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julio 25, 2010
Parte 112
MANUFACTURA DEL TEMPLO DEL HILO INFINITO, CHANG AN, CHINA
Tan pronto como descubrió el rostro juvenil de su querido Punta de Luz, con su sonrisa afable de siempre, Luna de Jade, rebosante de felicidad y dejándose llevar por la sorpresa, pese a la mirada sombría de la obrera destinada a la vigilancia del taller, no pudo abstenerse de correr hacia él y derrumbarse en sus brazos.
En la hilandería imperial de seda más grande de Chang An, llamada Templo del Hilo Infinito, era la hora de la pausa que se hacía a media jornada; en realidad, el único momento en que los obreros tenían derecho a comer una sopa de arroz y hortalizas que unas cantineras distribuían en unas carretas.
La hilandería imperial ocupaba un edificio tan inmenso que habrían sido necesarias no menos de dos horas a los curiosos que quisiesen aventurarse a recorrerla, si bien no era aquélla una empresa recomendable.
Situada algo apartada de la capital de los Tang, aquella fábrica contaba con casi diez mil empleados, sobre todo obreras.
En efecto, sólo los dedos finos y ágiles de las manos de mujeres podían proceder a las fases necesarias para la transformación del tenue hilo de seda que resultaba de devanar los capullos en soberbios trozos de tela cuyos suaves colores y extraordinario brillo justificaban el precio exorbitante de aquel material que enloquecía a todas las elegantes de los países occidentales desde los tiempos de Alejandro Magno, época en la que se decía que lo producían los «Sères», pueblo cuyo nombre, tanto en latín como en griego, significaba «seda».
Teniendo en cuenta la preciosa calidad de la materia tratada, el Templo del Hilo Infinito era, sin lugar a dudas, si se exceptuaba por supuesto el palacio imperial desde donde reinaba Gaozong, uno de los edificios oficiales mejor guardados de la capital de los Tang.
Se penetraba en él a través de un porche único donde unos esbirros armados escudriñaban los rostros de las obreras y comprobaban atentamente todas las mercancías que entraban y salían antes de etiquetarlas debidamente con un número de orden que unos cancilleres de tercer grado consignaban en grandes registros. De este modo la administración imperial de la seda conocía prácticamente sin el más mínimo error tanto el número de paquetes de capullos de seda que habían entrado un determinado día en la fábrica como el de las piezas de seda ya acabadas y prontas a ser distribuidas en el mercado que habían salido.
En el interior de la hilandería también eran objeto de minuciosos controles todas las etapas necesarias para la fabricación de las piezas de seda.
Pese a esto, Punta de Luz pudo penetrar sin problemas en aquel verdadero santo de los santos de la seda de los Tang.
—¡Punta de Luz! ¡Qué alegría verte después de todo este tiempo!
Bastó que el joven maniqueo se presentara ante el funcionario encargado de la vigilancia de los registros para que este último lo recibiese con los brazos abiertos al tiempo que ordenaba con la mirada a los tres esbirros que impedían el paso que lo dejasen entrar en el Templo del Hilo Infinito.
Aquella fábrica increíble estaba compuesta de una serie de inmensas salas, cada una de ellas especializada en una determinada fase de la transformación de la preciosa materia, entre las cuales no era la menos sorprendente el proceso del teñido de la seda, que era donde trabajaba Luna de Jade.
Unos gigantescos depósitos excavados en el suelo, llenos de centelleantes líquidos —amarillo dorado, rojo bermellón, azul turquesa, verde esmeralda, blanco inmaculado y negro ala de cuervo— esperaban que las manos de las obreras sumergiesen en ellos el ovillo de hilo de seda que sostenían colgado de un largo bichero.
Junto a la pared del fondo del taller estaban ordenadamente colocadas en unos estantes las jarras que contenían los pigmentos utilizados en el tinte: carbón de leña para el negro, albayalde para el blanco, azurita o índigo para el azul, malaquita para el verde, ocre y oropimente para el amarillo y, por descontado, cinabrio para el rojo, que, para impresionar los ánimos, se designaba también con el nombre de «sangre de mono gibón xingxing».
Para infundir más vida al color carmín también se le podía añadir «mineral púrpura» o «sangre de dragón», que en realidad era una sustancia segregada por el insecto arborícola lac, o bien púrpura de múrice, ese precioso molusco mediterráneo que llegaba a la China a través de la Ruta de la Seda en reducidísimas cantidades y a precios prohibitivos.
Las losas que cubrían el pavimento de la sala de tintado brillaban con la constelación de las gotas de los multicolores líquidos que caían de los ovillos al ser trasladados en unas carretas a la sala de secado.
Punta de Luz no tardó mucho en localizar a Luna de Jade.
Habían transcurrido dos años desde la última vez que se habían visto, pero la chica no había cambiado.
Tan bella y grácil como siempre, en aquel momento se disponía a sumergir un ovillo de seda en una cuba llena de bermellón, pero dejó lo que tenía entre manos para precipitarse a su encuentro.
—¡Creía que no volvería a verte más! —exclamó, jadeante, acercando los labios al oído de Punta de Luz, quien volvió a sentir, así que notó el roce en el cuello, la misma turbación que dos años antes cuando la chica se acurrucaba contra él después de hacer el amor.
—¡Seguramente me maldijiste! ¡Me comporté contigo como un verdadero patán!
—¡Te fuiste sin ni siquiera decirme adiós!
—No podía hacer otra cosa. ¡Si supieras cómo he sufrido por ello! Pero si no me importases, no habría vuelto... —dijo ahogando un sollozo.
—Es difícil hablar aquí —dijo la chica indicándole la mirada severa y el ceño cada vez más fruncido de la encargada cuya autoridad, sin embargo, había desafiado para arrojarse en sus brazos.
—Tenía tantas ganas de verte que he preferido venir en seguida en lugar de esperar a que salieras del trabajo.
—Todo este tiempo, siempre que pensaba en tus manos sobre mi cuerpo toda yo me estremecía —dijo la muchacha con aquella sorprendente franqueza y libertad que había demostrado siempre al hablar de ese tipo de cosas.
—¡Y yo, cuántas veces he soñado que estaba entre tus brazos y, cuando me despertaba, tenía el sexo tan duro que me dolía! ¡Si supieras qué ganas tengo de estar a solas contigo!
—Tendré que perdonarte...
—¡Estoy dispuesto a hacer lo que sea para volver a conquistar tu corazón!
—¡Oyéndote hablar así, siento agitarse mi valle de rosas! —dijo con voz trémula.
Lejos de sentirse indignada, la hermosa obrerita parecía encantada al ver reaparecer de manera tan milagrosa a un amante a quien había enseñado, dos años antes, los gestos, posturas y palabras que conducían los cuerpos al infalible objetivo del goce compartido.
Luna de Jade parecía hecha para el amor carnal, en cuya ciencia y práctica había iniciado a Punta de Luz.
Lo que más le gustaba era sentir cómo subía en su interior aquella ola de placer que empezaba a expandirse desde el vientre, se tensaba y vibraba después como un tambor de lluvia, hasta el momento inefable en que del fondo de su caverna de oro brotaba el rocío mientras le acariciaban largamente la entrada...
Punta de Luz, por su parte, que ya veía apuntar por encima de la ligera camisa los pezones duros de la muchacha, no podía apartar de sus pensamientos aquellos abrazos a los que se había habituado de tal modo que tener que volver a Turfan, junto a su obispo, una vez cumplida su misión, supuso para él un verdadero desgarramiento.
Había tenido que convencerse de que su desobediencia le habría valido con toda seguridad el fuego del infierno de haber continuado amándose como dos tórtolos, para que, llorando lágrimas de sangre, aceptase por fin abandonar Chang An provisto de la preciosa mercancía que había ido a buscar.
Si en aquel momento sólo hubiese prestado oído a sus sentidos, sin duda no habría permanecido junto a aquella cuyo cuerpo respondía de maravilla y sin reserva alguna a todas las solicitaciones que ella le había enseñado a prodigar, por raras y extravagantes que fueran.
Había sido Luna de Jade quien había hecho descubrir a Punta de Luz los sortilegios a los que podía llevar el abrazo amoroso cuando uno accedía a dotarlo de refinamiento y conocía las recetas que permitían que el placer y el deseo se alimentaran mutuamente hasta formar aquella unión y armonía insuperables entre el cuerpo del hombre y el de la mujer fusionándose como se fusionan en la música dos instrumentos perfectamente afinados.
Luna de Jade debía aquel conocimiento íntimo de su cuerpo a su condición y a su historia.
Había nacido, apenas hacía veinte años, en el seno de una familia pobre que vivía en un pueblecito del norte de la China situado en una zona conquistada recientemente por los Tang cuya población había sido trasladada casi por completo a Chang An como botín de guerra.
Debido a su agilidad manual, fue destinada a los doce años a la hilandería del Templo del Hilo Infinito después de haber sido raptada del seno de su familia.
Se había formado, pues, en la escuela de la vida, la más eficaz si uno sabe salir de ella bien librado, pero también la más dura...
Aquella joven obrera, con un cuerpo de seductoras formas que no lograban ocultar las camisas casi transparentes que llevaban las obreras a causa de las elevadas temperaturas que reinaban en los talleres donde se escaldaban los capullos, se había convertido en presa codiciada por los hombres que trabajaban en la hilandería.
Objeto del deseo de los obreros, no tardó en comprender a qué se exponía si rechazaba sus insinuaciones teniendo en cuenta que no tenía padre ni madre que la defendieran.
En consecuencia, tomar la delantera al precio que fuese y seducir a los más convenientes por encima de los más zafios era el único método que le permitía sobrevivir.
Esto hizo que se convirtiera en experta en el amor y que todos supieran que había que andarse con pies de plomo si se le faltaba al respeto.
Así fue como, apenas descubrió su rostro a la salida del Templo del Hilo Infinito, mezclado con todo el tropel de hombres de mirada concupiscente que acechaban todos los días a las obreras, puso los ojos en Punta de Luz.
La chica quedó seducida por su candor y su inteligencia, mucho más incitantes que las miradas lúbricas y preñadas de sobreentendidos de los otros hombres.
El joven Oyente era virgen como un ángel puro y estaba libre de segundas intenciones cuando por primera vez, en la alcoba de su exiguo alojamiento, ella se apoderó con toda delicadeza de su vara de jade y la acarició larga y pausadamente con la lengua tras haberla humedecido.
Falto de referencias, después de aquel delicioso aperitivo, Punta de Luz se dejó guiar por la joven cuya experiencia en la gimnasia amorosa, aprendida en época temprana de su vida, resultó ser de extraordinaria eficacia.
En dos tiempos y tres movimientos, lo sedujo y se lo hizo suyo.
Lo primero que hizo fue invitarlo a disfrutar de las delicias de lo que ella llamaba sus «tres preciosos orificios»: la boca, la cueva dorada y la puerta de atrás, provocando en su amante unos espasmos de placer que no hicieron sino aumentar cuando terminó de rendirle honores de las tres maneras diferentes.
Cuando el joven kucheano abandonó Chang An para ir a Turfan no ignoraba nada de la amplia enciclopedia de placeres carnales que Luna de Jade le había enseñado gracias a incesantes trabajos prácticos en el curso de los cuales exaltó hasta tal punto sus sentidos que era capaz de amarla una noche entera sin darse tregua.
A su regreso pasó muy malos ratos intentando prescindir del cuerpo de su amante, de sus formas suaves, de sus recovecos húmedos y cálidos y de sus orificios intercambiables y dispensadores de placer.
Y como todo Oyente con vocación de Perfecto, se vio obligado a someterse de nuevo a la regla de una intransigente castidad.
Privado de amor durante tan largos meses, fue con glotonería y no sin cierta fiebre que Punta de Luz aspiraba ahora el olor a especias que emanaba la cabellera de Luna de Jade.
¡Qué dulce le parecía ahora transgredir el ayuno de los sentidos al que su condición de Oyente lo tenía obligado desde hacía tanto tiempo!
En brazos de Luna de Jade se sentía renacer y convertirse en un hombre distinto.
Allí estaba el verdadero Punta de Luz, el cuerpo ceñido contra el de aquella chinita a la que abrazaba al tiempo que le murmuraba palabras tiernas sin prestar atención a las miradas intencionadas que les dirigían las obreras, las cuales seguían ocupadas en sus trabajos de teñido ante la actitud cada vez más exasperada de la encargada.
—¡Si supieras cómo te deseo! Sólo verte me escuece la punta de la vara de jade! —dijo él a su vez a la muchacha antes de empujarla a un rincón de la sala y de oprimir golosamente su lengua contra la de la chica.
—¡Cómo ha tardado en pasar el tiempo desde que te fuiste!... Creía que no te importaba...
—Pero, mi pequeña Luna de Jade, ya tendré ocasión de contarte por qué debía llevar cuanto antes los capullos de seda al lugar de donde venía —dijo Punta de Luz soltando un gemido.
—¿Por qué no me llevaste contigo? Habríamos seguido amándonos. Dos años es mucho tiempo... Habría podido olvidarte —protestó la chica.
—¡Era completamente imposible! En el sitio donde vivo, creo que ya te lo dije, llevo una vida de monje y la regla de mi Iglesia me prohíbe hasta mirar a las mujeres y, más aún, tocarlas —le dijo, movido por la emoción, Punta de Luz.
—Entonces, ¿qué hace aquí un religioso que ha hecho voto de castidad? —le preguntó ella con mirada triste.
—Todavía no me han ordenado Perfecto. Estoy autorizado a recuperar, cuando quiera, mi anterior estado laico. Te echaba tanto de menos que no he podido por menos de volver a tu lado.
—¡No te creo! ¡Debe de haber algo más!
—¡Chica, es hora de que vuelvas a tu trabajo! —gritó la voz áspera de la encargada.
—Te esperaré a la salida, amor mío... Me muero de ganas de estar en la cama contigo... —le susurró al oído Punta de Luz.
—¿Cómo sabe, mi monje extranjero, que sigo libre después de tanto tiempo? —preguntó la muchacha medio en broma.
—No hay más que ver cómo se te han puesto los pezones, mi querida Luna. Los conozco muy bien. Los he notado, duros como piedras, así que los han tocado mis dedos... Espero, pues, que si me perdonas, tal vez esos pezones volverán a ser míos —le espetó no sin antes desafiar la mirada dominante de la encargada, que estaba dando a entender que la broma ya duraba demasiado.
Al final de la jornada volvió a encontrarse con la hermosa Luna de Jade en la escalinata del Templo del Hilo Infinito, una más en la larga cola de obreros sometidos a registro por los encargados de la vigilancia, que palpaban bolsillos y abrían capachos para asegurarse de que nadie se llevaba ni un solo hilo de seda.
Había dos hombres que hacían la corte asidua a la que había sido su única amante.
—¡Veo que tienes tanto éxito como siempre! —le espetó el joven kucheano.
—Cada tarde lo mismo... Todos los hombres de la hilandería me persiguen.
—¡No se puede negar que estás más guapa que nunca!
—¡Sé qué tengo que hacer para sacármelos de encima! Los de más edad no se atreven a acercárseme. Si hubiera decidido abrir un burdel, ahora sería rica —bromeó.
—¡Habría sido una lástima para mí! He corrido muchos riesgos para venir a verte.
—Los hombres dicen siempre lo mismo cuando quieren que una mujer los perdone.
—He destruido por completo el criadero de gusanos de seda de mi autoridad eclesiástica... Por eso me han enviado aquí: para que hiciera la misma operación de hace dos años.
—¿Quieres decir con esto que también te irás sin avisar y me abandonarás? Si es así, mejor que me lo digas en seguida y todo quedará más claro para los dos —protestó ella.
—¡Te juro que esto no volverá a ocurrir! Esta vez vendrás conmigo.
—¿Y si me niego?
—¡Te quiero! Ahora que estoy de nuevo a tu lado me doy cuenta de la inconsciencia e inanidad de mi actitud al dejarte simplemente para obedecer la regla de mi religión.
La muchacha se quedó en silencio.
Alrededor de las dos la calle había quedado vacía. Delante del porche de la fábrica no había un solo obrero ni una sola obrera.
—¿Y yo qué haré allí? No tengo ganas de terminar mi vida como una monja.
—En la Iglesia de la Luz no hay monjas ni, menos aún, sacerdotisas.
—¡Razón de más! No tengo vocación de criada de sacerdote.
—¡Nosotros nos casaremos, Luna de Jade! ¡Serás mi mujer!
—Si quieres —dijo la muchacha con semblante pensativo—, volveremos a hablar más tarde de todo esto.
—¿Dónde me llevas ahora? —le preguntó él entonces en tono jovial enlazándole el talle.
—Tengo una habitación sobre la tienda de un comerciante de seda, en la calle de los Pájaros Nocturnos, barrio de los sederos... Me la facilita a cambio de pequeños favores. En Chang An los alojamientos son muy caros... Todas las noches me encargo de ordenarle la sedería. El hombre se llama Rojo Vivo. Coloco las piezas de tela en los estantes unas sobre otras, después de haberlas doblado cuidadosamente...
—¡Hace un buen negocio!
—No tiene necesidad de dinero. Desde hace un tiempo su negocio va viento en popa, lo que no ocurría al principio, cuando se avino a alquilarme la habitación. De pronto ha puesto parquet en la tienda. Ya verás, es pequeña, pero cómoda.
—¡Iré donde tú digas, amor mío!
—Prométeme, en ese caso, que no me abandonarás nunca.
—¡Te lo juro en nombre del profeta Maní! —exclamó tendiéndole los brazos, en los que ella se refugió.
El empedrado de los animados callejones del barrio comerciante de Chang An estaba como siempre: brillante como si fuera de seda debido al roce de los miles y miles de pasos de mirones y comerciantes que transitaban hasta una hora avanzada de la noche cuando los dos se acercaron, cogidos de la mano, a los escaparates de las tiendas, iluminados con farolillos de papel, igual que en pleno día.
Con un placer inmenso, Punta de Luz reencontró el ambiente incomparable de aquellas calles abarrotadas de gente, iluminadas por la suave luz de los caideng, faroles multicolores decorados con pagodas, paisajes o dragones e incluso frutos de bergamota, cuyo sobrenombre de «mano de Buda» o foshougan provenía de su forma multidigital tan parecida a una mano tendida a la espera de dinero.
El esplendor de la capital de los Tang superaba, en aquellos tiempos, el de cualquier gran ciudad del mundo.
También era la primera por el ímpetu de su comercio.
En efecto, en Chang An todo, o casi todo, se podía comprar o vender.
Esta ciudad sólo había necesitado algunos decenios para convertirse en la vitrina de lo que todo el planeta producía de más raro y precioso.
Punta de Luz pudo comprobar que, en los dos años que había durado su ausencia, todo se había transformado y era todavía más rico y suntuoso que antes.
El dinero fluía en abundancia, como el agua de los torrentes cuando se fundían las nieves.
Ante sus ojos maravillados se intercambiaban monedas chinas, tibetanas, indias, sogdianas e incluso parsis por marfil, incienso, ámbar, esmeraldas, rubíes y sobre todo seda, cuya penuria no parecía haber llegado aún a las tiendas de venta al por menor, las cuales estaban llenas de ella a rebosar.
Pasaron por delante de puestos increíbles donde se vendían mercancías mucho más exóticas.
Allí, en medio de todo un revoltillo en el que sólo podía moverse un comerciante de altos vuelos, consciente de ofrecer lo más precioso de este mundo, había conchas de tortuga marina, tinajas de vino de uva, cuerno de rinoceronte, colmillos y piel de elefante procedente de Champa,16 dientes de leopardo y de tigre, pieles de marmota himalaya, de tigre blanco de Siberia o de oso de las nieves, que se compraban por su peso en oro.
Si Punta de Luz hubiera tenido dinero suficiente, habría podido procurarse especias y aromas de todo tipo, así como incienso procedente de la India, donde lo llamaban gandha, con el que se acompañaban los regalos que se hacían a los poderosos y a los nobles y cuyos efluvios embalsamaban las salas de oración de los monasterios.
También se encontraba áloe procedente de Malaisia, conocido con el nombre de agaru, el extracto aromático del cual estaba muy de moda, por no hablar del alcanfor, utilizado para fabricar ungüentos contra el dolor y todo tipo de reumatismos.
Algo más lejos, el olfato refinado del kucheano reconoció el olor de la esencia de benjuí y también los de la mirra, el estoraque, el polvo de ajo, el aceite de jazmín y de pachulí, un perfume con el que Luna de Jade le gustaba embadurnarse el vientre, pero igualmente el de la esencia de rosa y aquélla, mucho más extraña y rara, del ámbar gris del cachalote, que se dejaba macerar largo tiempo en alcohol.
—¡El único remedio que autoriza mi Iglesia es la oración! —bromeó el joven Oyente maniqueo al pasar por delante de una larga mesa en la que el comerciante había expuesto sus pequeños cuencos con polvo de teriaca, cardamomo, raíz de cúrcuma, algarroba, testículos secos de castor, raíces de ginseng y aleta de tiburón cortada a tiras.
En el centro de las mercancías expuestas, una botellita llena de un líquido amarillento que ostentaba la etiqueta «bilis de pitón» daba pie al charlatán para ensalzar los innumerables méritos de aquella rarísima sustancia de precio prohibitivo ante la cual se agolpaba un grupo de hombres de edad madura, que la contemplaban embelesados, visiblemente ávidos de potenciar su vigor sexual.
En las tiendas dedicadas a la medicina y a la alquimia, que ocupaban un barrio entero de Chang An, detrás mismo del de los sederos, se encerraba toda la farmacopea disponible.
Ahora era la calle de los joyeros y talladores de piedras preciosas la que desfilaba bajo los ojos de Punta de Luz y de Luna de Jade, deslumbrados por el brillo de las gemas expuestas en inmensas bandejas de bronce ante las cuales se movían, inquietos, los vendedores provistos de pequeñas balanzas.
—¡Mi jade es más duro! ¡El mío es más auténtico! ¡Mi jade te aportará diez mil años de felicidad! ¡Estos diamantes son tan puros como el hálito Qi! —se oía gritar aquí y allá.
—¡Venid a catar mis frutos de jade! ¡Son de los árboles que crecen en las Islas Inmortales! —gritaba un viejo desdentado.
—¡Jamás había oído hablar de esas islas! —confesó Punta de Luz.
—Cuentan que flotan en el océano montadas a lomos de tres tortugas gigantes. En estos territorios celestiales de los árboles penden frutos de jade que, si uno los cata, vive diez mil años —le explicó la chica.
—¿Me llevarás allá?
—¿Por qué no, si sabes ganártelo? ¡Primero quiero ver cómo te portas! —dijo en tono de broma la muchacha.
—¡Eso es semilla de mineral de hierro y de piedra lunar! —proclamaba otro mercader que mostraba con orgullo sus bloques de lapislázuli y sus ópalos a punto de ser tallados y de adornar los collares y broches preciosos que las damas de la corte se disputarían.
—Ese cristal de roca, puesto al sol, enciende todo cuanto se le pone debajo. Yo lo he visto... —precisó Luna de Jade a Punta de Luz, que sopesaba un bloque convexo de cristal que podía utilizarse como una lente.
—¡Procede de Cachemira! ¡De la India del Buda Sakyamuni! Allí lo llaman agnimani, es decir, joya de fuego —añadió el mercader que lo ofrecía, cuya piel mate y nariz aguileña denunciaban su origen indio.
—Tengo la impresión de que ahora se ofrecen más rarezas que cuando vine por primera vez —afirmó Punta de Luz.
—En Chang An todo es posible si tienes dinero. Tanto lo bueno como lo malo... —murmuró la joven obrera, que se había quedado seria de pronto.
Por fin habían llegado a la calle de los Pájaros Nocturnos.
A su alrededor, bajo la iluminación de los caideng, en los puestos y tiendas ya no se veían cascadas de sedas multicolores, marañas de pesados cordones dorados, revoltillos de moarés entremezclados unos con otros y zigzagueo de resplandecientes damascos.
—¡Qué hermosura! ¡Qué suerte tienes de vivir aquí!
—Pues si no fuera por la penuria, habría diez veces más de lo que hay.
—¿De qué penuria hablas, Luna de Jade?
La chica soltó una carcajada.
—¡Se nota que acabas de llegar! ¡En Chang An no se habla de otra cosa!
—¿Hasta ese punto está China falta de seda?
—Según dicen, la demanda de seda es tan acusada en las regiones occidentales que la producción de las manufacturas imperiales apenas basta para cubrirla. El director del Templo del Hilo Infinito ha explicado vagamente el problema a nuestros contramaestres... por eso, según rumores que corren por la fábrica, nos harán aumentar las cadencias.
A Punta de Luz, cuya excitación aumentaba a medida que iban acercándose a la habitación de Luna de Jade, no le pasó por alto el brillo de los dientes deslumbrantes de blancura que la chica desvelaba cada vez que reía o profería una exclamación.
Dentro de poco su lengua rozaría aquel auténtico collar de perlas que ornaba la boca de su amante.
Al llegar a una tienda cuya enseña de hierro forjado representaba una mariposa, la chica le indicó que la siguiera al interior.
—Ese mercader de seda se viste con muestras de sus telas. Por favor, haz como si no te dieras cuenta. Es un individuo particularmente susceptible. Es mi patrono pero es bastante desconfiado —le dijo al oído Luna de Jade así que entraron en la tienda.
—¿Luna de Jade ha pasado un buen día? —preguntó un hombre gordito que apareció de improviso detrás de un mostrador y cuya absurda vestimenta hacía que no pasara inadvertido.
Llevaba una túnica de seda realizada con multitud de retales de tela cuadrados cosidos entre sí, lo que permitía que los clientes pudieran apreciar de una simple ojeada la variedad y riqueza de sus existencias.
Punta de Luz comprobó que el rostro del hombre, redondo como una calabaza y más bien rubicundo, acababa de quedarse lívido de pronto al ver que su huéspeda iba acompañada...
—¿Puedo saber el nombre de ese joven?
La voz del comerciante regordete tenía un regusto agrio.
—¡Ejem! Es un primo lejano que acaba de llegar del campo. No tiene donde dormir en Chang An. Le dejaré que duerma en mi habitación uno o dos días, ni uno más. Se llama Ojo de Buey —respondió la chinita con gran aplomo.
—¡Buenos días, Ojo de Buey! ¡Bienvenido a La Mariposa de Seda! ¿De qué provincia vienes? ¿A qué se dedican tus padres?
—¡Ejem! ¡Soy de la parte oeste! ¡Eso es! —balbuceó Punta de Luz.
—Sus padres se dedican a criar corderos en el Gansu. Nació allí —se apresuró a añadir Luna de Jade.
—¡Es curioso que le hayan puesto por nombre Ojo de Buey si crían corderos! —exclamó el mercader con mirada cada vez más desconfiada, observando al joven Oyente de pies a cabeza.
—Su abuelo era propietario de un rebaño de vacas. ¡Ésa es la explicación! —replicó Luna de Jade, que no estaba dispuesta a que el mercader en cuestión prosiguiera indefinidamente el interrogatorio.
—¡Ya comprendo! —soltó éste con fingida amabilidad antes de añadir, con una sonrisa y después de un guiño de connivencia a Punta de Luz, quien quedó estupefacto ante un cambio tan brusco de tono—: ¡Bienvenido, Ojo de Buey! No hay problema si quieres quedarte más tiempo.
Lo que había ocurrido en realidad era que el comerciante de sedas acababa de descubrir el fino hilo de seda rojo que Cargamento de Quietud había atado en la muñeca izquierda de Punta de Luz.
—Gracias, señor, es usted muy amable —balbuceó mientras la joven lo dirigía hacia su habitación.
Al llegar a la minúscula habitación ocupada casi por entero por una estrecha cama, Luna de Jade cerró cuidadosamente la puerta con doble vuelta de llave.
—¡Al fin solos! ¡Ya era hora! —exclamó Punta de Luz, a quien, sintiendo aproximarse el momento en que se convertiría en presa a merced de su amada, le parecía ahora que tenía fiebre.
—¡Perdóname por lo de Ojo de Buey! Pero es el primer nombre que se me ha ocurrido —exclamó Luna de Jade arrojándosele al cuello y abrazándolo con dulzura.
—¿Se puede saber cómo se llama esa bola de grasa desconfiada y engalanada como un loro?
—Rojo Vivo. Ése es su sobrenombre xiaoming. Su tienda es famosa en Chang An. En ella se encuentra el mejor moaré de seda de color «sangre de mono gibón». Como tiene esa voz aflautada, hay quien dice que es eunuco.
—¡Lo parece!
—Pues te aseguro que no lo es... Un día que estaba borracho, tuve que ponerle en su sitio...
—Me he dado cuenta de las miradas libidinosas que te echaba.
—En el barrio de los sederos llaman lobo blanco al comerciante de seda Rojo Vivo debido a lo mucho que le gustan las chicas.
—Al principio parecía hostil, pero ¿no has visto que ha cambiado de pronto? ¡Es curioso! Primero me observaba con desconfianza de pies a cabeza como si yo fuera un animal de feria y después parecía que iba a abrazarme como si fuéramos viejos amigos. He llegado a pensar que le gustaba... —exclamó Punta de Luz no sin cierto asco.
—¡Pues ahora me toca a mí acogerte entre mis brazos! —dijo Luna de Jade con un contoneo del cuerpo que era preludio de la danza lasciva con la que quería gratificar a Punta de Luz al despojarse de sus ropas prenda tras prenda.
¡Qué hermosa era, allí, medio desnuda delante de él!
¡Y qué bien sabía ocultar su juego aquella Luna de Jade ambigua y ambivalente, ángel y demonio a la vez, cuyos ojos lanzaban verdes fulgores, límpidos como el agua de un lago, tan inocentes y tan ingenuos, mientras su boca, roja y carnosa, revelaba la voracidad y la glotonería que la habitaba!
Su rostro de rasgos puros, semejante al de una diosa, armonizaba a la perfección con su cuerpo escultural de formas perfectas, desprovisto de toda pilosidad. Y cuando se movía, todo cambiaba en ella, la diosa se convertía en diabla y la inocencia daba paso a todo tipo de sobreentendidos.
Luna de Jade era la encarnación misma de esa difusa mezcla de pureza y vicio en todos sus excesos cuando se trataba de amor.
—¡Eres aún más bella de lo que yo te recordaba! Deja que te acaricie los muslos... ¡Qué dulzura, tu piel es más fina que la seda!
—Pues lo que encontrarás en el fondo del valle de las rosas todavía es más suave... y más cálido. ¡Sí, amor mío, aquí donde has puesto la mano! ¡Ah, qué bien!
—Tengo miedo de que Rojo Vivo nos oiga —dijo él profiriendo un gemido.
—¡Tienes razón! Por una vez haremos el amor sin aullar de placer.
Luna de Jade, apretando los labios para impedir que se oyeran sus gritos y suspiros, acababa de sentarse a horcajadas sobre el vientre de Punta de Luz, a quien había ordenado que se tendiera sobre el lecho. Después de desatar los calzones de su amante, había iniciado una maliciosa exploración de su torso y de su vientre con su lengua puntiaguda y flexible, que iba y venía sobre su piel como el pincel que traza la caligrafía sobre el rollo de papel.
El reconocimiento de sus cuerpos se prolongó a lo largo de buena parte de la noche.
La flexibilidad acrobática de Luna de Jade le permitía las posturas más incongruentes y a la vez más adecuadas tanto para la obtención de su propio placer como para el de su pareja, que no debía hacer otra cosa que dejarse guiar por los sabios arabescos de sus piernas y sus brazos, flexibles como lianas.
Había levantado las piernas a la altura de los hombros de Punta de Luz para que él pudiera lamer a placer su trémulo botón de peonía que, desnudo como un gusano de seda, se asomaba, sonrosado, a la entrada de su dulce rajita íntima mientras ella, con la lengua, chupaba febrilmente su bastón de jade.
El pobre Punta de Luz, cada vez más embriagado de deseo, reprimiendo el grito para no despertar la curiosidad del gordo Rojo Vivo, no sabía ya dónde poner los labios.
Si la esperaba en un sitio, hete aquí que ella lo sorprendía ofreciéndole la boca, o simplemente un dedo, en el extremo opuesto.
Tras hacer que se tumbara de nuevo boca arriba, comenzó a presionar delicadamente la base del apéndice enhiesto de su compañero, lo dejó después y lo presionó de nuevo y así varias veces sucesivas hasta que advirtió que comenzaba a escalar la cumbre del placer.
Ya no podía más. El último manejo de la chica lo había llevado al límite de la excitación. Se vio obligada entonces a taparle la boca con la mano para impedir que Punta de Luz gritara en el momento en que su vara de jade se veía agitada por una serie de espasmos, preludio de la explosión final.
Con todo, mediante una presión hábil de los dedos, consiguió dominarla in extremis.
—¡Me matarás de tanto desearte! ¡Deja que me corra dentro de ti! No me importa dónde... —consiguió decir él finalmente, la nariz hundida en el valle de rosas inmaculado y mondo de la chica.
Ella se puso entonces boca abajo dejándole elegir cuál de sus dos puertas íntimas prefería, si la de delante o la de atrás.
Negándose a optar por una sola de las dos fórmulas igualmente placenteras, dirigió su vara de jade de forma alternativa y sucesiva primero dentro de una y después dentro de otra hasta llegar al agotamiento y desplomarse sobre la chica, totalmente saciado.
—Primero es el deseo, le sigue el placer y después viene la tristeza —murmuró la muchacha mientras su vientre se movía, ondulante, como la vela de una barca movida por la brisa.
—¿Por qué dices que después viene la tristeza?
—¿Qué te parece?
—Habla con más claridad, amor mío.
—Porque siento pena cuando te vas. He vivido muy triste estos dos años, ¿sabes? —le susurró acurrucándose en sus brazos como un cachorrillo.
—No olvides que me he convertido en saboteador de la peor especie, mi querida Luna de Jade, ¡todo por tu amor!
—Entre tu Iglesia y yo, ¿a cuál eliges?
—¿No te basta con que haya vuelto?
Punta de Luz se había sentado frente a ella y tenía las manos de la chica entre las suyas. Al igual que las otras veces, después de hacer el amor todavía estaba más guapa que antes.
—Ahora mismo, cuando me has jurado que no me abandonarías, has invocado a Mani. Háblame de este dios —lo conminó la chica con voz sorda y teñida de gravedad.
—Mani no es ningún dios. Es el Gran Profeta de mi religión. La religión de la Iglesia de Luz. Hace muchísimo tiempo el profeta Mani vivió en una ciudad que entonces llamaban Babilonia.
—¿Y dónde sitúas tú a ese Mani en relación con el Bienaventurado Buda? ¿Sobre él, debajo de él o a su lado? El único nombre que se me ocurre cuando se habla de un ser que no es ni dios del todo ni hombre del todo es Buda.
—Tú hablas de otro, Luna de Jade. A nuestros adeptos venidos de China les hablamos de nuestro profeta Mani como del «Buda de Luz». Mi maestro, el Perfecto Cargamento de Quietud, me enseñó que el Buda Sakyamuni, llamado el Bienaventurado, cuyas reliquias se veneran en numerosos templos de China central, así como el Venerable Lao-Tsé, que reveló la existencia de la Gran Vía del Tao, eran ambos precursores o, si lo prefieres, avatares de nuestro profeta Mani, que se contentó con sucederlos...
—¿Y Confucio?
—¿Sabes de Confucio? —preguntó, sorprendido, Punta de Luz a su joven amante.
—¿Por qué va a tener prohibido una joven obrera del Templo del Hilo Infinito conocer la filosofía de Confucio? —le replicó ella, herida en lo más vivo—. El director de la fábrica reúne todas las semanas a sus obreros para hablarles de la moral de Confucio.
—¡Perdona mi torpeza, Luna de Jade! La culpa de mi confusión la tiene la fatiga... —balbuceó, consciente de haber metido la pata.
—¿En qué lugar se sitúa tu Mani en relación con Confucio, cuyo culto se celebra no lejos de aquí, en un inmenso templo frecuentado esencialmente por letrados y funcionarios? —reiteró ella en tono ligeramente burlón.
—Al igual que a todos los demás profetas, arhantes, bodhisattvas y benefactores de la humanidad, también consideramos a nuestro maestro Confucio un precursor del Gran Mani. La religión de la Luz abraza a todas las demás al igual que una madre abraza a todos sus hijos.
Luna de Jade guardó silencio.
Más seria de pronto, volvió a sentarse y contempló con ternura a aquel joven amante que creía haber perdido, llegado de tan lejos para verla de nuevo y que le contaba aquella historia de un profeta que al parecer había suplantado a todos los demás pese a los méritos extraordinarios que éstos pudieran tener...
Así pues, cada religión predicaba para sí y, cuando se trataba de implantarse, sus seguidores no dudaban, por el bien de la causa, en anexionarse las divinidades de los demás, como si la conquista religiosa fuera siempre más un asunto de persuasión, es decir, de seducción, que de lucha frontal.
—¿Podré aprender algún día a honrar a ese Gran Mani y a su religión luminosa? —preguntó ella, en cierto modo divertida por aquella propensión de su amante, que recitaba la lección aprendida de Cargamento de Quietud, con el fin de demostrarle que el maniqueísmo estaba en el origen de todas las demás creencias.
—Los brazos de Mani son inmensos y acogen a todos aquellos que quieren conocerlos. Para Mani existe el Bien y el Mal.
—Según Confucio, hay que rechazar siempre los extremos. Todo es cuestión de equilibrio y de «justo medio» o cuando menos eso oí siempre de los labios de nuestro director. Alterna la lectura de los escritos de Confucio con la de las Primaveras y Otoños de Lubuwei.17
Es una antología de los principales pensadores chinos... —explicó ella.
—¡Veo que se preocupan mucho de la cultura de la clase obrera!
—Nuestros superiores quieren que los obreros que se ocupan de la seda sean virtuosos. Tal vez temen el despilfarro... Y además, nuestro director es un antiguo letrado reconvertido.
—Según nuestras Escrituras maniqueas, lo que está entre dos cosas, el «justo medio» si quieres, no existe. Nosotros creemos en el Bien y en el Mal, en el Fuego y en el Hielo, en el Infierno y en el Paraíso.
—¡Es algo difícil de admitir! La paleta de los colores no se reduce simplemente al blanco y al negro.
—Pero es el caso del Yin y el Yang...
—¡El Yin y el Yang no es lo mismo que el Bien y el Mal!
—¿Tú cómo los definirías?
—Tú eres el Yang y yo soy el Yin. Somos complementarios y nuestra unión es fuente de plenitud. ¿Te parece bien?
Punta de Luz, aunque pasmado ante las facultades intelectuales que descubría en su joven amante, testimonio evidente de su madurez al igual que de su cultura, no pudo reprimirse y se acercó de nuevo a ella para acariciar los grumosos pezones de sus recios senos.
Ahora descubría, por si no lo hubiera sabido antes, que Luna de Jade no sólo poseía belleza sino, además, inteligencia. Era una flor única ante la cual un día había tenido la suerte de pararse antes de seguir camino adelante como un joven inconsciente.
¡Y pensar que no hacía más de dos años que la había abandonado sin ni siquiera decirle adiós!
Cuando uno se tropezaba con una rareza como aquélla, había que ser estúpido para no aprovechar la suerte inaudita que representaba.
—¡Luna de Jade, te amo! ¡No te abandonaré nunca! —bisbiseó el joven kucheano.
Cuando hizo aquella promesa en la habitacioncita situada sobre la tienda de Mariposa de Seda, Punta de Luz estaba lejos de imaginar hasta dónde le llevaría.
13
OASIS DE DUNHUANG, RUTA DE LA SEDA
Oculta detrás de la columna, Umara los observaba, petrificada de horror.
Era la primera vez que asistía a una escena tan extraña como aquella, una especie de diálogo de sordos.
Sentado en una piedra esculpida que representaba al Bienaventurado debajo de la higuera del Despertar, Buddhabadra contemplaba las manchas azules del cielo que, como esmaltes engastados en piedra, asomaban a través de las aberturas del techo medio desvencijado del edificio hasta donde lo había arrastrado, a su pesar, Nube Loca.
Hacía más de ocho días que a Buddhabadra no le dolía el tobillo, por lo que esperaba que pronto se separaría de aquel que, desde que se habían conocido hacía pocas semanas, no lo dejaba ni a sol ni a sombra y se comportaba con él como un carcelero.
Por otra parte, lo había empujado sin miramiento alguno a entrar en aquella pagoda en ruinas, construida en la colina que dominaba la Ruta de la Seda, pero ligeramente apartada de ella, no lejos del oasis de Dunhuang. Ya se vislumbraban, más allá de las dunas barridas por los vientos, las manchas verdes de los huertos y vergeles que se extendían detrás de los arrabales.
¡Dunhuang!
A partir del momento en que, cuando el dolor del tobillo ya se hizo soportable, pudieron abandonar la gruta donde Buddhabadra se había refugiado, necesitaron veintiocho días apenas para llegar hasta allí.
¡Fue mucho lo que corrieron!
Nube Loca había negociado con aspereza una ventajosa tarifa de viaje con un caravanero que transportaba cuerdas de cáñamo por cuenta de un comerciante al por mayor de Chang An.
De golpe y porrazo, el Superior de Peshawar, sumido en dulce somnolencia, había viajado en el interior de una carreta bastante cómoda pero bamboleante, tirada por poderosos caballos de tiro, mientras Nube Loca, a todas luces infatigable gracias a las píldoras negras de las que se atiborraba durante el día, caminaba a su lado.
Cuando hicieron alto en Turfan, allí donde debía encontrarse con el joven kucheano Punta de Luz para recuperar lo indispensable para la fabricación de la seda, el tobillo de Buddhabadra seguía impidiéndole dar un solo paso. Pese a que había insistido a su compañero, éste se había negado terminantemente a abandonar la caravana para detenerse en aquel oasis.
—En Turfan no hay nada interesante. Es a Dunhuang y nada más que a Dunhuang donde hay que dirigirse. Dicen que los monjes han excavado diez mil cuevas en los acantilados. Ahora somos aliados y de ahora en adelante iremos juntos hasta el final —se contentó con afirmar Nube Loca con aire misterioso cuando Buddhabadra le insinuó que podían hacer una parada.
—¿Por qué estás empeñado en ir a Dunhuang? —inquirió tímidamente el superior de Peshawar.
—¡Tengo mis razones! —respondió Nube Loca en un tono que no admitía réplica.
Quedaba descartado que Buddhabadra intentase explicar a Nube Loca los motivos que lo inducían a hacer un alto ya que, desde que tenía tratos con él, el Superior de Peshawar temía las reacciones imprevisibles e incontroladas de su compañero de viaje.
Aquel hombre era capaz de pasar, en el espacio de pocos segundos, de la calma propia de un asceta en fase de meditación a la violencia inaudita de una fiera sedienta de sangre.
Por otra parte, las píldoras negras que ingurgitaba ante la menor contrariedad todavía acentuaban el carácter ciclotímico de su comportamiento. Consciente de que aquel tipo de remedios, aparte de los efectos que podían tener sobre los órganos sensoriales, generaban hábitos poco propicios a la lucidez y al libre albedrío, Buddhabadra se había negado a volver a tomarlas.
Lamentaba amargamente haberse abandonado a ciertas confidencias que, al parecer, habían dado a entender a su antojadizo compañero que estaban conchabados.
¿A qué extremos podía llevarlo aquel individuo tan inquietante como extraño?
Ésta era exactamente la pregunta que se hacía cuando Nube Loca le anunció inopinadamente que había llegado el momento de abandonar la caravana de fardos de cáñamo.
—Dunhuang está cerca. Ya he pagado lo que correspondía al caravanero. Ahora que ya puedes caminar, mejor hacer el camino a pie. ¡O sea, que baja de la carreta y deprisa!...
El tono era conminatorio y Nube Loca ya tenía en la mano la maleta de cuero con la que viajaba.
Así pues, Buddhabadra obedeció.
De hecho, no tenía otra opción: su tobillo no estaba curado del todo y era indudable que, si intentaba huir, no iría muy lejos.
¿Qué podía hacer entretanto, frente a un hombre de mirada tan implacable como aquél y que no cesaba un momento de vigilarlo como si no se fiara de él?
Acababa de recoger sus preciosas alforjas cuando Nube Loca lo arrastró hasta una colina que tuvieron que escalar, donde se levantaba la pagoda en ruinas, en cuyo interior lo empujó antes de que su tobillo dolorido lo obligase a sentarse precipitadamente en la piedra esculpida que representaba al Buda, bajo el árbol del Despertar de Bodh-Gayâ.
—Es preciso que ahora hablemos tú y yo —exclamó Nube Loca tras engullir otra píldora—. Tienes que decirme la verdad. ¿Qué ocurrió exactamente después de aquella reunión que no llegó a celebrarse? Lo que tú me has contado no me parece muy claro.
—¡Con la de veces que te lo he contado! Me fui de Samyé al mismo tiempo que Pureza del Vacío. Después acompañé al cornaca hasta el camino principal que permite acceder a la meseta del Pamir y, una vez allí, dejé que se fuera.
—¿Y el elefante?
—Abandoné al elefante. Tenía unas grietas tan profundas en las patas que cabía la mano en ellas. Después volví sobre mis pasos. ¡Eso es todo! ¿No te parece claro? —respondió, algo angustiado, Buddhabadra, que se preguntó si Nube Loca se habría enterado del contratiempo providencial que lo llevó al descubrimiento del invernadero de moreras de Turfan.
Nube Loca pareció consternado por vez primera ante lo que Buddhabadra acababa de decirle, como si anteriormente se hubiera encontrado en un estado psíquico que le hubiera impedido comprender lo que, sin embargo, el Superior de Peshawar ya le había contado un montón de veces.
—En lo que a mí toca, jamás habría podido sacrificar, como has hecho tú, un elefante blanco sagrado, aun tratándose de una causa justa —exclamó con voz de trueno para gran estupefacción de Buddhabadra.
—¡Si tú supieras, Nube Loca! Todos los días le rezo al Bienaventurado Buda para que me perdone. Cuando abandoné el animal en plena tormenta de nieve, lloré amargamente. Supongo que se quedaría entumecido y que murió de frío. ¡Por lo menos no sufrió!
—Pero ¿has pensado en el alma reencarnada en aquel animal?
Si no hacía más que unos segundos que soltaba eructos, ahora, en cambio, Nube Loca tenía un aire realmente afligido.
—¡Más de una vez lo he pensado! De todos modos, este animal fue sacrificado por una causa noble y su alma se reencarnará en un estado que lo aproximará al nivel de bodhisattva —respondió Buddhabadra.
—¡Ojalá sea verdad! De todos modos, habrías podido confiar el elefante blanco al cornaca en lugar de abandonarlo en plena nieve —añadió Nube Loca.
—¡Te lo repito! No habría podido caminar un solo día más por caminos helados a causa de las horribles grietas que tenía en las patas.
—¿Qué pensarán en Peshawar cuando vean que vuelves sin el cornaca?
¿A qué venía esa preocupación de su compañero por lo que pudiese pensar la comunidad del Único Dharma? No había duda de que Nube Loca trataba de poner a prueba su buena fe.
Buddhabadra juzgó prudente responderle que muy probablemente se figurarían que había muerto y que dejarían de esperarlo, añadiendo que era mejor así, sin advertir que sus palabras daban de él la imagen de un hombre falto de escrúpulos, un hombre cínico, lo que no correspondía a la realidad.
—¡No hay nada tan insoportable como la espera! —concluyó Nube Loca con aire de persona experimentada.
—Deja que nos tomemos tiempo. Cuando yo regrese, se pondrán tan contentos de verme como desesperados estuvieron al pensar que ya no volvería...
—¡En verdad que es... mejor que te crean muerto! —murmuró Nube Loca en un tono que hizo estremecer a Buddhabadra—. ¿Estás totalmente seguro de que tu elefante blanco ha muerto? —prosiguió con viveza—. Oí decir en la India que estos animales están dotados de una memoria extraordinaria y que esa especie de paquidermos es capaz de vengarse, sobre todo contra los que atenían contra su integridad. No creo que Ganesha, el Señor de las Aberturas, que adoptó en parte su forma apropiándose de su cabeza, esté muy satisfecho de tu gesto...
—¿Qué tiene que ver Ganesha con todo esto? —inquirió el hinayanista, para quien el dios con cabeza de elefante formaba parte del panteón de pacotilla al que los adeptos del hinduismo eran tan fieles.
—El Señor de las Aberturas tiene salidas para todo. No me extrañaría nada que se las hubiese arreglado para prestarle ayuda.
—Me guardé muy bien de decir al cornaca que el primer albergue antes de llegar al paso de las Puertas de Hierro18 se encontraba, tirando por lo bajo, a diez días de caminata. Insistí mucho en la dificultad de atravesar ciertos pasos con un elefante poco habituado al frío, ya que se corría el riesgo de resbalar sobre una placa de hielo en el momento más impensado o de caer en un precipicio, para que en Peshawar no piensen que tal vez hemos tenido esa desgracia. Puedes tener la seguridad de que, cuando él cuente todo esto, la comunidad temerá por mi vida. Y harán de mí un santo mártir. O sea, que, cuando vuelva, me tomarán por un aparecido.
Así que calló, Buddhabadra se quedó anonadado ante la indecencia de aquel discurso que tan poco tenía que ver con él.
¿Hasta dónde podía llevar el miedo a un hombre?, se preguntó al tiempo que advertía que se estaba embrollando.
—¡Eres más imprudente de lo que yo pensaba! ¿No tienes miedo de que, a fuerza de recurrir tanto a la mentira, acabes ardiendo en las llamas del infierno?
—¿No voy a esperar de un aliado otra cosa que reproches? ¿Acaso no te he dicho ya que me temblaba la mano de vergüenza cuando até al desgraciado elefante blanco al tronco de un abeto, como si estuviese sacrificándolo al Bienaventurado? —balbuceó con voz inexpresiva.
—¡Eso me gusta más! —le espetó Nube Loca, viendo que había dado en el blanco, antes de añadir—: No ignoras que el Bienaventurado tiene prohibido a los monjes que maten animales. ¡Y eso que no hablo de elefantes sagrados, en cuyo lomo se colocan sus Santas Reliquias en el curso de las procesiones!
La moral del Superior de Peshawar, que ahora tenía el rostro bañado en sudor, parecía cada vez más afectada por las objeciones de Nube Loca, que trataba evidentemente de acorralarlo en sus últimas trincheras.
Buddhabadra vio que debía frenar de forma taxativa aquel proceso iniciado, que en cualquier momento podía degenerar.
—Nube Loca, lamento tenerte que hacer, también yo, una pregunta. ¿Por qué no te presentaste a la reunión de Samyé?
—¡Tenía mis razones!
—Al abstenerte de participar, no sólo nos impediste celebrarla, puesto que Ramahe sGampo no disponía de su prueba ritual, sino que ahora que me propones que me alíe contigo, me reprochas que haya dejado morir un paquidermo, sin tener en cuenta que no tuve más remedio que dejarlo morir. ¿Qué lógica hay en todo esto?
La mirada irritada que le dirigió Nube Loca decía mucho sobre la profunda inquietud que le provocaban las palabras sinceras del adepto del Pequeño Vehículo.
—¡Yo venero los elefantes blancos! Los considero animales celestiales. Si ese paquidermo ha sobrevivido, corres el riesgo de que se vengue de ti —concluyó con voz atronadora Nube Loca.
—Pues, si llega el momento, le diré que su sacrificio era necesario en interés supremo del Hînayâna y del tantrismo indio —murmuró Buddhabadra.
Se sentía a un tiempo vacío y lleno de remordimientos cada vez que recordaba al paquidermo inmovilizado en la nieve.
—Deja que te exponga mi presentimiento, Buddhabadra: ¡el elefante blanco sobrevivirá! Veo su enorme cuerpo blanquecino que se aleja del tronco del árbol y se refugia en una cueva —dijo su compañero con los ojos cerrados, como si estuviera leyendo el futuro.
—Yo creo incluso que un día tendrás ocasión de encontrarlo —le espetó Buddhabadra, que no creía una sola palabra de lo que el otro decía, pero quería atenuar la cólera sorda que percibía en su interlocutor.
—¡Pues voy a ser el más feliz de los hombres! Si llega ese día, me sentiré igual a un dios.
Nube Loca abrió los ojos y engulló otra píldora antes de levantarse como movido por un resorte.
—¿Por qué te yergues de esa manera? Pareces un nagâ ante su presa —exclamó el monje hinayanista echando una mirada a su alrededor como si temiese la irrupción de un intruso en la ruinosa pagoda.
—¡Considero el tantrismo superior a todas las demás doctrinas santas! ¡No puede existir religión budista sin esencia tántrica! Dime, Buddhabadra, qué piensas del tantrismo —eructó Nube Loca, los labios cubiertos de baba, ante la mirada consternada de su compañero.
Aquellas peroratas solían ser preludio de monólogos que podían durar horas.
—¡No respondes!
—¿De qué me serviría decir lo mismo que tú, pero refiriéndome al Hînayâna, que es mi religión? Cada uno, si está convencido de sus legítimas creencias, tiene la obligación de predicar lo que cree —farfulló el Superior de Peshawar en tono cansado.
—Oigo hablar continuamente de los supuestos progresos del Gran Vehículo, al que se ha entregado totalmente, según dicen, la China central. ¿Qué sabes de ese asunto?
—Los monjes predicadores del Gran Vehículo continúan su avance hacia el este. Dicen que la Corea Cylla y las islas niponas están a punto de lanzarse en brazos de Guanyin la Donante de Niños.19
—Dentro de algunos años, si tu Iglesia sigue en actitud de descansen armas, tal vez no sea más que una pequeña secta —murmuró Nube Loca antes de volver a sentarse en la misma piedra que su compañero.
Acababa de volver a cerrar los ojos ante un Buddhabadra cada vez más perplejo e inquieto frente a un comportamiento tan errático.
—Mañana, en una nube blanca, atravesaré las «Terrazas del Cielo» y entraré en el inmenso territorio chino cuya conquista pienso emprender —divagó Nube Loca—. Dicen que la emperatriz de China es una budista ferviente... ¡Quién sabe, a lo mejor un día se convierte en mi aliada!
Al evocar las «Terrazas del Cielo», el adepto del tantrismo, consagrado a su sueño de conquista espiritual del territorio chino, hacía alusión a los montes Tian Tai, que se levantaban en la parte meridional del país, allí donde la secta budista epónima, creada por el monje Zhi Yi hacía cien años, había empezado a propalar la doctrina trascendental de la liberación personal, accesible a todos los individuos y no reservada tan sólo a los monjes, según la cual «en cada partícula de polvo está contenido el universo entero». El célebre sutra del Loto de la Buena Ley, el texto más importante del Mahâyâna, con el que Pureza del Vacío quiso rivalizar escribiendo el de la Lógica de la Vacuidad Pura, constituía la esencia de esta doctrina.
Buddhabadra abrió los ojos de par en par.
Tenía la impresión de que el cuerpo de Nube Loca se había elevado imperceptiblemente por encima del suelo mientras hablaba.
Se pellizcó en el brazo: ¡no, su compañero no flotaba en el aire!
No había sido más que una ilusión, pero también la prueba de que aquel hombre estaba dotado de una capacidad de persuasión fuera de lo común.
—¡Al parecer conoces bien la doctrina del Mahâyâna! —se contentó con decir Buddhabadra, que seguía sin recuperar el ánimo.
Pero Nube Loca apenas si hizo caso del cumplido.
—Nuestra alianza comenzó por una vulgar estafa... —le dijo en un tono que dejaba traslucir la amenaza implícita.
—¿Por qué lo dices? —murmuró Buddhabadra, a quien el miedo hacía ahora castañear los dientes.
—Siento la cabeza confusa desde que ese maldito ma-ni-pa ha dejado de dar signos de vida. Tú me habías prometido, sin embargo, que cumpliría con su misión...
Hete aquí que la paranoia de Nube Loca casi lo llevaba a sospechar que el Superior de Peshawar estaba conchabado con el hirsuto ma-ni-pa, cuando había sido él mismo quien le había propuesto el trato.
—Mi decepción fue tan grande como la tuya. Ese ma-ni-pa no podía tener un aire más falso. Uno y otro hemos pecado por exceso de ingenuidad. Afortunadamente, no nos ha llevado a la ruina —explicó Buddhabadra esforzándose en parecer natural cuando en realidad estaba aterrado.
—Pero ¡qué importancia tiene todo esto! Mañana, si todo ocurre tal como está previsto, recuperaremos el ejemplar original de ese texto.
Buddhabadra acababa de comprender, lleno de estupefacción, por qué Nube Loca lo había arrastrado hasta allí.
En varias ocasiones, durante sus famosas reuniones, Pureza del Vacío había tenido oportunidad de servirse de aquel escondrijo de libros del monasterio de la Salvación y la Compasión, una hondonada excavada en la roca donde había mandado depositar el ejemplar original del Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura.
En cuanto a la voluntad de su enigmático compañero, consistente en apoderarse del ejemplar original de la obra, Buddhabadra ignoraba por completo sus razones.
—Si he entendido bien, piensas ir a ver al Superior y pedirle que te lo entregue, ¿no es así? —preguntó, alarmado, el Superior de Peshawar.
—¡Tú irás conmigo! Los aliados deben ayudarse mutuamente.
Buddhabadra, incapaz de decidir si Nube Loca bromeaba o no, se miraba, azorado, la punta de los pies.
¡Había que reconocer que ese Nube Loca llevaba un nombre que no podía encajarle mejor!, no pudo por menos de pensar.
Al mismo tiempo, la irritación que embargaba a este último había ido en aumento.
Ahora se movía, nervioso, de un lado a otro delante del Superior de Peshawar y sus gestos eran bruscos.
Este último intentó una última maniobra para tratar de ablandarlo y de evitar que lo enviara a un fracaso seguro.
—Admiro el optimismo de una fe tan firme como la tuya... y no puedo hacer otra cosa que agradecerte la confianza que me manifiestas... pero dudo mucho que este Superior se avenga a desprenderse del legado de Pureza del Vacío.
—¡En tal caso habrá que actuar prescindiendo de él!
—No me extrañaría que ese escondrijo de libros del monasterio de la Salvación y de la Compasión esté tan estrictamente guardado como una prisión.
—¡Sabía que tendrías miedo de ir conmigo!
Nube Loca tenía todo el aire de una fiera al acecho y su forma de cerrar los puños hablaba muy a las claras de la violencia que reprimía.
—Es una lástima —se lamentó el desgraciado Buddhabadra—, pero no tengo poder para atravesar las paredes.
—Cometes un error al rechazar mis píldoras. ¡Te pondrían un poco más optimista!
Cuantos más esfuerzos hacía el Superior del monasterio del Único Dharma para hacer entrar en razón a su interlocutor, más furioso se ponía este último.
Se hacía urgente interrumpir la escalada y abandonar la situación en aquel punto para dejarle proseguir, solo, su camino.
Pero una cosa era decidirse a huir y otra muy diferente llevar el proyecto a buen puerto... en un lugar tan aislado como aquél, sin contar con la ayuda de nadie, frente a un individuo tan desequilibrado como aquél y que, por otra parte, tenía la agilidad de un gato.
Buddhabadra tenía la impresión de haber caído en una abominable trampa y de haberse convertido en el juguete de un loco.
¿A quién podía pedir socorro?
¿Quién le ayudaría en aquella pagoda abandonada en pleno desierto?
En realidad, ni Buddhabadra ni Nube Loca habían advertido que no estaban solos en la pagoda en ruinas.
Umara, la muchacha cristiana nestoriana, hija única adorada del obispo Addai Aggai, perfectamente escondida detrás de una columna de la sala de oración con el techo desvencijado, no había perdido palabra de la conversación surrealista de aquellos dos hombres, indios sin duda alguna, puesto que se expresaban en sánscrito.
¡Cómo lamentaba, la pobre muchacha, haberse aventurado hasta allí!
¿Por qué diablos había entrado en aquella pagoda abandonada hasta la que Bruma de Polvo la había llevado la víspera, con intención de admirar de nuevo aquellas figuras evanescentes de Apsaras con las que un pintor, seguramente excelente colorista, había adornado en otro tiempo aquellos muros?
¿Qué ocurrencia había tenido al venir, sola, a aquel lugar desierto, donde la habían sorprendido aquellos dos hombres al borde de la disputa?
¡Menos mal que no habían advertido su presencia!
Así que los había visto penetrar en el templo abandonado, se había escondido.
Ahora, el que se llamaba Nube Loca se había apoyado en una columna, cada vez más furioso y amenazador, como si fuese a abalanzarse sobre el otro. Después se había soltado el moño que le coronaba el cráneo y se lo estaba rehaciendo con ayuda de un peine de bronce cuyas púas puntiagudas brillaban como puntas de flecha.
Fascinada por el espectáculo de aquellos dos individuos surgidos de la nada y abocados a la ruptura, Umara pudo comprobar igualmente que eran dos hombres muy diferentes.
El más alto, Nube Loca, que acababa de sacarse la camisa, tenía un temperamento que se acomodaba a su extraño nombre.
También era el más delgado de los dos. Tenía unos lóbulos de las orejas desmesuradamente largos debido a los pesados aros de bronce que llevaba colgados y que parecían las asas de una jarra. También tenía los senos perforados y adornados con una fíbula de bronce en la que había una minúscula cabeza de león.
Se le marcaban los huesos en la piel de su cuerpo de asceta, recorrido por profundas cicatrices de escarificaciones rituales.
Cuando Umara observó aquellas marcas negras en la piel oscura de Nube Loca, no vio en un primer momento que se trataba de palabras. Pasado un rato, a fuerza de fijarse en aquellos signos tan curiosos, vio aparecer, con enorme estupefacción, la palabra sánscrita «tantra» en el vientre del personaje.
Incrédula, se restregó los ojos y miró de nuevo aquellas letras que, esta vez, mejor iluminadas, se perfilaron más claramente y formaron aquella palabra cuyo sentido no conocía.
A diferencia de su compañero, el hombre que llevaba la palabra «tantra» en el vientre no tenía el cráneo totalmente rapado sino que, en medio del occipucio, dejaba que le creciera una larga mata de cabellos con los que acababa de hacerse un apretado moño, lo que contribuía a tensar su piel hacia arriba y acentuaba la finura de sus rasgos que el contrapeso de los pesados aros que llevaba colgados de las orejas tiraba a su vez hacia abajo. El resultado era un curioso alargamiento del rostro, que acentuaba el amplio y perpetuo movimiento que agitaba sus aletas nasales, a la manera de esos yoguis indios que se entregan a ejercicios respiratorios antes de atravesarse la lengua o de hacerse, como si tal cosa, grandes cortes en el abdomen a golpe de sable.
Emanaba de Nube Loca una gran cantidad de energía negativa que contribuía a asustar a la joven cristiana.
Buddhabadra, a diferencia de Nube Loca, no le infundía miedo alguno.
No sólo era de menor talla, sino que tenía una piel mucho más clara y en cuanto a su torso, que su túnica de monje dejaba parcialmente al descubierto, no presentaba rastro de quemaduras ni de escarificaciones rituales.
Procedía, a buen seguro, de una Iglesia mucho más civilizada y menos fantasiosa que la de su compañero.
Buddhabadra le parecía tan sensato y reflexivo como violento e imprevisible se le antojaba Nube Loca... y hasta dado a terribles pulsiones morbosas e incluso asesinas.
—Nube Loca, te lo ruego, pongamos punto final a esta conversación y hagamos las paces. El objetivo que perseguimos merece una acción más madura y reflexiva. Mañana reflexionaremos sobre el asunto. ¿Quieres que vayamos a reposar a un albergue? —preguntó Buddhabadra, decidido a separarse aquella misma noche de Nube Loca.
Pero éste no respondió. Volvía a estar extrañamente tranquilo.
—Dime, Buddhabadra, ¿qué piensas hacer con la «Cosa Preciosa entre Todas»? Supongo que la llevas encima... —soltó como no dando importancia a sus palabras.
—¿Por qué la voy a llevar encima? —inquirió, angustiado de pronto, Buddhabadra.
—¡Porque eres un ser dócil y obediente!... —murmuró su interlocutor con sonrisa asesina y voraz.
Umara vio que, a medida que Nube Loca iba hablando, el rostro de Buddhabadra se iba demudando.
Para éste, las palabras de Nube Loca eran un indicio más de lo que este último podía estar tramando.
El objetivo que perseguía el tántrico estaba clarísimo: iba simplemente detrás del contenido del cofrecillo de madera preciosa en forma de corazón que Buddhabadra guardaba en el fondo de las alforjas que tenía a sus pies.
El Superior de Peshawar, lívido, se dio cuenta de que Nube Loca poseía una memoria excelente y una gran intuición...
De otro modo, ¿cómo habría sospechado que Buddhabadra llevaba encima la «Cosa Preciosa entre Todas», como la designaban a veces en Peshawar?
¿Cómo habría citado, si no, el nombre de aquel objeto deseado que era la causa de todos los tormentos de Buddhabadra?
¿No era el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura aquello de lo que Nube Loca quería apoderarse? Si tal era el plan del tántrico, importaba frustrarlo al precio que fuera.
Quedaba totalmente descartada la posibilidad de confiar aquella caja a Nube Loca, ya que lo más probable, de hacerlo, habría sido no volver a verla nunca más.
—¡Pues... no sé qué decirte! —balbuceó el Superior de Peshawar soltando una serie de frases inconexas sin pies ni cabeza—. Te aseguro que no sé qué haré con la «Cosa Preciosa entre Todas». ¡Tenemos que hablarlo! No soy el único que decide en este asunto. También de esto podemos hablar mañana. ¡Tengo la barriga vacía! ¿No crees que va siendo hora de comer algo?
Se había empeñado en ganar tiempo y en dejar la conversación en suspenso y por eso procuraba que Nube Loca cambiara de tema.
Este último desprendió una bolsita que llevaba colgada del cinto y comenzó a agitarla como quien agita un incensario ante la mirada confusa de su compañero.
—¡Eso es lo que espera el Reverendo Ramahe sGampo desde hace meses... y lo que dista mucho de tener! —exclamó con voz arrebatada.
—¡Efectivamente!... —suspiró, anonadado, Buddhabadra.
—Pues ya me estás dando la «Cosa Preciosa entre Todas» —ordenó secamente Nube Loca.
—¿Qué quieres hacer con ella? Yo no soy más que el depositario. Tengo prohibido hacer con ella lo que se me antoje. Y además, no debería estar aquí.
—Vas a dármela y en seguida. Sueño con hacer un ritual que asociará los emblemas de las tres Iglesias Budistas. Lo llamaré el Ritual de la Fusión y de la Reconciliación —declaró en tono teatral.
Sin dejar, en realidad, que decidiera Buddhabadra, cuyo rostro reflejaba ahora una mueca de contrariedad, Nube Loca introdujo la mano en el zurrón que el otro tenía apretado contra el pecho y sacó de su interior un corazón de madera de sándalo no más grande que dos palmas de la mano juntas. La cerradura de cobre que relucía en el centro de la tapadera alveolada demostraba que debía de tratarse, en realidad, de una pequeña caja de caudales.
Umara vio después que abría la bolsa de cuero que se había desprendido del cinto y que sacaba de su interior un retal de seda cuadrado que desplegó en el suelo.
—Ese estuche es nuevo —observó Nube Loca—. ¿Tienes la llave de ese corazón?
—¡La he perdido!
—¡Embustero! —vociferó Nube Loca sacándose del cinto un puñal con el que amenazó a su compañero, que ahora estaba bañado en sudor.
Buddhabadra, entonces, con mano temblorosa le tendió lo que le había pedido.
—¡Ten cuidado! El corazón contiene también la Santa Pestaña del Bienaventurado. Es tan tenue que, como abras bruscamente la caja, se te caerá y la perderemos para siempre —balbuceó el Superior de Peshawar.
—¡Olvidas que ya he tenido ese santo pelo en las manos! —respondió secamente Nube Loca.
Umara, demasiado lejos de la escena, escondida detrás de la columna, no podía ver qué valoraba el silbido de admiración que soltó el hombre del «tantra en el vientre», inclinado ahora sobre la cajita cuya tapadera acababa de levantar, por otra parte sin tomar especiales precauciones, tras hacer girar la llave en la cerradura.
—¡Son tan hermosos como dicen! En cuanto a la Santa Pestaña, ni rastro —exclamó.
—¡Habrá volado! ¡Basta con un suspiro! ¡Qué gran desgracia! —gimió, consternado, su compañero.
Entretanto, Nube Loca, que no parecía muy impresionado ante la pérdida de la Pestaña del Bienaventurado, envolvió la «Cosa Preciosa entre Todas» en el pañuelo de seda antes de volver a colocarlo todo dentro del corazón de madera de sándalo.
—¡Esto sella nuestra indefectible alianza! —añadió—. Nos encargaremos de llevarlo alternativamente, un día tú y otro yo.
—¡No estoy de acuerdo! ¡Ya has perdido la Pestaña, esa santa reliquia que era propiedad de mi convento desde hacía siglos y que millones de peregrinos procedentes de toda la India han tenido el honor de venerar! ¡He dejado de tener confianza en ti! —exclamó, indignado, Buddhabadra, mientras el otro, sordo a sus protestas, se apresuraba a guardar el corazón en su petate de cuero, que había dejado algo más lejos, en el suelo.
—Si la Santa Pestaña es insustituible en tu Pequeña Peregrinación, ¿cómo te las arreglarás sin ella? —le replicó Nube Loca en tono burlón.
Buddhabadra se guardó muy bien de responderle.
Nada en el mundo le habría hecho confesar que se arrancaba una de sus propias pestañas para las necesidades de la causa, es decir, en ocasión de la Pequeña Peregrinación de Peshawar, cuando la Santa Pestaña no estaba disponible...
Entonces Nube Loca, bajo la mirada pasmada de su compañero, que lógicamente no se atrevió a protestar, hizo el mismo gesto: se arrancó una pestaña y, con gesto teatral, la dejó en la caja.
Umara no entendía nada de aquellos extraños manejos que estaban ocurriendo ante sus ojos, como tampoco las argucias que se habían cruzado los dos hombres ni aquella curiosa manera de hablar sobre todas aquellas cosas tan raras.
Pero lo que siguió a continuación fue todavía más alucinante.
Tras haber obligado a que Buddhabadra ingiriera a la fuerza dos de las pequeñas píldoras oscuras, Nube Loca lo agarró violentamente por el cuello de la túnica antes de dirigirle nuevas invectivas y amenazarlo otra vez con su puñal conminándolo en términos incoherentes a que participara en uno de sus rituales tántricos.
—¡Quieres convertirme al tantrismo! ¿Co... cómo voy a rechazar una pro... proposición cuando me la hace mi a... mi a... mi aliado? —acabó por articular Buddhabadra después de que el otro lo sacudiera como quien sacude el tronco de un árbol para que suelte sus frutos.
Detrás del consentimiento aparente, Umara percibía con toda claridad que, como una cabra temerosa delante del tigre a punto de devorarla, Buddhabadra estaba atrapado en una monstruosa celada de la que se sentía incapaz de escapar.
Entonces, ante los ojos atónitos de la joven cristiana, el hombre del moño prieto y de las orejas alargadas se sacó de debajo del manto una botella de bronce que, después de pasearla lentamente por debajo de la nariz de Buddhabadra, se la introdujo sin más contemplaciones en la boca.
—¡No tengo sed! Ya beberemos después... en el albergue —protestó éste inútilmente.
—¡Bebe, te digo! ¡Y rápido! —gritó el hombre del «tantra» en el vientre.
Y apretando el cuello del Superior de Peshawar haciendo una llave con el brazo, no tuvo ninguna dificultad para obligarle a ingurgitar un buen trago.
Umara estaba convencida de que Nube Loca acababa de hacer tragar por la fuerza a Buddhabadra, que deglutía con grandes dificultades, un trago de bhang, que no era otra cosa que una mezcla de leche y de zumo de adormidera y de cannabis. Era un brebaje cuya fórmula le habían revelado en el Tíbet, donde se prescribía esta bebida a los adeptos de las artes marciales a fin de que pudieran practicar sus combates a una altura en que la falta de oxígeno provocaba frecuentes síncopes.
—¡Qué amargo! ¡Siento fuego en las entrañas! ¿Por qué haces esto? —lo increpó el Superior de Peshawar.
—¡Ya verás! ¡Dentro de poco volarás! ¡No te sentirás el cuerpo! Entonces podrá comenzar el inefable ritual.
La joven nestoriana se dio cuenta, por la postura de Buddhabadra, el cual se había desplomado y estaba de rodillas, que ya había empezado a sentir los primeros efectos de aquella misteriosa bebida.
En efecto, ahora completamente sosegado, dejaba que Nube Loca, que se reía de forma cada vez más estentórea, le vertiera en la boca chorro tras chorro de líquido, que se le derramaba por las comisuras de los labios en regueros que parecían arroyos de montaña cuando se funden las nieves.
—¡Estoy perdiendo las referencias! ¿Qué me has dado a beber? —gimió.
Su rostro, pálido como el de un muerto, reflejaba tan honda desesperación que daba pena verlo.
—Pura y simplemente una decocción de las plantas habituales preconizada por el Libro del Gran Sol. Es la única manera de dejarse poseer totalmente por el espíritu divino y de obtener una inolvidable y eficaz Avésa...20
—Así pues... ¿tienes la intención de... de hacer de mí un... un médium? —consiguió articular el pobre Buddhabadra, que ya no era más que la sombra de sí mismo cuando consiguió levantarse con grandes penas y trabajos.
Umara observaba con horror los ojos del religioso, finas hendiduras horizontales apenas, reveladoras de que el pobre desgraciado se encontraba al borde del síncope.
—Este brebaje no tardará en darte la impresión de que tus pies no tocan el suelo... Estarás en estado de levitación laghiman. ¿No te parece la cualidad que adorna a los mejores médiums?
—¡No sé si ocurrirá tal cosa, pero la cabeza me da vueltas! ¡Esa pérdida de la Santa Pestaña me está perjudicando! —gimió el monje del Pequeño Vehículo, que, para no caer, acababa de asirse al cuello del hombre del «tantra».
Umara no imaginaba que Nube Loca hubiera hecho ingurgitar al pobre Buddhabadra tal cantidad de sustancias alucinógenas que ya sólo estuviera a medias en este mundo.
Con todo, advertía que el hombre, privado de todo medio de defensa, se había convertido en un objeto inerte y aquiescente de un ritual bárbaro del que ella era testigo involuntario e impotente, magnetizada por el horror de aquella escena que tenía la desgracia de presenciar.
¡Se acordaría mucho tiempo de aquella ceremonia terrible que se había sellado con sangre!
El tántrico empezó por agarrar salvajemente a su víctima, ahora jadeante, y tras afirmar violentamente al hombre contra el suelo, con el pretexto de que esto le ayudaría a «despegar», le apretó la garganta impidiéndole respirar.
Umara comprendió en el acto que aquel improbable combate no tendría nada que ver con aquellas peleas salpicadas de arañazos, llaves y alguna que otra estrangulación, pero que terminaban siempre con la inmovilización en tierra del vencido y sin efusión de sangre, como tantas había presenciado en Dunhuang en los días de fiesta, cuando se enfrentaban los pueblos de los oasis valiéndose de sus jóvenes más belicosos.
Daba pena ver el rostro de Buddhabadra, más violáceo y abotargado por momentos, al borde casi de la apoplejía, pero que no parecía impresionar en modo alguno a su verdugo.
Drogado hasta la médula, los ojos inyectados en sangre y brillantes como rubíes, éste se ensañaba con su víctima propinándole puntapiés a la cabeza cada vez más violentos.
Umara presenció cómo su rostro, y a continuación el cuello, se teñía de rojo hasta que sus rasgos dejaron de ser reconocibles, desfigurados por los golpes redoblados del hombre del moño, que, como una verdadera fiera, no cejaba de ensañarse en él.
La joven cristiana, a quien el asco revolvía el estómago, se arrepentía ahora de haber burlado la prohibición paterna y de haber escapado de casa para descubrir el ancho mundo. Encontraba demasiado alto el precio de aquellos pocos gramos de libertad robada.
Emboscada en las sombras de las columnatas del templo en ruinas, hacía dos horas que se había convertido en prisionera.
Hasta que de pronto hubo de morderse la lengua para no gritar.
De un violento puñetazo, Nube Loca, a horcajadas sobre el vientre de Buddhabadra, acababa de llevarse por delante buena parte de la mandíbula superior del pobre desgraciado, cuyos dientes le habían salido disparados de la boca abierta como si fueran proyectiles.
Todavía inconsciente, Nube Loca no había dudado en agarrar a su víctima por la cintura y en izarla después por encima de su cabeza como si fuera un saco de arroz antes de empezar a girar en un curioso movimiento de vals lento, cuyo ritmo fue acelerándose bruscamente hasta que los dos hombres formaron, a ojos de Umara, un único bloque compacto. Igual que la corola de una flor, el vuelo de la túnica del monje indio se abrió alrededor de Nube Loca a medida que la velocidad iba en aumento.
—¡Tengo la impresión de que vuelas! ¡Se está cumpliendo el ritual! ¡Prepárate, Buddhabadra, porque la liberación está cerca! —gritó el adepto al tantrismo.
Y después soltó el cuerpo inerte del Superior de Peshawar, que cayó pesadamente en el suelo como un pelele desarticulado.
Y a continuación, ante los ojos de Umara que apenas creían lo que veían, Nube Loca entró en una especie de trance.
Su cuerpo, sacudido por espasmos, se quedó rígido de pronto como un tablón y seguidamente pisoteó a su víctima con tal fuerza que la pequeña cristiana ya no sintió más que una necesidad urgente: desaparecer cuanto antes de allí, ya que estaba completamente segura de que, como aquel loco sanguinario la descubriese, también la mataría.
¡Huir lo más lejos posible! ¡No quería hacer otra cosa!
Abandonar cuanto antes aquel lugar maldito, volver al obispado, echarse en los brazos protectores de su padre y tratar de olvidar para siempre lo que había visto.
Queriendo calcular la distancia que la separaba de la puerta del templo, Umara se volvió con infinitas precauciones y vio que le bastarían unos pocos pasos para franquear la puerta de la pagoda y ganar el exterior.
Entonces se encontraría fuera del alcance del asesino.
¡Pero hete aquí que la desgracia estaba cerca!
Justo en el momento en que iba a echar a correr, el asesino, enloquecido, con una fuerza que el estado de trance en que se hallaba parecía multiplicar, profirió un rugido parecido al de un león mientras todo un diluvio de piedras se abatía sobre ella, obligándola a una finta para buscar refugio en un rincón de la sala que la librara de quedar sepultada.
Con el corazón pronto a estallarle en el pecho y figurándose que sobre la pagoda se había abatido un rayo, acabó por comprender lo que acababa de ocurrir.
Tras asir a su víctima por última vez como si de un vulgar paquete se tratara, el hombre, presa del trance, lo proyectó contra una de las columnas de madera que todavía eran sostén del inmenso arquitrabe formado por el techo de cedro de la pagoda.
Con la violencia del impacto, la columna se había venido abajo y provocado a su vez la fractura de una viga maestra, desencadenando la brusca dislocación de los enormes sillares de piedra que formaban el techo de la sala y su desmoronamiento.
En la pagoda, ahora más ruinosa que antes, no se podía ver nada a causa de la nube opaca de polvo.
Cuando se disipó por fin, Umara comprobó, consternada, que la entrada del templo había quedado obstruida por un enorme montón de piedras.
La salida que ella imaginaba no era, por tanto, practicable.
El único medio para escapar de aquella trampa infernal consistía en atravesar el espacio donde Buddhabadra seguía siendo machacado por Nube Loca y llegar al otro extremo donde se levantaba una pared con una ventana a través de la cual tal vez podría escapar.
Llegar hasta aquella especie de tragaluz era, con todo, empresa peligrosa, ya que el suplicio del monje de Peshawar proseguía sin descanso bajo los denodados golpes de su verdugo, quien se preocupaba muy poco del hundimiento del techo, ocupado como estaba rompiéndole uno por uno los huesos del cuerpo con morbosa meticulosidad.
—¡Ya sólo te queda el sacrificio del boma y todo habrá terminado para ti! Después ya podrás ir al cielo —exclamó entonces Nube Loca, con espumarajos de baba en los labios, inclinado sobre lo que la muchacha creía un cadáver.
En aquel momento la joven cristiana nestoriana tuvo que apoyarse contra el muro para no desfallecer.
Acababa de oír un murmullo atroz, una especie de extraño lamento, que salía de la boca de aquel que creía muerto.
—¡No irás a prender fuego en mis ropas!
Era Buddhabadra, cuyas palabras quejumbrosas y casi inaudibles, aunque muy reales, revelaban que en él seguía persistiendo un último aliento.
Pese a sus horribles heridas, que el brebaje de Nube Loca hacía menos insoportables, al pobre Superior de Peshawar todavía le quedaban fuerzas para manifestar el miedo pánico de tener que soportar el rito de la purificación a través del fuego tántrico, cuyo nombre acababa de pronunciar Nube Loca y que había sido suficiente para desatar lo que le quedase de lengua.
—¡No notarás nada! ¡No tengas miedo! Como la Apsara, imaginarás que vuelas —gritó Nube Loca apurando de un solo trago el líquido de la botella.
Y aquel hombre de espíritu perturbado que tenía el cuerpo cubierto de cicatrices que parecían frases y la piel del cráneo tirante hacia la coronilla como si un ave de presa se la apresase con sus garras, volvió a blandir el puñal por encima del pecho de su víctima.
Y de un solo golpe, rasgando el aire ante los ojos alucinados de la pobre Umara, la hoja del puñal del hombre que tenía el tantra en el vientre se hundió salvajemente en su víctima.
Primero una vez y otra vez después.
Sin que pudiera evitarlo, la hija del obispo se encontró contando el número de golpes descargados por Nube Loca.
—¡Satkarmani! ¡Satkarmani! —profería, extático, en el preciso momento en que su brazo se abatía, por sexta vez, sobre el torso de Buddhabadra.
Terminada la atroz tarea, el monje hinayanista apenas si tuvo fuerzas para murmurar, antes de expirar y a pesar de la sangre que le brotaba de la boca, mientras el arma de su horrible compadre le atravesaba el corazón:
—¡Me muero! ¡Maldito seas, Nube Loca! Rompiste nuestro pacto al perder la Pestaña del Bienaventurado. Que esos dos actos reduzcan a la nada la posibilidad de que te salves un día. ¡Ojalá renazcas en el más frío de los infiernos!
Umara no podía saber que Satkarmani era el nombre que se aplicaba a las Seis Acciones Mágicas: hechizar, apaciguar, inmovilizar, matar, desangrar y purificar, que constituían la base del ritual tántrico krura al que acababa de entregarse Nube Loca y que había terminado de manera tan trágica debido a la locura de su autor, provocando la muerte de su víctima, ahora cadáver a sus pies.
—¡Por fin la kundalinî atravesará los setenta y dos mil centros de mi cuerpo sutil! —vociferó el asesino tántrico, que se encontraba en el ápice paroxístico de su crisis de epilepsia.
Y entonces, el lúgubre trance en que se había sumido y que le había hecho cometer lo irreparable pareció transmutarse de golpe en éxtasis.
—Por fin podré apoderarme de la kundalinî de Buddhabadra a manos llenas. Y así él verá que el tantrismo es superior al Hînayâna —añadió con voz ronca hablando consigo mismo.
Después de abrirle la caja torácica con el puñal que había utilizado para matarlo y de levantarle las costillas como si fueran una mera tapadera y, finalmente, de hurgar en la herida y extirpar de ella una bola sanguinolenta que debía de ser el corazón, se la llevó a los labios con aire triunfal como si el órgano vital del Superior del convento del Único Dharma de Peshawar fuera una esponja y él desease empaparse de su sangre.
Ante aquel gesto tan terrible, Umara, testigo mudo de aquella danza macabra que había terminado con la extracción de aquel corazón palpitante aún y chorreando sangre, sintió un furioso impulso de vomitar.
Pero consiguió reprimirse, ya que tenía miedo de llamar la atención del sanguinario adepto del tantrismo.
¡Ojalá que hubiera podido desaparecer bajo tierra y no haber presenciado jamás aquella escena!
¡Huir cuanto antes! Desaparecer de aquel lugar maldito: ésta era su única obsesión.
La única salida que le permitiría evadirse de aquel infierno era el tragaluz que se abría en la pared opuesta al lugar donde se encontraba.
Allí, al pie de aquella abertura a través de la cual ya percibía el cielo anaranjado del crepúsculo, yacía el cadáver de la víctima que Nube Loca había dejado por fin en paz antes de desplomarse contra la pared medio desmoronada, debajo mismo de la estrecha ventana a la que, gracias a los desprendimientos del techo, se podía acceder ahora sin ayuda de escalera.
Huir a través de aquel tragaluz suponía, pues, acercarse al asesino cuyos ojos extáticos y desorbitados estaban dirigidos hacia ella.
¿La miraba, quizá?
La palabra «tantra» grabada en su vientre le parecía ahora escrita con letras de fuego.
La joven nestoriana, bañada en sudor, ya imaginaba incluso que Nube Loca le hacía ademán de que se acercara y después, al ver que ella no le obedecía, se levantaba bruscamente y se lanzaba en persecución suya. Entonces, entregada a una loca carrera, era probable que tropezase con una piedra y que él aprovechase la ocasión para inmovilizarla en el suelo antes de someterla a la misma suerte que había tenido aquel pobre Buddhabadra, cuya caja torácica, espantosa arca de tesoros, aunque no de objetos preciosos sino de vísceras violáceas, ya empezaba a apestar.
Ya estaban zumbando dos o tres moscas, que revoloteaban alrededor del cadáver despanzurrado disputándoselo furiosamente, hasta que acabaron por reconciliarse y evolucionar juntas en extraño ballet antes de posarse con suma delicadeza sobre tramos de arterias truncadas de las que la sangre, en fase de coagulación, apenas manaba ya.
De pronto, un ruido inopinado la arrancó del torpor en que la había sumido aquel morboso y fascinante espectáculo.
Era Nube Loca, que se había puesto a roncar.
Dio entonces un paso acechando al mismo tiempo la reacción del interesado.
La total ausencia de una reacción de cualquier tipo, ni siquiera el estremecimiento de un párpado, la llevó a pensar que seguramente el asesino de Buddhabadra, el hombre cuyo rostro estaba tenso porque el moño tiraba de la piel para arriba y los pesados aros de bronce que llevaba colgados de las orejas para abajo, se había quedado dormido.
Se plantaría a su lado en tres saltos y, una vez allí, no tendría más que izarse hasta el tragaluz aprovechando los escombros como si de un estribo se tratara.
Y por fin saldría fuera.
Jadeante, avanzó de puntillas para hacer el menor ruido posible, abriéndose paso entre los cascotes que cubrían el suelo.
El cadáver de Buddhabadra, visto de cerca, todavía causaba más espanto.
Su cuerpo medio desnudo y cubierto de cardenales tenía muy poco de humano y más bien le daba cierto parecido a esos budas que, a fuerza de ascetismo, se quedan puramente en la piel y los huesos, tal como los representaban, en los bajorrelieves votivos, los cinceles de los escultores de Gandhara.
Los ojos vidriosos de la víctima, cuyas pestañas impregnadas de polvo resaltaban extrañamente la dulzura de su mirada, parecían mirar con atención el techo despanzurrado de la pagoda.
La joven se estremeció. Acababa de percibir, debajo de la pierna del cadáver, un enorme escorpión negro que reptó por su cuerpo mientras una nube de moscas azules abandonaba zumbando los restos del exterior de la caja torácica del Superior del convento del Único Dharma de Peshawar para lanzarse a explorar los recovecos internos del cadáver.
Dio tres pasos más.
La tranquilizaban a medias los ronquidos que seguían escapándose de la boca, abierta de par en par, de Nube Loca.
Un hombre capaz de todo tipo de disimulos como él tal vez había detectado su presencia y ahora fingía dormir antes de abalanzarse sobre ella.
Con un nudo en el estómago, prieto como cuerda de cáñamo, la muchacha se encaramó con infinitas precauciones sobre el montón de escombros arrimados al muro.
Y al llegar arriba, comprobó aterrada que todavía le faltaban unos cuantos centímetros para poder izarse hasta el borde de la ventana.
Aterrada y con el corazón a punto de saltársele del pecho, contempló, a sus pies, la parte superior del moño de Nube Loca y su movimiento oscilante arriba y abajo al ritmo de sus ronquidos.
Descubrió entonces la maleta de cuero colocada en el centro de aquel espacio donde acababa de consumarse el asesinato ritual.
Gracias a aquel aditamento suplementario, seguro que alcanzaría el borde de la ventana.
Bajó, cautelosa como un gato, decidida a hacerse con aquel objeto que le permitiría escapar.
Pero justo en el momento en que asía la maleta, oyó un ruido alarmante.
Creyendo que se trataba de otro desmoronamiento, cerró los ojos.
Al volver a abrirlos, casi no se atrevía a mirar por miedo a lo que pudiera ver.
Comprendió entonces que el ruido salía de la maleta, que se había abierto bruscamente al agarrar el asa dejando escapar de su interior la cajita en forma de corazón.
Desesperada, Umara miró en dirección a Nube Loca.
Había dejado de roncar. Petrificada, ya esperaba que abriese un ojo y otro después antes de despertarse del todo y que a continuación le saltase al cuello como una fiera y se la zampase de un bocado.
Aquellos instantes durante los cuales escrutó el menor movimiento del hombre del moño se le antojaron siglos.
Con movimiento maquinal, deslizó debajo del cinturón bordado con que se ceñía el vestido la cajita en forma de corazón que acababa de recoger del suelo a fin de no dejar indicio alguno de su paso y después, arreglándoselas para levantar la maleta, corrió a esconderse detrás de una columna.
Debía de haber ocurrido un milagro, puesto que proseguían los ronquidos y el llamado Nube Loca parecía haberse quedado de nuevo como un tronco.
Tenía que ser entonces o nunca.
Con el corazón que parecía querer salírsele del pecho, sosteniendo la maleta en brazos para no arrastrarla sobre las piedras, la joven nestoriana hizo una profunda aspiración y se dirigió hacia los cascotes que estaban debajo de la ventana.
Al llegar a lo alto del montón, dejó la caja encima y, tras encaramarse en ella, consiguió izarse, ayudándose con los brazos, haciendo un último esfuerzo y con toda la energía que presta la desesperación, hasta el reborde de la ventana, mientras la maleta de cuero, proyectada hacia abajo por sus pies, resbalaba estrepitosamente sobre el montón de escombros y hacía que el hombre del moño se despertara sobresaltado.
No tenía ni un segundo que perder. Nube Loca, con el rostro desencajado, parecía preguntarse qué ocurría, se levantaba con grandes trabajos e inclinaba el cuerpo sobre la maleta abierta.
Umara cerró los ojos y saltó al vacío.
Para sorpresa suya, cayó sobre algo suave y cálido.
La arena del desierto, fina y suave al tacto, que las tempestades habían arrinconado contra la base del muro de la pagoda, había actuado de eficaz amortiguador de su caída. Ya era libre y estaba cubierta de un polvillo que los rayos del sol poniente llenaban de dorados reflejos.
Después, como un animal perseguido por cazadores, echó a correr como una loca.
La arena caliente y suave hacía más lenta su carrera.
En la línea dentada y temblorosa del horizonte, los resplandores rasantes del astro solar irisaban la cresta de las olas que formaban las dunas del desierto de Gobi.
La pagoda en ruinas no tardó en quedar lejos y Umara reconoció las primeras casas de tierra batida de Dunhuang, a cuyo alrededor, al atardecer, se congregaban las cabras y las ovejas a la espera de que las ordeñasen.
No le quedaban más que tres calles para la bifurcación y en seguida encontraría el grupo de casas en medio del cual se habían construido los edificios del obispado nestoriano.
Viéndose libre, se detuvo con la respiración entrecortada debajo de la arcada de un porche a fin de reponerse un poco.
Había quedado blanca de polvo y le dolía la rodilla izquierda. Vio que se había arañado con el reborde del tragaluz y que tenía la ropa en desorden debido al gran esfuerzo que había hecho.
Nada grave, de hecho, frente a todo lo que había arriesgado.
De todos modos, no podía volver a su casa en aquel estado.
Después de sacudirse la ropa, al ajustarse el cinturón sus manos toparon con la cajita de madera preciosa que ya no recordaba haber guardado en su interior cuando, con la maleta abierta, se había dispuesto a alcanzar el tragaluz.
La cogió delicadamente y la puso sobre sus rodillas.
Percibía el aroma de la madera de sándalo.
Los clavos y herrajes de bronce que ornaban la caja brillaban como si manos diligentes se hubiesen esmerado en restregar aquella misteriosa cajita que, sin saber muy bien por qué, se había llevado.
Tratando de adivinar qué contenía, la agitó junto al oído.
Oyó unos golpes apagados que indicaban que contenía varios objetos seguramente envueltos antes de ser encerrados en el cofrecillo de madera aromosa.
Ya iba a levantarse para dirigirse tranquilamente camino de su casa, donde su padre y la gobernanta Goléa ya debían de estar inquietos esperándola, cuando, sin saber por qué, sintió la necesidad de abrir la caja.
Recordaba muy bien que Nube Loca la había guardado en la maleta sin cerrarla con llave. Hacía las veces de cerradura una simple varilla de bronce ensartada a través de dos ojetes. Bastó deslizaría suavemente por ellos para entreabrir la tapadera.
Reconoció al momento el retal de seda que debía de envolver lo que aquellos hombres habían llamado la «Cosa Preciosa entre Todas».
Desenvolvió el paquetito con gran cautela.
Lo que entonces vieron sus ojos era tan nuevo para ella y a la vez tan inesperado, algo casi mágico, que su primer impulso fue volver a colocarlo todo en la cajita de madera de sándalo y cerrar rápidamente la tapadera.
Era indudable que aquello que tenía en sus manos era lo bastante precioso para haber provocado la muerte de un hombre...
Sabía muy bien que, en virtud de pura inadvertencia, había pasado a ser depositaria de un secreto seguramente terrible y aún seguía perdiéndose en conjeturas cuando llegó por fin al obispado, donde ya la estaba esperando, desolada, su gobernanta en la puerta.
—¡Umara! ¿Dónde has estado? Te hemos estado buscando toda la mañana. ¡Estaba loca de inquietud! —exclamó la gorda Goléa lanzándose sobre ella así que percibió la silueta de la muchacha enfilando la calle.
—No pasa nada, sólo que he salido de paseo y me he perdido... en el desierto. Entonces he decidido echar una siesta debajo de una palmera datilera... ¡y aquí estoy!
—¡Menos mal que no le he dicho nada a tu padre!... Ha ido dos días de caza. Como hubieras tardado un poco más, me habría visto en la obligación de decírselo a tu padre cuando llegue y no te digo cómo se habría puesto.
—¡Pues aquí me tienes sana y salva, querida Goléa! ¿No es esto lo esencial? —se contentó con responder la chica, pese a que su rostro demudado cuadraba muy poco con sus palabras.
—¡Pareces cansada! ¡El sol del desierto no te sienta bien! —farfulló la gobernanta.
Por prudencia y a costa de su sinceridad, Umara se guardó muy bien de añadir nada más.
Había decidido que no daría más informaciones sobre aquella escapatoria suya que había estado a punto de tener mal final y menos aún sobre el extraordinario contenido de la cajita cuya procedencia su padre habría querido averiguar si ella se la hubiese enseñado.
Por lo demás, lo que habían visto sus ojos era algo tan inaudito que no pensaba revelárselo a su padre, puesto que sabía que sólo habría servido para aumentar su inquietud.
Como hija que era de un importante dignatario nestoriano, Umara sabía mejor que nadie qué valor tenía el secreto para los adeptos de aquel culto en fase de transformación, acostumbrados a las persecuciones y a guardar secretos.
Tenían prohibido incluso recitar delante de infieles las simples fórmulas rituales en lengua siríaca, articuladas confusamente en voz baja durante aquellas interminables ceremonias sobre las que flotaban densas nubes de incienso, así como confesar nunca a nadie que ellos se llamaban mutuamente «asirios» y que aceptaban el delicado concepto de «hipóstasis única de Cristo», en la que se reunían sus dos naturalezas, divina y humana, independientes entre sí, ya que éste era el fundamento de la religión «diofisita», condenada como herejía porque, según la misma, la Virgen María no podía ser calificada de «Teotokos» (que ha parido un Dios) sino más bien de «Cristotokos» (que ha parido a Cristo)...
Como digna hija de su padre, pues, la joven cristiana había decidido que no revelaría nada a nadie, ni siquiera a éste.
¿No era ésta, por lo demás, la manera adecuada de protegerlo?
Aquella misma noche, sola en su habitación, abrió de nuevo la caja y, a la luz de una vela, sus ojos volvieron a maravillarse de lo que vieron.
Sin duda era demasiado joven y carecía de la instrucción suficiente para comprender el sentido de aquello que acababa de exponer sobre el trozo de tela adornada con complejos motivos que servía de envoltorio a aquellas piedras cuyo brillo, pese a la penumbra de la estancia, la deslumbraba.
De lo que estaba segura, sin embargo, era de que aquello tenía un valor inestimable.
La única persona a quien pensaba abrirle su corazón era Bruma de Polvo, con quien ya compartía, después de múltiples encuentros, pequeños secretos inconfesables.
Él era la única persona en quien podía confiar.
¿Sabría, quizá, un día alguna cosa más acerca de aquel misterioso tesoro?
Entretanto, ¿dónde guardaría aquella cajita que custodiaba tan curioso contenido?
¿Cuál sería el lugar donde la escondería para que nadie, jamás, pudiese encontrarla?
14
EN LAS MONTAÑAS DEL PAÍS DE LAS NIEVES
Estaban atados uno con otro por cuerdas que les segaban las muñecas.
Sería su primera noche como prisioneros.
La gran hoguera que crepitaba ante sus ojos no llegaría a calentarles el corazón.
Como pobre consuelo, los bebés dormían con los puños cerrados en su capacho y Lapika estaba tumbada a sus pies, jadeante, las orejas medio caídas y la pelambrera deslucida.
Al iniciarse los problemas, ni Cinco Prohibiciones ni el ma-ni-pa advirtieron lo que se les venía encima, ni tampoco vieron llegar a los hombres que se echaron salvajemente sobre ellos.
Todo había ocurrido muy deprisa en aquella emboscada que no había durado más que unos segundos.
En el recodo de un camino, delante de un bosquecillo con gran espesura de abetos, por el camino escarpado a través del cual avanzaban lentamente, apenas habían tenido tiempo de verlos cuando la cuadrilla de jinetes se lanzó, entre alaridos, sobre ellos.
Cinco Prohibiciones, que procuró proteger sobre todo a los pequeños, los cuales ni siquiera se despertaron con el asalto, quedó cercado al momento y después, junto con el ma-ni-pa, inmovilizado en el suelo sin tener siquiera tiempo de sacar una flecha del carcaj. Sosteniendo el capacho con firmeza, no había recurrido a la práctica de las artes marciales en lo tocante a ataque y defensa, que normalmente le habrían permitido hacer frente por sí solo a tres atacantes.
La perra Lapika se había abalanzado sobre el caballo del primer asaltante y había conseguido derribarlo en tierra antes de ensañarse a fondo en el animal, al que le había perforado el cuello con los colmillos. Los demás componentes de la escolta habían tenido que aunar esfuerzos para librarse de la enorme perra, a la que habían molido a palos. Habían necesitado cinco minutos largos para apartar a la perra del caballo muerto, ya que ponía en juego todo su coraje para defender a los dos niños, a los que consideraba como sus propios hijos.
Habían caído en una emboscada tendida por bandidos.
El jefe de aquellos bandoleros no hablaba chino ni tibetano.
Sus cabellos ensortijados y su color atezado hacían pensar en un origen occidental.
Parecía proceder de uno de aquellos lugares lejanos a los que iba a desembocar el último tramo de la Ruta de la Seda llamado por los numerosos viajeros que llegaban de aquellos parajes la «llanura de mil fuentes» o también el «país de las palomas», debido a las aves ornamentales de barro cocido que adornaban los caballetes de los tejados.
De esos países míticos, situados muy al oeste, sobre los cuales circulaban toda suerte de leyendas, los mercaderes traían melocotones y uva impregnados de azúcar que hacían las delicias de los niños y de las cortesanas y también un fieltro de lana tan duro que algunos cuerpos del ejército lo utilizaban, por su resistencia a las flechas, como útil y eficaz escudo.
El hombre de los cabellos ensortijados y la piel atezada les ordenó que se mantuvieran junto a un gran peñasco, en lo alto del cual se había encaramado uno de los servidores para montar la guardia.
Seguidamente, el servidor que hablaba chino anunció a Cinco Prohibiciones y al ma-ni-pa, que su jefe le había ordenado que le sirviera de intérprete.
Así fue como descubrieron que habían sido capturados por un capitán parsi de nombre Majib.
Cinco Prohibiciones no sabía nada de los parsis, cuyas hermosas alfombras llegaban a la China central, donde mercaderes especializados las vendían a gente muy rica pero no se veían nunca en los monasterios budistas.
Cinco Prohibiciones ignoraba qué misterio hacía que un pequeño grupo parsi pudiese encontrarse en el macizo himalayo, tan lejos de sus propias tierras.
A juzgar por la alegría de los hombres barbudos que los maniataron y que seguidamente procedieron al inventario de lo que transportaban, era indudable que su captura suponía para ellos una gran hazaña.
Fue lo que le confirmó el intérprete, pese a ser avaro de palabras, cuando lo interrogó a este respecto:
—El jefe Majib se siente feliz de haberos capturado. Hace ya un mes que merodeamos por esos fríos parajes y sólo cazamos pájaros, que comemos asados. Todos los caminos de montaña se parecen...
—¡Di al jefe Majib que estamos muy honrados de haberlo conocido! —respondió sobriamente Cinco Prohibiciones, mientras el interesado, tras haberse entregado a una inspección minuciosa de su cargamento, se detenía delante del capacho donde pataleaban los dos bebés, a quienes el alboroto había acabado por despertar...
—Pregunta el jefe Majib si los dos niños son hermanos.
—Así es. Es más, son gemelos —le replicó el joven monje del Gran Vehículo, que no comprendía qué perseguía el jefe parsi con aquella pregunta y menos aún el aire de suficiencia y satisfacción que adoptó cuando el intérprete le tradujo la respuesta de Cinco Prohibiciones.
Era evidente que aquellos bandidos se habían equivocado, hubo de decirse Cinco Prohibiciones, cuya intuición se confirmó con la proposición que el jefe Majib no tardó en hacerle por medio de su intérprete.
—El jefe Majib dice que si nos ayudáis a encontrar la Ruta de la Seda, salvaréis la vida.
—Respóndele que sabemos por dónde hay que pasar para encontrarla —se apresuró a responderle el joven mahayanista, que no las tenía todas consigo.
Siguieron caminando de aquel modo hasta la noche, atados entre sí por medio de una cuerda arrollada a las piernas igual que se ata a los esclavos, y fueron ellos los que, por orden de sus carceleros, tuvieron que encender la hoguera, pese a su agotamiento, en la que ahora se calentaban las manos.
El intérprete que actuaba de guardián se había amodorrado.
Así pues, podían hablar aunque en voz baja.
—¿Crees que querían matarnos? —murmuró el ma-ni-pa a su compañero.
—Tienen necesidad de nosotros para salir del país de Bod. Ésta es nuestra mejor protección. La mirada de ese Majib no me dice nada bueno. Tiene todo el aire de ser cruel e implacable...
—¿Te has fijado en su sonrisa al descubrir a los niños cuando ha levantado el paño del capacho? ¡Parecía un ogro ante un buen banquete!
—¡Menos mal que no se les ha ocurrido matar a Lapika, en el momento de la emboscada, cuando se ha abalanzado sobre ellos, toda colmillos y dispuesta a pegarles dentellada! Dado el interés que el Majib ese siente por los niños, no me extraña que haya ordenado a sus hombres que no se ensañaran con la perra —murmuró Cinco Prohibiciones al monje errante mientras empujaba con la punta del pie en dirección a las llamas una gruesa rama para azuzar la hoguera.
—Y sin embargo, no debía saber que el animal era su nodriza. Mira a esos pequeños, ¡qué encanto de críos! Uno apretado contra el otro igual que las marmotas. ¡Más les vale!
—Estabas en lo cierto, ¡oh, ma-ni-pa!, cuando nos cruzamos por primera vez y me recomendaste que no me fiara de los bandidos que merodeaban por los caminos —reconoció Cinco Prohibiciones mirando, consternado, al monje errante.
—Estoy seguro de que saldremos de ésta. Desde esta mañana ruego al Bienaventurado que nos tenga bajo su protección divina, que no aparte de nosotros la mirada de la «Cosa Preciosa» —afirmó el otro en tono casi jovial, los negros dientes al descubierto debido a la sonrisa con la que pretendía infundir ánimo a Cinco Prohibiciones, en cuya compañía estaba desde hacía casi dos meses.
Desde que estaba con él, el monje errante experimentaba por el joven ayudante de Pureza del Vacío, cuyas cualidades humanas había descubierto, un indiscutible afecto.
Pese a todo, su improbable compañerismo, teniendo en cuenta las circunstancias que habían concurrido, igual habría podido derivar a peor.
De hecho, tras haberse separado en Samyé del lama sTod Gling y de Ramahe sGampo, el ma-ni-pa se había apresurado a poner en práctica la recomendación del Venerable Superior de acompañar a Cinco Prohibiciones hasta Luoyang si quería alcanzar un buen karma, lo que podía mejorar sus posibilidades de reencarnación satisfactoria en una existencia futura.
Siguiendo las órdenes de Ramahe sGampo, pues, se procuró algunas posibilidades suplementarias de alcanzar, a través de una decena de reencarnaciones sucesivas en lugar de varios millares de ellas, las puertas del paraíso de la Extinción, el nirvana, ese lugar donde el ser se disuelve en la Nada y escapa al Dolor del Mundo.
Considerándolo bien, se trataba de una verdadera oportunidad, precisamente la más insigne, otorgada personalmente por Buda, o sea, que tenía que asirla con las dos manos y, sobre todo, no dejarla escapar.
En cuanto a los dos desconocidos que iban tras el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura, la perspectiva de presentarse ante ellos con actitud titubeante lo seducía tan poco que dio al primer mendigo que se cruzó en su camino todo el dinero que le habían entregado.
De pronto, sin la menor intención, se apresuró a alcanzar a Cinco Prohibiciones en su camino.
Avanzaba con gran rapidez mientras rogaba a Buda que le concediera el favor de encontrar el convoy de los dos niños semidioses, esperando que el joven monje no hubiese tomado uno de los innumerables atajos seguidos por algunos viajeros que no conocían muy bien la montaña y que, las más de las veces, acababan en el fondo de un precipicio.
Por fortuna, al cabo de dos días de marchas forzadas a paso de carga, acabó por descubrir, en un nevero bordeado por la placa azulada de un gigantesco glaciar suspendido peligrosamente sobre su figura, la mancha que formaban Cinco Prohibiciones y el semental Derecho Delante.
Dados la época y el lugar, en medio de tanta frialdad y de toda aquella inmensidad helada donde no había rastro humano, la aparición de aquel hombre acompañado de un caballo le infundió tranquilidad, puesto que sólo podía tratarse del convoy de los Gemelos Celestiales.
La noche anterior, sin ir más lejos, todavía había soñado que se encontraba en la lamentable situación de dar cuenta a Nube Loca y a Buddhabadra de su desgraciada empresa y de la imposibilidad de retirar de la biblioteca el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura.
Le costaba olvidar la mirada inyectada de sangre, cargada de odio y turbada, del supuesto adepto del tantrismo, cuyo espectro seguía inquietando sus noches y murmurándole al oído que era un inútil y que en lo único que podía encarnarse era en un insecto.
En realidad, el ma-ni-pa temía sobre todo que, bajo la apariencia de Nube Loca, se ocultase un chamán.
Los chamanes, que los monjes errantes temían como a la peste porque les hacían la competencia, eran a la «religión de los hombres» lo que los ma-ni-pa a la religión del Bienaventurado.
Eran muchos los que frecuentaban aquellos caminos que, al igual que para esos últimos, eran su territorio predilecto.
Muchos los consideraban brujos de esencia divina y pocos veían en ellos a vulgares charlatanes. Se decía que eran capaces de transformarse en bestias feroces o en monos, de lanzar una cuerda hacia el cielo y subir por ella como si estuviera colgada de un árbol o incluso de caminar sobre brasas sin preocuparse por las plantas de los pies.
La gente del pueblo los llamaba a menudo para que sanaran a un viejo o a un niño enfermo, ayudasen a un yak a parir o simplemente hicieran llover después de un periodo de sequía particularmente largo que transformaba los pastos en laderas pedregosas donde ni siquiera las cabras encontraban dónde ramonear.
Bastaba por lo general dar una moneda a un chamán del bonpo para conseguir sus favores, mientras que no se creía que un ma-ni-pa concediera los suyos si no era a cambio del divino mantra de Avalokitesvara: ¡Om! ¡Mani padme hum!
Aquella rivalidad entre chamanes y ma-ni-pa no era más que la cara visible de la lucha feroz librada, en el país de Bod, entre el budismo, religión importada, y las creencias originales del bonpo, que sus habitantes, incluso cuando se convertían a la Noble Verdad de Gautama el Buda, seguían practicando, pese a ser una costumbre mal vista por los lamas.
En su infancia, uno de ellos, que le había enseñado a leer y a escribir, no cesaba de contarle historias terribles sobre chamanes que llegaban a desviar a los adeptos del budismo de la Vía de la Noble Verdad embaucándolos con el disfraz de una apariencia anodina.
Con inmenso alivio, en el momento en que por fin atrapó a Cinco Prohibiciones, el ma-ni-pa, aún bajo los efectos de la pesadilla que continuaba obsesionándolo, había comprobado que la capacidad perturbadora de Nube Loca no había bastado para impedirle alcanzar sus fines.
Curiosamente, incluso se había sentido reconocido con Cinco Prohibiciones.
—¿No me reconoces? ¡He venido a ayudarte! —le gritó así que descubrió al joven monje mahayanista que caminaba delante del semental Derecho Delante, a cuya grupa estaba fuertemente sujeto el capacho con los Gemelos Celestiales dentro.
Pero Cinco Prohibiciones, que al parecer no oyó la llamada del ma-ni-pa, había continuado avanzando, totalmente absorto, dado que el frío hacía el hielo más duro y resbaladizo que en el viaje de ida.
El pequeño convoy, tras dejar el gran nevero, se disponía a recorrer un angosto paso que bordeaba una especie de grieta cuya hendedura azulada revelaba su insondable profundidad.
—¡Cinco Prohibiciones, espera! ¡Ten cuidado con el hielo! ¡Ese paso es muy peligroso! —gritó de nuevo con voz jadeante el monje errabundo.
El joven monje, sorprendido de verse interpelado de aquel modo, acabó por volverse.
Pero con las prisas por alcanzarlo, el ma-ni-pa dio un paso en falso que provocó un desgraciado resbalón sobre una placa de nieve dura como la piedra. Su cuerpo se proyectó entonces hacia delante y Cinco Prohibiciones tuvo que recurrir a la agilidad y la destreza de un gato, así como a la fuerza del practicante de las artes marciales internas, para sujetar al ma-ni-pa por el cuello de la capa de piel de yak e impedir que cayera en las entrañas de la hendedura que se abría bajo sus pies.
En el momento en que se vio caer en el pozo, el monje errante profirió un grito de terror tan estridente que hasta las aves rapaces que planeaban sobre el nevero remontaron bruscamente el vuelo mucho más arriba, igual que hojas de árbol impelidas hacia el cielo por una violenta ráfaga de viento.
—Pero ¿qué diantre haces aquí, ma-ni-pa? Te creía más lejos —le preguntó, pasmado, Cinco Prohibiciones al descubrir la identidad de la criatura a la que acababa de evitar una muerte cierta.
—Me has salvado la vida. De no haber sido por ti, mi cuerpo ahora sería prisionero de esa tumba de hielo...
—Dicen que el hielo conserva... —bromeó el ayudante de Pureza del Vacío.
—¡Prefiero que sea la vida la que me conserve!
—No has contestado mi pregunta. ¿Qué haces aquí?
—Pensé que no estarías tan solo si te acompañaba durante un trecho del viaje. Los caminos son peligrosos y difíciles. Conozco bien los que llevan a la llanura. Los dos niños sagrados pueden ser objeto de codicia. Mi voluntad es ayudarte.
El tono del ma-ni-pa revelaba sinceridad y hablaba en favor suyo.
—Si quieres caminar a mi lado, tendrás que ayudarme a llevar el capacho de los niños. El pobre Derecho Delante está que no puede con tanto peso y, cuando la pendiente es acusada y el suelo está helado, corre el riesgo de romperse la crisma en cualquier momento —dijo el joven, que tenía motivos sobrados para desconfiar del monje errante después de lo que le había dicho unos días antes en un inopinado encuentro.
—Si aceptas, me harás un inmenso favor. Conozco a ma-ni-pas capaces de recitar diez mil veces seguidas la fórmula ¡Om! ¡Mani padme hum! En realidad, para poder cumplir tal proeza, deben abusar, hasta acabar con la cabeza nublada, de ciertas raíces de unos árboles que, según se dice, suprimen el sueño... Dicho esto, estoy dispuesto a hacerlo por ti, si quieres —explicó el monje errabundo, como tratando de justificarse.
Quería complacer por todos los medios a Cinco Prohibiciones al objeto de propiciarse sus favores y evitar que lo reprendieran, hasta ese punto le parecía indispensable acceder a los deseos de Ramahe sGampo.
Por esto, cuando Cinco Prohibiciones le respondió amablemente: «¿Por qué no? Así por lo menos seremos dos los que cuidaremos de esos bebés que, para mí, son Gemelos Celestiales», no disimuló su alegría, como ma-ni-pa más acostumbrado a desplantes de soldados que quebrantaban el destierro o de salteadores borrachos adeptos al bonpo —a cuyos ojos el budismo, con todos sus budas y sus bodhisattvas, tan numerosos que no recordaba el nombre siquiera, no era más que un montón de supersticiones— que al agradecimiento de adeptos sinceros que creían realmente en los beneficios de sus fórmulas rituales.
—Vengo directamente de Samyé, donde me han instado vivamente a que te prestara ayuda —se apresuró a confiar al joven monje, al mismo tiempo que volvían a emprender la marcha.
—¿Te refieres a ese lama sTod Gling?
—Más bien a su Superior, el reverendo Ramahe sGampo. Quería que te ayudase a que condujeses a buen puerto a los pequeños Gemelos Celestiales.
—Parece que conoces bien ese monasterio. ¿Vas allí a menudo?
—Tenlo por seguro, he residido en él por lo menos tres o cuatro veces. La primera vez fue para practicar la ofrenda bsang de las fumigaciones.
—¡No sé nada de ese ritual!
—Consiste en hacer quemar delante de la estatua del bodhisattva compasivo, Avalokitesvara, unas ramas de enebro seco cortadas obligatoriamente con la mano izquierda, la del corazón. En Samyé, una vez al año, al principio de la primavera, se invita a todos los ma-ni-pa que lo desean a practicar la ceremonia del «vuelo sobre la cuerda», por la que trepan como monos. Ese cabo de cuero trenzado, llamado mu o «cuerda para escalar el cielo», tiene varias decenas de tchang21 de longitud y se tiende entre lo alto de la torre más alta del convento y un poste hincado en el suelo. Los ma-ni-pa entonces, con la cabeza por delante y el pecho protegido con una plancha de madera, lo bajan como si se arrastrasen sobre él a velocidad vertiginosa, «igual que un vuelo de golondrinas sobre la superficie de un lago», como dicen los bardos...
—¡Cuántas cosas extraordinarias ocurren en Samyé! —bromeó Cinco Prohibiciones, a quien las cosas que contaba aquel monje errante, tan interesado en complacerle, habían acabado por divertirle.
—Y esto no es todo. Todos los días quince de la primera luna, los monjes del convento de Samyé levantan unos andamiajes de varios pisos de los que cuelgan miles de farolillos y colocan en ellos unas figuritas confeccionadas con harina y manteca de yak que representan personalidades célebres, dragones, pájaros o diferentes cuadrúpedos. Si estoy allí, a veces me piden que los pinte de todos los colores —añadió el ma-ni-pa, contento de tener algo de que presumir.
—¡Pues eres un monje errante con multitud de dotes!
—Todavía no soy de los que han visto el León de las Nieves..: pero supongo que día llegará en que lo vea. Dicen aquí que el León Blanco, ese animal divino que figura en nuestras oriflamas, aparece en Samyé cada diez años. Espero tener un día la ventura de contemplar esa bestia fabulosa e igualmente a su hembra, la leona blanca de melena turquesa, cuya «leche es el agua turquesa de los glaciares de nuestras montañas». Se asegura que esos dos animales tutelares del país de Bod traen suerte a los que saben invocarlos.
—¿Te parece que los necesitaremos?
—Tratándose de llevar a su destino a los Gemelos Celestiales, vale la pena recurrir a todas las protecciones eficaces posibles.
Un candor y una buena fe como aquéllas terminaron por fundir el hielo con que se protegía Cinco Prohibiciones, aliviado finalmente al disponer de un nuevo aliado para un viaje de retorno que se anunciaba más peliagudo que la ida debido a la presencia de los bebés.
Deseoso de demostrar al joven monje que había procedido bien al aceptar sus servicios, el ma-ni-pa no tardó mucho en hacerse indispensable.
Primero en levantarse por la mañana y último en acostarse por la noche, después de que el fuego que había encendido para que el monje cambiara y lavara a los pequeños estuviera perfectamente avivado delante de la entrada de la tienda al objeto de calentarla, había tenido el pundonor de mostrarse un compañero ideal, siempre disponible, eficaz y útil.
Buen conocedor de la flora de las montañas, dedicaba mucho tiempo a recoger raíces comestibles y plantas que se suponía prevenían grietas y congelaciones, procurando al mismo tiempo localizar huevos de faisana, que freía después, para deleite del paladar de Cinco Prohibiciones, en manteca de yak y arándanos secos y machacados a manera de jalea.
Consciente de que el ayudante de Pureza del Vacío era una mina de informaciones sobre todas las formas del budismo, había aprovechado para interrogarlo, como discípulo deseoso de completar sus conocimientos, no ya sólo sobre el Gran Vehículo sino también sobre el Pequeño, sin olvidar el tantrismo indio.
—Conozco un poco la doctrina del Hînayâna... He oído decir que su enseñanza está reservada a los monjes que ya poseen instrucción. ¿Es verdad, Cinco Prohibiciones?
Y Cinco Prohibiciones, por los caminos escarpados del país de Bod, frente a cumbres de altura vertiginosa que propiciaban la meditación trascendental, no se resistía a exponerle aspectos de la doctrina particularmente arduos, como por ejemplo el concepto de Vacío, en relación con el cual la controversia alcanzaba su apogeo entre el Hînayâna y el Mahâyâna.
Pasados unos días, el avance difícil por senderos helados se había transformado en divertido espectáculo debido al bombardeo de preguntas al que el monje errante sometía al ayudante de Pureza del Vacío, que se prestaba a él de buen grado.
—¡Om! ¿Cuál es la diferencia entre el tantrismo indio y el budista?
Y Cinco Prohibiciones se avenía amablemente a explicar, entre dos paradas durante las cuales había que alimentar a los gemelos acercando sus boquitas a las ubres de Lapika, las cesiones pero también las diferencias que existían entre el tantrismo original indio y la manera como esta práctica ritual, fundada en el control del cuerpo y del espíritu, había sido asimilada por determinados adeptos budistas para crear lo que ya se llamaba el budismo tántrico.
A medida que avanzaba la relación con aquel monje tan sabio, el ma-ni-pa se metamorfoseaba a ojos vistas.
Ya no era aquella criatura hirsuta de antes, aspirante a artista de la prestidigitación y del circo para admiración de un auditorio, sino que ahora se afeitaba todos los días, lo que no dejaba de ser meritorio estando como estaban a cuatro mil metros de altura, durmiendo a la intemperie o en anfractuosidades de las rocas y disponiendo para lavarse sólo del agua helada de los torrentes.
Su transformación física, que le confería un aspecto mucho más civilizado, daba testimonio, en realidad, de la evolución mental que aquella nueva compañía desencadenaba en él. Para sorpresa suya, aquel viaje, que poco a poco se había convertido en iniciático, lo ayudaba a forjar la famosa llave de acceso a la sabiduría del Bienaventurado, de la que todos, aquí y allá, se hacían lenguas, pero que nadie, incluido Cinco Prohibiciones, jamás le había dejado entrever.
Ya no tendría que recorrer incansablemente los caminos de montaña, como lo hacía desde sus más tiernos años, recitando su fórmula ritual a cambio de un cuenco de arroz, ya no estaría expuesto a los insultos de algunos pastores que no dudaban en azuzar a sus perros para que hincaran sus poderosos colmillos en las carnes del monje errante, ya que dejaría de serlo y de ser alguien que, a fuerza de pasar hambre y frío, llegaba a dudar de la existencia incluso de su bodhisattva, cuya compasión era tan escasa que parecía circunscribirse al pasado o al futuro, nunca al presente...
Todos los días bendecía a Buda por haber hecho que se encontrara, en el camino del monasterio, con Cinco Prohibiciones y con la parejita de niños santos, uno de los cuales tenía aquella curiosa carita de mono.
—¡Jamás te agradeceré bastante que me dispenses, como haces, tus tesoros de ciencia religiosa! —acabó por decir una mañana a Cinco Prohibiciones.
—De aquí a Luoyang, al ritmo que llevas, serás más sabio que yo.
—La Ruta de la Seda no es lo bastante larga para que alcance siquiera a llegarte al tobillo... —protestó el ma-ni-pa, que ahora profesaba una admiración sin límites hacia el ayudante de Pureza del Vacío.
En otra ocasión, comprobando hasta qué punto el monje errante se sentía sumiso y temiendo abusar de aquella verdadera influencia que le confería su aura, intentó que se sintiera a gusto.
—El día que juzgues oportuno abandonar mi camino y consideres que serías más útil en el Tíbet ayudando a los pobres a encontrar el camino de la Liberación, no dudes en decírmelo. ¡No me ofenderé!
—Que consigas llevar a Luoyang a esos niños divinos, ¡oh, Cinco Prohibiciones!, ha pasado a convertirse en mi único objetivo. A menos que quieras desentenderte de mí... —protestó el interesado con viveza y con los ojos llenos de lágrimas.
Cinco Prohibiciones no se atrevió a insistir.
Otro día, dejando a un lado la exégesis de ciertos sutras búdicos particularmente arduos, la conversación giró en torno a la Ruta de la Seda.
—En ella se intercambian mercancías, libros, ideas y creencias. Está jalonada de mercados y templos —explicó Cinco Prohibiciones.
—¿Templos budistas?
—¡No sólo budistas! Hay templos donde se venera a un Dios único al que llaman Cristo. En otros se da culto a un profeta llamado Mani y los adeptos del mismo creen que ese Cristo se reencarnó en su cuerpo.
—¿Ese Cristo es un lama que venera un bodhisattva particular?
—Según mi maestro Pureza del Vacío, ese Cristo, al que también llaman Jesús, vendría a ser una forma particular del bodhisattva compasivo Avalokitesvara, el que defiende la causa de las almas merecedoras cuyo mantra divino tú has aprendido a recitar indefinidamente a manera de oración.
—¡Om! ¡Es increíble!
—En el camino hacia Hetian, en un mercado de artículos comestibles, oí a un monje muy curioso, que llevaba una cruz en el pecho, contar la vida de Cristo, el cual, según pretendía, había muerto crucificado, con los brazos y los pies clavados en un madero.
El ma-ni-pa miró a Cinco Prohibiciones con aire asustado.
Jamás, ni siquiera al referirse al infierno frío del Avici, el más terrible de todos, había oído hablar de un castigo tan espantoso, un castigo que ni uno solo de los adeptos del yoga indio, encallecidos en las peores mortificaciones, soportaría.
—Es más —añadió Cinco Prohibiciones, respondiendo a lo que había dicho el monje—, la crucifixión no fue voluntaria, sino el castigo al que fue condenado.
—Hace de eso dos veranos, no lejos de Lhasa, asistí al espectáculo de un asceta indio que se atravesaba el cuerpo con un sable después de ingurgitar un brebaje confeccionado con un pellizco de unos polvos que vertía después en un vaso de bronce.
—¡En todas partes hay locos! Afortunadamente, Gautama enseñó a sus adeptos la inanidad de las mortificaciones corporales...
—¡Lo que tú dices es oro! El hombre del que te hablo decía llamarse Nube Roja. Tenía los cabellos tan largos que le cubrían el rostro. Después de agitar el brebaje, se lo bebió de un trago. Y entonces todos los músculos del cuerpo se le quedaron tan rígidos y duros como si fueran de madera. Y totalmente insensibles, además. Te lo aseguro. Después, sentado en la posición del loto, con la punta afilada de su puñal, se abrió con precisión maníaca el bajo vientre. Vi la sangre que perlaba la superficie de su piel cobriza en la que entonces aparecieron, como en la página de un libro, unos extraños dibujos.
—¡Qué horror! —exclamó Cinco Prohibiciones mientras Lapika, inquieta, se precipitaba sobre él y lo olisqueaba.
El ma-ni-pa, imperturbable, continuó exponiendo su historia, sin sospechar ni de lejos que hablaba de Nube Loca, si bien los curiosos deformaban su nombre al pronunciarlo, aunque aquel día no pudo verle el rostro porque el hombre se había soltado el moño... lo que había impedido reconocerlo cuando, en la ruta de Samyé, lo llamó desde la entrada de la cueva.
—Algunos mirones decían incluso que ese tal Nube Roja acababa de escribirse la palabra «tantra» en el vientre con esas letras oscuras que dan la impresión de que la sangre se ha coagulado milagrosamente en lugar de derramarse.
Cinco Prohibiciones decidió que harían un alto para que Lapika pudiera dar de mamar a los bebés, que estaban llorando de hambre.
—Dicen que los yoguis indios aprenden las técnicas de control del dolor y saben retener la sangre dentro del cuerpo incluso tratándose de heridas profundas... ¡Las fuerzas del espíritu son inconmensurables! Jamás olvidaré el cuerpo de este asceta, rígido como un tablón, cuando entró en levitación. La planta de sus pies no parecía estar en contacto con el suelo y, en cambio, si te agachabas y querías pasar un dedo por debajo, te dabas cuenta de que tenía los pies posados en tierra —añadió el monje errabundo, tan absorto que ni siquiera se dio cuenta de que su compañero se había parado, y prosiguió caminando, imperturbable, contando sus recuerdos de ma-ni-pa.
Tras una semana de marcha, los dos hombres tenían la impresión de conocerse desde hacía lustros y cada día que pasaba el ma-ni-pa se sentía algo más incitado a felicitarse de haber obedecido a Ramahe sGampo en tanto que Cinco Prohibiciones daba las gracias a Buda por haber puesto en su camino a un compañero de viaje tan valioso.
La emboscada en la que acababan de caer era, por consiguiente, la primera nube en un cielo que hasta entonces había sido de un azul inmaculado.
En un primer momento habían tenido mucho miedo, sobre todo en la confusión que siguió al ataque de la perra, que trataba de defender el capacho con los dos pequeños.
Y después, una vez apartada Lapika, se recuperó progresivamente la calma. En la primera parada, Cinco Prohibiciones aprovechó un alto para tranquilizar a la perra, que ahora seguía al grupo a distancia y se precipitó, como si tal cosa, a lamerle las manos y a dejarse acariciar así que él la llamó con un silbido.
Aquella misma noche el capitán de los bandoleros mandó instalar el campamento un poco apartado del camino, debajo de una barrera rocosa que se erguía sobre ellos a impresionante altura.
Al pie de aquella muralla de piedra, ante el fuego del vivac a punto ya de extinguirse, intercambiaron en voz baja sus impresiones de la jornada.
—Cinco Prohibiciones, no te lo he dicho todo —le soltó de pronto el ma-ni-pa.
El otro se quedó en silencio, como si hubiera decidido que lo dejaría llegar solo hasta el final de la confidencia y no lo forzaría en nada.
—Mira, la primera vez que nos encontramos yo me dirigía a Samyé, enviado por dos hombres a quienes debía llevar un manuscrito precioso.
—¿Qué hombres eran ésos?
—Dos religiosos indios. El primero se llamaba Buddhabadra y, según decía, era monje del Pequeño Vehículo. El segundo se llamaba Nube Loca. ¡Tenía ojos rojos!
—Su nombre se parece al del yogui del que me has hablado, el que era capaz de atravesarse el cuerpo con cuchillos... —observó Cinco Prohibiciones, a quien las palabras del ma-ni-pa no parecían haber impresionado.
—¡No se me había ocurrido! Ahora que lo dices, me acuerdo de que aquel hombre tenía el mismo porte —murmuró el monje errante con aire pensativo.
—Háblame mejor de lo que hiciste en Samyé.
—Al llegar pude comprobar que el libro no estaba.
—¿Qué título tenía?
—Era una frase complicada... sobre la Vacuidad Pura o algo así.
—¿Y después qué pasó?
—El Venerable Superior Ramahe sGampo, al saber que yo te había encontrado de camino, me dejó entrever que me convenía, en lo tocante a mi karma, prestarte ayuda.
—¿O sea, que me has buscado para hacer una buena acción? ¡Pues me parece estupendo! —exclamó con aire divertido el joven chino.
—¡Exactamente!
—¡Me siento orgulloso!
—El honor es mío.
—Dejémonos de vanos cumplidos, mi querido ma-ni-pa —le soltó el ayudante de Pureza del Vacío poniéndole un brazo en el hombro.
—Tenía que decírtelo, Cinco Prohibiciones. ¡Ya está hecho! Ya que debemos afrontar juntos una nueva prueba, no podía soportar la idea de escondértelo. ¡Te aprecio demasiado!
—Has de saber que yo tengo ese manuscrito que buscas. Precisamente Pureza del Vacío me envió a Samyé para recogerlo... —confesó entonces Cinco Prohibiciones mostrando al ma-ni-pa la caja oblonga que seguía atada de través en la silla de Derecho Delante.
Ahora que ya se lo habían dicho todo delante de la hoguera que ya iba extinguiéndose, el joven monje del Mahâyâna planteó una última pregunta a su compañero:
—Cuéntame un poco qué es esa «Cosa Preciosa» a la que aludiste en mi presencia cuando nos conocimos.
—Si utilicé aquella expresión fue sólo para impresionarte. Se la oí en varias ocasiones en sus sermones a Ramahe sGampo, el Superior del monasterio de Samyé. Hablaba sin cesar de la «Cosa Preciosa» y también de la «Cosa Preciosa entre Todas»...
—¿A qué se refería?
—Permíteme que te confiese que, por desgracia, no tengo ninguna certeza en relación con esta cuestión, ya que sólo entendía a medias las descripciones de naturaleza esotérica que hacía el Superior de Samyé al referirse a la «Cosa Preciosa entre Todas».
—Un asunto muy misterioso...
Ya era noche cerrada y el fuego se había apagado por completo.
—Quiero rezar al Bienaventurado para que nos libre de las garras de estos bandidos que nos tienen prisioneros. Te deseo buenas noches. ¡Om!
—Ma-ni-pa eres para mí un verdadero regalo del Bienaventurado. No sé qué habría sido de mí sin ti, cargado con esos dos pequeños, teniendo que afrontar el camino de regreso que, al parecer, sobre todo desde esta mañana, parece muchísimo más peligroso que el viaje de ida. Estoy seguro de que, siendo dos, nos saldremos con la nuestra y eso era lo que quería decirte —concluyó Cinco Prohibiciones en un tono impregnado de gravedad que denunciaba la viva inquietud que sentía.
—A pesar de todos esos bandidos, de todos esos mercados de ladrones y de todas las iglesias donde se celebran esos extraños cultos de los que me has hablado, no temo la Ruta de la Seda, ni siquiera transportando un cargamento tan precioso como el nuestro, con tal de que nos respaldemos mutuamente. ¡Om!
Cuando, pese a todo, consiguió dormirse en medio de aquel frío, vencido por la fatiga, el cuerpo apretado contra el del ma-ni-pa, una mano sobre el capacho para asegurarse de que nadie tocaría los Gemelos Celestiales, Cinco Prohibiciones, aun siendo prisionero de una cuadrilla de bandidos persas cuyas intenciones ignoraba, se sentía un poco más tranquilo: por lo menos, en medio de la desgracia, había encontrado a un nuevo amigo.
Lo cual no era poco.
15
MONASTERIO DEL ÚNICO DHARMA,
PESHAWAR, INDIA
En su estrecho jergón, Puñal de la Ley, primer acólito de Buddhabadra, se disponía a afrontar una enésima noche sin dormir.
Estaba cansado de tranquilizar a los monjes y novicios del monasterio, que se lamentaban a lo largo del día de la ausencia de su Inestimable Superior.
—¡No regresará del Techo del Mundo! ¡Seguro que no! Nuestro Venerable Superior, Buddhabadra, estaba tan cerca, allá arriba, del nirvana que el Buda, en la infinita compasión que siente por aquellos que tienen Fe, nos lo ha quitado para tenerlo a su lado —se decían unos a otros llorando lágrimas ardientes.
Así fue como la angustia fue ganando terreno de forma progresiva. Uno de los monjes, particularmente persuasivo, pasaba gran parte del tiempo sembrando la inquietud en el seno de la comunidad, con lo que acabó por minar completamente la moral a fuerza de urdir las hipótesis más negras en relación con la suerte de Buddhabadra.
El religioso que hacía el papel de Casandra llevaba el bello nombre de Joya de la Doctrina y, desde que Buddhabadra había preferido Puñal de la Ley a él y le había otorgado la designación de primer acólito, odiaba a ese rival que ocupaba, indebidamente según él, un puesto que le correspondía a él.
Joya de la Doctrina, pues, sentía un placer malévolo propalando falsos rumores y motivos de alarma entre sus colegas de religión cuya angustia, frente a la prolongada ausencia de su jefe, no cesaba de ir en aumento.
Ya podía el primer acólito explicarles que se trataba únicamente de un simple retraso ocasionado por los rigores invernales, ya que cada vez tenía más dificultades para calmar las angustias de los monjes, en especial las que sentían los novicios más jóvenes del monasterio del Único Dharma, para quienes Buddhabadra era un verdadero padre.
Cuantos más días pasaban, más insoportable y difícil de justificar ante los monjes se hacía la espera.
Hacía ya tres semanas largas que el cornaca había regresado, solo, al convento de Peshawar.
El hecho de que aquel hombre hubiera regresado indemne sin ir acompañado del animal sagrado precisamente cuando sus funciones le prohibían que lo abandonase era lo que más inquietaba al primer acólito, que acababa perdiéndose en conjeturas, aunque procurando pasarlas por alto por miedo a preocupar todavía más a su comunidad.
¿Qué había ocurrido, en realidad, en el viaje de regreso? ¿Por qué había abandonado el cornaca el cuidado de su elefante? Y sobre todo, ¿qué había sido del pobre Buddhabadra? ¿Estaba herido? ¿Muerto, tal vez? ¿Yacía su cuerpo en el fondo de algún precipicio o en la cama de un hospital? ¿Lo habría hecho prisionero una banda de malhechores preocupados por obtener un rescate?
Nada, en efecto, en aquel viaje aparentemente fallido, concordaba con el carácter de Buddhabadra y el deseo de perfección que ponía en todas sus cosas.
El Superior de Peshawar, que además era un excelente caminante y un montañero aguerrido, conocía muy bien las temibles trampas del camino del País de las Nieves, que había recorrido en diversas ocasiones.
Pese a que Puñal de la Ley había interrogado al cornaca durante horas, éste se había contentado respondiéndole con los mismos imperturbables borborigmos, explicando que su maestro le había pedido que lo esperase en el albergue más próximo y que, una vez allí, tras una agotadora caminata de varios días, no lo había visto llegar.
—¡Montaña tragar elefante sagrado! ¡Montaña tragar elefante inmaculado! Tormenta de nieve tragar Superior Buddhabadra... ¡Yo merecer castigo muy grande! —repetía incansablemente el cornaca.
Agobiado por la pérdida del animal mítico que él debía guardar, no hacía más que hablar de que lo habían engullido, como si la montaña fuera un monstruo que se había tragado de un bocado animal y hombre y que ésta fuera la razón de que no hubiesen regresado.
—¿Y por qué abandonaste a Buddhabadra y al elefante blanco en la nieve?
A esta pregunta, formulada cien veces, el cornaca respondía invariablemente doblando el espinazo y echándose a sollozar.
—¡Él hacerme marchar! ¡Yo obedecer, yo portarme mal! ¡Yo no deber abandonar animal sagrado! ¡Yo fallado! ¡Yo merecer gran castigo! ¡Yo fallado diez mil veces! ¡Montaña mala! ¡Montaña tragar todo!
Renunciando, pues, a saber más cosas sobre las circunstancias que habían llevado a que los caminos del cornaca y de Buddhabadra se separasen, Puñal de la Ley quiso informarse por lo menos del destino preciso del Superior, cuyo primer acólito lo ignoraba todo, salvo que se trataba del Tíbet.
—¡Yo no saber! ¡Yo no comprender nombres de ciudades! ¡Yo sólo cuidar de elefante blanco! ¡Yo fallar diez mil veces!
Todo era inútil: cada interrogatorio de aquel cornaca tan obtuso como inculto terminaba con sollozos de desesperación y sin la menor posibilidad de sonsacarle la más mínima información sobre el misterioso viaje de la persona a quien había acompañado.
Lo que equivale a decir que la situación se hacía difícil para Puñal de la Ley, cuyo corazón desbordaba angustia.
Para el convento del Único Dharma de Peshawar, la pérdida del animal sagrado de piel blanquecina, salpicada de manchas de color rosa y de ojos rojos que eran la admiración de todos los que veían un elefante albino por vez primera en su vida, era una catástrofe como mínimo igual a la pérdida de su Muy Venerable Superior.
Los verdaderos elefantes blancos, animales excepcionales, eran extremadamente raros.
Pocos de ellos llegaban a la edad adulta. Ahora bien, tan sólo aquellos animales que habían terminado su crecimiento eran dignos de llevar en el lomo las santas reliquias, por lo que nadie sabía si los dos elefantes albinos del convento del Único Dharma, el mayor de los cuales todavía no había cumplido los diez años, conseguirían doblar aquel cabo después del cual se convertían en animales-dioses.
Entretanto, pues, la pérdida del blanco paquidermo adulto abandonado por el cornaca suponía una catástrofe para la comunidad.
Con los ojos clavados en el techo de su celda, atormentado por todas las desgracias que parecían abatirse sobre su convento y le impedían conciliar el sueño, Puñal de la Ley lamentaba amargamente haber dejado partir a Buddhabadra con el animal sagrado.
La hipótesis de su desaparición, que iba haciéndose paulatinamente más plausible, auguraba un porvenir de los más sombríos tanto para él como para sus congéneres en el momento en que ya se anunciaba el «Año Santo».
En efecto, dentro de poco más de un año tendría lugar la procesión de la Gran Peregrinación que inauguraba unas festividades quinquenales que no duraban menos de doce meses y que, durante todo un año, hacían del monasterio del Único Dharma uno de los dos faros del budismo indio.
Puñal de la Ley temía más que nada en el mundo aquel acontecimiento.
¿Qué ocurriría si el pequeño relicario de oro puro en forma de pirámide que guardaba aquella santa reliquia más célebre que ninguna, de los Ojos de Buda, que unos albañiles, recurriendo a infinitas precauciones, sacaban cada cinco años, derribado el muro que custodiaba la hornacina en lo alto de la estupa gigante, no podía ser paseado ante la multitud de peregrinos que llegaban desde todos los lugares de la India del Norte sólo para contemplarlo?
¿Cuál sería la reacción de aquellos cientos de miles de fieles que habían caminado días enteros para viajar a Peshawar cuando comprobasen que habían viajado para nada y que aquella famosa procesión que duraba desde la mañana a la noche durante una semana entera y permitía a la muchedumbre honrar la «Cosa Preciosa» o, como la llamaban algunos peregrinos, la «Cosa Preciosa entre Todas», no se celebraba?
¿Cómo se las arreglaría, en ausencia de Buddhabadra, de quien no era más que el acólito, para encontrar aquellas palabras capaces de calmar su cólera?
¡Era del todo imposible que otro animal que no fuese el elefante blanco del monasterio transportase la Santa Reliquia! Aquélla era una obligación ritual imperativa a la que no se podía renunciar.
Si no había elefante blanco, no había procesión con el relicario de la Reliquia de Buda. Y si no había procesión, no había Gran Peregrinación. Y en ausencia de ésta, era todo el Año Santo lo que estaba en peligro.
Un Año Santo que igual habría podido llamarse «Año Fasto», puesto que las ofrendas de los millones de fieles permitían al monasterio del Único Dharma llenar las arcas y cubrir las necesidades de cinco años... hasta que se celebrase el siguiente.
Aquellos fieles, a menudo muy pobres, animados por una fe ferviente, invertían todas sus economías en la consecución del karma esencial y benéfico que constituía la peregrinación quinquenal al relicario de Kaniska, con el que terminaba el viaje sagrado realizado por los devotos más meritorios a los lugares más venerables del budismo.
¿Qué historia se vería obligado a inventar Puñal de la Ley para explicarles que la Santa Reliquia contenida en la pirámide de oro puro permanecería, esta vez, emparedada dentro de la estupa gigante, al abrigo de las miradas?
Su decepción estaría a la altura de su fervor, hasta el punto de que nadie podía presagiar cuál sería la amargura o la violencia de la reacción de tantos millares de hombres, mujeres y niños, al percatarse finalmente de que no tendría lugar el santo ritual y de que se habían desplazado para nada.
Para los devotos budistas, las peregrinaciones eran una buena ocasión de comunicar con la Noble Verdad del Bienaventurado, de quien no siempre captaban el sentido, los conceptos de no violencia, de dolor universal y de falta de permanencia de las cosas y los seres que chocaban un poco con las mentalidades tradicionales.
Así, algunos entraban en la cueva de Nagarahâra, en cuyo muro Buda, tras haber domeñado al rey-dragón Gopâla, había dejado el rastro de su sombra. Otros se trasladaban a los Muy Santos Lugares del budismo: a Kapilavastu, donde nació Gautama; a Bodh-Gayâ, donde tuvo el Despertar, bajo la higuera sagrada; a Kuçinagara, donde se había extinguido al acceder al Parinirvana...
Todavía incapaz de conciliar el sueño, Puñal de la Ley ya imaginaba el escándalo cuando, como un reguero de pólvora, por toda la India del Norte se propagaría el rumor de que el monasterio del Único Dharma estaba incapacitado de organizar la ceremonia de la Gran Peregrinación con el relicario de Kaniska, de la que él estaba encargado.
No hay duda de que sería un terrible golpe para la fama de que gozaba su comunidad y que no tardaría en repercutir sobre la cantidad de ofrendas que ésta recibía. No veía cómo los monjes podían continuar consagrándose al culto sin aquel recurso indispensable para su supervivencia.
Bañado en sudor en el estrecho jergón donde yacía, Puñal de la Ley ya se imaginaba que asistía al irremediable ocaso de aquel convento que, sin embargo, ahora era considerado uno de los más importantes de la India.
Odiaba a Buddhabadra por haberlo metido en aquel apuro. Que no hubiera valorado las consecuencias de la ausencia del animal sagrado en el momento en que se acercaban los primeros preparativos de la Gran Peregrinación era algo que no le cabía en la cabeza.
Se acordaba muy bien de todo: Buddhabadra le había asegurado, antes de viajar al País de las Nieves, que su periplo no duraría más de cinco meses lunares.
Ahora bien, pronto terminaría el sexto mes.
A fuerza de perderse en conjeturas sobre aquella Gran Peregrinación que se inauguraría dentro de trece meses, Puñal de la Ley acabó por amodorrarse, como si aquel acontecimiento, que todavía quedaba algo lejos, pero que se había convertido en verdadera obsesión, hubiese conseguido adormecerlo.
Le pareció escuchar una voz melosa que no podía ser otra que la de Buddhabadra, ante quien se disponía a hacer una escena, que le murmuraba: «La Gran Peregrinación comenzará dentro de algo más de un año... La Gran Peregrinación comenzará dentro de algo más de un año... Dentro de algo más de un año... Dentro de algo más...», cuando de pronto se irguió en la cama como movido por un resorte.
¡La Pequeña Peregrinación!
A fuerza de sentirse obnubilado por la Gran Peregrinación y el inicio del Año Santo, se había olvidado de la Pequeña.
Encendió una vela y se precipitó sobre su calendario litúrgico. Exacto: faltaban menos de treinta días para que empezara la Pequeña Peregrinación.
¡Pobre Pequeña Peregrinación si Buddhabadra no regresaba a tiempo para presidirla!
Contrariamente a la Gran Peregrinación, que se celebraba cada cinco años y se desarrollaba al exterior del monasterio, la Pequeña tenía lugar en el interior del mismo al inicio de cada primavera.
Por espacio de tres días, el elefante blanco sagrado —¡siempre el elefante!—, precedido por monjes servidores que lo abanicaban con grandes soplillos de plumas inmaculadas y desplegaban bajo sus gigantescas patas alfombras de preciosa lana, transportaba en procesión alrededor del templo central del convento del Único Dharma, sin salir del recinto del monasterio, la cajita de madera de sándalo en forma de corazón que contenía la Santa Pestaña.
A un mes de distancia del acontecimiento, era demasiado tarde para anular las ceremonias, cualquiera que fuese el pretexto que se adujera.
Faltaban quince días apenas para que una multitud abigarrada y alegre de devotos de la Pequeña Peregrinación, preparándose para una fiesta que duraría tres días y tres noches, empezase a invadir las inmediaciones del monasterio de Peshawar y a instalar sus tiendas. Pronto las colinas vecinas se convertirían en un gigantesco poblado compuesto de casas de lona donde vivirían y se solazarían los peregrinos.
Si quería evitar una catástrofe, Puñal de la Ley, cuyo cuerpo descarnado de asceta estaba empapado en sudor, debía actuar con la máxima celeridad como primer acólito que era y, dada su condición, garante de los intereses del monasterio del Único Dharma en ausencia de su Superior.
Decidió sentarse en su jergón en la postura del loto para ver de refrenar las insoportables angustias que el tumulto que reinaba en su espíritu volcaba en su alma como las aguas de un impetuoso torrente.
Pasado un momento, a fuerza de concentrarse, advirtió que el inicio de un camino, capaz de desembocar en solución aceptable para todos, comenzaba a esbozarse en sus pensamientos.
La organización de la Pequeña Peregrinación era más simple que la de la Grande.
Lo primero era encontrar un sustituto del animal sagrado, inventar un pretexto para explicar su ausencia, buscar otro portador de la Pestaña de Buda; en pocas palabras, organizar una nueva estrategia destinada a refrenar el furor de la multitud cuando se percatase de la ausencia del elefante mítico, particularmente admirado por los niños, que acudían en gran número a la procesión.
¿Y si decidiese llevar él mismo aquella cajita de madera de sándalo? Tal vez estuviera allí la solución, puesto que los rituales que codificaban la organización de la Pequeña Peregrinación no implicaban la presencia obligatoria de un elefante macho albino...
Revestido con sus mejores ropajes de ceremonia, con sus calzones holgados y su chaleco escarlata, tobillos y muñecas ceñidos por pesados brazaletes de oro, ojos resaltados con pintura negra para acentuar su fulgor, tocado con una tiara adornada con esmeraldas engastadas... ¿no tendría, acaso, una impresionante presencia?
Le bastaría entonces revelar la verdad a los devotos, aunque fuese dorándola, sólo para convertirla en una bella historia: el elefante blanco había ido de viaje al País de las Nieves, por ejemplo para blanquearse todavía más la piel. En ausencia de Buddhabadra, que se había empeñado en acompañar al animal sagrado a las altas montañas, tan próximas al nirvana que siempre costaba mucho abandonarlas, había correspondido a su primer acólito la labor de oficiante.
¡Era una historia perfectamente creíble y, por otra parte, no carecía de encanto!
Puñal de la Ley procuraría acallar las protestas, de las que seguramente Joya de la Doctrina no se privaría cuando él anunciase su decisión a los monjes de la comunidad. ¡La suerte estaría echada!
A Puñal de la Ley, aliviado por haber dado con la solución, no le quedaba otra cosa que asegurarse de que el corazón de sándalo seguía en el armario herméticamente cerrado de la cámara del Inestimable Superior del Único Dharma. Lo comprobaría mañana mismo.
Volvió a acostarse.
Pero se sentía acosado por una duda insidiosa que, a manera de lacerante cantinela, impedía que su espíritu encontrara la paz. Si no la disipaba en seguida, era evidente que no pegaría ojo en toda la noche.
Lo mejor era que, dadas las condiciones, procurase tranquilizarse.
Se levantó, pues, salió de su celda y, tras comprobar que en el pasillo no había nadie, se dirigió con andar precavido a la habitación de Buddhabadra.
Estaba a pocos pasos de la suya.
La puerta de la celda del Inestimable Superior, que también le servía de despacho, no estaba nunca cerrada, por lo que no tuvo ninguna dificultad para entrar. Reconoció al momento el particular olor que flotaba en ella, mezcla de incienso y mirra que Buddhabadra quemaba en permanencia en su hornillo de bronce mientras rezaba y meditaba.
Puñal de la Ley, impaciente por acostarse, se fue directo al armario, un mueble macizo y oscuro como un elefante, que ocupaba todo un lienzo de pared.
Intentó sin éxito introducir la llavecita de bronce encajada en la hermosa cerradura que representaba a dos nagâs enfrentadas y unía los dos batientes de la puerta. Pero, por mucho que la hizo girar en los dos sentidos, no parecía corresponder a la cerradura, que se negó obstinadamente a ceder.
¡Buddhabadra se había ido dejando el armario herméticamente cerrado con doble vuelta de llave!
¡Pero él se había propuesto abrir, y rápido, aquel maldito armario!
Sin poder contenerse por más tiempo, Puñal de la Ley, que ya empezaba a maldecir para sus adentros a su Superior, corrió a buscar en la reserva de herramientas una de aquellas gruesas mazas con las que los monjes fragmentaban las piedras cuando restauraban el camino desfondado que llevaba al convento del Único Dharma, excesivamente pisoteado por peregrinos y visitantes del monasterio.
Cobrando aliento, descargó con todas sus fuerzas la maza contra la cerradura, lo que hizo que la mitad de la misma se dislocase y dejase bamboleantes los dos vanos de la puerta.
Por fin tenía abierto ante sus ojos el armario elefantíaco de Buddhabadra.
Faltó poco para que, con la impresión, cayera de espaldas.
Su único estante estaba vacío.
¡Ni rastro del corazón de sándalo!
Lívido de estupor, como si el pavimento de la celda acabase de hundirse repentinamente bajo sus pies, Puñal de la Ley acababa de comprender que Buddhabadra se había ido al País de las Nieves llevándose la Santa Pestaña de Buda... lo que terminó de sumirlo en un insondable atolladero.
El día siguiente por la mañana, tras una breve noche transcurrida dando vueltas y revueltas a todas las hipótesis posibles, Puñal de la Ley tomó una decisión: partiría sin dilación, acompañado del cornaca, en busca del elefante blanco y de Buddhabadra.
En cuanto a la Pequeña Peregrinación, tal como estaban las cosas, la única forma de evitar un tumulto consistía en que un ebanista de Peshawar fabricara deprisa y corriendo una réplica de la caja en forma de corazón que se había llevado Buddhabadra.
Y si había que meter una pestaña dentro, Puñal de la Ley se la arrancaría.
Sabía que no sería un acto meritorio, pero ¿tenía acaso otra solución?
El primer acólito distaba mucho de sospechar que Buddhabadra actuaba exactamente de la misma manera cuando, debido a imperiosas razones, no podía disponer de aquella reliquia... puesto que, en ausencia de la misma, era imposible organizar la Pequeña Peregrinación.
Entretanto, lo mejor para Puñal de la Ley, buen alumno de su maestro aun sin saberlo, consistía en actuar con rapidez y en el mayor secreto, sin lo cual Joya de la Doctrina, que pasaba el tiempo espiando sus menores actos y gestos, aprovecharía la ocasión para desacreditarlo y hacerlo pasar por un vulgar falsificador.
Aquella misma tarde Puñal de la Ley se dirigió apresuradamente al barrio de los ebanistas de Peshawar.
Se avanzaba difícilmente por las calles cubiertas de serrín, tan atiborradas de gente estaban y de tablones y troncos, alrededor de los cuales se agitaban hombres de todas las edades, armados de formones y gubias.
—¿Cuánto tiempo necesitas para tallar en esa madera de sándalo un corazón del tamaño de la palma de mi mano? —preguntó a un viejo artesano que estaba terminando un cofrecillo de maquillaje de la misma madera.
—¡Todo depende de lo que estés dispuesto a pagar!
—No importa el precio.
—En ese caso, estará terminado mañana por la noche.
—Habrá que alisar la madera. No quiero que parezca nuevo —precisó Puñal de la Ley antes de salir.
Al día siguiente colocaba en el estante del armario de Buddhabadra la réplica casi exacta del corazón de sándalo que el artesano confeccionó en el plazo convenido. Seguidamente, sirviéndose de unas minúsculas pinzas, se arrancó una pestaña que depositó en el interior del estuche antes de anunciar a Joya de la Doctrina que partía en busca de Buddhabadra y del elefante sagrado.
—¿Y la Pequeña Peregrinación? ¿Quién la organizará? —le espetó su rival.
—Calculo que para entonces ya estaremos de vuelta. En caso contrario, uno de los monjes debería encargarse de presentar a la multitud de peregrinos la reliquia de la Santa Pestaña. ¡No ignoras que la presencia del elefante sagrado no es obligatoria! —le replicó Puñal de la Ley, dejándolo con la palabra en la boca debido a que lo acuciaban las ganas de partir cuanto antes.
El cornaca seguía durmiendo cuando, así que amaneció, el primer acólito lo zarandeó sin contemplaciones con intención de despertarlo.
—¡Levántate, cornaca! ¡Vamos al País de las Nieves a buscar al elefante blanco que tú debías custodiar! Recorreremos exactamente el camino a la inversa que seguiste para llegar hasta aquí.
—¡Pero invierno muy duro! ¡Muy peligroso! ¡Montaña muy cruel!
—¿Vas a dejar que tu animal se muera de frío?
—¡Quizá nosotros desaparecer también! —protestó inútilmente el cornaca antes de decidirse a preparar sus cosas para la marcha.
—¡Un cornaca debería sentirse feliz de ir en busca de un elefante sagrado que se ha extraviado en la nieve!
Al evocar aquel drama, el cornaca empezó primero a gemir y seguidamente a lloriquear cada vez con más energía hasta que Puñal de la Ley se vio obligado a reprenderle para que callara de una vez.
—¡Armas demasiado ruido! ¡No olvides que alrededor de nosotros hay casi diez mil monjes y novicios que duermen! —masculló el primer acólito, a quien todas aquellas dificultades, para las cuales no estaba preparado, ponían irascible pese a ser, en realidad, un hombre de carácter habitualmente cordial.
Después, sin demasiados miramientos, empujó al quejumbroso cornaca hacia el pabellón destinado a los elefantes.
El edificio, identificable por la altura de sus puertas, que permitían a los paquidermos atravesarlas cómodamente incluso enjaezados con una nacela, estaba situado en lugar aparte del inmenso patio donde algunos novicios distinguidos ya habían iniciado sus ejercicios matinales de flexibilidad y respiración.
Cuando entraron había unos cuantos sirvientes que estaban ocupados cepillando y alimentando a los animales a fin de prepararlos para el transporte de troncos, bloques de piedra y otras cargas pesadas, lo que constituía el lote cotidiano de su trabajo.
Puñal de la Ley indicó a uno de los palafreneros el animal más joven. Era un elefantito de buen tamaño y con una mirada risueña que daba testimonio de su vitalidad.
—Respetado primer acólito, Sing-sing es un animal inestable. ¡Incluso violento! —susurró, acompañándose de una reverencia, el palafrenero de expresión marrullera que se ocupaba del animal y acababa de aprovisionarlo de forraje.
—Es el elefante de aire más montañero. Lo necesito para ir a buscar incienso al otro lado del puerto. Necesito incienso para la Pequeña Peregrinación. Tardaré dos días en estar de vuelta —declaró Puñal de la Ley, que no parecía deseoso de entrar en detalles.
—¡A Sing-sing tiene que verlo el veterinario! Lleva semanas rascándose por la noche con la trompa. La última vez que le pasó esto a otro animal, acabó con un ataque de locura y no paró hasta arrojarse al fondo de un precipicio —intervino alguien con voz agridulce.
Puñal de la Ley se volvió.
Se trataba del monje Cesta de Ofrendas, responsable de los elefantes del convento de Peshawar, un personaje más bien antipático al que nunca había apreciado.
—Es un hecho que Sing-sing tiene sangre ardiente. Cuando se pone nervioso, siempre termina mal —asintió el palafrenero levantándose los bajos de la camisa.
Mostró una enorme cicatriz que le recorría el tórax en una zona donde las costillas debieron de experimentar, en algún momento, un profundo hundimiento.
—¡Sing-sing puede ser violento como un tigre! ¡Ese hombre sabe algo al respecto! —insistió, apoyando sus palabras con una amarga sonrisa, el monje responsable de los elefantes del Único Dharma.
—Falta menos de una semana para la Pequeña Peregrinación y aún no tenemos la mitad del incienso y de los cirios que nos hacen falta para contentar a la afluencia de devotos. ¿Sabes a cuánto ascendería la pérdida de los ingresos para el Único Dharma si no pudiésemos suministrarles lo necesario para cumplir sus rituales? —replicó el primer acólito de Buddhabadra imponiendo silencio al monje, que dio media vuelta sin pedir más explicaciones.
Sing-sing se dejó enjaezar sin problemas por el cornaca, que conocía a la perfección el lenguaje particular, compuesto de gestos y onomatopeyas, con que un hombre se hace obedecer a través del gesto o la mirada por paquidermos educados con este fin desde su nacimiento.
Los primeros rayos de sol bañaban las cimas cubiertas de nieve de las montañas con una dulce luminosidad rosada cuando abandonaron Peshawar, los dos montados en Sing-sing, el cornaca en el cuello y Puñal de la Ley en la nacela destinada al transporte.
—¡Deberemos atravesar los mismos pasos y seguir exactamente los mismos caminos que Buddhabadra y el elefante sagrado! —ordenó el primer acólito.
—¡Yo recordar hasta más pequeña roca! ¡No problema! ¡Querer borrar mi culpa! —farfulló el cornaca, sin añadir nada más.
—Quiero que lleguemos cuanto antes al albergue donde el Superior Buddhabadra te pidió que lo esperases cuando lo dejaste abandonado con el elefante blanco.
—Yo no decidir abandonar Buddhabadra y elefante. Él ordenarme a mí adelantarme.
—Espero que reconocerás el sitio. Cuanto antes lleguemos, mejor.
Al pronunciar aquellas palabras, Puñal de la Ley no sospechaba las dificultades que encontraría, junto con el cornaca, antes de llegar al sitio donde éste había perdido la pista del Superior y del viejo paquidermo. Parecía, sin embargo, que el general Invierno había capitaneado todo su ejército para hacer que se enfrentaran a todos los obstáculos posibles.
El corazón de Puñal de la Ley se encogió cuando, después del paso de Shîbar, se encontraron delante del acantilado de Bâmiyân en el que se habían excavado las gigantescas estatuas del Bienaventurado Buda.
La más alta, pintada de vivos colores, miraba con tal fijeza a los viajeros, pese a encontrarse tan lejos, que no era preciso acercarse para comprobar que los observaba con benevolencia, como si quisiera acogerlos con su dulce sonrisa. A juzgar por los andamios utilizados por los escultores y pintores, que todavía no se habían desmontado, la otra debía de haber sido terminada hacía muy poco tiempo.
Con gran dolor por su parte, Puñal de la Ley, temeroso de perder el tiempo pero también de despertar sospechas, decidió que no visitaría a la pequeña comunidad monástica que estaba bajo la tutela del convento del Único Dharma y que, desde hacía más de tres siglos, se encargaba de embellecer aquel extraordinario acantilado hasta el punto de hacer de él uno de los santuarios más visitados de la región.
A medida que avanzaban, los naranjales y palmerales iban cediendo paso a los campos de arroz y caña de azúcar, después al trigo y a la cebada, a los que sucedían ahora landas desnudas por las que sólo pastaban cabras.
Después, de golpe, la naturaleza pareció agotarse.
Sólo contrafuertes del Himalaya barridos por vientos glaciales que transformaban las rocas en gemas cristalinas y los árboles en desgarbadas estatuas cubiertas de escarcha que conferían al paisaje una extraña suntuosidad con la que parecían querer ocultar al viajero la hostilidad de las condiciones climáticas.
Por los tortuosos senderos transformados en pistas de patinaje que serpenteaban a casi cinco mil metros de altura a través de las altas mesetas del Pamir, el pobre elefante Sing-sing, normalmente animoso en terrenos escarpados, sólo conseguía avanzar con grandes dificultades.
A fin de facilitarle las cosas, el cornaca le había destrabado las patas, que de ordinario llevaba unidas con una pesada cadena de bronce.
Pese a esto, el animal había sufrido más de lo que cabe imaginar después de atravesar el primer paso, desde donde se perdía súbitamente de vista la llanura donde se levantaba la ciudad de Peshawar, para penetrar en la montaña hostil, con sus mesetas y sus puertos cada vez más altos, por no hablar de sus senderos angostos bordeados de abismos tan profundos que el vértigo no os abandonaba un momento al recorrerlos.
En los alrededores sólo crecían espinosos árboles esmirriados y, como remate, manchas de hierbas aceradas y cubiertas de púas de las que, aquí y allá, emergían brotes multicolores de ranúnculos de los glaciares.
En aquellas alturas, avanzar era un sufrimiento para un organismo como el de Puñal de la Ley, poco habituado a la escasez de oxígeno.
Un alto en Kashgar sirvió de útil y benéfico paréntesis a un inicio de viaje tan extenuante como aquél.
La ciudad no era sólo uno de los centros comerciales más importantes de la Ruta de la Seda, sino también su epicentro, debido a estar situada en la línea divisoria de influencias entre el este y el oeste. Estaba habitada por los uïgurs, pueblo descendiente de los turcos llegado un siglo antes de los montes Altai, acerca del cual decía la leyenda que era el fruto de la unión de una loba y un muchacho.
Construida en medio de vergeles y viñas que una insolación casi permanente preservaba de las heladas, a aquella próspera ciudad la rodeaba una gruesa muralla de barro seco que le daba el aspecto de una fortaleza.
Unos años antes, Kashgar, a la que los chinos llamaban Kashi, había solicitado la protección de los Tang, quienes se la concedieron de buen grado debido a la competencia ecuestre de los uïgurs. Éstos eran, en efecto, excelentes domadores de los caballitos de las estepas, animales dotados de particular vivacidad, que constituían el grueso de la caballería de los ejércitos imperiales. Aquellos «caballos dragones», que se tenían por el fruto del cruce entre dragones refugiados en el fondo de lagos de altura y jumentos salvajes, eran muy apreciados por las autoridades chinas.
En un albergue provisto de cuadras en las que fue posible instalar al elefante Sing-sing, Puñal de la Ley y el cornaca repusieron fuerzas. Durmieron por fin en lugar abrigado y se hospedaron en el albergue tres días enteros, donde se regalaron con fideos acompañados de cordero adobado, plato favorito de los uïgurs, que regaron con té a la menta muy caliente.
Cuando se vieron obligados a partir de nuevo y a volver a las alturas tras aquellos días deliciosos pasados junto al fuego de la chimenea, se les hizo presente otra vez el invierno y soportaron con grandes dificultades el frío cortante que les arañaba el rostro.
Guiado por el cornaca, que sabía reconocer el camino a pesar de las cantidades de nieve amontonada, Puñal de la Ley sólo tenía una urgencia: llegar al lugar donde Buddhabadra había ordenado que aquél se adelantara sin el elefante blanco sagrado.
Curiosamente, aunque era muy consciente de que el menor paso en falso podía provocar un resbalón incontrolado que los precipitaría al abismo, Puñal de la Ley seguía lleno de esperanzas y estaba casi seguro de encontrarlos vivos, tal vez refugiados en alguna cueva excavada en la montaña.
La extrema fatiga que sentía hacía que se difuminara la noción del tiempo, aunque acababa por provocar una extraña euforia poco afín a las circunstancias, mientras que la única ventaja del invierno, en aquellos caminos por los que penaban, consistía en ahuyentar a los salteadores de caminos hacia las rutas más frecuentadas, que eran las que atravesaban la llanura.
En cuanto a los demás peligros que les acechaban, entre ellos la noche, con los lobos y los leopardos de las nieves merodeando en torno a las hogueras que había que alimentar constantemente, a Puñal de la Ley le preocupaban muy poco. Puesto que había partido en busca de su Superior y del animal sagrado, estaba seguro de realizar un buen karma, que era lo esencial para un piadoso monje hinayanista como él.
Sing-sing, en cambio, en quien la altura parecía haber consumido toda la energía, se mostraba cada vez más miedoso.
El paquidermo, conocido de ordinario por sus antojos, sus actitudes de defensa y sus terribles embestidas, avanzaba con grandes trabajos, incluso acicateado por los pellizcos del gancho-arpón al que el cornaca se veía obligado a recurrir de continuo. El alimento que le suministraban era a todas luces insuficiente, pese a que las reservas de avena con que Puñal de la Ley lo había cargado antes de la partida iban mermando de día en día. Se había hecho necesario complementar las raciones con hierbas y raíces, para recolectar las cuales había que dedicar mucho tiempo a despejar la tierra de la nieve que la cubría.
Después de tres semanas de caminata agotadora en que los días, cada vez más cortos, oscurecidos por las brumas que tapaban el sol, sucedían indefinidamente a noches en que uno de los dos estaba siempre en vela, llegaron por fin, casi sin tenerse de pie, ante el puerto donde estaba situado el famoso albergue.
—¡Allí está! Detrás mismo del puerto. Allí el albergue donde yo esperar Superior de Peshawar y él no venir.
—Quiero llegar cuanto antes para que Sing-sing pueda cobijarse —dijo Puñal de la Ley señalando al elefante, que ya abultaba la mitad.
Su piel fláccida y arrugada, como el rostro de algunas montañesas tibetanas, daba la impresión de que iba vestido con ropa que le quedaba grande.
El primer indicio del albergue que descubrió el primer acólito fue la enseña, consistente en un caldero de sopa colgado de un mástil con unas cadenas. Como un extraño animal, surgió de la capa nevada que cubría el edificio, construido en el flanco de la montaña y confundido con ella.
A medida que se acercaba, comenzó a distinguir las ventanas en forma de aspilleras y una puerta baja, la única, por la que debían de entrar y salir los raros clientes que se aventuraban hasta allí.
Se acercó a la puerta y llamó.
La mirada del posadero, así que abrió la puerta, reveló su sorpresa al descubrir un paquidermo.
—El elefante tendrá que entrar por detrás —dijo expresándose en mal indio.
—¿El cornaca puede dormir con el animal? —preguntó Puñal de la Ley.
—¡Por supuesto! Además, tenemos heno. El precio es una moneda de plata por medida... Un elefante como el tuyo necesita como mínimo cuatro medidas por comida —respondió el hombre, que ya se había repuesto de la sorpresa y demostraba con su comportamiento que, incluso en los confines del Himalaya y a casi cinco mil metros de altura, podían hacerse pingües ganancias y un comerciante era siempre un comerciante.
—De acuerdo. La única condición es que habrá que meterlo en un lugar aislado de la cuadra. Si este elefante se impacienta, puede ser peligroso.
—¡Hay tres caballos dentro! Conviene que no les haga ningún daño. ¿Qué dirían los clientes?
—El cornaca dormirá con él —concluyó Puñal de la Ley deslizando dos monedas de plata en la mano del posadero.
Después, tras engullir un cuenco de sopa muy caliente, no tardó en derrumbarse, vencido por la fatiga y presa de las náuseas provocadas por el mal de montaña, en el catre del dormitorio colectivo. Durmió toda la noche sin soñar en ningún momento.
El día siguiente por la mañana, el primer acólito, fresco y bien dispuesto, se apresuró a ir en busca del cornaca, que ya lo estaba esperando, con el rostro desencajado, en la puerta de la cuadra.
—¿Se ha portado bien Sin-sing esta noche?
Pero así que hizo la pregunta, vio por la expresión del cornaca que algo no funcionaba como era debido.
—Elefante no dormir, llorar toda la noche. Sing-sing enfermo. Patas de delante no estar bien —le informó el cornaca con un suspiro.
Puñal de la Ley, lleno de inquietud, se precipitó al fondo del establo.
El paquidermo estaba tumbado en la paja de su compartimento.
Observó que, debajo de las patas delanteras, tenía unas grietas infectadas provocadas por el frío y se le habían formado dos regueros sanguinolentos y purulentos de muy mal aspecto.
Así que advirtió la presencia de los dos hombres, la pobre bestia intentó levantarse, pero profirió un bramido de dolor que lo obligó a desplomarse pesadamente en el suelo y a balancear la cabeza.
—¡Hacer falta pomada! Sin pomada, elefante no andar —murmuró el cornaca con voz temblorosa.
—Pero ¿de dónde quieres que saque pomada cicatrizante en plena tormenta de nieve? —refunfuñó Puñal de la Ley.
Tras haberse informado, comprobaron que en el albergue no había nadie que dispusiera del ungüento indispensable para tratar las llagas de Sing-sing.
—El elefante puede morir. ¿Dónde puedo comprar este medicamento? —preguntó Puñal de la Ley al posadero.
La respuesta que le dio no fue nada tranquilizadora.
Si quería conseguir el ungüento salvador, tendría que ir al gran mercado de hierbas medicinales de Hetian, etapa principal de la Ruta de la Seda, ya que allí había unas minas de jade que atraían a millares de obreros y comerciantes. Esto suponía que había que bajar los contrafuertes del Himalaya en dirección norte y caminar hacia los desiertos de Asia central que, en aquella zona, bordeaban el tramo meridional de la Ruta.
En cuanto al primer chamán local, que al parecer curaba yaks y dzo y que en su vida debía de haber visto un paquidermo, vivía, según el posadero, en un pueblo situado a más de diez días de camino.
Por consiguiente, el acólito de Buddhabadra no tardó en decidir que era más prudente esperar, sin moverse del albergue, la curación de las horribles heridas del animal.
Creía que se trataría de un contratiempo que tardaría pocos días en solucionarse, sin sospechar que aquella espera obligada sería más larga de lo previsto, como si el elefante Sing-sing sintiera un placer malévolo en impedir que el periplo se llevase a cabo.
Desgraciadamente, las heridas del animal seguían abiertas.
A todos los viajeros, aventureros o salteadores que, en número de diez diarios, llamaban a la puerta del albergue empujados por el cierzo, Puñal de la Ley formulaba la misma pregunta, cada vez en tono más febril a medida que iba pasando el tiempo:
—¿Habéis encontrado, vivo o muerto, en la zona del puerto, a un elefante blanco? ¿Habéis visto a un hombre en compañía de este elefante? ¿Un individuo de piel oscura con un aro de plata en la oreja izquierda?
Pero la respuesta era invariablemente la misma:
—¡No!
No había, en las inmediaciones de aquel maldito albergue, ni el menor rastro del paquidermo sagrado ni de Buddhabadra.
A pesar de que, dadas las circunstancias, era de temer lo peor, Puñal de la Ley, ni por asomo desalentado y cada vez más impaciente, ahora sólo esperaba una cosa: que el elefante Sing-sing estuviera por fin en condiciones de ponerse de pie.
Lo que acabó por ocurrir una hermosa mañana, después de una espera que ya empezaba a minar la moral de acero de la que, hasta entonces, Puñal de la Ley había dado prueba.
Fue después de una noche terrible de luna llena en que el frío fue tan intenso que helaba las orejas de todo aquel que salía sin gorro para ir a orinar.
Como todas las mañanas, Puñal de la Ley acudió a informarse de la cicatrización de las llagas de Sing-sing.
La sonrisa del cornaca le reveló inmediatamente que la situación había mejorado.
Con grandes precauciones, consiguieron sacar al animal de la cuadra, hecho que ocurría por primera vez desde que estaban allí. Sing-sing podía andar aunque fuera cojeando un poco, pero sin protestar ni dar la impresión de sufrir en exceso...
—Dentro de pocos días, cuando Sing-sing haya dejado de cojear, podremos partir —afirmó, satisfecho, Puñal de la Ley.
—¡Sing-sing no curado aún! —exclamó el cornaca con un suspiro.
Irritado ante el empecinamiento de aquel hombre, el primer acólito de Buddhabadra estuvo a punto de levantarle la mano.
Ya llevaban veinte días bloqueados en el albergue viendo caer la nieve.
El cornaca, con aire pesaroso, le indicó que se acercara a observar las heridas que, aunque menos purulentas, seguían penetrando profundamente en la planta de las enormes patas del elefante.
Como las cosas siguiesen así, a Puñal de la Ley no le quedaría dinero para pagar el forraje que el posadero, aprovechando la oportunidad, seguía vendiéndole a un precio exorbitante.
Puñal de la Ley, consciente de que la dolencia del elefante corría el riesgo de degenerar en catástrofe, todavía ignoraba que la llegada inopinada, dos días más tarde, de un curioso grupo, no sólo resolvería su problema sino que daría un nuevo sesgo, no imaginado hasta entonces, a su periplo. Sería mucho más arriesgado y peligroso, por supuesto, pero de veras extraordinario...
16
BARRIO DE LA SEDA, CHANG AN,
CHINA, 2 DE ABRIL DE 656
En la calle de los Pájaros Nocturnos, atestada ya a primera hora de la mañana de chalanes, carretillas y sillas de mano, no podía pasar inadvertida la llegada del Mudo.
El gigante, encargado de llevar la jaula del grillo de la emperatriz Wuzhao, cual un barco cuya quilla hendiera el océano, dominaba la multitud a la que sobrepasaba todo un codo en altura. Los viandantes se apartaban rápidamente a su paso y se hacían pequeños cuando el turco-mongol se abría camino entre la muchedumbre, que dejaba de reír y proferir juramentos así que lo descubría.
Verdad es que en Chang An el Mudo no tenía necesidad de presentación, ya que circulaban los peores rumores en relación con aquel factótum de la emperatriz.
Las circunstancias que habían permitido que Wuzhao se adjudicara los servicios de aquel prisionero de guerra, célebre por su fuerza, crueldad y ardor combativo, lo habían convertido en mito vivo.
Para los enemigos de la emperatriz, no era más que su odioso cómplice, el que secundaba sus más bajos manejos y, de manera especial, el que había eliminado a Dama Wang, la antigua esposa de Gaozong. Para los demás, que eran la mayoría de los comerciantes de seda de la calle de los Pájaros Nocturnos, y más particularmente esta mañana, su presencia anunciaba sobre todo una serie de contratiempos en cadena tan desagradables como imprevisibles...
Así pues, cuando Rojo Vivo vio aparecer al gigante en la puerta de su tienda, no le regateó la sonrisa a la que estaba obligado todo buen comerciante cuando entraba un cliente en su tienda, sino que en este caso y dadas las circunstancias, la sonrisa le salió bastante falsa.
Por fortuna lo habían puesto sobre aviso de la llegada del Mudo, ya que hacía media hora que en el cuartito donde Rojo Vivo recibía ceremoniosamente a su clientela había hecho irrupción un muchachito para anunciarle el hecho.
Acababa de bendecir la tienda como hacía todas las mañanas, desde el suelo hasta el techo recitando fórmulas budistas, taoístas y confucianas —¡había que asegurarse al máximo!— y tocado todas las cosas y rincones, como quien saca el polvo, con una banderola de seda que llevaba dibujado el carácter «Fu», símbolo de la prosperidad, y seguidamente había quemado un poco de incienso, ya que ésta era su manera de honrar a su primer cliente del día.
En las paredes de la tienda, rigurosamente ordenada la noche anterior por Luna de Jade, las piezas de seda colocadas en los estantes de madera preciosa, clasificadas por colores y grosores, exhibían todas las tonalidades del arco iris y convertían el comercio de Rojo Vivo en maravilloso estuche de las suntuosas sedas que se disputaba la clientela.
—Mi padre quiere que sepas que el guardaespaldas de la emperatriz Wu está inspeccionando todas las tiendas de la calle de los Pájaros Nocturnos —exclamó, sin aliento, el muchachito, que a punto estuvo de volcar la bandeja en la que el comerciante ya había dispuesto la tetera y los cuencos preparados para su primer cliente por considerar que ésta era una maniobra que le traía un día de buena suerte.
—¿Ha pasado por casa de tu padre?
—¡Ha pasado muchísimo rato examinando toda nuestra mercancía! Comprueba los sellos oficiales. Papá dice que parece un verdadero inspector de policía.
—¡Da las gracias a tu padre! —se apresuró a decir Rojo Vivo al muchachito cuando éste ya se iba a todo correr.
A Rojo Vivo le faltó tiempo para encaramarse de un salto a un escabel y apoderarse de un montón de piezas de suntuosa seda bermellón que tenía en uno de los estantes superiores.
Y rápidamente, con el corazón alborotado, las escondió con presteza debajo de la mesa donde tenía preparada la bandeja que el muchachito había estado a punto de volcar al entrar como una tromba en la tienda.
Justo en el momento en que Rojo Vivo ya se estaba diciendo, aliviado, que no había nada que temer puesto que había hecho desaparecer la mercancía clandestina que poseía, apareció súbitamente en la puerta una silueta alta como un armario, que ocupaba toda la abertura y se perfilaba a contraluz.
Al mismo tiempo, sumió en inquietante y lúgubre penumbra la lujosa tienda que ostentaba la enseña de La Mariposa de Seda.
Lo primero que hizo el comerciante Rojo Vivo, procurando al mismo tiempo conservar la calma, fue invitar, con voz entrecortada, a aquel individuo cuyos rasgos apenas distinguía a que tomara un té.
El de la lengua cortada rechazó la invitación con un gesto antes de proceder a una inspección minuciosa de las multicolores piezas de seda colocadas en las estanterías.
El hombre procedía con método y comenzaba por desplegar cada pieza a fin de verificar que llevase en un lado, colgado de un hilo, el minúsculo sello de plomo de la administración de la seda. Aquel cilindro, debidamente numerado, atestiguaba que la mercancía había sido examinada por la oficina de control y no sólo garantizaba su calidad sino también su origen, ya que en él también figuraba obligatoriamente el nombre de la fábrica donde se había tejido.
Terminada la comprobación, las manos enormes del Mudo, hechas más para estrangular que para otra cosa, colocaban de nuevo las piezas de seda en una estantería de la pared opuesta, donde se fueron amontonando poco a poco el centenar de piezas de seda que constituían las existencias de Rojo Vivo.
La inspección estaba ya tocando a su fin y el comerciante a punto de terminar con sus jadeos cuando un gran ruido hizo estremecer las estanterías.
Era Luna de Jade, que se reía como una loca y bajaba la escalerilla de su habitación perseguida por Punta de Luz.
Incapaz de frenar el ímpetu, la muchacha había chocado con la mesa y la había volcado, dejando al descubierto en el suelo la mancha roja de las piezas de seda clandestina. Rojo Vivo, trastornado, no pudo reprimir un grito de angustia mientras los dos jóvenes se deshacían en excusas.
—¡Lo siento, Rojo Vivo! No ha sido aposta. Pero es que se me está haciendo tarde. Si hay cosas que ordenar, lo hago esta noche así que llegue —prometió Luna de Jade, contrita apenas.
—¡Ha sido culpa mía! Estaba jugando con ella. Espero que no me cojas ojeriza por ello, Rojo Vivo —añadió Punta de Luz antes de asir la mano a su amante y de arrastrarla a la calle, donde se los tragó la multitud.
El pobre Rojo Vivo no había tenido presencia de ánimo suficiente para contestar, puesto que aquello que más le inquietaba era la mirada de desconfianza del gigante de la lengua cortada, que fue recogiendo una por una las piezas de seda roja antes de colocarlas, planas, sobre la mesa, que levantó con una sola mano.
Como es evidente, ninguna de las piezas llevaba el sello en forma de cilindro.
«¡Malo! ¡Malo!», creyó desentrañar Rojo Vivo en el borborigmo que salió de la boca del Mudo.
La expresión del hombre reflejaba crueldad y satisfacción, lo que no dejaba ninguna duda con respecto a sus intenciones.
Había comprendido que se trataba de seda clandestina.
Instantes después, un batallón de soldados evacuaba la calle y el gigante empujaba violentamente a Rojo Vivo fuera de La Mariposa de Seda y lo hacía subir a un palanquín, cuya puerta cerraba con golpe seco y atrancaba con doble vuelta de llave.
Emparedado en aquella caja, zarandeado por la rápida marcha de los porteadores sobre cuyas espaldas oía restallar el látigo del Mudo, Rojo Vivo, aterrado, se preguntaba a qué horrible castigo lo conducirían.
¡Cómo lamentaba ahora haber aceptado la proposición del hombre que, por la mitad del precio de compra oficial, le había cedido aquellas piezas de seda clandestina de calidad excepcional que él revendía a la misma tarifa que la seda provista de sellos! A partir de aquel momento los beneficios de La Mariposa de Seda habían experimentado una verdadera explosión, hasta el punto de que el comerciante vendedor de seda, minimizando los riesgos de un fraude tan lucrativo como aquél, llegó a la conclusión de que el negocio valía la pena.
Por otra parte, lo tranquilizaba el secretismo de que se rodeaban los miembros de la red que le proporcionaban la mercancía. Así por ejemplo, su suministrador, que no parecía un Han sino que hablaba correctamente el chino, se había negado siempre a revelarle su identidad. Aquel vendedor clandestino era vigilado por otro individuo que llevaba un pequeño cordón de seda roja atado a la muñeca igual que el del joven que compartía la habitación de Luna de Jade.
Había sido, además, en la esperanza de saber más cosas acerca de aquella notable organización clandestina y sobre todo de la procedencia de aquella seda fabulosa que Rojo Vivo había aceptado sin cortapisas, pensando que su llegada tal vez no fuera fortuita, a aquel muchacho llamado Punta de Luz, cuando en circunstancias normales se habría mostrado circunspecto con el desconocido.
Mientras el palanquín avanzaba por las calles de Chang An, atestadas de gente, camino de un destino que podía ser el cadalso, recordaba, como si fuera ayer, las circunstancias en las que había cerrado el trato con aquel desconocido.
Apenas hacía dos años que una noche, cuando ya se disponía a cerrar la tienda, se presentó ante él un desconocido que llevaba en la mano un saco de lona del que sacó una magnífica muestra de moaré bermellón.
—¿Qué cantidad tienes de esa clase? —no pudo privarse de preguntarle Rojo Vivo ante una tela de calidad tan exquisita.
—Toda la que quieras. Y también amarilla...
—Pero no está estampillada —observó el comerciante, sorprendido, tras desplegar la muestra sobre el mostrador.
—¡Un tael de oro las dos piezas! ¡Lo tomas o lo dejas! —le había soltado el hombre.
—¿Es seda de contrabando?
—¿A ti qué te parece? —le había replicado, con acento levemente irónico, el desconocido.
—Pero es que si la administración de la seda descubre que vendo mercancía clandestina, se me cae el pelo, sin contar además con que me cierran de inmediato la tienda.
—De todos modos, al ritmo que van las cosas, la seda que producen las manufacturas imperiales se reservará para los grandes almacenes del Estado. Sabes muy bien que el año que viene ya no vendrá un solo cliente a tu casa por la simple razón de que no tendrás una sola pulgada de mercancía en existencia.
—¡Sí, demasiado lo sé! —gimió Rojo Vivo, que acababa de pasarse el día entero tratando de convencer a la clientela de que escogiesen unos colores y unos materiales que no les interesaban lo más mínimo.
Acogotado, en cierto modo, por la fuerza persuasiva de aquel curioso vendedor clandestino, Rojo Vivo prosiguió el examen de la muestra de seda.
Era la primera vez que el comerciante tenía en sus manos una de aquellas muestras de seda clandestina que, según los rumores que circulaban, delataba su existencia en los mercados paralelos. Revelaba una técnica irreprochable de parte de aquellos que la habían tejido y no tenía nada que envidiar a la de las más grandes hilanderías imperiales.
Desplegada la tela sobre la mesa de la tienda, el experto que era Rojo Vivo no pudo por menos de reconocer la finura de la fibra y la alta calidad del hilo de la muestra de moaré bermellón, características ambas que la situaban por encima de la que se encontraba en el barrio de los sederos de Chang An.
En efecto, la penuria de seda ya empezaba a castigar seriamente a los comerciantes de su categoría, que veían cómo sus existencias se iban reduciendo de día en día. Ya no se encontraban algunos de los colores más buscados, en especial el rojo y el amarillo, es decir, los asociados al sur y al centro, al Fuego y a la Tierra, a los pulmones y al corazón, a lo amargo y a lo dulce, los que más enamoraban a las elegantes.
Por otra parte, el amarillo era el color del imperio y todos los que estaban interesados en agradar a Gaozong, sin llegar a vestirse enteramente de dicho color, lo que habría supuesto una falta de respeto, procuraban llevar en las recepciones oficiales, a manera de testimonio de lealtad, un fajín y un cinto de tonalidad dorada.
Y precisamente el moaré, esa seda de reflejos irisados que parecía la superficie de un lago iluminado por los rayos del sol, era el que más escaseaba en la tienda de Rojo Vivo. Aunque todo el mundo pedía moaré, ningún comerciante de sedas podía proporcionarlo.
Era desesperante.
Como continuase aquella penuria, habría que cerrar La Mariposa de Seda.
Así pues, cuando el desconocido, después de haberle dejado examinar a placer su mercancía, le preguntó: «Entonces, ¿qué te parece?», lo único que pudo responderle fue:
—¡Realmente esta seda es de primera calidad!
—Será la suerte del pequeño comercio si no quiere que los grandes almacenes públicos lo hundan de manera definitiva. Te la dejo porque tengo confianza en ti. Mañana volveré a pasar por aquí. Así tendrás tiempo de reflexionar. Si esta vez no hacemos negocio, no por esto voy a molestarme contigo. Así podré hacer feliz a otro —añadió el desconocido con una sonrisa antes de desaparecer.
Era evidente que le habían enseñado a manejar los argumentos susceptibles de influir en pequeños comerciantes del tipo de Rojo Vivo.
Éste, vivamente impresionado, pasó toda la noche dando vueltas a los pros y a los contras.
No tardó en perfilarse en sus pensamientos aquel dilema tan simple: podía optar entre correr unos riesgos o proceder al cierre de su negocio... La relación del precio de compra de la seda clandestina con el de la reventa de la misma acabó de convencerlo de que había que arriesgar el todo por el todo.
Pese a no tenerlas todas consigo, optó por negociar con el desconocido, de lo cual hubo de felicitarse al ver que el moaré clandestino le aportaba, en apenas tres meses, lo que antes ganaba en un año. Le bastaría con tener prudencia al tratar con algunos clientes escrupulosos, ya que la mayoría, menos quisquillosos, comprarían la mercancía sin preocuparse de la ausencia del sello-cilindro.
También se dijo para sus adentros que, tan pronto como hubiera conseguido hacer fortuna, cerraría definitivamente la tienda a fin de no correr riesgos inútiles.
Tanto en el plano comercial como financiero, la estratagema había funcionado incluso muy por encima de sus esperanzas.
El individuo se presentaba cada quince días para recoger el pedido y hacer la entrega de las piezas que le encargaba Rojo Vivo, quien las despachaba con el máximo sigilo, al precio del mercado oficial, a clientes seducidos por los rumores que circulaban de boca a oreja.
De cuando en cuando, otro individuo, portador de un brazalete de seda roja, iba a visitarlo para asegurarse, según sus propias palabras, de «que el precio fijado era el correcto».
Tenía todo el aire de un inspector y al parecer su función consistía en asegurarse del buen funcionamiento de la red clandestina de venta de seda. Esto no dejaba de tranquilizar a Rojo Vivo, quien llevaba colgada siempre del cinto una bolsa de cuero que por la noche estaba llena a rebosar de taels de bronce, plata y oro...
La tienda que ostentaba la enseña de La Mariposa de la Seda era desvalijada de sus piezas de moaré tanto por las damas elegantes como por los devotos, que las trocaban por oraciones en los monasterios.
Además, cuando el Mudo procedió a la inspección de la tienda de Rojo Vivo, sólo le quedaban cuatro piezas de seda bermellón en venta. Todas las demás, las amarillas y las verde jade, hacía ya mucho tiempo que se habían agotado, por lo que esperaba con impaciencia la entrega de seda prevista para el día siguiente.
Ni que decir tiene que ahora se sentía víctima de la mala suerte, después de aquella maldita irrupción de Luna de Jade con aquel primo suyo que llevaba el brazalete de hilo rojo, acerca de quien ahora ya no suponía —¡y razones no le faltaban!— que formase parte de la red clandestina.
Encerrado en el palanquín, Rojo Vivo maldecía su codicia, ya que por culpa de ella se había puesto al margen de la ley y ahora aquello podía costarle los pies o la cabeza cuando, de pronto, una sacudida brusca y un golpe sordo le dieron a entender que los porteadores acababan de pararse y de dejar el palanquín en el suelo.
Se abrió con estrépito la puerta de la caja portátil y la enorme mano del Mudo sacó de ella al aterrado Rojo Vivo.
Aunque deslumbrado por el sol, no tardó en advertir que se encontraba en el centro del patio de la Tranquilidad Terrestre Kunning del palacio imperial de Gaozong, rodeado de guardias armados con las alabardas apuntando hacia él, como si se dispusieran a traspasarlo con ellas.
¡Pensar que lo llevaban al cadalso y en realidad lo habían llevado al palacio imperial!
No se atrevía a preguntar al Mudo dónde lo conducía cuando éste, sin contemplaciones de ningún tipo, lo empujó delante de él a través de un dédalo de galerías hasta una majestuosa puerta que se cerró tras ellos.
Acto seguido, el gigante privado de lengua lo derribó en tierra de un violento empujón.
El pobre Rojo Vivo entonces, al borde ya del síncope, seguro de que había llegado su última hora y de que la espada del verdugo no tardaría en abatirse sobre él, hizo una profunda aspiración y cerró los ojos con fuerza.
Pasados unos instantes, viendo que ninguna espada le rebanaba el pescuezo, sintió renacer la esperanza.
Cuando por fin abrió los ojos, vio que tenía la nariz sumergida en la lanosa dulzura de una suntuosa alfombra persa en la que reposaban lo que parecían dos preciosas chinelas de seda bordadas con hilo de oro.
¡Era evidente que el Mudo lo había arrojado a los pies de una mujer!
Entonces, con prudencia infinita, levantó lentamente la cabeza y fue subiendo con la mirada a través de la túnica recamada que se elevaba por encima de las pantuflas bordadas. Era la túnica de una mujer elegante, cortada de una pieza de seda de color naranja en la que se habían bordado unos racimos de uva con perlas por granos. Un poco más arriba vio la hebilla de un cinturón en la que brillaba una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma, antes de que su mirada se demorase en la blusa, en cuyo escote asomaban unos senos firmes y redondos que los ojos se resistían a abandonar.
Y cuando, finalmente, llegó al rostro de la mujer, que era la dueña de aquellos pechos tan perfectos como generosos, Rojo Vivo se levantó de golpe, como alelado y despavorido, temblándole todo el cuerpo, consciente de la presunción en la que había incurrido y ahora ya mirando, sin vergüenza alguna, a la Primera Dama de la China en persona.
Pero la emperatriz Wu, lejos de tratarlo con rigor, por curioso que pueda parecer, le sonrió.
Vista de cerca, era más bella aún que lo que contaban las leyendas que circulaban sobre ella.
Por mucho que Rojo Vivo se esforzara, no conseguía apartar los ojos de sus pechos, redondos y apetecibles, perfectamente visibles a través del tul de su blusa entreabierta. En el hueco que formaban sus pechos brillaba un colgante de oro puro en forma de ave fénix, esmaltado y adornado con minúsculas esmeraldas, admirable reproducción del símbolo imperial y con él jugaban sus manos de dedos finos como plumas.
Turbado por aquella sublime visión que por un instante casi le había hecho olvidar las razones de su presencia en aquel lugar, Rojo Vivo no pudo evitar bajar de nuevo la cabeza delante de Wuzhao en señal de respeto.
Cuando ella lo autorizó a levantarla, comprobó que el Mudo había desaparecido.
Se encontraban, pues, solos en la habitación, uno enfrente del otro.
El comerciante en sedas olía el incomparable perfume de la soberana, una mezcla sutil de pimienta y jazmín que ella se hacía venir de Persia y que, para mortificación de las demás elegantes, nadie más que ella estaba autorizado a usar.
Cuando se respiraba por primera vez, aquella fragancia se subía a la cabeza y dejaba un rastro imborrable. Era como la firma de un poema único para gloria exclusiva de aquella mujer. Y cuando flotaba en el aire de los jardines de palacio la estela de jazmín especiado con pimienta, todos, fueran cortesanos, eunucos o ministros, sabían que Wuzhao no andaba lejos y que lo mejor que podían hacer era estar disponibles...
La soberana se sentó ahora en un diván.
En el momento en que cruzó las piernas, mientras clavaba en los del comerciante sus hermosos ojos verde esmeralda, Rojo Vivo vislumbró, en el espacio de tiempo que dura un relámpago, asomado en el borde de la abertura de su túnica de color naranja, el botón de peonía de la emperatriz, allí mismo donde terminaba su valle de rosas, cuidadosamente depilado.
Sin dar crédito a lo que le revelaban sus ojos, se sintió estremecer.
Si tomaba tan pocas precauciones con él, ¿no sería aquello, quizá, señal de su pronta muerte, puesto que jamás tendría ocasión de revelar a nadie la perversidad de aquella mujer que no había dudado en dejarle entrever la quintaesencia de su sublime intimidad?
La fama de Wuzhao, en este sentido, no era exagerada.
Así pues, el pobre negociante en sedas estaba tan convencido de que no saldría vivo del palacio imperial que a punto estuvo de caer tumbado de espaldas al oír que la hermosa Wuzhao le preguntaba a bocajarro:
—¿Querrías suministrarme treinta piezas de seda clandestina? Amarilla y roja. De la misma calidad que ésta.
Sobre la mesilla de laca negra, colocada delante del diván de la emperatriz de China, había tres o cuatro piezas de seda que había dejado allí el ministro de la Seda, Virtud de Fuera, idénticas a las que Rojo Vivo había estado despachando clandestinamente hasta aquella misma mañana.
Naturalmente, creyó encontrarse ante una trampa.
¡Era evidente que la temible Wuzhao estaba tratando de confundirlo!
—¡Ma... Ma... Majestad! ¡Pero esto es un delito contra el Estado! ¡Comporta la pena de muerte! Yo no soy más que un pobre hombre que se ha permitido burlar la ley y que lamenta amargamente su conducta. Me declaro humildemente culpable ante Vuestra Altísima Señoría. Si se digna perdonarme, le juro que no recaeré en la falta —farfulló el hombre echándose a sus pies.
El bajo de la túnica de Wuzhao olía a jazmín y a pimienta. Al levantar la cabeza, Rojo Vivo no pudo refrenarse de imaginar el botón de peonía que a buen seguro palpitaba debajo de la túnica abierta, pero se apresuró a desterrar la imagen de sus pensamientos.
No era momento de abandonarse cuando, tal vez, todavía tenía ocasión de salvar el pellejo. Algo le decía que aquella mujer, sola ante él y cuyo perfume embriagador ahora respiraba, no lo había hecho conducir hasta el corazón mismo del palacio imperial para condenarlo a muerte.
¿Qué quería, entonces?
A lo mejor aquella emperatriz dotada de tan tentadores encantos sólo trataba de conseguir información sobre la red de tráfico de seda y de aplicarle aquel adagio que dice: crimen confesado, a medias perdonado.
La justicia de los Tang solía practicar ese método cuando, una vez al mes, instaba a confesiones colectivas reservadas a los criminales de Estado ante la Puerta del Oeste del palacio imperial de Chang An. Allí se apelotonaba la multitud, sobre todo porque se trataba siempre de nobles y personajes poderosos, poco acostumbrados a sufrir humillaciones públicas, enviados al cadalso o a la picota tras haberse acusado de torpezas que en general no habían cometido, pensando así escapar a la muerte...
En cuyo caso, aquel pobre Rojo Vivo, cuyo estado de ánimo se movía entre el miedo y la esperanza, estaba metido en un buen lío.
La respuesta de Wuzhao puso fin a su incertidumbre.
—¡Pobre imbécil! ¿No te das cuenta de que estoy hablando en serio? ¿Por qué crees que te he hecho comparecer ante mí? ¿Por qué voy a denunciarte si la verdad es que tengo necesidad de la seda que tú tienes? —le espetó la emperatriz soltando una carcajada.
Rojo Vivo se pellizcó como para asegurarse de que no soñaba: que la tan temida emperatriz de China estuviese dispuesta a comprar seda clandestina a un pequeño comerciante como él, al igual que una cualquiera de sus clientas enamorada del moaré rojo o amarillo, era como mínimo asombroso.
Los ojos almendrados de la soberana lo miraban sonriendo. Su benevolencia no parecía fingida.
En el óvalo puro de aquel rostro de rasgos perfectos, enmarcados por dos aros de oro que llevaba colgados de las orejas en los que el orfebre había engarzado dos pájaros a punto de arrancar el vuelo, a juego con el del colgante alojado entre sus senos, Rojo Vivo no advirtió duplicidad, sino tan sólo una especie de satisfacción.
La hermosa Wuzhao era aliada suya y si acaso había allí trampa, debía de ser más inapreciable, como decía el poema, que el rastro que deja una libélula en el pétalo de una rosa.
—¡Majestad, estoy a vuestras órdenes! La semana que viene estaré en condiciones de proporcionaros las piezas de moaré rojo y amarillo, pero será con la condición de salir libre de aquí y poder disfrutar tranquilamente de mi negocio. De no ser así, no veo cómo podría complaceros —gimió Rojo Vivo.
—¡Qué tontería! ¡Pues claro que saldrás libre de aquí! E incluso voy a pagarte por adelantado. Muy pronto ya no necesitarás más clienta que yo —añadió arrojándole una bolsita de cuero que él cazó al vuelo.
Pesaba mucho, debía de estar bien repleta de taels de oro y plata.
—¿Y cómo haré llegar a Su Altísima Majestad esta preciosa mercancía? —preguntó, obsequioso, recuperando sus maneras de comerciante.
—¡Mudo, tráeme el grillo! ¡Quiero escuchar el canto de mi grillo! —exclamó entonces Wuzhao antes de ordenar al gigante, que acababa de entrar en la sala, que dejara la jaula en forma de bola, confeccionada con láminas de bambú, sobre la mesilla.
Siempre ordenaba lo mismo cuando le entraban los dolores de cabeza: necesitaba oír el canto del insecto.
Éste, como buen cortesano, emitió al momento su característico rasgueo.
Entonces ella, con gesto cansado, indicó al Mudo que le sirviera un vaso de agua en la que echó un pellizco de unos polvos que tomó de la bandeja de plata que el turco-mongol privado de lengua le acercó.
—¡Lo único que me alivia los dolores de cabeza es este insecto y estos polvos! —dijo al comerciante a guisa de explicación.
—¡Hermoso grillo! Y armoniosa la música que emite. Lo que quisiera preguntaros ahora es quién será nuestro trujamán... —osó decir Rojo Vivo, a quien prestaba alas la confianza que le mostraba Wuzhao.
—El Mudo se encargará de recoger la mercancía —le respondió la emperatriz con aspereza, como si le interesara no demostrar excesiva confianza con el comerciante delante del gigante.
Hablando con Wuzhao, no era nunca el interlocutor quien elegía el terreno de la conversación.
Siempre le correspondía a ella la iniciativa y más de uno, creyendo haber ganado la partida, se llevaba un desengaño cuando la hábil manipuladora, que dominaba el arte de engañar a su gente, se las arreglaba para cambiar bruscamente de actitud.
—¡No digas nada! ¿Me has entendido? El que se encarga de mi grillo hará de lanzadera entre tú y yo. Espero que habrás comprendido —añadió la emperatriz.
—Pero es que, Majestad... este hombre no pasa inadvertido —consiguió balbucear.
—Este hombre, el Mudo, sólo tiene una dueña: la emperatriz Wuzhao. ¡Él goza de toda mi confianza! Cada vez que vaya a verte se pondrá una capucha de diferente color y de ese modo tendremos ganada la partida —le espetó en un tono que no admitía réplica.
Mientras el Mudo, divertido y halagado, aprobaba la fórmula, parecía que Rojo Vivo ya no sabía con qué pie bailar. Temiendo haber molestado a la emperatriz, buscaba la manera de recuperar el terreno perdido.
—Me parece bien, Majestad. Vuestros deseos sólo pueden ser órdenes.
Rojo Vivo observó al Mudo, siempre igualmente imperturbable, que con el dedo índice, adornado con una gruesa sortija de plata, acariciaba suavemente el lomo del grillo a través de los barrotes de la jaula.
Rozó un momento su espíritu la idea de que tal vez él se había convertido también en grillo o en juguete de la emperatriz y de que el Mudo, con una ligera presión del dedo, podía aplastarlo.
—¿Por qué crees que le llaman Mudo? A partir de ahora estamos los tres unidos por un pacto de silencio. Y créeme, Rojo Vivo, si te digo que es fácil de respetar porque basta, para persuadirse de ello, reflexionar en las consecuencias que tendría violarlo... —concluyó ella, esta vez en tono festivo, con una gran carcajada.
Y en aquel momento los dientes deslumbrantes de la emperatriz, que parecían las perlas finas de un collar, se le antojaron a Rojo Vivo no sólo tan terriblemente afilados, sino también tan carniceros, que le costó mucho trabajo reprimir un estremecimiento.
17
EN LAS MONTAÑAS DEL PAIS DE LAS NIEVES
No he entendido bien el nombre de este país del que viene tu amo —murmuró Cinco Prohibiciones al joven parsi, tocado con un turbante de brocado, que les hacía de intérprete.
Estaban sentados muy juntos, el monje mahayanista en la postura del loto, la enorme perra Lapika, con el pelo siempre alborotado, a sus pies, junto a la cesta de los bebés, delante de una hoguera atizada por el joven guardián, mientras todos los demás, comprendido el ma-ni-pa, dormían a pierna suelta.
El capitán de los bandoleros había ordenado que separaran al monje errante de Cinco Prohibiciones y que ataran a este último con el joven bandolero bilingüe. Hacía ya diez días que viajaban de esa manera, atados con una cuerda que les impedía separarse.
Pese a su condición de prisionero, el ayudante de Pureza del Vacío había conseguido ganarse la confianza de aquel muchacho de rostro afable que debía de tener más o menos su misma edad y cuyo nombre era Ulik.
De todos los parsis, ninguno de los cuales hablaba chino, Ulik era el único con quien podía hablar.
—Nosotros venimos de Persia, de donde los musulmanes echaron recientemente a los sasánidas, pertenecientes a nuestra misma raza. Aunque quizás no lo parezca, nuestro jefe Majib tiene ascendencia real. Hace unos años que su tío Yazdgard, antiguo soberano del país, tuvo que abandonar la capital al frente de los soldados que le permanecieron fieles para refugiarse en el desierto. Majib era uno de sus oficiales.
Los gruñidos que emitió uno de los parsis, que dormía con la boca abierta no lejos de ellos, les hicieron comprender que podía despertarse.
Cinco Prohibiciones hizo una señal a su compañero para que hablara en voz más baja.
—¿Qué reprochaban los «musulmanes» a tu rey expulsándolo de ese modo? —le susurró mientras acariciaba la larga pelambrera de la enorme perra amarilla.
—Siguen los preceptos de su profeta, un tal Mahoma, que les pide que conviertan a todos los pueblos a la religión del Dios Único. Los parsis, cuyos gobiernos han tolerado siempre varias religiones, ya no están en olor de santidad en su propia Persia.
—¿De qué religiones estás hablando, Ulik? —preguntó Cinco Prohibiciones, cuyos ojos amables y vivos resplandecían de curiosidad.
—En Shiraz conviven todos los cultos: los del Dios único, nestorianos y jacobitas, pero también los discípulos de San Marún, sin olvidar los de un tal Jesús de Nazaret, del profeta Mani o de Zurvan, una secta de adoradores del fuego que se pasan el día entero asando carne. Los más numerosos, llamados mazdeanos, entre los cuales nos contamos mi jefe y yo, eran los discípulos de Zaratustra, el aliado de los hombres que consiguió terminar con la lucha implacable entre Ormuz, el Dios de la Luz Alta, y Ahrimán, el de las Tinieblas de Abajo. Nuestro jefe Majib posee, además, las facultades de mago. En parsi los llamamos «mogmart».
Cinco Prohibiciones, como es lógico, no había oído hablar jamás de los mogmarts o mogpats, que eran los dirigentes del clero de la religión sasánida.
—¿Qué poder tienen esos magos mazdeanos?
—Un mogmart tiene varias facultades. Puede realizar el sacrificio del fuego Varhân, el más alto,22 en un altar cuyos pies tienen la forma de patas de león; un mogmart sabe matar, siempre en el mismo altar, con ayuda del cuchillo de los sacrificios de hoja curva, toros y machos cabríos, asnos y cerdos; los mogmarts más instruidos también dominan el arte de mandar en el agua de la tierra: son tan capaces tanto de secar una fuente como de aumentar su caudal, a tenor del humor que tengan.
—¿Es de éstos Majib?
—Sí. Ha alcanzado el grado más alto de la jerarquía, el de «maugpat», maestro de los magos. Si fuera necesario, por tanto, podría mandar en el agua de la tierra.
—Nosotros, los monjes budistas, no poseemos esta clase de poderes —suspiró Cinco Prohibiciones.
—Por eso cuando el jefe Majib afirma que «tiene salida para todo», no miente —concluyó el joven parsi con una sonrisa.
—Es la primera vez que oigo hablar de esta religión que tú llamas mazdeísmo. El profesor que me formó en el estudio comparado de las religiones tal vez ignoraba su existencia —exclamó Cinco Prohibiciones, a quien las palabras del parsi no dejaban de intrigar.
En el noviciado de Luoyang se enseñaba a los niños que desconfiasen como de la peste de las costumbres mágicas, de elixires de longevidad, de quirománticos, astrólogos y geománticos, así como de la religión taoísta, en la que los budistas veían un rival mucho más serio y temible que el confucianismo, pese a que la moral social de este último estaba mucho más próxima de la suya.
—Nuestras divinidades corresponden a los meses del año. Masye y Masyane, la primera pareja de forma humana creada por Ormuz el Gentil, engendró a su vez gemelos. Pero Ahrimán el Malvado empujó a sus padres a devorar a sus hijos, ya que se las había ingeniado para hacer deliciosa su carne. Y así, Masye se comió al niño y Masyane a la niña hasta que el Dios de la Luz Alta eliminó el buen sabor de la carne de su progenitura para evitar que sus padres, glotones en exceso, volvieran a devorarla.
—¡Qué espantoso es esto, Ulik! —murmuró el ayudante de Pureza del Vacío.
—Pues no es otra cosa que la lucha del Bien y del Mal que gobierna nuestro mundo.
—Oigo que los pequeños se mueven. Tus lúgubres historias los habrán asustado —bromeó el joven mahayanista.
Podían oír el delicioso y característico rumor que salía de la cuna de los gemelos.
Cinco Prohibiciones indicó a Ulik con el gesto que le siguiera, ya que la cuerda que lo unía a este último impedía decírselo de otro modo.
Acompañados de la inevitable Lapika, siempre al acecho y atenta a la más mínima protesta de sus protegidos, se inclinaron sobre el capacho, al que el joven monje imprimió un ligero balanceo al tiempo que entonaba una cantinela que tuvo la virtud de dormir rápidamente a sus ocupantes.
—Si entiendo bien tu religión, reconoce un Dios del Bien y un Dios del Mal... —dijo con un suspiro Cinco Prohibiciones cuando volvieron a sentarse ante la hoguera del campamento.
—Lo más lamentable es cómo procede Ahrimán el Malo, ya que se dedica a destruir sistemáticamente todas las buenas acciones de Ormuz el Bueno. ¡Él ha hecho al hombre mortal! —murmuró Ulik.
—En el hombre lo mejor se codea con lo peor, pero la ignorancia lo impulsa a cometer los actos más nefandos...
Cinco Prohibiciones, en quien la percepción del mundo era fruto de la enseñanza de la palabra de Buda, tenía dificultades para entender por qué Ulik podía referirse, en el caso del Bien y del Mal, a una lucha implacable entre dos dioses que se comportaban como si los seres humanos fuesen simples juguetes desprovistos de libre albedrío.
—¡Cómo me gustaría que de tu boca saliera la verdad! —dijo Ulik con un suspiro.
—Pero ¿qué hacéis vosotros tan lejos de Persia, recorriendo los caminos del Techo del Mundo, en vez de ayudar al tío de tu jefe a recuperar el poder de Shiraz.
—¡Majib nos ha hecho jurar que guardaríamos el mayor secreto!
—Así pues, ¿vuestro secreto sería inconfesable? —preguntó, sorprendido, Cinco Prohibiciones.
—Tienes razón. ¡No veo el motivo para no revelarlo! En realidad, trabajamos para el hijo del antiguo soberano destituido. Hace tres años que el viejo rey Yazdgard murió en el exilio. Cuando los árabes ocuparon la capital, la corte sasánida se refugió en un minúsculo oasis a orillas del río Amu, en los confines de un desierto donde el sol es capaz de acabar en pocas horas con la vida del caminante imprudente.
—¿Y qué hace aquí lo que queda de la corte?
—Espera días mejores. Ese sitio es tan pobre y tan árido que nadie nos echará de él. Pero el príncipe heredero Feiruz, nuestro jefe supremo, está falto de todo, hasta el punto de que su ejército cuenta tan sólo con un puñado de hombres. Lo que equivale a decir que, dado el actual estado de sus finanzas, no puede lanzarse a ninguna empresa importante...
—¿Quiere esto decir que vosotros os encargáis de reclutar soldados por cuenta del príncipe Feiruz para que recupere el poder? —inquirió Cinco Prohibiciones, que seguía sin comprender por qué los había capturado Majib en las condiciones en que se encontraba.
—Veo que lo has entendido. Nuestro príncipe heredero necesita mucho dinero para expulsar a los árabes de Persia. ¡Por eso andamos buscando la manera de hacernos con el hilo de seda! Los tres telares que nos permitirían tejer alfombras, recuperados en su huida por el rey Yazdgard, están en condiciones de funcionar pero, debido a la falta de materia prima, duermen en un cobertizo. Antes de la ocupación de Shiraz, las alfombras de seda eran tan caras que hicieron la fortuna de la ciudad. En la actualidad, el mejor tejedor de Persia vive junto al príncipe heredero Feiruz y está esperando con impaciencia nuestro regreso.
—Yo sólo sabía que se tejía seda, no alfombras. Seguramente se precisa una gran habilidad...
—Al artesano del que te hablo, que debe de estar esperando que no entremos con las manos vacías, le llaman entre nosotros «el hombre de los dedos de oro». Según pretende el jefe Majib, cada una de sus alfombras valdría el contenido en oro de una gran tinaja llena hasta los bordes, o sea, lo suficiente para regenerar el tesoro de guerra que necesita el hijo de Yazdgard, lo que le permitiría vengar a su difunto padre.
—¡Jamás he oído decir que haya seda en el país de Bod! A menos que hayas decidido pedir al «hombre de los dedos de oro», como tú lo llamas, que confeccione alfombras con pelos de yak... —dijo soltando una carcajada el ayudante de Pureza del Vacío.
—He visto una o dos en granjas de montaña y dudo que se pueda pagar mucho dinero por ellas —respondió el parsi antes de quedarse callado como si se sintiera incómodo.
Era evidente que la ocurrencia de Cinco Prohibiciones le había hecho muy poca gracia. El silencio se prolongaba, turbado apenas por los ronquidos de Lapika.
—En realidad, nosotros no deberíamos estar aquí. Si nos encontramos en las proximidades del Techo del Mundo es pura y simplemente porque nos hemos perdido —acabó por soltarle a regañadientes.
—¿Bromeas? ¡Creo que me tomas por un alma bendita! —exclamó, con aire contrariado, Cinco Prohibiciones.
—¡Ni pensarlo!
—¿Es que el jefe Majib no conoce los caminos?
—Pasado Kashgar, exactamente en la encrucijada de Herian, ese lujuriante oasis donde al decir de los poetas de Shiraz crece la piedra de jade como una planta en el lecho de los torrentes, giramos hacia la derecha en lugar de seguir el camino en línea recta hacia levante.
—¡Parece increíble!
—Majib se empeña en pasar inadvertido y se niega a preguntar el camino y debido a esto, sin darse cuenta, nos hizo ascender las primeras laderas de los montes Kunlun y, al caer la noche, nos dimos cuenta de que nos habíamos perdido... Desde entonces vamos errantes por esa montaña que nos ha engullido.
—¿Qué dice el jefe Majib sobre sus fallos de orientación?
—Nuestro jefe no tiene un carácter fácil. Es testarudo y es fácil que se eche a gritar. Hasta el momento nadie se ha atrevido aún a manifestar ninguna duda con respecto a la dirección que debemos tomar.
—¡Y de pronto os tropezasteis con nosotros!
El intérprete se limitó a sonreír.
—Si uno quiere hilo de seda, tiene que ir forzosamente a la China central —prosiguió Cinco Prohibiciones—. En Luoyang, la ciudad donde está mi monasterio, hay como mínimo ocho manufacturas imperiales donde se fabrica seda y donde se arrolla el hilo de los capullos en bobinas que se guardan amontonadas en gigantescos almacenes rigurosamente custodiados por soldados armados. Pero nadie está autorizado a comprar ese hilo sin estar provisto de un permiso de la administración de la seda. ¿Cómo piensa enfocarlo Majib?
—Yo no sé nada. Lo que sí sé y con toda seguridad es que no tenemos necesidad de llegar a la China central. Eso nos ha asegurado Majib. Además, es la única confidencia que nos ha hecho. En cuanto al lugar específico al que calcula trasladarse, sólo habla de él por alusiones, como si estuviera totalmente empeñado en preservar el nombre. Por otra parte, cuando abandonamos el oasis del río Amu, los que nos reclutaron se negaron categóricamente a revelarnos a qué lugar nos dirigíamos. ¡Ni que fuera un secreto de Estado! —refunfuñó el joven parsi.
—En tal caso, ¿por qué tu jefe Majib nos retiene como prisioneros si no podemos serle de ninguna utilidad?
—Erais presa fácil y, en cierto modo, una ganga, el primer grupo que encontrábamos de camino desde hacía días y más días. Y desde que el mulo cargado con los víveres cayó en un precipicio, estábamos hambrientos.
—¡Pero si nosotros no llevábamos comida apenas, ya no digamos dinero!
—Tal vez Majib tenía otra idea.
—¿Qué puede hacer con un ma-ni-pa y un monje del Gran Vehículo? ¿Por qué no nos suelta? Que coja los escasos objetos de valor que llevo encima, por ejemplo el puñal y la silla de mi semental, y que siga el camino que no habría debido abandonar nunca. De ese modo yo podría continuar el mío, junto con los dos bebés y el ma-ni-pa. Todas estas trabas pesan lo suyo.
Cinco Prohibiciones indicó al joven parsi, acantonado de nuevo en un incómodo silencio, las ataduras que los unían.
Ulik comenzó a atizar el fuego con gran aplicación y el crepitar de las llamas acabó por despertar al ma-ni-pa, atado a un tronco de árbol con una cuerda algo más larga que le permitió acercarse.
—¿No dormís? —preguntó acompañando sus palabras de un bostezo.
—Estábamos hablando de diferentes cosas —dijo el joven parsi.
—No irás a decirme que tienes planes con respecto al semental Derecho Delante —inquirió, angustiado, Cinco Prohibiciones, a quien no habían convencido del todo las explicaciones de Ulik.
—¡No, en absoluto!
—¡Habla claro, Ulik! No veo qué otra cosa podría quitarme Majib.
—¡Lo que interesa al jefe son ellos! —soltó al fin Ulik con un estremecimiento.
El intérprete señaló el montón de ropa con que Cinco Prohibiciones había cubierto el capacho donde volvían a dormir como unos angelitos los dos pequeños.
—¿Los niños? ¿Qué le interesa de mis niños a tu jefe Majib? —preguntó Cinco Prohibiciones, extremadamente sorprendido.
El joven parsi dudaba de hablar y, cada vez más incómodo, observaba cómo crepitaba el fuego.
—¡Quiero saberlo! Ahora ya lo has dicho: ¿por qué le interesan mis niños? —repitió el monje del Gran Vehículo.
Su compañero, que no las tenía todas consigo, le hizo señal de que se acercara.
Cinco Prohibiciones sintió, en la oreja, el calor del jadeo entrecortado del joven intérprete parsi.
—En la tribu del jefe Majib hay algunos sacerdotes que creen que de la unión de un hermano y una hermana, a semejanza de lo que ocurrió con los hijos de Masye y Masyane, de los que se originan todas las razas, nacen semidioses... En Persia hay muchísimas fratrías, sobre todo de gemelos, en las que hay matrimonios, por instigación de sus padres.
El rostro de Cinco Prohibiciones, por lo general impenetrable, expresó una gran consternación.
—¿Quieres... quieres decir que Majib tiene intención de casar a esos dos niños?
—Ésta ha sido la única razón que ha impedido hasta ahora que os rebanasen la cabeza.
—¿Será innoble ese individuo?
—Para él, ese niño y esa niña de rostro peludo como el de un mono tienen un inestimable valor. El jefe Majib está convencido de que la descendencia que provenga de esta pareja será divina. En este aspecto valen una fortuna... —concluyó precipitadamente el parsi, sacándose un peso de encima al liberarse de tan gran secreto.
Al ver el semblante descompuesto de Cinco Prohibiciones, el ma-ni-pa preguntó de qué hablaban.
—En el Tíbet esos niños son considerados semidioses. Como ese Majib tocase uno solo de sus cabellos, la venganza de su madre, la todopoderosa Diabla de las Rocas, sería terrible —exclamó, enloquecido de rabia, cuando Cinco Prohibiciones lo puso al corriente del caso.
De no haber estado atado a un árbol con una cuerda, el monje errante no hubiera dudado en descargar un golpe sobre el joven par-si y de hecho incluso llegó a levantar la mano.
—¡Calma, ma-ni-pa! Aquí soy un simple intérprete y nada más. Si tienes que hacer alguna reconvención, házsela al jefe Majib cuando se despierte. Majib es más agradable de lo que parece. Y cuando le ronda alguna idea, rara vez cambia de parecer —replicó Ulik, a quien le había gustado muy poco la agresividad de la que acababa de dar prueba el tibetano.
Al comprobar la contrariedad del intérprete, Cinco Prohibiciones hizo una seña al ma-ni-pa conminándolo a que se callara y volviera a sentarse. Ahora comprendía mejor la insistencia con que el jefe parsi había querido asegurarse, inmediatamente después de su captura, de que los dos hermanos eran niño y niña.
Era evidente que no le interesaba otra cosa.
Cinco Prohibiciones no se explicaba de otra manera la ausencia total de curiosidad del jefe Majib en relación con la caja oblonga en la que había guardado el ejemplar del Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura, cuyo contenido se había negado obstinadamente a revelar a Ulik cuando éste había tratado de interrogarlo al respecto.
La extraordinaria atención que dispensaba a los niños y la manera que tenía de cambiarlos de lado e incluso de sopesarlos a partir mismo de la primera parada, por no hablar de examinarlos en todos sus detalles, constituía una prueba más.
Lo que él, ingenuamente, había tomado por curiosidad ante el extraordinario sistema piloso facial de la niña, es decir, por una forma de benevolencia con respecto a aquellos dos seres indefensos, correspondía en todo a lo que Ulik acababa de revelar sobre las intenciones del jefe parsi.
Lo que quería Majib era apoderarse de aquellos gemelos, llevarlos a su oasis y revenderlos después a un buen precio a otro mazdeano que, con los años, los casaría por la fuerza.
¡Ni más ni menos que esto!
La idea de que aquellas dos criaturas inocentes, que no reclamaban nada a nadie, pudieran, en virtud de una creencia bárbara, formar una pareja monstruosa y parir hijos a su vez era algo que lo sublevaba.
Aquí no contaba para nada la filiación divina de los niños. A diferencia del ma-ni-pa, en aquellos niños que su compañero ya llamaba los Gemelos Celestiales, veía unos seres humanos en pequeño, cualquiera que fuera su origen, merecedores de que los trataran como tales.
Además, en China, en cualquier caso, estaban prohibidos los matrimonios en las fratrías, ya que eran tildados de incestuosos. Que Cinco Prohibiciones supiera, en ningún texto budista se toleraban las uniones de este tipo.
Trastornado hasta lo más profundo del alma, el joven mahayanista contemplaba con ojos tristes las llamas rojizas de la hoguera que ahora crepitaban débilmente, señal inequívoca de que el fuego no tardaría en extinguirse.
Le recordaba el fuego del Avici, el más temible de los infiernos por ser el octavo y último, aquel del que jamás regresaba alma alguna. Era un infierno que sin duda merecía el jefe Majib si conseguía llevar a cabo aquel horrible designio que Ulik, por fortuna, le había desvelado cuando todavía estaba a tiempo de reaccionar.
Ya que, así que se hubo desvanecido su indignación, Cinco Prohibiciones comenzó a reflexionar sobre lo que convenía hacer para evitar que un proyecto tan funesto como aquél se hiciera realidad.
Y sacó la conclusión de que la única solución era huir con los dos niños cuanto antes.
Pero para esto había que tener un plan, ya que tanto él como el ma-ni-pa estaban atados por las piernas de día y de noche, sometidos a la estrecha vigilancia de los hombres del jefe parsi.
—Gracias, Ulik, por tu franqueza —se limitó a decir el intérprete al darle las buenas noches.
El ma-ni-pa entonces acercó la cabeza a la suya a fin de que pudieran hablarse sin molestar a nadie, lo que hacían en tibetano, lengua incomprensible para el intérprete, que por otra parte ya estaba dormido.
—No creo una palabra de esta historia de casamientos entre hermanos. ¡Ese Ulik nos toma por imbéciles! —susurró el monje errante.
—No veo por qué tendría que engañarnos... De todos modos, me parece que deberíamos considerar seriamente la posibilidad de escapar.
—¡En eso estoy de acuerdo contigo! ¿Tú qué propones?
—Un ma-ni-pa como tú seguro que tiene recursos.
—Si hubiera en algún sitio un mandala del bodhisattva Manjusri, el que disipa las tinieblas, me concentraría delante de su imagen divina y esto me ayudaría a aconsejarte una solución...
—¡Buenas noches! —le replicó precipitadamente Cinco Prohibiciones, que acababa de percibir ruido, haciéndole señal de que se callara.
Un momento después olió en la nuca el aliento pestilente del jefe Majib, que se había acercado a comprobar que sus prisioneros seguían atados antes de ir a echar una ojeada al capacho de los pequeños.
Burlar a un hombre tan desconfiado como aquél seguro que no iba a ser fácil.
A partir del día siguiente, aprovechando un momento de distracción de Majib, que había ido a reprender a unos participantes del convoy a los que a juzgar por el tono de voz estaba cubriendo de injurias, Cinco Prohibiciones llevó aparte al ma-ni-pa.
—Ayer noche no pudimos hablar con tranquilidad. Si he entendido bien, estás pronto a seguirme si me apodero del capacho y consigo escapar.
—¡Por supuesto! Pero para que esto sea posible tendrían que dejar de vigilarnos día y noche como hasta ahora. No tienes más que mirar la cuerda que nos traba. Ni siquiera disponemos de algo con que cortarla.
—El Majib ese no dejará que nos larguemos así como así y menos llevándonos a los niños a los que ha decidido casar. Esto no es óbice, sin embargo, para que no huyamos.
—Poniendo todas las posibilidades de nuestra parte...
—Me alegra comprobar que tú y yo estamos completamente de acuerdo.
—No actuar equivaldría a condenar a esos dos inocentes a una vida atroz. Sería, para nosotros, un karma muy malo...
—Oye, desde ayer el jefe no desampara ni un momento el capacho de los niños sagrados. Incluso lo ha instalado en la grupa de su propio mulo. Y no deja que nadie se ocupe de ellos —observó, contrariado, el mahayanista.
Por orden de Majib, que desconfiaba de aquellas conversaciones suyas, se les acercaron dos parsis dispuestos a hacerlos callar.
Continuaron la marcha separados y, durante los días que siguieron, observados por los ojos fríos y desconfiados del jefe Majib, evitaron hablarse para no despertar sospechas.
Las condiciones meteorológicas, por otra parte, tampoco favorecían aquel tipo de conciliábulos.
En efecto, en el país de Bod, en medio de un hormigueo de copos que revoloteaban cual mariposas, la nieve comenzaba a caer cada vez más densa.
Pronto haría una semana que hombres y animales, la cabeza gacha, avanzaban penosamente por el camino sin ver apenas nada a más de dos pasos. Con respiración entrecortada y las sienes tensas y doloridas a causa de la altitud, iban poniendo un pie delante del otro lo mejor que podían procurando economizar las pocas energías que les quedaban. Hasta la perra Lapika, pese a estar habituada a la nieve y al hielo, sufría tanto como los hombres.
El día octavo, el viento glacial que se había levantado con gran violencia acabó por barrer las nubes algodonosas que cubrían el cielo.
El joven monje, maravillado, ya pudo contemplar las cimas erizadas de hielo de la cadena montañosa que, a través de sucesivos peldaños, se iba elevando hasta el Techo del Mundo.
En cuanto al resto del convoy, tras tantos días de lucha, ansiando encontrar un refugio y agotados todos sus componentes por los vientos y la nieve que acababan de afrontar, a la vuelta del camino le esperaba una grata sorpresa.
Tenían un albergue a la vista, anunciado con la enseña en forma de caldero colgado de unas cadenas.
Destacaba agradablemente ante los ojos de todos los viajeros, anhelantes de dormir en una cama de verdad, sobre la espesa capa de nieve que cubría el tejado del edificio.
—El jefe Majib quiere que os diga que esta noche vamos a dormir aquí. Le gusta este albergue —anunció Ulik.
—¡Qué suerte! Por fin podré afeitarme el cráneo con agua caliente! —soltó, riendo, el ma-ni-pa.
—Tienes razón. ¡Lo mismo haré yo! Hace semanas que me afeito la cabeza con agua fría y ya empieza a despellejárseme —añadió Cinco Prohibiciones.
Tras acercarse al ma-ni-pa y a Cinco Prohibiciones, Majib ordenó a sus hombres que retiraran las cuerdas que los tenían prisioneros.
—¡No quiere despertar sospechas! Por eso nos quita las ataduras —soltó el ma-ni-pa a Cinco Prohibiciones, lo que fue confirmado por Ulik cuando el joven mahayanista le preguntó los motivos.
—¡Gracias, Ulik, por tu franqueza! —le murmuró Cinco Prohibiciones.
—Yo también he reflexionado y soy contrario a la idea de casar hermano con hermana —murmuró el joven parsi con aire de complicidad.
—¿Estás dispuesto a ayudarnos a escapar? —le lanzó, lleno de esperanzas, el ayudante de Pureza del Vacío.
—¿Por qué no?
Libre de movimientos por fin, Cinco Prohibiciones se sintió satisfecho de aquel comienzo de alianza, lo que aprovechó para acercarse a acariciar el cuello del semental Derecho Delante, que el jefe Majib había atado al tronco de un árbol en un lugar algo más alejado del camino.
El gran caballo negro, feliz de volver a ver a su amo, emitió un prolongado relincho y a continuación se encabritó un poco en «señal de respeto y reconocimiento», como se decía en China.
—Ulik es nuestro aliado. Hay que aprovechar la ocasión y huir del albergue con los niños mientras duermen los parsis —dijo en un hilo de voz el ayudante de Pureza del Vacío al ma-ni-pa, que le pisaba los talones.
Y de pronto indicó con un gesto subrepticio al monje errante que se callara.
En efecto, el intérprete se dirigía hacia ellos, lívido y con el semblante descompuesto.
—Me temo que el jefe Majib sospecha algo. Quiere que os advierta que, como intentéis escapar del albergue, os dará muerte con su puñal. Y os aseguro que no bromea —gimió retorciéndose las manos.
—¡Comunícale que no estoy loco! Dale esta respuesta de mi parte, Ulik. ¡Anda, ve! ¡Es importante! —insistió Cinco Prohibiciones viendo a Ulik algo reticente.
—¡Está bien, ya voy! —acabó por decir en un murmullo este último.
El posadero, delante de la puerta, comenzó por informarse con acritud de la solvencia de aquella comitiva de pobres diablos que parecían salidos de un infierno helado, tal era su deplorable aspecto.
—Esto no es un monasterio budista donde se distribuye comida a los peregrinos, sino un albergue donde hay que pagar. Prefiero advertírselo antes que otra cosa a todos los viajeros que se presentan. ¿Lleváis dinero?
Ulik tradujo las palabras a Majib, quien replicó secamente con algunas frases.
—El jefe Majib me pide que negocies una tarifa adecuada con el posadero y que procures que se acomode a sus disponibilidades —dijo Ulik, algo molesto, dirigiéndose a Cinco Prohibiciones.
El monje se acercó al hombre de expresión desagradable que, a lo que parecía, ya se disponía a cerrar la puerta en las narices tanto a él como a todos los demás.
—¿Sabes que te expones al infierno, hombre de poca fe? ¿Por qué hablas tan mal de los monasterios budistas? ¡Ojalá que no te veas en la necesidad de pedirles hospitalidad! —le soltó Cinco Prohibiciones con energía.
—¡No entiendo por qué me dices esto! —balbuceó el posadero, un tanto inquieto.
—Los budistas practican siempre la hospitalidad. No dicen lo que has dicho tú sobre la comprensión de los monjes. A menos que seas un descreído...
—Voy dos veces al año al convento de la Iluminación de Herian y ofrezco cirios —se apresuró a farfullar el hombre.
—En ese caso tienes que tratar de otra manera a unos viajeros que te solicitan cobijo después de muchos días de camino y de haber pasado frío.
—¿Quién eres, pues, para hablarme de ese modo? —preguntó el posadero con voz débil.
—Soy el Tripitaka Cinco Prohibiciones, ayudante del Director del convento mahayanista más grande de China. ¡Puedes estar seguro de que creo lo que digo!
Clavó los ojos en los del posadero para convencerlo de que hablaba con toda la seriedad del mundo.
—Olvida mis palabras. He hablado sin pensar. ¿Cuánto estáis dispuestos a pagar? ¡Seguro que nos ponemos de acuerdo!
Cinco Prohibiciones se vació los bolsillos y le entregó sus dos últimos taels.
—Es todo lo que tengo. Lo que falta, que lo pague tu compasión.
—¡De acuerdo! —gimió el interesado.
—Di a tu jefe Majib que este hombre va a alojarnos por una módica tarifa —anunció, satisfecho, Cinco Prohibiciones.
—Espero que ese perrazo enorme no asuste a los elefantes.
El posadero indicó a Lapika, que se mantenía a pocos pasos detrás de su amo, pronta a saltar, como si quisiera protegerlo de la maldad de aquél.
—No hay nada que temer por ese lado. Lapika me obedece simplemente con el gesto o la mirada. Dormirá a mis pies —prometió, al tiempo que se decía para sus adentros que el posadero tenía un sentido del humor muy curioso.
¡Mira que hablar de elefantes en pleno invierno, en el país de Bod, en aquellas alturas azotadas por vientos helados!
—¿Cuántos días va a albergarnos? —preguntó entonces, a través de Ulik, el jefe Majib.
Cinco Prohibiciones transmitió la pregunta.
El posadero se limitó a hacer una mueca a guisa de respuesta.
Al ver esto, el joven monje se acercó a Ulik y respondió con una gran mentira:
—Puede albergarnos tres noches y dos días.
Consideró que era un periodo razonable para preparar su huida en las mejores condiciones posibles.
—El jefe Majib dice que eres un hombre hábil. Está contento de ti —le murmuró el intérprete, que acababa de hacer la traducción a su jefe.
—Disponemos de dos días y tres noches para actuar —murmuró al ma-ni-pa Cinco Prohibiciones cuando éste, cargado con la cesta de los pequeños que Majib le había entregado, ya subía la escalera de tablones que permitía acceder al dormitorio de los viajeros, situado en el piso superior.
—¡Es poco! —murmuró el ma-ni-pa.
—¡Pues no hay más! —replicó, enfadado, Cinco Prohibiciones.
En un rincón del dormitorio instalaron a los dos bebés junto a las ubres de Lapika y después, así que estuvieron saciados, tras cambiarlos y devolverlos a su cesta, se desnudaron.
Los dos hombres llevaban semanas durmiendo sobre las piedras de la tierra helada.
—¡Estoy tan agotado que ni hambre tengo! —dijo el ma-ni-pa echándose en la paja del enorme jergón que atravesaba la habitación de un lado a otro.
—¡Lo mismo que yo! Tengo mucho sueño que recuperar —añadió el monje con un bostezo antes de quedarse dormido con la mano en la cesta de los niños.
Cinco Prohibiciones apenas había empezado a soñar con el hermoso rostro del Bienaventurado Buda, con su Despertar bajo la higuera sagrada, con su Ascensión al Cielo, cuando lo despertó una ligera presión en el cuello.
Al principio creyó que se trataba de un animal intruso, lo que hizo que se enderezara al momento como movido por un resorte.
Se trataba simplemente de Ulik, que le daba unos golpecitos en la espalda para arrancarlo del sueño.
—El jefe Majib dice que el semental Derecho Delante no quiere entrar en la cuadra. Quiere que vengas.
El joven monje, pese al dulce torpor que lo había invadido, se vistió deprisa y corriendo y acompañó a Ulik abajo para ver de qué se trataba.
Delante de la cuadra, con las patas separadas, los cascos hundidos en la nieve, era evidente que el semental negro del convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales estaba haciendo de las suyas.
La puerta de la cuadra, hundida a coces, daba testimonio de la violencia y fuerza del animal. Alrededor del semental, que echaba espumarajos por la boca y parecía enloquecido, algunos parsis se aprestaban inútilmente a dominarlo.
Cinco Prohibiciones observó, junto a ellos, la presencia de otros dos personajes, de piel mucho más oscura, que celebraban un conciliábulo. Debía de tratarse de indios ya que percibió que, aunque hablaban en voz baja, se expresaban en sánscrito. Uno llevaba la larga túnica plisada de color anaranjado propia de los monjes budistas del Pequeño Vehículo y sobre los hombros, debido al frío, se había echado un grueso chal de sayal oscuro.
—¡El caballo tiene miedo del elefante! Así que lo acercas a la puerta, se encabrita y empieza a pegar coces. ¡Imposible hacerlo entrar! Al verlo así, el elefante también se pone nervioso y se enfurece. ¡Mi Sing-sing corre el riesgo de volver a lastimarse! —exclamó, dirigiéndose a Majib, el que no iba vestido de color anaranjado de los dos hombres de tez oscura.
Cinco Prohibiciones observó que llevaba colgado del cinto de cuero de la túnica un gancho-arpón de cornaca.
El otro, el monje del Pequeño Vehículo, debía de conocer algunas palabras de parsi, ya que se dirigía a sus captores sin recurrir al intérprete.
—Ese monje dice al amo Majib que su elefante puede ser peligroso cuando se pone nervioso —explicó Ulik a Cinco Prohibiciones.
—¿Cómo es que hablas nuestra lengua? —le preguntó Cinco Prohibiciones en sánscrito.
Intrigado, el monje de la túnica anaranjada lo escrutó con la mirada y respondió:
—La aprendí siendo niño. Soy oriundo de una provincia india que durante un tiempo estuvo invadida por los parsis. En mi familia era costumbre aprender lenguas extranjeras. También puedo escribir un millar de caracteres chinos, así como pronunciarlos.
Pese a las circunstancias, el hombre que había adivinado al instante, por su porte, sus ojos oblicuos y su piel clara, los orígenes chinos de Cinco Prohibiciones, pareció dar prueba de un gran dominio de sí mismo.
Su mirada, desprovista de toda agresividad, esbozó incluso una sonrisa de circunstancias.
Todo lo cual incitó al joven monje a saber más.
—¿Cómo te llamas?
—¡Puñal de la Ley! ¿Y tú?
—Yo, Cinco Prohibiciones. Pertenezco al budismo del Gran Vehículo, pero tengo un gran respeto por el Pequeño Vehículo.
La conversación de los dos hombres se paró en aquel punto ya que, en la penumbra de la cuadra, la agitación había alcanzado su nivel máximo.
Cinco Prohibiciones, con gran prudencia, introdujo la cabeza.
En el fondo de un establo, vio la trompa del paquidermo arrollada sobre sí misma en señal de defensa y de hostilidad emitiendo un lúgubre silbido.
—¡Sing-sing está poniéndose más nervioso por momentos! Como se encolerice más, derribará el muro de la cuadra a cabezazos. ¡Es preciso que calmes a tu caballo! —exclamó en chino y a continuación de nuevo en parsi Puñal de la Ley.
Cinco Prohibiciones se acercó al caballo, que, con movimientos de las orejas, ojos desorbitados y sacando humo por los ollares, era la imagen de la desesperación.
A continuación puso la mano en la testuz del animal.
—¡Dejadme! —dijo, dirigiéndose a los dos bandoleros parsis que lo sujetaban firmemente para impedir que se alejara.
Acariciándole el cuello, se inclinó sobre la oreja del animal y le repitió varias veces en un dulce murmullo:
—¡Derecho Delante, guapo, cálmate! ¡Todo irá bien! ¡Estoy aquí!
El semental lanzó un bufido y se quedó tranquilo como un cordero, feliz de haber encontrado a su amo, mientras en el interior del edificio el elefante continuaba manifestando ruidosamente que no estaba de acuerdo con lo que ocurría.
—Ese monje, entre otras cualidades, tiene la de saber hablar a los caballos —dijo el ma-ni-pa a Ulik con intención de que tradujera sus palabras.
Para el monje errante, que se había reunido con ellos en la era que daba entrada a la cuadra, era una forma de impresionar a aquel mundo, que también le permitía manifestar el orgullo y admiración sinceras que sentía por el joven mahayanista, cuyos conocimientos y talento estaban a la altura de sus cualidades humanas.
De la concurrencia de parsis, fascinados ante la aparente facilidad con que Cinco Prohibiciones había conseguido calmar al furioso semental, se levantaron murmullos de aquiescencia.
Bajo la mirada desconcertada del jefe Majib, el monje mahayanista empuñó las riendas de Derecho Delante, que iba siguiéndolo dócilmente, y lo hizo entrar lentamente en la cuadra hasta situarlo delante del establo del elefante Sing-sing, que seguía agitándose de forma amenazadora.
El paquidermo, al que la proximidad del caballo enfurecía particularmente, dirigió hacia él las puntas de sus colmillos, afilados como puñales.
Frente a él, Derecho Delante no parecía resignado a convertirse en su víctima. Sus palpitantes ollares y los estremecimientos de sus belfos revelaban su voluntad de defenderse.
Presintiendo un enfrentamiento mortal, el cornaca se precipitó con su gancho-arpón, preparado para cualquier eventualidad, temiendo más que nada el choque de aquellas dos bestias que el miedo podía convertir en incontrolables.
Cinco Prohibiciones, entonces, comenzó a recitar con voz lenta, en chino clásico, las frases con las que empezaba el Sutra del Sosiego, un texto que Pureza del Vacío le había hecho aprender y que se leía a los enfermos graves cuando la fiebre los hacía delirar: Sosiega tu corazón y tu alma y todo irá bien...
Después, con infinitas precauciones y los ojos entrecerrados, repitió incansablemente, cada vez más aprisa, las tres primeras estrofas del texto sagrado y acercó con gran suavidad la trompa de Sing-sing a la crin de Derecho Delante hasta que se tocaron.
Así que se rozaron, los dos animales se estremecieron primero y se calmaron bruscamente después, como si aquel contacto directo hubiese eliminado en ellos todo miedo y agresividad.
Unos instantes más tarde, el irascible Sing-sing se dejó acariciar por Cinco Prohibiciones y movió las orejas a manera de abanico en señal de satisfacción.
En la cuadra reinaba ahora un profundo silencio.
—¡El monje que habla a los caballos también sabe calmar a los elefantes! —se les oía decir aquí y allá por lo bajo.
—Está visto que en tu arco hay más de una cuerda. A lo mejor incluso sabes cuidar a este elefante que está enfermo y no llega a curarse del todo —exclamó Puñal de la Ley indicando a Cinco Prohibiciones las patas del pobre animal.
—Veré qué puedo hacer, pero te prevengo que no soy veterinario —respondió el ayudante de Pureza del Vacío antes de examinar con gran atención la parte inferior de las extremidades delanteras del elefante Sing-sing.
Las heridas profundas y violáceas distaban mucho de haberse cicatrizado.
—¡Elefante sufrir mucho! ¡Nieve y hielo, no es bueno! —se arriesgó a manifestar el cornaca.
—¿Tú qué crees? ¡Puede caminar ese animal en el estado en que se encuentra? —preguntó a Cinco Prohibiciones el acólito de Buddhabadra.
—En mi opinión, estas heridas se abrirán más si el animal camina en la nieve. Incluso pueden infectarse y entonces la fiebre lo matará.
—¿Puedes curarlo, Cinco Prohibiciones? ¡Parece que sabes mucho de animales! Hace casi tres semanas que nos encontramos inmovilizados en este maldito albergue de montaña y tenemos precisión de partir.
—Tengo un ungüento que vale para las grietas, un tarro de una pomada cicatrizante muy eficaz que me dio mi Superior... Podríamos tratar de aplicársela a las patas y después vendárselas. ¿Qué dices?
—Me parece una excelente idea. La piel humana es más frágil que la de los elefantes, pero las dos son el envoltorio carnal de almas reencarnadas...
Cinco Prohibiciones se fue derecho a su dormitorio, de donde volvió con un tarro de arcilla. Estaba tapado con un tarugo de madera que, al retirarlo, liberó un intenso olor a alcanfor y a canela.
—Si dos noches después de su aplicación se han cerrado las heridas, se podrá pensar en reemprender la marcha —dijo el joven monje del Gran Vehículo.
—¡No sé cómo darte las gracias! —murmuró Puñal de la Ley a Cinco Prohibiciones cuando, unos momentos más tarde, volvieron a encontrarse en el dormitorio común del largo granero, aquel espacio bajo de techo donde se apelotonaban los clientes del albergue mientras los parsis estaban de francachela en el comedor.
La perra Lapika seguía custodiando la cesta de los dos bebés.
—Eres un monje budista como yo aunque no pertenezcamos a la misma Iglesia. ¡Los demás nos reconocen por nuestros cráneos rapados y nuestras ropas de sayal! ¡Siendo gentes de la misma extracción, tenemos esta obligación!
—Verdad es que, por encima de nuestras diferencias, veneramos al mismo Buda y creemos en su Santa Vía. De todos modos, me has hecho un gran favor.
—Nuestras Iglesias son hermanas. Nuestro gran maestro de Dhyâna, el kucheano Kumârajîva, fundador del Gran Vehículo, antes de ser llamado a la corte de China por el propio emperador era traductor de sutras indios del Pequeño Vehículo, del que era adepto.
—En la India, mi monasterio recibe a numerosos monjes del Gran Vehículo que hacen la santa peregrinación siguiendo las huellas de Buda.
—¿Me acogerás, quizá, un día? ¿Cómo se llama tu convento?
—El Único Dharma. Mi comunidad es la guardiana del Gran Relicario de Kaniska, que custodia los Santísimos Ojos de Buda.
—Yo vengo del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang, en la China central.
—Dicen que es el monasterio más grande de China. ¿Son quietistas o repentistas?
—Nuestro director, el Muy Venerable Superior Pureza del Vacío, es un vibrante partidario de la Iluminación Súbita, la inexplicable. Es aquella cuya búsqueda es, a fin de cuentas, inútil porque se produce por sí sola, gracias únicamente a la fuerza del distanciamiento y de la meditación, cuando la cabeza se vacía de cualquier pensamiento o reflexión.
Los dos religiosos permanecieron en silencio hasta que Cinco Prohibiciones acabó por decir:
—¿Puedo pedirte un gran favor, Puñal de la Ley? Pero ya te digo por adelantado que no se trata en modo alguno de la contrapartida de lo que he hecho por Sing-sing. Y en caso de que te niegues, no te lo tendré en cuenta.
—Me esforzaré en hacerte ese favor, Cinco Prohibiciones, en la medida de mis modestos medios, teniendo en cuenta sobre todo las dimensiones de la espina que acabas de extraerme del pie o, mejor dicho, de la pata de mi paquidermo.
—¡Tienes que ayudarnos a huir! El jefe parsi Majib nos tiene prisioneros a mí y al ma-ni-pa desde que nos capturó cuando íbamos de camino —le dijo en un hilo de voz.
—Ya me temía algo así de ese hombre... ¡Salteadores de caminos! Generalmente se contentan con desvalijar a los viajeros, ¿por qué os retiene, pues?
—Es soldado y quiere reunir dinero para un tío suyo, un antiguo soberano persa deseoso de formar un ejército y recuperar su poder.
—Sigo sin comprender qué tiene que ver vuestra captura con ese plan suyo.
—Debo hablarte del botín con que cuenta.
Cinco Prohibiciones mostró entonces a Puñal de la Ley la cesta donde dormían los dos niños.
—Tengo el encargo de llevar a esos dos niños a Luoyang —añadió levantando la ropa debajo de la cual dormían los pequeños.
Puñal de la Ley no pudo evitar un sobresalto al ver la carita peluda de la niña.
—Contra lo que puedas pensar, esa niña no es un simio, pese a que tiene la mitad de la cara afectada por el vello.
—¡Jamás había visto cosa igual! ¡Lo extraño es que sea tan hermosa a pesar de ese defecto! —murmuró el acólito del Inestimable Superior Buddhabadra.
—El niño que duerme a su lado es su hermano. Son gemelos...
—Entre los míos, más de uno afirmaría que ese bebé desciende de Hanuman el mono, el devoto servidor de Rama.23 Una niña así tiene que acabar en un templo y ser venerada como una Diosa.
—¡Importa poco que provenga de Hanuman el indio o de la Diabla de las Rocas la Tibetana o simplemente del acoplamiento de un hombre y una mujer! Lo seguro es que ahora debo proteger a esos niños contra el proyecto de ese jefe parsi, que tiene intención de venderlos en un mercado de Persia para que los casen.
—¡Me parece una vileza! Ya había oído decir que, en otro tiempo, los parsis fomentaban los casamientos entre hermanos con intención de honrar la memoria de la primera pareja fundadora. Pero no me podía imaginar que esta costumbre se hubiera perpetuado.
—No hay duda de que el jefe Majib espera sacar un buen precio. Y a buen seguro que debe de pensar que el sistema piloso de la niña puede decuplar su valor...
—Comprendo que tengas tanta prisa de librarte de sus garras.
—Este hombre es extremadamente desconfiado. Nos hace viajar con los pies atados. Sólo nos desató cuando llegamos al albergue y lo hizo para no despertar sospechas. Pero desde entonces no ha dejado de vigilarme por el rabillo del ojo...
—Pero ¿qué pueden hacer unos persas en busca de fortuna en este rincón perdido de la altiplanicie tibetana?
—Se han perdido en estos caminos de montaña. Según su intérprete, buscan el hilo de seda que les permitirá reiniciar la fabricación de sus preciosos tapices, que venden por muchísimo dinero.
—Verdad es que las alfombras de seda que se tejen en Shiraz o en Ispahan valen inmensas cantidades de oro. Si supieras qué precios asombrosos paga el convento del Único Dharma por las que se colocan en el lomo de los elefantes sagrados que pasean las santas reliquias antes de enjaezarlos con sus nacelas, te parecería increíble —murmuró el monje del Pequeño Vehículo.
—Entonces Ulik no me ha mentido. Por otra parte, creo que su intérprete es fiable —le soltó haciendo una señal al ma-ni-pa y a Puñal de la Ley para indicarles que se callaran.
Se oyó ruido en la escalera que conducía al granero.
Eran los parsis que, uno detrás de otro, silbando y regoldando a quien más mejor, subían a acostarse.
Detrás de todos apareció la silueta maciza del jefe Majib.
Antes de acostarse, comprobó que todos sus hombres estuvieran en cama y después fue a verificar si los dos bebés seguían durmiendo en la cesta, aunque no sin antes echar una ojeada a Cinco Prohibiciones con la que indicaba sobradamente la desconfianza que le inspiraba.
—¡Fijaos, no parece sino que el parsi vela por sus pequeños como si fueran el más precioso de sus tesoros! —masculló el ma-ni-pa.
Al poco rato oyeron los sonoros ronquidos del jefe desde el otro extremo del dormitorio, por lo que continuaron la conversación en voz baja.
—Huir de aquí con dos niños tan pequeños supone un difícil riesgo y una cuidadosa preparación —murmuró, preocupado, Puñal de la Ley.
—No tengo otra alternativa. En cualquier caso, no voy a dejar que un parsi los venda como esclavos y que con el tiempo los obligue a procrear. Creo que esos pobres inocentes se merecen una suerte más halagüeña —le respondió febrilmente Cinco Prohibiciones.
—Comparto tu rebeldía. Actuando de ese modo cumplirás un extraordinario karma que te acercará un poco más al estadio de bodhisattva.
—¡No es eso lo que persigo! Lo que yo busco es ser justo y mantener mi palabra. Prometí al lama tibetano que me los confió que llevaría a esos dos niños hasta Luoyang.
—¡El jefe Majib ordena a los que hablan al otro lado de la sala que se callen! ¡No lo dejan dormir! —gritó la voz de Ulik en tono malhumorado.
El jefe Majib, que dormía sólo con un ojo, le había pedido que averiguara qué ocurría en el otro extremo del dormitorio y que pusiera fin a la conversación.
—Está claro que nuestro plan va a ser difícil de llevar a cabo. Este hombre no disminuirá en ningún momento su presión —murmuró el ma-ni-pa antes de dirigir una mirada irritada al jefe parsi y de desear seguidamente buenas noches a Puñal de la Ley y a Cinco Prohibiciones.
Antes de dormirse, Cinco Prohibiciones contuvo un momento la respiración, la dominó y, así que se sintió completamente tranquilizado, fijó la mirada en el techo sobre su cabeza.
Abstrayéndose de las vigas y viguetas del suelo de la buhardilla, situada encima mismo del dormitorio, donde el posadero guardaba las reservas de alimento para el invierno, practicó la meditación trascendental.
Por lo general tenía algunas dificultades para hacer el vacío en su interior y prefería la práctica de ejercicios de artes marciales para alcanzar el estado de conciencia apropiado que permitía la concentración del espíritu.
¡Pero acababa de ocurrir un verdadero milagro!
Sintió, en efecto, que entraba en la fase de meditación sin el más mínimo esfuerzo.
Lo que veían sus ojos no era más que una superficie negra, totalmente plana, una especie de nada insondable y sutil en la que su espíritu podía penetrar con gran delectación.
Por primera vez, Cinco Prohibiciones sentía el increíble sosiego que provocaba la llamada del vacío, sobre el cual le había hablado tantas veces en las sesiones de meditación su gran maestro de Dhyâna, pero que hasta aquel día no había experimentado nunca plenamente.
Ahora su espíritu flotaba en el espacio, consciente de su existencia, pero no de su apariencia.
El joven monje no pensaba en nada y sus ojos tampoco veían nada.
En cuanto a su espíritu, finalmente libre y tranquilo, liberado de cualquier contingencia, ya no creía en nada, ¡ni siquiera en Buda!
Ahora Cinco Prohibiciones entendía mejor lo que quería decir su maestro Pureza del Vacío cuando intentaba explicar a su discípulo que la meditación Chan era tan radical que podía conducir a algunos de sus practicantes particularmente místicos y audaces a negar incluso la existencia de Buda en nombre de aquel vacío purificador que era el único que permitía al espíritu humano evadirse del filón de dolor en el que lo había encerrado el ciclo infinito de los renacimientos.
Cinco Prohibiciones, lleno de felicidad, se contentaba con saborear la pureza del vacío, esta sutil y turbadora evanescencia que su maestro había descrito tan bien en el sutra guardado en la caja oblonga que ahora tenía a sus pies.
Entonces pudo llegar finalmente a ese concepto del «anatman», el principio del «no-yo» tal como el Bienaventurado Buda lo había enseñado a sus primeros discípulos, un principio que le había costado concebir hasta entonces por el simple hecho de que le costaba aceptar que en el universo no hubiera nada que fuera duradero ni existiera aparte del «yo».
Fue una suerte, pues, que aquella noche Cinco Prohibiciones, envuelto en el vacío como un niño de teta en sus pañales, se durmiera.
El día siguiente por la mañana encontró a Puñal de la Ley y al ma-ni-pa, que acababan de beber un cuenco de sopa de coles hirviente, mientras los parsis, que seguramente ya habían desayunado, se entrenaban en el lanzamiento de flechas en el patio del albergue.
—¡Buenos días, Cinco Prohibiciones! ¿Has pasado una buena noche? —preguntó el primer acólito de Buddhabadra.
—¡Hacía dos meses que no dormía tanto!
—He reflexionado sobre lo que me dijiste ayer noche. La única manera de ayudarte a salir de todo esto es que yo me vaya con vosotros. Esto nos permitirá elegir el momento propicio. ¡Huir en plena montaña sería una locura! Ese jefe Majib te vigila como el águila a la marmota cuando ésta sale de su madriguera para aventurarse en la pradera...
—¿Sería mucho pedir que cambiases de ruta, Puñal de la Ley, teniendo en cuenta que te haría perder un tiempo precioso?
—De no haber sido por ti, el elefante Sing-sing probablemente habría muerto de una infección. Y en cuanto al rumbo del viaje, la verdad es que no tengo una meta precisa. Podríamos hacer juntos una parte del camino.
—¡No irás a decirme que te has perdido! ¿Cómo es posible llegar hasta aquí sin tener una meta precisa? —preguntó, sorprendido, Cinco Prohibiciones.
—Voy en busca de mi Muy Inestimable Superior Buddhabadra y de su elefante blanco sagrado. Debían reunirse con el cornaca en este albergue hace más de dos meses. Yo los esperaba en Peshawar, pero el cornaca llegó solo. Entonces decidí venir aquí, pero me temo que volveré con las manos vacías.
—¡Te compadezco! ¿Crees que perecieron en la nieve?
—No lo sé. El único que debe tener idea de lo que pasó realmente es el Bienaventurado, dondequiera que esté —murmuró el monje del Pequeño Vehículo con las lágrimas en los ojos.
—¡Lo lamento por ti! Tu suerte no es más envidiable que la mía... —murmuró Cinco Prohibiciones, trastornado al oír tan terrible confidencia.
—¿Será que Buddhabadra se dirigió hacia el este? Por lo que pude entender de su conversación durante el desayuno gracias a los rudimentos de parsi que aún conservo, ésa es la dirección que quieren emprender tus secuestradores...
—Cuando lo interrogué, Ulik me aseguró que no era a China, aunque no me dio el nombre del destino de su viaje.
—No me sorprende... Pude comprobar que su jefe se abstenía de pronunciar el nombre de esta ciudad. Para falsear más las pistas, habla siempre del «oasis del desierto».
—¿Cuáles son los oasis de la parte oriental de la Ruta de la Seda? —preguntó entonces el adepto del Hînayâna.
—Son muy numerosos. Partiendo de Chang An, después de la Puerta de Jade, se encuentra primero Dunhuang y después, en el tramo septentrional, Hami, Turfan y Kucha, mientras que en el tramo meridional está Ruoqiang, Yutian y Hetian. En Kashgar, que nosotros llamamos Kashi en chino, se juntan las dos ramas de la ruta.
—¿Cómo se puede saber hacia dónde decidió dirigirse ese parsi entre las numerosas etapas? —se lamentó el ma-ni-pa, a quien Cinco Prohibiciones había traducido la pregunta de Puñal de la Ley, así como su propia respuesta.
—¡No importa! ¡Ya veremos! Habrá que esperar. Tendrá la obligación de acompañarnos. Y entretanto, en la primera ocasión, ya habremos escapado —le aseguró, esperanzado, el ayudante de Pureza del Vacío.
Pese a los escasos resultados de su lamentable periplo, Puñal de la Ley, convencido de que se disponía a vivir una experiencia fructífera y decisiva, parecía feliz.
Aunque pertenecientes a obediencias budistas diferentes, sabía que siempre valían mucho más dos monjes que uno solo frente a posibles imprevistos y a la adversidad.
Las interminables jornadas de espera, sitiado por la nieve y las heridas de Sing-sing en el albergue de montaña en compañía de aquel cornaca incapaz de hilar tres palabras seguidas; la terrible sensación de inutilidad y de desaliento que había empezado a sentir ante la desaforada búsqueda del elefante blanco y de Buddhabadra en el inmenso desierto blanco del macizo del Techo del Mundo; los remordimientos, cada vez más intensos, que no cesaban de corroerlo, por haber abandonado a su suerte a los monjes del convento de Peshawar justo cuando iba a iniciarse la Pequeña Peregrinación... todo aquello había quedado borrado súbitamente gracias a Cinco Prohibiciones.
Aquella sensación de libertad y de sosiego que el primer acólito de Buddhabadra había sentido a partir del primer contacto con aquel monje, un simple gesto del cual había bastado para devolver la salud a su paquidermo, acabaron de convencerle de que formaban una pareja complementaria.
La amabilidad y comprensión de que daba pruebas Cinco Prohibiciones en todo momento eran muy oportunas.
Puñal de la Ley tenía necesidad de aquel contacto y de aquella amistad naciente, que presentía intensa.
La búsqueda de Buddhabadra podía ser aún larga y penosa.
Aquella sensación de peligro, de riesgo y hasta de extrañeza que sentía desde su partida seguramente indicaban que su Inestimable Superior le había escondido muchas cosas que ahora le complicaban extraordinariamente la tarea.
Cuando uno se encontraba, como él, en trance de perder uno tras otro sus puntos de referencia, lo que más falta le hacía era la comprensión de los demás, sobre todo si era tan amable e inteligente como aquel joven monje del Gran Vehículo.
Y si el camino de Cinco Prohibiciones se había cruzado de aquel modo con el suyo, Puñal de la Ley, que no creía en el azar, estaba convencido de que aquel empujoncito sólo podía venirle del Cielo, de un bodhisattva que lo apreciaba o del Apsara que velaba por él e incluso —¿por qué no?— del propio Buda.
—Te agradezco todo lo que has hecho por mí, Puñal de la Ley. ¡No lo olvidaré! —afirmó Cinco Prohibiciones.
Los dos monjes se levantaron entonces al mismo tiempo y después, por respeto, se hicieron una inclinación reverente hasta que sus frentes se tocaron.
Después de lo cual, sin cederse la palabra, comenzaron a recitar las fórmulas rituales mediante las cuales era costumbre ofrecer la jornada que empezaba a la voluntad del Bienaventurado, suplicándole al mismo tiempo que alejase todo lo posible las tentaciones que acechaban al hombre y lo sumían en el insoportable dolor de los dolores insatisfechos.
Cada uno, tranquilizado por la bondad y la complicidad que veía en aquel momento en la mirada del otro, hubo de decirse que por lo menos, entre monjes budistas, era posible entenderse.
Y teniendo en cuenta lo que les esperaba, esa complicidad era particularmente tranquilizadora.
18
PALACIO DEL GENERAL ZHANG,
CHANG AN, CHINA, 5 DE ABRIL DE 656
Los dos hombres, sentados uno frente a otro en elegantes sillones de ébano, lucían los atributos de su elevado rango: una larga espada curva con el puño de jade, que indicaba que se trataba de un general del imperio, el grado más alto del ejército, uno de ellos; y un sable más corto cuya guarnición de bronce ostentaba una esmeralda incrustada, el otro, que era prefecto.
—¿Os percatáis, mi general, de que la tal Wuzhao estaba prácticamente desnuda en la cama cuando el Mudo, acompañado siempre de su horripilante grillo, me hizo pasar a su camarín? —exclamó con voz tonante el prefecto Li, manoseando, nervioso, la empuñadura del sable.
—¡Vaya con los aires que se da la zorra! Atreverse a recibir en cueros a un alto funcionario como vos... —exclamó, indignado, el viejo general Zhang, que masticaba una almendra tostada.
En la mirada del Gran Censor acababa de centellear un fulgor de lubricidad.
—¡Eso digo yo! Esa arpía sabe utilizar sus encantos. Como yo hubiera tenido veinte años menos... —dijo.
—¡Sí, os hubierais rendido! ¡Decidlo claramente! Confesad francamente que tiene hermosos pechos —exclamó medio en broma el general.
El general Zhang, después de haber sido un ilustre comandante de victoriosas campañas, había sido elegido por el gran emperador Taizong para desempeñar el cargo de Primer Ministro, autoridad que había ejercido por espacio de largos años antes de que Gaozong lo depusiera.
Herido al ver que Dama Wang era repudiada, el militar retirado se puso al frente del clan de los enemigos irreductibles de Wuzhao, protegido por el inmenso prestigio que se le reconocía en el imperio por sus gloriosos hechos de armas, tan beneficiosos para Taizong el Grande.
—¡Verdad es que los pezones de la emperatriz eran rosados como el nácar! Esa mujer debe de ser tan cruel como hermosa. Llevaba una túnica abierta de arriba abajo, así que cuando se sentó delante de mí y cruzó, con toda intención, las piernas, se las arregló para dejarme ver hasta lo más profundo de su valle de rosas, que más parecía el sendero del jardín interior de un templo budista, tan perfectamente desherbado estaba —precisó, decididamente elocuente, el prefecto Li, a quien la visión del botón de peonía de Wuzhao había dejado un recuerdo indeleble a pesar del odio que profesaba a aquella mujer.
—En lo que a mí concierne, jamás he tenido esa suerte. Es evidente que la emperatriz me detesta tanto como yo la desprecio a ella... ¡No se fía de mí! Dicen en la ciudad que para el emperador Gaozong sus pezones son tan dulces como frambuesas. En cuanto a su valle de rosas, seguro que le encanta pasear la lengua por él. También se murmura que esa mujer ponzoñosa no tiene igual a la hora de chuparle el bastón de jade ni de dejarse penetrar por el patio de atrás. ¡Práctica vil de la que, al decir de los eunucos, que lo comentan con miradas de reojo, Gaozong no se cansa nunca! El hecho es que esa mujer tiene al pobre emperador a su merced. Y ya que está obsesionado con esa esposa tan descarada, os aseguro que ese chico no llegará lejos. ¡Menudo imbécil! Esa mujer no tardará en gobernar el imperio y reemplazar en todo al emperador. Dondequiera que se encuentre el difunto Taizong el Grande, si acaso ve todo esto, seguro que está hecho una furia. ¡No tardará en dilapidar su rico patrimonio! —refunfuñó el antiguo Primer Ministro del emperador más grande de la dinastía de los Tang, quien dio a su reino un brillo equivalente al que ocho siglos antes le diera el primer emperador Qin Shi Huangdi.
—¡Es preciso reconocer que la emperatriz tiene un cuerpo soberbio! El arma con que retiene a su marido es realmente temible... —exclamó el prefecto Li, excitado por la cruda descripción de los favores que Wuzhao otorgaba a Gaozong.
—Si estamos aquí es para hablar de lo que ella os dijo, no de los encantos que esconde entre sus muslos —lo interrumpió el viejo general.
—De acuerdo, mi general. Debo deciros que la conversación no tardó en adquirir un sesgo muy curioso. Desde el principio hasta el fin no cesó de sonsacarme en relación con esa historia de la seda clandestina como si éste fuera el único asunto que le interesaba. Quería tirarme de la lengua y enterarse de todo lo que yo sabía al respecto, aunque no pronunció ni una sola vez el nombre del Ministro de la Seda, Virtud de Fuera...
—Sin duda os preguntó si la Oficina de los Rumores del Gran Censorado tenía alguna noticia sobre ciertas anomalías en relación con este particular, ¿no es verdad?
—Efectivamente. Pero yo aparenté sorpresa lo mejor que pude. A riesgo de que me tomara por idiota, ni por un momento pensé en contarle lo que ya sabemos desde hace meses y menos aún el plan que he emprendido hace poco tiempo con mis agentes más fiables para tratar de desenmascarar a los autores de ese tráfico que es la comidilla de la ciudad. Por otra parte, cuando Wuzhao comprobó que yo parecía estar en la higuera, teníais que haber visto la satisfacción que sintió. ¡Había que verla, mi general!
—Os repito lo dicho: esta mujer teme que el Gran Censorado meta las narices en ese tráfico e identifique a los autores. Me dejaría cortar la mano si la emperatriz Wuzhao no está conchabada con esos traficantes de seda —no dudó en afirmar, con aire triunfante, el viejo general.
Por fin creía contar con lo necesario para acabar con la usurpadora.
—No estoy aún tan seguro como vos, mi general, para afirmarlo. Pero de lo que estoy persuadido es de que ese tráfico no le disgusta en absoluto. Ignoro aún la razón. Sin embargo, gracias a los medios con que cuenta el Gran Censorado para sus investigaciones, acabaré averiguándolo —dijo el prefecto Li, prudente siempre.
Por su condición de alto funcionario en ejercicio, no disfrutaba del aura ni de la libertad de palabra del viejo Primer Ministro retirado y, por encima de todo, dado que se sentía deseoso de proseguir su brillante carrera administrativa, no quería que este último supusiera que podía mostrarse parcial en el ejercicio de sus funciones de Gran Censor.
—¿Dispone el Gran Censorado de alguna pista?
En el semblante del prefecto Li apareció la sombra de cierto malestar.
—Hace unas semanas, a raíz de la «denuncia-indulto» de un delito, hago vigilar con gran discreción a los individuos que llevan en la muñeca un hilo fino de seda roja. Parece que allí donde van, hay seda clandestina con toda seguridad.
—¿Serían, pues, esos hombres los que se dedican a ese comercio ilícito?
—Todavía es pronto para saberlo. Según algunos de mis agentes, forman parte de la red comercial propiamente dicha. Según otros, se encargan de la labor de vigilancia.
—Todo esto me parece muy complicado... —farfulló, con aire dubitativo, el viejo general.
—Pues es lo que hay. La investigación es delicada, ya que los miembros de esta red, suponiendo que exista, son en extremo desconfiados...
—¿Sabe algo de ese comercio paralelo el Ministro de la Seda?
—Sin duda. Él mismo me lo vino a comunicar, asustado como un niño, poco después de su entrevista con Gaozong, por supuesto en presencia de la inevitable Wuzhao. No había tenido más remedio que revelar al soberano la existencia del mercado paralelo al estimar que era muy peligroso para su seguridad no informarle de un asunto cuyas proporciones eran tales que, tarde o temprano, llegaría a oídos del emperador.
—¡Es evidente que hace años que se habla del asunto en la capital!
—Tráfico clandestino de seda lo ha habido siempre, aunque nunca de tales proporciones.
—En verdad que Gaozong será siempre el último en ser informado de las irregularidades que ocurren ante sus propios ojos. En cuanto a ese imbécil de Virtud de Fuera, que fue a contar en altos lugares sus pequeñas desgracias, haría mejor vigilando el sector que tiene a su cargo. En serio que ese hombre es el peor Ministro de la Seda que hemos tenido desde el principio de la dinastía de los Tang —dictaminó el viejo militar.
—¡Y además, imprudente, mi general! Sin duda que Wuzhao hizo seguir a Virtud de Fuera hasta la puerta de mi despacho cuando me vino a ver. ¿Cómo explicar, de otro modo, que a los dos días la emperatriz me convocara, si yo en mi vida había tenido tratos con ella?
—Esa mujer espía por cuenta propia, eso es seguro. Viniendo de ella, todo es posible.
—Probablemente tengáis razón, mi general.
—En tal caso, ¿el Gran Censorado no debería hacer una redada en vuestra «red del hilo rojo»? El Gran Taizong solía decir que el éxito de una ofensiva radica siempre en la sorpresa...
—Así que salí del camarín de la emperatriz, ordené a mis dos mejores brigadas especiales que iniciaran pesquisas en el barrio de los sederos y peinaran una por una con peine espeso todas las tiendas... —soltó el prefecto Li, espantando con violencia una mosca gorda que no hacía más que volar alrededor de su rostro, después de lo cual lanzó un escupitajo en la gran escupidera de cobre que un servidor había colocado entre los dos hombres.
Acababan de traer una bandeja de madera lacada en la que había un cuenco verdeceladón con cortezas de naranja confitadas con jengibre.
El anciano general, glotón como un gato, ofreció aquella deliciosa golosina a su invitado, quien no se hizo de rogar.
—¡Servíos, mi querido Gran Censor, esto suaviza la garganta!
—¡Infinitas gracias, mi general! ¡Tentáis mi lado más débil! —murmuró respetuosamente el prefecto Li.
—¿Y qué habéis descubierto de interesante en el barrio de los sederos?
—¡Un cadáver! —consiguió articular el prefecto Li, que acababa de ingurgitar una enorme corteza confitada y ahora el azúcar le chorreaba barbilla abajo.
—¿Ya estamos así? —soltó no sin ironía el antiguo héroe de las guerras de conquista del gran emperador Taizong, que era dado al humor de tipo frío.
—Se trata de un tal Rojo Vivo, propietario de una tiendecita con la enseña de La Mariposa de la Seda. ¡Mis hombres encontraron su cuerpo sin vida, despanzurrado, detrás de la puerta de su comercio!
—¿Qué relación existe entre el cadáver de ese tal Rojo Vivo y el tráfico de seda clandestina?
—Cerca de la mitad de las existencias almacenadas en la tienda propiedad de ese hombre carecían del sello oficial. Ese modesto comerciante defraudaba a gran escala. ¡Figuraos, mi general, que en su tienda había incluso moaré bermellón y amarillo!
—¿Moaré bermellón y amarillo? ¡Es increíble! Hace tres meses que mis hijas me lo reclaman para su uso particular y hasta ahora me ha sido imposible localizar en el mercado el menor retal de esa tela.
—¡No es preciso que os lo diga, mi general! Como bien dice el proverbio: las naranjas pequeñas, las de peor aspecto, son más jugosas que las grandes.
—Los asesinatos por despanzurramiento no son cosa corriente —observó con absoluta indiferencia el viejo general, quien acababa de hacer un ademán a un servidor para indicarle que les sirviese otra ración de cortezas confitadas.
—El cuerpo de Rojo Vivo estaba desnudo y nadaba en un charco de sangre. El asesino había hecho gala de una brutalidad inaudita y es muy probable que consumara el delito a golpe de sable. Mis hombres me aseguraron que los intestinos estaban desparramados por todo el suelo de la tienda, a semejanza de esos pies de pebeteros a los que algunos artesanos broncistas dan forma de dragones inextricablemente revueltos —detalló el prefecto antes de volver a expectorar en la escupidera.
—¡Qué salvajada! —pronunció por fin, pensativo de pronto, el viejo general Zhang.
—¡Mis hombres se quedaron atónitos!
—¿Sacaron algo del interrogatorio de los vecinos? Supongo que vuestros hombres se ocuparían de este extremo.
—Contamos con un solo elemento, pero vos mismo, mi general, convendréis en afirmar que no es negligible: según los dimes y diretes de algunos testigos, unos días antes del asesinato, el mencionado Rojo Vivo recibió la visita del Mudo, el gigante, quien después de haber registrado a fondo su tienda lo hizo subir a un palanquín y se lo llevó nadie sabe adónde...
—¿Creéis que la perdida de Wuzhao en persona recibió a ese individuo?
El antiguo Primer Ministro del imperio de los Tang, a quien la revelación del prefecto Li había hecho saltar de su asiento como accionado por una ballesta, estaba exultante como un niño al que acabasen de premiar con el juguete más deseado.
—No puedo asegurarlo, pero vos no ignoráis que el terreno que es competencia del Gran Censorado se detiene a la entrada del palacio imperial pese a que sus despachos están situados en el primer piso de su puerta principal —dijo el prefecto Li.
—¡Por desgracia! ¡Y tres veces por desgracia! —lo fulminó el viejo.
—Con todo, no desespero de llegar a saberlo. Espero coger desprevenido, ya sea en la ciudad o en otro lugar, en una pelea o violando el toque de queda, a algún servidor de palacio dispuesto a irse de la lengua cuando yo le diga que cerraré los ojos a cambio de una declaración por su parte... ¡Es increíble lo eficaces que pueden ser en materia de información las «denuncias-indulto» de delitos! Siempre que no se haga un uso abusivo de las mismas, esto por descontado... —murmuró con aire de sabérselas todas el prefecto Li, que acababa de levantarse a su vez para acercarse al viejo general.
—Es evidente que este asunto puede complicarse. Si resultase que Wuzhao no se contenta con estar implicada en la trama de la seda clandestina y fuese la causante de ese crimen odioso, es evidente que sería muy grave... El que guarda tales secretos podría temer entonces por su vida —dijo en un murmullo al Gran Censor antes de empezar a recorrer, nervioso, su despacho de un lado a otro.
—¿Eso creéis? —preguntó este último, mientras su rostro palidecía de pronto.
—¡Amigo mío, uno no recibe impunemente un regalo del Cielo como éste! Para todos aquellos que tienen prisa por que cese esta lamentable comedia del poder, éste sería un signo nefasto en el mandato celestial de Gaozong. Entonces el emperador estaría en peligro mientras no se desembarazase de esa mujer. Pero aquella Wuzhao tiene salidas para todo... No hay duda de que, para evitar ese resultado, la usurpadora sería capaz de recurrir a todos los medios —dijo finalmente antes de volver a sentarse.
—¿Qué debo hacer dada la situación, mi general?
—Seguid con vuestras investigaciones y estad muy atento. Redoblad la prudencia en el aspecto general, pero llegad al final —le espetó el antiguo Primer Ministro antes de añadir—: El Gran Censor que libre definitivamente al imperio de esa zorra sólo tendrá que subir unos pocos escalones para convertirse en ministro de alto rango, a lo mejor en el más alto de todos...
—Esto os permitirá entender, mi general, por qué no pienso abandonar esta investigación —le replicó el prefecto Li, alentado por las últimas palabras.
—Mantenedme al corriente de la evolución de los acontecimientos, si tenéis la bondad, a ser posible todos los días, y tened muy presente que el futuro es vuestro —dijo el viejo general al Gran Censor cuando este último ya se disponía a marchar.
Convencido de que había sonado la hora de la revancha, el viejo, ahora lleno de felicidad, ya se imaginaba el rostro demudado de Gaozong al anunciarle que tal vez su mujer sería inculpada de participación en un crimen de Estado.
Aquél sería el final de aquella insoportable usurpación que era la designación de Wu como esposa oficial del emperador de la China, puesto jamás admitido por los miembros de las «familias nobles» de las que el general Zhang, pese a su edad, era infatigable portavoz.
El asunto era de tal gravedad que incluso podía comprometer la solidez del mandato que el Cielo había confiado a su Hijo, ya que desde hacía miles de años así llamaban al emperador de la China.
Como buen confuciano, el general Zhang tenía la costumbre de explicar que igual que el Cielo otorgaba su mandato a un soberano, un buen día podía decidir retirárselo si su beneficiario no era digno de él.
—¿Habéis pensado en hacer vigilar la tienda de La Mariposa de la Seda por si a los asesinos del tendero les da por volver al lugar del crimen? —espetó al Gran Censor en el momento en que éste franqueaba el umbral de la puerta de su despacho.
—Tengo a dos centinelas disfrazados de vendedores ambulantes delante mismo de la puerta de entrada —puntualizó el prefecto Li antes de despedirse definitivamente.
Para ir desde la casa del Primer Ministro Zhang a las oficinas del Gran Censorado, situadas en el palacio imperial, había que atravesar lo que en Chang An ya se designaba con el nombre de barrio elegante de la Pureza Celestial, donde las casas de los patricios se levantaban en medio de jardines en los que abundaban las plantas raras.
Encerrado en su palanquín, que los porteadores, obedeciendo las órdenes recibidas, transportaban con la mayor presteza posible, el prefecto Li no dirigió siquiera una mirada a aquellos palacios opulentos, rodeados de jardines tapiados por los que sólo asomaban las frondas más lujuriantes, en los que vivían todos los nobles y altos funcionarios con que contaba la capital de los Tang.
Estaba absorto pensando en la conversación que acababa de sostener con aquel viejo militar de talante un tanto agrio.
Acababa de salir del despacho del general Zhang y ya se sentía dividido entre la satisfacción y la inquietud.
Como era lógico, convertirse en gran ministro del imperio era el sueño de cualquier alto funcionario. Y en este sentido, al sugerirle que aquel sueño no era imposible, el antiguo Primer Ministro del emperador Taizong había pulsado una de sus cuerdas más sensibles.
Sin embargo, ¿acaso no lo inducía a desempeñar un papel demasiado arriesgado al comprometerlo a atacar directamente a la propia Wuzhao?
Y por otra parte, ¿era razonable aliarse a la causa de la nobleza hereditaria del imperio, que desde hacía lustros iba perdiendo privilegios de forma inexorable, empujada por la presión de los altos funcionarios, elegidos por concurso, que ya constituían una casta estatal mucho más poderosa?
¿Acaso al general Zhang no lo cegaba el odio cuando no veía en Wuzhao más que una vulgar usurpadora desprovista de escrúpulos, cuando a ojos del pueblo humilde, y de manera especial de los devotos budistas, más numerosos de día en día, se les presentaba aquella antigua monja salida del convento de Ganye por la gracia del propio emperador como si fuera un modelo a seguir y hasta una especie de icono digno de respeto?
Al llegar a su despacho, el Gran Censor no tuvo ocasión de seguir sopesando los pros y los contras de la actitud que le convenía adoptar.
En efecto, delante de la puerta lo esperaba el jefe de las brigadas especiales con expresión consternada junto a otros tres hombres que parecían avergonzados.
—¿Qué ocurre? —les espetó el prefecto Li—. No parece sino que el cielo se ha desmoronado sobre vuestras cabezas.
—Señor prefecto, hemos perdido la pista del chico y la chica que el comerciante en sedas asesinado alojaba en el primer piso de su tienda —gimió el jefe de las brigadas especiales.
—¡Pero yo había dado órdenes estrictas para que mantuviesen una vigilancia continuada delante de La Mariposa de la Seda! —gritó, fuera de sí, el Gran Censor Imperial.
—¡La vigilancia se mantuvo, señor prefecto! Pero los dos tortolitos volaron sin que pudiéramos evitarlo! Desde ayer por la noche no han vuelto a aparecer por la tienda de la víctima. ¡Y que me devore el dragón ahora mismo sí en eso tengo alguna culpa!
—¡Sois unos inútiles! Para vuestro olfato, un grano de mostaza es como la infinita inmensidad donde reina la divina Soberana de las Nieves Azules.24 ¡Que el dragón os devore a todos! Encargo este caso de asesinato a ocho hombres de mis dos mejores brigadas especiales y ni siquiera saben vigilar correctamente a dos sospechosos importantes. Si esa pareja no se ha dejado ver el pelo es signo evidente de que está liada con el tráfico de seda y sobre todo que se ha enterado de que la vigiláis —vomitó el jefe del Gran Censorado, que seguía con sus idas y venidas a través de su inmenso despacho circular, ante las miradas de sus hombres, impecablemente cuadrados, que con la cabeza gacha evidenciaban la vergüenza que sentían.
—No cabe duda, señor prefecto, eso indica que alguien que quiere protegerlos les ha pasado el aviso —se atrevió a opinar el jefe, aunque con el cogote todavía más torcido que los demás.
—¡Pues precisamente para evitar esto te pagábamos todos los meses... por lo menos hasta ahora! ¿Quieres decirme para qué sirves, si me haces el favor? —remachó el prefecto a aquel inconsciente, que no se daba cuenta de que con sus palabras no hacía más que agravar aún más su situación.
El interesado, de corpulencia atlética, temblaba ahora como una hoja sólo pensar en el castigo que le esperaba.
A su lado, sus hombres tampoco las tenían todas consigo.
El prefecto Li tenía fama de intransigente, pero también de cruel, cualidades que por otra parte explicaban que desempeñara aquel cargo que confería a su titular las más altas funciones en lo tocante a vigilancia y control de la administración imperial.
A menudo se murmuraba en los círculos bien informados de Chang An que «aquel Li», como se le solía designar, representaba por sí solo «los ojos y oídos» del emperador Gaozong.
En efecto, el Gran Censorado cubría la función de una verdadera policía secreta al servicio del emperador.
Su eficacia se apoyaba en la lealtad de sus agentes, quienes debido a su función tenían conocimiento de secretos de Estado y asistían a actos que no debían revelar jamás.
De aquel ejército en la sombra, obligado a ser mudo como una carpa, su jefe, el temible Li, había adoptado el terror como forma básica de mando.
Por consiguiente, sus miembros temían por encima de todo las sanciones con las que gratificaba a aquellos que descubría en flagrante delito de inobservancia de su deber. La amputación del pie era el castigo más benigno. Y además, llevaba implícita la exclusión de aquella administración privilegiada. En tal situación, al interesado no le quedaba más remedio que esperar que en el palacio imperial quedase vacante algún puesto de conserje o de guardián-portero. Ya que, para tener la seguridad de que no abandonarían jamás su trabajo, los conserjes y guardianes-porteros imperiales eran elegidos obligatoriamente entre los soldados mutilados de guerra, los que se habían quedado con una sola pierna o habían sido condenados a amputación, debido a lo cual se habían visto privados de uno o de los dos pies.
—¿Qué se sabe, pues, de esos dos jóvenes que se han evaporado? —gritó el jefe del Gran Censorado lanzando, furioso, su sable curvado sobre su mesa, de impecable superficie, que quedó mellada con grosero descalabro.
—Sobre el muchacho, nada en concreto. Ya hacía tiempo que no vivía allí. No nos habían señalado su presencia en ningún momento con anterioridad. Al inspector administrativo del barrio ni siquiera le dio tiempo de tomar nota de su identidad ni de verificarla.
—¿Y la chica? ¿Quién es esa chica? —eructó el prefecto Li.
—Se llama Luna de Jade y trabaja en la fábrica del Templo del Hilo Infinito. Eso dice, por lo menos, el inspector administrativo y os juro que no sé nada más en estos momentos... —consiguió articular el jefe de las brigadas especiales con voz temblorosa.
—Pues bien, ¿a qué esperas para enviar una brigada a la manufactura de seda donde trabaja? ¿A que te crezcan las zarpas hasta que sean más largas que las de un tigre? —vociferó con voz tonante el amo de la Gran Auditoría.
—Mi señor prefecto, esta misma mañana he enviado a tres hombres a la manufactura imperial para que procediesen a interrogar a la interesada.
—¿Cuándo tendré el resultado de su gestión?
—Así que vuelvan, señor prefecto, yo mismo vendré a daros cuenta oralmente de sus informaciones. A menos que queráis un informe escrito, en cuyo caso habría que contar medio día más.
De hecho, todos los informes relacionados con asuntos considerados delicados que transmitían los jefes de brigada al prefecto Li, de acuerdo con el reglamento interior del Gran Censorado, debían ser redactados por escrito. De ese modo todo el mundo se hacía plenamente responsable de lo que comunicaba, ¡y pobres aquellos que se equivocasen y llevasen aquella temible administración policial por un camino sin salida y la dejasen en mal lugar porque serían castigados sin piedad por el Gran Censor!
—¡Me río de tus informes escritos! Quiero la información así que eches el guante a la Luna de Jade esa.
El respiro momentáneo que, después de aquella lamentable sesión, creía poderse tomar así que salió de la presencia del prefecto Li fue de corta duración.
No había dado tres pasos en la calle cuando oyó que éste lo interpelaba:
—Acabo de decidir que iré contigo. Hablaremos con los hombres que tienes en el Templo del Hilo Infinito. Así estaremos en primera fila cuando se proceda al interrogatorio de la obrera —dijo el prefecto.
Al jefe de las brigadas especiales le pareció que el suelo se hundía bajo sus pies y a punto estuvo de desmayarse.
El Gran Censor Imperial, uno de los funcionarios más altos de la jerarquía administrativa, jamás procedía a hacer inspecciones personales sobre el terreno y menos tratándose de una fábrica de seda como era el caso.
¿Qué escondía esta decisión, como no fuera una gran desconfianza no sólo con respecto a él, sino también con respecto a sus hombres?
Presintiendo que el asunto del tráfico de seda estaba adquiriendo las proporciones inauditas de un escándalo de Estado y que podía ocasionar perjuicios colaterales importantes, ya se veía expulsado de las brigadas especiales y terminando su carrera en el mejor de los casos en algún rincón del Gran Censorado y, en el peor, fuera del mismo, tras un puntapié en el culo por incompetencia y, por tanto, sumido en la vergüenza.
En el refectorio donde estaban sentados, delante de un caldero de sopa humeante, los hombres de la brigada especial, que jugaban tranquilamente a las damas, apenas podían dar crédito a sus ojos cuando vieron que irrumpía en el mismo su jefe acompañado del prefecto Li.
Al ver al prefecto, todos quedaron en silencio, ordenaron precipitadamente las fichas y hundieron la nariz en el cuenco de sopa.
—¡Eh, vosotros, a ponerse el brazal! Vamos a salir con el señor prefecto para reunirnos con vuestros compañeros del Templo del Hilo Infinito —ordenó su jefe, que disimulaba con trabajo el temblor de su voz.
Los tres agentes fueron a buscar al vestidor el brazal de tela blanca en el que figuraban caligrafiados los caracteres «grande» y «oficina» que servían para definir el trabajo que realizaban.
Era un brazal que despertaba el terror de las gentes.
No sólo era un salvoconducto que permitía a los agentes de aquella policía secreta transitar con mayor rapidez a través de los puestos de vigilancia y barreras de control, sino que era sobre todo un paso de libre circulación que les evitaba hacer cola, a semejanza de los ciudadanos de a pie que una administración puntillosa y especialmente codiciosa de impuestos no dudaba en hacer esperar horas y horas para extraerles, valiéndose de innúmeros pretextos, unos derechos de tránsito.
Por lo general bastaba con exhibir aquella lúgubre estrella blanca para que, atemorizada, la multitud que invadía permanentemente las calles de Chang An les abriese paso.
Ese día, entre aquella multitud compacta como un mar humano, el palanquín del prefecto Li, identificable gracias a aquellos caracteres —«grande» y «oficina»—, en este caso dorados, que exhibían sus puertas lacadas de negro, resultó ser un talismán mucho más eficaz aún que los brazales de los agentes que lo escoltaban al trote.
En efecto, sólo verlo, toda la calle quedó desierta en toda su anchura y todo el mundo se precipitó en silencio hacia las calles adyacentes por miedo a hacerse notar.
Apenas invirtieron una hora en un trayecto que un convoy normal habría tardado más del triple de tiempo en recorrer para llegar, pasando por calles desiertas, a la inmensa fábrica de la manufactura real de seda, pese a estar situada en la parte norte de la ciudad, lo que obligaba a atravesarla de un lado a otro viniendo del palacio imperial.
El prefecto Li, al salir de su palanquín como un diablo de la caja, empujó sin miramientos al inspector de guardia y a los controladores encargados de las comprobaciones necesarias tanto en materia de identidad del personal como del etiquetaje de las mercancías que entraban y salían del Templo del Hilo Infinito.
—¡Prefecto Li del Gran Censorado! —exclamó colocándose delante del inspector.
—¡Y yo el maestro Confucio! —replicó este último, que no había creído una sola palabra.
Para empeorar más las cosas, el inspector trató incluso de oponerse por la fuerza a aquel intruso que pretendía introducirse en el edificio apropiándose de una identidad falsa, ¡como si el temible prefecto Li no tuviera otra cosa mejor que hacer que perder el tiempo visitando hilanderías donde se fabricaba seda!
—¡Qué insolencia la tuya! ¡Eso te costará caro! —le espetó el prefecto Li ordenando con la mirada a sus hombres que cerraran la boca del desgraciado inspector.
Instantes después, el cuerpo del pobre hombre, molido a golpes, estaba derrumbado en los escalones que conducían a la gran puerta de la fábrica, mientras el director de la hilandería, consternado, se retorcía las manos y deshacía en excusas y los guardianes encargados del control de mercancías y personas, temblando de miedo, se apartaban en señal de respeto para dejar paso a los hombres del fatídico brazal.
Ante los ojos del pequeño equipo del Gran Censorado, al frente del cual estaba su jefe, se desplegaban ahora las calles de aquella verdadera ciudad industrial que era la más grande manufactura imperial de seda, célebre en todas las provincias chinas por la calidad y abundancia de su producción.
Verdadero santuario de la fabricación de moarés, fallas, brocados y satenes de seda, tan suaves al tacto que ponían la carne de gallina a cuantas y a cuantos se vestían con ellos, el Templo del Hilo Infinito llevaba dignamente el nombre que ostentaba.
En los callejones por los que estaban diseminados los talleres dedicados al devanado, tinte, hilado y tejido del precioso hilo, las ruedas de bronce de las carretas, empujadas por tintoreros, hilanderos y tejedores, habían abierto unas profundas roderas paralelas que, acentuando la perspectiva, aumentaban el sentimiento de inmensidad que sentía el visitante ante aquella extraña megalópolis y aquel hormiguero de obreros totalmente consagrados a la elaboración de aquella mercancía tan rara que, desde Europa al Japón, la gente se arrancaba de las manos.
Las calles del templo dedicado a lo que entonces se designaba con el bello nombre de «tejido brillante» o también de «tesoro sutil» estaban, en aquel sector dedicado al devanado, bordeadas de inmensos edificios de los que se escapaban las fumarolas del vapor que flotaba por encima del agua hirviendo en la que las obreras sumergían los capullos para impedir que los insectos los perforasen, lo que habría comportado el daño irreparable del hilo.
Algo más lejos, en la zona donde se efectuaba la tinción, se podía vislumbrar a través de las bajas ventanas el resplandor rojizo de las llamas de los hornos ante los cuales el tejido, recién salido de la cuba, era sometido al secado de acuerdo con la mayor o menor intensidad de color que se deseaba.
El ruido ensordecedor que se escapaba de los talleres, las idas y venidas incesantes de los obreros, la circulación de las carretas, la ininterrumpida carga y descarga, todo se sumaba a aquella actividad febril hasta que el alboroto acababa por provocar vértigo a los visitantes que, al igual que el prefecto Li, recorrían por vez primera el Templo del Hilo Infinito.
—¿Sabes en qué taller trabaja esa tal Luna de Jade? —preguntó al jefe de brigada el prefecto Li, impaciente por echar el guante a la muchacha.
—¡No, por desgracia! Tendré que informarme preguntando al contramaestre —respondió el hombre.
Acababa de descubrir a un individuo que, a la manera de un oficial, estaba ocupado haciendo avanzar al paso una pequeña brigada de obreros y obreras.
—¿Has visto pasar a unos hombres con un brazal como el mío?
—Se dirigían al segundo bloque, aquel donde se procede a la tinción.
—¿No es verdad que allí trabaja una tal Luna de Jade? —inquirió entonces el prefecto Li justo en el momento en que aparecían los tres agentes enviados aquella misma mañana por el jefe de brigada, enzarzados en conversación con una guapa obrera.
—Di a tus hombres que se dejen de zalamerías —ordenó, furioso, el Gran Censor a su jefe, que se precipitó hacia ellos para preguntarles si habían podido localizar a la muchacha china que habían ido a detener.
—Señor Gran Censor, mis hombres me aseguran que Luna de Jade se encuentra en su puesto de trabajo —exclamó el jefe de brigada un tanto aliviado.
—¡Que nos lleven allí más que aprisa!
Se dirigieron con gran celeridad a una de las salas donde los manufactureros procedían a las delicadas operaciones que permitían que la seda adquiriera sus increíbles reflejos tornasolados.
Al entrar al frente de sus hombres como quien se dispone a librar un terrible combate, el prefecto Li no pudo reprimir un movimiento de distanciamiento ante aquellas densas oleadas de vapores, acres y sofocantes, que se escapaban de las cubas, en las que, a la manera de una extraña sopa, hervían mezclas de vegetales, moluscos y minerales, cuyo secreto poseían únicamente los maestros tintoreros desde hacía milenios, cuando el Emperador Amarillo de los tiempos míticos, en su inmensa bondad, se dignó transmitirlo a los hombres.
En el fondo del taller, el encargado de la vigilancia de las obreras y obreros estaba arreglándose las uñas, sentado en una mesita desnuda de papeles, en medio de la cual destacaba su pipa de cazoleta, instrumento indispensable para distraer su aburrimiento.
Así que el jefe del taller volvía la espalda, hacía varias chupadas rápidas a la pipa para proseguir después, con mirada perdida y cabeza turbia, lo que de vigilancia de las operaciones de tinción sólo tenía el nombre.
—Busco a Luna de Jade. ¿Dónde está? Te conviene informarme, de lo contrario te veo mal —le espetó el prefecto Li.
El tipo, que volvía a ocuparse de su pipa y que todavía estaba bajo los efectos de la última chupada que había aspirado, observó con mirada extraviada a aquel fulano, a buen seguro colado también por los encantos de aquella chica por la que tantos que andaban de coronilla por ella acudían a él a indagar datos —como si él pudiera suministrarlos— sobre cuál podía ser la mejor manera de enfocar la estrategia encaminada a seducirla.
—Me parece que Luna de Jade ya tiene el corazón ocupado —dijo el encargado con un suspiro.
—Oye, desgraciado, ¿es que no me entiendes o qué te pasa? Te he preguntado dónde está la Luna de Jade esa. ¡Anda, tráemela! Si no respondes al Gran Censor Imperial, ¡ten cuidado con tus pies! —refunfuñó este último con gesto tajante.
—¿Cómo puedo estar seguro de que tengo que habérmelas con un personaje tan importante? —se atrevió a preguntar, incómodo de pronto, el vigilante.
—Oye, imbécil, te conviene hablar, de lo contrario te verás metido en graves problemas. ¡Y pensar que, para que toméis buen ejemplo, me esfuerzo en que leáis a Confucio en el texto original! —se lamentó una voz plañidera que salía de detrás de él.
Al oír aquellas palabras, el encargado de la vigilancia se volvió.
Volvía a ser el director de la fábrica, que había acabado por unirse a toda la caterva de agentes de las brigadas especiales del prefecto Li.
—¡Soy el jefe del Gran Censorado! —exclamó entonces el prefecto, después de haber pedido a sus hombres que mostraran al conjunto de los trabajadores presentes la parte del brazo donde llevaban anudado el brazal.
—Mi señor, os pido mil excusas. Jamás habría pensado que tendría ocasión de conocer, en este taller, a una persona de vuestro rango —tartamudeó el encargado, consciente de que acababa de incurrir en una metedura de pata que podía llevarlo directamente a ocupar el puesto de conserje de un inmueble público.
Temblando como una hoja, se levantó precipitadamente, dio una vuelta alrededor de la mesilla, se colocó delante de la misma y se cuadró de manera tan desgarbada como lamentable.
—¿Dónde está esa tal Luna de Jade? Me han dicho que trabaja bajo tu supervisión en ese mismo sitio, el taller de tinción —repitió, fuera de sí, el prefecto.
—Lo más extraño... es que no se ha presentado al llamarla —se lamentó el vigilante, que ya tenía la frente perlada por gruesas gotas de sudor.
—¡Conque Luna de Jade se ha desvanecido! ¡Pero esto no es posible! ¿Vino ayer? —aulló el muy alto funcionario.
—¡Sí! Precisamente esa chica es una de las obreras con dedos de hada que se cuentan entre las más válidas de ese taller. ¡No falta nunca! Desde que trabaja aquí, jamás ha estado enferma —respondió una tintorera algo mayor que las demás que al parecer también hacía las veces de supervisora.
La matrona, que llevaba los brazos desnudos, teñidos de rojo por la tintura de color bermellón, no parecía sino que llevaba guantes de moaré y en aquel momento no tenía aspecto de estar descontenta por haber puesto en situación embarazosa con sus palabras al detestable guardián del taller.
—¡La situación está tomando mal cariz! Nos encontramos ante una red aparentemente muy bien organizada... y que disfruta burlándose de nosotros. Es del todo necesario que echemos el guante a esos dos jóvenes. En estos momentos me interesan sobremanera... Voy a hacerme cargo personalmente de las investigaciones —refunfuñó, furioso, el patrón del Gran Censorado antes de dar media vuelta.
El rostro del jefe de la brigada especial, que reflejaba la intolerable afrenta que se veía obligado a sufrir en presencia de sus hombres, quedó lívido como el cadáver en que se convertiría al día siguiente, en que aparecería colgado de la rama de un árbol.
19
OASIS DE DUNHUANG, RUTA DE LA SEDA
La joven cristiana nestoriana estaba observando los bruscos movimientos de un pequeño lagarto pegado al techo.
Se sentía feliz.
El proyecto que pensaba realizar, aparte de que sacaría de apuros a su padre, justificaba a posteriori su silencio con respecto al asesinato de que había sido testigo, así como al corazón de sándalo que había ido a parar a sus manos de manera fortuita.
En la estrecha cama de su habitación de paredes blancas encaladas, Umara reflexionaba sobre la memorable jornada que acababa de vivir.
Era indudable que aquel día contaría el doble para ella.
Experimentaba una mezcla de sentimientos en la que había felicidad, irritación, pero también inquietud.
Por un lado acababa de comprender que ahora se encontraba en igualdad de condiciones con el obispo Addai Aggai en lo referente a secretos inconfesados.
Y por otro, aunque eso no lo sabía aún, había conocido a alguien que tendría un papel decisivo en el resto de su existencia.
La primera comprobación contribuía a aliviar su conciencia de hija sumisa que hasta entonces no había ocultado nada a su padre.
Empezó por no decirle nada del descubrimiento inopinado de aquel escondrijo de libros del convento de la Compasión, excavado en una oquedad del peñasco, que se le había revelado cuando iba en compañía de aquel muchacho llamado Bruma de Polvo.
¿Cómo habría podido confesarle una escapatoria como aquélla sabiendo que su padre habría imaginado que había estado a punto de romperse mil veces la crisma? Aunque fuera retrospectivamente, Addai Aggai habría temblado como su hija no podía imaginar siquiera.
En cuanto al espantoso asesinato del que había faltado poco para que también se convirtiera en víctima cuando, de hecho, no había sido más que involuntario testigo, todavía podía hablarle menos a su padre, ya que la revelación le habría comportado una conmoción más violenta aún.
Así pues, no tardó mucho en decidir que, aunque sólo fuera por pocos días, pensaba guardarse el terrible secreto, si no por otra cosa para darse tiempo a encontrar las palabras adecuadas para contarlo.
Pero las palabras tardaban en acudir y, como suele ocurrir con todo secreto íntimo que uno tarda en confesar, Umara fue descubriendo que, cuantos más días pasaban, más prisionera de él se sentía.
Por consiguiente, no dijo una palabra a su padre de aquel extraordinario hallazgo de la cajita de sándalo en forma de corazón.
En realidad, de regreso a Dunhuang, cuando levantó la tapadera de la misma, lo que vio en su interior le pareció algo hasta tal punto único e inaudito que apenas si se atrevió a tocarlo.
Se contentó, pues, con contemplarlo, como hipnotizada, y volvió a cerrarla en seguida.
Más que miedo a la angustia, a la decepción o a la cólera de su padre cuando descubriera que su hija había eludido su férrea tutela, contaba la profunda intuición, por otra parte inexplicable, que motivaba el silencio absoluto en el que Umara se había encerrado haciendo que se estableciera con respecto a él una distancia que no había existido nunca con anterioridad. Se había impuesto igualmente la íntima convicción de que debía preservar aquel secreto por encima de todo, pese a que no habría sabido explicarse las razones aun sabiéndolas imperiosas.
Interesada en penetrar el enigma, destinó horas a compulsar de la manera más discreta posible algunos libros de la biblioteca del obispado.
Pero todo fue en vano: en ninguno se mencionaba lo que ella había descubierto en el pequeño corazón de madera.
Sólo a Bruma de Polvo decidió abrirse, pasados unos días, con respecto a lo que había dicho por inadvertencia, según le comunicó, sobre la pagoda en ruinas con los Apsaras de estuco.
El joven chino había insistido tanto que Umara, rendida por agotamiento, se avino a abrir la caja.
—¡Lo que hay dentro seguramente vale una fortuna! —exclamó el chico, maravillado.
—¡Júrame que guardarás el secreto!
—Deberíamos esconderlo en sitio seguro, ¡podríamos guardarlo en el escondrijo de los libros! —añadió con ojos abiertos como platos después de lo que acababan de ver.
De momento se había contentado con disimular la caja debajo de la cama.
—Tienes razón. Mañana nos acercamos al peñasco y escondemos la caja en la cueva emparedada. Allí no la buscará nadie.
Con el corazón alborotado por miedo a que alguien los siguiera, se dirigieron a toda prisa al sitio convenido.
—Métela al fondo de todo, debajo de aquel montón, no vaya a ser que uno de los monjes-bibliotecarios del monasterio de la Salvación y la Compasión la descubra si le da por hacer un inventario —le recomendó la chica, preocupada por garantizar la máxima seguridad posible al hallazgo.
—Aunque pienso que, con todo el dinero que tienen acumulado, seguro que esos monjes serían capaces de pagar muy caro lo que contiene el corazón de sándalo —bromeó su joven camarada.
—¿Por qué lo dices?
—No hay comerciante budista que haga buenos negocios en el mercado de Dunhuang que se olvide de ir a llevar su óbolo a Centro de Gravedad, el superior de ese monasterio. ¡Y hasta yo mismo, si me lo tropiezo de camino, no es raro que reciba también alguna moneda!
—dijo, con aire entendido, Bruma de Polvo a Umara deslizando el corazón de sándalo detrás de una hilera de sutras, prácticamente inaccesible, en el extremo opuesto al agujero que servía de entrada al escondrijo.
Habría sido necesario vaciar por completo la cueva para ponerle la mano encima.
Desde el día que había escondido el corazón de sándalo en la cueva de los libros cada día que pasaba hacía más improbable que pudiera revelar aquel secreto a su padre, lo que contribuía a inquietar más a Umara.
Sin embargo, cuando la joven cristiana nestoriana descubrió que Addai Aggai se dedicaba a la actividad clandestina del hilado de la seda, se desvanecieron todos los sentimientos de culpabilidad que había sentido hasta entonces: ¡estaban en la misma situación!
En realidad, por prudencia y para proteger a su hija, el obispo se había guardado de explicarle que, gracias a tejer el hilo de seda que les proporcionaban los maniqueos de Turfan, los nestorianos de Dunhuang financiaban el desarrollo de sus actividades religiosas.
Las únicas personas de su círculo que gozaban de su confianza eran la gorda Goléa, a quien había hecho jurar que no diría nunca nada y, por supuesto, Diakonos, el diácono nestoriano que dirigía el hilado clandestino.
Se trataba, en efecto, de una auténtica organización industrial la que había creado Addai Aggai para transformar en irisado tejido de seda las bobinas de hilo que llegaban de Turfan a lomos de camello, escondidas entre la paja.
El obispo y el diácono habían tomado las máximas precauciones para hacer lo más disimulada posible la fabricación del precioso tejido de seda, importado después de forma fraudulenta a la China central en fardos envueltos con grosera tela de cáñamo.
Al objeto de preservarla de miradas indiscretas, Addai Aggai había instalado la hilandería clandestina en pleno desierto, a toda una jornada de marcha del oasis de Dunhuang.
Para trasladarse al lugar en cuestión, había que enfilar la Ruta de la Seda en dirección oeste y abandonarla rápidamente después desviándose hacia la derecha en dirección norte, un lugar indicado con unas zarzas espinosas, delante de las cuales y para no equivocarse había mandado juntar un montón de piedras.
A partir de allí uno se encaminaba hacia una imponente cadena de colinas rocosas que interceptaban el horizonte del desierto.
Para llegar hasta aquellas ubres de suaves perfiles había que atravesar una llanura árida de aspecto mineral en la que prosperaban únicamente algunas matas de hierba grisácea y punzante como si en ella crecieran flechas. Tras subir y bajar de nuevo la colina, se llegaba por fin al lugar donde se encontraba instalada la hilandería clandestina del nestoriano, al fondo de una cañada de la que brotaban, entre dos piedras, las claras aguas de una fuente que no se secaba jamás.
Habría sido difícil distinguir el pequeño edificio desde lejos.
Sus muros bajos y sinuosos se confundían de tal modo con la pared rocosa arrimada a la cual se había construido la hilandería que había que conocer de antemano su existencia para distinguirla.
Detrás mismo de la cañada, ligeramente más abajo de la fábrica, en una lengua de tierra regada por el agua del arroyo, se extendía un amplio terreno laborable.
Una parte del mismo era una huerta de los monjes obreros, mientras que la zona restante estaba dedicada a la cría de aves de corral.
Se había creado, pues, un autoabastecimiento que permitía al personal de la fábrica, al que Addai Aggai había hecho jurar secreto absoluto, sobrevivir en pleno desierto sin depender de aprovisionamientos que habrían despertado sospechas entre los habitantes de Dunhuang.
Para mayor seguridad y de ese modo garantizar el silencio absoluto de los obreros, el obispo les había obligado a hacer voto de ermitaños, en virtud del cual se obligaban a no abandonar jamás la pequeña cañada del desierto. Incluso había conseguido inculcar a aquellos hombres la idea de que, gracias a usar los dedos en los telares, cualquier infracción de su condición de ermitaños equivalía a un pecado mortal que se podía castigar con el infierno, en tanto que el respeto a la misma, teniendo en cuenta la causa que servía, les garantizaba, por el contrario, el paraíso sin purgatorio.
Cuando un monje nestoriano se avenía a trabajar en la hilandería clandestina de Addai Aggai, no salía de ella más que muerto, a semejanza de Simeón el Estilita, el ermitaño sirio que pasó el resto de su vida encaramado a una columna de piedra, como daban testimonio de ello los montículos de piedras, dispersos aquí y allá en las colinas que rodeaban la fábrica, debajo de los cuales estaban enterrados los obreros nestorianos fallecidos.
El obispo procuraba no despertar nunca la menor sospecha cuando se dirigía a su hilandería clandestina.
Así que abandonaba la Ruta de la Seda, en aquel punto donde crecían las zarzas espinosas, para internarse en el desierto pedregoso, Addai Aggai se aseguraba siempre de que nadie lo siguiera ni lo observara. Solía ausentarse dos días seguidos, dando como pretexto una cacería con halcón, único placer que, por otra parte, se permitía. Por este motivo el padre de Umara partía siempre acompañado del ave, provista de la debida caperuza y aferrada al puño enguantado de cuero al que estaba sujeta con una cadenilla y, montado a caballo, una vez al mes, se disponía a supervisar la buena marcha de las operaciones de tinte y tejido de la preciosa tela.
En aquel pequeño edificio tan bien camuflado, entre la veintena de monjes que se afanaban desde la mañana a la noche obedientes a la batuta de Diakonos, había tres nestorianos procedentes del barrio de los tejedores de Shiraz, cuyas habilidades, transmitidas de padres a hijos, permitían a la minúscula hilandería del desierto la producción de una seda de calidad comparable a la de las fábricas más grandes de la China central.
Entre las delicadas operaciones sucesivas a las que se entregaban los monjes, la más difícil era sin duda la obtención de colores uniformes y regulares para el teñido.
Era, en efecto, de la calidad de éstas de lo que dependía el esplendor de la seda, que debía rivalizar con la seda china para poder competir con ella en el mercado local.
A fin de igualarla en perfección, el propio Addai Aggai se vio obligado a convertirse en maestro tintorero.
Para ello empezó por informarse entre los comerciantes sederos acerca de los secretos de la fabricación de aquel tejido.
En este caso, aquellos hombres no fueron avaros en confidencias, ya que de hecho eran parte esencial de sus normas comerciales.
Compraban, además, en el mercado de Dunhuang, los ingredientes de origen vegetal o mineral que servían para confeccionar los colores que más se apreciaban en China: el bermellón, por el que se pirraban las cortesanas; el amarillo, que recordaba el imperio; el negro, que hacía resaltar maravillosamente los bordados de oro y plata; el verde jade, que simbolizaba la inmortalidad.
Después de múltiples tanteos y con la ayuda de Diakonos, el obispo consiguió, a fuerza de perseverancia, captar el poder colorante de aquellas materias que había que machacar, mezclar, cocer a veces o bien dejar reposar en suspensión en agua, antes de obtener el tinte propiamente dicho en el que se sumergía la seda.
Todas las operaciones industriales, desde el hilado hasta el tejido pasando por el tinte, exigían enormes cantidades de agua.
Sin contar con la fuente habría sido imposible instalar la pequeña fábrica.
Por esto Addai Aggai no cesaba de dar gracias a su Dios Indivisible por haber permitido que, en aquella cañada sobre la cual se abatía permanentemente el sol, surgiera una fuente inagotable, en pleno desierto, de la que manaba agua abundante.
Aquella mañana, sin embargo, al partir hacia la supuesta cacería con halcón, el obispo nestoriano se sentía inquieto.
Si Umara había podido penetrar el secreto de su padre fue porque éste, contrariamente a sus costumbres, decidió visitar la hilandería clandestina pese a que no hacía más que una semana que la había inspeccionado, todo por la insólita reducción del rendimiento de aquella fuente que le era indispensable.
Al parecer, se había producido una situación insólita.
Poco antes de la última visita del obispo, Diakonos, que todas las mañanas, antes de la aurora, acudía a hacer sus abluciones, tuvo la desagradable sorpresa de comprobar que, por primera vez desde la construcción de la hilandería, un menguado hilillo de agua reemplazaba el chorro impetuoso y potente que brotaba de ordinario de la fuente incluso en pleno verano.
El día siguiente, el diácono nestoriano observó que el caudal todavía se había debilitado y aún fue debilitándose hasta que ya fue tan pobre que el agua ya no llegó a la fábrica ni siquiera a través de la estrecha zanja dispuesta al efecto.
La penuria de hilo de seda ocasionada por la epidemia que había diezmado los bómbices de los maniqueos de Turfan, provocando con ello la reducción del abastecimiento de la hilandería nestoriana, limitaba de momento las dramáticas consecuencias de la disminución del régimen. Era indudable, sin embargo, que tan pronto como se recuperara el nivel de actividad normal, aquella sequía tendría unos efectos desastrosos sobre la calidad del tejido que allí se fabricaba y en especial sobre el teñido del mismo.
Diakonos, extremadamente inquieto, se apresuró a poner al corriente de la cuestión a Addai Aggai, quien se precipitó a la cañada.
Desde que le habían dado la mala noticia, no podía apartar de sus pensamientos aquel hilo de agua, sin el cual era imposible producir la más mínima cantidad de hilo de seda.
El obispo nestoriano esperaba ardientemente que se tratase de un problema coyuntural y que el caudal de la fuente no tardaría en recuperar su régimen normal.
Desde su regreso pasaba las noches haciendo cábalas y calculando las consecuencias que podía tener el cierre de la fábrica del desierto.
A partir del día siguiente de su regreso, encendió no menos de treinta cirios y ordenó a sus diáconos, sin explicarles el motivo, que invocasen al Dios Indivisible con una intención particular.
Por su parte, él celebraría una misa, mañana y noche, para que la fuente recuperase el vigor de antaño.
Acababa de cumplirse una semana desde que había ido a verificar personalmente el desastre, por lo que quería saber si sus actos habían tenido algún resultado. Por eso esta mañana, finalizados todos los rituales con que iniciaba la jornada, el padre de Umara decidió acercarse sin prisas a la fábrica.
Aquella brusca cacería con la que disfrazó su partida como tenía por costumbre intrigó a la muchacha.
Aprovechando la confusión que reinaba en los establos del obispado, donde su padre dio rienda suelta a la cólera reprochando a los palafreneros su falta de diligencia, la muchacha montó en su brioso caballo y se lanzó tras él sin que, por supuesto, Addai Aggai lo notase.
Por la manera en que Addai Aggai azotaba a su montura, Umara comprendió al momento que las cosas no andaban como era debido.
En el curso del trayecto, el obispo estaba tan obsesionado con la posibilidad de que se hubiera secado la fuente, que olvidó la presencia del halcón encapuchado, el cual, sorprendido de que su amo no lo soltara como de costumbre cuando hacía ya dos horas que habían dejado atrás el oasis, empezó a tirar de la cadenilla profiriendo al mismo tiempo penetrantes gritos.
Umara comprobó, no sin cierta repugnancia ante lo salvaje del espectáculo al que asistía por vez primera, que para calmar a su ave de presa, no tardó en soltarla y permitió que saliera volando y se abalanzara, después, como una piedra sobre una bandada de tordos. El ave rapaz terminó con una docena de pajarillos, a los que destrozó con el pico y las garras en medio de una confusa nube de plumas antes de picotearles cruelmente los ojos y el hígado acompañando el hecho de gritos de placer.
El corazón le desbordaba del pecho mientras esperaba que, en el momento más impensado, el obispo podía volverse y advertir que lo había seguido. Estaba preparada para confesarle que, en ese caso, había obrado así porque estaba inquieta.
Pero no tuvo necesidad de explicar a su padre las razones de su presencia.
Así que el ave rapaz volvió al puño de su dueño, Addai Aggai dio por terminada la cacería.
Con prisas para llegar a la fábrica, no se volvió ni una vez siquiera y cabalgó a galope tendido por la Ruta de la Seda antes de desviarse hacia la derecha y seguir después en línea recta a través del pedregoso desierto.
Entonces Umara, resguardada detrás del gran peñasco donde había escondido a su caballo, descubrió el secreto de su padre.
No tardó en descubrir también el edificio y, con los ojos abiertos de par en par, comprobó que Diakonos salía precipitadamente para dar la bienvenida a Addai Aggai.
Entonces se encaramó a la roca para distinguir mejor lo que pasaba.
Diakonos tenía cara de pocos amigos cuando apareció para saludar al obispo nestoriano en el umbral de la hilandería.
—¡Monseñor, las cosas van de mal en peor! ¡Los maniqueos ya no tienen capullos y nosotros estamos sin una gota de agua! La fuente sólo mana por la mañana y la noche y, aun entonces, a horas variables. Durante el día está totalmente seca. ¡Una verdadera catástrofe! El tinte ya ha formado en las cubas una capa inutilizable.
—¿Cuánto hilo de seda tienes en el almacén? —preguntó el obispo.
—¡Me queda para dos semanas! Ahora importa poco la cantidad de hilo disponible. Sin agua corriente, la fábrica está paralizada, monseñor.
Fue la primera vez que Umara vio una mueca en el rostro de Addai Aggai.
Sin la fuente, toda la producción de seda clandestina, cuya puesta en marcha le había costado tantos afanes, se venía abajo de golpe.
—Desde que la fuente se limita a lanzar escupitajos, los monjes obreros están desesperados. Creen que se trata de un castigo divino. Los más jóvenes no paran de llorar. ¡Ya no sé qué decirles! ¡Menos mal que habéis decidido venir hoy! —gimió Diakonos.
—¿Y cómo crees tú que puedo tranquilizarlos? Carezco de poder para hacer que una fuente vuelva a manar —refunfuñó Addai Aggai, muy alterado.
—Las hortalizas de la huerta no tardarán en quedar más secas que la paja y, en cuanto a las aves de corral, ha muerto la mitad... Como siga así, tendré que repatriar todo el efectivo de la fábrica al obispado —añadió Diakonos al borde del llanto.
—¡Vamos a ver ese desastre! —concluyó con voz infinitamente cansada Addai Aggai.
Umara, a quien le parecía que el corazón iba a salírsele del pecho, siguió a su padre disimulándose detrás de las rocas cuando, en compañía de Diakonos, éste emprendió el camino tortuoso que se perdía más abajo de la hilandería clandestina en dirección a las dos enormes piedras entre las cuales brotaba antes un chorro de agua viva.
—¡Vaya catástrofe! Nuestra fuente, para emplear tus palabras, ha dejado de escupir agua. ¡Ya no hay fuente! —exclamó su padre en tono desesperado así que descubrió que, en lugar del punto donde brotaba el agua, sólo había un agujero a través del cual el agua, como por ensalmo, antes salía de la nada en aquel desierto de piedras.
Umara vio entonces que su padre se agachaba y pegaba un ojo en el agujero y después se levantaba bruscamente y, azorado, hundía un brazo en la húmeda oquedad, como si la llegada del agua dependiera de un hilo y bastara con tirar de él.
Contrariado, se irguió después y, demudado, exclamó:
—¡En el fondo de ese agujero no hay ni una sola gota de agua! Y créeme si te digo que no es por falta de oraciones. Hace tres días que en la iglesia resuenan cánticos de súplica implorando a Dios que nos devuelva el agua.
—Monseñor, os juro que, ayer, sin ir más lejos, todavía salía del agujero un hilillo de agua...
—Temo que no tenemos opción. ¡Quiero volver a Dunhuang cuanto antes! Allí podré ponerme en contacto con un chamán capaz de dar órdenes al agua que circula bajo tierra —exclamó el obispo con aire tan perplejo y caminando de un lado a otro delante de su diácono que a Umara le pareció que había envejecido diez años.
—Monseñor, y yo que creía que los brujos chamanes sólo eran capaces de mandar a la lluvia y a las nubes... —le espetó este último.
—Si dudas de la eficacia de los brujos, ¿qué propones? En lo que a mí concierne, me parece que lo único que puede sacarnos de ese avispero es la magia chamánica.
—¿La magia no está proscrita por la Iglesia nestoriana como una herejía satánica?
Parecía como si el pobre Diakonos se estuviera poniendo más inquieto por momentos.
La postura de su obispo satisfacía muy poco a aquel nestoriano austero y rigorista.
—Mi querido Diakonos, hay momentos en que, como suele decirse, hay que «quemar cualquier madera». Si se suspende nuestra producción de seda, auguro un mal futuro a nuestra Iglesia en su larga marcha hacia la China central, ¿comprendes? Los budistas se nos tragarán de un bocado e incluso corremos el riesgo de que nos persigan.
La réplica, de una claridad límpida, sonó como un latigazo en la cara del monje encargado de la dirección de la hilandería clandestina.
Que el obispo nestoriano Addai Aggai en persona, aquella autoridad eclesiástica de conducta habitualmente tan puntillosa, capaz de tirar de las orejas a su grey a la menor disidencia teológica y de pasar horas enteras interrogando a sus fieles sobre las sutilezas de la unicidad de Dios y el carácter particular de la maternidad de la Virgen María, se viese ahora obligado a recurrir a los chamanes brujos hablaba elocuentemente sobre la urgencia de devolver a la fuente seca su antiguo vigor.
Umara quedó tan consternada como Diakonos ante las palabras de su padre, quien, no contento con pasearse de un lado a otro, ahora se retorcía nerviosamente las manos.
Fue con gran alarma como Umara observó el rostro descompuesto de su padre cuando, con paso rápido y cabeza gacha, volvió a subir a la fábrica, delante de cuya puerta ya lo esperaba su caballo de oscura capa, recorrida por estrías de blanca espuma debido al sudor generado por su desenfrenado galope.
Con el halcón encapuchado en el puño, Addai Aggai lo aferró sin decir palabra.
—Monseñor, ¿no queréis saludar a los monjes obreros antes de partir? Eso los tranquilizaría además de subirles un poco la moral... —le propuso, aunque inútilmente, Diakonos.
—¡De veras que no tengo tiempo! Diles que he vuelto a Dunhuang para ver de encontrar la manera de devolver el vigor a esa maldita fuente —respondió, tajante, el obispo antes de partir al galope.
Como conocía bien el camino de regreso a Dunhuang, la joven cristiana nestoriana dejó que su padre se le adelantara un buen trecho.
Imaginaba la angustia que debía de sentir su padre durante el trayecto de regreso después del triste espectáculo de aquel agujero en la tierra del que ya no manaba una sola gota de agua.
¡O sea, que su padre fabricaba seda en pleno desierto!
En un primer momento le había parecido imposible.
Por mucho que Umara conociera el valor de aquella mercancía, no comprendía la razón que había empujado a su padre a lanzarse a aquella actividad ni el secreto con que la rodeaba al instalar aquella hilandería en el desierto.
El descubrimiento de aquella actividad clandestina en el momento en que se reprochaba íntimamente haberle escondido sus propios secretos, pasada ya la irritación que el hecho le había provocado, sirvió para atenuar sobre todo sus propios remordimientos.
Mientras ella cabalgaba, su padre, cuyo abatimiento no dejaba de crecer a medida que avanzaba al galope, se esforzaba en vano en vislumbrar una solución al terrible problema al que se veía abocado.
En efecto, Addai Aggai estaba atenazado por la duda.
Recurrir a un chamán brujo, hipótesis que había planteado a su diácono Diakonos, era más fácil de decir que de hacer.
En primer lugar, no conocía a ninguno de aquellos «fangshi», como se les llamaba en la China central, de quienes se decía que podían hablar con los vientos y convocar los hálitos Qi positivos, lo que les permitía, gracias a los pases apropiados, que pariese una búfala o que a un recién nacido se le quitasen las fiebres.
Y por otra parte, tampoco se veía recorriendo el mercado de Dunhuang, plantándose en una esquina y, con las manos a manera de bocina, convocando a gritos a alguien capaz de dar órdenes a las fuentes que manan de la tierra.
Tanto su función como su fama le impedían tal cosa.
Entretanto, seguía pensando que el chamanismo era la forma más depravada del paganismo, contra el que había emprendido una verdadera cruzada desde que implantara su Iglesia en Dunhuang.
Un obispo nestoriano no podía consentir que se dijera, so pena de pasar por un charlatán, que utilizaba los servicios de un chamán.
Y admitiendo que Addai Aggai decidiera, a falta de algo mejor, correr ese riesgo, el chamán debería ser lo bastante discreto para no revelar, cuando volviera el agua, el secreto de la hilandería clandestina.
¡Era mucho soñar!
La desazón que sentía el obispo le había hecho soltar la brida del caballo, que ahora galopaba, errabundo, mientras el halcón, siempre a punto de caer con las sacudidas de la montura, se agarraba como podía a su puño.
Umara no quería abandonar a su padre a merced de aquella inquietud ahora tan visible.
Así que el corcel, sediento y deseoso de volver al establo, llegó por fin a la Ruta de la Seda, transitada animadamente por las caravanas, Umara se las arregló para tomar la delantera a su padre aprovechando la mayor lentitud del abundante tráfico y se coló por detrás de una de las colinas que bordeaban el camino.
Y a la vuelta del recodo siguiente, apareció delante de él como si viniese de Dunhuang a galope tendido.
Sumido en lúgubres pensamientos, Addai Aggai, guiado por su caballo, no reparó siquiera en que ante él había aparecido su hija.
—¡Papá, me figuraba que estabas en la cacería con halcón!
—Pero ¿qué haces aquí, Umara? ¡Sola y a caballo en la Ruta de la Seda! ¿Es verdad o estoy soñando? —exclamó su padre, tan sorprendido que ni siquiera tuvo arrestos para reñirla por haber burlado sus consignas.
—He salido a pasear. Tenía necesidad de pensar y de galopar un poquito.
—¡Qué imprudente eres, Umara! Aquí, las...
—¡Papá, algo grave ha tenido que ocurrir para que vuelvas tan pronto de tu partida de caza! —le preguntó hábilmente, con toda la ingenuidad que pudo aparentar.
Interrumpiéndolo con intención de llevarlo hacia otro terreno, esperaba que de ese modo quizá la haría partícipe de sus preocupaciones.
Sin dar tiempo al obispo a dar una respuesta, de una comitiva que se detuvo en el camino empedrado delante de ellos, cerca ya de la ciudad, se destacó un hombre que lo interpeló:
—¡Buenos días! ¿Queda lejos el oasis de Dunhuang?
El rostro del hombre, tocado con un turbante de brocado liado al estilo persa, tenía una expresión afable.
—Llegaréis a él antes de la puesta de sol. Basta con que sigáis el camino en línea recta —respondió maquinalmente Addai Aggai.
Detrás de él le seguían dos hombres atados por una pierna a un ronzal que asía un guardián montado a caballo. A su lado había un enorme perrazo amarillo de la raza capaz de defender los rebaños de los ataques de osos y lobos. Algo más apartados esperaban unos jinetes, todos con el mismo tocado. A juzgar por su prestancia y las dimensiones de su cimitarra, uno de los dos era el jefe. En el centro del grupo armado había un monje con el cráneo rapado, vestido con la túnica de color azafrán propia de los budistas.
Pero lo más notable de todo y lo que más atrajo la atención de Umara, que parecía fascinada, así como la de Addai Aggai, a pesar de las preocupaciones que lo atormentaban, fue el elefante cuya imponente y maciza silueta, como si fuera una gigantesca estatua, abría la marcha del curioso cortejo.
Al lado del animal, un cornaca se ocupaba con diligencia de curarle las patas.
Era la primera vez en la vida que la joven Umara veía un paquidermo. Por ello se acercó, boquiabierta, a contemplar aquel animal de tan curiosas formas.
¡Qué suave y extraño a la vez le pareció aquel curioso monstruo de piel gris, cubierta de pliegues, con aquellas pestañas curvas que recordaban los ojos embadurnados de khol de las mujeres que acompañaban a los mercaderes occidentales y con aquellos colmillos lisos y amarillentos que, cual sables desenfundados de sus vainas, flanqueaban aquella increíble nariz, larga y flexible, que según pudo comprobar el animal utilizaba como si fuera un brazo!
—¿Cómo se llama? —preguntó Umara, maravillada, primero en chino, después en siríaco y finalmente en sánscrito, al cornaca.
—Elefante Sing-sing —respondió éste.
Volviendo sobre sus pasos para reunirse con su padre, Umara miró furtivamente a los dos hombres atados por una pierna.
El joven la miró y le sonrió y la chica pensó de inmediato que aquel muchacho poseía algo que lo hacía indefiniblemente seductor.
Y procurando que Addai Aggai no lo advirtiera, le dedicó a su vez la más encantadora de sus sonrisas.
Aquel tejemaneje se prolongó mucho más allá de las conveniencias entre un chico y una chica a los que nadie había presentado.
Umara no conseguía apartar los ojos de los del apuesto desconocido hasta que el guardia montado a caballo decidió poner término a la muda conversación tirando de la cuerda con la que estaba atado a su compañero.
—¿Conocéis un sitio donde se avinieran a darnos cobijo y sobre todo que aceptasen también al elefante que nos acompaña en el viaje? —preguntó a Addai Aggai el mismo joven jinete del turbante que acababa de traducir aquella pregunta formulada por el jefe de la cimitarra.
—En la ciudad antigua hay un pequeño albergue muy poco frecuentado. Es el único cuyo patrón admite camellos. No creo que se negase a alojar a vuestro elefante.
—¿Podríais darnos la dirección y el nombre del establecimiento?
—Se llama simplemente Hotel de los Viajeros y está situado en el mismo centro de la ciudad, en el viejo barrio del gran mercado cubierto. ¡Decid al patrón que vais de parte del obispo nestoriano de Dunhuang! Si queréis llegar antes, puedo acompañaros. Vivimos al lado mismo —le informó amablemente el padre de Umara.
Mientras cabalgaban juntos al frente del resto de la comitiva, en compañía de Umara, el obispo nestoriano no tardó en enzarzarse en una conversación con el jefe de los parsis, cuyo dialecto persa tenía suficientes puntos en común con su propia lengua de origen para poder sostener una conversación, aunque sucinta.
Así pues, se presentaron mutuamente sin tropezar con el obstáculo de la lengua, lo que contribuyó a eliminar la desconfianza que habitualmente sentía Majib.
Muy pronto, el obispo nestoriano, que se sentía en la gloria, comprendió todo el partido que podía sacar de aquel encuentro inopinado.
Aquel jefe Majib era nada menos que un «mogmart».
¡Cuántas cosas habían contado a Addai Aggai cuando era niño acerca de los poderes sobrenaturales de los mogmarts, aquellos extraordinarios brujos zoroastrianos!
¿No decían acaso que, entre otras proezas, eran capaces de prender fuego tan sólo con la mirada y de secuestrar niños y llevárselos por los aires como las águilas se llevan a los corderos y cabritos asiéndolos con las garras?
—¿No entra en tus poderes, como mago mazdeano mogmart, el de dar órdenes al agua de la tierra? —le espetó, como quien no dice nada, tras haberlo interrogado sobre sus orígenes.
—En mi juventud aprendí algunos pases con este fin, pero ha pasado tanto tiempo que ya no puedo garantizar nada con respecto a su eficacia —respondió el jefe parsi, en quien la actitud intempestiva del obispo había despertado suspicacias.
Umara apenas podía creer lo que veían sus ojos: su padre acababa de conocer al jefe parsi Majib y ya estaba pidiéndole que lo ayudase y revelándole de paso el secreto que ella acababa de descubrir.
—¿Querrías sacarme de apuros? Tengo una fábrica que se alimenta de un manantial de agua viva que al parecer se ha secado, con lo que su funcionamiento ahora es impracticable. Las consecuencias son desastrosas para mí. Si consiguieses que volviera a brotar el agua del suelo, te pagaría muchísimo dinero... —añadió el obispo clavando los ojos en los del jefe parsi.
Sin duda que Addai Aggai había pensado que, recurriendo a un extranjero que no hablaba las lenguas locales, se evitaría los contratiempos que podía comportarle procurarse los buenos oficios de un chamán brujo fangshi, de cuya discreción jamás habría podido estar seguro.
—¿Qué produce tu fábrica? —inquirió Majib.
—Júrame que no se lo dirás a nadie.
—¡Te lo juro!
—Pues produce hilo de seda. Si no tenemos agua, es imposible cualquier operación, ya se trate de hilado, teñido o tejido —respondió ingenuamente el obispo sin valorar el alcance de sus palabras.
Como no valoró, por otra parte, el fulgor que brilló de pronto en la mirada del jefe parsi y que, por contra, Umara captó al momento.
Pero aquel brillo insólito que percibió en los ojos del tal Majib seguía sin revelarle nada cuando, terminada la jornada, dio las buenas noches a su padre y se retiró a su habitación.
¿Cómo iba a figurarse, la intuitiva cristiana nestoriana, que Majib acababa de descubrir, gracias a la mayor de las casualidades, lo que hacía años que, en Persia, aquellos que le habían dado el poder trataban de averiguar: el nombre del oasis de la Ruta de la Seda donde unos hombres habían sido lo bastante locos o lo bastante audaces para desafiar a la Gran China fabricando una seda de una calidad equivalente a la de las más célebres hilanderías del imperio del Medio?
Las raras muestras llegadas a Persia procedentes de aquel taller clandestino demostraban la competencia excepcional de sus artesanos, que no tardaron en convertirse en leyenda, pero que nadie, pese a todos los esfuerzos puestos a colación por la realeza parsi en el exilio, había conseguido identificar.
Aquella hazaña, pues, que el jefe Majib estaba a punto de realizar explicaba la profunda alegría interior que Umara había detectado.
Según lo convenido, este último había demostrado un gran interés en acompañar a los persas al Hotel de los Viajeros.
Su entrada en Dunhuang, debido a la presencia del paquidermo, no había pasado inadvertida y habían atravesado los callejones del barrio antiguo rodeados de toda una caterva de niños.
Así que dejaron que los viajeros se instalaran en el albergue, el guapo joven al que el jefe parsi, sobremanera eufórico, permitió que le retiraran las trabas que entorpecían sus movimientos se acercó en seguida a Umara para saludarla.
A la chica le habría gustado hablar con él, pero no se atrevió. En cuanto a él, no le dio tiempo, ya que el joven intérprete se le acercó corriendo, le tiró de la manga y le pidió que ayudase a descargar bultos. La orden hizo que se precipitara hacia una cesta sujeta a la grupa de un brioso caballo negro, la soltase y la entrase, con mil precauciones, al interior del hotel.
—¡Buenas noches, padre! Espero que me digáis un día por qué fabricáis seda en pleno desierto —le murmuró Umara justo cuando Addai Aggai le ponía los labios en la frente deseándole buenas noches.
—¡Es por una buena causa, querida mía! Más adelante te lo explicaré. Ahora debo celebrar el último culto. A buen seguro que mis monjes ya me esperan en la iglesia —le susurró, extenuado por aquella jornada fértil en emociones que ya tocaba a su fin.
Umara seguía con la mirada fija en el lagarto, inmóvil en el techo de su habitación.
¿Cómo era posible que su padre hubiera hecho tales confidencias a un persa desconocido?
¡A qué extremos lo llevaba la desesperación que sentía!
Por fortuna Umara había urdido un plan que le permitiría ayudar a aquel ser al que respetaba profundamente y amaba con toda su alma, pese a no comprender siempre sus motivaciones como jefe de la Iglesia, ya que las veía más próximas a las de un capitán de ejército que de un pastor de almas...
Umara cerró los ojos.
Y de pronto se le apareció el bello rostro de aquel joven prisionero con quien se había cruzado y que le había sonreído.
¿Quién era?
Por su aspecto, era chino.
Pero, de serlo, ¿qué hacía en aquella cuadrilla de parsis?
¿Acaso era su esclavo?
Aunque en su espíritu se agolpaba toda una gran confusión de preguntas, experimentó una extraordinaria sensación de alivio.
Era evidente que aquel encuentro, más aún que el del elefante Sing-sing, era un acontecimiento positivo que debía poner en el activo de aquella jornada memorable.
¿Tendría ocasión de ver de nuevo a aquel guapo chino cuyos ojos le habían revelado tantas cosas?
Lo deseaba tan ardientemente que, antes de dormirse, rezó a su Dios para que así ocurriera.
En cuanto al pobre Addai Aggai, que, arrodillado entre sus monjes, creía haber tenido una inmensa suerte al tropezar con aquel mogmart capaz de devolver la vida a las fuentes secas, estaba lejos de sospechar que, al revelar al jefe de los parsis su intervención en la producción de seda clandestina de Dunhuang, no sólo le había hecho un gran servicio sino que acababa de convertirse, a pesar de sí mismo, en su blanco providencial.
20
OASIS DE TURFAN, RUTA DE LA SEDA
Desde hacía una semana, el comportamiento de Cargamento de Quietud no hacía honor a su nombre.
El Perfecto maniqueo apenas si conseguía esconder su nerviosismo a sus más allegados, a quienes la tirantez de sus rasgos revelaba los insomnios que sufría que, ya de madrugada, lo dejaban completamente exhausto.
Ya que, después de cada noche, sólo levantarse debía practicar el primer rito de la jornada, que era el del Himno a la Luz, entonado delante de la pintura del ábside de la iglesia que representaba al Gran Profeta Mani delante de un cónclave de Iluminadores, en compañía de los demás Perfectos, todos revestidos con la túnica blanca inmaculada. Después comían juntos un puñado de dátiles bendecidos y a continuación bebían un sorbo de agua lustral que un sacristán sacaba con un cacillo de plata de una inmensa cuba de bronce del baptisterio donde había permanecido toda una noche.
Pronto se cumplirían siete días y siete noches desde que el jefe de la Iglesia de Luz de Turfan esperaba la visita semestral de su discreto visitador sin que éste, debido a extrañas circunstancias, se presentara.
Ahora bien, era la primera vez que se producía tal retraso.
Por lo común, el hombre que Cargamento de Quietud conminaba a presentarse secretamente ante él era puntual.
El día señalado, por lo general a una hora más bien tardía, llegaba a la Iglesia de Luz montado en su camello, ataviado con las ropas de un mercader chino itinerante cargado de productos medicinales que respondía al nombre de Aguja Verde.
Con la excusa de dispensarle su consulta médica habitual, tan pronto como se apeaba de su montura con el rostro cubierto con un pañuelo so pretexto de protegerse del viento de arena, el falso mercader de plantas se encerraba bajo doble llave con Cargamento de Quietud en el despacho del Perfecto.
Y allí, a resguardo de oídos y miradas indiscretas, los dos hombres intercambiaban sus secretos sin testigo alguno.
Para mayor abundamiento y a fin de dar aún más el pego, el farmacéutico ambulante se presentaba seguido de una mula cargada de fardos de hierbas secas, polvos diversos y raíces, además de diferentes partes del cuerpo de diversos animales, como colas de lagarto, hígados de tortuga marina pulverizados y hasta testículos de tigre macerados en vinagre, así como patas de oso ahumadas con madera quemada y mudas de áspid de las arenas, en resumen, todo cuanto la farmacopea china consideraba en materia de remedios, reforzantes y tonificantes procedentes tanto de la flora como de la fauna locales y que la Ruta de la Seda se encargaba de difundir hasta los más lejanos parajes.
Aquel disfraz no era más que un camuflaje para que el viajero pudiera pasar inadvertido a través de los cinco puestos de fielato que la administración de los Tang había situado hábilmente entre Chang An, la capital, y Turfan, el último gran oasis que seguía siendo todavía un protectorado chino.
Puesto que Aguja Verde, cuyo nombre era falso, tenía tanto de mercader de hierbas medicinales como Cargamento de Quietud de monje budista.
El hombre que tardaba en presentarse y cuya espera estaba impacientando tanto al Maestro Perfecto era un joven uïgur llamado Torlak a quien lo mísero de su condición había empujado a convertirse, hacía unos años, al maniqueísmo.
Profesaba a Cargamento de Quietud un inmenso reconocimiento por haberlo recogido, casi muerto de sed, cuando fue a llamar a la puerta de la Iglesia de Luz de Turfan en una época en que ésta no era más que una capilla de madera en cuyo interior un reducido puñado de fieles rendían culto a Mani. Su fidelidad y devoción hicieron que Torlak fuese elegido por el Maestro Perfecto para desempeñar el cargo de agente secreto de la Iglesia de Luz en Chang An.
El uïgur gozaba, además, del privilegio, a semejanza de sus congéneres salidos de aquel pueblo de la estepa que los chinos habían convertido en vasallos suyos, de expresarse perfectamente en la lengua de los colonizadores.
Y fue con el nombre de Aguja Verde, que conservó, como Cargamento de Quietud lo envió a la capital de la China central, después de la primera estancia de Punta de Luz.
Su agilidad, su malicia e incluso la marrullería de la que era capaz habían hecho de Aguja Verde —cuyos rasgos, entre ellos los ojos oblicuos, le permitían sobradamente pasar inadvertido en el medio chino— una pieza esencial del dispositivo de Cargamento de Quietud en su estrategia de implantación del maniqueísmo en China central.
Pero la presencia secreta del joven uïgur en Chang An no tenía, por supuesto, más que miras intelectuales y religiosas.
Pese a que al principio Aguja Verde se centró sobre todo en la labor de apostolado de su misión en China central, Cargamento de Quietud le encargó muy pronto que vigilase la forma como los nestorianos daban salida a la preciosa mercancía que se tejía en Dunhuang.
En la atribución de papeles establecida por Cargamento de Quietud y Addai Aggai, la comercialización de la seda clandestina y su distribución en el mercado interior chino era responsabilidad exclusiva de la Iglesia nestoriana.
Consciente del hecho de que el contacto directo con el mercado y la clientela final confería a su socio un papel mucho más importante que el suyo y casi un derecho de vida y muerte sobre su propia actividad de producción de hilo de seda, Cargamento de Quietud había procurado asegurarse —de forma permanente y recurrente— de que Addai Aggai era un socio leal tanto en el plano de la transparencia de los márgenes que aplicaba a la reventa de la mercancía como en lo tocante a guardar secreto absoluto sobre la procedencia de la misma.
Se trataba, pues, para el agente secreto maniqueo, de comprobar que la administración china seguía ignorando el intríngulis de aquel tráfico de seda donde los actores, desde un extremo al otro de la cadena, ponían su vida en constante riesgo.
Aquel sector particularmente temporal de la misión de Aguja Verde llevaba en el código el nombre de «Hilo Rojo».
Hacía algunos meses que aquella actividad lo mantenía ocupado prácticamente todo el tiempo.
A petición del Perfecto, el uïgur se había lanzado a un trabajo de hormiga consistente en reclutar hombres y mujeres a sueldo dentro del marco de una organización piramidal de pisos estancos que garantizaban el anonimato de sus responsables jerárquicos hasta el punto de que Aguja Verde era el único que conocía la identidad de todos los miembros y al mismo tiempo era el destinatario final y único de la totalidad de las informaciones recogidas por su red de espionaje.
Los agentes de la red del Hilo Rojo cobraban a destajo en dinero contante y sonante, proporcionado por Cargamento de Quietud a Aguja Verde.
El trabajo, que era de la máxima precisión, les era asignado por un «oficial de trato», especie de superior jerárquico cuya identidad real les era desconocida.
El único signo distintivo de los miembros de aquella cofradía era aquel fino hilo de seda roja atado a la muñeca, a guisa de brazalete, tan sutil y discreto que pasaba inadvertido a ojos de todos cuantos ignoraban su existencia y significado.
Asentada sobre la base de una retribución impecable de sus «agentes» mercenarios, la red del Hilo Rojo costaba muy cara a Cargamento de Quietud, si bien éste sabía muy bien que era el precio que debía pagar si quería continuar produciendo seda clandestina sin riesgo de castigo devastador para su Iglesia de Luz.
Cada seis meses, cuando volvía a Turfan para pasar cuentas con Cargamento de Quietud sobre su trabajo de supervisión de los nestorianos y para tranquilizarlo con respecto a la confidencialidad del circuito utilizado, el Perfecto maniqueo ponía en manos del uïgur la fuerte suma de dinero necesaria para cubrir el pago del semestre siguiente.
Cargamento de Quietud comprobaba, alarmado, que la suma de dinero aumentaba tras cada uno de los viajes de Aguja Verde, hasta el punto de que ya representaba una parte nada negligible del producto de la venta del hilo de seda.
Pero se trataba del precio que costaba la segundad de la Iglesia de Luz y de manera especial su independencia con respecto a la rival nestoriana en aquel contexto de tregua armada a la que conducía la alianza táctica entre los dos jefes religiosos.
Al frágil equilibrio de las relaciones entre las dos Iglesias y al carácter particularmente delicado e incluso sensible del trabajo que Aguja Verde efectuaba en Chang An venía a sumarse ahora el trágico problema de la enfermedad del criadero de gusanos.
Todo esto explicaba por qué el retraso del joven uïgur seguía angustiando al Maestro Perfecto.
Si la red del Hilo Rojo también se venía abajo, la catástrofe sería absoluta para la Iglesia maniquea, que acabaría por ignorar totalmente el destino de la seda clandestina, cuya salida al mercado chino los nestorianos aseguraban.
Así pues, cuando un frailecillo fue corriendo a anunciar al Gran Perfecto la llegada a la Iglesia de Luz de aquel que esperaba con tal impaciencia, Cargamento de Quietud no se abstuvo de abrazar efusivamente al jovencito, quien se sorprendió ante tan inopinada expansión.
Cuando el jefe de la Iglesia maniquea se precipitó al patio de honor para ir a su encuentro, unos Oyentes ya estaban descargando los fardos de los camellos que acompañaban al falso médico chino ambulante.
Aguja Verde, que bajo las anchas mangas de su túnica de lana llevaba atado a la muñeca derecha un finísimo hilo de seda roja, parecía muy fatigado a causa del viaje.
Los rasgos de su rostro lampiño, de ojos muy oblicuos, denotaban un gran cansancio.
El Maestro Perfecto detectó de inmediato en su mirada, habitualmente risueña, que algo no funcionaba.
—Aguja Verde, ¿por qué este retraso? ¿No te das cuenta de que por poco me mata la inquietud? ¡No sabía qué pensar! ¡Hace una semana que te espero! —fue lo primero que soltó al agente secreto uïgur después de conducirlo a su despacho.
—En la capital de los Tang las cosas se han puesto difíciles. El tráfico de seda prohibida ha llegado a oídos de las autoridades. El emperador Gaozong en persona está al corriente de la situación y ha ordenado que se investigue el caso. He procurado proceder con la máxima rapidez, pero he tenido que redoblar la prudencia a fin de no despertar sospechas... —afirmó el uïgur.
Agotado después del penoso viaje que acababa de realizar a lomos de un camello, se desplomó en un sillón delante de Cargamento de Quietud.
—¿Y qué ha pasado con la red del Hilo Rojo? ¿Está desarticulada? —preguntó, angustiado, el Maestro Perfecto.
—De momento sigue funcionando. Nuestra organización, pese a ser extremadamente cara, es muy eficaz debido a su estructura estanca. Cada eslabón ignora el siguiente y, aunque desapareciera uno, la red seguiría funcionando de forma imperturbable.
—¡Es un hecho que todo se sostiene sobre tus hombros, mi querido Torlak! Cuando te envié allí, sabía que había elegido bien. Y dicho esto, todavía tienes que ser más prudente —dijo Cargamento de Quietud con un suspiro, como quitándose un peso de encima.
—Procuro hacer las cosas lo mejor que sé...
—Ya lo sé, ya lo sé. Por eso confío en ti.
El joven uïgur permaneció en silencio con expresión impenetrable.
—¿Hay que prevenir a los nestorianos de la nueva situación?
—Si no están al corriente, acabarán por enterarse.
—Fíjate bien en lo que te digo, Torlak, esa penuria de hilo de seda se produce, en realidad, en momento oportuno. Si la mercancía clandestina se suspende durante unos meses, quizás las autoridades centrales se figurarán que han puesto término a su comercio, lo que permitirá proseguirlo sin que nos persigan cuando sea conveniente —añadió Cargamento de Quietud, que trataba de tranquilizarse ante aquella avalancha de malas noticias.
El uïgur, que ahora estaba algo crispado, acababa de mojar sus labios en el cubilete de agua perfumada con flor de azahar que Cargamento de Quietud había ordenado que le sirviera un diácono.
—¡No dices nada! ¿Hay algo que no te parece bien? —preguntó Cargamento de Quietud, bastante inquieto.
—Punta de Luz ha llegado a Chang An. ¡Habrías podido advertirme! Lo he sabido a través de mi red. ¡Menos mal que funciona! —exclamó, con acento sombrío, el uïgur.
—Decidí enviarlo después de tu última estancia aquí. ¿Cómo querías que te avisase? Su única misión consiste en traer gusanos y moreras —protestó el Perfecto, un tanto molesto.
—Se ha encaprichado de una obrera de la hilandería imperial. Es una tal Luna de Jade. Se quieren como dos tórtolos —observó, despechado, Aguja Verde.
Al oír aquellas palabras, Cargamento de Quietud tuvo un estremecimiento al tiempo que su rostro expresaba una mezcla de indignación y sorpresa.
—¡Pero ese chico está loco! ¡Ha perdido la cabeza! ¡Corremos el riesgo de que nos ponga a todos en peligro! —exclamó con voz tonante, antes de añadir, pálido de ira—: De todos modos, un Oyente de la Iglesia de Luz no tiene derecho a copular con quien se le antoje. ¡Punta de Luz está jugando con el fuego del infierno!
—Es muy peligroso sobre todo para la confidencialidad de nuestras actividades... En la hilandería imperial todo acaba por saberse...
—¿Te parece que ese imbécil llegará al extremo de vender el secreto a esa Luna de Jade? Como es de suponer, yo no le he dicho nada sobre ti ni sobre tus actividades.
—Pero lleva un hilo rojo en la muñeca. Me lo dijo el oficial de trato. Llegó incluso a figurarse que formaba parte de los nuestros...
—Estoy enterado. Me pareció bien atárselo antes de partir. Pensé que esto podía evitarle contratiempos. Lo necesito sano y salvo... Si lo hubiera sabido, me habría abstenido. ¡Qué error tan grande cometí confiando en ese muchacho!
—Entretanto, podría provocar daños considerables... —murmuró entonces Aguja Verde, no sin intención pérfida.
—¿Lo has visto? ¿Has hablado con él? ¿Cómo te presentaste ante él? Lo esencial es que no adivine nunca lo que haces allá abajo. Aquí todos se figuran que recorres la Ruta de la Seda para comprar y vender medicamentos para uso de nuestra gente —exclamó, cada vez más inquieto, Cargamento de Quietud.
—Me he guardado muy mucho de ponerme en contacto con él. Siguiendo vuestras directrices tanto allí como en todas partes, sólo actúo a través de un intermediario. Me indicaron su presencia en Chang An gracias a la relación de uno de mis agentes, que es el propietario de una tienda que ostenta la enseña de La Mariposa de la Seda. Debido a esta revelación, hice que vigilaran a vuestro Oyente a través de la red del Hilo Rojo. ¡Espero haber actuado como es debido! —explicó Aguja Verde con aire satisfecho y reservado a la vez.
—¡Yo que tú habría hecho exactamente lo mismo! Envié a Punta de Luz a Chang An para que trajese capullos de gusanos de la seda vivos. La epidemia ha diezmado nuestros criaderos. ¡De aquí ya no sale una sola pulgada de hilo de bómbice! En cuanto al incalificable comportamiento de ese joven Oyente, debo decir que me ha decepcionado profundamente. ¡Ese muchacho ha puesto en grave peligro su Iglesia! —repitió el Perfecto, que lamentaba haberle otorgado su confianza tan a la ligera.
—¡Luna de Jade le dio albergue en una habitación que ella ocupaba en el altillo de un contacto de mi agente! Una tienda que, además, los nestorianos utilizaban para dar salida a piezas de seda clandestina. Pero lo más curioso del caso es que todo esto era pura coincidencia.
—¡En realidad, una coincidencia aterradora! Pero una cosa, Torlak, veo que hablas de todas estas cosas en pasado. ¿Es que ha ocurrido alguna desgracia? —preguntó Cargamento de Quietud.
—No hay duda de que ese mercader que lleva el nombre de Rojo Vivo es el traidor que reveló la existencia de la hilandería clandestina a las autoridades chinas. Un buen día, un gigante turco-mongol que tiene la lengua cortada y a quien se le conoce porque es el factótum nada menos que de la emperatriz Wuzhao vino a buscarlo para llevarlo por la fuerza al palacio imperial después de haber registrado a fondo su tienda. El perillán salió con vida del lance aquella misma noche y volvió a su tienda como si nada hubiera ocurrido...
—¿Crees que lo despacharon así como así? —preguntó Cargamento de Quietud con voz temblorosa.
—Jamás se sale vivo del palacio imperial de la capital de la China central cuando se acude allí convocado por una autoridad suprema y te atrapan en el momento de violar la ley del Estado. Si ese mercader pudo salvar la vida fue a cambio de unas revelaciones...
—En consecuencia, te viste obligado a proceder a su eliminación...
—¡No tenía otra alternativa! Siempre me habíais dicho que había que separar los eslabones de la red del Hilo Rojo antes de que se debilitasen...
—¿Y qué hiciste?
—En Chang An hay varios albergues donde basta con dar un tael de plata a un indigente junto con el nombre y la dirección de la persona perseguida para que se cumpla el contrato a partir del día siguiente mismo. En cuanto a este particular, me extendí hasta un tael de oro para asegurarme de que el encargo no se haría a medias....
—Ya comprendo... ¿Y qué hiciste para preservar, en todo este asunto, a Punta de Luz y a Luna de Jade? ¿Acaso no se habían metido en la boca del lobo?
—Tras la eliminación de Rojo Vivo, los servicios secretos imperiales del Gran Censorado sometieron a vigilancia su tienda. Yo tuve entonces que tomar la delantera e hice que les advirtieran del peligro que corrían antes de protegerlos a los dos poniéndolos al abrigo en casa de un miembro de la red del Hilo Rojo, advirtiendo a éste de la prohibición expresa de dejarlos ir de un lado a otro sin autorización expresa mía. Ésta fue la razón de que se retrasara mi salida de Chang An.
—¡Obraste muy bien! Las circunstancias exigen, en efecto, que nos rodeemos de un máximo de precauciones... El insensato de Punta de Luz habría podido poner en peligro toda nuestra organización si le daba por exhibirse en la ciudad cuando la policía china estaba pisándole los talones. Pero dime una cosa, Torlak, ¿es de fiar la persona que alberga a esos jóvenes?
—Se trata de un pintor-calígrafo chino de pura cepa. Pese a su talento, como no pertenece a la Academia imperial de pintura y caligrafía, consigue sobrevivir con penas y trabajos. Esto hace que este hombre sea fiable, ya que necesita los emolumentos que le proporciona nuestra organización para alimentar a su numerosa familia.
—¿Cómo se llama?
—En Chang An lo conocen sobre todo por su nombre de pintor-calígrafo: Pincel Rápido. ¡No hay quien le iguale en lo que se refiere a llenar, con gesto gracioso, una hoja blanca con un poema antiguo! También pinta flores y caballos con igual virtuosismo —precisó Aguja Verde, a quien al parecer impresionaba visiblemente la maestría del mencionado Pincel Rápido.
—Espero que tu Pincel Rápido sea más fiable que nuestro Punta de Luz... —le espetó, sin bromear lo más mínimo, Cargamento de Quietud, cuya expresión seguía siendo sombría.
—Pincel Rápido es un gran artista. Pasa horas enteras delante de hojas blancas copiando estrofas poéticas antiguas que ornamenta con escenas y paisajes. ¡No veo por qué traicionaría un secreto que le permite dedicarse con toda tranquilidad a su gran pasión!
—¡Me encantaría que tuvieras razón!... —suspiró el Perfecto antes de añadir lo siguiente—: Pero ¿qué encuentra Punta de Luz en esa Luna de Jade para renegar de los juramentos religiosos a los que se ha comprometido?
—¡No tengo ni la más mínima idea! De todos modos, he podido comprobar, aunque sea de una manera indirecta, que está profundamente enamorado de ella. Ese par de tórtolos se conocieron en ocasión de la primera estancia en Chang An de ese muchacho. Según Pincel Rápido, no para de decirle que ha regresado porque la ama.
—El muy bribón, se guardó mucho de confesarme que se había enamorado de una china cuando le pedí que volviera allá. Yo no sospechaba ni de lejos la oportunidad que le ofrecía.
—La chica tiene fama tanto de guapa como de emprendedora.
—Me la imagino perfectamente. Una de esas mujeres diabólicas que igual podrían ser bailarinas que cantantes, acróbatas o incluso cortesanas.
—En el Templo del Hilo Infinito dicen que es una criatura de costumbres más bien ligeras... —precisó, no sin acritud, Aguja Verde.
—Teniendo en cuenta todos esos detalles, lo mejor sería que regresases sin esperar más... ¿Cuánto dinero necesitas esta vez? —preguntó súbitamente Cargamento de Quietud.
—Para hacer frente a todos los gastos del semestre que viene, necesito, tirando por lo bajo, dos medidas de monedas de plata... ¡Sólo el coste de la pensión de los dos jóvenes en casa del calígrafo Pincel Rápido ya representa un tael por dos personas y por día! ¡No es moco de pavo! —farfulló Aguja Verde.
Tras comprobar que la puerta de su despacho estaba bien cerrada, el Maestro Perfecto se acercó a abrir los dos batientes del macizo armario claveteado con tachuelas de bronce, arrimado al muro detrás de su mesa de trabajo.
Al abrirlo pudo comprobar con desaliento que las reservas monetarias de la Iglesia de Luz, desde la dramática penuria de hilo de seda ocurrida como consecuencia de la enfermedad de los gusanos, habían disminuido seriamente.
—Cuando te haya entregado lo que voy a darte, apenas me quedará nada. ¡Ojalá se reanude pronto la producción de hilo de seda! —murmuró al coger de un estante una caja llena de monedas de plata y oro.
—¡Sé que os he pedido mucho dinero y os pido perdón por adelantado!
—¡No es preciso que te excuses! No es momento de andarse con regateos. Es necesario que la red del Hilo Rojo siga funcionando perfectamente, ya que de lo contrario nos esperan graves peligros.
—Tenéis razón. No es momento de romper una cadena que hemos forjado a costa de tantos trabajos...
—En este sentido, ¿podemos estar seguros de la lealtad de los nestorianos? ¿No van a dejarnos en la estacada, si las circunstancias lo requieren, para salvar la piel? —preguntó el Perfecto guardando de nuevo en el armario la caja del dinero prácticamente vacía.
—No se puede estar seguro de nada... Cuando las cosas van mal, es fácil que cada uno quiera actuar por su cuenta y riesgo...
Cargamento de Quietud miró fijamente a Aguja Verde.
Después de la traición de Punta de Luz, todo reposaba sobre los hombros de aquel uïgur... Ya se felicitaba de la intuición que había tenido al enviar a Chang An a ese agente secreto. Sin su presencia, era seguro que las autoridades chinas habrían desmontado totalmente la hilandería de seda clandestina.
—¿Querrás cenar conmigo? El cocinero ha preparado unas tortas de trigo y un excelente potaje de verduras —añadió Cargamento de Quietud.
—Os lo agradezco de todo corazón, pero prefiero partir en seguida dada la situación. Me parece lo más prudente.
—Por lo general, siempre que me visitas compartimos la cena, una vez celebrado el último oficio. Tu presencia a mi lado, ante el altar de la Luz Pura, me permitiría suplicar a Mani que protegiera a su discípulo —exclamó el jefe maniqueo.
—Os prometo que la próxima vez, dentro de seis meses, partiremos juntos el pan y asistiré al oficio nocturno.
—Permíteme, por lo menos, ungir tu frente con una gota de óleo sacramental a fin de proteger tu viaje de regreso. La Iglesia de Luz ahora tendrá más necesidad de ti que nunca —le dijo en un hilo de voz Cargamento de Quietud.
El uïgur se arrodilló ante él y el Maestro Perfecto, cogiendo una botella de vidrio donde se guardaba el Santo Crisma, vertió una gota en su dedo pulgar y ungió con ella la frente del uïgur haciendo la señal de la cruz mientras éste permanecía con los ojos cerrados.
—En nombre de la cruz en la que Mani sufrió y murió recibe, Torlak, la bendición de Cargamento de Quietud.
—¿Qué debo hacer con Punta de Luz y Luna de Jade? —preguntó de pronto Torlak cuando su maestro ya colocaba el tapón con todo cuidado en la botella del santo óleo.
—¡Tienen que dejar de verse! Ponte en contacto con Punta de Luz y le dices de mi parte que su conducta es incalificable y que debe volver cuanto antes a Turfan con los huevos de los gusanos y los capullos según lo acordado.
—¿Pensáis perdonarle las irregularidades de su conducta? —preguntó el uïgur.
—Sin capullos ni gusanos la Iglesia de Luz corre un peligro mortal. Dile que, si me trae lo prometido, cabe la posibilidad de que lo perdone.
—¿Y en cuanto a su amante? —preguntó Torlak, que parecía algo decepcionado ante la inesperada clemencia de Cargamento de Quietud.
—Le dirás que los Oyentes pueden ser eximidos de los votos de castidad. Y que estoy dispuesto a casarlos según el rito de la Luz. ¡Pero Punta de Luz debe volver aquí con los capullos! —añadió en tono febril el Gran Perfecto, dispuesto a todas las concesiones con tal de recuperar los minúsculos gusanos capaces de digerir hojas de morera y transformarlas en preciosos capullos.
—Y si se niega a obedecer y decide optar por los hermosos ojos de su amada y quedarse en Chang An, ¿deberé considerarlos simplemente como eslabones débiles de nuestra red? —objetó entonces Aguja Verde.
Al oír esas palabras el rostro de Cargamento de Quietud pareció cerrarse.
—Nuestra norma de conducta, dicho sea de paso, no debe sufrir ninguna excepción. Espero que no sea preciso llegar a esos extremos —le soltó con el corazón encogido.
En opinión de Aguja Verde, el tono empleado por Cargamento de Quietud no dejaba lugar a dudas y puede decirse que sólo esperaba aquella frase con la que el Perfecto de Turfan acababa de autorizarlo expresamente a proceder, en caso necesario, a la eliminación de los dos amantes que ponían en peligro la existencia de la red del Hilo Rojo.
Tras saludar al Perfecto, el falso médico chino se dirigió, satisfecho, al patio de honor dispuesto a partir en seguida con sus camellos.
No sin hacer votos para que la gracia del Profeta acompañase a Torlak el uïgur en su viaje de regreso, Cargamento de Quietud se secó una lágrima al verlo partir, antes de volver al Templo de Luz, donde se sumió voluptuosamente en la oración y las invocaciones al Misericordioso Mani.
¡Si el Gran Perfecto, que si de algo pecaba era de demasiado crédulo, hubiera sabido que la razón de las prisas que tenía Aguja Verde por volver a Chang An, al igual que las de su tardía llegada a Turfan, llevaba precisamente el nombre de Luna de Jade, muchacha que deseaba, sin duda no se habría abandonado a tantas letanías y acciones de gracias destinadas a proteger al condenado tunante!
En realidad, lo que había olvidado decir el joven uïgur a su socio comanditario —y razones no le faltaban— era que había tenido ocasión de admirar enteramente desnuda a la joven amante de Punta de Luz detrás de la falsa ventana del discreto camarín donde el mirón recalcitrante que era Pincel Rápido instalaba a muchachas contratadas para que posaran como modelos al natural. Después las dejaba solas, pero no sin antes administrarles un brebaje que les hacía perder todo comedimiento en los arrebatos amorosos a los que las arrastraba un joven que el pintor mirón introducía en la alcoba.
A veces llegaba a juntar a dos o tres chicas y se solazaba viéndolas retozar escondido detrás del tabique.
Así disfrutaba Pincel Rápido del atrevido espectáculo de los amores promiscuos haciendo como que sacaba inspiración de aquellas imágenes.
En aquella estancia secreta donde todo incitaba al amor, desde las formas lascivas de los asientos tapizados de terciopelo hasta las pinturas del techo, que representaban todo tipo de acoplamientos de animales de pluma, pelo o escama, dispuestos alrededor del pájaro mítico Biyiniao, que sólo podía volar en pareja, ya que tanto el macho como la hembra sólo disponían de un ala, Aguja Verde había cobijado a los dos jóvenes amantes.
Éstos, como es natural, ignoraban que eran espiados cuando se entregaban a sus juegos.
Una noche que fue a comprobar a casa de Pincel Rápido que todo funcionaba de forma adecuada, el pintor-calígrafo, cuyos ojos despedían un brillo lúbrico, lo llevó a la falsa ventana desde la cual se complacía en contemplar con gran delectación las evoluciones de sus cobayas.
—Pero ¿cómo es posible verlos como si los tuviera delante? —preguntó, estupefacto, el uïgur.
—Si te acercas a la pared, verás que en realidad es una lona oscura y engrasada perforada con millares de minúsculos agujeros. La lona está pintada por el otro lado con una escena que representa un paisaje de montañas y ríos que es obra mía... de manera que los interesados no se dan cuenta de nada —le explicó con aire triunfal Pincel Rápido.
En lo tocante a paisajes, Aguja Verde difícilmente olvidaría el espectáculo que había contemplado, maravillado... ya que se trataba de Luna de Jade y de Punta de Luz haciendo el amor.
Estupefacto y un tanto cohibido, el uïgur comprobó que Punta de Luz disfrutaba sin restricción alguna del cuerpo sublime de su joven amante, cuya increíble flexibilidad constituía, sin duda alguna, una de sus innegables cualidades.
Eran unas imágenes fascinantes y seductoras que no dejaban de perseguirlo, incluso en sueños.
Todos los sentidos de Aguja Verde se trastornaban al ver con qué ardor y pasión se contorsionaba aquella muchacha hasta el punto de asir el capullo de la vara de jade de su compañero haciendo que al mismo tiempo se solazara en los pastos que cubrían su valle de rosas.
En cuanto a Pincel Rápido, tan excitado estaba ante la visión de aquel acoplamiento que, sin el menor recato, no se contuvo y buscó el placer solitario en presencia de Aguja Verde.
El agente secreto de Cargamento de Quietud, que se había esforzado en mantenerse casto desde que éste le hiciera profesar, al igual que a Punta de Luz, sus primeros votos de Oyente, se dijo que era testigo de una escena que nada tenía de decorosa.
Incluso trató de disfrazarse y de hacer como que sentía una especie de repugnancia ante tan sorprendente gimnasia amorosa, ritmada por sonoras exclamaciones y mutuos halagos de la joven pareja que, entregada de lleno a la busca del placer compartido, no podía sospechar ni de lejos que estaba siendo observada.
Pero Torlak no tardó en rendirse y tuvo que admitir, dada la situación, que todo aquello lo excitaba tanto por lo menos como a Pincel Rápido.
De golpe y porrazo, con los ojos clavados en aquellos dos cuerpos tan fuertemente encajados, el uïgur, cuyo sexo se había endurecido tanto que le producía dolor, se vio inundado por una ola de placer tan intensa que le fue imposible contrarrestarla.
Durante mucho tiempo se acordaría de la sensación que le había producido aquel deseo irreprimible y delicioso que le subió por dentro y desde el bajo vientre ascendió hasta su vara de jade y, tras unas rítmicas sacudidas, provocó el chorro violento y cálido de su licor íntimo, que le quedó en la mano.
Los jóvenes dejaron finalmente de hacer el amor y se durmieron uno en brazos del otro, derrumbados sobre uno de los estrafalarios divanes del camarín de Pincel Rápido.
Cuanto más contemplaba a la joven obrera, más sublime a Torlak le parecía su cuerpo, desde la punta de sus pies menudos hasta la de sus sedosos cabellos, pasando por su adorable ombligo, en el que llevaba ensartado un curioso aro de oro, por no hablar además de la rajita íntima que se abría entre sus torneados muslos, lisa y lampiña como la mejilla de un niño de pecho.
No cabía duda de que Luna de Jade era un verdadero tesoro y el uïgur no veía por qué Punta de Luz había de tener derecho a él y él, en cambio, no.
De pronto, corriendo como un loco, acudía todos los días a casa del pintor-calígrafo, poseído siempre del mismo deseo y penetrado de igual ardor.
Tan malsana maniobra se prolongó una semana entera y, en el curso de la misma, pudo asistir a las curiosas expansiones a las que se entregaban los dos amantes, convencidos de encontrarse al abrigo de las miradas del mundo.
En cuanto al insaciable Pincel Rápido, aquellas sesiones fueron para él una ocasión única de emborronar cantidad de cuadernos con dibujos eróticos acompañados de las caligrafías de pequeños poemas a cual más osado.
—¡Jamás había visto una muchacha más ingeniosa que ésta! ¡Tu compañero no tiene ocasión de aburrirse! ¡De buena gana me pondría en su sitio! —concluyó una noche Pincel Rápido al ver que Luna de Jade se había puesto a horcajadas sobre el torso de Punta de Luz, una postura más complicada aún que las demás y que permitía al interesado deslizar la lengua hasta el interior del valle de las rosas de su amante y el índice por su puerta trasera, al tiempo que ella le lamía la vara de jade con su insaciable lengua.
—¡Y yo! —acabó por confesar el uïgur.
—¡Esa mujer es un guerrero de las justas de amor! Llega a un punto donde vicio y virtud se confunden —añadió el pintor mirón, que ya se disponía a gozar una vez más.
De esas visiones indiscretas y cotidianas sería poco decir que Aguja Verde no salía indemne.
Estaba hasta tal punto obsesionado por el cuerpo flexible y sensual de Luna de Jade, suave amasijo de músculos capaz de las posturas más audaces, torneado y liso como un mango en sazón, fruta que Punta de Luz devoraba con tanto refinamiento y tanto placer que el uïgur sentía unos celos tan intensos y definitivos de aquel kucheano que lo convirtieron en rival profundamente odiado.
Ahora sobre sus noches planeaba la imagen de la muchacha y, cuando se despertaba, en plena noche, creyendo tenerla en sus brazos, se encontraba con que en lugar del talle de la amante de Punta de Luz, lo que abrazaba torpemente, despechado, herido y apenado, no era más que la almohada.
¡Tener a Luna de Jade sólo para él!
¡Poseer y saborear aquel fruto prohibido, mango azucarado con ligero regusto a alcohol, de incomparable sabor!
Esto era todo lo que interesaba actualmente a Aguja Verde y por eso retrasaba tanto su partida a Turfan, donde lo esperaba, sin embargo, Cargamento de Quietud.
Ya que, en aquella búsqueda obsesiva, el uïgur ya empezaba a imaginar un subterfugio para tratar de acercarse finalmente al objeto de sus tormentos.
Ahora tenía un único deseo: tocar aquel cuerpo flexible de salvaje sensualidad.
Ahora tenía una única premura: sustituir a Punta de Luz y hacer el amor con la hermosa Luna de Jade...
Con esta idea en la cabeza, planeó que sobornaría al calígrafo Pincel Rápido, cuyas necesidades financieras eran importantes debido a tener que remunerar a las jóvenes modelos que precisaba.
Al proponer que le doblaría la cantidad que ya le satisfacía por el albergue de los dos jóvenes, Aguja Verde contaba con que el pintor-calígrafo se avendría a separarlos y a dejar a su disposición a Luna de Jade, aunque sólo fuera una noche, en el camarín de la falsa ventana.
Entonces no tendría más que introducirse subrepticiamente en el mismo y gozar de los múltiples encantos que aquella joven dispensaba a su amante.
Obnubilado por aquel sueño tan loco como ingenuo, esperaba que, en el curso de aquella noche, poseería a Luna de Jade en la cámara secreta, como tantas veces había hecho Punta de Luz desde hacía semanas.
Ya se veía disfrutando de ella después de haberle trabajado el vientre con su vara de jade y no, como hasta entonces, sólo con la imaginación.
Ya no se contentaría viendo cómo hacía el amor con su amante sino que, a semejanza de este último, la poseería de veras.
Tocaría su piel y por fin la haría suya.
Y de ese modo se vengaría de él.
No olvidaría, de paso, decir a Pincel Rápido que le mostrase después los dibujos y croquis de los tórridos jugueteos a los que se entregaría con la joven, ya que el pintor no renunciaría a su voracidad habitual y sin duda alguna tampoco dejaría de ejecutarlos en aquel caso.
Ésta era la razón que había movido a Aguja Verde a reclamar una fuerte suma de dinero a Cargamento de Quietud, convencido como estaba de que Pincel Rápido valoraría el trato en un precio muy elevado.
Seguro ahora del buen resultado de sus planes, Aguja Verde, moviéndose para adelante y para atrás y de un lado a otro con el avance del camello, al que no dejaba de hostigar para apresurar la marcha, pensaba con delectación en Luna de Jade, que tendría muy pronto a su alcance.
No tardaría en vengarse de Punta de Luz, quien pasaba los días en brazos de su amante mientras él pasaba los suyos de forma mucho menos grata y su curso se eternizaba a lo largo de aquella interminable Ruta de la Seda, sobre todo desde que se había levantado el viento cargado de arena, que no dejaba respiro apenas al viajero, incapaz incluso de mantener abiertos los ojos a causa de las fuertes ráfagas.
¡Qué ingenuo había sido!
Ahora que los granos de arena, proyectados con fuerza por los hálitos ardientes que barrían el desierto, le acribillaban el rostro como minúsculas centellas, el uïgur empezó a odiar a aquel rival que Cargamento de Quietud había enviado a buscar capullos a Chang An y que, en lugar de esto, renegando de todos sus compromisos religiosos, se solazaba con los encantos de aquella joven mientras él, esclavo del deber, se esforzaba en hacer funcionar, con peligro de su vida, una red secreta en un medio hostil.
Cuanto más pensaba en ello, más inquina tenía a Cargamento de Quietud por haber demostrado tal falta de discernimiento con respecto a aquel kucheano que llevaba ahora una vida principesca y se mofaba de aquel modo de las reglas de la Iglesia de Luz.
Por fortuna, sin embargo, no tardaría en ser reparada aquella injusticia.
Habría una mejor distribución de papeles, ya que faltaban pocos días para que Luna de Jade fuera suya para siempre.
En lo tocante a Punta de Luz, pasaría a convertirse oportunamente en uno de los eslabones débiles de la red del Hilo Rojo... que el Perfecto maniqueo Cargamento de Quietud había autorizado expresamente a eliminar en caso necesario...
21
OASIS DE DUNHUANG, RUTA DE LA SEDA
Frente a la inmensidad del desierto de arena, se sentían solos en el mundo y, a juzgar por el sabor del otro que sentía cada uno en la propia boca después del largo primer beso que se dieron, tenían la prueba: habían nacido uno para el otro.
—¡Te amo! —murmuró Umara sin vacilar.
—También yo te amo —respondió Cinco Prohibiciones.
Ya se lo habían dicho todo, porque en realidad todo había ido muy deprisa.
Por eso valoraban la increíble suerte que habían tenido el día en que se cruzaron sus caminos.
De hecho, no había nada que aparentemente predispusiera a aquellos jóvenes a aquel amor.
Ella era cristiana y siria, mientras que él era un monje budista chino y hasta entonces habían vivido a tantos miles de li una de otro unas vidas tan dispares que su presencia, en el mismo momento, en aquel peñasco de la Ruta de la Seda, hacía muy pocos días, no podía obedecer a un mero azar.
¿Era fruto de la Providencia, del Destino o de la Vía de Buda?
Se trataba sin duda de una combinación de las tres cosas, conforme en cualquier caso a la idea que se hacía cada uno de la suerte.
Así que se encontraron frente a frente en aquella plataforma rocosa que formaba el peñasco al retroceder, desde el cual la visión del desierto de arena, como contemplada desde un balcón natural, permitía admirar las ondulantes dunas hasta que se perdían de vista, se enamoraron perdidamente.
Fue un instante en que por un lado sólo estaba Cinco Prohibiciones y, por el otro, Umara. No había nadie más en el mundo.
Rebosante de emoción, había reconocido de inmediato a la seductora joven que había cruzado su mirada con la suya cuando estaba sujeto al ma-ni-pa en la Ruta de la Seda, poco antes de la llegada de los parsis a Dunhuang.
Ahora, al tener a la muchacha tan cerca, veía por vez primera que sus ojos eran de diferente color ya que, pese al iris dorado que los asemejaba a pequeños soles, un ojo tendía a una tonalidad verdosa y el otro era azulado.
La vez anterior habían estado demasiado separados para que él pudiera reparar en aquella rareza con que la naturaleza había dotado la mirada de Umara, una peculiaridad que él no había sospechado siquiera.
Maravillado, pudo comprobar que el color de sus ojos los convertía a la vez en contrarios y complementarios, a la manera del Yin y del Yang. La fusión del Yin y del Yang tenía por resultado la Gran Armonía tal como la preconizaba el taoísmo, la religión primitiva china contra la cual el budismo había tenido la habilidad de no chocar.
Por su parte, los ojos bicolores de Umara, cuando su mirada se cruzó con la de Cinco Prohibiciones, reflejaron una sorpresa exenta totalmente de temor.
La muchacha todavía lo encontraba más guapo ahora que lo tenía cerca que cuando lo había visto, tres días antes, en la Ruta de la Seda, atado como un esclavo, a pesar de lo cual le había sonreído con gran afabilidad.
Entonces, al unísono, los dos habían experimentado aquel sentimiento indefinible de los seres nacidos uno para el otro en el momento en que adquieren conciencia de esa realidad, cuando la fuerza que los atrae mutuamente se hace tan fuerte que, sin que se den cuenta, se enamoran uno de otro.
Al descubrir la razón del sentimiento que los embarga, en un primer momento sienten miedo, ya que advierten que, a ojos de los demás, y sobre todo teniendo en cuenta las conveniencias, se trata de una verdadera locura.
Pero el amor loco, el amor inmediato, el amor que hiere como el rayo es un sentimiento real que agarra por el cuello a sus víctimas.
Y éstas, felices de tener la oportunidad de haberse tropezado con él, aceptan las consecuencias que, al desafiar los riesgos de lo desconocido, las llevan a cortar los lazos que las unen con todos aquellos que, aun siendo allegados suyos, podrían convertirse en obstáculo y les hacen violar los códigos que, por desgracia con demasiada frecuencia, entorpecen las relaciones humanas...
Por eso los que están locamente enamorados gozan de absoluta libertad.
Ya que la libertad es para ellos una cuestión de supervivencia.
Entre Umara y Cinco Prohibiciones se produjo un grandioso enamoramiento que los atacó sin avisar y lo trastocó todo.
En aquel balcón de roca, así que su mirada se cruzó con la de la muchacha, Cinco Prohibiciones sintió una especie de hormigueo en el corazón que le recorrió el torso y terminó en las extremidades llenándolo de jubilosa excitación.
La muchacha que contemplara por vez primera en las inmediaciones de Dunhuang le pareció entonces todavía más bella, su cabellera más abundante y rizada, su piel más blanca y más suave.
A su lado, las estatuas de mármol blanco de Guanyin, aquella forma femenina del bodhisattva Avalokitesvara que los devotos podían contemplar en las salas de oración del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales, eran absolutamente inexpresivas.
Estaba tan cerca de su pecho que olía su perfume, mezcla de jazmín y madreselva.
El joven monje mahayanista, por su parte, descubrió por vez primera en su vida qué era sentirse atraído por una mujer y comprobó con sorpresa que de pronto se le endurecía el sexo, igual que le había ocurrido algunas veces a la salida del sol, cuando el maestro de novicios del convento de Luoyang lo despertaba vertiéndole un cuenco de agua fría en la cabeza, antes de la primera meditación con la que empezaba invariablemente la jornada de los monjes-discípulos del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales.
Al percatarse de la profunda turbación que agitaba su espíritu, comprendía mejor las palabras que empleaba su maestro Pureza del Vacío, unas palabras que hasta entonces le habían parecido oscuras cuando explicaba a sus discípulos qué era la Iluminación, a la que debía conducir la práctica de la meditación del Chan.
—¡Sed ligeros, sed huecos! Imaginad que sois esas ramitas que caen de los árboles y se quedan tiradas en el camino, a merced del viento cuando se levanta. ¡Convertíos en esas ramitas! Dejad que el soplo del viento os lleve. ¡Sed ligeros! Debéis despojar vuestro espíritu de cualquier pensamiento, de toda voluntad de ir a cualquier sitio, de ir allá, de llegar hasta allí, de conseguir una determinada cosa, puesto que no sois vosotros los que iréis hacia la Iluminación sino ésta la que se acercará a vosotros, la que os sorprenderá y os envolverá. ¡Decide ella, no vosotros! —acostumbraba a murmurar el viejo asceta.
Cinco Prohibiciones se veía obligado a admitir que no entendía nada de tan paradójicas palabras.
¿Cómo iba a negar hasta ese punto la eficacia de los ejercicios de concentración y meditación trascendental, a los que uno estaba obligado a dedicar horas enteras y, a la más mínima distracción, recibía un golpe de regla en la espalda?
Las palabras de Pureza del Vacío le habían parecido siempre un enigma hasta el punto de provocarle a veces un gran desaliento cuando, a fuerza de recibir tantos golpes, sentía la espalda tan dolorida que, cuando llegaba la noche, tenía trabajo para conciliar el sueño en el estrecho jergón que compartía con otro novicio en aquel dormitorio atiborrado del convento de Luoyang.
Y hete aquí que ahora, delante de aquella muchacha, las palabras del gran maestro de Dhyâna adquirían, a ojos de Cinco Prohibiciones, todo su sentido.
Acababa de descubrir de pronto qué significaba «dejarse sorprender».
Lo que le ocurría no lo había buscado.
Se había dejado sorprender por la inefable belleza de aquella criatura surgida de la nada que parecía estarlo esperando desde siempre en aquel balcón natural, en lo alto de aquella escalera de cuerda que le había dado por subir, convencido de que la vista de las dunas de arena del desierto de Gobi sería, desde aquella altura, realmente magnífica.
Precisamente cuando su cuerpo de atleta curtido en las artes marciales se afianzaba en el suelo del peñasco, Cinco Prohibiciones se sintió iluminado súbitamente por el encanto y la belleza de aquel rostro realmente espléndido.
Pocas horas antes, cuando estaba convenciendo a Puñal de la Ley de que lo acompañara al monasterio de la Salvación y la Compasión, Cinco Prohibiciones estaba a mil millas de imaginar que tendría un encuentro que trastornaría de forma definitiva su existencia.
En cuanto a Umara, cuando aquella mañana, para intentar despejarse, salió a galopar por el desierto en su fogoso caballito acompañada de Bruma de Polvo, a quien tenía pegado detrás de su cuerpo y que la agarraba por el talle, la cristiana nestoriana sabía muy bien que aquella carrera a galope tendido los llevaría al peñasco donde se encontraba el escondrijo de los libros...
Un lugar que se había convertido para ella —ahora lo sabía— en una obsesión que no compartiría jamás con su padre Addai Aggai.
En lo tocante a su único compañero, el joven Bruma de Polvo, por quien sentía verdadera adoración, era demasiado joven para que le inspirara otra cosa que una tierna amistad.
Cuando el apuesto desconocido le anunció que se llamaba Cinco Prohibiciones, le pareció que acababa de recibir un puñetazo en el estómago.
Pero no fue una sensación molesta y, menos aún, dolorosa.
Fue, por el contrario, placentera e intensa, muy agradable incluso, que le corrió a través de los pechos, de los labios y del bajo vientre, haciéndole adquirir por vez primera conciencia de su cuerpo de muchacha de formas ya plenamente desarrolladas, una sensación extraña en la que más tarde reconocería aquel deseo y también aquella plenitud que la llenaría cuando estuviese en sus brazos.
Era sobre todo una sensación tranquilizadora después de los dramáticos acontecimientos que acababa de vivir y que iban sucediéndose ineluctablemente como las cuentas de un rosario maléfico.
Por inexplicable que pareciera, Umara tenía la impresión de conocer desde siempre a aquel muchacho que llevaba el cráneo cuidadosamente rasurado, un detalle que le confería un aspecto tan juvenil, y que además le infundía la sensación de estar hecha para él.
De no haber sido por la reserva que le había inculcado su padre, a la que se atenía desesperadamente, se habría arrojado en sus brazos, tanto deseaba acariciarlo y tocarlo.
Se sentía atraída de forma irresistible por el cuerpo esbelto de aquel monje mahayanista, pese a que no veía nada de él, escondido debajo de la amplia túnica de sayal de la que únicamente emergían un hombro fino y un brazo musculoso. Ignorante por completo de las cosas del amor, presentía sin embargo todo lo que Cinco Prohibiciones podía hacerle sentir cuando la acariciasen sus manos elegantes y la besasen sus tentadores labios...
Profundamente turbada, se contentó con tenderle la mano aprovechando un peldaño de roca que había que salvar para llegar hasta el borde de aquel balcón de piedra desde el cual se descubría el infinito horizonte mineral que se desplegaba sin trabas ante sus ojos.
Tras haberse presentado, Cinco Prohibiciones preguntó a la chica cómo se llamaba.
—¡Umara! —respondió ella con una sonrisa.
Al oír aquellas tres sílabas, dulces a sus oídos cual notas musicales, unas sílabas que quedarían grabadas para siempre en su corazón, Cinco Prohibiciones se sintió invadido a su vez por una desconocida turbación.
—¿A qué te dedicas en la vida? —quiso saber la encantadora muchacha, de cuya mirada no conseguía apartar la suya.
Habiéndolo cogido desprevenido, declaró cuál era su función en tono protocolario y casi monocorde, tal como le habían instruido que hiciera en parecidas circunstancias:
—Soy monje budista, ayudante del maestro Pureza del Vacío, el Superior del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang, perteneciente a la Iglesia del Gran Vehículo...
—¡No pareces monje! En la Ruta de la Seda vi que estabas atado.
—¡Me tienen prisionero! —farfulló aunque, temeroso de turbarla, no se sentía inclinado a ponerla al corriente de las desgracias que lo afectaban.
La chica le sonrió. ¡Estaba para comérsela!
—¿Y tú, qué haces aquí? —añadió él, empeñado en no hablar de nada referente a su persona.
—Nada especial... Estaba paseándome. Ese sitio me gusta mucho. Desde aquí se tiene una magnífica vista del desierto. ¡Me gustas! —exclamó de pronto hablando con toda franqueza a Cinco Prohibiciones, cohibido ante la espontaneidad de una muchacha de apariencia más bien reservada.
Puesto que fue ella, la nestoriana, educada en los principios morales más estrictos y a quien su padre había enseñado que jamás debía mirar a un hombre a la cara, la que dio el primer paso, obrando de una manera natural, como si se tratase de la cosa más corriente del mundo.
Y él, ante aquella descarga amorosa irreprimible que no se esperaba, no se hizo atrás.
Enfrente del desierto, la muchacha se arrojó ardorosamente en sus brazos y, después, unió la boca a la suya, él abrió los labios y ella introdujo la lengua, primero sin la menor reticencia y después con delectación.
Y aquel monje, que tenía prohibido rozar siquiera la piel de una mujer, descubrió que sabía abrazarla...
Era el amor loco y se había abatido sobre ellos como el rayo.
Para él fue la Iluminación tal como la recibió Buda en el pueblo indio de Bodh-Gaya, debajo de la higuera sagrada ante la cual se prosternaban todos los días millares de fieles.
Para ella fue la Revelación tal como la conoció Cristo en el huerto de los Olivos mientras dormían los apóstoles.
Cada uno tenía sus propias creencias, pero el amor era el mismo...
Un amor recíproco.
Un amor verdadero.
¡El Amor, en suma!
Abrazados y solos en el mundo, disfrutando de la libertad de sus gestos, Umara y Cinco Prohibiciones ya tenían conciencia de formar un todo único.
El destino había querido que se reencontraran sin testigos en aquel peñasco pese a que tanto uno como la otra habían llegado a él debidamente escoltados.
Al pie del peñasco, contra el cual estaba arrimada la escalera de cuerda, Puñal de la Ley y el ma-ni-pa jugaban tranquilamente a los dados mientras esperaban a que bajara Cinco Prohibiciones, el cual había decidido subir hasta lo alto de la roca presintiendo que desde allí se divisaría un paisaje que valía la pena contemplar.
En cuanto a Bruma de Polvo, que había acompañado a Umara en aquella escapatoria, se veía a lo lejos su silueta moviéndose por la cumbre de una colina en busca de saltamontes gigantes.
Nadie sabía, pues, que se habían encontrado delante del escondrijo de libros del monasterio de la Salvación y la Compasión.
¡Estaba todo encadenándose de forma tan rápida para el ayudante de Pureza del Vacío desde aquella mañana!
—¿Habéis dormido bien? —preguntó amablemente Ulik a Puñal de la Ley y a Cinco Prohibiciones así que vio entrar a los dos hombres en el refectorio del albergue enclavado en la ciudad antigua donde el jefe Majib, por consejo de Addai Aggai, había instalado a su cuadrilla hacía dos días.
—Él muy mal. Se ha pasado toda la noche vomitando. Sufre del estómago y necesita medicamentos. ¿No me autorizarías a ir al mercado para poder comprárselos? —respondió Cinco Prohibiciones señalándole el vientre de Puñal de la Ley, que éste, gracias a los adecuados ejercicios de respiración, había hinchado como un odre.
Éste era, en efecto, el plan que habían urdido: pretextar aquel dolor de vientre y, con la excusa de ir a buscar medicamentos, llamar a la puerta de Centro de Gravedad, el superior del convento de la Salvación y de la Compasión, para pedirle, valiéndose del nombre de Pureza del Vacío, que les ayudara a escapar de las garras de aquellos parsis que los tenían secuestrados junto con los niños celestiales.
El intérprete parsi tradujo al jefe Majib, que acababa de comerse una torta de cebada tostada rellena de compota azucarada de habichuelas, la petición del monje Cinco Prohibiciones.
Los dos compadres tuvieron la satisfacción de ver que el parsi aceptaba la propuesta.
—El jefe Majib os da permiso, pero precisa que, si os interesa encontrar a los dos pequeños en buen estado de salud, deberéis volver al albergue antes de la puesta de sol.
—Seguro que estamos de vuelta antes de que anochezca —aseguró el joven monje.
—¿Puedo acompañaros? —le suplicó el ma-ni-pa, que temía por la vida de Cinco Prohibiciones y que no habría permitido por nada en el mundo que partiera sin él.
Cinco Prohibiciones había interrogado al jefe Majib con la mirada y éste, con el aire despreocupado de quien no desconfiaba de nada, asintió.
Satisfecho al comprobar que el subterfugio que había urdido funcionaba por encima incluso de sus esperanzas, Cinco Prohibiciones arrastró a su compañero del Pequeño Vehículo hacia la entrada del hotel, aunque no sin antes dar instrucciones a una criada con respecto a cómo había que colocar a los pequeños, cuando tuvieran hambre, junto a las ubres de la perra Lapika.
Ensillaron, pues, a toda prisa los caballos, ya que les faltaba tiempo para partir. Los ollares temblorosos del semental Derecho Delante, feliz de que su amo volviera a montarlo, se estremecían de placer.
Fuera, el sol radiante que hacía relucir el pavimento gastado de los callejones, donde los mercaderes ambulantes de frutos secos y confitados ya empezaban a instalar sus puestos, terminó de calentar el corazón del joven monje. El comienzo de la jornada dejaba augurar que su plan tenía probabilidades de dar resultado.
No había duda de que Centro de Gravedad, que dirigía un convento extremadamente próspero, dispondría de medios para ayudarles a liberarse de las garras de Majib el persa.
—¡Vaya personaje innoble ese jefe parsi! ¡Mira que amenazarte con atacar a los niños! ¡Es verdaderamente escandaloso! —exclamó el ma-ni-pa en el momento en que, tras abandonar el centro de Dunhuang, pusieron los caballos al trote corto.
—¡Ese hombre me toma por un idiota! Si piensa venderlos cuando llegue a Persia, que se guarde muy bien de tocar uno solo de sus cabellos —exclamó el joven mahayanista.
—¡Ojalá que vaya a parar al infierno frío antes de hora! —remachó el tibetano.
—No te preocupes porque su karma lo ha de llevar directamente al sitio que le corresponde... —concluyó, casi indiferente, Cinco Prohibiciones, que ya se veía libre de sus secuestradores.
—¡Estoy totalmente de acuerdo contigo! El persa ese renacerá convertido en el más terrible de los Avici —se contentó con observar Puñal de la Ley, a quien se le había desinflado de golpe el estómago así que se encontraron en los callejones atiborrados de público de la ciudad-oasis.
—¿Qué opinas de mi plan? —le preguntó el ayudante de Pureza del Vacío mientras cabalgaban uno al lado del otro.
—Cuando des a conocer la situación a Centro de Gravedad, tendrá el deber de ayudarte. En la India, un monje del Pequeño Vehículo no debe abandonar nunca a uno de sus colegas cuando se encuentra metido en problemas. Supongo que en China ocurrirá lo mismo entre los miembros del Gran Vehículo.
Tranquilizado por aquellas palabras, Cinco Prohibiciones no se cansaba de dar gracias al bodhisattva intercesor Guanyin por haber puesto en su camino, después del ma-ni-pa, a Puñal de la Ley.
Veía en este hecho la mano del propio Bienaventurado y la señal de que la misión que le había encargado Pureza del Vacío no dejaba indiferente a Buda.
Con la intervención de dos personas, y ahora con la de tres, la tarea consistente en llevar a Luoyang a los Gemelos Celestiales sería casi un juego de niños.
Reconfortado ahora que rozaba apenas con las pantorrillas el lustroso vientre de Derecho Delante, pronto a lanzarse al galope con la rapidez de una flecha, dejaba que subiera en su interior la dulce euforia que le proporcionaba el sentimiento de libertad que aquella jornada robada a los parsis le daba ocasión de saborear, en compañía de sus nuevos amigos, después de tan larga cautividad.
No dudaba ni un solo momento de que Centro de Gravedad se mostraría comprensivo con él.
Le explicaría que, enviado a Samyé por Pureza del Vacío para recuperar el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura, había tropezado con un lama que, a cambio de la entrega del libro santo, le había confiado la custodia de dos niños de pecho, uno de los cuales presentaba una pilosidad que le afectaba la mitad del rostro, lo que era prueba, como mínimo, de su origen semidivino. Después lo pondría al corriente de las circunstancias en que su comitiva había caído prisionera de los parsis, cuyo jefe pretendía vender a los niños para casarlos cuando fuesen mayores.
—Señora, ¿sabéis dónde está el gran monasterio budista? —preguntó con toda cortesía a una matrona que tenía la piel de la cara arrugada como una ciruela seca.
La vieja vendía buñuelos en el rincón de una plazoleta sobre cuyo pavimento se extendía la abigarrada alfombra de un mercado de hortalizas.
—¿Cuál? Aquí hay más de treinta monasterios y, además, pertenecen a las dos obediencias, es decir, al Pequeño Vehículo y al Grande.
—Busco un convento del Gran Vehículo que tiene una biblioteca en una cueva de la montaña. Debe de estar situado cerca de un peñasco. No creo que haya muchos como éste —precisó Cinco Prohibiciones en los términos más amables que pudo adoptar, al tiempo que con el ademán indicaba a la matrona que le apartara unos buñuelos fritos y se los envolviera.
—¿Un monasterio del Gran Vehículo que está cerca de un peñasco? Pues, en efecto, por aquí sólo hay uno. Y es fácil de encontrar. Seguid este camino y, cuando dejéis atrás las calles de la población, debéis continuar recto a través del desierto de Gobi. El monasterio troglodita de la Salvación y de la Compasión está excavado en un peñasco alto de gres rosa que, en el sitio donde digo, cubre el horizonte.
La matrona, cuya mirada se iluminó de pronto, había reconocido sin dificultad la calidad de su cliente por el color y la forma características de su túnica de sayal.
Y con un guiño de connivencia, le tendió un paquete con tres buñuelos, uno para cada uno.
—¿Cuánto os debo, señora vendedora de buñuelos?
—Nada. Veo que eres bonzo y eso es algo que te da derecho a mendigar. Acércame el cuenco de las limosnas.
—Pero ¿y si yo quisiera pagaros? Me parece que no tenéis muchos clientes...
—¡Ni hablar! ¿Qué son tres buñuelos comparados con el paso que ese karma, por minúsculo que sea, me permite dar camino del paraíso? Prométeme, a cambio, que rezarás por mí... —murmuró la piadosa vendedora implorando su bendición.
Aquellos deliciosos buñuelos, sabrosos al máximo, como pudieron comprobar al darles el primer bocado, ¿no eran también un signo que auguraba que la jornada empezaba bajo los mejores auspicios?
Pues bien, todo el resto de aquel día extraordinario fue encadenándose para el mahayanista como si discurriera sobre un engranaje perfectamente lubrificado hasta el momento en que se topó con el amor de su vida.
Y tal como le había anunciado la anciana vendedora, así que dejaron atrás las últimas casas de Dunhuang, apareció, cubriendo parte del horizonte, aquel peñasco de gres rosa de que le había hablado, iluminado ya por los rayos bajos del sol matinal, como si fuera un enorme dragón que se hubiera instalado tranquilamente en aquel lugar para exponer al calor las escamas del lomo.
—Todavía no he tenido oportunidad de viajar hasta la China central, pero supongo que la Gran Muralla que la circunda es como mínimo tan alta como ésta —murmuró Puñal de la Ley, maravillado ante el espectáculo.
—Desengáñate, la Gran Muralla decepciona siempre cuando se contempla por vez primera. Dista mucho de ser infranqueable. El primer emperador, Qin Shi Huangdi, sacrificó, sin embargo, un millón de esclavos para construirla. Contrariamente a lo que creía aquel terrible tirano, los hombres no llegarán a rivalizar nunca con la naturaleza... —le respondió Cinco Prohibiciones.
Bajo sus ojos se extendía ahora un desierto de cascajo, plano como un lago, en medio del cual se erguían, cual divinidades tutelares a las que se hubiera confiado el alimento de viajeros extraviados, unas cuantas palmeras datileras desmedradas cuya presencia daba testimonio de jirones de antiguos oasis, abandonados hacía centenares de años, en provecho del nuevo asentamiento de Dunhuang.
Como si obedeciera a una llamada de Umara, Cinco Prohibiciones acicateaba a sus compañeros para que extremaran al máximo la velocidad de los caballos.
Por esto galopaban, a pleno sol, con tal brío que el acólito de Buddhabadra, poco acostumbrado a montar a caballo, suplicó finalmente al ayudante de Pureza del Vacío que se detuviera.
Éste obedeció al momento, entre otras cosas porque la capa de sus monturas, empapada de espuma y sudor, revelaba el esfuerzo que habían desplegado hasta aquel momento. Se pararon junto a la única palmera datilera que todavía quedaba en pie, entre zarzas espinosas que salpicaban la morosidad mineral del desierto.
Al pie de aquel árbol de la Compasión cuyos frutos bastaban para sobrevivir había aún algunos dátiles caídos. Gracias a una circunstancia extraordinaria, en aquellos lugares donde la flora y la fauna se limitaban a medrar, los roedores del desierto, presa a su vez de áspides y escorpiones, se habían olvidado de devorarlos. El sol había confitado los dátiles extrayéndoles todo el azúcar, con lo que la piel ya había empezado a cuartearse. Los compartieron con los caballos.
—¡Tienes cara de cansado! Toma esos dátiles. Dice el proverbio que «al viajero aguerrido le bastan tres dátiles y un sorbo de agua». ¡Seguro que a ti también! —exclamó Cinco Prohibiciones tendiendo uno de los frutos a Puñal de la Ley.
Éste, sentado en el tronco del datilero, lo saboreó como si fuera un bombón de miel.
—¡Tú galopas muy rápido, pero yo no soy un deportista como tú! En Peshawar me paso gran parte del tiempo rezando encerrado en el convento. El único ejercicio que hago consiste en ir de la celda al aula donde doy clase a los novicios y les enseño los rudimentos del chino y del parsi y después de ésta a la sala de oración. Hacía dos años que no montaba a caballo. En este aspecto, disto mucho de ser tu igual.
—¡Tranquilízate! Tu cuerpo, como el mío, no se alimenta de carne. Por consiguiente, no tiene grasa y es flexible. Necesita poco para criar músculo. Dentro de poco, así que te hayas acostumbrado, seguro que galopas tan rápido como yo.
—Nosotros, como ascetas que somos, debemos cultivar tanto nuestra fuerza física como nuestra fuerza mental.
—Exactamente. Buda conquistó a su mujer porque había resultado ganador en un concurso de tiro al arco.
—¡Lo sé! La escena incluso está representada en uno de los bajorrelieves de piedra más hermosos que adornan el patio principal de mi convento de Peshawar. En él se ve a Siddharta, suntuosamente engalanado con sus vestiduras de ksatrya,25 midiéndose con otros jóvenes, entre ellos el siniestro traidor Devâdatta, con el fin de obtener la mano de la bella Yashodâra.
—Siempre me he preguntado, con respecto a este punto, por qué debió abandonar el Bienaventurado a una mujer tan hermosa que, además, le dio un hijo y decidió dejar a los suyos y partir en busca de la Verdad —añadió Cinco Prohibiciones, atreviéndose por vez primera a manifestar abiertamente aquella duda que se había guardado hasta entonces.
—También yo me he hecho muchas veces esta misma pregunta.
—Para mí seguirá siendo un enigma.
—A buen seguro que Gautama debía de tener sus razones, además de querer revelar a los hombres las Cuatro Nobles Verdades que les permitirían escapar al dolor del mundo.
—No puedo creer que nuestro mundo sólo esté gobernado por la dukha,26 Puñal de la Ley. La felicidad existe. Cuando, en el país de Bod, veía un águila planeando majestuosamente bajo el sol sobre un centelleante glaciar, me sentía un hombre feliz.
—Pensándolo bien, supongo que Gautama era viudo cuando decidió separarse de los suyos —le susurró Puñal de la Ley, que también revelaba por vez primera esa convicción suya a un tercero.
—Así pues, ¿crees que la pobre Yashodâra ya no estaba en este mundo cuando Gautama se fue de su casa?
—El Bienaventurado debía de amar tanto a su esposa que, de tenerla a su lado, jamás la habría abandonado.
—Pero ¿existen pruebas?
—Ni una sola. Todo lo que cuenta el Vinayapitaka27 sobre su vida habla de su Gran Partida, antes del Despertar, pero no dice una sola palabra de lo que ocurrió a su mujer cuando él se fue de su casa de Kapilavastu. ¡Quizás pienses que me tomo demasiadas libertades, pero me cuesta imaginar a Buda como un espíritu puro o un ser etéreo!
—Sin duda tienes razón. El Bienaventurado debía de ser una persona muy sensible. Si no hubiera estado enamorado de Yashodâra, seguramente no se habría casado con ella. ¿Llegarías al extremo de relacionar la Gran Partida con la desesperación inmensa que sintió al morir su esposa? —inquirió Cinco Prohibiciones, a quien desde su ingreso en el noviciado siempre había intrigado la personalidad de Buda.
¿Quién era, pues, aquel indio salido de la casta de los guerreros, convertido en poco tiempo en apóstol de la no violencia, cuya audacia lo llevó a predicar unas ideas que chocaban en este punto con las de sus contemporáneos?
¿Quién era aquel individuo que, hacía más de mil años, había tenido el valor de situar a sus congéneres en el centro del mundo, dando una explicación global de éste que ponía el acento sobre las causas del malestar y el sufrimiento de los hombres?
Con toda seguridad, debajo de un personaje así se escondía un enigma.
Así pues, era un hombre excepcional que había arrastrado a numerosos discípulos, convencidos de la verdad de sus santas palabras, los cuales no habían tardado en formar la Samgha, aquella comunidad de monjes y monjas que, después de la muerte del Bienaventurado, se dedicaron a difundir su Buena Nueva en el mundo.
Y ésta debió de ser la que los hombres esperaban, puesto que se difundió en China, donde se convirtió en la inmensa Iglesia del Gran Vehículo, con millones de adeptos y monjes, e iba camino de convertirse en la religión oficial del imperio.
¿En virtud de qué rara alquimia una simple aventura humana se convertía, con el paso de los siglos, en institución eclesiástica, dotada de un clero poderoso y poseedora de considerables bienes inmobiliarios que hacían de ella, inmediatamente detrás del Estado, un poder económico y temporal con el que era preciso contar?
Cinco Prohibiciones se planteaba a menudo esta pregunta sin encontrarle una respuesta precisa. Tan sólo comprobaba que si las fuerzas del espíritu eran siempre, en el momento de salida, más poderosas que las demás, también acababan, quizás porque los hombres seguían siendo siempre hombres, por encarnarse en los atributos de los poderes temporales, lo que las llevaba a la banalización cuando no a una irrelevancia inexorable.
Puñal de la Ley lo arrancó de sus meditaciones.
—¡Cinco Prohibiciones, mira!
Ante ellos, en pleno centro de la zona pedregosa a través de la cual se disponían a cabalgar de nuevo, acababa de salir de su madriguera una mangosta acompañada de sus tres cachorros. Ese depredador de la cobra y del áspid iba de caza y se disponía a desalojar de las piedras planas recalentadas por el sol la víbora cornuda, medio adormecida, que tal vez se ocultaba debajo.
—¡Pensemos en las almas que se han reencarnado en esos bichos! Siempre que mi Superior, el Inestimable Buddhabadra, veía una rata o un ratoncillo, decía esto mismo.
—¡Piensas en él a menudo!
—¡Me gustaría tanto encontrar su rastro! —suspiró tristemente el monje de Peshawar.
—El Bienaventurado lo decide todo.
—Es curioso lo que me ha ocurrido contigo, eso de que la confianza y la complicidad hayan surgido inmediatamente, pese a que nuestras Iglesias sean antagónicas. Aunque no debería expresarme de esta manera, es verdad: ¡tengo la seguridad de que me traerás suerte! —murmuró Puñal de la Ley.
Y entonces, al lado de los caballos, cubiertos todavía de espuma, empeñados aún en arrebatar al desierto las últimas briznas cortantes de hierba que habían dejado las lluvias, los dos jóvenes monjes cayeron, emocionados, uno en brazos del otro antes de volver a enfilar el estrecho camino que llevaba al pie del peñasco y que medio borraban las piedras.
—¡Jamás he visto un elefante blanco! ¡Ese que has perdido debía de ser un animal extraordinario! —exclamó el ma-ni-pa, a quien Cinco Prohibiciones había resumido amablemente las palabras de Puñal de la Ley.
—El hecho es que mi Superior, el Inestimable monje Buddhabadra, salió de viaje hacia el Tíbet con el paquidermo y todavía no ha regresado. El elefante blanco es el único que puede transportar en el lomo, en ocasión de nuestras grandes peregrinaciones, las santas reliquias que custodia el monasterio del Único Dharma.
—Comprendo que estés inquieto —dijo el ayudante de Pureza del Vacío.
—La desaparición del animal sagrado supone una catástrofe para mi convento... Por eso decidí de golpe salir en su busca. Y por eso estoy aquí, ante ti. ¡Ahora ya lo sabes todo! —concluyó con una sonrisa Puñal de la Ley.
—Hablas en pasado. ¿Lo haces porque las santas reliquias han desaparecido al igual que ese animal fabuloso? —preguntó el joven monje.
—El Tripitaka Cinco Prohibiciones tiene un espíritu realmente sutil. No necesita mucho para encontrar ilación en las cosas —murmuró, admirado, aunque sin extenderse demasiado, Puñal de la Ley.
—¡No temas! Te prometo que no diré nada a nadie. No tengo ninguna intención de perjudicar la buena fama de que goza tu convento.
Habían vuelto a montar a caballo y ahora proseguían su camino al trote, uno al lado del otro.
—En el momento en que estamos hablando, allá abajo ha terminado ya lo que nosotros llamamos la «Pequeña Peregrinación» —comentó con un suspiro Puñal de la Ley.
—¿Y cómo se las han arreglado sin las reliquias y sin el elefante?
—Por fortuna el monasterio dispone de otros paquidermos que también están habilitados para transportar los Santos Restos en el lomo a pesar de que su color sea adocenado, siempre por supuesto que no franqueen el muro que rodea el recinto. En cuanto a las reliquias, las de la Pequeña Peregrinación estaban guardadas en una cajita de madera de sándalo en forma de corazón de la que mandé hacer una copia. Sé que no existen razones para vanagloriarse por ello, pero no me quedaba otra opción...
—¿Me estás diciendo que tus correligionarios se han contentado con exponer a los devotos un relicario falso y, encima, vacío?
—¡La necesidad obliga, mi querido Tripitaka Cinco Prohibiciones! Estoy seguro de que tú, en mi lugar, habrías hecho lo mismo.
—¡Pero eso es una estafa!
—¿Cómo se iba a explicar a tantos millares de fieles, la mayoría venidos de muy lejos, apelotonados en los patios del monasterio del Único Dharma, nerviosos por la larga espera y fatigados tras haber estado tanto tiempo de pie, que no podrían tocar siquiera el rabo de los elefantes engalanados a la manera de las divinidades simplemente porque las santas reliquias de la Pequeña Peregrinación habían desaparecido, sin desencadenar su indignación?
—Lo comprendo. Lo más probable es que yo, compungido y tragándome la vergüenza, actuara de la misma manera...
—¡Júrame ahora mismo que no revelarás todo esto a nadie! —le suplicó Puñal de la Ley.
—Si ha de servir para tranquilizarte y como muestra de confianza, también yo voy a confiarte un secreto: ¡aunque he leído y releído el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura que mi superior me pidió que fuera a buscar a Samyé, no comprendo nada de ese texto!
—En Peshawar, Buddhabadra nos explicó que las sumas filosófico-religiosas escritas por los grandes maestros de Dhyâna eran siempre tan complejas que había que tener un gran entrenamiento mental para captar su sentido.
—Debo confesarte que se trata de un texto de tal profundidad y complejidad que su sentido me escapa por completo. En más de una ocasión, cuando Pureza del Vacío me interrogaba en este sentido con la vara en la mano, pronto siempre a descargarla en el hombro de su lamentable alumno, me vi obligado a mentirle...
—No eres el primero ni el último monje budista a quien le ha ocurrido lo mismo. Si ha de servirte de consuelo, te confesaré a mi vez que algunos sermones del Suttâ-Nipâta, la antología del Depósito de los sermones, me parecen totalmente herméticos. Sin embargo, a fuerza de repetirlos, he acabado por sabérmelos de memoria...
—El maestro Pureza del Vacío dice que se necesitan como mínimo veinte años para captar todas las sutilezas espirituales de los sutras más importantes. Él mismo tardó como mínimo ocho años en escribir lo que considera su testamento espiritual.
Ahora se encontraban lo bastante cerca del peñasco de gres rosa para ver que estaba dividido en dos partes.
La primera, situada algo a la izquierda, parecía lisa, salvo por una especie de saledizo que la recorría de parte a parte y que formaba como un balcón natural.
La otra, mucho más imponente, ligeramente más retirada que la primera y separada de ésta por una plataforma rocosa, formaba una gigantesca escalera mineral que había que subir para acceder a un cornisamento donde unos laureles denunciaban la existencia de alguna fuente o arroyo.
La abrupta pared vertical del segundo peñasco, en la que se apoyaba el cornisamento de la plataforma rocosa, estaba perforada por múltiples agujeros igual que una camisa vieja.
—Puñal de la Ley, mira esas ventanas y esas puertas excavadas en el vientre de la montaña. El monasterio de la Salvación y de la Compasión parece el antro de un dragón. ¡Felices los monjes! Seguro que no tienen ni mucho frío en invierno ni mucho calor en verano —exclamó Cinco Prohibiciones, impresionado ante el espectáculo de aquel edificio cuya fama estaba muy bien cimentada y que albergaba no menos de tres mil religiosos.
—La vista del desierto de Gobi desde este balcón natural debe de ser realmente espléndida —murmuró Puñal de la Ley, que se volvió a contemplar el mar de arena cuyas dunas se extendían, cual olas, hasta perderse de vista.
—Antes de ir a llamar a la puerta del convento de Centro de Gravedad, podríamos acercarnos a él —sugirió Cinco Prohibiciones—. Tenemos a nuestra disposición todo el tiempo del mundo y no deben de ser más de las diez porque el sol todavía está bajo.
Cinco Prohibiciones no pensaba ni por asomo que una frase tan simple como aquélla sellaría su destino.
—¡Ve tú solo! Yo tengo vértigo. En Peshawar, disfruto de una dispensa que me permite abstenerme de subir a la hornacina más alta del relicario del rey Kaniska —le respondió con una sonrisa el coadjutor de Buddhabadra.
El ma-ni-pa entonces propuso a este último que se quedase a jugar a los dados con él al pie del peñasco en cuya cima, momentos más tarde, Cinco Prohibiciones se toparía frente a frente con la muchacha nestoriana.
En cuanto a la hermosa Umara, el encadenamiento de hechos que aquel mismo día la condujeron al peñasco donde se encontraba el escondrijo de los libros fue igualmente inexorable.
—¡Umara, pareces triste! Se suele decir que cuando una chica que normalmente está alegre se encuentra triste es porque está enamorada —le dijo Bruma de Polvo cuando, como tenían por costumbre, volvieron a encontrarse, después de la salida del sol, en el vergel del obispado.
—Hoy estoy de vacaciones. Mis profesores de chino y de sánscrito han ido a los cultos. ¿Y si fuésemos a cabalgar a las dunas de arena?
—¿Qué dirá tu padre?
—Desde hace unos días mi padre me da permiso para salir sin vigilancia. Está absorto en otros asuntos. Y además, el otro día, cuando fingí que venía de Dunhuang, pudo comprobar que me desenvuelvo bien montando a caballo.
—¿Y Goléa? ¿No se preocupará?
—Ya soy mayor. Papá ha comprendido que, a mi edad, sólo tengo que informarle a él de mis actos. Si no viviésemos en Dunhuang, ahora yo ya estaría casada con un hombre que me habría hecho madre de varios hijos.
—¡Pero vivimos en Dunhuang! Y el único capaz de amarte en este oasis soy yo, Umara —dijo el muchacho en tono de broma.
—¿Crees que el contenido de ese corazoncito de sándalo vale mucho dinero? —le preguntó Umara a quemarropa.
—¡Sin duda! Debe de costar tantísimo que, en Dunhuang, sólo un gran monasterio budista como el de la Salvación y la Compasión sería capaz de reunir la cantidad —respondió, de forma perentoria, el joven chino, deseoso de darse importancia ante la muchacha cuya belleza y encanto lo dejaban cada vez menos indiferente.
—¡No me hables de ese monasterio!
—¿Por qué lo dices?
—Por nada especial —se apresuró a responder Umara, con expresión sombría, antes de añadir, forzándose a sonreír—: He avisado a Goléa de que salía a pasear hasta la hora de comer. Espérame en el próximo cruce de caminos y montarás en la grupa de mi caballo. Ya estás acostumbrado y, por lo menos de momento, no pesas mucho.
Y así fue como se lanzaron, a galope tendido, con la cabellera al viento y profiriendo gritos de júbilo, hacia las dunas de arena.
La galopada los llevó, como otras veces, al pie del peñasco donde se encontraba el escondrijo de los libros que, desde su descubrimiento, se había convertido en su lugar de cita favorito.
En el momento de subir la escala de cuerda, Bruma de Polvo exclamó:
—Umara, ¿te enfadarás si voy a buscar saltamontes gigantes a aquellas colinas? ¡Desde aquí los veo saltar!
—¿Qué haces con los saltamontes, Bruma de Polvo?
—Los ensarto en unos espetones, los aso y me los zampo. ¡No sabes cómo me gustan cuando están bien crujientes!
—Los saltamontes asados me dan asco... Y lo mismo los escorpiones y demás insectos con que se deleitan los mercaderes chinos en los figones donde los despachan.
—¿Me dejas el caballo?
—¡Claro que sí, Bruma de Polvo! Un día serás un gran jinete...
Así pues, Umara subió sola hacia su destino, valiéndose de la escalera de cuerda, y se situó en lo alto un poco antes que Cinco Prohibiciones.
¡Y fue como si unos arroyos que hasta entonces hubiesen corrido paralelos se convirtiesen de pronto en los afluentes de un gran río de abundante caudal!
Ahora, con las caras muy juntas, a medida que los besos iban haciéndose más osados, iban viajando los dos de maravilla en maravilla.
Apenas si oyó la voz del ma-ni-pa, que resonó en sordina en sus oídos cuando Cinco Prohibiciones acababa de colar la mano por la abertura de la blusa de Umara.
—Tendré que bajar. Mis compañeros van a ponerse nerviosos... —le susurró.
—¡No quiero que te vayas! ¡Estamos tan bien aquí, los dos juntos!
—¿Has venido sola?
—Me ha acompañado ese muchacho que está cazando saltamontes. Es mi único amigo.
La muchacha le indicó una colina pedregosa en la que Cinco Prohibiciones distinguió la minúscula silueta de Bruma de Polvo moviéndose a gatas de aquí para allá y bloqueando con las manos el paso a los insectos.
—¿Dónde vives, Umara? —le preguntó Cinco Prohibiciones después de un último beso.
—El obispado nestoriano se encuentra a tres calles de distancia del albergue que mi padre os recomendó.
—¡Me gustaría volver a verte! —exclamó con voz suplicante.
—¡A mí también!
—¡Júrame, Umara, que volveremos a vernos!
—¡Te lo juro, Cinco Prohibiciones! ¡Piensa que lo deseo tanto como tú! Esta noche me encontrarás delante de la tapia de nuestro vergel así que se levante la luna.
—¡Júrame, Umara, que llegará un día en que ya nada pueda separarnos!
Al oír aquellas palabras, la chica se quedó un momento en silencio antes de murmurar en voz baja:
—¡Yo, como tú, desde hoy no haré más que esperar ese día!
Cuando se separaron y ella dejó que Cinco Prohibiciones bajara, solo, para reunirse con sus compañeros fingiendo que allá arriba no había ocurrido nada, sabían los dos que aquel juramento no había caído en saco roto.
—Pero ¿se puede saber dónde estabas, Cinco Prohibiciones? ¡Ya estaba empezando a impacientarme! —preguntó Puñal de la Ley a su compañero, así que éste posó los pies en tierra firme.
—La vista que se divisa desde arriba es tan hermosa que no me decidía a privarme de ella.
—¡Se está haciendo tarde! ¿Te parece que tendremos tiempo de ir a llamar a la puerta de ese monasterio de la Salvación y de la Compasión? —añadió, con el ceño fruncido, el primer acólito de Buddhabadra.
—Creo que no tienes mucha prisa de que vaya...
—Cinco Prohibiciones, no me atrevía a decírtelo, pero yo que tú no iría. No olvides que no conoces a ese tal Centro de Gravedad. No estoy seguro de que entienda lo que te ha pasado... Corres el riesgo de que tu historia le parezca sospechosa, porque la verdad es que es asombrosa: los Gemelos Celestiales, la emboscada de los parsis, por no hablar además del sutra de Pureza del Vacío. ¡Son muchas cosas!... —murmuró, con aire preocupado, Puñal de la Ley, en cuyo rostro se reflejaba una evidente ansiedad.
—Estoy de acuerdo contigo. ¡Corro el riesgo de que me tome por un vulgar impostor! —comentó Cinco Prohibiciones en voz baja ya que, como buen monje mahayanista ante el superior de un monasterio, aunque no fuera el suyo, no se veía contando más que la verdad a Centro de Gravedad.
Dadas las circunstancias, también le sería imposible dejar en silencio su encuentro con Umara.
Ahora bien, de momento no pensaba hablar de aquello con nadie por miedo a que la divulgación de los hechos pudiera perjudicar a la joven cristiana nestoriana.
—Me parece que convendrá esperar un poco antes de ir a ese monasterio.
Las cosas se habían encadenado con excesiva rapidez. Acababa de adquirir conciencia de que era absolutamente necesario darse un poco de tiempo para examinar lo que convenía hacer. Por otra parte, no le costaba recurrir a una mentira piadosa.
—¡La decisión me parece juiciosa! Ahora que conocemos el camino, siempre estamos a tiempo de volver si cambias de parecer —exclamó, aliviado, Puñal de la Ley.
El monje de Peshawar parecía encantado de la decisión.
—Así por lo menos llegaremos al albergue antes de la hora fatídica y sin correr el riesgo de que Majib sospeche nada —añadió Cinco Prohibiciones estallando en una carcajada no ya sólo para aparentar seguridad, sino también porque aquel encuentro lo había llenado de profunda felicidad...
¿Cómo habría podido explicar a un igual de Pureza del Vacío, aparentando un mínimo de decencia, que lo ayudase a huir de Dunhuang no ya sólo con los dos niños celestiales sino también con la hija del obispo nestoriano de la ciudad?
Ya que ahora para él había una cosa que estaba muy clara: no pensaba zafarse de sus raptores a menos que Umara participase en la aventura.
Por muy monje budista que fuera, ya no se veía consagrando hasta el mínimo de sus actos al Bienaventurado Buda y prosiguiendo la vida sin Umara.
Después de aquellos primeros besos, tenía la impresión de que formaba un todo con ella.
Mientras acicateaba a Derecho Delante a fin de que galopase más deprisa, empujado por las prisas de reunirse con la chica en el vergel del obispado, no tenía en modo alguno la impresión de traicionar a nadie al obrar de aquella manera.
¿No era acaso la Iluminación del amor lo que había sentido delante de Umara?
Era la primera vez que dejaba hablar a su corazón, a semejanza de Gautama el Buda cuando se enamoró de la hermosa Yashodâra, gracias a lo cual pudo salir vencedor sin gran trabajo en el concurso de tiro al arco ante las barbas de todos los pretendientes de la muchacha cuando hasta entonces, para disgusto de su padre, había sido un lamentable arquero.
¡El Amor presta alas incluso a quien no sabe volar!
Comprendió entonces que, antes del encuentro con Umara, que se había convertido para él en el ser que amaba, la compasión, o sea, la razón de su corazón se había traducido en todos sus actos.
A partir de ahora, sería el corazón de su corazón —y no sólo su razón— el que guiaría su conducta.
Era un hecho que la Santa Vía de la Liberación podía emprender caminos mucho más sorprendentes que los previstos.
Puesto que el amor que le inspiraba Umara, lejos de impedirle llevar a cabo la misión que se había propuesto, le prestaba un valor y una energía como jamás había conocido.
Ahora más que nunca sabía que cumpliría la promesa que había hecho a Pureza del Vacío en lo que tocaba a llevar a Luoyang su precioso sutra.
Ahora más que nunca cumpliría con el deber que había contraído con Ramahe sGampo al no abandonar a los pequeños Gemelos Celestiales al destino funesto que les reservaba el jefe Majib.
Entretanto, la única prisa que tenía era que, así que se levantara la luna, se reuniría con Umara para estrechar de nuevo entre sus brazos a la que se había convertido, en un instante y sin ningún género de duda, en la mujer de su vida.
Y se sentía muy feliz, tan feliz como ella.
PERSONAJES PRINCIPALES
Addai Aggai, obispo, dirigente de la Iglesia nestoriana de Dunhuang.
Buddhabadra, Superior del monasterio del Único Dharma en Peshawar (India), jefe de la iglesia budista del Pequeño Vehículo; hace un misterioso viaje a Samyé (Tíbet) y desaparece después.
Bruma de Polvo, huérfano chino, amigo de Umara.
Cargamento de Quietud, llamado el Maestro Perfecto, jefe de la Iglesia maniquea de Turfan.
Centro de Gravedad, superior del convento de la Salvación y de la Compasión (Dunhuang).
Cinco Prohibiciones, monje del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang (China), enviado por su Superior a Samyé (Tíbet) y finalmente responsable de los Gemelos Celestiales.
Cesta de Ofrendas, monje responsable de los elefantes del convento de Peshawar.
Dama Wang, primera esposa oficial de Gaozong, destituida en beneficio de Wuzhao.
Diakonos, hombre de confianza de Addai Aggai, encargado de la hilandería clandestina.
Gaozong, llamado Lizhi mientras es príncipe heredero, hijo de Taizong, emperador de China.
Goléa, llamada la «Montaña», gobernanta de Umara.
Bella Pura, primera concubina imperial, eliminada por Wuzhao.
Joya de la Doctrina, monje rival de Puñal de la Ley.
Lama sTod Gling, secretario del Reverendo Ramahe sGampo. El ma-ni-pa, monje errante amigo de Cinco Prohibiciones. El Mudo, esclavo turco-mongol de Wuzhao y ejecutor de sus viles acciones.
Los Gemelos Celestiales, niña y niño criados por Umara. La niña tiene la mitad del rostro cubierto de vello.
Li Jingye, prefecto, Gran Censor Imperial.
Lihong, hijo de Wuzhao y Gaozong, llamado príncipe heredero en sustitución de Lizhong.
Lizhong, hijo de Bella Pura y Gaozong.
Luna de Jade, obrera china del Templo del Hilo Infinito, enamorada de Punta de Luz.
Majib, capitán de una cuadrilla de bandoleros parsis.
Manakunda, joven monjita del convento de Samyé que murió al dar a luz a los Gemelos Celestiales.
Nube Loca, indio adepto del tantrismo y de las drogas y asesino.
Ormul, oyente de la Iglesia maniquea de Turfan.
Pincel Rápido, calígrafo y pintor chino de pura cepa, perteneciente a la red del Hilo Rojo.
Puñal de la Ley, primer acólito de Buddhabadra; sale en su busca.
Punta de Luz, oyente de la Iglesia maniquea de Turfan, encargado de la cría clandestina de gusanos de seda, enamorado de Luna de Jade.
Primero de los Cuatro Soles que Iluminan el Mundo, monje de Luoyang.
Pureza del Vacío, superior del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang (China), jefe de la iglesia budista del Gran Vehículo.
Ramahe sGampo, superior del convento budista de Samyé (Tíbet); ciego.
Rojo Vivo, propietario de la tienda La Mariposa de la Seda, encubridor del negocio de seda clandestina.
Taizong, llamado el Grande, padre de Gaozong, emperador de China.
Torlak, apodado Aguja Verde, joven uïgur convertido al maniqueísmo y responsable de la red del Hilo Rojo.
Ulik, intérprete entre Cinco Prohibiciones y la cuadrilla de bandoleros parsis.
Umara, hija del obispo nestoriano Addai Aggai.
Virtud de Fuera, Ministro de la Seda.
Wuzhao, quinta concubina imperial y después esposa oficial del emperador Gaozong.
Zhangsun Wuji, tío de Gaozong, general, comandante en jefe supremo de los ejércitos, antiguo Primer Ministro.
FIN
ESTE LIBRO SE HA IMPRESO EN BROSMAC, S.L.
1 Sutra, «sermón», en sánscrito.
2 Karma, «acto», en sánscrito. Todo acto tiene un valor moral positivo, negativo o neutro y es «remunerado» en consecuencia con un renacimiento favorable o desfavorable en un ser más o menos alejado del estado de buda.
3 Estupa, monumento conmemorativo.
4 Han es el nombre originario de los chinos.
5 Kucha y Kashgar eran oasis situados en el tramo meridional de la Ruta de la Seda.
6 Los Qin Posteriores son una de las dinastías que reinaron en China durante el periodo llamado de las Dinastías del Norte y del Sur (317-519).
7 Dharma, en sánscrito, «verdad»
8 Es decir, en la actualidad, el norte de la India, Pakistán, Afganistán, Uzbekistán y Tadjikistán, sin olvidar una parte de la región autónoma china de Xinjiang.
9 Dhyâna, en sánscrito, «meditación».
10 Palabra china derivada del término sánscrito Dhyâna, meditación. El equivalente japonés es Zen.
11 Don, práctica oral, abnegación, inteligencia, energía, paciencia, verdad, determinación, benevolencia e imperturbabilidad.
12 Arhant, término sánscrito que significa merecedor, venerable, con el cual se designa a un «santo» en el budismo.
13 Un li equivale aproximadamente a 576 metros.
14 Hemíono, caballo perteneciente a la raza Equus jiang.
15 206 a. de JC-220 d. de JC.
16 Nombre antiguo de Camboya.
17 Primer ministro del reino de Qin, anterior a la creación del Imperio chino, el 221 a. de JC, conocido principalmente por esta antología.
18 A la salida de la meseta del Pamir.
19 Nombre chino del bodhisattva Avalokitesvara, símbolo del budismo chino.
20 Avésa, ritual del espíritu.
21 Treinta metros.
22 Los mazdeanos distinguían el Adurân o fuego menor del Varhân o fuego mayor.
23 Rama, uno de los avatares de Visnú, es el héroe de la gran epopeya sánscrita del Râmâyana, que se compone de más de veinticuatro mil estrofas.
24 Divinidad taoísta.
25 La casta de los ksatrya, a la que pertenecía la familia de Gautama, era, en la India antigua, la de los guerreros.
26 En sánscrito, dolor.
27 El Vinayapitaka, en sánscrito «cesta de la disciplina», es uno de los tres textos fundamentales del budismo que forman el Tripitaka.