Publicado en
junio 27, 2010
Título original: Phases of Gravity
A Robert y Kathryn Simmons
PRIMERA PARTE - POONA
El vuelo 001 de Pan Am dejó atrás el claro de luna y descendió hacia el aeropuerto de Nueva Delhi a través de las nubes y la oscuridad. Mirando el ala, Baedecker sintió que el tirón de la gravedad se mezclaba con la tensión de un viejo piloto obligado a aterrizar como pasajero. Cuando las ruedas rozaron la pista, Baedecker miró el reloj: las 3.47 hora local. Sintió pinchazos de dolor detrás de los ojos al mirar las oscuras siluetas de los depósitos de agua y los edificios más allá de la luz intermitente del ala. El enorme 747 viró bruscamente a la derecha y carreteó hasta detenerse. El gemido de los motores se ahondó y se apagó, dejando a Baedecker con el eco de su fatigado pulso en los oídos. Hacía veinticuatro horas que no dormía.
Incluso antes de que la lenta cola llegara a la salida, Baedecker sintió la vaharada de calor y humedad. Al bajar por la escalerilla al pegajoso asfalto, sintió el tirón de la tremenda, masa del planeta bajo sus pies, aumentada por el peso de los cientos de millones de almas desdichadas que poblaban el sub-continente, e irguió los hombros para combatir el abatimiento.
«Debí haberme hecho la tarjeta de crédito», pensó. En la penumbra, con los demás pasajeros, esperó a que el autobús azul y blanco se acercara por el oscuro pavimento. La terminal era un borrón luminoso en el horizonte. Las nubes reflejaban las luces que parpadeaban más allá de la pista.
No hubiera sido muy difícil. Sólo le habían pedido que se sentara frente a las cámaras y las luces, sonriera y dijera:
«¿Me conocéis? Hace dieciséis años pisé la Luna. Eso no me ayuda cuando quiero reservar un billete de avión o pagar una cena en un café francés.» Dos líneas más de cháchara y el cierre estándar con la inscripción de su nombre en la tarjeta de plástico:
RICHARD E. BAEDECKER.
El edificio de la aduana parecía un enorme depósito. Luces amarillas de sodio colgaban de las vigas de metal, dando un aire grasiento y ceroso a la tez de la gente. Baedecker tenía la camisa pegada al cuerpo. Las colas avanzaban despacio. Baedecker estaba habituado a las impertinencias de los vistas de aduana, pero esos hombrecillos de pelo negro y camisa beige establecían nuevos récords de impertinencia burocrática día a día. Un par de metros delante de él, una mujer india mayor esperaba con sus dos hijas, las tres con saris de algodón barato. Impaciente por sus respuestas, el funcionario que estaba detrás del maltrecho mostrador arrojó las dos maletas baratas al suelo del cobertizo. Telas brillantes y estampadas, sostenes y bragas rasgadas se desparramaron. El vista se volvió hacia otro agente y masculló algo en hindi. Ambos sonrieron con sorna.
De pronto el adormilado Baedecker se percató de que uno de los vistas le hablaba a él.
—¿Cómo ha dicho?
—He preguntado si es esto todo lo que tiene para declarar. ¿No trae nada más? —El sonsonete del inglés con acento indio sonaba extrañamente familiar para Baedecker. Se lo había escuchado a personal hotelero indio en todo el mundo. Sólo que entonces el tono no revelaba suspicacia ni enfado.
—Sí. Esto es todo. —Baedecker señaló el formulario rosa que había llenado antes de aterrizar.
—¿Es todo lo que lleva? ¿Una bolsa? —El agente alzó la vieja bolsa negra como si contuviera contrabando o explosivos.
—Es todo.
El hombre frunció el entrecejo y se lo pasó desdeñosamente a otro agente de camisa beige, quien trazó una X sobre la bolsa como si la violencia del movimiento pudiera exorcizar posibles peligros.
—Andando, andando —dijo el primer agente, gesticulando. —Gracias —dijo Baedecker. Cogió la bolsa y salió a la oscuridad.
Sólo se veía negrura. Dos triángulos negros. Ni siquiera las estrellas eran visibles durante el descenso final. Enfundados en los voluminosos trajes de presión, ceñidos por correas y hebillas, solo veían el cielo uniforme y negro. Durante la mayor parte de la secuencia de combustión final y descenso, el módulo de aterrizaje se había invertido y la superficie lunar era invisible. Sólo en los minutos finales Baedecker pudo mirar el resplandor de la trémula superficie lunar.
«Es igual que en las simulaciones», pensó. Tenía que haber algo más. Tenía que sentir algo más. Pero mientras respondía automáticamente a las transmisiones y preguntas de Houston, mientras tecleaba números en el ordenador y le leía cifras a Dave, ese pensamiento indigno volvía una y otra vez. «Es igual que las simulaciones.»
—¡Señor Baedecker! —Tardó un minuto en registrar el grito. Alguien lo llamaba desde hacía un rato. En un callejón entre la aduana y la terminal, Baedecker miró a su alrededor. Miles de insectos bailaban en el resplandor de los reflectores. Gentes envueltas en túnicas blancas dormían en la acera, acurrucadas contra los oscuros edificios. Hombre morenos de camisa brillante se apoyaban contra los taxis amarillos y negros. Baedecker giró hacia el otro lado cuando la muchacha se le acercó.
—¡Señor Baedecker! Hola. —La muchacha se detuvo con un simpático gesto de saludo, irguió la cabeza, aspiró una profunda bocanada de aire.
—Hola —dijo Baedecker. No sabía quién era esa joven, pero tuvo una fuerte sensación de déjà vu. ¿Quién diablos lo saludaba en Nueva Delhi a las cuatro y media de la mañana? ¿Alguien de la embajada? No, no sabían que llegaba, y en todo caso no les importaba. Ya no. ¿Bombay Electronics? Difícil. No en Nueva Delhi. Y esa joven rubia era obviamente norteamericana. Siempre torpe para recordar nombres y rostros, Baedecker se sonrojó con culpabilidad y embarazo. Hurgó en la memoria. Nada.
—Soy Maggie Brown —dijo la muchacha, extendiendo la mano. El la estrechó, sorprendido de hallarla tan fresca. Sentía la piel febril. ¿Maggie Brown? Ella se apartó un mechón de pelo que le llegaba hasta los hombros, y Baedecker de nuevo tuvo la sensación de haberla visto antes. Debía de haber trabajado para la NASA, aunque parecía demasiado joven para...
—Soy amiga de Scott —dijo ella con una sonrisa. Tenía boca ancha, y un pequeño orificio entre los dientes frontales. El efecto era curiosamente agradable.
—La amiga de Scott. Desde luego. Hola. —Baedecker le volvió a darla mano y miró en torno otra vez. Varios taxistas se habían acercado para ofrecer sus servicios. Baedecker meneó la cabeza, pero sólo parlotearon más. Baedecker cogió el codo de la joven y se apartó de la turba gesticulante—. ¿Qué haces aquí, en la India? Y en este lugar. —Baedecker señaló la calle angosta y la larga sombra de la terminal. Ahora la recordaba. Joan le había enseñado una foto la última vez que Baedecker estuvo en Boston. Los ojos verdes se le habían grabado en la memoria.
—Hace tres meses que estoy aquí —dijo ella—. Scott rara vez tiene tiempo para verme, pero voy allí cuando está libre. A Poona, quiero decir. Encontré un trabajo de gobernanta... no gobernanta, en realidad, sino una especie de tutora. La familia de un médico. Buena gente. Vive en el sector británico. De todos modos, estaba con Scott la semana pasada, cuando recibió su telegrama.
—Oh —dijo Baedecker. No se le ocurrió otra respuesta en varios segundos. En el cielo trepaba un pequeño reactor—. ¿Scott está allí? Pensaba que lo vería en... Poona.
—Scott está en un retiro, en la granja del Maestro. No regresará hasta el martes. Me pidió que le avisara. Yo estoy visitando a una vieja amiga de la Fundación Educativa de Vieja Delhi.
—¿El Maestro? ¿Te refieres a ese gurú?
—Así lo llaman todos. De cualquier modo, Scott me pidió que le avisara, y pensé que usted no se quedaría mucho tiempo en Nueva Delhi.
—¿Y has venido antes de que amanezca para darme este mensaje? —Baedecker miró atentamente a la joven. Mientras se alejaban de los potentes focos, la tez de la muchacha parecía brillar con fulgor propio. Baedecker notó que una luz tenue teñía el cielo hacia el este.
—No hay problema —dijo ella, cogiéndole el brazo—. Mi tren llegó hace pocas horas. No tenía nada que hacer hasta que abrieran las oficinas de la Fundación.
Habían llegado al frente de la terminal. Baedecker notó que estaban en la campiña, a cierta distancia de la ciudad. Veía edificios de apartamentos a lo lejos, pero los ruidos y olores que los rodeaban era campestres. La calzada del aeropuerto conducía a una autopista ancha, pero en las cercanías había caminos de tierra bajo banianos de muchos troncos.
—¿Cuándo despega su vuelo, señor Baedecker?
—¿A Bombay? A las ocho y media. Pero no me llames «señor». Llámame Richard, por favor.
—Vale, Richard. ¿Qué tal si damos un paseo y luego vamos a desayunar?
—De acuerdo —dijo Baedecker. En ese momento habría dado cualquier cosa por disponer de una habitación vacía, una cama, tiempo para dormir. ¿Qué hora sería en St. Louis? Su mente fatigada no podía con esa simple aritmética. Siguió a la muchacha que echó a andar por la calzada mojada por la lluvia. Enfrente despuntaba el sol.
Hacía tres días que despuntaba el sol cuando aterrizaron. Los detalles se perfilaban con claridad. Se había planeado de ese modo.
Más tarde Baedecker apenas recordaba el descenso por la escalerilla y el momento en que saltó del módulo lunar. Todos los años de preparación, simulación y expectativas habían conducido a ese instante, esa brusca intersección del momento y el lugar, pero lo que Baedecker recordaba después era una vaga sensación de frustración y urgencia. Llevaban un retraso de veintitrés minutos cuando Dave lo precedió escalerilla abajo. Ponerse los trajes y chequear los cincuenta y un ítems del sistema de soporte vital y la despresurización les había llevado más tiempo que en las simulaciones.
Se desplazaron por la superficie, verificando su equilibrio, recogiendo muestras, tratando de recobrar el tiempo perdido. Baedecker había dedicado muchas horas a idear una frase breve para recitarla cuando pisara el suelo lunar —su «nota al pie de la historia», como la había llamado Joan—, pero Dave hizo una broma al saltar del estribo, Houston pidió un chequeo radial y el momento pasó.
Baedecker tenía dos recuerdos fuertes del resto de la actividad extravehicular. Recordaba la maldita lista que llevaba en la muñeca. No lograron recobrar el tiempo, ni siquiera después de eliminar la tercera muestra de mineral y el segundo chequeo de la memoria de guía del Rover. Había odiado esa lista.
El otro recuerdo aún se le aparecía en sueños. La gravedad. Un sexto de g. La euforia de botar por la superficie rutilante y rocosa con sólo impulsarse con las botas. Eso despertaba un recuerdo anterior; Baedecker era un niño que aprendía a nadar en el lago Michigan, y su padre lo sostenía mientras él avanzaba pateando la arena del fondo del lago. Qué maravillosa ligereza, la fuerza de los brazos de su padre, el suave vaivén de las verdes olas, la perfecta sincronización de peso y liviandad se encontraban en la pulsación de equilibrio que le brotaba de los talones.
Aún soñaba con eso.
El sol se elevó como un enorme globo naranja de bordes trémulos mientras la luz se refractaba en el aire tibio. Baedecker pensó en las fotos Ektachrome del National Geographic. ¡India! Insectos, pájaros, cabras, pollos y vacas se sumaban al creciente rumor del tráfico de la autopista. Incluso ese sinuoso camino de tierra por donde andaban ya estaba atestado de personas en bicicletas, carretas, camiones con la inscripción de Transporte Público y taxis negros y amarillos que se internaban en la confusión como abejas furibundas.
Baedecker y la joven se detuvieron junto a un edificio pequeño y verde que tanto podía ser una granja como un templo hinduista. Quizá fuera ambas cosas. En el interior sonaban campanas. Un olor a incienso y estiércol salía de un patio interior. Los gallos graznaban y en alguna parte un hombre cantaba en un frágil falsete. Otro hombre —con traje de poliéster azul— detuvo su bicicleta, enfiló hacia el costado del camino y orinó en el patio del templo.
Pasó un crujiente carro tirado por un buey y Baedecker se volvió para mirarlo. La mujer del carro se cubrió la cara con el sari, pero los tres niños que la acompañaban miraron a Baedecker. El hombre del pescante le gritó al fatigado buey y azotó el excoriado flanco con una pértiga. De pronto el rugido de un 747 de Air India ahogó los demás ruidos. Los costados de metal relumbraron en el oro del sol naciente.
—¿Qué es este olor? —preguntó Baedecker. En medio de esa embestida de olores (tierra mojada, cloacas abiertas, gases de automóviles, pilas de abono, contaminación de la lejana ciudad) surgía un aroma dulce y abrumador que ya parecía haberle impregnado la piel y la ropa.
—Están preparando el desayuno —dijo Maggie Brown—. En todo el país están preparado el desayuno en fogatas abiertas. La mayoría usan estiércol de vaca seco como combustible. Ochocientos millones de personas preparando el desayuno. Gandhi escribió una vez que éste era el aroma eterno de la India.
Baedecker cabeceó. Las nubes del monzón devoraban el sol. Por un segundo los árboles y la hierba cobraron un verdor brillante y postizo, realzado por la fatiga de Baedecker. La jaqueca que lo atormentaba desde Frankfurt se había desplazado desde atrás de los ojos hacia la nuca. Cada paso le retumbaba en la cabeza. Pero el dolor parecía algo distante y sin importancia, percibido a través de una bruma de agotamiento y de mareo de tierra. Formaba parte de la extrañeza: los nuevos olores, la rara cacofonía de sonidos rurales y urbanos, esta atractiva joven a quien el sol le marcaba los pómulos y le encendía los ojos verdes. ¿Qué sería ella para el hijo de Baedecker? ¿Era seria esa relación? Baedecker lamentó no haber hecho más preguntas a Joan, pero había sido una visita incómoda y él estaba ansioso por marcharse.
Baedecker miró a Maggie Brown y comprendió que era machista pensar en ella como en una niña. La joven tenía ese aplomo y esa actitud alerta que Baedecker asociaba con los verdaderos adultos, no con los que se habían limitado a crecer. Baedecker calculó que Maggie Brown rondaba los veinticinco años, con lo cual era varios años mayor que Scott. ¿No había dicho Joan que la amiga de su hijo era graduada y adjunta de cátedra?
—¿Has venido a la India sólo para visitar a Scott? —preguntó Maggie Brown. Estaban de nuevo en la calzada circular, acercándose al aeropuerto.
—Sí. No —dijo Baedecker—. Es decir, he venido a ver a Scott, pero lo he hecho coincidir con un viaje de negocios.
—¿No trabajas para el gobierno? —preguntó Maggie—. ¿La gente del espacio?
Baedecker sonrió ante la imagen que evocaba «gente del espacio».
—Hace doce años que no trabajo para ellos —respondió, y le habló de la empresa aeroespacial de St. Louis para la cual trabajaba.
—¿Así que no tienes nada que ver con el transbordador espacial? —dijo Maggie.
—Muy poco. Pusimos algunos subsistemas a bordo de los transbordadores y a veces alquilamos espacio en ellos. —Baedecker se percató de que había usado el pasado como si hablara de un difunto.
Maggie se detuvo para observar el resplandor dorado del sol sobre los flancos de la torre de control y los edificios terminales de Nueva Delhi. Se caló un mechón rebelde detrás de la oreja y se cruzó de brazos.
—Es difícil creer que han pasado casi dieciocho meses desde que estalló el Challenger —dijo—. Fue espantoso.
—Sí —afirmó Baedecker.
Era irónico que él hubiera estado en Cabo Cañaveral para ese vuelo. Sólo había asistido a un lanzamiento anterior, uno de los primeros vuelos de prueba del Columbia, casi cinco años atrás. En enero de 1986 presenció el desastre del Challenger sólo porque Cole Prescott, el vicepresidente de la empresa de Baedecker, le pidió que acompañara a un cliente que había financiado un subcomponente del paquete experimental Spartan-Halley, que iba en el compartimiento de carga del Challenger.
El lanzamiento del 51-L se desarrollaba normalmente y Baedecker y su cliente se hallaban de pie en los palcos VIP, a cinco kilómetros de la rampa 39-B, protegiéndose los ojos del sol de la mañana, cuando las cosas no funcionaron bien; Baedecker sólo llevaba una ligera chaqueta de algodón, era la mañana más fría que recordaba en el Cabo. A través de los prismáticos vio un destello de hielo en el andamiaje que rodeaba el transbordador.
Baedecker estaba pensando en irse cuanto antes para que no lo retrasara la multitud cuando la voz del encargado de relaciones públicas de la NASA sonó en el altavoz.
—Altitud cuatro coma tres millas náuticas, distancia del punto de lanzamiento tres millas náuticas. Motores acelerando. Tres motores al ciento cuatro por ciento.
Baedecker evocaba su propio lanzamiento, quince años antes, su tarea de comunicar datos mientras Dave Muldorff «pilotaba» el monstruoso Saturno V, cuando el altavoz lo devolvió al presente con la voz del comandante Dick Scobee.
—Positivo, acelerando.
Baedecker miró hacia el aparcamiento para calcular el congestionamiento de las carreteras y un segundo después su cliente dijo:
—Vaya, esos cohetes forman una gran nube cuando se separan, ¿eh?
Baedecker miró hacia arriba y vio esa estela expansiva que no tenía nada que ver con la separación de las etapas; de inmediato reconoció el mórbido fulgor rojizo que iluminaba el interior de la nube cuando los combustibles hipergólicos se encendieron al escapar del sistema de control de reacción y de los motores de maniobra orbital destruidos. Segundos después los cohetes se desprendieron del cúmulo expansivo de la explosión. Sintiendo náuseas, Baedecker se volvió hacia el piloto Tucker Wilson, un ex colega de tiempos del Apollo que todavía trabajaba en la NASA, y dijo sin esperanzas:
—¿Abortan la misión?
Tucker sacudió la cabeza. No era un mero regreso al lugar de lanzamiento. Esto era lo que cada uno de ellos temía en silencio durante sus propios lanzamientos. Cuando Baedecker miró de nuevo, los primeros segmentos de la nave destruida iniciaban su larga y triste caída hacia la cripta del mar.
En los meses posteriores al Challenger, a Baedecker le costó creer que alguna vez los americanos hubieran volado al espacio con tanta frecuencia y competencia. Ese largo intervalo de dudas en que no hubo ninguna misión se transformó para Baedecker en la normalidad, confundiéndose en su mente con una agobiante sensación de pesadez, entropía y triunfo de la gravedad, una sensación que lo abrumaba desde que su propio mundo y su familia se habían despedazado meses antes.
—Mi amigo Bruce dice que Scott no salió de su habitación durante dos días después del estallido del Challenger —dijo Maggie Brown. Estaban frente a la terminal aérea de Nueva Delhi.
—¿De veras? —dijo Baedecker—. Creí que Scott ya no tenía interés en el programa espacial. —Miró hacia el sol naciente repentinamente oscurecido por las nubes. El color se desbordaba del mundo como el agua de un fregadero.
—Él decía que no le importaba —dijo Maggie—. Decía que Chernobyl y el Challenger eran los primeros signos del fin de la era tecnológica. Semanas después se las arregló para venir a la India. ¿Tienes hambre, Richard?
Aún no eran las seis y media de la mañana pero la terminal se estaba llenando de gente. Algunos todavía dormían en los rajados y mugrientos suelos de linóleo. Baedecker se preguntó si eran pasajeros o simplemente personas que buscaban un techo para pasar la noche. Un niño estaba sentado solo en una silla de vinilo negro y lloraba a moco tendido. Se deslizaban lagartos por las paredes.
Maggie lo condujo a una pequeña cafetería del segundo piso, donde camareros somnolientos aguardaban con servilletas sucias colgadas del brazo. Maggie le advirtió que no probara el tocino y pidió una tortilla, tostada con gelatina y té. Baedecker pensó en desayunar pero desechó la idea. En realidad quería un whisky. Pidió café.
No había más clientes en el gran salón, excepto la alborotada tripulación de un avión de Aeroflot que se veía por la ventana. Los rusos chascaban los dedos para llamar a los cansados camareros indios. Baedecker miró al capitán y el hombre le resultó familiar, aunque Baedecker sabía que muchos pilotos soviéticos tenían esas mandíbulas cuadradas y esas cejas marcadas. No obstante, se preguntó si lo habría conocido durante los tres días que había recorrido Moscú y la Ciudad de las Estrellas con el proyecto de prueba Apollo-Soyuz. Se encogió de hombros. No tenía importancia.
—¿Cómo está Scott? —preguntó.
Maggie Brown lo miró con una expresión de cautela que pareció envolverla como un velo.
—Bien. Dice que nunca se ha encontrado tan bien, pero creo que ha perdido algo de peso.
Baedecker evocó a su corpulento hijo, con corte cepillo y camiseta, queriendo jugar de shortstop en el equipo de la pequeña liga de Houston. Era demasiado lento, y sólo servía para jugar en la parte derecha del campo.
—¿Cómo va su asma? ¿La humedad la ha hecho resurgir?
—No, el asma está curada —replicó Maggie—. Según Scott, se la curó el Maestro.
Baedecker pestañeó. Hasta hace poco, en su apartamento vacío, se había sorprendido esperando toses, la respiración entrecortada. Recordaba las ocasiones en que había abrazado al chico como si fuera un bebé, acunándolo, mientras ambos se asustaban del gorgoteo de los pulmones.
—¿Tú eres seguidora de este... del Maestro?
Maggie rió y fue como si el velo se le cayera de los ojos verdes.
—No, no estaría aquí si lo fuera. No les permiten dejar el ashram por más de unas horas.
Baedecker murmuró y miró el reloj. Faltaban noventa minutos para que saliera su vuelo a Bombay.
—Se retrasará —dijo Maggie.
—¿Eh? —preguntó Baedecker, confundido.
—Tu vuelo. Se retrasará. ¿Qué harás hasta el martes?
Baedecker no había pensado en ello. Era jueves por la mañana. Había planeado estar en Bombay esa misma tarde, ver a la gente de electrónica y su estación de tierra el viernes, coger el tren a Poona para visitar a Scott el fin de semana y salir de Bombay el lunes por la tarde.
—No sé —dijo—. Supongo que me quedaré en Bombay un par de días más. ¿Qué tenía de importante ese retiro como para que Scott no pudiera tomarse tiempo libre?
—Nada —dijo Maggie Brown. Bebió el último sorbo de té y dejó la taza con un ademán brusco y furioso—. Es lo mismo de siempre. Conferencias del Maestro. Sesiones de soledad. Danzas.
—¿Danzas?
—Bueno, algo parecido. Tocan música. El ritmo se acelera cada vez más. Se mueven cada vez más deprisa. Al final caen agotados. Eso purifica el alma.
Baedecker reparó en los silencios de Maggie. Había leído acerca de un ex profesor de filosofía que se había transformado en el más reciente gurú de los chicos ricos de naciones acomodadas. Según Time, los lugareños indios se habían escandalizado al oír hablar de sexo grupal en sus ashrams. Baedecker se había alarmado cuando Joan le dijo que Scott había abandonado la Universidad de Boston para ir al otro confín del mundo. ¿En busca de qué?
—No pareces aprobarlo —le dijo a Maggie Brown.
La joven se encogió de hombros. De pronto se le iluminaron los ojos.
—¡Oye, tengo una idea! ¿Por qué no vienes a pasear conmigo? He tratado de convencer a Scott de que viera algo más que el ashram de Poona desde que llegué en marzo. ¡Ven conmigo! Será divertido. Puedes conseguir un pase de Air India para viajes internos baratísimo.
Baedecker se quedó desconcertado un instante, pensando en los rumores sobre sexo grupal. Luego vio la avidez infantil de la cara de Maggie y se reprochó sus ocurrencias obscenas. La chica simplemente se sentía sola.
—¿Adonde pensabas ir? —preguntó. Necesitaba un segundo para formular un rechazo cortés.
—Mañana me iré de Delhi —dijo ella animadamente—. Volaré a Varanasi y luego a Khajuraho, haré una escala en Calcuta, iré a Agra y después regresaré a Poona.
—¿Qué hay en Agra?
—Sólo el Taj Mahal —dijo Maggie, inclinándose hacia él con una mirada picara—. No puedes ver la India sin ver el Taj Mahal. Está prohibido.
—Lo lamento pero tendrá que ser así —dijo Baedecker—. Mañana tengo una cita en Bombay, y dices que Scott regresará el martes. Necesito regresar a casa a lo sumo una semana después del viernes. Ya estoy alargando demasiado el viaje.
Notó que la había decepcionado.
—Además —añadió—, no sirvo para turista.
La bandera americana le había parecido absurda. Pensaba que le conmovería. Una vez, en Yakarta, después de ausentarse de su país sólo nueve meses, se le saltaron las lágrimas al ver la bandera americana flameando en la popa de un viejo carguero en el puerto. Pero en la Luna —a cuatrocientos mil kilómetros de casa— encontraba ridícula la imagen de la bandera con su alambre rígido extendido para simular una brisa en el vacío.
Baedecker y Dave se cuadraron. Frente al sol, ante la cámara de televisión que habían instalado, saludaron la bandera. Sin darse cuenta ya habían cobrado el hábito de inclinarse hacia adelante en la posición de «simio cansado» típica de la baja gravedad, sobre la que Aldrin les había advertido durante las sesiones de instrucción. Era cómoda y natural, pero quedaba mal en las fotografías.
Habían terminado el saludo y se disponían a hacer otra cosa cuando les habló el presidente Nixon. La improvisada llamada telefónica de Nixon había insertado una experiencia irreal en un mundo surreal. El presidente no tenía pensado lo que iba a decir y empezó a divagar. Cuando parecía que había redondeado la frase y ellos se disponían a responder, Nixon hablaba de nuevo. El tiempo de retraso complicaba la transmisión. Dave se encargó de responder. Baedecker sólo dijo «Gracias, señor presidente» varias veces. Por alguna razón Nixon pensó que querrían conocer el resultado de los partidos de fútbol del día anterior. Baedecker odiaba el fútbol. Se preguntó si esos desvaríos sobre el fútbol representaban la idea de Nixon acerca de cómo hablan los hombres entre ellos.
—Gracias, señor presidente —dijo Baedecker. Y mientras se ponía de cara a esa cámara, esa bandera congelada contra un cielo negro, escuchando las divagaciones del director ejecutivo del país entre chirridos de estática, Baedecker pensaba en el objeto no autorizado que había escondido en el bolsillo de la rodilla derecha.
El vuelo Delhi-Bombay salió con tres horas de retraso. Un viajante británico que vendía helicópteros y estaba sentado junto a Baedecker en la terminal dijo que hacía semanas que el piloto y el ingeniero de vuelo de Air India mantenían una rencilla. Uno de los dos retrasaba el vuelo todos los días.
Una vez en el aire, Baedecker trató de dormitar, pero el chillido incesante de los botones de llamada lo mantuvo despierto. En cuanto despegaron, fue como si todos los ocupantes del avión llamaran a las camareras con sari. Los tres hombres de la fila anterior a Baedecker pedían alborotadamente almohadas y bebidas y chascaban los dedos con modales imperiosos que irritaban a Baedecker, con su prudente temperamento del Medio Oeste.
Maggie Brown se había marchado poco después del desayuno. Había garrapateado su itinerario en una servilleta y se lo había metido en el bolsillo del traje.
—Nunca se sabe —dijo—. Tal vez algo te haga cambiar de parecer.
Baedecker había hecho algunas preguntas más sobre Scott antes de que ella se marchara en un taxi negro y amarillo, pero se quedó con la impresión de una joven que erróneamente había seguido al amante a una tierra extraña y ajena y que ya no sabía cómo sentía ni pensaba Scott.
Volaban en un Air Bus francés. Baedecker notó, con ojo profesional, que las alas se flexionaban con mayor latitud que un Boeing y sorprendido se percató del abrupto ángulo de ataque que escogía el piloto indio. Las compañías aéreas americanas no permitirían que sus pilotos maniobraran por temor a alarmar a los pasajeros. Los pasajeros indios no parecían notarlo. El descenso hacia Bombay fue tan rápido que Baedecker recordó un vuelo a Pleiku en un C-130, donde el piloto había tenido que bajar casi verticalmente por temor a los disparos.
Bombay parecía compuesta de chozas con techo de hojalata y fábricas decrépitas. Más tarde, Baedecker llegó a ver edificios modernos y el mar Arábigo. El avión se inclinó en un ángulo de cincuenta grados, una meseta se elevó para recibirlos y aterrizaron. Baedecker cabeceó, una silenciosa felicitación para el piloto.
El viaje en taxi desde el aeropuerto hasta el hotel fue demasiado para el agotado Baedecker. Poco después de las puertas del aeropuerto Santa Cruz de Bombay empezaban las barriadas pobres. Kilómetros cuadrados de chozas con techo de hojalata, vencidas tiendas de lona y callejas estrechas y lodosas se extendían a ambos lados de la autopista. Un caño de agua de seis metros de altura recorría el apiñamiento de chozas como una manguera atravesando un hormiguero. Niños de tez cetrina correteaban sobre el caño o se apoyaban en los flancos herrumbrados. Por todas partes se veía el vertiginoso movimiento de un sinfín de cuerpos.
Hacía mucho calor. El aire húmedo que entraba por las ventanillas abiertas del taxi le pegaba en la cara como un tubo de escape caliente. En ocasiones veía el mar Arábigo a la derecha. En los suburbios un enorme cartel anunciaba «0 días para el monzón», pero las nubes bajas no traían lluvias refrescantes, sólo un reflejo del agobiante calor y una pesadez que le aplastaba los hombros como un yugo.
La ciudad era aún más desconcertante. Cada calle lateral era un tributario de seres humanos de camisa blanca que se derramaban en crecientes y turbulentos arroyos y ríos de población. Miles de diminutos escaparates ofrecían sus mercancías de colores chillones a millones de peatones abarrotados. La cacofonía de bocinas, motores y timbres de bicicleta envolvió a Baedecker en un grueso manto de aislamiento. Carteles gigantescos y chillones promovían a actores de cine de mejillas sonrosadas y actrices de pelo renegrido, labios rojizos y tez purpúrea.
Pronto llegaron a Marine Drive, al Queen's Necklace, y el mar aparecía gris y batiente a la derecha. A la izquierda, Baedecker vio pistas de criquet, crematorios al aire libre y edificios de oficinas. Creyó ver una nube de buitres sobrevolando la Torre del Silencio a la espera de los cadáveres de los parsis, pero las motas continuaron revoloteando en la periferia de su visión cuando Baedecker desvió los ojos.
La oleada de aire acondicionado hizo temblar su piel húmeda dentro del Oberoi Sheraton. Baedecker casi no recordaba ni haberse registrado ni haber seguido al camarero de chaqueta roja hasta su habitación del piso treinta. Las alfombras olían a una especie de ácido fénico y antiséptico; en el ascensor, un grupo de bulliciosos árabes apestaba a almizcle, y por un instante, Baedecker pensó que iba a vomitar. Deslizó un billete de cinco rupias al camarero, que corrió la cortina de la ancha ventana y se fue cerrando la puerta. Los sonidos se amortiguaron y Baedecker arrojó su chaqueta de lino en una silla y se derrumbó sobre la cama. Se durmió en diez segundos.
Habían recorrido con el Rover casi cinco kilómetros, un récord. Cinco kilómetros de barquinazos. Las ruedas mordían el polvo lunar arrojándolo en una trayectoria extraña y chata que fascinaba a Baedecker. El mundo era un vacío brillante. Las sombras de ambos los precedían a los tumbos. Más allá del crujido de la radio y los ruidos internos del traje, Baedecker sentía un silencio frío y absoluto.
La zona de experimentos se hallaba alejada de la zona de aterrizaje, en un paraje llano cerca de un pequeño cráter de impacto llamado Kate en los mapas. Habían avanzado cuesta arriba mientras el pequeño ordenador del Rover memorizaba cada vuelta y recodo. El módulo de descenso era una chispa de oro y plata en el valle que dejaban atrás.
Baedecker desplegó el paquete sísmico mientras Dave tomaba una vista panorámica con la Hasselblad que llevaba montada en el pecho. Baedecker extendió cuidadosamente los cables dorados de diez metros. Dave rebotaba ligeramente después de cada foto, un globo humanoide sujeto a una playa rutilante. Dave transmitió algo a Houston y botó hacia el sur para fotografiar una prominencia rocosa. La Tierra era un escudo azul y blanco en un cielo negro.
«Ahora», pensó Baedecker. Se apoyó en una rodilla, pero la posición le resultó incómoda a causa del traje y tuvo que apoyar ambas rodillas en el polvo para asegurar la punta del último filamento sísmico. Dave seguía alejándose. Baedecker abrió la cremallera del bolsillo de la rodilla derecha y extrajo los dos objetos. Le costó abrir el saco de plástico con los gruesos guantes, pero logró arrojar el contenido en la palma sucia de polvo. Apoyó la pequeña fotografía de color contra una piedra, a un metro del filamento sensor. Las sombras la ocultaban y Dave no repararía en ella a menos que estuviera al lado. Sostuvo el otro objeto —una medalla de San Cristóbal— un instante, titubeando. Se agachó, apoyó el metal en el suelo gris. Lo arrojó en el saco y se apresuró a guardarlo en el bolsillo antes de que Dave regresara. Baedecker se sentía extraño, de rodillas en el suelo lunar, suplicando, su enorme sombra extendida ante él como un paño negro. La pequeña fotografía le devolvió la mirada. Joan vestía una blusa roja y pantalones azules. Ladeaba la cabeza hacia Baedecker, que sonreía directamente a la cámara. Ambos apoyaban una mano en los hombros de Scott. El niño de siete años abría la boca en una sonrisa. Llevaba una camisa blanca para la fotografía, pero bajo el cuello abierto sobresalía la camiseta azul del Centro Espacial Kennedy que el niño había llevado casi todos los días del verano anterior.
Baedecker miró de soslayo la figura distante de Dave, y cuando estaba a punto de levantarse sintió una presencia a sus espaldas. La piel se le humedeció dentro del traje. Se levantó y giró despacio.
El Rover estaba aparcado cinco metros a sus espaldas. La cámara de televisión, controlada desde una consola de Houston, estaba montada sobre un puntal cerca de la rueda frontal derecha. La cámara apuntaba directamente hacia Baedecker. Se inclinó hacia atrás para seguirlo mientras él se levantaba.
Baedecker miró la pequeña caja con cables a través del resplandor y la distancia. El círculo negro de la lente lo miró a través del silencio.
La ancha antena parabólica trazaba un perfil cortante en el cielo del monzón.
—Impresionante, ¿eh? —dijo Sirsikar. Baedecker cabeceó y miró colina abajo. Pequeños labrantíos de menos de una hectárea corrían a lo largo del estrecho camino. Las casas eran pilas de bálago sobre estacas toscas. En el trayecto desde Bombay hasta la estación receptora, Sirsikar y Shah le habían señalado los sitios de interés.
—Muy bonita granja —había comentado Shah, señalando un edificio de piedra más pequeño que el garaje de la vieja casa de Baedecker en Houston—. Era un conversor de metano, sabes.
Baedecker observaba a los hombres apoyados en sus chatos arados de piedra, detrás de sus cansados bueyes. Las puntas hendían el suelo cuarteado. Un hombre se apoyaba en el arado con sus dos hijos para que la cuña de madera se hundiera más en la tierra seca.
—Ahora tenemos tres —continuó Sirsikar—. Sólo el Nataraja es sincrónico. El Sarasvati y el Lakshmi están encima del horizonte durante treinta de los noventa minutos de tránsito, y la estación de Bombay recibe las transmisiones en tiempo real.
Baedecker miró de soslayo al menudo científico.
—¿Ponéis nombres de dioses a los satélites? —preguntó.
Shah se movió incómodo pero Sirsikar sonrió.
—¡Desde luego!
Baedecker, reclutado durante los vuelos Mercury, entrenado durante Gemini, designado piloto en una misión Apollo, volvió los ojos hacia la simetría de acero de la enorme antena.
—Nosotros hacíamos lo mismo —dijo.
PAPÁ. ESTARÉ EN RETIRO HASTA SÁBADO 27 JUNIO. REGRESARÉ POONA. Si ESTÁS ALLÍ, NOS VEMOS. SCOTT.
Baedecker releyó el telegrama, lo arrugó y lo arrojó a la papelera. Caminó hasta la ancha ventana y miró el reflejo de las luces del Queen's Necklace en las encrespadas aguas de la bahía. Al cabo de un rato se volvió y bajó a recepción para enviar un telegrama a St. Louis, informando a su empresa que se tomaría sus vacaciones ahora a pesar de todo.
—Sabía que vendrías —dijo Maggie Brown. Bajaron del barco turístico y Baedecker retrocedió ante el embate de mendigos y buhoneros. De nuevo sospechó que había cometido un error al no aceptar la tarjeta de crédito. El dinero le habría venido bien.
—¿Sospechabas que Scott se quedaría en el retiro? —preguntó Baedecker.
—No, no me sorprende, pero no lo sospechaba. Simplemente tuve la corazonada de que te vería de nuevo.
A orillas del Ganges, compartieron otro amanecer. Las multitudes ya llenaban los enormes escalones que descendían al río. Las mujeres se levantaban del agua color café, el algodón húmedo pegado a las figuras flacas. Los cuencos de arcilla marrón reflejaban el color de la piel. Las esvásticas adornaban un templo con frontis de mármol. Baedecker oía el palmoteo de las mujeres de la casta de las lavanderas azotando la ropa contra las rocas. El humo del incienso y de la pira funeraria se mezclaba con el aire húmedo de la mañana.
—El letrero dice Benarés —dijo Baedecker mientras seguían al pequeño grupo—. El billete era para Varanasi. ¿Cuál es el hombre?
—Varanasi era el nombre original. Todos la llaman Benarés. Pero querían olvidarlo porque los ingleses la llamaban así. Ya sabes, un nombre de esclavos. Malcolm X. Muhammad Ali. —Maggie calló y echó a trotar mientras el guía les gritaba que no abandonaran las estrechas callejuelas. En un momento dado la calle se volvió tan estrecha que Baedecker tendió la mano y tocó la pared opuesta con los dedos. La gente se abría paso a codazos y empujones, gritaba, cedía el paso a las ubicuas vacas que merodeaban en libertad. Un vendedor insistente los siguió varías manzanas, ensordeciéndolos con su flauta tallada a mano. Baedecker le guiñó el ojo a Maggie, le dio diez rupias al chico y se guardó el instrumento en el bolsillo de la cadera.
Entraron en un edificio abandonado. En el interior, hombres aburridos alumbraban con velas una maltrecha escalera. Tendieron la mano cuando pasó Baedecker. En el tercer piso un pequeño balcón permitía ver por encima de la pared del templo. Apenas si se veía un chapitel laminado de oro.
—Este es el lugar más sagrado del mundo —dijo el guía. Su tez tenía el color y la textura de un guante de catcher bien aceitado—. Más sagrado que La Meca. Más sagrado que Jerusalén. Más sagrado que Belén o Sarnath. Es el más sagrado de los templos, y todos los hinduistas, tras bañarse en el santo Ganges, desean visitarlo antes de morir.
Hubo cabeceos y murmullos. Nubes de mosquitos les bailaban frente a las caras sudadas. Cuando bajaban la escalera, los hombres con las velas les cerraron el paso y fueron mucho más insistentes con sus manos tendidas y sus voces agudas.
Mientras regresaban al hotel en un triciclo, Maggie se volvió hacia Baedecker con cara seria.
—¿Crees en eso? ¿Lugares de poder?
—¿A qué te refieres?
—No lugares sagrados, sino lugares que son muy especiales. Un lugar que tiene su propio poder.
—No aquí —dijo Baedecker, señalando el triste espectáculo de pobreza y decadencia.
—No, no aquí —convino Maggie Brown—. Pero yo he encontrado un par de sitios.
—Háblame de ellos —dijo Baedecker a voz en cuello, por encima del ruido del tráfico y los timbres de las bicicletas.
Maggie bajó los ojos y se puso el pelo detrás de la oreja en un gesto que Baedecker ya encontraba familiar.
—Hay un lugar en el oeste de Dakota del Sur, cerca de donde viven mis abuelos —dijo ella—. Un cono volcánico al norte de las Colinas Negras, en el linde de la pradera. Se llama Monte del Oso. Yo lo escalaba cuando era pequeña, mientras mi abuelo y Memo me esperaban abajo. Años después supe que era un sitio sagrado para los sioux. Pero aun antes de eso, cuando me erguía allí para mirar la pradera, sabía que era especial.
Baedecker cabeceó.
—Los lugares altos producen ese efecto —dijo—. Hay un sitio que me gusta visitar, una pequeña universidad cristiana, en el margen del Mississippi que da sobre Illinois, cerca de St. Louis. El campus está a la derecha, sobre los acantilados del río. Hay una pequeña capilla cerca del borde, y puedes caminar por las salientes y ver hasta Missouri.
—¿Eres cristiano?
La pregunta y la expresión eran tan graves que Baedecker se echó a reír.
—No, no soy religioso. No soy nada. —De pronto se recordó arrodillado en el polvo lunar, recordó la bendición de la cruda luz del sol.
El triciclo se había atascado en el tráfico, detrás de varios camiones. Se puso a rugir para pasar por la derecha, y Maggie tuvo que gritar para seguir hablando.
—Bien, yo creo que es algo más que el panorama. Creo que algunos lugares poseen un poder propio.
Baedecker sonrió.
—Quizá tengas razón.
Ella se volvió hacia él, una sonrisa en los ojos verdes.
—Y quizá me equivoque. Podría estar diciendo tonterías. Este país transforma a cualquiera en místico. Pero a veces creo que pasamos la vida entera en una peregrinación para encontrar lugares así.
Baedecker miró hacia otro lado y no dijo nada.
La Luna era un enorme y brillante arenero y Baedecker era la única persona allí presente. Había llevado el Rover a cien metros del módulo de descenso y lo había aparcado de modo que pudiera transmitir imágenes del despegue. Desabrochó el cinturón de seguridad y levantó el asiento con un brazo, la facilidad se había vuelto una segunda naturaleza en baja gravedad. Sus huellas aparecían por doquier en el polvo profundo. Las marcas de las llantas giraban, se entrecruzaban y enfilaban hacia las resplandecientes y blancas tierras altas del norte. Alrededor de la nave el polvo estaba pisoteado y apisonado como nieve alrededor de una cabaña.
Baedecker botó alrededor del Rover. El pequeño vehículo estaba sucio y maltrecho. Dos de los ligeros guardabarros se habían desprendido, y Dave los había reemplazado con mapas de plástico para protegerse de la polvareda. El cable de la cámara se había enmarañado varias veces y tuvo que desenredarlo. Ahora había sucedido de nuevo. Baedecker botó grácilmente hacia el frente del Rover, liberó el cable de un tirón y limpió la lente. Dave ya había regresado al módulo lunar.
—Bien, Houston, todo parece correcto. Me iré de aquí. ¿Cómo se ve?
—Magnífico, Dick. Podemos ver el Discovery y esperamos ver vuestro despegue.
Baedecker examinó la cámara con ojos críticos mientras el aparato giraba a izquierda y derecha. Podía imaginar la imagen que enviaba. Su polvoriento traje espacial sería un resplandor blanco interrumpido por correas, hebillas y la oscura extensión del visor. No tendría cara.
—Bien —dijo—. De acuerdo... ¿Algo más?
—...tivo...
—Repita, Houston.
—Negativo, Dick. Nos estamos retrasando. Hora de abordar.
—Enterado.
Baedecker se volvió para echar un último vistazo al suelo lunar. El resplandor del sol borraba casi todos los rasgos de la superficie. A pesar del oscuro visor, la superficie era un yermo brillante y blanco. Congeniaba con sus pensamientos. Baedecker comprobó con irritación que tenía la mente llena de detalles —lista de chequeo, procedimientos de almacenaje, la vejiga llena— que no le permitían pensar. Respiró más despacio y trató de experimentar los sentimientos que albergaba.
«Estoy aquí —pensó—. Esto es real.»
Se sintió necio, jadeando en el micrófono, retrasando aún más la partida. El brillo de la luz solar en la lámina de oro aislante del módulo le llamó la atención. Encogiéndose de hombros en el enorme traje, Baedecker botó sin esfuerzo a través del terreno pisoteado y lleno de agujeros regresando a la nave espacial.
La media luna se elevaba sobre la jungla. Le tocaba lanzar a Maggie. Se inclinó, uniendo las rodillas, esforzándose para concentrarse. Lanzó. La pelota rodó por la rampa de cemento y botó por encima de la baja baranda.
—Este lugar es increíble —comentó Baedecker. Khajuraho consistía en una pista de aterrizaje, un famoso grupo de templos, una pequeña aldea india y dos hoteles en el linde de la jungla. Y un campo de golf miniatura.
El complejo de templos cerraba a las cinco de la tarde. Otra de las diversiones era un viaje en elefante por la jungla, patrocinado por el hotel durante la temporada turística. No era temporada turística. Habían ido a caminar detrás del hotel y encontraron el campo de golf.
—No lo puedo creer —había dicho Maggie.
—Lo debe haber dejado un arquitecto de Indianápolis que echaba de menos su hogar —dijo Baedecker. El empleado del hotel frunció el entrecejo pero les dio varios palos, dos de ellos irremisiblemente torcidos. Baedecker galantemente ofreció a Maggie el más derecho y enfilaron hacia los hoyos.
La bola de Maggie rodó en el césped. Una serpiente delgada y verde se escurrió en la hierba alta. Maggie ahogó un grito y Baedecker extendió el palo como una espada. Frente a ellos en el crepúsculo húmedo, había molinos de viento de madera descascarillada y franjas de campo sin alfombra. Las tazas y los tanques de cemento estaban llenos de agua tibia de la lluvia del monzón. Metros más allá del último hoyo se erguía un verdadero templo hinduista que parecía parte de ese collage.
—A Scott le encantaría este sitio —rió Baedecker.
—¿De veras? —preguntó Maggie, apoyándose en el palo. Su cara era un óvalo blanco en la luz opaca.
—Claro. El golf era su deporte favorito. Solíamos comprar un pase de verano para jugar en el campo de Cocoa Beach.
Maggie agachó la cabeza y lanzó una bola contra el cemento lleno de guijarros. Alzó la cara cuando algo eclipsó la luna.
—¡Oh! —exclamó. Un murciélago de un metro y medio de envergadura salió de la arboleda y se perfiló contra el cielo.
En el hoyo catorce, los mosquitos los obligaron a regresar al hotel.
Woodland Heights. A diez kilómetros del centro espacial Johnson, en una extensión plana como las salinas de Bonneville e igualmente despojada de árboles, salvo por los ejemplares jóvenes precariamente sostenidos en cada patio, los hogares de Woodland Heights se extendían en curvas y círculos bajo el implacable sol de Texas. Una vez, volando a casa tras una semana en el Cabo, a principios del entrenamiento para un vuelo Gemini que nunca se realizó, Baedecker sobrevoló con su T-38 las incesantes geometrías de casas similares para encontrar la suya. Al final la reconoció por el viejo Rambler de Joan, recién pintado de verde.
Impulsivamente se lanzó en picado y alzó el morro a una satisfactoria e ilegal altura de treinta metros por encima de los tejados. El horizonte viraba, el sol se reflejaba en el plexiglás, y Baedecker descendió para pasar de nuevo. Elevándose, encendió el posquemador, puso el T-38 en posición vertical y trazó un rizo cerrado. Culminó cuando Baedecker vio la milagrosa aparición de su esposa e hijo, que salían de la casa blanca.
Era uno de los pocos momentos de la vida de Baedecker en que realmente se sentía feliz.
Observando la franja de luz lunar que se desplazaba por la pared de la habitación de Khajuraho, Baedecker se preguntó si Joan habría vendido la casa o si aún la conservaba para alquilarla.
Al cabo de un rato se levantó y fue a mirar por la ventana. Así cerró el paso a la frágil franja de luz, dejando que prevaleciera la oscuridad.
Basti, chawl o como lo llamaran los habitantes de Calcuta, era el colmo de la pobreza. El laberinto de chozas de techo de hojalata y tiendas de arpillera se extendía kilómetros a lo largo de las vías férreas, sólo penetrado por algunos senderos sinuosos que hacían las funciones de calles y cloacas. La densidad de población era increíble. Había niños por doquier, defecando en las puertas, corriendo entre las casuchas, siguiendo a Baedecker con el andar ligero de los tímidos y los descalzos. Las mujeres desviaban los ojos o se cubrían el rostro con el sari. Los hombres lo miraban con una curiosidad desenfadada que rayaba en la hostilidad. Algunos lo ignoraban. Las mujeres se acuclillaban junto a los niños arrancándoles piojos del pelo pegajoso. Las niñitas se agazapaban junto a las ancianas y modelaban el estiércol de vaca con las manos, formando tortas chatas que usarían como combustible. Un viejo se escupió flema en la mano mientras se acuclillaba para defecar en un terreno baldío.
—¡Baba! ¡Baba! —exclamaban los niños corriendo junto a Baedecker. Tendían las palmas y le daban tirones con las manos. Hacía rato que a Baedecker se le habían acabado las monedas—. ¡Baba! ¡Baba!.
Había quedado con Maggie a las dos en la Universidad de Calcuta, pero se había perdido tras bajar del abarrotado autobús antes de lo debido. Debían de ser cerca de las cinco. Los senderos y calles de tierra serpenteaban atrapándolo entre las vías del tren y el río Hooghly. El puente Howrah se le había aparecido varias veces, pero por alguna razón no lograba acercarse. El hedor del río sólo era superado por la pestilencia de las casuchas y el lodo.
—¡Baba! —La multitud que lo rodeaba era cada vez más numerosa, y no todos los mendigos eran niños. Varios hombres corpulentos lo seguían, parloteando deprisa y tocándolo con brusquedad.
«Culpa mía —pensó Baedecker—. El Americano Feo ataca de nuevo.»
Las chozas no tenían puerta. Correteaban pollos por lugares estrechos. En un estanque de aguas residuales, un grupo de niños y hombres lavaban los flancos negros de un buey somnoliento. En alguna parte de ese apiñado laberinto de chozas una radio de pilas sonaba con estridencia. La música llegó a un crescendo de cuerdas vibrantes que agudizó la creciente ansiedad de Baedecker. Lo seguían treinta o cuarenta personas, y hombres flacos y huraños habían sustituido a los niños. Un hombre con un pañuelo rojo en la cabeza gritaba en lo que Baedecker creyó que era hindi o bengalí. Baedecker meneó la cabeza para dar a entender que no comprendía. El hombre le cerró el paso, agitó los brazos delgados y gritó con más fuerza. Otros hombres de la multitud repitieron algunas frases.
Mucho antes, Baedecker había recogido una piedra pequeña pero pesada. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa de safari y palpó la piedra. El tiempo pareció andar más despacio y Baedecker se sintió embargado por la calma.
De pronto alguien soltó un grito, unos niños echaron a correr y la multitud abandonó a Baedecker para lanzarse por una calle lateral. El hombre de pañuelo rojo pronunció una sílaba de despedida y se alejó deprisa. Baedecker aguardó un minuto y luego los siguió, bajando por una senda lodosa a la orilla del río.
Una multitud se había reunido alrededor de algo que había aparecido en el barro. Al principio Baedecker pensó que era un tronco blancuzco, pero luego vio su espantosa simetría y lo reconoció como un cuerpo humano. Era blanco —más blanco que un albino, más blanco que el vientre de un pez— y los gases lo habían hinchado dándole el doble del tamaño normal. Agujeros negros espiaban desde esa masa tumefacta que había sido una cara. Varios niños que antes seguían a Baedecker se acuclillaron cerca de la cosa acariciándola con risitas estridentes. Tenía textura de hongo blanco, y Baedecker pensó en enormes setas pudriéndose al sol. Trozos de carne se hundían o desprendían cuando esos niños risueños palpaban el cuerpo.
Algunos hombres se acercaron y tantearon el cadáver con varas puntiagudas. Retrocedieron cuando el gas escapó con un siseo. La multitud rió. Se acercaron madres con bebés colgados de las caderas.
Baedecker retrocedió, se fue por un callejón, dobló a la derecha sin pensar y de pronto salió a una calle asfaltada. Pasó un tranvía, meciéndose bajo su carga de pasajeros colgados. Dos conductores de triciclos pasaron al trote, trasladando a obesos empresarios indios. Baedecker se detuvo unos segundos en medio del tráfico y llamó un taxi.
—¿Cómo estás, Richard?
—Muy bien, Hon. Nada que hacer por un par de días. Tom Gavin ha realizado casi todo el trabajo y nos está cuidando muy bien. Dave y yo tendremos que enviarlo a buscar las latas de películas dentro de unas horas. ¿Cómo andan las cosas por allá?
—Espléndidas. Ayer miramos el despegue lunar desde Control de Misión. Nunca nos habías dicho que subía tan deprisa.
—Sí. Fue todo un viaje.
—...quiere... algunas...
—Lo lamento. Repite eso, no te he entendido.
—...decía que Scott quiere decir unas palabras.
—¡Claro! Pásamelo.
—De acuerdo. Adiós, Richard. Esperamos verte el martes. ¡Adiós!
—¡Hola, papá!
—Hola, Scott.
—Has salido muy bien en TV. ¿De veras has marcado un récord de velocidad, como han dicho?
—Eh... velocidad terrestre... por conducir en la Luna. Sí, supongo que sí, Scott. Sólo que era Dave quien conducía, así que el récord le corresponde a él.
—Oh.
—Bien, Tigre, tenemos que volver al trabajo. Me ha gustado hablar contigo.
—Oye, papá.
—Eh... enterado, Scott...
—Os veo a los tres en la gran televisión de aquí. ¿Quién conduce el módulo de mando?
—Ah... Buena pregunta, ¿eh, Tom? Durante los dos próximos días, Scott, creo que Isaac Newton se encargará de conducir.
La NASA había pensado que la transmisión en vivo de las familias hablando con los astronautas sería una brillante idea publicitaria. No se volvió a repetir en el siguiente vuelo.
—El ilustre sepulcro de Su Excelsa Majestad Sha Jahan, el Rey Valiente, cuya morada está en el estrellado firmamento. Abandonó este mundo transitorio para viajar al Mundo de la Eternidad en la noche veintiocho del mes de Rahab, en el año 1706 de la Hégira.
Maggie Brown cerró la guía y ambos volvieron la espalda a la prominencia blanca del Taj Mahal. Ninguno de ellos se encontraban con ánimos para valorar la bella arquitectura ni las piedras preciosas incrustadas en el mármol impecable. Afuera esperaban los mendigos. Baedecker y la muchacha cruzaron el pavimento ajedrezado para apoyarse en la baranda y mirar el río. Un chubasco había ahuyentado a todos los turistas, salvo a los más empecinados. El aire era fresco, como durante toda la visita de Baedecker. El sol se ocultaba en el oeste detrás de estratocúmulos negros como magulladuras, pero una luz grisácea impregnaba la escena. El río era ancho y poco profundo, y se desplazaba con la cautivante serenidad de todos los ríos de todas partes.
—Maggie, ¿por qué has seguido a Scott hasta la India?
Maggie miró a Baedecker, alzó ligeramente los hombros, se caló un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja. Entornó los ojos como si buscara algo en la otra margen del río.
—No estoy segura. Hacía sólo cinco meses que nos conocíamos cuando él decidió dejar los estudios y venir aquí. Me gustaba Scott... todavía me gusta, pero a veces parece tan inmaduro. Otras veces es como un viejo que se ha olvidado de reír.
—Pero lo has seguido quince mil kilómetros.
Maggie se encogió de hombros.
—El perseguía algo. Los dos nos lo tomábamos en serio...
—¿Lugares de poder?
—Algo parecido. Sólo que Scott pensaba que si no lo encontraba pronto, no lo encontraría nunca. Dijo que no quería desperdiciar su vida como...
—¿Como su padre?
—Como tanta gente. Cuando me escribió decidí venir a echar un vistazo. Sólo que para mí es tiempo libre. Pienso terminar mi tesis el año próximo.
—¿Crees que él lo ha encontrado? —preguntó Baedecker con un hilo de voz.
Maggie Brown irguió la cabeza e inhaló profundamente.
—No creo que haya encontrado nada. Creo que sólo intenta demostrar que puede ser un puñetero gilipollas, con perdón, señor Baedecker.
Baedecker sonrió.
—Maggie, cumpliré cincuenta y tres años en noviembre. Peso diez kilos más que cuando me ganaba la vida como piloto. Mi trabajo apesta. Mi oficina tiene ese mobiliario claro que se usaba en los años 50. Mi esposa se ha divorciado de mí después de veintiocho años de matrimonio y vive con un contable que se tiñe el pelo y se dedica a criar chinchillas. Me pasé dos años tratando de escribir un libro hasta que comprendí que no tenía nada que decir. He pasado casi una semana con una bella muchacha que no usa sostén y ni siquiera he intentado conquistarla. Ahora bien, si quieres decirme que mi hijo, mi único vástago, es un gilipollas, hazlo.
La risa de Maggie resonó en el alto edificio. Una pareja de ancianos ingleses los fulminó con la mirada, como si rieran en una iglesia.
—De acuerdo —dijo Maggie—. Por eso estoy aquí. ¿A qué has venido tú?
Baedecker pestañeó.
—Soy su padre. —Los ojos verdes de Maggie Brown no parpadearon—. Tienes razón, eso no basta. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó la medalla de San Cristóbal.
—Mi padre me dio esto cuando ingresé en el Cuerpo de Marines —añadió—. Mi padre y yo no teníamos mucho en común.
—¿Era católico?
Baedecker rió.
—No, no era católico, era reformista holandés. Pero su abuelo había sido católico. Esto viene de tiempo atrás. —Baedecker le habló del viaje de la medalla a la Luna.
—Cielos —dijo Maggie—. Y San Cristóbal ya ni siquiera es santo, ¿verdad?
—No.
—Eso no importa, ¿verdad?
—No.
Maggie miró hacia el río. La luz se desvanecía. Las lámparas y fogatas relucían a lo largo de una hilera de árboles. Un humo dulzón impregnaba el aire.
—¿Sabes cuál es el libro más triste que he leído? —preguntó Maggie.
—No. ¿Cuál es el libro más triste que has leído?
—Los niños del verano. ¿Lo has leído?
—No. Pero recuerdo cuando se publicó. Era un libro de deportes, ¿verdad?
—Sí. El escritor, Roger Khan, buscó a muchos de los tíos que jugaban para los Brooklyn Dodgers en 1952 y 1953.
—Recuerdo esas temporadas —dijo Baedecker—. Duke Snider, Campanella, Billy Cox. ¿Qué tiene de triste? No ganaron la serie, pero tuvieron grandes temporadas.
—Sí, pero eso es todo —dijo Maggie, sorprendiendo a Baedecker con la intensidad de su voz—. Años después, cuando Khan buscó a esos jugadores, ésa seguía siendo su mejor temporada. Es decir, había sido la mejor época de su vida, y la mayoría de ellos se negaba a creerlo. Eran sólo vejetes que firmaban autógrafos y esperaban la muerte, y aún fingían que todavía les esperaba lo mejor.
Baedecker no rió. Asintió. Maggie hojeó la guía con embarazo. Tras un silencio añadió:
—Oye, aquí hay algo interesante.
—¿Qué dice?
—Dice que el Taj Mahal fue sólo una prueba. El viejo Sha Jahan planeaba construir una tumba aún más grande para sí mismo en la orilla de enfrente. Iba a ser totalmente negra y estaría conectada con el Taj mediante un grácil puente.
—¿Qué sucedió?
—Hmmm... evidentemente, cuando Sha Jahan murió, su hijo Aurangzeb puso el ataúd del padre junto a Mumtaz Mahal y gastó el dinero en otras cosas.
Ambos movieron la cabeza. Al irse oyeron la vibrante voz del almuecín que convocaba a los musulmanes para la oración. Baedecker se volvió antes de cruzar la puerta principal, pero no miraba el Taj ni su pálida imagen en el estanque. Miraba una alta tumba color ébano con un raudo puente que la conectaba con la otra margen del río.
La luna colgaba encima de los banianos contra el pálido cielo de la madrugada. Baedecker estaba frente al hotel, las manos en los bolsillos, mirando cómo la calle se llenaba de gente y vehículos. Cuando al fin vio que se acercaba Scott, tuvo que mirar de nuevo para asegurarse de que era él. La túnica anaranjada y las sandalias congeniaban con la imagen barbuda de pelo largo, pero ninguno de esos elementos constituía una referencia para Baedecker. Notó que la barba del muchacho, un triste fracaso dos años antes, ahora era poblada y con estrías rojas. Scott se detuvo a unos metros. Los dos se miraron un largo instante y empezaban a sentirse incómodos cuando Scott, haciendo relucir sus blancos dientes, tendió la mano.
—Hola, papá.
—Scott. —El apretón fue firme pero insatisfactorio para Baedecker. Sintió una repentina sensación de pérdida superpuesta con el recuerdo de un niño de siete años, camiseta azul y corte al cepillo, saliendo de la casa a la carrera para arrojarse en brazos del padre.
—¿Cómo estás, papá?
—Bien, muy bien. ¿Cómo estás tú? Parece que has perdido peso.
—Sólo grasa. Nunca me he sentido mejor. Física y espiritualmente.
Baedecker calló.
—¿Cómo está mamá? —preguntó Scott.
—Hace meses que no la veo, pero la llamé antes de irme y estaba muy bien. Me pidió que te abrazara en su nombre. También que te rompiera el brazo si no prometías escribir con mayor frecuencia.
El joven se encogió de hombros y movió la mano derecha con el mismo gesto que había hecho después de sus fallos en la Pequeña Liga. Impulsivamente, Baedecker tendió la mano y cogió el brazo del hijo. Era flaco pero fuerte bajo la delgada túnica.
—Vamos, Scott. ¿Qué dices si vamos a desayunar a alguna parte y charlamos en serio?
—No tengo mucho tiempo, papá. El Maestro empieza su primera sesión a las ocho y debo estar allí. Me temo que no dispondré de tiempo libre en los próximos días. Nuestro grupo está pasando por una etapa muy delicada. Es muy fácil romper la conciencia vital. Retrocedería un par de meses en mi progreso.
Baedecker contuvo la primera respuesta que se le ocurrió. Cabeceó envaradamente.
—Bien, aun así hay tiempo para un café, ¿verdad?
—Claro —respondió Scott con un titubeo.
—¿Adonde vamos? ¿La cafetería del hotel? Parece ser el único sitio alrededor.
—De acuerdo —dijo Scott con una sonrisa condescendiente—. Claro.
La cafetería era una estructura abierta y sombreada junto a los jardines y la piscina. Baedecker pidió bollos y café y vio por el rabillo del ojo a una mujer sudra intocable podando el césped con una guadaña. Los intocables seguían siendo intocables en la India moderna, aunque ya no los llamaran así. Una familia india estaba bañándose en la piscina. El padre y el hijo pequeño eran obesos. Una y otra vez saltaron de pie desde el trampolín, arrojando agua sobre el borde. La madre y las hijas reían ruidosamente desde la mesa.
Los ojos de Scott parecían más profundos e incluso más graves de lo que recordaba Baedecker. Scott siempre había sido solemne, incluso en su infancia. Ahora parecía cansado y su respiración era entrecortada y asmática.
Llegó el desayuno.
—Vaya —dijo Baedecker—. No me ha gustado demasiado la comida india que he probado durante el viaje, pero este café estaba delicioso.
—Muchísimo karma —dijo Scott. Miró dubitativamente la taza y los bollos—. Ni siquiera sabes quién ha preparado esto. Quién lo ha tocado. Quizás ha sido alguien con un pésimo karma.
Baedecker sorbió el café.
—¿Dónde estás viviendo, Scott?
—Casi siempre en el ashram, o en la granja del Maestro. En las semanas de soledad me alojo en un pequeño hotel indio a varias calles de aquí. Las ventanas no tienen cristales y el lecho es de soga, pero es barato. Y mi entorno físico ya no significa nada para mí.
Baedecker lo miró de hito en hito.
—¿No? Si es tan barato, ¿dónde ha ido a parar todo el dinero? Tu madre y yo te enviamos casi cuatro mil dólares desde que decidiste venir aquí en enero.
Scott miró hacia la piscina, donde la familia india hacía ruido.
—Oh, ya sabes. Gastos.
—No —murmuró Baedecker—. No sé. ¿Qué clase de gastos?
Scott frunció el entrecejo. Llevaba el pelo muy largo, con raya en medio. Con barba, Scott se parecía a un técnico excéntrico que Baedecker había conocido mientras pilotaba aviones experimentales para la NASA a mediados de los 60.
—Gastos —repitió Scott—. Desplazarse no ha sido barato. He donado la mayor parte al Maestro.
Baedecker notó que la conversación se le escapaba de las manos. Sintió una furia que se había jurado no permitirse.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Para qué se la donaste? ¿Para que pudiera construir otro teatro aquí? ¿Regresar a Hollywood? ¿Comprar otro pueblo en Oregon?
Scott suspiró y mordió un bollo sin pensar en ello. Se limpió las migajas del bigote.
—Olvídalo, papá.
—¿Olvidar qué? ¿Que abandonaste tus estudios para venir a gastar dinero en este farsante?
—He dicho que lo olvides.
—¿Olvidarlo? Al menos podemos hablar del asunto.
—¿Hablar de qué? —preguntó Scott con voz estridente. Algunas personas los miraron. Un anciano de túnica naranja y sandalias, y cola de caballo, dejó su ejemplar del Times y apagó el cigarrillo, obviamente interesado en la discusión—. ¿Qué diablos sabes de esto? Estás tan enredado en tus patrañas materialistas norteamericanas que no reconocerías la verdad aunque apareciera un día en tu puñetero escritorio.
—Patrañas materialistas —repitió Baedecker. La furia casi se le había agotado—. ¿Y crees que un poco de tantra yoga y unos meses en este país retrasado te conducirán a la verdad?
—No hables de lo que no sabes —replicó Scott.
—Sé de ingeniería —dijo Baedecker—. Sé que no me impresiona un país que no puede manejar un simple sistema telefónico ni construir cloacas. Y reconozco el hambre inútil cuando la veo.
—Pamplinas —dijo Scott, quizá con más sarcasmo del que se proponía—. Sólo porque no comemos carne vacuna de Kansas crees que nos morimos de hambre.
—No hablo de ti. Ni de los que están aquí. Tú puedes volar a casa cuando quieras. Éste es un juego para niños ricos. Hablo de...
—¿Niños ricos? —Scott soltó una sincera risotada—. ¡Es la primera vez que me llaman niño rico! Recuerdo cuando no me querías dar una condenada semanada de cincuenta céntimos porque pensabas que sería negativa para mi autodisciplina.
—Vamos, Scott.
—¿Por qué no vuelves a casa, papá? Vuelve a mirar tu televisión en color y a montar en tu bicicleta de ejercicios en el sótano y a mirar tus puñeteras fotos de la pared, y déjame continuar con mi... mi juego.
Baedecker cerró los ojos un segundo. Deseó que amaneciera de nuevo para poder empezar el día otra vez.
—Scott, te queremos en casa.
—¿En casa? —Scott arqueó las cejas—. ¿Dónde queda eso, papá? ¿En Boston con mamá y el bueno de Charlie? ¿En tu apartamento de soltero juerguista de St. Louis? No, gracias.
Baedecker estiró la mano para tocar nuevamente el brazo de su hijo. Sintió la tensión, la resistencia.
—Hablemos de ello, Scott. No hay nada aquí.
Los dos se miraron con fiereza. Extraños en un encuentro casual.
—Donde realmente no hay nada es allá —exclamó Scott—. Tú lo has pasado, papá. Lo sabes. Demonios, tú eres eso.
Baedecker se reclinó en la silla. Un camarero estaba a poca distancia, ordenando inútilmente las tazas y la platería. Unos gorriones brincaban entre las mesas cercanas, picoteando los platos sucios y los azucareros. El niño obeso del trampolín gritó y dio un planchazo contra el agua. Su padre gritó para alentarlo, y las mujeres rieron desde la mesa.
—Tengo que irme —dijo Scott.
Baedecker asintió.
—Te acompaño.
El ashram estaba a sólo dos calles del hotel. Los seguidores recorrían las sendas floridas y llegaban en triciclo en grupos de dos y de tres. Un portón de madera y una cerca alta cerraban el paso a los curiosos. Junto al portón había una pequeña tienda de recuerdos que vendía libros, fotografías y camisetas autografiadas por el gurú.
Los dos hombres se quedaron un minuto junto a la entrada.
—¿Estás libre para cenar esta noche? —preguntó Baedecker.
—Sí, creo que sí. De acuerdo.
—¿El hotel?
—No. Conozco un lugar en el centro que tiene buena comida vegetariana. Barata.
—Bien, de acuerdo. Pasa por el hotel si sales temprano.
—Sí. Regresaré a la granja del Maestro el lunes, pero quizá Maggie pueda enseñarte algunos lugares de Poona antes de que te marches. Kasturba Samadhi, el templo de Parvati, toda esa bazofia para los turistas. —De nuevo el gesto de la mano derecha—. Ya sabes.
Baedecker estuvo a punto de estrecharle la mano otra vez, como si fuera un cliente, pero se contuvo. La difusa luz del sol era aplastante. Por la humedad supo que habría otro fuerte chaparrón antes del mediodía. Aprovecharía el tiempo para comprar un paraguas.
—Te veo luego, Scott.
Su hijo asintió. Cuando Scott se volvió para reunirse con los otros seguidores con túnica y entrar en el ashram, Baedecker notó que los hombros delgados estaban firmes, que el pelo de su hijo resplandecía en la luz.
El lunes por la mañana Baedecker abordó el tren «Reina de Deccan» para viajar a Bombay a través de ciento cincuenta kilómetros de montañas. Su vuelo a Londres se retrasó tres horas. El calor era sofocante. Baedecker se percató de que los viejos guardias del aeropuerto iban armados con antiguos rifles de cerrojo y sólo llevaban sandalias sobre los calceltines remendados.
Esa mañana había recorrido la vieja sección británica de Poona hasta encontrar la casa del doctor donde trabajaba Maggie. La señorita Brown había salido para llevar los niños al pabellón: ¿quería dejarle un recado? No dejó ningún recado. Simplemente dejó el paquete con la flauta que había comprado en Varanasi. La flauta y una vieja medalla de San Cristóbal en una cadena mellada.
Tomó el avión a las seis de la tarde. Fue un alivio físico. Hubo un retraso adicional por problemas de mantenimiento, pero las camareras sirvieron bebidas y el aire acondicionado funcionaba bien. Baedecker hojeó un Scientific American que había comprado en la estación Victoria.
Dormitó un rato antes del despegue. En el sueño aprendía a nadar y botaba en la arena blanca del fondo del lago. No veía a su padre, pero sentía la presión fuerte y constante de esos brazos que lo sostenían, protegiéndolo de las peligrosas corrientes.
Despertó cuando despegaron. Diez minutos después sobrevolaban el mar Arábigo y atravesaban el techo de nubes. Era la primera vez en una semana que Baedecker veía un cielo puro y azul. El sol poniente transformaba las nubes en un lago flamígero y dorado.
Alcanzaron la altitud de crucero y dejaron de trepar, y Baedecker sintió la pequeña reducción de fuerza g cuando llegaron al tope del arco. Mirando por la ventanilla arañada, buscando en vano la luna, Baedecker sintió una breve exaltación. A esa altura la exigente gravedad del masivo planeta disminuía ligeramente.
SEGUNDA PARTE - GLEN OAK
Cuarenta y dos años después de haberse mudado, treinta años después de su última visita, dieciséis años después de su semana de fama como caminante lunar, a Richard Baedecker le invitaron a su pueblo natal. Sería huésped de honor durante el desfile de Old Settlers. El 8 de agosto se declararía el Día de Richard M. Baedecker en Glen Oak, Illinois.
La inicial del segundo nombre de Baedecker no era M, pues su segundo nombre era Edgar. Además, no consideraba esa pequeña localidad de Illinois como su pueblo natal. Cuando pensaba en el hogar de su infancia, lo que no era frecuente, recordaba el pequeño apartamento de la calle Kildare de Chicago, donde su familia había vivido antes y después de la guerra. Baedecker había vivido en Glen Oak menos de tres años, desde fines de 1942 hasta mayo de 1945. La familia de su madre había tenido tierras durante muchos años, y cuando el padre de Baedecker regresó al Cuerpo de Marines para actuar como instructor en Camp Pendleton, Richard Baedecker y sus dos hermanas se hallaron inexplicablemente arrancados del cómodo apartamento de Chicago para vivir en una decrépita casa de Glen Oak. Entonces Baedecker tenía siete años. Los recuerdos de esa época eran tan brumosos y ajenos como la búsqueda de desechos metálicos y papeles que había ocupado sus fines de semana y sus veranos en ese interludio. Aunque sus padres estaban sepultados en el linde de Glen Oak, hacía mucho que no pensaba en el pueblo ni lo visitaba.
Baedecker recibió la invitación a fines de mayo, poco antes de iniciar un viaje de negocios de un mes que lo llevaría a tres continentes. Archivó la carta y la habría olvidado si no se la hubiera mencionado a Cole Prescott, vicepresidente de la empresa aeroespacial para la que trabajaba.
—Demonios, Dick, ¿por qué no vas? Serán buenas relaciones públicas para la compañía.
—Bromeas —dijo Baedecker. Estaban en un bar del bulevar Lindbergh, cerca de sus oficinas de St. Louis—. Cuando vivía en ese pueblo de mala muerte durante la guerra, había un letrero que decía «Población 850 - Velocidad medida eléctricamente». Dudo de que haya crecido mucho desde entonces. Tal vez la población haya disminuido. No debe de haber muchos interesados en comprar productos de aviación de MD-GSS.
—Compran acciones, ¿verdad? —preguntó Prescott, llevándose un puñado de cacahuetes salados a la boca.
—Vacas —dijo Baedecker.
—¿Dónde demonios queda Glen Oak, de todas formas? —preguntó Prescott.
Hacía años que Baedecker no oía pronunciar ese nombre. Le sonaba extraño.
—A unos trescientos kilómetros. En alguna parte entre Peona y Moline.
—Demonios, queda de paso. Se lo debes, Dick.
—Estoy ocupado —dijo Baedecker, pidiendo al barman un tercer whisky—. Debo recuperar el tiempo perdido después de las conferencias de Bombay y Frankfurt.
—Oye —dijo Prescott. Dejó de mirar a una camarera agachada y se volvió hacia Baedecker—. ¿El 9 de agosto no es el comienzo de esa reunión de líneas aéreas en el Hyatt de Chicago? Turner te ha pedido que vayas, ¿verdad?
—No, me lo ha pedido Wally. Seretti irá allí, sale de Rockwell y nosotros hablaremos acerca del trato de modificación del Air Bus con Borman.
—¡Y pues! —dijo Prescott.
—¿Pues qué?
—Que vas hacia esa dirección, amigo. Cumple con tu deber patriótico, Dick. Pediré a Teresa que les anuncie que vas.
—Veremos —dijo Baedecker.
Baedecker llegó a Peoria la tarde del viernes 7 de agosto. El DC-9 de Ozark apenas había subido a dos mil quinientos metros y hallado el meandroso río Illinois cuando tuvieron que descender. El pequeño aeropuerto estaba tan vacío que Baedecker recordó la pista de asfalto del límite de la jungla india donde había aterrizado semanas antes, en Khajuraho. Bajó la escalerilla, cruzó la pista caliente y lo recibió con entusiasmo un hombre corpulento y rubicundo a quien jamás había visto.
Baedecker gruñó para sus adentros. Había planeado alquilar un coche, pasar la noche en Peoria y enfilar hacia Glen Oak por la mañana. Pensaba detenerse en el cementerio durante el viaje.
—¡Señor Baedecker! ¡Señor Baedecker! Bienvenido, bienvenido. Nos alegramos mucho de verle. —El hombre estaba solo. Baedecker tuvo que soltar la bolsa negra mientras el extraño le cogía la mano derecha y el brazo saludándolo con las dos manos—. Lamento que no hayamos podido organizar una recepción mejor, pero no lo hemos sabido hasta que Marge recibió una llamada esta mañana, anunciando que usted llegaría hoy.
—Está bien —dijo Baedecker. Retiró la mano y añadió innecesariamente—: Soy Richard Baedecker.
—Claro que sí, cielos. Yo soy Bill Ackroyd. La alcaldesa Seaton quería venir, pero esta noche debe asistir a la cena de Old Settlers.
—¿El alcalde de Glen Oak es una mujer? —Baedecker se echó la bolsa al hombro y se enjugó el sudor de la mejilla. Los rodeaban vaharadas de calor que transformaban el distante follaje y el aparcamiento en trémulos espejismos. La humedad era tan intensa como en St. Louis. Baedecker miró al hombre corpulento que tenía al lado. Bill Ackroyd rondaba los cincuenta años. Su aspecto era fofo y la espalda de su camisa J.C. Penney estaba toda sudada. Llevaba el pelo peinado hacia adelante para ocultar la calva incipiente. «Tiene el mismo aspecto que yo», pensó Baedecker con un aguijonazo de cólera. Ackroyd sonrió y Baedecker le devolvió la sonrisa.
Baedecker lo siguió por la pequeña terminal hacia el camino curvo donde Ackroyd había aparcado el coche, en un espacio reservado para minusválidos. Las banalidades de Ackroyd se combinaban con el calor causando náuseas a Baedecker. Ackroyd conducía un Bonneville. Había dejado el motor en marcha y el aire acondicionado había refrescado el interior hasta helarlo. Baedecker se hundió en el asiento de terciopelo con un suspiro mientras el otro guardaba el equipaje en el maletero.
—No puedo expresarle cuánto significa esto para nosotros —dijo Ackroyd, acomodándose—. Todo el pueblo está entusiasmado. Es lo más importante que ha ocurrido en Glen Oak desde que la pandilla de Jesse James atravesó el lugar y acampó en Hartley's Pond. —Ackroyd rió y arrancó. Tenía unas manos tan grandes que el volante y la palanca de cambios parecían de juguete. Baedecker supuso que Ackroyd descendía de esos tipos del Medio Oeste que utilizaban esas manazas para prender a los salteadores de caminos.
—No sabía que la pandilla de James hubiera pasado por Glen Oak —comentó.
—Tal vez no pasó —dijo Ackroyd, soltando su risotada—. Con lo cual usted es lo más excitante que nos ha ocurrido jamás.
Peoria parecía abandonada, bombardeada o ambas cosas. En los escaparates había polvo y moscas muertas. Crecía hierba en las grietas de la autopista y malezas en las descuidadas plazoletas. Los edificios viejos se apiñaban uno contra otro y las pocas estructuras nuevas se erguían como enormes altares druidas entre manzanas de escombros.
—Por Dios —murmuró Baedecker—. No recordaba que la ciudad tuviera este aspecto. —En realidad apenas recordaba Peoria. Una vez al año asistían con su madre al desfile del Día de Acción de Gracias para que pudieran saludar a Santa Claus. Baedecker era demasiado grande para Santa Claus, pero se sentaba con sus hermanas menores en los leones de piedra situados cerca del tribunal y obedientemente agitaba la mano. Un año, Santa Claus llegó en un jeep con los cuatro elfos vestidos con los uniformes de las diversas fuerzas. Baedecker recordaba que el césped de la plaza de la ciudad se elevaba en un arco suave hasta el edificio amarillento del tribunal. Jugaba a que le disparaban y rodaba por la cuesta herbosa hasta que su madre le gritaba que no lo hiciera más. Ahora se dio cuenta de que habían convertido la plaza —supuso que era el mismo lugar— en un modesto parque cerca de un edificio del ayuntamiento que parecía una caja de cristal.
—La recesión de Reagan —comentó Ackroyd—. Y antes la recesión de Carter. Malditos rusos.
—¿Rusos? —Baedecker casi esperaba oír un torrente de propaganda estilo John Birch. Recordaba haber leído que George Wallace había ganado en el condado de Peoria en la primaria de 1968. En 1968 Baedecker pasaba sesenta horas semanales en un simulador como parte del equipo de apoyo del Apollo 8. Ese año no significaba nada para él, excepto por los plazos del proyecto. Había salido de la cáscara en enero de 1969 para descubrir que Bobby Kennedy había muerto, Martin Luther King había muerto, Lyndon Johnson era un recuerdo y Richard Nixon era presidente. En la oficina de Baedecker en St. Louis, en la pared de encima del mueble bar, entre dos títulos honorarios de universidades que jamás había visitado, colgaba una fotografía donde Nixon le estrechaba la mano en una ceremonia del Rose Carden. Baedecker y los otros dos astronautas aparecían tensos e incómodos en la foto. Nixon sonreía exponiendo los blancos dientes, la mano izquierda en el codo de Baedecker en un saludo típico de vendedores, como el que Ackroyd le había ofrecido en el aeropuerto.
—En realidad no fue culpa de los rusos —gruñó Ackroyd—. Fue culpa de Caterpillar, por depender tanto de las ventas que les hacían a ellos. Cuando Carter cortó la exportación de equipos pesados después de Afganistán o lo que fuera, todo se fue al infierno. Caterpillar, General Electric, hasta Pabst. Durante un tiempo despidieron a todo el mundo. Ahora está mejor.
—Oh —dijo Baedecker. Le dolía la cabeza. Aún sentía el movimiento del avión sobrevolando el río. Ya que no podía pilotar un avión, al menos hubiera querido conducir un coche para desentumecerse las manos y las piernas, que anhelaban controlar algo. Cerró los ojos.
—¿Prefiere el camino rápido o el camino largo? —preguntó Ackroyd.
—El largo —dijo Baedecker sin abrir los ojos—. Siempre el camino largo.
Obediente, Ackroyd cogió la siguiente salida para abandonar la interestatal 74 y se internó en las geometrías euclidianas de los maizales y las carreteras del condado.
Baedecker debió de dormirse unos minutos. Abrió los ojos cuando el coche se detuvo en un cruce. Letreros verdes indicaban la dirección de Princeville, Galesburg, Elmwood y Kewanee, y las respectivas distancias. No se mencionaba Glen Oak. Ackroyd viró hacia la izquierda. El camino era un corredor entre telones de maíz. Oscuros costurones de brea y asfalto emparchaban la carretera imprimiendo un sonido rítmico al aire acondicionado. La ligera vibración tenía una cualidad hipnótica y ecuestre.
—El corazón del corazón del país —dijo Baedecker.
—¿Eh?
Baedecker se irguió en el asiento, sorprendido de haber hablado en voz alta.
—Una frase con la que un escritor solía describir esta región del país. William Gass, creo. La recuerdo a veces cuando pienso en Glen Oak.
—Oh. —Ackroyd se movió incómodo. Baedecker notó que lo había puesto nervioso. Ackroyd había dado por sentado que eran dos hombres, dos hombres bien plantados, y la mención de un escritor no encajaba. Baedecker sonrió evocando los seminarios que las diversas fuerzas habían dado a sus pilotos de prueba antes de las primeras entrevistas en la NASA para el programa Mercury. «Si te apoyas las manos en las caderas, cerciórate de apuntar los pulgares hacia atrás.» ¿Se lo había dicho Deke o lo había leído en The Right Stuff de Tom Wolfe?
Ackroyd estaba hablando de su agencia de bienes raíces antes de la interrupción de Baedecker. Ahora se aclaró la garganta y gesticuló con la mano derecha.
—Supongo que ha conocido a mucha gente importante, ¿eh, señor Baedecker?
—Richard —se apresuró a decir Baedecker—. Usted es Bill, ¿verdad?
—Sí. Ningún parentesco con el tío de esos viejos programas de Saturday Nigh Live. Muchos me lo preguntan.
—No —dijo Baedecker. Nunca había visto el programa.
—¿Y quién ha sido el más importante, en su opinión?
—¿Qué? —preguntó Baedecker pero no había modo de encauzar la charla en otra dirección.
—El personaje más importante que ha conocido.
Baedecker trató de infundir cierta vitalidad a su voz. De pronto se encontró extenuado. Pensó que tendría que haber conducido en su propio automóvil desde St. Louis. La escala en Glen Oak no le habría quedado muy lejos del itinerario, y se habría podido largar cuando hubiera querido. Baedecker no recordaba la última vez que había conducido a ninguna parte, excepto para ir de su apartamento a la oficina y viceversa. Viajar se había transformado en una serie incesante de tramos aéreos. Con cierta sorpresa cayó en la cuenta de que Joan, su ex esposa, nunca había estado en St. Louis, en Chicago, en el Medio Oeste. Su vida en común había transcurrido en la costa, en lugares donde terminaba el continente: Fort Lauderdale, San Diego, Houston, Cocoa Beach, esos cinco malos meses en Boston. De pronto sintió curiosidad por la opinión de Joan sobre esa vasta extensión de campos, granjas, vaharadas de calor.
—El sha de Irán —dijo—. Al menos fue el que más me impresionó. El espectáculo de la corte, el protocolo, y la sensación de poder que comunicaban él y su cortejo. Aun la Casa Blanca y el palacio de Buckingham parecían poca cosa en comparación. No le sirvió de mucho.
—Así es —dijo Ackroyd—. Una vez conocí a Joe Namath. Yo estaba en una convención de Amway en Cincinnati. No tengo tiempo para eso desde que me involucré en el asunto de Pine Meadows, pero me iba muy bien. Mil trescientos pavos al mes, y apenas sin esforzarme. Joe se encontraba allí por otro asunto, pero conocía a un individuo que era muy amigo de Merle Weaver. Así que Joe, que nos pidió a todos que lo llamáramos así y pasó los dos días con nosotros. Incluso nos acompañó a la zona de combate. Es decir, tenía sus compromisos, pero cada vez que podían él y el amigo de Merle salían a cenar con nosotros y nos invitaban a unas copas. Nunca he conocido un tío más simpático.
Baedecker se sorprendió al comprobar que reconocía el lugar. Sabía que a la vuelta de la próxima curva aparecería una granja con un reloj floral en el centro de la calzada. Apareció la granja. No había reloj, pero el aparcamiento estaba recién asfaltado. La casa de tejas rojas de la izquierda era aquella que su madre llamaba la vieja posta de diligencias. Vio el derruido porche del segundo piso y tuvo la certeza de que era el mismo edificio. La repentina superposición de recuerdos olvidados sobre la realidad resultó perturbadora para Baedecker, una tenaz sensación de déjà vu. Miró hacia delante y supo que en unos metros aparecería Glen Oak: una arboleda con un depósito verde de agua por encima de los maizales.
—¿Conoce a Joe Namath? —preguntó Ackroyd.
—No, no lo conozco —dijo Baedecker. En un día despejado, desde un 747 a diez mil metros de altura, Illinois parecería una cuadrícula. Baedecker sabía que el ángulo recto dominaba en el Medio Oeste tal como las sinuosas y obtusas curvas de la erosión dominaban el sudoeste, donde había realizado casi todos su vuelos. Desde una altura de doscientas millas náuticas, el Medio Oeste era un borrón verde y marrón que se vislumbraba entre masas nubosas blancas. Desde la Luna no había sido nada. Baedecker no pensó en buscar los Estados Unidos en sus cuarenta y seis horas en la Luna.
—Un tío cojonudo. Nada engreído como algunas personas famosas que uno conoce, ¿entiende? Lástima lo de su rodilla.
El depósito de agua era diferente. Una alta y blanca estructura de metal había reemplazado a la torre verde. Ardía en los rutilantes rayos oblicuos del sol del atardecer. Baedecker sintió una extraña emoción entre el corazón y la garganta. No era nostalgia ni añoranza trasnochada. Baedecker comprendió que esa ardiente oleada de sensaciones era simple reverencia ante una imprevista confrontación con la belleza. Había sentido ese sorprendido dolor una tarde de lluvia de su infancia, en el Instituto de Artes de Chicago, frente a ese óleo de Degas de la joven bailarina con naranjas en los brazos. Había experimentado la misma emoción aguda al ver a su hijo Scott —morado, abotargado, brillante, la boca abierta— segundos después del nacimiento. Baedecker ignoraba por qué se sentía así ahora, pero pulgares invisibles le apretaban la garganta y un ardor lo aguijoneaba detrás de los ojos.
—Apuesto a que no reconoce el lugar —dijo Ackroyd—. ¿Cuánto hace que no viene, Dick?
Glen Oak apareció como una borrosa arboleda, se resolvió en un apiñamiento de casas blancas, se ensanchó llenando el parabrisas. La carretera viró de nuevo dejando atrás una gasolinera Sunoco, una casa de ladrillos (Baedecker recordó que su madre le había contado que había sido una estación del «ferrocarril subterráneo», la organización blanca que ayudaba a escapar a los esclavos negros del Sur) y un letrero blanco que decía:
GLEN OAK, POBLACIÓN 1275, VELOCIDAD MEDIDA ELÉCTRICAMENTE.
—Desde el 56 —dijo Baedecker—. No, 1957. Los funerales de mi madre. Murió un año después de fallecer mi padre.
—Están sepultados en el cementerio Calvary —dijo Ackroyd, como si le revelara algo nuevo.
—Sí.
—¿Quiere pasar por allí? ¿Antes de que oscurezca? No me molesta esperar.
—No. —Baedecker echó un rápido vistazo a la izquierda, horrorizado ante la idea de visitar la tumba de sus padres mientras Bill Ackroyd esperaba en su Bonneville—. No, gracias, estoy cansado. Me gustaría ir al motel. ¿El que está al norte de la ciudad todavía se llama Day's End Inn?
Ackroyd rió y palmeó el volante.
—Cielos, ¿ese viejo tugurio? No, señor, lo demolieron en el 62, cuando Jackie y yo nos mudamos aquí desde Lafayette. No, el lugar más cercano es el Motel Six, en la 74, cerca de la salida de Elmwood.
—Está bien —dijo Baedecker.
—Oh, no —dijo Ackroyd con expresión consternada—. Habíamos planeado que se quedara con nosotros, Dick. Nos sobra lugar, y lo hemos confirmado con Marge Seaton y el consejo. El Motel Six se halla lejos de todo, a veinte minutos por el camino duro.
El camino duro. Así llamaban en Glen Oak a la carretera asfaltada que también hacía las veces de calle mayor. Hacía cuatro décadas que Baedecker no oía esa expresión. Meneó la cabeza y miró por la ventanilla mientras avanzaban despacio por esa calle mayor. El distrito comercial de Glen Oak tenía dos manzanas y media. Las aceras eran franjas de cemento de tres niveles. Los escaparates estaban a oscuras, y los aparcamientos diagonales se hallaban vacíos excepto por algunos camiones frente a un bar, cerca del parque. Baedecker trató de asociar las imágenes de esos edificios de frente chato con sus recuerdos, pero encontró pocos elementos comunes, sólo la vaga sensación de estructuras desaparecidas, como orificios en una sonrisa otrora familiar.
—Jackie ha conservado la comida tibia, pero podríamos ir a Old Settlers y tomar pescado frito si le gusta.
—Estoy muy cansado —dijo Baedecker.
—De acuerdo. Entonces mañana nos encargaremos de las formalidades. De todos modos, Marge estaría demasiado atareada esta noche, con la rifa y todo eso. Mi hijo Terry se muere por conocerle. Está realmente deslumbrado... Usted ya entiende. A Terry le entusiasma el espacio y todo eso. Fue Terry precisamente quien preparó un informe para la escuela el año pasado y recordó que usted había vivido aquí por un tiempo. A decir verdad, eso me dio la idea de que usted fuera huésped de honor en el Old Settlers. Terry estaba muy contento de que hubiera nacido aquí. Claro que Marge habría adorado la idea de todos modos pero, sabe usted, para mi hijo significaría mucho que pasara las dos noches con nosotros.
Aunque se movían a muy poca velocidad, ya habían recorrido toda la calle mayor de Glen Oak. Ackroyd viró a la derecha y se detuvo cerca de la iglesia católica. Era un parte de la ciudad que Baedecker rara vez recorría cuando niño porque Chuck Compton, el matón de la escuela, vivía allí. Era la única parte del pueblo donde había ido al regresar para las exequias de sus padres.
—No nos molestaría en absoluto —dijo Ackroyd—. Sería un gran honor recibirlo, y es probable que el Motel Six esté lleno de camioneros a esta hora del viernes.
Baedecker miró la iglesia marrón. La recordaba mucho más grande. Se sintió embargado por una extraña laxitud. El calor estival, las largas semanas de viaje, la decepción de ver a su hijo en el ashram de Poona, todo conspiraba para reducirlo a un estado de triste pasividad. Baedecker reconoció esa sensación, pues la había experimentado en sus primeros meses como marine en el verano de 1951. También cuando Joan lo abandonó los primeros meses.
—No quiero ser una molestia —dijo.
Ackroyd sonrió aliviado y cogió el brazo de Baedecker un segundo.
—No es ninguna molestia. Jackie ansia conocerle, y Terry nunca olvidará la visita de un verdadero astronauta.
El coche avanzó despacio entre estrías de luz crepuscular que alternaban con franjas de sombra.
Los murciélagos habían salido cuando Baedecker fue a caminar una hora después. Sus vibrantes aleteos se perfilaban contra la opaca cúpula del cielo nocturno. El sol había desaparecido pero el día se aferraba a la luz como Baedecker en su infancia, en una similar noche de agosto, se había aferrado a las últimas semanas de las vacaciones de verano. Tardó sólo unos minutos en llegar caminando a la parte vieja de la ciudad, su parte de la ciudad. Se alegraba de estar fuera y a solas.
Ackroyd vivía en un complejo de veinte casas en la esquina noreste del pueblo, donde Baedecker sólo recordaba parcelas y un arroyo donde cazaban ratas almizcleras. La casa de Ackroyd era de un estilo seudohispánico, con una lancha y un remolque en el garaje y una caravana en la calle. El interior se hallaba abarrotado de pesados muebles Ethan Allen. Jackie, la esposa de Ackroyd, llevaba una apretada permanente, tenía arrugas alrededor de los ojos y un labio superior prominente que daba la agradable sensación de una sonrisa constante. Era unos años más joven que el esposo. Terry, el único hijo, era un niño pálido de trece o catorce años, tan flaco y callado como corpulento y parlanchín su padre.
—Saluda al señor Baedecker, Terry. Vamos, cuéntale cuánto has esperado este momento. —La manaza de Ackroyd impulsó al niño hacia delante.
Baedecker se inclinó pero no pudo hallar la mirada del niño, y en la palma abierta sólo sintió un breve contacto de dedos húmedos. El pelo castaño de Terry le tapaba los ojos como una visera. El niño masculló algo.
—Encantado de conocerte —dijo Baedecker.
—Vamos, Terry —apuntó su madre—, enseña al señor Baedecker el cuarto de invitados. Luego enséñale tu cuarto. Sin duda le interesará mucho. —La madre sonrió y Baedecker recordó las primeras fotos de Eleanor Roosevelt.
El niño lo condujo escaleras abajo, saltando los escalones de dos en dos. El cuarto de huéspedes estaba en el sótano. Disponía de cuarto de baño y la cama parecía confortable. La habitación del niño se encontraba junto a una extensa sala enmoquetada, quizá pensada como cuarto de juguetes.
—Supongo que mamá quería que le enseñara esto —murmuró Terry, y encendió una luz opaca. Baedecker miró el interior, parpadeó y avanzó un paso para mirar de nuevo.
Había una sola cama, hecha con pulcritud, un pequeño escritorio, una minicadena estéreo y tres paredes oscuras con estantes, carteles, algunos libros, diversas naves hechas a escala, todos los objetos habituales del cuarto de un adolescente. Pero la cuarta pared era distinta.
Una foto del Apollo 8, una de las fotos de la Tierra tomadas con la cámara externa en la primera y tercera órbita lunar. La foto, en su momento, cautivó la imaginación del mundo, pero se había abusado tanto de ella que Baedecker ya no le prestaba atención. Pero aquí era diferente. La foto ampliada formaba un empapelado del suelo al cielo raso, y de lado a lado del cuarto. La Tierra era de un vibrante color azul y blanco, el cielo negro, el primer plano un gris opaco. Era como si el cuarto del niño diera sobre la superficie lunar. Las paredes oscuras y la luz pálida reforzaban esa ilusión.
—Idea de mamá —murmuró el niño. Tocó nervioso una pila de cintas sobre el escritorio—. Creo que la consiguió en una liquidación.
—¿Has construido tú las naves? —preguntó Baedecker. Los estantes estaban cubiertos de naves espaciales de plástico gris, las naves mastodónticas de Star Wars, Star Trek y Battlestar Galactica. En un rincón dos grandes transbordadores espaciales colgaban de un hilo oscuro.
El niño movió los hombros y las manos, un gesto conciso y adusto como el de Scott, el hijo de Baedecker, después de sus errores cometidos en la Pequeña Liga.
—Papá ayudó.
—¿Te interesa el espacio, Terry?
—Sí. —El niño titubeó y miró a Baedecker con un destello de repentino coraje en los ojos oscuros—. Es decir, me interesaba. Cuando era más pequeño. Todavía me gusta, sí, pero son cosas de chicos. Lo que me interesa ahora es ser principal guitarrista de un grupo como Twisted Sister. —Calló y clavó los ojos en Baedecker.
Baedecker no pudo contener una sonrisa. Tocó el hombro del chico brevemente, con firmeza.
—Bien. Bien. Vamos arriba, ¿quieres?
Las calles estaban oscuras excepto por algunos faroles y el centelleo azulado de los televisores en las ventanas. Baedecker aspiró el aroma de la hierba recién cortada y los lejanos campos. Las estrellas vacilaban en aparecer. A excepción de algún coche que pasaba por el «camino duro», una calle hacia el oeste, el único ruido era el chachareo sofocado pero excitado de los televisores. Baedecker recordó el sonido de las radios de consola a través de esos mismos canceles y ventanas. Las voces radiales tenían más autoridad y profundidad.
A pesar de su nombre, Glen Oak —Roble del Vallecito— nunca había tenido muchos robles, pero en los años 40 albergaba gran cantidad de olmos gigantes, árboles increíblemente macizos que arqueaban sus gruesas ramas en un enrejado que transformaba incluso la calle lateral más ancha en un túnel de luces y sombras. Los olmos eran Glen Oak. Incluso un niño de diez años lo había notado mientras iba en bicicleta al centro en un atardecer estival, pedaleando con furia hacia el oasis de los árboles y la cena del sábado.
Ahora los olmos habían desaparecido. Baedecker supuso que diversas epidemias los habían diezmado. Las anchas calles estaban abiertas al cielo. Todavía quedaba una proliferación de árboles pequeños. En la brisa, las hojas bailaban frente a los faroles y arrojaban sombras sobre la acera. Viejas casas apartadas de las aceras aún tenían pisos altos protegidos por un follaje susurrante. Pero los olmos gigantes de la infancia de Baedecker ya no estaban. Se preguntó si la gente que regresaba a sus antiguos hogares de los pueblos pequeños de toda la región había reparado en esta pérdida. Como el olor de las hojas quemadas en otoño, era algo que su generación echaba de menos.
Los murciélagos bailaban esquivamente contra un cielo violáceo. Algunas estrellas empezaban a despuntar. Baedecker entró en un patio escolar que ocupaba una manzana entera. La alta y vieja escuela elemental, cuyo derruido campanario había albergado a los ancestros de muchos de los murciélagos de esa noche, había sido demolida tiempo atrás y reemplazada por un apiñamiento de cajas de ladrillo y vidrio, al pie de otra caja de ladrillo y vidrio más grande que llenaba buena parte de la manzana. Baedecker sospechó que el edificio más grande era el gimnasio de la nueva escuela. En su época la escuela elemental no tenía gimnasio; cuando necesitaban uno, caminaban dos calles hasta la escuela secundaria. Baedecker recordó que la escuela vieja se alzaba en medio de hectáreas de hierba, media docena de campos de béisbol y dos áreas de juego, una para niños pequeños y otra con un gran tobogán para los grados superiores. Todo el conjunto se hallaba custodiado por una alta arboleda que se erguía alrededor de la manzana. Ahora los edificios bajos y el monstruoso gimnasio ocupaban la mayor parte del espacio. No había árboles. Los campos de juego eran sólo una franja de asfalto y una estructura de madera semejante a una cárcel militar, construida en un cuadrado de arena. Baedecker fue hasta allí y se sentó en un nivel inferior de la estructura, que le evocaba una horca mal diseñada.
Enfrente veía su antigua casa. Aun en el desleído crepúsculo observaba que no había sufrido muchos cambios. La luz se derramaba por las ventanas de ambos pisos. Un buen revestimiento de madera reemplazaba las viejas chillas. Habían añadido un garaje y una calzada de asfalto que sustituía la vieja calzada de grava. Baedecker sospechó que el cobertizo detrás de la casa ya no estaría. Cerca del frente crecía un abedul que antes no existía. Baedecker hurgó en su memoria tratando en vano de recordar en aquel lugar un árbol joven. Luego comprendió que lo podían haber plantado cuando él se había mudado: así el árbol tendría cuarenta años.
Baedecker no sentía nostalgia, sólo un ligero vértigo ante la idea de que ese extraño caparazón de piedra y madera en un extraño lugar del mundo hubiera albergado a un niño que se creía el centro de la creación. Una luz se encendió en un cuarto del segundo piso. Baedecker casi pudo ver el viejo papel en el que se dibujaban veleros enmarcados por incesantes cuadrados de soga, cada esquina complicada por imposibles nudos náuticos. Recordó haber pasado noches de fiebre en vela, tratando una y otra vez de desatar mentalmente esos nudos. También recordó la bombilla colgante y el cable, el armario amarillo semejante a un ataúd y el enorme mapamundi Rand McNally donde todas las noches ese niño fervoroso desplazaba alfileres de color desde una impronunciable isla del Pacífico hasta otra.
Baedecker meneó la cabeza, se levantó y caminó hacia el norte, alejándose de la escuela y la casa. Había anochecido del todo, pero nubes bajas ocultaban estrellas. Baedecker no volvió a mirar hacia arriba.
—¿Cómo ha ido? ¿Ha visto los viejos lugares? —saludó Ackroyd cuando Baedecker cruzó el patio de la casa. La pareja estaba sentada en un pequeño porche con mosquitero, entre la casa y el garaje.
—Sí. Por suerte está refrescando, ¿verdad?
—¿Se ha encontrado a algún conocido?
—Las calles estaban desiertas —dijo Baedecker—. He podido ver las luces de Old Settlers, al menos creo que era Old Settlers, al sudeste de la escuela secundaria. Parecía que todo el mundo estaba allí. —Para el niño Baedecker, el fin de semana de Old Settlers había consistido en tres días que signaban el corazón del verano y también el último acontecimiento festivo antes de la cuenta atrás para el reinicio de la escuela. Old Settlers había significado el hallazgo de la entropía.
—Ya lo creo —dijo Ackroyd—. Habrá una francachela esta noche, con esa barbacoa. Todavía tiene tiempo para ir si lo desea. La tienda de la Legión Americana sirve cerveza hasta las once.
—No, gracias, Bill. Estoy muy cansado, de veras. Pensaba acostarme. Salude a Terry de mi parte, por favor.
Ackroyd lo condujo al interior y encendió la luz de la escalera.
—En realidad, Terry ha ido a casa de su amigo Donnie Peterson. Han pasado juntos el fin de semana de Old Settlers desde que se conocieron en el parvulario.
La señora Ackroyd se cercioró de que Baedecker tuviera mantas adicionales, aunque era una noche cálida. El cuarto de invitados desprendía un olor a habitación de motel que resultaba cómodamente familiar. La señora Ackroyd sonrió, cerró la puerta con suavidad y lo dejó a solas.
El cuarto era un pozo de negrura salvo por el fulgor de su reloj-calculadora digital. Baedecker se acostó y escrutó la oscuridad. Cuando los dígitos de suave fulgor indicaron las 2.32 se levantó y salió a la sala vacía y enmoquetada. No se oía ruido en los pisos superiores. Alguien había dejado una luz encendida en la escalera por si Baedecker quería ir a la cocina. Sin embargo, Baedecker fue al cuarto del niño, titubeó un segundo ante la puerta entornada y entró. La luz de la escalera alumbraba suavemente la superficie lunar llena de agujeros y la Tierra azul y blanca en cuarto creciente. Baedecker se quedó un minuto; se disponía a salir cuando algo le llamó la atención. Cerró la puerta y se sentó en la cama de Terry. Por un minuto se apagó la luz y Baedecker quedó a ciegas. Luego notó cien chispas relucientes en las paredes y el cielo raso. Despuntaban estrellas. El niño —Baedecker tuvo la certeza de que era el niño— había salpicado el cuarto con motas de pinturas fosforescente. La semiesfera de la Tierra empezó a relucir con un resplandor lechoso que iluminaba las tierras altas y los cráteres de la Luna. Baedecker nunca había visto una noche lunar desde la superficie —ni él ni ningún astronauta de las misiones Apollo— pero se quedó sentado en la pulcra cama del niño hasta que las estrellas le abrasaron los ojos y pensó «sí, sí».
Al cabo de un rato se levantó, caminó en silencio hasta su cuarto y se durmió.
El Día de Richard M. Baedecker amaneció cálido y despejado. En la calle zumbaba el tráfico del sábado. El cielo azul bañaba los distantes maizales en una luz quebradiza.
Baedecker hizo dos desayunos, el primero con Ackroyd y su esposa en la espaciosa cocina. El segundo fue con la alcaldesa y los funcionarios del ayuntamiento ante una larga mesa del Parkside Café. Marjorie Seaton parecía la versión pueblerina de Jane Byrne, la ex alcaldesa de Chicago. Baedecker no sabía dónde residía la semejanza, pues la cara de Seaton era ancha y curtida mientras que la de Byrne era estrecha y pálida. Marge Seaton tenía una risa franca y entusiasta que no guardaba ninguna similitud con lo que recordaba de las fruncidas risitas de Byrne. Pero en los ojos de ambas mujeres se vislumbraba algo que a Baedecker le recordaba a las mujeres apaches esperando a que les clavasen estacas a los prisioneros varones para divertirse.
—Todo el pueblo está entusiasmado con esta visita, Dick —dijo Seaton con una sonrisa—. Yo diría que todo el condado. Vendrá gente incluso desde Galesburg.
—Ansío conocerla —dijo Baedecker, jugueteando con sus bizcochos. Al lado, Ackroyd mojaba una tostada en el huevo. La camarera, una mujer menuda de cara demudada llamada Minnie, regresaba a cada momento para llenarles la taza de café como si refinara la definición de camarera con la empecinada repetición de ese único acto.
—¿Tienen ustedes un programa... un horario? —preguntó Baedecker—. ¿Una especie de orden del día?
—Claro que sí —respondió un hombre delgado con traje de poliéster verde a quien habían presentado como Kyle Gibbons o Gibson—. Aquí tiene. —Extrajo una hoja doblada que alisó frente a Baedecker.
—Gracias.
09.00 - REUNIÓN AYUNTAMIENTO - Parkside (¿Astronauta?)
10.00 - TORNEO VOLEIBOL - (BAILE LEG. AM.)
11.30 - PREPARACIÓN DEL DESFILE (Oeste 5)
12.00 - DESFILE OLD SETTLERS
13.00 - BARBACOA Y EXHIBICIÓN DE TIRO J.G.C. (sheriff Mechan)
13.30 - TORNEO SOFTBOL
14.30 - ESPECTÁCULO BOMBEROS VOLUNTARIOS
17.00 - BARBACOA OPTIMISTAS
18.00 - HORA DE VIVA LA GENTE (camp. coristas)
19.00 - RIFA (alcaldesa Seaton - gimnasio secundaria)
19.30 - ESTRELLAS DE MAÑANA (gimnasio secundaria)
20.00 - DISCURSO DEL ASTRONAUTA
22.00 - FUEGOS ARTIFICIALES J.G.C.
Baedecker alzó los ojos.
—¿Discurso?
Marge Seaton bebió café y le sonrió.
—Lo que usted diga estará bien, Dick. No se preocupe. A todos nos gustaría oírle hablar del espacio o de la sensación que tuvo al caminar por la Luna. Bastará con veinte minutos, ¿de acuerdo?
Baedecker asintió con la cabeza y a través de la ventana abierta escuchó el aleteo de las hojas en la serena brisa matinal. Entraron algunos niños y pidieron refrescos a voz en cuello en el mostrador. Minnie los ignoró y se apresuró a seguir llenando tazas de café.
La conversación se encauzó hacia temas del ayuntamiento y Baedecker se excusó. Afuera, el calor de la mañana ya se reflejaba en las aceras y comenzaba a ablandar el asfalto de la carretera. Baedecker pestañeó y extrajo sus gafas de aviador del bolsillo de la camisa. Llevaba la camisa de safari de lino blanco, los pantalones tostados de algodón y las botas que había usado en Calcuta unas semanas antes. Le costaba creer que ese mundo de cielo azul y abrasador, escaparates chatos y blancos y carretera desierta pudiera coexistir con el lodo del monzón, las barriadas interminables y la apiñada demencia de la India.
El parque de la ciudad era mucho más pequeño de lo que recordaba. En la memoria de Baedecker el quiosco de la orquesta era un grato mirador Victoriano, pero allí sólo había una losa de cemento plana sobre bloques de escoria volcánica. Dudaba de que el mirador hubiera existido.
Los sábados por la noche, durante los dos veranos que Baedecker vivió allí, un residente rico de Glen Oak —no tenía idea de quién había sido— exhibió películas gratis en ese parque, proyectándolas en tres sábanas clavadas en el flanco del Parkside Café. Baedecker recordaba los noticiarios Movietone, dibujos animados donde nada menos que Bugs Bunny y el pato Donald vendían bonos de guerra, y películas clásicas como Fly By Night, Saps at Sea, Broadway Limited y Once Upon a Honeymoon. Baedecker podía cerrar los ojos y evocar las imágenes fluctuantes, las caras de las familias de granjeros sentadas en los bancos, las mantas y el césped recién cortado, los ruidos de los niños que correteaban entre arbustos cerca del mirador y trepaban a los árboles y, por lo menos una vez, silenciosos relámpagos de calor danzando sobre árboles y escaparates, acercándose mientras las gruesas ramas de los olmos bailaban al ritmo de la brisa que huía de la inminente tormenta. Baedecker recordaba la dulzura de esa brisa que atravesaba kilómetros de maizales maduros. Recordaba el crujido del rayo que, en un perturbador instante de tiempo suspendido antes de que todos buscaran refugio, congeló a personas, coches, bancos, hierba, edificios y a Baedecker mismo en un fogonazo estroboscópico que por un segundo transformó el mundo entero en el cuadro congelado de una película.
Baedecker se aclaró la garganta, escupió y caminó hacia un pedestal de piedra. Tres placas de bronce conmemoraban a hombres de Glen Oak que habían luchado en conflictos que iban desde la guerra con México hasta Vietnam. Las estrellas señalaban a los que habían muerto durante el servicio. Ocho muertos en la Guerra Civil, tres en la Segunda Guerra Mundial, ninguno en Vietnam. Baedecker leyó los catorce nombres enumerados bajo Corea, pero su nombre no figuraba entre ellos. No reconoció a ninguno de los demás, aunque debía de haber ido a la escuela con algunos de ellos. La placa de Vietnam estaba poco gastada por la intemperie y escrita sólo en una tercera parte. Había sitio para más guerras.
Enfrente, una familia de granjeros había bajado de un pequeño camión y miraba el escaparate de la tienda Helmann's Variety. Baedecker recordó que aquel lugar era la tienda Jensen's Dry Goods, un edificio largo y oscuro donde los ventiladores de techo giraban despacio a cinco metros de los polvorientos suelos de madera. La familia señalaba y reía excitadamente. Las aceras empezaron a llenarse de gente. En alguna parte una banda empezó a tocar, calló de golpe, empezó de nuevo y se detuvo con un estrépito de cimbales.
Baedecker se sentó en un banco del parque. Le dolían los hombros por el peso de las cosas. Cerró de nuevo los ojos y trató de evocar la sensación de botar por una llanura resplandeciente y repleta de agujeros mientras la luz arrojaba una aureola sobre el traje blanco y el sistema de soporte vital de Dave. La gravedad era un enemigo menor, y cada movimiento era fluido y grácil como andar de puntillas sobre el fondo de una laguna iluminada por el sol.
No pudo recordar esa ligereza. Abrió los ojos y escrutó la polarizada claridad de las cosas.
El desfile de Old Settlers empezó con quince minutos de retraso. La banda de la escuela secundaria lideró la marcha, seguida por varias hileras de jinetes sin identificación, luego aparecieron cinco carrozas caseras que representaban capítulos de la FFA, 4-H, boy scouts (consejo de Creve Coeur), la sociedad histórica del condado y el Jubilee Gun Club. Tras las carrozas venía la banda de los primeros años de la escuela secundaria, integrada por nueve jóvenes, luego un contingente a pie de la Legión Americana, y luego Baedecker en un Mustang descapotable blanco de hacía veinte años. La alcaldesa Seaton iba a la derecha, el señor Gibbons o Gibson a la izquierda y Bill Ackroyd en el asiento delantero, junto a un joven conductor. Ackroyd insistió en que los tres de atrás se sentaran en el maletero apoyando los pies en la tapicería de vinilo rojo. A ambos lados del Mustang se izaban estandartes anunciando a:
RICHARD M. BAEDECKER - EL ENVIADO DE GLEN OAK A LA LUNA.
Bajo las letras aparecía el emblema de la misión. Detrás de un simbólico módulo de mando con velas asomaba un sol semejante a una de las yemas de huevo donde Ackroyd había mojado la tostada esa mañana.
El desfile pasó junto al parque por la calle Cinco Oeste y marchó orgullosamente por la calle Mayor. El Plymouth verde y blanco del sheriff Mechan despejaba el camino. La gente bordeaba las altas aceras de tres niveles, que parecían diseñadas para presenciar desfiles. Se veían pequeñas banderas norteamericanas y Baedecker se percató de que habían colgado una pancarta entre dos postes de luz de lado a lado de la calle:
GLEN OAK CELEBRA EL DÍA DE RICHARD M. BAEDECKER
DESFILE OLD SETTLERS
EXHIBICIÓN DE TIRO EN EL JUBILEE GUN CLUB, SÁBADO 8 DE AGOSTO.
La banda de la escuela dobló a la izquierda en la calle Dos y de nuevo a la izquierda junto al patio de la escuela. Los niños que jugaban en la estructura de madera con forma de horca saludaban y gritaban. Un niño, apuntando con la mano, comenzó a disparar. Sin titubear, Baedecker le apuntó con el dedo y devolvió el disparo. El niño se aferró el pecho, agitó los ojos, hizo una cabriola y cayó de la viga aterrizando de espaldas en el arenero.
Doblaron a la derecha en la calle Cinco, a sólo una calle de donde habían comenzado, y viraron al este. Baedecker reparó en un pequeño edificio blanco a la derecha. Estaba seguro de que había sido la biblioteca. Recordaba el caliente olor a altillo de la salita en un día de verano y el ceño fruncido de la bibliotecaria cuando él sacó un libro de las aventuras de John Carter en Marte por octava o décima vez.
La calle Cinco era tan ancha que se podía desfilar dejando dos carriles de tráfico a la izquierda. No había tráfico. Baedecker de nuevo lamentó la ausencia de los grandes olmos, especialmente ahora que el sol caía a plomo en el asfalto atestado. Pequeños olmos chinos crecían cerca de la cuneta cubierta de hierba, pero parecían desproporcionadamente pequeños frente a la calle ancha, los largos parques y las casas grandes. Gente sentada en porches y sillas de jardín agitaba la mano. Niños y perros corrían junto a los caballos y correteaban alrededor del guardia de color de la banda. Tras el Mustang, una procesión informal de bicicletas, carros empujados por niños y podadoras de césped alegremente adornadas añadía quince metros a la caravana.
El coche del sheriff dobló a la derecha en la calle Catton. Pasaron de nuevo ante el patio escolar. Frente al viejo hogar de Baedecker un hombre sin camisa, con la barriga colgando sobre los pantalones cortos cortaba el césped. Alzó los ojos y saludó al Mustang uniendo dos dedos. Tres viejos estaban sentados en el porche sombreado donde Baedecker solía jugar a piratas o se defendía oleada tras oleada de ataques japoneses.
Dos manzanas más allá del viejo hogar de Baedecker, el desfile pasó frente a la escuela secundaria y se encaró una pared de maíz. La banda giró hacia un camino rural y rodeó la escuela secundaria enfilando hacia el campo abierto donde habían erigido el campo de festejos de Old Settlers. Más allá del aparcamiento había media docena de tiendas grandes, muchas cabinas y varias atracciones que permanecían inmóviles bajo el sol del mediodía. Las multitudes de la noche anterior habían pisoteado la hierba alta y marrón del campo, llenándola de desperdicios. Más al norte estaban los campos de béisbol, ocupados ya por jugadores de uniforme brillante y rodeados por multitudes entusiastas. Aún más al norte, casi hasta la parte trasera de la vieja casa de Baedecker, coches de bomberos apiñados formaban ángulos rojos y verdes en la hierba.
Las bandas dejaron de tocar y el desfile se disolvió. La zona de juego se hallaba casi desierta y pocas personas miraban cuando los miembros de la banda y los caballos se dispersaron confusamente. Baedecker permaneció sentado un instante.
—Bien —dijo la alcaldesa Seaton—, ha sido divertido, ¿verdad?
Baedecker meneó la cabeza y miró hacia arriba. El metal y la tapicería del coche ardían. El sol estaba casi en el cénit. Cerca del horizonte, apenas visible en el cielo sin nubes, se veía el borde tenue de una luna en cuarto creciente.
—¡Dick!
Baedecker apartó los ojos de la mesa donde bebía cerveza con los demás. Era una mujer madura y corpulenta de pelo rubio y corto. Vestía una blusa estampada y pantalones elásticos que se acercaban al límite máximo de expansión. Baedecker no la reconoció. La luz sepia de la tienda de la Legión Americana era borrosa. El aire cálido olía a lona. Baedecker se levantó.
—¡Dick! —repitió la mujer, acercándose para estrecharle la mano—. ¿Cómo estás?
—Bien —repuso Baedecker—. ¿Cómo estás tú?
—Oh, bien, muy bien. Tu aspecto es sensacional, Dick, pero ¿qué le ha pasado a tu pelo? Recuerdo cuando tenías esa melena roja.
Baedecker sonrió y sin darse cuenta se pasó la mano por la coronilla. Los hombres con los que estaba charlando siguieron bebiendo cerveza.
La mujer se llevó las manos a la boca y titubeó.
—Cielos, me recuerdas, ¿verdad?
—Soy pésimo para los nombres —confesó Baedecker.
—Pensaba que te acordarías de Sandy —dijo la mujer, y palmeó juguetonamente la muñeca de Baedecker—. Sandy Serrel. Éramos íntimos amigos. Donna Hewford y yo estábamos siempre contigo y Mickey Farrell y Kevin Cordon y Jimmy Raines en cuarto y quinto grado.
—Desde luego —dijo Baedecker, dándole la mano de nuevo. No la recordaba en absoluto—. ¿Cómo estás, Sandy?
—Dick, éste es mi esposo, Arthur. Arthur, éste es mi viejo amigo, el que fue a la Luna. —Baedecker dio la mano a un hombre enclenque con uniforme de softbol. El hombre estaba cubierto con una pátina de suciedad a través de la cual se veían arrugas rojas en el cuello, la cara y las muñecas.
—Apuesto a que nunca creíste que me casaría —dijo Sandy Serrel—. Al menos con otra persona, ¿eh?
Baedecker correspondió a la sonrisa de la mujer observando que tenía un diente partido.
—Vamos. Comenzará el próximo juego —apremió el esposo.
La mujer corpulenta volvió a estrechar la mano y el brazo de Baedecker.
—Tenemos que irnos, Dick. Ha sido sensacional verte de nuevo. Ven esta noche y te presentaré a Shirley y los mellizos. Sólo recuerda esto: recé a Jesús mientras caminabas por la Luna. Si no fuera por nuestros rezos, Jesús jamás habría permitido que regresarais sanos y salvos.
—Lo recordaré —dijo Baedecker. Ella le dio un beso en la mejilla y se marchó con su delgado esposo. Baedecker se quedó con una sensación áspera en la mejilla y un tufo de toallas sucias.
Se sentó y pidió otra ronda de cervezas.
—Arthur hace trabajos para el cementerio —dijo Phil Dixon, uno de los miembros del consejo.
—Es el tercer marido de Apestosa Serrel —añadió Bill Ackroyd—. Y no creo que sea el último.
—¡Apestosa Serrel! —exclamó Baedecker, apoyando la jarra de cerveza sobre la mesa—. Cielos. —Su único recuerdo de Apestosa Serrel, además de una presencia modesta siguiéndole a él y a sus amigos por la calle, era de una vez en quinto grado en que ella se le acercó en el patio de juegos cuando alguien pasó montado en un caballo palomino.
—No sé como lo hacéis —había dicho ella, señalando el caballo.
—¿Hacer qué? —preguntó Baedecker.
—Caminar con la polla colgada entre las piernas —le murmuró ella en el oído. El desconcertado Baedecker había retrocedido, sonrojándose, enfureciéndose con su sonrojo.
—Apestosa Serrel —dijo Baedecker—. Cielo santo. —Bebió el resto de la cerveza y le pidió más al hombre con gorra de la Legión Americana.
No había flores, pero las dos tumbas estaban bien cuidadas. Baedecker cambió de posición y se quitó las gafas. Las lápidas de granito gris era idénticas excepto por las inscripciones:
CHARLES S. BAEDECKER 1893-1956
KATHLEEN BAEDECKER 1900-1957
El cementerio era tranquilo. Estaba protegido por altos maizales al norte y por bosques en los otros tres lados. Al este y al oeste había barrancos que descendían hacia invisibles desfiladeros. Baedecker recordó las cacerías en las colinas boscosas del sur durante una de las licencias de su padre en la lluviosa primavera del 43 o el 44. Baedecker había cargado con su escopeta durante horas, pero se había negado a dispararle a una ardilla. Ocurrió durante su breve etapa pacifista. El padre de Baedecker se enfadó pero no dijo nada, simplemente le dio el manchado saco de arpillera con ardillas muertas para que lo llevara.
Baedecker se apoyó en una rodilla y apartó la hierba de los lados de la lápida de la madre. Se volvió a poner las gafas. Pensó en el cuerpo que yacía bajo el fértil y negro suelo de Illinois, los brazos que lo habían estrechado cuando regresaba llorando a casa tras las riñas en el parvulario, las manos que le brindaban consuelo durante las noches de terror en que despertaba llorando sin saber dónde estaba, el susurro de las zapatillas de su madre en el pasillo, sus suaves caricias en la aterradora oscuridad. Salvación. Cordura.
Baedecker se levantó, giró con brusquedad y se marchó del cementerio. Phil Dixon lo había dejado allí cuando se dirigía a la granja para cenar. Baedecker le había dicho que regresaría al pueblo a pie.
Corrió la aldaba de hierro negro del portón y echó otro vistazo al cementerio. Los insectos zumbaban en la hierba. Más allá de los árboles una vaca mugía plañideramente. Aun desde el camino, Baedecker pudo distinguir los rectángulos vacíos junto a las tumbas de sus padres, donde habían reservado espacio para sus dos hermanas y para él.
Una camioneta avanzó colina arriba desde el este y se detuvo junto a Baedecker en una nube de polvo y gravilla. Un hombre de pelo claro y cara curtida se asomó por la ventanilla.
—Usted es Richard Baedecker, ¿verdad? —Un hombre más joven se sentaba a su lado. Detrás llevaban dos rifles en un bastidor.
—Sí.
—Me pareció que era usted. Leí sobre su llegada en el Chronicle Dispatch de Princeville. Galen y yo nos dirigimos a Glen Oak para la Barbacoa de los Optimistas. Primero nos detendremos en el Árbol Solitario para beber unas cervezas frías. No veo ningún coche. ¿Quiere que lo llevemos?
—Sí —respondió Baedecker. Se quitó las gafas, las plegó con cuidado y se las guardó en el bolsillo de la camisa—. Sí, claro que sí.
Según el conductor de Baedecker, la Taberna del Árbol Solitario antes se encontraba a medio kilómetro al sudoeste, frente al cruce de caminos de grava y carreteras del condado. El árbol solitario, un alto roble, aún estaba allí. Cuando el condado de Peoria adoptó la ley seca en los años 30, el Árbol Solitario se había mudado al condado de Jubilee para pasar los cuarenta y cinco años siguientes en el límite de los bosques, en la cima de la segunda colina al oeste del cementerio Calvary. Las colinas eran empinadas, el camino estrecho, y Baedecker recordó que su madre le había contado que muchos parroquianos del Árbol Solitario que subían a la cresta de la colina del cementerio se estrellaban con los coches que venían en dirección contraria. El racionamiento de la gasolina y la escasez de hombres jóvenes había reducido la matanza durante la guerra. El padre de Baedecker iba a beber al Árbol Solitario cuando se hallaba de licencia en casa. Baedecker recordaba haber bebido una naranjada Nesbitt's en la fresca oscuridad donde ahora pedía un vaso de whisky irlandés y una cerveza. Miró los mosaicos rajados del suelo como si el saco de ardillas aún estuviera allí.
—Usted no me recuerda, ¿eh? —preguntó el conductor. En la camioneta se había presentado como Carl Foster.
Baedecker bebió el whisky y miró la cara rubicunda y los ojos azules y transparentes.
—No —dijo.
—No lo culpo —dijo el granjero con una sonrisa—. Usted y yo fuimos juntos al cuarto grado, pero yo tuve que repetir el año cuando usted, Jimmy y los demás pasaron a quinto.
—Carl Foster —repitió Baedecker. Tendió la mano para estrechar la del otro hombre—. Carl Foster. Sí, claro, usted se sentaba frente a Kevin y detrás de esa chica con mechas y...
—Tetas grandes —redondeó Carl, estrechando la mano de Baedecker—. Al menos para cuarto grado. Sí. Donna Lou Baylor. Se casó con Tom Hewford. Oiga, éste es mi yerno, Galen.
—Tanto gusto —dijo Baedecker, dándole la mano—. Cielos, estuvimos juntos en los scouts, ¿verdad, Carl?
—El viejo Mechan era instructor de los scouts —dijo el granjero—. Siempre nos decía que un buen scout sería buen soldado. Me premió con una placa al mérito por saber identificar aviones. Yo me sentaba en el maldito granero hasta las dos de la mañana con mis tarjetas con siluetas, mirando el cielo. No sé qué habría hecho si la Luftwaffe hubiera decidido arrasar Peoria... no tuvimos teléfono hasta el 48.
—Carl Foster —dijo Baedecker, y le pidió otra ronda al camarero.
Más tarde, cuando se alargaban las sombras, salieron a orinar y a matar ratas.
—Galen —dijo Foster—, trae la veintidós de la camioneta.
Se pararon en el borde del barracón y orinaron sobre cinco décadas de chatarra. Resortes oxidados, viejas lavadoras, miles de latas y el cadáver oxidado de un Hudson 38. Reliquias más recientes cubrían los treinta metros de sombría ladera mezclándose con basura. Foster se cerró la bragueta y cogió el rifle que le ofrecía el yerno.
—No veo ratas —dijo Baedecker. Dejó el vaso de whisky vacío y abrió otra cerveza.
—Hay que despertar a esas alimañas —dijo Foster, y disparó contra un bañera acribillada de agujeros a veinte metros barranco abajo. Echaron a correr formas oscuras. El granjero metió otro cartucho en la cámara y disparó de nuevo. Algo saltó en el aire con un chillido. Foster le entregó el rifle a Baedecker.
—Gracias —dijo Baedecker. Apuntó cuidadosamente hacia una sombra, bajo un radio de consola Philco, y disparó. No se movió nada.
Foster encendió un cigarrillo, que dejó colgando del labio mientras hablaba.
—Leí en alguna parte que usted estuvo con los marines. —Le disparó a una caja de cereales colina abajo. Hubo un chillido estridente y formas oscuras corretearon entre los desechos.
—Hace mucho tiempo —dijo Baedecker—. Corea. Volé con la Armada por un tiempo. —El rifle casi no tenía retroceso.
—Yo nunca he servido en las fuerzas armadas —dijo Foster. El cigarrillo se agitaba—. Hernia. No me aceptaron. ¿Ha disparado a un hombre alguna vez?
Baedecker titubeó, la cerveza en la mano. La dejó en el suelo mientras Foster le devolvía el rifle.
—No tiene por qué contestar —dijo el granjero—. No es cosa mía.
Baedecker se concentró en la mira y disparó. El 22 le pegó en el hombro y una vieja tabla de fregar se derrumbó.
—No se veía mucho desde la cabina de esos viejos Panthers —dijo Baedecker—. Uno soltaba las bombas y volvía a casa. Derribé tres aviones enemigos en batallas aéreas, pero tampoco fue muy personal. Vi que los pilotos saltaban de dos de ellos. En el último mi visor estaba rajado y manchado de aceite, así que no vi demasiado. Las cámaras del avión no mostraron a nadie saliendo. Pero usted no se refiere a eso. No es lo mismo que dispararle a un hombre. —Baedecker cargó el 22 y se lo pasó a Foster.
—Supongo que no —dijo el granjero, y disparó deprisa. Una rata saltó en el aire y cayó contorsionándose.
Baedecker arrojó la lata vacía al barranco. Cogió el rifle y lo acunó en el brazo. Habló con voz monótona.
—Aunque casi le disparé a alguien aquí, en Glen Oak.
—¿De veras? ¿A quién?
—Chuck Compton. ¿Lo recuerda?
—¿Ese imbécil? Sí. ¿Cómo olvidar a un tío de quince años que todavía estaba en sexto grado? Fumaba Pall Malls en el cuarto de baño. Compton era un hijo de puta.
—Sí —asintió Baedecker—. Yo no le presté atención hasta que llegué a sexto grado. Entonces decidió que me molería a golpes cada dos días. Me esperaba después de la escuela. Ese tipo de cosas. Traté de sobornarlo con monedas, comida, incluso chocolate Hershey cuando lo tenía. Hasta le pasaba las respuestas de las pruebas de geografía y esas cosas. Compton aceptaba todo, pero no servía de nada. Compton no quería nada de mí. Disfrutaba lastimando a la gente.
—¿Qué pasó?
—Mi madre me dijo que le hiciera frente. Sostenía que todos los matones eran cobardes, que si uno los enfrentaba, se echaban atrás. Gracias, Galen. —Baedecker aceptó otra cerveza y bebió un largo sorbo—. Así que un viernes lo desafié a pelear. Me rompió la nariz por dos sitios, me sacó un diente y casi me astilló las costillas a patadas. Frente a los demás niños.
—En efecto. Ése es Compton.
—Así que lo pensé durante una semana. Un sábado por la mañana lo vi en el campo de juegos, frente a mi casa. Subí y saqué mi escopeta del armario de mi madre.
—¿Tenía escopeta propia? —preguntó Foster.
—Mi padre me la dio cuando cumplí ocho años —respondió Baedecker—. Perdigones 4-10 abajo. Calibre 22 arriba.
—Una Savage —dijo Foster—. Mi hermano tenía una de ésas. —Arrojó la colilla—. ¿Y qué sucedió?
—Esperé a que Compton se acercara —dijo Baedecker—. Primero saqué la mosquitera de la ventana del dormitorio de mi madre y esperé a que cruzara la calle. No podía verme detrás de las cortinas de encaje. Cargué los dos cañones de perdigones. A diez metros no podía errar. Compton se hallaba a esa distancia.
—Una 4-10 es tremenda a esa distancia —dijo Foster.
—La cargué con perdigones para perdices número 6 —dijo Baedecker.
—Cielos.
—Sí, quería ver las entrañas de Compton derramándose en el suelo como las de ese conejo que mi padre había tumbado con cartuchos número 6 un par de meses antes. Recuerdo que estaba calmado mientras apuntaba el cañón a la cara de Compton. Bajé la mira hacia el cinturón porque siempre me desviaba un poco hacia arriba y a la izquierda. Traté de pensar en alguna razón para dejar con vida a ese hijo de perra. No se me ocurrió ninguna. Apreté el gatillo como me había enseñado mi padre: conteniendo el aliento pero sin tensión, despacio y suavemente, sin brusquedad. Apreté. El seguro estaba puesto. Lo bajé para liberar el cartucho y tuve que apuntar de nuevo porque Compton se había movido. Se detuvo para decirle algo a una niña vecina que jugaba a la rayuela, y le apunté a la espalda. Estaba a sólo veinte metros.
—¿Y? —preguntó Foster encendiendo otro cigarrillo.
—Y mi madre me llamó para almorzar —siguió Baedecker—. Descargué los dos cañones y guardé la escopeta. En las próximas semanas traté de mantenerme alejado de Compton. Al cabo de un tiempo se cansó de golpearme. En mayo nos mudamos.
Foster bebió un sorbo de cerveza.
—Sí, Chuck Compton siempre fue un idiota.
—¿Qué le pasó? —preguntó Baedecker, apoyando la cerveza en el suelo. Alzó la 22 y apuntó hacia el barranco.
—Se casó con Sharon Cahill en Princeville —dijo Foster—. Renació. Por un tiempo fue muy religioso. Estaba trabajando para la carretera estatal en el 66 cuando se cayó del tractor podador y las cuchillas le pasaron por encima. Vivió una semana, hasta que una neumonía lo liquidó.
—Vaya —dijo Baedecker, y apretó el gatillo. Una silueta escurridiza saltó a un lado y gimió de dolor. Baedecker se apoyó el rifle en el brazo y movió tres veces el cargador para asegurarse de que la recámara estuviera vacía. Se lo entregó a Foster—. Tengo que regresar. A las ocho debo dar un discurso.
—Así es —dijo Carl Foster, dándole el arma a Galen.
—¿Está seguro de que no quiere café? —preguntó nervioso Bill Ackroyd.
—Seguro —dijo Baedecker. Estaba ante el espejo de la sala de los Ackroyd e intentaba anudarse la corbata por segunda vez.
—¿No quiere comer nada?
—He desayunado muy bien —respondió Baedecker—. Dos veces.
—Jackie puede calentar la carne asada.
—No hay tiempo —dijo Baedecker—. Son casi las ocho.
Salieron deprisa. El crepúsculo bañaba los maizales y el vehículo de Ackroyd en un fulgor Maxfield Parish. Ackroyd sacó el Bonneville y enfilaron hacia el pueblo.
Old Settlers era todo luces. Asomaba luz por el toldo de las grandes tiendas, colgaban bombillas amarillas entre los puestos de feria, lámparas fluorescentes bañaban de resplandor el campo de softbol y las atracciones estaban rodeadas de luces de colores. De pronto Baedecker recordó una noche de agosto en que Jimmy Haines se había quedado a dormir. Había sido la noche anterior a Old Settlers. Poco después de medianoche los dos chicos se despertaron como respondiendo a una convocación susurrada, se vistieron en silencio, saltaron la cerca de alambre del fondo de la propiedad y avanzaron por la hierba alta de atrás de la escuela secundaria hasta que oyeron las maldiciones y órdenes de los peones que montaban las atracciones. De pronto, las luces de la noria del tiovivo se encendieron, constelaciones brillantes contra la negra noche del Medio Oeste. Baedecker y su mejor amigo se quedaron inmóviles, paralizados de placer.
Baedecker recordó que en la Luna se había cubierto el oscuro visor con la mano enguantada escrutando el negro cielo en busca de una estrella. No había ninguna. Sólo el resplandor blanco de la superficie agujereada y la luz pálida de la medialuna que era la Tierra habían atravesado el visor teñido de oro.
Ackroyd aparcó detrás de un coche patrulla y los dos hombre se reunieron con la multitud que entraba en el gimnasio de la escuela. Baedecker reconoció de inmediato el olor a madera y barniz. Había jugado al baloncesto donde ahora se encontraban diversas hileras de sillas plegables. La plataforma a la que estaba subiendo había sido el escenario de su opereta de sexto grado. Le habían dado el papel de Billy, un huérfano que en el último acto resultaba ser el niño Jesús que volvía para comprobar la generosidad de una familia. El padre de Baedecker escribió desde Camp Pendleton para decir que había sido el peor papel adjudicado en toda la historia del teatro.
Se sentó con Ackroyd en sillas de metal gris mientras la alcaldesa Seaton aplacaba a la multitud. Baedecker estimó que había de trescientas a cuatrocientas personas en las sillas y las gradas de madera. Las puertas abiertas del fondo estaban abarrotadas. El sonido de la música del tiovivo llegaba nítidamente por el aire húmedo.
—...del programa Apollo. Nuestro viajero lunar. Uno de los verdaderos héroes de Estados Unidos, hijo de Glen Oak... ¡Richard M. Baedecker!
El aplauso llenó el gimnasio y ahogó momentáneamente la música. Mientras Baedecker se levantaba, Bill Ackroyd le dio una palmada en la espalda que casi lo tumbó. Se recobró, estrechó la mano de la alcaldesa y se enfrentó a la multitud.
—Gracias, alcaldesa Seaton y autoridades de la ciudad. Me alegra estar de vuelta en Glen Oak. —Hubo otra ronda de aplausos y en esos segundos Baedecker comprendió que estaba un poco ebrio. No tenía ni idea de lo que iba a decir a continuación.
Baedecker había aprendido a dominar su temor al público tratando de no fijar la mirada. Las multitudes eran menos temibles cuando se transformaban en un borroso mar de rostros. Pero esta noche no lo hizo. Baedecker miró intensamente la multitud. Vio a Apestosa Serrel, que lo saludaba con la mano desde la segunda fila. El esposo, todavía con uniforme de softbol, dormitaba en la silla de al lado. Phil Dixon y su familia estaban tres filas más atrás. Jackie Ackroyd se encontraba sentada en el pasillo de la primera fila. Al lado, Terry, arrodillado en una silla de espaldas a Baedecker, hablaba en voz alta con otro chico. No vio a Carl Foster ni a Galen, pero intuyó que se encontraban allí. En los segundos de silencio que siguieron al aplauso, Baedecker sintió un repentino borbotón de afecto por todos los presentes.
—La exploración del espacio ha sido fructífera para los científicos en materia de conocimiento puro, y estimulante para los ingenieros por el desafío tecnológico que planteaba —comenzó Baedecker—, pero muchos ignoran cuan fructífera ha sido para el norteamericano medio, gracias a subproductos que han mejorado nuestra calidad de vida. —Baedecker se relajó. Después de la misión había sobrevivido a la gira de relaciones públicas de la NASA, cinco meses, memorizando sólo media docena de discursos prefabricados. El que iniciaba ahora, aunque actualizado, era una pieza escrita por la NASA que él siempre había denominado su Discurso Teflon—...Y no sólo por esos maravillosos materiales y aleaciones, sino que como resultado de los avances electrónicos patrocinados por la NASA podemos disfrutar de los beneficios de máquinas tales como calculadoras de bolsillo, ordenadores personales y videos relativamente baratos.
«Santo Dios —pensó Baedecker—, montamos el mayor esfuerzo colectivo de trabajo e imaginación desde que los faraones construyeron las pirámides para poder sentarnos en casa a mirar una película porno en nuestros aparatos de video.» Baedecker hizo una pausa, carraspeó y continuó. —Los satélites de comunicaciones, algunos de ellos lanzados por el transbordador espacial, enlazan nuestro mundo en una red de telecomunicaciones. Cuando Dave y yo caminamos por la Luna hace dieciséis años llevábamos una nueva cámara de video muy ligera que fue el prototipo de muchas unidades de aficionados actuales. Cuando Dave y yo condujimos el Lunar Rover durante nueve kilómetros y miramos un desfiladero que ningún ojo humano había visto antes con claridad, nuestras exploraciones se transmitieron en vivo a través de más de trescientos cincuenta mil kilómetros de espacio. «Y fueron rechazadas por las redes de televisión porque habrían interrumpido la programación diurna —pensó Baedecker—. El programa Apollo murió joven porque tenía bajos valores de producción y un guión trivial. Después de Apollo 11 parecían programas de televisión repetidos. No podíamos competir con Days of Our Lives.»
—...Y en esa época nadie habría previsto cuántas cosas se lanzarían gracias al proyecto. Nuestra meta era explorar el universo y expandir las fronteras del conocimiento. Nuestro efecto fue crear una revolución tecnológica que condujo a la vez al hallazgo de subproductos que han modificado la vida del consumidor norteamericano medio.
«Joan lanzándose a otra vida para abandonar un matrimonio que durante años había sido una ilusión. Scott lanzándose a la India, dedicando su vida a hallar verdades eternas en una cultura que no puede construir bien un inodoro.»
—Cuando Dave, Tom y yo pilotamos el Discovery rumbo a la Luna, un ordenador de empresa costaba doce mil dólares —dijo Baedecker—. Actualmente, gracias a los lanzamientos derivados de nuestro programa espacial, un ordenador personal de mil doscientos dólares puede realizar las mismas funciones o incluso mejores.
«Dave Muldorff lanzándose a la política para ser diputado por Oregon. —Baedecker recordó una figura blanca moviéndose en la llanura lunar, su traje radiante en una corona de luz, dejando huellas que todavía estarían frescas cuando él y Baedecker fueran polvo, Estados Unidos ni siquiera un recuerdo y la raza humana estuviera olvidada—. Campañas para obtener fondos. Dave, cuya carrera en la NASA fue interrumpida por el imperdonable pecado de jugar con un Frisbee en la superficie lunar y no arrepentirse.»
—...y hoy en día los hospitales utilizan este artilugio para monitorizar los signos vitales de un paciente...
«Tom Gavin lanzándose a sus nuevas realidades fundamentalistas. Si Dios te habló mientras estabas solo en el módulo de mando, Tom, ¿por qué no nos lo contaste a Dave y a mí durante el vuelo de regreso? ¿Por qué no lo mencionaste en tus informes? ¿Por qué esperar tantos años para anunciarlo en el PTL Club?»
—...los mosaicos térmicos y otros materiales desarrollados para el transbordador tendrían cientos de usos imprevisibles en la vida comercial y cotidiana. Otras posibilidades...
«El estallido del Challenger, los fragmentos lanzándose hacia el mar. El fulgor anaranjado de las llamas. Fragmentos cayendo, cayendo.»
—...los beneficios podrían incluir...
«La esposa y el hijo de Baedecker lanzándose hacia otras vidas, otras realidades.»
—...podrían incluir cosas tales...
«Richard E. Baedecker lanzándose...»
—...cosas tales como...
«Lanzándose a...»
—...tales como...
«¿A qué?»
Baedecker calló.
Un risueño grupo de granjeros que contaba chistes en el fondo del gimnasio dejó de hablar en el repentino silencio y se volvió hacia el escenario. El chico, Terry Ackroyd, todavía arrodillado en la silla, dejó de hablar con el amigo y se volvió hacia Baedecker.
Baedecker se agarró a ambos lados del podio para no caerse. La gran sala giraba y se curvaba. Un sudor frío le perló la frente y la espalda. Sintió un cosquilleo nervioso en el cuello.
—Todos ustedes vieron estallar el transbordador —dijo Baedecker—. Una y otra vez en la grabación. Era como un sueño recurrente, ¿verdad? Una pesadilla de la que no podíamos despertar. —Baedecker se asombró de oír esas palabras. No sabía qué iba a decir.
—Yo trabajaba en la NASA cuando diseñaron el transbordador. Cada paso era una concesión causada por el dinero, la política, la burocracia o la mera estupidez empresarial. Matamos a esas siete personas como si les hubiéramos puesto una pistola en la cabeza.
Las caras vueltas hacia Baedecker eran transparentes como el agua, inestables como la llama de una vela.
—¡Pero así es como funciona la evolución! —exclamó Baedecker, acercando la boca al micrófono—. El vehículo orbital, el tanque externo y los cohetes impulsores son hermosos, avanzados, tecnológicamente perfectos... pero son como nosotros, una concesión evolutiva. Al lado del milagro del corazón o la maravilla de los ojos, siempre hay un artilugio de la estupidez, como el apéndice vermiforme que espera para matarnos.
Baedecker se apoyó sobre los talones mirando al público. No lograba comunicar la idea, y de pronto le pareció muy importante hacerlo.
El silencio se expandía. Los sonidos de Old Settlers se desvanecían. Alguien tosió en el fondo del gimnasio y el ruido retumbó como un cañonazo. Baedecker ya no podía concentrar la visión en las caras. Cerró los ojos y se aferró al podio.
—¿Qué ocurrió con los peces?
Abrió los ojos.
—¿Qué ocurrió con los peces? —repitió con tono apremiante, elevando la voz—. Nuestros ancestros lejanos. Los primeros que salieron del mar. ¿Qué ocurrió con ellos?
El silencio de la multitud se alteró. La sala se llenó de tensión. Desde una de las atracciones una muchacha gritó en un remedo de pánico. El grito se disipó mientras el público esperaba.
—Dejaron huellas en el barro, ¿y después qué? —preguntó Baedecker. Su voz le sonaba extraña incluso a él. Trató de aclararse la garganta y continuó hablando—. Los primeros. Sé que tal vez jadearon en la playa un rato y luego regresaron al mar. Cuando murieron, sus huesos se juntaron con todos los demás en esa viscosidad. Lo sé. No quiero decir eso. —Baedecker se volvió un instante hacia Ackroyd y los demás como pidiendo ayuda, y luego miró de nuevo a la multitud. No reconocía a nadie. No podía fijar la vista. Temía tener la cara empapada en lágrimas pero era incapaz de hacer algo para evitarlo.
—¿Soñaban? —preguntó Baedecker. Esperó pero no hubo respuesta—. ¿Comprenden ustedes? Ellos vieron las estrellas. Mientras estaban tendidos en la playa, boqueando para respirar, deseando únicamente volver al mar, vieron las estrellas.
Baedecker se aclaró de nuevo la garganta.
—Lo que quiero saber es si... antes de morir... antes de que sus huesos se juntaran con el resto... ¿soñaban? Es decir, claro que soñaban, pero ¿eran diferentes? Los sueños. Lo que trato de decir...
Se interrumpió.
—Creo... —empezó, y calló de nuevo. Giró deprisa y su mano chocó contra el micrófono—. Gracias por asistir hoy —dijo Baedecker, pero miraba hacia otro lado y el micrófono estaba torcido. Nadie oyó esas palabras.
Poco antes de las tres de la mañana, Baedecker se descompuso. Agradeció que hubiera un cuarto de baño frente al dormitorio de invitados. Después de vomitar se cepilló los dientes, se enjuagó la boca y enfiló hacia el cuarto vacío de Terry.
Los Ackroyd se habían acostado horas antes. La casa estaba en silencio, Baedecker cerró la puerta para que no se filtrara la luz y esperó a que despuntaran las estrellas.
Despuntaron. Surgieron una por una de la oscuridad. Había cientos de ellas. El hemisferio soleado de la Tierra, tres diámetros por encima de los picos lunares, también se hallaba salpicado de pintura fluorescente. La superficie lunar fulguraba en un tenue baño de luz terrestre. Las estrellas ardían. Los cráteres arrojaban sombras impenetrables. El silencio era absoluto.
Baedecker se acostó en la cama del chico, tratando de no arrugar el cubrecama. Pensó en el día siguiente. Cuando llegara a Chicago y se registrara, buscaría a Borman y Seretti. Con suerte podrían reunirse esa noche para una cena informal y tratar el asunto del Air Bus antes del comienzo de la convención.
Después de la cena, Baedecker llamaría a Cole Prescott a su casa de St. Louis. Le diría que renunciaba y buscaría la manera más rápida de mudarse. Baedecker quería estar fuera de St. Louis a principios de septiembre, de ser posible el Día del Trabajo.
¿Y después qué? Baedecker miró la Tierra que brillaba en un cielo cuajado de estrellas. Los remolinos de las masas nubosas eran brillantes. Cambiaría su Chrysler Le Barón de cuatro años por un coche deportivo. Un Corvette. No, algo tan elegante y potente como un Corvette pero con una verdadera caja de cambios. Una máquina veloz y agradable de conducir. Baedecker sonrió ante la profunda simplicidad de todo.
¿Y después qué? Más estrellas se volvían visibles a medida que se le adaptaban los ojos. «El chico debe de haber trabajado horas», pensó Baedecker mirando el cielo raso, viendo galaxias distantes que se resolvían en grandes y relucientes manojos de estrellas. Se dirigiría al oeste. Hacía muchos años que Baedecker no atravesaba el continente en automóvil. Visitaría a Dave en Salem, pasaría un tiempo con Tom Gavin en Colorado.
«¿Y después qué?» Baedecker se apoyó la muñeca en la frente. Oía voces, pero la interferencia de fondo las volvía ininteligibles. Pensó en lápidas grises en la hierba y en formas oscuras escurriéndose entre los amortiguadores oxidados de un Hudson 38. Pensó en la luz del sol reflejada en la torre de agua de Glen Oak y en la terrible belleza de su hijo recién nacido. Pensó en la oscuridad. Pensó en las luces de la noria girando silenciosamente en la noche.
Más tarde, cuando Baedecker cerró los ojos para dormirse, las estrellas seguían ardiendo.
TERCERA PARTE - UNCOMPAHGRE
—¿Todos preparados para escalar la montaña?
Richard Baedecker y los otros tres excursionistas dejaron de examinar mochilas y cinturones para mirar a Tom Gavin. Gavin era un hombre bajo, de apenas un metro sesenta, con cara larga, pelo negro cortado al cepillo y mirada penetrante. Cuando hablaba, aun para formular una simple pregunta, la voz le brotaba del cuerpo menudo, tensa como un cable.
Baedecker asintió y se inclinó para acomodarse el peso de la mochila. Intentó abrocharse el cinturón acolchado una vez más, pero no pudo. La anchura del estómago de Baedecker y la corta longitud del cinturón se combinaban para impedir que los dientes de metal mordieran el entramado.
—Demonios —masculló Baedecker, guardando el cinturón. Se las apañaría con las correas del hombro, aunque el peso de la mochila ya le empezaba a causar dolor en un nervio del cuello.
—¿Deedee? —preguntó Gavin. El tono de voz le recordó a Baedecker los miles de chequeos que él y Gavin habían realizado durante las simulaciones.
—Sí, querido. —Deedee Gavin tenía cuarenta y cinco años, igual que el esposo, pero había entrado en ese limbo sin edad, típico de algunas mujeres, entre los veinticinco y los cincuenta. Era rubia y delgada, y aunque animosa, su voz y sus movimientos no revelaban esa tensión controlada que caracterizaban el comportamiento del esposo. Gavin siempre fruncía el ceño como si le preocupara algo o luchara internamente con un enigma. Deedee Gavin no daba indicios de tal inquietud o actividad intelectual. De las varias esposas de astronautas que Gavin había conocido, Deedee Gavin siempre le había parecido la menos adaptada. La ex esposa de Baedecker, Joan, había pronosticado el divorcio inminente de los Gavin casi veinte años antes, cuando ambas parejas se conocieron en la base Edwards de la Fuerza Aérea en la primavera de 1965.
—¿Tommy? —preguntó Gavin.
Tom Gavin hijo desvió los ojos y movió la cabeza. Llevaba pantalones cortos de algodón raídos y una camiseta azul y blanca de la Cruzada Universitaria por Cristo. El muchacho medía uno sesenta y seguía creciendo. En ese momento la cólera parecía pesarle como una segunda mochila.
—¿Dick?
—Sí —dijo Baedecker. En su mochila naranja llevaba una tienda, comida y agua, ropa y equipo impermeable, un calentador portátil y combustible, equipo para cocinar y botiquín de primeros auxilios, cuerda, linterna, insecticida, un saco de dormir Fiberfill y mantas, colchoneta de espuma y otros elementos de montaña. Por la mañana, en la balanza del baño de los Gavin, pesaba catorce kilos, pero Baedecker estaba seguro de que alguien había añadido subrepticiamente una gran colección de piedras. El nervio dolorido del cuello le vibraba como una cuerda de guitarra demasiado tensa. Baedecker se preguntaba qué ruido haría al partirse—. Preparado —dijo.
—¿Señorita Brown?
Maggie dio un último tirón a la correa de su mochila y sonrió. Para Baedecker fue como si el sol hubiera asomado detrás de una nube, aunque el cielo de Colorado había estado despejado todo el día.
—Preparada. Llámame Maggie, Tom.
Se había cortado el pelo desde que Baedecker la vio en la India tres meses antes. Llevaba pantalones cortos de algodón y una fina camisa escocesa sobre un top verde. Tenía las piernas bronceadas y musculosas. Maggie llevaba la carga más ligera, ni siquiera una mochila dura, tan sólo una de esas mochilas de lona con un saco de dormir atado detrás. Maggie era la única que calzaba zapatillas deportivas, los demás llevaban botas de montaña. Parecía que en cualquier momento echaría a volar como un globo mientras los otros seguían trajinando como buzos en el fondo del mar.
—Bien —dijo Gavin—, en marcha. —Echó a andar vivazmente dejando atrás el coche aparcado.
Por encima del prado la carretera se transformaba en una senda que serpeaba entre pinos, abetos y álamos. Deedee se daba prisa para seguirle el ritmo al esposo. Maggie adoptó un paso tranquilo a cierta distancia. Baedecker se esforzaba para no quedar a la zaga, pero al cabo de trescientos metros de colina ya se tambaleaba y tenía la cara roja, y sus pulmones se esforzaban para hallar más oxígeno del que había en el aire a tres mil metros. El hijo de Tom se distanció aún más, arrojando piedras a un árbol o tallando algo en un álamo con su cuchillo.
—Vamos, mantengamos el paso —llamó Gavin desde el siguiente recodo—. Ni siquiera hemos llegado a la senda.
Baedecker asintió con la cabeza, demasiado agitado para hablar. Maggie se volvió y bajó hacia él. Baedecker se enjugó la cara, se acomodó la mochila contra la camisa sudada y se asombró de la insensatez de bajar una cuesta cuando tendrían que seguir subiendo.
—Hola —dijo Maggie.
—Hola —resolló Baedecker.
—No falta mucho para el campamento. El sol estará detrás del risco en cuarenta y cinco minutos. Además, esta noche nos interesa llegar a la parte baja del desfiladero, pues el terreno se vuelve muy empinado en tres kilómetros.
—¿Cómo lo sabes?
Maggie sonrió y se caló un mechón de pelo detrás de la oreja. Baedecker recordaba bien ese gesto. Le alegraba ver que el pelo más corto no había eliminado la necesidad del ademán.
—He ojeado el mapa topográfico que Tom te enseñó anoche en Boulder —dijo.
—Oh —exclamó Baedecker. La repentina aparición de Maggie en casa de los Gavin lo había desconcertado tanto que no había prestado mucha atención al mapa. Se ajustó las correas del hombro y echó a andar cuesta arriba. De inmediato el corazón empezó a martillearle, y sus tensos pulmones no encontraban oxígeno.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Maggie.
—¿A quién? —Baedecker se concentró en el movimiento de los pies. No recordaba haber pedido suelas de plomo al comprar esas botas la semana anterior, pero eso le habían dado.
—Él —dijo Maggie, cabeceando hacia atrás. El pequeño Tom miraba hacia atrás, las manos hundidas en los bolsillos de las caderas.
—Problemas con la novia —explicó Baedecker.
—Qué lástima —dijo Maggie—. ¿Le ha abandonado o qué?
Baedecker se detuvo de nuevo y aspiró varias bocanadas profundas. No parecía servir de mucho. Le retumbaban tambores en los oídos.
—No. Tom y Deedee decidieron que se estaba poniendo muy serio y cortaron la relación. Tommy no está autorizado para verla cuando regrese.
—¿Muy serio?
—El sexo prenupcial asomando su fea cabezota —aclaró Baedecker.
Maggie miró a Tommy.
—Por todos los santos —dijo—. Debe de tener diecisiete años.
—Casi dieciocho —dijo Baedecker, poniéndose en marcha, tratando de recobrar el aliento, que no llegaba nunca—. Casi tu edad, Maggie.
Ella hizo una mueca.
—No, no, inténtalo de nuevo. Tengo veintiséis y lo sabes, Richard.
Baedecker cabeceó y trató de apurar el paso para que Maggie no se sintiera obligada a andar despacio.
—Oye —dijo ella—, ¿dónde está tu cinturón? Es una ayuda con esa mochila que llevas. No sientes todo el peso en el hombro.
—Roto —dijo Baedecker. Escrutó a través de la arboleda y vio a Tom y Deedee dos recodos por delante, avanzando deprisa.
—¿Aún estás enfadado? —preguntó Maggie. La voz le había cambiado un poco, un registro más bajo. El sonido aceleró aún más la palpitaciones de Baedecker.
—¿Enfadado por qué?
—Ya sabes. Por presentarme sin que me hubieran invitado. Por venir a pasar el fin de semana con tus amigos.
—Claro que no —dijo Baedecker—. Toda amiga de Scott es bienvenida.
—Eso ha quedado atrás —aclaró Maggie—. No he volado hasta aquí desde Boston sólo porque era amiga de tu hijo. Las clases ya han comenzado.
Baedecker asintió. Scott se habría licenciado ese año si no hubiera abandonado los estudios para ir a quedarse con ese gurú indio. Baedecker sabía que Maggie tenía cuatro años más que Scott. Después de graduarse en Wellesley pasó dos años en el Cuerpo de Paz y ahora terminaba sus estudios de sociología.
Salieron a un claro en una ancha curva y Baedecker se detuvo y fingió que apreciaba la vista del desfiladero y los picos circundantes.
—Me encantó la cara que pusiste cuando aparecí anoche —dijo Maggie—. Pensé que se te caería la dentadura.
—Mi dentadura no es postiza —dijo Baedecker. Se acomodó la mochila y ajustó una correa—. No toda, al menos.
Maggie se echó a reír. Se frotó el brazo tostado con los dedos frescos y empezó a andar por el sendero, se detuvo para llamarlo y echó a correr de nuevo. «Correr. Cuesta arriba.» Baedecker cerró los ojos un segundo.
—Vamos, Richard —llamó ella—. Apresurémonos. Así podremos acampar y cenar.
Baedecker abrió los ojos. El sol aureolaba a Maggie con su resplandor, dorándole el vello de los brazos.
—Continúa —dijo Baedecker—. Llegaré allí dentro de una semana.
Ella rió y corrió cuesta arriba, indiferente a la gravedad que pesaba tanto sobre Baedecker. Él la miró un minuto y continuó, andando a mejor paso, sintiendo que el peso de la espalda se le aligeraba mientras ascendía hacia la cúpula del cielo azul de Colorado.
Para Baedecker, lo mejor de la vida en St. Louis había sido dejarla.
Renunció a su puesto en la compañía aeroespacial donde había trabajado ocho años cuando su sensación de inutilidad quedó confirmada accidentalmente por el modo en que su jefe, Cole Prescott, le dejó ir con profundo y sincero pesar pero sin necesidad de un período intermedio para instruir a un sustituto. Baedecker vendió su casa a la empresa que la había construido, vendió la mayor parte de sus muebles, almacenó sus libros, papeles y el escritorio que Joan le había regalado al cumplir los cuarenta, se despidió con unas copas de sus pocos conocidos y amigos —la mayoría trabajaban para la compañía— y se marchó hacia el oeste una tarde tras haber desayunado en el restaurante Three Flags de St. Charles, en la otra margen del Missouri.
Había tardado menos de tres días en liquidar su vida en St. Louis.
Llegó a Kansas City en la hora punta. La marea de tráfico no lo molestó mientras se reclinaba en la tapicería de piel y escuchaba música clásica en la emisora FM del coche. Había planeado vender el Chrysler Le Barón y conseguir un automóvil más rápido y más pequeño —un Corvette o un Mazda RX-7—, esos vehículos de alto rendimiento que había conducido veinte años atrás cuando se preparaba para una misión o pilotaba aviones experimentales, pero en el último momento comprendió que sería un lugar común —el hombre maduro buscando la juventud perdida en un nuevo coche deportivo— y conservó el Le Barón. Ahora se relajaba disfrutando de la tapicería y el aire acondicionado y escuchando Música Acuática de Händel mientras dejaba atrás Kansas City y sus elevadores de granos y enfilaba hacia el sol que se ponía en el oeste y hacia las inmensas praderas.
Pasó la noche en Russell, Kansas, tras encontrar un motel barato lejos de la carretera interestatal. El letrero exterior decía TV CABLE - CAFÉ GRATIS. Las viejas cabañas no tenían aire acondicionado, pero eran limpias y tranquilas y estaban bajo grandes árboles que arrojaban charcos de sombra en el crepúsculo. Baedecker se duchó, se cambió la ropa y fue a caminar. Cenó en un banco del parque de la ciudad, compró dos perritos calientes y un café en un puesto situado detrás del campo de béisbol. En la mitad del segundo partido despuntó una luna naranja y pálida. Por costumbre, Baedecker miró hacia arriba tratando de hallar las colinas Marius en el Oceanus Procellarum del oeste, pero ese lugar estaba en sombras. La velada tenía un aire tristón de fin de temporada. Habían transcurrido cuatro días desde el Día del Trabajo, y a pesar de la última oleada de calor estival y del torneo de softbol, los niños regresaron a la escuela, se cerró la piscina de la ciudad y los maizales se volvían cada vez más amarillos y quebradizos con la cercanía de la cosecha.
Baedecker se marchó durante el segundo juego y regreso al motel. La televisión por «cable» consistía en un pequeño televisor en blanco y negro que ofrecía dos canales de Kansas City, WTBS de Atlanta, WGN de Chicago y tres canales fundamentalistas.
En el segundo de esos canales religiosos Baedecker vio a su ex compañero de la Apollo, Tom Gavin.
A dos kilómetros del prado donde habían aparcado el coche, el vapuleado camino se estrechaba en una senda que serpenteaba a través de un tupido bosque. Baedecker se movía ahora con mayor soltura, siguiendo su propio ritmo, disfrutando del atardecer y del movimiento de las sombras por el suelo del valle. Había refrescado, pues la sombra del risco llenaba el desfiladero por donde ascendían.
Maggie lo esperaba en una curva del camino, y avanzaron juntos en un grato silencio. Más allá de la siguiente curva, Tom y Deedee instalaban el campamento en un claro, a diez metros del arroyo que circulaba paralelo al sendero. Baedecker dejó la mochila, se desperezó y se frotó el cuello dolorido.
—¿Habéis visto a Tommy? —preguntó Deedee.
—Estaba cien metros camino abajo —respondió Maggie—. Llegará en cualquier momento.
Baedecker extendió la manta y montó la tienda para dos personas que llevaba encima. Era preciso conectar varios postes y varillas de fibra de vidrio. Baedecker y Maggie tardaron varios minutos en ensamblarlos y montar la tienda entre risas. Cuando terminaron, la tienda baja de Baedecker quedó a pocos metros de la cúpula azul de Tom y Deedee.
Gavin se acercó y se arrodilló junto a Maggie, ofreciéndole un bulto de nailon.
—Ésta es la vieja tienda de Tommy —dijo—. Bastante pequeña. Es casi un saco de dormir, pero pensamos que sería suficiente para un par de noches.
—Claro —dijo Maggie, y montó la pequeña tienda a pocos metros de la de Baedecker. Tommy había llegado y hablaba animadamente con su madre mientras ella recogía leña en el extremo del claro.
—Tú y Tommy dormiréis en la tienda de dos, ¿de acuerdo? —dijo Gavin, observando a Maggie, que clavaba estacas con una piedra.
—De acuerdo —contestó Baedecker. Se había quitado las botas y movía los dedos de los pies dentro de los calcetines empapados de sudor. Ese alivio era una definición funcional del paraíso.
—¿Hace tiempo que la conoces? —preguntó Gavin.
—¿A Maggie? La conocí este verano en la India —respondió Baedecker—. Como dije anoche, es amiga de Scott.
—Hmm —dijo Gavin. Iba a decir algo más pero se levantó sacudiéndose los vaqueros—. Encenderé el fuego y prepararé la comida. ¿Quieres ayudar?
—Claro —dijo Baedecker. Se levantó y echó a andar despacio, sintiendo la presión de cada rama y guijarro en las plantas de los pies—. Dentro de un segundo. Voy a ayudar a Maggie con la tienda y en seguida estoy contigo, Tom. —Pisando con cuidado, Baedecker bajó por la cuesta herbosa hasta donde Maggie clavaba las estacas.
El programa de televisión por cable había sido uno de los muchos clones del PTL Club que llenaban los horarios del canal fundamentalista. El plató consistía en un supermercado, y el pelo gris del animador congeniaba con el traje de poliéster gris. Un número de teléfono de diez dígitos permanecía en pantalla por si de pronto un espectador decidía donar dinero y había olvidado la dirección que la esposa del animador, con peluca blanca, exhibía cada varios minutos. La esposa parecía sufrir algún trastorno neurológico que le provocaba inexplicables arrebatos de llanto. Durante los diez minutos que Baedecker miró el programa antes de la aparición de Tom Gavin, la mujer lloró mientras leía cartas de espectadores que se habían arrepentido y convertido mientras miraban el programa, lloró cuando un parapléjico, ex cantor de Country y Western, entonó una versión de Blessed Redeemer y lloró cuando la siguiente invitada contó que un tumor de cuatro kilos le había desaparecido milagrosamente del cuello. Increíblemente, el maquillaje de la esposa —que parecía aplicado con un fratás— no se corría nunca.
Baedecker estaba en pijama y se levantaba para apagar el televisor cuando vio a su ex camarada.
—Nuestro próximo invitado ha visto la gloria de la creación de Dios de una manera que pocos han tenido el privilegio de presenciar —dijo el animador. La voz del hombre había cobrado un tono resonante, serio pero no solemne, que Baedecker había oído toda la vida a vendedores de éxito y burócratas mediocres.
—Alabado sea Jesús —dijo la esposa.
—El mayor Thomas Milburne Gavin de la Fuerza Aérea, además de ser héroe de guerra en Vietnam...
«Tom pilotaba reactores desde California hasta las bases de Okinawa», pensó Baedecker. En fin.
—...fue condecorado con la Medalla de la Libertad por el presidente, cuando su transbordador Apollo pisó la Luna en 1971 —dijo el animador.
«Todos recibimos una medalla, —pensó Baedecker—. Si hubiéramos llevado un gato a bordo, también le habrían dado una.»
—...piloto de pruebas, ingeniero, astronauta y respetado científico...
«Tom no es científico, —pensó Baedecker—. Ninguno de nosotros lo era hasta que voló Schmidt. Tom obtuvo su título en ingeniería en el Tecnológico de California más tarde que la mayoría de nosotros. De lo contrario lo hubieran expulsado del programa en Edwards.»
—...y más importante, el hombre que quizás haya sido el primer cristiano verdadero que pisó la Luna —dijo el animador—. ¡Amigos míos, el mayor Thomas M. Gavin!
«Tom nunca pisó la Luna», pensó Baedecker.
Gavin estrechó la mano del animador, recibió un beso de la esposa de éste y saludó con un movimiento de cabeza al cantor parapléjico y a la mujer a la que le había desaparecido el tumor. Se sentó en un extremo de un largo diván mientras el animador y su esposa ocupaban sillas que —al menos en la pequeña pantalla de Baedecker— parecían tronos de terciopelo.
—Tom, cuéntanos la primera vez que oíste la voz del Señor mientras caminabas por la Luna.
Gavin asintió y miró a la cámara. Para Baedecker, su viejo conocido no había envejecido desde que ellos dos y Dave Muldorff habían pasado horas interminables en simuladores en 1970 y 1971. Tom vestía uniforme de vuelo de la Fuerza Aérea con varios emblemas de misión de la NASA. Su aspecto era delgado y saludable. Baedecker había engordado diez kilos desde la misión y ninguno de sus uniformes le quedaba bien.
—Ansiaba hablaros de ello —dijo Gavin con esa sonrisa tensa que Baedecker recordaba—, pero antes, Paul, debo mencionar que nunca pisé la Luna. Nuestra misión exigía que dos miembros de la tripulación descendieran a la superficie en lo que llamábamos el Módulo de Excursión Lunar, mientras el tercer tripulante permanecía en órbita lunar, encargándose del módulo de mano y retransmitiendo los mensajes de Houston. Yo era el tripulante que permaneció a bordo del módulo de mando.
—Sí, sí —dijo el animador—, pero, vaya, después de ir tan lejos era casi la Luna, ¿verdad?
—Trescientos ochenta y seis mil ciento sesenta kilómetros menos, aproximadamente, veinte mil metros —dijo Gavin con otra sonrisa tensa.
—Y los otros trajeron unas polvorientas piedras lunares, mientras tú trajiste la verdad eterna de la Palabra de Dios, ¿no es así, Tom?
—Así es, Paul —dijo Gavin, y procedió a contar la historia de sus cincuenta y dos horas a solas en el módulo de mando, del tiempo transcurrido sin contacto radial detrás de la Luna, y de la repentina revelación, cuando Dios le habló encima del cráter Tsiolkovski.
—Vaya —dijo el animador—, ése fue un mensaje del verdadero control de misión, ¿verdad?
La esposa del animador chilló y batió palmas. El público aplaudió.
—Tom —dijo el animador, aún más serio, inclinándose hacia adelante y tendiendo la mano para tocar la rodilla del astronauta—, todo lo que viste en ese... ese viaje increíble... todo lo que presenciaste durante tu travesía a las estrellas... he oído que contaste a los jóvenes que todo eso daba testimonio de la Palabra de Dios tal como está revelada en la Biblia... que todo daba testimonio de la gloria de Jesucristo, ¿verdad, Tom?
—Sin duda, Paul —dijo Gavin. Miró directamente hacia la cámara, y Baedecker vio la misma resolución y fría determinación que recordaba de los torneos de balonmano que celebraban entre las dotaciones Apollo—. Además, Paul, aunque volar a la Luna fue estimulante, emocionante y satisfactorio, no se puede comparar con la satisfacción que hallé ese día en que finalmente acepté a Jesucristo como mi Señor y salvador personal.
El animador se volvió hacia la cámara y agachó la cabeza como anonadado. El público aplaudió. La esposa del animador rompió a llorar.
—Tom, tú has tenido muchas oportunidades de ser testigo de ello y de llevar a otros hacia Cristo, ¿no es así? —preguntó el animador.
—Ciertamente, Paul. El mes pasado tuve el privilegio de estar en la República Popular China y visitar uno de los pocos seminarios que quedan allí.
Baedecker se tendió en la cama y se llevó la muñeca a la frente. Tom no había mencionado esa revelación durante los tres días del viaje de regreso, ni en los informes realizados durante la cuarentena de una semana que habían compartido. Tom no había mencionado esa revelación ni nada parecido durante casi cinco años después de la misión. Luego, poco después del fracaso de sus distribuciones en Sacramento, Gavin había mencionado su revelación en una radio local. Poco después él y Deedee se habían mudado a Colorado para iniciar una organización evangélica. Baedecker no se sorprendía de que Tom no hubiera hablado con Dave ni con él después de la misión; los tres había formado un buen equipo, pero no habían intimado tanto como podía imaginar la gente, a pesar de dos años de entrenamiento conjunto.
Baedecker se irguió para mirar la televisión.
—...en nuestro último programa tuvimos a un eminente científico —decía el animador— un cristiano y un defensor de la enseñanza del creacionismo en las escuelas... donde ahora, como sin duda sabes, Tom, a los niños se les enseña sólo la deficiente y profana teoría de que el hombre desciende del mono y otras formas inferiores de vida... y este eminente y respetado científico sostuvo que con la cantidad de estrellas fugaces que chocan con la Tierra cada año..., y tú habrás visto muchas cuando estabas en el espacio, ¿eh, Tom?
—Los micrometeoritos constituían una preocupación para los ingenieros —dijo Gavin.
—Bien, con todos esos millones de pequeños... guijarros... ¿verdad? Con millones de esos guijarros chocando con la atmósfera de la Tierra cada año, si la Tierra fuera tan vieja como dice esa teoría... ¿Cuánto? ¿Tres mil millones de años?
«Cuatro y medio, idiota», pensó Baedecker.
—Poco más de cuatro mil millones —corrigió Gavin.
—Sí —sonrió el anfitrión—, este eminente científico cristiano sostuvo, más aún, demostró matemáticamente, que si la Tierra fuera tan vieja... ¡estaría sepultada en varios kilómetros de polvo de meteoritos!
El público aplaudió fervorosamente. La esposa del animador entrelazó las manos, alabó a Jesús y se balanceó de un lado a otro. Gavin sonrió y tuvo el decoro de parecer avergonzado. Baedecker pensó en la «roca naranja» que él y Dave habían recogido en las Colinas Marius. La datación con argón 39 y argón 40 había demostrado que ese fragmento de brecha troctolita tenía 3.950 millones de años.
—El problema de la teoría de la evolución —dijo Gavin— es que va contra el método científico. No hay manera, dada la breve duración de la vida humana, de observar los presuntos mecanismos evolutivos que ellos postulan. Los datos geológicos son demasiado dudosos. Constantemente surgen lagunas y contradicciones en esas teorías, mientras que todos los relatos bíblicos han sido confirmados una y otra vez.
—Sí, sí —corroboró el animador, moviendo la cabeza con énfasis.
—Alabado sea Jesús —dijo su esposa.
—No podemos confiar en que la ciencia dé respuesta a nuestras preguntas —dijo Gavin—. El intelecto humano es demasiado falible.
—Cuan cierto, cuan cierto —dijo el animador.
—Alabado sea Jesús —repitió la esposa—, que se conozca la verdad de Dios.
—Amén —redondeó Baedecker, apagando el televisor.
Poco después de la cena, durante los últimos minutos del atardecer, los otros entraron en el claro. Los dos primeros eran muchachos —jóvenes en edad universitaria— con pesadas mochilas a las que llevaban sujetos trípodes de aluminio. Ignoraron a Baedecker y a los demás, arrojaron sus bártulos y montaron los trípodes. Sacaron colchonetas de espuma de las mochilas y dos cámaras cinematográficas de dieciséis milímetros.
—Espero que aún haya luz suficiente —dijo el más gordo, que llevaba pantalones cortos.
—Tiene que ser suficiente —dijo el otro, un pelirrojo alto con barba incipiente—. Este Tri-X es suficientemente rápido si él llega aquí a tiempo. —Sujetaron las cámaras a los trípodes y enfocaron el tramo de sendero de donde acababan de salir. Un halcón aleteaba en el cielo en las últimas corrientes térmicas del día, soltando un graznido perezoso. Un último rayo de sol se reflejó en las alas unos segundos y luego la penumbra crepuscular fue absoluta.
—Me pregunto qué estará pasando —dijo Gavin. Terminó el resto de su guisado y lamió la cuchara—. Decidí trepar por Cimarrón Creek porque casi nadie va por esta ruta.
—Será mejor que inicien el rodaje pronto —dijo Maggie—. Está oscureciendo.
—¿Alguien quiere postre? —preguntó Deedee.
Algo se movió en la penumbra bajo los abetos y apareció un hombre encorvado bajo un bulto largo, avanzando hacia el claro con paso lento pero firme. También parecía joven, aunque algo mayor que los dos agachados detrás de las cámaras; vestía una camisa de algodón azul empapada en sudor, pantalones cortos rasgados color caqui y pesadas botas de excursionista. En la espalda llevaba una enorme mochila con entramado de nailon sujeto a una mole larga y cilíndrica envuelta en lona roja y amarilla. Las varas debían de tener cuatro metros de longitud, y se extendían dos metros por encima del hombro encorvado y se arrastraban por el polvo a igual distancia. Tenía el pelo largo castaño con raya en medio que le caía en rizos húmedos junto a los marcados pómulos. Baedecker reparó en los ojos hundidos, la nariz afilada y la barba corta. La postura del individuo y su obvio agotamiento agudizaban la sensación de que era un actor representando el ascenso final de Cristo al Gólgota.
—¡Magnífico, Lude, lo estamos logrando! —gritó el pelirrojo—. ¡Vamos, María, antes de que se vaya la luz! ¡Deprisa! —Una mujer joven surgió de la oscura senda. Llevaba el pelo corto y oscuro, cara larga y delgada. Vestía pantalones cortos y un top varias tallas más grande. Cargaba con una gran mochila. Avanzó deprisa mientras el excursionista barbudo se apoyaba sobre una rodilla, aflojaba las correas y bajaba las varas envueltas en paño. Baedecker oyó el ruido de metal contra metal. Por un segundo el hombre pareció demasiado cansado para levantarse o sentarse; siguió apoyado sobre una rodilla, la cara inclinada de tal modo que el pelo le cubría el rostro, un brazo apoyado en la otra rodilla. La muchacha llamada María se le acercó y le tocó suavemente la nuca.
—Magnífico, lo tenemos —gritó el muchacho obeso—. Vamos, tenemos que instalar todo esto. —Los dos jóvenes y la muchacha se dedicaron a instalar el campamento mientras el hombre barbudo permanecía de rodillas.
—Qué raro —dijo Maggie.
—Una película documental —sugirió Gavin.
—Me pregunto de qué se trata —dijo Maggie.
—Malvaviscos —dijo Deedee—. Recojamos ramitas para asar malvaviscos antes de que sea demasiado oscuro para encontrarlas.
Tommy volvió los ojos y miró hacia los oscuros bosques.
—Yo ayudaré —dijo Baedecker, levantándose para estirar los músculos acalambrados. Sobre la línea rocosa del este, se vislumbraban algunas estrellas tenues. Empezaba a refrescar deprisa. En el otro lado del prado, los dos hombres y la muchacha habían montado dos pequeñas tiendas y buscaban leña en la oscuridad. Más lejos, apenas visible en la penumbra, el que se llamaba Lude guardaba silencio, sentado con las piernas cruzadas en la hierba alta.
Baedecker había llegado a Denver a las cinco y media de la tarde de un miércoles. Sabía que Tom Gavin tenía su oficina en Denver pero vivía en Boulder, cuarenta kilómetros más cerca de las montañas. Baedecker buscó una gasolinera y llamó a la casa de Tom. Contestó Deedee, se entusiasmó con su llegada, no quiso que se alojara en un hotel y sugirió que fuera a buscar a Tom antes de que dejara el trabajo. Le dio el número de teléfono y la dirección.
La organización evangélica de Gavin se llamaba Apogeo y se hallaba en el segundo piso de un edificio comercial de tres pisos en la avenida Colfax este, a cierta distancia del centro de Denver. Baedecker aparcó el coche y siguió los carteles y letreros que decían DIRECCIÓN ÚNICA con dedos que apuntaban hacia arriba, JESÚS ES LA RESPUESTA y ¿DÓNDE ESTARÁS CUANDO LLEGUE EL JÚBILO?
Era una oficina grande con varios jóvenes vestidos en un estilo que resultaba conservador incluso para el anticuado Baedecker.
—¿Puedo ayudarlo, señor? —preguntó un joven con camisa blanca y corbata negra. Hacía mucho calor en la habitación, no tenían aire acondicionado, o no funcionaba, pero el joven llevaba el cuello abrochado, la corbata anudada con firmeza.
—Busco a Tom Gavin —contestó Baedecker—. Creo que me espera...
—¡Dick! —Gavin salió de detrás de un tabique. Baedecker tuvo tiempo para confirmar que su viejo compañero de vuelo seguía delgado y musculoso y para extender la mano antes de que Gavin lo estrechara en sus brazos. Baedecker alzó la mano sorprendido. Gavin nunca había sido amante del contacto físico. Baedecker ni siquiera recordaba que abrazara a su esposa en público—. Dick, qué buen aspecto tienes —dijo Gavin, apretando los brazos de Baedecker—. Vaya, qué alegría verte.
—Lo mismo digo, Tom. —Baedecker se sentía complacido y acorralado al mismo tiempo. Gavin lo abrazó de nuevo y lo llevó a su despacho, un cubículo estrecho formado por cuatro tabiques. Los ruidos de oficina poblaban el aire cálido. En alguna parte reía una muchacha. Una pared del despacho estaba cubierta de fotografías enmarcadas: un cohete Saturno V alumbrado de noche en su rampa de lanzamiento móvil, el módulo de mando Peregrine con el brillante perfil de la Luna debajo, un retrato grupal de la tripulación con traje espacial, una toma del módulo lunar Discovery iniciando el descenso y una foto autografiada de Richard Nixon estrechando la mano de Tom en una ceremonia en el Rose Carden. Baedecker conocía bien las fotografías; durante doce años había colgado duplicados en la pared de su despacho y su apartamento. En la colección de Gavin faltaba una de las fotos estándar de la NASA para esa misión, una ampliación en color de una foto tomada desde la cámara de video del vehículo de tierra Lunar Rover, donde Baedecker y Dave Muldorff, irreconocibles en sus voluminosos trajes, saludaban la bandera americana con el trasfondo de las colinas blancas del cráter Marius.
—Habla —dijo Gavin—, cuéntame cómo anda tu vida, Dick.
Baedecker habló un minuto, mencionando su empleo en St. Louis y su partida. No explicó por qué se había ido. No estaba tan seguro de saberlo.
—¿Así que buscas trabajo? —preguntó Gavin.
—Ahora no —dijo Baedecker—. Sólo estoy viajando. He ahorrado dinero suficiente para remolonear unos meses. Luego tendré que buscar algo. Tengo algunas ofertas. —Omitió mencionar que ninguna de esas ofertas le interesaba.
—Magnífico —dijo Gavin. Sobre el escritorio había un cartel enmarcado que decía RENDIRTE ANTE JESÚS SERÁ TU MAYOR VICTORIA—. ¿Cómo está Joan? ¿Os mantenéis en contacto?
—La vi en Boston en marzo. Parece muy feliz.
—Magnífico. ¿Y Scott? ¿Todavía en...? ¿Dónde era? ¿La Universidad de Boston?
—Ahora no. —Baedecker titubeó. No sabía si hablarle a Gavin sobre la conversión de su hijo a las enseñanzas del «Maestro» indio—. Scott se ha tomado un semestre de descanso. Está viajando y estudiando en la India.
—India, vaya —dijo Gavin. Sonreía, relajado, con expresión abierta y afectuosa, pero en los ojos profundos y oscuros Baedecker creyó ver esa fría reserva que recordaba de su primer encuentro, más de dos décadas atrás en Edwards. Entonces habían sido competidores. Baedecker no sabía qué eran ahora.
—Bueno, háblame de esto —dijo Baedecker—. De Apogeo.
Gavin sonrió y habló con voz firme y baja. Era una voz mucho más habituada a los discursos públicos que la que Baedecker recordaba de los días de la misión. La broma de entonces era que Tom sólo respondía con monosílabos o palabras más cortas. A Dave Muldorff lo habían apodado «Rockford» por su presunta similitud con un detective de televisión representado por James Garner, y por un tiempo los demás pilotos y la dotación de tierra habían llamado «Gary Cooper» a Gavin, por sus lacónicos «sí» y «no». A Tom no le agradó, y el apodo no sobrevivió.
Gavin habló de los años posteriores a la misión lunar. Se había ido de la NASA poco después que Baedecker. No le había ido bien con la distribución de productos farmacéuticos en California.
—Ganaba dinero a granel, teníamos una gran casa en Sacramento y una casa en la playa al norte de San Francisco. Deedee podía comprar lo que quería, pero yo no era feliz... ¿Me entiendes, Dick? No era feliz.
Baedecker asintió.
—Y las cosas no andaban bien entre Deedee y yo —continuó Gavin—. Oh, el matrimonio estaba intacto, o al menos así lo veían nuestros amigos, pero en el fondo nuestro compromiso ya no existía. Ambos lo sabíamos. Un día del otoño de 1976 un amigo nos invitó a Deedee y a mí a un retiro bíblico de fin de semana patrocinado por su iglesia. Ése fue el principio. Aunque me habían criado como bautista, por primera vez oí de veras la Palabra de Dios y comprendí que me concernía. Después de eso, Deedee y yo acudimos a un asesor matrimonial cristiano y las cosas mejoraron. Durante aquella época reflexioné mucho sobre... bien, sobre el mensaje que yo había sentido en la órbita lunar. Aun así, sólo en la primavera del 77, la mañana del 5 de abril, desperté comprendiendo que para seguir viviendo debía depositar toda mi fe en Jesús. Toda mi fe. Y lo hice... esa mañana. Me puse de rodillas y acepté a Jesucristo como mi salvador personal y Señor. Y no lo he lamentado, Dick. Ni un solo día. Ni un solo minuto.
Baedecker meneó la cabeza.
—¿Conque eso te llevó a esto? —preguntó, señalando la oficina.
—¡Ya lo creo! —rió Gavin, pero con una mirada enérgica—. Pero no de inmediato. Vamos, te enseñaré el lugar, te presentaré a los chicos. Tenemos seis personas a tiempo completo y una docena de voluntarios.
—¿Trabajando en qué? —preguntó Baedecker.
Gavin se levantó.
—Ante todo atienden al teléfono —respondió—. Apogeo es una compañía sin fines lucrativos. Los chicos organizan mis giras, coordinan actividades con grupos locales, habitualmente pastores y Cruzadas Universitarias, distribuyen nuestra publicación mensual, actúan como asesores cristianos, dirigen un programa de rehabilitación para drogadictos, para lo cual tenemos expertos, y en general realizan la voluntad del Señor cuando El nos la muestra.
—Parece que estáis muy ocupados —observó Baedecker—. Como cuando nos preparábamos para la misión. —Baedecker no supo por qué lo decía. Incluso a él le pareció absurdo.
—Muy parecido a la misión —dijo Gavin, apoyándole la mano en el hombro—. El mismo trabajo. El mismo compromiso. La misma necesidad de disciplina. Sólo que esta misión es un millón de veces más importante que nuestro viaje a la Luna.
Baedecker cabeceó y se dispuso a seguirlo fuera de la oficina, pero Gavin se detuvo de golpe y se volvió frente a él.
—Dick, tú no eres cristiano, ¿verdad?
La sorpresa de Baedecker se transformó en furia. Le habían hecho antes esa pregunta, y lo irritaba por su combinación de agresividad con provincialismo autocomplaciente. Pero la respuesta, como de costumbre, se le escapaba.
El padre de Baedecker había sido un desertor de la Iglesia de la Reforma Holandesa, su madre una agnóstica. Joan era católica y durante años, cuando Scott era pequeño, Baedecker había asistido a misa todos los domingos. Pero ¿qué había sido la última década?
—No —respondió Baedecker, ocultando su enfado pero mirando fijamente a Gavin—. No soy cristiano.
—Eso me parecía —dijo Gavin, estrujándole el brazo y sonriendo—. Te diré sin rodeos que rezaré para que te conviertas. Lo digo con amor, Dick, de veras.
Baedecker asintió en silencio.
—Vamos —dijo Gavin—. Quiero presentarte a estos maravillosos chicos.
Cuando terminaron de lavar las cacerolas y cubiertos en agua que calentaron en la fogata, Baedecker, Maggie, Gavin y Tommy fueron a hablar con los otros excursionistas. El grupo estaba sentado alrededor de la hoguera.
—Hola —saludó Gavin.
—Qué tal —dijo el pelirrojo. La muchacha y el joven gordo miraron a los visitantes. El que se llamaba Lude siguió mirando el fuego. El resplandor de las llamas les alumbraba las caras.
—¿Atravesaréis el paso y la meseta para ir a Henson Creek? —preguntó Gavin.
—Vamos a escalar el Uncompahgre —dijo el gordo rubio.
Gavin y los demás se acuclillaron junto al fuego. Maggie arrancó una brizna de hierba y la masticó.
—Hacia allá enfilamos nosotros —dijo—. El mapa dice que hay trece kilómetros más hasta el risco sur de Uncompahgre. ¿Correcto?
—Sí —afirmó el pelirrojo—. Así es.
Baedecker señaló los tubos de metal envueltos en paño.
—Es una gran carga para llevarla montaña arriba —comentó.
—Rogallo —dijo la muchacha llamada María.
—Vaya —dijo Tommy—. Debí haberlo adivinado. Sensacional.
—¿Qué es un Rogallo? —preguntó Maggie.
—Un ala delta —aclaró el rubio—. Para volar.
—¿Qué modelo? —preguntó Baedecker.
—Phoenix VI —dijo el pelirrojo—. ¿Lo conoces?
—No —respondió Baedecker.
—¿Saltaréis del risco sur? —preguntó Gavin.
—Desde la cumbre —dijo María. Miró de soslayo al callado pelilargo—. Es nuestra. De Lude y mía.
—Desde la cumbre —jadeó Tommy—. ¡Vaya!
El pelirrojo agitó el fuego.
—Lo filmaremos para nuestro curso de cine de la Universidad de Colorado. Calculamos que quedarán cuarenta y cinco minutos de proyección después del montaje. Entraremos en... ya sabéis... festivales y demás. Quizás a alguna compañía deportiva le interese como material de promoción.
—Interesante —dijo Gavin—. Pero decidme, ¿por qué cogéis el camino largo?
—¿A qué se refiere? —preguntó la muchacha.
—Por Cimarrón Creek se tarda el doble que subiendo por el camino de Henson Creek desde Lake City y yendo luego hacia el norte.
—El camino es éste —dijo Lude. Su voz impuso silencio a los demás. Era una voz profunda, susurrante y gutural. No apartaba los ojos del fuego. Mirándolo, Baedecker vio llamas reflejadas en las profundas órbitas de sus ojos.
—Bien, buena suerte —dijo Gavin, levantándose—. Espero que el tiempo os ayude. —Baedecker y Maggie se levantaron para marcharse con Gavin, pero Tommy se quedó en cuclillas junto al fuego.
—Me quedaré unos minutos —dijo el muchacho—. Quiero oír más sobre el ala delta.
Gavin se detuvo.
—De acuerdo, nos vemos luego.
Sentados de nuevo alrededor de su hoguera, Gavin explicó los planes del otro grupo a su esposa.
—¿Es eso seguro? —preguntó Deedee.
—Es una idiotez —dijo Gavin.
—Las alas delta pueden ser máquinas muy elegantes —dijo Baedecker.
—Pueden ser mortales —dijo Gavin—. En California conocí a un piloto de Eastern Airlines que se mató en una de esas cosas. Ese tío tenía veintiocho años de experiencia de vuelo, pero no le sirvió de nada cuando se atascó el ala delta. Bajó el morro para recoger el impulso del aire... lo mismo que hubiera hecho yo, lo mismo que hubieras hecho tú, Dick. Instinto natural. Pero con esos juguetes no funciona. Le cayó encima desde quince metros y le partió el cuello.
—Y desde una montaña... —dijo Deedee, meneando la cabeza.
—Muchos pilotos de ala delta se lanzan desde montañas hoy en día —dijo Baedecker—. Yo los veía volar en una colina llamada Chat's Dump, al sur de St. Louis.
—Una colina o un acantilado costero es una cosa —dijo Gavin—. El pico de Uncompahgre es otra. Aún no lo has visto, Dick. Espera a verlo mañana desde el desfiladero. Uncompahgre es una montaña que parece un pastel de bodas, con salientes y riscos por todas partes.
—No parece apropiado para las corrientes térmicas —dijo Baedecker.
—Sería una pesadilla... además casi siempre hace mucho viento a cuatro mil metros. Hay mil metros hasta la meseta, y ésta tiene más de tres mil metros de altura, y casi toda ella consiste en rocas y pedrejones. Volar allí sería descabellado.
—¿Entonces por qué lo hacen? —preguntó Maggie. Baedecker observó que el verde de sus ojos se acentuaba a la luz del fuego.
—¿Visteis el brazo de ese tío... Lude? —preguntó Gavin.
Maggie y Baedecker se miraron y menearon la cabeza.
—Pinchazos —dijo Gavin—. Debe de andar con algo duro.
Desde la otra fogata les llegó una fuerte risotada y un trompetazo de música grabada.
—Espero que Tommy regrese pronto —dijo Deedee.
—Contemos cuentos de fantasmas alrededor del fuego —sugirió Maggie.
Gavin meneó la cabeza.
—No. Nada sobrenatural ni demoníaco. ¿Por qué no cantamos?
—Sensacional —dijo Maggie, sonriéndole a Baedecker.
Gavin y Deedee se pusieron a cantar Kumbaya mientras desde el prado penumbroso les llegaban risas y la voz grabada de Billy Idol cantando Eyes without a Face.
El jueves por la noche Baedecker estaba en la sala de los Gavin, planeando la excursión del fin de semana, cuando sonó el timbre de la puerta principal. Gavin fue a abrir la puerta. Deedee le contaba a Baedecker el problema de Tommy y su novia cuando saludó una voz.
—¡Hola, Richard!
Baedecker se volvió sorprendido. Era imposible que Maggie Brown estuviera en casa de Gavin, pero allí estaba, con el mismo vestido de algodón que cuando habían recorrido juntos el Taj Mahal. Llevaba el pelo más corto, aclarado por el sol, pero la cara bronceada y pecosa era la misma, los ojos verdes eran los mismos. Incluso el pequeño y casi agradable orificio entre los dientes testimoniaba que en efecto era Maggie Brown. Baedecker se quedó de una pieza.
—La muchacha me preguntaba si había venido a la casa indicada para encontrar al famoso astronauta Richard E. Baedecker —dijo Gavin—. Le he respondido que así era.
Más tarde, mientras Tom y Deedee miraban la televisión, Baedecker y Maggie se fueron a andar por el paseo de la calle Pearl. Baedecker había estado en Boulder una vez —una visita de cinco días en 1969, cuando su equipo de ocho astronautas novatos estudiaba geología allí y utilizaba el planetario Fiske de la universidad para ejercicios de navegación con guía de los astros—, el paseo no existía entonces. La calle Pearl, en el corazón de la vieja Boulder, era sólo otra calle polvorienta y atestada del oeste, con drugstores, tiendas de saldos y restaurantes familiares. Ahora era un paseo de cuatro manzanas, sombreado por árboles, adornado con colinas ondulantes y flores, bordeado por costosas tiendas donde lo más barato era un pequeño helado Haagen Dazs por un dólar cincuenta. En las dos manzanas que Baedecker y Maggie acababan de recorrer, se habían cruzado con cinco músicos callejeros, un coro de Hare Krishna, una actuación de cuatro malabaristas, un equilibrista solitario que tendía su cuerda entre dos quioscos y un joven etéreo que tan sólo llevaba una túnica de sarga y una pirámide dorada en la cabeza.
—¿Por qué has venido? —preguntó Baedecker. Maggie lo miró y Baedecker tuvo una sensación extraña, como si una mano fría le hubiera aferrado la nuca.
—Tú me llamaste —dijo Maggie.
Baedecker se detuvo. Un hombre tocaba el violín con más entusiasmo que talento. El estuche del instrumento yacía en el suelo con dos billetes de un dólar y tres monedas de veinticinco céntimos.
—Llamé para ver cómo estabas —dijo Baedecker—. Cómo estaba Scott cuando lo viste por última vez. Sólo quería cerciorarme de que habías vuelto sana y salva de la India. Cuando la muchacha del dormitorio me dijo que aún visitabas a tu familia, decidí no dejar ningún mensaje. ¿Cómo supiste que era yo? ¿Cómo demonios me encontraste?
Maggie sonrió, un destello de picardía en los ojos verdes.
—Ningún misterio, Richard. Primero, supe que eras tú. Segundo, llamé a tu compañía de St. Louis. Me dijeron que habías renunciado y te habías ido, pero nadie sabía adonde hasta que hablé con Teresa, de la oficina del señor Prescott. Ella encontró la dirección que habías dejado para un caso de emergencia. Yo tenía el fin de semana libre. Y aquí estoy.
Baedecker pestañeó.
—¿Por qué?
Maggie se sentó en un banco de pino, y Baedecker se sentó junto a ella. La brisa agitó las hojas e hizo bailar la luz del farol y las sombras. A media manzana estalló un aplauso cuando el equilibrista realizó algo interesante.
—Quería saber cómo andaba tu búsqueda —explicó Maggie. Baedecker la miró desconcertado.
—¿Qué búsqueda? —preguntó.
Como respuesta, Maggie se desabotonó la parte superior del vestido blanco. Alzó un collar a la luz opaca y Baedecker tardó unos segundos en reconocer la medalla de San Cristóbal que le había dado en Poona. Era la medalla que su padre le había dado en 1951 el día en que Baedecker ingresó en la Infantería de Marina. Era la medalla que llevó a la Luna. Baedecker meneó la cabeza.
—No —dijo—, no lo entendiste.
—Sí —dijo Maggie.
—No. Admitiste que cometiste un error al seguir a Scott a la India. Ahora estás cometiendo un error todavía más grande.
—No seguí a Scott a la India. Fui a la India para ver qué hacía, porque creí que le apasionaban las preguntas que yo también considero importantes. Me equivoqué. No le interesaba hacer preguntas, sólo hallar respuestas.
—¿Qué diferencia hay? —preguntó Baedecker. La conversación se le escapaba de las manos, se le iba como un avión que se detenía en el aire.
—La diferencia es que Scott optó por la ley del menor esfuerzo —dijo Maggie—. Como la mayoría de la gente, se sintió incómodo a la intemperie, no protegido por ninguna sombra de autoridad. Así que cuando las preguntas se pusieron difíciles, se conformó con respuestas fáciles.
Baedecker meneó la cabeza de nuevo.
—No me enredes con frases pomposas. Estás totalmente confundida, y me confundes con otra persona, Maggie. Soy sólo un tío maduro que se ha cansado de su trabajo y tiene dinero suficiente para tomarse unos meses de vacaciones no merecidas.
—Pamplinas —dijo Maggie—. ¿Recuerdas nuestra conversación en Benarés? ¿Sobre lugares de poder?
Baedecker rió.
—Claro —dijo. Señaló a dos jóvenes con pantalones cortos harapientos que acababan de pasar, internándose en la multitud con sus patines. Detrás de ellos venía un corredor con pantalones cortos ceñidos y una vanidad tan obvia como el sudor que le relucía en el rostro bronceado. Un grupo de adolescentes ceñudos con pelo teñido de rojo y cortado a lo mohicano le cedió el paso—. Y me estoy acercando, ¿eh?
Maggie se encogió de hombros.
—Quizás este fin de semana. Las montañas siempre pueden ser lugares de poder.
—Y si no bajo del pico Uncompahgre con un par de tablillas de piedra, ¿regresarás a Boston el lunes y continuarás tus clases? —preguntó Baedecker.
—Ya veremos.
—Mira, Maggie, creo que tenemos que...
—Oye, mira. Ese tío está sentado en una silla sobre el alambre. Me parece que está haciendo magia. Ven, vamos a mirar, —obligó a Baedecker a levantarse—. Después te compraré un helado de chocolate.
—¿Así que te gustan los equilibristas y los trucos? —preguntó Baedecker.
—Me gusta la magia —dijo Maggie, arrastrándole.
—Seis-seis-seis es la marca de la bestia —dijo Deedee—. Está en mi tarjeta de Sears.
—¿Qué? —dijo Baedecker. La fogata se había consumido y sólo quedaban brasas. Afuera hacía mucho frío. Baedecker se había puesto un jersey de lana y su vieja cazadora de vuelo. Maggie se acurrucaba junto a él en una abultada cazadora de plumas. La otra fogata se había apagado un rato antes, los cuatro jóvenes habían entrado en sus tiendas y Tommy había regresado y se había metido en silencio en la tienda que compartía con Baedecker.
—Apocalipsis trece: dieciséis, diecisiete —dijo Deedee—. «Y el hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, reciban una marca en la mano derecha, o en la frente: y ningún hombre puede comprar o vender, salvo que tenga esta marca, o el nombre de la bestia, o el número de un hombre. Y este número es seiscientos sesenta y seis.»
—¿En tu tarjeta de Sears? —preguntó Maggie.
—No sólo allí, sino en sus declaraciones mensuales —respondió Deedee con voz baja, suave, seria.
—La tarjeta de Sears no debería ser un problema a menos que la lleves en la frente, ¿verdad? —dijo Baedecker.
Gavin se inclinó para arrojar dos ramas al fuego. Las chispas volaron confundiéndose con las estrellas.
—No tiene gracia, Dick —dijo—. El Apocalipsis ha sido muy preciso en la predicción de acontecimientos que conducen a la era de las tribulaciones. El código seis-seis-seis se usa con frecuencia en informática... y también en las cuentas Visa y Mastercard. La Biblia dice que el Anticristo será líder de una confederación de diez naciones en Europa. Bien, podría ser coincidencia, pero algunos de sus programadores le llaman la «bestia» al gran ordenador del edificio de la Administración del Mercado Común en Bruselas. Ocupa tres pisos.
—¿Y qué? —dijo Baedecker—. Los centros de la NASA en Huntsville y Houston, en el 71 ya disponían de más espacio para ordenadores. Sólo significa que los ordenadores de entonces eran más torpes y ocupaban más sitio, no la llegada del Anticristo.
—Sí —dijo Gavin—, pero eso fue antes del desarrollo del UPC.
—¿UPC? —preguntó Maggie. Tiritó y se acurrucó contra Baedecker cuando sopló un viento frío.
—Universal Product Code —aclaró Gavin—. Es el código universal de productos que ves en todos los paquetes que compras. Como en el supermercado... el ojo láser lee el código y el ordenador registra el precio del artículo.
—Yo compro en un pequeño mercado de Boston —dijo Maggie—. Creo que ni siquiera tiene una caja registradora eléctrica.
—La tendrán —dijo Gavin. Sonreía, pero sus labios formaban un trazo delgado—. En 1994 los escáners UPC se usarán en todas partes, al menos en este país.
Baedecker se frotó los ojos y tosió cuando el humo sopló en su dirección.
—Sí, Tom, pero el escáner lee las marcas de mis latas de sopa y los paquetes de Tater Tots, no de mi frente.
—Tatuajes láser —dijo Gavin—. El profesor R. Keith Farrell de la Universidad Estatal de Washington desarrolló una pistola de tatuaje láser hace varios años, para registrar pescados. Es rápida, tarda menos de un microsegundo, es inocua y puede ser invisible excepto para los escáners UV. Los cheques de seguridad social ya tienen una F o una H debajo de su código de computación. Sin duda alude a «frente» o «mano». El próximo paso consistirá en que el gobierno comience a marcar a los beneficiarios de seguridad social para efectuar la identificación y la codificación con rapidez.
—Eso sería útil para volver a entrar en conciertos de rock —dijo Maggie.
Deedee se inclinó hacia la luz roja de la fogata moribunda. Habló en voz baja.
—«Si cualquier hombre adorare la bestia y su imagen, y recibiere su marca en la frente, o en la mano, el mismo beberá el vino de la ira de Dios; y será atormentado con fuego y azufre en presencia de los sagrados ángeles, y en presencia del Cordero; y el humo de su tormento asciende para siempre: y no descansan de día ni de noche quienes adoran la bestia y su imagen, y quienes reciben la marca de su nombre.» —Deedee sonrió tímidamente—. Apocalipsis catorce: nueve a once.
—Cielos —exclamó Maggie con admiración—, ¿cómo memorizas todo eso? Yo no pude memorizar las dos primeras estrofas de Thanatopsis en la escuela secundaria.
Gavin extendió el brazo y cogió la mano de Deedee.
—Quizá sea más fácil memorizar Juan tres: dieciséis, diecisiete —dijo—. «No hallo placer en la muerte de los malvados. Creed en el Señor Jesucristo y seréis salvos. Pues Dios no envió a Su Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que a través de Él se salvara el mundo.»
Unos goterones sisearon en el fuego. Baedecker miró hacia arriba. Las estrellas había desaparecido, el cielo estaba tan oscuro como las negras paredes del desfiladero.
—Demonios —dijo—, esta noche quería dormir fuera.
Baedecker se tendió en la pequeña tienda y pensó en su divorcio. Era un tema sobre el que rara vez reflexionaba; los recuerdos eran tan confusos y dolorosos como los de esos dos meses que había pasado en el hospital después de estrellar un F-104 en 1962. Cambió de posición, pero el suelo tosco se le incrustó en el cuerpo a través del saco de dormir y la colchoneta de espuma. Tommy roncaba a su lado. El muchacho apestaba a vino y marihuana. Afuera, unos goterones rebotaron en la tienda, y el río Cimarrón, no mayor que un arroyo, gorgoteaba a pocos metros.
El divorcio de Baedecker había finalizado en agosto de 1986, dos meses antes de que cumplieran 28 años de matrimonio. Baedecker había volado a Boston para las formalidades, llegando un día antes para alojarse en la casa de Carl Bumbry. Había olvidado que la esposa de Carl había sido más amiga de Joan que Carl de él. Pasó la noche siguiente en el Holiday Inn de Cambridge.
Dos horas antes de asistir al tribunal, Baedecker se puso su mejor traje de verano de tres piezas. A Joan le agradaba el traje. Le había ayudado a escogerlo dos años antes. Minutos antes de salir, Baedecker comprendió que sabía exactamente qué vestido llevaría Joan. No se compraría uno nuevo, porque no lo volvería a llevar nunca. Tampoco llevaría su vestido blanco favorito ni el formal traje verde. El vestido de algodón rojo sería suficientemente ligero y formal para este día. A Baedecker no le gustaba ese vestido.
Al momento se puso zapatillas, pantalones cortos de tenis y una camiseta azul. Se calzó una muñequera manchada de sudor y arrojó la raqueta y un tubo de pelotas en el asiento trasero del coche alquilado. Antes de ir al tribunal, llamó a Carl Bumbry y lo citó para jugar un partido a las cuatro y media en el club de Carl, inmediatamente después del trámite de divorcio.
Joan llevó el vestido rojo. Baedecker habló con ella antes y después de la breve ceremonia, pero mas tarde no pudo recordar nada de lo que se habían dicho. Recordaba el resultado del partido de tenis —Carl había ganado 6-0, 6-3, 6-4— y los detalles de cada set del juego. Después Baedecker se duchó, se cambió de ropa, arrojó sus prendas en su vieja bolsa militar de vuelo y enfiló hacia Maine.
Fue solo a la isla de Monhegan; luego comprendió por qué Joan siempre había querido ir allí. Mucho antes de la mudanza a Boston, incluso durante los intensos días de Houston, Joan había deseado pasar un tiempo en la pequeña isla de la costa de Maine. Nunca dispusieron de ese tiempo.
Baedecker recordaba la imagen de su llegada al cabo de una hora de navegación en el Laura B. La pequeña nave había entrado en un denso banco de niebla a un par de kilómetros de la costa y el agua perlaba los cables y aparejos de la embarcación. La gente dejó de conversar; también los jóvenes que jugaban cerca de la proa apagaron sus gritos y exclamaciones. Los últimos diez minutos del viaje transcurrieron en silencio. Pasaron frente a los dos espigones de cemento y entraron en la bahía. Las casas de tejas grises y los muelles goteantes aparecían y desaparecían mientras la niebla oscilaba, se esfumaba y volvía. Las gaviotas revoloteaban sobre la estela del barco, rasgando el silencio con sus graznidos. Baedecker estaba solo cerca de la baranda de babor cuando vio a la gente de pie en el muelle. Al principio dudó de que fueran personas, estaban tan tiesas. De pronto se levantó la niebla y pudo distinguir las coloridas camisas deportivas, los sombreros veraniegos, incluso el modelo de las cámaras que les colgaban del cuello.
Baedecker sintió una extraña sensación. Luego supo que el grupo se reunía dos veces al día para recibir al barco: turistas que regresaban a tierra firme, isleños que recibían a sus huéspedes, gente de vacaciones aburrida por la falta de electricidad, todos esperaban para ver el barco. Pero aunque Baedecker pasó tres días en la isla, leyendo, durmiendo, explorando las sendas y esos bosques mágicos, más tarde sólo recordaría la imagen del muelle y la niebla y las figuras silenciosas. Era una escena del Hades, con las sombras de los muertos esperando pasivamente a los nuevos difuntos. A veces, especialmente cuando estaba cansado y tentado de evocar detalles del divorcio y el doloroso año anterior, soñaba que en ese muelle, entre la niebla, vislumbraba una forma gris en una bruma gris, esperando.
La lluvia cesó. Baedecker cerró los ojos y escuchó el rumor del río sobre los guijarros del cauce. En alguna parte del bosque ululó un búho, pero Baedecker creyó oír el graznido de las gaviotas llamando por encima del mar.
Tommy estaba vomitando cuando Baedecker despertó. El chico había logrado asomar la cabeza y los hombros fuera de la tienda. Ahora pataleaba y arqueaba la espalda con cada serie de espasmos.
Baedecker se puso la camisa y los vaqueros y abrió la otra ala de la entrada. Eran casi las siete pero la luz del sol aún no llegaba al desfiladero, y el aire era frío y cortante. Tommy había terminado de vomitar y se apoyaba la cara en el brazo. Baedecker se arrodilló junto a él y le preguntó si podía ayudarlo, pero Deedee se acercaba para ayudarlo y frotaba la cara del chico con un pañuelo húmedo, murmurando frases tranquilizadoras.
Minutos después, Maggie se reunió con Gavin y Baedecker ante la fogata. Tenía la cara rosada, pues se había lavado en la helada corriente, y el pelo corto se veía recién cepillado. Llevaba pantalones cortos caqui y una camisa roja brillante.
—¿Qué le ocurre a Tommy? —preguntó mientras aceptaba agua caliente y ponía café instantáneo en la taza.
—Mal de altura —sugirió Baedecker.
—No ha sido la altura —dijo Gavin—. Tal vez algo que esos hippies le dieron anoche. —Señaló el otro lado del prado, donde el suelo chamuscado y la hierba pisoteada eran el único indicio de que alguien había estado allí.
—¿Cuándo se fueron? —preguntó Maggie.
—Antes del alba —dijo Gavin—. A la hora que debíamos haber partido nosotros. Hoy no llegaremos a la cima del Uncompahgre.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Baedecker—. ¿Regresamos al coche?
Gavin pareció sorprendido.
—No, no, el plan funcionaría mejor así. Mira. —Sacó el mapa topográfico y lo puso sobre una roca—. Yo había planeado que anoche llegáramos aquí. —Clavó el dedo en una zona blanca, desfiladero arriba—. Pero como salimos con retraso de Boulder y ayer anduvimos despacio, acampamos aquí. —Señaló una zona verde varios kilómetros al norte—. Así que hoy lo tomaremos con calma, subiremos a la meseta y acamparemos aquí esta noche. —Señaló una zona al sudoeste del pico Uncompahgre—. Así podremos partir temprano el domingo por la mañana. Deedee y yo odiamos faltar a la iglesia, pero llegaremos allí para la ceremonia vespertina.
—¿Dónde dejaste el otro coche? —preguntó Baedecker.
—Aquí —dijo Gavin, señalando una zona verde del mapa—. Está a pocos kilómetros al sur del paso y la meseta. Después de escalar la montaña, descendemos, recogemos el otro automóvil en el viaje al norte y emprendemos el camino a casa.
Maggie estudió el mapa.
—Ese campamento debe de estar alto —observó—. Más de tres mil metros. Estará muy expuesto si empeora el tiempo.
Gavin meneó la cabeza.
—Ayer pedí información al servicio meteorológico y sólo hay un quince por ciento de probabilidades de lluvias en esta región hasta el lunes. Además, habrá muchos sitios cubiertos cuando nos acerquemos al risco sur.
Maggie asintió, pero no se quedó satisfecha.
—Me pregunto cómo le irá al grupo del ala delta —dijo Baedecker. Miró hacia el desfiladero pero no vio a nadie en los pocos tramos de sendero que se veían entre los árboles. La luz del sol se desplazaba por la pared oeste de roca a la derecha, exponiendo estratos rocosos rosados como un escalpelo abriendo músculos y tejidos.
—Si tienen algo de sensatez, habrán dado la vuelta para dirigirse hacia Cimarrón —dijo Gavin—. Vamos, recojamos las cosas.
—¿Y Tommy? —preguntó Maggie.
—Vendrá con Deedee en unos minutos —dijo Gavin.
—¿Crees que tendrá ganas? —preguntó Baedecker—. Según el mapa, los próximos quince kilómetros son cuesta arriba.
—Las tendrá —dijo Gavin sin una sombra de duda.
No fue tan malo después de la infernal primera hora.
A pesar de la comida consumida, al principio la mochila parecía más pesada que el día anterior. El desfiladero continuaba estrechándose, al igual que el sendero, que serpeaba a lo largo de la pared del desfiladero encima del arroyo. En ocasiones, un derrumbe o un árbol caído los obligaba a avanzar con cautela por una abrupta cuesta de piedra o de hierba, veinte metros por encima del agua. Al principio Baedecker estaba convencido de que el grupo del ala delta no habría seguido esa ruta, pero luego vio huellas de botas en la tierra blanda y rastros que indicaban por dónde se habían arrastrado las varas. Baedecker meneó la cabeza y siguió adelante.
A las nueve de la mañana la luz directa del sol calentaba la roca y llenaba el aire con el aroma de pinos y abetos. Baedecker chorreaba sudor. Quería parar para cambiarse los vaqueros por unos pantalones cortos, pero temía rezagarse y no alcanzar a los otros dos. Detrás no había indicios de Deedee ni de Tommy a pesar de que Deedee parecía muy animada cuando se despidieron tras levantar el campamento. Tom Gavin no descansaba nunca, sólo se detenía unos segundos, escrutaba el sendero, decía «¿Listos?» y se ponía en marcha antes de que Maggie o Baedecker pudieran responder.
Después de la primera hora, el asunto mejoró. En la segunda hora, Baedecker adoptó un ritmo donde el dolor y los jadeos se volvieron tolerables. Poco antes del mediodía doblaron un recodo de roca y frente a ellos aparecieron dos altos picos. En las cumbres aún quedaba nieve a pesar del caluroso verano. Gavin identificó el pico chato y escalonado como el Uncompahgre y el más puntiagudo como el Wetterhorn. Una tercera cima asomaba sobre la línea del risco.
—El Uncompahgre parece un pastel de boda, el Wetterhorn parece el verdadero Matterhorn y el Matterhorn no parece el verdadero Matterhorn —dijo Gavin.
—Entendido —dijo Baedecker.
Continuaron sendero arriba dejando atrás agujas de roca roja y algunas cascadas. Algunos abetos alcanzaban los veinte metros elevándose sobre cualquier zona suficientemente chata para ellos. Atravesaron un denso pinar y Maggie les hizo oler los árboles, explicando que la savia del pino ponderosa olía como dulce de azúcar. Baedecker halló una cicatriz reciente, olió la savia y anunció que parecía chocolate. Maggie le dijo que era un pervertido. Gavin sugirió que caminaran más deprisa.
Almorzaron en la unión de Silver Creek con el río Cimarrón. El sendero estaba totalmente borrado por la erosión, por lo que tardaron media hora en abrirse paso por los últimos metros de pedregal hasta el desfiladero. Baedecker miró hacia abajo sin ver indicios de Deedee ni de Tommy. Al sur, el sendero seguía por la margen opuesta del río, pero Baedecker no veía manera alguna de cruzar los diez metros de agua. Se preguntó cómo se las habían apañado Lude, María y los demás.
Maggie se alejó por Silver Creek y regresó poco después para guiar a Baedecker hasta una docena de aguileñas color violeta que crecían cerca de un tronco caído. Un círculo de abetos cerraba un pequeño claro alfombrado de hierba y helechos. Un pequeño arroyo burbujeaba por entre medio y veintenas de flores blancas y rojas salpicaban la hierba a pesar de la tardía temporada. En las cercanías un pájaro carpintero picoteaba como un telégrafo furioso.
—Gran sitio para acampar —dijo Baedecker.
—Sí —ratificó Maggie—. Y gran sitio para no acampar, también. —Sacó una barra de chocolate Hershey y la partió en dos. Ofreció a Baedecker la mitad con más almendras.
Gavin llegó al claro. Se había vuelto a calzar la pesada mochila y llevaba los prismáticos colgados del cuello.
—Mirad —dijo—, vadearé el río por allá, donde se cruza con el arroyo. Dejaré una línea al través. Luego exploraré el sendero más arriba y al oeste. Calculo que hay un kilómetro hasta esas curvas finales. Os espero encima de la línea de árboles, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Baedecker.
—El mapa dice que la vieja mina Silver Jack se encuentra arroyo arriba —observó Maggie—. ¿Por qué no nos tomamos unos minutos para visitarla? Deedee y Tommy llegarán pronto.
Gavin sonrió y se encogió de hombros.
—Como gustéis. Quiero llegar a esa meseta y encontrar un sitio para acampar, así podremos explorar el risco sur antes del anochecer.
Maggie asintió y Gavin echó a andar. Baedecker lo acompañó hasta el río para cerciorarse de que no hubiera problemas cuando vadeara la rápida corriente. Cuando Gavin llegó a la otra orilla, agitó el brazo y aseguró la soga a un árbol cercano a la ribera. Baedecker devolvió el saludo y regresó al claro. Maggie estaba tendida sobre su camisa roja. Tenía el vientre y los hombros bronceados, pero los pechos eran blancos, y los pezones de un delicado color rosa.
—Oh —exclamó Baedecker, y se sentó en un tronco. Maggie alzó la mano para protegerse los ojos del sol y lo miró.
—¿Te incomoda, Richard? —Baedecker titubeó. Maggie se levantó y se puso la camisa—. Aquí está, decente de nuevo —dijo con una sonrisa—. O al menos tapada.
Baedecker cogió dos briznas de hierba, peló las puntas y le ofreció una a Maggie.
—Gracias. —Maggie miró la pared oeste del desfiladero—. Tus amigos son interesantes.
—¿Tom y Deedee? —dijo Baedecker—. ¿Qué piensas?
Maggie lo miró fijamente.
—Pienso que son tus amigos. Yo soy la invitada.
Baedecker mascó su brizna de hierba y meneó la cabeza.
—Me gustaría conocer tu opinión —dijo al cabo.
Maggie sonrió y miró el sol.
—Bien, después del sermón numerológico de anoche, estuve tentada a decir que estos tíos tienen la luz del porche encendida pero no hay nadie en casa. —Mascó una brizna de hierba—. Pero eso no es justo. Es cruel. Tom y Deedee representan cierta clase de gente que me despierta profundas reservas.
—¿Cristianos renacidos? —dijo Baedecker.
Maggie meneó la cabeza.
—No, personas que cambian el cerebro por verdades sagradas que se pueden reducir a lemas.
—Parece que todavía hables de Scott —apuntó Baedecker.
Maggie no lo negó.
—¿Qué piensas tú de Tom? —preguntó.
Baedecker reflexionó un minuto.
—Bien, hace poco me vino a la memoria una anécdota de nuestros primeros días de entrenamiento.
—Magnífico —dijo Maggie—, adoro las anécdotas.
—Ésta es larga.
—Adoro las anécdotas largas.
—Bien. Durante dos semanas debíamos realizar un adiestramiento de supervivencia —dijo Baedecker—. Para la gran final nos dividieron en equipos de tres, nos llevaron en avión hasta el desierto de Nuevo México, al noroeste de White Sands, y nos dieron tres días para que regresáramos a la civilización. Teníamos navajas multiuso, folletos sobre plantas comestibles y una brújula para los tres.
—Gran diversión —dijo Maggie.
—Eso pensó la NASA —dijo Baedecker—. Si no aparecíamos en cinco días, iniciarían la búsqueda. No les interesaba perder a sus astronautas de segunda generación. De cualquier modo, nuestro equipo era igual que la tripulación que formamos más tarde: Dave Muldorff, Tom y yo. Aun entonces, Tom siempre se esforzaba más que los demás. Incluso cuando ya había pasado lo peor, el ingreso en el cuerpo de astronautas, la selección de tripulantes, lo que fuera, siempre se deslomaba como si estuvieran a punto de echarlo. Bien, todos temimos eso en alguna ocasión, pero en Tom parecía permanente.
»Nuestro otro compañero era Dave Muldorff, a quien apodamos Rockford; Dave era todo lo contrario. Me dijo una vez que la única filosofía que compartía era la Ley de Ohm: hallar el camino de menor resistencia y seguirlo. Dave se parecía mucho a Neil Armstrong... rendían un mil por ciento y llegaban a la cima cuando era necesario, pero nunca los sorprendías corriendo en una pista al amanecer. La principal diferencia entre Muldorff y Armstrong era que Dave tenía un raro sentido del humor.
»De cualquier modo, nuestro primer día de ejercicios fue bien. Encontramos agua y hallamos el modo de llevar algo con nosotros. Tom cazó un lagarto antes del anochecer y quiso comérselo crudo, pero Dave y yo decidimos aguantar un poco. Fijamos un itinerario para cruzar un camino que se internaba en las montañas, y estábamos seguros de hallarlo tarde o temprano. El segundo día, Tom estaba dispuesto a almorzar el lagarto, pero Dave nos convenció de seguir alimentándonos con plantas y guardar el plato principal para la cena. A las dos de esa tarde, Dave empezó a actuar de manera extraña. Olfateaba el suelo diciendo que olía el camino a la civilización. Tom sugirió que era insolación y ambos nos alarmamos. Tratamos de cubrir la cabeza de Dave con una camiseta, pero aulló y echó a correr.
»Lo alcanzamos medio kilómetro después; tras atravesar un risco, nos encontramos a Muldorff cerca de un arroyo desolado, sentado en una silla bajo una sombrilla, bebiendo una cerveza fría. Tenía una radio encendida, un cubo lleno de hielo y cerveza a los pies, y una piscina hinchable. A pocos metros había una laguna con una balsa hinchable y un par de pies de pato. Recuerda que estábamos en medio de ninguna parte, a cien kilómetros de la carretera más próxima.
»Cuando terminó de reír, Dave nos contó cómo lo había hecho. Le pidió a una empleada de la Fuerza Aérea de la oficina del comandante que hurgara en los archivos para hallar los puntos de descenso propuestos para los diversos equipos de la NASA. Luego Dave trazó una probable ruta de regreso y persuadió a un amigo que pilotaba helicópteros en White Sands de que trasladara esa basura al arroyo. Dave lo consideraba muy gracioso. Tom, no. Al principio se enfureció tanto que dio media vuelta y se alejó de Dave, la sombrilla y la música rock. Al principio le di la razón a Tom. La travesura de Dave era la típica cosa que a la NASA le sacaba de sus casillas. Por lo que sabíamos, la agencia no tenía sentido del humor. Nuestro equipo podía encontrarse en un gran brete.
»Pero al cabo de un par de cervezas, Dave ocultó todo el material detrás de una roca y regresamos a nuestro adiestramiento. Tom no le habló en veinticuatro horas. Peor aún, creo que nunca le perdonó del todo ni lo olvidó en los dos años que trabajamos juntos. Al principio pensé que estaba furioso porque Dave arruinaba nuestro entrenamiento y ponía en peligro los impecables antecedentes de Tom. Luego noté que era algo más. Dave había violado las reglas y Tom nunca pudo superar eso. Y había otra cosa...
—¿Qué? —preguntó Maggie.
Baedecker se inclinó hacia delante y susurró:
—Bien, creo que Tom ansiaba engullirse el maldito lagarto y Dave le había aguado la fiesta.
Deedee y Tommy aparecieron cuando Baedecker y Maggie se disponían a cruzar el río, y lo vadearon los cuatro juntos. Tommy estaba pálido y alicaído pero se mantuvo huraño como antes. Deedee hablaba por los dos. El río sólo les llegaba a las rodillas, pero la corriente era rápida y el agua estaba helada. Baedecker esperó a que los demás hubieran cruzado, desató la soga de la orilla este y la llevó consigo al cruzar.
Cuarenta y cinco minutos después pasaron ante una cascada, cruzaron de nuevo el arroyo —esta vez sobre un tronco caído— y poco después trepaban en zigzag. La cumbre del Matterhorn se erguía sobre ellos y el pico Uncompahgre era cada vez más visible al sudeste. Estaban a pocos kilómetros de la montaña, y Baedecker empezó a comprender el tamaño de ese macizo. Le recordó las enormes mesetas y montes que había visto en Nuevo México y Arizona, pero éste era más afilado y escarpado, y no surgía del desierto sino de una meseta de tres mil pies.
A media tarde, tras terminar la marcha por el sendero sinuoso, salieron a la alta tundra. La transformación era sorprendente. Los densos pinares del desfiladero fueron reemplazados por abetos añosos y achaparrados, tan castigados por la intemperie que no tenían ramas en los lados oeste y norte, y luego por altos grupos de enebros, y más tarde aun éstos desaparecían y sólo la hierba y una aulaga baja y rojiza cubría la tundra pedregosa. Para Baedecker, subir desde el último risco del desfiladero fue como pasar del último peldaño de una escalera a la azotea de un edificio alto.
Desde el alto paso que ahora atravesaban, Baedecker veía picos montañosos y un incesante paisaje de pasos, riscos, prados altos y una tundra ondulante. Retazos de nieve salpicaban el paisaje. Una profusión de cúmulos borrosos se extendía en el cielo hasta el dentado horizonte, y el azul y blanco de arriba casi se fundían con el blanco y marrón de abajo.
Baedecker se detuvo, jadeando y sudando; los pulmones le exigían más oxígeno del que podían suministrar.
—Magnífico —exclamó.
Maggie sonreía. Se quitó el pañuelo rojo que le cubría la cabeza y se enjugó la cara. Tocó el brazo de Baedecker y señaló el nordeste, donde pacían ovejas en un ondulante prado alpino a varios riscos de distancia. Los cuerpos grises se mezclaban con las nubes, los campos de nieve y las sombras de las nubes, produciendo una sensación de movimiento ajedrezado.
—Magnífico —repitió Baedecker. El corazón le martilleaba contra las costillas. Era como si hubiera dejado una parte oscura de sí mismo en las sombras del desfiladero. Maggie le ofreció agua. Baedecker bebió sintiendo el contacto del brazo de ella.
Tommy se desplomó en una roca y tanteó una mata de musgo con el bastón. Deedee sonrió y miró en torno.
—Allá está Tom —dijo, señalando una pequeña figura más allá del paso—. Parece que ya está instalando una tienda.
—Esto es maravilloso —se dijo Baedecker. Por alguna razón se sentía mareado en el aire fresco y poco denso. Le dio el agua a Maggie, que bebió con avidez, irguiendo la cabeza de tal modo que los rizos cortos y rojizos recibieron la luz del sol.
Maggie le ofreció agua a Deedee, pero la mujer en cambio le cogió la mano. Con la otra mano cogió los dedos de Baedecker. Los tres formaban un círculo. Deedee agachó la cabeza.
—Gracias, Señor —dijo—, por permitirnos presenciar la perfección de Tu Creación y por compartir este momento especial con queridos amigos que, con la ayuda del Espíritu Santo, conocerán la verdad de Tu Palabra. Lo pedimos en nombre de Jesús. Amén.
Deedee palmeó la mano de Baedecker y lo miró.
—Claro que es maravilloso —dijo con lágrimas en los ojos—. Admítelo, Richard, ¿no te gustaría que Joan estuviera aquí para compartirlo con nosotros?
El campamento consistía en tres tiendas alrededor de una roca alta de cima roma que se erguía en un vasto círculo de tundra. No había leña a esa altitud, excepto las ramas de los arbustos que crecían entre las rocas, así que pusieron sus calentadores portátiles en una piedra plana, al lado de la roca, y observaron las azules llamas de propano mientras despuntaban las estrellas.
Antes de la cena habían explorado la ruta mientras las sombras del Wetterhorn y el Matterhorn cubrían la meseta y ascendían por los flancos escalonados del Uncompahgre.
—Allá —dijo Gavin, entregando los prismáticos a Baedecker—. Al pie del risco sur.
Baedecker miró y distinguió una tienda baja y roja a la sombra de las rocas. Dos figuras se movían alrededor, almacenando equipo y trabajando sobre un pequeño calentador. Baedecker devolvió los prismáticos.
—Veo a dos de ellos —dijo—. Me pregunto dónde están la chica y el tío del ala delta.
—Allá arriba —contestó Maggie, señalando el alto risco que aún recibía la luz del sol.
Gavin enfocó los prismáticos.
—Los veo. Ese idiota todavía arrastra el ala delta.
—No planeará volar esta noche, ¿verdad? —preguntó Maggie.
Gavin meneó la cabeza.
—No, le faltan horas para llegar a la cima. Simplemente llegan a la mayor altura posible antes del anochecer. —Le entregó los prismáticos a Maggie.
—El amanecer será la hora más apropiada para lo que desea hacer —dijo Baedecker—. Fuertes corrientes térmicas. Poco viento. —Maggie le dio los prismáticos y Baedecker escrutó dos veces el risco antes de hallar las pequeñas figuras en el dentado espinazo de la montaña. El sol alumbraba el saco rojo y amarillo mientras el hombre se encorvaba bajo el peso del bulto de aluminio y tela. La mujer lo seguía a varios pasos, encorvada bajo su propia carga, una enorme mochila con dos sacos de dormir. La luz del sol abandonó la montaña y las dos siluetas se confundieron con las agujas y las rocas del risco.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó Maggie. Estaba mirando hacia el oeste. El sol aún no se había puesto, pero sobre el horizonte se extendía un banco de nubes negruzcas que había devorado la última luz del día.
—Tal vez pase de largo —dijo Gavin—. El viento sopla hacia el sudeste.
—Ojalá —dijo Maggie.
Baedecker volvió a enfocar los prismáticos hacia el risco sur, pero era difícil distinguir dos insignificantes figuras humanas con la cercanía de la tormenta y el anochecer.
Las estrellas aún titilaban, pero en el oeste todo era oscuridad. Los cuatro adultos, acurrucados cerca de los calentadores, bebían té caliente mientras Tommy miraba al norte sentado en la roca. Hacía mucho frío, pero no soplaba viento.
—Tú no conoces a Joan, la esposa de Dick, ¿verdad, Maggie? —preguntó Deedee.
—No —dijo Maggie—. No la conozco.
—Joan es una persona maravillosa —dijo Deedee—. Tiene la paciencia de una santa. Su personalidad es perfecta para una excursión como ésta porque nada la inmuta. Sabe atenerse a las circunstancias.
—¿Adonde irás después de Colorado? —le preguntó Gavin a Baedecker.
—Oregon. Pensaba visitar a Rockford.
—¿Rockford? —dijo Gavin—. Oh, Muldorff. Lástima de su enfermedad.
—¿Qué enfermedad? —preguntó Baedecker.
—Joan era la más paciente de las esposas —le dijo Deedee a Maggie—. Cuando los hombres se iban durante unos días, semanas, todas nos poníamos nerviosas... incluso yo. Pero Joan nunca se quejaba. Creo que jamás le oí una queja en todos los años que la conocí.
—Lo hospitalizaron en junio —dijo Gavin.
—Lo sé —dijo Baedecker—. Pensaba que era apendicitis. Ahora está bien, ¿verdad?
—Entonces, Joan era cristiana, pero no se había entregado del todo a Jesús —dijo Deedee—. En cuanto a ella y Philip... creo que él es contable. Bien, tengo entendido que trabajan mucho en una iglesia evangélica de Boston.
—No era apendicitis —dijo Gavin—. Hablé con Jim Bosworth, personaje influyente en el Capitolio de Washington. Dice que los amigos de Muldorff en el Congreso saben que tiene la enfermedad de Hodgkin. Le extirparon el bazo en junio.
—¿Asistes a una iglesia allá, querida? Me refiero a Boston.
—No —respondió Maggie.
—Oh, bien —dijo Deedee—. Pensé que en tal caso te podrías haber cruzado con Joan. El mundo es tan pequeño, ¿verdad?
—¿Lo es? —preguntó Maggie.
—El pronóstico no es bueno, creo —dijo Gavin—. Pero siempre existe la posibilidad de un milagro.
—Sí, claro que lo es —dijo Deedee—. Una vez, cuando todas nos preparábamos para la misión de los hombres, Joan me llamó para pedirme que me quedara con su hijo mientras ella iba a comprar el regalo de cumpleaños de Dick. Yo tenía visitas de Dallas, pero le dije que iríamos. Bien, Scott tenía siete años entonces, y Tommy tres o cuatro.
Baedecker se levantó, fue hasta su tienda y se metió dentro para no oír más.
Cuando Baedecker tenía siete u ocho años, al principio de la guerra acompañó a su padre a pescar a un embalse de Illinois. Era la primera vez que le permitían ir a una excursión de pesca nocturna. Había dormido en la misma cama que su padre en una cabaña cerca del lago y había salido por la mañana de un día caluroso y brillante de fines de verano. La ancha extensión de agua parecía ahogar y amplificar los sonidos al mismo tiempo. El follaje del camino de grava que bajaba al muelle parecía demasiado denso para adentrarse, y las hojas ya estaban cubiertas de polvo a las seis y media de la mañana.
El pequeño ritual de preparar el bote y el motor fueraborda era excitante, un recreo dentro del largo viaje. El chaleco salvavidas, un bulto incómodo con peste a pescado, era tranquilizador. El pequeño bote avanzó despacio por el embalse, hendiendo las aguas calmas, agitando perezosos arcos iris de aceite derramado. La palpitación del motor de diez caballos se fundía con el olor a gasolina y escamas de pescado para crear una perfecta sensación de lugar y perspectiva en la joven conciencia de Baedecker.
El puente de la carretera vieja se había alejado de la costa cuando la presa había taponado el río unos años antes. Ahora sólo quedaban dos fragmentos rotos, blancos y brillantes como fémures expuestos contra el cielo azul y el agua oscura.
El joven Baedecker estaba fascinado con la idea de subir a los puentes, de erguirse sobre la caliente extensión del lago, de pescar desde allá arriba. Baedecker sabía que su padre amaba la pesca tranquila. Conocía la infinita paciencia con que pescaba su padre, observando la línea durante horas sin pestañear, dejando que el bote se deslizara por el lago o incluso que bogara a la deriva con el motor apagado. Baedecker no tenía esa paciencia. El bote ya le parecía demasiado pequeño, el avance demasiado lento. Acordaron una solución de compromiso: el niño tendría libertad —aunque arropado en su chaleco salvavidas— mientras su padre exploraba las caletas cercanas buscando una entrada promisoria. Baedecker tuvo que prometer que se quedaría en el centro del más grande de los dos arcos.
La sensación de aislamiento era maravillosa. El bote de su padre se perdió de vista a la vuelta de un cabo y Baedecker continuó observando hasta que murieron los últimos ecos del motor fueraborda. El sol calentaba mucho, y el efecto de mirar la línea de pesca y el señuelo pronto se volvió hipnótico. Las pequeñas olas que lamían la mohosa parte inferior del puente, dos metros más abajo, creaban una ilusión de movimiento, como si los dos segmentos de puente se desplazaran despacio por el agua. Al cabo de media hora el calor y la sensación de movimiento le causaron una ligera náusea, una palpitante pulsación de vértigo. Recogió la línea, apoyó la caña en la rajada baranda de cemento y se sentó en el camino. Hacía demasiado calor. Se quitó el chaleco salvavidas y se sintió mejor cuando el sudor se le secó en la espalda.
No supo cuándo se le ocurrió la idea de saltar de una sección del puente a la otra. Las dos partes del arco destrozado estaban separadas por menos de dos metros de agua. El tramo más corto se encontraba a un metro del agua, pero el tramo más grande, donde estaba Baedecker, no se había consolidado tanto como el otro y era casi medio metro más alto, con lo cual el salto parecía más fácil.
La idea de saltar pronto se transformó en obsesión, una presión creciente en el pecho de Baedecker. Varias veces enfiló hacia el borde, planeando la carrera, ensayando el brinco. Por alguna razón estaba seguro de que su padre se alegraría de ver a su hijo en la otra sección del puente cuando regresara. Se armó de coraje varias veces, inició la carrera y se detuvo. El miedo le cerraba la garganta obligándolo a detenerse, y sus zapatillas rechinaban en el cemento. Se quedaba jadeando, la tez clara ardiendo al sol, la cara roja de embarazo. Por último retrocedió, dio seis largos trancos y saltó.
Trató de saltar. En el último momento intentó detenerse, el pie derecho le patinó en el borde del puente y cayó. Logró torcerse en el aire, sintió un golpe brutal en el torso y quedó colgando, los pies oscilando sobre el agua, los codos y brazos sobre el cemento.
Se había hecho daño. Tenía arañazos en los brazos y las manos, sentía gusto a sangre en la boca, y el estómago y las costillas le dolían terriblemente. No tenía fuerzas para trepar a la superficie del puente. Tenía las rodillas en el aire y no atinaba a levantar las piernas a la altura suficiente para apoyarse en el cemento rajado. El agua del lago parecía crear una succión que amenazaba con absorberlo. Baedecker dejó de forcejear y se quedó colgado. Sólo la fricción contra las manos y los brazos raspados le impedía deslizarse hacia el lago. Con su imaginación de niño podía ver las grandes honduras de oscuridad que aguardaban debajo del puente, adivinaba los árboles sumergidos bajo la superficie, el descenso hacia el lodoso fondo del lago. Imaginaba las calles y las casas sumergidas y los cementerios del valle transformados en lago artificial, todo esperando bajo las oscuras aguas. Esperándole a él.
A medio metro de los ojos de Baedecker, en una estrecha fisura de la superficie del puente, crecía una maleza. No podía alcanzarla. No resistiría si él se aferraba. Sintió que disminuía la presión sobre las manos y brazos arañados. Le dolían los hombros y sabía que en cuestión de minutos, quizá segundos, sus trémulos brazos cederían y resbalaría hacia atrás, arrastrando las palmas y los brazos por el cemento ardiente.
De pronto, soñando pero subiendo desde el sueño como un buzo que emerge de las profundidades, Baedecker notó que el viento arreciaba y la tienda flameaba y se acercaba el olor de la lluvia, pero también oyó nítidamente —tal como cuarenta y cinco años antes— la pulsación regular del motor fueraborda, que callaba de pronto. Sintió el contacto de fuertes manos en el costado y la serena voz de su padre dijo:
—Vamos, Richard. Salta. Está bien. Te tengo. Suéltate, Richard.
Los truenos rugían. Entró un viento frío cuando abrieron la entrada de la tienda. Maggie Brown se deslizó adentro, acomodó su colchoneta de espuma y su saco de dormir al lado de Baedecker.
—¿Qué pasa? —preguntó Baedecker. Le dolían las palmas y los brazos.
—Tommy quería cambiar de sitio —susurró Maggie—. Creo que quería beber a solas, y he dicho que sí. Shh. —Maggie le llevó el dedo a los labios. Fogonazos brillantes rasgaron la oscuridad de la tienda, seguidos, segundos después, por un trueno potente, como si trenes de carga rodaran por la alta tundra hacia ellos. El próximo pantallazo de luz mostró a Maggie quitándose los pantalones cortos. Llevaba bragas pequeñas y blancas.
—La tormenta está aquí —dijo Baedecker, pestañeando para ahuyentar la imagen del relámpago que había mostrado a Maggie quitándose la camisa. Los pechos aparecieron pálidos y robustos en el relumbrón estroboscópico.
—Shh —dijo Maggie, acurrucándose junto a él en la oscuridad. Baedecker se había dormido sólo con calzoncillos y una camisa de franela suave. Maggie le desabotonó la camisa en la oscuridad, se la quitó. Baedecker rodaba junto a ella en la suave pila de sacos de dormir, rodeándola con los brazos, cuando la mano de ella se deslizó bajo el elástico de los calzoncillos—. Shh —susurró bajándoselos, usando la mano derecha para liberarlo—. Shh.
Mientras hacían el amor, los relámpagos los alumbraban con pantallazos de luz escarchada. El trueno ahogaba todos los sonidos excepto los latidos del corazón y las exhortaciones susurradas. En un momento Baedecker miró a Maggie, montada a horcajadas sobre él. Tenían los brazos extendidos como los bailarines, los dedos entrelazados. El nylon de la tienda brillaba detrás de Maggie mientras un relámpago sucedía a otro y las oleadas de truenos rodaban sobre ellos. Un segundo después, entre los brazos de Maggie, resistiendo la explosión de su propio orgasmo, estuvo seguro de oír que ella susurraba, en medio de la catarata de ruidos externos:
—Sí, Richard, suéltate. Te tengo. Suéltate.
Juntos, aún meciéndose despacio, rodaron sobre la confusión de sacos de dormir y colchonetas de espuma. El viento chillaba agudamente, la tienda tensa aleteaba contra las estacas, y los relámpagos y truenos no se distanciaban ni siquiera un segundo. Se abrazaron protegiéndose de la tormenta.
—VENID, MALDITOS DIOSES. ¡VEAMOS VUESTRO PODER! ¡VAMOS, COBARDES! —El grito provenía del exterior, le siguió el rugido de un trueno.
—Santo Dios —susurró Maggie—. ¿Qué es eso?
—VAMOS, TENGAMOS UNA OLIMPIADA DE LOS DIOSES. ¡MOSTRAD QUÉ TENÉIS! ¡PODÉIS HACERLO MEJOR! ¡MOSTRADNOS, IDIOTAS! —Esta vez el grito era tan ronco que no parecía humano. Las últimas palabras fueron seguidas por un relámpago y un estruendo tan vasto como si manos gigantescas rasgaran la trama del cielo. Baedecker se puso los pantalones cortos y asomó la cabeza por la entrada de la tienda. Un segundo después, Maggie lo siguió, poniéndose la camisa de franela de Baedecker. Aún no llovía, pero ambos tuvieron que entornar los ojos para protegerse del polvo y la grava arrastrados por los fuertes vientos.
Tommy estaba de pie en la roca, entre las tiendas: desnudo, las piernas separadas para ganar equilibrio contra el viento, los brazos alzados, la cabeza erguida. Con una mano asía una botella casi vacía de Johnny Walker. Con la otra empuñaba una vara de aluminio de un metro. El metal despedía un fulgor azul. Detrás del muchacho los relámpagos arañaban el vientre de nubarrones cada vez más oscuros, más cercanos que los picos montañosos iluminados por cada fogonazo.
—¡Tommy! —gritó Gavin. Él y Deedee habían asomado la cabeza y los hombros por la entrada de la temblorosa tienda—. ¡Baja aquí! —El viento se llevó las palabras.
—¡VENID, DIOSES, MOSTRADME ALGO! —gritó Tommy—. ¡TU TURNO, ZEUS! ¡HAZLO! —Enarboló la vara de aluminio.
Un rayo blanco azulado brincó desde una cima cercana. Baedecker y Maggie retrocedieron cuando la tonante llamarada rodó sobre ellos. A pocos metros, la tienda de los Gavin se derrumbó en el furioso viento.
—ESO VALE SEIS PUNTO OCHO —gritó Tommy mientras alzaba una imaginaria tarjeta con la puntuación. Había soltado la botella, pero aún agitaba la vara. Gavin forcejeaba para zafarse de la tienda caída, pero la tela lo envolvía como una mortaja naranja.
—BIEN, SATANÁS, MUESTRA LO TUYO —gritó Tommy, riendo histéricamente—. VEAMOS SI ERES TAN BUENO COMO DICE MI PADRE. —Hizo una pirueta, recobró el equilibrio al borde de la roca. Baedecker notó que el chico tenía una erección. Maggie gritó algo al oído de Baedecker, pero el trueno borró las palabras.
El rayo bifurcado golpeó simultáneamente en ambos lados del campamento. Baedecker quedó encandilado unos segundos durante los cuales recordó inexplicablemente trenes eléctricos que había tenido en la infancia. «El ozono», pensó. Cuando pudo ver de nuevo, Tommy brincaba y reía encima de la roca, el pelo ondeando en las furiosas ráfagas.
—¡NUEVE PUNTO CINCO! —gritó el chico—. ¡ASÍ ME GUSTA!
—Baja aquí —aulló Gavin. Había salido de la tienda y extendía las manos hacia el tobillo desnudo de Tommy. El chico retrocedió valseando en la roca.
—ES EL TURNO DE JESÚS —gritó Tommy—. TENGO QUE DARLE UNA OPORTUNIDAD, A VER QUÉ PUEDE ARROJARNOS. TENGO QUE VER SI AÚN ANDA POR AQUÍ.
Gavin enfiló hacia la parte baja de la roca y trató de trepar. El rayo desgarró una nube oscura y ondulante, estalló, chocó contra la cima del pico Uncompahgre, un kilómetro hacia el este.
—¡CINCO PUNTO CINCO! —chilló Tommy—. ¡NO ME IMPRESIONAS!
Gavin resbaló en la roca, cayó, empezó a trepar de nuevo. Tommy subió bailando hasta la parte más alta.
—¡UNO MÁS! —gritó en medio del viento. Baedecker oía y olía la lluvia que se acercaba, arrastrándose por la tundra como una colgadura—. ¡YAHVÉ! —gritó Tommy—. ¡VAMOS! ÚLTIMA OPORTUNIDAD DE ENTRAR EN EL JUEGO SI TODAVÍA ESTÁS ALLÍ, YAHVÉ, VIEJO CRETINO, ÚLTIMA...
Todo ocurrió simultáneamente. La vara de aluminio fulguró como un letrero de neón, el pelo de Tommy se rizó culebreando como un nido de víboras, la oscura forma de Gavin se fundió con el muchacho y ambos cayeron de la roca mientras el mundo estallaba en luz y sonido y una gran implosión tumbaba a Baedecker sobre el suelo y le sofocaba los sentidos con pulsaciones de energía pura.
Baedecker nunca sabría si el rayo había dado en la roca o no. Por la mañana no se veían marcas en ella. Cuando pudo oír y ver de nuevo, comprendió que tanto Maggie como él se habían escudado con sus cuerpos. Se incorporaron y miraron alrededor. Llovía a cántaros. Sólo la tienda de Baedecker había resistido la tormenta. Tom Gavin gateaba y jadeaba, la cara pálida bajo los fogonazos cada vez más débiles. Tommy tintaba en posición fetal sobre el suelo mojado. Tenía las manos entrelazadas sobre los ojos y sollozaba. Deedee agazapada sobre él, le abrazaba, le guarecía de los oscuros cielos. La camiseta se le pegaba a la espalda marcando cada vértebra. Deedee tenía el rostro levantado y, a la luz de los últimos relámpagos, antes de que la tormenta desapareciera en el este, Baedecker vio su expresión de euforia y desafío.
Maggie se inclinó hacia Baedecker rozándole la mejilla con el pelo desmelenado y húmedo.
—Diez punto cero —murmuró, y le dio un beso.
Llovió toda la noche.
Llegaron al risco sur poco antes del amanecer.
—Esto es raro —dijo Maggie. Baedecker asintió y continuaron trepando, diez metros detrás de Gavin. Gavin había empacado y se había puesto en marcha antes de las cinco, mucho antes de que las grises primeras luces hubieran penetrado la llovizna. Sólo había rezongado: «Vine a escalar la montaña, y me propongo hacerlo.» Ni Maggie ni Baedecker lo comprendieron, pero lo siguieron. Baedecker veía sus dos tiendas allá abajo, a la sombra del Uncompahgre. Habían montado nuevamente la tienda de Gavin durante la noche, pero la de Tommy era irrescatable, jirones de nailon desperdigados por la tundra. Cuando Gavin y Baedecker salieron en la oscuridad para recobrar el saco de dormir y las ropas del muchacho, descubrieron otras dos botellas de whisky entre los restos de la tienda. Deedee comentó que las había cogido del mueble bar donde las guardaban para las visitas.
Gavin se detuvo en el risco mientras ellos lo alcanzaban. Estaban a cuatro mil metros de altitud. Habían trepado al este de la línea del risco, ignorando el más fácil acceso del sur. El corazón de Baedecker latía con fuerza, estaba agotado, pero era un agotamiento que podía soportar sin dejar de funcionar apropiadamente. Maggie tenía la cara roja y resollaba por el esfuerzo. Baedecker le tocó la mano y ella sonrió.
—Hay gente —dijo Gavin, señalando las alturas del risco, donde alguien trajinaba en un sendero escarpado.
—Es Lude —dijo Baedecker. El hombre resbaló, cayó, se incorporó de nuevo—. Aún lleva el ala delta.
Gavin meneó la cabeza.
—¿Por qué quiere matarse haciendo algo tan inútil?
—Cómo anhelo arrojarme al espacio sin fin y flotar sobre el espantoso abismo —citó Maggie.
Baedecker y Gavin se volvieron para mirarla.
—Goethe —dijo Maggie en tono defensivo.
Gavin meneó la cabeza, se ajustó la mochila y continuó sendero arriba. Baedecker sonrió a Maggie.
—Conque no podías memorizar la primera estrofa de Thanatopsis, ¿eh?
Maggie se encogió de hombros y sonrió también. Juntos avanzaron por el sendero hacia la franja de luz solar.
Hallaron los jirones de la pequeña tienda a poco más de cuatro mil metros. Cien metros más allá encontraron a la muchacha llamada María. Estaba acurrucada contra una roca, las manos entrelazadas entre las rodillas unidas; tiritaba violentamente a pesar de la dorada luz del sol. No dejó de temblar aún cuando Maggie la envolvió en una cazadora de plumas y la abrazó varios minutos.
—La t... t... tormenta rasgó la t... tienda —atinó a decir castañeteando los dientes—. N... nos emp... empapamos.
—Calma —dijo Maggie.
—T... t... tengo que subir la c... colina.
—Hoy no, jovencita —dijo Gavin. Estaba frotando las manos de la muchacha. Baedecker notó que la chica tenía los labios grises, las yemas de los dedos blancas—. Hipotermia —dijo Gavin—. Tienes que bajar la colina cuanto antes.
—Decidle a Lude que lo... lo s... siento —dijo la muchacha, llorando convulsivamente.
—Yo bajaré contigo —dijo Maggie—. Allá abajo tengo café caliente y sopa. —Las dos mujeres se incorporaron, María temblando incontroladamente.
—Bajaré con vosotras —dijo Baedecker.
—¡No! —exclamó Maggie con firmeza. Baedecker la miró sorprendido—. Creo que debes continuar. Creo que ambos debéis continuar. —Los ojos de Maggie enviaban a Baedecker un mensaje, pero él no entendía cuál era.
—¿Estás segura? —preguntó.
—Segura. Tienes que ir, Richard.
Baedecker asintió con la cabeza y se volvió para seguir a Gavin, pero María lo llamó.
—¡Espera! —Sin dejar de temblar, hurgó en la mochila y extrajo una caja rectangular de plástico. Se la entregó a Baedecker—. Lude olv... olvidó que yo la llevaba. l... la necesita.
Baedecker abrió la caja mientras Gavin se le acercaba. Dentro de la caja, en nichos de espuma plástica, había dos jeringas desechables y dos frascos de líquido claro.
—No —dijo Gavin—. No le llevaremos eso.
María los miró sin comprender.
—Tenéis que... hacerlo —dijo—. L... lo necesitará. Ayer se olvidó.
—No —dijo Gavin.
—Se lo llevaremos —dijo Baedecker, guardándose la caja en el bolsillo de la cazadora. No se inmutó cuando Gavin dio media vuelta para enfrentarse a él—. Es insulina —dijo. Tocó de nuevo la mano de Maggie y echó a andar por el risco dejando a Gavin atrás.
Lude había subido hasta quinientos metros de la cima antes de caer. Lo encontraron encorvado bajo la pesada mochila, con las largas varas envueltas en paño encima del hombro. Tenía los ojos abiertos, pero la cara estaba blanca como pergamino y la respiración era un resuello.
Baedecker y Gavin lo ayudaron a liberarse de la cometa sin ensamblar, y los tres se sentaron en una roca grande al borde de un precipicio de seiscientos metros. La sombra del Uncompahgre se deslizaba casi dos kilómetros rozando los flancos escarpados del Matterhorn. Se veían altos picos y mesetas tachonadas de nieve hasta el horizonte. Baedecker miró hacia atrás y distinguió la camisa roja de Maggie en el risco. Las dos mujeres se movían despacio pero separadas mientras descendían por el risco sur.
—Gracias —dijo Lude, devolviéndole la cantimplora a Gavin—. La necesitaba. Anoche nos quedamos sin agua, antes de la tormenta.
Baedecker le dio la caja de las jeringas.
El hombrecillo sacudió la cabeza y se acarició la barba con la mano trémula.
—Vaya, gracias —murmuró—. Qué idiota. Me olvidé de que María lo llevaba encima. Y toda esa bazofia que comí ayer.
Baedecker miró hacia otra parte mientras él se inyectaba. Gavin miró su reloj de pulsera y dijo:
—Ocho y cuarenta y tres. ¿Qué tal si sigo adelante? Tú puedes ayudar a tu amigo a bajar, Dick, y yo te alcanzaré.
Baedecker titubeó, pero Lude se echó a reír. Estaba guardando la caja.
—De ningún modo. No anduve veinte malditos kilómetros para bajar con este trasto a cuestas. —Se levantó penosamente y trató de alzar el largo bulto. Logró avanzar cinco pasos por la empinada y arenosa cuesta antes de caer de rodillas.
—Así —dijo Baedecker, sacando las varas de la mochila y ayudándolo a levantarse—. Tú llevas la mochila. Yo llevo esto. —Baedecker avanzó cuesta arriba, sorprendido de la liviandad de las largas varas. Tom Gavin masculló algo y se les adelantó.
La cuesta se volvió más abrupta, el sendero más estrecho, el viento más crudo. Pero la altitud fue lo que casi derrotó a Baedecker durante los últimos cien metros. Sus pulmones no podían inhalar aire suficiente. Los oídos le vibraban sin cesar. La visión se le nubló siguiendo sus aceleradas palpitaciones. Al final se olvidó de todo, excepto de la tarea de avanzar paso a paso y luchar contra la terrible gravedad que amenazaba con aplastarlo contra la ladera rocosa. Cruzó una vasta extensión llana y casi cayó por la vertical ladera noreste cuando advirtió que estaban en la cima. Se desplomó en el suelo y dejó las varas mientras Lude se sentaba junto a él.
Gavin estaba sentado en una roca ancha. Tenía una pierna levantada y fumaba en pipa. El aroma del tabaco era áspero y dulzón en el aire despejado.
—No podemos pasar mucho tiempo aquí arriba, Dick —dijo Gavin—. Tenemos que regresar a Henson Creek.
Baedecker no dijo nada; estaba observando a Lude. El hombrecillo aún estaba pálido, y las grandes manos le temblaban, pero se arrastró hacia el largo saco y extrajo tramos de tubos de aluminio. Extendió un cuadrado de nailon rojo, sacó un saco de herramientas de la mochila y empezó a desplegar componentes.
—Cable —dijo Lude—. Acero inoxidable. Reforzado.
Baedecker se le acercó para mirar mientras el otro sacaba más envoltorios.
—Arnés —dijo Lude—. Las rodilleras se sujetan con velero. Sujetas con esta argolla.
Baedecker tocó el anillo de metal y sintió la tibieza del sol en la superficie de acero, palpó el acero más frío de abajo.
—Piezas y elementos —dijo Lude, ordenando sacos y componentes sobre el nailon rojo, siguiendo un orden predeterminado. Su voz había cobrado la cadencia de una letanía—. Tensores de cable, soportes, partes móviles, espigas, tapas de tornillo. —Extrajo piezas más grandes—. Varillas de ala, placas delanteras, ménsulas, travesaño, barras de control. —Palmeó la masa de tela doblada—. Vela.
—Deberíamos iniciar el descenso —apremió Gavin.
—Dentro de un minuto —dijo Baedecker.
Lude había conectado los largos tubos de aluminio por el extremo y los había plegado en un ángulo de cien grados. La tela naranja y blanca se desplegó como alas de mariposa abriéndose al sol. Lude tardó sólo unos minutos en asegurar un poste vertical y un travesaño. Empezó a trabajar con los cables que conectaban los componentes.
—¿Me echas una mano? —le preguntó a Baedecker.
Baedecker tomó las herramientas e imitó al joven, asegurando pernos, uniendo cables al travesaño, ajustando tuercas. Lude infló bolsillos debajo del borde delantero del ala y Baedecker notó por primera vez que la comba era ajustable. Treinta años como piloto de aviones ultramodernos le hicieron apreciar la elegante simplicidad del ala Rogallo: era como si la esencia del vuelo controlado estuviera destilada en esos metros de acero, aluminio y tela. Cuando terminaron, Lude revisó todas las conexiones de Baedecker y el ala delta descansó allí como un insecto brillante y desmesurado preparado para brincar al espacio. Baedecker reparó con sorpresa en el gran tamaño, tres metros de un extremo al otro, casi diez metros de envergadura del ala delta.
Gavin golpeteó la pipa contra la roca.
—¿Dónde está tu casco?
—María tiene el casco —dijo Lude. Miró a Gavin y luego a Baedecker. De pronto rió—. Vaya, no lo habéis entendido. Yo no vuelo, sólo las construyo, las modifico e indico el camino. María va a volar.
Ahora fue Gavin quien rió.
—No hoy. Ha bajado a nuestro campamento. No está en condiciones de caminar y mucho menos de volar.
—Pamplinas —dijo Lude—. Ella viene detrás.
Baedecker meneó la cabeza.
—Hipotermia. Maggie la ha acompañado abajo.
Lude se levantó de un brinco y corrió al rincón sudoeste de la cima. Cuando vio las dos figuras que dejaban el risco, mil metros más abajo, se aferró la cabeza con ambas manos.
—Demonios, no puedo creerlo. —Se desplomó en el suelo, el pelo sobre la cara. Emitió sonidos que primero Baedecker interpretó como sollozos, luego comprendió que el hombre se estaba riendo—. Veinte malditos kilómetros con esta cosa a cuestas. Tanto trajín para nada.
—Te arruina la filmación —dijo Gavin.
—Al cuerno con la filmación —soltó Lude—. Jode la celebración.
—¿Celebración? —preguntó Gavin—. ¿Qué celebración?
—Venid aquí —dijo Lude, volviéndose hacia el oeste. Condujo a Gavin y a Baedecker al borde del precipicio—. La celebración de eso —señaló Lude, extendiendo el brazo derecho en un arco que abarcaba los picos, la meseta y el cielo.
Gavin asintió.
—La creación de Dios es bella —acordó—. Pero no se requiere un acto temerario para celebrar al Creador ni Su labor.
Lude miró a Gavin y meneó la cabeza.
—No, amigo, no entiendes nada. No es la cosa de alguien. Simplemente es. Y somos parte de ello. Y eso merece una celebración.
Gavin también meneó la cabeza, como si estuviera ante un niño.
—Rocas, aire y nieve —dijo—. No significa nada por sí mismo.
Lude se quedó mirando al ex astronauta mientras Gavin se calzaba la mochila. Al fin Lude sonrió. Su pelo largo ondulaba en la brisa suave.
—Tienes la mente desquiciada, amigo, ¿te has dado cuenta?
—Vamos, Dick —dijo Gavin, dando la espalda a Lude—. Iniciemos el descenso.
Baedecker caminó hacia el ala Rogallo, se arrastró bajo el borde de la guía y alzó el arnés.
—Ayúdame —dijo.
Lude se le acercó.
—¿Estás seguro, amigo?
—Ayúdame —repitió Baedecker. Las grandes manos de Lude ya estaban abrochando, ciñendo tramas de nailon, asegurando las correas de la cintura y los hombros. Las correas de la entrepierna y las argollas le recordaron a Baedecker todos los paracaídas que había usado en muchos años.
—No puedes hablar en serio —dijo Gavin.
Baedecker se encogió de hombros. Lude sujetó las correas de velero de la pierna y le indicó cómo desplazarse hacia adelante para obtener una posición de vuelo inclinado. Baedecker se levantó y se acomodó el peso de la cometa en el hombro, en el ápice del triángulo de metal, mientras Lude mantenía la quilla paralela al suelo.
—Estás loco —dijo Gavin—. No seas insensato, Dick. Ni siquiera llevas casco. Necesitaremos un equipo de rescate para desprender tu cuerpo de la cara de la montaña.
Baedecker asintió. El viento soplaba suavemente desde el oeste a menos de quince kilómetros por hora. Baedecker avanzó dos pasos hacia el borde. El ala delta botó ligeramente y se le calzó sobre los hombros. El viento y la gravedad jugaron en el cable tenso y en la tela ondulante.
—Esto es ridículo, Dick. Actúas como un adolescente.
—Mantén el morro hacia arriba, amigo —dijo Lude—. Inclina el cuerpo para girar.
Baedecker caminó hacia el borde. No había cuesta; la roca caía verticalmente treinta metros hasta terrazas escabrosas y luego seguían más caras verticales. Baedecker veía la camisa roja de Maggie a un kilómetro, una mota de color contra la tundra pedregosa, parda y blanca.
—¡Dick! —ladró Gavin. Era una orden.
—No empieces ningún tres-sesenta a menos que tengas trescientos metros de aire debajo —dijo Lude—. Aléjate de la colina, amigo.
—Eres un condenado idiota —declaró Gavin. Era una evaluación final. Un veredicto.
Baedecker meneó la cabeza.
—Un celebrante —dijo. Avanzó cinco pasos y saltó.
CUARTA PARTE - LONEROCK
La ceremonia fúnebre es en nochevieja, las nubes están bajas, y la corta procesión de vehículos ha viajado cuatro horas y media desde Salem, Oregon, a través de neviscas intermitentes. Aunque todavía es de mañana la luz está borrosa y opaca. Árboles, piedras y maderas la absorben dejando sólo contornos grises. Hace mucho frío. El humo blanco del tubo de escape del coche fúnebre acaricia a los seis hombres que sacan el ataúd del vehículo y lo trasladan por la quebradiza hierba escarchada.
Baedecker siente el frío de la manija de bronce a través del guante y se maravilla ante la liviandad del cuerpo de su amigo. Llevar el macizo ataúd no es un esfuerzo con la ayuda de los otros cinco. Baedecker recuerda un juego infantil donde un grupo hacía levitar a un voluntario en posición supina: cada niño ponía un solo dedo bajo el cuerpo tenso. El niño acostado se levantaba medio metro del suelo entre un coro de risas. Para el niño Baedecker, la sensación de alzar a alguien de ese modo iba acompañada por un ligero temor ante ese desafío a la gravedad, la violación de leyes inviolables. Pero siempre, al final, con delicadeza o brusquedad, bajaban al niño que chillaba y se contorsionaba, le devolvían el peso; la gravedad era obedecida.
Baedecker cuenta veintiocho personas junto a la tumba. Sabe que podría haber habido muchas más. Se comentó que asistiría el vicepresidente, pero el ofrecimiento apestaba a año electoral y Diane terminó pronto con eso. Baedecker mira a la izquierda y ve el chapitel de la iglesia metodista de Lonerock en el valle, tres kilómetros más abajo. La luz tenue caracolea con el paso de las nubes, y Baedecker se queda fascinado por la sensación de sustancia móvil del lejano chapitel. La iglesia había permanecido cerrada durante años antes de las exequias de esta mañana, y mientras Baedecker metía combustible en la estufa de metal, antes de la llegada de los demás deudos, reparó en la fecha de un periódico viejo: 21 de octubre de 1971. Baedecker hizo una pausa tratando de recordar dónde debían de estar él y Dave el 21 de octubre de ese año. Menos de tres meses antes del vuelo. Houston o el Cabo, muy probablemente. Baedecker no recuerda.
La ceremonia es breve y simple. El coronel Terrence Paul, un capellán de la Fuerza Aérea y viejo amigo, dice unas palabras. Baedecker habla un momento, recordando el paseo de su amigo por la superficie lunar, ligero, aureolado por la luz. Leen en voz alta un telegrama de Tom Gavin. Hablan otros. Por último, Diane evoca en voz baja el amor de su esposo por el vuelo y la familia. La voz se le quiebra un par de veces, pero se recobra y concluye.
En el silencio que sigue, Baedecker casi oye cómo los copos de nieve se posan sobre los abrigos, la hierba y el ataúd. De pronto, un estruendo sacude la ladera, y el grupo alza los ojos hacia los cuatro T-38 que bajan del noroeste en formación cerrada, a menos de doscientos metros de altura para mantenerse bajo las nubes. Mientras la formación pasa rugiendo con un gemido que retumba en los huesos, los dientes y el cráneo, el reactor que sigue al líder abandona repentinamente la formación y trepa casi verticalmente hacia el gris techo de nubes. Los otros tres T-38 desaparecen al sudeste, y el chillido de las toberas se transforma en un murmullo que se pierde en el silencio.
La formación del piloto ausente, como de costumbre, conmueve a Baedecker hasta las lágrimas. Parpadea en el aire frío. El general Layton, otro amigo de la familia, hace una seña a la guardia de honor de la Fuerza Aérea. Quitan la bandera americana del ataúd y la doblan ceremoniosamente. El general Layton entrega la bandera doblada a Diane. Ella la acepta sin lágrimas.
Individuos y grupos pequeños saludan a la viuda, y luego la gente se detiene un instante y se aleja lentamente hacia los automóviles que aguardan más allá de la cerca.
Baedecker se queda unos minutos. Siente el aire frío en los pulmones. Más allá del valle ve las colinas moteadas de nieve gris. La carretera del condado atraviesa la ladera del acantilado como una cicatriz. Más al oeste, un risco combado se eleva de las colinas boscosas, y Baedecker piensa en escamas de estegosaurio. Echa una ojeada a la pequeña cabaña del extremo del cementerio y ve la semioculta excavadora amarilla. Dos hombres con monos grises y gorras azules fuman y observan. «Esperando a que me largue», piensa Baedecker. Mira la superficie del ataúd gris suspendido sobre la fosa cavada en la tierra escarchada, da media vuelta y camina hacia los coches.
Diane espera ante la portezuela abierta de su jeep Cherokee blanco, y llama a Baedecker cuando los demás han subido a sus propios coches.
—Richard, ¿quieres bajar la colina conmigo?
—Claro —dice Baedecker—. ¿Quieres que conduzca yo?
—No, yo conduciré. —El Cherokee es el último coche en partir. Baedecker mira a Diane cuando bajan la estrecha senda de grava; ella no mira hacia el cementerio. Tiene las manos desnudas, blancas, firmes sobre el volante. La nieve arrecia mientras bajan en zigzag por el camino abrupto y Diane pone en funcionamiento los limpiaparabrisas. El vaivén de metrónomo de los limpiaparabrisas y el ronroneo de la calefacción son los únicos sonidos durante varios minutos.
—Richard, ¿crees que salió bien? —Diane se desabrocha el abrigo y baja la calefacción. Lleva un vestido azul oscuro; no encontró un vestido negro de embarazada en los tres días anteriores al funeral.
—Sí —dice Baedecker.
Diane asiente con la cabeza.
—Yo también.
El jeep traquetea al pasar sobre una zanja. Las luces de freno del coche de delante parpadean cuando aminora la velocidad para eludir una piedra que sobresale en la maltrecha carretera. Atraviesan una parcela y doblan hacia un camino de grava que se interna en el valle.
—¿Te quedaras con nosotros en Salem esta noche? —pregunta Diane—. Comeremos algo caliente en casa y luego regresaremos.
—Desde luego —dice Baedecker—. Le dije a Bob Munsen que me encontraría con él esta tarde, pero no puedo volver a las siete.
—Tucker estará aquí esta noche —dice Diane, como si aún necesitara convencerlo—. Y Katie. Estaría bien que los cuatro estuviéramos juntos por última vez.
—No tiene que ser la última vez, Diane —dice Baedecker.
Ella mueve la cabeza pero no responde. Baedecker le mira la cara, ve las pecas que resaltan contra la tez pálida, y recuerda una muñeca alemana de porcelana que su madre guardaba en el escritorio. Baedecker la rompió un día de lluvia cuando jugaba con Boots, su enorme spaniel. Aunque su padre la pegó, desde entonces Baedecker siempre fue sensible a la infinitesimal tracería de líneas de fractura en las mejillas blancas y la frente de la delicada estatuilla. Baedecker escruta los rasgos de Diane como si buscara en ellos nuevas líneas de fractura.
Afuera la nevisca arrecia cada vez más.
Baedecker llegó a Salem a principios de octubre. Se apeó del tren, dejó el equipaje y miró en torno. La pequeña estación estaba a cincuenta metros. Parecía construida en los años 20 y abandonada poco después. Crecían matas de musgo en el tejado.
—¡Richard!
Más allá de una familia que intercambiaba abrazos, Baedecker distinguió la silueta alta de Dave Muldorff cerca de la estación. Agitó el brazo, cogió su vieja bolsa de vuelo y echó a andar hacia Dave.
—Demonios, qué alegría verte —dijo Dave. La mano era grande, el apretón firme.
—Lo mismo digo —dijo Baedecker. Con repentina emoción, comprendió que de veras se alegraba de ver a su viejo colega—. ¿Cuánto ha pasado, Dave? ¿Dos años?
—Casi tres —dijo Dave—. Esa ceremonia que animó Mike Collins en el Museo del Aire y del Espacio. ¿Qué demonios le has hecho a tu pierna?
Baedecker hizo una mueca y se tocó el pie derecho con el bastón.
—Un tobillo resentido —dijo—. Me lo torcí cuando estaba en las montañas con Tom Gavin.
Dave cogió la bolsa de vuelo de Baedecker y los dos echaron a andar hacia el aparcamiento.
—¿Cómo anda Tom?
—Bien —dijo Baedecker—. El y Deedee están muy bien.
—Actualmente trabaja de salvador, ¿eh?
Baedecker miró de soslayo a su ex compañero. Nunca había existido afecto entre Gavin y Muldorff. Baedecker sentía curiosidad por los sentimientos de Dave, casi diecisiete años después de la misión.
—Dirige un grupo evangélico llamado Apogeo —dijo Baedecker—. Tiene bastante éxito.
—Magnífico —dijo Dave, y la voz parecía sincera. Llegaron a un flamante jeep Cherokee blanco y Dave arrojó los bártulos de Baedecker en la parte trasera—. Me alegra saber que Tom está bien.
El jeep olía a tapicería nueva recalentada por el sol. Baedecker bajó la ventanilla. Era un día de principios de octubre cálido y despejado. Hojas quebradizas susurraban en un viejo roble más allá del aparcamiento. El cielo estaba sobrecogedoramente azul.
—Pensé que siempre llovía en Oregon —dijo Baedecker.
—Habitualmente sí. —Dave se internó en el tráfico—. Tres o cuatro días al año el sol sale para darnos la oportunidad de limpiarnos los hongos entre los dedos de los pies. Los polizontes, las emisoras de televisión y la base local de la Fuerza Aérea odian los días como éste.
—¿Por qué? —preguntó Baedecker.
—Cada vez que sale el sol, reciben trescientas o cuatrocientas llamadas que hablan de un gran OVNI anaranjado en el cielo —dijo Dave.
—Ja.
—No te miento. Todos los vampiros del estado echan a correr hacia sus ataúdes. Este es el único estado de la Unión donde pueden trabajar durante el día sin toparse con la luz del sol. Estos pocos días soleados son alarmantes para nuestra población de Nosferatus.
Baedecker apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. Iba a ser una visita larga.
—Oye, Richard, ¿se nota que recientemente he practicado sexo oral con una gallina?
Baedecker abrió un ojo. Su ex compañero aún parecía una versión más flaca y demacrada de James Garner. Ahora tenía más arrugas en la cara y pómulos más afilados, pero no se veían canas en el pelo negro y ondulado.
—No —respondió Baedecker.
—Menos mal —dijo Dave con tono de alivio. De pronto tosió dos veces sobre su puño. Fragmentos de Kleenex amarillo aletearon en el aire como plumas.
Baedecker cerró el ojo.
—Me alegra tenerte aquí, Richard —dijo Dave Muldorff.
Baedecker sonrió sin abrir los ojos.
—Me alegra estar aquí, Dave.
Baedecker vendió su coche en Denver y cogió el tren con Maggie Brown para ir al oeste. No sabía si la decisión era prudente —sospechaba que no— pero por una vez decidió actuar sin analizar.
El «Céfiro de California» de Amtrak partió de Denver a las nueve de la mañana, y Baedecker desayunó con Maggie en el coche comedor mientras el largo tren atravesaba la divisoria continental a través del primero de los cincuenta y cinco túneles que los aguardaban en Colorado. Baedecker miró los platos de papel, las servilletas de papel y el mantel de papel.
—La última vez que viajé en tren por Estados Unidos, los manteles eran de tela y no se recalentaba la comida en el microondas —le dijo a Maggie.
Maggie sonrió.
—¿Cuándo fue eso, Richard, en la Segunda Guerra Mundial? —Era una broma, una cruda ironía a costa de Baedecker, que aludía constantemente a la diferencia de edad entre ambos, pero Baedecker parpadeó al comprender que en efecto había sido durante la guerra. Su madre los había llevado a él y a su hermana Anne de Peoria a Chicago para visitar a unos parientes durante las vacaciones. Baedecker recordaba los asientos que miraban hacia atrás, el murmullo de los mozos de cordel y los camareros, la extraña emoción de observar los faroles de la calle y las ventanas anaranjadas en la noche, a través de la ventanilla. Chicago era un constelación de luces e hileras de ventanas de apartamentos pasando a gran velocidad mientras el tren se desplazaba por rieles elevados a través de la zona sur. Aunque Baedecker había nacido en Chicago diez años atrás, el espectáculo le produjo una sensación de desplazamiento, de haberse alejado del centro de las cosas. No era desagradable. Veintiocho años después de ese viaje a Chicago, sufriría la misma sensación de zozobra cuando su nave Apollo quedara fuera de contacto radial mientras el perfil tosco de la Luna le llenaba la visión. Baedecker se había apoyado en la ventanilla del módulo de mando y había limpiado el cristal empañado con la palma, tal como cuatro décadas y media antes, cuando el tren en el que viajaban su madre, su hermana y él entraba en Union Station.
—¿Han terminado ustedes? —preguntó el camarero de Amtrak, casi con hostilidad.
—Terminado —dijo Maggie, bebiendo el último sorbo de café.
—Bien —dijo el camarero. Cogió el mantel de papel rojo por ambos extremos, envolvió los platos de papel, los utensilios de plástico y los vasos de plástico y lo arrojó todo en un receptáculo cercano.
—El progreso —rezongó Baedecker mientras regresaban por el pasillo.
—¿De qué hablas? —preguntó Maggie.
—De nada —dijo Baedecker.
Esa noche, con Maggie acurrucada contra él, Baedecker miró por la ventanilla mientras cambiaban de locomotora en un rincón remoto de la playa de maniobras de Salt Lake City.
Al pie de una rampa abandonada, rodeada de malezas altas y quebradizas por el frío del otoño, había vagabundos reunidos alrededor de una fogata. Baedecker se preguntó si todavía llamaban bobos a los vagabundos del ferrocarril, como en otros tiempos.
Ambos despertaron antes del alba cuando las primeras luces rozaron las rocas rosadas del desfiladero desértico por donde avanzaba el tren. Baedecker supo al instante que el viaje no iría bien, que aquello que él y Maggie habían compartido en la India y redescubierto en las montañas de Colorado no sobreviviría a la realidad de los próximos días.
Ninguno de los dos habló mientras despuntaba el sol. El tren seguía su viaje hacia el oeste. Las rocas y mesetas pasaban deprisa. La mañana estaba envuelta en un silencio provisorio y frágil.
Dave y Diane Muldorff vivían en un barrio residencial en el lado sur de Salem. El patio daba a un arroyo rodeado de bosques y Baedecker escuchó el rumor del agua brincando en los guijarros mientras comía su bistec y su patata asada.
—Mañana te llevaremos a Lonerock —dijo Dave.
—Muy bien —acordó Baedecker—. Me agradará visitarlo después de oír hablar tanto durante tantos años.
—Dave te llevará —aclaró Diane—. Yo mañana tengo una recepción en el Hogar de Niños y una fiesta de recaudación de fondos el domingo. Os veré el lunes.
Baedecker asintió y miró a Diane Muldorff. Tenía treinta y cuatro años, catorce menos que el esposo. Con su rebelde melena de pelo oscuro, sus rutilantes ojos azules, su nariz roma y sus pecas, a Baedecker le hacía pensar en todas las niñas de su vecindario que había conocido. Pero en Diane destacaba una sólida adultez, una madurez serena pero firme que se enfatizaba en su sexto mes de preñez. Esa noche llevaba vaqueros claros y una gastada camisa Oxford azul con los faldones por fuera.
—Tienes muy buen aspecto —dijo impulsivamente Baedecker—. La preñez te sienta bien.
—Gracias, Richard. El tuyo también es bueno. Has perdido algo de peso desde esa fiesta en Washington.
Baedecker rió. En aquella ocasión había llegado a su peso máximo, más de quince kilos por encima del que tenía cuando era piloto. Aún seguía diez kilos por encima de ese peso.
—¿Todavía corres? —preguntó Dave. Muldorff había sido el único integrante de la segunda generación de astronautas que no corría regularmente, lo que había causado ciertos conflictos. Ahora, diez años después de irse del programa, estaba más delgado que entonces. Baedecker se preguntó si sería a causa de la enfermedad.
—Corro un poco —dijo Baedecker—. Empecé hace unos meses, cuando regresé de la India.
Diane trajo varias botellas de cerveza helada a la mesa y se sentó. La última luz del atardecer le alumbró las mejillas.
—¿Qué tal por la India? —preguntó.
—Interesante —dijo Baedecker—. Demasiado para absorber en tan poco tiempo.
—¿Y viste a Scott? —preguntó Dave.
—Sí. Pero muy poco.
—Echo de menos a Scott —dijo Dave—. ¿Recuerdas nuestras excursiones de pesca en Galveston, a principios de los años 70?
Baedecker asintió. Recordaba las interminables tardes en la luz deslumbrante y las veladas lentas y cálidas. Scott y Baedecker siempre regresaban a casa con quemaduras de sol. «¡El regreso de los pieles rojas!», exclamaba Joan en un remedo de consternación. «¡Traed el ungüento!»
—¿Sabías que ese tío, el hombre santo de Scott, vendrá para quedarse en ese ashram que tiene cerca de Lonerock? —preguntó Diane.
Baedecker pestañeó.
—¿A quedarse? No, no lo sabía.
—¿Cómo era el ashram de Poona donde se alojaba Scott? —preguntó Dave.
—En verdad no lo sé —dijo Baedecker. Pensó en la tienda de la entrada, que vendía camisetas con estampas de la cara barbuda del Maestro—. Estuve en Poona sólo un par de días, y apenas vi el ashram.
—¿Regresará Scott cuando el grupo se traslade aquí? —preguntó Diane.
Baedecker paladeó la cerveza.
—No lo sé —dijo—. Tal vez esté aquí ahora. Me temo que he perdido el contacto.
—Oye —dijo Dave con acento cantarín—. ¿Quieres pasar a la sala de billar para jugar una partida?
—¿Sala de billar? —inquirió Baedecker.
—¿Qué te pasa, Richard? —dijo Dave—. ¿Nunca has visto los Beverly Hillbillies en la época de oro de la televisión?
—No.
Dave movió los ojos con gesto sorprendido.
—He aquí el problema de este chico, Diane. Está aislado culturalmente.
Diane asintió.
—Sin duda tu lo solucionarás, Dave.
Muldorff sirvió más cerveza y llevó ambos picheles a la puerta del patio.
—Por suerte para él, tengo grabados veinte episodios de los Beverly Hillbillies. Los veremos en cuanto lo derrote en una rápida pero costosa partida de billar. Adelante, monsieur Baedecker.
—Oui —dijo Baedecker. Cogió unos platos y los llevó a la cocina—. Einen Augenhlik, por favor, mon ami.
Baedecker aparca el coche alquilado y camina doscientos metros hasta la zona del accidente. Ha visto muchas veces este espectáculo, y no espera sorpresas. Está equivocado.
Cuando llega a la cima del risco, el viento helado lo abofetea y al mismo tiempo ve nítidamente el monte St. Helens. El volcán se yergue sobre el valle y la línea de riscos como un enorme y astillado tocón de hielo, coronado por un angosto penacho de humo o nubes. Baedecker comprende que está caminando sobre cenizas. Bajo la delgada capa de nieve el suelo es más gris que pardo. La confusión de huellas de la ladera le recuerda la zona pisoteada que rodeaba el módulo lunar cuando él y Dave terminaron su actividad extravehicular al final del segundo día.
La zona del accidente, el volcán y la ceniza le hacen pensar en el inevitable triunfo de la catástrofe y la entropía sobre el orden. Largas tiras de cinta de plástico color amarillo y naranja cuelgan de las rocas y arbustos indicando lugares que los investigadores hallaron interesantes. Para sorpresa de Baedecker, aún no han retirado los restos del avión. Repara en dos franjas largas y chamuscadas, separadas por treinta metros, donde el T-38 chocó con la colina y rebotó mientras se desintegraba. La mayoría de las ruinas se concentran en un grupo de rocas que se elevan como molares en la ladera. La nieve y la ceniza estaban desperdigadas en rayos que evocan los cráteres de impacto secundario cerca de la zona de alunizaje del módulo en las colinas Marius.
Sólo quedan fragmentos desfigurados y retorcidos del avión. La sección de cola está casi intacta; un metro y medio de metal limpio donde Baedecker lee el número de serie de la Guardia Nacional Aérea. Reconoce una masa larga y ennegrecida como uno de los motores turbojet gemelos de General Electric. Hay trozos de plástico derretido y astillas de metal retorcido por todas partes. Marañas de cable blanco y aislado rodean el fuselaje destrozado como entrañas de una bestia destripada. Baedecker ve una sección de la ennegrecida burbuja de plexiglás todavía unida a un fragmento de fuselaje. Salvo por las cintas de color y la concentración de huellas, no hay indicios de que el cuerpo de un hombre se fusionara con esos rotos fragmentos de aleación derretida.
Baedecker avanza dos pasos hacia la burbuja, pisa algo y retrocede horrorizado.
—¡Dios mío! —Alza el puño impulsivamente aunque comprende que el trozo de hueso, carne asada y pelo chamuscado bajo el arbusto debía ser parte de un animalito que tuvo la desgracia de ser sorprendido por el impacto o el incendio. Se agacha para mirar con mayor atención. El animal tenía el tamaño de un conejo grande, pero los restos de piel no chamuscada son extrañamente oscuros. Busca una rama para tantear el pequeño cadáver.
—¡Eh, nadie puede entrar en esta área! —Un policía del estado de Washington sube jadeando por la colina.
—Está bien —dice Baedecker, mostrando el pase de la base McChord de la Fuerza Aérea—. Estoy aquí para reunirme con los investigadores.
El policía mueve la cabeza y se detiene a unos metros de Baedecker. Se engancha el cinturón con los pulgares y trata de recobrar el aliento.
—Menudo destrozo, ¿eh?
Baedecker alza la cara a las nubes cuando comienza a nevar de nuevo. El monte St. Helens desaparece entre las nubes. El aire huele a goma quemada, aunque Baedecker sabe que había poca goma en el avión, salvo en las llantas.
—¿Está en el grupo de investigación? —pregunta el policía.
—No —dice Baedecker—. Conocía al piloto.
—Oh. —El policía arrastra los pies y mira colina abajo.
—Me sorprende que no se hayan llevado los restos —comenta Baedecker—. Habitualmente tratan de guardarlo cuanto antes en un hangar.
—Problemas con el transporte. El coronel Fields y los del gobierno están tratando de solucionarlo, de conseguir camiones en Camp Withycombe, en Portland. Y además hay un problema jurisdiccional. Hasta el Servicio Forestal está involucrado.
Baedecker asiente. Se agacha para mirar de nuevo el animal muerto pero lo distrae un trozo de tela naranja que flamea en una rama cercana. Parte de una mochila, piensa. O de un traje de vuelo.
—Yo fui uno de los primeros en llegar aquí después del accidente —dice el policía—. Jamie y yo recibimos la llamada cuando íbamos de Yale hacia el oeste. El único que llegó antes fue ese geólogo que vive en una cabaña cerca de la Montaña de la Cabra.
Baedecker se incorpora.
—¿Había mucho fuego?
—No cuando llegamos. La lluvia debió de apagarlo. No había mucho que quemar aquí. Excepto el avión, desde luego.
—¿Llovía mucho antes del accidente?
—Ya lo creo. En la carretera había una visibilidad de menos de quince metros. Y vientos muy fuerte. Así imaginé siempre un huracán. ¿Has visto alguna vez un huracán?
—No —contesta Baedecker, y luego recuerda el huracán del Pacífico que él, Dave y Tom Gavin vieron desde trescientos kilómetros de altura antes del trayecto translunar—. ¿Así que ya estaba oscuro y llovía mucho?
—Sí. —El tono del policía sugiere que ya no tiene interés—. Dígame una cosa. El oficial de la Fuerza Aérea, el coronel Fields, parece creer que su amigo voló hacia aquí porque sabía que el avión estaba cayendo.
Baedecker mira al policía.
El hombre se aclara la garganta y escupe. Ha dejado de nevar y el suelo aún parece más gris en la opaca luz de la tarde.
—Pero si sabía que tenía problemas —dice el policía—, ¿por qué no expulsó el asiento eyector cuando llegó a esta zona? ¿Por qué se estrelló contra la montaña?
Baedecker vuelve la cabeza. En la carretera, varios vehículos militares, dos camiones y una pequeña grúa se han detenido cerca del Toyota alquilado de Baedecker. Un jeep cubierto trepa por la colina. Dentro va alguien con uniforme azul de la Fuerza Aérea. Baedecker se aleja del policía para salirle al encuentro.
—No lo sé —murmura, en voz tan baja que las palabras se pierden en el viento ululante y el ruido del vehículo que se acerca.
—¿Cuánto falta para Lonerock? —preguntó Baedecker. Se dirigían al norte por la calle Doce de Salem. Ya eran las tres de la tarde.
—Cinco horas de viaje —dijo Dave—. Hay que tomar la interestatal 5 hasta Portland y luego seguir la garganta pasado el Dalles. Luego hay otra hora y media después de Wasco y Condon.
—Llegaremos después del anochecer —dijo Baedecker.
—No.
Baedecker plegó el mapa de carreteras y enarcó las cejas.
—Conozco un atajo —dijo Dave.
—¿A través de las cascadas?
—Más o menos.
Salieron de la carretera Turner tomando un camino que conducía a un aeropuerto pequeño. Había varios reactores militares cerca de dos hangares grandes. Más allá de una ancha pista se encontraban un Chinook, un Cessna A-37 Dragonfly con insignias de la Guardia Nacional Aérea y un viejo C-130. Dave aparcó el Cherokee cerca del hangar militar, sacó los bártulos de la parte trasera y arrojó a Baedecker una cazadora de plumas.
—Abrígate, Richard. Hará frío donde vamos.
Un sargento y dos hombres con monos de mecánico salieron del hangar.
—Hola, coronel Muldorff. Todo preparado y revisado —dijo el sargento.
—Gracias, Chico. Te presento al coronel Dick Baedecker.
Baedecker saludó, y luego se dirigieron por la pista hasta un helicóptero aparcado detrás del Chinook. Los mecánicos estaban abriendo la portezuela lateral.
—Que me cuelguen —dijo Baedecker—. Un Huey.
—Un Bell HU-1 Iroquois para ti, novato —dijo Dave—. Gracias, Chico, déjalo en mis manos. Nate tiene mi plan de vuelo.
—Buen viaje, coronel —dijo el sargento—. Mucho gusto en conocerle, coronel Baedecker.
Mientras seguía a Dave alrededor del helicóptero, Baedecker sintió una contracción en el plexo solar. Había viajado en Huey cientos de veces —incluidas treinta y cinco horas de pilotaje durante la primera época de adiestramiento en la NASA— y jamás le había gustado. Sabía que Dave amaba esas máquinas traicioneras. Muldorff había realizado muchos vuelos experimentales en helicóptero. En 1965 Dave había sido «prestado» a Hughes Aircraft para resolver algunos problemas en el prototipo del TH-55A, un aparato de entrenamiento. El nuevo helicóptero tendía a caer de morro sin previo aviso. La investigación condujo a estudios de campo comparativos con las características de vuelo del Bell HU-1, que ya estaba operando en Vietnam. Dave viajó a Vietnam para realizar seis semanas de vuelo de observación con los pilotos del Ejército, que tenían fama de hacer cosas insólitas con sus máquinas. Cuatro meses después lo llamaron de vuelta y se descubrió que había pilotado misiones de combate todos los días, en un escuadrón de evacuación médica.
Dave se sirvió de su experiencia para resolver el problema de Hughes con el TH-55A, pero le habían suspendido la promoción por haber volado sin autorización con el Primero de Caballería Aérea. También recibió notas de la Fuerza Aérea y del Ejército informándole de que en ninguna circunstancia recibiría pagos retroactivos por vuelos de combate. Dave había reído. Dos semanas antes de irse de Vietnam se enteró de que la NASA lo había aceptado para el programa de entrenamiento de astronautas post-Gemini.
—No está mal —dijo Baedecker cuando terminaron los chequeos externos y entraron en la cabina—. Buen vehículo para los fines de semana. ¿Una de las prebendas de un diputado, Dave?
Muldorff rió y arrojó a Baedecker una tabla con la lista de chequeo interno.
—Claro —dijo—. Goldwater hacía viajes gratis en F-18. Yo tengo mi Huey. Desde luego, es una ayuda que aún siga en reserva activa aquí. —Entregó a Baedecker una gorra de béisbol con la insignia AIR FORCE 1½. Baedecker se la caló y se puso los auriculares de radio—. Además, Richard, para tu tranquilidad como contribuyente, debes saber que esta pila de chatarra cumplió su deber en Vietnam, trasladó gente durante diez años y ahora figura oficialmente en la lista de repuestos. Chico y los muchachos lo mantienen en marcha por si alguien necesita correr a Portland a comprar cigarrillos.
—Sí —dijo Baedecker—. Magnífico. —Se sujetó al asiento izquierdo mientras Dave movía la palanca de control cíclico y bajaba la mano izquierda para apretar el arranque de la palanca de control colectivo. Ese constante juego de controles —cíclico, colectivo, pedales del timón, palanca de regulación— había enloquecido a Baedecker cuando pilotaba esas máquinas perversas, veinte años atrás. Comparado con un helicóptero militar, el módulo lunar Apollo era fácil de dominar.
El motor de turbina rugió, el motor de arranque de alta velocidad gimió y los dos rotores de quince metros empezaron a girar.
—¡Allá vamos! —gritó Dave por el interfono. Varios paneles registraron lecturas correctas mientras el paleteo de los rotores alcanzaba un punto de presión casi físico. Dave tiró del control colectivo y tres toneladas de vieja maquinaria se elevaron. Los patines flotaron a dos metros de la pista.
—¿Preparado para ver mi atajo? —dijo la metálica voz de Dave por el interfono.
—Enséñamelo —dijo Baedecker.
Dave sonrió, dijo algo por el micrófono y lanzó la nave hacia delante mientras iniciaban el ascenso hacia el este.
San Francisco estuvo lluviosa y fría los dos días que pasaron allí Baedecker y Maggie Brown. A sugerencia de Maggie, se alojaron en un viejo hotel rehabilitado cerca de Union Square. Los pasillos en penumbra olían a pintura fresca, las duchas estaban añadidas a macizas bañeras con patas ganchudas y por todas partes colgaban cañerías vistas. Baedecker y Maggie se turnaron para quitarse la mugre de un viaje de cuarenta y ocho horas en tren y se acostaron para hacer una siesta. En su lugar hicieron el amor, se ducharon de nuevo y salieron al atardecer.
—Nunca había estado aquí —dijo Maggie sonriendo—. ¡Es maravilloso!
Las calles estaban pobladas de gente que asistía a espectáculos, y de parejas —la mayoría masculinas— que caminaban de la mano bajo letreros de neón que prometían las delicias de senos o traseros al aire. El viento olía a mar y a gases de tubos de escape. Los tranvías se estaban reparando y los taxis estaban llenos o muy lejos. Baedecker y Maggie cogieron un autobús hasta el Fisherman's Wharf, donde caminaron sin hablar bajo una llovizna fría. El tobillo lastimado de Baedecker los obligó a entrar en un restaurante.
—Los precios son altos —observó Maggie cuando les sirvieron el plato principal—, pero las ostras son deliciosas.
—Sí —asintió Baedecker.
—De acuerdo, Richard —dijo Maggie, tocándole la mano—. ¿Qué ocurre?
Baedecker meneó la cabeza.
—Nada.
Maggie esperó.
—Sólo me preguntaba cómo recuperarías esta semana de clase —dijo Baedecker, sirviendo más vino para ambos.
—No es verdad —dijo Maggie. A la luz de las velas los ojos verdes parecían color turquesa. Maggie tenía las mejillas encendidas a pesar del bronceado—. Dime.
Baedecker la miró un largo instante.
—He estado pensando en ese estúpido espectáculo que el hijo de Tom Gavin dio en las montañas —dijo.
Maggie sonrió.
—¿Te refieres a bailar desnudo en un roca durante una tormenta eléctrica? ¿Con una vara de metal en la mano? ¿Ese estúpido espectáculo?
Baedecker asintió.
—Se pudo haber matado.
—Es verdad —convino Maggie—. Especialmente cuando parecía empeñado en tomar el nombre de todos los dioses en vano hasta que irritó al que no debía. —Pareció advertir la seriedad de Baedecker y cambió el tono—. Oye, todo salió bien. ¿Por qué te molesta ahora?
—No me molesta lo que hizo él —explicó Baedecker—. Me molesta lo que hice mientras él estaba en la roca.
—No hiciste nada —dijo Maggie.
—Exacto —corroboró Baedecker, apurando el vaso de vino. Se sirvió más—. No hice nada.
—El padre de Tommy lo obligó a bajar antes de que nosotros pudiéramos reaccionar —dijo Maggie.
Baedecker movió la cabeza. En una mesa vecina varias mujeres rieron estruendosamente.
—Oh, entiendo —dijo Maggie—. Hablamos nuevamente de Scott.
Baedecker se enjugó las manos con una servilleta roja.
—No sé. Pero al menos Tom Gavin vio que su hijo cometía una estupidez y lo salvó de un posible desastre.
—Sí —dijo Maggie—, el pequeño Tommy tiene diecisiete años, y Scott cumplirá veintitrés en marzo.
—Sí, pero...
—Y el pequeño Tommy estaba a tres metros. Scott está en Poona, India.
—Lo sé...
—Además, ¿quién eres para dictaminar que Scott está cometiendo un error? Ya tuviste tu oportunidad, Richard. Scott es un chico crecido, y si quiere pasar unos años cantando mantras y donando su dinero a un imbécil barbudo con complejo de Jehová, bien, tu oportunidad de ayudarle ya pasó. ¿Por qué no tratas de reiniciar tu estropeada vida, Richard E. Baedecker? —Maggie bebió un largo sorbo de vino—. Demonios, Richard, a veces me das... —Un hipo violento la interrumpió.
Baedecker le dio un vaso de agua con hielo y esperó. Ella guardó silencio un segundo, abrió la boca para hablar y tuvo otro ataque de hipo. Ambos rieron. El grupo de mujeres de la mesa vecina los miró reprobatoriamente.
Al día siguiente, en el Golden Gate Park, mientras miraban las columnas de metal anaranjado que aparecían y desaparecían entre las nubes bajas, Maggie dijo:
—Tendrás que solucionar tu problema con Scott antes de que resolvamos nuestros propios sentimientos, ¿eh, Richard?
—No sé —contestó Baedecker—. Dejémoslo así unos días, ¿de acuerdo? Hablaremos de ello más adelante. Maggie se apartó una gota de lluvia de la nariz.
—Richard, te amo —dijo. Era la primera vez que lo decía.
Por la mañana, cuando Baedecker despertó bajo la brillante luz que atravesaba las cortinas del hotel y oyendo el bullicio del tráfico y los peatones, Maggie ya no estaba.
Volaron hacia el este, luego hacia el norte, luego de nuevo hacia el este, ganando altitud mientras el terreno boscoso se elevaba cada vez más. Cuando el altímetro indicó 2.800 metros, Baedecker dijo:
—¿No exigen oxígeno a esta altura las regulaciones de la Guardia Nacional Aérea?
—Aja —dijo Dave—. En caso de pérdida repentina de presión, la máscara de oxígeno caerá del compartimento superior y le golpeará la cabeza. Por favor, apóyesela en el hocico y respire normalmente. Si viaja usted con un niño o bebé en el regazo, decida con rapidez quién de lo dos tiene derecho a respirar.
—Gracias. ¿El monte Hood? —Se aproximaban al pico volcánico, que ahora se erguía a la izquierda de la trayectoria del Huey. La cumbre nevada estaba setenta metros más alta que ellos. La sombra del Huey onduló sobre la alfombra de árboles de la ladera.
—Así es —dijo Dave—, y allá está el hotel Timberline Lodge, donde filmaron los exteriores de Resplandor.
—Vaya —dijo Baedecker.
—¿Has visto la película? —preguntó Dave por el interfono.
—No.
—¿Has leído el libro?
—No.
—¿No has leído nada de Stephen King?
—No.
—Cielos, Richard, para tratarse de un hombre culto, eres muy poco versado en los clásicos. Te acuerdas de Stanley Kubrick, ¿verdad?
—¿Cómo iba a olvidarlo? —dijo Baedecker—. Me arrastraste a ver 2001: odisea del espacio cinco veces el año que la proyectaron en la sala Cinerama de Houston. —No era una exageración. Muldorff estaba obsesionado con la película e insistía en que sus compañeros la vieran con él. Antes del vuelo, Dave había hablado con entusiasmo de llevar un monolito negro inflable de contrabando para «descubrirlo» sepultado bajo la superficie lunar durante una actividad extravehicular. La escasez de monolitos negros inflables había frustrado ese plan, así que Dave se contentó con despertar a Control de Misión al final de cada período de sueño tocando los acordes iniciales de Also Sprach Zarathustra. A Baedecker le pareció divertido las primeras veces.
—La obra maestra de Kubrick —dijo Dave, girando el Huey a la derecha. Sobrevolaron un paso donde tiendas y caravanas de excursionistas se apiñaban alrededor de un lago de montaña en cuyas aguas centelleaba el sol del atardecer. De pronto la tierra descendió, los pinares perdieron verdor y colinas peladas y bajas surgieron al sur y al este. Siguieron volando a mil quinientos metros mientras el terreno se transformaba en campos de regadío y luego en desierto. Dave habló por el micrófono con control de tráfico, bromeó con alguien de un aeropuerto privado de Maupin y conectó de nuevo el interfono—. ¿Ves ese río?
—Sí.
—Es el John Day. El gurú de Scott compró un pequeño pueblo al sudoeste de allí. El mismo que Rajneesh hizo famoso hace unos años.
Baedecker desplegó un mapa de navegación e inclinó la cabeza. Abrió la cremallera de su cazadora, sirvió café de un termo, le pasó una taza a Dave.
—Gracias. ¿Quieres pilotarlo un rato?
—No especialmente —dijo Baedecker.
Dave rió.
—No te gustan los helicópteros, ¿eh, Richard?
—No especialmente.
—No entiendo por qué. Has pilotado todo lo que tiene alas, incluidos aviones de despegue vertical y despegue corto, y ese maldito aparato de la Armada que causo más muertes de las que valía. ¿Qué tienes contra los helicópteros?
—¿Aparte de que son artilugios endemoniados y traicioneros que sólo esperan aplastarte contra el suelo? —preguntó Baedecker—. ¿Quieres decir aparte de eso?
—Sí —rió Dave—. Aparte de eso. —Bajaron a mil metros y luego a seiscientos. Delante, un pequeño hato de vacas avanzaba perezosamente por una amplia extensión de hierba seca. El flanco de las vacas era color dorado y chocolate en la luz horizontal.
—Oye —dijo Dave—, ¿recuerdas esa rueda de prensa a la que asistimos antes del Apollo 11, para escuchar a Neil, Buzz y Mike hablar sobre el asunto?
—¿Cuál de ellas?
—La anterior al lanzamiento.
—Vagamente —dijo Baedecker.
—Bien, Armstrong dijo algo que me irritó de veras.
—¿Qué? —preguntó Baedecker.
—Ese periodista... el que ha muerto... Frank McGee... Le preguntó a Armstrong algo sobre los sueños, y Neil dijo que había tenido un sueño que se le repetía desde que era niño.
—¿Y?
—Era un sueño en el que Neil podía elevarse del suelo si contenía el aliento el tiempo suficiente. ¿Lo recuerdas?
—No.
—Pues yo sí. Neil dijo que había tenido el sueño por primera vez cuando era muy pequeño. Contenía el aliento y se elevaba del suelo. No volaba, sólo revoloteaba.
Baedecker terminó el café y arrojó la taza de plástico en una bolsa de basura junto al asiento.
—¿Por qué te irritó? —preguntó.
Dave lo miró. Los ojos eran inescrutables detrás de las gafas oscuras.
—Porque ése era mi sueño —dijo.
El Huey bajó el morro y descendió hasta sólo cien metros del escarpado terreno, muy por debajo de la altitud mínima requerida por las regulaciones federales. Matas de salvia y pino se deslizaban por debajo, confirmándoles la sensación de velocidad. Baedecker miró a través de la burburja de plexiglás y vio pasar una casa solitaria. Era marrón, decrépita, el techo de hojalata estaba oxidado, el granero derruido; roderas que se extendían hasta el horizonte sugerían el único acceso. Junto a esa casucha sobresalía una flamante y blanca antena satelital.
Baedecker encendió el interfono. No había interruptor de interfono en el suelo del asiento izquierdo, así que debía estirar la mano para tocar el interruptor del control cíclico cada vez que quería hablar.
—Tom Gavin me explicó que estuviste enfermo en primavera —dijo.
Dave miró hacia la izquierda y hacia el suelo que se deslizaba debajo a cien nudos. Cabeceó.
—Sí, tuve algunos problemas. Pensé que tenía la gripe... fiebre y ganglios en el cuello. Pero mi médico de Washington me dijo que tenía la enfermedad de Hodgkin. Yo ni siquiera había oído hablar de ella.
—¿Grave?
—La califican según una escala de cuatro puntos —dijo Dave—. El nivel uno significa toma un aspirina y envía cuarenta dólares por correo. El nivel cuatro significa «coge tus calcetines».
Baedecker no pidió más explicaciones. Durante los cientos de horas que habían compartido en sofocantes simuladores, Dave reaccionaba ante las emergencias con la expresión «coge tus calcetines y despídete de tu pellejo».
—Yo estaba en el nivel tres —dijo Dave—. Lo pillaron a tiempo. Me hicieron sentir mejor con medicación y un par de sesiones de quimioterapia. Para asegurarse me extirparon el bazo. Ahora todo parece ir muy bien. Si lo detienen al principio, generalmente lo detienen para siempre. Pasé mi examen físico de piloto hace tres semanas. —Sonrió señalando una ciudad al norte—. Allá está Condon. Próxima parada, Lonerock. Sede de la futura Casa Blanca Oeste de Estados Unidos.
Cruzaron un camino rural de grava y Dave viró bruscamente para seguirlo, bajando a quince metros. No había tráfico. Maltrechos postes telefónicos bordeaban el lado izquierdo del camino, dando la impresión de haber estado allí desde siempre. No había árboles; las cercas de alambre de púas no estaban sujetas con postes, sino con pedazos de chatarra.
El Huey sobrevoló el borde de un desfiladero. En unos segundos pasaron de estar a quince metros de altura sobre un camino de grava a doscientos cincuenta metros sobre un valle oculto donde un arroyo atravesaba alamedas y donde los campos se hallaban preñados de trigo y hierba invernal. En el centro del valle sobresalía un pueblo fantasma. Aquí y allá un tejado de hojalata asomaba entre las ramas desnudas o el follaje otoñal, y en un lugar asomaba un campanario de iglesia. Baedecker reparó en una vieja escuela que miraba hacia el oeste desde una loma que se erguía sobre el pueblo. Eran apenas las cinco de la tarde, pero era obvio que hacía rato que la sombra tapaba el valle.
Durante unos segundos, Dave inició una zambullida con los rotores casi perpendiculares al suelo. Sobrevolaron una calle Mayor que parecía consistir en cinco edificios abandonados y un herrumbrado surtidor de gasolina. Viraron a la izquierda y pasaron sobre una iglesia blanca cuya torre quedaba empequeñecida por un peñasco que parecía un diente mellado y se elevaba más allá del cementerio.
—Bienvenido a Lonerock —dijo Dave por el interfono.
La mayoría de los deudos se han marchado cuando Baedecker regresa a la casa de Dave y Diane en Salem. La nieve que había visto cerca del monte St. Helens cae ahora como una llovizna ligera.
Tucker Wilson saluda a Baedecker en la puerta. Baedecker no había vuelto a ver a Tucker desde el día del desastre del Challenger, dos años antes. Piloto de la Fuerza Aérea y miembro de reserva del equipo Apollo, Tucker al fin había recibido una misión Skylab un año antes de que Baedecker se marchara de la NASA. Tucker es un hombre bajo con físico de luchador, cara rubicunda y apenas un rastro de pelo color arena sobre las orejas. Al contrario de muchos pilotos de prueba, que hablaban con acento sureño o neutro, Tucker hablaba con las vocales monótonas de Nueva Inglaterra.
—Diane está arriba con Katie y la hermana —dice Tucker—. Vamos al cuarto privado de Dave a beber una copa.
Baedecker lo sigue. La habitación revestida de libros, con sillas de cuero y un viejo escritorio, es un estudio más que un cuarto privado. Baedecker se desploma en una silla y mira alrededor mientras Tucker sirve el whisky. En los estantes hay una mezcla ecléctica de ediciones para coleccionistas, ediciones en tapa dura, ediciones en rústica, pilas de revistas y periódicos. En la pared, cerca de la ventana, hay varias fotografías: Baedecker se reconoce en una de ellas, sonriendo junto a Tom Gavin mientras Richard Nixon extiende rígidamente la mano a un sonriente Dave.
—¿Agua o hielo? —pregunta Tucker.
—No —dice Baedecker—. Solo, por favor.
Tucker le entrega el vaso a Baedecker y se sienta en la antigua silla giratoria del escritorio. Parece incómodo, recoge una hoja mecanografiada del escritorio, la deja donde estaba, bebe un largo sorbo.
—¿Algún problema con el vuelo de esta mañana? —pregunta Baedecker. Tucker ha volado en la formación del piloto ausente.
—No —dice Tucker—. Pero podíamos haberlo tenido si las nubes hubieran estado más bajas. Ya estábamos quemando los pollos del granero a esa altura.
Baedecker mueve la cabeza y paladea el whisky.
—¿Estás en lista de espera para algún viaje cuando se reinicie el programa del transbordador? —le pregunta a Tucker.
—Sí. En noviembre próximo si las cosas arrancan de nuevo. Llevamos un cargamento del Departamento de Defensa, así que sortearemos todas esas ruedas de prensa donde posamos de héroes conquistadores.
Baedecker asiente. El whisky es The Glenlivet, sin mezcla, el favorito de Dave.
—¿Qué crees, Tucker? ¿Es seguro pilotar ese trasto?
El piloto más bajo se encoge de hombros.
—Dos años y medio —dice—. Más tiempo para arreglar las cosas que el intervalo que hubo cuando Gus, Chaffee y White murieron en el Apollo 1. Desde luego, le cedieron la reparación de los cohetes impulsores a Morton Thiokol, y ellos son los que certificaron que esas anillas eran seguras.
Baedecker no sonríe. Ha presenciado la extraña e incestuosa danza entre contratistas y agencias del gobierno y, como la mayoría de los pilotos, no la encuentra graciosa.
—He oído que dispondrán del nuevo sistema de escape para el primer vuelo.
Tucker se echa a reír.
—Sí, ¿lo has visto, Dick? Hay un palo muy largo en el compartimiento inferior, y mientras el piloto de mando mantiene la nave recta y a velocidad subsónica, los tripulantes trepan y se deslizan hacia afuera como truchas en una caña de pescar.
—No habría ayudado al Challenger —dice Baedecker.
—Me recuerda a esa broma del SIDA, la del heroinómano que no teme contagiarse cuando usa agujas sucias porque lleva puesto un condón —dice Tucker. Apura el whisky y se sirve más—. Bien, qué demonios, hay más de setecientos puntos de Estado Crítico Uno en el transbordador, y estoy convencido de que esas malditas anillas son lo único por lo que no debemos preocuparnos.
Baedecker sabía que un ítem de Estado Crítico Uno era un sistema o componente que no contaba con respaldo fiable; si ese ítem fallaba, fallaba la misión.
—¿Ya no aterrizaréis en el Cabo? —pregunta Baedecker.
Tucker menea la cabeza. En su primera misión con el transbordador, Wilson había aterrizado con el Columbia, en Cabo Cañaveral. Se reventó una llanta y dos frenos se gastaron hasta el tope.
—Ahora saben que es demasiado arriesgado —dice Tucker—. Utilizaremos Edwards o White Sands en el futuro próximo. —Bebe un largo sorbo—. Pero qué demonios —añade con una sonrisa—, sin agallas no hay gloria.
—¿Qué se siente al pilotarlo? —pregunta Baedecker. Por primera vez en varios días, puede pensar en algo que no sea Dave.
Tucker se inclina hacia delante, más animado, gesticulando con las manos.
—Es increíble, Dick. El descenso es como tratar de dominar un DC-9 en Mach 5. Tienes que discutir con los malditos ordenadores para que te dejen pilotar, pero cuando vuelas lo haces de veras. ¿Has estado en un simulador actualizado?
—Hice una ronda —dice Baedecker—. No tuve tiempo para sentarme en el asiento izquierdo.
—Tienes que probarlo —dice Tucker—. Ven al Cabo en otoño y te conseguiré tiempo libre.
—Parece interesante —dice Baedecker. Termina el trago y hace girar el vaso en las manos, a la luz de la lámpara—. ¿Veías mucho a Dave en el Cabo?
Tucker sacude la cabeza.
—Le irritaba que esos diputados y senadores tuvieran vuelos gratuitos mientras los ex pilotos de caza esperábamos años para otra oportunidad. Estaba en todos los comités indicados y trabajaba con empeño por el programa, pero no estaba de acuerdo con esa tontería de mandar una maestra y un periodista al espacio. Decía que el transbordador no era lugar para personas que se ponían los pantalones una pernera después de la otra.
Baedecker ríe entre dientes. Se trata de una alusión a uno de los primeros enfrentamientos de Dave con la NASA. Durante el primer vuelo de Muldorff en un módulo Apollo, un vuelo orbital de ajuste, Dave recibió una comunicación por televisión en vivo de sus padres. Tucker Wilson estaba con él cuando Dave empleó esa expresión. «Bien, amigos, durante años los astronautas hemos dicho que somos gente común. No héroes, sino personas como los demás. Tíos que se ponen los pantalones una pernera después de la otra, como todos. Bien, hoy estoy aquí para demostraros lo contrario.» Muldorff hizo una pirueta en gravedad cero, usando sólo sus calzones largos y su gorra de Snoopy, y con un simple y grácil movimiento se puso el mono: dos perneras a la vez.
Baedecker se acerca a un estante y saca un volumen de Yeats. Media decena de tiras de papel como puntos de libro.
—¿Has averiguado algo esta tarde? —pregunta Tucker.
Baedecker menea la cabeza y deja el libro.
—He hablado con Munsen y Fields. Trasladarán los últimos restos a McChord. Bob arreglará las cosas para que yo pueda escuchar la cinta mañana. La Junta de Accidentes tiene algunas ideas preliminares pero mañana se tomará el día libre.
—Oí la cinta ayer —dice Tucker—. No hay mucho. Dave mencionó problemas con el sistema hidráulico a quince minutos de Portland. Utilizaban el aeropuerto civil porque Munsen había ido para esa conferencia...
—Sí —confirmó Baedecker—. Luego decidió quedarse un día más.
—Correcto —dice Tucker—. Dave voló al este solo, informó sobre el problema hidráulico a los quince minutos y viró un minuto más tarde. Después, el maldito motor de estribor se recalentó y dejó de funcionar. Eso ocurrió a ocho minutos de distancia, en el camino de regreso. El internacional de Portland estaba más cerca, así que siguieron con el problema. Hubo formación de hielo, pero esto no habría sido serio si hubiera podido elevarse. Dave no habló demasiado, el controlador parece un jovenzuelo idiota. Antes de caer, Dave anunció que vio luces.
Baedecker bebe el último sorbo de whisky y deja el vaso en el carro de bebidas.
—¿Sabía que estaba regresando?
Tucker frunce el ceño.
—Es difícil decirlo. Hablaba sólo para pedir confirmación de altitud. El controlador del Centro de Portland le recordó que allí los riscos alcanzaban mil quinientos metros. Dave se dio por enterado y dijo que saldría de las nubes a dos mil metros para poder ver luces. Luego nada, hasta que el radar lo perdió segundos más tarde.
—¿Cómo era la voz?
—Gagarin todo el tiempo —responde Tucker.
Baedecker mueve la cabeza. Yuri Gagarin, el primer hombre que voló en órbita terrestre, había muerto al estrellarse en un MiG durante un vuelo rutinario de entrenamiento en marzo de 1968. En la comunidad de pilotos de prueba se había comentado la extraordinaria calma de la voz grabada de Gagarin mientras conducía el MiG fuera de control hacia un terreno baldío entre casas de una zona muy poblada. Cuando Baedecker visitó la Unión Soviética como parte de un equipo administrativo, un año antes del proyecto Apollo-Soyuz, un piloto soviético comentó que Gagarin se había estrellado en una zona boscosa y remota y la causa oficial había sido «error del piloto». Se rumoreaba sobre consumo de alcohol. No había voz grabada. Aun así, entre los pilotos de prueba de la generación de Baedecker y Tucker, «Gagarin todo el tiempo» seguía siendo el mejor modo de elogiar a quien conservaba la calma en una emergencia.
—No entiendo —dice Tucker con voz irritada—. El T-38 es el avión más seguro de la maldita Fuerza Aérea.
Baedecker no hace comentarios.
—Hay un promedio de dos accidentes cada cien mil horas de vuelo —sigue Tucker—. Dime otro avión supersónico con esos antecedentes, Dick.
Baedecker se acerca a la ventana y mira hacia fuera. Sigue lloviendo.
—Y a nadie le importa, ¿verdad? —explota Tucker, sirviéndose una tercera copa—. Nunca importa, ¿eh?
—No —contesta Baedecker—. Nunca importa.
Llaman a la puerta y entra Katie Wilson, la esposa de Tucker, pelo rubio, rasgos afilados. Al principio se la podría tomar por una camarera de edad con poco seso, pero en seguida sobresale la aguda inteligencia y la sensibilidad alerta detrás del espeso maquillaje y el acento sureño.
—Richard —dice—, me alegra que hayas vuelto.
—Lamento haber llegado tarde —se excusa Baedecker.
—Diane quiere hablarte. He insistido en que se acostara porque de lo contrario se pasaría la noche en vela haciendo de anfitriona perfecta. Lleva despierta cuarenta y ocho horas seguidas. ¡Espera un bebé para dentro de una semana, por todos los santos!
—No la distraeré mucho tiempo, Katie —dice Baedecker, y sube la escalera.
Diane Muldorff está en bata, sentada en una silla azul, leyendo una revista. A Baedecker le parece muy embarazada. Le dice que entre.
—Me alegra que estés aquí, Richard.
—Lamento llegar tarde, Diane —se disculpa Baedecker—. He conducido hasta McChord con Bill Munsen y Stephen Fields.
Diane asiente con la cabeza y deja la revista.
—Cierra la puerta, Richard, por favor.
Baedecker cierra la puerta y se sienta cerca del tocador. Mira a Diane, el pelo oscuro recién cepillado, las mejillas recién lavadas, pero sus ojos no pueden ocultar la fatiga y la pesadumbre de los últimos días.
—¿Me harás un favor, Richard?
—Lo que quieras —dice Baedecker con franqueza.
—El coronel Fields, Bob, los demás han prometido mantenerme informada sobre la investigación del accidente...
Baedecker la observa y espera.
—Richard, ¿te encargarás de echar una ojeada? ¿No sólo de seguir la investigación oficial, sino de investigar por tu cuenta y decirme todo lo que averigües?
Baedecker titubea un segundo, asombrado, y luego le coge la mano.
—Claro que sí, Diane. Si es eso lo que quieres. Pero dudo de que pueda averiguar algo que no averigüe la Junta.
Diane asiente, pero le aferra el brazo con insistencia.
—Pero ¿lo intentarás?
—Sí —afirma Baedecker.
Diane se toca la mejilla y mira hacia abajo como mareada.
—Hay tantos detalles —dice.
—¿A qué te refieres?
—Cosas que no entiendo. Dave llevó el helicóptero a Lonerock. ¿Lo sabías?
—No.
—El tiempo empeoró, así que regresó en el coche que habíamos dejado allá —dice Diane—. Pero ¿para qué fue a Lonerock?
—Pensaba que trabajaba en su libro —dice Baedecker.
—Se suponía que debía parar en Salem, una noche después de la reunión, para recaudar fondos de Portland —explica Diane—. Sin embargo, voló a Lonerock cuando la casa estaba totalmente cerrada. No pensábamos ir hasta semanas después del nacimiento del bebé.
Baedecker le toca el brazo, lo aprieta con dulzura.
—Richard —dice Diane—, ¿sabías que el cáncer de Dave había reaparecido? No creía que se lo hubiera dicho a nadie, pero pensaba que tal vez habría llamado...
—Yo no tenía teléfono donde estaba, Diane, ¿lo recuerdas? Tuviste que enviarme ese telegrama.
—Sí, lo recuerdo —dice Diane, la voz quebrada de agotamiento—. Sólo pensaba... No me dijo nada, Richard. Su médico de Washington es amigo... Llamó al día siguiente del accidente. La enfermedad se había extendido al hígado y a la médula ósea. En primavera, querían hacerle un tratamiento completo de quimioterapia utilizando una combinación de drogas llamada MOPP. Dave se había negado. Esa clase de quimioterapia causa esterilidad en la mayoría de casos. A Dave le habían hecho algo de radiación y la laparotomía, yo lo sabía. Pero no sabía nada sobre lo demás...
—En octubre, Dave me dijo que estaban bastante seguros de haberlo detenido —explica Baedecker.
—Sí, lo encontraron de nuevo antes de Navidad. Dave no me lo comentó. Debía someterse a un examen físico de piloto la semana entrante. Jamás lo habría aprobado.
—¡Richard! —llama la voz de Katie por la escalera—. ¡Teléfono!
—Ya voy —responde Baedecker. Coge de nuevo la mano de Diane—. ¿Qué piensas, Diane?
Ella lo mira directamente. A pesar de la fatiga y la preñez, no parece vulnerable, sólo bella y resuelta.
—Quiero saber por qué fue a Lonerock sin necesidad. Quiero saber por qué pilotó ese T-38 en solitario cuando podía haber esperado unas horas para un vuelo comercial. Quiero saber por qué se quedó en el avión cuando sin duda sabía que estaba cayendo. —Diane inhala profundamente y se alisa la bata. Le estruja la mano casi hasta hacerle daño—. Richard, quiero saber por qué David está muerto y no aquí conmigo esperando el nacimiento de nuestro hijo.
Baedecker se pone de pie.
—Prometo que haré todo lo posible —dice. Besa la frente de Diane y la ayuda a levantarse—. Ahora ven, acuéstate y duerme. Mañana tendrás invitados a desayunar, yo quizá salga temprano, pero te llamaré antes de regresar.
Diane lo mira cuando él se detiene en la puerta.
—Buenas noches, Richard.
—Buenas noches, Diane.
Abajo lo espera Katie.
—Es conferencia, Richard. Le he dicho que llamara de nuevo, pero espera.
Baedecker entra en la cocina para coger el teléfono.
—Gracias, Katie —dice—. ¿Sabes quién es?
—Una tal Maggie —responde Katie—. Maggie Brown. Dice que es importante.
Dave aterrizó con el Huey en un rancho, a un kilómetro de Lonerock. Había una pista corta y herbosa, una veleta con forma de manga colgando de la cúpula de un viejo cobertizo y un viejo Stearman de dos plazas atado entre el cobertizo y el rancho.
—Bienvenidos al aeropuerto internacional de Lonerock —dijo Dave mientras apagaba el último interruptor—. Por favor, permanezcan en sus asientos hasta que la aeronave haya parado frente a la terminal.
Los rotores giraron cada vez más despacio hasta detenerse.
—¿Todos los pueblos fantasma tienen aeropuerto? —preguntó Baedecker. Se quitó los auriculares y la gorra, se pasó los dedos por el pelo ralo y meneó la cabeza. El rugido de la turbina aún le zumbaba en los oídos.
—Sólo donde los fantasmas son pilotos —contestó Dave.
Un hombre salió del cobertizo para saludarlos. Era más joven que Muldorff o Baedecker, pero años de trabajar al sol le habían curtido la cara. Llevaba botas de vaquero, vaqueros desteñidos, gorra negra y una hebilla con una turquesa india. La manga izquierda de la camisa a cuadros estaba sujeta al hombro.
—Hola, Dave —saludó—. Me preguntaba si vendrías este fin de semana.
—Buenas noches, Kink —dijo Dave—. Te presento a Richard Baedecker, amigo de los viejos tiempos.
—Tanto gusto —dijo Baedecker al estrechar la mano de Kink. Le gustó la fuerza contenida del apretón del hombre y las arrugas que le rodeaban los ojos azules.
—Kink Weltner cumplió tres turnos como jefe de helicópteros en Vietnam —dijo Dave—. De vez en cuando me deja aparcar mi pájaro aquí. De alguna manera se apropió de un enorme tanque clandestino de queroseno para aviones.
El ranchero se les acercó y acarició con afecto la cubierta del motor del Huey.
—No puedo creer que esta chatarra oxidada aún esté volando. ¿Chico reemplazó esa válvula?
—Sí —respondió Dave—, pero quizás quieras echar una ojeada en el interior.
—Ajustaré la tapa cuando le eche combustible —comentó Kink.
—Nos vemos —dijo Dave, caminando hacia el granero. Hacía fresco en el valle. Baedecker llevaba la cazadora en una mano y la bolsa de vuelo en la otra. Las últimas franjas de luz solar rebotaban en las colinas del este. Las crepitantes hojas de álamo se perfilaban contra el frágil cielo azul. Había un jeep aparcado cerca del granero, las llaves en el contacto. Dave arrojó sus bártulos en el asiento trasero y saltó adentro. Baedecker lo imitó, aferrando la agarradera mientras Dave arrancaba a toda velocidad.
—Es bueno tener un técnico en este lugar —dijo Baedecker—. ¿Lo conociste en Vietnam?
—No. Lo conocí cuando Diane y yo compramos la casa aquí en el 76.
—¿Perdió el brazo en la guerra?
Dave meneó la cabeza.
—Allá no sufrió ni un rasguño. Tres meses después de la baja, se embriagó y se desbarrancó con una camioneta en los Dalles.
Dejaron atrás el peñasco con forma de diente mellado y la iglesia cerrada y entraron en Lonerock. En el valle, el camino que habían seguido desde Condon era una línea blanca en la pared sombreada del macizo. Baedecker vio varias casas abandonadas entre malezas a lo largo de la calle, la vieja escuela a la derecha entre los árboles. Dave paró frente a una vieja casa blanca con techo de hojalata y una cerca baja en el frente. El césped estaba bien cuidado; a un lado había un patio de losas, y un comedero para colibríes colgaba de un joven árbol de lilas.
—La mansión Muldorff —anunció Dave, bajando la bolsa de Baedecker del jeep.
El cuarto de invitados estaba en el segundo piso, bajo los aleros. Baedecker imaginó el repiqueteo de la lluvia en el techo de hojalata. Sintió respeto por el trabajo que se había hecho en esa vieja estructura. Dave y Diane habían arrancado paredes, reforzado suelos, añadido una chimenea en la sala y una estufa en la cocina, habían reparado los cimientos, añadido cables eléctricos y cañerías, remodelado la cocina, y habían transformado un altillo bajo en un pequeño pero cómodo segundo piso. «Al margen de eso, la casa era bonita tal como la encontramos», había dicho Dave. En los días en que el Camino de Oregon era un recuerdo reciente, la casa funcionaba como oficina de correos, luego como oficina del sheriff, incluso como morgue durante un tiempo, antes de decaer con el resto del pueblo. Ahora las paredes del dormitorio de invitados eran blancas, con cortinas blancas y duras, un camastro de bronce y un antiguo tocador con una jofaina blanca y una jarra. Baedecker miró por la ventana. A través de las ramas desnudas se veía el patio del frente y la calle de tierra. Podía imaginar carruajes, pero no otros vehículos. Los restos de una baja acera de madera se pudrían en la hierba frente a la cerca.
—Ven —llamó Dave desde abajo—. Te enseñaré el pueblo antes de que oscurezca.
No llevaba mucho tiempo recorrer el pueblo, aun a pie. A treinta metros de la casa, el camino de tierra viraba al norte y se transformaba en calle Mayor por una manzana. La carretera del condado salía a la izquierda, cruzaba un puente bajo y continuaba entre trigales y campos de alfalfa hasta las montañas, tres kilómetros al oeste. El arroyo que Baedecker había visto desde el aire rodeaba la propiedad de Dave bordeando el derruido cobertizo que él llamaba garaje.
El silencio era tan profundo que los pasos de ambos en la grava de la calle Mayor sonaban como una intrusión. Algunas casas parecían habitadas, una vieja caravana permanecía aparcada detrás de un edificio tapiado, pero la mayoría de los edificios estaban arruinados por las malezas y la intemperie, las vigas expuestas a los elementos. Había tres tiendas cerradas en el oeste de la calle Mayor, dos con oxidadas lámparas sin bombilla en la puerta. Frente a una tienda abandonada, un surtidor ofrecía gasolina especial a treinta y un centavos el galón. En la ventana colgaba un letrero en diagonal, manchado de excrementos de moscas: «Coca CERRADO. La Pausa que Refresca».
—¿Es oficialmente un pueblo fantasma? —preguntó Baedecker.
—Claro que sí —dijo Dave—. El censo oficial indica cuatrocientos ochenta y nueve fantasmas y dieciocho personas en el pico de la temporada estival.
—¿Y qué hace la gente que se queda aquí todo el año?
Dave se encogió de hombros.
—Hay un par de granjeros y rancheros retirados. A Solly, el de la caravana, le tocó la lotería de Washington hace unos años y se instaló aquí con sus dos millones.
—Bromeas —dijo Baedecker.
—Nunca bromeo —dijo Dave—. Vamos, quiero presentarte a alguien.
Caminaron una calle y media al este hasta el extremo del pueblo y doblaron hacia la escuela de ladrillos. Era un imponente edificio de dos pisos, y el enorme campanario recubierto de vidrio le daba cierta majestuosidad. Baedecker advirtió que se había puesto mucho esfuerzo en la rehabilitación del edificio. Un cuidado jardín formaba parte de lo que había sido el patio, y hacía algunos años habían limpiado los ladrillos con arena. La puerta estaba bellamente tallada, y colgaban cortinas blancas de las altas ventanas.
Baedecker resollaba cuando llegaron a la puerta.
—Tienes que correr más, Dick —bromeó Dave. Golpeó una aldaba de bronce. Baedecker se sobresaltó cuando llegó una voz por un tubo metálico.
—Es Dave Muldorff, señora Callahan —gritó Dave por el tubo—. He traído a un amigo.
Baedecker reconoció la anticuada bocina como parte de un viejo sistema de comunicación por tubos que sólo había visto en películas y una vez al visitar el hogar de Mark Twain en Hartford.
Se oyó una respuesta ahogada que Baedecker tradujo como «Adelante» y un zumbido cuando se abrió la puerta. Baedecker recordó la entrada del edificio de apartamentos de la calle Kildare de Chicago, donde vivía antes de la guerra. Al entrar, casi esperaba oler esa mezcla de alfombra musgosa, madera barnizada y col hervida que durante su infancia había representado la vuelta al hogar. Pero el interior de la escuela olía a cera para muebles y a la brisa nocturna que entraba por las ventanas abiertas.
Baedecker se quedó fascinado al ver las habitaciones mientras subían los dos tramos de escaleras. Habían transformado una gran aula del primer piso en una amplia sala de estar. Todavía quedaba parte de la larga pizarra, pero estaba tapada por estantes que contenían cientos de volúmenes. Valiosos muebles antiguos se repartían sobre un suelo de madera pulido, y una pequeña zona limitada por una alfombra persa, un sofá y mullidos sillones.
En el segundo piso, a la altura de un tercer piso normal, detrás de puertas correderas, había un estudio lleno de libros y un dormitorio donde se erguía una cama individual con dosel en medio de doscientos metros cuadrados de madera bruñida. Dos gatos se internaron deprisa en las sombras al oír pisadas. Baedecker siguió a Dave por una escalera de caracol de hierro forjado que obviamente se había añadido cuando el edificio dejó de funcionar como escuela. Atravesaron un escotillón abierto en el cielo raso y de pronto la luz los inundó de nuevo, mientras subían a lo que podría haber sido la cabina del piloto de uno de esos altos vapores de ruedas.
Baedecker quedó tan sorprendido que durante varios segundos no atinó a fijar la vista en la mujer mayor que le sonreía desde una silla de mimbre. Miró en torno sin molestarse en ocultar su expresión de deleite.
El campanario de la vieja escuela era ahora una cúpula de vidrio de cinco metros por cinco, e incluso en el techo había claraboyas. Por la calidad de la luz, Baedecker comprendió que el vidrio era polarizado. Ahora realzaba los ricos matices del cielo y el follaje, pero durante el día debía de ser opaco por fuera, mientras que los colores resultarían más claros y contrastados para quien los observara desde dentro. Afuera, al este y al oeste, a lo largo del remate de dos gabletes que salían del campanario, se veía un estrecho pasaje cercado por una intrincada baranda de hierro forjado. Dentro había muebles de mimbre, un juego de té y mapas estelares sobre una mesa, y un antiguo telescopio de bronce en un alto trípode.
Pero lo que más sorprendió a Baedecker fue el paisaje. Desde esa altura de diez metros por encima del pueblo, podía ver los tejados, las copas de los árboles, las paredes del desfiladero, las colinas y los altos riscos donde losas de antiguo sedimento atravesaban el suelo como espinas perforando una tela gastada. El cielo polarizado era tan oscuro que Baedecker recordó uno de esos raros vuelos por encima de los 20.000 metros, donde las estrellas se vuelven visibles durante el día y la curva azul cobalto de los cielos se funde con el negro. Baedecker comprendió que ahora se veían las estrellas, que despuntaban en pares y pequeños cúmulos, como gente que llega temprano al cine para escoger las mejores butacas.
Una brisa atravesaba las mallas de alambre de la parte inferior de la pared de vidrio, el viento agitaba las páginas de un libro apoyado en el brazo de un sillón. Baedecker se volvió hacia la sonriente mujer.
—Señora Callahan —dijo Dave—, éste es Richard Baedecker. Richard, la señora Elizabeth Sterling Callahan.
—Tanto gusto, señor Baedecker —dijo la mujer, extendiendo la mano con la palma hacia abajo.
Baedecker cogió la mano y miró atentamente a la mujer. Al principio le había atribuido unos sesenta años, pero ahora comprendió que no tenía menos de setenta. Pero a pesar del peso de los años, Elizabeth Sterling Callahan conservaba una belleza demasiado arraigada para que el tiempo lograra exterminarla. El pelo blanco y corto formaba ondas eléctricas alrededor de ese rostro de facciones enérgicas. Los pómulos presionaban con fuerza una tez que el sol y la edad habían cubierto de pecas, pero los ojillos castaños eran vivaces e inteligentes, y la sonrisa aún mantenía el poder de cautivar.
—Encantado de conocerla, señora Callahan —dijo Baedecker.
—Cualquier amigo de David es amigo mío —respondió ella, y Baedecker sonrió al oír esa voz susurrante y cálida—. Siéntese, por favor. Sable, saluda a nuestros amigos.
Baedecker se percató de que una labrador negra estaba acurrucada en las sombras detrás de la mujer. La perra alzó la cabeza ávidamente cuando Dave se agachó para acariciarla.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Dave, palmeando el costado de la perra.
—Paciencia, paciencia —rió la señora Callahan—. Las cosas buenas llevan tiempo. —Miró a Baedecker—. ¿Es ésta su primera visita a nuestra localidad, señor Baedecker?
—Sí, señora —dijo Baedecker, sintiéndose como un niño en presencia de ella. No le disgustaba esa sensación.
—Bien, es un sitio apacible, pero esperamos que le agrade —dijo la señora Callahan.
—Ya me gusta —contestó Baedecker—. También me gusta mucho esta casa. Ha hecho usted maravillas.
—Vaya, señor Baedecker, gracias —dijo la señora Callahan, y Baedecker le vio la sonrisa en la luz penumbrosa—. Mi difunto esposo y yo realizamos casi todo el trabajo cuando vinimos aquí a finales de los años 50. Hacía treinta años que la escuela estaba abandonada y se encontraba en pésimas condiciones. El techo se había desmoronado por partes, en casi todas las habitaciones del segundo piso había nidos de palomas..., cielos, pésimas condiciones. David, en esa mesa hay una jarra de limonada. ¿Por qué no sirves un poco? Gracias, querido.
Baedecker bebió limonada de una copa de cristal mientras fuera anochecía del todo. En el pueblo se veían las luces de unas casas y dos faroles de la calle, uno a poca distancia de la casa de Dave, pero las ramas tapaban el brillo y no enturbiaban la belleza del cielo mientras despuntaban más estrellas.
—Allá asoma Marte —dijo Dave.
—No, querido, ésa es Betelgeuse —dijo la señora Callahan—. Verás, está frente a Rigel y encima del Cinturón de Orion.
—¿Le interesa la astronomía? —preguntó Baedecker, sonriendo ante el embarazo de Dave. Baedecker había tenido que instruir a su compañero durante los ejercicios de navegación celestial en los meses anteriores a la misión.
—Mi difunto esposo era astrónomo —dijo la anciana—. Nos conocimos cuando era profesor en la Universidad de DePauw de Greencastle, Indiana. Yo enseñaba historia. ¿Alguna vez estuvo en DePauw, señor Baedecker?
—No, señora Callahan.
—Bonito lugar. Académicamente secundario, y sepultado en el séptimo círculo de la desolación en los maizales de Indiana, pero con un bonito campus. ¿Más limonada, señor Baedecker?
—No, gracias.
—Mi difunto esposo era fanático de los Chicago Cubs —explicaba la señora Callahan—. Viajábamos a Chicago en el ferrocarril Monon cada agosto, para ver los partidos en el estadio Wrigley. Esas eran nuestras vacaciones. Recuerdo que en 1945 les fue muy bien. Mi difunto esposo hizo planes para alojarnos en el hotel Blackstone una semana más. Viajar para ver a los Cubs fue lo único que echó de menos cuando se jubiló y nos mudamos aquí en el otoño de 1959.
—¿Por qué Lonerock? —preguntó Baedecker—. ¿Tenían ustedes familiares en Oregon?
—De ninguna manera. Ninguno de nosotros había visitado el oeste. No, mi difunto esposo calculó por los mapas que éste era el mejor sitio para las líneas magnéticas de fuerza, así que cargamos nuestro DeSoto y vinimos.
—¿Líneas magnéticas de fuerza?
—¿Le interesa observar el cielo, señor Baedecker? —preguntó la señora Callahan.
Antes que Baedecker pudiera responder, Dave intervino:
—Richard caminó conmigo por la Luna hace dieciséis años.
—Oh, David, no empieces de nuevo con eso —dijo la señora Callahan, dándole una palmada juguetona en la muñeca.
Dave se volvió hacia Baedecker.
—La señora Callahan no cree que los norteamericanos pisaran la Luna.
—¿De veras? —preguntó Baedecker—. Creí que todos aceptaban eso.
—Vamos, no empiece usted también a tomarme el pelo —dijo la anciana, con aire divertido—. Dave ya es bastante malvado.
—Salió en televisión —dijo Baedecker, y en seguida comprendió que era un argumento pobre.
—Sí —afirmó la señora Callahan—, y también el discurso de Checkers de Nixon. ¿Cree usted todo lo que ve y oye, señor Baedecker? No he vuelto a tener un televisor desde que falló nuestro aparato. Ocurrió un domingo. Teníamos un Sylvania Halolite. El halo continuó funcionando cuando la pantalla se volvió negra. En realidad, era bastante sedante.
—Los alunizajes se publicaron en todos los periódicos —dijo Baedecker—. ¿Recuerda el verano de 1969? ¿Neil Armstrong? «¿Un paso pequeño para un hombre, un brinco gigantesco para la humanidad?»
—Sí, sí —rió la anciana—. Dígame, señor Baedecker, ¿cree usted que alguien diría algo así espontáneamente? ¿O en semejante ocasión? Claro que no. Suena como lo que es, un melodrama mal escrito.
Baedecker iba a hablar, miró a Dave y cerró la boca.
—David, ¿cómo está mi querida Diane? —preguntó la señora Callarían.
—Bien —dijo Dave—. Estaba con ella cuando le hicieron la ecografía.
—¿También amniocentesis? —preguntó la anciana.
—No, sólo ecografía.
—Habéis sido prudentes —dijo la señora Callahan—. Diane es joven. No hay razones para correr ese uno por ciento de riesgo de aborto si el procedimiento no es necesario. ¿Cuál es la fecha prevista?
—El médico dice que el siete de enero. Diane piensa que será más tarde. Yo voto por un poco antes.
—Primer hijo, es más probable que nazca más tarde —dijo la señora Callahan.
Baedecker se aclaró la garganta.
—¿Qué decía usted de las líneas magnéticas de fuerza?
La señora Callahan palmeó a la perra y se levantó para caminar despacio hasta la mesa. Miró el cielo y luego los mapas, movió la cabeza con satisfacción y regresó a su asiento.
—Sí, líneas electromagnéticas, en realidad. Nunca lo he comprendido, pero cuando mi difunto esposo estableció el primer contacto, lo anoté todo. Puede usted mirarlo un día si lo desea. De cualquier modo, mi difunto esposo confirmó que eran correctas y que éste sería el mejor lugar de Estados Unidos, mejor dicho de América del Norte, así que nos mudamos. Mi difunto esposo falleció en 1964, pero como ellos no me hablan directamente a mí tal como lo hacían con él, tengo que confiar en sus primeros cálculos. ¿No le parece apropiado?
—Supongo que sí —dijo Baedecker.
—Mi difunto esposo tenía razón acerca del lugar —continuó la mujer—, pero nunca estuvo seguro sobre el momento. Ellos se negaban a fijar una fecha. Los he visto volar cientos de veces, pero aún no han descendido. Bien, será mejor que me apresure. Para mí pasan los años, y a veces apenas puedo arrastrar estos viejos huesos por la escalera. Esta noche no será buena para observar porque pronto despuntará la luna llena y... ¡oh, cielos, miren!
Baedecker siguió la sombría línea del brazo hasta un punto cercano al cénit, donde un satélite o un avión que volaba a gran altura fulguró unos segundos yendo de oeste a este. Los tres lo observaron hasta que desapareció contra el fondo de estrellas, y luego guardaron silencio en la acogedora oscuridad.
—¿Alguien quiere más limonada? —preguntó al fin Dave.
Cuando la madre de Baedecker murió de apoplejía en el otoño de 1956, su padre se mudó de la casa de Chicago a la «cabaña» de Arkansas. Los padres de Baedecker habían ganado el terreno en un concurso del Herald Tribune y habían trabajado en esa casa durante cinco años, a veces durante el verano, otras veces en Navidad. El padre de Baedecker se había retirado del Cuerpo de Marines en 1952, el mismo año en que su hijo empezó a pilotar Sabres F-86 en Corea, y desde entonces había tenido un empleo como vendedor en la tienda deportiva Wilson. Planeaban retirarse a Arkansas en junio de 1957. Sin embargo, el padre de Baedecker se mudó solo en noviembre de 1956.
Baedecker tenía vividos recuerdos de dos viajes a ese lugar: el primero en octubre de 1957, dos meses antes de que su padre muriera de cáncer de pulmón, y el segundo, con Scott, durante el caluroso verano de 1974, el verano del Watergate.
Scott tenía diez años, pero ya había iniciado esa etapa de crecimiento que no terminaría hasta superar el metro ochenta y ser cinco centímetros más alto que el padre. Ese año Scott se había dejado crecer el pelo rojo hasta los hombros. A Baedecker no le agradaba —ese chico flaco le parecía afeminado— y le disgustaba aún más el tic nervioso de su hijo, que constantemente se apartaba el pelo de la cara, pero no le daba tanta importancia como para transformarlo en tema de discusión.
El viaje desde Houston había sido sofocante pero tranquilo. Era el primer verano de insatisfacción de Joan —o así llegó a verlo Baedecker más tarde—, y le alegró alejarse por unas semanas. Joan había resuelto quedarse en Houston porque tenía compromisos con varios clubes femeninos. Baedecker se había ido de la NASA un mes antes e iniciaría su nuevo trabajo en la empresa aeroespacial de St. Louis en septiembre. Eran sus primeras vacaciones en más de diez años.
Scott no estaba contento. Durante los primeros días de trabajo en la cabaña —desbrozar malezas, reparar ventanas, reemplazar tejas, restaurar el exterior de una cabaña que había estado desocupada durante años— había guardado un silencio huraño. Baedecker había llevado una radio, y los noticiarios sólo emitían especulaciones sobre el juicio o la inminente renuncia de Nixon. Joan había estado absorta en la historia de Watergate desde la iniciación de las audiencias televisadas un año antes. Al principio le disgustaban porque la cobertura televisiva interfería con sus telenovelas favoritas, pero pronto las aguardó con ansiedad. Miraba las repeticiones nocturnas en PBS, y rara vez hablaba con Baedecker de otra cosa. Para Baedecker, a punto de terminar una carrera de piloto que ejercía desde los dieciocho años, los estertores de Nixon eran torpes y embarazosos, evidencia de una sociedad en decadencia que hacía tiempo que contemplaba con tristeza.
En realidad la cabaña era una anticuada casa de troncos de dos pisos, muy distinta de los chalets de ladrillo y piedra y techo a dos aguas que asomaban en los complejos que rodeaban el nuevo embalse. La cabaña se encontraba en una colina, en medio de tres acres de bosques y prados. Colina abajo había una estrecha franja lacustre y un muelle corto que el padre de Baedecker había construido el verano que reeligieron a Eisenhower. Los padres de Baedecker habían trabajado para terminar las habitaciones del segundo piso y añadir un balcón trasero, pero el padre de Baedecker dejó la obra inconclusa cuando se mudó allí después de la muerte de su esposa.
Baedecker y Scott arrancaron los restos podridos del balcón el día de agosto en que Richard Nixon anunció su renuncia. Ese jueves por la tarde, Baedecker y su hijo estaban sentados frente a la cabaña, comiendo las hamburguesas que habían asado, mientras escuchaban las últimas y débiles expresiones de autocompasión y desafío del presidente saliente. Nixon terminó con la frase: «Haber cumplido esta función es haber sentido un parentesco personal con cada norteamericano. Al abandonarla, lo hago con esta plegaria: que la gracia de Dios sea con todos vosotros en los días venideros.»
—Termina con eso, cerdo embustero —comentó Scott—. No te echaremos de menos.
—¡Scott! —ladró Baedecker—. Hasta mañana al mediodía ese hombre es el presidente de Estados Unidos. No te permitiré que hables de ese modo.
El chico abrió la boca para responder, pero la orden de Baedecker trasuntaba dos décadas de autoridad inculcada por el Cuerpo de Marines, y Scott sólo pudo arrojar el plato y echar a correr, con la cara encendida. Baedecker se quedó a solas en el crepúsculo de Arkansas, mirando cómo la camisa blanca del hijo se perdía colina abajo. Sabía que la hostilidad de Scott se ahondaría en esos días que les quedaban. También sabía que el exabrupto de Scott, aunque expresado de otra manera, manifestaba adecuadamente los sentimientos del propio Baedecker sobre la partida de Nixon. Baedecker miró la cabaña y recordó la primera vez que la había visto, la primera vez que estuvo en Arkansas. Había conducido su nuevo Thunderbird desde Yuma, Arizona, evocando Nueva Inglaterra mientras atravesaba pueblos pequeños con nombres como Choctaw, Leslie, Yellville y Salesville, y casi esperando ver el mar en vez del vasto lago donde sus padres habían ganado esa propiedad.
El aspecto de su padre lo había conmovido: aunque tenía sesenta y cuatro años, el padre de Baedecker siempre había aparentado diez años menos. Todavía conservaba el pelo renegrido, pero un vello gris le aclaraba la barba crecida, y tenía el cuello fofo y rugoso desde que Baedecker lo había visto en Illinois, ocho meses antes. Baedecker comprendió que en veinticuatro años jamás había visto a su padre sin afeitar.
Baedecker llegó la noche del 5 de octubre de 1957, un día después del lanzamiento del Sputnik. Su padre bajó al muelle a pescar y «a buscar el satélite», aunque Baedecker le había asegurado que era demasiado pequeño para verse sin telescopio. Hacía una noche fresca y sin luna, y el bosque de la otra margen del lago era una línea negra contra el campo estelar. Baedecker observó el fulgor del cigarrillo de su padre y escuchó el crujido del carrete y la caña. A veces un pez brincaba en la oscuridad.
—Quién sabe si esa cosa no lleva bombas atómicas —dijo de pronto su padre.
—Bombas diminutas —dijo Baedecker—. El satélite tiene el tamaño de una pelota.
—Pero si pueden enviar algo de ese tamaño allá arriba, pueden enviar uno más grande con bombas a bordo, ¿verdad? —dijo su padre, y Baedecker pensó que esa voz profunda revelaba resentimiento.
—Es verdad, pero si pudieran poner tanto peso en órbita, no necesitarían cargar bombas a bordo. Pueden usar los cohetes como misiles balísticos.
Su padre no respondió y Baedecker lamentó no haber cerrado el pico. Al fin su padre tosió y habló de nuevo, recogiendo la caña y arrojándola otra vez.
—Leí en el Tribune sobre ese nuevo avión-cohete que están planeando, el X-15. Se supone que sube al espacio, rodea la tierra y aterriza como un avión común. ¿Lo pilotarás cuando esté listo?
—Ojalá pudiera —dijo Baedecker—. Lamentablemente hay varios candidatos delante de mí, con nombres como Joe Walker e Ivan Kincheloe. Además, lo llevan todo desde Edwards. Yo paso casi todo el tiempo en Yuma o Pax River. Esperaba estar en primera fila a estas alturas, pero aún no he terminado la universidad.
Baedecker notó que el resplandor del cigarrillo subía y bajaba.
—A estas alturas tu madre y yo esperábamos estar listos para nuestro primer invierno aquí. A veces no importa lo que esperes o planees. Simplemente no importa.
Baedecker acarició la tersa madera del muelle.
—El error consiste en esperar los frutos como si fueran una recompensa —dijo el padre; la nota de resentimiento había desaparecido reemplazada por algo infinitamente más triste—. Trabajas y esperas y trabajas un poco más, diciéndote que pronto vendrán los buenos tiempos, y luego todo se despedaza y sólo esperas la muerte.
Un viento frío acarició el lago y Baedecker tiritó.
—Allá está —dijo su padre.
Baedecker miró hacia arriba, siguiendo el dedo de su padre. En medio de las lagunas oscuras que había entre los fríos astros, incomprensiblemente brillante, anaranjado como la punta del cigarro del padre, moviéndose de oeste a este a demasiada altura y demasiada velocidad para ser un avión, se desplazaba el Sputnik, demasiado pequeño para ser visto.
Después de regresar de la casa de la señora Callahan, Dave preparó salsa de chile y cenaron sentados en la larga cocina, escuchando Bach en un magnetófono portátil. Kink Weltner pasó a visitarlos y bebió una cerveza mientras comían. Dave y Kink hablaron de fútbol mientras Baedecker callaba, pues el fútbol era uno de los pocos deportes que lo aburría. Cuando salieron para despedir a Kink, despuntaba la luna llena, delineando promontorios rocosos y pinos en la línea de riscos del este.
—Quiero enseñarte algo —dijo Dave.
En una pequeña habitación del fondo del primer piso había pilas de libros, un tosco escritorio compuesto por una puerta apoyada sobre caballetes, una máquina de escribir y varios cientos de hojas manuscritas apiladas bajo un pisapapeles que había sido un interruptor de un transbordador especial Gemini.
—¿Cuánto hace que trabajas en esto? —preguntó Baedecker, hojeando una cincuentena de páginas.
—Un par de años —dijo Dave—. Es raro, pero sólo trabajo cuando estoy en Lonerock. Tengo que arrastrar de aquí para allá el material de investigación.
—¿Trabajarás este fin de semana?
—No, me gustaría que le echaras un vistazo —dijo Dave—. Quiero tu opinión. Tú eres escritor.
—Pamplinas —dijo Baedecker—. Vaya escritor. Me pasé dos años trabajando en ese estúpido libro y nunca pasé del capítulo cuatro. Al fin caí en la cuenta de que para escribir algo necesitas tener algo que decir.
—Tú eres escritor —repitió Dave—. Me gustaría tener tu opinión. —Le entregó el resto del montón.
Más tarde, en la cama, Baedecker leyó durante dos horas. El libro estaba inacabado —algunos capítulos enteros no eran más que meros bosquejos, notas apresuradas— pero era fascinante. El título provisional del manuscrito era Fronteras olvidadas, y los fragmentos iniciales trataban de la exploración inicial del continente antártico y la Luna. Se trazaban paralelismos. Algunos obvios, como la carrera para clavar la bandera, el ansia de ser los primeros, de tener precedencia en cualquier programa científico serio o sistemático. Otras similitudes eran más sutiles, tales como la cruda belleza del desierto del polo sur en comparación con las descripciones de primera mano de la Luna. La información estaba extraída de diarios, notas y declaraciones grabadas. Tanto en la Antártida como en la Luna, los inadecuados relatos —las descripciones de los exploradores antárticos eran sin duda las mejor expresadas— hablaban de la misteriosa claridad de la desolación, la abrumadora belleza de un lugar nuevo totalmente ajeno a la experiencia anterior de la humanidad, y de la seductora atracción de un lugar tan inclemente y hostil que era totalmente indiferente a las aspiraciones y flaquezas humanas.
Además de explorar la estética de la exploración, Dave había ideado minibiografías y retratos psicológicos de diez hombres, cinco exploradores antárticos y cinco viajeros del espacio. Los retratos antárticos incluían a Amundsen, Byrd, Ross, Shackleton y Cherry-Ganard. Entre los equivalentes modernos, Dave había escogido a cuatro de los astronautas menos conocidos de Apollo que habían caminado por la Luna y uno que —como Tom Gavin— había permanecido en órbita lunar a bordo del módulo de mando. También había incluido un ruso, Pavel Belyayev. Baedecker conoció a Belyayev en la Exhibición Aérea de París en 1968, y se encontraba junto a Dave Muldorff y Michael Collins cuando Belyayev declaró: «Pronto, quizá, veré con mis propios ojos el otro lado de la Luna.» Ahora Baedecker leyó con interés que, según las investigaciones de Dave, Belyayev en efecto había sido escogido para ser el primer cosmonauta que realizara un vuelo cincunlunar en un transbordador Zond modificado. La fecha de lanzamiento estaba programada para pocos meses después de esa primavera de 1968 en que Baedecker y los demás habían hablado con él. Sin embargo, fue Apollo 8 el primer transbordador espacial que circunvoló la Luna esa Navidad, y el programa lunar soviético se archivó en silencio con el pretexto de que los rusos nunca habían planeado viajar a la Luna. Belyayev murió un año después, cuando le operaron una úlcera sangrante y el infortunado cosmonauta —en vez de alcanzar la fama como el primer hombre que había visto el otro lado de la Luna con sus propios ojos— recibió la distinción menor de ser el primer «héroe espacial» ruso que al morir no fue sepultado en la Muralla del Kremlin. Baedecker pensó en su padre: «todo se despedaza y sólo esperas la muerte».
Los capítulos sobre los cuatro astronautas americanos no eran más que bocetos, aunque era obvio el rumbo que seguirían. Al igual que los retratos de los exploradores antárticos, los fragmentos sobre el Apollo tratarían de los pensamientos de los astronautas en los años posteriores a las misiones, las nuevas perspectivas que habían ganado, las viejas perspectivas perdidas, y un comentario sobre las frustraciones que podrían sentir ante la imposibilidad de regresar a esa frontera. A Baedecker le agradó la elección de los astronautas, sintió gran curiosidad por sus opiniones y testimonios y entendió que éste sería el corazón del libro concluido, sin duda la parte más difícil de investigar y redactar.
Estaba pensando en ello, de pie ante la ventana mirando el claro de luna en las hojas del árbol de lila, cuando Dave golpeó y entró.
—Veo que aún estás vestido —dijo Dave—. ¿No puedes dormir?
—Todavía no —dijo Baedecker.
—Yo tampoco —dijo Dave, arrojándole la gorra—. ¿Quieres dar un paseo?
Dirigiéndose al norte por la interestatal 5 hacia Tacoma, Baedecker piensa en la llamada de Maggie la noche anterior.
—¿Maggie? —preguntó Baedecker, sorprendido de que ella lo hubiera encontrado en casa de los Muldorff. Era casi la una de la mañana en la costa este—. ¿Qué ocurre, Maggie, dónde estás?
—Boston —respondió Maggie—. Joan me ha dado el número. Lamento lo de tu amigo, Richard.
—¿Joan? —preguntó Baedecker. La idea de que Maggie Brown hubiera hablado con su ex esposa le parecía irreal.
—Te llamo por Scott —dijo Maggie—. ¿Sabes algo de él?
—No —dijo Baedecker—. Durante el último par de meses le he enviado un telegrama a la vieja dirección de Poona y le he escrito, pero no he recibido respuesta. En noviembre, llamé aquí, a Oregon, pero alguien del rancho me dijo que Scott no figuraba en la lista de residentes. ¿Sabes dónde está?
—Estoy segura de que está ahí —dijo Maggie—. En Oregon, en el rancho ashram. Un amigo nuestro que estuvo en la India ha vuelto a la Universidad de Boston hace unos días. Me ha dicho que Scott regresó con él a Estados Unidos el primero de diciembre. Bruce me ha contado que Scott estuvo bastante enfermo en la India y pasó varias semanas en el hospital, o en esa enfermería que pasa por hospital, en la granja del Maestro, cerca de Poona.
—¿Asma?
—Sí —afirmó Maggie—, y una disentería grave.
—¿Te ha dicho Joan si Scott se había puesto en contacto con ella?
—Me ha dicho que no recibía noticias de él desde principios de noviembre... desde Poona. Me ha dado el número de los Muldorff. No debí haber llamado, Richard, pero no se me ha ocurrido otra manera de contactar contigo, y Bruce, ese amigo que volvió de la India, dice que Scott ha estado bastante enfermo. No podía bajar del avión cuando aterrizaron en Los Angeles. Está seguro de que Scott se encuentra en el rancho de Oregon.
—Gracias, Maggie —dijo Baedecker—. Llamaré allá de inmediato.
—¿Y tú cómo estás, Richard? —La voz de Maggie cambió. Sonó más profunda.
—Estoy bien —respondió Baedecker.
—Lamento mucho lo de tu amigo Dave. Me encantaron las anécdotas que me contaste sobre él en Colorado. Esperaba conocerlo alguna vez.
—Ojalá lo hubieras conocido —dijo Baedecker, comprendiendo que lo decía con toda sinceridad. A Maggie le habría encantado el sentido de humor de Dave. Dave habría disfrutado viéndola disfrutar—. Lamento no haber estado en contacto.
—Recibí tu postal de Idaho —dijo Maggie—. ¿Qué has hecho desde que estuviste en casa de tu hermana en octubre?
—He pasado un tiempo en Arkansas —explicó Baedecker—, trabajando en una cabaña que construyó mi padre. Ha permanecido vacía un largo tiempo. ¿Cómo estás tú?
Hubo una pausa. Baedecker oyó ruidos electrónicos de fondo.
—Estoy bien —respondió Maggie al fin—. Bruce, el amigo de Scott, ha regresado para pedirme que me case con él.
Baedecker sintió que se desmoronaba como cuatro días antes, al recibir el telegrama de Diane.
—¿Piensas aceptar? —preguntó.
—Creo que no me precipitaré hasta obtener mi licenciatura en mayo —dijo Maggie—. Oye, será mejor que corte. Cuídate, Richard.
—Sí —dijo Baedecker—. Eso haré.
Los fragmentos del T-38 de Dave ocupan bastante espacio en el hangar. Hay piezas de distinto tamaño etiquetadas y apiladas sobre una larga fila de mesas.
—¿Cuáles serán los hallazgos de la Junta de Accidentes? —pregunta Baedecker a Bob Munsen.
El mayor de la Fuerza Aérea frunce el entrecejo y hunde las manos en los bolsillos de la cazadora verde.
—Por lo que se ve, Dick, parece que hubo un ligero fallo estructural durante el despegue que causó la filtración hidráulica. Dave se dio cuenta a catorce minutos del aeropuerto internacional de Portland y regresó de inmediato.
—Aún no entiendo por qué despegó de Portland —dice Baedecker.
—Porque yo aparqué allí el maldito aparato antes de Navidad —responde Munsen—. Debía volar a Ogden el día veintisiete y Dave quería viajar. Iba a tomar un vuelo comercial en Salt Lake.
—Pero tú te quedaste atascado cuarenta y ocho horas —dice Baedecker—. ¿En McChord?
—Sí —afirma Munsen, con disgusto y remordimiento, como si él tuviera que haber estado en el avión cuando se estrelló.
—¿Por qué Dave no utilizó su status prioritario para que le dejaran un asiento en un vuelo comercial si tenía tanta prisa en regresar? —pregunta Baedecker, sabiendo que nadie tiene la respuesta.
Munsen se encoge de hombros.
—Ryan quería tener el T-38 en la base Hill de la Fuerza Aérea en Ogden, el 28. Dave tenía mi autorización y quería pilotarlo. Cuando llamó, le dije que no había problema, que yo regresaría a Hill.
Baedecker se acerca a la mesa y mira el metal fundido.
—Bien —dice—, fallo estructural, filtración hidráulica. ¿De qué gravedad?
—Suponemos que había perdido el sesenta por ciento de combustible auxiliar cuando cayó —dice Munsen—. ¿Has oído la cinta?
—Aún no —dice Baedecker—. ¿Y el motor de estribor?
—Vio una luz roja un minuto después de que surgiera el problema hidráulico —responde Munsen—. La apagó ocho minutos antes del impacto.
—¡Maldita sea! —exclama Baedecker, descargando un puñetazo en la mesa y haciendo volar algunas piezas—. ¿Quién demonios revisó este aparato?
—El sargento Kitt Toliver de McChord —dice Munsen con un hilo de voz—. El mejor jefe de dotación, a cargo de la mejor dotación técnica que tenemos. Kitt voló conmigo para este seminario de Portland en Navidad. El tiempo empeoró, y yo regresé en coche a McChord el 26, pero Kitt estaba en la ciudad. Lo inspeccionó dos veces el día que voló Dave. Tú sabes cómo son estas cosas, Dick.
—Sí —contesta Baedecker, pero su furia no disminuye—. Sé cómo son estas cosas. ¿Hizo Dave un chequeo completo?
—Tenía prisa —dice el mayor—, pero Toliver afirma que lo hizo.
—Bob, me gustaría hablar con Fields y los demás. ¿Puedes lograr que se reúnan conmigo?
—Hoy no. Están desperdigados por toda la zona. Podría conseguirlo para mañana por la mañana, pero no les gustará demasiado.
—Hazlo, por favor —ruega Baedecker.
—Kitt Toliver está aquí —dice Munsen—. En el comedor de suboficiales. ¿Quieres hablar con él ahora?
—No —dice Baedecker—, más tarde. Primero tengo que escuchar la cinta. Gracias, Bill, te veré mañana por la mañana.
Baedecker le estrecha la mano y se dispone a escuchar la voz de su amigo por última vez.
—Embriaguémonos y metámonos judías en las narices —gritó Dave. Su voz retumbó en las oscuras calles de Lonerock—. Dios Santo, ¡qué bella noche!
Baedecker se cerró la cazadora y saltó al jeep mientras Dave hacía rugir el motor.
—¡Luna llena! —gritó Dave, y aulló como un lobo. En las colinas aulló un coyote. Dave se echó a reír y dejó atrás la iglesia metodista tapiada. De pronto frenó el jeep y cogió el brazo de Baedecker. Señaló el disco blanco de la Luna—. Nosotros caminamos por allá —murmuró con innegable exaltación—. Caminamos por allá arriba, Richard. Dejamos las pequeñas huellas antropoides de nuestras patas traseras en el polvo lunar, amigo. Y no nos pueden quitar eso. —Dave aceleró el motor y continuó la marcha, cantando They Can't Take That Away from Me a todo pulmón.
El viaje en jeep duró un kilómetro y terminó en el campo de Kink Weltner. Dave sacó tablas y linternas de la parte trasera del Huey y realizó una cuidadosa inspección, incluso arrastrándose bajo esa masa oscura para cerciorarse de que no hubiera condensación en la línea de combustible. Estaban en el techo chato de la nave, chequeando el eje del rotor, el mástil, las varillas de control y los pernos cuando Baedecker dijo:
—En verdad no queremos hacer esto, ¿no es así?
—¿Por qué no? —dijo Dave.
—Despertaré a Kink. —Era lo único que se le ocurría a Baedecker.
Dave rió.
—Nada despierta a Kink. Vamos.
Baedecker bajó del techo y entró. Se acomodó en el asiento izquierdo, abrochó las correas al cinturón del regazo, se puso el casco reglamentario que no había usado en el vuelo anterior, se calzó los auriculares y pestañeó ante los círculos de luz roja que parpadeaban desde la consola central. Dave se inclinó hacia adelante para hacer el chequeo de la cabina mientras Baedecker leía las posiciones de los interruptores de circuitos. Cuando terminó, Dave apoyó un artefacto en unas ménsulas de metal junto a la consola y le enchufó conexiones de radio.
—¿Qué diablos es eso?
—Reproductor de audio —dijo Dave—. Ningún Huey que se precie vuela sin eso.
El arranque gimió, los rotores giraron, la turbina carraspeo y arrancó. Dave encendió el interfono.
—Próxima parada, Stonehenge —dijo con voz ahogada.
—¿Cómo es eso?
—Espera y verás, amigo. Oh, ¿están derechas mis gafas?
Baedecker miró a la derecha. Dave usaba abultadas gafas de visión nocturna, pero la cara que estaba bajo las gafas y el casco no era la de Dave. Ni siquiera era humana, no tenía mejillas. En el rojo fulgor de la cabina, Baedecker vio dos enormes ojos saltones sobre tallos cortos y carnosos, una ancha boca de rana sin labios y un cuello arrugado y verrugoso como el de un pavo viejo.
—Sí, están derechas —dijo Baedecker.
—Gracias.
Tres minutos después revoloteaban a dos mil quinientos metros de Lonerock. Abajo brillaban algunas luces.
—¿No te ha gustado mi almirante Ackbar? —preguntó Dave.
—Au contraire —dijo Baedecker—, es la mejor máscara de almirante Ackbar que he visto en semanas. ¿Por qué lo haces?
Dave había activado el interruptor de luces de aterrizaje de la palanca de control colectivo. Ahora movía el interruptor. Baedecker veía los destellos a través de la burbuja de plexiglás.
—Sólo envío saludos y felicitaciones extraterrestres a la señora Callahan —dijo Dave—, así puede dar el día por terminado e irse a acostar. —Retrajo la luz y ladeó el Huey para girar.
Pasaron sobre Condon a mil quinientos metros. Baedecker vio luces alrededor de un quiosco vacío en un parque pequeño, una calle abandonada congelada en el fulgor de las lámparas de mercurio, y oscuras calles laterales salpicadas por el brillo de los faroles a través de altos y añosos árboles. De pronto, Baedecker pensó que los pueblos pequeños de Estados Unidos estaban más cuerdos que las ciudades, porque podían dormir.
—Pon esto, Richard. —Dave le alcanzó una cinta. Baedecker la sostuvo a la luz del tablero. Sólo decía Jean Michel Jarre. La insertó en el reproductor. Recordó el pequeño aparato que llevaban en el módulo de mando. Cada uno de ellos llevaba tres cintas: Tom Gavin se llevó melodías Country y Western y éxitos de Barry Manilow, Baedecker: Bach, Brubeck y la Preservación Hall Jazz Band, y Dave se llevó el material más exótico: Consort, el grupo de Paul Winter, interpretando Icarus, los Beach Boys, un dúo de flauta japonesa y cítara india, y una grabación de una ceremonia tribal masai.
—¿Ahora qué? —preguntó Baedecker.
Dave accionó el magnetófono y lo miró. Los extremos de las gafas tubulares emitían un fulgor rojo.
—Coge tus calcetines —dijo jovialmente.
La primera pulsación de música inundó los auriculares de Baedecker al tiempo que Dave inclinaba el Huey en una zambullida. Baedecker se deslizó hacia adelante hasta que el arnés del hombro y el cinturón lo retuvieron. La zambullida daba la misma sensación que había disfrutado en su infancia en el Riverview Park de Chicago, cuando la montaña rusa terminaba su ascenso chirriante para bajar a toda velocidad, sólo que esta montaña rusa tenía mil quinientos metros por debajo y no había rieles por los que girar para alejarla de la destrucción, sólo colinas bañadas por la luna, manchadas aquí y allá por retazos de vegetación oscura, bosque, río y roca.
Baedecker apartaba las manos de las palancas y los pies de los pedales, con lo cual la zambullida parecía mucho más descontrolada. Las colinas subieron de golpe, y la velocidad de descenso no disminuyó hasta que el Huey estuvo a altitud cero, luego por debajo de cero, dejando atrás cerros, laderas, claro de luna, oscuridad. De pronto aparecieron en un valle, un desfiladero; la palanca osciló entre las piernas de Baedecker y luego se centró. Por ambos lados se deslizaban árboles oscuros a diez metros, las copas a mayor altura que el Huey, que luego se lanzó a 125 nudos, cinco metros por encima de un arroyo en cuyas ondas se reflejaba el claro de luna. Viraron bruscamente en una curva, siguieron en línea recta, se ladearon de tal modo que las paletas del rotor arrojaron al aire una iridiscente estela de espuma.
La música se fundía con ese paisaje calidoscópico. Era una música electrónica, sobrenatural, impulsada por un ritmo sólido y persistente que parecía nacer a borbotones de la pulsación de los rotores y la turbina. La música tenía otros sonidos, ecos láser, el susurro de un viento electrónico, el oleaje lamiendo una playa pedregosa, pero todo estaba orquestado según el exigente embate del ritmo central.
Baedecker se reclinó cuando el Huey se ladeó con brusquedad a la derecha, casi tocando el río con los rotores, siguiendo una ancha curva del desfiladero. Sabía que a esta altura, en caso de que el motor fallara, no había espacio ni lugar para una autorrotación. Peor aún, si una cuerda, cable de alta tensión, puente o tubería cruzaba el desfiladero, no habría tiempo para eludirlo. Pero Baedecker miró a Dave, sentado cómodamente ante los controles, moviendo juguetonamente la palanca, la atención concentrada en lo que tenía delante, y supo que no habría cuerdas, cables, puentes ni tubos, que Dave había recorrido cada palmo de ese desfiladero de día y de noche. Baedecker se relajó, escuchó el ritmo de la música, disfrutó del viaje.
Y recordó otro viaje.
Bajaban con los pies por delante y las caras hacia el semi-disco de la Tierra, los motores del módulo lunar escupiendo una llamarada de frenado de 400 kilómetros de largo. Estaban de pie en los abultados trajes de presión, sin cascos ni guantes, retenidos por correas y hebillas mientras el extraño aparato pateaba, temblaba y les sacudía los pies como la cubierta de una chalupa en un mar encrespado. Dave estaba a la izquierda, la mano derecha sobre la palanca de control automático, la mano izquierda sobre el regulador, mientras Baedecker observaba los seiscientos medidores y pantallas, hablaba con controladores que estaban 300.000 kilómetros más allá de un vacío lleno de estática, y trataba de prever cada capricho y alarma del sobrecargado ordenador. Cobraron una posición vertical a dos mil quinientos metros sobre los cerros lunares, descendiendo en una trayectoria tan cierta e inevitable como una flecha en caída, y de pronto, a pesar de las exigencias del momento, él y Dave apartaron los ojos de los instrumentos para mirar por cinco eternos segundos, a través de las ventanas triangulares, los picos rutilantes, los negros desfiladeros y las colinas de las montañas de la Luna, iluminadas por la Tierra. «Bien, amigo —susurró entonces Dave, mientras los picos se abalanzaban como dientes y las colinas rodaban como escarchadas olas de roca—, no me vendría mal una mano.»
La música cesó, el Huey emergió del desfiladero y cruzaron un ancho río que debía de ser el Columbia. El viento azotaba el helicóptero y Dave maniobraba con los pedales, compensando con facilidad. Treparon a treinta metros cuando una presa centelleó abajo. Baedecker miró a través de la burbuja transparente y vio una hilera de luces, el claro de luna sobre los picos nevados. Treparon a ciento cincuenta metros y viraron a la derecha sin dejar de ascender. Baedecker vio el paso de la costa norte, atisbo un abrupto peñasco a la izquierda. Treparon de nuevo, giraron sobre el eje del Huey, revolotearon.
Revoloteaban. No se oía nada. El viento empujó una vez la nave detenida y luego se aplacó. Dave señaló, y Baedecker corrió la ventanilla y se asomó para ver mejor.
Treinta metros más abajo, la única estructura en una colina alta por encima del espumoso Columbia, el círculo pétreo de Stonehenge se erguía lechoso y sombrío a la luz de la luna llena.
—Bien, amigo, no me vendría mal una mano —dijo Dave.
El polvo se arremolinó cuando descendieron a diez metros. La luz de aterrizaje se extendió y parpadeó, alumbrando el interior de una nube turbulenta. Baedecker vio un aparcamiento de grava en una superficie despareja, luego el polvo los rodeó de nuevo y los guijarros repiquetearon como granizo contra el vientre del helicóptero.
—Háblame —dijo Dave con calma.
—Ocho metros y avanzando —dijo Baedecker—. Cinco metros. Todo bien. Tres metros. Aguarda, retrocede, allá hay una roca. Correcto. De acuerdo. Abajo. Dos metros. Vas bien. Medio metro. Bien. Diez pulgadas. Contacto.
El Huey se arrellanó plantándose sobre los patines. El polvo los rodeó y se disipó en una fuerte brisa. Dave apagó el motor, el fulgor rojo se esfumó, y Baedecker comprendió que estaban nuevamente en el reino de la gravedad. Se quitó el casco, se soltó las correas y abrió la portezuela. Baedecker saltó del patín y caminó hacia el frente del helicóptero. Allí estaba Dave, el pelo oscuro empapado de sudor, los ojos brillantes. El viento arreciaba, agitando el pelo de Baedecker y enfriándole el cuerpo. Ambos caminaron hacia el círculo de piedras.
—¿Quién ha construido esto? —preguntó Baedecker al cabo de varios minutos de silencio. La luna llena colgaba sobre el arco más alto. Las sombras caían sobre la enorme piedra que ocupaba el centro del círculo. Esto era Stonehenge tal como debía de haber sido cuando los druidas terminaron su labor, antes de que el tiempo y los turistas estropearan las columnas y las piedras.
—Un tío llamado Sam Hill —dijo Dave—. Era un constructor de caminos. Vino aquí a principios de siglo para fundar un pueblo y unos viñedos. Una suerte de colonia utópica. Tenía la teoría de que este tramo de la garganta del Columbia era ideal para las viñas: lluvia del oeste, sol de las laderas del este. Armonía perfecta.
—¿Tenía razón?
—No. Se equivocó por treinta kilómetros. El pueblo está en ruinas pasada aquella colina. Sam está sepultado allá. —Señaló un camino estrecho que bajaba por una ladera empinada.
—¿Por qué Stonehenge? —preguntó Baedecker.
Dave se encogió de hombros.
—Todos queremos dejar monumentos. Sam pidió éste prestado. Estuvo en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial, cuando los expertos pensaban que Stonehenge había sido un altar de sacrificios. Sam lo transformó en una especie de monumento antibélico.
Baedecker se acercó y vio nombres tallados en las piedras. Lo que al principio parecía roca era cemento.
Caminaron hacia el sur del círculo y contemplaron el río. Las luces de una ciudad y un puente resplandecían varios kilómetros al oeste. El viento soplaba con fuerza, curvando las hojas de hierba de la ladera, arrastrando el frío aroma del otoño.
—El Camino de Oregon termina cerca de aquí —dijo Dave, señalando las luces. Luego añadió—: ¿Te has preguntado alguna vez por qué esos colonos vinieron hasta aquí, dejando atrás tres mil kilómetros de magníficas tierras, sólo para seguir un sueño?
—No —dijo Baedecker—. Creo que no.
—Yo sí. Me lo pregunto desde que era niño. Cielos, Richard, recorro este país en automóvil y no me imagino cruzándolo a pie o en esas toscas carretas, a paso de buey. Cuanto más conozco el país, más comprendo que todo hombre que desee ser presidente de Estados Unidos está cometiendo el máximo pecado de soberbia. Espera un minuto. Vuelvo en seguida.
Dave regresó por el círculo de piedras y Baedecker se quedó en el borde del peñasco, sintiendo la frescura de la brisa, escuchando el arrullo de un pájaro nocturno. Dave regresó con un Frisbee que relucía con su propia fluorescencia.
—Cielos —exclamó Baedecker—, éste no es el Frisbee, ¿verdad?
—Claro que sí —dijo Dave. Durante su última actividad extravehicular, mientras actuaba para la cámara de televisión del Rover, Dave sacó un Frisbee de su saco de muestras, y ambos arrojaron el disco de aquí para allá riendo ante las volteretas que daba en el vacío y su extraña trayectoria en un sexto de gravedad. Gran diversión. Cuatro días después, en la Tierra, se enfrentaron a la gran controversia del Frisbee. La NASA estaba molesta porque Dave había usado el término Frisbee —una marca registrada— dando así invalorable publicidad a una compañía no afiliada a la agencia. Los comentaristas de los medios aprobaron la frivolidad; uno la denominó «un raro toque humano en una empresa sin alma», pero cuestionó la necesidad de un programa de exploración lunar tripulado, y señaló que las sondas robot soviéticas eran más baratas y sensatas. Un senador de Connecticut había comentado el «torneo de Frisbee de seis mil millones de dólares» y los irritados líderes negros alegaron que el acontecimiento demostraba insensibilidad y crueldad ante las necesidades de millones de personas. «Dos universitarios blancos jugando en el espacio a expensas del contribuyente —dijo un líder negro en el programa Today—, mientras las mordeduras de rata matan a los niños negros en los guetos.»
Les comunicaron lo sucedido por radio al final de su período de sueño, cuatro horas antes del reingreso. El comunicador preguntó si alguno de ellos tenía alguna opinión sobre el asunto o alguna sugerencia para aplacar a los críticos.
—¿Es seguro este canal? —preguntó Dave.
Houston le aseguró que sí.
—Bien, que les den por el culo —dijo lacónicamente Dave, pasando así a la historia documentada como el primer piloto que usaba ese término en una transmisión en vivo, al menos en el campo de la astronáutica. Sin duda, le había costado su futura participación en el programa Skylab. No obstante, esperó un vuelo cinco años más, y presenció el final de Skylab y el obsoleto gesto de Apollo-Soyuz antes de renunciar.
Dave le arrojó el Frisbee a Baedecker. El plástico fosforescente del disco emitió un fulgor blanco verdoso en el brillante claro de luna. Baedecker retrocedió diez pasos y se lo arrojó de vuelta.
—Funciona mejor en el aire —comentó Dave.
Arrojaron el disco reluciente de aquí para allá varios minutos. Baedecker se sintió inundado por una oleada de afecto.
—¿Sabes qué creo? —dijo Dave al cabo de un rato.
—¿Qué crees?
—Creo que el viejo Sam y todos los demás estaban en lo cierto. Dejas atrás todos esos lugares y sigues andando porque el lugar hacia el que te diriges es perfecto. —Atajó el Frisbee y lo sostuvo con ambas manos—. Lo que no comprendieron es que tú lo vuelves perfecto con sólo soñar con él.
Dave caminó hasta el borde del peñasco y alzó el Frisbee hacia las estrellas, una ofrenda.
—Todo termina —dijo. Retrocedió, giró y arrojó el disco por encima del precipicio. Baedecker se le acercó y ambos miraron cómo se remontaba el Frisbee a gran distancia, se ladeaba grácilmente en el claro de luna y se perdía en la oscuridad.
Baedecker caminó de la cabaña al muelle, donde su hijo miraba el lago sentado en la baranda. La radio sólo hacía comentarios sobre la elegancia de la renuncia de Nixon y especulaciones sobre Gerald Ford. Varios periodistas habían comentado animadamente una declaración de Ford: tras varios años en el Congreso, no se había hecho un solo enemigo. El alivio de los periodistas era comprensible —después de soportar durante años a un Nixon que obviamente se creía rodeado de enemigos, el cambio era bienvenido— pero Baedecker recordaba que su padre le había dicho que un hombre se podía juzgar no sólo por sus amigos sino por sus enemigos, y se preguntaba si la afirmación de Ford era de veras una recomendación de integridad.
Scott estaba sentado en la baranda del extremo del muelle. Su camiseta blanca relucía bajo la tenue luz de la luna. El muelle estaba desvencijado aquí y allá, le faltaba un tramo de baranda. Baedecker recordó el olor de madera nueva cuando él y su propio padre estuvieron hablando allí diecisiete años antes.
—Hola —dijo Baedecker.
—Hola. —La voz de Scott ya no era huraña, sólo distante.
—Olvidemos el mal momento, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Baedecker se apoyó en la baranda y los dos miraron el lago varios minutos. En alguna parte gruñía un motor fueraborda, el sonido llegaba puro y regular a través del agua quieta, pero no se veían luces de navegación. Baedecker vio luciérnagas chispeando en la otra margen, como fogonazos de armas cortas.
—Visité a tu abuelo aquí poco antes de su muerte —dijo Baedecker—. Entonces el lago era más pequeño.
—¿Sí? —Scott no manifestó mayor interés. Había nacido ocho años después de la muerte del padre de Baedecker y rara vez demostraba curiosidad por él o su abuela. Los otros abuelos de Scott vivían en una comunidad de jubilados de Florida y le habían mimado desde su nacimiento.
—He pensado que mañana por la mañana podríamos deshacernos de los últimos muebles viejos y tomarnos la tarde libre. ¿Quieres ir a pescar?
—No especialmente —dijo Scott.
Baedecker asintió, tratando de no ceder a su repentina furia.
—De acuerdo —dijo—. Por la tarde trabajaremos en la calzada.
Scott se encogió de hombros.
—¿Mamá y tú os vais a divorciar? —preguntó.
Baedecker miró a su hijo de diez años.
—No. ¿De dónde has sacado esa idea?
—No os lleváis bien —dijo Scott, aún desafiante pero con un temblor en la voz.
—Eso no es verdad —dijo Baedecker—. Tu madre y yo nos queremos mucho. ¿Por qué dices eso, Scott?
El niño se encogió de hombros otra vez, el mismo gesto desmañado que Baedecker le había visto muchas veces cuando lo lastimaba un amigo o fallaba en una tarea simple.
—No sé —dijo.
—Sabes por qué lo has dicho. Dime de qué estás hablando.
Scott miró hacia otro lado y ladeó la cabeza para apartarse el pelo de los ojos.
—Nunca estás en casa. —La voz era aguda, pero no quejosa.
—Mi trabajo me obligaba a viajar, lo sabes. Pero ahora cambiará.
—Sí, claro —dijo Scott—. Pero no es eso, de todos modos. Mamá nunca está contenta, y tú nunca lo notas. Ella odia Houston, odia la NASA, odia a tus amigos y odia a mis amigos. No le gusta nada, salvo esos malditos clubes.
—Cuidado con lo que dices, Scott.
—Es verdad.
—Aun así, cuidado con cómo lo dices.
Scott ladeó la cabeza y miró el lago en silencio. Baedecker aspiró profundamente y trató de contemplar la noche de agosto. El olor a agua, pescado y aceite le recordaba los veranos de su infancia. Cerró los ojos y evocó esa ocasión, después de la guerra, cuando tenía trece años y él y su padre habían ido a Big Pine Lake, Minnesota, a pasar tres semanas cazando y pescando. Baedecker había disparado contra latas con el cañón calibre 22 de su escopeta, pero cuando llegó el momento de limpiar el arma se dio cuenta de que había dejado la varilla en casa. Su padre meneó la cabeza con callada reprobación, un gesto más doloroso que un bofetón para el joven Baedecker, pero luego dejó sus avíos de pesca, sujetó una pequeña plomada a una cuerda, la metió en el cañón de la 22 y ató un trapo a la cuerda. Baedecker estaba dispuesto a limpiar el rifle, pero su padre sostuvo el otro extremo del cordel y entre los dos hicieron pasar el trapo, moviéndolo hacia ambos lados, hablando de cosas sin importancia. Continuaron largo rato cuando el cañón estuvo limpio. Baedecker recordaba cada detalle de su padre: la camisa a cuadros, arremangada hasta los codos, el lunar en el bronceado brazo izquierdo, el olor a jabón y tabaco, la modulación de la voz. Pero ante todo recordaba la melancólica y persistente conciencia de sus sentimientos: su ineptitud, incluso entonces, para sólo experimentarlos. Mientras limpiaba el rifle con gran satisfacción, era consciente de esa satisfacción, consciente de que algún día su padre estaría muerto y él recordaría plenamente ese momento, incluso esa conciencia.
—¿Sabes qué odio? —dijo Scott con voz calma.
—¿Qué odias?
El niño señaló hacia arriba.
—Odio la maldita luna.
—¿La luna? —preguntó Baedecker asombrado—. ¿Por qué?
Scott se montó a horcajadas sobre la baranda. Se apartó el pelo de los ojos.
—Cuando estaba en primer grado, conté a la clase que formabas parte de la tripulación primaria de la misión. La señorita Taryton dijo que era magnífico, pero había un chico que se llamaba Michael Bizmuth. Era insoportable, nadie quería jugar con él. Se me acercó en el recreo y me dijo: «Oye, tu padre morirá allá arriba y lo enterrarán y tendrás que mirarla toda tu vida.» Entonces le pegué en la boca y me metí en problemas. Mamá no me dejó ver la televisión durante dos semanas. Pero cada noche, durante un año, antes de tu misión, yo me arrodillaba a rezar una hora. Una hora cada noche. Me dolían las rodillas, pero me quedaba una hora entera.
—Nunca me lo habías contado, Scott —dijo Baedecker. Quería decir algo más, pero no se le ocurría nada.
Scott no parecía escuchar. Se apartó el pelo de los ojos y frunció el entrecejo.
—A veces rezaba para que no fueras, y a veces rezaba para que no murieras allá... —Scott se interrumpió y miró a su padre—. Pero casi siempre, ¿sabes para qué rezaba? Rezaba para que, en caso de que murieras allá, te trajeran de vuelta y te sepultaran en Houston, en Washington o en cualquier parte que no tuviera que mirar de noche, viendo tu tumba colgada en el cielo el resto de mi vida.
—¿Piensas en el suicidio alguna vez, Richard? —preguntó Dave.
Era domingo por la mañana. Se habían levantado temprano, y tras un suculento desayuno de dirigían a las colinas a cortar leña en una camioneta que Kink les había prestado.
—No —dijo Baedecker—. No demasiado, al menos.
—Yo sí —dijo Dave—. No en el mío, claro, sino en el concepto.
—¿Qué hay que pensar? —preguntó Baedecker.
Dave redujo la velocidad para vadear un arroyuelo. El camino de Sunshine Canyon —grava, tierra, baches— ahora era una senda en la arboleda.
—Muchas cosas —dijo Dave—. Por qué, cuándo, dónde y, quizá lo más importante, cómo.
—No entiendo por qué el cómo importa tanto —dijo Baedecker.
—¡Claro que sí! Uno de mis pocos héroes es J. Seltzer Sherman. Habrás oído hablar...
—No.
—Claro que sí. Sherman era un proctólogo de Buffalo, Nueva York, que sufrió una fuerte depresión en 1965. Decía que ya no veía la luz en el extremo del túnel. Voló a Arizona, compró un poste telefónico, afiló una punta y lo arrastró con una mula hasta el Gran Cañón. Sin duda recuerdas eso.
—No.
—Salió en todos los periódicos. Tardó diez horas en bajar. Enterró el poste afilado con la punta hacia arriba, pasó catorce horas regresando cuesta arriba y saltó del borde sur.
—¿Y? —dijo Baedecker.
—Erró por esto —dijo Dave, mostrando un corto espacio entre el índice y el pulgar.
—Supongo que el poste aún está allí como desafío —comentó Baedecker.
—Exacto. Aunque el viejo J. Seltzer dice que tal vez lo intente de nuevo algún día.
—Aja.
—Cuando Diane era asistenta social en Dallas, veía muchos intentos de suicidio entre adolescentes. Decía que los chicos eran mucho más eficaces que las chicas. Tenían métodos más contundentes: armas de fuego, horcas, cosas así. Las niñas tomaban sobredosis de Midol después de llamar a los novios para despedirse. Diane dice que muchos chicos inteligentes se mataban. Casi siempre tienen éxito cuando lo intentan, según Diane.
—Tiene sentido —dijo Baedecker—. ¿Puedes aminorar la velocidad? Este viaje me está reventando los riñones.
—Los dos hombres que más admiraba se mataron con armas de fuego —dijo Dave—. Uno era Ernest Hemingway. Supongo que el por qué fue que no podía escribir más. El cuándo fue julio del 61. El dónde fue la sala de su casa de Ketchum, Idaho. El cómo fue una escopeta Boss de dos cañones que usaba para matar palomas. Se apoyó los dos cañones en la frente.
—Cielos, Dave —dijo Baedecker—. Es una mañana demasiado bonita para esta charla. —Continuaron un rato en silencio. El camino bordeaba un risco boscoso. Delante se extendían varios valles—. ¿Quién era el otro hombre que admirabas?
—Mi padre.
—No sabía que tu padre se hubiera matado —comentó Baedecker—. Una vez me dijiste que había muerto de cáncer.
—No —dijo Dave—. Dije que el cáncer lo llevó a la muerte. Así como el alcohol. Así como su soledad terminal. ¿Quieres ver el rancho?
—¿Está cerca de aquí? —preguntó Baedecker.
—Diez kilómetros al norte —dijo Dave—. Él y mamá se divorciaron en una época en que no estaba tan de moda. Cuando yo era niño, viajaba en tren desde Tulsa para pasar los veranos en su rancho. Está enterrado en un cementerio a un par de kilómetros de Lonerock.
—Por eso compraste una casa aquí —dijo Baedecker.
—Por eso conocía la zona. Diane y yo nos interesamos en los pueblos fantasmas de Texas y California. Cuando vinimos a Salem, le enseñé esta parte del estado y descubrimos esa casa en venta de Lonerock.
—¿Y por eso piensas en el suicidio? —preguntó Baedecker—. ¿Hemingway y tu padre?
—No, simplemente es un tema que me interesa. Como el aeromodelismo o curiosear en pueblos fantasmas.
—Pero ¿no lo relacionas contigo mismo?
—En absoluto —dijo Dave—. Aunque, espera, no es del todo cierto. ¿Recuerdas la misión, cuando tuvimos ese segmento de transmisión en vivo de ocho minutos, durante la última actividad extravehicular? En ese momento pensé en ello. Dave Scott había hecho esa rutina a lo Galileo, con el martillo y la pluma de halcón, ¿recuerdas? Era un número difícil de seguir, así que pensé en decir algo como: «Bien, amigos, no sabemos mucho sobre el efecto que tendría en la Luna la descompresión explosiva en el vacío sobre un empleado del gobierno. Aquí va.» Luego abriría la válvula del colector de orina de mi unidad y yo saldría de ella a borbotones como pasta dental de un tubo de Colgate aplastado, transmitido en vivo por tres canales de televisión americana en el horario más concurrido.
—Me alegra que no lo hayas hecho.
—Sí —dijo Dave, y guardó silencio un instante—. Sí, decidí que si no podíamos hacer nada más para llenar esos ocho minutos, daría el mismo discurso y luego abriría la válvula de tu colector de orina.
—¿Scott?
—¿Papá, eres tú?
—Sí —dice Baedecker—. Por Dios, es difícil dar contigo. Llamé seis veces, y en cada ocasión me hicieron esperar y luego me colgaron. ¿Cómo estás, Scott?
—Estoy bien, papá. ¿Dónde estás?
—En la base McChord en Tacoma —dice Baedecker—, pero me quedaré en Salem unos días. Scott, Dave Muldorff se mató la semana pasada.
—¿Dave? —dice Scott—. Demonios, papá, lo siento de veras. ¿Qué ocurrió?
—Accidente de aviación —dice Baedecker—. Mira, no he llamado por esto. Tengo entendido que estuviste enfermo, e incluso en el hospital. ¿Cómo te encuentras ahora?
—Estoy bien, papá —dice Scott, pero Baedecker le nota el titubeo—. Todavía un poco cansado. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Maggie Brown me llamó —dice Baedecker.
—¿Maggie? Oh, sí. Probablemente se lo dijo Bruce. Papá, lamento lo de tu visita a Poona el verano pasado.
El teléfono público emite un chasquido, y por un segundo Baedecker no oye nada.
—¿Scott?
—Si, papá.
—¿Qué pasa? ¿Ha empeorado tu asma de nuevo?
Varios minutos de silencio.
—Sí, creía que el Maestro me había curado el verano pasado, pero he tenido problemas de noche. Eso y otras pestes que pillé en la India.
—¿Tienes tu medicación y tu inhalador? —pregunta Baedecker.
—No, los dejé en la universidad el año pasado.
—¿Has visto a un médico?
—En cierto modo —dice Scott—. Oye, papá, ¿estás ahí por lo de Dave, o qué?
—Por ahora —responde Baedecker—. Dejé mi...
—Por favor deposite setenta y cinco centavos por exceso de tiempo —dice una voz sintética.
Baedecker busca cambio e inserta las monedas.
—¿Scott?
—¿Qué decías, papá?
—Decía que dejé mi trabajo el verano pasado. He estado viajando desde entonces.
—Vaya, ¿no estás trabajando? ¿Dónde has estado?
—Aquí y allá —dice Baedecker—. Pasé el Día de Acción de Gracias en Arkansas, trabajando en la cabaña de papá. Mira, Scott, mañana estaré por esa zona del bosque donde estás tú, y quería pasar para charlar contigo.
Hay un siseo de interferencia y un sofocado zumbido de voces.
—¿Qué, Scott?
—Digo... digo... no sé, papá.
—¿Por qué no?
—Bien, hemos tenido problemas en la zona del ashram...
—¿Qué clase de problemas?
—No aquí exactamente —se apresura a aclarar Scott—. Pero en esta zona. Algunos rancheros y lugareños están irritados. Ha habido disparos. El Maestro está pensando en impedir la entrada de extraños. —Se oye otra voz hablando con Scott—. Papá, tengo que colgar...
—Un segundo, Scott —dice Baedecker. Siente un pánico inexplicable—. Mira, pasaré mañana. Scott, me vendría bien una mano para acabar el trabajo en la cabaña. Ese lugar podría ser muy bonito si lo termino esta primavera. ¿No puedes tomarte unas semanas para trabajar allí conmigo?
—Papá, yo no...
—Sólo piénsalo, por favor —ruega Baedecker—. Hablaremos mañana.
—Papá, me tengo que...
La línea está muerta. Baedecker trata de llamar varias veces y desiste.
Entra en el otro cuarto, donde está sentado Kitt Toliver. Toliver tiene unos treinta y cinco años. Es alto y robusto. A Baedecker le recuerda a Deke Slayton, por el corte a cepillo y la mirada intensa.
—Gracias por esperar, sargento —dice Baedecker.
—No hay problema, coronel.
—Usted comprenderá que no formo parte de la indagación oficial —explica Baedecker—. No tengo ningún status oficial, sólo trato de hallar respuestas porque Dave era amigo mío.
—Entiendo —dice Toliver—. Con mucho gusto le repetiré todo lo que declaré al coronel Fields y a los demás.
—Bien. ¿Revisó usted el Talon antes de volar?
—Sí, señor. Dos veces. Una vez por la mañana y otra vez cuando recibí la llamada del mayor Munsen diciéndome que el diputado Muldorff lo pilotaría.
—¿Lo revisó Dave?
—Claro que sí. Dijo que tenía que conectar con un vuelo comercial en Salt Lake, pero aun así se tomó tiempo para mirar mi formulario y él mismo echó un vistazo. Y con detenimiento.
—¿Y usted está convencido de que el avión estaba en condiciones?
—Sí, señor —dice Toliver con voz acerada—. Puede leer mi formulario 720, señor. Dicen que hubo un fallo estructural después del despegue y no puedo rebatir los hechos pero, según la inspección interna y el chequeo de la cabina, esa máquina estaba al pelo. Los motores eran nuevos. Menos de veinte horas de vuelo.
Baedecker mueve la cabeza.
—Kitt, ¿hizo o dijo algo Dave que le pareciera inusitado durante la revisión?
Toliver frunce el entrecejo.
—¿Durante la revisión? No, señor. Oh, me contó una broma sobre... bien... sobre tener sexo oral con una gallina. Pero nada más, señor.
Baedecker sonríe.
—¿Llevaba equipaje?
—Sí, señor. Una bolsa de vuelo de la Fuerza Aérea. Y el paquete grande.
—¿Paquete grande?
—Sí, señor. Ya se lo expliqué al coronel Fields y al equipo.
—Repítamelo —dice Baedecker.
Toliver enciende un cigarrillo.
—No hay mucho que contar, señor. Yo entré en la sala a buscar una chaqueta, y cuando regresé el diputado Muldorff había descargado una caja del automóvil.
—¿De qué tamaño?
Toliver extiende las manos para sugerir una forma de medio metro por medio metro.
—¿Iba en el armario de almacenaje? —pregunta Baedecker.
—No, señor. Cuando regresé al avión, el diputado se estaba acomodando y la caja estaba sujeta al asiento trasero.
—¿Bien sujeta? —pregunta Baedecker—. ¿Había probabilidades de que se soltara en vuelo?
—No, señor. Estaba bien amarrada. Cinturón de seguridad y arnés.
—¿El asiento trasero estaba operativo? —pregunta Baedecker.
Toliver menea la cabeza.
—No había razones para ello.
—Pero el de Dave sí.
—Sí, señor —contesta Toliver, y su callado «pues claro, idiota» es perfectamente audible.
Baedecker escribe unas notas en una libreta.
—¿Le dijo él qué había en la caja?
—Sí, señor. Dijo que era un regalo de cumpleaños para su hijo. Yo le pregunté qué edad tenía el chico. El diputado sonrió y dijo: «Tendrá un minuto de edad dentro de dos semanas.» Dijo que su esposa daría a luz alrededor del 7 de enero.
—¿Comentó Dave en qué consistía el regalo? —pregunta Baedecker.
—No, señor. Yo sólo le di mis felicitaciones y nos preparamos para el despegue.
Baedecker cierra la libreta y extiende la mano.
—Gracias, Kitt, agradezco su amabilidad. Si se le ocurre algo más, puede ponerse en contacto conmigo a través del mayor Munsen.
—Eso haré —dice Toliver. Se vuelve para irse y de pronto se detiene—. Coronel, respecto a esa extraña frase que le comenté al equipo, pensé que usted ya sabría lo que había dicho el diputado, pero tal vez aún no lo haya oído.
—¿Qué es?
—Bien, cuando yo estaba a punto de retirar la escalerilla, dije: «Que tenga buen vuelo, señor.» Siempre digo eso. Y el diputado Muldorff sonrió y dijo: «Gracias, sargento. Planeo tener un buen vuelo, pues éste será el último.» No le di mucha importancia entonces, pero me ha fastidiado desde el accidente. ¿Qué piensa usted, señor?
—No estoy seguro —dice Baedecker.
Toliver mueve la cabeza pero no se marcha.
—Entiendo, señor. ¿Usted le conocía bien?
Baedecker duda al responder.
—No estoy seguro —dice al fin—. Ya veremos.
—Oye —dijo Dave—. Me siento un poco ebrio.
—Afirmativo —confirma Baedecker.
Toda la mañana del domingo habían cortado leña en las colinas de Lonerock. Baedecker había disfrutado de la labor. El sudor se evaporaba rápidamente en el aire alto y fresco. Luego cargaron la camioneta, almorzaron emparedados de carne con abundante mostaza, se tomaron un par de cervezas frías, regresaron a Lonerock, bebieron un par de cervezas más en el camino, descargaron la camioneta, apilaron la leña en el cobertizo, bebieron una cerveza, llevaron de vuelta la camioneta y de nuevo bebieron un par de cervezas con Kink.
Eran las cuatro de la tarde cuando Dave hizo su anuncio.
—Cielos, ebrio con cerveza. Esto es cosa de la escuela secundaria, Richard.
—Afirmativo —dijo Baedecker.
—Oye, ¿sabes qué nos olvidamos de hacer? Nos olvidamos de decirte que tienes que recordarme que te recuerde que te lleve a ver el rancho de mi padre.
—Sí —contestó Baedecker—. Recuérdame que te lo recuerde mañana.
—Qué diablos —dijo Dave—. Hagámoslo ahora.
Baedecker lo siguió hasta el jeep y Dave empezó a tirar cosas en el asiento trasero. Baedecker se instaló en el asiento del pasajero, tratando de no derramar su cerveza.
—¿Qué haremos? ¿Mudarnos allá?
—Cenaremos allá —dijo Dave, acomodando el resto del cargamento y trepando al asiento izquierdo—. Cuenta regresiva para secuencia de ignición.
—Afirmativo —dijo Baedecker, girando para examinar el cargado asiento trasero.
—¿Nevera portátil?
—Afirmativo.
—¿Cerveza?
—Afirmativo.
—¿Parrilla para barbacoa?
—Afirmativo.
—¿Hamburguesas?
—Afirmativo.
—¿Patatas fritas?
—Afirmativo... no, espera un minuto. Luz roja para las... no, están debajo del carbón. Afirmativo.
—¿Carbón?
—Afirmativo.
—¿Líquido combustible?
—Afirmativo.
—¿Linterna?
—Afirmativo.
—¿Winchester?
—Afirmativo. ¿Para qué diablos lo necesitamos?
—Serpientes de cascabel —dijo Dave—. Hay muchas serpientes. Muchas serpientes, ahora que lo pienso. Ha hecho calor este otoño. Todavía están fuera.
—Oh.
—¿Precongelante S-IVB LH2 de llenado rápido, S-IC LOX para el tanque, cobertura de anticongelante?
—Afirmativo —dijo Baedecker. Abrió una cerveza y se la alcanzó a Dave.
—Tenemos contacto —dijo Dave. Arrancó el jeep, retrocedió, viró en una nube de polvo y aceleró rumbo al norte por la calle principal. Dejaron atrás el surtidor oxidado. —Houston, abandonamos torre —ronroneó Dave.
—Enterado —dijo Baedecker.
Dave cogió por un camino estrecho que conducía al nordeste por un desfiladero. Tras medio kilómetro de barquinazos, el jeep entró en un terreno más liso.
—Programa de giro e inclinación completado —dijo Dave—. Alerta para Modalidad Uno Charlie.
—Afirmativo —respondió Baedecker. Brincaron sobre unos troncos y unos trozos de carbón saltaron del saco y se perdieron en la polvareda.
—Corte control de a bordo —dijo Baedecker—. Alerta para cambio de etapa.
La rueda derecha del jeep saltó sobre una piedra y la gorra de Dave con la inscripción AIR FORCE 1½ echó a volar y aterrizó bajo la parrilla.
—Descartamos torre —dijo Dave.
—Enterado.
Doblaron una curva cerrada y treparon por una cuesta abrupta. Dave pasó a segunda y a primera.
—Atento, Houston —dijo—, pasamos a cambio de etapa. Llegaron a un risco a gran distancia del valle. El camino conducía por una franja estrecha, con rocas a la izquierda y un precipicio abrupto a la derecha.
—Afirmativo —dijo Baedecker—. Coge tus calcetines.
—Y despídete de tu pellejo —dijo Dave. Eran más de diez kilómetros. El camino avanzaba entre riscos sin árboles, bajaba a un desfiladero sombrío y cruzaba una chata extensión desértica, así que pasó media hora hasta que Dave viró hacia una carretera de grava y apareció el rancho. Atravesaron una zanja y bajaron por un sendero cubierto de salvia antes de frenar ante un edificio de madera abandonado. Baedecker vio un granero y varios edificios más pequeños.
Caminaron por la hierba quebradiza hasta la casa Baedecker atento a las serpientes. La casa revelaba indicios de un largo abandono —ventanas rotas, yeso desconchado, escalera sin barandilla, porche derrumbado— pero también era evidente que la habían construido con cuidado y precisión. El porche que rodeaba tres lados del edificio exhibía tallas ornamentales, el machihembrado de madera del interior era artesanal, las grandes piedras de la chimenea central estaban puestas a mano.
—¿Cuánto hace que está vacía? —preguntó Baedecker cuando entraron en la cocina a través de los escombros de yeso.
—Papá murió en el 56 —dijo Dave—. Después de eso vivieron un par de familias un tiempo, pero jamás lo consiguieron. Es difícil sobrevivir en una finca pequeña. Papá nunca decidió si quería ser granjero o ranchero. No tenía agua suficiente para probar suerte con una granja, y no había pasto suficiente para hacer justicia a un rancho.
—¿Qué edad tenías cuando murió tu padre?
Dave bebió un largo sorbo de cerveza y miró por la ventana de la cocina.
—Diecisiete —dijo—. Ese fue el primer verano que no cogí el tren para venir aquí. Tenía una novia y un empleo estival en Tulsa. Cosas importantes que hacer. —Arrojó la lata de cerveza en el fregadero—. Ven aquí, quiero enseñarte algo.
Se alejaron del granero y los demás edificios. Al igual que la casa principal, el granero estaba construido para durar. Baedecker leyó el lugar de origen de los grandes goznes: Lebanon, Pennsylvania, Patentado 1906. Cruzaron un campo y Baedecker empezaba a temer de nuevo las serpientes cuando Dave se detuvo, señaló una amplia depresión circular y dijo:
—El Lago de las Negretas.
Baedecker tardó un minuto en verlo. La loma donde se encontraban debía de haber sido parte de la ribera este, la madera podrida que tenían debajo un canal de la zanja de irrigación que llevaba agua al estanque, y la garganta seca del norte era la presa. A cincuenta metros estaba el otro dique, con media docena de álamos polvorientos inclinados sobre la cuesta poblada de malezas que había sido la ribera oeste.
—Richard —dijo Dave—, ¿no te has preguntado cuánto tiempo de tu vida has pasado tratando de complacer a los muertos?
Baedecker bebió la cerveza y pensó en ello mientras Dave se sentaba en una roca y arrancaba una larga hoja de hierba para mascarla.
—Creo que subestimamos la cantidad de tiempo que dedicamos a tratar de satisfacer las expectativas de los muertos —continuó Dave—. Ni siquiera pensamos en ello, simplemente lo hacemos. —Señaló una mata de malezas y arbustos a veinte metros—. Allá amarrábamos nuestra vieja balsa. El agua sólo tenía un par de metros de profundidad, pero no me dejaban nadar en el lado sur porque estaba lleno de juncos y plantas acuáticas y se te enganchaban los pies. Papá los arrancaba cada año y reaparecían en verano. Allí perdió un perro de caza, antes de que yo naciera. Un verano... debía de ser mi tercer verano aquí, yo tendría nueve años... mi perro Blackie se enganchó en las plantas cuando nadaba hacia la balsa donde yo lo esperaba.
Dave hizo una pausa y masticó la hierba. El sol se ponía y las sombras de los álamos se estiraban más allá del estanque muerto.
—Blackie era medio labrador —dijo Dave—. Papá me lo regaló cuando nací, y por alguna razón era muy importante para mí. Tal vez por eso siguió siendo mi perro, aunque yo sólo lo veía en verano a partir de los seis años, después de que mamá y yo nos mudáramos. No temamos lugar para él en Tulsa. Aun así, era como si él esperase todo el año esas diez semanas de cada verano. No sé por qué era tan importante que ambos tuviéramos la misma edad, que hubiéramos nacido casi al mismo tiempo, pero lo era.
»Ese día yo había terminado mis tareas de la mañana y estaba tendido de bruces en la balsa, casi dormido, cuando oí que Blackie nadaba hacia la balsa. De pronto el ruido cesó, miré pero no vi rastros de él, sólo ondas. De inmediato supe lo que había ocurrido: los juncos. Me zambullí sin pensar. Oí el grito de mi padre desde detrás del cobertizo cuando emergí, pero me sumergí de nuevo, tres o cuatro veces, entreabriendo los juncos, atascándome, liberándome a puntapiés para intentarlo de nuevo. No se veía nada, el lodo te aferraba el tobillo y te arrastraba hacia abajo. La última vez que emergí tenía ese agua pestilente en la nariz, estaba totalmente enlodado y veía que papá me gritaba desde la orilla, pero bajé de nuevo, y cuando ya no me quedaba aire y los juncos me rodeaban y tuve la certeza de que ya no valía la pena intentarlo, entonces sentí a Blackie en el fondo. Ya no forcejeaba. Ni siquiera subí a respirar. Seguí apartando los juncos y pateando el lodo, aferrándolo porque sabía que no lo encontraría de nuevo si lo soltaba un segundo. Me quedé sin aire. Recuerdo que tragué ese agua pestilente, pero qué diablos, no pensaba subir sin mi perro. De alguna manera me liberé y lo arrastré hacia la orilla. Papá nos llevó a ambos hasta la costa, preocupado y enfadado al mismo tiempo, yo tosía agua y lloraba y trataba de lograr que Blackie respirara. Estaba seguro de que se había ahogado, tenía el cuerpo flojo y pesado. Se notaba al tacto que estaba lleno de agua, tieso. Pero yo seguía masajeándole las costillas mientras vomitaba agua, y que me cuelguen si ese perro de pronto no escupió un par de litros de agua sucia y empezó a gimotear y respirar de nuevo.
Dave se sacó la hoja de hierba de la boca y la tiró.
—Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Papá dijo que estaba furioso conmigo y me amenazó con darme una tunda si me zambullía de nuevo... pero yo sabía que estaba orgulloso. Una vez, cuando fuimos a Condon en el camión, oí que le contaba la historia a un par de amigos, y supe que estaba orgulloso de mí. Sabes, Richard, pensaba en ello cuando pilotaba helicópteros de evacuación médica en Vietnam, y supe que era algo más que complacer a papá. Odiaba estar en Vietnam. Me moría de miedo todo el tiempo y sabía que me iba a estropear la carrera cuando se enterasen de lo que estaba haciendo. Odiaba el clima, la guerra, los insectos, todo. Y era feliz. Lo pensé entonces y comprendí que me hacía muy feliz salvar cosas, salvar a la gente. Era como si todo en el universo conspirara para hundir a esos hijos de perra, para engullirlos, y yo aparecía en ese condenado helicóptero y aguantaba porque nos negábamos a dejar que se hundieran.
Regresaron a la casa, instalaron la parrilla cerca del jeep y cocinaron la cena. El frío de la noche llegó en cuanto se borró la luz del sol. Baedecker vio dos picos volcánicos que reflejaban los últimos destellos al norte y al este. Esperaron a que las brasas estuvieran listas, pusieron las hamburguesas, añadieron gruesas rodajas de cebolla y comieron vorazmente, con cervezas.
—¿Has pensado alguna vez en comprar el rancho y reconstruirlo? —preguntó Baedecker.
Dave negó con la cabeza.
—Demasiados fantasmas.
—Aun así, has venido a vivir en las cercanías.
—Sí.
—Una amiga mía dice que podría haber lugares de poder —dijo Baedecker—. Que no está mal que pasemos la vida buscándolos. ¿Qué opinas?
—Lugares de poder —dijo Dave—. Como las líneas magnéticas de fuerza de la señora Callahan, ¿eh?
Baedecker asintió. La idea sonaba absurda, desde luego.
—Creo que tu amiga tiene razón —dijo Dave. Sacó otra cerveza de la nevera portátil y le sacudió el hielo—. Pero apuesto a que la cosa es más complicada. Hay lugares de poder, sin duda. Pero es como decíamos anoche. Hay que contribuir a crearlos. Tienes que estar en el sitio indicado en el momento indicado y saberlo.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Baedecker.
—Porque sueñas con él pero no piensas en él —dijo Dave.
Baedecker abrió otra cerveza y apoyó los pies en el salpicadero. La casa era sólo una silueta contra un cielo desleído. Baedecker se cerró la cazadora.
—Sueñas con él pero no piensas en él.
—Correcto. ¿Has practicado alguna vez meditación zen?
—No.
—Yo la practiqué durante varios años —dijo Dave—. La idea es liberarte de los pensamientos, para que no haya nada entre tú y la cosa. Se supone que al no mirar ves con claridad.
—¿Funcionó?
—No —contestó Dave—, no para mí. Me ponía a cantar mi mantra o lo que fuese y pensaba en todas las cosas del universo. La mitad del tiempo tenía sueños eróticos que me provocaban una erección. Pero encontré algo que sí funcionaba.
—¿Qué?
—Nuestro entrenamiento para la misión —dijo Dave—. Las interminables simulaciones dieron el resultado que supuestamente debía dar la meditación.
Baedecker sacudió la cabeza.
—No estoy de acuerdo. Fue todo lo contrario. Toda la maldita cosa, cuando al fin ocurrió, era igual que las simulaciones. Yo no experimenté nada especial por toda la preprogramación que me habían inculcado las simulaciones.
—Sí —dijo Dave, dando un último mordisco a su hamburguesa—, eso creía yo. Luego comprendí que no era así. Lo que hicimos fue transformar esos dos días en la Luna en un sacramento.
—¿Un sacramento? —Baedecker se caló la gorra sobre las cejas y frunció el ceño—. ¿Un sacramento?
—Joan era católica, ¿verdad? —preguntó Dave—. Recuerdo que ibas a misa con ella en Houston.
—Sí.
—Bien, entonces entiendes a que me refiero, aunque actualmente no se hace tan bien como cuando yo era niño e iba con mamá. El latín contribuía.
—¿Contribuía a qué?
—Contribuía al ritual. Y en la misión contribuyeron las simulaciones. Cuanto más ritualizado está, menos pensamientos se interponen. ¿Recuerdas los primero que hizo Buzz Aldrin cuando tuvieron unos pocos minutos de tiempo libre después del aterrizaje del Apollo 13.
—Celebrar la comunión —dijo Baedecker—. Se llevó el vino y todo lo demás en su botiquín personal. El era... ¿qué...? ¿presbiteriano?
—No importa —dijo Dave—. Pero lo que Buzz no comprendió es que la misión misma ya era el ritual, el sacramento ya estaba allí, esperando a que alguien lo celebrara.
—¿Cómo? —preguntó Baedecker, aunque la verdad de lo que decía Dave ya le había afectado por dentro.
—Vi la fotografía que dejaste allá —dijo Dave—. Esa foto de ti, Joan y Scott. Junto al paquete de experimentos sísmicos.
Baedecker no dijo nada. Se recordaba arrodillado en el crepúsculo lunar ante la fotografía, bajo las capas del traje presurizado, bajo la bendición de la cruda luz del sol.
—Yo dejé una vieja hebilla de mi padre —dijo Dave—. La dejé al lado de los espejos de reflexión láser.
—¿De veras? —preguntó Baedecker, realmente sorprendido—. ¿Cuándo?
—Cuando tú preparabas el Rover para el viaje a Rill 2 en la primera actividad extravehicular. Demonios, me sorprendería que alguno de los doce que caminamos allá arriba no hubiera hecho algo así.
—Nunca pensé en ello —dijo Baedecker.
—El resto fue un mero preparativo para desechar lo intrascendente. Incluso los lugares de poder son inútiles a menos que estés dispuesto a llevar algo a ellos. Y no me refiero sólo a las cosas que llevamos: son al verdadero sacramento lo que ese trozo de pan es a la Eucaristía. Luego, si al regresar eres igual que antes, sabes que no era un lugar de poder.
—Ahí está, ése es el problema —dijo Baedecker—. Nada ha cambiado.
Dave rió y cogió el brazo de Baedecker.
—¿Hablas en serio, Richard? —murmuró—. ¿Recuerdas quién eras? ¿Tienes idea de quién eres ahora?
Baedecker meneó la cabeza.
Dave no dijo nada. Se levantó para arrojar las brasas, enterrarlas en la arena y guardar los bártulos en la parte trasera del jeep. Se acercó a Baedecker.
—Muévete —dijo—. Tú conduces. Yo estoy demasiado ebrio.
Baedecker, que había bebido a la par de Dave durante la tarde y el anochecer, movió la cabeza y ocupó el asiento del conductor.
Los faros del jeep alumbraban matas de salvia y pinos achaparrados mientras regresaban despacio. Las nubes enturbiaban las estrellas y aún faltaban horas para que despuntara la luna llena.
—Tom Gavin nunca lo entenderá —dijo Dave—. El pobre hijo de perra está tan desesperado por el elemento sacramental que nunca lo descubrirá. Lo vi hablando en televisión de cómo había renacido en órbita lunar. Pamplinas. Habla y habla sin tener la menor idea de qué significa nacer de nuevo. Tú fuiste el que renació, Richard. Yo lo vi.
Baedecker meneó la cabeza lentamente.
—No. No lo sentí. No sé qué significó todo eso.
—¿Crees que un renacido tiene idea de lo que significa? Simplemente ocurre y después te dedicas al condenado oficio de estar vivo. La conciencia llega más tarde, si llega.
Salieron del desfiladero y cruzaron la última elevación antes del descenso en zigzag. Baedecker puso primera y subió tan despacio como el vehículo lo permitía. Se sentía sobrio, pero seguía viendo serpientes de cascabel culebreando en el extremo de los haces de los faros.
—Renacer no significa que has llegado a alguna parte —dijo Dave—. Significa que estás preparado para iniciar el viaje. La peregrinación a más lugares de poder, el afán imposible de impedir que las personas y las cosas que amas se detengan en los juncos y se hundan. Para aquí, por favor.
Baedecker se detuvo. Dave se arqueó, vomitó en silencio por el costado del jeep y se irguió para enjuagarse la boca con agua de una vieja cantimplora que llevaba bajo el asiento. Dave se reclinó, eructó y se caló la gorra sobre los ojos.
—Así termina el Evangelio según San David. Continúa.
Baedecker aminoró la marcha en el risco anterior al sendero que descendía al último desfiladero. Lonerock se veía a tres kilómetros. Unas luces resplandecían entre los oscuros árboles.
—Haz varios guiños con los faros —indicó Dave.
Baedecker obedeció.
—Bien, continúa.
—¿La señora Callaban cree que los alienígenas conducen OVNIS con faros? —preguntó Baedecker.
Dave se encogió de hombros sin alzar la gorra.
—Tal vez realizan actividades extravehiculares.
Baedecker bajó la palanca, pero la movió mal y la caja chirrió. La bajó de nuevo.
—Oye, con calma —dijo Dave—. ¿Qué te pareció la idea del libro?
—¿Fronteras? —dijo Baedecker—. Me gustó.
—¿Crees que el proyecto vale la pena?
—Sin duda.
—Bien —siguió Dave—. Quiero que me ayudes a escribirlo.
—¿Por qué, por Dios? Lo estás haciendo bien.
—No, no lo hago bien —dijo Dave—. No puedo escribir las partes relacionadas con las personas. Aunque mi trabajo en el Capitolio me diera tiempo para viajar e investigar, lo cual no ocurrirá, yo no podría escribir esa parte.
—La parte del ruso, Belyayev, es sensacional.
—Oí todas esas pamplinas cuando estuve en Rusia por lo del programa Apollo-Soyuz —dijo Dave—. Las partes más recientes tienen diez años. Lo más crucial del libro será averiguar qué buscan los cuatro norteamericanos. Y no quiero esas chorradas del Reader's Digest: «El teniente coronel Brick Masterson se ha retirado de la NASA para realizar una carrera de éxito que combina la distribución de cerveza Austin con la participación en una empresa de espectáculos de luchadoras lesbianas que pelean en el lodo.» No, Richard, quiero saber qué sienten estos sujetos. Quiero saber cosas que no les cuentan a las esposas en medio de la noche, cuando no pueden dormir. Quiero saber qué los impulsa desde la médula. No me importa que esos ex pilotos no sepan expresarse. Espero que llegues allí con tu pequeño rectoscopio epistemológico... demonios, eso ha estado bien... no estoy tan borracho si puedo decir esto, ¿eh? Quiero que llegues allí y averigües qué necesitamos saber sobre nosotros mismos. ¿De acuerdo?
—No creo... —dijo Baedecker.
—Cállate, por favor. Piensa en ello. Dame tu respuesta cuando haya nacido mi hijo. Regresaremos a Salem y Lonerock pocas semanas después del parto. Tómate tiempo hasta entonces. Es una orden, Baedecker.
—Sí, señor.
—Cielos —dijo Dave—. Arrollaste a esa pobre serpiente y ni siquiera era una cascabel.
Tendido en el sofá del estudio de Dave, Baedecker observa los rectángulos de luz que se desplazan por los estantes —las luces de los coches que pasan— y piensa. Recuerda el comentario de Dave —«Fue uno de los momentos más felices de mi vida»— y trata de evocar un momento similar. Los recuerdos se le agolpan en la mente —la infancia, Joan en los primeros años, la noche en que nació Scott— pero, aunque todos son importantes y satisfactorios, cada uno es rechazado. Luego recuerda un acontecimiento simple que ha llevado consigo con los años como una instantánea ajada, para mirarla en momentos de soledad y desconcierto.
Fue un episodio menor. Unos minutos. Volaba del Cabo a Houston durante los últimos meses de entrenamiento. Estaba solo en su T-38 —al igual que Dave una semana atrás— cuando, impulsivamente, sobrevoló el complejo donde vivía. Baedecker recuerda que su esposa y su hijo de siete años salieron en ese instante, la claridad con que los vio desde una altitud de doscientos metros a setecientos kilómetros por hora. Recuerda la luz del sol bailando sobre el plexiglás mientras hacía girar el T-38 en una pirueta triunfal, y luego otra, celebrando el cielo, el día, la misión inminente, su amor por las dos pequeñas figuras que había visto.
En la casa alguien tose ruidosamente y Baedecker se despabila, condicionado por años de atención a los resuellos de su hijo durante la noche. Un rectángulo de luz blanca se desplaza por la oscura hilera de libros y él trata de relajarse.
Al fin se duerme. Y llega el sueño.
Es uno de esos dos o tres sueños que Baedecker no reconoce como tales. Es un recuerdo. Lo ha tenido durante muchos años. Cuando despierta, jadeando y aferrado a la cabecera, sabe de inmediato que ha sido el sueño. Sentado en la oscuridad del estudio de Dave, sintiendo el sudor que se le seca en el rostro y el cuerpo, sabe que el sueño —por primera vez— ha sido diferente.
Hasta ahora el sueño siempre había sido igual. Es agosto de 1962 y él despega de Whiting Field, cerca de Pensacola, Florida. Es un día sofocante y pegajoso, y Baedecker siente alivio cuando cierra la cabina del Starfighter F-104 y empieza a respirar oxígeno fresco. No se trata de un vuelo de prueba. Todo está probado en este F-104; el avión de aleación de cromo es equipo sólido, debe reunirse con un escuadrón de la Fuerza Aérea en la base Homestead, al sur de Miami. Baedecker ha pasado dos semanas conduciéndolo por el país en «visitas de cortesía interfuerzas», su primera tarea política para la NASA, llevando de paseo a personajes de la Armada y el Ejército que sienten curiosidad por el nuevo avión de combate. Un almirante retirado de Pensacola —una mole demasiado gorda para el traje de vuelo e incluso para el asiento trasero— palmeó a Baedecker en la espalda después del paseo y proclamó: «¡Una máquina volante de primera!» Como la mayoría de los pilotos que han volado en el F-104, Baedecker no está de acuerdo. La nave es impresionante por su potencia y su fuerza bruta —se usó en Edwards como máquina de entrenamiento para el X-15, que Baedecker ha pilotado por primera vez este verano— pero no es una máquina volante de primera; es un motor con un asiento eyector (en este caso dos) y dos alas chatas que ofrecen tanta superficie de sustentación como las aletas de una flecha.
Sentado en la cabina en este tórrido día de agosto, Baedecker se alegra de haber terminado la gira; tiene un vuelo en solitario de diez minutos hasta Homestead, y luego regresará a California en un transporte C-130. No envidia a los pilotos de la Fuerza Aérea que pilotarán el F-104 todos los días.
Las vaharadas de calor distorsionan la pista y la hilera de mangles. Baedecker avanza hasta su posición, llama a la torre para pedir autorización y clava los frenos mientras lleva el motor a plena potencia. Siente que todo es satisfactorio aun antes de que los paneles registren las lecturas apropiadas. La máquina tironea de su correa mecánica como un purasangre mordiendo el freno en la puerta de salida.
Baedecker llama de nuevo a la torre y suelta los frenos. La máquina brinca hacia delante, arrojándolo contra el asiento mientras el centro de la pista se vuelve borroso bajo el morro del avión. Aun así, el monstruo recorre demasiada pista hasta alcanzar velocidad de rotación. Baedecker alza el morro hacia una línea invisible situada veinte grados por encima de la arboleda que se abalanza hacia él, siente que el avión se desprende del suelo, alza la palanca y enciende el posquemador. Luego todo ocurre simultáneamente. La potencia desciende al diez por ciento de lo necesario, el tablero se pone rojo, Baedecker comprende que los rebordes que rodean el posquemador se han abierto y que el combustible se derrama en una estela llameante. La chicharra suelta alaridos de pánico. Baedecker baja instintivamente el morro, tira de la palanca en el mismo instante en que las primeras ramas se quiebran bajo el vientre del moribundo F-104. Baedecker se arquea en posición fetal, tira de la argolla, ve el dosel de plexiglás volando en un silencioso acto de levitación y espera una eternidad de 1,75 segundos hasta que la carga del asiento eyector se dispara y él sigue al dosel, pero demasiado tarde: el avión choca contra ramas gruesas, tala troncos de pinos, la sección de cola se estrella contra la base del asiento eyector; no es un impacto directo, sino un bofetón que lo hace girar. Baedecker queda cabeza abajo, el paracaídas de resorte se abre hacia el follaje que está a quince metros. Baedecker, con ambos tobillos rotos por el impacto, siente vibrar la cabeza. Luego se abre el paracaídas principal, los pies de Baedecker se elevan al cielo como los de un niño que sube demasiado en el columpio, el brusco tirón le rompe el hombro izquierdo, luego, tras un viraje en redondo, el hombro derecho; el paracaídas principal lo roza, un paraguas invertido color naranja que trata de cerrarse en sí mismo, que quizá se cierre y lo suelte en las llamas y la catástrofe, pero que finalmente vira un arco entero. Los pies rotos de Baedecker rozan las ramas superiores y las flores de combustible en llamas, sus pulmones respiran vapor y calor. Y luego, durante dos segundos interminables, cuelga bajo el dosel de seda según los designios de Dios y del hombre, deslizándose como un turista en un ala delta arrastrada por una lancha, sólo que abajo no hay agua, sino tocones y ramas destrozadas, diez mil estacas punji creadas en tres segundos por el violento impacto del avión, y llamas por doquier, llamas que se elevan en derredor, lenguas afiladas que le lamen el traje y las correas y los pies inmovilizados, y en dos segundos más aterrizará en esa confusión de estacas afiladas y fuego voraz, aterrizará sobre esos tobillos rotos, astillándose los huesos, el cuerpo y el paracaídas, chisporroteando en el incendio, asándose la piel como una mantis hirviente cuyo caparazón revienta en las llamas.
Y Baedecker despierta.
Despierta —como de costumbre— buscando correas de paracaídas y hallando una cabecera y una pared. Despierta —como de costumbre— silencioso y sudado y recordando cada detalle de lo que no había podido recordar en las dolorosas horas de conciencia después del accidente, o en las diez semanas de dolor mesurado y lenta recuperación en los hospitales, ni siquiera en los tres años que siguieron a ese día de agosto hasta la primera noche en que tuvo el sueño y despertó, igual que ahora, tanteando y sudando y recordando lo que no se podía recordar.
Pero esta vez el sueño ha sido diferente. Baedecker se sienta, apoya la cabeza en las trémulas manos y trata de hallar la diferencia.
Y la halla.
El tablero está rojo, la chicharra chilla, el avión se precipita de panza hacia los árboles. Baedecker no puede detenerlo, la tierra lo arrastra. Pero mueve la palanca, tira de la argolla, sabiendo que no hay tiempo, viendo las ramas astilladas que echan a volar con la cubierta de plexiglás, pero luego —en cámara lenta— el asiento eyector se eleva de ese ataúd de fuselaje desintegrado, se eleva despacio como un ascensor Victoriano, y cuando su cabeza con casco pasa ante el espejo de deflexión instalado encima de los instrumentos, Baedecker se ve por un segundo, visor reflejando espejo reflejando visor, y al elevarse más ve lo que ha olvidado, ve aquello en lo cual no pensó en ese instante crítico —algo que desde luego siempre había sabido, nunca había olvidado de veras, que sólo había abandonado por instinto de supervivencia—, ve a Scott en el asiento trasero; Scott que hoy viaja con él y aún confía en él. Scott, de siete años, con su corte a cepillo y su camiseta de Cabo Cañaveral, y los ojos en el espejo, aún confiando, esperando a que el padre haga algo pero sin temor todavía, sólo confianza, y luego Baedecker está arriba y afuera y a salvo —¡aún en medio del dolor!— y gritando el nombre de Scott mientras se desliza despacio hacia las voraces olas de fuego.
Baedecker se pone de pie y va hacia la ventana. Apoya las mejillas y la frente contra la frescura del vidrio mojado por la lluvia y se sorprende al verse las mejillas empapadas en lágrimas.
En las profundas horas de la mañana, Baedecker apoya la cara en el vidrio frío y sabe exactamente por qué murió Dave.
Baedecker sale antes del alba para llegar a Tacoma a las siete y media. Algunos integrantes de la Junta de Accidentes no se alegran de estar allí, pero a las ocho y cuarto, Baedecker está sentado y escuchándolos, habla brevemente cuando han terminado, y a las nueve enfila hacia el sur y luego el este, entrando en Oregon por encima de los Dalles. Es un día gris y ventoso con olor a nieve, y aunque escruta los cerros del norte buscando el monumento de Stonehenge no ve nada.
Poco después de la una de la tarde, Baedecker mira Lonerock desde un cerro situado al oeste del pueblo. Hay retazos de nieve en la cuesta empinada; mantiene la segunda en el Toyota alquilado. El pueblo parece más vacío que de costumbre mientras Baedecker atraviesa la corta calle Mayor. La escuela de Callahan tiene las ventanas tapadas con gruesas cortinas, y la nieve de las calles laterales está intacta. Baedecker aparca frente a la cerca y entra en la casa con las llaves que Diane le prestó dos días antes. Las habitaciones están ordenadas, aún huelen ligeramente al jamón que ambos cocinaron después del funeral. Baedecker entra en el pequeño estudio del fondo de la casa, recoge el fajo de manuscritos y notas, los guarda en una caja que contenía sobres, los lleva al coche.
Baedecker camina hasta la escuela. Nadie responde cuando golpea ni cuando llama por el tubo. Retrocede para mirar el campanario, pero las ventanas son losas grises que reflejan las nubes bajas. El jardín aún contiene crujientes tallos de maíz y un espantapájaros en descomposición vestido de esmoquin.
Conduce hasta el rancho de Kink Weltner. Ha aparcado el Toyota, y cuando está a punto de subir a la casa ve el Huey amarrado en el campo, más allá del granero. Por alguna razón, la presencia del helicóptero lo conmueve; había olvidado que Dave lo había traído a Lonerock. Baedecker camina hasta el helicóptero, acaricia los cables tensos, atisba dentro de la cabina. El parabrisas está escarchado, pero puede ver el casco de la Guardia Nacional Aérea apoyado contra el respaldo del asiento.
—Hola, Dick.
Baedecker se vuelve y ve que Kink Weltner se acerca. A pesar del frío, Kink sólo lleva un traje oscuro con la manga izquierda pulcramente recogida.
—Hola, Kink. ¿Adonde vas tan bien vestido?
—Pasaré unos días en Las Vegas para olvidar esta sensación de encierro —dice Kink—. El tiempo se pone insoportable.
—Lamento que no hayamos podido hablar después del entierro —dice Baedecker—. Quería preguntarte algunas cosas.
Kink se suena la nariz con un pañuelo rojo y se lo guarda en el bolsillo de la pechera del traje.
—Sí. Bien, yo tenía que terminar varias tareas. Demonios, lamento que le haya pasado esto a Dave.
—Yo también —dice Baedecker. Toca el flanco del fuselaje—. Me sorprende que esto todavía esté aquí.
Kink asiente con la cabeza.
—Sí, los he llamado dos veces. He hablado con Chico en las dos ocasiones, porque nadie quiere hacerse responsable de una máquina que presuntamente no existe. Supongo que están esperando un momento de buen tiempo. No sé si nadie quiere conducir hasta aquí o si nadie se anima a pilotarlo sobre las montañas. Tiene combustible y está listo para despegar. Lo llevaría yo mismo, pero es difícil conducir un Huey con un solo brazo.
—Yo nunca lo he dominado con dos brazos —dice Baedecker—. Kink, tú hablaste con Dave cuando vino aquí, ¿verdad?
—Sólo lo saludé. Me sorprendió verlo después de Navidad. Sabía que él y Diane iban a venir después del nacimiento del niño, pero no lo esperaba antes.
—¿Lo viste de nuevo antes de su partida?
—No, el tiempo ya estaba encapotado cuando él aterrizó, y dijo que tenía el Cherokee en la casa. Dijo que regresaría en un par de semanas para llevarse el Huey si nadie se lo llevaba antes.
—¿No te explico por qué había venido a Lonerock?
Kink sacude la cabeza y de pronto se detiene como si hubiera recordado algo.
—Le pregunté cómo había pasado la Navidad y me contestó que bien, pero que había olvidado aquí algunos regalos. No tenía sentido, pues por lo que sé no habían vuelto aquí desde que tú estuviste con ellos, antes de Halloween.
—Gracias, Kink —dice Baedecker mientras caminan hacia la casa—. ¿Puedo usar tu teléfono?
—Claro, pero cierra la puerta al salir. No te molestes en echar la llave —dice Kink mientras trepa a su camioneta—. Nos vemos, Dick.
—Hasta pronto, Kink. —Baedecker entra en la casa y trata de llamar a Diane. No hay respuesta. La luz de la tarde parece un anochecer, como si en el universo no quedara energía.
Baedecker regresa a Lonerock, pasa frente a la casa cerrada y vira hacia la escuela. Ve que las cortinas aún están echadas, vira en redondo y enfila hacia la calle Mayor cuando la delgada figura con su aureola de pelo blanco sale por detrás de un edificio. Baedecker frena, baja del coche y corre cuesta arriba, pensando que con su abrigo largo y oscuro la señora Callahan se parece al espantapájaros del jardín escarchado.
—Señor Baedecker —dice ella, cogiéndole la mano—. Estaba preparando mi automóvil para el viaje. He decidido ir hasta la costa y pasar unas semanas con la hija de la hermana de mi difunto esposo.
—Me alegra haberla alcanzado —dice Baedecker.
—¿No es terrible lo de David? —comenta ella, tensando las manos de emoción.
—Sí, lo es —contesta Baedecker, y ve a Sable, la perra labrador, que se acerca dando brincos.
Y luego aparecen ellos, cuatro en total. Apenas pueden caminar. Baedecker se arrodilla, acariciándolos, frotándoles las orejas, ni siquiera necesita las palabras de la anciana para confirmar lo que sabe.
—Qué triste —dice la señora Callahan—. Y David que había venido de tan lejos para escoger el adecuado para su hijito.
Baedecker llama desde Condon. Diane responde al tercer timbrazo.
—Lamento no haber estado para el desayuno esta mañana —se excusa—. Decidí hablar con Bill y el resto y obtener un informe preliminar.
—Cuéntame —dice Diane.
Baedecker titubea un segundo.
—Podemos hablar esta noche cuando tengamos más tiempo, Diane. Odio hablar de esto por teléfono.
—Por favor, Richard. Quiero saber ahora lo más importante. —La voz es suave pero firme.
—De acuerdo —dice Baedecker—. Primero, el motor de estribor estaba apagado tal como pensaban, pero están seguros de que Dave lo puso en marcha segundos antes de la colisión. El problema hidráulico fue producto de la tensión, un fallo estructural, nadie pudo preverlo, pero incluso eso parece haberse estabilizado en un treinta por ciento de combustible auxiliar. No sé si el tren de aterrizaje hubiera bajado, pero Dave planeaba encararlo cuando llegara el momento.
»Segundo, Dave no veía nada. Dijo en la cinta que podía ver luces cuando salió de las nubes a dos mil metros, pero eso fue durante dos segundos. El risco donde se estrelló estaba en medio de una tormenta, con lluvia densa y visibilidad cero en unos diez kilómetros.
»Tercero, y esto es lo importante, el controlador del Centro Portland que se encargaba de la emergencia le dijo a Dave que los riscos de la zona tenían una altura de hasta mil quinientos metros. El risco con el que chocó tenía mil setecientos, y llegaba hasta el monte St. Helens. Apostaría cualquier cosa a que Dave se impuso mil seiscientos metros como altura mínima... tal vez un poco más. Lo cierto es que había dominado la situación: controlaba el problema hidráulico, se había liberado del hielo, había encendido el motor y estaba a menos de cuatro minutos de Portland. Hacía todo lo posible, Diane, y lo habría logrado de no ser por ese risco.
Baedecker hace una pausa, viendo, no, sintiendo esos últimos segundos: luchar con esa palanca clavada en una caja de roca, forcejear con los pedales, sin tiempo para mirar por la cabina empapada de lluvia, observar esa esfera saltarina, chequear el indicador de velocidad del aire y el altímetro, regular aguardando el instante apropiado para arrancar de nuevo el motor. Y entretanto, en medio del ruido y la tormenta, escuchar los ruiditos del asiento trasero.
Baedecker sabe que Dave no era tonto y habría sido el primero en burlarse ante la sugerencia sentimental de que un piloto se quedaría dos segundos de más en un avión moribundo a causa de un perro, pero Baedecker recuerda el tono de Dave tres meses antes, diciendo: «Fue uno de los momentos más felices de mi vida», y en ese tono oye la posibilidad de una pausa de un par de segundos en un momento que no concede ninguna pausa, ve ese detalle final sumado a la determinación de un piloto de pruebas de hacer todo lo posible por salvar el avión.
—...agradezco lo que has hecho, Richard —dice Diane—. En realidad nunca lo puse en duda, pero había muchas preguntas que no podía contestar.
—Diane —dice Baedecker—, sé por qué Dave vino a Lonerock. Quería haceros un regalo especial a ti y al bebé. —Baedecker hace una pausa—. No estaba... eh... no estaba listo cuando él vino aquí —miente—. Pero yo lo llevaré esta noche, si te parece bien. —Baedecker mira hacia el Toyota donde el cachorro raspa la caja en el asiento trasero, junto a la caja que contiene el manuscrito de Dave.
—Sí —dice Diane, aspirando aire—. Richard, tú sabes que la ecografía indicaba que tendríamos un varón.
—Dave me lo contó.
—¿Te habló de los nombres que habíamos pensado?
—No —dice Baedecker—, no creo.
—Ambos conveníamos en que Richard es bonito —dice Diane—. Especialmente si tú piensas lo mismo.
—Sí —contesta Baedecker—. Yo pienso lo mismo.
Baedecker enfila hacia el sur por la carretera 218, dejando atrás Mayville y Fossil, cruzando el río John Day más allá de Clarno. El ancho camino de grava del rancho ashram sale de la carretera asfaltada. Baedecker conduce por ella cinco kilómetros, pensando en Scott. Recuerda el regreso a Houston el verano del Watergate, hace tanto tiempo: quería hablar más con su hijo pero no atinaba a hacerlo, presintiendo que a pesar de todo Scott también quería hablar, cambiar las cosas.
La carretera está bloqueada en un punto donde se estrecha entre dos zanjas profundas. Cierra el paso una limusina azul aparcada diagonalmente. A la izquierda hay una pequeña garita con techo inclinado, paredes marrones y una sola ventana, a Baedecker le recuerda las paradas de autobuses cubiertas que hay al borde del camino en Oregon. Se detiene y baja del Toyota. El cachorro duerme en el asiento trasero.
—Sí, señor. ¿En qué podemos servirle? —pregunta uno de los tres hombres que salen de la garita.
—Me gustaría pasar —dice Baedecker.
—Lo lamento, señor, nadie puede cruzar este punto —explica el hombre. Dos de ellos son corpulentos y barbudos; el que habla es el más fornido, mide uno noventa. Tiene poco más de treinta años y lleva una camisa roja bajo el chaleco. Del chaleco cuelga un medallón con una fotografía del gurú.
—Este es el camino del ashram, ¿verdad? —pregunta Baedecker.
—Sí, pero está cerrado —dice el segundo hombre. Lleva una camisa a cuadros oscura con una placa barata del servicio de seguridad.
—¿El ashram está cerrado?
—El camino está cerrado —dice el grandote, cambiando de tono. No había más «señor»—. Haga girar ese vehículo.
—Estoy aquí para ver a mi hijo. Ayer hablé por teléfono con él. Ha estado enfermo, y quiero verlo y charlar. Dejaré mi coche aquí si usted quiere llevarme.
El grandote sacude la cabeza y avanza tres pasos con aire prepotente. Baedecker sabe que no lo dejarán pasar. Nunca ha visto a este sujeto, pero lo conoce bien; ha visto a sus congéneres en bares, de San Diego a Yakarta. Ha conocido a muchos tíos parecidos entre los marines. Durante un tiempo, cuando era joven, Baedecker había pensado en ser como él.
Baedecker mira al tercer hombre: poco más que un muchacho, delgado y picado de viruela. Sólo lleva una camisa roja de algodón y tirita en la fría brisa del norte.
—No —dice el grandote, acercándose amenazadoramente—. Dé la vuelta, papá.
—Me gustaría ver a mi hijo —insiste Baedecker—. Si tiene un teléfono ahí, llamemos a alguien.
Baedecker trata de sortearlo, pero el grandote lo detiene con tres dedos, golpeándole el pecho con fuerza.
—He dicho que dé la vuelta. Retroceda hasta ese punto mas ancho y dé la vuelta.
Baedecker siente una sensación aguda, fría y familiar, pero se detiene y retrocede dos pasos. El grandote es puro hombros, pecho y brazos, un cuello taurino bajo una barba hirsuta, pero el vientre es grande y blando, incluso bajo el chaleco. Baedecker se mira su propio estómago y sacude la cabeza.
—Probemos de nuevo —dice Baedecker—. Este camino todavía pertenece al condado. Pregunté en Condon. Si usted tiene teléfono o radio, hablemos con alguien que sepa pensar y tomar decisiones adultas. De lo contrario, lléveme hasta el ashram y hallaremos a alguien.
—Ah-ah —dice el grandote, mostrando los dientes. El hombre de barba se acerca a su amigo mientras el más joven retrocede hacia la puerta de la garita—. Muévase, papá —dice el grandote. Los tres dedos golpean de nuevo el pecho de Baedecker. Baedecker retrocede otro paso.
El hombre muestra más dientes, complacido con la retirada de Baedecker, avanza de nuevo y prepara la palma para darle un buen empellón. Baedecker sigue el movimiento, coge el brazo tendido, lo hace girar hacia atrás y hacia arriba, no tan violentamente como para romper los huesos pero con rapidez suficiente para provocar desgarrones internos. El grandote grita y forcejea, Baedecker sigue sus movimientos observando al segundo hombre, tira hacia arriba sólo con la mano derecha, apoyándose en el grandote mientras lo aplasta de bruces contra el capó del Toyota.
El hombre de la placa suelta un grito mientras avanza, ambos brazos tendidos como un luchador. Baedecker le pega tres veces con la mano izquierda, los dos primeros golpes rápidos e inútiles, el tercero sólido y satisfactorio, en plena garganta. El hombre recula con ambas manos en el cuello, las botas de cowboy se le atascan en la grava del borde del camino, se desploma en la zanja.
El grandote todavía resopla y se desliza por el capó, pateando y tratando de recobrar el brazo. Baedecker se desliza con él, preparado para usar ambas manos, cuando ve que el joven sale de la garita con una escopeta calibre 12.
Hay tres metros entre Baedecker y el joven. El chico sostiene el arma a baja altura, casi como el pequeño Scott cuando aferraba la raqueta de tenis, antes de que Baedecker le enseñara. Baedecker no le vio meter la primera bala en la recámara, y presiente que nadie lo ha hecho antes de que el chico saliera de la garita. Baedecker titubea un segundo, pero la furia fría y afilada que sentía un segundo antes es ahora reemplazada por la caliente cólera contra sí mismo. Hace girar al grandote y lo lanza contra el joven de tal modo que el grandote cae hacia delante, olvida que el brazo derecho ya no detendrá su caída, y cae de bruces en la grava y el lodo, a los pies del joven de la escopeta.
El chico grita algo, agita la escopeta como una varita mágica, pero Baedecker lo ignora, sube al Toyota, retrocede por el camino de grava, vira en redondo y regresa por donde ha venido.
Baedecker había escuchado la cinta a solas, en una pequeña habitación de la base McChord de la Fuerza Aérea. No decía mucho. La voz del joven controlador era profesionalmente nítida, pero se le notaba el filo del miedo bajo la superficie. La voz de Dave empleaba el tono que Baedecker consideraba su voz de vuelo: parsimoniosa, con el marcado acento de su infancia en Oklahoma.
Seis minutos antes de la colisión. El controlador: Afirmativo, Delta Águila dos-siete-nueve, apagón de motor. ¿Desea declarar una emergencia? Cambio.
Dave: Negativo, Centro Portland. Regreso y lo pensaremos un poco antes de embrollar todos los horarios de las aerolíneas. Cambio.
Dos minutos antes de la colisión. Controlador: Enterado, autorización para pista tres-siete, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Tiene usted confirmación de que el tren de aterrizaje esta operativo? Cambio.
Dave: Negativo, Centro Portland. No tengo luz verde sobre eso, pero tampoco luz roja. Cambio.
Controlador: Enterado, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Cuenta con un procedimiento en caso de que el tren esté atascado y no descienda? Cambio.
Dave: Afirmativo, Centro Portland.
Controlador: Muy bien, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Cuál es el procedimiento? Cambio.
Dave: El procedimiento es el siguiente, Portland: coge tus calcetines. Cambio.
Controlador: Repita, por favor, Delta Águila dos-siete-nueve. No captamos eso. Cambio.
Dave: Negativo, Portland. Ahora estoy ocupado. Cambio.
Controlador: Enterado, Delta Águila. Por favor... tenga en cuenta que su lectura actual de altitud es dos-dos-uno-cero y que en su trayectoria hay riscos de hasta mil quinientos metros. Repito, riscos hasta uno-cinco-doble cero. Cambio.
Dave: Enterado. Bajo a dos mil metros. Recibido riscos adelante hasta uno-cinco-doble cero. Gracias, Portland.
Dieciséis segundos antes de la colisión. Dave: Saliendo de las nubes a mil setecientos metros, Portland. Veo luces a la derecha. Bien, ahora...
Luego nada.
Baedecker escuchó la cinta tres veces y en la tercera oyó el «Bien, ahora» de otro modo. La voz parsimoniosa era de triunfo. Algo había empezado a andar bien para Dave en los últimos segundos.
A Baedecker la grabación le recordó otra ocasión, otro vuelo. Pensó en la fecha del viejo periódico en la mañana del entierro de Dave: 21 de octubre de 1971. Quizá. Ese vuelo había sido a fines de octubre, poco antes de la misión.
Volaban a Houston desde el Cabo en un T-38, Baedecker en el asiento delantero. Estaban sobre el golfo de México, pero el único mar que veían era el mar de nubes mil metros debajo de ellos, un resplandor lechoso en todo el horizonte a la luz de una luna en cuarto creciente. Habían volado en silencio durante un rato cuando Dave dijo por el interfono:
—Iremos allá arriba en un par de meses, amigo.
—Siempre que logres hacer la secuencia Pings en el simulador la próxima vez —dijo Baedecker.
—Iremos —dijo Dave—. Las cosas nunca serán iguales.
—¿Por qué no? —preguntó Baedecker, mirando hacia arriba. La luz se descomponía en el prisma de plexiglás, distorsionando la forma de la luna.
—Porque nosotros no seremos iguales, Richard —contestó Dave lentamente—. La gente que pisa suelo sagrado sale cambiada, amigo mío.
—¿Suelo sagrado? ¿De qué demonios hablas?
—Confía en mí —dijo Dave.
Baedecker había callado un minuto, dejándose envolver por la pulsación pareja de los motores y el flujo de oxígeno.
—Confío en ti —dijo al fin.
—Bien —asintió Dave—. Pásame los mandos, por favor.
—Los tienes.
Dave lanzó el T-38 en un ascenso abrupto, acelerando al subir, hasta que Baedecker quedó tendido de espaldas mirando la luna mientras escalaban el cielo. La región de las colinas Marius quedaría perfectamente iluminada en el amanecer lunar. Dave mantuvo el ascenso hasta que el tenso avión alcanzó más de quince kilómetros de altura —dos mil metros más de su techo oficial— y luego, en vez de volver al nivel horizontal, maniobró para ponerlo vertical, incapaz de ganar más altitud pero negándose a caer, el T-38 quedó suspendido del morro entre el espacio y el mar de nubes que rodaba 15.000 metros más abajo, la gravedad no desafiada pero anulada, todas las fuerzas del universo equilibradas y armonizadas. No podía durar. Un instante antes de que el avión entrara en barrena, Dave maniobró con el timón izquierdo y el aparato corcoveó como un animal al que le tiran de la rienda, y luego se lanzaron en un descenso de setenta kilómetros que terminaría en Houston y en casa.
Baedecker llega a Lonerock media hora antes del poniente, pero el día gris ya no tiene luz. Conduce hasta el rancho de Kink, aparca el Toyota y lleva el cachorro a la casa. Le da leche, pone la caja junto a la estufa aún tibia de la cocina y se cerciora de que la casa tenga calor suficiente para el perro hasta que él regrese.
Afuera, Baedecker arranca los cables, saca la tabla de control de la cabina y realiza una inspección externa del Huey mientras un viento frío sopla del norte. Tarda el triple que cuando lo hacía con Dave, y cuando está de rodillas, tratando de hallar la válvula de combustible, la mano le palpita de frío y de dolor. Tiene tres dedos hinchados. Baedecker se sienta en el suelo escarchado y se pregunta si se habrá roto un dedo. Recuerda que en una ocasión, cuando tenía doce años, regresó al apartamento de la calle Kildare después de una riña en la escuela. Su padre le miró la mano magullada, sacudió la cabeza y dijo simplemente: «Si es absolutamente necesario que pelees, y si insistes en golpear a alguien en la cara, no lo hagas con la mano vacía.»
Al concluir con los chequeos externos, Baedecker se dispone a entrar por la portezuela izquierda, se detiene y se dirige al lado derecho. Se apoya en el patín, aferra el asiento y trepa al interior. Hace frío dentro del helicóptero. La máquina tiene calefacción y descongelantes, pero no puede derrochar batería en ellos antes de que arranque el motor. Si arranca.
Baedecker se sujeta, libera la traba inercial para inclinarse hacia adelante y chequea la consola y los interruptores. Cuando ha terminado, se reclina y su cabeza choca contra el casco de vuelo que está encima de la ménsula. Se pone el casco, ajustando los auriculares. No tiene intención de usar la radio, pero los auriculares le entibian los oídos.
Baedecker se reclina en el asiento, mueve la palanca de control cíclico entre las piernas, aferra la palanca de control colectivo con la mano izquierda. No logra cerrar la mano sobre ella, pero decide que así la podrá manejar. Practica el uso del índice y el pulgar para controlar la regulación.
Suelta un suspiro. Hace más de tres años que no maneja una aeronave de motor y se alegra de que la telemetría no esté enviando su ritmo cardíaco a un equipo médico; los doctores diagnosticarían taquicardia con un solo vistazo a los monitores. Baedecker abre el regulador con la mano izquierda y aprieta el interruptor con el dedo bueno. Se oye un gemido fuerte, la turbina despierta con un siseo, como cuando se enciende el piloto de un enorme termo, y el medidor de temperatura del gas de escape salta al rojo mientras los rotores comienzan a girar. A los cinco segundos la turbina zumba de manera uniforme, los rotores son un borrón, una presión suave desde arriba.
—Bien, de acuerdo —le dice Baedecker al micrófono muerto—. ¿Ahora qué? —Enciende la calefacción y el descongelante, espera treinta segundos a que se despeje el parabrisas, apenas mueve la palanca de control colectivo. Ese ligero tirón —Baedecker recuerda el quisquilloso freno del viejo Volvo de Joan— incrementa el ángulo de inclinación elevando al Huey dos metros sobre los patines.
Un revoloteo no estaría mal, piensa Baedecker. Acelera para compensar el ángulo, y su mano izquierda protesta de dolor cuando le pide que haga dos cosas al mismo tiempo. Afloja a los tres metros, planeando sostener el Huey allí por un minuto, el parabrisas al nivel de la puerta del piso alto del granero de Kink, que está a quince metros. De inmediato la fuerza de torsión intenta impulsar la máquina en sentido contrario a las agujas del reloj sobre el eje. Baedecker aprieta el pedal derecho, compensa en exceso y el rotor de cola impulsa el Huey en dirección opuesta. Lleva la rotación a un ángulo de detención de 180 grados, donde empezó, pero entretanto el ángulo de inclinación reducido hace bajar y subir la nave. Baedecker empuja demasiado la palanca cíclica, nivelando a unas pulgadas del suelo para brincar varios metros cuando los controles responden.
Baedecker lo deja bajar a tres metros, mientras maniobra febrilmente con el regulador, la palanca, el control de inclinación y los pedales en un esfuerzo para lograr un mero revoloteo. Cuando cree que lo ha logrado, mira a la izquierda y nota que se desliza despacio, como si estuviera sobre rieles de vidrio, sin fricción, a tres metros del frío suelo directamente hacia el granero de Kink.
Patea el pedal para hacer girar la pesada máquina en una vuelta brusca, mueve la palanca hacia adelante y hacia atrás, y el Huey se desploma en un aterrizaje rechinante y torpe, botando dos veces antes de asentarse con un crujido sobre los patines, en el centro del patio.
Baedecker se pasa el dorso de la mano por la frente. El sudor le empapa el cuello y las orejas. Suelta la palanca y el control colectivo y se reclina. El arnés se mueve con él, reteniéndolo. Los rotores continúan girando.
—Bien, amigo —murmura Baedecker—, no me vendría mal una mano.
«Trata de contener el aliento, zopenco.» Es la voz de Dave por el interfono inactivo, a través de los silenciosos auriculares de Baedecker. Es la voz de Dave en su mente.
Baedecker se relaja, exhala una larga bocanada de aire, no inhala, deja que su mente vagabundee mientras su cuerpo recuerda esas horas de instrucción diecisiete años atrás. Aún conteniendo el aliento, alza la palanca de inclinación, tira de la palanca cíclica, ajusta la regulación y los pedales al elevarse, y revolotea sin esfuerzo a tres metros del suelo. Inhala con cuidado. Es un vuelo firme y grácil, tan simple como estar sentado en una lancha en un mar calmo. Baedecker hace girar el Huey, baja el morro para ganar velocidad, inicia un viraje largo y ascendente que lo llevará a Lonerock, a seiscientos metros.
Aún no está oscuro. En realidad es la primera vez que el sol asoma ese día por debajo de las nubes, pero Baedecker tantea la palanca colectiva buscando el interruptor y enciende y apaga varias veces la luz de aterrizaje. Abajo, el cubo oscuro de la cúpula de la escuela permanece en penumbra, Baedecker se estabiliza a ocho mil metros y apunta el morro del Huey con rumbo oeste-sudoeste.
A cien nudos, el viaje durará menos de quince minutos. El sol poniente le da en los ojos. Se calza el casco-visor, pero la vista es demasiado oscura, así que se lo echa hacia atrás y entorna los ojos. El monte Hood está aureolado por una corona de oro, las nubes irradian tonos rosados y amarillos como liberando los colores que absorbieron esa semana.
Baedecker desciende a cien metros al dejar atrás el río John Day. Sonríe. Casi oye la voz de Dave: «Esto se llama vuelo SLC, chico. Sigo Las Carreteras.» Casi pasa por alto la ruta de acceso del ashram porque está mirando un hato de vacas al sur, pero luego vira a la derecha en una cómoda maniobra, sintiendo que ahora la máquina trabaja con él y él con ella, mirando por la ventanilla las matas de salvia y los bancos de nieve y los pinos bajos que arrojan largas sombras sobre un cauce seco.
Sobrevuela el bloqueo caminero a 50 metros; ve salir a dos hombres y resiste el impulso de descender en vuelo rasante a 120 nudos con los patines a dos metros del suelo. No ha venido para eso.
Tres kilómetros después cruza una elevación, ve el ashram y comprende su error.
Es una condenada ciudad. El camino se transforma en asfalto a través del largo valle, cientos de tiendas permanentes se alinean a un lado, edificios y aparcamientos al otro. En la intersección de dos calles surge una gigantesca estructura, un verdadero ayuntamiento, y detrás de ella varias hileras de autobuses aparcados; una multitud de personas corretean por las calles. Baedecker sobrevuela por dos veces la arteria principal a más de treinta metros de altura, pero el ruido de los rotores sólo consigue atraer a más gente de los edificios y las tiendas. Las calles lodosas se convierten en un hormigueo de camisas rojas. Baedecker teme que le disparen en cualquier momento. Sostiene el Huey en un revoloteo indeciso sobre lo que podría ser el ayuntamiento, un edificio largo con techo permanente y suelo y paredes de lona, y piensa: «¿Y ahora qué?»
«Relájate.»
Baedecker se relaja. Hace rotar el helicóptero hacia el sol que se oculta detrás de los cerros. El repentino crepúsculo es más agradable que el día gris. Echando una ojeada al complejo de más de un kilómetro de largo, avista una colina de cima roma cerca de un edificio en construcción de madera en la esquina sudeste del pueblo. La colina y la estructura solitaria se encuentran alejadas de las principales arterias, separadas por varios cientos de metros del resto del laberinto.
Sobrevuela una vez e inicia un cuidadoso descenso. Se halla a diez metros de la cima de la colina cuando por el rabillo del ojo distingue una forma roja. Cinco personas han salido del edificio en construcción, pero Baedecker sólo tiene ojos para el que está delante. La figura aún se encuentra a sesenta metros, a la sombra del edificio, pero Baedecker sabe al instante que es Scott: más delgado que nunca, sin la barba que llevaba en la India, con el pelo más corto que nunca en los últimos diez años, pero Scott.
Aterriza ágilmente, y el Huey se asienta sobre los patines sin un quejido. Por un minuto, Baedecker tiene que concentrarse en la consola, dejando que los rotores giren en un susurro caliente pero asegurándose de que la máquina permanecerá en tierra unos minutos. Cuando mira hacia adelante, ve a cuatro de las figuras aún inmóviles en la penumbra, sólo Scott avanza deprisa colina arriba, trotando por la escarpada y pedregosa cuesta.
Baedecker abre la portezuela, deja el casco en el asiento y sale agachándose instintivamente bajo los rotores. En el linde de la colina permanece erguido un instante, los brazos en jarras. Luego, avanzando deprisa y con firmeza sobre ese terreno traicionero, desciende al encuentro de su hijo.
QUINTA PARTE - MONTE DEL OSO
Baedecker corría. Corría deprisa, el sudor le provocaba escozor en los ojos, le dolían los costados, el corazón le palpitaba deprisa, el jadeo le quemaba la garganta. Pero seguía corriendo. El último kilómetro tendría que haber sido el más fácil, pero fue el más difícil. El trayecto que seguían los llevó entre las dunas y de vuelta a la playa, y allí fue donde Scott decidió apurar el paso. Baedecker se rezagó cinco metros pero rehusó dejar que esa distancia creciera.
Cuando avistaron el motel de Cocoa Beach, Baedecker sintió que el esfuerzo le agotaba las últimas reservas de energía, sintió que el corazón y los pulmones reclamaban un paso más lento, pero fue entonces cuando aceleró, esforzándose para alcanzar al delgado pelirrojo. Scott miró a la derecha cuando su padre lo alcanzó, le sonrió e inició una veloz carrera que lo llevó de la costa dura y húmeda a la blanda arena de la playa. Baedecker se mantuvo a la altura del hijo unos cincuenta metros y luego se rezagó. Recorrió los últimos cien metros hasta el pequeño muro de cemento del hotel en un trote tambaleante.
Scott hacía ejercicios de estiramiento cuando Baedecker se desplomó en la arena y apoyó la espalda en el muro. Se sostuvo la cabeza con los brazos y resopló.
—Magnífica carrera —dijo Scott al cabo de un minuto.
—Aja —jadeó Baedecker.
—Uno se siente bien, ¿verdad?
—Aja.
—Voy a nadar. ¿Quieres venir conmigo?
Baedecker meneó la cabeza.
—Ve tú —jadeó—. Me quedaré aquí a vomitar.
—Vale —dijo Scott—. Te veo en un rato.
Scott corrió hasta el agua por la playa. El sol de Florida era muy brillante, la arena era blanca y deslumbrante como polvo lunar al mediodía. Baedecker se alegraba de que Scott se sintiera tan bien. Ocho meses antes habían pensado en internarlo nuevamente en el hospital, pero el medicamento contra el asma había dado rápidos resultados, la disentería se había curado tras varias semanas de reposo, y mientras Baedecker perdía peso durante los meses de régimen y trabajo en Arkansas, Scott había engordado de tal modo que ya no parecía el pelirrojo superviviente de un campo de concentración. Baedecker miró el mar donde su hijo nadaba con vigorosas brazadas. Al cabo de un minuto, se levantó con un gruñido y corrió despacio por la playa para reunirse con él.
Era de noche cuando Baedecker y Scott cogieron la carretera 1 rumbo al Centro Espacial. Baedecker echó un vistazo a las nuevas instalaciones y centros comerciales de la autopista y recordó la tosquedad de ese lugar a mediados de los años 60.
El enorme edificio de Ensamblaje de Vehículos ya era visible antes de tomar la carretera de acceso a la NASA.
—¿Te parece todo igual? —preguntó Baedecker. Scott había sido un fanático del Cabo. Había usado la misma camiseta azul del Centro Espacial Kennedy durante esos dos veranos, a los seis y los siete años. Joan tenía que esperar a la noche para lavarla.
—Supongo que sí —dijo Scott.
Baedecker señaló la gigantesca estructura del nordeste.
—¿Recuerdas cuando te traje aquí para ver cómo construían el edificio de Ensamblaje?
Scott frunció el ceño.
—No. ¿Cuándo fue eso?
—En 1965 —dijo Baedecker—. Yo ya trabajaba para la NASA, pero fue el verano anterior a que me escogieran para el quinto grupo de astronautas. ¿Recuerdas?
Scott sonrió.
—Papá, yo tenía un año.
Baedecker sonrió también.
—Pensándolo bien, recuerdo que te llevé en hombros durante casi todo ese viaje.
Antes de llegar al área industrial del Centro Espacial Kennedy los pararon en dos controles. El puerto espacial, habitualmente abierto a los turistas y a los curiosos, estaba cerrado a causa del inminente lanzamiento del Departamento de Defensa. Baedecker mostró los documentos de identidad y los pases que le había dado Tucker Wilson, y los dejaron pasar sin problemas.
Pasaron frente al enorme edificio de la jefatura y viraron hacia el aparcamiento del edificio de Operaciones con Naves Espaciales Tripuladas. El enorme complejo de tres pisos seguía siendo tan feo y funcional como durante la estancia de Baedecker, en las fases de entrenamiento y prelanzamiento de su misión Apollo. Las cristaleras del lado oeste recibieron el último destello del poniente mientras aparcaban el coche.
—Es una gran ocasión, ¿verdad? —dijo Scott mientras caminaban hacia la entrada principal—. Cena de Acción de Gracias con los astronautas.
—No es una cena de Acción de Gracias —corrigió Baedecker—. Los miembros del equipo ya han cenado con sus familias. Venimos a tomar café y pastel..., una especie de reunión tradicional la noche anterior a un vuelo.
—¿No es extraño que la NASA tenga un vuelo en un festivo como éste?
—No creas —dijo Baedecker mientras se detenían para mostrar la identificación a un guardia de la puerta. Un asistente de la Fuerza Aérea los condujo escalera arriba—. Apollo 8 circunvoló la luna en Navidad. Además, el Departamento de Defensa fijó la fecha de este lanzamiento a causa de las ventanas de despliegue satelital.
—Y además —añadió Scott—, Acción de Gracias es hoy y el lanzamiento es mañana.
—Exacto —dijo Baedecker. Pasaron otros dos puestos de inspección antes de ingresar en una pequeña sala de espera frente al comedor de la dotación. Baedecker echó una ojeada al sofá verde, las incómodas sillas y la mesilla cubierta de revistas, y se alegró de que ese aposento privado conservara la atmósfera que había conocido dos décadas antes.
La puerta se abrió y apareció un grupo de hombres de negocios que venían del comedor. Los guiaba un joven mayor de la Fuerza Aérea. Uno de los hombres, con traje oscuro y maletín, se detuvo al ver a Baedecker.
—Demonios, Dick —dijo—. Entonces es cierto que te ha contratado la Rockwell.
Baedecker se levantó para darle la mano.
—No es verdad, Cole. Es sólo una visita social. No recuerdo si conoces a mi hijo. Scott, Cole Prescott, mi jefe en St. Louis.
—Nos conocimos hace años —dijo Prescott, dándole la mano a Scott—. En el picnic de la compañía, cuando Dick empezó a trabajar con nosotros. Creo que tú tenías once años.
—Recuerdo la carrera de tres piernas —dijo Scott—. Mucho gusto en verle de nuevo, señor Prescott.
Prescott se volvió hacia Baedecker.
—¿En qué andas, Dick? Hace seis meses que no recibimos noticias tuyas.
—Siete —dijo Baedecker—. Scott y yo pasamos la primavera y el verano reparando una vieja cabaña de Arkansas.
—¿Arkansas? —dijo Prescott, guiñándole el ojo a Scott—. ¿Qué diablos hay en Arkansas?
—No mucho —contestó Baedecker.
—Oye —dijo Prescott—, he oído decir que has estado hablando con gente de la North American Rockwell. ¿Es verdad?
—Sólo hablando.
—Sí, eso dicen todos. Pero oye, si no has firmado con nadie... —Hizo una pausa y miró en torno. Los otros se habían marchado. A través de la puerta entornada del comedor se oían risas y tintineo de platos—. Cavenaugh se retira en enero, Dick.
—¿Sí?
—Sí —susurró Prescott—. Yo ocuparé su puesto cuando se vaya. Eso deja espacio en el segundo nivel, Dick. Si pensabas regresar, sería el momento apropiado.
—Gracias, Cole, pero ya tengo un empleo —dijo Baedecker—. Bueno no es exactamente un empleo, sino un proyecto que me mantendrá ocupado varios meses.
—¿De qué se trata?
—Estoy redondeando un libro que David Muldorff empezó hace un par de años —explicó Baedecker—. La parte que queda requiere viajes y entrevistas. De hecho, el lunes debo volar a Austin para empezar a trabajar en ello.
—Un libro —dijo Prescott—. ¿Ya te han dado un anticipo?
—Uno modesto —repuso Baedecker—. La mayor parte de los derechos de autor serán para la esposa de Dave y su hijo, pero estamos empleando el anticipo para cubrir algunos gastos.
Prescott asintió y miró su reloj de pulsera.
—Bien, pero ten en cuenta lo que te he dicho. Me ha gustado mucho veros de nuevo, Dick, Scott.
—Lo mismo digo —dijo Baedecker.
Prescott se detuvo junto a la puerta.
—Fue una lástima lo de Muldorff.
—Sí —dijo Baedecker—. Lo fue.
Prescott se marchó cuando un encargado de relaciones públicas de la NASA en mangas de camisa y corbata negra se acercó a la puerta del comedor.
—¿Coronel Baedecker?
—Sí.
—La tripulación está lista para el postre. ¿Quieren entrar, por favor?
Había cinco astronautas y otros siete hombres ante la larga mesa. Tucker Wilson se encargó de las presentaciones. Además de Tucker, Baedecker conocía a Fred Hagen, el copiloto de la misión, y a Donald Gilroth, uno de los administradores actuales. Gilroth había engordado considerablemente y conseguido mayor influencia desde que Baedecker lo había visto por última vez.
Los otros tres astronautas, dos especialistas de misión y un especialista en cargamento, pertenecían también a la Fuerza Aérea. Tucker era el único piloto a tiempo completo en la NASA involucrado en esta misión, y a pesar de los recientes esfuerzos para incluir mujeres y minorías en la labor espacial, este vuelo militar era un retroceso a la tradición de varones blancos y protestantes. Conners y Miller, los especialistas de misión, eran callados y serios, pero el miembro más joven de la tripulación, un rubio llamado Holmquist, tenía una risa estridente y contagiosa que se granjeó de inmediato las simpatías de Baedecker.
Hubo unos pocos minutos de obligatoria evocación de los días del Apollo mientras llegaban el café y el pastel, y luego Baedecker encauzó la conversación hacia la misión inminente.
—Fred, has esperado mucho para esto, ¿verdad?
Hagen asintió. Era unos años más joven que Baedecker, pero su corte a cepillo había encanecido de inmediato, así que se parecía a Archibald Cox. Baedecker notó que la mayoría de los pilotos del transbordador se acercaban a su edad. El espacio, otrora una frontera formidable que hacía temer a los expertos que los pilotos de prueba más jóvenes, audaces y fuertes del país no pudieran soportar sus rigores, ahora pertenecía a hombres con lentes bifocales y problemas de próstata.
—He esperado desde que se frustró el MOL —respondió Hagen—. Con un poco de suerte, ayudaré a poner en órbita al sucesor, como parte de la estación espacial.
—¿Qué era el MOL? —preguntó Scott.
—El laboratorio espacial tripulado —explicó Holmquist. El rubio especialista sólo tenía dos o tres años más que Scott—. Era uno de los proyectos predilectos de la Fuerza Aérea, como el X-20 Dyna Soar, pero nunca remontó vuelo. Anterior a nuestra época, Scott.
—Sí —dijo Tucker, arrojando una servilleta doblada al joven astronauta—, anterior a los transistores.
—Supongo que podríais contemplar el transbordador como un Dyna Soar más grande y mejor —dijo Baedecker, y el intencional parecido de la palabra con «dinosaurio» ahora le resultó irónico. A mediados de los 60 había pilotado aparatos sin motor en Edwards, como parte de los aportes de la NASA al desaparecido programa de la Fuerza Aérea.
—Claro —dijo Hagen—, y el Spacelab es una especie de versión actualizada e internacional del MOL... un par de décadas retrasada. Y el mismo Spacelab se ha transformado en una especie de proyecto de prueba para los componentes de la estación espacial que empezaremos a poner en órbita dentro de un par de años.
—Pero en esta misión no lleváis material del Spacelab, ¿verdad? —preguntó Scott.
Se hizo un silencio y varios hombres menearon la cabeza. El cargamento del Departamento de Defensa era tema prohibido en esta conversación, y Scott lo sabía.
—¿Aún os preocupa el tiempo? —preguntó Baedecker. Hacia días que se acumulaban tormentas en el Golfo durante la mañana.
—Un poco —dijo Tucker—. El último mensaje de meteorología fue que no había problemas, pero no parecía muy sincero. Qué diablos. Las ventanas son pequeñas, pero las tendremos tres días consecutivos. ¿Mañana estaréis en los palcos VIP, Dick?
—No me lo perdería —dijo Baedecker.
—¿Qué piensas de todo esto, Scott? —preguntó Hagen. El coronel de la Fuerza Aérea miraba al pelirrojo con cordial interés.
Scott iba a encogerse de hombros pero cambió de parecer. Miró de soslayo al padre y encaró a Hagen.
—Para ser franco, lo encuentro interesante y un poco triste.
—¿Triste? —exclamó Miller, uno de los especialistas de misión, un hombre inquisitivo y moreno que recordaba a Gus Grissom—. ¿Por qué triste?
Scott abrió los dedos de la mano izquierda y cobró aliento.
—Mañana no transmitiréis el lanzamiento, ¿verdad? Ni permitiréis reporteros en el Cabo. Ni se anunciará la marcha de la misión, excepto lo absolutamente imprescindible. Ni siquiera vais a anunciar con exactitud cuándo tendrá lugar el lanzamiento, ¿correcto?
—Correcto —confirmó el capitán Conners, con el tono cortante de la Academia de la Fuerza Aérea—. Es lo menos que podemos hacer por la seguridad nacional en lo que será una misión clasificada. —Conners miró de soslayo a los demás mientras un camarero recogía los platos y volvía a llenar las tazas de café. Holmquist y Tucker sonreían. Los demás simplemente miraban.
Scott se encogió de hombros, pero sonrió antes de hablar y Baedecker sintió que la feroz intensidad que durante años había irradiado su hijo se había aplacado un poco en las últimas semanas.
—Entiendo eso —dijo Scott—, pero recuerdo los días en que volaba papá, cuando la prensa se enteraba de cada pedo que se tiraba un astronauta..., perdón, pero así era. También para las familias. Al menos durante las misiones. Lo que trato de decir es: recordemos cuan abierto era, y cómo lo comparábamos con la reserva del programa ruso. Nos enorgullecíamos de que todos pudieran verlo. Así que me entristece un poco que nos parezcamos en algo a los soviéticos.
Miller abrió la boca para hablar, pero la risa de Holmquist lo interrumpió.
—Muy cierto —dijo Holmquist—, pero te diré, jovencito, que todavía nos falta mucho para parecemos a los rusos. ¿Has visto a los periodistas del aeropuerto Melbourne tomando notas cuando llegó el equipaje de los contratistas de defensa? Es todo lo que necesitaban para saber qué clase de cargamento llevamos. ¿Lo has visto hoy en el Washington Post y el New York Times?
Scott meneó la cabeza.
El joven especialista en cargamento pasó a describir los artículos publicados en la prensa y televisión, sin confirmar ni negar su veracidad pero explayándose humorísticamente sobre los frustrados esfuerzos de los encargados de prensa de la Fuerza Aérea, que habían tratado de tapar con un dedo un dique que se había transformado en una criba. Uno de los administradores de la NASA contó una historia sobre las embarcaciones de la prensa que fueron apresadas en la zona cuando los barcos de inteligencia soviéticos se desplegaban a poca distancia del área restringida.
Fred Hagen contó una anécdota de sus días del X-15, cuando un emprendedor corresponsal se disfrazó de oficial visitante de la Fuerza Aérea brasileña para conseguir una exclusiva. Baedecker habló de su viaje a la Unión Soviética antes del proyecto Apollo-Soyuz. Una noche de invierno, Dave Muldorff acercó la boca a una lámpara de la habitación para sugerir en voz alta que un trago era lo más indicado, pero se les había agotado la bebida suministrada por los anfitriones. Diez minutos después apareció un ordenanza ruso con botellas de vodka, whisky y champán.
Hubo más risas mientras las conversaciones se dividían y varios administradores se despedían. Holmquist y Tucker hablaban con Scott cuando Don Gilroth rodeó la mesa y apoyó la mano en el hombro de Baedecker.
—Dick, ¿podemos tomarnos un minuto? ¿Afuera?
Baedecker siguió al otro hombre a la desierta sala de espera. Gilroth cerró la puerta y se acomodó el cinturón sobre el ancho vientre.
—Dick, no sabía si podríamos hablar mañana, así que preferí hacerlo hoy.
—¿Hablar de qué?
—De trabajar para la NASA —dijo el administrador.
Baedecker parpadeó sorprendido. Nunca se le había ocurrido la idea.
—He hablado con Cole Prescott, Weitzel y algunos de los demás, y he oído que estás examinando otras propuestas, pero te quería comunicar que la NASA también está interesada —dijo Gilroth—. Sé que nunca podremos competir con la industria privada, pero éstos son tiempos estimulantes. Estamos tratando de reconstruir todo el programa.
—Don —dijo Baedecker—, dentro de poco cumpliré cincuenta y cuatro años.
—Sí, y yo cumpliré cincuenta y nueve en agosto. No sé si lo has notado, Dick, pero actualmente el espectáculo no está a cargo de mocosos.
Baedecker negó con la cabeza.
—He estado muchos años desvinculado...
Gilroth se encogió de hombros.
—No estamos hablando de volver a vuelo activo. Aunque Dios sabe que todo es posible con el trabajo que tendremos en este par de años. Pero Harry sin duda podría emplear a alguien con tu experiencia en la Oficina de Astronautas. Entre los viejos y los novatos, tenemos unos setenta astronautas por aquí. No como en los viejos tiempos, cuando Deke y Al tenían que vigilar sólo a una docena de revoltosos.
—Don, he empezado a trabajar en un libro que Dave Muldorff no tuvo tiempo de concluir y...
—Sí, lo sé. —Gilroth palmeó a Baedecker en el brazo—. No hay prisa, Dick. Piénsalo. Comunícate conmigo este año. De paso, Dick, Dave Muldorff debía de pensar que era buena idea que regresaras. En noviembre pasado recibí una carta de él donde me lo mencionaba. Confirmó mi idea de traer de vuelta a los viejos profesionales.
Baedecker estaba pensando en la propuesta cuando Tucker y Scott salieron por la puerta.
—Aquí estás —dijo Tucker—. Planeábamos un pequeño paseo a la rampa. ¿Quieres venir?
—Sí —repuso Baedecker. Se volvió hacia Gilroth—. Don, gracias por la sugerencia. Me comunicaré contigo.
—De acuerdo —contestó el administrador, saludando a los tres con dos dedos alzados.
Tucker los condujo en un Plymouth verde de la NASA por la Kennedy Parkway hasta la rampa 39-A. El edificio de Ensamblaje se erguía a gran altura iluminado por reflectores. Baedecker miró la bandera norteamericana pintada en una esquina de la cara sur y advirtió que la bandera sola tenía superficie suficiente para jugar un partido de fútbol sobre ella. Más allá del edificio de Ensamblaje, el vehículo espacial estaba encerrado en una red protectora de andamies. Los haces de los focos hendían el aire húmedo, las luces fulguraban a través del enrejado de cañerías y vigas, y Baedecker pensó que todo el conjunto parecía una gigantesca torre de perforación llenando un tanque interplanetario.
Atravesaron los puestos de seguridad, y Tucker avanzó cuesta arriba hasta la base de la Torre de Servicios y Acceso. Otro guardia se les acercó, vio a Tucker, se cuadró y se perdió en las sombras. Baedecker y Scott salieron del coche y se quedaron mirando la máquina que se alzaba ante ellos.
Para Baedecker el transbordador —o Sistema de Transporte Espacial Regular, como a los ingenieros les gustaban llamar a la combinación de vehículo orbital, tanque externo y cohetes de combustible sólido— parecía aparatoso y torpe, un híbrido improbable que no era avión ni cohete, sino una forma evolutiva intermedia. No por primera vez, Baedecker comprendió que estaba mirando un ornitorrinco del viaje espacial. El transbordador espacial —ese cacareado símbolo de la tecnología de Estados Unidos— ya se había transformado en un ensamblaje de equipo viejo, casi obsoleto. Al igual que los maduros pilotos que los conducían, los transbordadores supervivientes transportaban los sueños de los años 60 y la tecnología de los 70 a las incógnitas de los años 90, reemplazando la energía ilimitada de la juventud por la sabiduría de lecciones penosamente aprendidas.
A Baedecker le agradó el aspecto del tanque de combustible externo, color herrumbre. Tenía sentido no quemar precioso combustible para elevar toneladas de pintura hasta el linde del espacio sólo para que el tanque desechable ardiera segundos después, pero el efecto de esa sensatez era que el transbordador parecía una trajinada herramienta, una buena camioneta usada en vez de los elegantes modelos utilizados en programas anteriores. Aun así, o quizá debido a ello, Baedecker comprendió que si fuera piloto del equipo querría al transbordador con esa pasión pura e irracional que los hombres solían reservar para las esposas o amantes.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo Tucker, como leyendo la mente de Baedecker.
—Lo es —convino Baedecker. Sin pensar en ello, miró hacia donde la popa se unía con el cohete de la derecha. Pero si en esas anillas había demonios destructivos, acechando para destruir la nave y la tripulación con devastadoras lenguas de fuego que hicieran volar el hidrógeno del tanque externo, no había indicios de ellos. Aunque, desde luego, la tripulación del Challenger tampoco lo había visto.
Alrededor, técnicos vestidos de blanco trajinaban como insectos. Tucker sacó tres cascos protectores del asiento trasero del Plymouth y le arrojó uno a Baedecker y otro a Scott. Se acercaron más e irguieron la cabeza para mirar de nuevo hacia arriba.
—Es fascinante, ¿eh? —dijo Tucker.
—Todo un espectáculo —murmuró Baedecker.
—Energía congelada —murmuró Scott.
—¿Qué es eso? —preguntó Tucker.
—Cuando estuve en la India —dijo Scott con voz apenas audible sobre los ruidos de fondo y el pistoneo de un compresor cercano—, por alguna razón empecé a pensar en las cosas, e incluso a ver las cosas, en términos de energía. Gente, plantas, todo. Antes miraba un árbol y veía ramas y hojas. Ahora veo la luz solar condensada en materia. —Scott titubeó tímidamente—. De cualquier modo, eso es... una enorme fuente de energía cinética congelada, esperando para derretirse y transformarse en movimiento.
—Sí —dijo Tucker—. Vaya si hay energía esperando ahí. O al menos la habrá cuando abran los tanques por la mañana. Siete millones de libras de impulso cuando enciendan esas dos velas romanas. —Los miró a ambos—. ¿Queréis subir? Te prometí un vistazo, Dick.
—Yo esperaré aquí —dijo Scott—. Te veo luego, papá.
Baedecker y Tucker subieron en el ascensor de la rampa y salieron a la sala blanca. Media docena de técnicos de Rockwell International con monos blancos, botas blancas y gorras blancas trabajaban en la luz brillante.
—Este acceso es más fácil que el del Saturno V— comentó Baedecker.
—Tenía ese aguilón, ¿verdad? —dijo Tucker.
—Cien metros hasta arriba —dijo Baedecker—. Cuando cruzaba ese maldito brazo oscilante número nueve con traje de presión, llevando ese pequeño ventilador portátil que pesaba media tonelada, contenía el aliento hasta entrar en la sala blanca. Estaba seguro de ser el único héroe de Apollo que desarrollaba síntomas de vértigo.
—Aquí estamos más cerca del suelo —dijo Tucker—. Buenas noches, Wendell. —Tucker saludó a un técnico con auriculares conectados a un cable enchufado en el casco del transbordador.
—Buenas noches, coronel. ¿Va a entrar?
—Unos minutos —dijo Tucker—. Quiero mostrarle a este fósil del Apollo el aspecto de una verdadera nave espacial.
—De acuerdo, pero aguarde un minuto, por favor —dijo el técnico—. Bolton está en la cabina chequeando las comunicaciones. Bajará en un segundo.
Baedecker acarició la cubierta del transbordador. Los mosaicos térmicos blancos eran frescos al tacto. De cerca, la nave espacial mostraba indicios de desgaste: decoloración entre los mosaicos, pintura negra descascarillada, el lustre carcomido de las agarraderas de la escotilla de ingreso. La vieja camioneta estaba limpia y brillante, pero aun así era una camioneta vieja.
Un técnico salió por la escotilla redonda.
—Bien, todo suyo —dijo Wendell.
Baedecker siguió a Tucker, preguntándose qué habría sido de Gunter Wendt. Los tripulantes de Mercury y Gemini querían tanto a Wendt, el primer «führer de rampa» de las salas blancas, que habían obligado a North American Rockwell a quitárselo a McDonnell cuando se inició el programa Apollo.
—Cuidado con la cabeza, Dick —dijo Tucker.
Cruzaron la cubierta intermedia y treparon a los asientos delanteros de la cabina. Para un veterano del Apollo, el interior del transbordador parecía enorme. Detrás de los asientos del piloto y el copiloto había dos divanes adicionales y una escalerilla conducía a un asiento en la cubierta inferior.
—¿Quién ocupa ese lugar solitario allá abajo? —preguntó Baedecker.
—Holmquist, y le saca de quicio —dijo Tucker, acomodándose en el asiento horizontal del piloto de mando—. Intentó todo salvo sobornar a uno de los otros dos para tener un asiento de ventanilla.
Baedecker se instaló con cuidado en el asiento derecho. En su asiento central del módulo de mando Apollo, un movimiento torpe no lo habría sacado de su sitio. Aquí un resbalón lo habría arrojado a un par de metros, hacia las ventanillas y al compartimento de instrumentos situado a popa de la cabina. Se calzó el arnés casi instintivamente, aseguró el cinturón del regazo, pero ignoró la ancha correa para la entrepierna.
Varias luces de advertencia colgaban de ganchos, iluminando los instrumentos y arrojando sombras en los rincones. Tucker apagó una de las lámparas y activó varios interruptores de la cabina, y ambos quedaron bañados en un fulgor verde y rojo. Un despliegue de rayos catódicos se encendió frente a Baedecker e inició una letanía de datos sin sentido. Las líneas cambiantes le recordaron el transbordador de pasajeros de Pan Am de 2001: odisea del espacio, con sus gráficos relampagueantes. Dave había querido ver la película una docena de veces durante el invierno de 1968. Realizaban turnos de catorce horas para respaldar el Apollo 8, y por la noche conducían alocadamente por Houston para ver a Keir Dullea, Gary Lockwood, HAL y los australopitecus actuando al ritmo de Bach, Strauss y Ligeti. Una noche que Baedecker se durmió al comienzo del cuarto rollo, Dave Muldorff se enfadó.
—¿Te gusta? —preguntó Tucker.
Baedecker examinó la consola. Acarició el control manual rotacional.
—Muy elegante —dijo con sinceridad.
Tucker pulsó las teclas del ordenador en la consola baja que los separaba.
—Tiene razón, sabes —dijo Tucker.
—¿Quién tiene razón?
—Tu muchacho. —Tucker se pasó la mano por la cara como si estuviera muy cansado—. Es triste.
Baedecker se volvió hacia él. Tucker Wilson había realizado cuarenta misiones sobre Vietnam y había derribado tres MiGs enemigos en una guerra casi desprovista de ases. Wilson era piloto de carrera de la Fuerza Aérea, sólo transferido a la NASA.
—No me parece triste que las fuerzas armadas realicen misiones —aclaró Tucker—. Demonios, los rusos han tenido una presencia puramente militar allá arriba en la segunda estación Salyut, desde hace por lo menos diez años. Aun así, es triste lo que sucede aquí.
—¿Por qué?
—Es diferente, Dick. Cuando tú volabas y yo actuaba como respaldo, las cosas eran más sencillas. Sabíamos a dónde íbamos.
—A la Luna —dijo Baedecker.
—Sí. Quizá la carrera no fuera muy cordial, pero de alguna manera era más..., demonios, no sé..., más pura. Ahora hasta el tamaño de esas malditas compuertas es determinado por el Departamento de Defensa.
—Llevas un satélite de inteligencia allá arriba —dijo Baedecker—. No una bomba. —Recordó a su padre de pie en un oscuro muelle de Arkansas treinta y un años antes, escrutando los cielos en busca del Sputnik y diciendo: «Pero si pueden enviar algo de ese tamaño allá arriba, pueden enviar uno más grande con bombas a bordo, ¿verdad?»
—No, no es una bomba —convino Tucker—, y ahora que Reagan ha pasado a la historia, es probable que no dediquemos los próximos veinte años a trasladar piezas de la Iniciativa de Defensa Estratégica.
Baedecker asintió y miró por las ventanillas, tratando de ver las estrellas, pero el vidrio especial estaba protegido para el lanzamiento.
—¿Piensas que no funcionaría? —preguntó, aludiendo a la Iniciativa de Defensa Estratégica, lo que la prensa aún llamaba, con cierta mordacidad, Guerra de las Galaxias.
—No, creo que funcionaría —dijo Tucker—. Pero aunque el país pudiera costearlo, y no es así, muchos entendemos que es demasiado arriesgado. Si los rusos empezaran a poner en órbita láseres con rayos X y otros artilugios que nuestra tecnología no podría alcanzar ni contrarrestar en veinte años, la mayoría de los altos oficiales que conozco reclamarían un ataque preventivo contra lo que ellos instalaran allá.
—¿Material antisatelital lanzado con F-16? —preguntó Baedecker.
—Sí. Pero supongamos que no le acertamos a todo. O que ellos lo reemplazaran más rápidamente de lo que podemos derribarlo. ¿Qué le aconsejarías al presidente, Dick?
Baedecker miró a su amigo. Sabía que Tucker era amigo personal del hombre que acababa de ganar las elecciones para reemplazar a Ronald Reagan.
—Amenazar con ataques quirúrgicos a sus bases de lanzamiento —dijo Baedecker. El transbordador parecía mecerse ligeramente en la brisa nocturna, y Baedecker tuvo una sensación de náusea.
—¿Amenazar? —replicó Tucker con una sonrisa amarga.
Baedecker, sabiendo por su infancia en Chicago, y por sus años en la Infantería de Marina cuan inútiles pueden ser las amenazas, concedió:
—Vale, lanzar ataques quirúrgicos contra Baikonur y sus otras bases de lanzamiento.
—Sí —dijo Tucker, y hubo un largo silencio interrumpido sólo por los crujidos y gruñidos del tanque externo de 50 metros amarrado al vientre del vehículo orbital. Tucker apagó las pantallas—. Amo el Cabo, Dick —murmuró—. No quiero que lo vuelen en pedazos en un juego de toma y daca.
En la repentina oscuridad, Baedecker aspiró el olor del ozono, el lubricante y los polímeros de plástico; el olor que había reemplazado al ozono, el cuero y el sudor.
—Bien —dijo—, los tratados sobre armamentos de los últimos dos años son un comienzo. El satélite que llevas allá permitirá un grado de verificación que habría sido imposible hace diez años. Y liquidar proyectiles intercontinentales con buenos tratados, antes que se construyan las armas, parece más eficaz que poner un billón de dólares de láseres en el espacio y rezar para que no ocurra lo peor.
Tucker apoyó las manos en la consola como si leyera con las palmas los datos y la energía latentes.
—Sabes —dijo—, creo que el presidente electo se perdió una oportunidad durante la campaña.
—¿Por qué?
—Tendría que haber hecho un trato con el pueblo norteamericano y los soviéticos —dijo Tucker—. Por cada diez dólares y diez rublos ahorrados mediante el descarte de misiles o reducciones en la Iniciativa de Defensa Estratégica, los rusos y nosotros pondríamos diez rublos o diez dólares en proyectos espaciales conjuntos. Hablaríamos de decenas de miles de millones de dólares, Dick.
—¿Marte? —dijo Baedecker. Cuando él y Tucker se entrenaban para el Apollo, el vicepresidente Agnew había anunciado que el propósito de la NASA era llevar hombres a Marte en la década de los 90. Nixon no se interesó, la NASA pronto perdió su euforia y el sueño se desvaneció.
—Eventualmente —dijo Tucker—, pero primero poner en marcha la estación espacial y luego una base permanente en la Luna.
Baedecker se asombró de descubrir que se le aceleraba el pulso al pensar en hombres regresando a la Luna en vida de él. «Hombres y mujeres», corrigió en silencio.
—¿Y estarías dispuesto a compartirlo con los rusos? —preguntó.
Tucker resopló.
—Mientras no tengamos que dormir con esos bordes. Ni volar en sus naves. ¿Recuerdas Apollo-Soyuz?
Baedecker recordaba. Él y Dave formaron parte del primer equipo que había presenciado el programa espacial soviético antes de la misión Apollo-Soyuz. Aún recordaba el sutil comentario de Dave en el vuelo de regreso. «¡Última palabra en tecnología! Cielos, Richard, llaman a eso la última palabra. Pensar que gastamos tanta energía haciendo creer a la población y al Congreso esas patrañas sobre el coloso espacial soviético, las supertecnologías que siempre están a punto de construir, ¿y qué vemos? ¡Remaches expuestos, paquetes electrónicos del tamaño de la radio Philco de mi abuela, y una nave que no podría conectarse con otra aunque tuviera una erección!»
El informe escrito había sido un poco más sobrio, pero durante la misión Apollo-Soyuz la nave norteamericana se había encargado del seguimiento y la conexión y, en contra de los planes originales, las tripulaciones no habían cambiado de nave para el aterrizaje.
—No quiero volar en esos cascajos —continuó Tucker—, pero si cooperando con ellos la NASA vuelve a explorar el espacio, podría aguantar el olor. —Se desabrochó las correas y empezó a descender, procurando usar las agarraderas apropiadas.
—Un camello que orina fuera, ¿eh? —observó Baedecker, siguiéndolo.
—¿Qué es eso? —preguntó Tucker, agachándose frente a la escotilla baja y redonda.
—Un viejo proverbio árabe —dijo Baedecker—. Es mejor tener el camello dentro de la tienda orinando hacia fuera que tenerlo fuera orinando hacia dentro.
Tucker rió, sacó un cigarro del bolsillo de la camisa y se lo puso entre los dientes.
—Un camello orinando fuera —repitió, riendo de nuevo—. Me gusta eso.
Baedecker esperó a que saliera Tucker y luego se agachó, cogió una barra metálica y salió. La sala blanca resplandecía como una sala de partos.
En la mañana del lanzamiento Baedecker se sentó a solas en la cafetería de su motel de Cocoa Beach, mirando las rompientes y releyendo la carta de Maggie Brown que había recibido tres días antes.
17 de noviembre de 1988
Richard:
Me encantó tu última carta. Escribes poco, pero cada carta significa mucho. Te conozco lo suficiente como para saber cuánto piensas, cuánto afecto sientes y cuan poco dices. ¿Alguna vez permitirás que alguien comparta plenamente tus pensamientos y sentimientos? Eso espero.
Por lo que cuentas, Arkansas debe ser hermosa. Las descripciones de los amaneceres en el lago, cuando se eleva la niebla y graznan los cuervos en las ramas desnudas de la costa, me dan deseos de estar allá.
Ahora, Boston es toda lodo, tráfico y ladrillos grises. Me agrada enseñar y el doctor Thurston cree que en abril estaré preparada para ponerme a trabajar en mi tesis. Veremos.
Tu libro es sensacional..., al menos los fragmentos que me has dejado leer. Creo que tu amigo Dave estaría muy orgulloso. Pintas muy bien los personajes. Los pilotos cobran vida de una manera que jamás he visto en un libro, y la perspectiva histórica permite que una persona lega (yo, por ejemplo) comprenda nuestra época bajo una nueva luz: como una cultura que escoge entre un desafiante futuro de exploración y descubrimiento o un retiro hacia los puertos seguros y conocidos de las guerras de mutua aniquilación, el estancamiento y la decadencia.
Como socióloga tengo varias preguntas (no respondidas en el libro, o al menos en los fragmentos que he leído) sobre esas criaturas, los astronautas. Por ejemplo, ¿por qué muchos de vosotros sois oriundos del Medio Oeste? ¿Y por qué muchos sois hijos únicos o primogénitos? (¿Ocurre lo mismo con los nuevos especialistas —especialmente las mujeres— o sólo ocurre con los ex pilotos de pruebas?) ¿Y cuáles son los efectos psicológicos duraderos de pertenecer a una profesión (piloto de pruebas) donde la tasa de mortandad laboral es de uno sobre seis? (¿Esto podría llevar a cierta reticencia en demostrar los sentimientos?) Tus referencias a Scott en tu última carta parecen más optimistas que todas las noticias anteriores. Me agrada que se sienta mejor. Por favor, dale recuerdos míos. Por el tono de tu carta, Richard, parece que estas redescubriendo cuan complejo y reflexivo puede ser tu hijo. ¡Yo te lo podría haber dicho! Scott desperdició un año en ese estúpido ashram por mera tozudez, pero, como he sugerido antes, parte de esa tozudez viene de su afán de analizar y comprender las experiencias.
¿De dónde crees que heredó ese rasgo? Hablando de tozudez, no haré comentarios sobre la sección matemática de tu carta. No merece una respuesta. (Aparte de señalar que cuando tú tengas 180 yo seré una ágil persona de 154. Quizá sea un problema entonces.) (Pero lo dudo.)
En tu carta me preguntaste acerca de mi opinión filosófica y religiosa sobre ciertas cosas. ¿Aún hablamos de los lugares de poder que mencionamos en la India hace dieciocho meses?
Sabes que me encanta la magia, Richard, y conoces mi obsesión con lo que considero los secretos y los silencios del alma. Para mí, nuestra búsqueda de lugares de poder es real e importante. Pero eso ya lo sabes.
Bien, mi sistema de creencias. Escribí una epístola de doce páginas sobre esto desde que tu carta planteó la pregunta, pero la tiré a la papelera porque creo que todo mi sistema de creencias se puede sintetizar así:
Creo en la riqueza y el misterio
del universo; no creo
en lo sobrenatural.
Eso es todo. Oh, y también creo que tú y yo debemos tomar ciertas decisiones, Richard. No insultaré la inteligencia de ambos con clichés ni describiendo las complicaciones de mantener a raya a Bruce siete meses después del plazo que le prometí, pero lo cierto es que tú y yo debemos decidir si compartiremos un futuro.
Hasta hace poco, yo creía que sí. Las pocas horas y días que pasamos juntos el pasado año y medio me convencieron de que el universo era más rico y misterioso cuando lo enfrentábamos juntos.
Pero, de un modo u otro, la vida nos está llamando ahora. Al margen de nuestra decisión, quiero decirte que el tiempo que compartimos ha ensanchado y ahondado todo para mí, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo.
Ahora creo que me iré a dar un paseo para contemplar los botes en el río Charles.
Maggie
Scott se reunió con él en la mesa.
—Te has levantado temprano, papá. ¿A qué hora iremos a ver el lanzamiento?
—Ocho y media —dijo Baedecker, doblando la carta de Maggie.
La camarera se acercó y Scott pidió café, zumo de naranja, huevos revueltos, tostada de trigo y cereal molido. Cuando se fue la camarera, Scott miró la taza de café de Baedecker y preguntó:
—¿Es todo lo que piensas desayunar?
—No tengo mucha hambre esta mañana.
—Ahora que lo pienso, ayer tampoco comiste mucho —dijo Scott—. Recuerdo que el miércoles tampoco cenaste. Y anoche no probaste el pastel. ¿Qué pasa, papá? ¿Te sientes bien?
—Me encuentro bien —dijo Baedecker—. De veras. Sólo que últimamente tengo poco apetito. Almorzaré bien.
Scott frunció el ceño.
—Ten cuidado, papá. Cuando practicaba largos ayunos en la India, llegaba al punto, al cabo de unos días, en que no quena comer nada.
—Me siento bien —repitió Baedecker—. Me siento mejor que en muchos años.
—Tienes mejor aspecto —resaltó Scott—. Debes de haber perdido diez kilos desde que empezamos a correr a finales de enero. Anoche Tucker Wilson me preguntó qué vitaminas estabas tomando. De verdad, estás magnífico, papá.
—Gracias —dijo Baedecker, bebiendo un sorbo de café—. Estaba releyendo la carta de Maggie Brown y ahora recuerdo que te manda saludos.
Scott movió la cabeza y miró hacia el mar. El cielo era impecablemente azul hacia el este, pero ya asomaba una bruma frente al sol naciente.
—No hemos hablado de Maggie —dijo Scott.
—No.
—Hablemos —dijo Scott.
—De acuerdo.
En ese momento llegó el desayuno de Scott y la camarera les llenó las tazas de café. Scott mordió la tostada.
—Ante todo —dijo—, creo que te equivocas acerca de Maggie y de mí. Fuimos amigos unos meses antes de que yo viajara a la India, pero no éramos tan íntimos. Me sorprendió que ella fuera a visitarme ese verano. Lo que trato de decir es que, aunque pensé en ello un par de veces, nunca hubo nada entre nosotros.
—Mira, Scott...
—No, escucha un minuto —dijo Scott, pero en cuanto lo dijo se tomó un tiempo para comer huevos revueltos con esa concentración total que Baedecker recordaba de cuando su pequeño hijo comía en una trona—. Tengo que explicarte esto. Sé que sonará raro, papá, pero desde que conocí a Maggie en el campus me recordó a ti.
—¿A mí? —exclamó desorientado Baedecker—. ¿Cómo?
—Quizá recordar no sea la palabra indicada. Pero algo en ella me hacía pensar en ti todo el tiempo. Quizá porque tenía la costumbre de escuchar atentamente a los demás. O de observar cosas que la gente hacía o decía y recordarlas después. Quizá porque nunca se conformaba con las explicaciones con que se conformaba al resto. Lo cierto es que, cuando se presentó la oportunidad en la India, traté de arreglar las cosas para que tú y ella tuvierais unos días para conoceros.
Baedecker miró incrédulo a su hijo.
—¿Estás diciendo que por eso hiciste que fuera a recibirme en el aeropuerto de Nueva Delhi? ¿Por eso me tuviste esperando una semana para verte en Poona?
Scott terminó los huevos, se limpió la boca con una servilleta y se encogió de hombros.
—Demonios —exclamó Baedecker, frunciendo el ceño.
Scott sonrió. Continuó sonriendo hasta que Baedecker también sonrió.
El lanzamiento se suspendió cuando faltaban tres minutos para la ignición.
Baedecker y Scott estaban sentados en los palcos VIP, cerca del edificio de Ensamblaje, y miraban hacia el canal cuando los cirros altos del oeste fueron rápidamente reemplazados por cúmulo nimbos. El lanzamiento estaba planeado para las 9.54. A las 9.30 las nubes cubrían el cielo y las ráfagas de viento alcanzaban los veinticinco nudos, cerca del máximo permitido. A las 9.49 centellearon relámpagos en el horizonte y empezó una lluvia intermitente. Baedecker se encontraba en ese mismo palco cuando un rayo dio en el Apollo 12 durante el despegue, anulando todos los instrumentos del módulo de mando y provocando que se expresara abiertamente Pete Conrad durante la transmisión en vivo. A las 9.51 la voz del encargado de relaciones públicas de la NASA anunció por los altavoces que se postergaba la misión. Como el margen de lanzamiento era muy estrecho —menos de una hora—, reciclarían la cuenta regresiva para un lanzamiento al día siguiente, entre las dos y las tres de la tarde. A las 10.03 los altavoces anunciaron que los astronautas habían abandonado el transbordador, pero la voz hablaba a un palco vacío, pues los espectadores corrían en medio de un creciente chaparrón hacia los automóviles u otro refugio.
Baedecker dejó que Scott condujera el Beretta alquilado mientras la marea de vehículos se dirigía al oeste por la autopista.
—Scott —dijo—, ¿cuáles son tus planes si mañana se realiza el lanzamiento?
—Lo que había planeado antes —dijo Scott—. Ir a Daytona unos días para visitar a Terry y Samantha. Y la semana que viene volar a Boston para ver a mamá cuando llegue de Europa. ¿Por qué?
—Sólo me preguntaba —dijo Baedecker. Los limpiaparabrisas chascaban en una inútil batalla contra el chaparrón. Las luces de freno parpadeaban en la larga fila que los precedía—. En realidad, estaba pensando en volar hoy a Boston. Si espero hasta después del lanzamiento de mañana por la tarde, no tendré tiempo suficiente para mi cita en Austin el lunes.
—¿Boston? —dijo Scott—. Oh, claro... no sería mala idea.
—¿Irías a Daytona esta noche, entonces?
Scott reflexionó un segundo, tamborileando en el volante con los dedos.
—No, no creo. Ya le dije a Terry que llegaría mañana por la noche o el domingo. Me quedaré aquí a mirar el lanzamiento.
—¿No te importa? —preguntó Baedecker, mirando a su hijo. Los meses que habían pasado juntos la primavera y el verano anterior le habían enseñado a calibrar la verdadera reacción de Scott ante las cosas.
—No, no me importa —dijo Scott, con una sonrisa franca—. Vamos al motel a buscar tus cosas.
La lluvia había amainado bastante cuando viraron al sur por la autopista 1.
—Espero que el Día de Acción de Gracias no te haya resultado deprimente —dijo Baedecker. Habían comido solos en el motel antes de ir a la reunión de los astronautas.
—¿Bromeas? —dijo Scott—. Ha sido magnífico.
—Scott, ¿te importaría hablarme de tus planes? Tus planes a largo plazo.
Su hijo se acarició el pelo corto y húmedo.
—Ver a mamá por un tiempo. Terminar este semestre.
—¿De veras piensas terminar?
—¿A cinco semanas de la graduación? Ya lo creo.
—¿Y después?
—¿Después de la graduación? Bien, he estado pensando en ello, papá. La semana pasada recibí una carta de Norm diciéndome que podría volver a su equipo de construcción y trabajar hasta mediados de agosto. Me ayudaría a pagar el curso de doctorado de Chicago.
—¿Planeas ir allá?
—Si el programa de filosofía es tan bueno como dice Kent, me tienta bastante —dijo Scott—. Y aunque la beca es parcial, es el mejor trato que me han ofrecido. Pero también he estado pensando en ingresar en las fuerzas armadas por un par de años.
Baedecker miró a su hijo. Se habría sorprendido del mismo modo si Scott le hubiera anunciado impávidamente que volaba a Suecia para hacerse una operación de cambio de sexo.
—Es sólo una idea —dijo Scott, pero algo en la voz sugería lo contrario.
—No te comprometas con nada semejante a menos que yo cuente con unas horas, o semanas, para tratar de disuadirte —dijo Baedecker.
—Lo prometo. Oye, siempre pasaremos la Navidad en la cabaña, ¿verdad?
—Ésa es mi intención —dijo Baedecker.
Enfilaron hacia el este por la autopista 520 y viraron al sur, dejando atrás la incesante hilera de moteles de Cocoa Beach. Baedecker se preguntó cuántas veces había conducido por este camino desde la base Patrick de la Fuerza Aérea, impaciente por llegar al Cabo.
—¿Cuál de ellas? —preguntó.
—¿Cómo? —preguntó Scott, buscando la entrada del motel a través de un nuevo chaparrón.
—¿Qué fuerza?
Scott viró hacia la calzada y aparcó frente al edificio. La lluvia repiqueteaba sobre el techo.
—Pero, papá. ¿Necesitas preguntármelo? ¿Después de haberme criado en una familia orgullosa de tres generaciones de Baedecker en el cuerpo de Marines? —Abrió la portezuela y salió de un brinco, deteniéndose en la lluvia sólo para decir—: Pensaba en los Guardacostas—. Y echó a correr hacia el alero del motel.
Nevaba en Boston, y estaba oscureciendo cuando Baedecker cogió un taxi desde el aeropuerto internacional Logan hasta una dirección cercana a la Universidad de Boston. Todavía bronceado después de tres días en Florida, miró a través de la penumbra el agua marronosa y helada del río Charles y tiritó. Las luces se encendían en las oscuras márgenes. La nieve se transformaba en un agua mugrienta que las llantas de los coches salpicaban en la calle.
Baedecker siempre había imaginado a Maggie viviendo cerca del campus, pero el apartamento estaba a cierta distancia, cerca de Fenway Park. La apacible calle lateral estaba bordeada por escalinatas y árboles desnudos; el vecindario había estado al borde de la decadencia en los años 60, jóvenes profesionales lo rescataron en los 70 y ahora estaba a punto de ser invadido por ricachones de mediana edad en busca de un hogar permanente.
Baedecker pagó al chofer y corrió del taxi a la puerta del viejo edificio. Había intentado llamar desde Florida y desde Logan, pero fue en vano. Suponía que Maggie estaría comprando y que volvería a casa cuando él llegara, pero al ver las ventanas oscuras se preguntó por qué pensaba que la hallaría en casa el viernes por la noche después de Acción de Gracias.
El pasillo del segundo piso era acogedor pero la luz era borrosa. Baedecker miró el número de apartamento en el sobre, aspiró profundamente y golpeó. No hubo respuesta. Golpeó de nuevo y esperó. Un minuto después caminó hacia el final del pasillo y miró por una ventana alta. A través de la abertura de un callejón vio que nevaba pesadamente frente a un letrero de neón, encima de una tienda oscura.
—Oiga, ¿era usted quien golpeaba? —Una chica de poco más de veinte años y un joven de gafas asomaron de un apartamento, a dos puertas del de Maggie.
—Sí —dijo Baedecker—. Busco a Maggie Brown.
—Se ha ido —dijo la mujer. Se volvió hacia el interior del apartamento y gritó—: Oye, Tara, ¿Maggie no se fue a las Bermudas con el tal Bruce? —Hubo una respuesta ahogada—. Se fue —repitió la chica cuando Baedecker se acercó.
—¿Sabe cuándo regresará?
La mujer se encogió de hombros.
—El descanso de Acción de Gracias empezó ayer. Tal vez dentro de diez días.
—Gracias —dijo Baedecker, y bajó por la escalera. Una atractiva joven de pelo corto y castaño se cruzó con él en el vestíbulo.
Baedecker salió a la acera y se detuvo, mirando la nieve. Se preguntó cuánto tendría que caminar para hallar un teléfono o un taxi. El frío le penetraba el impermeable y tiritó. Se volvió a la derecha y echó a andar hacia la avenida Massachusetts.
Había caminado una manzana y media y tenía los zapatos empapados cuando oyó una voz a sus espaldas.
—Oiga, espere un segundo.
Baedecker se detuvo en el borde de la acera mientras la joven que había visto en el vestíbulo cruzaba la calle.
—¿Es usted Richard? —preguntó ella.
—Richard Baedecker.
—Vaya, suerte que he hablado con Becky un momento —dijo la joven, recobrando el aliento—. Soy Sheila Goldman. Usted habló conmigo por teléfono una vez.
—¿SÍ?
Sheila Goldman asintió y se apartó un copo de nieve de la pestaña.
—Sí. En septiembre, a principios del año escolar. Esa noche Maggie estaba con su familia.
—Oh, sí —recordó Baedecker. Había sido una conversación muy breve. Él ni siquiera había dejado el nombre.
—¿Le ha dicho Becky que Maggie se había ido durante las vacaciones?
—Sí —dijo Baedecker—. Yo ignoraba que interrumpían las clases tanto tiempo.
—Becky le ha dicho que pensaba que Maggie se había ido con Bruce Claren, ¿no es así? —Se apartó más nieve de las pestañas—. Bien, Becky no se entera demasiado. Bruce la anduvo asediando durante semanas, pero Maggie no tenía interés en ir con él a ninguna parte.
—¿Es usted amiga de Maggie? —preguntó Baedecker.
Sheila asintió.
—Fuimos compañeras de cuarto por un tiempo. Somos bastante amigas. —Se frotó la nariz con el mitón—. Pero no tan íntimas como para que Maggie no me matara si averiguara que usted vino a visitarla y... Bien, de cualquier modo no está en las Bermudas con Bruce.
Un coche viró a gran velocidad, salpicándolos con nieve derretida. Baedecker cogió el codo de Sheila Goldman y ambos se apartaron del borde de la acera.
—¿Adonde ha ido Maggie para Acción de Gracias? —preguntó. Sabía que los padres de Maggie vivían a una hora de distancia, en New Hamsphire.
—Salió ayer para Dakota del Sur —contestó Sheila—. Cogió un avión por la tarde.
«¿Dakota del Sur?», pensó Baedecker. Luego recordó una conversación que habían tenido en Benarés muchos meses antes.
—Oh, sí —dijo—. Sus abuelos.
—Ahora es sólo Memo, la abuela. El abuelo murió en enero.
—No lo sabía —dijo Baedecker.
—Aquí está la dirección y todo lo demás —dijo Sheila, dándole un papel amarillo. La letra era de Maggie—. Oiga, ¿quiere venir a nuestro apartamento para llamar un taxi?
—No, gracias. Llamaré desde la calle si no encuentro uno en la avenida Massachusetts. —Impulsivamente le tomó la mano y la estrujó—. Gracias, Sheila.
Ella se puso de puntillas y le besó la mejilla.
—De nada, Richard.
Baedecker llegó a Chicago poco después de medianoche y pasó seis horas de insomnio en el Sheraton del aeropuerto. Estaba en la oscura habitación escuchando ruidos y respirando los olores del motel cuando pensó en su última conversación con Scott.
Mientras esperaban el vuelo de Baedecker para Miami en el aeropuerto Melbourne, cerca del Cabo, de pronto, Scott dijo:
—¿Has pensado alguna vez cuál sería tu epitafio?
Baedecker dejó el periódico.
—Qué pregunta tan tranquilizadora antes de un vuelo.
Scott sonrió y se frotó las mejillas. La barba incipiente —se la estaba dejando crecer— le brilló bajo la luz.
—Sí, bien, yo he estado pensando en el mío. Me temo que dirá: «Vino, vio y estropeó.»
Baedecker meneó la cabeza.
—No se permiten epitafios pesimistas hasta que tengas por lo menos veinticinco años —dijo. Se puso a leer de nuevo pero dejó el periódico—. En verdad, no difiere mucho de una cita que he llevado en la cabeza durante años, sospechando que terminaría siendo mi epitafio.
—¿Cuál es? —preguntó Scott. Afuera, la lluvia amainaba, y las palmeras se perfilaban contra un cielo brillante.
—¿Has leído alguna vez La escuela de música de John Updike?
—No.
Baedecker hizo una pausa.
—Creo que es mi cuento favorito. De todos modos, en un momento dado el narrador dice: «No soy musical ni religioso. En cada instante de mi vida debo apretar los dedos sin confiar en que oiré un acorde.»
Permanecieron en silencio unos instantes. Los altavoces del aeropuerto llamaban a gente y negaban toda responsabilidad por los grupos religiosos que pedían dinero.
—¿Y cómo termina? —preguntó Scott.
—¿El cuento? Bien, el narrador recuerda su infancia, cuando comulgaba y le enseñaban a no tocar la hostia con los dientes.
—Eso no es lo que me enseñaron en Saint Malachy's.
—No —convino Baedecker—. Ahora la hostia es tan gruesa que hay que masticarla. Eso es lo que decide el narrador con su vida al final del cuento. Creo que las líneas finales son: «El mundo es la hostia. Y hay que masticarlo.»
Scott se quedó mirando a su padre.
—¿Has leído alguno de los libros védicos sagrados, papá? —preguntó al fin.
—No.
—Yo sí. Leí bastante el año pasado en la India. No tenían mucho que ver con lo que enseñaba el Maestro, pero creo que recordaré los libros por más tiempo. Uno de mis fragmentos favoritos es del Tatiriya Upanishad. Dice: «Yo soy este mundo, y yo me como este mundo. Quien sabe esto, sabe.»
La pizarra anunció el vuelo de Baedecker; éste se levantó, tomó la bolsa de vuelo con la mano izquierda y le tendió la mano derecha al hijo.
—Cuídate, Scott. Te veré en Navidad, o antes.
—Tú también cuídate, papá —dijo Scott. Ignorando la mano tendida, abrazó a Baedecker.
Baedecker apoyó la mano en la fuerte espalda del hijo y cerró los ojos.
Baedecker cogió un vuelo de United que salía a las 7.45 del aeropuerto O'Hare. Volaba a Seattle pero tenía una parada en Rapid City, Dakota del Sur, el punto más cercano al rancho de los abuelos de Maggie, cerca de Sturgis, al que Baedecker podía llegar sin transbordos. Cansado como estaba, Baedecker advirtió que el avión era uno de los nuevos Boeing 767. Nunca había volado en uno de ellos.
Sirvieron el desayuno cuando sobrevolaban el sur de Minnesota. Baedecker miró la bandeja de huevos revueltos y salchicha recalentados y decidió que, con apetito o sin él, era hora de comer al cabo de casi tres días. No pudo hacerlo. Estaba bebiendo café y mirando el paisaje oscuro entre jirones de nubes cuando se le acercó la azafata.
—¿Señor Baedecker?
—¿Sí? —respondió Baedecker alarmado. ¿Cómo conocía su nombre? ¿Le habría ocurrido algo a Scott?
—El capitán Hollister pregunta si desea pasar a la cabina de mando.
—Claro —respondió Baedecker, siguiéndola por la primera clase con alivio. Hurgó en su memoria, tratando de recordar si había conocido a un piloto de línea llamado Hollister. No recordaba a nadie con ese nombre, pero no confiaba en su memoria.
—Adelante, señor —dijo la azafata, abriéndole la puerta.
—Gracias —respondió Baedecker, y entró.
El piloto lo saludó con una sonrisa. Era un cuarentón de cara rubicunda y pelo tupido, sonrisa aniñada y una expresión agradable que evocaba a Wally Schirra.
—Bien venido, señor Baedecker, soy Charlie Hollister. Éste es Dale Knutsen.
Baedecker saludó con la cabeza a ambos.
—Espero que no le hayamos interrumpido el desayuno —dijo Hollister—. Vi su nombre en la lista de pasajeros y pensé que le gustaría comparar nuestro nuevo juguete con el Apollo.
—Por Dios —dijo Baedecker—, me asombra que usted haya hecho la asociación.
Hollister sonrió de nuevo. Ni el piloto ni el copiloto parecían dedicarse a conducir el avión.
—Venga —dijo Knutsen, desabrochándose la correa—. Ocupe mi asiento. Yo voy un minuto a la cocina.
Baedecker se lo agradeció y se acomodó en el asiento revestido de lana de cordero. Excepto por el volante, que sustituía un control manual, la cabina era muy parecida a la del transbordador. Las terminales de video exhibían lecturas de instrumental, líneas de datos y mapas de color en tres pantallas. En la consola que lo separaba de Hollister había un teclado de ordenador. Baedecker miró el cielo azul, el remoto horizonte, las lejanas capas de nubes.
—Me sorprende que usted me haya recordado —le dijo al piloto—. No nos conocemos, ¿verdad?
—No, señor —respondió Hollister—. Pero conozco todos los nombres de las diversas misiones y recuerdo haberle visto en televisión. Siempre quise ser astronauta, pero...
Baedecker extendió la mano.
—Olvidemos el «señor». Me hace sentir viejo. Me llamo Richard.
—Qué tal, Richard —dijo Hollister, dándole la mano por encima del ordenador.
Baedecker miró las pantallas parpadeantes y el volante que se movía.
—Parece que el avión se conduce solo. ¿Os deja hacer algo a vosotros?
—No mucho —dijo Hollister riendo—. Es una maravilla, ¿verdad? La última novedad. Puedo programarlo en O'Hare y no tendría que hacer nada hasta aterrizar en Seattle. Lo único que no sabe hacer es bajar el tren de aterrizaje.
—Pero no funciona totalmente en automático, ¿verdad? —preguntó Baedecker.
Hollister meneó la cabeza.
—Sostenemos la opinión de que debemos intervenir, y el sindicato nos respalda. La aerolínea afirma que compró el siete-seis-siete para que el sistema informático de vuelo le ahorre dinero en combustible, y que desbaratamos sus planes cada vez que lo ponemos en manual. Lo cierto es que tiene razón.
—¿Es divertido pilotarlo? —preguntó Baedecker.
—Es una buena nave —dijo Hollister. Tecleó un botón y los despliegues visuales cambiaron—. Tan seguro como estar sentado en el porche de la abuela. Pero no es divertido. —Le mostró los detalles del sistema de control de vuelo, el indicador de motor, el sistema de alerta y las pantallas de radar de color que incorporaban mapas de su posición en relación con las emisoras omnidireccionales VHF, los puntos intermedios y los haces del sistema de aterrizaje por instrumentos. El mapa indicaba la posición de los frentes de tormenta, calculaba la velocidad del viento y les permitía saber qué rumbo seguían en cada momento—. Es capaz de decirme con quién está acostada mi mujer si se lo pregunto con amabilidad. ¿Qué te parece este aparato comparado con el artilugio que llevaste a la Luna?
—Impresionante —dijo Baedecker, sin contarle a Hollister que había trabajado para una compañía que producía aviones militares que estaban años luz por delante de ese sistema—. Para responder a tu pregunta, gran parte del instrumental de calibración y de medición estaba muy anticuado, y el ordenador del que dependíamos para llegar a la superficie tenía una capacidad total de sólo treinta y nueve palabras.
—Santo cielo —dijo Hollister, meneando la cabeza.
—Exacto. Estos sistemas son muy superiores a los nuestros. Y los nuestros eran menos flexibles. Si surgía un problema nuevo, sólo podíamos emplear unas dos mil palabras.
—Uno se pregunta cómo llegasteis allá —dijo Hollister. Tomó los controles, tocó un interruptor del panel de instrumentos y apoyó la mano derecha en el regulador—. ¿Quieres conducirlo un segundo?
—¿United no pondrá el grito en el cielo?
—Sin duda. Pero sólo podrá averiguarlo si oye nuestras voces en el grabador de la caja negra, y en ese caso poco nos importará. ¿Quieres?
—Claro.
—Adelante.
Baedecker cogió el volante con cuidado, pensando en el centenar de pasajeros que removían el café a sus espaldas. Delante, las nubes se disipaban dejando ver la línea oscura del horizonte.
—¿Es verdad que Dave Muldorff quería bautizar The Beagle al módulo lunar? —preguntó Hollister.
—Claro que sí. Y casi llegó a convencerlos. Dijo que estaba en la tradición de Darwin, el viaje del Beagle y todo eso. Cuando los tripulantes empezaron a bautizar las máquinas, tenían nombres como Gumdrop, Spidery Snoopy. Después de Neil, «el Eagle ha aterrizado» y todo eso, los nombres se volvieron más serios y pretenciosos. Endeavor, Orion, Intrepid, Odyssey... En el último momento desconfiaron de las intenciones de Dave y sugirieron enfáticamente que se atuviera a Discovery.
—¿Qué tenía de malo Beagle? —preguntó Hollister.
—Nada, pero conocían a Dave y tenían razón. Dave había preparado un discurso que empezaba con «Houston, el Beagle ha aterrizado». Siguiendo con la broma canina, trató de persuadir a Tom Gavin de que aceptara Lassie para el módulo de mando, y pensaba decir que el vehículo rodante Rover era un gran hijo de perra. Habríamos quedado en la historia de la NASA como los Beagle Boys. No, hicieron bien en frustrar las intenciones de Dave.
Hollister rió.
—Recuerdo cuando vosotros dos jugabais con un Frisbee, debió de ser una gran época para volar.
El copiloto regresó con tazas de café para todos. Baedecker le devolvió los controles a Hollister, cedió el asiento a Knutsen y se apoyó un minuto en el asiento del copiloto, mirando la vasta extensión de cielo y nubes.
—Sí —dijo, alzando la taza de plástico en un brindis silencioso y bebiendo el sabroso café negro—. Una gran época.
El aeropuerto de Rapid City parecía una pista de aterrizaje en busca de un pueblo. Al descender sobrevolaron campos de pastoreo, cauces secos y ranchos. La única pista se extendía sobre una meseta herbosa que tenía sólo una diminuta terminal, una torre baja y un aparcamiento casi vacío.
Al instalarse en su Honda Civic alquilado, Baedecker decidió que estaba harto de vuelos comerciales y coches de alquiler. Usaría sus ahorros para comprar un Corvette 1960 y terminaría con eso. Todavía mejor, cuando llegara el dinero, un pequeño Cessna 180...
El viaje desde Rapid City hasta la salida de Sturgis por la interestatal 90 duró cuarenta y cinco minutos. La carretera atravesaba los cerros que separaban la oscura masa de las Colinas Negras de la pradera que se extendía al norte hasta el horizonte. Las urbanizaciones y los parques de casas rodantes encaramados sobre las laderas parecían heridas abiertas en el paisaje.
Eran las doce y media cuando Baedecker preguntó en una gasolinera Conoco, cerca de la salida de la interestatal, y casi la una de la tarde cuando atravesó un arco de madera al inicio del largo camino que conducía a Wheeler Ranch.
La mujer que se le acercó cuando Baedecker se apeó del coche y se desperezó le recordó a Elizabeth Sterling Callahan de Lonerock, Oregon. Tenía por lo menos setenta años pero se movía con soltura, llevaba el pelo largo y gris sujeto con un pañuelo y vestía una chamarra y pantalones azules. El rostro irradiaba placidez. Un collie trotaba a su lado.
—Hola —saludó—. ¿Puedo ayudarle?
—Sí, señora. ¿Es usted la señora Wheeler?
—Ruth Wheeler —dijo la mujer, acercándose. Profundas arrugas le rodeaban los ojos, tan verdes como los de Maggie.
—Mi nombre es Richard Baedecker —dijo, tendiéndole la mano al collie para que la oliera—. Estoy buscando a Maggie.
—Richard... ¡Oh, Richard! —dijo la mujer—. Claro que sí. Margaret ha mencionado su nombre. Bienvenido, Richard.
—Gracias, señora Wheeler.
—Llámeme Ruth. Oh, mi Maggie se sorprenderá. Ahora no está, Richard. Ha ido al pueblo a hacer unos recados. ¿Quiere entrar a tomar café mientras la esperamos? Volverá pronto.
A punto de aceptar, Baedecker se sintió embargado por la impaciencia, como si no pudiera descansar ni detenerse hasta que su largo viaje hubiera concluido.
—Gracias, Ruth, pero si tiene idea de dónde puede estar, iré al pueblo a buscarla.
—Pruebe el Safeway, en el centro comercial, o la ferretería de la calle Mayor. Maggie conduce nuestra vieja camioneta Ford azul, con un gran generador rojo en la parte de atrás. Lleva el adhesivo de Dukakis en el parachoques trasero.
Baedecker sonrió.
—Gracias. Si no la encuentro y ella regresa primero, dígale que volveré pronto.
La señora Wheeler se acercó y apoyó la mano en la ventanilla abierta cuando Baedecker hizo girar el Civic.
—También podría estar en otro sitio —dijo—. A Maggie le gusta detenerse en el Monte del Oso. Es un viejo cerro en las afueras del pueblo. Diríjase hacia el norte y siga los letreros.
La camioneta azul no estaba en el aparcamiento del Safeway ni en la calle Mayor. Baedecker recorrió despacio el pequeño pueblo, esperando ver a Maggie saliendo de un edificio a cada instante. Las noticias de la radio de la una y media comentaron el lanzamiento secreto del transbordador espacial, que se realizaría dentro de dos horas. El periodista llamó incorrectamente «Cabo Kennedy» al Centro Espacial Kennedy e informó que la zona tenía nubes altas pero que el tiempo parecía apropiado para el lanzamiento.
Baedecker viró en el aparcamiento de una planta de carnes saladas y regresó por Sturgis, siguiendo los letreros verdes que conducían al parque estatal del Monte del Oso.
No había coches en el pequeño aparcamiento. Baedecker detuvo el Civic cerca de un edificio de informaciones cerrado y miró el Monte del Oso. Era un cerro impresionante. Si Baedecker no había olvidado sus estudios de geología, era un viejo cono volcánico que se elevaba en un largo risco hasta una cima que alcanzaría más de doscientos metros sobre la pradera circundante. La montaña estaba separada de las colinas del sur y sobresalía dramáticamente de la pradera. Baedecker tuvo que agudizar su imaginación para ver un oso en el largo cerro, pero al fin logró distinguir un oso inclinado hacia adelante, con los cuartos traseros en el aire.
Siguiendo un impulso, Baedecker cogió su vieja cazadora de vuelo del asiento trasero y empezó a trepar por el sendero.
Aunque había retazos de nieve esparcidos por las zonas sombreadas, el día era cálido y Baedecker sentía el olor de la tierra que se entibiaba. Sintió un mareo al girar por el primer tramo de sendero, pero no tenía problemas para respirar. Se preguntó por qué no había tenido apetito en los últimos días y por qué, sin haber dormido dos días y con el estómago vacío, se sentía fuerte, casi eufórico.
El sendero se niveló para seguir la ascendente línea del risco y Baedecker se detuvo para admirar la vista del norte y el este, más allá de los pinares. A un tercio del camino vio trozos de tela, trapos de color, atados a los arbustos bajos a lo largo del sendero. Se detuvo y tocó uno de ellos, que ondeaba en la brisa cálida.
—Hola.
Baedecker dio media vuelta. El hombre estaba sentado en una zona baja cerca del borde, a cinco metros del sendero. Era un camping natural, protegido de los vientos del norte y el oeste por rocas y árboles, pero con vistas hacia tres lados.
—Hola —dijo Baedecker, acercándose—. No lo había visto.
Era indudable que el anciano era indio: tez de color del cobre quemado, ojos tan oscuros que parecían negros, nariz ancha bajo la frente arrugada, camisa suelta, azul y estampada, cinta roja y ceñida, pelo largo y canoso anudado en trenzas. Llevaba un anillo, con una piedra azul. Sólo desentonaban las raídas zapatillas de lona verde.
—No quería molestar —dijo Baedecker. Miró la tienda de lona marrón erigida cerca de una estructura baja hecha de ramas y piedras. Baedecker supo de inmediato que era una choza para baños de sudor, sin saber cómo lo sabía.
—Siéntese —dijo el indio. El anciano estaba sentado en una piedra, con una pierna sobre otra, en una posición cómoda, casi femenina.
—Soy Robert Medicina Dulce —dijo con voz sedosa y divertida, como si estuviera a punto de reírse por una broma.
—Richard Baedecker.
El anciano asintió como si esta información fuera redundante.
—Bonito día para escalar la montaña, Baedecker.
—Muy bonito día. Aunque no sé si llegaré a la cima.
El indio se encogió de hombros.
—Hace mucho que vivo aquí y jamás he estado en la cima. No siempre es necesario. —Usaba una navaja para afilar una vara corta. Había ramas, raíces y piedras en el suelo. Baedecker vio los huesos de un animalillo en la pila. Algunas piedras estaban pintadas de colores brillantes.
Baedecker miró hacia la pradera del norte. Desde allí no veía carreteras y sólo algunas arboledas indicaban dónde estaban los ranchos. Tuvo una repentina comprensión visceral de cómo se sentirían los indios de las praderas un siglo y medio antes, cuando merodeaban sin restricciones por esa tierra ilimitada.
—¿Es usted sioux? —preguntó, sin saber si la pregunta era cortés pero deseando conocer la respuesta.
Robert Medicina Dulce meneó la cabeza.
—Cheyenne.
—Oh, pensaba que los sioux vivían en esta parte de Dakota del Sur.
—Viven —dijo el anciano—. Nos echaron de esta región hace tiempo. Ellos creen que esta montaña es sagrada. Nosotros también. Sólo tenemos que viajar más.
—¿Vive usted cerca?
El indio cogió una navaja y cortó un trozo de un cacto que crecía entre las rocas, lo peló y se apoyó la hoja en la lengua como un flautista afinando su instrumento.
—No. Viajo mucho para venir aquí. Mi tarea consiste en enseñar cosas a jóvenes que un día las enseñarán a otros jóvenes. Pero mi joven se ha retrasado.
—¿De veras? —Baedecker miró el lejano aparcamiento. Su Civic era el único vehículo—. ¿Cuándo lo esperaba usted?
—Hace cinco semanas —dijo Robert Medicina Dulce—. Los Tsistsistas no tienen sentido del tiempo.
—¿Quiénes? —preguntó Baedecker.
—El Pueblo —dijo el anciano con su voz sedosa y divertida, aludiendo a su tribu.
—Oh.
—Tú también has viajado mucho.
Baedecker pensó en ello y asintió.
—Mis ancestros, como Mutsoyef, viajaban mucho —dijo Robert Medicina Dulce—. Luego ayunaban, se purificaban y escalaban la Montaña Sagrada en busca de una visión. A veces Maiyun les hablaba. Con mayor frecuencia callaba.
—¿Qué clase de visiones? —preguntó Baedecker.
—¿Has oído hablar de Mutsoyef y la caverna y el Don de las Cuatro Flechas?
—No.
—No importa —dijo Robert Medicina Dulce—. Eso no te concierne, Baedecker.
—¿Y dice usted que la montaña también es sagrada para los sioux?
El anciano se encogió de hombros.
—Los arapahoes recibieron aquí una medicina que quemaban para hacer un humo dulzón para sus rituales. Los apaches recibieron el don de una medicina mágica equina; los kiowas el riñó sagrado de un oso. Los sioux dicen que recibieron una pipa de la montaña, pero yo no les creo. Inventaron eso por envidia. Los sioux son muy embusteros.
Baedecker cambió de posición y sonrió.
Robert Medicina Dulce dejó de afilar la vara y miró a Baedecker.
—Los sioux afirmaban haber visto una gran ave en la montaña, un verdadero Pájaro de Trueno, con alas de más de un kilómetro de longitud y una voz que parecía el fin del mundo. Pero eso no es gran medicina. Son triquiñuelas Wihio. Cualquier hombre con un poco de medicina puede invocar al Pájaro de Trueno.
—¿Puede usted? —preguntó Baedecker.
El viejo chascó los dedos.
A los dos segundos la tierra tembló con un rugido que parecía venir del cielo y la tierra al mismo tiempo. Baedecker vio algo enorme y reluciente detrás de él. La sombra se acercaba cubriendo las laderas, y Baedecker se apoyó en una rodilla para ver cómo el B-52H terminaba su viraje y se alejaba rugiendo a una altura de menos de ciento cincuenta metros, más bajo que la cima del monte. Los ocho motores de reacción dejaron una estela de humo negro en el aire de la tarde. Baedecker se sentó, sintiendo en las piedras las vibraciones del paso del avión.
—Lo lamento, Baedecker —dijo el anciano. Los dientes eran amarillos y fuertes, y sólo le faltaba uno de los inferiores—. Ha sido un truco Wihio barato. Vienen aquí todos los días a esta hora desde la base Ellsworth. Me dicen que usan esta montaña para cerciorarse de que su aparato de radar les dice la verdad cuando viajan.
—¿Qué significa Wihio? —preguntó Baedecker.
—Es nuestra palabra para el Embaucador —dijo el cheyenne, cortando y mascando otra hoja de cacto—. Wihio es indio cuando lo desea, animal cuando lo desea, y nunca tiene buenos propósitos. Puede demostrar un cruel sentido del humor. Es la misma palabra que usamos para araña y para hombre blanco.
—Oh —dijo Baedecker.
—Además, muchos sospechamos que es el Creador.
Baedecker reflexionó sobre esto.
—Cuando Mutsoyef bajó de esta montaña... —dijo el viejo, e hizo una pausa para sacarse un trozo de planta de la lengua—. Cuando bajó, llevaba consigo el Don de las Flechas Sagradas, nos enseñó las Cuatro Canciones, nos contó nuestro futuro, incluida la extinción del búfalo y la llegada de los hombres blancos que nos reemplazarían, y luego dio las Flechas a sus amigos y dijo: «Esto que os doy es mi cuerpo. Recordadme siempre.» ¿Qué piensas de esto, Baedecker?
—Me suena familiar.
—Sí —dijo el anciano. Cortó una raíz en trozos pequeños y la miró frunciendo el ceño—. A veces temo que mi abuelo y mi bisabuelo tomaban prestada una buena historia cuando la oían. No importa. Ten, ponte esto en la boca. —Entregó a Baedecker un pequeño trozo de raíz al que había pelado la capa superior.
Baedecker la sostuvo en la mano.
—¿Qué es?
—Un trozo de raíz —dijo el anciano con voz paciente.
Baedecker se puso el trozo de raíz en la boca. Tenía un gusto vagamente amargo.
—No lo mastiques ni lo sorbas —dijo Robert Medicina Dulce, poniéndose un trozo más grande en la boca. Lo hizo girar hasta que se le hinchó como un trozo de tabaco contra la mejilla—. No lo tragues.
Baedecker guardó silencio un minuto, sintiendo el sol en la cara y las manos.
—¿Qué efecto tiene? —preguntó.
El anciano se encogió de hombros.
—Impide que me venga sed —dijo—. Mi botella de agua está vacía y hay un largo camino hasta la bomba del centro de visitantes.
—¿Puedo pedirle algo?
El anciano dejó de cortar la raíz y asintió.
—Tengo una amiga —dijo Baedecker—, alguien a quien amo y a quien creo muy sabia. Ella cree en la riqueza y el misterio del universo y no cree en lo sobrenatural.
Robert Medicina Dulce esperó.
—¿Cuál es la pregunta? —dijo al cabo de un minuto.
Baedecker se tocó la frente, sintiendo el ardor del sol. Se encogió de hombros ligeramente, pensando en el gesto de Scott.
—Me preguntaba qué pensaría usted de eso —dijo.
El viejo cortó otros dos trozos de raíz y se los puso en la boca, pasándolos a la otra mejilla y habló con lentitud y claridad:
—Creo que tu amiga es sabia.
Baedecker entornó los ojos. Tal vez fuera producto de varios días sin comida, o el tiempo que había pasado al sol o ambas cosas, pero entre él y el anciano cheyenne el aire parecía vibrar, fluctuando como vaharadas de calor en una carretera en un día de verano.
—¿Usted no cree en lo sobrenatural? —preguntó Baedecker.
Robert Medicina Dulce miró hacia el este. Baedecker siguió la mirada. En la llanura, el sol centelleó contra una ventana o parabrisas.
—Tal vez tú conozcas más ciencia que yo —dijo el viejo—. Si el mundo natural es el universo, ¿cuánto crees que conocemos de él? ¿O qué comprendemos? ¿El uno por ciento?
—No —respondió Baedecker—. No tanto.
—¿El uno por ciento del uno por ciento?
—Quizá —dijo Baedecker, aunque al decirlo lo puso en duda. No creía que el universo fuera infinitamente complejo (un diezmilésimo de un conjunto infinito seguía siendo un conjunto infinito), pero tenía la intuición visceral de que aun en el limitado reino de las leyes físicas elementales los humanos no habían atisbado ni siquiera un diezmilésimo de las permutaciones y posibilidades—. Menos que eso.
Robert Medicina Dulce guardó la navaja y abrió las manos. Los dedos se abrieron al sol como pétalos.
—Tu amiga es sabia —dijo—. Ayúdame, Baedecker.
Se levantó y cogió el brazo del viejo, dispuesto a hacer fuerza, pero Robert Medicina Dulce no pesaba nada. El viejo se levantó sin esfuerzo para ninguno de los dos, y Baedecker tuvo que echar una pierna hacia atrás para no caerse. Sintió un cosquilleo en los brazos, donde lo había tocado el cheyenne. Tuvo la sensación de que de no haberse sostenido el uno al otro habrían levitado en ese momento, dos globos libres errando sobre la pradera de Dakota del Sur.
El indio apretó los brazos de Baedecker una vez y lo soltó.
—Ten un buen paseo por la montaña, Baedecker —dijo—. Yo debo bajar la colina para conseguir agua y usar ese pestilente retrete. Odio acuclillarme entre los arbustos. No es civilizado.
El viejo cogió un recipiente de plástico y echó a andar despacio colina abajo, contoneándose al andar. Se detuvo una vez para decir:
—Baedecker, si encuentras una caverna profunda, muy profunda, háblame de ella al bajar.
Baedecker asintió y se quedó mirando al hombre que se alejaba. No pensó en despedirse hasta que Robert Medicina Dulce se perdió de vista en una curva del sendero.
Baedecker tardó cuarenta y cinco minutos en llegar a la cima. Ni una sola vez se sintió agitado o cansado. No encontró una caverna.
La vista desde la cima era la más hermosa que había presenciado en la Tierra. Las montañas de las Colinas Negras llenaban el sur, y algunos picos nevados se elevaban sobre pliegues boscosos. Una sucesión de ligeros cúmulos avanzaba de oeste a este, recordando a Baedecker los rebaños de ovejas que él y Maggie habían visto desde la meseta del Uncompahgre. Al norte, las llanuras se extendían en ondulaciones marrones y verdes hasta fundirse con la bruma de la distancia.
Baedecker halló una silla natural formada por dos pequeñas rocas y un tronco caído. Se acomodó allí y cerró los ojos, sintiendo el sol en los párpados. La grata sensación de estómago vacío se le difundió por el cuerpo y la mente. En ese momento no iba a ninguna parte, no planeaba nada, no pensaba en nada, no quería nada. El sol era muy tibio, pero pronto esa tibieza fue algo distante, e incluso ella desapareció.
Baedecker durmió. Y al dormir soñó.
Su padre lo sostenía, enseñándole a nadar, pero no estaban en North Avenue Beach, en el lago Michigan, sino en la cima del Monte del Oso, y la luz era muy extraña, tenue y parda y muy matizada, nítida como el relámpago que había iluminado a los espectadores del parque de Glen Oak, congelándolos en el tiempo, preservando el instante en un centelleo estroboscópico de luz silenciosa.
No había lago en el Monte del Oso, pero Baedecker notó que el aire era denso como el agua, y su padre lo sostenía horizontal, un brazo bajo el pecho de Baedecker, otro bajo las piernas, y decía: «Tienes que relajarte, Richard. No temas bajar la cara. Contén el aliento un segundo. Flotarás. Y si no flotas, estoy aquí para sostenerte.»
Baedecker bajó la cara obedientemente. Pero primero miró al padre, miró ese rostro familiar, la boca que reconocería siempre, las arrugas que rodeaban la boca, los ojos oscuros y el pelo oscuro que él no había heredado, la media sonrisa que sí había heredado. Miró a su padre, con su abolsado traje de baño, el bronceado que terminaba en la parte superior de los brazos, la pequeña barriga, el pálido pecho que empezaba a curvarse en el centro con el paso de los años. Baedecker obediente, bajó la cara, pero primero, como antes, alzó la cara hacia el hueco del cuello de su padre, oliendo ese aroma a jabón y tabaco, sintiendo la aspereza de la barba crecida, y luego, como nunca había hecho, alzó ambos brazos y estrechó al padre, acercando su mejilla a la mejilla del padre, lo estrechó con fuerza y se sintió estrechado.
Luego bajó la cara y contuvo el aliento, tendiendo los brazos, estirando las piernas, sosteniendo el cuerpo en un solo plano, tieso pero relajado. Y flotó.
—¿Ves qué fácil es? —dijo su padre—. Continúa. Yo te sostendré si tienes problemas.
Baedecker flotó a mayor altura, elevándose sobre la roca y los pinos del monte, flotando sin esfuerzo sobre suaves corrientes, y cuando miró hacia abajo su padre se había ido. Baedecker soltó el aire, inhaló, movió con calma los brazos y las piernas, y nadó hacia el sur con brazadas largas y firmes. Las corrientes eran más cálidas a mayor altura. Pasó entre dos cúmulos de fondo plano y continuó, sin necesidad de descansar. Se elevó más, viendo que la montaña se encogía debajo hasta ser sólo un dibujo oscuro entre las nubes, indiscernible de la geometría de las llanuras, bosques, ríos y demás montañas. Cuando las corrientes se volvieron más fuertes y frías, Baedecker se detuvo para hollar el aire denso con ágiles movimientos de los brazos y las piernas. La maravillosa luz le permitía ver con mucha claridad. La larga y grácil curva del horizonte del sur y el este no presentaba obstáculos a la visión.
Baedecker vio el transbordador espacial apoyado en la rampa, sin los andamiajes, y el Atlántico detrás. Todos los espectadores estaban de pie, muchos con los brazos alzados, mientras los cohetes escupían llamas brillantes y el vehículo ascendía, al principio despacio sobre una columna de fuego claro, luego deprisa, arqueándose como una enorme flecha blanca disparada desde el arco de la tierra, girando mientras trepaba, lanzando llamas que se dividían en largas columnas y volutas de humo fragante. Baedecker observó el ascenso de la nave blanca hasta que se alejó de él, cayendo confiadamente en una lejana curva de mar y aire, y luego se volvió y encontró a Scott en la multitud de espectadores, lo encontró fácilmente, y vio que Scott también alzaba los brazos, cerrando los puños, abriendo la boca en la misma y callada plegaria que ofrecían los demás mientras impulsaban la blanca flecha de la nave espacial en su camino, y Baedecker vio las lágrimas en la cara feliz del hijo.
Se elevó más. Sentía la mordedura del frío, pero la ignoró, esforzándose por superar las mareas y presiones que procuraban arrastrarlo hacia abajo. Y de pronto no necesitó más esfuerzo. Baedecker subió revoloteando, viendo de nuevo el planeta como la esfera blanca y azul que era, rodeado de terciopelo negro, tan pequeño y bello como para rodearlo con los brazos. Cerca, tentadoramente cerca, se encontraba la gran curva irregular de su otro mundo, blanco y gris. Pero aun mientras giraba disponiéndose a atravesar la corta distancia restante, supo que esto le estaba negado. No, no negado, pues una vez se le había concedido. Sólo estaba negado el retorno. Pero luego, como recompensa, flotó sobre los familiares picos blancos y los cráteres sombríos, y pudo ver con mayor claridad que antes.
Vio los aparatos dorados y plateados que habían dejado él y su amigo, metal muerto, ya inservible. Años de días tórridos y noches gélidas habían extinguido su ínfimo calor y su obtusa actividad. Pero también vio las cosas más importantes que ambos habían dejado, no la bandera caída ni las máquinas polvorientas, sino sus huellas, profundas y marcadas como cuando se habían ido, y algunos objetos que recibían la luz del sol naciente: una pequeña fotografía, una hebilla frente a la Tierra en cuarto creciente.
Y antes de regresar, tiritando, Baedecker vio algo más. En el límite entre luz y oscuridad, donde afiladas sombras negras abrían agujeros en el tenue claro de Tierra, Baedecker vio las luces. Hileras de luces. Círculos de luces. Luces de ciudades, carreteras, canteras y comunidades, algunas dentro de excavaciones, otras extendiéndose orgullosamente sobre el oscuro mare y las tierras altas, esperando tenazmente el alba.
Y luego Baedecker regresó. Se detuvo varias veces, braceando para mantenerse en su sitio, pero permitiendo que el gran tirón de la Tierra lo arrastrase suave e inexorablemente. Sólo al final, conteniendo el aliento, flotando encima del monte y viendo la camioneta azul que se detenía, viendo a la joven que salía y echaba a correr sendero arriba, sólo entonces aceptó plenamente el tirón de la Tierra, y vio con nitidez que era algo más que la obtusa llamada de la materia a la materia. Al comprenderlo, Baedecker sintió esa energía dentro de sí mismo, atravesándolo y brotando de él, eslabonando personas y cosas.
Aún mientras revoloteaba sintió el retorno de la tibieza del sol en la cara, supo que dormía, oyó la voz familiar que lo llamaba desde lejos, y supo que en un segundo despertaría, se levantaría y respondería a la llamada de Maggie. Pero por unos segundos se contentó con quedarse allí, ni libre ni sujeto a la Tierra, esperando, sabiendo que había mucho que aprender, feliz de estar esperando, ansiando ese aprendizaje.
Luego tocó la montaña, sonrió y abrió los ojos.
FIN