Publicado en
julio 25, 2010
.jpg)
Primera edición: abril de 2005
Segunda impresión: septiembre de 2005
Título original: Le Toît du monde
© 2003, XO Éditions, Paris
© 2003, José Frèches
© 2005, Roser Berdagué, por la traducción del francés
© 2005, Ediciones Martínez Roca, S.A.
Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid
ISBN: 84-270-3182-3 obra completa
ISBN: 84-270-3134-3 volumen I
Depósito legal: M. 35.781-2005
Fotocomposición: EFCA, S.A.
Impresión: Brosmac, S.L.
Impreso en España-Printed in Spain
ADVERTENCIA
Este archivo es una copia de seguridad, para compartirlo con un grupo reducido de amigos, por medios privados. Si llega a tus manos debes saber que no deberás colgarlo en webs o redes públicas, ni hacer uso comercial del mismo. Que una vez leído se considera caducado el préstamo del mismo y deberá ser destruido.
En caso de incumplimiento de dicha advertencia, derivamos cualquier responsabilidad o acción legal a quienes la incumplieran.
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas, de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente…
RECOMENDACIÓN
Si te ha gustado esta lectura, recuerda que un libro es siempre el mejor de los regalos. Recomiéndalo para su compra y recuérdalo cuando tengas que adquirir un obsequio.
y la siguiente…
PETICIÓN
Libros digitales a precios razonables.
«Entre el que venció a mil millares de hombres en la guerra
y el que se venció a sí mismo
es más gran vencedor este último.»
Buda
PRÓLOGO
Monasterio de Samyé, Tíbet
¡La pequeña Manakunda coronaba por fin su objetivo!
Se sintió presa de suprema angustia cuando sus dedos finos y temblorosos rozaron el pesado puño de bronce retorcido cuyos dos extremos terminaban en cabezas de demonios deformadas en una mueca.
A punto estuvo la pobre monjita de desmayarse de terror ante la visión de aquellos monstruos, de los que jamás había estado tan cerca.
Era tan intenso el miedo que sentía que ni notaba siquiera el sudor que le resbalaba por la frente en el momento en que, con gesto torpe, acercó la llave a la cerradura.
Apretaba con tal fuerza aquel fino tubo de bronce cuyo remate era una minúscula corona formada por cuatro cráneos humanos unidos, no más grandes que un garbanzo, que sus dedos, ordinariamente blancos como el marfil, se cubrieron poco a poco de estrías violáceas.
Y aun suponiendo que aquélla fuera la llave que correspondía, pensaba entretanto la frágil Manakunda mientras tanteaba febrilmente con ella la enorme cerradura, ¿conseguiría penetrar en aquella verdadera cámara acorazada sin despertar la atención de los demás monjes del convento?
Habitualmente, cuando el frailecillo de servicio empujaba, al alba y al final de la tarde, aquellas grandes planchas de cedro juntadas por tachuelas tan fúlgidas como los ojos de Dâkini la Roja, la terrible diosa de colmillos vistos, bajo la bóveda del largo corredor resonaba un gigantesco maullido antes de propagarse por todo el edificio, de tal modo que nadie podía ignorar, en Samyé, el momento de apertura y cierre.
Y por mucho que Manakunda se dijera que no era más que una puerta, no lograba dejar de imaginar que el inquietante chirrido procedía de alguna bestia desconocida, agazapada en la sombra de aquella biblioteca donde las monjitas no tenían derecho a entrar, una bestia que sería además de lo más horrible, dispuesta a dar cuenta de ella de un solo bocado.
Por eso, cuando pasaba por el pasillo pavimentado de pizarra de la biblioteca, ante la puerta claveteada de diabólicas tachuelas, hacía todo lo posible para alejarse de ella por miedo a que la mordieran aquellas quimeras.
Para eliminar aquella visión funesta, la joven monja hacía un gesto que tenía algo de cómico: se ajustaba la túnica, como para protegerse de los espíritus nefastos, y se apretaba el cinto un agujero más antes de apresurar el paso y, sin darse la vuelta, correr al exterior a respirar un poco de aire fresco.
Por lo general, bastaba con esto para tranquilizarla.
Ahora, sin embargo, era ella quien se disponía a abrir la siniestra puerta detrás de la cual —¿quién podía saberlo?— tal vez se ocultara aquella criatura.
¿No era locura, acaso, el gesto que estaba a punto de hacer con sus manos húmedas? ¿No era excesivamente peligroso por parte de una joven novicia de apenas dieciséis años, cuya única misión consistía en ordenar los ornamentos litúrgicos del monasterio de Samyé? ¿No iría tras su perdición?
¡Sólo ella, de momento, sabía de dónde sacaba las fuerzas necesarias para violar la regla y desafiar lo prohibido intentando penetrar en aquel sanctasanctórum sin saber siquiera si estaba en posesión de la llave adecuada!
Debido a las prisas, se había contentado cogiendo al azar, aquella misma mañana, la primera que le cayó en las manos del manojo del lama sTod Gling, quien no lo advirtió por estar en aquel momento dormido como un tronco.
Era, pues, en cierto modo, la llave del azar. E incluso, y sin exagerar, teniendo en cuenta las circunstancias, la llave del «todo o nada».
El corazón de Manakunda todavía latió con más fuerza cuando consiguió, por fin, introducirla en la cerradura. No tardó mucho en comprobar que, por desgracia, la elección no había sido acertada. La llave era demasiado corta y giró en el vacío dentro de un inmenso agujero donde hubieran cabido sobradamente dos dedos.
¿Por qué diablos no había cogido la llave más grande del manojo, aquélla con un demonio en un extremo que le había provocado una mueca y que nada en el mundo la habría inducido a tocar?
La llave de los libros reservados, la llave del lugar mejor guardado del monasterio, sólo podía ser la más voluminosa y la más turbadora, a semejanza de la cerradura.
La joven monja Manakunda se sentía tan fracasada y al mismo tiempo tan perpleja que se movía entre la indignación y una especie de morboso alivio.
Después de todo, tal vez Buda el Misericordioso había querido impedir la imperdonable transgresión de la regla del monasterio que se disponía a cometer.
La prohibición absoluta de penetrar en la biblioteca figuraba, junto con otras como la de comer carne o beber alcohol o mirar directamente a los ojos a un monje del sexo opuesto y hasta rozar sus ropas, entre los preceptos que el temible Ramahe sGampo, Superior del convento de Samyé, inculcaba todas las semanas a las jóvenes monjitas del noviciado.
Manakunda se había apercibido en seguida de que aquella prohibición se aplicaba tan sólo a las mujeres, ya que los novicios eran los encargados de seleccionar u ordenar los miles de rollos de papel o de seda que habían hecho famosa la reserva de libros del monasterio más antiguo del Tíbet. Una discriminación que no había dejado de sorprenderla o, mejor, de molestarla. Pero ¿qué podía hacer una monjita confiada a aquel monasterio por una familia feliz de desembarazarse de una boca que alimentar como no fuese callar y guardarse para sus adentros los sentimientos que le inspiraba aquella injusticia?
De momento, a Manakunda le indignaba no poder cumplir el acto de contrición y purificación que le había impuesto el propio Ramahe sGampo cuando, dos días antes, haciendo acopio de todas sus fuerzas, había tenido la arrogancia de preguntarle en plena lección de meditación trascendental con una voz que el miedo hizo temblorosa:
—Bienaventurado maestro sGampo, me llamo Manakunda. He aquí mi pregunta: ¿qué acto podría purificar al más grande de los pecadores?
—¿Por qué la joven Manakunda siente la necesidad de hacerme esta pregunta? —había respondido con brusquedad, con su inimitable voz dulce y firme a la vez, salida de las profundidades de su garganta, el jefe de aquella importante comunidad de tres mil monjes y dos mil monjas, adeptos todos del budismo tántrico tal como se practicaba en el país de Bod, que era el nombre chino del Tíbet.
Entonces, desafiando los murmullos divertidos de la asistencia y con esa mezcla de desvergüenza y de pánico propia de los niños empeñados en obtener a cualquier precio una respuesta de un adulto, se había contentado con reiterar la pregunta a aquel hombre de cráneo cuidadosamente rapado cuyos rasgos, al igual que las otras novicias de segundo año, jamás había visto.
Adivinaba ahora que había sido una osadía acercarse al maestro, a su austeridad y, sobre todo, a aquella silueta de óvalo perfecto que se recortaba a contraluz en el único muro iluminado de la inmensa estancia sumida en la penumbra donde las novicias aprendían, bajo su estricta férula, los secretos de la «meditación sentada».
Difícilmente olvidaría las palabras que el viejo lama, henchido de sabiduría y experiencia, había pronunciado por la vía de la evidencia, casi en tono festivo, sin duda porque la pregunta le había parecido irreal y casi pasmosa.
¿Qué podía saber del pecado una monjita de dieciséis años, de conducta hasta entonces irreprochable, cuya aplicación y esmero en la ordenación de los cuencos de ofrenda, en alisar las crestas de las tocas de los bonzos encargados de las ceremonias y en servir a los oficiantes el té mezclado con mantequilla, leche y sal ya habían despertado la admiración de todos?
La respuesta del lama se había grabado en el corazón de Manakunda.
—Bastará a una pecadora como tú —le había contestado—, y vista tu joven edad el pecado no puede de ser muy pesado, que ponga por escrito las circunstancias de la falta cometida en la primera página de un sutra1 manifestando, por supuesto, su arrepentimiento. Sin duda que la inmensa compasión del Iluminado hará el resto. Puesto que cada lector del sutra, debido a la indispensable compasión que debe animarlo en relación con los demás, intercederá por el pecador que haya hecho aquel acto de confesión.
—Si he entendido bien, el pecador puede añadir su frase expiatoria en el frontispicio de un sermón cualquiera —prosiguió, incrédula, tan simple hubo de parecerle el método que le indicaba el maestro Ramahe sGampo.
Pero, adivinando la expresión contrariada del gran maestro, la joven había callado y no había dejado traslucir el alivio que sentía.
Aquella misma noche, tendida en el lecho estrecho y duro como un tablón que compartía con otra novicia, Manakunda se juró que cumpliría el acto de expiación que el venerable Ramahe sGampo, sin sospecharlo, le preconizaba.
Desde que, hacía ya dos años, ingresara en el noviciado de Samyé, había aprendido suficientes caracteres tibetanos para ser capaz de escribir las pocas líneas de su confesión.
Pero para limpiar la inmundicia que manchaba su espíritu y su cuerpo e impedir que su karma2 la reencarnase mañana, por ejemplo, en ratón en una población infestada de gatos o en insecto al pie de un árbol poblado de mirlos, debía cometer otro pecado, por supuesto venial, y desafiar la prohibición de penetrar en la reserva de libros.
Pese a su juventud e inexperiencia de las cosas sagradas, Manakunda estaba convencida de que era algo que merecía la pena y que el acto expiatorio era mucho más importante que la violación de una regla monástica.
Pero ¿cómo lograría ahora penetrar en aquella reserva de libros cuya puerta permanecía obstinadamente cerrada?
Presa de angustia, la joven novicia contempló aterrada y asqueada aquella llave que ahora veía tan pequeña en la palma de su mano abierta al tiempo que contemplaba cómo se desvanecía cualquier posibilidad de interrumpir el terrible encadenamiento de su karma.
De hecho, todo su proyecto se vino abajo.
Llena de rabia, golpeó con el pie las pesadas planchas de cedro y poco faltó para que se le escapara un grito de dolor cuando el dedo gordo del pie derecho chocó con la cabeza de una de aquellas horribles tachuelas.
Advirtió entonces que, con el golpe, se había movido uno de los tablones.
Con gesto febril, introdujo la mano en el intersticio que acababa de abrirse entre los batientes.
La puerta no estaba cerrada con llave.
¡Sólo podía tratarse de un inestimable regalo que hacía a Manakunda el Bienaventurado Buda!
Así pues, podría penetrar en el santo de los santos de los sutras y liberarse de unos recuerdos cuyos efluvios le impedían dormir e incluso pensar en otra cosa gran parte del tiempo desde aquel día funesto en que su vida y sobre todo su cuerpo vacilaron.
Con precauciones infinitas, empujó la pesada puerta procurando que sus goznes no emitiesen su inquietante chirrido habitual. Por milagro, no se oyó ruido alguno.
Manakunda, entonces, se sintió protegida por la gracia bienhechora de Avalokitesvara, ese bodhisattva y discípulo de Buda a quien los fieles eran incitados a orar porque gozaba fama de escuchar a los humildes y servir de intercesor suyo junto al Bienaventurado Buda bajo la simple condición de que fuesen sinceros.
El camino estaba despejado.
Podía penetrar en la reserva de los libros.
La estancia estaba suficientemente iluminada por los rayos de la luna para que la muchacha distinguiera las tres largas mesas de lectura y escritura colocadas en el centro, en las cuales los exegetas estudiaban los manuscritos y los monjes copistas los copiaban. En las estanterías situadas todo alrededor se amontonaban los miles de rollos que contenían los sermones del Iluminado y sus innúmeros comentarios.
En medio de la mesa central, entre dos cojines de seda, había un rollo más grande que los demás.
Manakunda se acercó a él como atraída por una fuerza.
Junto a su estuche de bambú lacado, enfundado en suntuosa seda roja, el manuscrito estaba desplegado en parte, preparado sin duda para que lo descifrara uno de los nueve monjes escribas del monasterio que pasaban sus jornadas sentados delante de largas mesas, abanicados por novicios cuando el calor era agobiante, ocupados en traducir al tibetano o al chino los textos sánscritos de las Sagradas Escrituras del budismo cuyos manuscritos originales habían venido de la India, país de Buda.
Sabía que debía proceder con rapidez, so pena de tropezarse de manos a boca con uno de los monjes que transitase por el corredor en el curso de su ronda nocturna.
Aquel sutra medio desplegado parecía llamarla.
¡Sería en aquel papel inmaculado, fino como el marfil, no en otro sitio, donde escribiría su fatídica confesión, al lado mismo del espacio reservado a los colofones!
¡Qué alivio alcanzar su objetivo!
Bastaría que escribiese aquellas tres líneas con el pincel impregnado de tinta que llevaba disimulado en la manga para cumplir con su deber de humildad y contrición.
Entonces volvería a encaminar sus pasos hacia el camino recto de la misericordia de Buda, pasado ya aquel momento de extravío cuyo recuerdo no lograba borrar, siempre presto a surgir, como marcado con hierro candente en su cuerpo.
Pero hete aquí que sintió de nuevo, al coger entre sus manos aquel gran rollo de escrituras para colocarlo completamente plano en el borde de la mesa, aquella comezón en el vientre que anunciaba la conmoción de los sentidos causada siempre por el recuerdo de lo ocurrido.
Acababa de advertir que el sutra tenía el mismo diámetro y casi la misma forma, aunque más largo, evidentemente, que aquella enorme estaca de músculos y carne que el hombre había sacado del pantalón antes de introducírsela en la rajita que, bajo la ligera capa de vello, se abría en el fondo de sus muslos.
Toda la vida tendría que acordarse de aquel momento de éxtasis en que, después de acariciarla hasta enloquecerla de placer, la había penetrado murmurándole al oído que diese entrada en ella al mensaje divino del Iluminado.
La oleada de placer que entonces, pese a ella, la había inundado había sido tan intensa que a punto había estado de perder el conocimiento, desvanecido el asco que hasta entonces le había provocado el hombre.
Todo había empezado con aquella comezón en el bajo vientre que ahora sentía de nuevo. El mismo extraño hormigueo.
Hacía poco más de dos meses, sesenta y cinco días para ser exactos —los había contado febrilmente—, que la fusión con el cuerpo de aquel hombre la había transformado haciéndole entrever a un tiempo los infinitos horizontes del placer y la negación insoportable de sí misma al verse poseída sin ella desearlo.
La joven monja Manakunda jamás había visto, antes de aquella famosa ceremonia nocturna, el sexo de un hombre en erección.
No sin temor, había descubierto aquella arma de formas suaves, puñal de punta redondeada, fina y rosada, erguido ante sus ojos cual una cobra naga cuando la serpiente baila ante la flauta del encantador.
Había cerrado los ojos, aterrada, mientras el olor del incienso que llenaba el ambiente la embriagaba de forma progresiva hasta hacer que desapareciera toda noción del tiempo y del espacio.
Había sentido entonces que algo caliente le rozaba el vientre.
Y había comprendido que se trataba de aquel puñal de carne que el hombre asía entre sus manos y que ahora utilizaba como quien utiliza un estilete para escribir.
Esto era: el bastón de carne trazaba caracteres sánscritos en su vientre. Concentrándose en el movimiento al objeto de visualizarlo, comprobó que el hombre acababa de escribir en su vientre la palabra «bodhi».
¡La Iluminación-Despertar!
¿Acaso no era aquél el estadio que sólo alcanzaban los bodhisattvas, discípulos a los que sólo les faltaba un grado de santidad para convertirse en budas, es decir, para estar completamente Despiertos y prestos a entrar en el nirvana, lugar donde no existe el sufrimiento?
«Bodhi» era la palabra maravillosa que el puñal había inscrito en su carne como si, a juzgar por los estremecimientos que le ondulaban el vientre, las letras fueran de fuego. ¡El hombre, pues, la transformaría en bodhisattva! Para una joven monjita como ella, era una prebenda extraordinaria, un honor insigne y, como mínimo, una indecible suerte.
De algo estaba segura en cualquier caso: no podía tratarse más que de un bien inefable vinculado a los actos positivos realizados por los millares de criaturas que la habían precedido de las que ella se convertía en feliz beneficiaria.
El brebaje que aquel hombre —¿era de veras un hombre?— le había hecho beber, jarabe tibio y denso como la sangre, le había enturbiado hasta tal punto el espíritu que en el momento en que el bastón de carne le había parecido que estallaba en lo más profundo de su vientre había creído realmente que era el dedo del propio Bienaventurado Buda que la inundaba de placer.
No había establecido en un primer momento ninguna relación entre aquellas visiones y la poción que el hombre la había forzado a ingurgitar apretando contra sus labios la mitad de un cráneo humano colocado sobre una pequeña serpiente enroscada de plata.
No había sabido entender los gestos de aquel individuo cuyos ojos desorbitados no se cerraron hasta la madrugada. Parecía realizar una especie de ritual al invocar con voz ronca fórmulas extrañas y nombres sánscritos desconocidos mientras entraba y salía de su cuerpo igual que un animal salvaje hasta el agotamiento final en que se desplomó sobre ella y se sumió en profundo sueño.
Presa de violentas náuseas, escapó de sus brazos y corrió por el sendero que bajaba de la pequeña estupa3 situada a unos centenares de metros más arriba del monasterio, en pleno derrumbamiento de piedras.
Allí sola, por fin, minúscula ante la inmensidad de los picos cubiertos de nieve, la pobre Manakunda devolvió el contenido de sus tripas.
Tras haber recuperado el ánimo, muerta de terror y trastornada por el efecto de aquella estaca de carne que se había movido en el interior de su cuerpo, le costó grandes trabajos atravesar sin caerse mil veces todo aquel cúmulo de piedras que separaba Samyé del lugar de culto donde había sido violada.
No fue hasta que atravesó la puerta del convento, abierta desde que se levantaba el día para dar refugio a los pobres y los hambrientos, cuando tuvo la sensación de haber sido víctima de abuso. Lo que ella había creído un bien no era, en realidad, más que la deshonra infame que, después de haber subyugado su espíritu, le había infligido un hombre por la fuerza después de obligarla a respirar y a beber sustancias capaces de alterar su discernimiento.
Por desgracia no tenía a nadie a quien comunicar tan espantosa experiencia.
En el convento de Samyé todo el mundo estaba solo aun estando rodeado de gente. En aquellos lugares donde todos, desde el viejo monje casi centenario al joven novicio recién salido del seno de su familia, no hacían otra cosa que rezar, comer y dormir, estaba estrictamente prohibido quejarse.
Por otra parte, ¿de qué podía quejarse cuando allí se predicaba la abnegación personal y la abolición de cualquier deseo como únicos medios de acceder a la superación del sufrimiento físico y moral?
La monjita, al igual que las demás novicias, jamás había confiado a nadie cuáles podían ser las penas y angustias de una muchacha obligada a ser monja en un monasterio donde, más de seis meses al año, el frío era tan intenso que había que romper el hielo de los barreños de agua.
¿A quién, por tanto, contaría la prueba que acababa de sufrir? Tenía tanto miedo de que la expulsasen y tuviese que echarse a las carreteras como una mendiga...
La única persona compasiva que parecía formar parte de este mundo era el gentil lama sTod Gling.
Era el sacristán del convento y también el secretario del reverendo Ramahe sGampo.
Manakunda había tenido la suerte de que la pusiesen junto a aquel monje de mirada comprensiva, que se expresaba siempre con tanta dulzura.
Él había enseñado con amabilidad y paciencia a Manakunda cómo clasificar y ordenar los utensilios y ornamentos litúrgicos en los grandes armarios de la sacristía de la gran sala de oración.
Su relación estaba teñida de complicidad, pero de allí a pensar que podía confesárselo todo había un paso que Manakunda jamás se habría atrevido a dar.
La monjita tampoco había contado nada al lama sTod Gling y había preferido echarse a los pies de la gran estatua de leño del bodhisattva compasivo Avalokitesvara, el más accesible a los humanos, aquel que daba la mano a los que sufrían, aquel a quien se podía pedir cualquier cosa, como que lloviera sobre los campos de trigo o que ayudara a las ovejas a parir corderos, sin temor a despertar su furia.
Se había sentido tan minúscula e inmunda bajo la imponente estatua de cedro cuyos ojos almendrados incrustados de lapislázuli con párpados cincelados en plata parecían observarla, pese a todo, sonrientes, que su vergüenza había sido inmensa, vergüenza de aquel deseo súbito e irreprimible que había sentido, pese a su repulsión primera, de seguir abrazando locamente a aquel hombre, tumbados en el suelo de la estancia llena de humo, rodeados por los cirios de cera roja que él había encendido todo alrededor a fin de invocar una práctica «mágica» y formar aquel «círculo cósmico perfecto» en el que pretendía que sus cabezas eran el «inefable centro» y sus miembros separados los «rayos divinos»...
Volvía a sentir la misma vergüenza cada noche viendo que le bastaba pensar de nuevo en aquella estaca de carne para sentir la misma oleada de placer cuya fuerza la hacía zozobrar.
La asociación que acababa de establecer entre el sutra sagrado que veía y el instrumento de aquel culpable placer volvió a provocar en ella, en aquel lugar prohibido, la embriaguez de sus sentidos.
A punto estuvo de dejarse caer boca arriba en la mesa y, para impedirlo, se agarró a una estantería. Algunos libros preciosos cayeron desplegados en el suelo.
Después de recogerlos apresuradamente procurando hacer el menor ruido posible, se esforzó en recuperarse.
Extendió después con todo cuidado un espacio equivalente a tres manos del texto sagrado a fin de inscribir en él la frase de expiación en el lugar menos visible.
Gracias a los rudimentos de sánscrito que aprendía cada día, pudo descifrar el título del sutra destinado a recoger su confesión: junto a una delicada miniatura que representaba al bodhisattva del Futuro, el Bienaventurado Maitreya, suntuosamente engalanado con la tiara y pendientes en las orejas, aparecía escrito con grandes letras Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura.
Al lado mismo, unas líneas que le parecieron escritas en chino, debían de ser la traducción. Era incapaz de leerlas, ya que no había tenido oportunidad de aprender aquella lengua cuyo número de caracteres, según decían, superaba los diez mil.
No le quedaba más que armarse de valor.
Concentrada al máximo, inclinada como una vieja sobre el espacio virgen aún comprendido entre el título de la obra y las primeras frases del texto, escribió con gran aplicación las once palabras de su confesión procurando no rozar siquiera el nombre del hombre cuya estaca de músculo la había manchado con una mácula de la que no tardaría en verse libre.
A medida que iba realizando la labor de escritura, iba comprobando con arrobo que poco a poco su corazón se iba apaciguando.
Las solapadas olas de placer que la dejaban jadeante y llena de remordimiento se desvanecían.
Ahora veía con claridad la Pureza de aquella insondable Vacuidad, de aquel gran vacío consolador y salvador que anunciaba el título del maravilloso Libro sagrado colocado plano ante ella, adornado además con suntuosas figuras del Panteón búdico con las que lo había enriquecido un ilustrador.
¡Qué don extraordinario de la Santísima Providencia! Hete aquí que el bodhisattva compasivo había puesto en sus manos exactamente la sutra que necesitaba.
Manakunda tuvo la impresión de que despertaba de una pesadilla y de que recuperaba finalmente su ánimo después de las atroces semanas que acababa de vivir.
Cumplido aquel acto, era seguro que se borrarían aquellas letras de fuego que el hombre había escrito en su vientre. Muy pronto, la falsa ceremonia mágica mezclada con la lúgubre violación no sería más que un mal recuerdo.
Cuando salió de puntillas de la reserva de libros del convento de Samyé, Manakunda distaba mucho de sospechar que no había terminado ni de lejos con el recuerdo de la estaca de carne que la había violado.
No sabía, pobre monjita confiada por sus padres al monasterio budista más grande y más venerable del Tíbet con la intención de desembarazarse de ella, que estaba encinta de algo más de dos meses.
1
PALACIO IMPERIAL DE CHANG AN,
CAPITAL DE LOS TANG, CHINA,
12 DE DICIEMBRE DE 655
Era mediodía exacto en la inmensa sala de Audiencias y Fiestas del palacio imperial de Chang An, capital de la dinastía china de los Tang.
En ese momento preciso en que el sol, de esencia Yang, culminaba en el cenit inundando con su luz el patio interior, de esencia Yin, situado delante de ella, los ojos de Wuzhao, enturbiados por las lágrimas, se cerraron de júbilo.
Los estandartes que ostentaban los símbolos de las cuatro direcciones, la Tortuga Negra para el norte, el Dragón Verde para el este, el Tigre Blanco para el oeste y el Pájaro Rojo para el sur, se levantaron cuando hizo su entrada el emperador.
En cuanto a la quinta dirección, la del centro, cuyo color era el amarillo, no tenía necesidad de estandarte ya que por algo iba totalmente vestido de seda de un tono dorado oscuro al entrar en la sala, inmediatamente después de aquella que se convertiría en su esposa oficial, el emperador de la China.
El amarillo era, además, el color de la Tierra, en la que reinaba aquel a quien también llamaban el «Hijo del Cielo».
Wuzhao había alcanzado finalmente su objetivo.
En aquel momento estaba sentada al lado del emperador Gaozong, en un trono apenas más pequeño que el de él.
La amplia túnica de seda cuyo uso se reservaba el soberano llevaba suntuosamente bordados los Doce Ornamentos: el cuervo de tres patas representaba el Sol; la liebre, majando el polvo de la inmortalidad, simbolizaba la Luna; la guirnalda de discos representaba las constelaciones; las montañas, donde residían los dioses y los sabios, evocaban el lugar donde se encontraba la Inmortalidad; el dragón, el faisán y el fénix, animales emblemáticos del poder imperial, significaban que el soberano era hábil y firme; pero estaba también el alga de la sabiduría, las llamas de la virtud, los granos de los cereales nutritivos, el hacha de la autoridad, sin olvidar el misterioso carácter Ya, al que nadie era capaz de dar el sentido exacto pero que nadie se atrevía a eliminar de la lista porque se remontaba a la época de los primeros soberanos legendarios de la China.
Tan pronto como se sentó Gaozong, con un sencillo movimiento de la cabeza indicó al jefe del protocolo que podía empezar la ceremonia.
—¡Gloria a Wuzhao, la nueva esposa del emperador Gaozong! —gritó a la multitud, que repitió la frase a coro, el heraldo que llevaba un enorme sable colgado del cinto.
Temiendo dejar entrever la emoción que la invadía, Wuzhao bajó la cabeza en el mismo momento en que el gran chambelán imperial, vestido de seda roja, colocaba sobre su cabeza la corona de emperatriz.
Era una corona de oro, a la que el orfebre había dado la forma de unas ramas entrelazadas sobre las que estaban posadas unas aves fénix con picos de esmalte y alas cuajadas de piedras preciosas. Estaban forjadas con tal delicadeza que parecían estar a punto de arrancar el vuelo.
—¡Prosternación y veneración! —gritó el mismo heraldo.
Toda la corte cayó de rodillas con crujido de sedas para rendir homenaje a aquella que, al casarse con el emperador de China, se convertía en la nueva soberana del país.
En primera fila de la concurrencia reunida para la ocasión estaban todos los nobles y poderosos que tenía la corte de Chang An.
Para la mayor parte de aquellos duques, generales del ejército y marqueses, engalanados de oro y plata, así como para las familias principescas allí reunidas, escoltadas por pajes que llevaban estandartes multicolores con sus escudos, la ascensión al trono de aquella mujer suponía un verdadero escándalo.
Aquellos de entre los nobles que aprobaban la elección del emperador se habrían contado con los dedos de la mano.
Los demás, que sonreían a la nueva emperatriz felicitándose ruidosamente, no se quedaban cortos. Wuzhao sabía la verdad y por esto saboreaba con placer la humillación que infligía a todos aquellos cortesanos de noble alcurnia, obligados a doblar la rodilla ante ella aquel día que maldecían en secreto.
Detrás de los nobles veía a los altos funcionarios del imperio, a los directores generales, a los chambelanes, secretarios generales y demás grandes dignatarios de la administración imperial, a los que identificaba por sus túnicas negras con el cuello de armiño y los broches dorados que llevaban en el pecho, cuyo número reflejaba su posición jerárquica en la pirámide de los cargos públicos.
En la tercera fila estaban los eunucos, aquellos representantes del tercer sexo cuya intervención en los asuntos de Estado era tan importante. Eran los que se esforzaban en mover los hilos desde los bastidores sin aparecer nunca en el escenario.
Encaramados a unos chanclos de dorada suela que hacían ondulantes sus pasos, les sobresalía la cabeza por encima de las dos primeras filas, lo que permitía a Wuzhao observar con deleite, pese a estar lejos, la mímica de sus rostros maquillados. Wuzhao tenía buenas relaciones con la casta de aquellos hombres asexuados, salidos, como ella, de estratos sociales humildes. En la mayoría de los casos habían sido vendidos por sus padres a cambio de un puñado de taels de bronce. Después, habían sido castrados en el hospital de los eunucos, de donde habían salido con sus «dos tesoros» metidos en una bolsita de cuero que estarían obligados a guardar a fin de que, por respeto a sus antepasados, pudieran ser enterrados «íntegros» cuando murieran.
Para ser eunuco bajo la dinastía de los Tang no bastaba con tener unos padres dispuestos a vender a su hijo al Estado ni con ser capaz de soportar física y psicológicamente la operación practicada sin la menor anestesia, sino que además había que ser inteligente.
E incluso, a ser posible, excepcionalmente bien dotado en el plano del intelecto.
Sabedora de que de esto dependía su supervivencia, la casta tenía un pundonor especial en seleccionar, a través de un concurso anual, tan sólo a muchachos particularmente despiertos a fin de que se les dispensara una enseñanza superior, tanto en materia lingüística como caligráfica, judicial y fiscal.
En los entresijos del poder supremo, donde por fin acababa de introducirse, Wuzhao sabía que le convenía estar en buenos términos con aquel estamento, cuya importancia se apoyaba sobre todo en el hecho de que ella tenía derecho a acceder a las dependencias más reservadas del palacio imperial.
Wuzhao sabía muy bien que le harían falta aliados.
Había conseguido entrar en el sanctasanctórum de la China por vía tortuosa, introduciendo el pie en el resquicio de la puerta del dormitorio del emperador.
Puesto que era en la cama donde aquella muchacha ambiciosa rayaba a mayor altura y donde había conseguido alcanzar su objetivo valiéndose de la astucia y de sus encantos.
Era indudable, sin embargo, que también descollaba en inteligencia y habilidad en cualquier circunstancia, sin olvidar además el sentido innato que poseía para evaluar justamente las relaciones de fuerza.
Pero no había alcanzado la victoria sin esfuerzo.
No hacía más que un mes que el emperador Gaozong había consentido finalmente en publicar el decreto mediante el cual su esposa legítima, la emperatriz Dama Wang, así como la primera concubina imperial, apodada Bella Pura, eran desposeídas del rango y privilegios que les imponía su condición alegando como causa la tentativa de envenenamiento del emperador.
Gracias a aquella doble jugada, la muchachita de rostro angelical, nariz respingona y labios pulposos, ojos almendrados con incomparables fulgores de esmeralda, se había vengado de un destino que hasta entonces nunca le había sido favorable.
¡De buena se había librado!
Pero no había dudado en pagar el precio correspondiente.
Ahora que unas cortesanas pertenecientes a las familias más nobles de la corte se esmeraban en arreglar los pliegues y cintas del inmenso manto de seda con bordados de mariposas multicolores con el que acababan de cubrirle la espalda, comenzaron a desfilar por su cabeza los episodios más impresionantes de su corta vida.
Sin manifestar la más mínima emoción, advirtió que los rodetes que adornaban el cetro de plata que habían puesto en sus manos y que ella apretaba con fuerza suficiente para fracturarse las falanges, se parecían como gotas de agua a las vértebras de la niñita que había tenido hacía dos años con el emperador Gaozong, vértebras que ella misma había machacado.
Nada detestaba tanto en el mundo como revivir aquel gesto atroz cumplido a manera de sacrificio tan ineluctable como indispensable para propulsarla al firmamento del poder.
En aquel entonces no era más que una simple concubina de quinta fila, poco más que una esclava, a la que el emperador llamaba de cuando en cuando obedeciendo a su antojo.
Aunque en 653 tuvo de él un niño, Lihong, aquello no favoreció gran cosa su condición.
De hecho, Bella Pura, una de las concubinas favoritas de Gaozong, mayor que Wuzhao, ya había dado un niño al emperador. Lizhong, que así se llamaba, había adquirido entretanto el título de príncipe heredero del imperio. Wuzhao, que soñaba con conseguir para su hijo la condición de príncipe heredero, comprendió que la única persona en quien podría ejercer realmente influencia era la emperatriz Wang en persona.
Allí no había medias tintas: o conseguía apartar a Dama Wang o acabaría sus días como las demás concubinas que envejecían en el gineceo, recluida y amargada, infantilizada de por vida en su condición de esclava de lujo.
Procuró, pues, durante meses, desacreditar a ojos de Gaozong a su esposa legítima, mujer de noble estirpe pero marcada por una mancha: la esterilidad.
Apenas unas horas después del nacimiento del segundo hijo que tuvo del emperador Gaozong, al ver que se trataba de una niña y que por tanto frustraba cualquier estrategia de tipo hereditario, Wuzhao decidió sacrificarla a la razón de Estado que ya entonces la atraía.
No se entretuvo sopesando los pros y los contras, lo que la indujo a negarse incluso a coger a la niña en brazos al objeto de no crear vínculos con ella.
Hasta ella misma se sorprendió de la decisión de la que había dado prueba teniendo en cuenta que adoraba a los niños.
Pero el recuerdo del asesinato precisamente cuando ya saboreaba la recompensa de aquel acto incalificable le demostraba de forma palpable que la herida era profunda y no se había cerrado. Buena prueba de ello era aquella especie de bota de fuego que sentía en el vientre, al igual que las gotitas de sudor que humedecían el reborde de terciopelo de la corona imperial.
Sintiéndose cada vez más trastornada frente a toda aquella gente que la odiaba y que, indudablemente, no sospechaban nada, la única manera de mantenerse firme era decirse, como tantas veces, que había obrado de aquel modo obligada por fuerzas superiores.
Para hacer un gesto así era forzoso verse empujada por el destino, ya que el ser humano no es más que un instrumento en sus manos y es él quien rige nuestros actos. Si tuvo la fuerza que le abrió los caminos del poder supremo era porque así lo había decidido Aquel de quien ella no era más que el cetro.
¡Siddharta Gautama, el Bienaventurado y el Despierto, del que ella era asidua devota!
¡Buda, cuya doctrina soñaba en convertir en la religión oficial del imperio más poblado del mundo!
Tocada con la preciosa tiara, sentada en el trono imperial delante del cual se prosternaban los jefes de los clanes y de las familias nobles, mirando de soslayo veía una vez más, con un nudo de angustia en el vientre, su horrible infanticidio hasta sus más mínimos detalles.
Aprovechó, pues, la visita de Dama Wang, que se había acercado a interesarse por la joven parturienta.
Fue en aquel momento, no en otro, cuando optó por cometer el crimen y propagar de inmediato el insidioso rumor. Todavía le parecía escuchar el crujido que produjo el cuello de la niña al estrangularla. Todavía sentía entre sus manos aquel cuerpecillo tibio, desarticulado ya y blando como el de un muñeco de trapo. Después, el sobresalto al oír el grito del emperador Gaozong al ver, al inclinarse sobre la cuna, que el bebé estaba muerto.
—¡Tu niña no se mueve! ¡Hay que llamar en seguida a un médico! —gritó Gaozong.
—¡Mi hijita ha muerto! ¡Qué gran desgracia me ha caído encima! —exclamó Wuzhao ante el emperador, todavía desorientado por el macabro descubrimiento cuando el médico, que acudió apresuradamente, no pudo hacer otra cosa que dar fe del fallecimiento.
La continuación había sido un juego de niños.
Le bastó fingir que la recién nacida estaba perfectamente sana cuando ella salió de la habitación para ir a que la peinaran y que la última persona que entró en ella fue la emperatriz Wang para que todas las sospechas recayeran sobre la esposa del emperador.
Todo estaba contra ella, desde su esterilidad hasta los celos que siempre le había inspirado Bella Pura. De allí a que viera en Wuzhao una rival todavía más joven y más hermosa, a punto de suplantar a la mencionada Bella Pura, no había más que un paso.
Ahora que Wuzhao había alcanzado su objetivo, volvía a sentir, por vez primera desde hacía meses, un cierto asco de sí misma. ¡Decididamente, el Bienaventurado no dudaba ante los medios cuando quería alcanzar unos fines!
Con el asesinato de su hijita, Wuzhao no superó sus penas.
Por supuesto que Dama Wang no se declaró vencida sin luchar. Sirviéndose de numerosos apoyos de los que se beneficiaba en la corte y de manera especial de los miembros de su clan, que desempeñaban altos cargos políticos y administrativos, no cesó de protestar de su buena fe ni de asegurar que ella no tenía nada que ver con el horrible asesinato del bebé de aquella concubina cuya reputación ya entonces era sulfurosa.
El emperador Gaozong, que detestaba arbitrar conflictos, y más cuando involucraban a mujeres de su propio medio, se dejó convencer. Se negó a acusar a su esposa oficial, lo que para Wuzhao era insoportable debido a que ella seguía acusando a Dama Wang.
Las dos mujeres, sin embargo, al principio no eran rivales.
Fue Dama Wang quien impuso a Wuzhao en el seno del gineceo imperial cuando ella fue excluida de él al morir el gran emperador Taizong, de quien ella ya había sido una de sus más jóvenes amantes.
En aquel entonces, fue en defensa propia por lo que Wuzhao se reintegró al primer círculo de mujeres del emperador, debido a que, entretanto, la joven cortesana conoció la revelación que trastornaría su vida.
La iluminó la Verdad de Buda, de quien había pasado a ser ardiente devota.
Como el Gran Taizong se convirtió tardíamente al budismo, todas las concubinas del difunto emperador, después de su muerte, el 10 de julio de 649, fueron trasladadas al convento budista de Ganye, donde pasaron a ser monjas.
Wuzhao recordaría durante mucho tiempo la conmoción que le había producido el descubrimiento de aquella religión cuando llegó con sus desconsoladas congéneres a aquel edificio austero situado a una jornada de camino de la capital.
Ganye, que albergaba cerca de diez mil monjes y monjitas, era uno de los monasterios budistas más venerables del Imperio chino.
Había sido fundado hacía tres siglos, en la época en que el budismo comenzaba a tener derecho de ciudadanía en China gracias a monjes bilingües indios y han,4 animados por una fe a toda prueba y capaces, gracias a una agilidad intelectual fuera de lo común, de traducir al chino los sutras sánscritos del Bienaventurado Buda.
Aquellos monjes traductores tenían como modelo a Kumârajîva, un kucheano educado en Cachemira y en Kashgar5 que se había instalado en Chang An a finales del siglo IV.
Gracias a su ciencia y a su inconmensurable sabiduría, aquel santo varón, después de haber traducido un centenar de sutras, consiguió convencer a la dinastía de los Qin Posteriores6 de la legitimidad de la religión budista antes de ir a terminar sus días en aquel ilustre monasterio donde Wuzhao fue destinada.
Allí, la seductora cortesana, acostumbrada desde joven a las actitudes lascivas que dejaban entrever sus encantos más íntimos, la arpía capaz de despertar, con un simple movimiento de la lengua o el roce de un dedo, los ardores del emperador camino ya de la ancianidad, tuvo que raparse el cráneo, cubrírselo de ceniza y revestir el blanquecino sayal del luto.
Una monja gruesa con más de tres pelos en la barba la empujó al pie de una inmensa estatua de piedra ennegrecida por el humo de los cirios cuyo hermoso rostro de sonrisa compasiva representaba el del bodhisattva Avalokitesvara. Después, antes de encerrarla en la sala de oraciones, la matrona le había espetado en tono áspero:
—¡Y ahora, a rezar! Después de todo el mal que has hecho, no has terminado de pagar los malos karmas...
Y la pequeña Wuzhao, una vez sola, rompió a llorar hasta vaciar su cuerpo de lágrimas.
Sería poco decir que la muerte del emperador Taizong el Grande, el 10 de julio de 649, supuso un vuelco en su existencia.
Fue el propio Taizong quien descubrió a la hermosa Wuzhao, ya que aquel gran estratega militar era además un temible experto en mujeres capaz de adivinar sus encantos de una sola ojeada.
Wuzhao era la segunda hija de un modesto funcionario empleado en un oscuro despacho de contabilidad fiscal. Siendo muy joven, su pasión por los caballos y el talento de que había dado pruebas en la práctica ecuestre hicieron que se integrara en uno de los equipos femeninos de polo que, en ocasión de la fiesta de la Primavera, se exhibían delante de Taizong con el fin de distraerlo.
Como capitana de su equipo, Wuzhao pasó y volvió a pasar delante del viejo cabalgando en un caballo de negro y reluciente pelaje.
El público, deslumbrado ante tanta gracia e intrepidez, sólo tenía ojos para aquella amazona.
Subyugado por la insolente belleza de aquella muchacha cuyos encantos, bajo la túnica medio desabrochada, se revelaban a plena luz, el viejo ordenó que la instalaran de inmediato en el gineceo con el título de «quinta concubina imperial».
En el seno de una jerarquía extremadamente precisa, las concubinas de quinta fila se encargaban de aportar a la emperatriz los paños destinados a su aseo y el paramento de su cama, todo debidamente bordado con las enseñas y colores de la temporada, que el director del servicio de ropa guardaba en armarios perfumados con corteza de limón para protegerlos contra los ataques de la polilla.
Corría el año 638. Wuzhao pasó después unos once años languideciendo en el gineceo imperial de Chang An.
Allí, gracias a su sentido de la observación y a su viva inteligencia, comprendió de qué estaba hecha la comedia del poder, aquella representación teatral donde era preciso tener los primeros papeles si se quería sobrevivir, lo que en su caso significaba pasar de la condición de concubina a la de favorita.
No tardó en saber que sólo había un método que abría la esperanza de conseguirlo.
Había que hacerse notar por el emperador, gustarle y, sobre todo, seguir gustándole; procurar que se dignase poner los ojos sobre una y, a partir de entonces, sacar todo el partido posible pescándolo como un vulgar pececillo antes de darle tiempo a que se fijara en otra.
Éste era el único método que le permitía salir de la condición en que se encontraba y ascender un peldaño más en la escala de las consideraciones y honores. Con eso soñaban todas las muchachas, de las que el emperador disponía como se le antojaba.
Aquellos centenares de cortesanas, a cual más seductora, reducidas a la esclavitud pese a no faltarles nada, habrían estado dispuestas a pagar un precio elevado con tal de acercarse al soberano.
Las sedas en las que estaban cortadas sus túnicas no les pertenecían, como tampoco los aderezos con los que se adornaban la frente cuando, en grupos de cinco, eran presentadas al soberano entre dos audiencias por si deseaba pasar la noche con alguna de ellas.
Las concubinas imperiales recibían el trato de objetos preciosos, rarezas arqueológicas u otras gemas expuestas delicadamente en cojines de seda, tras ser engastadas en oro o plata, ante los ojos de un coleccionista hastiado.
El gineceo era una prisión lujosa de la que pocas conseguían escapar.
Mientras que la mayoría de muchachas que ingresaban en el gineceo consideraban una suerte aquella distinción, la jugadora de polo se juró que lo intentaría todo para escapar al destino de aquellas cortesanas cuya sombría existencia giraba en torno a la hipotética noche en que el emperador las invitaría a compartir su cama. Y además, deberían quedar encinta para seguir beneficiándose de los favores imperiales. Y después, ya embarazadas, esperar tener un hijo varón, ya que en caso contrario, a menos que poseyera encantos extraordinarios, la parturienta volvería a sumirse en el anonimato.
La joven Wu comprendió que necesitaría mucha suerte para obtener del viejo emperador Taizong algo más que un guiño o una palmadita en el culo, única gratificación que le concedía el anciano cuando ella se las ingeniaba para exponerse a sus ojos, cimbreante como una bailarina.
Puso, pues, los ojos en el príncipe heredero Lizhi, uno de los numerosos hijos del todopoderoso monarca cuyas fuerzas mermaban de día en día.
Y la suerte le sonrió.
Consiguió formar parte de las raras privilegiadas que ayudaban al futuro emperador Gaozong a lavarse las manos, tal como prescribía la etiqueta, cuando se dirigía al palacio para ver a su padre.
El innegable encanto de la joven concubina de quinta fila, el fulgor de sus ojos verdes y aquella especie de impertinencia que sugería tanto su naricilla respingona como los pezones enhiestos de sus pechos, que se adivinaban bajo la seda de su camisa de generoso escote, terminaron por enloquecer de deseo a Lizhi.
Con gran habilidad, la hermosa Wu no respondió jamás a las numerosas miradas que acostumbraba a dirigirle el príncipe heredero. Aunque era más bien avaro de aquellas visitas protocolarias, ahora no paraba de ir al palacio imperial para enjuagarse las manos en el cuenco de cobre que con tanta gracia sostenía la muchacha.
Un día que Lizhi salpicó a Wuzhao al sumergir con excesiva viveza las manos en el recipiente que ella sostenía en sus rodillas, la muchacha se contentó con murmurar con su voz aflautada, en respuesta a las excusas del príncipe heredero:
—¡No tiene importancia! Yo soy como una planta, el agua me hace bien.
—¡Ojalá que un día pueda regarte con mi rocío más íntimo! —le murmuró al oído el hijo de Taizong, excitado por el deseo de tenerla entre sus brazos.
La muerte súbita del emperador truncó, por desgracia, el principio de aquel idilio y Wuzhao ingresó, junto con las demás mujeres del gineceo, en la zona reservada a las monjitas del convento budista de Ganye.
Fue también de desesperación por lo que estalló en sollozos ante la estatua de piedra que representaba al bodhisattva Avalokitesvara, el de mirada compasiva, así que desapareció la gruesa monja barbuda.
Todas las esperanzas que alimentaba de conquistar al hijo, ya que no había podido conseguir al padre, se habían venido abajo.
Pasó de un resquicio de luz a la oscuridad total.
A fuerza de verter lágrimas, acabó por dormirse de agotamiento a los pies de la estatua ennegrecida por el humo de los cirios.
Hasta que la despertó una mano que se posó suavemente sobre su cabeza. Al abrir los ojos, descubrió, inclinado sobre ella, un rostro surcado de arrugas cuyos ojos, marcados por la edad, irradiaban una bondad infinita.
—¿Has dormido bien, hermanita?
Sin saber muy bien si estaba despierta o dormida, se levantó. El rostro arrugado era el de una vieja monjita vestida de azul. Tenía en las manos un rosario cuyas cuentas de ámbar desgranaba entre los dedos.
La anciana miró sonriente a aquella joven monjita de cráneo rapado como el suyo.
—¿Puedes decirme el nombre de esta estatua? —le preguntó Wu sentándose.
Señaló la silueta de piedra cuya sombra protectora se dibujaba como una inmensa hoja de banano, en el suelo del templo donde entraban los rayos de sol a través de altas ventanas.
—Su nombre indio es Avalokitesvara. Es un bodhisattva intercesor, accesible a todos nosotros, los pobres seres humanos. Su nombre chino es Guanyin. En la India lo representan bajo los rasgos de un hombre, mientras que aquí tiene aspecto de mujer.
—¿Es una diosa auxiliadora? Yo sólo había oído hablar de Buda.
—Acuérdate de Guanyin porque te ayudará siempre que sepas encontrar las palabras y los gestos adecuados para implorarle ayuda.
Wuzhao entonces miró de nuevo los ojos de la estatua de piedra y, pese a lo ennegrecidos, le pareció que la observaban con dulzura. Y en cuanto a la boca, que era estrecha y fina en el rostro amplio, le sonreía. El bodhisattva compasivo Guanyin parecía incluso susurrarle cosas agradables.
Y de pronto Wu se sintió otra muchacha.
Trastornada, experimentó un indecible bienestar y al mismo tiempo aquella paz interior que una cortesana deseosa de hacerse notar jamás habría conocido.
Así se inició su conversión, a través de aquel extraño apaciguamiento del incendio que abrasaba su corazón y su espíritu. Cuando se levantó, ayudada por la vieja monjita, Wuzhao se sintió inundada por aquel brillo que emergía de los ojos de Avalokitesvara-Guanyin.
Estaba convencida de que aquel bodhisattva se convertiría en aliado privilegiado suyo, algo así como un padre desinteresado y protector que sólo desease su bien.
Por primera vez desde aquel día en que Taizong la ingresó a la fuerza en el gineceo imperial, se sentía profundamente tranquila y serena.
Dadas las condiciones, tal vez no se había perdido todo.
¿Acaso no era una suerte poder entregarse a la oración, a la penitencia y a las buenas acciones y escapar al ciclo ineluctable de los renacimientos y de la vida terrena que hace desgraciados a los hombres a causa de su deseo insaciable de cosas materiales, por ser como animales sedientos que secan los charcos a fuerza de beber y acaban por morir de sed en medio de atroces sufrimientos?
Y así fue como, al salir del templo, donde la veló una noche entera la hermosa sonrisa del bodhisattva compasivo, justo en el momento en que volvía a entrar en la pequeña celda que compartía con otra antigua concubina, Wuzhao tuvo una revelación en forma de rayo que le traspasó el alma: ¡acababa de inundaría la Luz del Bienaventurado y su Santa Verdad!
Wuzhao incluso estaba segura de haberse convertido en la más piadosa y diligente de todas las novicias del monasterio de Ganye.
Esforzándose en seguir con constancia los preceptos de la vieja monjita, la pequeña concubina de quinta fila fue la primera en presentarse a los oficios y la última en abandonar el templo.
Capaz de permanecer inmóvil largas horas, sentada en la postura del loto ante la estatua que le había enviado la Iluminación, sentía que se le escapaba el espíritu y soñaba que se volvía ligera como una nube. Se veía flotando por encima del mundo de los hombres, a los que prometía dispensar toda su compasión. En momentos así habría sido capaz, a semejanza del Bienaventurado Buda en el curso de una de sus innumerables existencias anteriores, de dar sus hermosos ojos esmeralda al primer ciego que se hubiera presentado ante ella si por ventura el pobre diablo se los hubiera pedido. Y no hay duda de que Gautama, que habría guiado aquel gesto, los habría transformado, a la muerte del receptor, en magníficas piedras preciosas vendidas después por la familia del difunto para entregar todo aquel dinero a la beneficencia.
Así fue como, con el corazón henchido de alegría y la cabeza poblada de historias edificantes cuya heroína soñaba en convertirse, Wuzhao, con todo el júbilo que le producía haber sido elegida por la gracia del Bienaventurado, pensaba avanzar por el camino de la santidad que la conduciría al paraíso del nirvana, allí donde cesa todo dolor para los hombres porque han alcanzado esta Nada Sosegada en la que queda abolido cualquier deseo...
Como no toleraba el menor rastro de cabellos en su cráneo y era adepta a los ayunos frecuentes, Wuzhao, a quien las monjas apodaban ya «la santita», adoptó un aspecto andrógino que la rejuvenecía y la hacía aún más encantadora.
Por desgracia, aquella existencia de monja observante, que tanto la complacía, quedó truncada al cabo de unos meses.
Una mañana, el peluquero del monasterio que rapaba el cráneo de Wuzhao se negó a hacerlo.
—¡Tengo la orden de dejar que te crezca el pelo! —le respondió cuando Wu le preguntó el porqué de su actitud—. ¡Son órdenes del poder supremo! —había añadido, inquieto, al ver que ella intentaba protestar.
—¡A mí no me atañen estas órdenes! ¡Yo soy budista y con esto lo he dicho todo!
Pero de nada le sirvieron sus protestas. El peluquero no cedió y, pasados dos meses, los cortos cabellos de la hermosa Wuzhao se habían convertido en una especie de aureola que circundaba su rostro angelical.
—¡Qué guapa estás! ¡Esa cabellera te queda de maravilla!
Apostrofada con aquellas palabras, la joven monjita vio truncada su sesión matinal de meditación por Dama Wang en persona. La emperatriz, acompañada de su secretario, irrumpió en su celda sin hacerse anunciar.
—Debes prepararte, mi querida niña, a volver al palacio imperial —le murmuró con sonrisa melosa Dama Wang, cuyo perfume de jazmín inundó el ambiente de la minúscula celda.
—¡Pero es que ahora mi vocación está aquí, en la luz del Santísimo Bienaventurado! —protestó Wuzhao.
—Que yo sepa, tú sigues siendo concubina imperial, aunque sea de quinta fila. Por esta razón, continúas siendo propiedad del emperador —le dijo Dama Wang con una voz ahora sibilina, pero tajante como la hoja de un sable, que dejaba traslucir el odio que le tenía.
Seguidamente había hecho una seña al secretario, quien, doblado en dos por su reverencia, se sacó un rollo de papel que llevaba escondido en la amplia manga.
—Es el decreto imperial que ordena tu reintegración al gineceo del palacio... ¡Te esperan esta noche! —remató Dama Wang.
Al borde de las lágrimas, consternada y apretando los puños de rabia, Wu se dio cuenta de que también ella odiaba a aquella emperatriz áspera cuya mirada reflejaba la inconmensurable altanería que le conferían sus nobles orígenes.
Wuzhao todavía no sabía que era la emperatriz quien había urdido su retorno a Chang An para contrarrestar la creciente influencia que ejercía Bella Pura en Gaozong, aquella rival suya y primera concubina.
Ésta era la razón de que, unas semanas antes, hubiera ordenado que impidiesen a Wuzhao que se rapara el cráneo.
Así pues, el 8 de febrero de 650, cuando se disponía a festejar sus veinticinco primaveras, Wuzhao abandonó por orden imperial el monasterio donde proyectaba pasar el resto de su vida sumida en la oración.
Por mediación de Dama Wang, interesada en eliminar cuanto antes a Bella Pura, la noche misma de su llegada a palacio Wuzhao se encontró en la cama de aquel que, después de la muerte de su padre, se había convertido en el emperador de China con el nombre de Gaozong.
—Wuzhao, me habían dicho que, con tu nuevo peinado, parecías una fierecilla, pero veo que todavía estás más hermosa de lo que imaginaba —exclamó el emperador, embriagado de felicidad, ciñéndole el talle así que se presentó ante él.
Aterrada al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, Wuzhao se sintió oprimida contra su voluntad sobre el pecho velludo de aquel a quien durante tanto tiempo lavó las manos mientras movía las caderas y procuraba que él advirtiera, en el fondo de su escote, la suave redondez de sus pechos. Tras aquellos tesoros, por fin a su alcance, iban ahora las manos de aquel hombre que acababa de tumbarla en su lecho y le abría la camisa con dedos febriles.
Mientras el hombre apretaba su boca contra el vientre de la muchacha, Wu se puso a reflexionar.
Tenía opción entre dos actitudes.
Rebelarse o aceptar. Rechazar los abrazos del emperador comportaba que ella fuera capaz de oponerle una resistencia física pero, si tenía que haber lucha, las armas eran desiguales. Gaozong, cuyo aliento entrecortado y ruidoso sentía, ardiente, Wuzhao en el cuello, era un hombre tan grueso como atlético.
¿Qué podía hacer Wuzhao contra aquella masa de carne?
¿No era mejor decirse que no era más que la rama de un árbol arrastrada por la poderosa corriente de un río? ¿Y que ese río la conducía a su destino y que, de hecho, por sorprendentes —y a veces desapacibles— que fueran los acontecimientos que acababa de vivir no eran más que la manifestación de la voluntad del Bienaventurado?
Después de todo, ¿no era acaso una arrogancia haberse proyectado un futuro como simple monjita piadosa?
Aquel deseo de consagrar el resto de su existencia a actos benéficos para mejorar su karma, ¿no era, quizás, la manifestación de un desmesurado orgullo, nada conforme a lo que el Bienaventurado esperaba de ella?
¿Era así realmente como se alcanzaba la santidad, situándose en el lugar donde más seguro estaba uno de alcanzarla?
¿No seguía caminos más tortuosos la vía de la santidad? ¿No era la renunciación a sus ambiciones y la aceptación de las pruebas lo que terminaba por conducir a aquella superación, siempre imprevista, que era la antecámara de la Iluminación?
Mientras el bastón de jade de Gaozong iba y venía dentro de la gruta esmeralda de Wuzhao, la muchacha repasaba mentalmente las enseñanzas que había recogido de su estancia en Ganye.
Todas, sin excepción, la llevaban a aceptar aquella nueva prueba que se le presentaba bajo la forma de aquel hombre que, después de proferir un prolongado rugido, se derramó en ella.
Sí, ¿no era mejor aceptar todo aquello?
¿No se convertiría el ser humano, si se dejaba llevar por el impetuoso río de la vida, en instrumento favorito del Bienaventurado?
Era evidente que no había sido ella quien había escogido estar donde estaba, ni ahora ni ayer. Y sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más coherencia percibía en todo cuanto le había ocurrido desde la famosa partida de polo.
Desde que naciera y sin que ella tuviera conocimiento de ello, el propio Buda había guiado sus pasos...
Imbuida de aquella certidumbre que no tardó en volverse inquebrantable, Wuzhao decidió, mientras Gaozong roncaba ruidosamente como una bestia ahíta, que a partir de ahora se encaminaría directa hacia la meta de sus sueños.
Por tanto, no terminaría sus días como monja puesto que el Bienaventurado así lo había decidido.
Ahora pensaba convertirse en lo que, siendo niña, había soñado: emperatriz y —¿por qué no, más adelante?— emperador del Centro.
Así se cumpliría la profecía del adivino ciego solicitado por Taizong según la cual llegaría un día en que reinaría en China una mujer de nombre Wu, la cual adoptaría el título de emperador. Acabó por olvidar esta predicción, de la que se burlaron todos en aquel entonces, pese a que fueron muchos los que, con una sonrisita, no dejaron de machacarle con ella los oídos.
—¡Este adivino tiene gracia! ¡Conque una mujer emperador de China que se llamará Wu! ¡Y vas a ser tú la interesada! —exclamaban ante ella en tono de burla con intención de tomarle el pelo y de hacerle perder los estribos.
Ahora que todo se estaba aclarando, les haría tragar sus sarcasmos.
¡Pues emperador de China sería!
De eso estaba segura.
Eso le deparaba el Bienaventurado.
¿Acaso no era éste el mejor medio para que el pueblo del imperio respetase los divinos preceptos que Buda había dispensado a los hombres antes de abandonar la tierra para desvanecerse en el nirvana?
A ella le parecía evidente.
Tendida al lado de Gaozong dormido, ya se veía convertida en capitana suprema de su pueblo. Ella favorecería a los monasterios y ordenaría la construcción de pagodas en los cuatro rincones del territorio. De este modo introduciría la paz civil entre las castas y decretaría una paz armada con las demás creencias cuyos adeptos no dejaban de proliferar: en primer lugar el taoísmo, esa primera religión de la China, basada en el Yin y el Yang, cuya fijación en la alquimia y la inmortalidad la fascinaban; y por supuesto el confucianismo, la moral social oficial que de religión sólo tenía el nombre y la atraía menos a causa de su excesivo respeto de las situaciones adquiridas de las que daban testimonio sus adeptos surgidos de los medios nobles y cultos. Pero estaban también las creencias llegadas del Asia central con las caravanas de mercaderes que traían mercancías preciosas, y al mismo tiempo ideas subversivas, como el nestorianismo y el maniqueísmo, cultos extraños procedentes de Occidente de los que se hablaba cada vez más con palabras encubiertas, sin olvidar tampoco el mazdeísmo y su dios Zoroastro, acerca del cual se decía que el santuario de Chang An, abierto por un mago singular, estaba siempre lleno de fieles.
Así que el budismo fuese instaurado como religión oficial, Wuzhao podría pedir finalmente a todos estos ricos mercaderes arrogantes y altivos, así como a las familias nobles que poseían miles de hectáreas de tierras cultivadas por esclavos, que diesen limosna a los pobres...
De aquella primera noche con Gaozong, en el curso de la cual ella decidió su destino, nos quedaríamos cortos si dijéramos que Wuzhao no guardó precisamente un recuerdo imperecedero...
El hijo de Taizong trabajó de tal manera su vientre que se habría dicho que su bastón de jade era la reja de un arado y, a consecuencia de esto, todo el cuerpo de Wuzhao quedó machacado. Temiendo desencadenar su cólera y reconfortada por las certidumbres que ahora tenía, se dejó hacer y hasta se esforzó en fingir satisfacción en el momento requerido.
Y después pasaron los meses. Y también los años, durante los cuales siguió acariciando aquel loco sueño de desempeñar el cargo supremo. Finalmente parió un hijo de Gaozong, su Lihong bien amado.
Sin embargo, no podía dejar de reconocer que tenía el horizonte cerrado por Dama Wang.
Era indispensable actuar para eliminar a la emperatriz. Las estratagemas sutiles que urdió fallaron todas. Era preciso concebir un acto mucho más radical y forzar el destino jugándose el todo por el todo.
Así fue como Wuzhao decidió que asesinaría a su niña y cargaría el crimen en Dama Wang.
Pero aquello no bastó, por desgracia, para eliminar a la odiosa emperatriz.
Tenía que inventar algo más diabólico aún.
Quiso el azar entonces que la propia madre de Dama Wang cometiese la inaudita torpeza de pedir a un brujo que echase un maleficio a Bella Pura, su eterna rival.
La noticia del suceso, en el que todos vieron la mano evidente de la emperatriz, se propagó con rapidez y se transformó en escándalo público.
A pesar de la oposición de los altos dignatarios del imperio, adictos siempre a la causa de Dama Wang, Gaozong decidió acogerse al decreto que la destituyó. Pero para hacer justicia total, las almas buenas que seguían apoyando secretamente a la emperatriz desposeída sugirieron al emperador que abatiera con el mismo golpe a Bella Pura. De este modo nadie lo haría sospechoso de favoritismo, puesto que eliminaría de un solo golpe a su esposa y a su primera concubina, con respecto a las cuales, no sólo en la corte sino fuera de ella, todos estaban al corriente de la rivalidad inmemorial que las enfrentaba.
Por este motivo, en el considerando principal del decreto imperial que privó a las dos mujeres de sus posiciones respectivas se invocó el intento de envenenamiento contra la persona del emperador, crimen punible con la pena capital.
Se había secado apenas la tinta roja del enorme sello de Gaozong puesto al pie del texto cuando unos gendarmes fueron a buscar a las dos mujeres y las confinaron a una cámara situada en el fondo de aquella parte del palacio imperial reservada a los eunucos, cuya puerta cerraron con dos vueltas de llave.
Wuzhao, que no era ajena a aquella doble desgracia, estaba ahora convencida de una cosa: el Bienaventurado en persona había conseguido situarla en la primera casilla —la más favorable— de aquella especie de juego de la oca.
El soberano decidió convertirla en su esposa.
Así fue como, después de haber estado a punto de que la encerraran de por vida en el monasterio de Ganye, la oscura quinta concubina imperial del que fuera el emperador Taizong, al convertirse en esposa del emperador Gaozong de los Tang, accedió por fin al título de emperatriz.
En la sala de Audiencias y Fiestas, el incomparable esplendor que irradiaba la belleza de la nueva soberana hizo enmudecer muchas protestas secretas.
Había un hombre, y no de los menos importantes, que ponía peor cara que los otros.
Por mucho que se opuso con todas sus fuerzas a la ascensión de aquella que consideraba una usurpadora, fracasó en sus intentos.
Sin embargo, no era influencia ni prestigio lo que le faltaba.
Zhangsun Wuji, supremo comandante en jefe de los ejércitos, era el tío del emperador Gaozong. La hermana del general Zhangsun se había casado, de hecho, con el emperador Taizong el Grande, quien había confiado de buen grado a aquel cuñado misiones militares de las que él había salido airoso, lo que había justificado su fulgurante carrera en el ejercicio de las armas e incluso le había valido, al final, el nombramiento de primer ministro. Aquel general austero y tradicionalista, además de respetuoso de la etiqueta, ya había considerado con mirada adversa la adopción por parte de la emperatriz Wang del hijo de Bella Pura, así como la designación de este último como príncipe heredero.
Para intentar ablandar a aquel tío receloso, Wuzhao convenció a Gaozong de que le hicieran los dos una visita.
—¡Qué hermoso tener tan bella descendencia! —susurró Wuzhao ante la numerosa progenitura del general.
Después Gaozong, tras ordenar a sus guardas que pusieran a los pies del personaje diez cestas llenas hasta los bordes de sedas preciosas y de alhajas, exclamó:
—Querido tío Zhang, al tomar a Wuzhao como esposa oficial, sólo deseo una cosa: tener hijos tan bellos como los vuestros. Si Dama Wang hubiera sido fecunda, es evidente que seguiría siendo emperatriz.
—Sobrino, por muy emperador de China que seas, jamás aprobaré tu conducta. Es contraria al código del honor tal como lo definió el Zhouli, el Código de los Rituales de tus venerables antepasados de la dinastía imperial de los Zhou —le respondió con aspereza el viejo general, que no se había dignado siquiera dirigir una mirada a Wuzhao.
Sintiéndose herida, convenció a su futuro esposo y se retiraron los dos, dejando delante de las cestas rebosantes de regalos a aquel tío inflexible y testarudo de quien ella supo a partir de aquel momento que era su enemigo irreductible. Desde aquel día comprendió que entre los dos jamás reinaría la paz.
No le quedaba otra salida que encontrar el medio para desembarazarse de aquel hombre.
Tenía que ser él o ella.
Mientras esperaba, no rehusó al placer de contemplar el rostro desfigurado por la contrariedad del viejo Zhang. Pese a la suntuosidad de su uniforme de comandante en jefe supremo de los ejércitos imperiales, cubierto de condecoraciones y cargado de oro, galas que vestía para festejar la coronación, el general tenía una expresión lastimosa que destacaba singularmente entre las sonrisas de los millares de cortesanos que ahora la miraban con respeto y temor, como quien contempla a una divinidad.
¿Cuántos de entre ellos eran realmente sinceros y a cuántos les movía tan sólo el interés y la pasividad?
Pero Wuzhao no se dejaba engañar.
Sólo con la fuerza se conquistaba y retenía el poder.
A partir de este día, no tenía ningún derecho a equivocarse.
Aquélla era una esfera en la que no se regalaba nada.
A ella, que no había heredado nada a no ser por su fuerza de carácter y su valor, jamás le darían nada y, sobre todo, jamás le perdonarían nada.
Pero los combates no asustaban a la luchadora Wuzhao.
La joven emperatriz tenía treinta años pero no aparentaba ni siquiera veinte, hasta tal punto resplandecía su rostro por la satisfacción de haber alcanzado sus propósitos.
2
MONASTERIO DEL ÚNICO DHARMA7
PESHAWAR, INDIA
¡Buddhabadra ha vuelto! ¡Buddhabadra ha vuelto!
El rumor al principio fue creciendo.
Y después se le sumaron gritos de alegría de todas partes.
—¡Honor a Buddhabadra el Inestimable y bienvenido sea! ¡Honor a nuestro Inestimable Superior!
Con aire satisfecho, Puñal de la Ley, el primer acólito de Buddhabadra, contemplaba el horizonte de montañas amarillas cuyas cumbres dentadas se recortaban en el azul.
Se sentía aliviado y se decía que se había equivocado al inquietarse.
Su Superior era aquel hombre de palabra que se perdía en los tiempos.
Antes de salir de viaje, ¿no le había precisado que haría todo lo posible para estar de vuelta y presidir la «Pequeña Peregrinación»?
Y ésta, como todos los años, debía empezar al principio del mes siguiente, es decir, dentro de cuatro semanas exactamente.
Así pues, todo era normal y absolutamente conforme a todo lo acordado.
La salutación se propagó por los sombríos corredores del convento del Único Dharma cual una larga alfombra de oraciones desplegada bajo los pies desnudos de aquellos que se la dirigían como a un verdadero dios.
Faltaba poco para que un millar salieran de sus celdas, unos tras otros, revestidos con sus túnicas anaranjadas. Todos se precipitaban por el camino de ronda que coronaba las murallas del monasterio-fortaleza.
Desde allí, la vista del sendero que descendía de la colina situada junto a la cresta y que procedía en dirección al monasterio era totalmente despejada.
De hecho, todos creían distinguir, recortados a contraluz sobre el cielo que un dulce crepúsculo teñía de un color rosado, las siluetas de aquellos dos hombres intrépidos que debían de estar allí desde hacía casi tres semanas.
Hacía más de diez días que, incitados también por la inquietud, atisbaban febrilmente la llegada de su Inestimable Superior, que, además, no había partido solo.
Por primera vez se había llevado consigo un tesoro vivo: el elefante blanco del monasterio, un animal sagrado de un valor inestimable.
Pronto se cumplirían seis meses desde el día que se echó al camino con el elefante y su cornaca. Era el final del verano, antes de la aparición de las primeras nieves para que el paquidermo no encontrara demasiadas trabas en su avance.
El cornaca era un pobre analfabeto que apenas sabía expresarse en sánscrito, más hábil probablemente para ocuparse de un elefante que para recitar versículos de sermones o descifrar los mudras, esas posiciones de las manos del Bienaventurado, tan precisas como un lenguaje, que los escultores inmortalizaban en las paredes de los templos o en los muros de las cuevas.
Para trasladarse al País de las Nieves, bello nombre que los indios aplican al Tíbet, había que atravesar de uno a otro lado la cadena del Himalaya salvando cimas muy extremas cuyas murallas heladas eran tan altas que, a aquellos viajeros que osaban aventurarse por aquellos parajes, les evocaban indefectiblemente el monte Meru, la Montaña del Tesoro, la Montaña Cósmica más alta del mundo.
El periplo era tan difícil como largo.
Más de un intrépido viajero dejaba sus falanges o su nariz en aquellos caminos barridos todo el invierno por vientos helados y bordeados de precipicios tan abruptos que habría sido preciso caer en ellos para ver el fondo.
Y para salvar la piel, había que tener allá arriba un comportamiento de santo.
Circulaban, en efecto, mil historias acerca de la presencia en aquellas montañas de demonios y fantasmas marrulleros que atacaban a los caminantes y a los que sólo podía hacer retroceder la gran piedad de aquellos que, en nombre de su fe, osaban aventurarse por aquellos infiernos glaciales.
A su lado, los leopardos de las nieves, los osos y hasta los lobos que también poblaban aquellos inhóspitos caminos eran animales inofensivos.
No se atravesaba inopinadamente la gigantesca barrera natural que separaba mundos tan dispares como la China y la India.
¡Ya era hora de que volviera Buddhabadra!
La primavera que ya terminaba era fría y el corto verano pasaría pronto en aquellas alturas.
Entonces, el agua de los barreños rituales del monasterio del Único Dharma volvería a helarse de madrugada anunciando la llegada del invierno.
Cada día que pasase haría entonces más problemático el regreso de su respetado Superior, al que todos consideraban un padre espiritual.
El alivio y la alegría eran manifiestos en todos estos hombres que, cual centinelas que vigilasen desde lo alto de las murallas, escrutaban el horizonte.
La delgadez de sus cuerpos y los cráneos cuidadosamente rapados los hacían a todos curiosamente parecidos pese a la diferencia de edad que habría debido distinguirlos, puesto que había monjes que se acercaban a los cien años mientras que los novicios más jóvenes no llegaban a los catorce. Con las manos juntas, entre las cuales introducían la punta de la nariz, daban las gracias mentalmente en honor del esperado retorno.
A pesar de que eran muchos los que lo temían, ya que Buddhabadra era inflexible con sus novicios, todos admiraban la ciencia y el rigor de aquel hombre de corta talla que rozaba la cincuentena, un hombre de cuerpo seco y enjuto a causa de los ayunos y mortificaciones, de cejas negras como el carbón que encuadraban unos ojos ardientes como brasas y cuya oreja izquierda adornaba un anillo de plata retorcida.
Hacía veinte años que había sido elegido Gran Superior Inestimable y había llegado al monasterio a la edad de diez años. Procedente de una familia gandhariana de elevado linaje en la que se practicaba un budismo que pretendía ser el más «puro» y el más «ortodoxo», Buddhabadra encarnaba de maravilla la voluntad de su clan de mantener intacta la tradición nacida de los primeros discípulos del Bienaventurado.
Instalado apenas en sus nuevas funciones de jefe de la comunidad budista gandhariana, cuyo monasterio del Único Dharma era el centro religioso principal, Buddhabadra elevó a trece años la edad mínima a partir de la cual era posible que un adolescente accediera al noviciado.
Así pues, sería siempre el aspirante más joven el que aprendería más pronto los millares de páginas de texto que constituían el Canon budista, aquel conjunto de reglas y preceptos, acompañados de comentarios filosóficos, metafísicos y morales, que los discípulos del Iluminado comenzaron a establecer y a redactar después cuando Buda, hacia finales del siglo VI antes de nuestra era, abandonó su vida terrena.
Conocía igualmente hasta sus más mínimos detalles los miles de Jâtakas, esas maravillosas historias que seguían con minucioso detalle las existencias anteriores del Bienaventurado. Porque Buda había adoptado en vida las más diversas formas: domador del rey-dragón Gopâla (un naga gigante) que dejaba en los muros de la cueva el rastro de su sombra; ermitaño de los bosques, al avenirse a caer bajo las flechas de un rey cruel para defender a sus ancianos padres; príncipe, bajo la apariencia de Viçvantara, que poseía un elefante blanco capaz de provocar la lluvia.
Buddhabadra, por ser un budista orgulloso de sí mismo, era capaz de pasar horas recitando a niños maravillados de escucharlo historias encantadoras destinadas a conocer mejor al Bienaventurado y, sobre todo, a hacer que lo amaran mejor.
Estaba convencido de que su monasterio era el primer conservatorio de la verdadera doctrina budista del que se consideraba memoria esencial al mismo tiempo que principal garante de la ortodoxia.
También era temido y respetado por los monjes, sus discípulos, en quienes ejercía un ascendiente indiscutible sin que dudara en imponerles ayunos y largas permanencias de rodillas, prosternados delante de los rostros andróginos de los budas y bodhisattvas que los escultores greco-budistas habían dejado grabados en la piedra.
El objetivo de su último viaje al País de las Nieves, al igual que los precedentes, se mantuvo en estricto secreto, hasta el punto de que el Superior del monasterio del Único Dharma no confió jamás a nadie el lugar exacto de su destino.
El primer acólito de Buddhabadra, Puñal de la Ley, era un monje muy respetado tanto por sus conocimientos de los cánones budistas como de la lengua parsi, aprendida en su infancia, y no sólo de ésta sino también del chino e incluso del tibetano.
Dicha característica le permitía acoger a los numerosos religiosos que llegaban en peregrinación desde aquellos países orientales con intención de visitar los lugares más sagrados del budismo y que pasaban obligatoriamente por aquel monasterio situado en la ruta de la India del Norte, donde había vivido el Bienaventurado.
Puñal de la Ley era, además, un monje obediente y leal.
Jamás se había atrevido a insinuar a Buddhabadra que no le gustaban sus tapujos en relación con sus viajes, aunque se guardaba muy bien de considerar que se trataba de una inexplicable falta de confianza. Se decía que Buddhabadra debía de tener una razón lo bastante importante para actuar de aquella manera tanto con respecto a él como a los demás miembros de la comunidad del Único Dharma.
Buddhabadra se contentaba siempre con dar la misma respuesta evasiva a los novicios que osaban preguntarle, con mayor atrevimiento que los monjes viejos, a qué zona exacta del Tíbet pensaba dirigirse:
—¡Voy al Techo del Mundo! ¡Un periplo sagrado!
¡El Techo del Mundo! ¡Nada menos que esto!
Era con intención que Buddhabadra utilizaba esta expresión en lugar de «País de las Nieves», como si así quisiera subrayar y garantizar la parte de misterio que rodeaba sus expediciones.
Las evasivas de su Venerable Superior no habían hecho más que aumentar la angustia de la comunidad huérfana al ver que Buddhabadra tardaba en volver de aquellas tierras lejanas a las que había partido montado a lomos del elefante blanco sagrado.
—¿No es un infierno el Techo del Mundo? ¿No dicen que el peor de los infiernos es aquel donde reina un frío intenso?
¡Cuántas veces jóvenes novicios aterrados y preocupados a la vez habían hecho aquella pregunta a Puñal de la Ley!
—Debemos confiar en nuestro maestro Buddhabadra. Si no volviese significaría que el Bienaventurado quiere acogerlo en su seno, ¡el nirvana! —respondía el primer acólito con aire lo más impávido posible.
—¿Qué es exactamente el nirvana? ¿Un paraíso o la nada? —le preguntaban entonces ellos.
—Es ese estadio en que la conciencia del Santo se anonada en la paz de la Extinción poniendo así término al trágico encadenamiento de reencarnaciones que transforman el ser obligándolo a vivir, en medio del dolor, innumerables existencias bajo las formas más diversas. En caso de mal karma, por ejemplo, se encuentra en el cuerpo de una hormiga sobre la cual un niño se dispone a orinar o en la de un cerdo salvaje que es presa de los tigres.
—¿Qué hay que hacer para ser Santo?
—Lo primero es ser un buen novicio —respondía entonces riendo Puñal de la Ley, que tenía un humor muy vivo.
En realidad, no creía ni por asomo que el Bienaventurado Buda pusiese término al viaje de su Superior. Conocía demasiado bien su prudencia y su inteligencia. Desde que Puñal de la Ley estaba a su servicio, había visto partir y regresar tres veces a Buddhabadra, siempre en la fecha prevista.
A decir verdad, unos días antes de su cuarta partida, hacía de ello seis meses, el Superior había levantado ligeramente una esquina del velo en atención exclusiva a su acólito en lo tocante al objeto de su inminente periplo.
—Voy a defender los intereses de nuestra Iglesia del Pequeño Vehículo. Al Techo del Mundo, en el Tíbet o, si quieres, como lo llaman aquí, al País de las Nieves. Y créeme, teniendo en cuenta lo que he aprendido no hace mucho, no es asunto de poca monta, sobre todo desde las nuevas exigencias de mis amigos.
—¿De qué amigos hablas, Inestimable Superior?
Viendo que el interesado no le daba respuesta, Puñal de la Ley formuló una nueva pregunta.
—¿Por qué ir tan lejos? ¿Quién amenaza nuestros intereses? ¿Esos «amigos» que acabas de mencionar?
—¿A ti qué te parece? —preguntó, ligeramente molesto, Buddhabadra.
—¿Se trata, pues, del Gran Vehículo?
El Pequeño Vehículo o Hînayâna era el apelativo un tanto condescendiente que el budismo chino del Gran Vehículo o Mahâyâna daba al budismo indio.
Los mahayanistas chinos veían en la práctica del budismo indio primitivo una forma menos noble y más reducida que en la suya.
En lugar de reservar la salvación eterna sólo a los monjes y monjas que habían hecho sus votos, tal como prescribía el Hînayâna basándose en las palabras del Bienaventurado, los adeptos chinos del Mahâyâna habían optado por una postura más pragmática, origen del inmenso éxito popular de su religión en China. Después de innumerables controversias teológicas que dieron lugar a todo tipo de exégesis de los sermones de Buda, acabaron por admitir que los laicos, por poco que siguieran las prescripciones morales del Bienaventurado, también podían aspirar a la salvación.
Y así, su «Vehículo de acceso a la Liberación» era, según ellos, más «Grande» que el de los ocupantes del «Pequeño» Vehículo, quienes preferían atenerse al dogma del budismo primitivo según el cual la salvación se reservaba expresamente a los que aceptaban profesar los votos monásticos.
La rivalidad entre las dos Iglesias, a consecuencia de este hecho, era real y Puñal de la Ley comprendió perfectamente lo que ocultaban las enigmáticas palabras de Buddhabadra acerca de aquella Iglesia rival cuya extensión iba en aumento y que ya empezaba a amenazar sus intereses.
En cambio, el primer acólito permanecía en las tinieblas más oscuras con respecto al lugar preciso al que Buddhabadra quería retirarse para defenderlos.
—Me has dicho demasiado. Pero si supiera, por lo menos, a qué sitio vas, podría ayudarte —exclamó.
—Mi querido Puñal de la Ley, éste es uno de los secretos sobre los que pesa el juramento de que sólo serán compartidos con sus iguales. Es inútil que insistas. No puedo añadir nada más. Si voy lejos es porque tengo razones válidas para obrar de ese modo. Por mucho esfuerzo que me cueste, ya que me gusta poco la escalada y las noches glaciales...
Puñal de la Ley, desarmado por la violencia de las palabras, se excusó por el exceso de curiosidad.
A partir de ese momento se abstuvo de hacer preguntas indiscretas a Buddhabadra antes de su partida.
Para calmar su curiosidad le bastaba con pensar que los intereses superiores del Pequeño Vehículo coincidían con los del monasterio del Único Dharma y de su comunidad y, por consiguiente, nadie mejor situado que su Superior para defenderlos.
Por otra parte, como colaborador disciplinado que era, estaba decidido, para demostrarle que tenía en cuenta sus directrices, a no plantearle ninguna pregunta indiscreta cuando volviese a encontrarse en su presencia, lo que no podía tardar en producirse.
—¡Honor a Buddhabadra, el Inestimable Superior del Único Dharma!
En torno a Puñal de la Ley, que se precipitó al camino de ronda para ser testigo de la llegada de su Superior, se elevaba siempre el clamor de los monjes.
Ahora eran verdaderos gritos de júbilo que surgían de todas partes en honor del regreso del piadoso e intrépido budista, el héroe auténtico que no había dudado en desafiar los contrafuertes de las montañas más altas del universo, tan altas que llegaban hasta el mismo nirvana.
Bajo la luz ocre de un crepúsculo que las enrojecía, las crestas dentadas de las montañas que dominaban la población india de Peshawar parecían las alas de una inmensa ave rapaz que la tomase bajo su protección.
El monasterio del Único Dharma había sido construido hacía alrededor de once siglos, algo apartado de aquel hormiguero de comerciantes y peregrinos que era aquella ciudad a fin de dar cobijo al célebre relicario del emperador Kaniska. Su función estribaba en guardar aquel monumento entre los más sagrados del budismo indio.
La ciudad real de Peshawar, en tiempos de su esplendor, cuando era todavía la capital del Imperio gandhariano greco-bactro de los Kushana, contaba con no menos de mil monasterios.
Desde las terribles devastaciones que, un siglo y medio antes, alrededor de 530, había sufrido por parte de las tribus de los hunos hefthalitas, se había convertido en la sombra de lo que fuera en otro tiempo.
Millares de estupas, que ayer se elevaban en cada rincón de la calle, no eran más que montones informes de piedras que los niños iban cogiendo para hacer de los gorriones blanco de sus hondas.
En las puertas de los santuarios que no habían sido arrasados todavía se encontraban algunos rostros de budas y bodhisattvas que irradiaban gracia, esculpidos por los artistas greco-budistas que habían tenido uno de sus talleres más célebres en Peshawar.
La mayoría de aquellas figuras angelicales de suaves contornos que ponían de manifiesto la admirable elegancia de la estatuaria griega clásica y la espiritualidad que requería la representación del Iluminado habían sido arrancadas o tratadas con desconsiderados martillazos por los soldados de aquellos pueblos paganos.
De tanta desolación arquitectónica se salvaba tan sólo la imponente y orgullosa silueta del inmenso convento del Único Dharma, cuyos altos muros, levantados a media altura de una colina, eran visibles desde tan lejos que los peregrinos rara vez tenían necesidad de informarse para dirigirse allí y cumplir con sus devociones.
El Santísimo Convento del Único Dharma, en tiempos de los Kushana, había llegado a contar quince mil monjes.
Era una verdadera ciudad, con sus escuelas, sus panaderías, sus campos de juegos para los novicios, sus lavaderos hasta los que llegaba el agua desviada de los manantiales de las montañas y también sus vergeles, cuyos frutos impregnados de sol servían para preparar gigantescas bandejas de ofrendas que los peregrinos depositaban en procesión al pie del precioso relicario de Kaniska.
Alrededor del año 100 después de Cristo el emperador Kaniska, que reinaba en Kushana, un gran imperio que reunía una parte de la India del Norte, la Bactriana y la cuenca del Tarim,8 mandó levantar aquel relicario votivo después de un maravilloso episodio.
Desde el valle del Ganges a las cumbres del Pamir se extendía entonces una constelación de territorios que los valerosos caballeros de la dinastía de los soberanos Kushana consiguieron conquistar y federar.
Durante una batida de caza, el emperador indo-escita Kaniska fue guiado milagrosamente por una liebre blanca hasta un joven pastor que apacentaba su rebaño en una verde pradera.
—¡Tú eres el rey Kaniska! —espetó el muchacho al atónito soberano.
—¿Cómo es que sabes mi nombre?
—No hago más que cumplir la predicción del Santísimo Buda: cuatrocientos años después de mi muerte reinará en este territorio un rey que se llamará Kaniska —prosiguió el joven pastor con una sonrisa.
—¡Desde este día bendito me atendré a los preceptos del Bienaventurado! —exclamó el rey, que bajó con presteza de su caballo para prosternarse ante el muchacho.
De regreso a Peshawar, dio orden de que, en el lugar donde había escuchado la Santa Predicción, se levantara una inmensa estupa y posteriormente encargó al orfebre más famoso de la región, el griego Agésilas, la extraordinaria estupa-relicario que a partir de entonces llevaría su nombre.
Según los textos antiguos, no había nada lo bastante hermoso para fabricar el edículo en madera de sándalo con incrustaciones de plata sobre el cual el orfebre fijó la estatua conmemorativa del Bienaventurado, en oro macizo, con piedras raras y preciosas engastadas.
Ordenaba la tradición que dos diamantes de brillo incomparable, incrustados en los ojos, fuesen regalo del rey en aquella representación del Santo.
Se decía que los escogió entre mil gemas procedentes de botines de guerra, unas piedras gemelas tan grandes y tan puras que los bardos no cesaron nunca de ensalzar sus fulgores. En la epopeya del glorioso Kaniska se especificaba que confió aquellas piedras a Agésilas porque se suponía que conmemoraban un célebre episodio de las vidas anteriores de Buda: el de la limosna de sus ojos que hizo a un pobre ciego quien, a causa de ello, recobró la vista.
Terminada la estatua, el piadoso emperador la mandó encerrar en una hornacina situada en lo alto de una torre, a más de cincuenta metros del suelo, cuyos pisos estaban marcados por apsaras volantes esculpidas en la piedra. Se suponía que aquellas criaturas aladas velaban aquel inestimable tesoro al que sólo se podía llegar por medio de un andamio a fin de que nadie pudiera robarlo.
Ese mismo emperador Kaniska, como soberano budista animado por la fe ferviente de los nuevos convertidos, fue quien convocó en el Pendjab un concilio destinado a favorecer la expansión del budismo hacia los oasis del Asia central desde donde, posteriormente, se difundiría hasta la China.
Así pues, la estatua de oro y diamantes estuvo durante siglos al abrigo del mundo, guardada en el gigantesco relicario, hasta que fue robada por los hunos.
Desde entonces, lo que quedaba de las reliquias fue guardado en un cofrecillo de oro de forma piramidal, tan cuidadosamente cerrado que ningún monje se habría atrevido a abrirlo, pero que cada cinco años se sacaba de su receptáculo, en ocasión de la «Gran Peregrinación», a fin de que una inmensa muchedumbre procedente del norte de la India pudiese venerar dichas reliquias.
El relicario de Kaniska seguía siendo, en efecto, uno de los santuarios más gloriosos del budismo.
Se suponía que cada uno de los principales lugares de culto conservaría una de las reliquias santas del Bienaventurado. Una tradición antigua ordenaba que el monasterio del Único Dharma de Peshawar fuese el lugar donde se conservasen los ojos de Buda.
El renombre del lugar atraía a los peregrinos chinos, tibetanos, kucheanos, turfaneses y sogdianos.
Eran viajeros intrépidos que llegaban en general de aquellos oasis lujuriantes que convertirían una simple ruta en uno de los vectores de contacto entre las civilizaciones de Occidente y las de Asia.
A manera de etapas para los viajeros que atravesaban los desiertos hostiles, llevaban los nombres de Kashgar, Yarkand, Khotan, Kucha, Turfan, Hami o incluso Dunhuang.
En aquellas rutas de peregrinación que iban desde China a los Santísimos Lugares de la existencia de Buda, uno sólo se topaba con devotos y monjes budistas que iban a predicar su doctrina a la China central.
Por aquellos caminos sembrados de piedras barridas por vientos ardientes o glaciales circulaba una mercancía más preciosa que ninguna.
Ya la descubrieron los romanos, quienes estaban dispuestos a arruinarse con tal de conseguirla, y era objeto de los cuidados más exquisitos por parte de los caravaneros que la transportaban. Aquellos fardos envueltos en tela grisácea, apilados en los lomos de camellos y caballos, no tenían mal aspecto. El hecho es que contenían una tela de tacto incomparable y colores irisados que a las mujeres les encantaba bordar, cuando caía en sus manos, con hilos de oro y plata.
Aquella tela daría nombre al itinerario: la Ruta de la Seda.
Uno de los últimos tramos de aquella ruta desembocaba a la altura misma de aquel puerto hacia el que se volvían siempre millares de ojos ávidos de ver destacarse en la cresta la silueta de su Inestimable Superior subido en el lomo del elefante sagrado del monasterio.
Que hubiese partido, por otra parte, montado en aquel paquidermo de ojos encarnados que tenía cerca de cincuenta años y cuyo color, único en su género, era la admiración de todos los peregrinos decía mucho sobre la importancia del viaje que Buddhabadra había realizado.
Una decisión que incluso había sido motivo de un pequeño amago de guerra entre Puñal de la Ley y su Superior.
Ya que en vano el primer acólito había intentado convencer a Buddhabadra de que no se llevara consigo, a través de los caminos del País de las Nieves, teniendo en cuenta que se anunciaba un invierno muy crudo, el vivo tesoro del monasterio. El monasterio del Único Dharma tenía seis elefantes más, aunque más jóvenes y, por consiguiente, más vigorosos que el viejo paquidermo sagrado, que los novicios lavaban y emperejilaban todos los días antes de alimentarlo con los frutos frescos y los pasteles ofrendados por los peregrinos.
El animal, venerado casi como una divinidad, tenía dos inmensos privilegios.
En ocasión de la Pequeña Peregrinación, que se celebraba una vez al año, el paquidermo, enjaezado de oro y plata, transportaba con gran pompa hasta el recinto del monasterio la minúscula caja que guardaba la Santa Pestaña del Bienaventurado, que el Superior del convento conservaba el resto del año en un armario bajo llave de su celda.
Pero el animal sagrado era el único que estaba autorizado a transportar en el lomo, en ocasión de la fiesta quinquenal de Kaniska, la de la Gran Peregrinación, el pequeño relicario de oro puro de forma piramidal que contenía la reliquia principal del monasterio del Único Dharma, los Ojos de Buda.
Con precauciones infinitas colocaban el cofrecillo picudo de oro puro dentro del palanquín instalado en el lomo del paquidermo blanco. Y entonces aquella montaña de carne blanca, que la harina que lo empolvaba todavía hacía más blanca, con los ojos maquillados como una cortesana vieja y los miembros engalanados de collares constelados de piedras preciosas, iniciaba su lento periplo ante la multitud de monjes y devotos que lo ovacionaban, mientras con paso majestuoso se dirigía al edificio principal del convento, situado en el fondo de una larga avenida bordeada de cipreses.
Sin que pareciera importarle la reliquia que transportaba, el paquidermo caminaba contoneándose como si aquel homenaje de los cientos de miles de fieles en éxtasis le estuviese dedicado a él.
Puñal de la Ley añoraba el regreso a Peshawar del viejo paquidermo blanquecino.
Se sentía feliz de reencontrarlo y se decía que se había equivocado también al poner en entredicho la elección de su Superior de llevárselo con él.
Por desgracia, la alegría de Puñal de la Ley había resultado de corta duración.
A fuerza de mirar la montaña por cuya ladera se suponía que ahora Buddhabadra descendería hasta llegar a la puerta septentrional de la fortaleza-monasterio, su primer acólito no tardó en comprender que algo grave ocurría.
La silueta algo encogida que avanzaba por los vericuetos cuesta abajo sólo podía ser la del cornaca, un hombre regordete de cuerpo igual de ancho que largo, no la de Buddhabadra, tan ascética.
Y lo más importante era que, contrariamente a lo que había creído ver debido a una ilusión óptica provocada por el calor que irradiaban las piedras de la montaña en el paso del desfiladero, el hombre en cuestión iba solo.
Lo que Puñal de la Ley había tomado por el elefante sagrado no era, en realidad, más que una gran roca inmóvil.
No había, por desgracia, duda alguna.
Sólo regresaba el cornaca.
Ni Buddhabadra ni el elefante blanco volvían, aquel día, del País de las Nieves...
3
MONASTERIO DEL RECONOCIMIENTO DE LOS BENEFICIOS IMPERIALES,
LUOYANG, CHINA
Cinco Prohibiciones, ¿podrías explicarme quién era, en realidad, el Bienaventurado Buda Gautama cuyos mandamientos no cesas de leer para que se nos graben en la memoria? Dicen que era amable pero, si he de dar crédito a lo que acabas de contarnos, pide a los novicios que se priven de todo lo bueno.
Estaba solo con su profesor, al final de la clase de doctrina, el encantador muchacho de apenas cinco años de edad que acababa de formular la ingenua pregunta y que estaba sentado en primera fila.
Era la suya la edad a partir de la cual los padres podían llevar a su hijo al noviciado de una comunidad del Gran Vehículo chino.
En el patio de la escuela budista, sus compañeros, alrededor de una veintena, todos nacidos el mismo año, jugaban a lanzar bolas de tierra seca dentro del aula.
—¡Cuidado con lo que hacéis! ¡Cinco Prohibiciones es fuerte como un tigre! ¡Os pegará un puntapié en el trasero! —gritó el alumno en cuyo cráneo perfectamente rasurado acababa de estrellarse una bola.
Inmediatamente, como una bandada de gorriones, todos los niños se dispersaron riendo y fueron a esconderse detrás de las columnas de la inmensa galería adornada con pinturas que reproducían los episodios más edificantes de la vida de Buda, situada alrededor de la zona destinada a recreo.
¿Quién habría imaginado, observando su actitud traviesa y despreocupada y todas las diabluras que se permitían, que los mejores de aquellos niños estaban destinados a convertirse en maestros de Dhyâna,9 esa meditación que se practica sentado a la que los chinos dan el nombre de Chan?10
¡Meditar ante una pared lisa y vacía! Meditar y seguir meditando, preferentemente ante una pantalla desprovista de toda imagen, prominencia u otro elemento capaz de distraer la atención... Dejar que el vacío invada el espíritu para así alcanzar aquel estadio en el que ya no pueda existir el más pequeño razonamiento. Convertirse en planta o en piedra y esperar a que la Iluminación, de pronto, se presente como se presenta la ola en el mar...
Ésta era la receta infalible, mucho más eficaz que las fastidiosas recitaciones de los sutras, para llegar al estadio del Despertar, el de la conciencia absoluta de la Verdad tal como la descubrió el propio Buda bajo la higuera sagrada pipal en las afueras de Benarés después de haber recorrido los cuatro estadios de la Meditación.
Sin embargo, para llegar a este grado de concentración era preciso un largo aprendizaje, ya que se trataba de algún modo de desaprender a reflexionar y a olvidar todo lo que uno tiene en la cabeza. Es algo que implica numerosos esfuerzos, sobre todo cuando uno es un niño despreocupado, más inclinado a jugar que a alcanzar el vacío, a semejanza de aquellos niños un tanto distraídos y propensos a risas tontas con los que el monje Cinco Prohibiciones, a la salida del recreo, volvía a enfrentarse.
Como todo profesor, el joven monje Cinco Prohibiciones estaba sentado detrás de un escritorio instalado en una tarima.
Inclinado sobre un manuscrito en caracteres tibetanos cuyo sentido tenía grandes trabajos para descifrar, no oyó siquiera las risas y el alboroto de los alumnos provocados por un abejorro que uno de ellos hacía volar atado a un cordel.
Y sin embargo, corrían el riesgo de que, en el momento más impensado, irrumpiera en el aula el maestro de estudios provisto de su vara de castigo, ya que no era suficiente decir que no se podía jugar con la disciplina en el noviciado del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang.
Aquella majestuosa ciudad encaramada en unas colinas cubiertas de bosque, situada a unos tres días de navegación al este de Chang An, la capital central de los Tang a la que estaba unida por un canal, se había convertido en centro principal de formación de los maestros del Chan, que era como llamaban en China a los maestros de Dhyâna.
Aquellos hombres enamorados de la sabiduría, capaces de permanecer días y noches enteras sentados en la postura del loto meditando en el movimiento de la Rueda de la Ley por la mano de Buda, o sea, en la quintaesencia de su Doctrina de la Salvación, se convertirían en puntas de lanza de aquel ejército de predicadores que, desde hacía varios siglos, se había lanzado al asalto de la China taoísta y confuciana que no tardó en ser sumergida por la inmensa oleada de fervor religioso procedente de la India y Asia central.
Después de haber aprendido de memoria miles de estrofas de sutras necesarias para el conocimiento de las divinas palabras de Gautama, los maestros de Dhyâna sabían explicar a los adeptos las maravillosas historias que relataban las innumerables existencias anteriores de Buda y atestiguaban sus bondades y la pertinencia de su doctrina.
Debían mostrarse particularmente persuasivos. En efecto, no se podían contentar con adherirse a esta doctrina en un plano intelectual. El propio Buda había dado ejemplo: había que adaptarse a ella por completo tanto en lo que se refería a los actos como al comportamiento.
Para vivir como un verdadero budista había que empezar por aceptar la sumisión a las doscientas cincuenta prohibiciones que figuran en el Vinaya, el código de buena conducta que permitía practicar las diez Virtudes Extremas11 que conducían al primer estadio del Despertar al que todavía se daba el nombre sánscrito de «bodhi».
Sólo entonces, imbuido de su postura correcta, el adepto conocería la Santa Verdad que conducía al cese del dolor, el mal absoluto que continuaba afligiendo a los hombres. La Santa Verdad se encontraba al final del camino de la Vía de los Ocho Miembros, a saber, la opinión correcta, la palabra correcta, la actividad corporal correcta, los medios de existencia correctos, el esfuerzo correcto, la memoria o la atención correctas, la concentración correcta, que todo monje sincero e interesado en aplicar los preceptos enseñados por el Bienaventurado debía esforzarse en practicar.
Todos los muchachitos a los que el joven monje Cinco Prohibiciones enseñaba estos puntos de la doctrina habían sido rigurosamente seleccionados por su viveza y su inteligencia, pero también por su aptitud para clasificar, sin haberlas visto previamente, entre receptores diversos, todas ellas de la misma forma, dispuestas al azar sobre una mesa, las bandejas de ofrendas que dejaban los devotos, llenas de flores, frutas y galletas, delante de las estatuas de las pagodas.
Era la señal que indicaba que eran capaces de convertirse a su vez en maestros del Chan.
Habían sido elegidos entre los miles de niños que las familias pobres, a menudo llegadas de lugares lejanos, ofrecían cada mes al monasterio en la esperanza de que así les depararían una vida mejor al tiempo que les aliviarían el peso representado por las bocas que tenían que alimentar. Pero se trataba sobre todo de asegurar a estos niños que alcanzarían el nirvana, ya que Buda así lo había especificado: sólo los monjes que consagraban toda su vida a este objetivo podían pretender que se convertirían en Despiertos.
Al ver que su maestro no respondía a su pregunta, el niño, que sonreía abriendo totalmente su boquita desdentada, se acercó a él. Y después, tirando de la manga de su túnica de color azafrán, volvió a preguntarle:
—¿Era amable Buda?
Entonces, el monje Cinco Prohibiciones levantó finalmente la cabeza del rollo sobre el que la tenía inclinada y el tumulto que agitaba el aula cesó súbitamente. Sólo se oía el abejorro, que seguía con el hilo atado a la pata y volaba emitiendo un murmullo.
Cinco Prohibiciones tenía un rostro hermoso y enjuto, iluminado por unos grandes ojos negros, apenas oblicuos, que irradiaban vivacidad.
Había entrado en el monasterio a la misma edad que el muchachito que lo interrogaba, donde llamó en seguida la atención de su superior, Pureza del Vacío.
Dos años antes, a la edad de veinte años, había sido ordenado monje y había adoptado el nombre de Cinco Prohibiciones. El nombre significaba que poseía la facultad de no hacer nunca los Cinco Actos Nocivos que hacían renacer en el infierno a los desgraciados humanos que los habían cometido intencionadamente: el parricidio y el matricidio, el asesinato de un santo arhant,12 la herida del cuerpo de un Buda y el cisma en el seno de una comunidad monástica.
Cinco Prohibiciones tenía el cuerpo atlético y flexible de los monjes interesados en mantenerse en buena forma física al igual que su fuerza mental. Como buen adepto a las artes marciales, de un golpe seco de la mano podía romper un grueso tablón o, valiéndose tan sólo de la fuerza de sus brazos, torcer la hoja de acero de una espada. Le bastaba un simple movimiento del puño para derribar a un adversario en apariencia mucho más fuerte que él. Sabía proferir aquel grito paralizante que detenía en seco, como si acabase de recibir un puñetazo en el vientre, al que se abalanzaba sobre él armado de un puñal o una lanza. Era tal su flexibilidad que, sin la menor dificultad, cuando estaba sentado en la postura del loto, era capaz de anudar las piernas en torno al cuello como las asas de una cesta.
Sus cualidades físicas y mentales hacían de Cinco Prohibiciones un modelo admirado por todos los novicios que, a su vez, soñaban con hacer girar en el aire a los tres adversarios aguerridos que Cinco Prohibiciones, en ocasión de demostraciones, era capaz, mediante tres gestos instantáneos y precisos, de neutralizar simultáneamente.
—Buda era mucho más que amable, ¡era un verdadero santo! ¡Un gran arhant! Un maestro de Dhyâna ejemplar, como serás tú, pequeño, si trabajas de firme... —declaró con una sonrisa.
—¿Era tan fuerte como tú, teniendo en cuenta que puedes romper con el codo cinco ladrillos superpuestos?
—¡Mucho más fuerte aún! La fuerza y el resplandor del Bienaventurado Gautama Buda, cuando vivía, estaba en su cabeza. A su lado, no somos más que hormigas que pretenden ser elefantes. Nos queda mucho camino que recorrer, te lo aseguro... y aquí también me incluyo yo, para llegarle al tobillo —añadió desencadenando, entre la turbulenta asistencia, risas y exclamaciones de alegría.
Cinco Prohibiciones no tenía rival en lo tocante a transmitir a su auditorio, que todavía no sabía leer ni escribir, sirviéndose de fórmulas gráficas que adoptaban el cariz de cuentos para niños, la compleja y a veces esotérica austeridad del Canon budista.
No era cosa fácil de explicar tratándose de niños tan pequeños.
Les enseñaba, en efecto, que la dukhâ o dolor gobernaba el mundo, donde nada era permanente y todo estaba desprovisto de atman.
Atman significa en sánscrito «uno mismo» y servía para designar el principio de individualidad negado por Buda tanto en relación con los seres como con las cosas.
Para llegar a la Vía de la Liberación, es decir, escapar al ciclo perpetuo de los renacimientos, saliendo de forma definitiva del mundo del dolor, el hombre debía adaptarse a la moral que predicaba Buda.
Así, a fuerza de practicar los karmas correctos, aquellos actos intencionados cuyo efecto benéfico os acercaba a la Liberación, haría avanzar a través de la Vía de la Salvación.
¡Y desgraciados aquellos que no respetasen esta moral, ya que las penas en que incurrirían podían ser aterradoras!
Cuando describía a los niños los infiernos que esperaban a los pecadores y recalcitrantes, Cinco Prohibiciones provocaba invariablemente en ellos llantos y gritos de terror.
Las torturas infligidas a los condenados, culpables de grandes pecados, eran espantosas: algunos estaban enganchados a pesadas carretas y se veían obligados a caminar sobre brasas incandescentes; a otros se les forzaba a echarse de cabeza en una caldera de bronce hirviente o en un río de fuego donde se asaban como trozos de carne; otros más, apodados «espectros», frecuentaban la tierra y los intervalos situados entre los mundos, atenazados por el hambre y la sed porque tenían una boca pequeña como el ojo de una aguja, por lo que tenían que alimentarse de pequeñas inmundicias. No había menos de ocho infiernos calientes y ocho infiernos fríos, cada uno de ellos, para dar más cabida, rodeado de otros dos infiernos pequeños...
Uno de los infiernos calientes más atroces era aquel donde los condenados se arrancaban mutuamente la carne con zarpas metálicas, mientras que en otro unos elefantes de acero pisoteaban a sus víctimas.
En uno de los infiernos fríos, la carne de los condenados reventaba antes de cubrirse de llagas, mientras que en otro los labios de los penitentes se helaban y agrietaban, lo que les impedía comer.
Pero el más terrible de todos era el infierno de la Caldera de hierro, hasta cuyo fondo se tardaba treinta años como mínimo en llegar. Y una vez abajo, lo que le esperaba a uno era muchísimo peor que todo lo demás hasta el punto de resultar indescriptible. No existía descripción alguna, pues, de lo que allí había.
Por suerte para los fieles, y en particular para el joven auditorio de Cinco Prohibiciones, los episodios de la vida del Bienaventurado, así como los miles de existencias anteriores que había tenido, eran cuentos tan maravillosos que nadie se cansaba nunca de escucharlos.
—Pero, si tan fuerte y luminoso era, ¿por qué murió?
—No murió. El Tathâgata, «el que camina hacia la Verdad», se durmió al pie de un árbol en un bosquecillo de galas, no lejos de la casa del herrero Chunda, en la cual había comido por última vez, antes de entrar en la extinción completa y la suprema paz del nirvana —respondió un tanto molesto Cinco Prohibiciones al muchachito, que no estaba dispuesto a soltar prenda.
—Y ese Chunda, el herrero, ¿era tan amable como el Bienaventurado Buda? Los herreros fabrican espadas. ¿Cómo quieres que sea amable un hombre que fabrica espadas?
Cinco Prohibiciones levantó los ojos al cielo al enfrentarse a una pregunta tan incongruente como aquella cuando un frailecillo sorprendentemente gordito, teniendo en cuenta los ayunos a los que todos estaban obligados, asomó la cabeza por la puerta de la clase.
—Nuestro Venerable Superior desea verte en seguida, ¡oh, Cinco Prohibiciones!
—¿De veras en seguida?
—Acabo de salir de su despacho. Pureza del Vacío no suele andarse con bromas... —respondió el frailecillo con la voz impregnada de angustia.
Cinco Prohibiciones sintió que se le encogía el corazón.
Tragó saliva y se puso a arrollar el sutra escrito en tibetano que acababa de desplegar y dejar plano sobre la mesa.
Era raro que el maestro Pureza del Vacío llamase a un profesor de aquel modo, obligándolo a dejar lo que estaba haciendo, sobre todo cuando se encontraba en plena actividad pedagógica.
El motivo tenía que ser grave.
Después de dejar la clase en manos del monje gordito, Cinco Prohibiciones, sin perder un segundo, se precipitó al despacho del Superior del convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales.
Para llegar hasta él tenía que atravesar prácticamente todo el monasterio, recorrer las galerías cubiertas de pinturas de los infiernos y paraísos, pasar por los tres patios recubiertos de gravilla donde los monjes se entregaban a las artes marciales, acceder a la pagoda principal y subir la escalera de madera que permitía llegar al tercer piso, desde donde se tenía una impresionante vista de Luoyang que revelaba el mar azul de tejados formados por tejas barnizadas de elegantes curvas y aristas en forma de «cola de golondrina».
Allí, en una celda minúscula cuyos únicos muebles eran una simple mesa y un escabel, a dos pasos de la sala de oración reservada a los maestros del Chan, el Superior Pureza del Vacío presidía los destinos de su monasterio.
El maestro Pureza del Vacío impresionaba siempre por su prestancia algo altanera y la severidad de su mirada impasible a todos cuantos tenían oportunidad de acercársele.
Era su rostro, sobre todo, lo que intimidaba a los visitantes.
Estaba tan delgado que parecía una calavera.
Unas orejas inmensas, despegadas del cráneo y caídas como pámpanos enmarcaban el sutil ensamblaje de huecos y salientes óseos cubiertos por una piel diáfana y fina como el pergamino.
Todo en Pureza del Vacío hablaba de ascetismo y de inquebrantable fe budista, como si todo su cuerpo no fuese sino un himno vivo a la gloria de la Verdad de Buda: la delgadez esquelética de los brazos, que asomaban por las mangas del sayal marrón; las manos largas y nudosas como sarmientos, que desgranaban de continuo las ciento ocho cuentas del mala, el gran rosario de ámbar que permitía contar mejor los mantras, esas fórmulas rituales repetidas miles de veces al día.
Pero estaba sobre todo aquella manera suya reservada, aquella economía de gestos, aquella distancia que ponía entre él y las cosas, como si sólo perteneciera a medias a este mundo y estuviera volcado por entero a sus propósitos: hacer triunfar el budismo y, a través de él, salvar a los hombres de su condición trágica.
Parecía que el tiempo no pasaba por el jefe indiscutible de la Iglesia china del Gran Vehículo. Su vida ascética lo había preservado de todos los miasmas, de aquellas enfermedades y achaques que se ceban en los hombres a partir de cierta edad.
Un puñado de arroz viscoso al día y unos cuantos frutos secos acompañados de té verde le bastaban para mantener su cuerpo en estado de esplendorosa salud y cuantos lo habían conocido joven juraban que no había cambiado.
Y sin embargo, hacía más de cuarenta años que Pureza del Vacío dirigía la vida de aquella comunidad de diez mil monjes de los que se había convertido en jefe bajo la dinastía de los Sui, chinos de pura cepa que habían conseguido someter y unificar los reinos en parte bárbaros que les habían precedido antes de ser reemplazados por los Tang en 618.
Por esto era considerado uno de los principales forjadores de la expansión del budismo y de su inmenso éxito, sobre todo entre el pueblo. Respondiendo a su objetivo de afirmarse como una institución de pleno derecho, autónoma y libre de movimientos, el budismo chino, fabulosamente rico gracias a la intensa aportación de donaciones de tierras, acabó por crear cierta desconfianza por parte de las autoridades políticas. Él sabía muy bien qué suerte tienen reservada los poderes emergentes cuando se introducen en el terreno de los Estados autoritarios. Debido a esto, Pureza del Vacío mantenía unas relaciones complicadas con la corte de Chang An, en cuyo seno se agitaba el poderoso clan de los confucianos que miraba de contener la influencia creciente de aquella moral rival.
—Entra, Cinco Prohibiciones, tengo que hablar contigo —retumbó la voz carrasposa del Venerable Superior cuando su visitante llamó a la puerta de la habitación oscura donde él pasaba la mayor parte de las jornadas meditando y escribiendo exégesis de sermones.
Arrodillado delante del asceta, Cinco Prohibiciones le besó la muñeca en señal de respeto.
—¡Soy vuestro humilde servidor!
Siempre que se encontraba solo delante del maestro Pureza del Vacío le ocurría lo mismo: el joven monje, en general perfectamente tranquilo, perdía por completo los papeles.
Cierto es que el Venerable Superior tenía motivos para intimidar a los miembros más jóvenes de su comunidad, que no dejaban de ver en él a un ser de esencia divina, una especie de bodhisattva o por lo menos una especie de santo arhant, pese a no considerarlo todavía capaz de volar a través del espacio ni de caminar sobre las aguas.
—¿Cómo es tu avance por la Vía de la Verdad?
Siempre era así como Pureza del Vacío, interesado en verificar su estado espiritual, comenzaba sus conversaciones con sus discípulos.
Por algo todos los monjes chinos que habían profesado sus votos lo consideraban el garante principal de la pureza y ortodoxia del budismo Chan, el llamado Mahâyâna o Gran Vehículo.
Gracias a su conocimiento íntimo de los sutras pronunciados por Buda y a su capacidad dialéctica de extirpar sus fundamentos espirituales, se contaba entre los que habían hecho evolucionar el budismo hacia su estatuto de religión de vocación universal, abierta a todos los hombres y a todas las mujeres, a condición de que tuviesen buena voluntad.
Este reconocimiento y este respeto de los que era objeto obedecían al trabajo y a la labor tan ardua como indispensable a que se había entregado Pureza del Vacío desde el momento de su ordenación: reunir, seleccionar, comentar y conservar toda la doctrina budista en una especie de enciclopedia destinada a las generaciones futuras.
—Trabajo todos los días, entre las clases que imparto, para captar el sentido profundo del Sermón de la Sabiduría Suprema. Pero os mentiría si os dijese que entiendo todas las sutilezas... —respondió humildemente el monje.
La suma espiritual contenida en las veinticinco mil estrofas del célebre Sermón de la Sabiduría Suprema —en sánscrito, el Prajnapa-ramita sutra— servía de puente entre el budismo indio y el budismo chino.
—Se trata de un texto complejo y sutil. Por esto he querido siempre que mis valerosos soldados espirituales, de los que tú formas parte, lo conozcan al dedillo.
—Hago todo lo posible para fortalecer mi pensamiento de la misma manera que fortalezco mi cuerpo a través de las artes marciales.
—¡Necesitaremos de tu fuerza moral y espiritual! De las tres Iglesias, será el Gran Vehículo la que terminará por ganar por la mano a las demás... —murmuró Pureza del Vacío como quien habla consigo mismo.
Desde la extinción del Bienaventurado y la creación de la que se convertiría en su Iglesia habían transcurrido casi mil años. Poco a poco numerosas peripecias habían transformado el budismo en un conjunto heteróclito de creencias y prácticas del que emergieron tres grandes corrientes enzarzadas en una encarnizada competencia.
Estaba por un lado la vía ritualista del Pequeño Vehículo indio, religión reservada esencialmente a los monjes y, por otro, la vía moral, filosófica y espiritual, del Gran Vehículo chino. Todo los enfrentaba, salvo que sus adeptos veneraban el mismo Buda. No se trataba de un cisma en buena y debida forma que tuvo como resultado la constitución de aquellas ramas rivales, sino más bien de una sucesión de revaloraciones teológicas y aclimataciones a medios culturales nuevos, como el de la China, tan diferente al de la India, que cubrieron varios siglos.
—Maestro Pureza del Vacío, acabas de hablar de tres Iglesias y yo sólo conozco dos, nuestra Mahâyâna y el Hînayâna —se atrevió a rebatirle tímidamente Cinco Prohibiciones.
—¿No te he hablado de la vía mágica y esotérica? —dijo falsamente sorprendido Pureza del Vacío, que sabía demasiado bien que jamás había revelado a su discípulo aquella tercera forma del budismo de la que sólo se hablaba con palabras encubiertas.
—¡No tengo de ello ningún recuerdo!
—Se trata del budismo del país de Bod, el lamaísmo. Pronto tendrás ocasión de juzgar de viso...
Entre el budismo indio original, tal como lo practicaba el monasterio del Único Dharma de Peshawar, y el budismo chino, cuyo centro de irradiación principal era el convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang, había otro, procedente también de la India, mucho más misterioso, conocido con el nombre de lamaísmo tibetano.
A aquella tercera gran corriente no eran ajenos la magia y el secreto, lo que explicaba que no se accediese a ella fácilmente. Había que trasladarse al país de Bod para descubrir, junto al panteón budista tradicional, unas divinidades gesticulantes y cornudas con terribles caninos que les asomaban entre los labios, unas guirnaldas de cráneos y unos osarios que contrastaban singularmente con las tranquilizadoras representaciones de los escultores indios y pintores chinos.
Sus adeptos recurrían a prácticas secretas y esotéricas, sólo accesibles a los iniciados, bastante raras vistas desde fuera y muy apartadas en cuanto a la forma de lo que preconizaban los ritos indios y chinos.
—¿Tengo que ir al Techo del Mundo? —preguntó Cinco Prohibiciones, a quien la respuesta de su superior había dejado estupefacto.
—Depende de ello la paz entre las tres Iglesias de Buda —declaró misteriosamente Pureza del Vacío.
Desde hacía lustros aquellas tres corrientes principales trataban de prevalecer unas sobre otras. Por otra parte, si uno estaba convencido de que sus ideas estaban bien fundadas, ¿no iba a tratar de imponerlas a los demás?
Pero Buda rechazaba la violencia y el uso de las armas y predicaba que el fin no justifica los medios.
Los budistas también habían tratado de acomodarse a este precepto que los practicantes de otras religiones, especialmente las monoteístas, que pese a todo preconizaban el amor al prójimo, tenían dificultades para respetar.
Por espacio de siglos, en aquella guerra pacífica a la que se entregaban, estaban permitidos todos los golpes siempre que no fuesen violentos.
Se libraban combates con gran acompañamiento de textos y hacían furor los torneos filosóficos, en tanto que las controversias doctrinales adquirían a veces las proporciones de luchas titánicas en las que cualquiera podía, por ejemplo, escupir a la cara de otro una frase sacada de un sermón en sánscrito cuya traducción en pali no era la más fiel o bien una apostilla redactada por un monje chino que tendría un sentido falso en la interpretación de la correspondiente palabra sánscrita. Eran por lo general los hinayanistas indios, más a la defensiva como depositarios del budismo primitivo, los que reprochaban a los traductores kucheanos, turfaneses o chinos la deformación del sentido de determinadas frases del Bienaventurado.
Sin embargo, desde hacía algún tiempo se había instaurado una especie de tregua espiritual entre aquellas tres corrientes.
Todos se prohibían criticar o denigrar a los demás, es decir, meterse en casa ajena.
Las cosas ocurrían como si se hubiera firmado un pacto de no agresión entre los responsables de aquellas corrientes que los incitaba a vivir en buenos términos.
—Así pues, ¿está amenazada la paz entre las tres Iglesias? ¿Por qué no interviene Buda? —exclamó con ingenuidad Cinco Prohibiciones.
—Hablas a la ligera. ¡Nuestro terreno es el del Mahâyâna! Y felizmente, desde hace cuatro siglos no hace más que progresar, aunque debemos asegurarnos de que seguirá ocurriendo lo mismo durante los cuatro siguientes. ¡Los valores que defendemos son los buenos, Cinco Prohibiciones! —le espetó Pureza del Vacío con aire irritado.
Habría sido quedarse corto afirmar que el enorme trabajo de compilación, traducción y exégesis al que había consagrado su existencia el jefe de la Iglesia budista china comenzaba a dar sus frutos.
El Gran Vehículo no había cesado de extender su influencia sobre el territorio desde el momento de su introducción.
Los monjes prosélitos incluso se habían dirigido al norte y penetrado en el reino coreano de Cylla, donde habían realizado la proeza de interesar a la familia real coreana —una dinastía de guerreros sanguinarios— en aquella religión que, en cambio, predicaba la paz y la compasión. Otros hermanos predicadores ya habían atravesado el mar de China para difundir en el Japón la doctrina de la meditación y la búsqueda de la vacuidad, los dos pilares del budismo zen que correspondían maravillosamente a la mentalidad japonesa.
Gracias a la tenacidad de monjes y teólogos como Pureza del Vacío, sin prisa pero sin pausa, la corriente del Gran Vehículo iba camino de suplantar en todas partes a su rival. El Pequeño Vehículo comenzaba incluso a perder pie en la India ante la ofensiva de los cultos indios tradicionales provistos del innumerable y eficacísimo cortejo de dioses benefactores o terribles, como Indra, Siva, Visnú y otros Brahma, sin olvidar los primeros asaltos del conquistador Islam, que no tardarían en dejarse sentir diezmando en la India del Norte lo que todavía quedaba del budismo primitivo.
—Os pido perdón. Me he expresado mal. Yo no tengo más que una familia, la del Gran Vehículo —farfulló el monje al ver que había metido la pata.
—Decididamente, mi querido Cinco Prohibiciones, no cambiarás nunca. Siempre que entras en mi despacho te presentas con el mismo aire asustado. ¡Se diría que mi irreprochable ayudante espera recibir una reprimenda! —exclamó con talante jovial el asceta mahayanista antes de darle una amistosa palmada en el hombro como invitándole a sentirse cómodo.
—Es cierto, maestro, que delante de vuestra persona me siento como un pobre insecto.
—Pues ya que lo dices, vas a llevarte esos huevos de insecto —prosiguió Pureza del Vacío mostrándole una cajita llena de unos minúsculos granos de un color oscuro.
—¿Huevos de insecto? ¡Jamás había visto cosa parecida!
—No me extraña, puesto que son huevos de oruga de bómbice, la mariposa del gusano de seda. Sólo los hay en los criaderos del Estado. Su comercio está estrictamente prohibido ya que, como bien sabes, la seda es un monopolio. ¡Y esto es una morera!
Y le indicó un arbolito, no más alto que una vara, plantado en una gran tinaja llena de tierra.
—¿O sea, que ahora nuestro monasterio tejerá la seda de sus pendones? —preguntó el monje sintiéndose menos intimidado al ver la familiaridad con que lo trataba Pureza del Vacío.
—No, pero éste podría ser el caso de otro... ¡Mira, coge una de esas lentes! En mi familia decían que los huevos del gusano de seda, diluidos en el té, son un excelente reconstituyente. Tal vez lo necesites —le soltó en tono enigmático.
—Soy vuestro humilde ayudante. ¡Vos estáis para mandar y yo para obedecer!
—Tu modestia y tu sabiduría te honran. Y sin embargo, si hoy te he hecho comparecer ante mí es porque creo en tus numerosas cualidades... porque lo que voy a pedirte no es nada fácil —declaró el maestro Pureza del Vacío, cuyo tono de voz había adquirido repentina gravedad antes de ponerse a pasear de un lado a otro de la habitación mientras desgranaba el rosario mala entre los dedos.
—Estoy presto a serviros dentro de lo que me permitan mis medios y, entre otras cosas, a viajar hasta el país de Bod.
Cinco Prohibiciones, que tomó asiento a indicación de Pureza del Vacío, observaba ahora a este último con atención extrema.
Veía los pómulos absolutamente lisos del viejo asceta. Eran de color marfil y parecían guijarros pulimentados por el agua de un río y de sus ojos de mirar infinitamente dulce se desprendía la insondable firmeza y la inmensa fuerza de las que parecía estar imbuido.
—Voy a pedirte, querido Cinco Prohibiciones, un considerable favor —dijo lentamente el Venerable Superior.
—¡Os escucho con toda la atención del mundo! —replicó Cinco Prohibiciones en un tono del que no estaba ausente el orgullo.
—Para la misión que voy a encomendarte necesitarás tanto tus cualidades físicas como tus cualidades morales, discreción y a la vez valentía.
Las idas y venidas del asceta eran ahora algo más rápidas.
—Desde mi regreso de Samyé, en el Tíbet, he reflexionado mucho... —espetó con actitud algo molesta el maestro de Dhyâna a su discípulo.
—Venerable maestro, no me sorprende. ¡Pasáis tantas horas al día en la postura del loto meditando las dulces palabras del Bienaventurado!
—¡No se trata de esto! Se trata de otra cosa... bastante más enojosa...
Cinco Prohibiciones miró fijamente a su maestro. Jamás lo había visto tan intranquilo.
—El hecho es que ya no tengo confianza... —prosiguió con voz sorda.
—¿Confianza en quién, venerable maestro? ¿Habláis de alguien que conocisteis en vuestro último viaje al país de Bod? —inquirió tímidamente Cinco Prohibiciones.
Pureza del Vacío se abstuvo de responder. Era evidente que no quería añadir nada más.
—Vayamos a lo esencial. Irás a Samyé y recuperarás el ejemplar del Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura que dejé allí.
Cinco Prohibiciones no se atrevió a preguntar al Venerable Superior por qué no había traído aquel precioso rollo al regresar de su viaje seis meses antes con semblante más bien sombrío.
Como de costumbre, y a pesar de su avanzada edad, Pureza del Vacío había hecho el viaje acompañado tan sólo por el semental negro Derecho Delante a fin de participar, según comunicó misteriosamente a su comunidad, en la «importante reunión quinquenal destinada a mantener la concordia entre las Iglesias».
Cinco Prohibiciones, al igual que los demás monjes jóvenes, era demasiado discreto y respetuoso de los principios de sumisión a la autoridad del superior de su convento para tratar de averiguar más cosas acerca de aquellos viajes al País de las Nieves que el Superior de Luoyang hacía cada cinco años y cuyo motivo parecían conocer, en cambio, los monjes de más edad pese a negarse a revelarlo.
En ocasión del último periplo, nadie en el monasterio se había explayado en relación con los motivos acerca de los cuales Pureza del Vacío se había llevado el ejemplar del Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura, el que estaba adornado con suntuosas miniaturas, obra de un monje que era a la vez pintor, copista y calígrafo, que apenas se habían secado.
Después de todo, ¿podía haber algo más natural para el autor de una obra que disponer a su antojo de la misma, incluso en el caso de un libro que había requerido dos años de trabajo duro por parte de un copista y de un ilustrador?
Ya que, para Pureza del Vacío, aquel texto era la obra de su vida y, en cierto modo, su testamento espiritual.
Había escrito la Lógica de la Vacuidad Pura después de años de compilaciones, estudios y reflexiones basándose en millares de textos originales en sánscrito de la biblioteca del monasterio de Dunhuang que los mahayanistas habían convertido en conservatorio de sus escritos religiosos. Al codificar de algún modo la superioridad de un acto fundamentado en la meditación frente al Vacío a fin de alcanzar la Iluminación, había resumido todos los argumentos que, según él, convertían el Gran Vehículo en la religión más respetuosa del espíritu de la doctrina del Bienaventurado.
—Maestro Pureza del Vacío, ¿se trata del único ejemplar de vuestra suma? —osó preguntar Cinco Prohibiciones, tratando de valorar el grado de importancia de la misión que le confiaba su superior.
—Al principio redacté únicamente un ejemplar, pero me lo reclamaron muy pronto centenares de monjes bibliotecarios de los principales conventos mahayanistas de China. Tal era la demanda que consentí en hacer tres copias. No más, ya que conviene que la decisión de hacer copiar de nuevo un sutra la tomen aquellos que transmiten la palabra del Bienaventurado. ¡Es mucho más eficaz! Lo esencial consiste en conservar en lugar seguro la versión original, la que es digna de fe.
—¿Y dónde está el original de vuestro sutra, maestro Pureza del Vacío?
—En Dunhuang, en un lugar estrictamente secreto.
—¿En la Ruta de la Seda? —inquirió el monje.
—Exactamente. He encomendado a Centro de Gravedad, el Venerable Superior del convento de la Salvación y de la Compasión, que lo mantenga disimulado en su reserva de manuscritos.
—Pero ¿por qué está escondido en un lugar tan lejano, un oasis de la Ruta de la Seda, maestro Pureza del Vacío? —preguntó con todo el respeto que le fue posible Cinco Prohibiciones.
—¡Por razones de seguridad! Los manuscritos más preciosos de la biblioteca de este monasterio, situado en pleno desierto, se conservan en un escondrijo secreto excavado en un acantilado inaccesible. Y ruego que creas mis palabras si te digo que, para encontrar este lugar, hay que saber que existe... ¡y estar dotado, además, para la escalada! En lo que a mí concierne, dicho sea de paso, ya soy demasiado viejo para aventurarme con la escala de cuerda que me permitiría acceder a él. El original se encuentra en lugar definitivamente seguro, a disposición tan sólo de las generaciones futuras... —exclamó Pureza del Vacío en tono un tanto perentorio que no formaba parte de sus maneras habituales.
—El oasis de Dunhuang es célebre por sus acantilados que, según dicen, se asoman a él como desde un inmenso balcón. ¿Es verdad que los monjes han excavado allí millares de cuevas adornadas con pinturas y esculturas?
—Así es, Dunhuang es pura maravilla. ¡Por algo lo llaman «las Mil Cuevas de los Diez Mil Budas»! —murmuró Pureza del Vacío con una sonrisa.
—Habéis hablado de tres copias...
—Las dos primeras están en manos de santos varones que predican la Vía de la Salvación, uno en el sur de la China, el país de los monos, y otro en las islas del Japón, donde no tardará en ser revelada a la población la Santa Verdad. Al santo no le quedará más remedio que hacerla traducir a la lengua autóctona. De ese modo convertiremos al Gran Vehículo a la población de este inmenso archipiélago de pescadores y guerreros.
—Así pues, maestro Pureza del Vacío, ¿es la tercera versión la que me encargáis que recupere en el país de Bod?
—Exactamente. La dejé en depósito en el monasterio de Samyé, pero pensándolo bien... no fue un acto prudente por mi parte. Necesito cuanto antes disponer de este tercer ejemplar.
—¿Acaso está en manos hostiles?
—Todavía no o eso espero por lo menos —respondió el viejo monje del Gran Vehículo cuya voz traicionaba cierta angustia.
De los tres ejemplares del Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura, sin duda era el más suntuosamente adornado el que Pureza del Vacío se había llevado a Samyé.
Se presentaba en forma de un largo rollo de papel de arroz inmaculado encolado sobre seda, que quedaba al descubierto en pequeños tramos para recorrer las columnas repletas de ideogramas que Pureza del Vacío había dictado a un monje calígrafo especializado en el estilo de escritura de las «cancillerías» o lishu, utilizado por la administración en sus documentos oficiales, fácil de descifrar para los no letrados. Para evitar cualquier rasguño o mancha que pudiera sufrir un documento tan frágil durante el largo y peligroso viaje, hizo confeccionar por el ebanista del monasterio una caja oblonga formada por un trozo de viejo bambú vaciado y partido en dos cuyo interior estaba acolchado de seda.
En aquel estuche de una solidez a toda prueba fue cuidadosamente guardado el precioso rollo antes de ser colocado como la vaina de un sable en la silla del semental Derecho Delante.
—Y cuando llegue al monasterio de Samyé, venerable maestro, ¿cómo encontraré el Santo Rollo?
—Cuando yo partí quedó depositado en la biblioteca del monasterio. Espero que siga allí.
—Pero ¿cómo lo reconoceré entre todos los demás libros?
—Su estuche de bambú es fácilmente identificable. Como sabes, los rollos acostumbran a estar colocados dentro de cajitas o sacos de seda. Hice forrar el interior de seda roja de extraordinaria calidad, bordada toda ella con aves fénix...
—¡Seda imperial! —exclamó Cinco Prohibiciones, que sabía que los bordados de aves fénix estaban reservados al emperador de China.
—Proviene de un retal que el emperador Taizong el Grande, en su incomparable generosidad, regaló a este monasterio antes de su muerte. El exterior de la caja está lacado. ¡No hay otro estuche de estas características! Lo reconocerías entre mil. Lo único que tendrás que comprobar, antes de llevártelo, es que no esté vacío... —murmuró Pureza del Vacío, que no disimulaba su inquietud.
Ahora, en la cabeza de Cinco Prohibiciones, se atropellaban las preguntas.
¿Qué razón imperiosa movía a Pureza del Vacío a encomendarle aquella misión? ¿A qué o a quién aludía al hablar de aquella confianza que había dejado de tener? ¿Qué había ocurrido para que se echase atrás como ahora hacía? ¿Cuál era su misión exacta al trasladarse, solo, a un país tan lejano como el de Bod con el único ejemplar disponible de su testamento espiritual?
El discípulo, halagado por un lado por la confianza que le demostraba su maestro, pero algo inquieto también por tal cantidad de enigmas, hubo de preguntarse si un joven monje, que prácticamente no había abandonado nunca el monasterio, sabría salir airoso de una misión tan ardua como aquélla.
¡Samyé!
¡Cuántas veces había oído hablar Cinco Prohibiciones de aquel monasterio mítico, situado a algunas jornadas de camino de Lhasa, la capital de un reino sobre el cual se contaban toda suerte de cosas extrañas, comenzando por aquel rumor que circulaba acerca de lo que bebían sus habitantes durante el invierno: un té negro y ardiente, aderezado con mantequilla de yak rancia!
Y llegar a Lhasa desde Luoyang no era moco de pavo.
Había que emprender la Ruta de la Seda hacia el oeste y recorrer más de dos mil li13 y después, a la altura del oasis de Hetian, célebre por su jade, girar hacia el sur y dirigirse en línea recta al macizo del Himalaya hacia donde se internaba la carretera, cada vez más sinuosa y escarpada.
Comenzaba entonces aquel camino que las dificultades convertían en iniciático. Se bordeaban ríos y arroyos impetuosos, se atravesaban altiplanicies desérticas sobre las cuales planeaban buitres hostiles, se subían innumerables montañas y de cuando en cuando se franqueaban tumultuosos torrentes mediante puentes suspendidos por cuerdas que amenazaban a cada momento con romperse.
Había que aceptar sobre todo, durante días y más días, que uno estaba solo frente a sí mismo y que no se tropezaría nunca con otro ser vivo.
Pureza del Vacío ya se había trasladado en cinco ocasiones al país de Bod y, por consiguiente, conocía bien los peligros y sorpresas que ocultaba el camino.
Por lo general no invertía menos de cuatro meses, a veces más cuando la nieve era abundante, para coronar aquella extraña peregrinación que era un viaje en el espacio a la vez que en el tiempo, hasta tal punto tenía la impresión, a medida que iba alejándose de la China central, de volver a los tiempos míticos.
En ocasión de su último viaje, todavía había sentido una impresión más fuerte de desorientación.
Desde los primeros días, al lado de Luoyang la rozagante, le había parecido que Chang An la cosmopolita todavía era más desmesurada que de costumbre.
Aquella inmensa ciudad desbordante de riquezas, donde se mezclaban todas las etnias del mundo conocido y donde se hablaban multitud de lenguas extrañas, se había convertido en el centro comercial más grande del planeta. Allí convivían codo con codo en un ambiente pacífico miles de comerciantes y compradores llegados de todos lados.
La suntuosidad de las calles y tiendas rivalizaba con la de los edificios públicos que se suponía representaban el poder de la administración imperial china.
Pero lo que no dejaba nunca de sorprender a Pureza del Vacío cuando llegaba a la capital imperial era la extraordinaria sinfonía de olores que embalsamaban el ambiente.
Las sensaciones olfativas eran, en Chang An, mucho más intensas que en otros lugares. Allí se mezclaban toda suerte de olores, desde los pútridos que emanaba el barrio de los curtidores a los sutiles y embriagadores que se desprendían de los puestos de plantas y flores, sin olvidar tampoco las turbadoras esencias de los innumerables perfumistas.
En ocasión de su última visita, Pureza del Vacío dijo, sirviéndose tan sólo de su nariz, que allí había datos para reconstituir la geografía del mundo.
Todo lo que tenía Chang An de refinada y rica estaba presente en una nube de incienso y de perfumes. No eran solamente los templos —budistas, confucianos o taoístas— los que los consumían. Las cortesanas se perfumaban el cuerpo antes de hacer el amor y lo mismo hacían los letrados cuando recibían la visita de un colega, mientras que los médicos los dispersaban en el aire a base de fumigaciones bajo la nariz de los enfermos a guisa de remedios y sobre todo para ahuyentar los espíritus maléficos. En cuanto a los mercaderes, impregnaban con ellos sus mercancías para hacerlas más atractivas.
Pureza del Vacío aprovechó aquella tregua para seleccionar, junto al suministrador habitual del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales, los inciensos más sutiles que encargaría el año siguiente y que el monasterio consumía en grandes cantidades.
Entraban en la composición de los inciensos plantas chinas como la canela, el alcanfor, el toronjil, el nardo, el terebinto y la gardenia. Había otros aromas vegetales que procedían de Arabia; el almizcle venía del Tíbet, de Sogdiana y del Gansu; la onychia, aquel opérculo de una concha de olor marino, se pescaba en el mar de la China. En cuanto al ámbar gris de cachalote, uno de los productos más estimados conocido con el nombre de «saliva de dragón», era traído por los pescadores indios y transportado en barco a la China central.
La última vez que había abandonado la incomparable capital perfumada para emprender el camino de Lanzhou, población construida en las escarpas de un valle encajonado, situada a orillas del río Amarillo, Pureza del Vacío tuvo la impresión casi física de pasar de un lujo inaudito a la más severa austeridad, pero también de entrar en una especie de Edad Media tras haber saboreado las delicias de la era moderna.
En la franja de tierra que recorrían las caravanas no había más olores que el de los rebaños de ovejas y cabras que la recorrían o aquél, particularmente acre, de las plantas resinosas que crecían en tierras que de pronto se habían convertido en áridas y donde había que arrancar ramas para encender las hogueras del vivac.
En cuanto al incienso, que se respiraba en cada rincón de calle tanto en Chang An como en Luoyang, ya que en ambos sitios eran muy numerosas las pagodas, sólo volvería a encontrarlo en los santuarios budistas que, a manera de cuentas de un rosario sama, jalonaban la Ruta de la Seda, ya que había sido a través de ella como aquella religión había hecho la tan extraordinaria incursión que le había permitido llegar a la China central.
Cuanto más se avanzaba, más adentro penetraban las lenguas de desierto en las zonas pastorales y más extremo se hacía el clima, muy frío en invierno y ardiente en verano.
Pasado Lanzhou, se abría el célebre «corredor de Hexi», bordeado al este por la cadena de montañas Wushaoling y al oeste por el desierto de Gobi. La ruta de los caravaneros, que cubría más de dos mil li, desplegaba su estrecha cinta de arena comprimida jalonada de oasis, el primero de los cuales llevaba el nombre de Dunhuang.
Esta vez, debidamente espoleado por su amo, el semental Derecho Delante galopó más rápidamente aún que de costumbre para llegar a Dunhuang con dos días de anticipación sobre el tiempo previsto.
Así que llegó a la pequeña ciudad cuyos hormigueantes mercados permanecían abiertos toda la noche, Pureza del Vacío no se dio respiro hasta llegar al monasterio de la Salvación y de la Compasión a fin de saludar a su amigo Centro de Gravedad.
Construido en el acantilado que cortaba el paso al desierto, a unos diez li del centro de la ciudad, era indudable que aquel monasterio era uno de los más grandes de los treinta y tres santuarios trogloditas con que contaba el oasis.
Al Superior del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang le urgía asegurarse a través de su colega que el ejemplar del Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura seguía guardado en su sitio de la estantería de la «caverna de los libros».
—No te preocupes. He hecho emparedar la entrada de la cueva con adobe, de modo que hasta un merodeador experimentado pueda dudar de que detrás se oculta un escondrijo —exclamó Centro de Gravedad cuando Pureza del Vacío le pidió noticias del testamento que le había hecho llegar unos años antes.
—Espero no haberme equivocado cuando escogí tu monasterio para confiarle este ejemplar original. ¡No olvides que dudé entre seis monasterios!
—Vamos a acercarnos allí y así quedarás tranquilo —le propuso Centro de Gravedad.
Sumando el gesto a la palabra, después de dirigirse con este último al pie del acantilado donde se había excavado el escondrijo, el monje Centro de Gravedad hizo subir a Pureza del Vacío la estrecha escalera de cuerda que colgaba del acantilado a través de la cual se podía alcanzar la plataforma rocosa donde estaba situada la entrada de lo que él llamaba la «caverna de los libros del monasterio».
Ya tranquilo, el viejo asceta pudo comprobar, una vez allí, que su amigo decía la verdad: allí no se veía más que roca.
Centro de Gravedad le explicó con abundancia de detalles que el muro de ladrillos de tierra seca juntados con mortero se había recubierto con un revoque de color de piedra al que los obreros, provistos de pequeñas espátulas, habían dado el mismo aspecto de las rocas del acantilado. Aquellos morteros y revoques, fabricados por los albañiles del desierto, quienes los combinaban con cal, se volvían duros como la piedra y eran capaces de resistir tanto los vientos violentos como las lluvias diluvianas que solían azotar aquellos parajes.
—Pero, ¿cómo voy a comprobar que allí está el sutra que busco si todo está emparedado? —preguntó con acento febril Pureza del Vacío.
—¡Fíjate si es sencillo!
Bastó que Centro de Gravedad diera unos martillazos para abrir un agujero por el que podía deslizarse fácilmente un hombre.
Una vez hubo comprobado, con ayuda de una vela, que el ejemplar original del Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura seguía en su sitio, metido en una sencilla caja de madera, Pureza del Vacío, sin esperar a más, reemprendió, ya tranquilo, el camino de regreso.
—Pero ¿dónde vas tan aprisa? —exclamó Centro de Gravedad, decepcionado ante las prisas de Pureza del Vacío.
—¡Al país de Bod!
—¿Acaso es el momento del «encuentro quinquenal destinado a mantener la concordia»? —preguntó con palabras encubiertas Centro de Gravedad.
—¡Ni más ni menos! ¡Cinco años pasan tan deprisa! —se contentó con responder el autor del precioso sutra antes de abrazar a su colega y de proseguir su camino con la misma presteza que había empleado para llegar hasta allí.
A partir de Dunhuang, los dos principales itinerarios de la Ruta de la Seda se separaban.
Para alcanzar los contrafuertes del macizo tibetano, emprendería el del sur, que bordeaba la zona meridional del desierto de Taklamakan, cuyas aterradoras tempestades de arena sorprendían a menudo a los viajeros que osaban aventurarse por aquellos andurriales, de los que por desgracia muy pocos salían con vida.
Pureza del Vacío también tuvo que hacer frente a aquel desierto engañoso cuyas colinas de formas dulces y regulares se desplegaban hasta el infinito a uno y otro lado de la pista llegando a hacer perder el sentido de la orientación al viajero más avezado. Sus vientos ardientes eran capaces de secar en dos horas a un hombre, tiempo justo para que pudiera encontrar una fuente. Le sobrevenía entonces la terrible muerte de sed, precedida de esas alucinaciones que inducen al moribundo a creer que se baña en un lago cuando es en una tumba de arena donde una fuerza fenomenal va sepultándolo poco a poco.
Al llegar a las inmediaciones del oasis de Hetian, una de las regiones más ricas en jade del mundo, había que abandonar la Ruta de la Seda y emprender el camino directo hacia el sur.
Era un mundo diferente, más primitivo aún, el que se abría entonces ante los ojos del viajero.
Un mundo hecho de valles profundos por los que serpenteaban torrentes que bajaban de aquel gigantesco embudo natural que, mil li más al norte, formaba la cuenca del Tarim, universo irreal desde donde, a través de estrechos senderos bordeados de barrancos vertiginosos, bordeando los primeros lagos glaciares de superficie azulada y bruñida como un espejo, se llegaba finalmente a las altas altiplanicies formadas por los contrafuertes del Himalaya.
En el límite de aquellas inmensas terrazas naturales coronadas de nieves eternas se erguían las primeras cumbres de la cadena del Techo del Mundo.
Aquella visión provocaba siempre en Pureza del Vacío la misma conmoción indecible, muy parecida a la que experimentaba al final de sus meditaciones.
La conmoción de la Iluminación.
Alcanzadas las altas mesetas, se dejaba descubrir la incomparable montaña tibetana.
Hasta allí donde se perdía la vista, en medio de ubérrimas praderas hasta las que ninguna bestia salvaje iba jamás a importunar a sus animales, los pastores apacentaban tranquilamente sus yaks, sus vacas y sus dzo, estos últimos fruto del cruce de las dos primeras especies.
Aquí y allá se levantaban estupas, pequeñas manchas blancas en verdes laderas en cuyos tejados ondeaban aquellos estandartes multicolores que arrebataban la mirada.
Tan sólo el grito de las marmotas y el silbido de las aves rapaces que se lanzaban bruscamente en picado, cual proyectiles, sobre aquellos roedores de sedoso pelaje turbaban el silencio que reinaba en aquellas extensiones donde el hombre se sentía un ser minúsculo.
La majestad de los paisajes, su infinitud, aquella soledad en la que de pronto se sentía uno inmerso, iban transformando poco a poco la mirada dirigida a la naturaleza. Uno no podía dejar de imaginarla poblada de espíritus bienhechores y demonios vengadores, de ver en la forma sorprendente de una roca la marca dejada por la mano de un bodhisattva llegado hasta aquellos parajes para recogerse en el curso de una de sus mil existencias interiores y, en el vuelo planeado de un águila, la reencarnación de un ser cuyo karma no era malo puesto que era cazador y no presa...
En el curso de su último periplo, a medida que iba ganando altura, con respiración entrecortada y con Derecho Delante al lado para no fatigarlo inútilmente, Pureza del Vacío había sentido la extraña impresión de que sus piernas lo acercaban al Bienaventurado Buda...
Para un ferviente budista de su especie, gran maestro en meditación trascendental, la travesía del Tíbet era una prueba suplementaria de lo bien fundado de su filosofía y de su razón de vivir.
Había que tener el temple del Superior del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales para no abandonarse al desaliento, tan próximas parecían las cumbres, casi al alcance de la mano, cuando estaban tan lejos en realidad. Había que encadenar los puertos uno tras otro y a menudo recorrer valles y más valles antes de llegar finalmente al pie de la montaña cubierta de nieve hacia la cual se iba subiendo día tras día.
Y después de tantas caminatas agotadoras que dejaban los pies ensangrentados a fuerza de ir tropezando aquí y allá, cercado por picos y escarpas que casi tocaban el cielo cuyas formas asombrosas uno no se cansaba nunca de contemplar, todavía no se había llegado al límite de las penalidades.
Pero la meta ya estaba ahora a pocos pasos, detrás mismo de aquella cima cubierta de nieve que se erguía algo más alta que las demás, enhiesta a lo lejos. Pero como no era posible escalarla, había que rodearla.
Y en el país de Bod, el rodeo de una montaña, por pequeña que fuese, comportaba semanas.
Es decir, que la alegría del viajero era merecida cuando, después de haber superado el último puerto de montaña, aparecían de pronto, como grandes gemas sobre un cojín de terciopelo color esmeralda, los techos del monasterio de Samyé en forma de campana invertida, suntuosamente dorados con pan de oro.
Cuando Pureza del Vacío vio el monasterio, experimentó un profundo alivio. La reunión que le esperaba era tan importante que, de no haber participado debido a algún impedimento o a algún accidente, el resultado habría sido catastrófico.
Sin embargo, la manera en que se desarrollaron los acontecimientos después de su llegada a Samyé fue tan decepcionante como placentero el periplo.
Haber recorrido tan largo camino y desafiado tantos peligros prácticamente para nada...
Y dado que Pureza del Vacío estimó que ya no era capaz de emprender un camino tan largo, pensó que el joven monje Cinco Prohibiciones poseía las cualidades necesarias para realizar la misma proeza.
No dudaba de que Cinco Prohibiciones, excelente deportista y, además, jinete consumado, no invertiría más tiempo que él en recorrer el camino.
—Llegarás a Samyé dentro de cuatro meses largos. Y después de poco más de ocho volverás a estar entre nosotros —espetó a su joven discípulo.
—Lo único que necesito es un buen mapa para no perderme, maestro Pureza del Vacío. Sólo conozco de nombre la Ruta de la Seda...
—Toma este documento. Es un itinerario en el que están señaladas las ciudades, pueblos, oasis y principales encrucijadas. Bastará con que lo sigas al pie de la letra —dijo el viejo asceta tendiéndole un libro cuyas hojas, plegadas en acordeón, estaban protegidas entre dos planchas de madera.
Seguidamente agitó una campanita de cobre cuyo mango tenía la forma de un tallo de bambú.
Inmediatamente apareció en el vano de la puerta la cabeza del monje Primero de los Cuatro Soles que Iluminan el Mundo.
—¡Prepararás para Cinco Prohibiciones el semental Derecho Delante! —ordenó el Superior.
—Así se hará —respondió el monje inclinándose respetuosamente.
—Este caballo ya ha recorrido tres veces el camino del país de Bod. Va derecho como el rayo, avanzando con paso firme por tortuosos que sean los senderos. Siempre he pensado que en este animal se había reencarnado el karma de un gran explorador... —añadió complacido Pureza del Vacío.
—Os agradezco que me prestéis a Derecho Delante, maestro Pureza del Vacío. Os aseguro que haré todo lo posible para complaceros —murmuró Cinco Prohibiciones.
—Lo sé y confío en ti. ¡Cuidado con las mujeres! Eres un chico guapo...
—¡Maestro, he hecho voto de castidad! —protestó Cinco Prohibiciones.
—Lo decía para hacerte rabiar —dijo Pureza del Vacío en tono de broma.
Cinco Defensas no pudo abstenerse de reír.
Era la primera vez que oía una broma de este género por parte de Pureza del Vacío. Veía en ella una prueba inestimable de confianza, igual de importante que la de haber puesto a su disposición a Derecho Delante, el semental de brillante pelaje.
—Cuida del caballo —recomendó Pureza del Vacío como si adivinase sus pensamientos.
—No os preocupéis porque cuidaré a Derecho Delante como si de un pariente se tratase.
Reluciente como si lo hubieran untado con aceite, objeto de los más exquisitos cuidados por parte de los monjes palafreneros del monasterio, aquel caballo era un regalo que había hecho a la comunidad budista el emperador Taizong en persona para conmemorar una de sus innumerables victorias sobre los pueblos calificados de bárbaros que estaban apostados en las fronteras del Imperio chino y que él iba anexionando uno tras otro a medida que iba extendiendo su influencia hacia el Asia central.
Era la montura particular del Venerable Superior, quien no dejaba en manos de nadie el cuidado de pasearla o de hacerla galopar por las colinas que rodeaban el convento.
No había duda de que, montado en aquel animal impetuoso y fuerte, un joven monje de su especie, que jamás había salido de la China central, conseguiría llegar al país de Bod. Y una vez allí, descubriría lo que era realmente aquel mundo acerca del cual circulaban tantas leyendas.
—Tus cualidades de atleta experto en lucha y adepto a las artes marciales es evidente que te serán de utilidad... —añadió Pureza del Vacío, que acababa de ponerse de pie y ahora había empezado a recorrer la celda, harto exigua, de un lado a otro.
La observación hizo salir al joven monje del torpor en que su fértil imaginación lo había sumido.
¡Era evidente que Pureza del Vacío no lo enviaba a dar un simple paseo!
—¿Y si en Samyé se niegan a entregarme el rollo? —se atrevió a decir Cinco Prohibiciones.
—¡Acabas de decirlo! No estoy seguro, tal como están las cosas, de que debas pedir permiso para llevártelo...
—Venerable maestro, os aseguro que haré lo imposible para hacerme con él, aunque para ello tenga que pasar por encima de diez monjes.
—Cuento contigo. ¡Necesito imperiosamente este sutra! —concluyó con voz grave el gran maestro de Dhyâna.
Ahora en los ojos de Cinco Prohibiciones resplandecían fulgores guerreros.
Estaba plenamente decidido a jugarse el todo por el todo y a recurrir tanto a la fuerza como a la astucia para cumplir con el acuerdo que le había encomendado su Venerable Superior.
Ante un entusiasmo tan sincero, el viejo asceta dejó de recorrer la estancia y sólo la rapidez con que sus dedos iban desgranando las cuentas de ámbar de su mala dejaba traslucir su emoción.
El momento era grave.
Faltó poco para que estrechara con todas sus fuerzas entre las suyas las manos de Cinco Prohibiciones.
Durante un breve instante tuvo incluso la tentación de informar algo más extensamente a su discípulo sobre el verdadero motivo que lo llevaba a pedirle que trajese aquel sutra a Luoyang.
Sin embargo, desvelar los entresijos del caso, aunque fuera a Cinco Prohibiciones, le parecía en extremo peligroso y sobre todo en extremo arriesgado para el propio interesado.
Mejor que el joven monje tuviera el espíritu completamente libre para cumplir esta misión y no sintiera sobre sus espaldas el peso excesivo de la responsabilidad que el Venerable Superior le acababa de confiar.
¿No era, quizá, no decir nada a su discípulo la mejor manera de aliviar todo lo posible aquel peso?
Sin duda alguna... o eso por lo menos acabó por creer Pureza del Vacío.
Ya que, de haber querido verdaderamente proteger a Cinco Prohibiciones, no hubiera dejado de hablarle de una cuarta corriente religiosa, mucho más oscura y tortuosa que el lamaísmo, el Mahâyâna y el Hînayâna que había evocado ante él.
Se trataba de una religión muy particular, de la que sólo se hablaba con palabras encubiertas y sobreentendidos.
Sus ritos, objeto de todas las fantasías debido a su naturaleza erótica y sexual, apelaban a la unión de los cuerpos y al coito entre adeptos.
Por el hecho de derivar de la palabra sánscrita tantra, que significa «extensión» o «cadena del espíritu», el tantrismo aspiraba a dominar las energías espirituales y corporales, fuente inagotable cuando se conseguía combinarlas.
Así, en lugar de proscribir los placeres terrenales, no se abstenían de cultivarlos hasta sus más mínimos detalles, en especial el placer sexual, ya que su exaltación permitía un nivel de conciencia próxima al estadio del Despertar tal como lo había experimentado el propio Buda.
Nacida en la India, esta convergencia, un tanto sulfurosa para los moralistas, entre lo absoluto y la sexualidad, que ya existía con anterioridad al budismo, acabó por dejar rastro, unos siglos más tarde, en la religión del propio Gautama bajo la forma de budismo tántrico, una doctrina de aspectos esotéricos cuyas prácticas, aunque libres del pansexualismo del tantrismo indio propiamente dicho, se describían con extraordinario lujo de detalles en el Sutra del Loto, que era su texto emblemático.
Y Pureza del Vacío, que procuraba siempre decir lo menos posible, se guardó muy bien de hablar a Cinco Prohibiciones del curioso personaje, adepto del tantrismo, que era el origen de los problemas que lo habían llevado a solicitar la colaboración de Cinco Prohibiciones.
Como todos los poderosos y pese a ser uno de los más grandes exégetas de su tiempo y el jefe supremo del budismo chino, el Superior del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang desconfiaba de los demás.
No había comprendido que la verdadera sabiduría estaba reservada a aquellos cuya confianza no es nunca objeto de mercadeo.
4
OASIS DE DUNHUANG,
RUTA DE LA SEDA
Umara, ¿dónde te escondes, cariño? ¡Te he dicho cien veces que hay que meterse en casa así que se pone el sol!
La tarde, sin embargo, estaba todavía bastante clara mientras un magnífico sol de verano se ponía sobre las callejuelas y vergeles del oasis.
—¡Umara!, ¿quieres venir inmediatamente, si me haces el favor? Como no me contestes, voy a avisar a tu padre.
La voz era perentoria y la angustia manifiesta. Hacía casi una hora que se desgañitaba gritando aquel nombre.
Pero aquella cuyo nombre era Umara hacía oídos sordos.
Umara era una jovencita que, a medida que iba haciéndose mayor, iba perdiendo aguante frente a la agobiante atención que le dedicaba aquella gobernanta constantemente inquieta.
Así que desaparecía de su vista, aquella mujer llamada Goléa, cuyas redondeces la asemejaban a una barrica de vino, iniciaba su búsqueda lanzando gritos destinados a conjurar su angustia.
Normalmente la muchacha, sumamente sensata y dócil, no queriendo alarmarla más de lo debido, reaccionaba sin tardanza a sus acuciantes llamadas.
Pero esta vez Umara optó por abstenerse de hacerlo.
Se encontraba en el lado opuesto a aquel del que procedía la voz, junto al muro de tierra seca que rodeaba el vergel del obispado, donde crecían higueras y melocotoneros en impecables hileras, cada uno plantado en un hueco excavado en la arena a fin de asegurarle un riego eficaz.
Pero si Umara no contestaba era porque, en el vergel, no estaba sola.
Acababa de tener un encuentro interesante.
Y tratándose de una niña tan protegida del mundo como ella, acostumbrada a jugar sola en aquel inmenso parque cuando no se dedicaba a copiar y aprender los alfabetos siríaco y sánscrito, así como los tres mil caracteres chinos que permiten desenvolverse en esta lengua, bien podía por una vez dejar de doblegarse a las angustias de su omnipresente gobernanta.
Ocurrió por tanto que, mientras corría detrás de la pelota, la muchachita sorprendió, subido a un árbol, a un chico ocupado en morder con todos los dientes uno de aquellos olorosos melocotones, redondos y sonrosados como las mejillas de un recién nacido en invierno, que eran el orgullo de su padre, el jardinero.
—Pero ¿qué haces aquí, picarón? —espetó Umara al pillín.
A primera vista el chico iba tan sucio que a duras penas se distinguían los rasgos de su semblante, como no fuera su boca sonriente cuyos dientes blancos chorreaban zumo. Los ásperos cabellos del chico tenían un tinte grisáceo debido al polvo de arena que los cubría y los jirones de sus ropas no eran más que harapos.
Debía tratarse, sin duda, de uno de aquellos niños abandonados que merodeaban por los callejones de Dunhuang en busca de un cuenco de arroz o de una torta de trigo, esos niños que solían apostarse sobre todo en la entrada de los treinta y tres monasterios budistas con que contaba el oasis y en cuyos noviciados habían tratado de ingresarlos sus padres, siempre en vano porque la demanda superaba en todo momento la oferta...
—¿Cómo te llamas? Yo me llamo Umara —dijo ésta, a quien la deslumbrante sonrisa del niño, ocupado ahora en chupar el hueso del melocotón, le había hecho entrar ganas de conversar con él.
—En realidad no tengo nombre. En los oasis suelen llamarme Bruma de Polvo.
—¡Bruma de Polvo! ¡Vaya nombrecito xiaoming bonito!
—Bonito, sí, pero no tanto como tú. ¿Cuántos años tienes?
El cumplido había surgido de manera tan amable que la muchacha se ruborizó de placer.
—Voy a cumplir diecisiete. ¿Y tú?
—Yo hice trece años el año pasado. ¡Qué guapa eres! Hablas chino a la perfección, Umara —añadió el muchachito con gran desparpajo.
¡Era verdad que Umara era guapa!
Muchísimo más guapa que todas las chicas con las que Bruma de Polvo se había tropezado en su vida.
Y eso que había visto muchas y de todas las razas, además, y de todas las tallas, desde muchachitas delicadas a muy corpulentas, y también desde las más morenas, con cabellera de ébano, hasta las de cabello encendido, de crin llameante, hasta las muy rubias, con ojos finos como rendijas, o las de tez más blanca, ojos azules como el cielo, tan pronto diablas como ángeles, en aquella larga Ruta de la Seda y en los mercados de los oasis, donde la mayoría eran vendidas por sus familias a ricos mercaderes o hasta subastadas por guerreros que las retenían prisioneras y se desembarazaban después de su botín para vivir a todo tren.
Lo que más impresionó a Bruma de Polvo al acercarse a aquel rostro perfecto de piel fina y clara, labios de color carmín, carnosos como frutas, y maravillosa cabellera ensortijada, negra y brillante, parecida a la lana rizada de ciertos corderos que servía para confeccionar cuellos de abrigo, fueron los ojos de Umara.
Del ojo izquierdo, azul como las aguas de un lago, emanaba una gran dulzura, mientras que en el derecho se leía el arrebato, la pasión incluso, porque su iris marrón se encendía con los rayos dorados que irradiaba la pupila.
Era la primera vez que Bruma de Polvo contemplaba, en un mismo rostro, ojos de colores distintos, visión que lo trastornó por completo.
En el momento preciso en que se disponía a hacerle un cumplido, unos gritos estridentes que provenían del fondo del jardín se lo impidieron.
—¡Umara! ¡Umara! ¡Te he dicho que salgas inmediatamente de tu escondrijo! Está a punto de llegar tu profesor de chino y llegarás tarde a clase.
Era la gobernanta Goléa que se acercaba.
Umara podía distinguir su colosal silueta al final de la larga hilera de árboles frutales.
—Por lo menos te habrás enterado de por qué hablo chino. Mi padre quiere que practique las lenguas que se hablan aquí... el chino y también el sánscrito.
El muchacho soltó un silbido de admiración.
—El chino es mi lengua... ¡pero el sánscrito! ¿Es verdad que es completamente incomprensible? —murmuró.
—Vamos, querido Bruma de Polvo, ya estás yendo a tu casa... de lo contrario soltarán a los perros para que te persigan —le espetó la chica.
—¡No sé adónde ir! —protestó el niño.
Umara no supo qué responder ante el desvalimiento del niño cuyos ojos, de pronto, se volvieron mortalmente tristes bajo el casco de cabellos que el polvo había teñido de gris y dejado tiesos.
—Vuelve mañana a la misma hora. ¡Jugaremos a la pelota! —le bisbiseó antes de alejarse corriendo para ir a reunirse con su afligida gobernanta.
—Umara, ¡me has dado el peor susto de mi vida! Creía que te habían raptado unos bandoleros... ¡Ya me veía dando la horrible noticia a tu padre! Como hubiera tenido que esperar un poco más, el preceptor chino habría ido a quejarse a tu padre y...
Las frases de reproche se encadenaban sin la más mínima coherencia, lo que daba prueba de la angustia en que la había sumido la búsqueda.
—¡Ya no tengo cinco años! Cuando monto a caballo delante de papá y me alejo al galope, él me deja hacer. Me he subido a un árbol y me he quedado jugando. ¡Nada más! —refunfuñó tratando de desasirse de aquel enorme ser que casi la ahogaba, tal era la fuerza con que la estrechaba entre sus brazos.
—¡Tranquilízate, porque no pienso decir nada a tu padre!
—¡No tengo miedo! ¡Estoy en la edad del libre albedrío!
—Umara, las hijas deben respetar siempre a los padres.
Además, el padre de aquella espléndida criatura de bucles castaños, piel blanca como el marfil y ojos bicolores, que hablaba con fluidez lenguas tan distantes entre sí como el chino, el siríaco y el sánscrito, y sabía montar a caballo como un jinete consumado a fuerza de acompañarlo en las exaltantes galopadas que sólo el desierto permitía, no era un hombre corriente.
En primer lugar era un hombre que amaba a su hija por encima de todo y que había querido darle una educación completa tanto en el plano intelectual como moral y físico.
Era por encima de todo el obispo Addai Aggai, dirigente espiritual de una minúscula comunidad cristiana que había tenido la insigne desfachatez de instalarse, hacía unos años, muy lejos de sus bases, en aquel oasis próximo de la China central: la Iglesia nestoriana de Dunhuang.
¿En virtud de qué azar —o tal vez de qué milagro— unos representantes de aquella Iglesia cristiana oriental no ortodoxa podían encontrarse a millares de kilómetros de su casa, a las puertas del imperio del Medio, en el último oasis de la Ruta de la Seda antes de aquél cuando se venía del Asia central?
La Iglesia nestoriana había sido creada hacía algo más de tres siglos por Nestorio, patriarca de Constantinopla, que negaba a Cristo su doble naturaleza de hombre y de Dios según la decretaba la Iglesia de Roma basándose en los Evangelios.
Para Nestorio, la Virgen, que no era más que una mujer, según precisaban las Escrituras, no podía haber engendrado en ningún caso un dios.
Aquella controversia, que mantenía obsesionados en la época a numerosos teólogos, no fue objeto de verdadero debate en ocasión del concilio de Nicea (325), en el curso del cual se reafirmó que María era la «madre de Dios».
La teoría nestoriana fue condenada por fin de forma oficial en 431 por el concilio de Éfeso, que, después de muchos debates, adoptó la tesis bastarda de Cirilo, el patriarca de Alejandría. Ésta tenía la ventaja de reconciliarlas todas: contrariamente a las afirmaciones de Nestorio, Cristo poseía la doble naturaleza, aunque cada una estaba en una sola persona o hipóstasis.
Los nestorianos habían perdido definitivamente la partida ante las autoridades eclesiásticas antes de verse arrojados a las tinieblas de la herejía.
La comunidad nestoriana, que se proclamaba cristiana, se vio perseguida y no le quedó otro recurso que refugiarse en la Persia sasánida, en Mesopotamia, donde fue acogida favorablemente por las colonias judías ya implantadas en el lugar.
Su lengua litúrgica era el siríaco, rama del arameo, la lengua que hablaba Jesús, cuyo aprendizaje era particularmente difícil.
Sin embargo, pese a su expansión, el nestorianismo jamás llegó a alcanzar entre los sasánidas el estatuto de religión de Estado.
Las dos corrientes religiosas dominantes de la región persa eran el maniqueísmo y el zoroastrismo. Esta última, cuyos sacerdotes eran magos agrupados bajo la autoridad del Mago Supremo, llamado el Mobed de los Mobed, supo organizarse eficazmente para limitar la influencia de los nestorianos.
Éstos comprendieron entonces que más valía tratar de salir de Persia para ir a establecerse en el Asia central, donde coexistían prácticamente todas las religiones de la tierra en territorios cuyas autoridades políticas, pocas a propósito de estas sutilezas, se mostraban tolerantes.
A partir de finales del siglo V, los nestorianos se implantaron en Bactriana y poco a poco, gracias a la Ruta de la Seda, acabaron por llegar a las inmediaciones de la China.
De aquella larga marcha destinada a hacer partícipes a los demás de la verdad que poseían, de aquella cruzada pacífica con respecto a la cual se sabía que duraría siglos, los nestorianos decidieron que Dunhuang sería el principal y último puesto avanzado en la ruta de la China central.
Addai Aggai, su obispo, recibía su autoridad directamente del Katholikos, el obispo de Nisibis, pequeña ciudad persa donde la Iglesia nestoriana tenía establecida su sede.
Encargado por el Katholikos de inaugurar un monasterio en aquel oasis bajo protectorado y estatuto chino, cumplió de forma brillante aquella tarea.
Pocos meses después de su llegada al oasis, derrocaron los cimientos del convento y los primeros monjes nestorianos chinos comenzaron a formular sus votos ante los muros que apenas se levantaban del suelo. Así pues, aunque no se disponía de una iglesia terminada, la comunidad nestoriana ya contaba con algunos miembros.
El obispo nestoriano tuvo la astucia de atraerse como neófitos a los mismos obreros que trabajaban en la construcción de la iglesia, en quienes un pago a toca teja apagaba cualquier posible escrúpulo de abandonar sus creencias originales.
El canal boca a oreja se había puesto en marcha y las monedas de plata que Addai Aggai hacía sonar todas las mañanas en las piedras de la obra atraían a diario a un número creciente de nuevos conversos.
Apasionado de las lenguas y bien dotado para hablarlas, don que por otra parte había transmitido a su hija, aparte del conocimiento del siríaco y el parto, que conocía a la perfección, el obispo Addai Aggai se puso a estudiar chino y sánscrito.
Dominaba igualmente las grandes lenguas de las dos extremidades de aquella extraordinaria cadena cultural, social, religiosa y económica entre pueblos de razas y creencias diferentes que era la Ruta de la Seda.
En cuanto a los nuevos adeptos, la mayoría de los cuales eran habitantes de la región que hablaban chino, el obispo tenía el pundonor de enseñarles los rudimentos del siríaco a fin de que por lo menos pudieran pronunciar después de él las palabras litúrgicas sacramentales utilizadas en ocasión de las ceremonias.
Bastaba para conferir a los cultos de su pequeña iglesia un fervor comunicativo. Addai Aggai organizaba prolongados rituales en el curso de los cuales se rendía culto al Dios Único y a Cristo, su hijo humano intercesor de los hombres y, al terminar los mismos, el obispo, consciente de que éste era un medio suplementario de conseguir neófitos, obsequiaba a su grey con pan ácimo relleno de cordero asado con hierbas que encantaba a todos.
El monasterio ya contaba con más de trescientos monjes cuando el obispo Addai, pocos días después del nacimiento de Umara, cuya madre no soportó el difícil parto, quedó viudo.
Goléa, la gobernanta que había venido de Persia con el matrimonio, hubo de encargarse entonces de la educación y cuidado de la niña recién nacida. Goléa era tan ancha como larga. Tan voluminosa era que los que callejeaban por los barrios comerciales de Dunhuang donde se levantaba la iglesia nestoriana la llamaban, al verla, «la montaña».
Eran muchos los que, en esa región donde la sequía solía provocar hambres, atribuían poderes sobrenaturales a aquella enorme matrona cuyos senos caídos se parecían curiosamente a las gibas gemelas de los camellos. Decían algunos que tocar «la montaña» confería fuerza y otros que era capaz de provocar lluvias. La verdad es que en Dunhuang eran raras las personas gordas, ya que todo el mundo estaba acostumbrado a comidas que bastaban apenas para sobrevivir en el desierto de Gobi cuando decidían aventurarse en él.
Llamaban la atención algunos comerciantes sogdianos o ciertos caravaneros iraníes con los que uno se cruzaba entre la multitud de pastores y campesinos que acudían a vender sus corderos en los mercados y cuya delgadez movía a compasión, como era el caso de los monjes budistas de piel oscura y mejillas enjutas que mendigaban piadosamente la comida.
El obispo nestoriano, inconsolable desde la muerte de su esposa, además de estar muy obsesionado por los asuntos de su Iglesia cuya influencia soñaba con extender a la China, no se volvió a casar.
Addai Aggai consideraba a su hija única su bien más preciado.
La gobernanta, por su parte, tenía tendencia a seguir considerando a la muchacha, pese a que estaba a punto de cumplir los diecisiete años, como a aquella huerfanita que un día su padre puso solemnemente bajo su tutela obligándola a jurar que se ocuparía de ella como si fuera su propia hija y que velaría por ella como si fuera la niña de sus ojos.
Su incomparable y turbadora belleza la había convertido, para felicidad del obispo, en el retrato de su madre.
Pero tanta gracia y encanto reunidos en una sola persona también hacían de Umara un blanco excepcional para todos aquellos que tenían inquina a Addai Aggai.
El obispo estaba siempre alerta en relación con su hija bien amada. A menudo se despertaba en plena noche y se precipitaba, jadeante, a su habitación para comprobar que dormía en su cama: acababa de soñar que un comando había entrado subrepticiamente en la iglesia nestoriana y la había raptado...
En realidad, los nestorianos no sólo se habían ganado amigos en los oasis de la Ruta de la Seda donde habían decidido abrir sus iglesias sino que, además de los importantes subsidios que les enviaba Nisibis, guardaban instrumentos litúrgicos de oro y plata y ornamentos de tejidos preciosos bordados que todos los asistentes a las misas podían ver.
En la Ruta de la Seda, todo lo que brillaba podía convertirse en objeto de codicia.
Merodeaban por allí toda clase de bandidos, estafadores y bribones deseosos de ganar un dinero fácil.
Aquellos expertos en la extorsión de dinero preferían la técnica del rapto y liberación del rehén contra entrega de un rescate que la mucho más arriesgada del ataque frontal de la caja de un rico mercader o del saqueo de su caravana, especialmente si iba escoltada por guardias armados.
En la mayoría de casos, aquellas expediciones arriesgadas terminaban en un baño de sangre para sus instigadores. Ya que, en aquellos caminos acosados por bandoleros de altura, los comerciantes afortunados alquilaban mercenarios a precio de oro e incluso empleaban a verdaderas milicias privadas para que defendieran sus bienes y sus cargamentos preciosos.
Sin embargo, además de la exhibición de lujo del culto nestoriano, Addai Aggai tenía una razón mucho más importante para temer por la vida de su amada hija, una razón que de momento no habría revelado por nada en el mundo por miedo a despertar temores en la niña y, más que nada, a ponerla en peligro...
Todos los días que su Dios Único e Indivisible quería, el obispo nestoriano se decía que, en efecto, corría riesgos inmensos no sólo para sí mismo sino principalmente para Umara, sin olvidar al conjunto de la comunidad que tenía a su cargo, al entregarse a su actividad clandestina, ciertamente muy rentable pero que lo exponía a la terrible persecución de la administración de los Tang si, por desgracia, acababa por descubrirse.
Jamás había hablado de aquella actividad, por ejemplo, a Centro de Gravedad, jefe de la Iglesia budista de Dunhuang, con la que mantenía, en cambio, relaciones de buena vecindad que les llevaban a reunirse todos los meses para informarse de sus actividades respectivas y allanar las posibles dificultades que pudieran surgir en cualquier momento entre dos Iglesias tan distanciadas tanto en el plano filosófico como práctico.
Y sin embargo, suspender aquella actividad, como había pensado algunas veces en que estaba a punto de dejarse vencer por la angustia, le resultaba rigurosamente imposible.
Porque habría supuesto la ruina de su pequeña comunidad.
De hecho, hacía mucho tiempo que no llegaba a Dunhuang dinero de Nisibis.
Terminada la construcción del monasterio, cesó todo envío de dinero desde la sede de la Iglesia nestoriana.
Había tenido, pues, que arreglárselas él solo y dar pruebas de imaginación, que en realidad no le faltaba, a fin de encontrar la solución apropiada para paliar la deficiencia de la sede central de la Iglesia.
Addai Aggai sabía de sobra que la falta de medios financieros significaba indefectiblemente la suspensión de nuevas vocaciones, la imposibilidad de seguir expansionándose en la China central y la trágica consecuencia del lastimoso retorno al redil, el repliegue del puesto avanzado nestoriano de Dunhuang hacia Persia.
Un resultado así habría supuesto el fracaso de la misión que el Katholikos le había confiado hacía quince años al encargarle que propagara en Asia el dogma de Nestorio.
Así fue como todo un sector de las actividades y contactos del obispo nestoriano de Dunhuang pasó a ser totalmente inconfesable, puesto que su revelación habría comportado los peores castigos tanto para sí mismo como para sus allegados y habría sido la sentencia de muerte de las veleidades expansionistas de su Iglesia.
A menudo se decía que había corrido excesivos riesgos y que había sido una locura de su parte lanzarse a aquella aventura.
Pero en la vida de un hombre surgen a veces necesidades imperiosas a las que es preciso hacer frente.
Y fue su actividad secreta, que pronto se hizo indispensable para la supervivencia del monasterio nestoriano, lo que obligó a Addai Aggai a adoptar una conducta que excedía la simple desconfianza.
Lo que ahora temía por encima de todo era la traición de alguno de sus monjes que, a cambio de unas monedas de plata, podía irse de la lengua con las autoridades chinas, que descargarían sus iras contra él. Por esto seleccionaba con todo cuidado, aun cuando nunca se podía estar seguro de nada, a aquellos que tenían acceso al inconfesable secreto.
Aquella inquietud permanente lo llevaba también a asegurarse varias veces al día, a través de la pobre Goléa, de que su hija adorada estaba perfectamente.
Umara, hija única y mimada, sufría de soledad debido al aislamiento en que vivía desde su infancia, al tiempo que la angustia manifestada por su padre pesaba más de día en día en sus frágiles hombros.
—¿Estás sola? Me ha parecido que hablabas con alguien... ¡Ya sabes que tu padre te tiene prohibido que hables con desconocidos! —se lamentó la gobernanta con expresión inquieta y desconfiada cogiéndole la mano.
Aquélla era la hora del día en que, alrededor de las dos mujeres, el vergel del obispo nestoriano emanaba con más fuerza su perfume.
—¿Dónde has visto u oído a alguien por aquí? ¡En ese jardín no hay nunca nadie!
El corazón de la joven latía con tal fuerza que parecía que iba a estallarle en el pecho.
Era la primera vez que Umara mentía a su nodriza.
¡Cuántas veces le habían dicho que mentir era uno de los pecados más grandes del mundo! ¡Y a él, nada menos, había sucumbido!
Lo había hecho sin reflexionar y sin plantearse pregunta alguna.
Jamás de los jamases habría denunciado a aquel muchachito de cabellos grisáceos y de sonrisa tan afable que le había llegado al corazón al decirle que ni siquiera sabía dónde dormiría aquella noche...
Estaba muriéndose de ganas de ver de nuevo al simpático ladrón de melocotones que a buen seguro se convertiría en un excelente y divertido compañero si accedía a jugar con ella a pelota.
El día siguiente, a la hora convenida, el muchacho estaba subido a la misma rama del melocotonero que el día anterior.
—¡Salud, Bruma de Polvo! ¡Eres puntual!
Umara estaba muy contenta de que hubiera hecho honor a su palabra.
—¡Buenos días, Umara! Espero que tu gobernanta no te riñera demasiado ayer noche.
—Tengo un padre que siempre está temiendo que me pueda ocurrir algo —se limitó a decir.
—Yo no tengo tantos problemas. No he tenido nunca padres... —murmuró con tristeza su nuevo compañero.
—¿Eres huérfano de padre y madre?
—Me abandonaron y tuve que aprender a arreglármelas por mi cuenta. En los mercados de Dunhuang siempre se encuentra algo que comer. Basta ser servicial con los comerciantes, ayudarles a montar el puesto o vigilárselo mientras van a orinar.
—Así que te vi me di cuenta de que eras un chico listo.
—¿A qué quieres jugar, Umara?
Ahora una gran sonrisa iluminaba el rostro redondo y liso de Bruma de Polvo, igual de sucio que el día anterior, con unos ojos negros y brillantes de astucia y una nariz ligeramente aplastada y de ventanas muy abiertas que denunciaban su origen asiático.
Por toda respuesta, Umara se sacó del bolsillo su pelotita redonda de cuero, rellena de tela, y la lanzó con todas sus fuerzas, lo más alto posible, en dirección al cielo. La trayectoria de la pelota la proyectó al otro lado del muro de tierra seca, que se vieron obligados a escalar, para lo cual el chico tuvo que auparla con las manos.
Era la primera vez que Umara saltaba de aquella manera subrepticia la tapia que servía de confín al vergel, salía del obispado y burlaba la autoridad de su padre.
Pero experimentó un sentimiento delicioso, mezcla sutil de satisfacción y miedo, que se transformó en incontenible euforia antes de adquirir el incomparable sabor que procura la transgresión cuando aquel que es dócil y respetuoso de las normas por naturaleza opta por la desobediencia.
—¡Jamás había saltado ese muro! —exclamó.
—Espero que no te traiga problemas —murmuró, preocupado, Bruma de Polvo.
Por toda respuesta, la chica enfiló un camino que se abría ante ella en dirección al norte de la ciudad. Echó a correr con grandes risas, cual un joven animal encerrado en una jaula que saboreara de pronto la embriaguez de la libertad.
Bruma de Polvo se dejó arrastrar y se lanzó en su persecución a través de los puestos de los mercaderes que cortaban la avenida.
Bajo la mirada estupefacta de los comerciantes de mercancías preciosas procedentes de Occidente, tan preciadas que sólo podían comprarse con monedas de oro o retales de seda, las almendras, el jade, el polvo verde del sulfato de sosa, la púrpura extraída del múrice, la tintura de índigo y el narciso perfumado que se convertiría en flor fetiche que se intercambiaba, en China, en Año Nuevo, los dos se reían con tantas ganas que nadie osaba pedirles que dejasen de correr entre los puestos de venta.
Aquí y allá, en copelas de cobre, montoncitos de incienso y mirra embalsamaban el aire. Por un solo pellizco, habría sido preciso dar al mercader como mínimo dos hermosos corderitos vivos.
A punto estuvieron de arrollar a un vendedor de amianto, cuyas fibras, procedentes de Persia, tejidas como la lana, provocaban la admiración de los mirones.
—¿De qué animal proviene esta lana? —preguntaban ante aquel material singular de tacto tan curioso.
—¡Son pelos hilados de salamandra! Si te confeccionas una túnica con ellos, puedes atravesar sin problema todas las cortinas de fuego que se te antojen —explicó el persa en un chino impecable.
Mil veces estuvieron a punto de derribar pirámides de sandías, melocotones y uvas, y también de calabacines, acelgas y pepinos, dispuestas en el suelo, alrededor de las cuales se empujaba la multitud al tiempo que increpaba a aquellos dos locuelos que seguían persiguiéndose, riendo e hipando, igual que pilletes callejeros.
La libertad había dado alas a Umara.
Aun estando habituado a las callejuelas y plazoletas de Dunhuang, Bruma de Polvo tenía dificultades para alcanzar a Umara, tanto corría la chica.
Al final de la avenida bordeada de casas bajas, amontonadas unas sobre otras, de las que salían gritos de niños y olores de cocina, fueron a dar con un rebaño de cabras que la ocupaba en toda su anchura provocando balidos asustados de los animales a los que unos perrazos enormes de pelo leonado impedían que se desperdigaran.
—¡Cuidado, Umara! Si no quieres caerte de bruces, tienes que saltar por encima —le gritó el muchacho, que se mondaba de risa.
Rodeado por las cabras, le demostró cómo había que proceder. Umara, menos aguerrida que él, terminó la carrera corriendo a gatas entre el rebaño, pero a la desbandada.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Pero sin tomarse la molestia de responderle, se levantó de un salto y siguió corriendo.
—¡A ver si me coges! —le gritó, ya lejos.
Aquella loca carrera convertida en persecución, tras haberlos arrastrado fuera de la ciudad, donde, sin advertirlo, ya habían dejado atrás las últimas calles, los llevó a un descampado desierto y pedregoso antes de conducirlos al pie de un acantilado delante del cual, incapaces de seguir adelante, se derrumbaron ya sin aliento.
—¡Al final te he atrapado! —le lanzó Bruma de Polvo besándole la mano.
—Si yo fuera un lagarto, no me habrías cogido y ahora estaría allá arriba.
Y le señaló la escarpa rocosa cuya cima, más retirada, no era visible desde el suelo.
—No soy un lagarto, pero veo aquí algo que resolverá el problema.
Por encima de sus cabezas colgaba una escalera de cuerda que a buen seguro permitiría acceder a una especie de plataforma en la que, retrocediendo unos pasos, se distinguía una barandilla de madera labrada.
—¡Fíjate en todas esas esculturas! Detrás de un balcón tan hermoso como éste tiene que haber un tesoro. ¿A que no trepas tan rápida como yo? —añadió el muchacho mientras sus manos sucias se agarraban ya al primer barrote de la escalera.
Ágil como un gato, contorsionándose y rectificando la postura, Bruma de Polvo consiguió trepar hasta lo alto en un santiamén.
—¿Ves qué fácil? Ven, te ayudo a subir...
El chico tendió la mano a la chica y consiguió que subiera.
Detrás de la balaustrada de madera labrada, fácil de salvar pasando la pierna por encima, la plataforma rocosa tenía unos cuatro pies de anchura. Formaba, a lo largo de la pared del desfiladero, una especie de balcón natural de una veintena de pies de longitud. Curiosamente, no se abría ninguna puerta ni ventana en la muralla, como si el balcón no tuviera otra función que permitir al visitante contemplar la sinuosidad de las dunas de arena del desierto que, vistas desde allí, se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
Unas cuantas piedras alfombraban el suelo de lo que parecía una terraza, entre los restos de un polvo grisáceo que recordaba el mortero.
—¡Jamás había visto el desierto desde tanta altura! ¡Tantas dunas juntas! ¡Qué hermosura! —exclamó Umara, maravillada.
—De allí vengo yo. Nací en Turfan, aunque, según me dijeron, mis padres eran chinos. Turfan es otro oasis. Más grande aún que el de Dunhuang. Está a meses de camino a pie desde aquí, en dirección oeste. Desde que perdí a mis padres, las dunas de arena forman parte de mi vida cotidiana —dijo el chico, pensativo de pronto.
—Bruma de Polvo... de Turfan.
—Me dejaron en manos de un tallador de jade, pero cuando tenía seis años me escapé. Me pegaba.
—¿Aprendiste a tallar el jade?
—Vi cómo lo pulían con la muela y con ayuda de abrasivos. Es un trabajo muy laborioso el de tallar la piedra de la inmortalidad.
—Mi padre dice siempre que sólo es inmortal el Dios Único.
—¡Estoy contento de estar aquí contigo!
Sonrió.
—¿Cómo se las arregla un niño de seis años para vivir solo cuando abandona a su familia adoptiva?
—¡Sobrevive! En invierno duerme en los establos, al calor de los animales. Por la mañana, cuando despierta, está mojado de tanto calor. En verano, le basta con tumbarse al pie de un árbol y dormir bajo las estrellas... —contó el chico en tono jovial.
Umara se dijo que aquel Bruma de Polvo, pese a sus maneras aparentemente delicadas, tenía el temple de los auténticos guerreros.
—¡Veo que harían falta miles de dunas para ahogar la alegría de vivir y la vitalidad del valiente Bruma de Polvo!
Era un bonito cumplido.
Tan bonito que de buen grado habría besado la boca carmesí de aquella que acababa de dirigírselo, como había visto que hacían los chicos mayores con las chicas en las plazas y mercados.
—Bien. Y ahora que estamos aquí, en el balcón, ¿qué hacemos? ¿Dónde está el famoso tesoro de que me hablabas? —preguntó Umara en tono jovial y alegre a su nuevo amigo.
—¡Un poco de paciencia! Seguro que la ascensión hasta aquí no ha sido inútil...
—Pues hablando de tesoros, lo único que veo aquí es una plataforma rocosa y unas piedras encima... —bromeó Umara.
—Esas piedras y ese mortero que ves en el suelo indican que aquí se ha levantado un muro para camuflar una entrada.
Con el índice curvado, ante los ojos pasmados de Umara, Bruma de Polvo fue golpeando la pared rocosa de la terraza de arriba abajo y de derecha a izquierda, siguiendo toda su superficie como si se tratase de una inmensa puerta cuya solidez pretendiera poner a prueba.
—Te aseguro, Umara, que esta parte de la roca está añadida. Detrás debe de haber un escondrijo —exclamó con acento de triunfo.
—¿Te refieres a que detrás de esta roca hay una cueva? —preguntó cada vez más aturullada la muchacha.
—Lo que he golpeado no es piedra, sino tierra seca pintada de manera engañosa, como si fuera roca. ¡Escucha con atención! —dijo el muchacho golpeando de nuevo la pared con el índice curvado.
Los golpes, en efecto, resonaban como si tocara un tambor.
—Estoy acostumbrado. Más de una vez he podido comer gracias a birlar manzanas a un campesino que, en invierno, cubre con una de esas paredes la entrada de una cueva excavada en la roca. Cuando en un muro de adobe hay una parte que suena a hueco, quiere decir que es fina como un papel. Lo prueban, además, todas esas piedras que hay en el suelo y esos restos de mortero. Seguro que no hace mucho que han venido aquí unos albañiles a tapiar una abertura —añadió cobrando aliento.
De un enérgico puntapié, abrió un boquete entre el borde de la falsa roca y el suelo de la terraza.
Ahora, en la piedra falsa se había abierto una gatera.
—¡Me dejas pasmada! —exclamó Umara batiendo palmas de alegría.
Tras agrandar el boquete lo suficiente para poder colarse por él —lo que era un juego de niños, tan delgada era la capa de adobe en aquel punto—, Bruma de Polvo se introdujo en el interior, seguido inmediatamente de Umara, muerta de curiosidad.
—¡Increíble! ¡Si parece una biblioteca! —exclamó, pasmado, el muchacho.
—Tienes razón... ¡Qué cosa tan extraña! —murmuró Umara, detrás mismo de él.
Difícilmente los ojos de ambos conseguirían olvidar el espectáculo que acababan de descubrir y que los había dejado estupefactos por igual.
En la penumbra de la cueva, iluminada tan sólo por el sol que entraba por la abertura, se veían innumerables rollos amontonados unos sobre otros hasta formar una compacta muralla.
Los había de todos tipos, grandes y pequeños, largos y cortos, apretujados como haces de leña en una leñera.
Bruma de Polvo consiguió extraer con grandes dificultades una brazada de aquellos rollos y, seguido por la chica, salió de nuevo al aire libre y los dejó en el suelo.
Eran cuatro.
A la luz del sol, tres eran blancos como el marfil y el último, más gastado, era amarillento como un cuerno viejo.
—¡Son manuscritos! —exclamó Umara, familiarizada con los rollos de textos en siríaco que su padre le hacía estudiar y comentar y que los tres monjes copistas del obispado traducían al chino con el fin de propagar más eficazmente la doctrina de Nestorio.
—¡Acabamos de descubrir unos archivos secretos! ¿No te parece, Umara, un magnífico tesoro? —preguntó el chinito, que acababa de salir con otra brazada de manuscritos.
Algunos estaban atados con cintas de seda, mientras que otros, adornados con suntuosas pinturas, estaban cuidadosamente guardados en cilindros de bambú al objeto de asegurar su conservación.
Ante tal cúmulo de rarezas, los dos jóvenes no sabían dónde mirar.
Umara acababa de desplegar un suntuoso estandarte pintado, en el que los ropajes de una divinidad femenina formaban unas elegantes volutas blancas sobre un fondo carmín decorado con tres nubes negras bordeadas de oro.
—Parece que se trata de textos santos budistas. Una vez mi padre me enseñó algunos —dijo la muchacha.
—¿De quién serán?
—¡No tengo ni idea! Tal vez se trate de la biblioteca secreta de este convento troglodita que está en un lugar más alejado del desierto. Lo llaman el monasterio de la Compasión; mi padre conoce al director. Un día me dijo que la mayoría de monasterios budistas de la Ruta de la Seda tienen un escondrijo donde guardan sus tesoros para impedir que se los roben los bandidos.
—¡Pero yo aquí no veo más que libros raros! ¡No veo joyas de oro ni de plata!
—¿No has oído decir a menudo que las divinas palabras del Santo Buda son, para un budista, lo más precioso de este mundo? —murmuró Umara, que de pronto se había quedado pensativa.
—¡Es verdad! En casa del tallador de jade donde yo vivía había una estatuilla de Buda en una hornacina hueca de la pared de su habitación delante de la cual tenía encendida, tanto de noche como de día, una lamparilla de aceite.
Umara volvió a colocar con sumo cuidado el ornamentado rollo en su estuche.
—Jamás había visto un rollo tan bello como éste... pero creo que ya es hora de volver. Mi nodriza y mi padre estarán preguntándose dónde me he metido.
De hecho, el sol ya estaba alto y había recorrido gran parte de su curso. Tenían que regresar rápidamente a Dunhuang. Umara se percató de pronto de que su padre y su nodriza debían de estar terriblemente angustiados.
Hacía casi tres horas que ella y Bruma de Polvo habían saltado la tapia del vergel del obispado.
Bruma de Polvo se coló de nuevo en el escondrijo de libros para volver a colocar en su sitio los objetos preciosos que había sacado. Y después, viendo una piedra grande entre las que estaban desperdigadas por el suelo de la terraza, la hizo rodar hasta el pie del falso muro a fin de disimular la abertura a través de la cual habían penetrado en el escondrijo de los libros.
Al llegar ante la tapia del vergel, completamente extenuados después de una desenfrenada carrera, se despidieron envueltos en el aroma de los melocotoneros que embalsamaba el ambiente.
—Gracias a ti, por fin he descubierto Dunhuang y el inmenso desierto... —dijo Umara cogiendo la mano del chico.
—¿Te ha gustado nuestra escapatoria?
—¡Lo que más me ha gustado ha sido tu compañía, Bruma de Polvo! —respondió ella bajando los ojos.
Los ojos oscuros del chico brillaron de satisfacción en su rostro sucio al oír el cumplido.
—Y ahora tienes que jurarme que no dirás nada a nadie sobre el escondrijo de los manuscritos budistas —añadió ella.
—¡Será nuestro gran secreto! ¡Prometo que lo juro, Umara! ¡Ni vivo ni muerto! —exclamó el muchacho con voz apasionada.
Y entonces, los labios húmedos y cálidos de Umara rozaron los del chico.
¡Qué dulces y suaves eran sus labios!
Por primera vez en la vida y sin saber nada de los placeres de la carne, el chico notó una extraña comezón entre las piernas al tiempo que su sexo se iba endureciendo lentamente.
Con gran pesar, ayudó a Umara a escalar la tapia del vergel y, después de irse ella, desapareció.
Cuando compareció ante su padre, la chica no las tenía todas consigo.
La gruesa Goléa, desconsolada, se arrojó a sus pies y comenzó a palparle el cuerpo como para asegurarse de que estaba entera.
—¿Dónde has estado, Umara? —la increpó con severidad Addai Aggai.
—Estaba jugando a pelota y se me ha caído al otro lado de la tapia. O sea, que he tenido que saltarla para ir a recogerla. Ya no soy una niña pequeña. ¡Me parece que sé comportarme! Se ha terminado eso de tratarme como si fuera una niña —farfulló con semblante hosco.
Vestido con su túnica inmaculada de lana en cuya parte delantera llevaba bordada la cruz nestoriana flanqueada por el alfa y la omega del alfabeto siríaco, Addai Aggai, tan pálido como sus ropas, montó de pronto en cólera.
—¿Sabes que es muy peligroso para ti abandonar el recinto del obispado sin que yo lo sepa? —gritó a su hija agarrándola violentamente por el brazo.
—¡No veo dónde está el peligro! ¡Ya no soy una niña pequeña! —remachó de nuevo la muchacha desasiéndose de sus manos, que le dejaron una marca roja en el brazo.
Umara se sentía ahora una muchacha independiente, casi rebelde, después de que Bruma de Polvo le hubiera revelado el sabor incomparable de la libertad y demostrado que no corría todos aquellos peligros con que la tenían amenazada después de aquella su primera escapatoria de su jaula de oro.
—¡Me has hecho daño! —exclamó.
—¡Umara, si tu padre se preocupa tanto por ti, sus razones tendrá! De ahora en adelante, no vuelvas a las andadas —gimió Goléa.
—¿De qué razones hablas? —preguntó Umara, molesta, con los ojos llenos de lágrimas.
Cuando la gobernanta, todavía desesperada, se disponía a responder, Addai Aggai, con un gesto que no admitía réplica, la intimó a que guardara silencio.
Por nada del mundo habría revelado a su hija bien amada la naturaleza de la actividad clandestina que despertaba sus angustias en relación con su integridad.
El obispo nestoriano dio un paso en dirección a su hija y puso suavemente la mano sobre su frente antes de estrecharla entre sus brazos murmurando:
—¡Que el Dios Único te proteja, hija querida! ¡Que Cristo, el hombre modelo, hijo de María, te sirva de ejemplo!
Y entonces Umara, apretada contra él, sintió que volvía a ser aquella niña pequeña que, en realidad, no había dejado de ser nunca.
—¡Si supieras lo mucho que te quiero, querida mía! ¡No hagas esas cosas! ¡Por poco me matas de inquietud! —le dijo el obispo en un hilo de voz, experimentando ahora un alivio tan grande como la angustia que poco antes había sentido.
Umara no respondió.
Cerrados sus hermosos ojos, perdida la nariz entre los hilos de oro y plata de la cruz nestoriana de su padre, impregnada toda del calor de su cuerpo, soñaba ya con aquellas dunas del desierto de arena que se extendían hasta el infinito y que, desde el balcón que escondía los manuscritos, no se había cansado de contemplar.
¿Qué había después del desierto?
Otros oasis y otros mundos, otros vergeles seguramente mucho más grandes que el suyo, aquel vergel del que su padre no quería por nada del mundo que escapara.
Pensaba también en todos aquellos libros almacenados en la oscuridad, esperando que algunos ojos los leyeran. ¿Qué decían aquellos rollos budistas escritos y pintados? ¿Qué historias contarían? ¿Qué paisajes describirían? ¿Qué nuevos horizontes habrían abierto a aquellos que habían tenido la suerte de inclinarse sobre ellos?
¡A buen seguro que narraban fabulosas leyendas sobre mundos más lejanos y maravillosos aún que los situados al otro lado del desierto!
Bastaba con ver la delicadeza y preciosidad de sus caligrafías y la suntuosidad de sus pinturas. ¡Hablaban por sí solas!
¡Aquél sería su jardín secreto!
Cuando su padre la apartó con dulzura para ir a atender los cultos que debía celebrar, Umara se percató con satisfacción de lo poco que le había costado esconderle todo lo relacionado con la fabulosa cueva de los manuscritos que Bruma de Polvo, inopinadamente, le había descubierto.
Había dejado de ser aquella niña pequeña y sumisa que obedecía al dictado lo que le ordenaban su padre y su gobernanta. Se había hecho mayor y, como es normal en las muchachas de su edad, aspiraba a tener vida propia.
Así pues, el descubrimiento que había hecho sería su secreto.
Y por nada del mundo lo desvelaría, ni siquiera a su padre, que, sin embargo, la adoraba.
5
PALACIO IMPERIAL DE CHANG AN,
CHINA, 8 DE ENERO DE 656
La entrevista que la emperatriz Wuzhao tendría con Pureza del Vacío revestía para ella la mayor importancia pese a que recaía en mal momento.
Desde que se había despertado padecía aquel espantoso dolor en el cráneo que la acometía como mínimo una vez por semana y que llegaba incluso a provocarle vómitos.
Sentía en las sienes la presión de unas tenazas de hierro que la oprimían hasta arrancarle gritos de dolor. La crisis podía prolongarse varios días seguidos y obligarla a guardar cama, inmóvil como una estatua, en la más absoluta oscuridad, hasta el punto de llevarla a preguntarse, presa del delirio en el que acababa por sumirse, si seguía viva, si estaba muerta o, peor aún, si la habían enterrado viva...
Esta mañana, pese a haber tomado un cuenco de té de los Ocho Tesoros a altísima temperatura, que normalmente tenía la virtud de calmarla, seguía teniendo la impresión de que la cabeza le estallaría de un momento a otro.
La emperatriz Wuzhao sufría migrañas y aquellas noches agitadas no favorecían en nada aquel mal que la afligía desde la infancia.
—¡Mudo, aparta este insecto del alcance de mis oídos! ¡Parece que me está aserrando las meninges! —gritó con los ojos entrecerrados, tal era su sufrimiento.
El llamado Mudo obedeció y colgó con presteza la jaula en un postigo de la puerta que se abría al jardincillo particular de la alcoba de la emperatriz.
Desde que se había convertido en la esposa oficial de Gaozong, Wuzhao no iba nunca a sitio alguno sin que la acompañara su grillo particular.
El insecto estaba encerrado en una pequeña jaula esférica confeccionada con laminillas de bambú trenzadas que se encargaba siempre de transportar de un lado a otro el factótum a quien acababa de dirigirse.
Éste, un hombre impresionante que llevaba una cola de caballo nacida en la coronilla de un cráneo completamente rapado, era un turco-mongol de casi dos metros de altura cuya espectacular musculatura se marcaba en la ajustada túnica.
El guardaespaldas se había quedado sin lengua por habérsela cortado un coronel chino que lo hizo prisionero al final de uno de los conflictos periódicos que enfrentaban al ejército imperial de los Tang con aquella etnia cuyos combatientes sanguinarios, agrupados en las fronteras del imperio, intentaban por todos los medios franquear la Gran Muralla.
Wuzhao descubrió al Mudo cierto día que Gaozong la llevó a una visita de inspección del botín de guerra que el ejército de Occidente había traído a Chang An.
El botín, conquistado en encarnizada lucha, estaba expuesto en el patio central del cuartel a fin de que el emperador fuera el primero en escoger a su antojo entre el montón de armas, tinajas llenas de monedas de oro y plata y objetos preciosos dispuestos sobre alfombras de lana y seda de la mejor calidad. Atado con pesadas cadenas a un gigantesco tambor de bronce que, cuando lo fundieran, permitiría forjar decenas de millares de puntas de flechas, había un gigante de cráneo rapado que coronaba una cola de caballo y cuyos mostachos caídos, retorcidos y aceitosos, parecían serpientes prestas a morder a cuantos osaran acercársele.
—¿Quieres una joya o una tiara preciosa? —preguntó el emperador a Wuzhao acariciándole el talle.
—¡Lo único que me interesa es él! —respondió Wuzhao designando al turco-mongol que sobrepasaba como mínimo en tres cabezas al emperador.
—¡Pero, Majestad, ese monstruo masacró a nueve de nuestros soldados de tres sablazos! —protestó el comandante en jefe del ejército del Oeste, asustado ante el deseo que acababa de expresar Wuzhao—. Habríamos podido matarlo, pero nos interesa su fuerza, aunque, para castigarlo, le cortamos la lengua. Así, por lo menos, dejó de insultarnos. Dicho esto, sólo me queda añadir que es extremadamente peligroso. Fijaos en las proporciones de sus músculos... Por eso lo tenemos atado a ese tambor... Es tan peligroso que dudé incluso de si debía o no perdonarle la vida. Por otra parte, disuadiría a cualquiera que quisiese aventurarse a acercársele —añadió el comandante.
Le señaló los brazos enormes del gigante turco-mongol constelados de tatuajes y cicatrices, gruesos como troncos de árbol, que asomaban por las mangas ahuecadas de la túnica, sobre la cual vestía un chaleco de malla de acero muy escotado.
Wuzhao se limitó a dirigir una mirada lánguida a su marido, acompañada de una mueca picara, ademán al que recurría siempre que quería conseguir sus fines y que consistía en asomar la lengua entre los labios, un gesto que tenía la virtud de despertar en la persona a la que estaba dedicado ciertos recuerdos muy precisos.
La estratagema provocó el efecto previsto: obtuvo lo que ella quería.
Cierto es que, la noche anterior, aquella misma lengua rosada y afilada de la hermosa Wu había sometido a la vara de jade de Gaozong a una serie de certeros mordiscos, succiones y otras zalamerías que consiguieron arrancar aullidos de placer al emperador cuando la boca de Wu apresó su apéndice y recogió el líquido blanquecino de indefinible sabor antes de murmurarle, para acabar de halagarlo y metérselo en el bolsillo, que era delicioso.
Fue suficiente para que el emperador de la China, que creía a pies juntillas en la sinceridad de aquella afirmación, se esponjara como un gallo. Y después, embriagado de deseo y anhelante de cobrar lo que él, entre risas y bromas, llamaba el «premio gordo», no quiso darse tregua y a fuerza de masajearlo y frotarlo contra el capullo de peonía de la sublime puerta de Wuzhao, su sexo se endureció de nuevo e hizo honor a su esposa por el salón de atrás, que ahora prefería con mucho al de delante.
Así ocurría siempre en todas las cohabitaciones nocturnas que la emperatriz permitía al emperador, su esposo.
Sabedora de que le convenía hacerse desear, so pena de incurrir en el hastío, se negaba obstinadamente a compartir su cama todas las noches con Gaozong.
Wuzhao había comprendido que los placeres que el emperador tanto anhelaba serían mucho más codiciados si no eran concedidos así que eran solicitados.
Convenía mantener la peladilla a cierta altura y hacerse rogar, lo que Gaozong ahora no dejaba de hacer a menudo.
Así que abandonaba el lecho, el emperador de la China ya pedía a su joven esposa una nueva cita y le suplicaba que, a ser posible, se la concediera para el día siguiente.
—¡Os enviaré una misiva sobre el particular dentro de muy poco! —le replicaba ella haciendo carantoñas antes de sacarlo a empujones de su alcoba, de la que él salía contrariado.
Por otra parte, para azuzar el deseo del emperador, procuraba mantenerlo siempre excitado, sirviéndose de la lengua en ocasión de un abrazo furtivo, rozándole la nuca y, siempre por sorpresa, en el momento más impensado de la jornada, recordándole como de paso, por si él lo olvidaba, hasta qué abismos de placer era capaz de arrastrarlo.
Eso fue lo que ocurrió delante del turco-mongol cuando Gaozong vio la punta del instrumento utilizado con tanta habilidad no hacía más que unas pocas horas y que le hizo sentir, entre las sábanas de seda, cómo se le endurecía el sexo y se enderezaba igual que una serpiente naga.
En el elocuente guiño que Wu acababa de hacerle quiso adivinar la prueba de que ésta sabría recompensarlo si por ventura decidía poner a aquel gigante a su servicio.
—¡Hoy los deseos de la emperatriz son órdenes para mí! ¡El hombre de la lengua cortada es suyo! —dijo con firmeza, sin titubeo alguno, dirigiéndose al general en jefe del ejército del Oeste, que se dobló en dos al hacerle una reverencia.
Y así fue como el Mudo entró al servicio de Wuzhao y pudo escapar a la funesta suerte que le reservaban los militares.
A partir de aquel momento, el gigante ya no dejó a sol ni a sombra a su ama.
Wuzhao no tardó en descubrir las ventajas que podía obtener de la presencia de aquel hombre de quien nadie desconfiaba por creer que, puesto que no tenía lengua, no repetiría a su dueña lo que pudieran decir de ella los demás.
Wuzhao le enseñó los rudimentos del chino corriente e inventó una lengua que les permitía comprenderse mutuamente. Pasados unos meses desde que se iniciara el curioso aprendizaje compuesto primordialmente de gestos, quedó establecida la comunicación entre la emperatriz y el turco-mongol. Era un lenguaje codificado, inaccesible a terceros, que les garantizaba una confidencialidad absoluta.
Y ya que el Mudo, dicho sea de paso, no era sordo, Wuzhao no se privaba de tender celadas a sus enemigos potenciales. Le bastaba con dejarlos en compañía del gigante de la lengua cortada. Así fue como fueron a parar a su escarcela gran número de inconfesables secretos, de lo que ella supo sacar gran provecho.
Wuzhao tenía un número incalculable de enemigos en la corte de Chang An, sobre todo en el seno del clan de los nobles y de las grandes familias, quienes le reprochaban que hubiera eliminado a su representante, la primera emperatriz, Dama Wang. Gracias al Mudo, pudo establecer la lista precisa de los mismos y saber exactamente qué decían a sus espaldas.
Si aquella mañana Wuzhao ordenó al Mudo que sacara al grillo de la habitación fue porque el incesante rasgueo del insecto, asociado al dolor de la migraña, le recordaba la horrible pesadilla que de cuando en cuando poblaba sus noches desde el día en que fue consagrada emperatriz de China...
La escena era invariablemente la misma.
Reencarnada en una minúscula hormiga a causa de un karma degradado por los esfuerzos desplegados para alejar a su rival, Wuzhao era perseguida por un enorme gatazo cuyos ojos le recordaban extrañamente los de la ex emperatriz. Justo en el momento en que las aceradas zarpas del felino se aprestaban a hundirse en su pequeño y rollizo cuerpo, Wuzhao se despertaba nadando en sudor y lanzando gritos de terror.
Cuando se le presentaba la pesadilla en las noches en que el emperador Gaozong compartía su cama y éste, despertándose sobresaltado por el alarido de terror que ella profería, le preguntaba qué le ocurría, Wuzhao se negaba obstinadamente a contarle aquel sueño que sólo había revelado al Mudo.
A decir verdad, hacía ocho días que el sueño aterrador no dejaba de importunarla, lo que coincidía con el hecho de haberse enterado, gracias a conversaciones escuchadas por el Mudo, que Dama Wang seguía encerrada en el palacio imperial, a pocos pasos de allí, junto con la concubina Bella Pura. Así pues, pese a su condena y a despecho de su destitución, las dos mujeres seguían cerca. Tenía, además, la desagradable impresión de que se mofaban de ella, lo que le producía una viva irritación.
No se atrevía, sin embargo, a hablar a Gaozong de aquella insoportable promiscuidad porque no sabía muy bien si la medida había sido dictada por él.
Sabía mejor que nadie que su marido era un hombre de carácter indeciso a quien le repugnaba intervenir en los conflictos personales, razón por la cual le costaba aceptar tanto la eliminación de su primera esposa legítima como la de su antigua favorita.
Sintiéndose incapaz de soportar por más tiempo las pesadillas nocturnas de las persecuciones del gato, resolvió terminar con aquella cohabitación deletérea. Mientras aquellas mujeres continuasen mofándose de ella de aquella manera, a dos pasos de su habitación, aquel maldito gato continuaría inquietando sus noches.
Lo que decidió en primer lugar fue consultar al mejor especialista del karma budista en la persona de Pureza del Vacío, el Venerable Superior del convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales, al que había hecho venir expresamente de Luoyang.
A través de su entrevista con el dirigente de la Iglesia china del Gran Vehículo contaba informarse de la evaluación de las consecuencias que tendría sobre su karma el acto que se aprestaba a cumplir para terminar con aquella atroz visión nocturna y eliminar definitivamente a su rival.
Al entrar en el saloncito donde ya la esperaba Pureza del Vacío, estancia situada en aquella zona del palacio imperial llamada «Gran Interior» donde sólo tenían entrada los invitados distinguidos, Wuzhao tenía tal dolor de cabeza que sus ojos enrojecidos habrían podido hacer pensar a su interlocutor que acababa de llorar desconsoladamente.
A su llegada, el Superior, sentado delante de una mesita baja donde estaban dispuestos los Cuatro Tesoros de los Esparcimientos Elegantes que eran el laúd, los rollos de caligrafías adornados con cintas, los libros con los pinceles así como el damero, se levantó. Iba vestido con una túnica gris de lana burda cuyos amplios pliegues, ceñidos al talle con un cinturón de cuero negro, caían generosamente como los de una toga.
—Hace mucho tiempo que vuestro renombre de gran doctrinario del Mahâyâna ha rebasado los límites de Luoyang. Ésa es la razón de que me haya permitido venir a veros porque quiero hablaros de una cuestión delicada —expuso con voz suave la emperatriz, a guisa de bienvenida, a Pureza del Vacío.
—Si puedo ayudaros, lo haré con gusto —respondió el viejo monje, cuya silueta alta y delgada se recortaba ahora de espaldas delante de una ventana a la que se había acercado y desde la cual estaba contemplando un estanque de mármol, situado abajo, en el que serpenteaban unas carpas enormes con el cuerpo salpicado de manchas negras y blancas.
—¡Se trata de mi karma!
Pureza del Vacío se volvió.
—El Gran Vehículo es el aliado del imperio de China. Por consiguiente, mi presencia ante vos es normal. De todos modos, no sé si seré capaz de contestar todas vuestras preguntas, Majestad, y más tratándose de una cuestión relacionada con el karma —precisó el maestro cuyo rostro enjuto y cráneo cuidadosamente rapado ahora veía perfectamente.
El desapego con que Pureza del Vacío acababa de pronunciar aquellas palabras impresionó a Wuzhao, que, con un nudo en la garganta, optó finalmente por hacer la pregunta que le quemaba los labios.
—Maestro Pureza del Vacío, ¿qué ocurre con el karma de la persona que se ve obligada a obrar mal en nombre de un interés superior?
El maestro del Gran Vehículo, que observó a la emperatriz con atención, hizo una pausa momentánea antes de contestar.
—El budismo Chan no abomina de las paradojas. A veces los caminos de la Iluminación son tortuosos. Conocí a un monje muy viejo que no dudaba en afirmar que, para recibir la Iluminación, a veces se hace necesario «desembarazarse definitivamente de Buda».
—Vuestra actitud me tranquiliza —respondió la emperatriz entre bromas y veras.
El gran maestro carraspeó para aclararse la voz mientras continuaba traspasándola con la mirada. Con aquellos ojos tan hermosos e inocentes, por lo menos en apariencia, parecía una adolescente.
En el saloncito donde ella lo había recibido, se había instalado el silencio, turbado apenas por el roce de las cuentas del rosario que el gran maestro de Dhyâna había empezado a desgranar.
Así procedía siempre para que brotara, según decía él, «la verdad de la boca de sus interlocutores»: les dejaba que se enfrentaran a sí mismos y aguardaba a que el silencio se hiciera ensordecedor para arrancarlos de su reserva.
En el caso de Wuzhao, no tardó en ocurrir.
—¡Busco la Iluminación! —exclamó, enfebrecida de pronto.
Pureza del Vacío, impasible, continuaba mirándola.
—Entre los que pretenden que la Iluminación cae «súbitamente» sobre la persona y los que preconizan unos ejercicios especiales que conduzcan «gradualmente» el espíritu hacia ella, no siempre he podido elegir de una forma tan clara —añadió entonces ella con voz vacilante como deseosa de llenar la conversación.
La emperatriz acababa de hacer alusión a la célebre querella entre lo que se llamaba el «repentismo» y el «gradualismo», que correspondían de hecho a dos formas opuestas de la práctica religiosa.
La primera se basaba en la meditación trascendental cuyo objetivo último consistía en hacer el vacío en la mente de aquel que meditaba a fin de provocar aquella chispa «súbita» que le abriría bruscamente las vías del Conocimiento, algo así como quien rasga un velo ante los ojos de alguien. La otra vía, emparentada con la practicada por los yoguis indios, consistía en hacer los ejercicios adecuados adoptando unas posturas precisas y en seguir unos rituales perfectamente codificados que, según se creía, eran por sí solos capaces, a fuerza de tesón y por tanto de forma progresiva (de ahí el término «gradualismo»), de conducir el espíritu humano al estado del Despertar.
—La Iluminación se presenta siempre como la tempestad en el mar: justo en el momento en que no se espera. Y parece no llegar de parte alguna... Mi mejor compañero, el monje Huineng, acaba de escribir un sermón muy hermoso sobre el tema —replicó, un tanto molesto, el superior de Luoyang, que no veía muy bien adónde quería ir a parar Wuzhao.
—¿De qué sermón se trata?
—Del sermón del gran Sutra del Estrado. Revela en él las Cuatro Puertas Sublimes que abren el espíritu.
—¡Qué cosa tan maravillosa! ¡Cómo me gustaría que alguien me lo leyera!
La conversación continuaba dando rodeos y la emperatriz seguía andándose por las ramas.
—Huineng se ha inspirado bastante en mis sermones —dijo el mahayanista, que, ya fuera por simple coqueteo o por prudencia, no quería decir más.
—Pero ¿qué hay que hacer para abrir esas Cuatro Puertas, eminente maestro? —preguntó en un tono que revelaba un gran interés.
—Hay que hacer el vacío dentro de uno mismo. Se necesitan unos veinte años como mínimo para desembarazarse de toda la inmundicia que empuerca el espíritu —añadió en voz baja como hablando consigo mismo.
Que la emperatriz de China pudiese tener tal ignorancia del «repentismo», cuya escuela mayor era el convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales, era algo que lo decepcionaba en gran manera.
Era como decir —y de ello levantaba acta al tiempo que se juraba ponerle remedio en un futuro— que la tesis esencial defendida gracias a él en el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura merecía ser mejor defendida.
Era evidente que la propia Wuzhao, a pesar de sus clamorosas manifestaciones de fe budista, anunciadas a bombo y platillo en cada cruce de caminos y en todos los rincones del imperio, a fin de que todo el mundo se enterase, ni siquiera había leído una sola línea que se refiriera a ella...
—Estoy en vísperas de cumplir un karma condenado por la moral en nombre de una causa justa. ¿Está bien? —preguntó reanudando así el hilo de la conversación dejado en suspenso.
—¿De qué acto se trata exactamente? —preguntó el Venerable Superior de manera abrupta para obligar a que la emperatriz desvelara lo más hondo de sus pensamientos.
La emperatriz Wuzhao no se lo habría revelado por nada en el mundo.
No habría confesado, en efecto, que pensaba ordenar al Mudo que asesinase a Dama Wang y a Bella Pura, esperando así librarse de la pesadilla causante de sus espantosas migrañas.
—Digamos que se trataría de actos que me serían impuestos por el interés superior... de una causa que vos y yo tendríamos en común —farfulló la emperatriz atropelladamente.
—¿Puedo saber de qué causa se trata o qué interés superior compartimos? Vos reináis sobre un gran imperio, mientras que yo no soy más que un humilde director de conciencias —dijo él con un hilo de voz.
—No me he expresado bien. ¡Se trata de un interés superior de carácter particular! Un asunto que atañe a vuestra emperatriz y a su futuro, pero también a los millones de conciencias que tenéis a vuestro cargo.
Ver a la emperatriz dando tantos rodeos tenía mucho de irritante para Pureza del Vacío.
—Se trata, pues, de algo esencial —refunfuñó él.
—Que atañe también a vuestra Iglesia, de la que me mantendré incondicional devota sean cuales fueren las circunstancias.
—Es bueno que la emperatriz de China no ponga su fe en la Noble Verdad del Buda bajo su pañuelo de seda.
—Pero para esto es preciso que el karma de la emperatriz no se vea afectado de forma negativa por ese acto del que acaba de hablar al maestro Pureza del Vacío.
—Si he entendido bien, queréis que yo sea para vos algo así como un intercesor.
—Habéis entendido bien —respondió ella escuetamente.
—No ignoráis que cada uno es responsable de sus propios actos.
—Yo querría estar segura de seguir la Vía de la Verdad —exclamó Wuzhao, afligida de pronto.
—Si estimáis que vuestro objetivo último es legítimo y que se inscribe en la Vía de la Verdad, lo que hayáis hecho, si ha producido este efecto positivo, será considerado obligatoriamente un buen karma. Eso, por lo menos; nos enseña la teoría de la maduración de los actos —declaró con aire algo afectado el maestro de Dhyâna.
Al oír estas palabras, Wuzhao exhaló un profundo suspiro de alivio.
Pureza del Vacío acababa de pronunciar la frase que ella deseaba oír.
Situada de nuevo en el marco de la misión de esencia divina de la que se encontraba investida, la eliminación definitiva de su rival, que en el momento más impensado, mientras estuviera con vida, podía volver a recuperar su sitio, era un hecho que caía por su propio peso.
Así lo exigía la maduración de los actos: en el origen de todo karma había una intención, de la misma manera que todo karma era portador de su consecuencia.
Y el karma del asesinato de Dama Wang, puesto que a fin de cuentas tendría como efecto el triunfo de la Noble Verdad del Buda, no tendría de crimen más que el nombre. ¡Así de sencillo se presentaba todo!
Wuzhao, totalmente tranquilizada, lamentaba ahora haber hecho venir de tan lejos —Luoyang, la capital del Este, estaba situada a unos ochocientos li de Chang An— al maestro del Gran Vehículo sólo para formularle una pregunta cuya respuesta le parecía ahora tan evidente.
Pureza del Vacío, por su parte, seguía preguntándose por qué la esposa de Gaozong lo había hecho comparecer en su presencia haciendo que abandonara todo lo demás.
No había conseguido, puesto que distaba mucho de haberlo logrado, que le confesara la «verdad», cualquiera que ésta fuera...
—Me gustaría hacer una ofrenda a vuestro monasterio. Así por lo menos vuestro viaje no habrá sido en balde. ¡Tendréis lo que me pidáis! —espetó a Pureza del Vacío, como si así quisiera compensar el hecho de haberlo molestado inútilmente.
La dinastía de los Tang solía hacer ofrendas al clero budista que, por otra parte, no le regateaba su apoyo.
Pese a la oposición visceral de los confucianos al budismo y a su sistema monástico, a los que acusaban de competencia desleal, los maestros del Gran Vehículo habían entendido muy bien que podían sacar muy buen partido de una alianza con el poder temporal imperial.
En vano habían luchado los confucianos para intentar mantener a raya su inexorable aumento de potencia en la sociedad china.
Faltó poco para que, en 626, por iniciativa de un celoso confuciano llamado Fuyi, se publicase un decreto del emperador Liyuan en virtud del cual hacía obligatorio el casamiento de los cien mil bonzos y monjitas que vivían en los grandes monasterios chinos del Mahâyâna. Sin embargo, la Iglesia budista, fuertemente implantada ya entonces en las altas esferas del Estado, consiguió hacer fracasar la maniobra.
La irradiación espiritual del Gran Vehículo iba acompañada de su potencia económica, gracias al dinero de los adeptos, cada vez más numerosos y más ricos, que drenaban los monasterios.
Los budistas estaban en trance de conseguir invertir en provecho propio la relación de fuerzas con un Estado, cada vez más dependiente, que temía que su Iglesia se arrogase el derecho de disponer del único poder que le faltaba: el temporal.
En esta dialéctica sutil entre el Imperio chino y el budismo, la lealtad de la Iglesia budista al régimen imperial tenía un precio monetario fuerte, en tanto que los Tang concedían medios financieros cada vez más importantes a los monasterios en forma de donaciones territoriales o mobiliarias.
—Es amable de vuestra parte la oferta que me hacéis. A decir verdad, nos falta seda para pintar los estandartes de la procesión. ¡Mis sacristanes no han conseguido encontrar ninguna pieza de seda en los mercados de Luoyang! —respondió con una sonrisa el Venerable Superior, aliviado al ver que la conversación discurría por un cauce más normal.
—¡Os será enviada el mes próximo! La emperatriz de China se compromete formalmente a que así sea —prometió ella antes de despedirse de su visitante.
Al volver a sus apartamentos, Wuzhao se juró que obtendría del emperador Gaozong el triple de la cantidad de seda que Pureza del Vacío necesitaba.
A juzgar por la sonrisa del viejo monje, aquella ofrenda era una buena manera de asegurarse el apoyo del jefe de la Iglesia budista china del Gran Vehículo ya que ella sabía que, llegado el momento, podía serle de gran ayuda.
Así que volvió a su habitación, ordenó brevemente al Mudo que fuera al lugar donde se encontraban prisioneras sus dos antiguas rivales y las estrangulase con un cordón de seda rosa que ella le proporcionó.
El hombre asintió con el gesto como si de cumplir un encargo banal se tratase.
—Así que hayas cumplido con el encargo, no quiero ver ni un solo gato en ese palacio, comprendidas las zonas abiertas al gobierno destinadas a audiencias públicas. Creo que he hablado claro: ¡ni un solo gato! ¿Has oído, Mudo? —dijo con voz nerviosa, poco antes de que éste saliera para cumplir el espantoso encargo.
Quería tener la seguridad de haber eliminado definitivamente a Dama Wang por si se reencarnaba en un felino doméstico y ella en un ratón...
Entonces el Mudo, cuya inmensa boca, ahora toda sonrisas, desvelaba unos dientes impecables que la ausencia de lengua no podía ocultar, reprodujo el gesto mediante el cual, de un solo golpe seco, le permitía separar la cabeza del cuerpo de un animal.
Wuzhao lo observó con alivio mientras salía.
Por lo menos en aquel hombre tenía a un factótum nada tornadizo, obediente y fiel como un perro feroz a su amo.
Después, dejando vagar los pensamientos, se tendió en su inmensa cama. En lugar de aliviarse, su dolor de cabeza empeoraba por momentos.
Al cabo de un momento, incapaz de soportarlo por más tiempo, se levantó y se sentó en la postura del loto al tiempo que fijaba la mirada en la pared desnuda que tenía ante sus ojos.
Y con los ojos enfrentados a aquella nada que intentaba contemplar, se abismó en una oración al Bienaventurado.
Era la primera vez que se dirigía a él de aquel modo.
Le pidió que, en su compasión infinita, tuviese en cuenta los motivos que la habían empujado a obrar de aquel modo.
¡Tenía que ser ella o Dama Wang, de sobra debía de saberlo el Bienaventurado!
Y sin ella, ¿qué sería del budismo en el imperio del Medio, donde el taoísmo y el confucianismo se beneficiaban de tantas prebendas?
No sería el bendito de Gaozong quien tomase cartas en el asunto y defendiese el Chan de los incesantes ataques de los confucianos.
Si ella se había casado, había sido por el bien de la causa del Bienaventurado Buda.
Le suplicaba, pues, con todas sus fuerzas que pasase por alto el crimen que ella acababa de cometer y que tuviese en cuenta únicamente la razón superior que la había empujado a cometerlo.
Ahora, al mirar sus manos como para asegurarse de que no las tenía manchadas de sangre, no se sentía inquieta sino, por el contrario, confiada y tranquila.
Por otra parte, si Pureza del Vacío había entendido lo bien fundado de aquel karma, ¿iba a ser menos que él el Bienaventurado?
Con los ojos cerrados, Wuzhao se deslizó, encantada, en la meditación de la autopersuasión, como arrastrada hacia su destino por la corriente de un río impetuoso. Dejarse llevar, en un sueño, por aquellas aguas tumultuosas le tranquilizaba el espíritu.
Era su manera propia de hacer el vacío.
Seguía en aquella postura meditativa cuando aquella noche fue a reunirse con ella el emperador, muy excitado, fiel a la cita autorizada expresamente por ella.
—Necesito que Vuestra Majestad me procure un centenar de fardos de seda... —dijo ella haciéndole carantoñas y dedicándole sonrisas halagüeñas al tiempo que movía el trasero sin darle tiempo a pronunciar siquiera una palabra ni a rozarle el hombro.
El semblante risueño del emperador Gaozong se ensombreció.
—Pero ¡eso es una cantidad astronómica! No ignoráis que el imperio padece una cruel escasez de seda. La demanda exterior es tan grande que se han agotado todas nuestras reservas. Precisamente el Ministro de la Seda acaba de transmitirme a este propósito un informe muy alarmante —exclamó, contrariado al mismo tiempo de que ella no le abriera con más presteza sus muslos.
—No comprendo que pueda haber penuria de seda cuando tenemos millares de granjas que producen el bómbice, cuyo capullo sólo hay que devanar para obtener un hilo de una longitud que bastaría para cubrir la distancia que media entre el palacio de invierno y el de verano... —murmuró ella rozándole los labios con el dedo.
—Querida mía, llamad al Ministro de la Seda y veréis que no exagero —respondió Gaozong, que sólo tenía ojos para sus senos, que ella acababa de asomar por encima de su corselete tras habérselo desabrochado.
... cuando millares y millares de mujeres tienen un edredón bajo el cual basta con que pongan los huevos que ha puesto el gusano para que se abran —añadió deslizando una mano en el interior del pantalón del emperador, lo que hizo que éste se retorciera como una oruga en el pico de un pájaro.
—¡Veo que habéis aprendido bien la lección! —musitó él sin que ella supiera si estaba hablando de la cría del gusano de seda o de la tarea a la que se dedicaba su mano experta.
—... cuando nuestros inmensos bosques de moreras no esperan más que sus hojas alimenten esas larvas minúsculas que después se transformarán en orugas y tejerán un capullo con su baba.
Al oír la palabra baba, Gaozong levantó los ojos al cielo y su expresión manifestó con elocuencia lo que pensaba.
Cuando su vara de jade derramaba su licor dentro de ella, él decía siempre en tono de broma que la inundaba con su «baba de dragón»...
—¡Decidme que me daréis la seda!
Pero el emperador se abstuvo de responder y se limitó a zambullir la nariz entre los senos de su esposa oficial, la cual le dejó hacer, como tenía por costumbre, mientras su espíritu navegaba por otras latitudes.
—Es extraño, pero no noto el rocío de tu capullo de peonía —le dijo él como si la arrullase después de haber masajeado sus muslos y mientras iba acercándose a la meta que deseaba alcanzar.
Gaozong sólo tuteaba a sus esposas y concubinas cuando hacía el amor con ellas.
—¡No tiene importancia, Majestad! Lo que pasa es que duermo mal desde hace unas semanas... —le murmuró al oído abriendo generosamente las piernas.
El emperador no vio en los hermosos ojos verdes de Wuzhao el fulgor de una angustia que era incapaz de ocultar después de la orden que había dado al Mudo.
—¡No irás a decirme que este asunto de la seda te quita las ganas de hacer el amor! ¡Te aseguro que haré todo lo posible para procurártela! —dijo en un susurro el emperador de China con una voz que cada vez sonaba más turbada.
Era evidente que todas las mujeres eran iguales: despreocupadas como las libélulas, poco conscientes de las realidades económicas y menos aún de las restricciones que éstas provocaban.
Pero Gaozong, que estaba concentrado en el quehacer del momento e iba y venía dentro de Wuzhao como el pistón de una herrería, distaba mucho de sospechar que su demanda sería muy difícil de satisfacer.
Acababa de introducir el sexo en el de Wuzhao y ya había empezado a sentir las primeras oleadas de placer que nacían de la base de su espalda y le subían por dentro del cuerpo mientras notaba en el vientre los hormigueos que anunciaban aquella explosión final que le arrancaría un rugido tan estentóreo como el de una trompa.
El grito de placer del emperador atravesaría los gruesos muros del dormitorio de su esposa y resonaría en los pasillos del interior del palacio.
Nadie ignoraría entonces que Gaozong había gozado y que Wuzhao, cuya aura se vería entonces centuplicada, había sabido hacerlo gozar.
—Y dime, ¿qué uso piensas dar a la seda? —dijo él, al borde del éxtasis, con la voz entrecortada por la excitación.
—Me gustaría recompensar al convento de Luoyang. Me han dicho que allí es donde veneran mejor al Santísimo Buda... Dicen que su Superior, el maestro Pureza del Vacío, sabe de memoria todos los sutras del Gran Vehículo.
—¡Tu piedad me divierte! No olvides, querida Wu, que ya no eres una monja sino la emperatriz de China —bromeó el emperador entre dos espasmos de placer.
—¿Acaso el hecho de ser el soberano os autoriza a dudar de la existencia pasada del Bienaventurado y de los beneficios que procura a sus fieles? —le soltó ella en tono de desafío.
La respuesta de Gaozong fue un largo estertor, sonoro como si lo hubiera emitido una «flauta-pierna», ese cuerno confeccionado con un fémur humano cuya salida en forma de caracola, trabajada en cobre, amplificaba el sonido. Wuzhao había oído el son de aquel instrumento tocado por los lamas de la pagoda tibetana de Luoyang, donde a veces ella iba a ofrecer una flor de loto delante de la estatua de bronce de Guanyin.
En aquel momento no pudo evitar el desprecio que le inspiraba aquel hombre barrigudo, tendido a su lado junto a su cuerpo, perdida la cabeza entre la nube de seda de unas sábanas inmaculadas. Se dio cuenta de que tardaría poco tiempo en sentir asco de él, tan voraz de su persona que caía en la vulgaridad y sobre todo tan poco atento a lo que ella era realmente.
¿Qué iba a pedirle esta vez para hacerle pagar por su conducta?
¿Le exigiría que le entregara sin tardanza los cien cortes de seda?
Sabía que él haría todo cuanto estuviese en su mano para que el Ministro de la Seda se la proporcionase.
No, tenía que inventar otra cosa.
No debía aflojar ni un momento la tensión.
Estaba segura de que ésta era la manera de dominarlo, la forma de someterlo y de acabar conduciendo allí donde ella quería a aquel hombre que desde hacía tan poco tiempo reinaba en un país tan grande.
Con la muerte de sus dos rivales ella tendría ocasión de promover sus intenciones, de dar un paso más en dirección al poder supremo, no ya por poderes, como ocurría hoy mismo, sino convirtiéndose ella misma en el «emperador» de China.
¿No había llegado, tal vez, el momento ideal para exigir de Gaozong que nombrara al hijo de ambos, Lihong, príncipe heredero del trono, y no a Lizhong, el hijo que había tenido con Bella Pura, su odiada rival, lo que sería la mejor manera de cerrar el primer capítulo de la historia que acababa de escribir, la que terminaba con la eliminación de las dos mujeres que le habían cortado el paso con tanto encono?
Y al tiempo que fomentaba aquella última maniobra en beneficio de su hijo, no podía privarse de experimentar un cierto asco de sí misma.
¿Hasta dónde tendría que llegar ahora para alcanzar sus fines?
¿No se veía quizá arrastrada, muy a su pesar, a la realización de actos abyectos que le hacían correr el riesgo de conducirla al infierno de las más viles reencarnaciones, las más ridículas y, sobre todo, las más peligrosas, a partir de las cuales era prácticamente imposible alcanzar el nirvana? ¿Encarnaciones, por ejemplo, en larva o en insecto que serían presa de todos los roedores o incluso en ratones almizcleros de los que tanto gustaba solazarse la cobra real?
Con la mirada dirigida al techo de la habitación, agobiada por la boca abierta de Gaozong, que roncaba como un campanero y que parecía una enorme carpa que reclamara alimento, Wuzhao se sentía poseída de una irreprimible oleada de tristeza.
¿No sería, tal vez, demasiado peligroso aquel camino que su ambición desmesurada, su fe irracional y su paranoia le empujaban a seguir pese a tantas escarpaduras?
Para darse ánimos, revisó aquella profecía que un adivino ciego había hecho al gran emperador Taizong —¡qué diferente aquel hombre del gordo de su marido!— según la cual un día reinaría en la China una mujer que, según había especificado, llevaría un nombre que empezaba por Wu...
Acabó por tranquilizarse diciéndose que si el profeta de Taizong el Grande lo había anunciado así quería decir que estaba en buen camino. Después, tras rechazar el ataque jadeante de su pobre emperador que, medio dormido, intentó volver al asalto, se rindió al agotamiento.
El día siguiente, a última hora de la tarde, llegó hasta Wuzhao el rumor público informándola de que habían encontrado, en el reducto donde estaban encerradas, los cadáveres fríos de Dama Wang y de Bella Pura bañados en un charco de sangre coagulada.
Y entonces, ante la pared desnuda situada enfrente de su cama, se limitó a cerrar los ojos. Su plan se había desarrollado tal como había previsto. El Mudo era un factótum eficaz.
Cuando Gaozong, con rostro sombrío, le dio la noticia, Wuzhao rompió en sollozos y se retorció, desesperada, las manos.
Wuzhao era una actriz excepcional.
Temía por su propia vida —«¡asesinadas en el mismo palacio, oh, mi amado Gaozong! »—. Era evidente que no existía seguridad en parte alguna, ni siquiera entre aquellos muros...
El emperador, consternado al ver a su esposa en tal estado de agitación, se esforzó en consolarla con el regalo de un soberbio aderezo de jade procedente del tesoro imperial.
—¿No te gusta ese aderezo? —le preguntó al ver que no desaparecía de su rostro su expresión afligida.
—¿Qué quieres que haga con un aderezo de jade?
—¡Di qué quieres entonces, querida mía!
—¡Deseo tanto que nuestro pequeño Lihong sea el príncipe heredero! —murmuró entre dos sollozos procurando ceñir lo más posible su cuerpo al del emperador.
Entonces, sin pararse siquiera a reflexionar, se brindó a satisfacer el deseo que ella acababa de expresarle y que no era otro que reemplazar a Lizhong, el hijo que había tenido con otra, por el que había tenido con ella.
Y así que obtuvo el consentimiento, se precipitó sobre Gaozong para desabrocharle el cinturón y concederle lo que él tanto deseaba, sin expresarlo abiertamente, dadas las circunstancias.
Cuando salió a la calle montada en su palanquín para enterarse de las noticias, comprobó que todo Chang An temblaba de pánico ante el anuncio de aquel terrible asesinato cometido en el seno mismo del palacio del emperador. Según el rumor, el asesino de las dos mujeres había llegado al extremo de amputarles la nariz y los pies.
De nuevo en su habitación, acodada en la ventana escuchando el canto de su grillo, que ahora no le provocaba migraña alguna, Wuzhao hubo de decirse que el Mudo tal vez se había extralimitado.
¿Qué ocurrencia había pasado por las mientes de aquel gigante privado de lengua?
No recordaba haber incitado al hombre a mutilar de aquel modo a sus dos víctimas.
¡Le había ordenado simplemente que usase el cordón de seda y nada más!
6
MONASTERIO DE SAMYÉ, TÍBET
Cinco Prohibiciones ya no se encontraba lejos de su destino.
En efecto, ya divisaba el famoso puerto del que le había hablado Pureza del Vacío.
Veía incluso la oscura silueta de las estupas gemelas que se recortaban en el cielo como para señalar al viajero que su periplo estaba tocando a su fin.
En esa hora tardía de la jornada en que comenzaba a espesarse la oscuridad, Cinco Prohibiciones empezaba a no distinguir bien las cosas, si bien oía perfectamente cómo restallaban secamente los banderines de las plegarias, azotados por el viento violento.
Anunciaban la cercanía del monasterio.
Normalmente, a lo largo de los caminos sólo había rlung-rta, los «caballos de viento».
Ensartados en cuerdas a manera de guirnaldas, aquellos banderines rectangulares y multicolores totalmente recubiertos de mantras, así como de signos astrológicos estarcidos, hacían que las rachas de viento, que en este caso prestaban ayuda a los orantes, dispersasen a través del aire los beneficios de aquellas inscripciones.
En cambio, en las inmediaciones de las estupas o templos más importantes, formando una especie de barrera de honor, se erguían los majestuosos e imponentes darchok que se veían flotar en sus largos pendones sujetos a mástiles, cubiertos de estrofas del Sutra de la Punta del Pendón de la Victoria.
A juzgar por su número creciente, no hay duda de que aquel camino ascendente y terriblemente tortuoso donde la luna, que acababa de asomar detrás de una cresta dentada, hacía relumbrar las piedras que lo cubrían, no tardaría mucho en conducir a Cinco Prohibiciones a la meta de su viaje.
Con un poco de suerte, llegaría al convento de Samyé antes incluso de que desapareciera el astro nocturno.
Ya había llegado al puerto, desde donde tenía una vista incomparable del monasterio más venerable del Tíbet.
Veía a cada lado las dos pequeñas estupas que parecían guardar el paso y lanzaban al cielo su «Joya de la Cumbre», aquel curioso botón de piedra que las remataba, símbolo de la realización de todos los deseos de los fieles.
Alrededor de las estupas gemelas del puerto de Samyé se habían levantado aquellos montoncitos de piedras blanqueadas con cal que representaban las divinidades guerreras de las montañas, sobre los cuales unos peregrinos, para amansarlas, habían dejado cabezas enteras de yaks y cabras montesas que poco a poco el viento había ido momificando.
Cinco Prohibiciones no sentía miedo alguno al pasar delante de aquellos osarios de animales porque su espíritu estaba en otro sitio, imaginando cómo conseguiría llevar a Luoyang el sutra escrito por su maestro.
Después de rebasar las estupas y rodear la gran roca, percibió finalmente el pálido cabrilleo de los tejados de oro del monasterio bajo la fría luz del astro nocturno.
A lo largo del camino que había recorrido desde Luoyang, ¡cuántos peligros había desafiado, cuántos precipicios salvado, cuántas pendientes abruptas subido y bajado, cuántos torrentes atravesado y cuántos aludes de piedras evitado, accidentes todos que el maestro Pureza del Vacío se había guardado de mencionarle, a buen seguro para no crearle temores inútiles!
Ya no le quedaba ni uno solo de los huevos de gusano de seda que Pureza del Vacío le había dado para hervirlos en agua por las virtudes reconstituyentes que tenía su decocción. Hacía tres días que había bebido la última gota de aquel brebaje capaz de infundirle coraje cuando la laxitud que le invadía era demasiado intensa.
Ahora que el viaje del joven monje tocaba a su fin se daba cuenta de la hazaña que acababa de realizar.
Hacía nada menos que ciento dos días que había abandonado el convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales y había pasado los dos tercios de los mismos en la más estricta soledad.
Los pocos hombres con los que se había cruzado en las altas altiplanicies eran pastores tibetanos que huían al verlo.
En aquellas alturas, donde hacía muchísimo tiempo que no crecían la cebada ni el alforfón, los únicos restos de vida estaban representados por los yaks, los dzos, los caballos salvajes, en su mayoría hemíonos,14 sobre los cuales planeaban incesantemente, por si acaso, águilas y buitres.
En cuanto a las innumerables marmotas que se atiborraban de potentila, la única planta comestible que crecía en aquellas laderas cubiertas de hierba cuya raíz harinosa había probado, convertida en puré, siguiendo el consejo de Pureza del Vacío, apenas se hacían notar a no ser por los silbidos que emitían así que percibían la presencia humana y corrían a refugiarse en sus madrigueras.
Con todo, como buen monje del Gran Vehículo, para el que regía la prohibición de consumir carne de un animal al que se hubiera privado de la vida, a pesar del hambre que a menudo lo atenazaba, Cinco Prohibiciones se abstuvo de capturar ninguna marmota para asarla, como había visto hacer a los pastores.
Lo que más le sorprendió, por encima de la majestad de las montañas de cumbres vertiginosas, regiones donde, según los tibetanos, vivía «la leona blanca de melena turquesa» que servía de emblema a sus oriflamas, fue ver cómo cambiaba a veces el paisaje a la vuelta de un camino, al pasar de un valle a otro, a la distancia de unos pocos pasos.
Pasaba, sin casi apercibirse de ello, de la frondosidad a la sequía, de un cielo azul de transparencia absoluta a la densidad húmeda de una bruma hostil.
Las nubes, en aquellas alturas, cual raudos trineos, recorrían el cielo a gran velocidad sumiendo de repente en la oscuridad y la lluvia al caminante, que no tardaba en temblar de frío después del sol esplendoroso bajo el cual, no hacía más que unos instantes, se asaba de calor.
Cinco Prohibiciones no había conocido jamás una yuxtaposición tal de mundos.
Que es como decir que se sentía muy solo, a semejanza de aquellos eremitas que se pasaban la vida meditando en cabañas perdidas en el corazón de las montañas, tan alejados del mundo real que los demás hombres acababan por olvidarse de su existencia.
La travesía del Tíbet parecía, pues, un recorrido iniciático del que nadie podía salir indemne.
Por suerte para Cinco Prohibiciones, el semental Derecho Delante demostró estar a la altura de su fama.
El infatigable y valeroso corcel, cuyos cascos parecían creados expresamente para recorrer aquellos escarpados senderos, se convirtió para él en compañero indispensable de viaje.
Montado en su reluciente lomo, después de bordear los bosques primitivos situados al sur del río Tsangpo, Cinco Prohibiciones remontó el curso superior del río Amarillo Huang He, rodeó el gran lago de Kokonor y atravesó después la «llanura del Norte», inmensa extensión pedregosa constelada de lagos salados y de campos de hierbas grasas que hacían las delicias de los rebaños de yaks.
Desde allí, para llegar al valle del Yarlung, había que seguir subiendo y bajando innumerables desfiladeros hasta llegar a aquel famoso y último paso desde donde descubría, maravillado, todo el esplendor de los tejados de oro del convento de Samyé, cuyo pináculo estaba adornado con la gigantesca Rueda dorada del Dharma, que simbolizaba la enseñanza del Buda.
Sostenida por dos ciervas colocadas frente a frente, se levantaba en el punto central de la arista del tejado del edificio principal.
Sus ocho rayos representaban las Vías del Noble Sendero: la vista y el pensamientos justos; la palabra y el esfuerzo justos; el alimento y la atención justos; la absorción y la acción justas. En cuanto a las ciervas que bloqueaban la Noble Rueda como si quisieran impedirle que girase, servían para recordar a los creyentes y a los visitantes del monasterio el parque de las Gacelas, no lejos de Benarés, donde el Bienaventurado había predicado sus primeras enseñanzas sobre el tema de las Cuatro Nobles Verdades: la del Sufrimiento, la de sus causas, la de la forma de hacerlo cesar y, finalmente, la del Despertar.
El esplendor de Samyé, el más sagrado de todos los monasterios budistas del país de Bod, revelaba el inmenso fervor suscitado por la doctrina del Buda en un país cuya religión original era el Bon, llamada también «religión de los hombres», en oposición al budismo, al que se daba el nombre de «religión de los dioses». Este culto primitivo próximo al chamanismo estaba muy alejado de los preceptos de compasión, tolerancia y penitencia tal como los predicaba el budismo.
Según los adeptos del Bon, los bonpo, el mundo fue creado a partir del Huevo Primordial, cuya cáscara dio nacimiento a la Roca blanca de los «dioses de arriba», mientras que la clara se había transformado en Lago blanco de la concha femenina y de la yema habían surgido los dieciocho huevos que eran el origen de la creación de todos los seres.
Así pues, el panteón religioso tibetano primitivo estaba poblado por dioses extraños que frecuentaban la naturaleza y el suelo del país.
Los había con cabeza de buey, de cabra montés o de cordero y los había más aterradores incluso, como los de cabeza de demonio cornudo por cuya boca se escapaban llamas.
La comunicación con estos múltiples dioses sólo podía hacerse entrando en trance, a través de danzas que a veces se prolongaban dos días seguidos y que arrastraban hasta el borde de la locura, o cuando menos del agotamiento, a los fieles, los cuales se embadurnaban los labios con sangre de los animales sacrificados.
De aquellas muestras de salvajismo de las que no estaban excluidos los sacrificios humanos, el budismo tántrico, procedente de la India, que por otra parte no escatimaba la sangre, los éxtasis y menos aún los estados de trance, fue aboliendo la práctica poco a poco.
Aquel budismo, que bebía en las costumbres de las religiones indias primitivas, se basaba en la unión indisociable entre la divinidad y el oficiante, que éste se esforzaba en conseguir practicando los tres grandes rituales relativos al Agua, al Fuego y al Espíritu.
Aplicado a la religión budista, el tantrismo dio lugar a una mezcla originalísima cuyo segundo plano doctrinal figuraba en el célebre Sutra del Loto, que los grandes monasterios del Tíbet conservaban como un preciado tesoro.
Considerado al principio por el Gran Vehículo como una secta habitada por adeptos desviados —e incluso sacrílegos—, el budismo tántrico encontró en la religión primitiva tibetana el aliado inesperado que le permitió, unos siglos más tarde, en aquella parte del mundo, convertirse en el compañero privilegiado del Mahâyâna.
Pero Cinco Prohibiciones, que no ignoraba, por haberlo oído de boca de Pureza del Vacío, que Samyé era uno de los santuarios más grandes de esta forma tibetana del budismo, sabía también que su Superior no lo había enviado allí para rezar sino para apoderarse de un manuscrito precioso.
Valía más, por tanto, llegar de incógnito a un lugar donde no lo aguardarían precisamente con los brazos abiertos.
Y decidió también que se cargaría de paciencia hasta el día siguiente por la mañana.
Y ya allí, se mezclaría con la inmensa turba de fieles que a buen seguro se agolparían en la puerta de entrada cargados de todo tipo de ofrendas: frutas, leche cuajada, flores de loto, bastoncillos de incienso o, los más ricos, telas preciosas o incluso dinero contante y sonante, ya que para poder asistir al culto y recibir la bendición de los monjes era indispensable, en cualquier monasterio, hacer un regalo destinado a asegurar la subsistencia de la comunidad.
Decidió, con todo, que se encargaría de localizar los sitios, a fin de que, el día siguiente, tuviera que perder el menor tiempo posible.
Ya a unos pocos metros del recinto, el joven monje de Luoyang saltó del caballo a fin de acercarse discretamente a pie.
Tras atar a Derecho Delante al tronco espinoso de un árbol, emprendió con grandes precauciones el camino que bajaba hasta lo que a primera vista parecía un porche de entrada.
Flanqueado por un recuadro plagado por toda una constelación de monstruos de piedra y aterradoras figuras cuyos cuerpos y rabos, entrelazados, formaban enmarañados follajes, se abría un imponente portón. Sus dos batientes claveteados estaban adornados de máscaras de demonios de ojos malévolos y boca desbordante de dientes tan acerados que nadie habría osado acercarles la mano por miedo a recibir un mordisco.
Cinco Prohibiciones no tenía más que extender el brazo para poder tocar una de las planchas y comprobar con alivio que lo que veía no era un sueño y que por fin había alcanzado su objetivo cuando advirtió, estupefacto, que la imponente puerta cubierta de demonios asesinos estaba entreabierta.
La había rozado apenas con la yema de los dedos cuando una voz que parecía venir de ultratumba le produjo un sobresalto.
—¡Bienvenido a Samyé! ¿Cómo te llamas?
Amparada en la penumbra, detrás mismo de la puerta, una boca invisible le había hablado. El joven monje sintió que la sangre se le helaba en las venas. Tras asegurarse de que la voz no había salido de una de las máscaras de bronce, advirtió de repente detrás de la puerta, al abrigo de una columna que ocultaba su rostro, la silueta de un hombre recortada a contraluz.
A juzgar por la sombra que se proyectaba a sus pies, el desconocido llevaba la cabeza cubierta con un sombrero horpa de ala ancha parecido a los que llevaban ciertos pastores con los que se había topado de camino.
Aquella extraña aparición le hizo pensar en ciertos demonios más o menos cómicos que merodeaban por el país de Bod acerca de los cuales algunos novicios llegados de tierras sino-tibetanas le habían hablado en el monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales en momentos de confianza.
De prestar crédito a sus palabras, aquel país tan lejano y misterioso era un territorio aislado y a merced del salvajismo, algunos de cuyos habitantes todavía hacían sacrificios humanos y, por ello, una región frecuentada por todo tipo de espectros por la que no convenía moverse sin la protección del Buda.
En aquel entonces no había prestado atención a aquellas sandeces, pero ahora que se enfrentaba a lo que tenía todos los visos de ser una aparición nefasta, se acordó de las palabras de aquellos novicios que habían recorrido los caminos del Techo del Mundo: en el corazón de aquellos valles inaccesibles y de aquellas montañas tan altas cuyas cumbres apenas se vislumbraban no se dudaba en sacrificar a los viejos inútiles; cubrir de oro, para complacer a los dioses, los rostros de los muertos; enterrar a los reyes junto con cinco o seis amigos suyos dándoles el nombre de «destinos comunes», aunque sin pedirles autorización, ya que por algo habían prestado juramento al rey «de vida y muerte»...
Cinco Prohibiciones, que había viajado hasta allí sin el menor temor, sintió crecer el miedo y se dijo que habría debido sospechar que el país de Bod no era un refugio para corazones tiernos.
¿Cómo había sido capaz, sabiendo todo esto, de acercarse tanto, sin protección alguna, a aquel maldito porche de entrada?
Pero no tuvo tiempo de seguir haciéndose preguntas, ya que la silueta acababa de abandonar la sombra para avanzar hacia él.
Al ver que se quitaba lentamente el sombrero y dejaba al descubierto el cráneo rapado de un monje, Cinco Prohibiciones exhaló un gran suspiro de alivio.
¡No era ningún demonio!
—¡Bienvenido! ¿Cómo te llamas?
El desconocido repitió la pregunta. Su voz era dulce y el tono más bien agradable.
—¡Soy el Tripitaka Cinco Prohibiciones! —respondió el joven monje sin reflexionar antes de darse tiempo a arrepentirse por haber revelado tan alegremente su identidad a un desconocido simplemente porque no era un diablo ni un espectro, ni siquiera una de aquellas divinidades guerreras que se escondían en los montones de piedras blancas que los tibetanos levantaban en los pasos entre montañas conocidos con el nombre de btsan-mkhar, «castillos de los guerreros»...
Cinco Prohibiciones incluso había utilizado el término Tripitaka o «Triple Cesta» con el que se designaban a sí mismos de buen grado los monjes del Gran Vehículo cuando encontraban a adeptos de otras corrientes budistas.
Lamentaba haber hablado con tanta precipitación.
Al tiempo que maldecía su irreflexiva insensatez, no le pasó por alto que el desconocido había tenido la habilidad de hablarle en chino, lo que había contribuido a que lo cogiera desprevenido.
¿En qué trampa acababa de caer? ¿No se habría alegrado con precipitación excesiva? La inquietud sustituyó a la sensación de alivio que acababa de sentir.
—¿De qué convento vienes? Apuesto a que has salido de un gran monasterio chino, uno de esos en los que predican a millares de monjes la doctrina del Gran Vehículo... Chang An o tal vez Luoyang... —dijo el monje, que indicó con una sonrisa el relicario pectoral que los monjes del Mahâyâna tenían la costumbre de llevar.
Al bajar los ojos, Cinco Prohibiciones advirtió que el minúsculo amuleto de plata que representaba a un bodhisattva sentado, sumido en meditación, se le había deslizado fuera de la camisa y le colgaba sobre el pecho suspendido de una fina cadenita.
El joven monje hizo una mueca.
Frente a un individuo tan perspicaz como aquél, apoderarse subrepticiamente del sutra de Pureza del Vacío no iba a ser tarea fácil.
Volvió a observar al desconocido y vio que tenía en la mano un objeto de bronce de forma extraña parecido a las garras entrelazadas de un águila.
—No tengas miedo. Es mi vajra-dorje o, si lo prefieres, mi rayo-diamante. Aquí lo llamamos «señor de las piedras» porque simboliza la indestructibilidad y la iluminación. Si lo aprietas con fuerza, te ayuda a entrar en meditación...
Y seguidamente el desconocido dio media vuelta y volvió provisto de un hachón.
—¡No tengo miedo! Si he entendido bien, eres un religioso como yo... —farfulló Cinco Prohibiciones, que en aquel momento tenía la vista clavada en el rosario mala del desconocido, cada una de cuyas cuentas de cristal tenía grabada una calavera.
—Has dado en el clavo. Me llamo sTod Gling y soy lama. Parece que tienes miedo.
—Lo que pasa es que... esos objetos no son precisamente atractivos —dijo Cinco Prohibiciones, algo cohibido, señalando el rayo-diamante y el rosario.
No habría servido para otra cosa que para ofenderlo decir al lama que casi lo había tomado por un demonio.
—No te sorprendas. Por muy aterradores que te parezcan a primera vista nuestros objetos rituales, nuestros cultos son pacíficos. Cuando veas nuestras cuchillas rituales kartrikâ, utilizadas para machacar las lingas de los malos espíritus, no las temas tampoco. Ni tampoco el tridente ritual trisûla ni la espada ritual khadga...
—¿No se trata, aun así, de objetos muy cortantes y punzantes? —objetó el ayudante de Pureza del Vacío, cada vez más intranquilo.
—Las armas de nuestro culto son simbólicas. Sirven para cortar el mal y triturar a los malos espíritus. Que yo sepa, no eres ni una cosa ni otra. De todos modos, todavía no me has dicho de qué monasterio venías.
—Has pronunciado el nombre de la ciudad de Luoyang y has dado en el clavo —farfulló Cinco Prohibiciones.
—¡Aseguraría incluso que se trata del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales! —añadió en tono satisfecho el monje de cabeza rapada cuyo rostro por fin acababa de aparecer iluminado por la luz de la luna.
Cinco Prohibiciones tuvo un sobresalto. ¿Cómo era posible que aquel monje poseedor de tan terribles instrumentos pudiera saber tantísimas cosas?
Trató de mostrar aplomo mirándolo desde arriba, puesto que era mucho más alto que él.
De hecho, el monje no tenía tan mala catadura como eso. Su mirada era inteligente y dulce y tenía un no sé qué de cordial.
—¿Cómo es posible que adivines tantas cosas? —se arriesgó a decir Cinco Prohibiciones, incapaz de llevarle la contraria en nada.
—Tengo intuición, eso es todo.
Después de haberle dado una respuesta tan lacónica como aquélla, el monje hizo ademán a Cinco Prohibiciones para que entrara en el inmenso patio al que daba acceso el porche de entrada.
Estaba rodeado de muros de ladrillos sobre los que se levantaban imponentes bajorrelieves de bronce que representaban los Ocho Símbolos de Buen Augurio: la concha dextrógira que simbolizaba el sonido del dharma; el pendón de la victoria del dharma sobre las fuerzas del mal; el parasol destinado a proteger a los seres; los peces de oro, que testimoniaban la ausencia de miedo a ahogarse en el océano del sufrimiento; la rueda de oro de la enseñanza del Buda; el nudo sin fin, símbolo de la unión entre la sabiduría y la compasión; el loto, que evocaba la liberación del cuerpo y del espíritu y, finalmente, el jarrón de los tesoros, lleno de lo bueno y lo bello.
—¡Incluso sé cuál es el objetivo de tu visita! Soy el ayudante de nuestro Venerado Superior Ramahe sGampo —añadió poniendo una mano en el hombro derecho de Cinco Prohibiciones para indicarle qué dirección debía seguir.
El enviado de Pureza del Vacío, estupefacto, tuvo la impresión de que la gravilla crujiente del patio iba a desaparecer bajo sus pies y que los Símbolos de Buen Augurio cuyas ocho formas ahora se le antojaron máscaras se mofaban de él a su paso.
¿Cómo era posible que aquel diablo de lama, cuyo nombre era, para colmo, imposible de pronunciar, estuviese al corriente del motivo de su presencia en Samyé?
¿De qué había servido llegar de incógnito al monasterio si lo recibían como si lo estuviesen esperando y no parecía sino que alguien lo hubiese denunciado?
Cada vez más aturullado, Cinco Prohibiciones se perdía en conjeturas.
¿Quién podía haber puesto a aquel monje tibetano al corriente de su viaje al país de Bod?
¡Menos mal que el religioso lo había recibido en el porche del monasterio con aquella mirada compasiva que había contribuido a tranquilizarlo!
Pero a lo mejor fingía bondad para mejor embaucarlo después...
También podía ser la reencarnación de un ser malévolo...
¿A qué trampa lo habían empujado? ¿Le habría revelado realmente Pureza del Vacío todo lo relativo a su misión y, especialmente, a su contexto? ¿No estaba convirtiéndose todo aquello en una especie de locura? El joven monje, entretanto, no imaginaba ni por asomo que su Venerable Superior lo hubiese embarcado en lo que estaba adquiriendo toda la apariencia de una celada y menos aún que hubiese advertido al Superior de Samyé de su llegada. Habría sido contrario al objeto mismo de la misión que le había confiado.
El pobre Cinco Prohibiciones, cada vez más perdido en un mar de dudas, miraba ahora con terror el afilado puñal que pendía del cinto del lama. La empuñadura del mismo estaba coronada por tres rostros de monstruos...
El joven monje ignoraba que todo lama llevaba su daga ritual phurbu, destinada a apuñalar a los espíritus maléficos que impedían al adepto alcanzar el Despertar y que estaban representados por los lingas, esas marionetas confeccionadas con materiales efímeros cuya destrucción equivalía a la redención y purificación de los «seres domesticados»...
Después de hacerle franquear, en el extremo del patio, una inmensa puerta flanqueada por unos dragones esculpidos cuyas fauces sostenían, asidos por unos aros de cobre, unos molinos de oraciones, el lama sTod Gling lo condujo a través de un dédalo de angostos pasillos con las paredes ennegrecidas por el humo de los cirios e impregnadas del mareante olor del incienso y de otro, indefinible, a cerrado.
Hasta el joven monje llegaba el murmullo amortiguado de las salmodias de sutras que penetraban en sus oídos desde las salas de oración pese al enorme grosor de los muros. De cuando en cuando el gong de un tambor puntuaba la oleada de fórmulas sacramentales de las que Cinco Prohibiciones no comprendía absolutamente nada, ya que eran pronunciadas por voces bajas y cavernosas que parecían proceder de ultratumba y que lo hacían estremecer como si fuera un niño al que alguien empuja hacia la oscuridad.
El ayudante de Pureza del Vacío no las tenía todas consigo cuando el lama, al llegar al extremo de un estrecho corredor, tiró de una cortinita de algodón fruncido impregnada de grasa de un color indefinible.
Detrás de la misma había un cuarto minúsculo ocupado por entero por un lecho sencillo.
Cinco Prohibiciones no pudo abstenerse de sentir un acceso de náuseas al ver el tambor arenero damaru, confeccionado con dos mitades de cráneos humanos unidos por el exterior y recubiertos de piel tensa que dominaban el centro de la mesita colocada en la cabecera de la cama. Los damaru más preciados eran los construidos con la mitad del cráneo de un muchacho y la otra mitad del de una joven. La unión de las dos mitades, una de varón y otra de hembra, simbolizaba la perfección de esos objetos utilizados en el curso de rituales secretos utilizados para acompañar el rezo de textos del chô, técnica de meditación de origen indio llamada del «corte» y que tenía como objetivo cortar la adhesión al «yo».
—¡Hete aquí un sitio donde podrás dormir! —soltó el lama dándole una manta.
Antes de que Cinco Prohibiciones hubiese tenido tiempo de interrogar al lama sTod Gling con respecto a aquel objeto aterrador, ya se había esfumado detrás de la cortina de seda.
Ahora pues, el joven monje volvía a estar solo en una celda del monasterio de Samyé.
De pronto se acordó de Derecho Delante y de que lo había dejado atado a un árbol de espino.
¿Qué sería del semental estrella del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales?
¡Había sido una verdadera locura dejarlo abandonado de aquel modo en plena noche!
Desde que había tomado la estúpida decisión de acudir al monasterio para practicar un reconocimiento, Cinco Prohibiciones no hacía más que acumular meteduras de pata y torpezas. No sólo había caído en la trampa que le había tendido el lama, quien le había sonsacado hábilmente su identidad, sino que había dejado olvidado el caballo a la intemperie cuando hacía un frío tan intenso que helaba las piedras.
¿Saldría y se ocuparía de poner al animal en lugar abrigado? ¡No, ni pensarlo! Tres veces como mínimo el lama había cerrado a doble llave las puertas que habían encontrado en aquel recorrido que le había obligado a seguir desde el porche hasta aquella celda.
Ahora se daba cuenta de que había caído en la trampa y se sentía furioso consigo mismo por haber revelado tantas cosas a aquel sTod Gling y haber eliminado, por tanto, cualquier posibilidad de conseguir sus propósitos...
¿Qué explicación daría a Pureza del Vacío, quien no podría hacer otra cosa que morderse las uñas al comprobar que había confiado en un estúpido como él, cuando compareciese ante su presencia y se viese obligado tal vez a anunciarle con toda franqueza que había perdido a Derecho Delante?
Sentía su espíritu recorrido por los más negros pensamientos. Estaba tan abatido y su fatiga era tan inmensa que acabó por echarse en el jergón y sumirse en un sueño profundo aunque agitado por sueños deprimentes de los que salía reencarnado en una libélula que una culebra verde se disponía a tragar con presteza tras haberla hipnotizado.
Posado en una hoja de nenúfar, Cinco Prohibiciones trataba en vano de emprender el vuelo para escapar al reptil cuando algo que se posó en su hombro lo arrancó brutalmente del sueño.
No se trataba de una culebra sino de la mano del lama sTod Gling, cuyos ojos lo contemplaban con dulzura.
—¡He tenido una pesadilla espantosa! Yo era una libélula a punto de ser devorada por una serpiente —farfulló el joven monje incorporándose.
Miró a través de la angosta ventana. Era noche cerrada.
—¡Es evidente! Estás bañado en sudor. Ahora tienes que levantarte. Has dormido cerca de tres horas. ¡Ya basta! —dijo el lama.
—¿Tan temprano empiezan aquí los cultos?
—No es a los cultos donde voy a llevarte. Tú y yo tenemos que hablar tranquilamente... —respondió el monje tibetano con aire de misterio.
A Cinco Prohibiciones no le llegaba la ropa al cuerpo.
Tenía la sensación de que su ánimo, por lo general tranquilo, comenzaba a zozobrar.
Ahora ya no le quedaba más que esperar lo peor. Incluso, ¿por qué no?, ver aparecer a los guardianes de las Cuatro Direcciones, llamados también los Cuatro Dioses-Reyes Lopkâpâla. Apostados en las esquinas del monte Meru y armados hasta los dientes, cada uno con su atributo especial, los había reconocido varias veces en las pinturas de los pasadizos y galerías que había atravesado. Estaba plenamente seguro de que, dadas las circunstancias, no dudarían en abandonar las mismas y en abalanzarse sobre él antes de arrojarlo en un calabozo donde lo someterían a tortura para hacerlo hablar...
—Vayamos a un sitio donde nadie pueda oírnos. Tengo que hacerte una proposición —añadió el lama sTod Gling indicándole que le siguiese.
Después de recorrer un nuevo dédalo de pasadizos, subido y bajado tramos de escaleras, estrechas unas y más anchas otras, atravesado un gran patio cubierto de gravilla y otro a continuación de tierra batida, fueron a parar a una sala de oración decorada con tal suntuosidad que Cinco Prohibiciones no pudo por menos de proferir un suspiro de admiración tan pronto como la hubo iluminado el lama al encender un gran candil de bronce.
En el fondo de aquella sala alfombrada de cojines de seda bordados con hilos de oro y plata y dispuestos para orar, vio un trono monumental instalado en una inmensa tarima semejante al escenario de un teatro.
Estaba parcialmente recubierto de brocado de seda ornado con el doble «diamante» o vajra, símbolo de indestructibilidad, sobre el cual se había bordado la cruz esvástica, símbolo de eternidad.
En la madera oscura del respaldo, que surgía de los pliegues de brocado como surge del suelo un vigoroso tronco de árbol, estaban esculpidas las seis paramitas o cualidades trascendentes que los fieles debían esforzarse en adquirir y practicar. Estaban representadas bajo la forma de los animales que las simbolizaban: el pájaro mítico Garuda, la generosidad (dhana); el genio de las aguas Naga, la ética (sila); el monstruo acuático Nakara, la paciencia (ksanti); el enano gnomo, el esfuerzo (virya); el león, el conocimiento (prajna); el elefante, la meditación (dhyâna).
—¿Quién se sienta en esta silla? —preguntó Cinco Prohibiciones, deslumbrado ante tanta riqueza.
—Como uno de los tres jefes supremos de la Santa Iglesia budista tibetana, nuestro Venerado Superior Ramahe sGampo es el único que tiene derecho a ocupar ese trono.
Cinco Prohibiciones abrió mucho los ojos.
La gran sala de oración del convento de Samyé estaba decorada con mucha mayor riqueza que aquellas en las que él recitaba sus sutras en Luoyang.
—Pero yo no te he traído aquí para que tus ojos se llenen de oro...
La voz del lama se hizo de pronto más grave, casi acuciante.
—En realidad, quiero proponerte un trato —dijo a Cinco Prohibiciones tendiéndole la mano abierta.
El joven monje vio en la palma de la mano del lama una llavecita de bronce que la llama de la lámpara de aceite que sostenía en la otra mano hacía relucir con vivos reflejos.
En el extremo del tubo de la llave distinguió una cabeza de demonio, la misma que había llenado de pavor a la monjita Manakunda.
—Es la llave de la reserva de libros de este monasterio. El Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura está colocado sobre la primera mesa, muy cerca de la puerta de entrada.
Cinco Prohibiciones se quedó mudo.
—Pero ¿qué he hecho yo para que me abras de ese modo el camino? —tartamudeó dirigiéndose al lama y sintiendo un nudo en la garganta.
—Sospecho que Pureza del Vacío te ha enviado aquí para recuperarlo —respondió, lacónico.
Cinco Prohibiciones, que iba quedándose lívido por momentos, hubo de preguntarse cómo podía leer sTod Gling con tanta facilidad en el corazón de los hombres.
El lama le hizo un gesto para indicarle que se acercara.
—Podrás cogerlo. Sólo que voy a pedirte una cosa como contrapartida.
—¿Qué?
—Llevarás un paquete que voy a confiarte.
—¿Qué contiene el paquete?
—Su contenido es tan precioso como el sutra redactado por tu maestro... —concluyó con aire de misterio el lama, el rostro pegado a la oreja del joven monje como si acabara de hacerle partícipe del más inconfesable y terrible de los secretos.
Ahora le tocaba al lama sTod Gling revelar a su interlocutor que acababa de surgir en él una sensación de angustia. De sobra se notaba, sin embargo, que era así a juzgar por la precipitación con la que había hecho esta proposición a Cinco Prohibiciones y por la forma brusca y rápida con que se la había expuesto, como si el esfuerzo para proponerle aquel trato fuera infinito pero no tuviera más remedio que proceder de aquel modo.
—¿De qué clase de paquete preciado se trata? Espero que lo que me propones no sea nada prohibido... —murmuró Cinco Prohibiciones con voz temblorosa.
—Esto es algo que no puedo decirte. Podrás abrirlo así que salgas de aquí. No encierra nada peligroso.
—¡Necesito detalles! —gimió el joven monje.
—No insistas porque es inútil. Lo tomas o lo dejas. Tienes que decidirte ahora mismo. Si te niegas, volverás a Luoyang con las manos vacías.
El tono del lama era decidido. La dureza de su expresión revelaba su inquebrantable resolución.
Cinco Prohibiciones, sin añadir palabra, tomó, pues, la llave de bronce de la mano de sTod Gling.
—Estaba seguro de que aceptarías. Créeme, Cinco Prohibiciones, no haces mal negocio. Por una parte, cumplirás con tu misión en condiciones irreprochables. Por otra, al hacerme este favor, harás un acto positivo que no dejará de mejorar el balance de tus karmas...
Así que llegaron al pesado portón atrancado con candado que guardaba la reserva de libros y tan pronto como Cinco Prohibiciones lo hubo abierto sin esfuerzo alguno con la llave de la cabeza de demonio, el lama le preguntó:
—Me gustaría saber qué habrías hecho para penetrar aquí si yo no te hubiese facilitado la llave: ese lugar es tan hermético como una cámara acorazada.
El joven monje, que ya estaba empezando a recuperar el ánimo, le respondió con la misma moneda:
—¡Deja que me guarde mis secretos!
La respuesta de Cinco Prohibiciones se le había escapado. En realidad, era casi una mentira.
La verdad es que no tenía ni la menor idea de cómo se habría apoderado del sutra de Pureza del Vacío sin la llave del lama.
Se prometió que, así que pudiera, haría aquella observación a su maestro de Dhyâna.
¡Sus razones tenían que ser muy imperiosas para encargarle tan inopinadamente una misión tan delicada como aquélla! A menos que considerase que Cinco Prohibiciones estaba dotado de las cualidades intelectuales y físicas necesarias para introducirse en una reserva cerrada con dos vueltas de llave y de apoderarse después de uno de los libros más preciosos sin saber a priori dónde se encontraba entre los millares de rollos que estaban allí encerrados y, finalmente, ser capaz de abandonar el monasterio de la misma manera subrepticia utilizada para entrar en él.
—¡Está allí, sobre la mesa! ¡Cógelo! —dijo el lama indicándole un estuche de bambú lacado.
Cinco Prohibiciones quiso abrir el estuche para comprobar que estaba forrado de seda roja. Así que hubo desplegado unas pulgadas del rollo y se hubo asegurado de que se trataba en efecto de la obra de su Venerable Superior, no pudo reprimir un suspiro de alivio.
No volvería a Luoyang con las manos vacías y Pureza del Vacío se sentiría orgulloso de su ayudante.
—¡Sígueme! Ahora que ya tienes el sutra, no me queda más que confiarte el famoso paquete del que te he hablado. Como verás, no es pesado...
—¡Ni siquiera eso! —bromeó el monje.
—Sí, de momento... —añadió misteriosamente el lama.
Desapareció unos momentos y volvió con una cesta cubierta con un paño que ostentaba la enseña del monasterio.
Así que tendió la cesta a Cinco Prohibiciones éste se apoderó de ella como quien ya no teme nada.
Aquella cesta de mimbre, parecida a las que se utilizan para guardar comida y se cuelgan de una viga para su mejor conservación, en realidad pesaba poco.
¿Qué debía de contener?
El joven monje miró de nuevo al lama.
En sus ojos oscuros de asceta, hundidos en lo profundo de las órbitas, no veía ya rastro de angustia ni la menor sombra de impaciencia, ni siquiera disimuladas, sino solamente aquella dulzura y aquella compasión que pocas horas antes, cuando el lama lo recibió en la entrada del monasterio, lo habían impresionado tanto.
Recordó entonces aquella frase que el maestro Pureza del Vacío gustaba de repetir a sus jóvenes novicios.
Era un resumen en pocas palabras que el gran maestro de Dhyâna ponía de manifiesto en el texto que figuraba escrito en aquel rollo que ahora Cinco Prohibiciones estrechaba contra su corazón:
Imaginad la compasión y la ternura con que el Bienaventurado Buda contemplaba a los seres humanos y haced después lo mismo que él. ¡Entonces os convertiréis un día en Buda!
Cinco Prohibiciones estaba ahora plenamente seguro: el lama sTod Gling era un hombre de bien a carta cabal y, si lo había dejado salir de la reserva de libros con el precioso Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura, era signo evidente de la importancia que tenía el favor que le había pedido como contrapartida.
El joven monje, que tenía en la mano izquierda la caja oblonga que contenía el estuche sagrado y, en la otra, una cesta cubierta con un paño que se había guardado muy bien de levantar, se sentía investido de una importante misión, pese a estar muy lejos de imaginar hasta dónde podría llevarle...
En el momento preciso en que se disponía a franquear el porche del monasterio, el lama le hizo signo de que esperara.
Para enorme sorpresa de Cinco Prohibiciones, volvió llevando, sujeto con una traílla, un enorme perro amarillo de las dimensiones de un becerro a través de cuyas fauces abiertas dejaba ver unos impresionantes colmillos.
—¿Crees que necesitaré este animal? —le preguntó Cinco Prohibiciones fuertemente sorprendido.
—Es una perra guardiana. Lapika está adiestrada para guardar rebaños de yaks. No se arredra ante nada. No teme al lobo ni al oso ni al leopardo de las nieves.
—Pero no...
—Créeme, te será útil. ¿No es verdad, Lapika mía? —dijo el lama sTod Gling a la perra, que no paraba de menear el rabo, mientras la acariciaba.
—¡Muchas gracias! ¡Te lo agradezco infinitamente, lama compasivo! Con Lapika, mi viaje de regreso va a ser mucho más fácil. ¡Qué Buda, el Bienaventurado, te bendiga!
Pero al mismo tiempo, mientras se deshacía en palabras de agradecimiento y de saludo, acompañadas de numerosas reverencias, el discípulo de Pureza del Vacío se preguntó por qué le habría confiado el lama, junto con la cesta de provisiones, aquella enorme perra de amarilla pelambrera.
Para viajar hasta Samyé no le había faltado nada.
¿Acaso la naturaleza, incluso en aquellas alturas, no era una verdadera despensa, sobre todo para un budista frugal como él, acostumbrado a alimentarse de raíces?
¿Por qué iba a ser diferente del camino de ida el de regreso? ¿Habría más osos, más leopardos de las nieves y más lobos de Samyé a Luoyang que de Luoyang a Samyé?
—¡Que Buda haga lo propio contigo! ¡Tendrás necesidad de su Luz protectora! Pero tengo confianza. ¡Estoy seguro de que arribarás a buen puerto! —murmuró sTod Gling con la voz tan baja que a duras penas Cinco Prohibiciones oyó sus palabras.
Justo cuando el lama sTod Gling cerró detrás de él la pesada puerta del monasterio, Cinco Prohibiciones no sospechaba en qué punto de su viaje le esperaban las sorpresas, agradables unas y desagradables otras...
¡No había llegado al final de sus penas!
7
OASIS DE TURFAN, RUTA DE LA SEDA
Oh, Bienaventurados Hijos de la Derecha, levantaos para dar las gracias al Santísimo Profeta Mani!
Ante aquellas palabras, la orquesta de arpas, laúdes, cítaras y flautas dejó bruscamente de sonar.
En medio del crucero, delante de la mesa de los Benditos, una especie de altar de mármol ovalado sobre el que estaban dispuestos varios platos rebosantes de tortas de trigo, vasitos y vino de uva, Cargamento de Quietud, en calidad de jefe de la Iglesia maniquea de Turfan, acababa de invitar a los fieles a agruparse alrededor de un enorme cirio encendido por uno de sus sirvientes llamado Punta de Luz.
Aquella piadosa asistencia, donde todos revestían una túnica blanca inmaculada, se disponía a celebrar el sacramento del banquete ritual reservado a los Elegidos.
Como ellos no eran más que Oyentes y éstos no estaban autorizados a asistir al Banquete Divino de los Elegidos, Cargamento de Quietud despidió a los tres hombres que habían dejado las fuentes cargadas de ofrendas al pie del altar.
Los huevos, las legumbres, las naranjas y los dátiles que habían traído representaban como mínimo un mes y medio de privaciones de las familias que habían hecho las ofrendas. Pero no por haber hecho aquellos regalos serían admitidas en el sanctasanctórum, allí donde tenía lugar la quintaesencia de la ceremonia que Cargamento de Quietud se disponía a celebrar.
Puesto que, en la Iglesia maniquea, los únicos que tenían verdadero derecho de ciudadanía eran los individuos consagrados. Y éstos estaban divididos en dos categorías.
En lo alto de la pirámide estaban los Elegidos, que también se llamaban los Santos. Más abajo de los Elegidos estaban los Oyentes, entre ellos el joven Punta de Luz, que eran en cierto modo sus ayudantes y, llegado el momento, tenían vocación de entrar a su vez en el reducido círculo de los Elegidos.
Vestidos siempre de blanco y distanciados del mundo, estos últimos aceptaban consagrar su vida a aquella religión extraña fundada por el babilonio Mani alrededor del año 250 de la era cristiana.
Debido a su condición, los Elegidos debían aplicar la regla de los Tres Sellos: el Sello de la boca, absteniéndose de consumir carne, sangre o vino, así como cualquier otra bebida fermentada aparte de la utilizada en las ceremonias; el Sello de la mano, evitando cualquier acto capaz de ofender la «Cruz de Luz» de la Iglesia; y finalmente, la Cruz del seno, vetándose toda relación sexual y, más particularmente, excluyendo toda veleidad de procreación con una mujer.
En el seno de la Iglesia de Luz, ya que así se llamaba la Iglesia maniquea, había varios grados de Elegidos.
En los tres grados más altos se reunían los miembros del clero: sacerdotes, obispos y maestros, cuyo jefe supremo, el «Maestro de los maestros», de quien dependían los demás, tenía su sede en Babilonia, la ciudad donde vivió el profeta Mani.
Ya que Mani, al igual que Cristo, después de pasar la vida predicando y haciendo múltiples revelaciones a sus discípulos, murió en medio de atroces sufrimientos.
Recibió la gracia de la revelación cuando tenía cuatro años en un templo de Ctesifonte y había conseguido que su joven religión fuese predicada libremente en el Imperio iraní.
Pero las autoridades civiles, ante el éxito de sus sermones y el fervor religioso de las multitudes que seguían sus huellas, decidieron que había que parar los pies a aquel profeta culpable e impedirle hacer aquellos discursos de día en día más sediciosos, por lo que lo condenaron a muerte después de un simulacro de proceso. Mani tenía entonces sesenta años y su religión ya se extendía por todo el Imperio parto.
La Pasión de aquel a quien también llamaban «el Iluminador» duró veintiséis días en la cárcel donde fue encerrado, cargado de cadenas, antes de morir de agotamiento. Fue decapitado después y su pobre cuerpo mutilado fue expuesto en la puerta de la ciudad de Bêlapat, en Susiana. Los fieles, movidos a piedad, recogieron lo que quedaba de aquel primer mártir de su propia religión.
Mani, pues, se había convertido, a ojos de sus adeptos, en el verdadero Sello de los Profetas, el que gozaba del insigne honor de cerrar la lista en la que podían encontrarse, por orden cronológico, personajes tan importantes como Adán, Zoroastro, Buda y Jesús.
Dentro de la jerarquía de los practicantes de aquella religión que, no sin dar muestras de generosidad, no dudaba en englobar todas las demás pero considerando que sólo ella era poseedora de la Verdad íntegra, el título más buscado era el de Perfecto, es decir, miembro de la comunidad de los seres regenerados, separados del mundo terrenal. Todos los que no tenían el rango de Perfectos se bautizaban como Débiles.
El maniqueísmo reposaba en el principio de la dualidad del Bien y del Mal, de la Luz y de la Noche, de la región del Norte (el Bien) y de la región del Sur (el Mal).
El Mal se materializaba en la existencia terrena, donde todas las desgracias de los hombres procedían del terrible «Príncipe de las Tinieblas». Cuando el alma humana se separaba de Dios para caer en la Tierra, estaba ineluctablemente ligada al Mal. Sólo existía Dios, el «Salvador-Salvado», para encaminarla por la vía del Bien. Y para encontrar a Dios, los hombres debían recibir su Luz Original tal como se le había revelado al profeta antes de consignar sus certidumbres en un Canon eclesiástico que reagrupaba siete libros, los más célebres de los cuales eran El Libro de los Gigantes y las Epístolas de Mani.
Ese día, cuando se disponía a partir el pan y a repartir el vino entre los Elegidos, Cargamento de Quietud tenía dificultades para fijar su atención en la bandejita de tortas de trigo así como en el suntuoso cáliz ornado de pedrería que acababa de traerle el joven Oyente Punta de Luz, expresamente autorizado en aquella circunstancia a asistir a la ceremonia.
Su semblante todavía era más sombrío cuando comenzó a escanciar el vino color rubí en los cubiletes dispuestos sobre el altar, antes de bendecirlos y de invitar a los demás Elegidos a congregarse a su alrededor y llevárselos a los labios.
El Maestro Perfecto estaba inquieto e incluso bastante molesto a consecuencia de las noticias recibidas antes precisamente de aquel oficio que, de pronto, le daba por celebrar de manera maquinal si bien procurando no aparentarlo.
Era realmente un terrible golpe de suerte, pensó en el mismo momento en que ofrecía al auditorio el relicario de marfil tallado en el colmillo de un elefante que guardaba en su interior un pedacito de piel del dedo índice izquierdo de Mani.
Todos los Perfectos, como un solo hombre, se echaron al suelo para venerar la santa reliquia, pronunciando cien veces el nombre de Mani hasta que los ecos de sus exclamaciones acabaron por dispersarse bajo la inmensa bóveda del santuario.
Cargamento de Quietud estaba tan turbado que olvidó prosternarse, lo que le valió ojeadas sorprendidas de parte de algunos de los hermanos más atrevidos.
Al volver a la sacristía, encontró a otro ayudante suyo, éste un sogdiano impúber de rostro atezado y cabellos negros y ensortijados, que le preguntó, ingenuo pero amable, si había algo que no marchaba como era debido.
—¡Mi pobre Ormul, si tú supieras! Punta de Luz y yo estamos a matar. Esta epidemia que se ha extendido por los criaderos de gusanos de seda supone para nosotros una verdadera catástrofe. De veras que no sé qué voy a decir al enviado del obispo Addai Aggai que me está esperando en mi despacho.
El Gran Perfecto maniqueo Cargamento de Quietud todavía parecía más pálido y macilento que de costumbre, ya que los largos ayunos a los que se obligaba —que los maniqueos llamaban el «ahogo del león», ya que según ellos era ese animal el que dormitaba en el fondo de su cuerpo y el que había que domeñar a fuerza de abstenerse de comer— le habían conferido una especial lividez...
A decir verdad, a fuerza de «domeñar el león», Cargamento de Quietud parecía un árbol reseco cuyos pies se hubieran convertido en raíces y cuyas manos fueran las extremidades de las ramas muertas.
En cuanto a su semblante, reflejaba a la perfección el hombre rebosante de espiritualidad y misticismo que era el Maestro Perfecto.
Incrustados en el fondo de unas órbitas excavadas en la osamenta escuálida de su rostro, sus ojos ardientes, vibrantes testigos del misticismo cuyo fuego lo consumía, traspasaban cuantas miradas se aventuraban a hacerles frente.
Se cumplirían diez años el próximo en que Cargamento de Quietud había puesto la primera piedra de su iglesia maniquea de Turfan.
El esplendor arquitectónico del edificio que era a la vez lugar de culto y sede episcopal en la pequeña comunidad de los Perfectos y de los Elegidos revelaba de inmediato su dinamismo y su prosperidad.
El edificio de plano centrado y octogonal, construido enteramente a base de piedras de caliza roja arrancadas de la cadena de los Montes Flameantes que muchos viajeros tomaban por una muralla en llamas, hasta tal punto reflejaban el calor de los rayos solares, tenía la forma de un cáliz invertido cuyos muros huidos hacia el cielo estaban taladrados por inmensos ojos a través de los cuales se colaba la luz del día.
Justo en el centro del edificio, que dominaba cual si fuera un paraguas, una bóveda acanalada descansaba sobre una elegante sucesión de retorcidas columnas de pórfido.
Allí, bajo tan suntuosa cúpula de estructuras sutilmente aracnaideas, era donde el Gran Perfecto Cargamento de Quietud procedía a la celebración del culto de la Iglesia de Luz.
Alrededor del octógono, los claustros y las columnatas unían entre sí pabellones que servían de dormitorio, sala de estudios y refectorio de los Perfectos.
En medio de un jardincillo cuidado con esmero y constelado de rosales, adosado a la sinuosa tapia que aislaba la comunidad maniquea del resto de la población, se levantaba una elegante mansión privada de ladrillo rosa cuyo porche de entrada estaba adornado con un friso que representaba la danza llamada de los «Cinco Leones» según se practicaba en la zona oeste, en las proximidades de la cuenca del río Tarim, oasis de Kucha.
Como este último, con el que por otra parte mantenía importantes relaciones comerciales, el oasis de Turfan ya era un importante lugar de paso en la Ruta de la Seda en el momento en que llegaron a él los maniqueos siguiendo el báculo de Cargamento de Quietud.
En el 626, el rey del oasis, que ostentaba entonces el título de «yagbu», envió a la corte del imperio de los Tang, en Chang An, un cinturón de oro adornado con más de «diez mil piedras preciosas».
El año siguiente el regalo fue una admirable trenza de oración fabricada con marfil trenzado, destinada, a manera de regalo de vasallaje, al emperador del Medio en persona por el propio yagbu. Había sido preciso, según contaban, que un artesano trabajara en ella más de tres años para trenzarla y tallar en laminillas más finas que juncos los tres colmillos de elefante necesarios para confeccionarla.
El oasis de Turfan, que ostentaba el sobrenombre de «Brillantísima Perla del Desierto», estaba situado a casi novecientos li al noroeste de Dunhuang, en el itinerario septentrional de la Ruta de la Seda, y seguía siendo protectorado chino.
Sus habitantes se ocupaban principalmente en el comercio del algodón, del alumbre y de la sal. Entre los numerosos puestos, sólo algunos mercaderes disponían de objetos de vidrio fabricados en Occidente que los chinos llamaban «liuli» y que vendían tan sólo —aunque a precios exorbitantes— a cambio de trozos de seda preciosa.
Así, trocando el vidrio de los romanos por la seda de los chinos, juntaban los dos extremos de aquella cadena comercial a través de la cual, todavía durante siglos, se produciría un extraordinario intercambio entre dos mundos, Occidente y Oriente.
En medio de aquel rosario de oasis, en el que se pasaba de una civilización a otra a través de etapas distintas, a la manera del espectro de los colores de un arco iris, Turfan era digno del sobrenombre que llevaba.
La Perla del Desierto no era más que una simple etapa comercial. Era célebre también por su «Lago de Luna», situado a dos días de marcha de la ciudad, pequeño mar de agua salobre que fascinaba a los viajeros por la costra de sal que bordeaba sus orillas, como si fueran de hielo, cuando aquél era un lugar donde, en verano, el calor era sofocante.
Para el viajero extenuado que llegaba al oasis de Turfan después de atravesar extensiones de arena donde las dunas se sucedían interminablemente, tanto para los ojos como para la boca constituía un verdadero regalo.
Los ricos mercaderes y los monjes budistas se habían procurado, a pesar del desierto, los medios materiales necesarios para la construcción de suntuosos edificios que dieran testimonio de su importancia económica o espiritual y que convertían la población en un verdadero conservatorio de la arquitectura religiosa.
En medio de tanta grandeza traducida en piedra y ladrillo, tan pronto desnudos como formando geometrías o bien cubiertos de estucos sabiamente esculpidos, el rojizo octógono de la Iglesia de Luz no desmerecía cuando el sol, al tiempo que calentaba sus piedras, lo encendía con el color de las brasas.
En el barrio comercial, las familias patricias no dudaban en exponer en la puerta de sus moradas tapices de seda y de excelente lana de vivos colores a manera de aderezos de piedras preciosas multicolores.
Delante de los monasterios budistas, provistos de pagodas de diversas alturas, se acumulaban, en jarrones de plata en forma de flor de loto, flores y frutas destinadas a ofrendas.
En las calles de aquella ciudad animada por el comercio y el tránsito, se oía hablar sogdiano, tokhariano, tibetano, sánscrito y, por supuesto, chino.
Al pie de inmensos palmerales, viñas y vergeles producían frutos cuyo renombre se extendía hasta la corte de los Tang. Su riego suponía un temible problema para las autoridades locales, que habían acabado por adoptar el sistema de los pozos «karez». Dichos pozos recogían el agua de fusión de los glaciares de las montañas situadas a centenares de li del oasis, hasta donde llegaban mediante conducciones subterráneas excavadas por esclavos. Gracias a tan denodado trabajo, los habitantes de Turfan habían logrado arañar día tras día un poco de desierto para transformarlo en jardín.
Y así, a principios de todos los otoños, los primeros racimos de una uva firme y sin huesos, conocida con el nombre de «teta de yegua», era transportada por una caravana hasta la corte de los Tang.
Y por aquella uva, dorada como el ámbar y azucarada como el turrón de miel, se pirraba la nueva emperatriz Wuzhao.
Pero Turfan no sólo producía frutas y hortalizas.
La Perla del Desierto exportaba también, de forma totalmente ilegal, una mercancía todavía más preciada.
Ninguno de sus habitantes, sin embargo, salvo algunos Perfectos de la Iglesia de Mani y el joven Oyente Punta de Luz, lo sabía.
De hecho, aquella mercancía, teniendo en cuenta el estatuto jurídico que se le aplicaba en China y que se hacía extensivo a Turfan, por ser uno de sus protectorados, sólo podía producirse clandestinamente y con un despliegue de precauciones destinadas a evitar que se propalase el hecho.
Se trataba de un producto que fabricaba un minúsculo gusanillo negro que tenía el grosor de un hilo. Aquel gusanillo multiplicaba su peso en un mes por diez mil cambiando varias veces de envoltura hasta acabar adquiriendo un color grisáceo. Colocado después sobre montones de paja, atiborrado de hojas de morera, ya podía iniciar sus cuatro mudas sucesivas. Se convertía entonces en gusanillo hilandero, transformado así en extraordinaria fábrica gracias a unas glándulas que segregaban un filamento de fibrina recubierto de unas sericinas llamadas gres que servían para fabricar el capullo. Terminado éste, el gusano se transformaba en crisálida. Y entonces podía ocurrir una de dos cosas: o la crisálida había tenido tiempo de producir el líquido capaz de ablandar el gres, lo que iba a permitirle salir del capullo en forma de mariposa que se acoplaría de inmediato con un congénere, con lo que el hilo de seda, al romperse, sería inutilizable, o bien la crisálida moriría, escaldada, dentro del capullo, dejando entonces intacta la maravillosa sustancia filamentosa que podía llegar a superar un kilómetro de longitud.
Así pues, el hilo de seda sólo existía al precio de sacrificar la crisálida y la que se guardaba viva era para cubrir las necesidades de reproducción de los gusanos.
Se trataba de una seda de calidad incomparable. Cargamento de Quietud, después de largos meses de titubeos y a fuerza de mucho empeño, había conseguido hilarla.
Aquel hilo más fino que un cabello, tan blanco como el hielo de donde procedía el agua de los pozos karez y más brillante que un rayo de luna, se había convertido para el Maestro Perfecto maniqueo en el nervio de su guerra santa.
La idea de instalar un criadero de gusanos de la seda y una hilandería clandestina se le ocurrió al percatarse de los precios astronómicos exigidos por la administración china de la seda a los mercaderes que aspiraban a procurarse aquel bien precioso como el oro, la esmeralda y el diamante.
Plinio, el historiador romano, había escrito que la seda se obtenía «recogiendo la pelusa de las hojas después de echarles encima mucha agua»; el filósofo Séneca no se había privado de ensalzar aquel extraordinario material y se extasiaba ante la transparencia de las «togas de vidrio» y las vestiduras de seda vaporosa que llevaban ciertas damas riquísimas «de quienes no se habría podido jurar sinceramente que no iban desnudas», según decía.
Hacía, pues, casi ocho siglos que la seda se había convertido en objeto de una inmensa admiración y de un comercio tan lucrativo a lo largo de aquella Ruta a la que había terminado por dar nombre.
Hacía ocho años que Cargamento de Quietud había llegado a Turfan cuando imaginó el medio de hacer que la Iglesia de Luz pudiera aprovecharse de aquel enorme caudal de riquezas.
Ya empezaba a calcular la cantidad de medios que serían necesarios para la construcción de los edificios eclesiásticos que fueran dignos de las ambiciones de su Iglesia. Los subsidios enviados una vez al año por la sede de Babilonia bastaban apenas para alimentar a los Elegidos.
Era preciso, pues, que encontrara otra cosa.
La producción clandestina de hilo de seda suponía para la Iglesia de Luz la seguridad de poder levantar un templo que demostraría a las otras religiones practicadas en Turfan la potencia del maniqueísmo. La religión vencedora de aquella época era el budismo y el número de sus adeptos aumentaba de día en día. Pero era una religión que los maniqueos no dudaban en considerar una vulgar herejía de la doctrina revelada por el Gran Profeta Mani, por entonces perdonable, ya que veían en éste al verdadero sucesor del Buda.
En la Ruta de la Seda, las creencias y las religiones se comparaban entre sí de forma parecida a los caballos de carreras y cada una procuraba tener las bazas necesarias para hacer avanzar a sus peones.
Era evidente que, para ganar, había que ser más fuerte que los demás, pero lo importante era demostrar que uno era el más fuerte. Por ello, en aquel certamen de poder, la ventaja estaba a favor del más rico y podía ofrecer a los recién convertidos las garantías económicas más solidas y, de manera especial, al que fuera capaz de exhibir los fastos de su poderío levantando los edificios más grandiosos al culto de sus dioses.
Así pues, la seda clandestina era, desde hacía dos años, para la Iglesia de Luz, la verdadera ganga que le había permitido levantar el espléndido edificio de piedras rojas que provocaba la admiración del mundo.
A fin de iniciarlo en el arte de la cría del bómbice y del vaciado del capullo, Cargamento de Quietud encargó a Punta de Luz una misión secreta: lo envió a Chang An con intención de que observara cómo procedían las hilanderías imperiales.
El atractivo físico de aquel joven Oyente, cuyos penetrantes ojos azules daba gozo mirar y cuyos negros cabellos recogidos en un moño brillaban como la seda, no era apenas nada comparado con su inteligencia, de haber sido posible medir ambas cosas con el mismo rasero.
Kucheano de origen, Punta de Luz, cuya familia se había convertido hacía dos generaciones al maniqueísmo, hablaba unos diez dialectos del Asia central y chapurreaba muy dignamente, a semejanza de la mayoría de sus congéneres del pequeño reino de Kucha, el sánscrito, el chino y también el tibetano.
Aquel joven tenía el temple de los que no se asustan ante la perspectiva de un largo viaje y, cuando se terciaba, hacía de intérprete del Gran Perfecto.
Así pues, no puso mala cara cuando Cargamento de Quietud lo expidió en misión ultrasecreta a la China central.
Una vez allí, el astuto Oyente, tras haber aprendido rápidamente los rudimentos más necesarios del chino, consiguió infiltrarse en el Templo del Hilo Infinito, la más grande de las hilanderías imperiales de la capital de los Tang. Seguidamente, obligado por la necesidad de la muy noble y discreta causa que servía, el joven sedujo a una hermosa obrera que respondía al dulce nombre de Luna de Jade. Y Luna de Jade, que se había enamorado perdidamente de Punta de Luz, se fue de la lengua. Después de unas cuantas noches tórridas pasadas en sus brazos, le dijo todo lo que Cargamento de Quietud deseaba saber: que había que sumergir el capullo en agua hirviendo para matar la crisálida, limpiarlo después a mano y cocerlo a cuarenta y ocho grados y finalmente devanar el hilo sin romperlo.
Así fue como el joven Punta de Luz volvió a Turfan llevando en el zurrón dos capullos y tres voraces orugas de Bombyx mori pegadas a tres retoños de morera, y sobre todo una buena provisión de huevos cuyo transporte no corría ningún riesgo dado que todavía se encontraban en su periodo de reposo, que duraba diez meses terminada la puesta.
Pero además el Oyente informaría del procedimiento indispensable para la fabricación de aquella mercancía tan cara capaz de enloquecer a una mujer.
¡La seda!
No había materia más preciosa que ésta. Más preciosa aún que el oro, puesto que era mucho más rara que el metal amarillo e incluso que las especias, ya que éstas sólo precisan cultivarse, como tantas plantas aromáticas, o simplemente cogerlas cuando crecen en estado silvestre.
La seda era tan misteriosa como difícil de fabricar. ¿Cómo era posible que unas simples larvas fueran capaces de transformarse en obreras tan dotadas y sutiles y que fabricasen un hilo de longitud tan inaudita?
Y sobre todo, la seda era tan suave al tacto y luminosa a la vista que, en la China central, su país de origen, se decía que había sido el mítico Emperador Amarillo quien, después de haber inventado miles de años antes no sólo la escritura y las matemáticas, sino también la medicina y los palillos para comer, había hecho a su pueblo el suntuoso regalo del arte de fabricar y tejer la seda...
Esa tela, más fina que la piel de una mujer, hacía que éstas perdieran la cabeza por ella.
Circulaban innumerables historias sobre sublimes princesas sogdianas o bactrianas dispuestas a ceder a las proposiciones de mercaderes chinos hirsutos que hedían a macho cabrío a cambio de un retal de tan exquisita tela, material que adoraban y con el que les encantaba cubrirse el pecho y envolvérselo en aquella nube de dulzura... o sobre reinas parsis, tan ávidas como desprovistas de escrúpulos, que incluso habían sido capaces de trocar a una de sus hijas por un reino enemigo con tal de procurarse, además, una pequeña cantidad de aquella seda.
Punta de Luz, entretanto, no se había contentado con informar a Turfan de los ingredientes y la receta de aquel plato tan particular.
Al regresar tenía la cabeza llena de un recuerdo tan delicioso como imperecedero y, sin embargo, inconfesable, especialmente al Perfecto Cargamento de Quietud.
Era un secreto tan íntimo que descartaba la posibilidad de compartirlo con nadie, en el seno de la Iglesia de Luz, debido a su condición de Oyente con vocación de ser un día Perfecto, circunstancia que le imponía la castidad y la obligación de no tocar jamás, ni siquiera rozarla, la piel de una mujer.
Así pues, cuando el Perfecto le preguntó cómo se había procurado los capullos, los huevos y las moreras, se guardó muy bien de hablarle de Luna de Jade.
—He tenido suerte, eso es todo. Me ha protegido Mani. Tenía el Bien a mi lado y el Mal estaba ausente —se contentó con responder.
—Dado el buen resultado de tu gestión, voy a encargarte del resto de las operaciones. ¡Que el Gran Mani te guarde con su Divina Luz! —exclamó Cargamento de Quietud cuando Punta de Luz terminó de darle cuenta de su estancia en la capital de los Tang y le explicó con todo lujo de detalles todas las etapas comprendidas entre el huevo y la crisálida.
—En Chang An hacen devanar los capullos exclusivamente por mano de mujeres. Los chinos creen que hay que ser de esencia Yin para realizar correctamente esta operación. ¿Qué tengo que hacer ahora? —terminó por preguntar, algo molesto, Punta de Luz a su maestro.
En realidad, salvo en el santuario principal, ninguna mujer estaba autorizada a penetrar en el seno del recinto de la Iglesia de Luz, por lo que Punta de Luz se dijo que tal vez había llegado el momento de hacer que viniera a Turfan la bella chinita que había tenido que dejar.
—¿Las manos de un Perfecto valen menos que las de una mujer? Yo te indicaré a tres Perfectos en quienes tengo la máxima confianza y que podrán desempeñar a la perfección esta tarea —le replicó con aire severo el Maestro Perfecto a su joven Oyente.
Punta de Luz, apenado y decepcionado, no pudo hacer otra cosa que inclinar la cabeza.
Cargamento de Quietud no era hombre capaz de dejarse manipular fácilmente, sobre todo tratándose de un asunto tan importante para él, ya que estaba en juego el porvenir de la causa a la que había consagrado su vida y su persona.
Después de sopesar atentamente los pros y los contras, Cargamento de Quietud decidió que la Iglesia de Luz de Turfan se ceñiría a la producción de capullos y a devanar el hilo de seda dejando a otros, más competentes, la tarea de proceder a tejerlo.
En efecto, esta labor requería tecnologías específicas, telares, barreños para el teñido y tendederos para el secado, cosas todas que exigían espacio y que no era posible instalar discretamente en los invernaderos que la Iglesia de Luz poseía en Turfan, a un tiro de piedra de su santuario, donde pensaba instalar el criadero de gusanos.
Tenía, pues, la necesidad absoluta de encontrar una salida al hilo de seda y llegar a un acuerdo con un socio fiable, el cual se encargaría de hilar y teñir el producto acabado antes de expedirlo al circuito comercial.
Pero si la primera fase del plan había sido fácil de realizar gracias a la eficacia de Punta de Luz, la segunda se reveló delicada.
El socio que buscaba debía ser, efectivamente, tan fiable como discreto, lo que equivalía a decir un pájaro raro.
Aparte de competente en el plano técnico, a fin de que la calidad de la tela estuviese a la altura de la calidad del hilo, tenía que ser persona de fiar, puesto que en caso de doble juego y de que se propalase el rumor de la producción clandestina, pondría en peligro la misma existencia de la Iglesia de Luz de Turfan.
Cargamento de Quietud, por tanto, debía andarse con grandes precauciones.
Después de haber examinado el problema por todos lados, el Maestro Perfecto de la Iglesia de Luz terminó por convencerse de que lo más pertinente era buscar un comparsa para quien el tejido y la salida de la seda revistiesen el mismo grado de necesidad e importancia: era preciso que, para uno y otro, el asunto fuese una auténtica cuestión de supervivencia y que sus respectivas suertes, en este asunto, estuviesen indefectiblemente unidas.
Esto suponía, en realidad, que el socio debía estar en una situación comparable a la de la Iglesia de Luz, una situación de áspera lucha por la propia supervivencia en un medio hostil y un compromiso en el difícil combate de una propagación religiosa que no se podía dar por sentada.
Y vistas las cosas desde este ángulo, ¿no era en el este, preferentemente, donde había que buscar, zona de aquellas Iglesias misioneras que habían conseguido implantarse en los oasis de Hami o de Dunhuang?
Sin duda que esto tendría la ventaja de permitir que la mercancía saliese más fácilmente hacia la China, es decir, hacia el punto de partida del comercio de la seda, el mismo seno de su mercado principal.
Una vez allí, bastaría con arreglárselas para conseguir que en las piezas perversas se estampase el sello oficial de la administración sericícola y entonces la mercancía ya podría salir hacia la otra dirección, siguiendo la Ruta de la Seda, pero provista del precioso pasaporte que borraría de forma definitiva su origen clandestino.
Después de haberse informado debidamente, Cargamento de Quietud llegó a la conclusión de que el socio ideal sería el obispo nestoriano de Dunhuang, Addai Aggai.
No había duda de que, pactando con el nestoriano, el maniqueo se privaba por adelantado de toda rivalidad frontal con la Iglesia siria, cuyo avance en dirección a la China era, en aquella época, algo más impetuoso que el suyo.
La sede de Babilonia anhelaba ardientemente que Cargamento de Quietud, en aquella carrera de fondo hacia la China en la que estaban enzarzadas las dos Iglesias, hiciera morder el polvo a aquella rival nestoriana que los monjes budistas, poco familiarizados con aquellas religiones que ya calificaban de «occidentalizantes», tenían marcada tendencia a confundir con la Iglesia maniquea.
Pero no tenía opción.
En Babilonia no era posible juzgar las reales necesidades de los que estaban en la parte delantera, a los que se permitía más o menos que salieran del atolladero.
Fue, pues, él por sí solo, sin dignarse pedir su parecer a sus propias jerarquías religiosas, quien tomó la decisión de ponerse en contacto con Addai Aggai.
Después de todo, ¿no era mejor estar en buenos términos con los nestorianos, evitar rivalidades inútiles, agotando sus fuerzas respectivas, reforzándose hasta «el asalto final», momento en que los maniqueos serían lo bastante poderosos para obtener del poder imperial chino la autorización oficial para fundar una iglesia en su capital central de Chang An o, en caso de no ser posible, en la capital oriental de Luoyang? Entonces cada uno podría recuperar su libertad frente al otro.
Addai Aggai consideró al principio con desconfianza a Cargamento de Quietud cuando fue a Dunhuang para proponerle aquella alianza.
—Mi gestión es la prueba de mi total buena fe. ¡En estos parajes, no somos más que lagunas frente al mar del budismo! —se quejó Cargamento de Quietud.
—En resumen, lo que me proponéis es que hagamos juntos un trecho del camino... —le replicó el nestoriano con aire soñoliento.
—Nuestras Iglesias respectivas, pese a conservar sus creencias, sólo conseguirán beneficios. Gracias al dinero de la seda, vos y yo ganaremos unos años preciosos...
—¿Cuáles podrían ser las condiciones de este acuerdo?
Al oír aquellas palabras, Cargamento de Quietud comprendió que tenía ganada la partida.
—Os propongo que vayamos a medias en todo, tanto en los costes como en las ganancias —se apresuró a responder.
Y a partir del momento en que se selló el pacto entre las dos Iglesias, sus jefes de fila sólo tuvieron razones para felicitarse.
La complementariedad se reveló perfecta entre maniqueos y nestorianos.
La seda clandestina era de tan alta calidad que, dada la penuria de la situación, no tuvo ninguna dificultad para introducirse en el mercado chino. Los trozos de tela llegaban a Chang An envueltos en fardos de grosero algodón y, desde allí, gracias a la comunicación boca a oreja, sin dejar en saco roto el señuelo de la ganancia, no tardaban en situarse en las estanterías de los mercaderes del barrio de la seda. El dinero entraba a paletadas y, para gran satisfacción de Addai Aggai y de Cargamento de Quietud, buena parte del mismo iba a parar a Dunhuang y a Turfan.
Esto indica que aquella epidemia que impedía al bómbice emerger de su larva era francamente adversa para los dos aliados momentáneos. Desde hacía dos meses no se había podido tejer en Turfan ni una sola pulgada de hilo de seda. Addai Aggai, por su parte, falto de suministros, estaba rematando existencias. No tardaría en finalizar el suministro clandestino de trozos de tela y entonces se vendría abajo toda la hilandería, aparte de que se incurriría en el riesgo de provocar la divulgación del hecho.
—Ordena venir a Punta de Luz. Quiero que asista a mi entrevista con el enviado de Addai Aggai —anunció Cargamento de Quietud a Ormul, terminados los preparativos de la sacristía.
El Maestro Perfecto estaba particularmente nervioso e inquieto cuando hizo su entrada en el despacho donde ya lo estaba esperando el joven Oyente Punta de Luz acompañado del nestoriano. Para matar el tiempo, los dos hombres estaban probando la solidez de un hilo de seda inmaculado, arrollado en una bobina que Punta de Luz había ido a buscar al taller de la hilandería.
—¡Oh, Diakonos!, ¿cómo está mi eminente colega, el obispo nestoriano Addai Aggai? —dijo en tono de falsa jovialidad Cargamento de Quietud.
Con aquella elegancia que acompañaba el menor de sus gestos, acababa de rozar los dos puños de aquel Diakonos, un hombre de baja estatura y piel curtida por el sol que ostentaba la cruz nestoriana sobre un manto amarilleado por el polvo de la arena y que acababa de doblar la rodilla ante él en señal de consideración y respeto.
—Gracias a Dios, Addai Aggai está en buen estado de salud y os envía sus más afectuosos saludos al tiempo que desea una excelente marcha a la Iglesia de Luz. Sin embargo, está inquieto y estoy seguro de que no han de sorprenderos las razones de su inquietud —dijo Diakonos yendo directamente al grano.
—Punta de Luz es testigo de los hechos. ¡Lástima y tres veces lástima! La epidemia que afecta a nuestros queridos gusanos de la seda ha sido tan súbita como asoladora. Los insectos se quedan resecos y renegridos, no son ya aquellos bellísimos gusanos blanquecinos que segregaban la preciosa sustancia que tanta falta nos hace... ¡Hace quince días que no tejen un solo capullo! —exclamó el Maestro Perfecto.
Toda su jovialidad lo había abandonado, ya no trataba de disimular siquiera su consternación a Diakonos.
—Sospechábamos que había surgido algún problema, pero de aquí a imaginar una catástrofe de tales dimensiones hay un gran trecho —reconoció, desorientado, Diakonos.
—Esta mañana ha muerto el último bómbice y ya no dispongo de crisálidas en fase de transformación en mariposas destinadas a fecundarse —añadió, cabizbajo y con voz temblorosa, Punta de Luz.
El joven kucheano no se atrevía siquiera a afrontar la mirada de Cargamento de Quietud.
—¡Me estás anunciando un verdadero desastre! ¡Y yo que me figuraba que siempre dispondríamos de capullos aptos para la reproducción! —se lamentó Cargamento de Quietud.
—He comprobado que estas últimas crisálidas tampoco habían resistido los estragos de la epidemia —murmuró Punta de Luz.
—¿Significa esto que todos nuestros esfuerzos se van a pique y que, en el inmenso Imperio chino, ya no volveremos a ver una sola pieza de seda producida en Turfan y tejida en Dunhuang? —preguntó Diakonos, no sin imprimir cierto énfasis a la frase y en un tono a la vez desesperado y grandilocuente.
—Como nos quedemos sin gusanos, me temo que vamos a necesitar como mínimo diez meses antes de volver a disponer de hilo, es decir, el tiempo necesario para asegurarnos de que los huevos que están en reposo se encuentran en buen estado, lo cual no comprobaremos hasta el momento de su eclosión y después de haber procedido a un ligero calentamiento en la estufa apropiada... —gimió Cargamento de Quietud.
—Maestro Perfecto... el hecho es que, desde esta mañana, ya no se trata de un problema de calidad de los huevos.
—¿Qué quieres decir con esto? —exclamó el Perfecto, enloquecido por la angustia.
—La verdad es que... ¡en fin!... que en todo el criadero no queda un solo insecto vivo. Las larvas están duras como vainas de habichuela, los gusanos no se mueven y los huevos parecen granos de arena negruzcos cuando, en condiciones normales, pasan del amarillo al gris después de la puesta y siguen de este color durante todo el periodo de reposo —declaró el Oyente con voz monocorde.
—Si lo he entendido bien, los huevos también están muertos —bisbiseó Diakonos, aterrado.
El Maestro Perfecto, de ordinario parco de gestos e inmóvil como las estatuas de los bajorrelieves de estuco que adornaban su iglesia, se sentía tan desvalido que comenzó a retorcerse las manos como un joven Oyente a quien, por error, hubiesen impuesto un periodo de ayuno de cuarenta días reservado a los Elegidos veteranos.
—El obispo Addai Aggai contaba con importantes entradas de dinero a final de año. Nuestras reservas actuales de hilo nos permitirán aguantar tres meses, no más. Un tiempo insuficiente para permitirnos realizar nuestro proyecto de establecimiento de un puesto avanzado nestoriano —le murmuró Diakonos.
—¡Un puesto avanzado de la Iglesia nestoriana! ¡Veo que Addai Aggai no pierde el tiempo! ¿Y dónde pensaba instalarse tu impaciente obispo? —preguntó Cargamento de Quietud, intrigado ante aquella especie de confesión que acababa de hacerle el enviado del nestoriano.
—Justo antes de la Puerta de Jade...
Jiayuguan, la Puerta de Jade, situada al este de Dunhuang en la ruta de Chang An, era considerada, tal como indicaba su nombre, el «portal» oficial que daba entrada al Imperio chino.
Situada idealmente en la Gran Muralla, a modo de lugar de paso por el que transitaban hombres, religiones, ideas, seda, objetos de vidrio, alfombras preciosas y especias, desde la dinastía de los Han,15 Jiayuguan hacía las veces de puesto fronterizo oficial en el imperio del Medio.
Era una plaza fuerte rodeada de murallas almenadas y flanqueada de altas torres de vigía desde las cuales no podía escapar al ojo acerado de los guardianes que estaban apostados en ella día y noche ningún indicio, por ínfimo que fuera, de tránsito animal, humano o de mercancías que emprendiera el camino de la Ruta de la Seda.
La plaza fuerte, en efecto, impedía el paso formado por el corredor de Hexi, que, en aquel lugar, se estrechaba de manera singular. Era un lugar donde se habían instalado importantes contingentes de aduaneros que se encargaban de registrar las caravanas que, en todos los casos y cualquiera que fuera el sentido de la marcha, debían pagar un derecho de peaje.
Si uno, por razones evidentes, quería evitar pasar por la Puerta de Jade, como era el caso de los transportistas de la seda clandestina de Cargamento de Quietud y de Addai Aggai, era preciso que, antes de llegar, girara hacia el norte y siguiera avanzando a lo largo de los contrafuertes negruzcos de los montes Mazong de la Crin de Caballo, cuyas paredes de pizarra azulada eran tan resbaladizas en épocas de lluvia que había que esperar el regreso del sol para seguir camino adelante sin romperse la crisma.
Además del hecho de acercar un poco más el nestorianismo al centro de gravedad del poder chino, Addai Aggai había pensado acertadamente que la implantación de una iglesia nestoriana en la Ruta de la Seda, un poco antes del puesto fronterizo, contribuiría a facilitar aquellas expediciones peligrosas y haría menos delicada la travesía de los macizos del Mazong.
Después de dos días de marcha por un sendero pedregoso recorrido por los rebaños, uno acababa por encontrarse en otro ramal de la Gran Muralla, que, en aquel punto, se reducía a un murete de tierra seca apenas superior a la altura de un hombre, en un flanco del cual se habían dibujado unas junturas que pretendían crear la ilusión de que había sido construido con ladrillos.
A uno y otro lado del muro-frontera, más simbólico que operativo en un paraje tan desértico como aquél, donde no tenía ninguna utilidad, puesto que allí lo único que se podía repartir era piedras y arena, había rebaños de corderos y cabras que pastaban tranquilamente y cuya única actividad aparente era pastoril.
Pero no eran sólo los pastores que lo escalaban y lo cruzaban, según sus necesidades, un pie en el imperio y el otro fuera de él, quienes sabían que aquel paso desviado también era utilizado por los contrabandistas de todo pelo. Numerosos bandidos, empujados por su deseo de afrontar a los temibles demonios que, según decían, lo poblaban y que el viento del desierto de Gobi tal vez impelía hasta allí, merodeaban también por aquellas montañas hostiles y observaban los convoyes clandestinos de mercancías.
El pequeño convoy de nestorianos que transportaban hasta la China central la seda hilada por los maniqueos iba armado hasta los dientes.
Llegar a la Muralla de falso ladrillo significaba que habían burlado la Puerta de Jade, por lo que entonces soltaban un primer suspiro de alivio.
Y sin embargo, todo estaba por conseguir.
Todavía tenían que caminar tres días y evitar cuidadosamente las patrullas de la policía china que acosaban a los traficantes hasta encontrar finalmente la Ruta de la Seda y, desde allí, volver a situarse en la hilera continua de caravanas, cada vez más numerosas a medida que iban acercándose a la capital de los Tang.
—Antes de la Puerta de Jade... —dijo, pensativo, Cargamento de Quietud, después de lo cual añadió—: La idea de Addai Aggai no está nada mal, en efecto.
—Convendréis conmigo que, dadas las circunstancias, tanto para nosotros, los de Dunhuang, como para vosotros, los de Turfan, la epidemia mortal de los bómbices ha sobrevenido en el momento más inoportuno —se lamentó Diakonos.
—Por desgracia, de momento no tengo ninguna solución a mano —concluyó el Perfecto con una expresión que iba ensombreciéndose por momentos.
Como no se restableciera prontamente aquel lucrativo tráfico, aquellos años iban a ser, para las dos Iglesias, de pérdidas, agotamiento de reclutamientos y, sobre todo, imposibilidad de progresar en su cruzada religiosa, sin olvidar las cuentas que uno y otro deberían presentar a sus autoridades respectivas cuando les anunciasen el fracaso de la misión que les habían confiado.
El comercio clandestino de la seda seguía siendo la indispensable piedra angular de los edificios y de los sueños que habían alimentado tanto Cargamento de Quietud como Addai Aggai.
—¡Di a Addai Aggai que me comprometo, en nombre del propio Profeta Mani, a hacer lo imposible para salir de la desastrosa situación en la que nos encontramos! —murmuró Cargamento de Quietud al enviado especial del obispo nestoriano.— ¡Ah, me olvidaba! —prosiguió—. He mandado preparar el vino de misa habitual para tu obispo.
E indicó un barrilete de madera reluciente cuya tapadera estaba sellada con cera.
—Punta de Luz —ordenó—, ayuda a Diakonos a llevarlo, por favor, ya que es muy pesado.
Cuando el joven Oyente volvió al despacho del Gran Perfecto, lo encontró paseándose de un lado a otro mientras mordisqueba, nervioso, la pluma de ave que utilizaba para escribir.
—¡No veo más que una solución, mi querido Punta de Luz! Y es que vuelvas a Chang An... y traigas un puñado de capullos y de larvas. ¿Tú qué dices?
—¡No hay problema! ¡El camino es fácil cuando ya se ha recorrido una vez! Sé dónde no me será difícil encontrar lo que necesitamos —respondió, entusiasmado, el joven kucheano.
Cargamento de Quietud, al fijarse en el rostro radiante de Punta de Luz, bendijo la suerte de disponer de un Oyente valeroso y lleno de ímpetu como aquél, que no sólo no se arredraba ante la peligrosa misión de ir a buscar los preciados insectos a Chang An, sino que incluso se sentía poseído de una contagiosa alegría.
—¿Cuándo salgo? ¿No será mejor partir cuanto antes?
—Sí, cuanto antes.
—¡Desde mañana mismo estaré a punto!
—Aprovecharás para informarte discretamente de las condiciones exactas en que han puesto en el mercado nuestra producción de seda nuestros amigos nestorianos... Hace mucho tiempo que tengo ganas de saberlo —añadió Cargamento de Quietud con cierto aire de desconfianza.
—Parece que tenéis alguna duda... ¿Qué teméis? ¿Que los nestorianos hagan de las suyas?
—¡Chang An está tan lejos!
—¿O sea, que Addai Aggai no os ha explicado nunca cómo se las arreglaba para introducir la mercancía en el circuito comercial?
El Perfecto hizo entonces un ademán al joven Oyente para indicarle que se acercase como si se dispusiese a hacerle una confidencia íntima.
—Tengo allí un dispositivo de vigilancia.
—¿Para vuestro uso exclusivo?
—¡Por supuesto!
—¿Ésa es, pues, la confianza que tenéis en Addai Aggai...?
—¡Una cosa es confiar y otra muy diferente no estar sobre aviso! Nosotros, maniqueos, sabemos muy bien que el Bien y el Mal, en todas partes y en todo momento, libran de continuo un combate de gigantes.
—¿Teméis una mala pasada?
—Todo es posible. Lo que está en juego es, desde el punto de vista financiero, enorme. Por esto he decidido que, transcurridos ya unos meses, comprobaría que nuestro socio no abusa de nosotros en lo que se refiere a facturación y a márgenes.
—Y por eso tenéis a un hombre destacado en Chang An...
—Digamos que ésta es la única manera de estar seguros de que todo funciona como es debido. También es una manera eficaz de asegurarse de que la red comercial, tal como la tiene proyectada Addai Aggai, no cuenta con espías chinos infiltrados. Si ése fuera el caso, es evidente que yo sería el primero en poner en guardia a mi colega nestoriano.
—Por tanto, si él quisiese haceros el juego, ya os habríais enterado. —Normalmente, su responsable me envía noticias tres veces al año. ¡Pero ya hace más de un mes que habría debido recibirlas!
—Y esto os inquieta...
—No es su costumbre... —concluyó, pensativo, Cargamento de Quietud, cuya angustia era ahora perceptible.
—¿Queréis, pues, que me informe de esas noticias que debía enviaros el corresponsal?
—Deberás conducirte con extrema prudencia. Temo que las autoridades puedan servirse de este chico como cebo y no me gustaría en absoluto que tú fueses la víctima. ¡Sería catastrófico!
—¿Cómo se llama?
—¡Mejor que no lo sepas!
—En ese caso, ¿cómo voy a reconocerlo?
Cargamento de Quietud sacó un hilo de seda roja del bolsillo y se lo ató alrededor de la muñeca izquierda.
—Éste es el signo de reconocimiento de nuestra red de Chang An. Si no se ponen en contacto contigo, hay muchas probabilidades de que la red haya dejado de funcionar...
—¡Parece un amuleto de la suerte! —exclamó de manera un tanto ingenua el kucheano.
—Lo único que puede traernos suerte es la Luz de Mani, el Gran Profeta —replicó, algo contrariado, Cargamento de Quietud, con quien no se podía bromear con respecto a ciertas cosas.
—¡Podéis contar conmigo! —trató de recuperar terreno Punta de Luz—. ¡Extremaré la prudencia!
—Nunca se peca de exceso a la hora de desconfiar, Punta de Luz. Y recuerda que un maniqueo sólo debe confiar en otro maniqueo. ¡Suplicaré todos los días a Mani que se digne protegerte! —concluyó el Perfecto abriéndole los brazos.
Para el joven Oyente, que había respondido a aquel abrazo incipiente arrojándose con efusión en los brazos que se le ofrecían, por fin había llegado el día de suerte tan esperado.
Hacía meses que buscaba la manera de salir de Turfan para ir al encuentro de la amante que, hacía ya dos años, había abandonado en el Templo del Hilo Infinito.
Había tratado de hacerse fuerte frente al recuerdo de la experta lengua de la joven obrera lamiéndole el vientre y el sexo, pero todo había sido inútil: ni los ayunos, ni la lucha contra Oyentes tan combativos como él, ni tampoco las horas que había pasado tendido sobre el vientre en las frías losas del santuario de la Iglesia de Luz suplicando a Mani que lo librara de aquel recuerdo que no cesaba de atormentarlo. Aquella muchacha había dejado en su cuerpo un rastro que parecía indeleble.
Cuanto más tiempo pasaba y más echaba de menos sus sutiles caricias, más noches sin sueño pasaba imaginando que la chica se reuniría con él, en el exiguo jergón donde languidecía.
Sin ella, se marchitaba.
¡Luna de Jade!
Y sin embargo, había hecho todo cuanto estaba en su mano para olvidar el nombre de aquella muchacha que olía a menta y a flor de azahar, aromas que impregnaban su sexo cuidadosamente depilado, aquella muchacha capaz de hacer el amor como una acróbata, adoptando posturas siempre más voluptuosas y sorprendentes que desembocaban en éxtasis cuya intensidad no hacía sino aumentar y con unos dedos tan expertos que, de madrugada, rozándole simplemente la piel del vientre, sabía despertar sus sentidos pese a haberse estado amando toda la noche.
No podía estar lejos de ella por más tiempo.
Era una planta abocada a la muerte por falta de riego.
Aquella sed lo había ayudado poco a poco a vencer el miedo de desobedecer las reglas que la Iglesia de Luz imponía a sus Oyentes.
El punto de no retorno se había presentado hacía unos meses, mientras seguía invocando a Mani, bajo la cúpula acanalada del inmenso santuario octogonal.
De pronto se había convencido de que la vida era corta y de que no había nada que pudiera reemplazar las curiosas sensaciones procuradas por los placeres carnales cuando llegaban al paroxismo y dos seres se fusionaban hasta el punto de confundirse en uno solo. Entendía mal, a decir verdad, por qué los maniqueos desconfiaban tanto del amor.
Jamás se había sentido tan bien, tan tranquilo y contento, como en brazos de Luna de Jade, después de aquellos abrazos en los que cada uno daba al otro lo mejor que poseía.
Entonces, tras salir del edificio octogonal, Punta de Luz se dirigió al invernadero de las moreras y, una vez allí, le bastó con poner los bómbices junto a una lámpara, unos después de otros, para dejarlos secos y duros como judías.
Bastaron pocas semanas para que todos quedaran eliminados.
Detrás de la misteriosa epidemia había, pues, un acto alevoso y muy meditado del joven kucheano, quien había alcanzado de ese modo su objetivo, ya que le permitiría ir en busca de la mujer que le era imprescindible y que, sin dudarlo ni un segundo, lo estaría esperando en Chang An.
Al día siguiente, al salir de Turfan, seguro de sí mismo y con la mirada puesta en el futuro, cabalgando directo hacia su destino y deseoso de encontrarse muy pronto en brazos de Luna de Jade, Punta de Luz ya no se acordaba siquiera de aquel extraño episodio que había vivido durante su entrevista con Cargamento de Quietud, justo después de que éste le atara el hilo rojo en la muñeca.
Había tenido lugar delante del invernadero de las moreras, donde había ido para ocuparse de los preparativos de su partida.
Al salir y sin haberlo hecho aposta, había topado violentamente con un desconocido que, a consecuencia del topetazo, se había derrumbado y se había abierto la ceja. Lo había hecho entrar en el invernadero para lavarle la herida, que sangraba abundantemente.
El hombre, de rostro enjuto, tez oscura y con un aro de plata en la oreja izquierda, tenía todo el aire de un asceta indio.
Era evidente que tenía habilidad para hacer hablar a los demás. Pese a todo, había revelado su identidad a Punta de Luz: se llamaba Buddhabadra, era indio y oriundo de Peshawar. Punta de Luz, sin pensar en otra cosa que en la perspectiva de reunirse con Luna de Jade, sólo lo había escuchado con un oído.
Seguidamente Buddhabadra había tirado de la lengua al Oyente sobre las causas de la enfermedad que aquejaba a los gusanos de la seda, y él, sin sospechar otra cosa y deseoso de hacerse perdonar por haberlo atropellado, le contó con detalle y sin la menor reticencia cómo se criaban los insectos, cómo se les dejaba que tejieran sus capullos antes de sumergirlos en agua hirviendo y demás detalles hasta que pronunció aquella frase enigmática a la que Punta de Luz no prestó atención, tan absorto estaba pensando en las esbeltas piernas de Luna de Jade.
—Volveré dentro de unas semanas. Cuando los insectos ya estén curados. Y cuando no tengas que lamentar el encuentro que acabas de tener... A condición, por supuesto, de que no comentes esto con nadie.
Por la cuenta que le traía, no lo había hablado con nadie.
Pero lo había hecho menos para responder a los deseos de aquel hombre que para sacarse de la cabeza aquel encuentro fortuito.
8
EN LAS MONTAÑAS DEL PAÍS DE LAS NIEVES
O sea, que es un monito?
El hombre que acababa de hacer aquella pregunta a Cinco Prohibiciones se expresaba en muy mal chino, aunque lo bastante comprensible para que el joven monje levantase los ojos al cielo.
Cuando, hacía unos pocos momentos, en pleno camino, había encontrado a aquel individuo de curiosa catadura rompiendo una gruesa rama contra su pecho y después torciendo una caña sobre el vientre, tirante como la piel de un tambor, y a continuación, apartándose a un lado, se había apoyado en la empuñadura de dos puñales hincados en el suelo, todo evidentemente para impresionarlo, Cinco Prohibiciones había comprendido que tenía que habérselas con un ma-ni-pa.
Los ma-ni-pa, como se lo había explicado Pureza del Vacío cuando enseñaba a sus novicios los arcanos del budismo tal como se practicaba en el país de Bod, eran aquellos religiosos cuya función consistía en recorrer los caminos ejerciendo su poder, que consistía en recitar la célebre fórmula ritual —o mantra— del bodhisattva compasivo Avalokitesvara: ¡Om! ¡Mani padme hum!, o sea, «¡Om! ¡La joya está en el loto!», fórmula de virtudes tan beneficiosas que ya se ensalzaba en los Upanisads, aquellos textos sagrados escritos alrededor de setecientos años antes de Cristo, calificándola de «tallo al que están unidas todas las hojas».
Para definir el Om, la sílaba más sagrada de la India antigua, se decía que era a un tiempo el arco que propulsaba la flecha del atman hacia el blanco del absoluto bramán, así como el «sonido» del absoluto silencio.
Este fonema divino era el resultado de cuatro «cuartos» reunidos y fusionados: los dos primeros, la «O» de Om, representaban la ascensión del fuego luminoso universal, así como la de las aguas cósmicas; el tercero, la «M», era el símbolo de esta fusión creadora que los budistas habían adoptado; el cuarto, representado por el punto o bindu, que coronaba la forma de la sílaba, simbolizaba el absoluto o bramán.
El uso del Om fue recuperado por los budistas para convertirlo en apóstrofe sagrado con el que se solían iniciar los mantras.
Los mantras eran aquellas fórmulas sagradas procedentes de las religiones antiguas de la India que se suponía traducían las vibraciones fundadoras del universo contenidas en el poder cósmico o shak-ti. Para los budistas, esas sonoridades divinas fueron pronunciadas por el propio Buda. Eran la forma oral de su Verdad Revelada. Su repetición incesante permitía que los adeptos se acercasen a pequeños pasos a la Santidad.
Así pues, los ma-ni-pa iban de pueblo en pueblo recitando, sin darse tregua, aquella fórmula sacramental: ¡Om! ¡Mani padme hum!, lo que les valía el reconocimiento de la población en forma de pequeñas ofrendas que les bastaban sobradamente para su supervivencia.
La «joya contenida en el loto» representaba los cuatro sentimientos ilimitados de los que daba prueba Avalokitesvara, el bodhisattva mediador entre los hombres y Buda: el amor, la compasión, la alegría y la ecuanimidad.
Avalokitesvara era la divinidad a la que se aconsejaba dirigirse preferentemente para que la acumulación de gestos meritorios comportase la más alta retribución posible de los actos cumplidos. Era un principio que permitía, después de la muerte, la reencarnación —o transmigración— en los seis «estados potenciales» según figuran en la Rueda del Mundo, gigantesca Rueda de la Fortuna, desde el más grato al más horrible: dioses, titanes, hombres, animales, fantasmas hambrientos o infiernos.
Éste es el motivo de que numerosos ma-ni-pa se apostasen en las calles para recitar el mantra sagrado, al tiempo que desplegaban pinturas en las que aparecía la divinidad provista de cuatro brazos y con las dos piernas cruzadas en la postura del vajra, la misma en la que se unía la compasión con la vacuidad, con una piel de cierva sobre los hombros en recuerdo de ese animal de legendaria bondad cuya compañía complacía a Buda.
En el Tíbet eran numerosos los ma-ni-pa, tanto en los mercados como en los caminos, remunerados en secreto por los monasterios para que les contaran los castigos que habían sufrido en el infierno antes de salir de él vivos, todo para convencer a las gentes de que les convenía convertirse al budismo si no querían estar a merced de una terrible suerte.
Algunos describían, con una precisión tan increíble que obligaba a abrir los ojos de espanto al auditorio, la forma de las divinidades, inquietantes unas y compasivas otras, que se podían encontrar durante el bar-do, ese delicado periodo intermedio que se abre entre la muerte y la siguiente vida, al final de una reencarnación.
Era durante el bar-do, por otra parte, cuando era más necesaria la compasión y la ayuda de Avalokitesvara el Compasivo.
En aquel periodo intermedio, en efecto, era cuando el muerto se convertía en un ser extremadamente frágil, susceptible de transmigrar hacia el incomparable estatuto divino o, por el contrario, hacia las terribles llamas del infierno. Correspondía a parientes y allegados de aquella alma que iba en busca de un lugar donde dejarse caer mostrar todo un despliegue de atenciones en forma de plegarias y ofrendas según unos ritos particulares, muchos de cuyos aspectos el tantrismo tibetano había sacado del sivaísmo indio y del yoga, a fin de hacer que la Rueda del Mundo se parase en una buena casilla...
¡Menos mal que los ma-ni-pa estaban sobre aviso!
Para manifestar el alcance de sus poderes sobrenaturales, los ma-ni-pa practicaban ejercicios de fuerza y de dominio del dolor procedentes del yoga indio a la manera de los que aquel individuo mugriento e hirsuto acababa de demostrar ante los ojos pasmados de Cinco Prohibiciones.
El ma-ni-pa con quien el joven monje había topado a la vuelta de aquel camino angosto bordeado de glaciares inmaculados e insondables barrancos había realizado, además, otra proeza.
Consistía en traspasarse las mejillas con una larga aguja de hierro sin abandonar su deslumbrante sonrisa, al tiempo que saludaba a Cinco Prohibiciones.
—¿Ma-ni-pa? —preguntó Cinco Prohibiciones al hombre cuando retiraba, como si nada, el fino alambre con el que acababa de atravesarse el rostro de parte a parte.
Los largos cabellos hirsutos del ma-ni-pa, pese a la venda roja con la que se ceñía la frente, se mezclaban con los pelos grasientos de la piel de yak que le cubría los hombros. Llevaba unos calzones que el barro había transformado en botas altas, ya que se confundían con sus polainas atadas con lazos.
En aquel confuso caos de pelos, polvo y mugre, brillaban unos ojos de gato con reflejos verdes de jade que eclipsaban un tanto el desastre que era su boca de dientes negruzcos, podridos por la afición a mascar tallos de regaliz.
Era indudable que el hombre tenía aire malicioso.
—¡Om! ¡Tú lo has dicho, soy un ma-ni-pa! ¡Om! ¡Mani padme hum! —respondió a modo de asentimiento.
Y seguidamente se acercó a la cesta que el lama sTod Gling había confiado a Cinco Prohibiciones y que éste había atado a la grupa de Derecho Delante.
Pero la enorme perra amarilla Lapika, toda colmillos, se abalanzó ladrando sobre él. Bastó, sin embargo, que el ma-ni-pa efectuara un simple pase de manos por encima de las fauces abiertas del animal, pronto a despedazarle la mano, para que éste profiriera un gemido como si acabasen de propinarle un bastonazo en el hocico y, con el rabo caído, se echara a los pies del semental.
—¡Sé cómo detener a un perro! —comentó sin darse ninguna importancia el ma-ni-pa, antes de inclinarse sobre la cesta de mimbre, lo que comportó en él un movimiento de retroceso.
Fue entonces cuando hizo aquella pregunta a Cinco Prohibiciones en relación con el monito que acababa de descubrir en el capacho.
—¡No, no es un mono! Es una niña. Y el de su lado es un niño. ¡Ni uno ni otro son animales! —se apresuró a responder el joven enviado de Pureza del Vacío.
Era la primera vez que Cinco Prohibiciones se tropezaba con alma humana desde que abandonara el monasterio de Samyé dos días antes.
Hasta entonces, con las prisas por llevar su precioso sutra a Pureza del Vacío, no había hecho más que avanzar lo más rápido posible obligándose a caminar, con el semental Derecho Delante, desde la salida del sol hasta la puesta.
Únicamente se detenía para arrimar a los dos bebés, así que los oía llorar de hambre, a las ubres de la perra amarilla, que los trató desde el primer día con tanto amor como si fueran sus cachorrillos.
La repentina aparición de aquel ma-ni-pa de ojos de gato había hecho resurgir la sorpresa, por no decir el susto, en el espíritu de Cinco Prohibiciones, como cuando había descubierto cuál era el contenido de la cesta que le había confiado el lama sTod Gling.
En un primer momento Cinco Prohibiciones, al igual que el monje errante, había creído que el lama sTod Gling le había entregado un bebé y un mono.
Franqueado apenas el porche del monasterio con la cesta colgada de un brazo y el estuche con el libro sagrado debajo del otro, seguido de Lapika, que no parecía ni mucho menos asustada, Cinco Prohibiciones se precipitó hacia el árbol espinoso donde había dejado su caballo.
Derecho Delante seguía en su sitio, fiel a su deber, atado allí donde él lo había dejado.
Cinco Prohibiciones tuvo una alegría tan grande al verlo como grande era el alivio que sentía al ver que no había dilapidado, por puro atolondramiento, el patrimonio del convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales.
El caballo, por su parte, a juzgar por su manera de engallarse primero y de relinchar después, pareció sentir una satisfacción equivalente a la de su joven amo. La presencia de Lapika a su lado no pareció turbar en modo alguno al receloso semental, que no rechistó cuando se le acercó para husmearlo.
Al llegar junto al caballo, Cinco Prohibiciones, queriendo acariciarle el cuello, dejó en el suelo, seguramente con excesiva precipitación, la cesta de mimbre que le había confiado el lama sTod Gling.
Fue entonces cuando el joven monje oyó unos lloriqueos que le provocaron un sobresalto.
Al principio creyó que se trataba de la presencia de un animal que, agazapado en la sombra, se disponía a abalanzarse sobre él.
Poniéndose al acecho, dio una vuelta alrededor del inquieto caballo, que de repente había bajado las orejas.
Era indudable que aquellos lloros procedían de la cesta de mimbre que le había entregado el lama. Lapika, en cambio, no había proferido el más mínimo gruñido.
Cinco Prohibiciones sintió la oleada de una inmensa angustia. La mano le temblaba como una hoja de arce agitada por el viento de otoño cuando, con precauciones infinitas, esperando vagamente lo que descubriría en él, levantó el vaporoso tejido de seda que cubría el capacho.
Dos niños pequeños, cuidadosamente fajados de cabeza a pies, estaban tendidos uno al lado del otro sobre una manta y mostraban únicamente las cabezas, que se desgañitaban al unísono.
La impresión que se llevó Cinco Prohibiciones fue tan grande que poco faltó para que tropezara con una de las patas anteriores de Derecho Delante.
¿Era esto, pues, lo que le había confiado el lama sTod Gling?: ¡aquellos dos bebés que, al parecer, no tenían más que unos pocos días de vida!
El joven monje, que no había tocado en su vida la piel de un niño de pecho, no se consideraba con vocación de cuidador de niños y menos de tan corta edad.
Contempló el pataleo que acababa de organizarse en el capacho que tenía a sus pies y se sintió tan torpe como una gallina con unas tijeras...
Entretanto, aprovechando el desasosiego que acababa de hacer presa en su nuevo amo, el cual había soltado además la traílla con que la sujetaba, la perra amarilla Lapika se precipitó hacia la cesta y se puso a dar lengüetazos a las naricitas de los pequeños como si intentara apaciguarlos y el hecho es que debieron de reconocerla, puesto que su llanto cesó como por ensalmo.
Saliendo de su consternación, Cinco Prohibiciones comprendió por qué el monje había insistido tanto en que lo acompañase la perra: los dos bebés estaban familiarizados con el can.
Cinco Prohibiciones permaneció absorto, inmóvil como una estatua, un cuarto de hora largo, ocupado en reflexionar sobre la nueva situación.
Era evidente que había encontrado lo que Pureza del Vacío le había encargado pero, además, acababa de heredar dos bebés y no sabía qué haría con ellos.
Su primera reacción fue decirse que se desharía de ellos al precio que fuera, por lo que volvería al monasterio y los dejaría delante del porche.
Se volvió maquinalmente para ver si la puerta del monasterio de Samyé seguía abierta.
Pero estaba herméticamente cerrada.
¿Tendría el valor de abandonar a los dos pequeños y de dejarlos a la intemperie, al pie de la tapia del convento, donde corrían el riesgo de ser víctimas de los perros errabundos?
La perspectiva dibujó en el rostro del monje una mueca de disgusto. ¿Cómo iba a desentenderse de aquellos niños que no le habían hecho ningún daño y no tenían ninguna culpa, pobres inocentes, de lo ocurrido?
Se odió casi por haberse atrevido a pensar tal cosa, una decisión tan extraña a la obligación de mostrarse compasivo con los demás que todo budista debe respetar.
Pensándolo bien, aquel sorprendente regalo no era más que la contrapartida que le había permitido retirar sin problemas el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura de la reserva de libros de Samyé.
Tenía que ser forzosamente imperiosa la razón que había movido al lama sTod Gling a confiarle aquellos dos pequeños.
En cuanto a la perra amarilla que también le había endosado, ahora veía muy claramente que su misión era amamantar a los niños.
Mientras acababa de convencerse de que no le quedaba más remedio que llevarse a los niños, Cinco Prohibiciones veía cada vez más claro que se había convertido en depositario de una especie de rareza e incluso que el lama sTod Gling le había confiado una misión.
Adivinaba que el lama no había tenido más salida que proceder de aquel modo y que a buen seguro aquellos dos bebés, por razones que se le escapaban, no tenían sitio en el monasterio de Samyé.
¿De dónde habían salido? ¿Quiénes podían ser sus padres? ¿Por qué razón se encontraban en un convento donde monjas y monjes hacían voto de castidad y donde, por tanto, estaban rigurosamente prohibidas las relaciones sexuales entre religiosos, hasta el punto de encontrarse catalogadas entre las transgresiones más terribles, capaces de causar la expulsión de los interesados? ¿Por qué aquel lama sTod Gling se había encargado de confiárselos nada menos que a él, alguien a quien sólo conocía desde hacía unas horas, tras adivinar —he aquí otro hecho inexplicable— que había ido a Samyé para llevarse el sutra depositado en el monasterio por Pureza del Vacío?
En la cabeza del joven monje bullían preguntas y conjeturas de todo tipo.
Delante del semental Derecho Delante, con el capacho a sus pies, donde los dos bebés, gracias a los eficaces lametazos de Lapika, se habían vuelto a dormir, Cinco Prohibiciones había tenido la desagradable impresión de encontrarse ante un gigantesco enigma del que no disponía siquiera del más mínimo elemento.
Consciente de que tenía pocos caminos que elegir, el joven monje no tardó en adoptar el que pensaba seguir.
Pensó, pues, que volvería a Luoyang con el sutra y los bebés por añadidura y que fuese el Venerable Pureza del Vacío quien se encargase de decidir la suerte de aquellos niños, llamados a su vez a profesar las órdenes.
Estimaba que no sería injuriar la regla del Bienaventurado, o eso le hacía creer su gran ingenuidad, hacer en aquel caso la excepción de rebajar la edad de ingreso en el noviciado.
Para el incorregible optimista que seguía siendo debido a su edad y a su carácter, todo iría a mejor.
Dadas las circunstancias, de momento no había que hacer otra cosa que sujetar aquella cesta con los pequeños dentro en el lomo de Derecho Delante y el estuche del sutra en la silla del semental antes de partir sin exigir más explicaciones.
El enviado de Pureza del Vacío estaba tan absorto en sus pensamientos que franqueó, en sentido contrario, el paso de las dos estupas sin prestar atención siquiera a los «caballos de viento» que, sin embargo, restallaban con más fuerza que la víspera a causa de las ráfagas de una violenta tempestad.
Tras una hora de marcha sostenida, volvió a arreciar con fuerza renovada el llanto que salía de la cesta.
Los niños debían de tener hambre.
La gran perra amarilla Lapika, pegada a las piernas de Cinco Prohibiciones, no paraba de lamentarse.
Le palpó las ubres y vio que estaban repletas de leche, por lo que bajó la cesta de la grupa del caballo y la dejó delicadamente en el suelo.
Después, con gesto torpe por miedo a lastimarlos, retiró las ropas que cubrían a los bebés antes de colocarlos, con precauciones infinitas, contra el vientre de la perra que, echada en el suelo, se dejó hacer y lanzó gruñidos de satisfacción cuando las boquitas se pegaron golosamente a sus ubres.
Como era noche cerrada, Cinco Prohibiciones no vio en un primer momento nada extraño en los dos bebés mientras asistía al enternecedor espectáculo de verlos mamar de la perra.
Fue en el momento de retirarlos, ahítos, de la perra cuando Cinco Prohibiciones, además de advertir que se trataba de un niño y una niña, hubo de percatarse con gran sobresalto de la terrible mácula que cubría la mitad exacta del rostro de esta última.
Su cara, dividida en dos mitades siguiendo la arista de la nariz, presentaba una zona perfectamente lisa y clara, mientras que la otra mitad, en cambio, estaba ocupada por una mancha roja recubierta de una ligera pelusa que partía de la punta de la barbilla y subía hasta la raíz de los cabellos.
Contemplada de perfil por el lado normal, no se observaba nada especial en su semblante, como no fuera una carita encantadora; vista, en cambio, desde el lado peludo, la mitad de aquel rostro era tan insólito debido a los pelos y a la tonalidad rojiza de la piel que hacía pensar en una raza desconocida de mono.
En cuanto al resto, el cuerpecillo de la niña, gordezuelo y sonrosado, fruncido aún como los de los recién nacidos, al igual que el del niño, no presentaba ninguna otra anomalía.
¡Había heredado una parejita, pero era indudable que la niña era un monstruo!
El frío era tan intenso que Cinco Prohibiciones, con las prisas para abrigar a los dos pequeños, no dedicó mucho tiempo a observar aquel fenómeno que de momento lo dejó sin aliento.
Por curioso que parezca, pasado el primer momento de sorpresa, el joven monje advirtió que no había sentido repulsión alguna al contemplar aquella carita tan extraña como bella y hasta le pareció que aquel curioso particularismo la asemejaba a una de esas máscaras bicolores, roja y blanca, que algunos actores de teatro de feria usaban en Luoyang en días de fiesta.
Los rasgos de la niña, de finura exquisita, no quedaban rebajados ni un ápice con la anárquica pilosidad ya que, debajo de ella, la tez tenía el aspecto y el color de las frambuesas maduras.
Sería quedarse corto afirmar que la niña, pese al defecto que la aquejaba, era hermosa.
Su encantadora naricilla, ligeramente respingona, dominaba una boca de dibujo perfecto, mientras que sus ojos risueños, redondos como canicas, miraron fijamente a Cinco Prohibiciones cuando éste la cogió en brazos para devolverla al abrigo de la cesta.
Al contemplar a aquellos niños que se había jurado transportar sanos y salvos a Luoyang, ahora de nuevo uno junto a otro como dos marmotas en su madriguera, Cinco Prohibiciones no tardó en experimentar la sensación de que, a partir de aquel momento, los sentía un poco suyos.
También pensó que, lastrado de aquel modo, necesitaría más tiempo para volver a Luoyang que el empleado para trasladarse a Samyé.
Para satisfacer a los bebés, igual de voraces los dos, había que pararse aproximadamente cada cuatro horas.
Precisamente era lo que debía hacer ahora, ante las narices del ma-ni-pa, ya que los dos pequeños habían empezado a reclamar alimento.
—¡Om! ¡Esa perra se ha convertido en la tata de los Gemelos Celestiales! —murmuró, fascinado ante el espectáculo del can echado en tierra a cuyo vientre Cinco Prohibiciones acababa de arrimar al niño y la niña.
En el Tíbet llamaban tata a la «tía paterna» y su obligación consistía en suplir a la madre si ésta se veía impedida de cuidar de sus hijos.
Así que terminaron de mamar, Cinco Prohibiciones apartó a los gemelos de aquella «tía paterna» de larga pelambrera leonada, que comenzó a lamer copiosamente los pies del monje errante.
Juzgó, pues, que era una buena señal.
La actitud de la perra no llevaba a engaño. Más bien tranquilizaba en cuanto a las intenciones pacíficas de aquel que acababa de tomar por un monito a aquella niña con la mitad del rostro de seda y la otra mitad teñido de rojo.
—¡Son, como mínimo, semidioses! ¡Tienes suerte de poseer este tesoro! —le soltó el ma-ni-pa.
—Me he dado cuenta de que los llamabas Gemelos Celestiales. ¿Por qué les das ese nombre? —preguntó, algo sorprendido, el joven monje, que acababa de soltar a Derecho Delante para que ramoneara en un angosto tapiz de hierba llena de pinchos que se extendía al otro lado del camino.
—¡Veo que no conoces los orígenes del pueblo tibetano! —exclamó el monje errabundo elevando los ojos al cielo.
—¡Ponme tú al corriente! —le replicó, molesto, Cinco Prohibiciones.
Los rudimentos de tibetano que le permitían sostener una conversación con aquel monje errante no le permitían, sin embargo, conocer las leyendas relacionadas con sus propios orígenes, según las contaba aquel pueblo.
El ma-ni-pa le indicó con el gesto que se sentara a su lado en un montículo rocoso desde donde se divisaban unas pirámides cubiertas de nieve, tan imponentes que parecían alcanzar el cielo.
Y allí, ante aquellas montañas sagradas que sostenían el Techo del Mundo, acompañándose de un gesto y una mímica elocuentes por demás, comenzó a hablarle de sus convicciones y del respeto que le inspiraba aquella historia: la de los primeros hombres del país de Bod.
—Nuestro antepasado original nació de un Mono y de una Diabla de las Rocas. Sucedió en los bosques del Gran Sur, donde hay tal espesura de árboles que los rayos del sol no llegan jamás a penetrarlos. Sus hijos tenían la cara roja y peluda... ¡exactamente como esa niña! El bodhisattva Avalokitesvara, movido a piedad, los transformó en hombres y mujeres de aspecto normal y concedió a aquellas criaturas, que se morían de hambre y de sed en verano y de frío en invierno, las «cinco clases de granos»: mostaza, alforfón, sésamo, arroz y guisantes. Y así fue como nacieron las generaciones de las que procedemos nosotros, tanto unos como otros, los que vivimos en el país de Bod.
Y dicho esto se prosternó por tres veces delante de los niños juntando las manos a la altura de la frente.
—Así pues, si debo creer en tus palabras, esos niños serían la reencarnación de aquella pareja original, ¿verdad? —preguntó Cinco Prohibiciones, impresionado por aquellas palabras.
—¡Exacto! Es más, ¡totalmente exacto! Aunque en ese caso la niña tiene el aspecto de un mono y el niño el de un hombre. ¡Prueba de que la Rueda de la Ley sigue girando! ¡Y así es! Esos niños no pueden ser otra cosa que la reencarnación de nuestros semidioses originales —respondió el monje errante con aire casi triunfal y una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes gastados y negruzcos.
Frente a él, Cinco Prohibiciones, cada vez más desconcertado, comenzó a buscar mentalmente un texto sagrado del Gran Vehículo en el que fuera posible apoyarse para explicar aquella increíble particularidad que afectaba la mitad del rostro de la niña.
Contemplando las cumbres, cuya blancura inmaculada le hacía pensar en el nirvana, recordó de pronto la historia de aquel monito que, a fuerza de ayunar como un asceta, se dejó morir de hambre a orillas del Ganges en tiempos del reinado del rey-poeta Harsha, poco antes del nacimiento del Buda, en un lugar sagrado llamado Prayâga.
Todos los monjes del Gran Vehículo que volvían de su peregrinación siguiendo las huellas de Buda contaban la edificante historia de aquel primate: el simpático monito se había comportado como un devoto de los más piadosos. Se rendía un culto particular a su memoria, que llamaba la atención de todos los viajeros que pasaban por Prayâga: los que acudían a venerar el alma del primate debían, a guisa de devoción, agarrararse con brazos y piernas a unas pértigas enormes hincadas en el lecho del río antes de extender el cuerpo en sentido horizontal, igual que una bandera sujeta al asta, al tiempo que seguían intensamente con la mirada el curso del sol a través del cielo desde la aurora hasta el crepúsculo.
La niña podía ser, en efecto, la reencarnación de aquel mono asceta que anunció con su comportamiento la llegada del Buda a la tierra.
Pero ahora Cinco Prohibiciones acababa de acordarse de otra historia: la de un monito rojo que acudió a ofrecer a Buda, no lejos de Mathura, un cuenco de miel silvestre. Con el júbilo que sintió al ver que el Bienaventurado aceptaba su ofrenda, el animal dio un paso en falso y se mató al golpearse la cabeza con una piedra. Movido a piedad, el Bienaventurado se ocupó de que el generoso animal llegara a buen fin, por lo que lo reencarnó de inmediato en el cuerpo de un santo, transformando así aquel terrible accidente en hecho positivo.
Ahora bien, habían existido otros momentos, en el curso de sus innúmeras vidas anteriores, en que los monos habían desempeñado una función en la vida del Bienaventurado, por ejemplo llevándole, lleno hasta los bordes, su cuenco de las limosnas, después de habérselo robado.
Entre Buda y los monos existía una larga historia.
Sentado en una piedra al lado del monje errabundo, Cinco Prohibiciones, a medida que rememoraba aquellas anécdotas relatadas por las Sagradas Escrituras, no podía evitar cierta inquietud ante aquellos bebés. Ahora estaban dormidos, ahítos de leche y saciados, sus caritas cubiertas por el paño de la cesta, junto a la cual se había tumbado Lapika, como dando a entender que no había que desconfiar de aquellos pequeños seres.
—Tendré que partir. ¡El camino es largo! —dijo finalmente Cinco Prohibiciones.
—¡Om! ¿Dónde piensas llegar? Debes ser consciente de que esos Gemelos Celestiales que transportas son una reencarnación de la pareja fundadora de este país. ¡Om! ¡Mani padme hum! —profirió el ma-ni-pa cayendo de rodillas cuando el joven monje sujetó la preciosa cesta a la grupa del caballo.
—Tengo que llevar a estos niños a mi casa, hasta la China central. Los cuidaré con gran dedicación. ¡No te inquietes por eso! —acabó por decir Cinco Prohibiciones, que trataba de afirmar el capacho poniendo la máxima atención en la operación.
—¡El camino es peligroso! ¡Muy peligroso, diría yo! Está infestado de bandoleros y ladrones. Los peores cortan los dedos de sus víctimas, hacen collares con ellos y se los cuelgan del cuello —añadió con voz temblorosa el monje errante.
Sus ojos desorbitados reflejaban el miedo que le inspiraba la descripción de aquellas «guirnaldas sagradas» que algunas bandas armadas que merodeaban por el país de Bod, más sanguinarias que otras, llevaban con gran desenvoltura colgadas del cuello.
Cinco Prohibiciones no entendió a qué aludía su interlocutor. Pureza del Vacío no le había hablado jamás de aquellos bandidos del Tíbet.
—¿Estás seguro de que no confundes a esos bandoleros con los ascetas indios que recorren los caminos enteramente desnudos (ellos dicen que van vestidos de azul) y llevan colgados del cuello rosarios de cráneos humanos? Veneran a un dios capaz tanto de lo peor como de lo mejor al que llaman Siva —le replicó Cinco Prohibiciones.
—Jamás he oído hablar de esos hombres desnudos de la India. En cuanto a esos hombres de los que te he hablado, créeme, mejor no topárselos si uno recorre solo los caminos del país de Bod.
—¿Estás hablando de bandoleros llegados de otros lugares que frecuentan esas montañas en busca de presas fáciles?
—¡Om! ¡Exacto! No son nunca tibetanos los que capturan a los viajeros y los convierten en rehenes. Nosotros somos gente tranquila y pacífica —respondió el ma-ni-pa ajustándose los calzones.
—¡Igual que yo, adepto del Gran Vehículo! Pese a lo cual, soy un apasionado de las artes marciales.
—Cuídate, no te digo más. ¡Esos dos pequeños semidioses no merecen ser vendidos en un mercado de esclavos!
—En tal caso, ¿no dispones de un mantra o, mejor, de un talismán capaz de evitarme un encuentro desagradable?
El rostro del ma-ni-pa se iluminó.
—¿Conoces la diferencia que existe entre las Dos Verdades? —preguntó al joven monje, que ya se aprestaba a seguir su camino.
Cinco Prohibiciones negó con un gesto de la cabeza.
—Está eso que llamamos la Verdad Absoluta, reservada a los iniciados, a los que saben practicar la «doctrina profunda». Y está la Verdad Relativa, que es la accesible a todos los demás. ¿En qué espacio de Verdad te alineas tú? —le dijo, suspicaz de pronto, el ma-ni-pa.
Derecho Delante, dispuesto a partir, comenzó a relinchar, lo que obligó a Cinco Prohibiciones a ceñirse contra su cuerpo para tranquilizarlo.
—No he aprendido nunca a practicar vuestra «doctrina profunda». Lo único que sé de vuestros cultos son los rudimentos que me enseñó mi profesor durante mi noviciado. En las estancias donde oráis, no reconocería siquiera la cuarta parte de las divinidades que ocupan los muros. ¡Todos esos demonios dan la impresión de estar paseándose por el infierno! —confesó Cinco Prohibiciones, molesto ante la impaciencia del semental.
Con esas palabras aludía, pese a reservarse el nombre del lugar de donde procedía, a lo que había visto en Samyé cuando el lama sTod Gling le hizo recorrer el dédalo de pasadizos que conducían a su celda.
Estatuas enmascaradas que, con sus múltiples brazos y piernas, parecían soles que vomitasen llamas por sus horribles fauces, ataviadas con guirnaldas de cráneos humanos colgadas del cuello, además de los Lokapala, aquellos «Cuatro Guardianes de los puntos cardinales» de rostros amenazadores que reflejaban un odio feroz, a los que sólo le habían quedado ánimos para dirigirles una mirada asustada mientras seguía al lama a través de corredores y salas de oración del monasterio... Ahora todo aquello afloraba a la superficie de su espíritu.
—¡Nuestros ritos son complejos, pero también justos! Se acercan a la Verdad —se limitó a responder el monje errante.
—Yo no soy más que un modesto adepto del Dhyâna, esa rama de la religión budista que en China llamamos «Chan» cuya base es la meditación trascendental —prosiguió Cinco Prohibiciones como excusándose por haber hablado demasiado.
—¡En ese caso no eres apto para llegar a la Verdad Absoluta! —exclamó medio en broma el ma-ni-pa.
—¡Nosotros, los del Gran Vehículo, nos contentamos con la búsqueda de la Vacuidad! —le espetó Cinco Prohibiciones, algo molesto, antes de añadir—: Con gusto seguiría hablando contigo, pero el tiempo apremia. ¡Debo ponerme en marcha!
—Así pues, no me queda más que desearte el mejor viaje posible y lo mismo a los Gemelos Celestiales. También a mí me llama el deber. ¡Tengo una misión que cumplir! —exclamó el ma-ni-pa antes de hacer una especie de pirueta y de echar a correr, como huyendo, ante los ojos un tanto atónitos de Cinco Prohibiciones.
El enviado de Pureza del Vacío lo contempló mientras corría y se perdía a lo lejos al tiempo que él retenía, agarrándola por el cuello, a la perra amarilla transformada en furia, la cual había abandonado un momento la custodia del capacho y con gusto se habría lanzado en persecución de aquella mancha informe e hirsuta, recubierta de pelo, semejante a un monstruoso yak humano o a un fugitivo.
Entonces, pese a la distancia, Cinco Prohibiciones pudo oír perfectamente lo que el hombre, que se había detenido y acababa de volverse, le gritaba:
—¡Ocúpate de los Gemelos Celestiales! ¡Serán adeptos a la Verdad Absoluta! ¡Cuidado con los bandidos! ¡Om! ¡Mani padme hum!
—¡Gracias por el consejo! Si nos atacan, sabré defenderme. ¡Adiós, ma-ni-pa! —le gritó a su vez Cinco Prohibiciones rodeándose la boca con las manos a manera de megáfono para hacerse oír.
Apenas había pronunciado la frase cuando, no sin estupefacción, vio que el ma-ni-pa, en lugar de proseguir su camino, se dirigía hacia él a toda prisa.
De pronto tuvo miedo.
Por algo había descubierto un comportamiento extraño a aquel personaje estrafalario.
¿Qué querría de él aquel monje errante lanzándose así de pronto hacia él a toda velocidad? ¿Odiaba de repente a los niños? ¿A qué misión había hecho discreta alusión antes de partir?
Por lo que pudiera ser, comprobó que los dobles nudos de la cuerda que sujetaba la cesta a la silla de Derecho Delante estaban bien apretados. Y se tentó el cinto para asegurarse de que seguía en su sitio el puñal que llevaba oculto entre los pliegues de la ropa.
El monje errante, ahora, estaba muy cerca. Hasta notaba el olor ácido de la piel grasienta del yak.
Pero Cinco Prohibiciones, llevándose la mano al cinto, dispuesto a sacar de su escondrijo la cortante hoja de su puñal, comprobó no sin alivio que el ma-ni-pa le sonreía con toda su boca desdentada.
—Había olvidado una solución eficaz para lo que te queda del viaje, ¿por qué no pones a esos niños-dioses bajo la protección divina de la «Cosa Preciosa»? ¡Sus virtudes son incomparables!
—¿Para eso has vuelto? ¿A qué «cosa» te refieres?
—¡Om! ¡Mani padme hum! ¡Adiós! Acuérdate de pedir la protección de la «Cosa Preciosa» y no quedarás descontento.
Y entonces, a medida que el monje errante, aullando a las montañas su fórmula ritual, iba perdiéndose de nuevo en el camino, esta vez para desaparecer en él, minúscula mancha negra engullida por el caos mineral, el eco de su ensalmo, repetido indefinidamente, acabó perdiéndose en los infinitos espacios de las montañas inmaculadas cuyas cimas se elevaban hacia el cielo.
9
EN LAS MONTAÑAS DEL PAÍS DE LAS NIEVES
Finalmente, el Divino Bienaventurado había provisto a ello.
¡Alabado fuera!
¡Estaba en el buen camino!
Así eran los actos de gracia que Buddhabadra formulaba a la atención de aquel que había terminado por manifestarse y de quien tanta necesidad tenía: el Bienaventurado Buda.
Ya era hora, porque le dolía mucho el tobillo izquierdo y a duras penas podía avanzar.
Por eso Buddhabadra habría abrazado de mil amores aquella piedra elevada groseramente tallada que servía de mojón en la que aparecían grabadas una flecha y el nombre de Samyé para indicar al viajero la dirección del monasterio.
Hacía dos semanas que el Superior del Único Dharma de Peshawar vagaba por la montaña sin llegar a encontrar el camino del monasterio más venerable del País de las Nieves.
La aparición de aquel mojón en aquella encrucijada donde coincidían no menos de tres caminos señalaba el final de un increíble vagabundeo de casi tres meses durante el cual había estado a punto de perder la vida.
Era una marcha que había empezado inmediatamente después de su partida de Samyé, al verse obligado a abandonar a su elefante blanco en la tormenta de nieve después de enviar al cornaca al primer albergue que encontraron pretextando que debía reservar en él la plaza del elefante y esperarlo.
Y lamentablemente, a partir de entonces no había ocurrido nada de lo previsto.
Sin embargo, contemplando con satisfacción el mojón salvador, Buddhabadra se dijo que no debía lamentar por nada en el mundo las numerosas peripecias que había vivido.
Ahora que disponía de perspectiva suficiente, incluso estaba convencido de que, en medio de su desgracia, se había ahorrado serios contratiempos en el momento en que, después de un periodo de estabilidad y de paz, se inauguraba una nueva era de rivalidad y de conquista entre las corrientes del budismo.
¡Y pensar que Buddhabadra había necesitado un increíble concurso de circunstancias para advertir la inutilidad de la estafa que, a fuerza de persuasión y diplomacia, le había obligado a aceptar Pureza del Vacío, el Superior del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales!
Desde que, hacía unos meses, un descubrimiento abrumador que había hecho en Peshawar, catastrófico para la credibilidad de su monasterio y desconcertante para sí mismo, ya que acababa por hacerle dudar de todo, comprendida la realidad de la existencia terrena de Buda, las cosas se habían ido encadenando de mal en peor como las cuentas de un rosario maléfico.
La única solución consistía entonces en invertir la situación haciendo que lo negativo se transformase en positivo. Había quien llamaba a esto «hacer algo nuevo de lo viejo», en tanto que otros, adeptos a las artes marciales, decían que era «volver contra él las fuerzas de un enemigo».
Pero Buddhabadra, nada descontento de sí mismo, con la pierna dolorida pero la moral siempre en alto, situado delante del mojón, podía afirmar de sí mismo que no salía tan mal parado como eso del asunto.
Puesto que él venía de lejos.
Lo que le había explicado, a manera de demostración irrefutable en apoyo de sus palabras, aquel hombrecillo que fue a consultar en el centro de la ciudad de Peshawar era tan dramático que no había tenido valor para revelárselo a nadie, ni siquiera a su acólito, Puñal de la Ley.
Así fue como se condenó a no compartir con nadie aquel secreto, por elevado que fuese el precio que le costase...
¡Y pensar que había creído obrar bien al ir a ver a aquel hombrecillo sobre el cual se había informado debidamente y acerca de quien le habían asegurado que era uno de los mejores especialistas en su género!
Ya que lo más pasmoso era aquella intuición que lo había empujado a hacer aquel gesto, como si dudase de que allí había algo que fallaba y que convenía, ahora que sus dos colegas lo intimaban a obedecer, saber a qué atenerse.
Lo que sintió, después de su breve incursión en la ciudad y tras haberse encerrado bajo doble llave en su celda, al abrigo de miradas indiscretas, estaba mucho más allá de la rebelión. Era una mezcla de desesperación e incomprensión total que lo llevó incluso a lamentar amargamente haber solicitado el parecer del hombrecillo.
Cuando creía disipar sus dudas, hete aquí que el Superior de Peshawar acababa de desencadenar un verdadero cataclismo.
Durante tres días y tres noches, atenazado por la angustia, Buddhabadra estuvo dando vueltas y más vueltas al problema en todos los sentidos antes de rendirse a la evidencia: no había más remedio que seguir comportándose y actuando como antes ya que, en el monasterio del Único Dharma, todos debían seguir ignorando lo que él había sabido, so pena de arrastrar a toda la comunidad a un torbellino destructor.
Fue, pues, con gran aflicción, avergonzado de mentir así a todo el mundo, como se vio obligado a partir hacia Samyé como si se tratase de algo carente de importancia, aunque procurando hacerse acompañar por el elefante blanco.
Para evitarse problemas, por si debido a alguna circunstancia extraordinaria Ramahe sGampo y Pureza del Vacío descubrían el pastel, llegó al extremo de llevarse la Santa Pestaña de Buda, encerrada en un corazón de madera de sándalo, que contenía también lo que sus compañeros le habían intimado a que les ofreciera...
Con la precipitación, mientras se entretenía con los preparativos del viaje, pensó que aquel pelo minúsculo, bastante difícil de localizar en el interior del oloroso relicario, podría servirle de sustituto si, por desgracia, salía a relucir la verdad.
De todos modos, se arrepentía de continuo de haber privado a su monasterio de la reliquia utilizada para la Peregrinación, ya que faltaban muy pocos días para que se celebrara.
Convencido, sin embargo, de que la astucia y la habilidad de su fiel Puñal de la Ley sabrían librar a la comunidad de aquel mal paso provisional, no dudó un solo momento al considerar todo lo que estaba en juego.
¡Ya que lo que allí se debatía era ni más ni menos que el porvenir del convento del Único Dharma!
Buddhabadra, pues, estaba convencido de que no tenía donde elegir.
Nos quedaríamos cortos si dijéramos que los episodios siguientes de aquel terrible asunto, cuyo resultado podía llegar a ser tan extremadamente trágico, confirmaron sus temores.
Lo que siguió, en efecto, estaba muy mal engarzado, comenzando por la reunión fallida, en Samyé, donde se encontraron tres, con Pureza del Vacío y Ramahe sGampo, cuando habrían debido ser cuatro.
La ausencia del cuarto ladrón, el único que no estuvo presente en el acto, juez y parte a la vez, ya que era testigo y fiador, impidió el cónclave a pesar de estar previsto desde hacía cinco años.
Buddhabadra, desesperado y mohíno, vio entonces que su desplazamiento a Samyé, desafiando mil peligros, franqueando un número incalculable de puertos y caminando meses enteros a través de la ventisca y la nieve por los inciertos caminos del País de las Nieves, había sido inútil.
Al final de aquel cónclave abortado, mientras bebían un cuenco de té, sentados en un banco de uno de los inmensos patios alrededor de los cuales se articulaban los edificios del monasterio de Samyé, su conversación, anodina al principio, se orientó rápidamente hacia temas mucho más esenciales.
—¡Busco la manera de procurar recursos suplementarios al monasterio del Único Dharma! —confesó ingenuamente, o por lo menos lo juzgó así a partir de ese momento, Buddhabadra a Pureza del Vacío.
—¿No os bastan los dones de los peregrinos? ¿No es cierto que vuestras peregrinaciones, según se dice, atraen a millares de devotos?
—Las entradas de dinero son ahora insuficientes debido a que ha crecido mucho el número de nuestros monjes. En la India, las autoridades civiles no nos dan nada.
—En China, el comercio de la seda es lo que permite a las autoridades mostrarse algo generosas con nosotros... pero desgraciadamente en proporciones mucho más modestas de lo que imaginas...
—Dicen que la seda es la mercancía más cara.
—¡Y sobre todo la que permite al Estado recaudar impuestos más cuantiosos!
Sumido en sus pensamientos, en medio del patio donde los jóvenes novicios, formados en hileras impecables, se aprestaban a dirigirse a sus rezos, Buddhabadra tuvo una idea susceptible de solucionar todos los problemas que surgirían del trágico descubrimiento que había hecho en Peshawar.
Y sintiéndose en un ambiente de confianza, se apresuró a hacer partícipe de la idea a Pureza del Vacío:
—Saldríamos de apuros si encontrásemos el medio de fabricar seda en Peshawar.
—Para producir hilo de seda basta con disponer de gusanos y de moreras, sin olvidar tampoco un buen manual. Créeme si te digo que es más fácil de lo que parece.
—¿Dónde podríamos procurárnoslo todo?
—La ley china castiga con la muerte a aquellos que se dedican al tráfico de seda y también a los elementos que permiten fabricarla. La venta de moreras y gusanos está estrictamente controlada por una policía especial que depende de la administración de la seda...
—¿Podrías tú proporcionármelos?
Ante aquella proposición que así, de repente, Buddhabadra acababa de formularle de manera tan abrupta, Pureza del Vacío se sobresaltó al creer haberlo ofendido.
—¡Me juzgarás un caradura! —añadió precipitadamente, consciente de que tal vez se había excedido.
Pero para gran sorpresa suya, el Superior mahayanista, lejos de montar en cólera, le respondió en el mismo tono:
—Todo trato comercial comporta un precio. ¿Cuál sería tu contrapartida?
—¡Hazme una propuesta!
—Me pides nada menos que conculque la ley de mi país y que haga una cosa que, de llegar a conocimiento de las autoridades, pondría al Gran Vehículo en situación muy embarazosa. ¡Ya puedes adivinar qué voy a pedirte a cambio! —concluyó Pureza del Vacío con expresión impasible.
¡Hacer algo nuevo con lo viejo!
¡Volver contra él las fuerzas del enemigo!
Propiamente hablando, se trataba de un verdadero milagro.
Al final de aquella reunión lúgubre que había terminado apenas comenzada, Pureza del Vacío —¡nada menos que él!— propuso a Buddhabadra aquella martingala que le permitiría salir de una sola tacada de todas sus cuitas.
—Sé muy bien en qué estás pensando. Y esto me viene que ni pintado. Estoy pronto a satisfacerte... si me procuras las liendres y las plantas —le respondió Buddhabadra con voz temblorosa al tiempo que sentía una inmensa vergüenza ante tal cantidad de mentiras y engaños.
Si Pureza del Vacío descubría el pastel, no podría por menos —y razón le sobraría para ello— de considerar a su colega de Peshawar un estafador y un embustero de lo más vulgar...
¡A qué cosas se veía abocado uno cuando era el jefe de una Iglesia enfrentada a situaciones dramáticas para favorecer el interés y la credibilidad de la misma!
Así pues, la vergüenza no había ahogado los impulsos de Buddhabadra.
Y por otra parte, desde que había descubierto que el Superior del monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang lo había engañado —¡y de qué manera!—, ya no sentía el más mínimo remordimiento en relación con él.
Todo esto demostraba que, a partir de ahora, cada uno actuaba en beneficio exclusivo de su Iglesia y se libraba a una lucha en que todos los golpes serían, como hacía poco tiempo, permitidos.
Pero cuando estaba sentado en compañía de su colega del Gran Vehículo en un banco de piedra del patio principal del convento de Samyé, Buddhabadra no sospechaba que Pureza del Vacío lo manipulaba hasta ese punto. Por esto no hubo nada que le impidiera arrojarse a sus brazos, abrazarlo efusivamente y dar rienda suelta a su alegría.
Pero de pronto sintió una última oleada de arrepentimiento en lo más hondo de sus entrañas.
—¿Y si te propusiera la Santa Pestaña a cambio? Es fácil de transportar, pasa inadvertida y es una reliquia discreta —exclamó en el tono más jovial posible.
—Puede ser discreta, sin duda, pero... ¿cómo diría yo?... ¡sería banal! ¡Son muchos los monasterios que poseen una Santa Pestaña del Bienaventurado! —le replicó Pureza del Vacío.
Pero Buddhabadra seguía dudando porque no llegaba a eliminar todos los escrúpulos que le asaltaban.
—Basta con que dentro de tres meses me lleves a Luoyang el objeto de nuestro acuerdo. Así tendrás tiempo sobrado de reflexionar.
—¿Y si no respeto mi palabra? —farfulló Buddhabadra, sorprendido y algo desorientado ante tanta magnanimidad.
—Estoy dispuesto a dejar aquí en depósito mi Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura y tú te encargarás de traérmela. ¡Así te verás obligado a venir a Luoyang! —le propuso Pureza del Vacío.
Entonces, enfrentado a tanta insistencia, el Superior de Peshawar abandonó sus escrúpulos. Así pues, los dos religiosos llegaron a un acuerdo en este punto.
—Tengo confianza en ti. Tres meses es un plazo perfecto. Justo el tiempo que necesito para conseguir lo que te he prometido. ¡Avisaré en seguida a Ramahe sGampo! —añadió, visiblemente feliz, el mahayanista.
—¡Estamos unidos como nunca! —exclamó Buddhabadra.
¡Huevos del gusano de la seda y moreras!
Esto era lo que Pureza del Vacío se había empeñado en procurarle a cambio de lo que seguía encerrado en la cajita de madera de sándalo en forma de corazón guardada en el bolsillo a pesar de todas las desventuras pasadas...
Desde entonces, circunstancias fortuitas que daban testimonio del apoyo que el propio Bienaventurado debía conceder a su manera de defender los intereses tan amenazados de su Iglesia habían permitido a Buddhabadra que comprendiera el apresuramiento de Pureza del Vacío.
¡Cuando creía haber engañado a ese último, había faltado poco para que ocurriera lo contrario!
En realidad, una vez cerrado aquel trato inesperado, lo único que debía hacer Buddhabadra era dejar que el imbécil de cornaca que lo acompañaba, que apenas si servía para cepillar a los paquidermos, creyera que volvían a Peshawar habiendo cumplido su misión.
Pese a que era la enésima vez que revivía aquel triste episodio, sentía el corazón en un puño cuando pensaba que había abandonado al elefante blanco allí donde se cruzaba el camino que llevaba a Kashgar después de haber hecho que el cornaca se adelantara con la excusa de preparar su instalación en la posada.
El animal, que padecía terribles grietas en las patas y que cada vez tenía más dificultades para avanzar, no habría podido seguirlo hasta el final.
Con el corazón destrozado, pues, se decía para sus adentros que había obrado a favor del interés superior de toda la comunidad abandonando a su suerte, en plena tormenta de nieve, a aquel paquidermo sagrado que tanto quería.
—Debes insistirle al hospedero: el elefante tiene que dormir al abrigo. Si no aparezco a los dos días de tu llegada al albergue, será señal de que la tempestad me ha retrasado... Pagarás por adelantado la instalación del elefante blanco en el establo y saldrás hacia Peshawar, donde llegarás antes que yo, y así podrás tranquilizar a mis hermanos que me están esperando y que ya deben de estar haciéndose mala sangre. Así que llegues, les dirás simplemente que me he retrasado un poco —ordenó al cornaca en medio de una ventolera glacial e insoportable en el cruce de caminos donde el de Samyé se unía a la ruta de los pasos del Pamir.
Sabía que dejaría a su comunidad sumida en la aflicción y el miedo cuando los monjes viesen que, después del regreso del cornaca, tardaba tanto en volver. Pese a todo, estaba convencido de haber tomado la decisión más conveniente.
La única manera de escapar a las terribles consecuencias de lo que había descubierto en Peshawar consistía en llevar a la práctica el inesperado acuerdo que había tomado con Pureza del Vacío y cuya conclusión significaba el milagroso final de los problemas que desde hacía meses inquietaban sus noches.
Y para conseguirlo convenía que Buddhabadra estuviera solo, se sintiera enteramente libre de hechos y gestos y no tuviera que presentar cuentas a nadie más que a sí mismo.
Así, aunque afligido, Buddhabadra no se volvió siquiera cuando dejó abandonado en la montaña nevada, que no tardaría en convertirse en su tumba, a aquel animal soberbio cuya presencia en Samyé resultaba indispensable para salvar las apariencias.
Buddhabadra, entretanto, se había jurado que, así que estuviera de vuelta a Peshawar, ordenaría que se hicieran batidas en los bosques del norte de la India para ver de encontrar a otro elefante blanco adulto tan impresionante y vigoroso como aquel pobre animal al que, bien a su pesar, había condenado.
En libertad, por fin, de movimiento se detuvo en el primer albergue que encontró de camino para resguardarse de la tempestad, que había redoblado en intensidad.
Ya al abrigo, se dijo que lo mejor que podía hacer era seguir hasta Samyé y quedarse allí hasta que terminara el invierno.
Sin la presencia más bien engorrosa del elefante, poco acostumbrado a las laderas cubiertas de nieve, pasaría una octava junto al Reverendo Ramahe sGampo.
Y así que mejorase el tiempo, partiría hacia Luoyang provisto del sutra precioso de Pureza del Vacío.
¡Qué prisa tenía, en aquel momento, de proceder al intercambio convenido!
Ya imaginaba que tenía en las manos la maceta de arcilla en la que crecería la planta cuyas hojas brillantes, dispuestas en parrillas, alimentarían, en Peshawar, los gusanos que saldrían de las liendres que Pureza del Vacío le facilitaría. A cambio se desembarazaría de aquel bello corazón de sándalo y de ese modo podría volver aquella página dolorosa que se había abierto unos meses antes.
Y gracias a aquel brote frágil y a aquellos pequeñísimos huevos, más pequeños aún que los granos de pimienta, dispondría de los medios necesarios para evitar a su monasterio una catástrofe tan terrible como ineluctable...
A pesar del lamentable abandono del paquidermo sagrado, pues, la situación tendría buen fin... ¡Lástima de aquella maldita ventisca que soplaba a ráfagas y traía consigo masas de nieve que imposibilitaban la orientación de aquel que cometía la imprudencia de aventurarse a afrontar la tempestad!
Y allí fue donde empezaron los problemas, a partir del momento en que, con las prisas para volver a Samyé, Buddhabadra creyó que se producía una calma y abandonó el albergue para ponerse a caminar a través de la montaña.
Allí se enteraría por propia experiencia de que, en plena tormenta de nieve, cuando el sol y las montañas se hacen invisibles, se pierde por completo el sentido de la orientación.
Entonces había muchas probabilidades de tomar el norte por el sur.
Y algo de eso fue lo que le ocurrió al pobre Buddhabadra.
No sólo había equivocado la ruta de Samyé, sino que también abandonó el tramo meridional de la Ruta de la Seda, por lo que, contrariamente a lo esperado, se había dirigido al norte, en la dirección de Kucha, en lugar de ir hacia el sur, o sea, hacia el Tíbet, que era donde se encontraba Samyé.
Sin apercibirse de ello, desorientado a causa de la fatiga y la nieve incesante, perdió la noción del tiempo tras perder la del espacio, lo que hizo que poco a poco fuera alejándose del macizo del Himalaya y se encontrara a medio camino entre Hetian y el sur de la cuenca del Tarim, un lugar helado donde se fatigó en vano tratando de dar con el camino.
Después de ocho días de ir avanzando a tientas, convencido en todo momento de que acabaría por encontrar el famoso mojón que indicaba la dirección de Samyé, se encontró falto de víveres. A su cuerpo entumecido le costaba mucho trabajo seguir avanzando, su fatiga era tan inmensa que ni siquiera sentía la quemazón del viento glacial en su rostro medio oculto por la capucha.
Al final cayó derrumbado en la nieve.
Pero en medio de sus desgracias había ocurrido un verdadero milagro que le abrió un periodo fasto.
En realidad, de no haberlo recogido aquella cuadrilla de actores ambulantes, que lo descubrieron medio muerto de frío junto a una choza abandonada en la que, en su estado de semiinconsciencia, tal vez intentó refugiarse, no hay duda de que su periplo habría terminado allí, bajo el espeso manto de nieve que ya había empezado a cubrir su cuerpo.
Cuando despertó, envuelto en una manta que hedía a yak, mientras una muchacha con ojos de garduña trataba de hacerle engullir un cuenco de sopa caliente, creyó en un primer momento que se había reencarnado en otra persona.
—¿Dónde estoy? —fue lo primero que preguntó, en un hilo de voz, tras haber tragado el cuenco de sopa que la muchacha le había ofrecido.
La desconocida no debía de hablar sánscrito. Se contentaba, pues, con mirarlo con rostro sonriente y haciendo los gestos que lo habían salvado. Pasados unos momentos, ante su mímica, acabó por comprender lo que le había ocurrido. Y cuando la chica le puso delante un espejo de bronce pulimentado, se percató, al ver sus mejillas enjutas y requemadas por el frío y el tono azulado de la punta de su nariz helada, que se había librado de una y buena.
Después se le acercó un hombre de más edad.
Buddhabadra, aturullado, no entendió palabra de lo que le dijo aquel hombre que resultaría ser el director de la tropa de actores, salvo que su rostro rubicundo riendo a carcajada limpia y su actitud al palpar todo el cuerpo del Superior de Peshawar y al darle unas palmadas en las mejillas le reveló muy a las claras que se alegraba de la recuperación de aquel que había estado a punto de morir de frío.
A pesar de su extrema fatiga, su primer reflejo, tan pronto como se quedó solo, fue comprobar si la caja en forma de corazón estaba en su sitio, dentro del petate de sus cosas que tenía a su lado.
También lo que guardaba la caja, por fortuna, estaba dentro. ¡Sólo le habría faltado que le hubiesen robado el corazón de madera de sándalo!
Era evidente que aquellos cómicos ambulantes eran personas honradas que no tenían ningún interés en curiosear sus cosas.
Lo único que apremiaba ahora a Buddhabadra era volver a Samyé. Descubrió, sin embargo, que el convoy emprendería la ruta hacia el norte, en dirección al oasis de Turfan, donde, al iniciarse la primavera, la compañía de actores tenía la costumbre de presentar su espectáculo a un reyezuelo de las inmediaciones de la «Perla Brillante de la Ruta de la Seda», que así se llamaba la ciudad donde éste moraba.
Estaba demasiado agotado para abandonar por las buenas a sus nuevos compañeros de viaje, tan solícitos y atentos en todo momento, y que era evidente que le tenían simpatía.
Así pues, Buddhabadra llevó un mes y medio la vida de aquellos saltimbanquis que alegraban el corazón de las gentes con sus marionetas, sus sombras chinescas y otros malabarismos a cambio de un poco de comida y de un lugar abrigado en cualquier rincón del granero.
Pero al llegar a Turfan, los remordimientos, que no dejaban de atormentar al Superior del Único Dharma de Peshawar, hicieron que abandonara al pequeño grupo de comediantes.
A medida que iba recuperando fuerzas, iba sopesando las consecuencias probables de su retraso.
Dentro de unos días, en el monasterio del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales de Luoyang, Pureza del Vacío comenzaría a impacientarse, ya que habrían transcurrido tres meses largos desde su salida de Samyé.
Y además, empezaba a imaginar, angustiado, además de la inquietud y la contrariedad del mahayanista, los perjuicios que su ausencia comportaría a los términos del pacto establecido.
Como todo pacto, también aquél se basaba en la confianza.
¿Qué confianza podría tenerle cuando Pureza del Vacío se convenciera de que Buddhabadra había faltado a su palabra?
Si quería evitar una terrible catástrofe, había llegado el momento de decidir qué había que hacer para salvar al precio que fuera el acuerdo que habían cerrado unas semanas antes en un banco de piedra del patio principal del monasterio de Samyé.
La cuestión era fácil de resumir.
¿Debía pasar de nuevo por aquel monasterio para llevar a Pureza del Vacío el precioso sutra o, por el contrario, sería mejor aprovechar, ya que se encontraba en Turfan, para ir directamente a Luoyang?
Le habían dicho que eran necesarios veinte días de marcha a pie para llegar al oasis de Hami y diez más, siempre que no se rezagara, para ir hasta el de las Mil Grutas. Por consiguiente, había que contar que le faltaban dos meses largos para llegar a Luoyang a partir del lugar donde ahora se encontraba.
Por el contrario, si tenía que volver a Samyé y enfilar el itinerario meridional de la Ruta de la Seda, tendría que contar más del doble de tiempo.
¡Cuatro meses más! ¡Siete meses en lugar de tres! Era evidente que era demasiado tiempo para Pureza del Vacío, a quien le sobraría incluso para hacerse atrás en su palabra.
Buddhabadra se encontraba ante un asunto muy embrollado.
Ninguna de las dos salidas le parecía satisfactoria.
Ya que, en los dos casos, a ojos de Pureza del Vacío pasaría por una persona incapaz de hacer honor a sus compromisos.
Por mucho que se dijera que lo importante para este último era el contenido de la caja en forma de corazón, no conseguía imaginar qué ocurriría si se presentaba ante él sin el precioso sutra que tanto estimaba.
Pureza del Vacío era receloso y no dejaría de pedirle cuentas y exigirle detalles con respecto a las circunstancias que le habían impedido hacer lo prometido.
Así pues, Buddhabadra se vería obligado a volver a toda prisa a Samyé y después a salir de allí lo más rápidamente posible hacia Luoyang mientras rogaba al Bienaventurado que Pureza del Vacío no cambiara de parecer.
La perspectiva de un viaje tan largo no lo seducía especialmente, sobre todo después del terrible contratiempo que acababa de vivir, pese a que el invierno terminaría pronto y transformaría la nieve en barro y torrentes en la montaña que debería atravesar de nuevo.
Pero no tenía otra opción.
Buddhabadra había soñado tanto con aquella seda salvadora, incluso cuando se sentía tan débil que apenas si podía moverse, zarandeado dentro de la carreta de la compañía de cómicos ambulantes, que ya no le quedaban fuerzas para imaginar que se quedaba sin gusanos ni moreras.
Gracias a la seda dispondría de lo necesario para hacer del Único Dharma, cuya riqueza equivalía a la de un gran reino, el foco que sacaría adelante al Pequeño Vehículo; podría dar un impulso decisivo a sus monjes predicadores, a los que enviaría por millares a través de los caminos de la India para así recuperar el terreno que su doctrina perdía todos los días, de forma inexorable, ante el resurgimiento de la religión india antigua.
Sin moverse de delante del mojón, como si éste fuera una imagen piadosa ante la cual estuviera rezando, el Superior del Único Dharma no podía pensar en otra cosa que no fuera la suerte que había tenido después de tantos episodios funestos.
Era un hecho que no había necesitado torturarse indefinidamente las meninges para decidir si debía pasar o no de nuevo por Samyé. El azar o la suerte, a menos que no fuera el propio Bienaventurado, habían elegido por él.
De no ser así, ¿cómo habría sido posible que, en Turfan, topara de manos a boca con el responsable de aquel criadero clandestino de gusanos de la seda con quien después trabó amistad?
Recordaría mucho tiempo su estupefacción al entrar en conversación con aquel joven de expresión afable con quien había chocado violentamente a la salida de un cobertizo, lo que había provocado su caída y que se abriera una ceja.
Lo primero que había hecho el torpe muchacho había sido deshacerse en excusas y, a continuación, invitarlo a entrar en el cobertizo para aplicarle una compresa en la herida, que sangraba en abundancia.
—¡Parece un invernadero! —comentó Buddhabadra.
—Es un criadero de gusanos de la seda —respondió con una sonrisa el muchacho, que hablaba sánscrito con la suficiente fluidez para hacerse comprender por el Venerable Superior del Único Dharma de Peshawar.
—¡Y yo que me figuraba que los chinos tenían el monopolio de la fabricación de la seda! —Buddhabadra no pudo evitar el comentario.
—¡En Turfan hay de todo! —respondió el joven.
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Punta de Luz y la verdad es que mis insectos están muy enfermos.
Bastaron pocos instantes para que Punta de Luz convenciera a Buddhabadra de que el pacto acordado con Pureza del Vacío era leonino. Cabía preguntarse incluso si el Superior del convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales no habría tratado de engañarlo al insistirle en que la seda sólo se producía en la China y en ningún otro sitio más...
No valía la pena, en todo caso, deslomarse yendo a la China central a buscar los ingredientes de la receta que permitirían fabricar la seda cuando bastaba con ir a ver al amable Punta de Luz así que consiguiese la curación de los gusanos.
Ésta fue, por otra parte, la propuesta que se apresuró a hacer a aquel muchacho que, para gran satisfacción suya, no se le puso de espaldas.
Buddhabadra estaba convencido de que, llegado el momento, no se negaría a confiarle, por supuesto a cambio de dinero contante y sonante, los huevos y los brotes de morera que Pureza del Vacío se había comprometido a procurarle.
Al salir del cobertizo donde se fabricaba la seda que aquel joven, cuya sonrisa evocaba tan bien el agradable nombre de Punta de Luz que llevaba, le invitó a visitar a fondo para hacerse perdonar que por su culpa se hubiera abierto una ceja, Buddhabadra se sentía absolutamente sereno.
¡Si no se hubiera equivocado de camino, si no hubiera ido a Turfan, donde gracias a un milagro había topado con Punta de Luz, habría ido al otro extremo del mundo a buscar lo que tal vez podía encontrar aquí!
Fue así como comenzó a pensar que el Superior de Luoyang quizás había intentado engañarlo.
En efecto, en aquel invernadero que no tenía tan mal aspecto como eso, había lo necesario para producir gran cantidad de preciosa seda.
Delante de unas aberturas que les procuraban la mejor insolación posible, plantados en centenares de macetas de arcilla, había brotes de morera cuyas hojas, una vez arrancadas y dispuestas en parrillas, servían de alimento a los gusanos de la seda.
Una parte del cobertizo estaba destinada al almacenamiento de los capullos, colocados cuidadosamente en estanterías. En un espacio adyacente se habían instalado unos grandes trébedes de bronce, debajo de los cuales, a juzgar por la presencia de montículos de ceniza, debía de encenderse fuego.
Punta de Luz le detalló, sin hacerse de rogar en modo alguno, cómo se escaldaban los capullos en aquellas marmitas y cómo se devanaban después.
Buddhabadra comprendió, pues, en muy poco tiempo todos los aspectos de aquel delicado proceso que iba desde el huevo al hilo de seda, después de lo cual sólo había que tejerlo... al tiempo que comprendió también que el Pequeño Vehículo ya no tenía necesidad del Grande.
¡La seda! Pero sobre todo, ¡el dinero de la seda!
Allí estaba la salvación de su decadente Iglesia.
El Inestimable Superior de Peshawar estaba exultante de alegría.
Hete aquí que las circunstancias le permitían librarse de la sujeción de aquellos acuerdos secretos que tanto para él como para su Iglesia suponían más inconvenientes que ventajas.
Desde hacía muchos años y pese a la pretendida tregua que ahora lamentaba amargamente haber garantizado, eran innumerables las afrentas que el Gran Vehículo hacía sufrir al Pequeño procurándose con habilidad el apoyo de los ricos.
Atenuando el rigor de su doctrina y abriendo de ese modo la Vía de la Salvación a los laicos en lugar de reservarla a los monjes, en contra de lo que exigía el propio Bienaventurado, el Mahâyâna no había dejado un momento de poner palos a las ruedas del Hînayâna.
Liberado ahora gracias a la certidumbre de disponer de seda, Buddhabadra podría hacerles pagar un elevado precio por todos aquellos años de traiciones...
Entregado por completo a su sueño de venganza frente a todos aquellos cuya fe se había debilitado hasta tal punto que ya nadie sabía muy bien en qué creía ni a quién rezaba, casi se había sentido investido de una misión divina al salir de Turfan.
Después de aquel tiempo de sumisión y silencio, ¿no era urgente rebelarse y reanudar la ofensiva contra los mahayanistas, aquellos sepultureros del budismo original?
Sin embargo, para salir airoso de una misión tan ambiciosa, era preciso utilizar los mismos métodos, tanto económicos como doctrinales, que habían asegurado el éxito fulgurante del Mahâyâna en China, ante el cual los emperadores Tang habían acabado por inclinarse hasta el punto de que ya se decía que ésta se había convertido en su religión oficial.
El Gran Vehículo debía esta expansión a los libros, a los escritos que no había dejado de copiar y distribuir en múltiples ejemplares por todo el territorio.
Buddhabadra había decidido también que volvería a Samyé para recuperar el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura. Teniendo en cuenta las directrices que Pureza del Vacío había dejado a Ramahe sGampo, no tropezaría con ninguna dificultad.
¡Sería un signo más que mostraría que el Pequeño Vehículo ya no estaba dispuesto a hacer la más mínima concesión al Gran Vehículo! Desde su llegada a Peshawar estaba pensando en hacerlo traducir al sánscrito tras modificar los pasajes más discutibles y en difundirlo después por toda la India, no sin antes asimilarlo personalmente, lo que haría de él un prestigioso filósofo.
Buddhabadra ya saboreaba las circunstancias de su regreso a Peshawar.
Sería recibido como un héroe victorioso, provisto de la panoplia completa de las armas que faltaban al Pequeño Vehículo a fin de recobrar el lustre que la desatada expansión del Gran Vehículo le había restado: por una parte, el dinero obtenido gracias a la seda; por otra, la doctrina, más flexible y tolerante con respecto a los laicos gracias a la importante acción de Pureza del Vacío...
¡Ni que decir tiene que su satisfacción era grande ahora que se encontraba delante de aquel mojón de piedra que le demostraba que estaba en el buen camino!
Según la inscripción grabada al pie de la piedra eminente, Samyé estaba a sólo seis días de camino andando a buen paso.
Volvía a caer una espesa nevada y el sol acababa de desaparecer de pronto detrás de las crestas blancas, lo que auguraba la rápida llegada de nubes nocturnas. La temperatura tardaría muy poco en bajar unos quince grados, obligando a todo cuerpo humano, por aguerrido que fuera, a poner en marcha recursos desesperados para sobrevivir en medio de tanto frío.
En aquel mismo momento Buddhabadra descubrió, a media altura de la ladera, encima mismo del camino que estaba recorriendo, un agujero que tenía todas las trazas de ser la entrada de una cueva.
Decidió, pues, que sería mejor detenerse allí mismo y, en caso de que en la cueva no hubiera nadie, arrebujarse en su manta de pelo de yak hasta que amaneciera para dejar reposar el tobillo dolorido.
Al penetrar con grandes precauciones en el antro a fin de comprobar que no se hubiera ya resguardado en él algún animal, notó de inmediato olor a hongos y advirtió que los muros rezumaban humedad. Era señal de que allí no pasaría frío.
Extenuado después de toda la jornada de marcha y feliz de saber que el final estaba cerca, Buddhabadra no tardó en dormirse.
Al día siguiente, cuando despertó, el tobillo le dolía tanto que a punto estuvo de lanzar un alarido al hacer el intento, vano por otra parte, de ponerse de pie.
El sol, ya alto, iluminaba lo suficiente el interior de la cueva para dejarle ver, sentado a su lado con la espalda apoyada en el muro de roca, a un hombre cuyo rostro, de rasgos conocidos, lo observaba con aire burlón.
Estupefacto, Buddhabadra reconoció a aquel cuya ausencia a la reunión de Samyé lo había inducido a proponer a Pureza del Vacío un trato del que había estado a punto de convertirse en víctima.
—¡Nube Loca! ¿Qué haces aquí? ¡Pureza del Vacío y yo estuvimos esperándote y no viniste! ¿Dónde estabas? —preguntó Buddhabadra fuera de sí.
El hombre llamado Nube Loca tenía un aspecto que encajaba con su nombre e inquietaba siempre a todos cuantos lo veían por vez primera.
Uno no podía dejar de sorprenderse ante los gigantescos aros de bronce que le colgaban de las orejas alargándolas de forma exagerada y dando a su rostro macilento y huesudo, con el cráneo rapado, el aspecto de un jarrón provisto de dos asas.
De aquel individuo reconocible entre mil emanaba una violencia y una energía reprimidas, pero casi palpables.
—Fuera hacía frío. Como tú, he encontrado aquí dentro un refugio donde pasar la noche.
—Te he preguntado por qué no estuviste allí donde debías estar el día convenido —le gritó el Superior de Peshawar.
—¡Ah, sí! ¡El cónclave! Seguramente... porque me perdí. O tal vez... no... es eso... que me perdí. Y cuando lo advertí, ya era demasiado tarde. Llegué a Samyé justo cuando acababais de salir. Me refiero a Pureza del Vacío y a ti... Fíjate que sigo llevando el mandala —dijo hablando con voz entrecortada Nube Loca, como si se sintiera incómodo.
Acababa de sacarse del bolsillo un pañuelo de seda negra ribeteado de rojo, una de cuyas caras estaba adornada de suntuosos dibujos, que agitó ante las narices de Buddhabadra.
—¡Te esperamos tres días! Después nos vimos obligados a levantar el campamento. ¡Es la primera vez en tres decenios que veo cosa parecida! ¡Saboteaste nuestro concilio! —le replicó secamente.
—Lo lamento... Si hubierais tenido un poco de paciencia, se habría podido celebrar la reunión —protestó Nube Loca, que ahora tenía los ojos perdidos en el vacío como si estuviera ausente.
—¡Era importantísimo! Tú rompiste el pacto, Nube Loca, ¿no te das cuenta? ¡Nosotros confiábamos en ti! —le espetó el Superior del Único Dharma de Peshawar, que a duras penas conseguía dominar la cólera.
Desmoronado contra la roca, Nube Loca parecía desvalido ante la dura reprimenda de su interlocutor.
Debía de sentirse culpable, ¿por qué, si no, habría adoptado aquel aire de perro apaleado cuando era de los que no se echaban atrás cuando había que levantar la voz y hasta el brazo contra todo aquel que le llevaba la contraria?
Tras sacarla con rapidez de un minúsculo pastillero de bronce, tragó una pastilla oscura cuyos efectos no tardaron en dejarse ver.
—Dime, Buddhabadra, ¿se puede saber qué estás haciendo en la ruta de Samyé? ¿No acabas de decirme que te fuiste de allí junto con Pureza del Vacío? —lo increpó de pronto con aire desconfiado, como si acabase de decidir de pronto pasar a la ofensiva.
Buddhabadra, confuso a su vez, acarició los largos pelos de la manta con la que se cubría las piernas.
Por nada en el mundo habría confesado a Nube Loca que, después de haberse perdido, había ido hasta Turfan, donde había conocido a un simpático criador de bómbices que se había prestado a entrar en negocios con él, antes de volver a Samyé para apoderarse del precioso sutra de Pureza del Vacío.
—He olvidado un manuscrito, pero tengo miedo de subir allá arriba porque me duele muchísimo el tobillo —se lamentó.
—¿De qué manuscrito hablas? Vas, vuelves... todo esto no tiene pies ni cabeza, ¿me tomas por idiota? —le gritó Nube Loca, ya que era evidente que la píldora había desencadenado su agresividad.
Sus ojos enrojecidos tenían un brillo inquietante y en la comisura de los labios le había asomado un hilillo de baba.
—Si quieres que te diga la verdad, Nube Loca —le dijo Buddhabadra como hablando medio en broma—, es preciso que sepas que Pureza del Vacío ha tratado de tomarnos el pelo.
—¡No me sorprende tratándose de un monje del Gran Vehículo! A fuerza de sutilezas, acaba por engañar a cualquiera...
Buddhabadra, algo más tranquilo al ver que Nube Loca, pese a su actitud extraña, parecía darle la razón, le preguntó a quemarropa:
—¿De qué Iglesia te sientes más próximo?
—En primer lugar, del Pequeño Vehículo y, en segundo, del lamaísmo tibetano.
—¿Y del Mahâyâna?
—¡Mucho menos! ¡Creen tan poco en los ritos! Para ellos, basta con sentarse y entregarse a una buena meditación y aquí se acaba la historia. En cuanto a su fascinación por la vacuidad, de veras que es algo impresionante. A mi modo de ver, no es ésta la manera de practicar una religión en la forma debida...
La franqueza de la respuesta hizo pensar al Superior de Peshawar que podía abrirse un poco más.
—¿Qué te parecería una alianza entre nosotros dos? Pureza del Vacío y Ramahe sGampo no tienen necesidad de nadie... —le replicó con brusquedad.
—¡Podría ser eficaz! ¿Qué me estás proponiendo exactamente, Buddhabadra?
—De hecho, voy a Samyé para recuperar el Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura que Pureza del Vacío dejó allí. Sólo que la lesión que sufro va a retrasar...
—¿O sea, que no crees en los concilios?
—Después de la paz armada, viene la guerra —exclamó con pasión Buddhabadra, quien reprimió una mueca de dolor provocado por el tobillo.
—Pero ¿no despertarás las sospechas de Ramahe sGampo al volver a Samyé para reclamar el manuscrito de Pureza del Vacío? Siempre he creído que ese par estaban conchabados.
—Ramahe sGampo sabe que debo volver para recoger el sutra.
—Comprendo...
—También espera, quiero advertírtelo, que le devuelvas lo que te confió... Tal vez podrías matar dos pájaros de un tiro: le llevas lo que es suyo y recoges el sutra de Pureza del Vacío —añadió Buddhabadra, más insistente de pronto, señalando el pañuelo de seda bordeado de rojo que Nube Loca, después de doblarlo de nuevo, había dejado sobre su petate.
—¡Ni soñarlo! No se lo devolveré nunca. ¡Lo mío es mío! Queda descartado que yo suba allá arriba —soltó Nube Loca antes de engullir otra píldora.
La respuesta, francamente desagradable, incitó a Buddhabadra a tratar de levantarse.
—¡Bien! ¡Será preciso que vaya yo!
Pero el dolor le arrancó un grito al tratar de ponerse de pie.
—Toma una, te calmará el dolor —le propuso Nube Loca.
Le tendió una de aquellas píldoras negras y Buddhabadra no se hizo de rogar.
Tenía un sabor insoportablemente amargo, pero en seguida le procuró una curiosa sensación de bienestar.
Su efecto fue inmediato. A los pocos instantes sintió nacer en su interior una confianza hacia aquel individuo del que hacía tan poco rato desconfiaba.
—Si queremos debilitar el Gran Vehículo, hay que empezar por eliminar todos sus textos doctrinales emblemáticos que, traducidos y difundidos en gran número, se utilizan para su difusión. El sutra de Pureza del Vacío es uno entre ellos, ni más ni menos. Así que lo recupere, pienso quemarlo. Quiero ser totalmente transparente contigo, Nube Loca. Lo que más me preocupa es que ese tobillo va a impedirme llegar a Samyé —dijo con voz lastimera tragando saliva.
Bajo los efectos de lo que parecía una droga, Buddhabadra se sentía predispuesto a contárselo todo por poco que el otro se prestase a escucharlo.
Pero era evidente que a este último aquello le tenía sin cuidado. Escrutó el camino con la mirada.
—¡Ten confianza, Buddhabadra! Veo, en el camino, dirigiéndose hacia nosotros, a alguien que, con un poco de suerte y a cambio de unas monedas, nos permitirá solucionar este asunto —aseguró Nube Loca, que acababa de recuperar su sonrisa socarrona.
En cuanto al Superior de Peshawar, que parecía flotar en una nube y apenas notaba ya el dolor del tobillo, observaba alternativamente las paredes de la cueva teñidas de una tonalidad rosada y el techo de la misma que había virado de pronto hacia el azul, en tanto que del rostro de Nube Loca habían desaparecido todos los rasgos inquietantes, así como los tics que hasta entonces lo turbaban.
¡Pobre Buddhabadra, que había perdido toda lucidez y no se daba cuenta de que acababa de arrojarse en las fauces del lobo!
10
PALACIO IMPERIAL DE CHANG AN,
CHINA, l8 DE FEBRERO DE 656
Majestad, es espantoso! No sólo estamos faltos de seda, sino que creo, además, que hay quien aprovecha la ocasión para dedicarse, a vuestras augustas espaldas, a un lucrativo tráfico clandestino —gimió el Ministro de la Seda, Virtud de Fuera.
Temblando de miedo y doblado en dos para reverenciar al emperador Gaozong, el hombre estaba pálido como un muerto.
La ceja derecha del emperador se levantó casi imperceptiblemente.
Era el signo, conocido de todos cuantos tenían el privilegio de poder acercársele, de que deseaba saber más sobre lo que se le decía.
Así pues, el Ministro de la Seda se despejó la garganta, tragó saliva tres veces y, con voz más áspera que la cuerda de cáñamo utilizada para atar los pies de los prisioneros, se adelantó con paso torpe hacia el soberano. Sentado en un sillón de ébano wumu, ante el cual un sirviente acababa de instalar un cuenco sobre un trébede, lleno hasta los bordes de pistachos y semillas de girasol, el emperador de China quedó a la espera de la delicada explicación que había motivado la petición urgente de audiencia.
—Pues... ve...rá... Vuestra Ma...jestad...
—¡Rápido! ¡Al grano, mi querido Virtud de Fuera, al grano! ¡Más rápido! Si he accedido a verte ha sido porque mis colaboradores me han asegurado que el motivo era más que justificado, pero te prevengo que no tengo la más mínima intención de perder el tiempo —le espetó el emperador metiéndose un pistacho en la boca.
Con el pie derecho daba golpes cadenciosos en los bajos del sillón, signo inequívoco de que el nerviosismo del emperador estaba aumentando por momentos.
Virtud de Fuera se disponía ya a carraspear por enésima vez antes de reunir fuerzas suficientes para recitar la exposición que pensaba hacer, aprendida de memoria, cuando un delicioso perfume de flores de azahar invadió de repente el despacho, lo que tuvo como efecto inmediato la distensión del ambiente al tiempo que se oía el canto estridente de un grillo.
—¿Vos aquí, amada mía? ¿Tan pronto levantada? ¡Qué sorpresa y qué alegría! —exclamó, jubiloso, Gaozong.
Wuzhao, seguida del Mudo, que llevaba en la mano la minúscula jaula de bambú con el grillo dentro, acababa de hacer entrada de forma inopinada en el gabinete de trabajo de su esposo.
Más atrás, a unos pasos de distancia, seguía una nodriza que llevaba a Lihong dormido en sus brazos, un bulto envuelto en seda rosa, el hijo que, tres años antes, la emperatriz había tenido de Gaozong cuando no era más que su concubina.
—¿Os importuno, acaso, mi querido esposo? —preguntó, adoptando una postura favorecedora.
—¡En absoluto!
—No voy a entreteneros. Había prometido a Lihong que lo llevaría a la ciudad para que viera el mercado de pájaros y, al pasar por delante de vuestro despacho, se me ha ocurrido entrar a saludaros.
—Estaba hablando con Virtud de Fuera de un asunto que os interesa, mi dulce Wuzhao... Hablamos de trapos... ¡trapos de seda! —bromeó el emperador, orgulloso de sus palabras, antes de indicarle con el ademán que se acomodara en el diván situado delante de su mesa de trabajo.
—La seda es la mayor riqueza del imperio de la China. ¡Una materia celestial que le ha dado renombre más allá de las montañas y de los mares! —respondió ella, comedida y con los ojos bajos, en actitud modesta.
—Ocurre que... Majestad, la situación es gravísima... ¡Creo que hay tráfico de seda falsa en el imperio! —dijo, finalmente, el ministro antes de derrumbarse en la sillita que el emperador mandaba colocar siempre delante de él para poder observar a placer la mímica de sus interlocutores.
Virtud de Fuera, empapado en sudor, tenía apretado en la mano, crispada por el miedo, un retal de seda que no se había atrevido a desdoblar delante del soberano y que éste no había visto siquiera.
—¿Quieres decir que hay quien ha encontrado un medio de tejer seda sin recurrir a la hermosa oruga que se alimenta de hojas de morera? —le preguntó Gaozong, con aire divertido, echando una ojeada a su esposa.
No sentía más que desprecio por su ministro, aquel ser tembloroso que sudaba a mares y no paraba un momento de hablar como un mentecato.
—¡No es esto, Majestad! Me he explicado mal. Lo que pasa es que estamos completamente seguros de que hay, en alguna parte, un taller clandestino de producción de seda —consiguió articular, por fin, el hombre entre dos gemidos.
«Decididamente, ese desgraciado de Virtud de Fuera todavía es más imbécil de lo que parece», pensó Gaozong.
—¡Pero esto es imposible! —le replicó—. La administración tiene el monopolio establecido por un decreto que se promulga periódicamente a fin de que nadie pueda ignorarlo. Sin ir más lejos, el mes pasado le puse el sello... Y todas nuestras manufacturas sericícolas están vigiladas... Verdaderamente, Virtud de Fuera, vergüenza debería darte molestar al emperador de China para contarle estas memeces. Suerte que la emperatriz está presente porque, de lo contrario, saldrías de aquí a golpe de caña de bambú en el culo.
Ya iba a ordenar a su chambelán que retirase de su presencia a aquel idiota profundo cuando Wuzhao tomó la palabra, no sin antes haber indicado a la nodriza, en cuyos brazos acababa de despertarse el niño, que saliese de la estancia.
—¡Majestad, parece que este ministro tiene conocimiento de algunos detalles en apoyo de sus afirmaciones! —murmuró a su esposo, indicándole con la mirada la pieza de seda doblada que Virtud de Fuera no había dejado de manosear febrilmente.
Wuzhao tenía una actitud preocupada y atenta a la vez.
—En efecto, Majestad, lamento anunciaros que se ha violado el monopolio del imperio. ¡Aquí está la prueba! —exclamó entonces el ministro.
Y Virtud de Fuera depositó respetuosamente delante del emperador el retal de seda que acababa de desdoblar y que se desplegó en el aire cual nube vaporosa.
El tejido carmesí centelleó como el cristal al desplegarse sobre la madera de «flor amarilla de peral» huanghuali con incrustaciones de sándalo púrpura zitan de que estaba hecha la mesa de trabajo del emperador de China.
—¡Aquí tenéis, Majestad, nuestra última incautación! ¡Esta tela no lleva número de identificación ni sello administrativo alguno! ¡Es terrible! —añadió con plañidero acento.
Entonces, lleno de furia, el emperador se apoderó con gesto brusco de la tela carmesí y, por curioso que parezca, se lo llevó a la nariz como queriendo aspirar su olor.
No había ninguna duda: la materia era seda. Y de la mejor calidad: un moaré ondulante, rojo como el sol poniente, con imperceptibles aves fénix estilizadas bordadas con hilo de oro retorcido más fino que un cabello.
—¡Una tela magnífica! ¡A la altura de la que produce la manufactura del Templo del Hilo Infinito! —exclamó Wuzhao.
—¡Es lo que más me inquieta! ¡Es terrible lo que nos ocurre! ¡Una verdadera calamidad! —murmuró, cada vez más pálido, Virtud de Fuera, que ya esperaba que Gaozong descargase sobre él los rayos de sus iras.
—«¡Es terrible! ¡Es terrible!» ¿O sea, que eso es todo lo que sabes decir? Pues mejor que me digas de dónde has sacado ese retal de seda —preguntó secamente el emperador.
—Se lo hemos incautado a un comerciante del centro de la ciudad en el curso de una redada de uno de nuestros inspectores. Nosotros comprobamos periódicamente las existencias de los comerciantes de sedas y, teniendo en cuenta la penuria actual, nos pareció sospechosa la actividad de su minúscula tienda, siempre abastecida de género. Cuando mis hombres procedieron a interrogarlo en relación con la procedencia de esta muestra desprovista de sello oficial, el comerciante dio unas explicaciones muy embrolladas...
—¿Cómo se llama este individuo? ¿Cómo se llama la tienda? ¿Se le encontraron otras muestras clandestinas? —vociferó, fuera de sí, Gaozong.
—Mis hombres se apoderaron del primer trozo de tela que encontraron en la tienda de este comerciante. No me dio tiempo a tomar nota de su patronímico ni de sus coordenadas. Lo único que sé es que tiene una tienda en la calle de los Pájaros Nocturnos, barrio de los sederos. Pero, Majestad, si lo deseáis, puedo procurarme la dirección exacta y hacer que os la traigan tan pronto como llegue a mi despacho.
—¿Se trata de un comerciante chino o de un extranjero?
—Según el informe de mi brigada de intervención, tiene nombre chino, Majestad. ¡Un compatriota! ¡Es verdaderamente terrible! —farfulló Virtud de Fuera, furioso al percatarse de que no conseguía dominarse en presencia de Gaozong.
No sólo era incapaz de mentir o cuando menos de adornar las cosas presentándolas de modo que repercutiesen a favor suyo, sino que empeoraba la situación al revelar las lagunas que presentaba la organización de su ministerio a medida que iba desgranando los detalles de aquella lamentable historia.
—¿Qué opina la emperatriz Wuzhao de este desgraciado asunto? —preguntó el emperador Gaozong, quien de pronto pareció más tranquilo, volviéndose hacia su esposa oficial.
—Majestad, es un caso que resulta muy difícil de creer. Cabría pensar que la policía de este país sirve cuando menos para hacer que se respete la ley. Ahora bien, que yo sepa, el monopolio de la seda es de orden legislativo —exclamó Wuzhao.
—¡Mi esposa está en lo cierto! Si este tráfico de seda adquiriese mayor vuelo, sería gravísimo, ya que revelaría una situación de profunda delicuescencia de nuestros servicios de control del orden público —dijo, molesto, el soberano, mientras sus dedos de la mano derecha tamborileaban nerviosamente sobre la bruñida superficie de su larga mesa de trabajo.
—Desde el momento que me hicieron llegar este retal sospechoso, Majestad, solicité que me dierais audiencia. Ninguna de las personas que están a mi servicio puede hacerse sospechosa de haber tratado de disimular este asunto... —farfulló Virtud de Fuera intentando por lo menos garantizar su lealtad al emperador.
—¡Mis colaboradores se han guardado muy bien de advertirme de eso que tú deseabas comunicarme! —le gritó, furioso, Gaozong.
—¡Siempre ocurre lo mismo! No hay nadie que quiera dar una mala noticia —dijo la emperatriz, a quien Virtud de Fuera dirigió una mirada de reconocimiento.
—¡Pues hay que poner en marcha un informe! ¡Quiero saberlo todo! ¡Y deprisa! —rugió el emperador de China descargando con violencia el puño cerrado en la mesa de «flor amarilla de peral».
—Si queréis, Majestad, yo puedo ocuparme del asunto. Creo que es de la máxima importancia... —se interpuso Wuzhao ante el pasmo del Ministro de la Seda.
La emperatriz miraba a su esposo con sonrisa serena.
Al acercarse a Gaozong, le rozó la trenza de manera negligente, pero a la vez sin el menor recato a pesar de la presencia del ministro, en el punto mismo donde, perfectamente trenzada y engrasada, arrancaba de la piel ligeramente granulosa de su cuero cabelludo, que a diario todo el escuadrón de barberos imperiales rasuraba cuidadosamente.
Virtud de Fuera, el Ministro de la Seda, consiguió disimular a duras penas el efecto que había provocado en él la proposición surrealista de la emperatriz, y más cuando Gaozong, contra lo que cabía esperar, aparentó aceptarla como si se le hubiera ocurrido a él.
Ningún funcionario de alto rango recordaba que una esposa imperial hubiese tenido nunca la osadía de inmiscuirse en asuntos tan delicados como el control de la buena administración del país o de sus servicios policiales.
Correspondía por lo general hacer este tipo de informes al centenar de agentes del Gran Censorado Imperial, todos ellos cuidadosamente elegidos y a los que sólo podía destituir el emperador, a quien prestaban un juramento especial de fidelidad.
El Gran Censorado, que dependía directamente de la Cancillería, estaba dirigido desde hacía lustros por el sombrío prefecto Li Jingye, uno de los funcionarios más temidos de todo el imperio.
Al pobre Ministro de la Seda, cuyo rostro reflejaba la creciente desolación que le causaba el hecho de que el emperador de China se aviniese a confiar una cuestión tan delicada como aquélla a una mujer, por muy esposa oficial suya que fuera, aquel asunto le parecía como poco algo inaudito, pese a que decía mucho sobre la influencia que ejercía sobre él la hermosa Wuzhao.
Virtud de Fuera ya se imaginaba la amargura que sentiría el Gran Censor, quien se consideraba el garante último de la buena marcha de la administración imperial, cuando se enterase de aquella pasmosa noticia...
—Tratándose de un asunto tan delicado, necesito un informe exhaustivo. ¡Está en juego la credibilidad del Estado! Ordeno, pues, que sea llevado a cabo por la emperatriz en persona —anunció el emperador mirando directamente a los ojos a su ministro.
—Majestad, os agradezco infinitamente la confianza que me demostráis. ¡Removeré cielo y tierra si hace falta hasta que se haga la luz sobre un asunto tan inaudito como éste! —exclamó Wuzhao apoderándose del retal de seda y echándoselo sobre los hombros, donde lucía muy bien.
—Virtud de Fuera, encárgate de pedir a la Cancillería que preparen un edicto mediante el cual confío esta investigación a la emperatriz Wuzhao.
—¡Así se hará, Venerado Príncipe! ¡Ahora mismo! —murmuró, anonadado, el Ministro de la Seda, Virtud de Fuera, antes de abandonar, caminando para atrás, tal como mandaba la etiqueta, el gabinete de trabajo del emperador de China.
Así que hubo salido, tan trastornado estaba por la entrevista que su primera reacción consistió en precipitarse al Censorado Imperial.
La dirección de los servicios del prefecto Li ocupaba todo el primer piso de la Puerta del Oeste del palacio imperial de Chang An, aquella donde el emperador podía recibir, aparte de las audiencias oficiales, a los que no tenían acceso a las zonas estrictamente privadas de la morada del Hijo del Cielo, la parte que se llamaba palacio interior o «Gran Interior» y que constituía el sector más secreto, puesto que estaba reservado tan sólo al uso del emperador y de su familia inmediata.
Al atravesar los innumerables patios pavimentados, a los que se accedía a través de monumentales escalinatas con balaustradas de mármol blanco rematadas por fauces de dragón que escupían llamaradas, Virtud de Fuera no las tenía todas consigo.
Estaba tan ajeno a todo que a punto estuvo de volcar una de las cuatro tinajas, situadas en medio del patio exterior de la Sala de la Armonía Preservada, que representaban los cuatro puntos cardinales y albergaban cuatro naranjos mandarinos centenarios custodiados por tres jardineros vestidos de uniforme de gala.
—¡Cuidado, señor ministro, vigilad dónde ponéis los pies! ¡Este árbol es un tesoro nacional! —exclamó uno que, gracias a haberse adelantado, pudo evitar la catástrofe.
Como hubiera dañado aquel arbusto esmirriado, apenas más alto que una peonía enana y con frutos del tamaño del ojo de un gato, de hecho un botín de guerra de los más ilustres, traído de las provincias anexionadas al sur por obra del tatarabuelo del emperador Gaozong, es indudable que a Virtud de Fuera se le habría caído el pelo.
—¡Perdonad, pero llevo prisa! Y además, apenas he tocado la tinaja esa —exclamó Virtud de Fuera saliendo de estampida.
Para trasladarse del palacio interior a la Puerta del Oeste, desde donde podía oírse la algarabía de la inmensa ciudad, en cuyas calles circulaba una compacta multitud que impedía avanzar a los porteadores de los palanquines y les obligaba a vociferar, había que atravesar doce edificios. Los más suntuosos, el palacio de la Pureza Celestial Qianqing y el palacio de la Tranquilidad Terrena Kunning, estaban custodiados de día y de noche por hombres armados que vigilaban los objetos y muebles preciosos acumulados en aquellas salas donde el emperador de China era objeto de homenaje por parte de las delegaciones de países, pueblos y ciudades que aspiraban a conseguir la protección de la gloriosa dinastía Tang.
Virtud de Fuera llegó, por fin, sin aliento, ante los dos grandes pebeteros de bronce que flanqueaban el portón del inmenso edificio. Éste, de forma octogonal, servía a la vez de templo Fengxian, destinado al culto de los antepasados de la familia imperial, y de porche de entrada del palacio de la corte, que los habitantes de Chang An llamaban respetuosamente «la Grande y Venerable Puerta del Oeste». Una vez allí, el ministro Virtud de Fuera se vio zarandeado sin miramientos por los centinelas, que querían impedirle que subiera al piso superior, donde tenía su sede el Censorado Imperial.
—El prefecto Li Jingye ha dado órdenes expresas: ¡nadie puede subir al piso de arriba sin estar provisto de una autorización expresa! —exclamó el guardia que lo agarró justo en el momento en que se aprestaba a colarse escaleras arriba.
—¡Pero yo soy el Ministro de la Seda! ¿Desde cuándo un miembro del gobierno tiene necesidad de una autorización especial para acceder al Gran Censorado? —gritó tratando de desasirse, contrariado ante tal exceso de celo.
—¡Tengo la obligación de hacer cumplir el reglamento! En cuanto a lo demás, yo no soy quien para responderos. ¡Sigo las órdenes del prefecto Li! —le espetó el esbirro indicando a sus colegas que le echaran una mano.
—¿Se puede saber qué es todo este jolgorio? —tronó una voz procedente del elegante balcón de mármol situado en el primer piso del edificio cuyo esplendor arquitectónico contribuía a realzar.
Detrás de la historiada barandilla acababa de hacer aparición la imponente silueta del prefecto y Gran Censor Imperial Li, vestido totalmente de moaré negro, provocando con ello que aquellos esbirros, con expresión de miedo, se pusiesen firmes.
Era evidente que nadie se andaba con bromas ante la autoridad del prefecto Li.
—¡Virtud de Fuera! Pero ¿qué haces aquí, hombre? ¡Tienes suerte de haberme encontrado! ¡Hoy habría debido estar en provincias! —anunció con voz tonante, antes de añadir con acento estentóreo—: ¡Haced pasar al Ministro de la Seda al despacho del Gran Censor!
Como siempre que entraba en aquel despacho, Virtud de Fuera se sintió intimidado.
La larga túnica negra abotonada hasta el cuello que vestía siempre el prefecto Li, apenas adornada en invierno con un cuello de marta cibelina, exenta de aquellas enseñas tan rutilantes como inútiles que pirraban generalmente a los altos funcionarios de su categoría, era la imagen de su carácter y de su fama: austero e implacable.
Situado bajo la tutela directa del soberano y obedeciendo sólo su autoridad, encargado del examen y vigilancia de todas las cosas que no funcionaban como era debido en el imperio de los Tang, el jefe del Censorado era, por todas esas cosas, el alto funcionario más temido por sus iguales.
Así que entró, Virtud de Fuera observó que el Gran Censor, como tenía por costumbre, manoseaba el pomo de marfil en forma de doble esfera que remataba el bastón de bambú del que no se separaba nunca.
Con voz inexpresiva, el ministro lo puso al corriente de la entrevista que acababa de celebrar con Gaozong en presencia de la emperatriz Wuzhao.
—¡Eso que me has contado me parece increíble! ¿Estás seguro de que el emperador no bromeaba? ¡Cómo va a confiar una investigación de tal importancia a esa mujerzuela! ¡Es algo inaudito! —exclamó el prefecto Li.
—¡Por desgracia es así! Nuestro emperador no tiene un no para su nueva esposa. A mí me ha dejado pasmado. Incluso me ha ordenado que mandara preparar el edicto en la Alta Cancillería Imperial...
—¡Una decisión escandalosa! ¡Una afrenta intolerable no sólo para el Gran Censorado, que ella desautoriza, sino también para toda la administración imperial! Que yo sepa, la emperatriz no es funcionaria. ¿Con qué derecho va a encargarse una zorra como ella de tramitar por cuenta propia este asunto y de llevar a cabo la correspondiente investigación? —exclamó el Gran Censor, que ahora había pasado a darse golpecitos en la palma de la mano con el bastón.
—Comparto tu indignación, pero ¿qué podemos hacer? ¿Acaso nuestro emperador no es nuestro jefe? Él manda en todos los servicios del Estado. Y éste es un asunto en el que me siento tan desautorizado como tú —gimió el Ministro de la Seda, quien estaba hecho un verdadero lío.
—Comprendo tus temores. Y dicho esto, debo añadir que yo no tengo nada que reprocharte en lo que se refiere al asunto del tráfico de seda, que por otra parte no me sorprende lo más mínimo. Al contrario, tú no has hecho más que cumplir con tu deber al ir a informar al emperador de China —agregó el prefecto Li.
—Parece que no te sorprende la existencia de este mercado paralelo —prosiguió Virtud de Fuera, que volvía a sentir un nudo en la garganta y miraba, estupefacto, al Gran Censor.
—Debes saber, en efecto, que yo dispongo de redes propias para mis averiguaciones. En el puesto que ocupo, me pagan para que me entere de todo... —declaró este último con sonrisa enigmática.
—Pues en lo que a mí se refiere, hago lo que puedo al frente de mi administración. Están controladas todas las entradas y salidas de materias primas. Ordeno rondas de inspección diarias en las manufacturas imperiales. ¡Es terrible! —gimió el ministro.
—¡Veamos! El Gran Censorado estará en condiciones de decirlo llegado el momento, así que haya hecho las averiguaciones oportunas en el área de tus servicios.
—¡Todas estas sospechas acabarán por destruirme! Si el jefe del Gran Censorado me regatea su confianza hasta ese punto quiere decir que estoy acabado —murmuró, cada vez más desmoralizado, el pobre Virtud de Fuera.
—¡Conviértete en mi aliado y las investigaciones del Gran Censorado Imperial harán la vista gorda en lo que a ti se refiere!
—¿No basta acaso mi presencia aquí para probaros la estima en que os tengo? —exclamó, dándole el vos de pronto, hasta ese punto se sentía trastornado Virtud de Fuera.
—Esto me gusta más. Quiero que sepas que tengo necesidad de ti. Solo, me sería imposible salvar al Estado de la ruina en que Gaozong, sometido a la influencia nefasta de Wuzhao, está a punto de arrastrarnos. Confucio lo dejó escrito: aquel que no prevea lo que pasará a la larga fracasará a la corta.
—¿Sería impertinencia por mi parte preguntaros cuál es la identidad de las personas con las que contáis para evitar al imperio del Medio su trayectoria descendente actual?
Virtud de Fuera, ateniéndose a Confucio, se había cuadrado delante de aquel sombrío prefecto, las manos hundidas en las mangas de sus brazos cruzados, procurando mantener la postura más respetuosa posible.
—Los que entienden de eso nos llaman «la vieja guardia». Al principio no éramos muchos los escandalizados al ver subir al trono a esa usurpadora. Entre ellos también estaba el antiguo Primer Ministro, el general Zhang. Pero cada día que pasa recibimos refuerzos. ¡Ahora tú! Si quieres conseguir cosas importantes en la vida, es preciso contar con mucha gente —sentenció cínicamente el prefecto Li.
—¡Contad con mi diligencia, mi devoción y, por supuesto, mi absoluta discreción! —dijo en un hilo de voz el Ministro de la Seda.
Trataba por todos los medios de escapar a una investigación del Gran Censorado. Aparte de que habría sido considerada por sus iguales la peor de las infamias, también habría sido la sentencia de muerte de su carrera ministerial.
Convencido, en cualquier caso, de que ésta ya se encontraba sobradamente comprometida por el descubrimiento del tráfico de seda, pensó también que no tenía mucho que perder alineándose bajo el estandarte del Gran Censor Imperial, que no dudaba en proclamar a los cuatro vientos su oposición a Wuzhao.
—En cuanto a esa persona que nuestro emperador ha tomado por esposa, deberemos encontrar la manera de que no nos siga perjudicando —declaró el prefecto Li dando un violento golpe con el bastón en las losas de mármol blanco.
Su rostro cuadrado y macizo, con aquellas cejas espesas caídas sobre las rendijas que tenía por ojos, que acentuaban aún más la dureza del personaje, había adquirido la inmovilidad hierática de una estatua de bronce, pese a que todo él respiraba odio.
Aquel hombre poseía un temple de acero y concentraba todas sus creencias en Confucio y en el desdén a los budistas, a los que acusaba de desviar el dinero público con sus peticiones de ofrendas imperiales. No escondió nunca su reprobación absoluta a Gaozong cuando éste repudió a Dama Wang para instalar en su sitio a «aquella aventurera» que sólo le inspiraba desprecio.
El emperador había recibido en diversas ocasiones al prefecto Li para tratar de ablandarlo, puesto que no quería enemistarse con uno de los personajes más importantes del régimen, uno de los depositarios de la ideología confuciana, hecha de fidelidad y respeto al orden establecido y basada en unos principios de acuerdo con los cuales toda la pirámide de las relaciones sociales del imperio del Medio seguía, pese a todo, funcionando.
Pero había obrado con tal torpeza que, en cambio, había conseguido avivar algo más su hostilidad hacia aquella mujer cuyo mayor defecto, a sus ojos, era aquel lamentable tropismo suyo en dirección al Gran Vehículo, al que no cesaba de manifestar su benevolencia.
—Entretanto no puedo hacer más que lo que me ha pedido Gaozong, que es ir a la Cancillería y hacer redactar ese edicto en virtud del cual Su Majestad encarga a Wuzhao que lleve la investigación del tráfico de seda en el imperio. Y como desobedezca, dentro de poco hasta me van a faltar los pies para poder caminar... —murmuró tímidamente Virtud de Fuera.
—¡Y la nariz para respirar! Es hora de que informe a mis amigos de lo que se está tramando en este país, ya que de lo contrario todo el Imperio chino corre el riesgo de perder el alma. Si el emperador Taizong el Grande pudiera ver a qué han reducido algunos su obra, se estremecería dentro de su cenotafio —masculló con rabia el jefe del Gran Censorado.
—Pero ¿acaso no estamos obligados a obedecer a nuestro jefe supremo? ¿Qué hacéis con el juramento confuciano de fidelidad que prestamos al emperador así que entramos en funciones? —se atrevió, finalmente, a preguntarle con expresión pesarosa el ministro.
—Pues pongo en él mis posaderas como las pongo en ese sillón de palo de rosa. Estamos obligados a serle fieles, salvo si se demuestra que ha perdido la cabeza. ¡Presta crédito a la voz de mi experiencia, así como a la de mi criterio porque eso le ha ocurrido a Gaozong! Si el jefe del Gran Censorado no estuviese aquí para asegurar la supervivencia y la continuidad del Estado, dentro de muy poco no quedaría nada del glorioso edificio levantado por la sangre de los soldados que el Gran Taizong supo conducir a la victoria. Las cosas están así: su indigno sucesor sería capaz de subastar, si esa mujer se lo pidiese, la piel del león que el príncipe de Samarcanda regaló a su padre.
—¿Un león vivo? —se atrevió a preguntar, estupefacto, Virtud de Fuera.
—¡No iba a ser un león de papel! Todavía me acuerdo de los rugidos de aquel animal de flamígera melena que el emperador Taizong mandó instalar en una jaula, que colocó en el patio de la Paz y la Tranquilidad, al pie mismo de la Campana-Tambor. ¡Se oían sus rugidos desde varios li a la redonda y puedes estar seguro de que el pueblo temblaba al oírlos! No había quien no temiese que, en caso de infracción, podía terminar devorado por la fiera y, si quieres saber mi opinión, te diré que las leyes del imperio se respetaban entonces más que ahora. En aquellos tiempos, el augusto emperador de la China era una cosa muy diferente —sentenció el austero prefecto Li volviendo a hacer resonar las losas de mármol con la contera de hierro de su bastón de marfil.
—¿Cuándo murió ese león de Samarcanda?
—Así que murió Taizong el Grande. Unos imbéciles le echaron unas albóndigas envenenadas. Aquel día vi claro que Gaozong no estaba hecho de la misma madera que su ilustre padre.
Cuando el ministro Virtud de Fuera abandonó el suntuoso pabellón octogonal de la Puerta del Oeste, estaba tan turbado por las frases subversivas del prefecto Li y por la facilidad con la que, pese a todos sus escrúpulos de funcionario obediente, había aceptado alinearse bajo su estandarte que no advirtió siquiera que, refugiada en la sombra de la columnata, una silueta lo estaba espiando.
Lo habían seguido.
No se habría podido decir que, en el palacio imperial de Chang An, reinase la confianza.
11
MONASTERIO DE SAMYE, TÍBET
Querrá este monasterio hacerme la merced de dejarme dormir en el interior? ¡Hace tanto frío ahí fuera!
—¿Quién hay? ¿Quién llama a la puerta? Yo no abro más que a quienes me revelan su identidad.
El lama sTod Gling era el único monje, exceptuando por supuesto su Superior, el Reverendo Ramahe sGampo, que tenía la llave de entrada del monasterio de Samyé.
Y el deseo que acababa de manifestar el ma-ni-pa no era más que un vulgar pretexto.
Envuelto de cabeza a pies con la piel de yak, el monje errante, gracias al calor de su respiración, podía hacer frente a temperaturas mucho más bajas que las anunciadas para la noche próxima por un cielo crepuscular exento de nubes en el que ya empezaban a centellear algunas estrellas.
No hacía una simple peregrinación al santo monasterio como la que ya realizaba una o dos veces al año cuando sus vagabundeos por los caminos del Tíbet lo llevaban hasta las inmediaciones de aquel lugar venerable.
—Se prepara una tormenta de nieve y vengo a pedir hospitalidad. Como me quede a la intemperie, corro el riesgo de que mañana me encuentren convertido en estatua de bronce.... ¡No soy más que un pobre e inofensivo ma-ni-pa!
El lama sTod Gling, arropado como un niño de teta con su doble túnica, por mucho que estirara el cuello detrás de la reja que amparaba la abertura cuyo postigo acababa de abrir, no conseguía poner rostro a aquella voz que venía de arriba, un ser al que no le importaba bromear pese a que la noche se anunciaba terriblemente glacial a juzgar por las ráfagas del cierzo, ásperas como latigazos, que le herían las mejillas.
La voz parecía extraña, como salida de ultratumba. Venía de algún rincón del porche donde el individuo que hablaba debía de ocultarse, probablemente detrás de algún saliente.
¿Y si se trataba de una trampa?
El lama sTod Gling, de ordinario tan tranquilo, comprobó con disgusto que estaba dejándose dominar por el miedo.
En términos generales, el religioso no temía a los demonios.
Ni a los del tantrismo budista, que habitaban los infiernos, ni a los otros, mucho más nefastos, del bonpo. Pero aunque no creyera en aquella «religión de los hombres», no tenía ningún deseo de ver surgir de las tinieblas a uno de aquellos seres con fauces de dragón capaces de devorar, de un dentellazo, a un niño.
Sólo a un demonio temía el lama sTod Gling.
No era el más temible, ni el más aterrador, ni aquel a quien le pendía más la lengua, el que tenía los ojos más desorbitados o los dientes más acerados, sino el del «pájaro que podía parir», el demonio del murciélago.
Desde sus más tiernos años, cuando los había observado, aterrado, volando en remolinos a centenares por encima de su cabeza en el establo donde sus padres le obligaban a dormir para vigilar mejor el rebaño de yaks que poseían, el lama sTod Gling temía a los murciélagos como a la peste.
En su fantasmagoría infantil, se había inventado una historia propia en relación con aquellos mamíferos voladores: bajo el envoltorio de la engañosa suavidad de su pelaje, eran la reencarnación de un demonio en extremo malévolo (¡bastaba considerar que chupaban la sangre del cuello de los niños mientras dormían!...).
Y a pesar de sus largos años de formación budista tántrica, el lama continuaba creyendo a pies juntillas en la existencia de aquel demonio reencarnado. Veía, pues, en el timbre cavernoso de aquella voz de ultratumba, teñida además de un humor macabro, la señal inequívoca de que se trataba de aquel demonio, escondido en algún rincón del porche, presto a plantarse de un salto en su hombro y, ya allí, hundir sus caninos acerados en la base de su cuello para chuparle la sangre, como hacen las comadrejas con las gallinas.
Se tanteó los bolsillos para ver si encontraba alguno de aquellos bollos secos con que era costumbre apedrear las estatuas de los demonios cuando se celebraban ciertos exorcismos rituales.
Desgraciadamente, debía de haberse comido, sin advertirlo siquiera, su último «bollo-arma», puesto que sus dedos febriles sólo encontraron unas pocas migas en el bolsillo interior de la bolsa que llevaba colgada del cinto.
Se sentía, pues, particularmente desvalido cuando, ya desesperado, optó por dirigirse al demonio murciélago que lo acechaba en la sombra del porche exterior.
—¡Como no te dejes ver, no pienso abrirte! —le gritó con voz temblorosa—. ¡Peor para ti si mañana por la mañana te encuentran con la nariz y los dedos congelados!
—¿Y si os dijera que, no hace más que cuatro días, me crucé con un ladrón que había robado del monasterio de Samyé uno de sus tesoros más preciados?
—No te comprendo... —le replicó con voz monocorde el lama sTod Gling, que ya empezaba a decirse que aquel demonio estaba excediéndose.
—Dos niños, uno de los cuales parece un mono... ¿os dice algo esto? La cesta no llevaba tan sólo la enseña de vuestro monasterio, sino que tenía la forma característica de la flor de loto abierta de las cestas utilizadas en las ofrendas para recoger los dones de los devotos más generosos... Las numeran para evitar que ciertas mercancías se evaporen antes de llegar al templo. Si mi memoria no me engaña, ésa llevaba el número diecisiete...
—No sé qué estás insinuando —articuló lo mejor que pudo el lama, que había notado que de pronto le flaqueaban las piernas.
—Entonces, si no queréis abrir, me veré en la obligación de ir a informar de la noticia... Iré tal vez a uno de esos albergues para jinetes, donde no irá a parar a oídos de un sordo ni de alguien de corazón tierno... Ese monje mahayanista que transporta a los dos bebés tiene realmente aspecto de atleta, pero ¿de qué va a servirle delante de cinco o seis malandrines fuertemente armados que estarán esperándole a la primera vuelta del camino y que caerán sobre él sin el menor aviso?
Imposible que un discurso tan sensato y preciso como aquél saliese de la boca de un demonio murciélago.
Fuera había un hombre que se había cruzado con el monje Cinco Prohibiciones.
Era probable que el desconocido supiese demasiado para no llevar a la práctica su amenaza en caso de no obtener satisfacción.
El lama sTod Gling se sentía a la vez aliviado e inquieto cuando abrió la pesada puerta del monasterio justo en el momento en que el individuo, ya seguro de poder entrar, salió del rincón donde se ocultaba.
—Querría que me recibiera el Venerable Superior de este convento... —fue lo primero que dijo el ma-ni-pa.
El hedor a macho cabrío que emanaba era tan intenso que el lama sTod Gling se echó involuntariamente para atrás ante tan pestilente efluvio y a punto estuvo de tropezar con el peldaño de piedra de la puerta.
—Pero es que ahora el Venerable Ramahe sGampo duerme el sueño de los justos. Antes de que salga el sol irá al templo. Tengo orden de no despertarlo, como no sea por circunstancias excepcionales. Por otra parte, un ma-ni-pa como tú debería conocer las reglas de un gran monasterio como éste.
—Exijo ver al Reverendo sGampo ahora mismo. ¡De lo contrario me pondré a gritar y armaré un escándalo!
Pasando de la amenaza a los hechos, el ma-ni-pa dio tres sonoros golpes en el gran tambor de oración que tenía delante, en el primer patio del monasterio.
—¿Sigo con el ruido? —preguntó a sTod Gling agarrándolo por el brazo de un simple movimiento del puño e impidiéndole que le quitara de las manos el mazo curvado que se utilizaba para golpear el tambor suspendido.
Y además, el ma-ni-pa continuó el gesto obligando al lama a doblar la rodilla entre muecas de dolor.
—Conozco el arte de las llaves que inmovilizan los impulsos más rápidos de brazos y piernas y provocan la parálisis del adversario —susurró el ma-ni-pa al oído del lama, quien recibió en pleno rostro una nube de esputos de saliva de fétido olor.
—Lama sTod Gling, ¿necesitáis ayuda? —gritó bruscamente una voz cavernosa surgida de las tinieblas del fondo del patio.
La alta estatura del Reverendo Ramahe sGampo se erguía ahora ante los dos hombres, atónitos por la repentina aparición, en medio del espacio barrido por los vientos glaciales que transformaban los copos de nieve en bolas que iban rodando, erráticas, sobre la gravilla que cubría el pavimento.
El patrón del monasterio de Samyé llevaba una larga túnica de color ciruela madura, cortada por un amplio cinto azafrán que acentuaba el hieratismo de su silueta erguida y elegante, sorprendentemente juvenil para su avanzada edad.
La talla de Ramahe sGampo superaba los criterios habituales. Tenía que bajar la cabeza para cruzar todas las puertas de Samyé. En los sinuosos y largos pasillos del inmenso convento se rumoreaba —puesto que Ramaho sGampo odiaba que se hablase de esas cosas en su presencia— que aquí se evidenciaba el signo indiscutible de la esencia divina que poseía el Venerable Superior. Pero lo que más impresionaba y llenaba de estupor a sus interlocutores al descubrir el rostro del prelado eran aquellos ojos suyos casi fosforescentes que parecían mirar cuando en realidad no veían, puesto que estaban desprovistos de pupila y de iris y eran blancos como la leche de yak.
Ramahe sGampo era ciego de nacimiento.
Por esto sólo se desplazaba con la mano en el hombro de un niño.
Éste, vestido con una túnica del mismo color que la del Reverendo, se confundía hasta tal punto con la silueta de su amo que el ma-ni-pa no advirtió siquiera su presencia. Por esto, cuando el niño estornudó y el monje errante descubrió su cabecita coronada por una cabellera revuelta entre los pliegues de la túnica del Reverendo Maestro, se sobresaltó de tal manera que golpeó con el brazo el tambor colgado con cadenas y éste resonó de nuevo.
—¡Om! Reverendo Maestro, ¿permitiréis que bese la orla de vuestra túnica? Sería para mí un insigne honor. ¡Vuestra fama de sabio y de santo ha rebasado los muros de vuestro monasterio! ¡Om! ¡Mani padme hum! —dijo en tono obsequioso a Ramahe sGampo, sujetando con la mano el tambor para impedir que siguiera vibrando.
—La persona que tengo delante no puede ser más que un ma-ni-pa. ¡Un ma-ni-pa que toca el tambor, además! —respondió el Venerable.
—¿Cómo lo sabéis? —dejó escapar el monje errante.
—«¡Om! ¡Mani padme hum!» Por esa frase tan sencilla. ¿Cómo no iba a reconocer, al oírla, a un monje errante de tu especie? Y también sé por el olor que emana que va cubierto con un manto de pelo de yak... —murmuró como quien es capaz de describir con detalle a su interlocutor de pies a cabeza.
Pese al frío, tan intenso que parecía palpable, y pese también a la negrura de la noche, tan densa que se habría necesitado un cuchillo para cortarla, y pese al viento, cuyo rabioso mugido revelaba su intensidad, bastaba el hedor de la capa del ma-ni-pa para que el viejo lama ciego pudiese determinar las características de su interlocutor.
—Niño, ¿puedes conducirnos al interior? Aquí hace un frío glacial —prosiguió la dulce voz de Ramahe sGampo.
A los pocos instantes se encontraban los tres cómodamente instalados alrededor de un brasero en el salón particular del Venerable Superior mientras el niño les servía un cuenco de té hirviendo donde el lama sTod Gling había tenido la precaución de verter una cucharada de manteca de yak.
En el otro extremo de la habitación, en una mesilla baja, habían puesto la «ofrenda de buen augurio» que un lama tenía derecho a ofrecer a su divinidad preferida, es decir, sobre una piel con manchas de leopardo de las nieves, había una bandeja de plata que contenía trigo con la espiga y el tallo adornados, así como dos jarras y dos cuencos llenos hasta el borde de cerveza, en los que la espuma formaba un curioso collar.
—Antes de llegar aquí me he cruzado de camino con un monje chino que seguramente se había hospedado, hace unos días, en vuestro monasterio —dijo el ma-ni-pa dispuesto a entrar en materia.
Pensando que así llenaría de manera eficaz la conversación y sin saber muy bien cómo podía abordar la cuestión del precioso sutra que dos hombres que había encontrado de camino le habían pedido que fuese a recuperar a Samyé, el monje errante atacó a Ramahe sGampo por la vía directa sin advertir que estaba metiendo la pata y que corría el riesgo de poner al lama sTod Gling en situación comprometida.
Parecía que el corazón iba a salírsele del pecho. Jamás, ni un segundo siquiera, había imaginado la posibilidad de tener que afrontar una situación como aquélla.
La imprevista llegada de aquel ma-ni-pa, unida a la necesidad urgente de dar a conocer su encuentro fortuito con Cinco Prohibiciones, alteraba por completo sus planes.
Hasta entonces no había dicho una palabra al Superior de Samyé acerca del gesto que se había visto obligado a hacer al confiar a Cinco Prohibiciones a aquellos dos bebés que ya no podía seguir escondiendo por más tiempo en el monasterio.
De sobra estaba al corriente de la inteligencia y perspicacia de Ramahe sGampo para decidir de inmediato que lo más sencillo era confesárselo todo. No se sentía obligado a revelarle su secreto como si se tratase de un crimen a consecuencia de las habladurías desconsideradas de aquel monje errante.
Así pues, hizo de tripas corazón y dijo:
—Maestro Venerado, antes que nada es preciso que sepáis que el enviado de Pureza del Vacío, el Tripitaka Cinco Prohibiciones, no se ha llevado únicamente de Samyé el rollo del Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura que el maestro de Dhyâna de Luoyang había dejado aquí en depósito —murmuró al oído de Ramahe sGampo.
—¿Cómo sabías que lo había dejado aquí? —le dijo, sorprendido, este último.
—Yo estaba detrás de vos, mi Venerable, cuando os lo dijo —explicó, también en un susurro, el lama llevándoselo aparte para evitar que el ma-ni-pa oyese la conversación.
Éste, por otra parte, olía tan mal que lo mejor era mantenerlo a distancia respetable si uno quería ahorrarse molestias.
—¿Qué otra cosa se llevó, pues? Yo me figuraba que el enviado de Pureza del Vacío se había contentado con llevarse el ejemplar del sutra de su maestro.
A fin de implorarle perdón por adelantado por haberle ocultado lo que ahora se veía obligado a contarle, el lama puso la gran mano abierta del Reverendo sobre su cráneo.
—Maestro venerado, he confiado unos gemelos al enviado de Pureza del Vacío: un varón y una hembra. Lo he hecho a plena conciencia y espíritu. Como esas buenas acciones recomendadas por el Bienaventurado para obtener un buen karma. No tenía más remedio. Me sentía totalmente obligado, aunque sólo fuera en interés de aquellos niños. Lo único que lamento desde el fondo de mi corazón es no habéroslo dicho antes. Os aseguro, sin embargo, por la Noble Verdad del Bienaventurado, que si se hubiera presentado la ocasión, lo habría hecho sin vacilar.
—¿Te refieres a esos pequeños seres? —dijo en un murmullo la voz cavernosa de Ramahe sGampo.
—¡Sí! ¡Exacto! ¡A los dos bebés, mi Reverendo Maestro! ¡Unos bebés de pocos días!
—Pero, que yo sepa, aquí en Samyé no hay ningún niño de corta edad. Todos los monjes y monjitas respetan escrupulosamente las Cinco Prohibiciones. ¡Todos se mantienen castos y puros!
—¡Todos salvo una persona, mi Venerable Reverendo! —murmuró el lama.
Durante aquel conciliábulo, el ma-ni-pa había tratado de apaciguar el hambre atiborrándose de galletas de harina de maíz cubiertas por la mano caritativa de un novicio de una capa de miel oscura como laca que ahora le chorreaba por las comisuras de los labios mientras el niño sobre cuyo hombro el Superior ciego apoyaba la mano seguía llenándole el cuenco de té con manteca de yak.
—¿Qué significa esto de todos salvo una persona? —preguntó con voz atronadora Ramahe sGampo.
—¡Pues lo que le digo, mi Reverendo Maestro! Se trata de una novicia, la pobre Manakunda. Pero no es a ella a quien hay que arrojar la piedra. El sexo de un hombre, Reverendo, abusó del cuerpo de esta monja.
—¿Manakunda? ¿Que en Samyé han abusado de ella? Lama sTod Gling, espero que midas el alcance de tus palabras.
—Esa joven novicia, que se encarga del arreglo de los ornamentos litúrgicos, quedó encinta. ¡Fue víctima de una violación, la pobre!
El ma-ni-pa, que acababa de terminar las galletas de maíz, se les acercó de nuevo.
—¡Lleva a ese monje errante a la cocina y sírvele una sopa caliente! —ordenó entonces el Superior al novicio.
El ma-ni-pa, a quien le faltaba mucho para quedar saciado, no se hizo de rogar, siguió al joven monje y los dejó solos.
—Así podremos hablar con más tranquilidad de un asunto tan delicado como éste... Ahora comprendo por qué esta joven me pidió que le describiera un ritual de perdón —añadió el Superior ciego con aire meditabundo.
—¿Un ritual de perdón, Reverendo? —inquirió, sorprendido, el lama sTod Gling.
—¡Exactamente! Pero teniendo en cuenta lo que acabas de decirme, lo que le dije entonces no expiaba en modo alguno la magnitud de su problema. Le queda mucho a la pobre para expiar ese pecado... Mañana, así que amanezca, la harás comparecer ante mí y me veré obligado a excluirla de nuestra comunidad.
—Lo que pasa, mi Reverendo Maestro, es que la pobre Manakunda murió al dar a luz a los gemelos que, debido también a esa circunstancia, tuve que confiar al Tripitaka Cinco Prohibiciones.
Ramahe sGampo parecía totalmente sorprendido y hasta desorientado al oír las noticias que el lama acababa de revelarle.
—¡Qué horrible es todo esto! ¿Por qué no me lo dijiste? Habríamos llamado a una comadrona o a uno de nuestros monjes que saben curar las llagas y luxaciones con sus masajes y pomadas. ¿No te has acordado de la compasión que debe sentir todo budista hacia su prójimo, aunque se trate del pecador más grande del mundo?
El Superior ciego de Samyé parecía sinceramente desolado, por lo que el lama sTod Gling, viéndole capaz de saltarse la inflexibilidad de la regla de la comunidad monástica para ceder, en tan penosa circunstancia, a la humanidad y a la tolerancia, lamentó no haberle abierto antes su corazón.
—Hice lo que pude por ella, Reverendo, en nombre precisamente de la compasión a la que creía estar obligado. La muchacha, muerta de vergüenza, se refugió en uno de los apriscos de Samyé... el que está situado antes del puerto, donde yo la instalé. Por nada del mundo habría querido que se enterasen de que estaba encinta...
—Así pues, ¿estabas al corriente?
—Sólo a mí me lo dijo. Unos días antes, cuando quise saber por qué estaba tan pálida y le costaba tanto caminar, se arrojó en mis brazos y, llorando desesperadamente, pareció incapaz de explicarme los motivos de su llanto. Pero a fuerza de insistir, acabó por contármelo todo. De todos modos, sobraban las explicaciones. Bastaba con ver su vientre: enorme y duro como una calabaza cuando ciñó su cuerpo contra el mío al abrazarse a mí llorando, lo que hizo que comprendiera que estaba encinta. Le propuse entonces que se instalase en aquella cabaña de pastores, a distancia de la comunidad, a fin de que pudiera parir con tranquilidad. Al cabo de diez días dio a luz a un niño y una niña.
—Obraste bien, sTod Gling. Yo que tú habría hecho lo mismo, con la única diferencia de que habría dado cuenta de todo a mi superior...
—El mismo día del parto, poco antes de perder el conocimiento, me hizo jurar que pondría a su hijo en buenas manos si a ella le ocurría algo y sobre todo que no revelaría la desgracia que le había ocurrido a ningún monje. La verdad es que la pobre muchacha estaba aterrada sólo de pensar que en Samyé pudiera saberse que había transgredido una de nuestras Santas Prohibiciones. Quería abandonar la región, viajar muy lejos, ir a China, según decía, y allí rehacer su vida.
—¿A la China central?
—¡A Luoyang, exactamente! Me describió esta ciudad como un cúmulo de riquezas y maravillas. Me pregunté por qué se referiría a Luoyang en aquellos términos. Sin duda había oído a algún viajero contar aquellas cosas de aquella región.
—¡No hay duda de que Luoyang es una ciudad santa donde el Gran Vehículo dispone de un monasterio más grande que una ciudad!
—Lo sé, Venerable Reverendo: el convento del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales, del que es Inestimable Superior el maestro Pureza del Vacío.
—Espero que éste no sea el motivo que te ha inducido a confiar los niños al enviado de Pureza del Vacío...
—No me quedaba otra alternativa. El tiempo apremiaba. La inopinada llegada de Cinco Prohibiciones fue una oportunidad que no quise desaprovechar. Aquel monje respiraba bondad e inteligencia. Así que lo vi, su mirada me inspiró confianza y estimé que aquélla era una buena ocasión para cumplir con mi palabra.
—Lamento no haber saludado a Cinco Prohibiciones cuando pasó por aquí. ¿O sea, que se llevó el sutra y, encima, a los dos niños?
—Más o menos. Se lo di todo hecho: podía llevarse el sutra con la condición de hacerse cargo de una cesta en la que puse a los dos bebés.
—¡Vaya desfachatez la tuya! Este sutra precioso pertenecía a Pureza del Vacío y él mismo nos lo había dejado en depósito. Dado que Buddhabadra no había venido a recogerlo, Cinco Prohibiciones estaba en su derecho de exigirnos su entrega sin tener que hacer nada como contrapartida. Le habría bastado con venir a verme. Después de hacerle unas cuantas preguntas sobre la doctrina del Gran Vehículo que me habrían permitido comprobar que era realmente el enviado especial de Pureza del Vacío, le habría abierto de par en par y sin vacilación alguna la puerta de la biblioteca.
—No puedo por menos de daros la razón, Venerable Superior.
—En tal caso, ¿por qué no me has avisado de su llegada?
—Encuentro legítima vuestra sorpresa, por lo que vuestra indignación conmigo sería justa, Reverendo Maestro, si no existieran los niños. Vuestro humilde servidor no tenía otra opción: ¡debía encontrar una solución! Pasé una semana espantosa yendo del monasterio a la choza de los pastores, donde los pequeños ya empezaban a notar el frío.
—¿Se sentían enfermos?
—No es eso exactamente. De todos modos, os mentiría si os dijese que no formaban una pareja muy curiosa.
—¿Qué quieres decir con esto? —preguntó el Superior, algo sorprendido.
—¡Pues eso! En el momento del parto, primero llegó un niño, que yo recogí en un paño. Era una maravilla de niño. Tenía los ojitos abiertos y miraba el cielo con una sonrisa. Cuando ya me figuraba que todo había terminado y mientras estaba terminando de secarlo, oí unos lloros que salían del vientre de la madre, lo que me reveló que iba a llegar otro niño. Y cuando ya había secado y fajado al segundo niño, al inclinarme sobre el rostro lívido de Manakunda, me di cuenta de que ésta había dejado de respirar.
—Ya entiendo que, viendo que la pobre pecadora había muerto, decidiste que urgía confiar los gemelos a alguien.
—¡No es esto sólo, Reverendo!
La voz del lama sTod Gling se había hecho de pronto más perentoria.
—¿Había algo más?
—Si el primer bebé, el niño, tenía un aspecto normal, el segundo, que era una niña, tenía la mitad de la cara cubierta de vello como si fuera una monita.
—¡Jamás había oído cosa parecida!
—Fue tal el sobresalto que tuve que por poco me pongo a gritar. En un primer momento, Maestro Venerado, pensé que me encontraba delante de dos reencarnaciones divinas. Caí de rodillas y me prosterné delante de los dos niños.
—¿En qué divinidades pensaste? —le preguntó el anciano ciego, turbado ante la repentina aceleración de los acontecimientos.
—En la pareja fundadora de todos los habitantes del país de Bod, el bodhisattva Avalokitesvara el Compasivo y la diabla Dama Tara. Me di cuenta inmediata de que aquel rostro medio humano y medio animal de la niña era la prueba irrefutable...
—¿Estás seguro de que no se trataba de una de esas malformaciones que a veces inflige la naturaleza como, en mi caso, la ausencia de visión?
—¡Me dejaría cortar la mano antes de negar que Manakunda, mi Venerable Superior, dio a luz dos criaturas de esencia divina! —protestó el lama sTod Gling.
—¡Sabes muy bien que la diabla Dama Tara no pertenece al panteón de nuestras divinidades! ¡Dama Tara es una criatura de la «religión de los hombres», el bonpo, practicada por todos aquellos que no tienen la suerte de seguir las enseñanzas de un lama! —añadió el Superior, que pareció sólo a medias convencido de las afirmaciones un tanto deshilvanadas que el otro le exponía.
—¡Parece que dudáis de lo que os digo y esto me entristece! ¿Cómo explicáis, pues, que uno de aquellos dos niños tenga la mitad de la cara simiesca? Os lo puedo jurar, Venerable Ramahe sGampo: pese a que los rasgos del rostro de la pequeña eran de una extrema finura, la mitad del mismo era la propia de un monito —prosiguió el lama levantando ligeramente el tono de voz como para reafirmar sus palabras.
—¡Seguro! ¡Palabra de ma-ni-pa! Este lama dice la verdad. Todo un lado del rostro de la niña parece el de un mono de los bosques. ¡Lo he podido comprobar con mis propios ojos! ¡Om! —exclamó con aire triunfal el monje errante.
Habiendo regresado discretamente de la cocina con el novicio, no se había perdido nada de la perorata del lama sTod Gling.
Sostenía en las manos otro plato de bollos de miel negra y se chupaba ruidosamente y con fruición los dedos, que tenía embadurnados.
Detrás de él, el jovencísimo monje llevaba uno de aquellos cuencos de cerveza de «la ofrenda de buen augurio», sobre el cual se abalanzó con ardor así que hubo terminado de comer, con gula exagerada, los bollos antedichos.
Aquel intermedio permitió a sTod Gling recuperar la calma.
Ahora que ya lo había revelado todo a Ramahe sGampo, podría ajustar cuentas con aquel monje errante y charlatán.
—Ese monje se ha cruzado con Cinco Prohibiciones en la ruta de la montaña... Y amenaza con avisar a los bandoleros de la existencia del convoy sagrado —comunicó a Ramahe sGampo mirando de hito en hito al ma-ni-pa.
—¡Una acción malvada en extremo! No hay duda de que el autor de ella se reencarnaría en una de esas orugas tan apreciadas por los gorriones que no pueden permanecer más de una hora sobre la hoja de un árbol —declaró súbitamente la voz cavernosa de Ramahe sGampo.
—¡Oh, no... eso es falso! Si tuviera que pelearme para defender a aquel monje y a aquellos niños-dioses, lo haría con gusto y con todas mis fuerzas —dijo atropelladamente el monje errante con voz temblorosa, como si la advertencia del Superior lo hubiese traspasado cual un rayo.
De pronto, como si la cerveza del cuenco que había engullido con tanta precipitación le hubiera sentado mal, comenzó a hipar.
Los blancos ojos del Venerable Superior del convento de Samyé parecían sermonear al monje errante. Y tras aproximar su rostro tan cerca del suyo que sus narices se rozaron, Ramahe sGampo le dijo hablando con voz lenta:
—¡Bien, ma-ni-pa, voy a tomar tus palabras al pie de la letra!
—Mi Respetado y Venerado Maestro, cumpliré vuestro precepto como si fuera una orden dictada por mi propio padre.
—Alcanzarás de camino a ese monje y a los dos niños que lleva. Y cuando los hayas alcanzado, harás todo cuanto esté en tu mano para ayudarlos y acompañarlos hasta Luoyang. Una vez allí, irás a ver a mi colega Pureza del Vacío, Superior del gran convento mahayanista del Reconocimiento de los Beneficios Imperiales. Así que le hayas presentado los homenajes de Ramahe sGampo, le anunciarás mi inminente visita —dijo con voz tonante el Superior ciego.
—¿Pensáis ir a Luoyang? —preguntó, extraordinariamente sorprendido, el lama sTod Gling.
Era la primera vez que el Superior de Samyé hablaba de un proyecto como aquél.
Debido a su ceguera, apenas veía nada y los raros desplazamientos que se permitía jamás rebasaban las fronteras del país de Bod.
—Si obedezco vuestras santas directrices, ¿cumpliré con un karma que me acercará al paraíso? —sugirió el ma-ni-pa dándoselas de entendido.
—Sin duda alguna. Y de manera tan eficaz como si dedicases varios años a hacer girar los molinos de oraciones o varios siglos a hacer bufonadas por los caminos del Tíbet.
Prescindiendo del talante susceptible del Superior ciego, que tenía bien cimentada su fama de sabiduría y santidad, su tono grave y severo sólo podía tranquilizar al ma-ni-pa sobre los beneficios que podría obtener actuando de acuerdo con las órdenes del viejo monje de ojos blancos.
—¿De veras? ¿Conseguiré por fin el paraíso de los bodhisattvas? —osó aún preguntar volviéndose esta vez hacia el lama sTod Gling.
—¿Crees que el Venerable Superior de Samyé es capaz de mentir? —exclamó el lama, indignado.
—Haz lo que te he pedido y créeme, ma-ni-pa, si te digo que serás recompensado —añadió Ramahe sGampo.
Había pronunciado la última frase con una dulzura tan infinita que todavía la hizo más convincente, a pesar de que seguía siendo una orden e incluso una orden sin apelación posible.
El ma-ni-pa, por otra parte, que acababa de echarse a los pies del Venerable para besar la orla de su túnica en señal de lealtad y sumisión, lo sabía de sobra.
—Venerable Maestro, cumpliré lo que me pides sin que mi camino se desvíe una sola pulgada.
Era evidente que Ramahe sGampo había dominado al monje vagabundo.
—Es hora de acostarse. ¡La noche no ha terminado! Conducirás a ese monje a su dormitorio. Seguro que esta noche hasta las piedras se helarán. Dormir a la intemperie sería una locura —añadió el Superior de Samyé acompañando sus palabras con un bostezo.
—¡Sígueme! —dijo el lama sTod Gling al monje errante.
Seguidamente lo acompañó a una inmensa estancia sumamente recalentada en la que se percibía un intenso olor a barro, donde le indicó que podía dormir en un estrecho jergón.
A pesar de la total oscuridad que reinaba en el dormitorio, unos sonoros ronquidos amplificados por el alto techo abovedado le revelaron la presencia de otros viajeros que, como él, se beneficiaban de la hospitalidad del convento de Samyé y pasaban la noche al abrigo.
—Es un dormitorio de peregrinos. Esta noche está casi vacío. Mañana esperamos una nueva hornada. ¡De momento estarás tranquilo! ¡Qué pases una buena noche!
—Antes de que te vayas, quiero que sepas que, en principio, he venido aquí para recuperar un precioso sutra cuyo nombre es Lógica de la Vacuidad Pura —confesó tímidamente el ma-ni-pa.
Todavía bajo la impresión del sermón que acababa de hacerle el Superior ciego, decidió de una vez por todas, con esa convicción ardiente tan propia de los recién convertidos, que no volvería a mentir.
—Hace mucho que ese sutra ya no está aquí. Si es a eso a lo que has venido, tu viaje ha sido en balde —le replicó sTod Gling antes de desaparecer cerrando de un portazo.
¿Qué diría, pues, el ma-ni-pa a los dos hombres que lo habían enviado a Samyé, los cuales le habían prometido una importante suma de dinero de la que ya tenía una cuarta parte en el bolsillo?
Se trataba, en efecto, de una misión precisa que le habían encomendado unos socios comanditarios que, dicho sea de paso, y sobre todo uno de ellos, no tenían aire de tomarse las cosas a broma...
¿Creerían en sus palabras cuando volviera y, con la boca pequeña, les anunciara que el precioso sutra que tanto les interesaba había desaparecido?
Y por otra parte, ¿debía dar crédito a la afirmación perentoria de aquel lama que aseguraba que el documento en cuestión ya no estaba en el monasterio?
Ya empezaba a lamentar no poder transformarse en Apsara, aquella criatura angelical que, según decían, era capaz de volar y atravesar los muros de piedra más gruesos.
Sólo un Apsara volador habría podido, aquella noche, penetrar en la biblioteca del convento y comprobar si en ella se guardaba o no el famoso Sutra de la Lógica de la Vacuidad Pura.
En aquellos momentos sus poderes de ma-ni-pa habían dejado de serle de utilidad...
¡Cómo le habría gustado salir airoso de aquel embrollo en el que había tenido la desgracia de meterse al aceptar la propuesta de aquellos hombres!
En aquella habitación que las estufas atiborradas hasta arriba de carbones candentes transformaban en horno, empapando de sudor el exiguo jergón destinado a viajeros de paso, rodeado de roncadores indiferentes a su suerte, el ma-ni-pa sentía crecer en su interior una sorda inquietud.
Lo único que deseaba era que el torpor que sentía bastase para inducirle el sueño y que la noche fuese buena consejera.
Cuando, pese a su voluntad, el monje quedó dormido como un tronco, lo hizo con la sospecha de que sus problemas comenzarían realmente si regresaba con las manos vacías.
Así pues, sólo se sorprendió a medias cuando su propia voz lo despertó vociferando y, sobresaltado y bañado en sudor de pies a cabeza, se sintió turbado en plena noche por una horrible pesadilla en el curso de la cual el más violento de los dos hombres que le habían hecho el encargo, después de castigarlo con una tanda de latigazos, le hundió en el vientre un puñal de hoja brillante que se sacó del cinto.
—¡Silencio! ¡No dejas dormir a la gente!
Con los gritos había despertado a los que dormían.
Temiendo haber sido víctima de un robo, se tentó maquinalmente el bolsillo.
Las monedas de plata que le habían dado los socios comanditarios estaban en su sitio. Jamás había visto tanto dinero junto, a buen seguro que le bastaría para atracarse a fondo, durante toda una semana, mañana, mediodía y noche, en una buena posada.
Era por culpa de aquellas monedas por lo que ahora se veía metido en aquella trampa de la que no sabía cómo saldría, a menos de no enfrentarse con aquellos dos hombres.
Pero ¿qué pensarían de él cuando comprobasen que, por no decir algo peor, los había engañado?
Y sobre todo, ¿cuál sería la reacción del más violento, el de mirada inquietante, aquel que salió de pronto de una cueva del flanco de la montaña y lo llamó?
—En la cueva hay un hombre a quien le duele mucho la pierna. Un ma-ni-pa compasivo como tú tiene poder para aliviar el dolor. Si aceptas, no lo lamentarás. ¡Om! —había exclamado el desconocido hablando en lengua tibetana aproximada.
Reprimiendo su desconfianza, se acercó a la cueva.
En su interior, cubierto por una piel de yak, había un hombre tumbado con el tobillo tumefacto, dolorido e hinchado. Al parecer, padecía una luxación, sobre la cual le hizo algunos pases.
—Me has aliviado, ¡gracias! —le dijo el hombre, que tenía aspecto agotado, en voz baja.
Pasando de una cosa a otra, los dos desconocidos, que se presentaron como jefes de Iglesias budistas, se enzarzaron en conversación con él.
El que estaba herido se llamaba Buddhabadra y dijo que era el auténtico jefe espiritual de la Iglesia budista del Pequeño Vehículo, ya que era el Superior del convento del Único Dharma de la ciudad india de Peshawar. Por su parte, el otro, no sin grandilocuencia, proclamó misteriosamente que él era «Nube Loca, garante de la paz entre las Iglesias».
El monje errante no se atrevió a hacer más preguntas a los dos personajes —el aplomo que demostraban lo intimidaba en cierto modo y lo disuadía de hacer averiguaciones— ni a interesarse tampoco por su presencia, en verdad sorprendente, en aquella anfractuosidad rocosa en pleno corazón del Himalaya.
En cuanto a lo demás, lo que hizo que aceptara la improbable proposición que le hizo Nube Loca fue pura y simplemente el señuelo de la ganancia...
Ya que, en efecto, el que se llamaba Buddhabadra, que era el más normal y civilizado de los dos, hizo tintinear ante las narices del asombrado ma-ni-pa un puñado de monedas de plata.
¡Muchas, en verdad!
O en todo caso, muchas más de las que el pobre ma-ni-pa había visto en su vida.
Al fin y al cabo, a cambio de aquellas monedas no era mucho lo que le pedían: bastaba con que fuera a buscar a Samyé un sutra que llevaba el extraño nombre de Lógica de la Vacuidad Pura.
Una vez allí, bastaría con que dijese a los monjes que lo enviaba Buddhabadra para que las autoridades del monasterio pusiesen el manuscrito en sus manos. Eso, por lo menos, le aseguró Nube Loca.
Pese a lo curioso del encargo, en realidad demasiado halagüeño para ser honrado, no dudó en aceptar, ya que haría de él un hombre rico.
Ahora, sin embargo, tenía la impresión de que aquellas monedas, que no dejaba un momento de manosear, estaban al rojo vivo y le quemaban los dedos.
¡Qué ingenuo había sido!
Ahora lamentaba amargamente haber actuado por simple interés, como un vulgar vendedor ambulante, de una manera tan indigna de un ma-ni-pa.
Pero no podía echar las culpas más que a sí mismo al considerar que había caído en una trampa tan vulgar como aquélla.
Fue entonces cuando, en la oscuridad de la fétida habitación donde ahora languidecía, vio aparecer de pronto, rodeado de un nimbo de luz, el rostro del Bienaventurado Buda.
—¿Qué debo hacer ahora, Venerado Gautama? —le imploró.
El Despierto lo miró con una sonrisa dulce y benévola en el rostro.
Reiteró la pregunta.
Los ojos de Buda lo miraban con gran compasión, pero su boca, que había revelado la Verdad a los hombres, permanecía obstinadamente cerrada.
Entonces el ma-ni-pa pensó de nuevo en la orden de Ramahe sGampo.
Entre el impecable karma al que lo había invitado el Superior ciego incitándolo a hacer aquel viaje que lo convertiría casi en santo y su regreso con las manos vacías ante los dos hombres, no le costó mucho elegir.
Y tanto peor si se arriesgaba a pasar por un traidor y un estafador a ojos de aquellos hombres, que ya se arreglarían, sobre todo el que tenía aquella mirada de loco sanguinario, para hacer llover sobre él toda suerte de castigos y maleficios.
Pero por fortuna el Bienaventurado Buda velaba por él.
Por algo había dispuesto que se cruzase con el convoy de los gemelos divinos que ahora se apresuraría a alcanzar a fin de ponerse a su servicio.
Consciente de que su vida acababa de sufrir un vuelco, el agotamiento acabó por vencerlo y se durmió.
Parte 2