Publicado en
julio 11, 2010
Dedicado a Marvin Minsky y Josep F. Engelberger, que compendiaron (respectivamente) la teoría y la práctica de la robótica.
Elijah Baley se encontró a la sombra del árbol y murmuró para sí: «Lo sabía. Estoy sudando.» Hizo un alto, se enderezó, se enjugó la frente con el dorso de la mano, y luego miró hoscamente el sudor que la cubría.
—Odio sudar—dijo en voz alta, como si enunciara una ley cósmica. Y una vez más se sintió irritado con el Universo por hacer que algo esencial fuese tan desagradable.
En la Ciudad nadie transpiraba jamás (a menos que lo deseara, por supuesto), ya que la temperatura y la humedad estaban totalmente controladas, y nunca era necesario que el cuerpo produjese más calor del que eliminaba.
Eso era la civilización.
Miró hacia el campo, donde unos cuantos hombres y mujeres estaban, más o menos, a su cargo. En su mayoría eran jóvenes, pero también había algunas personas de mediana edad, como él mismo. Araban la tierra con manifiesta torpeza, y desempeñaban toda una serie de labores que los robots estaban preparados para hacer... y harían con mucha más eficiencia si no les hubiesen ordenado que permanecieran al margen y esperasen mientras los seres humanos se ejercitaban obstinadamente.
Algunas nubes surcaban el cielo y en aquel momento el sol se ocultó tras una de ellas. Baley alzó la mirada con incertidumbre. Por una parte, eso significaba que el calor directo del sol (y el sudor) disminuirían. Por otra, ¿sería una señal de que iba a llover? Eso era lo malo del Exterior. Había que enfrentarse continuamente a alternativas desagradables.
Baley siempre se extrañaba de que una nube relativamente pequeña pudiese cubrir el sol en su totalidad, oscureciendo la Tierra de un horizonte a otro, aunque la mayor parte del cielo estuviese despejado.
Permaneció bajo el frondoso dosel del árbol (una especie de pared y techo primitivos que en aquellas circunstancias resultaban muy consoladores), y miró de nuevo hacia el grupo, examinándolo. Iban allí una vez por semana, hiciese el tiempo que hiciera.
Habían iniciado el experimento con un puñado de intrépidos colaboradores, pero su número se acrecentaba día a día. El gobierno de la Ciudad, si bien no respaldaba abiertamente el proyecto, se mostraba lo bastante benévolo como para no poner obstáculos.
Recortándose sobre el horizonte que se extendía a su derecha—hacia el este, a juzgar por la posición del sol vespertino—, Baley vio las numerosas cúpulas de la Ciudad, que encerraban todo aquello por lo que valía la pena vivir. También divisó un punto que se movía, pero estaba demasiado lejos para distinguirlo con claridad.
Por su modo dé moverse, y por detalles demasiado sutiles como para describirlos, Baley tuvo la certeza de que era un robot, pero eso no le sorprendió. La superficie terrestre fuera de las Ciudades constituía el dominio de los robots, no de los seres humanos... a excepción de aquellos pocos, como él mismo, que soñaban con las estrellas.
Automáticamente sus ojos se volvieron de nuevo hacia los idealistas bañados en sudor, y fueron de uno a otro. Podía identificar y designar por su nombre a cada uno de ellos. Todos trabajando, todos aprendiendo a soportar el Exterior, y... Frunció el ceño y masculló en voz baja:
—¿Dónde se habrá metido Bentley? Y otra voz, que sonó a sus espaldas con una exuberancia algo jadeante, dijo:
—Estoy aquí, papá.
Baley giró en redondo.
—No hagas eso, Ben.
—¿Que no haga qué?
—Acercarte a mi de ese modo. Ya me cuesta bastante mantener el equilibrio en el Exterior sin tener que preocuparme también por las sorpresas.
—No pretendía sorprenderte. Es difícil hacer ruido cuando andas sobre la hierba, y no he podido evitarlo... Pero, ¿no te parece que deberías regresar, papá? Ya hace dos horas que estás fuera y es más que suficiente.
—¿Por qué? ¿Porque tengo cuarenta y cinco años y tú eres un mocoso de diecinueve? Crees que debes cuidar de tu decrépito padre, ¿verdad? Ben contestó:
—Supongo que así es. Eres un gran detective; has hecho una excelente labor de deducción.
Sonrió ampliamente. Tenia la cara redonda y los ojos chispeantes. Se parecía mucho a Jessie, pensó Baley; si, se parecía mucho a su madre. No tenia nada de la cara alargada y solemne del propio Baley.
Y no obstante, Ben había heredado el carácter de su padre. A veces se sumía en una solemne gravedad que no dejaba lugar a dudas sobre la legitimidad de su origen.
—Estoy perfectamente—declaró Baley.
—Te creo, papa. Eres el mejor de todos nosotros considerando...
—Considerando, ¿qué?
—Tu edad, por supuesto. Y no olvido que fuiste tú quien iniciaste todo esto. Sin embargo, he visto que te refugiabas bajo el árbol y he pensado, «Bueno, quizá el viejo ya haya tenido bastante».
—No me llames viejo—protestó Baley. El robot que había avistado en la dirección de la Ciudad ya estaba lo bastante cerca como para distinguirse con claridad, pero no le concedió importancia. Añadió—: Es lógico resguardarse de vez en cuando bajo un árbol si el sol brilla demasiado. Debemos aprender a utilizar las ventajas del Exterior tal como apren-demos a soportar sus inconvenientes... Ya vuelve a salir el sol.
—Si, en efecto. Bueno, ¿significa eso que no quieres regresar?
—Puedo aguantarlo. Tengo una tarde libre a la semana y me gustaría pasarla aquí. Es un privilegio inherente a mi clase —No es cuestión de privilegios, papá. Es cuestión de can-sarse demasiado.
—Te digo que me encuentro muy bien. —Si, claro, y cuando llegues a casa, te irás directamente a la cama y permanecerás largo rato en la oscuridad.
—Es un antídoto natural contra el exceso de luz.
—Y mamá se preocupa.
—Pues bien, que se preocupe. No le hará ningún daño. Además, ¿que hay de malo en estar aquí? Lo peor es que sudo, pero tengo que habituarme a ello. No debo amilanarme por eso. Cuando empece, ni siquiera podía andar todo este trecho desde la Ciudad, y tú eras el único que me acompañaba. Mira cuántos somos ahora, y hasta dónde puedo llegar sin fatigarme. Y también puedo trabajar mucho. Aún resistiré una hora más. Fácilmente... Te digo una cosa, Ben: tu madre también debería venir aquí.
—¿Quién? ¿Mamá? Tú bromeas.
—No, hablo en serio. Cuando llegue el momento de marcharnos, tendré que quedarme, porque ella no podrá irse.
—Y tú, tampoco. No te engañes a ti mismo, papá. Aún falta mucho tiempo para eso, y aunque ahora no eres demasiado viejo, entonces lo serás. Deja esa empresa para los jóvenes.
—¿Sabes una cosa?—dijo Baley, cerrando el puño—. Estoy harto de oírte alardear sobre «la juventud». ¿Acaso has salido de la Tierra alguna vez? ¿Ha salido de la Tierra alguno de esos que están en el campo? Yo sí. Hace dos años. Fue antes de que iniciara esta aclimatación, y sobreviví.
—Lo se, papá, pero fue durante muy poco tiempo y en cumplimiento de tu deber, y cuidaron de ti en una sociedad bien organizada. No es lo mismo.
—Es lo mismo—remachó Baley con obstinación, aunque en el fondo sabía que no lo era—. Y no tardaremos tanto en poder marcharnos. Si lograra que me dieran la autorización para ir a Aurora, aceleraríamos las cosas.
—Olvídalo. No será tan fácil.
—Hemos de intentarlo. El gobierno no nos dejará marchar sin el visto bueno de Aurora. Es el mundo espacial más grande y poderoso y lo que ellos dicen...
—¡Es ley! Lo sé. Hemos hablado miles de veces sobre esto. Pero no tienes que ir allí para obtener el permiso. Hay cosas como los hiperrelés. Puedes hablar con ellos desde aquí. Ya te lo he dicho muchas veces.
—No es lo mismo. Necesitamos establecer contacto personal, y eso también te lo he repetido muchas veces.
—En todo caso —repuso Ben—, aún no estamos preparados.
—No lo estamos porque la Tierra no quiere darnos las naves. Los espaciales nos las darán, junto con la ayuda técnica necesaria.
—¡Cuánta fe! ¿Por que crees que los espaciales harían tal cosa? ¿Desde cuándo abrigan tan buenos sentimientos hacia unos seres de tan corta vida como los terrícolas?
—Si pudiera hablar con ellos...
Ben se echó a reír
—Vamos, papá. Tú sólo quieres ir a Aurora para ver de nuevo a esa mujer.
Baley frunció el ceño, y sus cejas se arquearon sobre los OJOS hundidos.
—¿Una mujer? Jehoshaphat, Ben, ¿de qué estás ha —¡Oh, papá! Entre nosotros, y sin que se entere mamá ¿qué sucedió con aquella mujer de Solaria? Ya soy mayor. Puedes contármelo.
—¿Qué mujer de Solaria?
—¿Cómo puedes mirarme a la cara y hacerte el despistado hablando de una mujer a la que todos vimos en el drama emitido por hiperondas? Gladia Delmarre. ¡Esa mujer!
—No sucedió nada. Esa emisión fue una estupidez. Te lo he dicho miles de veces. Yo no le interesaba. Ella no me interesaba. Todo aquello fue una patraña, y sabes que se hizo en contra de mi voluntad, sólo porque el gobierno pensó que contribuiría a que los espaciales nos miraran con buenos OJOS. Y te aconsejo que no insinúes otra cosa a tu madre.
—¡Ni soñarlo! De todos modos, esa Gladia fue a Aurora y tú te empeñas en ir a Aurora.
—¿Piensas sinceramente que mi razón para querer ir a Aurora...? ¡Oh, Jehoshaphat! Su hijo enarcó las cejas.
—¿Qué ocurre?
—El robot. Es R. Geronimo.
—¿Quién?
—Uno de los robots mensajeros de nuestro departamento. ¡Y ha venido hasta aquí! Es mi tarde libre y he dejado deliberadamente el receptor en casa porque no quería que me localizaran. Es mi privilegio como C-7 y, a pesar de ello, han enviado un robot en mi busca.
—¿Cómo sabes que viene en tu busca, papá? —Simple deducción. Primero, aquí no hay nadie más que esté relacionado con el Departamento de Policía, y segundo, ese miserable chisme se dirige en línea recta hacia mi. Por eso deduzco que viene a buscarme. Debería esconderme detrás del árbol y no moverme de allí.
—No es una pared, papá. El robot daría la vuelta al árbol.
Y el robot llamó:
—Amo Baley, tengo un mensaje para ti. Te reclaman en la jefatura.
El robot se detuvo, esperó, y volvió a decir:
—Amo Baley, tengo un mensaje para ti. Te reclaman en la jefatura.
—Oído y comprendido—dijo Baley con voz inexpresiva. Tenía que decirlo o el robot habría seguido repitiendo.
Baley frunció ligeramente el ceño mientras inspeccionaba al robot. Era un modelo nuevo, un poco más humaniforme que los anteriores. Había sido desembalado y activado un mes antes, y con cierto grado de fanfarria. El gobierno siempre se esforzaba en hacer algo—lo que fuera—susceptible de generar una mayor aceptación de los robots.
Tenia una superficie grisácea con un acabado mate y un tacto levemente elástico (comparable al cuero, tal vez). La expresión facial, aunque bastante inmutable, no parecía tan idiota como la de la mayor parte de los robots. Sin embargo, mentalmente, era tan idiota como el resto.
Por un momento, Baley pensó en R. Daneel Olivaw, el robot espacial que había colaborado con él en dos misiones, una en la Tierra y otra en Solaria. Daneel era un robot tan humano que Baley podía tratarle como a un amigo e incluso encontrarlo a faltar, aún ahora. Si todos los robots hubieran sido así...
Baley dijo:
—Hoy es mi día libre, muchacho. No es necesario que vaya a la jefatura.
R. Geronimo hizo una pausa. En sus manos se produjo una ligera vibración. Baley lo advirtió y comprendió que indicaba un cierto grado de conflicto en los mecanismos posi-trónicos del robot. Tenían que obedecer a los seres humanos, pero era muy frecuente que dos seres humanos quisieran dos tipos distintos de obediencia.
El robot tomó una decisión. Dijo:
—Es tu día libre, amo... Te reclaman en la jefatura.
Ben intervino con desasosiego:
—Si te necesitan, papá...
Baley se encogió de hombros.
—No te dejes engañar, Ben. Si realmente me necesitaran, habrían enviado un vehículo cerrado y probablemente habrían utilizado un voluntario humano, en vez de ordenar a un robot que hiciera esa caminata y me irritara con uno de sus mensajes.
Ben meneó la cabeza.
—No lo creo, papá. No sabían dónde estabas o cuánto tardarían en encontrarte. No creo que quisieran ordenar una búsqueda tan problemática a un ser humano.
—¿Sí? Bueno, veamos cuán tajante es esa orden... R. Geronimo, regresa a la jefatura y diles que estaré en mi trabajo a las nueve. —Luego gritó—: ¡ Regresa! ¡ Es una orden! El robot titubeó perceptiblemente, y luego se volvió, dio unos pasos, se volvió de nuevo, hizo un intento de ir hacia Baley y permaneció en el mismo lugar, con todo el cuerpo nbrando.
Baley interpretó esos signos como lo que eran y dijo a Ben:
—Tendré que ir. ¡Jehoshaphat! Lo que alteraba al robot era lo que los roboticistas llamaban un equipotencial de contradicción de segundo grado. La obediencia constituía la Segunda Ley, y R. Geronimo se veía enfrentado a dos órdenes aproximadamente iguales y contra-dictorias. El término vulgar para designar ese fenómeno era «bloqueo robótico», o con más fecuencia «robloqueo», para abrenar.
Lentamente, el robot se volvió. La primera orden era la más fuerte, aunque no mucho más, de modo que su voz sonó confusa.
—Amo, me advirtieron que podías decir eso. Entonces, yo debía decir...—Hizo una pausa, y luego añadió en tono ronco—: Yo debía decir... si estabas solo.
Baley inclinó la cabeza en dirección a su hijo, y Ben no esperó. Sabia cuándo Baley era su padre y cuándo era un policía, y se alejó apresuradamente.
Por un momento, Baley se sintió tentado de reforzar su propia orden y provocar un robloqueo casi total, pero eso seguramente causaría unos daños que requerirían un análisis positrónico y una nueva programación. Los gastos le serían deducidos del sueldo, y podían ascender fácilmente a la paga de un año.
Dijo: —Retiro mi orden. ¿Qué debías decirme? La voz de R. Geronimo se aclaró inmediatamente.
—Debía decirte que te necesitan en relación con Aurora.
Baley se volvió hacia Ben y gritó:
—Dales otra media hora y luego diles que quiero que regresen. Yo tengo que irme.
Y mientras se alejaba a grandes pasos, preguntó con petulancia al robot:
—¿Por qué no podían ordenarte que lo dijeras inmediatamente? ¿Y por qué no pueden programarte para llevar un coche y así no tener que caminar? Sabia muy bien por qué no lo hacían. Un accidente automovilístico causado por un robot desataría otro motín antirrobots.
No aflojó el paso. Aún faltaban dos kilómetros para llegar a la muralla de la ciudad y luego tendrían que sortear un intenso tráfico para alcanzar la jefatura de policía.
¿Aurora? ¿Qué clase de crisis les amenazaría ahora? Media hora después Baley llegó a la entrada de la Ciudad y se preparó para lo inevitable. Aunque quizá—quizá—aquella vez no sucediera.
Llegó al plano divisor entre el Exterior y la Ciudad, la muralla que separaba el caos de la civilización. Colocó una mano sobre el cuadro de señales y apareció una abertura. Como de costumbre, no esperó a que la abertura fuese completa, sino que pasó a través de ella en cuanto fue lo bastante ancha. R. Geronimo le siguió.
El centinela de servicio pareció sobresaltarse, como siempre que entraba alguien del Exterior. Cada vez se producía la misma expresión de incredulidad, la misma actitud de súbita alarma, el mismo movimiento de la mano hacia la pistola, el mismo ceño de incertidumbre.
Baley presentó su tarjeta de identidad con expresión severa, y el centinela le saludó. La puerta se cerró tras él... y sucedió.
Baley se hallaba dentro de la Ciudad. La muralla se cerró a su alrededor y la Ciudad se convirtió en el Universo. Volvía a estar inmerso en el sempiterno murmullo y olor a gente y maquinaría que pronto se desvanecerían tras los umbrales de la conciencia; en la luz artificial, suave e indirecta, que no tenía nada que ver con el fulgor parcial y variable del Exterior, con sus verdes y marrones, azules y blancos, y sus interrupciones rojas y amarillas. Aquí no había ráfagas de viento, ni calor, ni frío, ni amenaza de lluvia, sino la serena esta-bilidad de inapreciables corrientes de aire que mantenían un frescor constante. Aquí reinaba una combinación de temperatura y humedad tan perfectamente adaptada a los humanos que resultaba imperceptible.
Baley exhaló un profundo suspiro y se alegró de hallarse en casa y a salvo con lo conocido y conocible Era lo que siempre sucedía. Nuevamente, había aceptado la Ciudad como el claustro materno y había regresado a ella con regocijado alivio. Sabia que ese claustro materno era algo de lo que la humanidad debía salir para nacer. ¿Por qué siempre volvía a refugiarse en él de aquel modo? ¿Sería siempre así? ¿Resultaría, al final, que aunque pu-diera sacar a otros de la Ciudad y de la Tierra y llevarlos a las estrellas, él mismo no sería capaz de ir? ¿Acaso nunca se sentiría a gusto más que en la Ciudad? Apretó los dientes... pero no tenia objeto pensar en ello.
dijo al robot: ~ ¿Te han traído en coche hasta este lugar, muchacho?
—Si, amo.
—¿Dónde está?
—No lo sé, amo.
Baley se volvió hacia el centinela.
—Oficial, este robot ha sido depositado aquí hace menos de dos horas. ¿Dónde está el coche que le ha traído
—Señor, he entrado de guardia hace menos de una hora En realidad, era absurdo preguntarlo. Los del coche no sabían cuánto rato tardaría el robot en encontrarle, de modo que no habían esperado. Baley tuvo el breve impulso de llamar a la jefatura, pero le dirían que tomara el expreso; sería más rápido.
El único motivo que le hizo titubear fue la presencia de R. Geronimo. No quería viajar con él en el expreso, pero tampoco podía esperar que el robot se abriera paso hasta la Jefatura a través de una multitud hostil.
No tenia alternativa. Indudablemente el comisario no estaba dispuesto a fácilitarle las cosas. Le habría molestado no tenerle a mano, fuera su tarde libre o no. Baley dijo:
—Por aquí, muchacho.
La Ciudad ocupaba más de cinco mil kilómetros cuadrados y contenía más de cuatrocientos kilómetros de expreso, más centenares de kilómetros de tributario, para servicio de sus veinte millones de habitantes. La intrincada red de comunicaciones se distribuía en ocho niveles distintos y había cientos de cruces con diversos grados de complejidad.
Como detective, Baley tenia la obligación de conocerlos todos, y así era. Si le hubieran llevado a cualquier lugar de la Ciudad con los ojos vendados, y allí le hubieran quitado la venda, habría sabido encontrar el camino a cualquier otro punto sin la menor vacilación.
Así pues, era indudable que sabía cómo ir a la jefatura. Había ocho itinerarios razonables entre los que escoger, pero titubeó un momento acerca de cual estaría menos concurrido a aquella hora.
Sólo un momento. Luego se decidió, y dijo:
—Ven conmigo, muchacho. —El robot le siguió dócilmente.
Saltaron a un ramal que pasaba cerca de allí, y Baley se agarró a uno de los postes verticales: era blanco y cálido, y tenia una textura antideslizante. No se molestó en sentarse; el trayecto no sería largo. El robot había esperado el rápido gesto de Baley antes de colocar la mano sobre el mismo poste. También habría podido permanecer en pie sin agarrarse; no le habría resultado difícil mantener el equilibrio; pero Baley no quería correr ningún riesgo. Era responsable del robot y tendría que restituir la perdida económica a la Ciudad si a R. Geronimo le ocurriese algo.
En el ramal viajaban algunas personas más y todos los ojos se volvieron curiosamente—e inevitablemente—hacia el robot. Baley devolvió esas miradas una por una. Tenia un aire de autoridad que infundia respeto y todos los ojos se desviaron hacia otro lado.
Baley hizo otra seña al saltar del ramal. Ya había llegado a las pistas y avanzaba a la misma velocidad que la pista más cercana, de modo que no hubo de reducir la marcha. Baley saltó a esa pista más cercana y notó el azote del aire cuando se encontró fuera de la envoltura plástica.
Se inclinó contra el viento con la naturalidad de la práctica, levantando un brazo para contrarrestar la fuerza a la altura de los ojos. Siguió las pistas hacia abajo hasta el cruce con el expreso y luego empezó a subir en dirección a la pista rápida que bordeaba el expreso.
Oyo que un adolescente gritaba «¡Robot!» (el también había sido joven) y supo con exactitud lo que iba a suceder Un grupo de ellos—dos o tres o media docena—se acercaría por una pista y, casualmente, el robot tropezaría y caería al suelo. Luego, si el caso llegaba a los tribunales, el muchacho detenido declararía que el robot había chocado con él y constituía una amenaza para la circulación, e indudablemente sería puesto en libertad.
El robot no podía defenderse y, mucho menos, testificar.
Baley reaccionó sin perder un segundo y se colocó entre el primero de los adolescentes y el robot. Pasó a una pista más rápida, levantó el brazo un poco más, como para defenderse de la mayor intensidad del viento, y un súbito codazo envió al muchacho a una pista más lenta para la que no estaba preparado. Gritó frenéticamente «¡Eh!» mientras se caía de bruces. Los otros se detuvieron, evaluaron rápidamente la situación, y cambiaron de rumbo.
Baley dijo:
—Al expreso, muchacho.
El robot titubeó unos instantes. Los robots no estaban autorizados a viajar solos en el expreso. Sin embargo, la orden de Baley había sido terminante, y subió a bordo. Baley le siguió, y eso alivió al robot.
Baley se abrió paso a codazos entre la multitud de viajeros, empujando a R. Geronimo para que fuera delante de él, para dirigirse hacia un nivel menos concurrido. Se agarró a un poste y mantuvo un pie sobre los del robot, volviendo a desviar todas las miradas con el fulgor de sus ojos.
Tras recorrer quince kilómetros y medio se encontró en el punto más próximo a la jefatura de policía y se apeó. R. Geronimo se apeó tras él. Estaba intacto, sin un solo rasguño. Baley lo entregó en la puerta y aceptó un recibo. Verificó cuidadosamente la fecha, la hora, y el número de serie del robot, y luego se lo guardó en la cartera. Antes de que finalizara el día, haría las comprobaciones de rigor y se aseguraría de que la operación hubiera sido registrada en la computadora.
En aquel momento iba a ver al comisario, y conocía al comisario. Cualquier desliz por parte de Baley significaría una degradación inmediata. El comisario era un hombre implacable. Consideraba los pasados triunfos de Baley como una ofensa personal.
El comisario era Wilson Roth. Hacia dos años y medio que ocupaba el cargo, desde que Julius Enderby lo dejó vacante cuando el furor desatado por el asesinato de un espacial hubo cedido y pudo presentar la dimisión honorablemente.
Baley nunca se había adaptado por completo al cambio. Julius, con todos sus defectos, había sido su amigo al mismo tiempo que su superior. Roth sólo era su superior. Ni siquiera había nacido en la Ciudad. No en aquella Ciudad. Lo habían traído de fuera.
Roth no era demasiado alto ni demasiado gordo. Sin embargo, su cabeza era grande y parecía asentarse sobre un cuello ligeramente inclinado hacia delante en relación al torso. Eso le hacia parecer lento y pesado, tanto de cuerpo como de mente. Incluso tenia unos párpados caidos que ocultaban parcialmente sus ojos.
Daba la impresión de estar siempre amodorrado, pero jamas le pasaba nada por alto. Baley no tardó en descubrirlo cuando Roth se hizo cargo del departamento. Era consciente de que Roth no le gustaba. Aún era más consciente de que él no gustaba a Roth.
Roth no habló con petulancia—nunca lo hacia—pero sus palabras tampoco denotaron complacencia.
—Baley, ¿por qué es tan difícil encontrarle?—preguntó.
Baley contestó en tono respetuoso:
—Es mi tarde libre, comisario.
—Si, su privilegio como C-7. Sabe lo que es un transmisor de ondas, ¿verdad? Algo que recibe mensajes oficiales. Usted puede ser llamado en cualquier momento, incluso durante su tiempo libre.
—Lo sé muy bien, comisario, pero no hay ninguna norma que obligue a llevar encima un transmisor de ondas. Podemos ser localizados sin necesidad de ellos.
—Dentro de la Ciudad, si, pero usted estaba en el Exterior... ¿o me equivoco?
—No se equivoca, comisario. Estaba en el Exterior. El reglamento no especifica que, en tal caso, deba llevar un transmisor de ondas.
—Se esconde tras la letra del estatuto, ¿verdad?
—Si, comisario—respondió Baley con calma.
El comisario se levantó, desdoblando su cuerpo robusto y vagamente amenazador, y se sentó encima de la mesa. La ventana con vistas al Exterior, que Enderby mandara instalar, había sido tapiada y pintaba hacia tiempo. En la habitación totalmente cerrada (más cálida y cómoda, por cierto) el comisario parecía más voluminoso.
Sin levantar la voz, dijo:
—Creo, Baley, que confía demasiado en la gratitud de la Tierra.
—Confío en hacer mi trabajo, comisario, lo mejor que puedo y de acuerdo con el reglamento.
—Y en la gratitud de la Tierra cuando quebranta el espíritu de ese reglamento.
Baley no objetó nada.
El comisario añadió:
—Se ensalza su actuación en el caso del asesinato de Sarton, hace tres años.
—Gracias, comisario—dijo Baley—. Creo que el desmantelamiento de Espacioburgo fue una de las consecuencias.
—En efecto... y fue algo muy aplaudido por toda la Tierra. También se ensalza su actuación en Solaría hace dos años y, antes de que me lo recuerde, el resultado fue una revisión de los tratados comerciales con los mundos espaciales, lo cual favoreció considerablemente a la Tierra.
—Creo que eso consta en el informe, señor.
—Y el resultado es que usted se convirtió en un héroe.
—Yo no diría tanto.
—Le han ascendido dos veces, una después de cada misión. Incluso se hizo un drama de hiperondas basado en los sucesos de Solaria.
—Sin mi permiso y en contra de mi voluntad, comisario.
—De todos modos, le convirtió en una especie de héroe.
Baley se encogió de hombros.
El comisario, tras esperar una respuesta más explícita durante unos segundos, prosiguió:
—Pero no ha hecho nada importante en casi dos años.
—Es natural que la Tierra pregunte qué he hecho por ella últimamente.
—Así es. Sin duda pregunta. Todo el mundo sabe que usted es el impulsor de esa nueva moda consistente en salir al Exterior, trabajar la tierra y emular a los robots.
—Está permitido.
—No todo lo permitido es digno de admiración. Es posible que más personas le consideren peculiar que heroico.
—Eso estaría más de acuerdo con la opinión que yo tengo de mi mismo.
—El público tiene muy mala memoria. En su caso, lo heroico está desvaneciéndose rápidamente detrás de lo peculiar, de modo que si comete un error tendrá serios problemas. La reputación en la que usted confía...
—Con todos los respetos, comisario, yo no confío en ella.
—La reputación en la que el Departamento de Policía cree que usted confía no le salvará, y yo tampoco podré hacerlo.
La sombra de una sonrisa pareció distender momentáneamente las hoscas facciones de Baley.
—No querría, comisario, que arriesgara su puesto en un intento desesperado por salvarme.
El comisario se encogió de hombros y esbozó una sonrisa igualmente leve y fugaz.
—No debe preocuparse por eso.
—Entonces, ¿por qué me dice todo esto, comisario?
—Para advertirle. No intento destruirle, por supuesto, de modo que le advierto una vez. Va a verse envuelto en un asunto muy delicado, en el cual puede cometer fácilmente un error, y le estoy advirtiendo que no debe cometer ninguno. —Aquí su cara se relajó en una sonrisa inconfundible.
Baley no respondió a esa sonrisa. Preguntó:
—¿Puede revelarme cuál es ese asunto tan delicado?
—No lo sé.
—¿Está relacionado con Aurora?
—Es lo que R. Geronimo debía decirle, si era necesario, pero yo no sé nada al respecto.
—Entonces, ¿cómo sabe, comisario, que es un asunto muy delicado?
—Vamos, Baley, usted es un investigador de misterios. ¿Por qué viene un miembro del Departamento de Justicia de la Tierra a la Ciudad, cuando usted podría haber ido a Wash-ington, como hizo dos años atrás en relación con el incidente de Solaria? Y ¿por qué esa persona del Departamento de justicia frunce el ceño y parece irritada y se impacienta cuan-do no le localizamos instantáneamente? Su decisión de permanecer inaccesible ha sido un error, un error del que yo no soy responsable en absoluto. Quizá no sea fatal en si mismo, pero considero que ha empezado con mal pie.
—Sin embargo, usted me retrasa aún más—dijo Baley, frunciendo el ceño.
—No lo crea. El enviado del Departamento de Justicia está tomando una pequeña colación; ya sabe cómo son los terrícolas. Se reunirá con nosotros cuando haya terminado. Le he avisado de su llegada, de modo que continúe esperando, tal como hago yo.
Baley esperó. En su momento, había comprendido que el drama emitido por hiperondas en contra de su voluntad, aunque favoreciera los intereses de la Tierra, perjudicaría su posición en el departamento. Le había presentado en relieve tridimensional frente a la llanura bidimensional de la organización que le había convertido en un hombre famoso.
Había accedido a una graduación superior y a mayores privilegios, pero eso también había incrementado la hostilidad del departamento hacia él. Y cuanto más arriba estuviese, más fuerte sería el golpe en caso de caída.
Si cometía un error...
El enviado del Departamento de Justicia entró, miró con indiferencia a su alrededor, dio la vuelta a la mesa de Roth y tomó asiento. Como oficial de mayor rango, tenia derecho a hacerlo. Roth se sentó tranquilamente en otra silla.
Baley permaneció en pie, esforzándose por no revelar su sorpresa.
Roth podía haberle advertido, pero no lo había hecho. Por el contrario, había escogido cuidadosamente las palabras para no darle ningún indicio.
El enviado del Departamento de Justicia era una mujer.
No había ninguna razón para que no fuese así. Cualquier funcionario podía ser una mujer. El secretario general podía ser una mujer. También había mujeres en el cuerpo de policía, e incluso una mujer con el grado de capitán.
La cuestión era que, sin previo aviso, uno nunca lo esperaba En algunas épocas de la historia las mujeres habían ocupado puestos administrativos en numero considerable. Baley lo sabia; conocía bien la historia. Pero aquélla no era una de esas épocas.
Era una mujer bastante alta y se sentaba muy erguida en la silla. Su uniforme no se diferenciaba demasiado del de un hombre, ni tampoco su peinado. Lo que traicionaba su sexo inmediatamente eran sus senos, cuya prominencia ella no intentaba ocultar.
Tenia alrededor de cuarenta años, y unas facciones regulares y nítidamente marcadas. Llevaba bien su edad, sin una cana visible en su cabello oscuro.
Dijo:
—Usted es el detective Elijah Baley, clasíficación C-7. —Fue una aseveración, no una pregunta.
—Si, señora—contestó, no obstante, Baley.
—Soy la subsecretaría Lavinia Demachek. Es usted muy distinto de cómo le representaron en el drama emitido por hiperondas.
Baley había oído ese comentario con frecuencia.
—No podían retratarme tal como soy y reunir mucho público, señora—contestó secamente.
—No estoy tan segura de eso. Usted tiene más personalidad que aquel actor con cara de niño que le representó.
Baley titubeó unos segundos y decidió correr el riesgo, o tal vez no pudo resistirse a hacerlo. Solamente, declaró:
—Tiene un gusto muy refinado, señora.
Ella se echó a reír y Baley exhaló un suspiro de alivio.
Luego la mujer dijo:
—Eso me gusta creer... En fin, ¿qué se propone haciéndome esperar?
—No me informaron de que vendría, señora, y era mi tarde libre.
—Que, por lo visto, pasaba en el Exterior.
—Si, señora.
—Debe de ser uno de esos chiflados, como diría si no tuviese un gusto tan refinado. Déjeme preguntarle, en cambio, si es uno de esos entusiastas.
—Si, señora.
—¿Espera emigrar algún día y fundar nuevos mundos en la inmensidad de la Galaxia?
—Quizá no, señora. Es posible que sea demasiado viejo para eso, pero...
—¿Cuántos años tiene?
—Cuarenta y cinco, señora.
—Si, los aparenta. Casualmente, yo también tengo cuarenta y cinco años.
—No los aparenta, señora.
—¿Aparento más o menos?—Se echó a reír nuevamente y luego dijo—: Pero dejémonos de juegos. ¿Insinúa que soy demasiado vieja para ser una pionera?
—Nadie puede ser pionero en nuestra sociedad sin entrenarse en el Exterior. Los jóvenes son quienes mejor resisten ese entrenamiento. Yo espero que mi hijo ponga algún día los pies en otro mundo.
—¿De veras? Sabrá usted, naturalmente, que la Galaxia pertenece a los mundos espaciales.
—Sólo son cincuenta, señora. En la Galaxia hay millones de mundos que son habitables, o pueden llegar a serlo, y que probablemente no poseen una vida autóctona inteligente.
—Si, pero ni una sola nave puede abandonar la Tierra sin permiso de los espaciales.
—Eso podría arreglarse, señora.
—No comparto su optimismo, señor Baley.
—Yo he hablado con espaciales que...
—Sé que lo ha hecho—le interrumpió Demachek—. Mi superior es Albert Minnim, quien, hace dos años, le envió a Solaria. —Se permitió curvar ligeramente los labios—. Un actor le personificó en un papel secundario del drama de hiperondas, y se le parecía bastante, si no recuerdo mal. Lo que si recuerdo con toda claridad es que a él no le gustó nada.
Baley cambió de tema.
—Pedí al subsecretario Minnim...
—Le han ascendido, ¿sabe? Baley comprendía plenamente la importancia de los grados de clasificación.
—¿Su nuevo titulo, señora?
—Vicesecretario.
—Gracias. Pedí al vicesecretario Minnim que me solicitara el permiso para visitar Aurora con objeto de tratar esta cuestión.
—¿Cuándo?
—No mucho después de mi regreso de Solaria. Desde entonces he renovado la petición dos veces.
—¿Pero no ha recibido una contestación favorable?
—No, señora.
—¿Le sorprende?
—Me decepciona, señora. —No tiene por qué.—Se recostó un poco en la silla—. Nuestras relaciones con los mundos espaciales son muy delicadas. Quizá usted crea que sus dos misiones anteriores han mejorado la situación... y así ha sido. Ese espantoso drama de hiperondas también ha contribuido. Sin embargo, el camino que hemos recorrido es éste—colocó el pulgar y el índice a unos milímetros de distancia—frente a todo éste—y separó mucho las manos.
»En estas circunstancias—continuó—, no podemos correr el riesgo de enviarle a Aurora, el mundo espacial dominante, y dejarle hacer algo que quizá engendrara un brote de tensión interestelar.
Baley la miró a los ojos.
—He estado en Solaría y no he hecho ningún daño. Por el contrario...
—Si, lo sé pero fue allí a petición de los espaciales, lo cual es muy distinto de ir a petición nuestra. Tiene usted que comprenderlo.
Baley guardó silencio.
Ella soltó un leve resoplido y dijo:
—La situación ha empeorado desde que el vicesecretario recibió, y desechó muy acertadamente, sus solicitudes. Ha empeorado mucho más en el último mes.
—¿Es ése el motivo de esta entrevista, señora?
—¿Se está impacientando, señor?—le preguntó sardónicamente Demachek—. ¿Me apremia para que vaya al grano?
—No, señora.
—Claro que si. Y ¿por qué no? Empiezo a resultar tediosa. Déjeme concretar un poco más preguntándole si conoce al doctor Han Fastolfe.
Baley respondió con cautela:
—Nos encontramos una vez, hace casi tres años, en lo que entonces era Espacioburgo.
—Le gustó, supongo.
—Era amigable... para ser espacial.
Ella dió otro resoplido.
—Me lo imagino. ¿Está enterado de que ha sido una importante fuerza política en Aurora durante los dos últimos años?
—Me enteré de que estaba en el gobierno por un... un compañero que tuve una vez.
—¿Por R. Daneel Olivaw, el robot espacial amigo suyo?
—Ex compañero mío, señora.
—¿Cuando usted resolvió un pequeño problema telacionado con dos matemáticos a bordo de una nave espacial? Baley asintió.
—Si, señora.
—Como verá, estamos bien informados. El doctor Han Fastolfe ha sido, más o menos, la luz que ha guiado al gobierno aurorano durante dos años, una figura importante de su Cuerpo Legislativo Mundial, e incluso se habla de él como posible futuro presidente. El presidente, como sabrá, es lo más cercano a jefe de estado que tienen los auroranos.
—Si, señora—dijo Baley, y se preguntó cuándo llegaría a aquel asunto tan delicado del que había hablado el comisario.
Demachek no parecía tener prisa. Dijo:
—Fastolfe es un... moderado. Así es como se llama a si mismo. Opina que Aurora, y los mundos espaciales en general, han ido demasiado lejos en su dirección, tal como usted debe opinar que la Tierra ha ido demasiado lejos en la suya. Desea dar marcha atrás para tener menos roboticidad, un cambio generacional más rápido, y un tratado de amistad con la Tierra. Por supuesto, nosotros le apoyamos... pero muy en secreto. Demostrarle claramente nuestro afecto sería como darle el beso de la muerte.
Baley dijo:
—Creo que él apoyaría la exploración y colonización de otros mundos por parte de la Tierra.
—Yo también lo creo. Tengo la impresión de que así se lo comunicó a usted.
—Si, señora, cuando nos conocimos.
Demachek unió las manos y apoyó la barbilla en las puntas de los dedos.
—¿Cree que representa a la opinión pública de los mundos espaciales?
—No lo sé, señora.
—Me temo que no. Los que están con el son débiles. Los que están contra él son una apasionada legión. Sólo su habilidad política y su encanto personal le han mantenido tan cerca de la cúpula del poder. Por supuesto, su mayor debilidad es su simpatia por la Tierra. Eso es algo que se utiliza constantemente en contra suya e influye sobre muchos que compartirían sus puntos de vista en todos los demás aspectos. Si usted fuera enviado a Aurora, cualquier error por su parte contribuiría a reforzar la tendencia antiterrícola y por lo tanto le debilitaría, posiblemente de un modo fatal. La Tierra no puede correr ese riesgo.
Baley murmuró:
—Comprendo.
—Fastolfe está dispuesto a correr el riesgo. Fue él quien solicitó que le enviáramos a usted a Solaría cuando su poder político apenas estaba comenzando y era muy vulnerable. Sin embargo, él sólo se juega su poder político, mientras que nosotros debemos velar por el bienestar de ocho billones de terrícolas. Esto es lo que hace tan sumamente delicada la actual situación política.
Hizo una pausa y, finalmente, Baley se vio obligado a formular la pregunta.
—¿Cuál es la situación a que se refiere, señora?
—Al parecer—dijo Demachek—, Fastolfe está implicado en un escándalo muy grave y sin precedentes. Si es torpe, será destruido políticamente en cuestión de semanas. Si es sobrehumanamente listo, quizá se aguante algunos meses. Más pronto o más tarde podría ser destruido como una fuerza política en Aurora... y eso, como usted comprenderá, sería un verdadero desastre para la Tierra.
—¿Puedo preguntar de qué se le acusa? ¿Corrupción? ¿Traición?
—Nada tan insignificante. Su integridad personal es incuestionable incluso para sus enemigos.
—¿Un crimen pasional, quizá? ¿Un asesinato?
—No exactamente un asesinato.
—No comprendo, señora.
—En Aurora hay seres humanos, señor Baley. Y también hay robots, la mayoría de ellos bastante parecidos a los nuestros, no mucho más perfeccionados en la mayor parte de los casos. Sin embargo, hay unos cuantos robots humaniformes, robots tan humaniformes que pueden tomarse por humanos.
Baley asintió.
—Lo sé muy bien.
—Supongo que la destrucción de un robot humaniforme no es exactamente un asesinato, en el estricto sentido de la palabra.
Baley se inclinó hacia delante, con los ojos muy abiertos. Gritó:
—¡Jehoshaphat, mujer! Déjese de rodeos. ¿Me esta diciendo que el doctor Fastolfe ha matado a R. Daneel? Roth se levantó de un salto y pareció dispuesto a abalanzarse sobre Baley, pero la subsecretaría Demachek-le contuvo con un gesto. Permanecia impasible.
dijo:
—En vista de las circunstancias, pasaré por alto su falta de respeto. No, R. Daneel no ha sido asesinado. El no es el único robot humaniforme de Aurora. Otro robot, no R. Daneel, ha sido asesinado, si se empeña en utilizar ese término. Para ser más precisos, su mente ha sido destruida por completo; fue sometido a un robloqueo permanente e irreversible.
Baley inquirió:
—¿Y dicen que el doctor Fastolfe lo hizo?
—Eso dicen sus enemigos. Los extremistas, partidarios de que sólo los espaciales se desplieguen por la Galaxia y de que los terrícolas desaparezcan del Universo, eso dicen. Si estos extremistas consiguen que se celebren otras elecciones en las próximas semanas, no hay duda de que obtendrán el control absoluto del gobierno, con resultados incalculables.
—¿Por qué es este robloqueo tan importante políticamente? No lo entiendo.
—Ni yo misma estoy segura—dijo Demachek—. No pretendo comprender la política aurorana. Deduzco que los humaniformes estaban relacionados de algún modo con los pla-nes de los extremistas y que la destrucción les ha enfurecido. —Arrugó la nariz—. Encuentro su política muy desconcertante y sólo le confundiría si tratara de interpretarla.
Baley hizo un esfuerzo por dominarse bajo la serena mirada de la subsecretaria. Preguntó en voz baja:
—¿Por qué estoy aquí?
—Por Fastolfe. Una vez ya salió al espacio para resolver un asesinato y lo consiguió. Fastolfe quiere que vuelva a intentarlo. Ira a Aurora y descubrirá quién fue responsable del robloqueo. El cree que es su única posibilidad de contener a los extremistas.
—Yo no soy un robótico. No sé nada de Aurora...
—Tampoco sabia nada de Solaria, pero se las arregló. La cuestión es, Baley, que nosotros estamos tan ansiosos como Fastolfe por averiguar lo que realmente sucedió. No queremos que sea destruido. Si lo es, esos extremistas espaciales nos someterán a una clase de hostilidad que probablemente será mayor que todo lo que hemos experimentado hasta aho-ra. No queremos que eso ocurra.
—No puedo asumir esta responsabilidad, señora. La misión es... —Casi imposible. Lo sabemos, pero no tenemos alternativa. Fastolfe insiste... y, por el momento, el gobierno aurorano le respalda. Si usted se niega a ir o si nosotros nos negamos a dejarle ir, tendremos que afrontar las iras auroranas. Si va y consigue su propósito, estaremos salvados y usted será debidamente recompensado.
—¿Y si voy... y fracaso?
—Haremos todo lo posible para que la culpa recaiga sobre usted y no sobre la Tierra.
—En otras palabras, los círculos oficiales quedarán a salvo.
Demachek dijo:
—Hay otro modo de enfocarlo y es que usted será echado a los lobos con la esperanza de que la Tierra no sufra demasiado. Un solo hombre no es un precio muy alto por nuestro planeta.
—A mi me parece que, como estoy seguro de fracasar, es mejor que no vaya.
—Sabe muy bien que esto es imposible—replicó Demachek—. Aurora le ha reclamado y usted no puede negarse a acudir. Además, ¿por qué iba a negarse? Lleva dos años in-tentando ir a Aurora y estaba muy descontento porque no le concedíamos el permiso.
—Quería ir en son de paz para solicitar ayuda en la colonización de otros mundos, no para...
—También puede intentar obtener su ayuda para colonizar esos otros mundos, Baley. Al fin y al cabo, imagínese que triunfa. Después de todo, es posible. En ese caso, Fastolfe estaría mucho más obligado hacia usted y le prestaría todo su apoyo. Y nosotros mismos estaríamos lo bastante agradecidos para respaldarle. ¿No cree que vale la pena correr el riesgo, aunque sea grande? Por pocas que sean sus posibilidades son nulas si no va. Piense en ello, Baley, pero por favor... no se tome demasiado tiempo.
Baley apretó los labios y, al fin, comprendiendo que no tenia alternativa, preguntó:
—¿De cuánto tiempo dispongo para...? Y Demachek contestó tranquilamente:
—Oh, vamos. ¿No le he explicado que no tenemos opción... ni tiempo? Se marcha—consultó su banda horaría de pulsera—dentro de seis horas escasas.
El espaciopuerto estaba en las afueras de la ciudad, en un sector casi desierto que, en realidad, se hallaba en el Exterior. Esto quedaba paliado por el hecho de que las taquíllas y las salas de espera estaban en la Ciudad y de que el trayecto hasta la nave en si se realizaba en vehículo a lo largo de un camino cubierto. Por tradición, todos los despegues se efec-tuaban de noche, de modo que un manto de oscuridad atenuaba aún más el efecto del Exterior.
El espaciopuerto no estaba muy concurrido, considerando el carácter populoso de la Tierra. Los terrícolas muy rara vez dejaban el planeta y el tráfico se reducía exclusivamente a la actividad comercial organizada por robots y espaciales.
Mientras esperaba que la nave estuviera lista para poder embarcar, Elijah Baley ya se sentía aislado de la Tierra.
Bentley se encontraba con él y un triste silencio reinaba entre ambos. Finalmente, Ben dijo:
—Imaginé que mamá no querría venir.
Baley asintió.
—Yo también. Recuerdo cómo se puso cuando fui a Solaria. Esto no es distinto.
—¿Has logrado calmarla?
—He hecho lo que he podido, Ben. Ella cree que estoy destinado a sufrir un accidente espacial o que me matarán en cuanto llegue a Aurora.
—Regresaste de Solaria.
—Eso sólo contribuye a aumentar sus temores por arriesgarme una segunda vez. Piensa que se nos acabará la suerte. Sin embargo, saldrá adelante. Tú ayudala, Ben. Pasa más tiempo con ella y, hagas lo que hagas, no le hables de ir a colonizar un nuevo planeta. Esto es lo que le preocupa realmente, ¿comprendes? Tiene el presentimiento de que te irás un día de éstos. Sabe que ella no podrá marcharse y, por lo tanto, nunca volverá a verte.
—Es posible—dijo Ben—. Quizá sea esto lo que ocurra.
—Tal vez tú puedas afrontar serenamente esa posibilidad, pero ella no, de modo que no hables de ello mientras estoy fuera. ¿De acuerdo?
—De acuerdo... Creo que está un poco inquieta por Baley levantó los ojos vivamente.
—¿Acaso le has...? —No he dicho una sola palabra. Pero ella también vio aquel maldito drama, ¿sabes?, y no ignora que Gladia está en Aurora.
—¿Y qué? Es un planeta muy grande. ¿Crees que Gladia Delmarre estará esperándome en el espaciopuerto? Jehoshaphat, Ben, ¿no sabe tu madre que esa porquería de programa era ficción en un noventa por ciento? Ben cambió de tema con visible esfuerzo.
—Es curioso... estar sentado aquí, sin equipaje de ninguna clase.
—Pues aún llevo demasiado. Está mi ropa, ¿no? Se librarán de ella en cuanto suba a bordo. Me la quitarán, la someterán a un tratamiento químico, y luego la arrojarán al espacio. Después me darán un guardarropa totalmente nuevo, una vez me hayan fumigado y limpiado y bruñido, por dentro y por fuera. Ya he pasado antes por esto.
Volvió a haber un silencio y luego Ben dijo:
—Verás, papá...—y se detuvo repentinamente. Lo intentó de nuevo—: Verás, papá...—y tampoco lo logró.
Baley le miró fijamente.
—¿Qué estás tratando de decir, Ben?
—Papá, me siento como un idiota diciendo esto, pero creo que debo hacerlo. Tú no eres el clásico héroe. Ni siquiera yo lo he pensado jamás. Eres un buen hombre y el mejor padre que puede haber, pero no un héroe.
Baley gruñó.
—Sin embargo—prosiguió Ben—, cuando te paras a pensarlo, fuiste tú quien borró Espacioburgo del mapa; fuiste tú quien puso en marcha este proyecto de colonizar otros mundos. Papa, tú has hecho más por la Tierra que todos los miembros del gobierno juntos. Así pues, ¿por qué no te aprecian más? Baley contestó:
—Porque no soy el héroe clásico y porque ese estúpido drama de hiperondas me perjudicó mucho. Ha convertido en enemigos a todos los hombres del departamento, ha inquietado a tu madre, y me ha dado una fama que me resulta incómoda. —La luz de su avisador de pulsera centelleó y Baley se levantó—. Ahora debo irme, Ben.
—Lo sé. Pero lo que quiero decir, papá, es que yo te estoy agradecido. Y cuando esta vez regreses, todo el mundo te agradecerá lo que vas a hacer por nosotros.
Baley notó que se enternecia. Asintió rápidamente, puso una mano en el hombro de su hijo, y murmuró:
—Gracias. Cuídate, y cuida de tu madre, mientras yo esté fuera.
Se alejó, sin mirar atrás. Había dicho a Ben que iba a Aurora para tratar del proyecto de colonización. Si fuera así, podría regresar triunfante. Sin embargo..
Pensó: «Regresaré desprestigiado... si es que regreso.» Era la tercera vez que Baley subía a bordo de una nave espacial y los dos años transcurridos no habían empañado en absoluto sus recuerdos de las dos primeras. Sabia exactamente lo que debía esperar.
Habría la incomunicación: nadie le vería ni tendría ningún contacto con él, excepto (quizá) un robot. Habría el constante tratamiento médico: la fumigación y esterilización. (No podía llamarse de otra manera.) Habría el intento de hacerle apto para convivir con los aprensivos espaciales, que consideraban a los terrícolas como sacos andantes de múltiples infecciones.
Sin embargo, también habría diferencias. Esta vez no tendría tanto miedo del proceso. Seguramente la sensación de desamparo por encontrarse fuera del claustro materno sería menos horrible.
Estaría preparado para los espacios más amplios. Esta vez, se dijo con osadía (aunque, también, con un nudo en el estómago), quizá incluso fuera capaz de insistir en que le per-mitieran ver el espacio.
Se preguntó si sería distinto de las fotografías del firmamento nocturno tomadas desde el Exterior.
Recordó la primera vez que vio la bóveda de un planetario (protegido, dentro de la Ciudad, por supuesto). No tuvo la sensación de estar en el Exterior, y no experimentó la más ligera inquietud.
Luego estaban las dos veces—no, tres—que salió de noche al Exterior y vio las estrellas verdaderas en la auténtica bóveda celeste. Fue mucho menos impresionante que la bóveda del planetario, pero en ambas ocasiones hubo un fresco viento y una sensación de distancia, lo cual le resultó mucho más alarmante que la bóveda, aunque mucho menos que durante el dia, pues la oscuridad formaba una muralla de protección a su alrededor.
¿Serían las estrellas, vistas desde la ventana panorámica de una nave espacial, más parecidas a un planetario o al cielo nocturno de la Tierra? ¿O sería una sensación comple-tamente distinta? Se concentró en eso, como para borrar el pensamiento de dejar a Jessie, Ben, y la Ciudad.
Por simple jactancia, rechazó el coche e insistió en recorrer a pie la corta distancia desde el portal hasta la nave en compañía del robot que había ido a buscarle. Al fin y al cabo, sólo era un pasillo cubierto.
El pasillo describía una ligera curva y miró atrás mientras aún podía'ver a Ben en el otro extremo. Levantó la mano con naturalidad, como si fuese a tomar el expreso de Trenton, y Ben agitó ambos brazos frenéticamente, formando con los dos primeros dedos de cada mano el antiguo símbolo de la victoria.
¿Victoria? Un gesto inútil, pensó Baley con certeza.
Intentó pensar en otra cosa que le llenara y ocupara la mente. ¿Cómo sería subir a bordo de una nave espacial de día, con el sol arrancando brillantes destellos a su superficie metálica y estando él mismo y todos los demás pasajeros expuestos al Exterior? ¿Qué se sentiría al ser plenamente consciente de un diminuto mundo cilíndrico, un mundo que se desprendería del mundo infinitamente más grande al que estaba temporalmente conectado y que luego se perdería en un Exterior infinitamente más grande que ningún Exterior de la Tierra, hasta que al cabo de una interminable extensión de Nada encontraría otro...? Mantuvo el ritmo constante de sus pasos, sin permitirse el menor cambio de expresión... o eso pensó él, cuando menos. Sin embargo, el robot que caminaba a su lado le hizo detenerse.
—¿Se encuentra mal, señor?—(No dijo «amo», sino simplemente «señor». Era un robot aurorano.)
—Estoy bien, muchacho—dijo Baley con voz ronca—. Adelante.
Mantuvo los ojos fijos en el suelo y no volvió a levantarlos hasta que la misma nave se alzó ante él ¡Una nave aurorana! No le cupo ninguna duda. Perfilada por un cálido reflector, parecía más alta, más estilizada, y sin embargo más potente que las naves solarianas.
Baley pasó al interior y la comparación siguió favoreciendo a Aurora. Era más espaciosa que las de las dos veces anteriores; más lujosa y más cómoda.
Sabia exactamente lo que se avecinaba y se quitó toda la ropa sin vacilar. (Quizá sería desintegrada por medio de un soplete plasmático. Indudablemente, no le sería devuelta cuando regresara a la Tierra... si regresaba. Así ocurrió la primera vez.) No recibiría ninguna otra ropa hasta que le hubieran bañado, examinado, medicado, e inyectado. Casi acogió con agrado los humillantes procedimientos por los que tuvo que pasar. Al fin y al cabo, contribuyeron a hacerle olvidar lo que estaba sucediendo. Apenas percibió la aceleración inicial y apenas tuvo tiempo para pensar en el momento en que abandonó la Tierra y entró en el espacio Cuando finalmente volvió a estar vestido, inspeccionó los resultados con desconsuelo en un espejo. El material, cualquiera que fuese, era suave y reflectante y variaba de color al cambiar el ángulo. Las perneras de los pantalones se le adherían a los tobillos y, a su vez, estaban cubiertas por la caña de unos botines que se amoldaban a sus pies. Las mangas de la blusa se le pegaban a las muñecas y sus manos estaban cubiertas por unos guantes finos y transparentes. La parte superior de la blusa le cubría el cuello y una capucha incorporada le permitía cubrirse la cabeza si así lo deseaba. Baley sabia que le recubrían de este modo no para su propia comodidad, sino para tranquilidad de los espaciales.
Mientras contemplaba su atavío, pensó que debería sentirse incómodamente enfundado, incómodamente acalorado, e incómodamente sudoroso. Pero no era así. Con enorme alivio, se dio cuenta de que no sudaba en absoluto.
Hizo la única deducción razonable. Preguntó al robot que le había acompañado a la nave y aún estaba con él:
—Muchacho, ¿esta ropa tiene control de temperatura? El robot contestó:
—Por supuesto, señor. Es ropa de todo tiempo y es muy apreciada. Además, es sumamente cara. Muy pocos en Aurora pueden permitirse el lujo de llevarla.
—¿De veras? ¡Jehoshaphat! Baley miró atentamente al robot. Parecía un modelo bastante primitivo, no muy distinto de los terrestres. Sin embargo, tenia una cierta sutileza de expresión que los modelos de la Tierra no poseían. Por ejemplo, podía cambiar de expresión de un modo limitado. Había sonreído muy ligeramente al indicarle que muy pocos en Aurora podían ir vestidos como él La estructura de su cuerpo se asemejaba al metal, pero tenia el aspecto de algo tejido, algo que cambiaba ligeramente con el movimiento, algo con colores que casaban y contrastaban de forma agradable. En resumen, a no ser que uno lo mirara atenta y minuciosamente, y aunque se advertía que no era humaniforme, parecía ir vestido.
Baley preguntó:
—¿Cómo debo llamarte, muchacho?
—Soy Giskard, señor.
—¿R. Giskard?
—Si lo prefiere, señor.
—¿Teneis biblioteca en esta nave?
—Si, señor.
—¿Puedes traerme peliculas-libro sobre Aurora?
—¿De qué clase, señor?
—Historia, política, ciencia, geografía, cualquier cosa que me informe sobre el planeta.
—Si, señor.
—Y una pantalla.
—Si, señor.
El robot salió por la puerta doble y Baley asintió sombríamente para si. En su viaje a Solaria, ni siquiera se le había ocurrido aprovechar el tiempo que duraba la travésía espacial para aprender algo útil. Había progresado un poco en los últimos dos años.
Intentó abrir la puerta por donde el robot acababa de salir. Estaba asegurada y no cedió. Lo contrario le habría sorprendido enormemente.
Examinó la habitación. Había una pantalla de hiperondas. Tocó los mandos por simple curiosidad, recibió una descarga de música, consiguió bajar el volumen al cabo de unos mo-mentos, y escuchó con desaprobación. Estridente y discordante. Los instrumentos de la orquesta parecían vagamente distorsionados.
Tocó otros contactos y finalmente logró cambiar el programa. Lo que vio fue un partido de fútbol espacial que, sin duda alguna, se jugaba en condiciones de gravedad cero. La pelota volaba en línea recta y los jugadores (demasiados en cada equipo; con unas aletas en los hombros, los codos, y las rodillas, que debían de servir para controlar el movimiento) planeaban con gracia y precisión. Los inusitados movimientos hicieron que Baley se sintiera mareado. Se inclinó hacia delante y acababa de encontrar y pulsar el botón para desconectar el aparato cuando oyó que la puerta se abría a sus espaldas.
Se volvió y, como esperaba ver a R. Giskard, al principio sólo fue consciente de que entraba alguien que no era R. Glskard. Tuvo que parpadear una o dos veces para darse cuenta de que estaba viendo una forma enteramente humana con una ancha cara de pómulos altos y un corto cabello color bronce peinado hacia atrás, alguien vestido con una ropa de corte clásico y esquema cromático tradicional.
—¡Jehoshaphat! —exclamó Baley con voz casi estrangulada.
—Compañero Elijah—dijo el otro, dando un paso adelante, con una leve sonrisa en los labios.
—¡Daneel! —exclamó Baley, lanzando los brazos alrededor del robot y estrechándolo fuertemente—. ¡Daneel! Baley siguió abrazando a Daneel, el único objeto familiar inesperado de la nave, el único vinculo fuerte con el pasado. Se agarró a Daneel en una explosión de alivio y afecto.
Y luego, poco a poco, ordenó sus pensamientos y comprendió que no estaba abrazando a Daneel sino a R. Daneel, el robot Daneel Olivaw. Estaba abrazando a un robot y el robot le asía ligeramente, dejándose abrazar, estimando que la acción daba placer a un ser humano y tolerando esa acción porque los potenciales positrónicos de su cerebro le impedían rechazar el abrazo y causar de este modo una decepción al ser humano.
La insuperable Primera Ley de la Robótica establece: «Un robot no debe dañar a un ser humano...» y rechazar un gesto amistoso le dañaría.
Lentamente, a fin de no revelar su propia turbación, Baley puso fin al abrazo. Incluso dio un último apretón a los brazos del robot, con objeto de no crear una situación incómoda.
—No te veía, Daneel—dijo Baley—, desde que llevaste aquella nave a la Tierra con los dos matemáticos. ¿Recuerdas?
—Naturalmente, compañero Elijah. Es un placer verte.
—Sientes emoción, ¿verdad? —preguntó Baley con ligereza.
—No puedo expresar lo que siento en un sentido humano, compañero Elijah. Sin embargo, te diré que el verte hace que mis pensamientos fluyan más fácilmente, y la fuerza gravita-cional de mi cuerpo parece asaltar mis sentidos con menos insistencia, y que hay otros cambios que no sé identificar. Me imagino que lo que siento corresponde aproximadamente a lo que tú puedes sentir cuando estás complacido.
Baley asintió.
—Sea lo que sea lo que sientas al verme, viejo compañero, si es preferible al estado en que te encuentras cuando no me ves, me doy por satisfecho... si es que entiendes lo que quiero decir. Pero ¿a qué se debe que estés aquí?
—Habiéndome informado Giskard Reventlov de que estabas...—R. Daneel hizo una pausa.
—¿Purificado?—preguntó Baley con sarcasmo.
—Desinfectado—dijo R. Daneel—. He considerado que ya podía entrar.
—Pero tu no temes a las infecciones, ¿verdad?
—En absoluto, compañero Elijah, pero los demás no me habrían permitido acercarme a ellos de no hacerlo así. Los auroranos son muy sensibles a toda posibilidad de infección, a veces hasta un punto que va más allá del cálculo racional de las probabilidades.
—Lo comprendo, pero no te preguntaba por qué estabas aquí en este momento. Lo que quiero saber es por qué estás en la nave.
—El doctor Fastolfe, de cuyo establecimiento formo parte, me ordenó embarcar en la nave que habían enviado a recogerte por varias razones. Le pareció conveniente que te pusiera al tanto de lo que, según sus propias palabras, sería una misión difícil para ti.
—Una idea muy considerada por su parte. Se lo agradezco. R. Daneel inclinó gravemente la cabeza en señal de reconocimiento.
—El doctor Fastolfe también pensó que el encuentro me proporcionaría —el robot hizo una pausa— sensaciones apropiadas.
—Placer, querrás decir, Daneel.
—Ya que se me permite usar ese término, si. Y la tercera razón, y más importante...
En ese momento se abrió nuevamente la puerta y R. Giskard entró en la habitación.
Baley volvió la cabeza hacia él y sintió una oleada de desagrado. Un vistazo era suficiente para identificar a R. Giskard como un robot y su presencia subrayaba, de algún modo, el robotismo de Daneel (R. Daneel, volvió a pensar súbitamente Baley), a pesar de que Daneel fuese muy superior al otro. Baley no quería que nada ni nadie subrayara el robotismo de Daneel; no quería verse humillado por su incapacidad para considerar a Daneel como otra cosa que no fuera un ser humano con una forma de hablar un poco ampulosa.
Preguntó con impaciencia:
—¿Qué hay, muchacho? R. Giskard dijo:
—He traído las peliculas-libro que usted quería ver, señor y la pantalla.
—Pues déjalas por ahí. En cualquier sitio... Y no necesitas quedarte. Daneel estará aquí conmigo.
—Si, señor.—Los ojos del robot (ligeramente brillantes, observó Baley, a diferencia de los de Daneel) se volvieron un instante hacia R. Daneel, como si solicitara órdenes de un ser superior.
R. Daneel dijo con calma:
—Será conveniente, amigo Giskard, que permanezcas fuera, junto a la puerta.
—Así lo haré, amigo Daneel—repuso R. Giskard.
Salió y Baley preguntó con cierto descontento:
—¿Por qué tiene que quedarse junto a la puerta? ¿Es que soy un prisionero?
—En el sentido—contesto R. Daneel—de que no te sería permitido mezclarte con la tripulación de la nave en el curso de este viaje, lamento verme obligado a decir que efectivamente eres un prisionero. Sin embargo, ésta no es la razón de la presencia de Giskard. Y en este punto debería decirte que sería aconsejable, compañero Elijah, que no te dirigieras a Giskard, ni a ningún otro robot, como «muchacho».
Baley frunció el ceño.
—¿Se siente ofendido por la expresión?
—Giskard no se siente ofendido por ninguna acción de un ser humano. Es simplemente que «muchacho» no es un término habitual para interpelar a los robots en Aurora, y sería desaconsejable crear fricciones con los auroranos recalcando inintencionadamente tu lugar de origen a través de costumbres dialécticas que no son esenciales.
—Entonces, ¿cómo debo llamarlo?
—Como me llamas a mi; usando su nombre. de identificación aceptado Es decir, al fin y al cabo, un simple sonido que indica a la persona determinada a la que te diriges. Y ¿por qué va a ser un sonido preferible a otro? Es una mera cuestión convencional. Y también es costumbre en Aurora integrar a un robot en el género masculino, o a veces en el femenino, más que en el neutro. Además, tampoco es costumbre en Aurora utilizar la inicial «R.», excepto en circunstancias especiales en las que es apropiado el nombre completo del robot... e, incluso entonces, hoy en día suele suprimirse la inicial.
—En ese caso... Daneel—Baley reprimió el súbito impulso de decir «R. Daneel»)—, ¿como distinguís entre robots y seres humanos?
—La distinción suele ser evidente por si misma, compañero Elijah. No hay necesidad de recalcarla innecesariamente. Al menos éste es el punto de vista aurorano y, ya que has pedido películas de Aurora a Giskard, deduzco que deseas familiarizarte con las cosas auroranas como ayuda para la labor que has emprendido.
—La labor que me han endosado, si. ¿Y si la distinción entre robot y ser humano no es evidente por si misma, Daneel, como en tu caso?
—Entonces, ¿por qué hacer esa distinción, a menos que la situación sea tal que resulte esencial hacerla? Baley respiró profundamente. Iba a ser difícil adaptarse a aquella pretensión aurorana de que los robots no existían. Dijo:
—Pero entonces, si Giskard no está aquí para mantenerme prisionero, ¿qué hace junto a la puerta?
—Estas fueron las instrucciones del doctor Fastolfe, compañero Elijah. Giskard debe protegerte.
—¿Protegerme? ¿De qué? ¿O de quién?
—El doctor Fastolfe no fue preciso sobre ese punto, compañero Elijah. Sin embargo, ya que las pasíones humanas están tan exaltadas respecto al asunto de Jander Panell...
—¿Jander Panell?
—El robot a cuya utilidad se puso término.
—En otras palabras, ¿el robot al que mataron?
—Matar, compañero Elijah, es un término que suele aplicarse a los seres humanos.
—Pero en Aurora no hacéis distinciones entre robots y seres humanos, ¿verdad?
—¡En efecto! No obstante, la posibilidad de distinción o falta de distinción en el caso concreto del cese de funcionamiento nunca se ha suscitado... que yo sepa. Ignoro cuáles son las normas.
Baley ponderó el asunto. Era un punto de escasa importancia, una mera cuestión de semántica. Sin embargo, quería sondear la forma de pensar de los auroranos. De lo contra-rio, no llegaría a ninguna parte.
Dijo con lentitud:
—Un ser humano que funciona está vivo. Si esa vida termina violentamente debido a la acción intencionada de otro ser humano, lo llamamos «asesinato» u «homicidio». «Ase-sinato» es, por alguna razón, la palabra más fuerte. De presenciar, súbitamente, cómo alguien pone un fin violento a la vida de un ser humano, uno gritaría «¡Asesinato!». No es nada probable que gritara «¡Homicidio!». Esta es la palabra más formal, la palabra menos emocional.
R. Daneel dijo:
—No comprendo la distinción que estás haciendo, compañero Elijah. Ya que tanto «asesinato» como «homicidio» se utilizan para representar el fin violento de la vida de un ser humano, las dos palabras deben ser intercambiables. Así pues, ¿dónde está la distinción?
—De las dos palabras, una de ellas helará la sangre de un ser humano más efectivamente que la otra, Dannel.
—¿A qué es debido?
—Connotaciones y asociaciones; el efecto sutil, no de la acepción del diccionario, sino de años de uso- La naturaleza de las frases, circunstancias y acontecimientos en los que uno ha experimentado el uso de una palabra en comparación con el de la otra.
—No hay nada de esto en mi programación—observó Daneel, con un curioso tono de impotencia sobre la aparente falta de emoción con que lo dijo (la misma falta de emoción con que lo decía todo).
Baley preguntó:
—¿Querrás fiarte de mi palabra? Rápidamente, como si acabaran de darle la solución del enigma, Daneel contestó:
—Sin duda alguna.
—Pues bien, entonces, podríamos decir que un robot que funciona está vivo—continuó Baley—. Muchos podrían negarse a ampliar la palabra hasta este punto, pero nosotros tenemos libertad para inventar todas las definiciones que nos convengan. Calificar de vivo a un robot que funciona es fácil tratar de inventar una palabra nueva para ese estado o evitar el empleo de la conocida sería innecesariamente complicado. Por ejemplo, tú estás vivo, Daneel, ¿verdad? Daneel contestó, lentamente y con énfasis:
—¡Yo funciono!
—Oh, vamos. Si una ardilla está viva, o un insecto, o un árbol, o una brizna de hierba, ¿por qué no tú? Jamás me acordaría de decir, o de pensar, que yo estoy vivo pero que tú únicamente funcionas, en especial si voy a vivir una temporada en Aurora, donde tendré que esforzarme para no hacer distinciones innecesarias entre un robot y yo mismo. Por lo tanto, te digo que ambos estamos vivos y te pido que te fíes de mi palabra.
—Así lo haré, compañero Elijah.
—Y sin embargo, ¿podemos afirmar que poner fin a la vida de un robot por medio de la acción violenta deliberada de un ser humano es también un «asesinato»? No estoy tan seguro Si el delito es el mismo el castigo debería ser el mismo, pero ¿estaría eso bien? Si el castigo por asesinar a un ser humano es la muerte, ¿habría que ejecutar a un ser humano que pusiera fin a un robot?
—El castigo de un asesino es el sondeo psíquico, compañero Elijah, seguido por la construcción de una nueva personalidad. Lo que ha cometido el delito es la estructura personal de la mente, no la vida del cuerpo.
—¿Y cuál es el castigo en Aurora por poner un fin violento al funcionamiento de un robot?
—No lo sé, compañero Elijah. Que yo sepa, dicho incidente no ha sucedido jamás en Aurora.
—Sospecho que el castigo no sería un sondeo psíquico —dijo Baley—. ¿Qué te parece «roboticidio»~
—¿ Roboticidio~
—Como término usado para describir el asesinato de un robot.
Daneel objetó:
—Pero ¿qué hay del verbo derivado del nombre, compañero Elijah? Nunca se dice «homicidar» y, por lo tanto, no sería correcto decir «roboticidar».
—Tienes razón. Habría que decir «asesinar» en ambos casos.
—Pero asesinar se aplica especificamente a los seres humanos. No se asesina a un animal, por ejemplo Baley dijo:
—Cierto Y ni siquiera se asesina a un ser humano por accidente, simo sólo por un propósito deliberado. El término más general es «matar». Se aplica tanto a la muerte accidental como al asesinato deliberado, y se aplica tanto a los animales como a los seres humanos. Lo que es más, una enfermedad puede matar un árbol. Así pues, ¿por qué no se puede matar a un robot, eh, Daneel?
—Los seres humanos y los animales y las plantas, compañero EhJah, son cosas vivas—arguyó Daneel—. Un robot es un artefacto humano, al igual que esta pantalla. Un artefacto se «destruye», «estropea», «rompe», y así sucesivamente. Nunca se «mata».
—De todos modos, Daneel, yo emplearé ese término. A Jander Panell le mataron.
Daneel preguntó:
—¿Por qué una diferencia en las palabras va a suponer una diferencia en la cosa descrita?
—Aunque a la rosa le diéramos otro nombre, olería igualmente bien. ¿Es eso, Daneel? Daneel hizo una pausa, y luego respondió:
—No estoy seguro de lo que significa el olor de una rosa pero si la rosa de la Tierra es la flor común que se llama rosa en Aurora, y si por olor te refieres a una propiedad que puede ser detectada, percibida o calibrada por los seres humanos, es indudable que el hecho de designar a una rosa por otra combinación de sonidos, conservando todo lo demás igual, no afectaría al olor ni a ninguna otra de sus propiedades intrínsecas. —Cierto. Y sin embargo, un cambio de nombre da lugar a un cambio de percepción en lo que a los seres humanos se refiere.
—No entiendo por qué, compañero Elijah.
—Porque los seres humanos somos ilógicos con frecuencia. No es una característica admirable.
Baley se arrellanó en la butaca y jugueteó con la pantalla, sumiéndose por unos minutos en sus propios pensamientos. La discusión con Daneel era útil en si misma, pues mientras Baley jugaba con las palabras, conseguía olvidar que estaba en el espacio que la nave seguía avanzando hacia un punto lo bastante alejado de los centros de masa del Sistema Solar para realizar el salto a través del hiperespacio, y que pronto estaría a varios millones de kilómetros de la Tierra y, no mucho después, a varios años luz.
Aún más importante, había conclusiones positivas que extraer. Estaba claro que las afirmaciones de Daneel acerca de que los auroranos no hacían distinción entre robots y se-res humanos era engañosa. Los auroranos podían eliminar la inicial «R.», el empleo de la palabra «muchacho» como forma de interpelación, y el uso del género neutro en relación a los robots, pero por la resistencia de Daneel a utilizar la misma palabra para el fin violento de un robot y un ser humano (una resistencia inherente a su programación que, a su vez, era la consecuencia natural de las teorías auroranas sobre cómo debía comportarse Daneel) había que deducir que eran cambios meramente superficiales. En esencia, los auroranos se mostraban tan firmes como los terrícolas en su creencia de que los robots eran máquinas infinitamente inferiores a los seres humanos.
Eso significaba que su formidable tarea de encontrar una solución satisfactoría a la crisis (en el caso de que fuera posible) no se vería entorpecida por aquella particularidad determinada de la sociedad aurorana.
Baley se preguntó si debería interrogar a Giskard, a fin de confirmar las conclusiones que había sacado de su conversación con Daneel y, sin apenas vacilar, decidió no hacerlo. La mente simple y poco sutil de Giskard no le resultaría de ninguna utilidad. Contestaría «Si, señor» y «No, señor» a todas sus preguntas. Sería como interrogar a una cinta magne-tofónica.
Así pues, decidió continuar con Daneel, que al menos era capaz de responder con algo semejante a la sutileza.
Dijo:
—Danael, consideremos el caso de Jander Parnell que, por lo que me has dicho hasta ahora, parece ser el primer caso de roboticidio en la historia de Aurora. Deduzco que se desconoce la identidad del ser humano responsable, el asesino.
—Si suponemos que el responsable fue un ser humano —dijo Daneel—, su identidad es desconocida. En eso tienes razón, compañero Elijah.
—¿Qué hay del motivo? ¿Por qué mataron a Jander Panell?
—Eso también se desconoce
—Pero Jander Panell era un robot humaniforme, un robot como tú, no como R. Gis... como Giskard, por ejemplo.
—Así es. Jander era un robot humaniforme como yo.
—Entonces, ¿no podría ser que no se tratara de un caso de roboticidio?
—No te comprendo, compañero Elijah Baley dijo, con algo de impaciencia:
—¿No es posible que el asesino pensara que ese tal Jander era un ser humano, que la intención fuese homicidio, no roboticidio~ Lentamente, Daneel meneó la cabeza
—Los robots humaniformes tienen el mismo aspecto que los seres humanos, compañero Elijah, hasta el vello y los poros de la piel. Nuestras voces son muy naturales, podemos realizar la función de comer y cosas así. Sin embargo, existen notables diferencias en nuestro comportamiento. Es posible que dichas diferencias vayan reduciéndose con el tiempo y el avance de la técnica, pero por el momento hay muchas. Tú, y otros terrícolas no habituados a los robots humaniformes, podéis no advertir fácilmente esas diferencias, pero los auroranos las advierten. Ningún aurorano tomaría a Jander, o a mi, por un ser humano, ni por un momento
—¿Podría algún espacial, uno que no fuese aurorano, cometer esa equivocación? Daneel titubeó.
—No lo creo. No hablo por observación personal o por conocimiento programado directo, pero sí tengo la programación para saber que todos los mundos espaciales están tan familiarizados con los robots como aurora, algunos, como Solaria, incluso más, y, por lo tanto, deduzco que ningún espacial dejaría de ver la distinción entre un humano y un robot. —¿ Hay robots humaniformes en los demás mundos espaciales?
—No, compañero Elijah, hasta ahora sólo existen en Aurora.
—Entonces, los otros espaciales no están demasiado familiarizados con los robots humaniformes y pueden muy bien pasar por alto las distinciones y tomarlos por seres humanos.
—No soy de esa opinión. Incluso los robots humaniformes se comportan de un modo robótico en ciertos aspectos determinados que cualquier espacial reconocería.
—Pero sin duda hay espaciales que no son tan inteligentes como la mayoria, ni tan experimentados, ni tan maduros. Hay niños espaciales, en el peor de los casos, a los que la distinción les pasaría por alto.
—Es seguro, compañero Elijah, que el... roboticidio... no fue cometido por alguien sin inteligencia, sin experiencia o joven. Completamente seguro.
—Estamos haciendo eliminaciones. Magnifico. Si ningún espacial dejaría de advertir la distinción, ¿que hay de un terrícola? ¿Es posible que...?
—Compañero Elijah, cuando tú llegues a Aurora, serás el primer terrícola que ponga los pies en el planeta desde el fin del periodo de colonización original. Todos los auroranos que están vivos en la actualidad nacieron en Aurora o, en muy pocos casos, en otros mundos espaciales.
—El primer terrícola—musitó Baley—. Me siento muy honrado. ¿Podría un terrícola encontrarse en Aurora sin que los auroranos lo supiesen?
—¡No!—dijo Daneel con sencilla seguridad.
—Tus conocimientos, Daneel, pueden no ser absolutos.
—¡No!—repitió Daneel, en un tono idéntico al primero.
—Así pues, llegamos a la conclusión—dijo Baley encogiéndose de hombros—de que el roboticidio pretendió ser un roboticidio y nada más.
—Esa fue la conclusión desde el principio.
Baley dijo:
—Los auroranos que llegaron a esa conclusión en un principio disponían de toda la información necesaria. Yo la estoy recibiendo ahora por primera vez.
—Mi observación, compañero Elijah, no encerraba ninguna intención peyorativa. Jamás se me ocurriría menospreciar tus habilidades.
—Gracias, Daneel. Sé que no había ningún desprecio intencionado en tu observación. Hace un momento has dicho que el roboticidio no fue cometido por nadie sin inteligencia sin experiencia o joven, y que eso es completamente seguro. Consideremos tu observación...
Baley sabia que estaba tomando el camino más largo. Tenia que hacerlo. Considerando su ignorancia sobre las costumbres auroranas y su línea de pensamiento, no podía permitirse el lujo de hacer suposiciones y saltarse pasos. Si estuviera tratando con un ser humano inteligente, esa persona podría impacientarse y proporcionar información... y considerar a Baley como un idiota. Sin embargo Daneel, como robot, seguiría a Baley por el sinuoso camino con absoluta paciencia.
Ese era un tipo de conducta que delataba a Daneel como robot, por muy humaniforme que pudiera ser. Un aurorano sería capaz de identificarlo como un robot por una sola respuesta a una sola pregunta. Daneel estaba en lo cierto respecto a las sutiles distinciones.
Baley dijo:
—Podríamos eliminar a los niños, así como a la mayoría de las mujeres y a muchos hombres, suponiendo que el método del roboticidio implicara una gran fuerza; por ejemplo, si la cabeza de Jander hubiera sido aplastada con un golpe violento o que su pecho hubiera sido hundido. Me imagino que eso no resultaría fácil para un ser humano que no fuese particularmente grande y fuerte.—Por lo que Demachek le había dicho en la Tierra, Baley sabia que la forma de roboticidio no había sido ésta, pero ¿cómo podía estar seguro de que la misma Demachek no había sido mal informada? Daneel dijo:
—Nada de esto sería posible para ningún ser humano.
—¿Por qué no?
—Indudablemente, compañero Elijah, sabrás que el esqueleto robótico es de naturaleza metálica y mucho más fuerte que los huesos humanos. Nuestros movimientos son más efi-caces, mas rápidos y más controlados. La Tercera Ley de la robótica dice: «Un robot debe proteger su propia existencia». La agresión de un ser humano sería repelida fácilmente. In-cluso el más fuerte de los seres humanos sería inmovilizado. Por otra parte, no es probable que un robot esté desprevenido hasta ese punto. Siempre estamos pendientes de los seres humanos. De lo contrario no podríamos cumplir nuestras funciones. Baley replicó:
—Vamos, Daneel. La Tercera Ley dice: «Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no contravenga la Primera o Segunda Ley>~. La Segunda Ley declara: «Un robot debe obedecer las órdenes de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes contravengan la Primera Ley>). Y la Primera Ley dice: «Un robot no debe dañar a un ser humano o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea dañado». Un ser humano podría ordenar a un robot que se destruyera a si mismo... y entonces el robot usaría su propia fuerza para aplastarse el cráneo. Y si un ser humano atacara a un robot, el robot no podría repeler el ataque sin dañar al ser humano, con lo cual violaría la Primera Ley.
Daneel dijo:
—Supongo que estás pensando en los robots de la Tierra. En Aurora, o en cualquiera de los mundos espaciales, los robots están mejor considerados que en la Tierra y, en general, son más complejos, versátiles y valiosos. En los mundos espaciales la Tercera Ley tiene mucha más fuerza que la segunda Ley, a diferencia de lo que ocurre en la Tierra. Cualquier orden de autodestrucción sería cuestionada y tendría que haber un motivo realmente válido para que fuese obedecida; un peligro claro e inmediato. Y el hecho de repeler un ataque no violaría la Primera Ley, pues los robots auroranos son lo bastante hábiles para inmovilizar a un ser humano sin dañarle.
—No obstante, supongamos que un ser humano mantuviera que, salvo si un robot se destruyera a si mismo, él, el ser humano, sería destruido. ¿No se destruiría el robot en ese caso?
—Un robot aurorano cuestionaría una simple aseveración como ésa. Tendría que haber clara evidencia de la posible destrucción del ser humano.
—¿No podría un ser humano enfocar la cuestión de un modo lo bastante sutil como para convencer a un robot de que ese ser humano estaba verdaderamente en peligro? ¿Es el ingenio que se requeriría lo que te hace eliminar a los que carecen de inteligencia, de experiencia y a los jóvenes? Y Daneel contestó:
—No, compañero Elijah, no es eso.
—¿Hay algún error en mi razonamiento?
—Ninguno.
—Entonces el error debe de estar en mi deducción de que fue dañado físicamente. Por lo tanto, no fue dañado físicamente. ¿Es así?
—Si, compañero Elijah.
(Eso significaba que la información de Demachek era correcta, pensó Ba!ey.)
—En ese caso, Daneel, Jander fue dañado mentalmente. ¡Un robloqueo! ¡Total e irreversible!
—¿Un robloqueo?
—Es la abreviatura de bloqueo robótico, la interrupción definitiva de los mecanismos positrónicos.
—En Aurora no utilizamos la palabra «robloqueo», compañero Elijah.
—¿Que decís?
—Decimos «bloqueo mental».
—Bueno, ambos términos describen el mismo fenómeno.
—Sería conveniente, compañero Elijah, que utilizaras nuestra expresión o los auroranos con los que hables no te entenderán; eso podría dificultar la conversación. Hace un rato has manifestado que el empleo de distintas palabras supone una diferencia.
—Muy bien. Diré «bloqueo mental». ¿Podría eso ocurrir espontáneamente?
—Si, pero, según los roboticistas, las posibilidades son infinitesimalmente pequeñas. Como robot humaniforme, puedo afirmar que yo mismo nunca he experimentado ningún efecto que se aproxime siquiera al bloqueo mental.
—Entonces, la deducción lógica es que un ser humano provocó deliberadamente una situación en la que se produciría un bloqueo mental.
—Esto es precisamente lo que sostienen los oponentes del doctor Fastolfe, compañero Elijah.
—Y ya que esto requeriría conocimientos de robótica experiencia y habilidad, los que carecen de inteligencia y de experiencia, y los jóvenes no pueden ser responsables.
—Es el razonamiento natural, compañero Elijah.
—Quizá incluso fuera posible hacer una lista de todos los seres humanos de Aurora que poseen la habilidad suficiente y, de ese modo, formar un grupo de sospechosos que podría no ser muy grande.
—Eso, compañero Elijah, ya se ha hecho.
—¿Y es una lista muy larga? —La lista más larga que se ha propuesto sólo incluye un nombre.
Ahora fue Baley quien hizo una pausa. Sus cejas se unieron en un ceño airado y preguntó coléricamente:
—¿Sólo un nombre? Daneel contestó con calma:
—Sólo un hombre, compañero Elijah. Esta es la opinión del doctor Han Fastolfe, que es el teórico de la robótica más eminente de Aurora.
—Pero entonces, ¿dónde está el misterio? ¿Cuál es ese nombre? R. Daneel dijo:
—Pues el del doctor Han Fastolfe, naturalmente. Acabo de manifestar que es el teórico de la robótica más eminente de Aurora y, de acuerdo con la opinión profesional del doctor Fastolfe, él mismo es el único que habría podido causar un bloqueo mental completo a Jander Panell sin dejar ninguna señal del proceso. Sin embargo, el doctor Fastolfe también declara que él no lo hizo.
—¿Pero que tampoco pudo hacerlo ningún otro?
—En efecto, compañero Elijah. En eso consiste el misterio.
—¿Y si el doctor Fastolfe...?—Baley se interrumpió. Sería absurdo preguntar a Daneel si el doctor Fastolfe mentía o estaba equivocado en su propia opinión de que sólo él podía haberlo hecho o bien en la declaración de que él no lo había hecho. Daneel había sido programado por Fastolfe y no cabía ninguna posibilidad de que la programación incluyera la facultad de dudar del programador.
Por lo tanto, con toda la serenidad de que fue capaz, Baley dijo:
—Pensaré en ello, Daneel, y volveremos a hablar.
—Está bien, compañero Elijah. De todos modos, es hora de dormir. Ya que es posible que, en Aurora, la presión de los acontecimientos te imponga un horario irregular, sería conveniente aprovechar la oportunidad de dormir ahora. Te enseñaré cómo se obtiene una cama y cómo se consiguen las sábanas.
—Gracias, Daneel—murmuró Baley. No se hacia ilusiones respecto a poder conciliar el sueño fácilmente. Le enviaban a Aurora con el propósito especifico de demostrar que Fastolfe era inocente de roboticidio—y había que hacerlo para seguridad de la Tierra y (mucho menos importante pero igualmente necesario) para prosperidad de la propia carrera de Baley—y sin embargo, incluso antes de llegar a Aurora había descubierto que Fastolfe había confesado virtualmente el delito.
Baley durmió... al fin, después de que Daneel le demostrara cómo se reducía la intensidad de campo que servía como una forma de seudogravedad. No era una antigravedad propiamente dicha, y consumía tanta energía que el método sólo podía utilizarse en ocasiones restringidas y circunstancias no usuales.
Daneel no había sido programado para explicar algo tan complicado como aquello y, si lo hubiera hecho, Baley estaba completamente seguro de que no lo habría entendido. Por fortuna, se podía accionar los mandos sin entender la justificación científica.
Daneel dijo:
—La intensidad de campo no puede reducirse hasta cero al menos, con estos mandos. En todo caso, dormir bajo gravedad cero no es demasiado cómodo, especialmente para quienes no están acostumbrados a los viajes espaciales. Lo que necesitas es una intensidad lo bastante baja para tener la sensación de estar liberado de la presión de tu propio peso pero lo bastante alta para mantener la orientación de arriba y abajo. El nivel varía según el individuo. La mayoría de las personas alcanzaría la máxima comodidad con la intensidad mínima permitida por los mandos, pero quizá tú descubras que, siendo la primera vez, deseas una intensidad mayor, para conservar en mayor grado la familiaridad de la sensación de peso. Sólo tienes que experimentar con distintos niveles y encontrarás el que te conviene.
Absorto en la novedad de la situación, Baley descubrió que su mente se alejaba del problema de la afirmación/ negación de Fastolfe, incluso mientras su cuerpo se alejaba del insomnio. Quizá ambas cosas formaran parte de un solo proceso.
Soñó que volvía a estar en la Tierra (naturalmente), viajando en un expreso pero no en uno de los asientos. Más bien, se deslizaba por los aires junto a la pista de gran velocidad, por encima de la cabeza de la gente que iba por ella, ganándoles terreno poco a poco. Ninguna de las personas que estaban en el suelo parecía sorprendida; ninguna levantó la mirada hacia él. Era una sensación bastante agradable y la encontró a faltar al despertarse.
Tras el desayuno de la mañana siguiente...
¿Era realmente la mañana? ¿Podía haber mañanas, o cualquier otro momento del día, en el espacio? No, indudablemente no. Baley reflexionó un rato y decidió definir la mañana como el tiempo después de despertarse, y definir el desayuno como la comida ingerida después de despertarse, y abandonar la cronología especifica por ser objetivamente insignificante. Para él, cuando menos, si no para la nave.
Así pues, tras el desayuno de la mañana siguiente, pasó revista a los periódicos el tiempo justo para ver que no decían nada sobre el roboticidio de Aurora, y luego se concentró en las películas-libro que Giskard le había traído el día anterior (¿«periodo de vigilia»?).
Escogió aquellas cuyos títulos parecían históricos y, tras visionar apresuradamente unas cuantas, llegó a la conclusión de que Giskard le había traído libros para adolescentes. Tenían gran cantidad de ilustraciones y muy poco texto. Se pregunó si ése sería el juicio de Giskard sobre su inteligencia... o, tal vez, sobre sus necesidades. Después de pensarlo mejor decidió que Giskard, en su inocencia robótica, había escogido bien y que no tenia motivos para sentirse insultado.
Siguió adelante con mayor concentración y observó inmediatamente que Daneel visionaba la película-libro con él. ¿Verdadera curiosidad? ¿O sólo era para mantener los ojos ocupados? Daneel no le pidió ni una vez que repitiera una página. Tampoco le interrumpió para hacerle una sola pregunta. Probablemente, se limitaba a aceptar lo que leía con confianza robótica y no se permitía el lujo de la duda o la curiosidad.
Baley no hizo a Daneel ninguna pregunta relativa a lo que estaba leyendo, aunque si pidió instrucciones sobre el funcionamiento del mecanismo impresor de la pantalla aurorana, con la que no estaba familiarizado.
De vez en cuando, Baley hacia una pausa para utilizar la pequeña habitación que comunicaba con la suya y podía ser utilizada para las diversas funciones fisiológicas privadas, tan privadas que la habitación se designaba como «el Personal», con la mayúscula sobreentendida en todos los casos, tanto en la Tierra como en Aurora (según descubrió Baley cuando Daneel se refirió a ella). En ella sólo cabía una persona, lo cual resultaba asombroso para un ciudadano acostumbrado a largas hileras de urinarios, asientos excretores, lavabos y duchas.
Mientras visionaba las peliculas-libro, Baley no intentaba memorizar los detalles. No tenia la intención de convertirse en experto sobre la sociedad aurorana, ni siquiera de pasar un examen sobre el tema. Más bien, deseaba adquirir unas nociones.
No le pasó inadvertido, por ejemplo, a pesar de la actitud hagiográfica de los historiadores que escribían para la gente joven, que los pioneros auroranos—los padres fundadores, los terrícolas que habían colonizado Aurora en los primeros tiempos de los viajes interestelares—habían sido típicamente terrícolas. Su política, sus disputas, todas las facetas de su conducta habían sido como las de los terrícolas; lo que sucedió en Aurora fue similar, en ciertos aspectos, a los acontecimientos que tuvieron lugar cuando se colonizaron las zonas relativamente vacías de la Tierra un par de miles de años antes.
Naturalmente, los auroranos no tenían vida inteligente para combatir, ni organismos pensantes para desconcertar a los invasores procedentes de la Tierra con cuestiones de trato, humano o cruel. De hecho, apenas había vida de ninguna clase. Así que el planeta fue colonizado rápidamente por los seres humanos, por sus plantas y animales domesticados, así como por los parasítos y demás organismos que sin querer llevaron consigo. Y por supuesto, los colonizadores también llevaron robots.
Los primeros auroranos no tardaron en sentirse dueños del planeta, ya que les llegó a las manos sin la menor oposición, y lo llamaron Nueva Tierra. Nada más natural, pues fue el primer planeta extrasolar—el primer mundo espacial-en ser colonizado. Constituyó el primer fruto de los viajes interestelares, el primer amanecer de una nueva era. Sin embargo, pronto cortaron el cordón umbilical y rebautizaron el planeta como Aurora, la diosa romana del amanecer.
Era el Mundo del Amanecer. Y así fue como los colonizadores se proclamaron a si mismos progenitores de una nueva época. Toda la historia anterior de la humanidad era una noche oscura y sólo para los auroranos de aquel nuevo mundo se acercaba finalmente el día.
Ese gran hecho, ese gran autobombo, era lo que prevalecía por encima de todos los detalles: nombres, fechas, vencedores, perdedores. Era lo esencial.
Se colonizaron otros mundos, algunos desde la Tierra y otros desde Aurora, pero Baley no prestó atención a ese u otros detalles. Estaba más interesado en las grandes pinceladas y tomó nota de los dos cambios importantes que tuvieron lugar y siguieron alejando a los auroranos de sus orígenes terrícolas. El primero fue la creciente integración de los robots en todas las facetas de la vida y el segundo, la prolongación de la vida.
A medida que los robots fueron perfeccionándose, los auroranos se hicieron más dependientes de ellos. Pero no de un modo incontrolado. No como en el mundo de Solaria, recordó Baley, donde un puñado de seres humanos estaban en el seno colectivo de muchos robots. Ese no era el caso de Aurora.
Y sin embargo, se volvieron más dependientes.
Visionando, como hacia, para formarse una idea global —tendencias y generalidades—, cada paso en el curso de la interacción humanorrobótica parecía depender de la dependen-cia. Incluso el modo en que se había alcanzado un consenso de derechos robóticos—el abandono de lo que Daneel llamaría «distinciones innecesarias»—era una muestra de dependencia. Para Baley la actitud más humana de los auroranos no se debía a una inclinación hacia lo humano, sino al deseo de negar la naturaleza robótica de los objetos para no tener que admitir el hecho de que los seres humanos dependían de objetos de inteligencia artificial.
En cuanto a la prolongación de la vida, iba acompañada de una reducción del ritmo de la historia. Los altibajos no existían. Había una continuidad creciente y un consenso también creciente.
Sin lugar a dudas, la historia que visionaba iba perdiendo interés a medida que avanzaba- se volvió casi soporifica. Para los que la vivían, eso tenia que ser bueno. La historia resultaba interesante en la medida que era catastrófica y, aunque eso podía resultar una lectura apasionante, constituía una vida horrible. Indudablemente, las vidas personales seguían siendo interesantes para la inmensa mayoría de los auroranos y, si la interacción colectiva de las vidas se sosegaba, ¿a quién le importaría? Si el Mundo del Amanecer gozaba de un día tranquilo y soleado, ¿quién de ese mundo clamaría tormenta? En un momento dado de la lectura, Baley experimentó una sensación indescriptible. Si le hubieran obligado a intentar describirla, habría dicho que fue como una inversión momentánea. Fue como si le hubieran vuelto del revés, y luego otra vez del derecho, en el curso de una pequeña fracción de segundo.
Tan fugaz había sido que casi le pasó por alto, no concediéndole más atención que a un hipo en su interior.
Hasta un minuto después, cuando súbitamente adquirió conciencia de lo sucedido no recordó la sensación como algo que ya había experimentado otras dos veces: una cuando viajó a Solaría y otra cuando regresó a la Tierra desde ese planeta.
Era el «Salto», el paso por el hiperespacio que, en un intervalo de tiempo cero y espacio cero, impulsaba la nave a través de los parsecs y venía el limite de la velocidad de la luz del Universo. (Ningún misterio en las palabras, ya que la nave sólo abandonaba el Universo y atravésaba algo que no implicaba limite de velocidad. Misterio total, sin embargo, en el concepto, pues no había modo de describir en qué consistía el hiperespacio, a menos que se utilizaran símbolos matemáticos que, de todos modos, no podían traducirse a nada comprensible ) Si se aceptaba el hecho de que los seres humanos habían aprendido a manipular el hiperespacio sin comprender lo que manipulaban, el efecto era claro. En un momento determinado, la nave había estado a microparsecs de la Tierra, y al momento siguiente, estaba a microparsecs de Aurora.
En teoría, el Salto requería un tiempo cero—literalmente cero—y, si se llevaba a cabo con una suavidad absoluta, no había, no podía haber ninguna sensación biológica. Sin embargo, los físicos sostenían que la suavidad absoluta exigía una energía infinita, de modo que siempre había un «tiempo efectivo» que no era realmente cero, aunque podía hacerse tan corto como se deseara. Eso era lo que producía aquella sensación de inversión tan extraña y esencialmente inocua.
El hecho de saber que estaba muy lejos de la Tierra y muy cerca de Aurora dio a Baley el deseo de ver el mundo espacial.
Por una parte era el deseo de ver un lugar habitado, y por otra era la curiosidad natural de ver algo que había llenado su mente como resultado de las peliculas-libro que había estado visionando.
Giskard entró en aquel preciso momento con la comida intermedia entre la hora de despertarse y la hora de dormir (habría que llamarla «almuerzo») y dijo:
—Nos estamos acercando a Aurora, señor, pero usted no podrá observarla desde el puente. En todo caso, no habría nada que ver. El sol de Aurora no es más que una estrella brillante y pasarán varios días antes de que estemos lo bastante cerca de la misma Aurora para ver algún detalle.—Luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Tampoco podrá usted observarla desde el puente cuando llegue ese momento.
Baley se sintió extrañamente desconcertado. Al parecer, se suponía que querría observar y, no obstante, tenían la intención de impedírselo. Su presencia como observador no era deseada.
Dijo:
—Muy bien, Giskard—y el robot salió.
Baley frunció el ceño. ¿A qué otras limitaciones se vería sometido? Improbable como era el cumplimiento satisfactorio de su misión, se preguntó de cuántas formas distintas conspirarían los auroranos para hacerla imposible.
GISKARD Baley se volvió y dijo a Daneel:
—Me molesta, Daneel, tener que permanecer recluido aquí sólo porque los auroranos de esta nave temen que yo sea una fuente de infección. Eso cs pura superstición. Me han sometido a tratamiento.
Daneel contestó:
—No es a causa de los temores de los auroranos por lo que se te pide que permanezcas en tu habitación, compañero EIiJah.
—¿No? ¿Por qué otra razón?
—Quizá recuerdes que, durante muestro primer encuentro en esta nave, me preguntaste las razones por las que me habían enviado a escoltarte. Yo te dije que lo habían hecho para ponerte al corriente de lo sucedido y para complacerme. Estaba a punto de comunicarte la tercera razón cuando Giskard nos interrumpió con la pantalla y las películas, y después nos embarcamos en una discusión sobre el roboticidio.
—Y no llegaste a decirme la tercera razón. ¿Cuál es?
—Pues bien, compañero Elijah, es, simplemente, que yo podría ayudar a protegerte.
—¿De qué?
—El incidente que hemos acordado llamar roboticidio ha despertado pasiones insólitas. Tú has sido llamado a Aurora para ayudar a demostrar la inocencia del doctor Fastolfe. Y el drama de hiperondas...
—lehoshaphat, Daneel—dijo Baley con indignación—. ¿Es que también han visto eso en Aurora? —Lo han visto en todos los mundos espaciales, compañero Elijah. Fue un programa muy popular y ha dejado muy claro que eres un investigador extraordinario.
—De modo que quien esté detrás del roboticidio puede tener un miedo exagerado de mis habilidades y, por lo tanto puede hacer lo que sea para impedir mi llegada... o para matarme.
—El doctor Fastolfe—repuso Daneel con calma—está convencido de que no hay nadie detrás del roboticidio, ya que ningún ser humano aparte de él mismo podría haberlo llevado a cabo. En opinión del doctor Fastolfe, fue un suceso puramente fortuito. Sin embargo, hay quienes intentan sacar provecho de tal suceso y podrían estar mteresados en impedir que tú lo demostraras. Por esa razón, debes ser protegido.
Baley dio unos pasos rápidos hasta una pared de la habitación y luego hasta la otra, como para acelerar sus procesos mentales por medio del ejemplo físico. Inexplicablemente, no tenia ninguna sensación de peligro personal.
Preguntó:
—Daneel, ¿cuántos robots humaniformes hay ahora en Aurora?
—¿Quieres decir ahora que Jander ya no funciona?
—Si, ahora que Jander está muerto.
—Uno, compañero Elijah.
Baley miró a Daneel con estupefacción. Mudamente, articuló la palabra: ¿Uno? Al fin, dijo:
—A ver si lo he entendido, Daneel. ¿Tú eres el único robot humaniforme de Aurora?
—Y de cualquier mundo, compañero Elijah. Pensaba que ya lo sabias. Yo era el prototipo y luego se construyó a Jander. Desde entonces, el doctor Fastolfe se ha negado a construir otros y nadie más tiene la habilidad necesaria para hacerlo.
—Pero en ese caso, ya que de dos robots humaniformes, uno ha sido asesinado, ¿no se le ocurre al doctor Fastolfe que el humaniforme restante, tú, Daneel, puede estar en peligro?
—Admite esa posibilidad. Pero es muy improbable que un suceso tan insólito como el bloqueo mental se produzca una segunda vez. No la toma en serio. Sin embargo, teme que pueda suceder algún otro percance. Creo que ése fue uno de los motivos por los que me envió a la Tierra a buscarte. Me ha mantenido alejado de Aurora durante más de una semana.
—Y ahora eres tan prisionero como yo, ¿verdad, Daneel?
—Soy prisionero—dijo Daneel gravemente—en el sentido de que no puedo abandonar esta habitación, compañero Elijah.
—¿En qué sentido se es prisionero?
—En el sentido de que la persona tan limitada en sus movimientos se rebele contra esa limitación. Un verdadero encarcelamiento tiene la implicación de ser involuntario. Yo comprendo plenamente el motivo para estar aquí y convengo en la necesidad.
—Tú, si—gruñó Baley—. Yo, no. Yo soy prisionero en todos los sentidos. Además, ¿por qué se supone que estamos seguros aquí?
—En primer lugar, compañero Elijah, Giskard se encuentra de guardia junto a la puerta.
—¿Es lo bastante inteligente para el trabajo?
—Entiende las órdenes perfectamente. Es robusto y fuerte y se hace cargo de la importancia de su tarea.
—¿Quieres decir que está dispuesto a ser destruido para protegernos a nosotros dos? -
—Si, naturalmente, igual que yo estoy dispuesto a ser destruido para protegerte a ti.
Baley se sintió apabullado, y dijo:
—¿No te rebelas contra una situación en la que puedes verte obligado a dar tu existencia por mi?
—Es mi programación, compañero Elijah—contestó Daneel en una voz que pareció suavizarse—. De todos modos aunque no fuese por mi programación, creo que salvarte ha-ría que la pérdida de mi propia existencia resultara muy trivial en comparación.
Baley no pudo resistirlo. Alargó la mano y apretó con fuerza la de Daneel.
—Gracias, compañero Daneel, pero no permitas que eso ocurra. No deseo la pérdida de tu existencia. Yo creo que la preservación de la mía sería una compensación insuficiente. —Y le sorprendió descubrir que era cierto. No pudo dejar de sentirse horrorizado al comprender que estaría dispuesto a arriesgar su vida por un robot... No, no por un robot. Por Daneel. Giskard entró sin anunciarse. Baley había terminado por aceptarlo. El robot, como guardián, tenia que ser libre de ir y venir a su antojo. Y, a juicio de Baley, Giskard sólo era un robot, por mucho que perteneciese al género masculino y por mucho que uno no mencionara la «R». Aunque Baley estuviera rascándose, hurgándose la nariz u ocupado en alguna función biológica, Giskard se mostraría indiferente imperturbable, incapaz de reaccionar en modo alguno, y se limitaría a registrar fríamente la observación en algún banco de datos interno.
Eso convertía a Giskard en un simple mueble móvil y Baley no experimentaba la menor turbación en su presencia. No era que Giskard le hubiese sorprendido nunca en un momento inoportuno, pensó con equidad.
Giskard llevaba un pequeño cubiculo consigo.
—Señor, sospecho que aún desea observar Aurora desde el espacio.
Baley se sobresaltó. Sin duda, Daneel había advertido su irritación, había deducido su causa y quería remediarla de ese modo. Encargar a Giskard que lo hiciera y lo expusiera como una idea propia era una muestra de delicadeza por su parte. Le evitaría la necesidad de expresar su gratitud. O eso debía de pensar Daneel.
En realidad, Baley se había sentido más irritado por la prohibición—innecesaria, a su juicio—de observar Aurora que por su forzada reclusión. La imposibilidad de ver el pa-norama le había obsesionado durante los dos días transcurridos desde el Salto. Así pues, se volvió y dijo a Daneel:
—Gracias, amigo mío.
—Ha sido idea de Giskard—declaró Daneel.
—Si, claro—concedió Baley con una leve sonrisa—. También le doy las gracias a él. ¿Qué es esto, Giskard?
—Un astrosimulador, señor. Funciona como un receptor tridimensional y está conectado con la sala panorámica. Querría añadir...
—¿Si?
—No encontrará la vista demasiado interesante, señor. No desearía que se sintiera innecesariamente decepcionado.
—Intentaré no esperar demasiado, Giskard. De todos modos, no te haré responsable de la decepción que pueda sentir.
—Gracias, señor. Debo regresar a mi puesto, pero Daneel podrá ayudarle con el aparato si surge algún problema.
Salió y Baley se volvió hacia Daneel con aprobación.
—No cabe duda de que Giskard ha sabido manejar el asunto. Puede ser un modelo sencillo, pero está bien diseñado.
—El también es un robot de Fastolfe, compañero Elijah... Este astrosimulador es autónomo y autoajustable. Puesto que ya está enfocado sobre-Aurora, sólo es necesario tocar el borde del mando. Eso lo pondrá en funcionamiento y no tendrás que hacer nada más. ¿Quieres ponerlo en marcha tú mismo? Baley se encogió de hombros.
—No es necesario. Hazlo tú.
—Muy bien.
Daneel había colocado el cubiculo encima de la mesa sobre la que Baley había visionado las peliculas-libro.
—Esto—dijo, señalando un pequeño rectángulo que tenia en la mano—es el mando, compañero Elijah. Sólo tienes que sujetarlo por los bordes de este modo y luego ejercer una ligera presión hacia dentro para accionar el mecanismo... y luego otra para desconectarlo.
Daneel oprimió el borde del mando y Baley lanzó una exclamación ahogada.
Había esperado que el cubiculo se ilumionara y mostrara una representación holográfica de un campo estelar en su interior. No fue eso lo que ocurrió. En cambio, Baley se encontró en el espacio—en el espacio—con relucientes estrellas en todas direcciones.
Sólo duró un momento y luego todo volvió a ser como antes: la habitación y, en su interior, Baley, Daneel y el cubículo.
—Lo lamento, compañero Elijah—dijo Daneel—. Lo he desconectado en cuanto he advertido tu malestar: No me había dado cuenta de que no estabas preparado para esto.
—Entonces, prepárame. ¿Qué ha sucedido?
—El astrosimulador opera directamente sobre el centro visual del cerebro humano. No hay modo de diferenciar la impresión que deja y la realidad tridimensional. Es un invento relativamente nuevo y hasta ahora sólo se ha utilizado para escenas astronómicas que, al fin y al cabo, son pobres en
—¿Lo has visto tú también, Daneel?
—Si, pero muy defectuosamente y sin el realismo que experimenta un ser humano. Veo el tenue contorno de un paisaje superpuesto sobre el contenido, aún claro, de la habitación pero me han explicado que los seres humanos sólo ven el paisaje. Indudablemente, cuando el cerebro de los que son como yo esté mejor afinado y ajustado...
Baley había recobrado el equilibrio.
—La cuestión es, Daneel, que yo no era consciente de nada más. No era consciente de mi mismo. No me veía las manos ni notaba dónde estaban. Me sentía como si fuera un espiritu incorpóreo o... bueno... como supongo que me sentiría si estuviera muerto pero existiese conscientemente en otra vida inmaterial.
—Ahora comprendo por qué lo has encontrado un poco inquietante.
—De hecho, lo he encontrado muy inquietante.
—Lo lamento, compañero Elijah. Haré que Giskard se lo lleve.
—No. Ahora ya estoy preparado. Déjame ese cubo... ¿Podré desconectarlo, aunque no sea consciente de la existencia de mis manos?
—Se te adherirá a la mano, con objeto de que no se te caiga, compañero Elijah. El doctor Fastolfe, que ha experimentado este fenómeno, me contó que la presión se ejerce automáticamente cuando el ser humano que lo sujeta desea ponerle termino. Es un fenómeno automático basado en la manipulación nerviosa, al igual que la visión. Al menos, así es como funciona con los auroranos y me imagino...
—Que los terrícolas son lo bastante similares a los auroranos, fisiológicamente, para que funcione de igual modo con nosotros. Muy bien; dame el mando y lo intentaré Con un ligero respingo interno, Baley oprimió el borde del mando y volvió a encontrarse en el espacio. Esta vez lo esperaba y, en cuanto descubrió que podía respirar sin dificultad y no se sentía en modo alguno como si estuviera inmerso en un vacío, procuró aceptarlo como una ilusión visual. Respirando de un modo bastante estertoroso (quizá para convencerse a si mismo de que verdaderamente respiraba) miró con curiosidad en todas direcciones.
Súbitamente consciente de que oia el áspero sonido de su respiración en la nariz dijo:
—¿Me oyes, Daneei? Oyó su propia voz—un poco distante, un poco artificial—, pero la oyó.
Y luego oyó la de Daneel, lo bastante diferente como para poder distinguirla.
—Si, te oigo—dijo Daneel—. Y tú también deberías oírme, compañero Elijah. Los sentidos visual y cinestético están interferidos con objeto de alcanzar una mayor ilusión de realidad, pero el sentido auditivo permanece intacto. En gran medida, cuando menos.
—Bueno, sólo veo estrellas... estrellas corrientes, quiero decir. Aurora tiene un sol. Estamos lo bastante cerca de Aurora, supongo, para que la estrella que es su sol brille más que las otras.
—Brilla tanto, compañero Elijah, que ha sido ofuscada para evitarte una lesión en la retina.
—Entonces, ¿dónde está el planeta Aurora?
—¿Ves la constelación de Orión?
—Si, en efecto. ¿Quieres decir que aún vemos las constelaciones igual que en el firmamento de la Tierra, como en el planetario de la Ciudad?
—Más o menos. En lo que a distancias estelares se refiere, no estamos lejos de la Tierra y el Sistema Solar del que forma parte, de modo que tienen un paisaje estelar común. El sol de Aurora se conoce en la Tierra con el nombre de Tau Ceti, y sólo está a 3.ó7 parsecs de allí. Si trazas una línea imaginaría desde Betelgeuse hasta la estrella intermedia del cinturón de Orión y la continúas durante una longitud igual y un poco más, la estrella de brillo mediano que verás es el planeta Aurora. Irá haciéndose inconfundible a lo largo de los próximos días, a medida que nos acerquemos rápidamente a ella.
Baley la contempló gravemente. No era más que un objeto estelar brillante. No había ninguna flecha luminosa, que se encendiera y apagara, señalando hacia ella. No había ninguna inscripción que la identificara como Aurora.
Preguntó:
—¿Dónde está el sol? La estrella de la Tierra, quiero decir.
—En la constelación Virgo, vista desde Aurora. Es una estrella de segunda magnitud. Desgraciadamente, el astrosimulador que tenemos no está bien computerizado y no sería fácil indicártelo. De todos modos, lo verías como una simple estrella, normal y corriente. —Bien, no importa—dijo Baley—. Ahora voy a desconectar este chisme. Si tengo problemas... ayúdame.
No tuvo problemas. El astrosimulador se desconectó cuando él pensó en hacerlo y se encontró parpadeando a la luz súbitamente intensa de la habitación.
Sólo entonces, cuando hubo recobrado sus cinco sentidos, se le ocurrió que durante unos minutos le había parecido estar en el espacio, sin pared protectora de ninguna clase, y a pesar de ello no había experimentado la agorafobia que sentía en la Tierra. Se había sentido muy cómodo, una vez aceptada su propia inexistencia.
Eso le desconcertó y le apartó de las peliculas-libro durante un rato.
Periódicamente, regresó al astrosimulador y echó otra ojeada al espacio que se veía desde un lugar privilegiado fuera de la nave, sin que él estuviera presente en ningún sitio (aparentemente). En algunas ocasiones no fue más que un momento, para asegurarse de que seguía sin sentirse atemorizado por el vacío infinito. En otras, se encontró perdido en el esquema de las estrellas y empezó a contarlas o a formar figuras geométricas, deleitándose en la facultad de hacer algo que, en la Tierra, habría sido incapaz de hacer porque el creciente desasosiego agorafóbico habría arrollado instantáneamente todo lo demás.
Al final comprobó que la luminosidad de Aurora aumentaba. No tardó en hacerse fácil de detectar entre los otros puntos de luz, luego fue inconfundible, y finalmente inevitable. Empezó como un minúsculo destello de luz y, a partir de entonces, se agrandó rápidamente y comenzó a mostrar fases.
Era un semicirculo luminoso casi perfecto cuando Baley se percató de la existencia de fases.
Baley preguntó y Daneel contestó:
—Nos estamos acercando desde fuera del plano orbital, compañero Elijah. El polo sur de Aurora se encuentra aproximadamente en el centro de su disco, algo adentrado en la mitad iluminada. Es primavera en el hemisferio austral.
Baley dijo:
—Según el material que he estado leyendo, el eje de Aurora tiene una inclinación de dieciséis grados.—Había leído la descripción física del planeta con escasa atención, debido a la ansiedad que sentía por llegar a los auroranos, pero recordaba ese dato.
—Sí, compañero Elijah. Mas adelante entraremos en la órbita de Aurora y entonces las fases cambiarán rápidamente. Aurora gira con más rapidez que la Tierra...
—Tiene un día de 22 horas. Si.
22.3 horas tradicionales. El día aurorano se divide en 10 horas auroranas, y cada hora se divide en 100 minutos auroranos que, a su vez, se dividen en 100 segundos auroranos. Así pues, el segundo aurorano equivale a unos 0.8 segundos terrestres.
—¿Es eso lo que quieren decir los libros cuando se refieren a horas métricas, minutos métricos, y así sucesivamente?
—Si. Al principio no fue fácil persuadir a los auroranos de que abandonaran las unidades horarias a las que estaban acostumbrados, y se utilizaban ambos sistemas, el convencional y el métrico. Naturalmente, a la larga se impuso el métrico. En la actualidad sólo hablamos de horas, minutos y segundos, pero nos referimos invariablemente a las versiones decimalizadas. Se ha adoptado el mismo sistema en todos los mundos espaciales, a pesar de que, en los demás mundos, no se corresponde con la rotación natural del planeta. Como es lógico, cada planeta utiliza también un sistema local.
—Como la Tierra.
—Si, compañero Elijah, pero la Tierra sólo utiliza las unidades horarias originales. Eso supone un inconveniente para los mundos espaciales en lo que al comercio se refiere, pero permiten que la Tierra siga su camino en esto.
—No por amistad, me imagino. Sospecho que desean poner de relieve la diferencia de la Tierra. ¿Cómo concuerda la decimalización con el año? Al fin y al cabo, Aurora debe de tener un periodo natural de revolución en torno a su sol que controle el ciclo de sus estaciones. ¿Cómo se mide todo esto? Daneel dijo:
—Aurora gira en torno a su sol en 373.5 días auroranos o en unos 0.95 años terrestres. No se considera que eso sea una cuestión de vital importancia en la cronología. Aurora acepta 30 de sus días como equivalentes a un mes, y 10 meses como equivalentes a un año métrico. El año métrico equivale a unos 0.8 años estacionales o a unos tres cuartos de año terrestre. Por supuesto, la relación es diferente en cada mundo. Diez días constituyen un decimés. Todos los mundos espaciales utilizan este sistema.
—¿Supongo que habrá un modo fácil de seguir el ciclo de las estaciones? —Cada mundo tiene, asimismo, su año estacional, pero eso carece de importancia. Con ayuda de una computadora se puede averiguar la posición de cualquier día—pasado o presente—en el año estacional si, por algún motivo, se desea esa información. Y esto sirve para cualquier mundo, donde la conversión a y de los días locales es fácilmente posible. Y, por supuesto, compañero Elijah, cualquier robot puede hacer lo mismo y guiar la actividad humana en lo que al año estacional o la hora local se refiere. La ventaja del sistema métrico es que proporciona a la humanidad una cronometría unificada con insignificantes diferencias de decimales.
A Baley le preocupó que nada de esto constara en los libros que había visionado. Sin embargo, por su propio conocimiento de la historia de la Tierra, sabia que, en otros tiempos, el mes lunar había sido la clave del calendario y que más tarde, para simplificar la cronometria, el mes lunar fue descartado y no volvió a utilizarse. No obstante, si él hubiera dado libros sobre la Tierra a algún extranjero, éste no habría encontrado ninguna mención del mes lunar ni ningún cambio histórico en los calendarios. Se habrían dado fechas sin explicación.
¿Qué más se daría sin explicación? ¿Hasta qué punto podía depender de los conocimientos que estaba adquiriendo? Tendría que preguntar constantemente, no dar nada por sentado.
Habría tantas oportunidades para no advertir lo evidente, tantas oportunidades para cometer errores, tantas maneras de tomar el camino equivocado...
Aurora ya llenaba su visión cuando utilizaba el astrosimulador y se parecía a la Tierra. (Baley nunca había visto la Tierra del mismo modo, pero si había visto las fotografías que aparecían en los manuales de astronomia.) Pues bien, lo que Baley vio en Aurora fueron las mismas capas nubosas, las mismas manchas de zonas desérticas, las mismas extensiones de día y noche, la misma configuración de luces centelleantes en el área del hemisferio nocturno que mostraban las fotografias del globo terráqueo. Baley contempló con admiración el panorama y pensó: ¿Y si le habían llevado al espacio, diciéndole que le conducían a Aurora, y en realidad le devolvían a la Tierra por alguna razón, alguna sutil e insensata razón? ¿Cómo iba a advertir la diferencia antes de aterrizar? ¿Había motivos para sospechar? Daneel le había explicado que las constelaciones eran las mismas en el cielo de ambos planetas, pero ¿no sería eso lo natural en planetas que giraban alrededor de estrellas vecinas? El aspecto de ambos planetas desde el espacio era idéntico, pero ¿no sería eso de esperar si ambos eran habitables y estaban cómodamente adaptados a la vida humana? ¿Había algún motivo para que le hicieran victima de un engaño tan forzado? ¿Con qué propósito? Y, sin embargo, ¿por qué no hacerlo aparecer como forzado e inútil? Si hubiese un motivo evidente para ello, él lo habría vislumbrado en seguida.
¿Estaría metido Daneel en tal conspiración? Ciertamente no, si fuese un ser humano. Pero sólo era un robot; ¿no podía haber un modo de ordenarle que se comportara adecuadamente? No había forma de llegar a una decisión. Baley se encontró buscando algún contorno continental que pudiera reconocer como terrestre o no terrestre. Esa sería la prueba concluyente; pero no dio resultado.
Las confusas imágenes que aparecían y desaparecían rápidamente entre las nubes no le sirvieron de nada. No conocía lo bastante bien la geografía de la Tierra. Lo que realmente conocía de la Tierra eran sus ciudades subterráneas, sus cuevas de acero.
Los fragmentos de litoral que vio le resultaron desconocidos; tanto podían pertenecer a Aurora como a la Tierra.
¿Por qué aquella desconfianza, en todo caso? Cuando fue a Solaria, no dudó ni un solo momento de cuál era su destino; no sospechó ni un solo momento que podían estar devol-viéndole a la Tierra. Ah, pero entonces tenia una misión bien definida con razonables posibilidades de éxito. Ahora intuía que no había absolutamente ninguna.
Tal vez fuera que quería ser devuelto a la Tierra y estaba fabricando una falsa conspiración en su mente para poder creer que era posible.
Su incertidumbre había llegado a cobrar vida propia. No podía sobreponerse a ella. Se encontró observando Aurora con una intensidad casi demencial, incapaz de volver a la realidad de la habitación.
Aurora se movía, giraba lentamente...
Llevaba observando el tiempo suficiente para darse cuenta de ello. Mientras había estado contemplando el espacio, todo parecía inmóvil, como un decorado, un esquema de puntos luminosos silencioso y estático en el que, más tarde, apareció un pequeño semicírculo. ¿Fue la inmovilidad lo que le libró de la agorafobia? Pero ahora veía que Aurora se movía, y se percató de que la nave descendía en espiral en la última etapa antes de aterrizar. Las nubes ascendían...
No, las nubes no ascendían; la nave descendía. La nave se movía. El se movía. De pronto fue consciente de su propia existencia. Estaba abalanzándose sobre el planeta a través de las nubes. Estaba cayendo, desprotegido, a través del aire hacia terreno sólido.
Se le contrajo la garganta, le costaba mucho respirar.
Se dijo a si mismo con desesperación: «Estás enclaustrado. Las paredes de la nave te rodean.» Pero no percibía ninguna pared.
Pensó: «Incluso sin tener en cuenta las paredes, sigues estando enclaustrado. Estás envuelto en piel.» Pero no percibía ninguna piel.
La sensación era peor que una simple desnudez; era una personalidad no acompañada, la esencia de la identidad totalmente descubierta, un punto viviente, una singularidad rodeada por un mundo abierto e infinito, y estaba cayendo.
Quiso poner fin a la visión, oprimir el borde del mando, pero no sucedió nada. Sus terminaciones nerviosas habían alcanzado tal estado de anormalidad que la desconexión au-tomática por la simple voluntad no funcionó. No tenia voluntad. Sus ojos no se cerraban, sus dedos no se doblaban. Estaba atrapado e hipnotizado por el terror, inmovilizado por el miedo.
Lo único que percibía ante si eran nubes, blancas... no del todo blancas... blancuzcas... con una ligera tonalidad dorado-anaranjado.
Y todo se volvió gris... y se estaba ahogando. No podía respirar. Luchó desesperadamente por desatascar su garganta obstruida, por llamar a Daneel pidiéndole ayuda...
No pudo emitir ningún sonido.
Baley respiraba como si acabase de alcanzar la meta al término de una larga carrera. La habitación estaba torcida y había una superficie dura debajo de su codo izquierdo.
Comprendió que estaba en el suelo.
Giskard se encontraba de rodillas junto a él, con su mano de robot (firme pero algo fría) cerrada sobre el puño derecho de Baley. La puerta de la habitación, visible para Baley por encima del hombro de Giskard, estaba entornada.
Baley supo, sin preguntar, lo que había sucedido. Giskard había agarrado aquella inútil mano humana y la había oprimido sobre el borde del mando para poner fin a la astrosi-mulación. De otro modo...
Daneel también estaba allí, con la cara cerca de la de Baley y una expresión que muy bien podría haber sido de dolor.
dijo:
—No has dicho nada, compañero Elijah. Si hubiera advertido antes tu malestar...
Baley intentó indicarle con un gesto que lo comprendía, que no importaba. Aún no podía hablar.
Los dos robots esperaron hasta que Baley hizo un débil movimiento para levantarse. Cuatro brazos se extendieron inmediatamente hacia él y le ayudaron. Lo sentaron en una silla y Giskard le quitó el mando de las manos.
Giskard dijo:
—Aterrizaremos dentro de poco. Creo que ya no volverá a necesitar el astrosimulador.
Daneel añadió gravemente:
—De todos modos, sería mejor llevárselo.
Baley dijo:
—¡Espera! —Su voz fue un ronco susurro y no estuvo seguro de que la palabra hubiera sido inteligible. Aspiró una profunda bocanada de aire, carraspeó débilmente, y repitió—: ¡Espera!—y luego—: Giskard.
Giskard se volvió.
—¿Señor? Baley no habló en seguida. Ahora que Giskard sabia que le necesitaban, esperaría largo rato, quizá indefinidamente. Baley intentó recobrar sus cinco sentidos. Agorafobia o no las dudas acerca de su destino no le habían abandonado. Eso había existido primero y muy bien podía haber intensificado la agorafobta. Tenia que averiguarlo. Giskard no mentiría. Un robot no podía mentir... a menos que le dieran cuidadosas instrucciones. Y ¿por qué hacerlo con Giskard? Su compañero era Daneel, y sólo él debía estar siempre en su compañía. Si había alguna mentira que decir, ésta sería tarea de Daneel. Giskard era un simple ayudante, un centinela. Nadie se molestaría en adoctrinarle cuidadosamente para que mintiera.
—¡Giskark!—dijo Baley, con voz casi normal.
—¿Señor?
—Estamos a punto de aterrizar, ¿verdad?
—Dentro de dos horas escasas, señor.
Debía de referirse a dos horas métricas, pensó Baley. ¿Más de dos horas reales? ¿Menos? No importaba. Eso sólo le desorientaría. Sería mejor olvidarlo.
Baley dijo, tan severamente como pudo:
—Dime ahora mismo el nombre del planeta donde vamos a aterrizar.
Un ser humano, en el caso de que hubiera contestado, sólo lo habría hecho después de una pausa; y entonces, con un aire de considerable sorpresa.
Giskard contestó al momento, con una afirmación terminante y sin inflexiones.
—Es Aurora, señor.
—¿Cómo lo sabes?
—Es nuestro destino. Además, no podría ser la Tierra, por ejemplo, ya que el sol de Aurora, Tau Ceti, sólo tiene una masa equivalente al noventa por ciento de la del sol de la Tierra. Por lo tanto, Tau Ceti es un poco más frío, y su luz posee un marcado tinte anaranjado a los ojos inhabituados de los que vienen de la Tierra. Es posible que ya haya visto el característico color del sol de Aurora en el reflejo de la capa superior del banco de nubes. Sin duda la verá en el aspecto del paisaje... hasta que sus ojos se acostumbren a ella.
Baley aparó la mirada del impasible rostro de Giskard. Había advertido la diferencia de color, pensó, y no le había dado importancia. Un gran error.
—Puedes irte, Giskard.
—Si, señor.
Baley se volvió amargamente hacia Daneel.
—Me he puesto en ridículo, Daneel.
—Deduzco que te preguntabas si estábamos engañándote y te llevábamos a algún lugar que no fuera Aurora. ¿Tenias alguna razón para sospechar tal cosa, compañero Elijah?
—Ninguna. Puede haber sido el resultado de la inquietud generada por una agorafobia subliminal. Mientras estaba contemplando un espacio aparentemente inmóvil, no sentía ningún malestar perceptible, pero quizá estaba bajo la superficie, creando una inquietud creciente.
—La culpa ha sido nuestra, compañero Elijah. Conociendo tu aversión a los espacios abiertos, ha sido un error someterte a la astrosimulación o, habiéndolo hecho, no tenerte bajo estrecha vigilancia.
Baley meneó la cabeza con fastidio.
—No digas eso, Daneel. Ya tengo suficiente vigilancia. Me pregunto cuán estrechamente me supervisarán en Aurora.
Daneel repuso:
—Compañero Elijah, me parece que será difícil concederte libre acceso a Aurora y los auroranos.
—Sin embargo, eso es precisamente lo que deben concederme. Si debo resolver este caso de roboticidio, he de tener libertad para buscar información en el lugar de los hechos e interrogar a las personas implicadas.
Baley ya se encontraba bien, aunque un poco cansado. Inexplicablemente, la intensa experiencia por la que acababa de pasar le había producido un gran deseo de fumar en pipa algo que creía haber superado más de un año antes. Notaba el sabor y el olor de humo de tabaco abriéndose paso por su garganta y su nariz.
Sabia que debía conformarse con el recuerdo. En Aurora no le permitirían fumar. No había tabaco de ninguna clase en ninguno de los mundos espaciales y, si él lo hubiera llevado consigo, se lo habrían quitado y destruido.
Daneel dijo:
—Compañero Elijah, eso tendremos que discutirlo con el doctor Fastolfe una vez aterricemos. Yo no tengo poder para tomar una decisión al respecto.
—Lo sé, Daneel, pero ¿cómo voy a hablar con Fastolfe? ¿Por medio del equivalente de un astrosimulador? ¿Con un mando en la mano?
—Nada de eso, compañero Elijah. Hablaréis cara a cara. Tiene la intención de ir a recibirte al espaciopuerto. Baley prestó atención para oir los ruidos del aterrizaje. Naturalmente, ignoraba cuáles podían ser. No conocía el mecanismo de la nave, ni cuántos hombres y mujeres llevaba a bordo, ni qué tendrían que hacer durante el aterrizaje, ni qué tipo de ruido se produciría.
¿Gritos? ¿Zumbidos? ¿Una leve vibración? No oyó nada.
Daneel dijo:
—Pareces estar en tensión, compañero Elijah. Preferiría que me informaras en seguida de cualquier molestia que sientas. Debo ayudarte en el mismo momento en que, por alguna razón, seas desdichado.
Hubo un ligero énfasis en la palabra «debo».
Baley pensó abstraídamente: «Eso es consecuencia de la Primera Ley. Sin duda ha sufrido tanto a su manera como yo he sufrido a la mía cuando he desfallecido sin que él lo previera a tiempo. Un desequilibrio de potenciales positrónicos puede no significar nada para mi, pero puede producir en él el mismo malestar y la misma reacción que un dolor agudo en mi.» Siguió pensando: «No puedo saber lo que hay dentro de la seudopiel y la seudoconciencia de un robot, igual que Daneel no puede saber lo que hay dentro de mi.» Y luego, sintiendo remordimientos por haber pensado en Daneel como un robot, Baley hundió la mirada en los dulces ojos del otro (¿desde cuándo le parecía dulce su expresión?) y dijo:
—Te informaría en seguida de cualquier molestia. No siento ninguna. Sólo intento oír algún ruido que me indique el comienzo del proceso de aterrizaje, compañero Daneel.
—Gracias, compañero Elijah—dijo Daneel con gravedad. Inclinó ligeramente la cabeza y prosiguió—: No sentirás ninguna molestia al aterrizar. Notarás la aceleración, pero ésta será mínima, pues la habitación cederá, hasta cierto punto, en la dirección de la aceleración. Es posible que aumente la temperatura, pero no más de dos grados centigrados. En cuanto a los efectos sónicos, quizá haya un tenue silbido cuando atravésemos la atmósfera. ¿Te molestará algo de esto?
—No lo creo. Lo que si me molesta es no poder participar en el aterrizaje. Me gustaría saber algo de esas cosas. No quiero estar encerrado y ser privado de la experiencia.
—Ya has comprobado, compañero Elijah, que la naturaleza de la experiencia no se adapta a tu temperamento.
—¿Y cómo voy a superarlo, Daneel? —dijo Baley con tenacidad—. Esa no es razón suficiente para retenerme aquí.
—Compañero Elijah, ya te he explicado que se te retiene aquí para tu propia seguridad.
Baley meneó la cabeza con manifiesto disgusto.
—He pensado en eso y es una tontería. Tengo tan pocas posibilidades de resolver este misterio, con todas las limitaciones a las que me veo sometido y mi dificultad para com-prender cuanto se refiere a Aurora, que nadie en su sano juicio se molestaría en intentar detenerme. Y si lo hicieran, ¿por qué molestarse en atacarme personalmente? ¿Por qué no sabotear la nave? Si nuestros adversarios son tan temibles como suponemos, considerarán que una nave, y las personas que se hallan a bordo, y tú y Giskard... y yo, naturalmente, no es un precio demasiado alto.
—Verás, compañero Elijah, esta eventualidad ya ha sido prevista. La nave fue examinada minuciosamente. Cualquier indicio de sabotaje habría sido detectado.
—¿Estás seguro? ¿Totalmente seguro?
—La seguridad, en estos casos, nunca puede ser absoluta. Sin embargo, Giskard y yo llegamos a la conclusión de que el grado de certeza era muy alto y que podíamos proceder con un mínimo riesgo de desastre.
—¿Y si os hubierais equivocado? Algo parecido a un ligero espasmo contrajo el rostro de Daneel, como si le pidieran que considerase algo que obstruía los mecanismos positAnicos de su cerebro. Contestó:
—Pero no nos hemos equivocado.
—Eso no puedes saberlo. Estamos acercándonos al momento del aterrizaje y será entonces cuando habrá mayor peligro. De hecho, ni siquiera hay necesidad de sabotear la nave. Mi peligro personal es mayor ahora... ahora mismo. No puedo esconderme en esta habitación si debo desembarcar en Aurora. Tendré que atravésar la nave y estaré al alcance de los demás. ¿Has tomado precauciones para que el aterrizaje sea seguro?—(Se estaba mostrando mezquino; atacando innecesariamente a Daneel porque se sentía irritado por su larga reclusión... y por la indignidad de su momentáneo derrumbamiento.) Pero Daneel respondió con calma: ¨
—Las hemos tomado, compañero Elijah. Y por cierto, ya hemos aterrizado. Nos encontramos sobre la superficie de Aurora.
Por un momento, Baley se quedó estupefacto. Miró a su alrededor, pero naturalmente no vio nada más que una habitación cerrada. No había notado u oído nada de lo que Daneel había descrito. Ni la aceleración, ni el calor, ni el silbido del viento. Sin duda, Daneel había planteado deliberadamente el tema de su seguridad personal para que no pensara en otros temas inquietantes... pero secundarios.
Baley dijo:
—De todos modos, aún queda la cuestión de abandonar la nave. ¿Cómo lo hago sin ponerme a merced de posibles enemigos? Daneel se acercó a una pared y tocó un punto en ella. La pared se dividió en dos, y ambas mitades se separaron rápidamente. Baley se encontró ante un largo cilindro, un túnel.
Giskard había entrado en la habitación en ese momento y dijo:
—Señor, nosotros tres saldremos por el tubo. Otros lo tienen bajo observación desde fuera. El doctor Fastolfe espera en el otro extremo del tubo.
—Hemos tomado todas las precauciones—dijo Daneel.
Baley musitó:
—Mis disculpas, Daneel... Giskard.—Entró en el tubo de salida con expresión sombría. Todos sus esfuerzos para asegurarse de que se habían tomado precauciones también le aseguraban que dichas precauciones se consideraban necesarias.
A Baley le gustaba pensar que no era un cobarde, pero estaba en un planeta desconocido, donde no había modo de distinguir a un amigo de un enemigo, donde no había modo de buscar consuelo en algo familiar (excepto Daneel, naturalmente). En momentos cruciales, pensó con un estremecimiento, no dispondría de una capa protectora que le brindara seguridad y alivio.
FASTOLFE
Efectivamente, el doctor Han Fastolfe estaba esperando... y sonriendo. Era alto y delgado, con el cabello castaño claro y no muy abundante y, por supuesto, estaban las orejas. Eran unas orejas que Baley recordaba muy bien, a pesar de los tres años transcurridos. Orejas grandes, separadas de la cabeza, que le daban un aire vagamente gracioso, una fealdad agradable. Fueron las orejas lo que hizo sonreír a Baley, más que la bienvenida de Fastolfe.
Baley se preguntó de paso si la tecnología médica aurorana no se extendía hasta la cirugía plástica requerida para corregir la imperfección de aquellas orejas. Sin embargo, era posible que a Fastolfe le gustara su aspecto, igual que le ocurría (para su propia sorpresa) a Baley. Hay mucho que decir acerca de una cara que hace sonreír.
Quizá Fastolfe valoraba el hecho de gustar a primera vista. ¿O tal vez consideraba útil que le subestimaran? ¿O que le encontraran diferente? Fastolfe dijo:
—Detective Elijah Baley. Le recuerdo bien, a pesar de que sigo imaginándomelo con la cara del actor que le personificó.
El rostro de Baley se ensombreció.
—Ese drama de hiperondas me persigue, doctor Fastolfe. Si supiera adónde ir para escapar de él...
—A ningún sitio—dijo Fastolfe con jovialidad—. Al menos, yo no conozco ninguno. Pero si no le gusta, lo excluiremos de nuestras conversaciones desde ahora mismo. No volveré a mencionarlo. ¿De acuerdo? —Gracias.—Con calculada rapidez, le tendió la mano a Fastolfe.
Fastolfe titubeó perceptiblemente. Luego aceptó la mano de Baley, asiéndola con cautela—y por pocos segundos—y dijo:
—Confío en que no sea usted un saco de infecciones, señor Baley.
Luego añadió con pesar, mirándose las manos:
—Sin embargo, debo admitir que mis manos han sido recubiertas con una película inerte que no resulta del todo cómoda. Soy una víctima de los temores irracionales de mi sociedad.
Baley se encogió de hombros.
—Como todos. A mi no me gusta estar en el Exterior; al aire libre, quiero decir. Y por cierto, tampoco me gusta haber tenido que venir a Aurora en las circunstancias en que me encuentro.
—Lo comprendo muy bien, señor Baley. Tengo un coche cerrado para usted y, cuando lleguemos a mi establecimiento, haremos todo lo posible para que siga estando resguardado.
—Gracias, pero durante mi estancia en Aurora creo que tendré que salir de vez en cuando al Exterior. Estoy preparado para ello; lo mejor que puedo.
Comprendo, pero no le impondremos el Exterior más que cuando sea necesario. Ahora no lo es, de modo que consienta en estar resguardado.
El coche estaba esperando en las sombras del túnel y no fue necesario salir al Exterior para pasar de uno a otro. Baley advirtió la presencia de Daneel y Giskard a su espalda, completamente distintos en apariencia pero ambos idénticos en su actitud grave y expectante, ambos infinitamente pacientes.
Fastolfe abrió la puerta posterior y dijo:
—Entre, por favor.
Baley entró. Rápida y suavemente, Daneel entró detrás de él, mientras Giskard, casi al mismo tiempo, como si fuera un movimiento de danza bien coreografiado, entraba por el otro lado. Baley se encontró encajado, aunque no de un modo opresivo, entre los dos. De hecho le tranquilizó pensar que entre él y el Exterior, por ambos lados, se hallaba el grosor de un cuerpo de robot.
Pero no hubo Exterior. Fastolfe subió al asiento delantero y, cuando la puerta se cerró tras él, las ventanillas se oscurecieron y una tenue luz artificial bañó el interior.
Fastolfe dijo:
—No suelo conducir de este modo, señor Baley, pero no me importa hacerlo y quizá usted lo encuentre más cómodo. El coche está totalmente computerizado, sabe adónde va, y puede hacer frente a cualquier obstáculo o emergencia. No es necesario que nosotros intervengamos en nada.
Hubo una ligerisima sensación de aceleración y luego otra de movimiento, muy vaga y apenas perceptible.
Fastolfe dijo:
—Será un trayecto muy seguro, señor Baley. Me he tomado muchas molestias para cerciorarme de que el menor número de personas posible supiera que usted viajaría en este coche, e indudablemente nadie le verá dentro de él. El recorrido en coche, que, por cierto, está propulsado por aire, de modo que, en realidad, es un vehículo aerodinámico, no será largo, pero si lo desea, puede aprovechar la oportunidad para descansar. Ahora está totalmente seguro.
—Habla—dijo Baley—como si creyera que estoy en peligro. En la nave me han protegido hasta el punto de hacerme sentir encarcelado... y ahora, también.—Paseó la mirada por el reducido interior del coche, donde estaba rodeado por la estructura de metal y cristal opaco, por no mencionar la estructura metálica de los robots.
Fastolfe se rió alegremente.
—Estoy pecando de exagerado, lo sé, pero los ánimos están un poco exaltados en Aurora. Llega usted aquí en un momento de crisis y prefiero ser tachado de exagerado antes que correr el tremendo riesgo de quedarme corto.
Baley dijo:
—Creo que comprende, doctor Fastolfe, que mi fracaso aquí sería un duro golpe para la Tierra.
—Lo comprendo muy bien. Estoy tan decidido como usted a evitar su fracaso. Créame.
—Le creo. Además, mi fracaso aquí, por la razón que sea, también será mi ruina personal y profesional en la Tierra.
Fastolfe se volvió en el asiento para mirar a Baley con una expresión sobresaltada.
—¿De veras? Eso no sería justo.
Baley se encogió de hombros.
—En efecto, pero es lo que ocurrirá. Seré el blanco perfecto para el desesperado gobierno de la Tierra. —No pensé en eso cuando le mandé llamar, señor Baley. Puede estar seguro de que haré lo que pueda. Sin embargo, con toda sinceridad—desvió los ojos—, será muy poco, si perdemos.
—Lo sé—dijo Baley con amargura. Se recostó en el mullido asiento y cerró los ojos. El suave movimiento del coche invitaba a conciliar el sueño, pero Baley no se durmió. En cambio, pensó intensamente... con todas sus fuerzas.
Baley tampoco estuvo en contacto con el Exterior al finalizar el trayecto. Cuando se apeó del vehículo, se hallaba en un garaje subterráneo y un pequeño ascensor le llevó al nivel del suelo (como no tardaría en descubrir).
Fue introducido en una soleada habitación y, cuando pasó a través de los rayos de sol (si, ligeramente anaranjados), se encogió un poco.
Fastolfe lo advirtió. Dijo:
—Las ventanas no son opacas, pero pueden oscurecerse. Lo haré, si lo desea. De hecho, debería haber pensado en ello. ..
—No es necesario—contestó Baley con aspereza—. Me sentaré de espaldas a ellas. Tengo que aclimatarme.
—Como quiera, pero hágamelo saber si, en cualquier momento, se siente demasiado incómodo... Señor Baley, en esta parte de Aurora es casi mediodía. No sé por qué horario se regia usted en la nave. Si ha estado muchas horas despierto y le gustaría dormir, podemos arreglarlo. Si está desvelado pero no tiene apetito, no es necesario que coma. Sin embargo, si se ve con ánimos para ello, le invito a almorzar conmigo dentro de un rato.
—Casualmente, eso concordaría con mi horario personal.
—Excelente. Me permito recordarle que nuestro día es alrededor de un siete por ciento más corto que el de la Tierra. No creo que eso le ocasione demasiadas dificultades biorritmicas, pero si es así, intentaremos adaptarnos a sus necesidades.
—Gracias.
—Por último... ignoro cuáles pueden ser sus preferencias en materia de comida.
—Comeré cualquier cosa que me den.
—De todos modos, no me ofenderé si algo no le parece... apetecible.
—Gracias.
—¿No le importará que Daneel y Giskard nos acompañen? Baley esbozó una sonrisa.
—¿Es que también comerán? Fastolfe no le devolvió la sonrisa. Contestó con seriedad:
—No, pero quiero que estén con usted en todo momento.
—¿Acaso sigue existiendo peligro? ¿Incluso aquí?
—No confío en nada. Ni siquiera aquí.
Un robot entró en la habitación.
—El almuerzo está servido, señor.
Fastolfe asintió.
—Muy bien, Faber. Iremos en seguida.
Baley preguntó:
—¿Cuántos robots tiene?
—Bastantes. No estamos al nivel solariano de diez mil robots por ser humano, pero yo tengo más que el termino medio: cincuenta y siete. La casa es grande y también me sirve de oficina y taller. Además, mi esposa, cuando la tengo, debe disponer de espacio suficiente para estar aislada de mi trabajo en un ala independiente, y debe poseer su propio servicio.
—Bueno, con cincuenta y siete robots, me imagino que puede prescindir de dos. Me siento menos culpable de que haya enviado a Giskard y Daneel para escoltarme hasta Aurora.
—No fue una elección impensada, se lo aseguro, señor Baley. Giskard es mi mayordomo y mi mano derecha. Ha estado conmigo durante toda mi vida adulta.
—Y sin embargo, lo envió a recogerme. Me siento muy honrado—dijo Baley.
—Eso demuestra su importancia, señor Baley. Giskard es el mejor de mis robots, fuerte y robusto.
Baley desvió los ojos hacia Daneel y Fastolfe añadió:
—No incluyo a mi amigo Daneel en estos cálculos. El no es mi sirviente, sino una obra de la que tengo la debilidad de sentirme sumamente orgulloso. Es el primero de su clase y, aunque el doctor Roj Nemennuh Sarton fue su diseñador y modelo, el hombre que...
Hizo una discreta pausa, pero Baley asintió bruscamente y dijo:
—Comprendo.
No deseaba que la frase terminara con una referencia al asesinato de Sarton en la Tierra.
—Aunque Sarton supervisó la construcción en si—prosiguió Fastolfe—, mis cálculos teóricos hicieron posible la existencia de Daneel.
Fastolfe sonrió a Daneel, que inclinó la cabeza.
Baley dijo:
—También estaba Jander.
—Si.—Fastolfe meneó la cabeza y pareció afligido—. Quizá debería haberle conservado conmigo, como a Daneel. Pero él era mi segundo humaniforme y eso supone una gran diferencia. Daneel es mi primogénito, como si dijéramos... un caso especial.
—¿Y ya no construye más robots humaniformes?
—Ya no. Pero vamos—dijo Fastolfe, frotándose las manos—. Debemos ir a almorzar. No creo, señor Baley, que la población de la Tierra esté acostumbrada a lo que podríamos llamar la comida natural. Tomaremos ensalada de gambas, junto con pan y queso, leche, si lo desea, o algún jugo de fruta. Todo es muy sencillo. Helado para postre.
—Todo ello platos tradicionales de la Tierra—comentó Baley—, que ya no existen en su forma original más que en la literatura antigua.
—Ninguno de ellos es demasiado corriente en Aurora, pero he considerado preferible no imponerle nuestra propia versión de la gastronomía, que incluye productos alimenticios y especias de variedades auroranas. Hay que estar acostumbrado al sabor.
Se levantó.
—Haga el favor de venir conmigo, señor Baley. Sólo seremos nosotros dos, de modo que prescindiremos de las ceremonias y rituales innecesarios.
—Gracias—dijo Baley—. Lo acepto como una atención. He mitigado el tedio del viaje hasta aquí informándome exhaustivamente sobre Aurora, y se que existen muchas reglas de cortesía para una comida formal que me resultarían muy molestas.
—No debe preocuparse por eso.
Baley dijo:
—¿Podemos infringir las normas hasta el punto de hablar de trabajo durante la comida, doctor Fastolfe? No debo perder tiempo innecesariamente.
—Estoy de acuerdo con usted. Hablaremos de trabajo y me imagino que puedo confiar en su discreción respecto a este desliz. No me gustaría perder mi puesto entre la gente educada.—Se rió entre dientes, y luego añadió—: Aunque no debería reírme. No es cosa de risa. Perder tiempo puede ser más que una simple inconveniencia. Podría ser fácilmente fatal.
La habitación que Baley abandono era sobria: varias sillas, una cómoda, algo que se asemejaba a un piano pero tenia válvulas de latón en lugar de teclas, y algunos dibujos abstractos en las paredes que parecían brillar tenuemente. El suelo era un tablero en varios tonos de marrón, diseñado con la probable intención de que recordara la madera, y aunque relucia bajo los rayos del sol como si estuviera encerado, no se notaba resbaladizo bajo los pies.
El comedor, aunque tenia el mismo suelo, no se parecía en ninguna otra cosa. Era una larga estancia rectangular, sobrecargada de ornamentación. Contenía seis grandes mesas cuadradas, compuestas por módulos que podían ensamblarse de distintas maneras. A lo largo de una pared corta se veía un bar, con brillantes botellas de diversos colores ante un espejo curvado que confería una extensión casi infinita a la habitación que reflejaba. A lo largo de la otra pared corta había cuatro nichos, en cada uno de los cuales esperaba un robot.
Ambas paredes largas eran mosaicos, cuyos colores cambiaban lentamente. Uno representaba un paisaje planetario, aunque Baley no habría podido decir si era Aurora u otro planeta, o algo completamente imaginario. En un extremo había un campo de trigo (o algo por el estilo) lleno de complicada maquinaría agrícola, toda ella controlada por robots. A medida que los ojos recorrían la pared eso daba paso a viviendas humanas diseminadas que, en el otro extremo, se convertían en lo que Baley interpretó como la versión aurorana de una Ciudad.
La otra pared larga era astronómica. Un planeta, iluminado por un distante sol, reflejaba la luz de tal manera que ni el examen más detenido impedía tener la impresión de que estaba girando lentamente. Las estrellas que lo rodeaban—algunas mortecinas, otras brillantes—también parecían cambiar de configuración, aunque cuando uno concentraba la mirada en un pequeño grupo y la mantenía fija allí, las estrellas parecían inmóviles.
Baley lo encontró todo muy desconcertante y repulsivo.
Fastolfe dijo:
—Una verdadera obra de arte, señor Baley. Costó una fortuna, pero Fanya se empeñó en comprarla. Fanya es mi actual compañera.
—¿Se reunirá con nosotros, doctor Fastolfe?
—No, señor Baley. Como le he dicho, sólo seremos nosotros dos. Mientras tanto, le he pedido que se quede en sus habitaciones No quiero implicarla en este problema que te-nemos. Lo comprende, ¿verdad?
—Si, por supuesto.
—Vamos. Haga el favor de tomar asiento.
Una de las mesas estaba dispuesta con platos, tazas y complicados cubiertos, algunos de ellos desconocidos para Baley. En el centro había un cilindro alto y un poco ahusado que parecía un gigantesco peón de ajedrez hecho con un grisáceo material rocoso.
Mientras se sentaba, Baley no pudo resistir la tentación de alargar la mano hacia él y tocarlo con un dedo.
Fastolfe sonrió.
—Es un especiero. Posee unos sencillos mandos que permiten usarlo para echar una cantidad determinada de cualquiera de doce condimentos distintos sobre cualquier porción de un plato. Para hacerlo debidamente, hay que cogerlo y realizar unas evoluciones bastante complicadas que son inútiles en si mismas, pero para los auroranos elegantes tienen mucho valor como símbolos de la gracia y delicadeza con que deben servirse las comidas. Cuando yo era más joven podía hacer lo que llamamos la triple genuflexión, con el pulgar y dos dedos, y echar sal cuando el espeaero me daba en la palma de la mano. Si ahora lo intentara, correría el riesgo de romper la crisma a mi invitado. Espero que no le importará que no lo intente.
—Le ruego que no lo intente, doctor Fastolfe.
Un robot colocó la ensalada encima de la mesa, otro les trajo una bandeja de zumos de fruta, un tercero llevó el pan y el queso, y un cuarto desdobló las servilletas. Los cuatro trabajaban con perfecta coordinación, yendo y viniendo sin chocar ni tener dificultades aparentes. Baley los contempló con asombro.
Terminaron, sin que pareciera estar previsto, uno a cada lado de la mesa. Retrocedieron al unísono, se inclinaron al unísono, se volvieron al unísono, y regresaron a los nichos abiertos en la pared del otro extremo de la habitación. Baley reparó súbitamente en la presencia de Daneel y Giskard. No los había visto entrar. Esperaban en dos nichos que habían aparecido de algún modo en la pared con el campo de trigo. Daneel era el que estaba más cerca.
Fastolfe dijo:
—Ahora que se han ido... —Hizo una pausa y meneó lentamente la cabeza—. Sólo que no se han ido. Normalmente, es costumbre que los robots se marchen antes de que empiece el almuerzo. Los robots no comen, mientras que los seres humanos si lo hacen. Por lo tanto, es lógico que quienes comen lo hagan y quienes no comen se marchen. Y eso ha terminado convirtiéndose en otro ritual. Sería impensable comer antes de que los robots se hubieran marchado. Sin embargo, en este caso...
—No se han marchado—dijo Baley.
—No. He pensado que la seguridad era más importante que la etiqueta y he supuesto que, no siendo usted aurorano, no le molestaría.
Baley esperó a que Fastolfe hiciera el primer movimiento. Fastolfe levantó un tenedor, y Baley hizo lo mismo. Fastolfe lo usó, moviéndolo lentamente y dejando que Baley viera todo lo que hacía.
Baley mordió con cautela una gamba y la encontró deliciosa. Reconoció el sabor, pareado a la pasta de gambas producida en la Tierra pero mucho más sutil y suculento. Masticó con lentitud y, durante unos minutos, a pesar de su ansiedad por llevar adelante la investigación mientras comían, le resultó impenetrable hacer nada más que concentrar toda su atención en el almuerzo.
De hecho, fue Fastolfe quien dio el primer paso.
—¿No deberíamos empezar a hablar del problema, señor Baley? Baley se sintió enrojecer ligeramente.
—Si. Por supuesto. Le pido disculpas. Su comida aurorana me ha pillado por sorpresa, impidiéndome pensar en nada más... El problema, doctor Fastolfe, es una consecuencia de sus propios actos, ¿verdad? —¿Por qué dice eso?
—Según lo que me han contado, alguien ha cometido un roboticidio que requiere una gran experiencia.
—¿Un roboticidio? Es un término divertido. —Fastolfe sonrió—. Naturalmente, entiendo a lo que se refiere.. Le han informado bien; es algo que requiere una enorme experiencia.
—Y también según lo que me han contado, sólo usted tiene la experiencia necesaria para llevarlo a cabo.
—También en eso le han informado bien.
—E incluso usted mismo admite, de hecho, asegura, que sólo usted habría podido causar un bloqueo mental en Jander.
—Sostengo lo que, al fin y al cabo, es la verdad, señor Baley. No me serviría de nada mentir, aunque fuese capaz de hacerlo. Nadie ignora que soy el roboticista teórico más so-bresaliente de los Cincuenta Mundos.
—Sin embargo, doctor Fastolfe, ¿no sería posible que el segundo mejor roboticista teórico de todos los mundos, o el tercero, o incluso el decimoquinto, tuviera la habilidad necesaria para cometer ese acto? ¿Se requiere realmente toda la habilidad del mejor? Fastolfe contesK con calma:
—En mi opinión, verdaderamente se requiere toda la habilidad del mejor. Lo que es más, también en mi opinión, yo mismo sólo podría realizar esa labor en uno de mis días buenos. Recuerde que los mejores cerebros en robótica, incluido yo, han trabajado espeáficamente para diseñar cerebros positrónicos en los que no pudiera producirse bloqueo mental.
—¿Está seguro de todo esto? ¿Completamente seguro?
—Completamente.
—¿Y lo declaró públicamente así?
—Por supuesto. Se realizó una investigación pública, mi querido terrícola. Me hicieron las preguntas que usted me está haciendo ahora y las contesté con toda sinceridad. Es otra de las costumbres auroranas.
Baley dijo:
—Por el momento, no pongo en duda que usted estuviera convencido de que contestaba con toda sinceridad. Pero ¿no es posible que se dejara llevar por un orgullo innato en usted? Eso también sería típicamente aurorano, ¿verdad?
—¿Quiere decir que mi ansiedad por ser considerado el mejor me haría colocarme voluntariamente en una posición que obligara a todo el mundo a creer que yo había bloqueado mentalmente a Jander?
—Por alguna razón, me inclino a pensar que no le importaría perder su posición social y política, siempre que su fama como científico permaneciera intacta.
—Comprendo. Es un punto de vista interesante, señor Baley. A mi no se me habría ocurrido esa idea. Si tuviera que elegir entre admitir que soy el segundo en importancia y admitir que soy culpable de lo que usted ha definido como roboticidio, opina que aceptaría intencionalmente esto último.
—No, doctor Fastolfe, no deseo plantear la cuestión de un modo tan simplista. Quizá se engañe a si mismo pensando que es el mejor de todos los roboticistas y que nadie puede igualarle, aferrándose a ello con todas sus fuerzas, porque inconscientemente, inconscientemente, doctor Fastolfe, se da cuenta de que, en realidad, está siendo alcanzado, o ya ha sido alcanzado, por otros.
Fastolfe se echó a reír, pero su risa tuvo un leve matiz de fastidio.
—No es así, señor Baley. Está totalmente equivocado.
—¡Piense, doctor Fastolfe! ¿Está seguro de que ninguno de sus colegas roboticistas puede ser tan brillante como usted?
—Sólo hay unos pocos que sean capaces de tratar siquiera con robots humaniformes. La construcción de Daneel creó virtualmente una profesión nueva para la que ni tan sólo hay un nombre, humaniformistas, quizá. De los teóricos de la robótica de Aurora, ninguno, excepto yo mismo, entiende el funcionamiento del cerebro positrónico de Daneel. El doctor Sarton también, pero está muerto... y no lo entendía tan bien como yo. La teoría básica es mía.
—Tal vez fuera suya en un principio, pero indudablemente no puede aspirar a mantener su propiedad exclusiva. ¿No ha aprendido nadie la teoría? Fastolfe meneó la cabeza con firmeza.
—Nadie. No se la he enseñado a nadie y ningún otro roboticista vivo puede haber desarrollado la teoría por si solo.
Baley sugirió, con un poco de irritación:
—¿No podría haber un joven brillante, recién salido de la universidad, que fuese más listo de lo que nadie supone que...?
—No, señor Baley, no. Yo le habría conocido. Habría pasado por mis laboratorios. Habría trabajado conmigo. Por el momento, dicho joven no existe. A la larga, existirá alguno; quizá muchos. Por el momento no hay ninguno.
—Así pues, si usted falleciera, ¿la nueva ciencia moriría con usted?
—Sólo tengo ciento sesenta y cinco años. Me refiero a años métricos, naturalmente, que deben equivaler a ciento veinticuatro de sus años terrestres, más o menos. Según las expectativas de vida auroranas, aún soy muy joven y no hay ninguna razón médica para considerar que mi vida ha llegado siquiera a la mitad. No es tan insólito alcanzar la edad de cuatrocientos años... métricos. Aún me queda mucho tiempo para enseñar.
Habían terminado de comer, pero ninguno de los dos hizo ademán de dejar la mesa. Tampoco se acercó ningún robot para despejarla. Era como si la intensidad del flujo y reflujo de la charla les hubiese reducido a la inmovilidad.
Baley entornó los ojos y dijo:
—Doctor Fastolfe, hace dos años estuve en Solaria. Allí pude comprobar que, en general, los solarianos eran los roboticistas más hábiles de todos los mundos.
—En general, probablemente sea cierto.
—¿Y ni uno solo de ellos habría podido hacerlo?
—Ni uno solo, señor Baley. Su habilidad se reduce a robots que, en el mejor de los casos, no están más desarrollados que mi pobre Giskard. Los solarianos no saben nada de la construcción de robots humaniformes.
—¿Cómo puede estar seguro de eso?
—Ya que estuvo en Solaria, señor Baley, sabrá muy bien que los solarianos no pueden acercarse unos a otros más que con grandes dificultades, que se relacionan por medio de la visión tridimensional... excepto cuando es absolutamente necesario un contacto sexual. ¿Cree que a alguno de ellos se le ocurriría diseñar un robot tan humano en apariencia que activara sus neurosis? Evitarían de tal modo la posibilidad de acercarse a él, debido a su aspecto humano, que no les resultaría de ninguna utilidad.
—¿No podría algún solariano, aquí o allá, revelar una asombrosa tolerancia por el cuerpo humano? ¿Cómo puede estar seguro?
—Aunque algún solariano pudiera hacerlo, lo que no niego, este año no hay ningún nativo de Solaría en Aurora.
—¿Ninguno?
—¡Ninguno! No les gusta estar en contacto ni con los auroranos y, a no ser por asuntos de la mayor importancia, no vienen aquí... ni van a ningún otro mundo. Incluso en el caso de un asunto urgente, permanecen en órbita y tratan con nosotros por medio de comunicación electrónica.
Baley dijo:
—En ese caso, si usted es, literal y efectivamente, la única persona en todos los mundos que pudo hacerlo, ¿mató a Jander? Fastolfe contestó:
—No puedo creer que Daneel no le dijera que he negado la acusación.
—Me lo dijo, pero quiero que me lo diga usted mismo.
Fastolfe cruzó los brazos y frunció el ceño. Respondió, con los dientes apretados:
—Entonces, se lo digo. Yo no lo hice.
Baley meneó la cabeza.
—Creo que cree esa afirmación.
—Así es. Y sin la menor duda. Estoy diciendo la verdad. Yo no maté a Jander.
—Pero si usted no lo hizo, y nadie más puede haberlo hecho, entonces... Pero espere. Quizá me haya precipitado en mis suposiciones. ¿Está Jander realmente muerto o he sido traído aquí con falsos pretextos?
—El robot está realmente destruido. Puedo enseñárselo, si la Asamblea Legislativa no me prohibe el acceso a él antes de que termine el día, lo que no creo que hagan.
—En ese caso, si usted no lo hizo, y si nadie más pudo hacerlo, y si el robot está realmente muerto, ¿quién cometió el crimen? Fastolfe suspiró.
—Estoy seguro de que Daneel le contó lo que he sostenido en la investigación, pero usted quiere oírlo de mis propios labios.
—En efecto, doctor Fastolfe.
—Pues bien, nadie cometió el crimen. Fue algo que sucedió espontáneamente en el flujo positrónico de los mecanismos cerebrales lo que produjo el bloqueo mental de Jander.
—¿Es eso probable?
—No, no lo es. Es sumamente improbable; pero si yo no lo hice, es lo único que puede haber ocurrido.
—¿No podría aducirse que hay más posibilidades de que usted esté mintiendo que de que haya habido un bloqueo espontáneo?
—Es lo que aducen muchos. Pero yo sé que no lo hice y eso sólo deja la paralización espontánea como posibilidad.
—¿Y usted me ha hecho venir aquí para demostrar, para probar, que eso es lo que realmente sucedió?
—Si.
—Pero ¿cómo se puede probar que sucedió espontáneamente? Al parecer, sólo así podré salvarle a usted, a la Tierra y a mi mismo.
—¿Por orden de importancia creciente, señor Baley? Baley pareció molesto.
—Bueno, si lo prefiere, a usted, a mi y a la Tierra.
—Me temo—dijo Fastolfe—que, después de profundas reflexiones, he llegado a la conclusión de que no hay modo de obtener tal prueba.
Baley miró a Fastolfe con horror.
—¿No lo hay?
—No. Ninguno.—Y luego, en un súbito arranque de aparente abstracción, cogió el especiero y dijo—: Verá, tengo curiosidad por saber si aún puedo hacer la triple genuflexión.
Lanzó el especiero al aire dándole un calculado golpe con la muñeca. El especiero dio una vuelta en el aire y, cuando descendía, Fastolfe lo golpeo en el extremo estrecho con el lado de la palma derecha (con el pulgar doblado). El objeto se elevó ligeramente, se ladeó y recibió un golpe con el lado de la palma izquierda. Volvió a elevarse en sentido contrario y recibió un nuevo golpe con el lado de la palma derecha, al que siguió otro con la palma izquierda. Después de esta tercera genuflexión, fue impulsado con fuerza suficiente para dar una vuelta completa. Fastolfe lo atrapó en el puño derecho, con la mano izquierda muy cerca y la palma hacia arriba. Una vez hubo cogido el especiero, Fastolfe mostró la mano izquierda, donde había un pequeño montón de sal.
Fastolfe dijo:
—Es una exhibición infantil para la mente científica, y el esfuerzo resulta totalmente desproporcionado para el fin, que, por supuesto, es una pizca de sal, pero el buen anfitrión aurorano se enorgullece de poder hacerlo. Hay algunos expertos que son capaces de mantener el especiero en el aire durante un minuto y medio, moviendo las manos tan rápidamente que la vista no puede seguirlas.
»Claro que —continuó pensativamente— Daneel puede realizar esas acciones con mayor destreza y velocidad que ningún ser humano. Lo he sometido a esa clase de pruebas para verificar el funcionamiento de sus mecanismos cerebrales, pero sería un tremendo error hacerle mostrar tales habilidades en público. Eso humillaría innecesariamente a los es-pecistas... como popularmente se les denomina, aunque, como comprenderá, este término no figura en los diccionarios.
Baley gruñó.
Fastolfe suspiró.
—Pero debemos volver al trabajo.
—Me ha hecho atravésar varios parsecs de espacio para ese propósito.
—Si, así es... ¡Prosigamos! Baley preguntó:
—¿Había algún motivo para realizar esa exhibición, doctor Fastolfe? Fastolfe respondió:
—Bueno, da la impresión de que estamos en un callejón sin salida. Le he traído aquí para hacer algo que no puede hacerse. Su cara ha sido muy elocuente y, si quiere que le diga la verdad, yo no me sentía más optimista. Por lo tanto he considerado que debíamos tomarnos un descanso. Y ahora... prosigamos.
—¿Sabiendo que es una labor imposible?
—¿Por qué va a ser imposible para usted, señor Baley? Tiene fama de conseguir lo imposible.
—¿El drama de hiperondas? ¿Se cree usted esa necia distorsión de lo que sucedió en Solariaf Fastolfe desplegó los brazos.
—Es la última esperanza que me queda.
Baley dijo:
—Y yo no tengo alternativa. He de intentarlo. No puedo regresar a la Tierra con un fracaso. Me lo expusieron con toda claridad. Dígame, doctor Fastolfe, ¿cómo habrían podido matar a Jander? ¿Qué clase de manipulación mental habría sido necesaria?
—Señor Baley, no sé cómo podría explicar eso, ni siquiera a otro roboticista, lo que sin duda usted no es, ni aunque estuviese dispuesto a publicar mis teorías, lo que sin duda no pienso hacer. Sin embargo, veamos si puedo explicarle algo. Sabrá, naturalmente, que los robots se inventaron en la Tierra.
—Apenas se habla de los robots en la Tierra...
—La fuerte tendencia antirrobots de la Tierra es bien conocida en los mundos espaciales.
—Pero el origen terrestre de los robots es obvio para cualquier persona de la Tierra que piense en ello. Es bien sabido que los viajes hiperespaciales se desarrollaron con la ayuda de robots y, puesto que los mundos espaciales no habrían podido colonizarse sin viajes hiperespaciales, se desprende que había robots antes de que la colonización tuviera lugar y mientras la Tierra aún era el único planeta habitado. Así pues, los robots fueron inventados en la Tierra por terrícolas.
—Sin embargo, la Tierra no se enorgullece de ello, ¿verdad?
—No hablamos de ello—dijo Baley lacónicamente.
—¿Y los terrícolas no saben nada de Susan Calvin?
—He leido su nombre en algunos libros antiguos. Fue una de las primeras pioneras de la robótica.
—¿Es eso todo lo que sabe de ella? Baley hizo un gesto de displicencia.
—Supongo que podría averiguar algo más si buscara en los archivos, pero no he tenido la ocasión de hacerlo.
—¡Qué extraño!—comentó Fastolfe—. Es una semidiosa para todos los espaciales, hasta el punto de que muy pocos espaciales que no sean roboticistas piensan en ella como una terrícola. Les parecería una profanación. Se negarían a creerlo si les dijeran que murió tras haber vivido poco más de cien años métricos. Y no obstante, usted sólo la conoce como una de las primeras pioneras.
—¿Tiene ella algo que ver con todo esto, doctor Fastolfe?
—No directamente, pero si en cierto modo. Debe comprender que hay numerosas leyendas en torno a su nombre. Es indudable que la mayor parte de ellas son falsas, pero eso no es óbice para que todo el mundo las conozca. Una de las más famosas, y una de las que tiene menos visos de veracidad, se refiere a un robot fabricado en aquella época primitiva que, debido a un accidente en la cadena de producción, resultó poseer facultades telepáticas...
—¡ Vaya!
—¡Es una leyenda! ¡Le he dicho que se trata de una leyenda, e indudablemente falsa! Sin embargo, hay algunas razones teóricas para suponer que podría ser factible, aunque nadie haya presentado nunca un diseño admisible que permitiera empezar a incorporar dicha facultad. El hecho de que apareciese en cerebros positrónicos tan toscos y simples como los de la era prehiperespacial es totalmente impensable. Por eso estamos tan seguros de que esta leyenda en particular es una invención. De todos modos, déjeme continuar, pues tiene una moraleja.
—Por supuesto, continúe.
—Según la leyenda, el robot leía el pensamiento. Y cuando le harían alguna pregunta, leía el pensamiento de la persona en cuestión y le contestaba lo que ella quería oír. Ahora bien, la Primera Ley de la Robotica establece claramente que un robot no debe dañar a un ser humano o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea dañado, pero para los robots eso suele significar un daño físico. Sin embargo, un robot capaz de leer el pensamiento seguramente deduciría que la decepción o la cólera o cualquier emoción violenta harían desgraciado al ser humano que las sintiera, e interpretaría la inspiración de esas emociones como un daño. Así pues, como el robot telepático sabia que la verdad podía decepcionar o encolerizar a una persona o causarle envidia o infelicidad, prefería decir una mentira piadosa. ¿Lo comprende?
—Si, naturalmente
—En consecuencia, el robot mentía incluso a la misma Susan Calvin. Las mentiras no podían continuar indefinidamente, pues distintas personas recibían informaciones diferen-tes que no sólo eran contradictorias entre si sino que se veían rebatidas por la creciente evidencia de la realidad. Susan Calvin descubrió que el robot le había mentido y se dio cuenta de que esas mentiras la habían colocado en una posición muy delicada. Lo que, en un principio, la habría decepcionado un poco, ahora, gracias a falsas esperanzas, la decepcionaba machismo. ¿Nunca había oído la historia?
—Le doy mi palabra.
—¡Asombroso! Sin embargo, es seguro que no fue inventada en Aurora, pues es igualmente conocida en todos los mundos. En todo caso Calvin tuvo su venganza. Hizo notar al robot que, tanto si decía la verdad como si decía una mentira, dañaría igualmente a la persona con la que trataba. Hiciera lo que hiciese, no podría obedecer la Primera Ley. El robot, comprendiéndolo así, se vio obligado a buscar refugio en la inacción total. En otras palabras, sus componentes positrónicos se quemaron. Su cerebro quedó destruido irrepara-blemente. La leyenda asegura que la última palabra de Calvin al robot destruido fue "¡Mentiroso!".
Baley dijo:
—Y deduzco que algo así fue lo que le ocurrió a Jander Panell. ¿Se encontró frente a una contradicción de términos y su cerebro se quemó?
—Es lo que parece haber ocurrido aunque no sea algo tan fácil de lograr como en tiempos de Susan Calvin. Quizá a causa de la leyenda, los roboticistas siempre han procurado evitar que pudieran surgir contradicciones. A medida que la teoría de los cerebros positrónicos se ha hecho más sutil y la práctica del diseño de los cerebros positrónicos se ha hecho más complicada, han ido desarrollándose sistemas cada vez más efectivos para impedir la igualdad de todas las situaciones que pudieran surgir, de modo que siempre pueda empren-derse alguna acción que sea interpretada como obediencia a la Primera Ley.
—Eso significa que no se puede bloquear el cerebro de un robot. ¿Es eso lo que me está diciendo? Porque si lo es, ¿que le ocurrió a lander?
—No es lo que estoy diciendo. Los sistemas cada vez más efectivos de los que le hablo nunca son completamente efectivos. No pueden serlo. Por muy sutil e intrincado que sea un cerebro, siempre hay algún modo de establecer una contradicción. Esa es una de las verdades fundamentales de las matemáticas. Siempre será imposible fabricar un cerebro tan sutil e intrincado que reduzca las posibilidades de contradicción a cero. Nunca llegarán a cero. Sin embargo, los sistemas desarrollados se acercan de tal modo a cero que para provo-car un bloqueo mental estableciendo una contradicción adecuada se requeriría un profundo conocimiento del cerebro positrónico determinado que se quisiera destruir... y para eso se necesitaría un teórico muy competente.
—¿Como usted, doctor Fastolfe?
—Como yo. En el caso de robots humaniformes, sólo yo.
—O nadie en absoluto—dijo Baley con ironía.
—O nadie en absoluto. Exactamente—convino Fastolfe, pasando por alto la ironía—. Los robots humaniformes tienen un cerebro, y también un cuerpo, construido a imagen y semejanza del ser humano. Los cerebros positrónicos son sumamente delicados y asumen parte de la fragilidad del cerebro humano. Tal como un ser humano puede sufrir un ataque fulminante, causado por algún incidente fortuito dentro del cerebro y sin la intervención de ningún efecto externo, un cerebro humaniforme podría sufrir bloqueo mental, debido igualmente a un factor fortuito, como será el desplazamiento ocasional de los positrones.
—¿Puede probarlo, doctor Fastolfe?
—Puedo demostrarlo matemáticamente, pero de los que comprenderán las operaciones matemáticas, no todos estarán de acuerdo con la validez del razonamiento. Implica ciertas suposiciones mías que no se ajustan a las corrientes de pensamiento aceptadas en robótica.
—Y ¿cuáles son las probabilidades de un bloqueo mental espontáneo?
—Dado un gran número de robots humaniformes, digamos que cien mil, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que uno de ellos sufriera un bloqueo mental espontáneo durante una vida aurorana media. Aunque también podría suceder mucho antes, como ha sido el caso de Jander, a pesar de que entonces las posibilidades estarían fuertemente en contra de ello.
—Vamos a ver, doctor Fastolfe. Aunque lograra probar de modo concluyente que los robots en general pueden sufrir un bloqueo mental espontáneo, eso no equivaldría a probar que fue lo que le sucedió a Jander en particular.
—No—admitió Fastolfe—, tiene razón.
—Usted, el mayor experto en robótica, no puede probarlo en el caso especifico de Jander.
—Vuelve a tener razón.
—Entonces, ¿qué espera que pueda hacer yo, si no sé nada de robótica?
—No hay necesidad de probar nada. Seguramente bastaría con formular una sugerencia ingeniosa que pudiera convencer al público en general de que el bloqueo mental espontáneo es posible.
—Como por ejemplo...
—No lo sé.
Baley preguntó ásperamente:
—¿Está seguro de que no lo sabe, doctor Fastolfe?
—¿Qué insinúa? Acabo de decirle que no lo sé.
—Permítame exponerle algo. Supongo que los auroranos en general, saben que he venido al planeta para tratar de solventar este problema. Sería difícil traerme aquí en secreto, considerando que soy terrícola y esto es Aurora.
—Si, desde luego, y no he intentado hacer tal cosa. Consulte al presidente del Cuerpo Legislativo y le convená para que me autorizara a hacerle venir. Así es como he logrado el aplazamiento del juicio. Se le concederá una oportunidad para resolver el misterio antes de que yo sea procesado. Dudo que el aplazamiento sea muy largo.
—Así pues, repito... Los auroranos, en general, saben que estoy aquí y me imagino que también saben exactamente por qué: porque debo resolver el enigma de la muerte de Jander.
—Naturalmente. ¿Qué otra razón podría haber?
—Y desde el momento en que subí a la nave que me ha traído aquí, usted me ha mantenido bajo una estrecha y constante vigilancia por miedo a que sus enemigos intentaran eli-minarme, juzgándome como una especie de mago que podría resolver el enigma de tal modo que usted resultara ganador, a pesar de que todas las posibilidades estén en contra mía.
—Me temo que así es, en efecto.
—Suponga que alguien que no quiere ver el enigma resuelto y a usted, doctor Fastolfe, exculpado consiguiera matarme. ¿No decantaría eso las simpatías en su favor? ¿No pensaría la gente que sus enemigos le consideraban, en realidad, inocente o no temerían la investigación hasta el punto de querer matarme?
—Un razonamiento bastante complicado, señor Baley. Supongo que, debidamente explotada, su muerte podría utilizarse para dicho propósito, pero eso es algo que no ocurrirá. Está usted protegido y no le matarán.
—Pero ¿por qué protegerme, doctor Fastolfe? ¿Por qué no dejar que me maten y usar mi muerte como un medio para ganar?
—Porque yo preferiría que continuara vivo y lograra demostrar mi inocencia.
Baley objetó:
—Pero usted sabe que no puedo demostrar su inocencia.
—Quizá pueda. Tiene todos los incentivos. El bienestar de la Tierra depende de su actuación y, como me ha dicho, también su propia carrera.
—¿De qué sirven los incentivos? Si usted me ordenara volar agitando los brazos y me dijera que si fracasaba, me torturarían hasta matarme y la Tierra sería destruida y toda su población aniquilada, tendría un incentivo enorme para agitar mis alas y volar, pero seguiría siendo incapaz de hacerlo.
Fastolfe reconoció con desasosiego:
—Se que hay pocas posibilidades.
—Sabe que no hay ninguna—replicó Baley con violencia—, y que sólo mi muerte puede salvarle.
—Entonces no me salvaré, porque estoy haciendo todo lo posible para que mis enemigos no puedan llegar hasta usted.
—Pero usted si puede
—¿Qué?
—Mi idea, doctor Fastolfe, es que podría matarme usted mismo y hacer que pareciese obra de sus enemigos. Luego utilizaría mi muerte en contra de ellos... y que ésta es la razón por la que me ha traído a Aurora.
Por un momento, Fastolfe miró a Baley con una especie de suave sorpresa y luego, en un acceso de pasión tan repentina como extrema, su cara enrojeció y se contrajo en una horrible mueca. Agarrando el especiero, lo levantó por encima de su cabeza y bajó el brazo para lanzárselo a Baley.
Y Baley, cogido totalmente por sorpresa, apenas logró encogerse en la silla.
DANEEL Y GISKARD
Si Fastolfe actuó con rapidez, Daneel reaccionó aún más rápidamente.
Para Baley, que casi se había olvidado de la existencia de Daneel, todo se redujo a un veloz movimiento, un sonido confuso, y Daneel ya estaba a un lado de Fastolfe, con el especiero en la mano, diciendo:
—Confío, doctor Fastolfe, en que no le habré causado ningún daño.
Baley advirtió, aún aturdido, que Giskard no estaba lejos al otro lado de Fastolfe y que los cuatro robots apostados en la pared del fondo habían avanzado hasta casi la mesa del comedor.
Jadeando ligeramente y con el cabello despeinado, Fastolfe dijo:
—No, Daneel. Lo has hecho muy bien. —Levantó la voz—. Todos lo habéis hecho muy bien, pero recordad, no debéis permitir que nada os frene, ni siquiera mi propia intervención.
Se rió quedamente y volvió a tomar asiento, arreglándose el cabello con la mano.
—Lamento haberle asustado así, señor Baley—declaró—, pero he pensado que la demostración sería más convincente que cualquiera de mis explicaciones.
Baley, cuyo movimiento de retroceso había sido una mera cuestión de reflejos, se aflojó el cuello y dijo con voz áspera:
—Me temo que yo esperaba palabras, pero estoy de acuerdo en que la demostración ha sido convincente. Me alegro de que Daneel estuviese lo bastante cerca para desarmarle.
—Cualquiera de ellos estaba lo bastante cerca para desarmarme, pero Daneel era el que lo estaba más y ha llegado el primero. Ha sido lo bastante rápido para actuar con suavidad. De haber estado más lejos, quizá habría tenido que retorcerme el brazo o incluso golpearme.
—¿Habría llegado hasta ese extremo?
—Señor Baley—dijo Fastolfe—. He dado instrucciones para protegerle a usted y sé cómo dar instrucciones. No habrían vacilado en salvarle, aunque la alternativa fuese dañarme a mi. Naturalmente, habrían procurado hacerme el menor daño posible, como ha hecho Daneel. Lo único que ha dañado ha sido mi dignidad y la pulcritud de mi cabello. Y los dedos me hormigueaban un poco.—Fastolfe los flexionó con aire lastimoso.
Baley respiró hondo intentando recobrarse de aquel corto periodo de confusión, y preguntó:
—¿No me habría protegido Daneel, incluso sin sus instrucciones explícitas?
—Indudablemente. Habría tenido que hacerlo. Sin embargo, no debe creer que la respuesta robótica es un simple si o no, arriba o abajo, dentro o fuera. Es una equivocación que los profanos suelen cometer. Está la cuestión de la velocidad de respuesta. Mis instrucciones con respecto a usted se formularon de tal modo que el potencial formado en el interior de los robots a mi servicio, incluido Daneel, es anormalmente alto, tan alto como es posible dentro de los limites de la razón. Así pues, !a respuesta ante un peligro claro e inmediato para usted es extraordinariamente rápida. Yo lo sabia y por eso le he atacado tan de repente; para hacerle una demostración de lo más convincente sobre mi incapacidad para causarle ningún daño.
—Si, pero no se lo agradezco demasiado.
—Oh, estaba totalmente seguro de mis robots, en especial de Daneel. Sin embargo, si se me ha ocurrido, un poco tarde, que si no hubiera soltado instantáneamente el especiero, él en contra de su voluntad, o el equivalente robótico de la voluntad, se habría roto la muñeca.
Baley comentó:
—Considero que ha corrido un riesgo demasiado grande.
—Si, también yo... después de haberlo hecho. Ahora bien, si usted se hubiera preparado para lanzarme el especiero a mi, Daneel habría impedido inmediatamente su movimiento pero no con la misma velocidad, pues no ha recibido instrucciones especiales respecto a mi seguridad. Espero que habría sido lo bastante rápido para salvarme, pero no estoy seguro... y preferiría no comprobar esa cuestión. —Fastolfe sonrió jovialmente.
Baley preguntó:
—¿Y si lanzaran algún explosivo contra la casa desde un vehículo aéreo?
—O si un rayo gamma fuera disparado contra nosotros desde una colina cercana... Mis robots no representan una protección infinita, pero esos atentados terroristas tan radicales son muy improbables en Aurora. Sugiero que no nos preocupemos por ellos.
—Yo estoy dispuesto a no preocuparme por ellos. En realidad, no creía seriamente que usted fuera un peligro para mi, doctor Fastolfe, pero tenia que eliminar por completo esa posibilidad si quería seguir adelante. Ahora ya podemos continuar.
Fastolfe accedió:
—Si, continuemos. A pesar de esta distracción adicional y muy dramática, aún nos enfrentamos al problema de probar que el bloqueo mental de Jander fue un suceso espontáneo.
Pero Baley era consciente de la presencia de Daneel y se volvió hacia él, preguntándole con inquietud:
—Daneel, ¿te duele que tratemos este asunto? Daneel, que había dejado el especiero sobre una de las mesas vacías que estaban más alejadas, contestó:
—Compañero Elijah, yo preferiría que mi antiguo amigo Jander aún funcionara, pero como no es así y como no puede ser reparado para que pueda volver a funcionar debidamente, lo mejor que se puede hacer es tomar alguna medida para prevenir incidentes similares en el futuro. Ya que la actual conversación tiene ese objetivo, me complace más que dolerme.
—Bien, pues, para zanjar otra cuestión, Daneel, ¿crees tú que el doctor Fastolfe es culpable del fin de tu amigo Jander? ¿Me perdonará que lo pregunte, doctor Fastolfe? Fastolfe hizo un gesto de aprobación y Daneel dijo:
—El doctor Fastolfe ha declarado que no era culpable, de modo que, naturalmente, no lo es.
—¿No tiene ninguna duda al respecto, Daneel?
—Ninguna, compañero Elijah. Fastolfe parecía ligeramente divertido.
—Está interrogando a un robot, señor Baley.
—Lo sé, pero me cuesta pensar en Daneel como un robot y por eso se lo he preguntado.
—Sus respuestas no tendrían ningún valor ante un Consejo de Investigación. Sus potenciales positrónicos le obligan a creerme.
—Yo no soy un Consejo de Investigación, doctor Fastolfe, y mis métodos son diferentes. Volvamos adonde estábamos. O usted inutilizó el cerebro de Jander o sucedió por una circunstancia fortuita y eso sólo me deja la alternativa de probar que usted es inocente. En otras palabras, si puedo demostrar que es imposible que usted matara a Jander, la circunstancia fortuita es la única opción que nos queda.
—¿Y cómo piensa hacerlo?
—Es una cuestión de medios, oportunidad y motivo. Usted tenia los medios para matar a Jander, la capacidad teórica para manipularlo de tal modo que se produjera un bloqueo mental. Pero, ¿tuvo la oportunidad? Era su robot, en el sentido de que usted diseñó sus mecanismos cerebrales y supervisó su construcción, pero ¿era propiedad suya en el momento del bloqueo mental?
—No, no lo era. Pertenecía a otra persona.
—¿Desde cuando?
—Desde hacía unos ocho meses, o algo más de medio año terrestre.
—Ah. Es un punto interesante. ¿Estaba con el, o cerca de él, en el momento de su destrucción? ¿Habría podido llegar hasta él? Resumiendo, podemos demostrar que estaba tan lejos de él, o tan fuera de su alcance, o que no sería razonable suponer que habría podido realizar el hecho en el momento que supuestamente se realizó? Fastolfe contestó:
—Me temo que eso es imposible. Hay un intervalo de tiempo bastante amplio durante el que pudo producirse el hecho. Después de la destrucción no se producen cambios robóticos equivalentes a la rigidez postmórtem o la descomposición en el ser humano. Sólo podemos decir que, en un momento dado, Jander funcionaba y, en otro momento dado, no funcio-naba. Entre ambos hubo un período de unas ocho horas. No tengo coartada para ese espacio de tiempo.
—¿Ninguna? ¿Qué hizo durante esas horas?
—Estuve aquí, en mi establecimiento.
—Sus robots sin duda sabían que estaba usted aquí y podrían atestiguarlo.
—Claro que lo sabían, pero no pueden atestiguar en un sentido legal, y aquel día Fanya había salido.
—Por cierto, ¿comparte Fanya sus conocimientos de robótica? Fastolfe esbozó una sonrisa irónica.
—Sabe menos que usted. Además, nada de esto importa.
—¿Por qué no? Era evidente que Fastolfe empezaba a perder la paciencia.
—Mi querido señor Baley, no estamos hablando de una agresión física a corta distancia, como mi reciente farsa de ataque contra usted. Lo que le sucedió a Jander no requería mi presencia física. Da la casualidad que, aunque no en mi propio establecimiento, Jander no estaba lejos geográficamente, pero no habría importado que estuviera en el otro extremo de Aurora. Yo podía comunicarme electrónicamente con él y, por las órdenes que le diera y las respuestas que extrajera, podía provocarle un bloqueo mental. El paso crucial ni siquiera habría requerido mucho tiempo...
Baley preguntó en seguida:
—Así pues, ¿es un proceso corto, un proceso que alguna otra persona podría desencadenar de un modo casual, mientras intentaba hacer algo totalmente rutinario?
—¡No!—exclamó Fastolfe—. Por Aurora, terrícola, déjeme hablar. Ya le he dicho que el caso no es éste. Inducir el bloqueo mental de Jander sería un proceso largo, complicado y tortuoso, que requeriría una gran inteligencia e ingenio y nadie podría hacerlo accidentalmente, a menos que se diera una larga cadena de increíbles coincidencias. Según mis cálculos matemáticos, habría muchas menos posibilidades de una inducción accidental que de un bloqueo mental espontáneo.
»Sin embargo, si yo deseara provocar un bloqueo mental podría producir cambios y reacciones, poco a poco, a lo largo de semanas, meses, e incluso años, hasta llevar a Jander a la destrucción. Y en ningún momento de ese proceso daría señales de estar al borde de la catástrofe, igual que usted podría ir acercándose a un precipicio en la oscuridad y seguir notando el suelo firme bajo sus pies, hasta llegar al mismo borde. No obstante, una vez le hubiese llevado hasta ese borde, el margen del precipicio, un simple comentario mío le despeñaría. Es ese paso final lo que sólo requeriría un momento de tiempo. ¿Lo entiende? Baley apretó los labios. M siquiera intentó disimular su decepción.
—En resumen, usted tuvo la oportunidad.
—Cualquiera habría tenido la oportunidad. Cualquiera en Aurora, siempre que tuviese la habilidad necesaria.
—Y sólo usted tiene la habilidad necesaria.
—Me temo que si.
—Lo cual nos lleva al motivo, doctor Fastolfe.
—Ah.
—Y eso es lo que podríamos alegar en su descargo. Esos robots humaniformes son suyos. Están basados en su teoría y usted participó en cada fase de su construcción, aunque el doctor Sarton la supervisara. Ellos existen gracias a usted y sólo gracias a usted. Ha hablado de Daneel como su «primogénito». Son sus creaciones, sus hijos, su regalo a la humanidad, su paso a la inmortalidad.—(Baley se dejó llevar por la elocuencia y, durante unos momentos, se imaginó que estaba dirigiéndose al Consejo de Investigación)—. ¿Por qué iba a deshacer su obra? ¿Por qué iba a destruir una vida que ha creado gracias a un milagro de labor mental? Fastolfe se mostró levemente divertido.
—Pero, señor Baley, usted no sabe nada acerca de esto. ¿Cómo puede saber que mi teoría fue el resultado de un milagro de labor mental? Podría haber sido el tedioso desarrollo de una ecuación que cualquiera habría podido realizar pero que nadie se había molestado en hacer antes que yo.
—No lo creo—dijo Baley, tratando de calmarse—. Si nadie más que usted puede entender el cerebro humaniforme lo bastante bien para destruirlo, lo mas probable es que nadie más que usted pueda entenderlo lo bastante bien para crearlo. ¿Acaso puede negarlo? Fastolfe meneó la cabeza.
—No, no lo niego. Y sin embargo, señor Baley—su rostro se ensombreció—, su meticuloso análisis sólo está logrando empeorar las cosas para nosotros. Ya hemos llegado a la conclusión de que yo soy el único que tuvo los medios y la oportunidad. Resulta que también tengo un motivo, el mejor motivo del mundo, y mis enemigos lo saben. Así pues, ¿cómo vamos a probar que no lo hice? El rostro de Baley se contrajo frunciendo el ceño con furia. Se alejó apresuradamente, en dirección a la esquina del comedor, como si buscara refugio. Luego se volvió de pronto y manifestó con aspereza:
—Doctor Fastolfe, tengo la impresión de que se complace en frustrarme.
Fastolfe se encogió de hombros.
—De ningún modo. Me limito a exponerle el problema tal como es. El pobre Jander murió a causa de un desplazamiento positrónico. Como sé que yo no tuve nada que ver con ello, sé que eso es lo que ocurrió. Sin embargo, nadie más puede estar seguro de que soy inocente y todas las pruebas circunstanciales me acusan, y eso debe tenerse muy en cuenta al decidir qué, si es que algo, se puede hacer.
Baley dijo:
—Está bien, investiguemos su motivo. Lo que a usted le parece un motivo aplastante puede no serlo tanto.
—Lo dudo. No soy ningún tonto, señor Baley.
—Quizá tampoco sea un buen juez de si mismo y de sus motivos. Pocas personas lo son. Quizá está dramatizando las cosas por alguna razón.
—No lo creo.
—Entonces dígame su motivo. ¿Cuál es? ¡Dígamelo!
—No tan de prisa, señor Baley. No es fácil de explicar... ¿Podría acompañarme al exterior? Baley miró rápidamente hacia la ventana. ¿Al Exterior? El sol se encontraba más bajo en el cielo y la habitación estaba más soleada. Vaciló, y luego contestó, en voz más alta de lo que era necesario:
—¡Si, le acompañaré!
—Excelente—dijo Fastolfe. Y luego, con una nota de cordialidad, añadió—: Pero quizá quiera ir primero al Personal.
Baley reflexionó unos momentos. No tenia una necesidad inmediata, pero ignoraba lo que le esperaba en el Exterior, cuánto rato debería quedarse, que servicios públicos habría o no habría allí. Sobre todo, ignoraba las costumbres auroranas al respecto y no recordaba haber leído nada ilustrativo sobre el tema en las peliculas-libro de la nave. Quizá sería más seguro acceder a todo lo que su anfitrión le sugiriese.
—Gracias—dijo—, si es oportuno que lo haga así.
Fastolfe asintió.
-Daneel—llamó—, acompaña al señor Baley al Personal de Visitantes.
Daneel dijo:
—Compañero Elijah, ¿quieres venir conmigo? Cuando ambos estuvieron en la habitación contigua, Baley dijo:
—Lamento, Daneel, que no hayas tomado parte en la conversación entre el doctor Fastolfe y yo.
—No habría sido correcto, compañero Elijah. Cuando me has hecho una pregunta directa, he contestado, pero no se me ha invitado a tomar parte activa.
—Yo te habría invitado, Daneel, si no me hubiera sentido coartado por mi posición como huésped. He considerado que no estaría bien tomar la iniciativa en este aspecto.
—Lo comprendo... Este es el Personal de Visitantes, compañero Elijah. La puerta se abrirá al contacto de tu mano sobre cualquier lugar de su superficie si la habitación está desocupada.
Baley no entró. Se quedó pensativo unos momentos, y luego preguntó:
—Si se te hubiera invitado a hablar, Daneel, ¿qué habrías dicho? ¿Hay algún comentario que te habría gustado hacer? Apreciaría tu opinión, amigo mío.
Daneel contestó con su habitual gravedad:
—El único comentario que me gustaría hacer es que la declaración del doctor Fastolfe respecto a que tiene un excelente motivo para inutilizar a Jander me ha sorprendido mucho. Sin embargo, sea éste cual sea, cabría preguntarse por qué no tendría el mismo motivo para inutilizarme a mi. Si ellos creen que tenia un motivo para causar el bloqueo mental de Jander, ¿por qué no se me aplicaría el mismo motivo a mi? Siento curiosidad por saberlo.
Baley le lanzó una mirada penetrante, buscando automáticamente una expresión en un rostro poco dado a la falta de control. Preguntó:
—¿Te sientes inseguro, Daneel? ¿Crees que Fastolfe constituye un peligro para ti? Daneel respondió:
—Según la Tercera Ley, debo proteger mi propia existencia, pero no me enfrentaría con el doctor Fastolfe ni con ningún ser humano si su autorizada opinión fuese que era necesario poner fin a mi existencia. Esta es la Segunda Ley. No obstante, sé que soy de gran valor, tanto en términos de inversión de material, trabajo y tiempo, como en términos de importancia científica. Por lo tanto, sería necesario explicarme detalladamente las razones que aconsejarían poner fin a mi existencia. El doctor Fastolfe nunca me ha dicho nada, nunca, compañero Elijah, que diera a entender que tenga esa intención. No creo que tenga la más remota intención de poner fin a mi existencia o que jamás tuviera la intención de poner fin a la existencia de Jander. El desplazamiento de los positrones es lo que debió de destruir a Jander y quizá, algún día, me destruya a mi. Siempre hay un elemento de casuali-dad en el Universo.
Baley respondió:
—Tú lo dices, Fastolfe lo dice, y yo lo creo... pero la dificultad estriba en convencer al público en general de que acepte esta visión del asunto.—Se volvió con expresión sombría hacia la puerta del Personal y añadió—: ¿Entras conmigo, Daneel? El rostro de Daneel denotó algo muy parecido a la diversión.
—Es halagador, compañero Elijah, ser tomado por humano hasta este punto. Por supuesto, no tengo necesidad de entrar.
—No, claro. Pero de todos modos puedes entrar.
—No sería apropiado que lo hiciera. No es costumbre que los robots entren en el Personal. El interior de dicha habitación es puramente humano... Además, éste es un Personal para una sola persona.
—¡Una persona!—Por un momento, Baley se sintió desconcertado. Sin embargo, se recobró. ¡Otros mundos, otras costumbres! Y no recordaba que ésta se halla descrita en las peliculas-libro. Comentó—: A eso te referías, entonces, al decir que la puerta se abriría sólo si estaba desocupado. ¿Y si está ocupado, como ocurrirá dentro de un momento?
—Entonces no se abrirá con el contacto desde fuera, naturalmente, y tu intimidad quedará protegida. Como es lógico, se abrirá con el contacto desde dentro.
—¿Y si un visitante se desmayara, sufriese un ataque de apoplejía o al corazón estando ahí dentro y no pudiera tocar la puerta desde el interior? ¿No significaría eso que nadie podría entrar a ayudarle?
—Hay sistemas de emergencia para abrir la puerta, compañero Elijah, si eso pareciera aconsejable.—Luego, claramente inquieto—: ¿Eres de la opinión de que sucederá algo así?
—No, claro que no... Era simple curiosidad.
—Estaré junto a la puerta—anunció Daneel con intranquilidad—. Si oigo que me llamas, compañero Elijah, actuaré.
—Dudo que sea necesario.—Baley tocó la puerta, descuidada y levemente, con el dorso de la mano y se abrió en seguida. Esperó uno o dos segundos para ver si se cerraba. No lo hizo. Entró y entonces la puerta se cerró de inmediato.
Mientras la puerta estuvo abierta, el Personal le pareció una habitación que servia claramente para su propósito. Un lavabo, una casilla (equipada, sin duda, con una ducha), una bañera, una media puerta translúcida que debía de ocultar un retrete. Había también varios accesorios que no reconoció. Supuso que servían para el aseo personal.
Apenas tuvo la oportunidad de inspeccionarlos, pues al cabo de un momento todo desapareció y se quedó con la duda de si lo que había visto realmente había estado allí o si los objetos le habían parecido existir porque eran lo que él había esperado ver.
A medida que la puerta se cerraba, la habitación fue oscureciéndose, pues no había ventanas. Cuando la puerta estuvo completamente cerrada, la habitación volvió a iluminar-se, pero nada de lo que había visto regresó. Era la luz del día y se encontraba en el Exterior, o eso parecía.
Sobre su cabeza se extendía el cielo abierto, con nubes que lo surcaban de un modo tan regular que parecían claramente irreales. Por todas partes había una frondosa vegetación que se movía de un modo igualmente repetitivo.
Notó el familiar nudo en el estómago que surgía siempre que se encontraba en el Exterior, pero no estaba en el Exterior. Había entrado en una habitación sin ventanas. Tenia que ser un truco de la iluminación.
Miró hacia el frente y deslizó lentamente los pies hacia delante. Extendió las manos. Lentamente. Mirando con intensidad.
Sus manos tocaron la tersura de una pared. Siguió palpando la superficie hasta el otro lado. Tocó lo que antes había identificado como un lavabo en aquel momento de visión y, guiándose por las manos, consiguió ver... vagamente, muy vagamente, en aquella abrumadora sensación de luz. Encontró el grifo, pero de él no salió ni una gota de agua.
Siguió palpando su curva hacia atrás y no encontró nada equivalente a los conocidos mandos que controlarían el caudal de agua. Si encontró, en cambio, una tira alargada cuya ligera aspereza la haría sobresalir de la pared circundante. Mientras deslizaba los dedos sobre ella, la oprimió débil y experimentalmente y la vegetación, que se prolongaba mucho más allá del plano a lo largo del cual sus dedos le indicaban que existía la pared, quedó dividida inmediatamente por un riachuelo de agua que caía con rapidez desde lo alto hacia sus pies, con un fuerte ruido de salpicadura.
Saltó hacia atrás en un movimiento instintivo, de alarma, pero el agua se terminó antes de llegar a sus pies. No dejó de manar, pero no llegó al suelo. Alargó la mano. No era agua, sino una ilusión luminica de agua. No le mojó la mano; no notó nada. Pero sus ojos se resistían obstinadamente a la evidencia. Veían agua.
Siguió el riachuelo hacia arriba y al fin llegó a algo que si era agua, un chorro más delgado que salía del grifo. Estaba fría.
Sus dedos volvieron a encontrar la tira alargada y experimentó, oprimiendo aquí y allí. La temperatura cambió rápidamente y encontró el punto que producía agua de una tibieza satisfactoria.
No encontró jabón. Algo reacio, empezó a frotarse las manos una contra otra bajo aquel aparente manantial natural que debería empaparle de la cabeza a los pies pero no lo hacia. Y como si el mecanismo pudiera leerle el pensamiento o, más probablemente, como impulsado por la acción de restregarse las manos, notó que el agua se tornaba jabonosa, mientras el manantial que veía producía burbujas y se transformaba en espuma.
Aún reacio, se inclinó sobre el lavabo y se frotó la cara con la misma agua jabonosa. Se notó la barba incipiente, pero comprendió que no tenia ninguna posibilidad de encontrar una máquina de afeitar entre los aparatos de aquella habitación sin instrucciones.
Terminó y mantuvo las manos inmóviles debajo del agua. ¿Cómo detener el jabón? No tuvo que preguntarlo. Seguramente sus manos, que ya no se restregaban ellas mismas ni la cara, controlarían aquello. El agua perdió su tacto jabonoso y el jabón desapareció de sus manos. Se mojó la cara —sin frotársela—y también quedó enjuagada. Sin ayuda de la visión y con la torpeza de alguien no acostumbrado al sistema, consiguió empaparse toda la camisa.
¿Toallas? ¿Papel? Retrocedió, con los ojos cerrados, manteniendo la cabeza hacia delante para no mojarse aún más la ropa. Retroceder era, al parecer, la acción clave, pues notó una corriente de aire templado. Volvió la cara hacia ella y luego, las manos.
Abrió los ojos y descubrió que el manantial ya no fluía. Utilizó las manos y descubrió que ya no podía notar el agua real.
El nudo de su estómago haría rato que se había convertido en irritación. Reconocía que los Personales variaban mucho de un mundo a otro, pero aquella necedad de un Exterior simulado era demasiado.
En la Tierra un Personal era una enorme estancia comunitaria restringida a un solo género, con cubiculos privados de los que uno tenia la llave. En Solaria, uno entraba en un Personal a través de un estrecho corredor adosado a la casa, como si los solarianos confiaran en que así no sería considerado una aparte de su hogar, en ambos mundos, aunque tan distintos en todos los aspectos posibles, los Personales estaban claramente definidos y la función de todo lo que contenían era inequívoca. ¿Por qué debía haber, en Aurora, aquella rebuscada pretensión de rusticidad que camuflaba todas las partes de un Personal? ¿Por qué? De todos modos, su enojo le dejó poco espacio emocional para sentirse inquieto por la simulación del Exterior. Se movió en la dirección en la que recordaba haber visto la media puerta translúcida.
No era la dirección correcta. Sólo logró encontrarla siguiendo lentamente la pared y tras golpearse diversas partes del cuerpo contra distintas protuberancias.
Al final, se encontró orinando en la ilusión de un pequeño estanque que no parecía estar recibiendo el chorro como era debido. Sus rodillas le indicaban que apuntaba correctamente entre los lados de lo que él tomó como un urinario, y se dijo a si mismo que si estaba utilizando un receptáculo equivocado o errando la puntería la culpa no era suya.
Por un momento, cuando hubo terminado, pensó en volver a buscar el lavabo para enjuagarse nuevamente las manos, pero decidió no hacerlo. No se sentía con ánimos para afrontar la búsqueda y aquella falsa cascada.
En lugar de eso, siempre a tientas, encontró la puerta por la que había entrado, pero no supo que la había encontrado hasta que el contacto de su mano hizo que se abriera. La luz se extinguió inmediatamente y el resplandor normal y no ilusorio del día le rodeó.
Daneel le estaba esperando, junto con Fastolfe y Giskard.
Fastolfe dijo:
—Ha tardado casi veinte minutos. Empezábamos a inquietarnos por usted.
Baley se encolerizó.
—He tenido problemas con sus necias ilusiones—replicó, dominándose a duras penas.
Fastolfe frunció la boca y alzó las cejas en un silencioso: ¡ Oh-h! Dijo:
—Hay un contacto junto a la puerta que controla la ilusión. Puede atenuarla y permitirle ver la realidad a través de ella... o borrarla por completo, si lo desea.
—Nadie me lo había dicho. ¿Son así todos sus Personales? Fastolfe contestó:
—No. Los Personales de Aurora suelen poseer características ilusorias, pero la naturaleza de la ilusión varía según el individuo. A mi me gusta la ilusión de la vegetación natural, y cambio los detalles de vez en cuando. Uno llega a cansarse de todo, con el tiempo, ¿sabe? Hay personas que prefieren ilusiones eróticas, pero yo no soy de ésas.
»Naturalmente, cuando se está familiarizado con los Personales las ilusiones no presentan ningún problema. Las habitaciones son casi siempre iguales y uno sabe dónde está cada una. No es peor que moverse por un lugar bien conocido en la oscuridad... Pero, dígame, señor Baley, ¿por qué no ha salido a pedir instrucciones? Baley repuso:
—Porque no deseaba hacerlo. Admito que las ilusiones me han irritado mucho, pero las he aceptado. Al fin y al cabo, ha sido Daneel quien me ha traído al Personal y no me ha dado consejos ni instrucciones de ninguna clase. De haber sido por él, estoy seguro de que lo habría hecho, a fin de evitarme cualquier daño. Por lo tanto, he deducido que usted le había ordenado no advertirme y, como no le creo capaz de gastarme una broma tan pesada, he deducido que tenia una razón para hacerlo.
—¿Ah, si?
—Al fin y al cabo, usted me había pedido que le acompañara al Exterior y, cuando he accedido, me ha preguntado inmediatamente si quería ir al Personal. He supuesto que el motivo para someterme a una ilusión del Exterior era ver si podía soportarlo, o si me dejaba ganar por el pánico. Si podía soportarlo, usted se aventuraría a enfrentarse con la realidad. Pues bien, lo he soportado. Estoy un poco mojado, gracias, pero no tardaré en secarme.
Fastolfe dijo:
—Es usted muy sagaz, señor Baley. Le pido disculpas por la naturaleza de la prueba y por las molestias que le he ocasionado. Sólo intentaba evitar la posibilidad de molestias aún mayores. ¿Todavía desea salir conmigo?
—No sólo lo deseo, doctor Fastolfe. Insisto en hacerlo.
Echaron a andar por un pasillo, Daneel y Giskard pisándoles los talones.
Fastolfe comentó:
—Espero que no le importe que los robots nos acompañen. Los auroranos nunca vamos a ningún sitio sin un robot como mínimo, y en su caso concreto, debo insistir en que Daneel y Giskard estén siempre con usted.
Abrió una puerta y Baley trató de mantenerse firme ante el azote del sol y el viento, así como ante el extraño olor de la tierra aurorana.
Fastolfe se hizo a un lado y Giskard salió primero. El robot miró atentamente a su alrededor durante unos momentos. Dio la impresión de estar ejercitando todos sus sentidos al máximo. Miró hacia atrás y Daneel se reunió con él e hizo lo mismo.
—Déjelos un momento, señor Baley—dijo Fastolfe—, y nos comunicarán cuándo creen que podemos salir sin peligro. Permítame aprovechar la oportunidad para disculparme una vez más por la mala jugada que le hecho respecto al Personal. Le aseguro que habríamos sabido si tenia problemas, pues todos sus signos vitales estaban siendo registrados. Me complace, aunque no me sorprende demasiado, que haya adivinado mi propósito.—Sonrió y, con un titubeo casi imperceptible, puso la mano sobre el hombro izquierdo de Baley y le dio un amistoso apretón.
Baley se mantuvo rígido.
—Parece haber olvidado su mala jugada anterior; su aparente ataque contra mi con el especiero. Si me asegura que ahora nos trataremos con franqueza y honradez, consideraré que ambas cuestiones encerraban una intención razonable.
—¡Hecho!
—¿Podemos salir ahora? —Baley miró hacia Giskard y Daneel, que se habían alejado un poco, uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda, y seguían observando y percibiendo.
—Aún no. Darán toda la vuelta al establecimiento... Daneel dice que le ha invitado a entrar en el Personal con usted. ¿Hablaba en serio?
—Si. Sabia que él no tenia ninguna necesidad, pero he pensado que quizá sería descortés excluirle. No estaba seguro de la costumbre aurorana al respecto, a pesar de todo lo que he leído sobre asuntos auroranos.
—Supongo que no es una de las cosas que los auroranos consideran necesario mencionar y, naturalmente, los libros no pretenden asesorar a los visitantes terrícolas sobre esas cuestiones...
—¿Porque vienen tan pocos terrícolas?
—En efecto. La cuestión es que los robots nunca entran en los Personales. Es el único sitio donde los seres humanos pueden estar libres de ellos. Supongo que existe la creencia de que uno debe sentirse libre de ellos en ciertos periodos y ciertos lugares.
Baley objetó:
—Y, sin embargo, cuando Daneel estuvo en la Tierra con ocasión de la muerte de Sarton hace tres años, yo intenté mantenerle fuera del Personal Comunitario alegando que no tenia ninguna necesidad. No obstante, él se empeñó en entrar.
—E hizo muy bien. En aquella ocasión se le ordenó no dar ninguna muestra de no ser humano, por razones que usted recuerda muy bien. Sin embargo, aquí en Aurora... Ah, ya han terminado.
Los robots se acercaban a la puerta y Daneel les indicó que salieran.
Fastolfe alargó un brazo para cerrar el paso a Baley.
—Si no le importa, señor Baley, yo saldré primero. Cuente con paciencia hasta cien y luego reúnase con nosotros.
Baley, tras contar hasta cien, salió con aire decidido y echó a andar hacia Fastolfe. Tal vez tenia el rostro demasiado tenso, las mandíbulas demasiado apretadas, la espalda demasiado erguida.
Miró a su alrededor. El paisaje no era muy distinto del que había visto en el Personal. Tal vez Fastolfe había usado su propio jardín como modelo. La vegetación lo cubría todo y en un determinado lugar había un riachuelo que descendía por un declive. Quizá fuese artificial, pero no era una ilusión. El agua era real. Notó las salpicaduras cuando pasó cerca de él.
El conjunto producía una inexplicable sensación de serenidad. El Exterior de la Tierra, por lo poco que Baley había visto de el, parecía más salvaje e impresionante.
Fastolfe dijo, tocando levemente el brazo de Baley y haciendo un movimiento con la mano:
—Venga en esta dirección. ¡Mire allí! Un espacio entre dos árboles revelaba una extensión de hierba.
Por primera vez había una sensación de distancia, y en el horizonte aparecían unas casas amplias, de techo bajo, y de un color tan verde que casi se confundían con el campo.
—Esta es una zona residencial —explicó Fastolfe—. Quizá a usted no se lo parezca, ya que está acostumbrado a las tremendas colmenas de la Tierra, pero estamos en la ciudad aurorana de Eos, que es el centro administrativo del planeta. Aquí viven veinte mil seres humanos, lo que la convierte en la ciudad más grande, no sólo de Aurora sino de todos los mundos espaciales. Hay tantas personas en Eos como en toda Solaria—añadió con orgullo.
—¿Cuántos robots hay, doctor Fastolfe?
—¿En esta zona? Unos cien mil. En el conjunto del planeta hay una media de cincuenta robots por cada ser humano, no diez mil por humano como en Solaria. La mayor parte de nuestros robots están en nuestras granjas, en nuestras minas, en nuestras fábricas, en el espacio. Más bien tenemos escasez de robots, en particular de robots domésticos. La mayoría de auroranos deben conformarse con dos o tres de dichos robots, y algunos sólo con uno. Sin embargo, no querenos movernos en la dirección de Solaria.
—¿Cuantos seres humanos no tienen ningún robot doméstico?
—Absolutamente ninguno. Eso iría en contra del interés público. Si un ser humano, por la razón que fuese, no pudiera permitirse un robot, le sería concedido uno que, en caso necesario, sería mantenido con los fondos públicos.
—¿Qué sucede cuando la población aumenta? ¿Añaden más robots? Fastolfe meneó la cabeza.
—La población no aumenta. La población de Aurora es de doscientos millones y se ha mantenido estable durante tres siglos. Es el número deseado. Sin duda lo habrá leído en los libros que ha consultado.
—Si, lo he leído—admitió Baley—, pero me resistía a creerlo.
—Permítame asegurarle que es verdad. Eso nos proporciona a cada uno amplios terrenos, amplio espacio, amplia intimidad y una amplia parte de los recursos mundiales. No hay tantas personas como en la Tierra, ni tan pocas como en Solaria.—Alargó un brazo para que Baley lo cogiera, a fin de que pudieran seguir andando.
—Lo que ve—dijo Fastolfe—es un mundo domesticado. Esto es lo que quería enseñarle, señor Baley.
—¿No encierra ningún peligro?
—Siempre hay algún peligro. Tenemos tormentas, desprendimientos de rocas, terremotos, ventiscas, avalanchas, uno o dos volcanes... La muerte accidental nunca puede eliminarse por completo. E incluso existen las pasiones de personas airadas o envidiosas, las locuras de los inmaduros y las insensateces de los necios. Sin embargo, estas cosas son poco im-portantes y no afectan demasiado a la civilizada tranquilidad que reina en nuestro mundo.
Fastolfe pareció rumiar sus palabras un momento, y luego suspiró y añadió:
—No querría que fuese de otro modo, pero tengo ciertas reservas intelectuales. Sólo hemos traído a Aurora las plantas y animales que consideramos útiles, ornamentales o ambas cosas. Hicimos todo lo posible para eliminar lo que consideramos maleza, sabandijas, o incluso lo que no fuera ejemplar. Seleccionamos seres humanos fuertes, sanos y atractivos, rigiéndonos por nuestros propios cánones, naturalmente. Hemos intentado... Pero veo que sonríe, señor Baley.
Baley no sonreía. Su boca únicamente se había crispado.
—No, no—dijo—. No hay ningún motivo para sonreír.
—Lo hay, porque yo sé tan bien como usted que no soy precisamente atractivo según los cánones auroranos. La cuestión es que no podemos controlar del todo las combinaciones genéticas y las influencias infrauterinas. Hoy en día, por supuesto, con la creciente práctica de la ectogénesis, aunque espero que nunca llegue a extenderse tanto como en Solaria, a mi se me eliminaría en la última fase fetal.
—En cuyo caso, doctor Fastolfe, los mundos habrían perdido a un gran teórico de la robótica.
—Exactamente —convino Fastolfe, sin visible turbación—, pero los mundos nunca habrían llegado a saberlo, ¿verdad? En todo caso, hemos procurado establecer un equilibrio ecológico muy sencillo pero totalmente viable, un clima adecuado, una tierra fértil, y una distribución equitativa de los recursos. El resultado es un mundo que produce todo lo que necesitamos y que, si me permite generalizar, tiene en cuenta lo que queremos. ¿Quiere que le diga cuál es el ideal por el que hemos luchado?
—Hágalo, por favor—pidió Baley.
—Hemos trabajado para producir un planeta que, en conjunto, obedeciera las Tres Leyes de la Robótica. No hace nada que pueda dañar a los seres humanos, sea por comisión u omisión. Hace lo que nosotros queremos que haga, siempre que no le pidamos dañar a los seres humanos. Y se protege a si mismo, excepto en las ocasiones y los lugares en que debe servirnos o salvarnos a nosotros incluso a costa de dañarse a si mismo. En ningún otro sitio, ni en la Tierra ni en los otros mundos espaciales, es esto tan cierto como en Aurora.
Baley comentó tristemente:
—Los terrícolas también perseguíamos este fin, pero ya somos demasiado numerosos y deterioramos demasiado nuestro planeta en los días de nuestra ignorancia para que ahora podamos hacer algo al respecto... Pero, ¿qué hay de las formas de vida indígenas de Aurora? Sin duda no se encontraron con un planeta muerto.
Fastolfe contestó:@@@
—Ya sabe que no, si ha leído libros sobre nuestra historia. Aurora tenia vegetación y vida animal cuando llegamos, así como una atmósfera de nitrógeno y oxigeno. Eso era así en los cincuenta mundos espaciales. Cosa extraña, en todos los casos, las formas de vida eran escasas y no muy variadas. Tampoco se aferraban con demasiada tenacidad a su propio planeta. Nos impusimos, por así decirlo, sin lucha de ninguna clase... y lo que queda de la vida indígena está en nuestros acuarios, nuestros zoológicos, y en unas pocas zonas pri-mitivas que mantenemos con gran cuidado.
»No acabamos de entender por qué los planetas con vida que los seres humanos han encontrado han sido tan débiles en lo que respecta a conservar esa vida, por qué solo la Tierra ha desarrollado tantísimas y tan tenaces formas de vida, y por qué sólo la Tierra ha dado muestras de inteligencia.
Baley repuso:
—Quizá sea una coincidencia, el accidente de una exploración incompleta. Aún conocemos muy pocos planetas.
—Admito—dijo Fastolfe—que es la explicación más probable. En algún lugar tiene que haber un equilibrio ecológico tan complejo como el de la Tierra. En algún lugar tiene que haber vida inteligente y una civilización tecnológica. Sin embargo, la vida y la inteligencia de la Tierra se han extendido muchos parsecs en todas direcciones. Si hay vida e inteligen-cia en otro lugar, ¿por qué no se han extendido también... y por qué no nos hemos encontrado unos con otros?
—Por lo que sabemos, eso podría ocurrir mañana mismo.
—En efecto. Y si tal encuentro es inminente, con más razón no deberíamos esperar pasivamente. Porque nos estamos volviendo pasivos, señor Baley. Hace dos siglos y medio que no se ha colonizado un nuevo mundo espacial. Nuestros mundos son tan cómodos, tan agradables, que no deseamos dejarlos. Este mundo fue colonizado porque la Tierra se había tornado tan desagradable que los riesgos y peligros de mundos nuevos y vacíos parecían preferibles comparados con ella. Cuando finalizó el desarrollo de nuestros cincuenta mundos espaciales, Solaría fue el último, ya no había ningún estimulo, ninguna necesidad de ir a otro lugar. Y la misma Tierra se ha retirado a sus cuevas subterráneas de acero. Es el fin.
-Usted no puede creer eso.
—¿Si continuamos tal como estamos? ¿Si continuamos plácidos y cómodos e inmóviles? Si, lo creo. La humanidad debe ampliar su campo de acción si quiere seguir floreciendo. Un método de expansión es a través del espacio, a través de la colonización constante de otros mundos. Si no lo hacemos, alguna otra civilización que esté llevando a cabo dicha expansión nos dará alcance y nosotros no podremos contener su dinamismo.
—¿Acaso espera una guerra espacial... como una destrucción por hiperondas?
—No, dudo que eso fuera necesario. Una civilización que se este extendiendo por el espacio no necesitará nuestros pocos mundos y probablemente estará demasiado avanzada en el aspecto intelectual para imponer su hegemonía por medios tan drásticos. Sin embargo si estamos rodeados por una civilización más activa, más llena de vitalidad, nos marchitare-mos por la mera fuerza de la comparación; moriremos al darnos cuenta de lo que ha sido de nosotros y del potencial que hemos desperdiciado. Naturalmente, podríamos recurrir a otras expansiones; una expansión de conocimientos científicos o de vigor cultural, por ejemplo. No obstante, me temo que esas expansiones no son separables. Debilitarse en una es debilitarse en todas. Indudablemente, nos estamos debilitando en todas. Vivimos demasiado. Estamos demasiado cómodos.
Baley comentó:
—En la Tierra nos imaginamos a los espaciales como todopoderosos, como totalmente seguros de si mismos. No puedo creer que uno de ustedes me esté diciendo esto.
—No se lo dirá ningún otro espacial. Mis teorías no están de moda. Los demás las encontrarían intolerables y no hablo a menudo de esas cosas con los auroranos. En cambio, hablo de dar un nuevo impulso al descubrimiento de otros mundos, sin expresar mis temores de las catástrofes que ocurrirán si abandonamos la colonización. En eso, al menos, he triunfado. Aurora ha considerado seriamente, incluso entusiásticamente, una nueva era de exploración y colonización.
—Lo dice—señaló Baley—sin que se le vea muy entusiasmado. ¿Por qué?
—Es que nos estamos acercando a mi motivo para destruir a Jander Panell.
Fastolfe hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó:
—Ojalá, señor Baley, pudiera entender mejor a los seres humanos. He pasado seis décadas estudiando las particularidades del cerebro positrónico y espero seguir dedicando mis esfuerzos a este problema durante quince o veinte más. En este tiempo, apenas he rozado el problema del cerebro humano, que es mucho más complicado. ¿Hay Leyes de Humánica igual que hay Leyes de Robótica? ¿Cuántas Leyes de Humánica podría haber y cómo pueden expresarse matemáticamente? No lo sé.
»Sin embargo, quizá llegue el día en que alguien enuncie las Leyes de la Humánica y entonces podré predecir los rasgos generales del futuro y sabré qué le espera a la humani-dad, en vez de limitarme a hacer conjeturas como hasta ahora, y sabré qué hacer para mejorar las cosas, en vez de limitarme a especular. A veces sueño con fundar una ciencia matemática a la que llamaría "psicohistoria", pero sé que no puedo y me temo que nadie lo hará jamás.
Guardó silencio.
Baley esperó, y luego preguntó suavemente:
—¿Y su motivo para destruir a Jander Panell, doctor Fastolfe? Fastolfe no pareció oír la pregunta. Al menos, no respondió. En cambio, dijo:
—Daneel y Giskard vuelven a hacernos señas de que el camino está despejado. Dígame, señor Baley, ¿se aventuraría a ir un poco más lejos?
—¿Adónde?—preguntó Baley con cautela.
—Hacia un establecimiento cercano. En esa dirección, al otro lado del prado. ¿Le molestará internarse tanto en el exterior? Baley apretó los labios y miró en aquella dirección, como intentando calibrar su efecto.
—Creo que lo soportaré. No preveo ningún problema.
Giskard, que estaba lo bastante cerca para oírle, se acercó aún más- sus ojos no brillaban a la luz del sol. Aunque su voz estuvo desprovista de emoción humana, sus palabras de-nunciaron su preocupación.
—Señor, ¿puedo recordarle que en el viaje hacia aquí sufrió graves molestias al descender al planeta— Baley se volvió hacia él. A pesar de sus sentimientos hacia Daneel y su actitud tolerante hacia los robots, no pudo reprimir una intensa sensación de desagrado. El más primitivo Giskard le resultaba sumamente repulsivo. Luchó por sofocar la ira que sentía y dijo:
—En la nave fui imprudente, muchacho, por culpa de una curiosidad excesiva. Me encontré ante una visión que no había experimentado nunca y no tuve tiempo para adaptarme. Esto es distinto.
—Señor, ¿siente ahora alguna molestia? ¿Me lo puede asegurar?
—Esto—dijo Baley con firmeza (recordándose a si mismo que el robot estaba sujeto a la Primera Ley e intentando mostrarse cortés con un montón de metal que, al fin y al cabo, tenían el bienestar de Baley como único objetivo)—no importa. He de cumplir con mi deber y no podré hacerlo si me escondo en lugares resguardados.
—¿Su deber?—preguntó Giskard como si no hubiera sido programado para comprender esa palabra.
Baley miró rápidamente en dirección a Fastolfe, pero éste se mantenía impasible y no parecía dispuesto a intervenir. Daba la impresión de estar escuchando con abstraído interés, como si sopesara la reacción de un robot de un tipo concreto ante una situación nueva y la comparase con correspondencias, variables, constantes y ecuaciones diferenciales que sólo él comprendía.
O eso pensó Baley. Le molestó formar parte de una observación de ese tipo y dijo, quizá demasiado bruscamente:
—¿Sabes lo que significa «deber»?
—Lo que ha de hacerse, señor —respondió Giskard.
—Tu deber es obedecer las Leyes de la Robótica. Y los seres humanos también tienen leyes, como tu amo, el doctor Fastolfe, estaba diciendo ahora mismo, que han de obe-decerse. Yo he de hacer lo que me han encomendado. Es importante.
—Pero salir al descubierto cuando no...
—De todos modos, hay que hacerlo. Quizá algún día mi hijo vaya a otro planeta, uno mucho menos cómodo que éste, y se exponga al Exterior durante el resto de su vida. Y si yo pudiera, iría con él.
—Pero, ¿por qué haría tal cosa?
—Ya te lo he dicho. Lo considero mi deber.
—Señor, yo no puedo desobedecer las Leyes. ¿Puede usted desobedecer las suyas? Porque debo pedirle que...
—Puedo optar por no cumplir con mi deber, pero no lo haré... y a veces ésta es la compulsión más fuerte, Giskard.
Hubo un momento de silencio y luego Giskard preguntó:
—¿Le ocasionaría algún daño que yo lograra persuadirle de no seguir adelante?
—En cuanto a que entonces creería no estar cumpliendo con mi deber, me lo ocasionaría.
—¿Más daño que cualquier molestia que pueda sentir al aire libre?
—Mucho más.
—Gracias por explicármelo, señor—dijo Giskard, y a Baley le pareció ver una expresión satisfecha en el rostro casi impasible del robot. (La tendencia humana a personificar era irreprimible.) Giskard retrocedió y el doctor Fastolfe se decidió a intervenir.
—Ha sido muy interesante, señor Baley. Gis~ard necesitaba instrucciones antes de comprender plenamente cómo adaptar la respuesta de potencial positrónico a las Tres Leyes o, más bien, cómo iban a adaptarse esos potenciales en vista de la situación. Ahora sabe cómo comportarse.
Baley comentó:
—He observado que Daneel no ha hecho ninguna pregunta.
Fastolfe repuso:
—Daneel le conoce. Ha estado con usted en la Tierra y en Solaria... Pero, ¿qué le parece si seguimos andando? Iremos muy despacio. Mire atentamente a su alrededor y, si en cual-quier momento desea descansar, esperar, o incluso volver atrás, confío en que me lo hará saber.
—De acuerdo, pero ¿cuál es el propósito de este paseo? Ya que usted teme un posible malestar por mi parte, no creo que lo sugiriera sin tener una buena razón.
—Así es—respondió Fastolfe—. Supongo que querrá ver el cuerpo inerte de Jander.
—Como un formulismo, si, pero me inclino a pensar que no me revelará nada.
—Estoy seguro de ello, pero quizá también tenga la oportunidad de interrogar a la persona que era casi dueña de Jander en el momento de la tragedia. Sin duda le gustará hablar de la cuestión con algún ser humano aparte de mi mismo.
Pastolfe echó a andar lentamente, arrancando una hoja de un arbusto doblándola por la mitad y mordisqueándola.
Baley le miró con curiosidad, extrañado de que un espacial se llevara a la boca algo que estaba sin tratar, sin calentar e incluso sin lavar, cuando temían tantísimo las infecciones. Recordó que Aurora estaba libre (¿enteramente libre?) de microorganismos patógenos, pero de todos modos encontró la acción repugnante. La repugnancia no tenia por qué tener una base racional, pensó a la defensiva... y de pronto se sorprendió a punto de disculpar la actitud de los espaciales hacia los terrícolas.
¡Retrocedió! ¡Aquello era diferente! ¡Allí estaban implicados los seres humanos! Giskard se adelantó, dirigiéndose hacia la derecha. Daneel se quedó atrás y hacia la izquierda. El sol anaranjado de Aurora (Baley apenas notaba ya el tinte anaranjado) le calentaba ligeramente la espalda, desprovisto del calor que tenia el sol de la Tierra en verano (pero, ¿acaso sabia cuál era el clima y la estación en aquel sector de Aurora y aquel momento determinado?).
La hierba olo que fuese (parecía hierba) era un poco más gruesa y esponjosa que la de la Tierra, y el suelo era duro, como si no hubiese llovido en bastante tiempo.
Se dirigían hacia una casa que se levantaba algo más lejos, seguramente la casa del casi propietario de Jander.
Baley oyó el crujido de un animal en la hierba hacia la derecha, el repentino gorjeo de un pájaro oculto en un árbol detrás de él, los tenues zumbidos cuyos antepasados habían vivido en la Tierra. No tenían modo de saber que el pedazo de tierra donde habitaban no era lo único que existía o había existido jamás. Los mismos árboles y la misma hierba proce-dían de unos árboles y una hierba que en otro tiempo habían crecido en la Tierra.
Sólo los seres humanos podían vivir en aquel mundo y saber que no eran autóctonos sino que descendían de los terrícolas y, sin embargo, ¿lo sabían los espaciales realmente o preferían relegarlo al olvido? ¿Legaría, tal vez, un tiempo en que no lo sabrían? ¿En que no recordarían de qué mundo provenían o si había siquiera un mundo de origen?
—Doctor Fastolfe—exclamó súbitamente, en parte para librarse de unas reflexiones que empezaban a hacérsele opresivas—, aún no me ha dicho su motivo para destruir a Jander.
—¡Cierto! ¡No lo he hecho! Vamos a ver, señor Baley ¿por qué supone que he trabajado tanto para elaborar la base teórica de los cerebros positrónicos de los robots humaniformes?
—Lo ignoro.
—Pues bien, piense. La cuestión es diseñar un cerebro robótico lo más parecido posible al cerebro humano y, en mi opinión, eso requiere un cierto talento poético.—Hizo una pausa y su leve sonrisa se hizo más amplia—. Algunos de mis colegas siempre se molestan cuando les digo que, si una conclusión no está poéticamente equilibrada, no puede ser científicamente cierta. Me dicen que no saben lo que eso significa.
Baley declaró:
—Me temo que yo tampoco lo sé.
—Pero yo si. No puedo explicárselo, pero siento la explicación sin ser capaz de traducirla a palabras, y quizá por eso he alcanzado resultados que mis colegas no han podido alcanzar. Sin embargo, me vuelvo ampuloso, lo cual es un signo inequívoco de que debería volverme prosaico. Para imitar un cerebro humano, cuando no sé casi nada sobre el funcionamiento del cerebro humano, se requiere un salto intuitivo... algo que a mi me parece poesía. Y el mismo salto intuitivo que me daría el cerebro positrónico humaniforme sin duda debería darme nuevos conocimientos sobre el propio cerebro humano. Esa era mi creencia: que a través de la humaniformidad podría dar al menos un pequeño paso hacia la psicohistoria de la que le he hablado.
—Comprendo.
—Y si consiguiera elaborar una estructura teórica que desemboca en un cerebro positrónico humaniforme, necesitaría un cuerpo humaniforme donde implantarlo. Como comprenderá, el cerebro no existe por si mismo. Actúa recíprocamente con el cuerpo, de modo que un cerebro humaniforme en un cuerpo no humaniforme se convertiría, hasta cierto punto, en no humano.
—¿Esta seguro de eso?
—Absolutamente. Sólo tiene que comparar a Daneel con Giskard.
—¿Así que Daneel fue construido como objeto experimental para favorecer la comprensión del cerebro humano?
—Ha dado en el clavo. Trabajé dos décadas en esa labor con ayuda de Sarton. Tuvimos numerosos fracasos que hubieron de ser descartados. Daneel fue el primer éxito verdadero y, naturalmente, lo conservé como objeto de estudio y también por...—esbozó una sonrisa, como si admitiera una tontería—afecto. Al fin y al cabo, Daneel capta el concepto de deber humano, mientras que Giskard, con todas sus virtudes, tiene dificultades en hacerlo. Ya lo ha visto.
—¿Y la temporada que Daneel pasó conmigo en la Tierra, hace tres- años, fue su primera misión?
—La primera de cierta importancia, si. Cuando Sarton fue asesinado, necesitábamos algo que fuera un robot y resistiera las enfermedades infecciosas de la Tierra y, sin embargo, se pareciera lo bastante a un hombre para evitar los prejuicios antirrobóticos de los terrícolas.
—Es una asombrosa coincidencia que dispusieran de Daneel precisamente entonces.
—¿Oh? ¿Cree usted en las coincidencias? Yo opino que cuando quiera que se desarrollara un invento tan revolucionario como el robot humaniforme, surgiría alguna misión que requeriría su empleo. Probablemente habían surgido de modo regular misiones similares durante los años en que Daneel no existía, y como Daneel no existía, tuvieron que emplearse otras soluciones y dispositivos.
—¿Y han tenido éxito sus esfuerzos, doctor Fastolfe? ¿Comprende ahora el cerebro humano mejor que antes? Fastolfe había ido avanzando cada vez más lentamente y Baley había ido adaptando su paso al de su compañero. Ahora estaban parados, a medio camino entre el establecimiento de Fastolfe y el del otro. Era el punto más difícil para Baley, ya que estaba a la misma distancia de la protección en ambas direcciones, pero reprimió su creciente inquietud, decidido a no provocar a Giskard. No deseaba que un movimiento o un grito—o incluso una expresión—por su parte activara el molesto anhelo que Giskard tenia de salvarle. No quería que lo cogieran en brazos y lo llevaran al refugio más cercano.
Fastolfe no dio muestras de comprender la dificultad de Baley. Dijo:
—No cabe la menor duda de que se han hecho progresos en mentologia. Quedan enormes problemas que resolver, y quizá nunca se resuelvan, pero se ha avanzado. Sin embargo...
—¿Sin embargo?
—Sin embargo, Aurora no se da por satisfecha con un estudio puramente teórico del cerebro humano. Se han sugerido empleos para los robots humaniformes que no apruebo.
—Como el empleo en la Tierra.
—No, ése fue un breve experimento que yo aprobé por completo e incluso me fascinó. ¿Podría Daneel engañar a los terrícolas? Resultó que si, aunque, naturalmente, los terrícolas no tienen muy buena vista en lo que concierne a los robots. Daneel jamás engañaría a un aurorano, aunque me atrevo a asegurar que los futuros robots humaniformes estarán tan perfeccionados que podrán hacerlo. No obstante, se han propuesto otras misiones.
—¿Como cuáles? Fastolfe miró pensativamente hacia la lejanía.
—Ya le he dicho que este mundo estaba domesticado. Cuando inicié mi movimiento para alentar un nuevo periodo de exploración y colonización, no pensé en los supercómodos auroranos, o los espaciales en general, como posibles lideres. Más bien pensé en alentar a los terrícolas a ejercer el liderazgo. Con un mundo tan horrible, discúlpeme, y una vida tan corta, tienen tan poco que perder que sin duda acogerían con entusiasmo esa posibilidad, en especial si nosotros les ayudáramos tecnológicamente. Ya le hable de esto cuando le vi en la Tierra hace tres años. ¿Lo recuerda?—Miró de soslayo a Baley.
Imperturbable, Baley contestó:
—Lo recuerdo muy bien. De hecho, la idea me gustó tanto que he promovido un pequeño movimiento en esa dirección.
—¿De veras? Me imagino que no sería fácil. Hay que tener en cuenta la claustrofilia de todos ustedes, y su resistencia a abandonar los muros que les rodean
—Lo estamos combatiendo, doctor Fastolfe. Nuestra organización se propone salir al espacio. Mi hijo es un líder del movimiento y espero que llegará un día en que abandonará la Tierra a la cabeza de una expedición para colonizar un nuevo mundo. Si verdaderamente recibimos la ayuda tecnológica de la que usted habla... —Baley dejó la frase en suspenso.
—¿Si suministramos las naves, quiere decir?
—Y el resto del equipo. Si, doctor Fastolfe.
—Hay dificultades. Muchos auroranos no quieren que los terrícolas salgan al espacio y colonicen nuevos mundos. Temen la rápida difusión de la cultura terrícola, sus Ciudades colmena, su caos.—Se movió con desasosiego y añadió—: ¿Por qué estamos aquí parados? Sigamos adelante.
Echó a andar despacio y dijo:
—Yo he sostenido que no ocurriría nada de eso. He señalado que los colonos de la Tierra no serían terrícolas al estilo clásico. No estarían encerrados en Ciudades. Al llegar a un nuevo mundo, serían como los Padres auroranos al llegar aquí. Desarrollarían un equilibrio ecológico controlable y su actitud sería más aurorana que terrícola.
—¿No desarrollarían, entonces, todas las debilidades que usted encuentra en la cultura espacial, doctor Fastolfe?
—Quizá no. Aprenderían de nuestros errores. Pero eso es en teoría, pues ha surgido algo que hace discutible el argumento.
—¿Y qué es?
—El robot humaniforme. Verá, hay quienes ven al robot humaniforme como el colonizador perfecto. Son ellos quienes pueden construir los nuevos mundos.
Baley objetó:
—Ustedes siempre han tenido robots. ¿Quiere decir que esta idea no se había propuesto con anterioridad?
—Oh, si, pero siempre fue claramente inviable. Los robots no humaniformes ordinarios, sin una supervisión humana directa, construirían un mundo acorde con su propia naturaleza no humaniforme, y no podrían domesticar y construir un mundo adecuado para las mentes y los cuerpos más delicados y flexibles de los seres humanos.
—El mundo que construirían seguramente serviría como una primera aproximación razonable.
—Seguramente, señor Baley. Sin embargo, y como una muestra de la decadencia aurorana, nuestro pueblo considera que una primera aproximación razonable es irrazonablemente insuficiente. Por el contrario, un grupo de robots humaniformes, lo más parecidos posible a los seres humanos de cuerpo y de mente, lograrían construir un mundo que, al convenirles a ellos, también convendría inevitablemente a los auroranos. ¿Comprende el razonamiento?
—Perfectamente.
—Así pues, construirían un mundo tan perfecto, que cuando hubieran acabado y los auroranos estuvieran finalmente dispuestos a marcharse, nuestros seres humanos saldrían de Aurora para ir a otra Aurora. No habrían abandonado su hogar; sólo tendrían uno nuevo, exactamente igual que el anterior, donde continuar su decadencia. ¿Comprende también este razonamiento?
—Comprendo su enfoque de la cuestión, pero deduzco que los auroranos no lo hacen.
—Quizá no lo hagan. Creo que puedo defender eficazmente mis convicciones, si la oposición no arruina mi carrera política con este asunto de la destrucción de Jander. ¿Ve el motivo que se me atribuye? Me acusan de haberme embarcado en un programa de destrucción de robots humaniformes para impedir que sean utilizados en la colonización de otros planetas. O eso afirman mis enemigos.
Ahora fue Baley quien dejó de andar. Miró pensativamente a Fastolfe y dijo:
—Comprenderá, doctor Fastolfe, que a la Tierra le interesa el triunfo de su punto de vista.
—Y a usted también, señor Baley.
—Y a mi. Pero aún sin pensar en mi por un momento, sigue siendo vital para mi mundo que nuestro pueblo sea autorizado, alentado y ayudado a explorar la Galaxia; que conservemos nuestras propias costumbres- que no seamos condenados a una reclusión eterna en la Tierra, ya que allí sólo podemos perecer.
Fastolfe observó:
—Algunos de ustedes, creo yo, insistirán en permanecer recluidos.
—Naturalmente. Quizá lo hagan casi todos. Sin embargo, al menos algunos de nosotros, tantos como sea posible huiremos de allí en cuanto nos den permiso.
»Por lo tanto es mi deber, no sólo como representante de la ley de una gran fracción de la humanidad, sino como terrícola normal y corriente, ayudarle a limpiar su nombre, sea culpable o inocente. De todos modos, sólo puedo lanzarme con entusiasmo a esta labor si sé que, realmente, las acusaciones contra usted son injustificadas.
—¡Naturalmente! Lo comprendo.
—Entonces, en vista de lo que me ha contado sobre el motivo que se le atribuye, asegúreme una vez más que usted no lo hizo.
Fastolfe respondió:
—Señor Baley, me doy perfecta cuenta de que no tiene alternativa en este asunto. Sé muy bien que puedo decirle con toda impunidad, que soy culpable y que usted seguiría estando obligado por la naturaleza de sus necesidades y las de su mundo a trabajar conmigo para encubrir el hecho. En realidad, si yo fuera verdaderamente culpable, me sentiría obligado a dárselo, para que tomara ese hecho en consideración y, sabiendo la verdad, trabajara más eficazmente para rescatarme... y rescatarse a si mismo. Pero no puedo hacerlo, porque la verdad es que soy inocente. Por mucho que las apariencias estén contra mi, yo no destruí a Jander. Jamás se me había ocurrido tal cosa.
—¿Jamás? Fastolfe sonrió tristemente.
—Oh, quizá haya pensado una o dos veces que Aurora habría estado mejor si yo nunca hubiese elaborado los ingeniosos conceptos que condujeron al desarrollo del cerebro positrónico humaniforme, o que sería mejor que esos cerebros demostraran ser inestables o estar fácilmente sujetos a paralizaciones mentales. Pero sólo fueron pensamientos fugaces. Ni por una milésima de segundo pensé en llevar a cabo la destrucción de Jander por esta razón.
—Entonces, debemos destruir este motivo que le atribuyen.
—Bien. Pero, ¿cómo?
—Podríamos demostrar que no tiene ningún objeto. ¿De qué sirve destruir a Jander? Pueden construirse más robots humaniformes. Miles. Millones.
—Me temo que no es así, señor Baley. No puede construirse ninguno. Sólo yo sé cómo diseñarlos, y, mientras la colonización robótica sea un posible destino, me niego a construir más. Jander se ha ido y sólo queda Daneel.
—Otros descubrirán el secreto.
Fastolfe alzó la barbilla.
—Me gustaría ver al robótico capaz de eso. Mis enemigos han fundado un Instituto de Robótica sin más propósito que desarrollar los métodos que existen tras la construcción de un robot humaniforme, pero no lo lograrán. No lo han logrado hasta ahora y sé que no lo lograrán.
Baley frunció el ceño.
—Si usted es el único hombre que conoce el secreto de los robots humaniformes, y sus enemigos están desesperados por saberlo, ¿no intentarán arrancárselo?
—Por supuesto. Amenazando mi existencia política, tal vez provocando algún castigo que me impida trabajar en ese campo, con lo cual también pondrían fin a mi existencia pro-fesional, esperan inducirme a compartir el secreto con ellos. Incluso pueden hacer que la Asamblea Legislativa me ordene compartir el secreto bajo pena de confiscación de bienes, reclusión... ¿quién sabe qué? Sin embargo, estoy decidido a sufrirlo todo—todo—antes que ceder. Pero no quiero tener que hacerlo, como es lógico.
—¿Conocen ellos su determinación de resistir?
—Eso espero. Se lo he dicho con toda claridad. Seguramente piensan que es una baladronada, que no hablo en serio. Pero se equivocan.
—Pero si le creen, pueden tomar medidas más graves.
—¿A qué se refiere?
—Pueden robarle sus documentos. Secuestrarle. Torturarle.
Fastolfe lanzó una estrepitosa carcajada y Baley enrojeció. Dijo:
—Detesto hablar como en un melodrama, pero ¿ha tomado en cuenta esa posibilidad? Fastolfe contestó:
—Señor Baley... En primer lugar, mis robots pueden protegerme. Sería necesaria una guerra a gran escala para capturarme o adueñarse de mi trabajo. Segundo, aunque se las arreglaran de algún modo para conseguirlo, ninguno de los robóticos contrarios a mi se atrevería a confesar que sólo podrá obtener el secreto del cerebro positrónico humaniforme robándomelo o arrancándomelo por la fuerza. Su reputación profesional quedaría arruinada. Tercero, esas cosas son impensables en Aurora. El más leve indicio de atentado poco ético contra mi haría que la Asamblea Legislativa, y la opinión pública, se inclinara en mi favor.
—¿Es eso cierto?—murmuró Baley, maldiciendo el hecho de tener que trabajar en una sociedad cuyos detalles no entendía.
—Si. Fíjese de mi palabra. Ojalá intentaran algo tan melodramático. Ojalá fueran tan increíblemente estúpidos para hacerlo. De hecho, señor Baley, me gustaría poder persuadir-le de que se mezclara con ellos, ganara su confianza, y les incitara a atacar mi establecimiento o asaltarme en un camino solitario... o cualquiera de esas cosas que, al parecer, son frecuentes en la Tierra.
Baley repuso con dignidad:
—No creo que ése sea mi estilo.
—Yo tampoco lo creo, de modo que ni siquiera intentaré llevar a cabo mis deseos. Y le aseguro que es una lástima, porque si no podemos persuadirles de que recurran al suicida método de la fuerza, harán algo mucho mejor, desde su punto de vista. Me destruirán por medio de falsedades.
—¿Qué falsedades?
—La destrucción de un robot no es lo único que me imputan. Eso ya es bastante grave y sería suficiente. Murmuran, por ahora sólo es un murmullo, que la muerte únicamente es un experimento mío y muy peligroso, por cierto. Murmuran que estoy elaborando un sistema para destruir cerebros humaniformes con rapidez y eficacia, a fin de que cuando mis enemigos creen sus propios robots humaniformes, yo, junto con los miembros de mi equipo, pueda destruirlos todos, impidiendo así que Aurora colonice nuevos mundos y dejando la Galaxia a mis aliados terrícolas.
—Sin duda no puede haber nada de verdad en esto.
—Claro que no. Ya le he dicho que son mentiras. Y mentiras ridículas, además. Ese método de destrucción no es siquiera teóricamente posible, y los del Instituto de Robótica no están a punto de crear sus propios robots humaniformes. Yo no puedo entregarme a una orgía de destrucción en masa aunque quisiera. No puedo.
—¿Significa eso que todo caerá por su propio peso?
—Desgraciadamente, no es probable que lo haga a tiempo. Quizá sea una patraña absurda, pero seguramente durará lo bastante para inclinar la opinión pública en contra mía hasta el punto de generar votos suficientes en la Asamblea Legislativa para derrotarme. A la larga, se reconocerá que es una patraña, pero entonces será demasiado tarde. Y dése cuenta de que la Tierra está siendo utilizada como cabeza de turco en todo este asunto. La acusación de que trabajo a favor de la Tierra es muy grave y muchos optarán por creerlo, a pesar de su buen juicio, debido a su aversión por la Tierra y los terrícolas.
Baley concretó:
—Lo que me está diciendo es que se está creando un resentimiento activo contra la Tierra.
Fastolfe contestó:
—Exactamente, señor Baley. La situación se agrava día a día para mi, y para la Tierra, y tenemos muy poco tiempo.
—Pero ¿no hay algún modo de echar por tierra esas acusaciones?—(Baley, abatido, decidió que ya era hora de recurrir al argumento de Daneel)—. Si usted estuviera tan ansioso por probar un método para la destrucción de un robot humaniforme, ¿por qué escoger uno de otro establecimiento, uno con el que quizá sería incómodo experimentar? Tenia a Daneel en su propio establecimiento. Estaba a mano y no presentaba ningún inconveniente. ¿No habría realizado el experimento con él si hubiera algo de verdad en el rumor?
—No, no—dijo Fastolfe—. Jamás lograría convencer a nadie de esto. Daneel fue mi primer éxito, mi triunfo. No le destruiría bajo ninguna circunstancia. Sin duda alguna, me volvería hacia Jander. Cualquiera se daría cuenta de eso y sería un tonto si intentara convencerles de que habría sido más lógico sacrificar a Daneel.
Habían echado a andar nuevamente, y estaban aproximándose a su punto de destino. Baley guardaba silencio, con los labios apretados.
Fastolfe preguntó:
—¿Cómo se siente, señor Baley? Baley contestó en voz baja:
—En lo que se refiere al Exterior, ni siquiera soy consciente de él. En lo que se refiere a nuestro dilema, creo que estoy tan cerca de darme por venado como es posible estar sin entrar voluntariamente en una cámara ultrasónica de desintegración cerebral. —Luego añadió con apasionamiento—: ¿Por qué me envió a buscar, doctor Fastolfe? ¿Por qué me ha encomendado este trabajo? ¿Qué le he hecho yo para que
—En realidad—dijo Fastolfe—, no fue idea mía y sólo puedo alegar mi desesperación.
—Entonces, ¿de quién fue la idea?
—La persona que vive en este establecimiento al que acabamos de llegar fue quien lo sugirió... y a mi no se me ocurrió nada mejor.
—¿La persona que vive en este establecimiento? ¿Por qué
—Elia.
—Bueno, pues, ¿por qué iba ella a sugerir tal cosa?
—¡Oh! No le he dicho que ella le conoce, ¿verdad, señor Baley? Ahí está, esperándonos.
Baley levantó los ojos, perplejo.
—Jehoshaphat—murmuró.
GLADIA
La mujer que estaba ante ellos dijo con una leve sonrisa: —Sabia que cuando volviera a verte, Elijah, esta sería la primera palabra que oiría.
Baley la miró fijamente. Había cambiado. Llevaba el cabello más corto y su cara reflejaba incluso más inquietud que dos años antes y, por alguna razón, parecía más de dos años mayor. Sin embargo, seguía siendo inequívocamente Gladia. Aún tenia la cara triangular, con los pómulos pronunciados y la barbilla pequeña. Aún era baja, aún era delgada, aún tenia un aspecto vagamente infantil.
Había soñado a menudo con ella—aunque no de un modo abiertamente erótico—tras regresar a la Tierra. Sus sueños siempre giraban en torno a su incapacidad de alcanzarla del todo. Siempre estaba allí, un poco demasiado lejos para hablarle fácilmente. Nunca le oía cuando la llamaba. Nunca estaba más cerca aunque él se aproximara.
No era difícil comprender por qué los sueños habían sido así. Ella era una persona nacida en Solaría y, como tal, raramente estaba en la presencia física de otros seres humanos.
Elijah le había sido prohibido porque era humano —y aparte de eso (naturalmente) porque procedía de la Tierra—. Aunque las exigencias del caso de asesinato que estaba inves-tigando les forzaron a encontrarse, ella se mantuvo cubierta a lo largo de sus relaciones, cuando estaban físicamente juntos, para evitar el contacto efectivo. Sin embargo, en su últi-mo encuentro y desafiando a todo buen sentido, le tocó fugazmente la mejilla con la mano desnuda. Sin duda sabia que eso podía contaminarla. Baley apreció mas la caricia, pues todos los aspectos de su educación solariana contribuían a hacerla impensable.
Los sueños se habían desvanecido con el tiempo.
Baley dijo, bastante estúpidamente:
—Eras tú quien poseías el...
Hizo una pausa y Gladia terminó la frase en su lugar.
—El robot. Y hace dos años, era yo quien poseía el marido. Destruyo todo lo que toco.
Sin saber realmente lo que haría, Baley alzó una mano para llevársela a la mejilla. Gladia pareció no advertirlo.
Dijo:
—Aquella primera vez acudiste en mi ayuda. Perdóname, pero tenia que recurrir nuevamente a ti... Entra, Elijah. Entre, doctor Fastolfe.
Fastolfe retrocedió para ceder el paso a Baley. Le siguió. Luego entraron Daneel y Giskard, y ellos, con la discreción característica de los robots, se dirigieron a unos huecos vacíos que había en la pared en lados opuestos y permanecieron silenciosamente en pie, de espaldas a la pared.
Por un momento, pareció que Gladia iba a tratarlos con la indiferencia que los seres humanos solían mostrar hacia los robots. Sin embargo, tras echar una ojeada a Daneel, se volvió y dijo a Fastolfe con voz ahogada:
—Ese. Por favor. Pídale que se marche.
Con un ligero movimiento de sorpresa, Fastolfe pregunto:
—¿Daneel?
—¡Es demasiado... demasiado parecido a Jander! Fastolfe se volvió a mirar a Daneel y una expresión de evidente dolor le contrajo momentáneamente el rostro.
¨—Por supuesto, querida. Debes perdonarme. No se me había ocurrido... Daneel, ve a otra habitación y quédate allí mientras estemos aquí.
Sin una palabra, Daneel salió.
Gladia miró un momento a Giskard, como para ver si también él se parecía demasiado a Jander, y luego se volvió con un ligero encogimiento de hombros.
Dijo:
—¿Les apetece algún refresco? Tengo una excelente bebida de coco, natural y fría.
—No, Gladia—contestó Fastolfe—. Yo me he limitado a traer al señor Baley como te prometí que haría. No me quedaré mucho rato.
—Si puedo tomar un vaso de agua—pidió Baley—, no te molestaré con nada más.
Gladia levantó una mano. Indudablemente estaba siendo observada, pues al cabo de un momento apareció un robot con un vaso de agua en una bandeja y un plato de algo semejante a unas galletas con un bulto rosado sobre cada una.
Baley no pudo evitar tomar una, aunque no estaba seguro de lo que podía ser. Tenia que ser algo originario de la Tierra, pues no creía que en Aurora, él—o cualquier otro—comiera una porción de la escasa biota natural del planeta o bien algo sintético. No obstante, los derivados de las especies alimenticias terrícolas podían cambiar con el tiempo, fuese a través de un cultivo deliberado o por la acción de un medio ambiente extraño, y el mismo Fastolfe lo había confirmado, a la hora del almuerzo, al declarar que la comida aurorana tenia un sabor al que había que estar acostumbrado.
Quedó agradablemente sorprendido. El sabor era fuerte y picante, pero lo encontró delicioso y casi en seguida cogió otra galleta. Dio las gracias al robot (que de lo contrario habría permanecido allí indefinidamente) y cogió todo el plato, así como el vaso de agua.
El robot salió.
La tarde tocaba a su fin y los rojizos rayos del sol entraban por las ventanas orientadas hacia el oeste. Baley tuvo la impresión de que aquella casa era más pequeña que la de Fastolfe, pero habría sido mas alegre si la triste figura de Gladia no hubiese provocado un efecto desalentador.
Naturalmente, eso podía ser imaginación de Baley. La alegría, en todo caso, le parecía imposible en una estructura que pretendía ser una casa y proteger a los seres humanos y, sin embargo, permanecía expuesta al Exterior tras cada pared. Ni una sola pared, pensó, tenia el calor de la vida humana al otro lado. No podía mirarse en ninguna dirección en busca de compañía y comunidad. Tras cada una de las paredes exteriores, todos los lados, el suelo y el techo, estaba el mundo inanimado. ¡ Frío! ¡ Frío! Y la frialdad envolvió al propio Baley cuando volvió a pensar en el dilema en que se encontraba. (Por un momento, la sorpresa de ver nuevamente a Gladia lo había alejado de su mente.) Gladia dijo:
—Vamos. Siéntate, Elijah. Debes disculparme por no ser enteramente yo misma. Por segunda vez, soy el centro de una sensación planetaria... y la primera fue más que su-ficiente.
—Lo comprendo, Gladia. Te ruego que no te disculpes —contestó Baley.
—Y en cuanto a usted, querido doctor, le ruego que no se sienta obligado a marcharse.
—Bueno...—Fastolfe lanzó una mirada a la banda horaria de la pared—. Me quedaré un rato, pero luego, querida, tendré que volver al trabajo sin más dilaciones. Debo hacerlo, en especial si se me prohibe ejercer toda actividad profesional en un futuro próximo.
Gladia parpadeó con rapidez, como para contener las lágrimas.
—Lo sé, doctor Fastolfe. Se encuentra en una posición muy delicada por lo... Io que sucedió aquí y yo no parezco tener tiempo para pensar en nada más que mi propia... inquietud.
Fastolfe declaró:
—Haré todo lo posible para solucionar mi propio problema, Gladia, y no hay necesidad de que tú te sientas culpable por lo ocurrido... Quizá el señor Baley pueda ayudarnos a los dos.
Baley apretó los labios al oír estas palabras, y luego dijo con abatimiento:
—No sabia, Gladia, que estuvieras implicada de algún modo en este asunto.
—¿Cómo no iba a estarlo? —respondió ella con un suspiro.
—¿Es, era, Jander Panell de tu propiedad?
—No exactamente. El doctor Fastolfe me lo había prestado.
—¿Estabas con él cuando...?—Baley dudó respecto a la mejor manera de expresarlo.
—¿Cuándo murió? ¿No podríamos decir que murió? No, no estaba con él. Y antes de que lo preguntes, no había nadie más en la casa en aquel momento. Estaba sola. Estoy sola con frecuencia. Casi siempre. Es mi educación solariana, ¿recuerdas? Claro que no es obligatorio. Vosotros dos estáis aquí y a mi no me importa... mucho.
—¿Y no hay ninguna duda de que estabas sola en el momento que Jander murió? ¿Es absolutamente seguro? —Ya te lo he dicho—replicó Gladia, un poco irritada—.
No, no importa, Elijah. Sé que debes cerciorarte de todos los detalles. Estaba sola. De veras.
—Sin embargo, había robots presentes.
—Si, por supuesto. Cuando digo asola», me refiero a que no había otros seres humanos presentes.
—¿Cuántos robots tienes, Gladia? Sin contar a Jander.
Gladia.hizo una pausa como si contara mentalmente. Al fin dijo:
—Veinte. Cinco en la casa y quince en el jardín. Los robots van y vienen libremente de mi casa a la del doctor Fastolfe, al igual que los suyos, de modo que no siempre es posible juzgar, cuando se ve rápidamente a un robot en cualquiera de los dos establecimientos, si es uno mío o uno de él.
—Ah—dijo Baley—, y ya que el doctor Fastolfe tiene cincuenta y siete robots en su establecimiento, eso significa que, entre los dos, hay un total de setenta y siete robots disponibles. ¿Hay otros establecimientos cuyos robots puedan mezclarse inadvertidamente con los vuestros? Fastolfe contestó:
—No hay ningún otro establecimiento lo bastante cerca para eso. Y la practica de mezclar robots no es muy corriente. Gladia y yo somos un caso especial porque ella no es aurorana y porque yo me siento... responsable de ella.
—Aun así. Setenta y siete robots—dijo Baley.
—Si—admitió Fastolfe—, pero ¿por qué se empeña en destacar este hecho? Baley repuso:
—Porque significa que tienen hasta setenta y siete objetos móviles, todos ellos con forma vagamente humana, a los que están acostumbrados a ver de refilón y a los que no prestarían particular atención. ¿No es posible, Gladia, gue si un verdadero ser humano se introdujera en la casa, con el propósito que fuera, tú no lo advertirías? Sería otro objeto móvil, de forma vagamente humana, y no le prestarías atención.
Fastolfe se rió entre dientes y Gladia, sin sonreír siquiera, meneó la cabeza.
—Elijah—dijo—, cualquiera puede ver que tú eres un terrícola. ¿Te imaginas que algún ser humano, incluso el doctor Fastolfe aquí presente, podría acercarse a mi casa sin que mis robots me informaran de ello? Yo podría pasar por alto una forma móvil, tomándola por un robot, pero un robot jamás lo haría. Ahora mismo estaba esperandoos cuando habéis llegado, pero sólo porque mis robots me habían informado de que os acercabais. No, no, cuando Jander murió, no había ningún otro ser humano en la casa.
—¿Excepto tú?
—Excepto yo. Igual que no había nadie en la casa excepto yo cuando mataron a mi marido.
Fastolfe intervino dulcemente:
—Hay una diferencia, Gladia. Tu marido fue asesinado con un objeto contundente. La presencia física del asesino era necesaria, y si tú eras la única persona que estaba presente, eso era muy grave. En este caso, Jander fue inutilizado por medio de un sutil programa hablado. La presencia física no era necesaria. El hecho de que estuvieras sola en la casa no significa nada, en especial porque no sabes bloquear la mente de un robot humaniforme.
Ambos se volvieron a mirar a Baley. Fastolfe con una expresión irónica, y Gladia con aire triste. (A Baley le irritó que Fastolfe, cuyo futuro era tan sombrío como el suyo propio, pareciese afrontarlo con humor.) «¿Qué tiene la situación de gracioso para hacer reír a alguien como un idiota?», pensó Baley con acritud.
—La ignorancia—declaró lentamente—puede no significar nada. Una persona puede no saber cómo ir a un cierto lugar y, sin embargo, puede darse la casualidad de que llegue a él andando a ciegas. Uno podría hablar con Jander y, sin saberlo, pulsar el botón del bloqueo mental.
Fastolfe preguntó:
—¿Y cuáles son las posibilidades de que eso ocurra?
—Usted es el experto, doctor Fastolfe, y supongo que me dirá que son muy pocas.
—Casi nulas. Una persona puede no saber cómo ir a un cierto lugar, pero si el único camino es una serie de cuerdas flojas tendidas en direcciones que cambian bruscamente, ¿qué posibilidades tiene de encontrarlo si anda a ciegas? Las manos de Gladia temblaron con gran agitación. Apretó los puños, como si quisiera inmovilizarlas, y las bajó hasta apoyarlas en las rodillas.
—Yo no lo hice, accidentalmente o no. No estaba con él cuando sucedió. No estaba. Habló con él por la mañana. Estaba bien, totalmente normal. Horas más tarde, cuando le llamé, no acudió. Fui a buscarle y estaba en su lugar habitual, con aspecto normal. Lo malo fue que no me respondió. No me respondió en absoluto. No ha vuelto a responder desde entonces.
Baley preguntó:
—¿No es posible que algo de lo que le habías dicho, totalmente de pasada, produjera el bloqueo mental después de que le dejaras... una hora después, por ejemplo? Fastolfe intervino con viveza:
—Es completamente imposible, señor Baley. Si ha de producirse un bloqueo mental, se produce en seguida. Haga el favor de no importunar a Gladia de este modo. Ella es incapaz de originar deliberadamente un bloqueo mental, y es impensable que lo originara de modo accidental.
—¿No es impensable que fuera ocasionada por un desplazamiento positrónico, como usted dice que tuvo que ocurrir?
—No tanto.
—Ambas alternativas son sumamente improbables. ¿Cuál es la diferencia en improbabilidades?
—Muy grande. Me imagino que un bloqueo mental por desplazamiento positrónico tiene una probabilidad de 1 entre 1012- por inducción accidental, de 1 entre 1016. No es más que un cálculo, pero muy razonable. La diferencia es mayor que la existente entre un solo electrón y todo el Universo, y está a favor del desplazamiento positrónico.
Hubo un silencio.
Baley señaló:
—Doctor Fastolfe, antes ha dicho que no podría quedarse mucho rato.
—Ya me he quedado demasiado.
—Bien. Entonces, ¿por qué no se marcha? Fastolfe empezó a levantarse, y luego preguntó:
—¿Por qué?
—Porque quiero hablar con Gladia a solas.
—¿Para importunarla?
—Debo interrogarla sin que usted intervenga continuamente. Nuestra situación es demasiado grave para preocuparnos por la cortesía.
Gladia declaró:
—No tengo miedo del señor Baley, querido doctor—añadió con melancolía—: Mis robots me protegerán si su descortesía resulta excesiva.
Fastolfe sonrió y contestó:
—Muy bien, Gladia. —Se levantó y le alargó la mano. Ella se la estrechó brevemente.
El dijo:
—Me gustaría que Giskard permaneciera aquí por razones de protección general... y Daneel continuará en la otra habitación, si no te importa. ¿Podrías prestarme uno de tus robots para que me escolte hasta mi establecimiento?
—Por supuesto—accedió Gladia, alzando los brazos—. Creo que ya conoces a Pandion.
—¡Naturalmente! Una escolta muy de fiar.—Salió, seguido de cerca por el robot.
Baley esperó, observando a Gladia, examinándola. Permanecía inmóvil, con los ojos fijos en las manos, que tenia unidas en el regazo.
Baley estaba seguro de que no se lo había dicho todo. Ignoraba cómo podría persuadirla a hablar, pero también estaba seguro de otra cosa. Mientras Fastolfe estuviera allí, no diría toda la verdad.
Finalmente Gladia levantó los ojos; y su rostro parecía el de una niña. Preguntó en voz baja:
—¿Cómo estás, Elijah? ¿Cómo te encuentras?
—Bastante bien, Gladia.
Ella añadió:
—El doctor Fastolfe me dijo que te traería aquí por el exterior y que procuraría hacerte esperar un rato en el peor lugar.
—¿Oh? ¿Con que fin? ¿Por simple diversión?
—No, Elijah. Yo le había contado cómo reaccionabas al aire libre. ¿Recuerdas aquella vez que te desmayaste y te caíste al estanque? Elijah meneó la cabeza rápidamente. No podía negar el suceso ni su recuerdo de él, pero tampoco aprobó la referencia. divo con aspereza:
—Ahora ya no soy así. He mejorado.
—Pero el doctor Fastolfe dijo que te sometería a una prueba. ¿Ha ido todo bien?
—Bastante bien. No me he desmayado.—Recordó el episodio a bordo de la astronave durante la aproximación a Aurora y los dientes le rechinaron levemente. Aquello fue dis-tinto y no había necesidad de explicarlo.
Cambiando deliberadamente de tema, preguntó:
—¿Cómo te llamo aquí? ¿Cómo me dirijo a ti?
—Has estado llamándome Gladia.
—Quizá sea inadecuado. Podría llamarte señora Delmarre, pero tal vez hayas...
Ella se sobresaltó y le interrumpió vivamente:
—No he usado ese hombre desde que llegué aquí. No lo uses tú tampoco, por favor.
—Entonces, ¿cómo te llaman los auroranos?
—Gladia Solaria, pero eso es sólo para indicar que soy extranjera y tampoco me gusta. Soy simplemente Gladia. Un nombre. No es un nombre aurorano y dudo que haya otro en este planeta, de modo que es suficiente. Yo seguiré llamándote Elijah, si no te importa.
—No me importa.
Gladia dijo:
—Me gustaría servir el té.—Fue una aseveración y Baley asintió.
Comentó:
—No sabia que los espaciales bebieran té.
—No es el té de la Tierra. Se trata de un extracto vegetal que es agradable pero no se considera perjudicial en ningún sentido. Lo llamanos té.
Levantó el brazo y Baley observó que la manga se mantenía ajustada a su muñeca y que unos finos guantes de color carne le recubrían las manos. Seguía exponiendo el mínimo de superficie corporal en su presencia. Seguía reduciendo al mínimo la posibilidad de infección.
Su brazo permaneció un momento en el aire y, al cabo de unos momentos, apareció un robot con una bandeja. Ese era incluso más primitivo que Giskard, pero distribuyó con eficiencia las tazas de té, los pequeños emparedados y las porciones individuales de pastel. Sirvió el té con gran desenvoltura.
Baley preguntó con curiosidad:
—¿Cómo lo haces, Gladia?
—¿Cómo hago qué, Elijah?
—Levantas un brazo siempre que quieres algo y el robot siempre sabe qué es. ¿Cómo ha sabido éste que querías el té?
—No es difícil. Cada vez que levanto el brazo, éste distorsiona un pequeño campo electromagnético que hay en la habitación. Las distintas posiciones de mi mano y mis dedos producen distintas distorsiones que mis robots pueden interpretar como órdenes. Sólo lo utilizo para órdenes sencillas: ¡Ven aquí! ¡Trae té!, y cosas por el estilo. —No he observado que el doctor Fastolfe usara este sistema en su establecimiento.
—No es un sistema realmente aurorano. Es el que utilizamos en Solaría y yo estoy acostumbrada a él. Además, siempre tomo el té a esta hora. Borgraf lo espera.
—¿Este es Borgraf?—Baley miró al robot con cierto interés, consciente de que antes sólo le había echado una ojeada. La familiaridad daba paso rápidamente a la indiferencia. Otro día y ni siquiera se fijaría en los robots. Estos evolucionarían a su alrededor sin ser vistos y las tareas parecerían hacerse solas.
Sin embargo, no quería dejar de fijarse en ellos. Quería que ellos dejaran de estar allí. Dijo:
—Gladia, quiero estar solo contigo. Sin robots... Giskard, ve a reunirte con Daneel. Puedes montar guardia desde allí.
—Si, señor—contestó Giskard, súbitamente alertado por el sonido de su nombre.
Gladia parecía divertida.
—Los terrícolas sois muy extraños. Sé que tenéis robots en la Tierra, pero no pareces saber tratarlos. Les gritas las órdenes, como si fueran sordos.
Se volvió hacia Borgraf y dijo en voz baja:
—Borgraf, ninguno de vosotros tiene que entrar en la habitación hasta que os llamemos. No nos interrumpáis si no es en caso de una emergencia clara e inmediata.
Borgraf contestó:
—Si, señora. —Retrocedió, echó una ojeada a la mesa como para asegurarse de que no había omitido nada, se volvió y salió de la habitación.
Ahora fue Baley quien se sintió divertido. Gladia había hablado en voz baja, pero su tono había sido tan tajante como el de un sargento mayor dirigiéndose a un recluta. Por otra parte, ¿de qué se sorprendía? Sabia muy bien que era más fácil ver las faltas de los demás que las propias.
Gladia dijo:
—Ya estamos solos, Elijah. Incluso los robots se han marchado.
Baley preguntó:
—¿No tienes miedo de estar sola conmigo? Lentamente, ella meneó la cabeza, en señal negativa.
—¿Por qué iba a tenerlo? Un brazo levantado, un gesto, un grito de alarma, y varios robots se presentarían al momento. No hay ninguna razón para que nadie tema a otro ser humano en un mundo espacial. Esto no es la Tierra. De todos modos, ¿por qué lo preguntas?
—Porque hay otros temores aparte de los físicos. Yo no te sometería a ninguna clase de violencia ni te maltrataría físicamente de ninguna manera. Pero, ¿no temes mi intervención y lo que pueda descubrir acerca de ti? Recuerda que esto tampoco es Solaria. En Solaría me compadecí de ti y luché con todas mis fuerzas para demostrar tu inocencia.
Ella preguntó en voz baja:
—¿Y ahora no te compadeces de mi?
—Esta vez no se trata de un marido muerto. Tú no eres sospechosa de asesinato. Sólo se trata de un robot que ha sido destruido y, que yo sepa, no eres sospechosa de nada. Mi problema es el doctor Fastolfe. Es de la mayor importancia para mi, por razones que no vienen al caso, que pueda, demostrar su inocencia. Si el proceso resulta ser perjudicial para ti, yo no podré evitarlo. No pienso desviarme de mi camino para ahorrarte sufrimientos. Es justo que te lo diga.
Ella irguió la cabeza y le miró a los ojos con arrogancia.
—¿Por que iba a haber algo perjudicial para mi?
—Quizá logremos averiguarlo—respondió Baley fríamente—. Ahora que el doctor Fastolfe no está aquí para interferir.—Pinchó uno de los pequeños emparedados con un tenedor (no tenia objeto cogerlo con los dedos y privar quizás a Gladia de todos los demás), lo trasladó a su plato, se lo metió en la boca y luego tomó un sorbo de té.
Ella le imitó emparedado por emparedado, sorbo por sorbo. Si él iba a mostrarse frío, ella también, al parecer.
—Gladia—dijo Baley—, es importante que sepa, exactamente, la relación que existe entre tú y el doctor Fastolfe. Vives cerca de él y los dos formáis virtualmente una sola comunidad robótica. El está preocupado por ti. No ha hecho ningún esfuerzo para defender su propia inocencia, aparte de declarar que es inocente, pero te defiende a ti con todas sus fuerzas en cuanto yo endurezco mi interrogatorio.
Gladia esbozo una sonrisa.
—¿Qué sospechas, Elijah? Baley contestó:
—No me respondas con evasivas. No quiero sospechar. Quiero saber.
—¿Te ha mencionado el doctor Fastolfe a Fanya?
—Si, en efecto.
—¿Le has preguntado si Fanya es su esposa o simplemente su compañera? ¿Si tiene hijos? Baley se movió con desasosiego. Naturalmente, podría haber formulado dichas preguntas. Sin embargo, en las estrecheces de la superpoblada Tierra, la intimidad era muy apreciada, precisamente porque casi había perecido. En la Tierra era virtualmente imposible no conocer todos los hechos sobre los asuntos familiares de los demás, de modo que uno nunca preguntaba y simulaba ignorancia. Era un engaño mantenido universalmente.
En Aurora, por supuesto, no regían las costumbres de la Tierra y, sin embargo, Baley se había guiado automáticamente por ellas. ¡Estúpido! Baley confeso:
—Aún no lo he preguntado. Dímelo.
Gladia explicó:
—Fanya es su esposa. Ha estado casado varias veces, consecutivas, claro, aunque el matrimonio simultáneo para alguno o ambos sexos no es algo inaudito en Aurora.—El leve desagrado con que lo dijo dio paso a una defensa igualmente leve—. En Solaría lo es.
»Sin embargo, el actual matrimonio del doctor Fastolfe probablemente se disolverá pronto. Entonces ambos serán libres de contraer nuevas uniones, aunque es frecuente que alguna o ambas partes no espere a la disolución para hacerlo... No digo que comprenda esta manera indiferente de tratar la cuestión, Elijah, pero así es cómo los auroranos establecen sus relaciones. Por lo que yo sé, el doctor Fastolfe es bastante escrupuloso. Siempre mantiene un matrimonio u otro y no busca nada fuera de él. En Aurora esto se considera anticuado y bastante tonto.
Baley asintió.
—Había deducido algo así por mis lecturas. Tengo entendido que el matrimonio tiene lugar cuando hay la intención de tener hijos.
—En teoría es así, pero hoy en día apenas nadie se toma eso en serio El doctor Fastolfe ya tiene dos hijos y no puede tener más, pero se vuelve a casar y solicita un tercero. Natu-ralmente se lo deniegan, y él lo sabe. Algunas personas ni siquiera se molestan en solicitarlo.
—Entonces, ¿por qué molestarse en casarse?
—El matrimonio implica ciertas ventajas sociales. Es bastante complicado y, como no soy aurorana, no estoy segura de comprenderlo.
—Bueno, no importa. Háblame de los hijos del doctor Fastolfe.
—Tiene dos hijas de dos madres distintas. Ninguna de las madres fue Fanya, por supuesto. No tiene hijos varones. Cada una de las hijas fue incubada en el seno materno, como es costumbre en Aurora. Ahora ya son adultas y tienen sus propios establecimientos.
—¿Está unido a sus hijas?
—No lo sé. Nunca habla de ellas. Una es roboticista y supongo que él tiene que estar en contacto con su trabajo. Creo que la otra ha presentado su candidatura para un puesto en el consejo de una de las ciudades o que ya lo ha conseguido. No lo se exactamente.
—¿Sabes si existen tensiones familiares?
—Me parece que no, pero eso no quiere decir nada, Elijah. Que yo sepa, está en buenas relaciones con todas sus esposas anteriores. Ninguna de las disoluciones se llevó a cabo con malos modos. En primer lugar, el doctor Fastolfe no es esa clase de persona. No me lo imagino acogiendo algo con nada más extremo que un bondadoso suspiro de resignación. Bromeará en su lecho de muerte.
Eso, al menos, tenia visos de ser cierto, pensó Baley. Dijo:
—Y las relaciones del doctor Fastolfe contigo. La verdad, por favor. No estamos en situación de esquivar la verdad para evitarnos turbaciones.
Ella levantó los ojos y le miró serenamente. Declaró:
—No hay ninguna turbación que evitar. El doctor Fastolfe es amigo mío, un buen amigo.
—¿Muy bueno, Gladia?
—Como he dicho... muy bueno.
—¿Estás esperando la disolución de su matrimonio para convertirte en su próxima esposa?
—No—respondió ella con calma.
—Entonces, ¿sois amantes?
—No.
—¿Lo habéis sido?
—No... ¿Te sorprende?
—Sólo necesito información—alegó Baley.
—Entonces, déjame contestar a tus preguntas de un modo coherente, Elijah, y no me las hagas a quemarropa como si esperaras sorprenderme para confesarte algo que, de otro mo-do, mantendría en secreto —Lo dijo sin ira aparente. Casi fue como si aquello la divirtiera.
Baley, enrojeciendo ligeramente, estuvo a punto de decir que ésta no era en absoluto su intención, pero, naturalmente lo era y no ganaría nada negándolo. Dijo en un sordo gruñido:
—Bueno, sigamos adelante.
Los restos del té permanecían sobre la mesa situada entre ellos. Baley se preguntó si, en circunstancias normales, ella no habría levantado el brazo y lo habría doblado un poco, y si el robot, Borgraf, no habría entrado silenciosamente y despejado la mesa.
¿Molestaba aquel desorden a Gladia, impulsándola a contestar con menos dominio de si misma? En ese- caso, tanto mejor... pero Baley tenia sus dudas, pues no veía que Gladia diera muestras del más leve desasosiego.
Gladia había vuelto a bajar los ojos y su cara pareció ensombrecerse y adquirir una cierta dureza, como si estuviera recordando un pasado que habría preferido borrar.
DjJO:
—Tú sabes la vida que llevaba en Solaria. No era una vida feliz, pero yo no conocería otra. Hasta que experimenté un poco de felicidad no me di cuenta de hasta qué punto, y cuán intensamente, mi vida anterior no había sido feliz. Obtuve el primer indicio a través de ti, Elijah.
—¿A través de mi?—exclamó Baley, sorprendido.
—Si, Elijah. Nuestro último encuentro en Solaria, espero que lo recuerdes, Elijah, me enseñó algo. ¡Te toqué! Me quité el guante, uno parecido al que llevo ahora, y te toqué la mejilla. El contacto no duró mucho. No sé lo que significó para ti... no, no me lo digas, no es importante... pero para mi significo mucho.
Levantó los ojos, sosteniendo la mirada de Baley con expresión desafiante.
—Para mi lo significo todo. Cambió mi vida. Recuerda, Elijah, que hasta entonces, tras mis pocos años de infancia nunca había tocado a un hombre, a ningún ser humano, en realidad, a excepción de mi marido. Y a mi marido le tocaba muy raramente. Como es lógico, había contemplado a hombres en triménsico, y así me había familiarizado con todos los aspectos físicos de los varones, absolutamente todos. En cuanto a eso, no tenia nada que aprender.
»Pero no tenia motivos para pensar que el tacto de un hombre podía ser muy diferente al de otro. Conocía el tacto de la piel de mi marido, conocía el tacto de sus manos cuando se decidía a tocarme, conocía el... todo. No tenia motivos para pensar que los demás hombres podían ser diferentes en algo. No había ningún placer en el contacto con mi marido, pero ¿por qué iba a haberlo? ¿Produce algún placer particular en el contacto de mis dedos con esta mesa, excepto en el sentido de que puedo apreciar su suavidad física? »El contacto con mi marido formaba parte de un ritual esporádico que él ejercía porque se consideraba obligado y, como buen solariano, lo llevaba a cabo según el calendario y el reloj, y la duración y el modo prescrito por la buena educación. Sólo que, en otro sentido, no fue buena educación, pues aunque el estricto propósito de ese contacto periódico eran las relaciones sexuales, mi marido no había solicitado tener un hijo y creo que no le interesaba concebir uno. Y yo le temía demasiado para solicitarlo por mi propia iniciativa, a lo cual tenia derecho.
»Cuando lo recuerdo, veo que la experiencia sexual era rutinaria y mecánica. Nunca tuve un orgasmo. M una sola vez. Deduje que existía tal cosa por algunas de mis lecturas, pero las descripciones únicamente me desconcertaron y, como sólo podían encontrarse en libros importados, ya que los libros solarianos jamás abordaban el tema del sexo, no podía fiarme de ellas. Pensé que sólo eran metáforas exóticas.
»Tampoco pude experimentar, satisfactoriamente, al menos, el autoerotismo. Creo que masturbación es el término vulgar. Al menos, he oído usar esa palabra en Aurora. Como es natural, en Solaría jamás se habla de ningún aspecto del sexo, ni se usa ninguna palabra relacionada con el sexo entre la gente educada... Y claro, en Solaría no hay otra clase de gente.
»Por cosas que leí de vez en cuando, tenia una idea aproximada de lo que había que hacer para masturbarse y, en varias ocasiones intenté hacer lo que se describía. No pude llevarlo a término. El tabú de tocar carne humana haría que incluso la mía me pareciese prohibida y desagradable. Podía pasarme la mano por el costado, cruzar una pierna sobre la otra, sentir la presión de un muslo contra el otro, pero eran contactos accidentales, no deliberados. Convertir el contacto en un instrumento de placer deliberado era distinto. Todas las fibras de mi ser sabían que no debía hacerse y, como yo lo sabia, no conseguía sentir placer.
»Y nunca se me ocurrió, ni una sola vez, que el contacto podía producir placer en otras circunstancias. ¿Por qué iba a ocurrírseme? ¿Cómo podía ocurrírseme? »Hasta que te toqué aquella primera vez. Por que lo hice no lo sé. Sentí una oleada de afecto hacia ti porque me habías salvado de ser una asesina. Y además, no estabas totalmente prohibido. No eras un solariano. No eras, perdóname, enteramente un hombre. Eras una criatura de la Tierra. Eras humano en apariencia, pero tu corta vida y tu propensión a las infecciones te convertían en algo semihumano, como mucho.
»Por lo tanto, ya que me habías salvado y no eras realmente un hombre, podía tocarte. Y por encima de todo esto, tu no me mirabas con la hostilidad y repugnancia de mi marido, o la indiferencia cuidadosamente disciplinada de alguien que me contemplara por triménsico. Te encontrabas allí mismo, eras palpable, y tus ojos reflejaban cordialidad e interés. Incluso temblaste cuando acerque la mano a tu mejilla. Lo vi.
»Por qué ocurrió, no lo sé. Fue un contacto muy fugaz y no había razón para que la sensación física fuera distinta de lo que habría sido si hubiera tocado a mi marido o a cual-quier otro hombre, o quizá incluso a una mujer. Pero hubo algo más que la sensación física. Estaba allí, lo acogiste con agrado, me diste muestras de lo que yo interpreté como... afecto. Y cuando nuestras pieles, mi mano y tu mejilla entraron en contacto, fue como si hubiera tocado un fuego que subió instantáneamente por mi mano y mi brazo y me inflamó por completo.
»No sé cuánto duró, no pudo ser más de un momento pero el tiempo se detuvo para mi. Me sucedió algo que jamás me había sucedido antes y, al recordarlo mucho después cuando había aprendido algo acerca de ello, comprendí que casi había experimentado un orgasmo. »Intenté no demostrarlo...
(Baley, sin atreverse a mirarla, meneó la cabeza.)
—Bueno, entonces no lo demostré. Dije, «Gracias, EliJah». Lo dije por lo que habías hecho por mi en relación con la muerte de mi marido. Pero lo dije mucho más por iluminar mi vida y enseñarme, sin siquiera saberlo, qué había en la vida; por abrir una puerta; por revelar un camino por señalar un horizonte. El acto físico no fue nada en si mismo. Sólo un contacto. Pero supuso el principio de todo.
Su voz fue desvaneciéndose y, por un momento, no dijo nada, sumida en sus recuerdos.
Luego levantó un dedo.
—No. No digas nada. Aún no he terminado.
»Había tenido fantasías antes, cosas muy vagas e inciertas. Un hombre y yo haciendo lo que haría con mi marido, pero distinto de algún modo, ni siquiera sabia de qué modo, y sintiendo algo distinto, algo que ni siquiera podía imaginar cuando fantaseaba con todas mis fuerzas. Podría haber pasado toda mi vida tratando de imaginar lo inimaginable y podría haber muerto como deben de morir la mayoría de las mujeres de Solaria, y también los hombres, sin saber, incluso después de tres o cuatro siglos. Sin saber. Teniendo hijos, pero sin saber.
»Pero con sólo rozar tu mejilla, Elijah, lo supe. ¿No es sorprendente? Tú me enseñaste lo que podía imaginar. No la mecánica, no la remisa aproximación de cuerpos, sino algo que yo nunca habría relacionado con ello. La expresión de una cara, el brillo de unos ojos, la sensación de... dulzura... bondad... algo que ni siquiera puedo describir... aceptación... el derrumbamiento de la terrible barrera entre los individuos. Amor, supongo; una palabra adecuada para abarcar todo eso y más.
»Sentí amor por ti, Elijah, porque pensé que tú podrías sentir amor por mi. No digo que me amaras, sino que me pareció que podrías hacerlo. Era algo que yo nunca había experimentado y, aunque en la literatura antigua se hablaba de ello, sabia tan poco a qué se referían como cuando los hombres de esos mismos libros hablaban de "honor" y se mataban unos a otros por su causa. Acepté la palabra, pero nunca descifré su significado, y aún no lo he hecho. Y eso mismo me ocurrió con la palabra "amor", hasta que te toqué.
»Después de eso pude imaginar... y vine a Aurora recordándote, y pensando en ti, y hablándote mentalmente, y pensando que en Aurora encontraría un millón de Elijah.
Se detuvo, sumida en sus propios pensamientos por unos instantes, y luego prosiguió de repente:
—No fue así. Aurora, a su modo, resultó tan mala como Solaria. En Solaria, el sexo estaba mal. Era odiado y todos nos apartábamos de él. No podíamos amar por el odio que el sexo despertaba.
»En Aurora el sexo era aburrido. Se aceptaba con indiferencia, con naturalidad... con tanta naturalidad como respirar. Si uno sentía ese impulso, se acercaba a cualquiera que pareciese adecuado y, si esa persona adecuada no estaba entonces ocupada en algo que no podía dejar, se producía el contacto sexual en la forma más conveniente. Como respirar... Pero, ¿qué éxtasis hay en respirar? Si uno estuviera ahogándose, es posible que el primer aliento tras la privación de aire constituyera un inmenso deleite y alivio. Pero, ¿y si uno no se ahogaba nunca? »¿Y si uno pasaba de buena gana sin el sexo? ¿Y si se enseñaba a los niños igual que la lectura y la programación? ¿Si los niños debían experimentarlo como algo rutinario, y se esperaba que los niños mayores les ayudaran? »El sexo, permitido y libre, no tiene nada que ver con el amor en Aurora, como el sexo, prohibido y objeto de vergüenza, no tiene nada que ver con el amor en Solaria. En ambos casos, los niños son pocos y sólo pueden tenerse después de presentar una solicitud formal. Y entonces, si se concede el permiso, ha de haber un interludio sexual destinado únicamente a la concepción, tedioso y desagradable. Si después de un tiempo razonable, no hay fecundación, el espíritu se rebela y se recurre a la inseminación artificial.
»Con el tiempo, igual que en Solaria, no habrá más que ectogénesis, de modo que la fertilización y el desarrollo fetal tendrán lugar en genotaria, y el sexo quedará reducido a una forma de interacción social y a un juego que no tendrá más que ver con el amor que el polo espacial.
»No pude adaptarme a la actitud aurorana, Elijah Mi educación me lo impidió. Con terror, había buscado contactos sexuales y nadie rehusó... y nadie le dio importancia. Los ojos de los hombres eran inexpresivos cuando yo me ofrecía y continuaban inexpresivos cuando ellos aceptaban. Una más decían, ¿qué importa? Estaban dispuestos, pero no mucho más que dispuestos.
»Y tocarles no significaba nada. Podría haber estado tocando a mi marido. Aprendí a llegar hasta el final, a seguir su pauta, a aceptar su guía... y siguió sin significar nada. Ni siquiera logré sentir la necesidad de hacerlo para mi misma y por mi misma. La sensación que tú me habías proporcionado no volvió a producirse y, con el tiempo, renuncié »En todo esto, el doctor Fastolfe fue mi amigo. Sólo él, en toda Aurora, sabia todo lo que sucedió en Solaria. Al menos, eso creo. Ya sabes que no se hizo pública toda la historia y ciertamente no apareció en ese horrible programa de hiperondas sobre el que he oído hablar... Yo me negué a verlo.
»El doctor Fastolfe me protegió de la falta de comprensión por parte de los auroranos y de su desprecio general por los solarianos. También me protegió de la desesperación que se adueñó de mi al cabo de un tiempo.
»No, no fuimos amantes. Yo me habría ofrecido, pero cuando se me ocurrió que podría hacerlo, ya no creía que la sensación que tú habías despertado, Elijah, pudiera volver a producirse. Pensé que tal vez fuese una jugarreta de la memoria y me di por vencida. No me ofrecí. El tampoco lo hizo. No sé por que. Quizá vio que mi desesperación era producto de mi fracaso en encontrar algo útil en el sexo y no quiso acentuar la desesperación repitiendo el fracaso. Sería una muestra de bondad típica de él velar por mi de este modo... así que no fuimos amantes. Unicamente fue mi amigo en un momento en que yo necesitaba eso mucho más.
»Eso es todo, ElUah. Tienes la respuesta completa a las preguntas que me has hecho. Querías saber cuáles eran mis relaciones con el doctor Fastolfe y has dicho que necesitabas información. Ya la tienes. ¿Estás satisfecho? Baley intentó ocultar su aflicción.
—Siento mucho, Gladia, que la vida haya sido tan dura para ti. Me has dado la información que necesitaba. Me has dado más información de la que, tal vez, tú misma crees.
Gladia frunció el ceño.
—¿En qué sentido? Baley no contestó directamente. Dijo:
—Gladia, me alegro de que tu recuerdo de mi haya significado tanto para ti. No pensé ni por un momento cuando estaba en Solaría que estuviera impresionándote tanto y, aunque lo hubiera pensado, no habría intentado... Tú lo sabes.
—Lo sé, Elijah—admitió ella, ablandándose—. Y tampoco te habría servido de nada intentarlo. Yo no habría podido hacerlo.
—Lo se muy bien... Y tampoco ahora tomo lo que me has dicho como una invitación. Un contacto, un momento de penetración sexual, no necesitan ser más que eso. Es muy probable que nunca pueda repetirse y no debemos malograr esa experiencia única intentando resucitarla. Esta es una de las razones por las que ahora no... me ofrezco. El hecho de que no lo haga no debe interpretarse como un nuevo fracaso para ti. Además...
—Si.
—Como he dicho antes, quizá me hayas revelado más de lo que crees. Me has revelado que la historia no termina con tu desesperación.
—¿Por qué dices eso?
—Al hablarme de la sensación que te produjo el contacto con mi mejilla, has dicho algo así como «al recordarlo mucho después, cuando había aprendido algo acerca de ello comprendí que casi había experimentado un orgasmo». Pero luego has explicado que tus relaciones sexuales con los auroranos nunca fueron satisfactorias, y supongo que tampoco entonces experimentaste el orgasmo. Sin embargo, tienes que haberlo hecho, Gladia, si reconociste la sensación que experimentaste aquella vez en Solaria. No podrías recordarla e identificarla si no hubieras aprendido a amar satisfactoriamente. En otras palabras, has tenido un amante y has experimentado el amor. Si debo creer que el doctor Fastolfe no es ni ha sido tu amante, he de deducir que algún otro lo es... o lo ha sido.
—¿Y si fuera así? ¿En qué te concierne eso, Elijah?
—No sé si me concierne o no, Gladia. Dime quién es y, si resulta que no me concierne, no volveremos a hablar de ello.
Gladia guardó silencio.
Baley declaró:
—Si no me lo dices, Gladia, tendré que decírtelo yo. Antes te he advertido que no estoy en situación de ahorrarte ningún sufrimiento.
Gladia siguió callada, y las comisuras de sus labios emblanquecieron a causa de la presión.
—Tuvo que haber alguien, Gladia, y tu dolor por la pérdida de Jander es extremo. Has hecho salir a Daneel porque su cara te recordaba a Jander que no soportabas mirarle. Si me equivoco al suponer que fue Jander Panell...—Hizo una pausa, y luego añadió con aspereza—: Si el robot, Jander Panell, no era tu amante, dilo.
Y Gladia murmuró:
—Jander Panell, el robot, no era mi amante.—Luego, en voz alta y firme, dijo—: ¡Era mi marido! Los labios de Baley se movieron silenciosamente, pero fue como si articularan la exclamación tetrasílaba.
—Si—dijo Gladia—. ¡Jehoshaphat! Estás sorprendido. ¿Por qué? ¿Lo desapruebas? Baley contestó con voz apagada:
—No soy quién para aprobarlo o desaprobarlo.
—Lo cual significa que lo desapruebas.
—Lo cual significa que sólo busco información. ¿Cómo se distingue un amante de un marido en Aurora?
—Si dos personas viven juntas en el mismo establecimiento durante un periodo de tiempo, pueden referirse uno al otro como «esposa» o «marido», más que como «amante».
—¿Durante qué periodo de tiempo?
—Eso varía de una región a otra, según la opción local. En la ciudad de Edos, el periodo de tiempo es de tres meses.
—¿Se requiere también que durante ese periodo de tiempo uno se abstenga de tener relaciones sexuales con otros? Gladia enarcó las cejas con asombro.
—¿Por qué?
—Es una simple pregunta.
—La exclusividad es algo impensable en Aurora. Marido o amante, no hay diferencia. Uno tiene relaciones sexuales cuando quiere.
—¿Quisiste tú mientras estuviste con Jander?
—No, no quise, pero eso no significa nada.
—¿Se ofrecieron otros?
—De vez en cuando.
—¿Y tú rehusaste?
—Siempre puedo rehusar si quiero. Es parte de la no exclusividad.
—¿Pero rehusaste o no?
—Si, lo hice.
—¿Sabían aquellos a quienes rechazaste por qué sabías?
—¿A qué te refieres?
—¿Sabían que tenías un marido-robot?
—Tenía un marido. No le llames marido-robot. Esa denominación no existe.
—¿Lo sabían? Ella hizo una pausa.
—No sé si lo sabían.
—¿Se lo dijiste tú?
—¿Por qué razón iba a decírselo´?
—No contestes mis preguntas con preguntas. ¿Se lo dijiste
—No.
—¿Cómo pudiste evitarlo? ¿No crees que habría sido natural dar una explicación a tu negativa?
—Nunca es necesario dar una explicación. Una negativa es simplemente una negativa y se acepta siempre. No te comprendo.
Baley hizo un alto para ordenar sus pensamientos. Gladia y el no estaban en pugna, seguían caminos paralelos.
Empezó de nuevo.
—¿Habría parecido natural tener un robot por marido en Solaria?
—En Solaría habría sido impensable y yo jamás habría pensado en dicha posibilidad. En Solaría todo era impensable... Y en la Tierra también, Elijah. ¿Habría tomado tu esposa un robot por marido?
—Eso no viene al caso, Gladia.
—Tal vez, pero tu expresión ha sido respuesta suficiente. Quizá no seamos auroranos, tú y yo, pero estamos en Aurora. Yo llevo dos años viviendo aquí y acepto sus costumbres.
—¿Quieres decir que las relaciones sexuales entre humanos y robots son corrientes en Aurora?
—No lo sé. Sólo sé que se aceptan porque se acepta todo lo relacionado con el sexo, todo lo que sea voluntario, dé satisfacción mutua y no cause un daño físico a nadie. ¿Qué le importa a nadie cómo encuentra satisfacción un individuo o una combinación de individuos? ¿Se preocuparía alguien de los libros que visiono, de la comida que tomo, de la hora en que me voy a dormir o me despierto, de si me gustan los gatos o me desagradan las rosas? El sexo también es objeto de indiferencia... en Aurora.
—En Aurora—repitió Baley—. Pero tú no naciste en Aurora y no fuiste educada según sus normas. Hace un rato me has dicho que no pudiste adaptarte a esta misma indiferencia hacia el sexo que ahora ensalzas. Antes has expresado tu aversión por los matrimonios múltiples y la promiscuidad fácil. Si no explicaste a quienes rechazaste por qué los rechazabas debió de ser porque, en el fondo de ti misma, te avergonzabas de tener a Jander por marido. Tenias que saber, o sos pechar, o quizá sólo suponer, que era algo insólito, insólito incluso en Aurora, y te avergonzabas.
—No, Elijah, no lograrás hacerme confesar que me avergonzaba de ello. Si tener un robot por marido es insólito incluso en Aurora, se debe a que los robots como Jander son insólitos. Los robots que hay en Solaria, o en la Tierra, o en Aurora, a excepción de Jander y Daneel, no están diseñados para dar más que una satisfacción sexual muy primitiva. Quizá puedan usarse como instrumentos masturbatorios, como un vibrador mecánico, pero no mucho más. Cuando se propaguen los nuevos robots humaniformes, también se propagarán las relaciones sexuales entre humanos y robots.
Baley preguntó:
—¿Cómo llegó Jander a tu poder, Gladia? Sólo existían dos, ambos en el establecimiento del doctor Fastolfe. ¿Te dio él uno de ellos, la mitad del total, sin más?
—Si.
—¿Por que?
—Por simple bondad, me imagino. Yo estaba sola, desilusionada, triste; era una extraña en tierra extraña. Me dio a Jander para que me hiciera compañía y nunca podré agradecérselo bastante. Sólo duró medio año, pero ese medio año ha sido el mejor de mi vida.
—¿Sabia el doctor Fastolfe que Jander era tu marido? —Nunca aludió a ello, de modo que no lo sé.
—¿Aludiste tú a ello?
—No.
—¿Por qué no?
—No vi la necesidad... Y no, no fue porque estuviese avergonzada.
—¿Cómo ocurrió?
—¿Que no viera la necesidad?
—No. Que Jander se convirtiera en tu marido.
Gladia se envaró. Contestó con voz hostil:
—¿Por qué tengo que explicarte eso? Baley arguyó:
—Gladia, se está haciendo tarde. No me pongas las cosas más difíciles de lo que son. ¿Te apena que Jander se haya... se haya ido?
—¿Necesitas preguntarlo?
—¿Quieres descubrir lo que sucedió? Otra vez, ¿necesitas preguntarlo? —Pues ayúdame. Necesito toda la información que pueda conseguir si quiero empezar, sólo empezar, a hacer progresos en la resolución de un problema aparentemente insoluble. ¿Cómo se convirtió Jander en tu marido? Gladia se arrellanó en la butaca y los ojos se le llenaron súbitamente de lágrimas. Empujó el plato de migas que antes fueran pasteles y dijo con voz ahogada:
—Los robots ordinarios no llevan ropa, pero están diseñados para dar la impresión de que si la llevan. Habiendo vivido en Solaria, conozco muy bien a los robots y tengo un cierto talento artístico...
—Recuerdo tus obras—dijo Baley suavemente.
Gladia asintió.
—Hice unos cuantos diseños para nuevos modelos que, en mi opinión, tendrían más estilo y más interés que algunos de los que se utilizaban en Aurora. Algunas de mis pinturas, basadas en estos diseños, están colgadas en las paredes de esta habitación. Hay otras en otros lugares del establecimiento.
Baley desvió los ojos hacia las pinturas. Las había visto. Representaban robots, sin duda alguna. No eran naturalistas, sino que parecían alargadas y anormalmente curvadas. Obser-vó que las deformaciones estaban destinadas a poner de relieve, de un modo muy efectivo, aquellas porciones que, ahora que las miraba desde una nueva perspectiva, sugerían ropa. Por alguna razón, le recordaron unos trajes de criados que había visionado una vez en un libro dedicado a la Inglaterra victoriana de la época medieval. ¿Estaba Gladia al corriente de esas cosas, o sólo se trataba de una similitud casual? Probablemente era una cuestión insignificante, pero no algo (quizá) que debiera olvidarse.
Al fijarse en ellas por primera vez, había pensado que Gladia deseaba rodearse de robots a imitación de la vida en Solaria. Ella decía que odiaba aquella vida, pero eso sólo era un producto de su mente racional. Solaría había sido el único hogar que realmente había conocido y eso es algo difícil de olvidar... quizá imposible. Y quizá seguía siendo un factor en su pintura, aunque su nueva ocupación le diera un motivo más plausible.
Ella estaba hablando
—Tuve éxito. Varias empresas de fabricación de robots me pagaron bien los diseños y hubo numerosos casos de robots existentes que fueron remodelados según mis directrices. Eso me produjo una cierta satisfacción que, en alguna medida, compensó el vacío emocional de mi vida.
»Cuando el doctor Fastolfe me dio a Jander, yo tenia un robot que, naturalmente, llevaba ropa corriente. El querido doctor extremó su amabilidad hasta el punto de darme varias mudas de ropa de Jander.
»Toda ella era muy poco imaginativa y a mi me divirtió comprar lo que consideré más apropiado. Eso significó tomar sus medidas exactas, ya que mi intención era mandar hacer mis diseños... y para eso tuve que hacerle quitarse la ropa por etapas.
»Así lo hizo... y sólo cuando estuvo completamente desvestido me di cuenta de lo humano que era. No faltaba nada y las partes eréctiles eran, efectivamente, eréctiles. Realmente, estaba bajo lo que, en un humano se llamaría control consciente. Jander podía alcanzar la tumefacción y destumefacción a voluntad. Eso me lo dijo cuando le pregunté si su pene era funcional en este aspecto. Sentí curiosidad y me lo demostró.
»Debes comprender que, por mucho que pareciera un hombre, yo sabia que era un robot. Como sabes, tengo ciertos escrúpulos en tocar a los hombres, y es indudable que eso ha contribuido a mi incapacidad para tener relaciones sexuales satisfactorias con los auroranos. Pero aquél no era un hombre y yo había estado con robots toda mi vida. Podía tocar libremente a Jander.
»No tardé en darme cuenta de que me gustaba tocarle, y Jander no tardó en darse cuenta de ello. Era un robot muy perfeccionado que obedecía escrupulosamente las Tres Leyes. No dar placer cuando podía hacerlo habría sido desilusionar. La desilusión podía ser considerada como un daño y él no podía dañar a un ser humano. Por lo tanto, tuvo un cuidado infinito en darme placer y, como yo vi en él el deseo de dar placer, algo que nunca había visto en los hombres auroranos, realmente experimenté placer y, al fin, descubrí, plenamente, creo yo, lo que es un orgasmo.
Baley preguntó:
—Así pues, ¿fuiste completamente feliz?
—¿Con Jander? Por supuesto. Completamente.
—¿Nunca os peleasteis?
—¿Con Jander? ¿Acaso habría sido posible? Su única meta, la única razón de su existencia, era complacerme. —¿No te sentías molesta por ello? Sólo te complacía porque tenia que hacerlo.
—¿Qué motivo tenemos para hacer algo más que, por una u otra razón, tener que hacerlo?
—¿Y nunca experimentaste la necesidad de intentarlo de veras... de intentarlo con los auroranos después de haber aprendido a tener un orgasmo?
—Habría sido un sustituto insatisfactorio. Yo sólo quería a Jander... ¿Entiendes ahora lo que he perdido? La expresión normalmente grave de Baley se intensificó hasta la solemnidad. Repuso:
—Lo entiendo, Gladia. Si antes te he hecho sufrir, perdóname, porque entonces no lo entendía del todo.
Pero Gladia estaba llorando y él esperó, incapaz de decir nada más, incapaz de encontrar el modo de consolarla.
Finalmente ella meneó la cabeza y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Murmuró:
—¿Hay algo más? Baley contestó en tono de disculpa:
—Unas cuantas preguntas sobre otro tema y luego dejaré de molestarte.—Añadió cautelosamente—: Por ahora.
—¿De qué se trata?—Parecía muy cansada.
—¿Sabes que algunas personas parecen creer que el doctor Fastolfe fue responsable de la muerte de Jander?
—Si.
—¿Sabes que el mismo doctor Fastolfe admite que sólo él tiene la experiencia necesaria para matar a Jander en la forma que le mataron?
—Si. El querido doctor me lo dijo él mismo.
—Pues bien, Gladia, ¿crees tú que el doctor Fastolfe mató a Jander? Ella alzó los ojos hacia él, repentina y vivamente, y luego dijo con ira:
—Claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo? En primer lugar, Jander era su robot y significaba mucho para él. Tú no conoces al querido doctor como yo, Elijah. Es una buena persona que no haría daño a nadie y jamás haría daño a un robot. Suponer que mataría a uno es como suponer que una roca puede caer hacia arriba.
—No tengo nada más que preguntarte, Gladia, y lo único que me queda por hacer aquí, de momento, es ver a Jander, lo que queda de Jander, si tú me lo permites.
Ella volvió a mostrarse recelosa, hostil.
—¿Por qué? ¿Por qué?
—¡Gladia! ¡Por favor! No espero que sirva de nada, pero debo ver a Jander aún sabiendo que verle no servirá de nada. Haré todo lo posible para no herir tu sensibilidad.
Gladia se levantó. Su vestido, sencillo hasta el punto de no ser más que una ajustada funda, no era negro (como habría sido en la Tierra) sino de un color opaco que carecía totalmente de brillo. Baley, sin ser un experto en vestimenta, se dio cuenta de que representaba muy bien el luto.
—Ven conmigo—murmuró ella.
Baley siguió a Gladia a través de varias habitaciones, cuyas paredes despedían un ligero resplandor. En una o dos ocasiones advirtió un leve movimiento y dedujo que era un robot alejándose rápidamente, ya que tenían órdenes de no estorbar.
Luego atravésaron un pasillo y subieron un corto tramo de escaleras hasta llegar a una pequeña habitación en la que una parte de una pared brillaba como un foco.
La habitación contenía un catre y una silla; ningún otro mueble.
—Esta era su habitación—dijo Gladia. Luego, como en respuesta a los pensamientos de Baley, añadió—: Era todo lo que necesitaba. Yo le dejaba solo tanto como podía; a veces, todo el día. No quería cansarme nunca de él. —Meneó la cabeza—. Ahora lamento no haber pasado cada segundo en su compañía. No sabia que dispondríamos de tan poco tiem-po... Ahí está.
Jander estaba tendido en el catre y Baley le miró gravemente. El robot había sido cubierto con un material suave y reluciente. La pared luminosa alumbraba la cabeza de Jander, que era suave y casi inhumana de tan serena. Los ojos estaban abiertos, pero eran opacos y mates. Se parecía lo bastante a Daneel para justificar el malestar de Gladia ante la presencia de aquél. Su cuello y sus hombros desnudos estaban al descubierto.
Baley preguntó:
—¿Le ha examinado el doctor Fastolfe?
—Si, concienzudamente. Acudí a él desesperada y, si hubiera visto con qué rapidez vino, la inquietud que sentía, el dolor, el... el pánico, no pensarías que pudo haber sido responsable. No le fue posible hacer nada.
—¿Está desvestido?
—Si. El doctor Fastolfe tuvo que quitarle la ropa para examinarle. No tenia objeto volver a ponérsela.
—¿Me permitirías que levantara la cubierta, Gladia?
—¿Es necesario?
—No quiero que me acusen de haber pasado algo por alto.
—¿Qué puedes encontrar que el doctor Fastolfe no haya visto?
—Nada, Gladia, pero debo saber que no hay nada que encontrar. Te ruego que cooperes.
—De acuerdo, adelante, pero haz el favor de poner la cubierta tal como está ahora cuando hayas terminado.
Se volvió de espaldas a él y Jander, puso el brazo izquierdo contra la pared y apoyó la cabeza en él. No emitió ningún sonido, no hizo ningún movimiento, pero Baley comprendió que estaba llorando de nuevo.
El cuerpo no era, quizás, totalmente humano. Los contornos musculares habían sido simplificados y resultaban un poco esquemáticos, pero todo estaba allí: pezones, ombligo, pene, testículos, vello púbico y todo lo demás. Incluso algo de vello en el pecho.
¿Cuántos días habían transcurrido desde la muerte de Jander? Baley cayó en la cuenta de que no lo sabia, pero había sucedido antes de que él emprendiera su viaje a Aurora. Había transcurrido más de una semana y no había señales de descomposición, mi visual ni olfativamente. Una clara diferencia robótica.
Baley titubeó y luego pasó un brazo por debajo de los hombros de Jander y el otro por debajo de sus caderas, extendiéndolos hasta el otro lado. No pensó en pedir ayuda a Gla-dia; eso sería imposible. Tomó aliento y, con cierta dificultad, dio la vuelta a Jander sin tirarlo fuera del catre.
El catre crujió. Gladia debía de saber lo que estaba haciendo, pero no se volvió. Aunque no se ofreció a ayudarle, tampoco protestó.
Baley retiró los brazos. Jander estaba tibio. Probablemente la unidad motriz seguía haciendo algo tan simple como mantener la temperatura, incluso con el cerebro inoperante. El cuerpo también se notaba firme y elástico. Probablemente no pasaba por una etapa análoga al rigor mortis.
Uno de los brazos le colgaba ahora fuera del catre de un modo muy humano. Baley lo movió un poco y lo soltó. El brazo se balanceó ligeramente de delante a atrás hasta dete-nerse. Le dobló una pierna por la rodilla e inspeccionó el pie; luego hizo lo mismo con la otra. Las nalgas estaban perfectamente formadas e incluso tenía ano.
Baley no pudo dejar de sentir cierto desasosiego. La idea de que estaba violando la intimidad de un ser humano le obsesionaba. Si hubiera sido un cadáver humano, su frialdad y rigidez le habrían despojado de humanidad.
Pensó con inquietud: «El cadáver de un robot es mucho más humano que un cadáver humano.» Pasó nuevamente los brazos por debajo de Jander, lo levantó y le dio la vuelta.
Alisó la sábana lo mejor que pudo, luego volvió a colocar la cubierta tal como la había encontrado y la alisó igualmente. Retrocedió y juzgó que estaba igual que al principio... o casi
—He terminado, Gladia—anunció.
Ella se volvió, miró a Jander con ojos húmedos y dijo:
—¿Podemos irnos, entonces?
—Si, naturalmente, pero Gladia...
—Dime.
—¿Vas a conservarle de este modo? Me imagino que no se descompondrá.
—¿Importa que lo haga?
—En ciertos aspectos, si. Tienes que darte una oportunidad para recobrarte. No puedes pasar tres siglos de luto. Lo pasado pasado esta.—(Sus propias palabras le sonaron huecas y sentenciosas. ¿Cómo debían de sonarle a ella?) Gladia dijo:
—Sé que tus intenciones son buenas Elijah. Me han pedido que conserve a Jander hasta que la investigación haya terminado. Entonces solicitaré que sea desintegrado.
—¿Desintegrado?
—Sometido a la acción de una antorcha plasmática y reducido a sus elementos, como los cadáveres humanos. Yo tendré hologramas de el... y recuerdos. ¿Estas satisfecho?
—Naturalmente. Ahora debo regresar a casa del doctor Fastolfe.
—Si. ¿Has averiguado algo por el cuerpo de Jander?
—No esperaba averiguar nada, Gladia.
Ella le miró de frente. —Y Elijah, quiero que descubras quién hizo esto y por qué. Debo saberlo.
—Pero Gladia...
Ella sacudió violentamente la cabeza, como para apartar de si algo que no estaba dispuesta a oír.
—Sé que puedes hacerlo.
OTRA VEZ FASTOLFE
Baley salió de casa de Gladia a la puesta del sol. Se volvió hacia lo que supuso que sería el horizonte occidental y encontró el sol de Aurora, de un intenso color escarlata y coronado por delgadas franjas de nubes rojizas asentadas en un cielo verde manzana.
. Jehoshaphat—murmuró. Evidentemente, el sol de Aurora, más frío y anaranjado que el sol de la Tierra, acentuaba la diferencia en el ocaso, cuando su luz atravésaba un grosor mayor de Aurora.
Daneel iba detrás de él; Giskard, como antes, muy por delante.
Oyó la voz de Daneel junto a su oído:
—¿Estás bien, compañero Elijah?
—Muy bien—contesto Baley, satisfecho de si mismo—. Cada vez resisto mejor el Exterior. Incluso puedo admirar la puesta del sol. ¿Es siempre así? Daneel contempló desapasionadamente el sol poniente y dijo:
—Si. Pero apresurémonos en regresar al establecimiento del doctor Fastolfe. En esta época del año, el crepúsculo no dura mucho, compañero Elijah, y es preferible llegar allí mientras aún hay luz suficiente para ver.
—Estoy listo. Vamos.—Baley se preguntó si no sería mejor esperar a que oscureciera. No sería agradable no ver, pero, por otra parte, tendría la impresión de hallarse a cubierto... y, en el fondo, no estaba seguro de cuánto duraría aquella euforia que le producía la admiración de una puesta de sol (una puesta de sol en el Exterior, por supuesto). Pero eso sería una cobardía y él no era ningún cobarde.
Giskard retrocedió silenciosamente hacia él y le preguntó
—¿Preferiría esperar, señor? ¿Se sentiría mejor en la oscuridad? A nosotros no nos incomodaría.
Baley se percató de que había otros robots, más lejos, por todos lados. ¿Había desplegado Gladia a sus robots para que montaran guardia, o había Fastolfe enviado los suyos? Aquello demostraba lo mucho que todos se preocupaban por él y, perversamente, se negó a admitir su debilidad. Dijo:
—No, iremos ahora. —Luego echó a andar a paso vivo hacia el establecimiento de Fastolfe, que se veía entre los distantes árboles.
«Que los robots me sigan o no, como deseen», pensó con audacia. Sabia que, si se permitía pensar en ello, habría algo en su interior que se acobardaría ante la idea de hallarse sobre la corteza de un planeta sin más protección que el aire existente entre él y el gran vacío, pero no pensaría en ello.
Fue el regocijo de no sentir miedo lo que le hizo temblar las mandíbulas y castañetear los dientes. O quizá fue el fresco viento del atardecer, que también le produjo carne de gallina en los brazos.
No fue el Exterior.
No lo fue.
Preguntó entre dientes:
—¿Hasta qué punto conocías a Jander, Daneel? Daneel contestó: .—Pasamos algún tiempo juntos Desde la construcción del amigo Jander hasta que se fue al establecimiento de la señorita Gladia, estuvimos siempre juntos.
—¿Te molestaba, Daneel, que Jander se te pareciera tanto?
—No, en absoluto. Ambos sabíamos que éramos distintos compañero Elijah, y el doctor Fastolfe tampoco nos confundía. Por lo tanto, éramos dos individuos.
—¿Les diferenciabas tú también, Giskard?—Ahora estaban más cerca de él, quizá porque los demás robots se ocupaban de vigilar la parte más distante.
Giskard declaró:
—Que yo recuerde, nunca hubo ninguna ocasión en la que fuera importante hacerlo.
—¿Y si la hubiese habido, Giskard?
—Entonces podría haberlo hecho.
—¿Cuál era tu opinión de Jander, Daneel? Daneel preguntó a su vez:
—¿Mi opinión, compañero Elijah? ¿Sobre qué aspecto de Jander deseas mi opinión?
—¿Hacia bien su trabajo, por ejemplo?
—Indudablemente.
—¿Era satisfactorio en todos los sentidos?
—Que yo sepa, si.
—¿Qué dices tú, Giskard? ¿Cuál es tu opinión? Giskard dijo:
—Yo nunca fui tan amigo de Jander como el amigo Daneel, y no sería correcto que diera una opinión. Puedo decir que, por los datos que tengo, el doctor Fastolfe estaba satisfecho del amigo Jander. Parecía igualmente satisfecho del amigo Jander que del amigo Daneel. Sin embargo, no creo que mi programación me permita ofrecer una seguridad absoluta en estas cuestiones.
Baley preguntó:
—¿Qué me dices del periodo durante el que Jander estuvo al servicio de la señorita Gladia? ¿Seguiste viéndole, Daneel?
—No, compañero Elijah. La señorita Gladia lo conservaba en su establecimiento. Cuando ella visitaba al doctor Fastolfe, él no la acompañaba. Cuando yo iba con el doctor Fastolfe al establecimiento de la señorita Gladia, nunca veía al amigo Jander.
Baley no pudo ocultar su sorpresa. Se volvió hacia Giskard para formularle la misma pregunta, hizo una pausa, y luego se encogió de hombros. Aquello no le llevaría a ninguna parte, y tal como el doctor Fastolfe le había indicado antes, no servia de mucho interrogar a un robot. No dirían voluntariamente nada que dañara a un ser humano, y era imposible acorralarles, sobornarles o engatusarles para que lo hicieran. No mentirían abiertamente, sino que se limitarían a dar contestaciones inútiles.
Y quizá ya no importara.
Habían llegado a la puerta del establecimiento de Fastolfe y Baley notó que se le aceleraba la respiración. Estaba seguro de que el temblor de sus brazos y su labio inferior se debía, realmente, al frío viento.
El sol ya había desaparecido, se veían unas cuantas estrellas, el cielo iba adquiriendo un extraño color púrpura-verdoso que lo hacia parecer magullado, y Baley franqueó la puerta para refugiarse entre las cálidas y brillantes paredes.
Estaba a salvo.
Fastolfe salió a recibirle.
—Regresa a buena hora, señor Baley. ¿Ha sido fructífera su conversación con Gladia? Baley contestó:
—Muy fructífera, doctor Fastolfe. Incluso es posible que ya tenga la clave del enigma.
Fastolfe se limitó a sonreír cortésmente, de un modo que no reveló sorpresa, alegría ni incredulidad. Le precedió hasta lo que obviamente era un comedor, más pequeño y acogedor que aquel donde habían almorzado.
—Usted y yo, mi querido señor Baley—dijo Fastolfe con cordialidad—, tomaremos una cena informal. Los dos solos. Incluso despediremos a los robots si eso le complace. Y no hablaremos de trabajo a menos que usted se empeñe.
Baley no dijo nada, sino que se detuvo a mirar las paredes con asombro. Eran de un verde fluctuante y luminoso, con diferentes brillos y tintes que se acentuaban lentamente de abajo arriba. Aquí y allí se veían algunas hojas de un verde más oscuro y oscilantes destellos de luz. Las paredes hacían que la habitación pareciese una gruta bien iluminada al final de un brazo de mar. El efecto era vertiginoso; al menos, Baley lo encontró así.
Fastolfe no tuvo dificultades en interpretar la expresión de Baley. Dijo:
—Hay que estar acostumbrado, señor Baley lo admito... Giskard, atenúa la iluminación de la pared... gracias.
Baley exhaló un suspiro de alivio.
—Y gracias a usted, doctor Fastolfe. ¿Puedo ir al Personal, señor?
—Por supuesto.
Baley titubeó.
—¿Podría. . .? Fastolfe se rió entre dientes.
—Lo encontrará totalmente normal, señor Baley. No tendrá ninguna queja.
Baley inclinó la cabeza.
—Muchas gracias Sin aquel intolerable artificio, el Personal (le pareció que era el mismo que había usado con anterioridad) era simplemente lo que era, aunque mucho más lujoso y acogedor que ninguno de los que había visto hasta entonces. Era increíblemente distinto de los de la Tierra, donde hileras de unidades idénticas se sucedían indefinidamente, cada una de ellas marcada para uso de un individuo —y sólo uno—a la vez.
Parecía brillar con higiénica limpieza. Su capa molecular exterior debía de cambiarse por una nueva cada vez que se utilizaba. Baley tuvo la impresión de que, si permanecía bastante tiempo en Aurora, le resultaría difícil readaptarse a las multitudes de la Tierra, que relegaban la higiene y la limpieza a un segundo plano—algo a lo que prestar una obediencia distante—, convirtiéndolas en un ideal casi inalcanzable.
Baley, rodeado de artículos de marfil y oro (no auténtico marfil, sin duda, ni auténtico oro), brillantes y suaves, se sobrecogió repentinamente al pensar en el despreocupado intercambio de bacterias de la Tierra y todas las infecciones que llevaban consigo. ¿No era eso lo que sentían los espaciales? ¿Podía culparlos? Se lavó pensativamente las manos, tocando de vez en cuando la tira de mando para cambiar la temperatura. Y sin embargo, los auroranos eran tan innecesariamente extravagantes en sus decoraciones interiores, insistían tanto en pretender que vivían en un estado de naturaleza cuando habían domesticado y destruido la naturaleza... ¿O sólo Fastolfe lo era? Al fin y al cabo, el establecimiento de Gladia parecía mucho más austero. ¿O sólo era porque ella había sido educada en Solaria? La cena que siguió fue una verdadera delicia. También ahora, como en el almuerzo, Baley tuvo la clara sensación de estar más cerca de la naturaleza. Los platos fueron numerosos—todos distintos, todos en pequeñas porciones—y, en muchos casos, vio que en otro tiempo habían sido parte de plantas y animales. Empezaba a considerar los inconvenientes—un huesecillo ocasional, un cartílago, una hebra de fibra, que antes le habrían repelido—como una especie de aventura.
El primer plato fue un pescado pequeño—un pescado pequeño que se comía entero, con todos los órganos internos que pudiera tener—y eso le pareció, en el primer momento, otro modo estúpido de integrarse en la Naturaleza con una «N» mayúscula. Pero se tragó el pescado tal como hizo Fastolfe, y el sabor le hizo cambiar de opinión. Nunca había experimentado nada por el estilo. Fue como si de repente se hubieran inventado las papilas gustativas y se las hubieran insertado en la lengua.
Los sabores cambiaban de un plato a otro y algunos eran muy extraños y no del todo agradables, pero a Baley no le importó. La emoción de un sabor concreto, de distintos sa-bores concretos (a instancias de Fastolfe, tomó un sorbo de agua ligeramente condimentada entre uno y otro plato) era lo que contaba, no los pequeño detalles.
Intentó no dar muestras de avidez, no concentrar toda su atención en los alimentos, no lamer el plato. Continuó observando e imitando a Fastolfe y haciendo caso omiso de la expresión amable pero claramente divertida del otro.
—Confío—dijo Fastolfe—en que esto sea de su gusto.
—Muy bueno—consiguió articular Baley.
—Le ruego que no lleve la cortesía hasta el extremo de forzarse. No coma nada que le parezca extraño o desabrido. Haré que se lo cambien por cualquier cosa que le guste.
—No es necesario, doctor Fastolfe. Lo encuentro todo muy satisfactorio.
—Bien.
Pese a la proposición de Fastolfe de comer sin robots, fue un robot el que sirvió. (Fastolfe, acostumbrado a ello, probablemente ni siquiera advirtió ese hecho, pensó Baley; y él no mencionó el asunto.) Como era de esperar, el robot se movía en silencio y con movimientos impecables. Su bonita librea parecía sacada de algún drama histórico como los que Baley había visto por hiperondas. Sólo desde muy cerca se veía hasta qué punto el traje era una ilusión causada por la iluminación y hasta qué punto el exterior del robot era semejante a un suave acabado metálico.. y nada más.
Baley preguntó:
—¿Ha diseñado Gladia la superficie del camarero?
—Si —contestó Fastolfe, visiblemente complacido—. Se sentiría muy halagada de saber que ha reconocido su estilo. Es muy buena, ¿verdad? Su trabajo está alcanzando una gran popularidad y resulta muy útil para la sociedad aurorana.
La conversación durante la cena había sido agradable pero trivial Baley no había sentido la necesidad de «hablar de trabajo» y, de hecho, había preferido guardar largos silencios mientras saboreaba la comida -y dejaba que su subconsciente —o la facultad que sustituyera a la reflexión—decidiese cómo enfocar el asunto que ahora le parecía ser el punto central del problema de Jander.
Sin embargo, Fastolfe se le adelantó diciendo:
—Y ahora que ha mencionado a Gladia, señor Baley, ¿puedo preguntarle a qué se debe que haya partido hacia su establecimiento casi desesperado y haya vuelto tan animado y hablando de tener quizá la clave del enigma? ¿Ha averiguado algo nuevo, e inesperado, tal vez, en casa de Gladia?
—Así es—contestó Baley distraídamente, pues estaba absorto en el postre, que no logró reconocer, y del cual (después de que sus anhelantes miradas sirvieran de inspiración al camarero) le fue ofrecida una segunda reacción. Se sentía repleto. Nunca en su vida había gozado tanto del acto de comer y por primera vez lamentaba que los limites fisiológicos le impidieran seguir comiendo indefinidamente. No pudo dejar de sentirse avergonzado por ello.
—¿Y qué es eso nuevo e inesperado que ha descubierto? —preguntó Fastolfe con paciencia—. ¿Algo que yo mismo ignoro, tal vez?
—Tal vez. Gladia me ha dicho que usted le dio a Jander hace aproximadamente medio año.
Fastolfe asintió.
—Eso ya lo sabia. Así fue.
Baley preguntó vivamente:
—¿Por que? La afable expresión del rostro de Fastolfe se desvaneció lentamente. Luego preguntó:
—¿Por qué no? Baley replicó:
—No sé por que no, doctor Fastolfe. No me importa. Mi pregunta es: ¿Por qué? Fastolfe meneó levemente la cabeza y no dijo nada.
Baley declaró:
—Doctor Fastolfe, estoy aquí para desenmarañar lo que parece ser un verdadero lío. Nada de lo que usted ha hecho, nada, me ha facilitado las cosas. Más bien, tengo la impresión de que se ha complacido en demostrarme lo enrevesado que es el lío y en destruir cualquier especulación que yo exponga como una posible solución. No espero que los demás respondan a mis preguntas. Carezco de categoría oficial en este mundo y no tengo derecho a hacer preguntas, y aún menos a exigir respuestas.
»Sin embargo, usted es distinto. Yo estoy aquí a petición suya y estoy intentando salvar su carrera al mismo tiempo que la mía y, según su propia versión de los hechos, tratando de salvar a Aurora al mismo tiempo que a la Tierra. Por lo tanto, espero que conteste mis preguntas extensa y sinceramente. Le ruego que no adopte tácticas dilatorias, tales como preguntarme por qué no cuando yo le pregunto por qué. Y ahora, de nuevo... y por última vez: ¿Por qué? Fastolfe echó los labios hacia fuera y adoptó una expresión sombría.
—Discúlpeme, señor Baley. Si he vacilado en responder es porque, pensándolo bien, no parece haber ninguna razón demasiado dramática. Gladia Delmarre... no, ella no quiere que se use su apellido... Gladia es una extranjera en este planeta; ha sufrido experiencias traumáticas en su mundo natal, como usted ya sabe, y experiencias traumáticas en éste, como quizá no sepa...
—Si que lo sé. Haga el favor de ser más directo.
—Pues bien, me compadecí de ella. Estaba sola y pensé que Jander la ayudaría a sentirse menos sola.
—¿Se compadeció de ella? Nada más. ¿Son amantes? ¿Lo han sido?
—No, de ningún modo. Yo no me ofrecí. Ella, tampoco... ¿Por que? ¿Le ha dicho ella que fuimos amantes?
—No, no lo ha hecho, pero necesito una confirmación independiente, en todos los casos. Le avisaré cuando surja una contradicción; no debe preocuparse por eso. ¿Cómo es que, con su compasión por ella y el agradecimiento que Gladia siente por usted, no se ofreció ninguno de los dos? Tengo entendido que ofrecer sexo en Aurora es algo así como hablar del tiempo.
Fastolfe frunció el ceño.
—Usted no sabe nada de eso, señor Baley. No nos juzgue según las normas de su propio mundo. El sexo no es una cuestión de gran importancia para nosotros, pero cuidamos cómo lo utilizamos. Quizá a usted no se lo parezca, pero ninguno de nosotros nos ofrecemos con ligereza. Gladia, desconocedora de nuestras costumbres y sexualidades frustradas en Solaria, quizá se ofreció con ligereza, o desesperación, más bien, y, por lo tanto, no es sorprendente que no disfrutara con los resultados.
—¿No intentó usted mejorar la situación?
—¿Ofreciéndome? No soy lo que necesita y tampoco ella es lo que yo necesito. Me compadecí de ella. Me gusta. Admiro su talento artístico. Y quiero que sea feliz... Al fin y al cabo, señor Baley, convendrá conmigo en que las simpatías de un ser humano por otro no necesitan descansar sobre un deseo sexual o algo más que un honesto sentimiento humano. ¿Nunca se ha compadecido de nadie? ¿Nunca ha querido ayudar a alguien por la simple satisfacción de poner fin a sus desdichas? ¿Qué clase de planeta es el suyo? Baley repuso:
—Lo que dice esta justificado, doctor Fastolfe. No cuestiono el hecho de que sea usted un ser humano decente. Sin embargo, póngase en mi lugar. Cuando le he preguntado por qué había cedido Jander a Gladia, no me ha dicho lo que acaba de contarme ahora... y con considerable emoción, si me permite decirlo. Su primer impulso ha sido eludir la cuestión, titubear, ganar tiempo preguntando por qué no.
»Suponiendo que lo que finalmente me ha contado sea verdad, ¿por qué ha querido eludir la respuesta? ¿Qué razón, que usted no quería admitir, se le ha ocurrido antes de dar con la razón que si quería admitir? Perdóneme por insistir, pero debo saberlo... y no por curiosidad personal, se lo aseguro. Si lo que me dice no afecta en ningún sentido a este lamentable asunto, puede considerarlo arrojado a un agujero negro.
Fastolfe contestó en voz baja
—Con toda sinceridad, no estoy seguro de por qué he evadido la respuesta. Es posible que su pregunta me haya recordado algo que no quiero afrontar. Déjeme pensar, señor Baley.
Ambos guardaron silencio durante unos momentos. El camarero despejó la mesa y abandonó la habitación. Daneel y Giskard estaban en algún otro lugar (seguramente vigilando la casa). Baley y Fastolfe se encontraban al fin solos en una habitación sin robots.
Al cabo de unos minutos, Fastolfe declaró:
—No sé qué debo decirle, pero permítame retroceder algunas décadas. Tengo dos hijas. Quizá ya lo sepa. Son de dos madres distintas...
—¿Preferiría haber tenido hijos varones, doctor Fastolfe? Fastolfe pareció sinceramente sorprendido.
—No. En absoluto. Creo que la madre de mi segunda hija quería un varón, pero yo no di mi consentimiento para la inseminación artificial con esperma seleccionado, aunque fuese mío, e insistí en seguir la arbitrariedad natural de la genética. Antes de que me pregunte por qué, le diré que prefiero una cierta intervención del azar en la vida y porque creo que, en el fondo, quería la posibilidad de tener una hija. Habría aceptado un varón, naturalmente, pero no quería abandonar la posibilidad de una hija. No sé por qué, me gustan las hijas. Pues bien, tuve una segunda hija y quizá ésta fue una de las razones por las que su madre disolvió el matrimonio poco después de dar a luz. Por otra parte, un alto porcentaje de matrimonios se disuelven después de tener un hijo, de modo que quizá no deba buscar razones especiales.
—Deduzco que la madre se llevó a la criatura consigo.
Fastolfe lanzó una mirada perpleja a Baley.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa? Pero olvido que viene usted de la Tierra. No, claro que no. La niña habría sido llevada a una guardería, donde la habrían cuidado debidamente. Sin embargo—arrugó la nariz como si sus recuerdos le produjeran cierta turbación—, no fue criada allí. Decidí encargarme yo mismo de ella. Es legal hacerlo así, aunque muy poco frecuente. Yo era muy joven, claro, pero aunque todavía no había alcanzado el primer siglo de edad, ya destacaba en robótica.
—¿Lo logró?
—¿Criarla? Oh si. Me encariñé mucho con ella. La llamé Vasília. Era el nombre de mi madre, ¿sabe?—Se rió entre dientes—. Tengo una extraña vena de sentimentalismo... como mi afecto por mis robots. Por supuesto, no conocí a mi madre, pero su nombre constaba en mis gráficas. Creo que aún vive, de modo que podría verla, pero resulta muy embarazoso conocer a alguien que te ha llevado en sus entrañas. ¿Por dónde iba?
—Llamó Vasília a su hija.
—Si... y la crié y me encariñé con ella. Mucho. Yo veía los atractivos de hacer algo así, pero, naturalmente, eso incomodaba a mis amigos y tenia que mantenerla fuera de su vista cuando estaba con ellos, por razones sociales o profesionales. Recuerdo una vez...—Se interrumpió.
—¿Si?
—Hacia décadas que no pensaba en ello. Entró corriendo, llorando por algún motivo, y se echó a mis brazos cuando el doctor Sarton estaba conmigo, discutiendo uno de los primeros programas de diseño para robots humaniformes. Creo que sólo tenia siete años y, naturalmente, la abracé, la besé y abandoné lo que estaba haciendo, lo cual fue imperdonable por mi parte. Sarton se marchó, tosiendo y atragantándose... y muy indignado. Pasó una semana entera antes de que volviéramos a reunirnos para proseguir las deliberaciones. Supongo que los niños no deberían producir ese efecto sobre las personas, pero es que hay muy pocos niños y casi nunca se les ve.
—¿Y su hija, Vasília, le quería?
—Oh si... al menos, hasta que... Me quería mucho. Yo supervisaba su instrucción para que su mente se desarrollara al máximo.
—Ha dicho que ella le quiso hasta que... algo. No ha terminado la frase. Así pues, llegó un día en que dejó de quererle. ¿Cuándo fue eso?
—Se empeñó en tener su propio establecimiento cuando fue lo bastante mayor. Algo muy natural.
—¿Y usted se opuso?
—¿Cómo iba a oponerme? No, claro que no me opuse. Sigue usted suponiendo que soy un monstruo, señor Baley.
—¿Debo suponer, en cambio, que cuando ella alcanzo la edad en que debía tener su propio establecimiento, ya no sentía el mismo afecto por usted que cuando era efectivamente su hija y vivía en su establecimiento dependiendo de usted?
—No es tan sencillo. De hecho, fue bastante complicado. Verá...—Fastolfe pareció turbado—. La rechacé cuando se me ofreció.
—¿Se ofreció a usted?—repitió Baley, horrorizado.
—Nada más natural—dijo Fastolfe con indiferencia—. No conocía a nadie mejor que a mi. Yo la había instruido en todo lo referente al sexo, había alentado sus experimentos, la había llevado a los Juegos de Eros, había hecho todo lo posible por ella. Era algo de esperar y fui un tonto por no esperarlo y dejarme sorprender.
—¿Pero el incesto...? Fastolfe dijo:
—¿Incesto? Ah si, un término utilizado en la Tierra. En Aurora no existe tal cosa, señor Baley. Muy pocos auroranos conocen a su familia inmediata. Naturalmente, si se trata de contraer matrimonio y se solicitan hijos, se realiza una investigación genealógica, pero, ¿qué tiene eso que ver con el sexo social? No, no, lo anormal es que yo rechazara a mi propia hija.—Enrojeció, especialmente sus grandes orejas.
—¡Qué desatino!—murmuró Baley.
—Además, no tenia ningún motivo para hacerlo; al menos, ninguno que pudiera explicar a Vasília. Fue un gran error por mi parte no prever la cuestión y preparar los argumentos de un rechazo racional de alguien tan joven e inexperto, si fuera necesario, que no la hiriese ni humillara. Me avergüenza profundamente haber asumido la insólita responsabilidad de criar a una hija, sólo para someterla a una experiencia tan desagradable. Pensé que podríamos continuar nuestras relaciones como padre e hija, como amigos, pero ella no se dio por vencida. Cada vez que yo la rechazaba, por muy afectuosamente que intentara hacerlo, las cosas empeoraban entre nosotros.
—Hasta que finalmente...
—Finalmente ella quiso tener su propio establecimiento. Al principio yo me resistí, no porque no quisiera que lo tuviese, sino porque quería restablecer nuestros lazos de afecto antes de que se marchara. Nada de lo que hice dio resultado. Creo que fue la época más penosa de mi vida. Un día ella insistió, de un modo bastante violento, en marcharse y yo no pude seguir reteniéndola. Por entonces ella ya era una profesional de la robótica me alegro de que no abandonara la profesión por resentimiento hacia mi, y podía encontrar un establecimiento sin mi ayuda. De hecho, así ocurrió, y desde entonces hemos mantenido poco contacto.
Baley sugirió:
—Es posible, doctor Fastolfe, que, ya que no abandonó la robótica, no se sienta resentida con usted.
—Es lo que hace mejor y le interesa más. No tiene nada que ver conmigo. Lo sé porque, en un principio, pensé lo mismo que usted e intenté un acercamiento amistoso, pero no fue bien acogido.
—¿La encuentra a faltar, doctor Fastolfe?
—Claro que la encuentro a faltar, señor Baley. Esto demuestra que criar a un hijo es una gran equivocación. Cedes a un impulso irracional, un deseo atávico, que te lleva a inspirarle el amor más profundo y luego te somete a la posibilidad de tener que causarle un daño emocional permanente rechazándolo la primera vez que se te ofrece. Y por si esto fuera poco, te sometes a ti mismo a este irracional sentimiento de pesar causado por la ausencia. Es algo que no había sentido nunca y no he vuelto a sentir desde entonces. Tanto ella como yo hemos sufrido innecesariamente y la culpa es sólo mía.
Fastolfe se sumió en una especie de ensimismamiento y Baley preguntó con suavidad:
—¿Y qué tiene todo eso que ver con Gladia? Fastolfe se sobresalto.
—¡Oh! Lo había olvidado. Bueno, es muy sencillo. Todo lo que he dicho acerca de Gladia es verdad. Me gustaba. La compadecía. Admiraba su talento. Pero, además, se parece a Vasília. Advertí el parecido cuando vi el primer reportaje de hiperondas sobre su llegada de Solaria. Era muy notorio y me impulsó a interesarme por ella.—Suspiró—. Cuando comprendí que ella, como Vasília, se sentía frustrada sexualmente, no pude resistirlo. Dispuse que la establecieran cerca de mi, como ve. He sido su amigo y he hecho todo lo posible para evitarle las dificultades que supone la adaptación a un mundo extraño.
—Así pues, es como la sustituta de su hija.
—En cierto modo, si. Supongo que podríamos llamarlo así, señor Baley... Y no puede usted imaginar cuánto me alegro de que nunca se le pasara por la cabeza ofrecerse a mi. Rechazarla habría sido revivir mi rechazo de Vasília. Aceptarla por incapacidad para repetir el rechazo me habría amargado la vida, pues entonces habría pensado que hacia por esta extraña, este pálido reflejo de mi hija, lo que no había hecho por mi propia hija. En ambos casos... Pero no importa; ahora ya sabe por qué he titubeado en contestar. Pensar en ello me ha hecho recordar esta tragedia de mi vida.
—¿Y su otra hija?
—¿Lumen?—preguntó Fastolfe con indiferencia—. Nunca he tenido ningún contacto con ella, aunque recibo noticias suyas de vez en cuando.
—Tengo entendido que aspira a un cargo político.
—Si, a uno local. Es la candidata globalista.
—¿Qué es eso?
—¿El partido globalista? Apoyan únicamente a Aurora; sólo a nuestro propio globo, ¿comprende? Los auroranos deben ejercer el liderazgo en la colonización de la Galaxia. Los demás deben ser excluidos, hasta donde sea posible, en particular los terrícolas. Es lo que denominan «egoísmo ilustrado».
—Naturalmente, usted no comparte esa opinión. —Claro que no. Yo encabezo el partido humanista, donde creemos que todos los seres humanos tienen derecho a compartir la Galaxia. Cuando me refiero a «mis enemigos», estoy hablando de los globalistas.
—Así pues, Lumen es una de sus enemigas.
—Y Vasília también. Forma parte del Instituto de Robótica de Aurora, el IRA que se fundó hace unos cuantos años y está dirigido por robóticos que me consideran un demonio al que se debe derrotar a toda costa. Sin embargo, que yo sepa, mis diversas ex esposas son apolíticas, quizá incluso humanistas.—Sonrió irónicamente y añadió—: Bien, señor Baley, ¿ha preguntado todo lo que quería preguntar? Las manos de Baley buscaron inútilmente unos bolsillos en sus suaves y holgados pantalones auroranos—algo que había hecho periódicamente desde que empezara a llevarlos en la nave—y no los encontraron. Se conformó, como hacia algunas veces, cruzando los brazos sobre el pecho.
Dijo:
—En realidad, doctor Fastolfe, no estoy nada seguro de que haya contestado a mi primera pregunta. Tengo la impresión de que sigue eludiendo la respuesta. ¿Por qué dio Jander a Gladia? Pongámoslo todo al descubierto, a fin de que veamos la luz en lo que ahora parece oscuridad.
Fastolfe volvió a enrojecer. Quizá esta vez fuese de ira, pero siguió hablando en tono mesurado.
—No me presione, señor Baley. Ya le he contestado. Sentí lástima por Gladia y pensé que Jander le haría compañía. He sido más sincero con usted que con nadie, en parte por la situación en que me encuentro y en parte porque usted no es aurorano. A cambio, exijo un respeto razonable.
Baley se mordió el labio inferior. No estaba en la Tierra. No tenía autoridad oficial que le respaldara y estaba arriesgando algo más que su orgullo profesional.
Dijo:
—Le pido disculpas, doctor Fastolfe, si he herido sus sentimientos. No estaba acusándole de falta de sinceridad o cooperación. Sin embargo, no puedo trabajar sin toda la verdad. Permítame sugerir la posible respuesta que estoy buscando y entonces usted me dirá si he acertado, o casi he acertado, o me he equivocado totalmente. ¿Puede ser que usted diese Jander a Gladia para que canalizara sus impulsos sexuales y, de ese modo, no tuviera la ocasión de ofrecerse a usted? Quizá no fuera su motivo consciente, pero piénselo ahora. ¿Es posible que ese sentimiento contribuyera al regalo? La mano de Fastolfe cogió un adorno transparente y de poco peso que reposaba sobre la mesa del comedor. Empezó a darle vueltas, una y otra vez. A excepción de ese movimiento, Fastolfe parecía paralizado. Al fin dijo:
—Quizá sea así, señor Baley. La verdad es que desde que le presté a Jander, porque nunca fue un regalo, me sentí menos inquieto por la posibilidad de que se ofreciera a mi.
—¿Sabe si Gladia utilizo a Jander para fines sexuales?
—¿Ha preguntado a Gladia si lo hizo, señor Baley?
—Esto no tiene nada que ver con mi pregunta. ¿Lo sabe usted? ¿Presenció alguna manifestación sexual entre ellos? ¿Le informó alguno de sus robots en ese sentido? ¿Se lo contó ella misma?
—La respuesta a todas estas preguntas, señor Baley, es no. Si me paro a pensar en ello, no hay nada insólito en que un hombre o una mujer utilice a un robot para fines sexuales. Los robots normales no están particularmente adaptados a eso, pero los seres humanos son bastante ingeniosos en este aspecto. En cuanto a Jander, él está adaptado a eso porque es tan humaniforme como pudimos hacerlo...
—Para que pudiera tener relaciones sexuales.
—No, ésa no fue nunca nuestra intención. Fue el problema abstracto de construir un robot totalmente humaniforme lo que monopolizó el interés del difunto doctor Sarton y de mi mismo.
—Pero esos robots humaniformes están diseñados para tener relaciones sexuales, ¿verdad?
—Supongo que si y, ahora que lo pienso, y admito que quizá lo haya pensado inconscientemente desde el principio, es muy posible que Gladia utilizara a Jander para ese fin. Si lo hizo, espero que hallara placer en ello. En ese caso, consideraría mi préstamo como una buena obra.
—¿Podría haber sido una obra mejor de lo que usted cree?
—¿En qué sentido?
—¿Qué opinaría si le dijera que Jander y Gladia eran marido y mujer? La mano de Fastolfe, que aún sujetaba el adorno, se cerró convulsivamente a su alrededor, lo apretó con fuerza por espacio de un momento, y luego lo soltó.
—¿Qué? Eso es ridículo. Es legalmente imposible. Los hijos quedan descartados, de modo que no pueden solicitarse. Sin la intención de solicitarlos, no puede haber matrimonio.
—No es una cuestión de legalidad, doctor Fastolfe. Recuerde que Gladia es solariana y no ve las cosas desde el punto de vista aurorano. Es una cuestión emocional. La misma Gladia me ha dicho que consideraba a Jander como su marido. Creo que ahora se considera su viuda y tiene otro trauma sexual... y muy grave. Si, de algún modo, usted contribuyó conscientemente a ello...
—Por todas las estrellas—exclamó Fastolfe con desusada emoción—, claro que no. Cualquiera que fuesen mis intenciones, jamás imaginé que Gladia pensaría en el matrimonio con un robot, por muy humaniforme que éste pudiera ser. Ningún aurorano se lo habría imaginado.
Baley asintió y levantó una mano.
—Le creo. No le considero tan buen actor como para engañarme con una sinceridad fingida. Pero tenia que asegurarme. Al fin y al cabo era posible que...
—No, no lo era. ¿Posible que yo previese esta situación? ¿Que creara deliberadamente esta abominable viudedad, por alguna razón? Jamás. No era concebible, de modo que no lo concebí. Señor Baley, cualquiera que fuesen mis intenciones al colocar a Jander en el establecimiento de Gladia, eran buenas. Yo no perseguía esto. Sé que alegar buena intención es una defensa muy pobre, pero no tengo otra.
—No hablemos más de ello, doctor Fastolfe—dijo Baley—. Ahora me gustaría sugerirle una posible solución del misterio.
Fastolfe respiró profundamente y se recostó en el asiento.
—Ya ha aludido a eso al regresar de casa de Gladia.—Miró a Baley con una chispa de ira en los ojos—. ¿No podría haberme hablado de esa «clave» que tiene nada más llegar? ¿Era necesario pasar por todo... esto?
—Lo lamento, doctor Fastolfe. La clave no tiene sentido sin todo... esto.
—Está bien. Adelante.
—De acuerdo. lander estaba en una posición que usted, el teórico de la robótica más importante del mundo, no previó. Complacía de tal modo a Gladia que ella estaba enamo-rada de el y le consideraba su marido. ¿Y si resulta que, al complacerla, también la desagradaba?
—No sé a qué se refiere.
—Se lo explicaré. Ella era bastante reservada en lo que se refiere a este asunto. Tengo entendido que en Aurora las cuestiones sexuales no se ocultan a toda costa.
—No lo difundimos por hiperondas—contestó Fastolfe secamente—, pero tampoco constituye un secreto mayor que cualquier otra cuestión estrictamente personal. Por lo general sabemos quién ha sido el último compañero de quién y, si estamos entre amigos, solemos tener una idea del agrado o entusiasmo, o todo lo contrario, que siente uno u otro, o ambos. Es un tema de conversación como cualquier otro.
—Si, pero usted no sabia nada sobre las relaciones de Gladia con Jander.
—Sospechaba...
—No es lo mismo. Ella no le dijo nada. Usted no vio nada. Ninguno de los robots le informó de nada. Ella se lo ocultó incluso a usted, su mejor amigo en Aurora. Es evidente que sus robots fueron cuidadosamente aleccionados para no hablar nunca de Jander y el mismo Jander debió de ser aleccionado para no revelar nada.
—Supongo que es una conclusión lógica.
—¿Por qué lo haría, doctor Fastolfe?
—¿Por un exagerado pudor solariano respecto al sexo?
—¿No equivale eso a decir que se avergonzaba de ello?
—No tenia motivo para ello, aunque el hecho de considerar a Jander como un marido la había convertido en el hazmerreír de todos.
—Podría haber ocultado muy fácilmente esa parte sin ocultarlo todo. Supongamos que, debido a su educación solariana, estaba avergonzada.
—Bien, ¿y qué?
—A nadie le gusta sentirse avergonzado, y es posible que Gladia culpara a Jander por ello, obedeciendo a la ilógica tendencia de las personas a descargar sus propias culpas sobre los demás.
—¿Si?
—Gladia es una mujer muy sencilla y puede que hubiera veces en que se echara a llorar, recriminando a Jander por ser la causa de su vergüenza y su desdicha. Es posible que eso no durara mucho y luego pasara rápidamente a las disculpas y las caricias, pero ¿no podría Jander sacar la clara impresión de que en realidad era él la fuente de la vergüenza y la desdicha de ella?
—Quizá.
—¿Y no llevaría eso a convencer a Jander de que, si seguía la relación, haría desgraciada a Gladia, y de que si la cortaba, también la haría desgraciada? Tomara la decisión que tomase, Jander estaría violando la Primera Ley e, incapaz de actuar sin infringirla, sólo podía refugiarse en la inacción total. Lo hizo así, y se produjo un bloqueo mental. ¿Recuerda lo que me ha contado hace unas horas acerca de ese presunto robot telépata que fue puesto en éxtasis por esa pionera de la robótica?
—Por Susan Calvin, si. ¡Ya entiendo! Usted está preparando su plan de acción en base a esa vieja leyenda. Muy ingenioso, señor Baley, pero no funcionará.
—¿Por qué no? Cuando usted decía que era el único que podía provocar el bloqueo mental en Jander, no tenia la más remota idea de que estuviera tan involucrado en una situación tan inesperada. Todo eso guarda muchos paralelismos con la situación de Susan Calvin.
—Supongamos que ese relato sobre Susan Calvin y el robot que leía la mente no sea tan sólo una leyenda absolutamente ficticia. Tomémosla en serio. aún así, no existiría pa-ralelismo entre esa historia y la situación de Jander. En el caso de Susan Calvin, nos estaríamos refiriendo a un robot increiblemente primitivo, que en la actualidad no alcanzaría el grado de juguete. Alguien así sólo podría afrontar estos dilemas cualitativamente: A crea desdicha; no-A crea desdicha, por lo tanto, bloqueo mental.
—¿Y Jander?—dijo Baley.
—Cualquier robot moderno, cualquiera del último siglo, sopesaría cuantitativamente tales asuntos. ¿Cuál de las dos situaciones, A o no-A, crea más desdicha? El robot tomaría una decisión rápida y optaría por la desdicha menor. Las probabilidades de que el robot juzgue que las dos alternativas mutuamente excluyentes producen cantidades exactamente iguales de desdicha son escasas y, aún si llegara este caso, los robots modernos van dotados de un factor de azar. Si A y no-A producen una desdicha precisamente igual según su juicio, el robot escoge una u otra de un modo totalmente aleatorio y luego se atiende a ella sin más titubeos. Desde luego, no se produce en él un bloqueo mental.
—¿Significa eso que es imposible que Jander sufriera un bloqueo mental? Me ha dicho y repetido que usted podría provocarlo...
—En el caso del cerebro positrónico humaniforme, existe una manera de obviar el factor aleatorio que depende por entero del modo en que ese cerebro haya sido construido. aún conociendo la teoría básica, resulta un proceso difícil y prolongado llevar el robot al huerto, por decirlo de algún modo, mediante una hábil sucesión de órdenes y cuestiones que en último término provoquen el bloqueo mental. Es impensable que éste tenga lugar por accidente, y la mera existencia de una aparente contradicción como la producida por las sensaciones simultáneas de amor y de vergüenza no podría provocarlo sin los ajustes cuantitativos más meticulosos bajo las condiciones más inusuales. Lo cual nos deja, como vengo diciendo, con la paralización espontánea como única explicación posible de lo sucedido.
—Pero sus enemigos insisten en que lo más probable es que sea usted culpable. ¿No podríamos nosotros, como réplica, insistir en que Jander fue inducido al bloqueo mental por el conflicto surgido en Gladia entre el amor y la vergüenza? ¿No parecería eso creíble? ¿Y no pondría a la opinión pública a su favor, doctor? Fastolfe frunció el ceño.
—Señor Baley, es usted demasiado impulsivo. Piense seriamente en ello. Si intentáramos librarnos de nuestro dilema de este modo tan poco honrado, ¿cuáles podrían ser las consecuencias? No hablo ya de la vergüenza y la desdicha que acarrearía a Gladia, quien no sólo sufriría la pérdida de Jander, sino también la sensación de haber sido ella quien la había provocado, si efectivamente se había sentido avergonzada y lo había manifestado ante el robot. No me gustaría hacer algo así, pero vamos a pasar eso por alto, si es posible. Pensemos, en cambio, en que mis enemigos dirían que le había prestado a Jander precisamente para provocar lo que sucedió. Lo habría hecho, dirían, para desarrollar un método de bloqueo mental en robots humaniformes al tiempo que escapaba de toda presunta culpabilidad. Todavía estaríamos peor de lo que estamos, pues no sólo me acusarían de ser un intrigante, como sucede ahora, sino que dirían además que me había comportado como un monstruo con una mujer inocente y confiada, de la que simulaba ser amigo. Esta es una acusación que hasta ahora no me ha hecho nadie.
Baley titubeó. Notó que abría las mandíbulas y que su voz se convertía en un tartamudeo.
—Pero ellos no harían...
—Lo harían. Usted mismo estaba casi a punto de pensarlo no hace mucho rato...
—Sólo como una remota...
—Mis enemigos no lo considerarían así y no le darían publicidad como tal posibilidad remota.
Baley se dio cuenta de que acababa de enrojecer. Notó la oleada de calor y descubrió que no podía mirar a la cara a Fastolfe. Se aclaró la garganta y contestó:
—Tiene usted razón. He dicho lo primero que se me ha ocurrido sin pararme a pensar, y no puedo sino pedirle excusas. Me siento terriblemente avergonzado. Supongo que no hay manera de resolver el caso más que con la verdad, si conseguimos averiguarla.
—No desespere—contestó Fastolfe—. Ya ha descubierto usted datos relativos a Jander que yo nunca había pensado que conseguiría. Puede seguir descubriendo más y, al final. Lo que ahora nos parece un misterio quedará desvelado y aclarado. ¿Qué piensa hacer a continuación? Pero Baley no podía pensar en nada ante la vergüenza que le producía su fracaso.
—No lo sé, realmente—murmuró.
—Bueno, ha sido injusto por mi parte preguntárselo. Ha tenido usted un día muy largo y nada sencillo. No me sorprende que tenga el cerebro un poco cansado, ¿Por qué no descansa, ve una película o se va a dormir? Mañana por la mañana se sentirá mucho mejor.
Baley asintió y murmuró:
—Quizá tenga razón.
Sin embargo, de momento, no creía que a la mañana siguiente fuera a sentirse mejor en absoluto.
El dormitorio era frío, tanto de temperatura como de ambiente. Baley tiritó ligeramente. Una temperatura tan baja en una habitación le daba la desagradable sensación de estar en el Exterior. Las paredes eran de un blanco levemente tirando a gris y no estaban decoradas, lo que era inusual en el establecimiento de Fastolfe. El suelo, a simple vista; parecía de marfil pulido, pero bajo los pies desnudos se notaba mullido, como alfombrado. El lecho era blanco y las finas mantas resultaban frías al tacto.
Se sentó en el borde del colchón y descubrió que cedía muy poco a la presión de su cuerpo.
Se volvió hacia Daneel, que había entrado con él, y le preguntó:
—Daneel, ¿te perturba que un ser humano mienta?
—Soy consciente de que los seres humanos mienten en ocasiones, compañero Elijah. A veces, una mentira puede resultar útil o incluso obligada. Mis sentimientos acerca de las mentiras dependen del mentiroso, la ocasión y la razón.
—¿Puedes saber siempre cuándo un ser humano miente?
—No, compañero Elijah.
—¿Te da la impresión de que el doctor Fastolfe miente a menudo?
—Nunca me ha parecido que el doctor Fastolfe mintiera.
—¿Ni siquiera en relación con la muerte de Jander?
—Hasta donde puedo discernir, dice la verdad en todo.
—Quizás te instruyó para que contestaras eso si yo te preguntaba.. .
—No es así, compañero Elijah.
—Pero quizás te ha instruido para decir eso también...
Baley se interrumpió. Se preguntó nuevamente de qué serviría interrogar a un robot. Y más en aquel caso, en que estaba entrando en un circulo vicioso.
De pronto, se dio cuenta de que el colchón había ido cediendo lentamente bajo su peso y que ahora casi le envolvía las caderas. Se incorporó, de pronto y dijo:
—¿Hay algún modo de calentar la habitación, Daneel?
—Te sentirás más caliente cuando estés bajo las mantas y con la luz apagada, compañero Elijah.
—Ah—dijo Baley, al tiempo que miraba a su alrededor con aire suspicaz—. ¿Querrías apagar la luz y quedarte en la habitación cuando lo hayas hecho, Daneel? La luz se apagó casi al instante y Baley advirtió que su suposición de que aquella alcoba, al menos, estaba sin decorar era una absoluta equivocación. En cuanto quedó a oscuras, se sintió como si estuviera en el Exterior. Se oia el suave rumor del viento en los árboles y los murmullos lejanos y adormecidos de distantes formas de vida. También había sobre su cabeza la ilusión de un cielo estrellado con alguna nube ocasional que lo cruzaba, apenas visible.
—¡Vuelve a encender la luz, Daneel! La habitación se inundó de luz.
—Daneel—dijo Baley—, no deseo nada de todo eso. No quiero estrellas, ni nubes, ni ruidos, ni árboles, ni viento, ni aromas. Quiero oscuridad, una oscuridad que no deje adivi-nar las formas de las cosas. ¿Puedes conseguirlo?
—Desde luego, compañero Elijah.
—Entonces, hazlo. Y enséñame cómo puedo apagar la luz yo mismo cuando quiera dormir.
—Estoy aquí para protegerte, compañero Elijah.
—Estoy seguro de que así es—replicó Baley con un gruñido—. Pero puedes hacerlo desde el otro lado de la puerta. Imagino que Giskard estará fuera, junto a las ventanas, si realmente existen ventanas tras esas cortinas.
—Las hay. Y si traspasas ese umbral, compañero Elijah, encontrarás un Personal reservado para ti. Esa parte de la pared no es sólida y puedes atravésarla fácilmente. La luz se conectará cuando entres y volverá a apagarse cuando salgas... Y no hay decoración. Puedes ducharte o hacer cualquier otra cosa que desees antes de retirarte o al despertar.
Baley se volvió en la dirección que Daneel indicaba. No vio ningún hueco en la pared, pero la moldura del suelo en ese punto parecía más compacto, como si realmente hubiera un umbral.
—¿Cómo podré encontrarla en la oscuridad, Daneel? —preguntó.
—Esa parte de la pared, que no es tal, resplandecerá ligeramente. En cuanto a la luz de la habitación, tienes un hueco en el cabezal de la cama. Si pones allí el dedo, la habitación se oscurecerá si estaba iluminada, y se iluminará si estaba a oscuras.
—Gracias. Ahora puedes irte.
Media hora después, Baley había terminado con el Personal y se encontraba acurrucado bajo la manta, con la luz apagada y envuelto por una cálida y reconfortable oscuridad.
Como Fastolfe había dicho, la jornada había sido muy larga. Era casi increíble que hubiera llegado a Aurora aquella misma mañana. Había aprendido muchas cosas, y sin embargo ninguna de ellas le había servido de nada.
Siguió despierto en la oscuridad y repasó los acontecimientos del día uno tras otro, con la esperanza de advertir algo que antes le hubiera pasado por alto, pero no fue así.
¡Al diablo con el callado y juicioso, perspicaz y sutil Elijah Baley del programa de hiperondas! El colchón le envolvía de nuevo y era como una cálida funda. Se movió ligeramente y el colchón se tensó bajo él hasta amoldarse después, lentamente, a su nueva posición.
No tenia objeto repasar otra vez el día con la cabeza cansada y soñolienta como tenia, pero no pudo evitar intentarlo por segunda vez, siguiendo sus propios pasos en aquel su primer día en Aurora, desde el espaciopuerto al establecimiento de Fastolfe, luego al de Gladia y nuevamente al primero.
Se movió un poco y notó con la mente abstraída que el colchón volvía a amoldarse a él.
Gladia... más hermosa de lo que él recordaba, pero dura... cierta dureza en ella... o quizá se había construido una coraza protectora... pobre mujer. Pensó cálidamente en la reacción de ella al tocarle la mejilla con la mano... si hubiese podido quedarse con ella, le habría enseñado... estúpidos auroranos... actitud desagradablemente despreocupada hacia el sexo... todo vale... Io que significa que nada vale en realidad... no merece la pena... estúpido... Fastolfe, a Gladia vuelta a Fastolfe... otra vez a Fastolfe.
De vuelta a Fastolfe. ¿Qué sucedió de vuelta a Fastolfe? ¿Algo dicho? ¿Algo no dicho? Y en la nave antes incluso de llegar a Aurora... algo que cuadraba con...
Baley se hallaba en el mundo de nunca jamás de la duermevela, cuando la mente se libera y sigue sus propias leyes. Es como el cuerpo que vuela, surcando el aire y sin gravedad.
Espontáneamente iba saliendo lo sucedido... pequeños aspectos que él no había notado... reuniéndose... añadiéndose una cosa a otra... poniéndose en su lugar... formando una red... tejido...
Y entonces le pareció oír un sonido y pasó a un nivel consciente. Aguzó el oído sin captar nada y se hundió de nuevo en la duermevela para retomar el hilo de los pensamientos, pero éste se había roto.
Fue como si una obra de arte se hundiera en un cenagal. Aún reconocía sus perfiles, sus masas de color. Iban amortiguándose, pero él sabia que la obra estaba allí. Y cuando trató desesperadamente de rescatarla, terminó de desaparecer y ya no recordó nada de ella. Nada en absoluto.
¿Había pensado realmente algo? ¿O era el propio recuerdo de haberlo hecho una ilusión nacida de algún fugaz desatino de una mente dormida? Y así esta Baley en realidad: dormido.
Cuando durante la noche se despertó un instante, pensó para sí: «He tenido una idea, una idea importante.» Pero no se acordó de nada, salvo de que había dado con Permaneció despierto un rato, contemplando la oscuridad. Si realmente había habido algo, volvería a recordarlo.
¡O quizás no! (¡lehoshaphat!) Y volvió a dormirse.
FASTOLFE Y VASÍLIA
Baley se despertó sobresaltado y contuvo la respiración con suspicacia. En el aire había un leve olor irreconocible que se desvaneció a la segunda inspiración.
Daneel estaba de pie junto a la cama con aire grave.
—Confío que habrás dormido bien, compañero Elijah.
Baley echó un vistazo alrededor. Las cortinas seguían corridas pero se apreciaba claramente la luz diurna en el Exterior. Giskard ponía en orden unas ropas totalmente distintas, de los zapatos a la chaqueta, de todo cuanto había llevado el día anterior.
—Muy bien, Daneel—dijo Baley—. ¿Me ha despertado algo?
—Una dosis de antisomnina en la ventilación del dormitorio, compañero Elijah. Activa el organismo para despertar. Hemos utilizado una dosis inferior a la normal porque desconocíamos cuál sería tu reacción. Quizá hubiéramos tenido que usar una cantidad menor aún.
—Más me ha parecido un palmetazo en las nalgas—replicó Baley—. ¿Qué hora es?
—Son las siete y cinco, tiempo de Aurora. Fisiológicamente, el desayuno estará preparado dentro de media hora.
Daneel dijo la frase sin asomo de humor, aunque un ser humano habría encontrado muy apropiado una sonrisa. Giskard, con voz más tensa y un poco menos entonada que la de Daneel, dijo:
—Señor, el amigo Daneel y yo no entraremos en el Personal. Si quiere hacerlo usted y decirnos si precisa algo, se lo suministraremos en seguida.
—Sí, claro. —Baley se incorporó, sacó las piernas de la cama y se puso en pie. Giskard empezó a deshacer la cama inmediatamente.
—¿Me da su pijama, señor? Baley titubeó sólo un instante. Era un robot quien se lo pedía, nada más. Se desnudó y tendió las prendas a Giskard, quien las cogió con un leve movimiento afirmativo de la cabeza.
Baley se miró con disgusto. De pronto fue consciente de su cuerpo de hombre ya maduro, que muy probablemente estaba en peor estado que el de Fastolfe, quien casi le triplicaba la edad.
Buscó de forma automática las zapatillas y vio que no había. Seguramente no las necesitaba. El suelo parecía cálido y suave a sus pies.
Entró en el Personal y pidió instrucciones. Desde el otro lado de la falsa sección de la pared, Giskard le explicó con solemnidad el funcionamiento de la máquina de afeitar y del depósito de crema dentífrica, el modo de poner en automático el aparato de vaciado del retrete y cómo controlar la temperatura de la ducha.
Todo estaba hecho a una escala mayor y más refinada de lo que la Tierra podía ofrecer, y no había separaciones tras las cuales pudieran oírse los movimientos y ruidos involuntarios de otra persona, cosas que él tenía que pasar por alto para mantener la ilusión de intimidad.
Resultaba decadente, pensó sombríamente Baley mientras se sometía al lujoso ritual, pero era una decadencia a la que (podía advertirlo ya) le sería fácil acostumbrarse. Si permanecía un tiempo en Aurora, encontraría el choque cultural del regreso a la Tierra dolorosamente intenso, en especial en lo relativo al Personal. Deseó que el reajuste no le llevara mucho tiempo, pero deseó también que los terrícolas que colonizaran nuevos mundos no se vieran obligados a mantener el concepto de Personales Comunitarios.
Baley pensó que quizás era así como cabía definir la decadencia: Aquello a lo que uno podía acostumbrarse fácilmente.
Baley salió del Personal tras terminar diversas actividades, con la barbilla bien rasurada, los dientes relucientes y el cuerpo refrescado por la ducha y seco.
—Giskard, ¿dónde puedo encontrar desodorante?
—No le comprendo, señor—respondió Giskard. Daneel intervino rápidamente.
—Al activar el control de espuma, compañero Elijah, se introduce un efecto desodorante. Pido excusas por la falta de comprensión del amigo Giskard. Carece de mi experiencia en la Tierra.
Baley enarcó las cejas en actitud dubitativa y empezó a vestirse con la ayuda de Giskard
—Veo que tú y Giskard seguís todavía cada paso que doy. ¿Se ha producido algo que indique que alguien intenta sacarme de en medio?
—Hasta ahora, no, compañero Elijah—dijo Daneel—. Sin embargo, sería aconsejable que el amigo Giskard y yo nos quedáramos contigo en todo momento, si ello es posible.
—¿A qué se debe eso, Daneel?
—A dos razones, compañero Elijah. En primer lugar, podemos ayudarte en cualquier aspecto de la cultura aurorana y de sus costumbres con los que no estés familiarizado. En segundo lugar, el amigo Giskard, en particular, puede grabar y reproducir palabra por palabra todas las conversaciones que sostengas. Eso puede ser de valor para ti. Recordarás que ha habido ocasiones, durante tus conversaciones con el doctor Fastolfe y con la señorita Gladia, en que el amigo Giskard y yo estábamos a cierta distancia, en otra sala...
—¿Así que esas conversaciones no fueron grabadas por
—En realidad, si, compañero Elijah, pero en baja fidelidad. Incluso hay partes que no estarán tan nítidas como quisiéramos. Sería mejor si permaneciéramos lo más cerca posible.
—Daneel, ¿tú crees que me encontraré más cómodo si os considero guías y aparatos de grabación que si os veo como guardaespaldas? ¿Por qué no llegáis a la conclusión de que como guardaespaldas me sois absolutamente innecesarios? Dado que hasta ahora no se ha producido ningún atentado contra mí, ¿por qué no puede deducirse que tampoco los habrán en el futuro?
—No, compañero Elijah. Eso sería una falta de cautela. El doctor Fastolfe opina que sus enemigos te observan con gran aprensión. Intentaron convencer al presidente de que no concediera permiso al doctor Fastolfe para tu visita, y es más que seguro que continuarán intentando convencerle de que ordene tu regreso a la Tierra lo mas pronto posible. —Ese tipo de suposición pacífica no requiere guardaespaldas.
—No, señor. Pero si la oposición tiene razones para temer que puedas probar la inocencia del doctor Fastolfe, es posible que intente alguna otra acción extrema. Después de todo, tú no eres aurorano y las inhibiciones contra la violencia de nuestro mundo pueden, por tanto, debilitarse un poco en tu caso.
—El hecho de que lleve aquí un día entero y no haya sucedido nada —replicó Baley con terquedad— tiene que tranquilizarles mucho y reducir considerablemente la amenaza de violencia.
—Sí, así parece ser—dijo Daneel sin mostrar el menor indicio de reconocer el tono de ironía en las palabras de Baley.
—Por otro lado—dijo Baley—si parece que estoy realizando progresos, el peligro aumenta inmediatamente.
Daneel se detuvo a pensar y luego dijo:
—Parece una consecuencia lógica.
—Y por tanto, tú y Giskard tenéis que venir conmigo a todas partes, por si consiguiera hacer mi trabajo un poco demasiado bien.
Daneel hizo una nueva pausa antes de responder.
—Tu manera de exponerlo, compañero Elijah, me deja perplejo, pero pareces tener razón.
—En tal caso—dijo Baley—, estoy listo para el desayuno. Aunque no contribuye mucho a mi apetito que me digan que la alternativa al fracaso es un intento de asesinato.
Fastolfe sonrió a Baley desde el otro lado de la mesa de desayunar.
—¿Ha dormido bien, señor Baley? Este estudió fascinado la loncha de jamón. Tenía que cortarse con cuchillo, era fibrosa y tenía una discreta tira de grasa en uno de los lados. En pocas palabras, no había sido procesado. El resultado era que sabia más a jamón, por decirlo de algún modo.
También había huevos fritos, con la yema como una semiesfera aplastada en el centro, rodeada de la clara coagulada; se parecían a las margaritas que Ben le había enseñado en el campo, allá en la Tierra. Intelectualmente, sabía muy bien cuál era el aspecto de un huevo antes de ser procesado, y sabía que contenía clara y yema, pero jamás las había visto separadas en el momento de comer. Hasta en la nave que le había traído, e incluso en Solaria, los huevos se servían siempre revueltos.
Baley alzó la mirada hacia Fastolfe.
—¿Cómo dice?
—¿Ha dormido bien? —repitió Fastolfe con paciencia.
—Si. Muy bien. Probablemente todavía estaría durmiendo de no ser por la antisomnina.
—¡Ah, si! No es precisamente la hospitalidad que un invitado tiene derecho a esperar, pero he pensado que le gustaría empezar temprano.
—Tiene usted toda la razón. Además, tampoco soy exactamente un huésped.
Fastolfe siguió comiendo en silencio durante un par de minutos. Tomó un sorbo de su bebida caliente y luego preguntó:
—¿Ha tenido alguna intuición esta noche? ¿Se ha despertado, quizás, con una nueva perspectiva o con un nuevo enfoque? Baley observó a Fastolfe con aire suspicaz, pero el rostro de su interlocutor no reflejaba sarcasmo. Se llevó la taza a los labios mientras respondía:
—Me temo que no. Sigo tan despistado como estaba anoche.
Bebió un sorbo de bebida e hizo una mueca.
—Lo lamento—murmuró Fastolfe—. ¿Encuentra desagradable la bebida? Baley emitió un gruñido y saboreó el liquido de nuevo, con cautela.
—No es más que café—le informó Fastolfe—. Descafeinado, ¿sabe? Baley frunció el ceño.
—No sabe a café y además... Disculpe, doctor Fastolfe, no quiero empezar a parecer paranoico, pero Daneel y yo acabamos de sostener una discusión medio en broma, medio en serio, sobre la posibilidad de que se produzca algún acto violento contra mí. Medio en broma por mi parte, claro, no por la de Daneel. Pues bien, me ronda por la cabeza que una de las maneras como alguien podría acabar conmigo es...
Su voz se apagó al llegar a este punto.
Fastolfe enarcó las cejas. Extendió la mano, cogió el café de Baley mientras murmuraba una excusa y olió la taza. A continuación tomó una cucharadita del liquido y lo probó.
—Perfectamente normal, señor Baley —dijo después—. No es ningún intento de envenenamiento.
—Lamento comportarme de un modo tan estúpido; ya que sé que lo han preparado sus propios robots, pero... ¿esta seguro? Fastolfe sonrió.
—Es cierto que en ocasiones los robots han sido manipulados, pero esta vez no. Sólo sucede que el café, aunque conocido popularmente en todos los mundos, tiene gran canti-dad de variedades. Es un hecho conocido que todo ser humano prefiere el café de su propio mundo. Lo lamento, señor Baley, pero no tengo la variedad terrestre para ofrecerle. ¿Prefiere leche? Esta es relativamente igual en todos los mundos. ¿Zumo de frutas? El mosto de Aurora está considerado el mejor de todos los mundos, en términos generales. Hay quien dice, con mala intención, que aquí lo dejamos fermentar ligeramente; sin embargo, eso no es cierto, por supuesto.
—Probare el mosto—murmuró Baley mientras observaba de nuevo el café en actitud dubitativa—. Supongo que debería intentar acostumbrarse a esto.
—En absoluto—contestó Fastolfe—. ¿Por qué someterse a lo desagradable si no es necesario? Y bien...—su sonrisa pareció algo tensa cuando insistió en su anterior observa-ción—, ¿así que la noche y el reposo no le han proporcionado reflexiones útiles?
—Así es, lo lamento—contestó Baley. A continuación, frunciendo el ceño ante un leve recuerdo en el fondo de su mente, añadió—: Aunque...
—¿Sí?
—Tengo la impresión de que, justo antes de dormirme, cuando me encontraba en el limbo de asociaciones mentales libres que se produce entre el sueño y la vigilia, me ha parecido haber descubierto algo.
—¿De verdad? ¿Qué era?
—No lo sé. La idea me ha hecho despertar, pero he sido incapaz de recordarla. O quizás ha sido un ruido el que me ha distraído, no recuerdo. He tratado de retomar el pensamiento, pero no lo he conseguido. Se ha esfumado. Creo que este tipo de cosas sucede con frecuencia Fastolfe se quedó pensativo.
—¿Está seguro de lo que dice?
—En realidad, no. La idea se ha desvanecido tan rápidamente que he llegado a no estar seguro siquiera de haberla tenido. Y si realmente se me ha ocurrido algo, es posible que tuviera sentido para mi sólo porque estaba medio dormido Quizás si la idea volviera a mi ahora, a plena luz del dia, no le encontraría sentido alguno.
—Pero fuera lo que fuese, y por fugazmente que pasara por su cabeza, habrá dejado algún rastro, con toda seguridad.
—Imagino que si, doctor Fastolfe. En cuyo caso, volverá a surgir. Confio en ello.
—¿Así, tendremos que esperar?
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿Existe algo llamado «sondeo psíquico» Baley se recostó en el asiento y miró fijamente a Fastolfe durante un instante. Luego respondió —He oído hablar de eso, pero la policía no lo utiliza en la Tierra.
—No estamos en la Tierra, señor Baley—dijo Fastolfe en tono tranquilo.
—Puede causar daños en el cerebro, ¿no es así?
—No es lo probable, si lo efectúa la persona adecuada.
—Pero no es imposible, ni siquiera si lo efectúa la persona adecuada—replicó Baley—. Según tengo entendido, no puede ser utilizado en Aurora salvo en ciertas circunstancias severamente determinadas. Quienes son sometidos al sondeo deben ser culpables de un delito importante o...
—Sí, señor Baley, pero eso se refiere a los auroranos. Y usted no lo es.
—¿Significa eso que, como soy terrícola, voy a ser tratado como si no fuera humano? Fastolfe sonrió y le tendió las manos a Baley.
—Vamos, vamos. Sólo era una sugerencia. Anoche estaba usted tan desesperado que insinuó que intentáramos resolver nuestro problema colocando a Gladia en una posición trágica y horrible. Me estaba preguntando si estaría usted tan desesperado como para arriesgarse Baley se frotó los ojos y, durante un par de minutos, permaneció en silencio. Luego, con voz algo alterada, murmuró:
—Anoche estaba equivocado, lo reconozco. En cuanto al tema que ahora estamos tratando, no existe ninguna seguridad de que mis pensamientos de anoche, cuando estaba medio dormido, tuvieran ninguna importancia para lo que intentamos resolver. Pudo tratarse perfectamente de una mera fantasía, de un sinsentido carente de lógica. Quizás ni siquiera he pensado nada. Nada. ¿Consideraría usted conveniente que me arriesgue a sufrir daños en el cerebro ante la posibilidad tan pequeña de sacar algo en limpio, cuando usted mismo ha dicho que depende de mí para encontrar una solución al problema? Fastolfe asintió:
—Defiende usted su caso con elocuencia, y además, yo no hablaba en serio.
—Gracias, doctor Fastolfe.
—¿Dónde vamos a ir cuando salgamos?
—En primer lugar, desearía hablar con Gladia otra vez. Hay ciertos puntos referentes a ella que preciso clarificar.
—Tendría que haberlo hecho ayer por la noche.
—En efecto, pero anoche tuve más de lo que podía asimilar adecuadamente, y hubo algunos puntos que se me escaparon. Soy un detective, no un ordenador infalible.
—No pretendía culparle. Es simplemente que no me gusta ver a Gladia preocupada innecesariamente. En vista de lo que me dijo usted anoche, no deja de darme vueltas en la cabeza la idea de que quizás se encuentra en un estado de profunda agitación.
¨ —Indudablemente. Pero también está desesperadamente ansiosa por descubrir qué sucedió, quién, si es que fue alguien, mató al que consideraba su marido. También eso es comprensible. Estoy seguro de que Gladia se mostrará deseosa de ayudarme. Además, quiero hablar también con otra persona.
—¿Con quién?
—Con su hija Vasília.
—¿Con Vasília? ¿Por qué? ¿Con qué propósito?
—Es una roboticista. Me gustaría hablar con algún otro roboticista aparte de usted.
—Yo no lo deseo, señor Baley.
Ya habían terminado de desayunar. Baley se puso en pie.
—Doctor Fastolfe, de nuevo debo recordarle que estoy aquí a petición suya. No tengo autoridad formal para llevar a cabo una labor policial. No tengo relación con ninguna de las autoridades auroranas. La única oportunidad de llegar hasta el fondo de este triste asunto consiste en aguardar a que diversas personas deseen cooperar voluntariamente conmigo respondiendo a mis preguntas.
»Si me impide que lo intente, está claro que no llegaré más lejos en mis investigaciones de lo que estoy ahora. Es decir, no llegaré a ninguna parte. Eso complicaría muchisimo las cosas para usted, y por lo tanto para la Tierra, por lo que le pido que se aparte de mi camino. Si usted me posibilita entrevistarme con quien yo desee, o simplemente intenta hacerlo intercediendo por mi, la gente de Aurora tomara dicha actitud como señal de inocencia por parte de usted. Por el contrario, si obstaculiza mi investigación, ¿a qué conclusión podrá llegar la gente sino a la de que es usted culpable y teme ser descubierto? Con disgusto apenas reprimido, Fastolfe respondió:
—Le comprendo, Baley, pero, ¿por qué Vasília? Hay otros roboticistas en Aurora.
—Vasília es hija suya. Le conoce. Puede tener una opinión muy formada sobre las probabilidades de que usted destruyera al robot. Dado que Vasília es miembro del Instituto de Robótica y que apoya a sus enemigos políticos, cualquier evidencia favorable que pueda proporcionarnos resultará muy convincente.
—¿Y si testifica en contra mía?
—Nos enfrentaremos con ello cuando se produzca. ¿Podría ponerse en contacto con ella y pedirle que me reciba? Fastolfe suspiró con resignación.
—Lo haré por usted, pero se equivoca si cree que voy a poder convencerla fácilmente para que le reciba. Puede que esté demasiado ocupada, o pensar que lo está. Quizás no se encuentre en Aurora. O incluso puede que no desee verse mezclada en el asunto. Anoche intenté explicarle a usted que mi hija tiene razones, o al menos cree tenerlas, para mostrarse hostil conmigo. Que sea yo quien le pida que le reciba a usted puede impulsarla a negarse, como mero signo de desagrado hacia mi.
—¿Querrá intentarlo, doctor Fastolfe?
—Lo intentaré mientras usted esté en el establecimiento de Gladia—suspiró Fastolfe—. Supongo que querrá ver a Vasília cara a cara, ¿no? Le puedo asegurar que la televisión tridimensional sirve igual. La imagen tiene la calidad suficiente para que no pueda distinguirse de la presencia personal verdadera.
—Lo sé, Fastolfe, pero Gladia es de Solaría y la televisión tridimensional le trae recuerdos desagradables. En cualquier caso, opino que se produce una mayor efectividad intangible al estar cara a cara físicamente. La actual situación es demasiado delicada y las dificultades son demasiado grandes para dejar de lado esa mayor efectividad.
—Bien, avisaré a Gladia —asintió Fastolfe. Dio media vuelta, titubeó y se volvió otra vez hacia Baley—. Sin embargo, señor Baley...
—¿Sí, doctor Fastolfe?
—Anoche me dijo usted que la situación era lo bastante sería para no tener en cuenta los inconvenientes que pueda causar a Gladia. Según sus palabras, había cosas mayores y mucho más interesantes.
—Es cierto, pero puede confiar en que no la molestaré si puedo evitarlo.
—No me refiero sólo a Gladia. Simplemente, quiero advertirle que esa opinión suya, en el fondo correcta, debe extenderse también a mi persona. No espero que se preocupe usted gran cosa de mi orgullo o de no causarme molestias si tiene ocasión de hablar con Vasília. No me hago grandes esperanzas en cuanto a resultados pero, si llega a hablar con ella, yo tendré que soportar la turbación consiguiente y no quiero que usted haga nada por evitarlo. ¿Comprendido?
—Para ser sincero del todo, doctor Fastolfe, no he tenido nunca la intención de evitarle turbación. Si tengo que poner en un platillo de la balanza su turbación y su vergüenza, y en el otro la continuidad de su línea política y el bienestar de mi mundo, no dudaré un instante en avergonzarle.
—¡Magnífico! Por cierto, señor Baley: esa actitud deberá extenderse también a usted mismo. No debe permitir que se interpongan en su camino sus intereses o conveniencias personales.
—No se me permitió hacerlo cuando usted decidió traerme aquí sin consultarme
—Estoy hablando de otro asunto. Si después de un tiempo razonable (no muy largo, pero razonable), no ha hecho ningún progreso hacia una resolución del caso, tendremos que considerar la posibilidad de un sondeo psíquico, después de todo. Nuestra última esperanza puede consistir en descubrir qué es lo que su mente conoce y usted no sabe que conoce.
—Puede que no conozca nada, doctor Fastolfe.
Fastolfe miró a Baley con aire triste.
—Es cierto. Pero, como ha dicho usted respecto a la posibilidad de que Vasília atestigüe contra mi, ya afrontaremos eso cuando sea el momento.
El doctor Fastolfe se volvió y salió de la sala.
Baley le siguió con la mirada, pensativo. Ahora parecía que si hacia progresos tendría que hacer frente a represalias físicas de naturaleza desconocida, aunque posiblemente peli-grosas. Y si no progresaba, tendría que afrontar el sondeo psíquico, que difícilmente podía ser mejor.
—¡Jehoshaphat!—murmuró en voz baja.
El paseo hasta el establecimiento de Gladia le pareció más corto que el día anterior. El día era también soleado y agradable, pero la vista no tenia el mismo aspecto. La luz del sol venia oblicuamente de la dirección opuesta, naturalmente, y su color parecía algo distinto.
Podía ser que la vida vegetal tuviera un aspecto ligeramente distinto por la mañana o por la tarde, o quizás era una diferencia de olores. En cierta ocasión, Baley ya había pensado algo parecido respecto a la vida vegetal de la Tierra, recordó ahora.
Daneel y Giskard le acompañaban de nuevo, pero iban más cerca de él y parecían menos intensamente alertas que el día anterior.
—¿El sol brilla siempre aquí?—preguntó Baley.
—No, compañero Elijah—dijo Daneel—. Eso sería desastroso para la vida vegetal y, por tanto, para el hombre. En realidad, las predicciones indican que el cielo se nublará en el transcurso del día.
—¿Qué era eso? —preguntó sobresaltado Baley. En la hierba se veía agazapado un animal de tamaño pequeño y color gris marrón. Al verles, el animal desapareció dando rápidos y ágiles saltos.
—Un conejo, señor dijo Giskard.
Baley se tranquilizó. Había visto animales de ésos en los campos de la Tierra.
Gladia no les aguardaba esta vez junto a la puerta, pero era evidente que les estaba esperando. Cuando un robot les hizo pasar al interior, Gladia no se levantó sino que murmu-ró, con un tono de voz entre irritado y preocupado:
—El doctor Fastolfe me ha dicho que deseabas verme otra vez. ¿De qué se trata ahora? Gladia llevaba una bata perfectamente ajustada a su cuerpo, y era evidente que no llevaba nada debajo. Tenia el cabello peinado hacia atrás sin moldear y en su rostro había una acusada palidez. Tenia las ojeras más marcadas que el día anterior y era evidente que había dormido poco.
Daneel, recordando lo que había sucedido el día anterior no entró en el salón. Giskard, en cambio, acompañó a Baley, echó un rápido vistazo a su alrededor y se retiró a un nicho de la pared. En otro de ellos había uno de los robots de Gladia.
—Lamento terriblemente, Gladia—dijo Baley—, tener que molestarte otra vez.
—Anoche olvidé decirte—murmuró Gladia—que cuando Jander sea desintegrado, será reciclado, naturalmente, para su uso en las fábricas de robots. Supongo que resultará gra-cioso saber que, cada vez que me cruce con un robot de reciente construcción, me podré detener a preguntarme cuántos átomos de Jander forman parte de ellos.
—También nosotros, cuando morimos, somos reciclados —intervino Baley—, y quién sabe cuántos átomos de otras personas tenemos en cada uno de nosotros ahora mismo, o en quién estarán los nuestros algún día.
—Tienes mucha razón, Elijah. Y además me recuerdas lo fácil que resulta filosofar acerca de las penalidades de los demás.
—Eso también es cierto, Gladia, pero no he venido a filosofar.
—Entonces, haz lo que has venido a hacer.
—Tengo que formularte unas preguntas.
—¿No tuviste bastante con las de ayer? ¿Quizás has pasado la noche pensando otras nuevas?
—Así es en parte, Gladia. Ayer me dijiste que incluso después de vivir con Jander como marido y mujer, hubo otros hombres que se ofrecieron a ti y que no aceptaste. Es acerca de este punto sobre el que quiero preguntarte.
—¿Por qué? Baley hizo caso omiso de la pregunta.
—Dime cuántos hombres se ofrecieron a ti durante el tiempo en que estuviste casada con Jander.
—No llevo la cuenta de esas cosas, Elijah. Tres o cuatro.
—¿Hubo alguno más insistente que los demás? ¿Alguno se ofreció más de una vez? Gladia, que hasta entonces había evitado la mirada de Baley, alzó ahora la vista directamente hacia él y preguntó a su vez:
—¿Has hablado de eso con alguien más? Baley hizo un movimiento de negativa con la cabeza.
—No he hablado de este tema con otra persona, aparte de ti. Sin embargo, deduzco de tu pregunta que al menos uno de tus pretendientes fue más insistente que los demás.
—Si, uno de ellos. Santirix Gremionis—suspiró Gladia—. Los auroranos tienen unos nombres muy peculiares, y Santirix era un tipo realmente peculiar para ser aurorano. Nunca he conocido a nadie más insistente en este aspecto. Siempre educado, aceptaba cada una de mis negativas con una sonrisilla y una inclinación de cabeza, y luego insistía de nuevo a la semana siguiente, o incluso al día siguiente. Esa mera insistencia era una pequeña cortesía. Un aurorano decente aceptaría como permanente una negativa, a menos que la presunta pareja dejara razonablemente claro que había cambiado de idea.
—Repíteme algo... Quienes se ofrecían a ti ¿conocían tu relación con Jander?
—No era un asunto que mencionase en conversaciones intrascendentes.
—Bien, entonces refirámonos específicamente a ese Gramionis. ¿Sabia él que Jander era tu esposo?
—Nunca se lo dije.
—No lo descartes tan de prisa, Gladia. No se trata de que se lo dijeras o no. Al contrario que los demás, éste se te ofreció repetidamente. Por cierto, ¿cuántas veces dirías tú? ¿Tres, cuatro? ¿Cuántas?
—No las conté—respondió Gladia fatigosamente—. Puede que una docena de veces o más. De todos modos, si no hubiera sido una persona de confianza, habría dado órdenes a mis robots de que le impidieran la entrada al establecimiento.
—Ya, pero no lo hiciste. Y hacer tantos ofrecimientos lleva tiempo. El venia a verte. Se reunía contigo. Tenia tiempo de notar la presencia de Jander y tu comportamiento con él ¿No podría ser que adivinara vuestra relación? Gladia movió la cabeza en señal de negativa.
—No lo creo. Jander no entraba nunca cuando yo estaba con un ser humano.
—¿Eran ésas tus instrucciones? Supongo que lo eran, ¿no?
—En efecto. Y antes de que sugieras que me sentía avergonzada de mi relación con él, te aclararé que era sólo para evitar enojosas complicaciones. Conservo cierto instinto de intimidad respecto al sexo del que carecen los auroranos.
—Vuelve a pensar. ¿Podría haberlo adivinado Gremionis? Ahí le tienes, un hombre enamorado...
—¡Enamorado! —exclamó al tiempo que soltaba una especie de bufido—. ¿Qué saben los auroranos del amor?
—Bien, digamos entonces un hombre que se considera enamorado. Tú no respondes a sus estímulos. ¿No podría haberlo adivinado, con la especial sensibilidad y suspicacia del amante rechazado? ¡Piénsalo! ¿No hizo nunca alguna referencia indirecta a Jander? Alguna cosa que te despierte la menor sospecha...
—¡No, no! Sería algo insólito que un aurorano comentara adversamente las preferencias o costumbres sexuales de otro.
—No necesariamente en forma adversa. Un comentario humorístico, quizás. Alguna indicación de que sospechaba vuestras relaciones.
—¡No! Si el joven Gremionis hubiera pronunciado siquiera una palabra en ese sentido, jamás habría vuelto a entrar en mi establecimiento, y me habría ocupado de que nunca volviera a acercarse. Sin embargo, él no haría algo así. Era la buena educación personificada para mi.
—Le acabas de llamar «joven». ¿Qué edad tiene Gremionis?
—Aproximadamente la mía. Treinta y cinco años. Quizás uno o dos menos que yo.
—Un crío—dijo tristemente Baley—. Más joven incluso que yo. Pero a esa edad... Supón que adivinó la relación que había entre Jander y tú, y que no dijo nada, ni una sola palabra. ¿No podría, pese a ello, haber estado celoso?
—¿Celoso? Baley pensó que aquella palabra podía tener muy poco sentido en Aurora o en Solaria, y la definió.
—Ponerse furioso porque prefirieras a otro en su lugar.
—Ya sé qué significa la palabra «celoso»—replicó Gladia en tono brusco—. Sólo la he repetido porque me sorprende que pienses que un aurorano pueda sentir celos. En este pla-neta no existen los celos por cuestiones de sexo. Por otras cosas, si, pero no por el sexo.—En el rostro de Gladia había un manifiesto aire de disgusto—. Y aunque estuviera celoso, ¿que importa eso? ¿Qué podía hacer?
—¿No sería posible que le hubiera dicho a Jander que la relación con un robot podía poner en peligro tu posición en Aurora.. .?
—¡Eso no habría sido cierto!
—En caso de que se lo hubieran dicho, Jander lo habría creído. Se convencería de que estaba poniéndote en peligro, haciéndote daño. ¿No puede haber sido ésta la causa del bloqueo mental? ~—Jander no habría creído nunca esa afirmación. Me hizo feliz cada uno de los días en que fue mi esposo, y así se lo dije.
Baley permaneció tranquilo. Gladia estaba desviándose de la cuestión, pero bastaría con que el se lo pusiera más claro.
—Estoy seguro de que te creyó, pero también pudo sentirse impelido a creer a otra persona que le decía lo contrario. Y si de algún modo se vio atrapado entonces en un dilema irresoluble respecto a la Primera Ley...
El rostro de Gladia formó una mueca y su voz chilló:
—¡Eso es una locura! Estás contándome otra vez el viejo cuento de hadas de Susan Calvin y el robot que leía la mente. Nadie que tenga más de diez años de edad puede tragarse eso.
—¿No es posible que...?
—No, no lo es. Yo procedo de Solaría y sé lo suficiente acerca de los robots para estar segura de que no es posible. Se precisaría un experto increíble para colocar a un robot ante un problema irresoluble que afecte a la Primera Ley. El doctor Fastolfe quizás podría hacerlo, pero Santirix Gremionis no, desde luego. Gremionis es un estilista. Trabaja con seres humanos. Corta el cabello, diseña vestidos. Yo hago lo mismo, pero al menos trabajo con robots. Gremionis no ha tocado un robot en su vida. No sabe nada de ellos, excepto cómo ordenarles que cierren una ventana o cosas así. ¿Estás intentando decirme que fue la relación entre Jander y yo, ¡yo!—se dio unos nerviosos golpecitos en el esternón con un dedo extendido rígidamente, sin que apenas se le apreciaran sus pequeños pechos bajo la bata—, lo que le causó la muerte?
—No se trata de nada que hicieras conscientemente—dijo Baley, deseando detenerse pero incapaz de dejar de investigar—. ¿Y si Gremionis hubiera aprendido del doctor Fastolfe la manera de...?
—Gremionis no conocía al doctor Fastolfe y, de todos modos, no hubiera entendido nada de lo que éste le hubiese dicho.
—Gladia, no puedes tener la seguridad de que Gremionis podría entender o no de una cosa. Por otro lado, en cuanto a lo de no conocer al doctor Fastolfe... Gremionis debe de haber estado con frecuencia en tu establecimiento, si tanto te perseguía...
—Pero el doctor Fastolfe casi nunca viene por aquí. Anoche, cuando vino contigo, era sólo la segunda vez que cruzaba el umbral del establecimiento. Tiene miedo de que, si se acerca demasiado a mi, yo salga corriendo. Una vez lo reconoció. Creía que había perdido a su hija, de ese modo, o una tontería así. Mira, Elijah, cuando se vive varios siglos hay mucho tiempo para perder miles de cosas. Agradece tener una vida tan corta, Elijah—añadió casi tartamudeandoestaba llorando de manera incontrolada.
Baley la observó y se sintió impotente.
—Lo lamento, Gladia. No tengo más preguntas. ¿Llamo a un robot? ¿Necesitas ayuda? Gladia hizo un gesto de negativa y agitó la mano.
—No. Vete... vete—dijo con voz ahogada—. Vete.
Baley titubeó y por fin abandonó la sala, echando una última e inquieta mirada atrás al cruzar la puerta. Giskard siguió sus pasos y Daneel se unió a ellos cuando salieron de la casa. Baley apenas lo advirtió. Con la mente abstraída, pasó por su cabeza la idea de que estaba empezando a aceptar la presencia de los robots como la de su sombra o como la de su ropa, y que estaba alcanzando un punto en el que se sentiría desnudo sin ellos Regresó rápidamente hacia el establecimiento de Fastolfe con multitud de ideas dándole vueltas en la cabeza. Su deseo de ver a Vasília había sido en un principio cuestión de desesperación, de falta de cualquier otro objeto de curiosidad. Sin embargo, ahora las cosas habían cambiado. Cabía la posibilidad de que hubiera tropezado con algo vital.
El feo rostro de Fastolfe estaba surcado de ceñudas arrugas cuando Baley regresó.
—¿Algún progreso?—preguntó al recién llegado.
—He eliminado parte de una posibilidad... quizás.
—¿Parte de una posibilidad? ¿Y cómo elimina la otra parte? Mejor aún, ¿cómo establece una posibilidad?
—Cuando uno encuentra imposible eliminar una posibilidad, pone los cimientos para establecerla.
—¿Y si le resulta imposible eliminar la otra parte de la posibilidad que tan misteriosamente ha mencionado? Baley se encogió de hombros y contestó:
—Antes de que perdamos el tiempo con eso, tengo que ver a su hija.
—Bien, señor Baley—dijo Fastolfe con aire abatido—. He hecho lo que me ha pedido y he intentado ponerme en contacto con ella. He tenido que despertarla.
—¿Quiere decir que esta en la parte del planeta donde ahora es de noche?—Baley se sintió disgustado—. Me temo que soy tan estúpido que he imaginado que todavía estaba en la Tierra. En las ciudades subterráneas, el día y la noche pierden su significado y el tiempo tiende a ser uniforme.
—No se preocupe. Eos es el centro de robótica de Aurora y pocos roboticistas viven fuera del complejo. Sencillamente, Vasília estaba durmiendo y ser despertada no ha contribuido a mejorar su habitual mal genio, según parece. No ha querido hablar conmigo.
—Vuelva a llamar—insistió Baley en tono urgente.
—He hablado con su robot secretario y ha habido un incómodo intercambio de mensajes. Vasília ha dejado bien claro que no desea hablar conmigo bajo ningún concepto. Con usted se ha mostrado más flexible. El robot ha anunciado que Vasília le concederá cinco minutos a través de su canal privado de videotelefono, si la llama...—Fastolfe consultó el panel cronómetro de la pared—dentro de media hora. No le vera en persona bajo ningún concepto.
—Esas condiciones son insuficientes, al igual que el tiempo que me concede. Debo verla en persona durante todo el tiempo que sea preciso. ¿Le ha explicado la importancia del asunto, señor Fastolfe?
—Lo he intentado, pero a ella no le preocupa;
—Usted es su padre. Seguramente...
—Vasília es más reacia a ceder en sus decisiones por lo que yo le diga que por el consejo de cualquier extraño. Como lo sabia, he utilizado a Giskard.
—¿Giskard?
—Si. Giskard es uno de los favoritos de Vasília. Cuando estudiaba robótica en la universidad, se tomó la libertad de ajustar algunos aspectos secundarios de su programa, y no hay nada que haga más intima la relación con un robot que eso... excepto el método de Gladia, por supuesto. Era casi como si Giskard fuera Andrew Martin...
—¿Quién es Andrew Martin?
—Quién era, no es—respondió Fastolfe—. ¿No has oído hablar de el?
—¡Jamás!
—¡Qué extraño! Nuestras viejas leyendas tienen todas la Tierra por escenario, pero en la Tierra no se conocen. Andrew Martin era un robot que gradualmente, paso a paso, se supone que se fue haciendo humaniforme. Naturalmente, hubo otros robots humaniformes antes de Daneel, pero eran simples juguetes, apenas algo más que autómatas. Sin embargo, se cuentan historias sorprendentes de las habilidades de Andrew Martin, señal inequívoca de la naturaleza mítica del relato. Había una mujer que formaba parte de las leyendas y que es conocida popularmente por la Señorita. La relación es demasiado compleja para describirla ahora, pero supongo que todas las muchachitas de Aurora habrán soñado con ser la Señorita y tener por robot a Andrew Martin. Así le sucedió a Vasília... y Giskard fue su Andrew Martin.
—¿Y bien?
—Le he pedido al robot que le dijera que usted iba a ir acompañado por Giskard. Hace años que no lo ve, y creí que así podría inducirla a verle.
—Pero no ha dado resultado, supongo.
—No ha dado resultado.
—Entonces, tenemos que pensar en otra cosa. Debe de haber algún modo de conseguir que me reciba.
—Quizá a usted se le ocurra alguna. Dentro de unos minutos la verá por el tridiménsico y tendrá cinco minutos para convencerla de que debe recibirle en persona.
—¡Cinco minutos! ¿Qué puedo hacer en cinco minutos?
—No lo sé. Pero aún así, menos es nada.
Quince minutos después, Baley estaba frente a la pantalla de visión tridimensional, dispuesto para conocer a Vasília Fastolfe.
El doctor había salido de la sala con una amarga sonrisa, diciendo que su presencia no contribuiría precisamente a hacer más accesible a su hUa. Tampoco Daneel estaba presente. Sólo Giskard permanecia detrás de Baley, acompañándole.
—El canal tridimensional de la doctora Vasília esta abierto para recepción. ¿Está preparado, señor?
—Todo lo que puedo estarlo—asintió Baley en tono serio. No había querido sentarse, pues tenia la idea de que resultaba más imponente si permanecía de pie. (¿Cuán imponente podía resultar un terrícola?) La pantalla se iluminó, mientras el resto de la sala quedaba a oscuras, y en ella apareció una mujer, ligeramente desenfocada al principio. También ella estaba de pie, frente a él, con la mano derecha apoyada en una mesa de laboratorio inundada de planos y diagramas. (Sin duda, ella también quería impresionarle.) Cuando la imagen quedó enfocada, los ángulos de la pantalla parecieron fundirse y la figura de Vasília (si realmente se trataba de ella) se hizo más profunda hasta convertirse en tridimensional. Ahora, la mujer estaba en la sala con todo el aspecto de realidad tangible, salvo que la decoración de la sala en la que se encontraba no coincidía con la de Baley, y la diferencia resultaba chocante.
La mujer llevaba una falda marrón oscuro que se dividía en dos perneras amplias semitransparentes, de modo que sus piernas quedaban medio visibles a partir de la mitad del muslo. Vestía una blusa ceñida y sin mangas, con los brazos desnudos hasta los hombros y el escote pronunciado. Tenia el cabello muy rubio y muy rizado.
No guardaba ningún parecido con los feos rasgos de su padre, y desde luego no había heredado sus grandes orejas. Baley sólo pudo pensar que su madre debía de haber sido una mujer muy hermosa, y que la hija debía de haber sido afortunada en el reparto de los genes.
Era de baja estatura, y Baley apreció un notable parecido con Gladia en los rasgos de su rostro, aunque su expresión era mucho más fría y denotaba una personalidad dominante.
—¿Es usted el terrícola que ha venido a resolver los problemas de mi padre?—preguntó en tono cortante.
—Si, doctora Fastolfe—respondió Baley con voz igualmente seca.
—Puede llamarme doctora Vasília. No/quiero que se me confunda con mi padre. '
—Doctora Vasília, debe usted concederme la posibilidad de hablar con usted, en persona, durante un periodo de tiempo razonablemente extenso.
—No lo dudo, siendo como es un terrícola y una fuente segura de infecciones.
—He sido tratado médicamente y se puede estar conmigo con toda garantía. Su padre ha estado constantemente en mi compañía durante más de un día.
—Mi padre se hace pasar por idealista y tiene que hacer tonterías de vez en cuando para apoyar su pantomima. Yo no voy a imitarle.
—Creo entender que no desea usted ningún mal para su padre. Pues bien, se lo causará si se niega usted a verme.
—Está perdiendo el tiempo. No deseo verle más que por este sistema, y ya ha consumido la mitad de su tiempo. Si lo prefiere, podemos dejarlo aquí, si no le resulta satisfactorio.
—Doctora Vasília, aquí está Giskard e insiste en solicitarle una entrevista personal conmigo.
Giskard entró en el campo de visión.
—Buenos días, Señorita—dijo en voz baja.
Por un instante, Vasília pareció desconcertada y, cuando habló otra vez, lo hizo en un tono ligeramente más suave.
—Me alegro de verte, Giskard, y te recibiré siempre que lo desees, pero no pienso ver a ese terrícola aunque tú me lo pidas.
—En ese caso —dijo Baley, jugándose todas sus bazas desesperadamente—, tendré que hacer público el caso de Santirix Gremionis sin haber consultado con usted.
Vasília abrió los ojos como platos y alzó la mano que tenia sobre la mesa, cerrando el puño.
—¿Qué es eso del caso de Gremionis?
—Gremionis es un joven muy atractivo y que la conoce a usted muy bien. ¿De verdad quiere que trate estos temas sin escuchar antes lo que tengo que decirle?
—Va usted a decirme ahora mismo...
—¡No! —la interrumpió en voz alta Baley—. No voy a decirle nada a menos que me permita verla personalmente.
Vasília frunció los labios.
—Está bien, le recibiré, pero no me quedaré con usted un momento más de lo que yo desee, se lo advierto. Y traiga a Giskard.
La conexión tridimensional se interrumpió bruscamente y Baley se sintió mareado ante el repentino cambio de decoración que siguió. Se encaminó hacia una silla y tomó asiento.
Giskark le acompañó cogiéndole por el codo, para asegurarse de que llegaba indemne a la silla.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —preguntó después.
—Estoy bien—contestó Baley—. Sólo necesito recuperar el aliento.
El doctor Fastolfe estaba sentado frente a él.
—Vuelvo a excusarme por no cumplir mis deberes de anfitrión. He estado escuchando por una extensión que puede recibir pero no transmitir. Deseaba ver a mi hija, aunque ella no me viera a mi.
—Comprendo—dijo Baley, jadeando ligeramente—. Si la costumbre señala que su acción requiere una disculpa, ya está aceptada.
—Pero ¿qué era eso de Santirix Gremionis? Ese nombre me es desconocido.
Baley miró fijamente a Fastolfe y contestó:
—Doctor Fastolfe, he conocido ese nombre de labios de Gladia esta mañana. Sé muy poco de él, pero he corrido el riesgo de decirle a su hija lo que usted ha oído. No tenia muchas probabilidades a favor, pero los resultados han sido exactamente los que buscaba. Como ha podido ver, puedo hacer unas deducciones muy atinadas aún cuando posea muy poca información, así que será mejor que me deje en paz para seguir haciéndolo. En el futuro, haga el favor de colaborar plenamente y no volver a mencionar el sondeo psíquico.
Fastolfe enmudeció y Baley sintió una extraña satisfacción por haber impuesto su voluntad primero a la hija, y luego al padre.
Lo que ignoraba era cuánto tiempo podría seguir haciéndolo. Baley se detuvo ante la puerta del planeador y dijo en tono firme:
—Giskard, no quiero las ventanillas oscurecidas, ni quiero sentarme en la parte trasera. Deseo sentarme en el asiento delantero y observar el Exterior. Dado que estaré sentado entre tú y Daneel, creo que estaré suficientemente protegido, a menos que el vehículo entero sea destruido. Y en tal caso, resultaríamos destruidos todos y poco importaría si estaba sentado delante o detrás.
Giskard respondió a la fuerza de aquellas palabras retirándose hacia atrás con grandes muestras de respeto.
—Señor si se sintiera usted mal...
—En tal caso, detendrías el vehículo, me colocarías en la parte trasera y dejaría que volvieras opacas las ventanillas. O quizás no será preciso siquiera detenerse. Podría pasar del asiento delantero al trasero saltando por encima del respaldo mientras seguimos avanzando. Escucha, Giskard, para mi es muy importante ambientarme lo más posible con Aurora y, en todo caso, es importantísimo que me acostumbre al Exterior. Y lo que acabo de decirte es una orden, Giskard.
—El compañero Elijah tiene razón en lo que pide, amigo Giskard—intervino Daneel en voz baja—. Creo que estará razonablemente protegido.
Giskard, quizás a regañadientes (Baley no podía interpretar la expresión de su rostro no del todo humano), cedió y ocupó su puesto ante los controles. Balay le siguió y echó un vistazo por el claro cristal del parabrisas sin la rotunda seguridad que acababa de demostrar en la voz. Con todo, tener un robot a cada costado resultaba reconfortante.
El vehículo se levantó sobre sus chorros de aire comprimido y se balanceó ligeramente como si estuviera buscando dónde posar las patas. Baley notó una sensación de mareo en la boca del estómago e intentó no arrepentirse de su valiente actuación de momentos antes. No servia de nada intentar decirse a si mismo que Daneel y Giskard no mostraban el menor signo de temor y que debería imitarles. Ambos eran robots y no podían sentir miedo.
Y entonces el coche avanzó de pronto y Baley se sintió aplastado contra el asiento. Al cabo de un minuto, se desplazaba a una velocidad mayor de la que jamas había experimentado en las autopistas de la Ciudad. Delante de ellos se extendía una carretera ancha y llena de hierba.
La velocidad parecía mayor por cuanto a los lados no se veía ninguna de las amistosas luces y estructuras de la Ciudad, sino grandes extensiones de vegetación y formaciones irregulares.
Baley pugnó por mantener serena su respiración y por hablar con la mayor naturalidad posible de cosas sin importancia.
—No parece que haya ninguna granja por aquí, Daneel. Debe de ser una tierra sin utilizar.
—Son terrenos de la ciudad, compañero Elijah—respondió Daneel—. Es una zona de propiedades y parques privados.
—¿De qué ciudad?—Baley no podía aceptar a ciegas la explicación. El conocía perfectamente qué era una Ciudad.
—Eos es la ciudad más importante de Aurora, y la que tiene más habitantes. Fue la primera ciudad que se fundó, y en ella tiene su sede la Asamblea Legislativa Mundial de Aurora. El Presidente de la Asamblea tiene su finca por aquí y pronto pasaremos por delante.
Ahora resultaba que no sólo era una ciudad, sino además la mas importante. Baley miró a ambos lados.
—Tenia la impresión de que los establecimientos de Fastolfe y de Gladia estaban en las afueras de Eos. Hubiera asegurado que ya estábamos fuera de los limites de la Ciudad.
—En absoluto, compañero Elijah. Estamos atravésando el centro. Los limites están a siete kilómetros y nuestro destino está casi cuarenta kilómetros más allá.
—¿El centro de la ciudad? No veo grandes estructuras...
—No están hechas para ser vistas desde las carretera, pero ahí entre los árboles puedes ver una. Es el establecimiento de Fuad Labord, un famoso escritor.
—¿Conoces todos los establecimientos con sólo verlos?
—Están catalogados en mis bancos de memoria—dijo Daneel en tono solemne.
—No se ve tráfico en la carretera. ¿A qué se debe?
—Las distancias largas son cubiertas por aeromóviles o por submóviles magnéticos. Las conexiones tridimensionales.
—En Solaría las denominan «visionados»—dijo Baley.
—Y aquí también, en las conversaciones informales. Su nombre más formal es TVC. Estas comunicaciones constituyen el medio más usado de relacionarse. Por otra parte, a los auroranos les encanta pasear y no es extraño que recorran varios kilómetros para hacer una visita social o incluso para acudir a una reunión de negocios, cuando disponen del tiempo necesario.
»Y nosotros tenemos que acudir a un sitio que queda demasiado lejos para ir andando, demasiado cerca para tomar un aeromóvil, y no se desea la visión tridimensional; por eso utilizamos un vehículo terrestre. Un planeador, para ser más exactos, compañero Elijah, aunque cabe calificarlo de vehículo terrestre, supongo.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar al establecimiento
—No mucho, compañero Elijah. Está en el Instituto de Robótica, como quizás sepas.
Hubo unos instantes de silencio y por fin Baley dijo:
—Allí en el horizonte parece haberse nublado el cielo.
Giskard tomó una curva a toda velocidad y el planeador se inclinó en un ángulo de unos treinta grados. Baley reprimió un gemido y se asió a Daneel, quien pasó su brazo izquierdo sobre los hombros de Baley y le sostuvo con fuerza con una mano en cada hombro. Baley respiró lenta y profundamente cuando el planeador recuperó su posición.
—Si—dijo entonces Daneel—, esas nubes darán lugar a precipitaciones conforme avance el día, tal como predijo el servicio meteorológico.
Baley frunció el ceño. Durante sus trabajos experimentales en el Exterior, en la Tierra, la lluvia le había pillado una vez, una sola vez. Había sido como permanecer bajo una ducha fría con las ropas puestas. Había sufrido un momento de auténtico pánico al comprender que no había modo alguno de manipular ningún control que detuviera la lluvia. ¡El agua caería sin parar! Después, todo el mundo se echó a correr y él hizo lo mismo, encaminándose a la Ciudad, siempre seca y fácil de controlar.
Pero ahora estaba en Aurora y no tenia idea de lo que debía hacer uno cuando empezaba a llover y no había por ninguna parte una Ciudad adonde escapar. ¿Debía correr al establecimiento más próximo? ¿Los refugiados eran automáticamente bien recibidos? Después de otra pequeña curva, Giskard dijo:
—Estamos en el aparcamiento del Instituto de Robótica, señor. Podemos entrar y visitar el establecimiento que la doctora Vasília tiene en terrenos del Instituto.
Baley asintió. El viaje había durado entre quince y veinte minutos (esa fue la máxima precisión de que fue capaz, contando en tiempo terrestre) y Baley se alegraba de que hubiese terminado. Casi sin aliento, murmuró:
—Antes de reunirme con la hija del doctor Fastolfe, me gustaría saber algo de ella. Tú no la conoces, ¿verdad, Daneel?
—Cuando empecé a existir—contestó Daneel—, el doctor Fastolfe y su hija llevaban separados bastante tiempo. No la he visto nunca.
—En cuanto a ti, Giskard, tú y ella os conocéis muy bien, ¿no es cierto?
—Lo es, señor—asintió Giskard, impasíble.
—¿Y os gustabais?
—Creo, señor—contestó el robot—, que a la hija del doctor Fastolfe le complacía estar conmigo.
—¿Y a ti te complacía estar con ella? Giskard pareció escoger sus palabras antes de contestar.
—Me producía una sensación que, creo, corresponde a lo que los seres humanos entienden por complacerse en la compañía de otro ser humano.
—Pero con Vasília, esa sensación tuya era más acusada, ¿estoy en lo cierto?
—Su complacencia ante mi compañía—confesó Giskard-parecía estimular, en efecto, los potenciales positrónicos que producen en mi acciones equivalentes a las que el placer pro-duce en los seres humanos. O al menos así me lo explicó una vez el doctor Fastolfe.
—¿Por qué abandonó Vasília a su padre?—preguntó de repente Baley.
Giskard no respondió.
—Te he hecho una pregunta, muchacho—insistió Baley con la súbita brusquedad que solían utilizar los terrícolas con los robots.
Giskard volvió la cabeza y miró fijamente a Baley quien por un instante, creyó que el fulgor de los ojos del robot reflejaba un destello de resentimiento hacia aquella mezquina palabra.
No obstante, cuando Giskard habló lo hizo en un tono suave y sin mostrar ninguna expresión identificable en sus facciones.
—Me gustaría responderle, señor, pero la señorita Vasília me ordenó que guardara silenao en todo lo referente a dicha separación, cuando ésta se produjo.
—Pero yo te ordeno que respondas, y puedo ordenarlo de una manera muy firme y convincente, si lo deseo.
—Lo lamento—insistió Giskard—. La señorita Vasília ya por aquel entonces, tenia grandes conocimientos de robótica y las órdenes que me dio eran suficientemente poderosas como para permanecer, pese a todo lo que pueda usted decirme, señor.
Es cierto que debía de ser muy hábil en robótica—asíntió Baley—, pues el doctor Fastolfe me ha contado que Vasília te reprogramó en varias ocasiones.
—No resultó peligroso hacerlo, señor. El doctor Fastolfe en persona podía corregir en todo momento cualquier error que ella pudiese cometer.
—¿Y tuvo que hacerlo?
—Nunca, señor.
—¿Cuál era la naturaleza de la reprogramación?
—Cosas de poca importancia, señor.
—Quizás, pero insisto en que sacies mi curiosidad. ¿Qué es lo que hizo Vasília? Giskard titubeó y Baley supo inmediatamente qué significaba aquello. El robot contestó:
—Me temo que cualquier pregunta referente a la reprogramación no puede ser respondida por mi.
—¿Lo tienes prohibido?
—No, señor, pero la reprogramación borra automáticamente lo que había anteriormente. Si sufro una modificación en algún aspecto, a mi me parecerá que siempre he sido así, y no guardaré recuerdo alguno de lo que era antes de sufrir la modificación.
—Entonces, cómo sabes que las reprogramaciones fueron sobre asuntos de poca importancia.
—Dado que el doctor Fastolfe no ha visto nunca la necesidad de corregir nada de cuanto hizo la señorita Vasília (o al menos eso me dijo él cierta vez), no puedo sino suponer que los cambios fueron de poca importancia. Puede usted preguntárselo a la señorita Vasília, señor.
—Así lo haré—asintió Baley.
—No obstante, me temo que ella no le responderá, señor.
A Baley le dio un vuelco el corazón. Hasta aquel momento, sólo había interrogado al doctor Fastolfe, a Gladia y a los dos robots, y todos ellos tenían razones muy manifiestas para colaborar. Ahora, por primera vez, se enfrentaría con una persona hostil.
Baley descendió del planeador, que descansaba sobre un túmulo cubierto de hierba, y sintió un cierto placer al notar el suelo firme bajo sus pies.
Miró a su alrededor, sorprendido de que los edificios estuvieran tan próximos unos a otros. A su derecha había uno particularmente grande, construido sin grandes ornamentaciones, como un inmenso bloque de metal y cristal de aristas perfectamente dispuestas en ángulos rectos.
—¿Eso es el Instituto de Robótica?—preguntó.
—El Instituto abarca todo el complejo, compañero Elijah —contestó Daneel—. Ese edificio sólo es una parte, y está construido con más solidez de lo habitual en Aurora porque forma una entidad política autónoma. Contiene establecimientos vivienda, laboratorios, bibliotecas, gimnasios comunales, etcétera. El edificio grande es el centro administrativo.
—Parece tan poco aurorano, con tantos edificios a la vista (al menos a juzgar por lo que he visto de Eos), que supongo que habría una considerable oposición a su construcción.
—Creo que la hubo, compañero Elijah, pero el jefe del Instituto era amigo del Presidente, que tenia mucha influencia y consiguió un permiso especial, creo, en base a necesidades de investigación. En realidad, es más sólido de lo que pensaba—añadió Daneel con aire pensativo.
—¿De lo que pensabas? ¿Nunca habías estado aquí antes, Daneel?
—No, compañero Elijah.
—¿Y tú, Giskard?
—No, señor—dijo el aludido.
—Pues habéis encontrado el camino sin ningún problema, y parecéis conocer el lugar.
—Hemos sido informados convenientemente, compañero Elijah—dijo Daneel—, ya que era necesario que viniéramos contigo.
Baley asintió, pensativo, y preguntó por qué no les había acompañado el doctor Fastolfe. Una vez más, decidió que no tenia sentido intentar pillar por sorpresa a un robot. Si se les hacia una pregunta rápida o inesperada, los robots simplemente aguardaban a que la pregunta fuera asimilada y entonces contestaban. No había manera de cogerles desprevenidos.
—Como dijo el doctor Fastolfe, no es miembro del Instituto y considera inadecuado acudir a visitarlo sin haber sido invitado—contestó Daneel.
—¿Por qué no es miembro?
—Nunca se me ha informado de las razones, compañero Elijah.
Los ojos de Baley se volvieron hacia Giskard, que rápidamente respondió:
—M a mi, señor.
¿No lo sabían? ¿O tenían instrucciones de afirmarlo así? Baley se encogió de hombros. No importaba. Los seres humanos podían mentir y los robots podían ser programados.
Naturalmente, los seres humanos podían ser intimidados o manipulados para hacerles reconocer sus mentiras —si quien lo intentaba era lo bastante hábil o lo bastante cruel- y los robots podían ser manipulados para saltarse las instrucciones -si el manipulador era suficientemente hábil y carentre de escrúpulos—, pero la habilidad necesaria en cada caso era muy distinta y Balay carecía por completo de ellas en lo referente a robots.
—¿Dónde podríamos encontrar a la doctora Vasília Fastolfe?—preguntó Baley.
—Delante mismo de nosotros está su establecimiento.
—Entonces, habéis sido programados para dirigiros a su casa, ¿verdad?
—Eso está impreso en nuestros programas de memoria, compañero Elijah.
—Entonces, conducidme hasta ella.
El sol anaranjado estaba ahora bastante alto en el cielo y se aproximaba claramente al mediodía. Cuando se acercaron al establecimiento de Vasília, penetraron en la sombra de la factoría y Baley se puso algo nervioso al apreciar el brusco cambio de temperaturas.
Apretó los labios ante la perspectiva de ocupar y poblar mundos sin Ciudades, donde las temperaturas no pudieran controlarse y estuvieran sometidas a cambios Impredecibles e idiotas. Además, apreció Baley con cierto nerviosismo, las nubes del horizonte habían avanzado un poco. Podía llover en cualquier momento y de forma torrencial.
¡La Tierra! ¡Cuánto echaba de menos las Ciudades! Giskard fue el primero en entrar en el establecimlento y Daneel cogió por el brazo a Baley para evitar que éste siguiera adelante.
¡Naturalmente! Giskard estaba de reconocimiento.
Igual que Daneel, por supuesto. Sus ojos escrutaron el paisaje con una intensidad que ningún ojo humano hubiera podido igualar. Baley tuvo la certidumbre de que aquellos ojos robóticos no se perdían nada. (Se preguntó por qué los robots no irían equipados con cuatro ojos distribuidos por un igual alrededor del perímetro de la cabeza, o una banda óptica que lo rodeara por completo. Naturalmente, no cabía esperar aquello en Daneel, dada su apariencia humaniforme, pero ¿por qué no Giskard? ¿No suponía ello unas complicaciones de visión que los pasos positrónicos no podían controlar? Por un instante, Baley tuvo una leve visión de las complejidades que ofrecía la vida de un roboticista.) Giskard reapareció en el umbral e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. La mano de Daneel ejerció una considerable presión sobre el brazo de Baley y éste avanzó. La puerta siguió entornada.
En el establecimiento de Vasília no había cerraduras en las puertas, y Baley recordó de repente que tampoco las había visto en los establecimientos de Gladia y del doctor Fastolfe. La escasa población y la separación entre los habitantes contribuía a asegurar la intimidad. También ayudaba a ello la costumbre de no interferir unos con otros. Y, pensándolo bien, la permanente guardia de los robots resultaba más eficaz que cualquier cerradura.
La presión de la mano de Daneel sobre el brazo de Baley indicó a éste que se detuviera. Giskard, delante de ellos, halaba en voz baja con dos robots, muy parecidos al propio Una repentina sensación de frío encogió el estómago de Baley. ¿Que sucedería si en una rápida maniobra alguien cambiaba a Giskard por otro robot similar? ¿Sería capaz de reconocer la sustitución, de discernir cuál era cada robot? ¿Corría el peligro de ser dejado en manos de un robot sin instrucciones especiales de protegerle, de un robot que, sin quererlo, podía ponerle en peligro y luego reaccionar con insuficiente rapidez en el momento en que fuese necesaria la protección? Controlando su propia voz, le dijo en tono tranquilo a Daneel:
—Es notable el pareado de esos robots, Daneel. ¿Tú puedes dear cuál es cada uno?
—Desde luego, compañero Elijah. Los diseños del vestuario son distintos y sus números de código también lo son.
—A mi no me parecen distintos.
—No estás acostumbrado a advertir ese tipo de detalles.
—¿Qué números de código?—insistó Baley.
—Compañero Elijah, son muy fáciles de ver cuando uno sabe dónde tiene que mirar, y cuando se tienen ojos más sensibles al infrarrojo que los ojos humanos.
—En tal caso, puedo verme en dificultades si tengo que efectuar la identificación de alguno de ellos, ¿no?
—En absoluto, compañero Elijah. No tienes más que preguntarle al robot su nombre completo y número de serie, y
—¿Incluso si el robot ha sido programado para que me dé unos datos falsos?
—¿Por qué se iba a programar así a un robot? Baley decidió no explicárselo. En cualquier caso, Giskard estaba ya de vuelta y le dijo a Baley:
—Será usted recibido, señor. Venga por aquí, por favor.
Los dos robots del establecimiento abrieron la marcha. Detrás iban Baley y Daneel; éste todavía asía el brazo de Baley con aire protector.
Cerrando la marcha iba Giskard.
Los dos robots se detuvieron ante una puerta doble que se abrió en ambas direcciones, al parecer automáticamente. La sala en la que entraron estaba bañada de una luz mortecina y grisácea, y la luz diurna del Exterior apenas conseguía atravésar las gruesas cortinas.
Baley distinguió, no muy claramente, una pequeña figura humana en la sala, medio sentada en un taburete alto, con un codo apoyado en una mesa que era tan larga como la pared.
Baley y Daneel entraron, y Giskard lo hizo tras ellos. La puerta se cerró haciendo que la sala pareciera menos iluminada todavía.
—¡No se acerquen más! ¡Quédense donde están! —dijo una voz de mujer en tono cortante.
Y la sala se iluminó de repente con toda la luz del día.
Baley parpadeó y alzó la mirada. El techo era acristalado y a su través podía verse el sol. Este parecía, sin embargo, extrañamente mortecino y podía ser contemplado directamente sin peligro, aunque ello no parecía afectar a la calidad de la iluminación en el interior de la sala. Presumiblemente, el cristal (o lo que fuera aquella sustancia transparente) difuminaba la luz sin absorberla.
Baley observó a la mujer, que todavía mantenía su postura en el taburete, y preguntó:
—¿La doctora Vasília Fastolfe?
—Doctora Vasília Aliena, si prefiere llamarme por mi nombre completo. No llevo prestados los apellidos de otros. Puede llamarme doctora Vasília. Es el nombre por el que se me conoce habitualmente en el Instituto.—Su voz, que había sonado bastante ruda, se suavizó ligeramente—. ¿Cómo estás, mi viejo amigo Giskard? Giskard, en un tono de voz extrañamente diferente del que utilizaba habitualmente, respondió:
—Me alegro de verla...—hizo una pausa y repitió—: Me alegro de verla, Señorita.
Vasília sonrió.
—Y éste, supongo que es el robot humaniforme de quien tanto he oído hablar... ¿Daneel Olivaw?
—Sí, doctora Vasília—dijo Daneel al instante.
—Y por último, aquí tenemos al... terrícola.
—Elijah Baley, doctora —se presentó Baley con aire severo.
—Si, sé que los terrícolas tienen nombres y que el suyo es Elijah Baley—replicó ella fríamente—. No se parece usted en nada al actor que interpretó su papel en el programa de hiperondas.
—Soy consciente de ello, doctora.
—En cambio, el que interpretaba a Daneel se parecía bastante más al original, pero supongo que no estamos aquí para comentar ese programa.
—En efecto.
—Creo que estamos aquí, terrícola, para hablar de Santirix Gremionis. Está bien, diga lo que tenga que decir y terminemos de una vez. ¿Le parece bien?
—No del todo—replicó Baley—. Esa no es la razón principal de mi visita, aunque imagino que también hablaremos de eso.
—¿De veras? ¿Tiene usted la impresión de que estamos aquí para enfrascarnos en una conversación larga y complicada sobre cualquier tema que a usted se le ocurra escoger?
—Doctora Vasília, creo que sería preferible dejar que yo llevara la entrevista a mi modo.
—¿Es eso una amenaza?
—No.
—Bien, nunca he conocido a un terrícola y puede resultar interesante observar hasta qué punto se parece usted al actor que hizo su papel. Me refiero a su parecido con él en otros aspectos aparte del físico. ¿Es usted de verdad la persona dominante que parecía ser en el programa?
—Ese programa—replicó Baley con evidente disgusto - era excesivamente dramático y exageraba mi personalidad en todos sus rasgos. Preferiría que me aceptara como soy y que me juzgara sólo por cómo aparezco ahora mismo delante de usted.
Vasília se echó a reír.
—Por lo menos, no parece abrumado por mi presencia. Eso es un punto a su favor. ¿O quizás considera que ese asunto de Gremionis que tiene en la cabeza le coloca en posición de darme órdenes?
—No estoy aquí para otra cosa mas que para descubrir la verdad en el asunto de la muerte del robot humaniforme Jander Panell.
—¿Su muerte? ¿Llegó a estar vivo alguna vez, pues? —Utilizo una palabra en lugar de una frase del estilo de «en estado de inoperatividad permanente». ¿La confunde a usted el término «muerte»?
—Se defiende usted bien—dijo Vasília—. Debrett, trae una silla para el terrícola. Se va a fatigar estando de pie, si la conversación va a ser larga. Después, metete en tu nicho. Y tú también puedes buscar uno, Daneel. Giskard, ven y quédate cerca de mi.
Baley tomó asiento.
—Gracias, Debrett. Doctora Vasília, carezco de autoridad para interrogarla, y no dispongo de medios legales para obligarla a responder a mis preguntas. No obstante, la muerte de Jander Panell ha colocado a su padre en una posición de...
—¿Qué ha colocado a quién?
—A su padre.
—Terrícola, yo a veces me refiero a cierto individuo como «mi padre», pero nadie más lo hace. Haga el favor de utilizar el nombre propio.
—El doctor Han Fastolfe. El es su padre, ¿no? Aunque sólo sea en los registros.
—Está usted utilizando un término biológico. Comparto con él unos genes en la forma característica que en la Tierra se consideraría una relación padre-hiia. Este dato resulta ab-solutamente indiferente en Aurora, salvo en temas médicos y genéticos. Entiendo que algunas de mis dolencias se deben a ciertos estados metabólicos en los cuales puede resultar conveniente estudiar la fisiología y la bioquímica de aquellos con quienes comparto los genes: padres, hermanos, hijos, etcétera. Fuera de estos casos concretos, la relación existente entre las personas no suele mencionarse entre la sociedad aurorana bien educada. Se lo explico porque es usted un terrícola.
—Si he ofendido sus costumbres—respondió Baley—j ha sido por ignorancia y le pido disculpas. ¿Puedo referirme al caballero de quien estamos hablando por su nombre?
—Desde luego.
—En tal caso, la muerte de Jander Panell ha puesto al doctor Han Fastolfe en una situación de cierta dificultad, y yo creía que ello le preocuparía a usted lo suficiente para desear ayudarle.
—Eso creía usted, ¿verdad? ¿Por qué?
—Porque es su... Porque él la crió. El cuidó de usted.
Ustedes sentían un profundo afecto el uno por el otro. Y él todavía siente un profundo afecto por usted.
—¿Se lo ha dicho él?
—Resulta evidente por detalles de nuestras conversaciones e incluso por el hecho de que se haya interesado por la mujer de Solaria, Gladia Delmarre, debido a su parecido con usted.
—¿Eso se lo ha dicho él?
—En efecto. Pero aunque no lo hubiera hecho, el parecido es evidente.
—No obstante, no le debo nada al doctor Fastolfe, terrícola. Puede abandonar sus suposiciones.
Baley se aclaró la garganta.
—Aparte de los sentimientos personales que pueda usted tener o dejar de tener, esta el tema del futuro de la galaxia. El doctor Fastolfe desea que el ser humano explore y colonice nuevos mundos. Si las repercusiones de la muerte de Jander llevan a la exploración y colonización de nuevos mundos mediante robots, el doctor Fastolfe cree que ello resultaría catastrófico para Aurora y para la humanidad. Estoy seguro de que no querrá usted ser parte responsable de una catástrofe de esas dimensiones.
Vasília respondió con indiferencia, observándole meticulosamente.
—Desde luego que no, si estuviera de acuerdo con el doctor Fastolfe. Pero no es así. No veo nada malo en que esa labor la realicen robots humaniformes. De hecho, estoy aquí en el Instituto para hacer eso posible. Soy una globalista y, dado que el doctor Fastolfe es un humanista, le considero un enemigo político.
Las respuestas de Vasília eran concisas y directas, expresadas sin una palabra más de las necesarias. A cada respuesta seguía un claro silencio, como si aguardara con interés la siguiente pregunta. Baley tuvo la impresión de que Vasília sentía curiosidad hacia él, que le divertía; se dijo que quizá Vasília estaba haciendo apuestas respecto a cuál sería su siguiente pregunta, decidida a ofrecerle la información mínima necesaria para forzar otra pregunta.
—¿Hace mucho que es usted miembro del Instituto?
—Desde su formación.
—¿Hay muchos miembros?
—Yo calculo que alrededor de un tercio de los roboticistas de Aurora son miembros, aunque sólo la mitad de ellos vive y trabaja realmente en terrenos del Instituto. —¿Los demás miembros del Instituto comparten sus opiniones respecto a la exploración de otros mundos mediante robots? ¿Se oponen radical y definitivamente a la opinión del doctor Fastolfe?
—Supongo que la mayor parte de los roboticistas son globalistas pero no sé que hayamos adoptado ninguna decisión sobre ei tema o siquiera que se haya discutido oficialmente. Será mejor que pregunte uno por uno, personalmente.
—¿El doctor Fastolfe es miembro del Instituto?
—No.
Baley aguardó un poco, pero Vasília no añadió nada a la negativa. Por último, Baley añadió:
—¿No es eso sorprendente? Creía que precisamente él, de todos los que conozco en este planeta, sería miembro del Instituto.
—En realidad, no le queremos aquí. Y él tampoco desea estar aquí, aunque eso es quizás menos importante.
—¿No resulta eso todavía más sorprendente?
—No lo creo—respondió ella. Luego, como si cediera a la tentación de añadir algo por causa de la irritación que llevaba dentro de si, prosiguió—: El vive en la ciudad de Eos. Supongo que sabrá usted el significado de ese nombre, ¿verdad, terrícola? Baley asintió y contestó:
—Eos es la antigua diosa griega del amanecer; en Roma, a esa misma diosa se la conocía con el nombre de Aurora.
—Exacto. El doctor Han Fastolfe vive en la Ciudad del amanecer, en el mundo del amanecer, y no comprende el método necesario para la expansión a través de la galaxia, para convertir el amanecer espacial en el día galáctico. La exploración robótica de la galaxia es el único método práctico de desarrollar dicha tarea, y el doctor no podría aceptarlo, igual que tampoco nos puede aceptar a nosotros.
—¿Por qué es el único método práctico? —preguntó en voz baja Baley—. Aurora y los otros mundos espaciales no fueron explorados y colonizados por robots, sino por seres humanos.
—Una corrección: por terrícolas. Se trataba de un procedimiento costoso y poco eficaz. Además, ahora no permitiríamos que ningún terrícola volviera a servir de colono. Nosotros nos hemos convertido en espaciales, sanos y de larga vida, y tenemos robots infinitamente más versátiles y flexibles que aquellos de que disponían los seres humanos que poblaron originariamente nuestros mundos. Los tiempos y las circunstancias son totalmente distintos, y hoy día sólo es concebible la exploración mediante robots.
—Supongamos que tiene usted razón y que el doctor Fastolfe está equivocado. aún así, su opinión sigue siendo lógica. ¿Por qué no se aceptan mutuamente el Instituto y él? ¿Sólo porque no están de acuerdo en este punto?
—No. Este desacuerdo en concreto es sólo un tema de menor importancia, comparativamente. Existe un conflicto más fundamental.
Baley hizo una nueva pausa y, otra vez, la mujer no añadió una palabra más a su observación. Baley no se sentía lo bastante seguro de su posición para demostrar irritación y se limitó a preguntar tímidamente, sin gran confianza:
—¿Cuál es ese conflicto más fundamental? En la voz de Vasília casi afloró un tono de divertida sorpresa. Los rasgos de su rostro se dulcificaron ligeramente y por un instante, su parecido con Gladia se hizo aún mayor.
—Supongo que no podría usted adivinarlo si no se lo cuento.
—Precisamente por eso lo pregunto, doctora Vasília.
—Está bien, terrícola. Me han dicho que los terrestres tienen una vida corta. Supongo que no me habrán informado mal, ¿verdad? Baley se encogió de hombros.
—Algunos hombres alcanzan los cien años de edad, en años terrestres—permaneció pensativo unos instantes y añadió—: Quizás unos ciento treinta años métricos.
—¿Y usted qué edad tiene?
—Cuarenta y cinco años terrestres, sesenta años métricos.
—Yo tengo sesenta y seis años métricos. Y espero vivir tres siglos métricos más, por lo menos. Si llevo cuidado.
Baley abrió ambas manos en dirección a ella.
—La felicito—exclamó.
—Eso tiene sus desventajas.
—Esta mañana me han comentado que, en tres o cuatro siglos, una persona puede sufrir muchísimas pérdidas.
—Me temo que así es—asintió Vasília—. Y también se pueden acumular muchas cosas beneficiosas. En conjunto, unas y otras se equilibran.
—¿Cuáles son entonces las desventajas?
—Usted no es un científico, naturalmente.
—No, soy detective. Policía, si lo prefiere.
—Pero quizás conozca a algún científico en su mundo. —Si, conozco a algunos —admitió Baley con cautela.
—¿Sabe como trabajan? Nos han dicho que en la Tierra necesitan colaborar unos con otros. Tienen, como mucho, medio siglo de trabajo activo en el transcurso de sus cortas vidas. Menos de siete décadas métricas. No puede hacerse mucho en ese lapso de tiempo.
—Algunos de nuestros científicos han conseguido notables progresos en un periodo de tiempo considerablemente menor.
—Porque han aprovechado los descubrimientos realizados por otros con anterioridad, y por las ventajas que les reporta el uso de los hallazgos que otros llevan a cabo simultáneamente. ¿No es así?
—Por supuesto. Tenemos una comunidad científica a la que contribuye todo el género humano a través del tiempo y del espacio
—Exactamente. De otro modo, no funcionaria. Cada científico, consciente de lo improbable que sería la consecución de grandes resultados por su propia cuenta, se ve obligado a entrar en la comunidad científica. No puede evitar el formar parte de la cámara de intercambio de informaciones. De este modo, el progreso resulta enormemente mayor de lo que sería si ese intercambio no existiera.
—¿No sucede así también en Aurora y los demás mundos espaciales?—preguntó Baley.
—En teoría, así es. Pero en la práctica, no. Las presiones en una sociedad longeva son menores. Aquí, los científicos disponen de tres siglos o más para dedicarse a un problema, por lo que se piensa que un trabajador en solitario puede conseguir en ese periodo de tiempo progresos significativos en su campo concreto. Así se hace posible sentir una especie de avaricia intelectual, de ansia por conseguir algo por uno mismo o de asumir el derecho de propiedad sobre una faceta concreta del progreso. El científico puede desear entonces que el progreso general adquiera un ritmo más pausado, antes que ofrecer a la comunidad lo que concibe como asunto propio y de su exclusiva propiedad. Como resultado de esa ma-nera de pensar, el progreso general presenta una considerable ralentización en los mundos espaciales, hasta el punto de resultar difícil seguir el ritmo del trabajo efectuado en la Tierra, pese a nuestras enormes ventajas sobre su planeta.
—Supongo que no me diría usted todo esto si no quisiera darme a entender con ello que el doctor Han Fastolfe se comporta de esta manera.
—Desde luego. Su análisis teórico del cerebro positrónico ha hecho posible el robot humaniforme. Así, lo ha utilizado para construir, con la ayuda del fallecido doctor Sarton, a su amigo el robot Daneel. En cambio, no ha publicado los detalles más importantes de su teoría ni los ha facilitado a nadie. Con su actitud, él y únicamente el está bloqueando la producción de robots humaniformes.
Baley frunció el ceño y preguntó:
—¿Y el Instituto de Robótica se dedica a la colaboración entre los científicos?
—Exactamente. El Instituto está compuesto por mas de cien roboticistas de primera línea y de diferentes edades, especializaciones y facultades, y esperamos establecer delegaciones en otros mundos hasta convertir el Instituto en una sociedad interestelar. Todos nosotros nos dedicamos a comunicar nuestros descubrimientos o especulaciones individuales al fondo común. Hacemos voluntariamente, y por el bien común, lo que ustedes los terrícolas se ven obligados a hacer debido a lo cortas que son sus vidas.
»En cambio, el doctor Han Fastolfe se niega a colaborar en ello. Estoy segura de que considera usted al doctor como un patriota aurorano, noble e idealista. Sin embargo, Fastol-fe no desea poner su propiedad intelectual (así la considera él) en el fondo común, y por tanto no quiere tener contactos con nosotros. Y nosotros no queremos tenerlos con él, por-que se atribuye unos derechos de propiedad personal sobre los descubrimientos científicos. Supongo que ahora ya no le parecerá tan ilógico nuestro desagrado mutuo.
Baley asintió con la cabeza y preguntó.
—¿Cree usted que eso funcionará... esa renuncia voluntaria a la gloría personal?
—Tiene que funcionar —respondió Vasília inexorablemente.
—¿Y no ha conseguido el Instituto, a través del trabajo comunitario, llevar a cabo la labor individual del doctor Fastolfe y redescubrir la teoría del cerebro positrónico humaniforme?
—Todavía no, pero con el tiempo lo lograremos. Es inevitable.
—¿Y no han intentado ustedes reducir ese tiempo convenciendo al doctor de que les revele su secreto?
—Creo que estamos camino de conseguirlo.
—¿Por medio del escándalo lander?
—No creo que realmente sea necesaria esa pregunta. Bien, terrícola, ¿le he dicho ya todo lo que deseaba saber?
—Me ha dicho algunas cosas que no sabia —contestó Baley.
—Entonces, es hora de que me hable de Gremionis. ¿Por qué ha mencionado el nombre de ese peluquero relacionándolo conmigo?
—¿Peluquero?
—El se considera un esteta, entre otras cosas, pero no es más que un peluquero, simple y llanamente. Hábleme de él, o daremos por terminada la entrevista.
Baley se sintió abatido. Parecía evidente que Vasília había disfrutado con el intercambio de estocadas. La mujer le había dado suficientes datos para estimular su apetito y ahora iba a verse obligado a comprar el resto del material dando a cambio información que había afirmado poseer. Pero no era así. Carecía de datos concretos y sólo podía exponer suposi-ciones. Y si alguna de ellas resultaba errónea, vitalmente errónea, estaba perdido.
Así pues, también él se decidió a lanzar una estocada.
—Comprenderá, doctora Vasília, que no tiene sentido seguir fingiendo que es ridículo suponer la existencia de una relación entre usted y Gremionis.
—¿Por qué no, si es realmente ridículo?
—¡Ah, no! Si lo fuera, se habría reído usted de mi y habría apagado inmediatamente el contacto tridimensional. El mero hecho de que haya accedido a abandonar su postura anterior y a recibirme, y el hecho de que haya conversado largo rato conmigo sobre tantas cosas, es un claro reconocimiento de que cree que yo podría tener mi cuchillo sobre su yugular.
Los músculos de la mandibula de Vasília se tensaron mientras respondía, en un tono de voz grave e irritado:
—Verá, pequeño terrícola. Mi posición es vulnerable y probablemente usted lo sabe. Al fin y al cabo, soy hija del doctor Fastolfe y aquí en el Instituto hay algunas personas lo bastante estúpidas, o lo bastante viles, para desconfiar de mi por esa razón. No se qué historia le habrán contado, pero estoy segura de que será más o menos ridícula. Pese a ello, por ridícula que sea, puede ser utilizada eficazmente en contra mía. Por eso estoy dispuesta a pagar por ella. Ya le he contado algunas cosas y quizá le diga algunas más,- pero sólo si me explica ahora mismo lo que tiene usted entre manos y si me convence de que está diciéndome la verdad, así que ya puede empezar.
»Si esta usted jugando conmigo, no estaré en peor situación que ahora si le echo de una patada, y al menos eso me dará una cierta satisfacción. Además, utilizaré toda la influencia que pueda tener con el Presidente para que cancele su decisión de dejarle entrar en Aurora y será usted enviado de vuelta a la Tierra inmediatamente. Ya existen considerables presiones al respecto, y no querrá usted que se añada la mía, ¿verdad? Ahora, ¡hable! El primer impulso de Baley fue ir directamente al grano y buscar el medio de comprobar si tenia razón. Aquello no resultaría, se dijo. Vasília comprendería lo que estaba haciendo, pues no era tan estúpida, y le detendría. Baley sabia que estaba sobre la pista de algo y no quería echarlo a perder. Lo que Vasília acababa de decir acerca de la vulnerabilidad de su situación como resultado de su relación con su padre podía ser cierto, pero aún así no habría mostrado tanto temor de verse con él de no haber sospechado que alguna de las cartas que Baley parecía guardar en la manga no era totalmente ridícula.
Así pues, Baley tenia que decir algo, algo importante que estableciera instantáneamente algún tipo de dominio sobre Vasília. ¡A jugar!, se dijo.
—Santirix Gremionis se ha ofrecido a usted.—Y antes de que Vasília pudiera reaccionar, subió la apuesta añadiendo, en tono de mayor crudeza—: Y no una, sino muchas veces.
Vasília cerró las manos sobre una de sus rodillas, recuperó el control de si misma y tomó asiento en el taburete, como si quisiera ponerse más cómoda. Miró a Giskard, que permanecia inmóvil e inexpresivo a su lado Después volvió a mirar a Baley y contestó:
—Bueno, ese idiota se of rece al primero que pasa, sin que le importe el sexo o la edad. Sería muy raro que no me hubiera prestado atención también a mi.
Baley hizo un gesto como indicando que dejara del lado todo aquello. (Vasília no se había reído. No había dado por terminada la entrevista. M- siquiera había realizado una de-mostración de furia. Estaba aguardando para ver lo que Baley sacaría de aquella frase, así que tenia algo cogido por los pelos.)
—Eso es una exageración, doctora Vasília—prosiguió Baley—. Nadie se ofrece a otra persona sin haberla elegido antes, por pocas discriminaciones que haga. En el caso de Gre-mionis, él la eligió a usted y, pese a su negativa siguió ofreciéndose, cosa poco frecuente según las costumbres auroranas.
—Me alegro de que se haya dado cuenta de que le he rechazado. Hay quienes creen que todos los ofrecimientos, o casi todos, deben ser aceptados aunque sólo sea por cortesía. Sin embargo, ésa no es mi opinión. No veo por qué razón tengo que someterme a un contacto que no me interesa y que sólo constituye una pérdida de tiempo. ¿Encuentra algo criticable en eso, terrícola?
—No tengo nada que opinar en relación a las costumbres auroranas, ni a favor ni en contra.
(Vasília seguía aguardando, atenta a sus palabras. ¿Qué estaba esperando? ¿Sería lo que Baley deseaba decir, pero todavía no estaba seguro de atreverse a hacerlo?) Esforzándose por dar un aire de ligereza a sus palabras, la mujer añadió:
—¿Tiene realmente algo que ofrecer, terrícola... o hemos terminado ya la conversación?
—Todavía no—dijo Baley, obligado ahora a hacer una nueva jugada—. Usted advirtió esta constancia tan poco aurorana en Gremionis, y se le ocurrió que podría aprovecharla.
—¿De verdad? ¡Qué locura! ¿Y qué uso podría hacer yo de ella?
—Dado que Gremionis se sentía atraído por usted con una evidente intensidad, no le resultaría muy difícil disponer las cosas de manera que el muchacho se sintiera atraído por otra mujer que se parecía mucho a usted. Le instó a hacerlo quizás con la promesa de aceptarle si la otra no lo hacía.
—¿Y quién es la pobre mujer que tanto se parece a mi?
—¿No lo sabe? Vamos, no sea ingenua, doctora Vasília. Le estoy hablando de la mujer de Solaria, Gladia, quien, como ya le he dicho, se encuentra bajo la protección del doctor Fastolfe precisamente porque se parece mucho a usted. No ha mostrado sorpresa alguna cuando me he referido a ello al principio de nuestra charla. Ahora ya es demasiado tarde para simular ignorancia.
Vasília le lanzó una mirada cortante.
—Y por el interés que Gremionis siente por ella, usted ha deducido que Gremionis se interesó antes por mi, ¿no es eso? ¿Y ha sido esa pobre pista lo que ha utilizado para llegar hasta aquí?
—No es sólo una pista. Existen otros factores que la sostienen. ¿Niega usted todo esto? La mujer pasó la vista en actitud pensativa por el gran escritorio situado a su lado, y Baley se preguntó qué detalles ofrecerían las grandes hojas de papel que se encontraban sobre el mismo. Desde la distancia en que se hallaba, Baley pudo reconocer una complejidad de dibujos que estaba seguro de no poder entender en absoluto, por muy meticulosa y concienzudamente que los estudiara.
—Ya estoy harta—dijo Vasília—. Acaba de decirme que Gremionis se interesaba primero por mi, y luego por alguien que se me parece. Y ahora pretende que lo niegue. ¿Por qué iba a molestarme en hacerlo? ¿Qué importancia tiene eso? Aunque fuera verdad, ¿cómo podría perjudicarme? Está usted diciendo que yo estaba harta de tantas atenciones que no deseaba, y que encontré un sistema ingenioso para librarme de ellas. ¿Qué más?
—No es tanto lo que hizo usted, sino el porqué—replicó Baley—. Usted sabia que Gremionis era del tipo de persona que puede hacerse muy insistente. El se había ofrecido a usted varias veces, y lo seguiría haciendo una y otra vez con
—Si ella le rechazaba.
—Gladia era de Solaría y, por ello, tenia problemas sexuales y rechazaba a todo el mundo. Me atrevería a decir que eso es algo que usted sabia, pues imagino que, pese al distan-ciamiento existente entre usted y su Pau... y el doctor Fastolfe, sus sentimientos hacia él eran lo bastante fuertes como para tener en observación a su sustituta
—Bueno, mucho mejor para ella. Si rechazaba a Gremionis, demostraba tener buen gusto.
—Usted estaba segura de que no existía ese «si...». Gladia le rechazaría, con toda certeza.
—Volvemos a lo mismo: ¿y qué?
—La repetición de su ofrecimiento significaría que Gremionis acudiría con frecuencia al establecimiento de Gladia, que la acosaría.
—Por última vez. ¿Y qué?
—Y en el establecimiento de Gladia había un objeto muy poco usual: uno de los dos robots humaniformes que existían, Jander Panell.
Vasília titubeó. Después preguntó:
—¿Dónde pretende usted llegar?
—Supongo que se le ocurrió la idea de que, si conseguía de algún modo que el robot humaniforme resultara muerto en ciertas circunstancias que complicaran al doctor Fastolfe podría utilizar eso como arma para sonsacar a éste el secreto del cerebro positrónico humaniforme. Gremionis, molesto por la persistente negativa de Gladia a aceptarle y dada su presencia constante en el establecimiento de ella, podía ser inducido a llevar a cabo una temible venganza asesinando al robot.
Vasília parpadeó con rapidez.
—El pobre peluquero podría tener veinte motivos como éste y veinte oportunidades perfectas para hacer algo así, y seguiríamos igual. Gremionis no sabe ni cómo ordenar a un robot que estreche una mano. ¿Cómo podría soñar siquiera con imponer un bloqueo mental a un robot como Jander?
—Lo cual nos lleva por fin al meollo del asunto—añadió Baley en tono suave—. Algo que me parece que usted ya preveía. He notado cómo se contenía para no echarme de la casa, pues antes tenia que asegurarse de si yo realmente tenia esta idea en la cabeza. Lo que afirmo es que Gremionis hizo el trabajo, con la ayuda del Instituto de Robótica, por inter-medio de usted.
Parte 2