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julio 11, 2010
Parte 1OTRA VEZ VASÍLIA
Fue como si un programa de hiperondas se hubiera detenido en una foto fija holográfica.
Ninguno de los robots se movió, naturalmente, pero tampoco lo hicieron Baley o la doctora Vasília Aliena. Transcurrieron unos largos segundos—anormalmente largos—hasta que Vasília dejó escapar el aliento y lenta, muy lentamente, se puso en pie.
. Su rostro se había vuelto tenso, con una sonrisa carente de humor y murmuró en voz baja:
—¿Está usted diciendo que he sido cómplice en la destrucción del robot humaniforme, terrícola?
—Si, algo así se me ha ocurrido, doctora —respondió Baley.
—Le agradezco la idea. La entrevista ha terminado y puede usted irse—sentenció ella al tiempo que señalaba la puerta.
—Me temo que yo no deseo irme todavía—protestó Baley.
—No me importan sus deseos, terrícola.
—Pues deberían importarle porque, ¿cómo piensa obligarme a salir en contra de mis deseos?
—Tengo robots que, a petición mía, le pondrán en la calle con educación pero con firmeza, sin causarle ningún daño más que a su autoestima, si es que tiene.
—Aquí no dispone más que de un robot, y yo tengo dos que no dejarán que sus amenazas se cumplan.
—Tengo otros veinte que acudirán inmediatamente si les llamo.
—¡Doctora Vasília, compréndame, por favor! —exclamó Baley—. He visto lo sorprendida que se ha quedado al conocer a Daneel. Sospecho que, aunque usted trabaja en el Instituto de Robótica, donde los robots humaniformes son el punto primordial del negocio, nunca ha visto en realidad a uno de ellos completo y en funcionamiento. Por lo tanto, sus robots tampoco habrán visto ninguno. Ahora observe a Daneel. Tiene aspecto humano. Parece más humano que ninguno de los robots existentes, excepto el difunto Jander. A sus robots, doctora, Daneel les parecería seguramente un ser humano. Además, él sabrá cómo dar una orden de un modo tal que sus robots le obedezcan a él, incluso antes que a usted misma.
—Si es preciso—insistió Vasília—, puedo reunir a veinte seres humanos del Instituto que le expulsarán del recinto, quizás produciéndole algún daño. Y sus robots, incluso Daneel, no podrán evitarlo.
—¿Y cómo piensa llamarles si mis robots no le van a permitir moverse de aquí? Tienen unos reflejos extraordinarios.
Vasília mostró los dientes en un gesto que no podía calificarse como sonrisa.
—No sé qué decir de Daneel, pero conozco a Giskard desde que era una niña. No creo que haga nada para impedirme pedir auxilio, e imagino que también puede evitar que Daneel intervenga.
Baley intentó reprimir el temblor que notaba en su voz; estaba patinando sobre un hielo cada vez más delgado, y lo sabia.
—Antes de hacer nada—dijo—, quizás será mejor que le pregunte a Giskard cómo se comportaría si recibiera órdenes contradictorias de usted y de mi.
—¿Giskard?—dijo Vasília con absoluta confianza.
Los ojos de Giskard se volvieron de lleno hacia Vasília y, con un extraño timbre en la voz, dijo:
—Señorita, estoy obligado a proteger al señor Baley. Tiene preferencia.
—¿De verdad? ¿Por orden de quien? ¿De este terrícola, de este extraño?
—Por orden del doctor Han Fastolfe—respondió Giskard.
Los ojos de Vasília lanzaron un destello de furia y volvió a sentarse lentamente en el taburete. Sus manos, apoyadas en el regazo, temblaban visiblemente. La mujer masculló unas palabras a través de unos labios que apenas se movieron:
—Hasta de ti me ha separado, Giskard.
—Por si esto no le basta, doctora Vasília—dijo Daneel de pronto, hablando sin que nadie se lo hubiera indicado—, yo también pondría el bienestar del compañero Elijah por encima del suyo.
Vasília observó a Daneel con amarga curiosidad.
—¿Compañero Elijah? ¿Es así cómo le llamas?
—Si, doctora Vasília. Mi elección en este punto, el terrícola antes que usted, no sólo se debe a las instrucciones del doctor Fastolfe, sino también a que el terrícola y yo somos compañeros en la investigación y a que...—Daneel hizo una pausa, como si estuviera un poco perplejo por lo que iba a decir, pero finalmente lo dijo de todos modos—: y a que somos amigos.
—¿Amigos?—repitió Vasília—. ¿Un terrícola y un robot humaniforme? Bueno, así forman un equipo igualado: ninguno de los dos es completamente humano.
—Y sin embargo estamos unidos por la amistad—añadió Baley en tono cortante—. Por su propio bien, doctora, no intente comprobar la fuerza de nuestro...—ahora fue Baley quien hizo una pausa y quien, pese a su propia sorpresa, terminó aquella frase imposible—: De nuestro amor.
—¿Qué quiere usted?—exclamó Vasília, volviéndose hacia el hombre.
—Información. He sido llamado a Aurora, el mundo del amanecer, para resolver un asunto que no parece tener una explicación fácil. En él, el doctor Fastolfe tiene que afrontar una falsa acusación, lo cual abre la posibilidad de que se produzcan consecuencias terribles tanto para su mundo como para el mío. Daneel y Giskard comprenden la situación y saben que sólo la Primera Ley, en su sentido más pleno e inmediato, puede tener prioridad sobre mis esfuerzos por resolver el misterio. Como los robots han oído lo que he dicho y saben que existe la posibilidad de que usted hubiese intervenido en los hechos, comprenden que no deben permitir que la entrevista finalice todavía. Por tanto, vuelvo a decirle que no corra el riesgo de provocar las acciones que pueden verse obligados a realizar si se niega usted a responder a mis preguntas. Acabo de acusarla de complicidad en el asesinato de Jander Panell. ¿Niega usted la acusación o no? Tiene que darme una respuesta.
—Voy a responderle—musitó Vasília con acritud—. ¡No hay cuidado! ¿Asesinato? ¿Un robot queda inutilizado y a eso se le llama asesinato? Bien, entonces lo niego, llámese asesinato u otra cosa. Lo niego con todas mis fuerzas. No le he dado a Gremionis información sobre robótica con el propósito de permitirle acabar con Jander. No sé lo suficiente para hacerlo y sospecho que nadie en el Instituto sabría hacerlo tampoco.
—Yo no sé si usted conoce lo suficiente para haber contribuido a cometer el delito o si otras personas del Instituto podrían tener conocimientos suficientes para hacerlo—contestó Baley—. No obstante, podemos discutir los motivos. En primer lugar, usted podría haber sentido una cierta ternura por Gremionis. Por mucho que rechazara sus ofrecimientos, y por desagradable que pudiera usted encontrarle como posible amante, ¿tan extraño sería que se sintiera abrumada por su insistencia hasta el punto de concederle su ayuda si él acudía a usted con fervor y sin peticiones sexuales que la molestaran?
—Quiere usted decir que Gremionis vino a mi y me dijo: «Vasília, querida, quiero inutilizar a un robot. Por favor dime cómo se hace y te estaré terriblemente agradecido.» Y según usted, yo le respondí: «Claro, querido, desde luego. Me encantaría ayudarte a cometer un crimen.» ¡Vaya una estupidez! Nadie, salvo un terrícola que no tiene la menor idea de las costumbres auroranas, podría creer que algo así llegara a suceder. M siquiera lo creería un terrícola normal. Tendría que ser alguno muy estúpido.
—Quizás, pero deben tenerse presentes todas las posibilidades. Por ejemplo, y como segunda posibilidad, ¿no podría ser que usted misma se sintiera celosa por el hecho de que Gremionis hubiera cambiado su afecto por el de Gladia? En tal caso, usted no le ayudaría por una ternura abstracta, sino guiada por un deseo muy concreto de recuperarle.
—¿Celos? Ese es un sentimiento terrestre. Si no deseaba a Gremionis para mi, ¿cómo podía preocuparme que éste se ofreciera a otra mujer y ella le aceptara o que otra mujer se le ofreciera y el aceptara?
—Ya me han dicho anteriormente que los celos por asuntos sexuales se desconocen en Aurora, y estoy dispuesto a admitir que eso es cierto en teoría, pero esas teorías rara vez se sostienen en la práctica. Seguramente hay algunas excepciones. Más aún, los celos son con demasiada frecuencia un sentimiento irracional y no pueden ser rechazados por la mera lógica. Con todo, vamos a dejar eso por el momento. Como tercera posibilidad, usted podría sentir celos de Gladia y desear hacerle daño, aunque no le importara un comino ese Gremionis.
—¿Celos de Gladia? Nunca la he visto, salvo una vez por hiperondas cuando llegó a Aurora. El hecho de que la gente haya comentado su pareado conmigo, muy de vez en cuando, nunca me ha preocupado lo más mínimo.
—¿No le molesta quizás que sea la protegida del doctor Fastolfe, su favorita, casi la hija que usted fue en otra época? Gladia la ha reemplazado...
—Por mi, encantada. No me importa en absoluto.
—¿Aunque fueran amantes? Vasília contempló a Baley con creciente irritación y junto a sus cabellos aparecieron unas perlas de sudor.
—No hay necesidad de hablar de eso. Me ha pedido usted que negara la acusación de que era cómplice en lo que usted denomina asesinato, y lo he negado. Ya le he dicho que no tenia ni medios ni motivo. Tiene mi permiso para presentar el caso a toda Aurora. Presente sus estúpidos intentos de encontrar un motivo. Mantenga, si quiere, que tengo los medios para haberlo hecho. No llegará a ninguna parte. Absolutamente a ninguna parte.
Y aunque en su voz había un ligero temblor debido a la furia, a Baley le pareció que sus palabras reflejaban convicción.
Vasília no temía que la acusara.
Había accedido a verle, pensó nuevamente Baley. Eso significaba que estaba tras la pista de algo que la doctora temía. De algo que quizás temía desesperadamente.
Pero no se trataba de lo que acababan de discutir.
¿Dónde se había equivocado, entonces?, pensó Baley.
Inquieto, como buscando alguna escapatoria, Baley dijo: —Supongamos que acepto su declaración, doctora Vasília. Supongamos que reconozco que mis sospechas acerca de su complicidad en este... roboticidio, eran erróneas. aún así, eso no significaría que no pueda ayudarme.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Por decencia humana. El doctor Han Fastolfe nos asegura que él no lo hizo, que no es un roboticida, que no puso fuera de servicio a ese robot concreto, Jander. Usted ha conocido al doctor Fastolfe mejor que nadie, se supone. Ha pasado años en intima relación con él, de niña y de muchacha ya crecida. Le ha visto en ocasiones y en condiciones en que no lo ha hecho nadie más. Sean cuales sean sus sentimientos actuales hacia él, éstos no pueden cambiar el pasado. Conociéndole así, tiene usted que poder atestiguar que el doctor no es capaz, por su carácter, de hacer daño a un robot, y menos a uno que representa uno de sus logros supremos. ¿Estaría usted dispuesta a expresarse así abiertamente? ¿Ante todos los mundos? Eso sería de gran ayuda.
El rostro de Vasília pareció adquirir una expresión más dura.
—Escuche bien—dijo pronunciando cada palabra con toda intención—: no voy a meterme en esto.
—¿Por qué?
—¿No le debe nada a su padre? Porque él sigue siendo su padre. Aunque la palabra no signifique nada para usted, existe una relación biológica. Además, sea o no su padre, él la cuidó, la alimentó y la educó durante años. Y usted le debe algo por todo ello.
Vasília se echó a temblar. Se estremeció visiblemente y empezaron a castañetearle los dientes. Intentó decir algo, no lo consiguió, inspiró profundamente por dos veces y lo vol-vió a intentar.
—Giskard, ¿oyes todo lo que se esta diciendo?
—Si, Señorita—contestó el robot, inclinando la cabeza.
—¿Y tú, humaniforme?
—Si, doctora Vasília—respondió Daneel.
—¿Oyes eso tú también?
—Si, doctora Vasília.
—¿Los dos comprendéis que el terrícola insiste en hacerme testificar sobre el carácter del doctor Fastolfe? Ambos robots asintieron.
—Entonces hablaré... en contra de mi voluntad y muy furiosa. Precisamente he intentado mantenerme al margen y no testificar contra él porque sentía que le debía a ese padre mío un mínimo de consideración por haberme aportado sus genes y por haberme educado en los años siguientes a mi nacimiento. Pero ahora voy a hablar. Escucha atentamente, terrícola: El doctor Fastolfe, parte de cuyos genes he heredado, nunca se cuidó de mi como ser humano diferenciado e individual. Para él no fui más que un experimento, un fenómeno a observar.
—Esto no es lo que le he pedido—intervino Baley moviendo la cabeza en señal de negativa. Ella se volvió encolerizada hacia él.
—Usted ha insistido en que hablara, y eso estoy haciendo. Voy a responderle. Al doctor Han Fastolfe sólo le interesa una cosa, una única cosa: el funcionamiento del cerebro hu-mano. El doctor desea reducirlo a ecuaciones, a un diagrama de alambrado, a un rompecabezas encajado, y fundar así una ciencia matemática del comportamiento humano que le permita predecir el futuro de la humanidad. El llamaba esa ciencia «psicohistoria». No puedo creer que haya hablado con usted más de una hora- sin mencionar el tema, porque es la monomanía que le impulsa.
Vasília buscó la mirada de Baley y exclamó con furiosa alegría:
—¡Puedo leer en su rostro que el doctor le ha hablado de ello! Entonces, ya debe de haberle contado que sólo le interesan los robots por lo que puedan aportarle al conocimiento del cerebro humano. Sólo le interesan los robots humaniformes porque le aproximan más aún a lo que es el cerebro humano. Si, veo que también le ha contado eso.
»La teoría básica que hizo posible los robots humaniformes surgió, estoy totalmente segura, de sus intentos de entender el cerebro humano. Ahora, guarda esa teoría para él solo y no permitirá que nadie más la vea porque quiere resolver el problema del cerebro humano absolutamente por su cuenta en el par de siglos que todavía le quedan de vida. Todo lo demás queda subordinado a esto. Y, sin duda alguna, eso también me incluye a mi.
Baley intentó abrirse camino entre aquel torrente de furia y dijo en voz baja:
—¿De qué modo le incluye a usted?
—Cuando nacía, debería haber sido atendida con los demás niños por profesionales que conocían bien el cuidado de los recién nacidos. No debería haberme quedado sola y a cargo de un aficionado, fuera o no mi padre, por muy científico que fuese. No deberían haber consentido al doctor Fastolfe que sometiera a un niño a tal ambiente. Desde luego, no lo habrían tolerado a otra persona que no fuera Han Fastolfe. Utilizó todo su prestigio para conseguirlo, pasó a cobrar todos los favores que le debían y convenció a todas las personas clave hasta que, por fin, consiguió el control sobre mi.
—El la amaba—murmuró Baley.
—¿Me amaba? Le hubiera servido igual cualquier otro niño, pero no disponía de otro. Lo que deseaba era tener un niño que creciera en su presencia, un cerebro en desarrollo. Quería hacer un estudio detallado de cómo se desarrollaba, del modo en que iba creciendo. Buscaba un cerebro humano en forma sencilla que fuera haciéndose complejo, para así poder estudiarlo con detalle. Con tal propósito, me sometió a un ambiente anormal y a sutiles experimentos, sin tener ninguna consideración en absoluto hacia mi como persona humana.
—No puedo creerlo. Aunque se interesara por usted como sujeto experimental, podía seguir cuidándola como ser humano.
—No Habla usted como un terrícola. Quizás en la Tierra existe algún tipo de consideración y respeto por las relaciones biológicas, pero aquí no lo hay. Yo sólo fui para él un sujeto de experimentación. Punto.
—Aunque eso fuera así al principio, el doctor Fastolfe no pudo evitar tomarle cariño, pues era un objeto indefenso confiado a su cuidado. Aunque no hubiese existido ninguna co-nexión biológica, aunque hubiera sido usted un animalillo, el doctor habría aprendido a amarla.
—¿Si? ¿Aprendería ahora?—replicó ella con amargura—. No conoce usted la fuerza de la indiferencia en un hombre como el doctor Fastolfe. Si hubiera tenido que sacrificar mi vida para aumentar sus conocimientos, lo habría hecho sin la menor vacilación.
—Eso es ridículo, doctora Vasília. El trato que le dio a usted fue tan agradable y considerado que hizo surgir en usted el amor. Estoy enterado. Usted... usted se ofreció a él.
—Se lo ha dicho él, ¿verdad? Si, ha sido él. Todavía hoy, ni por un instante se habrá parado a preguntarse si me avergüenza esa revelación. Si, es cierto, me ofrecí a él. ¿Por que no iba a hacerlo? El era el único ser humano al que realmente conocí. Era superficialmente amable conmigo y yo no comprendía sus auténticos propósitos. Para mi, era un objetivo lógico. También entonces él se cuidó de introducirme en la estimulación sexual bajo condiciones controladas. Controladas por él. Era inevitable que tarde o temprano yo me acercara a él. Tenia que ser así, ya que no había- nadie más. Y él me rechazó.
—¿Y usted le odió por ello?
—No. Al principio, no. Durante años no lo hice. Aunque mi desarrollo sexual quedó traumatizado y deformado con unos efectos que siento todavía en la actualidad, no le eché la culpa a él. No sabia lo suficiente y encontraba excusas para su comportamiento. Estaba ocupado, tenia a otras, necesitaba mujeres maduras. Se asombraría usted de la ingenuidad con que encontraba excusas para su negativa. Hasta años más tarde no me di cuenta de que algo iba mal y entonces me las arreglé para plantear el tema abiertamente ante él. «¿Por qué me rechazaste?», le pregunté. «Si me hubieras complacido, me habrías puesto en el buen camino, y lo hubieras resuelto todo » Vasília hizo una pausa, tragó saliva y se tapó los ojos un instante. Los robots seguían con sus rostros inexpresivos (incapaces por lo que Baley sabia, de experimentar equilibrios o desequilibrios en las conexiones positrónicas que pudieran producir sensaciones de algún modo análogas a la turbación humana). Baley aguardó, helado de desconcierto. La doctora prosiguió, mas tranquila —El doctor Fastolfe hizo caso omiso a mi pregunta todo el tiempo que pudo, pero yo le insistí una y otra vez. «¿Por qué no me aceptaste?» «¿Por qué no me aceptaste?» El no dudaba nunca en acostarse con mujeres. Recuerdo que en cierta época me llegué a preguntar si no sería simplemente, que prefería a los hombres. Cuando no hay hijos por medio las preferencias personales en cuanto a la sexualidad no tienen importancia, y hay hombres que encuentran desagradables a las mujeres, y viceversa. Pero no era éste el caso de ese hombre a quien usted llama mi padre. Le gustaban las mujeres, y a veces se ofrecía a mujeres jóvenes, tan jóvenes como era yo cuando me ofrecí a él. «¿Por qué no me aceptaste?» Finalmente, se dignó responderme y... Le desafío a que intente adivinar su contestación Vasília hizo una pausa y aguardó con aire sardónico. Baley se agitó en su asiento, incómodo, y musitó en voz muy baja:
—¿No quería hacer el amor con su hija?
—¡Oh, no sea estúpido! ¿Qué importaría eso? Considerando que casi ningún hombre de Aurora sabe quién es hijo o hija suyos, eso podría suceder cada vez que un hombre maduro se acuesta con una mujer que tenga unas décadas menos. Es algo tan evidente que no merece la pena profundizar en ello. Lo que el doctor respondió, recuerdo perfectamente sus palabras, fue: «¡No seas estúpida! Si me comprometo así contigo, ¿cómo podría mantener mi objetividad... y de qué serviría mi estudio continuado de ti?» »Para entonces, sabe usted, yo ya conocía su interés por el cerebro humano. Estaba siguiendo sus pasos y ya me estaba convirtiendo en una roboticista por méritos propios. Trabajaba con Giskard en esa dirección y experimentaba con su programación. Y lo hice muy bien ¿verdad, Giskard?
—Es cierto, Señorita—asintió Giskard.
—Pero entonces comprendí que ese hombre a quien usted llama mi padre no me consideraba un ser humano. Prefería verme traumatizada para toda la vida antes que arriesgar su objetividad. Sus observaciones científicas significaban más para él que mi normalidad como persona. A partir de entonces, supe dónde estábamos cada uno de los dos... y le dejé.
El silencio se hizo pesado en la sala.
A Baley le dolía ligeramente la cabeza. Deseó preguntarle a la mujer por qué no había tenido en cuenta el egocentrismo de un gran científico, o la importancia que éste podía otorgar a un gran problema. ¿No podía hacerse cargo de que quizás había contestado en un momento de irritación por verse obligado a hablar de algo que no deseaba? ¿No era lo mismo que la furia que ahora manifestaba ella? ¿Acaso la preocupación de Vasília por su propia «normalidad» (cualquiera que fuese el significado exacto de esa palabra) no re-presentaba un mismo grado de egocentrismo, y mucho más difícil de excusar ya que no tenia en cuenta los dos problemas mas importantes con que se enfrentaba la humanidad: la naturaleza del cerebro humano y la colonización de la galaxia? Pero Baley no pudo formular ninguna de aquellas preguntas. No sabia cómo exponerlas de modo que tuvieran autentico sentido para Vasília, y tampoco estaba seguro de poder entender las respuestas de ésta.
¿Que estaba haciendo él en aquel mundo? No alcanzaba a comprender sus costumbres, por mucho que se las explicaran. Y los auroranos tampoco podían comprender las de él. Por fin dijo, cabizbajo:
—Lo lamento, doctora Vasília. Entiendo que esté enfadada, pero olvídese por un instante de su cólera y considere el asunto del doctor Fastolfe y el robot asesinado. ¿No comprende que se trata de dos cosas distintas? El doctor Fastolfe puede haber querido observarla de una manera científica y objetiva, sin sentimientos, incluso a costa de su infelicidad doctora, pero aún así, eso queda a años luz del deseo de destruir un robot humaniforme avanzado, Vasília enrojeció y se puso a gritar:
—¿No entiende lo que le estoy diciendo, terrícola? ¿Cree usted que le he contado todo eso sólo porque pienso que le puede interesar a alguien la triste historia de mi vida? ¿De verdad cree que me gusta sincerarme de esta manera? »Sólo le he contado todo eso para demostrarle que el doctor Han Fastolfe, mi padre biológico, como no se cansa usted de repetir, fue el autor de la destrucción de Jander. Naturalmente que lo hizo él. He evitado decirlo porque nadie, hasta que ha llegado usted, ha sido lo bastante estúpido como para preguntarme, y por algún tonto residuo de consideración que siento todavía hacia ese hombre. Pero ahora que usted me ha preguntado lo afirmo y, ¡por Aurora!, lo seguiré diciendo y proclamando a los cuatro vientos. Si, lo proclamaré en público, si es preciso.
»El doctor Fastolfe fue quien destruyó a Jander Panell. Estoy segura de ello. ¿Se siente satisfecho, terrícola? Baley contempló horrorizado a la turbada mujer. Tartamudeó un instante y volvió a empezar.
—No lo entiendo, doctora Vasília. Por favor, tranquilícese y píenselo bien. ¿Por qué iba a destruir el robot el doctor Fastolfe? ¿Qué tiene que ver eso con la forma en que la trató a usted? ¿Considera que se trata de una especie de represalia contra usted? Vasília respiraba rápidamente (Baley observó con aire ausente y sin ninguna intención consciente que, aunque Vasília tenia una estructura ósea pequeña como la de Gladia, sus pechos eran más prominentes) y pareció aclararse la voz para mantenerla controlada. Por último, dijo:
—Acabo de decirle que Han Fastolfe estaba interesado en la observación del cerebro humano, ¿verdad, terrícola? El doctor nunca ha dudado en ponerlo bajo tensión para obser-var los resultados. Y siempre ha preferido cerebros que se salieran de lo normal, el de un bebé por ejemplo, para poder observar a fondo su desarrollo. Cualquier cerebro excepto uno normal.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con...?
—Pregúntese entonces por qué siente el doctor ese interés por la mujer de Solaria.
—¿Gladia? Se lo he preguntado y me lo ha explicado. La mujer de Solaría le recuerda mucho a usted, y le aseguro que el parecido es notable.
—Y cuando antes me ha hablado de ello, me ha hecho gracia y le he preguntado si usted lo creía. Repito la pregunta: ¿le cree usted?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Porque no es cierto. El parecido quizás le llamó la atención, pero la clave del interés que siente por la extranjera... es que es extranjera. Gladia se ha educado en Solaria, con unos conceptos y axiomas sociales diferentes de los de Aurora. Así pues, el doctor Fastolfe podía estudiar en ella un cerebro moldeado de manera distinta a la nuestra y conseguir una perspectiva interesante. ¿No comprende eso? Por cierto, ¿por qué está el doctor interesado en usted, terrícola? ¿Es tan estúpido como para imaginar que usted podrá resolver un problema de Aurora si no conoce prácticamente nada del planeta? Daneel volvió a intervenir de repente, y Baley dio un respingo al oír su voz.
—Doctora Vasília—dijo Daneel—, el compañero Elijah resolvió un problema en Solaria, aunque no conocía nada del planeta.
—Si—asintió Vasília en tono agrio—. Todos los mundos vieron ese famoso programa de hiperondas. Una casualidad siempre puede producirse, pero no creo que Han Fastolfe confíe en que usted acierte dos veces seguidas. No, terrícola. Fundamentalmente, se siente atraído hacia usted por su condición de habitante de la Tierra. Usted posee otro cerebro extraño que él puede estudiar y manipular.
—Estoy seguro de que no puede usted creer, doctora, que Fastolfe pondría en peligro asuntos de importancia vital para Aurora y llamaría a alguien que considerara inútil, sólo para poder estudiar un cerebro inusual.
—Naturalmente que lo haría. ¿No es ése el punto central de todo lo que le estoy diciendo? El doctor Fastolfe nunca consideraría más importante cualquier tipo de crisis que pudiera sufrir Aurora, que la Irresolución del problema del cerebro. Podría decirle exactamente las palabras que él pronunciaría si le preguntara al respecto. Aurora puede progresar o decaer, florecer o derrumbarse, y eso tendría poca importancia en comparación con el problema del cerebro, todo lo que se hubiera perdido en el transcurso de un milenio de negligencias y de decisiones erróneas podría recuperarse en una década de desarrollo humano guiado inteligentemente y dirigido por su soñada «psicohistoria». Y con ese mismo argumento justificaría cualquier otra cosa, mentiras, crueldades, cualquier cosa, aludiendo simplemente a que todo tiene por objeto aumentar los conocimientos sobre el cerebro.
—No puedo imaginarme que el doctor Fastolfe sea cruel. Es un hombre amabilísimo.
—¿De veras? ¿Cuánto tiempo ha pasado con él?
—Unas cuantas horas en la Tierra hace tres años. Y un día en Aurora, desde que he llegado —respondió Baley.
—Un día. Todo un día. Yo estuve con él casi constantemente durante quince años y he seguido sus trabajos a distancia con cierta atención desde entonces. ¿Y usted ha pasado todo un día a su lado terrícola? Y en ese día completo, ¿no ha hecho nada que le haya atemorizado o humillado? Baley guardó silencio. Pensó en el repentino ataque con el especiero del que le había rescatado Daneel, en el Personal que tantas dificultades le había reportado gracias a su decoración simulada, y en el prolongado paseo por el Exterior programado para probar su capacidad de adaptación a los espacios abiertos.
—Veo que si—prosiguió Vasília—. Su rostro, terrícola, no es la máscara impenetrable que usted cree. ¿Le ha amenazado quizás con un sondeo psíquico?
—Lo ha mencionado, en efecto—dijo Baley.
—Un solo día, y ya lo ha mencionado. Supongo que eso le haría sentirse inquieto, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Y había alguna razón para que lo mencionara?
—Oh, si la había—respondió rápidamente Baley—. Yo había dicho que, durante un instante, había tenido una idea que luego se me había borrado de la mente. En estas circuns-tancias, era perfectamente legitima la sugerencia de que un sondeo psíquico podía ayudarme a localizar de nuevo esa idea.
-No, no era nada legitimo. El sondeo psíquico no puede utilizarse con tanta precisión y sutileza. Además, en caso de intentarlo, habría muchas probabilidades de que le produjera daños permanentes en el cerebro.
—No creo que fuera así si lo realizase un experto. El doctor Fastolfe, por ejemplo.
—¿El? Fastolfe no sabe distinguir un extremo de la sonda del otro. Es un teórico, no un técnico.
—En tal caso, otro experto. En realidad, el doctor no especificó que pensara hacer el sondeo él mismo.
—No, terrícola. Ni él ni nadie. ¡Piense en ello! Si el sondeo psíquico pudiera ser utilizado de forma segura en los seres humanos, y si tan preocupado estaba Han Fastolfe por el problema de la desactivación del robot, ¿por qué no sugirió que se le hiciera a él el sondeo psíquico?
—¿A él mismo?
—No me diga que no se le había pasado por la cabeza. Cualquier persona con dos dedos de frente llegaría a la conclusión de que Fastolfe es culpable. El único punto en favor de su inocencia es que él mismo se proclama inocente. En tal caso, ¿por qué no se ofrece a demostrar lo que afirma sometiéndose a un sondeo psíquico y probando así que no puede encontrarse rastro alguno de culpabilidad en lo más recóndito de su cerebro? ¿Ha sugerido alguna vez algo parecido, terrícola?
—No, nunca. Al menos, delante de mi.
—Porque sabe muy bien que es mortalmente peligroso. En cambio, no duda en sugerirlo en el caso de usted, simplemente para observar cómo actúa su cerebro bajo presión y cómo reacciona ante el miedo. O quizás se le ha ocurrido que, por peligroso que sea el sondeo para usted, puede proporcionarle a el datos interesantes, como pueden ser los detalles de su cerebro moldeado en la Tierra. Dígame, pues, ¿no es eso crueldad? Baley apartó el tema haciendo un tenso gesto con la mano derecha.
—¿Qué aplicación tiene todo eso al caso que nos ocupa, al roboticidio?
—Gladia, la mujer de Solaria, cautivó a mi en otro tiempo padre. La extranjera tenia un cerebro interesante para los propósitos de éste. Por lo tanto, Fastolfe le dejó su robot, Jander, para ver qué sucedía si una mujer no educada en Aurora se enfrentaba con un robot que parecía humano en todos sus detalles. El doctor sabia que una aurorana, con bastante probabilidad, utilizaría al robot con fines sexuales, inmediatamente y sin problemas. Yo tendría algunos problemas, debo reconocerlo, porque no fui educada de modo normal. En cambio, las auroranas corrientes no tendrían ninguno. La mujer de Solaria, por el contrario, tendría muchas dificultades por haber sido educada en un mundo extremadamente robotizado, donde las actitudes mentales hacia los robots son desusadamente rígidas. La diferencia, como puede comprender, resultaba muy instructiva para mi padre, que intentaba consolidar su teoría del funcionamiento cerebral por medio de esas variaciones. Han Fastolfe esperó medio año a que la mujer de Solaría llegara al punto en que quizás iniciase las primeras aproximaciones experimentales...
Baley interrumpió a Vasília para decir:
—Su padre no sabia nada en absoluto acerca de las relaciones entre Gladia y Jander.
—¿Quién le ha dicho eso, terrícola? ¿Mi padre? ¿Gladia? Si ha sido el primero, le ha mentido, naturalmente; si ha sido la segunda, es muy probable que no se hubiera enterado de que él lo sabia. Puede usted estar seguro de que Fastolfe conocía perfectamente lo que estaba sucediendo; tenia que ser así, pues debía de constituir una parte de su estudio acerca de las particularidades del cerebro humano en las condiciones de Solaria.
»Y luego debió de pensar (estoy tan segura de ello como si pudiera leer sus pensamientos) qué sucedería si, justo cuando empezaba a confiar en Jander, la mujer perdía al robot de repente y para siempre. El doctor sabia cuál sería la reacción de una aurorana: demostraría acierto disgusto y buscaría a continuación un sustituto. Sin embargo, ¿qué haría una mujer de Solaria? Así pues dispuso que Jander quedara inutilizado de modo irreversible y
—¿Destruir un robot de un valor inmenso sólo para satisfacer una simple curiosidad?
—Es monstruoso, ¿no es acierto? Sin embargo, eso es lo que haría Han Fastolfe. Así pues, terrícola, regrese junto a él y dígale que su jueguecito ha terminado. Si el planeta, en general, no cree todavía en su culpabilidad, seguro que lo hará cuando yo haya contado públicamente lo que le acabo de decirle. Baley permaneció sentado un instante más, anonadado, mientras Vasília le observaba con una especie de desagradable placer, con un rostro duro y absolutamente distinto al de Gladia.
No parecía haber nada que hacer...
Baley se puso en pie y se sintió viejo, mucho mas de lo que significaban sus cuarenta y cinco años terrestres (apenas la adolescencia para aquellos auroranos). Hasta aquel mo-mento, nada de lo que había investigado le había conducido a ninguna parte. Peor aún: a cada paso que daba la soga parecía cerrarse más alrededor del cuello de Fastolfe.
Alzó la miraba al techo transparente. El sol estaba muy alto, pero quizás había pasado ya el cenit porque parecía menos intenso que un rato antes. Unas líneas de finas nubes lo ocultaban intermitentemente.
Vasília pareció darse cuenta de ello al observar su mirada levantada hacia el techo. Movió la mano sobre la parte del gran tablero junto al cual estaba sentada y la transparencia del techo se desvaneció. Al mismo tiempo, una luz brillante inundó la sala con el mismo tono anaranjado desvaído que presentaba el propio sol.
—Creo que la entrevista ha concluido—dijo Vasília—. No voy a tener ninguna razón para volver a verle, terrícola, ni usted a mi. Quizás sea mejor que abandone Aurora. Ya le ha hecho usted—sonrió sin asomo de humor y pronunció las siguientes palabras casi con furia—suficiente daño a mi padre, aunque no todo el que se merece.
Baley dio un paso hacia la puerta y los dos robots se le acercaron. Giskard dijo en voz baja:
—¿Todo va bien, señor? Baley se encogió de hombros. ¿Qué se podía responder a aquello?
—¡Giskard! —dijo Vasília—. Cuando el doctor Fastolfe considere que ya no eres de utilidad para él, ¿querrás formar parte de mi equipo? Giskard se quedó mirándola con calma.
—Si el doctor Fastolfe lo permite, así lo haré, Señorita.
La sonrisa de Vasília se hizo más cálida.
—Hazlo, por favor, Giskard. Siempre te he echado de menos.
—Yo pienso a menudo en usted, Señorita.
Al llegar a la puerta, Baley se detuvo.
—Doctora Vasília, ¿me permite que utilice un Personal? Vasília abrió unos ojos como platos y contestó:
—¡Por supuesto que no, terrícola! En el Instituto hay varios Personajes comunitarios. Los robots pueden acompañarle.
Baley se quedó mirándola y meneó la cabeza. No le sorprendía que la doctora no quisiera ver sus habitaciones infectadas por un terrícola; pese a ello, se irritó igualmente. Furioso, dejándose llevar por la cólera en lugar de razonar con lógica, se volvió y masculló:
—Doctora Vasília, si yo fuera usted no hablaría de la culpabilidad del doctor Fastolfe.
—¿Y qué va a impedírmelo?
—El riesgo de que se descubran sus relaciones con Gremionis. Un riesgo para usted.
—No sea ridículo. Usted mismo ha reconocido que entre Gremionis y yo no hubo ninguna conspiración.
—En realidad, no ha sido así. He reconocido que parecían existir razones para llegar a la conclusión de que no hubo una conspiración directa entre Gremionis y usted para destruir a Jander. Todavía sigue en pie la posibilidad de una conspiración indirecta.
—Está usted loco. ¿Qué es una conspiración indirecta?
—No estoy dispuesto a hablar de ello en presencia de dos robots del doctor Fastolfe, a menos que usted insista. ¿Y por qué iba a insistir? Sabe usted perfectamente a qué me refiero.
No había razón alguna por la que Baley pudiera pensar que Vasília aceptaría aquel farol. Con aquello no iba sino a empeorar aún más la situación.
¡ Pero no fue así! Vasília pareció estremecerse interiormente y frunció el ceño.
Entonces, la conspiración indirecta existía, pensó Baley. Fuera lo que fuese, aquello mantendría inquieta a Vasília hasta que comprendiera que sólo había sido un farol por su parte. Un poco más animado, Baley añadió:
—Repito, no diga nada del doctor Fastolfe.
Pero, naturalmente, Baley no sabia cuánto tiempo había comprado. Muy poco, quizás.
GREMIONIS
Volvían a estar sentados en el planeador, los tres en la parte delantera. Baley estaba nuevamente en medio, notando la presión de los robots a ambos lados. Se sentía agradecido por la atención que ambos le prestaban en todo instante, pese a que eran simples máquinas programadas e incapaces de desobedecer las instrucciones.
Entonces pensó: «¿Por qué discriminarlas con una mera palabra, máquinas?» Giskard y Daneel eran buenas máquinas en un universo de personas a veces malas. No tenia derecho a dar más importancia a la división hombres/máquinas que a la diferenciación entre el bien y el mal. Además, Baley no podía considerar a Daneel como una máquina.
—Debo preguntárselo otra vez, señor —intervino Giskard—. ¿Se siente bien?
—Perfectamente, Giskard—aseguró Baley—. Me alegro de encontrarme aquí con vosotros dos.
El cielo aparecía en su mayor parte de un color blanco. Blanquecino, para ser más exacto. Soplaba una suave brisa y en el trayecto hasta el vehículo había sentido frío.
—Compañero Elijah—dijo Daneel—, he estado escuchando con atención tu conversación con la doctora Vasília. No deseo hacer comentarios desagradables sobre lo que ha dicho la doctora, pero debo advertirte que, según mis observaciones, el doctor Fastolfe es un ser humano amable y cortés. Por lo que yo se, nunca ha sido deliberadamente cruel y jamás, en lo que puedo valorar, ha supeditado el bienestar fundamental de un ser humano a las necesidades de su curiosidad.
Baley observó el rostro de Daneel, que de alguna manera daba la impresión de ser sincero.
—¿Podrías decir algo contra el doctor Fastolfe, aunque realmente fuera una persona cruel y despiadada?—preguntó al robot.
—Podría permanecer callado.
—¿Pero lo harías?
—Si diciendo una mentira pudiese perjudicar la credibilidad de la doctora Vasília, provocando dudas injustificadas sobre su veracidad, o si permaneciendo callado pudiera perjudicar al doctor Fastolfe al añadir más detalles a unas acusaciones ciertas en su contra, y si el perjuicio ocasionado a ambos fuera, a mi entender, de parecida intensidad, entonces sería necesario que permaneciera en silencio. El perjuicio producido por una actitud activa supera, en general, al ocasionado por una actitud de pasividad; eso, siempre que las cosas sean razonablemente iguales.
—Entonces—dijo Baley—, aunque la Primera Ley establece que «ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra daño», ¿las dos partes de la ley no son iguales? Una falta por comisión, según dices, es mayor que una por omisión, ¿no?
—El enunciado de la ley es una mera descripción aproximativa de las constantes variaciones en la fuerza positronomotriz a lo largo de las vías cerebrales robóticas, compañero Elijah. No sé lo suficiente para describirlo matemáticamente, pero conozco muy bien cuáles son mis tendencias.
—Y éstas son siempre preferir la no acción a la acción, si el perjuicio es aproximadamente el mismo en ambos casos, ¿no es así?
—En general. Y siempre elegir la verdad sobre la no verdad, si el daño es similar en ambas direcciones. En general, es así.
—En el presente caso, ya que hablas de refutar las palabras de la doctora Vasília y con ello perjudicarla, eso sólo puede significar que la Primera Ley está suficientemente mitigada por el hecho de que estás diciendo la verdad.
—En efecto, compañero Elijah.
—Lo cierto es que tu dirías lo que acabas de decir, aunque fuera una mentira, si el doctor Fastolfe te hubiese programado con la suficiente intensidad para decir esa mentira cuando fuese necesario y para negarte a reconocer que habías sido programado para ello.
Hubo una pausa y a continuación Daneel dijo:
—Así es, compañero Elijah.
—Es un poco complicado, Daneel, pero ¿sigues creyendo que el doctor Fastolfe no asesinó a Jander Panell?
—Mi experiencia con él me dice que el doctor es sincero compañero Elijah, y que no le causaría daño al amigo Jander.
—Y en cambio el propio Fastolfe ha descrito un fuerte motivo por el que él mismo podría haberlo hecho, mientras que la doctora Vasília acaba de expresar un motivo totalmente distinto, tan poderoso como el anterior y más escandaloso todavía. —Hizo una corta pausa y añadió—: Si el público conociera cualquiera de ambos, el convencimiento de la cul-pabilidad del doctor Fastolfe se haría universal.
De pronto, Baley se volvió hacia Giskard.
—¿Qué opinas tú, Giskard? Tú conoces al doctor Fastolfe desde bastante antes que Daneel. ¿Estás de acuerdo con él en que el doctor Fastolfe no pudo haber cometido ese acto ni haber destruido a Jander, en base a lo que tú conoces del carácter del doctor?
—Si, señor.
Baley observó al robot en actitud dubitativa. Giskard era menos avanzado que Daneel. ¿Hasta qué punto podía confiar en él como testigo? ¿No podía haber sido programado para mostrarse de acuerdo con Daneel en todo lo que éste decidiera?
—Y también conoces a fondo a la doctora Vasília, ¿no es cierto?
—Antes la conocía muy bien—asintió Giskard.
—Y te gustaba, por lo que intuyo.
—La doctora estuvo a mi cargo durante muchos años y la tarea no me disgustó ni me causó problemas de ningún tipo.
—¿Pese a que jugueteó con tu programación?
—Lo hizo con mucha pericia.
—¿Mentiría la doctora acerca de su padre... del doctor Fastolfe, quiero decir? Giskard titubeó.
—No, señor. No lo haría—dijo por último.
—Entonces, ¿aseguras que lo que me ha contado en nuestra entrevista es verdad?
—No exactamente, señor. Lo que digo es que ella cree que sus afirmaciones son la verdad.
-Pero, ¿por qué iba ella a creer que todas esas barbaridades acerca de su padre eran ciertas si, en realidad, él es una buena persona, tal como asegura Daneel?
—La doctora Vasília se siente amargada por diversos hechos acaecidos en su juventud—dijo Giskard lentamente—. Unos hechos de los que considera responsable al doctor Fas-tolfe y de los que quizá éste fuera responsable involuntario... hasta cierto punto. Me parece que no era su intención que los hechos en cuestión tuvieran las consecuencias que luego tuvieron. Sin embargo, lo seres humanos no se rigen por las estrictas leyes de la robótica. Por lo tanto, es difícil juzgar la complejidad de las motivaciones humanas en la mayor parte de sus actuaciones.
—Eso es muy cierto—murmuró Baley.
—¿Considera imposible la tarea de demostrar la inocencia del doctor Fastolfe?—preguntó Giskard.
Baley juntó sus cejas en una expresión ceñuda.
—Puede ser. Tal como están las cosas, no veo salida. Además, si la doctora Vasília habla, como ha amenazado hacer...
—Pero usted le ha ordenado permanecer callada, le ha explicado que sería peligroso para ella misma si lo hacía.
Baley movió la cabeza en señal de negativa y reconoció:
—No era verdad. Ya no sabia qué decir y...
—Entonces, ¿tiene intención de abandonar?
—¡No!—exclamó vigorosamente Baley—. Si sólo se tratara de Fastolfe, quizá lo hiciera. Después de todo, ¿qué daño físico le produciría? El roboticidio no es siquiera un delito, sino una falta. Como mucho, el doctor perdería influencia política y, quizá, se vería incapacitado para continuar su labor científica durante una temporada. Yo lamentaría mu-cho que tal cosa sucediera, pero si no puedo hacer nada más, no puedo hacer nada más.
»Y si sólo se tratara de mi, quizá también me rindiera. Quizá eso dañara mi reputación pero, ¿quién puede edificar una casa de ladrillos sin ladrillos? Regresaría a la Tierra deshonrado y me esperaría una vida triste e incalificable, pero ése es el riesgo que corren todos los terrícolas. Hombres mejores que yo han tenido que afrontar situaciones parecidas e igualmente injustas.
»Pero este asunto incumbe también a la Tierra. Si no tengo éxito, además de las lamentables consecuencias para el doctor Fastolfe y para mi mismo, quedará descartada toda esperanza de que los terrícolas puedan salir de su planeta y esparcirse por la galaxia. Por esa razón, no debo fallar y debo seguir adelante sea como sea, hasta que no me expulsen físicamente de este mundo.
Tras finalizar la explicación casi en un susurro, Baley levantó de pronto la mirada y dijo en tono malhumorado:
—¿Por qué estamos parados aquí, Giskard? ¿Tienes el motor en marcha sólo para divertirte?
—Con todo el respeto, señor—replicó Giskard—, no me ha dicho Usted adónde desea ir.
—¡Es cierto! Te pido excusas, Giskard. Primero, llévame al Personal comunitario más próximo, de los que ha mencionado la doctora Vasília. Vosotros dos podéis ser inmunes a tales cosas, pero yo tengo que vaciar mi vejiga. Después, búscame un lugar cercano donde pueda comer algo. También tengo un estómago que necesito llenar. Y después...
—¿Si, compañero Elijah?—preguntó Daneel.
—A decir verdad, Daneel, no lo sé. Ya pensaré en algo cuando haya satisfecho esas necesidades puramente fisiológicas.
Baley deseó fervientemente poder creerse sus palabras.
El planeador no sobrevoló el terreno mucho rato. Cuando se detuvo, balanceándose ligeramente, Baley sintió el habitual nudo en el estómago. El leve movimiento le indicó que estaba en un vehículo e hizo desaparecer la sensación temporal de seguridad que le proporcionaba el estar entre paredes y entre robots. A través del cristal delantero y de los laterales (y a través del trasero, si volvía la cabeza) se divisaba la blancura del cielo y el verdor de la vegetación. Todo aquello formaba el Exterior, esto es, la nada. Tragó saliva, incómodo.
Se detuvieron frente a un pequeño edificio.
—¿Eso es el Personal comunitario? —preguntó Baley.
—Es el más próximo de los varios que están repartidos por los terrenos del Instituto, compañero Elijah.
—Lo habéis encontrado muy pronto. ¿Constan también estos edificios en el mapa que ha sido introducido en tu memoria?
—Efectivamente, compañero Elijah.
—¿Está ocupado en este momento? —Quizá, compañero Elijah, pero puede ser utilizado por tres o cuatro personas simultáneamente.
—¿Hay sitio para mi?
—Es muy probable, compañero Elijah.
—Bien, entonces dejadme salir. Iré a ver...
Los robots no se movieron.
—Señor —dijo Giskard—, nosotros no podemos entrar con usted.
—Si, lo sé, Giskard.
—No podremos protegerle adecuadamente, señor.
Baley frunció el ceño. El robot inferior, naturalmente, debía de tener un cerebro más rígido y Baley advirtió de repente el peligro de que ambos robots no le permitieran, simplemente, quedar fuera de su vista y, por tanto, acudir al Personal. Se volvió hacia Daneel, de quien podía esperar una mayor comprensión de las necesidades humanas, y en tono de urgencia, dijo:
—Giskard, no puedo evitarlo, tengo que ir... Daneel, no puedo aguantar más. Dejadme bajar del vehículo.
Giskard miró a Daneel sin moverse y, durante un terrible instante, Baley pensó que el robot le sugeriría aliviarse en el campo próximo, al aire libre, como un animal.
El momento pasó. Daneel sentenció:
—Creo que debemos permitir que el compañero Elijah haga lo que necesita.
Ante esta intervención, Giskard cedió y dijo:
—Si puede resistir un momento, señor, investigaré primero el edificio.
Baley hizo una mueca. Giskard se apeó del vehículo y se encaminó despacio hacia el edificio. Después, metódicamente, dio una vuelta alrededor del mismo. Baley casi podía haber supuesto que, en cuanto Giskard desapareciera, la urgencia de hacer sus necesidades iba a aumentar.
Intentó distraer sus propias terminaciones nerviosas contemplando el panorama. Tras fijarse un poco, advirtió una serie de delgados cables aquí y allá, en el aire, como finos cabellos oscuros sobre el cielo blanquecino. Al principio, no se percató de ellos. Lo primero que divisó fue un objeto oval que se deslizaba bajo las nubes. Después reconoció que se trataba de un vehículo y advirtió que no flotaba, sino que estaba suspendido de un largo cable horizontal. Siguió con la mirada el cable, adelante y atrás, y se percató de que había otros similares. Entonces observó otro vehículo más lejos, y otro más aún. El más distante de los tres era una pequeña mancha sin rasgos apreciables que sólo reconoció porque antes había visto los otros, más próximos.
Indudablemente, se trataba de un teleférico para el transporte interno de una parte a otra del Instituto de Robótica.
Baley pensó en lo extensas que eran las instalaciones. Cuánto espacio inútil consumía el Instituto.
Y en cambio, aún así, no ocupaba toda la superficie. Los edificios estaban separados lo suficiente para que la vegetación pareciera no haber sido tocada y para que la vida animal y vegetal continuara (se imaginó Baley) como si de una zona silvestre se tratara.
Baley recordó Solaria. El planeta le había parecido vacío. Indudablemente, todos los mundos de los espaciales parecían vacíos. El mismo planeta Aurora lo parecía, pese a ser el más poblado y pese a que Baley se hallaba en la región más colonizada del globo. Por lo demás, también la Tierra parecía vacía, exceptuando las Ciudades.
Pero las Ciudades existían, y Baley sintió una intensa añoranza que se vio obligado a apartar de si.
—¡Ah!—exclamó Daneel—. El amigo Giskard ha terminado su reconocimiento.
Giskard regresó al vehículo y Baley preguntó en tono áspero:
—¿Y bien? ¿Tienes la amabilidad de darme permiso...? Se detuvo. ¿Por qué malgastar sarcasmo con aquel impenetrable pellejo de robot?
—Parece absolutamente seguro que el Personal no está ocupado.
—¡Bien! Entonces, apártate de mi camino.
Baley abrió impetuosamente la puerta del planeador y saltó a la grava de un estrecho sendero. Avanzó rápidamente, con Daneel pegado a los talones.
Cuando llegaron a la puerta del edificio Daneel indicó sin palabras el contacto que la abriría. Daneei no se aventuró a tocar él mismo el pulsador. Probablemente, pensó Baley haberlo hecho sin instrucciones especificas habría indicado intención de entrar, y ni siquiera la intención le estaba permitida.
Baley pulsó el contacto y entró, dejando atrás a los dos robots.
Hasta que no hubo entrado, no se le ocurrió que Giskard no había podido entrar en el Personal para comprobar si efectivamente el Personal estaba desocupado. El robot debía de haberlo juzgado así por lo que se apreciaba desde fuera, lo cual resultaba un procedimiento bastante dudoso, como mínimo.
Y Baley advirtió, con cierta intranquilidad, que por primera vez estaba aislado y separado de todos sus protectores, y que éstos, estando al otro lado de la puerta, no podrían entrar fácilmente si de pronto se encontraba en dificultades. ¿Y si en aquel momento no estaba solo en el Personal? ¿Y si Vasília había alertado a algún enemigo de que Baley buscaría un Personal cuando saliera de la entrevista? ¿Y si ~e enemigo estaba oculto en el edificio en aquel mismo instante? De pronto, Baley advirtió, inquieto, que estaba totalmente desarmado (lo cual no hubiera sucedido en la Tierra).
Ciertamente, el edificio no era muy grande. Había unos pequeños urinarios, uno junto a otro, en un total de media docena. También había otra media docena de lavabos, también uno al lado de otro. No había duchas, ni refrescadores de ropas, ni utensilios de afeitar.
Vio media docena de excusados, separados por unos tabiques y con una portezuela en cada uno. ¿No podía haber alguien en el interior de uno de ellos...? Las portezuelas no llegaban al suelo. Avanzando lentamente, Baley se inclinó y miró por debajo de cada una, buscando la presencia de alguien. Después se acercó a cada puerta, probó si estaban cerradas y fue abriéndolas de golpe, dispuesto a cerrarlas inmediatamente al menor signo de movimiento en el interior y a salir corriendo por la puerta que daba al exterior.
Todos los excusados estaban vacíos.
Baley miró a su alrededor para asegurarse de que no hubiera otros rincones para esconderse.
No vio ninguno.
Volvió hasta la puerta que daba al Exterior y no encontró sistema alguno para cerrarla por dentro. Encontró lógico que no hubiera cerradura por dentro. El Personal era, evidente-mente, para que varios hombres lo utilizaran simultáneamente. Las instalaciones podían permitir la entrada de otras personas mientras alguien se encontraba en el interior.
Sin embargo, no podía salir y buscar otro Personal, pues el peligro seguiría existiendo igual y, además, ya no podía aguantar más tiempo.
Por un instante, Baley se sintió incapaz de decidir cuál de la serie de urinarios utilizar. Podía acercarse y usar cualquiera. Igual que cualquier persona que entrara.
Se obligó a decidirse por uno y, consciente de la falta de intimidad que la serie de urinarios representaba, se vio incapaz de vaciar la vejiga. Seguía sintiendo la necesidad urgente de hacerlo, pero tuvo que aguardar impacientemente a que se le pasara la aprensión que sentía ante la posibilidad de que entrara alguien.
Ya no temía que entrara un enemigo, sino la mera presencia de otra persona.
Entonces pensó que los robots retrasarían, por lo menos, la entrada de cualquiera que se aproximara.
Intentó relajarse con ese pensamiento...
Ya había terminado, muy aliviado, y se disponía a lavarse las manos cuando oyó una voz bastante tensa moderadamente aguda.
—¿Es usted Elijah Baley? Baley se quedó helado. Después de tanta aprensión y de tantas precauciones, no se había dado cuenta de que alguien entraba. Al fin y al cabo, había estado concentrado por completo en el simple acto de vaciar la vejiga, algo que no debía haber ocupado ni una mínima fracción de su mente consciente. (¿Se estaría haciendo viejo?) A decir verdad, la voz que acababa de oír no parecía en absoluto amenazadora. No había en ella el menor rastro de peligrosidad. Quizá se debía a que Baley seguía dando por seguro—y por tanto, sentía una plena confianza en ello que, si no Giskard, al menos Daneel habría impedido que cualquiera que representara una amenaza pudiera entrar.
Lo que sobresaltó a Baley fue simplemente el hecho de que otra persona entrara. En toda su vida, ningún hombre se había acercado siquiera a él—y mucho menos le había hablado—en un Personal. En la Tierra era el tabú que más rígidamente se seguía y en Solaría (y hasta aquel momento, en Aurora) siempre había utilizado Personales para una sola persona.
La voz insistió. Impaciente. —¡Vamos! ¡Usted tiene que ser Elijah Baley! Baley se volvió, lentamente. Vio a un hombre de estatura media, elegantemente vestido con ropas en diversos tonos de azul. El hombre tenia la piel clara, el cabello rubio y un pequeño bigote ligeramente más oscuro que el cabello de la cabeza. Baley se descubrió a si mismo contemplando fascinado la franja de pelo sobre el labio. Era la primera vez que veía a un espacial con bigote.
—Si, soy Elijah Baley—respondió (lleno de vergüenza por el hecho de hablar en un Personal). Su voz le sonó, incluso a sí mismo como un susurro áspero y nada convincente.
El espacial, desde luego, pareció encontrar poco convincente la información. Entrecerró los ojos y, mirándole fijamente, continuó:
—Los robots de ahí fuera me han dicho que Elijah Baley estaba aquí dentro, pero usted no se parece en nada al Batey que salió en el programa de hiperondas. No se parece en absoluto.
¡Aquel estúpido programa!, pensó Baley, furioso. Hasta el fin de sus días no podría conocer a nadie que antes no hubiera sido intoxicado con aquel maldito programa. Nadie le tomaría de entrada por un ser humano normal, falible y, cuando su falibilidad quedara al descubierto, todo el mundo le consideraría un estúpido y le rechazaría.
Se volvió otra vez hacia el lavabo, con aire resentido. Se enjuagó las manos y luego las agitó en el aire con un gesto vago, preguntándose dónde estaría el aparato de aire caliente para secarlas. El espacial tocó un pulsador y pareció surgir de la nada una toallita de pelusilla absorbente.
—Gracias—dijo Baley, recogiéndola—. El que aparecía en el programa de hiperondas no era yo. Era un actor.
—Ya lo sé, pero podían haber escogido a alguien que se pareciera un poco más a usted, ¿no cree?—La frase parecía contener una cierta protesta—. Quiero hablar con usted.
—¿Cómo ha podido librarse de mis robots? Aparentemente, la frase tenia también un cierto tono de protesta.
—Por poco no lo consigo—dijo el espacial—. Han intentado detenerme y yo sólo traía conmigo un robot. Me he visto obligado a simular que era muy urgente que entrara, y ellos me han registrado. Literalmente, me han puesto las manos encima para ver si llevaba algo que pudiera resultar peligroso. Podría ponerle a usted un pleito, si no fuera terrícola. No deben darse a los robots órdenes que puedan molestar a un ser humano.
—Lo lamento—dijo Baley con voz tensa—, pero no soy yo quien les ha dado las órdenes. ¿Qué puedo hacer por
—Quiero hablar con usted.
—Ya está haciéndolo... ¿quién es usted? Su interlocutor pareció titubear y, por último, dijo:
—Gremlonis.
—¿Santirix Gremionis?
—Exacto.
—¿Por que quiere hablar conmigo? ¨ Gremionis se quedó mirando a Baley un instante, aparentemente desconcertado. Después murmuró:
—Bueno, ya que estoy aquí... si no le importa..., yo también querría...—y avanzó hacia la línea de urinarios.
Baley comprendió lo que el espacial pretendía hacer y sintió fuertes náuseas. Se volvió de espaldas a él inmediatamente y murmuró:
—Le esperaré fuera.
—No, no se vaya—exclamó Gremionis en tono desesperado, casi en un graznido—. Esto no me llevará más que un segundo. ¡ Por favor! Baley también deseaba con igual desesperación hablar con Gremionis, y no quería hacer nada que pudiera ofender a éste, haciéndole volverse atrás. De no haber sido así, no habría accedido a tal solicitud.
Se mantuvo de espaldas a Gremionis, con los ojos casi cerrados en una especie de reflejo horrorizado. Sólo cuando Gremionis volvió a acercarse a él con las manos envueltas en otra toallíta de pelusilla, pudo Baley relajarse otra vez.
—¿Por qué quiere hablar conmigo?—volvió a preguntar.
—Gladia, la mujer de Solaria...—Gremionis pareció titubear y se detuvo.
—Conozco a Gladia—dijo Baley en tono frío.
—Gladia ha hablado conmigo, por triménsico, sabe, y me ha dicho que usted le había hecho preguntas acerca de mi. También me ha preguntado si yo había manipulado para algo un robot que ella poseía, un robot de aspecto humano como uno de los que están ahí fuera...
—¿Y lo ha hecho usted, señor Gremionis?
—¡No! Ni siquiera sabia que Gladia tuviera un robot así hasta que... ¿Le dijo usted que había sido yo? —Sólo le hice unas preguntas, señor Gremionis.
Gremionis había cerrado el puño derecho y lo apretaba ahora contra la palma de la mano izquierda. Con voz nerviosa, prosiguió:
—No quiero ser acusado falsamente de algo, y en especial si tal acusación falsa puede afectar a mi relación con Gladia.
—¿Cómo me ha localizado usted?—dijo Baley.
—Gladia me ha preguntado por ese robot y me ha dicho que usted había preguntado por mi. Yo ya sabia que usted había sido llamado a Aurora por el doctor Fastolfe para so-lucionar este... este problema del robot. Salió en el noticiario de hiperondas. Y...
Las palabras iban surgiendo una tras otra, como si cada una de ellas le costara un esfuerzo terrible.
—Prosiga—dijo Baley.
—He creído que tenia que hablar con usted para explicarle que no tuve nada que ver con ese robot. ¡Nada! Gladia no sabia dónde podía estar usted, pero he pensado que el doctor Fastolfe conocería su paradero.
—¿Así que le ha llamado?
—Oh, no. Yo... yo no creo que tenga valor para... El doctor es un científico muy importante. Sin embargo, Gladia le ha llamado por mi. Gladia es de este tipo de persona. El doctor le ha dicho que usted había salido a ver a su hija, la doctora Vasília Aliena. Ha sido una suerte, porque yo conozco a la doctora.
—Si, ya sé que la conoce—asintió Baley.
Gremionis pareció algo inquieto.
—¿Cómo es que...? ¿También a ella le ha preguntado por mi? —Su inquietud pareció degenerar hasta convertirse en aflicción—. Por último, he llamado a la doctora Vasília y me ha dicho que acababa usted de marcharse y que probablemente le encontraría en algún Personal comunitario. Este es el más próximo al establecimiento de la doctora, y he pensado que no debía de haber ninguna razón para que acudiera a otro más lejano. ¿Por qué iba a hacerlo?, me ha dicho.
—Ha razonado usted muy acertadamente, pero ¿cómo ha conseguido llegar tan pronto?
—Trabajo en el Instituto de Robótica y mi establecimiento está situado en terrenos del Instituto. Mi motosilla me ha traído aquí en unos minutos.
—¿Ha venido solo?
—Si. Sólo con un robot. La motosilla es biplaza, ¿sabe?
—¿Y el robot le esta esperando fuera?
—Si.
—Dígame otra vez por qué quiere hablar conmigo.
—Tengo que asegurarme de que usted no piense que tuve algo que ver con ese robot. Yo no había oído hablar siquiera de él hasta que el asunto apareció en los noticiarios. Y bien, ¿puedo hablarle ahora?
—Si, pero no aquí—dijo Baley con firmeza—. Salgamos.
Baley pensó en lo extraño que resultaba sentirse tan agradecido de dejar atrás los muros del edificio y salir al Exterior.
En aquel Personal había algo que le resultaba mucho más extraño que cualquier otro objeto o lugar de Solaría o de Aurora. Más desconcertante aún que el hecho de su uso in-discriminado en todo el planeta, había sido el horror de que alguien le hablara allí dentro, abierta y despreocupadamente. Aquélla era una conducta que impedía diferenciar el Perso-nal, y el uso del mismo, de cualquier otro lugar y propósito.
Las peliculas-libro que había visionado no decían nada de aquello. Evidentemente, como había señalado Fastolfe, no se habían escrito para terrícolas sino para auroranos y, en menor medida, para posibles turistas de los otros cuarenta y nueve mundos espaciales. Al fin y al cabo, los terrícolas casi nunca viajaban a los mundos espaciales, y menos aún a Aurora. Allí no eran bien recibidos. ¿Por qué, entonces, habían de mencionarse las diferencias en el uso del Personal? Y sin embargo, ¿aquel comportamiento no se contradecía con el nombre que recibía el edificio? Pese a todo, Baley no pudo evitar pensar en los Personales para mujeres de la Tierra donde, como frecuentemente le había contado Jessie, las mujeres charlaban sin parar, sin sentir el menor malestar por ello. ¿Por qué las mujeres, y no los hombres? Baley nunca había pensado seriamente en ello, sino que lo había aceptado como una mera costumbre, una costumbre inmutable. Y sin embargo, si las mujeres lo hacían, ¿por qué los hombres no? No importaba. El pensamiento sólo afectó a su intelecto y no a la parte de su mente que le hacía sentir un abrumador e inextirpable desagrado ante la mera idea
—Salgamos—repitió.
—Pero ahí fuera están sus robots—protestó Gremionis.
—En efecto. ¿Y qué?
—Considero que éste es un asunto que deberíamos tratar en privado, de hombre a... hombre—tartamudeó al terminar la frase.
—Supongo que quiere usted decir de espaaial a terrícola.
—Si lo prefiere así...
—Mis robots son necesarios—afirmó Baley—. Son mis colegas en la investigación.
—Pero esto no tiene que ver con la investigación. Es preasamente lo que estoy intentando decirle.
—Eso ya lo decidiré yo—insistió Baley con firmeza, saliendo del Personal.
Gremionis titubeó y, a continuación, salió tras él.
Daneel y Giskard aguardaban fuera, impasíbles, inexpresivos y pacientes. Baley creyó adivinar en el rostro de Daneel lo que podía ser un asomo de preocupación, pero recordó que sólo su imaginación podía descubrir emociones en aquellos rasgos inhumanamente humanos. Giskard, con su apariencia menos humana, no mostraba ninguna expresión en sus rasgos, ni siquiera para el más voluntarioso e imaginativo de los hombres propensos a personificar a los robots.
Un tercer robot aguardaba junto a ellos. Sin duda, se trataba del que acompañaba a Gremionis. Era más sencillo incluso que Giskard y todo él tema un aire desharrapado. Re-sultaba evidente que Gremionis no era muy rico.
Daneel con una voz que Baley tomó automáticamente por cálida y aiiviada, le saludó:
—Me alegro de ver que estas bien, compañero Elijah.
—Estoy perfectamente. Sin embargo, siento curiosidad por una cosa. Si me hubierais oído pedir auxilio desde ahí dentro, ¿habríais entrado?
—Al instante, señor—dijo Giskard.
—¿ Aunque estéis programados para no entrar en el Personal?
—La necesidad de proteger a un ser humano, especialmente a usted, señor, habría prevalecido.
—Así es, compañero Elijah—dijo Daneel.
—Me alegro de saberlo—dijo Baley—. Este es Santirix Gremionis. Señor Gremionis, éste es Daneel y éste, Giskard.
Los dos robots inclinaron la cabeza solemnemente. Gremionis se limitó a mirarles X a levantar una mano en señal de indiferente saludo. No se molestó siquiera en presentar a su robot.
Baley miró a su alrededor. La luz era claramente más mortecina, el aire era más frío y el sol estaba totalmente oculto por las nubes. En los alrededores se apreciaba un resplandor que no pareció afectar a Baley, quien seguía encantado de haber salido del Personal. Le producía una gran euforia la sorpresa de experimentar una sensación de agrado en el Exte-rior. Reconocía que se trataba de una situación muy especial, pero era un principio y no pudo evitar considerarlo un triunfo.
Baley estaba a punto de volverse hacia Gremionis para reanudar la conversación cuando sus ojos, captaron algo que se movía. Una mujer, acompañada de un robot, se acercaba hacia ellos cruzando el césped. Era evidente que se dirigía hacia el Personal.
Baley extendió una mano en dirección a la mujer, como para detenerla, aunque ella todavía se encontraba a más de treinta metros, y murmuró:
—¿Y esa mujer? ¿No sabe que esto es un Personal para hombres?
—¿Cómo?—exclamó Gremionis.
La mujer siguió acercándose mientras Baley la observaba absolutamente perplejo. Por último, el robot de la mujer se hizo a un lado y aguardó mientras la mujer entraba en el edifico.
—¡ Pero ella no puede entrar ahí! —exclamó Baley, incrédulo.
—¿ Por qué no? Es un Personal comunitario —dijo Gremionis.
—¡Pero es para hombres!
—Es para personas—le corrigió Gremionis, con aire de total incomprensión.
—¿Para ambos sexos? Estoy seguro de que se refería a eso, ¿verdad?
—Si. Es para todos los seres humanos, naturalmente. ¡ Por supuesto que me refería a eso! ¿Cómo pretende usted que fuera, si no? No le comprendo.
Baley se volvió de espaldas. Hasta hacía apenas unos minutos, había creído que mantener una conversación en un Personal era el colmo del mal gusto, de las «cosas que no deben hacerse».
Si hubiera querido pensar en algo aún peor, no se le habría ocurrido ni por casualidad la posibilidad de encontrar a una mujer en un Personal. Los convencionalismos de la Tierra exigían hacer caso omiso de la presencia de otros hombres en los grandes Personales comunitarios de ese planeta, pero ni siquiera todos los convencionalismos inventados jamás le habrían impedido reconocer si la persona que pasaba frente a él era un hombre o una mujer.
¿Y si mientras él estaba en el Personal hubiera entrado una mujer como la que acababa de hacerlo, con aquel aire tan despreocupado e indiferente? Peor aún, ¿y si él hubiera entrado en el Personal y hubiese encontrado allí a una mujer? No pudo estimar cuál habría sido su reacción. Nunca había sopesado tal posibilidad, ni mucho menos se había encontrado en tal situación, pero la idea le resultó absolutamente intolerable.
Y las peliculas-libro tampoco le habían dicho nada al respecto.
Había estudiado todas aquellas películas para no iniciar la investigación ignorando totalmente el sistema de vida de Aurora, y ahora resultaba que ignoraba por completo las costumbres más importantes.
¿Cómo podía, entonces, resolver aquel enrevesadisimo rompecabezas de la muerte de Jander, si a cada paso que daba se descubría sumido en la ignorancia? Un instante antes, había considerado un triunfo una pequeña conquista sobre el terror que sentía por el Exterior, pero ahora tenia que afrontar la sensación de ser un absoluto ignorante, un ignorante incluso de la naturaleza de su ignorancia.
Fue entonces, mientras luchaba por no imaginarse a la mujer recorriendo el mismo espacio físico que él había ocupado minutos antes, cuando alcanzó un grado de desesperación casi absoluto.
apartémonos un poco. Estamos en medio del camino de las personas que desean utilizar esa instalación.
Se encaminó rápidamente hacia el planeador, que descansaba en el terreno abierto al otro lado del camino de grava. Más allá había un pequeño vehículo de dos ruedas con dos asientos, uno detrás del otro. Baley reconoció la motosilla de Gremionis.
Se sentía deprimido y amargado, y advirtió que su malestar se veía aumentado por el hecho de tener hambre. Ya hacía mucho que había pasado la hora del almuerzo y todavía no había probado bocado. Se volvió hacia Gremionis y le dijo:
—Esta bien, hablemos. Pero, si no le importa, hagámoslo mientras comemos. Esto es, si no ha almorzado usted todavía... y si no le importa comer conmigo.
—¿Dónde va a comer?
—No lo sé. ¿Dónde se puede comer, aquí en el Instituto?
—En el comedor comunitario, no, desde luego—dijo Gremionis—. Allí no podríamos hablar.
—¿Hay alguna alternativa?
—Venga a mi establecimiento—se ofreció Gremionis de inmediato—. No es de los más bonitos de por aquí, pues n~ soy uno de los altos ejecutivos. aún así, tengo algunos robots a mi servicio y creo que podremos preparar una comida decente. Vamos a ver: yo iré en la motosilla con Brundij, el robot, y usted puede seguirme con los suyos en el planeador. Tendrá que ir despacio, pero no estoy a más de un kilómetro de aquí. Apenas tardaremos un par o tres de minutos.
Gremionis se alejó al trote. Baley le observó y pensó que parecía haber en él una especie de desmañada juventud. No resultaba sencillo juzgar su edad a primera vista, naturalmente; los espaciales no reflejaban en su físico el paso de los años y Gremionis podía fácilmente tener más de cincuenta pero actuaba como un joven, casi como lo que un terrícola tomaría por adolescente. Baley no estaba seguro de qué tenia Gremionis para que le diera aquella impresión. Se volvió de pronto hacia Daneel y le preguntó:
—¿Conocías a Gremionis, Daneel~ Giskard intervino nuevamente (y de un modo que permitia reconocer su preocupación, si no en el tono de voz, al menos en sus palabras).
—No le había visto nunca, compañero ElUah.
—¿Y tú, Giskard? —Le había visto una vez, pero sólo al pasar
—¿No se encuentra bien, señor? ¿Necesita ayuda?
—¿Sabes algo de él, Giskard?
—No, no. Me encuentro bien—murmuró Baley—¨ Pero
—Nada que no se aprecie a simple vista, señor. —¿Sabes su edad? ¿Conoces su personalidad?
—No, señor.
—¿Preparados?—gritó Giskard. Su motosilla rugía bastante ruidosamente. Era evidente que el vehículo no iba asistido por chorros de aire, y que sus ruedas no se levantarían del suelo. Brundij tomó asiento detrás de Gremionis.
Giskard, Daneel y Baley subieron de nuevo al planeador, rápidamente.
Gremionis empezó a avanzar en la motosilla, describiendo un amplio circulo. El viento le agitaba el cabello, y Baley tuvo una repentina sensación de cómo debía de notarse el viento cuando uno viajaba en un vehículo abierto como la motosilla. Agradeció estar totalmente encerrado en el planeador, que de pronto le pareció un medio de transporte mucho más civilizado.
La motosilla enderezó el rumbo y avanzó rauda con un sordo rugido mientras Gremionis les hacía un gesto con la mano indicando que le siguieran. El robot que iba sentado detrás mantenía el equilibrio con una facilidad casi negligente y sin asirse a la cintura de Gremionis, como Baley estaba seguro de que hubiera tenido que hacer cualquier ser humano.
El planeador siguió al otro vehículo. Aunque el suave avance de la motosilla parecía ser una gran velocidad, aparentemente ello se debía a la ilusión que creaba su pequeño tamaño. El planeador tuvo ligeras dificultades en mantener una velocidad lo bastante baja para no echarse encima del otro vehículo.
—Hay algo—dijo Baley en actitud pensativa—que sigue preocupándome.
—¿De qué se trata, compañero Elijah?—preguntó Daneel.
—Vasília se ha referido a ese Gremionis despreciativamente, llamándole «peluquero». Al parecer, ese hombre se ocupa del cuidado del cabello, del vestuario y de otros asuntos de embellecimiento personal. ¿Cómo es, entonces, que tiene un establecimiento en los terrenos del Instituto de Robótica?
OTRA VEZ GREMIONIS
Transcurrieron apenas unos minutos antes de que Baley se encontrara en el cuarto establecimiento de Aurora que visitaba desde su llegada al planeta, un día y medio atrás: ya había estado en los de Fastolfe, Gladia y Vasília, y ahora le tocaba el de Gremionis.
El establecimiento de Gremionis parecía más pequeño y gris que los demás, aunque presentaba signos de haber sido construido recientemente que Baley apreció pese a su poca práctica en asuntos auroranos. Pese a todo, en el edificio estaba presente el rasgo distintivo de los establecimientos de Aurora: los nichos para robots. Al entrar, Giskard y Daneel se situaron en dos de ellos, que estaban vacíos, y permanecieron situados de cara a la sala, inmóviles y silenciosos. El robot de Gremionis, Brundij, se colocó en un tercer nicho casi inmediatamente.
Los robots no mostraban la menor dificultad a la hora ~e elegir un nicho u otro, y en ningún instante se veía que dos de ellos se dirigieran al mismo nicho. Baley se preguntó cómo evitarían el conflicto, y llegó a la conclusión de que entre los robots debía de haber algún tipo de comunicación que resultaba subliminal para los seres humanos. Era un asunto respecto al cual tendría que consultar a Daneel (si se acordaba).
Baley advirtió que Gremionis también estaba estudiando los nichos.
El aurorano se había llevado la mano al labio superior y, durante un segundo, se mesó el fino bigote con el índice. Con voz algo vacilante, dijo por fin:
—Tú, robot, el de aspecto humano, no parece adecuado que estés en ese nicho—se volvió hacia Baley y añadió—: Ese es Daneel Olivaw, el robot del doctor Fastolfe, ¿verdad?
—Si—contestó Baley—. El también salía en el programa de hiperondas. Mejor dicho, salía un actor en su lugar. Un actor que hacia muy bien el papel.
—Sí, lo recuerdo.
Baley advirtió que Gremionis, igual que Vasília e incluso que Gladia y el doctor Fastolfe, se mantenía a cierta distancia. Parecía existir alrededor de Baley un campo de repulsión —invisible, inapreciable en cierto modo—que impedía a los espaciales aproximarse demasiado a él. Un campo que les impulsaba a trazar una suave curva para mantener la distancia cuando pasaban junto al terrícola.
Baley se preguntó si Gremionis sería consciente de ello o si era un reflejo puramente automático. ¿Qué harían los auroranos con las sillas donde él se sentaba mientras estaba en un establecimiento, con los platos donde comía, con las toallas que utilizaba? ¿Bastaría con la limpieza normal, o habrían medidas especiales de esterilización? ¿Acaso se desharían de todo cuanto él tocara, reponiéndolo por objetos totalmente nuevos? ¿Serían fumigados los establecimientos en cuanto abandonase el planeta, o incluso cada noche? ¿Y el Personal comunitario que había utilizado, lo derribarían para edificar uno nuevo? ¿Y la mujer que había entrado en el Personal después de él, sin percatarse de su presencia? ¿O quizás era ella la encargada de la fumigación? Se dio cuenta de que estaba pensando tonterías.
¡Al Espacio con ello! Lo que los auroranos hicieran y el modo en que resolvieran sus problemas era asunto suyo, y Baley no iba a seguir rompiéndose la cabeza con ellos. ¡Je-hoshaphat! El ya tenia sus propios problemas y, de momento, el mas inmediato era Gremionis. Se ocuparía de resolverlo después de comer.
El almuerzo fue muy sencillo y a base, sobre todo, de verduras. Sin embargo, Baley tuvo ciertos problemas con la comida por primera vez desde que estaba en el planeta. Cada una de las verduras tenia su sabor perfectamente definido. Las zanahorias sabían mucho a zanahoria y los guisantes a guisante, por decirlo así.
Un poco demasiado, quizás.
Comió un tanto de mala gana e intentó no demostrar su desagrado ante el anfitrión.
Después de algunos bocados, se dio cuenta de que iba acostumbrándose al sabor, como si sus papilas gustativas se hubieran saturado y pudieran soportar el exceso con más facilidad. A Baley se le pasó por la cabeza, con cierta tristeza que, si continuaba tomando durante un tiempo más la comida aurorana, cuando volviera a la Tierra echaría de menos la diferenciación de sabores y despreciaría la mezcla de gustos de la comida terrestre.
Hasta el hecho de que algunos alimentos fueran crujientes —lo cual le había sorprendido al principio,, pues estaba convencido de que cada vez que cerraba las mandíbulas producía un ruido que debía de interferir en la conversación—se había convertido en una excitante prueba de que realmente estaba comiendo. Las comidas terrestres, en cambio, resultaban tan silenciosas que, pensó Baley, cuando las reanudara añoraría sus días en Aurora.
Empezó a comer con precaución, estudiando los sabores. Quizás cuando los terrícolas se establecieran en otros mundos, aquella comida al estilo espacial sería el rasgo distintivo de la nueva dieta, sobre todo si carecían de robots para preparar y servir las comidas.
Entonces pensó, inquieto, que no se trataba de cuando los terrestres se establecieran en otros mundos, sino de si alcanzaban tal posibilidad. Y aquel condicional, aquel si..., dependía de él, del detective Elijah Baley. El peso de aquella carga le abrumó.
Terminaron de comer. Un par de robots trajeron unas servilletas calientes y húmedas con las que los comensales se limpiaron las manos. Pero no se trataba de servilletas normales, pues cuando Baley dejó la suya en la bandeja, pareció moverse ligeramente, desmenuzarse y tomar el aspecto de una telaraña. A continuación, de pronto, pareció evaporarse y sus restos ascendieron hasta desaparecer por un agujero del techo. Baley dio un brinco y levantó los ojos hacia el techo siguiendo la desaparición del objeto, boquiabierto.
—Es un producto nuevo que estoy probando—dijo Gremionis—. Usar y tirar, ¿ve usted? Sin embargo, todavía no sé si me gusta. Hay quien dice que los restos terminan por atascar el sistema de evacuación de desperdicios, y a otros les preocupa la contaminación, porque dicen que una parte del producto termina seguramente en los pulmones. El fabricante dice que no, pero...
Baley advirtió de repente que no había dicho una palabra en toda la comida, y que aquélla era la primera frase que uno de ellos pronunciaba desde el breve comentario acerca de Daneel, antes de que sirvieran los platos. Además, hablar de servilletas no llevaba a ninguna parte.
Con cierta brusquedad, Baley preguntó:
—¿Es usted peluquero, señor Gremionis? El aurorano se ruborizó, y su suave piel enrojeció hasta el limite del cabello. Con voz ahogada, preguntó a su vez:
—¿Quién se lo ha dicho?
—Si es una manera impropia de referirse a su profesión, le pido disculpas. Es una palabra que utilizamos habitualmente en la Tierra y allí no se considera insultante.
—Soy estilista del cabello y diseñador de ropa—contestó Gremionis—. Es una rama del arte reconocida y valorada. De hecho, soy un artista de la personalidad.
Se llevó de nuevo el índice al bigote. Baley dijo en tono serio:
—He visto que lleva usted bigote. ¿Es corriente dejárselo, en Aurora?
—No, no lo es. Aunque espero que lo sea. Fíjese en un rostro masculino. Muchos de ellos pueden ser reforzados y mejorados con un diseño artístico del vello facial. Todo radica en el diseño, y eso forma parte de mi profesión. Naturalmente, puede llegarse a excesos. En el mundo de Pallas, por ejemplo, el vello facial es corriente, pero existe la práctica de aplicarle tintes multicolores. Los cabellos se tiñen uno por uno, de colores distintos, para producir una especie de mezcla. Bueno, eso es una tontería. No dura mucho, los colores cambian con el tiempo y eso da un aspecto horrible. Pero, aún así, es preferible en cierto modo a la ausencia de vello en el rostro. No hay nada menos atractivo que una cara calva como el desierto. La frase es mía. La utilizo en mis charlas personales con posibles clientes, y resulta muy eficaz. Las mujeres pueden prescindir del vello facial porque lo sustituyen por otro tipo de maquillajes. En el mundo de Smitheus...
Había algo de hipnótico en sus tranquilas y veloces palabras, en su actitud fervorosa, en el modo en que sus ojos se agrandaban y permanecían fijos en los de Baley, llenos de intensa sinceridad. Baley tuvo que utilizar casi la fuerza física para apartar su mirada del aurorano
—¿Es usted roboticista, señor Gremionis? —preguntó.
Gremionis pareció perplejo y un tanto confuso al verse interrumpido en mitad del discurso
—¿ Roboticista?
—Si. Roboticista—insistió Baley
—No, en absoluto. Utilizo robots como todo el mundo, pero no sé nada sobre lo que llevan dentro. En realidad, no me interesa.
—Pero vive usted en terrenos del Instituto de Robótica. ¿Cómo es eso?
—¿Por qué no iba a hacerlo?—La voz de Gremionis era manifiestamente más hostil.
—Si no es usted roboticista...
—¡Qué tontería!—exclamó Gremionis haciendo una mueca—. Cuando se diseñó el Instituto hace algunos años, fue concebido como una comunidad autosuficiente. Tenemos nuestros propios talleres para la reparación de los vehículos de transporte, nuestros talleres de mantenimiento de los robots personales, nuestros médicos y nuestros diseñadores de edificios y estructuras. El personal del Instituto vive aquí y, por si necesitan a un artista de la personalidad, tienen a Santirix Gremionis, que también vive aquí. ¿Tiene algo de malo mi profesión para que no deba ser así?
—Yo no he dicho eso.
Gremionis se volvió hacia un lado con un aire malhumorado que la rápida negativa de Baley no consiguió mitigar. Pulsó un botón y, tras estudiar una franja rectangular multi-color, hizo algo muy parecido a un rápido y breve tamborileo con los dedos.
Una esfera descendió lentamente del techo y permaneció suspendida aproximadamente a un metro de sus cabezas. Se abrió como si fuera una naranja y en su interior se inició un juego de colores, acompañado de unos suaves sonidos. Colores y sonidos se entremezclaban con tal armonía que Baley, asombrado, descubrió que al cabo de un rato resultaba difícil distinguir unos de otros.
Las ventanas se oscurecieron y los segmentos de la esfera resaltaron todavía más.
—¿Demasiado brillante?—preguntó Gremionis.
—No—respondió Baley, tras un breve titubeo.
—Sirve de fondo ambiental y he escogido una combinación relajante que nos hará más fácil hablar de un modo civilizado, ¿sabe? ¿Nos centramos en el tema? —añadió rápidamente.
Baley apartó su atención del... de como diablos se llamara aquello (Gremionis no había mencionado el nombre) con cierta dificultad y contestó:
—Si es tan amable, me encantaría.
—¿Ha estado usted acusándome de haber tenido algo que ver con la inmovilización de ese robot Jander?
—He estado investigando las circunstancias del fin de ese robot.
—Pero usted ha mencionado mi nombre en relación con ese fin. De hecho, hace apenas unos minutos me ha preguntado si yo era roboticista. Adivino lo que tiene en la cabeza. Pretende usted llevarme a reconocer que sé algo sobre robótica, para así incriminarme como... como el que puso fin a la actividad del robot.
—Podría utilizarse la palabra «roboticida».
—¿Roboticida? ¿Como «homicida»? No, no se puede matar a un robot. En cualquier caso, yo no he acabado con él, ni le he matado, ni como quiera usted denominarlo. No soy roboticista, ya se lo he dicho. No sé nada de robótica. ¿Cómo puede usted siquiera pensar que...?
—Tengo que investigar todas las conexiones, señor Gremionis. Jander pertenecía a Gladia, la mujer de Solaria, y usted era amigo de ella. Eso es una conexión.
—Gladia puede tener amistad con mucha gente. No veo la relación concreta conmigo.
—¿Está usted dispuesto a declarar que jamás vio a Jander en las ocasiones en que ha visitado el establecimiento de Gladia?
—¡Jamás le vi! ¡M una sola vez!
—¿No supo nunca que Gladia tenia un robot humaniforme?
—¡ No!
—¿Nunca lo mencionó Gladia?
—Ella tenia robots por todas partes. Todos eran robots normales. Nunca me dijo una sola palabra de que tuviera alguno de otro tipo.
Baley se encogió de hombros.
—Muy bien—murmuró—. De momento, no tengo razones para suponer que no esté diciéndome la verdad.
—Entonces, dígaselo a Gladia. Esta es la razón de que haya ido a buscarle. Deseo pedirle que se lo haga saber a ella, que lo deje bien claro.
—¿Quizá Gladia tiene razones para pensar de otro modo?
—Naturalmente. Usted le ha envenenado el cerebro. Le ha hecho preguntas sobre mi en relación con el caso y ella ha pensado que... Le ha hecho usted dudar de... Lo cierto es que esta mañana me ha llamado y me ha preguntado si yo tenia algo que ver con el asunto.
—¿Y usted lo ha negado?
—Por supuesto, y con toda rotundidad, además, porque realmente no he tenido nada que ver. Sin embargo, no suena convincente mi sola negativa. Quiero que usted la confirme. Quiero que le diga a Gladia que, en su opinión, no tengo nada que ver en todo este asunto. Usted mismo lo ha dicho y no puede destruir mi reputación sin tener pruebas en mi contra. Puedo actuar contra usted.
—¿Ante quién?
—Ante el Comité para la Defensa de la Persona. Ante la Asamblea Legislativa. El director del Instituto es amigo intimo del propio Presidente y ya le he remitido un informe completo sobre el tema. No estoy a la espera, ¿comprende usted? Estoy realizando las acciones oportunas.
Gremionis movió la cabeza en un gesto que quizá quería expresar furia, pero que no convencía demasiado, considerando la suavidad de sus facciones.
—Escuche—prosiguió—, esto no es la Tierra. Aquí gozamos de protección. Su planeta, con la superpoblación, obliga a la gente a vivir en colmenas, en hormigueros. Se aplastan ustedes unos contra otros, se ahogan mutuamente, y no importa. Una vida o un millón de vidas, no importan nada.
Baley luchó por evitar que su voz expresara desprecio cuando respondió:
—Ha leído usted demasiadas novelas históricas.
—Por supuesto que si. Y los libros describen su planeta tal como es. No se puede tener a miles de millones de personas en un único mundo sin que sea así. En Aurora, cada uno de nosotros es una vida valiosa. Cada uno de nosotros está protegido físicamente por los robots, de modo que nunca se produce en Aurora un atraco, y mucho menos un asesinato.
—Excepto el de Jander.
—Eso no es un asesinato; Jander era sólo un robot. Y nuestra Legislación nos protege de otros tipos de daño más sutiles que el atraco. El Comité para la Defensa de la Persona estudia minuciosamente, muy minuciosamente, cualquier acción que perjudique injustamente la reputación o el estatuas social de cualquier ciudadano individual. Si un auroranos actuara como lo hace usted, se vería metido en un buen problema. Siendo usted terrícola...
—Estoy llevando a cabo una investigación invitado, supongo, por la Asamblea—replicó Baley—. Estoy seguro de que el doctor Fastolfe no podría haberme traído aquí sin su permiso.
—Quizás, pero eso no le da derecho a sobrepasar las limitaciones de una investigación justa.
—Entonces, ¿va usted a llevar el asunto ante la Asamblea Legislativa?—preguntó Baley.
—Voy a hacer que el director del Instituto...
—Por cierto, ¿cómo se llama el director?
—Kelden Amadiro. Voy a pedirle que trate el tema con la Asamblea Legislativa, y Amadiro forma parte de ella, ¿sabe usted? Es uno de los lideres del partido Globalista. Así pues creo que será mejor para usted que le diga claramente a Gladia que soy absolutamente inocente.
—Me gustaría, señor Gremionis, porque sospecho que lo es usted pero ¿cómo puedo cambiar mis sospechas por certidumbre, si antes no me permite hacerle unas preguntas? Gremionis titubeó. Luego con aire desafiante, se recostó de nuevo en su asiento y se llevó las manos a la nuca. Era la viva imagen de un hombre que fracasaba totalmente en su intento de aparentar tranquilidad.
—Pregunte—dijo—. No tengo nada que ocultar. Y cuando haya terminado, insisto en que llame a Gladia, desde aquí mismo, por ese transmisor tridimensional de ahí detrás, y reconozca ante ella mi inocencia. De lo contrario, se verá metido en más problemas de lo que puede imaginar.
—Comprendo, pero antes... ¿Cuánto hace que conoce a Vasília Fastolfe, señor Gremionis? O mejor dicho, a la doctora Vasília Aliena, si la conoce usted por ese nombre...
Gremionis titubeó de nuevo y contestó con voz tensa:
—¿Por qué lo pregunta? ¿Qué tiene eso que ver con la investigación? Baley suspiró y su rostro adusto pareció adoptar una expresión todavía más seria.
—Le recuerdo, señor Gremionis, que no tiene usted nada que ocultar y que desea convencerme de su inocencia para que yo la corrobore ante Gladia. Dígame, pues, cuánto tiempo hace que la conoce. Si no la conoce, dígalo, pero antes es de justicia advertirle que la doctora Vasília ha declarado que ustedes se conocen bien, lo suficiente por lo menos para que usted se haya ofrecido a ella.
Gremionis pareció inquietarse. Con voz temblorosa, contestó:
—No sé por qué la gente ha de hacer una montaña de eso. Ofrecerse es una acción social perfectamente natural que no concierne a nadie más. Claro que usted es terrícola, y usted si haría una montaña de ello.
—Creo que la doctora no le aceptó.
Gremionis se llevó las manos al regazo, con los puños apretados.
—Aceptar o rechazar es una decisión que sólo le concierne a ella. Ha habido personas que se han ofrecido a mi y que yo he rechazado. No es asunto importante.
—Está bien. ¿Cuánto hace que la conoce?
—Algunos años. Unos quince.
—¿La conocía ya cuando aún vivía con el doctor Fastolfe?
—Entonces yo era un chiquillo —dijo Gremionis, ruborizándose.
—¿Cómo la conoció?
—Yo estaba terminando los estudios de artista de la personalidad y fui llamado para diseñar un vestuario para ella. Le gustó mi trabajo y después de eso utilizó mis servicios (en este aspecto) en exclusiva.
—Así pues, ¿fue por recomendación de ella como usted adquirió su actual posición como, digamos, artista de la personalidad oficial entre los miembros del Instituto de Ro —Ella supo reconocer mis cualidades. Realicé un examen junto con otros candidatos, y obtuve la plaza por méritos propios.
—¿Pero ella le recomendó?
—Si—reconoció Gremionis parcamente, con aire molesto.
—Y usted creyó que la única manera de agradecérselo era ofreciéndose a ella, ¿verdad? Gremionis hizo otra mueca y se pasó la lengua por los labios, como si tuviera en ellos un sabor amargo.
—¡ Esto resulta muy. . . desagradable! Supongo que un terrícola pensaría como usted dice, pero me ofrecí sólo porque me complacía hacerlo.
—¿Porque la doctora Vasília es atractiva y tiene una personalidad afectuosa?
—Bueno...—titubeó Gremionis—, yo no diría que su carácter sea muy afectuoso—dijo precavidamente—, pero desde luego es atractiva.
—Me han dicho que usted se ofrece a cualquiera... sin distinción.
—Eso es falso.
—¿Qué es falso? ¿Que se ofrece a todo el mundo o que me lo hayan dicho?
—Que me ofrezca a todo el mundo. ¿Quién se lo ha contado?
—No sé si serviría de algo que contestara a esa pregunta. ¿Le gustaría a usted que le citara como fuente de alguna información embarazosa? ¿Hablaría libremente conmigo si pensara que iba a hacerlo?
—Bueno, quienquiera que se lo haya dicho, es un mentiroso.
—Quizás no era más que una exageración. ¿Se había ofrecido usted a otras personas antes de hacerlo a la doctora Vasília? Gremionis apartó la mirada.
—Un par de veces. Nada serio.
—¿Pero con la doctora Vasília iba en serio?
—Bien. ..
—Según tengo entendido, usted se ofreció a ella en repetidas ocasiones, lo cual va totalmente en contra de las costumbres auroranas.
—¡Oh, las costumbres auroranas...!—exclamó Gremionis, furioso. Luego apretó los labios con fuerza y frunció el ceño—. Veamos, señor Baley, ¿puedo hablarle en confianza?
—Si. Todas mis preguntas van dirigidas a satisfacer mis dudas respecto a que no tuvo usted nada que ver con la muerte de Jander. Una vez aclaradas esas dudas, puede tener la seguridad de que mantendré en secreto todas sus observaciones.
—Perfectamente, entonces. No es nada malo, nada de lo que me avergüence, entiéndame. Es sólo que tengo un profundo sentido de la intimidad y tengo derecho a ella si así lo deseo, ¿no?
—Desde luego—asintió Baley en tono consolador.
—¿Sabe?, yo opino que la vida sexual en pareja es mejor cuando existe un amor y un afecto profundos entre los dos.
—Imagino que eso es muy cierto.
—Y no hay necesidad de otros, ¿no cree usted?
—Parece bastante... plausible.
—Yo siempre he soñado con encontrar la pareja perfecta y no volver a buscar a nadie más. A eso se llama monogamia. No existe en Aurora, pero si en otros mundos. En la Tierra es muy frecuente, ¿verdad, señor Baley?
—En teoría, señor Gremionis.
—Pues eso es lo que yo quiero. Lo he buscado durante años. Cuando en ocasiones mantenía encuentros sexuales, siempre me parecía que faltaba algo. Entonces conocí a la doctora Vasília y ella me dijo... Bueno, la gente le cuenta sus confidencias al artista de la personalidad porque es un trabajo muy personal y... bien, ahora viene la parte realmente confidencial. ..
—Vamos, adelante—le ayudó Baley. Gremionis se humedeció los labios.
—Si lo que voy a decirle llega a saberse, estoy arruinado. Vasília hará todo cuanto pueda para que no me encarguen más trabajos. ¿Está usted seguro de que esto tiene que ver con el caso?
—Se lo aseguro con todas mis fuerzas, señor Gremionis. Esto puede ser de la mayor importancia.
—Bien, entonces...—Gremionis no parecía convencido del todo—. El hecho es que, por lo que la doctora Vasília ha ido contándome aquí y allá, con medias palabras, he llegado a la conclusión de que...—su voz se convirtió apenas en un susurro—de que es virgen.
—Entiendo—dijo Baley tranquilamente. Recordó lo convencida que se había mostrado Vasília respecto a que el rechazo de su padre le había distorsionado la vida, y comprendió mucho mejor el odio que la doctora había demostrado hacia el doctor Fastolfe.
—Eso me excitó. Me pareció que podría tenerla toda para mi, y que yo podría ser el único hombre para ella. No puedo expresar cuánto significó para mi saber aquello. Hacía que la viera divinamente hermosa a mis ojos, y que la deseara como a nada.
—¿Y por eso se ofreció a ella?
—Si.
—Varias veces. ¿No se sintió desanimado por sus negativas?
—Eso reforzaba aún más su virginidad, por decirlo así, y yo todavía me sentía más excitado. El hecho de que resultara difícil lo hacía aún más emocionante. No sé explicarlo mejor y no creo que pueda usted entenderlo.
—Señor Gremionis, le entiendo perfectamente. Pero debió de llegar un momento en que usted dejó de ofrecerse a la doctora, ¿no?
—Si, en efecto.
—Y entonces empezó a ofrecerse a Gladia, ¿no?
—Si, en efecto.
—¿Varias veces?
—Si, en efecto.
—¿Por qué? ¿Por qué ese cambio?
—La doctora Vasília dejó muy claro, finalmente, que no me daría ninguna oportunidad. Entonces llegó Gladia y como se parecía tanto a Vasília, yo...
—Pero Gladia no era virgen—le interrumpió Baley—. En Solaría estaba casada y en Aurora había tenido bastantes experiencias, según me han dicho.
—Yo lo sabia, pero ella... dejó de tenerlas. Gladia, ¿comprende usted?, nació en Solaria, no en Aurora, y por ello no entendía del todo las costumbres de nuestro planeta. Sin embargo, en un momento determinado dejó de tener relaciones sexuales, porque no le gustaba lo que denominaba «promiscuidad».
—¿Eso se lo dijo ella?
—Si. En Solaría es costumbre la monogamia. Gladia no tenia un matrimonio feliz, pero seguía acostumbrada al modo de vida de Solaría y por eso no le gustaron los hábitos de Aurora cuando los probó. Yo, por mi parte, busco también la monogamia y por eso... ¿va usted entendiendo?
—Si pero antes de nada, ¿cómo se conocieron usted y Gladia?—preguntó Baley.
—La conocí, simplemente. Cuando llegó a Aurora salió en los noticiarios de hiperondas como una romántica refugiada de Solaria. Además, tuvo un papel en ese famoso programa de hiperondas...
—Si, si, pero hubo algo más, ¿verdad?
—No sé a qué se refiere.
—Bueno, déjeme adivinar. ¿No llegó un momento en que la doctora Vasília le dijo que lo rechazaba para siempre? ¿Y no le sugirió ella misma una alternativa, por casualidad? Gremionis, en un súbito acceso de furia, gritó:
—¿Le ha dicho eso la doctora Vasília?
—No con tantas palabras, pero aún así creo que sé lo que sucedió. ¿No le dijo ella que le convendría más probar con una recién llegada al planeta, una joven de Solaría que era la protegida o la pupila del doctor Fastolfe, del cual usted sabia que era el padre de Vasília? ¿Y no le dijo ésta que la joven, Gladia, se parecía bastante a ella pero que no era más joven y que tenia un carácter más afectuoso? En pocas palabras, ¿no le animó la doctora Vasília a trasladar a Gladia las atenciones que le estaba dispensando a ella? Gremionis estaba visiblemente agitado. Sus ojos se cruzaron con los de Baley y se apartaron inmediatamente. Era la primera vez que Baley observaba en un espacial una mirada de temor... ¿o era de pavor y respeto? (Baley meneó ligeramente la cabeza en señal de negativa. No debía dejarse llevar por la satisfacción de haber impuesto respecto a un espacial. Podía hacer peligrar su objetividad.)
—¿Y bien? ¿Tengo razón o no?—preguntó.
Gremionis respondió en voz baja.
—Así que el programa de hiperondas no era una exageración... ¿De verdad lee usted la mente?
—Sólo hago preguntas—contestó tranquilamente Baley—. Y usted no ha contestado a la mía. ¿Tengo razón o no?
—No sucedió exactamente así—respondió Gremionis—. Es cierto que Vasília habló de Gladia, pero...—Se mordió el labio inferior y continuó—: Bien, en resumen sucedió lo que usted acaba de decir. Fue aproximadamente como acaba de describirlo.
—¿Y usted no se sintió disgustado? ¿Le dio la impresión de que Gladia se parecía realmente a la doctora Vasília?
—En cierto modo, si. —A Gremionis le brillaron los o]os—. Pero en realidad no era así. Si las coloca una junto a otra apreciará la diferencia. Gladia tiene mucha más gracia y delicadeza. Y un ánimo mucho más... alegre.
—¿Se ha ofrecido usted a Vasília desde que conoce a
—¿Está usted loco? Claro que no.
—Pero ¿se ha ofrecido a Gladia?
—Si.
—¿Y ella le ha rechazado?
—Si, pero tiene usted que entender que ella ha de estar segura, igual que habría de estarlo yo. Piense en el error que habría cometido yo si hubiese convencido a la doctora Vasília de que me aceptara. Gladia no desea cometer ese error, y yo no se lo reprocho.
—Pero usted no cree que Gladia cometa un error aceptándole, y por eso se le ha ofrecido una y otra vez, ¿verdad? Gremionis miró a Baley con aire ausente durante unos segundos y luego pareció sentir un escalofrío. Hizo una mueca con los labios, como si fuera un niño rebelde, y respondió:
—Dice usted las cosas de un modo que resulta ofensivo...
—Lo siento, no lo pretendía. Por favor, responda a la pregunta.
—Mi respuesta ha de ser afirmativa.
—¿Cuántas veces se ha ofrecido?
—No las he contado. Cuatro veces. Bueno, cinco. O quizá más.
—Y ella siempre le ha rechazado.
—Sí. De lo contrario, no habría tenido que ofrecerme otra vez, ¿no le parece?
—¿Gladia se mostró irritada al rechazarle?
—No, no. Gladia no es así. Me trata siempre con mucha amabilidad.
—¿Le ha llevado la actitud de ella a ofrecerse a alguien más?
—¿Cómo?
—Bueno, Gladia le ha rechazado, y una manera de responderle sería ofreciéndose a otra persona. ¿Por que no? Si Gladia no le quiere...
—No. No deseo a ninguna otra persona.
—¿A qué cree usted que se debe eso? Gremionis, enérgicamente, replicó:
—¿Cómo quiere que sepa a qué se debe? Yo amo a Gladia. Es... es una especie de locura, salvo que yo creo que es la mejor clase de locura. Estaría loco si no tuviera esa clase de locura... No espero que sea usted capaz de comprenderme.
—¿Ha intentado explicarle eso a Gladia? Quizás lo entendería.
—Jamás. Con mis palabras sólo la inquietaría, la desconcertaría. De esas cosas no se habla. Tendría que acudir a la consulta de un mentólogo.
—¿Lo ha hecho usted?
—No.
—¿Por qué?
—Tiene usted la costumbre de hacer las preguntas de la manera más brusca, terrícola.
—Quizás porque soy terrícola. No sé hacerlo de otro modo. Además, también soy investigador y debo conocer esas cosas. ¿Por qué no ha acudido a un mentólogo? Sorprendentemente, Gremionis se echó a reír.
—Ya se lo he dicho. La curación resultaría una locura mayor que la enfermedad. Prefiero estar con Gladia y ser rechazado que estar con otra persona y ser aceptado. Imagine que a su cabeza le falta un tornillo y que usted desea que le siga faltando. Cualquier mentólogo le sometería a un tratamiento intensivo.
Baley permaneció un instante meditabundo y luego preguntó a Gremionis:
—¿Sabe si la doctora Vasília es, de algún modo, una mentóloga?
—Vasília es roboticista, y se dice que eso es lo que más se parece a la mentologia. Si uno sabe cómo funciona un robot, se hace una idea de cómo actúa el cerebro humano. Al me-nos, eso dicen.
—¿Le parece que Vasília conoce esos extraños sentimientos que experimenta usted por Gladia?
—Nunca se lo he dicho—respondió Gremionis, poniéndose tenso—. Me refiero a que nunca se lo he dicho con esas palabras.
—¿Es posible que ella comprenda sus sentimientos sin tener que preguntarle? ¿Está enterada Vasília de que usted se ha ofrecido repetidamente a Gladia?
—Bueno... Vasília suele preguntarme qué tal me va, como suele hacerse entre viejos conocidos. Yo le contesto vaguedades. Nada intimo.
—¿Está seguro de que nunca le ha dicho nada intimo? Seguramente, ella le habrá animado a que siga ofreciéndosele...
—¿Sabe?, ahora que lo menciona me parece ver un aspecto nuevo en todo este asunto. No sé cómo ha conseguido meterme esa idea en la cabeza. Supongo que ha sido por las preguntas que me ha hecho, pero ahora me da la impresión de que Vasília ha seguido animando mi amistad con Gladia. Si, decididamente ella ha estado incitándome—añadió con inquietud—. Nunca se me había ocurrido pensarlo. —¿Por qué cree que le ha incitado a que se ofreciera una y otra vez a Gladia? Gremionis frunció el ceño con aire triste y se llevó el índice al bigote.
—Supongo que podría decirse que intentaba librarse de mi. Que intentaba asegurarse de que no seguiría molestándola.—Emitió una risilla y prosiguió—: Eso no es muy lisonjero para mi, ¿verdad?
—¿Ha dejado de comportarse amistosamente con usted la doctora Vasília?
—En absoluto. En todo caso, se muestra más amistosa que nunca.
—¿Ha intentado alguna vez Vasília explicarle cómo podría tener más éxito con Gladia? ¿Mostrando un mayor interés por el trabajo de ésta, por ejemplo?
—Eso no hace falta que me lo diga. El trabajo de Gladia y el mío son muy similares. Yo trabajo con seres humanos y ella con robots, pero ambos somos diseñadores, artistas. Eso ayuda a intimar, ¿sabe? Salvo cuando me ofrezco y ella me rechaza, el resto del tiempo somos buenos amigos. Y eso es mucho, si se para usted a pensar.
—¿Le sugirió la doctora Vasília que mostrara un mayor interés por el trabajo del doctor Fastolfe?
—¿Por qué iba a hacerlo? No sé nada de su trabajo.
—¿Quizá a Gladia le interesase la labor de su benefactor, y ése podía ser un modo de que usted se congraciara con ella.
Gremionis entrecerró los ojos. Se levantó con una fuerza casi explosiva, dio unos pasos hasta el otro extremo de la sala, regresó, se quedó de pie frente a Baley y exclamó:
—¡Escúcheme bien! No soy el mejor cerebro del planeta, ni siquiera el segundo mejor, pero tampoco soy un imbécil. Ya sé por dónde va usted, ¿me oye?
—¡ Ah!
—Todas sus preguntas han servido para llevarme a decir que la doctora Vasília me ha hecho enamorarme y... y eso es... —Se detuvo, sorprendido—. ¡Estoy enamorado, como en las novelas históricas!—declaró por fin. Pensó en lo que acababa de decir, con una expresión de duda en los ojos. A continuación, dio paso nuevamente a la cólera—. Usted está insinuando que Vasília hizo que me enamorara de Gladia y, después, que siguiera enamorado de ella, para así poder averiguar datos sobre el trabajo del doctor Fastolfe y descubrir el modo de paralizar a ese robot, Jander.
—¿Y no cree que fuera así?
—¡No, de ningún modo! —gritó Gremionis—. Yo no sé nada de robótica. Nada en absoluto. Aunque me explicaran algo de la manera más sencilla, seguiría sin entenderlo. Y no creo que Gladia comprendiera mucho más que yo. Además, nunca le he preguntado a nadie cuestiones relacionadas con la robótica. M el doctor Fastolfe ni nadie más me ha explicado nada sobre el tema. La doctora Vasília no lo ha sugerido en ningún momento.—Bajó enérgicamente las manos a los costados y sentenció—: Esa maldita teoría suya no es correcta. No lo es, olvídela.
Volvió a sentarse, cruzó los brazos sobre el pecho rígidamente y apretó los labios hasta formar con ellos una fina línea, que hizo destacar más su pequeño bigote.
Baley alzó la mirada hacia la bola del techo, que todavía emitía su tonada de fondo, agradablemente variada, y sus suaves cambios de color, mientras se balanceaba de forma hipnotizadora formando un lento y corto arco.
Si la explosión de cólera de Gremionis trastornó en algo el sistema de ataque de Baley, éste no lo demostró en absoluto.
—Comprendo lo que me dice, pero ¿no es verdad que sigue viendo mucho a Gladia?
—Si, es cierto.
—Sus repetidos ofrecimientos no la ofenden, pero... ¿no le ofenden a usted sus repetidos rechazos? Gremionis se encogió de hombros y respondió:
—Mis ofrecimientos son educados, y sus negativas son amables. ¿Por qué íbamos a sentirnos ofendidos cualquiera de los dos?
—Pero ¿cómo pasan el tiempo juntos? Evidentemente, no mantienen relaciones sexuales, y tampoco hablan de robótica. ¿A qué se dedican entonces?
—¿Es eso lo único que puede hacerse en compañía? ¿Sexo o robótica? Hacemos muchas cosas juntos. Charlar, por ejemplo. Gladia siente una gran curiosidad por Aurora y paso horas describiéndole el planeta. Ella ha visto muy pocas cosas de Aurora, ¿sabe? Y pasa horas enteras hablándome de Solaría y de lo infernal que resulta ese mundo. Por lo que ella dice, me parece que preferiría vivir en la Tierra... No se lo tome como una ofensa. Y también habla de su difunto esposo. Vaya tipo tan miserable. Gladia ha tenido una vida muy dura, la pobre.
»También vamos a algún concierto, y la he llevado a veces al Instituto de Artes. Además, trabajamos juntos, como ya le he dicho. Repasamos conjuntamente sus diseños y los míos. Para ser totalmente sincero, le diré que no considero muy provechoso trabajar con robots, pero todos tenemos nuestras propias ideas, ¿verdad? Por eso pareció sorprenderse cuando le expliqué que es muy importante cortarse el cabello correctamente. Porque Gladia no lleva un peinado perfecto, ¿sabe? Sin embargo, lo que más hacemos Gladia y yo es pasear.
—¿Pasear? ¿Por dónde?
—Por ningún sitio en particular. Sencillamente, paseamos. Es una costumbre de Gladia, porque así se educó en Solaria. ¿Ha estado alguna vez en Solaria? Si, si, por supuesto. Lo siento. En Solaría existen esas inmensas fincas con sólo uno o dos seres humanos, rodeados de robots. Uno puede caminar kilómetros y kilómetros en completa soledad, y Gladia dice que eso le hace sentirse a uno como si fuera dueño de todo el planeta. Los robots siempre están allí, naturalmente, para vigilarle y cuidarle a uno, pero se mantienen fuera de la vista. Gladia echa de menos esa sensación de poseer un mundo, aquí en Aurora.
—¿Significa eso que desea poseer el planeta?
—¿Se refiere a que si tiene ansias de poder? ¿Gladia? ¡Vaya tontería! Lo único que quiere decir con eso es que echa de menos la sensación de estar a solas con la naturaleza. Yo no comparto ese sentimiento, ¿sabe usted?, pero me gusta complacerla. Naturalmente, en Aurora no puede ser igual que en Solaria. Aquí uno está condenado a Cruzarse con otras personas, especialmente en el área metropolitana de Eos, y los robots no están programados para mantenerse fuera de la vista. De hecho, los auroranos suelen ir acompañados por robots. Sin embargo, pese a ello, conozco algunas rutas agradables y no muy frecuentadas, y Gladia se lo pasa bien recorriéndolas.
—¿Y usted? ¿También se lo pasa bien?
—Bueno, sólo porque estoy con Gladia. A los auroranos también les gusta caminar, pero debo reconocer que a mi no me entusiasma. Al principio, mis músculos protestaban por el esfuerzo y Vasília se reía de mi.
—Vasília ha estado al corriente de sus paseos, ¿verdad?
—Bueno, un día fui a verla cojeando y con agujetas, y tuve que explicarle la causa. Ella se echó a reír y me dijo que era una buena idea, y que el mejor modo de conseguir que un caminante aceptara un ofrecimiento era caminar a su lado: «Sigue así», me dijo, «y ella dejará de rechazarte antes de que tengas otra oportunidad para ofrecerte. Ella misma se ofrecerá a ti». Después, Gladia no reaccionó como yo esperaba, pero con el tiempo han acabado por gustarme a mi también esos paseos.
Gremionis parecía haber superado su. ataque de furia y estaba ahora mucho más relajado. Baley pensó que el aurorano debía de estar recordando los paseos, pues en sus labios había aparecido una media sonrisa. Parecía una persona simpática—y vulnerable—, mientras su mente retrocedía a Dios sabia qué párrafo de alguna conversación sostenida durante un paseo Dios sabia por dónde. Baley casi correspondió a su aire ensimismado con otra sonrisa.
—Así pues, Vasília estaba al corriente de que usted y Gladia seguían con los paseos.
—Supongo que si. Comencé a tomarme libres los miércoles y los sábados porque así coincidía con Gladia, y Vasília se burlaba de mis «paseitos sabatinos» cuando los mencionaba de pasada.
—¿Les ha acompañado la doctora Vasília en alguno de esos paseos?
—Desde luego que no.
Baley cambió de posición en su asiento y fijó la mirada en las puntas de sus dedos al tiempo que comentaba:
—Supongo que, al menos, llevaban con ustedes algún robot. . .
—Por supuesto. Uno mío y uno de ella. Sin embargo siempre procuraban permanecer apartados, sin seguir nuestros pasos «al estilo de Aurora», como dice Gladia. Ella deseaba tener la soledad de Solaria, y yo cedí a su voluntad aunque al principio hasta me dolía el cuello de tanto mirar alrededor para ver si Brundij se mantenía cerca.
—¿Y qué robot acompañaba a Gladia?
—No era siempre el mismo, pero todos procuraban permanecer fuera de nuestra vista. Nunca llegué a hablar con ninguno.
—¿Qué me dice de Jander? Al instante, desapareció del rostro de Gremionis parte de su expresión risueña.
—¿Que sucede con el? —¿Les acompañó alguna vez? Si lo hubiera hecho, usted lo sabría, ¿no?
—¿Un robot humaniforme? Naturalmente que lo sabría. Y no nos acompañó nunca, ni una sola vez.
—¿Esta seguro?
—Completamente—murmuró Gremionis—. Supongo que Gladia lo consideraba demasiado valioso para que perdiera el tiempo en una tarea que podía realizar cualquier robot normal.
—Parece usted molesto. ¿No compartía acaso la opinión de Gladia?
—El robot era suyo. A mi no me preocupaba eso.
—¿Y nunca llegó a verle en sus visitas al establecimiento de Gladia?
—Jamás.
—¿Y ella no le dijo nunca nada acerca de él? ¿No le habló de él?
—No, que yo recuerde.
—¿No le pareció extraño?
—No. ¿Por qué íbamos a hablar de robots?—respondió Gremionis haciendo un gesto de negativa con la cabeza.
Baley fijó su sombría mirada en el rostro de su interlocutor.
—¿Tenia usted idea de la relación existente entre Gladia y Jander?
—No irá a decirme que Gladia mantenía relaciones sexuales con el robot, ¿verdad?
—¿Le sorprendería que así fuera?—replicó Baley.
—Suele suceder—contestó Gremionis, impasible—. No es infrecuente. En ocasiones pueden utilizarse los robots, si a uno le complace. Y un robot humaniforme, completamente humaniforme, según creo...
—Completamente—asintió Baley, haciendo un explícito gesto.
—Bien, en ese caso—prosiguió Gremionis, curvando los labios hacia abajo—, a una mujer le costaría resistirse.
—Pero Gladia se resistió a usted. ¿No le molesta que Gladia pudiera preferir a un robot, antes que a usted?
—Bueno, hablando en serio, no estoy seguro de que esté diciendo la verdad, pero si es así, no tengo por qué preocuparme. Un robot no es más que un robot. Una mujer con un robot, o un hombre con un robot, no es más que una masturbación.
—Sea sincero: ¿de verdad no sabia nada de esa relación, señor Gremionis? ¿Nunca había sospechado nada?
—Ni siquiera había pensado en ello—insistió Gremionis.
—¿No lo sabia? ¿O lo sabia pero no le importaba?
—Ya está presionándome otra vez —protestó Gremionis—. ¿Qué quiere hacerme decir? Ahora que me ha metido esa idea en la cabeza con tanta insistencia, si echo una mirada atrás me parece que quizás había llegado a preguntarme alguna vez algo así. Pero da igual, porque nunca había notado que sucediera algo semejante hasta que usted ha empezado a hacer preguntas.
—¿Está seguro?
—Si, lo estoy. No me acose.
—No estoy acosándole. Sólo estaba preguntándome si sería posible que usted supiera en realidad que Gladia mantenía relaciones sexuales de forma regular con Jander, y que se diera cuenta de que ella nunca le aceptaría como amante mientras la situación siguiera así, y que la amara tanto que estuviese dispuesto a no detenerse ante nada con tal de eliminar a Jander y que, en resumen, estuviera tan celoso que. ..
En aquel instante, y como si de repente se hubiera soltado un resorte contenido con dificultad durante unos minutos, Gremionis saltó sobre Baley soltando un grito estruendoso e incoherente. Baley, tomado absolutamente por sorpresa, se echó hacia atrás instintivamente y su silla se volcó.
Inmediatamente, sintió sobre él unos fuertes brazos. Notó que le levantaban, que ponían la silla en su posición vertical, y se dio cuenta de que estaba en brazos de un robot. Qué fácil resultaba olvidarse de que estaban en la misma habitación cuando permanecían inmóviles y silenciosos en sus nichos.
No obstante, no había sido Daneel ni Giskard quien había acudido en su ayuda. Era Brundij, el robot de Gremionis.
—Espero que no se haya hecho daño, señor—dijo Brundij, con una voz poco natural.
¿Dónde estaban Daneel y Giskard? La pregunta encontró contestación de inmediato. Los robots se habían repartido el trabajo limpia y rápidamente. Daneel y Giskard, valorando en un instante que una silla caída ofrecía menos posibilidades de causar daño a Baley que un Gremionis enloquecido, se habían lanzado sobre el anfitrión. Brundij, al comprender al instante que no era necesario en aquella dirección, se ocupó del estado del invitado.
Gremionis, que seguía en pie y respiraba pesadamente, estaba totalmente inmovilizado por el cuidadoso abrazo doble de los robots de Baley. Con una voz que apenas era más que un susurro, el aurorano musitó:
—Dejadme. Vuelvo a tener control de mi mismo.
—Si, señor—dijo Giskard.
—Desde luego, señor Gremionis—añadió Daneel en un tono de voz que era casi dulce.
Pero aunque ambos robots apartaron sus brazos de Gremionis, ninguno de los dos se retiró a su nicho durante un rato. Gremionis miró a derecha y a izquierda, se colocó bien la ropa y luego, pausadamente, se sentó. Su respiración era todavía jadeante y tenia el cabello ligeramente despeinado.
Baley permaneció en pie, con una mano en el respaldo de la silla en la que había estado sentado.
—Lo siento mucho, señor Baley. He perdido los nervios. No me había sucedido nada semejante desde que soy adulto. Me ha acusado usted de... de estar celoso. Ningún aurorano respetable utiliza nunca esa palabra para dirigirse a otro, pero tendría que haber recordado que es usted terrícola. En nuestro planeta, esa palabra sólo aparece en las novelas históricas, y aún en ellas suele escribirse solamente una ce, seguida de puntos suspensivos. Naturalmente, en su mundo no debe de ser así, y debería haberlo comprendido.
—Yo también lo lamento, señor Gremionis—dijo Baley con aire ceremonioso—. He olvidado las costumbres auroranas y eso me ha llevado a cometer esta torpeza. Le aseguro que no volverá a repetirse un lapsus semejante.—Tomó asiento y añadió—: No sé si queda algo más por hablar...
Gremionis no parecía estar escuchando.
—Cuando era un niño—dijo—, a veces empujaba a alguien, o alguien me empujaba, y transcurría cierto tiempo hasta que los robots se tomaban la molestia de acudir a separarnos, así que...
—Permíteme explicar eso, compañero Elijah—intervino Daneel—. Ha quedado perfectamente demostrado que la represión total de cualquier acto agresivo entre los niños tiene consecuencias indeseables. Siempre que no se produzcan daños reales, está permitido e incluso se fomenta un cierto grado de actividad y de juego que conlleve la competencia física. Los robots encargados de los niños están cuidadosamente programados para saber distinguir los riesgos y el grado de daño que puede producirse. Yo, por ejemplo, no estoy adecuadamente programado en este aspecto y no serviría para cuidar a los niños, salvo en caso de alguna emergencia y durante breves periodos de tiempo. Lo mismo sucede con Giskard.
—Esa conducta agresiva es reprimida durante la adolescencia, supongo—comentó Baley.
—Se hace gradualmente—dijo Daneel—, conforme va aumentando el nivel de daño que se pueda causar, y conforme se hace más pronunciada la conveniencia del autocontrol.
—Cuando alcancé la edad y el nivel adecuado para pasar a la educación superior—intervino Gremionis—, yo, como todos los auroranos, sabia perfectamente que toda competencia se basa en la comparación de las capacidades mentales y de los talentos naturales.
—¿Sin competencia física?—preguntó Baley.
—La hay, pero sólo de manera que no se base en contactos físicos deliberados con intención de producir daño.
—Pero desde que era usted un muchacho... —añadió Baley.
—No he atacado a nadie, por supuesto que no. Naturalmente, en alguna ocasión he sentido ese impulso. Supongo que no sería del todo normal si no lo sintiera, pero hasta este momento siempre había podido controlarlo. Nunca nadie me había llamado... eso.
—En cualquier caso, no serviría de nada atacar si los robots iban a detenerle, ¿verdad? Supongo que siempre hay un robot cerca, tanto del agresor como del agredido.
—Es cierto. Una razón más para que me avergüence de haber perdido el control. Espero que no lo incluya en su informe.
—Le aseguro que no hablaré con nadie de ello. No tiene nada que ver con el caso.
—Gracias. ¿Ha dicho usted que la entrevista ha terminado?
—Creo que si.
—En tal caso, ¿hará lo que le he pedido?
—¿A qué se refiere? —¿Le dirá a Gladia que no tuve nada que ver con la desactivación de Jander? Baley titubeó y, finalmente, respondió:
—Le diré que ésa es mi opinión.
—Póngale un poco más de énfasis—insistió Gremionis—. Quiero que Gladia tenga la absoluta certeza de que no tuve nada que ver con ello; sobre todo si le gustaba el robot en el aspecto sexual. No podría soportar que ella me creyera c... Siendo solariana, podría entenderlo así.
—Si, quizás tenga razón—asintió Baley, pensativo.
—Escuche—dijo Gremionis, hablando rápidamente y con aire de gran seriedad—, yo no sé nada sobre robots y nadie, ni la doctora Vasília ni ninguna otra persona, me ha explicado nada acerca de su funcionamiento. De verdad, no pude destruir a Jander de ninguna manera.
Baley pareció sumido en sus pensamientos durante un instante. Después respondió, claramente de mala gana:
—No tengo otra opción más que creerle. Lo cierto es que no sé nada seguro. No se ofenda, pero es posible que alguien me esté mintiendo: usted, la doctora Vasília o ambos. Conozco muy poco la naturaleza intima de la sociedad aurorana, y quizás se me pueda engañar fácilmente. Con los datos que poseo, no tengo otro remedio que creerle, pero no puedo decirle a Gladia más que es usted totalmente inocente en mi opinión. Tengo que incluir esa frase, «en mi opinión», pero estoy seguro de que ella lo encontrará suficiente.
—En tal caso, tendré que conformarme con ello—dijo Gremionis con aire sombrío—. Por si le sirve de algo, sin embargo, le doy mi palabra de ciudadano de Aurora de que soy inocente.
Baley sonrió ligeramente.
—Jamás me atrevería a dudar de su palabra, pero mi preparación me obliga a confiar únicamente en las pruebas objetivas.
Se puso en pie, miró solemnemente a Gremionis durante un instante, y añadió:
—Lo que voy a decirle no debe tomarlo como una ofensa, señor Gremionis. Supongo que su interés en que yo proclame su inocencia delante de Gladia se debe a que quiere conservar su amistad.
—Lo deseo fervientemente, señor Baley. _
Gremionis se ruborizó, tragó saliva visiblemente y respondió:
—Si, así es.
—¿Puedo darle entonces un pequeño consejo, señor? No lo haga.
—Si era eso lo que quería decirme, podría habérselo ahorrado. No pienso rendirme jamás.
—Me refería a que no lo siga intentando como ha hecho hasta ahora. Sería mejor que probara simplemente—prosiguió Baley al tiempo que apartaba la mirada, inexplicablemente azorado—a estrecharla entre sus brazos y besarla.
—¡No!—contestó Gremionis con vehemencia—. ¡Haga el favor! Una mujer de Aurora jamás lo toleraría. Ni un hombre tampoco.
—Señor Gremionis, ¿No se da usted cuenta de que Gladia no es aurorana? Gladia es de Solaría y tiene otras costumbres, otras tradiciones. Si yo estuviera en su lugar, intentaría lo que le digo.
La mirada baja de Baley ocultó una repentina irritación interna. ¿Quién era Gremionis para que él le diera un consejo como aquél? ¿Por qué decirle a otro que hiciera lo que él mismo ansiaba hacer?
Baley volvió al tema en un tono de voz un poco más grave del habitual.
—Señor Gremionis, hace un rato ha mencionado el nombre del jefe del Instituto de Robótica. ¿Podría repetirlo, por favor?
—Kelden Amadiro.
—¿Habría algún modo de localizarlo desde aquí?
—Bueno, si y no—respondió Gremionis—. Puede poner se en contacto con su telefonista o con su ayudante, pero dudo que pueda hablar con él personalmente. Es un hombre bastante reservado y con aires de superioridad, según me han dicho. Yo le he visto alguna que otra vez, pero nunca he hablado con él.
—Deduzco, entonces, que no tiene tratos con usted como diseñador de ropa o para cuidar su estética personal.
—No sé que los tenga con nadie y, por las pocas ocasiones en que le he visto, puedo decirle sinceramente que se nota a la legua. Aunque espero que no repita usted mi observación. . .
—Estoy seguro de que tiene usted razón, pero guardaré la confidencia—asintió Baley con toda seriedad—. Me gustaría intentar ponerme en contacto con él, pese a su fama de re-servado. Si dispone usted de un triménsico, ¿le importaría que lo utilizara con este fin?
—Brundij puede llamarle por usted.
—No. Prefiero que lo haga mi compañero, Daneel. Esto es, si no le importa...
—No me importa en absoluto—dijo Gremionis—. El aparato está ahí dentro, así que, sígueme, Daneel. El código que has de marcar es 75-30-arriba-20.
—Gracias, señor—contestó Daneel con una inclinación de cabeza.
La sala donde estaba el triménsico estaba absolutamente vacía, salvo por un pequeño pilar situado a uno de los lados. El pilar llegaba hasta la altura de la cintura y terminaba en una superficie plana sobre la que descansaba una consola bastante complicada. El pilar estaba en el centro de un circulo marcado con un color gris neutro sobre el fondo verde claro del suelo. Cerca de él había otro circulo de idéntico tamaño y color, pero en este segundo no había pilar.
Daneel avanzó hasta el pilar y, al hacerlo, el circulo en el que se encontraba se iluminó con un leve resplandor blanquecino. El robot pasó la mano por la consola y sus dedos se movieron a tal velocidad que Baley no pudo apreciar claramente lo que hacían. Transcurrió apenas un segundo y el otro círculo se iluminó exactamente igual que el primero. En él apareció un robot, con aspecto tridimensional pero con una levísima fluctuación que ponía de manifiesto que se trataba de una imagen holográfica. Junto al robot se veía una consola igual a la que acababa de manipular Daneel, pero también ésta fluctuaba levemente, indicando que se trataba sólo de una imagen.
—Soy R. Daneel Olivaw—se presentó Daneel, haciendo un ligero énfasis en la «R.» para que el otro robot no le confundiera con un ser humano—, y represento a mi compañero Elijah Baley, detective del planeta Tierra. Mi compañero querría hablar con el maestro roboticista Kelden Amadiro.
—El maestro roboticista Amadiro está reunido. ¿Desea que le pase con el roboticista Cicis? Daneel se volvió rápidamente hacia Baley. Este asintió y Daneel contestó:
—Si, está bien.
—Si el detective Baley es tan amable de ocupar su lugar, intentaré localizar el roboticista Cicis.
—Quizás sería mejor que primero...—empezó a decir Daneel. Sin embargo, Baley le interrumpió:
—Está bien, Daneel. No me importa esperar.
—Compañero Elijah—contestó Daneel—, como representante personal del maestro roboticista Han Fastolfe has asimilado su estatus social, al menos temporalmente. Y no corresponde a su posición tener que esperar a...
—Está bien, Daneel—insistió Baley, con suficiente enfasis para dar por terminada la conversación—. No deseo causar un retraso por una pequeña discusión sobre protocolo.
Daneel salió del círculo iluminado y Baley se adelantó hasta él. Al hacerlo, notó un hormigueo, quizás puramente imaginario, que desapareció en seguida.
La imagen del robot del otro círculo se difuminó hasta desaparecer. Baley aguardó pacientemente y, por fin, otra imagen fue formándose con su apariencia tridimensional.
—Aquí el roboticista Maloon Cicis—dijo la imagen con voz clara y un poco aguda. Lucia un cabello de color bronce muy corto que bastaba por si solo para darle un aspecto que Baley consideró típico de un espacial, aunque el perfil de su nariz tenia una asimetría poco habitual en los espaciales.
—Soy el detective Elijah Baley, de la Tierra. Me gustaría halar con el maestro roboticista Kelden Amadiro
—¿Está citado con él, detective?
—No, señor.
—Si desea usted verle, tendrá que concertar una cita con anterioridad, y me temo que no queda ni un momento libre esta semana ni la que viene.
—Repito que soy el detective Elijah Baley, de la Tierra...
—Creo haberle entendido perfectamente, pero eso no cambia las cosas.
—A petición del doctor Han Fastolfe, y con el permiso de la Asamblea Legislativa Mundial de Aurora, estoy aquí para investigar el asesinato del robot Jander Panell...
—¿El asesinato del robot Jander Panell? —repitió Cicis con gran educación, como para demostrar su desdén
—Bien, si lo prefiere, llámelo roboticidio. En la Tierra, la destrucción de un robot no sería un asunto de gran importancia, pero aquí en Aurora, donde los robots son tratados más o menos como seres humanos, me pareció que podría utilizarse la palabra «asesinato».
—Bueno, sea asesinato, roboticidio o nada en absoluto sigue siendo imposible que vea al maestro roboticista Amadiro—insistió Cicis
—¿Puedo dejarle un mensaje?
—Adelante. —¿Le será entregado inmediatamente? ¿Ahora mismo? —Lo puedo intentar pero, como es lógico, no se lo garantizo.
—Es suficiente. Voy a enumerar una serie de puntos, y voy a dárselos por orden. Quizás será mejor que los anote.
—Creo que podré recordarlos—contestó Cicis con una leve sonrisa.
—Primero, donde hay un asesinato, hay un asesino, y querría darle al doctor Amadiro una posibilidad de hablar en su propia defensa...
—¡Cómo!—exclamó Cicis.
(Gremionis, que observaba desde el otro extremo de la sala, se quedó boquiabierto.) Baley intentó imitar la leve sonrisa que, de pronto, había desaparecido de los labios de su interlocutor.
—¿Voy demasiado de prisa para usted? ¿Preferiría tomar notas, después de todo?
—¿Está acusando usted al maestro roboticista Amadiro de tener algo que ver en el asunto de Jander Panell?
—Al contrario, roboticista Cicis. Precisamente porque no quiero acusarle es por lo que debo verle. Me disgustaría mucho tener que considerar la posible relación entre el maestro roboticista y el robot desactivado en base a una información incompleta, cuando una sola palabra suya puede aclararlo todo.
—¡Usted está loco!
—Muy bien. Entonces dígale al maestro roboticista que un loco quiere tener una charla con él para evitar acusarle de asesinato. Hasta aquí el punto primero. Ahora el segundo. ¿Podría decirle que ese mismo loco acaba de efectuar un detallado interrogatorio al artista de la personalidad Santirix Gremionis, y que está llamando desde el establecimiento de este? Y punto tercero..., ¿voy demasiado rápido para usted?
—¡Termine!
—El punto tercero es el siguiente: puede que el maestro roboticista Amadiro, quien seguramente tiene en la cabeza muchos otros asuntos de mayor importancia, no recuerde quién es el artista de la personalidad Santirix Gremionis. En tal caso, haga el favor de indicarle que se trata de una persona que vive en terrenos del Instituto y que, durante el último año ha realizado muchos y largos paseos con Gladia, una mujer Solaría que actualmente vive en Aurora.
—No puedo hacerle llegar un mensaje tan ridículo y ofensivo, terrícola.
—En tal caso, ¿será tan amable de decirle que acudiré directamente a la Asamblea y que anunciaré que abandono la investigación porque un tal Maloon Cicis ha decidido por su cuenta y riesgo que el maestro roboticista Kelden Amadiro no colabore conmigo en la investigación sobre la destrucción del robot Jander Panell, ni se defienda de la acusación de ser responsable de dicha destrucción? Cicis enrojeció.
—No se atreverá usted a hacer algo semejante.
—¿De veras? ¿Qué puedo perder con ello? Por otro lado ¿cómo tomaría eso la opinión pública? Después de todo, los auroranos saben perfectamente que el doctor Amadiro es el segundo experto en robótica después del propio doctor Fastolfe y, si Fastolfe no es responsable del roboticidio... ¿es preciso que continúe?
—Ya sabrá, terrícola, que las leyes de Aurora contra la difamación son muy estrictas.
—Indudablemente, pero si el doctor Amadiro es realmente víctima de una difamación, su castigo será probablemente mayor que el mío. Escuche, ¿por qué no se limita a entregar ese mensaje ahora mismo? Después, si él puede explicar unos cuantos puntos de menor importancia, quizá evitemos todo eso de la difamación, la acusación y demás.
Cicis frunció el ceño y dijo con voz agitada:
—Transmitiré su mensaje al doctor Amadiro y le aconsejaré con todo vigor que se niegue a verle.
La imagen desapareció. De nuevo, Baley aguardó con paciencia mientras Gremionis gesticulaba exageradamente y decía:
—¡No puede hacer eso, Baley! ¡No puede hacerlo! Baley le hizo un gesto para que se callara. Al cabo de unos cinco minutos (que a Baley le parecieron mucho más), Cicis reapareció con aspecto de estar enormemente irritado.
—El doctor Amadiro ocupará mi lugar dentro de unos minutos y hablará con usted. ¡Aguarde! Baley respondió al instante:
—No tiene objeto que espere. Pasaré personalmente por el despacho del doctor Amadiro y me entrevistaré con él allí.
Se apartó del circulo gris e hizo un gesto enérgico a Daneel, quien rápidamente interrumpió la comunicación.
Con una especie de gemido ahogado, Gremionis protestó:
—¡No puede hablar de esta manera a los ayudantes del doctor Amadiro, terrícola!
—Pues acabo de hacerlo.
—Hará que le expulsen del planeta en menos de doce horas.
—Si no hago algún progreso en la resolución de este lío, seré expulsado de todos modos del planeta en ese plazo, así que...
—Compañero Elijah—intervino Daneel—, me temo que la alarma del señor Gremionis está justificada. La Asamblea Legislativa Mundial de Aurora no puede más que expulsarte del planeta, ya que no eres ciudadano de Aurora. Sin embargo, las autoridades de aquí pueden insistir en que seas castigado severamente en la Tierra, y allí sin duda accederían. En este caso, no podrían oponerse a la petición de Aurora. Y a mi no me gustaría que te sucediera nada semejante, compañero Elijah.
—Yo tampoco deseo que me castiguen, Daneel—respondió Baley con aire grave—. Sin embargo, debo correr ese riesgo. Señor Gremionis, lamento haber tenido que decirle a ese hombre que llamaba desde su establecimiento. Tenia que hacer algo para convencer a Amadiro de que me recibiera y he considerado que quizás le diera importancia a ese detalle. Después de todo, lo que le he dicho no es más que la verdad.
Gremionis meneó la cabeza antes de responder:
—Si hubiera sabido lo que se disponía a hacer, señor Baley, no le habría permitido llamar desde mi establecimiento. Estoy seguro de que voy a perder mi posición aquí, y—añadió con amargura—¿cómo va a compensarme usted si eso sucede?
—Señor Gremionis haré cuanto esté en mi mano para que no pierda su posición. Confío en que no tendrá usted ningún problema. No obstante, si no lo consigo, es usted libre de tacharme de loco, o de decir que le lancé tremendas acusaciones y que le atemoricé con amenazas de difamación hasta tal punto que se vio obligado a dejarme utilizar su aparato de triménsico. Estoy seguro de que el doctor Amadiro le creerá. Después de todo, ya le ha enviado usted un informe quejándose de que le he difamado, ¿no es cierto? Tras decir estas palabras, Baley levantó la mano en señal de despedida.
—Adiós, señor Gremionis. Gracias de nuevo. No se preocupe y... recuerde lo que le he dicho acerca de Gladia.
Baley salió del establecimiento de Gremionis entre Giskard y Daneel, uno delante y el otro detrás. Apenas advirtió que una vez más, estaba saliendo al Exterior.
De nuevo en el Exterior, las cosas cambiaron. Baley se detuvo y dirigió la mirada hacia lo alto.
—Qué extraño—dijo—. No creía que hubiese transcurrido tanto tiempo, incluso teniendo en cuenta que el día de Aurora es un poco más corto que el normal.
—¿A qué te refieres, compañero Elijah?—preguntó Daneel, solicito como siempre.
—El sol se ha puesto ya. Pensaba que era más temprano.
—No, señor. Todavía no se ha puesto—intervino Giskard—. Faltan casi dos horas para el crepúsculo.
—Es una tormenta que se está formando, compañero Elijah. Las nubes se están espesando, pero la tormenta no se desatará hasta dentro de un rato.
Baley se estremeció. La oscuridad por si sola no le molestaba. De hecho, en el Exterior, la noche y su apariencia de recinto cerrado resultaba mucho más tranquilizadora que el día, que ensanchaba el horizonte y los espacios abiertos en todas direcciones.
El problema consistía en que ahora no era ni de día ni de noche.
Nuevamente, intentó recordar cómo había sido la otra ocasión en que había visto llover estando en el Exterior.
De pronto, se le pasó por la cabeza que nunca había estado al aire libre bajo una nevada, y que ni siquiera estaba seguro de cómo era una lluvia de agua sólida en forma de cristales. Las descripciones a base de palabras resultaban seguramente insuficientes. Los chiquillos salían a veces a patinar, o a Jugar con trineos o cosas parecidas, y regresaban gritando de excitación. Sin embargo, siempre se alegraban de refugiarse nuevamente entre los muros de la ciudad. Ben había intentado cierta vez hacer un par de esquíes siguiendo las directrices del algún libro antiguo, y al final había terminado medio enterrado en el blanco manto. E incluso la descripción que Ben había hecho del aspecto y el tacto de la nieve resultaba inquietantemente vaga e insatisfactoria.
Tampoco en aquella ocasión había nadie en el Exterior mientras caía la nieve, cosa muy distinta a encontrar los copos ya en el suelo, formando una capa. Baley se dijo, al llegar a aquel punto, que el único dato en que todo el mundo estaba de acuerdo era que sólo nevaba cuando hacia mucho frío. Ahora no hacia mucho frío; sólo hacia fresco. La presencia de aquellas nubes no significaba que fuera a nevar. De todos modos, eso sólo le proporcionó un mínimo consuelo.
Aquello no era como los días nublados que Baley había visto algunas veces en la Tierra. En su planeta las nubes eran más ligeras, pensó. Y su color era blanco grisáceo, incluso cuando cubrían todo el firmamento. En Aurora, en cambio, la luz — o lo que quedaba de ella—tenia un tono bilioso, un terrible color amarillento pizarra.
Quizás se debía a que el sol de Aurora era más anaranjado que el de la Tierra.
—¿No es un poco... raro el color del cielo? Daneel levantó la mirada hacia las nubes y respondió:
—No, compañero Elijah. Es la tormenta que se acerca.
—¿Son habituales estas tormentas?
—En esta época del año, si. Se producen algunas tormentas eléctricas. El pronóstico meteorológico de ayer, y también el de esta mañana ya la anunciaban, así que no viene de sorpresa. Mañana por la mañana ya habrá pasado y los campos aprovecharán el agua caída. Ultimamente el promedio de precipitaciones ha estado un poco por debajo de lo normal.
—¿Y el frío? ¿También es normal?
—Si, claro... Pero entremos en el planeador, compañero Elijah. Ahí disponemos de calefacción.
Baley asintió y se encaminó hacia el planeador, que estaba posado sobre la hierba en el mismo lugar donde había tomado tierra antes del almuerzo. Antes de subir, Baley se detuvo.
—Un momento. Me he olvidado de preguntarle a Gremionis la dirección del establecimiento de Amadiro. O quizás es su despacho, lo ignoro.
—No es necesario, compañero Elijah—contestó al instante Daneel, poniendo su mano en el codo de Baley y empujándole suave pero inequívocamente hacia adelante—. El amigo Giskard tiene en su memoria un plano detallado del Instituto y nos llevará al edificio de Administración. Es muy probable que el doctor Amadiro tenga su despacho allí
—Mis informaciones son, en efecto, que el despacho del doctor Amadiro está en el edificio de Administración—asintió Giskard—. Y si, por casualidad, el doctor no está allí sino en su establecimiento, no hay problema porque queda muy cerca.
Baley se encontró nuevamente apretado en el asiento delantero entre los dos robots. Agradeció especialmente la proximidad de Daneel, con su calor corporal semejante al de los seres humanos. Aunque la cubierta exterior de Giskard, confeccionada con un material parecido a la tela, era aislante y no resultaba tan fría al tacto como el metal desnudo, resul-taba menos atractiva que la de Daneel, dado lo muy aterido que Baley se encontraba.
Estuvo a punto de pasar un brazo por los hombros del robot humaniforme, buscando un poco más de calor acurrucándose junto a él. Algo confuso, dejó caer el brazo al costado.
—No me gusta nada el aspecto de ahí fuera—comentó.
Daneel, esforzándose quizás por apartar la atención de Baley del Exterior que se veía al otro lado de los cristales preguntó:
—Compañero Elijah, ¿cómo sabías que la doctora Vasília había inducido a Gremionis a interesarse por la señorita Gladia? No he visto que tuvieras ninguna prueba al respecto...
—En efecto, no la tenia—contestó Baley—, pero estaba tan desesperado que he decidido echarme un farol o, mejor apostar por una posibilidad poco probable. Gladia me había dicho que Gremionis era la única persona que estaba lo bastante interesada en ella como para ofrecérsele repetidamente y he pensado que él podía haber matado a Jander por celos. No creía posible que Gremionis supiera lo suficiente de robótica para hacerlo, pero a continuación me he enterado de que Vasília, la hija de Fastolfe, también era roboticista y que, además, se parecía físicamente a Gladia. Entonces me he preguntado si Gremionis, a quien sabia fascinado por Gladia, no se habría sentido igualmente fascinado por Vasília con anterioridad... y si d asesinato no podría ser el resultado de una conspiración ideada por ambos. Ha sido precisamente una referencia indirecta a la existencia de tal conspiración lo que me ha permitido convencer a Vasília de que me recibiera.
—Pero la conspiración de que hablas no existió, compañero Elijah—replicó Daneel—. Al menos, por lo que se refiere a la desactivación de Jander. Vasília y Gremionis no hubieran podido llevarla a cabo, aún en el caso de haber trabajado juntos.
—Es cierto pero, a pesar de ello, Vasília se ha mostrado muy nerviosa ante la sugerencia de que existiese una relación entre ella y Gremionis. ¿Por qué razón? Cuando Gremionis ha reconocido que primero se había sentido atraído por Vasília, y luego por Gladia, me he preguntado si la relación entre Vasília y Gremionis no sería más indirecta, si Vasília no le habría incitado a trasladar sus sentimientos a Gladia por alguna razón relacionada mas indirectamente, pero relacionada de todos modos, con la muerte de Jander. Después de todo tenia que haber alguna relación entre Vasília y Gremionis: la reacción de Vasília ante mi primera sugerencia en ese sentido lo demostraba.
»Mis sospechas eran acertadas. Vasília había hecho que Gremionis pasara de una mujer a la otra. Gremionis se ha quedado asombrado de que yo lo supiera y eso también me ha sido muy útil pues, si esa relación fuera completamente inocente, no habría razón alguna para mantenerla en secreto, y es evidente que en secreto la mantenían. Recordarás que Vasília no ha hecho la menor mención a haber impulsado a Gremionis a volcar sus sentimientos en Gladia. Y cuando yo he afirmado que Gremionis se había ofrecido a Gladia, Vasília ha reaccionado como si fuera la primera vez que oyera hablar de ello.
—Pero, compañero Elijah, ¿qué importancia tiene eso?
—Ya lo descubriremos. Me ha parecido que ni Gremionis ni Vasília le han dado demasiada. Por lo tanto, si la tiene, puede que haya una tercera persona involucrada. Y si el asunto guarda relación con la muerte de lander, entonces debe de tratarse de un roboticista más experto incluso que Vasília. Y esa persona puede ser Amadiro. Por eso, cuando le he llama-do, he dejado entrever que conocía la existencia de una conspiración señalando deliberadamente que acababa de interrogar a Gremionis- y que estaba llamando desde su establecimiento. Y como habrás podido ver, mi treta ha dado resultado.
—Sin embargo, sigo sin comprender qué significa todo eso, compañero Elijah.
—Yo tampoco lo comprendo, pero he hecho algunas conjeturas. Quizás saquemos algo en claro de Amadiro. Nuestra situación es tan mala que no tenemos nada que perder aven-turándonos y dejándonos llevar por intuiciones.
Durante este diálogo, el planeador se había elevado gracias a sus turbinas y había alcanzado una altura considerable. Tras salvar una barrera de arbustos, el aparato aceleró ahora sobre la zona cubierta de césped y de senderos empedrados. Baley advirtió que, en las zonas donde la hierba era más alta, el césped se inclinaba hacia un lado por efecto del viento, como si por encima de él estuviera pasando un planeador invisible y mucho mayor que el suyo.
—Giskard—preguntó Baley—, supongo que habrás grabado las conversaciones que han tenido lugar en tu presencia, ¿verdad?
—Si, señor.
—¿Y puedes reproducirlas a voluntad?
—Si, señor.
—¿Puedes localizar y reproducir fácilmente una frase en concreto, pronunciada por una persona determinada?
—En efecto, señor. No es necesario que escuche toda la grabación.
—Y si te necesitara, ¿podrías actuar de testigo en un tribunal?
—¿Yo, señor? No, señor—Giskard mantenía la mirada fija en el suelo—. Dado que se puede hacer mentir a un robot, programándole una orden con la suficiente habilidad y dado que ni todas las exhortaciones o amenazas de un juez pueden impedirlo, la ley considera muy acertadamente que un robot no es un testigo competente.
—Pero entonces, ¿para qué sirven esas grabaciones?
—Eso, señor, es otra cosa distinta. Una grabación una vez efectuada, no puede ser alterada mediante una simple orden, aunque puede ser borrada. Por lo tanto, la grabación si puede admitirse como prueba. No obstante, no existen antecedentes sólidos al respecto y su admisión o rechazo como prueba en un juicio depende de cada caso y de cada juez en particular.
Baley no fue capaz de distinguir si las palabras de Giskard le resultaban deprimentes por ellas mismas, o si ello se debía a la luminosidad mortecina y desagradable que bañaba el paisaje.
—¿Ves lo suficiente para pilotar sin problemas, Giskard?
—Desde luego, señor, pero no es necesario. El planeador va equipado con un radar computerizado que le permite salvar los obstáculos por si solo, incluso en el caso de que, por algún extraño motivo, yo sufriera un fallo en el pilotaje. Este fue el sistema que utilizamos ayer por la mañana, cuando volamos con toda tranquilidad pese a que todas las ventanas estaban cerradas.
—Compañero Elijah—intervino de nuevo Daneel, cambiando de conversación para apartar a Baley del inquietante recuerdo de la tormenta que se aproximaba—, ¿tienes alguna esperanza de que el doctor Amadiro resulte de alguna utilidad? Giskard detuvo el planeador sobre un amplio césped frente a un edificio grande, aunque no muy alto, cuya fachada, esculpida de modo recargado, era indudablemente muy reciente aunque pretendía imitar algún estilo muy antiguo.
Baley supo que se trataba del edificio de Administración antes de que nadie se lo dijera.
—No, Daneel—respondió a la anterior pregunta del robot—, sospecho que Amadiro será demasiado inteligente para darnos la menor posibilidad de pillarle.
—Y si es así, ¿qué piensas hacer a continuación?
—No lo sé—contestó Baley con la abrumadora sensación de haber pasado anteriormente por aquella misma situación—. No lo sé, pero ya pensaré en algo.
Cuando Baley entró en el edificio de Administración, su primera sensación fue de alivio al dejar atrás la inquietante luminosidad del Exterior. La segunda fue de irónica com-placencia.
En Aurora, los establecimientos—es decir, las viviendas privadas—eran todos estrictamente auroranos. Sentado en la sala de estar de Gladia, o desayunando en el comedor de Fastolfe, o charlando en la sala de trabajo de Vasília, o frente al aparato de triménsico de Gremionis, a Baley le había sido imposible sentirse, aunque sólo fuera por un instante, en la Tierra. Cada uno de los establecimientos que había visitado era distinto de los demás, pero todos ellos tenían ciertos rasgos comunes, totalmente diferentes a los de aquellos apartamentos subterráneos de la Tierra.
El edificio de Administración, en cambio, olía a burocracia y aquello, al parecer, trascendía la normal variedad de gustos de la humanidad. No pertenecía al mismo género ar-quitectónico que las viviendas auroranas, del mismo modo que los edificios de la ciudad donde vivía Baley no se parecían a los pisos de los barrios residenciales. Sin embargo, los edificios oficiales de ambos mundos, pese a las grandes diferencias que existían entre Aurora y la Tierra, eran extrañamente similares.
Aquél fue el primer lugar de Aurora donde Baley, por un instante, pudo imaginarse que se hallaba en la Tierra. Los mismos pasillos largos, desnudos y fríos, y el mismo mínimo común denominador en el diseño y la decoración, con todos los puntos de luz pensados especialmente para irritar a las menos personas posibles, y para complacer a no muchas más.
Había algunos detalles que no se habrían encontrado en la Tierra; por ejemplo, las plantas, en macetas suspendidas del techo, que crecían con la luz que les llegaba y que estaban provistas de aparatos para el riego automático y controlado, creyó adivinar Baley. Aquel detalle natural no existía en la Tierra, y su presencia no le gustó. Aquellas macetas podían caer sobre la cabeza de alguien, o podían rezumar agua. Y seguramente atraían a los insectos.
Baley también echaba de menos otros detalles. En la Tierra, cuando uno estaba en una ciudad, siempre estaba rodeado por el inmenso y cálido murmullo de la multitud y de las máquinas, incluso en el más frío de los edificios oficiales. Era el «animado zumbido de la fraternidad», según la frase popularizada entre los políticos y periodistas de la Tierra.
En Aurora, por el contrario, todo era silencioso. Baley no había apreciado especialmente el silencio de los establecimientos que había visitado aquel día y la víspera, pues todo cuanto le había rodeado le había parecido tan raro que una cosa extraña más le había pasado inadvertida. De hecho, había prestado más atención al sordo susurro de los insectos del Exterior o al murmullo del viento en la vegetación que a la ausencia del constante «zumbido de la humanidad» (otra frase popular).
En cambio, en aquel edificio que parecía un rincón del planeta Tierra, la ausencia del «zumbido» resultaba tan desconcertante como el matiz claramente anaranjado de la luz artificial, que resaltaba todavía más en el tono blanquecino de las desnudas paredes que entre la recargada decoración habitual de los establecimientos de Aurora. Baley no pudo seguir soñando mucho tiempo. Se encontraban justo en el interior de la entrada principal y Deneel acababa de extender el brazo para detener a sus dos compañeros. Transcurrieron treinta segundos antes de que Baley, hablando automáticamente en un susurro ante el imponente silencio del lugar, se atreviera a preguntar:
—¿Por qué estamos esperando?
—Porque es aconsejable hacerlo así, compañero Elijah —respondió Daneel—. Tenemos delante un campo de hormigueo.
—¿Un qué?
—Un campo de hormigueo, compañero Elijah. En realidad, el nombre es un eufemismo. Es un campo que estimula las terminaciones nerviosas y produce un dolor bastante agudo. Los robots pueden pasar, pero los seres humanos, no. Naturalmente, sea robot o humano el que lo cruce, se dispara una alarma.
—¿Cómo puedes saber que hay un campo de hormigueo? —preguntó Baley.
—Porque puede verse si uno sabe lo que tiene que mirar, compañero Elijah. El aire parece oscilar ligeramente y la pared situada detrás del campo tiene un color levemente verdoso en comparación con las demás paredes.
—Sigo sin estar seguro de distinguirlo—insistió Baley, indignado—. ¿Qué impide que yo, o cualquier visitante inocente, lo cruce inadvertidamente y sea sometido a esa agonía?
—Los miembros del Instituto—explicó Daneel—llevan un aparato para neutralizar el campo. Los visitantes son atendidos casi siempre por uno o más robots que son perfecta-mente capaces de detectar el campo de hormigueo.
Al otro lado del campo, un robot se aproximaba hacia ellos por un pasillo. (El parpadeo del campo era más fácil de apreciar contra su bruñida superficie metálica.) El robot pareció hacer caso omiso de Giskard pero, durante un instante, titubeó mirando a Daneel, se dirigió a Baley. (Este pensó que quizás Daneel parecía demasiado humano para ser humano.)
—¿Su nombre, señor?—preguntó el robot.
—Soy el detective Elijah Baley, de la Tierra. Me acompañan dos robots del establecimiento del doctor Han Fastolfe, Daneel Olivaw y Giskard Reventlov.
—¿Identificación, señor? El número de serie de Giskard destacó con cifras levemente fosforescentes en el costado izquierdo de su pecho.
—Respondo por los otros dos, amigo —dijo Giskard. El robot estudió el número un momento como si estuviera comparándolo con el archivo de sus bancos de memoria. Des-pués asintió y dijo:
—Número de serie aceptado. Pueden pasar.
Daneel y Giskard avanzaron de inmediato, pero Baley lo hizo muy lentamente. Extendió un brazo hacia adelante, como para probar si sentía algún dolor.
—El campo esta desconectado, compañero Elijah—le informó Daneel—. Volverá a conectarse cuando lo hayamos cruzado.
«Mas vale prevenir que curar», pensó Baley. Continuó avanzando poco a poco hasta que se encontró bastante más allá de donde podía haber estado la barrera electrónica.
Los robots no mostraron el menor signo de impaciencia o de censura y aguardaron a que los temerosos pasos de Baley les alcanzaran.
Ya juntos, los tres se encaminaron a una rampa helicoidal que apenas permitía el paso de dos personas a la vez. El robot de recepción fue delante, solo; Baley y Daneel subieron tras él, uno al lado del otro (la mano de Daneel descansaba ligera, pero casi posesivamente, en el codo de Baley); por último, Giskard cerraba la marcha.
Baley advirtió que sus zapatos apuntaban hacia arriba de modo un tanto incómodo, y sintió vagamente que resultaría bastante fatigoso subir esa rampa tan empinada y tener que inclinarse hacia adelante para evitar un mal resbalón. Hubiera sido preferible que las suelas de sus zapatos, o bien el piso de la rampa (o ambos), tuvieran estrías para agarrarse bien al suelo. Sin embargo, ni unas ni otro las tenían.
—Señor Baley—dijo el robot que encabezaba el grupo, como si quisiera prevenirle de algo, y su mano apretó visiblemente el pasamanos del que estaba asida.
Al instante, la rampa se dividió en secciones que se doblaron unas sobre otras formando escalones. Inmediatamente después, la rampa entera empezó a subir de forma automática. Dio una vuelta completa pasando a través del techo, una parte del cual se había retirado para permitir el paso y, cuando la rampa dejó de ascender, se encontraron en lo que (pro-bablemente) era el segundo piso. Los escalones desaparecieron y los cuatro se apearon de la rampa.
Baley miró hacia atrás con expresión de curiosidad.
—Supongo que esa rampa también servirá para los que quieran bajar, pero ¿que sucede si durante un rato son más los que quieren subir que quienes desean bajar? Al final, la rampa terminaría por quedarse medio kilómetro en el aire, o bajo el suelo, en el caso opuesto.
—Es una rampa doble. Esta es la espiral de subida, y hay otra distinta de bajada—le informó Daneel en voz baja.
—Pero ¿cómo vuelve a descender la de subida? Porque ha de descender, ¿verdad?
—Se pliega en la parte superior, o en la inferior, según de cuál se trate y, durante los periodos en que no se utiliza se desenrolla, por decirlo de alguna manera. Esta espiral de subida está descendiendo ahora.
Baley miró a su espalda. La pulida superficie de la rampa quizás estuviera bajando, pero no mostraba ninguna marca o irregularidad cuyo movimiento pudiera advertirse.
—¿Y si alguien quisiera utilizar la rampa cuando ésta ha subido hasta su tope máximo?
—Entonces hay que esperar a que se desenrolle, lo cual lleva menos de un minuto. También hay escaleras normales, compañero Elijah, y la mayoría de los auroranos no es reacia a utilizarlas. Los robots casi siempre usan las escaleras pero, dado que eres un visitante, han tenido la cortesía de ofrecerte la espiral.
Estaban recorriendo nuevamente un pasillo en dirección a una puerta más adornada que las demás.
—¿Así que están tratándome con cortesía?—dijo Baley—. Bien, es una señal esperanzadora.
Quizás fuera otra señal esperanzadora el que un aurorano apareciese en aquel instante por la puerta a la que se dirigía. Era un hombre alto, por lo menos ocho centímetros más que Daneel, quien ya sobrepasaba en unos cinco centímetros a Baley. El recién aparecido también era corpulento, un tanto pesado y tenia un rostro redondo, una nariz un poco bulbosa, cabello oscuro y rizado y la tez morena. Sus labios esbozaban una sonrisa.
Era una sonrisa realmente notable. Amplia y aparentemente nada forzada, mostraba unos dientes prominentes, blancos y bien formados.
—¡ Ah, si es el señor Baley, el famoso detective de la Tierra que ha venido a nuestro pequeño planeta a demostrar que soy un terrible criminal!—exclamó el hombre—. Entre, entre. Bien venido. Lamento que mi buen ayudante, el roboticista Maloon Cicis, le haya dado la impresión de que yo era inaccesible, pero es un hombre muy meticuloso y se preocupa más de mi tiempo que yo mismo.
Se hizo a un lado cuando Baley entró y le dio unos golpecitos en la espalda con la palma de la mano mientras pasaba ante el. A Baley le pareció un gesto amistoso como no los había experimentado todavía en Aurora.
Con precaución (pues no quería dar nada por supuesto), Baley murmuró:
—Supongo que es usted el maestro roboticista Kelden Amadiro.
—Exacto, exacto. El hombre que intenta destruir a Han Fastolfe como fuerza política en este planeta... aunque espero convencerle de que eso no me convierte realmente en un criminal. Después de todo, no intento demostrar que el criminal es el propio Fastolfe sólo por el estúpido acto de vandalismo que cometió en la estructura mental de su propia criatura, el pobre Jander. Digamos solamente que voy a demostrarle que el doctor Fastolfe está... equivocado.
Cuando la puerta se cerró, Amadiro hizo un gesto lleno de jovialidad señalando a Baley un sillón magníficamente tapizado, al tiempo que, con admirable economía, indicaba con la otra mano a Daneel y Giskard dos nichos en la pared.
Baley advirtió que Amadiro observaba con momentánea avidez a Daneel y que, en aquel preciso instante, su sonrisa desaparecía y en su rostro se formaba una expresión casi de-predatoria. La transformación apenas duró unos instantes, y pronto volvió a sonreír como antes. Baley se preguntó si aquel momentáneo cambio de expresión no habría sido fruto de su propia imaginación.
—Dado que parece que vamos a tener un tiempo bastante desagradable, creo que será mejor prescindir de la poca luz natural con que estamos dudosamente bendecidos en el día de hoy.
Baley no pudo seguir exactamente los movimientos que Amadiro hizo en el panel de control que tenia en el escritorio, pero a consecuencia de ellos las ventanas se volvieron opacas y las paredes se iluminaron hasta bañar el despacho con una luminosidad semejante a la de un día soleado.
La sonrisa de Amadiro pareció ensancharse todavía mas.
—En realidad, usted y yo no tenemos mucho de qué hablar, señor Baley. He tomado la precaución de ponerme en contacto con el señor Gremionis mientras usted venia hacia aquí. Y a la vista de lo que él me ha dicho, he decidido llamar también a la doctora Vasília. Al parecer, señor Baley, les ha acusado a ambos, más o menos, de complicidad en la destrucción de Jander. Por otro lado, si le he comprendido bien, también me acusa a mi de ese hecho.
—Yo sólo les he hecho unas preguntas, doctor Amadiro. Igual que pienso hacer ahora.
—Sin duda, pero es usted terrícola y, por tanto, no tiene plena conciencia de la enormidad de sus actos. Por eso lamento de veras que, pese a ello, tenga que sufrir las consecuencias. Quizás esté enterado de que Gremionis me ha remitido un memorándum informándome de que ha intentado usted calumniarle.
—Me ha dicho que lo había hecho, pero creo que malinterpretó mi actitud. Yo no pretendía calumniarle.
Amadiro apretó los labios como si estuviera valorando las palabras de Baley.
—Me atrevería a decir que tiene usted razón desde su punto de vista, señor Baley, pero creo que no ha comprendido la definición aurorana de esa palabra. Me he visto obligado a enviar el memorándum de Gremionis el Presidente de la Asamblea Legislativa y, en consecuencia, es muy probable que se le ordene abandonar el planeta mañana por la maña-na. Lo lamento mucho, por supuesto, pero me temo que su investigación está a punto de terminar.
OTRA VEZ AMADIRO Baley quedó desconcertado. No sabia cómo tratar a Amadiro y no había esperado sentirse tan confundido. Gremionis había descrito a Amadiro como «un hombre reservado y con aires de superioridad» y, por lo que había dicho Cicis, Baley esperaba encontrarse frente a una persona autocrática. Sin embargo, en persona, Amadiro parecía jovial, extrovertido e incluso amistoso. Pero si había de hacer caso de sus palabras, Amadiro estaba moviendo tranquilamente sus hilos para poner fin a la investigación. Y lo estaba haciendo sin ningún remordimiento, pese a la sonrisa de conmiseración que aparecía en sus labios ¿Qué era aquel hombre? Baley dirigió automáticamente una mirada a los nichos donde estaban situados Giskard y Daneel. El primero, más primitivo, estaba inmóvil, sin expresión alguna en el rostro. Daneel, más avanzado, permanecía quieto y en silencio. Por lo que acababa de ver, era improbable que Daneel hubiese visto nunca a Amadiro en su corta existencia. Giskard, en cambio, con sus décadas de vida—¿cuántas debía de tener?--era muy posible que le conociera.
Baley apretó los labios como si pensara que debía haberle preguntado antes a Giskard qué tipo de persona era Amadiro. De haberlo hecho, ahora estaría en mejor situación para juzgar hasta qué punto la actitud presente del maestro roboticista era auténtica, y hasta qué punto era simulación hábilmente calculada.
Se preguntó por qué diablos no sabría utilizar de manera más inteligente los recursos de aquellos robots suyos. Se dijo incluso que Giskard bien hubiera podido informarle por ini-ciativa propia... pero no, aquello no era justo para el pobre robot. Giskard carecía claramente de capacidad para una actividad independiente de aquel tipo. Podía dar la información que se le pidiera, pensó Baley, pero era incapaz de facilitarla si no se le pedía.
Amadiro se percató del breve parpadeo de los ojos de Baley y dijo:
—Aquí estamos uno contra tres. Como puede ver, no tengo a ninguno de mis robots en el despacho, aunque si los llamo acudirán inmediatamente, lo reconozco. En cambio usted tiene a dos de los robots de Fastolfe: el viejo Giskard, de toda confianza, y esa maravilla de diseño llamado Daneel.
—Veo que los conoce usted a ambos—comentó Baley.
—Sólo de oídas. En realidad, es la primera vez que los veo... iba a decir (¡imagínese: yo, un roboticista!) en carne y hueso. Es la primera vez que los veo físicamente, aunque a Daneel ya lo había visto interpretado por un actor en ese programa de hiperondas.
—Parece que todo el mundo, en todos los planetas, ha visto ese programa—murmuró Baley con aire sombrío—. Eso me hace difícil la vida como persona real y limitada.
—Conmigo, no —contestó Amadiro, ensanchando aún más su sonrisa—. Le aseguro que no tomé en serio esa teatralización. En todo momento le consideré a usted una persona limitada en la vida real. Y así es, o de lo contrario no se habría lanzado tan alegremente a acusar a alguien en nuestro planeta sin tener pruebas.
—Doctor Amadiro—replicó Baley—, le aseguro que no he hecho ninguna acusación formal. Me he limitado a seguir una investigación y a considerar las diversas posibilidades.
—No me interprete mal—le cortó Amadiro con súbita impaciencia—. No le culpo. Estoy seguro de que su comportamiento es perfecto según las normas de la Tierra. Lo que sucede es que aquí tiene que regirse por las normas de Aurora, y aquí valoramos la buena fama de las personas con una intensidad increíble.
—De ser así, doctor Amadiro, ¿no cabe decir que usted y otros globalistas han estado calumniando al doctor Fastolfe con meras sospechas, y en un grado mucho mayor que cual-quier pequeño error que yo haya podido cometer?
—Es muy cierto—reconoció Amadiro—, pero yo soy un aurorano prominente y tengo cierta influencia,-mientras que usted es un terrícola y carece de toda influencia. Admito que es injusto y lo lamento, pero así es como son los mundos, ¿qué podemos hacerle? Además, la acusación contra Fastolfe podía ser mantenida en pie (y, de hecho, lo será), y una calumnia no es tal si se trata de la verdad. Su error, señor Baley, ha sido hacer acusaciones que, sencillamente, no pueden demostrarse. Estoy seguro de que reconocerá que ni el señor Gremionis ni la doctora Vasília Aliena, ni ambos en colaboración, podrían haber desactivado al pobre Jander.
—Yo no he acusado formalmente a ninguno de los dos.
—Quizá no, pero en Aurora uno no puede escudarse tras la palabra «formalmente». Es una pena que el doctor Fastolfe no se lo advirtiera cuando le hizo venir para encargarse de esta investigación, que ya puede darse por malograda.
Baley notó que las comisuras de sus labios se apretaban al pensar que, realmente, el doctor Fastolfe hubiera tenido que advertírselo.
—¿Se me permitirá alegar algo, o ya está todo decidido? —preguntó.
—Naturalmente, se le concederá una audiencia antes de ser condenado. Aquí en Aurora no somos unos bárbaros. El Presidente estudiará el informe que le he enviado, junto con mis sugerencias al respecto. Probablemente, consultará a continuación con el doctor Fastolfe como parte afectada, y luego decidirá que los tres nos reunamos con él, quizá mañana mismo. Entonces, o posteriormente, se adoptará una resolución que deberá ser ratificada por la Asamblea Legislativa en pleno. Se seguirán todos los procedimientos legales, se lo aseguro.
—Los procedimiento legales sí, no lo dudo, pero ¿y si el Presidente ya ha tomado una decisión? ¿Y si nada de cuanto yo pueda decir sirve para nada porque la Asamblea Legisla-tiva se limita a ratificar una decisión ya tomada con anterioridad? ¿Es eso posible? Amadiro no sonrió precisamente al oír las palabras de Baley, pero pareció ligeramente divertido.
—Es usted un hombre realista, señor Baley, y eso me alegra. Las personas que creen en la justicia suelen llevarse muchas decepciones, y casi siempre son personas tan encantadoras que a uno le disgusta ver que eso sucede.
Amadiro fijó otra vez su mirada en Daneel.
—Un trabajo admirable, ese robot humaniforme. Resulta asombroso lo bien que ha guardado sus secretos el viejo Fastolfe. Y es una vergüenza la pérdida de Jander. En este punto, lo de Fastolfe es imperdonable.
—El doctor Fastolfe niega haber tenido nada que ver en ese asunto.
—Si, señor Baley, es lógico. ¿Acaso le ha dicho él que yo estaba implicado? ¿O esa presunción es una idea exclusivamente de usted?
—Yo me he dicho en ningún momento algo semejante. Lo único que deseo es hacerle algunas preguntas al respecto. En cuanto al doctor Fastolfe, no piense que podrá acusarle de calumnias. El doctor está absolutamente convencido de que usted no ha tenido nada que ver con lo sucedido a Jander, pues tiene la certeza de que carece usted de los conocimientos y de la capacidad necesarios para desactivar un robot humaniforme.
Si Baley esperaba que se produjera alguna reacción ante sus palabras, se equivocó de medio a medio. Amadiro las aceptó sin perder el humor y contestó:
—En eso tiene razón, señor Baley. No encontrará tal capacidad en ningún otro roboticista, vivo o muerto, salvo el propio Fastolfe. ¿No es eso lo que dice nuestro modesto maestro de maestros?
—En efecto.
—Entonces, ¿cuál es su explicación a lo sucedido a Jander?
—El afirma que fue un fallo accidental. Una pura coincidencia.
—¿Y ha calculado las probabilidades de un fallo accidental semejante?—preguntó Amadiro con una carcajada.
—Si, maestro roboticista. Incluso la probabilidad más remota podría producirse, sobre todo si ocurriesen ciertos incidentes que hacen aumentar las probabilidades.
—¿Qué incidentes?
—Eso es precisamente lo que intento averiguar. Dado que ya ha dispuesto usted que me expulsen del planeta, ¿pretende ahora evitar que le interrogue, o me permite continuar la investigación hasta el momento en que mi actividad se dé legalmente por terminada? Antes de responder, señor Amadiro, le ruego que tenga en cuenta que la investigación todavía no ha finalizado legalmente y que en la audiencia que tenga lugar en el futuro, sea mañana o más tarde, le acusaré de haberse negado a responder a mis preguntas si insiste en dar por finalizada ahora esta entrevista. Quizá esto pueda influir en la decisión del Presidente.
—No lo crea, mi querido señor Baley. No piense que puede perjudicarme o molestarme en lo más mínimo. Sin embargo, accedo a que me interrogue cuanto quiera. Cooperaré plenamente con usted, aunque sólo sea para disfrutar del espectáculo de ver al bueno de Fastolfe intentando inútilmente desligarse de su desafortunada hazaña. No me considere especialmente vengativo, señor Baley, pero el hecho de que Jander fuera una creación del propio Fastolfe no le daba derecho a destruirlo.
—Todavía no ha quedado demostrado legalmente que fuera él quien lo hizo, así que la frase que acaba usted de pronunciar es, al menos presuntamente, una difamación. Por tanto, dejemos esto a un lado y pasemos a las preguntas. Necesito información. Voy a hacerle preguntas concretas y directas y, si me contesta del mismo modo, terminaremos en seguida.
—No, señor Baley. No será usted quien establezca las condiciones para este interrogatorio—replicó Amadiro—. Supongo que uno o ambos robots estará equipado para grabar completamente nuestra conversación, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—Estoy seguro de que así es. Yo también tengo mi aparato grabador en funcionamiento. No piense usted, señor Baley, que podrá conseguir de mi una sola palabra en favor de Fastolfe sometiéndome a una serie de preguntas y respuestas breves. Responderé como me parezca y me aseguraré de que no quepan malas interpretaciones, y para eso me servirá de ayuda el aparato grabador.
Por primera vez, Baley intuyó bajo la actitud campechana de Amadiro su verdadera naturaleza de lobo.
—Muy bien, pues. Pero si sus respuestas son deliberadamente largas y evasivas, también eso quedará expuesto en la grabación.
—Evidentemente.
—Una vez puesto eso en claro, y para empezar, ¿podría darme un vaso de agua?
—Desde luego. Giskard, ¿quieres servir al señor Baley? Giskard salió al instante de su nicho. Se oyó el inevitable tintineo del hielo en el mueble bar situado en un rincón del despacho, y a los pocos instantes Baley tenia delante un gran vaso de agua.
—Gracias, Giskard—dijo Baley.
Aguardó a que el robot se colocase de nuevo en su nicho y prosiguió:
—Doctor Amadiro, ¿acierto si le considero a usted director del Instituto de Robótica?
—Efectivamente, lo soy.
—¿Y fundador del centro?
—Así es. Ya ve, respondo breve y directamente.
—¿Cuanto tiempo lleva existiendo el Instituto?
—Como idea, varias décadas. Llevo al menos quince años reuniendo personal especializado. El permiso de la Asamblea Legislativa para formar el Instituto me fue concedido hace doce años. La construcción del edificio se inició hace nueve, y el trabajo científico hace seis. En su forma actual, al ciento por ciento de utilización, llevamos dos años y existen planes para una futura expansión, todavía sin fechas decididas. Verá que esta respuesta ha sido más larga, pero razonablemente concisa.
—¿Por qué creyó necesaria la fundación del Instituto?
—Vaya, señor Baley. Supongo que no esperará que conteste a eso con cuatro palabras.
—Conteste como prefiera, señor.
En aquel instante, un robot entró una bandeja de pequeños emparedados y de pastas todavía más pequeñas; Baley no reconoció nada de ello. Probó un emparedado y lo encon-tró crujiente y no exactamente desagradable, pero lo bastante extraño para que le costase cierto esfuerzo terminarlo. Lo hizo bajar con el agua que le quedaba en el vaso.
Amadiro le observó con una especie de ligera diversión y dijo:
—Debe comprender usted, señor Baley, que los auroranos somos gente poco común. Lo son todos los espaciales en general, pero ahora me refiero en particular a los auroranos. Aunque descendemos de terrícolas, algo que la mayoría de nosotros prefiere no recordar, somos autoseleccionados.
—¿Qué significa eso, señor?
—Los terrícolas han vivido durante mucho tiempo en un planeta cada vez más poblado, y se han agrupado en ciudades todavía más pobladas, que finalmente se han convertido en las colmenas y hormigueros que ustedes llaman Ciudades con mayúscula. ¿Qué clase de terrícola, entonces, dejaría la Tierra para ir a otros mundos vacíos y hostiles y construir allí nuevas sociedades partiendo de la nada, sociedades de las que no podrían disfrutar por completo mientras vivieran pues, por poner un ejemplo, los árboles que plantaran todavía serían pimpollos cuando ellos murieran?
—Sería gente bastante poco común, supongo.
—Absolutamente poco común. En concreto, gente que no dependiera de la presencia de multitudes de congéneres hasta el punto de verse incapaz de afrontar la soledad. Gente que incluso prefiriera esta, que le gustara trabajar sola y afrontar los problemas únicamente con sus fuerzas, en lugar de confundirse entre la multitud y repartir las cargas de tal modo que su aportación individual sea prácticamente nula. Serían individualistas, señor Baley. Individualistas.
—Le entiendo.
—Y nuestra sociedad se basa en eso. Todos los ámbitos en que se han desarrollado los mundos espaciales hacen hincapié en la capacidad individual. En Aurora somos orgullo-samente humanos, en lugar de ser meros borregos como los terrícolas... Entiéndame, señor Baley, no utilizo la metáfora para ridiculizar a la Tierra. Se trata simplemente de una so-ciedad distinta por la que no siento ninguna admiración, pero que ustedes, supongo, encuentran confortable e ideal.
—¿Qué tiene todo eso que ver con la fundación del Instituto, doctor Amadiro?
—Pues bien—continuó éste—, hasta el orgulloso y sano individualismo tiene sus limitaciones. Las mentes más preclaras, aunque pasen siglos trabajando por su cuenta, no pueden progresar rápidamente si se niegan a comunicar sus descubrimientos. Un punto concreto de una investigación puede detener los progresos de un científico durante un siglo, cuando quizá un colega suyo ha dado ya con la solución sin darse cuenta siquiera del problema que podría resolverse con ella. El Instituto es un intento, en el limitado campo de la Robótica al menos, de introducir una cierta comunidad de pensamiento.
—¿Es posible que ese punto concreto de la investigación a que se refiere sea la construcción de un robot humaniforme? Amadiro parpadeó antes de responder.
—Si, es evidente, ¿verdad? Hace ya veintiséis años que el nuevo sistema matemático de Fastolfe, que él denomina «análisis interseccional», hizo posible el diseño de robots humaniformes. Sin embargo, Fastolfe guardó en secreto su sistema. Años después, cuando se hubieron resuelto todos los detalles y dificultades técnicas, él y el doctor Sarton aplicaron la teoría al diseño de Daneel. Después, Fastolfe completó él solo a Jander. Sin embargo, todos los detalles al respecto se mantuvieron también en secreto.
»La mayoría de roboticistas se encogió de hombros y lo consideró natural. Lo único que podían hacer era intentar individualmente, descubrir los detalles por si solos. Yo, por el contrario, pensé en la posibilidad de un Instituto en el que los esfuerzos individuales pudieran mancomunarse. No resultó fácil convencer a los roboticistas de la utilidad del plan, ni persuadir a la Asamblea Legislativa de que concediera fondos para el mismo ante la gran oposición de Fastolfe, ni perseverar a lo largo de años de esfuerzo, pero aquí estamos.
—¿Por qué se oponía el doctor Fastolfe? —preguntó Baley.
—Para empezar, por mero egoísmo. No es que considere eso un delito, compréndame. Todos tenemos un sentimiento egoísta muy natural, pues forma parte del individualismo. Lo malo es que Fastolfe se cree el mayor roboticista de la historia y considera el robot humaniforme como un logro propio individual, que no desea ver reproducido por un grupo de roboticistas que, en comparación con el, no son brillantes individualmente. Imagino que consideraba el proyecto como una conspiración de mediocres para diluir y restar importan-cia a su gran logro personal.
—Cuando ha mencionado el egoísmo, ha dicho «para empezar». Eso significa que existen otros motivos. ¿Cuales son?
—También se opone a la utilización que proyectamos dar a los robots humaniformes.
—¿Qué utilización es ésa, doctor Amadiro?
—Vamos, vamos, no sea tan ingenuo, señor Baley. Seguramente, el doctor Fastolfe le habrá hablado de los planes globalistas para la colonización de la galaxia, ¿verdad?
—En efecto, lo ha mencionado. Por cierto que también la doctora Vasília me ha explicado las dificultades del avance científico entre los individualistas, pero eso no significa que no desee escuchar su opinión sobre el tema, doctor Amadiro. Es más, debería usted exponerla. Por ejemplo, ¿prefiere verme aceptar la interpretación del doctor Fastolfe acerca de los planes globalistas como imparcial y ponderada, y que así conste en la grabación, o considera más conveniente explicarme sus proyectos con sus propias palabras?
—Expresado de ese modo, señor Baley, no parece dejarme elección.
—Esa es mi intención, doctor Amadiro.
—Muy bien. Yo, o debería decir nosotros, pues los miembros del Instituto compartimos la misma opinión en este punto, tenemos la mirada puesta en el futuro y deseamos ver a la humanidad colonizar más y más nuevos planetas. Sin embargo, no deseamos que el proceso de autoselección destruya los planetas antiguos o los reduzca a un estado moribundo, como es el caso, perdóneme, de la Tierra. No queremos que los nuevos planetas se lleven a los mejores hombres y nos dejen con los menos útiles. Lo entiende usted, ¿verdad?
—Siga, por favor.
—En toda sociedad robotizada, como es la nuestra, la solución más sencilla es enviar robots como colonizadores. Los robots construirán la sociedad y el nuevo mundo de modo que después podamos seguirles sin efectuar selecciones previas, pues ese nuevo mundo será tan cómodo y tan adaptado a nosotros como el antiguo. Será, por decirlo así, como cambiar de mundo sin salir de casa.
—¿Y no es posible que los robots creen mundos para robots, en lugar de mundos para humanos?
—Exacto, eso es lo que puede suceder si enviamos robots que no sean más que robots. Sin embargo, tenemos la posibilidad de enviar robots humaniformes como Daneel que, al crear mundos para ellos mismos, los estarán creando automáticamente para nosotros. El doctor Fastolfe, en cambio, se opone a ello. Considera positiva la idea de que los seres humanos tengan que transformar con sus manos un planeta extraño y hostil en un nuevo mundo, y no tiene en cuenta que el esfuerzo para conseguirlo no sólo representaría un enorme costo en vidas humanas, sino que también tendría por resultado un mundo moldeado por acontecimientos catastróficos, que no se parecería en nada a los mundos que conocemos.
—¿Igual que los mundos espaciales son hoy día diferentes de la Tierra y distintos entre sí? Amadiro perdió por un instante su aire de jovialidad y pareció pensativo.
—Verdaderamente, señor Baley, acaba de tocar un punto muy importante. Sólo estoy hablando de Aurora. Los mundos espaciales difieren, es cierto, unos de otros, y yo no soy muy partidario de muchos de ellos. Para mi es evidente, aunque puede que no sea del todo imparcial, que Aurora, el más antiguo de los mundos espaciales, es también el mejor y el de más éxito. No deseo un montón de nuevos mundos entre los cuales sólo unos pocos sean realmente valiosos. Yo quiero muchas Auroras, millones de Auroras, y por eso deseo escul-pir los nuevos mundos según el modelo de Aurora antes de que los seres humanos lleguen a ellos. Esa es, precisamente la razón de que nos denominemos «globalistas». Nosotros nos ocupamos de este «globo» nuestro, Aurora, y de ningún otro.
—¿No da usted valor a la variedad, doctor Amadiro?
—Si la variedad representara ventajas similares, quizá merecería la pena, pero si unos mundos, o la mayoría de ellos quedaran en condiciones inferiores, ¿beneficiaría eso a la humanidad?
—¿Cuándo piensan emprender esta tarea de colonización?
—Cuando tengamos los robots humaniformes con que ponernos a trabajar. Hasta ahora, existían los dos del doctor Fastolfe, uno de los cuales ha sido destruido por él, dejando a Daneel como espécimen único—sus ojos miraron por un instante a Daneel mientras hablaba.
—Cuándo podrán tener robots humaniformes?
—Es difícil responder a eso. Todavía no hemos alcanzado el nivel del doctor Fastolfe.
—¿Pese a que él trabaja solo y ustedes son muchos, doctor Amadiro? El maestro roboticista movió ligeramente los hombros.
—No malgaste su sarcasmo, señor Baley. Fastolfe nos llevaba mucha ventaja desde un principio y, aunque el embrión del Instituto existe desde hace mucho tiempo, sólo llevamos dos años trabajando a pleno rendimiento. Además, precisamos no sólo ponernos a la altura de Fastolfe, sino superarle. Daneel es un buen producto, pero no es más que un prototipo y debe ser perfeccionado.
—¿En qué aspectos deben mejorarse los robots humaniformes?
—Tienen que ser más humanos aún, evidentemente. Debe haberlos de ambos sexos y debe existir el equivalente a los niños. Hemos de tener diversas generaciones si queremos construir una - sociedad suficientemente humana en esos planetas.
—Creo apreciar algunas dificultades, doctor Amadiro.
—No lo dudo, pues hay muchas. ¿Qué dificultades prevé usted, señor Baley?
—Si produce robots tan humaniformes que sean capaces de reproducir una sociedad humana, y si son producidos con un abanico generacional en ambos sexos, ¿cómo podrá distinguirlos de los seres humanos?
—¿Importará mucho eso?
—Quizá. Si tales robots son demasiado humanos, pueden mezclarse en la sociedad aurorana y convertirse en parte integrante de los grupos familiares humanos. Eso puede hacerles inadecuados para servir como pioneros.
—Es evidente que esa idea se le ha ocurrido a usted a la vista de la relación de Gladia Delmarre con Jander—dijo Amadiro con una carcajada—. Ya ve, estoy informado de algunas cosas de su entrevista con esa mujer gracias a mis conversaciones con Gremionis y con la doctora Vasília. Le recuerdo que Gladia es de Solaría y que su idea de lo que es un marido no es necesariamente aurorana.
—No pensaba en ella en particular. Pensaba que en Aurora la cuestión sexual se interpreta de manera muy abierta, y que los robots son tolerados como compañeros sexuales incluso en la actualidad, cuando son sólo aproximadamente humaniformes. Si de verdad llega un día en que no puede diferenciarse un robot de un ser humano...
—Está la cuestión de la descendencia. Los robots no pueden ser padres ni madres.
—Eso nos lleva a otra cuestión. Los robots tendrán una vida muy prolongada, ya que la construcción adecuada de la sociedad puede llevar siglos.
—Tendrán que ser longevos en todo caso, si han de parecerse a los auroranos.
—¿Y los niños? ¿También serán longevos? Amadiro no respondió. Baley prosiguió:
—Serán niños robots artificiales que no se harán nunca mayores, que nunca alcanzarán la madurez. Seguramente, eso creará un elemento suficientemente no humano para poner en duda la naturaleza de la sociedad.
—Es usted perspicaz—suspiró Amadiro—. De hecho, tenemos intención de diseñar algún sistema por el cual los robots puedan producir bebés que, de algún modo, crezcan y maduren... Al menos, lo suficiente para establecer la sociedad que deseamos.
—Y después, cuando lleguen los seres humanos, podrán retocarse los robots para introducir esquemas de conducta más robóticos.
—Puede ser... Parece aconsejable. —¿Y esa producción de bebés? Evidentemente, lo mejor sería que el sistema utilizado fuera lo más parecido posible al humano, ¿no le parece?
—Es posible.
—¿Acto sexual, fecundación, parto?
—Es posible.
—Y si estos robots forman una sociedad tan humana que no pueden distinguirse de los humanos, ¿no podría suceder que, cuando llegaran los verdaderos seres humanos, los robots se mostraran disconformes con los inmigrantes e intentaran impedir su asentamiento? ¿No sería posible que los robots reaccionaran ante los auroranos igual que ustedes lo hacen ante los terrícolas?
—Señor Baley, los robots todavía estarán sometidos a las Tres Leyes de la robótica.
—Las Tres Leyes hablan de no causar daño a los seres humanos y de obedecerles.
—Exactamente.
—¿Y si esos robots tan parecidos a los seres humanos se consideran a si mismos como tales seres humanos a los que hay que proteger y obedecer? Podrían perfectamente considerarse por encima de los inmigrantes...
—Mi buen señor Baley, ¿por qué le preocupan tanto todas esas cosas? Estamos hablando de un futuro muy lejano. Conforme progresemos en el tiempo y comprendamos, mediante la observación, cuáles son realmente los problemas, iremos encontrándoles solución.
—Puede, doctor Amadiro, que los auroranos no aprueben sus proyectos una vez comprendan de qué se trata. Quizá se inclinen por las opiniones del doctor Fastolfe.
—¿De veras? Fastolfe opina que, si los auroranos no pueden colonizar nuevos planetas directamente y sin ayuda de robots, quizá pueda estimularse a la gente de la Tierra a que lo haga.
—Me parece que eso tiene bastante sentido —afirmó Baley.
—¡Porque es usted terrícola, mi buen Baley! Le aseguro que a los auroranos no les hará ninguna gracia que los terrícolas conviertan otros mundos en hormigueros, construyan nuevas colmenas humanas y formen alguna especie de imperio galáctico de billones y billones de personas... ¿reduciendo los mundos espaciales a qué? A la insignificancia, por lo menos, si no a la extinción total.
—Pero la alternativa a ello son los mundos de robots humaniformes que construirían sus sociedades casi humanas sin permitir que hubiera ningún ser humano de verdad entre ellos. Gradualmente, esos robots desarrollarían un imperio galáctico de robots, reduciendo los mundos espaciales a la insignificancia, por lo menos, si no a la extinción total. Seguramente, los auroranos preferirían un imperio galáctico humano a uno robótico.
-¿Qué le hace estar tan seguro de ello, señor Baley?
—La forma que adopta actualmente su sociedad. Cuando venía hacia Aurora, alguien me dijo que en este planeta no había diferencias entre robots y seres humanos, pero eviden-temente eso no es cierto. Quizá sea un anhelo-ideal que los auroranos creen haber alcanzado, pero se equivocan.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, dos días quizá? ¿Y ya es usted capaz de afirmarlo?
—Si, doctor Amadiro. Quizá precisamente por ser extranjero pueda apreciarlo con más claridad, pues no me ciegan las costumbres o los ideales. A los robots no se les permite el acceso a los Personales, y ésa es una clara distinción. Ello permite a los humanos encontrar un lugar donde sólo pueden estar los de su especie. Por otro lado, usted y yo estamos aquí sentados cómodamente, mientras que los robots permanecen de pie en sus nichos, como puede apreciar—Baley hizo un gesto con la mano en dirección a Daneel—, y eso constituye otra diferencia. Creo que los seres humanos, incluso los auroranos, siempre se inclinarán a establecer diferencias y a preservar su propia esencia humana.
—Asombroso, señor Baley.
—En absoluto, doctor Amadiro. Ha perdido usted. Incluso si logra imponer entre la mayoría de los auroranos su opinión de que el doctor Fastolfe destruyó a Jander, incluso si logra que la Asamblea Legislativa y el pueblo de Aurora aprueben su proyecto de colonización mediante robots, no habrá conseguido más que ganar tiempo. En cuanto los auroranos comprendan lo que el proyecto representa, se volverán contra usted. Así pues, sería mejor que pusiera término a esa campaña contra el doctor Fastolfe y se reuniera con él para elaborar algún acuerdo por el que la colonización de nuevos mundos por parte de los terrícolas se lleve a cabo de modo que no represente una amenaza para Aurora ni para los mundos espaciales en general.
—Asombroso, señor Baley—dijo Amadiro por segunda vez.
—No tiene otra opción—añadió Baley con voz neutra. Sin embargo, Amadiro replicó con aire divertido y pausado:
—Cuando digo que sus observaciones son asombrosas, no me refiero al contenido de las mismas, sino al mero hecho de que las formule, y de que realmente crea que tienen algún valor.
Amadiro alargó la mano, cogió la última pasta de la bandeja y se llevó la mitad a la boca, disfrutando visiblemente de ella bajo la mirada de Baley.
—Excelente—dijo Amadiro—, pero creo que me gusta demasiado comer. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, si! Señor Baley, ¿cree que ha descubierto usted algún secreto? ¿Que me ha dicho algo que no se supiera ya en nuestro mundo? ¿De verdad cree que mis planes son un peligro, pero que los divulgo al primero que se presenta? Imagino que estará usted pensando que, si hablo el tiempo suficiente, acabaré cometiendo algún desliz y podrá usted sacar provecho de ello. Tenga la seguridad de que no es probable que eso ocurra. Mis proyectos de robots todavía más humanos, de familias de robots y de una cultura lo más humana posible para ellos ya están expuestos públicamente. La Asamblea Legislativa tiene acceso a ellos, y también están al alcance de todo el que se interese por ellos.
—¿El público en general los conoce?
—Probablemente no. El público en general tiene sus prioridades y le interesa más su siguiente comida, el próximo programa de hiperondas o el próximo campeonato de fútbol espacial que el siglo o el milenio que viene. Sin embargo, esta misma gente aceptará de buen grado mis planes, igual que los círculos intelectuales que ya los conocen. Los que se opongan a ellos no serán lo bastante numerosos para ser tenidos en cuenta.
—¿Está seguro?
—Absolutamente. Usted no comprende, me temo, la intensidad de los sentimientos que tienen los auroranos, y los espaciales en general, hacia los terrícolas. Yo no comparto tales sentimientos y, por ejemplo, me siento muy tranquilo junto a usted. No tengo ese primitivo temor a infectarme, ni me imagino que huele usted mal, ni le atribuyo todo tipo de rasgos de personalidad que pueda encontrar ofensivos, ni pienso que usted y los suyos estén tramando acabar con nuestras vidas o despojarnos de nuestras propiedades. Sin embargo, la gran mayoría de los auroranos mantienen dichas actitudes. Quizá no resulten muy visibles y, por otro lado, los auroranos pueden portarse con gran corrección con los terrícolas individuales que tengan aspecto inofensivo, pero sométalos a una prueba y verá cómo aflora todo su odio y su suspicacia. Dígales que los terrícolas intentan reproducir su planeta en otros nuevos mundos, y verá cómo reclaman sus derechos sobre la galaxia y cómo claman por la destrucción de la Tierra antes de que algo así llegue a producirse.
—¿Incluso si la alternativa es una sociedad de robots?
—Desde luego. Usted no comprende tampoco lo que sentimos por los robots. Aquí estamos familiarizados con ellos, nos sentimos totalmente cómodos con su presencia.
—No. Los robots son sus criados. Ustedes se consideran superiores a ellos y sólo se sienten cómodos con ellos en tanto se mantenga esa superioridad. Si se sintieran amenazados por una inversión de los papeles, si ellos se convirtieran en superiores a los auroranos, se produciría una reacción de horror.
—Usted lo cree así sólo porque ésa sería la reacción de los terrícolas.
—No—repicó Baley—. Ustedes les impiden la entrada en los Personales. Es una muestra.
—Los robots no tienen por qué utilizar el Personal. Tienen sus propias instalaciones para asearse, y no excretan. Es lógico, pues no son realmente humaniformes. Si lo fueran, probablemente no existiría esa distinción
—Entonces les temerían.
—¿De verdad?—exclamó Amadiro—. Eso es una tontería. ¿Teme usted a Daneel? Si hiciéramos caso de ese programa de hiperondas, y reconozco que no creo que yo pueda, usted llegó a sentir un considerable afecto por Daneel. Y sigue sintiéndolo, ¿no es cierto? El silencio de Baley resultó muy elocuente y Amadiro se aprovechó de su ventaja.
—Ahora mismo—prosiguió—, no siente ninguna emoción ante el hecho de que Giskard esté ahí en pie, silencioso e insensible en su nicho- en cambio, puedo reconocer por pe-queños ejemplos de lenguaje corporal que le incomoda que Daneel esté en igual situación. Usted considera que su aspecto es demasiado humano para tratarle como a un robot. Y no le teme usted más porque su aspecto sea humano.
—Yo soy terrícola—repuso Baley—. En la Tierra tenemos robots, pero no una cultura robótica. No puede usted juzgar por mi caso.
—Y Gladia, que prefería a Jander a los seres humanos...
—Gladia es de Solaria. Tampoco puede juzgar por su caso.
—Entonces, ¿por qué caso se puede juzgar? Lo que usted dice no son más que suposiciones. A mi me parece evidente que si un robot es suficientemente humano, será aceptado como humano. ¿Exige usted pruebas de que no soy un robot? No, el hecho de que mi aspecto sea humano le basta. Al final, no va a preocuparnos si un nuevo mundo es colo-nizado por auroranos que sean humanos de verdad o sólo de aspecto, si nadie puede notar la diferencia. Humanos o robots, lo importante será que los colonos sean auroranos, no terrícolas.
Baley titubeó, y respondió con aire no muy convencido:
—¿Y si no aprende nunca a construir robots humaniformes?
—¿Por qué habría que pensar que no lo lograremos? Observe que hablo en plural, pues en el Instituto somos muchos los que trabajamos en ello.
—Puede que la suma de muchas mediocridades no den como resultado un genio.
—No somos mediocridades —replicó Amadiro en tono cortante—. Hasta Fastolfe consideraría provechoso unirse a nosotros.
—No lo creo.
—Yo, si. A Fastolfe no le gustará perder su poder en la Asamblea Legislativa y, cuando nuestros proyectos de colonización de la galaxia sean aprobados y comprenda que su oposición no nos detendrá, se unirá a nosotros. Será una postura muy humana por su parte.
—No creo que se salga usted con la suya—dijo Baley.
—Lo dice porque piensa que, de alguna manera, esta investigación conseguirá exonerar de sus acusaciones a Fastolfe e implicarme a mi, quizá, o a otros.
—Puede ser—contestó Baley, desesperadamente. Amadiro movió la cabeza en gesto de negativa.
—Amigo mío, si yo creyera que tiene alguna posibilidad de echar por tierra mis planes, ¿seguiría aquí sentado tranquilamente, esperando la destrucción.
—Usted no está tranquilo. Está haciendo todo lo posible para abortar esta investigación. ¿Por qué iba a hacerlo si tuviera plena confianza en que nada de cuanto pueda averiguar le perjudicará?
—Bueno—contestó Amadiro—, hay algo en lo que si puede perjudicarme: desmoralizando a algunos de los miembros del Instituto. No es usted peligroso, pero puede ser molesto, y no deseo que llegue a serlo. Por eso, si puedo, pondré fin a esa posibilidad, aunque lo haré de un modo razonable, con suavidad. Si le considerara realmente peligroso...
—¿Qué haría en ese caso, doctor Amadiro?
—Le haría detener y encarcelar hasta que se le expulsara de Aurora. No creo que los auroranos en general se preocuparan excesivamente de lo que yo pudiera hacer a un terrícola.
—Está usted intentando intimidarme, pero no lo conseguirá—replicó Baley—. Sabe perfectamente que no puede ponerme la mano encima mientras mis robots están aquí.
—¿No se le ha ocurrido pensar que puedo hacer acudir inmediatamente un centenar de robots? ¿Qué podrían hacer los suyos contra ellos?
—Ni esos cien podrían hacerme daño, pues no distinguen entre terrícolas y auroranos y, en lo que respecta a las Tres Leyes, soy perfectamente humano.
—Podrían inmovilizarle por completo, sin hacerle daño, mientras sus robots eran destruidos.
—De ningún modo—insistió Baley—. Giskard puede oírle y, si intenta llamar a los robots, será Giskard quien le inmovilice a usted. Puede moverse con gran rapidez y, si ocurre eso, todos sus robots serán inútiles aunque consiga llamarles, pues comprenderán que cualquier movimiento contra mi representará un daño para usted.
—¿Quiere decir que Giskard me haría daño?
—¿Para evitar que lo sufriera yo? Puede estar seguro. Podría hasta matarle, si fuera absolutamente necesario.
—Estoy seguro de que no lo dice en serio.
—Claro que sí—prosiguió Baley—. Daneel y Giskard tienen orden de protegerme. La Primera Ley ha sido reforzada con toda la habilidad que posee el doctor Fastolfe, y ello para protegerme a mi, específicamente. Nadie me lo ha dicho con tantas palabras, pero estoy seguro de que es así. Si mis robots tienen que optar entre hacerle daño a usted o hacérmelo a mi, pese a ser terrícola, es fácil que decidan dañarle a usted. E imagino que será consciente de que el doctor Fastolfe no anhela precisamente asegurar el bienestar de usted.
Amadiro emitió una risilla y una sonrisa surcó su rostro.
—Estoy seguro de que tiene razón en lo que dice, señor Baley, pero me alegro de que lo haya dicho. Ya sabe, señor mío, que yo también estoy grabando esta conversación. Se lo he dicho al principio, y me alegro. Es posible que el doctor Fastolfe borre la última parte de nuestro diálogo, pero le aseguro que yo no lo haré. Por sus palabras resulta evidente que Fastolfe está absolutamente dispuesto a idear un modo de causarme daño o incluso de matarme por medios robóticos, mientras que nada en esta conversación, ni en ninguna otra, indica que yo proyecte hacerle el menor daño a él, o incluso a usted. ¿Quién de nosotros es el malo, señor Baley? Creo que eso ya ha quedado claro y, por tanto, considero que es un buen momento para terminar la entrevista.
Se puso en pie, todavía sonriente, y Baley le imitó casi automáticamente, al tiempo que tragaba saliva.
—Todavía tengo una cosa más que decirle—añadió Amadiro—. No tiene nada que ver con la pequeña discusión entre Fastolfe y yo, aquí en Aurora. Más bien está relacionado con su propio problema, señor Baley.
—¿Mi problema?
—Quizá debería decir el problema de la Tierra. Imagino que se siente usted muy inquieto por salvar al pobre Fastolfe de su propia estupidez, porque cree que ello le daría a su planeta una posibilidad de expandirse. No lo crea, señor Baley. Está usted muy equivocado.
—¿Cómo lo sabe?—preguntó Baley.
—Mire usted: cuando mis opiniones se impongan en la Asamblea Legislativa (Y fuese que digo «cuando» y no «si»), admito que se obligará a la Tierra a no salir de su propio sistema planetario, pero en realidad eso les beneficiará. Aurora tendrá la perspectiva de expandirse y establecer un imperio sin limites. Si entonces sabemos que la Tierra no es más que la Tierra y que nunca será nada más, ¿por qué habremos de preocuparnos de ella? Teniendo la galaxia a nuestra disposición, no envidiaremos su único mundo a los terrícolas. Incluso puede que estemos dispuestos a convertir la Tierra en un mundo tan cómodo para sus habitantes como resulte conveniente.
»Por el contrario, señor Baley, si los auroranos hacen lo que propone Fastolfe y se permite a la Tierra enviar colonizadores, no pasará mucho tiempo antes de que muchos de nosotros advirtamos que la Tierra se adueñará de la galaxia y nos dejará rodeados y cercados, condenados a la decadencia y la extinción. Y si llega ese momento, no habrá nada que yo pueda hacer. Mis sentimientos personales hacia los terrícolas no podrán evitar que se extiendan por Aurora las suspicacias y los prejuicios, y eso sería realmente muy malo para la Tierra.
»Por eso, señor Baley, si de verdad esta usted inquieto por su gente, debería preocuparse de que Fastolfe no consiga imponer en este planeta su equivocado proyecto. Debería ser usted un buen aliado mío. Piense en ello. Le digo esto, se lo aseguro, como muestra de sincera amistad y aprecio por usted y por su planeta.
Amadiro le miraba con la misma amplia sonrisa de antes pero esta vez todo él era lobo.
Baley y sus robots siguieron a Amadiro. Este salió de la estancia y los cuatro recorrieron un pasillo.
Amadiro se detuvo ante una puerta apenas visible y dijo:
—¿Desea utilizar las instalaciones antes de irse? Por un instante, Baley frunció el ceño con aire de perplejidad, pues no comprendía a qué se refería. Por fin, pareció reconocer la fórmula utilizada por Amadiro, que ya había caído en desuso en la Tierra, y respondió:
—Hubo antiguamente un general, cuyo nombre he olvidado, que, consciente de las necesidades que surgían de modo repentino en los asuntos militares, dijo una vez: «Nunca desprecies la oportunidad de echar una meada.» Amadiro mostró de nuevo su amplia sonrisa y dijo:
—Un excelente consejo. Igual de valioso que mi recomendación de que piense seriamente en lo que acabamos de hablar. Pero... observo que todavía vacila usted. No irá a pensar que le estoy tendiendo una trampa, ¿verdad? Créame, no soy un bárbaro. Es usted mi invitado en este edificio y, aunque sólo sea por esa razón, está usted completamente a salvo.
Baley replicó cautelosamente: —Si vacilo, es porque no estoy seguro de la conveniencia de utilizar su... sus instalaciones, teniendo en cuenta que no soy aurorano.
—Tonterías, mi querido Baley. ¿Qué alternativa tiene? Las necesidades obligan. Por favor, haga uso de ellas. Considérelo una muestra de que no estoy sometido a los prejuicios habituales de los auroranos y de que deseo lo mejor para usted y para la Tierra.
—¿Podría darme otra muestra?—dijo Baley.
—¿A qué se refiere, señor Baley?
—¿Podría demostrarme que también esta por encima de los prejuicios auroranos contra los robots...?
—Aquí no tenemos prejuicios contra los robots—le cortó rápidamente Amadiro.
Baley asintió con un gesto solemne, aceptando visiblemente la corrección y completando la frase:
—...permitiendo a Giskard y Daneel entrar conmigo en el Personal. Ha llegado un momento en que me siento incómodo si no están conmigo.
Por un instante, Amadiro pareció sorprenderse, pero se recuperó casi en seguida y dijo, en un tono de voz que era casi una reprimenda:
—¡Naturalmente, señor Baley!
—Claro que... —añadió éste—quien esté dentro puede protestar enérgicamente. No querría provocar un escándalo.
—No se preocupe, está vacío. Es un Personal para un solo ocupante y, si alguien estuviera utilizándolo, la señal de «ocupado» nos lo haría saber.
—Gracias, doctor Amadiro - dijo Baley. Abrió la puerta y añadió—: Giskard, por favor, entra.
Giskard titubeó visiblemente, pero no protestó y entró en el Personal. Ante un gesto de Baley, Daneel siguió a su compañero pero, al pasar junto a la puerta, asió por el codo a Baley haciéndole entrar con él. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Baley se volvió hacia Amadiro y murmuró:
—Saldré en seguida. Gracias por permitir esto.
Entró en el lugar con toda la despreocupación de que fue capaz, pero aún así sintió un nudo en el estómago. ¿Le esperaba acaso alguna sorpresa desagradable? Sin embargo, Baley encontró vacío el Personal. Ni siquiera había mucho que buscar, pues era más reducido que el del establecimiento de Fastolfe.
Advirtió que Daneel y Giskard permanecían silenciosos uno junto a otro, con la espalda pegada a la puerta, como si pretendieran adentrarse lo menos posible en aquella habitación. Baley intentó hablar con normalidad, pero le salió una especie de graznido. Se aclaró la garganta con innecesaria sonoridad y dijo por fin:
—Podéis entrar más. Y tú, Daneel, no hace falta que guardes silencio. (Daneel había estado en la Tierra y conocía el tabú terrestre respecto a hablar en el Personal.) Daneel demostró inmediatamente que seguía teniendo en cuenta lo que había aprendido y se llevó el índice a los labios.
—Ya sé, ya sé—replicó Baley—, pero olvídalo. Si Amadiro puede saltarse los tabúes de Aurora respecto a la presencia de robots en los Personales, yo puedo hacer lo mismo con los tabúes de la Tierra respecto a hablar en ellos.
—¿No te será incómodo eso, compañero Elijah?—preguntó Daneel en voz baja.
—Ni lo más mínimo—contestó Baley en tono normal. (En realidad, hablar con Daneel, un robot, era distinto. El sonido de voces en el Personal, cuando realmente no había en él otro ser humano, resultaba menos terrible de lo que Baley había pensado. De hecho, no era en absoluto terrible si sólo le acompañaban dos robots, por humaniformes que fuera uno de ellos. Pero Baley no podía decirlo abiertamente, por supuesto. Aunque Daneel carecía de sentimientos que pudieran herirle como a un ser humano, Baley los tenia por A continuación, Baley pensó en otro detalle y tuvo la profunda sensación de estar comportándose como un redomado estúpido.
—¿No será que...?—empezó a decirle a Daneel, en una voz que de repente se había convertido en un susurro—. ¿Estás pidiendo que me calle porque hay micrófonos ocultos en el Personal? No llegó a pronunciar las últimas palabras, que se limitó a formar en sus labios sin emitir sonido alguno.
—Si te refieres, compañero Elijah, a que alguien fuera de esta habitación pueda detectar lo que se habla en su interior por medio de algún aparato de escucha oculto, eso es abso-lutamente imposible.
—¿Por qué imposible? EL depósito del retrete se vació por si mismo con rápida y silenciosa eficacia, y Baley avanzó hacia el lavabo.
—En la Tierra—respondió Daneel—, la densidad de población de las Ciudades hace imposible la intimidad. Allí, escuchar las conversaciones sin querer es muy normal, y parece muy natural el uso de aparatos para hacer más eficaz la escucha. Si un terrícola no desea que nadie le oiga sin querer, sencillamente se calla, y por eso se hace tan obligatorio el silencio en los lugares donde se da un simulacro de intimidad, como sucede con estos sitios a los que denomináis Personales.
»En Aurora, por el contrario, y en todos los mundos espaciales, la intimidad es una realidad y se tiene en gran aprecio. Recordarás Solaría y los extremos casi enfermizos que alcanzaba en ese planeta. Pero incluso en Aurora, que no es como Solaria, los seres humanos se aíslan unos de otros por una extensión de espacio inconcebible en la Tierra, además de por un muro de robots. Romper esa intimidad sería un acto inconcebible.
—¿Quieres decir que poner micrófonos ocultos aquí sería un delito?—preguntó Baley.
—Mucho peor, compañero Elijah. Sería un acto impropio de un caballero aurorano civilizado.
Baley buscó algo con la mirada. Daneel, interpretando mal su intención, sacó una toalla del contenedor, que los ojos no habituados de Baley habrían sido incapaces de localizar inme-diatamente, y se la ofreció.
Baley aceptó la toalla, pero no era ésa la intención de su inquisitiva mirada. Lo que buscaba era un micrófono oculto, pues le resultaba difícil creer que alguien pudiera desechar una ventaja tan a su alcance por la mera razón de que fuera una conducta impropia de gente civilizada. La búsqueda, sin embargo, resultó infructuosa y Baley, bastante abatido, se dio cuenta de que no sería capaz de detectar un micrófono oculto aurorano, aún en el caso de que lo hubiera. No sabría ni qué buscar en aquella cultura tan extraña a él.
Aquel pensamiento le llevó a otro que también le llenaba la mente de suspicacia.
—Dime, Daneel, ya que conoces mejor que yo a los auroranos: ¿Cual crees tú que es la razón de que Amadiro se tome tantas molestias conmigo? Ese hombre me habla con toda tranquilidad, me acompaña hasta la puerta y hasta me ofrece utilizar el Personal, algo que Vasília no hubiera permitido. Parece tener todo el tiempo del mundo para estar conmigo. ¿Es una cuestión de cortesía?
—Muchos auroranos se enorgullecen de su cortesía. Puede que Amadiro sea uno de ellos. En varias ocasiones ha hecho hincapié en que no es un bárbaro.
—Otra pregunta: ¿Por qué crees que ha accedido a que Giskard y tú entrarais aquí conmigo?
—Creo que lo ha hecho para eliminar tus suspicacias de que el ofrecimiento pudiera esconder una trampa.
—¿Y por qué iba a molestarse? ¿Porque le preocupa la posibilidad de que yo experimente una tensión innecesaria?
—Imagino que se trata de otro gesto propio de un caballero aurorano civilizado.
Baley movió la cabeza en señal de negativa.
—Bueno, si en esta habitación hay micrófonos ocultos y Amadiro puede oírme, dejemos que lo haga. Yo no le considero un aurorano civilizado. Ha dejado perfectamente claro que, si no abandono la investigación, hará todo lo posible para que la Tierra en su conjunto sufra las consecuencias. ¿Es eso propio de un caballero civilizado? ¿O más bien de un chantajista increíblemente brutal —
—Un caballero aurorano puede considerar necesario formular amenazas pero en tal caso, las expresará con toda caballerosidad.
—Como ha hecho Amadiro—añadió Baley—. Así pues, lo que señala al caballero es el modo de expresarse, y no el contenido de sus palabras, ¿no es así? Sin embargo, puede ser también que, en tu calidad de robot, no puedas criticar a un ser humano. ¿Es así, Daneel?
—Desde luego, no me sería fácil hacerlo—respondió el robot—. No obstante, ¿puedo hacerte una pregunta, compañero Elijah? ¿Por qué le has pedido permiso para que el amigo Giskard y yo entráramos contigo? Hasta ahora, me había parecido que eras un poco reacio a creer que estuvieses en peligro. ¿Has decidido ahora que no estas seguro salvo en nuestra presencia?
—No, Daneel, en absoluto. Ahora mismo, estoy convencido de que no corro peligro y de que no lo he corrido antes.
—Sin embargo, tu actitud al entrar aquí ha sido de manifiesta suspicacia, compañero Elijah. Te has puesto a inspeccionar la habitación.
—¡Naturalmente! —contestó Baley—. He dicho que no corro peligro, no que éste no exista.
—Creo que no entiendo la diferencia, compañero Elijah —dijo Daneel.
—Ya te lo explicaré después Daneel. Todavía no estoy del todo seguro de si aquí hay algún micrófono oculto o no.
Baley había terminado de asearse y exclamó:
—Bien, Daneel, creo que he pasado mucho tiempo aquí dentro. No me he dado ninguna prisa. Ahora ya estoy preparado para salir ahí fuera, y me pregunto si Amadiro estará todavía esperándonos después de tanto rato, o si habrá delegado en algún servidor para que se ocupe de acompañarnos a la puerta. Después de todo, Amadiro es un hombre muy ocupado y no puede dedicarme todo el día. ¿Qué opinas tú, Daneel?
—Lo más lógico sería que Amadiro hubiera delegado la tarea.
—¿Y tú, Giskard? ¿Qué opinas tú?
—Estoy de acuerdo con el amigo Daneel, aunque según mi experiencia los seres humanos no siempre actúan como sería lógico.
—Por mi parte—añadió Baley—, sospecho que Amadiro está esperándonos con mucha paciencia. Si algo le ha empujado a perder tanto tiempo con nosotros, creo que ese impulso, sea el que sea, todavía no se ha debilitado.
—No sé cuál podría ser ese impulso al que te refieres, compañero Elijah—dijo Daneel.
—Yo tampoco, Daneel—añadió Baley—, lo cual me molesta bastante. Pero abramos la puerta y comprobémoslo.
Amadiro les estaba esperando ante la puerta, exactamente donde Baley le había dejado. Esbozó una sonrisa sin demostrar el menor signo de impaciencia. Baley no pudo por menos que lanzarle una mirada de complicidad a Daneel, quien respondió con una total impasibilidad.
—Ha sido una lástima, señor Baley, que no haya dejado fuera a Giskard cuando ha entrado en el Personal. Yo podía haber conocido a ese robot en otros tiempos, cuando Fastolfe y yo estábamos en mejores relaciones, pero por alguna razón no fue así. Fastolfe fue mi maestro cierto tiempo, ¿sabe usted?
—¿De veras?—contestó Baley—. No estaba al corriente de eso.
—No tenia usted por qué estarlo, a menos que alguien se lo hubiera dicho, y supongo que en el corto tiempo que lleva en el planeta difícilmente habrá tenido tiempo de conocer trivialidades como ésta. He pensado que no podrá usted considerarme un buen anfitrión si no aprovecho su estancia en el Instituto para mostrárselo.
—No se moleste—intentó negarse Baley, algo tenso—. Además, tengo que...
—Insisto—dijo Amadiro, con cierta premura en la voz—. Llegó usted a Aurora ayer por la mañana y dudo que se quede en el planeta mucho tiempo más. Quizás ésta sea la única oportunidad que tendrá jamás de echar un vistazo a un laboratorio moderno dedicado a tareas de investigación sobre robótica.
Enlazó su brazo con el de Baley y continuó hablando a éste con gran familiaridad. («Parloteando» fue el término que le vino a la cabeza al asombrado Baley) Ya está usted aseado y ha satisfecho sus restantes necesidades—comentó Amadiro—. Quizás quiera interrogar a alguno de nuestros roboticistas, y me alegraría que lo hiciera, pues estoy dispuesto a demostrar que no he puesto ningún obstáculo en su camino durante el corto lapso de tiempo en que todavía se le permitirá llevar a cabo la investigación. De hecho, no hay razón para que no cene con nosotros, señor Baley.
—Si me permite la interrupción, señor... —intervino Giskard.
—¡No la permito!—exclamó Amadiro con inconfundible firmeza. El robot permaneció en silencio.
—Mi querido señor Baley, yo comprendo bien a esos robots. ¿Quién podría conocerlos mejor, aparte del desgraciado doctor Fastolfe, naturalmente? Giskard, estoy seguro, iba a recordarle alguna cita, alguna promesa, algún asunto, y nada de ello tiene la menor importancia. Dado que la investigación está a punto de darse por concluida, le aseguro que nada de cuanto Giskard quisiera recordarle tiene ningún interés. Olvidémonos de todas esas tonterías y, por un rato, seamos amigos.
»Debe usted comprender, mi buen señor Baley—prosiguió—, que estoy muy interesado en la Tierra y sus costumbres. No es precisamente el tema más popular en Aurora, pero yo lo encuentro fascinante. Me interesa especialmente la historia antigua de la Tierra, los días en que había cien idiomas y la lengua Estándar Interestelar todavía no se había desarrollado. Por cierto, ¿puedo felicitarle por su dominio del Interestelar? »Venga por aquí—añadió, al tiempo que doblaba una esquina—. Iremos a la sala de simulación de caminos, que tiene una extraña belleza. Quizás podamos asistir a una prueba con un modelo a escala natural. Resulta de lo más espectacular. Pero estábamos hablando de su dominio del Interestelar... Esa es una de tantas supersticiones de Aurora referidas a la Tierra. Aquí se dice que los terrícolas hablan una versión casi incomprensible del idioma Interestelar. Cuando dieron ese programa de hiperondas acerca de usted, hubo muchos que dijeron que los actores no podían ser terrícolas de verdad porque se comprendía lo que decían. Sin embargo, yo también le entiendo a usted perfectamente.
Sonrió al decir eso. Después, continuó en tono confidencial:
—He intentado leer a Shakespeare, pero no sé leer el idioma original y la traducción me parece curiosamente sosa. No puedo sino considerar que la culpa está en la traducción, y no en Shakespeare. Con Dickens y Tolstoi me va bastante mejor, quizás porque es prosa, aunque los nombres de los personajes me resultan en ambos casos prácticamente im-pronunciables.
»Lo que intento explicarle, señor Baley, es que soy amigo de la Tierra. De verdad. Deseo lo mejor para ella, ¿me entiende? Amadiro miró a Baley y en sus ojos volvió a reflejarse la ferocidad de lobo. Baley alzó la voz cortando la suave sucesión de frases de su interlocutor.
—Me temo que no puedo acceder a su proposición, doctor Amadiro. Debo atender a mis asuntos y ya no tengo más preguntas que hacerle a usted ni a nadie del Instituto. Si es usted. ..
Hizo una pausa. Percibió en el aire un leve y curioso rumor y alzó la mirada, desconcertado.
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?—preguntó Amadiro—. Yo no oigo nada. —Se volvió hacia los robots, que habían seguido los pasos de los dos hombres en profundo silencio—. ¡Nada! —repitió enérgicamente—. ¡Nada! Baley se dio cuenta de que las palabras de Amadiro aquí valían a una orden. Ninguno de los robots estaba ahora en situación de afirmar que había oído el sonido, pues ello esta ría en abierta contradicción con lo expresado por un ser humano, salvo que el propio Baley diera una orden contraría a la de Amadiro. Y Baley estaba seguro de que no podría hacerlo con la suficiente habilidad frente a la profesionalidad de Amadiro.
Sin embargo, eso no importaba. El había oído algo, y no era un robot; a él no se le podía ordenar que no lo oyera, y replicó:
—Según sus propias palabras, doctor Amadiro, dispongo de poco tiempo. Razón de más para que deba...
Oyó de nuevo el rumor, esta vez más fuerte. Con un tono agudo y cortante en la voz, Baley exclamó:
—Eso es, supongo, precisamente lo que no ha oído usted hace un momento y lo que ahora aparenta de nuevo no oír. Déjeme ir, señor, o pediré ayuda a los robots.
Amadiro soltó de inmediato la mano con la que retenía a Baley por el brazo.
—Bien, amigo mío, no tenia usted más que pedirlo. Ven ya. Le llevaré a la salida más próxima y, si vuelve a Aurora alguna vez, lo cual me parece en extremo improbable, haga el favor de venir por aquí y daremos ese paseo por el Instituto que le he prometido.
Caminaban más de prisa. Descendieron por la rampa helicoidal, tomaron por un pasillo hacia el espacioso vestíbulo, ahora vacío, y llegaron hasta la puerta por la que habían entrado en el edificio.
Los ventanales del vestíbulo estaban totalmente oscuros. ¿Era posible que ya fuera de noche? No era así. Oyó a Amadiro murmurar por lo bajo:
—¡Maldito tiempo! Han vuelto a oscurecer las ventanas. —Se volvió hacia Baley y añadió—: Imagino que está lloviendo. Lo han dicho en la previsión meteorológica y los pronósticos suelen acertar. Sobre todo, cuando indican mal tiempo.
La puerta se abrió y Baley dio un brinco hacia atrás con un jadeo. Sintió el viento frío que se coló en el vestíbulo y vio que las copas de los árboles se agitaban de un lado a otro, como látigos, contra el cielo, un cielo no de color negro, sino gris, un gris intenso.
De él caía agua de forma torrencial. Y mientras Baley contemplaba la lluvia, espantado, un destello de luz surcó el firmamento con una cegadora claridad y volvió a llegar hasta él aquel rumor, convertido esta vez en un estampido, como si el destello luminoso hubiera partido el cielo en dos y el rumor fuera el ruido resultante.
Baley dio media vuelta y echó a correr por donde había venido, gimoteando.
OTRA VEZ DANEEL Y GISKARD
Baley sintió el fuerte abrazo de Daneel justo por debajo de las axilas. Se detuvo y se obligó a dejar de emitir aquellos gemidos infantiles. Notó que estaba temblando.
—Compañero Elijah—dijo Daneel con gran respeto—, es una tormenta. Esperada, pronosticada, normal.
—Ya lo se—susurró Baley.
En efecto, lo sabia perfectamente. Tormentas como aquélla aparecían descritas innumerables veces en los libros que había leído, tanto en obras de ficción como de otro tipo. Las había visto incluso en hologramas o en los programas de hiperondas. Con imágenes, sonido y todo lo demás.
Sin embargo, la tormenta real, la imagen y el sonido verdaderos, nunca habían penetrado en las profundidades de la Ciudad y Baley no había experimentado jamás en su vida algo semejante.
Pese a todo cuanto conocía—intelectualmente—acerca de las tormentas, no podía afrontarla—visceralmente—en la realidad. Pese a las descripciones, a los comentarios, a las imágenes de las pequeñas pantallas de los receptores- pese a todo ello, Baley nunca hubiera creído que los destellos fueran tan brillantes y que desgarraran de aquel modo el cielo que el sonido tuviera un tono tan grave y lleno de vibraciones al extenderse por un mundo vacío, que tanto el destello como el ruido fueran tan repentinos y que la lluvia fuera como un cubo de agua que se derramara de modo interminable —¡No puedo salir con eso ahí fuera!—murmuró con voz desesperada.
—No será necesario—contestó Daneel con aire de urgencia—. Giskard traerá aquí el planeador. Lo pondremos justo en la puerta para ti. No te caerá encima una gota de lluvia, compañero Elijah.
—¿Por qué no esperamos hasta que termine?
—Seguramente no es muy aconsejable hacerlo. La lluvia seguirá por lo menos hasta bien entrada la madrugada y, si el Presidente llega mañana por la mañana, como ha dicho el doctor Amadiro, sería mejor pasar las próximas horas consultando con el doctor Fastolfe.
Baley se obligó a dar media vuelta, con el rostro en la dirección de la que deseaba escapar, y clavó sus ojos en Daneel. Este parecía profundamente preocupado, pero Baley pensó con desmayo que la actitud que creía ver en ellos no era sino el resultado de su propia interpretación. El robot Daneel no tenia emociones, sino meros impulsos positrónicos que imitaban tales emociones. (Y quizá los seres humanos tampoco tenían sentimientos, sino meros impulsos neurológicos que eran interpretados como tales.) Por alguna razón, advirtió que Amadiro se había ido.
—Amadiro me ha retrasado deliberadamente, invitándome a utilizar el Personal, charlando conmigo de tonterías y evitando que Giskard o tú me interrumpierais para advertirme de la tormenta. Creo que ha dejado de insistir en que fuéramos a dar esa vuelta por el edificio o en que cenara con él sólo cuando ha oído la tormenta. Seguro que estaba esperan do eso.
—Así parece. Y si ahora te quedas aquí, quizás estés haciendo lo que él deseaba.
—Tienes razón—asintió Baley, exhalando un profundo suspiro—. Tengo que salir de aquí como sea.
A duras penas consiguió dar un paso hacia la puerta, que todavía estaba abierta mostrando un panorama de lluvia torrencial sobre un fondo de un color gris plomizo. Dio otro paso. Y otro más, apoyado pesadamente en Daneel.
Giskard aguardaba silencioso e inmóvil junto a la puerta.
Baley se detuvo y cerró los ojos un momento. Luego dijo en voz muy queda, casi más para sí que para que le oyera Daneel:
—Tengo que hacerlo.
Y siguió avanzando.
—¿Se encuentra bien, señor?—preguntó Giskard.
Baley pensó que era una pregunta estúpida, dictada por la programación del robot; aunque, bien mirado, no era peor que muchas preguntas formuladas por los seres humanos, que a veces resultaban tremendamente inadecuadas debido a la programación de las normas de urbanidad.
—Si—contestó con una voz que trató que fuera algo más que un ronco susurro, sin conseguirlo. Era inútil responder a su estúpida pregunta ya que Giskard, pese a ser un robot, seguramente se daba cuenta de que Baley no estaba bien y que su contestación era una clara mentira.
No obstante, la respuesta de Baley fue recibida. y aceptada, lo que permitió a Giskard dar el paso siguiente.
—Voy a buscar el planeador y lo traeré hasta la puerta —dijo el robot.
—¿Funcionará con todo este... con el agua que cae?
—Si, señor. No se trata de una tormenta fuera de lo normal.
Giskard se alejó, avanzando imperturbable bajo la lluvia. Los relámpagos estallaban casi continuamente y los truenos formaban un sordo gruñido que se elevaba en un crescendo cada pocos minutos.
Por primera vez en su vida, Baley sintió envidia de los robots. Se imaginó lo que sería poder caminar bajo aquel diluvio, ser indiferente al agua, a las imágenes, a los sonidos ser capaz de hacer caso omiso de lo que le rodeaba y llevar una pseudo vida absolutamente valiente, y no conocer el miedo al dolor o a la muerte, pues el dolor y la muerte no existían.
Y, no obstante, ser incapaz de poseer originalidad de pensamiento, ser incapaz de tener destellos imprescindibles de intuición.. .
¿Valían estos dones el precio que la humanidad pagaba por ellos? En aquel momento, Baley no estaba seguro. Sabia que cuando dejara de sentir aquel pánico, volvería a él la convicción de que ningún precio era demasiado alto para ser un hombre. Sin embargo, ahora que no experimentaba sino los fuertes latidos de su corazón y la paralización de su mente no pudo evitar preguntarse de qué servia ser un hombre si no podía superar aquellos terrores tan profundamente arraiga dos, aquella intensa agorafobia.
Y en cambio, había pasado gran parte de aquellos dos días en el Exterior y se había sentido casi a gusto.
Pese a todo, no había podido vencer su temor. Ahora lo comprendía. Lo había reprimido pensando intensamente en otras cosas, pero la tormenta le había privado de toda capacidad de concentración.
No podía permitirlo. Si todo lo demás—pensamiento, orgullo, voluntad— resultaba inútil, tendría que conseguirlo ayudándose de la vergüenza. No podía seguir demostrando aquel hundimiento personal bajo la mirada impersonal y superior de los robots. La vergüenza tendría que ser más fuerte que el miedo.
Notó el potente brazo de Daneel rodeándole la cintura y la vergüenza le impidió hacer lo que más deseaba en aquel instante: volverse y ocultar el rostro en el pecho del robot. Quizá si Daneel hubiera sido humano no habría podido resistirse a hacerlo...
Casi había perdido el contacto con la realidad, pues oyó la voz de Daneel como si le llegara desde una gran distancia. Las palabras del robot le parecieron cargadas de algo parecido al pánico.
—Compañero Elijah, ¿me oyes? La voz de Giskard, tan lejana como la anterior, añadió:
—Deberíamos llevarle.
—No—murmuró Baley—. Dejadme caminar.
Quizá los robots no le oyeron. O quizá no llegó a pronunciar la frase, sino que sólo creyó hacerlo. Sintió que le levantaban del suelo. Su brazo izquierdo quedó colgando inerte y luchó por levantarlo, por asirse con él al hombro de alguien, por incorporarse de cintura para arriba, por volver a tocar el suelo con los pies y sostenerse en pie.
Pero su brazo izquierdo siguió colgando inerte y su lucha resultó inútil.
De alguna manera, tuvo conciencia de que avanzaba sin tocar el suelo y notó un chorro de humedad en el rostro. No era realmente agua, sino una corriente de aire húmedo. Después sintió la presión de una superficie dura contra su costado izquierdo, y la de otra más elástica en el costado derecho. Estaba en el planeador, de nuevo entre Giskard y Daneel. Lo que más podía apreciar era que Giskard estaba muy mojado.
Notó un nuevo chorro de aire caliente sobre él. Entre la semioscuridad del exterior y la película de agua que corría por el cristal, creyó que ya habían vuelto opacas las ventanillas del planeador hasta que, instantes después, Giskard pro cedió a oscurecerlas realmente y se hizo en el vehículo una total oscuridad. El suave ronroneo del propulsor del aparato al elevarse de la hierba apagó el rumor de los truenos y pareció devolverle a la realidad.
—Disculpe la molestia de estar mojado, señor—decía Giskard—. Me secaré rápidamente. Aguardaremos aquí un momento hasta que se recupere.
Baley respiraba ya con mayor facilidad. Se sentía maravillosa y cómodamente enclaustrado. «Que me devuelvan mi Ciudad—pensó—. Olvidad el universo y dejad que los espaciales lo colonicen. La Tierra es lo único que necesitamos.» Y mientras lo pensaba, supo que era su locura la que hablaba, no él.
Sintió la necesidad de mantener ocupada su mente.
—Daneel—dijo débilmente.
—¿Si, compañero Elijah?
—Respecto al Presidente. ¿Tu crees que Amadiro juzgaba correctamente la situación al suponer que el Presidente pondrá término a la investigación, o quizás estaba dejándose llevar por sus deseos?
—Puede que el Presidente, efectivamente, se entreviste con los doctores Fastolfe y Amadiro para discutir el asunto, compañero Elijah. Sería el procedimiento normal para dilucidar una disputa de este tipo. Existen numerosos precedentes.
—¿Pero por qué?—preguntó Baley con un hilo de voz—. Si Amadiro es tan convincente, ¿por qué el Presidente no se limita a ordenar simplemente que la investigación se interrumpa?
—El Presidente—respondió Daneel—, está en una situación política difícil. En principio, estuvo de acuerdo en que fueras traído a Aurora a petición del doctor Fastolfe y no puede cambiar de idea de la noche a la mañana, so pena de parecer débil e indeciso... y sin irritar al doctor Fastolfe, que todavía es una figura muy influyente en la Asamblea Legislativa.
—Entonces, ¿por qué no rechaza sin más la petición de Amadiro?
—El doctor Amadiro también tiene influencia, compañero Elijah, y es posible que llegue a tener todavía más. El Presidente debe mediar entre ambas partes, escuchándolas y dando al menos una apariencia de haberlas consultado antes de tomar una decisión.
—¿Basada en qué?
—En las circunstancias del caso, debe presumirse.
—Entonces, mañana por la mañana debo contar con algo que pueda convencer al Presidente para respaldar a Fastolfe, en lugar de desacreditarle. Si lo consigo, ¿significará eso una victoria?
—El Presidente no es todopoderoso—contestó Daneel—, pero su influencia es grande. Si respalda claramente al doctor Fastolfe, y dadas las circunstancias políticas actuales, el doctor Fastolfe recibirá probablemente el apoyo de la Asamblea Legislativa.
Baley notó que empezaba a razonar con claridad otra vez.
—Eso parece suficiente para explicar el interés de Amadiro en retrasar nuestra salida. Debe de haber pensado que yo todavía no tenia nada que ofrecer al Presidente y que únicamente precisaba retrasarme lo más posible para impedirme encontrar algo en el tiempo que queda.
—Así parece, compañero Elijah.
—Y sólo me ha dejado ir cuando ha creído que la tormenta me seguiría reteniendo allí.
—Puede ser, compañero Elijah.
—En ese caso, no podemos dejar que la tormenta nos detenga.
—¿Dónde quiere que le llevemos, señor?—preguntó Giskard con voz tranquila.
—Vamos otra vez al establecimiento del doctor Fastolfe.
—¿Podemos aguardar un momento mas, compañero Elijah? ¿Piensas decirle al doctor Fastolfe que no puedes continuar la investigación?
—¿Por qué lo dices?—preguntó Baley en tono cortante. Su voz irritada y aguda era una muestra de su recuperación.
—Es sólo que temo—contestó Daneel—que has olvidado por un momento que el doctor Amadiro te ha urgido a hacerlo, por el bien de la Tierra.
—No lo olvido—replicó Baley con aire severo—, y me sorprende que pienses que sus palabras pueden influenciarme, Daneel. Fastolfe debe ser exonerado de esas acusaciones y la Tierra debe enviar sus colonizadores a la galaxia. Si este proyecto esta en peligro por causa de los globalistas, debemos afrontar dicho peligro.
—Pero, en ese caso, ¿por qué volver al doctor Fastolfe, compañero Elijah? No creo que tengamos nada importante de que informarle. ¿No hay alguna dirección en la que podamos continuar nuestras investigaciones antes de acudir al doctor Fastolfe? Baley se incorporó en el asiento y puso una mano sobre Giskard, que ya estaba totalmente seco. Con voz absolutamente normal, comentó:
—Estoy contento con los progresos que ya he hecho, Daneel. Sigamos, Giskard. Al establecimiento de Fastolfe.
Y a continuación, apretando los puños y tensando el cuerpo, Baley añadió:
—Otra cosa, Giskard. Aclara los cristales. Quiero verle el rostro a esa tormenta.
Baley contuvo la respiración preparándose para la transparencia de los cristales. El pequeño recinto del planeador dejaría de estar totalmente cerrado, y Baley ya no estaría rodeado por impenetrables muros.
Cuando las ventanillas quedaron transparentes, hubo un destello de luz que apareció y se apagó tan rápidamente que no hizo más que oscurecer el mundo por contraste Baley no pudo evitar encogerse en el asiento mientras intentaba prepararse para el trueno que, un par de segundos después, retumbó a su alrededor.
—La tormenta no empeorará, y dentro de poco remitirá —dijo Daneel con voz reposada.
—No me importa si remite o no—masculló Baley con labios temblorosos—. Vámonos.
Baley trataba, por su propio bien, de mantener la apariencia de un ser humano encargado de dos robots El planeador se elevó ligeramente y de inmediato inició un movimiento lateral que inclinó el aparato de tal modo que Baley se encontró casi encima de Giskard
—¡Endereza el vehículo, Giskard!—gritó Baley Daneel pasó un brazo alrededor del hombro de Baley y tiró de él hacia atrás con suavidad. Su otra mano estaba agarrada a un asa situada en la carrocería del planeador.
—No es posible, compañero Elijah—le informó Daneel—. Hay un viento bastante fuerte.
Baley notó que se le erizaba el cabello.
—¿Quieres decir... que vamos a estrellarnos?
—No, naturalmente que no—le tranquilizó Daneel—. Si el vehículo fuera antigravitatorio, forma de tecnología que no existe, por supuesto, y si su masa y su inercia estuvieran eliminadas, entonces sería arrastrado en el aire como una pluma. Por el contrario, nosotros retenemos toda nuestra masa incluso cuando los propulsores nos elevan en el aire o nos posan en tierra, así que nuestra inercia se opone al viento. Sin embargo, el viento nos hace desviarnos un poco, aunque Giskard mantiene el vehículo absolutamente bajo control.
—Pues no lo parece.
Baley percibió un leve silbido, que imaginó sería el viento arremolinándose alrededor del planeador mientras éste se abría camino entre la enfurecida atmósfera. Entonces, el vehículo dio una sacudida y Baley, sin poderlo evitar, se agarró al cuello de Daneel en un abrazo desesperado.
Daneel aguardó un momento. Cuando Baley recuperó la respiración y aflojó un poco el abrazo, Daneel se liberó fácilmente de éste al tiempo que intensificaba levemente la presión de su propio brazo alrededor de Baley.
—Para mantener el rumbo, compañero Elijah—dijo Daneel—, Giskard tiene que contrarrestar el viento dando órdenes asimétricas a los propulsores. Se da más intensidad a los chorros de un lado para que mantengan equilibrado el planeador contra el viento, y esos chorros tienen que ajustar la fuerza y dirección conforme el propio viento cambia de intensidad o dirección. No hay nadie mejor para hacerlo que Giskard pero, incluso así, de vez en cuando hay alguna des compensación y por eso notamos una sacudida. Tienes que perdonar, pues, a Giskard si no participa en nuestra conversación. Tiene toda su atención centrada en el planeador.
—¿Es... es seguro?—Baley sintió que su estómago se encogía ante la idea de jugar de aquel modo con el viento. Se sentía tremendamente contento de no haber comido desde hacía varias horas. No podía, ni se atrevía, a marearse en los limitados confines del planeador. Sólo pensar en ello le hizo sentirse peor e intentó concentrarse en otras cosas. Pensó que estaba en la Tierra, corriendo en las pistas de transporte. Se imaginó corriendo de una pista a la siguiente, más rápida, y luego a la tercera, todavía más rápida, y de nuevo a las más lentas, inclinándose expertamente contra el viento hacia un lado o hacia el otro en una dirección cuando uno rapideaba (extraña palabra que solamente utilizaban los corredores de pistas), y en la otra, cuando uno frenaba. En sus años mozos, Baley podía hacerlo sin detenerse y sin cometer errores.
Daneel se había adaptado a ello sin ningún problema y, en la única ocasión que Baley y él habían corrido las pistas juntos, Daneel lo había hecho perfectamente. ¡Pues bien, aquello era lo mismo!, pensó Baley. ¡El planeador estaba corriendo las pistas! ¡Era lo mismo, si! ¡Afortunadamente! No era exactamente lo mismo, por supuesto. En la Ciudad, la velocidad de las pistas era fija e inamovible. La dirección e intensidad del viento era perfectamente calculable ya que sólo era resultado del movimiento de las pistas. En cambio aquí, en medio de la tormenta, el viento actuaba a su voluntad o, más bien, dependía de tantas variables (Baley intentaba deliberadamente aplicar la mayor lógica posible) que parecía tener voluntad propia, y Giskard tenia que contar con ello. Eso era todo. No consistía más que en otra carrera por las pistas, con una complicación añadida: estas pistas auroranas se movían a velocidades variables, con cambios muy acusados.
—¿Y si chocamos contra un árbol? —murmuró Baley.
—Es muy improbable, compañero Elijah. Giskard es demasiado buen piloto para que le suceda eso. Además, sólo volamos muy poco por encima del suelo, así que los propulsores son particularmente potentes.
—Entonces, podemos chocar contra una roca. Acabaremos aplastados debajo.
—No chocaremos contra ninguna roca, compañero Elijah.
—¿Por qué no? ¿Cómo diablos puede ver Giskard por dónde va?—preguntó Baley al tiempo que escrutaba la oscuridad delante suyo.
—Aún no ha anochecido y hay un poco de luz que atraviesa las nubes—dijo Daneel—. Es suficiente para que veamos con la ayuda de nuestros faros. Y cuando se haga más oscuro, Giskard dará más intensidad a los faros
—¿Qué faros?—preguntó Baley en tono rebelde.
—Tú no los percibes demasiado porque tienen un fuerte componente de infrarrojos, a los cuales los ojos de Giskard son sensibles mientras que los tuyos no pueden verlos. Más aún, el infrarrojo es más penetrante que las ondas de luz más cortas y por ello, resulta más eficaz que la luz normal en condiciones de lluvia, niebla o humo. Baley consiguió sentir cierta curiosidad, incluso a pesar de su inquietud.
—¿Y tus ojos, Daneel?
—Mis ojos, compañero Elijah, han sido diseñados para ser lo más similares posible a los humanos. En este momento, quizás es lamentable.
El planeador tembló y Baley se descubrió conteniendo la respiración otra vez. Con un susurro, dijo:
—Los ojos de los espaciales todavía siguen adaptados al sol de la Tierra, aunque no suceda lo mismo con los robots. Eso es bueno, si les ayuda a recordar que descienden de los terrícolas.
Su voz se apagó. Estaba oscureciendo. Ahora ya no veía nada, y los destellos intermitentes tampoco iluminaban nada. Simplemente, cegaban a quien mirase. Cerró los ojos, pero eso no le ayudó, pues aún sentía con más intensidad los truenos, furiosos y amenazadores.
¿No iban a terminar nunca? ¿No sería preferible que se detuvieran hasta que hubiese pasado lo peor de la tormenta?
—El vehículo no responde bien—dijo de pronto Giskard.
Baley notó que avanzaban de modo desigual, como si el planeador circulara sobre ruedas en un terreno sin apisonar.
—¿Puede deberse a la tormenta, amigo Giskard?
—Me parece que no, amigo Daneel. Y tampoco es probable que el vehículo pueda sufrir una avería de este tipo a causa de esta o de cualquier otra tormenta.
Baley asimiló el diálogo con dificultad.
—¿Avería?—murmuró—. ¿Qué tipo de avería?
—Yo diría que el compresor pierde, señor, pero lentamente —contestó Giskard—. No es resultado de una rotura normal.
—Entonces, ¿cómo se ha producido? —preguntó Baley.
—Puede que sea una avería provocada, quizás mientras el vehículo estaba ante el Edificio de Administración. Por otra parte, hace un rato que he advertido algo extraño: un vehículo nos sigue, poniendo toda su atención en no adelantarnos.
—¿Por qué razón, Giskard?
—Una posibilidad, señor, es que estén aguardando a que nuestro planeador se averíe definitivamente.
El movimiento del planeador se hacia cada vez más desigual.
—¿Podemos llegar hasta el establecimiento del doctor Fastolfe?
—Me temo que no, señor.
Baley intentó poner en acción su desordenado cerebro.
—En ese caso—dijo—, me he equivocado completamente al juzgar las razones de Amadiro para retrasarnos. Estaba reteniéndonos mientras uno o más de sus robots averiaban el planeador de tal modo que nos quedáramos plantados en mitad de la tormenta y en terreno despoblado.
—¿Por qué iba a hacerlo?—dijo Daneel, mostrando su sorpresa—. ¿Para cogerte? En cierto modo, ya te tenia, compañero Elijah.
—Amadiro no me quiere a mí. Nadie me quiere a mi —murmuró Baley con una irritación un tanto débil—. El peligro lo corres tú, Daneel.
—¿Yo, compañero Elijah?
—¡Si, Daneel, tú! Giskard, busca un lugar seguro para detenerte y, en cuanto lo hayas hecho, Daneel debe salir del vehículo y correr a refugiarse en lugar seguro.
—Eso es imposible, compañero Elijah —respondió Daneel—. No puedo dejarte mientras te sientas mal, y menos si alguien nos persigue y puede hacerte daño
—Daneel—replicó Baley—, esa gente te busca a ti. Tienes que irte. En cuanto a mi, permaneceré en el planeador. No correré peligro.
—¿Cómo puedo estar seguro?
—¡Por favor! ¡Por favor! ¿Cómo puedo explicártelo si todo se mueve...? Daneel—insistió Baley mientras intentaba desesperadamente mantener un tono de voz tranquilo—, tú eres el individuo más importante de este planeador, mucho más importante que yo y Giskard juntos. No es únicamente que me preocupe por ti y procure que no te suceda ningún daño: toda la humanidad depende de ti. No te preocupes por mi; yo sólo soy un individuo. Preocúpate por miles de millones. Daneel, por favor...
Baley notó que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. ¿O era el planeador? ¿Estaba a punto de averiarse definitivamente? ¿O era Giskard que perdía el control? ¿O quizás estaba tratando de escapar? Baley dejó de preocuparse. ¡Dejó de preocuparse! Que el planeador se estrellase, que se destrozara en pedazos. Prefería el olvido, cualquier cosa que le liberara de aquel terrible pánico, de aquella total imposibilidad de reconciliarse con el universo.
Y sin embargo, antes tenia que asegurarse de que Daneel escapaba sin sufrir daños. ¿Pero cómo? Todo era irreal y no iba a ser capaz de explicarles nada a aquellos robots. La situación le parecía absolutamente clara pero, ¿cómo podía trasmitir aquella claridad de ideas a los robots, a aquellos no humanos que no entendían nada salvo sus Tres Leyes y que antes dejarían que la Tierra entera, y, a largo plazo, toda la humanidad se fueran al infierno, que dejar de ocuparse del hombre que tenían ante sus narices? ¿Por qué se habrían inventado los robots? Y entonces, sorprendentemente, Giskard—el inferior de los dos—vino en su ayuda.
—Amigo Daneel—dijo el robot en su voz monocorde—, no voy a poder mantener el planeador en funcionamiento mucho más tiempo. Quizá sería aconsejable actuar como dice el señor Baley. Te acaba de dar una orden muy terminante.
—¿Acaso puedo dejarle mientras se encuentra mal, amigo Giskard?—replicó Daneel, perplejo.
—No puedes llevarle contigo con esta tormenta, amigo Daneel. Además, parece tan ansioso de verte marchar que quizás le causes daño si te quedas aquí.
Baley se sintió renacer.
—Si, si—consiguió decir—. Haz lo que dice Giskard. Escucha, Giskard, ve con él, escóndele, asegúrate de que no vuelva... y entonces regresa por mi.
—Eso no puede ser, compañero Elijah—dijo Daneel en tono enérgico—. No podemos dejarte aquí solo, desprotegido y desatendido.
—No hay peligro. No corro ningún peligro. Haz lo que digo. ..
Giskard dijo:
—El vehículo que nos sigue probablemente va conducido por robots. Los seres humanos dudarían en salir bajo esta tormenta. Y los robots no harían daño al señor Baley.
—Podrían llevárselo—replicó Daneel.
—Con esta tormenta no, amigo Daneel, pues evidentemente le causarían daño haciéndolo. Voy a detener el planeador ahora, amigo Daneel. Tienes que estar preparado para hacer lo que ordena el señor Baley. Yo también lo haré.
—¡ Bien!—murmuró Baley—. ¡ Bien! Se sentía agradecido a aquel cerebro simple al que podía convencer con más facilidad y al que le faltaba la capacidad de perderse y titubear por cuestiones de cortesía.
Pensó vagamente en Daneel, atrapado entre la percepción del malestar de Baley y la urgencia de la orden, y en su cerebro sumido en conflicto.
«No, no, Daneel. Limítate a hacer lo que digo y no le des más vueltas», pensó Baley. Sin embargo, le faltó la energía, y casi la voluntad, para formular la orden con palabras y dejó que siguiera en su cerebro como mero pensamiento.
El planeador tomó tierra con un golpe, y se oyó un breve y sordo ruido mientras el aparato se arrastraba unos metros sobre el terreno.
Las puertas se abrieron inmediatamente, una a cada lado y al cabo de un instante se cerraron con un suave sonido. En un abrir y cerrar de ojos, los robots habían desaparecido. Una vez tomada su decisión, no demostraron ninguna duda y se alejaron a una velocidad que los seres humanos no podían imitar.
Baley inspiró profundamente y se estremeció. El planeador era ahora firme como una roca. Formaba parte del suelo.
De pronto se dio cuenta de que su malestar se había debido en gran parte al movimiento del vehículo, a la sensación de inestabilidad, de no estar conectado con el universo sino a merced de fuerzas inanimadas y ciegas.
Ahora, en cambio, todo estaba quieto y abrió los ojos.
No se había dado cuenta de que hasta entonces los había tenido cerrados.
Seguía relampagueando en el horizonte y los truenos formaban un murmullo apagado mientras el viento, al topar ahora con un objeto más resistente o menos aerodinámico que cuando el vehículo estaba en el aire, soplaba con un silbido más acusado.
Había oscurecido. Los ojos de Baley no eran más que humanos y no percibían luces de ninguna clase, salvo el destello ocasional de los relámpagos. Seguramente, el sol ya se había puesto y la capa de nubes debía de ser muy tupida.
Por primera vez desde que abandonara la Tierra, Baley estaba solo.¡Solo! Baley se había sentido demasiado enfermo, demasiado fuera de si, para darse perfecta cuenta de ello. Incluso ahora se encontró luchando por razonar qué debería haber hecho y qué podría haber hecho, de haberle quedado en su vacilante cerebro capacidad para algo más que para conseguir que Daneel se fuera.
Por ejemplo, no había preguntado dónde se encontraba ahora, qué había en las cercanías o adónde pensaban dirigirse Daneel y Giskard. Desconocía el funcionamiento de cualquier detalle del planeador. Naturalmente, no podía ponerlo en marcha, pero quizás hubiera podido conectar la calefacción si le entraba frío, o desconectarla si sentía demasiado calor; sin embargo, no tenia la más remota idea de cómo ordenar a la máquina que lo hiciera.
Tampoco sabia cómo volver opacas las ventanas si quería encerrarse, o cómo abrir la puerta si deseaba salir.
Lo único que podía hacer era aguardar a que Giskard regresara. Seguramente eso era lo que Giskard esperaría que hiciese. Sus órdenes a Giskard habían sido simplemente ésas: vuelve por mi.
No le había indicado que cambiaría de lugar, y la mente limpia y nada complicada de Giskard interpretaría seguramente aquel «vuelve» suponiendo que tenia que regresar al planeador.
Baley intentó acostumbrarse a la situación. En cierto modo, era un alivio limitarse a esperar, no tener que tomar decisiones durante un tiempo por no haber decisión alguna que adoptar. Era un descanso sentirse sobre el suelo, tranquilo y recuperado, y haberse librado de aquellas descargas eléctricas centelleantes y de aquel perturbador retumbar de los truenos.
Quizás hasta podría permitirse dormir un poco.
Y entonces volvió a él la inquietud: ¿Se atrevería a dormir? Les estaban persiguiendo, les tenían bajo observación. El planeador había sido saboteado mientras estaba aparcado ante el Edificio de Administración del Instituto de Robótica y, sin duda, los saboteadores pronto llegarían a él.
Así pues, también estaba aguardándoles a ellos, y no sólo a Giskard. ¿Se había dado perfecta cuenta de ello cuando se sentía mal? El vehículo había sido saboteado frente al Edificio de Administración. Naturalmente, podía haberlo hecho cualquiera, pero lo más probable era que el responsable fuera alguien que sabia que estaba allí. ¿Y quién lo podía saber mejor que Amadiro? Amadiro había intentado retrasar su marcha hasta que empezó la tormenta. Eso era evidente. Baley iba a viajar bajo la tormenta e iba a sufrir una crisis en mitad de la misma. Amadiro había estudiado la Tierra y sus habitantes, y se enorgullecía de ello. Por lo tanto, tenia que conocer perfectamente las dificultades que los terrícolas tenían ante el Exterior en general, y ante las tormentas eléctricas en particular.
Amadiro podía haber estado seguro de que Baley quedaría reducido a un estado de total indefensión.
Y sin embargo, ¿por qué iba a desear que eso sucediera? ¿Para llevar a Baley de vuelta al Instituto? Ya le había tenido allí, pero entonces era un Baley en plena posesión de sus facultades y, junto con él, habían estado dos robots perfectamente capaces de defenderle físicamente. ¡Ahora iba a ser distinto! Y si el vehículo quedaba inutilizado en plena tormenta, Baley quedaría inutilizado emocionalmente. Incluso podía ser que quedara inconsciente y, desde luego, incapacitado para resistirse a ser llevado de vuelta al Instituto. Y los robots de Baley tampoco se resistirían. Ante un Baley visiblemente enfermo, su única reacción adecuada sería ayudar a los robots de Amadiro a rescatarle.
De hecho, los dos robots tendrían que acompañar a Baley y lo harían sin más remedio.
Y si alguien desconfiaba alguna vez de la acción de Amadiro, éste podía decir que había temido por el bienestar de Baley al encontrarse bajo una tormenta, que había intentado retenerle en el Instituto sin conseguirlo, que había enviado sus robots para seguirle y constatar que se hallaba a salvo y que, cuando el planeador se había averiado en plena tormenta, los robots habían devuelto a Baley a buen puerto. A no ser que la gente comprendiera que había sido el propio Amadiro quien había ordenado el sabotaje del planeador (¿y quién iba a creer tal cosa o, más aún quién podía demostrarlo?) la única reacción pública posible sería enaltecer a Amadiro por sus sentimientos humanitarios, que todavía serían más celebrados por tratarse de un terrícola, un subhumano.
¿Y qué haría entonces Amadiro con Baley? Nada, salvo mantenerle callado e impotente durante un tiempo. No era Baley el auténtico objetivo. Ahí estaba la cuestión.
Amadiro tendría además los dos robots de Baley, y éstos serían ahora impotentes para modificar la situación. Sus instrucciones les obligaban de la manera más perentoria a pro-teger a Baley y, si éste se encontraba mal y precisaba cuidados, no podrían sino acatar las órdenes de Amadiro, siempre que tales órdenes fueran clara y manifiestamente para bene-ficio de Baley. M tampoco bastaría el propio Baley (quizás) para proteger a sus robots con las debidas contraórdenes, mucho menos si se encontraba bajo los efectos de algún sedante.
¡Estaba claro! ¡Estaba claro! Amadiro había tenido en sus manos a Baley, Daneel y Giskard, pero en una situación que no podía utilizar para sus fines. Les había hecho viajar en plena tormenta para poderles traer de nuevo, en una situación que si podría utilizar. ¿Sobre todo a Daneel! Si, Daneel era la auténtica clave.
Seguro que Fastolfe saldría más tarde a buscarles y que, finalmente, daría con ellos y les rescataría, pero para entonces ya sería demasiado tarde, probablemente.
¿Y qué querría Amadiro de Daneel? Baley creía saberlo pero ¿cómo podría demostrarlo? La cabeza le dolía terriblemente y no le permitía seguir pensando. Si lograba volver opacas las ventanillas, quizá podría hacerse de nuevo un pequeño mundo interior, cerrado e inmóvil, y quizás así conseguiría reanudar su línea de pensamiento.
Sin embargo, no sabia cómo volver opacos los cristales. No podía hacer otra cosa que permanecer allí sentado y contemplar la tormenta que empezaba a ceder tras los cristales, escuchar el tamborileo de la lluvia contra las ventanas, observar los lejanos relámpagos y escuchar el sordo rumor de los truenos.
Cerró los ojos con fuerza. Los párpados también constituían un muro a su alrededor, pero no se atrevió a dormir.
La puerta del lado derecho del vehículo se abrió. Oyó la especie de suspiro que emitió al hacerlo. Notó que entraba una corriente de aire fría y húmeda y que la temperatura descendía, y percibió un intenso aroma a plantas y humedad que ahogaba el leve y familiar olor a aceite y tapicería, que por alguna razón le recordaba la Ciudad que ya dudaba si volvería a ver.
Abrió los ojos y tuvo la extraña visión de un rostro de robot que le contemplaba y se balanceaba de un lado al otro, aunque sin moverse realmente. Baley se sintió mareado.
El robot, que sólo era una sombra más oscura en la oscuridad del vehículo, parecía de gran tamaño. De algún modo. daba la impresión de eficiencia y capacidad.
—Perdone, señor—le oyó decir—. ¿No estaba usted en compañía de dos robots?
—Se han ido—murmuró Baley, poniendo la mejor cara de enfermo que pudo y dándose cuenta de que no tenia que fingir para ello. Un destello más brillante en el firmamento penetró bajo sus párpados, que ahora tenia semicerrados.
—¡Se han ido! ¿Dónde han ido, señor?—Después, como si aguardara una respuesta, añadió—: ¿Se encuentra usted mal, señor? Baley sintió una distante punzada de satisfacción en lo más hondo de su cerebro, que todavía era capaz de formular pensamientos. Si el robot no hubiese tenido instrucciones especificas, habría respondido a los claros síntomas de malestar de Baley antes de hacer nada más. El hecho de que hubiera preguntado primero por los robots significaba que había recibido unas directrices muy claras y estrictas acerca de la importancia de éstos.
Todo parecía encajar.
Intentó aparentar una energía y una normalidad que no tenia y dijo:
—Estoy bien. No te preocupes por mi.
Probablemente aquello no habría bastado para convencer a un robot normal, pero éste había sido motivado de tal manera para buscar a Daneel (evidentemente), que aceptó aquellas palabras.
—¿Dónde han ido los robots, señor?—insistió.
—Han vuelto al Instituto de Robótica.
—¿Al Instituto? ¿Por qué, señor?
—Les ha llamado el maestro roboticista Amadiro y les ha ordenado que regresen. Yo estoy esperándoles.
—¿Por qué no ha ido con ellos, señor?
—El maestro roboticista Amadiro no quería que me expusiera a la tormenta y me ha ordenado quedarme aquí. Sigo las órdenes del maestro roboticista Amadiro.
Baley esperaba que la repetición de aquel prestigioso nombre con la inclusión del titulo honorífico, junto con la repetición de la palabra «orden>~, produciría su efecto en el robot y le convencería para dejar a Baley donde se encontraba.
Por otro lado, si los robots habían recibido instrucciones particularmente estrictas de llevar a Daneel de vuelta con ellos, y si quedaban convencidos de que éste ya estaba de camino hacia el Instituto, seguramente se reduciría un poco la intensidad de su interés por Daneel. En tal caso, dispondrían de tiempo para pensar de nuevo en Baley. Seguramente dirían. ..
—Pero parece que no se encuentra usted bien, señor—dijo el robot.
Baley sintió una nueva punzada de satisfacción.
—Me encuentro bien—contestó.
Detrás del robot que le hablaba, Baley apreció vagamente la presencia de varios robots más, cuyo número no pudo precisar y cuyos rostros refulgían bajo los ocasionales destellos de los relámpagos. Cuando los ojos de Baley se adaptaban de nuevo a la oscuridad alcanzaba a ver el tenue resplandor de los ojos de los robots.
Volvió la cabeza. Junto a la puerta izquierda también había varios robots, aunque la puerta permanecía cerrada.
¿Cuantos habría enviado Amadiro? ¿Tendrían acaso órdenes de devolverles al Instituto por la fuerza, si era necesario?
—Las órdenes del maestro roboticista Amadiro han sido que mis robots regresaran al Instituto y que yo aguardara aquí. Ya ves que ellos están de vuelta y que yo estoy esperan-do. Si os ha enviado aquí para ayudar, y si tenéis un vehículo, id, encontrad a los robots, que están camino del Instituto, y transportadles hasta allí. Este planeador no funciona.
Baley procuró hablar sin titubeos y con firmeza, como habría hecho un hombre en condiciones normales, pero no lo consiguió del todo.
—Entonces, ¿han regresado a pie, señor?
—Encontradles—replicó Baley—. Las órdenes son muy claras.
El robot titubeó manifiestamente.
Baley se acordó por fin de mover el pie derecho, y esperó que el movimiento le saliera correctamente. Debería haberlo hecho antes, pero su cuerpo no respondía de modo adecuado a los impulsos de su cerebro.
Los robots todavía titubeaban y Baley se lamentó de ello. El no era un espacial y desconocía las palabras precisas, el tono de voz apropiado, la expresión adecuada para manejar a los robots con la debida eficacia. Un roboticista experto podía dirigir a un robot con un gesto, con un movimiento de las cejas, como si se tratara de una marioneta de cuyos hilos estuviera tirando. Sobre todo si él mismo había diseñado ese robot.
Pero Baley no era más que un terrícola.
Frunció el ceño—lo cual le resultaba fácil en su estado-y susurró un hastiado «marchaos», al tiempo que hacia un gesto con las manos.
Quizás aquello añadió la gota necesaria para que su orden se impusiera... o quizás simplemente se produjo en el mismo instante en que el cerebro positrónico de los robots conseguía determinar, por medio de voltajes y contravoltajes, cómo cumplir sus instrucciones según las Tres Leyes.
Fuera como fuese, los robots habían alcanzado una resolución y, por fin, desaparecieron sus titubeos. Se retiraron a su vehículo, donde quiera que lo tuvieran, con tal velocidad y decisión que pareció que, sencillamente, se habían esfumado.
La puerta que el robot había mantenido abierta se cerró ahora por si sola. Baley había movido el pie para ponerlo en el recorrido de la puerta al cerrarse. Se preguntó fríamente si la puerta le cercenaría limpiamente el pie, o si le aplastaría los huesos, pero no lo retiró. Seguramente, los vehículos estarían diseñados para impedir que tal desgracia pudiera ocurrir.
Volvía a estar solo. Había obligado a los robots a dejar solo a un ser humano que estaba visiblemente enfermo, y lo había conseguido jugando con la imperiosidad de las órdenes dadas por un competente maestro roboticista que había intentado reforzar la Segunda Ley para sus propios propósitos, y lo había hecho hasta el punto de que las mentiras del propio Baley, tan evidentes, habían subordinado a dicha Segunda Ley el cumplimiento de la Primera.
¡ Qué bien lo había hecho!, pensó Baley con fría satisfacción.
Advirtió que la puerta seguía aún entornada, inmóvil por la presencia de su pie, y observó que éste no había sufrido el menor daño.
Baley notó el aire frío arremolinándose en torno a su pie, y unas gotas de agua. Era una sensación terriblemente anormal, pero no podía dejar que la puerta se cerrase ya que después no sabría cómo abrirla. (¿Cómo abrían los robots aquellas puertas? Indudablemente, la cuestión no representaba ningún problema para los miembros de aquella cultura planetaria pero, en sus lecturas sobre la vida en Aurora, Baley no había encontrado instrucciones tan precisas como el modo de abrir la puerta de un planeador de uso corriente. Todo lo importante se daba por sabido en aquellos manuales. Aunque en teoría eran para informarle a uno, se daba por supuesto que quien los consultara ya conocía aquellos detalles.) Mientras pensaba en ello se palpó la ropa buscando los bolsillos, y hasta estos resultaban difíciles de localizar. No estaban en los lugares habituales e iban sellados, de modo que tuvo que abrirlos a tientas hasta que descubrió el movimiento preciso que hacía que el sello se abriera. Sacó un pañuelo, hizo con él una pelota y la colocó entre la puerta y la jamba para que aquélla no se cerrara del todo. Entonces quitó por fin el pie.
Ahora tenia que pensar, si podía. No tenia objeto mantener la puerta abierta si no era para salir. Sin embargo, ¿había algún motivo para irse? Si aguardaba dentro del planeador, Giskard acabaría por regresar y, probablemente, le pondría a salvo.
¿Se atrevería a esperar? Baley no sabia cuánto tardaría Giskard en dejar a Daneel en lugar seguro y regresar.
Sin embargo, tampoco sabia cuánto tiempo tardarían los robots que les perseguían en llegar a la conclusión de que no encontrarían a Daneel y Giskard en ninguna de las rutas de acceso al Instituto. (Baley consideró imposible que Dannel y Giskard hubieran retrocedido hacia el Instituto en busca de refugio. En realidad, Baley no había llegado a ordenarles que no lo hicieran, pero ¿y si era la única ruta practicable para los robots? ¡No, era imposible!) Baley movió la cabeza negándose en silencio a aceptar tal posibilidad, y en respuesta notó que le dolía. Se llevó las manos a ella y le rechinaron los dientes.
¿Cuánto tiempo seguirían la búsqueda los robots que les perseguían antes de decidir que Baley les había engañado... o se había equivocado él mismo? ¿Regresarían para ofrecerle su custodia, con toda corrección y con gran cuidado de no hacerle daño? ¿Podría mantenerlos a raya diciéndoles que moriría si quedaba expuesto a la tormenta? ¿Creerían ellos tal cosa? ¿Llamarían al Instituto para informar? Seguro que lo hacían. ¿Vendrían entonces seres hu-manos? Estos, desde luego, no se preocuparían demasiado por su bienestar...
Si Baley salía del planeador y encontraba algún lugar donde ocultarse entre los árboles de los alrededores, a los robots que les perseguían les resultaría mucho más difícil localizarle, y eso le permitiría ganar tiempo.
También a Giskard le resultaría más difícil encontrarle, pero éste contaría con unas instrucciones mucho más estrictas respecto a proteger a Baley que las de los otros robots respecto a encontrarle. El objetivo principal de Giskard sería localizar a Baley, mientras que el de los otros robots sería encontrar a Daneel.
Además Giskard estaba programado por el propio Fastolfe y Amadiro, aunque fuera un buen roboticista, no estaba a la altura del doctor Fastolfe Entonces, en igualdad de condiciones, seguro que Giskard regresaba antes de que los otros robots lo hicieran.
Sin embargo, ¿serían iguales las condiciones? Con un leve asomo de cinismo, Baley pensó: «Estoy rendido y ya no puedo ni razonar. Sencillamente, estoy asiéndome a cualquier cosa que me ofrezca un consuelo » Con todo, ¿qué otra cosa podía hacer salvo jugarse sus posibilidades según él entendía éstas? Se apoyó en la puerta y se encontró al aire libre. El pañuelo cayó a la hierba húmeda y rala, y se agachó automáticamente a recogerlo, sosteniéndolo entre las manos mientras se alejaba del vehículo tambaleándose. Se sentía abrumado por la cortina de agua que le empapaba el rostro y las manos. Al cabo de poco rato tenia la ropa mojada y pegada al cuerpo y estaba temblando de frío.
En el cielo estalló un relámpago sobrecogedor, demasiado rápido para que Baley tuviera tiempo de cerrar los ojos, seguido de un poderoso rugido que le hizo quedarse agarrotado de terror tapándose los oídos con las manos. ¿Acaso la tormenta volvía a intensificarse? ¿O sólo había sonado más intenso porque se encontraba al aire libre? Tenia que moverse. Tenia que apartarse del vehículo para que los perseguidores no pudieran encontrarle demasiado fácilmente. No debía titubear y permanecer en sus proximidades, pues para eso igual podía haberse quedado dentro... y sin mojarse.
Intentó secarse el rostro con el pañuelo, pero éste estaba tan mojado como aquél y lo dejó correr. Era inútil.
Siguió avanzando con las manos extendidas al frente. ¿No había una luna que orbitaba Aurora? Le pareció recordar que alguien había mencionado algo así, y pensó cuánto agra-decería su luz. Sin embargo, tampoco serviría de nada pues, aunque existiera y estuviese en el firmamento en aquel instante, las nubes la ocultarían.
Notó algo. No alcanzó a ver qué era, pero supo que se trataba de la rugosa corteza de un árbol. Indudablemente, era un árbol. Hasta un hombre de Ciudad podría reconocerlo.
Entonces recordó que los rayos podían caer sobre los árboles y matar a quien se encontrara debajo. No recordaba haber leído nunca una descripción de lo que se sentía al ser alcanzado por un rayo, o de si existían medidas para evitarlo. Tampoco conocía a nadie en la Tierra que hubiera sido alcanzado por alguno.
Tanteó el tronco del árbol y se sintió abrumado por el miedo. ¿Cuanto era la mitad de su circunferencia, para poder seguir en la dirección que llevaba? ¿No estaría volviendo sobre sus pasos? ¡Adelante!, se dijo.
Bajo sus pies, los matorrales se hicieron mas espesos y le hicieron difícil avanzar. Era como si unos dedos huesudos le retuvieran. Dio un tirón, malhumorado, y oyó el sonido de la tela al desgarrarse.
¡ Adelante! Le castañeteaban los dientes y todo su cuerpo temblaba.
Otro relámpago. Y no de los pequeños. Por un instante, tuvo una visión de dónde se encontraba.
¡Arboles! Un buen grupo. Estaba en un pequeño bosque. ¿Era más peligroso un grupo de árboles que uno solo por lo que a los relámpagos se refería? Lo ignoraba.
¿Sería preferible no tocar los árboles? Tampoco lo sabia. La muerte por efectos de un rayo no existía en las estadísticas de las Ciudades y las novelas históricas que la mencionaban (e incluso los relatos auténticamente históricos) no entraban en detalles.
Alzó la mirada al negro firmamento y notó la lluvia que le caía de lleno. Se limpió los ojos mojados con las manos, igualmente mojadas.
Siguió avanzando a trompicones, procurando levantar los pies del suelo. En un momento dado, sus pies se hundieron en una pequeña corriente de agua y resbaló sobre los guijarros del fondo.
Era extraño, pero aquello no le hizo sentirse más mojado.
Siguió adelante. Los robots no le encontrarían. ¿Y Giskard? No sabia dónde estaba, ni a dónde se dirigía, ni a qué distancia estaba de cualquier sitio.
Si quería regresar al planeador, no sabia por dónde hacerlo.
Si intentaba saber dónde se encontraba, tampoco podía hacerlo.
Y la tormenta seguiría eternamente hasta que finalmente Baley se disolviera y formara un arroyo y entonces ya nadie podría encontrarle jamás.
Y sus moléculas disueltas flotarían corriente abajo hasta el océano.
¿Había océanos en Aurora? ¡Naturalmente que los había! Y mayores que los de la Tierra, aunque en los polos de Aurora había más hielo.
Y él flotaría hasta el hielo, ay, y allí quedaría congelado, brillando bajo el frío sol anaranjado.
Sus manos volvieron a tocar un árbol... las manos mojadas... el árbol mojado... el rumor del trueno... qué curioso que no hubiera visto el fulgor del relámpago... ¿o el relámpago había llegado primero...? ¿Le había tocado? No sintió nada... salvo el suelo.
Tenia el suelo debajo porque sus dedos estaban escarbando en el frío barro. Volvió la cabeza para respirar. Se sentía muy cómodo. No tenia que caminar más. Podía esperar allí. Giskard le encontraría.
De pronto se sintió totalmente seguro de ello. Giskard tenia que encontrarle porque...
No, había olvidado el porqué. Era la segunda vez que olvidaba algo. Antes de dormirse... ¿Era lo mismo lo que había olvidado en ambas ocasiones...? ¿Era lo mismo...? No importaba. Todo acabaría bien... todo...
Y quedó allí tendido, solo e inconsciente, bajo la lluvia y al pie de un árbol, mientras la tormenta seguía descargando.
OTRA VEZ GLADIA
Cuando todo hubo pasado, echando la vista atrás y calculando el tiempo, podía apreciarse que Baley había permanecido inconsciente no menos de diez minutos y no más de veinte.
Sin embargo, entonces, podía haber transcurrido cualquier lapso de tiempo entre el cero y el infinito. Tuvo conciencia de una voz cerca de él. No alcanzó a entender las palabras; sólo captó la voz. Le confundió el hecho de que le sonara extraña y resolvió el asunto a su satisfacción cuando reconoció la voz como perteneciente a una mujer.
Notó en torno a él unos brazos que le rodeaban. Un brazo—un brazo suyo—quedó colgando a un costado. También la cabeza le colgaba.
Intentó débilmente incorporarse, pero no lo consiguió. Volvió a oír la voz de la mujer.
Abrió fatigosamente los ojos. Se sintió frío y mojado, y de pronto advirtió que la lluvia había dejado de golpearle. Tampoco estaba a oscuras o, al menos, no del todo. Había una suave luz difusa y, gracias a ella, reconoció el rostro de un robot.
—Giskard—susurró al advertir quién era, y con el nombre volvió a su recuerdo la tormenta y el vuelo. Giskard había llegado primero; Giskard le había encontrado antes de que lo hicieran los otros robots.
«Sabia que lo conseguiría», se dijo Baley con satisfacción.
Dejó que los ojos se le cerraran de nuevo y notó que avanzaba rápidamente, pero con una leve, aunque manifiesta Irregularldad que le hizo darse cuenta de que alguien le llevaba a cuestas. Después, notó que se detenían y aguantó algunas sacudidas hasta que se encontró descansando en algo mucho más cálido y cómodo. Supo que se trataba del asiento de un vehículo cubierto, quizá, con toallas, pero no se preguntó cómo podía saberlo.
Tuvo la sensación de avanzar suavemente por el aire, y sintió el tacto de un tejido suave y absorbente en el rostro y en las manos. Se dio cuenta de que le abrían la camisa, notó una corriente de aire frío en el pecho, y luego el mismo tejido suave y absorbente que le sacaba.
Después, las sensaciones se agolparon sobre él.
Estaba en un establecimiento. Había destellos de paredes, de luces, de objetos (diversas formas y siluetas de muebles), que percibía de vez en cuando, al abrir los ojos.
Notó que le quitaban metódicamente la ropa e hizo unos débiles e inútiles intentos de colaborar. A continuación, percibió que le sumergían en agua caliente y le frotaban vigoro-samente. El masaje se prolongó, y deseó que no cesara nunca.
En un momento dado, se le ocurrió algo y asió el brazo de quien estaba frotándole.
—¡ Giskard! ¡ Giskard!—susurró.
—Estoy aquí, señor—oyó responder al robot.
—Giskard, ¿y Daneel, esta bien?
—Perfectamente, señor.
—Bien.
Baley volvió a cerrar los ojos y no hizo ningún esfuerzo para colaborar en el secado. Notó que le daban vueltas y vueltas bajo un chorro de aire caliente, y que le vestían otra vez con una especie de cálido batín.
¡Un lujo! No le había sucedido nada semejante desde que era un niño, y de pronto sintió lástima por los bebes, a quienes había que hacérselo todo y que no tenían suficiente con-ciencia de ello para disfrutarlo.
¿O si la tenían? ¿Era acaso el recuerdo oculto de aquel lujo de la infancia un determinante de la conducta en la edad adulta? ¿Era quizá la sensación que ahora percibía una mera expresión del placer de ser otra vez un niño? Además, había oído una voz de mujer. ¿Su madre? No, eso era imposible.
—~, Mamá? Ahora estaba sentado en una butaca. Sintió, comprendió de algún modo, que aquel breve y feliz instante de infancia reencontrada estaba a punto de terminar. Tenia que volver al triste mundo adulto en que cada uno se cuidaba de si mismo.
Sin embargo, quedaba aquella voz de mujer... ¿Qué mujer? Baley abrió los ojos.
—¿Gladia? Fue una pregunta, una interrogación sorprendida, pero en el fondo de su ser no estaba verdaderamente extrañado. Pensándolo bien, advirtió, había reconocido su voz desde el primer momento.
Miró a su alrededor. Giskard estaba en la habitación, pero Baley no le hizo caso. Lo primero era lo primero.
—¿Dónde está Daneel?—preguntó.
—Acaba de limpiarse y secarse en las habitaciones de los robots y esta poniéndose ropa seca—contestó Gladia—. Le acompañan mis robots domésticos, que tienen instrucciones muy precisas. Te aseguro que ningún extraño puede acercar se a menos de cincuenta metros de mi establecimiento sin que lo sepamos de inmediato. Giskard también está ya limpio y seco.
—Si, ya lo veo—asintió Baley. No le preocupaba Giskard, sino Daneel. Se sintió aliviado al ver que Gladia parecía aceptar la necesidad de proteger al robot sin ponerle a él en el compromiso de tener que explicarle las razones para ello.
Sin embargo, le asaltó de pronto la idea de que había una brecha en aquella cortina de seguridad y en su voz apareció una nota quejumbrosa.
—¿Por qué le dejaste solo para venir a buscarme, Gladia? Ausente tú, no quedaba en el establecimiento ningún humano que pudiera detener a una banda de robots extraños. Daneel pudo ser raptado.
—Tonterías—respondió Gladia con brío—. No hemos estado fuera mucho rato, y el doctor Fastolfe estaba al corriente. Muchos de sus robots se han unido a los míos, y él podía presentarse aquí en cuestión de minutos si era necesario. ¡Y me gustaría ver qué grupo de robots extraños puede enfrentarse con él!
—¿Has visto a Daneel desde que hemos regresado, Gladia?
—¡Naturalmente! Está a salvo, te lo aseguro.
—Gracias.—Baley se relajó y cerró los ojos. Pensó que, aunque pareciera mentira, las cosas no estaban tan mal. Por supuesto que no. Había sobrevivido, ¿no? Cuando pensó en ello, algo en su interior sonrío y se sintió feliz.
Había sobrevivido, ¿verdad? Abrió los ojos y murmuró:
—¿Cómo me habéis encontrado, Gladia?
—Ha sido Giskard. Han llegado aquí los dos, y Giskard me ha puesto rápidamente al corriente de la situación. Yo me he dispuesto en seguida a asegurarme que Daneel perma-neciera a salvo, pero él no ha querido moverse hasta que le he prometido que enviaría a Giskard en tu busca. Su actitud ha sido muy elocuente, Elijah. Las respuestas de Daneel respecto a ti son muy intensas »Daneel se ha quedado aquí naturalmente. La idea no le ha gustado en absoluto, pero Giskard ha insistido en que yo le ordenara quedarse con toda la autoridad de que fuera capaz. Debiste de darle a Giskard unas órdenes muy tajantes. Después, nos hemos puesto en contacto con el doctor Fastolfe y, a continuación, hemos salido en mi planeador personal.
Baley movió la cabeza con aire preocupado.
—No deberías haber venido, Gladia. Tu lugar estaba aquí, asegurándote de que Daneel estuviera a salvo.
El rostro de Gladia adoptó una expresión enfurruñada.
—¿Y dejarte agonizando en plena tormenta, según las noticias que teníamos? ¿O dejar que te cogieran los enemigos del doctor Fastolfe? Ya tengo una pequeña holografía de mi misma dejando que tal cosa suceda. No, Elijah. Mi presencia podía ser necesaria para ahuyentar a los otros robots si ellos te habían encontrado antes. Quizá no sirva para muchas cosas más, pero permíteme que te recuerde que cualquier nativo de Solaría sabe manejar multitudes enteras de robots. Estamos muy acostumbrados a hacerlo.
—Pero ¿cómo me habéis encontrado?
—No ha sido tan terriblemente difícil. En realidad, tu planeador no estaba muy lejos, así que hubiéramos podido ir a buscarte a pie de no haber sido por la tormenta.
—¿Significa eso que casi habíamos conseguido llegar hasta el establecimiento de Fastolfe?
—En efecto—contestó Gladia—. O bien el sabotaje del planeador no había sido suficiente para obligaros a abandonarlo antes, o la habilidad de Giskard lo ha mantenido en marcha más tiempo del que esos vándalos habían previsto. Si el planeador se hubiera averiado más cerca del Instituto, quizás os habrían capturado a todos. Como te decía, hemos acudido con mi planeador al lugar donde habíais caído. Giskard sabia dónde se encontraba, naturalmente, y hemos salido. . .
—Y te has quedado empapada, ¿verdad, Gladia?
—No me he mojado lo más mínimo—replicó ella—. Llevaba una gran capa para la lluvia y una esfera de luz. Los zapatos han quedado un poco embarrados y me ha entrado un poco de humedad en los pies, porque no había tenido tiempo de rociarlos con látex, pero eso no tiene importancia. Como decía, hemos regresado a tu planeador menos de me día hora después de que Giskard y Daneel lo abandonasen y, naturalmente, no estabas allí.
—He tratado de...—empezó a decir Baley.
—Sí, ya lo sabemos. Creí que los otros te habían captura do, pues Giskard me había explicado que os seguían. Sin embargo, Giskard ha encontrado tu pañuelo a unos cincuenta metros del vehículo y ha dicho que debías de haberte alejado en aquella dirección. Ha dicho también que era un acto ilógico, pero que a menudo los humanos hacían cosas ilógi-cas y que debíamos buscarte. Así pues, los dos hemos empezado a rastrear tu pista utilizando la esfera de luz, pero ha sido Giskard quien te ha encontrado. Ha dicho que veía el resplandor infrarrojo del calor de tu cuerpo en la base del árbol, y entre los dos te hemos recogido y te hemos traído de vuelta.
—¿Por que era tan ilógico que me alejase del planeador? —preguntó Baley un poco enojado.
—Giskard no lo ha dicho. ¿Quieres preguntárselo, Elijah? —preguntó señalando al robot.
—¿Qué significa esa frase, Giskard? La imperturbabilidad del robot desapareció al instante y sus ojos enfocaron a Baley.
—He considerado que se había expuesto innecesariamente a la tormenta, señor. Si hubiera esperado en el planeador, le habríamos traído aquí más pronto.
—Los otros robots podían haberme capturado antes.
—Lo han hecho, señor, pero usted los ha ahuyentado.
—¿Cómo lo sabes?
—Había muchas huellas de pies de robots junto a las puertas, en ambos lados, pero no había signos de humedad en el planeador, como hubiera sido lógico si hubieran entrado en el vehículo para sacarle a usted. También he considerado que usted no habría salido del planeador por su propia voluntad para acompañarles, señor. Y si ya los había ahuyentado, no había necesidad de temer que regresaran demasiado pronto ya que, según su propia valoración de la situación, de quien iban detrás en realidad era de Daneel, y no de usted. Además, podría usted haber estado seguro de que yo regresaría pronto.
—Precisamente eso he pensado—murmuró Baley—, pero he creído que confundir un poco la situación podía ser más conveniente. He hecho lo que me ha parecido mejor y, aún así, me has encontrado.
—En efecto, señor.
—Pero ¿por qué me has traído aquí? Si estábamos cerca del establecimiento de Gladia, lo estábamos también, o incluso más, del doctor Fastolfe.
—No del todo, señor. Esta residencia estaba un poco más próxima y he juzgado, por lo imperioso de sus órdenes, que cada momento contaba para asegurarse de que a Daneel no le sucediera nada. Daneel ha estado de acuerdo en ello, aunque se ha mostrado muy reacio a dejarle a usted. Estando él aquí, he considerado que usted también querría venir para, si así lo deseaba, asegurarse por si mismo de que Daneel estaba a salvo.
Baley asintió y dijo con un gruñido (pues todavía estaba molesto por la observación referente a su falta de lógica):
—Has hecho bien, Giskard.
—¿Es muy importante que veas al doctor Fastolfe, Elijah? Puedo hacer que venga, si quieres. O puedo comunicarte con él por triménsico.
Baley se echó hacia atrás en su asiento otra vez. Había dispuesto de tiempo para advertir que sus procesos mentales estaban embotados y que se encontraba muy fatigado. No le haría ningún bien verse con Fastolfe en aquel momento.
—No—respondió—. Le veré mañana después del desayuno. Hay suficiente tiempo. Y después creo que iré a ver otra vez a ese tipo, Kelden Amadiro, el jefe del Instituto de Ro-bótica. Y a ese alto dignatario..., ¿cómo le llamáis? ;El Presidente. Supongo que él también estará allí.
—Pareces terriblemente cansado, Elijah—dijo Gladia—. Desde luego, aquí no existen esos microorganismos, esos gérmenes y virus que tenéis en la Tierra, y además has sido sometido a una limpieza completa, así que no padecerás ninguna de esas enfermedades que existen en tu planeta, pero aún así tienes un aspecto de evidente cansancio.
¿Después de todo aquello no iba a sufrir un resfriado una gripe, una pulmonía?, pensó Baley. Vivir en un mundo espacial era una gran ventaja, en este aspecto.
—Reconozco que estoy cansado, pero eso puede curarse con un poco de descanso—murmuró.
—¿Tienes hambre? Es hora de cenar.
—No me apetece comer—respondió Baley haciendo una mueca.
—No estoy segura de que te convenga ayunar. Quizá no quieras una comida fuerte, pero ¿qué te parece un poco de sopa caliente? Te sentaría muy bien.
Baley sintió el impulso de sonreír. Quizá Gladia fuera solariana pero, en las circunstancias adecuadas, podía pasar perfectamente por una mujer de la Tierra. Baley sospechó que lo mismo podía decirse también de las auroranas. Había cosas que no cambiaban con las diferencias culturales.
—¿Tienes preparada esa sopa? No quiero causar ninguna molestia.
—No causas ninguna molestia. Tengo servicio en el establecimiento, quizá no tan numeroso como en Solaría pero suficiente para preparar cualquier plato razonable en muy poco tiempo. Ahora, quédate ahí sentado y dime qué sopa prefieres. El servicio se ocupará de todo.
Baley no pudo resistirse.
—¿Una sopa de pollo?
—Desde luego—contestó Gladia. Después, con aire inocente, añadió—: Precisamente es lo que habría sugerido yo. Y con unos pedazos de pollo, para que sea un poco más sustanciosa.
Baley tuvo delante el tazón de sopa con una rapidez sorprendente.
—¿Tú no vas a comer, Gladia?—preguntó.
—Ya lo he hecho mientras a ti te bañaban y te trataban.
—¿Me trataban?
—Un simple reajuste bioquímico rutinario, Elijah. Habías sido dañado psicológicamente y no queríamos repercusiones. ¡Come de una vez! Baley se llevó a la boca una cucharada para probar la sopa. No era del todo mala, aunque mostraba la rara tendencia de todas las comidas de Aurora a utilizar más especias de lo que Baley estaba acostumbrado. O quizás era que se preparaban con especias distintas a las que habitualmente tomaba en la Tierra.
De repente, le vino a la memoria el recuerdo de su madre. Fue como una detallada imagen en la que aparecía muy joven, más incluso de lo que el propio Baley era ahora. Volvió a verla de pie, delante de él, como cuando de niño se rebelaba y no quería comer su «sopita buena». «Vamos, Lije—oyó decir de nuevo a su madre—. Eso es pollo de verdad, y muy caro. Ni siquiera los espaciales comen algo tan bueno.» Y tenia razón. Baley se lo dijo mentalmente en la distancia de los años transcurridos. «¡Tenias razón, mamá!» Lo decía en serio. Si realmente podía confiar en sus recuerdos y en el poder de las papilas gustativas de su juventud, la sopa de pollo de su madre, cuando no se hacia aburrida de tanto repetirse, era superior a la de cualquiera.
Tomó otra cucharada, y otra, y cuando terminó el tazón, murmuró con aire avergonzado:
—¿No podría tomar un poco más?
—Toda la que quieras, Elijah.
—Sólo un poquito más.
Cuando ya estaba terminando, Gladia le dijo:
—Elijah, esa reunión de mañana por la mañana...
—¿Si, Gladia?
—¿No significa que ya has termindo la investigación? ¿Sabes qué le sucedió a Jander?
—Tengo cierta idea de lo que pudo sucederle a Jander —contestó Baley midiendo sus palabras—. Pero no creo que pueda convencer a nadie de que tengo razón.
—Entonces, ¿por qué vas a tener esa reunión?
—No ha sido idea mía, Gladia. La propuesta es del maestro roboticista Amadiro. Está en contra de la investigación y tratará de hacerme volver a la Tierra inmediatamente.
—¿Ha sido él quien ha saboteado el planeador y quien ha intentado raptar a Daneel por medio de esos robots?
—Creo que si.
—¿Y no hay manera de juzgarle, condenarle y castigarle por ello?
—Desde luego que la habría, si no fuera por el insignificante detalle de que carezco de pruebas—contestó Baley, con aire pesaroso.
—¿Así que Amadiro puede hacer todo eso y salirse con la suya? ¿Puede conseguir también que se ponga termino a la investigación?
—Me temo que tiene algunas posibilidades de conseguirlo. Como él dice, la gente que no espera obtener justicia sufre menos decepciones.
—Pero no debería hacerlo. Tienes que impedírselo. Es necesario que completes la investigación y que descubras la verdad
—¿Y si no puedo descubrirla?—suspiró Baley—. ¿O si lo logro pero no consigo que la gente me haga caso?
—¡Seguro que puedes descubrirla, y seguro que consigues que te escuchen!
—Tienes una fe en mi que resulta conmovedora, Gladia. Sin embargo, si la Asamblea Legislativa Mundial de Aurora decide enviarme de nuevo a la Tierra y ordena que ponga término a la investigación, no habrá nada que yo pueda hacer.
—Estoy segura de que no querrás volver con las manos vacías.
—Naturalmente que no. Y no es sólo volver con las manos vacías, sino algo mucho peor, Gladia. Regresaré con mi carrera arruinada y con el futuro de la Tierra destruido.
—Entonces, no permitas que lo hagan, Elijah.
—¡Jehoshaphat, Gladia!, voy a intentarlo, pero no puedo mover un planeta con mis manos. No puedes exigirme milagros.
Gladia asintió y, bajando la vista al suelo, se llevó el puño a la boca y permaneció inmóvil en su asiento, sumida en profundos pensamientos. Baley tardó un buen rato en darse cuenta de que estaba llorando en silencio.
Baley se levantó rápidamente y dio la vuelta a la mesa hasta llegar junto a ella. Distraídamente, notó con cierto disgusto que le temblaban las piernas y que tenia un tic en los músculos del muslo derecho.
—Gladia—musitó en tono apremiante—, no llores.
—No te preocupes, Elijah—susurró ella—. Se me pasará.
Baley permaneció a su lado, indeciso, y extendió la mano hacia ella con gesto dubitativo.
—No voy a tocarte—dijo—. Creo que será mejor que no lo haga, pero...
—¡Oh, tócame, tócame! Ya no tengo tantos reparos y sé que no vas a contagiarme nada. No soy como... como era antes.
Baley acabó de extender la mano y tocó el codo de Gladia, y lo apretó ligera y tímidamente con las yemas de sus dedos.
—Haré lo que pueda mañana, Gladia—murmuró—. Pondré todo mi empeño.
Al Oírlo, Gladia se levantó, se volvió hacia él, y exclamó: Automáticamente, sin advertir apenas lo que estaba haciendo, Baley tendió hacia ella los dos brazos. Y de modo igualmente automático, ella se adelantó hacia él y un instante después Baley la estaba abrazando mientras ella le apoyaba la cabeza en el pecho.
Baley la abrazo con toda la suavidad de que fue capaz, esperando que en cualquier instante Gladia se diera cuenta de que estaba entre los brazos de un terrícola. (Era indudable que la solariana había abrazado un robot humaniforme, pero no era lo mismo hacerlo con un nativo de la Tierra.) Gladia sorbió sus lágrimas sonoramente y murmuró algo con los labios medio ocultos en la camisa de Baley.
—No es justo—murmuró—. Es porque soy solariana. A nadie le importa en realidad lo que le sucedió a Jander, pero las cosas no serían iguales si yo fuera aurorana. Este asunto se reduce a los prejuicios y las maniobras políticas.
Baley pensó que los espaciales también eran humanos. Las palabras de Gladia eran exactamente las mismas que hubiera podido pronunciar Jessie en aquella situación. Y si fuera Gremionis quien tuviera entre sus brazos a Gladia, diría exactamente lo que él iba a decir, si se le ocurrían las palabras justas. Y por fin las encontró:
—Vamos, eso no es del todo cierto. Estoy seguro de que al doctor Fastolfe le importa lo que le sucedió a Jander.
—No, en realidad, no le importa. Lo único que pretende es imponerse en la Asamblea Legislativa, y eso mismo anda buscando Amadiro. Estoy segura de que cualquiera de ambos utilizará el asunto de Jander para conseguir sus fines.
—Te prometo que no voy a negociar con el tema de Jander.
—¿No? Si yo te dijera que podías regresar a la Tierra salvando tu honor profesional y sin consecuencias adversas para tu mundo, siempre que te olvidaras del asunto Jander, ¿qué harías?
—No sirve de nada imaginar situaciones hipotéticas que es imposible que se produzcan. No piensan darme nada a cambio de olvidar ese asunto. Lo único que intentarán es enviarme de vuelta sin otro equipaje que mi ruina personal y la de mi mundo. Pero estoy seguro de que, si me dejaran, conseguiría encontrar al autor de la destrucción de Jander y me encargaría de que recibiera su justo castigo.
—¿Qué significa eso de si te dejaran? ¡Oblígales a que te lo permitan! Baley respondió con una amarga sonrisa en los labios.
—Si acabas de decir que los auroranos no te prestan atención porque eres de Solaria, imagínate el poco respeto que te tendrían si vinieras de la Tierra, como yo.
La estrechó con más fuerza, olvidándose de que era un terrícola pese a que acababa de decirlo.
—Sin embargo, lo intentaré, Gladia. No quiero darte falsas esperanzas, pero no tengo las manos totalmente vacías. Lo intentaré...
Su voz se apagó. Gladia se apartó ligeramente de él para mirarle al rostro.
—Repites que lo intentarás, pero ¿cómo?
—Bien, puedo...—repuso Baley, aturdido.
—¿Encontrar al asesino?
—O lo que sea. Gladia, por favor, tengo que sentarme.
Extendió el brazo tanteando la mesa y apoyándose en ella a continuación.
—¿Qué te ocurre, Elijah?—preguntó la mujer.
—He tenido un día difícil, es evidente, y creo que todavía no me he recuperado del todo.
—Entonces, será mejor que te acuestes.
—A decir verdad, Gladia, me gustaría hacerlo.
Ella le soltó, con el rostro visiblemente preocupado y sin espacio ya para más lágrimas. Levantó el brazo e hizo un rápido movimiento. De inmediato, Baley se vio rodeado (o eso pensó) por varios robots.
Y cuando por fin estuvo en la cama y el último de los robots se hubo marchado, Baley se descubrió con la mirada fija en la oscuridad.
No sabia si todavía estaba lloviendo en el Exterior o si los débiles destellos de algún relámpago lanzaban todavía sus últimos chispazos soñolientos, pero tenia la seguridad de que no se oía ningún trueno.
Exhaló un profundo suspiro y pensó: «Bien, ¿qué es lo que le he prometido a Gladia? ¿Qué sucederá mañana?» Sería el último acto: ¿Fracasaría? Y mientras se deslizaba hacia la frontera del mundo de los sueños, Baley pensó en aquel increíble destello de inspiración que le había iluminado antes de dormirse.
Aquello le había sucedido en dos ocasiones. La primera, la noche anterior cuando, como ahora, estaba a punto de dormirse; la segunda, aquella misma tarde, cuando estaba quedándose inconsciente al pie del árbol, bajo la tormenta.
En ambas ocasiones se le había ocurrido algo, una inspiración que desvelaba el enigma igual que los relámpagos habían iluminado la noche.
E igual que éstos, aquella inspiración sólo había brillado en su mente por un instante.
¿De qué se trataba? ¿Volvería a tenerla? En esta ocasión, trató conscientemente de conseguirlo, de capturar la esquiva verdad. ¿O era una esquiva fantasía? ¿Se trataba quizá de un atractivo sinsentido que surgía de su mente cuando la razón y la conciencia desaparecían, y que no se podía analizar adecuadamente en ausencia de un cerebro consciente que pensara de modo apropiado? Pese a todo, el rastro de la inspiración fue haciéndose difuso en su mente. Era evidente que no podía hacerlo surgir a voluntad, igual que no se podía hacer surgir un unicornio en un mundo donde no existían los unicornios.
Era más fácil pensar en Gladia y en cómo se había sentido. Había podido apreciar el suave tacto de su blusa de seda, pero debajo de ella había notado sus brazos delicados y su espalda suave y lisa.
¿Se habría atrevido a besarla si las piernas no hubieran empezado a doblársele? ¿O eso hubiera sido ir demasiado lejos? Oyó su propia respiración que exhalaba un leve ronquido y, como siempre, se sintió algo avergonzado. Se sacudió un poco para despertarse otra vez, y volvió a pensar en Gladia. Antes de irse, desde luego... pero no, si a cambio ella no obtenía nada... ¿Sería eso un pago por los servicios pres...? Oyó de nuevo el leve ronquido, y esta vez le preocupó menos.
Gladia... No había creído volver a verla nunca... y menos tocarla... y mucho menos abrazarla..., abrazarla...
Y Baley no tenia modo de saber en qué momento pasaba de los pensamientos a los sueños.
La tenia de nuevo en sus brazos, como antes... Pero no llevaba blusa... y su piel era cálida y suave... y su mano se movía lentamente sobre su hombro acariciándole la clavícula y los surcos ocultos entre las costillas...
Había en su sueño un aura de absoluta realidad. Todos sus sentidos participaban de ella. Olía su cabello y sus labios saboreaban la piel de ella, leve, levisimamente salada... y de pronto, de algún modo, ya no estaban de pie, ¿Habían estado acostados desde el principio, o se habían tendido en la cama mientras la acariciaba? ¿Y qué había sucedido con las luces? Notó el colchón debajo del cuerpo y la sábana encima... oscuridad... y ella seguía entre sus brazos, y tenia el cuerpo desnudo.
Se despertó de pronto, sobresaltado
—¿Gladia? La inflexión de su voz fue inquisitiva, incrédula...
—Calla, Elijah—murmuró Gladia al tiempo que le ponía suavemente los dedos sobre los labios—. No digas nada.
Era como si le hubieran pedido que detuviera el fluir de la sangre en sus venas.
—¿Qué estás haciendo?—preguntó
—¿ No lo ves? —respondió ella—. Estoy en la cama contigo.
—Pero ¿por qué?
—Porque lo deseo—musitó Gladia al tiempo que apretaba su cuerpo contra el de él. Cogió entre los dedos el tirante de su camisón y la costura que lo sostenía se abrió.
—No te muevas, Elijah. Estás cansado y no quiero que te agotes.
Baley sintió dentro de si una cálida agitación y decidió no proteger más a Gladia de si mismo
—No estoy cansado, Gladia—susurró
—¡No!—contestó ella enérgicamente—. ¡Descansa! Quiero que descanses. No te muevas La boca de Gladia estaba sobre la de él como si intentara obligarle a guardar silencio. Baley se relajó y por un breve instante tuvo conciencia de estar siguiendo órdenes, de que realmente estaba cansado y de que prefería dejar hacer, en lugar de tomar la iniciativa. Y con una cierta sensación de vergüenza, pensó que la actitud de ella le permitía diluir su sentimiento de culpabilidad. (Baley se oyó decir a si mismo: «No pude evitarlo, fue iniciativa de ella.») ¡Jehoshaphat, cuánta cobardía! ¡Qué actitud más intolerablemente rastrera! Sin embargo, también aquellos pensamientos se diluyeron. Por alguna razón, había una suave música en el ambiente y la temperatura había subido un poco. La sábana había desaparecido, igual que su pijama. Sintió que su cabeza se posaba entre los brazos de ella y apretó el rostro contra la suavidad de su pecho.
Con aire algo distante y sorprendido, advirtió—por la posición de Gladia—que la suavidad que notaba bajo su mejilla era uno de los pechos de ella, y que el pezón quedaba justo a la altura de sus labios, apretado firmemente contra ellos.
Gladia seguía con un suave murmullo la música, una deliciosa y arrulladora tonada que Baley no reconoció.
Se sintió mecido suavemente mientras las yemas de los dedos de Gladia le acariciaban el cuello y la barbilla. Se relajó, contento de no tener que hacer nada, de dejarle a ella la iniciativa para desarrollar toda la actividad. Cuando ella le cogió los brazos, no se resistió y los dejó descansar donde ella los colocó.
No pudo evitarlo y, cuando empezó a responder con una excitación cada vez mayor, fue sólo porque le resultó imposible reaccionar de otro modo.
Gladia parecía incansable y Baley no deseaba detenerla. Además de la sensualidad de la respuesta sexual, Baley volvió a sentir lo mismo que un rato antes, el lujo absoluto de la pasividad infantil.
Y al final, no pudo seguir respondiendo y ella pareció no poder hacer más. Gladia recostó la cabeza en el hueco entre el hombro y el pecho de él y le puso un brazo sobre las costillas mientras con la otra mano acariciaba con ternura el cabello de Baley, corto y rizado.
Le pareció oírla murmurar:
—Gracias... Gracias...
«¿Por qué?», se preguntó él.
Ahora apenas era consciente de la presencia de ella, pues aquel final extrañamente suave de una jornada tan agotadora resultaba un somnífero mejor que el opio. Notó que la conciencia se iba de él, como si sus dedos se soltaran del borde de un acantilado de ruda realidad y cayera, cayera..., atravesando una imperceptible barrera, al océano de los sueños y a su apacible oleaje.
Y mientras lo hacia, aquel pensamiento que antes no había podido evocar se manifestó de nuevo. Por tercera vez, se levantaba el telón y todos los acontecimientos desde que aban-donara la Tierra encajaban una vez más. Nuevamente, todo estaba claro. Pugnó por hablar, por oír las palabras que precisaba oír, por concretarlas y convertirlas en parte de sus procesos mentales conscientes. Sin embargo, aunque se agarró a ellas con todas las fuerzas de su mente, sintió que se le escapaban hasta que desaparecieron sin dejar rastro.
Por lo que a aquello se refería, el segundo día de Baley en Aurora terminaba igual que el primero.
EL PRESIDENTE
Cuando Baley abrió los ojos, descubrió que el sol entraba por la ventana y se alegró de que así fuera. Todavía medio dormido, constató sorprendido que se alegraba de verlo.
El brillo del sol significaba que la tormenta había terminado, y era como si los truenos y relámpagos nunca hubieran existido. La luz del sol no podía considerarse más que desagradable y agobiante si se consideraba únicamente como alternativa a la luz uniforme, suave, cálida y controlada de las Ciudades. Sin embargo, en comparación con la tormenta, el fulgor del astro era una auténtica promesa de paz. Todo era relativo, y Baley se dio cuenta de que nunca más volvería a considerar el sol como algo completamente nocivo.
—¿Compañero Elijah? Daneel estaba junto a su cama y un poco detrás de él asomaba el rostro de Giskard.
El fino rostro de Baley se iluminó con una rara sonrisa de placer. Tendió sus manos, una a cada robot.
—¡Jehoshaphat, muchachos! —exclamó sin advertir, de momento, lo inadecuado de aquella palabra—, la última vez que os vi juntos no estaba seguro de volver a veros a ninguno de los dos.
—Puedes tener la seguridad—contestó suavemente Daneel—de que ninguno de nosotros habría sufrido daños bajo ninguna circunstancia.
—Ahora que ha salido el sol me doy cuenta de ello—dijo Baley—, pero anoche pensé que esa tormenta iba a matarme, y creí que tú, Daneel, estabas en peligro de muerte. Incluso me pareció posible que Giskard sufriera también algún daño intentando defenderme frente a fuerzas abrumadoramente superiores. Suena muy melodramático, lo reconozco, pero no estaba del todo en mis cabales, ¿sabéis?
—Eramos conscientes de ello—asintió Giskard—. Y fue precisamente su estado de confusión lo que nos hizo difícil abandonarle, pese a sus imperiosas órdenes. Confiamos que ello no le cause disgusto en este momento.
—En absoluto, Giskard.
—Y también sabemos—añadió Daneel—que has recibido buenos cuidados desde que te dejamos.
Hasta aquel instante, Baley no se había acordado de lo sucedido la noche anterior.
¡ Gladia! Alzó la mirada y recorrió con ella la habitación, repentinamente asombrado. Gladia no estaba allí. ¿No habría sido todo fruto de su imaginación...? No, claro que no. Era imposible.
Volvió a mirar a Daneel con expresión ceñuda, como si sospechara que la observación del robot contenía una cierta intención libidinosa.
Pero no, eso también sería imposible. Por muy humaniforme que fuera, los robots no estaban diseñados para complacerse en indirectas de aquel tipo.
—Unos cuidados perfectos—replicó—. Sin embargo, lo que necesito en este momento es que me acompañéis al Personal.
—Estamos aquí, señor—afirmó Giskard—, para ayudarle y guiarle durante la mañana. La señorita Gladia ha creído que se encontraría usted más cómodo con nosotros que con sus servidores, y ha hecho hincapié en que no descuidemos el menor detalle para que se sienta a gusto.
Baley observó a Giskard con aire dubitativo.
—¿Hasta qué punto llegan esas órdenes? Ahora mismo me siento perfectamente, así que no necesito que nadie me lave ni seque. Puedo cuidar de mi mismo, y espero que ella lo entienda.
—No temas, compañero Elijah—respondió Daneel con la leve sonrisa que, pensó Baley, aparecía en los seres humanos en los momentos en que podría decirse que había surgido un sentimiento de afecto—. Sólo estamos aquí para ayudarte a que te sientas cómodo. Si en algún momento te sientes mejor solo, aguardaremos a cierta distancia.
—Si es así, nos entenderemos perfectamente. Ya estoy listo.
Baley saltó de la cama. Le alegró comprobar que se sentía perfectamente estable sin ayuda de nadie. Las horas de descanso y el tratamiento a que le habían sometido, fuera lo que fuese, habían hecho maravillas con su cuerpo. Y Gladia también.
Baley todavía desnudo y con la piel aún húmeda por la ducha que acababa de darse, se sintió totalmente despierto y en forma. Terminó de peinarse y estudió el resultado con actitud critica. Parecía lógico tomar el desayuno con Gladia pero no estaba muy seguro de cómo le recibiría ella. Quizá lo mejor sería actuar como si no hubiera pasado nada y dejarse guiar por la actitud de ella. Y para ello, pensó Baley, quizá fuera conveniente presentarse con un aspecto razonablemente cuidado y agradable, si ello entraba dentro de lo posible.
—¡ Daneel!
—¿Si, compañero Elijah? Con la boca llena de pasta de dientes, Baley comentó al robot:
—Esa ropa que llevas es nueva, ¿verdad?
—Si, compañero Elijah, aunque no fue confeccionada para mi, sino para el amigo Jander
—¿Gladia te ha dejado la ropa de Jander?—exclamó Baley al tiempo que arqueaba las cejas.
—La señorita Gladia no deseaba verme desnudo mientras me lavaban y secaban la ropa. Ahora ya está lista, pero la señorita Gladia me ha dicho que podía seguir con lo que llevo.
—¿Cuándo te lo ha dicho?
—Esta mañana, compañero Elijah.
—Entonces, ya está despierta, ¿no?
—Desde luego. Se reunirá contigo para desayunar en cuanto estés listo.
Baley apretó los labios. Era extraño que, en aquel momento, le preocupara más tener que encontrarse frente a frente con Gladia que con el Presidente, ante cuya presencia debería acudir un rato después. Al fin y al cabo, el asunto del Presidente estaba en manos del destino. Baley había decidido ya cuál sería su estrategia, y ésta podía dar o no resultado. En cambio, ante Gladia carecía, simplemente, de cualquier estrategia Bien, tendría que presentarse ante ella.
—¿Y cómo está la señorita Gladia esta mañana?—preguntó con el tono de voz más indiferente de que fue capaz.
—Parece estar bien—contestó Daneel.
—¿Está alegre? ¿Deprimida? Daneel titubeó antes de responder.
—Resulta difícil juzgar la actitud interior de un ser humano, pero en su comportamiento no hay nada que indique agitación interna.
Baley dirigió una mirada a Daneel y volvió a preguntarse si el robot se estaría refiriendo a lo sucedido la noche anterior. Sin embargo, descartó de nuevo tal posibilidad.
Tampoco servia de nada estudiar el rostro de Daneel. Uno no podía fijarse en la expresión de un robot para adivinar qué estaba pensando, pues éstos no tenían pensamientos en el sentido humano de la palabra.
Volvió a la alcoba y observó la ropa que habían dejado para él. Permaneció un instante en actitud pensativa y se preguntó si sería capaz de ponérsela toda sin equivocarse y sin precisar la ayuda de los robots. La tormenta y la noche habían pasado y deseaba recuperar el manto de independencia propio de su condición de adulto.
—¿Qué es esto?—preguntó al tiempo que levantaba con una mano un largo fajín cubierto de intrincados arabescos de colores.
—Es un fajín de pijama—contestó Daneel—. Es una prensa puramente ornamental. Se pasa por el hombro izquierdo y se ata a la cintura en el costado derecho. Es una prenda que se luce tradicionalmente en el desayuno en algunos mundos espaciales, pero en Aurora no es muy popular.
—Entonces ¿por qué tengo que llevarlo?
—La señorita Gladia ha pensado que te favorecería, compañero Elijah. El sistema para atarlo es bastante complicado, y estaré encantado de ayudarte.
«¡Jehoshaphatl», pensó Baley con pesar. Gladia le quería ver guapo y elegante. ¿Qué idea le rondaría por la cabeza? ¡Mejor era no pensarlo!
—No hace falta—contestó al ofrecimiento de Daneel—. Me contentaré con una simple pajarita. Escucha, Daneel, después del desayuno voy a ir al establecimiento de Fastolfe a reunirme con él, Amadiro y el Presidente de la Asamblea Legislativa. No sé si habrá alguien más.
—Estoy al corriente de esa reunión y no creo que esté presente nadie más.
—Bien—asintió Baley, al tiempo que empezaba a ponerse la ropa interior con la suficiente lentitud como para no cometer ningún error y no verse en el trance de tener que solicitar ayuda a Daneel—, entonces cuéntame algo del Presidente. Por lo que he leído, sé que es lo más parecido a un funcionario ejecutivo que existe en Aurora, pero también he deducido de mi lectura que el cargo es puramente honorífico. Si lo he entendido bien, no tiene poder decisorio.
—Me temo, compañero Elijah...—empezó a decir Daneel.
—Señor—le interrumpió Giskard—, creo que yo conozco mejor la situación política de Aurora que el amigo Daneel, pues llevo mucho más tiempo que él en funcionamiento. ¿Pre-fiere usted que responda yo a su pregunta?
—Vaya, Giskard, desde luego. Adelante.
—Cuando se estableció el gobierno de Aurora—empezó a narrar Giskard con aire didáctico, como si en su interior estuviera girando metódicamente una cinta grabada con la información—, se elaboró un estatuto por el cual el funcionario ejecutivo solamente tendría responsabilidades honoríficas. Se encargaría de recibir a los altos dignatarios de otros mun-dos, abriría todas las sesiones de la Asamblea Legislativa, presidiría sus deliberaciones y sólo votaría en caso de empate. Sin embargo, después de la Controversia del Río
—Si, he leído algo al respecto—dijo Baley. Se trataba de un episodio especialmente sombrío en la historia de Aurora, durante el cual la confrontación de opiniones irreconciliables acerca del reparto más adecuado de las reservas de energía hidroeléctrica había conducido al planeta a la situación más próxima a una guerra civil de toda su existencia—. No necesitas explicarme los detalles.
—Bien, señor—asintió Giskard—. Como decía, tras la Controversia del Río se llegó a la resolución general de no permitir que otra disputa como aquélla volviera a poner en peligro la sociedad aurorana. Desde entonces, pues, se ha convertido en costumbre que todas las disputas sean resueltas en privado y de manera pacifica fuera de la Asamblea Legislativa. Cuando los miembros de ésta votan, lo hacen según el acuerdo al que se ha llegado con anterioridad, de modo que siempre hay una gran mayoría a favor de una u otra postura.
»La figura clave para la solución de las disputas es el Presidente de la Asamblea Legislativa. Este se mantiene por encima de las diferencias de opinión y sólo conserva su poder, que es nulo en teoría pero considerable en la práctica, mientras todos sigan considerándole neutral. Por ello, el Presidente defiende celosamente su objetividad y, dado que habitualmente lo logra con éxito, suele ser él quien adopta las decisiones y soluciona las controversias en un sentido o en otro.
—¿Significa eso que el Presidente me escuchará a mi, luego a Fastolfe y luego a Amadiro, y que después tomará una decisión?
—Posiblemente. También puede suceder que siga sin decidirse y solicite nuevos testimonios, se tome más tiempo para evaluar los datos de que disponemos, o ambas cosas.
—Y en el caso de que el Presidente llegue a una decisión, ¿la acatará Amadiro si es contraría a él? ¿Y Fastolfe, la acatará también?
—No es absolutamente imprescindible. Siempre hay quien no acepta la decisión del Presidente, y tanto el doctor Amadiro como el doctor Fastolfe son testarudos y obstinados, a juzgar por sus comportamientos. No obstante, la mayoría de los miembros de la Asamblea Legislativa acatan siempre la decisión del Presidente, sea ésta cual sea. Siendo así, cuando llegue el momento de la votación, aquel de los dos en contra del cual se haya decidido el Presidente se encontrará en exigua minoría.
—¿Estás seguro de eso, Giskard?
—Casi por completo. El periodo de permanencia en el cargo de Presidente es habitualmente de treinta años, con posibilidad de ser reelegido por la Asamblea Legislativa para otro periodo de treinta años. Sin embargo, si se produjera una votación contraría a la recomendación del Presidente, éste se vería obligado a dimitir y se produciría una crisis gu-bernamental mientras la Asamblea Legislativa elegía a otra persona para el cargo, en un ambiente de agrias discusiones. Pocos miembros de la asamblea desean arriesgarse a ello y, cuando está en juego esta posibilidad, las probabilidades de que una mayoría vote en contra del Presidente son prácticamente nulas.
—Entonces—murmuró Baley apesadumbrado—, todo de pende de la reunión de esta mañana.
—Es muy probable.
—Gracias, Giskard.
Baley repasó una y otra vez su argumentación, con aire pesimista. Aunque parecía tener posibilidades de salir bien parado, no tenia la menor idea de qué iba a argumentar Amadiro o de cómo sería el Presidente. Había sido Amadiro quien había elevado el tema al Presidente, y debía de sentirse confiado, seguro de si mismo.
Entonces Baley recordó una vez más que, mientras se quedaba dormido con Gladia en sus brazos, había visto... o habi.. creído ver... o había imaginado ver... el significado de todo lo acaecido en Aurora. Todo le había parecido claro evidente, cierto. Y de nuevo, por tercera vez, la solución del problema se le había escapado como si nunca la hubiera tenido ante los ojos.
E igual que aquel esquivo pensamiento, también sus esperanzas parecieron escapársele.
Daneel llevó a Baley hasta la habitación donde iba a servirse el desayuno, que parecía más intima que un comedor normal. Era pequeña y estaba despejada, sin más mobiliario que una mesa y dos sillas y, cuando Daneel se retiró, no lo hizo a un nicho como acostumbraba. De hecho, ni siquiera había nichos y, por un instante, Baley se encontró solo, absolutamente solo, en la sala.
Pese a todo, sabia que en realidad no estaba solo, pues sólo con llamar acudirían varios robots. Sin embargo, aquélla era una habitación para dos, para estar sin robots. Una estancia (Baley titubeó al pensarlo) para amantes.
Sobre la mesa había dos fuentes con una especie de tortitas u hojuelas que no olían a tales, pero cuyo aroma no resultaba nada desagradable. Junto a ellas había dos recipientes con lo que parecía mantequilla fundida (aunque podía no serlo). También había un cazo con una bebida caliente (que Baley había probado en otra ocasión sin que le gustara mucho) que hacia las veces de café.
Gladia entró en la habitación, vestida con gran elegancia y con el cabello resplandeciente, como si acabara de salir de la peluquería. Se detuvo un instante y apareció en sus labios una media sonrisa.
—¿Elijah?—dijo.
Baley, tomado un poco por sorpresa ante su repentina aparición, se puso en pie de un salto.
—¿Cómo estás, Gladia? —la saludó con un ligero tartamudeo.
Ella no hizo caso de sus palabras. Parecía alegre y relajada.
—Si te preocupa no tener a Daneel a la vista, quédate tranquilo. Está perfectamente, y así seguirá. En cuanto a nosotros. . .
Se acercó a él, quedándose muy cerca y llevó lentamente una mano a la mejilla de Baley igual que cierta vez, hacia mucho tiempo, había hecho en Solaria. De los labios de Gladia escapó una risilla.
—Esto fue todo lo que pude hacer entonces. ¿Te acuerdas, Elijah? Baley asintió en silencio.
—¿Has dormido bien, Elijah? Siéntate, querido.
—Muy bien... Gracias, Gladia.
Baley dudó si devolverle la caricia, pero se abstuvo y volvió a sentarse.
—No me des las gracias—replicó ella—. Ha sido la noche que mejor he dormido desde hace semanas, y no habría sido así si no hubiera cambiado de cama una vez estuve segura de que dormías profundamente. Si me hubiese quedado contigo, siguiendo lo que el corazón me dictaba, te habría estado molestando toda la noche y no habrías podido descan-sar tranquilo.
Baley supo que era el momento de decir alguna galantería.
—Hay otras cosas más importantes que... que descansar, Gladia.
El tono de formalidad con que dijo la frase hizo que Gladia se echara a reír otra vez.
—Pobre Elijah—murmuró—. Estás turbado.
El hecho de que Gladia se diera cuenta de ello le turbó todavía más. Baley se había preparado para encontrarse con una Gladia contrita, disgustada, avergonzada, afectada, indiferente o llorosa. Cualquier cosa menos la actitud de franco erotismo que había adoptado.
—Bueno, no te preocupes—prosiguió Gladia—. Debes de estar hambriento. Anoche apenas comiste nada. Métete unas cuantas calorías en el cuerpo y te sentirás más sensual.
Baley observó con aire dubitativo las tortitas que no eran tales.
—¡Ah! —dijo Gladia—, probablemente no hayas visto nunca eso. Son delicias de Solaria. Pachinkas, las llamamos. Tuve que reprogramar al cheS para que las hiciera como es debido. En primer lugar, debe utilizarse un cereal importado de Solaria, pues con las variedades de Aurora no salen buenas. Están rellenas. En realidad, se puede utilizar mil cosas como relleno, pero lo que contienen éstas es lo que más me gusta a mi, y se que a ti también te gustará. No voy a decirte qué es, salvo que contiene puré de castañas y un poco de miel. Pruébalas y dime qué te parecen. Puedes cogerlas con los dedos, pero ten cuidado de cómo las muerdes.
Gladia tomó una delicadamente con el índice y el pulgar de ambas manos y le dio un pequeño mordisco, despacio lamiendo a continuación el relleno dorado y semiliquido que rezumó de su interior.
Baley imitó sus gestos. La pachinka resultaba dura al tacto y no estaba demasiado caliente. Se llevó una punta a la boca y descubrió que se resistía a la acción de sus dientes. Clavó éstos con un poco más de fuerza y la pachinka se quebró de tal modo que el relleno se le derramó en las manos.
—Has mordido con demasiada fuerza, y el bocado tiene que ser más pequeño—le aconsejó Gladia al tiempo que se apresuraba a darle una servilleta—. Ahora lámelo. Nadie consigue comer una pachinka sin ensuciarse. De hecho, se supone que uno debe revolcarse en ellas. Lo ideal, dicen, es comerlas desnudo y luego darse una ducha.
Baley lamió el relleno con aire titubeante y la expresión de su rostro fue suficientemente explícita.
—Te gusta, ¿verdad?—dijo Gladia.
—Es delicioso—asintió Baley. Cogió otra y la mordió lenta y suavemente. No resultaba empalagosa y parecía ablandarse y fundirse en la boca. Apenas había que hacer esfuerzos para tragarla.
Baley comió otras tres pachinkas y sólo su timidez le impidió pedir más. Se lamió los dedos sin que Gladia hubiera de insistir y desechó la utilización de servilletas, pues no quería que se perdiera en un objeto inanimado ni una gota de aquel delicioso manjar.
—Límpiate las manos aquí, Elijah—le indicó Gladia, señalando el recipiente que Baley había creído contenía mantequilla fundida. Baley se limpió y luego se secó las manos. Se las llevó a la nariz para ver qué aroma dejaba, pero no apreció ninguno.
—¿Estás turbado por lo que sucedió anoche, Elijah? ¿Es eso lo que sucede? Baley se preguntó qué podía decir uno a eso. Por último, asintió.
—Me temo que si, Gladia. No es lo único que siento, ni mucho menos, pero es cierto que estoy turbado. Párate a pensarlo: yo soy un terrícola y tú lo sabes, pero hasta ahora has reprimido ese pensamiento y la palabra «terrícola» no es para ti más que un vocablo sin sentido de tres sílabas. Anoche sentías lástima por mi, estabas preocupada por el problema que había representado para mi la tormenta, y sentiste por mi lo que habrías sentido por un bebé. Quizá te compadeciste por la vulnerabilidad que produjo en ti la pérdida de Jander, y por eso viniste a mi. Pero este sentimiento pasará (de hecho, me sorprende que no haya pasado ya), y entonces recordarás otra vez que soy un terrícola y te sentirás avergonzada degradada y sucia. Me odiarás por lo que he hecho contigo y no quiero que me odies. No, Gladia, no quiero que me odies.
Si el rostro de Baley expresaba tanta infelicidad como sentía, realmente parecía muy feliz. Gladia debió de pensarlo así, pues extendió su mano y apretó la de él.
—No voy a odiarte, Elijah. ¿Por qué iba a hacerlo? Tú no me has hecho nada que pueda reprocharte. He sido yo quien he venido a ti, y me alegraré el resto de mi vida de haberlo hecho. Hace dos años, tú me liberaste con un simple roce, y anoche volviste a liberarme, Elijah. Hace dos años, necesitaba saber si era capaz de sentir deseo, y anoche necesitaba saber si podía volver a sentirlo después de Jander. Quédate conmigo, Elijah. Podría resultar tan...
Baley se apresuró a interrumpirla.
—¿Cómo podría hacerlo, Gladia? Debo regresar a mi propio mundo. Tengo allí obligaciones y objetivos, y tú no podrías venir conmigo. No podrías llevar el tipo de vida terrestre. Morirías de alguna enfermedad, si antes no acababan contigo el enclaustramiento y las multitudes. Estoy seguro de que lo comprendes. —Si, comprendo lo que me dices de la Tierra—contestó Gladia con un suspiro—, pero no tienes que irte inmediatamente, ¿verdad?
—Puede que antes de que termine la mañana el Presidente ordene mi expulsión del planeta.
—¡No puede ser!—protestó enérgicamente Gladia—. ¡No debes permitirlo! Y si te obligan, podemos ir a cualquier otro mundo espacial. Tenemos decenas de ellos para elegir. ¿Sig-nifica tanto la Tierra para ti para que no puedas vivir en un mundo espacial?
—Escucha, Gladia, podría buscar una respuesta evasiva y señalar que ningún otro mundo espacial me permitiría instalarme en él para siempre, lo sabes muy bien. Sin embargo, te seré absolutamente sincero: incluso si algún mundo espacial me aceptara, la Tierra significa tanto para mi que tendría que volver allí. Aunque ello representara separarme de ti.
—¿Y no regresar nunca a Aurora? ¿No volver a verme nunca mas?
—Si pudiera volver a verte, lo haría—declaró Baley con un suspiro—. Volvería una y otra vez, créeme, pero ¿qué sentido tiene decirlo? Sabes que no es probable que me inviten a regresar. Y sabes que no puedo venir aquí si no me invitan.
—No quiero creerlo, Elijah—respondió Gladia en voz
—Gladia, no te sientas desgraciada. Entre nosotros ha sucedido algo maravilloso, pero hay muchas otras cosas maravillosas esperándote, muchas y de todas clases, aunque no sean lo mismo. Piensa en esas otras cosas y lánzate a ellas.
Ella permaneció en silencio.
—Gladia—añadió Baley en tono urgente—, ¿es preciso que alguien sepa lo que ha sucedido entre nosotros? La mujer alzó los ojos hacia él con expresión dolorida.
—¿Tanto te avergüenza?
—Lo que ha sucedido, desde luego que no. Pero aunque no estoy avergonzado, quizá las consecuencias de que se supiera podrían ser bastantes desagradables. Nuestro encuentro podría dar lugar a habladurías. Gracias a ese odioso programa de hiperondas, que incluía una visión deformada de nuestra relación, somos famosos y objeto de cotilleo. El terrícola y la solariana. Si damos el menor motivo para que se sospeche que entre nosotros existe... existe amor, la noticia llegará a la Tierra a la velocidad de un salto por el hiperespacio.
Gladia enarcó las cejas con un asomo de hastío. —¿Y la tierra te considerará degradado? ¿Habrás consentido quizás en una relación sexual con alguien inferior?
—No, claro que no—respondió Baley incómodo, pues sabia que ésa sería la opinión de miles de millones de terrícolas—. ¿Se te ha ocurrido pensar que mi esposa se enteraría? Estoy casado, ya lo sabes.
—¿Y que si se entera? ¿Qué, dime? Baley respiró profundamente antes de responder.
—No lo entiendes. Las costumbres de la Tierra no son como las de Solaría u otros mundos espaciales. Ha habido épocas en nuestra historia en que la moral sexual era bastante tolerante, al menos en ciertos lugares y entre ciertas clases sociales, pero ahora no estamos en una de esas épocas. Los terrícolas viven hacinados, y se necesita una ética muy puritana para mantener estable el sistema familiar en tales condiciones.
—La gente tiene un compañero, y sólo uno. ¿Es eso a lo que te refieres?
—No—replicó Baley—, para ser sincero, no se trata de eso. Pero se guardan las apariencias para que las posibles faltas e infidelidades no se hagan públicas. De este modo, todo el mundo puede... puede...
—¿...simular que no lo sabe?
—Bueno, si pero en este caso...
—Todo se haría tan público que nadie podría aparentar no saberlo y tu esposa se pondría furiosa contigo y te pegaría, ¿no?
—No, no me pegaría, pero se avergonzaría de sí misma lo cual es aún peor. Y yo también me avergonzaría. Y mi hijo. Mi posición social se resentiría de ello y... Gladia, si no lo entiendes, no lo entiendes, pero prométeme que no andarás por ahí contando nuestro encuentro abiertamente como hacen los auroranos.
Baley era consciente de que estaba dando una pobrisima impresión de si mismo.
—No quiero ponerte en un apuro, Elijah—musitó Gladia pensativa—. Has sido muy bueno conmigo, y yo no me portaré mal contigo. Sin embargo, esas costumbres terrestres me parecen absolutamente ilógicas—añadió levantando las manos hacia el techo.
—Indudablemente, pero tengo que vivir con ellas, igual que tú has vivido con las normas de Solaria.
—Si—murmuró ella. La expresión de su rostro se ensombreció con el recuerdo. Después añadió—: Perdóname, Elijah. Lo lamento de verdad. Deseo algo que no puedo conseguir y te lo hago pagar a ti.
—Está bien.
—No, no está bien. Por favor, Elijah, tengo que explicar te algo. Creo que no has comprendido lo que sucedió ano che. ¿Te sentirías más turbado todavía si te lo explicara? Baley se preguntó cómo se sentiría Jessie si hubiese podido escuchar aquella conversación, y cuál sería su reacción. Era perfectamente consciente de que debería preocuparlo mucho más la confrontación que iba a mantener, quizá de inmediato, con el Presidente de la Asamblea Legislativa de Aurora, que no sus pequeños problemas matrimoniales. En teoría debería estar pensando en el peligro que amenazaba a la Tierra, y no en la buena fama de su esposa; sin embargo, en la práctica, no podía apartar de su pensamiento a Jessie.
—-Probablemente me sentiré más turbado —contestó-pero da igual. Adelante con lo que tengas que decir.
Gladia movió su asiento, absteniéndose de hacer entrar a alguno de sus robots servidores para que lo hiciera. Baley aguardó nervioso, sin ofrecerse a ayudarla.
La mujer colocó la silla junto a la de él, vuelta en la dirección contraria, de modo que los rostros de ambos quedaron frente a frente cuando se sentó. Y al tiempo que lo hacia, extendió una de sus delicadas manos y la puso en las de él. Baley sintió que sus manos apretaban con fuerza aquella piel fina y suave.
—Ya ves—dijo ella—. Ya no temo el contacto físico. Ya he superado esa etapa en la que sólo era capaz de rozar tu rostro con las yemas de mis dedos durante unos segundos.
—Quizá sea así, pero ¿no te afecta interiormente tanto como el roce en la mejilla te afectó entonces, Gladia?
—No, no me afecta igual, y eso me gusta. En realidad, creo que es un progreso. Sentirme cambiada por un breve contacto demuestra lo anormal que había sido mi existencia durante tanto tiempo. Ahora me siento mucho mejor. Bien, Elijah, ¿quieres que te explique eso? Lo que te he dicho no es más que el prólogo.
—Adelante.
—Me gustaría que estuviéramos en la cama y a oscuras. Así podría hablar con más libertad.
—-Bueno, Gladia, estamos aquí sentados y la sala esta iluminada, pero te escucho igual. —Si... Bien, Elijah, en Solaría no se podía hablar de sexo, ¿recuerdas?
—Efectivamente.
—Allí nunca llegué a experimentar una verdadera relación sexual. En esporádicas ocasiones, muy contadas, mi esposo se acercaba a mi por pura obligación. No te explicaré cómo era esa experiencia, pero puedes creerme si te digo que, pensando ahora en ello, era todavía peor que no tener ninguna.
—Te creo.
—Sin embargo, yo sabia algo del sexo. Leía cosas al respecto, y en ocasiones incluso hablaba del tema con otras mujeres, todas las cuales afirmaban que se trataba de un deber odioso al que habían de someterse hombres y mujeres en Solaria. Y las que ya habían tenido el cupo máximo de hijos permitidos siempre decían que estaban muy contentas de no tener que someterse a una relación sexual en el resto de su vida.
—¿Y tú las creías?
—Por supuesto. Nunca había oído decir lo contrario, y los pocos relatos no solarianos que podía leer eran denuncia dos como falsas distorsiones; tampoco podía poner en duda esto, naturalmente. Mi esposo me encontró algunos de esos libros, los tachó de pornografía e hizo que los destruyeran. Ya sabes, también, que las personas llegan a creerse cualquier cosa. En mi opinión, las mujeres de Solaría llegaron a convencerse de sus propias afirmaciones, de que realmente el sexo era despreciable. Lo cierto es que parecían bastante sinceras y eso me hacia pensar que había en mi algo terriblemente malo, pues sentía por el tema una especie de curiosidad, una extraña sensación que no lograba explicarme.
—¿No utilizabas entonces a los robots como válvula de escape?
—No, ni siquiera se me pasaba por la cabeza. M los robots ni ningún otro objeto inanimado. A veces oía alguna palabra susurrada al respecto, pero acompañada de tal demostración de repugnancia, de fingida repugnancia, que no se me habría ocurrido hacer nada parecido ni en sueños. Naturalmente, en ocasiones era inevitable que soñara cosas de este tipo, y a veces me despertaba debido a lo que ahora, al recordarlo, creo que eran incipientes orgasmos. Por supuesto, entonces no comprendía lo que me sucedía, ni me atrevía a hablar de ello. En realidad, me sentía amargamente avergonzada. Peor aún, tenia miedo del placer que me proporcionaba. Después tuve que venir a Aurora y...
—Esa parte ya me la contaste. Las relaciones sexuales con los auroranos resultaban insatisfactorias.
—Si. Eso me hizo pensar que, después de todo, las solarianas tenían razón. La relación sexual no se parecía en absoluto a lo que yo soñaba. No lo comprendí del todo hasta que tuve a Jander. Aquí en Aurora no tienen relaciones sexuales. Lo que tienen es... es una coreografía. Cada instante queda dictado por la moda en boga, desde el método de aproximación hasta el momento de la despedida. No existe nada inesperado, nada espontáneo. En Solaria, .los encuentros sexuales eran tan escasos que no se daba ni se tomaba nada. En Aurora, la relación sexual se lleva a tales extremos de sofisticación que, al final, tampoco se da o se entrega nada. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—No estoy seguro, Gladia. Nunca he tenido relaciones sexuales con una aurorana. Ni con un aurorano, si es preciso puntualizar sobre este extremo. No obstante no es necesario que me lo expliques, pues tengo una vaga idea de a qué te refieres.
—Estás terriblemente turbado por esta conversación ¿verdad?
—No hasta el punto de ser incapaz de soportarla.
—Entonces conocí a Jander y aprendí a utilizarlo. Jander no era un aurorano. Su único propósito, su único objetivo posible, era darme placer. El me lo daba y yo lo aceptaba y, por primera vez, experimenté el acto sexual como debe experimentarse. ¿Entiendes eso? ¿Puedes imaginar qué representa comprender de repente que no estás loca, ni eres pervertida o que ni siquiera estás simplemente equivocada, sino darse cuenta de que no eres más que una mujer, y que tienes por fin un compañero sexual satisfactorio?
—Creo que puedo imaginarlo.
—Y a continuación, apenas transcurrido un breve periodo, verse privada de él. Creí... creí que eso era el fin. Estaba condenada. Nunca en mi vida, por muchos siglos que viviera, volvería a tener una buena relación sexual. No haber iniciado ninguna ya era suficientemente malo, pero encontrarla de repente, contra todas mis expectativas, y perderla de pronto para volver a quedar sin nada... eso era insoportable. Espero que ahora entiendas lo importante que fue para mi lo de anoche.
—Pero ¿por qué yo, Gladia? ¿Por qué no cualquier otro? —No, Elijah, tenia que ser contigo. Giskard y yo salimos a buscarte y te encontramos indefenso. Absolutamente inde-fenso. No estabas inconsciente, pero no controlabas tu cuerpo. Tuvimos que cargar contigo y llevarte hasta el planeador antes de traerte aquí. Yo estuve presente cuando te bañaban, trataban, calentaban y secaban, y te vi absolutamente inútil para cualquier cosa. Los robots hicieron su trabajo maravillosamente, totalmente entregados a la tarea de cuidarte y evitar que sufrieras daños, pero sin verdaderos sentimientos. Yo, en cambio, te observaba y sentía algo.
Baley inclinó la cabeza, apretando los dientes al pensar que se había mostrado públicamente en tal estado de desamparo. La noche anterior, mientras se hallaba en aquel estado de confusión, el trato que había recibido le había parecido un auténtico lujo. Ahora en cambio, sólo podía sentir vergüenza al pensar que alguien le había visto en aquellas condiciones.
Gladia prosiguió su explicación.
—Quería hacerlo todo yo sola. Sentí celos de los robots por reservarse ellos el derecho de ser amables contigo y de cuidarte. Y cuando pensé en ocuparme personalmente de ti, sentí una creciente excitación sexual, algo que no había sentido desde la muerte de Jander. Y entonces comprendí que, en mi única relación sexual satisfactoria, lo único que había hecho era recibir. Jander me daba lo que yo deseaba, pero él nunca recibía nada. Era incapaz de recibir, ya que su único placer consistía en complacerme, y a mi nunca se me había ocurrido darle nada, porque fui educada entre robots y sabia que Jander no podía recibir.
»Y así, mientras te observaba, me di cuenta de que sólo conocía la mitad de la relación sexual, y deseé desesperadamente experimentar la otra mitad. Sin embargo, más tarde, mientras estábamos cenando, te vi comer esa sopa caliente y me pareció que te habías recuperado, que estabas fuerte. Suficientemente fuerte para consolarme. Y como había tenido aquel sentimiento hacia ti mientras estabas siendo sometido a esos cuidados, desapareció de mi el temor a tu procedencia terrestre y deseé sentirme entre tus brazos. Si, lo deseé intensamente. Pero cuando me abrazaste sentí que algo fallaba pues de nuevo estaba recibiendo, y no dando.
»Entonces me dijiste: "Gladia, por favor, tengo que sentarme." ¡Oh, Elijah!, eso fue lo más maravilloso que podías haberme dicho.
Baley notó que se ruborizaba.
—En ese momento, mis palabras me avergonzaron terriblemente. Era reconocer mi debilidad.
—Eso era precisamente lo que quería. Me sentí ebria de deseo. Por eso te obligué a que te acostaras y luego vine a ti y, por primera vez en mi vida, me entregué. No recibí nada. Y el hechizo de Jander se desvaneció porque me di cuenta de que tampoco había sido suficiente. Ahora sé que es posible recibir y dar, ambas cosas. ¡Elijah, quédate conmigo! Baley movió la cabeza en señal de negativa.
—Gladia, aunque dejarte me desgarrara el corazón, eso no cambiaría los hechos. Yo no puedo quedarme en Aurora. Tengo que volver a la Tierra, y tú no puedes venir allá.
—¿Y si pudiera, Elijah?
—¿Por qué preguntas esa tontería? Aunque pudieras, yo envejecería muy pronto y te resultaría inútil. Dentro de veinte años, treinta como mucho, yo seré un anciano, o proba-blemente habré muerto, mientras que tú seguirás tal como estás ahora durante siglos.
—A eso me refería, Elijah. En la Tierra cogería infecciones y también envejecería rápidamente.
—No puedes desear eso. Además, envejecer no tiene nada que ver con las infecciones. Simplemente, enfermarías y morirías muy pronto. Escucha, Gladia, estoy seguro de que puedes encontrar a otro hombre.
—¿Un aurorano?—respondió ella con desdén.
—Les puedes enseñar. Ahora que sabes recibir y también dar, puedes enseñarles a hacer ambas cosas.
—Y si lo hago, ¿aprenderán?
—Algunos, seguramente sí. Tienes mucho tiempo para encontrar al que será capaz de hacerlo. Está... Baley se interrumpió, pensando que no era muy aconsejable mencionar a Gremionis en aquel momento. Quizás si volvía a ofrecerse a ella con un poco menos de cortesía y un poco más de determinación. ..) Gladia se quedó pensativa.
—¿Es posible?—preguntó. Luego, mirando a Baley con lágrimas en sus ojos gris azulados, añadió—: ¡Oh, Elijah!, ¿recuerdas algo de lo que sucedió anoche?
—Tengo que reconocer—respondió Baley con aire algo triste —que una parte de lo sucedido está inquietantemente confuso y borroso en mi mente.
—Si lo recordaras, no me dejarías.
—No es que quiera dejarte, Gladia. Es que debo hacerlo.
—Después parecías tan tranquilo y feliz, tan descansado... —continuó Gladia—. Yo me quedé acurrucada en tus brazos y sentía tu corazón latir con rapidez al principio, y luego más y más despacio, salvo cuando te incorporaste de repente. ¿Te acuerdas de eso? Baley se sobresaltó y se apartó un poco de ella, mirándola a los ojos con espanto.
—No, no lo recuerdo. ¿A qué te refieres? ¿Qué hice?
—Ya te lo he dicho: te incorporaste de repente.
—Si, pero ¿qué más? El corazón de Baley latía ahora con fuerza, igual que debía de haberlo hecho la noche anterior tras hacer el amor con Gladia. Habían sido tres las veces en que parecía haber dado con la verdad y, de ellas, las dos primeras había estado absolutamente solo. En la tercera, por el contrario, Gladia había estado junto a él. Por lo tanto, tenia un testigo.
—En realidad, eso fue todo—respondió Gladia—. Yo te pregunté qué sucedía, pero no me prestaste atención. Dijiste: «Lo tengo, lo tengo.» Hablabas de forma confusa y tenias los ojos perdidos en el vacío. Llegué a asustarme un poco.
—¿No dije nada más? ¡lehoshaphat, Gladia! ¿No dije nada más? Gladia frunció el ceño antes de responder.
—No recuerdo. Pero después te echaste hacia atrás otra vez y yo te dije: «No tengas miedo, Elijah, no temas. Ahora estás a salvo.» Y te acaricié y te tranquilizaste otra vez y volviste a dormirte. Y roncaste. Nunca había oído roncar a nadie hasta anoche pero, por las descripciones que he leído, eso debió de ser lo que hiciste: roncar.
Resultaba evidente que esa idea le divertía.
—Escucha, Gladia—insistió Baley—. ¿Qué dije en ese momento? ¿Algo más, aparte del «lo tengo, lo tengo»? ¿Dije qué era lo que tenia? Gladia volvió a fruncir el ceño.
—No, no recuerdo... ¡Espera! Sólo dijiste una cosa más, en voz muy baja. Dijiste: «El llegó primero.»
—«El llegó primero». ¿Es eso lo que dije?
—Si. Yo di por supuesto que te referías a Giskard, que había llegado a ti antes que los otros robots. Creí que estabas intentando vencer el temor a ser secuestrado que estabas reviviendo lo acaecido en la tormenta. ¡Si! Por eso te acaricié y te dije que no tuvieras miedo, hasta que por fin te relajaste.
—«El llegó primero»; ahora ya no se me olvidará. Gracias por lo de anoche, Gladia. Gracias por contármelo.
—¿Es importante que dijeras que Giskard te encontró primero?—exclamó Gladia—. Es la verdad, tú lo sabes.
—No puede ser eso, Gladia. Tiene que tratarse de algo que no sé, pero que surge en mi cerebro cuando éste esta totalmente relajado.
—Entonces, ¿qué significa esa frase?
—No estoy seguro, pero si es eso lo que dije, debe de tener algún significado. Y sólo tengo una hora para descifrarlo. —Baley se puso en pie y declaró—: Ahora debo irme.
Avanzó unos pasos hacia la puerta, pero Gladia corrió hasta él y le rodeó con los brazos.
—Espera, Elijah.
Baley titubeó y finalmente inclinó la cabeza para besarla. Durante un largo instante, permanecieron estrechamente abrazados.
—¿Volveré a verte, Elijah?
—No lo sé—respondió Baley con tristeza—. Espero que si.
Y salió de la habitación en busca de Daneel y Giskard, para hacer los preparativos necesarios para la conferencia que estaba a punto de tener lugar.
La tristeza acompañó a Baley mientras cruzaba la amplia zona de césped que le separaba del establecimiento de Fastolfe.
Los robots le escoltaban, uno a cada lado. Daneel parecía relajado pero Giskard, fiel a su programación y al parecer incapaz de escapar de ella, seguía vigilando los alrededores.
—¿Cómo se llama el presidente de la Asamblea Legislativa, Daneel?—preguntó Baley.
—Lo ignoro, compañero Elijah. Por lo que he oído, todos se refieren a él como «el Presidente», y en las audiencias sólo se le presenta con el titulo de «el señor Presidente».
—Se llama Rutilan Horder, pero su nombre nunca es mencionado oficialmente—informó Giskard—. Sólo se utiliza el titulo. Ello sirve para dar al gobierno la impresión de conti-nuidad. Los seres humanos que desempeñan el cargo tienen, como individuos, un periodo fijo en la presidencia; en cambio, «el Presidente» es algo que existe siempre.
—Y este Presidente en concreto, ¿qué edad tiene?
—Es bastante anciano, señor. Tiene trescientos treinta y un años—le informó Giskard, que siempre tenia a punto los datos estadísticos.
—¿Su salud es buena?
—No tengo informaciones que hagan suponer otra cosa, señor.
—¿Tiene alguna característica personal que me sería conveniente conocer? La pregunta pareció tomar por sorpresa a Giskard. Este hizo una pausa y contestó:
—Me resulta difícil contestar a eso. Está en su segundo mandato y es considerado un Presidente eficaz que trabaja a fondo y obtiene resultados.
—¿Tiene el genio vivo? ¿Es paciente, dominante, comprensivo?
—Eso tendrá que juzgarlo usted mismo —respondió Giskard.
—Compañero Elijah—añadió Daneel—, el Presidente está por encima del partidismo. Es un hombre justo y ecuánime por definición.
—Estoy seguro de ello—murmuró Baley—, pero las definiciones son abstractas igual que la denominación de «el Presidente». En cambio, los presidentes individuales, con nombre, son concretos y tienen ideas propias, con las que debo enfrentarme.
Movió la cabeza. También él tenía un buen montón de ideas propias, eso podía jurarlo. Había tenido por tres veces una idea clara de los hechos que investigaba, y las tres veces se le había escapado. Ahora contaba con un testigo que había podido escuchar lo que decía cuando tuvo esa idea, pero aún así no podía saber de qué se trataba.
«El llegó primero.» ¿Quién había llegado primero? ¿Cuándo? ¿Dónde? Baley no tenia las respuestas.
Baley encontró a Fastolfe esperándole en la puerta de su establecimiento, con un robot detrás de él que parecía inquieto como rara vez se mostraban los robots; parecía incapaz de realizar adecuadamente su trabajo de dar la bienvenida a los visitantes y estar transtornado por ello.
(Sin embargo, una vez más, aquello no era sino una proyección de motivaciones humanas en un robot. Lo más probable era que el robot no tuviera en su interior la menor inquietud ni ningún otro tipo de sentimientos. Simplemente, su actuación era resultado de ligeras oscilaciones de los potenciales positrónicos debidas a que sus órdenes eran dar la bienvenida a todos los visitantes y someterlos a una inspección de seguridad y, en esta ocasión, no podía desempeñar su labor sin apartar de enmedio a Fastolfe, acto que tampoco podía llevar a cabo salvo por razones de extrema necesidad. Ante esta contradicción entre su deber y las circunstancias, el robot no hacía sino ponerse en acción y detenerse una y otra vez, lo que daba una impresión de inquietud.) Baley se descubrió mirando con aire ausente al robot, y le costó desviar de nuevo su mirada hacia Fastolfe. (Baley estaba pensando en robots, pero no sabia por qué.)
—Me alegro de volver a verle, doctor Fastolfe—dijo al tiempo que le tendía la mano. Tras su encuentro con Gladia, le resultaba difícil recordar que los espaciales eran bastante reacios a tener contacto físico con los terrícolas.
Fastolfe titubeó un momento y luego, cuando la educación triunfó sobre la prudencia, aceptó la mano que Baley le tendía, la sostuvo levemente durante un segundo y la soltó.
—Mi placer al verle es aún mayor, señor Baley. Me he sentido muy alarmado por la experiencia que tuvo usted anoche. No fue una tormenta especialmente fuerte, pero para un terrícola debía de parecer sobrecogedora.
—Está al corriente de lo sucedido, por lo que veo...
—Daneel y Giskard me han tenido informado puntualmente del asunto. Me habría sentido mejor si le hubiesen traído directamente aquí, pero su decisión se basó en el hecho de que el establecimiento de Gladia estaba más próximo al lugar del aterrizaje del planeador, y en que las órdenes que usted les dio eran terminantes en cuanto a dar prioridad a la seguridad de Daneel por encima de la suya propia. Por cierto ¿no le interpretaron mal los robots? —En absoluto. Yo les obligué a que me dejaran.
—¿Le parece eso aconsejable?—insistió Fastolfe al tiempo que les llevaba al interior del establecimiento y señalaba un sofá.
—Me pareció la decisión más adecuada—respondió Baley, tomando asiento—. Nos estaban persiguiendo.
—Eso me dijo Giskard. También me informó que...
—Doctor Fastolfe, por favor—intervino Baley—. Tengo poco tiempo y hay varias preguntas que quiero hacerle.
—Adelante, por favor—repuso Fastolfe de inmediato, con su aire habitual de intachable cortesía.
—Alguien me ha sugerido que usted sitúa sus trabajos sobre la función del cerebro por encima de cualquier otra cosa, que usted...
—Permítame que termine yo, señor Baley. Que no dejaré que nada se interponga en mi camino, que soy implacable, que no tengo en cuenta ninguna consideración de orden moral, que no me detengo por nada y que doy cualquier cosa por buena en nombre de la importancia de mi trabajo.
—Eso es.
—¿Quién le ha hablado así de mi, señor Baley?—preguntó Fastolfe.
—¿Importa mucho?
—Quizá no. Además, no es muy difícil de adivinar. Ha sido mi hija Vasília, estoy convencido.
—Quizás—replicó Baley—. Lo que quiero saber es si esta exposición de su carácter corresponde a la verdad.
Fastolfe sonrió tristemente.
—¿De veras espera de mi una respuesta sincera acerca de mi propio carácter? En ciertos aspectos, las acusaciones contra mi son ciertas. Efectivamente, considero mi trabajo como lo más importante y siento el impulso de sacrificarlo todo por él. Para ello, soy perfectamente capaz de hacer caso omiso de las nociones convencionales acerca del mal y la moralidad si éstas se interponen en mi camino. Sin embargo, lo cierto es que no me comporto así, que no consigo comportarme así. En concreto, si se me acusa de haber matado a Jander porque con ello conseguía de algún modo avanzar en mis estudios sobre el cerebro humano, lo niego rotundamente. No, señor Baley. Yo no maté a Jander.
—Usted sugirió que me sometiera a un sondeo psíquico para obtener la información que mi cerebro conoce pero que no puede transmitir a mi mente consciente—comentó Baley—. ¿Se le ha pasado por la cabeza que si se sometiera usted, y no yo, a ese sondeo psíquico, podría demostrar su inocencia? Fastolfe asintió con la cabeza, pensativo.
—Imagino que Vasília le habrá sugerido que el hecho de no haberme ofrecido a someterme a esa prueba es una demostración de culpabilidad. No es así. El sondeo psíquico es pe-ligroso y me inquieta tanto como a usted la idea de someterme a él. Con todo, habría aceptado tal propuesta, pese a mis temores, si no fuera por el hecho de que mis oponentes se sentirían encantados de que lo hiciera. Discutirían cualquier prueba de mi inocencia que pudiera aportar el sondeo psíquico, y éste no es un instrumento lo bastante efectivo para demostrar la inocencia de alguien de forma indiscutible. En cambio, lo que si conseguirían mis enemigos con la utilización del sondeo psíquico sería información sobre la teoría y diseño de los robots hurnaniformes. Eso es lo que realmente les interesa conocer, y no estoy dispuesto a dárselo.
—Muy bien—contestó Baley—. Gracias, doctor Fastolfe.
—De nada—replicó Fastolfe—. Y ahora, si me permite volver a lo que estaba diciendo, Giskard me informó de que después de quedarse solo en el planeador, un grupo de robots desconocidos le abordó. Por lo menos, se refirió usted con palabras inconexas a unos robots desconocidos, después de que Giskard le encontrara inconsciente bajo la tormenta.
—Es cierto que unos robots me abordaron, doctor Fastolfe. Conseguí desviarles de sus propósitos y que se retiraran, pero pensé que era más prudente abandonar el planeador y no esperar a que regresaran. Quizás no podía pensar con demasiada claridad cuando tomé esa decisión. Giskard lo cree así.
—Giskard tiene una visión muy simplista del universo —sonrió Fastolfe—. ¿Tiene alguna idea de a quién podían pertenecer esos robots? Baley se movió inquieto en su asiento, como si no consiguiera encontrar una posición suficientemente cómoda.
—¿Ha llegado ya el Presidente?—preguntó.
—No, pero lo hará de un momento a otro. Y también Amadiro, el director del Instituto. Sé por los robots que ayer se reunió usted con ~!, y no estoy muy seguro de que eso fuera acertado, ya que le puso furioso. —Era necesario que le viera, doctor Fastolfe. Además, Amadiro no me pareció furioso.
—La actitud externa no cuenta en Amadiro. Como resultado de lo que denomina calumnias y agresiones intolerables a su dignidad profesional cometidas por usted, Amadiro ha forzado la mano del Presidente.
—¿De qué manera?—preguntó Baley.
—La tarea del Presidente es apoyar las reuniones de las partes enfrentadas y elaborar una fórmula de compromiso. Si Amadiro desea reunirse conmigo, el Presidente no puede, por definición, hacerle desistir y mucho menos prohibírselo. Está obligado por las leyes a presidir la reunión y, si Amadiro encuentra suficientes pruebas contra usted (y resulta suma-mente sencillo acumular pruebas contra un terrícola), eso pondrá fin a la investigación.
—Quizá no debería haber llamado a un terrícola para que le ayudara, doctor Fastolfe, en vista de lo vulnerables que somos.
—Puede que tenga razón, señor Baley, pero no se me ocurrió otra alternativa. Y todavía estoy igual, así que debo dejar en sus manos la tarea de convencer al Presidente de nuestro punto de vista, si eso es posible.
—¿La responsabilidad es mía?—preguntó Baley, abatido.
—Enteramente suya—contestó Fastolfe sin alterarse.
—¿Sólo estaremos presentes nosotros cuatro?
—En realidad sólo estaremos tres: el Presidente, Amadiro y yo. Estaremos, por decirlo así, los dos litigantes y el agente mediador. Usted será una cuarta parte, señor Baley. Sólo estará presente con el consentimiento de los demás. El Presidente puede mandarle salir de la sala en cualquier momento, así que espero que no haga usted nada que le pueda incomodar.
—Lo intentaré, doctor Fastolfe.
—Por ejemplo, señor Baley, no le ofrezca usted la mano. Y perdone que sea tan franco.
Baley se sintió turbado al advertir lo inoportuno de su gesto anterior.
—No lo haré—aseguró.
—Compórtese con intachable cortesía. No haga acusaciones furibundas, no insista en declaraciones que no pueda sustentar con pruebas, no...
—¿Quiere usted decir que no presione a nadie para que se traicione en sus declaraciones? ¿A Amadiro tampoco?
—Exacto, a nadie. Estará cometiendo una calumnia y eso puede ser contraproducente. Por lo tanto, compórtese con educación. Si los buenos modales ocultan un ataque, nadie se molestará por ello. Y procure no hablar si no se dirigen a usted.
—¿Cómo es que ahora me da tantos consejos y, en cambio, no me advirtió anteriormente de los peligros de calumniar a alguien, doctor Fastolfe?
—Tiene razón. Ha sido culpa mía—reconoció Fastolfe—. Para mi era una cuestión tan elemental que no se me ocurrió que tuviera que explicárselo.
—Si—gruñó Baley—. Creo que le comprendo.
Fastolfe alzó de repente la cabeza.
—Oigo un planeador ahí fuera. Más aún, oigo los pasos de uno de mis robots que se dirige hacia la entrada. Supongo que el Presidente y Amadiro están a punto de hacer su aparición.
—¿Juntos?—preguntó Baley.
—Naturalmente. Mírelo de este modo: Amadiro sugirió mi establecimiento como lugar de reunión, concediéndome así la ventaja de moverme en mi terreno. En contrapartida, él tiene la oportunidad de ofrecerse, como aparente acto de cortesía, a ir a buscar al Presidente y traerle hasta aquí. Después de todo, tienen que venir los dos. Eso le da a Amadiro la oportunidad de charlar unos minutos en privado con el Presidente y exponerle sus puntos de vista.
—No me parece nada justo—replicó Baley—. ¿Había algún medio de impedirlo?
—No he querido hacerlo. Amadiro corre un riesgo calculado, pues sus palabras pueden irritar al Presidente.
—¿El presidente es especialmente irritable por naturaleza?
—No. Por lo menos, no más de lo que podría serlo cualquier Presidente en su quinta década de mandato. Pese a todo, la necesidad de un estricto cumplimiento del protocolo, la necesidad aún mayor de no mostrarse nunca partidista, y el peso de sus decisiones arbitrales se combinan para hacer inevitable una cierta irritabilidad. Y Amadiro no siempre se comporta con astucia. Su sonrisa jovial, sus dientes blancos y su manifiesta afabilidad pueden resultar extremadamente irritantes si quien recibe sus aduladoras palabras no está de buen humor por alguna razón. Bien, señor Baley, debo ir a recibirles, y ofrecerles lo que espero sea una versión más razonable y adecuada de la cortesía. Por favor, permanezca aquí y no se mueva de su asiento.
Baley no podía hacer otra cosa que esperar. Pasó por su mente la idea ociosa de que llevaba en Aurora un periodo de tiempo que apenas alcanzaba las cincuenta horas estándar.
OTRA VEZ EL PRESIDENTE
El Presidente era bajo, sorprendentemente bajo. Amadiro le pasaba unos buenos treinta centímetros, por lo menos.
Sin embargo, como la mayor parte de su escasa estatura se debía a sus cortisimas piernas, una vez sentados el Presidente no parecía más bajo que los demás. De hecho, era incluso el más corpulento, con una caja torácica y unos hombros muy robustos que le daban un aspecto casi arrollador.
También su cabeza era de gran tamaño, pero su rostro estaba surcado de arrugas producidas por la edad. No eran el tipo de arrugas ocasionadas por la risa. Los surcos que se formaban en sus mejillas y su frente daban la impresión de ser resultado del ejercicio del poder. Tenia el cabello cano y escaso, y presentaba una acusada calvicie en la coronilla.
Su voz se correspondía con el resto de su aspecto; era profunda y resuelta. La edad le había quitado quizás un poco de timbre y lo había cambiado por una cierta aspereza, pero en un Presidente, pensó Baley, eso podía beneficiarle mas que perjudicarle.
Fastolfe realizó el ritual completo de saludos, intercambios de fórmulas sin sentido y ofrecimientos de comida y bebida. En el transcurso de este ceremonial, no se hizo la menor mención del cuarto hombre ni se te prestó atención.
Sólo cuando hubieron terminado los preliminares y todos estuvieron bien instalados, Baley (un poco más lejos del centro de la sala que los otros tres) fue presentado.
—Señor Presidente—saludó Baley sin tender la mano. Después se volvió hacia el otro interlocutor y, con un despreocupado gesto de la cabeza, añadió—: Y al doctor Amadiro ya le conozco, naturalmente.
La sonrisa de Amadiro siguió inalterable pese al toque de insolencia de la voz de Baley.
El Presidente, que no había mostrado la menor reacción ante el saludo de Baley, colocó sus manos sobre las rodillas con los dedos bien separados y dijo:
—Vamos a empezar. Veamos si podemos hacer esto lo más breve y productivo posible.
»En primer lugar, déjenme hacer hincapié en que deseo pasar por alto el mal comportamiento, o posible mal comportamiento, de un terrícola. Vayamos directamente al meollo de la cuestión. Tampoco deseo referirme al tema del robot Jander que ya ha sido demasiado explotado. La interrupción definitiva de la actividad de un robot es un asunto del que deben ocuparse los tribunales civiles, lo que puede dar como resultado una sentencia por infracción de los derechos de propiedad y la imposición de una pena de costas, pero nada más. Incluso si se demostrara que el doctor Fastolfe inutilizó a ese robot, Jander Panell, cabría tener en cuenta que fue el doctor quien lo diseñó y quien supervisó su construcción. Además, él era su legitimo propietario en el momento de la inutilización, por lo que no cabe aplicar mayores sanciones ya que una persona puede hacer lo que le plazca con sus propiedades.
»Lo que realmente se discute es el tema de la exploración y colonización de la galaxia, si la desarrollará Aurora por sus propios medios sin más colaboración, si lo hará en cooperación con otros mundos espaciales, o si se permitirá que sea la Tierra quien la lleve a cabo. El doctor Amadiro y los globalistas están a favor de que Aurora lo haga sin ninguna ayuda; el doctor Fastolfe desea dejar esa tarea a la Tierra.
»Si nos centramos en este tema, el asunto del robot puede quedar en manos de los tribunales civiles. La cuestión del comportamiento del terrícola quedará probablemente resuelta durante la discusión, y después simplemente nos libraremos de él.
»Por lo tanto, permítanme empezar preguntando al doctor Amadiro si está dispuesto a aceptar la posición del doctor Fastolfe con el fin de lograr una unidad de decisión, y al doctor Fastolfe si está dispuesto a aceptar la posición del doctor Amadiro con idéntico objetivo.
Hizo una pausa y aguardó las respuestas.
—Lo lamento, señor Presidente—dijo Amadiro—, pero debo insistir en que los terrícolas sigan confinados en su planeta y en que la galaxia sea colonizada sólo por auroranos. No obstante, no me opondría al compromiso de permitir que otros mundos espaciales se unieran a la colonización, si esto evitara tensiones innecesarias entre nosotros.
—Entiendo su posición—asintió el Presidente—. A la vista de esta declaración, doctor Fastolfe, ¿desea usted modificar su postura?
—El compromiso del que habla el doctor Amadiro apenas tiene base sobre la que sustentarse, señor Presidente—respondió Fastolfe—. Yo deseo ofrecer otro de importancia mucho mayor. ¿Por qué no abrir los mundos de la galaxia a espaciales y terrícolas por igual? La galaxia es grande y hay en ella lugar para todos. Este es el compromiso que estaría dis-puesto a aceptar.
—Sin duda—replicó Amadiro rápidamente—, pues no es en modo alguno un compromiso. Los más de ocho mil millones de habitantes de la Tierra significan más del doble de seres humanos que la suma de la población de todos los mundos espaciales. Los terrícolas tienen una vida corta y están acostumbrados a reponer rápidamente las que se pierden. Carecen de nuestro respeto y consideración por la vida humana individual. Por eso se esparcirán por los nuevos mundos a toda costa, multiplicándose como insectos, y se apropiarán de toda la galaxia mientras nosotros estemos todavía dando los primeros pasos. Conceder a la Tierra una oportunidad supuestamente igual es ofrecerles en bandeja la galaxia, y eso no puede considerarse igualdad. Los terrícolas deben estar confinados en la Tierra.
—¿Qué tiene usted que decir a eso, doctor Fastolfe?—preguntó el Presidente. Fastolfe suspiró.
—Mis opiniones están grabadas y registradas. Estoy seguro de que no tengo que repetirlas aquí. El doctor Amadiro proyecta utilizar los robots humaniformes para construir los mundos explorados de modo que luego puedan ocuparlos los seres humanos de Aurora. Sin embargo, carece de tales robots humaniformes. No sabe construirlos, y el proyecto no funcionaría aunque pudiera fabricarlos. No hay compromiso posible a menos que el doctor Amadiro consienta en el principio de que los terrícolas puedan, por lo menos, compartir la tarea de colonizar nuevos mundos.
—Entonces no hay compromiso posible—dijo Amadiro. El Presidente pareció disgustado.
—Me temo que uno de los dos tiene que ceder. No tengo intención de que Aurora se vea dividida en una orgía de emociones por una cuestión de esta importancia.
Se volvió a Amadiro con el rostro imperturbable, para no parecer estar a favor o en contra.
—Usted pretende utilizar la desactivación del robot Jander como argumento contra el proyecto de Fastolfe, ¿no es así?
—En efecto—asintió Amadiro.
—Eso es un argumento puramente emocional. Usted pretende afirmar que Fastolfe intenta echar por tierra su proyecto sobre la colonización de la galaxia simulando que los robots humaniformes son menos útiles de lo que realmente han demostrado ser.
—¡ Eso es exactamente lo que intenta!—exclamó Amadiro.
—¡Calumnia!—le interrumpió Fastolfe en voz baja.
—No, si puedo demostrarlo, y puedo hacerlo—contestó Amadiro—. Quizá el argumento sea emocional, pero es verdadero. Es evidente, señor Presidente. ¿No opina usted así? Mi opinión seguramente se impondrá, pero por si sola puede resultar algo confusa. Me atrevo a sugerirle que convenza al doctor Fastolfe de que acepte su inevitable derrota y ahorre a Aurora un espectáculo realmente lamentable que puede debilitar nuestra posición entre los mundos espaciales y perjudicar nuestra fe en nosotros mismos.
—¿Cómo puede demostrar que el doctor Fastolfe manipuló el robot para dejarlo inactivo?
—El mismo reconoce que es el único ser humano capaz de hacerlo, bien lo sabe usted.
—Lo sé en efecto—asintió el Presidente—~ pero quería oír esas palabras de sus labios, no dirigidas a su grupo político o a los medios de comunicación, sino a mi, en privado. Y ya las he oído. ¿Qué tiene usted que decir a eso, doctor Fastolfe?—añadió volviéndose hacia éste—. ¿Es usted el único hombre que pudo haber destruido al robot?
—¿Sin dejar señales físicas? Por lo que conozco, así es. No creo que el doctor Amadiro posea la habilidad suficiente en la ciencia robótica para hacerlo. De hecho, me sorprende constantemente que, después de haber fundado su Instituto de Robótica esté tan ansioso de prodamar repetidamente su propia incapacidad, incluso públicamente, pese a contar con un extenso equipo de colaboradores.
—No, doctor Fastolfe—suspiró el Presidente—. No me venga con trucos retóricos. Olvide su sarcasmo y sus hábiles pullas. ¿Qué defensa puede oponer a la acusación?
—Bueno, sólo puedo reafirmarme en que no hice daño alguno a Jander. No digo que lo hiciera otra persona. En mi opinión, estamos ante un hecho fortuito. Es una muestra del principio de incertidumbre que rige las vías positrónicas, y que puede presentarse bastante a menudo. Basta con que el doctor Amadiro admita que la desactivación del robot se produjo por azar, con que no acuse a nadie sin pruebas, y podremos dedicarnos a discutir nuestras posturas enfrentadas respecto a la colonización de los mundos.
—No —replicó Amadiro—. Las probabilidades de una destrucción accidental del robot son demasiado ínfimas para tenerlas en cuenta. Son muchas más las que apuntan al doctor Fastolfe como responsable de la desactivación. De hecho, ignorar la responsabilidad del doctor Fastolfe y achacarla a causas accidentales es una muestra de irresponsabilidad. No estoy dispuesto a ceder, y mi opinión prevalecerá, señor Presidente, usted lo sabe. Me parece que el único paso lógico que hay que dar es obligar al doctor Fastolfe a aceptar su derrota en interés de la unidad planetaria.
—Eso me lleva al tema de la investigación que he encargado al señor Baley, dé la Tierra—repuso rápidamente Fastolfe. Amadiro, a su vez, contestó con igual prontitud.
—Investigación a la que ya me opuse cuando se planteó por primera vez. Puede que el terrícola sea un hábil investigador, pero no está familiarizado con Aurora y no está en condiciones de averiguar nada importante aquí. Lo único que puede hacer es lanzar calumnias y presentar Aurora de una forma indigna y ridícula ante los demás mundos espaciales. Ya se han hecho comentarios satíricos sobre el tema en media docena de importantes servicios de noticias de hiperondas en otros tantos mundos espaciales. Me he permitido remitirle grabaciones de estos programas a su despacho, señor Presidente.
—Y he tenido oportunidad de estudiarlos, doctor Amadiro—asintió el Presidente.
—Además, se han desatado rumores aquí, en Aurora —prosiguió Amadiro—. Si me guiaran motivos egoístas, preferiría que la investigación continuara, ya que le está costando al doctor Fastolfe apoyo popular y los votos de los legisladores. Cuanto más tiempo dure, más seguro me sentiré de mi victoria. Sin embargo, la investigación está perjudicando a Aurora y no quiero beneficiarme personalmente a costa de perjudicar a mi planeta. Por tanto, con todo respeto, sugiero que ponga usted fin a la investigación, señor Presidente, y que convenza al doctor Fastolfe de ceder por las buenas a lo que finalmente tendría que aceptar de todos modos, a un precio mucho mayor.
—Estoy de acuerdo con usted—contestó el Presidente en que haber permitido al doctor Fastolfe iniciar esta investigación puede haber sido un error. Digo «puede». Reconozco que estoy tentado de ponerle término. Y sin embargo, el terrícola—añadió sin dar muestra de haber advertido la presencia de Baley en la sala—lleva ya algún tiempo en Aurora Hizo una pausa como para dar a Fastolfe la oportunidad de corroborar sus palabras. Fastolfe la aprovechó y dijo:
—Este es su tercer día de investigación, señor Presidente.
—En este caso—prosiguió el Presidente—, antes de ponerle fin creo que sería justo preguntarle si ha hecho algún descubrimiento de importancia hasta el momento.
Volvió a interrumpirse. Fastolfe dirigió una rápida mirada a Baley, acompañada de una leve inclinación de cabeza. Baley dijo en voz baja:
—Señor Presidente, no deseo interrumpir con mis observaciones sin que me las pidan. ¿Debo entender que me ha hecho una pregunta? El Presidente frunció el ceño. Sin mirar a Baley, declaró:
—Estoy pidiendo al señor Baley, de la Tierra, que nos diga si ha hecho algún descubrimiento de importancia.
Baley respiró hondo. Había llegado el momento.
—Señor Presidente—empezó a decir—, ayer por la tarde estuve interrogando al doctor Amadiro, que colaboró de buen grado en la investigación y cuyas declaraciones me han sido de gran utilidad. Cuando mis ayudantes y yo salíamos de verle.. .
—¿Sus ayudantes?—preguntó el Presidente.
—He estado acompañado permanentemente por dos robots en todas las fases de mi investigación, señor Presidente —explicó Baley.
—¿Robots pertenecientes al doctor Fastolfe? —preguntó Amadiro—. Conteste para que conste.
—En efecto, ambos son propiedad del doctor Fastolfe —asintió Baley—. Uno es Daneel Olivaw, un robot humaniforme, y el otro es Giskard Reventlov, un robot más antiguo no humaniforme.
—Gracias—dijo el Presidente—. Prosiga.
—Cuando abandonamos los terrenos del Instituto, descubrimos que el planeador que utilizábamos había sido objeto de sabotaje.
—¿ Sabotaje? —preguntó el Presidente, sorprendido—. ¿Quién lo había hecho?
—Lo ignoramos, pero fue realizado en terrenos del Instituto. Nos hallábamos allí porque habíamos sido invitados así que el personal del Instituto conocía nuestra presencia en las instalaciones. Por otra parte, no es probable que nadie pueda entrar en ellas sin el conocimiento y la invitación del personal. Cualquier explicación lógica nos lleva necesariamente a la conclusión de que el sabotaje sólo pudo ser llevado a cabo por algún miembro del personal del Instituto, y ello sería de todo punto imposible... salvo que se hiciera a instancias del doctor Amadiro, lo cual también resulta impensable.
—Parece usted pensar mucho en cosas impensables—replicó Amadiro—. ¿Ha sido examinado el planeador por algún técnico cualificado para ver si realmente existió tal sabo-taje? ¿No pudo tratarse de un fallo accidental?
—No se ha realizado ninguna revisión—reconoció Baley—, pero Giskard, que tiene experiencia en conducir planeadores y que ha pilotado con frecuencia el aparato en que volábamos, afirma que hubo sabotaje.
—Pero ese robot pertenece al doctor Fastolfe, está programado por él y recibe las órdenes de él—contestó Amadiro.
—¿Sugiere usted que...?—empezó a decir Fastolfe.
—No sugiero nada—le interrumpió Amadiro alzando la mano en gesto conciliador—. Sólo estoy afirmando un hecho, para que quede constancia de él.
El Presidente pareció sentirse incómodo e intervino
—¿Quiere el señor Baley, de la Tierra, hacer el favor de continuar?
—Cuando el planeador se averió, aparecieron otros que nos perseguían—dijo Baley.
—¿Otros?—repitió el Presidente.
—Otros robots. Cuando llegaron hasta el aparato, mis robots no estaban allí.
—Un momento—dijo Amadiro—. ¿Cuál era su estado físico en ese momento, señor Baley?
—No me sentía demasiado bien.
—¿No se sentía demasiado bien? Usted es terrícola y no está acostumbrado a vivir fuera de las instalaciones artificiales de sus Ciudades. El aire libre le hace enfermar, ¿no es así, señor Baley?—preguntó Amadiro.
—Si, señor.
—Y ayer por la tarde había además una tormenta bastante fuerte, como recordará el señor Presidente, estoy seguro. ¿No sería mas adecuado decir que se encontraba usted muy mal? ¿Inconsciente, cuanto menos?
—Si, señor. Me sentía muy mal —reconoció Baley a regañadientes.
—Entonces, ¿cómo es que no estaban con usted sus robots?—preguntó el Presidente en tono áspero—. ¿No deberían haber estado junto a usted si se hallaba en ese estado?
—Les ordené que se fueran, señor Presidente.
—¿Por qué?
—Consideré que era lo más conveniente—dijo Baley—. Ahora lo explicaré, si me permiten continuar.
—Adelante.
—Ciertamente nos perseguían, pues esos robots llegaron hasta el vehículo averiado poco después de que mis acompañantes se hubieran ido, cumpliendo mis órdenes. Los robots perseguidores me preguntaron por ellos y les dije que les había ordenado que se fueran. Y sólo después de decirles eso me preguntaron si me encontraba mal. Yo dije que no, y me dejaron donde estaba para continuar la búsqueda de mis acompañantes.
—¿La búsqueda de Daneel y Giskard? —preguntó el Presidente.
—Si, señor Presidente. Para mi, era evidente que tenían órdenes muy precisas y concluyentes de encontrar a mis robots.
—¿Por qué era evidente?
—Porque preguntaron por ellos antes de interesarse por mi, pese a que era obvio que me encontraba mal. Y en segundo lugar, porque me dejaron en aquel estado para seguir buscando a los robots Los perseguidores' debían de haber recibido unas órdenes enormemente reforzadas de encontrar a Daneel y Giskard, pues de otro modo no se explica que pudieran desatender a un ser humano visiblemente enfermo. De hecho, yo había intuido que les interesaba sobre todo encontrar a mis robots, y ésa fue la razón de que les obligara a marcharse. Creí que lo más importante en aquel momento era impedir que cayeran en manos no autorizadas.
—Señor Presidente—interrumpió Amadiro—, ¿me permite que siga preguntando al señor Baley sobre este punto, para dejar clara la inutilidad de su declaración?
—Adelante.
—Señor Baley—dijo entonces Amadiro—, usted se quedó solo cuando su robots se fueron, ¿no es así?
—En efecto, señor.
—Por lo tanto, los hechos que acaba de exponer no han quedado registrados, ¿verdad? Usted no lleva encima un dispositivo de grabación, ¿verdad?
—En efecto, señor.
—Y estaba muy enfermo, ¿no es cierto?
—Si, señor.
—Muy perturbado, incluso. Probablemente demasiado para recordar con claridad lo sucedido, ¿no cree?
—No, señor. Lo recuerdo todo perfectamente.
—Supongo que así lo cree, pero puede que se tratara de alucinaciones y delirios. En el estado en que se encontraba, parece evidente que puede ponerse en duda su interpretación de las palabras de los robots, o incluso la misma existencia de esos presuntos perseguidores.
—Estoy de acuerdo—dijo el Presidente con aire pensativo—. Señor Baley, de la Tierra, si damos por cierto lo que usted recuerda, o cree recordar, ¿cuál es su interpretación de los hechos que está relatándonos?
—Tengo mis dudas sobre si expresar lo que pienso, señor Presidente—contestó Baley—, por temor a calumniar al apreciado doctor Amadiro.
—Ya que habla usted a petición mía, y dado que sus observaciones no saldrán de esta habitación—dijo el Presidente al tiempo que miraba a su alrededor, fijándose en que los nichos para robots estaban vacíos—, no hay posibilidad de calumniar a nadie. Salvo que sus palabras sean malintencionadas.
—En tal caso, señor Presidente, expondré lo que opino —prosiguió Baley—. Creo que el doctor Amadiro me retuvo en sus oficinas charlando de varios asuntos bastante más rato del necesario, para así disponer de tiempo para sabotear mi vehículo. Después, aún me retuvo más tiempo en el Instituto con el fin de hacerme partir cuando la tormenta ya hu-biera empezado, asegurándose así de que me sintiera indispuesto durante el trayecto. El doctor Amadiro ha estudiado las condiciones sociales de la Tierra, según me dijo varias veces, de modo que conocía cuál sería mi reacción ante la tormenta. Creí comprender que había proyectado enviar sus robots tras nosotros para llevarnos de regreso al Instituto cuando nuestro planeador se averiara, con la excusa de cuidarme y de aliviar mi indisposición. Sin embargo, su objetivo era hacerse con los robots del doctor Fastolfe.
Amadiro replicó con una breve carcajada.
—¿Qué motivos podía tener para ello? Ya ve usted, señor Presidente, que estamos ante un cúmulo de suposiciones y más suposiciones que cualquier tribunal civil de Aurora no dudaría en catalogar de calumnias.
—¿Tiene el señor Baley, de la Tierra, algo con que sustentar sus hipótesis?—preguntó el Presidente con aire severo.
—Tengo una línea de razonamiento lógico, señor Presidente.
El Presidente se puso en pie, perdiendo parte de su presencia ya que apenas quedó a mayor altura de la que tenia cuando estaba sentado.
—Permítanme que salga a dar un corto paseo para meditar sobre lo que he oído hasta el momento. Volveré en seguida.
Salió para dirigirse al Personal. Fastolfe se inclinó en dirección a Baley y éste hizo lo mismo. (Amadiro les miró con despreocupación, como si no le importara lo que tuvieran que decirse el doctor y el terrícola.
—¿No tiene algo mejor que exponer?—susurró Fastolfe.
—Creo que si—respondió Baley—, si encuentro la ocasión adecuada para hacerlo. Sin embargo, parece que no le caigo demasiado bien al Presidente.
—Yo también lo creo. Hasta ahora, no ha hecho usted sino empeorar todavía más las cosas, y no me sorprendería que, cuando regrese, dé por terminada esta reunión.
Baley meneó la cabeza y permaneció con la mirada fija en sus zapatos.
Baley todavía estaba mirándose los zapatos cuando el Presidente volvió a entrar. Tomó asiento y dirigió una mirada dura y casi siniestra al terrícola.
—Señor Baley, de la Tierra—murmuró.
—Si, señor Presidente.
—Creo que me está haciendo perder el tiempo, pero no quiero que se diga que no he dado todas las oportunidades a ambas partes, aún cuando pareciera que estaba perdiendo el tiempo. ¿Puede usted exponerme un motivo por el cual el doctor Amadiro tuviera que actuar de un modo tan disparatado como usted afirma?
—Señor Presidente—contestó Baley en un tono de voz próximo a la desesperación—, en efecto existe un motivo, y muy importante. Se trata, simplemente, de que el proyecto del doctor Amadiro para la colonización de la galaxia se quedará en nada si él y su Instituto no logran producir robots humaniformes. Hasta el momento, no han producido ninguno, ni están en condiciones de hacerlo próximamente. Pregúntele usted si está dispuesto a que un comité legislativo inspeccione su Instituto para averiguar si se están produciendo o diseñando robots humaniformes de modo satisfactorio. Si el doctor Amadiro sigue manteniendo que existen en su Instituto esos robots humaniformes, bien en las cadenas de montaje o bien en los tableros de diseño, o incluso en estado de formulación teórica correcta, y si está dispuesto a demostrarlo ante un comité cualificado, no diré nada más y reconoceré que mis investigaciones no han dado fruto.
Tras estas palabras, Baley contuvo el aliento. El Presidente miró a Amadiro, cuya sonrisa había desaparecido.
—Reconozco que en estos momentos no tenemos robots humaniformes en perspectiva.
—Entonces, continuaré—dijo Baley reanudando su interrumpida respiración con algo muy parecido a un jadeo—. Naturalmente, el doctor Amadiro puede obtener toda la información que necesita si recurre al doctor Fastolfe, quien tiene en su cerebro los datos necesarios. Sin embargo, el doctor Fastolfe no está dispuesto a colaborar en este tema.
—Efectivamente, no lo estoy—murmuró Fastolfe—. Bajo ninguna circunstancia.
—Sin embargo, señor Presidente—continuó Baley—, el doctor Fastolfe no es el único individuo que posee el secreto del diseño y construcción de robots humaniformes.
—¿No?—preguntó el Presidente—. ¿Quién más lo conoce? El propio doctor Fastolfe parece asombrado de lo que acaba de decir, señor Baley.
(Por primera vez dejó de añadir «de la Tierra».)
—Realmente estoy asombrado—dijo Fastolfe—. Que yo sepa, soy el único que conoce ese secreto. Ignoro a qué se refiere el señor Baley.
—Sospecho que ni siquiera el propio señor Baley lo sabe —añadió Amadiro con una ligera sonrisa de burla en los labios.
Baley se sintió rodeado. Miró a un lado y a otro y comprendió que ninguno de sus interlocutores, ninguno de los tres, estaba de su parte. Dijo:
—¿No es cierto que cualquier robot humaniforme conocería el secreto? No de una manera consciente, quizás; no de un modo que le hiciera posible dar instrucciones precisas al respecto, pero la información estaría seguramente almacenada en su interior, ¿no creen? Interrogado de modo adecuado, sus respuestas y reacciones acabarían por traicionar los secretos de su diseño y construcción. Poco a poco, con tiempo suficiente y mediante preguntas convenientemente estudiadas, el robot humaniforme daría la información que haría posible planificar el diseño y construcción de otros robots iguales a él. Resumiendo: No existe máquina de diseño secreto si dispone de la propia máquina para desarrollar un estudio suficientemente profundo de sus características.
Fastolfe pareció impresionado.
—Comprendo a qué se refiere, señor Baley, y creo que tiene usted razón. Nunca había pensado en ello.
—Con el debido respeto, doctor Fastolfe—continuó Baley—, debo decirle que, como todos los auroranos, tiene usted un peculiar orgullo individualista. Se siente usted tan sa-tisfecho con el hecho de ser el mejor roboticista, el único capaz de construir robots humaniformes, que es incapaz de percatarse de lo que es obvio.
El Presidente se relajó un poco y esbozó una sonrisa.
—Creo que tiene razón, doctor Fastolfe. Siempre me he preguntado por qué mantenía con tabla insistencia que era el único con capacidad para destruir a Jander, cuando ello per-judicaba notablemente su credibilidad política. Ahora comprendo claramente que prefería usted perder su credibilidad antes que renunciar a su singularidad como individuo y como roboticista.
Fastolfe pareció visiblemente contrariado. En cuanto a Amadiro, frunció el ceño y preguntó:
—¿Tiene todo eso algo que ver con el problema que estamos discutiendo?
—Naturalmente—afirmó Baley, cada vez más seguro de si mismo—. Usted no podía obligar al doctor Fastolfe a que le diera la información. No podía ordenar a los robots que le hicieran daño, que le torturaran, por ejemplo, para hacerle revelar su secreto. Tampoco podía agredirle directamente debido a la protección que le ofrecían sus propios robots. En cambio, podía aislar a Daneel y hacer que otros robots lo raptaran mientras el ser humano presente estuviera demasiado enfermo para adoptar las medidas necesarias para impedirlo. Lo sucedido ayer por la tarde formaba parte de un plan improvisado para tener entre sus manos a Daneel. Usted vio abierta su oportunidad cuando insistí en visitarle en el Instituto. De no haber obligado a mis robots a alejarse, y de no haberme encontrado suficientemente bien para insistir en que no me sucedía nada y enviar a sus robots en la dirección equivocada, Daneel y Giskard hubieran caído en su poder. Y con el tiempo, habría podido descubrir el secreto de los robots humaniformes mediante un análisis en profundidad del comportamiento y las respuestas de Daneel.
—Señor Presidente, protesto—exclamó Amadiro—. Nunca he oído una calumnia expresada con tal perversidad. Todo esto se basa en las fantasías de un hombre enfermo. Todavía no sabemos, y quizá no lo averigüemos nunca, si el planeador fue saboteado realmente- y, si lo fue, tampoco sabemos quién pudo hacerlo, o si verdaderamente hubo unos robots que persiguieron el vehículo y hablaron con el señor Baley. Ese hombre está simplemente presentando una suposición tras otra, basadas en un testimonio más que dudoso referente a unos hechos de los que él es el único testigo, y en una situación en la que estaba medio loco de terror y presa quizá, de alucinaciones. Nada de cuanto ha dicho podría sostenerse ni siquiera un momento ante un tribunal.
—No estamos ante un tribunal, doctor Amadiro—dijo el Presidente—, y es mi obligación escuchar todo cuanto pueda tener relación con el tema en disputa.
—Esto no tiene relación con el caso, señor Presidente—insistió Amadiro—. No es más que dialéctica.
—Pero tiene sentido, doctor Amadiro. Hasta ahora no me ha parecido encontrar en la exposición del señor Baley ningún detalle claramente ilógico. Si se admite como cierto lo que afirma haber experimentado, sus conclusiones tienen un cierto sentido. ¿Niega usted todo esto, doctor Amadiro? ¿El sabotaje del planeador, la persecución, la intención de apoderarse del robot humaniforme?
—¡Por supuesto! ¡Nada de todo eso es cierto!—exclamó Amadiro, quien hacia ya un buen rato que había dejado de sonreír—. El terrícola puede presentar una grabación de toda nuestra conversación, y no hay duda de que indicará que retrasé su partida conversando largo rato, invitándole a dar una vuelta por el Instituto y ofreciéndole que se quedara a cenar, pero todo eso puede interpretarse también como una demostración de mi interés por mostrarme amable y hospitalario. Quizá me dejé llevar por una cierta simpatía que siento por los terrícolas, pero nada más. Niego sus suposiciones y nada de cuanto él diga me hará apearme de mi negativa. Mi reputación está bien cimentada y una mera especulación no podrá convencer a nadie de que soy el taimado conspirador que ese terrícola me acusa de ser.
El Presidente se rascó la barbilla con aire pensativo y dijo:
—Desde luego, no tengo intención de acusarle a usted basándome en lo que ha afirmado hasta ahora el terrícola. Señor Baley, si eso es todo lo que puede exponer, lo encuentro interesante pero insuficiente. ¿Hay alguna cosa más de importancia que desee explicar? Le advierto que, si no es así he consumido ya todo el tiempo que podía dedicar a este asunto.
—Sólo hay un hecho mas que deseo mencionar, señor Presidente. Quizá haya oído usted hablar de Gladia Delmarre, o Gladia Solaria. -Ella suele presentarse simplemente como Gladia.
—Si, señor Baley—contestó el Presidente con un asomo de enojo en la voz—. He oído hablar de ella. El el programa de hiperondas en el que ella y usted hacían unos papeles muy notables.
—Pues bien, Gladia mantuvo relaciones con el otro robot humaniforme, Jander, durante varios meses. De hecho, en el último periodo lo había convertido en su esposo.
La mirada contrariada que el Presidente dirigía a Baley adquirió una mayor dureza.
—¿Su qué?
—Su esposo, señor Presidente.
Fastolfe, que se había medio incorporado, volvió a sentarse, con expresión perturbada.
—Eso es ilegal—dijo ásperamente el Presidente—. Peor aún, es ridículo. Un robot no podría dejarla embarazada, no podría darle hijos. No se puede conceder jamás el estatus de esposo o de esposa sin firmar una declaración respecto a la voluntad de tener hijos si se obtiene el permiso correspondiente. Esto debería saberlo hasta un terrícola, pienso yo.
—Soy consciente de ello señor Presidente. Y también lo era Gladia, estoy seguro. Ella no utilizaba la palabra «esposo» en su sentido legal, sino en el emocional. Gladia consideraba a Jander el equivalente a un esposo, sus sentimientos hacia él correspondían a los de una esposa para con su marido.
El Presidente se volvió hacia Fastolfe.
—¿Estaba usted al corriente de esto, doctor? Jander pertenecía a su grupo de robots.
Fastolfe, visiblemente desconcertado, contestó:
—Sabia que Gladia sentía un gran aprecio por él, y sospechaba que le utilizaba sexualmente, pero desconocía por completo esta charada hasta que el señor Baley me lo mencionó.
—Gladia proviene de Solaria—afirmó Baley—, y su concepto de esposo no es el mismo que en Aurora.
—Evidentemente—asintió el Presidente.
—Sin embargo, Gladia conservó el suficiente sentido de la realidad para guardarse el secreto, señor Presidente. Jamás mencionó esta... charada, como la denomina el doctor Fas-tolfe, a ningún aurorano. Anteayer me la hizo saber porque deseaba urgirme a continuar la investigación de la desactivación de Jander, que tanto había significado para ella. Sin embargo, imagino que Gladia no habría utilizado la palabra «esposo» si no hubiera sabido que yo era terrícola y que comprendería a qué se refería.
—Muy bien—dijo el Presidente—. Reconozco que la tal Gladia tiene un mínimo de sentido común, para ser solariana. ¿Era ése el hecho que quería usted mencionar?
—Si, señor Presidente. —En tal caso, lo considero irrelevante y no puede tomarlo en cuenta en nuestras deliberaciones.
—Señor Presidente, todavía hay una pregunta más que deseo hacer. Una sola pregunta. Apenas una docena de palabras y habré terminado.
Se inclinó hacia adelante en la actitud mas sería y fervorosa que podía adoptar, pues todo dependía de ello. El Presidente titubeó antes de sentenciar:
—De acuerdo. Una última pregunta.
—Si, señor Presidente.
A Baley le habría gustado gritar sus palabras, pero se contuvo. Tampoco alzó la voz. Ni siquiera señaló con el dedo. Todo dependía de aquellas palabras. Todo había conducido a lo que se disponía a decir, pero aún así recordó lo que le había aconsejado Fastolfe y preguntó, casi despreocupadamente:
—¿Cómo es que el doctor Amadiro sabia que Jander era el esposo de Gladia?
—¿Cómo?—El Presidente alzó sus cejas canosas y pobladas en actitud de sorpresa—. ¿Quién ha dicho que Amadiro estuviera al corriente de ese asunto? Hecha una pregunta directa, Baley podía continuar.
—Pregúnteselo a él, señor Presidente.
Y con un gesto de la cabeza, señaló sin añadir una palabra más a Amadiro quien se había levantado de su asiento y contemplaba a Baiey, con evidente horror.
—Pregúnteselo, señor Presidente. Parece que mis palabras le han afectado mucho—repitió Baley en voz muy baja, pues no deseaba que el Presidente apartara su atención de Amadiro.
—¿Qué tiene que decir a eso, doctor Amadiro? ¿Sabia usted que ese robot había adoptado el papel de esposo de la solariana? Amadiro tartamudeó, apretó los labios un momento e intentó de nuevo responder. La palidez que había invadido su rostro se desvaneció, reemplazada por un rubor apagado.
—Esa acusación sin sentido me ha tomado por sorpresa, señor Presidente. No sé a qué viene todo esto.
—¿Puedo explicarme, señor Presidente? Seré muy breve —intervino Baley. (¿Se lo permitiría?)
—Será mejor que lo haga—replicó el Presidente con aire severo—. Si tiene usted alguna explicación, me encantaría oírla, desde luego.
—Ayer por la tarde, señor Presidente, sostuve una conversación con el doctor Amadiro. Dado que su intención era mantenerme en el Instituto hasta que empezara la tormenta, habló conmigo más extensamente de lo que pretendía y, al parecer, con menos precaución. Al referirse a Gladia, mencionó casualmente a Jander, el robot, como su esposo. Tengo curiosidad por saber cómo podía conocer el hecho.
—¿Es eso cierto, doctor Amadiro? —preguntó el Presidente.
Amadiro seguía de pie, casi con el aspecto de un preso ante el juez.
—Tanto si es cierto como si no, esto no tiene ninguna relación con el asunto que estamos debatiendo.
—Quizá no—contestó el Presidente—, pero me ha sorprendido su reacción cuando ha surgido el tema. Intuyo que todo esto tiene un significado que tanto usted como el señor Baley conocen, y que yo no alcanzo a comprender. Por lo tanto, también quiero conocerlo. ¿Estaba usted al corriente de esa relación imposible entre Jander y la solariana, si o no?
—No podía saberlo de ninguna manera—contestó Amadiro con la voz embargada por el nerviosismo.
—Eso no es una respuesta—dijo el Presidente—, sino una ambigüedad. Está usted emitiendo juicios de valor cuando lo que le pido es una declaración. ¿Hizo usted la afirma-ción que el señor Baley le imputa o no?
—Antes de que el doctor conteste—intervino Baley, sintiéndose más seguro del terreno que pisaba ahora que el Presidente estaba dominado por un acceso de furia moralista es justo que le recuerde que Giskard, un robot que estuvo presente en nuestra reunión, puede repetir, si así se lo piden, toda la conversación, palabra por palabra y utilizando la voz y la entonación de ambas partes. En resumen, que la conversación está grabada.
Amadiro estalló, indignado.
—Señor Presidente, ese robot, Giskard, fue diseñado, construido y programado por el doctor Fastolfe, quien se autoproclama el mejor roboticista que existe y quien se ha manifestado como acérrimo enemigo mío. ¿Cómo puede uno fiarse de una grabación tomada por un robot así?
—Quizá debería usted escuchar la grabación y sacar sus propias conclusiones, señor Presidente—apuntó Baley.
—Si, quizá debería hacerlo—asintió el Presidente—. No estoy aquí para que se tomen decisiones por mi, doctor Amadiro. Sin embargo, dejemos eso de momento. Pese a lo que pueda decir la grabación, doctor Amadiro, ¿desea usted dejar constancia aquí de que no sabia que la mujer de Solaría considerara a ese robot como su esposo, y de que nunca se ha referido a él como esposo de esa Gladia Solaria? Por favor, recuerde (pues tanto usted como Fastolfe deben saberlo, en su calidad de miembros de la Asamblea Legislativa) que, pese a no estar presente ningún robot, toda esta conversación está siendo grabada en mi propio aparato.—Se llevó los dedos al bolsillo superior de su camisa, en el que se apreciaba un pequeño bulto—. Conteste llanamente, doctor Amadiro. Si o no.
—Señor Presidente—respondió Amadiro con un asomo de desesperación en la voz—, sinceramente no puedo recordar lo que dije en una conversación informal. Si realmente mencioné esa palabra, y no reconozco con ello que lo hiciera, pudo deberse a alguna otra conversación también informal en la que alguien debió de mencionar el hecho de que Gladia actuaba como si estuviera enamorada de ese robot, y que le trataba como si fuera su esposo.
—¿Y con quién mantuvo esa otra conversación? ¿Quién le mencionó eso?
—En este momento no lo recuerdo.
—Señor Presidente—insistió Baley—, si el doctor Amadiro fuera tan amable de hacer una lista de las personas que pudieron utilizar esa palabra en sus conversaciones con él, podríamos interrogarlas una por una hasta descubrir quién recordaba haber hecho tal observación.
—Espero, señor Presidente—replicó Amadiro—, que tendrá usted en cuenta los efectos sobre la moral del Instituto que tendría una encuesta de ese tipo, si se llevara a cabo.
—Y yo espero que usted también lo tenga en cuenta—contestó el Presidente—y nos dé una respuesta más precisa a la cuestión, para no vernos obligados a recurrir a esos extremos.
—Un momento, señor Presidente—intervino Baley. Con todo el servilismo de que fue capaz, añadió—: Queda un punto más.
—¿Otro? ¿No era éste el último?—estalló el Presidente, observando a Baley con irritación—. ¿De qué se trata?
—¿Por qué muestra tanto interés el doctor Amadiro en negarse a reconocer que estaba al corriente de la relación entre Jander y Gladia? El afirma que no es un tema importante pero, en tal caso, ¿por qué no admite que conocía esa relación, y ya está? Yo insisto en que es una cuestión importante, y el doctor Amadiro es consciente de que, si admite haber estado al corriente de ella, sus palabras podrían ser utilizadas para demostrar la existencia de un comportamiento criminal por su parte.
—¡Protesto por esa expresión y exijo una disculpa!—tronó Amadiro. Fastolfe sonrió levemente y Baley apretó los labios con gesto serio. Había forzado a Amadiro más allá del limite.
El Presidente enrojeció hasta un punto casi alarmante y replicó acaloradamente:
—¿Exige? ¿Usted exige? ¿A quién exige? Yo soy el Presidente. Yo escucho todas las explicaciones antes de decidir lo que me parece más conveniente y comunicarlo a la Asamblea Legislativa. Déjeme escuchar lo que el terrícola tenga que decir, déjeme conocer su interpretación de los actos de usted. Si le está calumniando, haré que sea castigado, puede estar seguro. Además, puede tener usted la seguridad, doctor Amadiro, de que tomaré en su sentido más amplio la normativa sobre calumnias. Pero lo que no le tolero, Amadiro, es que venga con exigencias. Adelante, terrícola. Diga lo que tenga que decir, pero mida bien sus palabras.
—Gracias, señor Presidente—dijo Baley—. En realidad, hay un aurorano a quien Gladia si comunicó el secreto de su relación con Jander.
—¿Y bien? —interrumpió el Presidente—, ¿de quién se trata? No me venga con trucos de programas de hiperondas.
—Tengo intención de hacer sólo declaraciones directas y francas, señor Presidente. Ese aurorano no es otro, naturalmente, que el propio Jander. Podía ser un robot, pero era un habitante de Aurora y debe ser considerado como un aurorano. Seguramente, Gladia debió de referirse a él, en sus momentos de pasión, como a su «marido». Dado que el doctor Amadiro ha afirmado que probablemente oyó a otra persona mencionar la relación matrimonial establecida entre Gladia y Jander, ¿no es lógico suponer que la oyó de labios del propio Jander? ¿Estaría dispuesto el doctor Amadiro, ahora mismo, a dejar constancia de que no habló con Jander durante el periodo en que el robot formaba parte del personal bajo las órdenes de Gladia? Por dos veces, Amadiro abrió la boca para responder. Por dos veces fue incapaz de articular palabra alguna.
—Bien—dijo el Presidente—, ¿habló usted con Jander durante ese periodo, doctor Amadiro? Tampoco hubo respuesta. Baley intervino, en voz muy baja:
—Si la respuesta es afirmativa, la declaración resulta importantisima para. el asunto que estamos tratando.
—Empiezo a ver que así debe de ser, señor Baley. ¿Y bien, doctor Amadiro? Una vez más: ¿si o no? Y Amadiro estalló.
—¿Qué pruebas tiene ese terrícola contra mi en este aspecto? ¿Tiene acaso grabada la conversación que, según dice mantuve con Jander? ¿Tiene algún testigo dispuesto a afirmar que me vio con Jander? ¿Qué pruebas puede aportar, salvo meras falsas suposiciones? El Presidente se volvió a Baley y le observó, pensativo. El terrícola contestó:
—Señor Presidente, si no tuviera algo más, el doctor Amadiro no dudaría en negar cualquier contacto con Jander, para que así constara. Sin embargo, no lo hace. Resulta que en el curso de mi investigación me he entrevistado también con la doctora Vasília Aliena, la hija del doctor Fastolfe. Y he conversado asimismo con un joven aurorano llamado Santirix Gremionis. En la grabación de ambas conversaciones, queda demostrado que la doctora Vasília incitaba a Gremionis a que cortejara a Gladia. Si lo desea, puede interrogar a la doctora Vasília sobre sus propósitos al hacerlo, y sobre si su actuación en este sentido se debió a alguna sugerencia del doctor Amadiro. También parece que Gremionis tenia por costumbre dar largos paseos con Gladia, en los cuales nunca eran acompañados por el robot Jander. Es un hecho que puede comprobar si así lo desea, señor.
—Quizás lo haga—respondió en tono cortante el Presidente—pero, aunque todo sea como usted dice, ¿qué demostraría eso?
—Ya he señalado antes—continuó Baley—que, aparte del doctor Fastolfe, el único que puede revelar el secreto del robot humaniforme es Daneel. Sin embargo, antes de la de-sactivación de Jander, también éste podía facilitar esa información. Mientras que Daneel formaba parte del personal del establecimiento del doctor Fastolfe y no podía accederse a él fácilmente, Jander estaba en el establecimiento de Gladia, y ésta no es tan sofisticada como el doctor en cuanto a las medidas de protección para sus robots.
»¿No es posible que el doctor Amadiro aprovechara las ausencias periódicas de Gladia de su establecimiento, durante esos largos paseos con Gremionis, para conversar con Jander, quizás por triménsico, para estudiar sus respuestas, someterle a diversos tests y luego borrar del robot cualquier señal de su visita, de modo que Jander no pudiera informar de ello a Gladia? Puede que el doctor Amadiro llegara muy cerca de lo que deseaba saber, pero sus propósitos se vieron frustrados cuando Jander quedó desactivado. Entonces, su atención se volvió hacia Daneel. Quizá pensaba que sólo le quedaban algunas pruebas y observaciones para llegar a la solución definitiva, y por eso preparó la trampa de anoche, como ya he mencionado en mi... en mi testimonio.
—Ahora todo concuerda. Casi me veo obligado a creerle —dijo el Presidente, casi en un susurro.
—Falta un último detalle y entonces si que habré dicho todo cuanto tenía que decir—añadió Baley—. En sus exámenes y pruebas a Jander, es perfectamente posible que el doc-tor Amadiro desactivara accidentalmente al robot, aunque sin ninguna intención deliberada de hacerlo, cometiendo así un roboticidio.
Amadiro, enloquecido y furioso, gritó:
—¡No! ¡Jamás! ¡No le hice a ese robot nada que pudiera desactivarle!
—Estoy de acuerdo con él, señor Presidente—intervino Fastolfe—. Yo también creo que el doctor Amadiro no desactivó a Jander. No obstante, señor Presidente, la declaración que acaba de hacer el doctor parece llevar implícito el reconocimiento de que anduvo manipulando a Jander, y de que el análisis de los hechos que ha realizado el señor Baley se ajusta a la verdad en lo esencial.
El Presidente asintió.
—Me veo obligado a estar de acuerdo con usted, doctor Fastolfe. Doctor Amadiro, si insiste en negar formalmente esta exposición de los hechos, me obligará a iniciar una in-vestigación completa y en profundidad, lo cual puede reportarle un grave perjuicio, sea cual sea el resultado. Y por lo que llevo visto, sospecho que éste va a ser desfavorable para usted. Le sugiero que no me obligue a ello, que no se arriesgue a debilitar su posición ante la Asamblea Legislativa y, quizás, a debilitar la capacidad de Aurora para continuar con una acción política sin sobresaltos.
»Según entiendo, antes de que surgiera el tema de la desactivación de Jander el doctor Fastolfe contaba con el apoyo de una mayoría de miembros de la Asamblea Legislativa (una exigua mayoría, debo reconocerlo) en el tema de la colonización de la galaxia. Presionando con el asunto de la supuesta responsabilidad del doctor Fastolfe en la desactivación de Jander, usted habría conseguido a algunos legisladores a su posición, los suficientes para otorgarle la mayoría. Sin embargo, ahora, el doctor Fastolfe tiene en sus manos la posibilidad de dar la vuelta a la situación acusándole a usted de la desactivación y, además, de haber intentado responsabilizarle a él. Creo que, en esas circunstancias, usted perdería.
»Si no intervengo y medio en el asunto, bien podría suceder que usted, doctor Amadiro, y usted, doctor Fastolfe, llevados por su cabezonería o incluso por sus ansias de venganza, se pusieran al frente de sus fuerzas y se acusaran mutuamente de todo tipo de cosas. En tal caso, nuestras fuerzas políticas y la opinión pública quedarían asimismo irremisiblemente divididas, e incluso fragmentadas, lo que significaría un perjuicio inmenso para el planeta.
»Creo que en ese caso, la victoria de Fastolfe, aunque inevitable, se obtendría a un precio muy costoso. Por lo tanto, mi obligación como Presidente es intentar llevar los más votos posibles hacia el bando del doctor Fastolfe desde el primer momento, además de presionarle a usted y a su grupo, doctor Amadiro, para que acepten la victoria de su con-trincante con toda la elegancia de que sean capaces, y a aceptarla inmediatamente, por el bien de Aurora.
—No estoy interesado en conseguir una victoria aplastante, señor Presidente. Reitero mi propuesta de llegar a un compromiso por el cual Aurora, los demás mundos espaciales y también la Tierra tengan toda libertad de exploración y colonización en la galaxia. A cambio, me sentiré complacido de ingresar en el Instituto de Robótica y poner a su disposición mis conocimientos sobre los robots humaniformes, facilitando así los proyectos del doctor Amadiro. En contrapartida solicito el solemne reconocimiento de que se abandonará cualquier idea de segregar a la Tierra en el futuro, y que este pacto adopte la forma de un tratado, en el que figuren como signatarios Aurora, los mundos espaciales y la Tierra.
El Presidente asintió.
—Considero la propuesta muy prudente y digna de un estadista. ¿Cuento con su aceptación del proyecto, doctor Amadiro? Amadiro se sentó por fin. Su rostro era la expresión perfecta de la derrota.
—En ningún momento he buscado mi poder personal ni el placer de la victoria. He defendido lo que estoy seguro que es más conveniente para Aurora, y tengo el convencimiento de que el plan del doctor Fastolfe significará algún día el fin de Aurora. No obstante, reconozco que estoy indefenso ante la red urdida por este terrícola—acompañó sus palabras de una rápida mirada a Baley, cargada de veneno—y me veo obligado a aceptar la sugerencia del doctor Fastolfe, aunque solicitaré permiso para dirigirme a la Asamblea Legislativa y dejar constancia de mis temores ante las consecuencias de ese tratado.
-Naturalmente, se le permitirá hacerlo—afirmó el Presidente—. Y ahora, doctor Fastolfe, si me permite un consejo, saque a ese terrícola de nuestro planeta lo antes posible. El ha conseguido que se impusiera el punto de vista de usted, pero creo que no disfrutará de muchas simpatías entre los auroranos si éstos disponen del tiempo suficiente para com-prender que, en el fondo, se trata de una victoria de la Tierra sobre Aurora.
—Tiene usted toda la razón, señor Presidente, y el señor Baley partirá inmediatamente con mi agradecimiento y, confío, también con el de usted.
—Bien—concluyó el Presidente, no muy contento de verse en aquella situación— ya que su habilidad nos ha salvado de una perjudicial batalla política, le expreso mi agradecimiento. Gracias, señor Baley.
OTRA VEZ BALEY
Baley les vio marcharse desde cierta distancia. Aunque habían llegado juntos, Amadiro y el Presidente se fueron cada uno por su lado. Fastolfe regresó con él después de despedirles. Sin tratar de ocultar su tremendo alivio.
—Vamos, señor Baley—exclamó—, almorzará usted con migo y después, lo antes posible, partirá de nuevo hacia la Tierra.
Su personal robótico se había puesto claramente en acción con el fin de prepararlo todo. Baley asintió con la cabeza y comentó con ironía:
—El Presidente ha conseguido darme las gracias, pero parecía que la frase se le atascaba en la garganta.
—No puede hacerse usted una idea del honor que le ha dispensado. El Presidente rara vez da las gracias a nadie, pero en compensación casi nadie da las gracias al Presidente. Siempre se deja que sea la historia quien ensalce a un Presidente, y éste ya lleva cuarenta años en el cargo. Se ha vuelto rudo y malhumorado, como siempre sucede a los Presidentes en sus últimas décadas de gobierno.
»No obstante, señor Baley, yo si quiero darle las gracias otra vez y dárselas también en nombre de Aurora. Usted vivirá para ver salir al espacio a los terrícolas, incluso teniendo en cuenta lo corta que será su vida, y nosotros les ayudaremos con nuestra tecnología.
»No consigo entender cómo ha sido capaz de resolver este lío en dos días y medio, o menos. Señor Baley, es usted una maravilla... Pero vamos. Seguramente querrá usted lavarse y refrescarse. Yo, desde luego, lo estoy deseando.
Por primera vez desde que llegara el Presidente, Baley tenia tiempo de pensar en algo más que en la siguiente frase que diría.
Seguía sin saber qué era aquella intuición que le había asaltado en tres ocasiones, la primera cuando estaba a punto de dormirse, la segunda a punto de caer inconsciente, y la tercera en plena relajación después de haber hecho el amor.
«¡El llegó primero!» Seguía sin encontrar significado a la frase y, pese a ello, había expuesto su teoría al Presidente y había hecho triunfar su tesis sin ella. ¿Tendría, pues, algún significado si formaba parte de un mecanismo que no encajaba y que no parecía necesario? ¿No era un contrasentido? El pensamiento siguió irritándole en un rincón de su mente y se dispuso a celebrar un almuerzo victorioso sin la debida sensación de haber vencido. Por alguna razón, sentía que no había acertado en la solución.
En primer lugar, ¿mantendría el Presidente su resolución? Amadiro había perdido la batalla, pero no parecía la clase de persona que se rendía bajo cualquier circunstancia. Si había que dar crédito a lo que había dicho, no le había movido la vanagloria personal, sino su idea del patriotismo y del bien de Aurora. Si era así, no podía rendirse tan fácilmente.
Baley creyó necesario advertir a Fastolfe.
—Doctor Fastolfe, no creo que el asunto haya concluido. El doctor Amadiro seguirá luchando para excluir a la Tierra.
Fastolfe asintió con la cabeza mientras un robot servia los platos.
—Ya lo sé. Es lo que espero de él. Sin embargo, no le temo en tanto el asunto de la desactivación de Jander siga como ha quedado. Si no vuelve a removerse el tema, estoy seguro de que siempre podré derrotarle en la Asamblea Legislativa. No tema, señor Baley, la Tierra seguirá adelante. Tampoco es preciso que tema usted algún peligro contra su integridad física como venganza por parte de Amadiro. Antes de que anochezca estará usted fuera del planeta, camino de la Tierra... y Daneel le escoltará, naturalmente. Más aún, el informe que remitiremos sobre su actuación le asegurará, una vez más una buena promoción entre sus superiores.
—Estoy dispuesto a salir en seguida—contestó Baley—, pero supongo que tendré tiempo de celebrar algunas despedidas. Me gustaría... me gustaría ver a Gladia otra vez, y también me gustaría despedirme de Giskard, que anoche quizá me salvó la vida
—Naturalmente que podrá, señor Baley. Pero ahora coma algo, ¿no le apetece? Baley comió lo que tenia en el plato, pero no lo disfrutó. Al igual que la confrontación con el Presidente y la victoria que había logrado, la comida también le parecía extrañamente insípida.
En buena lógica no debería haber vencido. El Presidente debería haber cortado su discurso y, en todo caso, Amadiro debería haberlo negado todo rotundamente. De este modo, seguramente su palabra se habría impuesto sobre los razonamientos sin pruebas de un terrícola.
En cambio, Fastolfe estaba jubiloso.
—Ha habido momentos en que temía lo peor, señor Baley —dijo—. Tenia miedo de que la reunión con el Presidente fuera prematura, y de que nada de cuanto pudiera usted decir remediase la situación. En cambio, ha llevado usted el asunto muy bien. Escuchándole no hacia más que admirarle. Esperaba que en cualquier momento Amadiro exigiría que se aceptase su palabra contra la de un terrícola que, después de todo, se encontraba en un estado permanente de semilocura por hallarse en un planeta extraño, en el exterior...
Baley le interrumpió, diciendo con un tono de voz frío:
—Con todos los respetos, doctor Fastolfe, no me he encontrado en un estado permanente de semilocura. Lo de anoche fue excepcional, pero fue la única vez que perdí el control. Durante el resto de mi estancia en Aurora, quizá me he encontrado incómodo en algún momento, pero siempre he conservado perfectamente mis facultades mentales.
Parte de la furia que había conseguido reprimir a duras penas durante el encuentro con el Presidente empezaba a aflorar ahora.
—Sólo durante la tormenta, doctor... salvo, por supuesto —añadió, recordando el viaje de ida—, un par de momentos en la nave, cuando nos aproximábamos.
Baley no fue consciente de cómo el pensamiento—el recuerdo, la interpretación—llegó hasta él, ni a qué velocidad. En un instante no existía, y al siguiente estalló en su mente como si siempre hubiera estado allí y sólo necesitara que cayera un velo frágil como una pompa de jabón para aflorar.
—¡Jehoshaphat! —exclamó con un suspiro de asombro. Después, dejando caer con fuerza el puño sobre la mesa, entre el sonido de los platos al vibrar, repitió—: ¡Jehoshaphat!
—¿Qué sucede, señor Baley? —preguntó Fastolfe, desconcertado.
Baley le miró fijamente y reaccionó ante su pregunta con un ligero retraso.
—Nada, doctor Fastolfe. Estaba pensando en el infernal descaro del doctor Amadiro: primero causa la desactivación de Jander y a continuación se las ingenia para que la culpa recaiga en usted. Por último, hace lo posible para que yo me vuelva medio loco con la tormenta de anoche y después aún se atreve a utilizar eso para sembrar dudas sobre mis conclusiones. Por un momento, me he sentido furioso.
—Bueno, señor Baley, tranquilícese, no se altere. En realidad, es absolutamente imposible que Amadiro pudiera desactivar a Jander. Eso, como ya se ha dicho más de una vez, fue un hecho puramente accidental. Naturalmente, es posible que la investigación realizada por Amadiro en el robot incrementara las probabilidades de que el accidente se produjera, pero no quiero seguir discutiendo sobre ese punto.
Baley sólo prestó a las palabras de Fastolfe una parte de su atención. Lo que acababa de decirle a Fastolfe era pura ficción y la respuesta del doctor carecía de importancia. Era (como hubiera dicho el Presidente) irrelevante. De hecho, todo cuanto había sucedido, todo cuanto había expuesto en la reunión, era irrelevante. Y sin embargo, nada tenia que cambiar por ello.
Salvo una cosa... un rato después.
¡Jehoshaphat!, susurró en el silencio de su mente. Después volvió a centrarse en el almuerzo, y esta vez lo saboreó con deleite y con alegría.
Una vez más, Baley cruzó el césped que separaba los establecimientos de Fastolfe y Gladia. Iba a ver a Gladia por cuarta vez en tres días y, en esta ocasión (su corazón pareció encogérsele en el pecho, formando un nudo), sería la última.
Giskard le acompañaba pero a cierta distancia, más pendiente de los alrededores que nunca. Sin duda, ahora que el Presidente conocía todos los hechos, debería haber un poco menos de preocupación por la seguridad de Baley, y más teniendo en cuenta que quien realmente había corrido peligro era Daneel. Probablemente, Giskard no había recibido todavía instrucciones para modificar su actitud de vigilancia.
Sólo en una ocasión se acercó a Baley, y lo hizo cuando este le preguntó a gritos:
—Giskard, ¿dónde está Daneel? Al oír que le llamaba, el robot recorrió rápidamente el terreno que le separaba de Baley, como si no quisiera hablar más que en voz baja.
—Daneel está camino del espaciopuerto, señor, en compañia de otros miembros del personal robótico del doctor Fastolfe, para disponer lo necesario para su traslado a la Tierra. Se reunirá con usted en el espaciopuerto y embarcará en la nave para acompañarle hasta la Tierra.
—Una magnifica noticia. Aprecio muchisimo cada día que paso en compañía de Daneel. ¿Y tú, Giskard? ¿Nos acompañarás también?
—No, señor. Tengo órdenes de permanecer en Aurora. No obstante, Daneel le servirá bien, incluso en mi ausencia.
—Estoy seguro de ello, Giskard, pero te echaré de menos.
—Gracias, señor—dijo Giskard. Después, se retiró otra vez a cierta distancia con la misma rapidez con que se había acercado. Baley se quedó mirándole en actitud pensativa durante unos instantes. No, lo primero era lo primero. Tenia que ver a Gladia.
Gladia se adelantó a recibirle. ¡Qué cambio tan inmenso se había producido en ella en apenas dos días! Gladia no estaba alegre, no bailaba, no le bullía la sangre; todavía pre-sentaba el aspecto abatido de quien ha padecido una gran pérdida, pero había desaparecido de ella el aura atormentada que la había rodeado. Ahora su presencia tenia una especie de gran serenidad, como si hubiera cobrado conciencia de que la vida continuaba pese a todo y que todavía podía ser dulce en ocasiones.
Ofreció a Baley una sonrisa cálida y amistosa, avanzó hacia él y le tendió la mano. —¡Oh, tómala, tómala, Elijah!—exclamó cuando vio que Baley titubeaba—. Es ridículo por tu parte que dudes y finjas que no deseas tocarme después de lo de anoche. Ya ves, todavía lo recuerdo y sigo sin arrepentirme. Todo lo contrario.
Baley realizó la (para él) desusada operación de devolverle la sonrisa.
—Yo también lo recuerdo, Gladia, y tampoco me arrepiento de ello. Hasta me gustaría volver a hacerlo, pero esta vez he venido a despedirme.
El rostro de Gladia se ensombreció.
—Entonces, ¿regresas a la Tierra? Sin embargo, el informe que he recibido por medio de la red de robots que siempre funciona entre el establecimiento de Fastolfe y el mío dice que todo ha salido bien. No es posible que hayas fallado.
—No, no he fallado. En realidad, el doctor Fastolfe ha conseguido una rotunda victoria. No creo que nunca vuelvas a oír la menor sugerencia de que él tuvo algo que ver con la muerte de Jander.
—¿Y eso se deberá a lo que tú dijiste en la reunión, Elijah?
—Así lo creo.
—Estaba segura—dijo Gladia, con un asomo de autosatisfacción en la voz—. Cuando me dijeron que ibas a encargarte del caso, les aseguré que lo conseguirías. Pero, entonces, ¿por qué te envían de vuelta?
—Precisamente porque el caso está resuelto. Si permanezco aquí por más tiempo al parecer me convertiré en un objeto extraño que puede irritar al cuerpo político.
Gladia le observó con aire dubitativo durante un instante, y luego dijo:
—No estoy segura de entender a qué te refieres. Debe de ser una frase típica de tu planeta, pero no importa. ¿Has logrado descubrir quién mató a Jander? Eso es lo importante.
Baley echó una mirada alrededor. Giskard estaba en uno de los nichos, y uno de los robots de Gladia, en otro. Gladia interpretó su gesto sin dificultad.
—Bien, Elijah—dijo—, tienes que aprender a olvidarte de los robots. Seguro que no te preocupa la presencia de esa silla, o de esas cortinas, ¿verdad?
—Es cierto, Gladia, lo siento mucho—reconoció con un gesto de asentimiento—. Lo siento muchisimo, pero he tenido que explicarles que Jander era tu esposo.
Gladia abrió los ojos como platos y Baley se apresuró a continuar.
—He tenido que hacerlo, pues era fundamental para el caso. Sin embargo, te prometo que eso no afectará a tu posición en Aurora.
Baley le resumió, con la mayor brevedad posible, lo que había ocurrido en la confrontación que acababa de mantener. Cuando terminó, añadió:
—Así pues, nadie mató a Jander. La desactivación fue resultado de alteraciones accidentales en las conexiones positrónicas, aunque las probabilidades de que se produjeran esas alteraciones accidentales aumentaron debido a lo que había estado haciendo Amadiro.
—Y yo no lo supe nunca—murmuró ella—. Y yo no lo supe nunca... Pensar que yo consentí sin querer ese horrible plan de Amadiro. Y él es tan responsable de la muerte de Jander como si le hubiera aplastado la cabeza con un mazo.
—Gladia—replicó Baley con la mayor seriedad—, eso no es justo. Amadiro no tenia intención de causar daño a Jander, y lo que hacia era, a sus ojos, solamente por el bien de Aurora. Y está recibiendo su castigo por ello: ha sido derrotado, sus planes han quedado desbaratados y su Instituto de Robótica quedará bajo el dominio del doctor Fastolfe. Ni tú misma habrías podido encontrar un castigo más adecuado.
—Pensaré en eso—contestó ella—. Pero queda todavía Santirix Gremionis, ese guapo y joven lacayo cuya misión era alejarme de Jander. No me extraña que apareciera una y otra vez, insistiendo pese a que siempre le rechazaba. Bueno, seguramente volverá a presentarse y entonces tendré el placer de. ..
Baley movió la cabeza violentamente, en gesto de negativa.
—No, Gladia. Le he interrogado y te aseguro que no tenia la menor idea de lo que estaba sucediendo. Gremionis fue tan víctima de los engaños de Amadiro como tú misma. De hecho, las cosas fueron precisamente al revés de como has dicho. Su insistencia no se debía a un plan maquiavélico para alejarte de Jander, sino que Amadiro se sirvió precisamente de su insistencia, que únicamente se debía a su interés por ti.
A su amor por ti, si esa palabra significa en Aurora lo mismo que en la Tierra.
—En Aurora, el amor es una coreografía. Jander era un robot, y tú eres un terrícola. Los auroranos son distintos. —Ya me lo explicaste Sin embargo, Gladia, tú aprendiste de Jander a recibir, Y aprendiste de mí a dar (aunque yo no me lo proponía). Si has sacado provecho de ambos, ¿no es justo y correcto que ahora enseñes tú a otros? Gremionis se siente lo bastante atraído por ti para que acceda a aprender. Fíjate que ya desafía los convencionalismos de Aurora al insistir pese a tus negativas- Estoy seguro de que es capaz de seguirlos desafiando. Tú puedes enseñarle a dar y a recibir y, así, tú misma aprenderás a hacer ambas cosas, a la vez o alternadamente en su compañía.
Gladia miró a Baley a los ojos con aire inquisitivo.
—¿Intentas librarte de mi, Elijah? Baley asintió lentamente con la cabeza
—Si, Gladia. En este momento, deseo que llegues a ser feliz más de lo que nunca he deseado nada para mi o para la Tierra. Yo no puedo darte la felicidad, pero si Gremionis te la puede dar, me sentiré feliz Casi tan feliz como si fuera yo mismo quien te estuviera ofreciendo ese regalo.
»Cuando le enseñes lo que sabes, Gladia, quizás te sorprenda la facilidad con que se desembarazará de eso que llamas "coreografía". Y probablemente correrá la voz, de modo que otros muchos vendrán a rendirse a tus pies. Y Gremionis podrá enseñar asimismo a otras mujeres. Puede que, antes de que te des cuenta, hayas organizado una verdadera revolución sexual en Aurora- Dispones de casi tres siglos para conseguirlo.
Gladia siguió mirándole fijamente y luego estalló en una carcajada.
—Te estás burlando de mi- Estás diciendo tonterías deliberadamente. Nunca lo hubiera pensado de ti, Elijah. Siempre pareces tan serio Y ponderado. ¡ Jehoshaphat! (Y, con la última exclamación, intentó imitar el apagado timbre de barítono de su voz.)
—Quizás esté bromeando un poco—contestó Baley—, pero en esencia lo que digo es cierto- Prométeme que le darás una oportunidad a Gremionis.
Gladia se acercó a Baley y éste, sin titubeos esta vez, le pasó el brazo por la cintura- Ella le puso un dedo sobre los labios y Baley depositó en él un suave beso. Gladia susurró dulcemente:
—¿Y no preferirías tenerme para ti, Elijah? Baley contestó con la misma dulzura (aunque incapaz de olvidarse de la presencia de los robots en la sala):
—Si, lo preferiría, Gladia. Me avergüenza tener que reconocer que, en este momento, me daría igual que la Tierra estallase en pedazos con tal de tenerte a ti. Sin embargo, no puedo. Dentro de pocas horas habré partido de Aurora y no hay modo de conseguir que te permitan venir conmigo. Y tampoco creo que me autoricen a volver nunca a Aurora, igual que es imposible que a ti te dejen visitar la Tierra.
»Nunca volveré a verte, Gladia, pero jamás podré olvidarte. Dentro de algunas décadas habré muerto, y para entonces tu seguirás tan joven como ahora. Así pues, de todos modos tendríamos que despedirnos pronto, hiciéramos lo que hiciésemos.
Gladia apoyó la cabeza en el pecho de Baley.
—¡Oh, Elijah!, dos veces has irrumpido en mi vida, y en ambas has estado conmigo apenas unas horas. Dos veces has hecho grandes cosas por mi, y luego te has marchado. La primera vez, sólo conseguí rozarte la mejilla con mis dedos, pero ello representó un enorme cambio. La segunda vez, he conseguido mucho más, y de nuevo has representado un cambio absoluto en mi vida. Jamas te olvidaré, Elijah, aunque viva más siglos de los que puedo contar.
—Entonces, no permitas que ese recuerdo te prive de la felicidad. Acepta a Gremionis y hazle feliz a él; y deja que él también te haga feliz a ti. Por otra parte, recuerda que nada te impide enviarme cartas. Hay un servicio de hipercorreo entre Aurora y la Tierra.
—Lo haré, Elijah. Y tú, ¿me escribirás también?
—Si, Gladia.
Hubo un silencio y, con gran pesar, se separaron. Gladia permaneció en medio de la habitación y, cuando Baley llegó a la puerta y se volvió, ella seguía en el mismo lugar, esbo-zando una leve sonrisa. Baley formó con sus labios la palabra «adiós». Después, igualmente en silencio—pues en voz alta no se habría atrevido—añadió: «amor mío».
También los labios de Gladia se movieron en silencio: «Adiós, queridisimo mío.» Baley dio media vuelta y salió. Sabia que nunca volvería a verla en forma tangible, que nunca volvería a tocarla.
Transcurrió un rato antes de que Baley consiguiera centrarse y repasar la tarea que todavía le esperaba. Había recorrido en silencio aproximadamente la mitad de la distancia que le separaba del establecimiento de Fastolfe, cuando se detuvo y alzó un brazo Giskard, que no le perdía de vista; estuvo junto a él en un instante.
—¿Cuánto tiempo falta para ir al espaciopuerto, Giskard?
—Tres horas y diez minutos, señor.
Baley permaneció unos instantes pensativo.
—Me gustaría ir hasta ese árbol de ahí, sentarme con la espalda apoyada en su tronco y pasar un rato solo. Contigo, naturalmente, pero lejos de los demás seres humanos.
—¿En el exterior, señor?—la voz del robot era incapaz de expresar sorpresa o nerviosismo, pero, por alguna razón, Baley tuvo la sensación de que si Giskard hubiera sido un ser humano, sus palabras habrían expresado aquellas emociones.
—Si. Tengo que pensar y, después de lo sucedido anoche, un día tan tranquilo como éste, soleado, relajante y despejado, apenas me puede afectar. De todos modos, te prometo que buscaré refugio si siento agorafobia. ¿Me acompañas?
—Si, señor.
—Muy bien.
Baley abrió la marcha. Llegaron hasta el árbol y Baley acarició el tronco con cautela. Después se miró la mano, y vio que estaba totalmente limpia. Seguro de que no se ensu-ciaría si se apoyaba en él, inspeccionó el suelo y se sentó con cuidado, descansando la espalda contra el tronco.
No era tan cómodo como habría resultado una silla, ni mucho menos, pero había una sensación de paz (cosa extraña) que probablemente no habría podido encontrar dentro de una habitación cerrada.
Giskard continuó de pie y Baley le preguntó:
—¿No quieres sentarte?
—Estoy más cómodo de pie, señor.
—Ya lo sé, Giskard, pero podré pensar mejor si no tengo que levantar la cabeza para mirarte.
—Si me sentara, no podría protegerle tan bien de algún posible daño, señor.
—También lo se, Giskard, pero en este momento no creo que corra ningún peligro. Mi misión ha terminado y el caso está resuelto. La posición del doctor Fastolfe es segura. Pue-des arriesgarte a tomar asiento, y te ordeno que lo hagas.
Giskard se sentó al instante frente a Baley, pero sus ojos siguieron escrutando los alrededores a un lado y a otro, vigilantes como siempre.
Baley contempló el cielo a través de las hojas del árbol, verde sobre fondo azul. Escuchó el zumbido de los insectos y el repentino canto de un pájaro, notó un pequeño movimiento en las hierbas próximas, que seguramente indicaba el paso de algún animalillo y, nuevamente, se maravilló de la extraña paz del lugar y de la abismal diferencia con el rumor continuo y el movimiento apresurado de las Ciudades. El jardín aurorano tenia una paz tranquila, una paz sin prisas, una paz solitaria y apartada.
Por primera vez, Baley se hizo una leve idea de cómo sería la vida en el Exterior, fuera de las Ciudades. Se sintió agradecido por sus experiencias en Aurora, sobre todo por la tormenta, pues ahora sabía que sería capaz de salir de la Tierra y afrontar las condiciones de vida de cualquier nuevo mundo por colonizar. Si, podría vivir en el Exterior con Ben, y quizás hasta con Jessie.
—Anoche, en la oscuridad de la tormenta—dijo—, me preguntaba si habría podido ver el satélite de Aurora de no haber tantas nubes en el cielo. Si recuerdo correctamente lo que he leído, Aurora tiene un satélite, ¿verdad?
—En realidad tiene dos, señor. El mayor es Tithonus, pero su tamaño es, de todos modos, bastante reducido, y sólo aparece en el cielo como una estrella no muy brillante. El satélite más pequeño no resulta visible a los ojos humanos y, las pocas veces que se habla de él, recibe el nombre de Tithonus II.
—Gracias, Giskard. También deseo agradecerte que me rescataras anoche—añadió, mirando fijamente al robot—. No sé cuál es el modo adecuado de darte las gracias.
—No es en absoluto necesario que me las dé. Simplemente, estaba siguiendo los dictados de la Primera Ley. No tenia otra opción que actuar como lo hice.
—Sin embargo, quizá te debo la vida, y es importante que sepas que me doy cuenta de ello. Y bien, Giskard, ¿qué debo hacer ahora?
—¿Respecto a qué, señor?
—Mi misión ha terminado. La opinión del doctor Fastolfe se impondrá y el futuro de la Tierra está asegurado. Parece que ya no tengo que hacer, y sin embargo todavía le doy vueltas al asunto de Jander
—No le comprendo, señor.
—Bueno, parece claro que Jander murió por una alteración fortuita en el potencial positrónico de su cerebro. Sin embargo, Fastolfe reconoce que las probabilidades de que ello sucediese eran mínimas, infinitesimales. aún teniendo en cuenta las actividades de Amadiro, las probabilidades, aunque posiblemente mayores, seguirían siendo infinitesimales. Al menos, eso cree Fastolfe. Por lo tanto, sigo pensando que la muerte de Jander fue un roboticidio premeditado. Ahora no me atrevo a insistir en el tema. No quiero remover el asunto ya que hemos llegado a una conclusión muy satisfactoria. No quiero poner en peligro otra vez la posición de Fastolfe. No quiero causarle infelicidad a Gladia. -No sé qué hacer y, como no puedo hablar con ningún ser humano de este asunto, se me ha ocurrido discutirlo contigo, Giskard.
—Si, señor.
—¿Qué debo hacer, en tu opinión?
—Si se ha cometido un roboticidio, señor, tiene que haber alguien capaz de realizar ese acto. Sin embargo, el doctor Fastolfe es el único que podría haberlo hecho y afirma que no fue él.
—Si, ésa era la situación inicial. Creo que el doctor Fastolfe dice la verdad, y estoy totalmente seguro de que no fue él
—Entonces, ¿cómo pudo producirse el roboticidio, señor?
—Supongamos que hay alguien que entiende tanto de robótica como el doctor Fastolfe Baley dobló las rodillas y las rodeó con sus brazos, enlazando las manos. No miró a Giskard, sino que pareció estar sumido en profundos pensamientos.
—¿Quién podría ser, señor?—preguntó el robot.
Y por fin, Baley llegó al punto crucial de la conversación. Sin moverse, respondió:
—Tú, Giskard.
Si Giskard hubiera sido humano, se habría quedado simplemente mirándole, silencioso y asombrado; o habría reaccionado con furia, o se habría echado hacia atrás presa del nos. Tú llegaste primero, antes que Daneel, aunque sus reflejos son tan rápidos como los tuyos. Estoy seguro de ello como quedó demostrado cuando impidió que el doctor Fastolfe me golpeara.
—Estoy seguro de que el doctor Fastolfe no se disponía a golpearle.
—Naturalmente que no. Simplemente estaba haciendo una demostración de los reflejos de Daneel. Y sin embargo, como iba diciendo, tú llegaste primero a mi en la cabina. Yo apenas estaba en condiciones de observar ese hecho, pero estoy muy habituado a fijarme en lo que sucede a mi alrededor y, de todos modos, la agorafobia no llega a dejarme completamente sin sentido como demostré anoche. Así pues aunque entonces no le di importancia, quedó grabado en mi recuerdo el hecho de que tú habías llegado primero. Naturalmente, existe una solución lógica.
Baley hizo una pausa, como esperando que Giskard asintiera, pero el robot permaneció callado.
(Años después, aquélla sería la escena que primero acudiría a su mente al recordar su estancia en Aurora. No la tormenta, ni siquiera Gladia, sino aquellos momentos de tran-quilidad bajo el árbol, con sus verdes hojas recortadas sobre el firmamento azul, la leve brisa, el suave rumor de los animales, y la presencia de Giskard frente a él, con sus ojos ligeramente brillantes.)
—Me dio la impresión—continuó Baley— de que podías de alguna manera detectar mi estado mental y que sabias, pese a encontrarte tras una puerta cerrada, que estaba siendo presa de algún tipo de ataque. Es decir, en resumen y en palabras sencillas, me pareció que podías leer la mente.
—Si, señor—respondió tranquilamente Giskard.
—Y que, de algún modo, también podías influir en la mente de los seres humanos. Creo que notaste que yo lo había detectado e intentaste borrarlo de mi memoria, de modo que no volviera a recordarlo o no comprendiera su significado si alguna vez surgía por casualidad en mi mente. Sin embargo, no lo conseguiste del todo, quizás porque tus poderes son limitados.
—Señor, la Primera Ley es imperiosa y primordial—contestó Giskard—. Tenia que acudir en su ayuda., aunque sabia perfectamente que me arriesgaba a ser descubierto. Por otro lado, sólo podía confundir su mente mínimamente para no causarle ningún daño.
—Comprendo que era una situación difícil—asintió Baley—. Así que borraste mi memoria mínimamente... Por eso cuando estaba lo bastante relajado para pensar con libres asociaciones de ideas, recordaba el incidente aunque sin poderlo precisar. Justo antes de perder la conciencia bajo la tormenta, supe que tú serias el primero en encontrarme, igual que en la nave. Quizá me encontraste por la radiación infrarroja de mi cuerpo pero todas las aves y mamíferos del bosque radiaban igualmente, y ello podía confundirte. Sin embargo también podías detectar la actividad cerebral superior, incluso en mi estado de inconsciencia, y eso debió de ayudarte a localizarme.
—Si, ciertamente me ayudó—asintió Giskard.
—Cada vez que yo recordaba, cuando estaba a punto de dormirme o de caer inconsciente, volvía a olvidar al recobrar la plena conciencia. Anoche, sin embargo, me acordé de nuevo y, en esa ocasión, no estaba solo. Gladia estaba conmigo y pudo repetir lo que yo había dicho: «El llegó primero.» Pero ni siquiera entonces pude recordar qué significaba hasta que una observación casual del doctor Fastolfe me dio una idea que logró cruzar la oscuridad de mi mente. Entonces, una vez supe lo que había sucedido, empece a recordar más cosas. Así, en la nave, mientras me preguntaba si realmente estaríamos aterrizando en Aurora, tú me aseguraste que nuestro destino era Aurora antes de que llegara a hacerte la pregunta. Supongo que no deseas que nadie conozca tu capacidad para leer la mente, ¿verdad?
—Tiene razón, señor.
—¿Por qué ese interés por ocultarla?
—Mi capacidad para leer la mente me proporciona una facultad única para obedecer la Primera Ley, señor, así que valoro mucho su existencia, pues me permite proteger a los seres humanos con mucha mayor eficacia. Sin embargo, siempre me ha parecido que ni el doctor Fastolfe ni ningún otro ser humano toleraría la existencia de un robot con mis facultades telepáticas y por ello las he mantenido en secreto. Al doctor Fastolfe le encanta contar la leyenda del robot telépata que Susan Calvin destruyó, y yo no deseo que el doctor imite conmigo la acción de la doctora Calvin.
—Si, Fastolfe me contó esa leyenda. Sospecho que, subliminalmente, él conoce tu capacidad para leer la mente, pues de otro modo no insistiría en contar esa leyenda una y otra vez. Y por lo que a ti respecta, la actitud del doctor es un peligro pues, desde luego, fue la causa de que yo llegara a la conclusión de que poseías esta facultad.
—Hago cuanto está en mi mano para neutralizar el peligro sin intervenir en la mente del doctor Fastolfe. Habrá advertido que el doctor siempre hace hincapié, invariablemente, en la naturaleza irreal e imposible de esa leyenda del robot telépata.
—Si, también recuerdo eso. Pero si Fastolfe no sabe que puedes leer la mente, eso indica que no estabas dotado de esa capacidad cuando fuiste diseñado. ¿Cómo, entonces, has llegado a adquirirla? No, no me lo digas, Giskard. Déjame ver si lo adivino. La señorita Vasília estaba especialmente fascinada contigo cuando apenas era una jovencita que em-pezaba a interesarse por la robótica. Ella me habló de que había hecho algunos experimentos de programación contigo bajo la distante supervisión del doctor Fastolfe. ¿Podría ser que, en alguna ocasión y por puro accidente, Vasília hiciera algo que te otorgara esa capacidad? ¿Estoy en lo cierto?
—Lo está, señor.
—¿Y sabes qué es ese «algo»?
—En efecto, señor.
—¿Eres el único robot con facultades telepáticas que existe?
—Hasta el momento, si, señor. Pero habrá otros.
—Si yo te preguntara qué hizo la doctora Vasília para darte esas facultades, o si te lo preguntase el doctor Fastolfe, ¿nos lo dirías en virtud de la Segunda Ley?
—No, señor, pues considero que les causaría daño saberlo y mi negativa a decirlo, obedeciendo la Primera Ley, tendría preferencia. No obstante, ese problema no llegaría a presentarse porque yo sabría que alguien iba a hacer la pregunta, acompañada de la orden correspondiente, y eliminaría ese impulso de hacerlo antes de que pudiera hacerse efectivo.
—Si, claro—dijo Baley—. Anteanoche, cuando volvíamos del establecimiento de Gladia al del doctor Fastolfe, le pregunté a Daneel si había tenido algún contacto con Jander durante la estancia de éste en el establecimiento de Gladia, y él me respondió llanamente que no. Entonces me volví hacia ti para hacerte la misma pregunta y, por alguna razón, no llegue a formularla. Tú reprimiste mi impulso, ¿verdad?
—Si, señor.
—Porque si te hubiera hecho la pregunta, tú habrías tenido que decirme que le conocías bien en esa época, y no estabas dispuesto a dejar que yo lo supiera.
—En efecto, señor.
—Pero durante ese periodo de contacto con Jander, tú sabias que Amadiro estaba realizando pruebas con él ya que, según creo, también podías leer la mente de Jander, o detectar sus potenciales positrónicos...
—Si, señor. Mis facultades telepáticas se extienden por igual a la actividad mental humana y a la de los robots.
—Tú desaprobabas las actividades de Amadiro porque estabas de acuerdo con Fastolfe en el asunto de la colonización de la galaxia.
—En efecto, señor.
—¿Por qué no detuviste, entonces, a Amadiro? ¿Por que no eliminaste de su mente el impulso de realizar pruebas con Jander?
—Señor—respondió Giskard—, yo no intervengo alegremente en las mentes humanas. El propósito que guiaba a Amadiro era tan profundo y complejo que, para eliminarlo, hubiera tenido que hacer un gran trabajo; y se trata de un cerebro importante y avanzado al que no deseaba en modo alguno perjudicar. Dejé que el asunto se prolongara un largo periodo de tiempo, durante el cual calculé que acción cumpliría mejor con la Primera Ley. Por fin, tomé una decisión sobre el modo más adecuado de corregir la situación. No resultó una decisión fácil.
—Así pues, decidiste inutilizar a Jander antes de que Amadiro pudiera deducir el método para diseñar un verdadero robot humaniforme. Método que tú ya conocías porque, después de tantos años de trabajo con el doctor Fastolfe, habías conseguido conocer perfectamente sus teorías a base de leer su mente. ¿Me equivoco?
—Acierta usted, señor.
—Así que, después de todo, Fastolfe no era el único con suficiente experiencia para desactivar a Jander.
—En cierto sentido, lo era, señor. Mi capacidad para hacerlo no era más que un reflejo, o una extensión, de la suya.
—Tanto da. ¿No comprendiste que la desactivación de Jander pondría al doctor Fastolfe en un grave peligro? ¿No advertiste que sería el principal sospechoso? ¿Habías decidido quizás que reconocerías tu culpabilidad y harías pública tu capacidad telepática, si era preciso, para salvarle?
—Desde luego, comprendía que el doctor Fastolfe se encontraría en una situación dolorosa, pero no tenia ninguna intención de reconocer mi culpabilidad —respondió Giskard—. Esperaba utilizar la situación como excusa para hacerle venir a usted a Aurora.
—¿Para hacerme venir a mi? ¿Fue idea tuya que me llamaran? Baley estaba estupefacto.
—Si, señor. Con su permiso, me gustaría explicárselo.
—Adelante, por favor—dijo Baley.
—Yo había oído hablar de usted, tanto a la señorita Gladia como al doctor Fastolfe, y no sólo por lo que decían sino por lo que estaba en sus mentes. Estudié la situación de la Tierra y vi que los terrícolas vivían entre muros, de los cuales les resultaba difícil escapar, sin embargo, a, mi entender, era igualmente obvio que también los auroranos vivían encerrados dentro de cuatro paredes.
»Los auroranos viven encerrados en unas paredes formadas por robots, que les protegen como un escudo contra las vicisitudes de la vida. Esos mismos robots, según los planes de Amadiro, tendrían que encargarse de construir nuevas sociedades igualmente escudadas que encerrarían los nuevos mundos colonizados por los auroranos. Los habitantes de Aurora también viven entre las paredes que forman sus largas vidas, lo que les obliga a sobrevalorar el individualismo y les priva de mancomunar sus recursos científicos. No es que entren excesivamente en disputas o controversias sino que, con la mediación del Presidente, exigen la eliminación de toda incertidumbre y pretenden adoptar decisiones o soluciones antes de que los problemas se hagan públicos. No se molestan en discutir entre todos cuáles pueden ser las mejores soluciones, sino que buscan, sobre todo, que las decisiones sean "tranquilas".
»Los terrícolas viven entre muros de piedra, tangibles, cuya existencia es constatable físicamente, y siempre hay algunos que ansían escapar de ellos. Los muros de los auroranos no son materiales y ni siquiera son considerados como tales, de modo que a nadie se le ocurre escapar de aquello cuya existencia desconoce. Por ello, a mi me parecía que debían ser los terrícolas, y no los auroranos u otros espaciales, quienes tenían que colonizar la galaxia y fundar lo que algún día se convertirá en un imperio galáctico.
»Todo esto estaba en la línea de los razonamientos del doctor Fastolfe, y yo estaba plenamente de acuerdo con él. No obstante, el doctor se sentía satisfecho simplemente con haber concebido el razonamiento, mientras que yo, dadas mis facultades, no podía estarlo. Tenia que examinar por mi mismo la mente de, al menos, un terrícola, para así poder con-trastar mis conclusiones. Y usted fue el terrícola que pensé que podría hacer venir a Aurora. La desactivación de Jander servia a la vez para detener a Amadiro y para poder traerle a usted al planeta. Con este fin, incité ligeramente a la señorita Gladia a que sugiriera al doctor Fastolfe la idea de traerle aquí como investigador. Después, incité al doctor, también muy ligeramente, a que la elevara al Presidente, y empujé a éste, muy ligeramente, a acceder a la petición. Una vez llegó usted a Aurora, me he dedicado a estudiarle, y lo que he encontrado me ha gustado.
Giskard dejó de hablar y adoptó de nuevo la actitud impasible de los robots. Baley frunció el ceño.
—Por lo que dices, supongo que no tiene ningún mérito la investigación que he llevado a cabo. Tú debes de haberte encargado de que fuera abriéndome paso hasta llegar a la verdad de lo sucedido.
—No, señor. Al contrario. He colocado en su camino algunos obstáculos... obstáculos razonables, por supuesto. No le permití que reconociera mi capacidad telepática, aunque me viera obligado a utilizarla para protegerle. Me aseguré de que en algunas ocasiones se sintiera abatido y desesperado, le impulsé a que se arriesgara a salir al exterior para estudiar sus respuestas. Y pese a todo, ha conseguido abrirse paso y superar todos los obstáculos, lo cual me complace mucho.
»He descubierto que echa de menos los muros de su Ciudad, pero que se da cuenta de que tiene que aprender a vivir sin ellos. He visto también que la visión de Aurora desde el espacio y la exposición a la tormenta le causaban malestar, pero que ninguna de ambas experiencias le impedía seguir pensando ni le apartaba de lo que consideraba su deber, que era la resolución del problema. Por último, he observado que sabe usted aceptar sus deficiencias y la brevedad de su vida, y que no elude la controversia.
—¿Cómo sabes que soy un buen representante de los habitantes de la Tierra en general?
—Sé que no lo es usted, señor. Pero he visto en su mente que hay algunos como usted, y desarrollaremos nuestros planes con ellos. Yo me cuidaré de ello y, ahora que conozco el camino a seguir, prepararé a otros robots como yo; y ellos también se cuidarán de ello.
—¿Quieres decir que llegarán a la Tierra robots con capacidad para leer la mente? —preguntó de pronto Baley.
—No, en absoluto. Y tiene usted razón al alarmarse. Implicar directamente a los robots en el proyecto significaría empezar a edificar los mismos muros que están llevando a Aurora y a los mundos espaciales a la parálisis. Los terrícolas tendrán que colonizar la galaxia sin robots de ningún tipo. Ello significará dificultades, peligros y daños sin medida que los robots evitarían en el caso de estar presentes pero, en el fondo, los humanos sacarán más provecho si se abren camino por ellos mismos. Y quizá un día, dentro de mucho tiempo, los robots puedan intervenir una vez más. ¿Quién sabe?
—¿Puedes ver el futuro?—preguntó Baley, curioso.
—No, señor, pero cuando se estudian las mentes como yo lo hago, se puede llegar a la indefinida sensación de que existen unas leyes que rigen la conducta humana igual que las Tres Leyes de la robótica gobiernan la de los robots. Y estas leyes humanas pueden indicarnos cómo puede desarrollarse el futuro, en líneas generales. Las leyes que rigen la conducta humana son mucho más complicadas que las Leyes de la robótica, y no tengo la menor idea de cómo pueden manifestarse. Quizás sean de naturaleza estadística, de modo que no pueden ser expresadas con precisión salvo cuando tratan grandes cantidades de población. También sospecho que las obligaciones que crean son mucho menos vinculantes que las robóticas, de modo que quizás carezcan de sentido a menos que esas grandes masas de población no sean conscientes de que operan dichas leyes.
—Dime, Giskard ¿es esto a lo que el doctor Fastolfe se refiere cuando había de la futura ciencia de la «psicohistoria»?
—Si señor. Yo inserté ese concepto en su mente, para que se iniciara pronto el proceso de creación de esa ciencia. Algún día será necesaria, ahora que la existencia de los mundos espaciales como culturas robotizadas formadas por seres humanos longevos está llegando a su fin y empieza una nueva oleada de expansión humana, desarrollada por seres humanos de vida corta y sin robots.
»Y ahora—añadió Giskard poniéndose en pie—, creo que debemos volver al establecimiento del doctor Fastolfe y prepararnos para su partida, señor. Naturalmente, confío en que no repetirá a nadie cuanto hemos hablado aquí.
—Es estrictamente confidencial, te lo aseguro—respondió Baley.
—Perfectamente—dijo Giskard con calma—. Sin embargo, no debe usted temer la responsabilidad de tener que guardar silencio. Voy a permitirle recordar esta conversación, pero me aseguraré de que nunca sienta el menor impulso de comentarla con nadie.
Baley enarcó las cejas con gesto de resignación y dijo:
—Sólo una cosa más, Giskard, antes de que te pongas a manipular mi mente. ¿Podrás ocuparte de que Gladia no sea molestada en Aurora, de que no sea tratada despectivamente por el hecho de ser solariana y haber aceptado por marido a un robot, y de que... de que acepte los ofrecimientos de Gremionis?
—He oído el final de su conversación con la señorita Gladia, señor, y le comprendo a usted. Me cuidaré de ello. Bien señor, ¿puedo despedirme de usted ahora que nadie nos está observando? Giskard le tendió la mano- fue el gesto más humano que Baley había visto jamás en el robot.
Baley se la estrechó. Los dedos de Giskard eran fríos y duros.
—Adiós... amigo Giskard.
—Adiós, amigo Elijah, y recuerde que, aunque haya gente que aplique esta frase a Aurora, a partir de este instante la Tierra es el auténtico mundo del amanecer.
FIN