Publicado en
junio 27, 2010
Peyton Place (1956)
1° de la Serie Peyton Place
ARGUMENTO:
Pueblo pequeño, infierno grande….
Peyton Place es una pequeña ciudad, como cualquier otra, como tantas poblaciones pequeñas que conocemos todos en cualquier latitud o clima. En ella, sus habitantes, de extracción campesina, viven la etapa dolorosa en que se desarraigan del campo circundante para sumarse a la multitud de seres humanos que absorbe gradualmente la vida de la ciudad con sus falsas y mezquinas vanidades, sus complejidades y tragedias.
Bajo los tejados de Peyton Place bulle la vida multicolor y desconcertante, y Grace Metalious supo aprisionar en páginas inolvidables toda la violencia y misterio...
Libro de culto, segundo best-seller de la historia después de Lo que el viento se llevó, y que sirvió de inspiración libérrima a Twin Peaks. El título ha pasado a designar todo lugar donde la tranquilidad oculta la sordidez. Entretenimiento y sabiduría garantizados.
SOBRE LA AUTORA:
Grace Metalious, escritora americana (Manchester, 1924 Boston, 1964), nació en la pobreza y en un hogar roto, como Marie Grace de Repentigny en la ciudad de Manchester, New Hampshire, escribió desde una edad muy temprana. Después de graduarse se casó con George Metalious en 1943, se convirtió en un ama de casa y madre, vivía cerca de la miseria, pero continuó escribiendo.
Grace Metalious es conocida por su novela Peyton Place (1956), obra que constituyó el segundo best-seller de la historia americana. Se mantuvo durante más de un año en la lista de ventas del New York Times y se convirtió en un éxito a nivel internacional. La novela fue llevada al cine con gran afluencia de público y también fue adaptada a la televisión.
El éxito que muchos autores sólo alcanzan después de largos años de labor tenaz y ardua, Grace Metalious lo obtuvo en ésta su primera novela. Ello se debe, sin duda, a que la autora supo penetrar con su mirada privilegiada en las vidas y sucesos de una pequeña ciudad de Nueva Hampshire, donde pasó gran parte de su vida.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 01
El veranillo de San Martín es como una mujer. Maduro, muy apasionado, pero veleidoso, va y viene como se le antoja y nadie está seguro de si vendrá o cuánto durará. En el norte de Nueva Inglaterra, el veranillo de San Martín alza una mano de dedos escarlata para detener el invierno por unos días. Lleva consigo el tiempo de los últimos calores y es una estación furtiva que vive hasta que el invierno le desplaza con su espinazo de hielo y atavío de árboles sin hojas y tierra escarchada. Las personas ancianas, cuya juventud ha sido arrebatada por los cortantes vientos invernales saben, con pesar, que el veranillo es un engaño digno solamente del más duro cinismo. Pero los jóvenes esperan ansiosamente, escudriñando los gélidos cielos de otoño para verlo llegar. Y a veces los ancianos, a pesar de su experiencia, esperan con los jóvenes y ansiosos, y sus ojos cansados se vuelven hacia el cielo en busca de los primeros indicios de una falsa mejoría.
Un año, a principios de octubre, el veranillo de San Martín llegó a una ciudad llamada Peyton Place. Llegó corno una mujer hermosa y sonriente, se extendió por el campo y le prestó una belleza inusitada.
El cielo estaba bajo, era profundo y de un azul intenso Los arces, robles y fresnos, todos ellos rojos, marrones y amarillos, resplandecían bajo la insólita luminosidad del sol. Las coníferas se erguían como viejos disconformes en todas las colinas que rodeaban Peyton Place, emitiendo una luz verde-amarilla. Las calles y aceras de la ciudad estaban alfombradas de hojas caídas que crujían al ser pisadas y exhalan un aroma tan dulce que sólo los muy viejos pensaban, al pisarlas, en la muerte y la putrefacción.
La ciudad yacía inmóvil bajo el sol del veranillo. En Elm Street, la calle principal, nada se movía. Los tenderos, que habían bajado los toldos protectores sobre los escaparates, tomaban con filosofía la falta de clientela y se retiraban a la trastienda para descabezar un sueñecito, echar una ojeada al Peyton Place Times y escuchar la retransmisión de un partido de béisbol.
Al este de Elm Street, pasadas las seis manzanas que ocupaba el barrio comercial de la ciudad, se levantaba el campanario de la iglesia congregacional. La afilada estructura asomaba entre las hojas de los árboles circundantes y brillaba con deslumbradora blancura en el cielo azul. En el otro extremo del barrio comercial había otra estructura con campanario. Era la iglesia católica de San José y su campanario brillaba más que el de los congregacionistas porque lo remataba una cruz de oro.
Seth Buswell, propietario y editor del Peyton Place Times, había escrito una vez, bastante poéticamente, que las dos iglesias encerraban a la ciudad en un paréntesis y la acotaban como un par de gigantescos sujeta-libros, observación que había provocado una serie de comentarios adversos en Peyton Place. Había pocos católicos en la ciudad que desearan ser asociados con los protestantes, mientras que los protestantes no tenían el menor deseo de ser relacionados con los papistas. Si en Peyton Place tenían que existir apoya-libros imaginarios, tendrían que ser de la misma denominación religiosa.
Seth se había reído de los argumentos comentados por toda la ciudad aquella semana, y en su siguiente edición clasificó las dos iglesias como sendas montañas, altas y protectoras, que guardaban el pacífico e industrioso valle. Tanto católicos como protestantes analizaron cuidadosamente este segundo artículo en busca de un indicio de sarcasmo o burla, pero al final todos lo aceptaron, y Seth se rió con más fuerza que antes.
El doctor Matthew Swain, que era el mejor amigo y camarada de Seth, gruñó:
—Conque montañas, ¿eh? Yo diría más bien un par de malditos volcanes.
—Ambos vomitando fuego y azufre —añadió Seth, riendo todavía y llenando otra vez los vasos.
Pero el médico no se rió con su amigo. Decía a menudo, encolerizado, que había tres cosas que odiaba en este mundo: la muerte, las enfermedades venéreas y la religión organizada.
—En este orden —aclaraba siempre el médico—; y aún tiene que inventarse el chiste, blanco o no, que me haga reír a este respecto.
Pero en aquella cálida tarde de octubre, Seth no estaba pensando en enemistar a facciones religiosas, ni en nada determinado. Sentado ante su mesa, frente a la ventana de su oficina de la planta baja, sorbía un refresco y escuchaba con indiferencia la retransmisión del partido de béisbol.
Frente al juzgado, que era un edificio de piedra blanca con una cúpula de color verdoso, unos cuantos viejos pasaban el rato en los bancos de madera que parecían formar parte de cualquier edificio municipal de las pequeñas ciudades de América. Apoyados en los cálidos muros del juzgado, con los ojos cansados protegidos por raídos sombreros de fieltro, dejaban que el sol del veranillo calentara sus viejos y fríos huesos. Estaban tan quietos como los árboles que daban nombre a la calle principal.
Bajo los olmos, las aceras alquitranadas, hendidas en algunos puntos por las raíces de los gigantescos árboles, estaban vacías. El carillón empotrado en la fachada de ladrillos rojos del Citizens’ National Bank, que se erguía al otro lado de la calle, sonó una vez. Eran las dos y media de la tarde de un viernes.
CAPÍTULO 02
Maple Street, que se cruzaba con Elm en pleno barrio comercial, era una ancha avenida bordeada de árboles que atravesaba la ciudad de norte a sur desde un extremo hasta el otro. En el extremo meridional de la calle, donde el pavimento terminaba para dar paso a un campo vacío, se levantaban las escuelas de Peyton Place. En aquel momento se dirigía hacia allí Kenny Stearns, el factótum de la ciudad. Los hombres que dormitaban frente al juzgado abrieron sus ojos soñolientos para observarle.
—Por ahí va Kenny Stearns —dijo innecesariamente uno de ellos, pues todos le habían visto y todos le conocían.
—Sobrio como un juez, en este instante.
—No por mucho tiempo.
Los hombres se echaron a reír.
—Sin embargo, hace bien su trabajo —comentó un anciano llamado Clayton Frazier, que siempre llevaba la contraria a todo el mundo, fuera cual fuese el tema que se tratase.
—Cuando no está demasiado borracho para trabajar.
—Que yo sepa, Kenny nunca ha dejado de trabajar un solo día por culpa del alcohol —dijo Clayton Frazier. —En Peyton Place no hay nadie que sepa tanto de plantas como Kenny; tiene una habilidad especial para hacerlas crecer.
Uno de los hombres emitió una risita burlona.
—Lástima que Kenny no tenga tanta suerte con su esposa como con las plantas. Más le convendría tener una habilidad especial con las mujeres.
Esta observación fue recibida con amplias sonrisas y carcajadas.
—Ginny Stearns es una sucia ramera —dijo Clayton Frazier, sin sonreír. —Un tipo no puede hacer gran cosa cuando está casado con una cualquiera.
—Excepto beber —replicó el hombre que había hablado primero.
El tema de Kenny Stearns parecía estar agotado, y durante un momento nadie habló.
—Hoy hace más calor que en julio —comentó un anciano. —Tengo la espalda empapada en sudor.
—No durará —dijo Clayton Frazier, echándose el sombrero hacia atrás para mirar al cielo. —He visto cómo refrescaba y empezaba a nevar a la mañana siguiente de un día como hoy. Esto no durará.
—Además, no es sano. Un día como hoy es suficiente para que un hombre empiece a pensar en volver a ponerse ropa interior de verano.
—Sano o no, os aseguro que no me quejaría si el tiempo se mantuviera así hasta el próximo junio.
—No durará —reiteró Clayton Frazier, y por una vez sus palabras no provocaron una discusión.
—No —convinieron los hombres. —No durará.
Observaron a Kenny Stearns mientras giraba por Maple Street y desaparecía de su vista.
Las escuelas de Peyton Place se levantaban a ambos lados de la calle. La escuela primaria era un gran edificio de madera, viejo, feo y peligroso, pero la escuela de segunda enseñanza constituía el orgullo de la ciudad. Era de ladrillo, con ventanas tan grandes que cada una de ellas ocupaba casi toda una pared, y tenía un aire de eficiencia tan serio e impersonal que más parecía un pequeño hospital bien dirigido que una escuela. La escuela elemental era del peor estilo Victoriano, afeado aún más por las escaleras de incendios que zigzagueaban a lo largo de ambos lados del edificio y el puntiagudo campanario que remataba la estructura. La campana de la escuela primaria se tocaba por medio de una gruesa cuerda amarilla que colgaba desde el campanario y atravesaba el techo y el suelo del segundo piso del edificio. El extremo de la cuerda colgaba, como una tentación constante para las manos de los pequeños, en una esquina del vestíbulo del primer piso. La campana de la escuela era el amor secreto de Kenny Stearns. La pulía tan a menudo que lanzaba destellos, como un antiguo utensilio de peltre, bajo el sol de octubre. Mientras se acercaba a los edificios escolares, Kenny levantó los ojos hacia el campanario y movió la cabeza con satisfacción.
—Ni las campanas del cielo tienen un lenguaje tan dulce como el tuyo —dijo en voz alta.
Kenny solía hablar en voz alta con su campana. También hablaba con los edificios escolares y los diversos establecimientos y jardines de la ciudad que estaban a su cargo.
De las ventanas de ambas escuelas, abiertas a la cálida tarde, se escapaba un suave murmullo y el olor a virutas de lápiz.
—No debería haber clases en un día como éste —dijo Kenny.
Se detuvo junto al seto que separaba la escuela primaria de la primera casa de Maple Street. Un cálido y verde aroma, compuesto por el césped y los setos que había cortado aquella mañana, se alzaba a su alrededor.
—Hoy no es día para ir a la escuela —dijo Kenny, y se encogió de hombros con impaciencia, no por su incapacidad de expresarse claramente sino por el asombro de una emoción rara en él.
Le habría gustado tirarse de bruces al suelo y apretar la cara y el cuerpo sobre algo verde.
—Esto es lo que hay que hacer en un día como éste —dijo a los silenciosos edificios con agresividad. —Hoy no es día para ir a la escuela.
Observó que una ramita había crecido más que las otras y se levantaba sobre ellas, estropeando la uniformidad de la llana superficie del seto. Se inclinó para romper este brote precoz con los dedos, sintiendo una gran ternura en su interior. Pero de repente le acometió un violento impulso y agarró un manojo de pequeñas hojas verdes, estrujándolas hasta sentir su humedad sobre la piel mientras la pasión se apoderaba de él y le hacía contener el aliento. Mucho tiempo atrás, antes de que aprendiera a dominarse, había sentido lo mismo hacia su esposa. Había experimentado la misma ternura, que de repente se convertía en un arrollador deseo de estrujar y conquistar, de poseer por la fuerza bruta. Kenny soltó el manojo de hojas rotas y se secó la mano en la burda tela de su mono.
—¡Cuánto me gustaría echar un trago! —exclamó con fervor y se dirigió hacia la puerta doble de la escuela primaria.
Eran las tres menos cinco y hora de que ocupara su puesto junto a la cuerda de la campana.
—¡Vaya si me gustaría echar un trago! —dijo Kenny y subió los escalones de madera que conducían a la escuela.
Las palabras de Kenny, dirigidas a su campana y, por lo tanto, emitidas en voz alta, se introdujeron con claridad por las ventanas de la clase donde la señorita Elsie Thornton velaba sobre el octavo grado. Varios muchachos se echaron a reír y unas cuantas muchachas sonrieron, pero la diversión no duró mucho. La señorita Thornton creía firmemente en la teoría de que si das una mano a un niño, éste no tarda en tomarse el brazo, de modo que, aunque era viernes por la tarde y estaba muy cansada, reinstauró rápidamente el orden entre sus alumnos.
—¿A alguien le gustaría quedarse treinta minutos conmigo después de que toque la campana? —preguntó.
Los adolescentes, de edades comprendidas entre los doce y los catorce años, guardaron silencio, pero en cuanto oyeron la primera nota de la campana de Kenny, empezaron a agitarse y a mover los pies. La señorita Thornton dio un fuerte golpe en la mesa con una regla.
—Estaos quietos hasta que dé la orden de salida —dijo. —Vamos a ver, ¿habéis ordenado los pupitres?
—Sí, señorita Thornton —respondieron todos a coro.
—Podéis levantaros.
Cuarenta y dos pares de pies tomaron posición en los pasillos que separaban los pupitres. La señorita Thornton esperó a que todas las espaldas estuvieran rectas, todas las cabezas vueltas hacia delante y todos los pies inmóviles.
—Podéis marcharos —dijo, y, como siempre, en cuanto hubo pronunciado estas palabras, tuvo la ridícula sensación de que debería agacharse y protegerse la cabeza con las manos.
A los cinco segundos, la clase estaba vacía y la señorita Thornton exhaló un suspiro de alivio. La campana de Kenny seguía tañendo alegremente y la profesora pensó humorísticamente que Kenny tocaba siempre la campana de las tres con un fervor especial, mientras que a las ocho y media de la mañana le confería un sonido lastimero.
«Si creyera resolver algo —se dijo la señorita Thornton, haciendo un esfuerzo para relajar los músculos situados entre sus paletillas, —a mí también me gustaría echar un trago.»
Esbozando una sonrisa, se levantó y fue hacia una de las ventanas para observar la salida de los niños. En el exterior, el tropel de alumnos había empezado a separarse en pequeños grupos y parejas, y la señorita Thornton vio que sólo una muchacha iba sola. Se trataba de Allison MacKenzie, que se apartó de los demás en cuanto llegó a la acera y echó a andar rápidamente por Maple Street.
«Una niña extraña», pensó la señorita Thornton, mirando a Allison hasta que desapareció de su vista. Una niña propensa a estados depresivos que parecían especialmente extraños en alguien tan joven. También resultaba extraño que Allison no tuviera ningún amigo en toda la escuela, a excepción de Selena Cross. Las dos formaban una pareja muy peculiar; Selena con su belleza morena y agitanada y sus ojos de trece años tan viejos como el tiempo, y Allison MacKenzie, aún rolliza, con unos ojos muy abiertos, cándidos e interrogadores, sobre la boca dolorosamente sensible. «Revístete con alguna concha, querida Allison —pensó la señorita Thornton. —Procura que no tenga grietas ni fragilidades para que puedas sobrevivir a las hondas y flechas de la mala fortuna. Dios mío, ¡qué cansada estoy!»
Rodney Harrington salió corriendo de la escuela y no aminoró el paso cuando vio que el pequeño Norman Page se hallaba en su camino.
«Maldito niño», pensó furiosamente la señorita Thornton.
Despreciaba a Rodney Harrington, y sólo gracias a su carácter y sólida formación nadie, ni el propio Rodney, sospechaba este hecho. Rodney era un corpulento muchacho de catorce años con una masa de cabello negro y rizado y boca de gruesos labios. La señorita Thornton sabía que las muchachas más precoces de la clase de octavo grado calificaban a Rodney de «adorable», algo con lo que ella no estaba de acuerdo. Le habría producido un gran placer darle una buena azotaina. En el vasto archivo mental de la señorita Thornton sobre los alumnos de la escuela, Rodney estaba clasificado como «Alborotador».
«Es demasiado grande para su edad —pensó, —y está demasiado seguro de sí mismo, del dinero de su padre y de la posición que hay tras él. Algún día recibirá su merecido.»
La señorita Thornton se mordió el labio inferior y se reprendió severamente. «No es más que un niño. Quizá cambie para mejorar.»
Pero conocía a Leslie Harrington, el padre de Rodney, y dudaba de sus propias palabras.
El pequeño Norman Page fue derribado por el veloz Rodney. Cayó de bruces al suelo y rompió a llorar, permaneciendo tendido hasta que Ted Carter acudió para ayudarle a levantarse.
«El pequeño Norman Page. Es curioso —pensó la señorita Thornton, —pero nunca he oído que un adulto se refiera a Norman sin ese prefijo. Casi se ha convertido en parte de su nombre.»
Norman, según observó la profesora, parecía hecho íntegramente de ángulos. Los pómulos destacaban en su delgada cara, y cuando se enjugó los húmedos ojos, sus codos sobresalieron como huesudos vértices.
Ted Carter estaba restregando los pantalones de Norman.
—No te ha pasado nada, Norman —dijo, y su voz cruzó por la ventana de la clase. —Vamos, no es nada. Deja de llorar y vete a casa. No ha sido nada.
Ted era un muchacho de trece años, alto y desarrollado para su edad, con el sello de la madurez impreso en las facciones. De todos los muchachos que componían la clase de la señorita Thornton, Ted era el único que había «cambiado» completamente la voz y hablaba con los ricos tonos de un barítono que nunca se quebraban o elevaban inesperadamente.
—¿Por qué no escoges a alguien de tu tamaño? —preguntó Ted, volviéndose hacia Rodney Harrington.
—Ja, ja —replicó Rodney con malhumor. —¿A ti, por ejemplo?
Ted dio otro paso en dirección a Rodney. —Sí, a mí —dijo.
—Oh, lárgate —contestó Rodney. —No quiero perder el tiempo.
No obstante, según observó la señorita Thornton con satisfacción, el que se largó fue Rodney. Echó a andar arrogante y lentamente con una muchacha muy desarrollada de séptimo grado llamada Betty Anderson pisándole los talones.
—¿Por qué no te ocupas de tus propios asuntos? —gritó Betty a Ted por encima del hombro.
El pequeño Norman Page sorbió. Sacó un pañuelo limpio del bolsillo trasero de sus pantalones y se sonó suavemente.
—Gracias, Ted —dijo tímidamente. —Muchas gracias.
—No tiene importancia —repuso Ted Carter. —Márchate a casa antes de que vengan a buscarte.
La barbilla de Norman empezó a temblar de nuevo.
—¿Puedo ir contigo, Ted? —preguntó. —Sólo hasta que Rodney desaparezca. Por favor.
—En este momento, Rodney tiene otras cosas en qué pensar aparte de ti —dijo bruscamente Ted. —Incluso se ha olvidado de que existes.
Tras recoger sus libros del suelo, Ted echó a correr para alcanzar a Selena Cross, que se alejaba por Maple Street. No se volvió para mirar a Norman, que también recogió sus libros y echó a andar lentamente hacia la calle.
De pronto la señorita Thornton se sintió demasiado cansada para moverse. Apoyó la cabeza en el marco de la ventana y miró abstraídamente el jardín vacío. Conocía a las familias de sus alumnos, el tipo de hogar donde vivían y el ambiente en que habían crecido.
«¿Por qué lo intento? —se preguntó. —¿Qué posibilidades tienen esos niños de romper con la sociedad en que han nacido?»
En momentos como éste, cuando la señorita Thornton estaba muy cansada, le parecía estar librando una batalla perdida contra la ignorancia, y se sentía abrumada por una sensación de futilidad e impotencia. ¿Qué objeto tenía importunar a un niño para que aprendiera las fechas del nacimiento y la caída del Imperio Romano si el muchacho, de mayor, ordeñaría vacas para ganarse la vida, tal como habían hecho su padre y el abuelo? ¿Qué lógica tenía meter fracciones decimales en la cabeza de una muchacha que en el futuro sólo necesitaría contar el número de meses de cada embarazo?
Años atrás, cuando la señorita Thornton se graduó en el Smith College, decidió quedarse en su Nueva Inglaterra natal para enseñar.
—Aquí no tendrás muchas oportunidades para ser radical —le dijo la directora.
Elsie Thornton había sonreído.
—Esta es mi gente y conozco su carácter. Sabré lo que debo hacer.
La directora también había sonreído, desde las alturas de su gran experiencia.
—Cuando descubras el modo de romper los moldes que rigen en Nueva Inglaterra, Elsie, serás famosa en el mundo entero. Cualquiera que hace algo por primera vez en la historia alcanza la fama.
—He vivido en Nueva Inglaterra desde que nací —repuso Elsie Thornton, —y nunca he oído que nadie dijera: «Lo que fue bueno para mi padre es bueno para mí». Esta es una actitud decadente y una frase muy gastada que ha sido atribuida injustamente a los habitantes de Nueva Inglaterra.
—Buena suerte, Elsie —dijo la directora con tristeza.
Kenny Stearns atravesó la línea de visión de la señorita Thornton e interrumpió bruscamente sus pensamientos.
«Tonterías —se dijo con viveza. —Tengo una clase llena de niños buenos e inteligentes que proceden de familias iguales a cualquier otra. El lunes me sentiré mejor.»
Fue al armario y sacó su sombrero, el mismo que había utilizado durante siete otoños seguidos. Miró el desgastado fieltro marrón y se acordó del doctor Matthew Swain.
—Identificaría a una profesora en cualquier parte —le había dicho.
—¿De verdad, Matt? —se rió ella. —¿Es que todas tenemos el mismo aspecto de frustración?
—No —había contestado él, —pero todas parecéis agotadas, mal pagadas, mal vestidas y mal alimentadas. ¿Por qué lo haces, Elsie? ¿Por qué no te vas a Boston u otro sitio por el estilo? Con tu inteligencia y tu educación podrías conseguir un empleo mejor pagado.
La señorita Thornton se había encogido de hombros.
—Oh, no lo sé, Matt. Supongo que me gusta enseñar.
Pero en su mente, entonces igual que ahora, vibraba la esperanza que la mantuvo en su puesto, la esperanza que ha hecho perseverar a los profesores en su trabajo durante cientos de años.
«Si puedo enseñar algo a un niño, si puedo despertar en un solo niño el sentido de la belleza, la alegría de la verdad, el reconocimiento de la ignorancia y la sed de saber más, me sentiré satisfecha.»
«Un solo niño», pensó la señorita Thornton, ajustándose el viejo fieltro marrón, y su mente voló con cariño hacia Allison MacKenzie.
CAPÍTULO 03
Allison MacKenzie dejó la escuela rápidamente, sin pararse a hablar con nadie. Subió por Maple Street y se dirigió hacia el este por Elm, esquivando la tienda de modas que su madre poseía y regentaba. Allison anduvo rápidamente hasta dejar atrás los establecimientos y casas de Peyton Place. Subió la larga y suave colina que había detrás de Memorial Park y finalmente llegó al lugar donde terminaba la calle asfaltada. Más allá del pavimento, el terreno caía en una brusca pendiente y estaba cubierto de rocas y matorrales. El paso hacia el barranco se hallaba obstruido por un ancho tablón de madera que se apoyaba en ambos extremos sobre una base parecida a un gran caballete de aserrar. En el travesaño había unas letras pintadas en rojo: ROAD'S END . Estas palabras siempre habían causado cierta satisfacción a Allison. Pensó que el letrero habría podido rezar, FIN DEL CAMINO ASFALTADO o PRECAUCIÓN, BARRANCO, y se alegraba de que alguien hubiera bautizado este lugar como ROAD'S END.
Allison se alegró al pensar que tenía dos días, más lo que restaba de aquella hermosa tarde, en los que se vería libre del fastidio de la escuela. Durante estas cortas vacaciones tendría tiempo para ir al final del camino, estar sola y sumirse en sus propios pensamientos. Durante un rato podría complacerse en aquel lugar y olvidarse de que sus placeres serían considerados infantiles y tontos por niñas de doce años más maduras.
La indolente y melancólica belleza del veranillo de San Martín prestaba una hermosura musitada a aquella soleada tarde. Allison repitió las palabras «tarde de octubre» una y otra vez. Eran como un narcótico que la calmara y llenara de paz. «Tarde de octubre», dijo, suspirando, y se sentó sobre el tablón que ostentaba las palabras ROAD'S END en un lado.
Ahora que estaba tranquila y serena podía imaginar que volvía a ser una niña, y no una muchacha de doce años que entraría en la escuela de segunda enseñanza al cabo de un año escaso, y que debería interesarse por los vestidos, los muchachos y el lápiz de labios rosa pálido. Se hallaba rodeada por todos los encantos de la infancia, y aquí, en la colina, no se sentía distinta de sus contemporáneas. Pero lejos de este lugar era desgarbada, torpe, consciente de no tener el atractivo y aplomo que a su juicio poseían todas las demás muchachas de su edad.
Muy raramente, sentía un jirón de esta misma secreta y solitaria felicidad en la escuela, cuando en la clase leía un libro o un relato que le gustaba. Entonces levantaba rápidamente los ojos de la página impresa y veía que la señorita Thornton la estaba mirando, y los ojos de ambas se encontraban y sonreían. Procuraba no mostrar esta felicidad, pues sabía que las demás muchachas de su clase se reirían para hacerle saber que este tipo de alegría era un error, y que la calificarían con su palabra de condena favorita: infantil.
Ya no habría muchos días de alegría para Allison, porque ahora tenía doce años y pronto debería empezar a vivir con personas como las muchachas de la escuela. Se encontraría rodeada por ellas, y debería intentar convertirse en una de ellas. Estaba segura de que nunca la aceptarían. Se reirían de ella, la ridiculizarían, y tendría que vivir en un mundo donde ella sería el único miembro extraño y distinto de la población.
Si Allison MacKenzie hubiera tenido que definir aquel vago «ellas» al que se refería mentalmente, habría dicho: «Todo el mundo excepto la señorita Thornton y Selena Cross, y, a veces incluso Selena». Porque Selena era hermosa, mientras que Allison se consideraba a sí misma una muchacha carente de atractivo, rellena en los sitios indebidos, plana en los sitios indebidos, con las piernas demasiado largas y la cara demasiado redonda. Sabía que era tímida y torpe y tenía la cabeza llena de sueños absurdos. Así la veía todo el mundo, excepto la señorita Thornton, y eso sólo porque la propia señorita Thornton era tan fea. Selena sonreía y trataba de quitar importancia a los complejos de Allison con un movimiento de la mano. «No estás tan mal, criatura», decía Selena, pero Allison no siempre creía a su amiga. En algún lugar del camino que la conducía a la madurez había perdido la sensación de ser amada y de pertenecer a un estrato determinado del mundo. La medida de su desgracia la daba el hecho de pensar que no había podido perder estas cosas, porque nunca las había tenido.
Allison miró a lo lejos. Desde allí arriba veía la ciudad, extendida a sus pies. Veía el campanario de la escuela primaria, las agujas de la iglesia y la sinuosa cinta azulada del río Connecticut con las fábricas de ladrillo rojo enraizadas, como plantas, en sus orillas. Veía el montón de piedras grises del castillo de Samuel Peyton, y contempló largamente el lugar que había dado nombre a la ciudad. Pensando en la historia relacionada con la fortaleza de Peyton, se estremeció bajo el cálido sol, y apartó los ojos de ella. Intentó localizar la casita blanca y verde donde vivía con su madre, pero no distinguió su hogar de todos los demás que había en la vecindad. Desde donde Allison se hallaba sentada, su casa estaba a tres kilómetros de distancia.
Las casas del barrio de Allison eran sencillas, sólidas, viviendas unifamiliares que en su mayor parte seguían las líneas arquitectónicas del cabo Cod y habían sido pintadas de blanco con un reborde verde. Una vez, Allison había buscado el significado de la palabra «vecino» en un libro que, aunque ahora sabía a qué atenerse, aún consideraba propio de un hombre en circunstancias muy peculiares: Sobre un puente de Webster. Un vecino, decía el libro, era alguien que vivía en la misma vecindad de otro, y durante cierto tiempo, Allison se había sentido aliviada. Al parecer, según el libro, no había nada raro en el hecho de que un vecino no fuera un amigo. Sin embargo, ningún diccionario explicaba por qué la familia MacKenzie no tenía amigos en toda la ciudad de Peyton Place. Allison estaba segura de que la razón de esta carencia era el hecho de que la familia MacKenzie no se pareciese a las demás, y por eso las demás personas no tenían interés en relacionarse con ellas.
Desde lo alto de la colina, Allison se imaginó el hogar que no podía ver como una casa llena de gente corriente, atareada, cuyo teléfono sonaba constantemente. Desde aquí podía imaginar que su casa no era distinta de cualquier otra, que no resultaba extraña por su soledad y aislamiento, tal como no tener padre resultaba extraño, y su vida y ella misma. Únicamente aquí, sola en la colina, podía Allison estar segura de sí misma... y satisfecha.
Bajó al suelo de un salto y se agachó para coger la ramita de un arce que el frío viento y la lluvia de los días anteriores había quebrado. Cuidadosamente, rompió todas las varillas de la rama hasta convertirla en un palo casi recto, y, mientras andaba, descortezó la madera hasta que estuvo limpia. Una vez hecho esto, se detuvo y acercó la nariz a la desnuda superficie blanco-verdosa, aspiró su fresco y húmedo aroma, y pasó las yemas de los dedos sobre la rama hasta notar la humedad de la savia en las manos. Echó a andar nuevamente, clavando el palo en el suelo a cada paso, y se imaginó que llevaba un bastón como el de los personajes de las fotografías tomadas en los Alpes suizos.
El bosque que había a ambos lados del camino era antiguo. Constituía uno de los pocos reductos madereros del norte de Nueva Inglaterra que nunca habían sido talados, pues la ciudad terminaba debajo de Memorial Park y el terreno que había encima siempre se había considerado demasiado rocoso y desigual para urbanizarlo. Allison se imaginó que los senderos por los que andaba a través de este bosque eran las mismas veredas que los indios habían seguido antes de que el hombre blanco se estableciera aquí. Creía que era la única persona que venía a estos parajes y consideraba que, en cierto modo, el bosque le pertenecía. Lo amaba y lo conocía bien en todas las estaciones del año. Sabía dónde crecían los primeros madroños en primavera, cuando aún había grandes parches de nieve en el suelo, y conocía los tranquilos y sombreados lugares donde las violetas formaban ramilletes de color púrpura cuando la nieve había desaparecido. Sabía dónde encontrar el chapín de Venus, y dónde había un claro, oculto en medio del bosque, y cubierto de botones de oro en verano. En un lugar secreto tenía una roca donde podía sentarse y observar a una familia de petirrojos, y una sola mirada a los árboles le bastaba para saber cuándo había llegado la época de los primeros hielos. Se movía silenciosamente a través del bosque, con una gracia que no poseía lejos de él, y se imaginaba que otras muchachas en el mundo exterior se sentían tal como ella se sentía aquí, segura y a salvo, conociendo los alrededores e integrada en ellos.
Allison anduvo a través del bosque y llegó al claro. Las flores estivales ya habían desaparecido, y los altos y resistentes tallos de las varas de San José habían ocupado su lugar. El claro se había tornado amarillo con ellas, mientras andaba, la rodearon por todos lados como si estuviera hundida, hasta la cintura, en un mar dorado. Permaneció inmóvil un momento después, súbitamente, como en éxtasis, alargó ambos brazos hacia el mundo que la rodeaba. Alzó los ojos al cielo, con el azul profundo característico del veranillo de San Martín, y le pareció que era una enorme taza invertida sobre ella. Los arces del bosque que circundaba el claro eran rojos y amarillos, y una cálida brisa agitaba sus hojas. Se imaginó que los árboles le decían: «Hola, Allison. Hola, Allison», y sonrió. En un momento dado, precioso por su naturalidad, extendió los brazos y gritó: «¡Hola! ¡Oh, hola a todo lo hermoso!»
Echó a correr hacia el límite del claro y se sentó, apoyando la espalda en el tronco de un árbol, y después volvió a contemplar el campo de varas de San José. Lentamente, le invadió la maravillosa sensación de ser el único ser viviente en todo el mundo. Todo era suyo, y no había nadie para estropeárselo, nadie que turbara lo pacífico, verdadero y hermoso de aquel momento. Permaneció inmóvil durante largo rato, dejando que la sensación de felicidad la llenara de bienestar, y cuando se levantó y echó a andar nuevamente por el bosque, tocó los árboles y los matorrales al pasar como si acariciara las manos de viejos amigos. Al final llegó al pavimento y al tablón de madera que decía Road's End. Miró hacia la ciudad y la sensación de alegría empezó a disolverse en su interior. Giró sobre sus talones, dando la espalda a la ciudad, para ver nuevamente los árboles, tratando de recuperar aquella sensación tan cálida y hermosa, pero no lo logró. Se sintió como si de repente pesara cien kilos, y tan cansada como si hubiera estado corriendo durante horas. Dio media vuelta y empezó a bajar la colina en dirección a Peyton Place. Cuando estaba a medio camino levantó el palo que llevaba y lo lanzó hacia el bosque que bordeaba la carretera.
Allison anduvo rápidamente, apenas consciente de la distancia, hasta llegar al parque y entrar en la ciudad. Un grupo de muchachos se dirigía hacia ella, cuatro o cinco, riendo y empujándose unos a otros, y los últimos vestigios de felicidad se desvanecieron para ella. Conocía a estos muchachos; iban a su misma escuela. Avanzaban hacia ella, vestidos con jerseys de colores vivos, mordisqueando manzanas y dejando que el jugo se deslizara por su barbilla, y sus voces sonaban con fuerza en la tarde de octubre. Allison cruzó la calle con la intención de esquivarlos, pero vio que habían reparado en ella y una vez más se sintió tensa, consciente y asustada del mundo que la rodeaba.
—Hola, Allison —dijo uno de los muchachos.
Como no contestó y siguió andando, él empezó a imitarla, irguiéndose exageradamente y levantando la cabeza.
—Oh, Allison —dijo otro muchacho con un estridente falsete, arrastrando las sílabas de su nombre de modo que sonó como si dijera: «¡Oh, Aa-hal-lissonnn!».
Ella siguió adelante, sin hablar, con los puños apretados en los bolsillos de su chaqueta.
—¡Aa-hal-lissonnn! ¡Aa-hal-lissonnn!
Allison miraba hacia el frente sin ver nada, sabiendo por instinto que la próxima calle era la suya, y que pronto podría doblar la esquina y desaparecer.
—Allison, la estirada Allison. ¡Allison, la larguirucha, desgarbada y patizamba Allison!
—¡Eh, gorda!
Allison giró por Beech Street y subió toda la manzana corriendo hasta llegar a su casa.
CAPÍTULO 04
El padre de Allison MacKenzie, con cuyo nombre había sido bautizada la niña, murió cuando ella contaba tres años de edad. No tenía ningún recuerdo consciente de él. Cuanto alcanzaba recordar era que había vivido con Constance, su madre, en la casa de Peyton Place que en otros tiempos perteneciera a su abuela. Constance y Allison tenían poco en común; la madre era de carácter demasiado frío y práctico para comprender a una niña tan sensible y soñadora, y Allison, demasiado joven e imaginativa para congeniar con su madre.
Constance era una hermosa mujer que siempre se había enorgullecido de ser testaruda. A los diecinueve años vio las limitaciones de Peyton Place, y pese a las protestas de su madre viuda, fue a Nueva York con la idea de conocer a un hombre de dinero y posición, trabajar para él y finalmente casarse con él. Se convirtió en secretarla de Allison MacKenzie, un escocés bien parecido y bondadoso que poseía una tienda muy floreciente de telas importadas. A las tres semanas, él y Constance eran amantes y durante el año siguiente les nació una hija que Constance bautizó inmediatamente con el nombre de su padre. Allison MacKenzie y Constance Standish no llegaron a casarse, pues él ya tenía esposa y dos hijos «arriba en Scarsdale», como siempre decía. Pronunciaba estas palabras como si dijera, «arriba en el Polo Norte», pero Constance nunca olvidó que la anterior familia de Allison estaba peligrosamente cerca.
—¿Qué piensas hacer respecto a nosotros? —le preguntó.
—Seguir como hasta ahora, supongo —dijo él. —No creo que podamos hacer gran cosa más sin provocar un escándalo.
Constance, que recordaba su crianza en una ciudad pequeña, sabía lo que significaba ser blanco de las habladurías.
—Supongo que no —repuso, complaciente.
Pero desde este momento empezó a hacer planes para sí misma y la criatura que iba a nacer. A través de su madre difundió una respetable ficción sobre sí misma en Peyton Place. Elizabeth Standish fue a Nueva York para asistir a la boda íntima de su hija Constance, o esto es lo que hizo saber a la ciudad. En realidad fue a Nueva York para estar con Constance cuando su hija regresó del hospital con la niña que había sido bautizada con el nombre de Allison MacKenzie. Unos años después, Constance no tuvo dificultades en utilizar un poco de quitamanchas de tinta y cambiar el último número de la fecha que constaba en la partida de nacimiento de su hija. Lentamente, no contestando las cartas que sugerían con descaro una invitación para visitar a los MacKenzie, Constance Standish fue rompiendo con las amistades de su juventud. Peyton Place no tardó en olvidarse de ella, y sus viejos amigos sólo la recordaban cuando encontraban a Elizabeth Standish por la calle.
—¿Cómo está Connie? —le preguntaban. —¿Y el bebé?
—Muy bien. Todos están bien —decía la pobre señora Standish, temerosa de dar a entender que algo no iba bien.
Desde el día en que Allison nació, Elizabeth Standish vivió atemorizada. Tenía miedo de no haber interpretado bien su papel, de que antes o después alguien descubriría la falsificación de la partida de nacimiento, o de que un buen observador reparase en que su nieta Allison tenía un año más de lo que Constance decía. Pero sobre todo, tenía miedo por sí misma. En sus peores pesadillas oía las voces de Peyton Place.
—Por ahí va Elizabeth Standish. Su hija tiene una aventura con un tipo de Nueva York.
—Lo que una haga de mayor sólo depende de la educación que reciba siendo niña.
—Pobre bastarda.
—Sí, una bastarda.
—Esa ramera de Constance Standish, y su sucia bastarda.
Cuando Elizabeth Standish murió, Constance mantuvo desocupada la casa de Beech Street, pero lista para el día en que Allison MacKenzie se cansara de ella y tuviese que regresar a Peyton Place. Pero Allison no abandonó a Constance y a su hija. A su modo era un buen hombre, con un estricto sentido de la responsabilidad. Se encargó de sus dos familias hasta el día de su muerte, e incluso después de ella. Constance no supo ni le importaron las circunstancias en que se halló la esposa de Allison. A Constance le bastó saber que su amante le había dejado una considerable suma de dinero en manos de un discreto abogado. Con esto y lo que había conseguido ahorrar en vida de Allison MacKenzie, regresó a Peyton Place y se estableció en la casa Standish. No lloró a su amante muerto, pues no le había amado.
Poco después de su regreso a Peyton Place, abrió una pequeña tienda de modas en Elm Street y se dispuso a ganarse la vida. Nadie dudó jamás de que Constance fuera la viuda de un hombre llamado Allison MacKenzie. Conservaba una gran fotografía suya enmarcada sobre la repisa de la chimenea del salón, y la ciudad la compadecía.
—Es una pena —decían en Peyton Place. —Y él era tan joven...
—Es difícil para una mujer sola, especialmente si tiene que criar a una hija.
—Es muy trabajadora esa Connie MacKenzie. Nunca sale de su tienda antes de las seis.
A los treinta y tres años, Constance aún era hermosa. Su cabello aún relucía, liso y rubio, y su rostro aún no había empezado a acusar el paso del tiempo.
—Siendo una mujer tan hermosa —decían los hombres de la ciudad, —lo lógico sería que quisiera volver a casarse.
—Quizá aún sea fiel a la memoria de su marido —decían las mujeres. —Algunas mujeres lo son durante el resto de su vida.
La verdad era que a Constance le gustaba vivir sola. Se decía a sí misma que, en primer lugar, nunca había sido muy sexual, que su aventura con Allison se había debido únicamente a la soledad. Se repetía silenciosamente, una y otra vez, que la vida con su hija Allison le satisfacía por completo y era todo lo que quería. Los hombres no resultaban necesarios, pues en el mejor de los casos eran indignos de confianza y sólo servían para crear problemas. En cuanto al amor, ella conocía bien los trágicos resultados de no amar a un hombre. ¿Qué otra horrible consecuencia podía derivarse de amar a otro? No, se decía con frecuencia, estaba mejor tal como estaba, desenvolviéndose lo mejor posible y esperando que Allison creciera. Si a veces sentía un vago desasosiego en su interior, se decía severamente que esto no era debido al sexo, sino quizá a una ligera indigestión.
La tienda de modas prosperó. Quizá por ser la única de su clase en Peyton Place, o quizá porque Constance tenía gusto. Fuera lo que fuese, las mujeres de la ciudad le compraban la ropa casi exclusivamente a ella. La opinión de la ciudad era que las prendas de Connie MacKenzie eran tan bonitas como las de las tiendas de Manchester o White River, y como no eran más caras, más valía tratar con alguien de la localidad que llevar el dinero a otra parte.
A las seis y cuarto de la tarde, Constance subía por Beech Street en dirección a su casa. Llevaba un elegante traje negro, comprado en una tienda de Boston bastante cara, y un pequeño sombrero negro. Parecía una ilustración de alguna revista de modas, un hecho que incomodaba vagamente a Allison, pero que era, como Constance le decía a menudo, muy conveniente para el negocio. Mientras se dirigía a su casa, Constance pensaba en el padre de Allison, cosa que casi nunca hacía, porque tal pensamiento le resultaba incómodo. Sabía que algún día tendría que revelar a su hija la verdad sobre su nacimiento. Muchas veces se había preguntado por qué, pero nunca había encontrado una contestación razonable a su pregunta.
«Es mejor que lo sepa por mí que por otra persona», pensaba con frecuencia.
Pero ésta no era la contestación, pues nadie había descubierto la verdad y había pocas posibilidades de que alguien lo hiciera en el futuro.
«De todos modos —pensó Constance, —Allison tendrá que saberlo algún día.»
Abrió la puerta de su casa y fue al salón, donde la esperaba su hija.
—Hola, querida —dijo Constance.
—Hola, madre.
Allison estaba sentada en un mullido sillón, con las piernas encima del apoyabrazos, leyendo un libro.
—¿Qué estás leyendo ahora? —preguntó Constance, deteniéndose frente a un espejo y quitándose cuidadosamente el sombrero.
—No es más que un cuento infantil —dijo Allison, a la defensiva. —Me gusta releerlos de vez en cuando. Este es La bella durmiente.
—Es muy bonito, querida —dijo Constance distraídamente. No podía comprender que una muchacha de doce años hundiera la nariz en un libro. Otras niñas de su edad estarían continuamente en la tienda, examinando y admirando las cajas de bonitos vestidos y ropa interior que llegaban casi todos los días.
—Supongo que deberíamos ir pensando en comer algo —dijo Constance.
—He puesto unas patatas en el horno hace media hora —dijo Allison, dejando el libro.
Fueron juntas a la cocina para preparar lo que Constance llamaba «comida». Allison había observado que era la única mujer en Peyton Place que lo hacía. Fuera de casa, Allison tenía buen cuidado de decir «cena». Con los demás, también hablaba de «ir a la iglesia», nunca a «los servicios», y de que un vestido era «bonito», pero nunca «elegante». Las cosas pequeñas, como una terminología diferente, tenían el poder de confundir a Allison hasta el punto de que, cuando pensaba en ellas al acostarse, se retorcía de vergüenza, con la cara sonrojada en la oscuridad, y odiaba a su madre por ser diferente, por hacer que ella fuera diferente.
—Por favor, madre —le decía, llorando, siempre que la conversación de su madre la irritaba hasta el punto de explotar.
Y Constance, que había sepultado los modismos de sus conciudadanos bajo la pátina de Nueva York, decía: «¡Pero, cariño, es un vestido muy elegante!» o «¡Pero, Allison, la comida principal, al acto de comer siempre se le ha llamado comida!»
A las nueve de aquella noche, Allison, vestida con el pijama y la bata, y lista para irse a la cama, dejó sus libros en la repisa de la chimenea del salón. Sus ojos tropezaron con la fotografía de su padre, y se quedó inmóvil unos instantes, contemplando la cara que le sonreía. Observó que el cabello de su padre formaba una pronunciada onda sobre su frente, dándole un aspecto bastante diabólico, y que tenía los ojos grandes, oscuros y profundos.
—Era muy guapo, ¿verdad? —preguntó suavemente.
—¿Quién, querida? —preguntó Constance, levantando la mirada del libro de cuentas que tenía delante.
—Mi padre —dijo Allison.
—Oh —repuso Constance. —Sí, querida. Sí, lo era.
Allison seguía mirando la fotografía.
—Parece un príncipe —comentó.
—¿Qué has dicho, querida?
—Nada, madre. Buenas noches.
—Buenas noches, querida.
Allison se acostó en su ancha cama de cuatro fustes y clavó los ojos en el techo, donde las luces de la calle proyectaban extrañas sombras en la oscuridad de la habitación.
«Igual que un príncipe», pensó, y sintió un repentino nudo en la garganta.
Durante un momento se preguntó cómo habría sido su vida si en lugar de su padre hubiera muerto su madre. En seguida mordisqueó el borde de la sábana, arrepentida de un pensamiento tan desleal.
«Padre, padre.» Repitió mentalmente esta palabra una y otra vez, pero su sonido no significaba nada para ella.
Pensó en la fotografía que había sobre la repisa de la chimenea.
«Mi príncipe», se dijo, e inmediatamente la imagen de su padre pareció cobrar vida, respirar, y sonreírle con cariño.
Allison se quedó dormida.
CAPÍTULO 05
Chestnut Street, paralela a Elm Street y a una manzana al sur de la calle principal, era considerada la «mejor» calle de Peyton Place. En esta calle se encontraban las casas de la élite de la ciudad.
En el extremo occidental de Chestnut Street se levantaba la imponente casa de ladrillos rojos de Leslie Harrington. Harrington, que era el propietario de las Fábricas Cumberland y un hombre muy rico, también era consejero del Citizens’ National Bank, y presidente de la junta escolar de Peyton Place. La casa de Harrington, separada de la calle por altos árboles y un gran jardín, era la más grande de la ciudad.
En el lado opuesto de la calle se encontraba la casa del doctor Matthew Swain. Era una casa blanca, con altas y delgadas columnas en la fachada delantera. En la ciudad se la definía como de «aspecto sureño». La esposa del médico había muerto muchos años atrás, y la ciudad se preguntaba a menudo por qué «el doctor», como se le conocía informalmente, insistía en conservar una casa tan grande.
—Demasiado grande para un hombre solo —se decía en Peyton Place. —Apuesto a que el doctor rueda por allí como una canica en un vaso de hojalata.
—La casa del doctor no es tan grande como la de Leslie Harrington.
—No, pero su caso es distinto del de Harrington. El tiene un hijo que se casará algún día. Por eso conserva esa casa tan grande desde que su esposa murió. Es para el muchacho.
—Supongo que sí. Lástima que el doctor no tuviera hijos. Debe sentirse muy solo desde que su esposa murió.
Un poco más abajo de la casa del doctor Swain, en el mismo lado de la calle, vivía Charles Partridge, el abogado más famoso de la ciudad. El viejo Charlie, como le llamaban en la ciudad, tenía una sólida casa victoriana pintada de rojo oscuro y blanco, donde vivía con su esposa Marion. Los Partridge no tenían hijos.
—Es curioso, ¿verdad? —comentaban los habitantes de la ciudad, algunos de los cuales vivían, con muchos hijos, en casas muy reducidas. —Las casas más grandes de Chestnut Street son las más vacías de Peyton Place.
—Bueno, ya sabes lo que dicen: los ricos tienen dinero y los pobres tienen hijos.
—Es la pura verdad.
También en Chestnut Street vivían Dexter Humphrey, presidente del Citizens’ National Bank; Leighton Philbrook, que tenía un aserradero y extensos bosques de madera dura; Jared Clarke, dueño de una cadena de almacenes de forraje y grano en el norte del estado, que también era presidente de la junta de administración municipal; y Seth Buswell, propietario del Peyton Place Times.
—Seth es el único hombre de Chestnut Street que no tiene que trabajar para ganarse la vida —se decía en la ciudad. —Puede dedicarse a escribir lo que le pasa por la cabeza y no preocuparse por las facturas.
Esto es cierto. Seth era el único hijo del difunto George Buswell, un astuto terrateniente que había llegado a gobernador del estado. A su muerte, George Buswell dejó una saneada fortuna a su hijo Seth.
—El viejo George Buswell era tan duro como un clavo —decían los que le recordaban.
—Sí; duro como un clavo y retorcido como un sacacorchos.
Los residentes de Chestnut Street se consideraban a sí mismos como la columna vertebral de Peyton Place. Eran miembros de las antiguas familias y sus antepasados recordaban la época en que la ciudad no era nada, cuando el castillo de Samuel Peyton era el único edificio en kilómetros a la redonda. Los hombres que vivían en Chestnut Street proporcionaban trabajo a Peyton Place. Se ocupaban de sus dolencias y enfermedades, arreglaban sus asuntos legales, forjaban sus ideas y gastaban su dinero. Estos hombres sabían más de la ciudad y sus habitantes que cualquier otra persona.
—Hay más poder en Chestnut Street que en el gran río Connecticut —decía Peter Drake, que ejercía la abogacía en la ciudad con un hándicap doble: Era joven, y no había nacido en Peyton Place.
CAPÍTULO 06
El viernes por la noche los hombres de Chestnut Street se reunían en casa de Seth Buswell para jugar al póquer. Normalmente acudían todos los hombres, pero aquel viernes en particular sólo había cuatro en torno a la mesa de la cocina de Seth: Charles Partridge, Leslie Harrington, Matthew Swain y Seth.
—Hoy somos pocos para la partida —comentó Harrington, pensando que un grupo pequeño impedía una puesta grande.
—Sí —dijo Seth. —Dexter tiene a sus suegros en casa y Jared ha ido a White River. Leinghton me ha llamado para decirme que tenía asuntos que tratar en Manchester.
—Asuntos de faldas, estoy seguro —declaró el doctor Swain. —No entiendo cómo se las arregla el viejo Philbrook para no contraer la gonorrea.
Partridge se echó a reír.
—Probablemente se cuida tan bien como tú le has enseñado, Matthew —dijo.
—Bueno, empecemos a jugar —dijo Harrington con impaciencia, barajando las cartas con sus blancas manos.
—Estás ansioso por llevarte nuestro dinero, ¿eh, Leslie? —le preguntó Seth, que sentía una intensa aversión por Harrington.
—Así es —repuso, sonriente, Harrington, que conocía muy bien los sentimientos de Seth.
A Leslie Harrington le excitaba saber que las personas que le odiaban no tenían más remedio que tolerarle. Para Harrington, ésta era la prueba de su éxito y renovaba en él, cada vez que ocurría, una gran sensación de poder. En Peyton Place no era un secreto que no podía someterse una cuestión cualquiera al voto de la ciudad con posibilidades de éxito si Harrington no estaba a favor de ella. El no se avergonzaba en absoluto de haber reunido varias veces a sus obreros para decirles: «Bueno, amigos, me parecería muy bien si no votáramos la construcción de una nueva escuela primaria este año. Me parecería tan bien que os daría una bonificación del cinco por ciento dentro de dos semanas». Seth Buswell, por cuyas venas corría la sangre de un cruzado, era tan impotente ante Harrington como un granjero que se hubiera retrasado en el pago de su hipoteca.
—Reparte —dijo Partridge, y la mano de póquer comenzó.
Los hombres jugaron en silencio durante una hora, y sólo Seth se levantaba de la silla cuando había que volver a llenar los vasos. El dueño del periódico jugó mal, pues en lugar de concentrarse en las cartas, estaba pensando, y descartando, las posibles formas de plantear una delicada cuestión a sus invitados. Al final decidió que el tacto y la diplomacia serían inútiles en este caso, y cuando se jugó la siguiente mano, empezó a hablar.
—Últimamente he estado pensando —dijo— en las barracas que proliferan alrededor de la ciudad. Me parece que deberíamos tener una ley de zonificación.
Durante un momento no habló nadie. Después Partridge, para quien éste era un viejo tópico de conversación, bebió un sorbo de su vaso y suspiró fuertemente.
—¿Otra vez, Seth? —preguntó el abogado.
—Sí, otra vez —repuso Seth. —Hace años que intento haceros entrar en razón, y ahora os digo que es hora de tomar una resolución. La semana que viene iniciaré una serie de artículos, con fotografías, en el periódico.
—Bueno, bueno, Seth —intervino Harrington con tono apaciguador, —yo no me precipitaría. Al fin y al cabo, la gente que vive en esas barracas de las que hablas pagan impuestos igual que el resto de nosotros. Esta ciudad no puede permitirse el lujo de perder ningún contribuyente.
—Por el amor de Dios, Leslie —dijo el doctor Swain, —los años deben haberte reblandecido el cerebro para que hables así. Claro que los dueños de las barracas pagan impuestos, pero su propiedad está tasada en tan poco, que lo que pagan a la ciudad es algo insignificante. Sin embargo, viven en sus barracas y engendran hijos a docenas. Nosotros somos los que pagamos para educar a sus hijos, asfaltar las calles y renovar el equipo de extinción de incendios de vez en cuando. Los impuestos que paga el dueño de una barraca en diez años no bastarían para enviar a sus hijos a la escuela durante un solo año.
—Sabes muy bien que el doctor tiene razón, Leslie —dijo Seth.
—Sin las barracas —argumentó Harrington, —los terrenos que ahora ocupan serían improductivos. ¿Qué impuestos obtendríamos entonces? No sólo eso, sino que no podemos elevar los impuestos sobre las barracas a menos que elevemos los de todo el mundo. Si zonificamos de nuevo el área de las barracas, tendremos que zonificar de nuevo toda la maldita ciudad y todo el mundo se pondrá furioso. No, amigos, a mí me molesta tanto como a vosotros tener que pagar la educación de los hijos de un leñador, pero sigo diciendo lo mismo, dejemos las barracas en paz.
—¡Por el amor de Dios! —gritó el doctor Swain, olvidándose de sí mismo y exaltándose de un modo que él y Seth habían convenido evitar de antemano. —No es sólo cuestión de impuestos y de que estos lugares sean horriblemente antiestéticos. Son sitios inmundos, tan sucios como cloacas y tan insanos como un pantano africano. Precisamente la semana pasada me llamaron de una barraca. Ni retrete, ni fosa séptica, ni agua corriente, ocho personas en una habitación y ningún tipo de ventilación. Es un milagro que uno solo de esos niños viva lo suficiente para ir a la escuela.
—Así que esto es lo que te preocupa, ¿verdad? —rió Harrington. —Está claro que no son los impuestos lo que os preocupa a ti y a Seth. Es la idea de que algún escuálido golfillo se resfríe al salir con los pies descalzos para hacer sus necesidades en el exterior.
—Eres tonto, Leslie —dijo el doctor Swain. —No estoy pensando en los resfriados. Pienso en el tifus y la polio. Espera a que una de estas enfermedades se abata sobre las barracas y al poco tiempo toda la ciudad estará en peligro.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Harrington. —Aquí nunca hemos tenido nada de eso. Pareces una vieja, doctor, igual que Seth.
El rostro de Seth se sonrojó de furor, pero antes de que pudiera decir algo, Partridge intervino rápida y sosegadamente.
—¿Cómo demonios piensas lograr que los dueños salgan de sus barracas si se niegan a acatar esas leyes que propones, Seth? —preguntó el abogado.
—No creo que muchos decidieran marcharse —contestó Seth. —La mayoría puede permitirse el lujo de hacer mejoras en su propiedad. Podrían utilizar parte del dinero que se beben para instalar retretes, alcantarillado y agua.
—¿Qué intentas hacer, Seth? —preguntó Harrington, riendo. —¿Convertir Peyton Place en un estado policial?
—Estoy de acuerdo con el doctor —dijo Seth. —Eres un tonto, Leslie.
La cara de Harrington se ensombreció.
—Quizá sí —declaró, —pero no olvides que cuando empiezas a decir a un hombre que tiene que hacer esto o aquello, te arriesgas a violar los derechos de un ciudadano.
—Oh, Dios mío —gimió Seth.
—Sigue adelante y acúsame de ser un tonto si quieres —dijo Harrington virtuosamente, —pero nunca lograrás que vote una ley que prescriba en qué clase de hogar debe vivir un hombre.
Seth y el doctor Swain contemplaron a Harrington con incredulidad mientras pronunciaba esta mojigata sentencia, pero antes de que pudieran hablar, Partridge, que era un pacifista nato, cogió el montón de cartas y empezó a barajarlas.
—Hemos venido aquí para jugar al póquer —dijo. —Juguemos.
El tema de las barracas de Peyton Place no volvió a mencionarse, y cuando a las once y media uno de los hombres sugirió que jugaran la última mano, el doctor Swain cogió las cartas y las repartió.
—Apuesto —dijo Harrington, sosteniendo las cartas cerca del pecho y mirándolas con el ceño fruncido.
—Voy —dijo Seth, que tenía las cartas, una encima de otra, en una mano.
Partridge y el doctor Swain se retiraron, y Harrington aumentó la apuesta de Seth.
—Otra vez —dijo el dueño del periódico, empujando más dinero hacia el centro de la mesa.
—De acuerdo —dijo Harrington con irritación. —Vuelvo a apostar.
El doctor Swain observó con desagrado que Harrington había empezado a sudar.
«El muy avaro —pensó el médico. —Con toda la fortuna que tiene, le preocupa perder unos cuantos dólares.»
—Otra vez —dijo fríamente Seth.
—¡Maldito seas! —exclamó Harrington. —De acuerdo. Ya está bien. Canta.
—Escalera de color —dijo Seth con suavidad, dejando sobre la mesa sus cartas.
Harrington, que tenía una escalera de reyes, se sonrojó.
—Maldita sea —dijo. —La única mano buena en toda la noche y no me sirve de nada. Tú ganas, Buswell.
—Sí —dijo Seth y miró al propietario de la fábrica. —Al final suelo ganar siempre.
Harrington miró a Seth a los ojos.
—Si hay algo más odioso que un mal perdedor —dijo, —es un mal ganador.
—Como digo a menudo: «Coge un espejo y verás tu propia imagen.» —replicó Seth a Harrington. —¿Qué dices tú, Leslie?
Charles Partridge se levantó y desperezó.
—Bueno, muchachos, ya es muy tarde. Será mejor que me marche.
Harrington hizo caso omiso del abogado.
—Siempre gana el que tiene las mejores cartas, Seth. Esto es lo que yo digo a menudo. Espera un momento, Charlie. Me voy contigo.
Cuando Partridge y Harrington se hubieron marchado, el doctor Swain apoyó una mano en el brazo de Seth.
—Lo siento, amigo —dijo, —pero creo que debes esperar unos días y hablar con Jared y Leighton antes de publicar un artículo sobre las barracas en el periódico.
—¿Esperar? —dijo Seth, airadamente. —Llevo años esperando. ¿Qué debemos esperar ahora, doctor? ¿El tifus? ¿La polio? Apuesta tu dinero y haz tu elección.
—Lo sé, lo sé —repuso el doctor Swain. —De todos modos, será mejor que esperes. Hay que educar a la gente para que acepten nuevas ideas, y a veces esto es un proceso largo y penoso. Si te precipitas, te atacarán al igual que Leslie lo hizo, y te dirán que las barracas están ahí desde hace años, y que nunca hemos tenido una epidemia de ninguna clase.
—Demonios, doctor, no lo sé. Quizá una buena epidemia lo resolvería todo. Quizá la ciudad estaría mejor sin los tipos que viven en esos lugares.
—No hay nada más preciado que la vida, Seth —dijo el doctor Swain con aspereza, —incluso para los que viven en nuestras barracas.
—Por favor —repuso Seth, recuperando el buen humor. —Al menos podrías referirte a ellas como «campamentos» o «residencias veraniegas».
—¡Los suburbios! —exclamó el doctor Swain. —¡No es más que eso! Pregunta: «¿Dónde vive usted, señor Barraquista?» Respuesta: «Vivo en los suburbios de Peyton Place».
Ambos hombres se echaron a reír.
—Tomemos otra copa antes de que te vayas —dijo Seth.
—Sí, Señor del Suburbio —dijo el doctor Swain. —Incluso podríamos dar un nombre a estas propiedades. ¿Qué te parece Cresta de los Pinos, o Colina del Sol?
—No te olvides de Loma de los Arces y Cerro de los Olmos —dijo Seth.
«No tiene gracia», pensó el doctor Swain media hora después de dejar a Seth, mientras daba su acostumbrado paseo nocturno antes de volver a casa.
Se dirigió hacia el sur, después de dejar Chestnut Street, y apenas había recorrido un kilómetro cuando llegó a la primera barraca. Una luz mortecina brillaba a través de una pequeña ventana, y un penacho de humo se escapaba de la chimenea de hojalata. El doctor Swain se detuvo en medio del polvoriento camino y contempló la diminuta casa de cartón alquitranado que albergaba a Lucas Cross, a su esposa Nellie y a sus tres hijos. El doctor Swain había entrado una vez en la barraca y sabía que el interior constaba de una sola habitación, donde la familia comía, dormía y vivía.
«Debe hacer un frío horrible en invierno», pensó el médico, e intuyó que ésta era la circunstancia más llevadera del hogar de la familia Cross.
Cuando se disponía a dar media vuelta para regresar a la ciudad, un estridente chillido resonó en la noche.
—¡Dios mío! —exclamó el doctor Swain en voz alta, y echó a correr hacia la barraca, imaginándose toda clase de accidentes y maldiciéndose por no tener el maletín a mano. Había llegado a la puerta cuando oyó la voz espesa de Lucas Cross.
—¡Maldita hija de perra! —gritaba Lucas. —¿Dónde lo has metido?
Se oyó un fuerte estrépito, como si alguien hubiera caído, o hubiera sido empujado, sobre una silla.
—Ya te lo he dicho mil veces —profirió Nellie con voz lastimosa. —No hay más. Te lo has bebido todo.
—¡Maldita ramera mentirosa! —gritó Lucas. —Lo has escondido. Dime dónde está o te doy una paliza que no olvidarás mientras vivas.
Nellie volvió a chillar, y el doctor Swain se apartó de la entrada de la cabaña con una aguda sensación de náuseas.
«Supongo —pensó— que cada uno debería ocuparse de sus propios asuntos, pero a veces resulta difícil.»
Se dirigió hacia el camino, pero sólo había dado unos pasos cuando tropezó y casi se cayó sobre una pequeña figura agazapada en el suelo.
—Por el amor de Dios —dijo suavemente, agachándose y cogiendo a una muchacha por el brazo. —¿Qué haces aquí?
La muchacha se desasió.
—¿Qué hace usted aquí, doctor? —preguntó con mal humor. —Nadie le ha llamado.
A la débil luz que salía de las ventanas de la barraca, el doctor apenas distinguía las facciones de la muchacha.
—Oh —dijo. —Eres Selena. Te he visto algunas veces por la ciudad con la pequeña MacKenzie, ¿no es así?
—Sí —repuso Selena. —Allison es mi mejor amiga. Escuche, doctor, no diga nada a Allison sobre el jaleo de esta noche, ¿quiere? Ella no entendería estas cosas.
—No —contestó el doctor Swain. —No diré una palabra a nadie. Tú eres la mayor, ¿verdad?
—No. Mi hermano Paul es mayor. El es el mayor.
—¿Dónde está Paul ahora? —inquirió el médico. —¿Por qué no hace algo para evitar todo esto?
—Ha ido a la ciudad para ver a su novia —dijo Selena. —De todos modos, ¿qué cree usted? Nadie puede detener a papá cuando se emborracha y empieza a pegarnos.
Dejó de hablar y silbó suavemente, y un niño salió corriendo de detrás de un árbol.
—Siempre salgo cuando papá está así —dijo Selena. —También hago salir a Joey, para que papá no la tome con él.
Joey era pequeño y delgado, y no debía tener más de siete años. Se quedó detrás de su hermana y observó tímidamente al médico. Una oleada de cólera invadió al hombre.
—Voy a acabar con esto —dijo, y se dirigió nuevamente hacia la puerta de la barraca.
Inmediatamente, Selena se le adelantó y apoyó ambas manos en su pecho.
—¿Quiere que le mate? —susurró con desesperación. —Nadie le ha llamado, doctor. Será mejor que vuelva a Chestnut Street.
Continuos lamentos salían ahora de la barraca, pero los gritos habían cesado y la voz de Lucas era sosegada.
—Ya se ha calmado —dijo Selena. —Si entrara ahora, sólo conseguiría que papá volviera a excitarse. Será mejor que se vaya, doctor.
El médico titubeó un momento, y después se llevó la mano al sombrero para despedirse de la muchacha.
—Está bien, Selena —dijo. —Me iré. Buenas noches.
—Buenas noches, doctor.
Ya había llegado al camino cuando la muchacha echó a correr y le alcanzó. Le puso una mano sobre la manga.
—Doctor —dijo, —yo y Joey queremos darle las gracias. Ha sido muy amable al venir.
Como lo hubiera hecho una dama que se despidiera de sus invitados después de tomar el té, pensó el doctor. «Ha sido muy amable al venir.»
—No tiene importancia, Selena —contestó el doctor
Swain. —Siempre que me necesites, llámame.
Observó que, aunque Joey estaba justamente detrás de Selena, el niño no pronunció una sola palabra.
CAPÍTULO 07
Lucas Cross había vivido siempre en Peyton Place, igual que su padre y su abuelo antes que él. Lucas ignoraba de dónde procedían sus antepasados, y este hecho no le preocupaba en absoluto, pues nunca había pensado en ello. Si se lo hubieran preguntado, se habría quedado atónito ante la estupidez de la pregunta y, encogiéndose de hombros, habría contestado: «Siempre hemos vivido por aquí.»
Lucas era un leñador de los muchos que había en el norte de Nueva Inglaterra. Los madereros profesionales respetaban los bosques, pues sabían que las generaciones anteriores habían abusado de ellos, talando árboles indiscriminadamente, sin tomar ninguna medida para su conservación y repoblación, y ahora aprovechaban los recursos forestales con paciencia y precisión. Para los hombres como Lucas, los bosques constituían una especie de precaria seguridad, como un colchón sobre el que dejarse caer para amortiguar los golpes de la vida. Cuando todo lo demás fallaba y se necesitaba urgentemente dinero en efectivo, siempre existía la posibilidad de «trabajar los bosques». Los madereros no abrigaban más que desprecio respecto a hombres como Lucas, y les asignaban tareas secundarias en la industria de la madera: la carga de los troncos en los camiones, su afianzamiento por medio de cadenas y la descarga en los aserraderos. En el norte de Nueva Inglaterra, Lucas era conocido como un leñador, pero si hubiera vivido en otra zona de América, le habrían llamado bracero, o campesino, o basura blanca. Formaba parte de una vasta cofradía que no trabajaba en un negocio determinado, tenía muchos hijos con una esposa desaliñada, e instalaba a su numerosa familia en una reducida y desvencijada vivienda provisional.
En una época de enseñanza gratuita, el leñador del norte de Nueva Inglaterra no tenía apenas instrucción, y en muchos casos su patrono debía pagarle en efectivo, pues el empleado no sabía estampar su firma en un talón. Lo que el leñador sabía, lo sabía por instinto, por escuchar conversaciones o, raramente, por observación, y casi siempre estaba borracho. Vivía en destartaladas chozas de madera, cubiertas con cartón alquitranado en vez de tablones, y su casa carecía de agua y de desagües. Bebía, pegaba a su esposa y maltrataba a sus hijos, pero tenía una virtud que, a su juicio, pesaba más que todas sus faltas. Pagaba sus facturas. Contraer deudas era el pecado capital más grave, y único, para hombres como Lucas Cross, y tras este hecho se escudaban los habitantes de toda pequeña ciudad del norte de Nueva Inglaterra cuando debían afrontar la realidad del barraquismo que proliferaba a su alrededor.
—Son inofensivos —decían, especialmente a los turistas de la gran urbe. —Pagan las facturas y los impuestos y se ocupan de sus propios asuntos. No hacen daño a nadie.
Esta era la misma actitud que observaban los asistentes sociales respecto a la miseria de la familia del leñador. Si un niño moría de frío o desnutrición, se consideraba una desgracia, pero esto no era motivo suficiente para tomar medidas drásticas. El estado se conformaba con dejar las cosas tal como estaban, pues nunca se le había exigido que prestara ayuda material a los residentes de las barracas que, como una plaga, infestaban el norte de Nueva Inglaterra.
Lucas Cross se diferenciaba de muchos leñadores en el hecho de tener un oficio, que practicaba cuando le persuadían con alcohol o le sobornaban con fantásticas sumas de dinero. Era un hábil carpintero y ebanista.
—Nunca he visto nada parecido en toda mi vida —había dicho Charles Partridge, poco después de haber convencido a Lucas para hacer algunos armarios con destino a la cocina de la señora Partridge. —Le llamé y vino; no estaba borracho, aunque creo que había tomado alguna copa. Llevaba uno de esos metros plegables que me pareció tan exacto como un reloj de dos dólares. Se sentó, echó una larga mirada a las paredes de la cocina, después empezó a tomar medidas y a maldecir por lo bajo, y a los pocos días empezó a aserrar y a lijar. Antes de que pudiera darme cuenta, había terminado, y te aseguro que no hay armarios mejor hechos en ninguna cocina de Peyton Place. Míralos.
Los armarios eran de pino y encajaban a la perfección en los espacios situados entre las ventanas de la cocina de los Partridge. Relucían como el satén.
A lo largo de los años, Lucas había hecho gran parte de los «acabados» interiores de las casas de Chestnut Street, y la mayor parte de lo que no había hecho él lo había hecho su padre.
—Son buenos ebanistas, los Cross —decían los habitantes de la ciudad.
—Cuando están sobrios —precisaban.
—Mi esposa quiere que Lucas le haga un aparador cuando acabe de trabajar los bosques.
—Primero tendrá que dormir la borrachera. Se gastará todo el dinero que gane en alcohol antes de empezar a buscar trabajo de nuevo.
—Son todos iguales. Trabajan unos días, se emborrachan, trabajan y vuelven a emborracharse.
—Sin embargo, son inofensivos. No hacen daño a nadie. Pagan sus facturas.
Seth Buswell, en un raro acceso de humor filosófico, dijo:
—Me pregunto por qué beben. No creo que tengan la imaginación suficiente para inventar fantasmas de los que huir. Me pregunto en qué piensan. Deben tener sus sueños y esperanzas al igual que todos nosotros, aunque parezca que sólo les interese el alcohol, el sexo y la comida, en este orden.
—Cuida tu lenguaje, viejo amigo —le advirtió el doctor Swain. —Cuando hablas así, sale a relucir la vieja educación de Dartmouth.
—Lo siento —repuso Seth y adoptó de nuevo el acento de la localidad, la única hipocresía que practicaba conscientemente. Quizá no fuera honrado omitir algunas letras y dejar de pronunciar las des finales, pero su padre había hecho un montón de dinero a pesar de ello, y había obtenido muchos votos a causa de ello.
—Quizá sean realmente inofensivos —dijo Seth. —Una especie de animales domesticados.
—Excepto Lucas Cross —replicó el doctor Swain. —Este es un mal hombre. Hay algo en su persona, quizá la mirada, que me da mala espina. Tiene los ojos de un chacal.
—Lucas es un tipo normal y corriente, doctor —dijo Seth con indiferencia. —Todo eso son imaginaciones tuyas.
—Eso espero —repuso el médico, —pero me temo que no sea así.
CAPÍTULO 08
Selena Cross estaba acostada en el catre plegable que le servía de cama y que se hallaba adosado a la pared de lo que constituía la cocina, en la única habitación de la barraca de los Cross. Estaba muy desarrollada para sus trece años de edad y las curvas de sus caderas y senos ya se adivinaban claramente bajo la ropa demasiado corta y raída que llevaba. Casi toda la ropa de la muchacha había sido regalada por las niñas más afortunadas de Peyton Place y entregada a Selena por medio de la Sociedad de Damas Auxiliadoras de la iglesia congregacionista. Selena tenía un largo cabello oscuro que se rizaba de un modo natural en ondas suaves y favorecedoras. Sus ojos también eran oscuros y ligeramente almendrados, y tenía una boca de labios gruesos y rojo natural y unos dientes asombrosamente blancos. Su piel era tersa y de un tono bronceado que parecía adquirido bajo el sol, pero que, en Selena, nunca palidecía durante los largos meses del duro invierno de Nueva Inglaterra.
—Si llevara un par de aros dorados en las orejas —decía la señorita Thornton, —se ajustaría a la idea que tenemos de una perfecta gitana.
Selena poseía toda la sabiduría de la pobreza y la desdicha. A los trece años, la desesperanza era para ella como un viejo enemigo, tan persistente e inevitable como la muerte.
A veces, cuando miraba a Nellie, su madre, pensaba: «Yo me escaparé. Nunca seré como ella».
Nellie Cross era baja y fofa, con la insana gordura de quien come demasiadas patatas y demasiado pan. Tenía el cabello ralo y lo llevaba recogido en un descuidado moño sobre una nuca no demasiado limpia, y sus manos, siempre mugrientas, eran ásperas y grandes, con uñas rotas y sucias.
«Yo me escaparé —pensaba Selena. —Nunca tendré ese aspecto.»
Pero la desesperanza siempre estaba al acecho, lista para darle un codazo y decirle: «¿De verdad? ¿Cómo te escaparás? ¿Adónde podrías ir, y a quién recurrirías cuando llegaras allí?»
«Si Lucas estuviera fuera, o sobrio en casa —pensaba Selena, con optimismo. —Oh, lo conseguiré. De un modo u otro, me escaparé.»
Pero casi siempre era como esta noche. Selena yacía inmóvil en su catre y escuchaba roncar a su hermano mayor, Paul, junto a la pared opuesta, así como la respiración anodina de su hermano menor, Joey, que dormía en un catre como el suyo. Pero estos sonidos no podían ahogar los que procedían de la cama doble situada en el otro extremo de la barraca. Selena contuvo el aliento y oyó cómo Lucas y Nellie hacían el amor. Lucas no hablaba nunca en estas ocasiones. Gruñía, pensó Selena, como un cerdo bien cebado, y respiraba como una máquina de vapor atravesando el ancho río Connecticut, mientras que Nellie no emitía ningún sonido. Selena escuchó y se mordió el labio inferior y pensó: «Daos prisa, por el amor de Dios». Lucas gruñó con más fuerza y resopló aún más, y los viejos muelles de la cama doble crujieron alarmantemente, cada vez más de prisa. Al fin, Lucas chilló como un ternero en las manos de un carnicero y todo terminó. Selena hundió la cara en su almohada, que olía a moho y no estaba cubierta por ninguna clase de funda, y lloró silenciosamente.
«Me escaparé —pensó con furor. —Me escaparé de este nido de ratas.»
Su viejo enemigo, la desesperanza, ni siquiera se molestó en contestar. Sin embargo, estaba allí.
CAPÍTULO 09
Allison MacKenzie nunca había entrado en casa de Selena. Tenía la costumbre de ir andando por el camino de tierra hasta donde se levantaba la barraca de los Cross, y de esperar delante del claro hasta que su amiga salía. Allison se había preguntado muchas veces por qué ninguno de los Cross la había invitado nunca a entrar en la casa, pero no se atrevía a preguntárselo a Selena. Una vez había interrogado a su madre, pero Constance insistió en decir que el motivo era que Selena se avergonzaba de su hogar, de modo que Allison no volvió a tratar el asunto con ella. Constance no parecía capaz de entender que Selena era perfecta y estaba muy segura de sí misma, y que sólo ella, Allison, sentía vergüenza algunas veces. De todos modos, era extraño que nadie la hubiera invitado nunca a entrar en la casa. Normalmente, Selena salía por la puerta de la barraca en cuanto veía a Allison, pero de vez en cuando emergía del corral adosado al lado de la casa donde Lucas tenía unas cuantas ovejas. Siempre que estaba en el corral, Selena gritaba: «Espera un momento, Allison. Voy a lavarme los pies», pero nunca pedía Allison que entrara mientras lo hacía. El hermano menor de Selena, Joey, solía aparecer detrás de su hermana, pero aquel sábado por la tarde, Selena salió de la casa sola.
—Hola, Selena —saludó amablemente Allison, olvidado ya su estado de ánimo antisocial de la tarde anterior.
—Hola, pequeña —dijo Selena con la extraña y profunda voz que Allison encontraba tan seductora. —¿Qué vamos a hacer hoy?
La pregunta era retórica. Los sábados por la tarde las muchachas siempre deambulaban lentamente por las calles de la ciudad, mirando escaparates y pretendiendo que eran mayores y estaban casadas con hombres famosos. Examinaban todas las mercancías de las tiendas de Peyton Place, escogiendo cuidadosamente lo que les gustaría comprar para ellas, su casa y sus hijos.
—Este traje sentaría muy bien al pequeño Clark, señor Gable —se decían una a otra.
Y, con indiferencia:
—Desde que me divorcié del señor Powell, he dejado de interesarme por la ropa.
Las dos juntas, gastaban hasta el último centavo que Allison podía arrancar a su madre en joyas de bisutería, revistas cinematográficas y helados. A veces, Selena tenía un poco de dinero, ganado haciendo un trabajo ocasional para un ama de casa de la localidad, y entonces ella y Allison iban a ver una película al Ioka Theater. Después iban al drugstore de Prescott y tomaban bocadillos de tomate y lechuga y bebían Coca-Cola. Más tarde, en vez de simular que estaban casadas con estrellas cinematográficas, jugaban a ser acomodadas amas de casa que habían salido a pasear y a tomar el té mientras sus niños dormían apaciblemente en los cochecitos aparcados frente a la puerta del establecimiento de Prescott. Allison sostenía entre los dedos una paja de beber, partida como si fuera un cigarrillo, y hablaba tal como creía que debía hacerlo una persona mayor.
—Cuando el señor Beane decidió abrir el cine —dijo, —no tenía bastante dinero, de modo que lo pidió prestado a un irlandés llamado Kelley. Sólo gracias a él pudo realizar su proyecto.
Le encantaba saber estas pequeñas anécdotas de la ciudad y repetirlas, con adornos de su propia cosecha, mientras se quitaba imaginarias partículas de tabaco de la lengua. Selena era una oyente perfecta, siempre a la altura de las circunstancias con sus «Oh», «Caramba» o incrédulos «¡No!».
—¡Oh, Dios mío! ¿Devolvió el señor Beane el dinero al señor Kelley? —preguntó Selena.
—Oh, desde luego —dijo Allison. Y después, tras una pequeña pausa durante la que se le ocurrió una contestación mejor, añadió—: No, espera. No se lo devolvió. No, nunca saldó su deuda con el señor Kelley. Terminó largándose con los fondos.
Selena abandonó su personaje el tiempo suficiente para decir con indignación:
—¿Qué es eso de largarse? —Siempre consideraba un golpe bajo que Allison utilizara palabras desconocidas para Selena, y a veces pensaba que Allison inventaba sus propias palabras a medida que hablaba.
—Oh, ya sabes —repuso Allison. —Se largó. Se escapó. Sí, el señor Beane se evitó con todos los fondos, y el señor Kelley no volvió a ver su dinero.
—¡Allison MacKenzie, te lo estás inventando! —protestó Selena, olvidando completamente el juego. —¡Pero si ayer mismo vi a Amos Beane en Elm Street! ¡Te lo has inventado todo!
—Sí —dijo Allison, riendo. —Me lo he inventado.
—Se evadió —corrigió severamente la señora Prescott detrás de ellas. —Y no lo hizo. Así es como empiezan las murmuraciones, señorita. Las mentiras siempre se multiplican y dividen y vuelven a multiplicarse.
—Sí, señora —dijo Allison, sumisa.
—Las murmuraciones son como las amebas —continuó la señora Prescott. —Se multiplican, se dividen y se multiplican.
Allison y Selena, atacadas súbitamente por un acceso de risa, echaron a correr hacia la calle, dejando los bocadillos sin terminar. Se abrazaron en la acera, riéndose con histerismo, mientras la señora Prescott las miraba con desaprobación desde el interior.
Cuando los días se acortaban, las dos muchachas pasaban los sábados por la tarde en casa de Allison, donde se distraían maquillándose una a otra con minúsculas cantidades de cosméticos que habían obtenido enviando cupones de revistas a compañías que ofrecían muestras gratuitas.
—Creo que este «Rojo Ciruela» es el tono de labios que más te favorece, Selena.
Y Selena, cuyos labios parecían abultadas uvas de Concord, decía:
—Este «Oriental 2» te sienta a las mil maravillas, Allison. Es un color precioso.
Allison, contemplando la imagen que se reflejaba en el espejo y que ahora parecía la de un pálido indio, contestaba:
—¿De verdad lo crees? ¿No lo dices sólo por decir?
—No, en serio. Te hace los ojos más grandes.
Este juego tenía que terminar antes de que Constance llegara. Tenía un modo tan severo de decir que el maquillaje resultaba vulgar en muchachas de su edad, que Allison, al oírla, sentía desvanecerse toda su alegría y estaba deprimida durante el resto de la tarde.
Selena se quedaba a cenar todos los sábados, en que Constance solía hacer algo sencillo, como panqueques o huevos revueltos con salchichas. Para Selena, estos alimentos eran de un lujo inusitado, tal como todo lo que había en la casa de las MacKenzie le parecía lujoso... y precioso, digno de un sueño. Le encantaba la combinación de madera y chintz floreado del salón de las MacKenzie, y se preguntaba a menudo, a veces con indignación, cómo era posible que Allison no fuese feliz en un ambiente como éste, con una hermosa madre rubia, y un dormitorio rosa y blanco para ella sola.
Así era cómo las dos amigas habían pasado siempre los sábados por la tarde, pero aquel día un cierto desasosiego, una cierta necesidad de rebelarse, hizo que Allison no contestara a la pregunta de Selena, «¿Qué vamos a hacer hoy?», con la respuesta de costumbre.
Allison dijo:
—Oh, no lo sé. Demos un paseo.
—¿Hasta dónde? —inquirió prácticamente Selena. —No podemos andar y andar para no ir a ninguna parte. Vayamos a la tienda de tu madre.
A Selena le encantaba ir a la tienda de modas. Algunas veces, Constance le permitía mirar los vestidos que colgaban, resplandecientes, de blancas perchas acolchadas.
—No —contestó terminantemente Allison, que deseaba ir a cualquier sitio menos a la tienda de su madre. —Siempre quieres hacer lo mismo. Vayamos a alguna otra parte.
—Está bien. ¿Adonde, si puede saberse? —preguntó Selena con petulancia.
—Conozco un sitio —dijo rápidamente Allison. —Conozco el sitio más maravilloso del mundo. Es un sitio secreto, de modo que no debes decir a nadie que te he llevado allí. ¿Me lo prometes?
Selena se echó a reír.
—¿Dónde está? ¿Es que piensas hacerme subir al castillo de Samuel Peyton?
—¡Oh, no! Jamás se me ocurriría ir allí. Me daría miedo. ¿A ti, no?
—No —repuso escuetamente Selena. —Claro que no. Los muertos no hacen daño a nadie. Son los vivos quienes a veces resultan peligrosos.
—Bueno, de todos modos, no estoy hablando del castillo. Vamos, te lo enseñaré.
—De acuerdo —dijo Selena—; pero si es una tontería, doy media vuelta y bajo a la ciudad. Tengo un dólar y veinticinco centavos que me ha dado la señora Partridge por plancharle la ropa, y he visto el Photoplays y el Silver Screens de esta semana en la tienda de Prescott.
—Oh, vamos —dijo Allison con impaciencia.
Cogidas del brazo, las dos muchachas echaron a andar, y Allison indicó el camino a través de la ciudad y Memorial Park. Estaba excitada, igual que antes de Navidad, cuando tenía un regalo especial para alguien, y además sentía la singular felicidad que proporciona compartir algo muy preciado con una íntima amiga.
—Por ahí viene Ted Carter —dijo Allison en un susurro, aunque el muchacho estaba en el otro extremo del camino del parque y no habría podido oírla. —Simula que no le ves.
—¿Por qué? —preguntó Selena en voz alta. —Ted es un buen chico. ¿Por qué he de fingir que no le veo? —Va detrás de ti; por eso —siseó Allison. —Estás loca.
—Ni hablar. Es mejor que no tengas trato con Ted Carter, Selena. Tiene una familia horrible. Una vez oí que mi madre hablaba con la señora Page sobre los padres de Ted. ¡La señora Page dijo que la señora Carter es tan mala como una cameral
—¿Quieres decir una ramera? —preguntó Selena.
—Shh —susurró Allison. —Te oirá. No sé a qué se refería la señora Page, pero mi madre se puso roja como un tomate al oírlo, de modo que debe ser algo horrible, como una ladrona, o una asesina.
—Bueno, quizá lo sea, en cierto modo —contestó Selena, echándose a reír. —Hola, Ted —dijo al muchacho, que casi había llegado a la altura de las dos amigas. —¿Qué haces por aquí?
—Lo mismo que vosotras —repuso Ted y sonrió. —Pasear.
—Pues ven a pasear con nosotras —dijo Selena, sin hacer caso del codazo de Allison.
—No puedo —contestó Ted. —Tengo que comprar varias cosas que me ha encargado mi madre.
—Bueno, si no puedes, ¿qué le vamos a hacer? —dijo Selena.
—Vámonos —urgió Allison.
—Adiós, Ted —dijo Selena.
—Adiós —dijo Ted. —Adiós, Allison.
Las muchachas continuaron adentrándose en el parque y Ted prosiguió su marcha hacia la ciudad. Cuando llegó al lugar donde el sendero desembocaba en la calle, Ted se volvió para mirar atrás.
—¡Eh, Selena —llamó.
Las muchachas volvieron la cabeza y Ted agitó la mano.
—¡Hasta la vista, Selena! —gritó Ted. —¡Hasta la vista! —contestó Selena, agitando a su vez la mano.
Ted salió del parque, enfiló la calle, y se perdió de vista.
—¿Lo ves! —exclamó furiosamente Allison. —¿Lo ves? Ya te lo había dicho. Va detrás de ti.
Selena dejó de andar para mirar a su amiga. La miró largo rato y con dureza.
—¿Y qué? —replicó al fin.
La tarde no fue un éxito. Por primera vez durante su larga amistad, las dos muchachas estaban en desacuerdo.
«¿Qué le pasa?», se preguntaba Allison, incapaz de entender que una persona no se emocionara al contemplar la belleza del paisaje.
«Me gustaría saber qué le atormenta», pensaba Selena, incapaz de entender que una persona no considerara emocionante «ir al centro comercial». Pero es que Allison tenía ideas muy raras, pensó después Selena. Como cuando quería estar sola, o cuando fantaseaba sobre su padre muerto.
Al fin y al cabo, razonaba Selena, su propio padre estaba tan muerto como el padre de Allison, pero nadie la había sorprendido jamás extasiada ante una simple fotografía tal como hacía Allison. Selena no tenía ni idea de cómo había sido su padre. Murió en un accidente mientras trabajaba en los bosques dos meses antes de que ella naciera y Nellie no tenía ninguna fotografía enmarcada para enseñar a su hija. Lucas Cross era el único padre que Selena conocía. Viudo y con un hijo de una esposa que había muerto al dar a luz, se casó con Nellie cuando Selena contaba seis meses de edad. Paul no era más hermano de Selena que Joey, pero, se decía Selena, más valía no pensar demasiado en ello. «Si Allison estuviera en mi lugar —discurría la muchacha, —apuesto a que se pasaría el día hablando de hermanastros, padrastros y todo esto. Me pregunto qué la atormenta continuamente.»
Allison se preguntaba con incredulidad si Selena podía estar acercándose a la etapa que Constance describía como «estar loca por los muchachos». Realmente tenía mucha prisa por volver a la ciudad. Quizá abrigaba la esperanza de ver a Ted Carter en una de las tiendas. Allison frunció el ceño al pensar en ello, y empezó a subir la larga cuesta de la colina que había detrás del parque, con Selena pisándole los talones.
A Selena no le gustó Road's End y así lo dijo, en términos inequívocos, cuando ella y Allison llegaron a la cima de la colina.
—No es más que un barranco —dijo Selena cuando Allison le indicó el tablón de madera con el letrero a un lado. —¿Por qué no iba a haber un letrero? La gente podría matarse si no lo hubiera.
Allison estaba a punto de llorar. Se sentía como si le hubieran dado una bofetada en la cara. Era como regalar a alguien un abrigo de visón, o una pulsera de diamantes, o algo por el estilo, y que esa persona dijera: «Oh, tengo más de los que puedo ponerme».
—No es más que un bosque —declaró Selena unos minutos después, y se negó a internarse en él con Allison. —¿Por qué voy a querer andar por un bosque? Hay uno enorme alrededor de nuestra barraca. Me doy un hartazgo de bosque cada día de la semana.
—¡Eres ruin, Selena! —exclamó Allison. —¡Eres despreciable, ruin y odiosa Este es un sitio especial y secreto. Nadie viene jamás aquí excepto yo, y te he traído porque pensaba que eras una amiga especial.
—Oh, no seas tan infantil —dijo Selena con mal humor. —¿Qué es eso de que aquí no viene nadie más que tú? Desde que tengo uso de razón sé que los muchachos traen a sus novias, por la noche, en coches.
—¡Eres una mentirosa! —gritó Allison.
—No lo soy —replicó Selena con indignación. —Pregunta a cualquiera. Todo el mundo te lo dirá.
—No puede ser verdad —dijo Allison. —¿Para qué iba nadie a querer venir aquí de noche? De noche no se puede andar por el bosque.
Selena se encogió de hombros.
—Olvídalo, pequeña —dijo, no sin amabilidad. —No te enfades conmigo. Vamos, regresemos a la ciudad.
—Esta debe ser la centésima vez que lo dices —exclamó airadamente Allison. —Está bien. Iremos a la ciudad. Constance MacKenzie no aprobaba enteramente la amistad de Allison con la hijastra de Lucas Cross. Una o dos veces había intentado, sin mucho empeño, poner fin a ella, pero después de varios días en que al volver a casa se encontró a Allison llorando, diciendo que no tenía ninguna amiga ahora que no podía ver a Selena, Constance había cedido. Nunca había podido contestar satisfactoriamente a las preguntas de Allison sobre Selena.
—Nunca he dicho que no me guste Selena —respondía a Allison. —Es sólo que... —y en este punto siempre hacía una pausa para buscar las palabras exactas.
—¿Qué, madre? —la apremiaba Allison.
Constance tenía que encogerse de hombros, incapaz de precisar qué era lo que no le gustaba de Selena.
—Con todas las buenas chicas que hay en la ciudad... —dijo una vez, pero la mirada de Allison, y su pregunta, la interrumpieron.
—¿Por qué crees que Selena no es buena?
—Yo no he dicho eso —repuso Constance, y después se había encogido de hombros con impotencia. —Dejémoslo.
Así pues, la amistad entre Allison y Selena había continuado, íntima y satisfactoria, hasta la tarde de aquel sábado en que cada muchacha había querido algo diferente, y ninguna había sido capaz de entender la necesidad de la otra.
Juntas, subieron por un lado de Elm Street y bajaron por el otro, mirando escaparates, pero incapaces de jugar a lo que siempre les había divertido tanto.
—Vayamos a la tienda de tu madre —sugirió Selena.
Pero Allison se negó, sintiéndose traicionada por tener que pasar la hermosa tarde lejos de su lugar favorito.
—Ve tú sola, si tantas ganas tienes —dijo Allison, sabiendo que Selena no iría a la tienda de modas sin ella.
Al final, dieron la vuelta a todos los mostradores del drugstore, manoseando sartas de perlas falsas, contemplando con añoranza las múltiples hileras de cosméticos, y escuchando las melodías populares que procedían del mostrador de música. Se sentaron en la cafetería y tomaron un gran banana split, y Allison sintió que el buen humor empezaba a invadirla de nuevo.
—Podemos ir a ver a mi madre, si quieres —propuso.
—No, no importa. Vayamos andando hasta tu casa.
—No, de verdad. Sé que quieres ir a la tienda. A mí no me importa. De verdad, no me importa.
—No tienes que ir sólo por mí.
—Pero es que quiero ir, Selena. En serio.
—Bueno, si realmente quieres ir...
Hicieron una bola con sus servilletas de papel y las tiraron dentro de sus platos vacíos, y de repente todo volvió a su cauce normal.
Constance MacKenzie las saludó desde detrás del mostrador de las medias cuando entraron en la tienda.
—Hay algunos vestidos de fiesta nuevos —dijo. —Ahí, en el segundo perchero.
Selena miró y, como si estuviera en trance, se dirigió hacia las resplandecientes prendas que colgaban de un perchero móvil. Parecía haber cientos de vestidos, a cual más bonito. Selena los contempló, reprimiendo su deseo de tocar las hermosas telas.
Allison se quedó ante el escaparate y contempló el tráfico de Elm Street. Siempre ocurría lo mismo. Mientras Selena miraba hasta el último artículo de la tienda de modas, la espera se le hacía interminable.
Constance terminó de atender a una cliente y se dirigió hacia Selena con la intención de descolgar uno de los vestidos nuevos para enseñárselo a Allison, pero se quedó inmóvil al ver la expresión del rostro de Selena. Los labios entreabiertos y los soñadores ojos de la muchacha despertaron la compasión de Constance. Comprendía que una joven se extasiara así ante un bonito vestido. Las únicas veces en que Allison tenía esta expresión era cuando leía.
—Toma —dijo Constance a Selena con firmeza, sorprendiéndose a sí misma. —Este es de tu talla. Pruébatelo si quieres.
Descolgó un vestido blanco de falda ancha, y sus ojos se nublaron inexplicablemente al ver la mirada de gratitud de Selena.
—¿Lo dice en serio, señora MacKenzie? —susurró Selena. —¿De verdad puedo tocarlo?
—Bueno, no creo que puedas ponértelo sin tocarlo —dijo Constance con brusquedad, confiando en haber dominado el temblor de su voz.
Unos minutos después, cuando Selena salió del probador, resplandeciente con el vestido blanco, incluso Allison contuvo el aliento.
—¡Oh, Selena! —exclamó. —Estás preciosa. ¡Pareces una princesa de cuento de hadas!
«No, nada de eso —pensó Constance, dándose cuenta súbitamente de lo que le había llamado la atención en Selena Cross. —Parece una mujer. A los trece años, tiene el aspecto de una mujer tremendamente sensual y lujosamente tratada.»
Aquella noche, Selena andaba por el camino de tierra en dirección a su casa. Aún tenía presente en la memoria los panqueques cubiertos de mantequilla y jarabe de arce que Constance les había servido, así como el café con verdadera crema de leche que le había ofrecido. Aún veía, con los ojos de la imaginación, la preciosa salita de las MacKenzie, con sus grandes sillones y su revistero de hierro forjado lleno de ejemplares de The American Home y The Ladies' Home Journal. Selena pensó con desagrado en su amiga Allison, que se extasiaba ante una fotografía y murmuraba: «¿Verdad que es guapo? Era mi padre».
«Está muerto... y quizá sea mejor así, pequeña», habría querido decirle. Pero no lo había hecho, porque tal vez a la señora MacKenzie no le habría gustado, y Selena no quería hacer nada que desagradara a la madre de Allison.
«Me escaparé —pensó Selena cuando llegó al claro donde se levantaba la barraca de los Cross. —Algún día me escaparé, y entonces siempre llevaré hermosos vestidos y hablaré con voz suave, igual que la señora MacKenzie.»
Cuando Selena se quedó dormida, estaba pensando en los brillantes destellos que el fuego de la chimenea de las MacKenzie arrancaba al pelo de Constance. No tuvo un solo pensamiento para Ted Carter, quien, acostado en su cama, pensaba en la cara de Selena y el modo en que le había sonreído cuando dijo: «Pues ven a pasear con nosotras».
«Vaya si lo habría hecho —pensó Ted, volviéndose de lado, —si la remilgada señorita Allison no hubiera estado con ella. Los encargos de mamá podían esperar.»
—Selena —susurró en la oscuridad de la habitación. —Selena —dijo, saboreando el sonido de la palabra.
El corazón latió en su pecho de un modo que le hizo sentir una extraña mezcla de temor y esperanza, y algo muy parecido al dolor.
CAPÍTULO 10
El doctor Matthew Swain era un hombre alto y huesudo con un abundante y ondulado cabello plateado. El cabello del doctor Swain era su característica más notable y estaba orgulloso de él. Se lo cepillaba cuidadosamente, y cada mañana lo examinaba con minuciosidad para asegurarse de que no tuviera hebras amarillentas.
—El hombre tiene derecho a alguna vanidad —decía para excusarse, e Isobel Crosby, que se ocupaba de la casa del médico, declaraba que era conveniente tener alguna presunción. Ciertamente no se preocupaba del resto de su aspecto. Sus trajes siempre necesitaban un buen planchado, y tenía la mala costumbre de comer en el salón. Las tazas de café del doctor Swain, diseminadas por toda la casa, eran la cruz de Isobel.
—No cuesta tanto trabajo llevar una taza medio vacía a la cocina —se quejaba a menudo. —No se herniará por levantar una taza.
—Si no hago nada más grave que dejar alguna que otra taza por ahí, Isobel, puede considerarse afortunada —replicó el médico.
—No son sólo las tazas —dijo Isobel. —Deja la ropa allí donde cae, llena la casa de ceniza, y sus zapatos siempre están tan sucios como si hubiera estado en un corral.
—Piense en la suerte que tiene, Isobel —contestó el médico. —¿Preferiría ser el ama de llaves de algún viejo libertino? Por lo menos, yo nunca le he metido una mano debajo de la falda. Quizá sea esto lo que le molesta.
—Por si fuera poco —dijo Isobel, que conocía demasiado al médico para escandalizarse de nada de lo que dijera, —tiene la lengua larga y la mente sucia.
—Oh, vaya a almidonar alguna camisa —replicó el médico con brusquedad.
Todo el mundo en Peyton Place apreciaba al doctor Swain. Tenía unos grandes ojos azules que, muy a pesar suyo, eran calificados de «seductores», y su bondad era legendaria en la ciudad. Matthew Swain formaba parte de una rara especie en vías de desaparición, la del médico de medicina general. La palabra «especialista» era un anatema para él.
—Sí, soy un especialista —dijo una vez a un famoso otorrinolaringólogo. —Estoy especializado en gente enferma. ¿Qué hace usted?
A los sesenta años, el doctor Swain continuaba atendiendo todas las llamadas de día y de noche, en verano y en invierno, y tenía la costumbre de enviar una tarjeta de felicitación por el cumpleaños de todos los niños que había ayudado a nacer.
—No eres otra cosa que un sentimental —le decía Seth Buswell con frecuencia. —¡Nada menos que tarjetas de felicitación!
—Sentimental o no —replicaba el médico de buen humor, —me produce una gran satisfacción pensar en el trabajo que he hecho a lo largo de mi vida.
—Trabajo, trabajo, trabajo —decía Seth. —Esta es tu palabra favorita. Creo que tu intención es crearme un complejo de inferioridad echándome continuamente en cara mi pereza. Uno de estos días caerás fulminado por un ataque de corazón, debido a tu maldito trabajo, trabajo, trabajo. Igual que uno de esos guapos y canosos médicos de las películas.
—Tonterías —replicaba el médico. —Los ataques de corazón ya están muy trillados. Deséame una bonita e interesante úlcera.
—Pensándolo bien —decía Seth, —morirás con el cráneo aplastado por una de esas enfermeras a las que explotas en tu hospital.
El hospital de Peyton Place era pequeño, estaba bien equipado y constituía el orgullo del doctor Swain. Lo dirigía con eficiencia y lo admiraba con la ternura de un joven amante, y el hecho de que fuera utilizado a menudo por habitantes de ciudades vecinas, con preferencia a otros hospitales más grandes, le causaba una satisfacción inigualable. El hospital pertenecía a la ciudad, pero todo el mundo en Peyton Place se refería a él como «el hospital del doctor Swain», y las muchachas que asistían a su pequeña, pero excelente escuela de enfermeras se denominaban a sí mismas «las muchachas del doctor».
Matthew Swain era un hombre bueno y honesto, y un enamorado de la vida y la humanidad. Si tenía algún defecto, era su lengua afilada y a veces mordaz, pero la ciudad se lo perdonaba porque Matthew Swain era un buen médico, y si en ocasiones hablaba con rudeza, no era menos cierto que siempre decía la verdad. Tenía un sentido del humor que algunas veces resultaba sarcástico, otras veces libidinoso, pero nunca ofensivo, y por esto la ciudad también se lo perdonaba, pues el médico sabía reírse de sí mismo. Todo el mundo quería al doctor Swain, con la posible excepción de la esposa de Charles Partridge, Marion, cuyo único motivo para detestarle era la negativa del médico a sentirse impresionado por la imagen que había creado de sí misma.
—Es absurdo darse importancia ante el doctor —decía la ciudad. —¡Seguro que tiene algún jarabe preparado para bajar los humos a quien lo haga!
Pero Marion Partridge no podía ni quería creerlo. Constantemente intentaba que Matthew Swain la viera tal como pensaba que la veía el resto de la ciudad, y como él no lo hacía, a menudo se refería al médico como «un hombre imposible».
Marion era una mujer de mediana estatura. Seth Buswell, siempre que la miraba, pensaba que todo en Marion Partridge era mediocre.
«Rien de trop», se decía Seth y consideraba que estas palabras describían a Marion con toda exactitud, desde su cabello semi-castaño y figura media hasta su mente mediocre.
Nacida Marion, cuyo nombre de soltera era Saltmarsh, era hija de un indigente ministro baptista y de su cansada esposa. Tenía un hermano, John, que a muy temprana edad decidió seguir los pasos de su padre y a los veinte años fue ordenado pastor. La ambición de John era llevar la religión a «los pueblos salvajes de la tierra» e inmediatamente después de su ordenación, marchó a América como misionero. Mientras tanto. Marion terminó su instrucción, graduándose con calificaciones medias, y se instaló en la rectoría con sus padres, dispuesta, como ellos, a socorrer a los pobres y atribulados, y satisfecha de enrollar vendas para un hospital local todos los miércoles por la tarde.
En los últimos años, Charles Partridge admitió para sí que había conocido a Marion por accidente y se había casado con ella en un momento de debilidad. Recién terminada su carrera de abogado, fue a pasar unas largas vacaciones veraniegas a la ciudad costera donde vivía con su familia el reverendo Saltmarsh. Charles Partridge era congregacionista y asistió al servicio dominical en la iglesia baptista del reverendo Saltmarsh más por curiosidad que por devoción, y allí vio a Marion cantando en el coro. La muchacha estaba en la primera fila del grupo, con la cara levantada y una expresión de embeleso. Charles Partridge contuvo el aliento y pensó que la muchacha parecía un ángel. No era éxtasis ni regocijo lo que emanaba de Marion. Tenía una expresión similar cuando se metía en una bañera de agua caliente, o comía algo que le gustaba particularmente. La música sólo conmovía a Marion por lo que tenia de sensual, iluminando su rostro mediocre con un placer repentino y dándole, durante unos momentos, un brillo poco común.
Charles Partridge, joven e impresionable, y quizá menos resistente tras tantos años de estudio, empezó a cortejar a Marion Saltmarsh. En agosto, cinco semanas después de haberla visto cantar en el coro por primera vez, se casaron, y el primero de setiembre la joven pareja volvió al hogar de Charles en Peyton Place, donde el flamante abogado pensaba empezar a ejercer.
A medida que pasaban los años, Partridge se preguntaba con frecuencia si se hubiera casado con tantas prisas de haber tenido recursos, durante su época de estudiantes, para frecuentar las casas de mala reputación que tanto ensalzaban sus compañeros de clase. Creía que no.
El éxito había sonreído a Charles Partridge y, con el paso de los años, acumuló dinero y compró una casa en Chestnut Street, y Marion se convirtió en un activo miembro de toda clase de clubs y asociaciones de caridad. Le gustaba su vida cómoda, sin los problemas que podían ocasionar los hijos o la falta de dinero. A menudo se sentía culpable del regocijo que experimentaba al comparar sus circunstancias actuales con las de su infancia, pero su sensación de culpabilidad nunca duraba mucho.
A Marion le gustaban los objetos. Se rodeó de todo tipo de chucherías y muebles antiguos. Sentía un gran placer al abrir su armario de la ropa blanca y ver los montones de sábanas y toallas guardadas allí. El tamaño, utilidad y calidad de un objeto eran secundarios para Marion, menos importantes que su deseo de adquirir y poseer.
Inmediatamente después de su boda, Marion abandonó a los baptistas y se incorporó a la iglesia congregacionista, pues esta última era considerada la «mejor» iglesia de Peyton Place. A Marion le habría gustado mucho promover una especie de comité, presidido por ella, que seleccionara a los miembros de su iglesia. Odiaba pertenecer a una organización, incluso religiosa, que aceptara a «indeseables» en su seno, y ella tenía ideas muy claras sobre las personas que consideraba «inferiores».
—Esa MacKenzie —dijo a su marido. —No me digas que una viuda joven como ella puede ser tan virtuosa como parece. No me digas que no hace cosas de las que nadie ha oído hablar. No me digas que no tiene los ojos puestos en todos los hombres de la ciudad.
—Querida —replicó Charles Partridge con cansancio. —Ni siquiera he intentado decirte nada.
Pero cuando Marion dijo las mismas cosas a Matthew Swain, el médico la fulminó con la mirada y rugió:
—¿A qué demonios te refieres con eso, Marion?
—Bueno, al fin y al cabo, Matt, una viuda joven como ella, viviendo sola en una casa...
—¡Eh, Charlie! A Marion le da pena que Connie MacKenzie viva sola. ¿Por qué no hacéis las maletas y os vais con ella una temporada?
—Oh, ese Matt Swain es imposible, Charles. Imposible.
—Vamos a ver, Marion —contestó Charles Partridge. —Matt es un hombre estupendo. No ha hecho daño a nadie en toda su vida. Y es un buen médico.
Poco después de que Marion alcanzara los cuarenta años de edad, tuvo ciertos síntomas que la preocuparon y asustaron, y llamó al doctor Swain. El la examinó concienzudamente y le dijo que estaba tan sana como un caballo.
—Escucha, Marion, no hay razón para preocuparse. Puedo recetarte unas inyecciones para que te encuentres mejor, pero no puedo hacer nada más. Esto es la menopausia y yo no puedo detenerla.
—¡La menopausia! —exclamó Marion. —Matt, estás loco. Soy demasiado joven.
—¿Qué edad tienes?
—Treinta y seis.
—Eres una embustera, Marion. Tienes más de cuarenta.
Marion volvió a casa y se desahogó con su marido. Le dijo que, aunque amigo de toda la vida, Matthew Swain no volvería a poner los pies en su casa. Después de eso, fue a un médico de White River que la trató de una delicada afección estomacal.
—¿Qué importa, Matt? —dijo Seth Buswell, al ver que Marion volvía la cara al médico en plena calle. —No pretenderás que todo el mundo te quiera, ¿verdad?
—No me molestaría —contestó el médico. —¿A quién iba a molestarle? ¿A ti?
—No —respondió Seth.
CAPÍTULO 11
El veranillo de San Martín permaneció en Peyton Place durante seis días exactos y después se fue tan inesperadamente como había venido. Las hojas de los árboles, desprendidas por el frío viento y la lluvia, cayeron al suelo como lágrimas vertidas por un pasado imposible de olvidar. En seguida perdieron sus colores sobre las aceras y calles. Estaban húmedas, marrones y muertas, como una deprimente advertencia de que el invierno había llegado para quedarse.
Allison subía cada vez menos a Road's End. En estas ocasiones se envolvía en el impermeable y llegaba al borde del barranco, temblando, sin poder ver claramente la ciudad desde el final del camino. Una niebla fina y grisácea lo empañaba todo y las colinas, que ya habían perdido su hermoso color púrpura, se destacaban con su negrura sobre el horizonte. Los árboles del bosque ya no alzaban los brazos para gritar: «Hola, Allison. ¡Hola!» Inclinaban la cabeza con cansancio y suspiraban: «Vete a casa, Allison. Vete a casa».
Era una época triste, pensaba Allison, una época de muerte y podredumbre en la que todo esperaba a las nieves que vendrían a cubrir los huesos de un verano muerto.
Pero no fue la estación lo que afectó más a Allison. Ella no sabía qué era. Parecía estar dominada por una inquietud, un vago desasosiego, que nada podía calmar. Al volver de la escuela se sentaba ante la chimenea del salón, con un libro abierto en las manos, pero a veces se olvidaba de leer la página que tenía delante de los ojos y pasaba las horas contemplando las llamas del hogar. Otras veces devoraba las palabras que leía y se sentía invadida por el insaciable deseo de saber más. Descubrió una caja de libros viejos en el desván, entre los que había dos delgados volúmenes de relatos de Guy de Maupassant. Los leyó una y otra vez, incapaz de comprender muchos de ellos y llorando con otros. No abrigaba ninguna simpatía por la «señorita Harriet», pero su corazón se compadecía de los dos ancianos que tanto habían trabajado para comprar otro «Collar de diamantes». Las lecturas de Allison no seguían ningún orden, y pasó de Maupassant a James Hilton sin transición. Leyó Adiós, mister Chips, y lloró en la oscuridad de su habitación durante una hora mientras la última línea de la historia permanecía en su memoria: «Me despedí de Chips la noche antes de su muerte». Allison empezó a pensar en Dios y la muerte.
¿Por qué la gente buena como el señor Chips y su encantadora esposa y el padre de Allison morían tan indiscriminadamente como la gente mala? ¿Era Dios tal como el reverendo Fitzgerald lo describía todos los domingos desde el pulpito de la iglesia congregacionista? ¿Podía ser realmente todo bondad y todo compasión, amar a todo el mundo y escuchar todas las plegarias?
—Dios lo oye todo —decía el reverendo Fitzgerald. —Oye todas las plegarias dirigidas a Él.
Pero, pensaba Allison, si Dios era tan bueno y poderoso, ¿por qué a veces parecía no oír?
El reverendo Fitzgerald también tuvo contestación para esta pregunta, y, como todas sus contestaciones, pareció cierta al principio, pero en cuanto Allison se detenía a pensar, se le ocurría otra pregunta, y a veces las contestaciones del pastor le parecían desprovistas de todo sentido, vacías y contradictorias.
—Dios lo oye todo —aseguraba el reverendo Fitzgerald, pero Allison se preguntaba silenciosamente: «Si lo oye todo, ¿por qué no siempre contesta?»
—A veces —decía el pastor, —nuestro Padre Todopoderoso debe desoírnos. Tal como un amante padre en la tierra, que desoye a su hijo por su propio bien, así nuestro Padre Celestial debe desoírnos a veces. Pero siempre actúa en nuestro propio interés.
Entonces, pensaba Allison, ¿por qué molestarse en rezar? Si Dios iba a hacer lo que creía mejor, ¿por qué molestarse en pedirle lo que uno quería? Si rezabas, y Dios consideraba que debía concederte lo que pedías, te lo concedería. Si no rezabas, y era verdad que Dios siempre actuaba en tu propio interés, igualmente recibirías lo que El quisiera que recibieses. Rezar, pensaba Allison, era algo terriblemente injusto y poco equitativo, con todas las ventajas en Una de las partes.
De más pequeña, había rezado mucho para que su padre le fuera devuelto, pero no le dio ningún resultado. Entonces le había parecido irrazonable que un Dios bondadoso, capaz de realizar milagros siempre que era necesario, dejase a una niña sin padre. Ahora que tenía doce años, esto seguía pareciéndole irrazonable, así como injusto.
Allison levantaba los ojos al cielo gris de octubre y se preguntaba si era posible que no hubiera ningún Dios, tal como no había hadas ni duendes en la vida real.
Vagaba por las calles de la ciudad como si fuera en busca de algo, y sentía una gran decepción cuando se detenía en seco y se preguntaba qué buscaba. Tenía sueños imprecisos y extraños que cesaban bruscamente, y todos los días esperaba el mañana con impaciencia.
—Ojalá estuviéramos en junio —dijo una vez a su madre. —Entonces ya me habría graduado en la escuela primaria.
—No quieras adelantar los acontecimientos, Allison —repuso Constance. —El tiempo pasa muy de prisa. Dentro de poco, recordarás estos años como los mejores de tu vida.
Pero Allison no la creyó.
—No, no quieras apresurar el paso del tiempo —repitió Constance, mirándose al espejo del salón en busca de alguna arruga. —El mes que viene cumplirás trece años —dijo, y se preguntó: «¿Es posible? ¿Trece? ¿Tan pronto? Catorce, en realidad. Casi lo había olvidado». —Daremos una fiesta para celebrarlo —añadió.
—Oh, por favor, madre —protestó Allison, —¡las fiestas de cumpleaños son tan infantiles!.
Unos días más tarde, Allison dijo: «Quizá no sea tan mala idea lo de la fiesta», y Constance alzó los ojos al cielo, preguntándose si ella también habría pasado por esta fase de no saber lo que quería.
«En este caso —pensó amargamente, —no me extraña que mi pobre madre muriese tan joven.»
A Allison le dijo:
—Muy bien, querida. Tú invita a tus amiguitos y yo me ocuparé de todo lo demás.
Allison gritó que no quería dar ninguna fiesta si su madre iba a referirse a sus compañeros de clase como «sus amiguitos». Su madre parecía no darse cuenta de que Allison tendría trece años al cabo de dos semanas, y que estaba a punto de entrar en algo descrito como «adolescencia» en los artículos de las revistas. Allison pronunciaba esta palabra, que había leído, pero nunca oído, como «adolescencia», y para ella tenía todas las misteriosas connotaciones de oír hablar a alguien sobre «entrar en un convento de monjas».
Allison era consciente de los cambios físicos que se operaban en ella, y también se percataba de estos mismos cambios en otras muchachas. La estatura, decidió, era algo con lo que una debía conformarse, no más alterable que la forma de los pómulos. Se dio cuenta de que Selena se diferenciaba de las muchachas más jóvenes desde hacía tiempo, pues ya llevaba siempre sujetador, mientras Allison estaba segura de que ella no necesitaría usar esa prenda durante largo tiempo. Se encerraba en el cuarto de baño y examinaba su figura con espíritu crítico. Su cintura parecía más fina, y sus senos empezaban a desarrollarse de un modo paulatino, pero tenía las piernas tan largas y delgadas como siempre.
«Como una araña», pensaba con resentimiento, y se apresuraba a ponerse el albornoz.
Se dio cuenta de que los muchachos también estaban cambiando. Rodney Harrington tenía una leve sombra encima del labio superior y alardeaba de que pronto iría todos los días a la Barbería Clement para que le afeitaran como a su padre. Allison se estremecía al pensarlo. Odiaba la idea de que le saliera vello en alguna parte del cuerpo. Selena ya tenía el vello debajo de los brazos y se lo afeitaba una vez al mes.
—Acabo con todo de una sola vez —le dijo Selena—: con el período y el vello.
Allison asintió con aprobación.
—Buena idea —dijo sabiamente.
Pero en lo que a ella se refería, el «período» era algo que sólo sucedía a otras muchachas. Decidió no tolerar jamás que tales cosas le ocurriesen a ella.
Cuando Selena lo oyó, se echó a reír.
—No podrás hacer gran cosa para evitarlo —dijo. —Lo tendrás igual que todo el mundo.
Pero Allison no creyó a su amiga. Escribió a una compañía que anunciaba un folleto gratuito titulado Cómo decírselo a tu hija, ofreciéndose a enviarlo con unas cubiertas sencillas, y lo leyó atentamente.
«¡Puf! —pensó con altivez cuando hubo terminado de analizar el panfleto, —yo seré la única mujer en el mundo entero que se salve de esto y constaré en todos los libros de medicina.»
Pensaba en «Esto» como en un gran murciélago, con las alas desplegadas, y cuando se despertó el día de su cumpleaños y descubrió que «Esto» no era nada por el estilo, se sintió decepcionada, asqueada y más que asustada.
Pero lo que la hizo llorar fue saber que, después de todo, no sería tan única en su género como había querido ser.
CAPÍTULO 12
Constance MacKenzie preparó helado, pastel, ponche de frutas y caramelos variados para la fiesta de cumpleaños de Allison, y después se retiró a su habitación antes de que una oleada de treinta adolescentes irrumpiera en su casa a las siete y media de la tarde.
«¡Dios mío!», pensó con horror, al oír treinta voces que parecían alzarse al unísono y el estruendo de treinta pares de pies que sacudían el suelo del salón a los acordes de un disco interpretado por Glenn Miller, un hombre al que Allison se refería con veneración.
«¡Dios mío! —pensó Constance. —¡Parece increíble que personas aparentemente cuerdas se dediquen a la enseñanza por gusto!»
Envió un silencioso mensaje de conmiseración a la señorita Elsie Thornton y a todos los que, como ella, tenían que batallar diariamente con más de treinta niños, cinco días por semana.
«¡Dios mío!», pensó Constance, que no podía dejar de llamar a su Creador.
Cogió un libro y procuró desconectar los oídos y aislarse del ruido procedente del salón. Pero a las nueve y media las cosas se calmaron tanto que la música del señor Glenn Miller era claramente audible, y Constance empezó a preguntarse qué estarían haciendo los niños. Apagó la luz del dormitorio y se dirigió de puntillas al salón.
Los invitados de Allison jugaban al correo. Por un momento, Constance palideció de sorpresa.
«¿A esta edad? —se preguntó. —¿Tan jóvenes! Tengo que poner fin a esto inmediatamente. Todas las madres de la ciudad se me echarán encima si llega a saberse.»
Pero titubeó, con la mano en el quicio de la puerta y un pie en el umbral. Quizá éste fuera el juego de moda en las fiestas de juventud, y si irrumpía en el salón, ¿no era posible que Allison, según sus propias palabras, «se muriese de vergüenza»?
Constance se quedó fuera del salón a oscuras y trató de recordar a qué edad había empezado a intercambiar, en juegos, los primeros besos. Llegó a la conclusión de que al menos tenía dieciséis años. ¿Era posible que su tímida e introvertida pequeña Allison lo hiciera a los trece?
Por primera vez desde el nacimiento de Allison, Constance se sintió aguijoneada por el temor que siempre amenaza a las mujeres que han hecho lo que consideraban «Una equivocación».
La rápida imagen de su hija Allison, acostada en la cama con un hombre, pasó por su mente, y Constance apoyó una mano temblorosa en la pared para conservar el equilibrio.
«¡Oh, cuánto sufrirá!», fue lo primero que se le ocurrió pensar.
Después: «¡Oh, se meterá en un lío!»
Y finalmente, lo peor de todo: «¡SERA LA COMIDILLA DE LA CIUDAD!»
«¡Después de todo lo que he hecho por ella! —pensó Constance en un acceso de furor y autocompasión. —Después de todo lo que he hecho por ella, se porta como una cualquiera en mis propias narices, dejando que algún muchacho lleno de granos la manosee y besuquee. ¡Después de lo que me he sacrificado para darle una vida decente!»
La ira y el temor, por un Allison MacKenzie muerto y una muchacha llamada Constance Standish, la invadieron y fueron dirigidos contra su hija.
«Le daré su merecido inmediatamente», pensó, y apartó la mano de la pared.
La voz que llegó entonces a sus oídos, antes de que pudiera traspasar el umbral, le produjo tal alivio que empezó a temblar. Allison no estaba jugando; se limitaba a cantar los números.
Por un momento, Constance no pudo moverse, y después, debilitada por la aprensión que se desvanecía, estuvo a punto de soltar una carcajada.
«La administradora de correos —pensó. —He de tener más cuidado. Por poco me pongo en ridículo.»
Cuando se sintió capaz de andar, volvió silenciosamente a su dormitorio. Encendió la luz, se arrellanó en la butaca y cogió el libro que había dejado. Antes de que hubiera leído una frase de la página impresa, el temor volvió a atenazarla.
«No siempre será así. Algún día, Allison no se contentará con cantar los números. Querrá participar en el juego. Pronto tendré que decirle lo peligroso que es ser una chica. Debo aconsejarle que sea prudente, ahora que tiene trece años. No, catorce. Debo decirle que es un año mayor de lo que cree, y debo decirle por qué, y debo hablarle de su padre y de que, en realidad, no tiene derecho a llamarse MacKenzie.»
Estos pensamientos martilleaban en su cabeza, y Constance se metió un nudillo entre los dientes y lo mordió con fuerza.
Allison siempre era la administradora de correos en los juegos de besos. Ella misma lo pedía así y, de hecho, si no le permitían ejercer este papel, se negaban a Jugar, diciendo que ya era hora de marcharse, y se escabullía antes de que nadie pudiera protestar. Cuando Selena dijo que, al fin y al cabo, éste era el cumpleaños de Allison, y que no sería justo que ella fuera la administradora de correos en su propia fiesta, Allison exclamó:
—¡Bueno, no pienso ir dando tumbos en la oscuridad y dejar que un chico cualquiera me bese! Si no puedo cantar los números, no jugaré.
La orquesta del señor Glenn Miller interpretaba una balada de amor y claro de luna y Allison dijo:
—Una carta para el número diez.
Selena atravesó la oscura habitación a tientas y salió al vestíbulo. Rodney Harrington fue a su encuentro con los brazos extendidos y cuando la tocó, la rodeó con sus brazos y la besó en la boca. Después, Rodney volvió al salón y Allison dijo:
—Una carta para el número quince.
Ted Carter salió al vestíbulo. Besó dulcemente a Selena, tomándola por los hombros, pero cuando ella se dio cuenta de quién era su pareja, se acercó más a él y susurró:—'
—Bésame de verdad, Ted.
—Ya lo he hecho —susurró Ted a su vez.
—No, tonto, quiero decir así —contestó Selena y le obligó a bajar la cabeza.
Cuando le soltó, Ted estaba jadeando, y notó que sus orejas enrojecían en la oscuridad. Selena se echó a reír, de un modo ahogado, y Ted la asió brutalmente.
—¿Quieres decir así? —preguntó, y la besó con tal fuerza que notó chocar los dientes de Selena contra los suyos.
—¡Eh! —gritó Rodney Harrington desde el salón. —¿Qué pasa ahí fuera? Dadnos una oportunidad a los demás.
Todo el mundo se echó a reír cuando Selena volvió al salón.
—Una carta para el número cuatro —cantó Allison, y el juego prosiguió.
A las diez y media, dos o tres muchachas dijeron que tenían que estar en su casa a las once, y alguien encendió la luz.
—¡Nadie ha dado las trece azotainas a Allison! —gritó una muchacha, y todo el mundo se dirigió riendo hacia ella.
—¡Eso es! —exclamaron. —Trece azotainas y una de propina.
—Es hora de tomar la medicina, Allison. —Soy demasiado mayor para eso —dijo Allison. —Que nadie se atreva a pegarme.
Reía como los demás, pero en sus palabras latía una amenaza.
—De acuerdo —dijo Rodney Harrington. —Es demasiado mayor para que le peguen, chicos. Tiene razón. Ahora ya tiene edad para que la besen.
Antes de que Allison pudiera echar a correr o esquivarle, la atrajo hacia sí y apretó la boca contra la de ella. La abrazó con tanta fuerza que Allison notó los botones de su americana hundirse en su carne. Rodney tenía la cara mojada y olía a jabón de lavanda y sudor, y apretó de tal modo el cuerpo de la muchacha contra el suyo, que a ella le pareció notar el húmedo calor de su piel a través de toda la ropa.
—¡Oh! —jadeó Allison, cuando él la soltó, con la cara escarlata. —¡Oh, cómo te atreves!
Se frotó vigorosamente la boca con el dorso de la mano y dio una patada a Rodney en la espinilla con toda la fuerza que pudo.
Rodney se echó a reír.
—Ten cuidado —advirtió, —o te daré uno de propina.
—Eres odioso, Rodney Harrington —dijo Allison, y después estalló en sollozos y salió corriendo de la habitación.
Todo el mundo sonrió con cierta inseguridad, pero todos estaban demasiado acostumbrados a los rápidos cambios de humor de Allison para preocuparse excesivamente.
—Vamos, muchachos —dijo Selena. —La fiesta ha terminado.
Les condujo al comedor, donde Constance había habilitado un perchero y colgadores. Todo el mundo cogió su abrigo y después se encaminaron hacia la puerta.
—¡Adiós, Allison! —gritaron desde el pie de la escalera.
—¡Adiós, Allison! ¡Feliz cumpleaños! ¡Ha sido una fiesta magnífica!
—¡Adiós, Allison ¡Gracias por la invitación!
Allison, refugiada en su habitación a oscuras, notó las lágrimas casi frías sobre su rostro ardiente.
—Es odioso —murmuró. —¡Odioso, odioso, odioso!
Le dio un vuelco el estómago al recordar la boca húmeda de Rodney y la presión de sus labios suaves y gruesos.
CAPÍTULO 13
Por la tarde del sábado siguiente a su cumpleaños, Allison fue a casa de Selena para reunirse con su amiga. Se quedó en medio del claro, dando desconsoladas patadas a la tierra helada, hasta que se abrió la puerta de la barraca de los Cross. Fue Joey quien salió corriendo hacia ella.
—Selena está en la casa —dijo Joey. —Saldrá en seguida. Ven al corral de las ovejas. Tenemos corderitos recién nacidos.
Joey era un niño delgado, de cabello indómito, vestido con un mono descolorido y una raída camisa de manga corta. Iba descalzo sobre el frío suelo de noviembre y, como de costumbre, le goteaba la nariz. Joey estaba acostumbrado a esta molestia. Sorbía continuamente, y de vez en cuando se enjugaba la nariz con la manga, de modo que siempre la tenía roja y escocida. Allison se estremeció de frío al mirar a Joey. Mientras le seguía hacia el corral, observó que sus talones desnudos estaban cubiertos por una costra de suciedad.
—¡Ohhh...! —exclamó Allison con embeleso mientras se agachaba para contemplar a los animalitos que Joey le mostraba con orgullo. —¡Oh, qué preciosos son, Joey! ¿Son tuyos?
—No —dijo Joey. —Son de papá, igual que los grandes.
—¿No te los regalará para que juegues con ellos?
—No. Los cebará hasta que sean tan grandes como los otros, y entonces los matará y los venderá para hacer chuletas, piernas de cordero y todo eso.
Allison palideció.
—¡Oh, es horrible! —dijo. —¿No crees que te dejaría estos pequeños si se lo pidieras? Quizá pudieras criarlos tú mismo y después vender la lana.
—¿Estás loca? —preguntó Joey, no humorísticamente sino en serio, como si de verdad quisiera saberlo. —La gente de por aquí no cría ovejas por la lana, sino por la carne. ¿De dónde crees que saca tu madre las chuletas de cordero, si no es de los animales?
Allison tragó saliva. Pensó en las tiernas chuletas que Constance guisaba y servía en una fuente decorada con perejil.
—¿No te mueres de frío, Joey? —preguntó, para cambiar de tema.
Se arrebujó en su cálido abrigo y hundió los dedos en la suave lana de un corderito.
—No. Estoy acostumbrado —dijo Joey, limpiándose la nariz. —Tengo los pies fuertes.
Pero de todos modos, se estremeció y Allison vio la piel de gallina en sus delgados brazos. Sintió la repentina necesidad de coger a Joey y atraerlo hacia sí, esconderle debajo de su abrigo y calentarle con su cuerpo.
—¿Qué hace Selena? —preguntó, sin mirar a Joey.
—Café para papá, supongo. Acababa de llegar de los bosques cuando has venido.
—¿Ah, sí? ¿No está tu madre en casa?
—No. Hoy es sábado. Los sábados va a casa de los Harrington para encerar los suelos.
—Oh, sí. Lo había olvidado —dijo Allison. —Bueno, iré fuera para esperar a Selena.
—Ven a la parte de atrás —propuso Joey. —Te enseñaré mi lagartija.
—Está bien.
Salieron del corral y Joey la condujo a la parte trasera de la casa.
—La tengo dentro de una caja de cartón en el alféizar de la ventana —dijo Joey. —Mira, súbete a esta caja de embalaje y la verás. He hecho agujeros en la tapa para que pueda respirar.
Allison se subió a la caja de embalaje que Joey puso en sentido vertical y escudriñó la lagartija por los agujeros de la caja de cartón. Cuando alzó los ojos un momento, se encontró mirando la cocina de los Cross.
«De modo que así es el interior de una barraca», pensó Allison, fascinada. Sus ojos abarcaron los catres deshechos y la hundida cama doble y los platos sucios que parecían estar diseminados de un extremo a otro de la habitación. Vio un cubo de basura lleno hasta los topes en un rincón, y en el suelo junto a él una lata de tomate vacía y otra de alubias. Lucas estaba sentado junto a una mesa cubierta por un mantel lleno de manchas, tan viejo y sucio que el dibujo apenas eran perceptible, y Selena estaba llenando una cafetera con agua de un cubo, mediante un cucharón de mango largo. Allison pensó en las casas de la ciudad que Nellie Cross mantenía inmaculadas, y se acordó de la comida que había tomado en varias casas donde cocinaba la madre de Selena.
—Ya eres toda una moza, haciendo café para tu viejo —dijo Lucas.
A través de las finas paredes, Allison oyó cada palabra, tan claramente como si hubiera estado en la misma habitación. Sabía que debería bajar de su atalaya y dejar de escuchar, pero algo en el rostro de Lucas la contuvo, algo furtivo y perverso que le impidió moverse, tal como una película de terror retiene a un niño en su asiento del cine a pesar de su miedo.
Lucas Cross era un hombre corpulento, con el tórax como un barril y la cabeza de forma asombrosamente cuadrada. Su cabello lacio colgaba en mechones sueltos sobre su cráneo, y cuando sonreía toda su frente se movía de manera grotesca.
—Vaya que sí —dijo Lucas. —Toda una moza. ¿Qué años tienes ahora?
—Catorce, papá —repuso Selena.
—Sí. Toda una moza.
—Es una lagartija preciosa, ¿verdad? —preguntó Joey, contento de que Allison estuviera tan fascinada con su animalito.
—Sí —dijo Allison, y Joey sonrió y se agachó para coger una piedra.
La lanzó hacia los pinos del otro lado del claro, y después se agachó para coger otra.
Lucas se levantó de la mesa y fue hacia un estante que había encima del fregadero. Allison se preguntó por qué tendrían los Cross un fregadero, si no poseían agua corriente ni cañerías. Lucas cogió una botella del estante y se la llevó a los labios mientras Allison observaba. El líquido dorado fluyó como un caudaloso río por la garganta de Lucas, quien no dejó de tragar hasta que la botella estuvo vacía. Después se secó la boca con el dorso de la mano y lanzó la botella por encima del hombro hacia la otra esquina de la barraca.
—Tenemos un cubo de basura, papá —dijo Selena con desaprobación. —No hay necesidad de tirar desperdicios por todas partes.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Lucas. —¡La señorita se da importancia! ¿Es que esa papamoscas de Allison MacKenzie te ha metido ideas raras en la cabeza?
—No, papá —repuso Selena. —Es sólo que no hay razón para que tires las cosas al suelo cuando hay un cubo de basura justo detrás de ti. Tampoco iría mal sacar estos desperdicios y enterrarlos.
Lucas agarró a Selena por el brazo.
—Escucha, tú —rezongó. —No te atrevas a decir a tu padre lo que tiene que hacer.
Selena se quedó inmóvil y bajó la vista hacia la mano que le rodeaba el brazo. Sus oscuros ojos de gitana parecieron oscurecerse y empequeñecerse ligeramente.
—Sácame la mano de encima, papá —dijo al fin, en voz tan baja que Allison apenas pudo oír las palabras.
Lucas Cross dio a su hijastra un fuerte golpe en la cabeza. Selena se tambaleó hasta el centro de la habitación y cayó pesadamente al suelo, mientras en el exterior, Allison se agarraba al alféizar de la ventana para no caerse de la caja donde estaba subida.
—Oh, Joey —susurró con desesperación. —¿Qué hacemos?
Pero Joey había echado a correr hacia el bosque y estaba muy ocupado lanzando pinas a una ardilla.
Allison sabía que debía dejar de mirar por la ventana, pero literalmente no podía moverse. Nunca en su vida había visto que un hombre pegara a alguien, y lo que ahora la retenía era un miedo espantoso.
Selena se levantó del suelo, y la cafetera que no había soltado al caerse voló ahora por la habitación en línea recta hacia la cabeza de Lucas.
—Oh, no, no. Selena —murmuró Allison. —Te matará. —Le sorprendió que Selena no mirase hacia la ventana, pues a Allison le pareció haber chillado estas palabras.
La cafetera pasó junto a la cabeza de Lucas y fue a estrellarse contra la pared que había detrás.
—¡Perra —gritó, —maldita perra! ¡Yo te enseñaré! Sujetó a Selena con una mano y le dio una bofetada, a la que siguieron otras prácticamente sin interrupción. Selena se defendió con todas sus fuerzas. Dio patadas e intentó acercarse lo bastante a Lucas para hundir los dientes en su carne.
—¡Bastardo! —le gritó.
—Perra mal hablada —dijo Lucas. —Igual que tu vieja. Te enseñaré, ¡igual que le enseñé a ella! No sirve de nada ser bueno contigo. Si no fuera por mí te habrías muerto de hambre, igual que tu vieja. Yo te he tratado como si fueras mía. Te he puesto un tejado encima de la cabeza y comida en la barriga.
Con cada palabra que decía descargaba un nuevo golpe con su enorme mano.
Al fin, Selena consiguió desasirse. Echó el puño hacia atrás y lo lanzó con toda su fuerza sobre la boca de Lucas, y el hombre aulló de rabia. Se enjugó el hilillo de sangre que le bajaba por la barbilla y se miró la mancha roja de los dedos. Profirió una maldición ininteligible y su rostro adquirió un tinte purpúreo. Allison esperó su reacción con histerismo.
—Maldita hija de perra —bramó Lucas, fuera de sí. —¡Maldita puta barata!
Agarró a Selena y cuando la muchacha se desasió de un tirón, él se quedó con todo el delantero de su blusa en las manos. Selena retrocedió unos pasos, con los senos desnudos y oscilantes a la luz de la bombilla que colgaba del techo y los hombros cubiertos ridículamente por las mangas de la raída blusa de algodón.
«¿Por qué la punta de los suyos es marrón? —se preguntó tontamente Allison. —¡Y no siempre lleva sujetador, como me dijo!»
Lucas dejó caer las manos y miró fijamente a Selena. Muy despacio, empezó a andar hacia la muchacha mientras ella, con la misma lentitud, empezaba a retroceder. Siguió moviéndose hasta que chocó con el fregadero, y ni un solo momento apartó los ojos del rostro de Lucas.
—Sí —dijo Lucas, —vas a ser una buena moza, encanto.
Lentamente, alzó sus sucias manos, y su frente se movió mientras esbozaba una grotesca sonrisa.
El grito de Selena rompió el silencio como el sonido de una tela al rasgarse, y desde detrás de Allison se elevó otro grito. Era Joey, que corría desesperadamente hacia la puerta de la barraca. Estuvo a punto de caerse al cruzar el umbral, y volvió a gritar:
—¡No te atrevas a poner las manos encima de Selena! ¡Te mataré si le pones las manos encima!
El niño se colocó delante de su hermana, y como un caballo agitando la cola, Lucas Cross le apartó de un manotazo. El niño se quedó inmóvil sobre el suelo de la barraca, y Lucas dijo:
—Sí, una buena moza, vaya que sí, encanto.
Allison se cayó de la caja de embalaje y permaneció tendida en el frío suelo. Todo su cuerpo estaba húmedo de sudor y el mundo parecía dar vueltas a su alrededor. Luchó con todas sus fuerzas contra la negrura que la amenazaba por todos lados, pero tuvo que rendirse ante las náuseas que luchaban por salir de su garganta.
CAPÍTULO 14
El invierno había llegado y la ciudad yacía, aletargada, bajo un cielo gris que no permitía ver el sol. Los niños, vestidos con llamativos trajes para la nieve aunque todavía no la hubiera, se dirigían apresuradamente hacia la escuela, ansiosos por llegar a los caldeados edificios que les esperaban al final de Maple Street. Los bancos de madera que había frente al juzgado estaban desiertos; los ancianos que los habían ocupado durante todo el verano buscaban ahora refugio junto a la estufa de la tienda de ultramarinos de Tuttle. Todo el mundo esperaba la llegada de la nieve, que amenazaba hacer su aparición desde antes del día de acción de gracias; sin embargo, el suelo aún estaba desnudo en esta primera semana de enero.
—El frío disminuiría si nevara un poco —dijo uno de los ancianos.
—Pronto nevará.
—No lo creo. Hace demasiado frío para nevar.
—Esto es una tontería —dijo Clayton Frazier. Encendió la pipa y miró fijamente la cazoleta hasta que se sintió satisfecho de su resplandor. —En Siberia siempre nieva, y la temperatura llega a los cuarenta grados bajo cero. Nunca hace demasiado frío para nevar.
—Esto no quiere decir nada. No estamos en Siberia. Hace demasiado frío para nevar en Peyton Place.
—No es verdad —dijo Clayton Frazier.
—¿Sabéis si esos tipos siguen en la bodega? —preguntó el hombre que estaba tan seguro de que no nevaría que renunció a seguir discutiendo el asunto con Clayton Frazier.
Este era el gran tópico de conversación en Peyton Place y lo había sido desde Navidad. Era tan corriente que ya nadie necesitaba preguntar: «¿Qué tipos?» o «¿Qué bodega?»
El primero de diciembre, Kenny Stearns, Lucas Cross y otros cinco hombres desaparecieron en la bodega de Kenny, donde Kenny guardaba los doce barriles de sidra que había almacenado a principios de otoño. Iban armados con varias cajas de cerveza y tantas botellas de licor como podían llevar, y se habían quedado en la bodega desde entonces. Los hombres colocaron un cerrojo doble en la parte interior de la puerta y todos los esfuerzos para derribar esta barricada habían sido inútiles.
—Ayer vi a uno de los chicos de la escuela que iba hacia allí con una bolsa llena de comida —dijo uno de los ancianos, poniendo los pies encima de la caliente estufa. —Le pregunté qué hacía y me dijo que Kenny le había enviado a buscar provisiones.
—¿Cómo entró el chico en la bodega?
—No entró. Me dijo que Kenny le había dado el dinero por la ventana y que cogió las provisiones del mismo modo.
—¿El chico vio algo?
—Nada. Dijo que Kenny ha colgado una cortina negra en la ventana para que nadie vea el interior, y que sólo abrió una rendija para darle el dinero y coger la comida.
—¿Por qué crees que esos tipos se han encerrado allí abajo y no hay modo de hacerlos salir?
—No lo sé. Por lo visto, Kenny prometió emborracharse como una cuba la próxima vez que sorprendiera a Ginny haciendo de las suyas. Debe ser por eso.
—Quizá sí. Ya debe hacer seis semanas que están allí abajo.
—Me extraña que no se hayan quedado sin alcohol. Doce barriles de sidra no dan para mucho. Sobre todo cuando los que beben son siete.
—Vete a saber. Me han dicho que vieron a Lucas en White River una noche, muy tarde. Iba borracho y con una barba de treinta centímetros de largo. Quizá se escabulla de noche y vaya a White River para buscar más alcohol.
—Seis semanas. ¡Dios mío! Os apuesto cinco centavos a que no les queda ni una cerveza, por no hablar de lo demás.
—De todos modos, no entiendo por qué Buck McCracken no pone fin a esto.
—Supongo que el comisario está avergonzado y por eso no hace nada. Su propio hermano está en la bodega con Kenny y los otros.
—Por Dios que me gustaría verles a través de algún agujero en la pared. Lo que está pasando en esa bodega debe ser para poner la piel de gallina a cualquiera.
—Ni siquiera el frío les ha hecho salir.
—No. Ginny me dijo que Kenny tiene una vieja estufa de hierro en la bodega, y que bajó toda la leña antes de que él y los demás se refugiaran allí. Ginny me dijo que había tenido que irse porque no podía bajar a buscar leña para las estufas de la casa.
Los hombres se echaron a reír.
—¡No creo que Ginny necesite leña para calentarse!
—Me pregunto qué debe hacer Ginny para tener compañía durante estas noches tan frías. Con todos sus novios en esa bodega, debe sentirse un poco sola.
—¿Ginny Stearns? —replicó Clayton Frazier. —Ni por asomo.
Varios hombres se rieron.
—¿Cómo lo sabes, Clayton? ¿Acaso has ocupado el lugar que los otros han dejado?
Antes de que Clayton pudiera contestar, un grupo de colegiales irrumpió en la tienda y los hombres dejaron de hablar. Los muchachos se arremolinaron en torno a la máquina de caramelos de Tuttle, y los hombres en torno a la estufa fumaron en silencio, esperando. Cuando los jóvenes hubieron agotado las monedas y uno solo de ellos hubo comprado una barra de pan, los hombres se dispusieron a reanudar la conversación.
—¿No era ése el chico Page? ¿El que ha comprado el pan?
—Sí. Nunca he visto a un chico con una cara tan demacrada. No sé a qué se debe. Va mejor vestido que la mayoría de los chicos y su madre goza de una posición acomodada. Sin embargo, ese chico tiene el aspecto de un huérfano muerto de hambre.
—Es la edad —dijo Clayton Frazier. —El crecimiento afecta.
—Tal vez. Ha crecido mucho en un año. Quizá por eso esté tan pálido.
—No —replicó Clayton, —no es por eso. Es que tiene una de esas pieles descoloridas, como su madre. Su padre tampoco fue nunca demasiado rubicundo.
—El pobre Oakleigh Page. Ahora está mucho mejor en su tumba de lo que estuvo en vida, con todas esas mujeres luchando siempre a su alrededor.
—Sí —convinieron los hombres. —Aquello no era vida.
—Oh, no lo sé —dijo Clayton Frazier. —A mí me parece que Oakleigh Page se complicaba la vida a sí mismo.
—Nadie se complica la vida a sí mismo.
—Oakleigh, sí —dijo Clayton.
Empezó la discusión. Oakleigh Page fue relegado al olvido en cuanto su nombre hubo servido para entrar en materia. Los hombres empezaron a enumerar las personas de la ciudad que se habían o no se habían complicado la vida a sí mismas. Los ojos del anciano Clayton Frazier centelleaban. Este era el rato de cada día por el que vivía; cuando su desacuerdo provocaba finalmente una animada discusión. El anciano inclinó su silla hacia atrás y se balanceó sobre las dos patas traseras. Volvió a encender la pipa y por un momento deseó que el doctor Swain tuviera más tiempo libre. No había que hacer ningún esfuerzo para irritar al doctor, mientras que a veces se necesitaban varias horas para excitar a sus compañeros de tertulia.
—Lo que digáis no cambiará nada —declaró Clayton. —Hay tipos como Oakleigh Page que siempre se complican la vida.
CAPÍTULO 15
El pequeño Norman Page bajó rápidamente por Elm Street y giró por Depot Street. Cuando pasó ante la casa que hacía esquina con Depot y Elm, clavó los ojos en el suelo. En esta casa vivían sus dos hermanastras, Caroline y Charlotte Page, y la madre de Norman le había dicho que estas dos mujeres eran malas, y que debía evitarlas como perros rabiosos A Norman siempre le había extrañado tener a dos señoras tan viejas por hermanas, aunque lo fueran sólo a medias. Eran realmente viejas, tanto como su madre.
Las señoritas Page, como las llamaban en la ciudad, ya habían sobrepasado los cuarenta, tenían la piel y el cabello blancos y ambas estaban solteras. Cuando Norman pasó frente a la casa, la cortina de una ventana se movió ligeramente, pero no se pudo ver ni una mano ni una cara.
—Por ahí vs el chico de Evelyn —dijo Caroline Page a su hermana.
Charlotte se acercó a la ventana y vio a Norman escabullándose calle abajo.
—El pequeño bastardo —dijo con firmeza.
—No es un bastardo —suspiró Caroline, —y ésta es la pena. Mejor sería que lo fuera.
—Siempre será un bastardo en lo que a mí concierne —dijo Charlotte. —El hijo bastardo de una ramera.
Las dos hermanas profirieron estas palabras con tanta determinación como si mordieran un tronco de apio, y el hecho de que estas mismas palabras en letra impresa les hubieran dado ocasión para desaprobar el libro y consultar con la iglesia no les inquietaba en absoluto, pues tenían de su parte la excusa de una indignación justa.
Caroline dejó caer la cortina cuando Norman se perdió de vista.
—Lo lógico habría sido que Evelyn hubiera tenido la decencia de abandonar la ciudad cuando nuestro padre la dejó —declaró.
—¡Bah! —repuso Charlotte. —Ninguna ramera sabe lo que es la decencia.
El pequeño Norman Page no aminoró el paso ni suspiró con alivio cuando hubo dejado atrás la casa de sus dos hermanastras. Aún tenía que pasar frente a la casa de la señorita Hester Goodale antes de refugiarse en el santuario de su propio hogar, y la señorita Hester le atemorizaba incluso más que las señoritas Page. Siempre que se las encontraba por la calle, éstas se limitaban a mirarle con indiferencia, como si no le conocieran, pero los negros ojos de la señorita Hester parecían traspasarle, llegar hasta su alma y ver todos los pecados que se ocultaban allí. Norman se apresuraba porque era viernes e iban a dar las cuatro de la tarde, y era exactamente el día y la hora en que la señorita Hester salía de su casa y se dirigía hacia la ciudad. Aunque Norman andaba por la acera opuesta a la que la señorita Hester tomaría, no por eso estaba menos asustado, pues sabía que los ojos de la señorita Hester lo veían todo en un radio de muchos kilómetros. Podía traspasarle con la mirada tan fácilmente desde el otro lado de la calle como si estuviera a pocos pasos de él. Norman habría echado a correr, pero si llegaba a su casa acalorado y jadeando, su madre pensaría que volvía a estar enfermo y le metería en la cama. Quizá incluso le pusiera una lavativa, y aunque eso siempre le producía a Norman un cierto placer agridulce, después tenía que quedarse en cama. Hoy decidió que una lavativa no compensaba las horas de soledad que sin duda seguirían, de modo que hizo un esfuerzo para seguir andando. De repente vio una figura a pocos pasos de él, y al reconocer a Allison MacKenzie, empezó a gritar:
—¡Allison! ¡Eh, Allison! ¡Espérame!
Allison se volvió y esperó.
—Hola, Norman —dijo, cuando el muchacho la alcanzó. —¿Vas a casa?
—Sí —repuso Norman. —Pero ¿qué haces tú por aquí? Estás muy lejos de tu casa.
—Estaba dando un paseo —dijo Allison.
—Pues déjame pasear contigo —rogó Norman. —Detesto andar solo.
—¿Por qué? —preguntó Allison. —No hay nada de qué tener miedo. —Miró fijamente al muchacho. —Tú siempre tienes miedo de algo, Norman —dijo con sarcasmo.
Norman era un niño delgado, hecho de líneas muy delicadas. Tenía una boca finamente dibujada que temblaba con facilidad, y unos enormes ojos marrones que casi siempre estaban llenos de lágrimas. Los ojos de Norman estaban bordeados por unas largas y oscuras pestañas. Como las de una chica, pensó Allison. Vio claramente las líneas de unas venas azules bajo la piel de sus sienes. Norman era muy bien parecido, pensó Allison, pero no lo que la gente consideraba guapo. Era bello igual que una muchacha, y su voz también parecía la de una muchacha, suave y aguda. Los muchachos de la escuela llamaban a Norman «nena», un nombre que él no trataba de rebatir. Era tímido y lo admitía, asustadizo y lo sabía, y lloraba por nada y nunca procuraba dominarse.
—Apuesto a que aún se hace pipí en la cama —decía Rodney Harrington. —Eso en el caso de que tenga algo con que hacerlo, claro.
—Sí que hay algo de lo que tener miedo —dijo Norman a Allison. —Está la señorita Hester Goodale, nada más y nada menos.
Allison se echó a reír.
—La señorita Hester no te hará ningún daño.
—Quizá sí —se estremeció Norman. —Está loca, ya lo sabes. He oído a muchas personas que lo decían. Es imposible saber lo que hará una loca.
Los dos muchachos se hallaban ahora frente a la casa Goodale.
—La verdad es que tiene un aspecto siniestro —comentó Allison, dejándose llevar por la imaginación.
Norman, que nunca había tenido miedo de la casa Goodale, se estremeció al oír las palabras de Allison. Ya no veía una casa pequeña destartalada, sino una mansión cuyas ventanas le contemplaban con ojos entrecerrados. Norman empezó a temblar.
—Sí —repitió Allison, —realmente tiene un aspecto siniestro.
—Corramos —sugirió Norman, olvidándose de su madre, de la lavativa, y de todo, pues de repente le pareció que la casa de la señorita Hester tenía tentáculos, listos para agarrar a los niños e introducirlos por la puerta principal de la casa.
Allison fingió no oírle.
—¿Qué debo hacer ahí dentro, sola, durante todo el día?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —preguntó Norman. —Limpia la casa, cocina, y cuida de su gato, me imagino. Corramos, Allison.
—Si está loca, no —dijo Allison. —No puede hacer cosas tan normales y corrientes si verdaderamente está loca. Quizá pase las horas delante del fogón, echando serpientes y ranas troceadas a una gran marmita negra.
—¿Para qué? —preguntó Norman con voz temblorosa.
—Para hacer pócimas y bebedizos —dijo bruscamente Allison. —Pócimas y bebedizos —repitió— para hacer maleficios y encantamientos.
—Esto es una tontería —replicó Norman, procurando dominar su voz.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Allison. —¿Se lo has preguntado alguna vez a alguien?
—Claro que no. ¡Vaya una pregunta!
—¿Acaso no vas muy a menudo a casa del señor y la señora Card, los vecinos de la señorita Hester? Me dijiste que la señora Card te daría un gatito cuando su gata los tuviera.
—Así es —repuso Norman. —Pero nunca he preguntado a la señora Card qué hace la señorita Hester. La señora Card no es tan curiosa como otras personas que conozco. Además, ¿cómo crees que va a ver algo? Ese enorme seto que hay entre las dos casas impide que la gente vea la casa de la señorita Hester.
—Quizá oiga cosas —dijo Allison en un susurro. —Las brujas cantan algo cuando remueven sus pócimas. Vayamos a casa de la señora Card y preguntémosle si oye cosas raras en casa de la señorita Hester.
—¡Ahí está! —exclamó Norman, y trató de ocultarse detrás de Allison.
La señorita Hester Goodale salió por la puerta principal de su casa, se volvió para asegurarse de que estuviera bien cerrada, y salió por la puerta del jardín. Llevaba un abrigo negro y un sombrero que debieron estar de moda cincuenta años antes, y arrastraba un enorme gato con una correa de cuerda. El gato andaba sosegadamente, sin retorcerse ni intentar librarse de la cuerda, atada al collar de su cuello en un extremo, y enrollada varias veces en la mano de la señorita Hester en el otro.
—¿Se puede saber qué te pasa, Norman? —preguntó Allison con impaciencia en cuanto la señorita Hester se perdió de vista. —No es más que una anciana inofensiva.
—Nada de eso. Está loca. Incluso Jared Clarke lo cree. Se lo dijo a mi madre.
—¡Puf! —exclamó desdeñosamente Allison. —Si yo viviera en esta calle como tú, intentaría averiguar qué hace la señorita Hester cuando está sola. Este es el modo de saber si una persona está loca, si es una bruja, o algo por el estilo.
—Me daría miedo —admitió Norman sin vacilar. —Me daría más miedo hacer eso que subir al castillo de Samuel Peyton.
—A mí, no. No hay nada raro en la señorita Hester Goodale. Sin embargo, el castillo está lleno de cosas raras. Está encantado.
—Por lo menos, en el castillo no vive ningún loco.
—Ya no —dijo Allison.
Habían llegado a la casa de Norman y estaban hablando en la acera cuando Evelyn Page abrió la puerta principal.
—¡Por el amor de Dios, Norman! —exclamó la señora Page. —No te quedes ahí fuera, con este frío. ¿Es que quieres ponerte enfermo? ¡Entra inmediatamente! Oh, hola, Allison, querida. ¿Quieres entrar y tomar un chocolate caliente con Norman?
—No, gracias, señora Page. Tengo que volver a casa.
Allison se dirigió hacia la puerta de la casa con Norman.
—Señora Page, ¿es verdad que la señorita Hester Goodale está loca? —preguntó.
Evelyn Page apretó los labios.
—Eso dicen algunos —contestó. —Entra en casa, Norman.
Allison bajó por Depot Street por donde ella y Norman habían venido. Ahora que estaba sola, anduvo por el mismo lado de la calle que la casa Goodale, y se detuvo frente al portal para mirarla.
«Sí —pensó, —realmente tiene un aspecto siniestro. Si el señor Edgar Allan Poe viviera, apuesto a que escribiría algún espeluznante relato sobre la señorita Hester y su casa.»
Echó a andar nuevamente, pero sólo había dado unos pasos cuando una atrevida idea la hizo detener en medio de la acera.
«Yo podría —pensó con entusiasmo. —¡Yo podría escribir un relato sobre la señorita Hester y su casa!
La idea le produjo un escalofrío de excitación, y, al cabo de un momento, sintió un calor repentino en todo el cuerpo.
«Yo podría. Apuesto a que podría escribir un relato tan bueno como los del señor Edgar Allan Poe. Podría hacer un cuento tan terrorífico como La ruina de la casa de Usher. ¡La señorita Hester sería una bruja!»
Allison echó a correr y cuando llegó a su casa ya tenía pensadas las primeras líneas de su historia.
«Hay una casa en Depot Street de Peyton Place —escribiría. —Es una casa marrón como las del cabo Cod, y parece fuera de lugar en esa calle, porque está junto a una preciosa casita blanca y verde habitada por el señor y la señora Card. El señor Card es guapo y corpulento y no ha nacido aquí, sino en Boston o uno de esos sitios. Ahora tiene una imprenta en la ciudad. La señorita Hester vive sola en su casa marrón con su gato, Tom, y está completamente loca.»
Allison escribió estas palabras aquella misma noche. Se encerró en el dormitorio y las anotó en una libreta de hojas blancas con rayas azules, y cuando estuvieron escritas las contempló largo rato. No se le ocurría nada más que decir. Un nuevo respeto por Edgar Allan Poe y cualquiera que hubiese escrito algo empezó a tomar forma en su interior.
«Quizá ser escritor no sea tan fácil como creía —pensó". —Quizá haya que trabajar mucho para lograrlo.»
Cogió el lápiz y tachó las palabras que había escrito con grandes e impacientes trazos, después de lo cual volvió la página de la libreta. Miró fijamente la hoja en blanco, y empezó a mordisquearse la uña del pulgar izquierdo.
«No puedo escribir nada sobre la señorita Hester porque no la conozco —pensó Allison. —Tengo que hacer una historia sobre alguien que conozca.»
En aquel momento no lo sabía, pero acababa de dar el primer paso en su carrera.
CAPÍTULO 16
Jared Clarke habría podido explicar a Allison muchas cosas de la señorita Hester Goodale, pues tenía motivos para recordarla bien. La señorita Hester ya vivía en Peyton Place cuando Jared nació, pero no se encontraron cara a cara hasta muchos años después, cuando él ya era rico y miembro del consejo de administración municipal. La señorita Hester representaba el primer gran fracaso de Jared, y él no podía olvidarlo. Cuando surgía el tema de la señorita Hester, Jared siempre explicaba la única visita que había hecho a su casa y, naturalmente, explicaba su versión, pero nunca podía dejar de pensar que, cuando la gente reía, se reía de él, no con él.
Fue a la casa de la señorita Hester con Ben Davis y George Caswell, también miembros del consejo, para hablar con ella sobre el alcantarillado de la ciudad. Llamó a la puerta principal y esperó nerviosamente, retorciendo el sombrero en la mano hasta que ella fue a abrir.
—Hemos venido a hablar de las cañerías —dijo Jared a la señorita Hester después de intercambiar los saludos preliminares.
—Entren, caballeros —dijo ella.
Jared tuvo un fuerte sobresalto, como explicó después, al entrar en la sala de la señorita Hester. La habitación estaba tan limpia como una patena y tanto la tapicería de los sillones como la alfombra parecían nuevas. Era como una sala de espera, lista para recibir a un grato invitado en cualquier momento, y Jared recordó entonces que la señorita Hester había tenido un pretendiente.
Naturalmente, en aquella época él sólo era un mocoso, pero recordaba que la gente hablaba sobre el tema. El enamorado de la señorita Hester solía detener su reluciente coche ante la puerta de los Goodale todos los domingos por la tarde.
—Un buen muchacho —había comentado la madre de Jared. —Ya es hora de que Hester piense en casarse. No es precisamente joven.
—Joven o no —dijo el padre de Jared, —sigue siendo una mujer muy atractiva.
—Es de las que adelgazan con la edad —dijo la madre de Jared, sin hacer caso a su marido. —Dentro de pocos años tendrá que empezar a cuidarse.
Toda la ciudad había esperado que Hester Goodale se casara. Cuando su pretendiente llevaba seis meses visitándola, el padre de Jared dijo que no entendía lo que le detenía.
—Tiene medios —dijo el padre de Jared, utilizando la forma de hablar de la ciudad para describir a alguien con un empleo estable y libre de deudas. —Y Hester ya no está de luto. Hace un año y medio que falleció su madre.
—Oh, seguramente quiere esperar para asegurarse —contestó la madre de Jared. —Al fin y al cabo, quizá sea un buen muchacho, pero no es de por aquí, y toda precaución es poca cuando se trata de matrimonio. Apuesto a que se casa con él antes de junio.
Pero un domingo por la tarde fue el señor Goodale, el padre de Hester, quien abrió la puerta al joven. Sólo intercambiaron unas cuantas palabras y nadie supo jamás cuáles fueron, pero después el señor Goodale cerró la puerta en las narices del joven. El amigo de Hester subió a su victoria y se alejó. Al día siguiente abandonó su empleo en el almacén de piensos y granos del padre de Jared y dejó Peyton Place. Nadie volvió a verle jamás.
Unos meses después el señor Goodale murió y la señorita Hester se quedó sola en la casa de Depot Street. A partir de entonces la ciudad no la vio demasiado. Vivía replegada sobre sí misma, administrando cuidadosamente la pequeña suma de dinero que su padre le había dejado. Se compró un gato, y a los pocos años estaba ya en camino de convertirse en una leyenda.
—La señorita Hester tiene roto el corazón —se decía en la ciudad. —Sólo espera morirse.
La predicción de la madre de Jared se hizo realidad. La delgadez de la señorita Hester se transformó en un enflaquecimiento extremo. La piel parecía recubrir apenas sus huesos angulosos, y sus ojos brillaban como ascuas sobre una hoja de papel blanco. Sus manos largas y delgadas parecían garras, e incluso su cabello se aclaró hasta el punto de recubrirle apenas la cabeza.
Jared Clarke había paseado la mirada por la sala de la señorita Hester, después la miró, y se preguntó si era posible que un hombre hubiera amado alguna vez a esta mujer. Movió torpemente los pies y se aclaró la garganta. La señorita Hester no invitó a sus visitantes a sentarse.
—¿Y bien, Jared? —preguntó.
—Se trata de las cañerías, señorita Hester —dijo Jared. —Debe usted saber que ha costado mucho llegar a un acuerdo sobre el alcantarillado de la ciudad. Pero ahora el problema está zanjado. Votamos la instalación de cañerías en nuestro último pleno.
—¿Qué tiene todo eso que ver conmigo? —preguntó la señorita Hester.
—Bueno, vamos a pasar las tuberías maestras por debajo de las calles —dijo Jared, —y la ciudad será quien pague eso, pero todo el mundo ha consentido en pagar las secciones de tubería utilizadas delante de su propia casa.
—¿No acabas de decir —replicó la señorita Hester, —que la ciudad sería quien pagara? Jared sonrió pacíficamente.
—La ciudad pagará la instalación de las cañerías. El costo de la mano de obra.
—¿Debo entender, Jared —preguntó la señorita Hester, —que pretendes hacerme pagar las cañerías que pondrán debajo de una vía pública?
Jared meditó la respuesta adecuada. Había empezado a sudar y a odiar a esta mujer por hacer su trabajo más difícil de lo que era.
—Usted se beneficiará igual que el resto de la ciudad, señorita Hester —dijo. —Partiendo de las líneas principales, podrá instalar tuberías en su casa.
—¿Para qué quiero tener tuberías en esta casa? —inquirió la señorita Hester.
Jared Clarke se sonrojó al tratar de encontrar un modo caballeroso de decir a la señorita Hester que no podía tener el único retrete exterior de Depot Street.
—Pero señorita Hester... —empezó y se interrumpió, incapaz de continuar.
—¿Sí, Jared? —La voz de la señorita Hester formuló la pregunta en un tono poco alentador.
—Bueno, las cosas son así... —empezó otra vez Jared. —Quiero decir que... Bueno, es así...
George Caswell, que no tenía tanta delicadeza, terminó la frase de Jared.
—Es así, Hester —dijo Caswell. —No queremos más retretes exteriores en la ciudad. Están bien para los tipos de las barracas, pero no quedan bien en medio de la ciudad.
Hubo un momento embarazoso durante el que no habló nadie, y después la señorita Hester dijo: «Buenos días, caballeros», y les precedió hacia la puerta principal.
—Pero señorita Hester... —dijo Jared, y no fue más allá.
—Buenos días, Jared —dijo la señorita Hester y cerró la puerta de golpe.
—Esos Goodale tienen la especialidad de cerrar la puerta en las narices de la gente —dijo Ben Davis, y él y George Caswell se echaron a reír.
Pero Jared Clarke no se rió. Estaba furioso. Más tarde, en una reunión del recién formado Comité de Sanidad, tuvo que levantarse y admitir que no había podido convencer a la señorita Hester sobre la conveniencia de ayudar a pagar el nuevo sistema de alcantarillado de la ciudad.
—Bueno, legalmente no está obligada a hacerlo —dijo uno de los miembros del comité. —No existe ninguna ley de zonificación que obligue a nadie.
—Quizá no tenga el dinero —sugirió otro miembro del comité.
—Lo tiene —declaró Dexter Humphrey, que era presidente del Banco.
—¡Está loca! —exclamó agriamente Jared. —Es la única explicación. ¡Está más loca que una cabra!
—Supongo que ahora el valor de la propiedad en Depot Street bajará —dijo Humphrey tristemente. —¿Cómo va a ser de otro modo, con el retrete de la señorita Hester en medio de su jardín? Lástima que no hayas podido convencerla, Jared.
—¡Hice todo lo que pude! —gritó Jared. —Pero está loca, completamente loca.
—La casa contigua a la de Hester está en venta —dijo Humphrey. —Ahora nadie querrá comprarla.
—Lastima —dijo uno de los miembros del comité. —Tendrías que haberte impuesto, Jared.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó amargamente Jared.
Las tuberías del alcantarillado fueron instaladas en Depot Street, la ciudad absorbió el costo de las que pasaban frente a la casa de Goodale, y finalmente alguien compró la casa contigua a la de la señorita Hester.
Cuando el impresor de la ciudad falleció, su familia vendió el negocio a un hombre joven llamado Albert
Card, un impresor de Boston, y el señor y la señora Card compraron la casa de Depot Street contigua a la de Hester Goodale.
—Una pareja simpática —se dijo en Peyton Place de los Card.
—Sí. El es un muchacho dinámico y emprendedor.
Los jóvenes Card se adhirieron a la iglesia congregacionista y al Club Pine Hill.
—Ese Card es un muchacho muy agradable —comentó Jared Clarke. —Se interesa por todo. El y su esposa están dispuestos a contribuir en lo que sea. Necesitamos más como ellos en esta ciudad. Son muy útiles a la comunidad.
—Escuche —le dijo Albert Card un día, poco después de haber comprado la casa. —¿Quién es esa vieja bruja que vive en la casa del lado?
—Esa —dijo Jared Clarke, apretando los labios, —es la señorita Hester Goodale. Está loca.
—¿Qué me dice? No la veo demasiado, pues el seto que separa las dos casas es muy alto, pero la oigo merodear por el jardín trasero. Bueno, no exactamente a ella, sino a su maldito gato. A veces maúlla de una manera como para resucitar a los muertos. Debe estar loca.
—Supongo que también debe oír a la propia señorita Hester —dijo Jared con amargura— cuando va y viene de su retrete exterior.
—Bueno, al menos oigo a su gato.
—Bueno, ese gato jamás se separa de la señorita Hester. Oh, claro que está loca. No sale de esa casa más que para ir a comprar provisiones una vez por semana y tampoco va nadie a visitarla. Apuesto a que nadie ha estado en su casa desde que yo fui allí con Ben y George para hablarle de las tuberías. Es toda su historia. Hace tiempo, antes de instalar el sistema de alcantarillado, me eligieron para ir a ver a la señorita Hester y decirle que debía pagar las tuberías que pasarían por delante de su casa. Entré resueltamente en el jardín y llamé a la puerta. «Escucha, Hester —le dije, —no hay vuelta de hoja, tienes que pagar tu parte de las cañerías. Vamos, no nos andemos con tonterías. Hazme un cheque y me iré.» Bueno, ella empezó a llorar y a gritar de un modo horrible, así que, en aquel mismo momento, dije a Ben y George que estaba loca, y que lo mejor que podíamos hacer era dejar en paz a la pobre criatura.
Más tarde, cuando Albert Card hubo contado esta historia a su esposa Mary, ella dijo:
—Esta ciudad debe estar llena de tipos originales; primero la historia de Samuel Peyton y ahora ésta de la señorita Hester Goodale.
CAPÍTULO 17
Norman Page estaba sentado a la mesa de la cocina mientras su madre le servía una taza de chocolate caliente.
—¿Has pasado un buen día, cariño? —preguntó.
—Sí —dijo distraídamente Norman. Estaba pensando en Allison y en la señorita Hester.
—Cuéntame qué has hecho, cariño.
—Nada especial. Lo mismo que otro día cualquiera. Hemos empezado a estudiar álgebra. La señorita Thornton dice que la necesitaremos cuando vayamos a la escuela superior.
—¿Ah, sí? ¿Te gusta la señorita Thornton, cariño? —Es simpática. No es gruñona como algunas profesoras.
—¿Por qué has venido con Allison MacKenzie, Norman?
—Ha dado la casualidad de que pasaba por esta calle y ha seguido andando conmigo.
—Pero ¿qué hacía en Depot Street? Ella vive en Beech.
Este era el momento de cada día que Norman más odiaba. Cada tarde tenía que sentarse a tomar chocolate caliente, o leche, o zumo de fruta, que casi nunca le apetecía, mientras su madre le interrogaba sobre los niños con los que había estado aquel día.
—No sé lo que hacía Allison por aquí —contestó de mal humor. —Estaba en Depot Street cuando yo venía hacia casa.
—¿Te gusta Allison, cariño? —preguntó la señora Page.
—Es simpática.
—¡Entonces te gusta!
—No he dicho eso.
—Sí, lo has dicho.
—No. Sólo he dicho que la encuentro simpática. —Es lo mismo. ¿Te gusta tanto como la señorita Thornton?
—¡Tampoco he dicho que me gustara la señorita Thornton!
—¡Oh, Norman! ¡Tu voz!
La señora Page se dejó caer en su mecedora y prorrumpió en sollozos, y Norman, sintiéndose avergonzado y culpable, corrió hacia ella.
—Oh, madre. No quería disgustarte. De verdad, no quería. Lo siento mucho.
—No importa, cariño. No puedes evitarlo. Es la sangre de tu padre que corre por tus venas.
—¡No lo es! ¡Tampoco lo es!
—Sí, cariño. Sí, lo es. Te pareces mucho a tu padre y también a Caroline y Charlotte. —No es verdad.
Los ojos de Norman se llenaron de lágrimas, y no pudo controlar suficientemente los músculos de la garganta para reprimir un sollozo.
—¡No soy como ellas! —exclamó.
—Sí que lo eres, cariño. Sí, lo eres. Ah, bueno, quizá serás más feliz cuando yo me muera y puedas irte a vivir con tus hermanastras.
—No hables así, madre. ¡No vas a morirte!
—Sí, claro que sí, Norman. Yo no tardaré mucho en morirme, y tú tendrás que ir a vivir con Caroline y Charlotte. Oh, hijito, incluso en el cielo lloraré al verte entre las garras de esas dos mujeres malvadas.
—¡No! ¡Oh, no, no, no!
—Oh, sí, cariño. Yo me moriré pronto y quizá tú estarás mejor sin mí.
—No vas a morirte. Claro que no. ¿Qué haría yo sin ti?
—Oh, tendrías a Caroline y Charlotte, y a la señorita Thornton y a la pequeña Allison MacKenzie. Te las arreglarías sin tu madre.
Norman se dejó caer a los pies de su madre. Sollozaba histéricamente y le agarró la falda con ambas manos, pero ella no le miró.
—¡No, no me las arreglaría! Yo también me moriría. Sólo te quiero a ti, madre. No quiero a nadie más.
—¿Estás seguro, Norman? ¿No quieres a nadie más?
—No, no, no. A nadie más, madre. Sólo a ti.
—¿No te gustan la señorita Thornton y la pequeña Allison, cariño?
—No. ¡No, las odio! Odio a todo el mundo excepto a ti.
—¿Quieres a tu madre, Norman?
Los sollozos de Norman eran secos y dolorosos, e hipó entrecortadamente.
—Oh, sí, madre. Sólo te quiero a ti. Te quiero incluso más que a Dios. Dime que no me dejarás.
La señora Page acarició largo rato la cabeza inclinada de su hijo, que ahora reposaba sobre sus rodillas.
—Nunca te dejaré, Norman —dijo al fin. —Nunca. Claro que no voy a morirme.
CAPÍTULO 18
Kenny Stearns levantó la cabeza y miró a su alrededor. Desde el rincón de la bodega donde estaba tendido discernió vagamente otras figuras tendidas en el mismo suelo, y se preguntó quiénes podían ser esas personas.
—Parece que hay un montón de gente en esta bodega —dijo Kenne en voz alta.
—¿Quién eres tú? —preguntó, dando un vacilante empujón con un pie a un hombre que dormía. —¿Quién eres tú?
Lucas Cross masculló y se volvió de costado. —Vete al infierno —dijo.
—¿Qué es eso de decirme que me vaya al infierno en mi propia bodega? —inquirió Kenny. —Esta es mi bodega, ¿no?
—Vete al infierno —repitió Lucas.
Kenny Stearns logró ponerse en pie deslizando la espalda sobre la pared de cemento que había tras él. Al fin se quedó inmóvil, apoyado en la fría piedra.
—Ningún hombre dice a Kenny Stearns que se vaya al infierno en su propia bodega —exclamó con fiereza.
Otros dos cuerpos se movieron en el suelo de la bodega y Kenny los miró tranquilamente.
—Más hijos de perra para decir a un hombre que se vaya al infierno en su propia bodega —declaró.
Hizo un movimiento en dirección a uno de los hombres que acababan de moverse.
—¡Eh, tú! —gritó Kenny. —¿Qué haces en mi bodega?
Henry McCracken casi se levantó de un salto, atemorizado por la autoritaria voz de Kenny. Henry había estado soñando, y en su sueño había oído la voz del comisario, su hermano Buck, que se metía con él dispuesto, como de costumbre, a gritarle por algo. Henry enfocó la mirada en Kenny.
—Diantre, me has dado un susto de muerte, Kenny —dijo con reproche. —Por un momento he pensado que eras el viejo Buck.
Kenny hizo un ademán despectivo.
—Esa sí que es buena —dijo con indignación. —Ningún comisario dirá a mis amigos lo que deben hacer en mi bodega.
—Sé buen chico, Kenny —dijo Henry, bostezando. —Tomemos otro trago y sigamos durmiendo.
—Eres mi amigo, Henry McCracken —manifestó Kenny, —mi único amigo verdadero.
Miró tristemente a su alrededor.
—No tengo ningún otro amigo en esta bodega, ¿sabes, Henry? Ni uno solo.
Kenny señaló al durmiente Lucas con un movimiento del pulgar.
—¿Lo ves? —preguntó. —¿Ves a ese vago borracho? Me ha mandado al infierno hace apenas dos minutos, aquí, en mi propia bodega. ¿Qué te parece eso?
—Espantoso —contestó Henry, meneando la cabeza con pesadumbre. —Bueno, así son las cosas en este mundo. Tú crees que tienes un amigo, y después te manda al infierno. Horrible. Me gustaría saber si Lucas ha podido librarse de todas las cucarachas que le estaban molestando.
—No lo sé —dijo Kenny. —Creo que veríamos alguna, si aún las tuviera. Eran grises, y verdes, y subían por todas las paredes, según ha dicho Lucas.
—Debe haberse librado de ellas —dijo Henry, mirando temerosamente las paredes de cemento. —Ahora no veo ninguna.
—Buena cosa —repuso Kenny con afectación. —No soporto los insectos. Desde pequeño. No quiero ningún maldito insecto en mi bodega.
—Pensaba que ibas a buscar una botella —dijo Henry.
—Sí. Ahora voy. Debe haber alguna por aquí.
Kenny empezó a mirar el suelo de la bodega. Sus ojos pasaban rápidamente de un lugar a otro, pero no se posaron en nada que pareciese una botella de licor llena. Al fin, con un esfuerzo supremo, se apartó de la pared que había estado sosteniéndole y empezó a dar tumbos por la bodega. Cogió una botella tras otra y observó melancólicamente el fondo vacío de cada una.
—Esos bastardos se lo han bebido todo —dijo a Henry. Eso es lo que han hecho.
Se dirigió lentamente hacia la estufa y escudriñó el interior, y después, suspirando profundamente, metió la mano y buscó concienzudamente.
—Es inútil, Henry —dijo, casi llorando. —Esos bastardos se lo han bebido todo.
De repente, Henry lanzó un grito de alegría.
—¡Kenny! ¡Mira todos, esos barriles! Míralos, alineados contra aquella pared, tan hermosos como una fila de muchachas en la feria del condado.
Kenny se volvió a mirar sus doce barriles de sidra. Un conocido perfume a manzana y humo de leña, y volvió a ver los chorros de líquido llenando los barriles.
—Dios mío, sí —dijo, avanzando con rapidez hacia los barriles de sidra. —Trabajé como un negro para llenarlos. ¿Cómo demonios he podido olvidarme de una cosa así?
Apoyó la mano en la primera espita, mientras Henry se arrastraba hacia él a cuatro patas.
—¡Diantre, Kenny, pon algo debajo de ese grifo! Que no caiga ni una gota en el suelo.
Kenny recogió una botella de whisky vacía y la sostuvo debajo de la espita. No ocurrió nada.
—¿Qué te parece eso? —preguntó a Henry. —Esos bastardos han vaciado todo un barril de mi sidra.
—Prueba con el siguiente.
—De acuerdo. Aguanta esta botella debajo de la espita.
Kenny apretó la espita de todos los barriles mientras Henry aguantaba confiadamente la botella, y cuando terminaron no había una sola gota de sidra en la botella de whisky vacía.
—¡Que me ahorquen si esos bastardos no se han bebido hasta la última gota! —exclamó Kenny, realmente furioso.
Empezó a inclinar los barriles de modo que cayeron de lado y rodaron por el suelo de cemento. Dio una fuerte patada a cada uno maldiciendo hasta quedar agotado, y Henry empezó a llorar.
—Es inútil, Kenny —sollozó Henry. —No hay más sidra. Todo es inútil. —Se secó los ojos y se sonó con la manga de la camisa. —Vamos, Kenny, de este modo no llegaremos a ninguna parte. Despertaremos a Lucas. Es la única manera. Es hora de que Lucas haga otro viaje a White River.
Henry se arrastró hacia Lucas, y cuando llegó a su lado, empezó a darle patadas con ambos talones.
—Despiértate, cerdo —ordenó Henry. —Despiértate y mueve el trasero. Es hora de ir a White River. ¡Despiértate, digo!
Lucas reaccionó protestando contra los talones que se hundían en su espalda.
—Vete al infierno —masculló.
Henry siguió dándole patadas y Kenny fue a ayudarle.
—¡Despiértate, vago borracho! —gritó Henry. —¡Despiértate, cerdo!
—Vete al infierno —murmuró Lucas.
—¿Has oído eso? —inquirió Kenny con voz chillona. —¿Qué te decía yo? Mandar a un hombre al infierno en su propia bodega.
—Es insultante, eso es lo que es —declaró Henry. —Dale una patada más fuerte, Kenny.
Al fin, Lucas gimió, se volvió sobre la espalda e intentó enfocar la vista en las vigas del techo de la bodega.
—¿Qué mosca os ha picado, amigos —protestó Lucas, —para moler a patadas a un compañero?
—Nos hemos quedado sin alcohol —dijo Henry. —Ya es hora de que hagas otro viaje a White River.
—Y un cuerno —replicó Lucas. —Cállate la boca y dame otro trago.
—¡No queda nada! —gritó Henry, furioso. —¿Es que no me has oído? Ya es hora de que vayas a White River. No queda nada para beber. Levántate.
—Está bien —suspiró Lucas e intentó sentarse. —Oh, Dios mío.
Sus dos últimas palabras fueron un gemido, proferidas más como una plegaria que como una maldición, y se dejó caer sobre la espalda.
—Oh, Dios mío —repitió. —Han vuelto.
Se echó a llorar y se tapó los ojos con sus manos grises llenas de costras.
—¿Dónde? —preguntó Kenny. —¿Dónde están ahora, Lucas?
Lucas siguió tapándose los ojos con una mano y señaló con la otra la pared opuesta.
—Aquí mismo. Detrás de ti. Por todas partes. ¡Oh, Dios mío!
Kenny clavó los ojos en la pared de la bodega.
—No veo nada —tartamudeó. —No veo nada de nada.
—Están allí —sollozó Lucas. —Son grises y verdes. ¡Están por todas partes!
Separó dos dedos y miró a través de la rendija.
—¡Cuidado! —chilló, y empezó a darse palmadas en los muslos. —¡Cuidado! ¡Vienen hacia nosotros!
—No veo nada —afirmó Kenny.
—¡Maldito bastarde! —gritó Lucas. —Estás borracho, borracho como una cuba, por eso no ves nada. ¡Cuidado!
Lucas se dobló sobre el estómago y se tapó la cabeza con las manos, pero casi inmediatamente se levantó de un salto y echó a correr hacia un rincón de la bodega donde se agazapó, jadeando.
—Estaban debajo de mí —sollozó, aterrorizado. —Justo debajo, esperando a que me echara para empezar el festín.
Kenny y Henry se agacharon para examinar el lugar donde Lucas había estado tendido.
—Aquí no hay nada —dijeron. —Absolutamente nada.
—¡Malditos borrachos! —gritó Lucas. —¡Los dos estáis como una cuba!
Dos de los otros cuatro hombres que dormían se despertaron al oír los gritos de Lucas. Miraron a su alrededor con una mirada apagada e inexpresiva.
—¿Dónde está la botella? —preguntó un hombre.
—¡Cuidado! —gritó Lucas. —¡Baja la cabeza!
—¿Dónde está la maldita botella?
—¡No hay ninguna! —chilló Henry, exasperado por aquella súbita confusión.
—No veo nada —dijo Kenny. —Ni una mosca.
—¿Dónde está la condenada botella?
—No hay más.
—Ni una mosca.
—Están cubiertos de baba. Baba verde.
—Iré yo —dijo Henry. —Iré yo mismo, y al demonio con Lucas. Dame dinero.
Henry empezó a palparse los bolsillos. Sus dedos buscaron todos los escondites posibles en su ropa, pero no encontró nada.
—No tengo más dinero —dijo a Kenny.
—Yo tengo un poco, Henry —dijo Kenny, registrándose los bolsillos. —Siempre tengo dinero para mi amigo Henry McCracken. —Pero al cabo de unos minutos de búsqueda, dijo—: Me parece que estoy tan pelado como tú, Henry. No me queda ni un centavo.
—Quizá él tenga algo —dijo Henry, señalando al asustado Lucas.
Henry y Kenny se acercaron a Lucas y empezaron a registrarle, pero sus bolsillos también estaban vacíos. Los hombres que se habían despertado empezaron a su vez a registrarse, y, al no encontrar nada, buscaron en los bolsillos de los dos hombres que seguían durmiendo.
—Tengo que conseguir algo para beber —dijo Kenny. —Vamos, vaciaros los bolsillos, muchachos. Despertaros. No hay nada para beber.
Cuando los hombres se hubieron registrado concienzudamente, empezaron a registrarse unos a otros.
—Tú tienes dinero —se acusaban mutuamente. —Lo tienes escondido. Ya está bien, sácalo. Todos para uno y uno para todos. Saca el dinero.
Al final recogieron seis centavos.
—Bueno, ya está —dijo Henry McCracken. —Iré yo mismo.
Se levantó y chocó con la pared. —Sí, muchachos, podéis contar conmigo. Me voy ahora mismo.
Cuidadosamente, se metió los seis centavos en uno de los bolsillos.
—Os traeré whisky y un par de cajas de cerveza —dijo a Kenny. —Así aguantaremos hasta mañana.
—¡Cuidado! —chilló Lucas. —¡Oh, Dios mío!
—¿Dónde está la condenada botella?
—Vamos, Henry. Te ayudaré a saltar por la ventana.
—Traeré tres cajas de cerveza. Será mejor.
—Mejor trae una caja para cada uno —aconsejó Kenny.
—Alejarlos de la ventana —ordenó Lucas. —¡De prisa!
Cuando Henry se hubo marchado, todos los hombres, menos Lucas, se sentaron a esperar su regreso. Lucas siguió agazapado en el rincón, lloriqueando y echando una ojeada por entre los dedos de vez en cuando. Cada vez que se destapaba los ojos, chillaba: «¡Cuidado!» y después volvía a tapárselos rápidamente.
—Henry tarda demasiado —dijo un hombre.
—Seguramente se ha quedado en White River para emborracharse —dijo otro.
—Si hay algo que odio, es un hijo de perra que no comparte lo que tiene.
Un hombre, sentado a cierta distancia de los demás, empezó a moverse cuidadosamente hacia el otro extremo de la bodega. Era Angus Bromley, y creía recordar haber escondido una botella encima de una de las alfardas más bajas. Se fue apartando lentamente de los demás, y nadie reparó en él. Todos seguían comentando la veleidad de Henry McCracken, que se había ido hacía unos ocho minutos.
—Vaya un hijo de perra ese Henry.
—Debe estar pasándoselo en grande en White River.
—Habrá conocido a alguna ramera, eso es lo que habrá pasado, y debe estar divirtiéndose con ella. Con nuestro dinero.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Lucas. —¡Oh, Dios mío, ayúdame!
—Ese hijo de perra de McCracken. Se ha largado para emborracharse.
—Toda su maldita familia bebe. Hasta el último de los McCracken es un borracho.
—Con nuestro dinero.
Angus Bromley consiguió llegar a un lugar debajo de una viga, y observó la amplia alfarda sobre su cabeza. Lentamente, se puso de puntillas, deslizando las manos con cuidado sobre la viga que tenía encima, y al fin cerró los dedos en torno al cuello de una botella. Bajó este tesoro con infinitas precauciones y lo sostuvo delante de los ojos.
—Preciosa —murmuró, acariciando los hombros de la botella como si pertenecieran a una hermosa mujer. —Preciosa, preciosa.
Se dejó caer en el suelo y rompió apresuradamente el sello de la botella. El tapón echó a rodar y Angus se llevó la botella a los labios.
Kenny Stearns giró bruscamente la cabeza al oír el ruido de un tapón cayendo sobre el suelo de cemento, y vio a Angus... bebiendo.
—¡Mirad! —gritó Kenny a los demás hombres. —¡Angus tiene una botella!
Los hombres se volvieron hacia Angus, que se enjugó la boca y ocultó rápidamente la botella debajo de la camisa.
—Estás loco, Kenny —dijo y sonrió de modo congraciador. —Estás borracho, Kenny. Estás borracho y ves cosas raras. Yo no tengo ninguna botella.
—¡Bastardo! —gritó Kenny.
Se abalanzó sobre Angus, que no tuvo tiempo de prepararse para un ataque. Fue derribado y cayó al suelo. Kenny logró rescatar la botella en el último momento. La cogió fuertemente con ambas manos y dio varias patadas a la cabeza de Angus, quien gimió y no volvió a moverse. A los pocos minutos, empezó a roncar.
—Repugnante bastardo —murmuró Kenny y se volvió hacia los otros. —¿Quién quiere un trago? —gritó.
Todos los hombres empezaron a ponerse en pie, e incluso Lucas bajó una de las manos para mirar a Kenny.
—Quien logre sacármela se la queda —dijo Kenny, y sin más palabras se llevó la botella a la boca.
Los hombres, como animales hambrientos, gruñendo y con los ojos desorbitados, se acercaron lentamente a Kenny, rodeándole, en espera del momento oportuno. Kenny se echó a reír.
—El que sea lo bastante hombre para sacármela se la queda —dijo, y después alzó un pie para dar un empujón al primer hombre que se abalanzó sobre él.
Kenny tenía la ventaja de un apoyo, pues su espalda se apuntalaba en la gran chimenea de la bodega, pero los demás no podían confiar en otra cosa más que en su equilibrio, el cual, en ese momento, era nulo. A los diez minutos todo había terminado. El ruido de cuatro hombres que roncaban llenaba la bodega y ahogaba los gemidos de Lucas.
—¡Bastardos! —exclamó Kenny. —Decir a un hombre que se vaya al infierno en su propia bodega. Les he dado su merecido. Al infierno con ellos. —Se acercó a Lucas. —Tú eres el único amigo que tengo, Lucas —dijo. —Mi único amigo verdadero en todo el mundo. Echa un trago.
No soltó la botella, sino que la aproximó a los labios de Lucas y la sostuvo mientras Lucas tragaba ávidamente.
—Ya es bastante —dijo Kenny, apartando la botella, y Lucas, saturado de alcohol tras largas semanas de beber sin tregua, cayó inconsciente al suelo.
Kenny se sentó, apoyándose en una pared, y tomó un largo trago de la botella. Inmediatamente todo empezó a bailar ante sus ojos, y se vio transportado a un día feliz en que llevó a Ginny a la feria del condado y subieron a la rueda mágica. Entrecerró los ojos y vio las luces de la feria y oyó la música del órgano de vapor.
—Otra vez —dijo, y la rueda mágica empezó obedientemente a girar.
Kenny tomó otro trago. A las seis semanas del jolgorio más prolongado en la historia de la ciudad, el suelo de la bodega de Kenny estaba cubierto de vómitos y heces. El hedor se había introducido por los tablones del suelo del piso superior y Ginny Stearns se había mudado hacía días a casa de una amiga suya que vivía junto al río. Pero para Kenny esta bodega era un hermoso centro de carnaval y placer.
—¡Otra vez! —exclamó, deseando quedarse eternamente sobre la rueda mágica. —Cógeme de la mano, Ginny. No tengas miedo.
Kenny miró hacia los hombres que dormían y vio la sonrisa de Ginny.
—¡Ahí vamos! —gritó, y le buscó la mano. Pero ella desapareció de repente y Kenny se encontró solo en la rueda mágica.
—¡Paren! —gritó. —¡Paren! ¡Paren! ¡Se ha caído! ¡Paren este maldito trasto!
Pero la rueda giraba cada vez más de prisa, y la música de la feria resultaba súbitamente siniestra, como una alegre tonadilla desafinada y demasiado estridente.
—¡Ginny! —gritó. —¡Ginny! ¿Adónde has ido? Logró ponerse en pie y miró a su alrededor mientras las luces de la feria se movían rápidamente en torno a él, subiendo, bajando, hiriéndole los ojos. —¡Ginny! —chilló desde la rueda mágica. Y entonces la vio. Iba paseando del brazo de un hombre sonriente y untuoso. El desconocido iba vestido con un traje de ciudad, y miró hacia Kenny, atrapado en rueda, y se echó a reír con fuerza.
—¡Bastardo! —gritó Kenny. —Ven aquí. ¡Ven aquí con mi Ginny!
Pero Ginny también estaba riendo. Volvió la cabeza y miró hacia Kenny, con los rojos labios abiertos en una carcajada que mostraba sus dientes blancos y cuadrados, y riendo sin cesar.
—¡Ramera! —gritó Kenny. —¡Maldita y sucia ramera!
Ginny se rió con más fuerza que antes y se encogió de hombros y miró a su sonriente acompañante. Kenny vio las uñas pintadas de Ginny sobre la oscura manga del hombre, y se imaginó sus senos y muslos rozando el costado del desconocido.
—Os mataré —chilló, en pie sobre la rueda mágica. —¡Os mataré a los dos!
Pero Ginny y el desconocido empezaron a alejarse, sin parar de reír, como si no hubieran oído la amenaza de Kenny. Andaban lentamente y Ginny alzó la mano y puso las yemas de los dedos sobre la mejilla del desconocido. Kenny soltó la botella que tenía en las manos e intentó apearse de la rueda mágica. Fue haciendo eses hasta la escalera de la bodega, y cuando llegó arriba, se abalanzó contra la puerta. Sin embargo, ésta no cedió.
—¡Estoy encerrado! —gritó, moviendo insensatamente los dedos sobre los paneles de madera. —¡Estoy encerrado en esta condenada rueda mágica! —Sus dedos tropezaron con el cerrojo doble de la puerta sin reconocerlo. —¡Déjeme salir! —gritó al encargado de la rueda mágica. —¡Déjeme salir, hijo de perra!
Pero el hombre no paró la rueda y miró a Kenny sonriendo, con la cabeza como una calavera y los dientes amarillos brillando en la oscuridad.
Kenny echó a correr escaleras abajo y cogió el hacha que había dejado junto al montón de leña varias semanas antes. Se volvió hacia el sonriente encargado de la rueda mágica.
—¡Me abriré paso a hachazos, bastardo! —gritó.
Subió las escaleras a todo correr y cuando llegó arriba empezó a descargar el hacha sobre los paneles de la puerta.
—¡Os mataré a los dos! —gritó a Ginny y al desconocido, que habían dejado de andar y le observaban. La sonrisa de Ginny había desaparecido, siendo reemplazada por el miedo que convulsionaba su rostro y torcía su boca, y el corazón de Kenny dio un vuelco de gozo.
—¡Tú serás la primera, ramera asquerosa! —gritó. —Te alcanzaré y te partiré la cara a hachazos.
El hacha se incrustó nuevamente en los paneles de la puerta de madera, y esta vez Kenny tuvo que forcejear para desprenderla. Al fin lo logró y la levantó por encima de su cabeza. Apuntó al fondo de la vagoneta de la rueda mágica y dejó caer el hacha trazando un enorme arco.
De repente, su pie empezó a sangrar. Mientras él lo miraba estúpidamente, la sangre manaba a borbotones a través de la piel cortada de su zapato. Brotaba en abundancia, de modo que a los pocos momentos se encontró en medio de un charco de sangre. Kenny Stearns perdió el equilibrio y se cayó de la rueda mágica, estrellándose entre la multitud que había abajo, mientras las carcajadas de Ginny resonaban en sus oídos.
CAPÍTULO 19
Fue el doctor Matthew Swain quien encontró a Henry McCracken. El médico regresaba a su casa tras atender a un paciente en las afueras cuando vio algo en la cuneta de la carretera. Inmediatamente, frenó en seco y salió del coche para investigar, y a la luz de los faros vio una figura inmóvil, tendida de bruces, sobre el barro. Era Henry, inconsciente, horriblemente sucio y sangrando por un corte en la frente. Como el médico declararía después, era Henry, respirando todavía y oliendo a demonios. El doctor Swain le miró un momento y después lo recogió, se lo cargó sobre un hombro y lo llevó al coche, donde lo dejó en el asiento trasero. Fue directamente al hospital de Peyton Place, donde Henry fue confiado a dos enfermeras que le desnudaron, bañaron y maldijeron su suerte mientras frotaban cada centímetro del sucio cuerpo de Henry.
—Animo, chicas —dijo el doctor Swain, después de coser la cabeza de Henry. —Dejad que el muchacho duerma unas cuantas horas, y todas os desviviréis por atenderle.
Las dos enfermeras miraron la boca abierta de Henry y su cara sin afeitar, a la que el limpio vendaje de la frente daba un aspecto ligeramente lascivo, y menearon la cabeza.
—Es usted el colmo, doctor —dijo la enfermera Mary Kelley, que no se caracterizaba por la originalidad de sus comentarios.
—No, no lo soy —repuso el médico. —El, sí.
Mary hizo una mueca a espaldas del médico.
—Váyase a su casa y métase en cama, doctor —le dijo. —Y no se pare a recoger a nadie por el camino.
—No me tomes el pelo, Mary —dijo el médico. —Sé que tienes una debilidad especial por este tipo de hombres. ¡Buenas noches!
Mary Kelley meneó la cabeza.
—Ese doctor Swain —dijo a la enfermera Lucy Ellsworth. —Vaya un modo de hablar. Le conozco desde niña, pero no he podido acostumbrarme a él. Cuando hacía las prácticas aquí estuve a punto de desanimarme y dejarlo todo por culpa de las burlas del doctor.
—¿Se burlaba de ti por este mismo hombre? —preguntó Lucy Ellsworth.
Lucy era relativamente nueva en Peyton Place y aún no había tenido tiempo de familiarizarse con sus leyendas y anécdotas. Sólo hacía seis meses que había llegado a la ciudad, cuando su marido obtuvo un empleo en la fábrica Cumberland. John Ellsworth cambiaba de trabajo con frecuencia, eternamente descontento con su suerte y en busca de algo mejor. Lucy ya era enfermera diplomada cuando se casó con John, y siempre decía que eso constituía una gran ventura, pues había tenido que trabajar desde entonces para hacer frente a las necesidades de ambos, y, más tarde, de la hija que tuvieron. Lucy. Ellsworth decía muy a menudo que abandonaría a John si no fuera por Kathy. Pero, después de todo, una criatura necesitaba a su padre, y John podía tener sus defectos, pero era bueno con la niña, y, en estos tiempos una mujer no podía pedir mucho más, ¿o sí? Kathy tenía trece años y estaba en octavo grado, y, a veces, Lucy decía que cuando la niña fuera mayor, lo bastante mayor para darse cuenta de lo que sucedía, las tíos abandonarían a John y su desasosiego.
—El doctor se burla de todo y de todos —dijo Mary Kelley. —Aún no la ha tomado contigo, porque eres nueva aquí, pero espera a que se acostumbre a verte y verás lo que quiero decir.
—¿Qué ocurrió para que estuvieras a punto de dejar las prácticas? —inquirió Lucy.
—Oh, no tuvo nada que ver con Henry —dijo Mary, alisando melancólicamente la sábana que cubría las delgadas piernas de Henry. —Fue por un enorme negro que tuvimos aquí una vez. El hombre sufrió un terrible accidente de automóvil, y lo trajeron aquí porque era el sitio más próximo. Fue el primer negro que vi de cerca en mi vida. Bueno, el doctor trabajó la mayor parte de la noche remendando al negro, y después le pusimos en la sala con el resto de los pacientes, que eran todos blancos. Bueno, cada mañana el doctor salía de la sala y me susurraba: «Mary, vigila a ese negro», y cada día yo le preguntaba por qué. En aquella época me tomaba el trabajo muy en serio e intentaba aprenderlo todo a la vez. «No importa —decía el doctor, —tú ten los ojos bien abiertos. Ese tipo es distinto de todos los que has visto hasta ahora.» El doctor es un hombre que ama a todo el mundo. A blancos, a negros, incluso a los verdes, si existieran; el color no tiene importancia para él. «¿Qué quiere decir, distinto? —pregunté al doctor. —¿Porque tiene la piel tan negra?» «No», dijo el doctor, y en aquel mismo momento yo debí haber comprendido que se proponía tomarme el pelo, pero acababa de empezar las prácticas y tenía la idea de que un hospital no era lugar para bromas, aparte de que nunca he podido acostúmbrame al sentido del humor del doctor.
«No, Mary —dijo el doctor. —No es su piel. Me sorprendes, una chica lista como tú.» Bueno, yo estaba a punto de llorar, pensando que quizá me había pasado por alto algo que debería haber aprendido en clase. «¿A qué se refiere?», le pregunté, y el doctor se inclinó y me susurró al oído: «Mary, ¿no sabes que las personas de color hacen pedos negros?» Créeme si te digo que estuve a punto de tener un ataque. «Bonita forma de hablar —dije— para el hombre que me trajo al mundo.» Oh, yo sabía que debía tratar siempre con respeto a todos los médicos, incluso al doctor Swain, pero estaba tan furiosa que no me importaba nada. El doctor ni siquiera sonrió, sino que me miró, sorprendido. «No es ninguna broma, Mary —dijo. —No sería capaz de engañar a una chica tan guapa como tú. Sólo quería advertirte, por si tienes que volver a cuidar de un negro alguna vez.» Bueno, yo era tan tonta que le creí. Esta es una de las jugarretas del doctor. Sabe decir las mentiras más tremendas con la mayor seriedad del mundo, y es capaz de lograr que cualquiera le crea. Puedes estar segura de que vigilé a ese negro. Ni siquiera podía eructar, y mucho menos otras cosas, sin tenerme a su lado para ver todo lo que hubiera por ver. Le vigilé días y días, y, finalmente, una mañana el doctor salió de la sala y fue a mi encuentro en el pasillo. «Ya está —dijo. —¿No te lo había advertido?» «¿A qué se refiere», le pregunté, y él me miró, sorprendido. «Pero, Mary, ¿no lo has visto?» «Ver, ¿qué?», le pregunté. «Ven, de prisa», dijo, y me condujo de la mano hasta la sala. Naturalmente, allí no había nada, y el doctor miró a su alrededor, muy inocente y asombrado, y dijo: «Hum, es curioso, debe haber salido por la ventana.» «¿Qué?», le pregunté, muy excitada. «El hollín», contestó, y yo me alarmé mucho, pensando que me estaba regañando por el modo en que las estudiantes limpiábamos la habitación. «¿Qué hollín?», le pregunté. «El de ese negro —dijo. —Estaba aquí hace un minuto y ese hombre se pedorreó y toda la habitación quedó negra de hollín.»
Lucy Ellsworth lazó una carcajada tan fuerte que Henry se movió en sueños, y Mary se llevó un dedo de advertencia a los labios.
—Shh —dijo. —No veo que sea tan gracioso. Creo que fue cruel hacer algo así a una chica tan joven.
Suspiró con impaciencia y apagó la luz de la habitación de Henry mientras Lucy salía corriendo al pasillo, con un pañuelo sobre la boca para ahogar sus carcajadas.
CAPÍTULO 20
El doctor Mathew Swain pasó lentamente frente a la casa de Kenny Stearns para ver, según sus propias palabras, si se había caído algún otro cuerpo fuera de la bodega. Vio que la ventana de la bodega de Kenny estaba abierta y la negra cortina aleteaba al frío viento invernal, de modo que acercó el coche a la acera y se detuvo.
«Por el amor de Dios —pensó, —si alguno de ellos se ha quedado dormido con esa ventana abierta, Mary tendrá un hospital lleno de borrachos enfermos.»
Se apeó del coche y fue lentamente hacia la ventana de la bodega con la intención de echar una ojeada para asegurarse de que todo iba bien, y cerrar la ventana si ninguno de los borrachos estaba suficientemente despierto para hacerlo por sí mismo.
«Suena como si fuese un gesto muy noble —se dijo a sí mismo, —pero la verdad es que estaba deseando echar un vistazo a esa bodega. Me pregunto cómo pasan el tiempo. —Se inclinó para mirar por la ventana. —Y me pregunto cómo han podido vivir con esta peste durante seis semanas.»
—¡Dios misericordioso! —exclamó el médico en voz alta.
Kenny Stearns yacía al pie de las escaleras de la bodega, inconsciente y cubierto de sangre.
—Está muerto, de eso no hay duda —dijo el médico. —Si alguna vez he visto a un hombre desangrado, éste es, sin duda, Kenny Stearns.
Se incorporó rápidamente y fue a la casa vecina para pedir una ambulancia.
A los pocos minutos, el tramo de calle frente a la casa de Kenny empezó a llenarse de gente y cuando llegó la ambulancia del hospital, el conductor y su ayudante tuvieron que abrirse paso a empujones hasta la bodega. Los teléfonos sonaron en toda la ciudad, y personas que ya se habían acostado, o leían delante de la chimenea, se lanzaron a la calle para unirse a la multitud que había acudido a presenciar cómo el doctor «sacaba a rastras a los borrachos de la bodega de Kenny».
—Ocurre lo mismo en las prisiones —dijo el doctor Swain a Seth Buswell unos minutos después. —Algunos lo llaman vía clandestina de información, pero a mí siempre me ha parecido algo de dominio público. Nadie admite haber dicho una palabra, pero en cuanto ocurre algo, todo el mundo parece saberlo.
Se volvió hacia el grupo de ancianos que normalmente sólo desafiaban el frío de la calle para ir a la tienda de ultramarinos de Tuttle.
—¡Por el amor de Dios —rugió el médico, —dejen el paso Ubre!
Los dos hombres que llevaban la camilla la introdujeron con suavidad en la parte trasera de la ambulancia, y la multitud empezó a zumbar.
—Pobre Kenny.
—¿Está muerto?
—¡Jesús! ¡Mira cuánta sangre!
—He oído decir que había querido cortarse la garganta con una navaja de afeitar.
—Se ha cortado las venas con una botella rota.
—Ha habido una pelea y se han atacado unos a otros con cuchillos. Todos borrachos, naturalmente.
La ambulancia hizo cuatro viajes en total, llevándose a Kenny en el primero y a Lucas Cross en el último.
Selena Cross se hallaba entre la multitud, sujetando fuertemente la mano de su hermano Joey. Cuando Lucas fue sacado a rastras de la bodega, chillando, maldiciendo y ahuyentando insectos imaginarios, notó que Joey se apretaba contra ella, tratando de sepultar la cabeza en la falda de su vestido. El conductor de la ambulancia y su ayudante tenían cogido a Lucas por el cogote y los brazos, y le arrastraban por el jardín de Kenny.
—¡Ahí está Lucas Cross! —gritó alguien del gentío.
—¡Miradle! ¡Borracho como una cuba!
—¡Tiene delirium tremens!
Lucas chillaba:
—¡Soltadme! ¡Cuidado!
La multitud se reía de su ridículo aspecto. Hundía los talones en el suelo y envaraba el cuerpo para protestar contra los hombres que le arrastraban.
—¡Cuidado! —gritó Lucas, e intentó ocultar la cara en la bata blanca de los enfermeros de la ambulancia.
—Tranquilízate, Lucas —dijo el doctor Swain con suavidad. —Te pondrás bien. Ahora ve con esos chicos y no te preocupes.
Lucas miró al médico como si nunca le hubiera visto.
—¡Cuidado! ¡No les dejen atacarme! ¡Se me comerán vivo!
Joey Cross se echó a llorar, pero Selena no lloró. Observó a Lucas con los ojos cargados de odio.
«Patán despreciable —pensó. —Asqueroso bastardo. Vago borracho. Ojalá te mueras.»
—¡Tengan cuidado! —gritó alguien entre la multitud. —¡Se escapa!
Lucas había conseguido librarse de uno de sus captores, y ahora luchaba locamente contra el otro. Propinó una patada en la ingle al hombre que aún le sujetaba, y cuando el asistente le soltó, Lucas echó a correr en amplios círculos, dándose palmadas en los brazos y muslos e intentando al mismo tiempo taparse la cara.
—¡Cuidado! —gritó al gentío. —¡Están cubiertos de baba!
La multitud prorrumpió en carcajadas y Selena siseó silenciosamente entre dientes:
—Espero que te mueras. Ojalá te hubieras caído fulminado, maldito hijo de perra.
Joey se tapó la cara y sollozó.
Charles Partridge esperó a que Lacas pasara corriendo frente a él y entonces agarró al asustado individuo en un grotesco abrazo.
—Vamos, Lucas... —dijo amablemente el doctor Swain. —Ven conmigo. No pasa nada.
Al fin consiguieron meter a Lucas en la ambulancia y cerraron la puerta tras él, pero incluso desde dentro del largo automóvil la voz de Lucas llegaba claramente a la multitud exterior.
—¡Cuidado! ¡Cuidado!
La ambulancia se alejó y Selena sacudió a Joey.
—Vamos, pequeño. Diremos a mamá que al fin le hemos visto.
Los dos se abrieron paso entre la gente, y muchas caras se volvieron para observarles mientras andaban. —Por ahí van los niños Cross. —Es una vergüenza, un hombre con una familia. —No sé cómo su esposa lo resiste. —Yo lo siento por los niños.
—Bueno, ¿qué puede esperarse de la gente de las barracas?
«Cállense —habría querido gritar Selena. —Cállense. No necesito su despreciable piedad. Sólo quiero que se callen.»
Mantuvo la cabeza erguida, como si andará sola, sin mirar a derecha ni a izquierda. Se dirigió hacia Elm Street, llevando a su pequeño hermano Joey de la mano.
—Te acompaño —dijo una voz tras ella.
Selena volvió rápidamente la cabeza.
—No te necesito, Ted Carter —dijo con brusquedad, volcando en él la ira que sentía hacia la multitud. —Vuelve al centro de la ciudad. Tu familia se ha esforzado mucho por llegar allí. No lo estropees ahora yendo a las barracas.
Ted la agarró del brazo, notándolo rígido y tenso bajo sus dedos.
Selena se desasió.
—No te necesito —dijo. —No necesito a nadie. Guarda tu asquerosa piedad para alguien que la quiera. Déjame en paz.
Una sabiduría innata hizo que Ted guardara silencio y se colocara al lado de Joey. Tomó al niño de la mano, de manera que él y Selena se encontraron a ambos lados del niño, tomándole cada uno por una mano. Joey se sintió casi aliviado y protegido.
—Vamos, Selena —dijo Joey. —Volvamos a casa.
Las tres figuras bajaron por la desierta calle principal de Peyton Place, y sus pies resonaron con fuerza en las aceras desprovistas de nieve. Anduvieron sin hablar hasta el final de la calle asfaltada y enfilaron el camino de tierra, y cuando llegaron al claro donde se levantaba la barraca de los Cross, Joey se desasió de ellos.
—¡Voy a decírselo a mamá! —exclamó, y echó a correr hacia la casa.
Selena y Ted se quedaron solos, todavía sin hablar, inmóviles en medio del camino. Después, Ted puso ambos brazos alrededor de Selena y la atrajo hacia sí. No la besó y la tocaba sólo lo necesario para sujetarla, y, al fin, Selena empezó a llorar. Lloró silenciosamente, sin mover el cuerpo, y su cara húmeda fue el único signo visible de que estaba llorando.
—Te quiero, Selena —le susurró Ted al oído.
Ella siguió llorando hasta que le dolió todo el cuerpo y entonces se apoyó, como un peso muerto, sobre Ted, de modo que si el muchacho se hubiera movido, ella se habría desplomado y caído. Ted la cogió de la mano y la llevó a un lado del camino, y ella le siguió como una idiota o una sonámbula, indiferente y amodorrada. Ted la hizo sentar en el frío suelo y después se sentó a su lado, sosteniéndola, apoyando su rostro sobre la solapa de su abrigo, y le acarició el cabello con sus dedos helados.
—Te quiero, Selena.
Se desabrochó el abrigo y se acercó más a ella, de modo que parte del abrigo la cubría, y metió las manos por debajo de la raída chaqueta que Selena llevaba, con la intención de darle calor.
—Te quiero, Selena.
—Sí —murmuró ella, y no fue ni vina pregunta ni una exclamación de alegría. Fue una aceptación.
—Quiero que seas mía.
—Sí.
—Para siempre.
—Sí.
—Nos casaremos, cuando terminemos la escuela superior. Sólo son cuatro años y un poco más.
—Sí.
—Seré abogado, como el viejo Charlie.
—Sí.
—Pero nos casaremos antes de que tenga que irme a la universidad.
—Sí.
Permanecieron inmóviles largo rato. La única luz de la barraca de los Cross se apagó, y la oscuridad del bosque les envolvió. Selena estaba apoyada en Ted, tan fláccida como una muñeca de trapo. Cuando él la besó, Selena le ofreció su boca, sin resistencia ni entrega, y su cuerpo no se apartó ni se inclinó hacia él. Únicamente estaba allí, dócil y sumisa.
—Te quiero, Selena.
—Sí.
Estaba nevando. El frío había sobrevenido silenciosamente en forma de gruesos copos que pronto cubrieron el suelo.
CAPÍTULO 21
Allison yacía inmóvil y escuchaba los sonidos del invierno. La nieve producía un sonido casi imperceptible al chocar con el cristal de la ventana de su dormitorio, como el azúcar sobre la superficie del café caliente, y se amontonaba en silencio, con delicadeza, de modo que era imposible mirarla y pensar en algún peligro. Era fácil olvidar el recuerdo de gigantescas ramas desprendidas de los árboles por el traidor peso de la nieve, o el cuento del cazador, envuelto en el falso calor de una sábana blanca, que murió congelado, o la historia de un perrito, extraviado en un fantástico mundo plateado, que al fin cayó en un barranco. Allison escuchaba el suave murmullo de la nieve contra su ventana y sólo recordaba su belleza. Procuró no oír el vierto, que la asustaba con su persistencia y poder. Los vientos invernales no soplaban en ráfagas sobre el norte de Nueva Inglaterra. Eran como seres vivientes, respirando incesante y fuertemente, con hálitos tan fríos como la muerte. Allison escondió la cabeza bajo las mantas y tuvo miedo de que la primavera no llegase jamás.
En esta segunda semana de febrero el invierno aún tenía mucho tiempo por delante. Pero Allison tenía la sensación de que cuando la primavera llegase su vida se solucionaría milagrosamente. Le invadía una sensación de vaga inquietud, pero no sabía cuál era la causa de su desasosiego.
—Ya nada es como antes —solía decir con rabia.
En los últimos tiempos apenas veía a Selena Cross, pues Selena estaba con Ted Carter, o bien ocupada buscando algún trabajo ocasional.
—Estoy ahorrando —le dijo Selena un sábado por la tarde, cuando Allison le propuso ir al cine. —Estoy ahorrando para comprarme aquel vestido blanco de la tienda de tu madre y ponérmelo cuando nos graduemos. Ted ya me ha invitado al baile de primavera. ¿Irás tú también?
—Claro que no —se apresuró a contestar Allison, que prefirió dar la impresión de no querer ir a que Selena adivinara que nadie la había invitado.
—Ted y yo salimos juntos —dijo Selena.
—¡Ted, Ted, Ted! —exclamó Allison de mal humor. —¿Es que no sabes hablar de otra cosa?
—No —dijo sencillamente Selena.
—Bueno, opino que es odioso, eso es lo que creo —dijo Allison.
Pero empezó a prestar algo más de atención a su ropa, y Constance ya no tuvo que apremiarla para que se lavara el pelo. Hizo una incursión secreta a una tienda de saldos donde compró un sujetador con almohadillas de goma espuma en las copas, y cuando Constance comentó que su hija se estaba desarrollando rápidamente, Allison le dirigió una mirada lánguida.
—Al fin y al cabo, madre —dijo, —cada día que pasa me hago un poco mayor, ¿sabes?
—Sí, querida, lo sé —dijo Constance, disimulando una sonrisa.
Allison se encogió de hombros con impaciencia. Le parecía que su madre se volvía un poco más tonta cada día, y que tenía una habilidad especial para decir lo más inconveniente en el momento menos adecuado.
—¿Cómo es que ya no vemos a Selena Cross por aquí? —preguntó Constance, hacia finales de febrero.
Allison estuvo a punto de gritar que Selena no iba a casa de las MacKenzie desde hacía muchas semanas, y que, si Constance había necesitado tanto tiempo para darse cuenta de ello, debía ser porque era tan ciega como tonta.
—Supongo que en ciertos aspectos soy más madura que Selena —dijo a su madre.
Pero fue horrible, al principio, perder a Selena. Allison creyó morir de soledad, y pasó más de un sábado por la tarde llorando en su habitación, en vez de ir a husmear por las tiendas ella sola. Después se había hecho amiga de Kathy Ellsworth, una niña nueva en la ciudad, y dejó de echar de menos a Selena. A Kathy le encantaba leer y pasear, y pintaba cuadros. Fue esto último lo que impulsó a Allison a hablar a Kathy de las historias que había intentado escribir.
—Estoy segura de que lo entenderás, Kathy —dijo Allison. —Los artistas siempre se comprenden.
Kathy Ellsworth era menuda y callada. Allison tenía a menudo la impresión de que si alguien golpeara a Kathy, los huesos de Kathy se desintegrarían, y a veces estaba tan quieta y callada que Allison casi olvidaba que se encontraba allí.
—¿Te gustan los chicos? —preguntó Allison a su nueva amiga.
—Sí —dijo Kathy, y Allison se sobresaltó.
—Quiero decir si te gustan realmente.
—Sí, me gustan —contestó Kathy. —Cuando sea mayor me casaré, y compraré una casa, y tendré una docena de hijos.
—¡Pues yo no! —exclamó Allison. —Yo seré una famosa escritora. Muy famosa. Y nunca me casaré. ¡Odio a los chicos!
Los chicos fueron otra de las cuestiones que inquietaron a Allison durante aquel invierno. Con frecuencia, permanecía despierta en la cama y experimentaba sensaciones de lo más peculiares. Le gustaba manosear su cuerpo, pero cuando lo hacía, siempre recordaba el día que cumplió trece años y el modo en que Rodney Harrington la había besado. Entonces se acaloraba hasta el punto de empezar a sudar, o bien sentía escalofríos. Trataba de imaginarse que otros muchachos la besaban, pero la cara que veía bajo sus párpados cerrados siempre era la de Rodney, y casi anhelaba sentir el contacto de sus labios otra vez. Apretaba las palmas de las manos sobre el abdomen, y, después, las deslizaba hacia sus pequeños senos. Frotaba las yemas de los dedos sobre los pezones hasta que se endurecían, y esto le provocaba una extraña sensación en algún lugar situado entre sus piernas que la desorientaba, pero que, en cierto modo, era muy agradable. Una noche trató de imaginarse lo que sentiría si fueran las manos de Rodney las que le acariciaran el pecho, y notó que la cara le ardía.
—Realmente odio a los chicos —dijo a su amiga Kathy, pero empezó a practicar miradas provocadoras en el espejo, y durante todo el día, en la escuela, era consciente de la presencia de Rodney en el asiento vecino al suyo.
—¿Te ha besado un chico alguna vez? —preguntó a
Kathy.
—Oh, sí —contestó tranquilamente Kathy. —Varios. Me gustó.
—¡No es verdad! —exclamó Allison.
—Sí, claro que sí —dijo Kathy, quien, según Allison había descubierto, no mentía jamás, y ni siquiera era discreta si eso implicaba una ligera deformación de la verdad. —Sí —repitió Kathy, —me gustó mucho. Incluso hubo un chico que una vez me besó igual que en las películas.
—¡No es posible! —exclamó Allison. —¿Cómo lo hizo? —Oh, ya sabes. Me metió la lengua en la boca al besarme.
—Oh —dijo Allison.
Aquel invierno, Kathy y Allison cambiaron radicalmente sus costumbres de lectura. Empezaron a registrar la biblioteca en busca de libros con fama de «eróticos», y se los leían en voz alta una a otra.
—Me gustaría tener senos como mármol —dijo tristemente Kathy, cerrando un libro. —Los míos tienen unas venas azules que se ven a través de la piel. Me parece que haré un cuadro de una chica con senos de mármol.
—Kathy es maravillosa —dijo Allison a Constance. —Tiene talento, imaginación, de todo...
«Dios mío —pensó Constance, —primero la hija de un borracho y ahora la hija de un obrero itinerante. ¡Allison tiene un gusto deplorable!»
Constance no tenía mucho tiempo libre para estar con su hija en aquellos días. Había comprado el establecimiento contiguo a la tienda de modas y ahora estaba muy ocupada ampliando el negocio. Montó un departamento de calcetines y camisas de caballero y otro de ropa infantil, y a primeros de marzo contrató a Selena Cross para que trabajara en la tienda después de la escuela. También contrató a Nellie Cross para que fuera a limpiarle la casa tres veces por semana, y fue entonces cuando Allison se dio cuenta de que Nellie había adquirido la costumbre de hablar sola.
—Unos hijos de perra, todos sin excepción —murmuró, golpeando furiosamente la madera del suelo. —Hasta el último de ellos.
Y Allison se acordó del día en que se subió encima de la caja de embalaje y miró por la ventana de la cocina de los Cross.
—Alcohol y mujeres. Mujeres y alcohol —murmuró Nellie, y Allison se estremeció, recordando el grito de Selena en aquella fría tarde de noviembre. Nunca se había decidido a contar esta historia a nadie, y ni siquiera mencionó a Selena que lo había visto, pero poco después vio un libro en cuya cubierta había una esclava con las muñecas atadas encima de la cabeza, desnuda de cintura para arriba, mientras un hombre de expresión cruel la golpeaba con un látigo. Llegó a la conclusión de que esto era lo que ocupaba la mente de Lucas Cross aquella tarde en que ella miró por la ventana de su cocina. Lucas debió golpear a Nellie hasta hacerle perder la razón.
—Hijos de perra —dijo Nellie. —Oh, hola, Allison. Ven y siéntate, y te contaré un cuento.
—No —dijo apresuradamente Allison. —No, gracias.
—De acuerdo —contestó Nellie de buen talante. —Cuéntamelo tú.
Era una tarde fría y despreciable, y Nellie estaba planchando en la cocina de las MacKenzie. Allison se sentó en la mecedora junto al horno.
—Hace muchísimos años —empezó Allison, —en un país muy lejano, vivía una hermosa princesa...
Nellie Cross siguió planchando, con los ojillos brillantes y la boca entreabierta. A partir de entonces, siempre que Allison estaba en casa, Nellie sonreía y decía: «Cuéntame un cuento», y todos tenían que ser distintos, pues Nellie la interrumpió una vez y le dijo:
—No. Ese no. Ya me lo contaste el otro día.
—Quizá Nellie Cross parezca sucia —dijo Constance, —pero mantiene esta casa impecable.
Una mañana de marzo, Nellie llegó a casa de los MacKenzie antes de que Constance se fuera a trabajar.
—No se ha enterado de lo del señor Firth, ¿verdad? —le preguntó.
Nellie tenía la desconcertante costumbre de reírse entre dientes, y ahora se rió de este modo.
—Se cayó redondo, nada menos —dijo a Constance y Allison. —Estaba quitando la nieve de delante de su casa, y se cayó muerto allí mismo. Ya sabía yo que acabaría así. Un hijo de perra, eso es lo que era. Como todos los demás. Unos hijos de perra.
—¡Por el amor de Dios, Nellie! —reprendió Constance. —¡Tenga cuidado con lo que dice!
El señor Abner Firth era el director de las escuelas de Peyton Place, y había muerto de un paro cardíaco aquella misma mañana.
—Es una lástima —dijo Constance distraídamente.
—¿Está segura, señora Cross? —preguntó Allison.
—Pues claro que estoy segura. Un hijo de perra menos en este triste mundo.
En la escuela, la señorita Elsie Thornton estaba pálida, pero tenía los ojos secos. Pidió a todos los niños que al día siguiente llevaran diez centavos para comprar flores al señor Firth.
—Nos costará mucho reemplazar al viejo Firth en esta época del año —dijo Leslie Harrington, que era presidente de la junta escolar. —Caramba, habría podido esperar a la primavera para tener ese maldito paro cardíaco.
Roberta Carter, la madre de Ted, que también formaba parte de la junta escolar, dijo:
—No hay necesidad de ser irreverente, Leslie.
—No me vengas con eso, Bobbie —dijo Harrington. Theodore Janowski, un obrero de la fábrica y el tercer miembro de la junta, meneó la cabeza con impaciencia al oír a Leslie y la señora Carter. Se suponía que Janowski completaba la Junta Escolar de Peyton Place y representaba a la población de la ciudad, pero, en sus dos años de servicio, no había votado ni una sola propuesta. Leslie Harrington decidía la política a seguir, él y la señora Carter discutían un rato, y, después, los dos declaraban lo que debía hacerse. De vez en cuando se volvían hacia Janowski y le preguntaban: —¿Está usted de acuerdo, señor Janowski? —Sí —contestaba siempre Janowski. —Nos pondremos en contacto con una de las agencias de maestros de Boston —decidió Harrington. —Ellos encontrarán a alguien. Ahora será mejor que todos nos retratemos y enviemos una corona al viejo Abner, maldita sea su alma.
Ya era casi abril, y ningún signo presagiaba el fin del invierno, cuando la Agencia de Maestros de Boston notificó el nombre de un hombre calificado para ser director de las escuelas de Peyton Place. Se llamaba Tomas Makris y era oriundo de la ciudad de Nueva York.
—¡Makris! —rugió Leslie Harrington. —¿Qué clase de nombre es éste?
—Griego, me parece —dijo la señora Carter. —No sé, señor Harrington —dijo Janowski. —Sus recomendaciones son excelentes —dijo la señora Carter, —aunque me imagino que es un poco inestable. Mira la razón que da para dejar su último empleo. «Para ir a trabajar a la fábrica de acero de Pittsburgh y ganar más dinero.» La verdad, Leslie, no creo que nos convenga alguien así.
—Por el amor de Dios, nada menos que un griego y, además, un simple obrero. Esta agencia de Boston debe estar dirigida por estúpidos.
Theodore Janowski no dijo nada, pero por primera vez sintió la imperiosa necesidad de dar un puñetazo en la boca de Leslie Harrington.
—¿Qué tal Elsie Thornton? —sugirió la señora Carter. —Dios sabe que ha enseñado el tiempo suficiente en nuestras escuelas para conocerlas de arriba abajo. —Es demasiado vieja —dijo Harrington. —Está a punto de jubilarse. Además, el cargo de director no es para una mujer.
—En este caso —dijo ásperamente la señora Carter, —me parece que tiene que ser Makris o nadie.
—No nos precipitemos, por favor —dijo Harrington.
La junta escolar aplazo su decisión hasta mediados de abril. Entonces recibieron una breve nota del Departamento de Educación del Estado notificándoles que una escuela no podía funcionar sin administrador, y que por lo tanto la Junta Escolar de Peyton Place tomara medidas para remediar inmediatamente la situación en la ciudad. El hecho de que Abner Firth también hubiera dado tres clases de inglés, una asignatura requerida en todos los niveles, y que estas clases no se dieran desde su muerte, hacía imperativo, a los ojos del Departamento de Estado, que se contratara a un sustituto sin más dilaciones. Aquella misma tarde, Leslie Harrington se decidió a telefonear a Tomas Makris, y solicitó una conferencia con Pittsburgh, Pennsylvania a cobro revertido.
—¿Acepta una llamada a cobro revertido del señor Leslie Harrington? —preguntó la operadora.
—Ni hablar —dijo Makris con voz profunda. —¿Quién es Leslie Harrington?
—Un momento, por favor —contestó la operadora.
Cuando transmitió la pregunta de Makris a Harrington, Leslie contestó a gritos que era el presidente de la Junta Escolar de Peyton Place, y que, si Makris estaba interesado en obtener un empleo allí, sería mejor que aceptara una llamada a cobro revertido. Desgraciadamente, la operadora dejó la línea abierta mientras Harrington hablaba, y, antes de que pudiera repetir su mensaje en palabras más corteses, el propio Makris empezó a gritar.
—¡Puede irse al infierno, señor Harrington! —gritó al teléfono. —Si no puede pagar una llamada de larga distancia, tampoco podrá pagarme a mí —y colgó el receptor.
Dos minutos después, su teléfono volvió a sonar y la operadora le informó de que el señor Harrington estaba en la línea y que la llamada se pagaría en Peyton Place.
—¿Y bien? —preguntó Makris.
—Haga el favor de escucharme, señor Makris —dijo Leslie Harrington. —Hablemos del asunto con sensatez.
—Usted paga —dijo Makris. —Adelante.
Al día siguiente toda la ciudad comentaba que Leslie Harrington había contratado a un griego como director de las escuelas.
—¿Un griego? —se preguntó la ciudad entera con incredulidad. —Por el amor de Dios, ¿no es bastante que tengamos a toda una colonia de polacos y canadienses trabajando en la fábrica para que ahora vengan los griegos?
—¡Santo cielo! —exclamó Marion Partridge. —No sé en qué estaría pensando Roberta Carter. Antes de que nos demos cuenta, tendremos una frutería en Elm Street.
—Es una suerte para mí que él sea el único en la ciudad —dijo Corey Hyde, que poseía el restaurante más grande de Peyton Place. —¿Sabe lo que dicen que pasa, cuando un griego conoce a otro griego? ¡Se miran un momento y abren un restaurante!
—Esta vez has metido la pata, Leslie —dijo Jared Clarke. —¿A quién se le ocurre contratar a un griego? ¿Qué mosca te ha picado?
—No me ha picado ninguna mosca —dijo Harrington con furia. —Era el único hombre con buenas recomendaciones que pudimos encontrar. Tiene un diploma de Columbia y todo eso. Es un buen elemento.
Leslie Harrington no admitió nunca que no había tenido más remedio que contratar a Tomas Makris. Nunca dijo a nadie que casi rogó a Makris que fuera a Peyton Place, y no pudo explicarse a sí mismo por qué lo había hecho.
—¿Cuánto paga? —había preguntado Makris. Y, cuando Leslie se lo dijo—: ¿Está de broma? Ya puede quedarse con su empleo.
Leslie había aumentado la oferta en cuatrocientos dólares anuales, y le había ofrecido pagarle el transporte hasta Peyton Place. Makris exigió un apartamento de tres habitaciones, con calefacción de vapor, en un barrio decente, y un contrato riguroso, no por un año sino por tres.
—Estoy seguro de que la junta escolar no tendrá nada que objetar —había dicho Leslie Harrington y, cuando colgó, estaba sudando y se sentía ridículamente débil e inútil.
«Yo te enseñaré, señor Griego Independiente Makris», pensó Harrington. Pero, por primera vez en su vida, tenía miedo, y no habría podido decir por qué.
—Cualificado o no —dijo Jared Clarke, —esta vez has metido la pata, Leslie.
La opinión de Jared era compartida por toda la ciudad con la salvedad del doctor Matthew Swain y la señorita Elsie Thornton.
—A los niños les irá bien tener a un tipo joven como director —dijo el doctor Swain. —Les estimulará un poco.
«Un diplomado en Columbia —pensó la señorita Thornton. —Un hombre joven, bien educado y sin miedo.» Tuvo un fugaz recuerdo para la directora del Smith College. «Aún puedo demostrártelo —pensó la señorita Thornton. —¡Ya verás!»
Los ancianos reunidos en la tienda de Tuttle, para quienes las escuelas nunca habían tenido el menor interés, ahora hablaban con volubilidad sobre el nuevo director.
—¿Un tipo de Nueva York, has dicho?
—Sí. Un tipo griego que viene de Nueva York.
—¡Caramba, nada menos!
—La verdad es que no me parece correcto. Con todos los profesores que llevan años aquí, dar el mejor trabajo a un tipo griego que no es de la ciudad...
—Oh, no sé —dijo Clayton Frazier. —Siempre es bueno ver caras nuevas.
Allison MacKenzie fue especialmente a la tienda de modas para hablar a su madre del nuevo director que pronto llegaría a la ciudad.
—¿Makris? —preguntó Constance. —¡Qué nombre más raro! ¿De dónde es?
—De Nueva York —dijo Allison.
A Constance le dio un vuelco el corazón.
—¿De la ciudad de Nueva York? —preguntó.
—Eso es lo que han dicho los niños.
Constance se apresuró a colgar un nuevo envío de faldas, y Allison no notó que su madre parecía súbitamente nerviosa. Ella misma estaba demasiado nerviosa para darse cuenta de nada, porque la verdadera razón de haber ido a la tienda no fue la de hablar del nuevo director.
—Me gustaría tener un vestido nuevo —dijo de repente.
—¿Ah sí? —preguntó Constance, sorprendida. —¿Tienes alguna idea especial?
—Un vestido de fiesta —dijo Allison. —Tengo una invitación para la fiesta de primavera del mes próximo.
—¡Una imitación! —exclamó Constance con incredulidad, dejando caer las dos faldas que tenía en las manos.
—¿De quién?
—De Rodney Harrington —dijo tranquilamente Allison. —Acaba de pedirme que vaya con él.
No se sentía tranquila. Recordaba la noche de su fiesta de cumpleaños, cuando Rodney la había besado, porque era demasiado mayor para darle unos azotes.
CAPÍTULO 22
Al cabo de unos días, Tomas Makris se apeó del tren en la estación de Peyton Place. Ningún otro pasajero se apeó con él. Se detuvo en el andén vacio y miró atentamente a su alrededor, pues tenía la costumbre de grabar en su mente una sólida imagen de cualquier sitio nuevo, a fin de no olvidarla jamás. Permaneció inmóvil, notando el peso de las dos maletas que llevaba, y pensó que en este caso no había mucho que ver u oír. Era poco antes de las siete de la tarde, pero habría podido ser medianoche o las cuatro de la madrugada, a juzgar por la actividad que había. A su espalda no vio otra cosa que los raíles de la vía férrea y oyó el lejano silbato del tren al cruzar el ancho río Connecticut. Y hacía frío.
Para el mes de abril, pensó Makris, estremeciéndose bajo el abrigo, hacía mucho frío.
Frente a él se levantaba la estación, un destartalado edificio de madera con un tejado muy inclinado y varias ventanas de estilo gótico que le daban cierto aire de iglesia abandonada. En la fachada del edificio, a la izquierda de la puerta, había un letrero azul y blanco. PEYTON PLACE, rezaba. HAB. 3.675.
«Treinta y seis setenta y cinco —pensó Makris, abriendo la estrecha puerta de la estación. —Parece el precio de un traje barato.»
El interior del edificio estaba iluminado por varias bombillas eléctricas, colgadas de portalámparas que, en otro tiempo, debían haber sido farolas de gas, y había hileras de bancos hechos con la madera peor que existía, el roble rubio. No había nadie sentado en ellos. Las paredes, mal enyesadas, estaban bordeadas por la misma madera amarillenta, y el suelo era de mármol negro y blanco. En una de las paredes había una jaula con barrotes de hierro y detrás de ellos un hombre delgado, con una nariz ganchuda, gafas con montura de acero y corbata estrecha observaba a Makris.
—¿Hay algún sitio donde pueda dejar esto? —preguntó el nuevo director, indicando las dos maletas a sus pies.
—En la habitación contigua —dijo el hombre de la jaula.
—Gracias —contestó Makris, y atravesó un estrecho corredor abovedado que conducía a una habitación más pequeña. Era una réplica de la otra, decorada con roble rubio, mármol y lámparas de gas transformadas, pero con otras dos puertas. Ambas ostentaban un gran letrero. HOMBRES, decía uno. MUJERES, decía el otro. Contra una pared había una hilera de armarios metálicos grises, y Makris los encontró casi familiares. Era lo único de la estación que le recordaba ligeramente a algo que había visto en su vida.
—Ah —murmuró, —sombras de la Grand Central —y se inclinó para introducir las maletas en uno de los armarios. Depositó la moneda de diez centavos, extrajo la llave y observó que éste era el único armario ocupado.
«Una ciudad bulliciosa», pensó, y volvió a la habitación principal. Sus pisadas resonaron con fuerza sobre el limpio suelo de mármol.
Leslie Harrington había dicho a Makris que le llamara a su casa en cuanto bajara del tren, pero Makris dejó atrás la solitaria cabina telefónica de la estación. Primero quería ver la ciudad solo, únicamente a través de sus propios ojos. Además, la noche que Harrington le telefoneó, llegó a la conclusión de que el presidente de la Junta Escolar de Peyton Place era un hombre convencido de su propia importancia, y, por lo tanto, debía ser muy pesado.
—Oiga, abuelo —empezó Makris, dirigiéndose al hombre de la jaula.
—Me llamo Rhodes —dijo el anciano.
—Señor Rhodes —empezó otra vez Makris, —¿sabría decirme cómo puedo ir a la ciudad? He observado que hay una angustiosa carencia de taxis ahí fuera.
—Malo sería que yo no lo supiera.
—Que usted no supiera, ¿qué?
—Decirle cómo tiene que ir a la ciudad. Hace más de sesenta años que vivo aquí.
—Muy interesante.
—Usted es el señor Makris, ¿eh?
—Ha acertado.
—¿Es que no va a llamar a Leslie Harrington?
—Más tarde. Primero quiero tomar un café. Escuche, ¿no puedo conseguir un taxi en alguna parte?
—No.
Tomas Makris reprimió una carcajada. Empezaba a creer que todo lo que había oído sobre estos adustos habitantes de Nueva Inglaterra era verdad. El anciano de la jaula daba la impresión de haber estado chupando limones durante años. Ciertamente, la acritud no era uno de los rasgos de aquella pequeña secretaria de Pittsburgh que afirmaba ser de Boston, aunque ella misma dijo que era una irlandesa de Cast, Boston, y que, por lo tanto no podía considerársela como una verdadera representante de Nueva Inglaterra.
—En este caso, ¿le importa decirme qué camino debo tomar para ir andando a la ciudad, señor Rhodes? —preguntó Makris.
—En absoluto —contestó el jefe de estación, y Makris observó que había pronunciado las dos palabras como una: Enasoluto. —Salga por esa puerta, dé la vuelta a la estación hasta llegar a la calle y siga recto dos manzanas. Así llegará a Elm Street.
—¿Elm Street? ¿Es la calle principal?
—Sí.
—Tenía la idea de que la calle principal de todas las ciudades pequeñas de Nueva Inglaterra se llamaba Main Street .
—Quizá —dijo el señor Rhodes, que se enorgullecía, cuando estaba molesto, de recalcar las sílabas. —Quizá sea verdad que la calle principal de todas las demás ciudades pequeñas se llame Main Street. Sin embargo, en Peyton Place no es así. Aquí la calle principal se llama Elm Street.
«Punto. Párrafo —pensó Makris. —Siguiente pregunta.»
—Peyton Place es un nombre extraño —dijo. —¿Cómo es que lo escogieron?
El señor Rhodes retiró la mano y empezó a cerrar el panel de madera que había detrás de los barrotes de su jaula.
—Ya es hora de cerrar, señor Makris —dijo, —y le sugiero que se ponga en marcha si quiere tomar un café. El restaurante de Hyde cierra dentro de media hora.
—Gracias —dijo Makris al panel de madera que súbitamente se interpuso entre él y el señor Rhodes.
«Amable bastardo», pensó, mientras abandonaba la estación y empezaba a subir por la calle llamada Depot.
Tomas Makris era un hombre de osamenta grande y músculos que parecían vibrar cada vez que se movía. En las acerías de Pittsburgh era, según le dijo una atrevida secretaria, como una ilustración de un obrero metalúrgico. Sus brazos, bajo las mangas arremangadas por encima del codo, eran extraordinariamente musculosos, y los botones de sus camisas de trabajo siempre parecían a punto de saltar al intentar cubrir la tensión de su pecho. Medía un metro noventa y dos centímetros de estatura, pesaba noventa y cuatro kilos, desnudo, parecía todo menos un maestro de escuela. De hecho, la amable secretaria de Pittsburgh le había dicho que con su traje azul oscuro, camisa blanca y corbata oscura, parecía un obrero metalúrgico disfrazado de maestro, algo que no inspiraría confianza a ningún habitante de Nueva Inglaterra.
Tomas Makris era un hombre guapo, y su piel oscura y cabello negro le conferían una innegable seducción, por lo que, tanto los hombres como las mujeres, le consideraban más atractivo que inteligente. Esto era un error, pues Makris tenía una mente tan analítica como un matemático y tan curiosa como un filósofo. Fue su curiosidad la que le impulsó a dejar la enseñanza durante un año para trabajar en Pittsburgh. Había aprendido más cosas sobre economía, trabajo y capital en un solo año que en diez años de leer libros. Tenía treinta y seis años de edad y no lamentaba en absoluto no haber permanecido el tiempo suficiente en un puesto para «progresar», como dijo la secretaria de Pittsburgh. Era honrado, carecía totalmente de diplomacia, y era víctima de un genio inflamable que tendía a soltarle una lengua que había aprendido a hablar en el East Side de la ciudad de Nueva York.
Makris estaba a la mitad de la segunda manzana de Depot Street, que conducía a Elm, cuando Parker Rhodes, al volante de un viejo sedán, pasó junto a él. El jefe de estación miró por la ventanilla del lado del conductor y echó una ojeada al nuevo director de las escuelas de Peyton Place.
«Hijo de perra —pensó Makris. —Demasiado cerdo para ofrecerse a llevarme en su vieja carraca.»
Después sonrió y se preguntó por qué el señor Rhodes se habría mostrado tan sensible respecto al tema del nombre de la ciudad. Seguiría preguntando y vería si todos los habitantes de este lugar olvidado de Dios reaccionaban del mismo modo. Había llegado a la esquina de Elm Street y se detuvo para dar un vistazo a su alrededor. En la esquina se levantaba una casa blanca, rematada por una cúpula, con almidonadas cortinas de encaje en las ventanas. Recortadas contra la luz del interior, vio a dos mujeres sentadas a una mesa con un tablero de damas entre ellas. Las mujeres eran gruesas y tenían el cabello blanco, y Makris pensó que parecían haber trabajado demasiado en la misma escuela de jovencitas.
«Me pregunto quiénes serán —se dijo, mirando a las dos solteronas de la ciudad.»
De mala gana, se apartó de la casa blanca y se dirigió hacia el oeste por Elm Street. Cuando había andado tres manzanas, llegó a un pequeño restaurante, bien iluminado y de aspecto cuidado. «Restaurante Hyde» decía un cortés letrero de neón, y Makris abrió la puerta y entró. El lugar estaba vacío, a excepción de un anciano sentado en un extremo de la barra y otro hombre que salió de la cocina al oír que se abría la puerta.
—Buenas noches, señor —dijo Corey Hyde.
—Buenas noches —dijo Makris. —Café, por favor, y un trozo de pastel. Cualquiera.
—¿De manzana, señor?
—Cualquiera.
—Bueno, también tenemos de calabaza.
—El de manzana está bien.
—Creo que también queda una ración de pastel de cerezas.
—El de manzana —dijo Makris— me parece bien.
—Usted es el señor Makris, ¿verdad?
—Sí.
—Encantado de conocerle, señor Makris. Yo me llamo Hyde. Corey Hyde. —¿Cómo está usted?
—Muy bien, por regla general —dijo Corey Hyde. —Seguiré bastante bien, mientras nadie abra otro restaurante.
—Oiga, ¿puede traerme el café?
—Desde luego. Desde luego, señor Makris.
El anciano del extremo de la barra tomó un sorbo de café con una cuchara y miró disimuladamente al recién llegado. Makris se preguntó si el anciano podía ser el tonto del pueblo.
—Aquí está, señor Makris —dijo Corey Hyde. —El mejor pastel de manzana dé Peyton Place.
—Gracias.
Makris removió el azúcar del café y probó la tarta. Era excelente.
—Peyton Place —dijo a Corey Hyde, —es el nombre de ciudad más raro que he oído en mi vida. ¿Por qué se llama así?
—Oh, no lo sé —dijo Corey, trotando innecesariamente sobre la inmaculada superficie de la barra. —Hay muchas ciudades que tienen nombres raros. Por ejemplo, Baton Rouge, en Luisiana. Tengo un hijo que estudia francés en la escuela superior. Me dijo que Baton Rouge significa Bastón Rojo. ¿No le parece un nombre muy raro para una ciudad? Bastón Rojo, Luisiana. ¿Y qué hay de Des Moines, Iowa? Este sí que es raro.
—Es cierto —dijo Makris. —Pero ¿a quién o a qué se debe el nombre de Peyton Place?
—A un tipo que construyó un castillo aquí arriba, mucho antes de la Guerra de Secesión. El tipo se llamaba Samuel Peyton —explicó Corey de mala gana.
—¡Un castillo! —exclamó Makris.
—Sí. Un castillo verdadero, traído aquí desde Inglaterra, piedra por piedra.
—¿Quién era ese Peyton? —preguntó Makris. —¿Un duque exiliado?
—No —dijo Corey Hyde. —Nada más que un tipo con dinero para derrochar. Discúlpeme, señor Makris. Tengo cosas que hacer en la cocina.
El anciano, sentado al otro extremo de la barra se rió entre dientes.
—La verdad, señor Makris —dijo Clayton Frazier en voz muy alta, —es que la ciudad debe su nombre a un maldito negro. Esto es lo que molesta a Corey. Es muy delicado, y no quiere confesarlo.
Mientras Tomas Makris sorbía su café y saboreaba la tarta y la conversación, Parker Rhodes llegaba a su casa de Laurel Street. Aparcó su viejo sedán y entró en la casa donde, sin quitarse el abrigo ni el sombrero, fue directamente al teléfono.
—¿Oiga? —dijo, en cuanto contestaron a su llamada. —¿Eres tú, Leslie? Bueno, está aquí, Leslie. Ha llegado en el tren de las siete, ha dejado las maletas en consigna y ha venido andando a la ciudad. En este momento está sentado en el restaurante de Hyde. ¿Qué dices? No, no puede retirar sus maletas de la estación hasta mañana por la mañana, ya lo sabes. ¿Qué? Bueno, maldita sea, no me lo ha preguntado, por eso. No me ha preguntado cuándo podía sacarlas. Sólo quería saber dónde podía dejar las maletas, de modo que se lo he dicho. ¿Qué dices, Leslie? No, no le he dicho que nadie ha usado esos armarios desde que los instalaron hace cinco años. ¿Qué? Bueno, maldita sea, no me lo ha preguntado, por eso. Sí. Sí que lo es, Leslie. Muy oscuro, y grande. Santo Dios, es tan grande como el lado de un granero. Sí. En el restaurante de Hyde. Ha dicho que quería una taza de café.
Si Tomas Makris hubiera oído esta conversación, habría vuelto a observar que Rhodes pronunciaba las tres últimas palabras como una sola: Tazadecafé. Pero en aquel momento, Makris estaba mirando al hombre de cabello plateado que acababa de entrar en el restaurante.
«¡Dios mío! —pensó Makris, asombrado. —Este hombre parece un anuncio viviente de un ponche de ron y frutas. ¡Un maldito coronel de Kentucky en este sitio!»
—Buenas noches, doctor —dijo Corey Hyde, que había sacado la cabeza por la puerta de la cocina al oír la puerta de entrada, igual que una tortuga cansada que asomara la cabeza fuera del caparazón, pensó Makris.
—Buenas noches, Corey —y Makris supo, en cuanto el hombre habló, que éste no era un coronel fugitivo de Kentucky, sino un nativo.
—Bien venido a Peyton Place, señor Makris —dijo el nativo de cabello blanco. —Nos alegramos de tenerle aquí. Me llamo Swain. Matthew Swain.
—Buenas noches, doctor —dijo Clayton Frazier. —Estaba contando al señor Makris algunas de nuestras leyendas locales.
—Espero que no le impulsen a marcharse en el próximo tren, señor Makris —bromeó el médico.
—No, señor —dijo Makris, pensando que, después de todo, en esta ciudad olvidada, había una maldita cara que parecía humana.
—Espero que le guste vivir aquí —dijo el médico. —Quizá me permitirá que le enseñe la ciudad cuando haya descansado un poco.
—Gracias, señor. Me encantaría —contestó Makris.
—Por ahí viene Leslie Harrington —dijo Clayton Frazier.
La figura que se acercaba a la puerta de cristal del restaurante era claramente visible para los que estaban dentro. El médico se volvió para mirarla.
—Es Leslie, sin duda —dijo. —Viene para llevarle a casa, señor Makris.
Harrington entró a grandes zancadas en el restaurante, con una sonrisa obsequiosa en la cara.
—¡Ah, señor Makris! —exclamó jovialmente, alargando la mano. —Es un verdadero placer darle la bienvenida a Peyton Place.
Makris pensó: «Oh, Dios mío, es mucho peor de lo que temía.»
—Hola, señor Harrington —dijo Makris, tocando apenas la mano extendida. —¿Ha hecho alguna llamada de larga distancia últimamente?
La sonrisa impresa en la cara de Harrington amenazó con derretirse y desaparecer, pero la rescató a tiempo.
—Ja, ja, ja —se rió. —No, señor Makris, estos días no he tenido mucho tiempo para telefonear. He estado demasiado ocupado buscando un apartamento adecuado para nuestro nuevo director.
—Confío en que habrá tenido éxito —dijo Makris.
—Sí. Sí, la verdad es que así es. Bueno, venga conmigo. Le llevaré en mi coche.
—En cuanto termine el café —dijo Makris.
—Desde luego, desde luego —repuso Harrington. —Oh, hola, Matt. ¿Qué tal, Clayton?
—¿Café, señor Harrington? —preguntó Corey Hyde.
—No, gracias —dijo Harrington.
Cuando Makris hubo terminado, todo el mundo dio cortésmente las buenas noches, y él y Harrington salieron del restaurante. En cuanto la puerta se hubo cerrado tras ellos, el doctor Swain se echó a reír.
—¡Maldita sea! —rugió. —¡Apuesto lo que sea a que esta vez, Leslie ha encontrado la horma de su zapato!
—Un maestro de escuela que Leslie no podrá manejar a su antojo —comentó Clayton Frazier.
Corey Hyde, que tenía dinero en el banco donde Leslie Harrington era consejero, esbozó una sonrisa insegura.
—El ramo textil debe ser un buen negocio —dijo Makris, mientras abría la puerta del nuevo Packard de Leslie Harrington.
—No puedo quejarme —dijo Harrington. —No puedo quejarme —y el dueño de la fábrica se enfureció consigo mismo por esta súbita tendencia a repetir todas las palabras.
Makris se quedó inmóvil cuando iba a entrar en el coche. Una mujer se dirigía hacia ellos, y cuando pasó bajo la farola de la esquina, Makris vio su cabello rubio y su elegante abrigo negro.
—¿Quién es? —preguntó.
Leslie Harrington forzó la mirada en la oscuridad Cuando la figura se acercó, sonrió ampliamente.
—Es Constance MacKenzie —dijo. —Quizá ustedes dos tengan mucho en común. Ella también vivía en Nueva York. Una mujer muy agradable, y hermosa, además. Viuda.
—Preséntemela —dijo Makris, enderezándose.
—Desde luego. Desde luego, estaré encantado. ¡Oh, Connie!
—¿Sí, Leslie?
La voz de la mujer era rica y profunda, y Makris reprimió el deseo de arreglarse el nudo de la corbata.
—Connie —dijo Harrington, —me gustaría presentarte al nuevo director de las escuelas, el señor Makris. Señor Makris, Constance MacKenzie.
Constance alargó la mano y, mientras él la estrechaba, le miró fijamente a los ojos.
—¿Cómo está usted? —dijo al fin, y Tomas Makris se desconcertó, pues su voz revelaba algo muy parecido al alivio.
—Me alegro de conocerla, señora MacKenzie —dijo Makris, y pensó: «Me alegro mucho de conocerte, muñeca. Quiero conocerte mucho mejor, en una cama, por ejemplo, con ese cabello rubio desparramado sobre una almohada.»
CAPÍTULO 23
Desde la noche en que Constance MacKenzie fue presentada a Tomas Makris, una nueva tensión empezó a dejarse sentir en el hogar de las MacKenzie. Hasta entonces, Constance siempre había intentado ser paciente y, hasta el límite de su capacidad, comprender a su hija Allison, pero ahora se mostraba obstinada y mordaz sin ningún motivo, y, desgraciadamente, esta nueva costumbre no sólo se revelaba en su casa, sino también en la tienda. Constance descubrió con asombro que poseía un caudal de odio cuya existencia ni siquiera había sospechado hasta entonces y, algo peor aún, que sentía una extraña satisfacción al expresar opiniones que había mantenido enterradas durante años.
—Tienes demasiada grasa alrededor de las caderas para caber en una talla cuarenta y cuatro —dijo a Charlotte Page un día de finales de abril. —Será mejor que empieces a pensar en tallas especiales.
—¡Pero Constance! —exclamó Charlotte, estupefacta. —Hace años que uso la cuarenta y cuatro, desde que empecé a comprarte ropa! ¡La verdad es que no entiendo qué te pasa!
—Llevas la cuarenta y cuatro desde hace años porque siempre he arrancado la etiqueta de todo lo que te probabas y la he sustituido por una que ponía cuarenta y cuatro —dijo Constance con brusquedad. —Aquí tengo una cincuenta que quizá te quepa, aunque si quieres que te diga la verdad, lo dudo.
—¡Bueno! —exclamó Charlotte Page, recogiendo su Paraguas y sus guantes. —¡Bueno!
Constance se sobresaltó al oír el enfático portazo de Charlotte que dijo, más claramente que con palabras: «¡Adiós! ¡Y no volveré!» Después se alisó el cabello con un ademán cansado y fue a la pequeña habitación de la trastienda donde tenía un hornillo eléctrico y una nevera. Se hizo un bicarbonato de soda y se lo tomó rápidamente, estremeciéndose.
«Sé tanto lo que me pasa como tú, Charlotte», pensó. Al principio, Constance se dijo a sí misma que fue una inmensa sensación de alivio lo que la agitó cuando conoció a Tomas Makris y descubrió que nunca había visto su cara hasta entonces. ¡Qué ridícula había sido!
Ocho millones de personas en la ciudad de Nueva York, había pensado, riéndose entrecortadamente. ¡Y estaba inquieta por el único que había encontrado el camino a Peyton Place!
Pero después de ese primer encuentro, cuando el alivio debía haberla calmado y apaciguado, Constance empezó a sufrir de insomnio y frecuentes ataques de indigestión. Había avistado dos veces a Tomas Makris en la calle, y ambas veces había preferido huir a encararse con él, pero después no se le había ocurrido ninguna explicación razonable para esta reacción. Quizá había tenido más miedo de lo que había creído al principio, cuando Allison le dijo que el nuevo director de las escuelas venía de Nueva York, y sufriera ahora los efectos de una terrible ansiedad.
Reconocía que la situación habría sido angustiosa si Tomas Makris hubiera resultado ser alguien que conociera a Allison MacKenzie y a su familia de Scarsdale. Pero puesto que no lo era, resultaba difícil comprender por qué la imagen del nuevo director de las escuelas la acosaba con tal persistencia.
«Cualquiera —pensó— se dejaría impresionar por un hombre de este tamaño, con su atractivo casi escandaloso y esa sonrisa tan adecuada para un dormitorio.»
Pero nada de lo que se dijo a sí misma sirvió para borrar a Tomas Makris de sus pensamientos.
Una noche, Allison se despertó al oír unos sonidos apagados en algún lugar de la casa. Se quedó inmóvil, en el mundo irreal mezcla de sueño y realidad, y oyó el sonido del agua en el cuarto de baño. «Ah, es mamá», pensó con somnolencia. Con la flexibilidad de la juventud, había aceptado el nuevo desasosiego de su madre sin hacerse preguntas.
Allison dio media vuelta y vio el resplandor de la esfera luminosa del despertador. Abrió totalmente los ojos, y distinguió la hora. Las dos. Con la milagrosa facilidad que parece desvanecerse con la infancia, Allison se despertó por completo en un momento. Se sentó en la cama y se rodeó las rodillas con los brazos. Estaba lloviendo, tal como había llovido durante los últimos días, y las cortinas blancas de la ventana aleteaban y se retorcían con el viento. Las contempló largo rato, observando que el viento no producía ningún movimiento que no fuera armonioso. Las cortinas eran tan incorpóreas como parecían ser las ramas de los árboles bajo un fuerte viento. Ondeaban, temblaban y giraban, y todos los movimientos eran etéreos.
«Me gustaría bailar como algo movido por el viento», pensó Allison.
Allison se levantó sin hacer ruido y encendió la lámpara de la mesilla de noche; después fue al armario donde estaba colgado su vestido para la fiesta de primavera. Tocó las diversas capas de la falda de tul y pasó los dedos por el satinado corpiño de su primer vestido largo de persona mayor. Cuando sacó el vestido del colgador y lo sostuvo a cierta distancia de ella, el aire que se introducía en la habitación llegó a la suave tela azul celeste y agitó ligeramente las capas de la falda.
«Baila solo», pensó, y sostuvo el vestido sobre su cuerpo. Dio unos pequeños pasos de baile alrededor de la habitación, intentando mantener el cuello relajado para que su cabeza se moviera graciosamente, de un lado a otro, y no se detuvo hasta verse en el largo espejo de la puerta del armario. Miró su robusto cuerpo enfundado en el pijama y observó el modo en que su cabello caía sobre sus hombros, fino, lacio y castaño.
«Si al menos tuviese buena figura —pensó tristemente, bajando el vestido de fiesta. —Si fuera muy alta y delgada, podría moverme como una campánula al viento, y todo el mundo diría que soy la mejor bailarina del mundo. Si fuera rubia, como mi madre, o muy morena, como mi padre... ¡Si no fuera tan espantosamente mediocre^
Su pijama de algodón estaba estampado con figuras circenses de muchos colores, y la chaqueta era recta, con un pequeño cuello redondo. Los pantalones eran muy anchos y llevaban una goma elástica en la cintura, y Allison se miró con desagrado.
«¡Qué pijama tan infantil para una chica de trece años! —pensó con resentimiento. —¡Parezco una niña!»
Sus dedos desabrocharon con impaciencia los botones de la chaqueta del pijama, ansiosa por quitarse una prenda que acentuaba su juventud. El cuerpo de seda de su vestido nuevo estaba frío sobre su piel desnuda, pero era suave, como la espuma del jabón, y el color azul de la tela se reflejaba en sus ojos. El tul le arañaba las piernas desnudas, y Allison, dominada por el pánico, vio que su primer vestido de persona mayor no la hacía mayor en absoluto.
«¿Y si él no me encuentra guapa? —pensó. —¿Y si me mira y se arrepiente de haberme invitado?»
Corrió a la cómoda y sacó el sujetador relleno de un cajón. Lo sostuvo ante ella, encima del vestido, y se contempló en el espejo, casi temerosa de bajar el cuerpo del vestido y ponerse la prenda interior; pues si el sujetador no lograba hacerla parecer mayor, no le quedaría otra cosa que intentar. Al fin, de espaldas al espejo, bajó el cuerpo del vestido, se puso el sujetador y volvió a subirse el vestido. Se dio la vuelta rápidamente, tratando de captar en su propia imagen la impresión que produciría en Rodney Harrington cuando la viera vestida así. Su espejo le aseguró que sería favorable. El corpiño de su nuevo vestido se había abultado maravillosamente, y la tela se adaptaba a sus senos de espuma, de modo que su cintura parecía más estrecha y sus caderas más curvadas.
Allison se inclinó hacia delante, con la esperanza de que el escote del vestido fuera lo bastante amplio, y lo bastante bajo, para que la curva superior de sus senos resultara visible para cualquiera que se molestara en mirarla desde ese ángulo. La tarde anterior, ella y Kathy Ellsworth habían acabado de leer un libro en el que el héroe se derretía al ver los senos de su amada por el escote de su vestido de lame plateado. Allison suspiró. El suyo la tapaba completamente, y de no ser así, el sujetador de espuma lo habría hecho.
«Pero —pensó, girando un poco para verse de lado, —parezco muy madura desde este ángulo, y no se puede tener todo.»
—Por el amor de Dios, Allison, son casi las tres de la madrugada. ¡Quítate ese vestido y métete en cama!
Por un momento, Allison se quedó tan atónita como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. De repente se dio cuenta de que hacía frío en la habitación, y se estremeció, y sin saber por qué, se preguntó qué debía sentir un canario cuando alguien metía sus dedos inquisitivos en la jaula.
—Al menos podrías llamar a la puerta antes de entrar —dijo con ira.
Constance, sin darse cuenta de que había roto su sueño íntimo, contestó en el mismo tono.
—No seas descarada, Allison —dijo. —Quítate ese vestido.
—Diga lo que diga, siempre soy una descarada —replicó Allison, furiosa. —Pero tú siempre eres muy educada, ¿verdad?
—Y dame ese estúpido sujetador de espuma —dijo Constance, sin hacer caso del comentario de Allison. —Pareces un globo hinchado.
Allison rompió a llorar y dejó caer al suelo su vestido nuevo.
—Nunca puedo tener un momento de intimidad —sollozó. —¡Ni en mi propia habitación!
Constance recogió el vestido y lo colgó.
—Dame —ordenó, extendiendo la mano para que Allison le diera el sujetador.
—¡Eres mezquina! —exclamó Allison. —¡Eres mezquina y odiosa y cruel! ¡No importa lo que quiera, siempre intentas estropearlo!
—Cállate y acuéstate —dijo fríamente Constance, apagando la luz.
El sonido de los sollozos de Allison la siguió por el pasillo hasta su habitación. Constance encendió un cigarrillo. Últimamente fumaba demasiado, y muy a menudo era injusta con Allison. En esta cuestión del sujetador lo había sido, pues había dejado creer a la niña durante meses que su madre se tragaba el hecho de que Allison podía desarrollar una voluptuosa figura cuando a uno se le presentaba la ocasión.
«Tendría que haber puesto fin a estas tonterías en un principio —pensó. —Aunque sólo lo hiciera en casa, tendría que haberle dicho que nadie se deja engañar mucho tiempo por una mentira.»
Constance suspiró profundamente y dio una chupada al cigarrillo.
—Es esa maldita estación lo que me hace tan intratable —dijo, y ella fue la primera sorprendida, pues nunca hablaba en voz alta cuando estaba sola y casi nunca blasfemaba.
«Es esa lluvia lo que me deprime tanto», corrigió en silencio.
Era fácil, aquel año, culpar a la estación de todo. La primavera había llegado tarde e intentaba recuperar el tiempo perdido. Invadió Peyton Place como un verdadero torbellino, había pensado Allison, como el Conejo Blanco de camino hacia la fiesta del Sombrero Loco. La primavera trajo las lluvias consigo y desprendió el hielo del ancho río Connecticut, de modo que el río se enturbió y gimió y creció como protesta. Se llevó las nieves invernales de los campos y los árboles, y golpeó inexorablemente la tierra hasta que las gruesas capas de escarcha cedieron ante ella y se derritieron en fangosa sumisión. La primavera había llegado con violencia aquel año, y era difícil pensar en ella como una época de hojas tiernas y flores delicadas. Era una furia, retorciendo y golpeando, una fuerza obsesionada por la idea de ganar la tierra en un cruel torneo con el invierno. Sólo después de haber ganado se mostró sonriente y serena, como una niña traviesa después de un berrinche. La mitad de mayo había transcurrido antes de que la primavera se relajara y asentase, extendiendo su falda verde con orgullo, mientras los granjeros plantaban hortalizas en sus huertos y no perdían de vista a esta caprichosa doncella que podía montar en cólera en cualquier momento. Una vez la primavera se hubo calmado, los días pasaron lentamente, sucediéndose unos a otros como los movimientos de una sinfonía, y sólo Constance MacKenzie continuó estando inquieta. Aun cuando los turbulentos días de abril habían pasado, y el calendario le indicaba que era mayo y una época de sol y crecimiento silencioso, Constance estaba tan agitada como el río en días de crecida. No reconoció sus síntomas como parecidos al penoso desasosiego de la adolescencia, ni admitió que el anhelo insatisfecho de su interior pudiera ser sexual. Culpaba a los factores externos de su vida, tales como su hija, las nuevas responsabilidades de un negoció mayor, y el constante esfuerzo que tenía que hacer para atenderlos a ambos.
—¡Es para volver loco a cualquiera! —declaró airadamente un día mientras desempaquetaba mercancías en la tienda.
—¿Cómo dice, señora MacKenzie? —preguntó Selena desde detrás del mostrador donde estaba clasificando ropa interior de niño.
—Oh, vete al infierno —replicó Constance con brusquedad.
Selena guardó silencio. Le inquietaba ver a la señora MacKenzie tan malhumorada durante tantas semanas. No es que su mal humor se manifestara siempre en forma de contestaciones desagradables, pero uno nunca sabía cuándo sería así, y eso hacía las cosas difíciles en la tienda. Cuando Selena intuía que la señora MacKenzie iba a reaccionar con violencia, siempre intentaba atender al cliente, rogando silenciosamente para que el cliente no pidiera ver a Constance. Pero lo peor de todo para Selena era el modo en que se comportaba la señora MacKenzie después de uno de sus arrebatos. Siempre se arrepentía y trataba de compensarla, y entonces esbozaba una sonrisa insegura y humilde. Selena tenía la tentación de dar unas palmaditas en el hombro de Constance y asegurarle que todo iría bien. Cuando la señora MacKenzie se arrepentía de algo, reaccionaba igual que Joey cuando hacía enfadar a Selena y quería congraciarse con ella. Ya era bastante enternecedor cuando Joey actuaba así, pero cuando la señora MacKenzie lo hacía, Selena habría querido echarse a llorar. Esta emoción de Selena era la medida de su devoción por Constance MacKenzie, pues Selena habría observado como cualquiera, menos Constance y Joey, sufría las torturas del arrepentimiento sin un parpadeo.
Constance dejó una factura encima del mostrador y se volvió hacia Selena.
—Lo siento, querida —dijo, y sonrió. —No tendría que haberte hablado así.
«Oh, no —pensó Selena. —No me mire así.»
—No se preocupe, señora MacKenzie —contestó. —Todos tenemos algún día malo.
—Me duele un poco el estómago —dijo Constance, —Pero no debería habértelo hecho pagar a ti.
—No tiene importancia —dijo Selena. —¿Por qué no se va a casa y se acuesta un rato? De todos modos, ya casi es hora de cerrar, y yo puedo arreglármelas sola hasta las seis.
—De ningún modo —repuso Constance. —Se me pasará en seguida y... —Se interrumpió al oír abrirse la puerta.
Thomas Makris pareció llenar toda la parte delantera de la tienda. Sus hombros, cubiertos por una gabardina en esta fresca tarde de mayo, le daban un aspecto de fuerza y poder que dejó aterrorizada a Constance. Recordó tontamente el símil del elefante en la tienda de porcelanas, pero en este momento no le divirtió. Se imaginaba con demasiada claridad los estragos de tal situación.
—Querría unos calcetines —dijo Makris, que había inventado esta presunta compra como excusa para ver otra vez a Constance MacKenzie.
Al principio había esperado encontrarla en la calle, pero después de haberla visto dos veces, en las que ella cruzó la calle y entró en un edificio para evitarle, decidió ir a su encuentro en un lugar donde no pudiera escaparse.
—Calcetines —repitió, al ver que Constance no hablaba. —Colores sólidos, si tiene. Talla doce y medio.
—¡Selena! —llamó Constance. —Selena, atiende a este caballero, por favor —y, sin volver a mirar a Makris, huyó a la pequeña habitación de la trastienda.
Makris se quedó inmóvil, mirándola, y entrecerró sus ojos oscuros con perplejidad.
«Me pregunto por qué tiene miedo —pensó. —Desde luego, tiene miedo.»
—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó Selena.
«Basándome en la suposición de que todo es posible —pensó Makris, que ni siquiera había oído a Selena, —quizá tenga una percepción extrasensorial que le permita saber lo que pienso. Quizá sea la excepción a la regla de que a todas las mujeres les encanta saber que un hombre las encuentra físicamente atractivas. Pero en este caso, ¿por qué no está molesta, ofendida, cualquiera cosa menos asustada?»
—¿Deseaba unos calcetines, señor? —preguntó Selena.
—Sí —contestó distraídamente Makris y salió de la tienda.
Selena se acercó al escaparate y contempló la alta figura que se alejaba por Elm Street. Sentía compasión por el señor Makris. No era el primer hombre de la ciudad que había esperado, en uno u otro momento, abrirse paso hasta el dormitorio de Constance MacKenzie. A Selena le parecía que todos los hombres consideraban a las divorciadas o viudas como una caza no vedada, y Constance había recibido no pocas insinuaciones. Últimamente había sido más perceptible, debido al constante desfile de nuevos clientes que iban a la tienda desde que Constante inauguró el departamento de ropa masculina. Incluso Leslie Harrington había ido más de una vez, aunque todo el mundo en la ciudad sabía que compraba toda su ropa en Nueva York. Lo que más pareció desanimar a los hombres fue el hecho de que Constance se mostrara indiferente a las adulaciones, y a Selena le divertía ver los esfuerzos de casi toda la población masculina de Peyton Place para conquistar a la mujer más hermosa de la ciudad. La señora MacKenzie nunca había parecido darse cuenta de que los hombres eran humanos, pensaba Selena, pero ahora, la primera vez que el señor Makris la miraba, no sólo se daba cuenta de ello sino que este hecho le asustaba.
—¿Ha comprado algo? —preguntó Constance.
—No —dijo Selena, volviéndose hacia ella. —Creo que no ha visto lo que quería.
Ahora que Allison ya no era amiga de Selena, Constance había tomado un gran cariño a la hijastra de Lucas Cross. La encontraba inteligente y trabajadora, pero a veces, Constance se sobresaltaba al descubrir que hablaba sobre temas de adultos con una niña que podía contestarle del mismo modo.
—¿Qué opinas de él? —preguntó a Selena.
—Creo que es el hombre más guapo que he visto en mi vida —dijo Selena. —Más guapo de lo que el doctor Swain debió ser en su juventud, e incluso más guapo que cualquier actor de cine.
«¿Crees que me considera atractiva?»
La pregunta vibró un momento en la punta de la lengua de Constance, y estuvo a punto de formularla en voz alta mientras Selena aguardaba con expectación.
«¿Por qué iba eso a importarme?», se preguntó Constance.
—Me llevaré el vestido esta semana —dijo Selena para llenar la incómoda pausa. —Ya he ahorrado el resto del dinero, de modo que me lo llevaré el viernes, para poder ponérmelo la noche de la fiesta.
—Llévatelo hoy, si quieres —dijo Constance. —Ya te expliqué hace varias semanas, Selena, que no tenías que esperar a tener el dinero. Podías haberte llevado el vestido a casa cuando hubieras querido.
—Es mejor así —dijo Selena. —No me gusta deber dinero a nadie, y, además, en casa no tengo ningún sitio donde guardarlo.
Fue al armario donde Constance guardaba las prendas sobre las que se había hecho algún depósito y miró el vestido blanco que colgaba de una percha, cuidadosamente marcado. «Selena Cross —decía la etiqueta. —Saldo deudor: $ 5.95.»
—Serás la chica más guapa del baile —dijo Constance, sonriendo. —Y la única que vaya de blanco. Todas las demás irán vestidas de colores.
—Sólo espero que Ted piense que soy la más guapa de todas —dijo Selena, y se rió. —Es la primera vez que voy a un baile. Es fantástico tener algo nuevo para ir a un sitio donde nunca has estado. Entonces todo es completamente nuevo, la sensación, y el vestido, y casi tú misma.
—¿Qué edad crees que tiene? —preguntó Constance. —Treinta y cinco años —dijo Selena. —Leslie Harrington se lo dijo a la madre de Ted.
CAPÍTULO 24
Selena, que estaba arrodillada en el suelo delante de su catre, se sentó sobre los talones. Tenía un dolor en el estómago que le cubrió la cara de sudor y la hizo sentir súbitamente débil, hasta el punto de tener que apoyar las manos en el suelo para mantener el equilibrio.
—Ha desaparecido —dijo.
—¿Qué, Selena? —le preguntó su hermano. —¿Qué ha desaparecido?
Selena esperó a que el dolor cediera un poco, y después se levantó.
—Mi dinero —dijo. —Ha desaparecido, Joey. Alguien lo ha cogido.
—No —protestó Joey. —No puede ser, Selena. Debes haber mirado mal.
Selena levantó el delgado colchón del catre y lo lanzó hacia el centro de la barraca.
—¡Ya está! —exclamó. —¿Lo ves en algún sitio?
En la cama no había rastro del sobre blanco que contenía el dinero de Selena, y tampoco apareció cuando ella y Joey agitaron la raída manta. En el sobre había diez dólares en billetes de un dólar y esa cantidad representaba diez tardes de trabajo en la tienda de modas.
—Ha desaparecido —repitió Selena. —Papá lo ha cogido.
Aunque su voz era reposada, tenía un sonido tan terrible que Joey tuvo miedo de su hermana por primera vez en su vida.
—Papá no es capaz de robar —protestó Joey. —Quizá se emborrache y nos pegue, pero papá no es capaz de robar.
Como si no le hubiera oído, Selena dijo: —Y el baile es mañana por la noche y tendré que quedarme en casa.
En una caja debajo de su catre, cuidadosamente envueltas en papel fino, estaban las cosas que había comprado, una por una, para llevar con el nuevo vestido blanco: un par de medias de seda, un par de zapatos de ante negro, y un conjunto de ropa interior blanca.
—El único vestido que he deseado en mi vida —dijo— y papá se lleva el dinero. Pensaba ir a la peluquería Abbie con el resto del dinero, y comprarme un frasco de perfume en la tienda de Prescott. Y papá me ha robado el dinero.
—¡Deja de decir eso! —exclamó Joey. —Papá no es capaz de robar. Debes haberlo escondido en algún otro sitio, y ahora no recuerdas dónde. ¿Te acuerdas de aquella vez que Paul encontró a faltar dinero, y creyó que papá lo había cogido? Lo encontró donde lo había escondido, en sus pantalones buenos.
Por un momento, Selena se animó, pues era cierto que en cierta ocasión su hermanastro Paul había acusado injustamente a su padre de robar. Aquella noche hubo una pelea horrible, y al día siguiente, cuando Paul hubo encontrado su dinero, dejó Peyton Place y se fue a trabajar al norte. Lo malo era que Selena había visto el sobre blanco aquella misma mañana. Lo había sacado de debajo del colchón, había contado el dinero, y lo había devuelto a su escondite.
—El lo ha cogido —dijo Nellie Cross. —Tu padre lo ha cogido. Yo le he visto.
Nellie estaba sentada en el borde de la hundida cama doble, mirándose los dedos de los pies que salían por los agujeros de sus zapatillas de casa. Selena y Joey se sobresaltaron al oír a Nellie, pues durante los últimos meses su madre había dado muestras de un nuevo talento para inhibirse de casi todas las situaciones. Parecía capaz de permanecer largos períodos de tiempo en segundo plano, de modo que sus hijos y su marido llegaban a olvidarse de que estaba con ellos en la misma habitación.
—Lo ha cogido esta mañana —dijo Nellie. —Yo le he visto. Lo ha cogido de debajo de la cama de Selena. Le he visto, al muy hijo de perra.
Selena cerró los puños en un acceso de frustración.
—¿Por qué no se lo has impedido? —inquirió, sabiendo que la pregunta era irrazonable. —Podías decirle que era mío.
Nellie habló como si no hubiera oído a su hija.
—Hijos de perra —dijo. —No se salva ni uno.
La puerta de la barraca se abrió en aquel momento, y Lucas Cross apareció en el umbral, sonriendo y tambaleándose un poco.
—¿Quién es un hijo de perra? —preguntó.
—Tú —contestó Selena sin vacilar. —No un hijo de perra normal y corriente, sino un hijo de perra estúpido. No te ha servido de nada estar en el hospital y ver escarabajos por todas partes, de modo que la ciudad entera pensaba que te habías vuelto loco. No te afectó en absoluto ver a Kenny Stearns casi desangrado, hasta el punto de que incluso el doctor Swain temió por su vida. Continúas saliendo con ese estúpido de Kenny y emborrachándote igual que antes, y ahora empiezas a robar dinero. Dame lo que ha quedado, papá.
Lucas miró la mano extendida de su hijastra.
—¿De qué estás hablando? —preguntó con aire de inocencia.
—Sabes muy bien de lo que estoy hablando, papá. Del sobre que has cogido de debajo de mi cama. Quiero que me lo devuelvas.
—Ten cuidado con lo que dices a tu padre, Selena. Lucas Cross aún no ha robado nunca nada a nadie. La última persona que me dijo esto fue tu hermano Paul, y le di una buena paliza por hacerlo. Ten cuidado.
—Entonces, ¿dónde está el sobre que había debajo de mi colchón? ¿El que tenía diez billetes de un dólar dentro?
—¿Te refieres a éste? —preguntó Lucas. Enseñó el sobre, que ahora estaba sucio y arrugado.
La muchacha intentó arrebatárselo, pero Lucas profirió una carcajada y lo levantó por encima de su cabeza.
—Dámelo —dijo Selena.
—Bueno, bueno, espera un momento —dijo Lucas, arrastrando las palabras. —Espera un momento, cariño. Me parece a mí que una moza ha de pagar su manutención cuando trabaja. No está bien, Selena, que sigas dependiendo de tu padre como hasta ahora.
—Es mío —dijo Selena. —He trabajado y lo he ganado. Dámelo.
Lucas se alejó de la puerta y fue a sentarse en una silla junto a la mesa de la cocina.
—Desde que tu hermano se fue, las cosas no han sido fáciles para mí —dijo Lucas con voz exageradamente lastimosa. —Me parece a mí que podrías ayudar un poco a tu padre, una chica mayor como tú.
—Tenías mucho dinero cuando terminó la tala —dijo Selena. —No deberías haberlo gastado todo en bebida. No vas a beberte mi dinero, papá. He trabajado todas las tardes después de la escuela para ganar este dinero, y quiero que me lo devuelvas.
—Es una pena gastar un buen dinero para agradar a ese Ted Carter —dijo Lucas. —Un verdadero derroche, si quieres saber mi opinión. Esos Carter no son más que basura. Siempre lo han sido. Ella no es mejor que una ramera, y él ha sido su alcahuete durante veinte años.
—Los Carter no tienen nada que ver con mi dinero —afirmó Selena. Corrió hacia su padre e intentó arrancarle el sobre blanco de la mano, pero él se echó rápidamente atrás, y Selena estuvo a punto de caerse. Lucas estalló en carcajadas.
—Me parece a mí —dijo— que una moza lo bastante mayor para hablar de este modo a su padre, una moza lo bastante mayor para ir a bailar con el hijo de una ramera y un alcahuete, debe ser lo bastante mayor como para obtener lo que quiere de su padre; es tan fácil como coger un caramelo a un niño, si se sabe cómo hacerlo.
Selena miró largamente a su padre. Sólo durante un segundo sus ojos imploraron piedad; después sólo reflejaron comprensión. Lucas esbozó una sonrisa grotesca, y cuando su frente se movió, la muchacha observó en ella el brillo del sudor.
—Si no he entendido mal —dijo Lucas, —no te importa revolearte con Ted Carter, cuando él intenta conseguir lo que quiere. Ahora se han cambiado los papeles, cariño. Tienes que revolearte conmigo para conseguir lo que quieres.
Sin apartar los ojos de los de su padre, Selena habló a su hermano.
—Ve fuera, Joey —dijo.
El niño miró fijamente a su hermana.
—Pero fuera está oscuro —protestó. —Y hace frío.
—Ve fuera, Joey. Ve fuera y no entres hasta que te llame.
No volvió a hablar hasta que la puerta se cerró tras su hermano menor, y entonces dijo:
—No pienso acercarme a ti, papá. Dame mi dinero.
—Ven aquí y cógelo —dijo Lucas con voz ronca. —Sólo tienes que venir aquí e intentar quitármelo.
Nellie Cross seguía mirándose los dedos de los pies a través de los agujeros de sus zapatillas.
—Hijos de perra —murmuró. —Todos son unos hijos de perra.
Aunque Nellie habló en voz baja, Lucas se sobresaltó como si acabara de darse cuenta de que estaba en la habitación. Miró primero a su esposa y después a Selena, y los ojos de Selena estaban llenos de odio.
—Toma —dijo, después de lanzar otra ojeada a Nellie. —Toma tu maldito dinero.
Lanzó el arrugado sobre hacia Selena y fue a caer a sus pies.
—Hijos de perra —repitió Nellie. Todos son iguales. Alcohol y mujeres. Mujeres y alcohol.
CAPÍTULO 25
Rodney Harrington, vestido con una chaqueta blanca e impecablemente peinado, se sentó en el borde de una butaca del salón de las MacKenzie. Constance le había dejado allí, mientras subía a ver si Allison estaba lista, y ahora Rodney esperaba y miraba la alfombra con displicencia.
Se preguntó qué le habría impulsado a pedir a Allison que le acompañara al baile más importante del año. A este baile en especial, el primero al que le permitían asistir. Tenía a Betty Anderson a su disposición, ansiosa por que la invitara al baile, y no se le había ocurrido nada más que pedírselo a Allison MacKenzie. «Invita a una buena chica», le había ordenado su padre, y allí era donde había acabado Rodney. En el borde de una butaca del salón de las MacKenzie, esperando a la flaca Allison. Habría podido divertirse mucho con Betty, maldita sea.
Rodney notó que se sonrojaba y miró disimuladamente en torno a la habitación vacía. No le gustaba pensar en la tarde que había pasado en el bosque de Road's Gard con Betty Anderson, a menos que estuviera seguro de hallarse solo. Cuando estaba solo, no podía dejar de pensar en ello.
¡Esa Betty!, pensó Rodney, dejándose arrastrar por los recuerdos. Caramba, era algo grande. No había nada infantil en ella, ni en lo que le había enseñado aquella tarde. Tampoco hablaba como una niña ni lo parecía. Desde luego, era algo grande, aunque su padre fuese un simple obrero de la fábrica. ¡Sí, algo grande!
Rodney cerró los ojos y notó que se le aceleraba la respiración al pensar en Betty Anderson.
«No —se dijo, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo. —Aquí, no. Esperaré a la noche, cuando vuelva a casa.»
Paseó la mirada por el salón de las MacKenzie y sus pensamientos volvieron a atormentarle.
Podría haberse divertido mucho en el baile con Betty, y aquí estaba, esperando a Allison. Y por si esto fuera poco, Betty estaba furiosa con él porque no la había invitado. Al fin y al cabo, no se podía culpar a Betty por eso, pues cuando una chica compartía un secreto con uno, tenía derecho a esperar que se la invitara al baile más importante del año. Confiaba en que estuviera allí. Quizá tuviera la oportunidad de hablar con ella y averiguar si aún estaba enfadada. Maldita sea, habría podido evitar que su padre interviniese en el asunto si se hubiera empeñado. Y ahora tenía que ir al baile con la flaca Allison sólo porque su padre le había dicho que invitara a una buena chica.
«¡Tonto! —se dijo Rodney Harrington. —¡Maldito tonto!»
En ese momento oyó ruidos en las escaleras del vestíbulo, y supuso que Allison debía estar bajando al fin. Sólo esperaba que estuviera presentable y no le miraba con ojos de cordero degollado en el baile, donde algunos de los muchachos podrían darse cuenta. No podía permitirse el lujo de que Betty oyera bromas sobre él y Allison o cualquier otra chica.
—Aquí está Allison, Rodney —dijo Constance.
Rodney se levantó.
—Hola, Allison.
—Hola.
—Bueno, mi padre está esperando en el coche. —Muy bien.
—¿Tienes un abrigo o algo? —Tengo esto. Es un abrigo de noche. —Bueno, vámonos. —Ya estoy lista.
—Buenas noches, señora MacKenzie.
—Buenas noches, madre.
—Buenas noches... —Constance se reprimió a tiempo. Había estado a punto de decir «niños». —Buenas noches, Allison —dijo. —Buenas noches, Rodney. Que os divirtáis.
En cuanto hubieron cerrado la puerta, Constance se dejó caer pesadamente en un sillón. Había sido una semana difícil, en la que Allison pasó por momentos de insoportable impaciencia y horas de desmoralizante pánico. Al despertarse aquella misma mañana con un enorme grano rojo en la barbilla, se echó a llorar y exigió a Constance que telefoneara inmediatamente a Rodney para decirle que Allison estaba enferma y no podría salir aquella noche. Constance encendió un cigarrillo y miró la fotografía enmarcada sobre la repisa de la chimenea.
—Bueno, Allison —dijo en voz alta, —aquí estamos. Al fin solos.
«Tu hija bastarda se ha bañado, ondulado el pelo, perfumado, hecho la manicura y vestido, y aquí estamos nosotros, Allison, tú y yo solos, esperando que regrese de su primera invitación formal.»
Constance se asustaba cuando pensaba de este modo, con amargura y autocompasión, y se escandalizaba al darse cuenta de que últimamente su amargura no sólo se debía a la posición en que Allison MacKenzie la había dejado catorce años antes. Durante las últimas semanas se rebelaba contra la idea de tener que ocuparse ella sola de una niña que empezaba a hacerse mujer, y echaba toda la culpa sobre los hombros de su amante muerto. El crimen de Allison, pues a los ojos de Constance se trataba de un crimen, era haber declarado que la amaba. En este caso, su primer impulso debería haber sido protegerla, antes que llevarla a la cama, pero, como Constance se decía a sí misma, él no había pensado en protegerla hasta que ya era demasiado tarde, y Constance había dejado que Allison MacKenzie se convirtiera en un hábito para ella. Sabía que no le había amado, pues de ser así, las relaciones entre ellos nunca habrían sido lo que fueron. El amor, para Constance, era sinónimo de matrimonio, y el matrimonio se basaba en una serie de gustos e intereses comunes, así como en unos antecedentes y puntos de vista similares. Todo esto era amalgamado por una emoción llamada «amor», y el sexo no formaba parte de él. Por lo tanto, razonaba Constance, era evidente que no había amado a Allison MacKenzie. Los ojos de Constance se posaron nuevamente en la fotografía de la chimenea, y se preguntó si encontraría alguna vez las palabras adecuadas para explicar la situación a la hija de Allison MacKenzie. El sonido del timbre interrumpió sus pensamientos. Constance volvió a suspirar, más profundamente que antes, y se frotó la nuca para mitigar el dolor que sentía. Supuso que Allison, en su excitación, habría olvidado el pañuelo.
Constance abrió la puerta y vio a Tomas Makris en los escalones. Durante un momento fue incapaz de moverse o hablar, abrumada no tanto por la sorpresa, como por una sensación de irrealidad.
—Buenas noches —dijo Tom, rompiendo el silencio. —Como siempre se las arregla para esquivarme en la calle e incluso en su tienda, he pensado en venir a visitarla. Como Constance no contestó, sino que continuó inmóvil con una mano en el pomo y la otra apoyada en el quicio de la puerta, Tom siguió hablando con el mismo tono intrascendente.
—Comprendo —dijo— que no es demasiado convencional. Tendría que haber esperado a que usted me hiciera una visita para venir a devolvérsela, pero temía que nunca se decidiese a cumplir con ese deber de cortesía. Señora MacKenzie —prosiguió, empujando ligeramente la puerta, —he esperado media hora en la esquina a que su hija saliera, y estoy muy cansado. ¿Puedo entrar?
—Oh, sí. Por favor, entre —dijo Constance al fin, con voz que a ella misma le pareció extraña. —Sí, claro. Entre.
Se quedó con la espalda apoyada en los paneles de la puerta cerrada mientras Tom pasaba junto a ella y entraba en el vestíbulo.
—Le ruego que me dé su abrigo, señor Makris —dijo.
Tom se quitó el abrigo y se lo echó encima del brazo, después de lo cual fue hacia donde se hallaba Constance. Se acercó lo bastante para que ella tuviera que alzar la cabeza para mirarle, y cuando lo hubo hecho, le sonrió dulcemente.
—No tenga miedo —dijo. —No voy a hacerle nada. Me quedaré mucho tiempo por aquí. No hay prisa.
CAPÍTULO 26
El gimnasio de la escuela superior de Peyton Place estaba decorado con papel de China rosa y verde. El papel colgaba en guirnaldas retorcidas del techo y las paredes. Había sido cuidadosamente enrollado en torno a los aros y tableros de baloncesto con el fin de disimularlos. Algún alumno imaginativo, descorazonado por el prosaico aspecto de las canastas de baloncesto, había tenido la idea de rellenarlas con flores multicolores y otro había colocado un globo en todos los sitios donde era posible atar un cordel. En la pared, detrás de donde estaba la orquesta, habían pegado unas enormes letras de papel de aluminio:
LA ESCUELA SUPERIOR DE PLEYTON PLACE LES DA LA BIENVENIDA AL BAILE ANUAL DE PRIMAVERA
Los alumnos del último curso que integraban el comité de decoración exhalaban suspiros de alivio y contemplaban su labor con justificado orgullo. El gimnasio, se decían unos a otros, nunca había quedado mejor que este año para un baile de primavera. El baile anual de primavera, que era una costumbre en Peyton Place desde la construcción de la nueva escuela superior, estaba organizado por los alumnos que se graduaban para dar una prematura bienvenida a los niños de la escuela primaria que pasarían a la escuela superior en otoño, y había llegado a representar muchas cosas para distintas personas. Para la mayoría de las muchachas de octavo grado significaba su primera cita formal con un muchacho, y para la mayoría de los muchachos significaba el levantamiento oficial del toque de queda impuesto por sus padres a las nueve de la noche. Para Elsie Thornton, vestida de seda negra para representar su papel de chaperona, parecía ser la toma de conciencia de los adolescentes a los que había instruido aquel año. Discernía en ellos los primeros signos de interés hacia algún compañero del sexo contrario y sabía que este interés era precursor de la búsqueda y hallazgo que vendrían después.
Sin embargo, pensó la señorita Thornton, algunos ya habían buscado y encontrado a su pareja.
Miró a Selena Cross y Ted Carter mientras giraban lentamente por la pista de baile, con las cabezas muy juntas, y aunque no creía en el mito de los novios muy jóvenes que crecían, se casaban, y vivían eternamente felices, deseó que se hiciera realidad en el caso de Selena y Ted. Sus sentimientos fueron diferentes cuando observó a Allison MacKenzie y Rodney Harrington. Fue como una bofetada para ella ver entrar a Allison en compañía de Rodney. La señorita Thornton había levantado involuntariamente una mano, y la había bajado casi en seguida, esperando que nadie se hubiera fijado en su reacción.
«Oh, ten cuidado, pequeña —había pensado. —Debes tener cuidado, o sufrirás mucho.»
La señorita Thornton vio a Betty Anderson, vestida con un traje rojo poco adecuado para su edad, con los ojos fijos en Allison y Rodney. Betty había acudido al baile con un muchacho del último curso de la escuela superior que ya tenía fama de conductor imprudente y bebedor empedernido. Pero Betty no había apartado los ojos de Rodney en toda la noche. Dieron las diez antes de que Rodney reuniera el valor para acercarse a Betty. Se dirigió hacia ella cuando Allison le dejó para ir al lavabo, y cuando Allison regresó al gimnasio estaba bailando con Betty. Allison fue hacia la hilera de sillas donde estaban sentados los chaperones y tomó asiento junto a Elsie Thornton, pero tenía los ojos fijos en Rodney y Betty.
«No debe importarte, cariño —habría querido decirle la señorita Thornton. —No cifres tus sueños en ese muchacho porque sólo lograrás que los haga pedazos, igual que a ti.»
—Estás preciosa, Allison —le dijo.
—Gracias, señorita Thornton —contestó Allison, preguntándose si debía añadir: «Usted también, señorita Thornton.» Sería una mentira, pues la señorita Thornton nunca le había parecido tan fea. Definitivamente, el negro no era su color. Y, ¿por qué se quedaba Rodney tanto tiempo con Betty?
Allison mantuvo la cabeza alta y la sonrisa en los labios, incluso cuando terminó una serie de bailes y empezó otra, y Rodney no fue a reclamarla. Sonrió y saludó con la mano a Selena, y a Kathy Ellsworth, que había venido con un muchacho que iba a la escuela superior y besaba con la boca abierta. Sintió una punzada de compasión por el pequeño Norman Page que estaba apoyado en la pared, solo, y se miraba los pies. Allison sabía que Norman había acudido al baile en compañía de su madre, que iría a recogerle a las once después de asistir a una reunión de la Sociedad de Damas Auxiliares en la iglesia congregacionista. Allison sonrió a Norman cuando éste levantó la cabeza, y agitó la mano, pero empezaba a tener el estómago revuelto y no sabía cuánto resistiría sin vomitar. Las yemas de los dedos de Betty acariciaban la nuca de Rodney, y él la miraba con los ojos entrecerrados.
«¿Por qué me hace esto? —se preguntó con malestar. —Yo estoy más guapa que Betty. Ella tiene un aspecto muy vulgar con ese viejo vestido rojo, y lleva mugre en las pestañas. Tiene muchísimo pecho para una chica de su edad, y Kathy dice que es postizo. No lo creo. Ojalá la señorita Thornton dejara de moverse tanto en la silla..., sólo falta un baile para que termine esta serie y será mejor que me prepare, porque Rodney vendrá a buscarme dentro de unos minutos. Estoy segura de que ese vestido era de la hermana mayor de Betty, la que se perdió con aquel hombre de White River. Selena está preciosa con ese vestido blanco. ¡Parece tan mayor! Al menos aparenta veinte años, igual que Ted. Están enamorados, se ve a simple vista. Todo el mundo me mira. Soy la única chica que está sentada. ¡Rodney ha desaparecido!»
El corazón de Allison empezó a latir con fuerza mientras sus ojos examinaban ansiosamente la pista de baile. Miró hacia la puerta justo a tiempo para ver una mancha roja, y entonces comprendió que Rodney la había dejado sola para ir a alguna parte con Betty.
«¿Y si no vuelve? —pensó. —¿Y si tengo que ir sola a casa? Todo el mundo sabe que he venido con él. ¡TODO EL MUNDO SE RÍE DE MI!»
La señorita Thornton posó una mano fría y pesada sobre su codo.
—Caramba, Allison —rióse la señorita Thornton. —Estás en otro mundo. Norman te ha preguntado dos veces si quieres bailar con él y ni siquiera le has contestado.
Allison tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no pudo ver a Norman, y la cara le dolía. Sólo cuando se levantó para bailar con él se dio cuenta de que seguía sonriendo. Norman la enlazó con torpeza mientras la orquesta importada de White River atacaba un vals.
«Si dice algo —pensó Allison con desesperación, —si dice una sola palabra, vomitaré delante de todo el mundo.»
—He visto que Rodney salía con Betty —dijo Norman, —de modo que se me ha ocurrido invitarte a bailar. Hacía mucho rato que estabas sentada al lado de la señorita Thornton.
Allison no vomitó delante de todo el mundo.
—Gracias, Norman —contestó. —Has sido muy amable.
—No puedo entender a Rodney —continuó Norman. —Tú eres mucho más guapa que esa gorda de Betty Anderson.
«Oh, Dios mío —rogó Allison, —haz que se calle.»
—Betty ha venido con John Pillsbury. —Norman lo pronunció Pillsbree. —Bebe mucho y lleva a las chicas de paseo en su coche. Una vez le detuvieron, por conducir borracho y por exceso de velocidad, y la policía se lo dijo a su padre. ¿Te gusta Rodney?
«¡Le amo! —chilló silenciosamente Allison. —¡Le amo y me está destrozando el corazón!»
—No —dijo, —no demasiado. Pero tenía que venir con alguien.
Norman siguió haciéndola girar con torpeza.
—De todos modos —dijo, —es muy feo que te haya dejado sentada con la señorita Thornton y se haya marchado con Betty.
«Por favor, Dios mío. Por favor, Dios mío», pensó Allison.
Pero la orquesta continuaba tocando, y la mano de Norman empezaba a sudar sobre la suya, y Allison pensó en la chica del cuento de hadas que llevaba los zapatos rojos, y las luces la deslumbraron hasta que sus sienes empezaron a palpitar.
Fuera, Betty Anderson llevaba de la mano a Rodney por el oscuro terreno que servía de aparcamiento para la escuela superior. El coche de John Pillsbury estaba aparcado a poca distancia de los demás, debajo de un árbol, y cuando Betty y Rodney llegaron a él, ella abrió la puerta trasera y entró.
—Date prisa —susurró, y Rodney se metió dentro tras ella.
Rápidamente, Betty apretó los botones del seguro de las cuatro puertas, y después se dejó caer en el asiento trasero, riendo.
—Aquí estamos —dijo. —Apretados como sardinas en lata.
—Vamos, Betty —susurró Rodney. —Vamos.
—No —dijo ella con petulancia. —No quiero. Estoy enfadada contigo.
—Oh, vamos, Betty. No seas así. Bésame.
—No —dijo Betty, echando la cabeza hacia atrás. —pídeselo a la flaca de Allison MacKenzie. Al fin y al cabo, has venido con ella.
—No te enfades, Betty —rogó Rodney. —No he podido evitarlo. Yo no quería, pero mi madre me obligó.
—¿Prefieres estar conmigo? —inquirió Betty con tono algo modificado.
—¿Que si lo prefiero? —suspiró Rodney, y no era precisamente una pregunta.
Betty apoyó la cabeza en su hombro y pasó un dedo por la solapa de su chaqueta.
—De todos modos —dijo, —creo que hiciste mal pidiendo a Allison que viniera contigo.
—Oh, vamos, Betty. No seas así. Dame un beso.
Betty levantó la cabeza y Rodney se apresuró a taparle la boca con la suya. Sabía besar, pensó Rodney, como nadie en el mundo. No besaba sólo con los labios, sino con los dientes y la lengua, y mientras tanto emitía profundos sonidos con la garganta y hundía las uñas en sus hombros.
—Oh, cariño, cariño —susurró Rodney, y no pudo decir nada más antes de que la lengua de Betty volviera a introducirse entre sus dientes.
Todo el cuerpo de Betty se retorció y convulsionó cuando él la besó, y cuando sus manos se abrieron paso hacia sus senos, ella gimió como presa de algún dolor. Se tendió sobre el asiento hasta quedar echada, de modo que las piernas y los pies no le llegaban al suelo, y Rodney amoldó su cuerpo al de ella sin dejar de besarla.
—¿Se te ha levantado, Rod? —jadeó ella, ondulando el cuerpo bajo el de él. —¿La tienes levantada y dura?
—Oh, sí —murmuró Rodney, casi incapaz de hablar. —Oh, sí.
Sin otra palabra, Betty dobló las rodillas, apartó a Rodney de un empujón, sacó el seguro de la puerta y salió del coche.
—¡Ahora ve a metérsela a Allison MacKenzie! —le gritó. —¡Ve a buscar a la chica que has traído al baile y desahógate con ella!
Antes de que Rodney pudiera recobrar el aliento para articular una sola palabra, Betty había dado media vuelta y se dirigía hacia el gimnasio. Intentó salir del coche para ir tras ella, pero las piernas no le sostuvieron, y sólo pudo agarrarse a la puerta abierta y maldecir en voz baja.
—Puta —dijo con voz ronca, utilizando una de las palabras favoritas de su padre. —¡Maldita puta!
Se agarró con más fuerza a la puerta y sintió náuseas, mientras el sudor le bajaba por la cara.
—¡Puta! —dijo, pero no le sirvió de nada.
Al fin, se enderezó y se enjugó la cara con el pañuelo, y buscó un peine en sus bolsillos. Aún tenía que regresar al gimnasio para recoger a aquella maldita Allison MacKenzie. Su padre llegaría a las once y media y debía encontrarle esperando con ella.
—Oh, asquerosa ramera —dijo por lo bajo a la ausente Betty. —¡Oh, maldita, sucia, y despreciable hija de perra!
Se estrujó el cerebro en busca de nuevos insultos que dirigirle, pero no se le ocurrió ninguno. Empezó a peinarse, a punto de llorar.
Por encima del hombro de Norman, Allison vio entrar a Betty Anderson en el gimnasio, sola.
—¡Dios mío —pensó, —quizá haya vuelto a casa solo! ¿Qué voy a hacer?»
—Ahí está Betty —dijo Norman. —Me pregunto qué le habrá ocurrido a Rodney.
—Debe estar en el lavabo —dijo Allison, que parecía incapaz de hablar con voz firme. —Por favor, Norman, ¿no podríamos sentarnos? Me duelen los pies.
«Y la cabeza —pensó. —Y el estómago. Y los brazos, y las manos, y las piernas, y la nuca.»
Eran las once y cuarto cuando vio a Rodney entrar por la puerta. Se sintió tan aliviada que no pudo mostrarse enfadada. La había salvado de una situación embarazosa volviendo a buscarla y evitando que regresara a su casa sola. Parecía enfermo. Tenía la cara roja e hinchada.
—¿Estás lista para marcharte? —preguntó a Allison.
—Cuando tú quieras —contestó ella con indiferencia.
—Mi padre está fuera, de modo que ya podemos irnos.
—De acuerdo.
—Iré a buscarte el abrigo.
—Muy bien.
—¿Quieres bailar una pieza primero?
—No. No, gracias. He bailado tanto toda la noche que tengo los pies destrozados.
—Bueno, voy a buscarte el abrigo.
«Bien dicho —pensó la señorita Elsie Thornton. —Valiente es la palabra para describir a Allison.»
—Buenas noches, señorita Thornton. Me he divertido mucho.
—Buenas noches, querida —dijo la señorita Thornton.
CAPÍTULO 27
Para la señorita Elsie Thornton, el veinte de junio era el día más penoso del año. Era el día de la graduación, y siempre le proporcionaba una incómoda mezcla de sentimientos que incluían felicidad, pesadumbre y el peculiar cansancio que acompaña a la relajación del esfuerzo. Se encontraba sola en el salón de actos vacío, disfrutando de estos pocos momentos de calma ahora que la multitud se había ido. Al poco rato entraría Kenny Stearns, con su cubo y su bayeta, para iniciar el trabajo de limpieza, pero en aquellos momentos todo era silencio, y la señorita Thornton miró a su alrededor con cansancio.
Los bancos de madera, hechos apresuradamente y colocados en hileras desiguales como los graderíos de un estado de fútbol, aún estaban en el escenario vacío. Un rato antes, su desnudez quedaba oculta por las faldas blancas de treinta y dos muchachas y los pantalones oscuros de cuarenta muchachos que integraban las clases que se graduaban en la escuela superior y primaria, pero ahora no quedaba más rastro de su paso por allí que un olvidado guante blanco y tres arrugados programas. Había unas grandes letras, de cartulina dorada, sobre la cortina de terciopelo negro que colgaba detrás de los bancos: ¡ADELANTE! CLASES DE 1937. En un momento de la noche, el nueve de 1937 se había desprendido y ahora colgaba en un ángulo oblicuo, dando un aspecto cómico a una ceremonia que había sido organizada con la mayor seriedad.
Tal vez, pensó la señorita Thornton a la defensiva, todo el acto de la noche le hubiera parecido cómico a un extraño. Desde luego, los desaciertos de la banda de la Escuela Superior de Peyton Place al intentar tocar una composición tan ambiciosa como Pompa y circunstancia habían tenido sus aspectos cómicos. Y Jared Clarke, aunque no habla dicho explícitamente que los graduados estaban «cansados de estar de pie», lo había insinuado.
Sí, pensó la señorita Thornton, había muchas personas, entre ellas la directora del Smith College, que habrían encontrado ridículas todas estas cosas.
Pero la señorita Thornton no se había divertido. Cuando setenta y dos niños, entre ellos los cuarenta y pico a los que ella había enseñado aquel año, se levantaron en masa para cantar: «Salud, escuela nuestra, a ti dedicamos nuestra canción», la señorita Thornton se sintió embargada por una emoción que algunos habrían llamado «sentimentalismo» y otros, los más jóvenes, pertenecientes a una generación más falta de tacto, quizá habrían calificado de «cursi». La graduación, para la señorita Thornton, era un momento de tristeza y un momento de alegría, pero sobre todo era un momento de cambio. En la noche de la graduación, el cambio significaba para la señorita Thornton algo más que una simple transición de una escuela a otra. Representaba el fin de una época. Muchos de sus alumnos y alumnas habían dejado de ser niños aquella noche. ¡Parecían tan mayores y distintos desde su asiento de la primera fila del salón de actos! A muchos de ellos sólo les quedaba el próximo verano para disfrutar de los últimos días de la infancia. En otoño serían estudiantes de la escuela superior, y ellos ya se consideraban adultos. Había oído hablar a Rodney Harrington de «ir a New Hampton» como si pensara ir a Dartmouth en lugar de a una escuela preparatoria, y varias muchachas se habían quejado de sus padres porque no las dejaban ir a campamentos veraniegos mixtos.
«Todo va demasiado rápido», pensó la señorita Thornton, dándose cuenta de que ésta no era la primera vez que lo pensaba. Esta noche parecía estar obsesionada por pensamientos gestados, como le sucedía después de cada graduación, y persistía en hacer frases como «Los mejores años de su vida» y «Qué lástima que la juventud sea malgastada por los jóvenes».
Kenny Stearns entró cojeando en la sala de actos, acompañado por el tintineo de dos cubos que chocaban entre sí. La señorita Thornton se levantó y recogió los guantes.
—Buenas noches, Kenny —dijo.
—Buenas noches, señorita Thornton. Creía que todo el mundo se había marchado.
—Ya me iba, Kenny. El salón de actos estaba precioso esta noche, ¿verdad?
—Así es. Yo he sido el que hizo los bancos. Han aguantado bien, ¿eh?
—Están perfectos, Kenny.
—También me encargué de colgar las letras. Me costó mucho que quedaran rectas. Ese nueve no estaba torcido cuando lo puse, como ahora.
—No, no lo estaba, Kenny. Se ha caído durante la ceremonia.
—Bueno, será mejor que empiece. Esos bancos han de desmontarse esta noche. Después vendrá un par de niños para ayudarme.
La señorita Thornton captó la insinuación.
—Buenas noches, Kenny —dijo.
—Buenas noches, señorita Thornton.
Fuera, el cielo estaba negro. No había luna y la señorita Thornton pensó que no había espacio para ella, pues todo el firmamento estaba lleno de estrellas. Levantó los ojos y aspiró profundamente el perfumado aire de junio, y de repente toda su depresión desapareció. En otoño habría otro grupo de niños, quizá más prometedor y gratificador que el último.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 01
Habían pasado dos años desde aquella noche de graduación. Habían pasado rápidamente para Allison. El trabajo era mucho más duro en la escuela superior y eso le proporcionaba un estímulo mental que no había tenido en la escuela primaria. Además, había llegado a aceptarse a sí misma y al mundo que le rodeaba con más tranquilidad, y aunque todavía atravesaba épocas de temor y resentimiento, eran menos frecuentes y penosas que antes. También había desarrollado una nueva e insaciable curiosidad. Dos años antes se contentaba dejando que los libros respondieran a sus preguntas, pero ahora intentaba aprender de la gente. Hacía preguntas a todas las personas que le rodeaban, y la más complaciente de ellas era Nellie Cross.
—¿Cómo es que llegaste a casarte con Lucas? —preguntó un día a Nellie. —Siempre le maldices y hablas como si le odiaras. ¿Por qué te casaste con él?
Nellie alzó la mirada del candelabro de latón que estaba limpiando, y guardó silencio tanto rato que a cualquiera que no fuese Allison le habría parecido que no había oído o no quería contestar. Pero Allison sabía que ninguna de las dos cosas era cierta. Si Nellie era complaciente con las preguntas de Allison, Allison había aprendido a ser paciente con los silencios de Nellie.
—No sé por qué lo hice —dijo finalmente Nellie. —La verdad es que yo nunca decidí casarme con Lucas. Fue una de esas cosas que pasan.
—Las cosas nunca pasan porque sí —repuso Allison con firmeza. —Hay una ley de causa y efecto que se aplica a todo y a todos.
Nellie sonrió y dejó el candelabro sobre la repisa de la chimenea del salón de las MacKenzie.
—Hablas muy bien, pequeña —dijo. —Rematadamente bien, con palabras raras y todo. Escucharte es igual que oír música.
Allison intentó no mostrarse complacida, pero se sintió como cuando en la escuela el señor Makris le daba una A en composición. La admiración total y absoluta que Nellie sentía por Allison era la base de su amistad, pero Allison nunca admitía tal cosa. En cambio, decía que «quería mucho» a Nellie Cross.
—Ahora que lo pienso —dijo Nellie, —sí que hubo una razón por la que me casé con Lucas. Tenía a Selena. Entonces era muy pequeña. Una criatura de seis meses escasos. Mi primer marido, Curtis Chamberlain se llamaba, murió al quedar atrapado debajo de unos troncos. Se cayeron de un camión, y el viejo Curt se quedó seco. Bueno, allí estaba yo, esperando a Selena, y en seguida después de nacer ella conocí a Lucas. El también estaba solo. Su esposa había muerto al tener a Paul. En aquel tiempo me pareció una buena idea, casarme con Lucas, quiero decir. El estaba solo con Paul, y yo estaba sola con Selena. No es bueno que una mujer esté sola, igual que un hombre. Además, ¿qué iba a hacer yo? No podía trabajar, acababa de tener un bebé, y Lucas andaba detrás de mí.
Se echó a reír, y por un momento, Allison temió que Nellie empezara a divagar y salirse por la tangente tal como hacía aquellos días, pero Nellie recobró la seriedad y continuó hablando.
—Fue una tontería —dijo. —Me escapé de las brasas para caer en el fuego. Lucas siempre estaba bebiendo, y peleando, y persiguiendo a las mujeres. Y yo me encontré peor que antes.
—Pero ¿no le amabas? —preguntó Allison. —¿Por lo menos al principio?
—Bueno, Lucas y yo llevábamos poco tiempo de casados cuando yo me quedé embarazada por primera vez. Lo perdí. Un aborto, dijo el doctor. Lucas salió a emborracharse y volvió como una cuba. Dijo que yo aún lloraba la muerte de Curtis, pero no era verdad. Bueno, la cuestión es que volví a quedarme embarazada y cuando tuve a Joey, Lucas dejó de preocuparse por Curtis. Dicen que has de amar a un hombre para tener un hijo suyo. No sé si es verdad. Quizá este amor del que tú hablas sea lo que me ha mantenido junto a Lucas todos estos años, podía haberle dejado. De todos modos, yo siempre he trabajado, y él siempre se ha bebido toda su paga, de modo que habría sido lo mismo.
—Pero ¿cómo pudiste quedarte con él? —preguntó Allison. —¿Cómo es que no te escapaste cuando él te pegaba, y pegaba a tus hijos?
—Pero, cariño, esto no significa nada. —Nellie volvió a reírse, y esta vez sus ojos adquirieron una mirada ausente. —Es todo lo demás. El alcohol y las mujeres. Incluso el alcohol no es tan malo, si hubiera dejado a las mujeres en paz. Podría contarte unas historias, cariño... —Nellie cruzó los brazos, y su voz adoptó un ritmo monótono. —Podría contarte unas historias, cariño, que no tienen nada que ver con las historias que tú me cuentas.
—¿Como cuáles? —susurró Allison. —Dime, ¿Cómo cuáles?
—Oh, algún día recibirá su merecido —susurró Nellie, equiparando su voz a la de Allison. —Recibirá su merecido, el hijo de perra. Al final todos los hijos de perra reciben su merecido. Absolutamente todos.
Allison suspiró y se levantó. Cuando Nellie empezaba a canturrear y a maldecir, era inútil pretender que entrara en razón. Continuaría así el resto del día, maldiciendo por lo bajo, indiferente a todas las preguntas que se le formularan. Era esta peculiaridad de Nellie lo que hacía comentar con frecuencia a Constance MacKenzie que había que hacer algo al respecto. Sin embargo, Constance nunca se decidía a hacer nada, pues Nellie, excéntrica o no, seguía siendo la mejor asistenta de Peyton Place. Pero no era la impresión de Nellie o su lenguaje lo que preocupaba a Allison. Era el modo desalentador con el que Nellie lanzaba veladas insinuaciones, como un pescador lanzando el sedal, sólo para retirar el cebo en cuanto Allison había picado. En otros tiempos, Allison había intentado derribar esta pared de cosas a medio decir, pero Allison descubrió después que era inútil tratar de arrancar las palabras a Nellie.
—¿Qué podrías contarme, Nellie? —preguntaba, y Nellie se cruzaba de brazos y se echaba a reír.
—Oh, las historias que podría contarte, cariño... —Pero nunca lo hacía, y Allison aún era demasiado joven para apiadarse de la incapacidad de un individuo para compartir sus penas. Se limitaba a encogerse de hombros y decía con mal humor:
—Bueno, está bien, si no quieres decírmelo...
—Bueno, está bien, si no quieres decírmelo —repuso Allison aquel día concreto, —iré a dar un paseo y te dejaré sola.
—Eh, eh, eh —dijo Nellie. —Los hijos de perra.
Allison suspiró con impaciencia y dejó la casa.
En dos años, Peyton Place no había cambiado nada. Las mismas tiendas abrían sus puertas en Elm Street, y las mismas personas las regentaban. Un extraño que volviera a visitar la ciudad después de dos años habría tenido la impresión de que había estado aquí el día anterior. Era julio, y los bancos de delante del juzgado estaban ocupados por los ancianos que los consideraban de su exclusiva propiedad, y un extraño habría podido mirarles y decir. «Caramba, esos ancianos han estado sentados aquí todo este tiempo.»
Allison echó a andar por Elm Street bajo el ardiente sol veraniego y los ancianos sentados frente al juzgado la siguieron con la mirada, con ojos entrecerrados.
—Por ahí va Allison MacKenzie.
—Sí. Ha crecido mucho últimamente, ¿verdad?
—Aún tiene que crecer bastante más para alcanzar a su madre.
Los hombres sonrieron. La opinión generalizada de la ciudad era que Constance MacKenzie parecía una sólida casa de ladrillos, y ese comentario no dejaba de hacerse cada vez que Constance pasaba frente al juzgado.
—Una mujer atractiva, sin embargo, esa Constance MacKenzie. Siempre lo ha sido.
—Oh, no lo sé —dijo Clayton Frazier. —Un poco delgada para mi gusto. Nunca me han entusiasmado las mujeres con los pómulos salidos.
—Por el amor de Dios, ¿a quién le importan sus pómulos?
Los hombres se echaron a reír, y Clayton Frazier apoyó la espalda en la caliente piedra de la pared del juzgado.
—Hay algunos hombres —dijo— que a veces se fijan en otras cosas que no sean el pecho y el trasero de una mujer.
—¿En serio, Clayton? Nómbrame a uno.
—Tomas Makris —dijo Clayton Frazier sin un segundo de vacilación.
Los hombres se echaron a reír otra vez.
—¡Jesús, sí! —exclamaron. —¡Ese griego conquistador no se ha fijado en nada más que en el cerebro de Connie MacKenzie!
—Los dos se pasan las noches hablando de literatura y arte —dijeron.
—¡Pero si ese griego ni siquiera se ha dado cuenta de que Connie MacKenzie es una rubia bien plantada!
Clayton Frazier se caló el viejo sombrero de fieltro hasta los ojos.
—Podéis decir lo que queráis —declaró. —Yo apostaría mi pensión de los próximos seis meses a que Tomas Makris jamás ha tocado a Connie MacKenzie con un solo dedo.
—Yo estoy de acuerdo con Clayton —dijo un hombre con burlona seriedad. —También apostaría a que Tom jamás ha tocado a Connie MacKenzie con un solo dedo. ¡Pero no apostaría ni un centavo a que no la ha tocado con otras cosas!
Los hombres prorrumpieron en carcajadas y volvieron la cabeza para ver cómo Allison desaparecía de su vista.
Memorial Park estaba recubierto por un césped pardusco y quemado por el sol que había brillado diariamente durante seis semanas de sequía. Los árboles se erguían como paralizados en el aire sin viento, con las copas llenas de hojas verdes y cigarras, esperando la lluvia con la paciencia de un centenar de años. Allison andaba con desgana, sintiéndose acalorada a pesar de ir vestida con unos pantalones cortos y una blusa sin mangas, y la soledad le pesaba insoportablemente mientras ascendía la colina situada detrás del parque. La suya no era una soledad que la compañía pudiera mitigar, pues habría podido ir a bañarse a Meadow Pond con Kathy Ellsworth y no había querido. Se había imaginado a una multitud de gente joven salpicando, gritando y riendo, y el solo pensamiento le había repugnado. También se había imaginado los reflejos del sol sobre el agua inmóvil, y había dicho a Kathy que no, que no quería ir a bañarse. Ahora lo lamentaba, pues el calor de julio era como un peso sobre su cabeza descubierta mientras subía la colina hacia Road's End. Aparte del siseo de las cigarras y el ruido de sus propios pies sobre el terreno rocoso, el silencio era total, y Allison tuvo la sensación de ser el único habitante de un mundo seco y abrasado. Tuvo un verdadero sobresalto cuando vio a otra persona, inmóvil ante el tablón con las letras rojas pintadas en un lado, al abandonar el sendero para dirigirse al lugar llamado Road's End.
Esa persona se volvió cuando ella se aproximaba, no a causa del ruido, pues Allison no había hecho ninguno, sino por la intuición de que ya no estaba sola. —Hola, Allison —dijo Norman Page. —Hola, Norman.
El llevaba irnos pantalones cortos de color caqui conocidos como «pantalones de tenis» y sus rodillas, al igual que sus codos y pómulos, eran prominentes y angulosas. Norman era el único muchacho de Peyton Place que llevaba pantalones cortos en verano. Los otros llevaban monos y sólo se destapaban las piernas cuando se ponían el traje de baño.
—¿Qué haces por aquí? —preguntó Norman abstraídamente, como si acabaran de despertarla.
—Lo mismo que tú —contestó Allison con brusquedad. —Buscar un sitio donde pueda estar fresca y sola. —Visto desde aquí, el río parece hecho de cristal. Allison se apoyó en el tablón que cerraban el paso al barranco de Road's End.
—Parece completamente inmóvil —dijo. —La ciudad entera parece inmóvil. —Da la impresión de ser una ciudad de juguete, en la que todo sea de cartón.
—Es justo lo que estaba pensando cuando has llegado. Pensaba que todos los habitantes de este mundo habían muerto y yo era el único que quedaba.
—¡Caramba, yo también! —exclamó Allison, volviendo la cabeza para mirarle.
Norman estaba mirando hacia delante, con un bucle de pelo húmedo sobre la frente; la piel de sus sienes era casi translúcida. Tenía los labios ligeramente separados y sus pestañas, sobre unos ojos entrecerrados, formaban minúsculas sombras en sus hundidas mejillas blancas.
—Yo también —repitió Allison, y esta vez Norman volvió la cabeza y la miró.
—Antes creía —dijo— que nadie pensaba jamás lo mismo que yo. Pero no siempre es verdad, ¿no crees?
—No —dijo Allison, y bajó los ojos. Las manos de ambos reposaban muy próximas sobre el tablón con las letras rojas pintadas en el lado, y al verlas se experimentaba una cálida sensación de intimidad. —No, no siempre es verdad —dijo Allison. —Yo también creía lo mismo, y me preocupaba. Me hacía sentir extraña y distinta de todos los demás.
—Yo creía que era el único chico de la ciudad que venía aquí —dijo Norman. —Era una especie de sitio secreto, y nunca he hablado de él a nadie.
—Yo también lo creía —intervino Allison. —Nunca olvidaré el día en que me dijeron que no era así. Me puse furiosa, como si hubiera sorprendido a alguien mirando por la ventana.
—Ultrajado es la palabra justa —dijo Norman. —Así me sentí yo. Una tarde vi a Rodney Harrington y a Betty Anderson aquí arriba, y no paré de correr hasta que llegué a casa, llorando.
—Hay un lugar que nadie conoce. Apuesto a que ni siquiera tú.
—¿Cuál?
—Ven. Te lo enseñaré.
En la india, con Allison a la cabeza, se abrieron paso a través del bosque que bordeaba el camino. Las ramas de los arbustos les arañaron las piernas y se detuvieron varias veces para coger algunos arándanos que allí crecían. Norman se sacó un pañuelo limpio del bolsillo y anudó las cuatro esquinas para hacer una especie de bolsa, que ambos llenaron de fruta. Al fin alcanzaron el claro, escondido en las profundidades del bosque, donde los botones de oro formaban un mar dorado. Allison y Norman se pararon uno junto al otro para disfrutar del silencio, roto iónicamente por las cigarras, y comer los arándanos del improvisado cesto. Al cabo de largo rato, Norman se agachó y cogió un manojo de botones de oro.
—Levanta la barbilla, Allison —rió. —Si las flores reflejan el oro en tu piel, significa que te gusta la mantequilla y vas a engordar.
Allison se echó a reír y tiró la cabeza hacia atrás. Su cabello castaño, echado hacia atrás y recogido en una cola, se movió sobre su espalda, y notó que tenía la nuca húmeda.
—Está bien, Norman —dijo. —¡Mira si voy a engordar!
El puso dos dedos debajo de la barbilla de Allison y se agachó para ver si los botones de oro producían algún reflejo.
—No —dijo, —me parece que no, Allison. No hay señales de que vayas a engordar.
Ambos se echaron a reír, y los dedos de Norman siguieron bajo la cara de Allison. Durante un largo momento, con la risa aún en la garganta, se miraron uno a otro, y Norman movió los dedos de modo que toda su mano se posó dulcemente sobre la cara de Allison.
—Tienes los labios azules de comer arándanos —dijo Norman.
—Tú también —dijo Allison, sin rehuir el contacto.
El la besó con suavidad, sin tocarla aparte de levantar la otra mano hasta su mejilla. Los botones de oro que aún tenía entre los dedos les rozaron la cara igual que terciopelo.
CAPÍTULO 02
El doctor Matthew Swain y Seth Buswell estaban sentados en el despacho que Seth tenía en el edificio donde se editaba el Peyton Place Times. El médico se abanicaba con su blanco sombrero de paja y sorbía un combinado de ginebra y zumo de uva helado que era la especialidad veraniega de Seth.
—Como dijo el hombre del tiempo —comentó Seth, —treinta y siete grados a la sombra, y no hay ninguna sombra.
—Por lo que más quieras, no hables del tiempo —dijo el médico. —Gracias a Dios que muy pocos han escogido este mes para ponerse enfermos.
—Nadie tiene la energía de ponerse enfermo —contestó Seth. —Hace demasiado calor para estar encima de un hule en tu hospital.
—¡Jesús! —exclamó el médico, incorporándose con un sobresalto al ver pasar un coche a toda velocidad por
Elm Street. —No tientes a la suerte hablando de ello, o tendremos que recoger al joven Harrington en alguna cuneta.
—Sería culpa de Leslie. ¡Qué locura, comprar un descapotable de tres mil dólares a un crío de dieciséis años!
—En especial a Rodney Harrington —dijo el médico. —Ese chico tiene menos cabeza que un mosquito. Quizá sea mejor que le hayan expulsado de New Hampton. De este modo, Leslie puede vigilarle de cerca, aunque no sirva de mucho, desde luego.
—¿No lo sabías? —preguntó Seth. —Leslie ha logrado que le admitan en Proctor. No sé cómo se las ha arreglado para que Rodney vaya a esa escuela, pero el chico entrará en otoño.
—No creo que esté demasiado tiempo allí —dijo el médico. —La semana pasada le vi en White River. Llevaba el descapotable lleno de críos, y todos estaban bebiendo. Leslie estuvo a punto de pegarme cuando se lo expliqué. Dijo que me ocupara de mis propios asuntos y dejara que el chico se divirtiera un poco. ¡Vaya una diversión para un mocoso de dieciséis años! Si no recuerdo mal, yo era mucho mayor cuando empecé a gozar de la vida.
—No me gusta ese chico —dijo Seth. —No me gusta más de lo que siempre me ha gustado Leslie.
Dos figuras pasaron frente al gran ventanal del despacho de Seth. La muchacha levantó la cabeza y miró al interior, saludando con la mano a los dos hombres que estaban dentro, pero el muchacho estaba distraído contemplando a la joven y no alzó la mirada. Llevaba un manojo de botones de oro como si se hubiera olvidado de ellos.
—Por ahí va Allison MacKenzie con el chico Page —dijo el médico. —Me pregunto si su madre sabe que ha salido.
—Ha ido a White River —dijo Seth. —Me he cruzado con ella cuando yo volvía hacia aquí.
—Eso explica que Norman esté paseando con una chica por la calle —dijo el médico. —Me imagino que Evelyn ha ido a White River para ver a John Bixby. No se ha acercado a mi consulta desde que le dije que su única enfermedad era el egoísmo y el mal genio. Es extraño —continuó, después de una pausa— cómo el odio se manifiesta de distintas maneras. Mira a las señoritas Page, más sanas que un caballo de carga, y después mira a Evelyn, siempre quejándose de alguna molestia o algún dolor.
—Pero mira lo que el odio ha hecho a Leslie Harrington —dijo Seth. —Odiaba a todo el mundo y se propuso vencerlo. Y lo ha conseguido.
—Me gustaría que el chico se librara de ella antes de que fuera demasiado tarde —dijo el médico, pensando todavía en Norman Page. —Es posible que si saliera con una buena chica, como Allison MacKenzie, contrarrestara la influencia de Evelyn.
—Eres peor que una vieja, Matt —afirmó Seth, riendo. —Una vieja y una casamentera por añadidura. Toma otra copa.
—¿Es que no tienes vergüenza? —inquirió el médico, alargando el vaso. —¿Piensas pasarte el día sentado bebiendo ginebra?
—Claro que no —dijo Seth sin vacilar. —Naturalmente que no. Por el pequeño Norman Page. Larga vida y felicidad, siempre que Evelyn no se lo coma vivo antes de que pueda disfrutarla.
—No creo que tenga la fuerza suficiente para vencerla —dijo el médico. —Ella espera demasiado de él: amor, admiración, eventual apoyo financiero, lealtad absoluta, e incluso sexo.
—Oh, vamos —replicó Seth. —El calor debe haberte afectado. No me dirás que Evelyn Page duerme con su hijo.
—Lo malo de ti, Seth —dijo el médico con burlona severidad, —es que crees que el sexo se reduce a que un hombre duerma con una mujer. No siempre es así. Te contaré un caso que tuve una vez, un muchacho con la peor deshidratación que he visto. Por ponerse demasiadas lavativas. Sexo, con letras mayúsculas, SEXO.
—¡Jesús, Matt! —exclamó Seth, abriendo los ojos con exagerado horror. —¿Crees que eso es lo que llevó al viejo Oakleigh a la tumba? ¿Lavativas?
—No saques conclusiones con tanta rapidez —protestó el médico. —No he dicho que estuviera hablando de Evelyn Page y Norman. Y, no, Oakleigh no murió por culpa de las lavativas. Le mataron a golpes entre Carolina, Charlotte y Evelyn Page.
—No pienso darte más ginebra —dijo Seth. —Te pone demasiado malhumorado, y hoy hace demasiado calor para estar malhumorado o cualquier otra cosa.
—Excepto borracho —dijo el doctor Swain, levantándose, —y no tengo intención de emborracharme a las cuatro de la tarde. Me voy.
—¿Nos veremos esta noche? —preguntó Seth. —Hoy vendrán todos, o sea que tendremos una buena partida de póquer.
—Ahí estaré —dijo el médico. —Prepara el talonario, Seth. Me siento afortunado.
CAPÍTULO 03
Selena Cross, en pie junto al escaparate de la tienda de modas, vio pasar al doctor Matthew Swain. El corazón empezó a latirle apresuradamente mientras el temor se adueñaba de ella y la invadía de pies a cabeza. Contempló con horror la alta figura vestida de blanco que nunca le había demostrado más que bondad.
«Ayúdeme, doctor —pensó silenciosamente. —Tiene que ayudarme.»
—Matt Swain es el único hombre que puede llevar un traje blanco con elegancia —dijo Constance MacKenzie. —Quizá se le vea arrugado, pero nunca se le ve sudoroso.
Los dedos de Selena se cerraron en torno a la botella de Coca-Cola que tenía en la mano.
«Esperaré un día más —pensó. —Un día más, y, si no ocurre nada, iré a ver al doctor. Ayúdeme, doctor, le diré. Tiene que ayudarme.»
—¿Selena?
—¿Sí, señora MacKenzie? —¿No te encuentras bien?
—Claro que sí, señora MacKenzie. Me encuentro perfectamente. Es el calor.
—Estás muy pálida. Esto no es normal en ti.
—Es el calor, señora MacKenzie. Me encuentro bien.
—Las horas pasan tan despacio... ¿Por qué no te tomas el resto de la tarde libre?
—Se lo agradezco, pero Ted vendrá a recogerme a las seis.
—Entonces, ve a la trastienda y siéntate un rato. La verdad es que nunca te había visto tan blanca.
—De acuerdo, iré a sentarme. Llámeme si me necesita.
—Así lo haré, querida —dijo Constance MacKenzie, y al oír su tono bondadoso, Selena estuvo a punto de echarse a llorar.
«Si usted supiera —pensó. —Si supiera lo que me pasa, no me hablaría con tanta amabilidad. Me diría que desapareciera de su vista. Oh, doctor, ayúdeme. ¿Y si Ted, o su familia, o alguien lo averiguase?»
Selena nunca había dejado que las opiniones de Peyton Place la afectaran en ningún sentido.
—Que hablen —se decía. —Hablarán de todos modos.
Pero ahora que le había sucedido algo tan horrible, tenía miedo. Conocía su ciudad, y sus cotilleos.
—Una chica en apuros.
—Se ha perdido.
—Está embarazada.
—La muy ramera.
—Bueno, ¿qué puede esperarse de la gente de las barracas?
De no haber sido por Ted Carter, Selena habría plantado cara al mundo y le habría espetado: «¿Y qué?» Pero amaba a Ted. A los dieciséis años, Selena tenía una madurez que algunas mujeres nunca alcanzaban. Conocía su propia mente, y conocía su propio corazón. Amaba a Ted Carter y sabía que siempre le amaría, e imaginárselo mirándola con el corazón destrozado por lo que había hecho era más de lo que podía resistir. Ted, con un sentido del honor que había heredado de quién sabe quién, con un rígido autodominio que nunca rompía. Ted, abrazándola y diciendo: «No, cariño. No te haré ningún daño.» Ted, alejándose de ella cuando no quería hacerlo, diciendo que además del amor y respeto, tenia paciencia. Ambos se habían reído de ello.
—Nosotras, las chicas pobres, tenemos la sangre caliente —había dicho ella.
—Ya falta menos —le contestó Ted. —Dos años. Sólo tenemos dieciséis años, y nos queda toda una vida. Nos casaremos antes de que yo me vaya a la universidad.
—Te amo. Te amo. Nunca he amado a nadie en este mundo más que a Joey, y te amo más que a él.
—Te necesito, pequeña. ¡Cuánto te necesito! No me toques. ¿Y si te meto en un lío? A veces ocurre, ya lo sabes. Por mucho cuidado que se tenga, a veces ocurre. Ya sabes cómo es esta ciudad. Ya sabes cómo trata a una chica que se mete en un lío. Recuerda lo que pasó con la chica Anderson, la hermana de Betty. Tuvo que marcharse. Ni siquiera pudo conseguir trabajo en la ciudad.
«Oh, doctor —rogó Selena, apoyando la cabeza en las rodillas para combatir la debilidad que sentía. —Oh, doctor, ayúdeme.»
—¿Selena?
—Sí, señora MacKenzie. —Al teléfono.
Selena se levantó y después de pasarse unos dedos temblorosos por las mejillas y el cabello, fue a la tienda.
—¿Diga? —preguntó al receptor.
—Oh, cariño —dijo Ted Carter, —me temo que no podré ir a recogerte a las seis. El señor Shapiro está esperando tres mil pollos más, y tengo que quedarme a ayudarle.
—No te preocupes, Ted —dijo Selena. —La señora MacKenzie me ha ofrecido el resto de la tarde libre. Ya que no puedes escaparte, le tomaré la palabra.
«El resto de la tarde. El resto de la tarde. Iré a ver al doctor durante el resto de la tarde.»
Selena apenas oyó el plan de Ted para reunirse más tarde. Colgó, al oír que le mandaba un beso, y se quedó mirando la blancura de su mano sobre el receptor negro.
—Señora MacKenzie —dijo, al cabo de unos minutos, —¿qué le parece si, después de todo, me tomo el resto de la tarde libre?
—Muy bien, querida. Ve a casa y descansa. Pareces agotada.
—Gracias —dijo Selena. —Es lo que pienso hacer. Iré a casa y dormiré un poco.
Constance MacKenzie siguió a Selena con la mirada hasta que desapareció por Elm Street. Era extraño, pensó, que Selena se negara a confiar en ella. En los últimos dos años se habían hecho tan amigas que hablaban prácticamente de todo. Selena era la única persona enterada de que Constance pensaba casarse con Tomas Makris. Constance se lo había dicho, en su primer arrebato de felicidad, hacía más de un año. Selena comprendió la situación en que se hallaba Constance. Sabía el cuidado que debía tener, a causa de Allison. Selena incluso le dio un consejo.
—Cuanto más espere, señora MacKenzie, peor será —había dicho Selena. —Allison siempre ha abrigado sentimientos muy fuertes por su padre. Los tendrá el año próximo, y el siguiente. No creo que esperar hasta que se gradúe en la escuela superior sea la solución.
Constance suspiró. Tom tampoco creía que esperar hasta que Allison se graduara en la escuela superior fuera la solución. Aquella noche tenía una cita con él, y sabía que surgiría la cuestión. Siempre ocurría. Si al menos reuniera el valor suficiente para explicarle cuáles habían sido sus relaciones con el padre de Allison, si al menos se atreviera a explicárselo todo... Pero le amaba del modo que sólo una mujer de treinta y cinco años puede amar a un hombre cuando no ha amado nunca con anterioridad: con todo su corazón, con toda su mente y todo su cuerpo, pero también con miedo. Constance consideraba a Tomas Makris la encarnación de todo lo que había deseado y nunca había tenido, y tenía miedo de perderle. Lo que complicaba aún más la situación era el hecho de que él la amara. Amaba, se dijo Constance con temor, a la mujer que aparentaba ser: viuda, madre consagrada y un respetado miembro de la comunidad.
¿Cómo podría amar a una mujer que había tenido un amante y había sido lo bastante estúpida para concebir un hijo bastardo de él? Constance, que se había despreciado a sí misma durante dieciséis años, no podía creer que algún hombre fuera capaz de amarla cuando supiera la verdad. Tenía muchas razones para no casarse con Tom sin haberle expuesto los hechos primero, y todas sus razones estaban relacionadas con el honor, la nobleza y la verdad. La realidad era que estaba cansada de llevar una carga sola y quería, a cualquier precio, compartir su peso con alguien. Más que nada, quería estar con alguien con quien no necesitara tomar continuas precauciones. Constance MacKenzie, casi tan desgraciada como dos años antes, fue a la pequeña habitación de la trastienda y se sirvió un vaso de té helado.
Selena Cross se apresuraba bajo el sol vespertino. Cuando llegó a Chestnut Street, se sintió como si detrás de todas las ventanas hubiera un par de ojos que la miraran y conocieran su secreto.
«Una chica en apuros —leía Selena en aquellos ojos. —Una chica perdida. No una buena chica, sino una mala chica. No la chica adecuada para el joven Ted Carter.»
Selena se apresuró por el sendero de baldosas, húmedo ahora por el rocío de los dos aspersores que daban perezosas vueltas sobre el césped, y subió de dos en dos los escalones situados entre dos columnas de la casa «de estilo sureño» del médico. Matthew Swain contestó a su apremiante timbrazo.
—Por el amor de Dios, Selena —dijo, echando una rápida mirada a su pálido rostro, —entra antes de que te achicharres.
Pero dentro, en el amplio y fresco vestíbulo, los dientes de Selena empezaron a castañetear, y el médico la miró escrutadoramente.
—Ven a mi despacho —dijo.
Un colega, de visita, había comentado una vez, que el despacho de Matt Swain no se parecía en nada al consultorio de un médico. Era cierto, pues el médico había utilizado parte de lo que en otro tiempo fuera una salita para instalar su despacho. La mitad de la salita estaba cerrada por una puerta plegable, y, en el otro lado, Matthew Swain tenía el consultorio propiamente dicho. El suelo del despacho y del consultorio era el mismo suelo de madera dura que se había puesto al construir la casa, y junto al desorden del médico, los suelos eran el mayor motivo de queja de Isobel Crosby.
—Ya está bastante mal —decía Isobel— que el doctor reciba a toda clase de gente en su propia casa pudiendo tener un consultorio en el centro comercial, pero suelos de madera... Imagínate. ¡Suelos de madera que no puedes fregar con una bayeta húmeda!
Selena Cross se sentó tímidamente en la silla próxima a la mesa del médico.
—Tranquilízate, Selena —dijo el médico. —Sea lo que sea, te sentirás mejor cuando me lo hayas contado.
—Estoy embarazada —dijo Selena, y se mordió el labio inmediatamente. No tenía la intención de decirlo con tal brusquedad.
—¿Por qué lo crees así? —preguntó el médico.
—Porque hace dos meses y medio que no tengo el período —dijo Selena, y esta vez se retorció las manos, pues tampoco tenía la intención de decir esto.
—Ven a la otra habitación —dijo el doctor Swain. —Veremos lo que haya que ver.
Selena notó las manos frías del médico sobre su piel caliente, y una vez más repitió mentalmente su desesperada plegaria.
«Ayúdeme, doctor. Tiene que ayudarme.»
—¿De quién es? —preguntó él cuando estuvieron de nuevo en el despacho.
Ahora venía la peor parte, la parte que había ensayado tan cuidadosamente a fin de expresarse de un modo que no provocara las iras del médico.
—No puedo decírselo —contestó Selena.
—¡Tonterías! —rugió el médico, y Selena comprendió que había fracasado. —¿Qué bobada es ésa? No eres la primera muchacha en la historia del mundo que tiene que casarse, y tampoco serás la primera en esta ciudad. Dime de quién es y déjate de misterios. ¿Del joven Carter?
—No —dijo Selena, y cuando inclinó la cabeza hacia delante los bucles de cabello oscuro le cayeron a ambos lados de la cara.
—¡No me mientas! —gritó el doctor Swain. —He visto cómo te mira ese muchacho. ¿Qué te hizo creer que era inhumano? Vamos, Selena, no me mientas.
—No le miento —dijo la muchacha, y al cabo de un momento perdió el control de sí misma y empezó a gritar. —No le miento. Si fuera de Ted sería la mujer más feliz del mundo. ¡Pero no es suyo! Doctor, ayúdeme —añadió en un susurro. —Doctor, una vez me dijo que si algún día le necesitaba, viniera a verle y usted me ayudaría. Ahora estoy aquí y necesito ayuda. Tiene que ayudarme.
—¿A qué clase de ayuda te refieres, Selena? —preguntó él, con voz casi tan suave como la de ella. —¿Cómo puedo ayudarte?
—Deme algo —dijo ella. —Algo para librarme de él.
—Nada de lo que te diera, Selena, podría ayudarte. Dime quién es el responsable. Quizá pueda ayudarte de este modo. Podrías casarte cuando el niño ya hubiera nacido.
Selena apretó los labios.
—El ya está casado —declaró.
—Selena —dijo el doctor Swain con toda la dulzura de que fue capaz, —Selena, a estas alturas no puedo darte nada para interrumpir el embarazo. La única posibilidad que hay ahora es un aborto, y esto va contra la ley. He hecho muchas cosas en mi vida, Selena, pero jamás he quebrantado la ley. Selena —dijo, inclinándose hacia delante y tomando las manos heladas de la muchacha entre las suyas, —Selena, dime quién es ese hombre, y me ocuparé de que acepte t responsabilidad. Tiene que cuidarse de ti y mantener al niño. Lo haré de modo que nadie se entere. Puedes marcharte irnos meses, hasta que nazca el niño. Quienquiera que te haya hecho esto debe pagar por ello, así como hacerse cargo de tu estancia en el hospital y de tu recuperación. Dime quién es, Selena, y haré todo lo que pueda para ayudarte.
—Es mi padre —dijo Selena Cross. Levantó la cabeza y miró fijamente a Matthew Swain. —Mi padrastro —dijo, y liberó sus manos de él. Se dejó caer sobre el suelo de madera del médico y lo aporreó con los puños. Es Lucas —chilló. —Es Lucas. Es Lucas.
CAPÍTULO 04
A última hora de aquella misma tarde, el doctor Swain telefoneó a Seth Buswell para decirle que no podría reunirse con los demás hombres de Chestnut Street para jugar al póquer.
—¿Qué pasa, Matt? —preguntó el editor del periódico. —¿Es que has confiado demasiado en la suerte? ¿Alguien se ha decidido a ponerse enfermo?
—No —dijo el médico, —pero en el hospital hay ciertos asuntos que deben resolverse y voy a ocuparme de ellos esta noche.
—Espero que no sea nada del departamento de contabilidad —repuso Seth, riendo. —He oído decir que esos tipos de la auditoría del estado son unos bastardos.
—No, Seth. No es nada del departamento de contabilidad —dijo el médico, y su carcajada sonó forzada. —Pero es mejor que tenga cuidado si no quiero que los federales se me tiren encima.
—Desde luego, Matt —rió Seth. —Bueno, siento que no puedas venir. Hasta mañana.
—Hasta mañana, Seth —dijo el doctor Swain, y colgó con lentitud.
Selena Cross no había abandonado la casa del médico. Estaba acostada en un dormitorio del piso superior con un paño húmedo sobre la frente.
—Quédate aquí —le había dicho el médico. —Quédate un rato en la cama, y cuando te encuentres un poco mejor hablaremos de lo que se puede hacer.
—No se puede hacer nada —dijo Selena y vomitó violentamente mientras el médico sostenía una palangana frente a ella.
—Échate y no te muevas —dijo. —Yo tengo que ir abajo.
Una vez en el comedor, Matthew Swain fue en seguida al aparador y se sirvió una generosa ración de whisky escocés.
«Ginebra, whisky, jovencitas en los dormitorios, será mejor que tenga cuidado —pensó irónicamente. —Si no soy más precavido, pronto me conocerán como un conquistador viejo y borracho que ya no es el médico que era.»
Llevó la segunda copa al salón y se sentó en un sofá de brocado frente a la chimenea vacía.
«¿Qué vas a hacer, Matthew Swain? —se preguntó. —Has pasado años y años predicando sin descanso. ¿Qué harás ahora, cuando tienes que poner a prueba tus originales teorías? Nada más preciado que la vida, ¿eh, Matthew? ¿Acaso no estás pensando en la destrucción de lo que siempre has calificado de tesoro?»
El doctor Swain apuró la segunda copa. Fue lo bastante sincero como para reconocer que la lucha que ahora libraba consigo mismo dejaría sus huellas en él para el resto de su vida, y sabía que, fuera cual fuese su decisión, siempre se preguntaría si había actuado bien. Era cierto que nunca hasta entonces había quebrantado ninguna ley, a menos que una partida de póquer semanal con varios amigos en un estado donde el juego estaba prohibido pudiera considerarse un quebrantamiento de la ley.
«No hagas excepciones, Matthew —le dijo. —El póquer en casa de Seth va contra las leyes del estado, así que ya has quebrantado otras veces la ley.»
«Pero no en mi trabajo —protestó otra parte de su mente. —Nunca en mi trabajo.»
«No, no en tu trabajo. Las reglas son las reglas y siempre las has obedecido. Desde luego, no vas a empezar a quebrantarlas ahora, a tu edad, y no hay nada más que decir. Las reglas son las reglas.»
«Pero ¿y las excepciones a las reglas?»
«No hay excepciones en tu profesión, doctor. Denuncias la sífilis, avisas a la policía cuando se te acerca un hombre con una bala, y aíslas a los enfermos mentales a pesar de las protestas. No hay excepciones, Matthew.»
«Pero si este hijo de Selena nace, arruinará el resto de su vida.»
«Esto no es asunto tuyo, Matthew. Ve a la policía. Ocúpate de que ese Lucas comparezca ante la justicia. Pero no pongas las manos encima de Selena Cross.»
«Sólo tiene dieciséis años. La vida entera le sonríe. Esto la arruinaría.»
«Podrías matarla.»
«Tonterías. Lo haría en el hospital con todas las precauciones de esterilización.»
«¿Estás loco? ¿En el hospital? ¿Es que has perdido el juicio?»
«Podría hacerlo. Podría hacerlo de modo que nadie se enterase. Podría hacerlo esta noche. El hospital está prácticamente vacío. Este mes nadie se ha puesto enfermo.»
«¿En el hospital? ¿Estás loco? ¿Estás realmente loco?» «¡Sí, maldita sea, lo estoy! Al fin y al cabo, ¿de quién es el hospital? ¿Quién lo construyó, quién lo equipó y lo puso en marcha sino yo?»
«¿Qué quieres decir, tu hospital? Ese hospital pertenece a las personas de esta comunidad, a las que tienes la obligación de servir hasta el límite de tu capacidad. El estado así lo dice, el país así lo dice, y el juramento que hiciste tantos años atrás así lo dice. Tu hospital, hummm. Debes estar loco.»
Mathew Swain tiró su vaso de whisky vacío contra el fondo de la chimenea vacía. Se hizo añicos ruidosamente y fragmentos de cristal volaron alrededor.
—¡Sí, maldita sea, estoy loco! —dijo el médico en voz alta, y salió a grandes zancadas del salón hacia las escaleras que conducían al segundo piso.
Pero mientras tanto la voz silenciosa le perseguía.
«Has perdido, Matthew Swain —dijo. —Has perdido. La muerte, las enfermedades venéreas y la religión organizada, en este orden, ¿eh? Será mejor que no vuelvas a abrir la boca. Esta noche estás dispuesto a dar muerte, en vez de proteger la vida tal como juraste hacer.»
—¿Te encuentras mejor, Selena? —preguntó el médico, entrando en la habitación a oscuras.
—Oh, doctor —dijo ella, mirándole con ojos rodeados de círculos violeta. —Oh, doctor, quisiera estar muerta.
—Oh, vamos, vamos —dijo alegremente él. —Nos ocuparemos de todo y quedarás igual que nueva.
«Y al demonio contigo —dijo a la voz silenciosa. —Estoy protegiendo la vida, esta vida, la de Selena Cross.»
—Escúchame, Selena —dijo el doctor Swain. —Escúchame con atención. Esto es lo que vamos a hacer.
Una hora más tarde, Constance MacKenzie, al pasar frente al hospital de Peyton Place con Tomas Makris en el coche que él había comprado la primavera anterior, vio luces a través del enorme cuadrado de cristal opaco detrás del que estaba la sala de operaciones del hospital.
—Debe haber ocurrido algo —dijo. —Las luces de la sala de operaciones están encendidas. Me pregunto quién será el enfermo.
—Esta es una de las cosas que me encantan de Peyton Place —comentó Tom, sonriendo. —Un hombre no puede tener un simple dolor de muelas sin que toda la ciudad se pregunte quién, por qué, cuándo, dónde y qué va a hacer al respecto.
Constance le hizo una mueca.
—Farsante de gran ciudad —dijo.
—Aprovechándose de la hija del granjero —añadió él, tomándole la mano y besándole las yemas de los dedos.
Constance se relajó contra el respaldo del asiento con un suspiro de satisfacción. No tenía que abrir la tienda a la mañana siguiente, pues Selena Cross se había ofrecido a hacerlo. Allison pasaba el fin de semana con Kathy Ellsworth, y Constance se dirigía a cenar a una ciudad situada a veintiocho kilómetros de distancia, lejos de las miradas curiosas de sus vecinos, con el hombre al que amaba.
—¿Por qué ese suspiro de felicidad? —preguntó Tom. —Mi copa se ha desbordado —dijo Constance, y apoyó la mejilla en su hombro.
—¿Un cigarrillo? —Por favor.
Encendió dos, uno detrás del otro, y le pasó uno a ella. Al débil resplandor del mechero, Constance vio el pronunciado arco de una ceja y la perfecta línea de su nariz griega. Sus labios, que cogían un cigarrillo, eran gruesos sin ser abultados, y la línea de su barbilla era muy marcada.
—En conjunto —dijo Constance, —la cabeza de una moneda griega antigua.
—Me gustas cuando hablas como una dama enamorada —dijo él.
—Es que lo soy —concedió ella.
Sentía una tranquilidad estando con él que nunca había experimentado con un hombre. Aquella tranquilidad había tardado mucho en llegar, pero ahora formaba parte de ella y casi habla olvidado de que en un principio tuvo miedo de él.
—¿De qué se trata? —preguntó Tom con esa peculiar intuición que le hacía saber cuándo estaba pensando en algo que le concernía a él o a ambos.
—Estaba pensando —contestó ella— en la primera vez que viniste a casa. Fue hace dos años, la noche que Allison fue al baile de primavera.
Tom se echó a reír y volvió a llevarse una de las manos de Constance a los labios.
—Oh, eso —dijo. —Escucha, olvídate de eso. Empieza a pensar en lo que comerás cuando lleguemos al restaurante. Hoy es viernes, de modo que tendrán toda clase de pescado. Siempre tardas horas en decidirte, y ya estamos muy cerca.
—De acuerdo —repuso Constance. —Me concentraré en el bacalao, las ostras y la langosta y veremos qué ocurre.
Apoyó una mano en su brazo, y en seguida le asaltó el recuerdo de otro momento pasado con él.
Debió ser tres meses después de la primera vez que él fuera a su casa, pues era agosto, y Allison estaba en el campamento veraniego del lago Winnipesaukee. Recordó que fue un sábado por la noche y que hacía calor. Ella estaba revisando el libro de cuentas de la tienda, y aunque había abierto todas las ventanas de.la casa, no entraba el menor soplo de aire. Cuando sonó el timbre tuvo un sobresalto tan grande que dejó caer la pluma e hizo un borrón en la página en blanco.
—Maldita sea —murmuró, anudándose el cinturón de la bata. —¿Quién demonios será?
Abrió la puerta principal y Tomas Makris dijo:
—Hola. Vamos a bañarnos.
Durante las semanas que siguieron al baile de primavera de mayo, había ido a visitarla quizá media docena de veces, y una vez, durante aquel tiempo, Constance había salido a cenar con él. La había hecho sentir incómoda de un modo que no habría sabido explicar, y no quería verle.
—¡Bueno, habrase visto qué desfachatez! —exclamó furiosamente. —¡Venir a mi casa a las once y media de la noche con una sugerencia tan absurda como ésa!
—Si tiene la intención de regañarme —dijo él con tranquilidad, —por lo menos déjeme entrar. ¿Qué pensarán sus vecinos?
—Sólo Dios sabe lo que ya piensan —dijo ella airadamente. —¿Cree que puede presentarse en mi casa, sin que nadie le haya invitado, siempre que se le antoje?
—¿Siempre? —preguntó él con incredulidad. —Seis veces en los últimos tres meses. ¿Acaso en Peyton Place se considera que eso es «siempre»?
Ella tuvo que reírse.
—No, supongo que no —admitió. —Es que me he sobresaltado al oír el timbre, he soltado la pluma y he hecho un borrón en el libro de cuentas.
—Esto sí que es grave —contestó él. —El borrón en el libro de cuentas, quiero decir.
Constance notó que se envaraba, y él debió notarlo también, pues habló rápidamente.
—Vaya a buscar el traje de baño —dijo, —e iremos a nadar.
—Está loco —le dijo ella. —En primer lugar, el único sitio que hay por aquí es Meadow Pond, y siempre está lleno de parejitas.
—En este caso —contestó él, —no iremos a donde van las parejitas. Ahí fuera tengo un coche que me propongo comprar, y hay un lago a unos quince kilómetros escasos de aquí. Vayamos a probar mi futuro coche.
—Señor Makris...
—Tom —dijo él, pacientemente.
—Tom —dijo Constance, —no tengo intención de ir a ningún sitio con usted a estas horas de la noche. He de trabajar, es tarde, son más de las once y media...
—Es escandaloso —interrumpió Tom, chasqueando la lengua y meneando la cabeza. —Escuche, ha trabajado todo el día. Mañana es domingo, de modo que no tiene que madrugar. Su hija está en el campamento, de modo que no tiene que quedarse en casa con ella. No puede darme ninguna excusa a no ser que me detesta, y no va a decirme eso. Vaya a buscar el traje de baño y marchémonos.
Lo más asombroso, pensó Constance mientras se apoyaba en el hombro de Tom dos años después, no era que él le hubiese hablado de este modo, sino que ella le hubiese obedecido.
—Está bien —le dijo, exasperada por su persistencia. —¡Está bien!
Se puso el traje de baño en su dormitorio y sólo un momento, cuando vio su imagen en el espejo del tocador, se detuvo a reflexionar.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó.
«Lo que quiero hacer, para variar», contestó al rostro que aparecía en el espejo.
Resueltamente, se ató los tirantes del traje de baño, se puso un vestido de algodón y un par de sandalias, y echó a correr escaleras abajo para reunirse con Tomas Makris en el vestíbulo.
—¿Ha cerrado la puerta con llave? —le preguntó él cuando estuvieron fuera.
—Esta es otra cosa que debe aprender sobre la vida en una ciudad pequeña —le dijo ella. —Si en Peyton Place cierras la puerta de tu casa con llave, la gente empezará a pensar que tienes algo que ocultar.
—Comprendo —dijo él. —Tendría que haberlo supuesto. Debe ser por la misma razón que la gente nunca corre las cortinas del salón cuando las luces están encendidas. ¿Le gusta el coche?
—No está mal —contestó ella. —Sin embargo, no es nuevo, ¿verdad?
—Los Chevrolet —contestó él— son como los buenos vinos, mejoran con los años. De verdad. Es lo que me dijo el vendedor de coches usados.
La llevó al lago del que le había hablado, a quince kilómetros de la ciudad, y Constance no supo si el hecho de que el lugar estuviera desierto se debió a la hora o, como dijo Tom más tarde, a su milagrosa buena suerte. Sólo supo que, cuando él apagó los faros del coche y paró el motor, la oscuridad y quietud del lugar eran sobrecogedores.
—¿Cómo vamos a ver el camino para bajar a la playa? —susurró ella.
—¿Qué está murmurando? —preguntó él en un tono normal, sobresaltándola. —Tengo una linterna.
—Oh. —Constance se aclaró la garganta y se preguntó si los primeros minutos en un coche aparcado en la oscuridad serían tan incómodos para todo el mundo como lo eran para ella.
—Vamos —dijo él, tomándola de la mano.
Era la primera vez que la tocaba, y ella sintió su contacto en la mano, en la muñeca, en todo el brazo. Dejaron la ropa que llevaban encima del traje de baño en la orilla y entraron juntos en el agua. Ahora que los ojos de Constance se habían acostumbrado a la oscuridad, lo vio todo con claridad, y lo que vio fue a Tomas Makris junto a ella, imponente, desnudo de cintura para arriba, y extraordinariamente seductor. Con una silenciosa exclamación de temor, se zambulló en el agua y empezó a nadar.
«Oh, Dios mío —pensó, —¿por qué he venido? ¿Cómo voy a volver a casa? ¿Por qué no me habré quedado allí?»
Nadó hasta agotarse. Todo su cuerpo temblaba de miedo y de frío, y cuando se acercó lo bastante a la orilla para tocar el suelo con los pies, vio que él ya estaba en la playa, esperándola. No fue a su encuentro cuando ella salió del agua, ni le ofreció la toalla que tenía en las manos. Nerviosamente, se quitó el gorro de baño y sacudió la cabeza para soltarse el pelo.
—¡Caramba! —exclamó, con una risita forzada. —Estaba fría, ¿verdad?
—Desátate los tirantes del traje de baño —dijo él con voz ronca. —Quiero notar tus senos sobre mi piel cuando te bese.
Dos años después, sentada en un coche junto a Tomas Makris, Constance MacKenzie volvió a estremecerse tan violentamente como aquella noche.
—No pienses en ello —dijo Tom con dulzura. —Todo eso ha quedado atrás. Ahora somos nosotros mismos, y nos comprendemos. No, cariño —dijo, cuando ella volvió a estremecerse, —no pienses en ello.
Constance meneó la cabeza y se asió a su brazo, pero no pudo dejar de pensar en ello. Cinco minutos antes habían pasado por el lugar donde ocurrió, y Constance lo recordaba con todo detalle.
Al oír aquellas palabras, Constance se quedó inmóvil, con la mano en el lugar de la nuca donde la había puesto para soltarse el pelo. No dijo nada más, pero al ver que no se movía, se acercó a ella y le desató los tirantes del traje de baño. Con un movimiento de la mano, la desnudó hasta la cintura, y la atrajo hacia sí sin mirarla siquiera. La besó con brutalidad, violentamente, como si quisiera provocar en ella una respuesta que la suavidad no lograba despertar. Tenía las manos sobre su pelo, pero los pulgares debajo de su barbilla, a ambos lados de la cara, de modo que no pudiera mover la cabeza de un lado a otro. Ella notó que le fallaban las rodillas, y él seguía besándola manteniéndola erguida con las manos hundidas en su cabello. Cuando al fin apartó su boca, la cogió en brazos, la llevó al coche y cerró la puerta. Seguía encogida, medio desnuda, en el asiento delantero, cuando él se detuvo frente a su casa. Sin una sola palabra, la sacó del coche, y ella no pudo proferir ningún sonido. La llevó al salón, donde las luces aún brillaban ante las ventanas abiertas y la depositó sobre el sofá tapizado de chintz.
—Las luces —jadeó ella finalmente. —Apaga las luces.
Cuando la habitación estuvo a oscuras, él se acercó.
—¿Cuál es tu dormitorio? —preguntó fríamente.
—El que está al final del pasillo —dijo ella, y sus dientes castañeteaban. —Pero no importa, porque tú no entrarás. Sal de mi casa. Sal de mi vida...
La llevó en brazos, debatiéndose, por la oscura escalera, y cuando llegó al segundo piso, abrió la puerta de su dormitorio de un puntapié.
—Haré que te arresten —tartamudeó ella. —Haré que te arresten y te metan en prisión por allanamiento y violación...
La dejó en pie junto a la cama y le propinó una asombrosa bofetada en plena boca con el dorso de la mano.
—No vuelvas a abrir la boca —dijo con calma. —Mantén la boca cerrada.
Se inclinó sobre ella y le quitó el traje de baño aún mojado, y, en la oscuridad, ella oyó el ruido de una cremallera al bajarse cuando él se quitó el bañador.
—Ahora —dijo él. —Ahora.
Fue como una pesadilla de la que no pudo despertarse hasta que, al fin, cuando la oscuridad de su ventana empezó a tornarse gris sintió el primer acceso de avergonzado placer que la elevó, la elevó, la elevó y después la sumió en la inconsciencia.
A Constance le deprimía revivir aquellos momentos, y le avergonzaba recordar que sólo había articulado una desesperada pregunta durante aquella larga noche.
—¿Has cerrado la puerta con llave? —había exclamado.
Y Tom, lanzando una ronca carcajada, había contestado sobre sus senos:
—Sí. No te preocupes. La he cerrado con llave.
Al mirarle ahora, mientras conducía rápidamente por la carretera que les alejaba de Peyton Place, Constance volvió a sentirse desorientada ante aquel hombre al que aún no había empezado a conocer.
—¿Qué hay? —inquirió él, volviendo a leerle el pensamiento.
—Estaba pensando —dijo ella— que, después de dos años, sigo sin conocerte bien.
Tom se echó a reír y aparcó frente al restaurante que habían escogido para ir a cenar. Mientras la ayudaba a salir del coche, le levantó la barbilla y la besó dulcemente.
—Te amo —dijo. —¿Qué más quieres saber? Constance sonrió.
—Nada que importe demasiado —dijo.
Más tarde, cuando regresaron a Peyton Place, ni siquiera echó una ojeada al hospital. Sólo cuando Tom aparcó el coche delante de su casa y vio que Anita Titus la estaba esperando, sintió una intranquilidad precursora de algún desastre.
—Tu teléfono ha estado sonando toda la noche —dijo Anita, que era la vecina de Constance y pertenecía a la misma línea telefónica colectiva. —En el hospital quieren hablar contigo.
—¡Allison! —exclamó Constance. —¡Algo le ha pasado a Allison!
Salió corriendo del coche en dirección a la puerta de la casa, olvidando los guantes y el bolso, y dejando a
Tom con Anita. Durante unos momentos él permaneció inmóvil y siguió con la mirada a aquella mujer, que corrió a su propia casa para oír la llamada telefónica de
Constance.
«Dios mío —pensó con furor, —no he conocido a diez personas en esta maldita ciudad que no necesiten una limpieza a fondo de su maldita alma.»
Cuando entró en la casa, Constance ya se había puesto en contacto con el hospital.
—Oh, gracias, gracias —estaba diciendo con alivio. —Oh, sí. Gracias por llamarme.
—¿Qué pasa? —le preguntó, encendiendo dos cigarrillos.
—Selena Cross —dijo Constance. —El doctor Swain le ha practicado una apendectomía urgente esta noche. Ha encargado que me llamaran para avisarme de que no podría abrir la tienda mañana por la mañana. Imagínate, haber pensando en la tienda en un momento como éste.
CAPÍTULO 05
La enfermera Mary Kelley cerró la puerta de la habitación donde dormía Selena Cross y se dirigió sin hacer ruido, a pesar de que sus grandes pies calzados de blanco parecieran incapaces de tal suavidad, hacia el mostrador del vestíbulo del primer piso. Se sentó, se ajustó nerviosamente la cofia, y suspiró mientras adaptaba sus caderas a la silla de respaldo recto. Una vez hubo ocultado las piernas en el espacio del mostrador, separó cautelosamente los muslos. En verano, cuando hacía mucho calor, siempre tenía la parte interior de los muslos irritada. Nada parecía aliviarla en estas ocasiones, ni polvos, ni almidón de maíz seco, ni pomada de óxido de cinc. Tenía que soportarlo, y su paciencia se resentía. Ahora, además del turno de noche y la humedad de julio y los muslos que le dolían como si los tuviera abrasados cada vez que daba un paso, tenía que poner a prueba un código de moralidad médica por primera vez en su vida. Mary Kelley había sido una estudiante sería. Sabía todo lo que había que saber sobre la ética que daba tema a tantas novelas y películas y largas discusiones en los dormitorios de las estudiantes para enfermera.
—¿Qué harías tú —se habían preguntado a menudo unas a otras durante las largas horas que pasaban hablando antes de dormirse— si vieras que un médico cometía un error en la sala de operaciones? ¿Un error que provocara la muerte de un paciente?
—Yo no diría nada —se aseguraban unas a otras. —Al fin y al cabo, todo el mundo comete errores. Si un carpintero o un fontanero comete un error, nadie va a arruinarle por eso. Un médico también puede equivocarse. ¿Por qué tiene que ser acusado, desacreditado, o procesado?
—Las enfermeras nunca dicen nada —declaraban. —Y ven errores todos los días. Mantienen la boca cerrada. Es cuestión de ética.
Mary Kelley, sentada con las piernas separadas ante el mostrador del primer piso, se miró las manos, que parecían grandes, cuadradas y desnudas en la penumbra nocturna del hospital de Peyton Place.
Sin embargo, recordó, tan noble charla sobre la ética médica nunca se detenía allí.
—Pero ¿y si no fuera un error? —se preguntaban unas a otras. —¿Y si el médico estuviera borracho, o hiciera algo deliberadamente?
—¿Y si fuese tu propia madre a la que él matara para poner fin a sus sufrimientos si tuviera una enfermedad incurable?
—¿Y si el médico tuviera una hija y su hija tuviera un hijo ilegítimo y él dejara morir al niño durante el parto?
—Yo no diría nada —aseguraba solemnemente. —No se acusa a los médicos. Es cuestión de ética.
Mary Kelley se movió con desasosiego en la silla y separó las piernas todo lo que le permitió el espacio del mostrador. Todo sonaba muy bien en teoría, pensó. Siempre había sonado muy bien durante las largas discusiones en los dormitorios de las enfermeras. Hablar era fácil. No costaba nada expresar en voz alta lo que deseabas que la gente creyera que pensabas. Mary se preguntó si la ética médica podía compararse con la cuestión de la tolerancia. Al hablar decías que los negros eran tan buenos como cualquiera. Decías que los negros jamás debían ser discriminados, y que si alguna vez te enamorabas de uno, estarías orgullosa de casarte con él, pero mientras hablabas, te preguntabas qué harías realmente si un negro alto y apuesto te invitara a salir con él. Cuando hablabas declarabas que si te enamorases de un protestante que se negara a cambiar de religión por ti, te casarías igualmente y le amarías por tener el valor de mantener sus convicciones. Te casarías con él a pesar de las objeciones de tus padres y las objeciones de la Iglesia, y resolverías inteligentemente el problema de un matrimonio mixto. Sabías que estabas a salvo diciendo estas cosas, pues hacía un siglo que no vivía ningún negro en Peyton Place, y no salías con muchachos que no fueran católicos. Decías que sabías lo que harías si tuvieras que enfrentarte a un médico poco ético, pero ¿qué hacías realmente, se preguntó Mary Kelley, apoyando la cara en sus grandes manos cuadradas, cuando eso ocurría?
Por un momento ponderó la conveniencia de ir derecha al padre O'Brien y confesarle el pecado en el que había tomado parte aquella noche. Se imaginó la cara alargada del sacerdote, y los pequeños ojos negros que podían traspasarte como dagas. ¿Y si se lo contaba y él no quería darle la absolución? ¿Y si decía: «Pon a ese médico en manos de la justicia, pues sólo así podré lavar el pecado de tu alma? Mary Kelley se imaginó la cara del doctor Swain, su amable y bondadosa cara, y las manos que consideraba tan parecidas a las de Cristo en su suavidad. En realidad no había podido remediarlo, pues el doctor no le había dejado alternativa.
—Prepárala —dijo, indicando a Selena Cross. —Tengo que extirparle el apéndice.
A Mary le dolían los muslos, estaba de mal humor y le molestó, como siempre, el lenguaje poco profesional del doctor. Si podía evitarlo, nunca utilizaba las palabras más pulidas y misteriosas de la medicina.
¿Dónde estaba el ayudante, inquirió. ¿Y el anestesista? ¿Y otra enfermera? Ella era la única persona de guardia aquella noche en el hospital casi vacío. ¿Y qué, si sólo había tres pacientes en cama? ¡No estaba bien dejar a estos tres sin atender mientras ayudaba al doctor! ¿Y si sonaba el teléfono ahora que era tarde y la secretaria se había marchado? ¿Y si alguien llamaba y nadie contestaba el teléfono? No estaría bien, dijo al doctor, que hubiera una urgencia y nadie estuviera en el mostrador.
—¡Maldita sea! —rugió el doctor. —¡Déjate de suposiciones y haz lo que te digo!
A Mary no le importaba que el doctor gritara. Era su carácter, y una buena enfermera nunca discutía el carácter de un médico, del mismo modo que no le decía lo que tenía que hacer en el quirófano. Sin embargo, lo intentó, más tarde, con Selena Cross inconsciente sobre la mesa de operaciones.
—Doctor —susurró, —doctor, ¿qué está haciendo?
El se enderezó y la miró, con ojos centelleantes y furiosos, por encima de la mascarilla.
—Le estoy quitando el apéndice —dijo fríamente. —¿Lo entiendes, Mary? Le estoy quitando un apéndice tan infectado que habría podido perforarse si hubiera esperado hasta mañana. ¿Lo entiendes, Mary?
Ella bajó los ojos, incapaz de resistir el dolor que él había intentado disimular con rabia. Después supuso que éste fue el modo que tuvo el doctor de ofrecerle una alternativa. Debería haber dicho que no, que no comprendía, debería haber salido corriendo del quirófano y haber llamado a Buck McCracken, el comisario, en aquel mismo momento. Pero, naturalmente, no había hecho nada de eso.
—Sí, doctor —dijo, —lo comprendo.
—Pues asegúrate de no olvidarlo nunca —le dijo él. —Asegúrate bien.
—Sí, doctor —repuso ella, y se preguntó por qué había pensado siempre que sólo los católicos se oponían al aborto. No podía ser así, pues ahí estaba el doctor, un protestante, con el dolor reflejado en los ojos mientras sus manos realizaban hábilmente una tarea extraña.
Al menos, pensó Mary más tarde, suponía que el doctor era protestante. No seguía ninguna religión, y el padre O'Brien siempre la había inducido a crear que sólo los protestantes descarriaban y terminaban apartados de toda religión. Un católico, se dijo a sí misma, jamás habría realizado este acto tan escandaloso, horrible y ofensivo, y ella se había sentido escandalizada, horrorizada y ofendida, como buena católica que era. Pero debajo de todo esto, como una serpiente venenosa arrastrándose entre la alta hierba de la jungla, fluía una corriente de pecaminoso orgullo. El doctor la había escogido a ella. Entre todas las enfermeras a quienes podía haber escogido —Lucy Ellsworth o Geraldine Dunbar o cualquiera de las enfermeras que venían a White River para ayudar cuando el hospital estaba lleno, —había escogido a Mary Kelley. Podía haberla dejado a cargo de la planta y llamado a otra persona, pero la había escogido a ella y, estuviera bien o mal, sentía una cierta felicidad en su interior.
Quizá el doctor la hubiese hecho cómplice del peor de los crímenes, pero no era un mentiroso y había impedido que ella lo fuera. Al final, cuando hubo terminado lo otro, extirpó el apéndice a Selena Cross. Aunque era el apéndice más bonito y sano que Mary Kelley había visto en su vida, el doctor lo había extirpado.
—La apendectomía más aparatosa que he hecho jamás —elijo a Mary cuando hubo terminado. —Limpia todo esto, Mary. Límpialo a fondo.
Así lo hizo. Mientras los pacientes dormían apaciblemente, dio gracias a Dios, como un avezado criminal, por la extraordinaria buena suerte que el destino les había deparado al doctor y a ella, y limpió el quirófano a fondo tal como el doctor le había dicho. Lo limpió a fondo, tal como el doctor dijo, y se deshizo de todo con sumo cuidado.
Mary Kelley se removió en la silla y metió la mano debajo de su falda. Deslizó la tela sobrante de la falda entre sus sudorosos e irritados muslos y se relajó.
Así estaba mejor, pensó, mientras la tela absorbía parte de la humedad.
Cuando sonó el teléfono, casi había recuperado la alegría.
—Oh, sí, señora MacKenzie —dijo al auricular. —Sí,
la he llamado un par de veces. Anita me ha dicho que había salido, de modo que le he dejado el recado de que usted me llamara. Oh, no, señora MacKenzie. No es Allison. Se trata de Selena Cross. Una apendectomía urgente. Oh, desde luego. Estaba a punto de perforarse. Sin embargo, ya está muy bien. Duerme como un bebé.
Sólo después de colgar se dio cuenta Mary Kelley de que había dado un paso irrevocable en la cuestión de la ética. Había hecho su elección al proporcionar estos informes falsos. Decididamente, cogió la novela policíaca que había empezado la noche anterior. Obligó a sus ojos a concentrarse en la página impresa, esperando que su mente absorbiera lo que sus ojos leían. Habría muchas ocasiones en el futuro, cuando no pudiera leer, para pensar en Dios y el padre O'Brien.
CAPÍTULO 06
El doctor Matthew Swain aparcó el coche a un lado del camino frente a la barraca de los Cross y se dirigió rápidamente hacia la puerta de la casa. Aporreó la endeble puerta con ambos puños, como si quisiera dar una salida física a la rabia que anidaba en su interior.
—¡Por el amor de Dios, entre! —gritó Lucas desde dentro. —No hace falta que eche la maldita puerta abajo.
Matthew Swain apareció en el umbral, alto, vestido de blanco, con un aspecto más imponente del que tenía en realidad. Lucas estaba sentado a la mesa de la cocina, vestido únicamente con un grasiento mono. La negra mata de pelo de su pecho desnudo parecía un escondite ideal para los piojos, y su piel brillaba de sudor. Había un solitario hecho sobre la mesa, y una botella de cerveza, medio vacía. Lucas miró al doctor Swain y sonrió. Su frente y sus labios se movieron al mismo tiempo, pero sus ojos continuaron inmóviles y llenos de desconfianza.
—¿Se ha perdido, doctor? —preguntó. —Nadie le ha llamado.
Al oír estas palabras, el médico notó que el sudor cubría su propio cuerpo. Empapó su camisa en pocos segundos y se deslizó a lo largo de sus costados. «Nadie le ha llamado, doctor.» Las palabras trajeron a su memoria la imagen de Selena, agazapada en la noche, para proteger a su hermano Joey de los puños del hombre a quien ahora él se enfrentaba.
—Tengo a Selena en el hospital —dijo con voz ronca, en cuanto pudo dominar su furor.
—¿A Selena? —preguntó Lucas. Lo pronunció Selena, y el médico comprendió que Lucas había pasado el día bebiendo. —¿Por qué tiene a Selena en el hospital, doctor?
—Estaba embarazada —dijo el médico. —Esta tarde ha sufrido un aborto.
Sólo durante un momento, la sonrisa de Lucas fluctuó.
—¿Embarazada? —preguntó. —¿Embarazada? —repitió, intentando dar un tono ultrajado a su voz. —Embarazada, ¿eh? ¡La muy desvergonzada! Yo la arreglaré. Le daré una paliza que no olvidará en su vida. Le dije que se metería en un buen lío si continuaba tonteando con ese chico Carter. Se lo dije, pero ella no quiso escucharme. Yo la arreglaré, vaya si lo haré. Cuando haya acabado, le aseguró que me escuchará.
—¡Miserable bastardo! —exclamó el doctor Swain con voz trémula. —¡Miserable hijo de perra!
—Eh, un momento, doctor —dijo Lucas, apartándose de la mesa y poniéndose en pie. —Ningún hombre puede llamar hijo de perra a Lucas Cross en su propia casa. Ni siquiera un puerco médico como usted. Matthew Swain avanzó hacia Lucas. —Si aquí hay algún puerco, es usted —dijo. —Usted es el único culpable. El hijo de Selena era de usted, y los dos lo sabemos.
Lucas se dejó caer bruscamente sobre su silla. —Puedo demostrarlo, Lucas —continuó el médico, mintiendo a sabiendas y no importándole. —Puedo demostrar que era hijo de usted —repitió, utilizando sus conocimientos de un modo que nunca había hecho hasta entonces. Para intimidar al ignorante. —Tengo pruebas suficientes —le dijo— para meterle en la cárcel durante el resto de su vida.
El sudor se deslizaba ahora por el rostro de Lucas, y su olor le envolvía en fétidas oleadas.
—No tiene nada contra mí, doctor —protestó. —Yo nunca la he tocado. Nunca le he puesto las manos encima.
—Tengo muchas cosas contra usted, Lucas. Más de las que necesito. Si sabe lo que le conviene, me firmará en seguida este papel. Lo he escrito antes de salir del hospital. Es una confesión, Lucas, y quiero que ponga su nombre en él. Si se niega, quizá Buck McCracken le convenza con una manguera de goma en los sótanos del juzgado.
—Nunca la he tocado —insistió Lucas con voz ronca, —y no pondré mi nombre en un papel que diga que lo he hecho. ¿Qué tiene en mi contra, doctor? Nunca le he hecho nada. ¿Por qué viene a mi casa y me intimida? ¿Acaso le he hecho algo malo alguna vez?
El médico se apoyó en la mesa, dominando con su estatura al hombre que se hallaba sentado con la vista fija en sus brazos cruzados. Matthew Swain sabía que Lucas era el padre del hijo concebido por Selena. Estaba totalmente seguro de ello. Esto debería haberle bastado, pero cierta perversidad en su interior le impulsó a continuar. Sabía que Lucas Cross era culpable de un delito tan cercano al incesto que la línea de demarcación resultaba invisible. El saberlo debería haberle bastado. Sabía que podía obligar a Lucas a firmar la confesión, pero algo le impulsó a continuar, a intimidar a aquel hombre hasta que admitiese que era el padre del hijo que Selena había llevado en las entrañas.
—Quizá no acuda a Buck —dijo suavemente. —No, no acudiré a Buck. Daré la alarma en toda la ciudad. Iré a hablar personalmente con todos los padres de Peyton Place y les contaré lo que ha hecho, Lucas. Les diré que sus hijas no están seguras con usted rondando por ahí. Los padres vendrán tras usted, Lucas, del mismo modo que van tras un animal salvaje y peligroso. Pero no le matarán de un disparo. —Hizo una pausa y contempló al hombre que tenía delante. —¿Sabe desde cuándo no ha habido un linchamiento en esta ciudad, Lucas?
Los ojos del hombre sentado frente a él miraron desesperadamente a su alrededor, buscando una salida para huir de la despiadada voz que resonaba en sus oídos.
—Hace tanto tiempo, Lucas, que nadie lo recuerda con exactitud. Sin embargo, un linchamiento es algo que todo hombre ultrajado sabe hacer. Los padres sabrán hacerlo, Lucas. Tal vez no demasiado bien. Tal vez no lo bastante bien para darle muerte en el primer intento. Sin embargo, al cabo de un rato le cogerán el tranquillo.
Esperó un momento, pero Lucas no levantó la cabeza. Continuó inmóvil, mirando fijamente el enmarañado vello negro de sus antebrazos, envuelto por el olor del sudor que el miedo le había provocado. El médico dio media vuelta como para marcharse, pero un gemido de Lucas le detuvo antes de que hubiera dado tres pasos.
—Por el amor de Dios —dijo Lucas, —espere un momento.
El médico se volvió y le miró.
—Lo haré, doctor —dijo. —Le firmaré ese papel. Démelo.
Esto debería haberle bastado. Junto con lo otro, con su seguridad previa, esta admisión final, oral y escrita, debería haber sido suficiente para Matthew Swain. Pero no lo fue. Quería aplastarle, aplastarle y triturarle, con sus talones; degradarle y humillarle y destrozarle. Vio cómo se desmoronaba el montón de piezas rotas que formaron más de treinta años de honorable ejercicio de la medicina, y vio la honrada cara de católica irlandesa de Mary Kelley, ensombrecida ahora por una cierta dureza que la cínica conciencia del crimen cometido había provocado. Vio la gelatinosa masa roja del hijo no nato de Selena, que probablemente habría nacido y vivido un número de años normal, y vio a Lucas Cross.
Quería infligir un dolor de calibre tan agudo y exquisito a aquel hombre que disolviera el suyo propio, pero comprendió que sería inútil. Lucas no sentiría dolor, ni vergüenza, ni arrepentimiento, pues él no creía haber cometido un delito de tal magnitud que no pudiera tolerarse y olvidarse. Lucas Cross pagaba sus facturas y se ocupaba de sus asuntos. Lo único que pedía a los demás hombres era que hiciesen lo mismo. Antes de que hablara, Matthew Swain supo que Lucas se disculparía y después intentaría obtener su compasión, pero él no podía dejar de hablar, ni de confiar en retorcer el cuchillo en una herida que sabía que Lucas no poseía.
—¿Cuándo empezó todo, Lucas? —preguntó con una voz astuta que no era la suya. —¿Cuántas veces lo hizo, Lucas?
El hombre le miró con unos ojos que ahora no reflejaban más que miedo.
—Jesús, doctor —dijo a este hombre, cuya furiosa mirada nunca había visto hasta entonces. —Jesús, doctor —dijo. —¿Qué quiere de mí? Ya le he dicho que lo había hecho, ¿no?
—¿Durante cuánto tiempo, Lucas? —repitió el médico con obstinación. —¿Un año? ¿Dos años? ¿Cinco?
—Un par —dijo Lucas en un susurro. —Estaba borracho, doctor. No sabía lo que hacía.
La mente del doctor registró automáticamente la primera de las excusas de Lucas: «Estaba borracho. No sabía lo que hacía.» Era la disculpa normal de hombres como Lucas para todos sus actos, desde pelear y robar hasta, aparentemente, violar a una niña.
—Era virgen cuando empezó, ¿no es así, Lucas? —preguntó el médico con la misma voz astuta. —Usted, tan fuerte, valiente y viril, arrebató la virginidad a su hija, ¿no es así, Lucas?
—Estaba borracho —repitió Lucas. —De verdad, doctor. Estaba borracho. No sabía lo que hacía. Además, no es lo mismo que si fuera mía. No es mi hija. Es de Nellie.
El doctor Swain agarró un mechón de cabello de Lucas y lo retorció con sus fuertes dedos hasta que Lucas echó la cabeza hacia atrás con una sacudida.
—Escúcheme, hijo de perra —dijo, furioso. —Esto no es una falta sin importancia. No pienso escuchar sus débiles excusas sobre estar borracho. Usted sabía perfectamente lo que hacía. Deje de comportarse como un cerdo durante un solo minuto de su asquerosa vida y admita que lo sabía.
Lucas se sobresaltó cuando los dedos del médico dieron un nuevo tirón a sus cabellos.
—Sí —dijo. —Lo sabía. Un día la miré y me di cuenta de que ya era casi una mujer. No sé qué me pasó.
Cuando el médico soltó el cabello de Lucas, extrajo un pañuelo limpio y se enjugó cuidadosamente la mano. La segunda excusa había sido presentada. «No sé qué m pasó.» Era como si los hombres como Lucas esperase que los hombres como Matthew Swain creyeran en existencia de extraños demonios, acechantes y dispuestos a invadir la mente y el cuerpo de los hombres como Lucas. La segunda excusa para una mala conducta siempre se expresaba con un tono pensativo y melancólico como si el culpable esperase que su interlocutor se so prendiera tanto como él de esa cosa que le había pasado. No sé qué me pasó, pero fuera lo que fuese, no tuve la culpa. Algo se adueñó de mí, y yo no pude hacer nada.
«Oh, Dios mío —rogó Matthew Swain. —Oh, Dios mío impide que le mate.»
—No sé cuántas veces lo hice —dijo Lucas con v espesa. —Un par..., quizá tres..., cuando estaba medio borracho y no me daba cuenta de nada. —Una expresión lujuriosa se reflejó en sus ojos. —Igual que un animal salvaje, esa Selena. Siempre lo ha sido. La pegaba hasta que dejaba de luchar.
El doctor Swain reprimió las náuseas mientras escuchaba a Lucas y le miraba lamerse los labios secos.
«Esto no es verdad —pensó. —No es verdad que un hombre pueda violar a una niña una y otra vez y después recuerde estas ocasiones como si fueran el más hermoso de los sueños. No puede ser verdad. Soy tan incapaz de creer esto como de creer que la Crucifixión fue un truco publicitario o que el objeto de la vida es la muerte. No es verdad.»
—Es bonita, esa Selena —continuó Lucas, abstraído. —Tiene las delanteras más bonitas que he visto en mi vida, y las puntitas siempre marrones y salidas. La primera vez la até, pero en realidad no hacía falta porque no estaba despierta. Vaya si era virgen. Jesús, tenía un himen tan sólido que pasé dos semanas dolorido. Apenas podía trabajar.
Las disculpas que no podían satisfacer a Matthew Swain se habían agotado, y ahora Lucas empezaba a buscar compasión. «Estaba tan dolorido que apenas podía trabajar.» Lucas articuló estas palabras en un gemido, como si esperase la conmiseración del médico. «¡Qué lástima!», habría tenido que decir el doctor Swain. «¡Qué lástima, Lucas, que pasara dos semanas sin apenas poder trabajar después de violar a su hijastra virgen!»
«Oh, Dios mío —pensó el médico, apretando los puños y notando otra vez el acre olor a sudor que despedía su cuerpo. —Oh, Dios mío, impide que le mate.»
—Muy bonita, esa Selena —dijo Lucas.
Matthew Swain oyó su propia respiración, subiendo y bajando, cuando Lucas terminó de hablar. En la cabaña de los Cross reinó un largo silencio mientras el médico combatía su deseo de poner las manos en torno al cuello de Lucas y estrangularle. La indignación y la rabia que dominan a un hombre cuando se da cuenta de lo débiles que pueden ser las normas civilizadas tardaron largo rato en abandonar al doctor Swain.
Cuando pudo hablar, dijo:
—Lucas, le doy hasta mañana al mediodía para largarse de aquí. Salga de la ciudad. No quiero volver a verle por aquí.
—¿Qué quiere decir con eso de que salga de la ciudad, doctor? —exclamó Lucas, horrorizado por el carácter vengativo de este hombre al que nunca había hecho nada malo. —¿Qué quiere decir? No tengo ningún sitio a donde ir, doctor. Esta es mi casa. Siempre lo ha sido. ¿Adónde voy a ir, doctor?
—Al infierno —dijo el médico. —Si no, al sitio que quiera. Pero lárguese de Peyton Place.
—No quiero ir a ningún sitio, doctor —gimió Lucas. —No tengo ningún sitio a donde ir.
—Si mañana le veo por aquí, Lucas, pondré a toda la ciudad en contra suya. Salga de Peyton Place y no intente volver. Ni la semana próxima ni el año próximo. Ni siquiera después de mi muerte, Lucas, porque pienso dejar esa prueba de la que le he hablado en un lugar seguro. La gente de la ciudad sabrá qué hacer si regresa algún día.
Lucas Cross se echó a llorar. Sepultó la cabeza entre los brazos y sollozó al pensar en la injusticia de esta persecución.
—¿Qué le he hecho a usted, doctor? —exclamó. —Nunca le he hecho nada. ¿Cómo voy a salir de la ciudad si no tengo adonde ir?
—Selena no tenía adonde ir para escapar de usted —dijo el médico. —Esto no le pareció nada mal, ¿verdad? Ahora los papeles se han cambiado y si el suyo no le gusta, mala suerte. Lo digo en serio, Lucas. No espere al sol del mediodía para marcharse.
Matthew Swain se sintió viejo, tan viejo como el tiempo e igualmente cansado, mientras se dirigía, con la espalda encorvada, hacia la puerta de la barraca de los Cross. La confesión de Lucas le pesaba en el bolsillo de la americana, y las palabras de Lucas eran una llaga en su alma. Sintió un cansancio desconocido hasta entonces y notó el sabor de la plata deslustrada en la boca.
«Ojalá pueda llegar a casa —pensó. —Ojalá pueda llegar a casa y darme un baño caliente. Ojalá pueda quitarme toda esta porquería de encima y llegar al comedor y servirme una copa. Ojalá pueda dormir toda la noche y mañana encuentre Peyton Place tan limpio y hermoso como ayer. Ojalá pueda llegar a casa.»
Ya había entreabierto la puerta cuando un penetrante gemido le obligó a detenerse, con la mano todavía en el pomo. Se volvió, horrorizado, sabiendo de antemano que había cometido otro acto de destrucción. Sus ojos escudriñaron la penumbra existente más allá del círculo de luz producido por la única bombilla de la barraca, y encontró la hundida cama doble adosada a la pared trasera de la habitación. Nellie Cross estaba tendida sobre ella, emitiendo un estridente gemido sin fin, y su cuerpo se retorcía como con los dolores de un parto.
CAPÍTULO 07
Ted Carter metió la punta de la lengua entre sus dientes. Cuidadosamente, volvió a intentar doblar los extremos de una hoja de papel de seda en torno a las esquinas de una caja de bombones que quería envolver. Aunque lo había intentado muchas veces, las esquinas siempre parecían sobresalir de modo que el paquete resultaba torpe, como envuelto por un niño. La madre de Ted le había mirado varias veces, pero no le ofreció su ayuda. Siguió lavando platos y mirando, cuando no observaba a su hijo, por la pequeña ventana situada encima del fregadero de la cocina. El padre de Ted se hallaba sentado en el salón y sacudía las páginas del periódico a intervalos frecuentes, pero él también guardaba silencio.
Desde que Ted empezó a salir con Selena Cross, hacía más de dos años antes, había habido una cierta tensión en la casa de los Carter, y no disminuyó con el tiempo. Roberta y Harmon Carter, los padres de Ted, no habían afrontado el problema de Selena con la sonriente tolerancia que emplean la mayoría de los padres con un hijo seguro de estar enamorado. «Amor pueril», con sus connotaciones de infantilismo, no era un término que pudiera aplicarse a la emoción que Ted Carter sentía por Selena Cross.
Roberta Carter hundió las manos en el agua jabonosa y pensó que nada en Ted había sido nunca infantil. En otros tiempos este hecho le había complacido. Se sintió feliz cuando Ted aprendió a hablar y andar antes y mejor que otros niños. Se sintió complacida cuando sus profesores comentaron lo listo que era, lo fácilmente que aprendía y lo maduro que era para su edad. Se había sentido llena de orgullo cuando aprendió a nadar a los seis años, a esquiar a los siete y a golpear una pelota de béisbol a los ocho. Había observado a su alto y robusto hijo con admiración, pues tanto ella como Harmon, eran bajos y delgados, y había sentido la satisfacción de un trabajo bien hecho. Y realmente había hecho un buen trabajo con Ted. No sólo era alto y fuerte, sino sano. Sus dientes estaban desprovistos de empastes, su piel nunca se había cubierto de granos, y poseía una visión magnífica. Era amable, considerado y cortés, nunca levantaba la voz y pocas veces perdía la paciencia, y se entregaba a cualquier tarea con una energía y una seguridad poco corrientes en un muchacho de dieciséis años. Incluso el señor Shapiro, propietario de la granja avícola donde Ted trabajaba durante el verano, y conocido por ser difícil de contentar, había ensalzado la constancia y laboriosidad de Ted.
—Ese Teddy es un buen chico —había dicho a Roberta. —Un gran chico. A su edad, ya trabaja como hombre.
A ella le había complacido oír eso, hasta recordar que con la carencia de infantilismo de Ted se desvanecía su esperanza de que el amor del muchacho por Selena Cross fuera un amor infantil y pasajero.
Cuando Roberta y Harmon Carter comprendieron q la cuestión de Selena ya no era una mera ilusión sino hecho real, fueron incapaces de afrontarlo con resignación. De haberlo hecho así, habrían relajado la tensión en su hogar y una apariencia de armonía en sus vidas. Querían que fuera el niño que nunca había sido, con los rápidos cambios de humor de un niño y sus afectos fácilmente quebrantables. Consideraban que era un error de su hijo que se relacionara con una muchacha de las barracas. La hijastra de un padre leñador y borracho y la carne y sangre de una madre desaliñada y medio loca.
—¿Qué haces, Ted? —preguntó Roberta a su hijo, aunque lanío ella como Harmon supieran muy bien lo que hacía.
—Intento envolver una caja de bombones para Selena —contestó.
—¿Sí? —Roberta no pronunció más que una palabra, con una inflexión ascendente, pero consiguió expresar un mordaz sarcasmo y una cruel burla con esta última sílaba.
—¿Sí? —repitió, pero Ted no amplió su comentario original, y Roberta sintió que la rabia crecía en su interior y le irritaba la garganta.
—Supongo que aún sigue en el hospital —dijo, con acento que reflejaba su pobre opinión de las personas que se quedaban más de una semana en el hospital por una operación tan sencilla como una apendectomía.
—Sí —dijo Ted.
En el salón, Harmon Carter sacudió su periódico.
—Bueno —dijo Roberta, —¿cuánto tiempo piensa quedarse allí, ocupando una cama que podría ser utilizada por una persona realmente enferma?
—Hasta que el doctor Swain le dé permiso para marcharse, me imagino —repuso bruscamente Ted.
—¡Theodore!
—¿Sí, papá?
—Haz el favor de ser respetuoso cuando le dirijas a tu madre.
—No he sido irrespetuoso —dijo Ted. —He contestado a su pregunta.
—Es tu tono, Ted —dijo su madre. —No me ha gustado nada el tono que has empleado.
—Tonterías —dijo Harmon desde el salón. —¡Salir todas las noches para ver a esa zorra!
—Selena no es una zorra —dijo Ted con calma, —y tú lo sabes.
Era cierto que Harmon lo sabía, pero le enfureció que Ted se lo dijese.
—¡Maldita sea! —gritó, levantándose y yendo hasta el umbral de la puerta que separaba la cocina del salón. —Te he dicho que seas respetuoso. Ve a tu habitación hasta que aprendas a hablar como es debido.
Ted terminó de envolver el paquete y no contestó a su padre.
—¿No has oído a tu padre, Ted? — preguntó Roberta. —Te ha dicho que vayas a tu habitación. Tu amiguita tendrá que sobrevivir sin verte esta noche.
Ted se levantó, se bajó la cremallera de los pantalones, y se metió la camisa por dentro del pantalón. No habló.
—¿Es que no me has oído? —gritó Harmon. —Sí, papá —dijo Ted, cogiendo la caja de bombones envuelta. —Te he oído.
—¿Y bien? —Harmon pronunció estas palabras con un tono amenazador. —¿Y bien? —inquirió, arrastrando la última palabra.
Ted abrió la puerta que daba al patio trasero.
—Buenas noches, papá —dijo. —Buenas noches, mamá.
Cuando la puerta se hubo cerrado suavemente detrás de su hijo, Roberta y Harmon pasaron unos momentos sin reaccionar, mirándose el uno al otro. Después, Roberta sacó las manos del agua que llenaba el fregadero y, sin secárselas, se sentó en una silla de la cocina y se echó a llorar. Harmon tiró su periódico al suelo y descargó el puño de una mano sobre la palma de la otra.
—¡Insolente! —exclamó. —Esto es lo que es. Un insolente.
—Después de todo lo que hemos hecho por él —sollozó Roberta, repitiendo el comentario de millones de madres. —Después de todo lo que le hemos dado. Una buena educación y un buen hogar y todo.
—La posibilidad de cursar estudios universitarios —dijo Harmon, uniéndose a la letanía. —Una suerte que cualquier muchacho apreciaría.
Harmon Carter se había graduado en el octavo grado y había asistido dos años a la escuela superior antes de dejarla para ir a trabajar a las Fábricas Cumberland. Para él, la posibilidad de una educación universitaria equivalía a la posibilidad del éxito.
—No pienso sudar sangre en la fábrica para enviarle a la universidad si es así como piensa comportarse —dijo Harmon.
Harmon Carter no sudaba sangre en las Fábricas Cumberland. Era contable en la sección administrativa, y la única vez que sudó un poco fue cuando una de las secretarias jóvenes se inclinó sobre su mesa para hacerle una pregunta. Harmon tampoco tenía que preocuparse por el dinero de la educación universitaria de Ted. El dinero estaba en el Citizens' National Bank desde antes de que Ted naciera. De hecho, había estado allí desde antes de que Harmon se casara con Roberta.
—Lo ha tenido todo —sollozó Roberta, enjugándose las manos todavía mojadas con el delantal.
En cierto modo, esto era verdad. Aunque los Carter no vivían en Chestnut Street, por considerar que sería ostentoso para un contable de la fábrica vivir en la misma calle que Leslie Harrington, ocupaban una casa muy buena en un barrio muy respetable. Vivían en Maple
Street, a dos manzanas de las escuelas, una calle que estaba considerada como la «segunda mejor» de Peyton place. La casa de los Carter era grande, estaba bien amueblada, bien calentada en invierno, bien sombreada en verano y bien conservada. Se le daba una capa de pintura cada tres años, y Kenny Stearns se ocupaba del jardín que la rodeaba. Además del «bonito» hogar que los padres de Ted Carter le proporcionaron, también tuvo las ventajas sociales de tener buena ropa y un caro equipo deportivo. Tenía la promesa de la universidad y la certidumbre de saber que existían fondos para cuando se graduara en la universidad y se estableciera como abogado. Y a cambio de todas estas cosas, los padres de Ted Carter no le pedían nada más que su absoluta devoción, incuestionable lealtad e inmediata obediencia.
—Jamás le he pedido nada —dijo Roberta, sonándose la nariz. —Ni siquiera tomé dinero para su manutención cuando empezó a trabajar y prácticamente insistió en darme parte de su salario. Nunca le he pedido nada, excepto que dejara a Selena Cross, y eso no quiere hacerlo. Después de todo lo que hemos hecho por él.
Todas las cosas que Roberta y Harmon hicieron por Ted habían sido hechas por ellos mismos mucho antes de que Ted naciera. Durante largo tiempo, Peyton Place se estremeció con las habladurías de lo que Roberta y Harmon habían hecho por sí mismos, e incluso ahora, después de tantos años, aún había quienes recordaban, y hablaban.
Roberta y Harmon habían tenido que luchar mucho para elevarse sobre los obreros de la fábrica. Les había costado tiempo y sacrificio obtener una casa en Maple Street, una cuenta bancaria, un buen coche, un abrigo de pieles para Roberta y un reloj de bolsillo de oro macizo para Harmon. Algunos obreros de la fábrica trabajaban toda su vida para conseguir sólo unas pocas de las cosas que Roberta y Harmon se procuraron antes de cumplir los treinta.
Roberta Carter tenía diecisiete años y su nombre era «Bobbie» Welch el año en que Harmon Carter, de dieciocho, concibió su gran plan. En aquella época, Harmon estaba empleado como chico de recados en las Fábricas Cumberland, puesto que ocupaba desde que dejó la escuela a los quince años. Bobbie trabajaba como secretaria y mujer de limpieza a horas con el doctor Jerrold Quimby. Esto ocurría el mismo año que el joven Matt Swain realizaba el internado en el Hospital Mary Hitchcock de Hanover. El joven Swain, como se le llamaba entonces, debía entrar en el consultorio del viejo doctor Quimby cuando terminara las prácticas en Hanover, pues el viejo doctor Quimby acababa de cumplir los setenta y cuatro años de edad, y necesitaba a un hombre joven para ayudarle.
En aquella época Bobbie y Harmon salían con asiduidad y se daba por hecho que se casarían en cuanto Harmon ascendiera de chico de recados a oficinista en las Fábricas Cumberland. Los dos jóvenes iban a dar un paseo o se sentaban en el porche cubierto de parras de la casa de los Welch en sus citas nocturnas, pues Harmon no tenía dinero para diversiones más caras. Hablaban de su trabajo, y Harmon solía reírse del modo en que el viejo doctor Quimby dependía de Bobbie para todo. Una noche no se rió, pues aquel día había concebido su gran plan. Se lo desveló cuidadosamente a Bobbie, a fin de no escandalizarla con su poco ortodoxa osadía. Empezó haciéndola sentir insatisfecha del sombrío futuro que se alzaba ante ellos. Recalcó particularmente la constante y continua falta de fondos que, sin duda, les atenazaría toda la vida, tal como había atenazado a sus padres y abuelos.
—Se necesita dinero para hacer dinero —le dijo.
Y:
—El mejor modo de obtener dinero es tener un pariente rico que te deje una bonita suma al morir.
Y:
—Vivir al día, trabajar sin descanso. Esta es la vida de la familia de un oficinista.
Y:
—Eres tan hermosa. Deberías tenerlo todo. Pieles y joyas y vestidos maravillosos. Yo no puedo comprarte cosas así, y nunca podré... con mi empleo.
Al final, la semilla estuvo plantada y empezó a germinar. Bobbie, que era una criatura rubia y rolliza y siempre había estado bastante satisfecha de sí misma, empezó a verse tan alta y delgada como una sílfide, una mujer que necesitaba pieles y viajes a París para dar lo mejor de sí misma. Su satisfacción fue reemplazada por un activo descontento, la sensación de no merecer su destino de pobreza. Entonces Harmon empezó a desvelar el segundo paso de su gran plan.
—El viejo doctor Quimby tiene mucho dinero —le dijo.
Y:
—El viejo doctor Quimby tiene más dinero del que nadie puede gastar.
Y:
—El viejo doctor Quimby es un anciano. Una mujer lo bastante lista para cazarle no tendría que esperar mucho para heredar su dinero.
Y:
—El viejo doctor Quimby depende de ti para todo. Te necesita. Si quisieras casarte con él, yo te esperaría.
Como es natural, al principio, Bobbie se escandalizó. Amaba a Harmon, dijo, y siempre le amaría, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Harmon se apresuró a contestarle que si le amaba tanto, su gran amor por él no moriría mientras estuviera casada con el viejo doctor Quimby, aun en el caso de que el Maldito Viejo Loco viviera otros cinco años. «Bobbie» lo encontró muy razonable al cabo de un tiempo, y el plan para conducir al viejo doctor Quimby hacia el abrevadero y hacerle beber se puso en marcha. Como después comentaron a menudo entre ellos, fue una larga y dura lucha. El viejo doctor Quimby era viudo desde hacía treinta años y no le importaba en absoluto mientras pudiera contratar a alguien que le cuidase. Este era el clavo, y Bobbie, bajo la tutela de Harmon, lo clavó hasta la cabeza. Amenazó con despedirse; se negó a hacer las comidas del anciano; dejó su ropa sucia donde la encontraba e hizo correr la voz por la ciudad de que era un repugnante viejo verde y un hombre con el que no se podía trabajar. El viejo doctor Quimby, incapaz de encontrar una sustituta para Bobby que fuese a su casa y le cuidara, sucumbió con cansancio. Bobbie se casó con el viejo doctor Quimby, y en Peyton Place todos se escandalizaron y, después, se rieron. La ciudad calificó al viejo doctor Quimby de anciano senil, de viejo tonto sin parangón posible, un viejo tonto que no se daba cuenta de las continuas infidelidades de su joven esposa con Harmon Carter, y fue entonces cuando entró en escena el joven doctor Swain. Bobbie, aún bajo la tutela de Harmon, se negó a abrir la puerta de la casa al joven médico. Al fin y al cabo, como le dijo Harmon, el viejo doctor Quimby quizá tuviera mucho dinero, pero no había necesidad de malgastarlo en Matthew Swain. El joven médico volvió airadamente la espalda a la puerta principal de la gran casa de Maple Street, donde había esperado tener su primer consultorio, y fue a la casa de sus padres. Puso su letrero delante de su enorme casa de «estilo sureño» de Chestnut Street y nunca tuvo causas para arrepentirse de haberlo hecho. Peyton Place se había reído con más fuerza que nunca cuando los enfermos empezaron a visitar al joven doctor Swain. Al final, Peyton Place condujo a la muerte al viejo doctor Quimby con sus carcajadas. Dos semanas antes de la fecha del primer aniversario de su boda con Bobbie Welch, el viejo doctor Quimby se llevó el revólver a la cabeza y se disparó un tiro.
Las ciudades pequeñas son notorias por su memoria privilegiada y su lengua afilada, y Peyton Place no perdonó a Bobbie Quimby y Harmon Carter. Pasaron años antes de que las palabras utilizadas contra ellos empezaran a suavizarse. Los epítetos utilizados abarcaban toda la gama desde «ramera» y «alcahuete» hasta «prostituta» y «traficante de blancas». Pasaron muchos años antes de que la casa de Maple Street fuera olvidada como «la casa Quimby» y se llamara por su nombre ahora correcto de «la casa Carter», y pasaron los mismos años antes de que la señora Carter lograra que en Peyton Place se la llamase «Roberta» en vez de utilizar el nombre frívolo y, para ella, vulgar de «Bobbie». Incluso ahora, cuando ya había sobrepasado los cincuenta años, llevaba más de treinta casada con Harmon, y tenían un hijo de dieciséis, había quienes todavía recordaban. Era a causa de ellos por lo que Roberta y Harmon Carter no encontraban a ningún oyente comprensivo cuando hablaban de «todo lo que habían hecho» por su hijo Ted. Era a causa de los ancianos, los que guardaban los recuerdos en su memoria y tenían la costumbre de transmitir las historias escandalosas a los jóvenes, por lo que Peyton Place aplaudía a Ted Carter. Cuando el muchacho insistió en trabajar después de la escuela y durante las vacaciones estivales, Peyton Place dio su aprobación.
—El joven Carter no vivirá a costa del dinero del viejo Quimby —se dijo en la ciudad, —como han hecho siempre sus padres.
Cuando Peyton Place vio al joven Ted Carter andando por Elm Street una calurosa noche de julio con una caja de bombones debajo del brazo, en dirección al hospital donde estaba su novia, le aprobaron y aplaudieron.
—Ese joven Carter es un buen chico —se dijo en la ciudad. —Hace buena pareja con Selena Cross. Ella es bastante buena chica, para salir de las barracas.
Pero lo que en Peyton Place gustaba era la humillación de Roberta y Harmon. Ver al joven Carter con una muchacha de las barracas, después de lo que habían luchado sus padres para escapar del medio ambiente que ahora era el de Selena, tenía una cierta belleza, una justicia poética.
Un justo castigo, lo llamaban en la ciudad. Roberta y Harmon Carter recibían al fin su justo castigo.
CAPÍTULO 08
Ted Carter bajó por Elm Street y finalmente llegó a la ancha autovía de tres carriles que era llamada Carretera 406 y constituía la ruta de enlace principal entre Peyton Place y White River. Era junto a esta carretera, a unos dos kilómetros del centro de la ciudad, donde se levantaba el hospital de Peyton Place. Ted andaba rápidamente, con la caja de bombones para Selena debajo de un brazo, y balanceando el otro al mismo ritmo que sus pasos. En dos años, había alcanzado la estatura y corpulencia que ya prometía tener a los catorce. Ahora medía exactamente un metro ochenta, y pesaba casi ochenta y cinco kilos. Aunque tenía el pecho y los hombros tan anchos como los de un hombre mucho mayor, daba la impresión de delgadez, pues los años de deporte y trabajo al aire libre habían reducido la grasa al mínimo y hecho su cuerpo fuerte y musculoso.
Ted Carter tenía uno de esos cuerpos que los ancianos contemplaban con satisfacción. Las cosas no deben estar tan mal, dijeron, cuando este país puede producir jóvenes así. En el verano de 1939, cuando los rumores de guerra en Europa ya llegaban a oídos de los pesimistas de América, quienes creían que un conflicto mundial sería inevitable, podían mirar a Ted Carter y sentirse reconfortados. Las cosas no irían tan mal, dijeron, mientras tengamos muchachos fuertes y sanos como éste para mandar a la guerra. Como el cuerpo de Ted Carter no tenía nada de la torpeza y el aspecto desgarbado tan comunes en los muchachos de dieciséis años, era la envidia de todos los adolescentes de Peyton Place. A causa de ello, y también a causa de su notable talento para los deportes, otros muchachos menos afortunados le perdonaban sus buenas notas en la escuela, su encanto, su facilidad para hacer amigos, y los buenos modales que muchas madres echaban constantemente en cara a hijos no tan educados ni respetuosos.
Con todas las cualidades, además de lo que sus padres habían hecho por él, Ted Carter debería haber tenido la expresión feliz de un muchacho despreocupado, pero en su cara no había nada infantil mientras andaba rápidamente hacia el hospital de Peyton Place. Tenía un indicio de sombra en las mejillas y la barbilla, aunque se habla afeitado cuidadosamente antes de cenar, y dos líneas diagonales en la piel entre las cejas. Tenía el ceño fruncido, no porque estuviera preocupado o enfadado al recordar la escena de poco antes con sus padres, sino porque estaba perplejo. Como se dijo a sí mismo, sin dejar de andar, no comprendía a sus padres. Desde que podía recordar, él había tomado sus propias decisiones. Sus padres decían que estaban orgullosos de su sentido común, y nunca tuvieron motivos para interferir. Era sólo durante los últimos dos años que habían empezado a encontrar faltas y a criticar. Sin embargo, lo único que criticaban eran sus salidas con Selena, pues todo lo demás continuaba igual que siempre. Cuando quiso ir a trabajar para el señor Shapiro, sus padres no se opusieron. Le dijeron que lo hiciese, si esto era lo que quería, aunque el trabajo en una granja avícola resultaba duro y tedioso, y el señor Shapiro era judío y difícil de contentar. No intentaron influenciarle cuando empezó a buscar un coche usado para comprar, y él sabía que aprobarían su elección si encontraba uno que le gustara. Sus padres siempre se habían mostrado de acuerdo con todo lo que él había querido hacer, de modo que, ¿por qué eran tan intransigentes, tan sumamente mezquinos y estúpidos, respecto a Selena? Ya que siempre habían confiado en su sentido común, ahora debían seguir haciéndolo. Debían darse cuenta de que él no era un muchacho estúpido, dispuesto a aprovecharse de una chica. Pensaba estudiar la carrera de leyes —y sus planes incluían a Selena— y establecerse en su ciudad natal para ejercer con el viejo Charlie, donde alcanzaría el éxito en su especialidad. Sin duda, sus padres debían darse cuenta de que en un plan como éste no había espacio para tonterías. Había hablado largo y tendido de sus esperanzas con el viejo Charlie Partridge, y el abogado no había encontrado ninguna falta en ellas.
—Es bueno saber lo que se quiere —le había dicho Charles Partridge. —Adelante, muchacho. Cuando hayas terminado la carrera, vuelve a Peyton Place. Entonces necesitaré a un joven brillante para ayudarme.
—No podrías haber escogido a nadie mejor que Selena Cross —le había dicho Charles Partridge. —Ni en cuanto a belleza ni en cuanto a inteligencia. Adelante, muchacho. En este mundo es importante saber lo que se quiere.
Puesto que Ted amaba realmente a Selena Cross y así se lo había dicho a sus padres, éstos deberían comprender que tenía bastante sentido común y autodominio para no tocarla hasta que estuvieran casados. No es que a veces no le resultara difícil, pero sus padres deberían comprender que en los planes de Ted no había espacio para errores tontos. Se lo había explicado a Selena hacía tiempo, y ella lo había comprendido. Entonces, ¿por qué no podía convencer a sus padres, después de dos años de intentarlo?
Los Carter casi nunca se peleaban entre sí; los gritos y maldiciones de esta noche habían sido la excepción más que la regla. En cambio, discutían con sensatez, racional y sosegadamente, pero al final, Ted siempre se encontraba en un lado y sus padres en el otro.
Era desconcertante, pensó Ted, mientras andaba por el borde de la carretera. Lo único que podía hacer era asirse a lo que consideraba bueno para él, y esperar a que sus padres llegaran a entender su forma de pensar. Sería diferente, pensó, si pudieran presentarle un solo argumento sensato contra Selena. El estaba dispuesto, igual que siempre, a hacer caso de la razón. Pero no podían decir nada en contra de Selena más que vivía en una barraca y era la hija de un borracho. Ted no veía la relación que esto podía tener con nada. Como dijo a sus padres, ellos dos habían vivido en barracas no mucho mejores que la de Selena cuando eran jóvenes, y eso no les había perjudicado en nada. En cuanto a la bebida, el abuelo Welch, el padre de Roberta, había sido uno de los borrachos más notorios de la ciudad, y eso no afectó a Ted ni a su madre. El único argumento que les quedaba a sus padres era que la gente murmuraría si continuaba saliendo con Selena. La gente hablaría de todos modos, les había dicho Ted. Sólo había que ver el modo en que aún hablaban algunas personas sobre el primer marido de su madre. La gente siempre había hablado, y siempre hablaría. Mientras un hombre trabajase duramente, no robara ni metiera a una chica en un lío, la gente no podía decir nada que pudiera perjudicarle. Ted explicó cuidadosamente, y con todo detalle, las historias que había oído sobre sus padres y el viejo doctor Quimby. Lo hizo para demostrarles lo poco que importaban las habladurías. Las habladurías, dijo, no habían perjudicado a sus padres, a la larga. Tenían todo lo que querían. Su padre era jefe de contabilidad en la fábrica, y vivían en una bonita casa de un barrio respetable. ¿Verdad que podían darse cuenta de lo poco que importaban las habladurías, a la larga?
Siempre era en este punto cuando las discusiones entre los Carter tocaban a su fin. Los padres de Ted se quedaban súbitamente mudos, de modo que la tensión en la casa era casi tan palpable como la niebla, o bien empezaban a hablar atropelladamente. El no sabía nada, decían. Era demasiado joven. No podía comprenderlo.
Ted Carter entró en el hospital de Peyton Place con la cabeza alta y una sonrisa en los labios. Claro que lo comprendía. Comprendía que amaba a Selena Cross y que la perspectiva de una vida sin ella sería lo mismo que la muerte.
Selena estaba sentada en un sillón en la habitación particular que el doctor Swain le había asignado. Llevaba la bata roja que Constance MacKenzie le había regalado al día siguiente de la operación, y su brillante cabello oscuro reposaba sobre sus hombros. El corazón de Ted se regocijó cuando entró en la habitación y la miró. Volvía a ser ella misma. Por primera vez en toda la larga semana desde la operación, parecía la Selena de antes, la que no había estado enferma un solo día en toda su vida. Sus labios volvían a estar rojos, y el brillo había vuelto a sus ojos. Ted se inclinó sobre el sillón y la besó dulcemente.
—Dame un beso de verdad —pidió, riendo, y él así lo hizo.
—Veo que ya estás bien —dijo Ted. —De lo contrario, no podrías besar así.
No estaba bien, pensó Selena, que se sintiera tan feliz. Pero no podía evitarlo. Tenía la habitación llena de flores, enviadas por amigos que ella incluso ignoraba poseer, y la señora MacKenzie había ido a verla todos los días. Allison también fue a visitarla, así como la señorita Elsie Thornton, que le llevó un libro y una planta. El señor y la señora Partridge enviaron un enorme ramo de rosas, lo cual sorprendió a Selena, pues hacía más de dos años que no había estado en casa de Marion, desde la época en que iba todos los martes para planchar la ropa de la señora Partridge. Pero lo mejor de todo, la verdadera causa de su felicidad, era la noticia que el doctor Swain le había llevado aquella mañana. Lucas se había marchado. Lucas había abandonado la ciudad de noche, hacía una semana, y no regresaría jamás. Selena se sentía como si la hubieran librado de un peso que había acarreado durante años. Había sacudido los hombros varias veces a lo largo del día, después de que el doctor le diera la noticia, y le parecía sentir una ligereza desconocida hasta entonces.
Si estaba mal sentirse tan feliz, pensó Selena, quería estar mal el resto de su vida. Cuando Ted hablaba, podía cerrar los ojos y ver el futuro que se extendía ante ella, tan suave como una cinta de satén y tan apacible como el ancho río Connecticut en verano. Había pensado detenidamente en lo otro, en la fealdad de una semana atrás, y había esperado sentir horror y vergüenza. Lo único que sintió fue un gran alivio. Su mente práctica decidió olvidarlo, no pensar más en ello de lo que uno pensaría en un corte hecho largo tiempo atrás, durante la infancia. Aquello había pasado, y ni siquiera podría encontrar una cicatriz a menos que la buscara mucho.
—Oh, Ted —dijo, con los ojos brillantes. —Mañana puedo volver a casa.
«Puedo volver a casa —pensó, —y sólo Joey y mi madre estarán allí.»
—Creo que compraré ese Ford que he estado mirando —dijo Ted. —Lo compraré mañana y te acompañaré a casa en coche.
—¿Cuánto piden por él? —preguntó Selena.
Ted se lo dijo, y empezaron a discutir sobre la conveniencia de invertir tanto capital en un coche usado. Se dieron cuenta de que parecían dos personas casadas hacía tiempo cuando hablaban de este modo, y esto les produjo una emoción desconocida. Se cogieron de la mano y decidieron que el Ford no era una mala compra, siempre que Jinks, el dueño del garaje, les garantizara un buen precio si querían venderlo al año siguiente.
Ted se despidió de Selena a las nueve de la noche y salió del hospital de Peyton Place silbando suavemente. Cuando estaba a medio camino de la ciudad su felicidad le impidió seguir en silencio. Profirió un estridente grito de guerra, sin importarle que alguien le oyera y le tomara por loco, y echó a correr hasta llegar a Elm Street.
—Buenas noches, señor —dijo al hombre que encontró poco antes de doblar la esquina de Maple Street.
El reverendo Fitzgerald, de la iglesia congregacionista, se sobresaltó como si alguien le hubiera puesto una pistola en el pecho.
—¡Oh! —exclamó. —Oh, Ted. Me has asustado. ¿Cómo estás?
—Muy bien, señor —dijo Ted, y esperó la siguiente pregunta del pastor. Esta se produjo, como de costumbre.
—Hummm, Carter —dijo el reverendo Fitzgerald. —Carter, no te vi en la iglesia el domingo pasado. ¿Te veremos este domingo?
—Sí, señor —dijo Ted.
Era extraño, pensó Ted unos minutos después mientras se acercaba a su casa, que el reverendo Fitzgerald siempre hiciera la misma pregunta, hablara con quien hablase. Todos los domingos, la iglesia congregacionista estaba abarrotada hasta las puertas, pero cada vez que el reverendo Fitzgerald se encontraba con un congregacionista, le hacía la misma pregunta: «¿Te veremos el domingo próximo?»
Ted se encogió de hombros. Seguramente era una de las excentricidades que tenía la gente. El pastor hacía su pregunta; los ancianos de delante del juzgado maldecían y murmuraban; su padre odiaba a los judíos y a los habitantes de las barracas. Todo el mundo tenía alguna excentricidad, pensó Ted, entrando en su casa. Sus padres estaban sentados en el salón. Harmon estaba leyendo y Roberta tejía. Nadie habló.
CAPÍTULO 09
El reverendo Fitzgerald alzó los ojos hacia las ventanas del segundo piso de la rectoría antes de entrar en la casa. Las luces del piso superior estaban encendidas, signo de que Tomas Makris se hallaba en casa.
Tal vez, pensó el reverendo Fitzgerald, podría convencer a Tom para que bajara a sentarse en el porche y hablaran un rato.
El pastor congregacionista sonrió para sí en el oscuro vestíbulo de la planta baja. Dos años atrás no se le habría ocurrido acercarse a Tom, y mucho menos invitarle a bajar para hablar con él. El reverendo Fitzgerald se enfureció cuando Leslie Harrington le pidió que alquilara el apartamento situado encima de la rectoría. Se negó cortésmente, y Leslie Harrington insistió con la misma cortesía. El apartamento del segundo piso fue añadido a la casa contigua a la iglesia congregacionista mucho antes de que la iglesia la comprara como rectoría. El apartamento se construyó para acomodar al hijo casado del primer dueño de la casa, y había permanecido deshabitado desde que la iglesia la compró. Sin duda, como dijo el reverendo Fitzgerald a Leslie Harrington, el dueño de la fábrica no podía esperar que al pastor le gustara la idea de tener a alguien viviendo encima de su cabeza después de tantos años de intimidad. Sin embargo, Harrington no podía conservar largo rato los buenos modales cuando alguien se le resistía. Había una nota de vulgaridad en su carácter. Terminó diciendo al pastor, más de dos años atrás, que debía sentirse afortunado de tener un techo sobre la cabeza, y que sólo gracias a las personas como Leslie Harrington, los fieles regulares generosos, podía el reverendo Fitzgerald mantener este tren de vida.
—Nos hemos portado muy bien con usted, Fitzgerald, —había dicho Harrington. —Le hemos proporcionado esta casa, y calefacción, y un coche y un salario. Lo mínimo que puede hacer es ser agradecido. Quiero el apartamento de arriba para el director de las escuelas, y lo quiero ahora.
Bueno, pensó el reverendo Fitzgerald, así era Leslie Harrington. Lo que no podía obtener por las buenas, lo obtenía por medio de amenazas. Era típico de Leslie Harrington recalcar abiertamente sus regulares y generosas contribuciones a la iglesia. Y, ¿qué defensa tenía un pastor dependiente contra tales tácticas? ¿Cómo podía el pastor decir a Harrington que le asustaba tener a alguien tan cerca como en el apartamento del piso superior? Un pastor tenía el deber de pasar su vida cerca de los demás. ¿Qué pasaría si dijera a Harrington, el mayor contribuyente de la iglesia congregacionista de Peyton Place, que él, el reverendo Fitzgerald, tenía miedo de estar cerca de la gente? No, no podía decir tal cosa. Como se dijo el pastor, tenía las manos atadas y los labios sellados. Se echó a reír y dio una palmada en el hombro de Leslie Harrington y dijo al ocupado dueño de la fábrica que no se preocupara de detalles tan insignificantes. Él, el reverendo Fitzgerald, pediría a Nellie Cross que limpiara el apartamento del piso superior y lo preparase para el señor Makris, que debía llegar al cabo de tres días a la ciudad.
Cuando Tom llegó, el reverendo Fitzgerald esperó a que Leslie Harrington se hubiera marchado para imponer sus condiciones.
—Escuche, señor Makris —dijo, —no quiero que fume ni beba ni ponga la radio demasiado alta mientras esté aquí arriba.
Tom se echó a reír.
—Usted quédese abajo, padre —dijo, desagradablemente, —y yo me quedaré arriba. De este modo, usted no sabrá si me emborracho todas las noches hasta perder el sentido, y yo no sabré si usted adora o no ídolos en secreto.
El reverendo Fitzgerald se sobresaltó. Lo que Tom dijo no era verdad, pero se acercaba demasiado a ella para sentirse tranquilo.
—¿Fitzgerald? —había preguntado Tom aquella noche, más de dos años atrás. —Irlandés, ¿verdad?
—Sí.
—Orangista, ¿eh?
—No.
Esto puso término a aquella conversación tan particular, pero el pastor congregacionista había pasado varias semanas de ansiedad preguntándose lo que debía pensar Tom.
Francis Joseph Fitzgerald era un irlandés, nacido y educado como católico y criado en una casa de East Boston. Durante los últimos años de la adolescencia le complacía decir que había seguido siendo católico hasta que aprendió a leer. En aquella época, solía decir, había descubierto demasiadas lagunas en el catolicismo para satisfacer a un hombre inteligente e intelectual. Había renunciado a la Santa Iglesia Romana y se había hecho protestante. Su nueva religión satisfizo de tal modo sus interrogantes que decidió ser pastor. No fue fácil. Pronto descubrió que las escuelas de teología protestante no estaban demasiado ansiosas por aceptar a antiguos irlandeses católicos llamados Fitzgerald. Sin embargo, al final lo logró. No sólo fue aceptado en una buena escuela, sino que se graduó con el número uno de su clase, y, cuando le ordenaron y le proporcionaron un destino para ejercer su ministerio, fue con grandes esperanzas y buenos deseos por parte de sus profesores.
Reflexionando ahora sobre todo ello, Francis Joseph Fitzgerald no recordaba exactamente cuándo había empezado a reconciliarse con la fe católica que tan fácilmente había abandonado en su juventud. Sabía que fue después de su llegada a Peyton Place, doce años antes, pero no recordaba el momento preciso en que el protestantismo empezó a ser menos que suficiente. Si pudiera recordar el momento, pensaba, podría recordar un incidente, y en este caso sabría la razón de sus interminables y atormentadoras preguntas. Porque tuvo que haber habido un incidente, estaba seguro, un suceso tan trivial en aquel entonces que no le había prestado atención, y se había introducido en su mente, produciendo, al fin, la herida abierta y purulenta que era su fe enferma. La mente de Fitzgerald se agotaba con esta búsqueda constante, y ardía en deseos de hablar, pero, naturalmente, no podía comentar estas cuestiones con su esposa. Margaret Fitzgerald, cuyo nombre de soltera era Margaret Bunker, hija única de un pastor congregacionista de White River, odiaba el catolicismo con un odio violento y poco cristiano. Francis Joseph Fitzgerald lo descubrió sólo una semana después de su boda, cuando aún estaban de luna de miel en las Montañas Blancas.
—Peggy Fitzgerald —dijo él, riéndose de lo que después recordaría como su único intento de bromear con ella. —Peggy Fitzgerald —dijo, con un fuerte acento irlandés. —Eso me hace pensar en mi madre, una muchacha irlandesa del condado de Galway.
Margaret Bunker Fitzgerald no había sonreído.
—Nunca lo olvidarás, ¿verdad? —le espetó furiosamente. —Nunca olvidarás que eres irlandés, un horrible irlandés católico salido de una barriada de Boston. No te atrevas a llamarme Peggy otra vez. Mi nombre es Margaret, y procura no olvidarlo.
El se había sobresaltado.
—El nombre de mi madre era Margaret —dijo a la defensiva, hablando ya sin ningún indicio de acento irlandés, —y mi padre siempre la llamaba Peggy.
—Tu madre —dijo Margaret, como si en vez de hablar de la señora Fitzgerald lo hiciera del hombre-lobo. —¡Tu madre!
Así, pues, naturalmente, cuando el reverendo Fitzgerald empezó a dudar, y a asustarse de sus propios pensamientos, no pudo acudir a su esposa en busca del consuelo que una conversación podría haberle proporcionado. Había seguido trabajando, haciéndose toda clase de preguntas e intentando encontrar la respuesta a sus interrogantes, hasta que Tomas Makris fue a vivir al apartamento de encima de la rectoría.
El reverendo Fitzgerald subió las escaleras hasta el segundo piso, teniendo cuidado de no pisar ningún tablón suelto, a fin de no despertar a Margaret que dormía, roncando suavemente, en la habitación trasera de la rectoría. A Margaret no le gustaba Tom. Decía que era demasiado ruidoso, demasiado insolente, demasiado moreno, demasiado grande y demasiado irrespetuoso hacia la iglesia congregacionista. La verdadera razón de su desagrado era que no podía intimidarle. Cuando utilizaba sus tácticas con él, que habrían reducido a su marido a un muñeco sin voluntad, Tom se limitaba a reírse... de ella.
El director de las escuelas de Peyton Place estaba arrellanado en una butaca del salón de su apartamento. Iba desnudo a excepción de unos calzones de atletismo, y tenía un vaso alto en la mano.
—Acompáñeme —dijo a Fitzgerald, después de que el pastor llamase a la puerta y entrara.
—He pensado que quizá le gustaría bajar un rato al porche —dijo Fitzgerald tímidamente. La desnudez siempre le hacía sentir tímido, y mantuvo los ojos apartados de Tom mientras hablaba.
—En el porche no podremos hablar —repuso Tom. —Despertaríamos a la señora Fitzgerald, que ronca apaciblemente desde hace una hora. Siéntese y tome una copa. De todos modos, aquí hace tanto fresco como fuera.
—Gracias —dijo Fitzgerald, sentándose. —Pero no bebo.
—¿Qué? —inquirió Tom. —¿Un irlandés que no bebe? Usted es el primero que conozco.
Fitzgerald se echó a reír con desasosiego. Tom no hablaba precisamente en voz baja, y Fitzgerald temía que Margaret se despertara. Ella odiaba que alguien llamara irlandés a su marido. Si oía que Tom lo hacía, con toda seguridad subiría y se llevaría a Fitzgerald arrastrando hasta la cama.
—De acuerdo —dijo. —Tomaré una copa. Pero sólo una.
Tom fue a la pequeña cocina y volvió con un vaso tan alto y tan lleno como el suyo.
—Tenga —dijo. —Esto le hará bien.
Fitzgerald fascinaba a Tom. El pastor era un estudio perfecto de un hombre en guerra con su medio ambiente y consigo mismo. A menudo, Tom miraba a Fitzgerald y se preguntaba cómo habría podido sobrevivir tanto tiempo sin escaparse físicamente a todo correr, o buscar refugio en un colapso mental. Había interrogado a Connie MacKenzie sobre el pastor, pero ella no había estado de acuerdo en que a Fitzgerald le pasara algo malo. Era normal, le dijo. Quizá no tan dotado como otros predicadores, pero un buen hombre, escrupuloso y creyente. Pero cuando Tom miraba a Fitzgerald, pensaba en la poderosa y destructiva tendencia de la humanidad que conduce a un hombre hasta extremos dolorosos para mantener la imagen de sí mismo que ha creado para el resto del mundo.
De muy joven, Tom había comprendido que existían dos clases de personas: aquellas que creaban y mantenían tediosas y costosas conchas, y aquellas que no lo hacían. Las que lo hacían, vivían en el terror constante de que su concha se resquebrajara y dejara al descubierto la debilidad que se ocultaba dentro, y las que no lo hacían resultaban aplastadas o fortalecidas. Después de mucho pensar, Tom había sido capaz de poner las almas de la humanidad en el sencillo plano de los pies descalzos. Algunas personas podían andar sin zapatos con el resultado de que sus pies se endurecían y encallecían, mientras que otras no podían dar un paso sin la mala suerte de pisar una botella rota. Pero a la mayoría, pensó Tom con una sonrisa, como Leslie Harrington y Fitzgerald y Connie MacKenzie, jamás se le ocurriría la idea de quitarse los zapatos. Leslie Harrington jugaba a ser un testarudo y próspero hombre de negocios para ocultar la mente mediocre y el miedo a la impotencia que le torturaba, mientras que Connie MacKenzie escondía a la mujer apasionada y necesitada de amor que realmente era bajo las respetables prendas de una doncella de hielo. Y aquí estaba Francis Joseph Fitzgerald, jugando a ser pastor congregacionista abstemio cuando realmente anhelaba el alzacuello y el cotidiano vino eclesiástico del sacerdote irlandés. Tom anhelaba derrumbar la falsa fachada de Harrington con un puñetazo, y con Constance quería destruir completamente la necesidad de protección, pero respecto a Fitzgerald sólo sentía piedad.
«¿Por qué no tira todo lo que tiene por la ventana —pensó Tom— y corre lo más rápidamente posible hasta el confesionario del sacerdote más próximo?»
—No le vimos en la iglesia el domingo pasado —estaba diciendo Fitzgerald. —Me temo que todas mis charlas no le han servido de nada, señor Makris. Es usted un hombre imposible de convertir.
Fitzgerald se enorgullecía de mantener sus conversaciones sobre religión con Tom en un plano intelectual e impersonal.
—Naturalmente —continuó Fitzgerald, —los protestantes estamos en desventaja cuando se trata de atraer a las multitudes hasta las iglesias. No tenemos el látigo que poseen los católicos para dominar a los feligreses. Si un católico no va a misa, comete un pecado y sólo se perjudica a sí mismo, pero si un protestante no va a la iglesia, lo único que podemos hacer es confiar en verle el siguiente domingo.
—Esta es una forma de considerarlo —dijo Tom. —Por otra parte, no me gusta ninguna religión que utilice un látigo con nadie, sea por la razón que sea.
Fitzgerald se sobresaltó.
—Oh —dijo, meneando la cabeza. —Creo que su razonamiento está equivocado. Realmente así lo creo. De hecho, el tener un dominio sobre la gente es el único punto en el que estoy completamente de acuerdo con nuestros amigos católicos.
Fitzgerald siempre afirmaba que estaba de acuerdo en un solo punto de la filosofía católica, pero Tom sabía que antes de que acabara la noche nombraría una docena de puntos en los que estaba de acuerdo, y abarcarían toda la escala desde el control de la natalidad hasta la prohibición de enterrar a los suicidas en un camposanto.
Tom se preguntaba amargamente de qué servía una religión, cualquier religión, si podía hacer a un hombre lo que había hecho a Fitzgerald.
En algún lugar, Fitzgerald había perdido de vista la gran finalidad de su vida. La había perdido en un tumulto de contradicciones hechas por el hombre, y ahora luchaba con su cordura para volver a encontrarla. Enumeró a Tom todas las reglas incluidas en lo que él llamaba «servir a Dios». Señaló detalladamente las diferencias entre las reglas católicas y las reglas protestantes.
—Y yo le pregunto, señor Makris, ¿cómo esperan los protestantes mantener una iglesia fuerte si se niegan a prohibir el control de la natalidad? Me temo que los católicos han sido más listos que nosotros en este aspecto. Mire el número de niños que van todos los domingos a San José. Hay el doble de los que tenemos nosotros. Es necesario tener muchos —y atraerles mientras son jóvenes— para un resultado duradero.
«Dame un niño hasta los siete años —pensó Tom— y será eternamente mío. Cuando los fascistas lo dicen, son despiadados y secuestradores, pero cuando es la Iglesia quien lo dice, significa poner a un niño en el buen camino.»
—Escuche, reverendo —dijo Tom cuando el pastor hizo una pausa. —¿Por qué da tanta importancia a todas estas diferencias ceremoniales y a la cuestión de las reglas? Es ridículo, ¿no cree? Si les tuviera a usted y al padre O'Brien aquí reunidos e intentara empezar una discusión sobre el número de ángeles que pueden bailar sobre la punta de una aguja, los dos pensarían que me había vuelto loco. Por lo tanto, ¿no es igualmente absurdo discutir sobre si un niño debe ser bautizado por inmersión total o echando unas gotas de agua sobre su cabeza? ¿O si comer carne los viernes constituye pecado o no?
El reverendo Fitzgerald había palidecido. No había oído nada de lo dicho por Tom después de su mención del padre O'Brien.
«Están en combinación el uno con el otro —pensó la mente enferma y cansada de Fitzgerald. —De otro modo, Makris no hubiera mencionado su nombre.»
Fitzgerald se levantó bruscamente, derramando lo que quedaba de su bebida. Salió corriendo de la habitación antes de que Tom pudiera mirarle con aquella mirada, la mirada del padre O'Brien. Era una mirada que reconocía a un pecador a primera vista.
«Has desertado —decía la mirada. —Has pecado, te has extralimitado, estás condenado.»
—¿Eres tú, Fran? —llamó la voz de Margaret Fitzgerald.
Tom se acercó a la puerta para oír la contestación de Fitzgerald, pero no oyó ninguna voz. Lo único que percibió fue un sonido jadeante, que procedía de una figura agazapada al pie de las escaleras.
CAPÍTULO 10
A la mañana siguiente, cuando Tom dejó su apartamento para salir, el reverendo Fitzgerald no se veía por ninguna parte. Esto resultaba inusitado porque era sábado, y el pastor dedicaba todos los sábados por la mañana a trabajar en el pequeño jardín situado a un lado de la casa. Tom se detuvo en el porche delantero y escuchó con curiosidad. La ciudad estaba llena de sonidos matinales veraniegos. En algún lugar alguien empujaba una segadora de césped, y desde aun más lejos llegaba el ruido de unos patines sobre el cemento. Muy débilmente, quizá desde tan lejos como Depot Street, llegaba el eco de alguien que practicaba escalas al piano, y detrás de Tom, procedente de la casa del reverendo Fitzgerald, se elevaba el repiqueteo desigual de las teclas de una máquina de escribir. En conjunto, pensó Tom, una mañana de sábado muy normal. Pero ¿dónde estaba Fitzgerald? El sonido que faltaba era el golpe seco de las tijeras del pastor, al podar e igualar el seto. Tom se encogió de hombros y bajó de un salto los escalones delanteros de la casa. No era nada que le concerniese. Si el pastor congregacionista empleaba la mañana recortando muñecos de papel con la forma del Papa, no era asunto de Tom.
En cualquier otro momento, en cualquier otro lugar, Tom habría acudido a alguien con autoridad y le habría dicho: «Su pastor está enfermo. Su estado no es el más adecuado para conducir a un rebaño de almas desorientadas, porque él mismo se ha extraviado. Está enfermo y necesita ayuda», pero en Peyton Place, en un soleado sábado de julio, Tom se encogió de hombros y echó a andar por Elm Street. Había aprendido a la fuerza la conveniencia de ocuparse de sus propios asuntos en el primer concejo municipal al que asistió al año siguiente de su llegada a Peyton Place. En aquel tiempo, había intentado formular su opinión sobre la zonificación de la ciudad. Cuando terminó de hablar, un hombre se levantó y le miró de arriba abajo.
—¿Está usted en la lista de votantes de esta ciudad, señor...?
El hombre formuló su pregunta arrastrando todas y cada una de las palabras, y dejó en suspenso el final de la pregunta, como si hubiera olvidado el nombre de Tom.
Entonces, Tom comprendió. Vio que el privilegio de las críticas, el privilegio de rectificar una situación falsa, eran privilegios reservados a los residentes antiguos, y que, en Peyton Place se tenía por «Residentes Antiguos» a las personas cuyos abuelos habían nacido en la ciudad.
Tom se rió de ello, pero no intentó criticar o corregir de nuevo. Se contentó con observar, viendo que había ganado dos amigos en este primer concejo municipal: a Seth Buswell y Matthew Swain.
Ahora, al pasar frente al edificio que albergaba el Peyton Place Times, Tom miró a través del gran ventanal que separaba el despacho de Seth de la calle. Seth estaba sentado a su mesa y junto a Seth, en la silla de los visitantes, se hallaba Allison MacKenzie. Iba vestida con un almidonado vestido de algodón, y llevaba un par de guantes blancos. Extrañado, Tom saludó a los dos ocupantes del despacho de Seth con un gesto de la mano, y prosiguió su camino hacia la tienda de modas.
Sería difícil, pensó, para muchas personas de Nueva York, y para unas cuantas de Pittsburgh, creer que Tomas Makris estaba finalmente enamorado. No sólo enamorado, sino a merced de una viuda de treinta y cinco años que tenía una hija de quince, y que le había hecho el favor, en más de dos años, de dormir con él quizá una docena de veces. Una viuda, además, con la que él quería casarse, pero que no se casaría con él antes de otros dos años, si es que lo hacía. Tom sonrió. Había hombres capaces de esperar eternamente a la mujer elegida, pero él nunca había sido uno de ellos. También había hombres que preferían esperar a reclamar físicamente a sus mujeres hasta estar legalmente casados. El tampoco había sido uno de ellos. Tom admitía alegremente, con los modismos de Peyton Place, que estaba prendado y completamente hechizado. Esperaría a Connie MacKenzie aunque tardara cincuenta años en decidirse.
—Así estoy yo —dijo al entrar en la tienda de modas.
—¿Cómo? —rió Constance MacKenzie, dejando el periódico y yendo a su encuentro.
—Prendado y completamente hechizado —dijo Tom, y se inclinó para darle un beso en la parte interior de la muñeca.
Constance le acarició la nuca con la otra mano libre.
—Bonita conducta en un lugar de negocios y a plena luz del día —le susurró.
Tom podía hacer cosas como besarle las yemas de los dedos y la parte interior de la muñeca con una naturalidad y una sinceridad que les impedían parecer estudiados y artificiales. Una vez le había besado la planta del pie descalzo y ella se excitó hasta el punto de sentir un poderoso e inmediato deseo sexual. Al principio le habían turbado sus originales expresiones de ternura, pues le recordaron escenas de amor de novelas bastante decadentes. Parecían incongruentes viniendo, como era el caso, de un hombre con la talla y el temperamento de Tom.
—Lo malo de ti —le había dicho una vez— es que todas tus ideas sobre cómo debe ser el amor de un hombre proceden de libros baratos y de Hollywood.
Ella se echó a reír y se burló de sí misma por dejar que la afectaran gestos tales como un beso en la muñeca. Sin embargo, ahora no se rió. Su voz enronqueció y pasó las yemas de los dedos sobre los cortos y fuertes cabellos de la nuca de Tom.
—Yo también lo estoy —dijo.
—¿Cómo?
—Prendada y completamente hechizada —dijo.
—Es suficiente —afirmó él, —o me olvidaré de que hoy es un día de trabajo, y de que estoy en el departamento de señoras de una tienda de modas. ¿Tienes café?
—Recién hecho —contestó ella. —Voy a buscarlo.
Llevó las tazas y los platos a un lugar vacío de uno de los mostradores, y Tom fue a la trastienda en busca de la cafetera. Se apoyaron en el mostrador y tomaron café y donuts.
—He visto a Allison en el despacho de Seth —comentó Tom. —¿Se puede saber qué estaba haciendo allí?
—¿No recuerdas lo que le dijiste hace meses? —preguntó Constance. —Le dijiste que el mejor sitio donde podía empezar una escritora era en un periódico. Ha ido a pedir trabajo a Seth.
Tom se echó a reír.
—Bueno —dijo, —no pensaba precisamente en el Peyton Place Times cuando hablé con Allison, pero también podría servir. Ella tiene más imaginación que yo. ¡Pensar incluso en recurrir a Seth! Espero que le convenza.
—Yo espero que no —dijo Constance. —Escribir notas sociales para un semanario de una ciudad pequeña no es lo que yo tenía pensado para Allison.
—¿Qué tenías pensado?
—Oh —dijo Constance con vaguedad, —la universidad, después un buen empleo durante algún tiempo, y después la boda con un hombre importante.
—Quizá Allison no quiera todo esto —dijo Tom. —Creo que tiene talento para manejar las palabras, y yo confío plenamente en las personas que aprovechan su talento.
—No se necesita demasiado talento para escribir que el señor y la señora de Tal visitaron al señor y la señora de Cual durante el fin de semana. Esto es, más o menos, lo que Seth pone en su periódico.
—Es un comienzo —repuso Tom. —Como he dicho antes, no estaba pensando en el periódico de Seth cuando sugerí a Allison que trabajara en un periódico. De todos modos, por ahora bastará.
—No pienso preocuparme —dijo Constance. —Aún le quedan dos años en la escuela superior. Será tiempo suficiente para que renuncie a esa locura de escribir para ganarse la vida.
Tom sonrió, y se abstuvo de nombrar a Constance unas cuantas personas que conocía para las que escribir era todo menos que una locura.
—Hoy es sábado —dijo. —¿Qué te parece si vamos a cenar a Manchester?
—De acuerdo —dijo Constance. —Sin embargo, no podré salir hasta tarde. Estoy deseando que Selena se restablezca y pueda volver a trabajar.
—Los placeres de la vida de un profesor, así como de la esposa de un profesor, incluyen unas largas vacaciones veraniegas todos los años. Si estuviéramos casados y hubieses dejado los negocios, podrías venir conmigo a la ferretería de Mudgett y extasiarte ante el equipo de pesca. Incluso es posible que te comprara una caña y un carrete.
—Oh, vamos, vete ya —rió Constance, —o me dejaré llevar por la pereza y después lo lamentaré.
—Te recogeré aquí a las seis —dijo él.
—Muy bien.
Le siguió con la mirada a lo largo de Elm Street, una figura con camisa deportiva y pantalones de color tostado. Se preguntó, por millonésima vez, qué pensaría Allison de tenerlo por padrastro, y en su mente apareció la imagen de la niña que ahora tenía dieciséis años, aunque ella creyera que sólo tenía quince, y que debería tener más sentido común, a su edad, para comprender que la pluma no podía constituir un medio de vida.
En el despacho de Seth Buswell, Allison MacKenzie no se sentía demasiado segura. Jugueteaba nerviosamente con la cremallera de la cartera que había llevado consigo. Después de muchas dudas y discusiones, ella y Kathy Ellsworth habían escogido seis relatos de lo que llamaban «Lo mejor de Allison MacKenzie», y Allison los había sacado de la cartera y se los había dado al editor.
Seth se acomodó en la silla y se mordió el labio inferior mientras leía. Las historias de Allison eran retratos tenuemente encubiertos de personajes locales, y Seth se mordió el labio para disimular una sonrisa.
—«¡Caramba! —pensó. —¡Esto causaría sensación en la primera página!»
Allison había descrito a la señorita Hester Goodale como una bruja que tenía los huesos de su amante muerto escondidos en el sótano. Había convertido a las señoritas Page en fanáticas religiosas, y transformado al pobre Clayton Frazier en un lascivo demonio. Leslie Harrington era un dictador que tenía un mal final, pero Matthew Swain era una criatura amable y bondadosa que dedicaba su vida a Hacer el Bien. Marion Partridge estaba retratada como una rolliza dama de sociedad con un vicio secreto. Marion, según Allison, tomaba rapé a escondidas.
«¡Caramba!», pensó Seth Buswell, dejando el último de los relatos de Allison. Carraspeó y miró a la joven que aguardaba nerviosamente su decisión.
—¿Qué habías pensado, Allison? —preguntó. —Ya debes saber que contrato a unos pocos corresponsales de otras ciudades para las noticias de las diferentes comunidades, y que yo mismo hago todo lo referente a la localidad.
—No había pensado en escribir algo semejante a notas de sociedad —empezó Allison, y Seth emitió un silencioso suspiro de alivio. —Pensaba que quizá podría escribir una historia corta todas las semanas. En Peyton Place hay muchas cosas sobre las que escribir.
«Que Dios me ayude», pensó Seth, lanzando una ojeada a las historias que había sobre su mesa.
—¿Qué clase de historias? —preguntó. —¿Ficción?
—Oh, no —dijo Allison. —Historias reales. Sobre cuestiones de interés para la comunidad, y cosas así.
—¿Has pensado alguna vez en una columna de tipo histórico? —preguntó Seth. —Ya sabes, tal como era Elm Street hace cincuenta años, y esas cosas.
—No, no lo había pensado —dijo Allison, con voz que reflejaba su entusiasmo. —Pero es una idea fantástica. Podríamos llamarla «el ayer y el hoy de Peyton Place» y ponerla dentro de un recuadro en la primera página.
«¡Caramba con la niña! —pensó Seth. —¡Un recuadro en la primera página!»
—Podríamos intentarlo —dijo con cautela. —Podríamos hacerlo unas cuantas semanas y ver qué tal va.
—¡Oh, señor Buswell! —exclamó Allison, levantándose de un salto. —¿Cuándo? ¿Cuándo podríamos empezar?
«¡Qué prisas!», pensó Seth.
—Escribe algo durante esta semana —dijo. —Intentaré publicarlo el viernes.
—Oh, gracias. Gracias, señor Buswell. Empezaré ahora mismo. Iré a casa y empezaré a pensar ahora mismo.
—Espera un momento —dijo Seth. —¿No vas a preguntarme cuánto te pagaré?
—¿Pagarme? —exclamó Allison. —No tiene que pagarme. Lo haré por nada y lo consideraré un privilegio.
—Esto es absurdo, Allison. Si a la gente le gustan tus artículos, estarán dispuestos a pagar por ellos. Te daré dos dólares por cada historia que publique.
Por un momento, Seth temió que la niña se echara a llorar o vomitase. Su cara se puso blanca, después rosa, y después más blanca que antes.
—Oh, gracias —dijo sin aliento. —Gracias, señor Buswell.
—Y, Allison —llamó Seth a la figura que se dirigía hacia la puerta del despacho. —Este fin de semana hará demasiado calor para escribir. Espera hasta el lunes. Quizá llueva antes de entonces.
Allison salió corriendo del edificio que albergaba el Peyton Place Times y chocó de frente con la figura de Tomas Makris. Se habría caído si él no la hubiera agarrado por los hombros y la hubiera sujetado.
—¡Tengo un empleo! —exclamó. —Tengo un empleo como escritora, señor Makris. Pagado. ¡En el periódico!
Por encima de la cabeza de Allison, Tom miró hacia el despacho de Seth a través del ventanal. El editor del periódico estaba inclinado sobre las historias que Allison había olvidado recoger, y esta vez sonreía abiertamente.
—Bueno —dijo Tom, mirando la cara de Allison, que había palidecido de nuevo, —esto se merece una celebración. El primer empleo de cualquier persona requiere una celebración. Vayamos al drugstore de Prescott y te invitaré a un refresco.
Condujo a Allison hasta allí, y el codo de la muchacha, todavía dentro de la palma de su mano, temblaba. El color empezaba a volver a sus mejillas, pero no podía dejar de charlar.
—Una cosa de tipo histórico —estaba diciendo, —y me pagará. Como una verdadera escritora.
Mirándola, en su temblorosa excitación, Tom se sintió repentinamente muy viejo.
—Pensaba empezar en seguida, esta misma tarde —estaba diciendo Allison, —pero esperaré hasta mañana. He prometido a Norman que esta tarde iría con él de picnic. ¿No le parece extraño, señor Makris? Me había olvidado completamente del picnic. ¡Estaba tan excitada por lo del trabajo! ¡Espere a que se lo diga a Norman! ¡Se quedará helado! Norman también escribe, ¿sabe? Poemas. Tengo que darme prisa. Prometí a Norman que yo llevaría la comida. ¿No es increíble? ¡Acabo de acordarme del picnic!
«Una locura, ¿eh? —pensó Tom, recordando la observación de Constance. —Cuando una adolescente olvida algo tan romántico como un picnic con otro adolescente en la excitación generada por la idea de escribir a cambio de dinero, es difícil seguir considerándola una locura.»
—Gracias por el refresco, señor Makris —dijo Allison, y desapareció en un torbellino de almidonadas faldas de algodón.
Tom dejó una moneda de diez centavos sobre el mostrador.
«Maldita sea —pensó, sintiéndose todavía viejo, —esta espera ya ha sido demasiado larga. Volveré a hablar con ella esta noche. Dos años más es demasiado tiempo. Demasiado tiempo perdido. Los años no perdonan.»
Parte 2