el corazón acelerado y el debilitado cuerpo exhausto tras los esfuerzos de la última hora. Tras recuperarse mínimamente, miró hacia los restos del naufragio e hizo recuento: Scaggs y dos de sus marinos seguían vivos y se encontraban a poca distancia, tratando de subir a una pequeña sección de la balsa que, milagrosamente, seguía intacta. Dorsett vio cómo arrancaban tablas del resto de la embarcación para utilizarlas como remos. También vio a tres de los convictos, dos hombres y una mujer, flotando en el agua, aferrados a fragmentos de la balsa del Gladiator.
Dorsett se volvió hacia la orilla. A menos de cuatrocientos metros los aguardaba una blanca y soleada playa. En ese momento oyó a Scaggs:
-Dorsett, aguanten. Los recogeremos a ustedes y a los demás, y luego iremos hacia la orilla -gritó.
Dorsett hizo un ademán de asentimiento y besó a Betsy en la frente.
-Aguanta un poco más. En media hora estaremos pisando tierra firme... -Se interrumpió, presa del pánico. Su alegría había durado poco.
La enorme aleta dorsal de un gran tiburón blanco nadaba en torno a los restos del naufragio, en busca de una nueva víctima. Verdugo los había seguido hasta la laguna.
«¡No es justo!», gritó en silencio Dorsett. Después de todo lo que habían sufrido, era monstruoso que la salvación se les escapase entre los dedos de esa forma. Mayor infortunio era inimaginable. Aterrado, sujetó con fuerza a Betsy cuando vio que la aleta del animal dejaba de describir círculos y enfilaba lentamente hacia ellos, deslizándose bajo la superficie del agua. Con el corazón en la boca, aguardó, indefenso, a que las fauces del tiburón se cerraran en torno a su cuerpo. Entonces, sin previo aviso, se produjo el segundo milagro.
Bruscamente, las mansas aguas de la laguna se convirtieron en un caldero en ebullición. Un enorme surtidor rompió la tranquila superficie del agua y tras él surgió el tiburón blanco, con una inmensa serpiente de mar enrollada alrededor de su cuerpo. El escualo se debatía y lanzaba feroces mordiscos al aire intentando inútilmente desasirse de su atacante.
Los supervivientes, aferrados a los restos del naufragio, contemplaron atónitos la lucha a muerte entre los dos monstruos de las profundidades marinas. Subido en lo que quedaba de la balsa, Scaggs fue un privilegiado espectador del combate. El cuerpo de la inmensa criatura similar a una anguila medía, desde la roma cabeza hasta la larga cola, unos dieciocho o veinte metros, y tenía el diámetro de un tonel de harina de los grandes. La gran boca se abría y cerraba espasmódicamente, revelando unos dientes cortos, afilados y punzantes. En la parte superior del cuerpo, la piel era lisa y de tono pardo oscuro, casi negro, mientras la panza era blanca como el marfil. Scaggs había escuchado muchas historias de barcos que habían avistado enormes serpientes marinas, pero siempre se había reído de ellas, pues las había considerado producto del ron ingerido por los marineros. Paralizado por el estupor, observó, prácticamente sin respirar, cómo el hasta entonces temido Verdugo se agitaba violentamente intentando soltarse de la serpiente.
El cuerpo compacto y cartilaginoso del tiburón impedía al animal revolverse y morder con sus fauces a la serpiente. Pese a su enorme fuerza y a sus frenéticas convulsiones, no logró zafarse de su mortal atacante. Girando a gran velocidad, el tiburón y la serpiente se agitaron bajo la superficie y reaparecieron en una violenta explosión que convirtió las aguas en un remolino de espuma blanca.
Entonces la serpiente mordió al escualo en los orificios branquiales; el tremendo combate se prolongó unos minutos más, pero al fin la resistencia del tiburón cedió hasta cesar por completo, y los dos monstruos se hundieron lentamente, perdiéndose de vista en la parte más profunda de la laguna. El cazador se había convertido en la presa de otro cazador.
Una vez concluida la épica batalla, Scaggs, sin más pérdida de tiempo, rescató a los convictos supervivientes, haciéndolos subir al trozo de balsa donde él estaba con los marinos. Estupefactos por lo que acababan de presenciar, al fin todos lograron desembarcar en la playa de arena blanca. De la pesadilla de su calvario pasaron a un jardín del Edén que aún no había sido hollado por los pies de los marinos europeos.
No tardaron en encontrar un arrojo de aguas puras y cristalinas que descendía de la montaña volcánica situada en el extremo meridional de la isla. En la zona de bosque crecían cinco clases distintas de frutas tropicales y había una laguna repleta de peces. Al final de tan desastrosa aventura, de los doscientos treinta y un pasajeros que ocuparon inicialmente la balsa del Gladiator, sólo ocho vivieron para contar los horrores padecidos a lo largo de quince días a la deriva en la agitada soledad del mar.
Al cabo de seis meses de la trágica pérdida del Gladiator, su recuerdo resucitó por breves días cuando un pescador que había sacado a tierra su pequeña embarcación para reparar el casco advirtió que de la arena de la playa salía una mano que empuñaba una espada. El hombre desenterró el objeto y se llevó la sorpresa de encontrar la efigie de un viejo gladiador. Llevó la escultura de madera a Auckland, Nueva Zelanda, donde fue identificada como el mascarón de proa del Gladiator.
Con el tiempo, una vez restaurado y pulido, el gladiador fue expuesto en un pequeño museo marítimo, donde los visitantes al contemplarlo se preguntaban cuál había sido la razón de la misteriosa desaparición del barco.
El enigma del clíper Gladiator fue al fin resuelto en julio de 1858 por un artículo publicado en el Sydney Morning Herald.
REGRESO DE LA MUERTE
Los mares de Australia han sido testigos de múltiples acontecimientos extraños, pero a todos ha sorprendido la súbita reaparición del capitán Charles Bully Scaggs, dado por desaparecido y presuntamente muerto cuando su clíper, el Gladiator, propiedad de Carlisle & Dunhill, de Inverness, desapareció en el mar de Tasmania durante el terrible tifón de enero de 1856, cuando se encontraba a sólo quinientos kilómetros al sureste de Sidney.
El capitán Scaggs asombró a todos cuando apareció en la bahía de Sídney en la pequeña embarcación que él y el marinero que lo acompañaba, el único superviviente de todos sus hombres, habían construido durante su estancia en una inexplorada isla desierta.
El mascarón de proa del barco, que se encontró en la costa occidental de Nueva Zelanda hace un año y medio, confirmó la desaparición del Gladiator. Hasta el milagroso retorno del capitán Scaggs, no se sabía cómo había desaparecido el clíper ni qué suerte habían corrido los ciento noventa y dos convictos destinados a la colonia penal, los once soldados y los veintiocho tripulantes.
Según el capitán Scaggs, sólo él y otros dos marineros fueron arrojados a una isla desierta, donde soportaron grandes penurias durante dos años, hasta que, con herramientas y materiales procedentes de otro infortunado barco que naufragó hace un año frente a las costas de la isla sin que ninguno de sus tripulantes sobreviviera, lograron construir una embarcación con madera cortada de los árboles que crecían en la isla.
El capitán Scaggs y el marino Thomas Cochran, el carpintero del barco, gozaban de un estado de salud sorprendentemente bueno, teniendo en cuenta el calvario que han vivido estos últimos años, y estaban ansiosos de tomar el primer barco con rumbo a Inglaterra. Expresaron su profundo pesar por las trágicas muertes de los pasajeros del Gladiator, así como por la de sus compañeros de tripulación; todos ellos perecieron al hundirse el clíper a causa del tifón. Increíblemente, Scaggs y Cochran permanecieron aferrados durante varios días a los restos del barco, hasta que al fin las corrientes los depositaron, más muertos que vivos, en la playa de la isla desierta.
El pequeño espacio de tierra en el que los hombres pasaron más de dos años no puede ser situado con precisión, pues Scaggs perdió todos los instrumentos de navegación durante el naufragio. Lo máximo que puede aventurar es que la desconocida isla se encuentra a unos seiscientos kilómetros al este-sureste de Sidney, una zona en la que, según otros capitanes navales, no existe tierra alguna.
Entre los desaparecidos figuran también el teniente Si-las Sheppard y su destacamento de diez hombres del regimiento de infantería de Nueva Gales del Sur, que se encargaban de vigilar a los convictos.
EL LEGADO
17 de septiembre de 1876, Aberdeen, Escocia
Tras su regreso a Inglaterra y pasar unos breves días con su esposa e hijos, Scaggs recibió una oferta de los armadores Carlisle & Dunhill de capitanear el más nuevo y mejor de sus clípers, el Culloden, y lo enviaron a hacer la ruta China del té. Después de realizar seis agotadores viajes, en los que batió dos récords, Bully Scaggs se retiró a su casita de Aberdeen a la temprana edad de cuarenta y siete años.
Los capitanes de clíper envejecían prematuramente, pues la tarea de comandar los barcos más veloces del mundo dejaba una profunda huella en el cuerpo y el espíritu. La mayor parte de estos hombres morían jóvenes; muchos habían desaparecido en el mar junto con sus barcos. Eran la élite de los marinos, los afamados hombres de hierro que navegaban con embarcaciones de madera a velocidades inauditas durante la era más romántica de la navegación por mar. Se fueron a la tumba, ya en tierra o bajo las olas, sabedores de que habían comandado los mejores veleros que había construido el hombre.
Duro como el maderamen de sus barcos, Scaggs emprendió su último y definitivo viaje a los cincuenta y nueve años. Había invertido sus ahorros en las últimas cuatro travesías e iba a dejar a sus hijos una herencia considerable.
Después de la muerte de su amada esposa Lucy, y una vez que todos sus hijos se hubieron casado y formado familias propias, Scaggs, que mantuvo vivo su amor por el mar, recorrió el litoral de Escocia con un pequeño quechemarín construido con sus propias manos. Tras un breve viaje para visitar a su hijo y a sus nietos en Peterhead, el capitán cayó enfermo a causa del inclemente frío.
Pocos días antes de morir, Scaggs mandó llamar a su amigo durante muchos años y su antiguo patrón, Abner Carlisle, un respetado magnate naviero que había amasado una considerable fortuna con su socio Alexander Dunhill. Carlisle era uno de los más respetados ciudadanos de Aberdeen, donde, además de su compañía naviera, tenía otra mercantil y un banco, y financiaba desinteresadamente la biblioteca pública y un hospital. Era un hombre flaco y menudo, totalmente calvo, y de mirada amable, que caminaba con una perceptible cojera, consecuencia de una caída de caballo cuando era joven.
Jenny, la hija del capitán, a la que Carlisle conocía desde su nacimiento, recibió al empresario en casa de Scaggs. Tras abrazarlo brevemente, la joven lo tomó de la mano.
-Ha sido usted muy amable viniendo, Abner. Mi padre no deja de preguntar por usted.
. -¿Qué tal se encuentra el viejo lobo de mar?
-Me temo que sus días están contados -replicó tristemente Jenny.
Carlisle miró alrededor. La acogedora casa estaba llena de muebles y recuerdos náuticos, y en las paredes se veían los mapas de los viajes en los que Scaggs batió récords de velocidad.
-Echaré de menos esta casa.
-Mis hermanos dicen que lo más conveniente para todos es venderla.
La joven condujo a Carlisle al piso de arriba. Scaggs se encontraba en un dormitorio provisto de una ventana desde la que se divisaba la bahía de Aberdeen.
-Abner Carlisle está aquí, padre.
-Ya era hora -rezongó Scaggs.
Jenny sonrió a Carlisle.
-Voy a prepararle un poco de té.
Sobre la cama yacía inmóvil un viejo agotado por tres décadas de dura vida en el mar. Pese a lo demacrado que estaba, Carlisle se maravilló del fuego que aún ardía en sus ojos verdes.
-Tengo un barco nuevecito para ti, Bully.
-Eso dices siempre -replicó desdeñosamente Scaggs-. ¿Qué velamen tiene?
-Ninguno. Es un buque de vapor.
Scaggs alzó la cabeza y miró enfurecido a su amigo.
-Esas malditas cafeteras... No deberían permitir que ensuciasen los mares.
Carlisle no había esperado otra respuesta. Bully Scaggs se hallaba en el umbral de la muerte, pero aun así seguía tan pendenciero como siempre.
-Los tiempos cambian, amigo mío. El Cutty Sark y el Thermopylae son los únicos clípers que aún siguen surcando los mares.
-No tengo tiempo para charlas. Te pedí que vinieras para que escucharas mi confesión en el lecho de muerte y me hicieras un favor personal.
-¿Acaso apaleaste a un borracho o te acostaste con una chica en un burdel de Shanghai y nunca me lo dijiste? -dijo Carlisle irónicamente, mirando a su amigo.
-Quiero hablarte sobre el Gladiator -murmuró Scaggs-. Mentí respecto a ese barco.
-Se hundió en un tifón. ¿Qué hay de mentira en ello?
-Se hundió en un tifón, es cierto, pero los pasajeros y la tripulación no se fueron al fondo con él.
Carlisle guardó un breve silencio y al fin, con sumo cuidado, dijo:
-Charles Bully Scaggs, eres el hombre más honrado que he visto en mi vida. En los cincuenta años que hace que nos conocemos, nunca has defraudado la confianza de nadie. ¿Estás seguro de que no es la enfermedad lo que te hace decir cosas tan absurdas?
-Créeme si te digo que, por pagar una deuda, he vivido en la mentira durante veinte años.
Carlisle lo miró con curiosidad.
-¿Qué quieres decirme?
-Algo que nunca he contado a nadie. -Scaggs se recostó en la almohada y miró más allá de Carlisle, hacia un lejano punto que sólo él veía-. La historia de la balsa del Gladiator.
Jenny regresó media hora más tarde con el té. Había anochecido, y la joven encendió las lámparas de petróleo del dormitorio.
-Intente comer algo, padre. Le he preparado su sopa de pescado favorita.
-No tengo apetito, hija.
-Abner debe de estar desfallecido, después de estar oyéndolo a usted toda la tarde. Seguro que él sí comerá algo.
-Déjanos una hora más -ordenó Scaggs-. Luego danos de comer lo que quieras.
En cuanto Jenny se hubo retirado, Scaggs continuó con la odisea de la balsa.
-Cuando al fin llegamos a tierra firme, aún éramos ocho. De la tripulación del Gladiator, sólo sobrevivimos Thomas Cochran, el carpintero del barco, Alfred Reed, un marinero de primera, y yo. Entre los convictos estaba Jess Dorsett, Betsy Fletcher, Marión Adams, George Pryor y John Winkleman. Sólo ocho de las doscientas treinta y una personas que zarparon de Inglaterra.
-Tendrás que perdonar mi escepticismo, querido y viejo amigo -dijo Carlisle-, pero debes admitir que es una historia difícil de creer: docenas de hombres asesinándose unos a otros sobre una balsa en pleno océano; los supervivientes comiendo carne humana para subsistir y siendo después salvados de un terrible tiburón gracias a la intervención divina de una serpiente de mar que mató al tiburón.
-No son los desvarios de un agonizante -aseguró Scaggs débilmente-. Todo lo que te he contado es cierto, hasta la última palabra.
Carlisle no quería que Scaggs se alterase. El viejo potentado palmeó el brazo del capitán que había contribuido grandemente a forjar el imperio naviero de Carlisle & Dunhill y lo tranquilizó.
-Continúa. Estoy ansioso por escuchar el final. ¿Qué ocurrió después de que los ocho llegarais a la isla?
Durante la siguiente media hora, Scaggs le contó cómo saciaron su sed con el agua fresca del arroyo que descendía de una de las pequeñas montañas volcánicas, y su hambre, con las grandes tortugas que atraparon en la laguna y luego destriparon con el cuchillo de Dorsett, que era la única herramienta que poseían. Después, continuó, con un trozo de pedernal que encontraron junto al agua, y usando el cuchillo como eslabón, hicieron una hoguera y cocinaron la carne de tortuga. En los árboles del bosque encontraron cinco clases de fruta que Scaggs jamás había probado. La flora parecía extrañamente distinta a la vegetación que el capitán había visto en Australia. Explicó que los náufragos pasaron los siguientes días atiborrándose, hasta que se recuperaron por completo.
-Una vez estuvimos repuestos, nos dedicamos a explorar la isla -dijo Scaggs, continuando con su relato-. Tenía forma de anzuelo, con unos ocho kilómetros de longitud y aproximadamente un kilómetro y medio de ancho, y a sus extremos se alzaban sendas moles volcánicas, de unos trescientos cincuenta o cuatrocientos metros de altura. La laguna, de un kilómetro de largo, quedaba delimitada por una gran barrera de arrecifes. El resto del perímetro de la isla estaba formado por altos acantilados.
-¿Estaba habitada? -preguntó Carlisle.
-No había un alma, y los únicos animales que encontramos eran pájaros. Sin embargo, por ciertos indicios, dedujimos que debió haber estado habitada, aunque los aborígenes parecían haber desaparecido hacía tiempo.
-¿Encontrasteis restos de naufragios?
-En aquellos momentos, no.
-Después de todas las calamidades que habíais pasado en la balsa, la isla debió de pareceros un paraíso -dijo Carlisle.
-Nunca había visto una isla tan maravillosa como aquélla, a pesar de mis muchos años en el mar. Era una esmeralda magnífica en un mar de zafiros. -Hizo una pausa como si estuviese viendo de nuevo aquella joya en medio del Pacífico-. Al principio llevamos una vida idílica. Yo me ocupé de asignar las distintas tareas: pesca, construcción y reparación de la vivienda, recolección de frutas y otros comestibles y el mantenimiento de una hoguera permanente para cocinar y hacer señales en caso de avistar algún barco. De este modo vivimos varios meses en paz.
-Sospecho que los primeros problemas surgieron entre las mujeres -dijo Carlisle.
Scaggs negó débilmente con la cabeza.
-Surgieron entre los hombres, pero a causa de las mujeres.
-Así que os pasó lo mismo que a los amotinados del Bounty en la isla Pitcairn.
-Exacto. Previ las dificultades, y ordené que se establecieran turnos para que las mujeres se dividieran equitativamente entre los hombres. No a todos les gustó el arreglo, naturalmente, y menos que a nadie, a las mujeres, pero no se me ocurrió otro modo de evitar el derramamiento de sangre.
-Dadas las circunstancias, yo habría hecho lo mismo.
-Lo único que conseguí fue precipitar lo que era inevitable. El convicto John Winkleman asesinó al marinero Reed a causa de Marión Adams, y Jess Dorsett se negó a compartir con nadie a Betsy Fletcher. Cuando George Pryor intentó violar a Betsy, Dorsett le machacó el cráneo con una piedra.
-Y sólo quedasteis seis.
Scaggs asintió con la cabeza.
-John Winkleman contrajo matrimonio con Marión Adams y Jess con Betsy, de forma que la tranquilidad reinó al fin en la isla.
Carlisle quedó estupefacto.
-¿Contrajeron matrimonio? ¿Cómo fue eso posible?
Scaggs replicó con una sonrisa en sus finos labios:
-¿Olvidas que, en calidad de capitán de barco, yo estaba autorizado a efectuar la ceremonia?
-Si lo hiciste no estando al mando de una nave, creo que te excediste un poco en tus atribuciones.
-No me arrepiento. Todos vivimos en paz y armonía hasta que Thomas Cochran, el carpintero del barco, y yo zarpamos de la isla.
-¿Es que Cochran y tú no deseabais a las mujeres?
La risa de Scaggs no tardó en convertirse en un acceso de tos. Carlisle le dio un vaso de agua, y cuando Scaggs se recuperó, dijo:
-Cuando los pensamientos lujuriosos me atormentaban, pensaba en Lucy, mi querida esposa, a la que siempre había jurado regresar de cada viaje tan casto como al zarpar.
-¿Y el carpintero?
-Quiso el destino que Cochran fuese de los que prefieren la compañía de los hombres.
Ahora le tocó reír a Carlisle.
-Escogiste a unos extraños compañeros de aventuras.
-Construimos viviendas confortables y combatimos el tedio inventando ingeniosos artilugios para hacer nuestra existencia más placentera. Los conocimientos de carpintería de Cochran fueron particularmente útiles cuando encontramos las herramientas adecuadas.
-¿Cómo las encontrasteis?
-A los catorce meses de nuestra llegada, una galera empujó a un balandro francés contra las rocas del extremo sur de la isla. Hicimos cuanto pudimos para salvar a los tripulantes, pero murieron todos cuando el casco de su barco fue destrozado por las olas. Dos días más tarde, cuando el mar se calmó, recuperamos catorce cadáveres y los enterramos junto a George Pryor y Alfred Reed. Luego Dorsett y yo, que éramos los mejores nadadores, buceamos para recuperar cualquier objeto que pudiera sernos útil del barco hundido. En tres semanas reunimos bastante material y herramientas de utilidad. Así pues, una vez que tuvimos lo necesario, Cochram y yo decidimos construir un barco lo bastante fuerte para llegar con él hasta Australia.
-¿Y las mujeres? -preguntó Carlisle-. ¿Qué fue de Betsy y Marión?
Los ojos de Scaggs se entristecieron.
-La pobre Marión era una bendita, una humilde criada a la que habían condenado por robar comida de la despensa de su ama. Murió alumbrando a una hija. John Winkleman enloqueció a causa del dolor y quiso matar a la niña. Lo atamos a un árbol y tardó cuatro días en recuperar la cordura, pero no volvió a ser el mismo. Desde aquel momento hasta que me fui de la isla, apenas le oí pronunciar palabra.
-¿Y Betsy?
-Ella era muy diferente. Fuerte como un minero, arrimó el hombro como cualquiera de los hombres y, en dos años, parió a dos niños y dio de amamantar a la hija de Marión. Dorsett y Betsy estaban muy unidos.
-¿Por qué no abandonaron la isla contigo?
-Fue mejor que se quedaran allí. Me ofrecí a abogar por su indulto ante el gobernador, pero prefirieron no correr el riesgo, e hicieron bien. En cuanto hubiesen desembarcado en Australia, las autoridades penales les hubieran quitado a los niños para meterlos en orfanatos. Probablemente, Betsy habría terminado como hilandera en la factoría femenina de Parramatta, y sin duda Jess habría dado con sus huesos en la cárcel de Sidney. Lo más probable es que nunca hubieran vuelto a verse y que hubieran perdido a sus hijos. Les prometí que, mientras yo viviera, permanecerían olvidados, junto con el resto de los que navegaban en el Gladiator.
-¿Y Winkleman?
-Se fue a una cueva de la montaña del extremo norte de la isla, para vivir solo.
Carlisle quedó unos momentos en silencio, reflexionando sobre la sorprendente historia que Scaggs acababa de relatarle.
-Y te has pasado todos estos años sin decir una palabra sobre la existencia de esas personas.
-Más tarde averigüé que, si hubiera incumplido mi promesa de silencio, el malnacido gobernador de Nueva Gales del Sur hubiera enviado un barco para apresarlos. Se jactaba de ser capaz de remover cielo y tierra con tal de recuperar a un convicto fugado. -Movió levemente la cabeza y miró por la ventana hacia los barcos de la bahía-. Ahora que estoy en casa, ya no hay motivos para seguir manteniendo en secreto la historia de la balsa del Gladiator.
-Después de zarpar hacia Sidney con Cochran, ¿no volviste a verlos?
Scaggs movió negativamente la cabeza.
-Y fue una despedida bien penosa. Betsy y Jess se quedaron en la playa, con sus dos niños y la hija de Marión. Sin duda eran un matrimonio feliz. Habían encontrado la dicha que no les era posible hallar en el mundo civilizado. -Al decir «civilizado», hizo un gesto de repugnancia.
-¿Y Cochran? ¿Qué le impidió hablar?
En los ojos de Scaggs brilló la ironía.
-Ya te he dicho que él también tenía un secreto que no le convenía que se divulgase si deseaba volver a embarcarse. Se hundió con el Zanzíbar en el mar de la China, allá por el sesenta y siete.
-¿No te has preguntado alguna vez cómo les debe ir?
-No he tenido necesidad de hacerlo -dijo Scaggs-. Lo sé.
Carlisle enarcó las cejas.
-Te agradecería una explicación.
-A los cuatro años de mi marcha, un buque ballenero norteamericano avistó la isla y sus tripulantes bajaron a aprovisionarse de agua. Jess y Betsy se dejaron ver, y trocaron con los marineros fruta y pescados frescos a cambio de ropas y útiles de cocina. Le contaron al capitán que eran misioneros que habían llegado a la isla tras el naufragio del barco en que viajaban. Con el tiempo, otros balleneros llegaron allí para aprovisionarse de agua y comida. Los tripulantes de uno de los barcos dieron a Betsy semillas a cambio de los sombreros de hojas de palma que ella hacía, y la pareja comenzó a cultivar unas hectáreas de tierra.
-¿Cómo sabes todo eso?
-Betsy y Jess comenzaron a mandarme cartas a través de los tripulantes de los balleneros.
-¿Siguen con vida? -preguntó Carlisle, con renovado interés.
Los ojos de Scaggs se entristecieron.
-Jess murió hace seis años, mientras pescaba. Una ola volteó su barca. Según Betsy, se dio un golpe en la cabeza y se ahogó. Recibí su última carta con un paquete hace sólo un par de días. La encontrarás en el cajón central de mi mesa.
Carlisle se puso en pie, cruzó la habitación y fue hasta un viejo escritorio de capitán que Scaggs había usado en todos los viajes que hizo después del naufragio del Gladiator. Sacó del cajón un pequeño paquete envuelto en hule y lo abrió. En el interior encontró una bolsita de cuero y una carta doblada. Volvió junto a la cama, se puso las gafas y echó un vistazo al papel.
-Para tratarse de una ladrona, escribe muy bien -dijo.
-Sus primeras cartas estaban llenas de faltas, pero Jess era un hombre educado y, bajo su tutela, la gramática de Betsy mejoró mucho.
Carlisle comenzó a leer en voz alta:
Querido capitán Scaggs:
Espero que al recibir mi carta goce usted de buena salud. Ésta es la última vez que le escribo, pues tengo una grave dolencia de estómago, o eso afirma el médico del ballenero Amie & Jason... No tardaré en reunirme con mi Jess.
Tengo que pedirle un último favor que espero me haga. En la primera semana de abril de este año, mis dos hijos y la hija de Marión, Mary, zarparon de la isla a bordo de un ballenero que se dirigía a Auckland para reparar el casco de la nave, que había sufrido daños al rozar con unos arrecifes. Una vez en Auckland, los muchachos embarcarán hacia Inglaterra, y cuando lleguen, irán a verlo a Aberdeen.
Esta carta es para rogarle, queridísimo amigo, que los acoja bajo su techo y se ocupe de que sean educados en las mejores escuelas inglesas. Si me hace ese favor, le quedaré eternamente agradecida, y sé que Jess hubiese compartido tales sentimientos.
Le mando mi legado para pagar sus servicios y cubrir los costes de la educación de los muchachos. Los tres son muy brillantes, y estudiarán con diligencia.
Con el mayor respeto y cariño, se despide de usted,
BETSY DORSETT.
P.S.: Recuerdos de parte de la serpiente.
Carlisle miró por encima de sus gafas.
-¿Recuerdos de parte de la serpiente? ¿Qué clase de tontería es ésta?
-Se refiere a la serpiente marina que nos salvó del gran tiburón blanco -replicó Scaggs-. Vivía en la laguna, y durante el tiempo que pasé en la isla, la volví a ver en otras cuatro ocasiones.
Carlisle miró a su viejo amigo como si estuviera borracho, pero prefirió no insistir en el tema.
-¿Envió a tres niños solos a hacer el largo viaje desde Nueva Zelanda a Inglaterra?
-No son niños -dijo Scaggs-. El mayor debe de tener casi diecinueve años.
-Si partieron de la isla a comienzos de abril, pueden llamar a tu puerta en cualquier momento.
-Siempre y cuando no hayan tenido que pasar mucho tiempo en Auckland, aguardando a que zarpase un buen barco.
-Dios bendito, amigo mío, tu situación es tremenda.
-Supongo que te refieres a que un moribundo como yo difícilmente puede cumplir el último deseo de una vieja amiga.
-No eres un moribundo -dijo Carlisle, mirando a los ojos de su amigo.
-Claro que lo soy -replicó firmemente Scaggs-. Y tú eres un hombre de negocios con gran sentido de la responsabilidad, Abner; nadie mejor que yo lo sabe. Por eso he querido verte antes de emprender mi último viaje.
-¿Quieres que haga de nodriza de los hijos de Betsy?
-Pueden vivir en mi casa hasta que los inscribas en las mejores instituciones educativas que existan.
-La insignificante suma que Betsy haya podido reunir vendiendo sombreros y comida a los balleneros que recalaban en la isla no podrá, ni de lejos, cubrir los gastos de varios años de pensionado en costosos colegios y universidades. Necesitarán ropa adecuada y tutores privados que les den la educación previa necesaria. No creo que esperes de mí que subvencione la educación de unos perfectos desconocidos.
Scaggs señaló la bolsa de cuero y Carlisle la cogió al tiempo que preguntaba:
-¿Es esto lo que Betsy te envía para pagar la educación de sus hijos?
Scaggs asintió casi imperceptiblemente.
-Ábrela.
Carlisle soltó los cordones, vació en su mano el contenido de la bolsa y luego miró desconcertado a Scaggs.
-¿Qué broma es ésta? No son más que piedras vulgares y corrientes.
-No tienen nada de vulgares ni de corrientes, Abner, puedes creerlo.
Carlisle colocó ante sus gafas una piedra del tamaño de una ciruela y la estudió atentamente. La superficie de la piedra era lisa y tenía forma octaédrica.
-Son piedras cristalinas sin valor alguno.
-Llévaselas a Levi Strouser.
-¿El tratante en gemas judío?
-Enséñale las piedras.
-No son piedras preciosas -afirmó categóricamente Carlisle.
-Por favor... -Scaggs pronunció a duras penas estas dos palabras. La larga conversación lo había fatigado.
-Como digas, viejo amigo. -Sacó su reloj de bolsillo y miró la hora-. Visitaré a Strouser a primera hora de la mañana y volveré para decirte cuál ha sido su evaluación.
-Gracias -murmuró Scaggs-. Después de eso, todo lo demás se resolverá solo.
A primera hora de la mañana, bajo una tenue llovizna, Carlisle se encaminó al viejo distrito comercial próximo a Castlegate. Encontró la casa que buscaba entre las viviendas anodinas y grises de granito que daban a la ciudad de Aberdeen un aspecto sólido aunque austero. En la puerta, escrito con letras sencillas de bronce, se leía: «Strouser e Hijos». Tiró de la campanilla y el empleado que le abrió lo condujo a una oficina espartanamente amueblada y le ofreció asiento y una taza de té.
Al cabo de un minuto apareció por una puerta lateral un hombre bajo, vestido con una levita larga, que lucía una barba que le llegaba hasta el pecho. Sonrió cortésmente y tendió la mano a su visitante.
-Soy Levi Strouser, ¿en qué puedo servirle?
-Me llamo Abner Carlisle. Me envía mi amigo, el capitán Charles Scaggs.
-El capitán Scaggs me avisó que vendría. Es un honor para mí tener en mi humilde oficina al hombre de negocios más importante de Aberdeen.
-No nos habían presentado antes, ¿verdad?
-No nos movemos exactamente en los mismos círculos sociales, y usted no es de la clase de hombres que compra joyas.
-Mi esposa murió joven y no volví a casarme, así que nunca me ha interesado comprar alhajas costosas.
-Yo también perdí a mi esposa cuando era muy joven, pero tuve la suerte de encontrar a una encantadora mujer que me dio cuatro hijos y dos hijas.
A lo largo de los años, Carlisle había hecho frecuentes negocios con comerciantes judíos, pero nunca con tratantes en gemas. Pisaba terreno desconocido y se sentía incómodo con Strouser. Sacó la bolsa de cuero y la dejó sobre el escritorio.
-El capitán Scaggs le ruega evalúe estas piedras.
Strouser colocó sobre el escritorio una hoja de papel blanco y vació en el centro el contenido de la bolsa. Contó las piedras. Eran dieciocho. Reposada y meticulosamente, las examinó con la lupa de joyero. Al fin tomó en una mano la de mayor tamaño y en la otra la más pequeña.
-Si no es abusar de su paciencia, señor Carlisle, quisiera hacer algunas pruebas a estas piedras. Haré que uno de mis hijos le sirva otra taza de té.
-Sí, muchas gracias. No me importa esperar.
Pasó casi una hora antes de que Strouser regresara a la estancia con las dos piedras. Carlisle era un fino observador de las personas, ello le había ayudado a realizar con éxito los múltiples negocios que había hecho desde que había comprado su primer barco cuando sólo tenía veintidós años. Advirtió que Strouser estaba nervioso, aunque no tuvo señales evidentes de ello -no le temblaban las manos, ni tenía un tic en las comisuras de los labios, ni el sudor perlaba su rostro-. Sin embargo, los nervios se reflejaban en sus ojos. El tratante en gemas parecía que acababa de estar en presencia de Dios.
-¿Puedo preguntarle de dónde proceden estas piedras? -preguntó Strouser.
-Ignoro cuál es el lugar exacto -replicó Carlisle, sin mentir.
-Las minas de la India están agotadas, y de Brasil jamás ha salido nada como esto. ¿Se tratará quizá de alguna de las nuevas excavaciones en África del Sur?
-No sé decírselo. ¿Por qué? ¿Acaso tienen algún valor?
-¿No sabe lo que son? -preguntó incrédulamente Strouser.
-No soy un experto en minerales. Lo mío son los barcos.
Strouser pasó las manos sobre las piedras como un viejo hechicero.
-¡Son diamantes, señor Carlisle! Los mejores diamantes en bruto que he visto en mi vida.
Carlisle ocultó lo mejor que pudo su sorpresa.
-No dudo de su integridad, señor Strouser, pero me cuesta creer que hable en serio.
-Mi familia lleva cinco generaciones dedicada al comercio de piedras preciosas, señor Carlisle. Créame cuando le digo que lo que tiene sobre este escritorio vale una fortuna. No sólo parecen poseer una transparencia y claridad perfectas, sino que también tienen un extraordinario color violeta rosado. Debido a su belleza y escasez, esta clase de piedras alcanzan precios mucho más altos que las que son totalmente incoloras.
Carlisle decidió ir al grano.
-¿Cuánto valen?
-Las piedras en bruto son casi imposibles de valorar, ya que sus auténticas cualidades no salen a relucir hasta que son cortadas y talladas a fin de obtener los máximos efectos ópticos. La más pequeña de las que hay en la bolsa pesa sesenta quilates en bruto. -Hizo una pausa y señaló la mayor de las piedras-. Ésta supera los novecientos ochenta quilates, lo que la convierte en el diamante en bruto más grande del mundo.
-Supongo que sería una buena inversión hacerlas tallar antes de venderlas.
-Si lo prefiere, puedo hacerle una oferta por los diamantes en bruto.
Carlisle guardó de nuevo las gemas en la bolsa de cuero.
-No, muchas gracias. Actúo en representación de un amigo que se encuentra al borde de la muerte. Me considero obligado a conseguir el mejor precio de estas piedras.
Strouser entendió que sería imposible convencer al astuto escocés de que se desprendiese de los diamantes en bruto. Así pues, quedaba descartada la oportunidad de comprarlos, hacerlos tallar y venderlos, finalmente, en el mercado de Londres, donde obtendría con la operación una inmensa fortuna. Atinadamente, decidió que era preferible conseguir unos beneficios razonables a no obtener ninguno en absoluto.
-No necesita usted salir de esta oficina, señor Carlisle. Dos de mis hijos han trabajado como aprendices para el mejor tallador de diamantes de Amberes. Son tan buenos como los talladores londinenses, si no mejores. Una vez las piedras hayan sido trabajadas, yo podría actuar como su agente de ventas, si usted así lo desea.
-¿Por qué no puedo hacerme cargo de la venta yo mismo?
-Por la misma razón que yo recurriría a usted si necesitase enviar algo a Australia y no comprara un barco para llevarlo yo en persona. Soy miembro de la bolsa de diamantes de Londres, y usted no. Puedo pedir y obtener un precio doble al que usted conseguiría.
Carlisle era lo bastante astuto como para apreciar una buena oferta cuando la oía. Se puso en pie y tendió la mano a Strouser.
-Dejo las piedras en sus autorizadas manos, señor Strouser. Confío en que mi decisión lo beneficie a usted y a las personas cuyos intereses represento.
-Cuente con ello, señor Carlisle.
Cuando el naviero escocés estaba a punto de abandonar la oficina, se volvió hacia el joyero judío.
-¿Cuál cree que será el precio de los diamantes cuando sus hijos los hayan tallado?
Strouser contempló las piedras de aspecto vulgar y las imaginó convertidas en refulgentes cristales.
-Si estas gemas proceden de una mina que puede ser explotada con facilidad, los propietarios están a punto de hacerse con un imperio de valor incalculable.
-Discúlpeme si le digo que su evaluación me parece un tanto... caprichosa.
Strouser miró irónicamente a Carlisle desde el otro lado del escritorio.
-Fíese de mí. Le aseguro que estas piedras, una vez cortadas y talladas, podrán venderse por aproximadamente un millón de libras.2
-¡Dios bendito! -exclamó Carlisle-. ¿Tanto?
Strouser alzó a la luz la inmensa piedra de novecientos ochenta quilates, sosteniéndola entre sus dedos como si se tratase del Santo Grial, después, cuando habló, su voz adquirió un tono de absoluta reverencia.
-O quizá más. Mucho más.
PRIMERA PARTE
Y DE LA NADA SURGIÓ LA MUERTE
1
14 de enero del 2000, isla Seymour, península Antártica
Una maldición mortal se cernía sobre la isla. Una maldición que se ponía de manifiesto en las tumbas de los hombres que habían pisado la orilla prohibida y no vivieron para contarlo. No había nada bello en ella, ni majestuosos picachos cubiertos de hielo, ni inmensos glaciares parecidos a las Rocas Blancas de Dover, ni icebergs flotando serenamente como castillos de cristal. En definitiva, no había nada de lo que el visitante espera ver en el continente Antártico y en sus islas adyacentes.
En isla Seymour se encontraba el mayor contingente de tierra libre de hielo del continente y sus proximidades. El polvo volcánico caído durante milenios había acelerado el proceso de deshielo, dejando tras de sí valles áridos y montañas carentes casi por completo de nieve y desprovistas de cualquier vestigio de color. Se trataba de un lugar singularmente feo, poblado sólo por algunas variedades de líquenes y una colonia de pingüinos de Adeha que encontraban en la isla Seymour abundancia de las pequeñas piedras que usaban para construir sus nidos.
La mayor parte de los muertos, enterrados en estrechos nichos socavados entre las rocas, eran miembros de una expedición antártica noruega cuyo barco había sido aplastado por el hielo en 1859. Los náufragos sobrevivieron dos inviernos, pero cuando se les acabaron las provisiones, acabaron muriendo de hambre. Durante más de una década se les dio por perdidos, hasta que, en 1870, los miembros de una entidad inglesa que se disponía a establecer una estación ballenera en el lugar, encontraron los cadáveres sorprendentemente bien conservados.
Hubo otros que murieron en la isla Seymour y fueron sepultados bajo sus rocas. Algunos fueron víctimas de las enfermedades, otros de accidentes producidos durante las épocas de caza de ballenas. Otros perecieron al alejarse de la estación y ser sorprendidos por una tormenta inesperada, encontrando la muerte por congelación. Sorprendentemente, todas las tumbas estaban bien señalizadas. Los cazadores de ballenas que quedaban atrapados por el hielo y se veían obligados a esperar en la isla hasta la primavera pasaban el invierno tallando las inscripciones en grandes piedras que luego colocaban sobre las tumbas. En 1933, año en que los ingleses cerraron la estación ballenera, sesenta cuerpos yacían enterrados en aquel inhóspito y horrible lugar.
Los exploradores y marineros, cuyos fantasmas vagaban por esas olvidadas tierras, nunca habrían imaginado que llegaría un día en que su lugar de eterno reposo se vería invadido por contables, abogados, fontaneros, amas de casa y prósperos jubilados que aparecían en lujosos barcos de turismo para contemplar las losas sepulcrales y reírse de los cómicos pingüinos asentados en una parte del litoral. Quizá, sólo quizá, la maldición de la isla caería también sobre aquellos intrusos.
Los impacientes pasajeros del barco no detectaron peligro alguno en la isla Seymour. En la segura comodidad de su palacio flotante, cuanto vieron fue una tierra remota y virgen que se alzaba en medio de un océano tan azul como el iridiscente plumaje de un pavo real. Se sintieron, eso sí, embargados por la excitación, ya que, además de estar viviendo una nueva experiencia, formaban parte de la primera ola de turistas que desembarcaba en las costas de la isla Seymour. Esa era la tercera de las cinco paradas programadas en el curso del crucero entre las islas próximas a la península. Ciertamente, no era el lugar más atractivo, pero sí uno de los más interesantes, o así lo aseguraban los folletos turísticos del barco.
Muchos de los viajeros habían recorrido Europa y el Pacífico, por lo que ya habían estado en los centros turísticos que atraían a gente de todo el mundo. Ahora deseaban algo más, algo distinto; una visita a un destino que pocos conocían de antemano. Así, al regreso, podrían jactarse ante sus amigos y vecinos de haber estado en un lugar insólito y remoto.
Mientras los turistas se apiñaban en cubierta, cerca de la escalera de embarque, en feliz anticipación de la visita a tierra, apuntando los teleobjetivos de sus cámaras hacia los pingüinos de la orilla, Maeve Fletcher se abrió paso entre ellos, inspeccionando los chalecos térmicos de color naranja facilitados por la tripulación del crucero, así como los chalecos salvavidas para el breve trayecto entre el barco y el litoral.
Se movía con rapidez y viveza, y con una energía que evidenciaba que su cuerpo estaba habituado a los ejercicios vigorosos. Les sacaba la cabeza a todas las mujeres y era más alta que la mayor parte de los hombres. Su cabello, recogido en dos coletas, era rubio como el trigo en verano, y sus ojos, azules como el mar profundo, contrastaban con la expresión dura de su rostro, acentuada por unos pómulos prominentes. En sus labios había siempre una cálida sonrisa que mostraba la pequeña separación que tenía entre los dos dientes superiores.
A Maeve, cuya piel bronceada le daba un aspecto sano y robusto, le faltaban tres años para cumplir los treinta, y ya había terminado un curso de posgrado de zoología. Tras graduarse, se tomó tres años sabáticos para estudiar sobre el terreno la fauna de las regiones polares. Cuando regresó a su casa en Australia -aún no había finalizado su tesis doctoral para la Universidad de Melbourne-, le ofrecieron un trabajo temporal como naturalista y jefe de expedición para los pasajeros de Ruppert y Saunders, una empresa naviera con base en Adelaida que se especializaba en viajes de aventuras. Era una gran oportunidad de ganar el dinero suficiente para completar su tesis, así que lo dejó todo y zarpó hacia el gran continente blanco a bordo de uno de los barcos de la compañía, el Polar Quinn.
En ese viaje había noventa pasajeros a bordo, y Maeve era una de los cuatro naturalistas encargados de supervisar las excursiones que se realizaran en tierra. La colonia de pingüinos, los históricos edificios de la estación ballenera, el cementerio y los restos del campamento de los fallecidos exploradores noruegos hacían de la isla Seymour un lugar de interés histórico, pero con el inconveniente de que su equilibrio ecológico era frágil. Para reducir los posibles daños medioambientales que pudieran producir las visitas turísticas, los pasajeros, divididos en grupos, hacían recorridos vigilados y guiados, cuya duración máxima era de dos horas, después de recibir una serie de normas: no debían pisar los liqúenes ni el musgo, y estaban obligados a guardar una distancia de cinco metros como mínimo de cualquier espécimen de la fauna local. Además, tampoco podían llevarse recuerdos, ni siquiera piedrecitas. La mayoría de los viajeros eran australianos, aunque también había bastantes neozelandeses.
Maeve debía acompañar al primer grupo de veintidós visitantes a la isla. La joven verificó la lista de nombres mientras los turistas, excitados, descendían por la escalera de embarque para montar en la Zodiac -la versátil embarcación de goma diseñada por Jacques Cousteau- que los aguardaba junto al barco. Cuando Maeve, con el pie puesto en la escalera, se disponía a bajar tras el último turista, el primer oficial, Trevor Haynes, la detuvo. El marino era un hombre tranquilo y con gran éxito entre las mujeres. No le gustaba mezclarse con los pasajeros y rara vez se lo veía fuera del puente de la nave.
-Advierte a los de tu grupo que no se alarmen si ven que el barco se aleja -dijo.
Ella se volvió hacia Haynes.
-¿Adonde pensáis ir?
-Se está fraguando una tormenta a ciento sesenta kilómetros de aquí. El capitán no quiere someter a los pasajeros a más vaivenes de los imprescindibles, y tampoco desea defraudarlos anulando las excursiones a tierra. Así que ha pensado ir veinte kilómetros litoral arriba, dejar otro grupo en la colonia de pingüinos, y regresar a tiempo de recogeros y repetir la maniobra.
-¿Piensa poner el doble de gente en tierra en la mitad de tiempo?
-Ésa es la idea. Así podremos recogeros a todos, marcharnos y alcanzar las aguas más tranquilas del estrecho de Bransfield antes de que nos alcance la tormenta.
-Me extrañó que no echáramos el ancla. -A Maeve le agradaba Haynes, porque era el único oficial del barco que no la había invitado a su camarote para tomar unas copas a medianoche-. Hasta dentro de dos horas -dijo, haciendo un gesto de despedida.
-Si hay algún problema, recurre a tu comunicador portátil.
Ella mostró el pequeño aparato que llevaba colgado del cinturón.
-Serás el primero en saberlo. -Saluda a los pingüinos de mi parte. -Lo haré.
Una vez la Zodiac estuvo surcando las aguas tranquilas y reflectantes como la superficie de un espejo, Maeve puso al corriente a su pequeño grupo de intrépidos turistas de los pormenores históricos del lugar al que se dirigían.
-La isla Seymour fue avistada por primera vez por James Clark Ross en 1842. Cuarenta exploradores noruegos naufragaron aquí en 1859 cuando su barco fue aplastado por el hielo. Visitaremos el lugar en que vivieron hasta su triste fin, y luego daremos un breve paseo hasta el cementerio donde están enterrados.
-¿Aquéllos son los edificios en que vivieron? -preguntó una señora que no tendría menos de ochenta años mientras señalaba varias estructuras que se alzaban en una pequeña bahía.
-No -replicó Maeve-. Esos son los restos de una estación ballenera británica abandonada. La visitaremos, y luego rodearemos aquellos pequeños promontorios rocosos que ven hacia el sur para ir a ver la colonia de pingüinos.
-¿Vive alguien en la isla? -preguntó la misma señora.
-Los argentinos han instalado una estación científica en el extremo norte de la isla.
-¿A qué distancia de aquí?
Maeve sonrió, condescendiente.
-A unos treinta kilómetros. -Se dijo que en todos los grupos siempre hay alguien con la curiosidad de un niño de cuatro años.
El fondo del mar se podía ver ya con toda claridad: rocas desnudas, sin ninguna clase de vegetación. La sombra de la Zodiac los seguía dos brazas más abajo mientras el grupo cruzaba la bahía. Las olas no rompían en la costa; el mar llegaba a la orilla y sus aguas la lamían mansamente, como si fueran las de un lago. Los tripulantes pararon el motor fueraborda, y la proa de la Zodiac se deslizó sobre la orilla. El único signo de vida visible era un petrel blanco como la nieve que planeaba en el cielo sobre ellos como un enorme copo de nieve.
Maeve ayudó a desembarcar a los turistas de la Zodiac y a vadear luego, con las botas altas hasta la rodilla facilitadas por los tripulantes del barco, las poco profundas aguas hasta la pedregosa orilla, desde donde se volvió para mirar hacia el barco, que ya había tomado rumbo norte y se alejaba a creciente velocidad.
El Polar Queen era un barco pequeño comparado con los que suelen utilizarse para los cruceros. Tenía una eslora de sólo setenta y dos metros y un peso bruto aproximado de dos mil quinientas toneladas. Había sido construido en Bergen, Noruega, para navegar por aguas polares, por ello tenía la solidez de un rompehielos, función para la que podía servir en caso de necesidad. Su superestructura y la amplia banda horizontal que había bajo la cubierta inferior estaban pintadas de blanco glaciar, mientras que el resto del casco era amarillo brillante. Gracias a sus propulsores de proa y popa, podía esquivar sin problemas los témpanos flotantes y los icebergs. Los camarotes eran cómodos y estaban amueblados al estilo de los chalets de esquí, con enormes ventanas que daban al mar. Entre los servicios que brindaba a sus pasajeros figuraban un lujoso salón, un amplio comedor donde podían comerse platos propios de un restaurante de cinco tenedores, un gimnasio y una biblioteca repleta de libros que en su mayoría tenían como tema principal las regiones polares. La tripulación era experta, y el número de sus miembros superaba en veinte al de los pasajeros.
Mientras veía alejarse al Polar Queen, con su casco blanco y amarillo, Maeve sintió cierta aprensión que no llegó a comprender por completo. Por un instante experimentó la desolación que debieron de sentir los exploradores noruegos cuando vieron desaparecer su único medio de transporte. La joven desechó sus inquietudes y se puso al frente del parloteante grupo para conducirlo a través del paisaje grisáceo, casi lunar, hacia el cementerio.
Les dio veinte minutos para que pasearan por entre las tumbas y pudieran hacer todas las fotos que quisieran de las inscripciones de las lápidas. Luego los llevó a ver una enorme pila de huesos de ballena próxima a la vieja estación, mientras les explicaba los métodos de trabajo de los balleneros.
-Concluida la parte más apasionante, la persecución y la captura, quedaba el desagradable trabajo de descuartizar el inmenso cuerpo y convertir la grasa en aceite.
A continuación visitaron las anticuadas viviendas y los enlucidos edificios. Los ingleses seguían controlando y manteniendo la estación ballenera como un museo. Los muebles, los utensilios de cocina y los viejos libros y revistas seguían donde los habían dejado los balleneros cuando se marcharon definitivamente de allí.
-Por favor, no toquen ninguno de los objetos -dijo Maeve a los turistas-. La ley internacional prohíbe que nadie se lleve nada. -Hizo una breve pausa para hacer un recuento del grupo y siguió-: Ahora iremos a las cuevas abiertas por los balleneros, donde almacenaban el aceite en enormes toneles que luego enviaban a Inglaterra.
Junto a la entrada de las cuevas había una caja con linternas que Maeve repartió entre los turistas.
-¿Alguien sufre de claustrofobia?
Una mujer de setenta y tantos años alzó la mano.
-Yo prefiero quedarme fuera.
-¿Alguien más?
La mujer que había estado haciendo preguntas durante el trayecto en la Zodiac asintió con la cabeza.
-No soporto los lugares fríos y oscuros.
-Muy bien -dijo Maeve-. Ustedes dos aguarden aquí. Yo acompañaré a los demás hasta el área de almacenamiento de aceite de ballena. No tardaremos más de un cuarto de hora.
Condujo al grupo por un largo y sinuoso túnel abierto por los balleneros que llevaba hasta una gran caverna que hacía las veces de almacén y estaba llena de enormes toneles que habían sido empotrados en la roca y posteriormente abandonados. En cuanto entraron, Maeve se detuvo e indicó una enorme piedra que había en la entrada.
-Esta roca fue tallada desde el interior de la gruta. Protegía el almacén del frío e impedía que otros balleneros saquearan los excedentes de aceite guardados aquí cuando cerraban la estación a comienzos del invierno. Esta roca pesa tanto como un carro blindado, pero, si se conoce su secreto, hasta un niño podría moverla. -Se hizo a un lado, colocó la mano en un determinado punto situado en la parte superior de la piedra y, con toda facilidad, la empujó, haciendo que bloquease la entrada-. Se trata de un ingenioso artilugio de ingeniería. La roca se mantiene en equilibrio gracias a un eje que pasa por su centro. Si no se la empuja en la dirección correcta, no se mueve ni un milímetro.
Mientras todos hacían bromas sobre la oscuridad que los envolvía, rota sólo por la luz de las linternas, Maeve fue junto a uno de los grandes toneles de madera que permanecía medio lleno y colocó un pequeño frasco de cristal bajo una espita, para llenarlo con una pequeña cantidad de aceite. Hizo luego circular el frasco, para que los turistas se pusieran unas gotas entre los dedos.
-Asombrosamente, aunque han pasado casi ciento treinta años, el frío ha impedido que el aceite se estropeara. Se encuentra en tan buen estado como el día en que lo sacaron de la caldera y lo metieron en el tonel.
-Parece poseer extraordinarias cualidades lubricantes -dijo un hombre de pelo gris, con una larga y enrojecida nariz que lo identificaba como un gran aficionado a la bebida.
-No se lo cuente a las compañías petroleras, o para Navidad ya se habrán extinguido las ballenas -contestó Maeve con una leve sonrisa.
Una de las mujeres pidió la botella y olió su contenido.
-¿Se puede usar como aceite de cocina?
-En efecto -replicó Maeve-. Los japoneses son particularmente adictos al aceite de ballena para cocinar y hacer margarina. Los viejos balleneros mojaban sus galletas en agua salada y luego las freían en el aceite hirviendo. Yo lo probé una vez, y me pareció agradable, aunque un poco insípido, y...
Maeve fue bruscamente interrumpida por el grito de una mujer que, frenética, se llevó las manos a la cabeza. De inmediato, otras seis personas hicieron lo mismo; las mujeres chillaban, los hombres gemían. Maeve fue de uno a otro, atónita por el inmenso dolor que reflejaban sus ojos.
-¿Qué ocurre? -gritó-. ¿Qué les pasa? ¿Puedo ayudarlos...?
Y, de pronto, le llegó el turno a ella. Una cuchillada de dolor atravesó su cerebro y el corazón comenzó a latirle erráticamente. De modo instintivo, se llevó las manos a las sienes y miró, ofuscada, a los miembros del grupo. Todos eran presa de agónicos sufrimientos y tenían los ojos desorbitados. Entonces Maeve sintió un irresistible mareo seguido por un acceso de náuseas difícil de reprimir; finalmente, perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Nadie lograba comprender lo que sucedía. El aire se hizo pesado, irrespirable, al tiempo que los haces de las linternas se volvieron de un extraño color azulado. No había vibraciones, la tierra no se movía, y sin embargo la caverna se llenó de polvo. Los únicos sonidos eran los gritos de los atormentados turistas, que fueron cayendo en torno a Maeve, tras perder el equilibrio. Ella, horrorizada y sin entender qué ocurría, se vio inmersa en la más total de las desorientaciones; era como estar viviendo una pesadilla.
De pronto, inexplicablemente, cuando todos pensaban que se hallaban en las puertas de la muerte, el agónico dolor y la sensación de vértigo desaparecieron con la misma celeridad con que les habían atacado.
Maeve, exhausta, se apoyó débilmente en el tonel de aceite de ballena, con los ojos cerrados, y sintió un inmenso alivio.
Después, pasados unos minutos, alguien reunió los ánimos suficientes para hablar. Al fin, un hombre que sostenía entre los brazos a su ofuscada esposa alzó la vista hacia Maeve y dijo:
-Dios bendito..., ¿qué ha pasado?
Maeve negó lentamente con la cabeza.
-No lo sé -respondió.
Con gran esfuerzo, comprobó aliviada que todos seguían vivos y se recuperaban sin problemas. Maeve dio gracias al cielo por el hecho de que ninguna de las personas de mayor edad hubiera sufrido ataques cardíacos.
-Por favor, aguarden aquí tranquilos mientras voy a ver a las dos señoras que se quedaron en la boca del túnel y me pongo en contacto con el barco.
Maeve pensó que los turistas formaban un buen grupo, ya que nadie se quejó ni trató de hacerla responsable del anómalo suceso e inmediatamente se ayudaron los unos a los otros. Los más jóvenes colocaron a los de mayor edad en posiciones cómodas, mientras Maeve abría la inmensa puerta y franqueaba el gran umbral. El haz de luz de su linterna no tardó en desaparecer al doblar un recodo del túnel.
En cuanto Maeve salió de nuevo a la luz del día, se preguntó si no había sido todo una alucinación. El mar continuaba azul y en calma y el sol había ascendido un poco más sobre el despejado horizonte. Las dos ancianas que habían preferido quedarse al aire libre se encontraban tendidas boca abajo, en el suelo, aferradas a las rocas próximas, como si trataran de evitar ser arrastradas por una desconocida fuerza.
Maeve se inclinó, y cuando intentó despertarlas, se quedó helada de horror al ver los ojos sin vida y las bocas entreabiertas; las dos habían vaciado el contenido de sus estómagos. Estaban muertas, y sus cuerpos habían adquirido ya un tono azul púrpura.
Maeve corrió hasta la Zodiac, que seguía con la proa en la orilla: el tripulante que los había llevado a tierra también había fallecido y su rostro reflejaba la misma expresión de terror, y su tez tenía el mismo tono azulado. Atónita y ofuscada, alzó su comunicador portátil y trató de ponerse en contacto con el barco.
-Polar Queen, aquí la expedición número uno. Tenemos una emergencia. Respondan inmediatamente. Cambio.
No hubo contestación.
Lo intentó una y otra vez, pero sólo obtuvo silencio como respuesta. Era como si el Polar Queen y su tripulación jamás hubieran existido.
2
La Antártida se halla en pleno verano en enero, un mes en que los días son largos y sólo tienen un par de horas de ocaso. En esa época, en la península, las temperaturas pueden ascender hasta los quince grados centígrados, sin embargo, desde que el grupo había llegado a tierra, habían descendido a bajo cero. Se acercaba la hora en que el Polar Queen debía regresar, pero no se veía rastro del barco en lontananza.
Maeve siguió intentando inútilmente establecer contacto con el buque hasta las once de la noche. Cuando el sol polar se ocultó tras el horizonte, dejó de llamar por el canal de la nave, a fin de preservar las pilas del transmisor. El alcance de la radio portátil era de diez kilómetros, y en quinientos a la redonda no había barcos ni aviones que pudieran captar sus llamadas de ayuda. Los más próximos que podían auxiliarlos eran los de la estación científica argentina del otro extremo de la isla, pero, a no ser que alguna anomalía atmosférica hubiera ampliado el alcance de las ondas, tampoco ellos podrían oírlas. Frustrada, Maeve dejó de intentarlo, pensando en probar suerte de nuevo más tarde.
No dejaba de preguntarse dónde estaba el barco y la tripulación y si habían experimentado el mismo fenómeno y sufrido daños. Por el momento ella y su grupo se encontraban a salvo, pero, sin comida ni prendas de abrigo para dormir, no aguantarían mucho tiempo; unos cuantos días como máximo. Las edades de los excursionistas del grupo tendían a ser avanzadas: la pareja más joven debía de tener unos sesenta años, y el resto debían de estar alrededor de los setenta. La persona más vieja era una mujer de ochenta y tres años que había querido probar el sabor de la aventura antes de retirarse a una residencia para ancianos. Una fuerte sensación de impotencia se apoderó de Maeve.
Con creciente preocupación, advirtió que unas nubes negras aparecían por el oeste; eran la vanguardia de la tormenta que había mencionado el primer oficial Trevor Haynes. Maeve conocía lo suficiente el clima del polo sur para saber que las tormentas marinas casi siempre iban acompañadas de fuertes vientos y una cegadora cellisca, sin apenas nieve; pero el viento, gélido y debilitador, constituiría el principal peligro. Maeve abandonó al fin la esperanza de ver aparecer el barco en las horas siguientes y decidió prepararse para lo peor. En principio debía hacer los preparativos necesarios para que los miembros del grupo durmiesen durante las próximas diez horas.
Las cabañas que aún seguían en pie y el cobertizo que acogía las instalaciones extractoras de aceite estaban desprotegidos frente a los elementos, pues hacía tiempo que los techos se habían derrumbado y el fuerte viento de esas latitudes había roto las ventanas y arramblado con las puertas. Maeve pensó que el grupo tendría más posibilidades de sobrevivir al frío y al fuerte viento si se quedaba en la caverna. Cabía la posibilidad de hacer una hoguera con maderos viejos de la estación ballenera, pero la harían cerca de la entrada, para que el humo no pudiera producir asfixia.
Cuatro de los hombres más jóvenes la ayudaron a colocar los cuerpos de las dos ancianas y el tripulante en el cobertizo del aceite. También arrastraron la Zodiac tierra adentro y la aseguraron para evitar que los crecientes vientos se la llevasen. A continuación, cerraron con piedras la entrada del túnel, dejando sólo una pequeña apertura, a fin de evitar que las rachas del viento polar entraran en la caverna, pero Maeve no quiso cerrar la puerta de roca, para no quedar aislados por completo del exterior. Luego hizo que todos se agruparan estrechamente para darse calor.
Sin nada más que hacer, las horas esperando ser rescatados se hicieron eternas, pues prácticamente a todos les resultó imposible dormir. El frío entumecedor traspasó lentamente sus ropas, mientras en el exterior el viento soplaba cada vez con más fuerza y aullaba a través del orificio de ventilación que habían dejado en la barrera de piedras erigida en la entrada del túnel.
Sólo un par de turistas se quejaron. La mayoría sobrellevó el calvario pacientemente. Algunos se sentían realmente emocionados por estar viviendo una auténtica aventura. Dos hombretones australianos, acaudalados socios de una empresa constructora, se mofaban de sus esposas y hacían sarcásticas bromas que levantaron los ánimos de los demás. Parecían tan despreocupados como si simplemente estuvieran esperando para abordar un avión. Eran buenas personas en edad crepuscular, pensó Maeve. Sería una injusticia o, mejor dicho, un crimen, que todos tuvieran que morir en ese infierno polar.
Los imaginó enterrados bajo las rocas junto a los exploradores noruegos y a los balleneros ingleses. «Pero no será así», se dijo con firmeza. Pese al hecho de que su padre y sus hermanas sentían una gran hostilidad hacia ella, Maeve no terminaba de creerse que le negaran ser enterrada en el panteón familiar, donde reposaban sus antepasados. Y sin embargo, sabía que, tras haber tenido a los gemelos, era muy posible que su familia se negase a admitir que ella era carne de su carne y sangre de su sangre.
Tumbada en el suelo, contemplando el vapor formado en la caverna a causa de la respiración de tanta gente, intentó evocar la imagen de sus hijos, que sólo contaban seis años. Los pequeños habían quedado al cuidado de unos amigos mientras ella ganaba un muy necesario dinero haciendo de guía turística. ¿Qué sería de los niños si ella moría? Rezó para que su padre jamás se hiciese cargo de ellos, pues la compasión no era su punto fuerte y poco le importaban las vidas ajenas. Aunque tampoco se movía impulsado por la codicia, pues consideraba que el dinero era una simple herramienta. Lo que realmente le apasionaba era la capacidad de manipulación que el poder llevaba aparejada. Las dos hermanas de Maeve manifestaban idéntica insensibilidad hacia el prójimo. Afortunadamente, ella se parecía a su madre, una afable dama que, cuando Maeve contaba doce años, se vio arrastrada al suicidio por su frío e injurioso marido. Después de la tragedia, ella no volvió a considerarse parte de la familia. Su padre y sus hermanas nunca la habían perdonado por haber abandonado el hogar tan sólo con lo puesto para tratar de salir adelante sola y bajo otro nombre. Era una decisión de la que nunca se había arrepentido.
Se despertó a causa no del ruido, sino del silencio. El viento había dejado de ulular, y aunque la tormenta seguía fraguándose, se había producido una momentánea calma. Volvió a la caverna y despertó a los dos constructores australianos.
-Necesito que me acompañen a la colonia de pingüinos -les dijo-. No es difícil atraparlos. Y aunque la ley los protege, si queremos seguir vivos hasta que el barco regrese, debemos comer algo.
-¿Qué dices tú, compañero? -preguntó con voz estruendosa uno de los hombres.
-No me vendría mal un poco de carne de ave -replicó el otro.
-Los pingüinos no son exactamente un plato exquisito -dijo Maeve sonriendo-. Su carne es grasienta, pero alimenticia.
Antes de irse, Maeve hizo que los otros se incorporasen, y les pidió que fueran a la estación ballenera a por leña para hacer una hoguera.
-Quien hace un cesto, hace ciento. Ya que voy a terminar en la cárcel por matar a animales de especies protegidas y destruir lugares históricos, haré un trabajo a conciencia.
Emprendieron camino hacia la colonia, que se encontraba a unos dos kilómetros al norte, en la punta de un pequeño golfo. Aunque el viento había cesado, la cellisca hacía tremendamente difícil su avance, pues apenas podían ver a tres metros por delante de ellos. Era como si mirasen a través de una sábana de agua, y la visión resultaba aún más difusa debido a que no llevaban lentes con anteojeras, sino simples gafas de sol, y el viento, al penetrar por los lados de los cristales, les llenaba de hielo los párpados. Sólo era posible orientarse si caminaban cerca de la orilla en lugar de hacerlo en línea recta. Eso prolongó en veinte minutos la caminata, pero evitó que se perdieran.
El viento sopló de nuevo con fuerza, mordiendo encarnizadamente sus rostros. Maeve pensó en ir con el grupo hasta la estación científica argentina, pero inmediatamente desechó esta idea, porque la mayoría no resistiría la caminata de treinta kilómetros a través de la tormenta, y seguramente más de la mitad de los añosos turistas perecerían en el trayecto. Maeve tenía que considerar todas las posibilidades, tanto las factibles como las impracticables. Ella sí podía efectuar la caminata, pues era joven y fuerte, pero no creyó conveniente abandonar a las personas puestas a su cargo. Cabía la posibilidad de enviar a los dos hombretones australianos que caminaban junto a ella. El problema era qué encontrarían cuando llegasen a la estación.
¿Y si los científicos argentinos habían muerto debido a las mismas extrañas causas que habían terminado con los tres miembros de su grupo? Si había sucedido lo peor, el único aliciente para llegar a la estación era el de utilizar su potente equipo de comunicaciones. Maeve se debatía en una agónica disyuntiva. ¿Debía arriesgar las vidas de los dos australianos haciéndolos emprender un azaroso viaje, o debía mantenerlos junto a ella para que la ayudasen a cuidar de los más viejos y débiles? Optó por no enviar a los hombres a la estación científica, pues no debía exponer a los pasajeros de Ruppert y Saunders a situaciones que implicaran riesgo para sus vidas. Además, como no podía aceptar la idea de que los hubiesen abandonado, creyó que su única posibilidad consistía en quedarse donde estaban hasta que alguien los rescatara. Hasta ese momento, debían arreglárselas para sobrevivir lo mejor que pudieran.
Los Pygoscelis adeliae, o pingüinos de Adelia, son una de las diecisiete especies originales. Tienen el lomo cubierto de plumas negras, cabeza roma, pecho blanco y ojos pequeños y saltones. Algunos fósiles hallados en la isla Seymour indicaban que los antepasados de estas aves evolucionaron hace más de cuarenta millones de años, y eran de estatura aproximada a la humana. Atraída por su conducta, tan similar a la de los hombres, Maeve había pasado todo un verano observando y estudiando una colonia de pingüinos, y se había enamorado de aquella graciosa especie ornitológica. A diferencia del pingüino emperador, los de Adelia pueden moverse con rapidez, a cinco kilómetros por hora o incluso más, cuando se deslizan sobre un lecho de nieve. Mueve había pensado muchas veces que bastaba con ponerles un bombín y un bastón para convertirlos en réplicas idénticas de Charles Chaplin.
-Creo que la cochina cellisca está amainando -dijo uno de los hombres, que llevaba una gorra de piel y fumaba un cigarrillo.
-Ya era hora -rezongó el otro. Llevaba la cabeza cubierta con una bufanda, a modo de turbante-. Me siento como un trapo mojado.
En ese momento podían ver más de medio kilómetro de mar. Las otrora tranquilas aguas estaban agitadas por un fuerte oleaje. Maeve miró hacia la colonia. Hasta donde su vista alcanzaba, vio una alfombra de pingüinos, más de cincuenta millares de ejemplares. Mientras se aproximaban, tanto ella como sus compañeros advirtieron con extrañeza que ninguno de los pájaros bobos se encontraba de pie. Casi todos estaban tumbados de espalda, como si se hubieran caído.
-Es muy raro -dijo Maeve-. No hay ningún pingüino de pie.
-No son tan tontos como para enfrentarse a este huracán -dijo el hombre del turbante.
Maeve corrió hasta un extremo de la colonia y miró hacia donde estaban las aves. Le asombró la ausencia de ruido. Ninguno se movió ni manifestó interés alguno hacia la recién llegada. Maeve se arrodilló y examinó a uno de los pingüinos. Yacía en el suelo boca arriba, mirando hacia el cielo con los ojos muy abiertos, pero con la mirada vacía. Estupefacta y angustiada, contempló los millares de inmóviles pájaros bobos. De pronto advirtió la presencia de dos focas leopardo, enemigas naturales de los pingüinos, cuyos cuerpos se mecían en la pedregosa orilla, impulsados por las olas.
-Están muertos -murmuró atónita.
El de la gorra de piel exclamó:
-¡Por todos los demonios, tiene razón! Ni uno de esos puñeteros bichos respira.
«Esto no puede estar sucediendo», pensó Maeve, que no salía de su asombro y permanecía totalmente inmóvil. No podía saber a ciencia cierta qué había ocurrido, pero lo intuía. De pronto, se le ocurrió la absurda idea de que todos los seres vivos del planeta hubieran muerto a causa del mismo misterioso mal. ¿Es posible que seamos los únicos supervivientes que quedan en el mundo?, se preguntó horrorizada.
El hombre que llevaba la cabeza envuelta en una bufanda se inclinó sobre uno de los pingüinos y lo alzó entre sus manos.
-Parece que nos han ahorrado el trabajo de sacrificarlos -dijo.
-¡No los toque! -le gritó Maeve.
-¿Por qué? -replicó el hombre, indignado-. Todos necesitamos comer.
-Ignoramos qué fue lo que los mató. Quizá hayan muerto a causa de alguna enfermedad infecciosa.
El de la gorra de piel asintió.
-Maeve sabe lo que dice. La enfermedad que mató a estos bichos podría liquidarnos también a nosotros. No sé tú, pero a mí no me apetece nada ser responsable de la muerte de mi esposa.
-Lo que mató a las dos mujeres y al marinero no fue ninguna enfermedad -argüyó el otro-. Se trató más bien de algún extraño fenómeno natural.
Maeve se mantuvo firme.
-Me niego a que arriesguemos más vidas. El Polar Queen regresará. No nos han olvidado.
-Si el capitán se proponía darnos un buen susto, lo está consiguiendo.
-Debe de haber ocurrido algo grave para que todavía no hayan regresado.
-Aun así, más vale que sus jefes estén cubiertos por un buen seguro, porque cuando regresemos a la civilización vamos a ponerles una demanda que los pondrá en graves apuros.
Maeve no estaba de humor para discutir. Dio la espalda a la difunta colonia de pingüinos y emprendió el regreso a la caverna. Tras escrutar el mar en busca de algo que no estaba allí, los dos hombres siguieron sus pasos.
3
Despertar al cabo de tres días en la cueva de una isla desierta en medio de una tormenta polar siendo responsable de tres muertes y de las vidas de nueve hombres y once mujeres, no constituye una experiencia agradable. Sin el menor indicio que anunciara el ansiado regreso del Polar Queen, el alegre grupo que había desembarcado dispuesto a experimentar la imponente soledad de la Antártida se encontraba inmerso en una pesadilla de abandono y desesperación. Y, para aumentar la angustia de Maeve, las pilas de su comunicador portátil ya se habían agotado.
Sabía que, debido a las inclemencias del tiempo, alguno de los componentes de mayor edad del grupo podía morir en cualquier momento, pues todos ellos eran personas procedentes de zonas cálidas y tropicales y no estaban acostumbradas al frío clima Antártico. De haber sido jóvenes y fuertes, quizá hubiesen sobrevivido hasta la llegada de auxilio, pero los miembros del grupo no eran personas de veinte o de treinta años, sino ancianos débiles y vulnerables.
Al principio bromearon y contaron chistes, enfrentándose a su apurada situación como si fuese una aventura añadida. Cantaron canciones, sobre todo Waltzing Matilda, el himno australiano extraoficial, y jugaron a las palabras. Pero poco a poco el letargo se impuso, y los turistas no tardaron en quedar silenciosos y pasivos, aceptando sus sufrimientos valerosamente y sin protestar.
Llegó un momento en que el hambre superó el temor a la carne contaminada, y Maeve abortó un motín dando al fin su brazo a torcer y enviando a los hombres a por varios pingüinos muertos. No existía problema de descomposición, pues las aves se habían congelado al poco de morir. Uno de los hombres era un cazador experto, y con la ayuda de una navaja del ejército suizo, desplumó y descuartizó con pericia las piezas. Llenaron sus estómagos de proteínas y grasas; en definitiva, de combustible para mantener el calor corporal.
Maeve encontró té que debía de tener más de setenta años en una de las cabañas de los balleneros, de donde también cogió una olla y una sartén. A continuación sacó de los toneles un litro de aceite de ballena, lo vertió en la sartén y lo encendió. Cuando surgió la llama azul, todos aplaudieron el ingenio con que Maeve había improvisado un fogón. Luego limpió la vieja olla, la llenó de nieve y preparó el té. Aquello les levantó a todos la moral, aunque por poco tiempo, pues la depresión no tardó en volver a adueñarse del ánimo de todos los que estaban en la caverna. La determinación del grupo a no morir fue flaqueando a causa del intenso frío. Presas del desánimo, pensaron que un final trágico era inevitable. El barco no regresaría, y la esperanza de ser rescatados de otro modo bordeaba la fantasía. Así pues, poco les importaba ya morir de la misteriosa enfermedad -si se trataba realmente de una enfermedad- que había matado a los pingüinos. Nadie llevaba ropa adecuada para soportar por mucho tiempo temperaturas bajo cero. Por otra parte, no podían utilizar el aceite de ballena para hacer un gran fuego, pues el riesgo de asfixia era excesivo. La pequeña cantidad que ardió en la sartén sólo produjo un calor muy escaso, insuficiente para prolongar la vida. Poco a poco, los letales tentáculos del frío los irían estrangulando a todos.
Fuera, la tormenta arreciaba y había comenzado a nevar, fenómeno muy extraño en la península durante el verano. La esperanza de que los descubrieran fortuitamente se disipaba a medida que la intensidad de la tormenta iba en aumento. Cuatro de los turistas de mayor edad estaban al borde de la muerte por consunción. Viendo cómo el control de la situación se le escapaba por entre los ateridos dedos, Maeve fue presa de la negra desesperación, pues se culpaba de las tres muertes que ya se habían producido.
Los miembros del grupo la miraban como a su única esperanza. Hasta los hombres respetaban su autoridad y cumplían sus órdenes sin rechistar.
-Que Dios se apiade de ellos -murmuró-. No puedo permitir que se den cuenta de que ya no puedo hacer nada más.
Se estremeció al experimentar una opresiva sensación de impotencia y sintió cómo un extraño letargo se apoderaba de ella. Se daba cuenta de que tendría que apurar ese amargo trago hasta las heces, pero no creía tener la fortaleza necesaria para seguir llevando sobre sus espaldas la carga de veinte vidas humanas. Se sentía exhausta, deseosa de arrojar la toalla. En su letargo, le pareció oír difusamente algo extraño, distinto al aullido del viento. Era como si algo estuviese batiendo el aire. Luego el ruido cesó. Maeve pensó que había sido producto de su imaginación. Lo más probable era que, simplemente, el viento hubiese cambiado de dirección, alterando así su sonido al pasar a través del orificio de ventilación de la boca del túnel.
Volvió a oírlo por un instante y luego el sonido se extinguió. Entonces se puso trabajosamente en pie y, a trompicones, fue hasta la boca del túnel. La nieve se había acumulado ante el muro de piedras y casi tapaba el respiradero. Maeve quitó varias rocas para ampliar el orificio y salió por él a gatas. Se encontró en un gélido mundo de viento y nieve. El viento soplaba a unos veinte nudos, levantando remolinos de nieve como un tornado. De pronto, entrecerró los ojos y escrutó la blanca turbulencia. Algo parecía moverse entre la nieve, una vaga forma carente de sustancia, pero más oscura que el opaco telón tendido desde el cielo.
Maeve avanzó un paso y cayó de bruces. Por un momento consideró la posibilidad de quedarse allí, durmiendo. El deseo de darse por vencida era abrumador. Pero la chispa de vida que albergaba en su interior se negaba a extinguirse. Se puso de rodillas y miró a través de la difusa luz. Vio algo que se movía hacia ella, y luego una racha de viento lo volvió a ocultar. Instantes más tarde reapareció, esta vez más cerca, y ella sintió que el corazón se le llenaba de júbilo.
Era la figura de un hombre cubierto de nieve y hielo. Maeve agitó los brazos y lo llamó, entonces él se detuvo -pareció quedar a la escucha-, y al fin se dio media vuelta y comenzó a alejarse.
Maeve optó por gritar, emitiendo un agudo chillido, propio de una mujer desesperada. La figura se volvió hacia ella y miró a través de los densos copos de nieve. Maeve agitó frenéticamente los brazos, y entonces él respondió al saludo y echó a correr hacia ella.
-Por favor, que no sea un espejismo ni una alucinación -suplicó ella a los cielos.
Y súbitamente, el hombre estaba allí, rodeando sus hombros con unos brazos que eran los más grandes y fuertes que Maeve había sentido en torno a ella.
-Gracias, Dios mío. Nunca perdí la esperanza de que alguien llegase...
El hombre era alto y llevaba un mono turquesa con las letras ANIM3 en la parte izquierda de la pechera y una máscara de esquí con anteojeras. Se las quitó y la miró con unos increíbles ojos verdes opalinos que denotaban una mezcla de sorpresa y asombro. Su rostro bronceado parecía extrañamente fuera de lugar en la Antártida.
-¿Qué demonios hace usted aquí? -preguntó con su voz grave teñida de preocupación.
-Tengo a veinte personas en una caverna, aquí cerca. Estábamos de excursión, cuando nuestro barco zarpó y no volvió más.
Él la miró incrédulamente.
-¿Los abandonaron?
Ella asintió con la cabeza y, dirigiendo una temerosa mirada a la tormenta, preguntó:
-¿Se ha producido una catástrofe mundial?
La pregunta hizo que el hombre frunciera el entrecejo.
-Que yo sepa, no. ¿Por qué se le ha ocurrido algo así?
-Tres personas de mi grupo murieron en misteriosas circunstancias. Y la colonia de pingüinos del norte de la bahía ha sido exterminada. No queda un solo pájaro vivo.
Al desconocido no pareció sorprenderle la trágica noticia, y ayudó a Maeve a ponerse en pie.
-Vamos, la ayudaré a levantarse.
-Es usted norteamericano -dijo ella, temblando de frío.
-Y usted australiana.
-¿Tanto se me nota el acento?
-Un poco.
Maeve le tendió una enguantada mano.
-No sabe cómo me alegro de verlo, señor...
-Pitt, me llamo Dirk Pitt.
-Yo soy Maeve Fletcher.
Haciendo caso omiso de sus protestas, Pitt la tomó en brazos y comenzó a caminar con ella, siguiendo las huellas que Maeve había dejado y que conducían hasta la cueva.
-Sugiero que continuemos charlando en un lugar menos frío. Dice usted que la acompañan veinte personas, ¿no?
-Sí, son los supervivientes del grupo.
Una vez en el interior del túnel, Pitt dejó a Maeve en el suelo y se quitó la máscara de esquí. Su cabellera era una masa de abundante pelo negro y tenía la cejas densas y oscuras. Su rostro curtido por largas horas pasadas a la intemperie y sus facciones, quizá algo toscas, resultaban muy atractivos. Tenía la boca curvada en una leve sonrisa. Maeve se dijo que era un hombre con el que una mujer podía sentirse a salvo.
Un minuto más tarde los turistas recibieron a Pitt como a una estrella del fútbol que hubiese conseguido un gran triunfo para el equipo local. Al ver a un extraño aparecer súbitamente ante ellos, los componentes del grupo reaccionaron como si les hubiera tocado la lotería. Considerando el calvario por el que habían pasado, Pitt quedó asombrado de que todos se encontraran tan bien. Las mujeres lo abrazaron y besaron como a un hijo y los hombres le palmearon la espalda hasta magullársela. Todos hablaban y preguntaba a la vez. Maeve lo presentó y explicó cómo se habían encontrado en plena tormenta.
-¿De dónde sale usted? -quisieron saber todos.
-De un barco científico de la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas. Formamos parte de una expedición que intenta averiguar por qué los delfines y las focas están desapareciendo tan rápidamente de estas aguas. Volábamos sobre la isla Seymour en un helicóptero cuando la tormenta de nieve comenzó a arreciar, y decidimos aterrizar y aguardar en tierra hasta que el tiempo mejorase.
-Entonces ¿no está usted solo?
-No, he venido con un piloto y un biólogo, pero ellos se han quedado en el helicóptero. Yo divisé entre la nieve lo que me pareció un pedazo de Zodiac y me pregunté cómo una nave de esa clase estaba abandonada en una parte deshabitada de la isla. Así que decidí echar un vistazo. Fue entonces cuando oí gritar a la señorita Fletcher.
La abuela de ochenta y tres años dijo a Maeve:
-Menos mal que se te ocurrió salir a ver qué pasaba, hija mía.
-Me pareció oír algo extraño, solapado por el sonido de la tormenta. Ahora comprendo que se trataba del helicóptero tomando tierra.
-Encontrarnos en mitad de la tormenta fue un increíble golpe de suerte -dijo Pitt-. No podía creer que estaba oyendo un grito de mujer. Hasta que la vi agitando los brazos, pensé que se trataba del viento.
-¿Dónde está su barco? -preguntó Maeve.
-A unos cuarenta kilómetros al noreste.
-¿No se cruzarían ustedes con nuestra nave, el Polar Queen?
Pitt negó con la cabeza.
-Llevamos una semana sin ver ningún barco.
-¿Y no han recibido algún mensaje por radio? -quiso saber Maeve-. Quizá alguna llamada de socorro...
-Hablamos con un barco que llevaba suministros a la base británica de Halley Bay, pero no nos hemos comunicado con ningún buque turístico.
Asombrado, uno de los hombres comentó:
-No puede haberse esfumado con toda la tripulación y el resto de los pasajeros.
-Resolveremos el misterio una vez los hayamos trasladado a todos ustedes a nuestro barco. Seguro que no es tan lujoso como el Polar Queen, pero tiene camarotes cómodos, un buen médico y un cocinero que guarda celosamente una colección de excelentes vinos.
Un membrudo ovejero neozelandés comentó jovialmente:
-Antes que seguir un minuto más en este congelador, me iría derechito al infierno.
-En el helicóptero sólo pueden ir cinco o seis personas a la vez, así que tendremos que hacer varios viajes -explicó Pitt-. Como aterrizamos a más de trescientos metros de aquí, regresaré al aparato y trataré de tomar tierra más cerca de la entrada de esta cueva, para que no tengan que caminar demasiado tiempo por la nieve.
-Nada como el servicio a domicilio -dijo Maeve, que se sentía como si hubiera vuelto a nacer-. ¿Puedo ir con usted?
-¿Se siente con ánimos?
Ella asintió con la cabeza.
-Creo que para todos será un alivio que me vaya un rato y deje de darles órdenes.
Al Giordino estaba acomodado en el asiento del piloto del helicóptero turquesa de la ANIM resolviendo un crucigrama. No más alto que una lámpara de pie, el hombre tenía el cuerpo sólido como un barril de cerveza puesto sobre dos piernas y sus brazos eran como sendas grúas de construcción. Ocasionalmente miraba con sus negros ojos la nieve a través del cristal del parabrisas, y al no ver a Pitt, volvía a centrar su atención en el crucigrama. Su cabello negro y rizado enmarcaba un rostro redondo, animado permanentemente por una sonrisa de sarcasmo que indicaba su escepticismo hacia el mundo y todo lo que éste contenía. Por otra parte, la nariz denotaba su ascendencia latina.
Amigo íntimo de Pitt desde la infancia, los dos hombres fueron inseparables durante los años en que estuvieron en las fuerzas aéreas, antes de presentarse voluntarios para ayudar a poner en marcha la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas, un destino provisional que ya venía durando casi catorce años.
-Dime una palabra de ocho letras que signifique «gonodolfo branquial que se alimenta de arenques» -dijo al hombre sentado tras él, en la parte de carga del helicóptero, donde habían colocado el equipo de investigación.
El biólogo marino de la ANIM alzó la vista de un espécimen que habían recogido hacía poco y frunció el entrecejo, intrigado.
-No existe ningún bicho que se llame gonodolfo branquial.
-¿Seguro? Pues aquí lo pone.
Roy Van Fleet se dio cuenta de que Giordino estaba tomándole el pelo. Tras pasar tres meses con él en el mar, Van Fleet ya no solía caer cuando el fornido italiano le gastaba una broma.
-Ah, sí, pensándolo bien, creo que se trata de un murciélago de Mongolia. A ver si te cabe «botarate».
No pudiendo embromar ya a su compañero, Giordino alzó la vista del crucigrama y miró la nieve que caía.
-Dirk debería estar ya de regreso.
-¿Cuánto tiempo lleva fuera? -preguntó Van Fleet.
-Unos tres cuartos de hora.
De pronto Giordino entrecerró los ojos. Dos vagas formas tomaron cuerpo en la distancia.
-Creo que ahí está -dijo. Y, a continuación-: ¿Le echaste algún polvo raro al sandwich que me acabo de comer? Juraría que viene con alguien.
-Imposible. No hay un alma en treinta kilómetros a la redonda.
-Pues ven a verlo tú mismo.
Para cuando Van Fleet hubo tapado y guardado en un cajón de madera su frasco de especímenes, Pitt ya había abierto la portilla de entrada y estaba ayudando a Maeve Fletcher a subir al helicóptero.
La joven se echó para atrás la capucha del chaquetón naranja, se atusó el rubio cabello y sonrió ampliamente.
-Muy buenas, caballeros. No saben ustedes cómo me alegra verlos.
Van Fleet puso cara de haber visto al ángel de la Resurrección y se quedó absolutamente atónito.
Giordino, por su parte, se limitó a lanzar un suspiro de resignación. Sin dirigirse a nadie en concreto, preguntó:
-¿Quién, si no Dirk Pitt, podría salir a explorar una isla deshabitada en plena Antártida y regresar con una preciosa mujer?
4
Aún no había pasado una hora desde que Pitt pusiera sobre alerta al barco de investigación de la ANIM, Ice Hunter, cuando el capitán Paul Dempsey se enfrentó al gélido viento para contemplar como Giordino posaba el helicóptero en la plataforma de aterrizaje de la nave. Salvo por el cocinero del barco, que se quedó en la cocina, preparando comida, y el jefe de máquinas, que permaneció abajo, el resto de la dotación, incluidos los técnicos de laboratorio y los científicos, subieron a recibir al primer grupo de ateridos y hambrientos turistas evacuados de la isla Seymour.
El capitán Dempsey se había criado en un rancho de las montañas Beartooth, en la frontera entre Wyoming y Montana. Tras acabar sus estudios en el instituto, se escapó de casa para irse al mar y trabajó en los buques pesqueros que faenaban en Kodiak, Alaska. Se enamoró de los helados mares del círculo ártico y, con el tiempo, pasó el examen necesario para capitanear un remolcador rompehielos de salvamento. Por picado que estuviera el mar o por fuerte que fuese el viento, Dempsey no había vacilado nunca en enfrentarse a las peores tormentas del golfo de Alaska para auxiliar a algún barco en apuros. Durante los siguientes quince años, rescató osadamente infinidad de barcos pesqueros, seis buques de mercancías, dos petroleros y un destructor naval. Tales hazañas lo convirtieron en una figura legendaria, conmemorada por una estatua erigida en el muelle de Seward, un homenaje que a Dempsey le hizo sentir sumamente incómodo. Cuando la compañía de salvamentos marinos desapareció a causa de las deudas, se vio obligado a retirarse, pero no tardó en aceptar una oferta del director de la ANIM, el almirante James Sandecker, que le propuso capitanear el Ice Hunter, el barco de exploración polar de la agencia.
Era un hombre de hombros anchos y cintura estrecha, y siempre se le veía con la pipa de madera de brezo en su firme y sonriente boca, y las piernas bien separadas y afirmadas en cubierta; el típico aspecto de un lobo de mar, aunque con cierto toque de distinción. Dempsey, de cabello cano, siempre iba perfectamente afeitado y era muy aficionado a contar historias marítimas. En realidad, parecía un jovial capitán de una embarcación turística.
Cuando las ruedas del helicóptero se posaron en la plataforma, Dempsey fue hacia el aparato, seguido por el médico del barco, el doctor Mose Greenberg, un hombre alto y delgado que llevaba el oscuro cabello recogido en una coleta. Sus relucientes ojos eran de un verde azulado, y tenía el aspecto serio de todos los médicos devotos de su trabajo.
Greenberg, seguido por cuatro tripulantes con camillas para asistir a los añosos turistas rescatados que tuvieran dificultades para caminar, se agachó para pasar bajo los rotores y abrió la puerta del compartimiento de carga. Luego, dirigiéndose a la cabina, indicó por señas a Giordino que bajase la ventanilla lateral. El fornido italiano lo hizo y se asomó.
-¿Está Pitt contigo? -gritó Dempsey, para hacerse oír por encima del estruendo del motor.
Giordino negó con la cabeza.
-Él y Van Fleet se quedaron para examinar un montón de pingüinos muertos.
-¿A cuántos pasajeros del crucero traes?
-Logramos meter a bordo a las seis mujeres de mayor edad que lo habían pasado peor. Necesitaré hacer otros cuatro viajes. Tres para transportar el resto de los turistas, y uno para traer a Pin, Van Fleet, la guía y los tres cadáveres que dejaron en el cobertizo de los balleneros.
Dempsey señaló la nieve y la cellisca que caían a raudales.
-¿Podrás orientarte con este temporal?
-Me guiaré por la señal del comunicador portátil de Pitt.
-¿En qué estado se encuentran los turistas?
-Bastante bueno, teniendo en cuenta que se trata de personas de la tercera edad que han pasado tres días y tres noches en una cueva que era un congelador. Pitt me indicó que dijera al doctor Greenberg que la neumonía será el principal problema. El frío ha minado las energías de los más viejos y, en su estado de debilidad, su resistencia es mínima.
-¿Tienen idea de lo que le ocurrió a su barco? -quiso saber Dempsey.
-Antes de que bajasen a tierra, el primer oficial le dijo a la guía de la excursión que el barco iría veinte kilómetros litoral arriba para dejar allí a otro grupo de excursionistas. Eso es cuanto la mujer sabe. Una vez zarpó, el barco no volvió a establecer contacto con ella.
Dempsey tendió la mano y palmeó cordialmente el brazo de Giordino.
-Vuelve a la isla y ten cuidado, no se te vayan a mojar los pies. A continuación, el capitán se dirigió a la portilla de carga y se presentó a los cansados y ateridos pasajeros del Polar Queen según éstos iban saliendo del helicóptero. Tapando con una manta a la anciana de ochenta y tres años que estaban sacando en una camilla, dijo con una cálida sonrisa:
-Bienvenida a bordo. Le tenemos preparada sopa caliente, café y una cama confortable en el alojamiento de oficiales.
-Si no le importa, prefiero té -contestó la anciana con una suave sonrisa.
-Sus deseos son órdenes, querida señora. Cuente con el té -dijo Dempsey con galantería.
-Dios lo bendiga, capitán -contestó ella, estrechando la mano de éste.
En cuanto hubieron ayudado a bajar al último pasajero, Dempsey hizo una seña a Giordino, y éste alzó inmediatamente el helicóptero. El capitán se quedó mirando cómo el aparato turquesa se alejaba y desaparecía en la cellisca blanca.
Volvió a encender su sempiterna pipa y se quedó un rato en el pequeño helipuerto mientras los otros, huyendo del frío, corrían a refugiarse dentro de la superestructura del barco. No había contado con tener que enfrentarse a una misión de rescate. Que un barco se encontrase en apuros en alta mar, lo entendía, pero no llegaba a comprender los motivos por los que un capitán podía abandonar a sus pasajeros en una isla desierta y dejarlos en una situación de absoluta precariedad.
El Polar Queen se había alejado mucho más de veinticinco kilómetros del emplazamiento de la vieja estación ballenera. De eso estaba seguro, porque el radar del Ice Hunter tenía un alcance de más de ciento veinte kilómetros, y no se había reflejado en él nada que se pareciera ni por asomo a un buque de turismo.
El viento había amainado considerablemente cuando Pitt, acompañado por Maeve Fletcher y Van Fleet, llegó a la colonia de pingüinos. La zoóloga australiana y el biólogo norteamericano habían hecho buenas migas de inmediato. Pitt caminaba en silencio tras ellos, mientras los dos charlaban sobre sus respectivas especialidades. Maeve no dejaba de hacer a Van Fleet preguntas referentes a la tesis doctoral que estaba haciendo, mientras él le pedía detalles respecto al masivo exterminio de la colonia de pingüinos, las aves más simpáticas del mundo.
La tormenta había arrastrado al mar los cadáveres más próximos a la orilla. Como el viento y la cellisca habían cedido, la visibilidad era ya de casi un kilómetro, y Pitt pudo calcular que entre las piedras y rocas de la playa no habría menos de cuarenta mil pingüinos muertos.
Comenzaban a llegar petreles gigantes, los buitres del mar, para darse un festín de pingüinos. Pese a la majestuosidad con que surcaban el aire, eran implacables carroñeros. Bajo la mirada de desagrado de Pitt y sus acompañantes, los inmensos pájaros cayeron sobre sus inertes presas y hundieron sus picos en los cuerpos de las aves hasta que sus cuellos y cabezas estuvieron teñidos de rojo a causa de la sangre y las vísceras.
-No es exactamente un espectáculo digno de ser recordado -dijo Pin.
Van Fleet se encontraba estupefacto. Se volvió hacia Maeve con expresión de incredulidad.
-Aunque tengo la tragedia ante mis propios ojos, me sigue resultando difícil aceptar que todas esas pobres criaturas muriesen a la vez en un espacio de terreno tan reducido.
-Sea cual sea la causa que produjo este fenómeno -dijo Maeve-, estoy segura de que también es responsable de la muerte de los dos pasajeros y del tripulante que nos condujo a tierra.
Van Fleet se arrodilló y examinó uno de los pingüinos.
-No tiene heridas, ni hay indicios claros de envenenamiento ni de enfermedad. El cuerpo parece grueso y saludable.
Maeve se inclinó sobre el hombro del científico.
-Lo que más me ha extrañado es que todos tienen los ojos algo desorbitados.
-Sí, ya veo. Tienen los ojos dilatados.
Pitt miró pensativamente a Maeve.
-Mientras la llevaba a la cueva, usted me dijo que los tres fallecidos murieron en circunstancias misteriosas.
Ella asintió con la cabeza.
-Una extraña fuerza, invisible e intangible, casi acaba con todos nosotros. No tengo idea de qué pudo ser, pero le aseguro que, durante al menos cinco minutos, sentimos como si nuestros cerebros estuvieran a punto de estallar. El dolor fue horroroso.
-Por el color azulado de los cadáveres que me mostró en el cobertizo de la estación ballenera, parece que el motivo de la muerte fue un fallo cardíaco -dijo Van Fleet.
Pitt contempló el escenario de la aniquilación masiva.
-Es imposible que tres personas, infinidad de miles de pingüinos y cincuenta y tantas focas leopardo fallecieran a la vez de ataques cardíacos.
-Tiene que existir una causa común que relacione todas esas muertes -dijo Maeve.
-¿Tendrá esto relación con la manada de delfines muertos que encontramos en el mar de Weddell o con las focas también muertas que vimos en el canal de la isla Vega? -preguntó Pitt a Van Fleet. El biólogo marino se encogió de hombros. -Para saberlo a ciencia cierta, hace falta un estudio más a fondo, pero parece evidente que tiene que existir un vínculo entre todos esos sucesos.
-¿Examinó los cuerpos en su laboratorio del barco? -preguntó Maeve.
-Diseccioné dos focas y tres delfines y no encontré base alguna para formular una teoría sólida. La única coincidencia perceptible es que todos sufrieron hemorragias internas.
-Delfines, focas, aves y personas... -murmuró Pitt-. Todos son vulnerables a este azote.
Van Fleet asintió solemnemente.
-Por no mencionar las inmensas cantidades de calamares y tortugas marinas que han sido arrastradas a las playas del Pacífico y los millones de peces muertos que fueron hallados flotando frente a las costas de Perú y Ecuador en los últimos dos meses.
-Sí esto continúa así, no hay forma de predecir cuántas especies de vida marina y submarina quedarán extinguidas. -Pitt volvió la vista hacia el cielo, en el que sonaba el lejano rumor del helicóptero-. En resumidas cuentas, ¿qué sabemos, aparte de que nuestra misteriosa plaga mata sin discriminación a todos los seres vivos?
-Y de que lo hace en cuestión de minutos -añadió Maeve.
Van Fleet se puso en pie.
-Si no averiguamos cuanto antes si el fenómeno se debe a disturbios naturales o a alguna clase de intervención humana -dijo francamente preocupado-, pronto los océanos carecerán de vida en sus profundidades.
-Y no sólo los océanos. Olvida usted que el fenómeno también mata en tierra -le recordó Maeve.
-No me lo recuerde, porque me horroriza pensar en ello.
Por un momento ninguno dijo nada. Los tres intentaban hacerse una idea de la potencial catástrofe oculta en algún lugar de los mares. Al fin, Pitt rompió el silencio y dijo con expresión pensativa:
-Bueno, éste parece un trabajo cortado a la medida para nosotros.
5
Pitt estudió la pantalla de un gran monitor en la que aparecía una imagen realzada por computador de la Península Antártica y sus islas limítrofes. Luego se retrepó en el asiento, descansó la vista unos instantes y miró por los teñidos cristales del puente de navegación del Ice Hunter cómo el sol se abría paso entre los jirones de nubes. Eran las once de una noche de verano en el hemisferio sur, y seguía habiendo luz diurna.
Los pasajeros del Polar Queen habían comido y se hallaban en los cómodos camarotes que amablemente les habían cedido la tripulación y los científicos. Doc Greenberg los había examinado detenidamente a todos y no encontró en ninguno de ellos daños o traumas permanentes. Se sintió aliviado de que tan sólo hubiera algunos casos de catarro, pero ní rastro de neumonías. En el laboratorio de biología del Ice Hunter, situado dos cubiertas por encima del hospital, Van Fleet, con la ayuda de Maeve Fletcher, estaba haciéndoles la autopsia a los pingüinos y las focas que habían transportado con el helicóptero desde la isla Seymour. Los tres cadáveres humanos habían sido puestos en hielo en espera de poder ser entregados a patólogos profesionales.
Pitt posó la vista en las enormes proas gemelas del Ice Hunter. No se trataba de una embarcación científica corriente; había sido diseñada informáticamente por ingenieros navales que trabajaron con datos aportados por oceanógrafos. Navegaba sobre cascos paralelos donde se hallaban instalados los grandes motores y las máquinas auxiliares. Su superestructura redonda, propia de la era espacial, albergaba aparatos técnicamente muy sofisticados e innovadores. Los alojamientos de la tripulación y los oceanógrafos eran equiparables a los camarotes de los transatlánticos de lujo. Su estructura ligera la dotaba de un aspecto frágil, aunque, desde luego, no lo era. Pues se trataba de una embarcación recia, construida para navegar con soltura en aguas agitadas y poder capear los más fuertes temporales. Los cascos triangulares, de un diseño revolucionario, podían cortar y atravesar témpanos de cuatro metros de ancho.
El almirante James Sandecker, el dinámico director de la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas, había supervisado todo el proceso de construcción de la nave, desde que había sido diseñada por ordenador hasta que realizó su primer viaje alrededor de Groenlandia, y estaba orgulloso de cada centímetro del espléndido buque de reluciente superestructura blanca y cascos color turquesa. Como era muy convincente a la hora de conseguir fondos del nuevo y tacaño Congreso, no se había escatimado nada a la hora de construir el Ice Hunter, para dotarlo con el más avanzado equipamiento técnico. Se trataba, sin lugar a dudas, del mejor barco de investigación polar construido nunca.
Pitt volvió a mirar atentamente la imagen enviada desde el satélite.
No se sentía demasiado cansado. El día había sido largo y ajetreado, pero también estuvo lleno de toda clase de emociones: felicidad y satisfacción por haber salvado las vidas de más de veinte personas, y pesar al ver aquella enorme extensión de infortunados animales marinos muertos. Se trataba de una catástrofe incomprensible; algo siniestro y amenazador se cernía sobre ellos, un terrible secreto que desafiaba la lógica.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la aparición de Giordino y el capitán Dempsey, que salieron del ascensor que comunicaba el ala de observación, situada por encima del puente de navegación, con la sala de máquinas, ubicada en las entrañas del barco, quince cubiertas más abajo.
-¿Captan las cámaras del satélite algún indicio del Polar Queen? -preguntó Dempsey.
-Nada que se pueda identificar positivamente -replicó Pitt-. La nieve difumina las imágenes.
-¿Algún contacto por radio?
Pitt negó con la cabeza.
-Es como si unos extraterrestres se hubieran llevado el barco. En la sala de comunicaciones no han recibido respuesta a sus llamadas. Y, por cierto, la radio de la base científica argentina permanece muerta.
-Sea cual sea el desastre que se abatió sobre el barco y la base debió de producirse con extraordinaria rapidez, pues los pobres diablos no tuvieron ni tiempo para hacer una llamada de socorro -comentó Dempsey.
-¿Han descubierto Van Fleet y Fletcher alguna pista que pueda aclarar el motivo de las muertes? -preguntó Pitt.
-Los exámenes preliminares indican que la arterias se rompieron en la base de los cráneos de los animales y por ello se produjeron las hemorragias internas. Aparte de eso, no puedo decir más.
-Parece que el cabo de nuestro ovillo nos conduce de un misterio a un enigma y del enigma a un dilema, sin que haya solución a la vista -dijo filosóficamente Pitt.
-Si el Polar Queen no está flotando en las proximidades ni se halla en el fondo del mar de Weddell, quizá haya sido objeto de un secuestro -aventuró Giordino.
-¿Como ocurrió con el Lady Flamborough? -preguntó Pitt sonriendo al tiempo que miraba a su amigo.
-Es una posibilidad que me ha pasado por la mente.
Dempsey, con la vista en el puente, recordó el suceso.
-El crucero secuestrado por terroristas en el puerto de Punta del Este hace varios años.
Giordino asintió.
-Transportaba jefes de estado a una conferencia sobre economía. Los terroristas llevaron el barco por el estrecho de Magallanes hasta un fiordo chileno, y allí lo ocultaron bajo un glaciar, donde Dirk lo localizó.
Dempsey calculó:
-Suponiendo que el Polar Queen lleve una velocidad de crucero de dieciocho nudos, los terroristas pueden encontrarse en estos momentos a mitad de camino de Buenos Aires.
-No me parece probable -dijo sosegadamente Pitt-. No se me ocurre ni una sola razón para que unos terroristas secuestren un barco de crucero en la Antártida.
-¿Cuál es entonces tu teoría?
-Creo que el Polar Queen se encuentra a la deriva o navegando en círculos a menos de doscientos kilómetros de aquí. -Pitt lo dijo con una seguridad que no dejaba lugar a dudas.
-¿Sabes acaso algo que nosotros ignoramos? -preguntó Dempsey, mirándolo extrañado.
-Apostaría lo que fuese a que el mismo fenómeno que terminó con las turistas y el tripulante que se hallaban en el exterior de la cueva, mató a todos los que iban en el Polar Queen.
-No es una idea agradable -dijo Giordino-, pero eso explicaría por qué el barco no regresó a recoger a los excursionistas.
-Y no nos olvidemos del segundo grupo, el que debía ser desembarcado veinte kilómetros costa arriba -les recordó Dempsey.
-Este lío empeora con cada minuto que pasa -rezongó Giordino.
Con la vista fija en la imagen del monitor, Pitt anunció:
-Al y yo efectuaremos un vuelo de reconocimiento en busca del segundo grupo. Si no encontramos indicios de su presencia, iremos a ver a los de la base científica argentina. Si estamos en lo cierto, ellos también pueden estar muertos.
-Pero, por Dios... ¿cuál es la causa de esta catástrofe? -preguntó Dempsey, sin dirigirse a nadie en particular.
Pitt hizo un vago gesto con las manos.
-Las causas conocidas que habitualmente producen el exterminio de la vida en los mares y sus inmediaciones no encajan en este rompecabezas. Los problemas naturales que suelen generar en cualquier lugar del mundo enormes mortandades de peces, como la alteración de la temperatura en las aguas de superficie o las invasiones de algas, como en el caso de las mareas rojas, no son aplicables a este caso, pues no se ha dado ninguna de estas causas.
-Eso nos deja con la contaminación causada por el hombre.
-Pero también debemos descartarlo -dijo Pitt-, pues en miles de kilómetros a la redonda no existen fuentes conocidas de contaminación tóxica. Además un desecho radiactivo o químico no habría podido liquidar a tantos pingüinos en tan poco tiempo y, desde luego, no podría ser responsable de la muerte de los animales que se encontraban en tierra firme, junto a la orilla. Me temo que nos encontramos ante una amenaza sin precedentes.
Giordino sacó un enorme cigarro del bolsillo interior de su chaqueta. Era uno de los puros hechos especialmente para el personal disfrute del almirante Sandecker... y también de Giordino, pues nunca había llegado a descubrirse cómo se las arreglaba el italiano para llevar una década surtiéndose de la reserva de tabaco del almirante sin que nunca lo descubrieran. Acercó una llama a la punta del cigarro y aspiró una nube de fragante humo. Luego, tras chasquear la lengua, preguntó:
-Muy bien, ¿qué hacemos entonces?
El humo del cigarro hizo que Dempsey arrugase la nariz.
-Me he puesto en contacto con los gerentes de Ruppert y Saunders, la empresa propietaria del Polar Queen, y he repasado con ellos la situación. Han emprendido de inmediato una búsqueda aérea y nos han pedido que transportemos a los supervivientes de la excursión a la isla del Rey Jorge, donde los ingleses tienen una base científica y un campo de aterrizaje. Están haciendo los preparativos necesarios para que, desde allí, sean trasladados de regreso a Australia por vía aérea.
-¿Haremos eso antes o después de buscar el Polar Queen? -preguntó Giordino.
-Los vivos, primero -replicó seriamente Dempsey. Como capitán del barco, le correspondía tomar la decisión-. Vosotros dos inspeccionad la costa desde el helicóptero mientras yo pongo el Hunter rumbo a la isla del Rey Jorge. Una vez hayamos depositado a nuestros pasajeros sanos y salvos en tierra, volveremos para buscar el crucero.
-Para entonces -dijo Giordino sonriendo-, el mar de Weddell estará atestado de barcos de salvamento, desde aquí hasta Ciudad del Cabo, África del Sur.
-No es asunto nuestro -dijo Dempsey-. La ANIM no se dedica al salvamento de barcos.
Desentendiéndose de la conversación, Pitt se había acercado a una mesa sobre la que había desplegado un gran mapa del mar de Weddell. Eludiendo la tentación de actuar guiado por el instinto, se obligó a pensar racionalmente, con el cerebro y no con las vísceras. Intentó imaginarse a bordo del Polar Queen en el momento en que la nave sufrió el mortal azote. Giordino y Dempsey quedaron en expectante silencio, mirándolo. Al cabo de un minuto, Pitt alzó la vista del mapa y sonrió.
-Si programamos el ordenador con los datos pertinentes, conseguiremos una situación aproximada del Polar Queen bastante exacta.
-¿Y qué vamos a meter en la caja lista? -Así llamaba Dempsey a cualquier aparato electrónico del sistema informático de la nave.
-Todos los datos que tengamos sobre los vientos y las corrientes de los tres últimos días, y los efectos que han podido tener sobre una masa del tamaño del Polar Queen. Una vez hayamos calculado la deriva, podremos averiguar si continuó navegando con la tripulación muerta, y en qué dirección lo hizo.
-¿Y si, en lugar de navegar en círculo como tú sugieres, hubieran fijado el timón en un curso recto?
-Entonces el barco se encontraría a mil quinientos kilómetros de distancia, en mitad del Atlántico meridional, y fuera del alcance del sistema de cámaras del satélite.
-Pero no crees que haya ocurrido así -dijo Giordino a Pitt.
-No -replicó él-. Teniendo en cuenta que el hielo y la nieve cubrieron nuestro barco tras la tormenta, estoy seguro de que la superestructura del Polar Queen estará enterrada bajo una gruesa capa blanca y resultará prácticamente invisible para el sistema de detección del satélite.
-¿Crees que puede pasar por un iceberg? -preguntó Dempsey.
-Más bien pienso que parecerá un pequeño saliente de tierra cubierto de nieve.
Dempsey pareció confuso.
-No te sigo.
Con férrea convicción, Pitt dijo:
-Me apostaría mi pensión del gobierno a que encontraremos al Polar Queen embarrancado en algún punto de la península o de las islas adyacentes.
6
Pitt y Giordino despegaron a las cuatro de la mañana, cuando casi toda la tripulación del Ice Hunter aún dormía. La temperatura era entonces más suave y el mar estaba en calma, bajo un cielo diáfano de color azul, con un viento del suroeste de cinco nudos. Con Pitt a los mandos, se dirigieron hacia la vieja estación ballenera antes de tomar rumbo norte en busca del segundo grupo de excursionistas del Polar Queen.
Pitt no pudo evitar sentirse sumamente triste cuando sobrevolaron el lugar en que estuvo la colonia de pingüinos. La costa estaba cubierta por una alfombra de aves muertas que se perdía en el horizonte. Los pingüinos de Adelia eran sumamente territoriales, por lo que parecía poco probable que otras especies de animales emigrasen hacia la zona. Los pocos pájaros que hubieran podido escapar del terrible azote que cayó sobre ellos necesitarían más de veinte años para llegar a ser una población tan numerosa como la que se había establecido en la isla Seymour. Por suerte, la inmensa pérdida no era tan grande como para poner en riesgo la supervivencia de la especie.
Una vez dejaron atrás las aves muertas, Pitt estabilizó la altura a cincuenta metros y voló por encima de la costa, tratando de encontrar algún indicio del lugar en que desembarcaron los excursionistas. Giordino miraba por su ventanilla, escrutando el mar de hielo en busca del Polar Queen. De vez en cuando, hacía una marca en el mapa que tenía sobre las rodillas.
-Si tuviera diez centavos por cada iceberg del mar de Weddell, me compraría la General Motors -murmuró Giordino.
A estribor, Pitt vio un gran laberinto de masas heladas desprendidas de la gran plataforma de Larsen y arrastradas por el viento y las corrientes rumbo noroeste, hacia aguas más cálidas, donde se partían, convirtiéndose en una miríada de icebergs de menor tamaño. Tres de los más grandes tenían el tamaño de pequeños países. Algunos medían trescientos metros de grosor y alcanzaban la altura de un edificio de tres pisos. Todos eran de un blanco resplandeciente, con tonos dorados y verdosos. Esas montañas flotantes de hielo formado de nieve compactada en un tiempo muy remoto avanzaban durante siglos hacia el mar donde acababan fundiéndose lentamente.
-Creo que también podrías quedarte con la Ford y la Chrysler.
-Si el Polar Queen hubiese chocado contra alguno de esos miles de icebergs, podría haberse ido al fondo en menos de lo que se tarda en contarlo.
-Prefiero no pensar en ello.
-¿Ves algo por tu lado? -preguntó Giordino.
-Sólo rocas grises asomando por entre nieve blanca. La verdad es que es un paisaje bastante monótono.
Giordino hizo otra anotación en su mapa y cotejó la velocidad aerodinámica con su reloj.
-Estamos a veinte kilómetros de la estación ballenera, y no hay ni rastro de los pasajeros o del crucero.
Pitt asintió con la cabeza.
-Desde luego, no se ve ni una huella humana.
-Maeve Fletcher dijo que iban a dejar al segundo grupo en el asentamiento de una colonia de focas.
-Pues las focas están ahí -dijo Pitt, señalando hacia abajo-. Debe de haber más de ochocientas, y todas están muertas.
Giordino se irguió en su asiento y miró a babor al tiempo que Pitt hacía descender el helicóptero para que su compañero pudiera ver mejor. Los cuerpos pardoamarillentos de enormes elefantes marinos cubrían casi un kilómetro de la orilla de la playa. Desde cincuenta metros de altura, los animales parecían dormidos, pero desde más cerca se advertía que ninguno de ellos se movía.
-Parece que el segundo grupo de turistas nunca llegó a abandonar el barco -dijo Giordino.
Como no había nada más que ver, Pitt volvió a la línea de la orilla.
-Nuestra próxima parada es la estación científica argentina.
-Aparecerá en cualquier momento.
-No me hago muchas ilusiones acerca de lo que encontraremos allí -dijo Pitt, algo incómodo.
-Seamos optimistas -contestó Giordino con una forzada sonrisa-. Tal vez se hartaron de pasar frío, hicieron las maletas y se fueron a casa.
-No debemos hacernos ilusiones -replicó Pitt-. La estación efectúa un importante trabajo de investigación atmosférica. Es una de las cinco bases permanentemente ocupadas en determinar las fluctuaciones del agujero de ozono de la Antártida.
-¿Cuáles son las últimas noticias sobre la capa de ozono?
-Se está debilitando gravemente tanto en el hemisferio norte como en el sur -contestó Pitt muy serio-. Desde que se produjo la gran cavidad en el polo ártico, el hueco en forma de ameba que hay sobre el polo Sur, rotando en dirección horaria a causa de los vientos, ha alcanzado Chile y Argentina, hasta el paralelo cuarenta y cinco. También ha rebasado la isla Sur de Nueva Zelanda y ha llegado hasta Christchurch. La fauna y la flora de esas regiones están recibiendo las dosis más fuertes de rayos ultravioleta que se han registrado nunca.
-Eso quiere decir que tendremos que comprar protección solar por litros -dijo sarcásticamente Giordino.
-Esa es la parte menos importante del problema -dijo Pitt-. Incluso las más mínimas dosis de radiación ultravioleta causan graves daños a los productos agrícolas, desde las patatas a los melocotones. Si los valores de ozono bajan más, pronto habrá en todo el mundo pérdidas desastrosas en las cosechas.
-Pintas un cuadro muy lóbrego.
-Pues aún hay más -continuó Pitt-. Si a lo del ozono le unes el recalentamiento del planeta y la creciente actividad volcánica, nos encontramos con que la raza humana puede enfrentarse a una subida del nivel del mar de entre treinta y noventa metros en los próximos doscientos años. La realidad es que hemos alterado las condiciones naturales de la tierra de una forma terrorífica y que aún no comprendemos plena...
-¡Mira! -le interrumpió Giordino, señalando hacia un punto. Estaban remontando un promontorio rocoso que se asomaba al mar-. Parece más una pequeña ciudad fronteriza que una base científica.
La base de investigación científica argentina era un complejo de diez edificios, construidos sobre sólidas armazones de acero coronadas por techos en forma de cúpula. Las paredes huecas se habían llenado de material aislante contra el frío y el viento. Sobre los techos de los edificios se alzaban bosques de antenas, cuya finalidad era detectar todos los datos posibles sobre las condiciones atmosféricas. Mientras Pitt volaba en círculos sobre los edificios, Giordino intentó por última vez establecer contacto radiofónico con la base.
-Nada, nadie responde -dijo el italiano, quitándose los auriculares.
-No tendremos fiesta de bienvenida.
Sin decir más, Pitt posó limpiamente el helicóptero junto al edificio de mayor tamaño. Las palas del rotor levantaron una nube de cristales de hielo. Había un par de motos de nieve y un tractor todoterreno abandonados y semienterrados bajo una capa blanca. No se veían huellas de pisadas, ni salía humo de las chimeneas; esto último era un indicio claro de que la base estaba deshabitada o, al menos, de que no había en ella persona alguna con vida. El lugar parecía extrañamente desolado, y Pitt pensó que el blanco sudario que lo cubría todo daba a la base un aspecto fantasmal.
-Será mejor que saquemos las palas del compartimiento de carga -dijo Pitt-. Parece que tendremos que entrar excavando. No hacía falta mucha imaginación para temerse lo peor. Bajaron del aparato y, con la nieve llegándoles a las rodillas, fueron hasta la entrada del edificio principal. Casi dos metros de nieve tapaban la puerta, así que Pitt y Giordino tardaron casi veinte minutos en apartar la nieve suficiente para poder entrar.
-Después de ti -dijo Giordino con una leve reverencia.
Pitt no dudó por ello de la entereza de Giordino; el pequeño italiano desconocía el significado de la palabra miedo. Se trataba de una antigua rutina que habían practicado en muchas ocasiones: Pitt abría marcha, mientras Giordino cubría cualquier movimiento inesperado que se produjese por detrás o por los flancos. De esta forma, recorrieron el trayecto corto de un túnel que concluía ante una puerta interior que actuaba como barrera adicional contra el frío. La franquearon y caminaron por un largo pasillo hasta llegar a una estancia que parecía el salón de recreo y el comedor. Giordino se acercó a un termómetro colgado de la pared.
-Estamos bajo cero -murmuró.
-Alguien se olvidó de encender la calefacción -asintió Pitt.
No tuvieron que ir muy lejos para encontrar al primer residente. Lo más extraño era que no parecía muerto. Estaba arrodillado en el suelo, aferrado al borde de una mesa, contemplando a Pitt y Giordino con ojos desorbitados. En su inmovilidad había algo tétrico, funesto. Era un individuo corpulento, cuya calva se veía circundada por una fina franja de pelo negro que iba de sien a sien. Como muchos científicos que pasan meses y a veces años en lugares desiertos, había abandonado el cotidiano ritual masculino de afeitarse, como quedaba de manifiesto por la magnífica barba que le llegaba hasta el pecho y que, lamentablemente, estaba manchada de vómitos. Lo que más espanto producía en el hombre, y que hizo que a Pitt se le erizaran los cabellos de la nuca, era el terror abyecto y el dolor agónico que reflejaba su rostro, un rostro convertido por el frío en una blanca máscara de mármol. Su apariencia era indescriptiblemente espantosa.
Tenía los ojos desorbitados y la boca extrañamente torcida. Evidentemente había muerto víctima de terribles dolores y sintiendo un inmenso pánico. Los dedos aferrados al tablero de la mesa tenían las uñas rotas, y en tres de ellos se veían pequeñas gotas de sangre congelada. No era necesario ser médico para determinar que ese hombre no se encontraba rígido a causa del rigor mortis; estaba totalmente congelado.
Giordino rodeó un pequeño mostrador y entró en la cocina, de donde reapareció al cabo de un momento.
-Ahí dentro hay dos más.
-Nuestros peores miedos se han confirmado -dijo Pitt pesaroso-. Si sólo uno de estos hombres hubiese quedado con vida, se habría ocupado de mantener en marcha los generadores, a fin de no quedarse sin electricidad ni calefacción.
Giordino miró hacia los pasillos que comunicaban con los otros edificios.
-No me apetece quedarme aquí. Propongo que nos larguemos de este palacio de hielo y llamemos al Ice Hunter desde el helicóptero.
Pitt le dirigió una irónica mirada.
-Lo que realmente quieres decir es que le soltemos el muerto al capitán Dempsey para que él se ocupe del desagradable trabajo de notificar a las autoridades argentinas que, misteriosamente, todo el grupo de científicos de élite destacado en su principal base polar ha emprendido viaje hacia el otro mundo.
-Es lo más sensato que podemos hacer -dijo Giordino encogiéndose de hombros con gesto inocente.
-Nunca te perdonarías haberte largado de aquí sin haber inspeccionado a fondo, para hallar a posibles supervivientes.
-¿Qué le voy a hacer, si siento un excesivo cariño hacia las personas que están calientes y respiran?
-Busca el cuarto de generadores, pon combustible en los motores auxiliares, enciéndelos y conecta la corriente eléctrica. Luego dirígete al centro de comunicaciones e informa a Dempsey mientras yo inspecciono el resto de la base.
Pitt encontró a los demás científicos argentinos en los lugares en que habían fallecido. Todos los rostros reflejaban la misma expresión de tormento. Varios habían sido sorprendidos por la muerte en el laboratorio, tres de ellos se hallaban agrupados en torno a un espectrofotómetro, el aparato que se utilizaba para medir el ozono. Pitt contó un total de dieciséis cadáveres, entre los que había cuatro mujeres, repartidos por los diversos compartimientos de la estación. Todos tenían los ojos dilatados y las bocas abiertas, y habían vomitado antes de morir. Habían muerto aterrados y entre terribles dolores, y quedaron congelados en su agonía. Pitt recordó los vaciados en escayola de los muertos de Pompeya.
Los cadáveres se encontraban en extrañas posiciones. Ninguno yacía en el suelo, como cabía esperar, pues era lógico que al ser sorprendidos por la muerte hubiesen caído derrumbados. Parecía que todos hubiesen tropezado y hubiesen tratado de aferrarse desesperadamente a algo para no perder el equilibrio. Algunos seguían agarrados a las alfombras y otros tenían las manos en las sienes. Intrigado por ello, Pitt intentó abrirle las manos para ver si tenían indicios de alguna herida o enfermedad, pero le fue imposible moverles los dedos; estaban congelados.
Los vómitos parecían indicar que la muerte fue producida por una virulenta enfermedad o por alguna comida contaminada. Sin embargo, a Pitt no le parecía posible que ésas fueran las causas de las muertes. No se conocía enfermedad o veneno que matasen en el plazo de unos minutos. Mientras caminaba hacia la sala de comunicaciones, una teoría comenzó a formarse en su mente. Sus pensamientos llegaron a un brusco fin cuando, al entrar en la sala, vio un cadáver sobre una mesa, como una grotesca figura de cerámica.
-¿Cómo llegó eso ahí? -preguntó, sin perder la calma.
Sin alzar la vista de la consola de radio, Giordino replicó:
-Lo puse yo. Estaba sentado en la única silla que había, y me pareció que yo la necesitaba más que él.
-Con éste, el número de muertos asciende a diecisiete.
-Suma y sigue.
-¿Has podido comunicarte con Dempsey?
-Lo tengo en línea. ¿Quieres hablar con él?
Pitt se inclinó sobre Giordino y habló por el teléfono vía satélite que podía conectarlo con casi cualquier punto del planeta.
-Aquí Pitt. ¿Estás ahí, Dempsey?
-Adelante, Dirk, te escucho.
-¿Te ha contado Al lo que hemos encontrado aquí?
-Por encima. En cuanto me confirmes que no hay supervivientes, llamaré a las autoridades argentinas.
-Dalo por hecho. A no ser que haya alguno metido en un armario o debajo de alguna cama, he contado un total de diecisiete cadáveres.
-Diecisiete -repitió Dempsey-. ¿Puedes determinar la causa de la muerte?
-Negativo -replicó Pitt-. Los síntomas que presentan no son de los que uno encuentra en la guía médica familiar. Tendremos que esperar el informe del patólogo.
-Quizá te interese saber que la señorita Fletcher y Van Fleet han descartado la infección vírica y la contaminación química como causa de las muertes de los pingüinos y las focas.
-Todos los de la base vomitaron antes de morir. Infórmales sobre ello; puede que les ayude a encontrar una explicación.
-Tomo nota. ¿Sabes algo del segundo grupo de excursionistas?
-Nada. Deben de seguir a bordo del barco.
-Es muy extraño.
-¿Cómo ves tú la situación?
-Nos enfrentamos a un enorme rompecabezas al que le faltan demasiadas piezas.
-Viniendo hacia aquí, sobrevolamos una colonia de focas que había sido aniquilada. ¿Has determinado cuáles son los límites de la catástrofe?
-La base británica situada a doscientos kilómetros al sur de donde os encontráis ahora, en la península de Jason, y un crucero norteamericano anclado en la bahía Hope me han informado de que en su zona no se han producido acontecimientos extraños, ni han habido indicios de muertes inexplicables entre la fauna. Teniendo en cuenta la zona del mar de Weddell en que encontramos a los delfines muertos, yo diría que el círculo de la muerte se extiende en un diámetro de noventa kilómetros que tiene como centro la isla Seymour.
-Ahora dejaremos la base y trataremos de localizar el Polar Queen -dijo Pitt.
-Ten cuidado, no vayáis a quedaros sin combustible para volver al barco.
-Tranquilo. Un chapuzón en agua helada es lo que menos nos apetece en estos momentos.
Giordino cerró la consola de comunicaciones de la base científica y luego caminaron en dirección a la salida. Ni Pitt ni Giordino querían pasar más de lo indispensable en ese gélido mausoleo. Mientras el helicóptero alzaba el vuelo, Giordino estudió el mapa de la Antártida.
-¿Adonde? -preguntó el italiano.
-Lo correcto sería inspeccionar la zona seleccionada por el ordenador del Ice Hunter -replicó Pitt.
Giordino dirigió a Pitt una mirada de desconcierto.
-Supongo que eres consciente de que el ordenador no está de acuerdo con tu teoría de que el crucero embarrancó en la península o en alguna de las islas cercanas.
-Sí, ya sé que la caja lista de Dempsey ha indicado que el Polar Queen debe de estar navegando en círculo en medio del mar de Weddell.
-Me parece que tú no estás muy de acuerdo, ¿es así o sólo son manías mías?
-Digamos simplemente que lo único que puede hacer un ordenador es analizar los datos que se le introducen, y en función de ese análisis da una respuesta.
-Entonces, ¿adonde? -repitió Giordino.
-Inspeccionaremos las islas de más al norte, hasta Moody Point, en el extremo de la península, y luego describiremos una curva hacia el oeste hasta converger con el Ice Hunter.
Giordino sabía que estaba con el mayor embaucador de los mares polares, pero, pese a ello, picó en el anzuelo.
-Eso no es seguir al pie de la letra las instrucciones del ordenador.
-Efectivamente; la verdad es que no pienso seguirlas en absoluto.
-Muy bien, dame una pista de lo que está cruzando por tu retorcida mente.
-En la colonia de focas no encontramos cadáveres humanos, así que ahora sabemos a ciencia cierta que el barco no hizo una parada para dejar en tierra al otro grupo de excursionistas. ¿Me sigues?
-De momento, sí.
-Imagínate el barco navegando en dirección norte desde la estación ballenera. La catástrofe, fuera lo que fuera, se produjo antes de que la tripulación tuviera tiempo de dejar en tierra a los pasajeros. Por otra parte, es imposible que el capitán pusiera el piloto automático en estas aguas llenas de témpanos flotantes e icebergs, ya que el riesgo de colisión es excesivo. Por lo que él mismo debió de ponerse al timón y probablemente manejó el barco desde una de las consolas electrónicas de pilotaje que hay en los puentes de babor y estribor.
-Hasta ahí, bien -dijo mecánicamente Giordino-. Y luego ¿qué?
-El barco debía de estar bordeando la costa de la isla Seymour cuando se produjo la catástrofe -explicó Pitt-. Ahora coge tu mapa y traza una línea ligeramente desviada hacia el noreste en unos doscientos kilómetros y luego crúzala con un arco de treinta kilómetros. Cuando lo hagas, dime qué punto de la zona queda determinado y qué islas hay en la ruta.
Antes de hacerlo, Giordino miró fijamente a Pitt por un momento.
-¿Por qué no llegó el ordenador a la misma conclusión? -quiso saber.
-Porque, como capitán de barco, a Dempsey lo que más le preocupan son los vientos y las corrientes. Además, partió de la presunción (correcta en un marino avezado) de que el último acto de un capitán en trance de morir es intentar salvar su nave. Lo que significa apartar el Polar Queen del riesgo de encallar contra las rocas de la costa y enfilarlo hacia la relativa seguridad del mar, pese al riesgo de los icebergs.
-Pero tú no crees que sucediera así.
-Después de ver los cadáveres de la base científica, no. Esos pobres diablos apenas tuvieron tiempo de reaccionar, así que, desde luego, no pudieron tomar una decisión meditada. El capitán del crucero debió de morir vomitando mientras el barco navegaba en un curso paralelo a la costa, y al resto de los tripulantes tuvo que ocurrirles lo mismo. Por eso creo que el Polar Queen siguió navegando hasta que o bien embarrancó en una isla, chocó contra un iceberg y se hundió, o bien siguió por el Atlántico meridional hasta que el combustible se acabó y quedó a la deriva en una zona alejada de las rutas navales normales.
Giordino ni siquiera rechistó ante los pronósticos de Pitt. Era como si el italiano los hubiese esperado.
-¿Nunca has pensado en dedicarte profesionalmente a echar la buenaventura?
-Hasta hace cinco minutos, no -respondió Pitt.
Giordino lanzó un suspiro y marcó en el mapa el curso solicitado por Pitt. Minutos después lo puso contra el panel de instrumentos, para que su compañero pudiera verlo.
-Si con tu mística intuición has dado en el clavo, el único lugar de aquí al Atlántico Sur en que el Polar Queen podría haber encallado es en una de estas tres pequeñas islas.
-¿Cómo se llaman?
-Islas del Peligro.
-El nombre suena a novela juvenil de piratas.
Giordino hojeó un manual de costas.
-Se aconseja a los barcos que no se acerquen a ellas -dijo-. Por lo visto están rodeadas de grandes rocas de basalto y la mar en esa zona siempre está agitada. Hay una lista de los barcos que se han estrellado contra ellas. -Alzó la vista del mapa y del manual y dirigió a Pitt una escrutadora mirada-. No parece que sea exactamente un lugar de recreo.
7
El mar entre la isla Seymour y el continente estaba liso y reflectante como un espejo. Las rocallosas montañas se alzaban sobre el mar y sus laderas nevadas se reflejaban en las aguas con todo detalle. Al oeste de las islas, se veía un inmenso ejército de icebergs a la deriva que surgían de las aguas azules y parecían antiguos barcos de vela congelados. Sin embargo, no avistaron ninguna embarcación, nada construido por el hombre mermaba la increíble belleza del paisaje.
Rodearon la isla Dundee, situada algo más abajo del extremo de la península. Frente a ellos, el promontorio de Moody Point parecía señalar el camino hacia las islas del Peligro como el huesudo dedo de la vieja de la guadaña señalando a su víctima. La mar en calma terminaba en ese punto. De pronto, como si hubieran salido de un cálido y acogedor salón por una puerta que conducía a la tormenta, se encontraron con las agitadas aguas cercanas al estrecho de Drake, donde un fuerte viento hizo que el helicóptero se agitase como una coctelera.
Aparecieron las cumbres de las tres islas del Peligro. Los promontorios rocosos se alzaban sobre la mar revuelta y espumeante y sus laderas eran tan empinadas que ni las aves marinas podían posarse en ellas. Las duras formaciones basálticas habían aguantado impertérritas el furioso asalto de las olas durante más de un millón de años. Sus pulidas paredes se alzaban hasta cimas verticales en las que no había ninguna superficie lisa mayor que una mesa de café.
-Ningún barco sobreviviría a esos torbellinos -dijo Pitt.
-En torno a esos promontorios las aguas son muy profundas -comentó Giordino-. Por lo visto, a tiro de piedra de las islas, el fondo desciende a más de cien brazas.
-Según los mapas, la profundidad es de más de mil metros en menos de tres kilómetros.
Rodearon el primer islote de la cadena, una amenazadora masa de piedras situada en medio de las espumeantes aguas. En el atormentado mar no se veía resto alguno de naufragio. Volaron a través del canal que separaba esa isla de la siguiente, sin dejar de mirar las agitadas aguas que a Pitt le recordaron los torrentes del río Colorado bajando en primavera por el Gran Cañón. Ningún capitán de barco se atrevería a llevar su nave allí.
-¿Ves algo? -preguntó Pitt a Giordino, que se afanaba por mantener estable el helicóptero contra los fuertes vientos que intentaban lanzar al aparato contra los enormes farallones.
-Aguas bravas con las que disfrutaría de lo lindo un aficionado al kayak. Nada más.
Pitt completó la circunferencia y enfiló el helicóptero hacia la tercera isla, de aspecto sombrío y peligroso. No hacía falta mucha imaginación para apreciar en la cumbre un rostro vuelto hacia arriba, muy similar al del diablo, con ojos rasgados y unos pequeños promontorios rocosos que hacían las veces de cuernos, incluso podía distinguirse una afilada barba bajo unos labios que sonreían malévolamente.
-He aquí un sitio realmente repugnante -dijo Pitt-. ¿Cómo se llama?
-El mapa no da un nombre a cada uno de los islotes -replicó Giordino.
Un poco más tarde, Pitt puso el helicóptero en un curso paralelo a los farallones batidos por las olas y luego rodeó la isla desierta. De pronto, Giordino dio un respingo y miró fijamente por el parabrisas.
-¿Has visto eso?
Pitt apartó la mirada de las aguas que rompían contra las rocas y miró hacia adelante.
-No veo restos de naufragio.
-No mires el agua, sino hacia lo alto del promontorio que hay justo enfrente.
Pitt miró con atención la extraña formación rocosa, algo separada de la masa principal del islote, que se adentraba en el mar como un rompeolas artificial.
-¿Te refieres a la nieve de la cima?
-No es nieve -dijo Giordino con firmeza.
De pronto, Pitt reconoció lo que era.
-¡Ya lo tengo! -dijo, excitado. Era algo liso, blanco forma de triángulo truncado. La parte alta era negra y costado había pintado una especie de emblema-, ¡Es la chimenea de un barco! Y cuarenta metros más adelante está la antena del radar.
-Si es el Polar Queen, debe de haber chocado contra las rocas del otro lado del saliente.
Pero sólo había sido una ilusión óptica. Al sobrevolar el rompeolas natural, vieron el crucero flotando sano y salvo a más de quinientos metros de la isla. Resultaba increíble, pero allí estaba, sin un rasguño.
-¡Está intacto! -exclamó Giordino.
-Pero no seguirá así por mucho tiempo -dijo Pitt, que de inmediato había advertido que la nave se hallaba en una situación realmente arriesgada. El Polar Queen navegaba en grandes círculos, como si su timón hubiera quedado encallado en dirección a estribor. Los dos amigos habían llegado apenas treinta minutos antes de que el curso curvo que seguía la nave hiciera que ésta se estrellara y su casco se destrozara, haciendo que el Polar Queen acabara con todos sus pasajeros y tripulación en el fondo de las gélidas aguas.
-Hay cadáveres sobre el puente -dijo Giordino. Había cuerpos diseminados sobre la cubierta; algunos habían caído en las proximidades de la popa. Vieron una Zodiac atada aún al portalón, que iba a rastras del barco y en su interior distinguieron dos cuerpos caídos. No cabía duda de que todos estaban muertos, pues los cuerpos estaban cubiertos por una fina capa de nieve y hielo.
-Otras dos vueltas, y el Polar Queen besará las rocas -dijo Giordino.
-Tenemos que bajar y conseguir enderezar de algún modo su curso.
-No podemos hacerlo con este viento -dijo Giordino-. Sólo podríamos aterrizar sobre el techo de la cubierta del puente, pero, con este viento, no quiero ni intentarlo. En cuanto reduzcamos velocidad y comencemos a descender, el helicóptero quedará a merced del viento como una hoja seca. Bastará una leve racha de aire para hacer que nos estrellemos.
Pitt se soltó el cinturón de seguridad.
-Entonces pilota tú mientras yo bajo por el torno.
-Gente menos loca que tú está encerrada en celdas acolchadas. No querrás quedarte colgado en el aire como un yo-yo.
-¿Se te ocurre otra forma de subir a bordo?
-Sólo una, pero el Ladies Home Journal no la aprobaría.
-Recuerda el descenso al acorazado durante el asunto Vixen -dijo Pitt.
-Una de las múltiples ocasiones en que te ha sonreído la suerte.
Pitt estaba seguro de que el barco se estrellaría contra las rocas y se hundiría como un ladrillo en cuanto el fondo del casco se rompiera. Existía la posibilidad de que alguien hubiese sobrevivido al extraño azote, como les había ocurrido a Maeve y al grupo de excursionistas en la cueva. La realidad pura y dura obligaba a que los cuerpos fuesen examinados, con la esperanza de averiguar la causa de la muerte. Si existía alguna posibilidad de salvar el Polar Queen, por pequeña que ésta fuese, había que aprovecharla.
-Al intrépido trapecista le llegó la hora de actuar -dijo, mirando a Giordino con una leve sonrisa.
Pitt llevaba ropa interior térmica de nailon grueso, para conservar el calor corporal y protegerse de las temperaturas árticas. Encima se puso un traje de buceador, especial para las aguas polares, que le protegería del viento mientras estaba colgado del helicóptero en movimiento y lo mantendría con vida el tiempo suficiente para ser rescatado, en caso de que se soltara demasiado pronto o demasiado tarde y cayera al mar.
Se colocó un arnés de apertura rápida y se ajustó el barboquejo del casco metálico que llevaba incorporado un equipo transmisor. Desde el compartimiento que contenía el equipo científico de Van Fleet, miró hacia la cabina.
-¿Me oyes bien? -preguntó a Giordino por el pequeño micrófono ajustado frente a sus labios.
-Hay alguna interferencia, pero desaparecerá en cuanto te alejes del motor de los rotores. ¿Qué tal me oyes tú?
-Muy bien.
-Como en la parte alta de la superestructura está la chimenea, el mástil de proa y un montón de equipo de navegación electrónico, no puedo correr el riesgo de dejarte en la crujía. Tendrá que ser o en la parte despejada de proa o en la popa.
-Déjame en la cubierta de popa; en proa hay demasiada maquinaria.
-Lo sobrevolaré de estribor a babor en cuanto el barco gire y el viento sople de través -dijo Giordino-. Entraré desde el mar e intentaré aprovechar el abrigo que ofrecen los farallones contra el viento, para maniobrar.
-Comprendido.
-¿Listo?
Pitt se ajustó la máscara protectora del casco y se puso los guantes. Empuñando en una mano el mando a distancia del torno, se volvió y abrió la portilla lateral. De no haber llevado la ropa adecuada para enfrentarse al clima ártico, el brusco chorro de aire polar lo habría convertido en un témpano en cuestión de segundos. Se asomó al exterior y miró hacia el Polar Queen.
La nave cada vez estaba más próxima a su fin; sólo cincuenta metros la separaban de la destrucción. Las mastodónticas rocas de la isla del Peligro más alejada de la costa parecían atraerla como imanes. «Como una despreocupada mariposa avanzando serenamente hacia una araña negra», pensó Pitt. Apenas quedaba tiempo. El barco había iniciado su última vuelta, la que lo haría estrellarse contra los acantilados; un trágico final que había postergado el reflujo de las olas que rompían contra las rocas.
-Ahí vamos -anunció Giordino, enfilando el helicóptero hacia el barco.
-Salgo -dijo Pitt. Luego apretó un botón del mando a distancia para que el chigre soltase un poco de cable. En cuanto tuvo suficiente holgura, Pitt saltó al espacio.
La fuerza del viento lanzó su cuerpo bajo la panza del helicóptero. Las palas del rotor giraban estruendosamente sobre él y el ruido del escape de la turbina le llegaba algo ensordecido a través del casco y los auriculares. Girando en medio del frío polar, Pitt experimentó la misma sensación de un saltador de puenting tras el primer rebote. Se concentró en el Polar Queen, que, allá abajo, parecía un barco de juguete flotando sobre el lecho azul del mar. La superestructura de la nave crecía a medida que se acercaba a ella, hasta llenar su campo de visión.
-Intentaré estabilizarme sobre la nave -dijo Giordino por radio-. Cuidado, no vayas a chocar con la barandilla y hacerte pedazos.
Aunque hablaba con la calma de quien está aparcando un coche en un garaje, en la voz de Giordino había una perceptible tensión. El italiano hacía cuanto podía por mantener firme el aparato a pesar de las tortísimas rachas de viento.
-Y tú no te revientes contra las rocas -replicó Pitt.
Ésas fueron las últimas palabras que cruzaron. A partir de ese instante, todo dependía de su buena vista y de su instinto. Pitt había ido soltando cable y ya se encontraba a quince metros bajo el helicóptero. Intentó contrarrestar la inercia que lo hacía moverse en círculo, usando los brazos como si fueran las alas de un avión. Mientras Giordino reducía velocidad, él descendió algunos metros más.
Por un momento Giordino tuvo la sensación de que el Polar Queen surcaba las aguas como si todo fuera bien y se encontrase en el tranquilo mar del trópico haciendo un crucero de placer. El italiano redujo cuanto pudo la velocidad. Un poco más, y el viento se haría con el pleno control del aparato. Giordino hizo alarde de toda la experiencia acumulada durante sus muchas horas de vuelo..., si se podía llamar vuelo a estar a merced de las caprichosas rachas de viento. Pese al huracanado aire, si lograba mantener su curso, dejaría a Pitt en el centro justo de la cubierta de popa. Posteriormente, juraría que había resistido al asalto de vientos procedentes de seis direcciones distintas. Colgado del extremo del cable del chigre, Pitt no pudo evitar maravillarse de que su compañero consiguiera mantener el curso del helicóptero.
Los oscuros acantilados se erguían cada vez más próximos al barco, sombríos y amenazadores. Era una visión que hubiera hecho estremecerse al más intrépido lobo de mar y que, ciertamente, impresionó a Giordino. Debía tener buen cuidado para no estrellarse espectacularmente contra las rocas, del mismo modo que Pitt debía hacerlo para no romperse los huesos estrellándose contra un costado del barco.
Al volar hacia la parte de sotavento de la isla, las rachas de aire cedieron algo en intensidad; no mucho, pero sí lo suficiente para que Giordino volviera a sentirse dueño de helicóptero y de su destino. De pronto, la superestructura blanca y amarilla del barco, que había llenado su campo visual, desapareció de su vista y quedó bajo el helicóptero. Entonces sólo podía ver la blanca pared del acantilado que ascendía verticalmente. Con la esperanza de que Pitt ya se hubiese soltado, Giordino hizo subir rápidamente el aparato, mientras los húmedos y negros farallones parecían atraerlo como un imán.
Cuando hubo remontado la cima del islote, al salir del abrigo de la pared, el helicóptero recibió de pleno el impacto de la fuerza del viento, que lo lanzó de costado, con los rotores en posición perpendicular. Sin pensarlo dos veces, Giordino hizo girar bruscamente el aparato y se alejó del barco al tiempo que trataba de distinguir a Pitt en la cubierta, pues no sabía -era imposible que lo supiera- que su amigo se había soltado el arnés para caer desde sólo tres metros y con absoluta precisión en el centro de la piscina ubicada en la cubierta de popa. Dobló las rodillas y extendió los brazos para reducir la fuerza del impacto, y al caer en la piscina, que tan sólo tenía dos metros de profundidad en la parte más honda, arrojó sobre la cubierta una gran cantidad de agua. Sus pies, calzados con botas de submarinista, frenaron el golpe en el fondo, y Pitt quedó inmóvil y en cuclillas bajo la superficie del agua.
Giordino, con creciente preocupación, sobrevoló la superestructura del barco, intentando localizar a Pitt. Como al principio no lo vio, gritó por el micrófono:
-¿Qué tal caíste? Da señales de vida, amigo.
-Estoy aquí, en la piscina -contestó Pitt, agitando los brazos.
-¿Has caído en la piscina? -preguntó estupefacto el italiano.
-Y me apetece quedarme aquí -replicó Pitt sonriente-. Dejaron conectado el climatizador, y el agua está calentita.
-Te sugiero que muevas el culo y vayas al puente -dijo Giordino, con cierta alarma-. El barco está iniciando su última vuelta, y no creo que le falten más de ocho minutos para chocar contra las rocas.
Pitt no necesitó oír más. Salió de la piscina y echó a correr hasta la escalera de toldilla de proa. El puente estaba una cubierta más arriba. Subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera, abrió la puerta de la caseta del timón y entró. Un oficial yacía muerto sobre cubierta, aferrado al borde de la mesa de mapas. Pitt echó un rápido vistazo a la consola de navegación automática. Perdió unos segundos preciosos buscando el monitor digital de curso. La luz amarilla indicaba que el control electrónico estaba en posición manual. Pitt se apresuró a salir al ala de estribor del puente. Estaba vacía. Dio media vuelta y, cruzando de nuevo la caseta del timón, salió al ala de babor. Sobre el puente encontró a otros dos oficiales muertos. Había otro cuerpo congelado de rodillas e inclinado sobre el panel exterior de mandos, rodeando con los brazos el pedestal que lo sostenía, el cadáver llevaba un chaleco protector contra el frío sin ningún distintivo de rango, pero en la gorra que llevaba había oro más que suficiente para deducir que se trataba del capitán.
-¿Puedes echar el ancha? -preguntó Giordino.
-Eso es más fácil decirlo que hacerlo -contestó Pitt irritado-. El fondo es rocoso y seguramente los costados de la isla descienden más de mil brazas en ángulo recto. La roca es demasiado resbaladiza para que las uñas del ancla se agarren a ella.
Pitt echó un vistazo y enseguida comprendió por qué el barco había navegado en línea recta durante casi doscientos kilómetros y después había iniciado una serie de giros a babor. Por el cuello del chaleco del capitán asomaba, pendiente de una cadena, una medalla de oro que permanecía suspendida sobre el control de mandos. Cada racha de viento hacía oscilar lateralmente la medalla, y ésta, con cada movimiento pendular, tocaba una de las palancas acodadas que controlaban el movimiento del barco y formaban parte del sistema electrónico que usan los capitanes para hacer entrar en dársena a sus naves. La medalla había hecho que la palanca se desplazase a la posición de medio a babor, por eso el Polar Queen había estado navegando en círculos cada vez más próximos a las islas del Peligro.
Pitt cogió la medalla y miró la imagen grabada en una de las caras. Era san Francisco de Paula, el patrón de los marinos y navegantes, al que se reverenciaba por haber salvado milagrosamente a muchos hombres del mar de morir en el fondo del océano. Lástima que esa vez no hubiese hecho un milagro para salvar al capitán del Polar Queen, pensó Pitt. Pero aún era posible evitar que el barco se hundiera.
De no ser por la oportuna aparición de Pitt -un suceso totalmente fortuito-, la extraña circunstancia de que un minúsculo fragmento metálico golpease una pequeña palanca hubiese llevado contra las rocas un barco de dos mil quinientas toneladas, con todos sus pasajeros y tripulantes, vivos o muertos, provocando su hundimiento en las gélidas aguas del indiferente mar.
-Date prisa -dijo nervioso Giordino a través de los auriculares.
Pitt, maldiciéndose por haber perdido tiempo, echó un rápido vistazo a los siniestros muros pétreos que se alzaban sobre él y parecían perderse en la estratosfera. Las paredes eran tan lisas tras siglos y siglos de recibir los embates de las olas que parecía como si una gigantesca mano hubiese pulido su superficie. Las olas batían furiosamente contra la roca a menos de doscientos metros de distancia. Según el Polar Queen se iba acercando a los farallones, las olas golpeaban contra el bao, empujando el casco hacia el desastre. Pitt calculó que la nave embestiría las rocas con el costado de estribor en menos de cuatro minutos.
El implacable oleaje se alzaba de las profundidades del océano y se lanzaba contra los islotes con la fuerza de una inmensa bomba. El mar, convertido en un espumeante caldero de aguas blancas y azules, se empinaba hacia lo alto de la rocosa isla, permanecía allí unos instantes y luego retrocedía; el potente reflujo de las aguas había evitado hasta el momento que el Polar Queen se viese lanzado contra los farallones.
Pitt intentó apartar al capitán, pero no pudo mover el cuerpo, porque las manos cerradas en torno a la base del panel de control se negaban a soltar su presa. Pitt agarró el cadáver por debajo de las axilas y, al tirar de él con todas sus fuerzas, escuchó el sonido de algo desgarrándose; era la carne helada separándose del metal al que estaba adherida. De pronto, el capitán se soltó. Pitt echó su cuerpo a un lado, encontró la palanca cromada que controlaba el timón y la empujó hacia la marca que indicaba «BABOR», para aumentar el ángulo de giro y apartar la nave de la catástrofe.
Durante treinta segundos, aparentemente, no ocurrió nada. Luego, con agónica lentitud, la proa se apartó de las rompientes. Un barco no puede girar en el mismo radio de un camión con remolque largo y necesita más de un kilómetro para detenerse por completo o corregir su ángulo de giro.
Por un momento Pitt consideró la posibilidad de poner en reversa la hélice de babor, haciendo girar la nave sobre su eje, pero necesitaba toda la inercia del barco para salir de los escollos, además existía el riesgo de que la popa girase demasiado hacia estribor y chocase con las rocas.
A través de los auriculares, Giordino le advirtió:
-No conseguirás apartar el barco. Está a merced de las olas. Es mejor que saltes mientras puedas.
Pitt no contestó. Estudió el desconocido panel de mandos y localizó las palancas que controlaban los propulsores de proa y popa. También había un mando regulador que conectaba el panel con las máquinas. Conteniendo el aliento, Pitt puso los propulsores a toda marcha. La respuesta fue casi inmediata. En las entrañas de la nave, como manejados por una mano invisible, los motores se revolucionaron y Pitt sintió un momentáneo alivio al notar bajo sus pies la creciente vibración de las máquinas. Ya poco podía hacer, salvo cruzar los dedos y esperar que hubiera suerte. En el helicóptero Giordino miró aprensivamente hacia abajo. Desde su privilegiado puesto de observación, no parecía que el barco estuviera girando. Al italiano le pareció imposible que Pitt pudiera escapar después de que el barco chocase contra la isla, pero, por otra parte, saltar en ese momento a las agitadas aguas hubiera sido un auténtico suicidio. -Bajaré a por ti -dijo a Pitt.
-Ni se te ocurra -contestó él-. Desde donde estás no puedes apreciarlo, pero la turbulencia del aire en las proximidades de los farallones es terrible, y si te acercas harás caer el aparato.
-Es una locura que esperes más. Si saltas ahora, podré recogerte.
-Y un cuer... -Pitt se interrumpió horrorizado. Una ola gigantesca cubrió de repente la embarcación como un alud. Por un largo momento el Polar Queen pareció deslizarse hacia los farallones y las aguas turbulentas que los circundaban. Luego volvió a embestir hacia adelante. La quilla rompehielos se hundió bajo la ola y el mar de espuma llegó hasta el puente. El barco siguió descendiendo, como si se propusiera llegar hasta el fondo marino.
8
El torrente cayó con clamor de trueno y arrojó a Pitt sobre cubierta. Instintivamente, contuvo el aliento mientras las heladas aguas lo envolvían. Se aferró con desesperación al pedestal de la consola de mandos, para evitar caer en el mortal torbellino. Tuvo la sensación de que una inmensa catarata caía sobre él. A través de la máscara que le cubría el rostro sólo podía ver burbujas y espuma, e incluso estando protegido por el traje polar, notó como si un millón de agujas se clavaran en su piel. Era como si le estuvieran arrancando los brazos, que a duras penas seguían aferrados a la base del panel de mandos.
Luego el Polar Queen embistió contra las aguas y salió por la parte posterior de la ola. Su proa se desplazó otros diez metros hacia babor. La nave se negaba a morir y estaba dispuesta a luchar contra las aguas embravecidas hasta el amargo fin. El agua caía a torrentes del puente, pero por un momento Pitt pudo asomar la cabeza y respirar, a la vez que intentó ver a través del diluvio de agua que sacudía el barco tras golpear contra los oscuros farallones, tan próximos que parecían al alcance de la mano. El Polar Queen se hallaba envuelto en una nube de espuma y agua pulverizada, y cuando ya estaba al borde de la catástrofe, Pitt accionó el propulsor de popa, para intentar salir de las rompientes.
El propulsor de proa se hundió en las aguas e impulsó la parte delantera del barco hacia las inmensas olas, al tiempo que las hélices de popa convertían el agua en espuma y colocaban el Polar Queen en un ángulo que lo alejaba de la pétrea pared vertical. Imperceptiblemente y por la gracia de Dios, la proa quedó enfilada hacia mar abierto.
-¡Está girando! -gritó Giordino desde arriba-. ¡Está girando!
-Aún no hemos salido de este jardín. -Por primera vez desde la inundación, Pitt se permitió el lujo de contestar. Con mirada recelosa, estudió la andanada de olas que se aproximaba.
El mar aún no había terminado con el Polar Queen. Pitt hurtó el cuerpo al nuevo torrente de agua que cayó sobre el puente. La siguiente ola chocó contra la nave como un tren expreso, mientras que, por el lado contrario, el barco recibía el golpe del reflujo de la anterior. Golpeado simultáneamente por delante y por detrás, el Polar Queen ascendió hasta que su casco fue visible hasta la quilla. Sus hélices gemelas giraron en el aire, arrojando agua y espuma como las ruedas de fuegos artificiales desprenden fuego y chispas. El barco permaneció suspendido en el aire durante unos terribles instantes y luego cayó, pero inmediatamente fue alcanzado por la siguiente ola. La proa se desvió a estribor, pero el propulsor volvió a enderezarla.
Una y otra vez el buque se encaramó en las olas que batían contra los costados del casco; sin embargo, ya no era posible detenerlo, pues ya había pasado lo peor y se sacudía las sucesivas olas como un perro mojado se sacude el agua. Quizá la mar lo devorase en otra ocasión, pero lo más probable era que el Polar Queen terminase sus días dentro de treinta años en un dique de desguace.
-¡Lo conseguiste! -exclamó Giordino, sin dar crédito a sus ojos-. ¡Lograste rescatarlo!
Pitt se apoyó en la barandilla del puente y, súbitamente, se sintió presa del cansancio. Fue entonces cuando tomó conciencia del dolor que sentía en la parte derecha de la cadera. Recordó que se golpeó contra el candelero que servía de soporte a una de las luces de posición cuando una ola gigante había zarandeado el buque. No podía verlo, pero estaba seguro de que bajo el traje se le estaba formando un hermoso moretón.
Una vez accionó los controles de navegación para dirigir la nave hacia el sur, a fin de adentrarse en el mar de Weddell, Pitt se volvió hacia la mole rocosa que se alzaba sobre el mar como una negra y amenazante columna. Los islotes parecían mirar ceñudamente a la presa que se les había escapado. El Polar Queen se fue alejando y la isla no tardó en convertirse en una simple mota rocosa en medio del mar.
Pitt alzó la vista hacia el helicóptero de color turquesa que seguía sobre la vertical de la caseta del timón.
-¿Qué tal andas de combustible? -preguntó a Giordino.
-Tengo suficiente para llegar al Ice Hunter y aún me sobrarán algunos litros.
-Entonces será mejor que te largues.
-¿Te das cuenta de que si uno aborda un barco abandonado y lo conduce a puerto seguro tiene derecho a que la empresa aseguradora le pague una recompensa de vanos millones de dólares?
Pitt se echó a reír.
-¿Crees que el almirante Sandecker y el gobierno de Estados Unidos permitirían que un pobre pero honrado burócrata se embolsara la recompensa?
-Probablemente, no. ¿Puedo hacer algo por ti?
-Dale a Dempsey mi posición y dile que me reuniré con él donde me diga.
-Hasta pronto -se despidió Giordino. Estuvo a punto de bromear sobre el hecho de que su compañero tenía a su disposición todo un barco de placer, pero se contuvo. La situación no tenía la menor gracia. Pitt era el único con vida en un barco repleto de cadáveres. Sin envidiar en absoluto la situación de su amigo, el italiano hizo girar el helicóptero en dirección al Ice Hunter.
Pitt se despojó del casco y contempló cómo el helicóptero turquesa se alejaba volando bajo sobre el frío mar azul. Lo miró hasta que el aparato se convirtió en un punto sobre el horizonte azul dorado. Luego miró alrededor. El barco estaba vacío y, súbitamente, se sintió invadido por una desolada sensación. Permaneció durante un rato con la mente en blanco, mirando absorto la nave.
Esperaba oír algún sonido que no fuese el batir de las olas contra el casco y el monótono trepidar de los motores. Quizá por un momento albergó la ilusión de escuchar voces o risas, algo que indicase la presencia de personas vivas. Quizá esperara detectar algún movimiento que no fuese el de las banderolas del buque ondeando impulsadas por la brisa. Pero en realidad estaba pensando en lo que con toda seguridad iba a encontrar. Iba a repetirse el drama de la base científica argentina. Los cadáveres empapados de los pasajeros y los tripulantes repartidos por las cubiertas superiores no eran más que una muestra de lo que le esperaba en las salas y los camarotes de abajo.
Salió al fin de su abstracción y se metió en la caseta del timón. Puso los motores a media marcha y trazó un curso aproximado hacia la intersección con el Ice Hunter. Luego programó las coordenadas adecuadas en el sistema informático de navegación y puso el piloto automático de la nave, conectándolo con el radar para que eludiese cualquier iceberg que se cruzara en su camino. Una vez se hubo cerciorado de que el barco ya no corría riesgo alguno, salió de la caseta.
Algunos de los cadáveres de cubierta eran de los tripulantes que habían estado dedicados a servicios de mantenimiento del barco. Dos de ellos habían estado pintando mamparas y otros habían sido sorprendidos por la muerte mientras trabajaban en los botes salvavidas. La posición de los cuerpos de ocho pasajeros parecía indicar que en el momento de morir estaban admirando el paisaje de la costa virgen. Pitt atravesó un pasillo y llegó hasta el hospital del barco, que estaba vacío, al igual que el gimnasio. Bajó por unas escaleras alfombradas hasta la cubierta de botes, donde se encontraban las seis suites de la nave. Todas estaban vacías excepto una; en ésta yacía una anciana aparentemente dormida. Pitt le tocó el cuello, y comprobó que la mujer estaba fría como el hielo.
Se sintió como el Viejo Marino de la famosa oda de Coleridge, embarcado en una nave llena de fantasmas; sólo le faltaba un albatros alrededor del cuello. Gracias a los generadores, seguía habiendo calefacción y luz, y en el barco todo parecía ordenado y en su lugar. Después de haber sufrido el embate de las aguas árticas, Pitt disfrutó aún más del cálido interior de la nave. Se sorprendió al advertir que ya no le afectaba como al principio la visión de los cadáveres; además había dejado de examinarlos de cerca para ver si quedaba en ellos una chispa de vida, pues conocía bien la trágica realidad. Sin embargo, seguía resultándole difícil creer que no había vida a bordo. Nada en su experiencia anterior lo ayudaba a admitir que la muerte hubiera asolado el Polar Queen como una macabra ventolera. Además se sentía un intruso, invadiendo la intimidad de una nave que sin duda había conocido momentos de gran felicidad. Se preguntó qué pensarían los futuros pasajeros y tripulantes al navegar en un barco maldito. ¿Se sentirían los turistas repelidos por la tragedia, o acudirían en tropel a comprar billetes, en busca de un toque de morbo que añadir a la aventura?
De pronto se detuvo y aguzó el oído: en algún rincón del barco sonaba un piano. Reconoció la melodía. Era una vieja pieza de jazz llamada Sweet Lorraine. Luego, con la misma brusquedad con que había empezado, la música cesó.
De pronto Pitt comenzó a sudar. Permaneció unos minutos inmóvil y luego se quitó el traje polar. «A los muertos no les importará que recorra el barco en ropa interior», pensó con un humor algo macabro. Siguió adelante.
Entró en la cocina. La zona contigua a los fogones y las mesas de preparación estaba cubierta por los cadáveres de chefs, pinches y camareros. El horror se había adueñado del lugar, que parecía un matadero en el que no se había derramado una gota de sangre. Únicamente se veían formas amorfas sin vida, sorprendidas por la muerte en la última acción que pudieron realizar: todos se aferraban a algo sólido, como si una fuerza invisible intentara arrastrarlos. Pitt, descompuesto, se dio media vuelta y subió hasta el salón comedor en el montacargas de la cocina.
Las mesas estaban dispuestas para una comida que no llegó a servirse. Los cubiertos, desordenados a causa de los fuertes bandazos, seguían sobre los impolutos manteles. La muerte debió de llegar poco antes de la hora del almuerzo. Cogió un menú y leyó los platos: lubina, diversas clases de pescado Antártico y, para los que preferían carne, chuleta de ternera. Dejó el menú sobre una mesa y, cuando estaba a punto de salir del comedor, detectó algo extraño, algo que estaba fuera de lugar. Pasó por encima del cuerpo de un camarero y se dirigió a una mesa situada junto a una de las grandes ventanas.
Alguien había comido allí; los platos estaban sucios de restos de comida. Había un cuenco casi vacío de lo que parecía ser sopa de almejas, bollos partidos untados de mantequilla y un vaso que contenía té frío. Era como si alguien hubiera estado comiendo allí hasta hacía unos minutos y se hubiese levantado para dar una vuelta. Se preguntó si habrían abierto el comedor anticipadamente para darle de comer a alguien. Rechazó de pleno la posibilidad de que alguien hubiese comido en esa mesa después de que el azote desconocido descargase su golpe mortal.
Pitt intentó justificar el inesperado hallazgo con una docena de razones lógicas. Pero, sin poder evitarlo, el miedo comenzó a aflorar y de vez en cuando miraba, vigilante, por encima de su hombro. Al salir del comedor, pasó por delante de la tienda de regalos y llegó hasta el gran salón del barco, donde había un piano de cola Steinway junto a una pequeña pista de baile de madera, alrededor de la cual habían dispuesto sillas y mesas que formaban una gran herradura. Además de la camarera, que había caído mientras transportaba una bandeja con bebidas, había un grupo de ocho personas, de unos setenta años cada una de ellas, que habían estado sentadas en torno a una gran mesa y que en esos momentos yacían sobre la alfombra en grotescas posiciones. Mientras los miraba, Pitt sintió a un tiempo tristeza y angustia. Abrumado por la impotencia, maldijo la desconocida causa de una tragedia tan espantosa.
De pronto se fijó en uno de los cuerpos. Era el de una mujer que permanecía sentada en un rincón del salón, con la barbilla sobre las rodillas y la cabeza entre los brazos. Vestía una chaquetilla de cuero muy elegante y pantalones de lana. Sorprendentemente, no tenía el cuerpo contorsionado y no parecía haber vomitado como los otros.
Pitt sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal y cómo los latidos del corazón se le multiplicaban. Sobreponiéndose a su sorpresa inicial, cruzó lentamente la sala en dirección al cuerpo de la mujer. Tendió el brazo y le tocó suave, tentativamente, la mejilla. Experimentó un indescriptible alivio al notar la calidez de la piel. Movió con suavidad a la durmiente y vio que sus párpados se abrían. Al principio, ella lo miró ofuscada, sin comprender, pero luego abrió desmesuradamente los ojos y, rodeándolo con los brazos, exclamó:
-¡Estás vivo!
-Y no sabes cómo me alegro de que tú también lo estés -dijo Pitt con una tenue sonrisa.
Entonces ella se separó bruscamente de él.
-¡No, no puedes ser real! ¡Todos estáis muertos!
-No te asustes de mí -dijo él, tratando de tranquilizarla.
La mujer lo miró con sus ojos pardos enrojecidos por el llanto. En su espléndido cutis se advertía una nota de palidez y una tenue demacración. Tenía el cabello cobrizo y los pómulos prominentes y los labios sensuales de una top model. Escrutó a Pitt por unos instantes, y luego desvió la mirada. Por lo que él podía percibir, dada la posición de la joven, su figura también era espléndida. Sus brazos desnudos parecían musculosos, casi impropios de una mujer. Sólo cuando ella bajó la vista y miró el cuerpo de Pitt, éste recordó que únicamente llevaba los calzoncillos y la camiseta.
-¿Por qué vas en ropa interior? -preguntó finalmente ella.
Fue una pregunta sorprendente, producto del temor y del trauma, más que de la curiosidad. Pitt no se molestó en darle explicaciones.
-¿Puedes explicarme quién eres y cómo lograste sobrevivir?
La joven parecía a punto de desmayarse, así que Pitt se apresuró a inclinarse para alzarla en vilo y llevarla hasta una butaca de cuero contigua a una mesa. Luego se dirigió al bar y pasó tras la barra, donde, tal como se había imaginado, encontró a un camarero muerto. Cogió una botella de Jack Daniels de un estante y llenó casi a rebosar un vaso.
-Bebe esto -dijo, al tiempo que acercaba la bebida a los labios de la mujer.
-No bebo alcohol -protestó ella débilmente.
-Piensa que es una medicina y da unos sorbos.
Ella consiguió apurar el vaso sin toser, pero hizo una mueca al notar la quemazón del whisky. Tras tomar aire varias veces, la joven miró los ojos verdes de Pitt y captó la compasión que éstos reflejaban.
-Me llamo Deirdre Dorsett -susurró algo nerviosa.
-Continúa -la animó Pitt-. ¿Eres una de las pasajeras?
Ella negó con la cabeza.
-Soy artista -dijo-. Canto y toco el piano en el salón.
-O sea que eras tú quien estaba interpretando Sweet Lorraine.
-Supongo que fue mi forma de reaccionar ante la conmoción de ver que todo el mundo había muerto y de pensar que a mí me tocaría a continuación. No puedo creer que aún esté viva.
-¿Dónde estabas cuando se produjo la tragedia?
Deirdre miró con morbosa fascinación hacia las cuatro parejas de ancianos que yacían en torno a la gran mesa.
-La señora del vestido rojo y el hombre de cabellos plateados celebraban sus bodas de oro con unos amigos que los acompañaban en el crucero. La noche antes de su fiesta privada, los del equipo de cocina habían preparado una talla de hielo que representaba a cupido sobre un corazón para ponerlo en el centro de una ponchera llena de champán. Mientras Fred, que es... -Se corrigió inmediatamente-: que era el camarero, abría la botella de champán y Marta, la camarera, iba a la cocina por la ponchera, yo me ofrecí a ir a buscar la escultura de hielo al cuarto frío.
-¿Estabas en el congelador?
Ella asintió en silencio.
-¿Recuerdas si cerraste la puerta tras de ti?
-La puerta del congelador se cierra sola automáticamente.
-¿Hubieras podido transportar tú sola la escultura de hielo?
-No era grande. Tendría el tamaño de una maceta pequeña.
-¿Qué hiciste luego?
Ella cerró fuertemente los ojos y luego se los frotó con las manos.
-Sólo estuve allí unos minutos -susurró-. Cuando salí, me encontré con que todos habían muerto.
Pitt preguntó suavemente:
-Exactamente, ¿cuántos minutos calculas que estuviste encerrada?
Ella movió levemente la cabeza y, con la cara entre las manos, replicó:
-¿Por qué me haces tantas preguntas?
-No me gusta parecer un fiscal, pero contesta, por favor. Es importante.
Deirdre bajó las manos y contempló el tablero de la mesa.
-No lo sé. No hay modo de calcularlo. Lo único que recuerdo es que me llevó algún tiempo envolver la escultura en un par de toallas para poderla coger sin congelarme los dedos.
-Tuviste muchísima suerte -dijo Pitt-. El tuyo es el ejemplo clásico de estar en el lugar oportuno en el momento adecuado. Si hubieras salido del congelador dos minutos antes de lo que lo hiciste, ahora estarías muerta como todos los demás. Y volviste a tener suerte cuando yo abordé el barco en el momento en que lo hice.
-¿Formas parte de la tripulación? Tu cara no me resulta conocida.
Pitt comprendió que la joven no se daba cuenta del riesgo que había corrido el Polar Queen en las islas del Peligro.
-Perdona. No me he presentado. Me llamo Dirk Pitt. Formo parte de la tripulación de un buque científico. Encontramos al grupo de excursionistas que el Polar Queen dejó en la isla Seymour y, como el barco no respondía a nuestras llamadas por radio, vinimos a buscarlo.
-Debes de referirte al grupo de Maeve Fletcher -murmuró Deirdre-. Supongo que todos ellos también están muertos.
-Sólo dos pasajeros y el tripulante que los condujo a tierra. La señorita Fletcher y el resto de los turistas están sanos y salvos.
En un instante el rostro de la joven reflejó una variedad de expresiones de la que se hubiera sentido orgullosa una actriz de Broadway. El sobresalto fue seguido por la furia que luego hizo una lenta transición a la alegría. Sus ojos adquirieron un brillo singular y Deirdre se tranquilizó visiblemente.
-Cómo me alegro de que Maeve se encuentre bien -dijo.
La luz que entraba por las ventanas del salón hizo brillar el cabello suelto de la mujer, que le llegaba a los hombros. Pitt notó el aroma de su perfume y percibió un extraño cambio en su actitud. Deirdre no era una jovencita, sino una aplomada mujer de treinta y pocos años que parecía poseer una gran fortaleza interior. Pitt sintió una desconcertante atracción hacia ella y se reprendió por ello, porque desde luego no era ni el lugar ni el momento adecuado para tales cosas. Volvió la cabeza, para que ella no advirtiese lo que estaba pasándole por la mente.
Aturdida, la joven abarcó con un gesto el salón, y preguntó:
-¿Por qué...? ¿Por qué han tenido que morir?
Pitt dirigió una mirada al grupo de ocho amigos que habían estado disfrutando de un momento muy especial antes de que sus vidas les fueran cruelmente arrebatadas.
-No puedo saberlo con certeza, pero creo que tengo una idea muy aproximada de lo sucedido -contestó con una voz solemne, que denotaba no tan sólo ira, sino también un intenso sentimiento de piedad por los que habían muerto.
9
Pitt combatía a duras penas la fatiga cuando avistó en el horizonte el Ice Hunter, que llevaba ya algún tiempo en la pantalla del radar. Tras registrar en vano el resto del Polar Qaeen en busca de otros supervivientes, durmió un poco mientras Deirdre Dorsett montaba guardia, para que lo despertara en caso de que el barco fuera a colisionar contra alguna pequeña embarcación de pesca. Hay gente que se siente descansada tras un breve sueño, pero Pitt no tuvo bastante con ese pequeño descanso. Veinte minutos en brazos de Morfeo no fueron suficientes para reponerse de veinticuatro horas de tensiones y fatigas. Al despertar se sentía peor que antes. Pensó que ya era demasiado viejo para andar saltando desde helicópteros y enfrentándose a mares embravecidos. Cuando tenía veinte años, era capaz de saltar de lo alto de un rascacielos sin pensarlo dos veces. Cuando tenía treinta, podía saltar de casas de dos pisos. ¿Cuánto tiempo hacía de aquello? Teniendo en cuenta sus doloridos músculos y articulaciones, debían de haber pasado ochenta o noventa años.
Llevaba demasiado tiempo trabajando para la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas, bajo las órdenes del almirante Sandecker. Quizá hubiese llegado el momento de cambiar de trabajo, buscar algo menos duro y con un horario más flexible. Podría dedicarse a hacer sombreros de paja en una playa de Tahití, o a algo mucho más estimulante, como vender anticonceptivos de puerta en puerta. Sacudió la cabeza para librarla de las necias ideas causadas por la fatiga, y puso el sistema automático de control en «TODO PARADO».
Pitt hizo un breve contacto por radio con Dempsey, a bordo del Ice Hunter, para informarle de que paraba los motores y necesitaba una tripulación que subiera a bordo y se pusiera al mando del Polar Queen. Luego levantó el auricular del teléfono y llamó vía satélite al almirante Sandecker para ponerlo al corriente de la situación.
La telefonista de la ANIM lo comunicó inmediatamente con Sandecker a través de la línea privada de éste. Aunque se encontraban separados por un tercio del planeta, tan sólo había una diferencia horaria de una hora entre la Antártida y Washington.
-Buenos días, almirante.
-Ya era hora de que tuviera noticias tuyas.
-Las cosas han estado muy movidas.
-Tuve que enterarme por Dempsey de que Giordino y tú encontrasteis y salvasteis el barco de turistas.
-Con mucho gusto le daré todos los detalles.
-¿Te has encontrado ya con el Ice Hunter? -Sandecker era parco con los saludos.
-Sí, señor. El capitán Dempsey se halla a sólo unos cientos de metros a estribor de mi barco. Va a mandar un bote con una tripulación de emergencia para que se haga cargo del Polar Queen y de la única superviviente.
-¿Cuántas bajas? -preguntó Sandecker.
-Tras un registro preliminar del barco, he encontrado a todos los tripulantes menos a cinco. Según una lista de pasajeros facilitada por la compañía naviera y una relación de tripulantes que encontramos en el camarote del primer oficial, de un total de doscientas dos personas, sólo quedan con vida dos tripulantes y veinte pasajeros.
-O sea que ha habido ciento ochenta muertos.
-Ése es mi calculo.
-Como el barco es australiano, el gobierno de Australia ya ha iniciado una investigación para aclarar las causas de esta tragedia.
Al noreste de tu posición, en la bahía Duse, no muy lejos de donde estás, hay una base científica británica dotada de aeropuerto. He ordenado al capitán Dempsey que se dirija allí para dejar a los supervivientes. Ruppert y Saunders, los propietarios de la línea naviera, han fletado un reactor de la Quantas para llevarlos hasta Sidney.
-¿Qué pasará con los cadáveres de los pasajeros y los tripulantes?
-En la base británica los congelarán y los enviarán a Australia en un transporte militar. Una vez allí, los investigadores oficiales interrogarán a los supervivientes y los patólogos efectuarán las autopsias.
A continuación, Pitt le explicó con detalle como él y Giordino habían localizado el Polar Queen, y el escarceo que la nave tuvo con la muerte frente a las islas del Peligro.
-¿Qué hacemos con el Polar Queen? -preguntó una vez hubo finalizado su relato.
-Ruppert y Saunders han enviado una tripulación para que conduzca el buque a Adelaida; les acompaña un equipo de investigadores, con la misión de examinar a conciencia la nave antes de llegar a puerto.
-Podría usted reclamar la recompensa por rescatar el barco. La ANIM podría embolsarse hasta veinte millones de dólares por haber salvado el Polar Queen de un desastre seguro.
-Aunque tengamos derecho a hacerlo, no pienso cobrar ni un centavo por salvar el barco. -Pitt percibió una nota de satisfacción en la voz de Sandecker-. Así conseguiré dos veces esa suma en favores y cooperación por parte del gobierno australiano, para futuras misiones de investigación en las aguas de su jurisdicción.
Desde luego nadie podría acusar al almirante de estar senil.
-Nicolás Maquiavelo podría haber aprendido mucho de usted -bromeó Pitt.
-Supongo que te interesará saber que por fin han cesado las muertes de animales marinos en la zona donde os encontráis. Los pescadores y los investigadores de las bases científicas me han informado de que en las últimas cuarenta y ocho horas no se han encontrado peces ni mamíferos muertos. Por lo visto el asesino se ha mudado. Hemos sabido que los cuerpos muertos de colonias de peces y tortugas de mar están llegando a las costas de las islas Fiji.
-Parece que la plaga posee vida propia.
-No se centra en una zona -dijo Sandecker-. Hay mucho en juego. Si nuestros científicos no logran identificar y eliminar con la máxima rapidez la causa de esta tragedia, nos enfrentaremos a un desastre ecológico de dimensiones inimaginables.
-Al menos nos queda el consuelo de saber que no se trata de una repetición de las grandes mareas rojas provocadas por la contaminación química del río Níger.
-Desde luego; logramos acabar con ese problema definitivamente cuando clausuramos la peligrosa planta incineradora de residuos de Malí responsable de las mareas rojas. Nuestros monitores en el río no han detectado nuevos indicios del cobalto y el aminoácido sintético responsables del problema.
-¿Tienen nuestros genios del laboratorio alguna sospecha acerca de cuál es la causa de esta tragedia? -preguntó Pitt.
-No, por aquí no tenemos ni idea -replicó Sandecker-. Albergábamos la esperanza de que los biólogos del Ice Hunter hubiesen descubierto algo.
-Si ha sido así, no me han dicho nada.
-¿Tienes tú alguna teoría al respecto? -Sandecker lo preguntó con voz insegura, casi cautelosa-. Algo sabroso que pueda echarles a los sabuesos de la prensa que tenemos en el vestíbulo, donde en estos momentos se apiñan más de doscientos periodistas.
Por los labios de Pitt cruzó la sombra de una sonrisa. Entre el almirante y él existía el acuerdo tácito de no hablar por teléfono satélite de ningún tema importante, porque esa clase de llamadas eran tan fáciles de intervenir como las que se realizaban con los viejos teléfonos de operadora. La simple mención de la prensa significaba que Pitt debía eludir el tema.
-Están ansiosos de conseguir una buena historia, ¿no?
-Los tabloides ya hablan de un barco de la muerte en el triángulo de la Antártida.
-¿En serio?
-Con mucho gusto te enviaré los artículos de prensa por fax.
-Mucho me temo que mi hipótesis los defraudará.
-¿Tienes inconveniente en compartir conmigo tu teoría?
Tras una pausa, Pitt replicó.
-Creo que puede tratarse de un virus desconocido que viaja por el aire.
-Un virus -repitió mecánicamente Sandecker-. Realmente, no es una teoría muy original.
-Reconozco que suena raro -dijo Pitt-, y que es algo tan lógico como contar ovejas cuando uno no puede dormir.
Si Sandecker se sintió desconcertado por las erráticas palabras de Pitt, no lo demostró. Se limitó a lanzar un suspiro de resignación, como si estuviese acostumbrado a oír extravagancias de labios de su interlocutor.
-Será mejor que dejemos que los científicos se encarguen de la investigación. Ellos tienen las ideas bastante más claras que tú.
-Dispense, almirante, estoy algo confuso.
-Hablas como un hombre perdido en la niebla. En cuanto llegue la tripulación de Dempsey, vete al Ice Hunter y échate una buena siesta.
-Gracias por ser tan comprensivo.
-Me hago cargo de tu situación, eso es todo. Hablaremos más tarde. -Tras estas palabras, el almirante Sandecker colgó.
Deirdre Dorsett salió al puente y movió las manos frenéticamente cuando reconoció a Maeve Fletcher apoyada en la barandilla del Ice Hunter. Concluido el martirio de ser la única persona viva en un barco lleno de cadáveres, su humor había cambiado, y la joven se mostraba exultante. Con todas sus fuerzas, gritó:
-¡Maeve!
En el Ice Hunter, Maeve miró hacia las cubiertas del Polar Queen, buscando la procedencia de la voz femenina que había pronunciado su nombre. Sus ojos encontraron al fin la figura que agitaba los brazos desde el puente y por un momento la contempló asombrada. Luego, al reconocer a Deirdre, reaccionó como alguien que, caminando a solas y de noche por un cementerio, nota de pronto el contacto de una mano sobre el hombro.
-¿Deirdre? -gritó insegura.
-¿Así saludas a alguien que regresa de entre los muertos?
-¿Estás... estás viva?
-No sabes cómo me alegro de verte sana y salva, Maeve.
-Menuda sorpresa me has dado -dijo, recuperando la compostura.
-¿Sufriste algún daño mientras estabas en tierra? -preguntó Deirdre.
-Principio de congelación, nada más. -Maeve señaló hacia los tripulantes del Ice Hunter. Los hombres estaban arriando una lancha-. Iré con ellos y te saludaré al pie de la escalerilla.
-Te espero.
Deirdre sonrió y volvió a la caseta del piloto, donde Pitt estaba hablando por radio con Dempsey. Antes de cortar la comunicación, él le dirigió una sonrisa y se inclinó levemente.
-Dempsey me dice que Maeve viene hacia aquí.
Deirdre asintió con la cabeza.
-Se llevó una gran sorpresa al verme.
-Es una coincidencia sumamente afortunada que los únicos miembros de la tripulación que siguen con vida sean dos amigas -dijo Pitt, que advirtió por vez primera que ella era casi tan alta como él.
Deirdre se encogió de hombros.
-No puede decirse que seamos exactamente amigas.
Pitt miró con curiosidad sus ojos pardos, en los que se reflejaban los rayos del sol que entraban por la ventanilla delantera.
-¿Qué ocurre? ¿Os lleváis mal?
-Se trata de una complicada relación familiar, amigo Pitt. Ocurre que, pese a que llevamos apellidos diferentes, Maeve Fletcher y yo somos hermanas -contestó ella con tono indiferente.
10
Por suerte, el mar estaba en calma cuando el Ice Hunter, seguido por el Polar Queen, llegó al cobijo de la bahía Duse y echó ancla frente a la base científica británica. Desde el puente, Dempsey ordenó al reducido equipo de tripulantes que había a bordo del crucero que fondearan la nave a una distancia adecuada, de modo que los dos barcos pudieran quedar anclados a merced de la marea sin colisionar.
Pitt había hecho caso omiso del consejo de Sandecker, y seguía despierto, aunque apenas podía mantenerse en pie. Una vez entregó el Polar Queen a la tripulación de Dempsey, aún quedaban mil y un detalles por atender. Primero dejó a Deirdre Dorsett en la lancha con Maeve, para que las dos fueran al Ice Hunter. Luego estuvo casi toda la soleada noche efectuando un concienzudo registro del barco, y encontró los muertos que se le habían pasado por alto en su primer recorrido de la nave. Finalmente, desconectó la calefacción, para que los cadáveres se conservaran mejor y pudieran ser examinados posteriormente por los patólogos. Sólo cuando el Polar Queen estuvo anclado y a salvo en la bahía, Pitt entregó la nave y regresó al barco científico de la ANIM. Giordino y Dempsey lo aguardaban en la caseta del timón, para saludarlo y felicitarlo. Era evidente que Pitt estaba agotado, así que su compañero le sirvió una taza de café de la cafetera que siempre estaba a punto junto al timón. Pitt la aceptó agradecido, y mientras daba el primer sorbo, vio por la ventana que un pequeño fueraborda se acercaba al barco.
Casi antes de que los dientes del ancla del Ice Hunter mordieran el fondo, los representantes de Ruppert y Saunders llegados en avión, abordaron una Zodiac para hacer el trayecto hasta el barco. A los pocos minutos, subieron por la escalerilla y se dirigieron al puente, donde Pitt, Dempsey y Giordino los esperaban. Uno de los hombres, que había subido los peldaños de tres en tres, se detuvo ante ellos. Era un individuo alto y fornido que mostraba una sonrisa de oreja a oreja.
-¿El capitán Dempsey? -preguntó.
-Yo mismo -dijo Dempsey adelantándose con la mano tendida.
-Soy el capitán Ian Ryan, jefe de operaciones de Ruppert y Saunders.
-Bienvenido a bordo, capitán.
-Mis oficiales y yo estamos aquí para ponernos al mando del Polar Queen -explicó con una sonrisa algo aprensiva.
-Es todo suyo, capitán -dijo Dempsey-. Una vez se encuentre usted a bordo, ¿me hará el favor de enviar aquí a mi tripulación en su lancha?
Una expresión de alivio se vislumbró en el rostro curtido de Ryan. La situación podría haber sido espinosa. Legalmente, Dempsey, como responsable del rescate del crucero, tenía plena autoridad sobre él. El mando había pasado del fallecido capitán y los propietarios a Dempsey.
-¿Debo entender, señor, que renuncia usted al mando en favor de Ruppert y Saunders?
-La ANIM no se dedica al salvamento de barcos, capitán. No haremos ninguna reclamación respecto al Polar Queen.
-Los directivos de la compañía me han pedido que le exprese nuestro más profundo agradecimiento y nuestra más sincera felicitación por haber salvado a los pasajeros y al barco.
Dempsey indicó a Pitt y a Giordino e hizo las presentaciones.
-Estos caballeros son los que encontraron a los supervivientes en la isla Seymour e impidieron que el Polar Queen se estrellase contra las rocas de las islas del Peligro.
Ryan les estrechó cordialmente las manos.
-Toda una hazaña, de veras admirable. Les aseguro que Ruppert y Saunders les demostrarán generosamente su agradecimiento.
Pitt negó con la cabeza.
-Nuestro jefe, el almirante James Sandecker, nos ha dicho que no podemos aceptar recompensas ni gratificaciones por el salvamento.
-¿Nada de nada? -preguntó Ryan atónito.
-Ni un centavo -contestó Pitt, a quien le costaba mantener abiertos los fatigados ojos.
-Es todo un rasgo de generosidad por su parte -dijo Ryan impresionado-. Se trata de algo sin precedentes en la historia de los salvamentos marinos. No me cabe duda de que nuestros aseguradores beberán a su salud todos los años en el aniversario de la tragedia.
Dempsey indicó con un ademán el corredor que conducía a sus habitaciones.
-Hablando de beber, capitán, ¿qué tal una copa en mi camarote?
Ryan señaló con un movimiento de la cabeza a los oficiales que estaban tras él.
-¿Incluye la invitación a mis hombres?
-Claro que sí -contestó Dempsey con la más cordial de sus sonrisas.
-Salvan ustedes nuestro barco, rescatan a nuestros pasajeros y, además, nos ofrecen una copa -dijo Ryan desconcertado-. Si me permite decirlo, ustedes los yanquis son una raza bien extraña.
-No. Lo que ocurre es que no sabemos aprovechar las oportunidades -contestó Pitt, cuyos ojos verdes ya no podían disimular su cansancio.
Pitt, con movimientos más propios de un autómata, se dio una ducha y se afeitó por primera vez desde que él y Giordino despegaron para ir en busca del Polar Queen. Bajo el relajante chorro del agua caliente, estuvo a punto de doblar las rodillas y quedarse dormido. Estaba tan cansado que ni siquiera fue capaz de secarse el cabello, así que se puso una toalla alrededor de la cintura y se derrumbó en su enorme cama -en el Ice Hunter los jergones y las literas estrechas eran cosas desconocidas-. Se cubrió con las sábanas, se estiró, apoyó la cabeza en la almohada y se fue derecho al reino de los sueños.
Su cerebro, agotado, no registró la llamada a la puerta de su camarote. Y aunque normalmente el menor sonido lo despertaba, tampoco la segunda llamada lo sacó de su sopor; de hecho, estaba tan exhausto que ni siquiera se le alteró la respiración, ni movió un párpado cuando Maeve abrió cautelosamente la puerta, asomó la cabeza y preguntó en voz baja:
-¿Estás ahí, Pitt?
Aunque, por una parte, su discreción la obligaba a retirarse, la curiosidad la impulsó a permanecer allí. Avanzó con cuidado, con dos esbeltas copas y una botella de coñac Rémy Martin XC que Giordino le había prestado tras sacarla de su maletín personal. La excusa de la joven para irrumpir así en el camarote era agradecer a Pitt como se merecía el haberle salvado la vida.
Se sorprendió al ver su imagen reflejada en un espejo colgado de la pared encima de un escritorio. Tenía las mejillas tan enrojecidas como las de una muchacha que espera a que su pareja pase a recogerla para ir a su primer baile en el instituto. Maeve no solía sonrojarse y, algo molesta consigo misma, apartó la vista del espejo. Le costaba creer que estuviera en el dormitorio de un hombre sin haber sido invitada. Para ella, Pitt era prácticamente un desconocido, pero Maeve era una mujer acostumbrada a hacer las cosas a su modo.
Su padre, el acaudalado presidente de una empresa minera internacional, había educado a Maeve y a sus dos hermanas como a muchachos. No tuvieron muñecas, ni vestidos bonitos, ni habían celebrado su puesta de largo. Su madre murió sin haber alumbrado hijos que heredaran el imperio financiero familiar, por eso su padre, desafiando al destino, crió a sus hijas para que fueran fuertes como un hombre. Al cumplir dieciocho años, Maeve lanzaba la pelota de fútbol más lejos que la mayor parte de sus condiscípulos varones, y en una ocasión recorrió a pie el interior de Australia, desde Canberra a Perth, con la única compañía de un dingo amaestrado. Su padre recompensó tal proeza sacándola del instituto y obligándola a trabajar en las minas familiares, codo con codo con los perforadores y barreneros. Ella se rebeló. Aquélla no era vida para una mujer con sus ambiciones. Huyó a Melbourne y trabajó para pagarse la carrera de zoóloga. Su padre no hizo el menor intento por conseguir que volviese al hogar. Y, finalmente, la desheredó y actuó como si ella hubiese dejado de existir cuando se enteró de que había tenido gemelos, sin estar casada, seis meses después de haberse separado de un muchacho que había conocido en la universidad y con el que había compartido un año maravilloso de vida en común. El joven, hijo de un ovejero, estaba espléndidamente bronceado por el sol del desierto, era corpulento y sus ojos grises denotaban una gran sensibilidad. Mientras habían estado juntos, no pararon de reír, hacer el amor y pelearse. Cuando llegó la inevitable separación, Maeve no le dijo que estaba preñada.
Dejó la botella y las copas sobre el escritorio y observó los objetos personales de Pitt diseminados entre los papeles y una carta de navegación. Husmeó furtivamente en el interior de una billetera de cuero, donde encontró varias tarjetas de crédito, tarjetas de visita y negocios, dos cheques personales en blanco y ciento veintitrés dólares en metálico. Le extrañó que no hubiera fotos. Volvió a dejar la cartera sobre el escritorio y examinó el resto de las cosas. Había un viejo reloj Doxa de submarinista, con pulsera de acero, y un surtido de llaves, que debían de ser de su casa y del coche. No había más.
No era suficiente para sacar alguna conclusión acerca del propietario de tales objetos. Maeve había tenido relaciones con varios hombres, pero cuando éstos se habían alejado de su vida, ya hubiera sido por voluntad propia o porque ella lo había decidido, todos dejaron algo tras de sí. Pitt parecía un hombre solitario que caminaba sin dejar nada suyo detrás.
Franqueó el umbral y entró en el dormitorio. Al ver el espejo del baño empañado por el vapor, dedujo que Pitt se había dado una ducha recientemente. Olió el refrescante aroma de una loción para después del afeitado y, al hacerlo, sintió una extraña sensación en el estómago.
-¿Pitt? -volvió a decir en voz baja-. ¿Estás ahí?
Entonces lo vio tumbado en la cama, con los brazos sobre el pecho, como si yaciese en un ataúd. Maeve suspiró aliviada al advertir que tenía las ingles cubiertas con una toalla de baño.
-Lo siento. Perdona por la intrusión -murmuró con suavidad.
Pitt siguió durmiendo.
Maeve lo recorrió con la mirada. El cabello, moreno y rizado, estaba húmedo y despeinado y tenía las cejas tan pobladas que casi se unían por encima de la nariz aguileña. Maeve calculó que tendría unos cuarenta años, aunque sus facciones algo toscas y la piel curtida por el viento y el sol, así como la recia mandíbula que parecía tallada en piedra, hacían que pareciese mayor. Pitt parecía estar sonriendo siempre debido a las pequeñas arrugas que tenía alrededor de los ojos y los labios, lo que le dotaba de un poderoso atractivo para las mujeres. Era un hombre intrépido y decidido que había vivido experiencias muy intensas y nunca había flaqueado ante las pruebas a que la vida lo había sometido.
El resto del cuerpo era firme y lampiño, salvo por la oscura mata de pelo que cubría su pecho. Los hombros eran anchos, el estómago liso y las caderas estrechas. Tenía los músculos de los brazos perfectamente cincelados, sin que fueran protuberantes. Era más bien delgado, incluso enjuto, y parecía siempre presa de una fuerte tensión, como un muelle a punto de saltar. También se fijó en sus cicatrices, de las que no supo determinar su causa.
Pitt no parecía cortado por el mismo patrón de otros hombres que Maeve había conocido. En realidad, no amó a ninguno, y si se acostó con ellos fue más por curiosidad y por rebeldía hacia su padre que a causa del deseo apasionado. De hecho, cuando quedó preñada de su compañero de estudios, se negó a abortar para mortificar a su padre, y dio a luz a los gemelos.
Mientras miraba a Pitt, durmiendo prácticamente desnudo en la cama, sintió una extraña y placentera sensación de poder. Levantó el borde inferior de la toalla, sonrió malévolamente y volvió a dejarlo como estaba. A Maeve, Pitt le resultaba inmensamente atractivo, y lo deseaba. Sí, lo deseaba febril y descaradamente.
-¿Ves algo que te gusta, hermanita? -preguntó tras ella una voz suavemente ronca.
Contrariada, Maeve giró sobre sus talones y miró a Deirdre, que se encontraba apoyada en el marco de la puerta, fumando un cigarrillo.
-¿Qué haces tú aquí? -susurró.
-Impedir que muerdas más de lo que puedes tragar.
-Muy graciosa. -Con un movimiento casi maternal, Maeve cubrió a Pitt con las sábanas y las remetió bajo el colchón. Luego se volvió y empujó a Deirdre fuera de la habitación, tras lo cual cerró suavemente la puerta del dormitorio-. ¿Por qué me sigues? ¿Por qué no vuelves a Australia con los otros pasajeros?
-Lo mismo puedo preguntarte yo a ti, querida hermana.
-Los científicos del barco me han pedido que permanezca a bordo y redacte un informe sobre lo ocurrido en la isla.
-Y yo me quedé con la esperanza de que tú y yo nos diéramos un beso e hiciéramos las paces -dijo Deirdre, tras aspirar una bocanada de humo de su cigarrillo.
-En otro tiempo quizá te hubiera creído, pero ahora no.
-Admito que tuve otros motivos.
-¿Cómo te las arreglaste para que yo no te viera durante las semanas que estuvimos navegando?
-¿Me creerás si te digo que estuve en mi camarote, porque tenía el estómago revuelto?
-No -replicó secamente Maeve-. Eres fuerte como un caballo. Nunca te he visto enferma.
Deirdre miró alrededor buscando un cenicero. Al no encontrar ninguno, abrió la puerta del camarote y tiró el cigarrillo al mar, por encima de la barandilla.
-Supongo que debes estar asombrada por cómo logré sobrevivir en el Polar Queen.
Maeve miró confusa y desconcertada a su hermana.
-Por lo que he oído, estabas en el congelador cuando ocurrió la tragedia.
-Fui sumamente oportuna, ¿no crees?
-Tuviste una suerte increíble.
-La suerte no tuvo nada que ver -la contradijo Deirdre-. ¿Qué me dices de ti? ¿No se te ha ocurrido preguntarte por qué, justo en el momento oportuno, te encontrabas en las cuevas de la estación ballenera?
-¿A dónde quieres llegar?
-No entiendes nada -la regañó Deirdre, como si estuviera hablando con una niña traviesa-. ¿Creíste que papá iba a perdonar y olvidar después de que te marchaste de su despacho jurando que no volverías a vernos a ninguno de nosotros? Se puso muy furioso cuando se enteró de que habías cambiado legalmente tu apellido por el de la madre de tu tatarabuela. Fletcher. Desde que te fuiste, papá ha hecho que siguieran todos tus movimientos, desde que te matriculaste en la Universidad de Melbourne hasta que conseguiste el trabajo con Ruppert y Saunders.
Maeve la miró furiosa, sin poder creer lo que estaba oyendo. Luego, poco a poco, entendió el interés de su padre.
-¿Tanto miedo tenía de que yo hablase de sus malditas operaciones de negocios con personas que no debía?
-Si papá ha utilizado métodos poco ortodoxos, ha sido para aumentar el imperio familiar, tanto en tu beneficio como en el mío y el de Boudicca.
-¡Boudicca! -Maeve escupió el nombre-. ¡Nuestra hermana, el demonio reencarnado!
-Pese a lo que puedas pensar -contestó Deirdre sin alterarse-, Boudicca siempre se ha preocupado por tu bienestar.
-Si de veras te crees eso, eres mucho más boba de lo que pensaba.
-Fue ella la que insistió en que yo fuera en el barco y convenció a papá de que te perdonara la vida.
Maeve pareció desconcertada.
-¿Perdonarme la vida? ¿De qué estás hablando?
-¿Quién crees que intercedió por ti para que el capitán del barco te mandara a acompañar al primer grupo de excursionistas?
-¿Tú?
-Yo.
-Me tocaba ir a mí. Los otros guías y yo trabajábamos por turnos.
Deirdre negó con la cabeza.
-Si hubieran respetado el turno, tú habrías ido con el segundo grupo, el que nunca llegó a abandonar el barco.
-Explícate.
-Todo estaba planeado -contestó Deirdre con súbita frialdad-. La gente de papá previo que el fenómeno se produciría cuando el primer grupo de turistas se encontrase en el interior de las cuevas de almacenamiento de la estación ballenera.
Maeve notó como si la cubierta se estremeciese bajo sus pies y de sus mejillas desapareció todo color.
-Es imposible que papá predijera un suceso tan terrible -dijo, sintiendo que le faltaba el aliento.
Imperturbable, como si estuviese chismorreando por teléfono con una amiga, Deirdre contestó:
-Nuestro padre es un tipo muy listo. Si no hubiese sido porque él lo había previsto todo, ¿cómo crees que yo hubiera sabido en qué momento debía encerrarme en el congelador del barco?
-¿Cómo podía saber en qué momento ocurriría la tragedia? -preguntó Maeve, que no podía creer lo que estaba oyendo.
-Nuestro padre no tiene un pelo de tonto -contestó Deirdre con una sonrisa maligna.
Maeve, sintiéndose presa de la furia, espetó a su hermana:
-Si papá sospechaba algo, debió haber avisado para evitar todas esas muertes.
-Papá tiene cosas más importantes que hacer que preocuparse por un grupo de estúpidos turistas.
-Juro por Dios que haré que paguéis por vuestra crueldad.
-¿Traicionarías a la familia? -preguntó sarcásticamente Deirdre, y luego contestó ella misma a su pregunta-: Sí, supongo que serías capaz de hacerlo.
-Puedes estar segura de ello.
-Pues más vale que te saques esa idea de la cabeza si quieres ver de nuevo a tus dos preciosos hijos.
-Papá nunca podrá encontrar a Sean y a Michael.
-Pese a lo que creas, dejar a tus hijos con ese maestro de Perth no fue una buena idea.
-No hablas en serio.
-Tu querida hermana Boudicca convenció al maestro y a su esposa, Hollander creo que se llaman, de que le permitiesen llevarse a los gemelos de excursión.
Ante la enormidad de las palabras de su hermana, Maeve comenzó a temblar y estuvo a punto de vomitar.
-¿Están en vuestro poder?
-¿Los chicos? Desde luego.
-Si papá les hizo algo a los Hollander...
-Qué va, nada de eso.
-¿Qué habéis hecho con Sean y Michael?
-Papá se ocupa de ellos en nuestra isla privada. Incluso les está enseñando cómo funciona nuestro negocio de diamantes. Anímate. Lo peor que puede pasar es que sufran algún accidente. Tú mejor que nadie debes conocer los riesgos que corren los niños jugando en los túneles de las minas. Lo mejor de todo esto es que, si permaneces junto a tu familia, tus hijos llegarán a ser hombres increíblemente ricos y poderosos.
-¿Como papá? -preguntó Maeve presa de la indignación y el temor-. Antes muertos. -Conteniendo los deseos de matar a su hermana, se sentó en una silla, consternada y derrotada.
-Peores cosas les podrían ocurrir -dijo Deirdre, deleitándose con la impotencia de Maeve-. Quédate unos días con tus amigos de la ANIM, pero no les digas una palabra de lo que te acabo de explicar. Luego nos iremos a casa en avión. -Fue hasta la puerta y se detuvo-. Si pides perdón y demuestras tu lealtad a la familia, estoy segura de que papá se mostrará sumamente comprensivo. -Dicho esto, salió a cubierta y se perdió de vista.
SEGUNDA PARTE
DONDE NACEN LOS SUEÑOS
11
El almirante Sandecker rara vez utilizaba el gran salón de conferencias para sus reuniones, pues lo reservaba para recibir a los visitantes, en su mayoría políticos y científicos extranjeros y norteamericanos. Para los asuntos internos de la ANIM prefería una pequeña sala de trabajo contigua a su despacho. Era una estancia sumamente cómoda, única y exclusivamente suya, una especie de escondite donde celebraba reuniones informales y de carácter confidencial con los directores de la agencia. Sandecker la utilizaba con frecuencia como comedor ejecutivo. Él y los directores se relajaban en las mullidas butacas de cuero que rodeaban la mesa de conferencias, de tres metros de largo, construida con una sección del casco de madera rescatado de una goleta hundida en el lago Erie y colocada sobre una gruesa alfombra color turquesa, frente a una chimenea provista de una repisa victoriana.
En contraste con el moderno diseño y decorado de las otras oficinas de la central de la ANIM, separadas entre sí por paneles de vidrio de tono verdoso, esa estancia parecía salida de un anticuado club londinense. Las cuatro paredes y el techo estaban cubiertos de magnífica teca y los motivos de los cuadros, de marcos recargados, eran acciones bélicas de la marina norteamericana. Había uno que reproducía con todo detalle la épica batalla entre John Paul Jones en el deplorablemente armado Bonhomme Richard y la Serapis, una espléndida fragata inglesa de cincuenta cañones. Junto a este cuadro, había uno de la venerable fragata norteamericana Constitution derribando el mástil del barco británico Java. Justo enfrente de éstos se batían el Monitor y el Virginia, más conocido como Merrimac, dos buques blindados de la guerra civil. Colgados uno al lado del otro, había un cuadro del comodoro Dewey destruyendo la flota española en la bahía de Manila, y otro de una escuadrilla de aviones de bombardeo despegando del portaaviones Enterprise para bombardear la flota japonesa durante la batalla de Midway. El único cuadro que no reproducía acciones de guerra era el que había encima de la chimenea. Se trataba de un retrato de Sandecker vestido con uniforme que había sido pintado poco antes de que el almirante se retirara. Debajo, en una pequeña vitrina de cristal, había una maqueta del último barco que mandó, el crucero portamisiles Tucson.
Un antiguo presidente de Estados Unidos pidió a Sandecker cuando ya estaba retirado que organizara y estableciera una nueva agencia gubernamental de investigaciones marinas. El almirante empezó a trabajar en el proyecto en un almacén alquilado y con menos de una docena de colaboradores -entre ellos Pitt y Giordino-, y había convertido la ANIM en una importante organización, envidiada por las instituciones oceanógraficas de todo el mundo, que contaba con dos mil empleados y un generoso presupuesto rara vez cuestionado y casi siempre aprobado por el Congreso.
Sandecker combatía con pasión su avanzada edad. A sus sesenta y pocos años, era un fanático del ejercicio: corría, levantaba pesas y hacía cualquier cosa que le hiciera sudar y le acelerase el ritmo cardíaco. El ejercicio que practicaba y el equilibrado régimen alimenticio que seguía se reflejaban en su espléndida forma. Era bastante bajo y conservaba todo su llameante cabello rojo que llevaba muy corto y con raya a la izquierda. Tenía un fino y enérgico rostro, unos brillantes ojos color avellana y el mentón cubierto por una barba fina y bien recortada del mismo color de su pelo.
El único vicio de Sandecker eran los cigarros. Solía fumar con placer diez enormes puros diarios, especialmente seleccionados y confeccionados según su gusto personal. Entró en la sala de trabajo rodeado por una aureola de humo, como si fuese un mago haciendo su entrada en el escenario. Se dirigió a la cabecera de la mesa y miró con una sonrisa benigna a los hombres sentados alrededor.
-Lamento tenerlos despiertos hasta tan tarde, caballeros, pero no les hubiera pedido que trabajasen a deshora si no se tratase de algo de gran importancia.
Hiram Yaeger, jefe de la red informática de la ANIM y supervisor del banco de datos sobre ciencias marítimas más importante del mundo, echó hacia atrás la butaca e hizo una leve inclinación de cabeza dirigida a Sandecker. Cuando había un problema, el almirante recurría en primer lugar a Yaeger, quien siempre iba vestido con un mono de trabajo y llevaba el pelo recogido en una coleta. Vivía con su mujer e hijas en una lujosa zona residencial de Washington y conducía un BMW.
-Si no hubiese venido aquí, habría tenido que llevar a mi esposa al ballet -dijo con un brillo burlón en los ojos.
-Te pusieron entre la espada y la pared -dijo sonriendo Rudi Gunn, director ejecutivo de la ANIM y lugarteniente de Sandecker. Así como Pitt era el principal «arreglalotodo» del almirante, Gunn era su genio en logística. Flaco, de caderas y hombros estrechos, de un carácter excelente e inteligencia brillante, contemplaba el mundo a través de unas gruesas gafas de montura de concha y con ojos que parecían los de un búho esperando que un ratón pasara bajo su árbol.
Sandecker se acomodó en una de las butacas de cuero, tiró la ceniza de su cigarro en un cenicero hecho con una concha marina y procedió a extender sobre la mesa un mapa del mar de Weddell y de la península Antártica. Señaló con el dedo un círculo en cuyo interior se habían marcado una serie de cruces numeradas.
-Todos ustedes, caballeros, están familiarizados con la tragedia ocurrida en el mar de Weddell, donde se han encontrado muertas colonias enteras de diferentes animales marinos. El número uno señala el lugar donde el Ice Hunter localizó los delfines muertos; el dos, una de las islas Oreadas del sur donde se hallaron las focas muertas; el tres, la isla Seymour, el lugar en que perecieron hombres, mujeres, pingüinos y focas; y el cuatro, la situación aproximada del Polar Queen cuando se produjo la catástrofe.
Yaeger estudió el perímetro del círculo.
-Parece tener un diámetro de unos noventa kilómetros.
-Malo -dijo Gunn frunciendo el entrecejo-. Eso dobla en tamaño la última zona en que se produjo una tragedia similar, en las proximidades de la isla Chirikof, en las Aleutianas.
-En aquel desastre perdieron la vida más de tres mil leones marinos y cinco pescadores -dijo Sandecker.
El almirante tomó un pequeño mando a distancia, lo apuntó hacia un pequeño panel de la pared del fondo de la sala y oprimió un botón. Lentamente, una gran pantalla descendió desde el techo. Sandecker apretó otro botón y apareció un holograma tridimensional generado por ordenador, en el que se veían varios globos azules fluorescentes que mostraban peces y mamíferos animados proyectados espaciadamente en distintas zonas del mapa. El globo situado sobre la isla Seymour, frente a la península Antártica, así como el más cercano a Alaska, incluía figuras humanas. Sandecker continuó:
-Hasta hace tres días todas las muertes se habían producido en el Pacífico, pero ahora, después de lo ocurrido en la isla Seymour, nos hallamos ante una nueva zona en el Atlántico meridional.
-En cuatro meses, han habido ocho catástrofes ecológicas -dijo Gunn-. Parece que las consecuencias de esta plaga se intensifican.
Sandecker miró su cigarro.
-Y no tenemos ni idea de cuál es la causa.
Volviendo hacia arriba las palmas de las manos en un gesto de impotencia, Yaeger dijo:
-Yo ya no sé qué hacer. He realizado un centenar de proyecciones informáticas, y ninguna de ellas encaja en este rompecabezas. No se conoce ninguna clase de enfermedad o de contaminación química que pueda surgir de la nada, viajar miles de kilómetros, matar a todos los seres vivos en una determinada zona y desaparecer sin dejar ni rastro.
-Tengo a treinta científicos trabajando en esto -dijo Gunn-, pero no han encontrado nada acerca de cuál es la procedencia de esta plaga.
-¿Han llegado a alguna conclusión los patólogos que estudian los cadáveres de los cinco pescadores que el servicio de guardacostas encontró muertos en su barco frente a la isla Chirikof? -preguntó Sandecker.
-En las autopsias no se ha descubierto daño en los tejidos causado por veneno, ni inhalado ni ingerido; tampoco se han encontrado indicios de que fueran víctimas de alguna enfermedad conocida por la ciencia médica que pudiera acabar fulminantemente con sus vidas. En cuanto el coronel Hunt, del Centro Médico Militar Walter Reed, haya concluido su informe, le diré que se ponga en contacto con usted, almirante.
-¡Maldita sea! -exclamó Sandecker-. Algo los mató. El piloto murió con las manos aferradas al timón y los otros pescadores estaban echando las redes cuando fueron sorprendidos por la muerte. La gente no cae muerta así como así, y menos si se trata de hombres saludables de veinte y treinta años.
Yaeger mostró su acuerdo asintiendo con la cabeza.
-Quizá no estamos buscando en los sitios adecuados. Debe de tratarse de algo en lo que no hemos pensado.
Sandecker contempló ociosamente como el humo de su cigarro se elevaba hacia el techo. Era un hombre que rara vez enseñaba todas sus cartas al mismo tiempo; prefería irlas descubriendo poco a poco.
-Hace unos momentos estuve hablando con Pitt.
-¿Han descubierto algo nuevo los científicos del Ice Hunter? -preguntó Gunn.
-Los biólogos, no, pero Dirk tiene una teoría, aunque admite que se trata de algo bastante descabellado. Sin embargo, a ninguno de nosotros se nos había ocurrido.
-Oigámosla -dijo Yaeger.
-Cree que se trata de cierto tipo de contaminación.
Gunn miró escépticamente a Sandecker.
-¿Qué clase de contaminación? ¿Algo que a nosotros se nos ha escapado?
Sandecker sonrió como un francotirador apuntando por su mira telescópica.
-Sonido -replicó lacónico.
-¿Sonido? -repitió Gunn-. ¿Qué clase de sonido?
-Cree que puede tratarse de ondas sónicas letales que viajan bajo el agua durante cientos o, quizá, miles de kilómetros, antes de aflorar a la superficie y matar los seres vivos que se encuentran en un determinado radio. -Sandecker hizo una pausa y esperó la reacción de sus subordinados.
Yaeger, aunque no tenía nada de cínico, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
-Me parece que el viejo Pitt está abusando de su tequila favorito.
Sorprendentemente, el rostro de Gunn no reflejó duda alguna mientras escrutaba la imagen proyectada del océano Pacífico.
-Creo que Dirk no está del todo equivocado -dijo finalmente.
-¿Sí? -preguntó Yaeger entrecerrando los ojos.
-Sí -replicó Gunn-. Nuestro «villano» puede muy bien ser un fenómeno acústico subacuático.
-Me alegro de que alguien más esté de acuerdo -dijo Sandecker-. Cuando Dirk me lo dijo, pensé que desvariaba a causa del agotamiento, pero cuanto más pienso en su teoría, más posible me parece.
-Me han dicho que él sólito salvó el Polar Queen de estrellarse contra las rocas -dijo Yaeger.
Gunn asintió con la cabeza.
-Es cierto. Al lo llevó hasta el barco en helicóptero y Dirk logró desviar la nave, que iba derecha hacia los farallones.
Volviendo a la parte más sombría del problema, Sandecker dijo:
-Sigamos con los pescadores muertos. ¿De cuánto tiempo disponemos antes de que tengamos que entregar sus cadáveres a las autoridades de Alaska?
-En cuanto se enteren de que los tenemos en nuestro poder -replicó Gunn-, no podremos tenerlos durante mucho tiempo. Y los tripulantes del patrullero guardacostas que descubrió el barco a la deriva en el golfo de Alaska hablarán con las autoridades en cuanto fondeen en su base de Kodiak y bajen a tierra.
-Su capitán les ha ordenado que no abran la boca -dijo Sandecker.
-Pero no estamos en guerra, almirante. Los del servicio de guardacostas están muy bien considerados en las aguas del Norte, y no querrán encubrir el hallazgo de los cadáveres de unos hombres cuyas vidas estaban comprometidos a salvar. Unas copas en el bar Yukon, y contarán la noticia a cuantos quieran escucharla.
Sandecker lanzó un suspiro.
-Supongo que es cierto. Al comandante Maclntyre no le hizo gracia el secreteo. Antes de dar su brazo a torcer y entregar los cuerpos a los científicos de la ANIM, tuvo que recibir una orden directa de la Secretaría de Defensa.
-Me pregunto quién consiguió la cooperación del secretario de Defensa -dijo Yaeger mirando burlonamente al almirante.
-En cuanto le expliqué la gravedad de la situación, no tuvo inconveniente en cooperar con nosotros -contestó él con una sonrisa.
-Esto se convertirá en un infierno en cuanto las cofradías locales de pescadores y los familiares de los tripulantes muertos descubran que los cuerpos fueron encontrados y sufrieron autopsias una semana antes de que se hiciera la notificación oficial de sus muertes -profetizó Yaeger.
-Sobre todo -añadió Gunn-, cuando se enteren de que enviamos los cadáveres a Washington para que les hicieran allí las autopsias.
-Estábamos iniciando la investigación, y no nos convenía que la prensa escribiera historias sobre una tripulación que fue misteriosamente exterminada, junto a su loro mascota, en su barco. En aquellos momentos nosotros andábamos a tientas y no nos convenía una ola de especulaciones sobre fenómenos inexplicables.
-Pero ahora es inevitable que se descubra el pastel -dijo Gunn encogiéndose de hombros-. No hay modo de ocultar el desastre del Polar Queen. Estoy seguro de que esta noche la noticia abrirá los informativos de televisión de todo el mundo.
-Hiram, explora tu biblioteca y averigua cuanto puedas sobre los fenómenos acústicos subacuáticos -dijo Sandecker-. Investiga si se están efectuando experimentos comerciales o militares en los que estén implicadas ondas sónicas de alta potencia, y entérate de su causa y de los efectos que tienen sobre los seres humanos y los mamíferos submarinos.
-Me pongo a ello de inmediato -aseguró Yaeger.
Gunn y Yaeger se levantaron y salieron de la sala de reuniones, pero Sandecker se quedó arrellanado en la butaca fumando su cigarro. Su vista fue de batalla naval en batalla naval, estudiando cada uno de los cuadros durante unos segundos antes de pasar al siguiente. Luego cerró los ojos e intentó aclarar sus ideas.
Lo que más lo ofuscaba era la incertidumbre. Al cabo de un rato, abrió los ojos y contempló la imagen del océano Pacífico generada por el ordenador.
-¿Dónde descargará su próximo golpe? -preguntó el almirante a la sala vacía-. ¿A cuántos más matará?
El coronel Leigh Hunt permanecía sentado frente al escritorio de su oficina situada en el sótano -le desagradaba la formalidad que tenían los despachos de los pisos altos del hospital Walter Reed-, contemplando una botella de Cutty Sark. Afuera, la oscuridad había caído sobre el distrito de Columbia, las farolas ya estaban encendidas y el tráfico era menos intenso. Se habían terminado las autopsias de los cinco pescadores muertos en las aguas heladas del noroeste, y Hunt estaba a punto de regresar a casa con su gato. Dudaba entre beber un trago o hacer una última llamada antes de irse. Decidió hacer ambas cosas al tiempo.
Marcó el número telefónico con una mano mientras con la otra se servía un whisky en una taza de café. Tras escuchar dos señales telefónicas, una ronca voz respondió:
-Espero que sea usted, coronel Hunt.
-Sí, soy yo -replicó Hunt-. ¿Cómo sabía que iba a llamarlo?
-Tenía una corazonada.
-Siempre es un placer hablar con la marina -dijo afablemente Hunt.
-¿Qué me cuenta? -preguntó Sandecker:
-Lo primero, ¿está seguro de que los cadáveres fueron encontrados en un barco pesquero en mitad del mar?
-Lo estoy.
-¿Y también las dos marsopas y las cuatro focas que nos envió?
-¿De qué otro sitio cree que íbamos a sacarlas?
-Nunca había hecho autopsias de criaturas acuáticas.
-Los humanos, las marsopas y las focas son mamíferos.
-Querido almirante, tiene usted entre manos un caso de lo más intrigante.
-¿De qué murieron?
Hunt hizo una pausa para beber un gran sorbo de su taza.
-Clínicamente, las muertes fueron producidas por la ruptura de la cadena de huesecillos formada por el malleus, incus y estapes, que quizá usted recuerde de sus tiempos de estudiante como martillo, yunque y estribo. La base de este último también estaba fracturada. Esto produjo un vértigo debilitador y un agudo tinnitus, o un fuerte zumbido en los oídos, que culminó en la ruptura de la arteria anterior inferior del cerebelo y produjo hemorragias en las fosas craneales anterior y media dentro de la base del cráneo.
-¿Puede usted repetir todo eso en cristiano?
-¿Le suena el término «infartación»? -preguntó Hunt.
-No mucho.
-La infartación es un cúmulo de células muertas en un órgano o tejido, producto de alguna obstrucción, por ejemplo, una burbuja de aire, que interrumpe la circulación sanguínea.
-¿En qué parte de los cuerpos sucedió eso? -preguntó Sandecker.
-Se había producido una hinchazón del cerebelo, con compresión de la base craneal. También nos encontramos con que el laberinto vestibular...
-Ya estamos otra vez.
-Además de referirse a otras cavidades corporales, «vestibular» se aplica a la cavidad central del laberinto óseo del oído.
-Siga, por favor.
-El laberinto vestibular aparecía dañado por una violenta torsión. Algo similar a lo que ocurre en una inmersión en aguas profundas, cuando la compresión hidráulica del aire perfora la membrana del tímpano al entrar agua a presión por el canal auditivo externo.
-¿Cómo llegó a esa conclusión?
-Aplicando los métodos normales de investigación. Hice una resonancia magnética y una tomografía computerizada, una técnica de diagnóstico que utiliza radiografías en las que se eliminan todos los planos y órganos ajenos a la parte investigada. También he realizado estudios hematológicos y serológicos, así como punciones lumbares.
-¿Cuáles son los primeros síntomas de ese desorden?
-En las marsopas y focas, los desconozco. Pero la reacción en los humanos fue coherente con la causa atribuida. Un súbito e intenso vértigo, pérdida total del equilibrio, vómitos, dolor craneal paroxístico extremo y una súbita convulsión que duró menos de cinco minutos. Todo ello se tradujo en la inconsciencia y luego en la muerte. Es algo muy similar a un infarto de proporciones monstruosas.
-¿Me puede decir qué produjo ese trauma?
Hunt vaciló.
-No con precisión.
Sandecker no desistía con facilidad:
-Emita una teoría, aunque le parezca descabellada.
-Si me pone entre la espada y la pared, me arriesgaré a decir que los pescadores, las marsopas y las focas murieron por haber sido expuestos a ondas sónicas de enorme intensidad.
12
22 de enero del 2000, isla Howland, Pacífico meridional
Todos los miembros de la tripulación del Mentawai, un mercante indonesio procedente de Honolulú con destino a Jayapura, Nueva Guinea, se hallaban apiñados en las barandillas contemplando un hecho insólito: habían avistado una frágil embarcación en medio del océano. Sin embargo, el junco chino de Ningpo navegaba serenamente sobre las olas de un metro que batían contra él desde el este. El aspecto de la nave era magnífico. Sus velas multicolores estaban henchidas por la brisa del suroeste y la madera barnizada de su casco relucía bajo el sol anaranjado del amanecer. En la quilla había pintados dos grandes ojos que parecían bizquear si se contemplaban de frente. Según la tradición, esos ojos permitían que la embarcación viera a través de la niebla y la tormenta.
El Tz'u-shi, bautizado en honor de la última emperatriz viuda de China, era el segundo hogar del actor de Hollywood Garret Converse, quien, aunque nunca seria nominado para un Oscar, era el héroe de acción más taquillera de la gran pantalla. El junco tenía veinticuatro metros de eslora y seis de manga y estaba hecho de madera de cedro y teca. Converse no había reparado en gastos y lo había dotado de las máximas comodidades y de la más avanzada tecnología de navegación. Pocos yates estaban pertrechados tan lujosamente. Amante de la aventura a la manera de Errol Flynn, Converse había zarpado en el Tz'u-shi desde Newport para hacer un crucero alrededor del mundo, y se encontraba cruzando el Pacífico en el último tramo de su viaje, a cincuenta kilómetros de la isla Howland, a la cual se dirigía la aviadora Amelia Earhart cuando desapareció en 1937.
Cuando los dos barcos se cruzaron, Converse saludó al carguero por radio.
-Saludos desde el Tz'u-shi. ¿Cómo se llama su barco?
-Mentawai, procedente de Honolulú -contestó el operador de radio-. ¿Adonde se dirige usted?
-A la isla Christmas, y luego a California.
-Le deseo buena travesía.
-Lo mismo digo -replicó Converse.
El capitán del Mentawai observó cómo el junco se alejaba por popa y, dirigiéndose a su primer oficial, comentó:
-Nunca pensé ver un junco en mitad del Pacífico.
El primer oficial, de ascendencia china, movió la cabeza en un gesto de reprobación.
-De muchacho, fui tripulante de un junco. Esa gente corre un gran riesgo navegando en la zona en que se fraguan los tifones. Los juncos no están preparados para soportar fuertes temporales. Tienen la línea de flotación demasiado baja y son difíciles de gobernar cuando hay tormenta. La mar embravecida quiebra sin dificultades sus enormes timones.
Dando la espalda al junco que se perdía en la distancia, el capitán dijo:
-O son muy valientes o son muy locos tentando así al destino. Yo me siento mucho más cómodo teniendo bajo mis pies un casco de acero y unos buenos motores.
A los dieciocho minutos de haberse cruzado el Mentawai y el Tz'u-shi, el buque contenedor estadounidense Río Grande, que se dirigía a Sidney con un cargamento de tractores y equipo agrícola, recibió una llamada de socorro. La sala de radio daba directamenmente al espacioso puente de mando, así que el operador sólo tuvo que volverse para hablar con el segundo oficial, encargado de la primera guardia de la mañana.
-Recibo una llamada de socorro del buque carguero indonesio Mentawai, señor.
El segundo oficial, George Hudson, tomó el auricular del teléfono del barco, marcó un número y esperó respuesta.
-Hemos recibido una llamada de socorro, capitán.
El capitán Jason Kelsey estaba a punto de comenzar a desayunar en su camarote cuando recibió el aviso desde el puente.
-Muy bien, señor Hudson. Voy para allá. Intente conseguir la posición del barco en apuros.
Kelsey engulló los huevos y el beicon, se bebió de un trago media taza de café y recorrió apresuradamente la corta distancia que lo separaba del puente de mando. Se dirigió directamente a la sala de radio.
El operador alzó la vista, y en sus ojos había reflejada una extraña expresión.
-Un mensaje de lo más extraño, capitán -dijo tendiéndole una libreta de notas.
Kelsey leyó y miró desconcertado al operador de radio.
-¿Seguro que esto fue lo que transmitieron?
-Sí, señor. He recibido el mensaje con toda claridad.
Kelsey leyó en voz alta:
«A todos los barcos, acudan inmediatamente. Buque carguero Mentawai, a cuarenta kilómetros al sudoeste de la isla Howland. Vengan rápido. Todos están muriendo.» -El capitán alzó la vista-. ¿Nada más? ¿No mencionaron las coordenadas?
El operador de radio negó con la cabeza.
-Se quedaron mudos, y no he podido restablecer el contacto con ellos.
-Entonces no podemos utilizar nuestro sistema de triangulación radial. -Kelsey se volvió hacia el segundo oficial-. Señor Hudson, fije un curso hacia la última posición conocida del Mentawai, al sudoeste de la isla Howland. Sin las coordenadas exactas, no podremos hacer mucho. Si no logramos avistarlo, quizá podamos localizarlo con el radar. -Pudo haber pedido a Hudson que marcara el curso en el ordenador de navegación, pero prefirió hacerlo a la antigua.
El segundo oficial se puso a la tarea sobre la carta de navegación con una regla y un compás y Kelsey ordenó al jefe de máquinas que pusiera el barco a toda velocidad. El primer oficial Hank Sherman apareció en el puente, bostezando y abrochándose la camisa.
-¿Es cierto que vamos a responder a una llamada de auxilio? -preguntó a Kelsey.
-En este barco las noticias vuelan -dijo el capitán con una sonrisa, al tiempo que le tendía la libreta con el mensaje.
Hudson se apartó de la mesa de mapas.
-Calculo que el Mentawai se encuentra a unos sesenta y cinco kilómetros, rumbo uno-tres-dos grados.
Kelsey se acercó a la consola de navegación y marcó las coordenadas. Casi inmediatamente, el gran buque contenedor comenzó a girar a estribor.
-¿Algún otro barco respondió al mensaje? -preguntó al operador de radio.
-Somos los únicos que intentamos responder, señor.
Kelsey miró hacia cubierta.
-Deberíamos llegar a su posición en menos de dos horas.
Sherman seguía mirando estupefacto el mensaje.
-Si no se trata de una broma muy pesada, lo más probable es que sólo encontremos cadáveres.
Encontraron el Mentawai cuando faltaban unos minutos para las ocho de la mañana. A diferencia del Polar Queen, que siguió navegando impulsado por sus motores, el carguero indonesio parecía a la deriva. Aparentemente, no había nada extraño en él. Salía humo por las chimeneas gemelas, pero no se veía a nadie en las cubiertas, y las llamadas que se hicieron desde Río Grande con altavoces no obtuvieron respuesta.
-Silencio sepulcral -comentó tétricamente el primer oficial Sherman.
-¡Dios bendito! -murmuró Kelsey-. El barco está rodeado por un mar de peces muertos.
-No me gusta nada la pinta que tiene esto.
-Reúna un grupo de abordaje para ir a investigar -ordenó Kelsey.
-Sí, señor, ahora mismo.
El segundo oficial Hudson estaba escrutando el horizonte con unos prismáticos.
-Hay otro barco a unos diez kilómetros a babor.
-¿Va hacia el Mentawai? -preguntó Kelsey.
-No, señor. Más bien parece alejarse.
-Qué extraño. ¿Por qué no hará caso de la petición de auxilio? ¿Qué clase de embarcación es?
-Parece un yate de lujo, señor. Es grande y esbelto. De los que se ven anclados en Monaco y Hong Kong.
Kelsey fue a la puerta de la sala de radio y dijo al operador:
-A ver si puede usted comunicarse con ese otro barco.
Al cabo de un par de minutos, el operador negó con la cabeza.
-No dicen ni pío. O tienen desconectada la radio, o han decidido no hacernos caso.
El Río Grande redujo velocidad y giró lentamente hacia el carguero que se mecía impulsado por las olas. Cuando estuvieron cerca del exánime barco, el capitán Kelsey pudo ver sus cubiertas desde el puente del gran buque contenedor. Había dos figuras inertes y lo que le pareció un pequeño perro. Volvió a usar los altavoces, pero sólo obtuvo silencio como única respuesta.
Sherman y un grupo de marinos arriaron el bote y se dirigieron al carguero. Cuando estuvieron junto al casco, lanzaron un gancho a la barandilla y lo utilizaron para asegurar una escala de abordaje. A los pocos minutos, Sherman estaba inspeccionando los cuerpos caídos sobre cubierta. Luego desapareció por una escotilla situada bajo el puente, seguido de cuatro hombres, mientras otros dos se quedaron en el bote y lo llevaron a poca distancia del casco, a la espera de recibir una señal para volver a por el grupo. Aunque Sherman había comprobado que los hombres que yacían en cubierta estaban muertos, esperaba encontrar con vida al resto de la tripulación del carguero. Franqueó la escotilla y ascendió por una escalera hasta el puente. De pronto, se sintió dominado por una sensación de irrealidad. Todos, desde el capitán hasta el grumete, estaban muertos, y sus cadáveres se hallaban esparcidos por cubierta, en el lugar donde cayeron. El operador de radio tenía los ojos desorbitados y las manos crispadas sobre la consola de comunicaciones, como si temiera caer. Veinte minutos más tarde, Sherman retiró al operador de radio y llamó al Río Grande.
-¿Capitán Kelsey?
-Adelante, señor Sherman. ¿Qué ha encontrado?
-Todos están muertos, señor. No se ha salvado nadie, ni siquiera dos loros que había en el camarote del jefe de máquinas. También hemos encontrado muerto el perro del barco, un beagle que aún estaba enseñando los dientes.
-¿Hay algún indicio de cuál fue la causa?
-Puede haber sido una intoxicación. Parece que todos vomitaron antes de morir.
-Tenga cuidado, no vaya a tratarse de gas tóxico.
-Descuide, señor.
Kelsey quedó unos momentos reflexionando sobre la insólita situación en que se encontraba.
-Envíe el bote de regreso -dijo finalmente-. Mandaré a otros cinco hombres para que lo ayuden a manejar el barco. El puerto más próximo es el de Apia, en las islas Samoa. Entregaremos el barco a las autoridades de allí.
-¿Qué hacemos con los cuerpos de los tripulantes? No podemos dejarlos sobre cubierta con este calor tropical.
Sin vacilar, Kelsey replicó:
-Métanlos en el congelador -contestó Kelsey sin vacilar-. Hay que conservarlos hasta que puedan ser examinados por...
Kelsey se interrumpió bruscamente a mitad de frase. Una explosión producida en las entrañas del Mentawai hizo temblar el casco de la nave. Las escotillas de las bodegas salieron lanzadas hacia el cielo y los huecos quedaron cerrados por las llamas y el humo. El barco saltó del agua y volvió a caer inclinándose a estribor. El techo de la caseta del timón se desplomó. Un nuevo y fuerte rumor recorrió el interior del carguero, seguido por el chirrido de metal desgarrándose.
Kelsey observó horrorizado cómo el Mentawai comenzaba a desplomarse hacia estribor.
-¡El barco se va a pique! -gritó por la radio-. ¡Salgan todos antes de que se hunda!
Sherman había caído de bruces sobre cubierta y aún se encontraba aturdido por la explosión. Miró alrededor, ofuscado, mientras el suelo se inclinaba más y más. Se arrastró hasta un rincón de la destrozada sala de radio y permaneció allí, mientras veía cómo el agua entraba por la puerta que daba al puente de mando. Su cerebro conmocionado no logró entender lo que estaba pasando. Tomó lo que sería su última bocanada de aire e intentó ponerse en pie, pero ya era demasiado tarde. Las aguas verdes y cálidas del mar se cerraron sobre él.
Kelsey y la tripulación del Río Grande, inmovilizados ante el horror que estaban presenciando, contemplaron cómo el Mentawai caía de lado y se giraba por completo hasta que su casco quedó sobre el mar como el caparazón de una gigantesca tortuga metálica. Salvo por los dos hombres del bote que fueron aplastados por el Mentawai en su caída, el grupo de abordaje de Sherman se encontraba atrapado en el interior del barco cuando se produjo la explosión. Ninguno logró escapar. Con un gran estruendo provocado por el agua que irrumpía en su interior y el aire expelido, el carguero se zambulló bajo la superficie como si estuviera ansioso de convertirse en un nuevo enigma marino.
A bordo del Río Grande, nadie daba crédito a sus ojos. Les parecía imposible que el carguero pudiera haberse hundido con tal rapidez. Contemplaban horrorizados los restos del naufragio y las volutas de humo que flotaban sobre las aguas convertidas en una gran tumba. No podían creer que sus compañeros estuvieran encerrados en ese ataúd de acero que descendía hacia la eterna oscuridad del fondo marino.
Por un momento Kelsey permaneció inmóvil. Su rostro era una máscara de dolor e ira. Pero, poco a poco, una idea se abrió paso en su cerebro dominado por el estupor. Apartó la vista de los restos del naufragio, tomó unos prismáticos y miró por las ventanas de proa hacia el yate que se esfumaba en la distancia. Ya no era más que una mota blanca que se distinguía del azul del cielo y el mar y se alejaba a gran velocidad. Kelsey comprendió que la misteriosa embarcación no es que hubiese hecho caso omiso de la llamada de socorro, sino que había acudido, y ahora, deliberadamente, huía del lugar del desastre.
-¡Maldito! -gritó furioso-. ¡Así ardas en los infiernos!
Treinta y un días más tarde, Ramini Tantoa, nativo de la isla Cooper, en el atolón de Palmira, despertó y, como tenía por costumbre, se dispuso a darse su chapuzón matutino en la laguna Oriental. Salió de su pequeña cabaña, y al poco de caminar por la blanca arena, quedó asombrado cuando distinguió un gran junco chino que, de algún modo, había conseguido atravesar el canal del arrecife durante la noche y se encontraba embarrancado en la orilla. El bao de babor estaba seco y semihundido en la arena, mientras las mansas olas de la laguna lamían el otro costado del casco.
Tantoa gritó un saludo, pero nadie apareció en cubierta ni contestó desde dentro. El junco parecía desierto. Todas las velas estaban izadas y se mecían a merced de la brisa suave. La bandera que ondeaba en la popa era la de Estados Unidos. La teca barnizada del casco relucía, como si el sol no hubiera tenido tiempo de decolorarla. Mientras caminaba alrededor del barco semienterrado, Tantoa tuvo la sensación de que los ojos pintados de la proa seguían todos sus movimientos.
Al fin, el hombre reunió ánimos, trepó por el enorme timón, pasó sobre la barandilla de proa y llegó a la toldilla. Luego quedó paralizado por el desconcierto. La cubierta principal estaba desierta. Todo parecía en orden, todos los cabos estaban enrollados y los aparejos desplegados y tensos. En cubierta no se veía ni un solo indicio de desorden.
Tantoa descendió al interior del junco y lo recorrió aprensivamente, esperando encontrar algún cadáver. Afortunadamente, no halló nada fuera de lo normal. En la embarcación no había un alma.
Un barco no podía navegar desde China y cruzar medio Pacífico sin tripulación, se dijo Tantoa. Poco a poco, el miedo se adueñó de él y pensó en la posibilidad de fantasmas. Podía ser un barco gobernado por una tripulación de espectros. Asustado, subió a toda prisa por la escalera, salió a cubierta, saltó la barandilla y cayó en las cálidas arenas. Debía informar del hallazgo de la nave abandonada al concejo de la pequeña aldea de la isla Cooper. Tantoa corrió por la playa hasta encontrarse a una distancia que consideró segura. Sólo entonces se atrevió a mirar por encima del hombro para ver si algún terrible espectro lo perseguía. Alrededor del junco, la arena estaba desierta. Sólo los ojos de la proa lo miraban malévolamente. Tantoa echó a correr hacia la aldea sin mirar atrás en ningún momento.
13
La alegría dominaba el ambiente del comedor del Ice Hunter, pues se estaba celebrando una fiesta de despedida organizada por la tripulación y los científicos en honor de los supervivientes de la tragedia del Polar Queen.
Roy Van Fleet y Maeve habían trabajado día y noche, hombro con hombro, durante los tres últimos días, examinando los cuerpos de los pingüinos, las focas y los delfines y anotando concienzudamente todas sus observaciones. Durante esos días Van Fleet había sentido una admiración cada vez mayor hacia Maeve, sin embargo se cuidó mucho de no demostrar su afecto, pues raras veces lo abandonaba el recuerdo de su querida esposa y de sus tres hijos. Sin embargo, sentía sinceramente que no pudieran continuar trabajando juntos. Además, el resto de científicos del laboratorio estaban de acuerdo en que los dos formaban un gran equipo.
El cocinero del Ice Hunter había querido lucirse y para ello preparó una exquisita cena cuyo plato estrella fueron filetes de bacalao con champiñones y vino blanco. El capitán Dempsey se hizo el distraído mientras el vino fluía. La ley seca sólo imperaba para los oficiales que permanecían de guardia haciéndose cargo del buque; éstos debían esperar a que finalizara su turno para participar en la fiesta.
El doctor Mose Greenberg, el ingenioso del barco, pronunció una larga perorata salpicada de bromas banales a costa de cuantos se encontraban a bordo. Hubiera seguido otra hora pontificando si Dempsey no le hubiera indicado al cocinero que sacara la tarta preparada especialmente para la ocasión. El pastel tenía la forma de Australia y reproducía los accidentes geográficos más notables del continente, como la roca de Ayres y la bahía de Sydney. Maeve se emocionó y sintió que sus ojos se humedecían. Sin embargo, a Deirdre pareció aburrirle todo aquello.
Como capitán, Dempsey ocupaba la presidencia de la mesa más larga y se hallaba rodeado de las damas que había a bordo. Como jefe de la división de proyectos especiales de la ANIM, a Pitt le correspondió sentarse al otro extremo de la mesa. Ya hacía un rato que se había desentendido de las conversaciones que se mantenían alrededor de él y se hallaba concentrado en las dos hermanas.
«No podían ser más distintas», pensó. Maeve, cálida y extrovertida, parecía siempre rebosante de vitalidad. Pitt, en sus fantasías, la imaginaba como la pizpireta hermana de un amigo, lavando un coche vestida con una camiseta y unos pantalones cortos, que dejaban a la vista su juvenil cintura y sus bien torneadas piernas. Maeve había cambiado mucho desde que Pitt la encontró en la isla. Hablaba de modo exuberante, moviendo mucho los brazos; era vivaz y nada pretenciosa. Sin embargo, su talante parecía extrañamente forzado, como si se encontrase bajo alguna desconocida tensión y sus pensamientos estuvieran en otra parte.
Llevaba un vestido corto de fiesta muy ceñido. Al principio, Pitt pensó que quizá se lo había prestado alguna de las científicas de a bordo que tuviera una talla menor a la de Maeve, pero luego recordó que cuando regresó con Deirdre del Polar Queen en el bote del Ice Hunter, Maeve llevaba consigo su equipaje. Lucía unos pendientes de coral amarillos que hacían juego con el collar que adornaba su amplio escote. Ella miró hacia Pitt y sus miradas se cruzaron por un instante. Maeve estaba explicando cómo era su mascota australiana, un dingo, y rápidamente volvió a concentrarse en la conversación.
Deirdre, sin embargo, exudaba sensualidad y elegancia, cualidades que no se le escapaban a ninguno de los hombres del comedor. Pitt podía imaginarla sin dificultad tendida sobre una cama cubierta con sábanas de seda. El único defecto de la joven era su imperiosa actitud. Cuando la encontró a bordo del Polar Queen, a Pitt le pareció tímida y vulnerable. Pero también ella había cambiado desde entonces y se había convertido en una criatura fría y distante que parecía esconderse tras una dureza pétrea que Pitt, al principio, no había captado.
Permanecía muy erguida en la silla y llevaba un elegante vestido marrón que le llegaba por encima de las rodillas. El fular alrededor del cuello realzaba el color de sus bellos ojos y el tono cobrizo de su cabello, que llevaba recogido en un sencillo moño. Como si se diera cuenta de que Pitt la observaba, la joven se volvió con lentitud y lo miró fríamente con ojos inexpresivos y calculadores.
De pronto él se sintió obligado a sostener la mirada. Deirdre seguía mirándolo sin pestañear ni interrumpir su conversación con Dempsey. Parecía que, al no haber encontrado en Pitt nada que la interesara, estuviera mirando a través de él el cuadro que tenía tras de sí. Sus ojos pardos, de un matiz verde opalino, no vacilaron ni por un momento. Evidentemente, era una dama a la que no intimidaban en absoluto los hombres, se dijo Pitt. Entonces él, lenta y premeditadamente, comenzó a bizquear. Esa payasada rompió el ensalmo y la concentración de Deirdre, que alzó la cabeza con un gesto altivo y desdeñoso y devolvió su atención a la charla de sus compañeros de mesa.
Aunque Pitt se sentía atraído por Deirdre, prefería la compañía de Maeve, mucho más afectuosa. Quizá fuera a causa de su sempiterna sonrisa, con la que dejaba ver la pequeña separación que había entre sus dientes delanteros, o por la mata de cabello rubio que le caía en cascada sobre los hombros. Pitt se preguntó qué había causado ese cambio de actitud en Maeve desde que la encontró en plena tormenta en la isla Seymour. La sonrisa fácil y la afabilidad de su talante habían desaparecido. Pitt intuyó que Maeve estaba sutilmente dominada por Deirdre; además, era evidente, al menos para él, que entre las dos hermanas no había el cariño fraternal que cabía esperar.
Pitt meditó sobre los dilemas a que se enfrentaban uno y otro sexo desde el principio de los tiempos. Las mujeres se encontraban frecuentemente divididas entre su atracción hacia los buenos chicos, que generalmente terminaban siendo los padres de sus hijos, y los simpáticos sinvergüenzas, que representaban el romance y la aventura. Los hombres también tenían que elegir de vez en cuando entre las muchachas serias y formales, que solían terminar siendo las madres de sus hijos, y las provocativas vampiresas, que despertaban en ellos una poderosa atracción sexual.
Pero Pitt no se vería forzado a elegir. A última hora de la tarde siguiente, el barco fondearía en el puerto chileno de Punta Arenas, en la Tierra del Fuego. Allí Maeve y Deirdre tomarían un avión que las llevaría a Santiago, desde donde volarían directamente a Australia. Así pues, pensó que era una tontería permitir que su imaginación se desmandase, ya que seguramente no volvería a ver a ninguna de las dos hermanas.
Pitt metió una mano en el bolsillo de sus pantalones y tocó el fax portátil doblado que allí guardaba. Movido por la curiosidad, había llamado a Julien Perlmutter, un viejo amigo de la familia que había acumulado la biblioteca más extensa del mundo sobre naufragios. Renombrado anfitrión y gourmand, Perlmutter tenía excelentes relaciones en Washington y conocía los trapos sucios de mucha gente importante. Pitt le había pedido que averiguase los antecedentes familiares de las dos hermanas. Al cabo de menos de una hora Perlmutter le envió un breve informe por fax, en el que le prometía que en un par de días le mandaría otro más extenso.
Ninguna de las dos eran mujeres vulgares y corrientes. Si los solteros -y tal vez también algunos casados- hubieran sabido que el padre de Maeve y Deirdre, Arthur Dorsett, estaba al frente de un imperio de diamantes superado sólo por la firma De Beers, y era el sexto hombre más rico del mundo, habrían caído de rodillas, suplicando que cualquiera de ellas les concediera su mano.
La parte del informe que más llamó la atención de Pitt fue la reproducción del logotipo de la empresa de Dorsett que Perlmutter había incluido en el fax. En lugar de ser un diamante sobre cualquier clase de fondo, como cabía esperar, el emblema de Dorsett era una serpiente ondulando sobre las aguas.
El oficial de guardia se acercó a Pitt y le dijo en voz baja:
-El almirante Sandecker está al teléfono. Quiere hablar con usted.
-Muchas gracias. Hablaré con él desde mi camarote.
Discretamente, Pitt se levantó y abandonó el comedor sin que nadie más que Giordino lo advirtiera.
Pitt lanzó un suspiro, se quitó los zapatos y se arrellanó en su sillón de cuero.
-Aquí Dirk, almirante.
-Ya era hora -rezongó Sandecker-. Mientras te esperaba, podría haber escrito mi próximo discurso para el comité de presupuestos del Congreso.
-Lo siento, señor, estaba en una fiesta.
Se produjo una pausa.
-¿Una fiesta en un barco de la ANIM dedicado a la investigación científica?
-Hemos organizado una despedida en honor de las damas que rescatamos del Polar Queen -explicó Pitt.
-Que no me entere yo de ninguna actividad indebida. -Sandecker era un hombre de talante abierto y amistoso, pero su punto fuerte no era precisamente discutir de algo que no fueran actividades científicas a bordo de los barcos de su flota.
A Pitt le encantaba incordiar al almirante.
-¿Se refiere a ligues y cosas de ésas, señor?
-Llámalo como quieras, pero asegúrate de que los tripulantes se portan correctamente. No nos hace ninguna falta que la prensa amarilla se ocupe de nosotros.
-¿Puedo preguntarle a qué se debe su llamada, señor? -Sandecker jamás telefoneaba sólo por charlar.
-Necesito que tú y Giordino vengáis a Washington cuanto antes. ¿Cuándo podéis despegar del Ice Hunter en dirección a Punta Arenas?
-Estamos a tiro de helicóptero -dijo Pitt-. Podemos partir antes de una hora.
-Tengo un reactor militar de transporte esperando vuestra llegada al aeropuerto.
Pitt pensó que Sandecker era de los que no dejaban que la hierba creciese bajo sus pies.
-Entonces mañana por la tarde Al y yo estaremos con usted, almirante.
-Tenemos que hablar de muchas cosas.
-¿Ha habido alguna novedad?
-Se ha encontrado un carguero indonesio con toda la tripulación muerta frente a la isla Howland.
-¿Y los cadáveres presentan los mismos síntomas que los del Polar Queen?.
-Nunca lo sabremos -replicó Sandecker-. Hubo una explosión en el barco y se hundió mientras lo inspeccionaba un grupo de tripulantes de la nave que acudió a la llamada de auxilio. Esos hombres también murieron.
-Eso es una novedad.
-Y para aumentar el misterio -siguió Sandecker-, un lujoso junco capitaneado por su dueño, el actor cinematográfico Garret Converse, ha desaparecido en esa misma zona.
-Sus fans quedarán desconsoladas cuando se enteren de que murió por causas desconocidas.
-Su desaparición probablemente recibirá más cobertura de prensa que todas las muertes que se produjeron en el crucero -admitió Sandecker.
-¿Hay algo nuevo sobre mi teoría de las ondas sónicas? -preguntó Pitt.
-Mientras nosotros hablamos, Yaeger está investigando esa posibilidad con los ordenadores. Con un poco de suerte, cuando tú y Al aparezcáis, él habrá conseguido más datos. Tengo que decirte que tanto él como Rudi Gunn piensan que puedes haber dado en el clavo.
-Hasta pronto, almirante.
Pitt colgó y por un momento permaneció inmóvil contemplando el teléfono y deseando con todas sus fuerzas que se encontrasen en el buen camino.
En el comedor del barco, los camareros habían retirado ya los platos. Todos los asistentes reían, porque habían organizado una especie de concurso de chistes sobre chuchos. (Como ocurrió con Pitt, apenas nadie notó que Giordino había abandonado la fiesta.) El capitán Dempsey decidió participar en la jocosa competición con un viejo, viejísimo chiste del granjero que envía a la universidad a su hijo más inepto acompañado por Rover, el viejo perro de la familia. El muchacho acaba utilizando el chucho para sacarle dinero a su padre, diciéndole que necesita mil dólares porque sus profesores aseguran que pueden enseñar a leer, escribir y hablar a Rover. Cuando Dempsey llegó al final del chiste, todos reían a carcajadas, más por alivio que por la gracia del chiste.
Sonó un teléfono de pared situado cerca de la mesa, y el primer oficial contestó. Sin decir palabra, hizo una seña a Dempsey. El capitán se acercó y respondió a la llamada. Escuchó unos momentos, colgó y echó a andar hacia el corredor que conducía a la cubierta de popa.
-¿Se cansó de los chistes, capitán? -dijo Van Fleet.
-Debo ocuparme del despegue del helicóptero -replicó Dempsey.
-¿Cuál es la misión?
-Ninguna. El almirante ha ordenado que Pitt y Giordino regresen cuando antes a Washington. En el aeropuerto de Punta Arenas los está esperando un avión militar.
-¿Cuándo se van? -preguntó Maeve a Dempsey, agarrándolo del brazo.
Al capitán le sorprendió la fuerza con que la mujer aferraba su brazo.
-Ahora mismo -dijo.
Deirdre se acercó y se detuvo junto a Maeve.
-No parece que le importes mucho -dijo a su hermana-. Ni siquiera se ha molestado en despedirse de ti.
Maeve sintió como si una gigantesca mano le estrujase el corazón. Angustiada, echó a correr hacia cubierta. Pitt sólo había elevado el helicóptero unos tres metros de la plataforma de aterrizaje cuando ella apareció; de modo que pudo ver claramente a los dos hombres a través de las grandes ventanillas del helicóptero. Giordino miró hacia abajo, vio a la joven y le dirigió un saludo. Pitt, al tener las manos ocupadas, sólo pudo responder con una cálida sonrisa y una inclinación de cabeza.
El italiano esperaba que la muchacha sonriese y devolviera el saludo; sin embargo, no fue así; el rostro de Maeve sólo reflejaba aprensión. Haciendo bocina con las manos, gritó algo, pero el sonido del motor y de las palas de los rotores ahogaron sus palabras. Giordino le contestó moviendo la cabeza y encogiéndose de hombros. Maeve gritó de nuevo, esta vez con los brazos caídos a los costados, como si quisiera transmitirle sus pensamientos por telepatía. Demasiado tarde. El helicóptero ascendió verticalmente en el aire y se alejó del barco. La joven cayó de rodillas sobre cubierta, con la cabeza entre las manos, sollozando.
Giordino miró hacia atrás por la ventanilla lateral y vio a Maeve derrumbada sobre cubierta, y a Dempsey caminando hacia ella.
-¿A qué habrán venido tantos aspavientos? -se preguntó en voz alta el italiano.
-¿Qué aspavientos? -preguntó Pitt.
-Maeve se ha quedado llorando como una plañidera.
Pitt había estado tan concentrado en las maniobras de despegue que no había visto la inesperada manifestación de dolor de la joven.
-Tal vez no le gusten las despedidas -dijo, sintiendo un acceso de remordimientos.
-Intentaba decirnos algo -contestó Giordino, que trataba de revivir mentalmente la escena.
Pitt no miró hacia atrás. Se arrepentía de no haberse despedido, pues sentía una gran atracción hacia ella. Maeve le había hecho sentir cosas que no experimentaba desde que, muchos años atrás, perdió a una persona muy querida en el mar, al norte de Hawai. Se llamaba Summer, y no pasaba un día sin que Pitt recordase su adorable rostro.
No le resultaba posible saber si la atracción era mutua. Los ojos de Maeve hablaban de multitud de sentimientos, pero entre ellos no distinguió el de deseo. Y ninguna de sus palabras le hizo pensar que entre ellos hubiera algo más que una amistad pasajera.
Intentó olvidar el episodio, al tiempo que se convencía de que entre ellos nada podía ocurrir, pues sus destinos los encaminaban a extremos opuestos del mundo. Era mejor dejar que el recuerdo de Maeve se difuminase, sin especular sobre lo que habría podido ocurrir si la luna y las estrellas hubieran brillado en la dirección adecuada.
-Qué cosa tan rara -dijo Giordino, con la mirada al frente, mientras las lejanas islas al norte del cabo de Hornos iban aumentando de tamaño.
-¿A qué te refieres? -preguntó Pitt indiferente.
-A lo que dijo Maeve cuando despegábamos.
-¿Pudiste oír algo con el ruido del helicóptero?
-No, pero entendí lo que decía por el movimiento de su boca.
-¿Desde cuándo lees los labios? -preguntó Pitt sonriendo.
-No bromeo, amigo -dijo Giordino muy serio-. Sé lo que quiso decirnos.
Después de tantos años de trabajo y amistad, Pitt sabía que Giordino sólo se ponía serio cuando ocurría algo grave. Ignorando a qué se refería su amigo, le dijo:
-Suéltalo. ¿Qué dijo Maeve?
Giordino se volvió lentamente hacia Pitt y lo miró con ojos a un tiempo sombríos y reflexivos.
-Juraría que dijo «ayudadme».
14
El reactor bimotor Buccaneer tomó tierra y luego rodó hasta una zona tranquila de la base de la fuerza aérea de Andrews, al sudoeste de Washington. El aparato, confortablemente acondicionado para los altos oficiales de la fuerza aérea, volaba casi tan rápido como el más moderno avión de caza.
Mientras el auxiliar de vuelo, que vestía uniforme de sargento mayor, llevó el equipaje de los dos amigos hasta un coche con chófer que los esperaba, Pitt se admiró de la influencia que el almirante Sandecker tenía en la capital. Se preguntó a qué general había convencido para que les prestase el avión y qué sistema de persuasión había utilizado.
Giordino dormitó durante el trayecto, mientras Pitt miraba sin verlos los edificios bajos de la ciudad. El tráfico de hora punta había disminuido en el centro de la capital, pero las calles y puentes que conducían a la periferia estaban embotellados. Por suerte, el coche oficial iba en dirección contraria.
Pitt maldecía su estupidez por no haber aterrizado de nuevo en el Ice Hunter. Si Giordino había interpretado correctamente las palabras de Maeve, ésta debía de encontrarse en algún apuro. La posibilidad de haberla abandonado cuando ella pedía su ayuda le producía un fuerte malestar.
El largo brazo de Sandecker penetró en su melancolía y espanto sus remordimientos. Durante los años que llevaba en la ANIM, Pitt siempre había subordinado sus problemas personales al trabajo de la agencia. Durante el vuelo a Punta Arenas, Giordino había hecho el comentario definitivo:
-Éste no es momento para pensar en mujeres, Dirk. En los mares están muriendo muchas personas y animales. Así que cuanto antes terminemos con este azote, más vidas lograremos salvar. Olvida a Maeve por ahora. Cuando acabemos con esto, podrás irte a Australia a perseguirla.
Quizá Giordino no estuviese capacitado para enseñar retórica en Oxford, pero su sentido común era abrumador. Pitt hizo un esfuerzo por apartar a Maeve de su mente, aunque no lo consiguió del todo. Su recuerdo permanecía como un retrato que con el paso del tiempo se hace cada vez más bello.
El hilo de sus pensamientos se quebró cuando el coche se detuvo frente al edificio alto que albergaba la central de la ANIM. El aparcamiento para los visitantes estaba atestado de camiones y furgonetas con equipos móviles de televisión que transmitían las microondas suficientes para cocinar una granja avícola entera. -Los dejaré en el aparcamiento subterráneo -dijo el chófer-. Los buitres están esperando su llegada.
-¿Seguro que en el edificio no hay un asesino con un hacha? -preguntó Giordino.
-No, esta recepción es en su honor. Los periódicos y las emisoras de televisión están ansiosos por conseguir los detalles sobre la matanza del Polar Queen. Aunque los australianos intentaron que el asunto no saltara a la prensa, la noticia se difundió en cuanto los pasajeros supervivientes llegaron a Chile y comenzaron a hablar. Han contado maravillas sobre ustedes dos, sobre cómo los salvaron e impidieron que el barco se estrellase contra las rocas. Como es natural, el hecho de que dos de las pasajeras fueran hijas de Arthur Dorsett exacerbó el interés de la prensa sensacionalista.
-Así que hablan de una matanza -suspiró Pitt. -Eso vende más ejemplares que decir que se trata de un suceso inexplicable -dijo Giordino.
El coche se detuvo frente a un guardia de seguridad que se hallaba junto a la puerta de un ascensor privado. Firmaron en el registro de entrada y luego subieron al décimo piso. Al abrirse las puertas se encontraron en la enorme sala que albergaba el feudo informático de Hiram Yaeger y desde la cual el mago de los ordenadores dirigía el inmenso banco de datos de la ANIM.
Yaeger, sentado frente al enorme escritorio con forma de herradura que ocupaba el centro de la estancia, alzó la vista y sonrió. De forma poco habitual, Yaeger no llevaba puesto el mono de trabajo, sino una vieja chaqueta Levis que parecía haber sido arrastrada por un caballo desde Tombstone a Durango. Al verlos, se levantó de inmediato, rodeó el escritorio y estrechó vigorosamente las manos de Pitt y Giordino.
-No sabéis cómo me alegro de veros, sinvergüenzas. Desde que os fuisteis a la Antártida, esto ha sido tan aburrido como un parque de atracciones abandonado.
-Siempre es agradable volver a encontrarse sobre un suelo que no se balancea -dijo Pitt.
Yaeger sonrió a Giordino.
-Estás aún más feo que cuando te fuiste.
-Eso se debe a que aún tengo los pies fríos como el hielo -replicó Giordino con su habitual tono burlón.
Pitt miró alrededor. La sala estaba atestada de técnicos que atendían el equipo de proceso de datos.
-¿Andan por aquí el almirante y Rudi Gunn?
-Os aguardan en la sala de trabajo -contestó Yaeger-. Supusimos que Al y tú querríais verlos nada más llegar.
-Quería hablar un momento contigo antes de la reunión.
-Tú dirás.
-Me gustaría estudiar toda la información que tengas sobre serpientes marinas.
Yaeger alzó las cejas.
-¿Has dicho serpientes marinas?
Pitt movió la cabeza en un gesto de afirmación.
-Estoy interesado en ellas, pero no puedo decirte por qué.
-Quizá te sorprenda, pero tengo una auténtica montaña de material referente a serpientes marinas y monstruos lacustres.
-Olvídate de las criaturas imaginarias que nadan en el lago Ness y en el Champlain -dijo Pitt-. Sólo me interesa la variedad marina.
Yaeger se encogió de hombros.
-Como la mayor parte de los avistamientos ocurren en aguas interiores, eso reduce la búsqueda en un ochenta por ciento. Mañana por la mañana tendrás sobre tu escritorio una carpeta bastante gruesa.
-Muchas gracias, Hiram. Siempre se puede contar contigo.
Giordino consultó su reloj.
-Démonos prisa, o el almirante nos colgará del palo mayor más próximo.
Yaeger señaló hacia una puerta cercana.
-Vayamos por las escaleras.
Cuando Pitt, Giordino y Yaeger entraron en la sala de trabajo, Sandecker y Gunn estaban estudiando la parte del mapa holográfico donde se había señalado la zona del último caso de muertes misteriosas. El almirante y Gunn se adelantaron para saludarlos, por unos minutos estuvieron de pie hablando sobre los últimos acontecimientos. Gunn interrogó a Pitt y a Giordino, pues deseaba que le dieran el mayor número de detalles posible; pero como ambos estaban muy cansados, fueron bastante breves en sus explicaciones.
Sandecker, que los conocía bien, no quiso atosigarlos -ya habría tiempo para que redactaran informes detallados-, y señaló con un ademán las butacas vacías.
-Sentaos y comencemos a trabajar.
Gunn indicó uno de los globos azules que parecían flotar sobre un extremo de la mesa.
-El último incidente mortal -explicó-. Un carguero indonesio llamado Mentawai, con una dotación de dieciocho tripulantes.
Pitt se volvió hacia el almirante.
-¿El barco que hizo explosión mientras un grupo de abordaje de otro buque lo inspeccionaba?
-El mismo -asintió Sandecker-. Como te dije cuando estabas en el Ice Hunter, el actor Garret Converse y su tripulación fueron vistos en un lujoso junco navegando en las proximidades donde se produjo la tragedia por un petrolero que salió ileso.
Parece que la embarcación de Converse y todos los que iban a bordo se han esfumado.
-¿El satélite no los ha podido localizar? -preguntó Giordino.
-La capa de nubes es demasiado densa, pero de todas formas las cámaras no captarían una nave tan pequeña.
-Pero hay un detalle que sí debemos tener en cuenta -dijo Gunn-. El capitán del buque norteamericano que encontró el Mentawai informó de que había visto un yate de lujo alejándose a toda velocidad del lugar del suceso. Aunque no podría declararlo bajo juramento en un tribunal, está seguro de que ese yate se había acercado al Mentawai antes de que él llegara para auxiliar el carguero. También cree que la tripulación del yate es de algún modo responsable de la explosión que acabó con el grupo de abordaje compuesto por hombres a su mando.
-El buen capitán parece un tipo con mucha imaginación -opinó Yaeger.
-Acusar a ese hombre de ver visiones es injusto. El capitán Jackson Kelsey es un buen marino, con fama de ser competente e íntegro.
-¿Describió el yate?
-Cuando Kelsey centró su atención en él, el yate se había alejado demasiado y no pudo identificarlo. Sin embargo, el segundo oficial sí que había reparado en él, cuando estaba más cerca, y lo había observado con los prismáticos. Por suerte, se trata de un artista aficionado cuyo pasatiempo favorito es el de dibujar barcos.
-¿Hizo un boceto del yate?
-Admite que se ha tomado algunas libertades, porque el yate se estaba alejando y apenas pudo ver la popa. Pero nos hizo una descripción bastante detallada del diseño del casco que quizá nos ayude a localizar a los armadores que lo construyeron.
Sandecker encendió un cigarro y dijo a Giordino:
-¿Por qué no te ocupas de investigarlo, Al?
Giordino sacó un cigarro que era una réplica exacta del de Sandecker y, lentamente, lo hizo girar entre el pulgar y el índice mientras quemaba un extremo con un fósforo de madera.
-En cuanto me dé una ducha y me cambie de ropa, me encargaré de ello.
Para Sandecker, era un misterio sorprendente cómo obtenía Giordino puros exactamente iguales a los suyos. Llevaban muchos años jugando al gato y al ratón, y Sandecker no lograba descubrir el secreto, sin embargo era demasiado orgulloso para preguntárselo directamente a Giordino. Y lo que definitivamente volvía loco al almirante era que nunca le faltaban cigarros en su reserva.
Pitt, que garabateaba en un papel, preguntó a Yaeger sin alzar la vista:
-Dime una cosa, Hiram, ¿puede ser factible mi teoría de que el fenómeno se debe a ondas sónicas mortíferas?
-Pues sí, puede serlo -replicó Yaeger-. Los expertos en sonido aún están intentando forjar una hipótesis detallada, pero parece que nos encontramos frente a un asesino que viaja a través del agua y consta de varios elementos. Existen varios aspectos que debemos tener en cuenta. El primero es la posibilidad de una fuente que genere una energía muy intensa; el segundo, la propagación, es decir: cómo viaja esa energía desde su fuente hasta los mares; el tercero, el blanco de esas ondas, y por último, el efecto fisiológico que tienen en los tejidos humanos y animales.
-¿Es posible, al menos en hipótesis, que se trate de ondas acústicas de alta intensidad capaces de producir la muerte? -preguntó Pitt.
Yaeger se encogió de hombros.
-Nos hallamos en un terreno resbaladizo, pero ésta es la posibilidad que en estos momentos consideramos más probable. Lo que debemos averiguar es la naturaleza de esa fuente capaz de emitir una energía tan intensa que hace letales sus ondas. Ninguna de las fuentes acústicas de gran intensidad conocidas podría matar a gran distancia, a no ser que se hubiese conseguido concentrar el sonido de algún modo.
-Cuesta creer que, tras recorrer grandes distancias a través del agua, una combinación de sonido de alta intensidad y una fuerte resonancia pueda aflorar y matar a todos los seres vivos en un radio de más de treinta kilómetros.
-¿Alguna idea respecto al origen de esas ondas? -preguntó Sandecker.
-Pues sí, alguna idea tenemos.
-¿Puede realmente una única fuente de sonido causar las masacres de estos últimos días?
-No -replicó Yaeger-. Para producir tragedias de esa magnitud, no sólo bajo el mar sino también en la superficie, serían necesarias diversas fuentes en extremos opuestos del océano.
Yaeger hizo una pausa y miró entre los papeles que tenía ante él hasta encontrar lo que buscaba. Luego cogió un mando a distancia y marcó una serie de códigos. Cuatro luces verdes aparecieron en ángulos opuestos del mapa holográfico.
-Hemos utilizado el sistema de computerización global por hidrófonos colocados en todos los océanos por la marina para localizar a los submarinos soviéticos durante la guerra fría, y hemos conseguido determinar las fuentes de las ondas sónicas destructivas en cuatro puntos distintos del océano Pacífico. -Yaeger hizo una pausa para repartir copias impresas del mapa a todos los que se hallaban sentados a la mesa-. La número uno, que es con mucho la más fuerte, parece proceder de la isla Gladiator, la cima de una profunda cordillera submarina de origen volcánico que asoma entre Tasmania y la isla del Sur de Nueva Zelanda. La número dos está orientada hacia las islas Komandorskie, frente a Kamchatka en el mar de Bering.
-Eso está muy al norte -comentó Sandecker.
-No entiendo qué podrían ganar los rusos con todo esto -dijo Gunn.
-La número tres la encontramos cruzando el mar en dirección este hasta la isla Kunghit, frente a la Columbia Británica en Canadá -siguió Yaeger-. La última fuente rastreada por los hidrófonos está en la isla de Pascua.
-Forman el contorno de un trapecio -comentó Gunn.
Giordino se enderezó.
-¿Un qué?
-Un trapecio, un cuadrilátero que carece de lados paralelos.
Pitt se puso en pie y avanzó hasta estar casi en el interior del mapa tridimensional del océano.
-Resulta bastante curioso que todos los orígenes de las ondas acústicas estén situados en islas. -Se volvió hacia Yaeger-. ¿Estás seguro de la veracidad de esos datos? ¿No habrá algún error en el análisis que tus ordenadores hicieron de los datos procedentes del sistema hidrofónico?
Por la cara de Yaeger, pareció que Pitt lo hubiera acuchillado en el pecho.
-En nuestro análisis hemos tenido en cuenta las recepciones de la red acústica y las variaciones que pueden atribuirse a alteraciones oceánicas.
-Perdona -dijo Pitt, al tiempo que se inclinaba hacia Yaeger en un gesto de disculpa-. ¿Son islas desiertas o están habitadas? Yaeger tendió a Pitt una carpeta pequeña.
-Hemos recogido toda clase de datos sobre esas islas. Geología, fauna, habitantes... La isla Gladiator es una propiedad privada. Las otras tres han sido alquiladas por gobiernos extranjeros para llevar a cabo exploraciones mineras. Son zonas que deben considerarse prohibidas.
-¿Cómo puede propagarse el sonido a tanta distancia bajo el agua? -preguntó Giordino.
-El sonido de alta frecuencia es absorbido con rapidez por las sales del agua de mar; sin embargo, a las ondas acústicas de baja frecuencia no les influyen las estructuras moleculares de las sales, y sus señales se han llegado a detectar a miles de kilómetros de distancia. La siguiente parte del cuadro es algo más confusa. No sé cómo, de un modo que aún no comprendemos, las ondas de alta y baja frecuencia emitidas por las diversas fuentes se unen en lo que se conoce como «zona de convergencia». Es un fenómeno al que los científicos llaman «cáustica».
-¿Como en sosa cáustica? -preguntó Giordino.
-No, es una superficie que envuelve las ondas sonoras cuando éstas convergen y se unen.
Sandecker alzó sus gafas de lectura hacia la luz, para buscar las manchas en los cristales.
-¿Y qué nos ocurriría si estuviésemos sentados en la cubierta de un barco que se encontrara en medio de una zona de convergencia?
-Si sólo nos alcanzase una fuente sónica -explicó Yaeger-, oiríamos un leve zumbido y quizá sólo sentiríamos un ligero dolor de cabeza. Pero si cuatro ondas convergieran en la misma región y al mismo tiempo, multiplicando de esta forma su intensidad, la estructura del barco vibraría o reverberaría y la energía sónica produciría suficientes daños internos como para matarnos en cuestión de minutos.
-A juzgar por lo diseminadas que se encuentran las zonas donde se han producido las tragedias, el desastre se puede repetir en cualquier punto del mar -dijo Giordino.
-O del litoral -añadió Pitt.
-Hemos intentado determinar cuál podía ser la siguiente zona de convergencia -dijo Yaeger-, pero es difícil averiguarlo. Por el momento lo máximo que podemos hacer es tener en cuenta las mareas, las corrientes, las profundidades marinas y la temperatura de las aguas, pues pueden alterar de modo significativo el recorrido de las ondas acústicas.
-Puesto que tenemos una vaga noción de a qué nos enfrentamos -dijo Sandecker-, podemos pensar en algo para terminar con ello.
-¿Qué tienen en común las cuatro islas, aparte de las exploraciones mineras? -preguntó Pitt.
-¿Pruebas clandestinas de armas nucleares o convencionales? -aventuró Giordino, mientras miraba su cigarro.
-Nada de eso -replicó Yaeger.
-Entonces ¿qué? -preguntó Sandecker.
-Diamantes.
El almirante miró a Yaeger con extrañeza.
-¿Diamantes, dices?
-Sí, señor. -Yaeger echó un vistazo a sus papeles-. La Dorsett Consolidated Mining Limited de Sydney monopoliza las operaciones mineras en las cuatro islas. Después de la De Beers, es la compañía de diamantes más importante del mundo.
Pitt sintió como si alguien, de pronto, le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
-Y, casualmente, Arthur Dorsett, el presidente de Dorsett Consolidated Mining, es el padre de las dos mujeres que Al y yo rescatamos en la Antártida -murmuró.
-¡Claro! -exclamó Gunn, como si, súbitamente, hubiese visto la luz-. Deirdre Dorsett... -Y a renglón seguido, desconcertado, preguntó-: ¿Y Maeve Fletcher?
-Es la hermana de Deirdre, pero ha adoptado el apellido de una bisabuela -explicó Pitt.
-Se tomaron un montón de molestias para encontrarse con nosotros -bromeó Giordino.
Sandecker lo fulminó con una mirada y se volvió hacia Pitt. -No creo que se trate de una coincidencia. -Me pregunto -dijo Giordino- qué puede haber dicho uno de los tratantes en diamantes más ricos del mundo al enterarse de que, con sus perforaciones, casí mata a sus dos queridas hijas.
-Podemos encontrarnos ante una bendición disfrazada -dijo Gunn-. Si las operaciones mineras de Dorsett son de algún modo responsable de las ondas letales, Dirk y Al están suficientemente acreditados para llamar a la puerta de ese tipo y bombardearlo a preguntas. Dorsett tiene todos los motivos del mundo para actuar como un padre agradecido.
-Por lo que sé, Arthur Dorsett es un individuo tan reservado como lo fue en sus tiempos Howard Hughes -dijo Sandecker-. O quizá más. Al igual que De Beers, la Dorsett Consolidated Mining toma grandes medidas contra el robo y el contrabando de diamantes. A Dorsett nunca se le ha visto en público, ni ha concedido entrevistas a la prensa. Es prácticamente un ermitaño, y dudo que el hecho de que hayáis salvado a sus hijas haga mella en él. Yaeger señaló los globos azules del mapa holográfico. -Mucha gente está muriendo, así que creo que si las operaciones de Dorsett son responsables en alguna medida de ello, el tipo atenderá a razones.
-Arthur Dorsett es un extranjero con un inmenso poder. -Sandecker hablaba con gran lentitud-. Mientras carezcamos de pruebas, debemos considerarlo libre de toda culpa. Por lo que sabemos hasta el momento, todas esas muertes son producto de un azote natural. Nosotros tenemos la obligación de trabajar valiéndonos de los canales oficiales, y de eso me ocupo yo. Haré las gestiones necesarias ante el Departamento de Estado y la embajada australiana, para establecer contacto con Arthur Dorsett y pedirle que coopere en la investigación.
-Eso llevará semanas -argüyó Yaeger.
-Si te parece, llamamos a la puerta de su mina de diamantes más próxima y pedimos ver las excavaciones -sugirió Pitt con sarcasmo.
-Si Dorsett es un tipo tan paranoico como usted dice -dijo Giordino volviéndose hacia el almirante-, no creo que se preste a juegos diplomáticos.
-Al tiene razón -convino Yaeger-. Si queremos acabar con esas muertes, y hacerlo cuanto antes, no podemos andarnos con diplomacias. Debemos actuar clandestinamente.
-No es fácil fisgar en minas de diamantes -dijo Pitt-. Están muy protegidas contra los ladrones y cualquier intruso que quiera ganarse unos dólares fáciles con el contrabando de piedras. Los sistemas de seguridad de las minas de diamantes son los más avanzados; para poder burlarlos necesitaremos a profesionales altamente cualificados.
-¿Un equipo de las fuerzas especiales? -propuso Yaeger.
Sandecker negó con la cabeza.
-Sin autorización presidencial, no.
-¿Qué dice el presidente? -preguntó Giordino.
-Aún es pronto para recurrir a él -respondió el almirante-. Y no podemos hacerlo hasta que tengamos pruebas concluyentes de que existe una auténtica amenaza para la seguridad nacional.
-La mina de la isla Kunghit parece la más indicada de las cuatro -dijo Pitt, mientras contemplaba el mapa-. Como está en la Columbia Británica, prácticamente a la vuelta de la esquina, no veo por qué no podemos hacer una pequeña exploración por nuestra cuenta.
-Espero que no albergues la ilusión de que nuestros vecinos del norte están dispuestos a hacer la vista gorda a una intrusión así -dijo Sandecker mirándolo fijamente.
-¿Por qué no? Teniendo en cuenta que hace algunos años la ANIM localizó en la isla de Baffin un depósito de petróleo muy rentable, no creo que a los canadienses les importe mucho que ahora demos una vuelta en canoa alrededor de la Kunghit y fotografiemos el paisaje.
-¿Ese es tu plan?
Pitt miró al almirante como un niño que espera que le regalen una entrada para el circo.
-Quizá haya exagerado algo, pero sí, eso es lo que propongo.
Sandecker aspiró pensativo el humo de su cigarro. Al fin, lanzando un suspiro, dijo:
-Muy bien. Adelante con ello. Pero tened en cuenta que si sois atrapados por los servicios de seguridad de Dorsett no debéis molestaros en telefonear a casa, porque nadie contestará la llamada.
15
Un sedán Rolls Royce se detuvo silenciosamente junto a un hangar abandonado en medio de un campo lleno de maleza próximo al aeropuerto internacional de Washington. Como una rica matrona de visita en los bajos fondos, el viejo y majestuoso automóvil parecía fuera de lugar en ese camino desierto de tierra y en plena noche. Sólo un viejo farol iluminaba el cobertizo y la luz débil y amarillenta escasamente dejaba ver la pintura verde y plateada del vehículo.
El Rolls Royce era de un modelo conocido como Silver Dawn. El chasis salió de la fábrica en 1955 y la carrocería era obra de Hoopers y Compañía. Los parachoques delanteros se unían elegantemente al cuerpo del vehículo y el motor de seis cilindros con válvulas en la culata hacía que el coche se deslizara silenciosamente por las carreteras. Para los Rolls Royce, la velocidad nunca había sido importante, y cuando se les preguntaba a los fabricantes por la potencia, éstos se limitaban a contestar que era la adecuada.
El chófer de Julien Perlmutter, un tipo taciturno que respondía al nombre de Hugo Mulholand, echó el freno de mano, cortó la ignición y se volvió hacia su jefe, que llenaba casi todo el asiento posterior.
-Nunca me siento a gusto cuando lo traigo hasta aquí –dijo con voz grave de bajo que iba muy en consonancia con sus ojos de perro pachón. Miró el oxidado techo de metal ondulado y las paredes que llevaban cuarenta años sin saber lo que era una mano de pintura-. No comprendo cómo a alguien le puede gustar vivir en una barraca tan inmunda.
Perlmutter pesaba ciento ochenta y un kilos, aunque, extrañamente, en su cuerpo apenas se percibía flaccidez; era bastante fuerte, para tratarse de un hombre de su envergadura. Alzó el pomo dorado de un bastón hueco relleno de brandy y golpeó con él la mesita abatible de nogal que salía del respaldo del asiento delantero.
-Resulta que esa barraca inmunda, como tú la llamas, alberga una colección de automóviles y aviones antiguos valorada en millones de dólares. Además, el riesgo de ser asaltada por bandidos es mínimo, pues los delincuentes no suelen merodear por los aeropuertos a altas horas de la noche. Y no sólo eso, sino que posee un sistema de seguridad tan eficaz como el de cualquier banco de Manhattan. -Perlmutter hizo una pausa para señalar con la punta del bastón una pequeña luz roja apenas visible-. En estos mismos momentos, una cámara de vídeo nos está enfocando.
Mulholand suspiró, se apeó, rodeó el coche y abrió la puerta para que saliera Perlmutter.
-¿Espero?
-No, voy a cenar aquí. Diviértete un rato y vuelve a recogerme a las once y media.
Mulholand ayudó a su jefe a bajar del coche y luego lo acompañó hasta la entrada del hangar. La puerta estaba sucia y llena de polvo. Desde luego era un buen camuflaje. Cualquiera que viese el astroso cobertizo pensaría que era un edificio abandonado y a punto de ser demolido. Perlmutter golpeó la puerta con el bastón. Al cabo de unos segundos sonó un click y la puerta se abrió, como empujada por una mano fantasmal.
-Que disfrute de su cena -dijo Mulholand. Luego metió un envase cilíndrico bajo el brazo de Perlmutter y le entregó un portafolios. Después dio media vuelta y regresó al Rolls Royce.
Tras franquear el umbral del hangar, Perlmutter se encontró en otro mundo. En lugar de suciedad, polvo y telarañas, se vio inmerso en un ambiente luminoso y excelentemente decorado, lleno de relucientes cromados y pinturas. Sobre el suelo de cemento pulido había cuatro docenas de automóviles clásicos, dos aeroplanos y un vagón de tren de fines del siglo xix, todos ellos restaurados. Mientras la puerta se cerraba silenciosamente a su espalda, Perlmutter avanzó por entre la exposición de las máquinas exóticas.
Pitt estaba en la galería de su apartamento, situado en la parte alta del hangar, a diez metros por encima del suelo de cemento. Señalando el envoltorio cilíndrico que Perlmutter llevaba bajo el brazo, dijo parafraseando a Virgilio:
-Recelad de los griegos que traen regalos.
Perlmutter alzó la vista y lo miró ceñudo.
-No tengo nada de griego, y esto es una botella de Dom Pérignon -dijo mostrando el envoltorio-. Cosecha 1983. Es para celebrar tu regreso a la civilización. Supongo que tú, en tu bodega, no tienes nada mejor.
Pitt se echó a reír.
-Muy bien, lo compararemos con mi vino espumoso gruet brut de Albuquerque.
-No hablarás en serio. ¿Albuquerque? ¿Gruet?
-Es mucho mejor que los vinos gaseados de California.
-Tanto hablar de vino me abre el apetito. Envíame el ascensor.
Pitt hizo descender un antiguo montacargas con jaula de hierro forjado. En cuanto la cabina llegó abajo, Perlmutter se metió en ella.
-¿Crees que esto aguantará mi peso?
-Lo instalé yo mismo para subir los muebles, pero ésta va a ser la auténtica prueba de resistencia.
-Tus palabras me tranquilizan -murmuró Perlmutter mientras el montacargas subía sin problemas hasta el apartamento de Pitt.
En el rellano, los dos hombres se abrazaron como buenos amigos.
-Me alegro de verte, Julien.
-Siempre es un placer cenar con mi décimo hijo. -Esa era una de las bromas favoritas de Perlmutter. El hombre era un soltero impenitente, y Pitt el único hijo del senador George Pitt de California.
-No me digas que hay otros nueve como yo -dijo Pitt simulando sorpresa.
Perlmutter se acarició el inmenso estómago.
-Antes de que esto se interpusiera, fueron muchísimas las damiselas que sucumbieron a mis impecables modales y a mi convincente labia. -Se interrumpió para olfatear-. ¿Son arenques lo que huelo?
Pitt asintió con la cabeza.
-Picadillo de carne con arenques y chucrut. Pero primero una sopa de lentejas con salchichas de hígado de cerdo.
-En lugar de champán, debí traer cerveza de Munich.
-Seamos intrépidos y saltémonos las reglas -dijo Pitt.
-Tienes toda la razón del mundo. Suena de lo más apetitoso. Con tus habilidades culinarias, algún día convertirás a una mujer en una feliz esposa.
-Me temo que mis grandes dotes de cocinero no compensarán el resto de mis deficiencias.
-Hablando de mujeres encantadoras, ¿qué sabes de la congresista Smith?
-Loren ha vuelto a Colorado. Está haciendo campaña para conservar su escaño en el Congreso -explicó Pitt-. Llevo casi dos meses sin verla.
-Basta de charla ociosa -dijo Perlmutter impaciente-. Abramos la botella de champán y comencemos a trabajar.
Pitt sacó un cubo con hielo; comieron con el Dom Pérignon y reservaron el gruet brut para el postre. Perlmutter se sintió gratamente impresionado con el vino espumoso de Nuevo México.
-Esto está bastante bien; es seco y ligero. ¿Dónde puedo conseguir una caja?
-Si sólo estuviera «bastante bien», no te interesaría conseguir una caja -sonrió Pitt-. Eres un viejo charlatán.
-Pero a ti no logro engañarte -dijo encogiéndose de hombros.
En cuanto Pitt retiró los platos, Perlmutter se dirigió a la sala, abrió el portafolios y dejó sobre la mesita de café un montón de papeles. Cuando Pitt se reunió con él, el obeso erudito ya estaba revisando sus notas.
Pitt se acomodó en un sofá de piel, bajo los atestados estantes en los que se veía una pequeña flota de modelos de barco, réplicas de los que Pitt había descubierto a lo largo de los años.
-Bueno, ¿qué has descubierto sobre la renombrada familia Dorsett?
Mostrando el montón de papeles, de más de mil hojas, Perlmutter preguntó:
-¿Me creerás si te digo que esto no es más que el principio de la investigación? Por lo que he averiguado, la historia de los Dorsett parece sacada de una novela épica.
-¿Qué me dices del actual jefe de la familia, Arthur Dorsett?
-Es un hombre muy reservado. Rara vez aparece en público. Es porfiado, está lleno de prejuicios y carece por completo de escrúpulos. Todos los que han tenido algún trato con él, por mínimo que éste haya sido, lo detestan.
-Pero es muy rico -dijo Pitt.
-Sí, asquerosamente rico -contestó Perlmutter con la expresión de un hombre que acaba de comerse una araña-. La Dorsett Consolidated Mining Limited y la cadena de tiendas minoristas Dorsett son propiedad de la familia. No tienen accionistas ni socios. También controlan una compañía filial llamada Pacific Gladiator que se dedica a la minería de gemas exóticas.
-¿Cómo empezó Arthur Dorsett su carrera?
-Para contestar a eso hay que remontarse a 144 años. -Perlmutter tendió su copa y Pitt la llenó- Debemos comenzar por una historia épica escrita por el capitán de un clíper y publicada postumamente por su hija. En enero de 1856, durante un viaje en el que este capitán transportaba convictos, entre ellos algunas mujeres, a la colonia penal australiana de la bahía Botany, un pequeño golfo situado al sur de donde actualmente se alza Sydney, su barco se encontró con un violento tifón, cuando navegaba con rumbo norte por el mar de Tasmania. El clíper se llamaba Gladiator y su capitán, Charles Bully Scaggs, famoso en su época.
-Hombres de hierro y barcos de madera -murmuró Pitt.
-En efecto -asintió Perlmutter-. Scaggs y su gente debieron de trabajar como demonios para salvar el barco de una de las peores tormentas del siglo. Pero cuando los vientos cesaron y los mares se calmaron, el Gladiator estaba hecho una ruina. Tenía los mástiles caídos, la superestructura destruida y varias vías de agua. Los botes salvavidas habían desaparecido o estaban destrozados, así que el capitán Scaggs supo que a la embarcación le quedaban pocas horas de vida. En consecuencia, ordenó que la tripulación y los reclusos construyeran una balsa con los restos del barco.
-Probablemente, era la única alternativa -comentó Pitt.
-Dos de los convictos eran antepasados de Arthur Dorsett -continuó Perlmutter-. Su tatarabuelo era Jess Dorsett, un salteador de caminos, y su tatarabuela, Betsy Fletcher, condenada a veinte años en la colonia penal por robar una manta.
Contemplando las burbujas de su copa, Pitt comentó:
-Evidentemente, en aquella época el crimen se pagaba.
-La mayor parte de nuestros compatriotas no se dan cuenta de que, desde la época colonial hasta la guerra de Secesión, Norteamérica era el vertedero de todos los delincuentes de Inglaterra. Muchas familias se llevarían una gran sorpresa si se enteraran de que sus antepasados llegaron a nuestras costas en calidad de criminales convictos.
-¿Qué pasó con los supervivientes de la balsa? ¿Fueron rescatados?
Perlmutter movió la cabeza en un gesto de negación.
-Los siguientes quince días fueron una sucesión de horrores y muerte. Sufrieron toda clase de penalidades: tormentas, sed, hambre y, por si fuera poco, los reclusos se amotinaron y atacaron a los marineros y soldados. Al final, en la balsa sólo quedaron algunos supervivientes. Según la leyenda, cuando al fin las corrientes los llevaron al arrecife de una isla que no figuraba en los mapas, los náufragos que nadaban hacia la orilla fueron salvados de un gran tiburón blanco gracias a la milagrosa aparición de una serpiente marina.
-Lo que explica el logotipo de Dorsett. Debió de ser el producto de la alucinación colectiva de unos hombres al borde de la muerte.
-No me extrañaría. De los doscientos treinta y uno que eran al abandonar el barco, sólo ocho lograron llegar a la playa de la isla: seis hombres y dos mujeres, todos más muertos que vivos.
Pitt miró a Perlmutter.
-Eso significa que hubo doscientas veintitrés víctimas... Una cifra apabullante.
-Y de esos ocho, un marinero y un convicto murieron en la isla peleando a causa de las mujeres.
-Parece que se repitió la historia de los amotinados de la Bounty.
-No del todo. Dos años más tarde, el capitán Scaggs y el único de sus marineros que había sobrevivido y que, por suerte, era el carpintero del barco, construyeron una embarcación con los restos de un balandro de la marina francesa que se estrelló contra las rocas frente a la isla sin que hubiera supervivientes. El capitán y el marinero dejaron a los reclusos en la isla y cruzaron el mar de Tasmania hasta Australia.
-No me digas que Scaggs dejó en la isla a Dorsett y a Fletcher.
-Lo hizo por muy buenas razones. Una encantadora isla desierta era muy preferible al infierno de los campos de prisioneros de la bahía Botany. Como Scaggs consideraba que le debía la vida a Dorsett, les dijo a las autoridades de la colonia penal que todos los convictos habían muerto en la balsa. De este modo, los supervivientes lograron seguir viviendo en paz.
-E iniciaron una nueva vida y se multiplicaron.
-Exacto -dijo Perlmutter-. Jess y Betsy, a quienes Scaggs había casado, tuvieron dos hijos, y la otra pareja de convictos tuvo una hija. Con el tiempo, crearon una pequeña comunidad familiar y comenzaron a vender provisiones a los barcos balleneros, que no tardaron en convertir la isla Gladiator, nombre que dieron al lugar, en una parada habitual en sus largos viajes.
-¿Qué fue de Scaggs? -preguntó Pitt.
-Volvió al mar, capitaneando un nuevo clíper propiedad de una compañía llamada Carlisle y Dunhill. Tras varios viajes más por el Pacífico, se retiró, y veinte años más tarde, en 1876, falleció.
-¿Cuándo aparecen los diamantes en la historia?
-Paciencia -dijo Perlmutter con un tono más propio de un maestro de escuela-. Para que comprendas bien la historia, será mejor que te ponga en antecedentes. Para empezar, debes saber que, aunque han causado más crímenes, corrupciones e historias románticas que ninguno de los otros minerales de la tierra, los diamantes sólo son carbono cristalizado. Químicamente, son hermanos del grafito y el carbón. Se cree que los diamantes se formaron hace unos tres mil millones de años, en profundidades de entre ciento veinte y doscientos kilómetros, en el manto superior de la tierra. Bajo el enorme calor y las terribles presiones, el carbono puro, junto con gases y roca líquida, llegó a la superficie de la tierra a través de chimeneas volcánicas. Cuando la ígnea mezcla afloró, el carbono se solidificó y cristalizó en piedras duras y transparentes. Los diamantes son de los pocos materiales que han llegado hasta la superficie terrestre procedentes de las más remotas profundidades.
Pitt bajó la mirada e intentó imaginar el proceso mediante el que la naturaleza producía los diamantes.
-Supongo que un corte del terreno mostraría un rastro de diamantes ascendiendo hacia la superficie y tendría la forma de una especie de embudo, con la parte ancha hacia arriba.
-O de una zanahoria -dijo Perlmutter-. A diferencia de la lava pura, que originó altos y escarpados volcanes, la mezcla de diamantes y roca líquida, conocida como kimberlita, por la ciudad sudafricana de Kimberley, se enfrió rápidamente y formó grandes montículos. Estos se desgastaron por erosión natural, y los diamantes se diseminaron en lo que se conoce como depósitos aluviales. Algunas de esas chimeneas erosionadas llegaron incluso a formar lagos. Sin embargo, la masa principal de piedras cristalizadas permaneció en las chimeneas subterráneas.
-A ver si adivino. Los Dorsett encontraron una de esas chimeneas diamantíferas en su isla.
-¿Quieres dejar de interrumpirme? -dijo Perlmutter irritado.
-Lo siento -se disculpó Pitt.
-Fortuitamente, los náufragos no sólo encontraron una, sino dos chimeneas ricas en residuos volcánicos que se hallaban en los extremos opuestos de isla Gladiator. Las piedras que encontraron, y que habían sido liberadas de la roca por siglos de lluvia y vientos, les parecieron simplemente «cosas bonitas», como Betsy Fletcher las llamaba en una carta escrita a Scaggs. En realidad, los diamantes sin cortar ni pulir son piedras prácticamente opacas, que apenas tienen brillo. Por su aspecto y su tacto, muchas veces parecen barras de jabón de formas extrañas.
»En 1886, tras la guerra civil, un buque de la marina norteamericana que estaba haciendo un viaje de exploración en busca de posibles puertos de gran calado en las aguas del Pacífico meridional, recaló en la isla para aprovisionarse de agua. A bordo iba un geólogo. Fortuitamente, vio a los hijos de Dorsett jugando en la playa con piedras, y sintió curiosidad. Al examinar una de ellas, comprobó asombrado que se trataba de un diamante de unos veinte quilates. Cuando el geólogo preguntó a Jess Dorsett cómo había conseguido aquella piedra, el viejo salteador, hombre astuto, le dijo que la había traído de Inglaterra.
-Y ese afortunado suceso dio lugar a la Dorsett Consolidated Mining.
-No inmediatamente -dijo Perlmutter-. Tras la muerte de Jess, Betsy envió a sus dos hijos, Jess Júnior y Charles, bautizado con ese nombre, sin duda en honor a Scaggs, y a la hija de la otra pareja de convictos, Mary Winkleman, a Inglaterra, para que recibiesen una buena educación. Betsy escribió al viejo capitán pidiéndole ayuda, y le envió una bolsa de diamantes en bruto para pagar con ellos los gastos. El capitán confió las piedras a su amigo y antiguo patrón, Abner Carlisle. Éste, actuando en nombre de Scaggs, que por entonces se encontraba en su lecho de muerte, hizo cortar y pulir los diamantes, que posteriormente fueron vendidos en Londres por casi un millón de libras, o unos siete millones de dólares de la época.
-Bonita suma -dijo Pitt-. Los chicos debieron de pasárselo en grande con ese dinero.
Perlmutter movió la cabeza en un gesto de negación.
-Te equivocas. Vivieron frugalmente en Cambridge. Mary asistió a una buena escuela de señoritas próxima a Londres, y luego ella y Charles se casaron poco después de que él se graduara. Entonces volvieron a la isla para dirigir las operaciones mineras en los volcanes inactivos. Jess Dorsett se quedó en Inglaterra y abrió la Casa de Dorsett en sociedad con un tratante de diamantes judío de Aberdeen llamado Levi Strouser. La central londinense de la empresa, que se ocupaba de cortar y vender los diamantes, tenía lujosas salas de exposición para las ventas al por menor, elegantes oficinas en los pisos altos para los negocios con mayoristas y un enorme taller en el sótano, donde se cortaban y pulían las piedras procedentes de la isla Gladiator. La dinastía prosperó gracias a que los diamantes procedentes de las chimeneas volcánicas de la isla eran de un raro color violeta rosado y de la más alta calidad.
-¿Las minas no llegaron a agotarse?
-No, aún no. Con gran astucia, los Dorsett retuvieron buena parte de su producción, cooperando con el cartel que mantiene los precios estables.
-¿Qué hay de los descendientes? -preguntó Pitt.
-Charles y Mary tuvieron un hijo, Anson. Jess Júnior nunca se casó.
-¿Anson era el abuelo de Arthur?
-Sí, y dirigió la compañía durante más de cuarenta años. Probablemente, fue el más decente y honrado de todos ellos. Anson se contentó con dirigir y conservar su pequeño y rentable imperio. Nunca se dejó arrastrar por la codicia como hicieron sus descendientes, e hizo gran cantidad de donativos a obras de caridad. Fundó infinidad de bibliotecas y hospitales en Australia y Nueva Zelanda. Al morir, en 1910, legó la compañía a su hijo Henry y a su hija Mildred. Ésta murió joven, en un accidente de navegación. Por lo visto, cayó por la borda durante un crucero en el yate familiar y fue devorada por los tiburones. Corrió el rumor de que su hermano la había asesinado, pero, gracias al dinero de Henry, no se investigó el caso. Bajo la jefatura de Henry, la familia se lanzó por el camino de la codicia, la envidia, la crueldad y la voracidad de poder. Y en ese camino sigue.
-Recuerdo haber leído un artículo sobre él en Los Angeles Times -dijo Pitt-. Comparaban a sir Henry Dorsett con sir Ernest Oppenheimer, de la De Beers.
-Ninguno de los dos era lo que se dice un santo. Oppenheimer superó multitud de obstáculos para construir un imperio que se extiende por los cinco continentes y que se ha diversificado en participaciones de empresas automovilísticas, fábricas de papel y explosivos y destilerías, así como minas de oro, uranio, platino y cobre. No obstante, el principal interés de la De Beers siguen siendo los diamantes y el cartel que regula el mercado desde Londres hasta Nueva York y Tokio. La Dorsett Consolidated Mining, por su parte, se ha dedicado exclusivamente a los diamantes. Y salvo por ciertas en acciones algunas minas de gemas (rubíes de Birmania, esmeraldas de Colombia, zafiros de Ceilán), la familia nunca ha diversificado sus inversiones. Han ido reinvirtiendo los beneficios en la corporación.
-¿De dónde procede el apellido De Beers?
-De Beers era el agricultor surafricano que, sin saberlo, vendió por unos miles de dólares sus tierras, verdaderas tumbas de diamantes que Cecil Rhodes descubrió al hacer excavaciones en ellas; ganó una fortuna y fundó el cartel.
-¿Se unió Henry Dorsett al cartel de Oppenheimer y De Beers? -preguntó Pitt.
-Aunque participó en el control de los precios de mercado, Henry se convirtió en el único propietario de minas importantes que siguió vendiendo de modo independiente. En estos momentos, el 85 por ciento de la producción mundial pasa por la Organización Central de Ventas, que distribuye las piedras a tratantes y vendedores. Dorsett llegó a los principales mercados de diamantes de Londres, Amberes, Tel Aviv y Nueva York, para vender directamente al público su limitada producción de piedras de primera calidad a través de la cadena Casa de Dorsett, que en la actualidad cuenta con más de quinientos establecimientos.
-¿La empresa De Beers no hizo nada contra él?
Perlmutter negó con la cabeza.
-Oppenheimer había fundado el cartel para garantizar que los diamantes tuvieran un mercado estable y unos precios altos, y no vio en Dorsett ninguna amenaza, puesto que el australiano en ningún momento intentó anegar el mercado con su producción de piedras.
-Para mantener una organización de esa envergadura, Dorsett debe de contar con un ejército de empleados.
-Más de mil hombres y mujeres repartidos en tres enormes talleres de corte de piedras, dos de tallado y otros dos de pulido. Además, la empresa también tiene un edificio de treinta pisos en Sidney, donde una legión de diseñadores y artesanos producen las excelentes e innovadoras joyas de la Casa de Dorsett. Si bien la la mayoría de los otros tratantes contratan judíos para cortar y tallar sus piedras, Dorsett recurre principalmente a profesionales chinos.
-Henry Dorsett murió a fines de los años setenta, ¿no es así?
Perlmutter sonrió.
-La historia se repitió. A los sesenta y ocho años, Henry se cayó de su yate en Monaco y se ahogó. Se dijo que Arthur lo emborrachó y lo arrojó a la bahía.
-¿Cuál es la historia de Arthur?
Perlmutter echó un vistazo a sus papeles y luego, mirando por encima de sus gafas de lectura, dijo:
-Si la gente que compra diamantes tuviese idea de las sucias operaciones que Arthur Dorsett ha realizado durante los últimos treinta años, no compraría una sola piedra de ese individuo.
-Parece un gran tipo.
-Algunos hombres tienen dos caras, pero Arthur tiene como mínimo cinco. Nació en la isla Gladiator en 1941, y fue hijo único de Henry y Charlotte Dorsett. Lo educó su madre y no asistió a ninguna institución docente hasta que tuvo dieciocho años, cuando ingresó en la Escuela de Minas Colorado de Golden. Es un hombre muy alto, y ya de joven destacaba por ello entre sus condiscípulos, sin embargo nunca se interesó por los deportes; prefería husmear por las viejas minas abandonadas de las Montañas Rocosas. Tras graduarse como ingeniero de minas, trabajó en unas excavaciones de la De Beers en África del Sur durante cinco años y luego regresó a casa y ocupó el cargo de superintendente de las minas familiares en la isla. Durante sus frecuentes visitas al edificio de la De Beers en Sydney, conoció y contrajo matrimonio con una encantadora muchacha, Irene Calvert, hija de un profesor de biología de la Universidad de Melbourne. Irene le dio tres hijas.
-Maeve, Deirdre y...
-Boudicca.
-Dos diosas celtas y una legendaria reina bretona.
-Una trinidad femenina.
-Maeve y Deirdre tienen, respectivamente, veintisiete y treinta y un años. Boudicca tiene treinta y ocho.
-Cuéntame más cosas sobre su madre.
-Hay poco que decir. Irene murió hace quince años en misteriosas circunstancias. Pasó un año desde su entierro en la isla Gladiator hasta que el reportero de un periódico de Sidney descubrió que la esposa de Dorsett había muerto. El diario publicó su necrológica antes de que Arthur pudiera sobornar al editor para que no lo hiciera. En otro caso, nadie se hubiese enterado de su fallecimiento.
-El almirante Sandecker, que sabe algo de Arthur Dorsett, dice que es un hombre inabordable -dijo Pitt.
-Muy cierto. Nunca se le ve en público, no asiste a reuniones sociales y no tiene amigos. Dedica toda su vida al negocio. Incluso tiene un túnel secreto para entrar y salir de la central de Sydney sin ser visto. Prácticamente, ha dejado incomunicada la isla Gladiator del mundo exterior. Según él, cuanto menos se sepa de las operaciones mineras de la Dorsett, mejor.
-¿Y qué pasa con la compañía? Arthur no puede mantener permanentemente ocultas las actividades de una empresa tan enorme.
-Bueno, no estoy de acuerdo -dijo Perlmutter-. Una corporación privada puede hacer lo que le dé la gana. Hasta los gobiernos de los países en que opera se las ven y se las desean para evaluar los activos de la compañía con fines fiscales. Arthur Dorsett puede ser la reencarnación de Ebenezer Scrooge, el avaro de Canción de Navidad, pero nunca ha vacilado en invertir enormes sumas para comprar lealtades. Para obtener influencia y poder, Dorsett jamás ha dudado en convertir en millonario a un funcionario gubernamental.
-¿Sus hijas también trabajan para la compañía?
-Por lo visto, dos de ellas sí. La otra...
-Maeve -dijo Pitt.
-Sí; ella se desentendió de la familia, estudió en la universidad por su cuenta y se licenció como zoóloga marina. Parece que heredó los genes de su abuela paterna.
-¿Y Deirdre y Boudicca?
-Dicen que son dos auténticas diablesas, peores incluso que el viejo. Deirdre es la Maquiavelo de la familia, una intrigante nata que lleva el latrocinio en las venas. Boudicca, por lo visto, es implacable y fría como el hielo del fondo de un glaciar. Ninguna de las dos parece interesada por los hombres o la buena vida.
-¿Qué tienen los diamantes para poseer tal atractivo? -preguntó Pitt con mirada distante-. ¿Por qué la gente mata por ellos? ¿Por qué por su culpa han caído y surgido gobiernos?
-Aparte de que, una vez cortados y tallados son de una gran belleza, los diamantes tienen cualidades únicas. Son la sustancia más dura del mundo. Si se frotan contra seda, producen una carga electroestática positiva. Si se exponen al sol poniente, luego relucen en la oscuridad con un brillo fantasmagórico. Amigo mío, los diamantes son algo más que un mito. Son los más grandes forjadores de ilusiones. -Perlmutter hizo una pausa y alzó la botella del cubo de hielo. Vertió las últimas gotas en su copa y dijo con cierta tristeza-: Vaya por Dios, me he quedado seco.
16
Tras abandonar el edificio de la ANIM, Giordino firmó la entrega de uno de los coches turquesa de la agencia y lo condujo hasta su apartamento nuevo en Alexandria, junto al río Potomac. Las habitaciones podían ser una pesadilla para cualquier decorador de interiores, porque ningún elemento del mobiliario hacía juego con el resto. Nada seguía las habituales normas de buen gusto y estilo. Cada una de las múltiples novias que habían convivido con el italiano había dejado en la casa su impronta decorativa, que nada tenía que ver con la de las anteriores o posteriores. Giordino seguía siendo buen amigo de todas ellas, y ellas disfrutaban de su compañía, pero por nada del mundo se habrían casado con él, y no porque fuera un dejado que no supiese hacer las tareas del hogar -la cocina, por ejemplo, se le daba bien-, sino porque raramente estaba en casa. Cuando no estaba con Pitt en alguna aventura submarina, se dedicaba a organizar expediciones de búsqueda, ya fuera para encontrar barcos, aviones o personas. Le gustaba ir en busca de lo desaparecido. No era capaz de quedarse en casa viendo la televisión o leyendo un libro. En su mente, Giordino viajaba incluso con la imaginación y rara vez lograba centrar su atención en la dama que lo acompañaba, lo que frustraba muchísimo a sus amigas.
Metió su ropa sucia en la lavadora y se dio una ducha rápida. Luego puso una muda en un maletín y fue en coche hasta el aeropuerto Dulles International, donde tomó un vuelo a Miami al atardecer. Al llegar, alquiló un coche, fue hasta la zona portuaria de la ciudad y se alojó en uno de los hoteles de la zona. Seguidamente, consultó el listín telefónico y copió los nombres, direcciones y número de teléfono de los ingenieros navales especializados en la construcción de yates privados. Luego comenzó a telefonear.
Sus primeras cuatro llamadas fueron respondidas por contestadores, pero cuando lo intentó por quinta vez le respondió una voz humana. Giordino no se sorprendió, pues había esperado que alguno de los ingenieros estuviera trabajando hasta tarde, atareado en diseñar la residencia flotante de algún multimillonario.
-¿Señor Wes Wilbanks? -preguntó.
-Yo mismo. ¿Qué puedo hacer por usted a estas horas de la noche? -La voz tenía un ligero acento sureño.
-Me llamo Albert Giordino. Trabajo para la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas. Necesito su ayuda para identificar al constructor de un barco.
-¿Se encuentra anclado aquí, en Miami?
-No, señor. Podría estar en cualquier lugar del mundo.
-Eso suena muy misterioso.
-Y lo es. Más de lo que usted puede imaginar.
-Mañana, a partir de las diez, estaré en mi oficina.
-Se trata de un asunto bastante urgente -dijo Giordino con firmeza.
-Muy bien. Terminaré de trabajar dentro de una hora. ¿Por qué no se pasa por aquí? ¿Tiene las señas?
-Sí, pero no conozco Miami.
Wilbanks indicó a Giordino el modo de llegar a su oficina, que resultó estar a sólo unas manzanas de distancia. El italiano cenó rápidamente en un pequeño café cubano y luego fue caminando hasta el despacho del ingeniero.
El hombre que le abrió la puerta tenía poco más de treinta años, era alto y vestía unos pantalones cortos y una camisa floreada. La cabeza de Giordino apenas llegaba a los hombros del ingeniero, que tenía un rostro atractivo enmarcado por una abundante cabellera algo canosa en las sienes. Giordino pensó que Wilbanks tenía el aspecto típico del socio de un club marítimo.
-Soy Wes Wilbanks, señor Giordino. Encantado de conocerlo.
-Gracias por recibirme.
-Pase. ¿Un café? Está hecho desde esta mañana, pero gracias a la achicoria conserva su sabor.
-Sí, muchas gracias.
Wilbanks lo condujo a una oficina con suelo de madera. Una de las paredes estaba forrada de estantes repletos de libros sobre diseño de yates y embarcaciones pequeñas. La otra pared estaba llena de maquetas de barcos que Giordino supuso que habían sido diseñados por Wilbanks. El centro de la habitación lo ocupaba un tablero de dibujo. Frente a una ventana enorme desde la que se dominaba el puerto había un pequeño escritorio con un ordenador.
Giordino aceptó una taza de café, sacó los bocetos hechos por el segundo oficial del buque contenedor Río Grande y los dejó sobre el tablero de dibujo.
-Comprendo que esto no es gran cosa, pero... ¿podría identificar a los armadores de este yate?
Wilbanks estudió los dibujos. Al cabo de un momento, se frotó el mentón y alzó la vista.
-La verdad es que por su diseño podría ser obra de un centenar de armadores. Pero sospecho que el que vio el barco y lo dibujó no tenía un campo visual que favoreciera su observación. Creo que en realidad es una embarcación de dos cascos que sirven de base a un habitáculo futurista que da a la nave el aspecto de pertenecer a la era espacial. Siempre he deseado diseñar algo parecido, pero nunca he encontrado a un cliente dispuesto a desviarse tanto de las normas convencionales.
-Ni que estuviera usted hablando de una nave para ir a la luna.
-Casi, casi. -Wilbanks se sentó ante el ordenador y lo encendió-. Le mostraré lo que quiero decir con una serie de diseños gráficos. -Rebuscó en un cajón, encontró un diskete y lo insertó en el aparato-. Es un diseño que he hecho en mi tiempo libre, y por el que nadie me pagará nunca, pues no creo que encuentre a alguien que se atreva a construirlo.
En el monitor apareció la imagen de un yate deportivo sin la tradicional proa triangular. El casco y el habitáculo eran de líneas suaves y redondeadas; desde luego no era una embarcación convencional. Parecía salida de mediados del siglo xxi. Giordino quedó impresionado. Por medio del sistema de gráficas del ordenador, Wilbanks lo condujo por el interior del yate, haciendo énfasis en los rasgos más heterodoxos y futuristas del diseño y el aparataje. Todo era imaginativo e innovador.
-¿Ha imaginado usted esto viendo sólo un par de bocetos? -preguntó Giordino, que no salía de su asombro.
-Aguarde y verá -dijo Wilbanks. Pasó los bocetos por un escáner electrónico que transfirió las imágenes a la pantalla del ordenador. Luego las sobrepuso a sus gráficas y las comparó. Salvo por pequeñas diferencias de diseño y dimensiones, eran sumamente parecidas.
-Todo está en los ojos del espectador -murmuró Giordino.
-No se imagina usted cómo envidio al colega que se me anticipó -dijo Wilbanks-. Yo hubiera vendido a mis hijos con tal de construir una cosa así.
-¿Puede usted darme una idea del tamaño y del tipo de motor?
-¿Se refiere a mi barco o al suyo?
-Al de los bocetos -contestó Giordino.
-Diría que tiene unos treinta metros de eslora y una manga de algo menos de diez metros. En cuanto al tipo de motor, yo habría especificado un par de turbo diesel Blitzen Seastorm; con toda probabilidad, dos BAD 98, pues la potencia combinada de estos dos motores es de más de dos mil quinientos caballos. Calculo que su velocidad de crucero por un mar en calma sería de setenta nudos o más, dependiendo de la línea de los cascos gemelos.
-¿Qué armadores tendrían recursos suficientes para construir un barco así?
Wilbanks quedó unos momentos pensativo.
-Un barco con un tamaño y una configuración así requeriría una tecnología en fibra de vidrio muy avanzada. Los armadores Glastec de San Diego podrían hacerlo, y también los Heinklemann de Kiel, Alemania.
-¿Y los japoneses?
-Ellos apenas se ocupan del mercado de yates. Hong Kong tiene algunos pequeños astilleros, pero trabajan principalmente en madera. Casi todos los constructores de barcos de fibra de vidrio prefieren ir sobre seguro y ceñirse a conceptos ya probados.
-Entonces usted cree que el armador podría ser Glastec o Heinklemann.
-Yo recurriría a ellos para que realizaran mi diseño -aseguró Wilbanks.
-¿Qué me dice del diseñador?
-Se me ocurren al menos veinte ingenieros especializados en diseños avanzados.
-Tuve suerte de tropezarme con el número veintiuno -dijo Giordino sonriendo.
-¿Dónde se aloja usted?
-En el motel Seaside.
-Parece que la ANIM no es muy generosa con las cuentas de gastos, ¿no?
-Debería conocer a mi jefe, el almirante James Sandecker. Él y Shylock, primos hermanos.
Wilbanks se echó a reír.
-Le diré lo que haremos. Vuelva por aquí mañana por la mañana, a eso de las diez. Creo que podré tener algo para usted entonces.
-Le agradezco mucho su ayuda.
Giordino estrechó la mano de Wilbanks y luego dio un largo paseo por los muelles antes de volver a la habitación de su motel, donde estuvo leyendo una novela de misterio hasta que se quedó dormido.
A las diez en punto Giordino entró en el estudio de Wilbanks. El ingeniero naval estaba estudiando unos planos y se los mostró sonriente al italiano.
-Anoche, después de irse usted -dijo-, pulí los bocetos que me entregó e hice algunos planos a escala. Luego los reduje y los mandé a San Diego y a Alemania. Debido a la diferencia horaria, Heinklemann respondió antes de que yo llegara a la oficina y la respuesta de Glastec ha llegado hace sólo veinte minutos.
-¿Tenían noticia del barco en cuestión? -preguntó impaciente Giordino.
-Me temo que a ese respecto, las noticias son malas. Ninguno de los dos armadores construyó ese barco -contestó Wilbanks con rostro inexpresivo.
-Entonces será cuestión de volver a la casilla de salida.
-Pues no, no del todo. La buena noticia es que uno de los ingenieros de la Heinklemann vio el barco de los bocetos y tuvo ocasión de examinarlo mientras estaba anclado en Monaco, hace cosa de nueve meses. Me ha dicho que lo había construido una firma francesa, nueva en la industria, que yo no conocía. Se trata de la Jusserand Marine, que tiene sus talleres en Cherburgo.
-Entonces -dijo el italiano esperanzado-, podemos mandarles un fax con la copia de sus planos, y así ellos...
-No será necesario -le interrumpió Wilbanks-. Aunque la cuestión no salió a relucir en la charla que mantuvimos ayer usted y yo, he supuesto que su interés por localizar a los constructores del barco tiene como último motivo averiguar la identidad del propietario.
-En efecto. No hay razón para no admitirlo.
-El ingeniero de la Heinklemann que vio el barco en Monaco ha tenido la amabilidad de incluir el nombre del dueño en su fax. Mencionó el hecho de que sólo hizo indagaciones al advertir que la dotación parecía más propia de una banda de matones de la mafia que de unos sazonados marineros que se ocupaban de pilotar y mantener un yate de lujo.
-¿Matones de la mafia?
-Al parecer, todos iban armados.
-¿Quién es el propietario?
-Una mujer, una acaudalada australiana. Su familia hizo una fortuna con minas de diamantes. Se llama Boudicca Dorsett.
17
Pitt recibió la llamada de Giordino mientras volaba hacia Canadá. El italiano le puso al corriente de lo que había descubierto sobre el misterioso yate.
-¿Estás seguro de todo eso? -preguntó Pitt.
-Desde luego -replicó Giordino-. No tengo prácticamente duda alguna de que el barco que huyó del escenario de la catástrofe pertenece a la familia Dorsett.
-La maraña se enreda cada vez más.
-Quizá también te interese saber que el almirante pidió a la marina que efectuase una inspección por satélite de la franja central y oriental del océano Pacífico. El yate fue descubierto y rastreado. Hizo una breve escala en Hawai y luego continuó hacia donde tú vas.
-¿A la isla Kunghit? Entonces podré matar dos pájaros de un tiro.
-Esta mañana no dices más que patéticas frases manidas.
-¿Qué aspecto tiene el yate?
-Es distinto a todos los que has visto en tu vida. Su diseño es propio de la era espacial.
-Estaré atento por si lo veo -prometió Pitt.
-Ya sé que decírtelo es una pérdida de tiempo, pero procura no meterte en líos.
-Si necesito dinero, telegrafiaré. -Pitt colgó sonriente, pensando que era magnífico tener un buen amigo como Albert Cassius Giordino que se preocupaba por su seguridad.
Tras el aterrizaje, Pitt alquiló un coche y se dirigió al puente que cruzaba el río Rideau en dirección a Ottawa, la capital canadiense. El clima era tan frío como el interior de una nevera, y el paisaje, con todos los árboles desprovistos de hojas, carecía de vida. Las únicas notas de color en la blanca sábana de nieve que lo cubría todo eran algunos grupos diseminados de pinos verdes. Por encima de la baranda, miró hacia el río, un afluente del río Ottawa y, en consecuencia, del gran San Lorenzo, que fluía bajo una capa de hielo. Pitt pensó que Canadá era un país muy bello, pero ganaría mucho si sus duros inviernos emigraran hacia el norte para siempre.
Mientras cruzaba el puente sobre el río Ottawa en dirección a la pequeña ciudad de Hull, Pitt echó un vistazo al mapa y memorizó las calles que conducían a un grupo de tres grandes edificios gubernamentales, donde se hallaba la entidad oficial que se ocupaba de las cuestiones ambientales en Canadá, un departamento equivalente a la Agencia de Protección Ec/ológica estadounidense de Washington.
Un agente de seguridad que montaba guardia en una garita le indicó dónde debía ir. Pitt dejó su coche en el aparcamiento para el personal ajeno a la institución y entró en el edificio. Tras echar un vistazo al directorio que había en el vestíbulo, tomó el ascensor.
Una recepcionista próxima a la jubilación lo miró con una sonrisa.
-¿Puedo ayudarlo?
-Me llamo Pitt y tengo una cita con el señor Edward Posey.
-Un momento. -La mujer marcó un número, anunció la llegada de Pitt y luego dijo-: Vaya usted hasta la puerta del fondo del pasillo.
Pitt le dio las gracias y siguió la indicación. Una bonita secretaria pelirroja lo recibió en la puerta y lo condujo hasta la oficina de Posey. Un hombre bajo, con gafas y barba se levantó de su sillón, se inclinó sobre el escritorio y estrechó la mano que Pitt le tendía.
-Encantado de volver a verte, Pitt. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
-Once años. La última vez que nos vimos fue en la primavera de 1989.
-Sí, cuando el proyecto Doodlebug. Nos conocimos en la conferencia que diste para anunciar el descubrimiento del campo petrolífero próximo a la isla de Baffin.
-Necesito un favor, Ed.
Posey señaló una silla con un movimiento de cabeza.
-Siéntate, siéntate. ¿Qué puedo hacer por ti?
-Necesito tu permiso para investigar las actividades mineras de la isla Kunghit.
-¿Te refieres a las operaciones de la Dorsett Consolidated?
-Eso es -dijo Pitt moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento-. La ANIM tiene buenos motivos para creer que la tecnología minera que están utilizando tiene un efecto devastador sobre la vida marítima, y ese efecto llega a tener consecuencias hasta en la Antártida.
-¿Tiene esto algo que ver con el barco de turistas australiano cuyos pasajeros resultaron muertos? -preguntó Posey mirándolo fijamente.
-En estos momentos la relación es puramente circunstancial.
-Pero tenéis ciertas sospechas, ¿no es así? -preguntó Posey.
-En efecto.
-Deberías hablar con la agencia que se ocupa de los recursos naturales.
-No lo creo. Si tu gobierno actúa como el mío, sería necesario el visto bueno del Congreso para efectuar una investigación en una tierra cedida legalmente a una compañía minera. Y, aun en ese caso, Arthur Dorsett es demasiado poderoso para permitir algo así.
-Parece que te encuentras en un callejón sin salida -dijo Posey.
-Hay una salida -dijo Pitt sonriendo-. Pero requiere de tu colaboración.
-No puedo autorizarte a fisgonear en la mina de diamantes de Dorsett a menos que tengas pruebas concluyentes de que se está dañando el medio ambiente de modo ilegal -contestó Posey.
-Es posible, pero podéis contratar mis servicios para estudiar el desove del salmón de morro de coliflor.
-La época de desove ya casi ha concluido. Además, nunca he oído hablar del salmón de morro de coliflor.
-Yo tampoco.
-No lograrías engañar a los responsables de seguridad de la mina. Dorsett contrata a antiguos comandos británicos y a veteranos de las fuerzas especiales norteamericanas.
-No necesito saltar la cerca y meterme en las propiedades de la compañía -explicó Pitt-. Tengo los medios necesarios para averiguar cuanto necesito navegando en torno a la isla Kunghit.
-¿En un barco de reconocimiento?
-Más bien en una canoa. Ya sabes: color local y todo eso.
-Olvida la canoa. Las aguas que rodean la isla Kunghit son muy traicioneras. Las olas del Pacífico rompen contra el litoral con mucha fuerza.
-¿Tan peligrosas son?
-Si el mar no acaba contigo, lo harán los matones de Dorsett -dijo Posey muy serio.
-Muy bien, entonces utilizaré un barco más grande y llevaré un arpón -dijo Pitt con ironía.
-¿Y por qué no visitas las instalaciones con un equipo de verdaderos especialistas canadienses en el sistema ecológico, y sí encuentras actividades sospechosas, las denuncias?
Pitt negó con la cabeza.
-Sería una pérdida de tiempo. El capataz de Dorsett se limitaría a clausurar la mina hasta que el equipo se fuera. Es preferible investigar mientras están desprevenidos.
Antes de responder, Posey miró ensimismado por la ventana, luego dijo encogiéndose de hombros:
-Muy bien, arreglaré las cosas para que la agencia te contrate con el fin de investigar las algas varec de la isla Kunghit. Tu misión será estudiar el daño que los desechos químicos procedentes de las operaciones mineras han podido producir a esas algas. ¿Qué te parece?
-Muchas gracias -dijo Pitt-. ¿Cuánto me pagaréis?
Posey le siguió la broma.
-Lo siento, pero no hay sitio para ti en la nómina. Sin embargo, te puedo invitar a comer una hamburguesa.
-Trato hecho.
-Otra cosa, ¿piensas ir solo?
-Un hombre parece menos sospechoso que dos.
-En este caso, no -dijo Posey-. Te aconsejo que vayas acompañado por un indio local que te haga de guía. Eso te dará una mayor apariencia oficial. Nuestra agencia trabaja en estrecha colaboración con las tribus para evitar la contaminación y proteger los bosques. Un investigador acompañado por un pescador canadiense, trabajando ambos en un proyecto gubernamental, no suscitará recelos en los de seguridad de Dorsett.
-¿Has pensado en alguien en concreto?
-En Mason Broadmoor. Un tipo de muchos recursos. Ya ha trabajado para nosotros en varios proyectos ambientales.
-¿Es indio y se llama Mason Broadmoor?
-Pertenece a la tribu haida, que vive en el archipiélago de la Reina Carlota, en la Columbia Británica. La mayoría de los indios tomaron nombres británicos hace muchas generaciones. Son excelentes pescadores y conocen bien las aguas que rodean la isla Kunghit.
-¿Y Broadmoor es pescador?
-Pues no, pero es muy creativo.
-Creativo ¿en qué?
Posey dudó unos momentos, ordenó unos papeles de su mesa y luego miró a Pitt.
-Mason Broadmoor -dijo al fin con cierta timidez- se dedica a tallar tótems.
18
Como cada día a las siete de la mañana, Arthur Dorsett salió del ascensor privado y se dirigió a su suite en el ático, como un toro embistiendo en el ruedo de Sevilla, enorme, amenazador, invencible. Era un hombre alto y corpulento, rozó con los hombros los lados del marco de la puerta y tuvo que inclinar la cabeza para no golpearse contra el dintel. Tenía la complexión velluda y musculosa de un profesional de lucha libre, el pelo crespo y rubio rojizo como una mata de zarzas y un rostro duro y tan amenazador como el brillo de sus ojos negros coronados por unas cejas muy pobladas. Caminaba meciéndose de forma extraña, con los hombros subiendo y bajando como un balancín de perforación.
Tenía la tez curtida y bronceada por las largas horas pasadas bajo el sol, trabajando en minas abiertas o forzando a sus mineros a producir más, y aún era capaz de levantar en vilo una carretilla de escombros. Un enorme bigote le cubría el labio superior, y las comisuras de los labios, siempre entreabiertos, dejaban ver unos dientes, parecidos a los de una morena, que amarilleaban a causa de años y años fumando en pipa. Irradiaba desdén y arrogancia. Arthur Dorsett era la personificación de un imperio, y no seguía más leyes que las que marcaba su voluntad.
Dorsett huía de las candilejas, algo difícil teniendo en cuenta su enorme fortuna y el edificio de cuatrocientos millones de dólares que había construido para su empresa en Sidney. El rascacielos, similar al Trump Towers de Nueva York, se financió sin créditos bancarios, con fondos salidos del propio peculio de Dorsett, y albergaba oficinas de tratantes en diamantes, vendedores y compradores, laboratorios para cortar y tallar y un taller de pulido. Además de ser uno de los principales productores de diamantes, Arthur Dorsett desempeñaba también un importante papel secreto entre las bambalinas del mercado de gemas de color.
Cruzó a grandes zancadas la gran antesala, pasó ante cuatro secretarias sin saludarlas y entró en una oficina, situada en el centro del edificio, sin ventanas que permitieran divisar el magnífico panorama de Sydney y su bahía. (Dorsett había traicionado a demasiados hombres en sus tratos comerciales y cualquiera de ellos hubiera podido contratar a un francotirador para eliminarlo.) Franqueó una puerta de acero y entró en una oficina sencilla, casi espartana, con muros de dos metros de grosor. Desde la enorme habitación abovedada Dorsett dirigía las actividades de su empresa. En ella había reunido y expuesto las piedras más grandes y más opulentas sacadas de sus minas y talladas en sus talleres. En el interior de vitrinas de cristal, dispuestas sobre paños de terciopelo negro había centenares de brillantes de una gran belleza. Se calculaba que en esa habitación había piedras por un valor cercano a los mil doscientos millones de dólares.
Dorsett no necesitaba un calibrador milimétrico para medir las piedras, ni una balanza de precisión para pesarlas, ni una lupa para detectar los fallos o manchas en el carbono. En el mundo de los diamantes no había ojo más experto que el suyo. De todos los diamantes expuestos en la sala para su satisfacción personal, siempre se detenía a contemplar el mayor y más precioso, que quizá fuera la gema más costosa del mundo. Se trataba de una piedra impecable, de un brillo extraordinario, transparencia perfecta y una asombrosa refracción. Puesta bajo una luz cenital, brillaba de forma cegadora, con una luz violeta rosada. Había sido descubierta por un trabajador chino en la mina de la isla Gladiator en 1908. Era el diamante más grande hallado en la isla, con un peso bruto original de 1.130 quilates, que al tallarlo se redujo a 620. La piedra tenía una doble talla en rosa, con noventa y ocho facetas que realzaban su brillo. Entre los diamantes que evocaban romances y aventuras, el más notable era el Dorsett Rose como Arthur, modestamente, lo había bautizado, de un valor incalculable. Eran muy pocas las personas que conocían siquiera su existencia. Dorsett sabía que en el mundo había al menos cincuenta hombres que no dudarían en asesinarlo para conseguir el Dorsett Rose.
Reluctante, dejó de contemplar la piedra y fue a sentarse tras su escritorio, que era una enorme roca volcánica pulida con cajones de caoba. Apretó un botón de una consola y anunció a su secretaria personal que ya se encontraba en el despacho.
-Sus hijas llevan casi una hora esperándolo -dijo ella por el intercomunicador.
-Haga pasar a las niñas -dijo con una voz tan dura como los diamantes expuestos en la sala. Luego se arrellanó en el sillón para contemplar la espectacular aparición de sus hijas, cuyas diferencias en físico y personalidad nunca dejaban de fascinarlo.
Boudicca, una escultural y gigantesca mujer, entró en la sala a grandes zancadas, con la seguridad de una tigresa irrumpiendo en una aldea indefensa. Vestía un suéter de punto acanalado, pantalones ceñidos y botas de montar. Era mucho más alta que sus hermanas y también que la mayoría de los hombres. Su imponente belleza, propia de una amazona, suscitaba el asombro allá donde iba. Era un poco más baja que su padre y, como él, tenía los ojos negros, aunque, en lugar de feroces, eran veladamente amenazadores. No llevaba maquillaje, y la cascada de cabello rubio cobrizo caía hasta sus caderas. Su cuerpo atlético estaba perfectamente proporcionado. Tenía una expresión entre desdeñosa y maligna y era capaz de dominar con facilidad a cuantos se ponían ante ella; a todos claro, excepto a su padre.
Dorsett veía a Boudicca como al hijo que nunca había tenido. Con el paso de los años, había aceptado, aunque con dificultad, el secreto estilo de vida de su hija, ya que cuanto a él le importaba era que Boudicca fuera tan fuerte y tesonera como él.
Deirdre entró en el despacho como flotando, impecablemente vestida con un sencillo y elegante traje de chaqueta color burdeos. Tenía un indiscutible atractivo y se conocía a sí misma a la perfección; sabía de lo que era capaz y no se andaba por las ramas. Sus facciones delicadas y su grácil cuerpo contrastaban con su carácter masculino. Ella y Boudicca se acomodaron en dos de las tres sillas situadas ante el escritorio de Dorsett.
Maeve siguió a sus dos hermanas, moviéndose con la gracia de los juncos acariciados por la brisa. Sobre un suéter blanco de cuello alto, llevaba una camisa azul con falda a juego. Su cabello largo y rubio era suave y brillante y tenía el rostro enrojecido y los ojos azules refulgían por la ira. Avanzó con el mentón levantado por entre sus hermanas y miró fijamente los ojos de su padre, espejos de perfidia y corrupción.
-¡Quiero a mis hijos! -espetó. No fue una súplica, sino una exigencia.
-Siéntate, querida -dijo él, tomando una pipa de espuma de mar y apuntándola con ella como si de una pistola se tratara.
-¡No! -gritó Maeve-. Secuestraste a mis hijos, y si no me los devuelves, por Dios que te denunciaré a ti y a estas dos rameras a la policía, aunque no sin antes haber contado a la prensa todo lo que sé de vosotros.
Dorsett la miró sin pestañear, aceptando con calma su desafío. Luego llamó a su secretaria por el intercomunicador.
-¿Tiene la bondad de ponerme con Jack Ferguson? -dijo mientras miraba a Maeve con una sonrisa-. Supongo que recuerdas a Jack.
-Sí, recuerdo al sádico gorila al que llamas superintendente de minas. ¿Por qué?
-Pensé que te gustaría saber que está haciendo de niñero de los gemelos.
En el rostro de Maeve, la ira dio paso al pánico.
-¿Ferguson?
-Un poco de disciplina siempre es beneficiosa para los niños.
Maeve iba a contestar, pero en ese momento sonó el intercomunicador y Dorsett alzó una mano pidiendo silencio y conectó el altavoz del teléfono, para que todos pudieran seguir la conversación:
-¿Eres tú, Jack?
-El mismo. -Sus palabras se oyeron ensordecidas por el ruido de maquinaria pesada en funcionamiento.
-¿Están los chicos por ahí?
-Sí, señor. Están recogiendo la escoria que se cae de las vagonetas.
-Quiero que organices un accidente...
-¡No! -gritó Maeve-. ¡Por Dios, sólo tienen seis años! ¡No serás capaz de asesinar a tus propios nietos! -La joven observó con horror la expresión indiferente de Deirdre, mientras el rostro de Boudicca permanecía tan frío como una lápida de granito.
-No considero que esos bastardos sean mis nietos -replicó Dorsett, airado.
Maeve se sintió presa del terror. Era una batalla que no podía ganar. Sus hijos estaban en peligro de muerte y la única forma de salvarlos era sometiéndose a la voluntad de su padre. Estaba inerme ante él. Debía ganar tiempo, hasta que se le ocurriera algo para salvarlos. Eso era lo único importante. Si al menos hubiera podido explicar al hombre de la ANIM el atolladero en que se encontraba... Él habría encontrado el modo de ayudarla. Pero Dirk Pitt se hallaba a miles de kilómetros de distancia. Maeve se dejó caer en una silla, derrotada pero aún desafiante.
-¿Qué quieres de mí? -preguntó a su padre.
Dorsett se relajó y apretó una tecla del teléfono, dando por finalizada la llamada. Las arrugas que rodeaban sus ojos parecieron hacerse más profundas.
-Debí darte unas cuantas palizas cuando eras niña.
-Lo hiciste, querido papá. Muchas veces.
-Dejémonos de sentimentalismos -gruñó Arthur-. Quiero que regreses a Estados Unidos y trabajes con los de la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas. Quiero que los vigiles, que averigües cómo intentan descubrir la causa de las muertes marinas. Y si se acercan a la respuesta, haz lo que esté en tu mano para impedir que lleguen a ella. Recurre al sabotaje, al asesinato, o a lo que sea. Si me fallas, puedes estar segura de que esos sucios arrapiezos que pariste morirán, pero si te portas bien, vivirán rodeados de abundancia.
-Estás loco -murmuró Maeve, sin dar crédito a sus oídos-. Serías capaz de matar a la carne de tu carne y a la sangre de tu sangre, sin que eso no significase nada...
-Estás muy equivocada, querida hermanita -intervino Boudicca-. No se puede decir que veinte mil millones de dólares no signifiquen nada.
-¿En qué insensato plan os habéis metido? -preguntó Maeve.
-Si no te hubieras ido de casa, lo sabrías -dijo Deirdre, casi escupiendo las palabras.
-Papá piensa derrumbar el mercado mundial de diamantes -dijo Boudicca, con el desenfado de quien anuncia que se va a comprar unos zapatos nuevos.
-Eso es imposible -dijo Maeve mirando fijamente a su padre-. La De Beers y el resto del cartel no permitirán que bajen los precios de los diamantes.
El corpachón de Dorsett pareció agrandarse tras el escritorio.
-Pese a su habitual manipulación de la ley de la oferta y la demanda, dentro de treinta días el colapso será una realidad. Un alud de diamantes caerá sobre el mercado y a precios tan baratos que cualquier niño podrá comprarse uno con su asignación semanal.
-Ni siquiera tú puedes manipular el mercado de diamantes.
-Te equivocas, querida hija -dijo Dorsett-. Desde siempre, el exagerado precio de los diamantes ha dependido de la escasez de la oferta. Para fomentar el mito de que los diamantes son escasos, la De Beers ha apuntalado los precios comprando nuevas minas en Canadá, Australia y África y almacenando su producción. Cuando Rusia abrió minas en Siberia y llenó un almacén de cinco pisos con miles de toneladas de diamantes, la De Beers, que no podía permitir que se produjese una avalancha de piedras en el mercado, llegó a un acuerdo con los rusos. Actualmente efectúa empréstitos de miles de millones de dólares al nuevo estado ruso, y éste los devuelve en diamantes; de esta forma mantiene los precios altos en interés de los productores y vendedores. El cartel ha comprado muchas minas y luego las ha cerrado para mantener una oferta baja. La chimenea diamantífera norteamericana en el estado de Arkansas es un buen ejemplo de ello. Si llegara a ser explotada, podría convertirse en una de las principales fuentes de diamantes del mundo. Sin embargo, la De Beers compró la propiedad y se la ofreció al Servicio de Parques Nacionales estadounidense, que se limita a permitir que los turistas excaven superficialmente cobrándoles una pequeña cantidad.
-Han utilizado los mismos métodos con propietarios de compañías mineras de todo el mundo, desde Tanzania a Brasil -dijo Deirdre-. Tú has sido un gran maestro, papá. Boudicca y yo conocemos al dedillo los trapicheos e intrigas del cartel de diamantes.
-Yo no sé nada -le espetó Maeve a Dorsett-. Nunca me interesó el negocio de los diamantes.
-Es una lástima que hicieras oídos sordos a las enseñanzas de papá -dijo Boudicca-. Las cosas te hubieran ido mejor si lo hubieras escuchado.
-Pero... ¿por qué quieres derrumbar el mercado de diamantes? -preguntó Maeve-. Un colapso dejos precios acabaría también con la Dorsett Consolidated Mining. ¿De qué forma piensas beneficiarte de este desastre?
-Es mejor que no lo sepas hasta que ocurra -dijo Dorsett, cerrando los dientes manchados sobre la boquilla de la pipa vacía-. A diferencia de tus hermanas, no puedo confiar en tu silencio.
-¿Dices que puedes derrumbar el mercado en treinta días? Dorsett se retrepó en su asiento, cruzó las manos sobre el pecho y asintió con la cabeza.
-He tenido a nuestros mineros trabajando en tres turnos, veinticuatro horas al día, durante los últimos diez años. Dentro de un mes, habré acumulado una reserva de diamantes valorada en más de dos mil millones de dólares. Dado que la economía mundial está en crisis, las ventas de diamantes se han estancado momentáneamente. Las inmensas sumas invertidas por el cartel en publicidad no han logrado fomentar las ventas. Si el instinto no me falla, el mercado tocará fondo en treinta días y luego volverá a subir. Me propongo atacarlo mientras está hundido.
-¿Qué métodos estáis utilizando en las minas? ¿Por qué producen tantas muertes en todo el océano? -quiso saber Maeve.
-Hace cosa de un año mis ingenieros crearon un excavador revolucionario que utiliza vibraciones ultrasónicas de alta energía para perforar la tierra azul que contiene los grandes depósitos de diamantes. La roca subterránea que hay bajo las islas donde tenemos excavaciones produce una resonancia que viaja a través del agua. Aunque no es frecuente, en algunas ocasiones esa resonancia converge con las producidas en nuestras otras minas de Siberia, Chile y Canadá. La energía se intensifica hasta el punto de resultar mortífera para los animales y las personas. Aunque lamento tales accidentes, no puedo permitir que esos aberrantes fenómenos alteren mi calendario.
-Pero... ¿es que estás loco? -dijo Maeve anonadada-. ¿Acaso no te importan las pérdidas de vidas humanas y de animales que ha causado tu codicia? ¿Cuántos más han de perecer antes de que tu loca ambición quede satisfecha?
-Sólo me detendré cuando haya destruido el mercado de diamantes -dijo Dorsett sin alterarse. Luego se volvió hacia Boudicca y preguntó-: ¿Dónde está el yate?
-Después de desembarcar en Honolulú para regresar en avión a casa, lo mandé a la isla Kunghit. Mi jefe de seguridad me ha informado de que la policía montada canadiense comienza a recelar. Por lo visto, han estado sobrevolando la isla y han tomado fotos y hecho preguntas a los habitantes de las cercanías. Con tu permiso, quisiera regresar al yate. Tus geofísicos predicen otra convergencia, aproximadamente a quinientos kilómetros al este de Seattle. Así que quiero estar allí para hacer desaparecer los restos de cualquier posible naufragio, a fin de evitar posteriores investigaciones del servicio de guardacostas norteamericano.
-Usa el reactor privado de la compañía y regresa lo antes posible -dijo Dorsett.
-¿Sabéis dónde se producirá la próxima tragedia? -preguntó Maeve, que no podía creer lo que estaba oyendo-. Debéis avisar a los barcos para que no se acerquen a la zona.
-Pregonar al mundo nuestro secreto es una pésima idea -dijo Boudicca-. Además, los científicos de papá sólo pueden calcular de modo aproximado cuándo y dónde golpearán las ondas sónicas.
Maeve miró fijamente a su hermana.
-Tuviste una buena idea al mandar a Deirdre al Polar Queen para que me salvara la vida -dijo con expresión crispada.
Boudicca se echó a reír.
-¿Es eso lo que crees que ocurrió?
-Es lo que ella me dijo.
-Te mentí para impedir que informases a la gente de la ANIM -dijo Deirdre-. Lo siento mucho, querida hermanita: los ingenieros de papá cometieron un ligero error al calcular el tiempo. Previeron que el impacto acústico alcanzaría el barco tres horas antes de lo que lo hizo.
-Tres horas antes... -murmuró Maeve. Poco a poco, la terrible verdad fue abriéndose paso en su mente-. Yo habría estado en el barco.
-Y habrías muerto como los demás -dijo Deirdre, como si le molestase que no hubiera sido así.
-¡Pretendíais que yo muriese! –exclamó Maeve, horrorizada y asqueada a un tiempo.
Su padre la miró como si ella fuese una piedra, encontrada en una de sus minas.
-Nos volviste la espalda a tus hermanas y a mí. Al hacerlo, dejaste de existir para nosotros. Y sigues sin existir.
19
Un hidroavión rojo con la inscripción Chinook Cargo Carriers pintada en grandes letras mayúsculas sobre el fuselaje se mecía sobre las aguas cercanas a un muelle de reaprovisionamiento próximo al aeropuerto de Shearwater, en la Columbia Británica. Un hombre bajo, de cabello castaño y expresión seria, vestido con un anticuado traje de vuelo de cuero, tenía metida la manguera de combustible en uno de los depósitos de las alas del aparato. Sin abandonar su tarea, miró hacia el hombre que caminaba por el muelle, cargado con una mochila y una gran maleta. Vestía vaqueros y chaqueta de esquiador y llevaba un sombrero tejano. Cuando el desconocido se detuvo junto al avión y alzó la vista, el piloto señaló el sombrero de ala ancha.
-¿Es un Stetson?
-No. Fue hecho a la medida por Manni Gammage, de Austin, Texas.
El desconocido estudió el hidroavión, que parecía anterior a 1970.
-Es un De Havilland, ¿no?
El piloto asintió con la cabeza.
-Un De Havilland Beaver, uno de los mejores aeroplanos para operar en regiones boscosas que se ha construido.
-Viejo pero bueno.
-Lo hicieron en Canadá en 1967. Puede despegar sobre cien metros de agua con más de cuatro mil kilos de carga. Se lo conoce como el caballo de carga del norte. Hay más de un centenar volando todavía.
-Ya no se ven muchos grandes motores en estrella.
-¿Eres amigo de Ed Posey? -preguntó de pronto el piloto.
-En efecto -replicó Pitt sin presentarse.
-Hoy el tiempo está algo ventoso.
-Calculo que debe de soplar a unos veinte nudos.
-¿Eres aviador?
-Tengo unas cuantas horas de vuelo.
-Malcolm Stokes.
-Dirk Pitt.
-Me han dicho que quieres volar hasta la caleta de Black Water.
Pitt asintió con la cabeza.
-Ed Posey me dijo que allí podría encontrar a un tallador de tótems llamado Mason Broadmoor.
-Conozco a Mason. Su pueblo está en la parte baja de isla Moresby, frente a la Kunghit, al otro lado del canal Houston Stewart.
-¿Cuál es la duración del vuelo?
-Una hora y media por el estrecho de Hecate. Podrás estar allí a la hora del almuerzo.
-Estupendo -dijo Pitt.
Stokes señaló la maleta negra con un gesto de la cabeza.
-¿Qué llevas ahí, un trombón?
-Un hidrófono. Un instrumento para medir sonidos submarinos.
Sin decir más, Stokes puso el tapón al depósito de combustible y volvió a meter la boca de la manguera en el surtidor de gasolina. Mientras tanto, Pitt subió a bordo su equipaje. Tras soltar las amarras y separar con un empujón del pie el hidroavión del muelle, Stokes subió a la cabina del piloto.
-¿Te importa sentarte delante? -preguntó.
Pitt sonrió. En la sección de carga no había asientos para pasajeros.
-No, en absoluto -dijo.
Pitt se ajustó el cinturón del asiento del copiloto mientras Stokes ponía en marcha el gran motor en estrella y verificaba los manómetros. La bajamar ya había alejado tres metros el aeroplano del muelle. Tras cerciorarse de que no había otros aviones o barcos en el canal, Stokes empujó hacia adelante el acelerador y despegó, enfilando el Beaver hacia la isla Campbell para girar luego hacia el oeste. Mientras ascendían, Pitt recordó el informe que le había facilitado Hiram Yaeger en Washington.
El archipiélago de la Reina Carlota consta de unas 150 islas, situadas frente a la costa canadiense, a 160 kilómetros hacia el este. La superficie total de las islas es de 9.584 kilómetros cuadrados, con una población de 5.890 habitantes, en su mayoría indios haidas que invadieron las islas en el siglo xviii. Los haidas utilizaron los abundantes cedros rojos para construir enormes canoas y casas multifamiliares sostenidas sobre pilares, así como para tallar espléndidos tótems, máscaras, cajas y platos.
Su economía se basaba en la madera y la pesca, así como en la minería de cobre, carbón y hierro. En 1997 un equipo de buscadores de la Dorsett Consolidated Mining Limited, encontró una chimenea de kimberlita en Kunghit, la isla más meridional del archipiélago de la Reina Carlota. Tras una perforación de prueba, se hallaron 98 diamantes. Aunque la isla Kunghit formaba parte del parque Nacional South Moresby, el gobierno permitió que la Dorsett Consolidated efectuase una reclamación y obtuviera el arriendo de la isla. Al poco tiempo, Dorsett emprendió grandes excavaciones y cerró la isla a todos los visitantes. Los brokers neoyorquinos C. Dirgo y Compañía calculaban que la mina podía producir hasta dos mil millones de dólares en diamantes.
Stokes interrumpió los pensamientos de Pitt.
-Ahora que ya no nos ve nadie, dime cómo puedo estar seguro de que eres Dirk Pitt, de la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas.
-¿Con qué autoridad lo preguntas?
Stokes sacó del bolsillo superior una cartera de cuero y la abrió.
-Real Policía Montada, Directorio de Inteligencia Criminal.
-Así que hablo con el inspector Stokes.
-En efecto.
-¿Qué quieres que te muestre? ¿Tarjetas de crédito, licencia de conducir, identificación de la ANIM, tarjeta de donante de sangre?
-Bastará con que respondas a una pregunta referente a un naufragio.
-Adelante.
-¿Qué sabes del Empress of Ireland?
Pitt se retrepó en su asiento sonriendo.
-Era un transatlántico de la Canadian and Pacific que se hundió en 1914 tras chocar contra un barco carbonero en el río San Lorenzo, a un par de kilómetros de la ciudad de Rimouski. Hubo más de mil muertos; la mayoría de ellos eran miembros de un contingente del ejército de salvación que se dirigía a una convención en Inglaterra. El barco se halla a unos cincuenta metros bajo el agua. La ANIM lo inspeccionó en mayo de 1989.
-Espléndido. Pareces ser quien dices.
-¿Por qué interviene la policía montada? -preguntó Pitt-. Posey no me dijo nada de una investigación criminal.
-No era misión de Ed hacerlo. Tu solicitud de permiso para inspeccionar los alrededores de la isla Kunghit pasó de forma rutinaria por mi escritorio. Formo parte de un equipo de cinco hombres que lleva nueve meses investigando la mina de diamantes Dorsett.
-¿Por algún motivo en particular?
-Inmigración ilegal. Sospechamos que Dorsett envía clandestinamente chinos a la isla para trabajar en la mina.
-¿Por qué chinos? ¿Por qué no contrata a ciudadanos canadienses?
-Creemos que Dorsett compra obreros a sindicatos criminales y luego los usa como mano de obra esclava. Imagina lo que se ahorra en impuestos, seguridad social, pensiones, etcétera.
-Tú representas a la justicia canadiense. ¿Qué te impide ir a la mina y pedirles los papeles a los trabajadores?
-A fin de proteger sus operaciones, Dorsett tiene sobornados a un montón de funcionarios y miembros del parlamento. Cada vez que intentamos investigar las instalaciones de la empresa, nos tropezamos con un montón de abogados bien pagados que nos ponen un sinfín de obstáculos legales. Y como no tenemos las pruebas suficientes, el DIC no puede hacer nada.
-¿Por qué tendré la absurda sensación de que voy a ser utilizado? -murmuró Pitt.
-Tu aparición no pudo ser más oportuna. Al menos, para la policía montada.
-A ver si lo acierto. Pretendéis que me meta donde la policía no puede llegar.
-Bueno, tú eres estadounidense. Si te atrapan por entrar en la isla ilegalmente, lo peor que te puede suceder es que te deporten. Sin embargo, si cogieran a uno de nosotros, se produciría un escándalo político. Los miembros de mi equipo, y también yo, naturalmente, tenemos que pensar en nuestras pensiones.
-Sí, claro -replicó sarcásticamente Pitt.
-Si, tras pensártelo bien, cambias de idea, estoy dispuesto a llevarte de regreso al aeropuerto de Shearwater.
-Me encantaría cambiar mi destino e irme a pescar a algún arroyo repleto de salmones, pero en los mares está muriendo mucha gente. Estoy aquí para averiguar si la responsabilidad de todas esas muertes incumbe a la Dorsett Consolidated y a sus operaciones mineras.
-Ya me han informado sobre las ondas sónicas que mataron a los pasajeros de varios barcos -dijo Stokes-. Parece que perseguimos a la misma presa por motivos distintos.
-Lo importante es que logremos detener a Dorsett antes de que muera más gente.
-¿Puedes contarme cuál es tu plan?
-Se trata de algo muy simple -contestó Pitt-. Espero conseguir infiltrarme en la mina después de contratar a Mason Broadmoor para que me lleve a la isla. Siempre y cuando él esté dispuesto a hacerlo, claro.
-La verdad es que casi estoy seguro de que Mason no desaprovechará la oportunidad que vas a brindarle. Hace cosa de un año su hermano estaba pescando en las cercanías de la isla, cuando una de las lanchas de seguridad de la Dorsett Consolidated le ordenó que se alejara. Como la familia lleva generaciones pescando en esas aguas, el hombre se negó. Le dieron una buena paliza y le quemaron el bote. Cuando investigamos el hecho, los de la Dorsett dijeron que el bote del hermano de Mason había sufrido una explosión y ellos rescataron al tipo.
-La palabra de uno contra la de veinte, ¿no?
-Más bien fueron ocho, pero sí, así ocurrió.
-Ahora te toca a ti -dijo cortésmente Pitt-. ¿Cómo piensas que puedo ayudaros?
Stokes señaló por su ventanilla hacia una boscosa isla en cuyo centro se veía una gran cicatriz de tierra.
-La isla Kunghit. Hay una pequeña pista de aterrizaje para transportar hasta aquí hombres y suministros. Simularé que tenemos problemas mecánicos y bajaremos. Mientras yo discuto con los guardas, quiero que tú los entretengas con alguna de tus hazañas submarinas.
Pitt, desconcertado, miró a Stokes.
-¿Y qué pretendes conseguir con eso, aparte de irritar a los guardias de seguridad de Dorsett?
-Tengo varios motivos para querer aterrizar. En primer lugar, quiero tener la oportunidad de que las cámaras instaladas en los flotadores puedan hacer fotos de cerca durante el aterrizaje y el despegue.
-No sé por qué, pero me da la sensación de que les molestan los visitantes que no han sido invitados. ¿Qué te hace pensar que no nos pegarán cuatro tiros y listo?
-En segundo lugar -dijo Stokes, rebatiendo las objeciones de Pitt-, mis superiores desean que ocurra algo así. Así podrán venir aquí y clausurar las instalaciones de esta gentuza.
-Ya.
-En tercer lugar, tenemos a un agente infiltrado en la mina. Albergamos la esperanza de que, mientras estoy abajo, él logre pasarme información.
-Parece que nos movemos en un mar de intrigas -dijo Pitt.
-Hablando en serio, si las cosas se ponen mal, antes de que los hombres de Dorsett nos ofrezcan un cigarrillo y una venda para los ojos, me identificaré como miembro de la policía montada. No son tan estúpidos como para arriesgarse a recibir la visita de una legión de agentes de la ley en busca del cuerpo de uno de los suyos.
-Espero que hayas notificado a tus superiores que pensabas aterrizar en la isla.
Stokes pareció molesto por la duda de Pitt.
-Si se produce alguna desaparición, saldrá publicada en los titulares de los periódicos de esta misma tarde. Ño te preocupes, los ejecutivos de la Dorsett aborrecen la publicidad.
-¿Cuándo pondremos en acción los astutos planes de la policía montada?
Stokes volvió a señalar la isla.
-Comenzaré a descender dentro de cinco minutos.
Poco podía hacer Pitt, aparte de retreparse en su asiento y disfrutar del paisaje. Abajo veía el gran cono volcánico con la chimenea central de tierra azul -la que contenía los diamantes en bruto-. Sobre el terreno abierto se alza un enorme puente de vigas de acero, con una miríada de cables que subían y bajaban los cangilones llenos de tierra excavada. Una vez alcanzaban la parte alta, los cangilones avanzaban horizontalmente, como si se tratara de un telesilla y cruzaban el pozo abierto hasta los edificios donde extraían los diamantes. Luego arrojaban el material sobrante a un gran vertedero próximo a la excavación, que servía a su vez como barrera artificial para evitar que nadie entrara ni saliera. Algo obvio, dado que, como observó Pitt, el único acceso era un túnel que daba a una pista que conducía al muelle de una pequeña ensenada llamada Rose Harbour, según pudo ver Pitt en el mapa. Mientras efectuaba su inspección, un remolcador que arrastraba un lanchón vacío se separó del muelle y tomó rumbo hacia tierra firme.
Entre el montículo del vertedero y el pozo se alzaba una serie de edificios prefabricados que, aparentemente, servían de oficinas y viviendas para los mineros. En el recinto, de unos dos kilómetros de diámetro, también había una estrecha pista de aterrizaje y un hangar. Desde el aire, las instalaciones mineras parecían una gigantesca cicatriz sobre el paisaje.
-Bonito costurón -dijo Pitt.
-En ese costurón, como tú lo llamas, es donde nacen los sueños -contestó Stokes sin bajar la vista.
El inspector accionó el estrangulador con lo que dejó casi sin combustible el potente motor Pratt & Whitney R-985 Wasp, de cuatrocientos cincuenta caballos, que comenzó a fallar y petardear. Por la radio sonó una voz advirtiéndole que se alejase de la propiedad, pero Stokes hizo caso omiso.
-Tengo bloqueado el sistema de suministro de combustible, y me veo obligado a utilizar su pista para efectuar un aterrizaje de emergencia. Lamento las molestias, pero no puedo evitarlo. -Luego desconectó la radio.
-¿Verdad que es un fastidio presentarse en los sitios de sopetón? -comentó Pitt.
Stokes, concentrado en hacer aterrizar el avión con el motor petardeando y sin apenas girar, no contestó. Hizo bajar un par de pequeñas ruedas que había en la parte central delantera de los dos grandes flotadores y se dirigió hacia la pista. Un frente de viento racheado alcanzó el aparato, pero Stokes logró mantener el equilibrio del avión. Pitt se puso algo nervioso al advertir que Stokes no lo dominaba por completo. El policía parecía competente, pero no se podía decir de él que fuera un piloto experto. El aterrizaje fue brusco y el avión estuvo a punto de volcar hacia adelante.
Antes de detenerse frente al hangar de la pista, se vieron rodeados por unos diez hombres vestidos con uniformes azules de combate y armados con fusiles de asalto M-16 Bushmaster, provistos de silenciadores y especialmente preparados. Un hombre alto y delgado, de poco más de treinta años, cubierto con un casco de combate, se montó en uno de los flotadores, abrió la portezuela, subió al aparato y llegó a la cabina de mando. Pitt advirtió que el guarda tenía la mano sobre la culata de una pistola automática de nueve milímetros que llevaba enfundada en el cinturón.
-Están ustedes invadiendo una propiedad privada -dijo con voz sorprendentemente amistosa.
-Lo siento -dijo Stokes-. Se ha obstruido el filtro del aire. Es la segunda vez que me ocurre en un mes. Seguro que son las porquerías que le echan al combustible...
-¿Cuánto tiempo tardará en reparar la avería e irse?
-Veinte minutos como máximo.
-Apresúrese, por favor. Tendrán que quedarse ustedes junto al avión -dijo el oficial de seguridad.
-¿Puedo usar el baño? -preguntó Pitt.
El guarda lo miró un momento y luego asintió:
-En el hangar hay uno. Uno de mis hombres lo acompañará.
-No sabe cómo se lo agradezco -dijo Pitt, simulando un gran alivio.
Saltó del avión y echó a andar hacia el hangar con un guarda de seguridad pisándole los talones. Una vez en el interior de la estructura metálica, se volvió hacia el guardia, fingiendo cierta impaciencia, para que le indicara la puerta del baño, aunque ya había adivinado cuál era. De esta forma pudo echar un breve vistazo al avión que se hallaba en el hangar. Se trataba de un Gulfstream V, el último grito en aviones de reacción para ejecutivos. A diferencia del Learjet -que con tanta fruición habían comprado los ricos y famosos-, en cuyo interior apenas había espacio para moverse, el G V era espacioso y los pasajeros podían moverse dentro de él con plena libertad. Tenía un techo lo suficientemente alto para que hasta los hombres de elevada estatura pudieran permanecer de pie dentro del aparato. Volaba a una velocidad de crucero de 924 kilómetros por hora y a una altura de poco menos de 11.000 metros, con una autonomía de 6.300 millas náuticas. El aparato estaba impulsado por dos motores de reacción construidos por la BMW y la Rolls Royce. Pitt pensó que Dorsett no reparaba en gastos para su flota de transporte; un aparato como ése costaba más de treinta y tres millones de dólares.
Estacionados frente a la puerta principal del hangar, amenazadores y siniestros bajo una capa de pintura azul oscuro, había dos achaparrados helicópteros. Pitt los identificó como McDonnell Douglas 530 MD Defenders, aparatos militares diseñados para el vuelo silencioso y dotados de una gran estabilidad para las maniobras anómalas. Por la parte baja de la cabina asomaban los cañones de dos ametralladoras de 7,62 milímetros montadas en receptáculos situados bajo el fuselaje. Asimismo había una serie de aparatos de localización especialmente modificados para detectar ladrones de diamantes u otros intrusos indeseados.
Cuando Pitt salió del baño, el guarda le indicó que entrara en una oficina. El hombre sentado a un escritorio era bajo, menudo, iba atildadamente vestido con un traje y su actitud era amable, fría y del todo satánica. Apartó la vista de la pantalla de un ordenador y miró a Pitt con unos inescrutables ojos grises. A Pitt le pareció un individuo rastrero y repulsivo.
-Soy John Merchant, jefe de seguridad de esta mina -dijo con un marcado acento australiano-. ¿Me puede mostrar una identificación, por favor?
Silenciosamente, Pitt le entregó su tarjeta de la ANIM y quedó a la espera.
-Dirk Pitt -dijo lentamente Merchant, y repitió-: Dirk Pitt. ¿No es usted el tipo que encontró hace unos años un importante tesoro inca en el desierto de Sonora?
-Formé parte del equipo, eso fue todo.
-¿Qué le trae por la isla Kunghit?
-Eso, mejor se lo pregunta al piloto. Él es el que ha aterrizado con su avión en sus preciosas instalaciones mineras. Yo sólo soy un pasajero accidental.
-Malcolm Stokes es inspector de la policía montada canadiense y miembro del Directorio de Investigación Criminal. -Merchant señaló su ordenador con un ademán-. Tengo un amplio expediente sobre él. La identidad que está en cuestión es la suya.
-Es usted muy concienzudo -dijo Pitt-. Teniendo en cuenta sus estrechos contactos con el gobierno canadiense, probablemente ya sabrá que estoy aquí para estudiar los efectos de la contaminación química sobre las algas y los peces de esta zona. ¿Le interesa ver mis credenciales?
-Ya tengo copias de ellas.
Pitt estuvo tentado de creer a Merchant, pero conocía a Posey lo suficiente para confiar en su discreción. Estaba seguro de que Merchant mentía. Se trataba de un viejo truco que utilizaba la Gestapo: hacían creer a la víctima que lo sabían todo de ella.
-Entonces ¿para qué se molesta en preguntar?
-Quería ver si usted mentía.
-¿Acaso soy sospechoso de algún crimen horrendo? -preguntó Pitt.
-Mi tarea consiste en detener a los ladrones de diamantes antes de que lleguen con las piedras a los mercados clandestinos de Europa y Oriente Medio. Y como usted se ha presentado aquí sin haber sido invitado, debo poner en tela de juicio sus motivos.
Pitt observó el reflejo del guarda en las lunas de un armarito de cristales. Se encontraba detrás de Pitt, a su derecha, sosteniendo el arma automática sobre el pecho.
-Pero como, por lo visto, usted conoce mi identidad y asegura tener documentación fidedigna sobre los motivos que me han traído al archipiélago de la Reina Carlota, no puede creer seriamente que yo soy un contrabandista de diamantes. -Pitt se puso en pie-. He disfrutado de nuestra charla, pero no veo razón para continuar aquí.
-Lamentándolo mucho, me veo obligado a detenerlo aquí por un tiempo -dijo Merchant con un tono frío y tajante.
-Carece de autoridad para hacerlo.
-Es usted un intruso que se ha metido con falsos pretextos en una propiedad privada, y la ley me autoriza a efectuar un arresto.
Malo, pensó Pitt. Si Merchant investigaba a fondo y lo relacionaba con las hermanas Dorsett y el Polar Queen no habría mentira, por imaginativa que fuese, que pudiera justificar su presencia en la isla.
-¿Qué me dice de Stokes? ¿Por qué no me entrega a él ya que él es policía?
-Prefiero entregarlo a los superiores de Stokes -dijo Merchant con cierta jovialidad-, pero no lo haré sin antes investigar más a fondo el asunto.
A Pitt no le cabía duda de que no le permitirían salir vivo de las instalaciones mineras.
-¿Permitirán que Stokes se marche?
-En cuanto termine de hacer ver que está reparando el avión. Me divierten sus toscos intentos de espionaje.
-Supongo que sabrá que él informará de mi detención.
-Desde luego -dijo Merchant sin inmutarse.
En el exterior del hangar sonó el petardeo del motor del avión poniéndose en marcha. Estaban obligando a Stokes a despegar sin su pasajero. Pitt calculó que, si iba a hacer algo, disponía de menos de treinta segundos para ello. Al ver un cenicero lleno de colillas sobre el escritorio, supuso que Merchant fumaba. Entonces alzó las manos en ademán de derrota y dijo:
-Ya que me obligan a quedarme, ¿le importa que fume un cigarrillo?
-En absoluto -dijo Merchant, empujando el cenicero hacia el otro lado del escritorio-. Yo fumaré con usted.
Pitt había dejado de fumar hacía años, pero hizo un lento movimiento, como para llevar la mano al bolsillo superior de la camisa. Entonces cerró la mano derecha sobre el puño izquierdo y, súbitamente, golpeó con el codo izquierdo, empujándolo con la mano derecha, al guarda de seguridad en pleno estómago. Sonó un agónico estertor y el hombre se dobló hacia adelante.
Merchant reaccionó con admirable rapidez. Sacó de la funda que llevaba en el cinturón una pequeña pistola automática de nueve milímetros al tiempo que, con un estudiado movimiento, le quitaba el seguro. Pero antes de que el cañón de la pistola asomara por encima del escritorio, el hombre se encontró ante el cañón del fusil automático del guarda, que Pitt sujetaba con firmeza entre sus manos y apuntaba a Merchant entre los ojos. Al jefe de seguridad le pareció estar mirando a través de un túnel, al final del cual sólo se veía oscuridad.
Lentamente, dejó la pistola sobre el escritorio.
-Hacer esto no le servirá de nada -dijo.
Pitt cogió la automática y la metió en el bolsillo de la chaqueta.
-Lamento no poder quedarme a cenar, pero no quiero perder el avión.
Luego salió de la oficina y echó a correr a través del hangar. Arrojó el fusil en un cubo de basura, franqueó la puerta y caminó apresuradamente por entre los guardas. Éstos lo miraron con recelo, pero como pensaron que su jefe había permitido que Pitt se marchara, no hicieron nada por detenerlo. Stokes accionó el acelerador y el hidroavión comenzó a deslizarse por la pista. Pitt saltó a uno de los flotadores, abrió la portezuela contra el viento de la hélice y se dejó caer en el compartimiento de carga. Cuando estuvo acomodado en el asiento del copiloto, Stokes lo miró estupefacto.
-¡Dios bendito! ¿De dónde sales?
-Había un atasco de tráfico camino del aeropuerto -dijo Pitt, tratando de recuperar el aliento.
-Me obligaron a despegar sin ti.
-¿Qué pasó con tu agente infiltrado?
-No lo he visto. El avión estaba demasiado vigilado.
-Aunque no creo que te haga muy feliz saberlo, te comunico que el jefe de seguridad de Dorsett, un desagradable hombrecillo llamado John Merchant, te ha identificado como agente del DIO
-Adiós mi tapadera de piloto forestal -murmuró Stokes, empujando hacia él la columna de control.
Pitt descorrió la ventanilla lateral, asomó la cabeza y miró hacia atrás. Los guardas de seguridad corrían en todas direcciones como hormigas asustadas. Luego vio algo que le hizo sentir un nudo en el estómago.
-Creo que se han enfadado.
-¿Será por algo que dijiste?
Pitt cerró la ventanilla.
-Golpeé a un guarda y le robé la pistola al jefe de seguridad.
-Pues será por eso.
-Nos siguen con uno de los helicópteros armados.
-Conozco esos aparatos -dijo Stokes algo inquieto-. Superan la velocidad de esta vieja bañera en más de cuarenta nudos. Nos alcanzarán antes de que podamos llegar a Shearwater.
-No pueden derribarnos delante de testigos -dijo Pitt-. ¿A qué distancia estamos del lugar habitado más próximo de la isla Moresby?
-El pueblo de Mason Broadmoor está en la caleta de Black Water, a unos sesenta kilómetros al norte de aquí. Si llegamos allí antes que ellos, podré amarrar en medio de la flota pesquera del pueblo.
Con la adrenalina anegando su sistema, Pitt miró a Stokes con ojos en los que refulgía el fuego.
-Vamos para allá.
20
Pitt y Stokes supieron desde el principio que se encontraban en una situación imposible. La única salida era despegar en dirección sur, girar ciento ochenta grados y tomar rumbo norte hacia la isla Moresby. El helicóptero McDonnell Douglas Defender, tripulado por los agentes de seguridad de Dorsett, despegó verticalmente desde delante del hangar, giró hacia el norte y se puso, sin más, a la cola del lento hidroavión. El indicador de velocidad del De Havilland Beaver marcaba ciento sesenta nudos, pero a Stokes le parecía como si estuviera cruzando el pequeño canal que separaba las dos islas montado en una cometa.
-¿Dónde están? -preguntó sin apartar la vista de un grupo de colinas cubiertas de cedros y pinos que tenía ante sí. Luego miró hacia el agua, a sólo cien metros por debajo de ellos.
-A medio kilómetro de nuestra cola, y acercándose muy deprisa -contestó Pitt.
-¿Sólo nos persigue un aparato?
-Probablemente piensan que derribarnos es pan comido, por eso han decidido dejar el otro helicóptero en casita.
-Si no fuera por el peso extra y la resistencia al aire de nuestros flotadores, estaríamos en casi igualdad de condiciones.
-¿Llevas alguna arma en este vejestorio? -preguntó Pitt.
-Va contra las normas.
-Lástima que no escondieras una escopeta en los flotadores.
-A diferencia de los agentes de la ley norteamericanos, a quienes les encanta ir con un arsenal a cuestas, nosotros sólo recurrimos a las armas en situaciones en las que hay vidas en juego.
Pitt lo miró estupefacto.
-¿Y cómo llamas al atolladero en que nos encontramos?
-Dificultad imprevista -replicó estoicamente Stokes.
-Entonces nuestra única arma frente a dos ametralladoras pesadas es la pistola de nueve milímetros que robé -dijo Pitt con resignación-. ¿Sabes?, hace un par de años derribé un helicóptero lanzando una balsa de goma contra sus rotores.
Stokes, asombrado por la increíble calma de Pitt, se volvió hacia él.
-Lo siento mucho -dijo-, pero, aparte de un par de chalecos salvavidas, el compartimiento de carga está vacío.
-Se han colocado a nuestra derecha para poder apuntarnos. Cuando te diga, baja los alerones y cierra la admisión de combustible.
-Si paro el motor a esta altura, caeremos como una piedra.
-Caer sobre las copas de los árboles es preferible a recibir un tiro en la cabeza y estrellarnos entre llamas.
-Quizá tengas razón -dijo Stokes.
Pitt vio cómo el helicóptero azul oscuro se colocaba en paralelo al hidroavión y quedaba, aparentemente, suspendido en el aire como un halcón al acecho de una paloma. Estaban tan cerca que Pitt podía distinguir las caras del piloto y el copiloto. Ambos sonreían. Pitt abrió su ventanilla, manteniendo oculta la pistola automática que empuñaba.
-¿No nos van a dar aviso por radio, ni van a pedirnos que regresemos a la mina? -comentó Stokes, que parecía no poder creer lo que le estaba pasando.
-Estos tipos juegan duro. No se atreverían a matar a un policía si no tuvieran órdenes de la jefatura de la Dorsett Consolidated.
-No puedo creer que pretendan dispararnos.
-Pues al menos van a intentarlo -dijo Pitt con la mirada clavada en el artillero-. Prepárate. -No era optimista. Su única ventaja, que en realidad no lo era en absoluto, era que el 530 MD Defender era más apto para atacar objetivos situados en tierra que para el combate en el aire.
Stokes sujetó entre las piernas la columna de control, mientras con una mano agarraba el mando de los alerones y con la otra la palanca de aceleración. Se preguntó por qué confiaba hasta tal extremo en un hombre al que sólo conocía desde hacía un par de horas. La respuesta era simple: en todo el tiempo que llevaba en la policía montada, había conocido a pocos hombres que parecieran tan seguros de sí mismos en una situación tan desesperada.
-¡Ahora! -gritó Pitt al tiempo que disparaba.
Stokes hizo descender los alerones y echó hacia atrás la palanca de aceleración. El viejo Beaver, sin la tracción del motor y sostenido sólo por la resistencia del aire contra los grandes flotadores, redujo su velocidad tan bruscamente como si hubiese entrado en una nube de cola de pegar.
Casi en el mismo instante, Stokes escuchó el ensordecedor tableteo de una ametralladora y el ruido de los impactos de bala en el ala. También oyó el seco estampido de la automática de Pitt. Mientras luchaba por mantener en el aire el avión, que casi estaba parado, pensó que era una batalla perdida, como si un solo delantero tuviera que enfrentarse a toda la línea defensiva de los Cardenales de Phoenix. Luego, de pronto, por algún ignorado motivo, las detonaciones cesaron. El morro del avión estaba cayendo y Stokes empujó el acelerador hacia adelante para recuperar el dominio del aparato.
Mientras enderezaba el hidroavión y recuperaba velocidad, Stokes miró de soslayo. El helicóptero azul oscuro se alejaba, pero vio al copiloto derrumbado en el asiento y varios orificios de bala en la burbuja de plástico de la cabina. Stokes advirtió con asombro que el Beaver respondía a los mandos. Pero todavía se sintió más sorprendido al ver la expresión de Pitt, cuyo rostro reflejaba una profunda decepción.
-¡Maldita sea! -exclamó-. Fallé.
-¿Qué dices? Alcanzaste al copiloto.
Pitt, furioso consigo mismo, quiso fulminar al policía con la mirada.
-Apuntaba al eje de los rotores -dijo.
-Calculaste el tiempo a la perfección -lo felicitó Stokes-. ¿Cómo supiste en qué instante debías darme la señal y disparar?
-El piloto dejó de sonreír.
Stokes no insistió. Aún no habían salido del atolladero. Faltaban unos treinta kilómetros para llegar al pueblo de Broadmoor.
-Vienen otra vez hacia nosotros -dijo Pitt.
-Es inútil intentar de nuevo el mismo truco.
Pitt estuvo de acuerdo.
-Sí, el piloto estará prevenido. Esta vez echa para atrás la columna de control y haz un Immelmann.
-¿Qué es un Immelmann?
Pitt lo miró.
-¿No lo sabes? ¿Cuánto tiempo llevas volando, por el amor de Dios?
-Más o menos, veintiuna horas.
-¡Espléndido! -gruñó Pitt-. Tienes que hacer un medio rizo y dar media vuelta, para volar en dirección contraria a la que ibas.
-No estoy seguro de poder hacerlo.
-¿Es que la policía montada no tiene pilotos profesionales cualificados?
-Para esta misión no había ninguno disponible -dijo Stokes-. ¿Crees que esta vez podrás alcanzar el eje de los rotores?
-No, a no ser que tenga mucha suerte -replicó Pitt-. Sólo me quedan tres balas.
El piloto del Defender no vaciló. Se colocó a un lado del hidroavión, por encima de él, y se dispuso a atacar, sin dejar demasiado espacio de maniobra a Stokes.
-¡Ahora! -gritó Pitt-. Baja el morro para ganar velocidad y luego haz un rizo...
El inexperto Stokes vaciló un momento. Apenas había alcanzado la cresta del rizo y se preparaba para dar el medio giro, cuando las primeras balas de 7,62 milímetros perforaron la fina piel de aluminio del aparato. El parabrisas estalló en un millar de fragmentos y las balas martillearon sobre el panel de instrumentos. El piloto del Defender cambió su ángulo de tiro y un reguero de balas recorrió el fuselaje del aparato, de la cabina a la cola. Fue un error, gracias al cual el Beaver siguió en el aire. El piloto debió haber concentrado el fuego de su artillería en el motor.
Pitt disparó sus tres últimas balas y se echó hacia adelante, para evitar ser un blanco fácil, lo que en sus circunstancias era casi imposible.
Asombrosamente, Stokes, aunque tarde, había logrado completar el Immelmann, y ahora el Beaver se alejaba del helicóptero, sin dar a su piloto tiempo de hacer girar ciento ochenta grados el aparato. Pitt movió la cabeza, incrédulo y ofuscado, e hizo inventario de los daños sufridos. Salvo por unos cuantos cortes en la cara producidos por los fragmentos del parabrisas, estaba ileso. El Beaver volaba en horizontal y el motor en estrella, a tope de revoluciones, seguía funcionando bien. Era la única parte del aparato que no había recibido una lluvia de balas. Pitt miró a Stokes.
-¿Estás bien?
El inspector se volvió lentamente hacia él y lo miró con ojos vacíos.
-Creo que esos cabrones me han dejado sin mi pensión -murmuró. Tosió, y sus labios se tiñeron de rojo. La sangre se deslizó por ellos y cayó sobre el pecho. Luego se derrumbó hacia adelante, frenado por el cinturón, y quedó inconsciente.
Pitt tomó el volante del copiloto e hizo un giro brusco de ciento ochenta grados, para dirigir el hidroavión hacia el pueblo de Mason Broadmoor. El cambio repentino de dirección cogió por sorpresa al piloto del helicópero, y una lluvia de balas atravesó el aire tras la cola del hidroavión.
Se limpió la sangre que le caía sobre los ojos y comprobó el estado del aparato. Estaba cosido por un centenar de balazos, pero los sistemas y mandos de control funcionaban, al igual que el gran motor 450 Wasp. ¿Qué hacer a continuación? Lo primero que se le ocurrió fue intentar embestir al helicóptero -«la vieja estrategia de llevarse al enemigo por delante», se dijo Pitt-, pero la cosa se habría quedado en eso, en un intento. El Defender era mucho más ágil que el pesado Beaver con sus enormes flotadores. Hubiera tenido las mismas posibilidades de éxito que una cobra frente a una mangosta, pelea en la que, indefectiblemente, siempre gana esta última porque la cobra es mucho más lenta. Sin embargo, cuando se enfrenta a una serpiente de cascabel, la mangosta acaba siendo derrotada. La peregrina idea de Pitt se convirtió en inspiración divina cuando vio un promontorio rocoso de escasa altura que se alzaba a su derecha aproximadamente a medio kilómetro de distancia.
Un sendero iba hacia las rocas atravesando un denso bosque de abetos. Pitt descendió hasta que las alas del avión rozaron las ramas altas. A cualquiera que hubiera presenciado la maniobra, aquello le hubiese parecido una locura suicida; desde luego, despistó al piloto del Defender, que interrumpió el tercer ataque y se colocó detrás, por encima del hidroavión, esperando ver cómo el aparato se estrellaba.
Pitt mantuvo la velocidad máxima y sujetó fuertemente el volante de control, sin dejar de mirar la pared pétrea a la que se dirigía. El aire entraba a raudales por el parabrisas roto, y Pitt tuvo que volver la cabeza hacia un lado para protegerse del viento y poder ver. Por fortuna, las ráfagas le limpiaron la sangre y las lágrimas que le caían de los ojos entrecerrados.
Siguió volando por entre los árboles. No podía permitirse un solo error de cálculo. Tenía que hacer el movimiento exacto en el momento adecuado. Un fallo de una décima de segundo significaría la muerte. Las rocas parecían abalanzarse contra el avión. Pitt las vio con claridad: eran peñascos pardos veteados de negro. No necesitó mirar el altímetro para saber que marcaba cero, tampoco miró el tacómetro, pues sin duda debía tener la aguja en la zona roja. El viejo aparato se lanzaba a toda velocidad hacia su destrucción.
-¡Más bajo! -gritó Pitt, al ventarrón que entraba por el hueco del parabrisas-. ¡Dos metros más bajo!
Apenas le dio tiempo a compensar, pues ya estaba sobre las rocas. Tiró de la columna de control, sólo lo suficiente para alzar el morro del aparato, y las aspas de la hélice pasaron a sólo unos centímetros de la cima del promontorio. De pronto se produjo un fortísimo golpe metálico. Los flotadores de aluminio se habían estrellado contra las rocas y se habían desprendido el fuselaje del avión. Libre del peso de los flotadores, que habían quedado destrozados sobre las rocas, con su masa reducida en casi la mitad, el viejo avión se hizo más maniobrable y la velocidad aumentó en treinta nudos. El aparato respondió sin problemas y comenzó a ganar altura.
-Ahora verás lo que es un Immelmann -murmuró con una satánica sonrisa en los labios.
Hizo que el hidroavión ascendiera dibujando en el cielo un medio rizo y luego dio un giro de noventa grados y se lanzó directamente hacia el helicóptero.
-¡Escribe tu testamento, estúpido! -gritó. Su voz quedó ahogada por el viento y el rugido del motor-. ¡Aquí está el Barón Rojo!
El piloto del helicóptero comprendió demasiado tarde las intenciones de Pitt. No tenía espacio para esquivarlo ni sitio donde esconderse. Lo último que podía haber imaginado era que el maltrecho hidroavión se lanzara al ataque. Pero allí estaba, volaba directo hacia él a casi doscientos nudos, una velocidad que al sorprendido piloto le parecía imposible. Efectuó una serie de precipitadas maniobras, pero Pitt, previéndolas, logró mantener la embestida. El hombre de Dorsett apuntó el morro del helicóptero contra su rival, en un desesperado intento de despedazar a balazos el Beaver antes de que el inminente choque se produjera.
Pitt vio cómo giraba el helicóptero y advirtió los destellos de las ametralladoras. Las balas habían alcanzado el gran motor del hidroavión. De pronto, de debajo del capotaje brotó el aceite, que cayó sobre los conductos calentados del escape, provocando una nube de humo denso y azul que dejó un rastro en el cielo tras el aparato. Pitt alzó una mano para protegerse los ojos del aceite caliente que, impulsado por el aire, le caía a torrentes por el rostro. Una imagen se grabó en su memoria segundos antes del impacto: la expresión del rostro del piloto del helicóptero, que parecía aceptar con increíble resignación su destino.
El cono de la hélice y el motor del hidroavión golpearon el helicóptero por detrás de la cabina. En la colisión quedó destrozado el rotor de cola del aparato que, desprovisto de su estabilizador, hizo una serie de giros incontrolables, hasta que al fin cayó como una piedra y se estrelló contra el suelo, quinientos metros más abajo. A diferencia de los accidentes que preparan para el cine los expertos en efectos especiales, el aparato no se incendió nada más caer. Pasaron casi dos minutos antes de que las llamas estallaran y envolvieran los restos del helicóptero.
Algunos fragmentos de la hélice destrozada del Beaver saltaron por el cielo como chispas de una rueda de fuegos artificiales. El capotaje salió disparado del motor y aleteó como un pájaro herido hacia los árboles. El motor se paró tan bruscamente como si Pitt hubiera cortado la ignición. Se limpió el aceite de los ojos, y sólo pudo ver una alfombra de copas de árboles por encima de las descubiertas cabezas de los cilindros. La velocidad del Beaver disminuía, y Pitt se preparó para el golpe. Los controles aún funcionaban, así que intentó hacer que el avión cayese sobre el colchón de las ramas más altas.
Estuvo a punto de conseguirlo, pero el extremo del ala derecha chocó con un cedro rojo de setenta metros, y el aparato realizó un giro brusco de noventa grados. Descontrolado y sin impulso, el aparato se desplomó sobre una sólida masa de árboles y el ala izquierda chocó contra otro enorme cedro, lo que provocó su total desprendimiento. Verdes agujas de pino se cerraron sobre el aparato, haciéndolo invisible desde arriba. Frente al maltrecho Beaver apareció el tronco de un abeto de medio metro de diámetro contra el que colisionó el cono de la hélice, atravesándolo. El motor quedó arrancado de sus soportes y la mitad superior del árbol cayó sobre el avión, cercenando la parte trasera. Al fin, los restos del Beaver se desplomaron pesadamente sobre el suelo de tierra vegetal.
Durante los siguientes minutos, un silencio sepulcral reinó en el bosque. Pitt permaneció inmóvil, ofuscado, mirando sin ver a través del hueco del parabrisas. Advirtió por vez primera que había perdido el motor y se preguntó adonde habría ido a parar. En cuanto pudo despejarse un poco, se acercó a Stokes para ver cómo estaba.
El policía se estremeció, sufrió un acceso de tos y luego movió débilmente la cabeza, al tiempo que recuperaba poco a poco el conocimiento. Miró desconcertado las ramas de pino que se habían apoderado de la cabina.
-¿Cómo hemos llegado al bosque? -murmuró.
-Te dormiste en lo mejor -contestó Pitt, frotándose las heridas.
No era necesario ser médico para saber que Stokes moriría si no lograba llevarlo inmediatamente a un hospital. Sin perder tiempo, le desabrochó el viejo traje de vuelo y le abrió la camisa, para ver la herida. Vio que tenía afectado el esternón en el lado izquierdo. Había poca sangre y el orificio era minúsculo. Pitt pensó que no era una herida de bala. Tocó el agujero con las yemas de los dedos y notó que dentro había un pequeño fragmento metálico. Desconcertado, miró el marco del parabrisas; estaba destrozado. El impacto de una bala había arrancado una esquirla del marco de aluminio y ésta se había clavado en el pecho de Stokes, atravesándole el pulmón izquierdo. Un centímetro más, y habría llegado al corazón.
Stokes tosió y escupió sangre por la ventanilla abierta.
-Qué curioso -murmuró-. Siempre creí que me pegarían un tiro en alguna callejuela o durante una persecución por carretera.
-Pues no has tenido esa suerte.
-¿Qué aspecto tiene la herida?
-Tienes una esquirla metálica en el pulmón -explicó Pitt-. ¿Te duele?
-Me noto entumecido.
Con cierta dificultad, Pitt se levantó de su asiento y se colocó detrás de Stokes.
-Aguanta. Te sacaré de aquí.
Le costó diez minutos abrir la abollada puerta y sacar del aparato el peso muerto de Stokes. Una vez fuera, lo tendió con todo cuidado sobre la tierra. Se sentía cansado por el esfuerzo, y cuando se sentó junto al cuerpo del policía, respiraba con dificultad. El rostro de Stokes se contrajo por el dolor más de una vez, pero no se quejó. Cerró los ojos, al borde de la inconsciencia.
Pitt lo meció suavemente.
-No te me duermas, amigo. Te necesito para que me indiques el camino hacia el pueblo de Mason Broadmoor.
Stokes abrió los ojos y miró inquisitivamente a Pitt, como si en ese momento hubiese recordado algo importante.
-¿Y el helicóptero de Dorsett? -preguntó-. ¿Qué pasó con los cabrones que disparaban contra nosotros?
Pitt levantó la vista hacia la columna de humo que se alzaba sobre el bosque y sonrió.
-Se han ido de barbacoa.
21
En enero y en la isla Kunghit, Pitt había esperado tener que avanzar dificultosamente por entre la nieve, pero el terreno sólo estaba cubierto por una fina alfombra blanca. Arrastró a Stokes tras él en un travois, un artefacto que utilizaban los indios norteamericanos de las llanuras para acarrear bultos. No podía abandonar a Stokes ni tampoco cargar con él, pues hubiera corrido el peligro de provocarle hemorragias internas, así que, con dos ramas y unas correas que rescató de los restos del avión, construyó una especie de camilla en la que acomodó al policía. Luego, sujetándose a la espalda la parte delantera del travois, arrastró al policía herido a través de los bosques. Las horas pasaron, se puso el sol, llegó la noche y él siguió su esforzada marcha hacia el norte entre las tinieblas, orientándose por medio de la brújula que había sacado del panel de instrumentos del avión; algo que ya había tenido que hacer hacía varios años cuando tuvo que recorrer a pie buena parte del desierto del Sahara.
Cada diez minutos, más o menos, Pitt preguntaba a Stokes cómo se encontraba y el policía replicaba débilmente:
-Todavía aguanto.
-Estoy frente a un pequeño arroyo que fluye hacia el oeste.
-Se trata de Wolf Creek. Crúzalo y dirígete al noroeste.
-¿Cuánto queda hasta el pueblo de Broadmoor?
-Dos kilómetros, quizá tres -susurró Stokes.
-Continúa hablando. ¿Me oyes?
-Pareces mi esposa.
-¿Estás casado?
-Desde hace diez años, con una estupenda mujer que me ha dado cinco hijos.
Pitt volvió a ajustarse las correas, que le mordían la carne, y arrastró a Stokes por el arroyo. Tras caminar un kilómetro más por entre la maleza, llegó a un sendero. En algunos trechos, el camino estaba cubierto de maleza, pero en general se encontraba libre de obstáculos, lo que supuso una bendición para Pitt, que hasta el momento había tenido que abrirse paso a través de bosques llenos de arbustos.
En dos ocasiones temió haberse salido del camino, pero tras seguir unos metros en la misma dirección, volvió a encontrarlo. Pese a las bajas temperaturas, sudaba copiosamente a causa del esfuerzo. No se atrevía a pararse a descansar. Para que Stokes volviera a ver a su esposa y a sus cinco hijos, era necesario que él siguiera adelante. Mantenía prácticamente un monólogo con el herido, que sólo intervenía en la conversación de vez en cuando, para evitar que cayera en coma a causa de la conmoción. Concentrado en la dura tarea de poner un pie delante del otro, Pitt no advirtió nada extraño.
Stokes le susurró algo que él no entendió. Volvió la cabeza hacia el policía, aguzó el oído y preguntó:
-¿Quieres que me detenga?
-¿No hueles...? -dijo Stokes débilmente.
-No.
-Huelo a humo.
Entonces Pitt lo percibió. Respiró profundamente. De algún lugar, por delante de ellos, llegaba un olor de madera quemada. Aunque estaba cansado, Pitt se inclinó y continuó avanzando, a pesar del dolor que le producía la presión de las correas de la camilla. Al cabo de poco rato, escuchó el ruido de un pequeño motor de explosión, era una pequeña sierra mecánica cortando madera. El olor se hizo más intenso y, a la tenue luz del amanecer, Pitt vio una columna de humo por encima de las copas de los árboles. El corazón estaba a punto de reventarle en el pecho a causa del esfuerzo, pero no estaba dispuesto a desistir cuando se encontraba tan cerca de la meta.
Amaneció, pero el sol permaneció oculto detrás de unos nubarrones. Caía una fina llovizna cuando Pitt llegó a un claro cercano al mar y abierto a una pequeña bahía. Se encontró frente a una pequeña comunidad de casas de troncos con techos de metal ondulado; de algunas chimeneas de piedra salía humo. En distintos lugares del pueblo se veían grandes tótems cilíndricos de madera tallados con figuras de hombres y animales. Alrededor de un dique flotante cabeceaba una pequeña flota pesquera, con sus tripulantes atareados en reparar motores y remendar redes. En el interior de un cobertizo, varios niños miraban a un hombre que estaba cortando un enorme tronco con una sierra mecánica. Dos mujeres charlaban mientras colgaban la ropa en un tendedero. Una de ellas vio a Pitt y gritó para alertar a los demás, al tiempo que señalaba hacia él.
Exhausto, Pitt cayó de rodillas, mientras una docena de personas corrían hacia él. Un hombre, con una cabellera negra larga y lacia, de rostro redondo, se arrodilló junto a Pitt y le rodeó los hombros con el brazo.
-Ya está usted a salvo -dijo, denotando preocupación en su voz. Luego se dirigió a los tres hombres que auxiliaban a Stokes y les ordenó-: Llevadlo a la casa tribal.
Pitt miró al hombre.
-¿No serás por casualidad Mason Broadmoor?
Unos ojos negros como el carbón lo miraron con curiosidad.
-Pues sí, soy yo.
Antes de derrumbarse, Pitt atinó a decir:
-Amigo... No sabes cómo me alegro de verte.
La nerviosa risita de una niña despertó a Pitt de su sueño ligero. Pese a su cansancio, sólo había dormido cuatro horas. Abrió los ojos, miró un momento a la pequeña, le sonrió y bizqueó los ojos. La chiquilla salió corriendo de la habitación llamando a su madre. Estaba en un dormitorio acogedor provisto de una pequeña estufa que caldeaba enormemente el ambiente. Lo habían acostado sobre una cama hecha con pieles de oso y lobo. Sonrió al recordar a Broadmoor, en mitad de una aldea india perdida y desprovista de los adelantos modernos más esenciales, llamando por un teléfono satélite a una ambulancia aérea para que transportase a Stokes a un hospital del continente.
Pitt cogió el auricular y llamó a la central de la policía montada en Shearwater. En cuanto mencionó el nombre de Stokes, lo pusieron con el inspector Pendleton, que interrogó a Pitt acerca de los sucesos que se iniciaron la mañana anterior. Antes de colgar, Pitt indicó a Pendleton en qué lugar se habían estrellado, a fin de que la policía canadiense pudiera enviar un equipo para recuperar las cámaras que había en el interior de los flotadores, y que quizá habían salido indemnes del impacto.
Poco antes de que Pitt se terminase un tazón de sopa de pescado preparado por la esposa de Broadmoor, llegó un hidroavión con un médico y dos enfermeros, que examinaron a Stokes y aseguraron a Pitt que el policía tenía excelentes posibilidades de recuperarse. Después de que el hidroavión despegara hacia el continente, para llevar a Stokes al hospital más próximo, Pitt se dejó convencer y se acostó en una cama de la familia Broadmoor, donde no tardó en dormirse.
La esposa de Broadmoor entró en el dormitorio. Irma era una mujer llena de gracia y dignidad, recia pero grácil, con ojos color café y boca animada por una permanente sonrisa.
-¿Cómo se encuentra, señor Pitt? Creí que seguiría usted durmiendo al menos otras tres horas.
Pitt comprobó que seguía llevando los pantalones y la camisa y luego echó a un lado las mantas, para poner los pies desnudos en el suelo.
-Lamento haberles sacado de la cama.
La mujer lanzó una risa musical.
-Apenas son las doce del mediodía, y usted se acostó a las ocho.
-Les agradezco mucho su hospitalidad.
-Debe de estar usted hambriento. Le prepararé un poco de salmón a la brasa. Espero que le guste el salmón.
-Me encanta.
-Mientras espera, puede usted charlar con Mason. Está fuera, trabajando.
Pitt se puso los calcetines y las botas, se mesó los cabellos y se enfrentó de nuevo al mundo. Encontró a Broadmoor en el cobertizo, cincelando un tronco de cedro rojo de cinco metros de largo dispuesto horizontalmente sobre cuatro burros de madera. Broadmoor utilizaba una maza redondeada de madera y un cincel cóncavo. La talla no estaba lo bastante avanzada como para permitir a Pitt saber qué reproducía. Los rostros de animales apenas habían sido esbozados.
Al aproximarse, Broadmoor alzó la vista.
-¿Descansaste bien?
-No sabía que las pieles de oso fueran tan blandas.
Broadmoor sonrió.
-No hagas correr la voz, o los pobres bichos se extinguirán en menos de un año.
-Ed Posey me dijo que tallabas tótems. Nunca había visto trabajar a un tallista.
-Mi familia lleva generaciones haciéndolo. Gracias a los tótems, hechos en madera de cedro rojo, los antiguos indios del noroeste que carecían de lenguaje escrito pudieron preservar sus historias familiares y sus leyendas, tallando símbolos de figuras de animales.
-¿Tienen algún significado religioso? -preguntó Pitt.
Broadmoor negó con la cabeza.
-Nunca han sido venerados como iconos divinos, pero siempre los hemos respetado como espíritus guardianes.
-¿Qué significan los símbolos de ese tótem?
-Esto es una espira mortuoria, o lo que se podría llamar una columna conmemorativa. Está dedicado a mi tío, que falleció la semana pasada. Estoy tallando su escudo personal, que consta de un águila, un oso y la figura del difunto. Cuando lo termine, lo instalaremos durante una fiesta en la casa de su viuda.
-Siendo un tallista de prestigio, debes de tener encargos apalabrados para varios meses.
Broadmoor se encogió de hombros.
-Para casi dos años -dijo con modestia.
-¿Sabes por qué estoy aquí? -preguntó Pitt. La cuestión, algo brusca, sorprendió a Broadmoor con la maza levantada para golpear el cincel.
Dejó a un lado sus herramientas e indicó a Pitt que lo siguiera hasta la bahía. Se detuvo junto a un cobertizo para botes que se adentraba en el agua. Abrió las puertas y entró al interior. Había dos embarcaciones pequeñas flotando en un embarcadero en forma de «U».
-¿Eres aficionado a las Jet Skis? -preguntó Pitt.
-Creo que ahora se las llama hidromotos -contestó Broadmoor sonriendo.
Pitt miró las dos Wetjets Dúo 300, fabricadas por Mastercraft Boats. Eran aparatos de altas prestaciones, con capacidad para dos personas, decorados con símbolos de animales, típicos de la tribu haída.
-Se diría que pueden volar.
-Sobre el agua, lo hacen. He trabajado en los motores para obtener quince caballos extra. Pueden alcanzar los cincuenta nudos. -Súbitamente, Broadmoor cambió de tema-: Ed Posey dijo que te proponías rodear la isla Kunghit con un equipo de medición acústica. Pensé que las hidromotos serían un buen vehículo para efectuar ese trabajo.
-Serían ideales. Pero, lamentablemente, mi equipo ha sufrido importantes daños cuando Stokes y yo nos estrellamos. La única alternativa que tengo es investigar en la propia mina.
-¿Qué esperas descubrir?
-El método de excavación que usa Dorsett para sacar los diamantes.
Broadmoor se inclinó a coger un canto de la orilla y lo arrojó a las verdes aguas.
-La compañía tiene una pequeña flota de barcos patrullando las inmediaciones de la isla -dijo al fin-. Van armados y se sabe que han atacado a algunos pescadores que se acercaron demasiado.
-Parece que las autoridades canadienses no me contaron todo lo que necesitaba saber -dijo Pitt, maldiciendo en secreto a Posey.
-Supongo que pensarían que, como tenías licencia para efectuar una investigación de campo, los responsables de seguridad de la mina no te importunarían.
-Stokes me contó que los hombres de Dorsett habían abordado y quemado el barco de tu hermano.
Broadmoor señaló hacia el tótem en que estaba trabajando.
-¿Te contó también que habían matado a mi tío?
Pitt negó lentamente con la cabeza.
-No. Lo lamento.
-Encontré su cadáver flotando en el mar, a ocho kilómetros de la costa. Se había atado a un par de bidones de combustible. El agua estaba fría y murió por congelación. Lo único que encontramos de su pesquero fue un fragmento de la caseta del timón.
-Y sospechas que la gente de Dorsett lo asesinó.
-Sé que lo asesinaron -dijo Broadmoor, cuyos ojos resplandecían por la ira.
-¿Qué hizo la policía?
Broadmoor movió la cabeza en un gesto de negación.
-El inspector Stokes sólo tiene una fuerza simbólica. Primero, Arthur Dorsett invadió las islas con sus equipos de exploración geológica. Cuando al fin encontraron la veta principal de los diamantes en la isla Kunghit, utilizó su poder y dinero para arrebatar literalmente la isla del control del gobierno, sin que a nadie importara que nuestra tribu reclamara la isla como terreno sagrado. Ahora, para los miembros de mi pueblo, es ilegal no sólo poner un pie en Kunghit sin permiso, sino incluso pescar a menos de cuatro kilómetros de su costa. Los mismos policías montados a los que pagamos para que nos defiendan, pueden arrestarnos.
-Ahora comprendo el poco respeto por la ley que manifiesta el jefe de seguridad de la mina.
-Merchant, o Lindo John, como lo llaman. -Broadmoor lo dijo presa de la furia-. Tuviste suerte al poder escapar. Lo más seguro es que te hubieran hecho desaparecer. Muchos hombres han intentado encontrar diamantes en la isla y alrededor de ella, pero no tuvieron éxito, aunque tampoco se ha vuelto a ver a ninguno de ellos.
-¿Ha beneficiado en algo a su tribu el descubrimiento de los diamantes? -preguntó Pitt.
-Hasta ahora, lo único que ha hecho es fastidiarnos -replicó Broadmoor-. La posibilidad de que el dinero de los diamantes redunde en nuestro beneficio se ha convertido en un problema más legal que político. Llevamos años de negociaciones, para conseguir la parte del pastel que nos corresponde, pero los abogados de Dorsett tienen el asunto parado en los tribunales.
-Me cuesta creer que el gobierno canadiense acepte órdenes de Arthur Dorsett.
-La economía del país atraviesa una situación difícil, y los políticos cierran los ojos a la corrupción, para proteger proyectos de especial interés que aportan dinero a las arcas públicas. -Hizo una pausa y miró a Pitt con curiosidad, como si tratara de adivinar sus intenciones-. ¿Qué pretendes, Pitt? ¿Cerrar la mina?
Pitt movió la cabeza en un gesto de afirmación.
-Eso mismo, siempre y cuando pueda demostrar que las excavaciones de Dorsett son las causantes de las ondas sonoras responsables de las muertes de personas y animales marinos.
-Te llevaré al interior de las instalaciones mineras -dijo Broadmoor, mirando fijamente a Pitt.
Por un momento Pitt sopesó la oferta.
-Tienes esposa e hijos. No hay por qué arriesgar dos vidas. Déjame en la isla y ya encontraré el modo de cruzar el vertedero sin que me vean.
-Imposible. Cuentan con un sistema de seguridad muy avanzado, ni una ardilla puede cruzar sin ser detectada; y no es ninguna broma, el vertedero está lleno de cadáveres de ardillas y de otros pequeños animales que habitaban la isla antes de que la mina Dorsett acabase con lo que era un lugar paradisíaco. Además, tienen perros policía alsacianos que pueden olfatear a un intruso a cien metros.
-Puedo probar a entrar por el túnel.
-Nunca lograrías cruzarlo solo.
-Es preferible eso a que tu mujer se quede viuda.
Pitt pudo leer en los ojos de Broadmoor el deseo de venganza. El indio, sopesando sus palabras, le dijo:
-No lo entiendes. La mina paga a nuestra comunidad para que mantengamos su despensa abastecida de pescado fresco. Una vez a la semana, mis vecinos y yo navegamos hasta Kunghit y les entregamos el pescado. En el muelle lo cargamos en carretillas y lo transportamos por el túnel hasta el departamento del jefe de cocina. Él nos sirve un desayuno, nos paga en metálico (mucho menos de lo que la carga vale) y luego nos vamos. Tú tienes el pelo negro, con ropas de pescador y si mantienes la cabeza baja, podrás pasar por un haida. Los guardas están más preocupados por los diamantes que puedan salir de la mina que por los pescados que entren en ella. Como nosotros nos limitamos a entregar, sin llevarnos nada, no suscitamos sospechas.
-¿No podría trabajar la gente de tu tribu en la mina?
-Olvidar la pesca y la caza es olvidar nuestra independencia -dijo Broadmoor encogiéndose de hombros-. El dinero que nos dan por abastecer su despensa lo dedicamos a la construcción de una nueva escuela para nuestros hijos.
-Lindo John Merchant constituye un pequeño problema. Nos hemos visto, y lo nuestro fue un caso de antipatía a primera vista. El caso es que tuvo tiempo de verme bien, y estoy seguro de que recordará mi rostro.
Broadmoor hizo un gesto, con el que trataba de quitar importancia a las palabras de Pitt.
-Las posibilidades de que Merchant pueda reconocerte son mínimas. Nunca aparece por el túnel ni en la cocina, debe de temer mancharse sus zapatos italianos. Con este clima, rara vez asoma la cabeza fuera de su despacho.
-No creo que del personal de cocina me sea posible conseguir mucha información -dijo Pitt-. ¿Conoces a algún minero de confianza que pueda ponerme al corriente sobre los métodos de extracción?
-Todos los mineros son chinos, los han traído ilegalmente a través de sindicatos mafiosos. Ninguno de ellos habla inglés. Tu única esperanza es un viejo ingeniero de minas que odia con toda su alma a la Dorsett Consolidated.
-¿Puedes ponerte en contacto con él?
-Ni siquiera sé su nombre. Trabaja en el turno de noche y normalmente desayuna a la misma hora en que nosotros entregamos la mercancía. Hemos charlado un par de veces mientras tomábamos café. No está contento con las condiciones de trabajo. La última vez que hablamos, me aseguró que durante el último año han muerto en la mina más de veinte trabajadores chinos.
-Hablar con él diez minutos podría ayudarme mucho a resolver el enigma de las ondas sonoras.
-No hay garantía de que él esté allí cuando hagamos la entrega -dijo Broadmoor.
-Habrá que arriesgarse -dijo Pitt-. ¿Cuándo tenéis que llevar la próxima carga a la isla?
-El último barco de la flota pesquera del pueblo amarrará aquí dentro de unas horas. Meteremos el pescado en cajas con hielo esta noche, y mañana al amanecer estaremos listos para zarpar hacia Kunghit.
Pitt se preguntó si, mental y físicamente, estaba preparado para arriesgar de nuevo su vida. Luego recordó los centenares de cadáveres que había visto en el Polar Queen y no le cupo la menor duda de cuál era su obligación.
22
Seis pequeños pesqueros pintados con vivos colores se hicieron a la mar en Rose Harbour. Sobre sus cubiertas se amontonaban las cajas de madera llenas de pescado con hielo. Los motores diesel zumbaban suaves y el humo de la combustión interna salía a través de los altos tubos de escape. Una leve neblina cubría el agua tiñéndola de un color gris verdoso. El sol era un gran globo en el horizonte oriental y el viento soplaba a menos de cinco nudos. En las aguas no se veían olas y la única espuma era la que levantaban las quillas de los pesqueros y la de la estela de los barcos, que avanzaban por las aguas tranquilas.
Broadmoor se aproximó a Pitt, que estaba sentado en la popa observando las gaviotas que evolucionaban sobre el barco en espera de un desayuno gratuito.
-Llegó tu momento, Pitt.
Pitt no había conseguido que Broadmoor lo llamase Dirk. Mientras intentaba tallar la nariz de una mascarilla sin terminar que el haida le había prestado, hizo un gesto de asentimiento. Pitt vestía pantalones de hule amarillo sujetos con tirantes, un grueso suéter tejido por Irma Broadmoor y una gorra de punto calada hasta las pobladas y negras cejas. Los indios no suelen tener sombra de barba, así que se había afeitado a conciencia. Permanecía con la vista fija en la dura madera de la máscara que estaba tallando, pero con el rabillo del ojo miraba el gran muelle -no un pequeño embarcadero, sino un auténtico lugar de amarre para grandes barcos- que iba creciendo en tamaño según el pesquero se adentraba en la bahía. Por el muelle se movía una enorme grúa sobre rieles que servía para descargar maquinaria pesada y otros equipamientos de grandes buques transatlánticos.
Una gran embarcación de líneas insólitamente suaves y con superestructura redondeada, distinta a cuantos yates de lujo había visto Pitt, permanecía amarrada al muelle. Sus cascos gemelos de fibra de vidrio de altas prestaciones estaban diseñados para la velocidad y el confort. El yate parecía capaz de surcar las aguas a más de ochenta nudos. A juzgar por la descripción hecha por Giordino de la nave con diseño inspirado en la era espacial, ésa era la embarcación que habían visto alejarse del carguero Mentawai. Pitt buscó el nombre y el puerto de origen, que normalmente aparecen pintados en el yugo de los buques, pero ninguna marca alteraba la belleza del hermoso casco azul zafiro.
Los propietarios suelen enorgullecerse del nombre de sus barcos y del puerto en que están registrados, así que Pitt pensó que Arthur Dorsett no quería publicidad para su yate por motivos de cuestionable moralidad.
La nave había suscitado su curiosidad. Alzó la vista y escrutó los tragaluces del yate, pero no pudo ver nada porque las cortinas estaban echadas. En cubierta no se veía a nadie, aunque, ciertamente, era demasiado temprano para que los pasajeros o los tripulantes estuvieran en pie. Cuando iba a volver la cabeza hacia los doce agentes de seguridad armados que había en el muelle, se abrió una puerta del yate y apareció una mujer en cubierta.
Era una auténtica belleza, alta y con aspecto de amazona. Salió sacudiendo la cabeza para apartar del rostro el largo cabello rubio cobrizo. Llevaba una bata corta y parecía recién levantada. Tenía los pechos plenos, pero extrañamente desproporcionados, aunque esto era más una intuición que una certeza, pues los llevaba cubiertos por completo por la bata, sin que se viera un milímetro de escote. Pitt advirtió en la desconocida un carácter indómito y feroz, parecía una tigresa examinando sus dominios. La mujer miró distraídamente la pequeña flota pesquera, y luego se fijó en Pitt, que la miraba descaradamente.
En circunstancias normales, Pitt, con su talante desenfadado, se hubiera puesto en pie y, con la gorra en la mano, le hubiera hecho una amplia reverencia. Pero debía representar el papel de indio, así que se limitó a mirarla inexpresivamente y dirigirle una respetuosa inclinación. Ella dio media vuelta y se desentendió de Pitt, como si éste fuera un árbol más del bosque. Un mayordomo uniformado se acercó a ella y le ofreció una taza de café sobre una bandeja de plata. El aire frío del amanecer la hizo temblar, y la desconocida regresó al interior del yate.
-Una mujer impresionante, ¿no? -comentó Broadmoor, sonriendo al ver la expresión de Pitt.
-Debo admitir que nunca había visto a una mujer semejante.
-Es Boudicca Dorsett, una de las tres hijas de Arthur. Aparece inesperadamente por aquí varias veces al año en su lujoso yate.
Así que ésa era la tercera hermana, se dijo Pitt. Perlmutter la había descrito como implacable y fría como el hielo del fondo de un glaciar. Tras haber visto a la tercera hija de Dorsett, a Pitt le costaba creer que Maeve hubiera salido del mismo vientre que alumbró a Deirdre y Boudicca.
-Sin duda ha venido para exigir una producción más alta de la mano de obra esclava y a hacer recuento de las ganancias.
-Ni lo uno ni lo otro -dijo Broadmoor-. Boudicca dirige la organización de seguridad de la compañía. Tengo entendido que va de mina en mina, inspeccionando los sistemas y el personal para detectar los posibles fallos.
-Lindo John Merchant estará particularmente alerta si ella está aquí -dijo Pitt-. Tomará precauciones especiales para que sus guardas estén atentos y den buena impresión a su jefa.
-Deberemos aumentar nuestras precauciones -dijo el indio asintiendo con la cabeza. Luego señaló a los agentes de seguridad que había en el muelle aguardando para inspeccionar lo que transportaban los pesqueros y añadió-: Fíjate, hay seis hombres. Normalmente, sólo hay dos. El que lleva el medallón en el cuello es el encargado del muelle. Se llama Crutcher. Mal tipo.
Pitt echó un vistazo a los agentes para ver si alguno de ellos había estado en la pista de aterrizaje cuando Stokes llegó con el hidroavión a las instalaciones. La marea estaba baja, y tuvo que alzar la cabeza para mirar a los hombres del muelle. Le producía particular aprensión la posibilidad de ser reconocido por el guardia al que golpeó en la oficina de John Merchant. Afortunadamente, no reconoció a ninguno de los hombres.
Llevaban las correas de los fusiles sobre los hombros y los cañones apuntados hacia la zona en que se encontraban los pescadores indios. Pitt no tardó en advertir que tan sólo era una manera de intimidarlos, puro teatro. No iban a disparar contra nadie, porque no iban a correr el riesgo de que les viera hacerlo la dotación de un carguero fondeado en las proximidades. Crutcher, un arrogante y frío joven de unos veintiséis o veintisiete años, se adelantó hasta el borde del muelle cuando el timonel de Broadmoor acercó el barco al amarradero. Broadmoor lanzó una maroma que cayó delante de las botas de combate del guarda.
-Eh, amigo, amarre el cable.
El guarda le dirigió una despectiva mirada y le dio una patada a la maroma, que volvió a caer sobre la cubierta del pesquero.
-Amárralo tu mismo -contestó.
Pitt supuso que el tipo debía de ser un antiguo miembro de las fuerzas especiales. Tomó la maroma, subió por una escalerilla hasta el muelle, y una vez en él, se rozó a propósito con Crutcher mientras ataba el extremo de la maroma en torno a un moray.
Crutcher le dio un puntapié a Pitt. Éste se irguió y entonces el guarda lo agarró por los tirantes y lo sacudió violentamente mientras decía:
-¡Cuida tus modales, cara de calamar!
Broadmoor sintió un escalofrío de aprensión. La situación era peligrosa. Los haidas eran un pueblo tranquilo que sabía dominar los accesos de ira, sin embargo Pitt no era un haida; estaba seguro de que se soltaría del desdeñoso guarda y luego lo tumbaría de un golpe. Pero Pitt no cayó en la tentación. Sin alterarse, se pasó la mano por el incipiente moretón de sus nalgas y miró a Crutcher con insondable expresión. Se quitó la gorra de punto, simulando respeto, y dejó ver la mata negra de su cabello, cuyos rizos naturales había alisado con gomina.
-Fue sin querer. Lo siento -dijo con expresión sumisa.
-Tu cara no me suena -contestó Crutcher.
-He venido aquí más de veinte veces -dijo Pitt respetuoso-. Y lo conozco a usted. Se llama Crutcher. Hace tres semanas, me dio un puñetazo en el estómago por demorarme en la descarga del pescado.
El guarda observó por un momento a Pitt y luego se echó a reír como un chacal.
-Crúzate otra vez en mi camino, y te enviaré al otro lado del canal de una patada en el culo.
Pitt puso cara de mansa resignación y saltó de nuevo a la cubierta del pesquero. El resto de la pequeña flota se había dispersado por el muelle, entre los barcos de provisiones. Donde no había espacio disponible para amarrar, los barcos se colocaban en paralelo, y los tripulantes del de más afuera pasaban su carga de pescado a la cubierta del que estaba amarrado. Pitt se unió a los pescadores y comenzó a pasar cajas de salmón a uno de los marineros de Broadmoor que las iba apilando sobre unas vagonetas de carga enganchadas a un pequeño vehículo tractor de ocho ruedas. Las cajas eran pesadas, por lo que los bíceps y la espalda de Pitt no tardaron en protestar. Apretó los dientes; sabía que los guardas recelarían de él si no trabajaba con la misma rapidez de los otros haidas.
Dos horas más tarde, las vagonetas ya estaban cargadas. Cuatro de los guardas y los tripulantes de los pesqueros montaron en ellas y el tren tirado por el tractor se dirigió al comedor de la compañía minera. Fueron detenidos en el túnel de entrada, desde donde los condujeron a un pequeño edificio donde les dijeron que se quedaran en ropa interior. Luego registraron sus ropas y pasaron a los pescadores por rayos X. Todos tuvieron que someterse a ello, excepto un haida que por descuido llevaba un cuchillo de pesca en la bota. A Pitt le pareció extraño que, en lugar de confiscar simplemente el cuchillo, lo devolvieran al pescador y lo obligaran a regresar al barco. A los demás les permitieron vestirse y montar de nuevo en los remolques para ir hasta la zona de excavaciones.
-Creí que nos registrarían al salir, por si nos llevábamos diamantes ocultos, y no al entrar -dijo Pitt.
-También lo hacen -explicó Broadmoor-. Al salir de la mina, pasamos otra vez por lo mismo. Nos examinan de nuevo con rayos X para hacernos entender que es inútil que nos traguemos unos cuantos diamantes para intentar pasarlos sin ser vistos.
El túnel de cemento que atravesaba el vertedero de escoria medía cinco metros de alto por diez de ancho, espacio más que suficiente para permitir el paso de camiones grandes con hombres y equipo. Tenía una longitud de casi medio kilómetro y el interior estaba iluminado por largas hileras de tubos fluorescentes. Del túnel partían otros corredores laterales de dimensiones más pequeñas.
-¿Adonde conducen? -preguntó Pitt a Broadmoor.
-Forman parte del sistema de seguridad. Rodean las instalaciones y están llenos de aparatos de detección.
-Guardas armados, todo este alarde de dispositivos de seguridad... Todo esto para evitar que desaparezcan unos cuantos diamantes parece una exageración.
-No es sólo por los diamantes. También pretenden evitar que los trabajadores ilegales escapen al continente. Eso forma parte del trato con los funcionarios canadienses corruptos.
Cuando llegaron al otro extremo del túnel se encontraron rodeados por la frenética actividad de la operación minera. El conductor del tractor dirigió el tren de vagonetas hacia un camino pavimentado que rodeaba el pozo abierto de la chimenea volcánica y lo detuvo junto al andén de carga que había en la parte delantera de un pequeño edificio de hormigón.
Un hombre que llevaba uniforme de cocinero bajo un chaquetón forrado de piel abrió la puerta del gran almacén que hacía de despensa. Hizo un gesto de saludo a Broadmoor.
-Me alegro de verte, Mason. Llegas justo a tiempo. Sólo nos quedaban un par de cajas de bacalao.
-Traemos el pescado suficiente para que a tus hombres les salgan escamas. -Broadmoor se volvió hacia Pitt y, en voz baja, le dijo-: Dave Anderson, el jefe de cocina de los mineros. Es un buen tipo, pero le gusta demasiado la cerveza.
-La puerta del congelador está abierta -dijo Anderson-. Tened cuidado al almacenar las cajas. La última vez mezclasteis el salmón con la platija y me fastidiasteis el menú.
-Te traje un regalito. Cincuenta kilos de bistecs de alce.
-Eres buena gente, Mason. Gracias a ti, no tengo que comprar pescado congelado en el continente -dijo con una amplia sonrisa-. Cuando acabéis con las cajas, id al comedor. Mis chicos tendrán listo el desayuno para tus hombres. En cuanto haga inventario de la carga, te extenderé un cheque.
Cuando acabaron de colocar las cajas de pescado en el congelador, los pescadores, seguidos por Pitt, se dirigieron al comedor, donde reinaba una cálida temperatura. Fueron pasando por el mostrador, y les sirvieron huevos, salchichas y tortitas. Mientras cada uno de ellos se servía café de una enorme cafetera, los cuatro guardas conversaban bajo una nube de humo de tabaco junto a la puerta. En el comedor había casi un centenar de mineros chinos que habían terminado el turno de noche. Diez hombres, que Pitt supuso que serían ingenieros y superintendentes, estaban sentados en un pequeño comedor privado, algo apartado.
-¿Cuál de ellos es el empleado descontento? -preguntó a Broadmoor.
Broadmoor señaló con un movimiento de cabeza la puerta que conducía a la cocina.
-Te está aguardando fuera, junto a los contenedores de basura.
Pitt miró con extrañeza al indio.
-¿Cómo te pusiste de acuerdo con él?
Broadmoor sonrió enigmáticamente.
-Los haidas tenemos medios de comunicación en los que no son necesarias las palabras.
Pitt no hizo más preguntas, pues no era el momento oportuno. Sin quitar ojo a los guardas, se dirigió con toda naturalidad a la cocina y pasó por entre los hornos y las pilas de comida en dirección a la puerta trasera, sin que ninguno de los cocineros y pinches alzara la vista. Abrió la puerta, bajó por unos escalones y llegó junto a los contenedores de basura que apestaban el aire fresco de un olor a vegetales descompuestos.
Permaneció quieto, aguantando el frío, sin saber muy bien qué esperaba.
Por detrás de un contenedor asomó la alta figura de un hombre vestido con un mono amarillo. Tenía la parte inferior de los pantalones manchada por un extraño cieno azul. Llevaba la cabeza cubierta con un casco de minero y el rostro oculto por una máscara de protección contra gases tóxicos. Apareció con un bulto bajo el brazo.
-Creo que está usted interesado en el funcionamiento de nuestra mina -dijo en voz baja.
-Sí. Me llamo...
-Los nombres no importan. Si tiene usted que regresar a la isla con los pescadores, no disponemos de mucho tiempo. -Sacó del bulto un mono de trabajo, una máscara y un casco, y se lo dio a Pitt-. Póngase esto y sígame.
Pitt obedeció sin decir nada, seguro de que no se trataba de una trampa. Los guardas de seguridad podrían haberlo detenido en cualquier momento desde que puso pie en el muelle. Cerró la cremallera de la parte delantera del mono, se ajustó el barboquejo del casco y la máscara y echó a andar tras el hombre que, según esperaba Pitt, le mostraría de dónde procedía el azote que había causado tantas muertes.
23
Pitt siguió al enigmático ingeniero de minas por un camino, hasta el interior de un moderno edificio prefabricado donde una serie de elevadores transportaban a los trabajadores hasta las excavaciones. Los dos más grandes estaban destinados a los mineros chinos, pero el más pequeño, situado en un extremo, era el que usaban los jefes. Las máquinas de los ascensores eran el último grito tecnológico de la fábrica Otis. El ascensor descendió con suavidad, sin ruido, ni sensación de caída.
-¿Cuánto estamos bajando? -preguntó Pitt con la voz amortiguada por la máscara.
-Quinientos metros -replicó el minero.
-¿Por qué son necesarias estas máscaras?
-Cuando en un pasado remoto el volcán en el que nos encontramos hizo erupción, llenó la isla Kunghit de piedra pómez. Las vibraciones causadas por las excavaciones levantan un polvo de esa espuma de lava que destroza los pulmones.
-¿Es ése el único motivo? -preguntó Pitt, sospechando que había otra causa.
-No -contestó el ingeniero con honestidad-. No quiero que vea mi cara. De ese modo, si los de seguridad recelan, podré pasar la prueba del detector de mentiras que el jefe de seguridad aplica con la misma frecuencia con que un médico efectúa un análisis de orina.
-Lindo John Merchant -dijo Pitt sonriente.
-¿Conoce usted a John?
-Nos hemos visto.
El hombre aceptó la declaración de Pitt sin hacer comentarios.
Al acercarse al final del descenso, Pitt notó un extraño zumbido en los oídos. Antes de que tuviera oportunidad de preguntar de qué se trataba, las puertas se abrieron. Su acompañante lo condujo por un conducto minero hasta una plataforma abierta de observación situada cincuenta metros por encima de la enorme cámara de excavación. El equipo del fondo del pozo no era el que habitualmente existía en las minas. No había vagonetas llenas de mineral deslizándose sobre raíles, ni tampoco taladros, explosivos o grandes vehículos excavadores. Era una organización bien financiada y cuidadosamente diseñada y organizada, dirigida por ordenadores que manipulaban un pequeño grupo de hombres. La única máquina en funcionamiento que se veía era el enorme puente con cables y cangilones que transportaba la tierra azul en la que se encontraban los diamantes hasta los edificios de la superficie en los que se efectuaba la extracción de las piedras.
El ingeniero se volvió y Pitt pudo ver sus ojos verdes por encima de la mascarilla.
-Mason no me ha dicho quién es usted ni a quién representa, aunque tampoco quiero saberlo. Sólo me ha dicho que está intentando localizar un canal de vibraciones sonoras que viaja bajo el agua y cuyos efectos son letales.
-Es cierto. Ejemplares de diferentes especies marinas y cientos de personas han muerto misteriosamente en alta mar y en las costas.
-¿Cree que el sonido se origina aquí?
-Tengo motivos para pensar que la mina de la isla Kunghit es una de las cuatro fuentes de ese sonido.
El ingeniero asintió con la cabeza.
-Komandaroskie en el mar de Bering, la isla de Pascua y la Gladiator en el mar de Tasmania son las otras tres.
-¿Lo sabe o lo supone?
-Lo sé. En todas ellas se utiliza el mismo equipo de excavación por impulsos ultrasónicos que tenemos aquí. -El ingeniero señaló el pozo abierto-. Antes cavábamos pozos para localizar las concentraciones de diamantes, de modo muy similar a como los mineros siguen una veta aurífera. Pero los científicos e ingenieros de Dorsett descubrieron un sistema de excavación que producía cuatro veces más en un tercio del tiempo, así pues, abandonamos de inmediato los viejos métodos.
Pitt se apoyó en la barandilla y contempló la actividad del pozo. Grandes vehículos robot introducían en la tierra azul pértigas metálicas de gran longitud que producían extrañas vibraciones que recorrían el cuerpo de Pitt desde los pies hasta la cabeza. Dirigió una mirada inquisitiva al ingeniero.
-Los impulsos ultrasónicos de alta frecuencia desintegran la roca diamantífera y la arcilla. -El ingeniero hizo una pausa para señalar una gran estructura de hormigón sin ventanas-. ¿Ve ese edificio en el lado sur del pozo?
Pitt movió la cabeza en un gesto de afirmación.
-Es un generador nuclear. Se necesita una energía muy potente para producir los entre diez y veinte impulsos sónicos de alta frecuencia por segundo necesarios para penetrar en la durísima arcilla y desintegrarla.
-Ése es el quid del problema.
-¿A qué se refiere? -preguntó el ingeniero.
-El sonido generado por el equipo excavador llega hasta el mar. Cuando converge con las ondas procedentes de las otras minas Dorsett del Pacífico, su intensidad aumenta y puede exterminar la vida animal de un amplio radio de la zona de convergencia.
-Ése es un concepto interesante, aunque sólo hasta cierto punto. A su rompecabezas le falta una pieza.
-¿Acaso mi teoría no le parece verosímil?
El ingeniero negó con la cabeza.
-Por sí misma, la energía sónica que se produce ahí abajo no podría matar ni a una sardina situada a tres kilómetros de aquí. El equipo de perforación ultrasónica utiliza ondas de sonido cuyas frecuencias acústicas son de entre sesenta y ochenta mil hertzios por segundo. Antes de que puedan recorrer una distancia considerable, las frecuencias son absorbidas por las sales marinas.
Pitt escrutó al ingeniero, intentando averiguar algo más sobre él, pero sólo podía verle los ojos y unos mechones de cabello gris asomando bajo el casco; eso y que era de su misma altura, aunque con unos diez kilos más que él, era todo lo que podía discernir.
-¿Cómo sé que no intenta usted despistarme?
Pitt no pudo ver la sonrisa que ocultaba la máscara de protección, pero la adivinó.
-Acompáñeme -dijo el ingeniero-. Le enseñaré la solución del enigma. -Volvió a meterse en el ascensor, pero antes de oprimir el botón del panel ofreció a Pitt un casco de espuma acústica-. Quítese el que lleva y póngase éste. Ajústeselo bien, para evitar los posibles vértigos. Lleva aplicado un transmisor-receptor, así que podremos seguir hablando.
-¿Adonde vamos? -preguntó Pitt.
-A un túnel de exploración socavado por debajo del pozo principal, para examinar los depósitos de piedras más grandes.
Se abrieron las puertas y entraron en un túnel de mina abierto en la roca volcánica y apuntalado con maderos gruesos. Involuntariamente, Pitt alzó las manos y se las apretó contra las sienes. Aunque los sonidos estaban amortiguados, notaba una extraña sensación en los tímpanos.
-¿Me oye bien? -preguntó el ingeniero.
-Sí, le oigo, pero escucho una especie de zumbido de fondo -contestó Pitt a través del pequeño micrófono.
-Ya se acostumbrará.
-¿Cuál es la fuente de ese ruido?
-Sígame cien metros y le mostraré la pieza que falta en su rompecabezas.
Pitt siguió los pasos del ingeniero hasta que llegaron a un túnel lateral que carecía de puntales. La roca volcánica era suave y lisa. Daba la sensación de que una inmensa fresadora la había pulido.
-Esto es un cañón Thurston de lava -dijo Pitt-. Ya los había visto en Hawai.
-Algunas clases de lava, como por ejemplo ésta, de composición basáltica, forman pequeños regueros llamados pahoehoe que fluyen lateralmente y cuyas superficies son lisas -explicó el ingeniero-. Cuando la lava más próxima a la superficie se enfría, la del interior, aún caliente, sigue fluyendo hasta abrirse paso al exterior, dejando tras de sí cámaras vacías o cañones. Son estas bolsas de aire las que resuenan a causa de las ondas ultrasónicas producidas por el equipo perforador de arriba.
-¿Qué pasaría si me quitara el casco?
-Hágalo, pero no le gustarán las consecuencias -dijo el ingeniero encogiéndose de hombros.
Pitt se quitó el casco de espuma acústica. De inmediato se sintió desorientado y tuvo que apoyarse en la pared del cañón para no perder el equilibrio. Después sintió náuseas. El ingeniero se acercó a él y volvió a ponerle el casco. Luego rodeó a Pitt por la cintura para ayudarlo a mantenerse en pie.
-¿Satisfecho? -preguntó.
El vértigo y las náuseas se disiparon rápidamente. Pitt suspiró profundamente.
-Tenía que probarlo. Ahora me hago una pequeña idea de lo que esa pobre gente sufrió antes de morir.
El ingeniero lo condujo hasta el ascensor.
-No es una experiencia agradable, y cuanto más abajo excavamos, los síntomas se hacen más graves. En una ocasión anduve por aquí sín protegerme los oídos, y el dolor de cabeza me duró una semana.
Mientras el ascensor subía, Pitt se recuperó, aunque siguió sintiendo un ligero zumbido en los oídos. Ahora lo entendía todo: conocía la fuente original de las ondas sónicas, sabía cómo se producía la destrucción y cómo detenerla, y todo ello le hizo sentirse eufórico.
-Ya comprendo. Las cámaras de aire que hay en la lava resuenan e irradian los impulsos sónicos de alta intensidad a través de la roca hasta el mar, produciendo un increíble estallido energético.
-En efecto. -El ingeniero se quitó el casco y se mesó su escaso cabello cano-. La resonancia sumada a la intensa vibración sónica crea una fuerza energética tan potente que puede matar.
-¿Por qué arriesga usted su empleo, y quizá su vida, contándome todo esto?
Pitt vio la ira relucir en los ojos del ingeniero, que hundió las manos en los bolsillos del mono y dijo:
-No me gusta trabajar para gente de la que no me fío. Los hombres como Arthur Dorsett sólo sirven para crear conflictos y tragedias, y si alguna vez se encuentra usted con él, comprobará que no miento. Esta operación minera, lo mismo que todas las que ha hecho en su vida, apesta. Obligan a trabajar a los pobres obreros chinos hasta que revientan. Reciben una buena alimentación, pero no cobran nada y tienen que pasarse dieciocho horas diarias en el pozo. En los últimos doce meses han muerto veinte obreros; los hombres, demasiado cansados, no tomaron las precauciones necesarias y fueron aplastados por la maquinaria. ¿Por qué demonios es necesario sacar diamantes durante veinticuatro horas al día, si en todo el mundo existen excedentes de estas malditas piedras? La De Beers encabeza un monopolio repugnante, pero eficaz. Mantienen baja la producción a fin de que los precios sigan altos... Dorsett tiene algún maldito plan para derrumbar el mercado. Daría un año de paga por averiguar qué proyectos alberga su diabólica mente. Es preciso que alguien como usted, que comprende el horror que estamos produciendo aquí, pueda actuar y evitar con ello que Dorsett asesine a otro centenar de personas inocentes.
-¿Por qué no denuncia usted a las autoridades lo que ocurre aquí? -preguntó Pitt.
-Eso es más fácil de decir que de hacer. Todos los científicos e ingenieros que dirigimos la excavación firmamos contratos de hierro. Si no hay resultados, no se cobra. Si pusiéramos una demanda, los abogados de Dorsett levantarían una pantalla de humo tan densa que no podríamos perforarla ni con un láser. O, lo que sería igualmente malo, si la policía montada se enterase de las muertes de los trabajadores clandestinos chinos, Dorsett alegaría ignorancia y se ocuparía de que todos nosotros fuéramos procesados por conspiración. De todas maneras, está previsto que abandonemos la isla dentro de cuatro semanas. Tenemos orden de clausurar las instalaciones una semana antes. Sólo entonces cobraremos y podremos irnos.
-¿Y por qué no se montan en un barco y se marchan ya?
-Eso pensábamos hacer, hasta que el superintendente puso en práctica el plan -dijo lentamente el ingeniero-. Según las cartas que nos envió su esposa, el hombre nunca regresó a casa, ni nadie volvió a verlo.
-Dorsett no se anda con bromas.
-Es tan implacable como un traficante en drogas centroamericano.
-¿Por qué piensa clausurar la mina si aún no está agotada?
-No tengo idea. Dorsett es quien fija las fechas. Evidentemente, tiene un plan que no desea compartir con sus empleados.
-¿Por qué está tan seguro Dorsett de que cuando ustedes lleguen a sus casas no hablarán?
-No es ningún secreto que, si alguno de nosotros se va de la lengua, acabaremos todos en la cárcel.
-¿Y los trabajadores chinos?
El hombre miró a Pitt con ojos inexpresivos.
-Sospecho que se quedarán dentro de la mina.
-¿Enterrados?
-Dorsett es capaz de darles esa orden a sus esbirros, y éstos la cumplirían sin pestañear.
-¿Conoce usted a Dorsett? -preguntó Pitt.
-Lo vi una vez y tuve más que suficiente. Su hija, la Castradora, es tan mala como él.
-Boudicca. -Pitt sonrió-, ¿La llaman la Castradora?
-Es una mujer fuerte como un buey -dijo el ingeniero-. La he visto levantar en vilo con un solo brazo a un hombre.
Antes de que Pitt pudiera hacer más preguntas, el ascensor llegó a la superficie y se detuvo. Seguido por Pitt, el ingeniero salió al rellano de los ascensores y luego al exterior, donde permaneció un momento con la mirada fija en una camioneta Ford que pasaba en esos momentos. Pitt dobló la esquina del comedor tras él y ambos llegaron a los contenedores de basura.
-El equipo que lleva pertenece a un ingeniero que está con gripe -dijo señalando el mono de trabajo que llevaba Pitt-. Tengo que devolverlo antes de que note su desaparición y comience a hacer preguntas.
-Estupendo -murmuró Pitt-, Probablemente, su máscara estaba llena de gérmenes.
-Sus amigos indios han regresado a los barcos. -El ingeniero señaló hacia el andén de carga del almacén de comida-. La camioneta que pasó hace un momento frente al edificio de los ascensores era un vehículo de transporte de personal. Regresará en un par de minutos. Hágale una señal al conductor y pídale que lo lleve al otro lado del túnel.
-¿Y si me preguntan por qué me separé de mis compañeros? -preguntó Pitt mirando al viejo ingeniero.
Éste sacó papel y lápiz de un bolsillo de su mono de trabajo y escribió una nota. Arrancó la hoja de papel, la dobló y se la entregó a Pitt.
-Déle esto. Le servirá de salvoconducto. Debo regresar a mi trabajo antes de que los matones de Lindo John comiencen a hacer preguntas.
Pitt le estrechó la mano.
-Le agradezco su ayuda. Ha corrido usted un riesgo enorme revelando los secretos de la Dorsett Consolidated a un extraño.
-Cualquier riesgo que yo corra es pequeño si con él se evitan más muertes de personas inocentes.
-Buena suerte -dijo Pitt.
-Lo mismo le deseo. -El ingeniero comenzó a alejarse, pero recordó algo y se acercó de nuevo a Pitt-. Otra cosa, es simple curiosidad. El otro día vi que el helicóptero armado de Dorsett despegaba detrás de un hidroavión, pero el aparato no regresó.
-Ya -dijo Pitt-. Se estrelló contra un monte y ardió.
-¿Cómo lo sabe?
-Yo iba en el hidroavión.
El ingeniero lo miró con extrañeza.
-¿Qué fue de Malcolm Stokes?
De pronto Pitt comprendió que se encontraba frente al colaborador infiltrado del que le había hablado Stokes.
-Un fragmento de metal le perforó el pulmón, pero vivirá para disfrutar de su pensión,
-Me alegro. Malcolm es un buen hombre y tiene una hermosa familia.
-Esposa y cinco hijos -dijo Pitt-. Me lo contó después de estrellarnos.
-Así que, apenas salvó usted el pellejo, volvió a la línea de fuego, ¿no?
-No fue muy sensato por mi parte, ¿verdad?
El ingeniero sonrió.
-No, supongo que no. -El hombre dio media vuelta, se encaminó al edificio de los ascensores y desapareció.
Cinco minutos más tarde apareció la camioneta y Pitt le hizo una señal para que se detuviese. El conductor, con uniforme de guarda de seguridad, miró con cierto recelo a Pitt.
-¿De dónde sales tú? -preguntó.
Encogiéndose de hombros, Pitt le tendió la nota doblada, sin decir una palabra. El conductor la leyó y luego la tiró al suelo.
-Muy bien, monta. Te dejaré al otro lado del túnel, frente al puesto de seguridad.
El chofer cerró la puerta y puso la camioneta en marcha. Pitt se acomodó tras él, pero antes se agachó para recoger del suelo la nota arrugada y la leyó: «Este pescador haida se encontraba en el baño y sus compañeros, sin darse cuenta, lo dejaron atrás. Ruego lo conduzcan al muelle antes de que la flota pesquera se marche. C. Cussler. Capataz jefe.»
24
El conductor detuvo la camioneta ante el puesto de control, donde, por segunda vez esa mañana, Pitt fue sometido a una exploración por rayos X. Al concluir, el médico encargado del registro anatómico hizo un gesto de asentimiento y, ahogando un bostezo, dijo:
-No, tú no llevas diamantes, muchachote.
-¿Para qué los quiero? -murmuró Pitt-. Las piedras no se comen. Son la maldición del hombre blanco. Los indios no se matan entre sí por diamantes.
-Te retrasaste, ¿no? Tus compañeros pasaron por aquí hace veinte minutos.
-Me quedé dormido -dijo Pitt, poniéndose apresuradamente la ropa.
Salió a toda prisa, corrió por el muelle y se detuvo a unos cincuenta metros del borde del agua. De pronto se sintió presa de la preocupación y la alarma. La flota pesquera haida se encontraba ya a unos cinco kilómetros canal adentro. Estaba solo y sin ningún sitio al que ir.
Un gran carguero fondeado al otro lado del muelle, frente al yate de Dorsett, estaba terminando de descargar. Pitt sorteó los grandes contenedores que estaban siendo sacados de las bodegas del barco por una rampa de madera e, intentando pasar inadvertido entre el ajetreo de las maniobras, avanzó hacia la pasarela, para poder subir al buque. Puso una mano en la barandilla y un pie en el primer peldaño, pero no pudo ir más lejos.
-Quietecíto, pescador -dijo una voz tranquila tras él-. Parece que perdiste tu barco, ¿no?
Lentamente, Pitt se volvió hacia atrás y quedó helado, con los latidos del corazón acelerados, al ver al sádico Crutcher recostado contra un embalaje que contenía una gran bomba hidráulica fumando con indiferencia la colilla de un cigarro. Junto a él había un guarda apuntándolo con su fusil de asalto M-l. Era el hombre de seguridad al que Pitt había golpeado en el despacho de Merchant. El corazón de Pitt volvió a acelerarse cuando el propio Lindo John Merchant apareció tras el guarda y quedó mirando a Pitt con la fría autoridad de quien tiene las vidas de muchos hombres en la palma de la mano.
-Vaya, señor Pitt, parece que es usted un hombre muy testarudo.
-En cuanto subió a la camioneta, lo reconocí -dijo sonriendo el guarda. Luego avanzó hacia Pitt y le golpeó en el estómago con el cañón del fusil-. Esto es por sacudirme a traición.
Pitt, sobrecogido por el dolor, se dobló hacia adelante. El golpe no le provocó ninguna herida interna, pero lo dejó sin aliento por unos momentos. Alzó la vista hacia el sonriente guarda y dijo entre dientes:
-Escoria social, eso es lo que eres.
El hombre alzó el fusil para golpearlo de nuevo, pero Merchant se lo impidió.
-Basta ya, Elmo. Cuando nos explique el porqué de sus insistentes intrusiones podrás entretenerte con él. -Se volvió hacia Pitt y, cambiando de tono, añadió-: Disculpe a Elmo. Tiene la costumbre de golpear a la gente en que no confía.
Pitt pensó desesperadamente en encontrar un modo de escapar. Pero las únicas salidas eran saltar al agua helada y fallecer por hipotermia, o -y eso era lo más probable- ser convertido en picadillo para los peces por el fusil automático de Elmo.
-Tiene usted una gran imaginación si cree que yo soy una amenaza para la Dorsett -murmuró Pitt a Merchant, intentando ganar tiempo.
Con parsimonia, Merchant sacó un cigarrillo de una pitillera de oro y lo encendió con un encendedor a juego.
-Desde la última vez que nos vimos he averiguado muchas cosas sobre usted, señor Pitt. Decir que supone una amenaza para sus adversarios es decir muy poco. No se ha metido usted subrepticiamente en las propiedades Dorsett para estudiar los peces ni las algas. Está usted aquí con un propósito mucho más tenebroso. Espero que nos explicará su presencia aquí con todo detalle, sin que tengamos que presenciar prolongadas y melodramáticas resistencias.
-Lamento defraudarlo -dijo Pitt, respirando entrecortadamente-. Me temo que no tendrá usted tiempo de realizar uno de sus sórdidos interrogatorios.
Merchant no era fácil de engañar, pero sabía que Pitt no era un ladrón de diamantes de tres al cuarto. El no ver miedo en los ojos de su víctima, lo alarmaba bastante; Pitt le inspiraba una mezcla de curiosidad e inquietud.
-La verdad es que esperaba de usted algo más que una baladronada barata.
Pitt alzó la vista y escrutó los cielos.
-En cualquier momento aparecerá una escuadrilla de cazas con misiles del portaaviones Nimitz.
-¿Pretende que me crea que el funcionario de una oscura agencia del gobierno tiene el suficiente poder para ordenar un ataque contra suelo canadiense? ¿Me toma por un idiota?
-Acierta usted en lo que dice de mí -replicó Pitt-. Pero mi jefe, el almirante James Sandecker, tiene poder e influencia suficientes para ordenar un ataque aéreo.
Por un instante, lo que dura un parpadeo, Pitt pensó que Merchant iba a picar. La sombra de la duda cruzó por el rostro del jefe de seguridad. Luego sonrió malévolamente, avanzó un paso y, con la mano enguantada, golpeó en la boca a Pitt, que trastabilló hacia atrás y notó el sabor de la sangre.
-Correré el riesgo -dijo secamente Merchant. Con una expresión de desagrado, se limpió del guante una mancha de sangre-. Déjese de historias. A partir de ahora, usted sólo hablará para responder a mis preguntas. -Se volvió hacia Crutcher y Elmo-. Llevadlo a mi oficina. Continuaremos charlando allí.
Crutcher empujó a Pitt y lo mandó dando traspiés hacia el otro lado del muelle.
-Creo que iremos a su oficina andando en lugar de en coche, señor. A nuestro entrometido amigo le vendrá bien un poco de ejercicio...
-¡Quietos todos! -ordenó una autoritaria voz desde la cubierta del yate. Boudicca Dorsett, apoyada en la barandilla, había estado observando la escena del muelle. Llevaba una chaqueta de lana encima de un suéter de cuello alto y una falda corta plisada, medias blancas y botas de montar de piel. Se echó hacia atrás el cabello, y señaló la escalerilla que iba del muelle a la cubierta de paseo del yate-. Suban a bordo al intruso.
Merchant y Crutcher intercambiaron miradas de indulgencia e hicieron subir a Pitt a bordo. Elmo lo empujó con la culata del fusil y lo obligó a franquear una puerta de teca que se abría al salón principal de la embarcación.
Boudicca se hallaba recostada en el borde de un escritorio de base de madera, con un tablero de mármol italiano. Tenía la falda subida hasta la mitad del muslo. Era una mujer robusta, de movimientos poco femeninos, aunque exudaba sensualidad y la rodeaba una inconfundible aura de riqueza y refinamiento. Acostumbrada a intimidar a los hombres, frunció el entrecejo al advertir que Pitt la miraba fijamente y con curiosidad, como si ella fuese un bicho raro. Sin embargo, pensó que la actuación de la mujer era apabullante, y hubiera impresionado y acobardado a la mayoría de los hombres. Merchant, Crutcher y Elmo no podían apartar los ojos de ella. Pero Pitt se negó a seguirle el juego, e ignoró los encantos de la mujer, centrando su atención en el lujoso mobiliario del salón del yate.
-Esto está realmente bonito -dijo impasible.
-¡Cierra la boca delante de la señorita Dorsett! -le espetó Elmo, alzando la culata de su arma para golpearlo de nuevo.
Pitt giró sobre sus talones, apartó de un golpe el fusil y, con la otra mano, asestó un puñetazo en el abdomen de Elmo, justo por encima de la ingle. Este lanzó un gruñido de dolor e ira, se dobló hacia adelante y soltó el fusil para agarrarse con las manos la parte golpeada.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, Pitt se inclinó, recogió el fusil de la alfombra y, tranquilamente, le entregó el arma al estupefacto Merchant.
-Estoy harto de que este cretino me utilice para satisfacer su sadismo. Haga el favor de mantenerlo bajo control. -Luego, volviéndose hacia Boudicca, añadió-: Aunque comprendo que es temprano, me vendría bien una copa. ¿Hay tequila a bordo de este palacete flotante?
Boudicca permanecía imperturbable, pero miró a Pitt con renovada curiosidad.
-¿Quién es este hombre? -preguntó a Merchant.
-Ha llegado a la isla haciéndose pasar por un pescador indio. Pero es un agente norteamericano.
-¿Y qué trata de encontrar en la mina?
-Cuando usted nos llamó, lo llevaba a mi oficina para averiguarlo -replicó Merchant.
La mujer se enderezó. Era más alta que los hombres que había con ella en el salón. Miró con sus fríos ojos a Pitt y dijo con una voz grave y sensual:
-Tenga la bondad de decirme su nombre y contarme qué le trae por aquí.
-Se llama... -comenzó a decir Merchant.
-Quiero que sea él quien me lo diga -lo interrumpió Boudicca.
Sin hacer caso de la pregunta y sosteniendo la mirada de la mujer, Pitt contestó:
-Así que es usted Boudicca Dorsett. Al fin las conozco a las tres.
Ella miró fijamente a Pitt.
-¿A qué tres? -preguntó.
-A las encantadoras hijas de Arthur Dorsett -replicó Pitt.
A Boudicca no le gustaba que jugasen con ella. Se abalanzó sobre Pitt, lo agarró con fuerza por los hombros y lo empujó contra una pared del salón. Los negros ojos de la giganta, fijos en los de Pitt, carecían de expresión. No dijo nada, se limitó a ir aumentando la presión y a empujar hacia arriba, hasta que los pies de Pitt casi dejaron de tocar la alfombra. Pitt resistió tensando el cuerpo y flexionando los bíceps. Sentía como si tuviera los brazos atrapados en un cepo. Le parecía imposible que nadie tuviera tanta fuerza, y más imposible aún tratándose de una mujer. Tuvo la sensación de que sus músculos estaban siendo reducidos a pulpa. Para combatir el creciente dolor, encajó las mandíbulas y apretó los sangrantes labios. Cuando el estrangulamiento del flujo sanguíneo comenzaba a blanquearle las manos, Boudicca lo soltó al fin y se retiró.
-Ahora, si no quiere que lo estrangule, dígame quién es usted y por qué se ha metido en una mina de mi familia.
Pitt tardó casi un minuto en contestar, dando tiempo a que el dolor pasara y a que sus brazos recuperasen la sensibilidad. Estaba asombrado por la fuerza sobrehumana de esa mujer.
-Bonita forma de tratar al hombre que rescató a sus hermanas de una muerte segura -murmuró finalmente.
Boudicca alzó las cejas, desconcertada e inquisitiva.
-¿A qué se refiere? ¿De qué conoce usted a mis hermanas?
-Me llamo Dirk Pitt. Mis amigos y yo salvamos a Maeve de morir congelada y a Deirdre de ahogarse en el Antártico.
-¿Usted? ¿Es usted el hombre de la Agencia Nacional de Investigaciones Marinas?
-El mismo. -Pitt se acercó a un elegante bar con mostrador de cobre y cogió una servilleta de papel para restañarse la sangre que le brotaba de un corte en el labio. Merchant y Crutcher parecían anonadados, como si hubieran apostado todos sus ahorros a un caballo y éste hubiera llegado el último a la meta.
-Está mintiendo -dijo Merchant a Boudicca.
-¿Quiere que las describa con detalle? -preguntó Pitt indiferente-. Maeve es alta, rubia, con unos increíbles ojos azules... -Hizo una pausa para señalar el retrato de una joven rubia que llevaba un vestido antiguo y un diamante del tamaño de un huevo de codorniz colgado del cuello-. Ese retrato es de ella.
-Frío, frío... -dijo con una sonrisa afectada Boudicca-. Es el retrato de la madre de mi tatarabuela.
-Da lo mismo -dijo Pitt, simulando indiferencia y sin apartar los ojos de la que parecía una doble de Maeve-. Deirdre, por otra parte, tiene los ojos pardos, es pelirroja y camina como una modelo de alta costura.
Tras un largo silencio, Boudicca admitió:
-Parece que es usted quien dice.
-Eso no explica su presencia aquí -insistió Merchant.
-Ya se lo expliqué en nuestra última charla -dijo Pitt-. Vine a estudiar los efectos de los productos químicos contaminantes que fluyen al mar desde la mina.
-Bonita historia, pero falsa -contestó Merchant, sin dejar de sonreír. La mente de Pitt no paraba de trabajar. Se enfrentaba a gente peligrosa, astuta y sin escrúpulos. Hasta el momento, había ido improvisando y estudiando cómo reaccionaban a sus palabras. Sin embargo, sabía que Boudicca descubriría pronto su juego. Era inevitable. La mujer tenía piezas suficientes para completar el rompecabezas. Pitt decidió que si decía la verdad dominaría mejor la situación.
-Muy bien, si así lo quieren, seré sincero. Estoy aquí porque los ultrasonidos que utilizan para las excavaciones de diamantes causan una intensa resonancia que se transmite a grandes distancias bajo el mar. Cuando las condiciones submarinas son óptimas, las ondas sónicas provenientes de las diferentes minas que tienen en el Pacífico convergen en una zona y matan a todos los organismos vivos que se hallan en ella. Pero no estoy diciendo nada que usted no sepa.
Sus palabras sorprendieron a Boudicca, que miró a Pitt como si éste acabara de salir de una nave extraterrestre. Con vacilante voz, dijo:
-Es indudable que sabe usted actuar -dijo, algo insegura-. Debió dedicarse al cine.
-Consideré la idea -dijo Pitt-. Lo malo es que no tengo el talento de James Woods ni la pinta de Mel Gibson. -En un estante del bar descubrió una botella de tequila Herradura y se sirvió un trago. También encontró un limón y un salero. Mientras Boudicca y los otros lo observaban, se echó sal entre el pulgar y el índice. Luego apuró el tequila, lamió la sal y chupó el limón-. Bueno, con esto me siento capaz de enfrentarme a lo que queda del día. Como decía, usted sabe mucho más que yo de los horrores del azote de ondas sónicas que estuvo a punto de matar a sus dos hermanas, señorita Dorsett, así que sería estúpido por mi parte seguirle dando detalles.
-No tengo la más remota idea de lo que me habla. -Boudicca se volvió hacia Merchant y Crutcher-. Este hombre es peligroso y constituye un riesgo para la Dorsett Consolidated Mining. Sáquenlo de aquí y hagan con él lo que consideren necesario para que no nos vuelva a molestar.
Pitt decidió arriesgarse a efectuar una última jugada.
-Garret Converse, el actor, y su junco chino, el Tz'u-shi. El mago David Copperfield admiraría la forma en que usted hizo desaparecer a Converse, su tripulación y su barco. -Se produjo la reacción esperada. La seguridad y la arrogancia de Boudicca se desvanecieron.
De pronto, la mujer parecía perdida. Pitt continuó:
-Seguro que no ha olvidado usted el Mentawai. Eso fue una chapuza. Calcularon ustedes mal el momento de la explosión e hicieron volar también al grupo de abordaje del Río Grande que estaba investigando lo que había sucedido con el Mentawai. Desgraciadamente para usted, alguien vio y, posteriormente, identificó su yate cuando abandonaba la escena del delito.
-Un relato de lo más intrigante. -Boudicca lo dijo desdeñosamente, aunque no pudo disimular la preocupación que le habían producido las palabras de Pitt-. Apasionante. ¿Ha acabado ya, señor Pitt, o tiene algo más que añadir?
-El final de la historia aún no está escrito -contestó él-. Sin embargo, me arriesgaría a decir que muy pronto, de la Dorsett Consolidated Mining Limited, no quedará más que el recuerdo.
Había ido demasiado lejos. Boudicca dejó de dominarse. Presa de la ira, se acercó a Pitt con el rostro crispado y dijo:
-Nadie detendrá a mi padre. Ninguna agencia legal, ni ningún gobierno. Desde luego, no en los próximos veintisiete días. Pasado ese tiempo, nosotros mismos clausuraremos las minas.
-¿Por qué no lo hacen ahora, y salvan sabe Dios cuántas vidas?
-No lo haremos ni un minuto antes de estar listos.
-Listos, ¿para qué?
-Lástima que no le pueda preguntar eso a Maeve.
-¿Por qué a Maeve?
-Según me ha dicho Deirdre, Maeve se hizo muy amiga del hombre que la salvó.
-Ella está en Australia -dijo Pitt.
Boudicca movió la cabeza y mostró los dientes en una gélida sonrisa.
-Maeve se encuentra en Washington. Nuestro padre la ha convencido para que trabaje para nosotros y nos haga saber toda la información que la ANIM posee acerca de las ondas sónicas. Para evitar problemas, no hay como tener a alguien de la familia en el campo enemigo.
-La juzgué mal -dijo Pitt-. Me hizo creer que proteger la vida marina era su trabajo y su gran vocación.
-Su indignación moral se disolvió como un azucarillo cuando se enteró de que mi padre tenía a sus hijos en su poder.
-Quiere decir que los tiene como rehenes. -La niebla comenzaba a disiparse. Pitt entendió que Arthur Dorsett no era sólo un hombre codicioso, sino también un asesino sin escrúpulos capaz de utilizar a su propia familia para llevar a cabo sus planes.
Boudicca no hizo caso del comentario de Pitt, e hizo una señal a John Merchant.
-Es suyo. Deshágase de él como le parezca.
-Antes de enterrarlo con los otros -dijo Crutcher, relamiéndose los labios-, lo convenceremos de que nos cuente todos los detalles que haya pretendido ocultarnos.
-Así que primero me torturarán y luego me ejecutarán -dijo Pitt, simulando indiferencia. Se sirvió otro trago de tequila mientras su cerebro creaba y desechaba una docena de inútiles planes de fuga.
-Usted mismo se condenó al venir aquí -dijo Boudicca-. Si, como dice, los de la ANIM estuvieran seguros de que nuestras operaciones mineras son las responsables de enviar mortíferas ondas sónicas a través del océano, no habría habido necesidad de que usted viniera a espiar lo que ocurre en nuestras propiedades. La verdad es que se ha enterado de las respuestas hace menos de una hora, y aún no ha podido contárselas a sus superiores en Washington. Lo felicito, señor Pitt. Entrar en la mina sorteando nuestros sistemas de seguridad fue una jugada maestra. Pero no pudo usted hacerlo solo. En cuanto el señor Merchant le dé un pequeño repaso, nos contará usted su secreto con todo detalle.
«Me ha pillado», pensó Pitt, sintiéndose derrotado.
-Espero que no se olvide de saludar de mi parte a Maeve y a Deirdre -dijo.
-Conociendo a mis hermanas, estoy segura que ninguna se acordará ya de usted.
-Tal vez Deirdre lo haya hecho, pero Maeve, no. Ahora que las conozco a las tres, creo que ella es la mejor de todas.
A Pitt le sorprendió ver el odio que relucía en los ojos de Boudicca.
-Maeve es una renegada. Nunca se ha sentido un miembro de nuestra familia.
Pitt mostró su habitual sonrisa, burlona y retadora.
-Lo comprendo perfectamente.
Boudicca se puso en pie. Los tacones de sus botas la hacían parecer aún más alta. Miró a Pitt, furiosa por la risueña expresión de sus ojos verdes.
-Cuando clausuremos la mina, Maeve y sus bastardos habrán desaparecido. -Dio media vuelta y miró a Merchant con ojos llameantes-. Saquen a esta basura de mi barco -dijo-. No quiero volver a verlo.
-Muy bien, señorita Dorsett -dijo Merchant, e indicó a Crutcher que sacara a Pitt del salón-. Le prometo que ésta será la última vez que lo vea.
Pitt salió flanqueado por Merchant y Crutcher, mientras Elmo cerraba la marcha. Los tres escoltaron a su prisionero por la pasarela y, al llegar al muelle, lo condujeron hacia una furgoneta. Cuando pasaban junto a los grandes contenedores de provisiones y equipo que habían sido descargados del buque, los ruidosos motores diesel de las grúas amortiguaron un sonido sordo. Súbitamente, Crutcher se desmoronó sobre el suelo del muelle y Pitt dio media vuelta, a la vez que se agachaba para evitar un posible golpe. Justo en ese momento Merchant cayó con los ojos en blanco como un saco de arena. Unos pasos más atrás, Elmo yacía inerte; parecía muerto, y, en realidad, lo estaba. Todo, desde el golpe mortal en la nuca de Elmo hasta la concusión que dejó inconsciente a John Merchant, había ocurrido en apenas diez segundos.
Mason Broadmoor agarró el brazo de Pitt con la mano izquierda, mientras en la derecha empuñaba una enorme llave inglesa de acero.
-¡Vamos, salta, deprisa!
-¿Saltar? ¿Adonde? -preguntó confuso Pitt.
-Al agua, idiota.
Pitt no necesitó que se lo dijeran dos veces. Corrieron y se lanzaron al aire y al mar a escasos metros de la proa del carguero. Las aguas heladas dejaron insensibles las terminaciones nerviosas del cuerpo de Pitt, pero inmediatamente la adrenalina lo hizo reaccionar y nadó al lado de Broadmoor.
-¿Y ahora qué? -jadeó, sacudiéndose el agua del rostro y el cabello y viendo ante sí el aliento convertido en una nube de vapor.
-Las hidromotos -contestó Broadmoor, expulsando agua por la nariz-. Las sacamos a escondidas del pesquero y las ocultamos bajo el muelle.
-¿Estaban en el barco? No las vi.
-Estaban en un compartimiento secreto que yo mismo construí-dijo Broadmoor sonriente-. Nunca se sabe cuándo hay que huir de la ciudad perseguido por el sheriff. -Llegó a una de las dos Wetjets Dúo 300 que flotaban junto a un pilar de hormigón y se subió a ella-. ¿Sabes llevar una hidromoto?
-Nací pilotando una -dijo Pitt, montándose a horcajadas sobre el segundo vehículo.
-Si mantenemos el carguero entre nosotros y el muelle, permaneceremos fuera de la línea de tiro de los hombres de Dorsett durante más de medio kilómetro.
Pusieron las hidromotos en marcha y los motores modificados rugieron. Con Broadmoor abriendo la marcha un metro por delante de Pitt, salieron de debajo del muelle como si hubieran sido disparados por un cañón. Describiendo con las hidromotos una curva cerrada, se ciñeron a la parte exterior del carguero cuyo casco utilizaron como escudo. Los motores respondieron al acelerón sin problemas. Pitt en ningún momento miró hacia atrás. Se inclinó sobre el manillar, apretando a tope el acelerador y esperando que en cualquier momento un diluvio de balas cayera sobre el agua alrededor de él. Pero no ocurrió así; habían logrado fugarse limpiamente, y cuando el resto de los hombres de John Merchant fueron alertados, ellos ya estaban fuera de peligro.
Por segunda vez en dos días, Pitt estaba escapando a la desesperada de la mina que Dorsett tenía en la isla Moresby. La superficie del agua era un difuso borrón azul. Los brillantes colores y las pinturas tribales de las hidromotos refulgían alumbradas por el sol. Los sentidos y los reflejos de Pitt se agudizaron ante el peligro.
Desde el aire, el canal que separaba las islas parecía poco más que un río ancho. Pero desde la superficie del mar, la invitadora seguridad de los árboles y los montes rocosos de Moresby parecían una mota en el lejano horizonte.
A Pitt le asombró la estabilidad del vehículo y la potencia del motor, convenientemente modificado, que impulsaba la hidromoto por encima de las olas bajas, sin que apenas oscilara. Eran máquinas realmente potentes. Aunque no podía saberlo con certeza, Pitt calculó que iba a cerca de sesenta nudos de velocidad. Era casi como conducir una moto de carreras sobre el agua. Aceleró y, saliéndose de la estela de Broadmoor, se puso a su altura.
-¡Si nos alcanzan, nos convertirán en carne picada! -gritó.
-¡No te preocupes! -replicó Broadmoor-. ¡Corremos más que sus patrulleras!
Pitt se volvió, miró por encima del hombro hacia la isla, que iba quedando rápidamente atrás y maldijo entre dientes. El otro helicóptero Defender estaba alzándose sobre el montículo que rodeaba la mina. En menos de un minuto, el aparato se hallaba sobre el canal, detrás de ellos.
-¡Pero no corremos más que el helicóptero! -gritó Pitt a Broadmoor.
En contraste con Pitt, que se sentía verdaderamente alarmado por la situación, Mason Broadmoor parecía tan contento y animado como un muchacho preparándose para su primera carrera de motos. Su rostro pardo reflejaba un enorme entusiasmo. Se levantó del asiento y miró hacia el aparato que los perseguía.
-Esos infelices no tienen ni una sola posibilidad -dijo sonriendo-. Pégate a mi cola.
Rápidamente, se acercaban a la flota pesquera que volvía a casa, pero entonces Broadmoor hizo un giro cerrado y se volvió hacia la isla Moresby, alejándose de los barcos. La costa estaba a unos cientos de metros, y el helicóptero se encontraba a menos de un kilómetro a sus espaldas. Pitt miró las olas que rompían contra las rocas que conformaban la orilla de los escarpados acantilados y se preguntó si Broadmoor, que parecía encaminarse derecho hacia las rompientes, estaba animado por ansias suicidas. Pitt trató de olvidarse del helicóptero que los perseguía y depositó toda su confianza en el tallista de tótems haida. Pegó el morro de su hidromoto a la trasera de la de su compañero y avanzó sobre la estela espumosa, pasando por entre las amenazadoras rocas que asomaban por encima de las olas.
Pitt, que pensó que iban a estrellarse contra los rocosos farallones, agarró con fuerza el manillar y afirmó los pies en la plataforma de la hidromoto. El ruido de las rompientes era infernal y sólo podía ver una gigantesca cortina de agua y espuma. Por su mente cruzó la imagen del Polar Queen avanzando indefenso hacia la isla rocosa de la Antártida, sólo que esta vez, en lugar de estar en un transatlántico, iba en una cascara de nuez flotante. Siguió adelante, pese a que ya tenía la casi total certeza de que Broadmoor estaba totalmente loco.
Broadmoor rodeó una enorme roca. Pitt lo siguió, ladeando el cuerpo para compensar el giro y volviendo luego a enderezarse, sin perder en ningún momento la cola de su compañero. Ascendieron hasta la cresta de una enorme ola y cayeron de inmediato en su seno, lo mismo ocurrió con la siguiente ola.
El helicóptero ya casi estaba sobre ellos, pero el piloto, como hipnotizado, contemplaba cómo las hidromotos se dirigían a lo que con toda seguridad iba a ser su fin. El asombro le impidió apuntar y disparar las ametralladoras gemelas de 7,62 milímetros. Temeroso por su propia seguridad, elevó el aparato en vertical para salvar los promontorios rocosos. Inmediatamente, giró para volver a echar un nuevo vistazo, pero las hidromotos habían desaparecido de su vista en menos de diez críticos segundos; sus víctimas se habían esfumado.
Una vocecilla interior le dijo a Pitt que en menos de cien metros se habría hecho picadillo contra el muro pétreo que surgía de las aguas, y así terminaría todo. Siempre le quedaba la posibilidad de desviarse y quedar a merced del fuego del helicóptero, pero se mantuvo detrás de Broadmoor. Imágenes de su vida inundaron su mente. Y entonces lo vio.
En la parte inferior de los farallones había un minúsculo orificio, apenas el ojo de una aguja, que no mediría más de dos metros de ancho. Broadmoor pasó a través de él y desapareció.
Pitt apretó los dientes y lo siguió -habría jurado que los extremos del manillar rozaron con las paredes de la entrada-. De pronto se encontró en una gran gruta, con un techo alto en forma de uve invertida. Frente a él, Broadmoor redujo la marcha y se detuvo junto a un pequeño muelle de piedra. Saltó de la hidromoto, se quitó el chaquetón y lo llenó con algas muertas. Pitt comprendió de inmediato la hábil estratagema que se proponía su amigo. Accionó el interruptor de parada e hizo lo mismo que Broadmoor.
Cuando acabaron de rellenar los chaquetones, para simular cuerpos decapitados, los arrojaron al agua de la entrada de la gruta. Pitt y Broadmoor se quedaron mirando cómo flotaban mansamente durante unos segundos y luego eran arrastrados por la corriente hasta las aguas agitadas del exterior.
-¿Crees que lograremos engañarlos? -preguntó Pitt.
-Garantizado -replicó Broadmoor con mucha seguridad-. El saliente de la pared de los farallones no deja ver la entrada de la gruta desde el aire. -Aguzó el oído para escuchar los rotores del helicóptero-. Calculo que tardarán diez minutos en regresar a la mina, para decirle a Lindo John Merchant, si es que ya ha recuperado la conciencia, que nuestros cerebros quedaron repartidos por las rocas.
Las palabras de Broadmoor fueron proféticas. Poco a poco, el ruido del helicóptero fue debilitándose hasta desvanecerse por completo en la distancia. El indio verifió los indicadores de combustible de las hidromotos y movió aprobadoramente la cabeza.
-Si vamos a media marcha, tendremos combustible suficiente para llegar a mi pueblo.
-Propongo que descansemos hasta el anochecer -dijo Pitt-.
No es necesario que nos arriesguemos, quizá el piloto sea un tipo receloso y vuelva para comprobar que realmente hemos muerto. ¿Podrás regresar a tu pueblo a oscuras?
-Con los ojos vendados y maniatado -replicó Broadmoor, tajante-. Partiremos a medianoche y a las tres de la mañana ya estaremos acostados.
Permanecieron unos minutos inmóviles y en silencio, reponiéndose de la carrera por el canal y de la escaramuza con la muerte. Sólo se oían las olas rompiendo en el exterior. Al fin, Broadmoor abrió un compartimiento de su Wetjet y sacó una cantimplora de dos litros. Le quitó el tapón de corcho y se la ofreció a Pitt.
-Vino de moras. Lo hice yo mismo.
Pitt dio un largo trago e hizo una mueca.
-Querrás decir brandy de moras, ¿no?
-Admito que es fuertecillo -dijo, cuando Pitt le devolvió la cantimplora-. ¿Conseguiste en la mina lo que pretendías?
-Sí. El ingeniero me mostró la fuente del problema.
-Me alegro de que el viaje haya valido la pena.
-Has pagado un precio muy alto. No podrás volver a vender pescado en la mina.
-De todas maneras, aceptando dinero de Dorsett me sentía como una prostituta -dijo Broadmoor, con expresión de disgusto.
-Quizá te sirva de consuelo saber que Boudicca Dorsett asegura que su padre clausurará la mina dentro de un mes.
-De ser eso cierto, mi pueblo se llevará una gran alegría -dijo Broadmoor, tendiendo de nuevo la cantimplora a Pitt-. Eso merece otro trago.
-Tengo una deuda impagable para contigo -murmuró Pitt-. Has corrido un enorme riesgo ayudándome a escapar.
-Ha merecido la pena, aunque sólo haya sido por abrirles la cabeza a Merchant y a Crutcher. -Broadmoor se echó a reír-. Nunca me había sentido tan bien. Soy yo quien debería darte las gracias por haberme brindado esa oportunidad.
Pitt tendió la mano y estrechó la de Broadmoor.
-Echaré de menos tu alegría, amigo.
-¿Vuelves a casa?
-Tengo que llevar a Washington la información que he conseguido.
-Para ser de tierra adentro, no eres torpe, amigo Pitt. Si alguna vez necesitas una segunda residencia, en mi pueblo siempre serás bienvenido.
-Nunca se sabe -contestó Pitt sonriendo-. Quizá algún día acepte tu invitación.
Abandonaron la gruta bien entrada la noche, para evitar el riesgo de que las patrulleras de seguridad de Dorsett los descubrieran fortuitamente. Broadmoor se colgó del cuello la cadena de una pequeña linterna encendida que se colocó en la espalda.
Animado por el vino de moras, Pitt siguió el pequeño resplandor a través de las olas y por entre las rocas, asombrado por la facilidad con que Broadmoor navegaba sin el menor contratiempo en la oscuridad.
El recuerdo de Maeve, obligada a hacer de espía por su padre, que retenía como rehenes a sus propios nietos, hizo que a Pitt le hirviera la sangre de ira. También sintió una punzada en el corazón, una sensación que llevaba años sin experimentar. El recuerdo de otra mujer atormentaba su ánimo. Pero en ese momento advirtió que era posible sentir el mismo amor hacia dos mujeres distintas, una viva y la otra muerta, en diferentes etapas de la vida.
Presa de contradictorias emociones de amor y odio, y decidido a detener a toda costa a Arthur Dorsett, fueran cuales fueran las consecuencias, Pitt, que seguía la estela de espuma levantada por la hidromoto de Broadmoor, apretó con tanta fuerza el manillar, que los nudillos de sus dedos resplandecieron bajo la luz de la luna.
25
Durante casi toda la tarde había soplado un ligero viento del noreste que apenas levantaba espuma en las olas de menos de un metro de alto. El viento traía consigo una fuerte lluvia que reducía la visibilidad a menos de cinco kilómetros y repiqueteaba sobre las aguas como si en ellas coletearan millones de arenques. Para la mayoría de los marinos ése era un tiempo infame, pero para algunos hombres de mar ingleses como el capitán Ian Briscoe, que había pasado sus primeros años de navegante en barcos que surcaban las aguas del mar del Norte, era como un recuerdo del hogar.
A diferencia de sus oficiales, que permanecían secos y a buen recaudo, Briscoe seguía en el puente de su barco, recargando la sangre de sus venas, con la mirada al frente, como si esperara la aparición de un buque fantasma que no hubiese detectado el radar. Observó que el mercurio se mantenía estable en una temperatura de varios grados sobre cero. Protegido con las prendas de hule, sólo ocasionalmente alguna gota de agua se deslizaba por su recortada barba y le bajaba por el cuello.
Tras permanecer dos semanas en Vancouver para participar en una serie de ejercicios navales con barcos de la marina canadiense, el buque de Briscoe, el destructor tipo 42 Bridlington, de la marina británica, regresaba a Inglaterra vía Hong Kong, escala obligada para cualquier buque de la armada inglesa que cruzase el Pacífico. Aunque la cesión de noventa y nueve años había expirado, y la colonia real británica fue devuelta a China en 1996, se había convertido en una cuestión de orgullo nacional mostrar ocasionalmente la cruz de san Jorge y recordar a los nuevos propietarios quiénes fueron los fundadores de la meca financiera de Asia.
La puerta de la caseta del piloto se abrió, y asomó por ella el segundo oficial, el teniente Samuel Angus.
-Señor, ¿puede usted dejar de desafiar a los elementos por unos instantes y entrar?
-¿Por qué no sale usted, muchacho? -gritó Briscoe, para hacerse oír sobre el rugido del viento-. Blandos. Eso es lo malo de los jóvenes de hoy. No saben disfrutar del mal tiempo.
-Por favor, capitán -suplicó Angus-. El radar detecta que alguien se nos aproxima por el aire.
Briscoe cruzó el puente y entró en la caseta del piloto.
-¿Y qué tiene eso de insólito? Docenas de aviones sobrevuelan el barco.
-Se trata de un helicóptero, señor, y estamos a más de dos mil quinientos kilómetros de distancia del continente americano. Además, no hay buques militares de aquí a Hawai.
-El muy estúpido debe de haberse perdido -gruñó Briscoe-. Llamen al piloto y pregúntenle si desea que le facilitemos su posición.
-Me tomé la libertad de ponerme en contacto con él, señor, pero sólo habla ruso.
-¿Hay alguien que pueda entenderse con él?
-El teniente médico Rudolph, señor.
-Llámelo al puente.
Tres minutos más tarde, un hombre bajo y de cabello rubio se aproximó a Briscoe, que ocupaba su asiento algo elevado y tenía la vista fija en la lluvia.
-¿Me mandó llamar, capitán?
Briscoe asintió con la cabeza.
-Hay un helicóptero ruso perdido en la tormenta. Háblele por radio y averigüe qué hace en medio del mar.
El teniente Angus sacó unos auriculares, los conectó a la consola de comunicaciones y los tendió a Rudolph.
-Ya está fijada la frecuencia. Puede hablar cuando quiera.
Rudolph se colocó los auriculares y habló por el pequeño micrófono que llevaban incorporado. Briscoe y Angus esperaron pacientemente mientras el teniente médico escuchaba más que hablaba. Finalmente, Rudolph-se volvió hacia el capitán.
-Ese hombre parece muy trastornado, habla de un modo casi incoherente. Por lo visto, procede de una flota ballenera rusa.
-Entonces no hay problema, simplemente está haciendo su trabajo.
Rudolph negó con la cabeza.
-No deja de repetir: «están todos muertos», y quiere saber si se le permite aterrizar en el Bridlington.
-Imposible -gruñó Briscoe-. Infórmele de que la marina británica no permite que un aparato extranjero se pose en un barco de la reina.
Mientras Rudolph repetía el mensaje, los motores del helicóptero se hicieron audibles y el aparato se materializó de pronto entre la copiosa lluvia, medio kilómetro a babor y a una altura de no más de veinte metros sobre el mar.
-Está al borde de la histeria. Jura que, a no ser que usted lo derribe, se posará a bordo.
-¡Maldita sea! -exclamó Briscoe-. Lo último que necesito es que un cochino terrorista vuele mi barco.
-No creo que un terrorista estuviera perdido en alta mar -dijo Angus.
-Sí, sí, ya lo sé, como también sé que la guerra fría terminó hace diez años.
-Por lo que he logrado entenderle -dijo Rudolph-, me parece que el piloto está muerto de miedo. No detecto el menor tono de amenaza en su voz.
Briscoe permaneció unos momentos en silencio, y luego accionó una palanca del intercomunicador del barco.
-Radar, ¿se detecta la presencia de algún barco? .
Una voz replicó:
-Tenemos un gran barco y otros cuatro más pequeños, a dos-siete-dos grados. Distancia, noventa y cinco kilómetros.
Briscoe accionó otro mando.
-¿Comunicaciones?
-¿Señor?
-Vea si puede ponerse en contacto con una flota ballenera rusa situada a noventa y cinco kilómetros al oeste de nuestra posición. Si necesita un intérprete, el médico del barco puede servirle de traductor.
-Las treinta palabras que sé de ruso me servirán -replicó jovialmente el oficial de comunicaciones.
Briscoe miró a Rudolph.
-Muy bien, dígale que se le concede permiso para aterrizar en nuestro helipuerto.
Rudolph transmitió el mensaje, y todos miraron cómo el helicóptero se aproximaba a la pista del destructor.
Briscoe observó que el piloto manejaba el aparato de modo errático, con dificultades para mantenerlo equilibrado debido a la fuerza del viento.
-Ese idiota vuela como si estuviese en pleno ataque de nervios -comentó. Y, volviéndose hacia Angus, añadió-: Reduzca la velocidad y ordene que un grupo armado reciba a nuestro visitante. -Luego, como si se tratase de una ocurrencia tardía, dijo-: Si el tipo le hace un solo arañazo a mi barco, disparen.
Angus sonrió amablemente, y cuando el capitán no pudo verlo, guiñó un ojo a Rudolph. A través del intercomunicador, ordenó al timonel que redujera la velocidad. No había la menor insubordinación en la actitud de los dos hombres. Todos los tripulantes admiraban a Briscoe como a un viejo lobo de mar que se preocupaba por sus hombres y gobernaba concienzudamente su barco. Sabían que eran pocos los barcos de la marina real cuyo capitán prefería el servicio en alta mar a un empleo en el estado mayor.
El helicóptero visitante era una versión reducida del Ka-32 Helix de la marina rusa, usado para el transporte ligero y el reconocimiento aéreo. El aparato, utilizado por la flota pesquera para localizar ballenas, no parecía haber sido objeto de demasiados cuidados de mantenimiento. Tenía aceite en las sujeciones del motor y la pintura del fuselaje estaba arañada.
Los marinos británicos que aguardaban bajo el cobijo de grandes mamparos de acero bajaron la cabeza cuando el helicóptero descendió a menos de tres metros de la cubierta. El piloto redujo demasiado pronto las revoluciones del motor y el aparato cayó pesadamente sobre la cubierta, rebotó en ella, volvió a elevarse y, finalmente, se posó en la pista. El piloto apagó los motores y las aspas del rotor no tardaron en detenerse por completo.
El hombre abrió una puerta y miró la enorme antena de radar del Bridlington, luego se fijó en los cinco marinos que avanzaban hacia él empuñando pistolas automáticas. Saltó a cubierta y los miró con curiosidad. Los británicos llegaron junto a él, lo agarraron por los brazos y lo condujeron hasta una escotilla abierta. Después de llegar a la tercera cubierta, caminaron por un corredor que conducía a la cámara de oficiales.
El primer oficial del barco, el capitán de corbeta Roger Avondale, se había unido al comité de recepción y permanecía a un lado con el teniente Angus. El teniente médico Rudolph esperaba junto a Briscoe para hacer de intérprete. Nada más ver al ruso notó que en sus pupilas dilatadas se reflejaba una mezcla de miedo y fatiga.
-Pregúntele qué demonios le hizo creer que podía abordar un barco extranjero cuando le diese la gana -dijo Briscoe a Rudolph.
-Y pregúntele también por qué volaba solo -añadió Avondale-. No parece probable que anduviera buscando ballenas por su cuenta.
Rudolph y el piloto hablaron atropelladamente durante más de tres minutos. Al fin, el médico del barco se volvió hacia los otros oficiales y dijo:
-Se llama Fyodor Gorimykin y es el piloto encargado de localizar ballenas para una flota ballenera que tiene su base en el puerto de Nikolayevsk. Según dice, él, su copiloto y un observador estaban explorando para los barcos arponeros...
-¿Barcos arponeros? -le interrumpió Angus.
-Embarcaciones rápidas de unos sesenta y cinco metros de eslora que lanzan arpones explosivos contra las ballenas -explicó Briscoe-. Luego hinchan con aire el cuerpo de la ballena para mantenerlo a flote, la marcan con una radiobaliza que emite señales que permite su localización y la dejan abandonada mientras el arponero continúa la caza. Más tarde regresa para recoger la presa y remolcarla hasta el buque factoría.
-Hace años, en Odessa, tomé unas copas con el capitán de un buque factoría -dijo Avondale-. Me invitó a bordo. Era un barco enorme, de casi doscientos metros de eslora, totalmente autosuficiente, con un equipo procesador de alta tecnología, laboratorio e incluso un excelente hospital. Colocan en una rampa una ballena de cien toneladas, la despojan de la grasa como el que pela un plátano y la hierven en un tambor giratorio. Se extrae el aceite, y todo lo demás -la carne por un lado y los huesos por otro- es triturado y embalado. Todo el proceso dura poco más de una hora.
-Es increíble que después de la persecución a la que se han visto sometidas todavía queden ballenas en el mar -murmuró Angus.
-Escuchemos la historia del hombre -pidíó Briscoe, que se estaba impacientando.
-Como no encontraron ballenas -continuó Briscoe-, regresaron a su buque factoría, el Aleksandr Gorchakov, Jura que, tras aterrizar, se encontraron con que todos los tripulantes de su buque y los de los barcos arponeros cercanos habían muerto.
-¿Y su copiloto y el observador? -insistió Briscoe.
-Dice que fue presa del pánico y despegó sin ellos.
-¿Adonde se proponía ir?
Rudolph interrogó al ruso y luego tradujo la respuesta:
-Quería alejarse del escenario de las muertes todo lo que el combustible de sus depósitos le permitiera.
-Pregúntele cuál es la causa de la muerte de sus compañeros.
Tras un intercambio rápido de palabras, Rudolph se encogió de hombros.
-Lo ignora. Pero dice que sus rostros reflejaban expresiones agónicas y que parecían haberse ahogado en sus propios vómitos.
-Es una historia fantástica, por no decir otra cosa peor -comentó Avondale.
-Si no fuera porque tiene todo el aspecto de haber visto a una legión de fantasmas, pensaría que el tipo es un mentiroso patológico -dijo Briscoe.
-¿Damos crédito a sus palabras, señor? -preguntó Avondale al capitán.
Tras reflexionar unos momentos, Briscoe asintió.
-Dé orden de aumentar en diez nudos la velocidad, y luego comuniqúese con el alto mando de la flota del Pacífico. Explíqueles la situación e infórmeles de que modificamos nuestro rumbo para investigar lo ocurrido.
Antes de que Avondale pudiera cumplir las órdenes del capitán, sonó una voz familiar por los altavoces del puente:
-Puente, aquí radar.
-Adelante, radar -contestó Briscoe.
-Capitán, respecto a los barcos que nos ordenó localizar...
-Sí, ¿qué ocurre?
-Pues señor, no se mueven, pero están desapareciendo de la pantalla.
-¿Funciona bien nuestro equipo?
-Sí, señor.
En el rostro de Briscoe se reflejó su absoluto desconcierto.
-Explique lo que quiere decir con que «están desapareciendo».
-Simplemente eso, señor -replicó el oficial del radar-. Creo que esos barcos están hundiéndose.
El Bridlington llegó a la última posición conocida de la flota pesquera rusa y no encontró barco alguno. Briscoe ordenó una operación de búsqueda y, al cabo de un buen rato, hallaron una gran mancha de aceite rodeada por un mar de pecios diseminados. El piloto del helicóptero ruso corrió a la barandilla, señaló uno de los objetos que flotaban en el agua y se echó a llorar, presa de la angustia.
-¿Qué le ocurre? -gritó Avondale a Rudolph desde el puente.
-Dice que su barco ha desaparecido, y con él, el copiloto y el observador.
-¿Qué es lo que señala? -preguntó Briscoe.
Rudolph miró hacia el mar y luego alzó la vista.
-Un chaleco salvavidas. Lleva el nombre del barco, Aleksandr Gorcbakov.
Angus, que estaba mirando por unos prismáticos, anunció:
-Veo un cadáver. No, son cuatro, aunque no durarán mucho; hay aletas de tiburón en los alrededores.
-Disparen contra esos cochinos carniceros -ordenó Briscoe-. Quiero que los cadáveres estén de una pieza, para que puedan ser examinados. Que nuestros botes recojan todos los restos de naufragio que encuentren. Alguien, en algún lugar, necesitará la mayor cantidad de pruebas posibles.
Mientras los cañones gemelos Bofors de cuarenta milímetros abrían fuego contra los tiburones, Avondale se volvió hacia Angus y dijo:
-Todo esto es muy extraño. ¿Usted qué piensa?
Angus lo miró y contestó con una sonrisa.
-Parece que, después de ser sacrificadas durante dos siglos, las ballenas se han vengado al fin.
26
Pitt ocupaba el escritorio de su despacho por primera vez en casi dos meses. Tenía la mirada perdida y jugueteaba con el cuchillo de buceador que utilizaba como abrecartas. Permanecía en silencio, en espera de la respuesta del almirante Sandecker, que permanecía sentado ante él.
Había llegado a Washington a primera hora de la mañana de aquel domingo y había ido directamente al edificio vacío de la central de la ANIM, donde estuvo las siguientes seis horas redactando un detallado informe sobre sus descubrimientos en la isla Kunghit. Asimismo apuntó posibles formas de resolver el problema de las ondas acústicas submarinas. Tras las agotadoras penurias de los pasados días, el informe le pareció el anticlímax de todo lo vivido. A Pitt le había llegado el momento de resignarse a que otros hombres, mejor cualificados que él, analizaran el problema y encontraran las soluciones adecuadas.
Hizo girar su sillón y miró el río Potomac por la ventana. Recordó a Maeve, presa del miedo y la desesperación, en la cubierta del Ice Hunter. Se sentía furioso consigo mismo por haberla abandonado. Estaba seguro que a bordo del Ice Hunter, Deirdre había dicho a Maeve que su padre había secuestrado a sus hijos. Por eso había corrido a cubierta, en busca del único hombre en que podía confiar, y Pitt no entendió su desesperación. En su informe, no había hecho referencia a esa parte de la historia.
Sandecker acabó de leer y dejó los papeles sobre el escritorio de Pitt.
-Una investigación excelente. Fue un milagro que no te mataran.
-Conté con la ayuda de excelentes colaboradores -dijo Pitt muy serio.
-Has hecho todo lo que estaba en tu mano. Quiero que Giordino y tú os toméis un permiso de diez días. Vete a casa y diviértete con tus coches antiguos.
-No pienso discutir esa orden -dijo Pitt, frotándose las magulladuras de los brazos.
-A juzgar por los aprietos que has tenido que pasar para huir, es evidente que Dorsett y sus hijas juegan muy duro.
-Maeve, no -dijo Pitt-. Ella es... la oveja blanca de la familia.
-Supongo que sabes que está trabajando en el departamento de biología de la ANIM junto con Roy Van Fleet.
-Sí, sé que están estudiando los efectos de los ultrasonidos sobre la vida marítima.
Sandecker miró fijamente a Pitt, escrutando cada línea de su rostro curtido.
-¿Podemos fiarnos de ella? Podría estar informando a su padre de nuestras averiguaciones.
-Maeve no tiene nada en común con sus hermanas -contestó Pitt.
Sandecker entendió que Pitt no quería seguir hablando de Maeve y cambió de tema.
-Por cierto, ¿te dio Boudicca Dorsett alguna explicación de por qué su padre cerrará la mina dentro de unas semanas?
-Ninguna en absoluto.
Sandecker meditó sobre el asunto mientras hacía girar un cigarro entre sus dedos.
-Como ninguna de las minas de Dorsett se encuentra en territorio estadounidense, es difícil que hallemos un medio rápido para evitar futuras muertes.
-Si lográramos cerrar una de las cuatro minas -dijo Pitt-, se mermaría la potencia letal de las ondas sónicas.
-Lo único que se me ocurre es ordenar un ataque con bombarderos B-l, pero es algo que el presidente no aprobará. Así pues, tenemos las manos atadas.
-Debe de existir una ley internacional contra los responsables de asesinatos en masa en alta mar.
Sandecker movió la cabeza en un gesto de negación.
-No hay ninguna ley que contemple esta situación. La ausencia de una organización policial internacional actúa en favor de Dorsett. La isla Gladiator pertenece única y exclusivamente a su familia, y se tardaría años en convencer a los rusos de que cierren la mina de Siberia. Lo mismo ocurre con Chile. Mientras Dorsett tenga en su nómina secreta a altos funcionarios del gobierno, sus minas seguirán abiertas.
-¿Y los canadienses? -dijo Pitt-. Si se les diera libertad de acción, la policía montada cerraría la mina de la isla Kunghit mañana mismo. Pueden acusar a Dorsett de utilizar inmigrantes ilegales como mano de obra esclava.
-¿Qué les impide entonces actuar?
Pitt recordó lo que le había dicho el inspector Stokes respecto a los burócratas y los miembros del parlamento que Dorsett tenía metidos en un bolsillo.
-Los mismos obstáculos: cómplices pagados y abogados astutos.
-Dinero llama a dinero. -Sandecker suspiró-. Y Dorsett tiene demasiado y está muy bien organizado para poder terminar con él por los métodos normales. Ha creado una maquinaria inexpugnable al servicio de su ambición y su avaricia.
-No es propio de usted mostrarse tan derrotista, almirante. ¿Acaso piensa darse por vencido ante Arthur Dorsett?
Los ojos del almirante parecieron los de una víbora a punto de atacar.
-¿Quién ha hablado de darse por vencido?
A Pitt le gustaba azuzar a su jefe. Ni por un instante había creído que Sandecker fuera a tirar la toalla.
-¿Qué piensa hacer?
-Ya que no puedo ordenar la invasión de una propiedad privada, que posiblemente se traduciría en la muerte de cientos de civiles inocentes, ni tampoco puedo enviar un equipo aéreo de fuerzas especiales para que neutralice las minas de Dorsett, me veo obligado a tomar el único camino que me queda.
-¿Y cuál es? -preguntó Pitt.
-Darle publicidad al asunto -dijo Sandecker, sin que su expresión se alterase en absoluto-. Mañana a primera hora convocaré una conferencia de prensa y denunciaré a Arthur Dorsett como el más sanguinario monstruo que la humanidad ha conocido desde los tiempos de Atila. Revelaré la causa de las muertes en alta mar y lo haré aparecer como el único responsable. A continuación, instaré a los miembros del Congreso a que presionen al Departamento de Estado, a fin de que éste pida a los gobiernos de Canadá, Chile y Rusia que clausuren todas las instalaciones de Dorsett. Luego me quedaré sentado, a ver cómo sale la cosa.
Pitt miró a su jefe con admiración. El almirante pensaba lanzarse a aguas turbulentas, sin importarle un ardite los torpedos ni sus consecuencias.
-Se pelearía usted con el diablo si lo mirase mal.
-Discúlpame por soltar vapor. Sabes tan bien como yo que no existirá tal conferencia de prensa. Sin pruebas sólidas, lo único que conseguiría es una plaza en un sanatorio psiquiátrico. Los hombres como Arthur Dorsett se regeneran como los rabos de las lagartijas. No basta con destruirlos, porque han sido creados por un codicioso sistema que se traduce en un enorme poder. Lo patético de los hombres como él es que no saben qué hacer con su fortuna, pero no se les ocurre repartirla entre los necesitados. -Sandecker hizo una pausa para encender su cigarro. Luego añadió-: No sé cómo, pero juro por la Constitución que daré a ese canalla la lección que se merece.
Maeve había puesto buena cara durante todo su calvario. Al principio, siempre que se quedaba a solas en la pequeña casa colonial de Georgetown que los colaboradores de su padre habían alquilado para ella, lloraba desconsolada. El corazón se le encogía al pensar en lo que podía estarles ocurriendo a sus hijos en la isla Gladiator. Deseaba correr a su lado y llevarlos a un lugar seguro, pero estaba atada de pies y manos. A veces soñaba que estaba con ellos, pero, al despertar, esos sueños se convertían en una pesadilla. No había modo alguno de enfrentarse al increíble poder de su padre. Aunque no había logrado identificar a nadie, estaba segura de que los hombres de seguridad de su padre vigilaban todos sus movimientos.
Roy Van Fleet y su esposa Robin, que había cobijado a Maeve bajo su ala, la invitaron a asistir con ellos a una fiesta organizada por el acaudalado propietario de una compañía de prospecciones submarinas. A Maeve no le apetecía ir, pero Robin insistió; le dijo que no aceptaría un no por respuesta y que necesitaba divertirse un poco. Desde luego, Robin no sabía la angustiosa situación en que se encontraba Maeve.
-Asistirán montones de peces gordos y políticos -dijo-. No puedes perderte algo así.
Se maquilló, se recogió el cabello en un moño y se puso un vestido de gasa de seda bordada con cintura estilo imperio, cuya falda le llegaba un palmo por encima de las rodillas. Había comprado el vestido en Sydney, y cuando lo hizo le pareció bonito y elegante, pero ahora no estaba tan segura. No sabía si era muy adecuado mostrar tanto las piernas en una fiesta de Washington.
-Al demonio -se dijo, contemplándose en un gran espejo-. De todas maneras, nadie me conoce.
Apartó las cortinas de la ventana y miró al exterior. La calle estaba cubierta por una fina alfombra de nieve, pero no hacía demasiado frío. Se sirvió un vodka con hielo, se puso un abrigo negro que le llegaba hasta los tobillos, y esperó a que los Van Fleet pasaran a recogerla.
Al llegar a la puerta del club de campo, Pitt mostró la invitación que le había prestado el almirante y cruzó las hermosas puertas de madera en las que habían tallado las figuras de golfistas famosos. Dejó su abrigo en el guardarropa y se dirigió a un espacioso salón de baile decorado con paneles de nogal. Uno de los más famosos decoradores de Washington había creado en la sala un sorprendente ambiente submarino. Peces de papel ingeniosamente diseñados colgaban del techo, mientras unos focos ocultos emitían una luz de un verde azulado que recordaba los fondos marinos.
El anfitrión, presidente de Deep Abyss Engineering, su esposa y otros altos directivos de la compañía formaban en línea para recibir a los invitados. Pitt eludió las formalidades y se dirigió a un rincón oscuro del bar, donde pidió un tequila con hielo y limón. Luego echó un vistazo al salón recostado en la barra.
Debía de haber casi doscientos invitados. La orquesta interpretaba una selección de bandas sonoras de películas conocidas. Reconoció a varios congresistas y a cuatro o cinco senadores; todos eran miembros de comités que se ocupaban de los océanos y del medio natural. Muchos de los hombres llevaban esmoquin blanco, aunque la mayoría había optado por trajes oscuros de etiqueta con vistosos fajines y corbatas de lazo. Pitt prefería la vestimenta clásica. De su chaleco colgaba una pesada cadena de oro de la que pendía un reloj de bolsillo que perteneció a su bisabuelo, que había sido maquinista en el ferrocarril de Santa Fe.
Las mujeres, esposas en su mayoría, con la salvedad de unas cuantas amantes, vestían con elegancia, algunas de largo, otras con minifalda. A Pitt no le costaba distinguir los matrimonios de las parejas solteras. Los matrimonios permanecían juntos, como viejos amigos; las parejas solteras no dejaban de tocarse.
Cuando asistía a esa clase de fiestas, Pitt permanecía apartado, sin participar en la diversión ni en la charla. Se aburría fácilmente y rara vez aguantaba más de una hora; prefería volver a su apartamento del hangar. Esa noche era distinta. Buscaba a alguien. Sandecker le había dicho que Maeve asistiría a la fiesta con los Van Fleet. La buscó con la mirada por las mesas y en la atestada pista de baile, pero no la vio.
Pitt pensó que quizá Maeve había cambiado de idea a última hora, aunque también cabía la posibilidad de que aún no hubiera llegado. Como no le gustaba competir por la atención de preciosas muchachas rodeadas de admiradores, se dirigió a una anodina mujer de treinta y tantos años que debía de pesar tanto como él. Estaba sentada a solas a una de las mesas y le gustó que un guapo desconocido se acercara y la invitara a bailar. Hacía mucho tiempo que Pitt había descubierto que las mujeres de las que otros hombres hacían caso omiso, las perdedoras en el concurso de belleza, solían ser las más simpáticas e interesantes. Aquélla resultó ser una alta funcionaría del Departamento de Estado, que le contó interesantes chismes sobre asuntos de política exterior. Pitt bailó con otras dos damas consideradas poco atractivas por el resto de los hombres; una, la secretaria privada del anfitrión, y la otra, ayudante del senador que presidía el comité sobre océanos. Después Pitt regresó al bar a tomarse otra tequila. Fue entonces cuando Maeve entró en el salón de baile.
Pitt se llevó la agradable sorpresa de que, sólo con mirarla, sentía una cálida sensación en todo el cuerpo. El resto del salón pareció difuminarse y los invitados se convirtieron en un turbio borrón. Maeve apareció ante su vista rodeada de una iridiscente aura.
Pitt volvió a la realidad cuando la joven se separó de la línea de personas encabezada por el anfitrión y, adelantándose a los Van Fleet, se detuvo a contemplar la masa de invitados. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño que dejaba al descubierto cada detalle de sus facciones y resaltaba los prominentes pómulos. La joven alzó con timidez una mano y se la llevó al escote con los dedos extendidos. El vestido corto mostraba sus largas y bien torneadas piernas y realzaba su perfecta figura. Era una dama majestuosa, pensó Pitt, con un toque de lascivia. No había otra palabra para describirla. Tenía la gracia de una gacela a punto de emprender la carrera.
-Bonita muchacha -comentó el camarero, mirando a Maeve.
-Estoy totalmente de acuerdo -dijo Pitt.
Acompañada por los Van Fleet, Maeve se encaminó a una mesa, a la que se sentaron. Un camarero acudió a atenderlos. Apenas se hubo sentado, se acercaron a ella hombres de todas las edades para solicitarle un baile. Cortésmente, la joven rechazó todas las invitaciones. A Pitt le divirtió advertir que la insistencia de los varones no hacía mella en ella. Sus pretendientes no tardaron en desistir y pasar de largo, sintiéndose como muchachos rechazados. Mientras esperaban la cena, los Van Fleet fueron a la pista a bailar. Maeve se quedó sola en la mesa.
-La chica es exigente -comentó el camarero.
-Llegó el momento de que actúe el primer equipo -dijo Pitt, dejando el vaso vacío sobre el mostrador.
Cruzó la pista de baile sorteando las parejas. Un hombre corpulento a quien Pitt reconoció como un senador del estado de Nevada se rozó contra él. El senador fue a decir algo, pero Pitt lo acalló con una mirada fulminante.
Maeve intentaba combatir el aburrimiento mirando a la gente, cuando, de pronto, advirtió que un hombre avanzaba hacia ella con paso decidido. Al principio, apenas le prestó atención, porque pensó que sería otro desconocido que pretendía bailar con ella. En otro momento y en otro lugar, quizá le hubiese halagado tanta atención, pero sus pensamientos se hallaban a veinte mil kilómetros de distancia. Entonces el individuo llegó a su mesa, apoyó las manos en el mantel azul y se inclinó sobre ella. El rostro de Maeve resplandeció de alegría.
-Oh, Dirk... Pensé que no volvería a verte -dijo, sin apenas aliento.
-Vengo a pedirte perdón por no haberte dicho adiós antes de irme a toda prisa del Ice Hunter.
Ella se sintió sorprendida y satisfecha por su comportamiento. Había pensado que Pitt no sentía nada hacia ella, pero ahora sus ojos parecían decirle todo lo contrario.
-No podías adivinar lo mucho que te necesitaba -susurró.
Pitt rodeó la mesa y se sentó junto a ella.
-Ahora lo sé -dijo él.
-No sabes en qué atolladero me encuentro -explicó ella, apartando la mirada de los ojos de Pitt.
Pitt tomó la mano de Maeve entre las suyas. Era la primera vez que la tocaba para demostrarle su afecto.
-Tuve una agradable charla con Boudicca y ella me lo contó todo -dijo con cierta ironía.
Maeve pareció derrumbarse.
-¿Boudicca y tú? ¿Cómo es posible?
Pitt se puso en pie y, suavemente, la hizo levantarse.
-¿Por qué no bailamos y luego te lo cuento todo?
Como por arte de magia, él estaba abrazándola estrechamente y ella respondía apretándose contra su cuerpo. Pitt cerró por un momento los ojos y se embriagó con el perfume de Maeve. El aroma de la loción de afeitado de Pitt, nada amigo de colonias, la envolvió y la hizo estremecer como las aguas de un lago de montaña acariciadas por el viento. Bailaron muy juntos mientras la orquesta interpretaba Moon River, de Henry Mancini.
Maeve susurró suavemente la letra de la canción hasta que, de pronto, apartó un poco a Pitt y dijo:
-¿Sabes lo de mis hijos?
-¿Cómo se llaman?
-Sean y Michael.
-Tu padre tiene a Sean y a Michael como rehenes en la isla Gladiator. Así consigue que le informes de cualquier cosa que descubra la ANIM sobre las catástrofes marinas.
Maeve lo miró, confusa, pero antes de que pudiera hacer más preguntas, él la estrechó de nuevo contra sí. Al cabo de unos momentos, Pitt notó que ella se relajaba y entonces se echó a llorar mansamente.
-Me siento tan avergonzada... No sé qué hacer.
-Piensa en el presente -dijo él con ternura-. El resto se resolverá solo.
Se sentía aliviada junto a Pitt, y el placer que experimentaba al estar con él la ayudó a olvidar por un momento sus problemas. De nuevo susurró la letra de Moon River.
-We're after the same rainbow's end, waitin’ round the bend, my huckleberry friend, Moon River and me.4
La música cesó. Maeve echó la cabeza hacia atrás y miró a Pitt, sonriendo con los ojos anegados en lágrimas.
-Ése eres tú -dijo.
Él la miró con extrañeza.
-¿Quién?
-Mi amigo Huckleberry, Dirk Pitt. Eres la encarnación perfecta de Huckleberry Finn, siempre recorriendo el río en busca de algo situado tras el siguiente recodo.
-Sí, supongo que podría decirse que el viejo Huck y yo tenemos algunas cosas en común.
Siguieron moviéndose en la pista de baile, aún abrazados, pese a que la orquesta se había tomado un descanso y las demás parejas regresaban a sus mesas. Ninguno de los dos notó las miradas irónicas de que eran objeto. Maeve pensaba decir: «Me apetece que nos marchemos», pero su inconsciente la traicionó y dijo:
-Quiero estar a solas contigo.
Enseguida se sintió turbada por sus palabras, y su sonrojo fue evidente a pesar de su saludable bronceado. «¿Qué pensará ahora de mí?», se preguntó mortificada.
Él sonrió.
-Despídete de los Van Fleet. Voy a por mi coche y te espero afuera, en la puerta del club. Espero que hayas traído un buen abrigo.
Cuando Maeve les dijo que se marchaba con Pitt, los Van Fleet se miraron divertidos. Con el corazón acelerado, Maeve cruzó apresuradamente el salón de baile, recogió del guardarropa su abrigo y salió a las escalinatas de la entrada. Enseguida localizó a Pitt. Estaba junto a un automóvil rojo, dándole la propina al muchacho que le había traído el coche. El vehículo parecía recién salido de una pista de carreras. Sólo los asientos delanteros estaban tapizados. El pequeño parabrisas curvo ofrecía una mínima protección contra el viento. No tenía parachoques y los salvabarros de las ruedas delanteras le parecieron a Maeve más propios de una motocicleta que de un coche. La rueda de repuesto colgaba a la derecha del vehículo, tras la portezuela.
-¿Realmente conduces este chisme? -preguntó Maeve.
-En efecto -replicó él.
-¿Cómo lo llamas?
-Es un Allard J2X -contestó él, mientras abría la pequeña portezuela de aluminio.
-Parece antiguo.
-Se construyó en Inglaterra en 1952, al menos veinticinco años antes de que tú nacieras. Tiene un motor norteamericano de ocho cilindros en V, El Allard superó a todos los coches de carreras de su época, hasta que hizo su aparición el Mercedes 300 SL.
Maeve se acomodó en la espartana cabina. Las piernas le quedaron casi paralelas al suelo del vehículo cuando las estiró. En el salpicadero no había velocímetro, sólo cuatro manómetros y un tacómetro.
-¿Crees que este cacharro podrá llevarnos a nuestro destino? -preguntó algo inquieta.
-No es demasiado cómodo, pero este trasto corre a la velocidad del sonido -dijo Pitt con una sonrisa.
-Ni siquiera tiene capota.
-Nunca lo uso cuando llueve. -Tendió a la joven un pañuelo de seda-. Para tu pelo. Ahí sentada, el viento puede despeinarte. Y no te olvides de ponerte el cinturón; la portezuela del pasajero tiene la fea costumbre de abrirse cuando hago un giro cerrado a la izquierda.
Pitt acomodó su enorme corpachón tras el volante mientras Maeve se anudaba el pañuelo bajo la barbilla. Él hizo girar la llave de contacto, apretó el embrague y metió la primera. No se produjo ni rugido de motor ni chirrido de neumáticos: el Allard se deslizó por la rampa del club de campo sin el menor ruido y con toda suavidad.
-¿Cómo le transmites a tu padre los informes sobre la ANIM? -preguntó Pitt.
Ella guardó silencio por unos momentos, incapaz de mirarlo. Al fin dijo:
-Uno de los hombres de mi padre viene a casa haciéndose pasar por repartidor de pizzas.
-No es un truco genial, pero sí adecuado -dijo Pitt, pendiente de un Cadillac STS último modelo estacionado junto al bordillo, a poca distancia de la puerta principal del club de campo. Dentro había tres figuras sombrías, dos delante y una atrás. Pitt vio por el retrovisor cómo las luces del Cadillac se encendían y el coche comenzaba a seguirlos a cierta distancia.
-¿Te vigilan, Maeve?
-Me dijeron que no me perderían de vista, pero yo no he notado nada.
-Eres poco observadora. Ahora mismo hay un coche siguiéndonos.
Ella se aferró al brazo de Pitt.
-Este automóvil parece muy rápido. ¿Por qué no aceleras y dejas al otro atrás?
-¿Que lo deje atrás? -Pitt la miró de reojo-. El que nos sigue es un Cadillac STS. Ese coche tiene un motor de más de trescientos caballos y es capaz de alcanzar más de 260 kilómetros por hora. El chisme en el que vamos también tiene un motor Cadillac con carburadores dobles de cuatro bocas y leva Iskenderian de tres cuartos.
-Lo cual a mí no me dice nada.
-Lo que quiero decir es que este coche era muy rápido hace cuarenta y ocho años, y sigue siéndolo, pero no pasa de los 210 kilómetros por hora, y eso con viento de cola. En definitiva, el Cadillac nos supera en potencia y velocidad.
-Algo podrás hacer para dejarlo atrás.
-Claro que puedo, pero no sé si te gustará. Pitt aguardó hasta coronar una empinada cuesta y, al dejar atrás la rasante, apretó el acelerador hasta el suelo. Momentáneamente invisible desde el Cadillac, el Allard le ganó una ventaja de cinco preciosos segundos. El pequeño coche deportivo rojo pareció saltar sobre el asfalto. Los árboles de los lados, cuyas desnudas ramas se tendían sobre la carretera como esqueléticos dedos, se convirtieron en un difuso borrón bajo la luz de los faros del Allard. La sensación era similar a la de caer por un pozo.
Pitt miró por el pequeño retrovisor colocado sobre un soporte del capó y calculó que le había ganado unos ciento cincuenta metros al Cadillac. Sus perseguidores se dieron cuenta de la ventaja que había conseguido cuando culminaron la rasante. En total, los había adelantado aproximadamente un tercio de kilómetro. Así pues, teniendo en cuenta la mayor velocidad del Cadillac, Pitt calculó que tardaría cuatro o cinco minutos en alcanzarlos. Iban por una carretera rural que discurría recta por una zona rica de Virginia, en las afueras de Washington, en la que abundaban los criaderos de caballos. A esas horas de la noche, el tráfico era fluido y Pitt rebasó sin dificultad a dos coches más lentos. El Cadillac iba a toda velocidad tras ellos, y ganando terreno a cada kilómetro. Pitt manejaba el volante con soltura y tranquilidad. No tenía miedo. Quienes los seguían no querían hacerles daño ni a Maeve ni a él. Así pues, no se trataba de una carrera a vida o muerte. Lo embargaba una estimulante sensación: la aguja del tacómetro en la zona roja, una carretera casi vacía ante él y el viento rugiendo en sus oídos sobre el zumbido del doble tubo de escape situado bajo los costados del Allard; todo ello aumentaba su excitación.
Apartó por un instante los ojos de la carretera y miró a Maeve. La muchacha permanecía retrepada en su asiento, con la cabeza ligeramente levantada, como si quisiera inspirar el aire que pasaba por encima del parabrisas. Había entrecerrado los ojos y tenía los labios semiabiertos. Parecía sumida en el éxtasis. La emoción, el rugido del motor, la velocidad; Maeve no era la primera mujer seducida por la pasión de la aventura; además tenía lo que una mujer necesita en tales casos: un hombre a su lado con quien compartir esa pasión.
Hasta que llegaron a las afueras de la ciudad, poco pudo hacer Pitt, salvo apretar el acelerador a fondo y mantener las ruedas en paralelo a la línea longitudinal del centro de la calzada. Sin velocímetro, sólo podía calcular la velocidad por el tacómetro. Debían de ir a 190 o 200 kilómetros por hora. El viejo coche estaba rindiendo al máximo.
Sujeta por el cinturón, Maeve se volvió en el asiento y, por encima del estruendo, gritó:
-¡Se están acercando!
Pitt volvió a echar un rápido vistazo por el retrovisor. El Cadillac estaba a unos cien metros. «Es un conductor hábil» pensó Pitt. Sus reflejos eran tan rápidos como los de él. Devolvió la atención a la carretera.
Se aproximaban a una zona residencial. Pitt podría haber intentado despegarse del Cadillac tomando alguna calle lateral, pero desechó la idea, porque corría el riesgo de arrollar a alguna familia que hubiese salido a dar un paseo al perro a última hora. No quería provocar un accidente mortal en que las víctimas fueran personas inocentes.
Sólo faltaban un par de minutos para que, por motivos de seguridad, tuviera que reducir una marcha y mezclarse con el creciente tráfico, pero de momento la carretera estaba despejada y Pitt mantuvo la velocidad. De pronto apareció una señal que advertía de obras en una carretera comarcal que se dirigía hacia el oeste en la siguiente intersección. Pitt sabía que esa carretera estaba llena de curvas cerradas y discurría durante cinco kilómetros por una zona desierta, hasta llegar a la autopista que pasaba ante la central de la CÍA en Langley.
Levantó el pie derecho del acelerador y pisó el freno a fondo, al tiempo que hacía girar el volante hacia la izquierda. El Allard derrapó y los neumáticos chirriaron; sintieron un fuerte olor a caucho quemado. Antes de que el coche se detuviera por completo, las ruedas traseras volvieron a girar, impulsando el vehículo deportivo hacia la carretera comarcal sumergida en una completa oscuridad.
Pitt se concentró al máximo en las curvas que tenía por delante. Los viejos faros de reflector no iluminaban la carretera tan extensamente como las modernas luces halógenas y debía anticipar cada vuelta por medio de su sexto sentido. Pitt disfrutaba conduciendo en las curvas. Sin tocar el freno, las tomaba derrapando y compensando luego el automóvil.
El Allard se encontraba en su elemento. Para ser un automóvil de turismo, el pesado Cadillac tenía una excelente suspensión, pero, aun así, no podía rivalizar con el coche deportivo, mucho más ligero y pensado para las carreras. Pitt estaba enamorado del Allard; además, se compenetraba a la perfección con la máquina. Le gustaba su sencillez y su poderoso motor. Pitt apretaba los labios en una sonrisa crispada al tomar las curvas. Conducía como un diablo, sin tocar el freno y reduciendo la marcha sólo en las curvas más cerradas. El conductor del Cadillac hacía lo que podía, pero perdía terreno en cada curva.
Luces amarillas de peligro brillaban en unas barreras situadas más adelante. Junto a la cuneta había una enorme trinchera donde se estaba instalando una tubería. Pitt advirtió con alivio que el camino se estrechaba, pero no estaba cortado. El pavimento pasó a ser de tierra y grava durante cien metros, pero Pitt no levantó el pie del acelerador, regocijándose por la gran nube de polvo que levantaba a su paso y que, sin duda, haría que su perseguidor tuviese que reducir velocidad.
Al cabo de otros dos minutos de furiosa carrera, Maeve señaló hacia adelante y un poco a la derecha.
-Veo faros -dijo.
-La autopista -asintió Pitt-. Aquí es donde los perderemos definitivamente.
La intersección estaba libre de tráfico y no vieron coches a medio kilómetro en ninguna de las direcciones. Pitt quemó las cubiertas de las ruedas al realizar un giro cerrado a la izquierda que los alejó de la ciudad.
-¿No vas en dirección contraria? -preguntó Maeve, alzando la voz para que Pitt pudiera oírla por encima del ensordecedor chirrido de los frenos.
-Fíjate y aprende -dijo Pitt. Giró el volante en sentido opuesto, frenó con suavidad e hizo que el Allard girase en «U», para seguir luego en dirección opuesta. Pasó ante el cruce con la carretera comarcal antes de que las luces del Cadillac fueran visibles y aumentó la velocidad en dirección a la capital.
-¿Para qué has hecho eso? -preguntó Maeve.
-Ha sido una maniobra de despiste. Si los sabuesos son tan listos como imagino, seguirán mis huellas de frenado en dirección opuesta.
Ella le agarró el brazo y se apretó contra él.
-¿Qué piensas hacer como colofón? -preguntó.
-Ahora que ya te he deslumhrado con mi virtuosismo, procederé a seducirte con mi encanto.
Maeve le dirigió una mirada burlona.
-¿Qué te hace creer que no estoy demasiado asustada para seducciones?
-Te leo los pensamientos y sé que no es así.
Maeve se echó a reír.
-¿Cómo puedes leer mis pensamientos?
-Es un don. Por mis venas corre sangre gitana -contestó Pitt, encogiéndose de hombros.
-¿Tú, gitano?
-Según mi árbol genealógico, mis antepasados paternos, que emigraron de España a Inglaterra en el siglo xvii, eran gitanos.
-Y tú lees la palma de la mano y echas la buenaventura.
-Pues no. Mi don únicamente se pone de manifiesto en las noches de luna llena.
Ella lo miró con recelo, pero mordió el cebo.
-¿Qué te sucede en las noches de luna llena?
Pitt se volvió hacia ella y contestó con una sonrisa descarada:
-Que salgo a robar gallinas.
27
Maeve escrutaba recelosamente la oscuridad, mientras Pitt conducía por un camino de tierra apenas iluminado que bordeaba el aeropuerto internacional de Washington. Se aproximaban a lo que parecía un viejo hangar abandonado. No había otro edificio en las proximidades. Maeve se sintió aún más inquieta cuando Pitt detuvo el coche bajo las luces amarillas de una farola.
-¿Adonde vamos? -preguntó Maeve.
-A mi casa, naturalmente -contestó él divertido.
El rostro de la joven reflejó un desagrado muy femenino.
-¿Vives en este viejo barracón?
-Lo que ves es un edificio histórico, construido en 1963 como hangar de mantenimiento para una aerolínea pionera desaparecida hace ya mucho.
Sacó del bolsillo un pequeño mando a distancia y marcó en él una clave. Al cabo de un segundo se alzó una puerta y apareció ante ellos lo que a Maeve le pareció la boca de una caverna, negra y llena de acechantes peligros. Para aumentar aún más el dramatismo de la situación, Pitt apagó los faros y avanzó entre tinieblas. Luego usó de nuevo el mando a distancia para cerrar la puerta y se quedó en el asiento.
-Bueno, ¿qué te parece? -preguntó burlonamente en la oscuridad.
-Estoy a punto de gritar pidiendo ayuda -dijo Maeve, presa de la confusión.
-Lo siento. -Pitt usó de nuevo el mando y en el interior del hangar se encendieron unos tubos fluorescentes estratégicamente dispuestos en el techo abovedado del hangar.
Maeve quedó boquiabierta al verse rodeada de una valiosa colección de vehículos. Contempló con estupor los relucientes automóviles clásicos, los aeroplanos y el decimonónico vagón de tren. Reconoció un par de Rolls Royce y un gran Daimler descapotable, pero no estaba familiarizada con los Packard, Pierce Arrow, Stutz, Cord y los otros automóviles europeos que había, entre ellos, un Hispano-Suiza, un Bugatti, un Isotta Fraschini, un Talbot Lago y un Delahaye. Los dos aeroplanos que colgaban del techo eran un viejo Ford trimotor y un caza Messerschmitt 262 de la Segunda Guerra Mundial. El único objeto que parecía fuera de lugar era un pedestal que sustentaba un motor fueraborda incorporado a una vieja bañera de hierro forjado. -¿Todo esto es tuyo? -preguntó Maeve.
-Tuve que elegir entre esto y una esposa e hijos -bromeó él.
Ella se volvió hacia él, ladeando la cabeza con coquetería.
-No eres viejo. Todavía puedes casarte y tener familia. Lo que ocurre es que no has encontrado a la mujer adecuada.
-Sí, supongo que tienes razón.
-¿Desgraciado en amores?
-Ésa es la maldición de los Pitt.
-¿Es ahí donde vives? -preguntó Maeve, señalando una caravana Pierce Arrow azul oscuro.
Él se echó a reír y señaló hacia arriba.
-Mi apartamento está al final de esa escalera de caracol pero sí estás cansada, puedes subir en el montacargas.
-El ejercicio me vendrá bien -dijo suavemente ella. Pitt la condujo escaleras arriba. Franquearon la puerta que se abría a un salón estudio lleno de estantes atestados de libros sobre el mar y de pequeñas vitrinas que albergaban réplicas de los barcos descubiertos y explorados por Pitt en sus años al servicio de la ANIM. Una puerta situada en un lado de la habitación conducía a un enorme dormitorio decorado como el camarote del capitán de un viejo velero. El cabezal de la cama era un enorme timón. En el extremo opuesto de la sala había una cocina y el comedor. Maeve pensó que ese apartamento sólo podía ser de un hombre solitario.
-O sea que aquí se mudó Huckleberry Finn tras dejar su casa flotante en el río -dijo. Luego se quitó los zapatos y se sentó en un sofá de piel, con las piernas cruzadas.
-Como me paso la mayor parte del año en el mar, no puedo venir aquí con la frecuencia que me gustaría. -Se quitó el abrigo y se soltó el lazo de la corbata-, ¿Una copa?
-Un brandy me vendría de perlas.
-Ahora que pienso, te saqué de la fiesta antes de que tuvieras oportunidad de cenar. Te prepararé algo.
-Con el brandy será suficiente. Mañana tendré tiempo de atiborrarme.
Pitt sirvió a Maeve un Rémy Martin y se sentó junto a ella en el sofá. La joven lo deseaba desesperadamente, quería tocarlo, sentirse rodeada por sus brazos; pero en su interior se debatían fuerzas en conflicto. Recordó a sus dos hijos, que estarían sufriendo bajo las brutales manos de Jack Ferguson, y una ola de remordimientos la invadió. Era algo demasiado terrible que no debía olvidar ni por un momento. Sintió una opresión en el pecho, y el resto del cuerpo, crispado y débil. Le angustiaba la suerte de Sean y Michael; sus hijos seguían siendo para ella unos bebés, y le parecía una monstruosidad permitirse en esos momentos el solaz de una aventura sensual. Quería gritar de desesperación. Dejó el brandy sobre la mesa de café y, de pronto, se echó a llorar desconsoladamente.
Pitt la abrazó con fuerza.
-¿Tus hijos? -preguntó.
Ella asintió entre sollozos.
-Lo siento. No pretendía jugar contigo.
Extrañamente, y a diferencia de lo que le ocurría al resto de los hombres, Pitt comprendía bien las emociones femeninas, y las lágrimas nunca lo desconcertaban ni confundían. Reaccionaba ante el comportamiento temperamental de las mujeres con más comprensión que incomodidad.
-Cuando una mujer tiene que elegir entre la preocupación por sus hijos y sus deseos, el instinto maternal gana siempre.
Maeve se sorprendió de que Pitt fuera tan comprensivo. No parecía humano. Indiscutiblemente, era distinto a cuantos hombres había conocido en su vida.
-Estoy tan perdida y asustada. Jamás me había sentido tan indefensa.
Pitt se levantó del sofá y regresó con una caja de pañuelos de papel.
-Lamento no poder ofrecerte un pañuelo de tela, pero hace mucho que no los uso.
-¿No te sientes... decepcionado?
Pitt sonrió, mientras observaba a Maeve secarse los ojos y sonarse la nariz.
-Lo cierto es que yo tenía motivos ulteriores.
Ella lo miró inquisitivamente.
-¿No quieres acostarte conmigo?
-Si no quisiera, me retirarían la licencia de uso de testosterona. Pero no fue ese el único motivo por el que te traje aquí.
-No entiendo.
-Necesito tu ayuda para redondear mis planes.
-¿Qué planes?
Él la miró como si la pregunta lo sorprendiese.
-¿Qué planes van a ser? Conseguir meterme en la isla Gladiator, rescatar a tus chicos y escapar.
Maeve movió las manos nerviosa.
-¿Harías eso? -preguntó casi sin aliento-. ¿Arriesgarías la vida por mí?
-Y por tus hijos -añadió Pitt.
-Pero... ¿por qué?
Él ardía en deseos de decir a Maeve que era hermosa y encantadora, y que albergaba sentimientos de profundo afecto hacia ella; pero no fue capaz de hablar como un adolescente con mal de amores. Fiel a sí mismo, optó por bromear.
-¿Por qué? Porque el almirante Sandecker me ha dado diez días libres y detesto quedarme haraganeando y sin hacer nada de provecho.
Maeve sonrió con los ojos anegados en lágrimas y atrajo a Pitt hacia ella.
-Eso es mentira. Y ni siquiera es una buena mentira.
Antes de besarla, Pitt susurró:
-¿Por qué será que las mujeres siempre me leen los pensamientos?
Parte 2