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junio 27, 2010
Parte 1CAPÍTULO 11
Allison subió corriendo los escalones de su casa y entró en el vestíbulo, dejando que la puerta de tela metálica se cerrase de golpe tras ella.
—¡Nellie! —llamó. —Nellie, ¿dónde estás?
No hubo contestación, pero Allison oyó ruidos en la parte trasera de la casa y dedujo que Nellie estaba en la cocina, ordenando los armarios como todos los sábados por la mañana. Allison no la llamó otra vez, sino que echó a correr escaleras arriba hasta su habitación, desabrochándose el vestido por el camino. Se puso unos pantalones cortos y una blusa sin mangas y, sin dejar de correr, bajó a la cocina.
—¡Nellie! —gritó. —¡Nellie, tengo un empleo! Un empleo como escritora. ¡Pagado!
Nellie Cross, arrodillada ante un armario bajo de la cocina, levantó los ojos hacia ella.
—¿Ah, sí? —preguntó, sin interés.
—Oh, Nellie —dijo Allison. —¿Es que tienes uno de tus días malos?
—Igual que cualquier otro —replicó Nellie con mal humor. —Nadie se encuentra bien cuando tiene las venas llenas de pus.
Esta actitud era nueva en Nellie, pero no inquietó a Allison más que otras de las anteriores ideas de Nellie. Únicamente era distinta, y Allison la aceptó con tranquilidad. Durante la última semana, Nellie pasó de maldecir a Lucas y a todos los demás hombres a creer que sufría una enfermedad extraña.
—Es la gonorrea —dijo Allison, moviendo la cabeza con convencimiento. —Lucas me la contagió antes de largarse.
Como Allison sabía, Lucas Cross había desaparecido de Peyton Place una semana antes, y su marcha había dado lugar a muchas habladurías en la ciudad durante unos cuantos días. La opinión general era que la marcha de Lucas constituía una liberación para Peyton Place. Sin embargo, para asombro de todos, Nellie no se mostró de acuerdo con este punto de vista. Había pasado de maldecir a Lucas como un hijo de perra a defenderle como un hombre acosado por la sociedad, engañado por malos compañeros y seducido por mujeres enfermas.
—Pensaba que te alegrarías de perderle de vista —le había dicho Allison cuando Nellie le comunicó la desaparición de Lucas. —Habría sido mejor para ti si se hubiera ido mucho antes.
—Si ahora se ha ido es porque me ha pasado la gonorrea y tenía miedo de que le denunciara. Yo nunca denunciaría a Lucas, aunque esos tipos del Departamento de Sanidad de Concord me hicieran pedazos. Pus en todas las venas, esto es lo que Lucas me ha dejado. No pudo evitarlo, el pobre hombre. A él se lo contagió alguna mujerzuela, eso es lo que pasó. No pudo evitarlo. Estaba borracho y se olvidó, eso es todo.
Con cierta frecuencia, el pus de las venas de Nellie se endurecía y formaba unos bultos que eran muy dolorosos y que causaban, según Allison se enteró la semana anterior, lo que Nellie llamaba «uno de sus días malos».
—Sí —contestó a la pregunta de Allison, —un día muy malo. Tengo bultos en todas las venas. No sé cómo voy a llegar hasta la noche.
—Lo siento mucho, Nellie —dijo Allison, ansiosa de llevar nuevamente la conversación hacia sí misma. —Pero, ¿no te sorprende lo de mi empleo?
—Nada —dijo Nellie, poniendo un papel nuevo en el suelo del armario bajo. —Siempre he dicho que servías para contar historias. No me sorprende nada. ¿Quieres comer?
—No. Tengo que llevarme la comida. Me voy de picnic con Norman.
—Hum —dijo Nellie.
—¿Qué? —inquirió vivamente Allison.
—Hum —repitió Nellie.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Allison, más vivamente que antes.
—Quiero decir hum, eso es lo que quiero decir —contestó Nellie. —Esos Page, hum. Esa Evelyn Page, siempre tan engreída y antipática. Se casó con Oakleigh porque era un viejo y pensó que heredaría su dinero cuando la palmara. Pues buena se la hizo. La dejó, vaya si la dejó, más deshinchada que un globo, en cuanto sus niñas se lo dijeron. Evelyn Page nunca ha tenido nada de qué estar engreída. Su marido la dejó igual que el mío, sólo que Oakleigh no tenía ninguna excusa, y Lucas sí.
—¡Deja de hablar así, Nellie Cross! —exclamó Allison. —La señora Page es toda una dama, y no tuvo la culpa de que el padre de Norman la dejara.
—Conque toda una dama, ¿eh? —replicó Nellie con sarcasmo. —Amamantó a su hijo hasta que tuvo cuatro años. Ese niño tenía unos dientes tan sólidos" como los tuyos, y la muy refinada de Evelyn Page seguía amamantándole por su propio gusto. El viejo Oakleigh nunca tuvo unos dientes como los de Norman a los cuatro años. ¡No me extraña que la muy refinada Evelyn Page se resistiera a destetarle!
Allison estaba pálida y habló con voz baja y furiosa. —Eres una vieja mal pensada, Nellie Cross —dijo. —No sólo tienes pus en las venas, sino también en el cerebro. Hará que te vuelvas loca, Nellie, puedes estar segura. Te volverás tan loca como la señorita Hester Goodale, y te estará bien empleado por hablar tan mal de la gente.
—Tu madre ha trabajado mucho para criarte bien —afirmó Nellie. —No te ha criado para que salgas con chicos que fueron amamantados hasta los cuatro años. No está bien, Allison, que salgas con el chico Page. Los Page son basura. Una sucia basura. Siempre ha sido así.
—No pienso seguir hablando contigo, vieja loca —dijo Allison. —¡Y no quiero que me digas una palabra más sobre Norman o su familia!
Se acercó airadamente a la cocina, golpeó los cazos al poner los huevos a hervir, y cerró varias veces la nevera con un portazo al sacar los ingredientes para hacer los bocadillos. Cuando hubo terminado, lo metió todo en una cesta y salió de la cocina, sin molestarse en lavar ni ordenar nada.
Nellie suspiró y se puso en pie, con los ojos fijos en la vena de la parte interior de su codo. Estaba hinchada. Dio un paso hacia delante y se detuvo, llevándose una mano a la cabeza. Sus dedos buscaron frenéticamente a través del cabello sucio, y al final encontraron el bulto. Era muy grande, tanto como un huevo, y palpitaba como si estuviera hirviendo.
Loca. La palabra quemaba en la mente de Nellie como manteca caliente. Loca. El bulto de su cabeza no tardaría en reventar y el pus se esparciría por todo su cerebro y estaría loca, tal como Allison había dicho.
Nellie Cross se sentó en el suelo de la cocina de las MacKenzie y empezó a lloriquear.
—Lucas Cross —gimoteó en voz alta. —Lucas, mira lo que has hecho.
Allison y Norman empujaban las bicicletas junto a ellos, pues hacía demasiado calor para pedalear cuesta arriba. Las bicicletas pesaban porque las cestas sujetas al manillar estaban llenas hasta los topes con todo lo necesario para el picnic, una caja con seis botellas de Coca-Cola, una manta de algodón, dos trajes de baño, cuatro toallas y un grueso volumen titulado, Poetas ingleses. Allison y Norman empujaban y jadeaban, y el calor de julio se elevaba, implacable, de la carretera que los alejaba de Peyton Place.
—Tendríamos que habernos conformado con ir a Meadow Pond —dijo Norman, subiéndose las gafas de sol, que se deslizaban a lo largo de su nariz.
—En Meadow no habríamos podido acercarnos al agua —dijo Allison, alzando una mano del manillar de la bicicleta para levantar un mechón de cabello que se adhería a su nuca húmeda. —Todos los chicos de la ciudad han ido a Meadow. Preferiría quedarme en casa que ir allí.
—No puede estar mucho más lejos —dijo filosóficamente Norman. —El recodo del río está a un kilómetro del hospital, y ya debemos haberlo recorrido.
—No está mucho más lejos —afirmó Allison. —Hace rato que hemos pasado las fábricas.
Finalmente, después de lo que les pareció una eternidad bajo el sol veraniego, llegaron al recodo del río Connecticut. Con un suspiro de alivio, dejaron las bicicletas a la sombra de los gigantescos árboles que se levantaban a la orilla del agua, y se dejaron caer sobre la mullida y seca pinaza que cubría el suelo.
—¡Creía que nunca llegaríamos! —exclamó Allison, avanzando el labio inferior y soplando hacia un mechón de pelo que le caía sobre la frente.
—Yo también —dijo Norman. —Sin embargo, ha valido la pena. No hay ni un alma por los alrededores. Escucha qué silencio.
Cuando hubieron descansado, Norman dijo:
—Escondamos las bicicletas en el bosque. De este modo, no se verán desde la carretera y nadie sabrá que estamos aquí.
—De acuerdo —dijo Allison. —Hay un sitio un poco más arriba. Los árboles no están tan cerca del agua, y hay una especie de playa con arena. No se ve desde la carretera.
Cuando llegaron al lugar que Allison había descrito, apoyaron las bicicletas en dos árboles y empezaron a bajar sus cosas a la playa. Extendieron cuidadosamente la manta, y colocaron la cesta, el libro y las toallas encima de ella.
—¿Comemos o nos bañamos primero? —preguntó Allison.
—Bañémonos —dijo Norman. —En cuanto me ponga el traje de baño, meteré las Coca-Colas debajo del agua para que se enfríen. Deben estar tibias.
—Tendremos que cambiarnos en el bosque —comentó Allison. —No hay otro sitio.
—Ve tú primero. Esperaré a que estés lista.
Cuando ambos se hubieron puesto el traje de baño, se quedaron en la orilla, deslizando lentamente los pies sobre la arena húmeda. Era peligroso bañarse en este lugar del río, y ambos lo sabían. El río estaba lleno de rápidos y el fondo se hallaba cubierto de piedras puntiagudas.
—Hemos de tener cuidado —dijo Norman. —Entra tú primero. —Entremos juntos.
Lentamente, con mucho cuidado, entraron en el agua, y de repente el río dejó de parecerles peligroso. Empezaron a chapotear y a nadar hacia el centro del río.
—Está muy agradable y fría. Helada.
—Mejor que en Meadow Pond. Allí siempre está tibia en los días de calor.
—¿Todavía haces pie?
—Sí. ¿Y tú?
—Sí. No nos alejemos más.
—No creo que este lugar sea peligroso, excepto en primavera, tal vez.
—Acabo de tropezar con una piedra. —¿Sabes flotar?
—Sí. Aprendí en el campamento, hace dos años.
Permanecieron en el agua hasta que estuvieron helados, y cuando volvieron a la orilla, el agua se adhirió a su cuerpo en pequeñas gotas multicolores. Allison, que se había bañado sin gorro, empezó a secarse el cabello con una toalla, y Norman se sentó en la manta para examinarse el pie rasguñado. El sol era ahora una bendición, bañando su piel fría y calentándoles. Allison se sentó junto a Norman. —¿Quieres comer?
—De acuerdo. Iré a ver si las Coca-Colas se han enfriado un poco.
—Seguramente. El agua está helada.
Tomaron un bocadillo y miraron, con los ojos entrecerrados, hacia el agua, donde el sol se reflejaba como en un espejo.
—No sé por qué —dijo Norman, —pero tengo una sensación extraña siempre que miro hacia el otro lado del río y pienso que allí está Vermont.
—Es como ir en coche y cruzar la línea de demarcación de una ciudad —dijo Allison. —En un momento dado estás en Peyton Place y al siguiente estás en otro sitio. Yo siempre me lo digo a mí misma. Ahora estoy en Peyton Place... y ahora no. Siempre me produce una sensación extraña, como estar viendo Vermont desde aquí.
—¿Queda algún bocadillo de huevo, o sólo de jamón?
—He hecho cuatro de cada. Si quieres, puedes tomar uno de los míos. Yo prefiero los de jamón.
—Debería haber traído una bolsa con patatas fritas.
—Son demasiado grasas en verano.
—Lo sé.
—Toma un pepinillo.
—¿Quieres volver a bañarte?
—Aún no tengo calor.
—¿Piensas casarte cuando seas mayor? —preguntó Norman.
—No. En cambio, pienso tener aventuras amorosas.
—¿Qué hacemos con todos estos papeles grasientos? No podemos dejarlos aquí.
—Vuelve a meterlos en la cesta. Los tiraré cuando regresemos.
—No me parece una buena idea, ¿sabes? —dijo Norman. —He leído que las aventuras amorosas producen un desequilibrio psicológico. Además, las personas que tienen aventuras amorosas no tienen hijos.
—¿Dónde has leído tal cosa?
—En un libro sobre sexualidad que me enviaron por correo —dijo él.
—Yo nunca he leído un libro que tratara exclusivamente del sexo. ¿Adónde lo pediste?
—A Nueva York. Vi un anuncio en una revista. Me costó un dólar noventa y ocho.
—¿Lo vio tu madre?
—¡Supongo que no! Pasé dos semanas yendo todos los días a la oficina de Correos, en espera de que llegase el libro. Mi madre me mataría si supiera que me intereso por estas cosas.
—¿Qué más decía? —preguntó Allison.
—Oh, hablaba de que el hombre debe tener una técnica cuando hace el amor a una mujer. De este modo, a ella le gusta y no es frígida.
—¿Qué significa frígida?
—Es la mujer a la que no le gusta hacer el amor. Según este libro, hay muchas mujeres así. Por lo visto, es la causa de muchos fracasos matrimoniales.
—¿Explica qué hay que hacer? —preguntó ella.
—Sí, desde luego.
—¿Qué te parece si leemos un rato? —De acuerdo. ¿Quieres que lea yo, o prefieres hacerlo tú?
—Lee tú. Escoge algo de Swinburne. Es el que más me gusta.
Mientras Norman leía en voz alta un pasaje del libro Poetas ingleses, Allison recogió los restos de comida y los metió en la cesta. Después se echó sobre el estómago y se quedó inmóvil encima de la manta. Norman se apoyó en los codos, se puso las gafas de sol y continuó leyendo. Al poco rato, los dos dormían.
Cuando se despertaron, el sol calentaba menos y eran las cuatro. Ambos estaban sudorosos, y bostezaron y decidieron volver a bañarse. Cuando se hubieron refrescado en el agua, se tumbaron uno junto al otro sobre la manta de algodón.
—¡Qué bien estoy! —dijo Allison, mirando a Norman a través de sus ojos entrecerrados.
—Yo también.
Dieron reposo a sus cuerpos calentados por el sol, enfriados por el agua, relajados y bien alimentados sobre la manta de algodón y contemplaron las nubéculas que salpicaban el cielo azul de julio.
—Algún día —dijo Allison— escribiré un libro muy famoso. Tan famoso como Anthony Adverse, y entonces seré una celebridad.
—Yo no. Yo escribiré pequeños volúmenes de poesía. No seré muy conocido, pero las pocas personas que me conozcan dirán que soy un joven genio.
—Pienso escribir acerca del castillo en mi primer artículo para el periódico.
—¿Cómo vas a hacerlo? Jamás has subido al castillo.
—Me inventaré alguna cosa.
—No puedes inventarte nada para un artículo histórico. Tienes que hablar de hechos, hechos reales —dijo Norman.
—No es verdad. Anthony Adverse es una novela histórica, y supongo que no crees que es real.
—Una novela es otra cosa. Las novelas siempre son historias inventadas.
—Igual que los poemas.
—¿Es entonces cuando empezarás a tener aventuras amorosas? ¿Cuando hayas escrito un libro famoso y seas una celebridad? —preguntó Norman.
—Sí. Tendré una aventura nueva cada semana.
—En este caso, tendrás un desequilibrio psicológico.
—No me importa. Los hombres suspirarán por obtener mis favores, pero yo seré muy exigente.
—¿Tendrás algún hijo?
—No, no tendré tiempo —repuso Allison.
—En el libro del que te he hablado ponía que la función natural del cuerpo femenino es la gestación —dijo Norman.
—¿Qué más ponía?
—Bueno, había dibujos de cómo están hechas las mujeres. Explicaba que la mujer tiene pechos para producir leche y cómo son los órganos que hay en su interior para albergar a un bebé durante nueve meses.
—Yo no me gastaría un dólar noventa y ocho para enterarme de eso. Lo sé desde que tenía trece años. ¿Qué explicaba sobre el modo en que los hombres deben hacer el amor a las mujeres?
Norman puso los brazos debajo de su cabeza y cruzó las piernas. Empezó a hablar como si estuviera explicando un difícil problema de álgebra a alguien poco dotado para las matemáticas.
—Bueno —comenzó, —este libro dice que todas las mujeres tienen ciertas zonas de su cuerpo que se conocen como zonas eróticas.
—¿Son las mismas en todas las mujeres? —preguntó Allison, con el mismo tono que habría empleado de haber sido la torpe estudiante de matemáticas a quien Norman intentaba ayudar.
—Algunas, sí —contestó Norman. —Pero no todas. Por ejemplo, todas las mujeres tienen zonas eróticas alrededor de los senos y también alrededor de los orificios corporales.
—¿Orificios?
—Aberturas.
—¿Como qué?
Norman se volvió de costado y pasó la yema del dedo meñique en torno a la abertura de la oreja de Allison. Inmediatamente, ella notó que se le ponía la piel de gallina y se incorporó de un salto.
—Cómo ésta —dijo Norman.
—Entiendo —dijo Allison, frotándose el brazo izquierdo con la mano derecha, y volviendo a echarse junto a Norman.
—La zona que hay alrededor de la boca es, naturalmente, la más sensible de todas —dijo Norman, —a excepción de otra, que es la abertura vaginal de la mujer. Según creo...
La voz de Norman prosiguió, pero Allison había dejado de escucharle. Quería que volviera a pasarle el dedo en torno a la abertura de su oreja, y quería que la besara tal como había hecho en el bosque del Road's End el sábado anterior. Fue enfureciéndose a medida que él seguía hablando con su voz fría y académica.
—...Y besar es, naturalmente, una de las primeras caricias que un buen amante hace a una mujer.
—¡Oh, cállate! —exclamó Allison, levantándose de un salto. —Hablar, hablar, hablar. ¡Esto es lo único que sabes hacer!
Norman levantó los ojos hacia ella, sorprendido.
—Pero, Allison —dijo, —tú me lo has pedido, ¿no?
—No te he pedido que me repitieras todo el maldito libro, palabra por palabra, ¿verdad?
—No tienes por qué maldecir, ¿sabes? Me lo has pedido y yo te lo estaba explicando. No hay absolutamente ninguna razón para maldecir.
—Oh, cállate —dijo Allison. —Algunos chicos que conozco —mintió— no tienen que explicar a una chica lo buenos amantes que son. Se lo demuestran.
—¿Qué chicos? —inquirió Norman, poniéndola en un apuro con su pregunta.
—No tengo por qué decirte nada, Norman Page. Absolutamente nada.
El alargó una mano y la agarró por el tobillo.
—¿Qué chicos? —preguntó.
Allison se sentó y Norman se incorporó.
—Oh, olvídalo —dijo ella. —De todos modos, no les conoces.
—Dímelo —exigió él. —Me gustaría saber quiénes son algunos de esos maravillosos amantes tuyos. —No te lo diré.
—No puedes, por eso. No conoces a ninguno. Eres una mentirosa.
Allison giró en redondo hacia él y le dio una bofetada.
—¡No te atrevas a llamarme mentirosa! —gritó.
El la agarró por las muñecas y la obligó a echarse sobre la manta.
—Eres una mentirosa —dijo, mirándola a la cara. —Eres una mentirosa, y porque me has pegado, no te dejaré levantar hasta que lo admitas.
Allison capituló inmediatamente.
—Me lo he inventado —dijo, sin mirarle. —Tú eres el único chico que me ha besado, a excepción de Rodney Harrington, y eso fue hace tanto tiempo que no cuenta. Siento haberte pegado.
Norman le soltó las muñecas, pero continuó echado encima de ella, con las manos apoyadas en la manta a ambos lados del cuerpo de Allison.
—¿Te gustaría que volviera a besarte? —preguntó.
Allison notó que su cara enrojecía.
—Sí —dijo. —No tienes que pedírmelo, Norman. No tienes que pedirme nada.
El la besó con delicadeza, y Allison se sintió tan frustrada que estuvo a punto de echarse a llorar. Este no era el modo como quería ser besada.
—Se está haciendo tarde —dijo Norman. —Tenemos que marcharnos.
—Supongo que sí —contestó Allison.
Más tarde, mientras pedaleaban lentamente por la carretera en dirección a Peyton Place, un coche deportivo, con la capota bajada, les sobrepasó.
—¡Buscaos un caballo! —gritó la voz de Rodney Harrington desde el veloz automóvil.
—Un chico listo —dijo Norman.
—Supongo que sí —dijo Allison, pero estaba pensando, con resentimiento, que a los trece años, Rodney sabía besar mejor que Norman a los quince.
CAPÍTULO 12
Rodney Harrington profirió una carcajada mientras daba un último vistazo a Allison MacKenzie y a Norman Page por el espejo retrovisor. Los dos pedaleaban con todas sus fuerzas, preocupados, tal vez, por llegar tarde a cenar. Era una lástima que fueran en bicicleta en vez de a pie. En este caso, Rodney se habría ofrecido a llevarles en su coche. Le gustaba llevar a otros chicos de. paseo en su coche. Ninguno de ellos había dicho nunca nada, pero Rodney sabía que todos se sentaban en sus asientos tapizados de cuero y deseaban tener un coche igual que el suyo. Rodney volvió a reírse y se preguntó qué habrían estado haciendo Allison y Norman tan lejos de casa. Quizá se hubieran internado en el bosque para una fiesta privada. Al pensar en esta posibilidad, Rodney se rió con tanta fuerza que casi se metió con su coche nuevo en la cuneta.
—¡Soy feliz! —gritó al mundo que le rodeaba, y tocó varias veces la bocina en una clásica melodía.
¿Por qué no iba a ser feliz?, se preguntó a sí mismo. Acababa de estar en la fábrica para sacar diez pavos al viejo, tenía un coche fantástico, y se dirigía a recoger a Betty Anderson. ¿Quién demonios no se hubiera sentido feliz?
—No te lo gastes todo con la misma —había dicho Leslie Harrington a su hijo, dándole los diez dólares y haciéndole un significativo guiño. —Ni una sola vale más de dos dólares.
Rodney se había reído con su padre.. —¿Y me lo dices a mí? —contestó.
Su padre le dio una palmada en la espalda y le dijo que se marchara y procurara divertirse.
Rodney sonrió para sí mientras entraba en Elm Street, conduciendo a sesenta kilómetros por hora en una zona de cuarenta. Todas las estupideces que decía la gente sobre los muchachos sin madre eran ridículas, en lo que a él se refería. Ni siquiera tenía un vago recuerdo de su madre. Todo lo que sabía de ella era lo que veía en una fotografía borrosa que su padre tenía encima de la mesa del despacho. Tenía una cara pálida y delgada, con una abundante cabellera castaña recogida encima de la cabeza. Su boca era recta y fina, en la fotografía, y Rodney nunca había podido imaginársela casada con su padre. Lo único que sabía de ella, y lo único que le importaba saber, era que se llamaba Elizabeth, y que murió al dar a luz a su hijo a los treinta años de edad. Rodney nunca había encontrado a faltar a su madre. El y el viejo se llevaban de maravilla. Se comprendían el uno al otro. Vivían muy bien en la gran casa de Chestnut Street, con la ayuda de la señora Pratte, que hacía de cocinera y ama de llaves. Esas estupideces que la gente escribía en los libros, sobre los chicos sin madre, no eran más que eso. Estupideces. Él, personalmente, se alegraba de no tener una madre a la que soportar, importunándole siempre con alguna cosa. Había oído quejarse a demasiados compañeros de sus propias madres para no alegrarse de que la suya estuviera bien enterrada. Le gustaba este statu quo. El y el viejo, y la vieja Pratte a mano siempre que alguno de los Harrington querían alguna cosa.
A los dieciséis años, Rodney Harrington no se diferenciaba sustancialmente del muchacho que había sido a los catorce. Era unos dos o tres centímetros más alto, por lo que ahora medía un metro setenta, y se había engordado un poco con el resultado de que se parecía más que nunca a su padre. Aparte de esto, Rodney no había cambiado. Su cabello, que llevaba un poco demasiado largo, continuaba siendo negro y rizado, y sus gruesos labios aún revelaban la falta de disciplina y autodominio. Había unas cuantas personas en Peyton Place que afirmaban que ya era demasiado tarde para Rodney Harrington. Siempre sería lo que siempre había sido: el mimado hijo único de un padre rico y viudo. Citaban su expulsión de la Escuela para Muchachos de New Hampton como prueba de lo que decían. New Hampton, que había intentado educar a Rodney, terminó expulsándole por pereza e insubordinación tras dos años de lucha.
New Hampton tenía una buena reputación, y en el pasado había triunfado allí donde otras escuelas habían fallado con otros jóvenes difíciles, pero no había podido imprimir su huella en Rodney Harrington. Al parecer, lo único que Rodney aprendió durante su estancia en la escuela fue que todos los muchachos de buena familia habían tenido relaciones sexuales con muchachas antes de ir a la escuela preparatoria, y aquellos que no las habían tenido eran homosexuales o material para el sacerdocio. Rodney aprendió rápidamente, y aún no había estado un año en New Hampton cuando ya alardeaba más que ningún otro alumno. Según Rodney, había desflorado a no menos de nueve doncellas en su propia ciudad natal antes de cumplir los quince años, y un marido celoso, con cuya esposa había mantenido un apasionado idilio durante seis meses, había intentado matarle dos veces.
Rodney tenía la apariencia atractiva y sensual, el dinero y la locuacidad necesarios para ser creído. Se le consideraba todo un hombre cuando le expulsaron de New Hampton. Incluso su propio padre le creyó, aunque Rodney suavizó bastante sus historias, y nombró a imaginarias muchachas de White River como heroínas de sus cuentos. Rodney había explicado sus historias de triunfal seductor tan a menudo, y a tantas personas, que él mismo llegaba a creérselas. En realidad no había tenido una experiencia sexual en toda su vida, y cuando debía hacer frente a la verdad, se sentía como si alguien le hubiera tirado un vaso de agua helada a la cara sin ninguna razón. El aterrador pensamiento de que no sabría cómo terminar el acto, si es que alguna vez tenía la oportunidad de comenzarlo, le afectaba como cuando el sol se escondía tras una nube en un día caluroso. Le dejaba helado, y confería un aspecto pavoroso a su alegre mundo. Lo que más le horrorizaba acerca de la verdad no era la posible humillación que él podía sufrir, sino que la muchacha con la que fracasara llegase a hablar. Siempre que Rodney pensaba en lo que sus muchos amigos dirían si alguna vez descubrieran que había estado contando fantasías, y que en realidad era tan inexperto como un niño de siete años, se estremecía de terror.
Ahora pensaba en ello, mientras introducía su coche en Ash Street, una calle estrecha del barrio donde vivían los obreros de la fábrica. Frenó bruscamente delante de la casa de los Anderson y tocó la bocina con una alegría que estaba muy lejos de sentir. Decididamente, hizo un esfuerzo para librarse de sus temores, y para Rodney Harrington el librarse de la depresión o del miedo nunca había sido difícil.
¡Qué demonios!, pensó, y el sol salió de detrás de la oscura nube. ¡Qué demonios! Tenía dinero para gastar, un coche para pasear, y una botella de whisky de centeno en la guantera. ¡Qué demonios! Sabría cómo actuar si alguna vez lograba que Betty se quitara las bragas. Lo había oído describir bastantes veces, ¿no? El mismo lo había descrito bastantes veces, ¿no? ¡Qué demonios! No sólo había hablado y había oído hablar de ello, sino que había leído libros y había visto películas sobre el tema. ¿Por qué demonios estaba preocupado?
Betty salió de su casa, contoneando exageradamente las caderas, tal como había visto hacer a una vedette de la comedia musical en una película una semana antes. Se dirigió lentamente hacia el coche de Rodney. —Hola, pequeño —dijo.
Era exactamente un año y catorce días más joven que él, pero siempre le llamaba pequeño. Esta noche llevaba unos ajustados pantalones cortos de color verde y un pequeño corpiño amarillo. Como de costumbre, siempre que la miraba, Rodney notó que las palabras morían en su garganta. El único modo en que podía explicar su reacción frente a Betty era decir que se sentía igual que cuando era niño y la vieja Pratte le dejaba ver cómo hacía el budín. En un momento dado, el cazo estaba lleno de líquido, tan fluido que parecía imposible que pudiera ser de otro modo, y al cabo de un minuto se tornaba espeso y almibarado, hasta el punto de que la vieja Pratte tenía que esforzarse para introducir la cuchara. Así era él con Betty. Como un budín. Hasta que la veía, su mente estaba clara y fría y líquida, pero en cuanto ella se inclinaba sobre la puerta del coche y recia: «Hola, pequeño», perdía la facilidad de palabra, le pesaban los párpados, y tenía que esforzarse para respirar a través de la gelatinosa masa de su pecho.
—Hola —dijo.
—Hace demasiado calor para ponerse un vestido de fiesta —dijo Betty. —Sólo quiero dar un paseo en coche y cenar en un restaurante de la carretera.
Rodney se había puesto una camisa y una americana porque tenía la intención de llevarla a un restaurante elegante y después a una discoteca, pero capituló sin una queja.
—Muy bien —dijo.
Sin más palabras, Betty abrió la puerta del coche y se deja caer en el asiento junto a él.
—¿Por qué no te quitas la americana? —preguntó con mal humor. —Tengo calor y picazón sólo de mirarte.
Rodney se quitó inmediatamente la americana y la dejó en el asiento trasero. Desde la casa de los Anderson, dos caras hoscas y cansadas le observaron mientras ponía el descapotable en marcha y bajaba a toda velocidad por Ash Street. En cuanto Rodney hubo doblado la esquina, Betty agitó los dedos en el aire y él le pasó los cigarrillos.
—¿Por qué no pudiste salir conmigo anoche? —preguntó él.
—Tenía otras cosas que hacer —contestó fríamente Betty. —¿Por qué?
—Quería saberlo. Me extraña que sólo tengas para mí un par de veces por semana, eso es todo.
—Escucha, pequeño —dijo ella. —No tengo que dar cuentas de mi tiempo ni a ti ni a nadie como tú. ¿Vale?
—No te enfades. Sólo me extrañaba.
—Si eso te hace sentir mejor, anoche fui a bailar. Marty Janowski me llevó a White River y fuimos a cenar y a bailar al Dragón Chino. ¿Alguna otra pregunta?
Rodney sabía que debía guardar silencio, pero no pudo.
—¿Qué hicisteis después? —preguntó. —Estuvimos aparcados junto a Silver Lake —contestó Betty sin vacilar. —¿Por qué? —Por nada. ¿Te divertiste? —La verdad es que sí. Marty baila muy bien. —No me refería a esto. —¿A qué te referías?
—A después. Cuando estabais aparcados.
—Si tanto te interesa, sí. Me divertí.
—¿Qué hicisteis? —preguntó Rodney, sin querer oír, pero incapaz de no hacer preguntas.
—Oh, por el amor de Dios —dijo Betty con desagrado. —Busca algún sitio para cenar, ¿quieres? Estoy muerta de hambre. Los obreros de la fábrica tenemos la costumbre de cenar a las cinco y media. No somos como los relamidos dueños de la fábrica, que tienen criadas para servirles la cena a las ocho.
—Me pararé en el primero que encuentre —dijo Rodney —Escucha, Betty. No creo que hayas hecho bien yendo a Silver Lake con Marty Janowski.
—¡Qué! —La palabra no fue tanto una pregunta como una exclamación de rabia.
—No creo que hayas hecho bien yendo a Silver Lake con Marty Janowski. Sobre todo después de haberte pedido mil veces que seas mi novia.
—Da media vuelta y llévame a casa —ordenó Betty. —En seguida.
Rodney no levantó el pie del acelerador y siguió adelante.
—No te dejaré bajar hasta que me prometas no volver a salir con Marty —dijo con obstinación.
—No te he dicho que me dejaras bajar —replicó furiosamente Betty. —Te he dicho que dieras media vuelta y me llevaras a casa.
—Si no quieres ir de paseo conmigo —repuso Rodney, odiándose a sí mismo por no mantener la boca cerrada, —pararé el coche aquí mismo y tendrás que volver andando.
—Muy bien —dijo Betty. —Para y déjame bajar. No tendré que andar mucho, te lo garantizo. Sacaré el pulgar en cuanto pase un coche con un tío guapo al volante. Nadie de mi familia ha sido nunca dueño de ninguna fábrica. No me importa nada hacer autostop. Ahora déjame bajar.
—Oh, vamos, Betty —suplicó Rodney. —No te enfades. No te dejaría de este modo en medio de la carretera. Vamos, no te enfades.
—Estoy enfadada. Y mucho. ¿Quién te crees que eres para decirme con quién puedo y con quién no puedo salir?
—No era mi intención hacerlo. Es que me sentí celoso, eso es todo. Te he pedido, miles de veces, que seas mi novia. Me siento celoso cuando pienso que puedes estar con otro tipo, eso es todo.
—A partir de ahora guarda tus celos para ti —ordenó Betty. —Yo no obedezco órdenes de nadie. Además, ¿por qué iba a ser tu novia y a salir siempre contigo? En otoño tendrás que irte a la escuela, y yo me quedaría compuesta y sin novio. Para una chica es muy difícil volver a la circulación después de salir con el mismo tipo durante un tiempo.
—Pensaba que quizá yo te gustaba más que ningún otro —dijo Rodney. —Tú me gustas más que ninguna otra chica. Por eso quiero salir contigo.
La expresión de Betty se suavizó un poco.
—Claro que me gustas, pequeño —declaró. —Eres simpático.
—¿Entonces?
—Lo pensaré.
Rodney giró el volante para entrar en un restaurante de la carretera y un torbellino de grava se levantó detrás de una de las ruedas traseras.
—¿Irías a aparcar conmigo junto a Silver Lake? —preguntó.
—Es posible —dijo ella, —si te das prisa en alimentarme. Quiero un par de hamburguesas de queso y un batido de chocolate y una ración de patatas fritas.
Rodney se apeó del coche.
—¿Lo harías? —preguntó.
—Ya te he dicho que es posible, ¿no? —replicó Betty con impaciencia. —¿Qué más quieres, un consentimiento por escrito?
Mucho más tarde, cuando hubieron cenado y la oscuridad fue completa, Rodney llevó el coche a Silver Lake. Fue Betty quien le enseñó uno de los buenos lugares para aparcar. Cuando hubo parado el motor y apagado los faros, la húmeda noche les envolvió como un manto negro.
—Caray, vaya calor —se lamentó Betty.
—Hay una botella en la guantera —dijo Rodney, —y he comprado gaseosa en el restaurante. Una buena bebida te refrescará.
Mezcló las dos bebidas como un experto, a la luz del salpicadero. Estaban tibias y tenían un ligero sabor a los vasos de papel que las contenían.
—¡Uf! —exclamó Betty, y escupió un chorro de la tibia y fuerte bebida por encima de la puerta del coche. —¡Diantre! ¡Qué purga!
—Cuesta un poco acostumbrarse —comentó Rodney, sintiéndose de repente muy hombre de mundo. Si había algo que conocía a fondo, era el buen licor y cómo beberlo. —Toma otro sorbo —sugirió. —Esta vez te gustará más.
—Al diablo con eso —dijo Betty. —Voy a bañarme. —¿Has traído bañador?
—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Es que nunca te has bañado en cueros con una chica?
—Claro que sí —mintió Rodney. —Muchas veces. Sólo preguntaba si habías traído bañador, eso es todo.
—No, no he traído bañador —remedó Betty. —¿Vienes?
—Naturalmente —dijo Rodney, terminando su bebida a toda prisa.
Antes de que acabara de desabrocharse la camisa, Betty se había quitado los pantalones cortos y el corpiño y corría por la playa, desnuda, hacia el agua. Cuando Rodney llegó al borde del lago, sintiéndose muy desnudo y más ridículo, no vio a Betty por ninguna parte. Se metió lentamente en el agua, y cuando se había mojado hasta la cintura, apareció de repente junto a él. Su cabeza emergió silenciosamente del agua, y escupió un chorro en medio de su espalda. Rodney se cayó hacia delante y cuando recuperó el equilibrio, Betty estaba en pie y riéndose de él. Intentó agarrarla, pero ella se alejó nadando, sin dejar de reír y burlarse.
—¡Espera a que te ponga las manos encima! —gritó él. —Tendrás que salir antes o después, y yo estaré aquí esperándote.
—Procura que no te castañeteen los dientes —repuso ella, desde lejos, —o podré encontrarte en la oscuridad.
Al final, él no la atrapó. Unos minutos después el estridente sonido de su bocina resonó en la oscuridad, y Rodney se sobresaltó violentamente.
—¡Ya he tenido bastante! —gritó Betty desde el coche.
Maldita sea. Rodney se enfureció. Había pensado atraparla y tirarla sobre la arena para retozar un poco con ella, sintiéndola, tocándola. Hasta esta noche nunca había estado cerca de Betty cuando iba completamente desnuda, y ahora, maldita sea, había llegado al coche antes que él. Debía tener ojos de gato para encontrar el camino en aquella oscuridad. El tropezó varias veces antes de discernir finalmente el coche ante sí.
Betty esperó mientras él volvía a tropezar y estaba a punto de caerse. Esperó a que estuviera delante del coche, y entonces encendió los faros. Sus burlonas carcajadas llenaron la noche, y Rodney fue consciente de la ridícula imagen que debía tener mientras permanecía inmóvil y deslumbrado como un animal asustado e intentaba taparse con las manos.
—¡Perra! —gritó, pero ella se reía con tanta fuerza que no le oyó.
Rodney dio la vuelta al coche y agarró sus pantalones, maldiciéndola en silencio mientras ella se reía.
—¡Oh, Rod! —exclamó, y profirió otra retahíla de carcajadas— ¡Oh, Rod! ¡Qué imagen para poner en una postal y enviarla a casa!
Rodney se metió en el coche, vestido sólo con los pantalones, e inmediatamente pulsó el botón de arranque. El potente motor del automóvil se puso en marcha, y Betty alargó un brazo y apagó el encendido.
—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó con voz melosa, pasando las yemas de los dedos sobre su pecho desnudo. —¿Estás enfadado, cariño?
Rodney exhaló un profundo suspiro.
—No —contestó. —Creo que no.
—Entonces, bésame —dijo ella, con petulancia. —Bésame para demostrarme que no estás enfadado.
Con algo muy parecido a un sollozo, Rodney se volvió hacia ella. Esto era lo que nunca había podido comprender acerca de Betty. Durante horas, podía actuar como si lo último que quisiera fuese que él la tocara. Le hacía sentir como si ni siquiera le gustase especialmente, pero en cuanto la besaba empezaba a proferir sonidos con la garganta y su cuerpo se retorcía y se volvía hacia él como si nunca se saciara de sus besos. Este era el momento que esperaba cada vez que la veía. Hacía que todo lo demás resultara soportable, desde el modo en que le daba celos con otros muchachos hasta el modo en que se burlaba de él simulando que no le gustaba.
—¡De prisa! —dijo ella. —Bajemos a la playa. Aquí, no.
Echó a correr, y él la siguió, llevando la manta del coche. Antes de que pudiera extenderla sobre la mullida arena, ella se había echado y alargaba los brazos hacia él.
—Oh, muñeca, muñeca —dijo Rodney. —Te amo. ¡Te amo tanto!
Ella le mordisqueó salvajemente el labio inferior.
—Vamos, cariño —dijo, moviendo el cuerpo sin cesar. —Vamos, cariño. Ámame un poco.
Los dedos de Rodney buscaron el cierre del corpiño, y al cabo de medio minuto la prenda se hallaba encima de la arena junto a la manta. La espalda de Betty se arqueó sobre el brazo del muchacho mientras alzaba los senos hacia él. Esto no era nuevo para Rodney. Ella se lo dejaba hacer con frecuencia, pero nunca dejaba excitarle hasta el frenesí. Sus pezones siempre estaban rígidos y la carne que los rodeaba siempre caliente y palpitante.
—Vamos, cariño —gimió ella. —Vamos, cariño. —Rodney la cubrió con la boca y las manos. —Con fuerza —susurró ella. —Hazlo con fuerza, cariño. Muérdeme un poco. Hazme daño.
—Por favor... —murmuró Rodney sobre su piel. —Por favor... Por favor...
Movió la mano hasta la zona situada entre sus ingles y la apretó sobre ella.
—Por favor... —repitió. —Por favor...
Era en este punto cuando Betty solía detenerle. Le agarraba por el cabello con ambas manos y le apartaba de un tirón, pero ahora no lo hizo. Sus ajustados pantalones cortos le resultaron tan fáciles de quitar como si hubieran sido varias tallas demasiado grandes, y su cuerpo no dejó de retorcerse violentamente mientras Rodney se quitaba los suyos.
—De prisa —gimió Betty. —De prisa. De prisa.
Sólo durante unos instantes, Rodney tuvo miedo, y después no le importó nada, ni siquiera que ella tuviese que ayudarle. Durante un fugaz momento se preguntó si todas las historias que había leído y oído y contado sobre las vírgenes podían estar equivocadas. Betty no gritó de dolor ni le rogó que dejara de lastimarla. Le condujo sin vacilaciones, y sus caderas se movieron rápidamente, con destreza. No profirió ni una sola exclamación. Exhaló profundos gemidos con la garganta tal como cuando él la besaba, y la única palabra que articuló fue: «De prisa. De prisa. De prisa.»
Después de eso, Rodney no se dio cuenta de lo que hizo o dijo. Se perdió en ella, se sumergió en ella, y no pensó en nada. Al cabo de unos minutos yacía estremeciéndose sobre la manta, y la voz de Betty le pareció venir desde muy lejos.
—Un chico listo —le decía entre dientes. —Un chico listo que lo sabía todo sobre la cuestión. Tan listo que ni siquiera ha pensado en ponerse un preservativo. Llévame a casa, imbécil. ¡En seguida!
Pero, desgraciadamente, Rodney no la llevó a casa con la bastante rapidez, o la ducha no fue lo bastante enérgica, o, como Rodney se inclinaba a creer, el destino quiso jugarle una mala pasada. Fue cinco semanas después, durante la tercera semana de agosto, cuando Betty le comunicó lo peor.
—Tengo un retraso de un mes.
—¿Qué significa eso?
—Significa que estoy embarazada, chico listo. —Pero ¿cómo puedes saberlo tan pronto? —balbuceó Rodney.
—Debía tener el período una semana después de cuando estuvimos en el lago. Eso fue hace cinco semanas —dijo Betty con voz apagada.
—¿Qué vamos a hacer?
—Casarnos, desde luego. Nadie va a cargarme con un niño para largarse después, como hizo ese bastardo de White River con mi hermana.
—¡Casarnos! Pero ¿qué dirá mi padre?
—Eso debes averiguarlo tú sólito, chico listo. Pregúntaselo.
CAPÍTULO 13
Leslie Harrington no era un hombre aprensivo, pues de joven había descubierto que las preocupaciones son inútiles. A muy temprana edad, Leslie había aprendido el mejor modo de solucionar cualquier problema. Siempre que se le presentaba alguno, en vez de pasar las horas sumido en una preocupación vana e infructuosa, tomaba asiento y hacía una lista de todas las posibles soluciones. Cuando la lista estaba lo más completa que podía, escogía una solución conveniente y sensata que, por regla general, era ventajosa para él. Este sistema nunca le había fallado. De haberlo hecho, lo habría descartado inmediatamente y buscado otro, pues Leslie Harrington no podía dejarse vencer por nada ni nadie. Nunca había sido lo bastante curioso como para preguntarse la razón. Era una faceta de su personalidad y la aceptaba tal como aceptaba la forma de su cabeza. No resistía perder, y eso era todo. En las pocas ocasiones que había perdido, pasó varios días enfermo físicamente y meses mentalmente deprimido, pero incluso esos malos ratos le resultaban provechosos. En el doloroso despertar que seguía a una pérdida, tenía tiempo para averiguar las razones que le habían hecho perder. A los cincuenta años, Leslie Harrington podía enorgullecerse de decir, y a menudo lo hacía, de que nunca había sufrido dos veces la misma pérdida.
De niño, Leslie se había tirado al suelo con una rabieta en las pocas ocasiones que su padre o su madre le vencieron jugando a la lotería o al parchís. Sus padres se amoldaron rápidamente a esta peculiaridad de su hijo, y en cuanto lo hubieron hecho, Leslie no volvió a perder ninguna partida cuando jugaba con ellos. Más tarde había descubierto que era posible ganar prácticamente en todo si uno sabía hacer trampas. Se convirtió en la estrella del equipo de baloncesto de la escuela en cuanto aprendió a dar patadas y codazos sin que los árbitros le vieran, y se graduó con el número uno de su clase después de cuatro años durante los que llevó notas en los puños de la camisa y delgados tubos de papel en la mitad hueca de su pluma. Leslie Harrington fue designado por sus condiscípulos como el alumno con más probabilidades de triunfar, y esto no fue la burla que podría haber sido. Era sumamente probable que Leslie triunfara, pues él creía que debía hacerlo mientras que a otros sólo les habría gustado disfrutar de las recompensas del éxito. Para Leslie Harrington el éxito no era la imprecisa palabra de muchos significados que era para la mayoría de sus intelectuales condiscípulos. La palabra estaba claramente definida en su mente. Significaba dinero, la mayor casa de la ciudad y el mejor coche. Pero, por encima de todo, significaba lo que Leslie llamaba «ser el amo». Que sería el «amo» de las Fábricas Cumberland era algo sabido de antemano. Las fábricas fueron levantadas por su abuelo y ampliadas por su padre, y el sillón del amo de las oficinas estaba hecho a la medida de Leslie, la tercera generación de propietarios. Naturalmente, esto no era suficiente. Lo que Leslie quería en realidad era ser el amo del mundo, y mientras se limitaba sabiamente a sus fábricas, a su hogar y a su ciudad, nunca olvidó su deseo.
A los veinticinco años de edad, Leslie decidió casarse con Elizabeth Fuller, una muchacha alta y esbelta con el aspecto aristocrático que a veces se produce después de muchas generaciones de endogamia. Cuando Leslie resolvió casarse con ella, Elizabeth estaba prometida a Seth Buswell desde hacía un año. Los obstáculos que se interponían entre Leslie y Elizabeth eran lo bastante numerosos y difíciles como para excitar a cualquier hombre que amara un combate que estaba seguro de ganar, y Leslie sabía que ganaría. Sólo tuvo que mirar a Elizabeth, dulce, joven y tan flexible como la rama de un sauce para saberlo. Los obstáculos en su camino eran la familia de ella, Seth y la familia de Seth y la familia Harrington, y no había una sola persona que considerase conveniente el matrimonio de Leslie con Elizabeth. Los venció a todos y ganó a Elizabeth, y en menos de diez años la mató. En ocho años, Elizabeth Harrington tuvo ocho abortos en el tercer mes de cada embarazo, y después de cada uno de ellos el doctor Matthew Swain y varios especialistas de Boston hasta cuyo consultorio arrastró Leslie a su frágil y cansada esposa, le dijeron que no sobreviviría a otro. Era imposible, dijeron, que Elizabeth llevara una gestación a término. Y ninguno de ellos comprendió que con esta palabra, «imposible», transformaban en obsesión lo que en Leslie había sido un simple deseo de tener un hijo y heredero. Cuando Elizabeth quedó embarazada en el noveno año de su matrimonio, Leslie contrató a un médico y a dos enfermeras de White River. Los tres se instalaron en casa de los Harrington, metieron a Elizabeth en cama y la obligaron a permanecer nueve meses en ella. Cuando dio a luz a un hijo de cabello negro, cara sonrosada y cuatro kilos setecientos gramos de peso, Elizabeth vivió el tiempo suficiente para oír su primer llanto. Murió varios minutos antes de que una de las enfermeras de White River tuviera tiempo de lavar al bebé y depositarlo al lado de su madre. Cuando Leslie cogió por primera vez a su hijo en brazos, su sensación de triunfo fue mayor que nunca, y no le horrorizó que esta vez el obstáculo en el camino de su deseo hubiera sido su esposa.
Con el transcurso de los años, Leslie continuó siendo el «amo» de sus fábricas y su ciudad, pero no fue el «amo» de su hijo. Esto también fue su propio deseo. Le complacía ver reflejados en Rodney los rasgos que eran suyos.
—Ese niño tiene energía —decía Leslie con frecuencia. —Ni rastro de la debilidad de los Fuller.
En esto, Leslie Harrington estaba equivocado, pues Rodney era débil del modo terrible y decisivo que lo son todos aquellos que se sienten protegidos y rodeados por poderosos factores externos. Rodney nunca tuvo que ser fuerte, porque la fuerza estaba a su alrededor, dispuesta a protegerle y escudarle. Tampoco los deseos de triunfar impulsaban a Rodney igual que a su padre. Es cierto que le gustaba mucho vencer, pero no hasta el extremo de tener que luchar y esforzarse para lograrlo, en especial si sus oponentes eran de su misma talla. Antes de cumplir los diez años, Rodney sabía que no valía la pena luchar por algo que implicase un esfuerzo, pues obtenía todo lo que quería de su padre sin ningún esfuerzo. Sólo tenía que pedirlo o, más tarde, extender la mano, y todo lo que quería era suyo. Sin embargo, Rodney no era tonto. Sabía que le convenía complacer a su padre siempre que pudiera, especialmente cuando ello no implicaba ningún sacrificio por su parte. Así pues, cuando era más joven y su padre quiso que se relacionara con «buenos» niños, Rodney lo hizo así. A él no le importaba. Podía ser el rey en cualquier sitio. Y más tarde, cuando su padre quiso que fuera a New Hampton, Rodney fue de muy buena gana. Odiaba la escuela, de modo que tanto le daba una como otra. Cuando fue expulsado, no tuvo miedo de volver a su casa y enfrentarse con su padre.
—Me han echado, papá —dijo.
—¿Se puede saber por qué?
—Por beber y salir con chicas, me imagino.
—¡Por el amor de Dios!
Leslie había ido a hablar inmediatamente con el director de New Hampton y le dijo lo que pensaba de una escuela que impedía a un muchacho correr algunas juergas juveniles.
—Les pago para que le enseñen unas cuantas materias académicas —había advertido Leslie, —no para que se preocupen de lo que hace en su tiempo libre. De eso ya me ocuparé yo.
Pero Leslie Harrington nunca se había preocupado por nada. Era algo tonto e inútil. Ciertamente no se preocupaba por su hijo, pues no podía meterse en ningún embrollo del que su padre no pudiera sacarle. Era natural que un muchacho sano y con sangre en las venas se metiera en algún embrollo. Leslie decía a menudo que no daría un centavo por un muchacho que no hiciera una locura de vez en cuando. Mantenía muy buenas relaciones con su hijo, que era un muchacho sano y bien parecido. El y su hijo eran camaradas, compañeros, y aunque se respetaban mutuamente tal como harían dos buenos amigos, Leslie nunca se había entrometido en la vida de su hijo.
—Las entrometidas son las mujeres —decía Leslie a Rodney con frecuencia, de modo que, cuando aún era muy joven, Rodney aprendió a amar su vida de niño sin madre en la casa de Chestnut Street.
Por todas estas razones, Rodney, a los dieciséis años, no tenía el menor miedo de su padre. Cuando preguntó a Betty Anderson qué creía que diría su padre acerca del lío en que se encontraba, no fue el miedo lo que le impulsó, sino el curioso deseo de saber.
Cuando Rodney dejó a Betty Anderson la noche que le dijo que estaba embarazada, acudió inmediatamente a su padre. Leslie estaba sentado en la habitación de la casa de Chestnut Street designaba como «el estudio». Las paredes de la habitación se hallaban cubiertas de estantes desde el suelo hasta el techo, todos ellos llenos de libros lujosamente encuadernados que nadie había leído jamás. Fue el padre de Leslie quien compró los libros por motivos decorativos y Leslie los había heredado junto con el resto de la casa. Dos veces por semana, la vieja Pratte desempolvaba los lomos de los libros con un accesorio que sujetaba al aspirador. Leslie estaba sentado a una mesa delante de una pared cubierta de libros, haciendo un rompecabezas.
—Hola, papá —dijo Rodney.
—Hola, Rod —dijo Leslie.
La conversación que siguió a este intercambio de saludos podría haber escandalizado y sorprendido a un extraño, pero no contuvo ninguno de estos elementos para los dos participantes. Rodney se dejó caer en una butaca tapizada de cuero y apoyó las piernas en el ancho brazo, mientras Leslie continuaba haciendo el rompecabezas.
—En Ash Street hay una chica que me acusa de haberla dejado embarazada.
—¿Quién es?
—Betty Anderson.
—¿La hija de John Anderson?
—Sí. La menor.
—¿De cuánto está?
—Ella dice que de un mes, aunque no sé cómo puede saberlo tan pronto.
—Hay maneras.
—Quiere que me case con ella.
—¿Qué quieres tú?
—Yo no quiero.
—Está bien. Me encargaré de ello. ¿Quieres una copa?
—Está bien.
Los dos Harrington tomaron un whisky con soda, el del padre sólo un poco más fuerte que el del hijo, y hablaron de béisbol hasta las once, hora en que Rodney dijo que iba a tomar una ducha y acostarse.
El siguiente lunes por la mañana, Leslie Harrington llamó a John Anderson, que trabajaba como ajustador de telares en las Fábricas Cumberland. Anderson entró en el lujoso despacho de Leslie con la gorra en la mano y se detuvo frente a la mesa de Leslie con aspecto cohibido.
—¿Tienes una hija llamada Betty, John?
—Sí, señor.
—Está embarazada.
John Anderson se sentó en una butaca de cuero sin que le invitaran a hacerlo. Su gorra cayó al suelo.
—Va por ahí diciendo que mi hijo lo ha hecho, John.
—Sí, señor.
—No me gustan las habladurías, John.
—No, señor.
—Hace mucho tiempo que trabajas para mí, John, y si tienes problemas en casa me gustaría ayudarte.
—Gracias, señor.
—Aquí tienes un cheque, John, por valor de quinientos dólares. He adjuntado una nota con el nombre de un discreto médico de White River, para que tu hija pueda librarse del niño. Quinientos dólares serán más que suficientes, aparte de la bonificación que te daré, John.
John Anderson se levantó y recuperó su gorra.
—Gracias, señor —dijo.
—¿Te gusta trabajar para mí, John?
—Sí, señor.
—Eso es todo, John. Puedes volver a tu trabajo.
—Gracias, señor.
Cuando John Anderson hubo salido, Leslie se retrepó en su butaca y encendió un cigarro. Llamó a su secretaria para averiguar si su café estaba preparado.
Aquella misma tarde, Betty Anderson, que no sólo tenía la moral sino también las garras de un gato callejero, apartó de un empujón a la secretaria de Leslie y entró en el despacho del dueño de la fábrica. Su cara ostentaba las huellas del furor de su padre, y su boca aún estaba retorcida con los insultos que había lanzado contra Rodney. Arrojó el cheque de Leslie sobre su mesa.
—Usted no me comprará por tan poco dinero, señor Harrington —advirtió. —El hijo que espero es de Rodney y Rodney se casará conmigo.
Leslie Harrington cogió el cheque que la muchacha había tirado. No habló.
—Rodney se casará conmigo o iré a la policía. La condena por concebir hijos ilegítimos en este estado es de veinte años, y yo me ocuparé de que la cumpla en su totalidad a menos que se case conmigo.
Leslie conectó el interfono para hablar con su secretaria.
—Tráigame el talonario, Esther —dijo, y Betty se dejó caer en una butaca, con una sonrisa de satisfacción en los labios hinchados.
Cuando la secretaria hubo entrado y salido, Leslie se sentó detrás de la mesa y empezó a escribir.
—Verás, Betty —dijo, mientras escribía, —no creo que realmente quieras llevar a Rodney ante los tribunales. Si lo hicieras, yo tendría que llamar a unos cuantos muchachos para que atestiguaran contra ti. ¿Sabes cuántos testigos se necesitan para que una muchacha sea declarada prostituta en este estado? Sólo seis, Betty, y yo doy empleo a bastantes más hombres en mis fábricas. —Leslie arrancó el nuevo cheque del talonario con un golpe seco. Miró a Betty y sonrió, alargando el cheque. —No creo que quieras llevar a Rodney ante los tribunales, ¿verdad, Betty?
Por debajo de las contusiones rojas, la cara de Betty estaba blanca e inmóvil.
—No, señor —dijo, y tomó el cheque de manos de Leslie.
De espaldas a él, mientras se dirigía hacia la puerta, dio una ojeada al papel que llevaba en la mano. Era un cheque extendido a nombre de su padre por valor de doscientos cincuenta dólares. Giró sobre sus talones y miró a Leslie Harrington, que seguía sonriendo y que le devolvió la mirada.
—La mitad de dos cincuenta es uno veinticinco —dijo con calma. —Esto es lo que te costará si vuelves por aquí, Betty.
Aquella noche, Leslie y Rodney Harrington cenaron temprano para ir a la primera sesión de un cine de White River. Fueron en el descapotable de Rodney, con la capota bajada, porque al muchacho le encantaba llevar a gente en su coche.
CAPÍTULO 14
El chismorreo sobre Betty Anderson fue como una tableta de chocolate en manos de unos niños. Es decir, no permaneció más que un momento entre un par de labios antes de pasar rápidamente a otros. Las murmuraciones tuvieron su origen en Walter Barry, un joven de pecho hundido que trabajaba como cajero en el Citizens' National Bank. Fue a Walter a quien John Anderson presentó el cheque extendido por Leslie Harrington. Walter miró el cheque con curiosidad e inmediatamente dedujo que allí había gato encerrado. Esta era la frase favorita de Walter. Tenía connotaciones de misterio e intriga, algo que faltaba en la vida de católico irlandés que compartía con su anciana madre y su hermano Frank. Walter dedujo que allí había gato encerrado porque su hermano Frank trabajaba como capataz en las fábricas, y Frank no había comentado nada acerca de que John Anderson hubiera recibido una bonificación por la considerable suma de doscientos cincuenta dólares. Al principio, Walter, que era muy aficionado a las novelas policíacas, pensó que John Anderson estaba chantajeando a Leslie Harrington por alguna oscura y misteriosa razón, pero en cuanto esta idea pasó por su mente su cara enrojeció. La posibilidad de que alguien chantajeara a Harrington era ridícula. Walter sonrió nerviosamente mientras contaba doscientos cincuenta dólares en billetes para John Anderson.
—Esto es mucho dinero, John —dijo Walter con toda la indiferencia de que fue capaz. —¿Es que piensas tomarte unas pequeñas vacaciones?
John Anderson también tenía una frase favorita. La suya era que él, John Anderson, no se dejaba engañar fácilmente. Había esperado preguntas en el banco, preguntas amistosas, pero, al fin y al cabo, preguntas que requerían una contestación. John Anderson había ido preparado. No era culpa suya haber nacido en Estocolmo, una ciudad grande y cosmopolita, y que en treinta años no hubiera aprendido el tortuoso arte de vivir en una pequeña ciudad de América.
—Nada de vacaciones para mí —dijo John Anderson. —El dinero es para mi hija Betty. Se marcha un tiempo a casa de una tía que vive en Vermont. —John vivía en el norte de Nueva Inglaterra desde hacía treinta años. Había adquirido el acento de la región. —Esta tía es hermana de mi esposa. La hermana mayor, y ahora está enferma. Betty va a cuidarla durante un tiempo. El señor Harrington es un buen hombre. Me ha adelantado un poco de dinero para que envíe a Betty a cuidar de su tía enferma.
—Oh —dijo Walter Barry. —Lo siento, John. ¿Estará Betty mucho tiempo fuera?
—No —dijo el pobre John Anderson, que no se dejaba engañar fácilmente, —no mucho.
—Comprendo —dijo Walter con amabilidad. —Bueno, aquí tienes, John. Doscientos cincuenta dólares.
—Gracias —dijo John y salió del banco, convencido de que había estado muy inspirado al ocurrírsele la historia de Betty y su tía soltera de Vermont, por si alguien se lo preguntaba. Rutland, diría. Estaba lo bastante lejos para resultar seguro. John Anderson no conocía a nadie de Peyton Place que hubiera estado en un lugar tan lejano como Rutland, Vermont.
Walter Barry esperó a que la puerta giratoria que había utilizado John Anderson estuviera vacía. Después se acercó inmediatamente a la señorita Soames, que trabajaba a su izquierda.
—¿Has oído lo de Betty Anderson? —preguntó. —Se marcha a casa de una tía soltera que vive en Vermont.
Los cristales de las gafas de la señorita Soames centellearon.
—¡No me digas! —exclamó.
Todo esto tuvo lugar entre las doce y la una de la tarde, pues John Anderson fue al banco a la hora de la comida. A las cinco de aquella misma tarde, el rumor había llegado a oídos de las personas que recordaban la cara contusionada que Betty tenía el día anterior. Llegó a oídos de Pauline Bryant, la hermana de Esther Bryant, que era la secretaria de Leslie Harrington. Pauline, que trabajaba como dependienta en la ferretería Mudgett, telefoneó a Esther, y Esther, orgullosa de ser la única que estaba al tanto del caso, le relató la verdadera historia sobre Betty Anderson. Aquella noche la verdadera historia sobre Betty Anderson fue servida, junto con la carne y las patatas, en todas las mesas de Peyton Place. Allison MacKenzie la supo por su madre, que la utilizó como una especie de martillo con el que remachar sus argumentos a favor de la castidad en las muchachas jóvenes.
—Ya ves lo que ocurre —dijo Constance MacKenzie— cuando una chica deja que la manoseen. El resultado es lo que le ha pasado a Betty Anderson. Este es el castigo de una conducta indecente. La vergüenza.
Unas horas más tarde, Allison y Kathy Ellsworth estaban sentadas, en pijama, sobre la cama de Allison.
—¿Sabes lo de Betty Anderson? —preguntó Allison.
—Sí —contestó Kathy, cepillándose distraídamente el cabello. —Papá nos lo ha contado durante la cena.
—¿No te parece horrible?
—Oh, no lo sé. Creo que sería muy excitante tener un hijo del amante.
Allison se esparció la crema hidratante sobre el cuello con firmes movimientos ascendentes, tal como aconsejaban hacer en un artículo ilustrado de una revista femenina.
—Bueno, no creo que me gustara ir a vivir a Vermont con una tía soltera hasta que naciera mi hijo.
—A mí tampoco —convino Kathy. —¿Crees que Rodney es un buen amante?
—Supongo que sí. Tiene experiencia. Norman me ha estado hablando de un libro que ha leído. Dice que la teoría no basta para ser un buen amante. También se necesita experiencia.
—Rodney la tiene. Creo que debería haberse casado con Betty. ¿Y tú?
—No. ¿Por qué razón? Las personas que tienen aventuras amorosas deben ser lo bastante inteligentes para saber lo que hacen. El matrimonio es para los tontos, y si sigues adelante con tu idea y te casas, Kathy, esto será el final de tu carrera artística. El matrimonio es una estulticia.
—¿Qué quiere decir una «estulticia»?
—Oh, una tontería, o una locura, o algo así —dijo Allison con impaciencia. Siempre se impacientaba cuando le pedían que definiera una palabra de cuya definición no estaba segura.
—¿Crees que tu madre se casará con el señor Makris?
Allison bajó sus manos cubiertas de crema y se las limpió cuidadosamente en una toalla. Esta era una pregunta sobre la que había pensado mucho. Sabía que una viuda tenía perfecto derecho a volver a casarse. Su sentido común le decía que era muy posible que su madre considerase la posibilidad de contraer matrimonio con Tomas Makris, pero sus emociones no le dejaban creer tal cosa. Su madre había estado casada con Allison MacKenzie, y para la hija de Allison MacKenzie era inconcebible que una mujer que hubiera estado casada con él pudiera pensar seriamente en hacer otra cosa que llorar su pérdida durante el resto de su vida.
—No, no lo creo —dijo Allison a Kathy.
—¿No te gustaría que lo hiciera? —preguntó Kathy. —Creo que hacen una pareja espléndida. El es tan moreno y ella es tan rubia...
Allison notó una contracción en el estómago.
—No —contestó vivamente. —No me gustaría nada.
—¿Por qué no? ¿No te gusta el señor Makris? Cuando llegó aquí, dijiste que era el hombre más guapo que habías visto en tu vida.
—Nunca he dicho tal cosa. Dije que, después de mi padre, era el hombre más guapo que había visto en mi vida.
—Creo que el señor Makris es mucho más guapo de lo que lo fue tu padre, si es que tu padre se parecía a esta fotografía que hay abajo.
—Pues no lo es —declaró Allison. —Además, mi padre era bueno y amable y dulce y considerado y generoso. La belleza no lo es todo, ¿sabes?
—¿Por qué crees que el señor Makris no lo es? —preguntó Kathy.
—Por favor —dijo Allison. —No quiero seguir discutiendo. Mi madre no se casará con él. Me escaparé de casa si lo hace.
—¿De verdad te escaparías? —preguntó Kathy, escandalizada. —¿Dejarías la escuela, y el trabajo en el periódico y todo?
Allison pensó en su trabajo. En las últimas semanas había hecho artículos sobre Elm Street tal como era hacía cien años, la estación de Peyton Place tal como era hacía cincuenta años, y varios otros por el estilo. Su trabajo no se parecía en absoluto a lo que ella había esperado que sería trabajar en un periódico. Era, para utilizar la palabra favorita, aunque inadecuada, de Allison, una «estulticia».
—Sí, lo haría —dijo terminantemente Allison.
—¿Dejarías tu hogar y tus amigos y todo?
—Sí —dijo Allison con un suspiro trágico, pues sus amigos incluían a Norman Page de quien se imaginaba estar enamorada. —Sí, lo dejaría todo y a todos.
—Pero ¿adónde irías? —preguntó Kathy, que a veces podía ser desagradablemente práctica.
—¿Cómo voy a saberlo? —exclamó Allison de mal humor. —A Nueva York, supongo. Ahí es donde van todos los escritores para hacerse famosos.
—También van los artistas —dijo Kathy. —Quizá podríamos ir juntas y vivir en un apartamento de Greenwich Village, como las dos chicas del libro que leímos. Claro que no sé lo que podría decir a Lew.
—Oh, Lew —dijo Allison, quitando importancia con un movimiento de la mano al actual amor de Kathy.
—Eso lo dices tú —declaró Kathy con tono ofendido. —Lew no está enamorado de ti. Quizá Norman no te excite ni te emocione tal como Lew hace conmigo, pero ésta no es razón para estar celosa.
—¡Celosa! —exclamó Allison. —¿Se puede saber por qué he de estar celosa? Norman es tan excitante como Lew. Sólo porque es tranquilo y no se pasa el día dirigiéndome miradas eróticas como hace Lew contigo, no hay que pensar que no puede ser muy excitante y emocionante, porque lo es. Norman es un intelectual. Incluso sabe hacer el amor intelectualmente.
—Nunca he oído hablar de un amor intelectual —dijo Kathy. —Explícame cómo es. La única clase de amor que conozco es la de Lew, y me gusta mucho. ¿Cómo es ésa otra clase?
Allison apagó la luz y las dos muchachas se metieron en la cama. Allison empezó a inventarse una historia de amor intelectual. Según ella, el amor intelectual se diferenciaba del amor físico en que un intelectual, cuando quería besar a una chica, primero le decía que sus labios eran como el terciopelo carmesí. En realidad, el amor intelectual estaba lleno de imágenes tales como ojos tan profundos como estanques, dientes como perlas y piel como alabastro.
—Si habla tanto —dijo Kathy con somnolencia, —¿cuándo tiene tiempo para hacer otras cosas?
Allison se quedó dormida pensando que la próxima vez que estuviera sola con Norman, intentaría lograr que dejara de ser un intelectual durante un rato.
Aproximadamente a esta misma hora, Constance MacKenzie y Tomas Makris estaban sentados en el bar del Hotel Jackson de White River. Ella y Tom, pensó Constance, pasaban mucho tiempo en restaurantes y bares. No podían ir a otro sitio. Constance no quería ir al apartamento de Tom en la rectoría, y no le gustaba tenerlo en su casa cuando Allison estaba allí. Sin embargo, mientras levantaba su segunda copa, Constance pensó que empezaba a estar cansada de los bares y restaurantes.
—Si estuviéramos casados —dijo Tom de repente, —sólo saldríamos a tomar una copa y a cenar cuando quisiéramos. En nuestro aniversario de boda, por ejemplo.
—Yo estaba pensando en lo mismo —admitió Constance. —Empiezo a sentirme como un viajante, cuyo hábitat natural es el bar más cercano.
—Esta —dijo Tom— es la mejor oportunidad que me has ofrecido en más de dos años. Ahora, lo natural es que yo diga: «¿Entonces, ¿cuándo?», de modo que lo diré. Entonces, ¿cuándo? ¿O quieres que lo adorne un poco? Algo como: «Entonces, querida, sé mía. Dos pueden vivir con el mismo dinero que uno.»
—Tres —dijo Constance.
—Tres pueden vivir con el mismo dinero que dos. Con tu casa y mi sueldo.
—Oh, basta ya —dijo Constance con cansancio.
Tom bajó los ojos hacia su copa.
—Lo digo en serio, Connie —declaró. —¿A qué estamos esperando?
—A que Allison sea mayor.
—Hemos tenido esta misma conversación tantas veces —dijo Tom— que ya deberíamos saber lo que el otro va a contestar.
—Tom —dijo ella, cubriéndole una mano con las suyas, —pronto empezaré a hablar a Allison de nosotros. Tengo que ir muy despacio. Ella ni siquiera sabe que estoy pensando en volver a casarme. Pero se lo insinuaré pronto, Tom. Para ver cómo toma la idea.
—No me gusta parecer insistente —repuso él, —pero ¿cuándo lo harás?
Constance reflexionó irnos instantes.
—Mañana por la noche —contestó. —Ven a cenar.
—Apoyo moral, ¿eh?
Constance se echó a reír.
—Sí —admitió. —Además, si estás donde ella pueda verte, no creo que sea capaz de oponerse a la idea de un padrastro tan guapo.
—Lo oigo, pero no lo creo —dijo Tom, levantando dos dedos en dirección al camarero. —Sin embargo, me encantan las celebraciones prematuras.
—Le diré: «Allison, los años pasan. Pronto serás mayor y me dejarás. Ya es hora de que piense en alguien con quien compartir mi vejez.»
—Espera un poco más, y ni siquiera nos quedará eso.
—¿Qué?
—La vejez.
Se cogieron de la mano y se sonrieron mirándose a los ojos.
—Somos peores que una pareja de jovencitos —dijo él, —cogidos de la mano y soñando despiertos.
—Hablando de jovencitos —dijo Constance, —¿no es espantoso lo de Betty Anderson?
—Todo depende de lo que consideres «espantoso» —repuso Tom, soltándole la mano cuando el camarero les llevó las bebidas. —Espantoso que le haya tocado la peor parte, sí. Espantoso que el chico Harrington se haya librado de todo, sí. Particularmente espantoso que Leslie Harrington hiciera lo que hizo, sí. Pero por lo demás, no tan espantoso. Ni inesperado, por cierto.
—Por el amor de Dios, Tom —dijo Constance. —Cómo puedes aceptar con tanta tranquilidad que niños de quince y dieciséis años vayan por ahí... —Hizo una pausa, en busca de la frase adecuada. —Vayan por ahí haciendo cosas —terminó.
Tom sonrió.
—Pues así es —dijo.
—¿Me dirás también que, si nos casáramos y Allison hiciera algo, se metiera en un lío, o incluso si tuviera suerte y no llegara a... —Se interrumpió, incapaz de encontrar las palabras para expresar sus pensamientos.
—Si Allison, o cualquier otra chica, va por ahí, digamos que haciendo cosas, no puedo decir que lo encuentre tan horrible como tú querrías que lo encontrase —repuso Tom, cruzando los brazos y apoyándose en el respaldo de su silla.
—Por el amor de Dios, Tom. Es anormal en una criatura de esa edad. No es normal que un crío piense demasiado en el sexo.
—¿A qué te refieres con «demasiado»?
Una de las pocas cosas de Tom que molestaban a Constance era su costumbre de cuestionar toda palabra cuestionable de sus argumentos. Constance había descubierto que, con mucha frecuencia, Tom podía quitar todo el sentido y la lógica a sus opiniones haciéndole decir exactamente lo que ella quería significar, palabra por palabra.
—Con la palabra demasiado —contestó con brusquedad, —quiero decir lo que he dicho. Es pensar demasiado en el sexo cuando una niña de quince años permite que un niño como Harrington se la lleve de paseo y haga lo que quiera con ella. Si Betty no hubiera pensado demasiado en el sexo durante años, ni siquiera sabría cuándo un chico quiere llevársela de paseo por lo que puedo conseguir. La idea no entraría en su cabeza.
—¡Uf! —exclamó Tom, encendiendo un cigarrillo— ¡Qué confundida estás!
—¡No lo estoy! No es normal que una muchacha d quince años sea tan lista como Betty. Bueno, al parece no lo ha sido lo bastante.
—Yo me inclinaría a pensar que si Betty, a los quince años, no pensara en el sexo sería anormal. Mucho más que si pensara en él, cosa que evidentemente ha hecho. Creo que cualquier muchacha normal —dijo él, apuntándola con el cigarrillo, —y «normal» es una palabra tuya, no mía, ha pensado mucho en el sexo.
—¡Está bien! —concedió Constance de mala gana. —Pero pensar y hacer son dos cosas distintas. Y nada de lo que digas me hará creer que es totalmente normal que dos niños como Betty Anderson y Rodney Harrington vayan por ahí haciendo... cosas el uno con el otro.
Tom alzó una ceja.
—¿Qué demonios tienes contra las palabras relaciones sexuales? —preguntó. —Son muy útiles y exactas. Sin embargo, prefieres devanarte los sesos durante quince minutos para encontrar un equivalente.
—Lo llames como lo llames, sigo considerando inadecuado que los niños lo hagan.
—En los últimos minutos —dijo Tom— has calificado lo que pasó entre Betty y Rodney de «espantoso» y «anormal, y ahora de «inadecuado». Yo no voy por ahí defendiendo la fornicación en todas las esquinas y tener un niño ilegítimo en todas las casas, y por estas razones admitiré que no lo considero «adecuado». Pero no sé que un joven de quince o dieciséis años, y a veces menos, está físicamente preparado para el sexo, no puedo estar de acuerdo en que Betty y Rodney sean «anormales». Y como también sé que, además de que un niño está físicamente preparado para el sexo a los quince o dieciséis años, su mente ha sido educada y condicionada para el sexo y siente un impulso básico hacia el sexo, no puedo estar de acuerdo contigo cuando dices que Betty y Rodney te parecen «espantosos».
—Un impulso básico —se burló Constance. —Ahora me apabullarás con tus términos freudianos y me dirás que el sexo es como comer, beber y defecar.
—En primer lugar, Freud jamás afirmó tal cosa, pero lo pasaremos por alto. Y en segundo lugar, yo no pongo el sexo en el mismo plano que las cosas que has nombrado. Lo pongo a continuación del instinto de conservación, donde debe estar.
—Oh —dijo Constance, con un gesto de impaciencia, —los hombres me ponéis enferma. Supongo que estabas dominado por este impulso básico a la edad de quince o dieciséis años.
—Catorce —repuso Tom, y se rió al ver la expresión de su cara. —Tenía catorce años. Ella vivía en un cuarto del mismo piso que yo, y la sorprendí en el lavabo del final del pasillo. La tomé estando de pie, con el olor de las patatas hervidas demasiado rato en demasiada agua, y la porquería y la orina a nuestro alrededor, y me gustó. Incluso podría decir que me encantó, y deseé volver a hacerlo cuanto antes.
—Y ésta es la segunda cosa que me molesta de ti —dijo Constance. —La primera es el modo en que siempre destrozas mis argumentos, y la segunda es el modo en que pareces tratar de ser deliberadamente crudo. No te importa lo que dices, ni a quién. A veces creo que te pasas las noches despierto pensando en las cosas que puedes decir para escandalizar a los demás.
—Razonamiento falso —contestó Tom. —¿Qué debo hacer contigo?
—No hables de este modo —dijo ella. —No es necesario ni bonito.
—¡Dios mío! —exclamó Tom. —¡Bonito! Algunas de las cosas que digo quizá no sea especialmente «bonitas», pero son ciertas. Quizá no fuera bonito por mi parte tener relaciones sexuales con la pequeña Sadie, o como se llamara, en un lavabo del pasillo, pero es cierto. Sucedió, y sucedió exactamente como te lo he contado. Además, mi reacción fue tal como te he dicho. ¿Qué hay de ti? Supongo que no pensaste jamás en el sexo hasta que estuviste casada, y entonces te presentaste ante tu flamante marido toda dulzura y virginidad, sin un solo pensamiento de anhelo.
Constance titubeó un momento. Era una oportunidad perfecta. Podía devolver la sonrisa a Tom y decir: «La verdad es que no era mi marido.» Esta noche sería una buena ocasión para decirlo, antes de hablar con Allison. Levantó los ojos hacia la cara expectante de Tom, y el momento se desvaneció.
—La verdad —dijo— es que así fue. Y siguió siéndolo. El sexo siempre fue algo que le permití como una especie de favor.
—¡Qué mentirosa eres! —exclamó Tom.
Constance notó que tenía las manos frías mientras esperaba temerosamente sus siguientes palabras. Ahora vendría. Ahora la miraría con desprecio y diría: «Jamás fue tu marido. Eres una mentirosa. Era tu amante y le diste un hijo. Tu situación era igual que la de Betty y Rodney, con la diferencia de que tú eras lo bastante mayor para saber lo que hacías.
—¡Qué mentirosa eres! —repitió Tom. —¿Quieres hacerme creer que cuando te entregas a mí es para hacerme un favor?
—Contigo es distinto —dijo Constance, y terminó apresuradamente su bebida. —Pero de todos modos —añadió, con una risa nerviosa, —nunca me harás creer que es lo más adecuado para unos niños. Caramba, si Allison llegara a hacer algo así, la mataría.
—Hay una historia bastante macabra que ahora viene a cuento —dijo Tom mientras se levantaba y dejaba un billete sobre la cuenta que el camarero había llevado. —Es sobre una mujer que vistió a su hijita con un traje nuevo. Dijo a su hijita que si salía de la casa y se caía en el barro, la mataría. La niña salió de la casa y se cayó en el barro y su madre la mató.
—¿Es un chiste? —preguntó Constance, tomándole del brazo mientras se dirigía hacia el coche.
—No lo creo —repuso Tom.
Constance se apoyó cómodamente en el respaldo del asiento delantero del coche.
—Quizá haya exagerado un poco —dijo. —Pero hablo en serio cuando digo que no toleraría que Allison se comportara como ha hecho Betty durante años. Afortunadamente, no tengo que preocuparme por eso. Allison no es así. Dudo que piense alguna vez en ello. Siempre tiene la nariz metida en un libro y la cabeza en las nubes.
—Entonces te aconsejo que vigiles lo que lee —repuso Tom. —Como me dijo una vez una niña de catorce años que creyó enamorarse de mí: «Al fin y al cabo, señor Makris, Julieta sólo tenía catorce años». Vigila que Allison no empiece a pensar igual que Julieta. O aun peor, igual que Mademoiselle de Maupin.
—¿Qué es eso? —preguntó Constance. —¿Ese nombre francés?
—Es el nombre de una famosa novela de un francés llamado Gautier —dijo Tom y se echó a reír.
—Ahora te burlas de mí porque mi educación literaria es muy deficiente. No me importa. No tengo que preocuparme por Allison. A sus dieciséis años, aún le encanta leer cuentos de hadas.
—Pensaba que sólo tenía quince.
—Bueno, cumplirá dieciséis en otoño —contestó Constance, mordiéndose el labio inferior. —Y falta poco para el otoño.
—Sí, muy poco —dijo Tom. —La escuela abrirá dentro de dos semanas.
—Hablaré con ella mañana, sobre nosotros —dijo Constance. —Quizá el verano próximo...
—Claro que sí —dijo Tom, y apoyó el pie en el acelerador.
El coche se deslizó velozmente por la carretera en dirección a Peyton Place.
CAPÍTULO 15
El día siguiente era sábado y empezó lo que Seth Buswell, sin ironías por una vez, denominaría más tarde «la mala época del año treinta y nueve». La sequía continuaba en Peyton Place. La tierra se extendía, quemada y estéril, bajo el sol de agosto, y en el ambiente había esa peculiar y expectante quietud que se produce cuando todos los hombres, mujeres y niños observan las colinas que rodean su ciudad.
Un forastero pasó por Peyton Place a primera hora de ese sábado por la mañana. Aparcó su coche en Elm Street y fue al restaurante de Hyde. Corey Hyde tenía las manos en las caderas y miraba por una ventana de la parte trasera del restaurante. Clayton Frazier, al lado de Corey y con una taza de café en la mano, también miraba. El forastero estiró el cuello para mirar por encima de las cabezas de Corey y Clayton, pero por la ventana no se veía más que una hilera de colinas rematadas por árboles inmóviles y amarillentos.
—Café —dijo el forastero, y por un momento los hombros de Corey se pusieron en tensión antes de que volviera la cabeza.
—Sí, señor. En seguida —dijo Corey.
Clayton Frazier se dirigió lentamente hacia un taburete del extremo de la barra, pero un taburete, según observó el forastero, desde donde el anciano podía contemplar la hilera de lejanas colinas a través de la ventana. Corey puso una taza, un plato y una cuchara sobre la barra delante del forastero.
—¿Eso es todo, señor? —preguntó Corey.
—Sí —contestó el forastero, y Corey le dejó para ocupar su lugar junto a la ventana.
Este forastero en particular se diferenciaba de los que solían pasar por el norte de Nueva Inglaterra, o los que venían una temporada durante el verano, en que era un hombre sensible. Era un representante literario de camino hacia Canadá para pasar unas vacaciones con su cliente número uno, un escritor prolífico, pero alcohólico, y notó algo de la expectante tensión que invadía esta ciudad donde se encontró a primera hora de un sábado por la mañana. Dio una fuerte palmada sobre la barra de Corey Hyde.
—¿Qué le pasa a todo el mundo por aquí? —preguntó. —Todos actúan como si esperasen el juicio final. Hace menos de cinco minutos me he detenido en la gasolinera, y el hombre que había allí estaba tan ocupado observando y esperando algo que me ha costado averiguar lo que le debía. ¿Qué espera todo el mundo?
Corey y Clayton, que se habían sobresaltado casi con temor al oír la palmada del forastero sobre la barra, no se sobresaltaron hasta el punto de contestar al forastero con una respuesta directa.
—¿Adonde se dirige? —preguntó Clayton Frazier.
—A Canadá —contestó el forastero, casi apaciguado ahora que había conseguido arrancar una respuesta a alguien en este lugar cansado y aprensivo.
—¿En coche? —preguntó Clayton, que acababa de fijarse en el Cadillac gris aparcado fuera.
—Sí —dijo el forastero. —Tengo dos semanas y pensé que el viaje en coche podía ser lento y agradable. Ahora me arrepiento de no haber tomado el tren. He pasado un calor espantoso desde que salí de Nueva York.
—Sí —contestó el forastero.
—Un largo viaje.
—Bueno, ahora ya he pasado lo peor —dijo el forastero, tomando un sorbo de café. —La frontera canadiense no puede estar a más de tres horas de aquí.
—Sí —repuso Clayton, —así es. Puede hacerlo en tres horas; y si va de prisa, incluso en menos.
El desconocido sonrió a la cara arrugada de aquel viejo no demasiado limpio.
—¿Qué prisa hay? —inquirió con afabilidad, pensando en la divertida anécdota que podría contar a sus amigos cuando volviera a Nueva York. Practicaría aquel tonillo nasal, y cuando regresara a casa hablaría del pintoresco nativo que había conocido en el norte de Nueva Inglaterra. —¿Qué prisa hay, abuelo? —preguntó alegremente.
Clayton Frazier dejó su taza de café sobre la barra, y miró al forastero con dureza.
—Vaya de prisa, señor —dijo. —Deje atrás esa línea de colinas lo más de prisa que pueda. Quizá esté lloviendo en Canadá.
El forastero se echó a reír. Por Dios que aquello parecía una historia de un mal escritor. «Deje atrás esa línea de colinas, forastero, o es usted hombre muerto.»
—¿Qué quiere decir? —preguntó, tragándose la risa con el resto del café. —¿Qué tiene que ver la lluvia de Canadá con que yo llegue rápidamente allí?
—Aquí no tenemos lluvia —dijo Clayton Frazier, volviéndose a mirar por la ventana. —No hemos tenido desde junio.
—¡Oh! —exclamó el forastero, sintiéndose bastante decepcionado. —¿Es esto lo que espera todo el mundo? ¿Lluvia?
Clayton Frazier no le miró otra vez.
—Incendios —dijo. —Todo el mundo espera que comiencen los incendios, señor. Si es usted listo, se irá de prisa. Dejará atrás esas colinas antes de que comiencen los incendios.
Unos minutos después, el forastero se detuvo con la mano en la puerta de su coche. Miró hacia la hilera de colinas que había más allá de Peyton Place. Las colinas estaban rematadas por árboles de un extraño color amarillento. Era un tono insano, pensó el forastero. Feo. Sin embargo, como era un hombre sensible, sintió una cierta aprensión. Miró las inmóviles colinas amarillas y le pareció ver una veloz raya roja. Se imaginó el modo en que la raya roja se movería, ansiosamente, vorazmente, casi alegremente, a través de la seca quietud que rodeaba Peyton Place. El forastero subió a su coche y se alejó, y, cuando poco después observó que el cuentakilómetros indicaba ciento veinte, se burló de sí mismo, pero no aminoró la velocidad.
Los que esperaban y observaban estaban en todas partes, pero aparte de esto, ese sábado determinado empezó igual que otros innumerables sábados de aquel verano.
Allison MacKenzie y Kathy Ellsworth, que habían pasado la noche juntas, desayunaban en la cocina de las MacKenzie poco después de que Constance se hubiera marchado a la tienda. Tomaban huevos, tostadas y café, y el sol iluminaba todo el mantel amarillo. Nellie Cross fregaba ruidosamente los platos para insinuar a las muchachas que terminaran y se marcharan, pero ellas no le prestaban atención.
—He vivido más tiempo en Peyton Place que en cualquier otro sitio —dijo Kathy, mordisqueando abstraídamente una tostada. Estaba contemplando un grupo de malvarrosas que crecían junto a la valla de estacas blancas a través de la ventana. El césped y las flores de las MacKenzie eran los más bonitos de Beech Street, y se habían mantenido así durante las semanas de sequía gracias a los cuidados de Joey Cross, a quien Constance había contratado con este fin. —No querría marcharme jamás —continuó Kathy. —Y no nos marcharemos. Mi madre ha dicho a mi padre que no nos marcharemos.
—Yo sí que me marcharé —declaró Allison— en cuanto termine los estudios en la escuela superior. Iré al Barnard College. Está en la ciudad de Nueva York.
—Yo no —dijo Kathy, haciendo caso omiso de la gramática. —Nunca me marcharé de aquí. Me casaré con Lew y viviré siempre en Peyton Place y tendré una familia numerosa. ¿Sabes una cosa?
—No. ¿Qué?
—Lew y yo compraremos una casa después de casarnos.
—¿Qué tiene eso de extraordinario? Todas las personas casadas terminan comprando una casa. Es algo que forma parte de esa estulta y absurda costumbre.
—Nosotros nunca hemos tenido una casa propia. Hemos vivido en diecinueve casas distintas desde que nací, y nunca hemos tenido una de propiedad. Mi madre quiere comprar la casa que ahora tenemos alquilada, pero mi padre carece de crédito. Así lo dijo el señor Humphrey, del banco. Yo creo que, de todos modos, él habría prestado el dinero a papá, pero el señor Harrington no le deja. El señor Harrington dice que mi padre supone un riesgo demasiado grande.
—Podéis comprar una casa como la barraca de Nellie —dijo Allison, alzando cruelmente la voz para asegurarse de que Nellie la oyera. No la había perdonado por sus comentarios sobre Norman y Evelyn Page.
—¿Cuánto costaría una casa como ésa? —preguntó Kathy con seriedad.
Nellie no contestó, ni miró a Allison. Miró el agua que llenaba el fregadero y se frotó la vena de su brazo izquierdo.
—Oh, prácticamente nada —contestó Allison con el mismo tono estridente. —Por Dios, todo el mundo puede comprar una barraca. Lew podría ser un vago borracho y abandonarte, y tú podrías ser una vieja loca con pus en las venas, pero de todos modos podrías poseer una barraca. Cualquiera puede poseer una barraca, incluso las personas locas y estúpidas que tienen la idea loca y estúpida de que son mejores que otras.
Al fin, Kathy se dio cuenta de la tensión que la rodeaba. Se volvió a mirar a Nellie, y después se volvió hacia Allison.
—Eres mezquina, Allison —dijo con seriedad. —Y cruel.
—Igual que muchas otras personas —afirmó Allison, avergonzada de haber sido sorprendida en tan flagrante acto de crueldad, pero incapaz de retroceder. —Como, por ejemplo, las personas que insultan a los demás y cuentan sucias mentiras sobre la gente. ¡Supongo que esto no es mezquino ni cruel!
—Se supone que debes presentar la otra mejilla —dijo virtuosamente Kathy, satisfecha de experimentar esta sensación de rectitud a expensas de otra persona. —Se lo he oído decir mil veces al padre Fitzgerald, y tú también.
—Quizá sí —replicó Allison, furiosa, —pero también he leído algo sobre arrancar el ojo que te ultraja. Esto se refiere a las personas a quienes considera amigas, pero que van por ahí defendiendo a otras.
—Si lo dices por mí, Allison MacKenzie, atrévete a decirlo abiertamente. No seas tan solapada.
—¡Oh! —exclamó Allison, ofendida. —Ahora soy solapada, ¿verdad? Pues sí, Kathy Ellsworth, lo decía por ti. Ya está. ¡Creo que eres una tonta y una estúpida, hablando siempre de tu casa alquilada y de tu querido Lewis Welles, y de todas esas tonterías sobre casarte y tener niños, niños, niños!
—¡Muy bien! —dijo Kathy, levantándose y manteniendo lo que se enorgullecía en calificar de «calma glacial». —¡Muy bien! ¡Me alegro mucho de haber averiguado lo que pensabas de mí antes de que fuera demasiado tarde! ¡Adiós!
Kathy salió majestuosamente por la puerta de la cocina, moviendo con indignación sus rectas caderas. No explicó lo que quiso decir con haber averiguado lo que Allison pensaba de ella «antes de que fuera demasiado tarde». Allison tampoco se detuvo a preguntárselo. Fue una salida preciosa, y ambas muchachas la aceptaron como tal, sin ninguna pregunta. Kathy bajó por Beech Street con la cabeza muy alta, deseando con toda su alma que Allison estuviera mirándola, y Allison estalló en sollozos.
—¡Mira lo que has hecho! —dijo a Nellie Cross. —Si no fuera por ti, mi mejor amiga no estaría enfadada conmigo. Si no fuera por ti, yo no estaría llorando y poniéndome los ojos rojos. Tengo que preparar una cesta de comida y encontrarme con Norman dentro de una hora. ¿Qué hará cuando me vea tan despeinada y con los ojos rojos? Contéstame a eso.
—Hum —dijo Nellie. —Probablemente te echará una ojeada y correrá a su casa con su mamá. En cuanto Evelyn le vea llegar, empezará a desabrocharse el vestido. —También para Nellie había cosas que eran inolvidables. En primer lugar, no podía perdonar a Allison por el modo en que la muchacha parecía buscar constantes oportunidades para criticar a Lucas, quien, desde su marcha de la ciudad, se había convertido en un dechado de virtudes a los ojos de Nellie. La segunda razón por la que Nellie se resistía a perdonar era por algo que Allison había dicho. No lo recordaba con exactitud, pero siempre que pensaba en ello, el bulto lleno de pus de su cabeza empezaba a palpitar. Ahora estaba palpitando, y Nellie se volvió hacia Allison y lanzó una carcajada burlona. —Puedes apostar lo que quieras, encanto —dijo. —Evelyn no necesita nada más que ver acercarse a ese niño suyo para prepararse a alimentarle.
—¡Te odio, te aborrezco y te desprecio, Nellie Cross! —exclamó Allison con histerismo. —Estás más loca que una cabra. Más loca que la señorita Hester Coodale, y pienso decir a mi madre que no te deje volver a trabajar aquí.
Entonces, Nellie recordó la segunda razón por la que no podía perdonar a Allison. Allison había dicho que estaba loca. Eso era, pensó Nellie. Sabía que se trataba de algo cruel como eso.
—¡Estás tan loca que deberían encerrarte en el manicomio de Concord! —gritó Allison, con voz estridente y ruda por la rabia, el furor y las lágrimas. —No culpo a Lucas por largarse y abandonarte. El sabía que terminarías en una celda acolchada de Concord. Y yo espero que sea así. ¡Te lo habrías merecido!
Allison salió corriendo de la cocina y subió las escaleras hasta su habitación. Nellie se quedó mirando abstraídamente por la ventana de encima del fregadero.
—Eso no es verdad —dijo al fin. —Nada de eso es verdad. No fue por eso que Lucas hizo lo que hizo.
Pero su cabeza palpitaba violentamente, y las burbujas de jabón del fregadero le parecieron espesas y viscosas, como el pus.
Allison estaba inmóvil en medio de su dormitorio. Deliberadamente, inhaló y exhaló a fondo varias veces, hasta que el dolor de la rabia que sentía en el pecho y en la garganta disminuyó. Después fue al cuarto de baño y se puso una toalla húmeda encima de los ojos. No permitiría que nadie le estropeara el día, pensó. Una vez de nuevo en su habitación, se empolvó cuidadosamente la cara y se aplicó la pequeña cantidad de lápiz de labios que Constance le permitía, después de lo cual volvió a bajar a la cocina. Silenciosamente, sin mirar siquiera a Nellie, que continuaba ante el fregadero, Allison empezó a hacer los bocadillos. Cuando hubo terminado de meter el almuerzo en la cesta de picnic, se sentó y miró malhumoradamente por la ventana, en espera de Norman. Cuando al fin oyó el agudo timbre de su bicicleta, cogió la cesta y salió de la cocina sin una palabra. Nellie no levantó la cabeza, ni siquiera cuando Allison sacó la bicicleta del porche trasero tan ruidosamente como pudo, dejando que el vehículo chocara con todos los escalones.
Allison y Norman dividieron equitativamente el peso del almuerzo entre las cestas de las dos bicicletas y se alejaron pedaleando.
—Espero que no te hayas levantado con el pie izquierdo —dijo Allison de mal humor. —Todos los demás parecen haberlo hecho.
—Yo no —contestó Norman, sonriendo. —¿Quién es «todos los demás»?
—Oh, Kathy y Nellie. Supongo que mi madre también. Y aunque no lo haya hecho, probablemente estará tan irritable como los demás a la hora de cenar. Hace mucho calor.
—Tendría que llover —añadió Norman mientras llegaban al final de Elm Street y enfilaban la carretera. —He oído decir al señor Frazier que la milicia del estado ha sido alertada por si se producen incendios forestales. Mira.
Señaló hacia las colinas del este, y los ojos de Allison siguieron esta dirección.
—Lo sé —suspiró. —Todo el mundo lleva días y días esperando. Quizá llueva mañana.
El cielo estaba totalmente azul, tan brillante como un esmalte, y el sol relucía en todo su esplendor. En todo este espacio azul y amarillo, ninguna nube podía sobrevivir, y no se veía ningún jirón ni retazo de color blanco.
—No lloverá —dijo Norman.
El no lo sabía con seguridad, pero ésta era la opinión que aquel día se formulaba en toda la ciudad. Los agricultores, que habían perdido hacía tiempo toda esperanza de salvar sus cosechas, permanecían con el rostro inalterable delante del Citizens' National Bank. Sus rostros eran los mismos que en primavera, cuando los hombres habían sembrado la tierra. Sin embargo, era comprensible que alguna profunda arruga en el cuello, o tallada en la piel de la nariz a la boca, se hubiera tornado gris. Un agricultor no podía pasar mucho tiempo contemplando sus campos quemados sin llenarse de polvo. Los agricultores permanecían delante del banco, esperando a que Dexter Humphrey llegara y se sentara detrás de su mesa en el departamento de préstamos hipotecarios, y miraban al cielo y decían: «No lloverá.» Lo decían con el mismo tono que habrían empleado si hubiera estado lloviendo una semana, y expresaran su opinión sobre el clima del día siguiente.
—No, supongo que no lloverá —dijo Allison MacKenzie, ajustándose las gafas de sol sobre el resbaladizo puente de la nariz. —Empujemos un rato, Norman. Hace demasiado calor para pedalear.
Al fin llegaron al recodo del río, e hicieron lo mismo que en anteriores visitas a este lugar, pero este día en particular había una sutil diferencia. Era como si cada uno de ellos intuyera que los sábados de la juventud son pocos, y preciosos, y esta sensación que ninguno de los dos habría podido definir o describir hacia que cada uno de los momentos pasados juntos fuera demasiado corto, desapareciese demasiado de prisa, y, al mismo tiempo, les parecieran más claros y definidos. Se bañaron, comieron y leyeron, y Norman cepilló el largo cabello de Allison. Acercó la cara a él y le dijo que era igual que seda. Como la barba del maíz en agosto, cuando la estación no era seca. Durante un rato, fingieron que eran Robinson Crusoe y Viernes, pero después decidieron que ambos eran Thoreau y que el río Connecticut era la laguna Walden.
—Quedémonos todo el día —dijo Allison. —He traído comida más que suficiente.
—Quedémonos hasta que oscurezca —dijo Norman. —Los dos llevamos faro en las bicicletas. Regresaremos sin problemas de ninguna clase.
—Veremos cómo sale la luna —dijo Allison, entusiasmada.
—Lo malo es que estamos mirando en la dirección contraria —dijo Norman, con sentido práctico. —La luna no se levanta por encima de Vermont. Sale por el otro lado.
—Podemos imaginárnoslo —sugirió Allison.
—Sí, podemos hacerlo —aceptó Norman.
—¡Oh, qué día tan hermoso! —exclamó Allison, alargando los brazos. —¿Cómo puede alguien estar de mal humor en un día como éste?
—Yo no lo estoy —dijo Norman.
—Yo lo estaba —confesó Allison, y por un momento el sol le pareció menos brillante. —He sido muy cruel con Nellie Cross. Tendré que pedirle perdón el lunes.
La sombra de vergüenza sentida por Allison se desvaneció rápidamente en cuanto hubo tomado tan buena resolución. El sol recuperó toda su brillantez, y Allison asió la mano de Norman.
—¡Corramos! —exclamó alegremente. —Me siento tan feliz que podría correr durante una hora sin cansarme. —Nada le hizo sospechar que éste sería el último día de su infancia.
Durante los minutos en que Allison y Norman corrían por la franja de playa arenosa a orillas del río Connecticut. Nellie Cross se apartaba del fregadero en la cocina de las MacKenzie y se sentaba en el suelo. Le parecía que sólo había pasado unos minutos de pie desde que Allison la dejó, pero estaba cansada. Tenía la sensación de que su cabeza se había vuelto enorme, y se la sostuvo cuidadosamente sobre el cuello para evitar que se cayera y se rompiera en mil pedazos sobre el limpio suelo de baldosas. Se apoyó en un armario, y le pareció totalmente natural estar sentada en el suelo de la cocina un caluroso sábado por la tarde, para que sus pies doloridos descansaran de estar de pie demasiado rato en un mismo lugar. Estiró las piernas y cruzó los brazos encima del pecho.
No haría daño a nadie, pensó, si recordaba a Lucas unos momentos, y quizá eso la hiciera sentirse mejor. A veces ocurría.
Pero en aquel momento no pudo pensar en Lucas con demasiada claridad. Había demasiadas cosas dentro de su enorme cabeza llena de pus.
No es que culpara a Lucas por ello. No fue culpa suya que una mujerzuela le contagiara la gonorrea, y él hizo lo que debía al traspasar la enfermedad a su esposa. ¿Dónde podía un hombre dejar una cosa así para librarse de ella, si no podía dejársela a su propia esposa?
Pero había algo más. Algo que debería recordar. ¿Qué era? Nellie Cross permaneció inmóvil, primero abriendo desmesuradamente los ojos y después cerrándolos con fuerza. El esfuerzo por recordar le hizo apretar los labios, y una línea de sudor apareció encima de su labio superior. Al fin se encogió de hombros.
Esforzarse no le haría ningún bien. Por mucho que lo intentara, su pobre cabeza no le dejaría pensar qué era lo que habría tenido que recordar. Estaba relacionado con tener un niño, y que la ahorcaran si se acordaba de algo más. Recordaba que estaba echada en la cama y se retorcía de dolor. Sin embargo, el doctor Swain estaba allí, tal como siempre que se le necesitaba. Debió quedarse toda la noche, aunque ella no recordaba haberle visto cuando amaneció. De todos modos, no importaba. Ella ya no le necesitaba cuando amaneció. Entonces ya había pasado todo, y oyó llorar al pequeño Joey. Lo más raro de todo, sin embargo, fue que el pequeño Joey entrara andando desde el exterior. Ella le vio con toda claridad, trasponiendo la puerta y gritando que su padre había desaparecido. Fue después de esto cuando vio el pus por primera vez. Fue en seguida después de que Joey entrara, porque entonces ella se levantó y salió al retrete. Entonces lo vio por primera vez. Manando de su cuerpo como un río, amarillo y espeso. Entonces comprendió que no fue un niño lo que tuvo la noche anterior. Fue la gonorrea. Dejó que su marido la contagiara, como habría hecho cualquier mujer decente. Sin embargo, era extraño. A veces habría podido jurar que se trataba de algo relacionado con tener un niño. Estaba segura de haber oído que el doctor hablaba de un niño. El hijo de Lucas, dijo el doctor. Le oyó diciéndolo con toda claridad. El hijo de Lucas. Si ahora pudiera recordar cuándo había sido... No pudo ser mucho tiempo atrás, porque entonces hacía calor, igual que ahora, y no había llovido desde hacía mucho tiempo. Los bosques estaban secos, le había dicho Lucas, secos como la pólvora y listos para explotar en cualquier momento. El doctor debió hablar del niño aquel día porque ella y Lucas hablaron mientras comían, de que los bosques estaban secos y todo eso. Habían esperado un rato a Selena, pero no se había presentado. «Debe estar con ese bastardo de Carter», dijo Lucas. Lucas era un buen padre para sus hijos, y tan bueno para Selena como para los suyos propios. No dejaba que ninguno de sus hijos se desmandara. Pero Selena siguió sin llegar, ni siquiera apareció después de oscurecer. Y no podía estar con el joven Carter, porque él había ido a buscarla. Lucas pareció volverse loco cuando vio que Selena no estaba con el joven Carter. «En algún callejón oscuro, con otro bastardo», dijo Lucas, y al final, Carter y Joey salieron a buscarla. ¡Santo Dios, cómo le dolía la cabeza! Levantó los brazos y los separó todo lo que pudo, pero sus manos no llegaban a las sienes de su dolorida cabeza. Crecía más y más a cada segundo...
Allison tenía razón. Su cabeza explotaría y ensuciaría el limpio suelo de baldosas. Pero esto no era lo que Allison había dicho, ¿verdad? No podía recordarlo con claridad. No. No, no era eso. Allison había dicho algo de Lucas. Algo mezquino, como siempre hacía. Y no se le podía decir nada a esa sabelotodo. Siempre hablaba del modo en que Lucas pegaba a Nellie, y aunque Nellie le había dicho muchas veces que un hombre no va por ahí pegando a una mujer que no le importa, la señorita Allison Sabelotodo no hizo ningún caso. Esa siempre creía saberlo todo. Y Nellie se lo había explicado. Cuando a un hombre no le importaba una mujer, le volvía la espalda, pero cuando le importaba mucho, y quería enseñarla bien, le pegaba. Bueno, Allison cambiaría de opinión uno de esos días. Igual que todos los demás. Todos verían que Lucas era un buen hombre, incapaz de contagiar la gonorrea a nadie más que a su esposa. Sin embargo, era extraño. Habría podido jurar que tenía algo que ver con un niño. Un niño de Lucas. Pero no podía ser eso, porque Lucas nunca se iría y la dejaría cuando esperaba tener un niño. La pegaba mucho, y eso demostraba que la quería, ¿no? Además, allí estaba Joey, ya crecido y llorando, de modo que no podía tener nada que ver con un niño. Sin embargo, era extraño. Oyó al doctor con toda claridad. —Nellie.
Paseó la mirada por la cocina vacía.
—¿Eres tú, Lucas?
—Sí. Estoy arriba.
Sin experimentar el menor asombro, Nellie dejó la cocina de las MacKenzie y subió la escalera hasta el segundo piso. Miró en el dormitorio vacío de Allison.
—¿Estás aquí, Lucas? —preguntó.
—Encima de la ventana, Nellie.
Fue a la ventana y miró la calle vacía, y entonces le vio.
—¿Qué estás haciendo ahí, Lucas?
—Estoy muerto, Nellie. Ahora soy un ángel, Nellie. ¿No ves cómo floto?
—Lo veo, Lucas. ¿Te diviertes ahí fuera?
—Bueno, siempre hay mucho que beber, y nadie tiene que trabajar. Pero un hombre no está bien si no tiene a su mujer.
Nellie se rió tímidamente.
—¿Has venido a buscarme, Lucas?
—He venido a buscarte un día tras otro, Nellie. Pero nunca te quedas el tiempo suficiente en un sitio para que te encuentre, una chica guapa como tú.
—Oh, vamos, Lucas. Siempre has sido un adulador. —Nada de eso, Nellie. Todo lo que digo es verdad. Ven conmigo, Nellie. Echo de menos a una chica guapa como tú.
—Oh, basta ya.
—Es verdad, Nellie. Eres la moza más guapa que he visto en mi vida. Mírate al espejo si no me crees.
—Es lo que voy a hacer, charlatán.
Se acercó al armario de Allison y abrió la puerta. Se contempló en el largo espejo sujeto a la parte interior de la puerta.
—¿Lo ves, Nellie? ¿Qué te decía yo?
Ahora estaba a su lado, soplando el suave cabello de su nuca. Le vio detrás de la imagen de la delgada y hermosa muchacha reflejada en el espejo.
—Un hombre no está bien sin su mujer —murmuró Lucas. —Vamos, Nellie. Estoy muy solo sin ti. Mi cama está muy fría.
Nellie se alisó el cabello de la nuca con un bonito gesto.
—De acuerdo, Lucas —dijo. —Ninguna muchacha podría resistirse a tus halagos. Ahora sal mientras me visto. No tardo ni un minuto.
Mientras hablaba, Nellie acariciaba el resistente cordón de seda de la bata de Allison, que colgaba de un clavo en la parte interior de la puerta del armario, y un momento después sonreía, mientras arrastraba una silla hasta el armario. Tuvo que intentarlo dos veces antes de pasar el extremo del cordón de seda por encima de la viga de cinco por diez que el armario ocultaba en su interior.
—Deja de pasear de un lado a otro, Lucas —rió. —Pareces un garañón. No tardaré nada. Me estoy arreglando como una maniquí que vi una vez en una revista.
—Bueno, maldita sea, Nellie, un hombre no tiene paciencia para esperar eternamente a una chica tan guapa como tú. Date prisa.
—Quería preguntarte una cosa, Lucas —dijo Nellie, —pero no recuerdo claramente qué era. Tenía algo que ver con tener un hijo.
—No está bien que una jovencita como tú piense en esas cosas —contestó Lucas. —Vamos, date prisa.
Durante el rápido segundo que siguió a la patada con que volcó la silla, y antes de que el fuerte cordón de seda de la bata de Allison MacKenzie pusiera fin a su vida, Nellie Cross lo recordó.
«¡Selena!», gritó silenciosamente. ¡Era Selena la que iba a tener un hijo de Lucas.
CAPÍTULO 16
Poco después de las seis, Constance MacKenzie entró en su casa de Beech Street. No la asaltó ninguna premonición trágica mientras paseaba la mirada por el salón. Montó en cólera. No se había hecho nada. Los ceniceros aún estaban llenos de colillas de la noche pasada, los almohadones del sofá estaban sin ahuecar, y había dos revistas en el suelo, exactamente en el mismo sitio donde las había dejado el día anterior. La alfombra no había visto un aspirador desde el último día de limpieza de Nellie Cross, quien ciertamente debería haberlo pasado aquella mañana. Constance fue a la cocina, y casi estalló en sollozos al ver el desorden que reinaba allí. Había platos, con yema de huevo incrustada, encima de la mesa, y cacharros sucios en el fregadero. El cubo de basura estaba lleno, y la cafetera de cristal, aún medio llena, continuaba sobre uno de los fogones de la cocina eléctrica.
—Esa maldita Nellie —murmuró airadamente Constance, olvidándose de todas las veces que había vuelto a casa y la había encontrado impecable. —¡No ha hecho nada en todo el día!
Constance, que había pasado toda la tarde deseando tomar una ducha fría y cambiarse de ropa, dejó el bolso, el sombrero y los guantes encima de la nevera. Cogió un delantal de Nellie que colgaba de un clavo en la parte interior de la puerta del armario de la limpieza y empezó a llenar el fregadero con agua limpia.
Un bistec, patatas fritas y una ensalada verde, pensó. Esto era lo que Allison y Tom tendrían para cenar. No había tiempo para nada más. En cuanto a Allison, ¿dónde podía estar? Constance le había dicho claramente que volviera a casa con tiempo suficiente para bañarse y cambiarse, pues el señor Makris iría a cenar a las siete y media. Constance levantó los ojos hacia el reloj que colgaba encima de la cocina. Las seis y media. Bueno, la cena se retrasaría y ella no podría evitarlo. Evidentemente, nadie podía esperar que preparase algo en una cocina tan sucia como ésta.
A las siete, cuando Constance subió a su habitación, dio una ojeada a través de la puerta entreabierta del dormitorio de Allison. La habitación estaba vacía, la cama seguía sin hacer, y había un par de pijamas en el suelo.
¿Por qué esa niña no podía hacer lo que le decían ni una sola vez?, se preguntó con ira. Y, ¿por qué Nellie Cross no había limpiado la casa? Nellie había llegado muy temprano aquella mañana. Había llegado antes de que Constance se marchara a trabajar. Había tenido todo el día para limpiar. Constance se encogió de hombros con impaciencia. Esto venía a demostrar, pensó, lo poco que se podía confiar en la gente. Si querías algo bien hecho, tenías que hacerlo tú misma.
Constance se duchó y se vistió con la misma eficiencia con que lo hacía todo. De camino hacia abajo, cerró la puerta de Allison. En el caso de que Tom fuera al cuarto de baño, no quería que pasara frente a la habitación de su hija y viera una cama sin hacer. Cuando Tom tocó el timbre a las siete y veinticinco. Constance fue a recibirle con el aspecto de alguien que no ha hecho más que limarse las uñas en toda la tarde. Llevaba una coctelera en una mano y un cigarrillo en la otra. En la cocina, las patatas chisporroteaban en la freidora, y la ensalada se enfriaba en la nevera, a punto para ser aliñada.
—Por casualidad, no habrás visto a Allison en el camino, ¿verdad?
—No —contestó Tom, —no la he visto. ¿Le dijiste el motivo de esta cena?
—No. Sólo le dije que vendrías a las siete y media, y que debía llegar temprano a casa.
—Debe estar haciendo algo interesante y se ha olvidado de la hora.
—Seguramente —repuso Constance. —Tomemos una copa primero. Después llamaré a Kathy Ellsworth. Allison debe estar en su casa. ¡Qué día! —suspiró, después de servir las bebidas. —Mucho calor, ninguna venta importante y después me encuentro toda la casa sucia. Nellie no ha hecho absolutamente nada de lo que debía, y Allison no es capaz de llegar a la hora que le digo. Será mejor que llame a Kathy.
Fue una noche que Tom jamás olvidaría.
—¿Hola, Kathy? —dijo Constance al teléfono. —Escucha, Kathy, ¿querrás decir a Allison que venga a casa? Ya lleva una hora de retraso.
—Pero señora MacKenzie —protestó Kathy, —Allison no está aquí.
—¿Que no está? —Constance se sobresaltó. —Entonces, ¿dónde está?
—Se ha ido de picnic con Norman Page —dijo Kathy, que había compartido todas las confidencias de Allison y no le importó traicionar una de ellas ahora que ella y Allison se habían enfadado. —Salió muy temprano, señora MacKenzie —dijo Kathy.
—¿Estaba todavía Nellie Cross en casa cuando te fuiste esta mañana, Kathy?
—Sí, señora MacKenzie. Allison estuvo muy antipática con Nellie esta mañana. Estuvo muy antipática con todo el mundo. Llamó a Nellie vieja loca y estúpida.
—Gracias, Kathy —dijo Constance, y colgó el auricular con un fuerte golpe. Casi en seguida volvió a descolgarlo y pidió a la telefonista que llamara a Evelyn Page.
—¿Ha vuelto ya tu hijo a casa? —inquirió en cuanto Evelyn Page contestó.
—Esto no es asunto tuyo —replicó inmediatamente Evelyn, enfadada por el tono de Constance.
—Se ha llevado a mi hija por ahí y esto sí que es asunto mío —dijo Constance. —Se la ha llevado de picnic sólo Dios sabe adónde.
—¡De picnic'. —exclamó Evelyn Page, con el mismo tono que habría empleado si Constance le hubiera dicho que Allison y Norman estaban en una reunión de drogadictos. —¿Norman y Allison, de picnic? ¿Solos?
—No he supuesto por un solo momento, señora Page —dijo Constance con sarcasmo, —que su hijo haya invitado a todos sus amigos una vez que tenía la oportunidad de salir a solas con mi hija.
—¿Solos? —repitió Evelyn, incapaz de borrar la terrible visión que esta palabra había hecho aparecer ante sus ojos. —¿Norman solo con Allison?
Constance colgó bruscamente.
—¿Y bien? —inquirió, volviéndose hacia Tom, que estaba cómodamente sentado en una butaca y exhalaba humo hacia el techo. —¿Qué opinas de todo esto?
—Opino que deberíamos empezar a cenar —dijo Tom con calma. —Y que deberíamos meter la cena de Allison en el horno para mantenerla caliente. Después podemos jugar a las damas o escuchar discos hasta que llegue, momento en que le daremos de cenar y actuaremos como si nada extraordinario hubiera pasado.
—¡Está en el bosque con Norman Page! —exclamó Constance.
Tom la miró fijamente.
—¿Y qué? —preguntó.
—¿Y qué? —gritó Constance. —¿Y qué? ¡Sólo Dios sabe qué están haciendo! ¡No me he sacrificado toda la vida por Allison para que se vaya por ahí con un muchacho! ¡No lo toleraré! —exclamó, dando una patada en el suelo y tirando el cigarrillo a la chimenea vacía. —¡Te aseguro que no lo toleraré!
Tom no levantó la voz.
—Tendrás que tolerarlo hasta que vuelva a casa, por lo menos —dijo. —Ahora no se puede hacer nada, y si eres tan inteligente como espero, no actuarás así cuando llegue. Como me dijiste anoche, Allison cumplirá dieciséis años en otoño. Alguna vez tiene que probar sus alas.
—¡No va a probar sus alas en el bosque sola con algún muchacho! —declaró Constance. —Vamos, iremos a buscarla en tu coche.
—Oh, ya es suficiente —dijo Tom con desagrado. —Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Una madre no puede ir en persecución de una hija sin que ambas queden en ridículo, especialmente a los ojos de la hija. Si ha habido un accidente, te enterarás antes de lo que querrías. Pero si no ha ocurrido nada, que es lo más probable, Allison nunca te perdonaría que salieras a buscarla como si tuviera seis años en vez de dieciséis. No podemos hacer nada más que esperar.
—¡Nada! —exclamó Constance. —¡Allison no es tu hija y no te importa lo que pueda estar haciendo! Guárdate tus originales teorías sobre niños e impulsos sexuales, Tom Makris. ¡No quiero que las apliques a Allison!
Tom se mostró casi escandalizado.
—¿Por qué estás tan segura de que el retraso de Allison tiene algo que ver con el sexo? —preguntó.
—¡No seas tonto! —exclamó Constance. —¿Qué otra cosa puede hacer con un muchacho en el bosque? ¿Qué otra cosa tienen los hombres en la cabeza? Todos son iguales. ¡Sólo piensan en eso!
Tom no contestó, pero la miró con atención, especulativamente, y Constance le volvió la espalda y encendió un cigarrillo con dedos temblorosos.
—Me voy a buscar a Allison —dijo. —Si no me llevas en coche, iré andando.
En ese momento, Evelyn Page irrumpió en el salón. No llamó con los nudillos ni tocó el timbre, sino que abrió la puerta y entró sin anunciarse. Tenía el cabello en desorden y los ojos desorbitados y parecía, pensó Makris, realmente loca.
—¿Dónde está mi hijo? —jadeó, y la cara de Constance se llenó de feas manchas rojas.
—Si le vigilaras mejor —dijo Constance, —no sólo sabrías dónde está Norman, sino también adonde ha llevado a Allison.
—Norman no se ha llevado a Allison a ninguna parte —protestó Evelyn. —En todo caso, ha sido Allison quien se ha llevado a Norman.
—No me vengas con ésas —replicó Constance. —El es un hombre, ¿no? ¡No intentes convencerme de lo que no es! El sabía lo que hacía. A Allison jamás se le hubiese ocurrido ir al bosque con un muchacho.
—¡No te atrevas a decir una sola palabra en contra de Norman! —gritó Evelyn con histerismo. —A él no le interesan las chicas. Nunca le han interesado. Si Allison ha logrado atraer su atención, la culpa no es más que suya. Y tuya —concluyó con una mirada en dirección a Tom. —Algunas mujeres suelen ir detrás de los hombres. ¡Y las hijas suelen parecerse a sus madres!
—¡Zorra! —gritó Constance, y si Tom no se hubiera levantado, se habría abalanzado sobre Evelyn.
«¡Santo Dios!», pensó Tom.
—¡Ya basta! —exclamó vivamente, y Constance se quedó inmóvil. Ella y Evelyn se miraron con ojos asesinos, pero el momento de la violencia física había pasado. Tom casi sonrió. Era la primera vez que oía pronunciar a Constance una palabra como la que había empleado para describir a Evelyn Page.
—Escuchad, chicas —dijo, y esta vez sí que sonrió. —Prescindid del consabido tirón de pelo y sentaos. No hay nada por lo que excitarse.
—¡Nada! —dijeron ellas al unísono, y mientras el eco de su exclamación aún sonaba en la estancia, Allison MacKenzie entró soñadoramente por la puerta principal.
—¡Allison! —exclamó Constance.
^¿Dónde está Norman? —preguntó Evelyn.
Allison miró a su alrededor.
—Hola, madre —dijo. —¿Norman? Estaba fuera. Ha seguido calle abajo.
Evelyn echó a correr hacia la puerta.
—¡Norman! —chilló. —¡Norman!
Continuó gritando el nombre del muchacho hasta que apareció frente a la casa de las MacKenzie.
—¡Ven aquí! —ordenó Evelyn con la misma voz estridente.
Norman entró en el salón de las MacKenzie. Miró a Allison con temor, después a Constance, a Tom, y, finalmente, a su madre.
—Hola, madre —dijo.
—Hola, madre. ¡Hola, madre! —gritó Constance. —¿Es lo único que se os ocurre decir? ¿Dónde demonios habéis estado?
Evelyn Page apretó los labios.
—No hay necesidad de utilizar un lenguaje soez delante de Norman —dijo.
—¡Ja! —exclamó Constance. —¡Seguramente sabe cosas mucho más soeces que la palabra demonios!
El rostro de Allison estaba tan blanco como el papel. Dejó la cesta de picnic en el suelo.
—¿Qué pasa, madre? —preguntó con voz temblorosa.
Tom no pudo seguir resistiéndolo un momento más. Fue a colocarse junto a la muchacha.
—Tu madre estaba un poco preocupada —dijo. —Ya ha oscurecido, y no sabía dónde podías estar.
—Sé muy bien dónde estaba —dijo furiosamente Constance. —¡En el bosque con este animal haciendo quién sabe qué!
—Por el amor de Dios, Constance —protestó Tom, volviéndose hacia ella.
—¡Sí, por el amor de Dios! —dijo Constance. —¡Bueno! —Se acercó a Allison. —¡Bueno! Estoy esperando que me des una explicación sobre tu despreciable comportamiento.
—Mi comportamiento no ha sido despreciable —protestó Allison.
—¡Supongo que habréis ido al bosque con la única intención de leer libros! —exclamó Constance.
—Hoy no hemos leído —dijo Norman. —Hoy hemos fingido que estábamos en la laguna Walden.
—Tú no te metas en esto —dijo Constance, volviéndose hacia él. —Cuando quiera que me des una explicación, te la pediré.
—Norman —dijo Evelyn, agarrándole por el hombro y sacudiéndole, —¿qué te ha hecho esa niña mala y perversa?
—¿Qué me ha hecho? —preguntó Norman, estupefacto. —Allison no me ha hecho nada.
—¿Qué le has hecho tú a ella? —preguntó Constance. —Esto es lo importante.
—¡No ha hecho nada! —gritó Evelyn.
—Así lo espero —dijo Constance, en voz baja y amenazadora. —Mañana llevaré a Allison al consultorio de Matt Swain. Si no está tal cómo debería estar, denunciaré a tu hijo por violación.
La cara de Norman estaba tan blanca como la de Allison.
—Yo no he hecho nada —balbuceó. —No hemos hecho nada, ¿verdad, Allison?
—Esto ya ha ido demasiado lejos —dijo Tom, con voz ahogada por la indignación. —Coja a su hijo y váyase a su casa, señora Page.
—Veo que se ha adueñado de la casa de la señora MacKenzie junto con todo lo demás —dijo Evelyn, despreciativamente. —Vámonos, Norman. ¡No queremos estar en la misma habitación con prostitutas y los hombres que se divierten con ellas!
Los dientes de Constance castañetearon con una ira que nunca había experimentado hasta entonces.
—¡Fuera de mi casa! —chilló, y con un gesto de desdén, Evelyn cogió a Norman de la mano y se marchó.
Todo habría terminado aquí si Allison no hubiera escogido ese momento para recuperar la voz y hacer un comentario. En cuanto Norman y Evelyn hubieron salido, Allison se volvió hacia su madre.
—¡Nunca —dijo, casi escupiendo las palabras, —nunca, jamás en mi vida me había sentido tan avergonzada!
Antes de que Tom pudiera detenerla, Constance levantó el brazo y descargó una bofetada sobre el rostro de Allison. La muchacha se tambaleó hacia atrás y cayó en el sofá, y una mujer a la que Tom nunca había visto se irguió ante ella. Constance tenía todo el cuerpo rígido de furor, la cara contorsionada, y la voz temblorosa.
—¡Bastarda! —gritó Constance a su hija, y Tom se compadeció de la expresión que apareció en el rostro de Allison.
—¡Basta! —dijo, pero Constance no le oyó. Se inclinó sobre su lívida hija y siguió chillando.
—¡Igual que tu padre! ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Sexo! En este aspecto, eres igual que él. ¡Es lo único que has heredado de él! No te pareces a él, ni hablas como él, pero te has comportado igual que él. Es lo único que tienes de él. Ni siquiera su nombre te pertenece. Y después del modo en que me he sacrificado para educarte decentemente, te vas por ahí y actúas como una maldita MacKenzie. ¡La hija bastarda del mayor bastardo que ha habido en el mundo!
Las palabras de Constance flotaron en la silenciosa habitación como la niebla sobre el agua. Su respiración se oía claramente, igual que la de Tom. Pero Allison ni siquiera parecía respirar. La muchacha estaba como muerta, y ni siquiera sus enormes ojos se movían. Las tres figuras del salón de las MacKenzie estaban tan inmóviles, pensó Tom, como los personajes de un cuadro, y cuando el silencio se rompió, fue Constance quien lo hizo. Se derrumbó en un sillón y empezó a sollozar, dándose cuenta demasiado tarde de lo que había hecho. Como si sólo esperasen una señal, las otras dos figuras reaccionaron al sonido del llanto de Constance. La mente de Tom empezó a funcionar de nuevo, al comprender lo que había tratado inútilmente de descubrir durante dos años. Miró la cabeza inclinada de Constance y le pareció ver los pedazos de su caparazón roto junto a sus pies. Pero, ¡qué cruel para una mujer abandonar de este modo la falsedad de su existencia! Se volvió hacia Allison, y como si hubiera estado aguardando esta mirada, Allison se levantó de un salto y echó a correr escalera arriba en dirección a su dormitorio. Tom se dirigió lentamente hacia la puerta principal, y Constance alzó la cabeza para mirarle.
—Sabía que me dejarías cuando supieras la verdad —dijo, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—Lo importante no es la verdad —dijo él. —Ha sido tu crueldad al revelársela a una criatura lo que no puedo aceptar.
Se sobresaltó al oír el primer chillido de Allison. Pensó que la reacción de la niña a las palabras de Constance empezaba ahora a dejarse sentir. Allison volvió a chillar dos veces antes de que su cerebro entumecido comprendiera que éstos no eran gritos de dolor sino de espanto. Se lanzó hacia la escalera y la subió de tres en tres. Encontró a Allison, una Allison aterrorizada y espantosamente pálida, apoyada en la pared de su dormitorio y mirando con ojos desorbitados hacia la puerta del armario abierto. Tom la cogió antes de que cayera al suelo, y por encima del cuerpo inerte que reposaba en sus brazos, vio la cara azulada y el cuerpo grotesco de Nellie Cross colgando de la viga en el armario de Allison. Llevó a Allison hasta la cabecera de la escalera, y cuando oyó la voz que hablaba abajo, le pareció estar viviendo una pesadilla.
—Este era el único sitio adonde mamá debía venir hoy —decía Joey Cross a Constance. —Selena me ha enviado a buscarla. Mamá ha estado muy rara durante las últimas dos semanas. Selena ha pensado que quizá había vuelto a perderse.
CAPÍTULO 17
—Fue como si hubiera un espíritu perverso e insaciable en nuestra ciudad —dijo Seth Buswell más tarde. —Un espíritu insaciable cuyo único objeto fuera causar estragos y destrucción.
Seth pronunció estas palabras una vez que estaba muy borracho. En realidad, dijo «espritunsaciable», pero el doctor Matthew Swain, por una vez tan borracho como Seth en aquella ocasión determinada, no tuvo nada que objetar a las palabras de su amigo.
—Precisamente —dijo el doctor Swain con precisión. El médico se enorgullecía de hablar con claridad incluso cuando estaba borracho.
Otros, a pesar de no hallarse directamente relacionados con Nellie Cross, ni nada de lo que sucedió después, opinaban igual que Seth y el médico. Realmente, decían todos, el verano del año 39 había sido muy malo.
Clayton Frazier, que la noche del último sábado de agosto de 1939 bajaba por Elm Street en dirección a su casa de Pine Street, había visto al comisario Buck McCracken conduciendo a toda velocidad en dirección contraria con el doctor Swain sentado a su lado. El hecho de que el doctor Swain fuera sentado junto a Buck en el coche del comisario era muy extraño, pues el doctor siempre utilizaba su propio coche. Clayton se preguntó qué estaría haciendo el doctor, sentado al lado de Buck en el coche oficial de la policía de Peyton Place, pero como se dijo a sí mismo, aquello no iba a quitarle el sueño. Estaba demasiado cansado, y fuera cual fuese la razón por la que el doctor y Buck iban juntos en el mismo coche, toda la ciudad la sabría a la mañana siguiente, y él se enteraría entonces.
Clayton Frazier se volvió frente a la puerta de su casa para echar una última mirada a su alrededor, tal como hacía todas las noches, y fue entonces cuando lo vio... un dedo rojo, señalando hacia el cielo sobre la colina llamada Marsh Hill. Era un dedo de aspecto insidioso y maligno, que desapareció casi en seguida, pero Clayton lo había visto. Esperó sólo un momento antes de que volviera a aparecer, y entonces Clayton ya no esperó más.
—¡Fuego! —gritó, corriendo hacia la calle, pues no tenía teléfono en su casa. —¡Marsh Hill está en llamas!
Un motorista que pasaba se detuvo para recoger a Clayton, y ambos hombres se dirigieron rápidamente hacia la estación de bomberos. En los pocos minutos que invirtieron en llegar, el dedo rojo había tocado la mitad de Marsh Hill y la había incendiado.
—¡Fuego! —gritó Clayton, y la complicada maquinaria que el estado y la ciudad mantenían para la lucha contra los incendios forestales se puso inmediatamente en marcha.
La costumbre local era que el comisario y el médico acudieran en seguida a una zona forestal en llamas. El comisario porque era bombero voluntario, y el doctor Swain porque siempre se anticipaba a la posibilidad de que hubiese heridos. Mientras se dirigían hacia la puerta de la casa de las MacKenzie, el médico y el comisario se detuvieron y volvieron la cabeza al oír el aullido de los dos coches de bomberos de la ciudad, para escrutar las colinas que rodeaban Peyton Place. Marsh Hill _,a estaba completamente en llamas, y el fuego había iniciado su veloz ascenso por la ladera de la colina siguiente, que era conocida con el nombre de Windmill Hill.
Buck McCracken suspiró.
—Será desastroso —comentó.
—Sí —dijo el médico, y los dos hombres continuaron su marcha hacia la puerta principal de las MacKenzie. Habían ido en respuesta a la llamada telefónica de Tomas Makris.
—Ven en seguida, Matt —había dicho Tom. —Y trae a Buch. Nellie Cross se ha ahorcado en el armario de un dormitorio de casa de las MacKenzie.
—Y esto tampoco será moco de pavo —dijo Buck cuando tocó el timbre unos minutos después.
A primera vista, la situación no parecía tan grave como Buck había temido. En el salón de las MacKenzie, todo el mundo estaba bajo una especie de control y se mantenía bajo él gracias a la fuerza de la voluntad de Tomas Makris. Allison MacKenzie yacía inconsciente sobre el sofá con Constance sentada en el borde, a los pies de Allison. Joey Cross, que había corrido en busca de su hermana como Tom le dijo, estaba sentado en un sillón al lado de la chimenea, y Selena ocupaba el sillón del otro lado del hogar. Sólo Tom se hallaba de pie, y permanecía inmóvil como si temiera que su control sobre el grupo fuera a romperse si se movía. Matthew Swain se dirigió en seguida hacia Allison.
—¿Se ha desmayado? —preguntó Buck a Tom. Tom asintió. —Lo mejor sería que continuara así hasta que terminemos... —Buck titubeó y miró a Selena y Joey. —Lo que tenemos que hacer —concluyó.
En este momento, Allison abrió los ojos. No profirió ninguna exclamación ni miró a su alrededor con perplejidad. Únicamente abrió los ojos, miró a su alrededor y después volvió a cerrar los ojos.
—Quiero tenerla un par de días en el hospital —dijo el doctor Swain a Constance. —Pediré una ambulancia.
Cuando el médico hubo telefoneado, los tres hombres subieron a la habitación de Allison. Unos minutos después, tras la llegada de otros dos hombres pertenecientes a la oficina de Buck, el médico hizo lo que debía hacer, y Buck y sus hombres se dispusieron a llevarse el cuerpo de Nellie Cross. Matthew Swain cerró los ojos en un esfuerzo por acallar los ruidos que provenían del rellano, mientras Buck y sus hombres intentaban bajar el cadáver ya rígido de Nellie por la angosta escalera de la casa de las MacKenzie.
«¿Es que no terminará nunca? —se preguntó. —Primero el niño de Selena, después Lucas y ahora Nellie. ¿Es que nunca terminará? Yo los he destruido a todos. Aunque Lucas esté vivo, es un hombre acabado. He hecho de él un exiliado.»
El médico bajó lentamente las escaleras. Selena, con los ojos secos y una expresión de forzado autodominio en la cara, le esperaba en el vestíbulo.
—Doctor —dijo, —¿ha sido porque mamá lo sabía? ¿Por eso se ha suicidado?
El doctor Swain miró a Selena sin pestañear.
—No —contestó con voz tranquila. —Tenía cáncer, pero me prohibió que se lo dijera a nadie.
Selena también miró al médico sin pestañear. Sin saber cómo lo sabía, Matthew Swain supo que ella sabía que le había mentido.
—Gracias, doctor —dijo con voz tan tranquila como la del médico. Se volvió hacia el salón. —Vamos, Joey —llamó. —Es hora de que regresemos a casa.
El doctor Swain siguió a las dos figuras con la mirada hasta que echaron a andar por Beech Street.
«¿En qué pensará durante esta interminable noche? —se preguntó. —¿Qué se dirá a sí misma mientras esté echada en la cama con los ojos fijos en el techo?»
El doctor Swain se encogió de hombros y se volvió hacia Tom.
—¿Te importaría llevarme a casa en tu coche? —inquirió. —Tengo que recoger el mío para ir al hospital.
Poco después, mientras conducía hacia el hospital seguido a escasa distancia por Constance y Tom, el médico se volvió a mirar la hilera de colinas donde rugía el incendio. Toda la línea del cielo, hasta el este de Peyton Place, era una masa de llamas. Por un momento, se le ocurrió la extravagante idea de que quizá el fuego era un símbolo. La purificación del mal por medio del fuego, pensó, y se rió de sí mismo.
Los escándalos, siempre que sean de naturaleza pública son raros en las ciudades pequeñas. Por lo tanto, aunque los armarios de los que habitan en una ciudad pequeña estén tan llenos de esqueletos que si todos los restos óseos de la vergüenza de una ciudad pequeña empezaran a resonar simultáneamente causarían una conmoción que se oiría hasta en la luna, la gente puede decir que nunca ocurre gran cosa en ciudades como Peyton Place. Aunque sea cierto que los armarios de quienes habitan en una gran urbe están tan desordenados como los de los residentes en una ciudad pequeña, la diferencia es que el ciudadano de la gran urbe no puede conocer tan bien el contenido del armario de su vecino como el habitante de una comunidad más reducida. La diferencia entre el esqueleto de un armario y un escándalo, en una ciudad pequeña, reside en que el primero es examinado detrás de los graneros por pequeños grupos que conversan en susurros, mientras que el último es aireado por todo el mundo, en la calle principal, y comentado a gritos desde los tejados.
En Peyton Place había tres fuentes de escándalo: suicidio, asesinato y la deshonra de una muchacha soltera. No había habido un suicidio en la ciudad desde que el viejo doctor Quimby se llevara el revólver a la sien y se disparase un tiro muchos años atrás. Suicidándose, Nellie Cross había causado más sensación en la ciudad que en toda su vida. Toda la ciudad cuchicheaba, y cuando al día siguiente de su suicidio se supo que Nellie había sido bautizada en la fe católica, los cuchicheos se convirtieron en bramidos. Todo el mundo especulaba sobre lo que diría y haría el padre O'Brien, pero no hubo mucho tiempo para especulaciones, pues el sacerdote católico hizo lo que debía hacer y lo hizo con rapidez. Se negó a enterrar a Nellie en el santo recinto del cementerio católico. Los miembros católicos de la población local asistieron con aprobación y dijeron que el padre O'Brien era un hombre de principios, un hombre con el valor de mantener sus convicciones. Aunque era cierto que la Iglesia tenía reglas para orientar a sus sacerdotes, el padre O'Brien no había titubeado cuando le llegó el momento de cumplir con su deber. No había vacilado como algunos hombres habrían hecho.
—Claro que no —dijo el padre O'Brien a Selena Cross. Los protestantes sonrieron con precaución. ¿Qué clase de hombre de Dios era, se preguntaron unos a otros con voz lo bastante alta para que les oyeran los católicos, quien se negaba a enterrar a los muertos? Los protestantes, especialmente los congregacionistas, observaban una actitud mucho más cristiana que ésa. El reverendo Fitzgerald jamás negaría un entierro decente a nadie, ni siquiera a un católico.
Y por segunda vez en menos de veinticuatro horas, Peyton Place se tambaleó hasta sus cimientos.
—¡Claro que no! —dijo el reverendo Fitzgerald, cuando Selena le pidió que enterrara a su madre.
Ahora fueron los católicos quienes sonrieron, y los congregacionistas quienes echaron rayos. Unidos venceremos, declararon los católicos, divididos perderán. Todos en masa, varios de los congregacionistas más influyentes, entre ellos Roberta y Harmon Carter, lo que sorprendió a todo el mundo, las señoritas Page, y hasta el último miembro de la Sociedad de Damas Auxiliadoras fueron a ver al pastor. Margaret Fitzgerald, que había huido de su casa por la puerta trasera, se reunió con sus amigas en la acera delante de la rectoría.
—No sé qué le pasa —contestó a las muchas preguntas que le formularon. —No sé qué puede haberle ocurrido para que actúe así.
Margaret pronunció estas palabras con un tono de perplejidad y mortificación, pero en su interior bullía el odio y el ultraje. Ante sus amigas, Margaret declaró que su marido estaba agotado, cansado, exhausto y enfermo. En su interior le llamó el peor de los traidores, un bastardo de un sucio irlandés, un amante del Papa y un apocado.
El reverendo Fitzgerald recibió a los miembros de su congregación, que en este punto más parecían una turba encolerizada que un rebaño venido a consultar con su caudillo, en la puerta de la rectoría y les mantuvo a raya en el porche.
—¿Qué quieren? —preguntó con brusquedad.
Roberta Carter, que se había designado portavoz de la presente misión, dijo:
—Hemos venido para pedirle que entierre a Nellie Cross.
—¿Ah sí? ¿Qué es lo que quieren saber? —preguntó el pastor en el mismo tono de gallo de pelea. —Ya he dado mi respuesta a la persona interesada.
—¡No puede hacerlo! —dijo una voz entre la multitud, y a los pocos segundos varias más se habían unido al cántico.
—¡Tiene que enterrar a Nellie si sus parientes quieren que la entierre!
—¡Enterrar a los muertos es uno de sus deberes! —¿Qué es usted? ¿Católico?
El reverendo Fitzgerald no habló mientras la multitud continuó rugiendo. Al fin, todo el mundo se calló, pensando que sus palabras debían haber hecho efecto, ya que el pastor guardaba tan largo silencio.
—¿Ya han dicho todo lo que tenían que decir? —gritó el reverendo Fitzgerald.
La multitud estaba tan silenciosa que incluso Seth Buswell, al final de la calle junto a Tomas Makris, se asombró. El momento que el pastor tardó en dar una respuesta pareció eternamente largo, pero al fin habló.
—¡Yo también tengo algo que decir! —gritó el reverendo Fitzgerald. —No pienso enterrar a una católica que se ha suicidado. Matar es un pecado y, tanto si una persona mata a otra como si se mata a sí misma, es lo mismo a los ojos de la Iglesia. ¡No puedo ni quiero enterrar a una católica que se ha suicidado!
Aunque el pastor no calificó a la Iglesia de santa y romana, no hubo un solo hombre, mujer o niño entre la multitud que no comprendiera inmediatamente la implicación. Los gritos se alzaron al unísono, pero chocaron con la puerta cerrada de la rectoría, pues el pastor se había retirado al interior de su casa. Los gritos iban desde «papista» hasta «renegado», y contenían tal odio y violencia que incluso Seth Buswell, un hombre de lo más tolerante, se sintió asqueado.
Seth, que había bromeado en su periódico sobre los grupos religiosos opuestos de su ciudad, que los había llamado apoya-libros y montañas, se apartó de la multitud con desprecio.
—Jesús, Tom —dijo a Makris. —Necesito un trago.
—Nos pondremos en contacto con las autoridades convenientes —estaba diciendo Roberta Carter a la multitud. —¡Haremos que despidan a este hombre de nuestra iglesia y sea sustituido por alguien que sepa cuál es su lugar!
Pero no había organización que encauzara el furor de la multitud. Cuando los congregacionistas hubieran elegido a un comité que hablara con las autoridades convenientes, los restos de Nellie Cross habrían empezado a descomponerse, y no había un solo protestante entre todo el gentío que no fuese consciente de este hecho. Al final fue un hombre llamado Oliver Rank quien enterró a Nellie. Era predicador de una religión tan nueva en Peyton Place que aún se la denominaba «secta». La creencia de la que el señor Rank era la cabeza se llamaba La Iglesia Evangélica de Pentecostés de Peyton Place. Aquellos que no asistían a sus servicios la llamaban «ese Puñado de Santos Pichones de Mili Street». Oliver Rank fue al encuentro de Selena Cross y la aligeró de todos los complicados detalles que forman parte del ritual denominado El Entierro de los Muertos. Dos días después de haberse ahorcado, Nellie reposaba en una loma detrás del edificio que la congregación del señor Rank utilizaba como iglesia. Crecía poca hierba en esta tierra, pues estaba demasiado cerca de las fábricas. Humo y hollín se cernían continuamente sobre ella y el terreno era duro y estéril.
Al día siguiente, Francis Joseph Fitzgerald fue visto saliendo de la rectoría de la iglesia católica, a donde había ido para confesarse con el padre O'Brien. Esa misma tarde, Fitzgerald presentó su dimisión a los diáconos de la iglesia congregacionista, y en la rectoría de Elm Street, Margaret Fitzgerald empezó a recoger sus pertenencias para volver a casa de su padre en White River. En White River, decía Margaret, todo el mundo sabía exactamente a qué atenerse en cuestiones religiosas.
—Bueno, eso es todo —dijo Seth Buswell a Matthew
Swain. —Ahora quizá las cosas vuelvan a la normalidad en Peyton Place. Ha sido muy desagradable, pero ahora ya ha terminado todo.
El doctor Swain miró hacia la lejanía, donde los incendios seguían abrasando las colinas.
—No —dijo. —No ha terminado.
CAPÍTULO 18
Allison MacKenzie permaneció cinco días en el hospital. Durante los dos primeros estuvo en lo que el doctor Swain describió a Constance como un estado de conmoción. Contestaba cuando le hablaban y comía cuando le presentaban una bandeja de alimentos, pero después no tenía un recuerdo consciente de sus palabras y sus acciones.
—Se pondrá bien —dijo el médico a Constance. —Únicamente se ha refugiado, por un tiempo, en un mundo de sombras. Es un lugar magnífico, muy cómodo y ofrecido por la Naturaleza a los que están agotados por una batalla, el terror, o el dolor.
El tercer día, Allison emergió de su ensoñación. Cuando Matthew Swain llegó al hospital, la encontró echada en la cama boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada para sofocar el ruido de sus sollozos.
—Vamos a ver, Allison —dijo, poniéndole una mano en la nuca, —¿qué te pasa?
Se sentó en el borde de la cama, una costumbre que la enfermera Mary Kelley consideraba muy poco profesional, pero que muchos de sus pacientes parecían apreciar.
—Dime qué te pasa, Allison —repitió.
Ella se volvió sobre la espalda y se tapó la cara hinchada y enrojecida con las manos.
—¡Yo lo hice! —sollozó. —¡Yo maté a Nellie!
Ante el torrente de palabras que siguió, el médico escuchó en silencio mientras Allison lloraba y se atormentaba y daba rienda suelta a su tormento de culpabilidad y vergüenza. Cuando hubo terminado, Matthew Swain le cogió ambas manos con una de las suyas y se inclinó para secarle la cara con su pañuelo.
—Es una verdadera lástima —dijo, mientras le secaba las mejillas— que no tengamos la oportunidad de enmendar nuestros errores antes de que sea demasiado tarde. Desgraciadamente, esto es algo que nos ocurre a casi todos, de modo que debes dejar de pensar, Allison, que tu caso es único. Fuiste injusta con tu amiga Nellie al decirle las cosas que le dijiste, pero debes abandonar la idea de que tú la mataste. Nellie tenía una grave enfermedad, una enfermedad incurable, y por eso hizo lo que hizo.
—Yo sabía que estaba enferma —dijo Allison, y suspiró entrecortadamente. —Me explicó que tenía pus en todas las venas, y que su enfermedad se llamaba gonorrea. Dijo que Lucas se la había contagiado.
—Nellie tenía cáncer —dijo el médico, y Allison no tuvo la sagacidad de Selena para discernir su mentira. —No se podía hacer nada, y ella lo sabía. No quiero que repitas a nadie lo que Nellie te dijo sobre su enfermedad. Esta sólo fue una excusa que ella se inventó. No quería que nadie supiera lo que le pasaba realmente.
—No diré nada —prometió Allison, girando la cabeza hacia el otro lado. —Tal como me siento, no me importaría no volver a hablar con nadie.
El doctor Swain se echó a reír y le hizo girar la cabeza hacia él.
—Esto no es el fin del mundo, querida —dijo. —Dentro de poco empezarás a olvidar.
—Jamás podré olvidar —contestó Allison, y se echó a llorar de nuevo.
—Sí, claro que sí —dijo dulcemente él. —Se han hecho muchos comentarios sobre el tiempo, y la vida, y la mayoría se han convertido en dichos. Lo que los escritores llaman frases gastadas. Tendrás que evitarlas como la peste si piensas escribir, Allison. Pero ¿sabes una cosa? Cuando la gente se burla de la trivialidad de las grandes frases, no puedo dejar de pensar que quizá sea la verdad la causa de que, al repetirlas, las frases lapidarias se conviertan en algo trivial y demasiado usado, y finalmente empiecen a llamarse refranes. «El tiempo cura todas las heridas», es tan trivial que seguramente mucha gente se reiría al oírme emplear esa frase. Sin embargo, sé que es cierta.
Su voz se había hecho tan suave que Allison llegó a creer que el médico se había olvidado totalmente de ella, que no estaba hablando con ella. Era como si estuviera pensando en voz alta, pero sólo para él. A la edad de Allison, aún le producía una conmoción saber que había otras personas aparte de ella misma cuyas ideas eran dignas de meditarse.
—El tiempo cura todas las heridas —repitió el doctor Swain. —Y toda la vida es como las estaciones del año. Está dividida en ciclos, como el clima, y cada vida sigue su propio ciclo desde la primavera a través del invierno, hasta volver a la primavera.
—Nunca había pensado de este modo sobre la vida —interrumpió Allison. —He pensado a menudo en la vida en términos de estaciones, pero cuando llega el invierno, la vida, como el año, ha terminado. No entiendo por qué usted dice «hasta volver a la primavera». Matthew Swain se estremeció ligeramente y sonrió. —Estaba pensando —dijo— en la segunda primavera que los hijos traen a la vida de un hombre.
—Oh —dijo Allison, no tan ansiosa de escuchar como de expresar sus propias ideas. —A veces —dijo, —he pensado que cada vida era como un árbol. Primero salen las pequeñas hojas verdes, que es cuando eres niño, y después salen las grandes hojas verdes. Esto es cuando eres mayor, como yo ahora. Después viene la época del veranillo y el otoño, cuando las hojas están brillantes y hermosas, y entonces es cuando eres realmente adulto y puedes hacer todo lo que siempre has querido. Después no queda ninguna hoja, y es el invierno. Entonces estás muerto, y todo ha terminado.
—Pero, ¿qué hay de la primavera próxima? —preguntó el médico. —Llegará, ¿sabes? Siempre llega. Yo también he pensado bastante en los árboles —admitió con una sonrisa. —Siempre que miro a un árbol y me tomo el tiempo de detenerme a pensar, me acuerdo de un poema que leí hace años. Ni siquiera recuerdo cómo se titulaba, ni el nombre del autor, pero tenía algo que ver con un árbol. Una parte de ese poema era: «Vi cómo brotaba el capullo Tiempo del árbol rutilante Eternidad.» Quizá esto también sea un dicho. Pero a veces me consuela incluso más que el que asegura que el tiempo cura todas las heridas, de un modo distinto, naturalmente. A veces me gusta pensar que todos nosotros vivimos nuestras vidas como capullos de tiempo en un árbol llamado Eternidad.
Allison no habló más. Cerró los ojos y pensó en el poema del doctor Swain, y de repente no le importó tanto que Norman Page no hubiera ido a verla al hospital, y que su madre le hubiera dicho cosas tan horribles y crueles.
«Vi cómo brotaba el capullo Tiempo del árbol rutilante Eternidad», pensó Allison. Estaba dormida cuando Matthew Swain cerró la puerta tras sí y salió al pasillo.
—¿Qué tal está, doctor? —preguntó la enfermera Mary Kelley.
—Muy bien —dijo el médico. —Podrá volver a casa antes de que termine la semana.
Mary Kelley le miró atentamente.
—Usted también debería volver a casa —le dijo. —Parece agotado. Qué horrible lo de Nellie Cross, ¿verdad?
—Sí —repuso el médico.
Mary Kelley suspiró.
—Y los incendios continúan. Ha sido una semana espantosa.
Cuando el médico abandonaba el hospital, se vio a sí mismo en la luna de la puerta. El reflejo de su rostro cansado le devolvió la mirada, y Matthew Swain apartó los ojos.
«Médico, cúrate a ti mismo», pensó mientras andaba rápidamente hacia su coche.
Como no salió del hospital hasta el viernes de la semana siguiente a la que Nellie había muerto, Allison se ahorró el sufrimiento de ir al funeral de Nellie y ver las consecuencias que había dejado tras de sí en Peyton Place. Norman Page no fue tan afortunado. Se vio obligado a asistir al triste funeral de Nellie en compañía de su madre, que acudió más como protesta por el comportamiento del reverendo Fitzgerald que por el deseo de ver a Nellie convenientemente enterrada. Después tuvo que oír cómo Evelyn exponía su opinión al pastor congregacionista, a menudo y con todo detalle, durante todo el resto de la semana. Al parecer, la madre de Norman no podía tolerar a las personas que no eran «moral y espiritualmente fuertes». Significara lo que significase, pensó Norman con resentimiento, sentado en el bordillo frente a la casa de la señorita Hester Goodale en Depot Street. Se acordó de cuando tenía horror de la señorita Hester, y de cuando Allison se rió de él e intentó asustarle aun más diciendo que la señorita Hester era una bruja. Norman empujó una enorme cucaracha con un palo y deseó poder ir a visitar a Allison, pero la madre de Allison se lo habría impedido igual que su propia madre. Había echado de menos a Allison. Durante el corto espacio de tiempo en que fueron «amigos íntimos», se lo habían contado todo sobre sí mismos. Norman incluso le habló de su padre y su madre, o al menos le dijo todo lo que sabía de ellos, y nunca había hablado de eso a nadie. Allison no se rió.
—No creo que sea verdad que mi madre se casara con mi padre porque pensó que tenía dinero —había dicho Norman a Allison. —Creo que los dos se sentían solos. La primera esposa de mi padre había muerto hacía mucho tiempo, y mi madre nunca había estado casada. Naturalmente, él era mucho mayor, y la gente dice que no debería haberse casado con una mujer tan joven como mi madre, pero el hecho de ser mayor no te hace sentir menos solo. Las señoritas Page son hermanas mías, ¿lo sabías? No verdaderas hermanas, sino hermanastras. Nuestro padre es el mismo hombre. Las señoritas Page odiaban a mi madre. Ella misma me lo dijo, pero nunca supo por qué. Yo creo que fue porque estaban celosas. Mi madre era más joven que ellas cuando se casó con mi padre y, desde luego, era muy hermosa. Ellas la odiaban e intentaron que mi padre también la odiara. Según mi madre, las señoritas Page dijeron cosas horribles de ella a mi padre. Ni siquiera la admitieron en su casa, de modo que mi padre compró una casa para mi madre. Es la casa donde vivimos ahora. Según mi madre, la situación empeoró cuando nací yo. Entonces las señoritas Page intentaron hacer creer a todo el mundo que yo no era hijo de mi padre, y que mi madre había estado con otro hombre, pero mi madre nunca dijo nada. Me dijo que nunca habría caído tan bajo como para discutir con alguien como las señoritas Page, y que nunca habría luchado por un hombre como un perro por un hueso. Quizá fue por eso que mi padre volvió a vivir con las señoritas Page, en vez de quedarse en nuestra casa con nosotros. Mi madre dice que mi padre era moral y espiritualmente débil, signifique lo que signifique eso. No le llamaron su marido, o mi padre, o su padre. Dijeron: «Oakleigh Page ha muerto», y mi madre dijo: «Que Dios acoja su alma moral y espiritualmente débil», y les cerró la puerta en las narices. Hubo una lucha espantosa por el dinero de mi padre, después de su muerte. Pero las señoritas Page no pudieron hacer nada. Mi padre había dejado un documento en el que explicaba cómo quería que dividieran su dinero, y mi madre obtuvo la mayor parte. Es por esto que las señoritas Page la odian más que nunca. Continúan diciendo que mi madre se casó con mi padre por dinero, pero mi madre dice que se casó con él porque se sentía sola, y a veces las personas que se sienten solas cometen equivocaciones. Dice que, sin embargo, se alegra de haberlo hecho, porque me tuvo a mí. Supongo que yo soy lo único que sacó de su matrimonio, excepto quizá el dinero.
Allison no se rió. Se echó a llorar, y después le habló de su propio padre, que era tan guapo como un príncipe y el caballero más bueno y considerado del mundo.
Sería horrible estar sin Allison, pensó Norman con desconsuelo. No tendría absolutamente a nadie con quien hablar.
Encolerizado, aplastó la cucaracha con la que había estado jugueteando. ¡No era justo! No era cierto que él y Allison hubieran hecho algo horrible, aunque su madre intentara por todos los medios hacérselo admitir. Cuando confesó haber besado a Allison unas cuantas veces, su madre se echó a llorar y su cara enrojeció, pero siguió presionando, intentando hacerle decir que había hecho algo más. La cara de Norman se sonrojó en la calurosa quietud estival de Depot Street al recordar algunas de las preguntas de su madre. Al final, ella le pegó y le obligó a prometer que jamás volvería a ver a Allison. A Norman no le importaba que le hubieran pegado, pero ahora sentía mucho haber prometido no volver a Allison.
—¡Norman!
Era la señora Card, que vivía en la casa vecina a la de la señorita Hester. Norman alzó la mano y la agitó.
—¡Ven a tomar una limonada! —gritó la señora Card. —¡Hace tanto calor!
Norman se levantó y cruzó la calle.
—Gracias. Tengo mucha sed —dijo.
La señora Card tenía una boca de labios gruesos, y cuando sonreía enseñaba todos los dientes. Ahora sonrió a Norman y dijo:
—Vayamos a la parte de atrás. Hace más fresco.
Norman la siguió a través de la casa hasta el jardín trasero. La señora Card estaba embarazada, de ocho meses y medio pasados, según Norman había oído decir a su madre. Realmente estaba enorme, cualesquiera que hubiesen sido los meses pasados, pensó Norman, y se preguntó por qué el señor y la señora Card habrían esperado tanto para tener un niño. Ya hacía diez años que estaban casados, y ésta era la primera vez que la señora Card se hallaba embarazada.
—¡Ya era hora! —Norman había oído que decían varias personas al señor Card, pero al señor Card no le importaban las bromas. Tenía muy buen carácter.
—¡Más vale tarde que nunca! —había contestado con una amplia sonrisa.
Pero Norman se compadecía de la señora Card, especialmente cuando gimió al intentar sentarse en una tumbona del jardín trasero. Era la clase de silla que Norman habría llamado chaise longue, porque chaise era la palabra francesa equivalente a silla y realmente era larga.
—¡Uf! —exclamó la señora Card y se echó a reír. —¿Quieres encargarte de servir, Normie? Estoy agotada.
Siempre le llamaba Normie y le trataba como si tuviese la misma edad que ella, o sea, treinta y cinco años. En vez de agradarle, su actitud siempre le resultaba incómoda. Sabía que su madre no habría aprobado algunas de las cosas que la señora Card comentaba con él. Hablaba del embarazo como si fuera algo sobre lo que todo el mundo conversara, como el tiempo, y había llegado hasta el punto de coger en brazos a su gata, que debía tener gatitos en cualquier momento, e insistir en que «Normie» tocara el abultado cuerpo del animal para que notara «el cuerpecito de los bebés que había dentro». Eso le había repugnado. Pero, finalmente, había convencido a su madre para que le dejara tener un gatito, de modo que naturalmente estaba interesado por «Clothilde», como la señora Card llamaba a su gata. La señora Card le había prometido que él sería el primero en escoger el gatito de Clothilde que quisiera.
Norman llenó un vaso de limonada y se lo dio a la señora Card. Observó que la señora Card no había descuidado su aspecto por el solo hecho de estar embarazada. Llevaba las uñas cuidadosamente limadas en forma de óvalo, y los óvalos estaban cubiertos desde el borde hasta la cutícula con brillante esmalte rojo.
—Gracias, Normie —dijo ella. —Hay pastas encima de la mesa. Sírvete tú mismo.
Fue cuando iba a coger una pasta que Norman oyó un débil «miau».
—¿Dónde está Clothilde? —preguntó. —Profundamente dormida encima de mi cama, la muy traviesa —contestó la señora Card. —Pero no tengo el valor de sacarla cuando se sube a los muebles. Está a punto de parir, y sé exactamente cómo se siente.
La señora Card se echó a reír, pero incluso por encima de este sonido, Norman volvió a oír el débil «miau» de un gato. Disimuladamente, a fin de que la señora Card no sospechara, Norman giró la cabeza y miro hacia el alto y tupido seto que separaba el jardín trasero de los Card del de la señorita Hester Goodale. Era el gato de la señorita Hester al que había oído maullar, y él sabía muy bien que el gato jamás se alejaba de la señorita Hester. Sintió un súbito escalofrío.
—«¡Nos está observando! —pensó, escandalizado. —¡La señorita Hester nos está observando a través del seto!» ¿Qué otra cosa iba a hacer en el jardín trasero, sino observarles?
Pero en el jardín trasero de los Card no había nada digno de ver para la señorita Hester ni para nadie, y por esta razón, Norman empezó a preguntarse qué era exactamente lo que la señorita Hester observaba. Sabía que la señorita Hester estaba quieta y observaba algo porque el maullido del gato era el maullido suave y regular que hace un gato cuando se frota contra las piernas de alguien que está inmóvil y no le presta atención. Norman no era un niño demasiado curioso. Nunca había sufrido el azote de lo que él llamaba «fisgoneo», pero ahora se sintió invadido por el súbito y terrible deseo de saber por qué observaba la señorita Hester y, sobre todo, qué, y al cabo de un momento se acordó de que era viernes, y de que todos los viernes, a las cuatro, la señorita Hester salía de su casa e iba al centro de la ciudad. Terminó la limonada de un solo trago.
—Tengo que irme, señora Card —dijo. —Mi madre quiere que esté en casa a las cuatro.
Echó a correr hacia la calle y no se detuvo hasta más allá de la casa de la señorita Hester, a fin de que si la señora Card decidía ir al salón y mirar por la ventana no pudiera verle. Entonces se sentó en el bordillo y esperó a que dieran las cuatro.
Norman no quiso, o quizá no pudo analizar su peculiar estado de ánimo. Era una desesperada necesidad de ver y saber, una necesidad de tales proporciones que comprendió que no tendría un momento de paz hasta que hubiera visto y hasta que supiera. Fue una suerte para Norman que se diera cuenta de las dimensiones de su deseo, ya que después de esta única vez, nunca pudo volver a hacerlo. Años más tarde, cuando fue presa de algún deseo de imprecisa naturaleza, lo desechó como una tontería. Nunca más volvió a ser consciente de la enormidad de un deseo tal como en este caluroso viernes por la tarde de 1939.
Tenía que saber, pensó Norman, y su pensamiento no pasó de aquí. Cuando fueron las cuatro, y vio que la señorita Hester salía de su casa y echaba a andar calle abajo, su corazón empezó a latir de emoción, como si estuviera a punto de hacer un descubrimiento sensacional. Esperó a que hubiese desaparecido de su vista, y, antes de que pudiera pensar más en ello y atemorizarse, cruzó la calle corriendo y traspuso la puerta del jardín de la señorita Hester. Era la primera vez que estaba más allá de la acera que había delante de su casa.
La hierba que rodeaba la casa de la señorita Hester era alta y abundante. Llegaba prácticamente hasta la cintura de Norman mientras éste se abría paso hacia la parte de atrás. Cuando hubo llegado a un punto situado frente al porche trasero, se detuvo a examinar lo que veía. El único mueble que había en el porche de la señorita Hester era una mecedora de mimbre, pintada de verde. Estaba vuelta hacia el seto que separaba su jardín del de los Card. Lentamente, notando los apresurados latidos de su corazón, Norman se abrió paso hasta el porche. Se sentó en la mecedora y miró hacia el seto. Vio que había un resquicio, de unos diez centímetros, y a través de este resquicio vio a la señora Card sentada en su chaise longue. La señora Card estaba leyendo un libro de llamativa portada mientras fumaba un cigarrillo. De vez en cuando, bajaba una mano y se rascaba el monstruoso bulto que era su abdomen. La decepción de Norman no tuvo límites.
Si esto era todo, la señorita Hester debía estar tan chalada como decía la gente. Sólo una persona realmente loca podía sentarse a mirar cómo la señora Card leía y fumaba y se rascaba. Tenía que haber algo más. Esto no podía ser todo.
Permaneció sentado largo rato en la mecedora de la señorita Hester, esperando que sucediera alguna cosa, pero no sucedió nada. Era una tarde muy calurosa y soporífera. Las cigarras cantaban en los árboles, y el olor a humo llegaba a todas partes. Procedía de los incendios forestales que tenían lugar a casi seis kilómetros de distancia, pero que se acercaban más y más a la ciudad a cada minuto que pasaba. Era un olor muy soporífero, el olor a humo. Norman se sobresaltó. Demasiado tarde, oyó el eco del reloj situado frente al Citizens' National Bank en Elm Street. Sonó cinco veces, y el ruido que Norman oyó ahora fue el pestillo de la puerta del jardín de la señorita Hester.
Sin pensar en nada, excepto en que la señorita Hester no debía sorprenderle allí, Norman saltó fuera del porche. Había un espacio de aproximadamente un metro de anchura entre la parte inferior del porche y el seto, y Norman se echó de bruces allí. Rogó para que la señorita Hester no fuera al borde del porche y mirase hacia abajo, pues entonces le vería inmediatamente, y sólo Dios sabía qué haría. Nunca se sabía lo que una persona loca era capaz de hacer, y cualquiera que pasara las horas mirando por el boquete de un seto cuando no había nada que ver debía estar realmente loco. Norman oyó el golpe seco de la puerta de tela metálica de la señorita Hester, y el crujido de su mecedora al sentarse. Evidentemente, no iría hasta el borde del porche ni miraría hacia abajo. La oyó hablar en susurros con su gato mientras lo ataba a un travesaño de la silla, y se preguntó cuánto rato permanecería en el porche. Probablemente hasta que oscureciera, y entonces él recibiría una buena reprimenda cuando llegara a su casa. Oyó que un coche se detenía frente a la casa vecina. Era el señor Card, que volvía de trabajar. Norman giró la cabeza en minúsculas fracciones de un centímetro para mirar a través del boquete del seto. El sudor le producía una fuerte picazón, y las secas briznas de hierba sobre las que estaba echado le hacían cosquillas en la nariz. Tenía un histérico deseo de estornudar y una necesidad igualmente urgente de orinar.
—¡Hola, muñeca! —Era el señor Card, que había dado la vuelta a su casa y llegaba al jardín trasero.
La señora Card dejó caer el libro y alargó los brazos hacia él, y el señor Card fue a sentarse en el borde de la chaise longue junto a su esposa.
—Pobrecito —dijo la señora Card, —estás acalorado y sudoroso. Toma una limonada.
El señor Card se desabrochó la camisa y después se la quitó. Su pecho y sus hombros brillaban cuando se inclinó hacia la mesa para servirse un refresco.
—Desde luego, hace mucho calor —dijo. —En la tienda no se podía ni respirar. —Los músculos de su garganta se contrajeron al beber, y dejó el vaso encima de la mesa con un ligero golpe.
—Pobrecito —repitió la señora Card, y pasó la mano sobre el pecho desnudo de su marido.
El señor Card se volvió hacia ella, e incluso desde donde se encontraba, Norman vio el cambio que se operó en él. Sus hombros, su nuca, todo su cuerpo se habían puesto en tensión, y la señora Card se reía quedamente. El señor Card profirió una pequeña exclamación y enterró la cara en el cuello de su esposa, y por encima de la cabeza de Norman, el gato de la señorita Hester maulló quedamente. La mecedora donde la señorita Hester estaba sentada no produjo ningún ruido. Si Norman no hubiera sabido a qué atenerse, habría jurado que en el porche no había nadie más que el gato de la señorita Hester. Norman no podía apartar los ojos de los Card. El señor Card había desabrochado el amplio blusón de la señora Card, y ahora estaba aflojándole la falda. Al cabo de un momento, Norman vio el enorme tumor que era el abdomen de la señora Card, y pensó que iba a vomitar. Pero el señor Card pasaba amorosamente la mano por encima del tumor; lo acariciaba suavemente e incluso bajó la cabeza y lo besó. Sujetó a la señora Card entre sus morenos y velludos brazos, y el cuerpo de la señora Card parecía muy blanco. Norman hundió las uñas en la hierba seca que había debajo de sus manos y cerró fuertemente los ojos. El deseo de encontrarse fuera y lejos de este lugar le hizo sentir físicamente enfermo. ¿Por qué no se levantaba la señorita Hester y entraba en la casa? ¿Es que nunca se iría? Ahora, las grandes manos del señor Card se posaron sobre los senos de la señora Card, y Norman vio que también éstos estaban hinchados y cubiertos de venas azules. ¿Cómo iba a escaparse? Si se levantaba de un salto y echaba a correr, la señorita Hester podía perseguirle. La señorita Hester era alta, y seguramente tenía las piernas largas, y, si lo intentaba, lo más probable era que lo alcanzase. ¿Qué haría entonces con él? Si estaba tan loca como decía la gente, nadie podía saber lo que sería capaz de hacer. Los locos eran imprevisibles. Norman tampoco podía introducirse a través del seto y aterrizar en el jardín trasero de los Card. ¿Qué pensarían de él, después de haberle ofrecido su amistad, dado una limonada y prometido regalarle uno de los gatitos de Clothilde, si averiguaban que les había espiado? Norman lanzó una ojeada a través del boquete del seto. El señor Card estaba arrodillado en el suelo, con la cara oculta en la carne de la señora Card, y la señora Card estaba muy quieta, con las piernas un poco separadas, y una sonrisa en la cara que dejaba sus dientes al descubierto.
«¡Tengo que salir de aquí! —pensó Norman con desesperación. —Tanto si la vieja señorita Hester me atrapa como si no, ¡tengo que salir de aquí!»
Se fue levantando lentamente hasta quedar en cuclillas, de modo que sus ojos llegaban apenas al borde del porche. Entonces vio que no tenía que preocuparse porque la señorita Hester le persiguiera. La señorita Hester estaba rígidamente sentada en la mecedora, con las manos cerradas alrededor de los brazos, los ojos fijos en el boquete del seto, y una franja de sudor encima del labio superior. El gato, negro, gordo y brillante, estaba atado a un travesaño de la silla, y se frotaba suavemente contra las piernas de la señorita Hester, intentando atraer su atención con suaves maullidos. Norman se levantó y echó a correr, y la señorita Hester no volvió la cabeza para mirarle.
—¿Qué le ha pasado a tu camisa, Norman? —preguntó su madre cuando entró en su casa. —Está llena de manchas de hierba.
Norman nunca había mentido a su madre. Es cierto que algunas veces había dejado de decirle ciertas cosas, pero nunca le había dicho una mentira.
—Me he caído —dijo. —Iba corriendo por el parque, y me he caído.
—Por el amor de Dios, Norman, ¿cuántas veces tengo que decirte que no corras con este calor?
Más tarde, después de cenar, Evelyn Page descubrió que se había quedado sin pan, y envió a Norman a la tienda de Tuttle para comprar una barra. Estaba oscureciendo cuando Norman pasó frente a la casa de la señorita Hester de regreso de la tienda. Casi había llegado a la altura de la casa cuando oyó el sonido más pavoroso que había oído jamás. Lo que oyó fue el feroz maullido, el alarido de un animal aterrorizado luchando por la libertad. Cuidadosamente, Norman dejó la barra de pan de su madre en la acera junto a la puerta del jardín de la señorita Hester, y se dirigió hacia la parte trasera de la casa de la señorita Hester. Sabía, con una espantosa certidumbre, lo que encontraría allí, pero hizo un esfuerzo para seguir adelante.
La señorita Hester estaba sentada en su mecedora de mimbre. Su posición no había cambiado desde que Norman la viera aquella tarde, pero ahora la rigidez de su cuerpo era distinta. Norman observó al gato, que luchaba desesperadamente con la cuerda que le mantenía atado al rígido cadáver de la silla. El gato se retorcía, giraba, brincaba, pero no podía huir de la señorita Hester, y mientras lo intentaba, su garganta emitía horribles y estridentes sonidos de temor.
—¡Basta! —susurró Norman desde la escalera del porche. —¡Basta!
Pero el aterrorizado animal ni siquiera reparó en él.
—¡Basta! ¡Basta! —Norman elevó la voz sin darse cuenta, pero el gato no le prestó atención, y cuando Norman no pudo resistirlo más, se abalanzó sobre el gato y cerró las manos alrededor de su cuello. El gato luchó, hundiendo las garras en la mano de Norman, pero para el muchacho los arañazos no fueron más que marcas rojas hechas por una pluma mojada en pintura. Apretó más y más, e incluso cuando comprendió que el gato estaba muerto, continuó apretando, sin dejar de decir—: ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!
Fue el señor Card quien encontró a la señorita Hester. El y la señora Card fueron al cine por la noche, y cuando él abrió la puerta trasera para dejar salir a Clothilde, al regresar a su casa, la gata fue directa al seto y el jardín trasero de la señorita Hester.
—¡Jesús! ¡Qué panorama! —diría más tarde el señor Card. —Allí estaba la señorita Hester, sentada tan tiesa como un palo en la mecedora, muerta y bien muerta. Y el gato, con el cuello roto, atado a un travesaño. Lo que no comprendo es por qué ese gato no la arañó cuando ella lo estranguló. ¡No tenía un solo arañazo!
—Ahora quizá haya terminado —suspiró Seth Buswell mientras servía una bebida a su cansado amigo Matthew Swain.
—Dicen que no hay dos sin tres —contestó el médico, sonriendo para restar seriedad a sus palabras.
—Esto es una estúpida superstición —declaró airadamente Seth Buswell, temeroso de que su amigo tuviera razón. —Ha sido una mala época, pero ahora ya ha terminado.
Matthew Swain se encogió de hombros, y tomó un sorbo de su bebida.
En la casa de los Page, Evelyn sostenía la cabeza de Norman mientras él vomitaba en el retrete.
—Me he visto mezclado en una pelea —dijo Norman, cuando ella le preguntó sobre los arañazos de sus manos y brazos.
—Tienes la barriga revuelta, querido —dijo cariñosamente ella. —Te pondré una lavativa y te acostaré.
—Sí —jadeó Norman. —Sí, por favor —y en su cabeza todo daba vueltas. Allison, y los Card, y la señorita Hester y el gato.
En las colinas que rodeaban Peyton Place, los incendios proseguían, voraces e incontrolables.
CAPÍTULO 19
Todo lo que los hombres sabían hacer para luchar contra los incendios forestales había sido hecho en Peyton Place la primera semana de setiembre. Se habían practicado cortafuegos e incluso esto resultó inútil, pues las arboladas colinas ardían en demasiados sitios a la vez. Hombres cansados, en turnos de veinticuatro horas, se alineaban en las carreteras asfaltadas que atravesaban las colinas y esperaban pacientemente, con la espalda encorvada bajo el peso de las bombas, a que el incendio llegara hasta donde estaban. Otros hombres más experimentados luchaban en los caminos de tierra, donde se hallaban rodeados por los altos árboles en llamas, y en todas partes la lucha fue inútil, pues la fuerza estaba en un solo lado. Los incendios que circundaron Peyton Place a finales del verano de 1939 fueron incontrolables por el hecho de que un incendio forestal es siempre incontrolable. Una combinación de fuego excesivo en una zona demasiado amplia con pocos hombres y poco equipo, más el viento suficiente para avivar y extender las llamas y poca, muy poca agua. El único río que la sequía de 1939 no había secado totalmente era el río Connecticut.
«Cuando el fuego llegue al río...», decían los hombres, y después se callaban. Si el fuego se extendía lo bastante hacia el oeste, finalmente llegaría al río y se detendría, pero no había ningún río hacia el este que pudiera compararse en caudal y anchura al río Connecticut.
«Si lloviera...», y todos sabían que ésta era la única solución. Mientras el fuego se arrastraba rápidamente hasta los aledaños de Peyton Place, todo el mundo miraba al despejado cielo de setiembre y decía: «Si lloviera...»
Las tiendas y negocios de la ciudad estaban cerrados permanentemente o bien abrían un par de horas diarias cuando los hombres podían permanecer tanto tiempo alejados de la zona en llamas. Las Fábricas Cumberland estaban cerradas, y no sólo era la falta de producción textil lo que hacía maldecir a Leslie Harrington. Era el hecho de que en el norte de Nueva Inglaterra hubiese un pacto de caballeros que decretaba que un empleado continuaría recibiendo su paga como si trabajara en su puesto laboral habitual cuando se hallaba colaborando en la extinción de un incendio. Era el prohibitivo coste del incendio lo que enfurecía a Leslie, aparte del hecho de que no pudiese hacer nada para resolver la situación. Por mucho que maldijera y se enfureciese, el incendio no se detendría. A finales de la primera semana de setiembre, Leslie era el único hombre capaz de la ciudad que no había ido a las colinas.
—El incendio me está costando mucho dinero —dijo. —He pagado cien veces el derecho a quedarme sentado y contemplar el espectáculo.
Además, en vísperas del día del trabajador, tenía otras cosas que hacer. Aparte de las Fábricas Cumberland, Leslie Harrington era el dueño de una pequeña feria. La ciudad bromeaba sobre la feria de Leslie. Los obreros de la fábrica decían que Leslie les tenía todo el verano trabajando para poder arrancarles el dinero con las máquinas tragaperras y la rueda de la fortuna, que eran las mayores atracciones de la feria. Leslie había tomado la feria después de haber saldado la hipoteca que tenía sobre ella el Citizens' National Bank. El banco estaba dispuesto a embargar la feria a su dueño original, un verdadero «feriante» llamado Jesse Witcher, que prefería el whisky y las mujeres, como él mismo decía, a pagar sus facturas. Esta actitud no era la más adecuada para despertar grandes simpatías en el corazón de los banqueros, especialmente en Peyton Place, donde todo el mundo recordaba a los Witcher. Todo o nada, así eran los Witcher. Siempre habían sido así. El banco estaba a punto de enviar a Buck McCracken con una notificación de embargo contra Jesse Witcher cuando Leslie Harrington intervino.
—Por el amor de Dios, Leslie, ¿has perdido la cabeza? —le preguntó Charles Partridge. —¡Una feria! ¿Para qué? Te pillarás los dedos. Witcher no te pagará a ti si no ha pagado al banco.
—Lo sé —admitió Leslie.
—Entonces, olvídalo, Leslie. ¿Qué demonios harías con una feria? No es una buena inversión.
—¿Es que no tengo derecho a comprar una cosa para divertirme, como cualquier otro? —gritó Leslie, furioso por tener que explicar un negocio absurdo y arriesgado a su abogado, que siempre le había considerado un hombre práctico y astuto. —Maldita sea, Charlie, tengo derecho a comprar algo por el simple placer de hacerlo, ¿no? A algunos hombres les gustan los trenes eléctricos y los sellos de correos. A mí me gustan las ferias.
Leslie proyectó la mandíbula hacia fuera en forma beligerante, desafiando a Partridge a que se riera o le criticara, pero Partridge, un verdadero pacifista, no hizo ninguna de las dos cosas. Preparó los documentos, y no mucho después inició los procedimientos de embargo que hacían de Leslie el único dueño de una feria conocida hasta ahora como «El Espectáculo de las 1.000 Diversiones». Jesse Witcher estuvo muy complacido. Seguiría dirigiendo su amada feria, como gerente de Leslie, sin ninguna de las preocupaciones que asediaban a un dueño.
El Espectáculo, como Leslie le llamaba desenfadadamente, había funcionado el día del trabajado desde que Leslie se convirtiera en su dueño seis años antes, hecho que en un principio, asombró a Witcher y que seguía asombrándole.
—Esto no es sitio para trabajar el día del trabajador —se quejó Witcher. —El día del trabajador es algo grande. Un fin de semana largo. Tendríamos que estar en Manchester o en algún otro sitio donde hubiera mucha gente. Aquí no hay gente.
—Las fábricas están cerradas el día del trabajador —dijo Leslie, —de modo que quizá hagamos algunos centavos.
—Pero podría hacer dólares en vez de centavos si estuviéramos en otro sitio —protestó Witcher.
—No me gusta hacer dinero tan de prisa —dijo Leslie, y Witcher se encogió de hombros y levantó sus puestos de juegos y refrescos en un gran campo vacío, también propiedad de Leslie Harrington, cerca de las fábricas.
Witcher no volvió a protestar después de este primer año como gerente de El Espectáculo, pero cuando el viernes anterior al día del trabajador de 1939 llegó a Peyton Place y vio las calles vacías, las tiendas cerradas y los incendios, fue inmediatamente en busca de Leslie Harrington.
—Esta vez —dijo— ya no se trata de hacer unos cuantos centavos. Se trata de perder dinero. No hay nada más triste, ni más caro, en este mundo que una feria sin gente. Y este fin de semana no habrá gente en Peyton Place.
—Vendrán —dijo Leslie. —Móntelo.
Witcher se frotó los ojos, irritados por el humo que parecía estar en todas partes. Se cernía sobre el campo vacío donde Witcher daba órdenes para la descarga de los camiones. Miró a través de la espesa neblina hacía donde ardían los incendios.
—Es como bailar en un funeral —gruñó.
Sin embargo, la gente apareció. A Witcher podía parecerle como bailar en un funeral, pero para los cansados e inquietos residentes de Peyton Place la feria fue como una tregua, un oasis de diversión en medio de un entorno poco cómico. Allison MacKenzie estaba allí porque el doctor Swain había dicho que debía salir de su habitación y mezclarse con la gente. Aún estaba pálida y demacrada, pero estaba allí, flanqueada por Tomas Makris y Constance. Rodney Harrington acudió en compañía de una llamativa muchacha de White River que le miraba como si pensara en todas las cosas maravillosas que Rodney deseaba hacerle creer. Kathy Ellsworth fue con su novio, Lewis Welles. Lewis no gustaba a todo el mundo en Peyton Place. Era un muchacho de cara franca que siempre sonreía. La ambición de Lewis consistía en llegar a ser el primer vendedor de la farmacia de White River donde ahora trabajaba como empleado de almacén, y había quienes decían que Lewis no tardaría en lograr su objetivo. Se referían, naturalmente, a su fácil sonrisa, a su afición a las bromas prácticas y a su costumbre de saludar a la gente con una fuerte palmada en la espalda. Mientras otros le encontraban hipócrita y vulgar, Kathy le consideraba diplomático, alegre y maravilloso.
La noche del día del trabajador, el campo vacío próximo a las fábricas ya no estaba vacío. De hecho, toda la ciudad estaba allí excepto Norman Page. Era una multitud alegre y bullanguera, una multitud que expresaba su entusiasmo de un modo ferozmente decidido que Seth Buswell encontró espantoso.
—Vienen dispuestos a divertirse o a morir en el intento —dijo sombríamente a Tom.
Desde abajo, era imposible ver los asientos superiores de la rueda mágica. Sólo las brillantes luces que decoraban los lados de la rueda eran visibles a través de la espesa neblina, de manera que parecía como si las personas de los asientos estuvieran desapareciendo en otro mundo a medida que la rueda giraba lentamente. Por alguna razón, Allison pensó en una obra que había leído, cuyo título era Salto al vacío, y se estremeció, pero la rueda tenía mucho éxito.
—¡Den una vuelta en la rueda mágica! —gritaba Witcher. —Suban allá arriba y vuelvan a respirar el aire. No hay humo en la parte superior de esta gigantesca rueda de placer.
La gente se reía con estridencia y empujaba y no le creía, pero subía a la rueda mágica. Los niños se restregaban los ojos enrojecidos y pedían a gritos unas vueltas en el tiovivo a través de gargantas secas e irritadas, y niños algo mayores chillaban en el látigo, mientras los adultos se mareaban en el rizo. Allison se estremeció más violentamente que antes al absorber el panorama y los sonidos que la rodeaban, y Tom dijo:
—Será mejor que te llevemos a casa.
—¡Oh, no! —exclamó Kathy Ellsworth, que se había reconciliado con su amiga Allison la semana anterior. Kathy se agarró a la mano de Lewis Welles y dijo—: ¡Oh, no se la lleven a casa! Ven con nosotros, Allison. Aún no hemos ido a la casa de la risa. ¡Ven!
—¡El viento! —gritó una voz entre la multitud. —El viento ha arreciado. ¡Va a llover!
La multitud se echó a reír con más estridencia que antes, y Seth Buswell echó la cabeza hacia atrás. Aunque no pudo ver el cielo, sintió el viento en la cara.
—Quizá —dijo.
—Vamos, Allison. Aún no hemos ido a la casa de la risa. ¡Ven con Lew y conmigo!
Una persona que llevaba un enorme cono de algodón de azúcar pasó junto a Allison, y la dulce pelusa le rozó la mejilla. Una vez en que, de niña, jugaba al escondite, entró en un granero y chocó con una telaraña. Se adhirió a su cara, igual que el algodón de azúcar. Allison se sintió como si estuviera en una pesadilla y quisiera vomitar, pero no pudiese porque no conseguía despertarse.
—¡Aquí hay refrescos!
—¡Suban a la rueda mágica y vuelvan a respirar el aire!
—Acérquense, caballeros, acérquense. Tres disparos por veinticinco centavos.
—Gane una preciosa muñeca para su dama, señor. Pruebe suerte.
—Helados. Cacahuetes. Palomitas de maíz. Algodón de azúcar.
—¡La rueda de la fortuna gira y gira, y nadie sabe dónde se detendrá!
Y por encima de todo esto, la música, aguda y monótona. Allison se agarró a la mano libre de Kathy como si se estuviera ahogando.
—Ven con nosotros, Allison. ¡Ven con nosotros!
—Connie, creo que no se encuentra bien.
La casa de la risa de «El Espectáculo de las 1.000 Diversiones» era el compendio de los horrores común a todos los parques de atracciones. Los padres que sabían por experiencia la impresión que causaría a sus hijos menores, si les dejaban entrar, procuraban evitarla, pero tenía mucho éxito entre los adolescentes de la escuela superior y entre los adultos. Se decía que la casa de la risa era un medio infalible para que las muchachas se abrazaran a sus acompañantes. Jesse Witcher estaba muy orgulloso de su casa de la risa. Le había ayudado a arruinarse. Tenía de todo: horribles máscaras que surgían ante los parroquianos en el momento más inesperado, espejos, suelos inclinados, intrincados laberintos de pasadizos tenuemente iluminados, y una máquina de viento. Witcher adoraba la casa de la risa. Normalmente no permitía que nadie más que él se ocupara de ella, y siempre velaba para que la maquinaria que producía sus aterradores efectos estuviera bien engrasada y en perfecto estado.
—No hay nada peor —había dicho a Leslie Harrington— que un efecto de terror que ocurre un segundo demasiado tarde, o un batir de alas que se oye demasiado pronto.
Pero este fin de semana del día del trabajador había sido muy agitado. Este año, Jesse Witcher no pudo disponer del equipo local que siempre le ayudaba a montar las atracciones. Todos los hombres y muchachos lo bastante mayores y lo bastante fuertes para ser de utilidad estaban ocupados en la extinción de los incendios. Witcher había estado en todas partes «como un maldito mosquito», según explicó más tarde a Leslie, intentando poner el parque de atracciones en marcha. Se encargó de que levantaran la casa de la risa y comprobaran su maquinaria. Después confió los detalles finales a un actor que lanzaba cuchillos a su amante en el espectáculo, y a un escuálido muchacho de White River, cuya ambición era ser mecánico de una feria ambulante. Witcher no se arrepintió de haber contratado al muchacho. La casa de la risa atraía a mucha gente, y por los chillidos procedentes de la salida, donde estaba la rejilla del ventilador, el muchacho debía estar apretando los botones correctos en el momento justo. A las cuatro, Witcher decidió dar un vistazo a la casa de la risa, para asegurarse de que todo marchaba bien. No había tenido la ocasión de hacerlo durante todo el fin de semana, pero cuando se dirigía hacia ella, alguien le llamó y tuvo que ir a arreglar la rueda de la fortuna, que era la atracción favorita de Leslie Harrington y que se había estropeado momentáneamente. Como explicó más tarde, el gentío empezó a llegar poco después, y no tuvo tiempo de dar una ojeada a la casa de la risa.
Eran las nueve de la noche cuando Allison, arrastrada por Kathy y Lewis, traspuso la entrada de la casa de la risa. Los tres se abrieron paso, en fila india, con Lewis a la cabeza, a través del laberinto de corredores tenuemente iluminados por una luz púrpura. Kathy se reía con nerviosismo y se agarraba a la espalda de la camisa de Lewis, mientras Allison, empapada en el sudor que le producían los lugares pequeños y cerrados, se asía a la cintura de Kathy. En los pasadizos había mucha gente y hacía calor, y cuando llegaron a la habitación de los espejos, Kathy se estiró y brincó alegremente.
—¡Miradme! —exclamó, mientras corría de un espejo a otro. —¡Mido setenta centímetros de altura y soy tan grande como una cuadra!
—¡Miradme! Soy alta y delgada como un palo. ¡Mirad! ¡Tengo una cabeza triangular!
—¡Oh, mirad! Esta debe ser la máquina que lo mueve todo. Mirad cómo giran todas esas ruedas. ¡Oh! Mirad ese enorme ventilador. ¡Es lo que debe producir el viento en la salida!
La maquinaria estaba debajo del suelo, pero se veía a través de un recuadro hecho en los tablones de madera. El recuadro era lo bastante grande para permitir que un hombre bajara a comprobar o a reparar la maquinaria una vez la casa de la risa hubiera sido levantada, y se hallaba en una esquina de la habitación que albergaba los espejos. No había nada cerca de la abertura, y quizá Kathy nunca se habría fijado en ella si no hubiera estado bailando jovialmente ante la hilera de espejos. Después, ni Lewis ni Allison pudieron decir qué había atraído a Kathy hasta aquel rincón de la estancia. No pudo ser el ruido de la maquinaria, como Jesse Witcher testificó más tarde, pues la maquinaria estaba engrasada y no hacía ningún ruido. Además, dijo, la casa de la risa era de madera contrachapada, aunque no insonorizada, y el ruido del exterior penetraba en el edificio hasta el punto de que el sonido de la bien engrasada maquinaria resultaba inaudible. Además de esto, se había levantado viento y había empezado a tronar, de modo que Kathy no pudo ser atraída hacia la abertura por el ruido. Fue curiosa y descuidada, y ésta había sido la causa del accidente. Oh, sí, era cierto que la abertura debía haber estado tapada. Normalmente lo estaba. Si uno miraba, podía ver los agujeros de las bisagras que sujetaban la tapa. Pero, al fin y al cabo, Witcher sólo era un hombre, y no podía estar en todas partes a la vez comprobándolo todo. ¿Cómo iba a poder? La muchacha no debería haberse acercado a la abertura. No tenía nada que hacer allí. Estaba en una casa de la risa, ¿no? Tendría que haberse limitado a reír, y no ir a meter la nariz donde no debía.
—¡Oh, mirad! —exclamó Kathy. —¡Mirad cómo giran todas las ruedas!
—¡Oh, mira, Lewis! ¡Mira, Allison! —dijo Kathy, y se inclinó para verlo mejor y se cayó en el hueco de la maquinaria.
Los demás jóvenes empezaron a retirarse apresuradamente de la habitación, pues les habían aleccionado del peligro que puede suponer ser llamado como testigo. Lewis y Allison se echaron a reír tal como se ríe la gente cuando ve que un borracho se tambalea frente a un camión en marcha, o cuando un viejo resbala en el hielo. Lewis se puso en cuclillas e intentes alcanzar la mano de Kathy, pero la mano de Kathy estaba en el extremo de un brazo que ya se había desprendido del cuerpo. Allison no podía dejar de reír mientras se abría paso hacia la salida de la casa de la risa. Se desternilló de risa cuando la máquina de viento le levantó la falda por encima de la cabeza, y seguía riéndose cuando Tom fue corriendo hacia ella. Se agarró a su camisa y se rió hasta que rompió a hablar.
—¡Kathy se ha caído en el agujero del suelo! —chilló, riéndose con tanta fuerza que no podía recobrar el aliento. —Kathy se ha caído y se le ha desprendido un brazo, igual que una muñeca de juguete.
El viento soplaba ahora con más intensidad. Traía el humo a ráfagas y llenó de arena los ojos de Tom. Las faldas de las mujeres que pasaban rápidamente junto a él, ansiosas por llegar a su casa antes de que empezara a llover, se hinchaban de un modo grotesco, de modo que todas parecían gordas y contrahechas.
—¡Seth! —gritó Tom al viento, y al ver que el editor del periódico no le oía sino que continuaba alejándose, Tom maldijo la suerte que le había separado de Constance en la multitud. Dejó a Allison apoyada contra una pared de la casa de la risa, porque se reía de tal modo que apenas podía mantenerse en pie, mientras iba a decir al muchacho de White River que quería ser mecánico que detuviera la maquinaria.
—Pero no sé cómo —protestó el muchacho, y Tom le dejó boquiabierto, pensando que era un borracho empedernido, mientras se abría paso entre la multitud en busca de Witcher.
En las colinas, los hombres que luchaban contra el incendio retrocedían con los brazos sobre la frente mientras caían las primeras gotas de lluvia. El vapor se elevaba a su alrededor mientras daban la vuelta y se dirigían hacia Peyton Place.
—Está lloviendo —se decían innecesariamente unos a otros.
TERCERA PARTE
CAPÍTULO 01
La descripción más aproximada que Kenny podía hacer del veranillo de San Martín consistía en decir que era «una época bonita». Para Kenny, también era una época de mucho trabajo. Siempre había multitud de tareas de última hora antes de la llegada definitiva del invierno; céspedes que segar por última vez, segadoras que engrasar y guardar, hojas que quemar y setos necesitados de una última poda. Pero para Kenny Stearns, el veranillo llevaba consigo una bonificación adicional a su belleza y postreros calores. Durante esta corta época de sol y color previa al invierno, Kenny siempre sentía la satisfacción del trabajo bien hecho durante la temporada. Mientras bajaba por Elm Street un viernes por la tarde de finales de octubre de 1943, Kenny miraba todos los céspedes y matorrales que bordeaban la calle principal y de los que había cuidado durante la primavera y el verano. Se fijaba en todas las briznas de hierba y en todas las ramas, y hablaba con todas ellas tal como habría hecho con niños bien peinados y acicalados.
—Hola, césped congregacionista. Hoy tienes un aspecto excelente —dijo Kenny, sonriendo con ternura.
—Buenas tardes, pequeño seto verde. Necesitas un corte de pelo, ¿eh? Veremos qué puedo hacer por ti mañana por la mañana.
Los ancianos que descansaban en los bancos de delante del juzgado, aprovechando los últimos rayos de sol, abrieron sus ojos soñolientos para observar a Kenny.
—Por ahí va Kenny Stearns —dijo un anciano, y extrajo un reloj de oro de su bolsillo. —Se dirige a las escuelas. Tienen que estar allí a las tres.
—Miradle, moviendo la cabeza y sonriendo y hablando con ese seto. Está chalado. Siempre lo ha estado.
—Yo no diría tanto —declaró Clayton Frazier, que ahora era mucho más viejo y débil, pero que aún adoraba discutir. —Kenny siempre estuvo bien hasta el accidente. Aún está bien. Quizá beba un poco más, pero no es el único que bebe en esta ciudad.
—¡Qué accidente ni qué ocho cuartos! No fue un accidente que Kenny se cortara el pie. Fue cuando él y todos sus amigotes se encerraron en la bodega y se quedaron ahí todo el invierno. Entonces tuvieron aquella pelea y se atacaron unos a otros con cuchillos. Así fue cómo Kenny se desgració el pie.
—No fue todo el invierno —manifestó Clayton, imperturbable. —No fueron más de cinco o seis semanas que esos tipos se quedaron en la bodega de Kenny. Y tampoco fue una pelea de borrachos. Kenny se cayó por las escaleras con el hacha en las manos y se hirió a sí mismo. Esto es lo que pasó.
—Esto es lo que él dice. Yo he oído otra cosa. De todos modos, no importa. No sirvió para que Kenny dejara de beber. No debe haber pasado cinco minutos sobrio en más de diez años. No me extraña que su mujer haga lo que hace.
—Ginny nunca ha sido una buena mujer —dijo Clayton, calándose el viejo sombrero de fieltro hasta los ojos. —Nunca. Ella fue la causa de que Kenny empezara a beber.
—Quizá sí. Pero no puedes culparla por no cambiar si él tampoco cambia.
—Reconozco que Ginny habría podido cambiar —dijo Clayton Frazier teniendo, como de costumbre, la última palabra. —Nació haciendo lo que hace. Kenny, al menos, nació sobrio.
A ninguno de los hombres se le ocurrió una réplica adecuada a este comentario, de modo que guardaron silencio y siguieron a Kenny con la mirada hasta que giró por Maple Street y se perdió de vista. Tampoco se les ocurrió pensar que todos los días, desde hacía años, contemplaban a Kenny hasta que giraba por Maple Street y se perdía de vista.
—Hola, hermosas Quimby de dos cabezas —dijo Kenny a una hilera de ásters púrpuras. —No, esto no está bien. Esperad un momento.
Kenny se detuvo unos instantes frente a una gran casa blanca de Maple Street que había ayudado a pintar la primavera anterior. Se rascó la arrugada nuca, siempre quemada por el sol. Las persianas de la casa blanca estaban subidas hasta la mitad de las ventanas, y esto fue lo que iluminó a Kenny. Se volvió hacia la hilera de ásters y les hizo una solemne reverencia.
—Perdonadme —dijo. —Hola, hermosas Carter de dos cabezas. Os ruego que me disculpéis. —Se quedó inmóvil un momento y contempló las flores, con una expresión pensativa en la cara. —No sé, pero yo preferiría que me llamaran Quimby, incluso por equivocación —dijo al fin.
Satisfecho por haber dicho lo que él consideraba un gran insulto contra Roberta y Harmon Carter, Kenny reanudó su marcha hacia las escuelas de Peyton Place. Al llegar al seto que separaba la escuela primaria de la primera casa de Maple Street, Kenny se detuvo y alzó los ojos hacia el campanario. ¡Allí estaba! Más reluciente y luminosa que el sol de octubre.
—¡Hola, preciosa! —exclamó Kenny, dirigiéndose a la campana de la escuela. —¡En seguida estoy contigo!
La bruñida campana brillaba y centelleaba alentadoramente mientras Kenny se encaminaba hacia la puerta de la escuela primaria. Ahora andaba con un afán que nunca tenía cuando se acercaba a otra cosa que no fuera su campana.
¿Acaso la campana no lo sabía?, pensó Kenny. Claro que sí. Sólo había que ver lo negra que se había puesto por falta de amorosos cuidados cuando él tuvo el accidente. ¡Pero cómo había relucido cuando él regresó!
—Pensabas que me había muerto, ¿verdad, preciosa? —inquirió Kenny.
Mucha gente le había dado por muerto aquella vez, pensó Kenny. Incluso el viejo doctor Swain. Oh, después todos lo negaron, pero Kenny recordaba cómo habían hablado. Lo recordaba como si hubiera sucedido el día anterior y el doctor estuviese inclinado sobre él.
—Está bien muerto —había dicho el doctor, y Kenny había contestado: «¡De ninguna manera!», pero nadie parecía escucharle.
Le echaron en una especie de cama, llevada por un par de individuos enormes, y le enviaron al hospital. Kenny lo recordaba muy bien. Las enfermeras también creyeron que estaba muerto, y cuando Kenny gritó lo contrario, no le escucharon más que el doctor. Ginny había creído que estaba muerto, o muriéndose, por lo menos.
—¿Está muerto, doctor? —le oyó preguntar Kenny.
—¡No, perra! —gritó él, pero ella no le oyó.
El se lo dijo más tarde.
—Pensabas que estaba muerto, ¿eh? Pues no lo estoy ni lo he estado. ¡Se necesita algo más que un pequeño corte en el pie para matarme!
—¡Por Dios que sí! —rugió Kenny, dirigiéndose a la campana de la escuela con voz alta y espesa. —¡Se necesita más que un maldito corte de nada para matar a un tío como yo!
La voz de Kenny se introdujo con claridad por las ventanas abiertas de la clase donde la señorita Elsie Thornton velaba sobre el octavo grado. Antes de que el eco de la voz de Kenny se hubiera desvanecido, la señorita Thornton había dado un fuerte golpe sobre el borde de su mesa en un intento por anticiparse al desorden que siempre causaban los comentarios de Kenny.
«Vuelve a estar borracho —pensó la señorita Thornton con cansancio. —Habrá que hacer algo respecto a Kenny. Debo exponerlo ante la junta escolar. Uno de estos días se caerá del campanario, o resbalará por las escaleras, y éste será el fin de Kenny. Un triste fin para una vida malgastada.»
Más tarde, la señorita Thornton recordaría sus pensamientos de aquel viernes por la tarde, pero en aquel momento no malgastó más tiempo con ellos. Volvió a golpear el borde de su mesa, e hizo su habitual pregunta sobre quién deseaba quedarse treinta minutos con ella después de que sonara la campana. Finalmente, la calma volvió a reinar en la habitación, pero cada día era más difícil para la señorita Thornton mantener su mano de hierro sobre los estudiantes. Casi siempre, culpaba de este estado de cosas a las personas a quienes los brillantes profesores salidos de la universidad le habían dicho que culpara; es decir, a los padres de los niños a quienes enseñaba. El mal comportamiento en clase, le habían dicho estos brillantes profesores, era el reflejo directo del medio ambiente familiar de un niño. En los últimos cuatro o cinco años, la señorita Thornton había aprendido a utilizar una palabra que no era demasiado popular cuando ella estuvo en el Smith College. La palabra era «complejo». Todos los niños tenían alguno, decían los brillantes profesores, y era el complejo de este niño determinado lo que le hacía portarse mal en clase. Casi siempre, la señorita Thornton estaba de acuerdo con estas nuevas teorías, pero, a veces, cuando se sentía muy cansada, como todos los viernes por la tarde, recordaba los días en que con complejos o sin complejos, podía obligar a un niño a portarse bien mientras estaba dentro de los confines de su clase. En tardes como ésta, la señorita Thornton comprendía que estaba envejeciendo y que se sentía realmente muy cansada.
—Puedes leer hasta el final de la clase, Joey —dijo, después de que una ojeada a su reloj le revelara que eran las tres menos diez.
Joey Cross se levantó y empezó a leer en voz alta Las aventuras de Tom Sawyer. Leía bien, pronunciando las palabras claramente, pero con esa singular falta de expresión que suelen tener los muchachos en edad de ir a la escuela primaria cuando se les pide que lean ante sus compañeros. La señorita Thornton entrecerró los ojos, y la única parte de su mente que permaneció atenta a la voz de Joey fue la parte que dice a una maestra experimentada cuándo se ha pronunciado mal una palabra.
«Este —pensó la señorita Thornton— es un niño que debería tener todos los complejos del libro. Un bruto borracho por padre, que huyó y le abandonó, una suicida por madre, y jamás un bocado de comida decente o una cantidad adecuada de protección o ropa hasta que tuvo nueve años. Sin embargo, después de adaptarse a una forma de vida normal parece ser víctima de menos complejos que la mayoría de los niños que nacen sin conocer otra cosa que lo que Joey conoce desde hace sólo cuatro años. Es el chico más inteligente de la clase, es menos travieso que la mayoría, y no se pelea ni maldice más que los otros. ¿Complejos? Hum. Me estoy haciendo vieja, esto es todo. Sólo desearía que todos fuesen tan inteligentes y fáciles de manejar como Joey Cross.»
Joey no lo sabía, y tampoco sus condiscípulos, pero era el niño mimado de la señorita Thornton. Era la imagen de Joey la que cruzaba por su mente siempre que se desanimaba y soñaba con retirarse. Si puedo enseñar una sola cosa o un solo niño... Siempre que pensaba en su más secreta y prometedora esperanza, era a Joey a quien veía. Era cierto que la señorita Thornton tenía un niño mimado diferente todos los años. No fue Joey el año anterior, ni sería Joey el año próximo, pero por el momento estaba en el octavo grado, y era en él quien la señorita Thornton cifraba sus anhelos de éxito.
El 39 fue un mal año para Selena y Joey Cross. Después del suicidio de Nellie, los niños Cross se encontraron solos en el mundo, siendo Selena una muchacha de apenas dieciséis años, y Joey un niño delgado y mal nutrido de nueve. En cuanto Nellie hubo sido convenientemente enterrada, alguien —y muchas personas en Peyton Place decían que fueron Roberta y Harmon Carter— dio parte al Departamento de Bienestar Social sobre Selena y Joey. Al poco tiempo, una asistenta social llamó a la puerta de la cabaña de los Cross. Selena y Joey se hallaban en el corral de las ovejas en aquel momento, y, como los grandes coches negros con el escudo del estado esmaltado en las puertas delanteras, y las mujeres de cabello corto y traje sastre que llevaban un maletín eran cosas muy raras en Peyton Place, Selena sospechó en seguida. En cuanto la asistenta social hubo entrado en la cabaña, Selena agarró a Joey de la mano y corrió a casa de Constance MacKenzie. Constance, aterrorizada de que la descubrieran, ocultó a los niños Cross en el sótano de su casa mientras se ponía en contacto con Seth Buswell y Charles Partridge. Fue Seth quien finalmente localizó a Paul, hijo mayor de Lucas Cross y el hermanastro de Selena.
Paul Cross llegó a la ciudad conduciendo su propio automóvil y acompañado de su esposa, a la que había conocido y con la que se había casado en la parte norte del estado. Su nombre era Gladys, y Gladys fue la clave de todo. Hubo muchas personas en Peyton Place dispuestas a criticar a la esposa de Paul, pues Gladys era una exuberante rubia con un cabello tan obviamente teñido que incluso los niños pequeños se fijaban en ello y lo comentaban. Hubo algunos que dijeron que Gladys había sido una de las mujeres fáciles que circulaban por Woodsville, dispuesta a complacer a leñadores con dinero que gastar, pero lo único que la señorita Thornton sabía de ella era lo que Joey le dijo, y lo que supo por boca de Seth Buswell y Matthew Swain.
Gladys, según Matthews Swain, entró en la cabaña de los Cross, dio un vistazo a su alrededor y exclamó:
—¡Jesús, qué mierda de casa es ésta!
Al día siguiente, se corrió la voz en la ciudad de que Paul Cross había venido para quedarse. Obtuvo un buen empleo en uno de los aserraderos casi en seguida, y al cabo de dos semanas había agua corriente en la cabaña de los Cross. Al cabo de un año, ya no era un cabaña sino una casa, con cañerías y un dormitorio para cada uno. El único vestigio de la antigua propiedad de los Cross era el viejo corral que Lucas había construido y que ahora albergaba las ovejas de Joey. El mayor motivo de orgullo para Joey era que una de sus ovejas hubiese ganado tres cintas azules en tres ferias del condado durante el mismo año.
—Paul está loco dejando que su esposa invierta tanto dinero en un sitio que ni siquiera es tuyo —dijeron unas cuantas personas en la ciudad. —La casa y la tierra aún pertenecen a Lucas Cross.
—Lucas debe estar muerto —dijo la mayoría de Peyton Place. —Si no, ya habría vuelto.
Paul Cross, a quien nadie había creído capaz de sentir una emoción tan noble como el amor familiar, confundió a la ciudad volviendo a casa para proteger a su medio hermano y a su hermanastra. En, diciembre de 1941, el día siguiente a Pearl Harbor, confundió aún más a todo el mundo abandonando su empleo y alistándose en el ejército.
—Veremos lo que pasa ahora —se dijo en Peyton Place, con los ojos fijos en Gladys. —No tardará en largarse y abandonar a los niños Cross a su propia suerte.
Pero Gladys, ahora reservada, aunque tan exuberante y rubia platino como siempre, se quedó en Peyton Place hasta que Selena se hubo graduado en la escuela superior. Dos semanas después, cuando Selena empezó a trabajar en la tienda de modas de Constance como gerente, dejó la ciudad y se marchó a Texas para reunirse con Paul.
«¿Complejos? Hum —pensó la señorita Thorton mirando a Joey, que correría a su casa después de las clases para dar de comer a sus ovejas y hacer la cena para su hermana. —Me gustaría conocer a un niño tal leal a su madre como es Joey a su hermana.»
Por encima de su cabeza, se oyó la primera nota de la campana de Kenny, y la clase empezó a rebullir.
—¡Silencio! —ordenó la señorita Thornton. —Puedes dejar de leer, Joey. Permaneced en silencio hasta que os dé permiso para salir.
Hubo un murmullo malhumorado en las últimas filas de la clase que ella simuló no oír.
—¿Están ordenados todos los pupitres?
—Sí, señorita Thornton.
—Podéis levantaros.
—Podéis levantaros —remedó una voz procedente de las últimas filas.
—Podéis salir —dijo la señorita Thornton.
El atronador éxodo comenzó, y todos los niños menos uno salieron de clase.
—Everett —dijo la señorita Thornton. —Siéntate, Everett. Pasarás los siguientes treinta minutos conmigo.
«Bueno —pensó, —no soy tan vieja, después de todo, si aún puedo dominarlos de este modo.»
No se le ocurrió pensar que unos años atrás, ningún niño se habría atrevido a parodiarla desde las últimas filas de la clase. Pero si esa idea hubiera cruzado por su mente, la señorita Thornton habría encontrado a quién culpar.
—La guerra —habría podido decir, como decía todo el mundo en el otoño de 1943. —Nada es igual desde que empezó la guerra.
CAPÍTULO 02
Constance Makris cerró la puerta del horno y se enderezó con una exclamación de sorpresa. Su marido se le había acercado silenciosamente por detrás y la había rodeado con los brazos. La apretó con fuerza y ella se relajó inmediatamente sobre su pecho.
—No me aprietes tanto —dijo, riendo.
—No puedo evitarlo —contestó él con los labios sobre su nuca. —Cuando te agachas de este modo para mirar dentro del horno no soy dueño de mí mismo. Tu trasero es el culpable de todo.
—Para un hombre de cuarenta y un años tienes ideas muy jóvenes —dijo ella, moviendo sensualmente su cabeza mientras él la besaba en el cuello.
El cruzó los brazos delante de Constance y posó las manos sobre sus senos.
—Y tú —dijo quedamente, respirando junto a su oído— tienes un cuerpo muy joven para una señora de treinta y nueve.
—Déjame —pidió ella. —El bizcocho se quemará si no me sueltas inmediatamente.
—El bizcocho —dijo él, en un susurro despectivo. —¿Quién quiere un bizcocho?
—Nadie —dijo ella y giró la cabeza, acercándose más a él y levantando los labios.
La besó como solía hacer, primero suavemente y de un modo indagador, después con fuerza, y después suavemente otra vez.
—Cuatro años —dijo con voz ronca— y aún me haces sentir como si estuviera a punto de poseerte por primera vez.
—El bizcocho —dijo Constance— se quemará sin remedio. Ya lo huelo.
—¿Sabes que tienes el pecho de una virgen? —preguntó Tom. —No puedo comprenderlo. Deberías tener algo de la erótica flaccidez propia de la edad madura. Sin embargo, aquí estás, con el pecho túrgido y firme, como dice siempre el detective antes de seducir a la joven sospechosa de asesinato en las novelas policíacas.
—¿Y tú sabes que no tienes nada de tacto? —preguntó ella. —¿Ni sentido de la oportunidad? El pecho no es un tema adecuado para tratar antes de cenar.
Tom sonrió y echó hacia atrás la parte superior de su cuerpo para mirarla a la cara.
—Entonces, ¿qué tema debemos tratar? —preguntó, moviendo lentamente las caderas y los muslos contra los de ella.
—El tema del bizcocho —dijo Constance con burlona severidad. —Eso es. Y el del pescado, que tenemos esta noche para cenar.
—¡Pescado! —exclamó Tom y bajó los brazos.
—Sí, pescado. Te conviene tomarlo de vez en cuando.
—Iré a preparar algo de beber —dijo tristemente Tom. —Si tengo que comer pescado, debo fortificarme por adelantado.
—De paso, enciéndeme un cigarrillo, ¿quieres? —pidió Constance mientras él se dirigía hacia el salón. —Hoy ha llegado el nuevo McCall's. Trae un relato de Allison.
—¿Dónde está?
—Encima de la mesa del salón.
Tom volvió a la cocina llevando dos vasos, dos cigarrillos y una revista. Dio a Constance un vaso y un cigarrillo, y después se sentó a la mesa de la cocina, y dio un sorbo a su bebida mientras hojeaba la revista.
—Aquí está —dijo. —Vaya un título. «Cuidado, muchacha trabajadora.»
—Es sobre una chica que trabaja en una agencia de publicidad de Nueva York —exclamó Constance. —Es una chica con carrera que aspira a ocupar el puesto de su jefe. El jefe es joven y guapo y la chica no puede evitarlo. Se enamora de él. Al final se casa con él, después de comprender que le ama más que a su carrera.
—Santo Dios —dijo Tom y cerró la revista. —Me pregunto si habrá empezado la novela que quería escribir.
—No lo sé. Alcánzame un agarrador, ¿quieres?. —Constance retiró el bizcocho del horno. —Quizá haya abandonado la idea de escribir una novela. Las revistas pagan muy bien, ¿sabes? Y ella aún es muy joven. Siempre he pensado que los novelistas tenían que ser de mediana edad.
—No, si tienen tanto talento como Allison. Por otra parte, yo siempre he oído decir que los autores deben tener alguna experiencia de la vida antes de sentarse a escribir sobre ella. —Tom se rió. —Me pregunto si el editor que compró el primer relato de Allison sigue aún en el negocio. También me pregunto si tiene una remota idea de las consecuencias de su acto.
Constance se echó a reír.
—Esta sí que fue toda una historia. «El gato de Lisa.» Me gustaría saber de dónde sacó Allison esa idea.
—De Somerset Maugham —dijo Tom. —Allison creyó realmente que había irrumpido en los círculos literarios más selectos cuando esa historia ganó el premio.
—Bueno, al menos sirvió para reforzar su decisión de no ir a la universidad.
El gato de Lisa no había sido un buen relato. Allison lo escribió a la edad de diecisiete años para tomar parte en un concurso organizado por una importante revista. La revista había publicado una gran ilustración de un gato sobre un fondo consistente en una ventana entreabierta, con cortinas rojas, y un jarrón de flores sobre la misma mesa donde se hallaba el gato.
«Escribid un relato de no más de cinco mil palabras sobre esta fotografía», invitaba la revista a sus lectores, y ofrecía un primer premio de doscientos cincuenta dólares.
Algo mucho más importante para Allison en aquella época era el hecho de que la revista anunciara la publicación del relato ganador en el siguiente número. Allison se sentó inmediatamente y empezó a escribir la historia de un gato. Trataba de un caballero inglés del cuerpo diplomático que compraba a su infiel esposa, Lisa, un gato negro como regalo de aniversario. Cuando una tarde el caballero inglés regresó inesperadamente a su casa, los tristes maullidos del gato atrajeron su atención y descubrió a su infiel Lisa en los brazos de un amante.
Tom había pensado a menudo que quizá el encargado de leer los relatos presentados a concurso estaba cansado, o, quizá el triste final de la historia, en el que el caballero inglés iba a un lugar designado por Allison como «el norte del país» y contraía la peste y moría, le pareció atrayente. Sea como fuere, Allison fue declarada ganadora, recibió un cheque por la cantidad prometida, y el relato apareció en el siguiente número.
—Quizá la suerte le haya sonreído demasiado pronto —dijo Tom. —Quizá esté demasiado ocupada trabajando en Nueva York para tener experiencias.
Constance empezó a poner abstraídamente la mesa, colocando los platos y vasos en su lugar adecuado gracias a un largo hábito más que a un pensamiento consciente.
—Nunca creí que permanecería tanto tiempo lejos de casa —dijo. —Pensé que volvería antes de seis meses y ya hace más de dos años que está en Nueva York. ¿Crees que después de casarnos la hicimos sentir como una tercera persona que sobra?
—No, creo que no —repuso Tom. —Aunque Allison y yo nunca nos hemos entendido tan bien como yo hubiera deseado, creo que empezó a pensar en marcharse cuando Nellie Cross se suicidó.
Había una especie de convenio sobreentendido entre Tom y Constance. Siempre que se referían a la mala época del 39, hablaban de sus desastres en términos del suicidio de Nellie Cross. No hablaban de esta misma época como el período en que Allison se enteró de lo de su padre y de las circunstancias de su nacimiento.
—Pero creo que su determinación tomó fuerza —continuó Tom— después del accidente de Kathy Ellsworth, durante el juicio. Creo que no volvió a sentir lo mismo que antes acerca de Peyton Place una vez hubo terminado.
—Si éste fue su principal motivo para marcharse fue bastante tonto —declaró Constance. —La demanda de los Ellsworth contra Leslie Harrington no tenía nada que ver con Allison. No era asunto suyo.
—Fue asunto de todo el mundo —dijo Tom con calma.
Más tarde, mientras Constance estaba lavando los platos de la cena, pensó que probablemente Tom había tenido razón al decir que la demanda de los Ellsworth contra Leslie Harrington fue asunto de todo el mundo. Fue una situación que dividió a Peyton Place y sólo por este motivo se convirtió en un asunto de interés para todos. Sin embargo, recordó Constance, no sólo fue el asunto Ellsworth lo que cambió a Allison. Allison había empezado a cambiar antes de eso. No volvió a ser una niña a partir del día en que Constance fue a recogerla al hospital para llevarla a casa, después de aquel desafortunado asunto con Norman Page y la espantosa tragedia de Nellie Cross. «Y también lo otro —pensó Constance de mala gana. —La verdad sobre su padre y sobre mí. Debe importarle muchísimo aunque siempre finja que no le afecta en absoluto. Me pregunto si será verdad eso de que los bastardos suelen tener éxito en el campo que escogen, porque les parece que deben compensar el hecho de no tener padre.» Constance bajó la mirada hacia el agua jabonosa del fregadero y, de repente, las burbujas empezaron a brillar a través de sus lágrimas. No te nía derecho a ser tan feliz, sobre todo después del modo en que había fallado a Allison. Se enjugó una lágrima que se deslizaba por su mejilla frotando la cara sobre el hombro, y oyó los desafinados silbidos de Tom, que trabajaba en el sótano con la sierra circular.
«¡Tengo tanto! —pensó, sintiéndose culpable. —Pero debería haber comprendido que Allison estaba antes que nada.»
No lo comprendió así en el año 39. Recordaba con demasiada claridad la calurosa noche del suicidio de Nellie Cross, cuando Allison se hallaba en el hospital con una conmoción. Lo que más preocupaba a Constance aquella noche era haber perdido a Tomas Makris. Cuando se hubo hecho todo lo posible, Tom sacó lentamente el coche del aparcamiento situado detrás del hospital de Peyton Place. Constance recordaba que no habló, y tampoco lo hizo ella mientras permanecía inmóvil en el asiento delantero del coche a poca distancia de él. Tom no le pidió que se acercara más a él, como hacía normalmente, ni le cogió la mano, y Constance continuó inmóvil, apoyada en la puerta de su lado del coche con el desagradable sabor del miedo en la boca. En silencio, Tom condujo hasta un lugar llamado Road's End y cuando apagó los faros vieron la ciudad extendida ante ellos, como una alfombra. Tom permaneció inmóvil largo rato, contemplando la ciudad, y Constance no se atrevió a hablar. Al fin, él echó la colilla de su cigarrillo a la oscuridad y se volvió hacia ella. A la tenue luz de la luna, su cara pareció a Constance más impenetrable que nunca, y empezó a temblar.
—Cuéntamelo todo —dijo él, pero no la tocó, ni siquiera cuando ella fue incapaz de seguir reteniendo los sollozos.
—No hay nada que contar —dijo. —Nunca en mi vida he estado casada. Esto es todo. Allison es hija ilegítima y he hecho todo lo posible para mantenerlo en secreto desde que nació, mi madre y yo alteramos su partida de nacimiento para que nadie lo supiera jamás. Es un año mayor de lo que ella cree. Hice todo lo que se me ocurrió para protegerla, pero no puedo cambiar el hecho de que sea una bastarda.
—Todo esto de proteger a tu hija suena muy bien, pero no es más que una mentira —dijo brutalmente Tom. —Tus maquinaciones estaban destinadas a protegerte a ti misma, no a ella. Y de todos modos, ¿tenías que lanzárselo a la cara tal como has hecho? He visto actos crueles en mi vida, Constance. Muchos. Pero nunca he visto nada que pueda compararse con lo que has hecho a Allison esta noche.
—¿Qué demonios querías que hiciera? —exclamó Constance, sabiendo que parecía una arpía y no importándole, incapaz de retener las palabras que acudían a sus labios. —¿Qué demonios debía hacer con ella? ¿Dejar que se desmandara? ¿Dejar que se fuera por ahí con todos los muchachos que conociera? ¿Es esto lo que debía hacer, para que al menos hubiese una madre en el mundo que actuara de acuerdo con tus originales teorías sobre el sexo?
—Pero tú no sabes que Allison haya hecho algo reprobable con Norman —dijo fríamente Tom.
—¡Cómo que no lo sé! Es igual que su padre. Cuanto más la miro, más me recuerda a Allison MacKenzie. El sexo. Es en lo único que él pensaba y su hija bastarda hace lo mismo. Ni siquiera tengo que esforzarme demasiado para ver a Allison MacKenzie cuando miro a su hija.
—No es a Allison MacKenzie a quien ves cuando miras a tu hija —dijo Tom. —Te ves a ti misma, y esto es lo que te horroriza. Tienes miedo de que llegue a ser como tú, que termine con un hijo ilegítimo en los brazos, igual que tú. Esto es lo que viste al mirar a Allison y Norman esta noche. No se te ha ocurrido pensar que quizá ella sea distinta de como tú eras.
—¡No es verdad! —exclamó Constance. —A esa edad yo no era como Allison. Jamás se me habría ocurrido irme al bosque con un muchacho para hacer lo que Allison ha hecho.
—¿Cómo sabes qué ha hecho Allison? No le has dado la oportunidad de contártelo antes de empezar a atacarla por todos lados con tu lengua viperina.
—¡Te digo que lo sé!
—¿Por experiencia? —preguntó Tom.
—¡Oh, cómo te odio! —exclamó ella con rencor. —¡Cómo te odio!
—No —dijo Tom, —no me odias. Odias la verdad, pero no me odias a mí. La diferencia entre nosotros, Constance, es que yo sé aceptar la verdad, por muy dura que sea. Lo que sí odio son las personas mentirosas.
Puso el coche en marcha y la llevó rápidamente a su casa de Beech Street sin pronunciar una palabra más, y Constance comprendió que le había perdido.
—¿Cómo has podido decir alguna vez que me amabas? —preguntó mientras bajaba del coche. —¿Cómo puedes haberme amado y después hablarme como me has hablado esta noche?
—No he dicho que te ame menos, Constance —repuso Tom con cansancio. —Sólo he dicho que odio a las personas mentirosas. Hace dos años que quiero casarme contigo porque te amo. Sigo queriendo casarme contigo porque sigo amándote, pero no puedo mirarte sabiendo que mientes cada vez que la verdad te parece demasiado desagradable para aceptarla.
—Supongo que tú nunca has mentido —dijo ella con infantilismo.
—Muy pocas veces —contestó él—; sólo cuando la verdad habría hecho más mal que bien, y casi nunca he llegado hasta el punto de mentirme a mí mismo. Además, Constance, jamás te he mentido a ti. No puede haber belleza, ni confianza, ni seguridad entre un hombre y una mujer si no hay verdad.
—Está bien —dijo airadamente Constance. —Si lo que quieres es la verdad, entra en casa y te diré la verdad. Hasta la última palabra de la verdad. Vamos.
El la siguió al interior de la casa, cerrando la puerta tras sí, y ella le condujo al salón. El cerró las cortinas y la puerta que daba al vestíbulo mientras ella se sentaba rígidamente en el sofá y le observaba.
—¿Quieres una copa? —preguntó tímidamente ella, calmada de repente.
—No —contestó Tom, apoyado en la puerta cerrada que daba al vestíbulo. —Y tú tampoco. Terminemos de una vez. Empieza, y empieza por el principio y, por el amor de Dios, intenta ser sincera con los dos aunque sólo sea esta vez.
Tenía el aspecto de un carcelero mientras esperaba que ella comenzara a hablar y sus facciones reflejaban una dureza que Constance nunca le había visto. No se suavizó cuando ella empezó el vacilante relato de los hechos. Varias veces se apartó de la puerta para encender un cigarrillo, pero no le ofreció ninguno, y varias veces, con una voz que ella no reconoció como suya, la interrumpió para obligarla a puntualizar.
—Esto es una mentira —dijo una vez, y Constance, atrapada en una telaraña hecha por ella misma, volvió a empezar el relato de un incidente determinado.
—¿Qué has omitido? —preguntó, cuando ella confesó un hecho sobre sí misma que siempre había considerado vergonzoso.
—Repítelo otra vez —dijo. —Veamos si puedes decir lo mismo dos veces.
Fue una noche que Constance no olvidaría jamás y cuando tocó a su fin, Tom se apoyó en la puerta cerrada, pálido y ojeroso.
—¿Eso es todo? —inquirió.
—Sí —contestó ella, y él la creyó.
Constance no se dio cuenta hasta mucho después de lo que Tom había hecho por ella. En las semanas siguientes se sintió como una persona nueva y distinta que andará libremente y sin miedo por primera vez en su vida. Nunca más necesitó refugiarse en mentiras y subterfugios, y sólo entonces comprendió lo que Tom había querido decir al hablar del peso muerto que era el caparazón con el que ella se había recubierto. Pero aquella noche no se dio cuenta de nada. No sintió nada más que una terrible necesidad, un apetito que le hizo dar el primer paso por primera vez en su vida.
—Por favor —murmuró, y antes de que Tom pudiera moverse echó a correr hacia él. —¡Por favor! —exclamó. —Por favor. Por favor.
Y entonces, él la abrazó y sus labios se posaron sobre su mejilla, sobre sus párpados, y sobre su oreja mientras murmuraba: «Cariño, cariño, cariño» y Constance lloraba. Le frotó la espalda con dedos enérgicos, eliminando la rigidez de sus músculos, hasta que al fin ella se calmó y entonces sus dedos se volvieron suaves y delicados para acariciarle la nuca. Se sentó sin soltarla y la estrechó contra su pecho, acunándola con los brazos, y ella apoyó la cabeza sobre su hombro, invadida por el deseo de dar y dar y dar. Deslizó las yemas de los dedos por las mejillas de Tom y con la boca junto a la de él, susurró:
—No sabía que podía ser así, tan consolador, sin nada que temer.
—Puede ser muchas cosas distintas..., incluso divertido.
Ella empezó a besarle con ternura y lentitud, y pronto sus palabras fueron casi ininteligibles para ellos.
Por primera vez desde el comienzo de sus relaciones, Constance se desnudó y dejó que él la observara, todavía dominada por la alegría de dar. No podía permanecer quieta bajo sus manos.
—Todo —dijo. —Todo. Todo.
—Adoro que seas tan apasionada.
—No te detengas.
—¿Aquí? ¿Y aquí? ¿Y aquí?
—Sí. Oh, sí. Sí.
—Tienes los pezones tan duros como diamantes.
—Otra vez, amor mío. Otra vez.
—Tienes unas piernas preciosas, ¿lo sabías?
—¿Te parezco bien, cariño?
—¿Bien? ¡Jesús!
—Entonces, házmelo.
El levantó la cabeza y la miró sonriendo. —Hacer, ¿qué? —bromeó. —Dímelo. —Ya lo sabes.
—No, dímelo. ¿Qué quieres que te haga?
Ella le miró, suplicante.
—Dilo —repitió Tom. —Dilo.
Constance le susurró las palabras al oído y él hundió los dedos en sus hombros.
—¿Así?
—Por favor —dijo ella. —Por favor. —Y después—: ¡Sí! Sí, sí, sí.
Más tarde, ella estaba echada con la cabeza sobre el hombro de Tom y una mano sobre su pecho.
—Por primera vez en mi vida no estoy avergonzada después de hacerlo —dijo.
—¿Quieres que sea desagradable y te diga: «Ya te lo advertí»?
—Si quieres... —Ya te lo advertí.
Constance movió ligeramente la cabeza y le mordió el hombro. ¡Ay! —¡Retíralo!
—¡Está bien! ¡Está bien! Lo retiro.
—¿Seguro?
—¡Sí, por el amor de Dios!
—¿Me lo prometes?
—¡Eres una fiera! Sí.
Constance apoyó los labios en el lugar donde le había mordido.
—¿Me amas?
Tom se incorporó sobre un codo y le puso una mano encima de la garganta, de modo que Constance notaba sus pulsaciones contra las yemas de los dedos de él. Tom la miró largamente a los ojos, hasta que ella volvió a sentir el deseo en su interior.
—No te soporto —dijo él con voz ronca.
—Lo único que te gusta de mí es el sexo, ¿no?
—No lo sé. Primero tendría que someterte a prueba otra vez.
—Serán dos dólares, por favor.
—Si eres buena, quizá te dé una propina.
—¡Oh, cariño! —exclamó súbitamente ella. —Cariño, ya no tengo miedo. —Y su voz tembló de felicidad y alivio.
—Lo sé —dijo él. —Lo sé.
Unas semanas después, cuando Tom le pidió que se casara con él, Constance le respondió un simple y rotundo «sí» y fue a su casa para comunicárselo a Allison.
—Tom y yo vamos a casarnos, Allison —dijo.
—¿Ah, sí? —dijo la muchacha, que ya había dejado de ser una niña. —¿Cuándo?
—Lo antes posible. El fin de semana próximo, si podemos.
—¿Por qué tanta prisa de repente?
—Le amo y he esperado demasiado —dijo Constance.
Constance Makris terminó de secar los platos y los guardó. No fue casándose con Tom, pensó, como falló a Allison. Fue durante la larga conversación que ambas sostuvieron sobre el padre de Allison cuando Constance había fallado. Sin embargo, intentó contestar lo más sinceramente posible a las preguntas de su hija.
—¿Amabas a mi padre? —le preguntó Allison.
—Creo que no —repuso francamente Constance. —Por lo menos, no del mismo modo que amo a Tom.
—Comprendo —dijo Allison. —¿Estás segura de que era mi padre?
«Me odia», pensó Constance, e intentó ser comprensiva con su hija.
—No es que quiera disculparme a mí misma —dijo, —pero lo que sucedió entre tu padre y yo puede sucederle a cualquiera. Yo estaba sola. Necesitaba a alguien y él se encontraba allí.
—¿Estaba casado?
—Sí —contestó Constance en voz baja. —Estaba casado y tenía dos hijos.
—Comprendo —dijo Allison, y, más tarde, Constance estuvo segura de que fue en este momento cuando Allison empezó a pensar en marcharse de Peyton Place.
El asunto Ellsworth, que hizo sentir a Allison como si no tuviese ningún amigo en Peyton Place, había sido secundario.
Constance tendió el paño de secar los platos en el patio trasero y aspiró profundamente el aire nocturno de octubre. Recordó que a Allison siempre le había gustado el mes de octubre en Peyton Place.
«Oh, querida —pensó Constance, —intenta ser un poco benévola. Intenta perdonarme, intenta comprenderme un poco. Vuelve a casa, Allison, a donde perteneces.»
Constance entró nuevamente en la cocina. Debería ir a ver a Selena. Era terrible hasta qué punto se había desentendido del negocio desde que Selena estaba a cargo de la tienda de modas. Pero Constance no debía preocuparse con Selena allí. La muchacha se desenvolvía tan bien como la propia Constance había hecho siempre. Constance sonrió mientras se detenía a escuchar los silbidos de Tom. Todo aquello no eran más que excusas. Prefería pasar la noche en casa que revisando cuentas y recibos con Selena.
—Eh —llamó desde las escaleras del sótano. —¿Es que piensas quedarte ahí abajo toda la noche?
Tom desconectó la sierra circular.
—No, si tú estás libre y dispuesta —dijo, y Constance se echó a reír.
CAPÍTULO 03
Este mismo viernes de octubre, hacia las cuatro de la tarde, Seth Buswell encontró a Leslie Harrington en Elm Street. Intercambiaron los saludos de rigor porque, al fin y al cabo, eran hombres civilizados que habían nacido en la misma calle de la misma ciudad, y de niños habían ido juntos a la escuela.
De hecho, se dijo irónicamente Seth, él y Leslie tenían muchas cosas en común si uno se detenía a pensar en ello.
—¿Seguís jugando a cartas los viernes por la noche? —preguntó Leslie.
Seth apenas pudo disimular su sorpresa, pues esto era lo más cercano a un ruego que jamás había oído en labios de Leslie.
—Sí —contestó Seth, y una incómoda pausa siguió a esta única palabra. Ambos hombres aguardaban a que el otro hablara, pero Seth no formuló la esperada invitación, y Leslie no volvió a insinuar nada. Los dos hombres se separaron con fingida indiferencia, pero el mismo pensamiento cruzó por sus mentes. Leslie Harrington no había jugado a póquer con los hombres de Chestnut Street desde 1939, y si dependiese de Seth, jamás volvería a hacerlo.
Durante años, había habido un pacto entre los jugadores de póquer de los viernes por la noche, consistente en que si uno de ellos no podía asistir a la partida de cartas semanal, telefonearía a Seth para notificárselo lo antes posible después de la cena. Una noche, cuatro años atrás, Leslie le telefoneó. Era la noche del día en que el jurado llegó a una decisión en el caso de Ellsworth contra Harrington.
—Seth —le dijo Leslie, —estoy agotado después de pasarme el día en el juzgado. No cuentes conmigo para la partida de esta noche.
—Está bien, Leslie —contestó Seth, dominado todavía por la rabia de la tarde. —No contaré contigo, ni esta noche ni la noche de ningún viernes a partir de ahora. No quiero volver a verte en mi casa.
—Oh, vamos, no te precipites, Seth —dijo Leslie. —Al fin y al cabo, hace años que somos amigos.
—Nada de amigos —replicó Seth. —Por coincidencia, hemos nacido en la misma calle de la misma ciudad. Por una desafortunada coincidencia, podría añadir —y con estas palabras, colgó el teléfono a Leslie.
«Sí, realmente —pensó Seth, mientras subía los anchos peldaños que conducían a su casa, —Leslie y yo tenemos muchas cosas en común. La misma ciudad, la misma calle, y los mismos amigos. Incluso la misma mujer, en otros tiempos. ¡Qué fácil es, qué peligrosamente fácil es odiar a un hombre a causa de los defectos de uno mismo!»
Este último pensamiento produjo a Seth tal repugnancia que le pareció notar el sabor de la bilis en la boca, y en cuanto hubo entrado en su casa se sirvió una copa lo bastante larga como para ahogar el más desagradable de los sabores. Cuando llegó Matthew Swain, unos minutos antes que los demás, el dueño del periódico estaba completamente borracho.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó el médico, pasando por encima de las piernas de Seth para llegar a la mesa donde estaba la botella. —¿A qué se debe todo esto?
—He estado pensando, querido amigo —dijo Seth, lo bastante borracho para arrastrar las palabras, algo que jamás habría hecho estando sobrio— en la facilidad con que un hombre culpa a otro de sus propios defectos. Y esto, viejo amigo —Seth cerró un ojo y levantó el dedo índice, —es un pensamiento muy grave. Para utilizar un término médico, incluso podría decir que es un pensamiento preñado de significado.
El médico se sirvió una copa y tomó asiento.
—Veo que esta noche no nos será difícil desplumarte —dijo.
—Ah, Matthew, ¿dónde tienes el alma que puedes hablar de cartas cuando yo he encontrado la solución a los problemas del mundo?
—Discúlpame, Napoleón —dijo el médico. —Está sonando el timbre.
—Si todos los hombres —declaró Seth, haciendo caso omiso de las palabras del médico— dejaran de odiar y culpar a los demás hombres por sus propios fracasos y defectos, el mal desaparecería del mundo, desde las guerras hasta las calumnias.
Matthew Swain, que había ido a abrir la puerta, volvió a entrar en la habitación seguido de Charles Partridge, Jared Clarke y Dexter Humphrey.
—Todos embarcados en un bote que hace agua —dijo Seth, a modo de saludo.
—¿Qué le pasa? —inquirió Jared Clarke, innecesariamente.
—Ha encontrado la solución a los problemas del mundo —dijo el doctor Swain.
—Hum... —dijo Dexter Humphrey, que carecía de todo sentido del humor. —Estaba bien cuando le he visto esta tarde. Bueno, yo he venido para jugar a cartas. ¿Vamos a jugar?
—Sírvanse ustedes mismos, caballeros —dijo Seth, agitando una mano con generosidad. —Siéntanse como en su propia casa. Yo, por mi parte, me quedaré aquí sentado y meditaré.
—¿Qué mosca te ha picado, Seth, para empezar a beber tan temprano? —preguntó Partridge. Seth miró al abogado.
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez, Charlie, que la tolerancia puede llegar a un punto en que ya no es tolerancia? Cuando eso sucede, la nobilísima actitud de la que nosotros nos sentimos tan orgullosos degenera en debilidad y conformismo.
—¡Vaya! —exclamó Partridge, enjugándose exageradamente la frente. —Hablas como si estuvieras haciendo un discurso en un club de estudiantes. ¿Qué pretendes decir?
—Me estaba refiriendo —dijo Seth con dignidad— a ti y a mí y a todos nosotros, en relación a Leslie Harrington.
Hubo un incómodo silencio durante el cual Seth miró a todos sus amigos. Al fin, Dexter Humphrey tosió.
—Empecemos la partida —dijo, y se dirigió hacia la cocina de Seth.
—Todos nosotros, absolutamente todos, odiamos a Leslie a causa de nuestros propios defectos —dijo Seth, y se dejó caer sobre el respaldo de su sillón y bebió lentamente de su vaso.
Si Seth Buswell y Leslie Harrington tenían algún rasgo en común, era la despreocupación. La diferencia entre ellos, en este aspecto, era que, mientras Leslie había luchado por alcanzarla, Seth nunca había tenido que hacerlo. George Buswell, el padre de Seth, fue tan rico como el padre de Leslie Harrington, y mucho más eminente en el estado, y proyectó una larga sombra. Pero mientras Leslie sintió la apremiante necesidad de triunfar, Seth abandonó toda esperanza de batir su propia marca a una edad tan temprana que ya no recordaba cuándo fue, y esto le había ahorrado la preocupación del fracaso con la que Leslie tuvo que aprender a vivir. Seth no tenía un recuerdo consciente de su decisión, pues ésta se había desvanecido en la más imprecisa de las sensaciones a lo largo de los años.
«Nadie podrá decir jamás que no estoy a la altura de mi padre a pesar de todos mis esfuerzos, pues nunca intentaré estarlo.»
Esta determinación del joven Seth marcó el principio de lo que su padre deploraría después como «la pereza de Seth», y su madre denominaría «la total falta de ambición de Seth».
Cualquiera que fuese su nombre, esta decisión había dado como resultado el tranquilo desinterés de Seth. Se dejó llevar a lo largo de su juventud y durante sus cuatro años en Dartmouth del mismo modo que más tarde se dejó llevar hasta la dirección del Peyton Place Times. Se dejó llevar, como desinteresado, cuando murieron sus padres y cuando perdió a su novia, y poco después de eso el desinterés de Seth empezó a conocerse en Peyton Place como la tolerancia de Seth.
—Si no te importa nada, es fácil ser tolerante —dijo una vez Seth a su amigo, el joven doctor Swain. —Ningún aspecto de una situación puede influirte, y eso te permite ver ambos lados con claridad y sensatez.
El joven doctor Swain, que se había casado dos semanas antes con una muchacha llamada Emily Gilbert, contestó:
—Preferiría estar muerto a pasar por la vida sin que nada me importara.
Y como resultaba difícil, si no imposible, que un hombre sobreviva sin ningún amor, Seth había volcado el suyo en Peyton Place. El suyo era un amor tolerante e imparcial que no exigía ni esperaba nada a cambio, de modo que para todos los demás parecía interés y orgullo cívico en vez de amor.
«Deberíamos tener una nueva escuela superior —había escrito Seth en un editorial, —pero, naturalmente, esto nos costará algo. Los impuestos aumentarán. Por otra parte, no podremos educar a muchos jóvenes inteligentes con las instalaciones que ahora tenemos. Yo creo que son las personas con hijos, y las que esperan tenerlos algún día, quienes deben decidir si pagamos 1.24 dólares más por cada mil en impuestos sobre bienes, o si nos contentamos con la educación primaria.»
La gente del norte de Nueva Inglaterra era la gente de Seth, y él la conocía bien. Su tolerancia, su aparente indiferencia triunfaba allí donde la fuerza y la negociación habrían fracasado. Todo el mundo en Peyton Place decía que Seth nunca utilizaba el Times como arma, ni siquiera durante las campañas políticas, y ésta era la verdad. Seth publicaba artículos de interés para los residentes de su ciudad y de las ciudades vecinas. Todas las noticias mundiales que imprimía procedían de la Associated Press, y Seth nunca las comentaba ni ampliaba en sus editoriales. «Ecos de sociedad y murmuraciones ciudadanas, esto es lo que publicas en el Times», decían los dueños de otros periódicos del estado. Sin embargo, a los pocos años de hacerse cargo del periódico, Seth no sólo consiguió que se construyera una nueva escuela superior en su ciudad, sino también Memorial Park y fondos apropiados para su cuidado y mantenimiento. Había recaudado gran parte del dinero que sirvió para construir el hospital de Peyton Place, y a través de las páginas del Times se reclutaron voluntarios para la edificación de una nueva estación de bomberos. Durante muchos años, Seth, con su tolerancia, había velado para que su ciudad creciera y mejorase, y entonces nació el hijo de Leslie Harrington. Fue como si Leslie, tras haber triunfado en un campo, se volviera hacia nuevos intereses. En el año siguiente al nacimiento de Rodney, hubo voces que se alzaron por primera vez contra la de Seth en un concejo municipal, y esas voces pertenecían a los obreros de la fábrica. Año tras año, cuando propuestas tan queridas para Seth como una nueva escuela primaria y la zonificación de la ciudad se sometían a votación en el concejo, el dueño del periódico era derrotado por una abrumadora mayoría. Seth se retiró tras su tolerante desinterés y dejó que Leslie Harrington asumiera una posición en Peyton Place que tenía las dimensiones de una dictadura, y continuó negándose a utilizar el Times como una extensión de su propia voz. Seth se encogió de hombros y dijo que la gente no tardaría en cansarse de los métodos dictatoriales de Leslie, pero en esto se equivocó, pues Leslie no imponía, negociaba. Cuando Seth se dio cuenta de ello, volvió a encogerse de hombros, y todo el mundo en Peyton Place dijo que su tolerancia alcanzaba proporciones heroicas. El propio Seth lo había creído hasta un día de 1939 en que Allison MacKenzie pálida y con los puños apretados, entró en su despacho.
—Los Ellsworth piensan demandar a Leslie Harrington —había dicho Allison, —y todo el mundo asegura que no obtendrán ni un centavo porque el jurado estará compuesto casi exclusivamente por obreros de la fábrica. ¿Qué vamos a hacer?
Seth había mirado a esta muchacha, demasiado tensa y sutil para una niña de dieciséis años, y trató de explicarle por qué no harían nada acerca del caso de Ellsworth contra Harrington.
—Yo me enfurezco tanto como tú —le dijo. —De hecho, he amenazado a menudo con emplear el periódico como instrumento de denuncia. Todos los años amenazó con hacerlo, poco antes del concejo municipal, cuando sé que voy a ser derrotado en un proyecto que quiero sacar adelante, como el de la zonificación, o la nueva escuela primaria. Pero nunca lo hago. ¿Por qué? Porque creo en la tolerancia, y una de las exigencias de la tolerancia es que no sólo escuches el punto de vista de tu interlocutor, sino también que no intentes hacerle tragar el tuyo a la fuerza. Diré lo que pienso a todo el que esté dispuesto a escuchar, pero no obligaré a nadie a leerlo en las páginas de mi periódico.
—¿Incluso cuando sabe que su punto de vista es el acertado? —inquirió Allison, alzando la voz con incredulidad.
—Esta no es la cuestión, ¿sabes? El punto de vista de una persona y el derecho de un hombre a defenderse contra él son dos cosas distintas. Cuando yo imprimo algo en el periódico, y un hombre lo lee después en su propia casa, yo no estoy allí para que él discuta conmigo si su punto de vista no coincide con el mío. El único recurso que tiene entonces es sentarse a escribir una «carta al director», y entonces él es injusto conmigo porque no está aquí para que yo discuta con él si así lo deseo.
—No sé —dijo Allison, dominándose a duras penas— cómo ha llegado a pensar de este modo, ni me importa. Aquí tengo algo que he escrito. No le pido que imprima sus propias palabras en su periódico. Imprima las mías, con mi nombre a la cabeza. Yo no tengo miedo de escribir lo que pienso, y no me importa quién lo lea o quién disienta conmigo. Sé cuándo tengo razón.
—Veamos lo que has escrito —dijo Seth, alargando la mano.
Allison había escrito muchas cosas, en gran parte relacionadas con la Constitución y la Declaración de Independencia, y el derecho inalienable de la persona a tener un juicio justo. También había escrito sobre el deseo del avaro de hacer dinero hasta un punto en que pasaba por alto los medios con que lo hacía. Acusaba a Leslie Harrington de negligencia, y decía que si fuese un hombre como era debido, jamás habría esperado a ser demandado. Habría puesto su dinero a disposición de los Ellsworth, y llevaría el peso de lo que había hecho a Kathy sobre su conciencia durante el resto de su vida. Ya era hora, había escrito Allison, que los hombres de honor se levantaran y fueran contados. Cuando llegaba el día en que una persona de una ciudad libre americana se veía obligada a temer un juicio parcial, había llegado el día de poner a prueba el alma de los hombres. En conjunto, Allison había escrito diecisiete páginas mecanografiadas expresando su opinión sobre Leslie Harrington y cómo tenía a Peyton Place en el puño. Cuando Seth hubo terminado de leer, dejó cuidadosamente el manuscrito.
—No puedo imprimir esto, Allison —dijo.
—¿Que no puede? —exclamó la muchacha, arrebatándole las páginas mecanografiadas. —¡Querrá decir que no quiere!
—Allison, querida...
Lágrimas de rabia acudieron a los ojos de la muchacha.
—Y creía que era usted mi amigo —dijo, y salió corriendo del despacho.
El cigarrillo de Seth le quemó los dedos y se incorporó con una sacudida. Por un momento, su cerebro se negó a asimilar sus circunstancias, pero cuando sus ojos se posaron en una librería situada al otro lado de la habitación, comprendió que estaba sentado en una butaca de su propio salón.
—¡Maldita sea! —murmuró, y empezó a examinar el suelo alrededor de su butaca en busca de la colilla que había dejado caer. Cuando la encontró, la apagó sobre la alfombra con la punta del zapato, y después se retrepó y cogió la bebida a medio terminar. Desde la cocina llegaba un leve murmullo de voces masculinas y el susurro de una baraja de cartas nueva.
—Aumento tu apuesta.
—Yo paso.
—Canta.
—Full.
—Jesús, y yo aquí sentado con tres reyes.
«Mis amigos», pensó Seth, tragándose las náuseas causadas por demasiado alcohol en su estómago vacío, y causadas, también, por recuerdos desagradables. «Mis buenos y leales amigos», pensó Seth, y, como un fantasma, una voz del pasado le hizo sobresaltar.
«¡Y creía que era usted mi amigo!»
Seth terminó su bebida y se sirvió otra. «Lo era, ¿sabes? —pensó, dirigiéndose a una Allison MacKenzie de largo tiempo atrás. —Si me hubieras escuchado, te habrías ahorrado muchos malos ratos. Te estaba enseñando a no apasionarte demasiado por nada. Este asunto del apasionamiento era evidente en ti, querida. Se reflejaba en tus escritos, y eso, querida joven, dulce, inteligente y preciosa Allison, no favorece una prosa clara, imparcial y analítica.»
—¡Escalera, de reina y de color, por Dios! ¡De espadas! —gritó la entusiástica voz de Charles Partridge.
«Mi amigo —pensó Seth, —mi buen amigo Charlie Partridge. ¡Qué excusas nos hemos inventado en nuestras buenas épocas, Charlie! ¡Qué excusas tan hermosas, nobles y elevadas!»
Y de repente Seth volvió a estar en 1939. En octubre de 1939. Durante el veranillo de San Martín de 1939, en una sala abarrotada del juzgado, mientras su amigo Charlie Partridge hablaba suavemente a su amiga Allison MacKenzie.
—Ahora, querida, recuerda que has jurado decir la verdad. Quiero que expliques al tribunal todo lo que ocurrió la noche del día del trabajador de este año. No te asustes, querida, aquí estamos entre amigos.
—¿Amigos? —La voz de la niña no fue la voz de una niña, no fue la misma voz que dio las gracias a Seth por la oportunidad de escribir para el periódico. Por dinero. —¿Amigos? —Una voz muy tensa y controlada para una joven de dieciséis años. —Kathy Ellsworth es mi amiga. Es la única amiga que tengo en Peyton Place.
Más tarde Seth se consoló a sí mismo pensando que sólo se había imaginado ver los ojos de Allison MacKenzie fijos en los suyos en la sala abarrotada.
—Vamos a ver —dijo la conocida voz de Charles Partridge, el abogado de Leslie Harrington, —¿no es posible que tu amiga Kathy se mareara al contemplar las ruedas de la maquinaria en aquel edificio de la feria?
—¡Protesto, Su Señoría! —Era la voz de Peter Drake, un joven abogado que había abierto un bufete en Peyton Place, sólo Dios sabía por qué razones. Era de «fuera de aquí», como decían los habitantes de la ciudad, y hasta el caso de Ellsworth contra Harrington, no se había ocupado de otra cosa que de las escrituras y los pequeños problemas de los obreros de la fábrica. Y aquí estaba, atreviéndose a protestar de algo que Charlie Partridge, nacido en la ciudad, estaba diciendo.
El honorable Anthony Aldridge, que se negaba obstinadamente a vivir en Chestnut Street, aunque era juez y podía permitírselo, apoyó a Peter Drake. El tribunal no estaba interesado en lo que Allison creía, sino sólo en lo que había visto. Seth miró disimuladamente hacia el jurado para ver qué daños había causado la pregunta de Charlie, pues el jurado estaba compuesto por personas que seguramente favorecerían a Leslie Harrington. Habría sido imposible encontrar a doce personas en Peyton Place que no trabajaran en las fábricas o no debieran el dinero de alguna hipoteca al Citizens' National Bank, del que Leslie era consejero delegado, y Leslie había actuado rápidamente, una vez se hubieron promovido los procedimientos legales contra él. Despidió a John Ellsworth, el padre de Kathy, y encontró un repentino comprador para la casa que los Ellsworth tenían alquilada. No era extraño que los obreros de la fábrica se agarrasen con fuerza a toda pequeña prueba en favor de Leslie Harrington, pensó Seth, mientras apartaba los ojos del jurado para fijarlos en Allison MacKenzie.
El caso prosiguió durante tres días, y la única persona que apoyó a Allison MacKenzie fue Tomas Makris, quien atestiguó que, cuando acudió al encargado de la casa de la risa para decirle que detuviera la maquinaria, el encargado declaró que no sabía hacerlo. El testimonio de Lewis Welles, según Peyton Place, no contaba, pues todo el mundo sabía que él y Kathy «salían juntos» y, naturalmente, él se pondría de parte de la muchacha, sobre todo cuando eso podía significar treinta mil dólares.
¡Treinta mil dólares! En Peyton Place nunca se cansaban de decir estas palabras.
—¡Treinta mil dolores! ¡Imagínate!
—¡Imagínate, demandar a Leslie Harrington por treinta mil dolores!
—¡A treinta mil dólares la pieza, yo me dejaría arrancar los dos brazos!
—¿Quiénes se han creído esos Ellsworth que son? ¿De dónde habrán salido? El está detrás de todo. ¡La chica jamás lo habría hecho si su padre no la hubiera empujado!
Después de tres días el jurado deliberó, según el reloj de Seth, durante cuarenta y dos minutos exactos. Multaron a Leslie Harrington con la suma de dos mil quinientos dólares, la cifra que él había declarado estar dispuesto a dar. Kathy Ellsworth, que no apareció en el tribunal, tomó la noticia con más tranquilidad que nadie. Su brazo derecho había desaparecido, y eso, como dijo ella misma era todo. Ni treinta mil dólares ni dos mil quinientos alterarían el hecho de que debería aprender a utilizar el brazo izquierdo.
Aquella noche, cuando los hombres de Chestnut Street, con la excepción de Leslie Harrington, se reunieron en casa de Seth para jugar al póquer, Charles Partridge tuvo toda clase de excusas.
—Jesús —dijo, —sé que no estuvo bien. ¿Qué podía hacer yo? Soy el abogado de Leslie. Me paga una iguala anual por la que yo me comprometo a cuidarme de sus asuntos tan bien como sepa. Treinta mil dólares es mucho dinero. Tenía que hacer lo que he hecho.
—No es que el hijo de perra no pueda permitírselo —dijo Dexter Humphrey, el presidente del banco.
—Leslie siempre ha sido un asqueroso avaro —dijo Jared Clarke. —No creo que jamás haya comprado nada sin regatear.
—Llegué a pensar —dijo Matthew Swain— que la chica no viviría.
—Algún día —dijo Seth, —ese bastardo recibirá su merecido. Sólo espero estar aquí para verlo.
«Todos nosotros, todos y cada uno de nosotros odiamos a Leslie Harrington porque no hemos tenido las agallas de plantarle cara y decirle lo que pensamos de él», se dijo Seth, sentado en el salón de su casa y borracho, en el otoño de 1943. Levantó el vaso vacío y lo lanzó con toda la fuerza que le quedaba contra la pared de enfrente. El vaso ni siquiera se rompió. Rodó por la alfombra y se detuvo al chocar con la librería.
—¡Mis amigos! —dijo Seth con voz espesa. —Mis buenos y leales amigos. ¡Al infierno con todos!
—¿Qué has dicho, Seth? —preguntó el doctor Swain, entrando en la habitación seguido por los jugadores de póquer, que habían terminado la partida.
—Menos tú, Matt —murmuró Seth. —Que todos se vayan al infierno, menos tú, Matt —dijo, y se quedó dormido, retrepado en su butaca, con la boca abierta.
CAPÍTULO 04
La nieve llegó pronto aquel año. A mediados de noviembre los campos estaban cubiertos por un manto blanco y antes de que terminara la primera semana de diciembre, las calles de Peyton Place estaban bordeadas por blancos y puntiagudos montones de nieve que la máquina quitanieves había retirado de la calzada.
La tienda de ultramarinos de Tuttle siempre estaba más concurrida durante los meses de invierno, pues los granjeros que tan ocupados estaban en verano tenían ahora muchas horas libres. La mayoría de ellos las pasaban en la tienda de Tuttle, charlando. Eran charlas que importaban poco, no resolvían nada y que, en el invierno de 1943, versaban principalmente sobre la guerra. Sin embargo, la guerra no había producido muchos cambios en Peyton Place, y ninguno en el grupo reunido en la tienda de Tuttle. Quedaban muy pocos hombres jóvenes en la ciudad, pero los hombres jóvenes nunca se habían congregado alrededor de la estufa de la tienda de Tuttle, de modo que los que allí estaban eran los mismos que estaban allí todos los años. Había menos productos a la venta en las estanterías, pero los ancianos agrupados alrededor de la estufa nunca habían tenido dinero para comprar demasiadas cosas, de modo que la escasez de productos civiles no les afectaba particularmente. En cuanto a los granjeros, la comida no era ahora un problema mayor de lo que había sido. La guerra no había hecho el suelo del norte de Nueva Inglaterra menos rocoso, más productivo, ni el clima más previsible. La explotación de la tierra siempre había sido difícil, y la guerra no cambiaba las cosas en este sentido. Los ancianos reunidos en la tienda de Tuttle hablaban y hablaban, y los granjeros no lamentaban ocupar sus merecidas horas de ocio en estas conversaciones. Cuando el tema local se agotaba, siempre había el fascinante e interminable tema de la guerra. Todas las batallas de todos los frentes eran libradas de nuevo con más astucia, más brillantez, más valor y más osadía, por los ancianos congregados en torno a la estufa de la tienda de Tuttle. Los hombres, incluidos aquellos cuyos hijos habían ido a la batalla, no dejaban de expresar su preocupación, pues les parecía que esto era lo que se esperaba de los hombres cuyo país estaba en guerra. Sin embargo, ni uno solo de ellos creía remotamente en la posibilidad de una derrota americana, aunque comentaban las posibilidades con infinito detalle. La idea de que un pie extranjero, fuese alemán o japonés, hollara la tierra colonizada por los abuelos de los ancianos reunidos en la tienda de Tuttle era tan improbable, tan imposible de imaginar, que se expresaba —y escuchaba— con la susurrante actitud que los hombres habrían adoptado al hablar de la percepción extrasensorial. Podían hablar y escuchar, pero nadie podía creerlo. Un forastero que viniese por primera vez a Peyton Place desde un lugar por donde la guerra hubiese pasado, se habría quedado atónito ante la falta de inquietud que mostraba la ciudad. El mayor y único cambio que había tenido lugar fue en las Fábricas Cumberland, que empezaron la producción bélica más de un año antes. Las fábricas trabajaban ahora en tres turnos, a fin de funcionar durante las veinticuatro horas del día, y el hecho de que más personas tuvieran más dinero para gastar pasaba desapercibido, pues no había nada que comprar con esta nueva prosperidad. Para los ancianos de la tienda de Tuttle, la guerra era como un juego, un juego al que podían recurrir cuando otros temas estaban agotados. Un forastero de paso en Peyton Place habría podido confundir fácilmente la incredulidad en el peligro con el valor, o la fe con la indiferencia.
Selena Cross era una de las pocas personas en la ciudad que estaban emocionalmente vinculadas con la guerra. Su hermanastro Paul se hallaba con el Ejército en algún lugar del Pacífico, mientras Gladys trabajaba en una factoría aeronáutica de Los Ángeles, California, durante el invierno de 1943, Selena luchaba contra una continua inquietud y frustración.
—Me gustaría ser un hombre —dijo a Tomas Makris. —Entonces nada podría retenerme aquí. Me alistaría en seguida.
Después lamentó haberlo dicho, pues se enteró de que Tom había intentado alistarse varias veces. Al parecer, ninguno de los cuerpos del Ejército quiso aceptar a Tom, que había sobrepasado los cuarenta y se había fracturado ambas rodillas en el pasado.
Inquieta y frustrada, Selena también abrigaba ciertos sentimientos de culpabilidad. Sabía que debería alegrarse de que Ted Carter estuviera a salvo en la universidad del estado, cursando sus estudios de leyes y apartado del servicio activo gracias a sus buenas calificaciones y el ROTC . Sin embargo, no era así. Creía que Ted debería estar luchando junto a Paul y todos los demás como él, y le irritaba que Ted fuera a casa los fines de semana o escribiera entusiásticas cartas comentando su buena suerte al «lograr quedarse en la universidad».
Era bueno, pensaba Selena, que un hombre se fijara una meta en la vida, y ella sabía que Ted no era un cobarde. Estaba más que dispuesto a ir a la guerra, una vez hubiera terminado sus estudios.
—Si puedo quedarme un año más, incluidos los veranos, obtendré la licenciatura. Entonces sólo me quedará el doctorado y, ¿quién sabe? La guerra quizá haya terminado ya —le dijo Ted.
Ella se enfureció.
—Pensaba que querrías ir. Al fin y al cabo, los Estados Unidos están en guerra.
—No es que no quiera ir —le contestó él, dolido por su irracionalidad. —Es sólo que de este modo no perderé tiempo y podremos casarnos mucho antes.
—¡Tiempo! —exclamó Selena con sarcasmo. —¡Espera a que los alemanes o los japoneses lleguen aquí, y entonces veremos lo que vale tu tiempo!
—Pero, Selena, hace años que lo tenemos planeado... desde que éramos unos niños. ¿Qué te pasa?
—¡Nada!
En realidad, Selena no habría podido decir a Ted qué le pasaba. Sabía que sus sentimientos eran infantiles, irrazonables, tan absurdos como inexplicables, pero estaban allí. No podía desechar la idea de que había algo reprobable en el hecho de que un hombre fuerte y joven quisiera permanecer en una aburrida universidad mientras una guerra agitaba al resto del mundo.
Desde la muerte de Nellie y la llegada de Paul y Gladys con su consecuencia de orden y seguridad, los Carter habían cedido un poco en su actitud hacia Selena. Al fin y al cabo, decían los Carter, había que ser una muchacha muy inteligente para regentar un negocio por sí sola sin ninguna ayuda del propietario. Connie apenas había puesto un pie en la tienda desde el día en que se casó con aquel griego. Selena lo hacía sola, y una chica tenía que ser muy inteligente para ser capaz de hacer eso a los dieciocho años de edad. Ahora que Selena estaba sola con Joey, Roberta les invitaba a comer algunos domingos, y siempre insistía en leer a Selena las cartas que recibía de Ted, con la esperanza de que Selena hiciera lo mismo. Selena no lo hizo jamás. No le gustaban Roberta y Harmon, ni podía decidirse a confiar en ellos.
Aceptaba las invitaciones de ella de mala gana, porque no se le ocurría ninguna excusa cortés para rechazarlas, pero nunca estaba cómoda en casa de los Carter, y en cuanto uno de estos domingos tocaba a su fin, ella y Joey actuaban como un par de niños al salir de la escuela. Corrían y reían durante todo el camino de regreso a casa, y cuando llegaban a ella, Selena hacía hamburguesas y Joey imitaba los modales afectados de Roberta mientras cenaban, dejando que la comida se enfriara en el plato.
«No tengo ni un solo motivo de queja —pensaba Selena, mientras andaba hacia su casa una fría tarde de diciembre después de cerrar la tienda de modas. —Si hubiera una pizca de gratitud en mi inferior, daría gracias por todo lo que tengo.»
Justo antes de abrir la puerta para entrar en la casa, se detuvo y alzó los ojos hacia el cielo encapotado. «Va a nevar», pensó, y se refugió apresuradamente en el interior para calentarse, donde Joey ya había empezado a hacer la cena y donde le esperaba otra carta de Ted.
Joey también había encendido la chimenea, pues sabía que a Selena le encantaba contemplar el fuego mientras cenaba. La chimenea había sido una extravagancia innecesaria, instalada con muchos esfuerzos por Paul Cross después de que Gladys le dijera que, para Selena, un hogar no estaba completo sin chimenea.
—¡Chimeneas! —rezongó Paul con benevolencia cuando Selena se quedó extasiada ante ella la primera vez que la vio. —Son sucias y están anticuadas. ¿De dónde has sacado tales ideas?
—De Connie MacKenzie —contestó Selena. —Siempre me sentaba delante de la suya, con Allison, y pensaba en el día que yo tuviera la mía.
—Pues ahora ya la tienes —dijo Paul. —No me vengas con protestas cuando la leña esté húmeda, o la chimenea no tire y llene la casa de humo.
Selena se echó a reír.
—Deseaba tener el cabello rubio para que, cuando tuviera mi propia chimenea, pudiese sentarme delante de ella y el fuego arrancara destellos a mi pelo, como hace con el de Connie. Habría dado cualquier cosa por parecerme a ellos, por ser tan hermosa.
—¡Nada te habría ayudado! —exclamó Paul, en broma. —Tienes un cuerpo como una escoba y una cara como un erizo. ¡Parecerte a Connie MacKenzie! Imposible.
Aunque Selena no se parecía en nada a la madre de Allison, tal como ella había deseado, era hermosa de todos modos. A los veinte años, todas las promesas de la adolescencia se habían hecho realidad. Sus ojos tenían una mirada de secretos no compartidos, pero ya no parecían viejos ni fuera de lugar como cuando era niña. La gente se volvía a mirar dos y tres veces a Selena, fuera a donde fuese, pues tenía un aire de experiencia sufrida, un aire de misterio no revelado, que resultaba mucho más atrayente que la mera belleza. A veces, cuando Joey Cross la miraba, su amor le abrumaba de tal modo que se sentía obligado a tocarla o, cuando menos, a pronunciar su nombre y hacer que le mirase.
—¡Selena!
Ella levantó los ojos del libro que tenía en las manos y se volvió a mirarle. La luz de las llamas se reflejaba en sus pómulos, haciendo que las concavidades de debajo de los huesos parecieran más profundas de lo que eran en realidad.
—¿Sí, Joey?
El bajó los ojos hacia la revista que tenía delante.
—Debe estar nevando mucho —dijo. —El viento aúlla como un sabueso enfermo.
Ella se levantó y fue a la ventana y apretó la cara contra el cristal, haciendo unas anteojeras con las manos al lado de los ojos.
—¡Que si nieva! —exclamó. —Es una verdadera ventisca. ¿Has cerrado bien el corral de las ovejas?
—Sí. Sabía que iba a nevar. Clayton Frazier me lo dijo. Me enseñó a predecirlo, observando las nubes no más tarde de las cuatro de la tarde.
Selena se echó a reír.
—¿Qué pasa si las nubes no aparecen hasta después de las cuatro?
—Entonces no nevará aquella noche —dijo Joey con seguridad. —Aguantará hasta el día siguiente.
—Comprendo —dijo Selena con seriedad. —Escucha, ¿qué te parecerían una taza de chocolate y una partida de damas?
—Muy bien —dijo Joey con fingida indiferencia, pero su corazón, y sobre todo sus ojos, desbordaron amor por ella.
Selena siempre le hacía sentir grande e importante. Como un hombre, en vez de como un niño. Le necesitaba, y le gustaba tenerle a su lado. Joey conocía a muchachos de la escuela cuyas hermanas mayores habrían preferido morirse a tener a sus hermanos pegados a sus faldas. Sin embargo, éste no era el caso de Selena. Siempre que pasaba un rato sin verle, aunque sólo fuese un par de horas, se portaba como si acabara de regresar de un largo viaje. «¡Hola, Joey!», decía, con la cara sonriente e iluminada. Nunca le besaba ni le acariciaba, tal como él había visto que algunas mujeres hacían con algunos muchachos. El se habría muerto, pensaba Joey, si Selena se lo hubiera hecho alguna vez. Pero a veces le daba un cariñoso empujón, o le despeinaba los cabellos y le decía que si no se daba prisa en ir al peluquero, éste pronto le perseguiría por Elm Street, con un par de tijeras en la mano. Le despeinaba y le decía esto, incluso cuando no necesitaba un corte de pelo.
—Vamos, pequeño —dijo Selena, revolviéndole el cabello. —Saca el tablero. ¿Cuándo vamos a cortarnos esta estopa? Si no te das prisa, Clement te perseguirá por Elm Street uno de estos días, agitando las tijeras y gritándote que esperes a que te dé alcance.
Tomaron el chocolate y jugaron a damas, y Joey ganó tres partidas seguidas a Selena mientras ella gruñía, aparentemente incapaz de detener a su brillante oponente. Después se fueron a la cama. Fue mucho más tarde, alrededor de la una de la madrugada, cuando sonó el timbre de la puerta.
Selena se incorporó en la cama con un sobresalto. «¡Paul! —pensó, tanteando inútilmente en la oscuridad para encontrar el interruptor de la lámpara de su mesilla de noche. —Algo le ha pasado a Paul, y vienen a traernos un telegrama.» Sabía lo que debía esperar. Un telegrama amarillo con una o dos estrellas pegadas dentro de la ventanilla de papel cristal, que era el modo cómo el Gobierno preparaba a las personas para la noticia de que sus seres queridos estaban mutilados o muertos. Casi inconscientemente, su cerebro registró el hecho de que el viento soplaba fuerte, lanzando helados proyectiles de nevé contra las ventanas. Forcejeó con una manga de su bata mientras encendía las luces del salón, y cuando al fin abrió la puerta, el viento se la arrebató de la mano, golpeándola contra la pared de detrás, y una violenta ráfaga de nieve le azotó la cara. Lucas Cross entró dando tumbos en la casa, mientras la mente aturdida de Selena sólo podía pensar en cerrar la puerta tras él.
—¡Jesús, no me has hecho esperar poco ahí fuera, con este frío! —dijo Lucas, a modo de saludo.
La mente de Selena empezó a funcionar de nuevo.
—Hola, papá —dijo con cansancio.
—¿Así me recibes, después de que he viajado cientos de kilómetros sólo para verte? —preguntó Lucas.
Selena observó que su sonrisa no había cambiado. Su frente seguía moviéndose como controlada por sus labios. Después se dio cuenta de que llevaba el uniforme de la Marina, con un grueso chaquetón, y una gorra blanca firmemente colocada sobre su cabeza cuadrada.
—¡Pero, papá! —exclamó. —¡Si estás en la Marina!
—Sí, maldita sea. Ojalá me hubiera quedado en el bosque. Manejar un hacha es mucho más fácil que todo lo que se inventan para que hagas en la Marina. Escucha, he venido en autostop desde Boston. ¿Es que piensas tenerme aquí toda la noche? Estoy helado.
—Tú no estás helado —dijo Selena con aspereza. —No puedes estarlo, con todo lo que llevas dentro. Veo que la Marina no ha conseguido curarte el vicio de beber.
—¿Curarme? —inquirió Lucas, siguiéndola hacia el salón. —¡Demonios, muñeca, la Marina me ha enseñado trucos de los que nunca había oído hablar!
—Me los imagino —dijo ella, reavivando las brasas de la chimenea y añadiendo un tronco.
—¡Oye! —exclamó él, quitándose la chaqueta y tirándola encima de una silla. —Habéis hecho algunos cambios aquí, ¿eh? No he visto gran cosa desde fuera. Hace una ventisca espantosa. Pero veo que hay muchas mejoras aquí dentro. Jesús, hace frío. Un tío me ha llevado hasta Elm Street, y he tenido que venir andando desde allí. Se largaba al Canadá. Estaba de paso. Habría podido traerme hasta aquí, pero no. No le ha gustado que echara unos cuantos tragos durante el camino. El bastardo.
«Lo sabía —pensó Selena. —Siempre he sabido que las cosas iban demasiado bien para durar. Esto es lo que recibo por mi ingratitud, por quejarme sin ningún motivo.»
Se volvió a mirar a Lucas, que estaba bebiendo de una botella. Cuando hubo terminado y la botella estuvo vacía, la tiró a la chimenea, donde se hizo añicos contra el hogar.
—Escucha, papá —dijo Selena con furor. —Tenías razón al decir que habíamos hecho algunos cambios por aquí. Además, los cambios no variarán. Si quieres tirar una botella vacía, puedes ir fuera y tirarla. Aquí dentro no se tira ninguna. Esto ya se acabó.
Una gran cantidad de alcohol, más el rápido cambio del frío al calor, hicieron que Lucas se sintiera mucho más borracho de lo que él mismo creía estar y, como siempre, la borrachera le hizo ser desagradable.
—Escucha, tú —replicó. —No te atrevas a decirme lo que tengo que hacer en mi propia casa. Me importa un carajo lo que hayáis hecho aquí mientras yo estaba fuera. Sigue siendo mi casa, no lo olvides.
—¿Es que sólo has vuelto para causar dificultades? —inquirió Selena con estridencia. —¿Es que no has hecho bastante? ¿No fue bastante lo que me hiciste a mí, o a mamá? Sabes lo de mamá, ¿no? Se suicidó. Esto es lo que le hiciste a mamá. ¿Es que no te basta?
Lucas hizo un gesto despectivo con la mano.
—Sí —dijo. —Me enteré de lo que Nellie había hecho. Una vergüenza para la familia, eso es lo que hizo. Nunca había habido un Cross que se suicidara hasta que Nellie lo hizo. Debía estar loca. Pero eso me importa un pimiento —dijo, y empezó a moverse hacia Selena. —Nellie nunca me importó un pimiento —dijo. —Sobre todo desde que empecé a conocerte bien, muñeca.
Como un relámpago, el recuerdo del día que pasó con el doctor Swain cruzó por la mente de Selena. Notó el calor del sol de julio sobre la espalda, haciéndola sudar, y las manos delicadas del médico. Oyó su voz tierna, y recordó su dolor cuando se despertó y todo aquello había terminado. Recordó la cara hinchada y amoratada de Nellie, y al médico mintiéndole, diciéndole que Nellie tenía cáncer. La mano de Selena se cerró en torno al atizador, que no había dejado después de reavivar el fuego.
—No te acerques a mí, papá —dijo, y el miedo y la repugnancia la hicieron atragantarse al hablar.
—Sigues siendo una gatita salvaje, ¿eh, preciosa? —dijo Lucas quedamente. —Aquí no ha habido ningún hombre desde que yo me fui para domesticarte. Eso se ve. —Continuó aproximándose a ella, hasta que estuvo a pocos pasos de distancia. —Sé amable conmigo, preciosa —dijo, con el mismo tono de voz que ella tan bien recordaba. —Sé buena conmigo. No es como si yo fuera tu verdadero padre. No hay nada de malo en que seas buena conmigo. —Apoyó sus enormes manos sobre los hombros de Selena, —Sé amable conmigo, muñeca. Ha pasado mucho tiempo.
Selena echó la cabeza hacia atrás y le escupió en plena cara.
—Viejo y sucio bastardo —dijo, con voz furiosamente baja. —Sácame tus asquerosas manos de encima.
Lucas levantó una mano y se enjugó la saliva de la cara.
—Tienes las uñas afiladas, ¿eh? —dijo, esbozando una sonrisa. —Yo te enseñaré. Igual que te enseñaba en otros tiempos. Ven aquí.
Y entonces, Selena comprendió que estaba luchando por su vida. En sus esfuerzos por sojuzgarla, las manos de Lucas se cerraron alrededor de su garganta y empezó a notar el mareo que produce la falta de aire suficiente.
—¡Pequeña ramera! —exclamó él cuando Selena alzó la rodilla y le golpeó en la ingle. —¡Yo te enseñaré!
Tenía la cara congestionada de sangre cuando se abalanzó nuevamente sobre ella, y en el rápido segundo antes de que sus manos pudieran tocarla, Selena levantó el atizador con ambas manos y lo dejó caer con toda su fuerza encima de la cabeza de Lucas. El se desplomó inmediatamente, casi a los pies de Selena, y temerosa de que recuperara sus energías y se levantara, la muchacha volvió a abatir el atizador una y otra vez sobre su cabeza. La sangre manó a borbotones y le salpicó la cara.
«¡No debe levantarse! ¡Si se levanta me matará! ¡No puedo dejar que se levante! Debe estar muerto.»
Pero Selena no se atrevió a descubrirse los ojos y mirar. Notó que dos brazos delgados tiraban de ella, apartándola del cuerpo que yacía a sus pies, y siguió sin atreverse a descubrirse los ojos. Fue cuando notó una fuerte bofetada en la mejilla que bajó la mano y se encontró ante su hermano Joey. Detrás de ella, el fuego producía un sonido seco y amistoso, mientras el tronco que ella había colocado sobre los morillos empezaba a arder.
«¡Tan de prisa! —pensó con aturdimiento. —En el corto espacio de tiempo que necesita un tronco para empezar a arder.»
Levantó la mano izquierda y se secó la boca. La retiró cubierta de sangre. Se pasó la lengua por los labios y notó el sabor a sangre.
—Me he cortado el labio —dijo tontamente.
Joey meneó la cabeza.
—Es de él —susurró. —Estás totalmente cubierta de sangre.
Lo único que Selena quería hacer era echarse en algún sitio y quedarse dormida. Se sentía como si no hubiese dormido en varias semanas, y meneó la cabeza, para combatir el agotamiento que la invadía. «No puedo dormirme —pensó con somnolencia. —Tengo que permanecer despierta y pensar.» Con esfuerzo, decidió finalmente lo que debía hacer. Se dirigió hacia el teléfono como si andará sobre barro, y ya tenía la mano encima del auricular cuando Joey la alcanzase. Le apartó la mano de un fuerte golpe.
—¿Qué vas a hacer? —inquirió. Habría querido gritar, pero habló en un ronco susurro.
—Llamar a Buck McCracken —dijo Selena, y volvió a levantar la mano hacia el auricular del teléfono.
—¿Estás loca? —susurró Joey, agarrándola por la muñeca. Tosió. —¿Estás loca? —Esta vez habló en un tono normal que pareció demasiado alto. —¿Estás loca? No puedes hacerlo. Te arrestarán, si llamas al comisario.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Selena.
—Tendremos que librarnos de él —dijo Joey. —Os he oído hablar. Nadie sabe que está aquí. Nos libraremos de él, y nadie lo sabrá jamás.
—¿Cómo podemos librarnos de él?
—Le enterraremos.
—No podemos. La tierra está helada. Jamás conseguiríamos cavar un agujero lo bastante profundo.
—El corral de las ovejas —dijo Joey, y los dos permanecieron inmóviles, pensando en el corral de las ovejas. Ninguno de los dos miró el cuerpo caído delante de la chimenea.
—La tierra no está helada en el corral de las ovejas —dijo Joey. —Hace dos días llevé la lámpara de infrarrojos, por los corderitos. Estará blanda. Igual que en verano.
—Nos descubrirán —dijo Selena. —Hay sangre por todas partes. Nos descubrirán.
—Escucha, no podemos dejar que nos descubran. Si lo hacen, te arrestarán y te meterán en la cárcel. Te meterán en la cárcel y después te ahorcarán. —Joey se sentó y se echó a llorar. —¡Selena!
—¿Sí, Joey?
—¡Selena, te ahorcarán! Tal como se ahorcó mamá. ¡Te colgarán del cuello hasta que te pongas azul y te mueras!
—No llores, Joey.
—¡Selena! ¡Selena!
Como si los sollozos de Joey fueran estimulantes, Selena empezó a pensar. Se sobrepuso a sí misma y miró a Lucas, y después se tragó las náuseas que su vista le produjo.
—Ve a buscar una manta, Joey —dijo con calma.
Al cabo de un momento, cuando Joey le hubo dado una manta de lana que cogió de la cama de su hermana, Selena dijo:
—Ve a sacar a las ovejas del corral.
Puso la manta alrededor de la cosa aplastada que había sido su padrastro. Sólo su cuerpo era identificable. Cuando ella y Joey le arrastraron fuera de la casa, el viento agitó la parte inferior de su camisón y su bata y los enredó en torno a sus piernas. La sangre de Lucas empapó la manta y dejó un sendero rojo sobre la nieve.
Selena y Joey enterraron a Lucas en una fosa de casi un metro de profundidad, y cuando lo hubieron hecho, Joey volvió a meter a las ovejas en el corral. Inmediatamente, empezaron a andar de un lado a otro, como era su costumbre, y a los pocos minutos la fosa recién cavada estuvo cubierta de huellas de pezuñas. Pero la excavación y el enterramiento fueron sencillos en comparación con el trabajo de limpiar el salón. Cuando terminaron, amanecía, y el viento seguía soplando y agitando los helados copos de nieve. Se acercaron a una de las ventanas y miraron al exterior. El sendero que iba de la casa al corral de las ovejas estaba totalmente cubierto de nieve virgen, como si nadie hubiera pasado por allí.
CAPÍTULO 05
Poco después del primero de año, Joey Cross se puso en contacto con un hombre llamado Enrico Antonelli que poseía una granja de cerdos en las afueras de la ciudad y que también era el carnicero local. El señor Antonelli había nacido en Keene, New Hampshire, y había ido a Peyton Place de niño con sus padres. Sin embargo, la ciudad se refería generalmente a él como «ese forastero de Pond Road». Tenía el cabello negro y rizado, los brillantes ojos oscuros y el vientre voluminoso de un italiano de ópera cómica, y era una fuente de continuo orgullo para el señor Antonelli saber que hablaba inglés mejor que la mayoría de sus conciudadanos, cuyos antepasados vivían en América desde el año 1600.
—Es una mala época del año para la matanza, Joey —dijo. —¿Por qué tienes tanta prisa?
—Estoy harto de las ovejas, eso es todo —contestó Joey. —Tengo la intención de sustituirlas por gallinas dentro de un mes o dos. Quiero deshacerme de todas las ovejas antes de entonces.
—¿Incluso de Cornelia? —preguntó el señor Antonelli, refiriéndose a la oveja de Joey que había ganado tres cintas azules.
—Sí —dijo Joey, no sin esfuerzo, —incluso de Cornelia.
—Joey, estás cometiendo un error. Conserva las ovejas un par de meses más. Cébalas. Entonces, la carne se venderá a mucho mejor precio.
Joey, temeroso de crear incluso la más ligera sospecha acerca de que no todo iba bien en casa de los Cross, intentó mantener un tono de voz tranquilo y desapasionado.
—No, no creo que lo haga, señor Antonelli —dijo. —No quiero seguir cuidándome de ellas.
El señor Antonelli se pasó los dedos por su abundante y rizado cabello de italiano de ópera cómica y se encogió exageradamente de hombros.
—Es extraño —dijo. —Siempre había creído que amabas a esas ovejas como si fueran hermanas tuyas.
—Así era —admitió Joey, tratando de imitar el encogimiento de hombros del señor Antonelli. —Pero ya no.
—Bueno —suspiró el señor Antonelli. —Procuraré ir a tu casa mañana por la mañana. Si Kenny Stearns está lo bastante sobrio, quizá le convenza para que me ayude.
—Estaré en casa —dijo Joey, —pero yo no confiaría demasiado en Kenny.
Joey hizo bien en no asistir a la escuela con objeto de quedarse en casa para ayudar al señor Antonelli, pues Kenny Stearns no se hallaba en estado de ayudar al carnicero a la mañana siguiente.
—Ya le dije que no contara con Kenny —dijo Joey, mientras ayudaba al señor Antonelli a cargar ovejas en el camión del italiano.
El señor Antonelli meneó la cabeza.
—Le vi anoche —dijo— y me prometió solemnemente que estaría en mi casa a las seis de la mañana.
Cómo logró Kenny Stearns llegar a las escuelas en la ciudad, por no hablar de encontrar el camino hasta la casa de Antonelli en las afueras, era un misterio, pues estaba tan borracho a las siete de esa mañana que no habría podido leer correctamente un indicador de presión a vapor aunque su vida hubiese dependido de ello. Puso cuidadosamente la mano sobre los abultados lados de los hornos de la escuela y dio unos golpecitos experimentales a ambas calderas. Después, satisfecho de que los fuegos estuvieran lo bastante calientes y las calderas tuvieran bastante agua, echó a andar dando tumbos por Maple Street en dirección a Elm y a su propia casa. Al llegar a ella, Kenny se encerró inmediatamente en la leñera de la parte trasera, decidido a pasar allí el resto del día, y los esfuerzos para sacarle de su refugio por parte de su esposa Ginny y las personas para las que Kenny debía trabajar aquel día fueron inútiles.
—Está en la leñera borracho como una cuba —dijo Ginny a los que fueron a preguntar por él. —Yo no puedo hacerle salir, pero inténtelo usted si quiere.
Sin embargo, Kenny tuvo la misma respuesta para sus patronos que para Ginny.
—Vete a hacer gárgaras.
Ephraim Tuttle, el dueño de la tienda de ultramarinos, fue el único hombre de la ciudad que consiguió arrancar otra palabra a Kenny durante aquel día.
—Lo haría, Kenny —dijo Ephraim, en respuesta al único comentario de Kenny, —si salieras de esa leñera y vinieras a la tienda para sacar la nieve del camino tal como prometiste.
—Lárgate —dijo Kenny con hostilidad, y ésta fue la última palabra que le oyeron ese día.
Ginny, que además de tener frío por no poder ir a buscar leña para las estufas de la casa, perdía la paciencia rápidamente, se marchó a primera hora de la tarde.
—Me marcho a El Faro —dijo, refiriéndose a la única cervecería de Peyton Place, un lugar con un nombre poco adecuado, pues no sólo no estaba cerca del mar, sino que tampoco era un faro ni una casa. Estaba enclavado en Ash Street, y era una mísera construcción similar a un granero de la que emanaba un olor a sudor, cerveza rancia y serrín cada vez que alguien abría la puerta. —Me marcho a El Faro —repitió Ginny, —donde hay unos cuantos que me aprecian.
Ginny Stearns era un trágico ejemplo de belleza rubia en vías de desintegración. A sus cuarenta años y pico, había pasado de una redondez rosa y blanca a una flaccidez bastante pálida, pero Kenny aún creía de todo corazón que no había un solo hombre que, después de una sola mirada a Ginny, no estuviese dispuesto a postrarse a sus pies como —según sus propias palabras— «una cucaracha después de saborear la hierba de París». Durante su juventud, Ginny fue víctima de tal inseguridad que tuvo que probarse continuamente su valía a sí misma, algo que logró, en cierta medida, acostándose con todos los hombres que se lo pidieron. Sin embargo, Ginny no enfocaba la cuestión con tanta crudeza. En años posteriores, siempre diría: «Podría contar con los dedos de una sola mano a los hombres de Peyton Place y White River que no me han amado», y por amor, Ginny se refería a una noble emoción del alma en vez de a un prosaico sentimiento sexual.
—¿Me oyes, Kenny? —gritó, aporreando con resentimiento la puerta cerrada de la leñera. —Me marcho.
Kenny no se dignó a contestar. Se sentó sobre un montón de leña y abrió una botella de whisky.
—Zorra —murmuró, mientras el taconeo de los zapatos de Ginny llegaba a sus oídos. —Mujerzuela.
Kenny suspiró. Sabía que no podía culpar a nadie más que a sí mismo por enredarse con Ginny. Su propio padre le previno contra ella.
—Kenneth —le dijo su padre, —no sacarás nada bueno de tus relaciones con Virginia Uhlenberg. Todos los hijos de los obreros de la fábrica son iguales. No sirven para nada.
Kenny sabía que su padre fue un hombre inteligente. No fue un criado para todo como Kenny, sino un buen jardinero que había hecho el jardín del edificio de la cámara legislativa.
—Papá —dijo Kenny, —estoy enamorado de Ginny Uhlenberg. Voy a casarme con ella.
—Que Dios se apiade de tu alma —dijo su padre, que era dado a las frases floridas y a las citas bíblicas.
«No —pensó Kenny, tomando un trago de la botella recién abierta, —no puedo culpar a nadie más que a mí mismo. Papá me lo dijo. Me dijo que ya me lo había advertido, cuando Ginny empezó a escaparse. Me lo dijo todos los años hasta que se murió, el hijo de perra. Apuesto a que nunca digirió el no poder tener a Ginny para él.»
Kenny pasó el resto de la tarde y parte de la noche intentando convencerse a sí mismo de que Ginny nunca le había engañado con su propio padre. Fue un trabajo inútil. Al final, la idea se convirtió en una afilada espada de tortura para su mente y no pudo seguir resistiéndolo. Decidió ir a El Faro y preguntárselo a Ginny.
—Ginny —diría con una voz terrible, —¿lo hiciste alguna vez con mi padre?
Que intentara negarlo, la muy perra, pensó. Que lo intentara. Él le arrancaría las palabras con el borde cortante de una botella rota.
Esto último era una perspectiva que le hizo salir de su casa e internarse en la fría noche de enero. Le mantuvo caliente durante todo el camino por Mili Street y después le abandonó bruscamente. Se detuvo en la esquina de la calle, temblando bajo la fina camisa que llevaba, y empezaron a castañetearle los dientes. Un poco más allá había luces que centelleaban en la oscuridad, y Kenny decidió entrar en el edificio que había detrás de las luces para calentarse. Bebió el último centímetro de whisky que quedaba en la botella con cuyo borde cortante pensaba golpear a Ginny, y la tiró a la calle. No se dio cuenta de que andaba de un lado a otro mientras se dirigía al edificio iluminado. Su único pensamiento era que le estaba costando mucho llegar allí. Cuando finalmente alcanzó las escaleras del edificio, le pareció que oía cantar, pero no se fijó en el letrero negro con letras doradas que había junto a la entrada y que lo proclamaba como La Iglesia Evangélica de Pentecostés de Peyton Place. Kenny entró tambaleándose, y al ver un largo banco de madera cerca de la entrada, se sentó bruscamente. Nadie se volvió a mirarle. Kenny permaneció sentado largo rato, dejando que el acogedor calor del edificio le calmara, y oyendo, sin escuchar, las voces que atestiguaban la todopoderosa capacidad divina de curación. De vez en cuando, el grupo entonaba una canción, y cuando esto ocurría, Kenny levantaba sus pesados párpados para mirar a su alrededor.
«Por el amor de Dios, ¿por qué no se callan?», pensó con resentimiento, pues las voces, junto con las palmadas y el resonante bramido del órgano, empezaban a producirle unas dolorosas punzadas en la cabeza.
Cuando el pastor, Oliver Rank, empezó a hablar con voz que tan pronto subía como bajaba de intensidad, Kenny lo consideró la gota que desbordaba el vaso. Un hombre, decidió, no podía resistir tanto. Maldita sea, ¿dónde demonios estaban sus pies? Kenny bajó los ojos, intentando localizar las piernas que no querían dejarle levantar, y cuando lo hizo, la cabeza empezó a darle grandes y mareantes vueltas. Al fin, se puso en pie. Dio un paso adelante en el pasillo que separaba los bancos de madera, y se cayó de bruces con un ruido sordo.
«Bueno —pensó Kenny, —que me ahorquen si algún bastardo no me ha empujado.»
El no se dio cuenta, pero su pensamiento se formó en sus labios y salió de ellos en un susurro indescifrable.
—¡Escuchad! —exclamó Oliver Rank. —¡Escuchad!
—Vete al infierno, hijo de perra —murmuró Kenny, pero afortunadamente nadie oyó estas palabras con claridad. «Cualquier hombre que empuja a otro hombre es un hijo de perra», pensó Kenny, empezando a sentir lástima de sí mismo.
—¡Escuchad! —volvió a exclamar Oliver Rank, pues era de los que sacan provecho de cualquier situación. —¡Escuchad! Un extraño habla entre nosotros. ¿Qué dice?
«Digo —pensó Kenny— que eres un hijo de perra capaz de acostarse con su propia madre y vender a su abuela como esclava. Cualquier hombre que empuja a otro es un hijo de perra.»
Kenny no intentó levantarse, ni cambiar de posición. El pasillo central de la iglesia estaba cubierto por una mullida alfombra roja, el edificio estaba caliente y él se encontraba sumamente cómodo.
—¡Es Kenny Stearns! —exclamó un miembro de la congregación. —Debe estar borracho.
—Ten cuidado, hermano —entonó Oliver Rank. —No insultes a tu hermano. ¿Qué dice?
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Kenny en voz alta. —¿Por qué no cierras el pico?
La congregación, que sólo había oído el ferviente «Oh, Dios mío» de Kenny, empezó a susurrar.
Kenny se volvió sobre la espalda y entrecerró los ojos cuando las potentes luces de la iglesia le deslumbraron.
—Oh, santo cielo —gimió, —¿por qué no apagan esas malditas luces? —Y nuevamente, el final de su frase salió de su boca en sílabas indescifrables.
—¡La lengua desconocida! —chilló una mujer histérica. —¡Habla la lengua desconocida! —e inmediatamente, la congregación prorrumpió en exclamaciones de asombro. La lengua desconocida, les había dicho el pastor, era un idioma de revelación hablado únicamente por los más santos. La facultad de hablar e interpretar este idioma desconocido era un don que Dios otorgaba sólo a los profetas.
—¡Habla, oh santo varón! —exclamó Oliver Rank, tan excitado como los miembros de su rebaño, pues él, como los demás, nunca había visto ni oído a un profeta que hablara la lengua desconocida de los santos. —¡Habla! ¡Habla!
Durante dos horas, Kenny permaneció tendido en el suelo de la iglesia y desvarió con palabras ininteligibles.
—¡Un profeta! —exclamaron los que le oyeron.
—¡Un mesías venido para conducirnos a través del Jordán! —dijo Oliver Rank.
—¡Un santo mensajero que nos trae la noticia del Segundo Advenimiento! —chilló la misma mujer que había hablado primero.
Un hombre, sin poder contener su entusiasmo, corrió a la calle para anunciar la grata nueva en Peyton Place. Corrió todo el camino hasta El Faro para ir a buscar a Ginny Stearns, que primero se resistió, pero después consintió en ir a la iglesia siempre que pudiera llevar a sus amigos. El feligrés habitual, seguido de Ginny y media docena de sus secuaces, volvió apresuradamente a la iglesia donde Kenny seguía predicando. Allí estaba el marido de Ginny, tendido en el suelo y desvariando como hacía siempre que estaba mortalmente borracho, mientras una iglesia llena de personas sobrias y aparentemente cuerdas le escuchaban como si les estuviera diciendo dónde encontrarían oro.
—¡Kenny Stearns! —chilló Ginny, que también había pasado bebiendo la mayor parte del día. —¡Levántate del suelo! —Le aguijoneó con la punta del zapato. —Estás borracho.
—¡Dejad que quien esté libre de pecado tire la primera piedra! —rugió Oliver Rank, viendo que Ginny estaba ebria.
Ginny retrocedió como si el señor Rank hubiera respirado fuego sobre ella, y la única parte de la siguiente frase de Kenny que resultó comprensible fue la palabra «zorra».
—¡Una revelación! —exclamó el señor Rank, señalando a Ginny con un dedo acusador. —¡Los pecadores que se ocultan entre nosotros han sido descubiertos!
Ginny se alejó de Kenny y se escondió detrás de dos amigos suyos.
Al cabo de dos horas, Kenny perdió totalmente el sentido. Sus ojos giraron dentro de sus órbitas hasta que se ocultaron sus pupilas, y cuatro miembros de la congregación le llevaron amorosamente a su casa.
Con el tiempo, Kenny llegó a creer que fue la firme mano de Dios lo que le condujo a la iglesia, y que fue el Señor quien puso las palabras de la revelación en su boca. Kenny nunca supo con certeza qué palabras, pero tampoco le importó. Los miembros de la Iglesia Evangélica de Pentecostés de Peyton Place le aceptaron como un hombre santo, y antes de que transcurriesen muchos años Kenny fue bautizado y ordenado pastor de la secta. Afortunadamente, este grupo religioso no consideraba necesario que sus pastores asistieran a una escuela teológica, pues a Kenny le habría costado mucho definir sus creencias filosóficas.
Peyton Place nunca se recobró de la conmoción de ver al ex factótum y ex borracho de la ciudad andando rápidamente por Elm Street con una levita y una Biblia bajo el brazo. Los parroquianos de El Faro recordaban con añoranza a Ginny Stearns, ahora que se había reformado y abrazado la religión de su marido. En cuanto a Ginny, siempre que Kenny la tomaba del mismo modo brusco y violento que antes, no le importaba. Se sentía como si fuera la virgen María, y Kenny, el ángel venido a decirle que el Señor la había elegido como madre de una nueva esperanza para el mundo. Sólo muy de vez en cuando, algo impulsaba a Kenny a preguntarse qué hacía como pastor, y también qué le había conducido al camino que ahora seguía. En estas ocasiones, Kenny se encogía de hombros y echaba la culpa de todo a la firme mano de Dios.
A principios del invierno de 1944, en Peyton Place apenas se hablaba de otro tema que no fuera Kenny Stearns. Ni siquiera produjo demasiada sensación que dos hombres del Departamento de Marina llegaran a la ciudad, haciendo preguntas sobre Lucas Cross quien, al parecer, se había alistado en la Marina y había desaparecido poco después. Los hombres del Departamento de Marina fueron con Buck McCraken a la casa donde vivían Selena y Joey Cross para hacerles unas cuantas preguntas, pero los Cross dijeron que no habían visto a
Lucas desde que se marchó de Peyton Place en el 39. Los hombres de la Marina hicieron unas cuantas preguntas en la ciudad, pero nadie había visto a Lucas, de modo que se marcharon, y la ciudad siguió hablando de Kenny Stearns, que había sido el protagonista de Un Milagro.
CAPÍTULO 06
Antes de que la sensación causada por Kenny Stearns empezara a desvanecerse, la ciudad se vio sujeta a una nueva conmoción, pues el pequeño Norman Page regresó de la guerra. Llegó a Peyton Place en marzo de 1944 como un verdadero héroe, con todo el pecho cubierto de cintas de campaña, medallas y una pierna rígida con la que andaba con ayuda de una muleta. Bajó del tren con ayuda de su madre, que había ido a Boston para acompañarle a casa, y fue recibido por la Banda de la Escuela Superior de Peyton Place a los sones de Las estrellas y listas, y los entusiásticos vítores de los habitantes de la ciudad. Jared Clarke hizo un discurso en el que dio la bienvenida a Norman como «un cazador que regresa de las montañas, y un marinero que regresa del mar», aunque Norman había servido como soldado de Infantería en el Ejército de Tierra. La Sociedad de Damas Auxiliadoras, de acuerdo con la junta de administradores municipales y la junta escolar, declaró el 20 de marzo como el Día de Norman Page, y después organizó un desfile y dio un suntuoso banquete, en el que todo el mundo fue bien recibido. Norman, a la cabecera de la mesa, se levantó e hizo un discurso, y cuando terminó había pocos ojos secos en el gimnasio de la escuela superior, donde el festín había tenido lugar. Peyton Place recibió a su primer héroe de la guerra con una indigestión de amor y sentimentalismo.
—Pobre chico. Está tan blanco —dijeron, y nadie señaló el hecho de que Norman siempre había sido un niño pálido.
—Es tan joven y ha visto tantas cosas...
Seth Buswell fotografió a Norman, apoyado en su muleta, ante el monumento a los caídos en la Primera Guerra Mundial que se alzaba en Memorial Park. Seth fue muy criticado cuando la fotografía no apareció en la primera página del Times. Lo que la ciudad ignoraba era que pocas horas después de que Seth tomara la instantánea, el doctor Matthew Swain fue a ver al dueño del periódico.
—No publiques esa fotografía, Seth —dijo el médico.
—¿Por qué no? —inquirió Seth. —Es una buena foto. El héroe local regresa a casa, y todo eso. Es buen tema.
—Podría verla alguien de fuera de la ciudad —dijo el médico.
—¿Y qué?
—Nada, excepto que apuesto mi diploma, mi licencia para ejercer y mi placa a que Norman no tiene nada en la pierna. Ni siquiera le han herido.
Seth se escandalizó.
—Pero ¿qué hay de todas esas medallas? —preguntó. —El muchacho lleva cintas desde la cintura hasta el hombro.
—Cintas, sí —dijo el médico—; medallas, no. Cualquiera puede entrar en una tienda próxima a una base militar y comprar esas cintas al por mayor. Hay una tienda así en Manchester. Me fijé cuando estuve allí la semana pasada. Apuesto lo que quieras a que Evelyn entró en una de esas tiendas de Boston y compró hasta la última de las cintas que Norman lleva encima del uniforme.
—Pero ¿por qué? Eso no tendría sentido. Hay muchos chicos que no regresan a casa como héroes. ¿Por qué iba ella a querer que Norman lo hiciera?
—No lo sé, pero te aseguro que voy a averiguarlo. Tengo un compañero de estudios en el alto mando de Washington. El podrá decírmelo.
Al día siguiente, el médico fue a la cámara legislativa del estado para matricular su automóvil, y mientras estaba en el capitolio del estado, a varios kilómetros de Peyton Place, telefoneó a su amigo de Washington.
—Claro que puedo averiguarlo, Matt —dijo el amigo^. —Te llamaré esta noche a tu casa.
—No, no lo hagas —protestó el médico, pensando en Alma Hayes, la telefonista de la ciudad, que tenía fama de escuchar todas las llamadas de larga distancia.. —Escríbeme una carta —dijo. —No tengo prisa.
Al cabo de unos días llegó la carta y el doctor Swain fue a enseñársela inmediatamente a Seth. Norman Page, según su hoja de servicios, había sido licenciado por estar mentalmente incapacitado para cumplir los deberes de un soldado. Mientras en Peyton Place se compadecía a Evelyn Page, cuyo único hijo, según ella, estaba herido en un hospital de Europa, Norman Page se recuperaba de un grave caso de neurosis de guerra en un hospital de los Estados Unidos. El amigo de Matthew Swain proporcionaba más detalles, según los cuales, al parecer, Norman había sido víctima de un PN cuando estaba combatiendo en Francia.
—¿Qué es eso? —preguntó Seth, señalando las letras PN.
—Psiconeurosis —dijo el médico, alargando la mano hacia la mesa de Seth para coger el encendedor del dueño del periódico. Sostuvo la carta sobre una papelera vacía y la quemó. —Veo la mano de Evelyn en todo esto —dijo.
—Yo también —dijo Seth.
De común acuerdo, los dos hombres decidieron que como habían descubierto una verdad que sólo perjudicaría a Norman en la ciudad y posiblemente le causaría dificultades con las autoridades militares si llegaba a saberse, olvidarían todo el asunto. Seth destruyó la fotografía de Norman, junto con el negativo, y dejó que las airadas críticas de Peyton Place zumbaran sobre su cabeza, mientras Matthew Swain hacía un último comentario sobre la cuestión.
—Alguien —dijo— debería enseñar a ese muchacho cómo andar debidamente con una pierna rígida, y cómo manejar una muleta con algo más de realismo.
Mientras tanto, Evelyn Page ni siquiera sospechaba que alguien hubiese descubierto su «pequeño subterfugio», como se refería a su fraude cuando hablaba con Norman. Se disculpaba a sí misma diciendo que jamás había tenido la intención de llevar el engaño tan lejos, que había sido una de esas cosas que a veces se escapan de las manos. Al fin y al cabo, se decía a sí misma, había que sacar el máximo partido de un asunto cuando éste no tenía remedio, y nadie más que un tonto se lamentaba de un hecho consumado. Nunca se arrepintió de la decisión que tomó cuando el gobierno le notificó que Norman estaba de regreso en los Estados Unidos con un trastorno mental. Había pasado varios días reflexionando sobre lo que debía hacer antes de ir al hospital donde estaba Norman. Al final, comunicó a sus amigas que Norman había sido herido, que se hallaba a las puertas de la muerte en un hospital extranjero, con una terrible herida en la pierna. Cuando Evelyn se marchó de la ciudad para ir a Connecticut a ver a su hermana, sus amigas la despidieron con muchas lágrimas y buenos deseos. Al fin y al cabo, la pobre criatura estaba henchida de dolor e inquietud; era comprensible que no deseara quedarse sola en su casa de Depot Street.
Unos meses después, cuando se enteró del inminente licenciamiento de Norman, hizo saber a la ciudad que se iba a Boston para esperar el barco que traería «el dolorido cuerpo de Norman a casa». Durante las dos semanas siguientes al licenciamiento de Norman, permaneció en un hotel de Boston con su hijo, enseñándole el papel que debería desempeñar cuando ambos regresaran a Peyton Place.
—¿Quieres que toda la ciudad piense que estás loco? —exclamó, cuando Norman protestó. —¿Tan loco como Hester Goodale?
—¿Quieres que toda la ciudad te considere un cobarde que huyó del silbido de las balas?
—¿Quieres deshonrarnos a los dos para que nunca más podamos ir con la cabeza alta?
—¿Quieres dar a las señoritas Page un buen motivo para que hablen mal de nosotros?
—Haz lo que te dice tu madre, querido. ¿Acaso te he fallado alguna vez?
Norman, agotado de mente, cuerpo, alma y espíritu, terminó cediendo, y Evelyn telefoneó a Peyton Place para dar la grata noticia de que llevaba a Norman a casa. Después de las ceremonias de bienvenida y el banquete, le felicitó por el buen tono con que había pronunciado su discurso, y durante los días siguientes, le tuvo sentado en una butaca del salón, con la «pierna mala» extendida sobre un taburete, mientras ella sonreía tristemente a los amigos que iban a visitarle. Incluso las señoritas Page hicieron acto de presencia, con la mofletuda cara debidamente empolvada y el voluminoso cuerpo enfundado en seda negra. Caroline llevó un pote de sopa casera y Charlotte una botella de vino de diente de león.
—Hemos venido a ver al chico de Oakleigh —dijeron a Evelyn.
La casa estaba vacía en aquel momento, a excepción de Norman, de modo que Evelyn tuvo finalmente una oportunidad para burlarse de las hijas de su difunto marido.
—Asustadas de lo que en Peyton Place se diría si vacilarais en venir a ver a vuestro hermano herido en la guerra, ¿eh?
Como ésta era la verdad, las señoritas Page no supieron qué contestar. Resistieron otros cinco minutos las mordaces invectivas de Evelyn sin pestañear antes de que las introdujera en el salón, donde se hallaba Norman. Era la primera vez que las señoritas estaban en casa de Evelyn. Sus caras, su actitud, sus suaves voces al hablar con el niño al que habían calumniado durante años, hicieron que todos los esfuerzos implicados en el «pequeño subterfugio» de Evelyn valieran la pena.
—¿Lo ves? —dijo triunfalmente a Norman, cuando las señoritas Page se hubieron marchado. —¿Qué te decía yo? ¿No es mejor esto que ir por ahí sabiendo que todos te toman por loco?
En cuanto a Norman, le parecía estar viviendo en un mundo irreal. Continuó teniendo pesadillas, no todas relacionadas con la guerra. Continuó soñando con la señorita Hester Goodale y su gato. Este era un sueño que se repetía con frecuencia, en el que la señorita Hester siempre tenía la cara de su madre, y las dos personas a las que miraba a través del boquete del seto ya no eran el señor y la señora Card, sino Allison MacKenzie y Norman. En el sueño, cuando acariciaba el abdomen de Allison sentía una gran excitación en los genitales pero siempre, en el mismo momento de la liberación, el abdomen de Allison se reventaba y vomitaba millones de viscosos gusanos azules. Los gusanos eran mortalmente venenosos, y Norman echaba a correr. Corría y corría, hasta que no podía seguir corriendo, mientras los gusanos se arrastraban velozmente tras él. A veces se despertaba en este punto, cubierto de sudor y dominado por el miedo, pero casi siempre conseguía llegar a los brazos de su madre antes de despertarse. Siempre era en este momento, cuando llegaba junto a su madre, que Norman alcanzaba un clímax en la excitación originada por Allison. En tales ocasiones. Norman se despertaba con la sensación de que su madre le había salvado de un terrible peligro.
Con el tiempo, la «rigidez» desapareció de la «pierna mala» de Norman, y empezó a buscar algo en que ocuparse. Finalmente, Seth Buswell le ofreció un empleo que consistía en una combinación de contable y responsable de circulación en el Times, y Norman empezó a trabajar. Iba a trabajar fielmente todos los días y entregaba a su madre el talón de su sueldo, sin cobrar, al término de cada semana.
Fue el circunspecto comportamiento de Norman lo que «desenmascaró» realmente a Rodney Harrington a los ojos de la ciudad, pues Rodney no había ido a la guerra. En cuanto el reclutamiento se convirtió en realidad, Leslie Harrington encontró un empleo para su hijo en las Fábricas Cumberland lo bastante importante como para que Rodney fuera clasificado de civil «esencial» para el esfuerzo bélico. Esto fue muy criticado en Peyton Place. Algunos llegaron a decir que los tres hombres de la junta de reclutamiento local vivían en casas cuya hipoteca estaba en poder de Leslie Harrington y, además, que los hijos de estos hombres trabajaban en puestos también considerados «esenciales» en las fábricas.
La posición que Leslie Harrington había disfrutado durante años, y que había empezado a debilitarse en 1939, corría un serio peligro en la primavera de 1944. Las personas que consideraron insensatos a los Ellsworth por demandar a Leslie en el 39, empezaron a cambiar de opinión poco después. Con su callado valor, Kathy había perjudicado mucho más a Leslie de lo que podría haber hecho con palabras. Se casó con Lewis Welles poco antes de su incorporación al Ejército, y se quedó embarazada casi en seguida. Durante la guerra, hubo muchas personas en la ciudad que sintieron vergüenza al ver a Kathy Welles paseando por Elm Street, empujando el cochecito de su bebé con su única mano. Miraban a Kathy, que aguardaba el regreso de Lewis con una esperanza que nunca decaía, ni siquiera durante los trágicos días de Bataan y Corregidor, y pensaban en Leslie Harrington, que bien habría podido facilitar las cosas a Kathy.
—Dos mil quinientos dólares —se dijo en Peyton Place. —No parece mucho, aunque también se hiciera cargo de las facturas de los médicos.
—Leslie Harrington preferiría vender su alma al diablo antes que desprenderse de un solo dólar.
—No me parece bien. Ella con el marido en la guerra, y Leslie con su hijo en casa.
—Desde luego, la pobre Kathy Welles ha tenido mala suerte. Ni siquiera treinta mil dólares habrían podido devolverle el brazo, pero le habrían facilitado un poco las cosas. Habría podido contratar a alguien para que la ayudara en la casa, y se ocupara del bebé. La oigo trajinar por la casa tan bien y tan de prisa que realmente no necesita dos brazos.
—Sin embargo, es una vergüenza que Leslie saliera tan bien parado. Su hijo también se da maña para librarse de las cosas. Mira cómo se ha mantenido al margen de la guerra, y cómo siempre parece tener gasolina suficiente para ir de un lado a otro en su coche. La gasolina está racionada para todos los demás.
—Rodney siempre ha sabido librarse de las cosas. ¿Os acordáis de Betty Anderson?
—He oído decir que ahora tiene a una chica en Concord. Va a verla todas las noches.
—Un día de éstos recibirá su merecido. Igual que Leslie. Los Harrington se merecen un castigo desde hace tiempo.
Sin embargo, Leslie Harrington nunca supo con exactitud cuándo empezó a perder su dominio sobre Peyton Place. Se inclinó a creer que fue cuando la A. F. de L. logró sindicar las fábricas, algo impensable e incluso inimaginable en Peyton Place. Leslie rugió y amenazó con cerrar las fábricas y poner a todo el mundo en la calle pero, desgraciadamente para él, había firmado contratos con el gobierno que le impedían hacerlo, y los obreros lo sabían. Según Leslie, todo empezó a desmoronarse con la sindicalización de las fábricas. Los negocios en el banco decayeron, cuando la gente empezó a transferir sus hipotecas al banco de una ciudad situada quince kilómetros al sur. En otros tiempos, Leslie habría despedido a un hombre por hacer tal cosa, pero con el sindicato al mando, no pudo hacer lo que hubiera querido. Fue Tomas Makris, o eso tenía entendido Leslie, quien informó a los obreros de que el banco de otra ciudad estaba ansioso por aceptar nuevos clientes, e incluso contra esta perfidia, Leslie fue impotente. Tuvo que doblegarse cuando recurrió a la junta escolar aquella primavera, un hecho que le dejó anonadado durante varias semanas, y la junta escolar recién constituida le dijo que consideraban a Tom como el mejor director que las escuelas de Peyton Place habían tenido jamás. En la primavera de 1944, Leslie Harrington vivía con miedo, y su único consuelo era su hijo, al que había conseguido salvar de la guerra.
—Me desquitaré —dijo a Rodney. —Espera a que esta maldita guerra haya terminado. Espera y verás cuánto dura este maldito sindicato en mis fábricas. Despediré a todos los hijos de perra que ahora trabajan para mí, e importaré a una población completa.
Pero Peter Drake, el joven abogado que había luchado contra Leslie en el caso de Elsworth contra Harrington, tenía una opinión distinta.
—La espina dorsal de Chestnut Street se ha roto —dijo Drake. —Cuando una vértebra se descoloca, toda la espina dorsal deja de funcionar eficientemente.
Sin embargo, Rodney Harrington no estaba preocupado por las fábricas, ni por la espina dorsal de Chestnut Street, ni los cambios en Peyton Place. Como de costumbre, sólo estaba preocupado por sí mismo. Tenía dos tipos de actitudes, cada uno totalmente separado y distinto del otro. El primero comprendía todas las actitudes que le parecía político observar, y el segundo, aquellas que en realidad observaba. Era una actitud del primer tipo lo que a menudo le impulsaba a decir: «No hay nada más desesperante que tener un trabajo bélico esencial. Me siento horriblemente inútil, a salvo en América, mientras nuestros muchachos combaten en ultramar.» Normalmente decía estas cosas a alguna muchacha bonita, que se apresuraba a consolarle asegurándole que era muy esencial para ella.
—¿Ah, sí? —solía contestar Rodney. —¿Hasta qué punto? ¡Demuéstramelo, muñeca!
No había demasiadas muchachas, en la primavera tan carente de hombres de 1944, que se negaran a acatar esta petición.
Más auténtica en Rodney era una determinada actitud del segundo tipo. Como admitía en privado, se alegraba muchísimo de estar al margen de la guerra. La idea de la suciedad, la falta de buena comida, dormitorios abarrotados, mala ropa y, sobre todo, la disciplina, le horrorizaba. Rodney estaba seguro de que cualquier hombre con un mínimo de honradez en su interior abundaría en esta actitud. Nadie quería irse a la guerra. La única diferencia era que él tenía más suerte que la mayoría, y se alegraba de ello.
Y, ¿qué sacaba un tipo de la guerra?, se preguntaba Rodney. Suponiendo que un tipo pudiese tolerar todas las desventajas de estar en las fuerzas armadas, ¿qué le daban éstas a cambio? Sólo había que mirar al tonto de Norman Page. Había ido a la guerra y ahora tenía un insignificante trabajo en el periódico, sin otro premio a su esfuerzo que unas cuantas medallas de hojalata y una pierna lisiada. No, señor, esto no era para Rodney Harrington, ni mucho menos.
Apoyó el pie en el acelerador de su coche, confiando en el depósito lleno de gasolina y los cuatro buenos neumáticos que llevaba mientras se dirigía velozmente hacia Concord donde tenía una cita con su chica preferida.
Desde luego, Helen era un encanto, pensó. Pero si esta noche no la conseguía, la mandaría a paseo. Había muchas otras chicas deseosas de entregarse a un civil bien plantado, con dinero en abundancia y un buen coche.
Con la idea de «conseguir a Helen» entre ceja y ceja, Rodney se detuvo en una tienda de licores de la calle principal de Concord y compró una botella de ron. Helen «adoraba» el ron mezclado con Coca-cola. Además del ron, tenía seis pares de medias de nilón procedentes del mercado negro en la guantera del coche, como persuasión adicional.
—Pero ¿qué es esto? —exclamó Helen unos momentos después al ver las medias.
«Palancas para quitarte las bragas», pensó Rodney, pero dijo: «Bonitas medias para bonitas piernas» y la necedad de la frase pasó desapercibida para Helen, que tenía una naturaleza tan codiciosa como la de una ardilla en otoño.
Y—en conjunto, pasaron una noche muy agradable. A las diez ambos se sentían saturados de ron y muy cariñosos.
—¡Me comprendes tan bien! —murmuró Helen, tomándole una mano entre las suyas.
—¿De verdad? —preguntó él, rodeándola con un brazo y apoyando esa mano justamente debajo de su pecho. —¿De verdad? —susurró, contra su mejilla.
—Sí —dijo Helen, arrimándose a él. —Tú amas las mejores cosas de la vida. Libros y música, y todo eso.
Lo malo de Helen, pensó Rodney, era que había visto demasiadas películas. Intentaba hablar y actuar tal como se imaginaba que haría una actriz cinematográfica, después de un duro día de trabajo en el estudio. Sus besos la dejaban indiferente si no eran los de un experto, sin choques de nariz. Era una lástima, pensó Rodney, que aún no hubiesen empezado a incluir el acto sexual en todas las películas, pues entonces Helen habría caído en sus manos como una fruta madura. Suspiró y pensó en las muchachas que había conocido, y dejado, que no eran aficionadas al cine. Mucho se temía que conseguir a Helen fuese un largo y difícil proceso, y él no estaba nada seguro de que el resultado justificara el costo, como alguien había dicho.
—Hmm —murmuró Helen, encima de él. —Nos avenimos como melocotones y nata.
—Huevos y jamón —dijo él, empezando a friccionarle el pecho con la mano.
—La tarta y el helado —rió ella, moviéndose un poco bajo su contacto.
—Perros calientes y partidos de fútbol —dijo Rodney, poniendo la otra mano sobre su muslo.
—Hablando de perros calientes —dijo Helen, enderezándose de un salto, —estoy hambrienta. Vamos a comer algo.
Y—eso, pensó furiosamente Rodney, era todo. Le compraría un maldito perro caliente, una docena si ella quería, pero que le ahorcaran si volvía a molestarse con ella después de esta noche.
Helen se rió con nerviosismo mientras bajaban las escaleras desde su apartamento hasta el coche, y continuó riéndose con un nerviosismo exasperante mientras Rodney conducía hasta un restaurante de la carretera, a poca distancia de la ciudad. Rodney no pronunció una sola palabra.
—Oh, cariño —rió Helen, dando un último mordisco al perro caliente. —¿Está mi cariñito enfadado conmigo?
Inexplicablemente, pensó Rodney, le recordó a Betty Anderson. Casi oyó pronunciar estas mismas palabras a una contrita Betty una noche de verano de mucho tiempo atrás.
—Supongo que no —dijo, y volvió a tener la extraña sensación de haber pronunciado estas palabras antes de ahora.
—No te enfades conmigo, muñeco —susurró Helen. —Seré buena contigo. Tú llévame al apartamento, y yo te enseñaré lo buena que puedo ser. Seré la mejor que has conocido jamás, encanto. Tú espera y verás.
Jugando a su vez a hacerse rogar, Rodney la miró de arriba abajo y sonrió.
—¿Cómo lo sé? —preguntó.
Y entonces Helen hizo la cosa más excitante que Rodney había visto en sus veintiún años de edad. En el mismo coche, con las luces del restaurante a su alrededor y gente sentada en coches a dos metros escasos de ellos, Helen se desabrochó la blusa y le enseñó un pecho perfecto.
—Mira esto —dijo, cogiéndose el pecho con la mano. —No llevo sujetador. Tengo el pecho más duro que has tocado en tu vida.
Rodney puso violentamente el motor en marcha, ansioso de estar fuera del aparcamiento del restaurante. Helen no volvió a abrocharse la blusa, sino que se reclinó en el asiento, dejando su pecho al descubierto. Cada cinco o seis segundos, inhalaba y se enderezaba un poco, pasando sensualmente la mano sobre su piel desnuda y rascándose el pezón con la uña. Rodney no podía apartar los ojos de ella. Era como algo que había leído en lo que él calificaba de «libros sucios». Nunca había visto a una mujer tan aparentemente enamorada de su propio cuerpo hasta ahora, y para él eso era algo perverso, prohibido y excitante.
—Déjame —rogó, alargando la mano hacia ella mientras conducía a toda velocidad por la carretera en dirección a Concord.
Ella giró la cabeza rápidamente.
—¡Cuidado!
Fue un grito de advertencia, proferido demasiado tarde. Cuando Rodney se recobró lo bastante para levantar los ojos, el camión remolque parecía estar encima de él.
CAPÍTULO 07
Cada primavera, en su calidad de presidente del Comité de Presupuestos, Dexter Humphrey debía actuar como moderador en el concejo municipal. Se tomaba muy en serio esta responsabilidad, leyendo cada artículo del presupuesto con tonos sonoros y precediendo cada voto con una pregunta hecha con voz sepulcral.
—Todos ustedes han oído el artículo incluido en el presupuesto. ¿Qué opinan al respecto?
Entonces, los ciudadanos votaban inmediatamente o discutían el asunto hasta que se llegaba a una decisión.
—El concejo municipal —decía Tomas Makris a los estudiantes de la escuela superior cada primavera— es el último ejemplo de democracia pura que existe hoy día en el mundo. Es el único lugar que queda donde cualquier persona puede levantarse para expresar sus ideas y opiniones sobre la administración de esta ciudad.
«Claro que —pensó Tom, recordando su primer año en Peyton Place— eso no significa que todos sean escuchados, pero todos pueden hablar.»
En el concejo municipal celebrado en la primavera de 1944, el viejo y candente punto de una nueva escuela primaria no fue incluido en el presupuesto, debido a las restricciones sobre edificación en tiempo de guerra, pero el otro punto igualmente controvertido de la zonificación municipal estaba en su lugar de costumbre. El Comité de Presupuestos siempre lo colocaba al final del orden del día, pues los argumentos sobre el tema podían ser largos y numerosos.
—Llegamos ahora —entonó Dexter Humphrey— al vigésimo primero y último punto del presupuesto. —Hizo una pausa y se aclaró la garganta.
Los habitantes de la ciudad, cada uno de los cuales tenía una copia impresa del presupuesto, sabían muy bien cuál era el último punto, pero todos esperaron a que Dexter Humphrey lo leyera en voz alta.
—Si este concejo vota aceptar el Artículo XIV, del Capítulo XXXIV, de las leyes revisadas de este estado —dijo Dexter.
Un extraño habría empezado a hojear furiosamente el folleto donde estaba incluido el presupuesto para tratar de localizar el contenido del Artículo XIV, Capítulo XXXIV de las leyes revisadas del estado, pero los habitantes de la ciudad sabían muy bien lo que decía esta ley. Todo el mundo esperaba que Leslie Harrington se pusiera en pie, como hacía. siempre, cuando Dexter terminó de leer la propuesta. Leslie nunca había esperado más que el tiempo necesario para que Dexter leyera el artículo, y el moderador miró en torno suyo con perplejidad.
—Todos ustedes han oído el artículo incluido en el presupuesto. ¿Qué opinan al respecto?
Sin duda alguna, ahora Leslie se levantaría, daría una ojeada a su reloj de oro como si tuviese mucha prisa, y diría las palabras que siempre había dicho:
—Señor moderador, propongo que esta cuestión sea retirada del presupuesto.
Después vendría el «Secundo la moción» del obrero que Leslie hubiera escogido para este honor anual.
Y después Dexter diría:
—Se ha hecho y secundado una moción para retirar este punto del presupuesto. ¿Qué opinan al respecto? ¿Los que están a favor?
Los «síes» harían retemblar el edificio, mientras Seth Buswell y unos cuantos más pronunciarían los únicos «noes».
Dexter Humphrey tosió.
—¿Qué opinan al respecto? —inquirió frenéticamente, negándose a someter la propuesta a votación hasta que alguien hablara.
Leslie Harrington continuó inmóvil en su asiento, mirando pensativamente por una ventana de la sala de juntas del juzgado. Dexter paseó los ojos por la habitación, tratando de localizar a Seth Buswell. El dueño del periódico estaba sentado con Matthew Swain y Tomas Makris al fondo de la habitación. Seth se miraba las uñas con profundo interés, pero no se levantó para hablar.
«¡Tonto! —pensó Dexter Humphrey con ira. —¡Maldito tonto! Ha hablado con exceso sobre la zonificación durante años, y ahora que tiene la oportunidad de que votemos la propuesta, no se levanta para aprovechar su ventaja.»
La tensión reinante aumentó hasta un grado casi insoportable mientras Dexter esperaba. Cuando finalmente un granjero se levantó y se aclaró la garganta como señal de que iba a hablar, los reunidos respiraron profundamente como en un inmenso respiro.
—¿Significa este asunto de la zonificación que si quiero levantar un gallinero nuevo, tengo que pedir permiso a alguien? —preguntó el granjero.
—Una pregunta pertinente, Walt —dijo Dexter, que se enorgullecía de conocer por su nombre a todos los ciudadanos de la última lista de verificación. —Jared, ¿te importaría contestar la pregunta de Walt?
Jared Clarke se levantó.
—No, Walt —dijo, —nada de eso. El Artículo XIV sólo afecta a las viviendas para habitación humana. Es decir, un lugar donde vayan a vivir unas personas. Por ejemplo, si quisieras levantar una casa en la ciudad, tendrías que tener un permiso de la junta de administración municipal. Naturalmente, la junta puede oponerse al tipo de vivienda que se vaya a construir.
—Lo que tú quieres decir, Jared —resumió el granjero llamado Walt— es que tú y Ben Davis y George Caswell podéis decir a un hombre qué clase de casa tiene que hacer. ¿Es así?
—No exactamente... —contestó Jared con prudencia, consciente de que estaba internándose en terreno peligroso. —La idea de la zonificación —dijo, volviéndose de cara a la multitud— es proteger el valor de la propiedad. Esta es su única finalidad.
—Sí, pero esto no es lo que te he preguntado, Jared —dijo Walt. —Lo que yo te he preguntado es si tú y Ben y George tendréis derecho a decir a un hombre qué clase de casa tiene que construirse.
—La clase de casa —repuso Jared, empezando a excitarse— no tienen nada que ver con esto.
—Entonces, ¿quieres decir que si yo quisiera levantar una barraca de papel alquitranado en Elm Street, podría.
—Tal como ahora están las cosas —dijo Jared con aspereza, —indudablemente podrías.
—Pero no podría si tuviéramos la zonificación.
—No —contestó rotundamente Jared. —En el mismo momento que se levanta una barraca en un barrio decente, el valor de todas las demás propiedades desciende. No está bien, ni es lógico. La zonificación sería un logro para la comunidad. Si tuviéramos una zonificación, quizá podríamos suprimir los gallineros que hay a una manzana de Elm Street.
—¿Qué? —Fue un grito de indignación procedente del fondo de la estancia, emitido por un astuto anciano que había reparado en la contradicción de Jared. —¿Qué hay de malo en que un hombre tenga unas cuantas gallinas? —inquirió Marvin Potter, que era uno de los componentes del grupo que se reunía en la tienda de Tuttle. —¿Qué hay de malo en que un hombre intente ganar un poco de dinero extra? —inquirió Marvin. —¿Por ejemplo, teniendo unas cuantas gallinas?
Marvin no tenía unas cuantas gallinas en el jardín trasero de su casa de Laurel Street. Tenía unos cuantos visones, y en verano el hedor de los visones de Marvin llegaba hasta Elm Street cuando el viento soplaba en aquella dirección, de modo que los habitantes de la ciudad se encogían de hombros y levantaban los ojos al cielo, mientras los forasteros miraban desconfiadamente a su alrededor.
—Tener gallinas es una cosa —dijo Jared, mirando fijamente a Marvin— y visones, otra.
—Y yo digo —rugió Marvin— que ser administrador municipal es una cosa, e intentar ser un dictador es otra. —Como hacía la gente de la ciudad, Marvin pronunció «administrador» como si fueran tres palabras: «administrador».
—¿Señor Clarke? —era la voz serena y tranquila de Selena Cross. —Señor Clarke, puesto que la casa donde vivo con mi hermano está dentro de los límites que todos conocemos como El Pueblo, ¿significaría la zonificación que debería retirar el corral de las ovejas de mi hermano?
Jared tosió y sonrió, pero sólo había una respuesta y él lo sabía.
—Sí —dijo.
—Pues vaya una estupidez —dijo alguien que no se levantó para identificarse.
Dexter Humphrey dio un golpe con su mazo para imponer orden, y Seth Buswell miró escrutadoramente a Selena Cross. Que él supiera, Selena siempre había estado a favor de la zonificación en años pasados, y se preguntó qué podía haber pasado para que hubiese cambiado de opinión.
—Propongo —dijo Selena Cross— que este punto sea retirado del presupuesto.
—Secundo la moción —exclamó Marvin Potter.
—¿Quiénes están a favor?
Hubo unas seis voces que corearon el firme «Sí» de Selena.
Dexter Humphrey se secó las manos con un pañuelo. Cogió su ejemplar del presupuesto y leyó nuevamente los veintiún artículos. Después de formular su pregunta habitual, sometió el asunto a votación, y por primera vez en la historia, la ciudad de Peyton Place dio voluntariamente nuevos poderes a sus administradores municipales en la cuestión de la zonificación.
Cuando el concejo hubo terminado, Peter Drake se detuvo en el vestíbulo del juzgado y encendió un cigarrillo. Tomas Makris se reunió con él, no por haberlo decidido así, sino porque daba la casualidad de que ambos estaban en el vestíbulo en aquel momento. Juntos, Tom y Drake observaron cómo Leslie Harrington abandonaba el juzgado. Cuando el dueño de la fábrica salió, iba flanqueado por Seth y el doctor Swain en un lado, y Jared Clarke y Dexter Humphrey en el otro.
—Es extraño —comentó Drake con una sonrisa— que mientras estaban divididos, cada uno de ellos se mantenía firme, mientras que hoy, cuando se han apoyado con su silencio, uno de ellos ha caído. Siempre había oportunidad como la de hoy para vencer a Leslie.
Tom miró la punta de su cigarrillo.
—Harrington ha perdido a su hijo —contestó. —Por eso ninguno de ellos ha hablado más que Jared. Y Jared no habría hablado si no le hubieran hecho preguntas directas.
—El hecho de que alguien acabara de perder a un hijo no habría detenido a Harrington en sus buenos tiempos —dijo Drake. —¿Cómo es que todo el mundo le trata de repente con tantos miramientos?
Tom miró airadamente al abogado.
—¿De dónde es usted, Drake? —preguntó, y transcurrió todo un minuto antes de que se diera cuenta del tono desconfiado que había utilizado.
«¡Santo cielo! —pensó. —He de tener más cuidado. Estoy empezando a hablar como un verdadero retrógrado.» Echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—De New Jersey —dijo Drake, mirando al sonriente Tom. —¿Y usted?
—De Peyton Place —dijo Tom, —vía Nueva York, Pittsburgh, y otros puntos más al sur.
En el exterior, los hombres de Chestnut Street subían al coche de Leslie Harrington.
—¿Dónde se habrá metido Charles Partridge? —preguntó Drake.
—Está en cama con la gripe —dijo Tom. —Si no, habría venido, y en este momento se dirigiría hacia Chestnut Street con los demás, en el coche de Leslie.
—De todos modos —dijo Drake, tirando el cigarrillo y pisándolo, —el antiguo régimen ha caído. La espina dorsal de Chestnut Street está definitivamente rota.
—Puede ser —dijo Tom, y salió del juzgado.
CAPÍTULO 08
Era una soleada y olorosa mañana de mayo cuando Buck McCracken comprendió por vez primera el significado de palabras que había oído durante años.
«El mundo es un pañuelo», decía la gente, pero Buck siempre disentía callada y violentamente.
El mundo era enorme, pensaba Buck, con sus millones de kilómetros de extensión. Que uno de los que opinaban lo contrario intentase ir andando de Peyton Place a Boston. Quizá entonces olvidaran esas tonterías de que el mundo era un pañuelo y se diesen cuenta de lo grande que era en realidad.
Esa mañana determinada, Buck estaba sentado a la barra del restaurante de Hyde. Siempre que podía se sentaba en el taburete del extremo, lo cual no sucedía con demasiada frecuencia, pues prácticamente todo el mundo consideraba este taburete como «el asiento de Clayton Frazier». Quienquiera que estuviese sentado en el taburete del extremo, si Clayton entraba, siempre se levantaba y se iba a otro sitio. A Buck le gustaba sentarse en el taburete del extremo porque estaba cerca de una ventana que daba a Elm Street, desde donde podía vigilar su negro coche patrulla aparcado junto a la acera. La luz roja del techo centelleaba bajo el sol matinal, y la larga antena de la radio se elevaba como una lanza hacia el cielo azul. Buck estaba orgulloso de su coche oficial. Siempre lo tenía limpio y brillante y lo miraba con frecuencia y cariño. Con una sonrisa de satisfacción, Buck desvió los ojos de la ventana cuando un extraño entró en el restaurante.
Un viajante. Buck etiquetó al extraño inmediatamente, aunque el comisario simuló no observar al desconocido. Tomaba un sorbo de café y parecía inmerso en sus pensamientos cuando el desconocido habló.
—Esta ciudad parece otra desde la última vez que pasé por aquí —dijo.
Buck levantó los ojos con indiferencia.
—¿Ah, sí? ¿Viene a menudo por aquí?
—A Dios gracias, no demasiado, aunque, como he dicho, esta mañana la ciudad está más bonita. La última vez que vine era pleno invierno. Estaba nevando y soplaba un viento de mil demonios. Era de noche. No pude ir más allá de White River, y tuve que pasar la noche allí. Traje a un individuo conmigo desde Boston. Pregúnteselo. Él le dirá qué noche hacía.
—¿Era alguien de aquí? —preguntó Buck, intentando recordar quién había estado fuera de la ciudad aquel invierno durante la gran tormenta de nieve.
—Desde luego —dijo el viajante. —Un marino. Ahora no me acuerdo de su nombre, aunque él me lo dijo. ¡Dios mío, cómo estaba! Borracho como una cuba, desde que salimos de Boston.
—¿Un marino, ha dicho? —preguntó Buck, levantándose al ver que Clayton Frazier entraba en el restaurante. Clayton se sentó en su taburete acostumbrado, y el comisario se instaló al otro lado del desconocido. —No recuerdo a nadie de aquí que estuviera en la Marina el invierno pasado. ¿Y tú, Clayton?
—Tampoco —dijo Clayton, cogiendo la taza de café que Corey Hyde había dejado ante él. —¿Y tú, Corey? —No. Nadie que yo conozca.
—Escuchen —dijo el desconocido, sorprendido de la oposición que había levantado su sencillo comentario, —este hombre era de aquí. El mismo me lo dijo. Y estaba en la Marina. Le recogí en las afueras de Boston y le traje hasta aquí. Me dijo que venía a ver a sus hijos, y que no había estado en su casa desde 1939.
Buck, Corey y Clayton se miraron. Lucas Cross, pensaron, a un tiempo, pero no quisieron dar al desconocido la satisfacción de saber que les había confundido momentáneamente
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Buck, observando al desconocido con desconfianza.
—Bueno, no lo recuerdo con exactitud —contestó el desconocido, molesto. —Era grande.
—Yo también lo soy —dijo Buck. —¿Era yo?
—No. No, claro que no. Ese individuo bebía mucho. Lo recuerdo.
—Bueno, con esos datos, podría ser cualquiera —dijo Corey Hyde. —¿Es eso lo único que recuerda?
El desconocido se rascó pensativamente la mejilla.
—Recuerdo otra cosa —dijo. —La sonrisa de ese hombre. Nunca había visto sonreír a nadie de este modo. Cuando ese hombre sonreía, se le movía la frente. Lo más extraño que he visto en mi vida. No lo he olvidado. Reconocería esa sonrisa si volviera a verla.
—Escuche, señor —dijo Buck con suavidad, —creo que fue usted el que bebió aquella noche. He pasado toda mi vida en Peyton Place, y nunca he visto a un hombre que sonriera con la frente. El que bebió fue usted, y no me gustan los tipos que conducen borrachos por mi ciudad.
—Ahora escúchenme ustedes —dijo el desconocido, y miró las caras de Buck, Clayton y Corey. No dijo nada más. Terminó el café y salió rápidamente del restaurante.
Durante unos cuantos minutos, ninguno de los tres hombres habló. Después, Clayton Frazier dejó su taza encima del plato.
—Es extraño —comentó— que Lucas haya estado en su casa y nadie se haya enterado.
Hubo otra larga pausa antes de que Buck dijera:
—Selena y Joey no le vieron. Estuve en su casa cuando los tipos de la Marina vinieron en busca de Lucas. Tanto Selena como Joey dijeron que no le habían visto.
Corey Hyde volvió a llenar las tazas de café. —Selena no es una mentirosa —dijo. —Y el muchacho tampoco.
—No, no lo son —convinieron Buck y Clayton. —Sin embargo, es extraño que ese hombre haya descrito tan bien a Lucas. Yo tampoco he visto jamás a un tipo que sonría igual que Lucas. Como ha dicho este viajante.
—Naturalmente —dijo Buck, citando tan textualmente como pudo el ya casi olvidado manual del policía, —tenemos que considerar la posibilidad de un juego sucio.
—¿A qué te refieres con eso de juego sucio? —inquirió Corey.
—Oh, ya sabes —dijo Buck. —Algo como golpear a un tipo en la cabeza y quitarle el dinero, y cosas así.
—¿Quién golpearía a Lucas en la cabeza? —preguntó Clayton. —¿Aquí, en Peyton Place?
—No lo sé —repuso Buck. —No he dicho que alguien lo haya hecho. Sólo he dicho que tenemos que considerar esa posibilidad.
—Pues a mí esa posibilidad me parece muy improbable —replicó Clayton. —Es absurdo pensar que uno de los vecinos de Lucas le golpeara en la cabeza por dinero. Lucas jamás tuvo dinero.
—Yo no he dicho que fuera uno de los vecinos de Lucas —objetó Buck. —Pudo ser alguien más, ¿no? ¿Qué hay de ese viajante? ¿Cómo sabemos que no fue él?
—Sí —dijo Corey con tono despectivo. —Lo más seguro es que volviera a Peyton Place y empezara a hablar de Lucas en caso de que le hubiera golpeado en la cabeza.
—Oh, no lo sé —dijo Buck, en tono de superioridad. —Los criminales suelen volver al escenario del crimen.
—Me pregunto para quién trabaja ese viajante —dijo Clayton.
—Para S. S. Pierce, de Boston —dijo Buck con rapidez. —Lo he visto en el maletín que llevaba.
—Quizá deberías ir tras él y preguntarle si golpeó a Lucas en la cabeza —dijo burlonamente Clayton.
—No, no haré tal cosa —repuso pensativamente
Buck. —Primero, me pondré en contacto con los tipos de la Marina y averiguaré si Lucas regresó a su barco. Si no, empezaré a hacer investigaciones.
—El mundo es un pañuelo —dijo Corey. —Un desconocido, de paso en la ciudad hacia el norte, se para a tomar un café en mi restaurante y se sienta al lado del comisario y le dice que ha visto a un hombre al que nadie en la ciudad ha visto desde el 39. Realmente, el mundo es un pañuelo.
—Sí —convino pensativamente Buck McCracken, y salió del restaurante en dirección al reluciente coche patrulla aparcado junto a la acera.
Buck no tardó en recibir contestación a las investigaciones que había realizado en el Departamento de Marina. Al cabo de tres días los mismos hombres que habían estado buscando a Lucas Cross durante el invierno se hallaban de nuevo en Peyton Place. Se pusieron en contacto con la oficina de Boston de la Compañía S. S. Pierce y localizaron al viajante que había pasado por Peyton Place. Su nombre era Gerald Gage, y la oficina de Boston de su compañía dijo que, en este momento, hacía visitas de negocios a las tiendas de Montpelier, Vermont. El señor Gage fue localizado en Montpelier y se le rogó que volviera rápidamente a Peyton Place, lo cual hizo. Miró cautelosamente a Buck McCracken mientras los dos hombres del Departamento de Marina le interrogaban. Sí, la noche del, veamos..., suponía que el doce de diciembre, porque fue su último viaje al norte hasta después de las vacaciones, y debía estar en Burlington el trece, recogió a un autostopista que llevaba el uniforme de la Marina de los Estados Unidos. No, no había preguntado al marinero si estaba de permiso. ¿Por qué iba a haberlo hecho? El tipo hacía autostop y él, Gerry Gage, que era una buena persona, le había recogido. Ahora se arrepentía con toda su alma de haberlo hecho. Pero esto era lo malo de él, tenía demasiado buen corazón. Nunca podía dejar tirado a un tipo en la carretera, y menos en una noche como aquella del pasado diciembre. ¿Nieve? ¡Vaya si nevaba! Y hacía viento. Oh, hacia las doce y media, suponía. Se había fijado en la hora porque estaba preocupado por no encontrar habitación en Burlington tan entrada la noche. Al final no pudo llegar a Burlington. La carretera estaba cortada en White River y no le fue posible seguir adelante. Para que vieran lo mucho que había nevado. Desde luego, podría reconocer al individuo en cuestión. Naturalmente, era ya oscuro cuando le recogió, y también en el coche reinaba la oscuridad, pero se habían parado a tomar un café a las afueras de Nashua, y entonces pudo ver al tipo con toda claridad. Un tipo grande, y borracho como una cuba. Había estado bebiendo whisky todo el camino desde Boston. Le reconocería otra vez, claro que sí. En su trabajo no se podía olvidar una cara, ni un nombre. Se acordó del nombre que el autostopista le había dicho hacía un par de días. Lucas Cross, éste era el nombre que el tipo le había dado. Lucas Cross. Iba a su casa para ver a sus hijos. Dijo que no había estado en su casa desde el 39. Y, ¿se podía saber qué significaba todo aquello? ¿Qué había hecho el marinero? ¿Qué querían de él, Gerry Gage? Que él supiera, no había ninguna ley que prohibiese recoger a un autostopista, de modo que, ¿qué les parecía si le dejaban volver a trabajar? ¿Qué? Pues le dejó en Elm Street. ¿Qué querían de él? No esperarían que le hubiera acompañado hasta la puerta de su casa, ¿verdad? No, el marinero no le dijo dónde vivía excepto que era un largo camino en una noche tan fría. Mala suerte, esto fue lo que Gerry Gage le dijo. Había bebido suficiente alcohol para mantenerle caliente durante todo el camino hasta White River, y no podía vivir tan lejos.
Poco después, el mismo día, los dos hombres del Departamento de Marina fueron a la tienda de modas para ver a Selena. Le dijeron que un viajante de Boston había identificado a su padre entre un montón de fotografías de la Marina, como el hombre a quien había recogido en Boston y dejado en Peyton Place.
—No lo entiendo —dijo Selena con tranquilidad. —Si papá vino a casa de permiso, ¿por qué no vino a vernos?
Menos de una hora más tarde, Joey Cross, protegido por la señorita Elsie Thornton, daba la misma respuesta en el despacho de la escuela primaria.
—Es lamentable —dijo fríamente la señorita Thornton— que ninguno de ustedes dos tengan nada mejor que hacer que interrogar a un niño.
—Sí, señora —dijeron los dos hombres, y volvieron al despacho de Buck McCracken en el juzgado.
Toda la ciudad estaba enterada aquella misma tarde. Todo el mundo hablaba de ello.
—Es extraño que Lucas viniera a Peyton Place y nadie lo supiera.
—Ni siquiera sus propios hijos.
—¿Quién habría podido imaginarse que Lucas se alistaría en la Marina?
—Es extraño. Lo normal habría sido que alguien le viera.
—Bueno, Selena no es una mentirosa. Nunca lo ha sido. Igual que Joey. Lucas era el único deshonesto de la familia. Nellie nunca fue demasiado lista, pero no podía ser más honrada.
—No. Los niños Cross no son unos mentirosos. Si dicen que Lucas no llegó a su casa, es que no llegó a su casa, y no hay más que hablar.
Sin embargo, los dos hombres del Departamento de Marina, acompañados por un turbado Buck McCracken, fueron a casa de Selena y Joey aquella misma noche. Buck se sentó en una silla, retorciendo nerviosamente la gorra y arrepentido de haber empezado todo aquello. Los hombres de la Marina hicieron corteses preguntas, a las que Selena y Joey dieron una sola respuesta. No. No, no habían visto a Lucas. Hacía años que no sabían nada de él. Nunca. Nunca escribió a su familia. Ni siquiera sabían que estaba en la Marina, hasta que estos dos mismos caballeros se lo notificaron el invierno pasado. Al final los dos hombres se marcharon, seguidos de un malhumorado Buck McCracken que susurró una disculpa al oído de Selena a espalda de ellos.
—¡Selena!
—No tengas miedo, Joey.
—Pero, Selena, ¡tantas preguntas!
—No tengas miedo, Joey. No saben nada. Es imposible. Tomamos demasiadas precauciones. Le enterramos, y frotamos, limpiamos y quemamos todo lo que habría podido delatarnos. No tengas miedo, Joey.
—Selena, ¿tú tienes miedo?
—Sí.
Ted Carter fue a su casa aquel fin de semana, y cuando se enteró de la aparente desaparición de Lucas Cross de Peyton Place, fue inmediatamente a ver a Selena.
—¿Así que tu padre no vino por aquí? —preguntó.
Los tensos nervios de Selena vibraron.
—Escucha —dijo, —¡no sigas hablándome como un abogado! Estoy harta de contestar preguntas, y sólo tengo una respuesta para todas ellas. No. ¡No! ¡No! ¡No! ¡Ahora déjame en paz!
—Pero, Selena, yo sólo quiero ayudarte.
—No necesito que me ayudes.
Él le dirigió una mirada extraña.
—¿No quieres que encuentren a Lucas? —preguntó.
—Me conoces desde hace años —dijo Selena con cansancio^. —Si hubieras tenido que vivir con él, ¿querrías que le encontraran?
—Al menos querría saber qué le había ocurrido.
—Pues yo no. Ruego a Dios que no le encuentren jamás.
A la mañana siguiente, el hijo de unos barraqueros que vivían junto a la carretera de Meadow Pond fue al despacho de Buck McCracken con un paquete envuelto en papel de periódico. Los dos hombres del Departamento de Marina se mostraron muy interesados por el contenido del paquete, pero Muck McCracken, súbitamente mareado, apartó los ojos de los artículos diseminados encima de su mesa. Eran los restos quemados de un chaquetón de la Marina, con sus botones redondos aún intactos, y los jirones chamuscados de lo que aparentemente había sido una bata de mujer. Incluso desde donde estaba Buck, a unos dos metros de la mesa, se veían las rojizas manchas de sangre de la tela estampada de la bata. El niño, un muchacho de unos doce años, declaró que había encontrado el paquete tal como los hombres lo veían ahora, en un montón de basura en el vertedero municipal. El siguiente comentario del niño estuvo relacionado con la cuestión de una posible recompensa.
—Lárgate —le dijo ferozmente Buck McCracken, y desde la sala de espera, contigua al despacho, se oyó la voz plañidera de una mujer de las barracas.
—Te lo dije, niño —gimoteó. —Tu padre y yo te lo dijimos, que no está bien meterse en lo que no es asunto nuestro.
Uno de los hombres de la Marina revolvió los fragmentas quemados del chaquetón con la punta de un lápiz.
—Parece que Lucas Cross tenía sus razones para estar ausente sin permiso oficial, después de todo —dijo.
«Un buen oficial —recitó silenciosamente Buck— nunca elimina la posibilidad de un juego sucio.»
—Lucas debía tener a una mujer sobre la que ninguno de nosotros sabía nada —dijo en voz alta.
—Me conformaré con la chica —dijo un hombre de la Marina.
—¿Qué chica? —preguntó inocentemente Buck. —Selena Cross —contestó el segundo hombre de la Marina.
Aún era temprano cuando Buck y los dos hombres de la Marina llegaron a casa de los Cross. Selena no se había marchado a trabajar, y Joey todavía estaba en pijama. Selena abrió la puerta y condujo a los hombres al salón. Actuó como si no hubiera visto el paquete que uno de los hombres de la Marina llevaba debajo del brazo. El hombre dejó el paquete encima del sofá, lo abrió y esparció su contenido. Después se enderezó y miró fijamente a Selena. Ella no se movió ni habló, y, por toda la emoción que se reflejó en su cara, habría podido estar contemplando una serie de muestras de tela que no la impresionaban particularmente.
—Sabemos que tú no lo hiciste —dijo el hombre.
Joey Cross se lanzó hacia ellos desde el otro extremo de la habitación y se puso delante de su hermana.
—¡Yo lo hice! —chilló. —¡Yo lo hice! ¡Le maté y le enterré en el corral de las ovejas, y lo hice solo! ¡Lo hice solo!
Selena le hizo apoyar la cabeza sobre su pecho y le revolvió el cabello unos instantes.
—Ve a la otra habitación, Joey —dijo. —Ve a vestirte como un buen chico.
Cuando se hubo ido, Selena se volvió hacia Buck McCracken.
CAPÍTULO 09
«El mundo es un pañuelo.»
En años posteriores, Buck McCracken diría con frecuencia que le habría gustado recibir un dólar cada vez que oyó pronunciar estas palabras durante las semanas que precedieron al juicio de Selena.
Fueron unas cortas semanas de largos días durante finales de la primavera y principios del verano de 1944. En años pasados, éstas fueron las semanas del baile de primavera, de la graduación, de vacaciones para algunos y de trabajo en el campo para otros, pero en 1944, estas semanas fueron de una excitación tan intensa que todo lo demás palideció, incluida la guerra.
Peyton Place estuvo abarrotada desde antes de que se iniciara el juicio. Corresponsales de numerosos periódicos andaban por las calles donde sólo Seth había andado, como periodista, hasta entonces, y los veraneantes que solían desdeñar Peyton Place prefiriendo zonas más conocidas del estado, llegaban a la ciudad en una procesión de coches caros, todos ellos con matrículas de otros estados. Probablemente el caso de Selena nunca habría atraído tanta atención a no ser por un joven periodista que trabajaba para un periódico de Boston perteneciente a la cadena Hearst. El joven, cuyo nombre era Thomas Delaney, tenía talento para los titulares sensacionalistas. El día siguiente al arresto de Selena, el Daily Record, para el que Delaney trabajaba, salió a la calle con un titular de cinco centímetros. PARRICIDIO EN PEYTON PLACE. Estas palabras fueron apresuradamente recogidas e impresas en primera página por otros periódicos del norte de Nueva Inglaterra, de modo que, al cabo de tres días, habían aparecido y sido leídas por prácticamente todos los habitantes de cuatro estados. Los editores enviaban a sus mejores corresponsales a cubrir el juicio de Selena Cross, y Peyton Place adquirió el aspecto de un gran manicomio al aire libre. La ciudad carecía de hotel, posada, pensión o casa de huéspedes, de modo que los periodistas y turistas que habían venido a escribir o a mirar, cada uno según su propia vocación, no tuvieron más remedio que utilizar las inadecuadas instalaciones de White River. Todas las mañanas estas personas afluían a Peyton Place, y todas las noches se marchaban, pero hacían estragos durante las horas intermedias. Por primera vez desde tiempos inmemoriales, los ancianos que llenaban los bancos de delante del juzgado se vieron obligados a huir y desparramarse ante la invasión de fotógrafos y periodistas que insistían en tomar fotografías de estos «pintorescos personajes» y en asaetarlos a preguntas que siempre empezaban con: «¿Qué opina usted de todo esto?» El único de los ancianos que no echaba a correr era Clayton Frazier, quien había cobrado afecto a Thomas Delaney, el corresponsal del Hearst de Boston. Esta extraña alianza se inició el día que Delaney llegó a Peyton Place, y fue descubierto por Clayton en el restaurante de Hyde, sentado tranquilamente en el taburete favorito del anciano. Clayton se puso furioso, y todos los residentes de Peyton Place que se hallaban allí esperaron ansiosamente lo que haría el anciano. Clayton se sentó en el taburete contiguo a Delaney.
—Corresponsal de un periódico, ¿eh? —preguntó Clayton.
—Sí.
—¿Cuál?
—El Daily Record de Boston.
—Oh, uno de los periódicos de Hearst.
—¿Qué tienen de malo los periódicos de Hearst?
—Nada, si a uno le gustan esas cosas. Una vez leí algo de un tipo llamado Arthur J. Pegler. Creo que ya está muerto. Uno de sus parientes trabaja ahora para Hearst. Bueno, la cuestión es que ese Arthur Pegler dijo: «un periódico de Hearst es como una vociferante mujer corriendo por la calle con la garganta cortada.» Ahora bien, reconozco que eso no tiene nada de malo si a uno le gustan esas cosas.
Sin un solo parpadeo, Delaney cogió su taza de café.
—Yo llegaría más lejos que el señor Pegler —dijo. —Lo describiría como una mujer desnuda corriendo por la calle, y todo lo demás.
—Naturalmente —aclaró Clayton, —no digo que no se necesite imaginación para trabajar en un periódico de Hearst. Lo que no se sabe, hay que inventarlo, y eso debe requerir cierta imaginación.
—No tanta imaginación como valor, señor Frazier —dijo Delaney. —Valor puro y simple.
—¿Quién le ha dicho mi nombre? —inquirió Clayton.
—El mismo tipo que me ha dicho que estaba sentado en su taburete cuando le ha visto venir hacia aquí.
Clayton y Delaney se hicieron amigos, aunque oyendo los insultos que se lanzaban el uno al otro, nadie lo habría sospechado jamás. El periodista permaneció en Peyton Place durante los días anteriores al juicio de Selena. Escribía montones de datos sobre la ciudad y sus habitantes con la idea, dijo a Clayton, de utilizar este material como base de una futura novela.
—Pero ¿por qué Peyton Place? —preguntó a Clayton Frazier un día. —Es un nombre rarísimo. Por aquí nadie parece demasiado ansioso por hablar de ello, excepto para decir que la ciudad tomó el nombre de un hombre que construyó un castillo. ¿Qué hay de este hombre y su castillo?
—Venga —dijo Clayton. —Le enseñaré el lugar.
Los dos hombres siguieron los raíles de la línea de ferrocarriles Boston y Maine con Clayton a la cabeza. El sol caía caluroso y brillante, sobre las desnudas franjas de terreno rocoso a lo largo de los raíles. Delaney no tardó en quitarse la americana y la corbata y se las echó encima del hombro. Al fin, donde los raíles describían una ligera curva antes de llegar al puente que cruzaba el río Connecticut, Clayton dejó de andar y señaló hacia la colina más alta de todas. En la cumbre de esta colina se alzaba el torreado y almenado montón de piedras grises que fue en su día el castillo de Samuel Peyton.
—¿Se siente con ánimos de subir esa colina? —preguntó Clayton.
—Sí —dijo Delaney, tomando mentalmente nota del siniestro aspecto del castillo, incluso bajo el sol y a pleno día. —¿Quién era ese Samuel Peyton? —preguntó, mientras él y Clayton subían laboriosamente la empinada colina cubierta de zarzas. —¿Un duque inglés exilado, o un conde, o algo así?
—Todo el mundo se imagina lo mismo —dijo Clayton, deteniéndose para enjugarse la cara con la manga. —La verdad es que este castillo fue construido (y la ciudad bautizada) por un maldito negro.
—Oh, vamos... —empezó Delaney, pero Clayton se negó a pronunciar una sola palabra más hasta que llegaron a las murallas del castillo.
Las murallas eran tan altas que, cuando se estaba ante ellas, uno no podía ver el castillo tal como era posible hacer desde lejos, y muy gruesas, con las verjas que las dividían a intervalos cuidadosamente cerradas. Clayton y Delaney se sentaron apoyando la espalda en un muro gris, y Clayton destapó una botella de whisky que había estado reservando para aquel momento. Hacía casi fresco, en la cumbre de la colina, bajo la sombra de los árboles que resguardaban a los dos hombres del sol.
Clayton bebió un trago y pasó la botella a Delaney.
—La verdad —dijo. —Un maldito negro.
Delaney bebió y devolvió la botella a Clayton.
—Vamos —dijo. —No me obligue a arrancarle todas las palabras, una por una. Cuéntemelo desde el principio.
Clayton bebió, suspiró y acomodó la espalda contra el muro de piedra.
—Bueno —empezó, —bastante antes de la Guerra de Secesión, el negro ese vivía en alguna parte del Sur. Era esclavo, y trabajaba en una plantación cuyo dueño se llamaba Peyton. El negro, cuyo nombre era Samuel, debió vivir antes de su tiempo, o fuera de su elemento, o como quiera usted decirlo. Sea como sea, vivió mucho antes de que nadie oyera hablar de un tipo llamado Abraham Lincoln. La razón por la que digo que vivió fuera de su tiempo es que Samuel tenía ideas extrañas. Quería ser libre, y esto en una época durante la que la gente consideraba a los negros como caballos de carga, o muías. Resumiendo, Samuel decidió escaparse. Dicen que lo logró con el oro que robó a su amo, ese tipo llamado Peyton. No me lo pregunte, porque no lo sé. Nadie lo sabe. Del mismo modo que no saben cómo lo hizo. Samuel era un tipo grande y fuerte. Tenía que serlo, porque no creo que fuera fácil para un esclavo negro escaparse del Sur en aquellos días. Resumiendo, se escapó y llegó a bordo de un barco que iba a Francia. No me pregunte cómo lo hizo, porque tampoco lo sé. Algunos dicen que el capitán del barco era uno de esos mestizos. ¿Cómo les llaman?
—¿Mulatos? —preguntó Delaney.
—Sí —dijo Clayton, bebiendo y pasándole la botella, —eso es. Un mulato. Bueno, algunos dicen que el capitán del barco era un mulato. No lo sé. Nadie lo sabe con seguridad. Resumiendo, Samuel llegó a Marsella, Francia. Como he dicho, no pudo ser fácil, porque Samuel era grande y fuerte y negro como el as de espadas. Pero llegó, y a los pocos años había hecho una fortuna con el negocio de los transportes marítimos. Nadie sabe cómo empezó, aunque muchos dicen que aún tenía un montón de oro de ese Peyton cuando llegó al otro lado. En cualquier caso, hizo dinero, y mucho. Pero estando en Francia tuvo otra de sus absurdas ideas. Samuel debía ser único para tener ideas absurdas. Se le ocurrió la idea de que, como era libre y tenía mucho dinero, era tan bueno como cualquier hombre blanco, y se casó con una muchacha blanca. Una muchacha francesa. Se llamaba Vi'let. No tal como nosotros escribimos Vi'let, sino con dos tes y una e al final. En francés. Dicen que era bonita, y tan frágil como un objeto de porcelana. No lo sé. Por aquí no hay nadie que lo sepa, porque esto pasó hace mucho tiempo. En cualquier caso, Samuel decidió regresar a América. Y lo hizo precisamente durante la Guerra de Secesión. Esa señora de Massachusetts llamada Stowe ya había escrito ese libro sobre los esclavos, y hubo muchas personas que empezaron a apreciar a los negros de la noche a la mañana. Al menos, decían que les apreciaban. Bueno, Samuel y Vi'let llegaron a Boston. Supongo que Samuel debió pensar que con todo su dinero, y todo el mundo amando a los negros, iba a instalarse en el mismo Beacon Hill y codearse con los Lowell y los Cabot. Bueno, la realidad fue que Samuel ni siquiera pudo encontrar una casa en Boston. Si él hubiera ido cubierto de andrajos y con ronchas en toda la espalda, y si Vi'let hubiera sido negra y tenido aspecto de estar agotada por una larga persecución, quizá lo habrían pasado mejor. No lo sé. Supongo que Boston no estaba demasiado acostumbrado a ver a un negro con una chorrera almidonada y un chaleco bordado a mano, y un par de botas que costaban cuarenta dólares, que era mucho dinero en aquellos días. Bueno, con todo su dinero, y su esposa blanca y siendo libre y todo, Samuel no pudo encontrar un sitio donde vivir en Boston. Algunos dicen que tuvo uno de esos ataques de furor que tienen los negros. No lo sé. Lo único que sé es que vino aquí. Dicen que quería alejarse lo bastante de Boston para no volver a poner los ojos encima de un blanco mientras viviera. La cuestión es que vino aquí. Entonces la ciudad no existía. No había nada más que las colinas y los bosques y el río Connecticut. Naturalmente, había pueblos y ciudades más al sur, pero aquí no había nada. Bueno, Samuel escogió la colina más alta de todas y decidió construir un castillo para él y su esposa blanca llamada Vi'let. Vivieron en una cabaña, porque tardaron mucho en construir el castillo. Deme la botella.
Delaney le pasó la botella a Clayton, que bebió.
—¿Ve esto? —preguntó, dando una palmada sobre el muro de piedra que había detrás de ellos. —Importado. Hasta la última estaca y piedra, hasta el último pomo y cristal del castillo fue importado de Inglaterra. No sé, pero yo estaría dispuesto a apostar que éste es el único castillo real, verdadero y genuino de Nueva Inglaterra. Los muebles también eran importados, igual que las cortinas y el empapelado de las paredes. Cuando estuvo terminado, Samuel y Vi'let se instalaron en él y ninguno de los dos volvió a poner un pie fuera de estas murallas. No pasó mucho tiempo antes de que un tipo llamado Harrington escogiera este lugar para construir sus fábricas, y después empezó a levantarse la ciudad. La Boston y Maine no tardó en tender la línea férrea de White River por aquí. La gente que iba en el tren miraba el castillo de Samuel y decía: «¿Qué es eso?», y los revisores sacaban la cabeza por las ventanillas de los vagones y decían: «Eso es Peyton Place .» Así es cómo la ciudad recibió su nombre.
—Pero ¿qué pasó después? —preguntó Delaney.
—¿A qué se refiere con «después»?
—La historia no puede terminar aquí —dijo el joven periodista. —¿Qué fue de Samuel y Violette?
—Oh, murieron —dijo Clayton. —Vi'let fue la primera. Algunos dicen que contrajo la tuberculosis, y otros que se fue marchitando por estar encerrada en el castillo. No lo sé. Samuel la enterró detrás del castillo. Hay una gran lápida blanca sobre su tumba, hecha con mármol de Vermont. Cuando Samuel murió, fue enterrado a su lado. Pero la piedra que hay encima de la tumba de Samuel es pequeña, y está hecha con ese mármol negro que viene de Italia, o de uno de esos países extranjeros. Fue el estado quien enterró a Samuel, en agradecimiento por haberle dejado todas sus tierras y el castillo. Algunos dicen que este estado no se anda con remilgos a la hora de aceptar regalos.
—Pero ¿qué saca el estado de un sitio así? —preguntó Delaney, mirando una de las verjas encajadas en la muralla.
—De aquí no saca nada —dijo Clayton. —Pero Samuel no era tonto. Tenía grandes extensiones de bosque al norte de aquí. Madera es lo que saca el estado, o, por lo menos, es lo que sacaba. Ahora tienen una de esas reservas forestales ahí arriba. A cambio, tienen que cuidar de este sitio hasta que se desmorone. Asegurarse de que las vergas estén bien cerradas, de que la gente no entre en el castillo y esas cosas. Sin embargo, en el testamento de Samuel no se hablaba de la conservación del interior del castillo. Y en el interior todo se ha podrido. Las cortinas están rasgadas y apolilladas, las ratas han hecho agujeros en la tapicería de los sillones importados por Samuel, y el empandado de madera está resquebrajado y desprendido. La gran araña del vestíbulo se cayó del techo durante una tormenta que hubo una vez. Los trozos de cristal aún están en el suelo del castillo de Samuel.
Delaney miró a Clayton con recelo.
—Por el modo como describe el interior del castillo, yo diría que ha estado en él alguna vez.
—Desde luego —admitió Clayton. —Hay un modo de entrar, o al menos lo había cuando yo era un niño. Había un árbol muy grande en el otro lado, y este árbol tenía una rama que quedaba justo encima de la muralla. Trepabas al árbol e ibas hasta el extremo de la rama colgado de las manos. Después, si no pensabas demasiado en romperte una pierna, te soltabas y caías en el patio trasero de Samuel. Si no recuerdo mal, lo más difícil era volver a subir a la muralla, pero conseguí hacerlo una vez. ¿Quiere intentarlo?
Delaney se levantó y contempló la muralla que se alzaba ante él. Meditó largo rato.
—No —dijo al fin. —No, creo que no. Regresemos. Se está haciendo tarde.
Mientras los dos hombres bajaban la colina, la entradilla de su siguiente artículo se formó en la mente de Delaney.
«A la trágica sombra del castillo de Samuel Peyton —escribiría, —otra tragedia ha tenido lugar. En una fría noche de diciembre azotada por la ventisca, Selena Cross...»
Justamente antes de llegar a Elm Street, Delaney se volvió hacia Clayton.
—Escuche —dijo, —usted es un hombre bastante tolerante para ser de Nueva Inglaterra. ¿Cómo es que siempre se refiere a Samuel Peyton como un «maldito negro?»
—¿Por qué? —inquirió Clayton. —Algunos dicen (y entre ellos, mi propio padre), que durante 'a Guerra de Secesión, hacia el final, Samuel Peyton enviaba barcos desde Portsmouth con armas para el Sur. Si eso no es el acto de un hijo de perra, espero que nunca me cuenten ninguno. Si la piel de Samuel hubiera sido de otro color, diría que fue un «maldito rebelde». Pero Samuel era negro.
CAPÍTULO 10
Naturalmente, hubo aquellos que conservaron la calma en Peyton Place, como hace el núcleo de un huracán, en medio del furor engendrado por el próximo juicio de Selena Cross. Entre esas personas se encontraba Constance Makris que, tras la conmoción inicial, empezó a trabajar nuevamente en la tienda de modas. A todas las preguntas, y eran muchas, contestaba:
—Sólo he vuelto temporalmente. Selena vendrá a encargarse de todo en cuanto este lío se aclare.
Con el fin de aclarar lo que ella denominaba «el lío en que está Selena», Constance se ofreció a pagar cualquier servicio legal que la muchacha necesitara.
—Aunque —como dijo a Tom— no entiendo por qué ha de necesitar un abogado. Si mató a Lucas, y no he creído ni un solo momento que lo hiciera, tuvo una buena razón. Lucas era un bruto y una bestia. Siempre lo fue. Recuerdo que Nellie me hablaba de cómo les pegaba a ella y los niños. Era un hombre horrible.
—Quizá sí —contestó Tom, —pero Selena se está perjudicando a sí misma no queriendo decir nada. Por lo menos debería confiar en su abogado, pero Drake dice que no dirá una palabra.
Eso era cierto. Aparte de decir que había matado a Lucas con un atizador mientras los dos estaban en el salón de los Cross y que, sola y sin ayuda a pesar de lo que Joey dijo, le había arrastrado hasta el corral de las ovejas y le había enterrado, Selena rehusaba hacer comentarios. Hizo esta declaración el día que fue arrestada y los esfuerzos de Peter Drake para hacerle decir por qué lo había hecho fueron inútiles. En Peyton Place apenas se hablaba de otra cosa.
—No creo que ella le matara. Explicaría por qué, si lo hubiera hecho.
—Si no lo hizo, ¿cómo es que sabía el sitio exacto donde estaba enterrado?
—¿Cómo es que encontraron manchas de sangre en el suelo de la casa? Por mucho que friegues no puedes limpiar totalmente la sangre si alguien está empeñado en encontrarla.
—Sí. Si no lo hizo, ¿de dónde sale tanta sangre?
—A mí ya me extrañó que Joey se deshiciera de todas sus ovejas en enero. Enero no es época de matanza. Me pareció muy raro.
—Lo hizo para que nadie entrara en el corral a echar una mirada. Pero fue una tontería. Habría hecho mejor dejando a las ovejas donde estaban.
—Yo no lo creo así. Siempre hay algún curioso dispuesto a echar un vistazo a los animales de otro. Si yo hubiera enterrado a mi viejo en un corral, no me habría gustado nada que alguien entrara a fisgonear y andará encima de su tumba.
—¿Os acordáis de cómo Selena intentó evitar la zonificación en el concejo municipal? Apuesto a que fue porque tenía miedo de que alguien metiera las narices en su casa.
—Pues a mí no me importa lo que digáis. No creo que lo hiciera. Está protegiendo a alguien.
—Pero ¿a quién? Nadie quería matar a Lucas. —No. Esto es verdad.
—Y, ¿cómo es que no quiere decir por qué?
¿Por qué? Era una pregunta en labios de casi todos. Ted Carter había ido a ver a Selena, después de asegurar a Drake que ella le diría la verdadera razón por la que lo había hecho.
—Lo hice. ¿Qué más quieres saber? —dijo Selena con mal humor. —Le maté y eso es todo.
—Escucha, Selena —dijo Ted, con cierta impaciencia. —Drake tiene que saber por qué si ha de defenderte. Con un buen motivo podría alegar locura temporal y quizá sacarte del apuro.
—Cuando le maté estaba tan cuerda como en este momento —dijo Selena. —Sabía lo que hacía.
—Selena, por el amor de Dios, sé sensata. Sin un buen motivo, te juzgarán por asesinato en primer grado.
¿Sabes cuál es la condena por una cosa así en este estado?
—La horca —dijo crudamente Selena.
—Sí —dijo Ted, casi sin aliento, —la horca. Ahora haz el favor de explicarme por qué lo hiciste. ¿Te amenazó Lucas con pegarte? ¿Con echaros a ti y a Joey de vuestra casa? ¿Por qué lo hiciste?
—Le maté —dijo Selena con la voz inexpresiva que había cultivado durante los días pasados. —Eso es todo.
—Pero no querías hacerlo, ¿verdad? Quizá querías asustarle y le golpeaste con más fuerza de lo que pretendías. ¿No fue así?
Selena guardó silencio unos momentos e intentó recordar cómo había sido: «¿Tuve realmente la intención de matarle?», se preguntó. Se esforzó en recordar el momento del ataque y los pensamientos que cruzaron por su mente, pero lo único que recordó fue el miedo.
—Le maté —dijo. —Cuando le golpeé, lo hice conscientemente. No lamento que esté muerto.
Ted se levantó y la miró con frialdad.
—Escucha, será mejor que lo pienses bien y cambies de canción si quieres salir de esto. Reflexiona. Volveré mañana.
—No, no volverás —dijo Selena mientras él se marchaba, pero lo dijo en voz tan baja que él no la oyó.
Aquélla fue una noche de insomnio e indecisión para Ted Carter. Al cabo de dos semanas escasas se graduaría en la universidad y sería movilizado como segundo teniente del Ejército. Si la guerra aún proseguía, lo que parecía sumamente probable, le enviarían a un centro de entrenamiento. Pero la mente de Ted no se detuvo en estas realidades presentes. Pensó en el futuro, en el día que obtuviera su diploma de abogado y volviera a casa para ejercer. ¿Hasta dónde podía llegar un hombre de leyes si estaba atado a una esposa que era una asesina?, se preguntó. Era cierto que amaba a Selena y probablemente siempre la amaría, pero ¿qué posibilidades tenían de ser felices juntos? Ted pasó las largas horas de la noche repasando su plan para el futuro, pero no pudo encontrar un hueco donde acomodar a una esposa con una nube encima de la cabeza. Aunque Selena fuese declarada inocente —y eso era imposible, porque ya había confesado su crimen— siempre habría personas que dudarían. En cuanto al alegato de locura, aunque fuese locura temporal, tampoco era una solución. En Peyton Place se miraba la locura con desagrado y vergüenza. A Selena le iría mejor en su ciudad como asesina convicta que como una víctima de la locura. ¿Homicidio justificado? En la oscuridad de su habitación, Ted meneó la cabeza. Lucas podía haber sido un borracho, un desconsiderado con su familia, y el más irresponsable de los padres, pero había pagado sus facturas y se había ocupado de sus propios asuntos. Y el hecho de que no hubiera sido el verdadero padre de Selena la perjudicaría en Peyton Place. De ser la carne y sangre de Lucas, le iría mejor. Tal como estaban las cosas, Ted sabía lo que se diría en la ciudad. Ni siquiera era su hija, diría Peyton Place. Se casó con Nellie cuando Selena era un bebé, pero la trató como si hubiera sido su propia hija. Al nombre de asesina se añadiría la etiqueta de ingrata. Ted Carter se mordió el nudillo del dedo índice. Se imaginaba la expresión de las caras del jurado si Drake intentaba alegar homicidio justificado para Selena. Si el abogado lo intentaba, Selena sería condenada irremisiblemente. Ted se sentó en la cama y se llevó ambas manos a la cabeza. Con dedos rígidos, intentó frotarse un cuero cabelludo súbitamente tirante y picajoso. Y, pensó, si gracias a una suerte milagrosa, Drake conseguía salvar a Selena, ¿qué clase de vida esperaba a la muchacha en Peyton Place? La gente siempre recordaría. Por ahí va la chica Cross. Mató a su padre. Bueno, no era su verdadero padre. Era más que eso. Cuidó de ella durante toda su vida, y no tenía por qué hacerlo. No era hija suya. Por ahí va la chica Cross. Casada con ese joven abogado llamado Carter. Es mejor apartarse de él, no se puede esperar nada bueno de un individuo que se casa con una asesina.
Pero Ted no sólo pensó en el futuro durante aquella noche; también recordó el pasado. Recordó besos, conversaciones, esperanzas y sueños compartidos. Se representó la colina que él y Selena habían escogido, la colina donde edificarían una casa compuesta casi totalmente de ventanas, y se acordó de los argumentos sobre el número de niños que una casa de este tipo podría albergar adecuadamente. Recordó todos los años durante los que sólo tuvo a Selena, durante los que el pensamiento de una vida sin Selena le parecía peor que la muerte.
—Tú y yo y Joey —había dicho Selena, riendo junto a su cara, de modo que él notó su aliento en la mejilla. —Sólo nosotros, sin que nos importe nadie más.
Era cierto que Selena había cambiado un poco desde el comienzo de la guerra. A veces se mostraba un poco áspera, poco razonable. Pero la guerra afectaba a muchas mujeres de este modo. A veces parecía despreciarle porque no estaba en una trinchera, como su hermanastro Paul, luchando por su vida. Pero Ted no le había dado mucha importancia. Dejaría de pensar así cuando la guerra hubiese terminado. Entonces sería como siempre había sido.
—Theodore H. Carter, abogado —le había dicho, con los ojos brillantes como siempre que era feliz. —El señor y la señora Carter. Oh, Ted, cuánto te amo.
Amanecía cuando hundió la cara mojada en la almohada. «¿Y mi plan, Selena? —pensó. —¿Qué hay de mi plan? ¿Qué oportunidades tendríamos en Peyton Place?», se preguntó silenciosamente, y todo ese tiempo sabía la respuesta y sabía lo que debía hacer. Al fin se quedó dormido, y no fue a ver a Selena al día siguiente. Poco después, cuando se estaba celebrando el juicio, escribió a su madre que le era imposible abandonar la universidad.
Selena no le esperaba al día siguiente de verle por última vez. Pero, sin embargo, una amarga sonrisa cruzó sus labios aquella noche.
«Sabía que no vendría —pensó. —Ahora ya no formo parte de su plan. No puede permitirse el lujo de hacer oídos sordos a las habladurías de la gente. Pero yo sí que puedo. Quizá no tenga nada más, pero tengo esta Me importan un comino.»
Pensó que no demasiado tiempo atrás no habría sido de soportar la idea de que Ted fuera a abandonarla en un momento de necesidad, pero a principios del verano de 1944 no le importó nada. Nada importaba excepto su constante preocupación por la suerte de Joey. No tenía ninguna duda de que la declararían culpable y la ahorcarían.
—Al menos dime por qué —le repetía Peter Drake, una y otra vez. —Entonces, quizá podría ayudarte. De este modo, lo máximo que puedes esperar es seguir con vida. Si es que tenemos tanta suerte. Ayúdame a ayudarte.
«Pero ¿qué puedo decir? —pensó Selena. —¿Que maté a Lucas porque tenía miedo de que volviera a meterme en un lío?» Pensó en Matthew Swain, a quien había prometido solemnemente guardar silencio, y también pensó en las caras de sus amigos y vecinos si les decía la verdad sobre sí misma y Lucas. Nadie la creería. ¿Por qué iban a hacerlo? ¿Por qué se había callado durante años y años? ¿Por qué no había ido a la policía si Lucas la molestaba? «Porque la gente de las barracas nunca recurre a la ley —pensó irónicamente Selena. —La gente de las barracas se ocupa de sus propios asuntos y cura sus propias heridas.» Se acordó de cuando Buck McCracken, el comisario, fue a la escuela primaria para dar una conferencia sobre seguridad.
—Ahora quiero que todos recordéis que el policía es vuestro amigo —concluyó, y Selena recordó la expresión de los ojos de los niños de las barracas.
«Ni amigo ni nada —decía la mirada. —Entremetido. Ocupándose de los asuntos de todo el mundo menos de los suyos.»
«Nunca lo diré —pensó Selena con desesperación. —Ni siquiera cuando me conduzcan a la horca. Nunca sabrán nada por mí. Que pregunten. Nunca lo averiguarán.»
En toda la población de Peyton Place, sólo había un hombre que no se preguntaba por qué. Era el doctor Matthew Swain, que sabía muy bien por qué. El médico no había trabajado desde el día que Selena fue arrestada. Alegaba que estaba enfermo y enviaba a todos sus pacientes al doctor Bixby, de White River.
—Debe estar enfermo —decía Isobel Crosby a todo el que quería escucharla. —Ni siquiera se molesta en vestirse por la mañana y se pasa todo el día sentado, sin hacer nada.
Esto no era totalmente cierto. Muchas veces durante el día, y siempre durante la noche, Matthew Swain reunía las energías suficientes para ir desde el sillón donde estaba sentado hasta el aparador del comedor donde guardaba los licores. Tenía pensamientos que formulaba con lo que él denominaba una brillante retórica y todo ese tiempo sabía lo que debía hacer.
«El círculo de la destrucción ya se ha cerrado —pensó, contemplando su vaso lleno. —Empezó con Lucas y ha terminado con Lucas. Casi, pero no del todo. Al principio destruí una vida y ahora debo pagar con la mía.»
A veces, cuando estaba muy borracho durante la noche, sacaba de su escondite una pequeña fotografía de su difunta esposa Emily.
«Ayúdame, Emily —suplicaba, mirando los bondadosos y profundos ojos de la fotografía. —Ayúdame.»
Hubo toda una discusión sobre fotografías después de la muerte de Emily. El había insistido en retirar la gran fotografía enmarcada de su esposa que había estado en su despacho durante años.
—Pensaba que querría conservar el retrato exactamente donde está —dijo Isobel Crosby con gazmoñería. —Pensaba que querría tenerlo allí mismo, para que se la recordara.
—¿Cree que necesito fotografías para recordarla? —rugió el médico, tirando al suelo el retrato de Emily de un manotazo. —¿Cree que necesito algo para recordarla?
Los gritos eran un útil lenitivo para el dolor, y el médico gritó mucho durante los días que siguieron a la muerte de Emily. Naturalmente, Isobel se apresuró a difundir la noticia de su conducta por toda la ciudad.
—Tiró su retrato al suelo —dijo Isobel. —El cristal se hizo añicos y el marcó se dobló, y empezó a chillarme. Y ella, la pobrecita, lleva menos de una semana en la tumba. Ya visteis cómo se portó en el funeral, ¿no? No derramó ni una sola lágrima, ni intentó lanzarse a la tumba abierta, ni nada por el estilo. Ni siquiera le dio un beso en la mejilla antes de que el pastor cerrase el ataúd. Ya veréis. No pasarán más de seis meses antes de que vuelva a casarse.
El médico guardó cuidadosamente la última fotografío que le quedaba de Emily. Debía estar muy borracho, pensó, para esperar ayuda de un retrato descolorido.
«Primero el niño —pensó, —destruido porque no tuvo elección. Después Mary Kelley, destruida por un sentimiento de culpabilidad que no tenía derecho a causarle. Y después Nellie, destruida porque no pude controlar mi genio ni mis palabras, y ahora, Lucas, destruido por Selena porque yo no tuve el valor de destruirle por mí mismo. Y así es cómo se termina el mundo», pensó el médico, tratando inútilmente de recordar la última parte de la cita. Algo sobre un lloriqueo, o un gemido.
La noche anterior al día en que Selena debía ir a juicio, Matthew Swain recorrió toda su casa recogiendo botellas vacías. Estuvo en remojo durante una hora en una bañera caliente y después se dio una ducha fría. Se afeitó y se lavó el bonito cabello blanco y telefoneó a Isobel Crosby.
—¿Dónde demonios se había metido? —rugió cuando ella contestó. —Estamos en verano y mi traje blanco está sin planchar y mañana tengo que estar en el juzgado a las nueve.
Isobel, que había tratado inútilmente de entrar en la casa del médico, una mañana tras otra, colgó con indignación.
—¿Qué te parece esto? —preguntó a su hermana con tono ofendido.
CAPÍTULO 11
Esa misma noche, Allison MacKenzie regresó a Peyton Place. Se apeó del tren a las ocho treinta y decidió ir andando a su casa.
—Hola, señor Rhodes —dijo al jefe de estación al entrar en el edificio.
—¿Qué tal, Allison? —contestó él, con el mismo tono que habría empleado si ella regresara de un día de compras en Manchester. —¿Harta de la gran ciudad?
—Un poco —admitió Allison y pensó: «¡Oh, si supiera cuánto, señor Rhodes! ¡Si supiera qué harta y cansada y desmoralizada estoy!»
—No es mal sitio para ir de visita, Nueva York —dijo Rhodes. —¿Quieres que te lleve a casa? Estoy a punto de cerrar.
—Pensaba ir andando —repuso Allison. —Hace mucho tiempo que no ando por Peyton Place.
Rhodes la miró escrutadoramente.
—La ciudad seguirá estando aquí mañana. Será mejor que te lleve. Pareces un poco cansada.
Allison estaba demasiado cansada para discutir.
—Muy bien —dijo. —Tengo las maletas fuera.
Mientras subían por Depot Street, Allison miraba abstraídamente por la ventanilla del coche. «No cambia —pensó con agotamiento. —Ni una estaca ni una piedra, ni un árbol, ni una casa han cambiado. Siguen igual.»
—¿Sabes lo de Selena Cross? —preguntó Rhodes.
—Sí —contestó Allison. —Esta es la razón principal por la que he regresado. He pensado que sería una buena historia.
—¿¿De verdad? —preguntó Rhodes. —¿Sigues escribiendo historias en las revistas? Mi esposa siempre las lee. Dice que son muy buenas.
—Sí, sigo escribiendo en revistas —dijo Allison y pensó: «El señor Rhodes tampoco ha cambiado. Sigue tan curioso como siempre.» Se preguntó qué diría si le hablara de la novela en la que había trabajado durante más de un año y que resultó un fracaso. Se alegraría. El señor Rhodes siempre se alegraba cuando alguien fracasaba en algo.
—¿Cómo has sabido lo de Selena? —preguntó. —¿Tu madre te telefoneó para decírtelo?
—No. Lo leí en un periódico.
El señor Rhodes caló el motor del coche.
—¿Quieres decir que ha llegado hasta los periódicos de Nueva York? ¿Que lo saben hasta en Nueva York?
—No, claro que no. En Nueva York hay un hombre que negocia con la añoranza. Tiene un quiosco en Broadway donde vende periódicos de fuera de la ciudad. Yo pasaba un día por allí y vi el titular del Concord Monitor de hacía cuatro días.
El señor Rhodes profirió una risita ahogada.
—¡Vaya sobresalto, ver algo sobre Peyton Place en pleno corazón de Nueva York!
«No, no demasiado, señor Rhodes —dijo silenciosamente Allison. —En aquel momento estaba demasiado ocupada pensando en otra cosa para inquietarme por Peyton Place. Verá, acababa de pasar el fin de semana en la cama con un hombre al que amaba y que resultó estar casado.»
—Sí —dijo en voz alta, —tuve un gran sobresalto.
—Pues esto se ha convertido en un infierno —dijo el señor Rhodes. —Ni siquiera puedes andar tranquilamente por la calle. La ciudad está llena de corresponsales y turistas y simples curiosos de White River. El juicio es mañana. ¿Piensas ir?
—Supongo que sí —dijo Allison. —Probablemente, Selena necesitará a todos sus amigos en un momento así.
El señor Rhodes se rió entre dientes y Allison pensó que había algo obsceno en la risa del anciano.
—En realidad nadie cree que ella lo hiciera. Al menos, sola. Bueno, aquí está tu casa. Espera un minuto y te echaré una mano con las maletas.
—No se moleste —dijo Allison, bajando del coche. —Tom saldrá a buscarlas.
—Sí. Tom —dijo Rhodes y volvió a reírse. —Ese griego que se casó con tu madre. ¿Te gusta tenerle por padre?
Allison le miró fríamente.
—Mi padre está muerto —dijo y se dirigió hacia la puerta de la casa.
Constance y Tom dieron un salto de sorpresa cuando Allison traspuso la puerta y entró en el salón.
—Hola —dijo y se quedó allí, quitándose los guantes.
La rodearon y la besaron y le preguntaron si había cenado.
—Pero, querida, ¿por qué no nos has avisado de que venías? Tom habría ido a recibirte a la estación.
—El señor Rhodes me ha acompañado hasta aquí —dijo Allison. —He tomado un bocadillo en el tren.
—¿Qué te ocurre? —exclamó Constance. —Estás muy pálida y pareces agotada. ¿Estás enferma?
—Oh, por el amor de Dios, madre —replicó Allison con impaciencia. —Sólo estoy cansada. Ha sido un viaje muy largo y hacía mucho calor en el tren.
—¿Quieres tomar una copa? —preguntó Tom.
—Sí —dijo Allison, agradecida.
«Algo va mal —pensó Tom, mientras preparaba un Tom Collins para Allison. —Ha ocurrido algo. Tiene la misma expresión que siempre tenía cuando huía de una experiencia desagradable. ¿Un hombre?»
—Intenté telefonearte para explicarte lo de Selena —estaba diciendo Constance, —pero esa chica con la que compartes tu apartamento me dijo que estabas en Brooklyn. ¿Cómo se llama? Nunca lo recuerdo.
—Steve Wallace —dijo Allison, —y no comparto mi apartamento con ella. Ella comparte su apartamento conmigo.
—Steve —dijo Constance, —eso es. ¿No me dijiste que su verdadero nombre es Stephanie?
—Sí —contestó Allison, —pero nadie la llama así. Le odia. Pobre Steve. Espero que encuentre a alguien con quien compartir su casa. Yo no volveré.
—¿Algo va mal? —preguntó inmediatamente Constance.
—Ya te lo he dicho, madre. Nada va mal —replicó Allison y se echó a llorar. —Sólo estoy cansada, y harta de Nueva York. ¡Sólo quiero que me dejen en paz!
—Subiré a prepararte la cama —dijo Constance, que nunca había sabido cómo afrontar los cambios de humor de Allison.
Tom se sentó y encendió un cigarrillo.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó.
Allison se secó los ojos y se sonó; después cogió su bebida y se tomó la mitad de un solo trago.
—Sí —dijo con voz alterada. —Puedes ayudarme. Puedes hacerme el maldito favor de dejarme en paz. Los dos. ¿O es pedir demasiado?
Tom se levantó.
—No —dijo amablemente, —no es pedir demasiado. Pero procura recordar que te queremos, y que estaríamos encantados de escucharte si quisieras hablar.
—Me voy a la cama —dijo Allison y echó a correr escaleras arriba para no empezar a llorar de nuevo.
Pero más tarde, Constance y Tom oyeron sus sollozos ahogados mientras estaban en la cama.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Constance, asustada. —Debería ir a consolarla.
—Déjala en paz —dijo Tom, poniendo una mano sobre el brazo de su esposa.
Pero Constance no pudo conciliar el sueño. Mucho después de que Tom se quedara dormido, fue silenciosamente a la habitación de Allison.
—¿Qué te ocurre? —preguntó en un susurro. —¿Estás en un apuro, querida?
—¡Oh, madre, no seas tan estúpida! —exclamó Allison. —Yo no soy como tú. Jamás sería tan estúpida para Marion Partridge inspiró profundamente con la nariz, pues tenía un principio de resfriado, y odiaba utilizar el pañuelo tantas veces. Se pasó disimuladamente el índice por debajo de la nariz y observó a Selena.
La muchacha llevaba un vestido de algodón, que Marion estaba dispuesta a tasar en un mínimo de veinticinco dólares, y un par de medias finas que Marion clasificó inmediatamente como nilón del mercado negro. Los zapatos de Selena eran nuevos, Marion se preguntó si la muchacha habría usado un cupón de racionamiento para comprarlos, o si Constance Makris los habría obtenido por medio de un vendedor complaciente.
«Siempre le dije a Charles que Connie MacKenzie no era tan buena como parecía, pero él no quería escucharme. Supongo que se dio cuenta de las cosas cuando ella empezó a salir con ese Makris. Anita Ti tus me dijo que los escándalos en esa casa eran algo terrible. Apuesto a que tuvieron que casarse. Connie debió perderlo después. Ella y Selena siempre han sido demasiado amigas, en mi opinión. Bueno, ¿qué puedes esperar? Dios los cría y ellos se juntan. ¡Sólo hay que mirar a esa chica! ¡Pendientes en el tribunal! Selena es de las que cruzará las piernas y se subirá la falda cuando la llamen al estrado. ¡La pequeña ingrata, intentando hacer quedar mal a Charles! Después de todo, me he portado muy bien con Selena. La contrataba para trabajos sueltos cuando no tenía un centavo, y siempre intenté mantener a Nellie ocupada cuando Selena y Joey eran niños. Y lo que pagamos a Lucas, que en paz descanse, por los armarios de la cocina. Escandaloso, pero pagamos lo que él pidió. Lo lógico sería que Selena se acordara de favores como éstos. Bueno, Charles la arreglará. El se encargará d~ que la condenen por asesinato. El hará que la ahorquen.»
—...Para demostrar que Selena Cross golpeó a Lucas Cross en defensa propia y, por lo tanto, su acto fue homicidio justificado.
Marion Partridge se enderezó en su asiento como la hubieran pinchado con un alfiler. Era Charles Patridge quien había tomado la palabra, y hablaba de ahorrar el dinero del estado renunciando a un juicio largo ahora que habían aparecido nuevas pruebas. Marion empezó a sudar.
«Pero esto es imposible —pensó frenéticamente. Está tirando su gran oportunidad por la ventana. No nuevas pruebas. Me lo habría dicho. Se lo ha inventado todo para salvar el pellejo a Selena.»
Marion sacó su pañuelo y se secó las húmedas sienes, y en este momento se le ocurrió la idea de que Charles estaba enzarzado en una violenta aventura amorosa con su joven y bella prisionera. Miró disimuladamente a su alrededor, y le pareció ver que la gente sonreía y lanzaba miradas solapadas en su dirección. Se compadecían de ella porque Charles había desperdiciado su oportunidad de ser incluido en los libros de leyes a causa de su atracción por Selena.
«Yo misma la mataré», pensó Marion, y este propósito la calmó. Dejó de sudar, y se retrepó en el asiento, con los ojos clavados en la nuca de Selena como agujas envenenadas.
Más tarde, cuando el juicio hubo terminado y Thomas Delaney dijo que ni una sola persona en la sala del tribunal de Peyton Place quería que Selena fuera declarada culpable, no sabía nada de Marion. Delaney creía haber encontrado un lugar donde nadie estaba ansioso por apedrear a los caídos, y no vio a Marion, que no podía perdonar una desviación de una norma establecida por ella misma. Delaney se había criado en una gran ciudad, e ignoraba que en las ciudades muy pequeñas la malicia se demuestra más a menudo hacia un individuo que hacia un grupo, una nación, o un país. Los prejuicios y la intolerancia no le eran desconocidos, pues él mismo había sido llamado «irlandés» más veces de las que podía recordar, pero los insultos y la perversidad siempre le habían parecido estar más dirigidos contra sus antepasados que contra él como individuo. Clayton Frazier había intentado explicarle algo sobre la cuestión, pero Delaney era un realista. Quería ver los ejemplos de Clayton en la carne, oír la malicia con sus propios oídos, y ver los resultados de ella con sus propios ojos.
—Ya le hablé de Samuel Peyton, ¿no? —inquirió Clayton Frazier. —Los tiempos y las personas no cambian mucho. ¿Nunca se ha fijado en que las personas que más odian siempre son aquellas que desearían haber tenido algo o haber hecho algo?
—No sé a qué se refiere exactamente —contestó Delaney.
—Pues yo sí que lo sé —dijo Clayton con irritación. —No es culpa mía si no puedo expresarlo con palabras floridas. Yo no trabajo para Hearst. Delaney se echó a reír.
—Entonces, explíqueme con palabras normales a qué se refiere.
—¿Ha observado alguna vez qué mujer es la que más reparos encuentra a una muchacha joven y bonita que se esté divirtiendo mucho? Es la mujer que es demasiado vieja, demasiado gorda y fea para hacer lo mismo. Y cuando alguien se rebela con todas las de la ley, ¿quién es el que grita con más fuerza? El que siempre ha querido hacer lo mismo, pero nunca ha tenido valor. Hace años, un tipo que vivía aquí se hartó de su esposa, de su trabajo y sus deudas. Un buen día se largó, por las buenas. Lo decidió y se largó, y el único a quien oí gritar por ello fue Leslie Harrington. Otra vez, vino una viuda y se compró una casa junto a los raíles del ferrocarril. Una mujer guapa donde las haya. Tenía a casi todos los hombres de la ciudad rascándose los bolsillos. No era una mujerzuela, como Ginny Stearns antes de reformarse. Esta viuda tenía clase. Una vez leí un libro que hablaba de las cortesanas francesas. Esto es lo que era la viuda. Una cortesana. Grandiosa y orgullosa y hermosa como una sábana de satén. A ninguna mujer de la ciudad le gustaba demasiado tenerla por aquí, pero la que gritó más y finalmente logró que Buck McCracken la echara de la ciudad, fue Marion Partridge. La esposa del viejo Charlie.
—Hace demasiado tiempo que trabajo para Hearst —dijo Delaney. —Todas estas parábolas son incomprensibles para mí. ¿Qué intenta decirme?
Clayton Prazier escupió.
—Que si Selena Cross es declarada inocente, habrá quienes protesten. Será interesante ver quién es el que más grita.
«Charles no puede hacer esto —pensó Marion Partridge. —Honrarás a tu padre y a tu madre. Está bien claro y no admite discusión. Si piensas que hay un motivo lo bastante bueno para disculpar que una chica mate a su padre, incluso a su padrastro, debe tener reblandecimiento cerebral y supone que nosotros también lo tenemos.»
Marion reconoció fríamente que prefería tener a un Charles que babeara y mojara la cama que tenerle enamorado de Selena. La gente podía compadecerse de una mujer con un marido enfermo, pero una mujer con un marido que iba detrás de las chicas jóvenes se convertía automáticamente en el hazmerreír de todos.
—No hay necesidad de despejar la sala —protestó Charles, y Marion alzó unos ojos furiosos para mirarle. —Esta muchacha está entre amigos y vecinos.
Allison MacKenzie, que estaba sentada en la mitad posterior de la sala, entre su madre y Tomas Makris, se llevó las yemas de los dedos a la boca cuando Charles Partridge pronunció la palabra amigos.
«¡Amigos!», pensó, escandalizada, e inmediatamente empezó a intentar enviar ondas telepáticas de advertencia en dirección a Selena Cross.
«No te dejes engañar, Selena —pensó, concentrándose con todas sus fuerzas. —No te dejes engañar y convencer por sus palabras bonitas. No tienes un solo amigo en esta habitación. ¡De prisa! Levántate y díselo. Yo lo sé. Una vez intentaron decirme que estaba entre amigos, en esta misma habitación. Pero no era así. Me levanté y les dije la verdad, y aquellos a los que yo llamaba amigos se rieron y dijeron que yo era una mentirosa. Incluso aquellos que no me conocían lo suficiente para llamarme mentirosa a la cara lo hicieron cuando robaron a Kathy para favorecer a Leslie Harrington. Mira a Leslie Harrington, Selena. Forma parte del jurado que va a jugar con tu vida. No es amigo tuyo, por mucho que creas que ha cambiado. Me llamó mentirosa, en esta misma habitación, y le conozco desde que tengo uso de razón. No confíes en Charles Partridge. Me llamó mentirosa y hará lo mismo contigo. ¡Levántate, Selena! Diles que preferirías ser juzgada por tus enemigos que por tus amigos de Peyton Place.»
—Llamo a Matthew Swain —dijo una voz, y Allison comprendió que era demasiado tarde. Selena había depositado su confianza en sus amigos, como hizo una vez la propia Allison, y sus amigos la traicionarían y le dirían que mentía. Allison notó las débiles lágrimas que acudían tan fácilmente a sus ojos desde su regreso a Peyton Place, y Tom apoyó una mano en su brazo mientras Matthew Swain prestaba juramento.
El médico habló con una voz conocida por todos en Peyton Place. No intentó pulir su lenguaje en consideración al tribunal.
—Lucas Cross estaba loco —empezó bruscamente el médico. —Y estaba loco del peor modo que un hombre puede estarlo. Ni uno solo de los que están hoy aquí, excepto unos cuantos forasteros, ignora algunas de las cosas que hizo Lucas durante su vida. Era un borracho, pegaba a su esposa, y abusaba de sus hijos. Ahora bien, cuando digo que abusaba de sus hijos, lo hago en un sentido peor de lo que ninguno de ustedes puede imaginar. Lucas empezó a abusar sexualmente de Selena cuando ella era una niña de catorce años, y le cerró la boca amenazándola con matarla a ella y a su hermano menor si recurría a la ley. Naturalmente, Selena no acudió a Buck McCracken. Cuando fue demasiado tarde, y se vio metida en un lío, acudió a mí. Yo la saqué del lío del modo que me pareció mejor. Hice lo necesario para que no tuviera el hijo de Lucas.
La sala empezó a murmurar. Virginia Voorhees garabateó furiosamente.
—¡Un aborto! —susurró a Thomas Delaney. —¡Este médico se ha arruinado a sí mismo!
Pero ¡qué magnífico caballero, pensó Delaney, haciendo caso omiso de su colega. Traje blanco, cabello blanco y aquellos brillantes ojos azules. ¡Todo un caballero!
—Ahora bien, supongo que se preguntarán cómo sabía yo que era el hijo de Lucas lo que Selena llevaba en las entrañas —dijo el médico, y los susurros cesaron como si todo el mundo hubiera sido fulminado por un rayo menos Matthew Swain. —Lo sé porque Lucas me lo confesó. Aquí no hay nadie que no recuerde cuando Lucas abandonó la ciudad. Pues bien, lo hizo porque yo le obligué. Le dije que los hombres de esta ciudad le lincharían si se quedaba. Resumiendo, le metí miedo en el cuerpo y se marchó. No hay duda de que debería haber acudido a Buck McCracken cuando me enteré de lo que Lucas había hecho. Fue un error no hacerlo así, pero no lo hice y hoy no se me está juzgando a mí. De haber actuado como debía, Lucas no estaría muerto. Estaría vivo y en la cárcel. No habría abandonado la ciudad con una oportunidad de ir y venir a su antojo, especialmente con la oportunidad de volver a molestar a una criatura. Cuando volvió e intentó hacer lo que había hecho con ella en años anteriores, ella le mató. No la culpo. Había que matar a Lucas Cross. —El médico levantó la cabeza sólo un poco más arriba del ángulo normalmente alto en que siempre la tenía. —Si alguno necesita una corroboración de mis palabras, la tengo. —Metió la mano en el bolsillo interior de su americana y extrajo una hoja doblada que pasó a Charles Partridge. —Este papel es una confesión firmada —dijo. —La redacté la noche que atendí a Selena, y Lucas la firmó. Esto es todo lo que tengo que decir.
Matthew Swain bajó del estrado y la vida volvió a la sala. En la última fila, la señorita Elsie Thornton se llevó a los ojos una mano enguantada de negro y rodeó a Joey Cross con su brazo libre. Joey estaba temblando, con el cuerpo tan rígido como un palo junto al costado de la señorita Thornton.
En la primera fila, Seth Buswell bajó la cabeza para ocultar la vergüenza que sin duda se reflejaba en sus ojos. «Oh, Matt —pensó, —yo nunca habría tenido el valor de hacerlo.»
En la segunda fila, Marion Partridge se estremeció de rabia. «Tendría que habérmelo imaginado —pensó. —Matt Swain es el culpable de todo. Un criminal y un asesino, y todo el mundo le escucha como si fuera un dios. Pagará por esto, por arruinar la gran oportunidad de Charles. El y la chica estaban de acuerdo para poner en ridículo a Charles.»
La razón principal por la que Virginia Voorhees describiría más tarde el juicio de Selena Cross como «un fiasco» fue que el tribunal se conformó con las declaraciones de Matthew Swain y no buscó otra excusa para la muchacha. La confesión que el anciano médico dijo haber obtenido del padrastro de Selena fue marcada y admitida como prueba. Pasó al jurado para ser examinada, pero, según observó Virginia, ni uno solo de los doce miró el papel mientras iba de mano en mano. Las palabras que el juez dirigió al jurado fueron palabras que Virginia nunca había oído pronunciar en la sala de un tribunal.
—Ni uno solo de los miembros del jurado no conoce a Matt Swain —dijo el juez. —Yo le conozco de toda la vida, igual que ustedes, y afirmo que Matt Swain no es un mentiroso. Vayan a la otra habitación y emitan su veredicto.
El jurado volvió al cabo de menos de diez minutos. —No culpable —dijo Leslie Harrington, que actuaba de portavoz, y el juicio de Selena Cross terminó.
—Quizá haya empezado con un estallido —dijo Virginia Voorhees a Thomas Delaney, —pero ciertamente ha terminado con un ruido muy parecido a la pólvora mojada.
Thomas Delaney estaba contemplando al doctor Matthew Swain mientras el anciano se abría paso hacia la puerta de la sala. Unos minutos después, el periodista observó que el médico iba escoltado por cinco hombres. Seth Buswell le llevaba asido por un brazo, mientras Charles Partridge andada al otro lado del médico. Jared Clarke y Dexter Humphrey estaban ligeramente detrás de él, y Leslie Harrington se adelantó para abrir la puerta del coche del médico. Los seis hombres se metieron en el coche y se alejaron, y Delaney giró la cabeza y vio a Clayton Frazier junto a él.
—Un buen puñado de viejos bastardos, ¿eh? —dijo afectuosamente Clayton, y Delaney se dio cuenta de que éste era el mayor cumplido que Clayton podía hacer a nadie.
—Sí —contestó, y se abrió paso entre la multitud hasta situarse junto a Peter Drake.
—Felicidades —dijo al abogado de Selena. —¿Por qué? —inquirió Drake.
—¿Por qué va a ser? Acaba de ganar un caso muy importante —dijo Delaney.
—Escuche —repuso vivamente Drake. —No sé de dónde es usted, pero si no ha visto que el ganador de este caso ha sido Charles Partridge, tiene mucho que aprender sobre Peyton Place.
—¿Qué pasará con el doctor Swain? —preguntó Delaney.
Drake se encogió de hombros. —No gran cosa.
—Reconozco que tengo mucho que aprender sobre Peyton Place —dijo Delaney con sarcasmo, —pero creo que sé lo bastante sobre este estado para asegurar que el aborto va contra la ley.
—¿Quién va a acusar de aborto a Matthew Swain? —preguntó Drake. —¿Usted?
—Nadie tiene que hacerlo. En cuanto el Estado se entere de esto, le retirarán la licencia.
Drake volvió a encogerse de hombros.
—Vuelva dentro de un año —dijo— y verá si Matthew Swain continúa ejerciendo. Le apuesto lo que quiera a que continúa viviendo en Chestnut Street y atendiendo las llamadas nocturnas.
—¿Qué hay de la chica? —preguntó Delaney, señalando con la cabeza hacia donde estaba Selena, rodeada por una gran parte de la población de la ciudad. —¿Tiene algún plan? ¿Adónde irá?
—Escuche —dijo Drake con cansancio, —¿por qué no se lo pregunta a ella? Yo me voy a mi casa.
CAPÍTULO 13
El verano transcurrió lentamente para Allison MacKenzie. Pasó gran parte de él sentada en su habitación y paseando por las calles de Peyton Place. Se acostaba temprano y se levantaba tarde, pero el cansancio letal que pesaba sobre ella no la abandonaba. A veces iba a ver a Kathy Welles, pero no hallaba consuelo en estas visitas. Era como si un muro se interpusiera entre las dos amigas, y a Allison no le consolaba saber que era un muro, no de hostilidad o incomprensión, sino un muro hecho por la felicidad de Kathy.
«Un muro de felicidad —pensaba Allison. —¡Qué maravilloso vivir detrás de una cosa así!»
Kathy sujetaba a su bebé por el brazo izquierdo y apoyaba al niño en su cadera. Llevaba la manga vacía de su vestido de algodón perfectamente recogida hacia atrás con un alfiler, y Allison se preguntó cómo se vestiría Kathy todas las mañanas.
—La felicidad —dijo Kathy— es encontrar un sitio que te guste y quedarte allí. Este es el principal motivo por el que no lamenté no recibir gran cantidad de dinero después del accidente. Si Lew y yo hubiéramos tenido dinero, habríamos podido tener la tentación de viajar y conocer sitios nuevos, pero jamás habríamos encontrado uno como éste.
—Siempre has estado enamorada de Peyton Place —dijo Allison. —No sé por qué. Es uno de los peores ejemplos de ciudades pequeñas que se me ocurren.
Kathy sonrió.
—No, no lo es —replicó.
—Hablar, hablar, hablar —dijo Allison con impaciencia. —Peyton Place es famosa por su afición a hablar. Habla de todo el mundo.
—Tonterías —repuso Kathy. —Todo el mundo habla sobre todo el mundo. Incluso en tu precioso Nueva York. Walter Winchell es el mayor chismoso de todos. Es peor que Clayton Frazier y las señoritas Page y Roberta y Harmon juntos.
Allison se echó a reír.
—El caso de Winchell es distinto —dijo. —A él le pagan por chismorrear.
—No me importa —dijo Kathy. —Si alguna vez he metido la nariz en los asuntos de los demás, ha sido leyendo su columna. Al menos, en Peyton Place no aireamos los trapos sucios en los periódicos.
Allison se encogió de hombros.
—Los periódicos se limitan a la gente importante —dijo. —En Peyton Place, cualquiera sirve.
—Selena Cross se ha convertido en una especie de celebridad —dijo astutamente Kathy. —Y Selena en relación con Peyton Place es lo que te preocupa, ¿verdad?
—Sí —admitió Allison. —Creo que Selena ha hecho mal quedándose aquí. Habría podido irse a Los Ángeles con Joey y vivir en casa de Gladys, donde nadie la conoce. Quedándose ha reaccionado como una avestruz, igual que si nada hubiera sucedido. Para bien o para mal, sucedió, y sólo era cuestión de tiempo que la gente empezara a hablar. Todos los buenos amigos que no querían verla ahorcada por asesinato la están ahorcando con sus murmuraciones.
—Y también esto pasará —citó Kathy. —Siempre ocurre así, Allison.
—Después de cien años de hablar de ti y hacerte picadillo —dijo Allison, y se levantó para marcharse. —Ya verás. Al final, Selena tendrá que marcharse.
—No actúa como si pensara huir —dijo Kathy. —Ayer estuve en la tienda de tu madre y Selena estaba hablando muy animadamente con Peter Drake. No se marchará.
—Tú siempre has querido ver una presunta inclinación amorosa en todas las conversaciones entre un hombre y una mujer —dijo Allison con mal humor. —No te preocupes. Drake no está dispuesto a comprometer su futuro ligándose a Selena. Ted Carter no lo hizo y Drake tampoco lo hará. Todos los hombres son iguales.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Kathy. —¿Se puede saber qué te ha pasado en Nueva York? Antes de que te marcharas jamás te había oído hablar así.
—Se me han abierto los ojos —dijo Allison.
—Bobadas —replicó Kathy. —Lo que tú necesitas es encontrar un buen muchacho, casarte y echar raíces.
—No, gracias —dijo Allison. —El amor y yo no hacemos buenas migas.
Fue algo que repitió con ligereza, pero demasiado a menudo, durante aquel largo verano y no sólo reflexionó sobre estas palabras sino que llegó a creerlas. Porque el amor le había causado un dolor que no se produjo antes de que abandonara Nueva York sino que había esperado a que llegara a Peyton Place para abrumarla. Y cuando finalmente hizo su aparición, ella creyó que se moriría. Fue un dolor de tal intensidad que la dejó sin aliento, y un dolor tan agudo que puso al descubierto todos sus nervios y los dejó expuestos a más dolor.
Revivió todas sus experiencias infantiles de rechazo y lloró en un éxtasis de autocompasión: «Perdí a Rodney Harrington por Betty Anderson, y a Norman Page por su madre, y a mi madre por Tomas Makris. Pero creí que sería diferente en Nueva York. ¿En qué me equivoqué? ¿Qué tengo yo de malo?»
Era setiembre cuando llegó a Nueva York, tres meses después de terminar sus estudios en la escuela superior. Constance había insistido en que se alojara en uno de esos deprimentes hoteles para mujeres, pero Allison no perdió tiempo en afirmar su recién adquirida independencia y se puso a examinar los anuncios de ofertas del New York Times a los quince minutos de apearse del tren en la estación Grand Central. Vio uno que le gustó inmediatamente.
«Muchacha que se ocupa de sus propios asuntos desea compartir apartamento con muchacha que haga lo mismo.»
Allison tomó nota de la dirección y al cabo de una hora había conocido, dado su aprobación, y aceptado como compañera de apartamento a una muchacha de veinte años que dijo llamarse Steve Wallace.
—No me llames Stephanie —le rogó Steve. —No sé por qué, pero cuando me llaman Stephanie me siento como un personaje pálido y soso de Jane Austen.
Steve llevaba unos pantalones con manchas de leopardo y una llamativa blusa amarilla. Tenía un brillante cabello castaño y llevaba un par de enormes aretes de oro en las orejas.
—¿Eres actriz? —preguntó Allison.
—Aún no —dijo Steve con su voz profunda. —Lo único que ahora hago es recorrer todas las oficinas de reparto, pero paso modelos para pagar el alquiler y alimentarme. ¿Qué haces tú?
—Escribir —dijo Allison, no sin temor, pues se habían reído demasiadas veces de ella en Peyton Place para pronunciar esa palabra sin un temblor en la voz.
—¡Pero esto es maravilloso! —exclamó Steve, y Allison empezó a cobrarle afecto en ese mismo momento.
Sin embargo, como Allison no tardó en descubrir, escribir relatos y venderlos eran dos cosas muy distintas. Empezó a darse cuenta de la suerte que había tenido al vender su primer relato con tanta facilidad, y de que el camino hacia su siguiente venta estaría erizado de obstáculos.
—Ojalá encuentre un editor como el que compró El gato de Lisa —decía a menudo y con fervor, especialmente el día de cada semana que recibía un generoso cheque de Constance.
Allison había colgado la ilustración a color que la revista publicó con El gato de Lisa en la pared del salón de Steve. Durante aquel primer año en Nueva York miró la fotografía con frecuencia e incluso le sirvió de acicate, pues hubo momentos en que temió no llegar a ser capaz de ganarse la vida con la pluma. Pero después conoció a Bradley Holmes, un agente literario, y empezaron a abrirse nuevas puertas ante ella. Jamás habría empezado a tener éxito sin Holmes, pero su recuerdo le produjo tal dolor en esta calurosa tarde veraniega de Peyton Place, que sepultó la cabeza en la almohada y lloró.
«Oh, te amo, te amo», sollozó, y después recordó el contacto de sus manos sobre ella y la vergüenza se sumó al dolor. Cuanto más fuertemente cerraba los ojos, con más claridad le veía a través de sus párpados apretados.
Bradley Holmes tenía cuarenta años, el cabello oscuro y una complexión atlética, aunque no era mucho más alto que Allison. Poseía una vista aguda y perspicaz y una lengua que podía ser cruel y afectuosa al mismo tiempo.
—Es más fácil vender directamente a un editor —había dicho a Allison una amiga de Steve— que a un buen agente.
Y tras una serie de desaires por parte de secretarias de agentes y recepcionistas de agentes, Allison pensó que probablemente la amiga de Steve tenía razón. Fue después de una experiencia más amarga que otras, cuando casi había llegado a la conclusión de que no era tan difícil vender su trabajo a un agente como ser admitida en su despacho, que Allison buscó refugio en la Biblioteca Pública de Nueva York. El libro que escogió era un reciente best-seller y el autor se lo había dedicado a su «amigo y agente, Bradley Holmes», quien, según el autor, era un verdadero amigo, un genio con el alma de Cristo y la paciencia de Job, además de ser el mejor agente de Nueva York.
Allison fue directamente a un teléfono público, donde buscó la dirección de Bradley Holmes en la guía. Tenía el despacho en la Quinta Avenida y aquella misma tarde se sentó ante su máquina de escribir y redactó una histérica carta para el señor Bradley Holmes. Escribió que había trabajado duramente por culpa de un malentendido, pues ella siempre había creído que la función de un agente literario era leer los manuscritos que le llevaban los autores. Si estaba en lo cierto, ¿cómo era posible que ella, ganadora de un premio, no consiguiese ver a un agente cara a cara? Y si estaba equivocada, ¿para qué servían los agentes literarios? Había ocho páginas más, en el mismo tono, y Allison las envió a la dirección de la Quinta Avenida sin releerlas, pues tuvo miedo de cambiar de opinión si se detenía a pensar en lo que había escrito.
Pocos días después recibió una nota de Bradley Holmes. Estaba mecanografiada en un grueso papel de color crema, con su nombre impreso en negro en la parte superior de la hoja. La nota era corta e invitaba a la señorita MacKenzie a que fuera a su despacho para entrevistarse con él y dejarle sus manuscritos, que el señor Holmes leería.
El despacho de Bradley Holmes estaba inundado de luz la mañana que Allison fue allí por primera vez, y olía a alfombras caras, y colillas aplastadas, y libros lujosamente encuadernados.
—Siéntese, señorita MacKenzie —dijo Bradley Holmes. —Debo confesar que estoy bastante sorprendido. No había esperado a alguien tan joven.
Joven era una palabra que Brad utilizaba a menudo, en una forma u otra, en todas sus conversaciones con Allison.
«Soy mucho mayor», decía.
O: «He vivido mucho más.»
O: «Eres muy lista, para ser tan joven.»
Y muchísimas veces, dijo: «Aquí hay un joven encantador que seguramente te gustará.»
Allison pasó unos quince minutos con él, y después la acompañó cortésmente hasta el ascensor.
—Leeré sus relatos lo antes posible —le dijo. —Me pondré en contacto con usted.
—Hum —dijo Steve Wallace más tarde. —La misma cantinela de los directores de reparto. No nos llame, nosotros lo haremos. Afortunadamente, no me ha pasado nunca con los agentes publicitarios, pero no sabes de cuántas oficinas teatrales me han echado con estas palabras. No sacarás nada del señor Bradley Holmes. Te aconsejo que pruebes con otro.
Tres días después, Bradley Holmes telefoneó a Allison.
—Hay algunas cosas que me gustaría comentar con usted —dijo. —¿Puede venir hoy a mi despacho?
—Tiene usted un gran dominio del lenguaje —le dijo, y en aquel momento, Allison habría dado su vida por él. —Además —añadió, —tiene una habilidad especial para el relato. Creo que por el momento debemos concentrarnos en esto. Reserve su verdadero talento para más adelante, para una novela quizá. Desgraciadamente, no sé de ningún lugar donde podríamos encajar sus mejores relatos. Las revistas de categoría, las únicas que pagan lo bastante para vivir, no son demasiado partidarias de los relatos llenos de solteronas, gatos, y sexo. Tenga.
Alargó a Allison un montón de manuscritos que eran sus mejores relatos.
—Trabajaremos con estos otros —dijo.
Al cabo de dos semanas, Allison había llegado a considerar a Bradley Holmes como un genio de primer orden. Al cabo de un mes le había vendido dos de sus relatos y ella había empezado a pensar en escribir una novela.
—Tienes mucho tiempo por delante —le dijo él. —Eres muy joven. Sin embargo, en cuanto empieces a ganar una respetable cantidad de dinero, seguramente no querrás probar suerte con un libro. Adelante, si quieres, y veamos de lo que eres capaz.
—Sí, Brad —dijo Allison. Si él le hubiera dicho que le convenía tirarse de un tren en marcha, habría dicho: «Sí, Brad.»
Estaban cenando juntos en uno de los buenos restaurantes del East Side que Brad frecuentaba.
—No tengo que trasladarme al centro para conocer a tipos raros y pervertidos —dijo. —Veo muchos más de los que querría en los llamados tés literarios.
A partir de entonces, Allison empezó a huir del Village, pero pasó largo tiempo antes de que Bradley Holmes empezara a darse cuenta de la influencia que ejercía sobre su más joven cliente.
—Piensa por ti misma —le dijo bruscamente. —La nuestra no es una relación Trilby-Svengali. No pienses que lo es.
Pero Allison había desarrollado el hábito de la dependencia. Le había telefoneado y había acudido a él en busca de un consejo sobre multitud de detalles que habría podido resolver fácilmente por sí sola.
—No empieces a pensar en mí como tu padre —le advirtió.
Allison no lo hizo. Pensaba en él como Dios.
Entonces, Brad empezó a presentar a Allison a gran número de jóvenes. El más interesante era uno alto y delgado que se llamaba David Noyes y escribía lo que ella denominaba «Novelas de Significación Social».
—Me gustaría que Allison me mirara una sola vez tal como siempre mira a Brad Holmes —dijo David a Steve Wallace. —Es casi embarazoso ver cómo le mira. ¡Tanto amor, tanta adoración! Yo no podría resistirlo. Me pregunto cómo puede resistirlo él.
A Allison le gustaba David. Le proporcionó un caudal de nuevas ideas y pensamientos, y la ayudó en sus momentos de desánimo cuando empezó a escribir la novela. Ella le contó la leyenda del castillo de Samuel Peyton y él la escuchó atentamente.
—Suena bien —le dijo. —Claro que quizá sea un poco difícil de manejar. Tendrás que trabajar mucho para convertir a Samuel en un personaje simpático. Si te equivocas, será un infame.
—Brad cree que es una historia magnífica —dijo Allison. —Cree que será un gran éxito.
—Monetario —puntualizó David.
—Bueno, no todo el mundo puede ser un genio —replicó Allison.
David tenía veinticinco años y había sido aclamado por la crítica como un nuevo talento de gran porvenir al publicar su primera novela. Quería reformar el mundo y le resultaba difícil comprender a personas como Allison, que querían escribir por fama o por dinero. David veía un mundo libre de guerras, pobreza, crímenes e instituciones penales y constantemente intentaba hacer ver a los otros lo que él veía. Brad Holmes le había llamado un «joven obsesionado» de modo que, naturalmente, Allison también le veía así.
—El propio Brad está obsesionado —dijo David cuando Allison le contó lo que había dicho el agente. —Es como la ciudad de Nueva York. Duro, brillante y obsesionado por el dinero.
«Brad y Nueva York lo tienen todo en común, y el criterio de ambos es efectivo.»
—¡Oh, cómo puedes hablar así! —exclamó Allison, a punto de llorar de rabia. —Brad es el hombre más bueno y amable que he conocido en mi vida.
—Brad es muy buen agente —dijo David— y pocas veces, o nunca, he visto que la bondad y el dinero fueran de la mano.
—A veces —replicó Allison con irritación, —casi siempre, me pones enferma. Brad es el mejor amigo que he tenido jamás.
—¿De verdad? —preguntó David con sarcasmo. —¿Qué hay de ese Makris sobre el que me has hablado? El que te respaldó cuando tu amiga Kathy tuvo el accidente? ¿No es tu amigo? Al ponerse de tu parte, arriesgó su empleo, la posición que disfrutaba en ese nido de víboras que llamas Peyton Place, y todo lo demás. ¿Qué hay de Makris? A mí me parece que es tu mejor amigo.
—¡Oh, él! —dijo Allison con un encogimiento de hombros. —El es diferente. Es el marido de mi madre.
—A veces —dijo lentamente David— creo que habría que someter tu alma a un detallado examen microscópico para saber si realmente la tienes.
—David, no discutamos. Aunque sólo sea por una noche, no nos ataquemos. Seamos amigos.
David la miró en silencio.
—No quiero ser amigo tuyo —dijo.
—Bueno, entonces, ¿qué querrías ser? —preguntó ella.
—Tu amante —dijo él con brusquedad. —Pero no tengo un repertorio de frases bonitas para conquistarte.
Estaban sentados a una mesa de un restaurante de Greenwich Village. La mesa se hallaba cubierta por el consabido mantel a cuadros rojos y una vela, embutida en el cuello de una botella de vino vacía, ardía tenuemente. David se inclinó hacia Allison y deslizó los dedos por su largo cabello.
—La única frase bonita que se me ocurre, cuando te miro, es que tienes un cabello precioso.
—Gracias —dijo Allison, con la mirada baja. Un cumplido de David era algo para lo que no estaba preparada. —¿No sería mejor que nos diéramos prisa? Nunca he estado en el ballet. No quiero llegar tarde.
Aquella noche vieron Las sílfides y Allison miró a los bailarines disfrazados y pensó en Peyton Place y el húmedo aire de abril a través de una ventana abierta. Se estremeció ligeramente y David le tomó la mano en la oscuridad del teatro. Allison se sintió más cerca de David a partir de esa noche pero, sin embargo, cuando pensaba en el amor, pensaba en Bradley Holmes.
—¡Allison! —Era la voz de Constance, que la llamaba desde el pie de la escalera.
—¿Sí, madre?
—Tom está en casa. Baja a tomar una copa con nosotros.
—Gracias. Bajaré en seguida.
Se lavó la cara hinchada por las lágrimas y se peinó. «David —estaba pensando. —David habría sido bueno conmigo.»
Varios días después, una noche de la primera semana de setiembre, Allison estaba sentada en el porche trasero de la casa de su madre con Constance y Tom. Allison observaba a una mariposa nocturna que luchaba por abrirse paso a través de la tela metálica de la puerta y escuchaba distraídamente a Constance, que hablaba de Ted Carter.
—No creo que amara jamás a Selena —dijo Constance.
—No estoy de acuerdo contigo —dijo Tom, estirando las largas piernas y sentándose sobre el extremo de la columna vertebral. —Es verdad que el amor tiene distintos niveles, pero, profundo o superficial, sigue siendo amor. —Tuvo buen cuidado de no mirar a Allison. —Cuando un hombre no hace más que dormir con una mujer disponible, también expresa un tipo de amor.
Constance profirió un bufido.
—Ahora nos dirás que un hombre está expresando amor cuando va a una casa de putas.
—¡Madre! Por el amor de Dios —protestó Allison.
—Habla con Tom —dijo Constance, despreocupadamente, intentando coger una rodaja de limón del fondo del vaso. —Él es quien me enseñó a llamar las cosas por su nombre.
—Bueno, tampoco hay que exagerar —dijo Allison. —Sea como fuere, no sé qué tiene que ver todo esto con Ted y Selena. El la monopolizó durante años, asegurando que quería casarse con ella, y mira lo que pasó en cuanto ella estuvo en un apuro. La dejó. Durante años, todos pensamos que Ted Carter era fantástico y al final ha resultado ser una miniatura de Roberta y Harmon. ¡Ted y sus grandes planes! El cobarde no encontró sitio en ellos para Selena.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con si la amaba o no? —preguntó Tom.
—Si realmente la hubiera amado, se habría quedado junto a ella —dijo Allison con calor, alegrándose de que en el porche reinara la bastante oscuridad para no tener que mirar a Tom.
—No necesariamente —dijo él. —Puede ser que el amor no resista una prueba, pero eso no significa que no sea una clase de amor. El amor no es estático. Cambia y fluctúa, a veces se refuerza, a veces se debilita y a veces desaparece totalmente. Sin embargo, creo que es difícil no sentirse agradecido por el amor que se tiene.
—No compensa —dijo Allison. —Sufres demasiado por cada migaja de amor.
—Lo que hay que hacer, Allison, es recordar el amor y no obsesionarse pensando en la pérdida —dijo Tom con dulzura.
—¿Qué sabes tú de eso? —exclamó Allison, levantándose de un salto y echándose a llorar. —Tú nunca has perdido nada. Tienes lo que querías. —Salió precipitadamente del porche y subió a su habitación.
—¡Bueno! —dijo Constance, sorprendida. —¿Qué la atormenta?
—Dolores del crecimiento —dijo Tom.
En su habitación, Allison estaba echada de bruces en la cama. «¿Recordar? —pensó desesperadamente. —Recordar, ¿qué?»
La vergüenza que sintió al pensar en ella con Bradley Holmes le hizo respingar y cerrar los puños y desear el olvido. «Recuerda el amor y no la pérdida», había dicho Tom. ¿Cómo se podía olvidar completamente?
«Oh, Dios mío —gimió Allison, tendida en la cama con la mejilla ardiendo sobre la suave funda de la almohada, —¿por qué ha tenido que nombrar el amor?»
Sucedió el día que terminó la novela. Eran las ocho y media de la mañana y había pasado toda la noche escribiendo y al final escribió la hermosa palabra FIN. Arqueó la nuca y movió los hombros, notando el dolor del cansancio y la tensión, y después dio una ojeada al reloj y encendió un cigarrillo. Eran casi las nueve y podía llamar a Bradley Holmes a su despacho.
—Oh, Brad —dijo en cuanto oyó su voz. —La he terminado.
—¡Magnífico! —dijo él. —¿Por qué no me la traes el lunes?
—¡Oh, el lunes! —exclamó Allison. —Pero Brad, pensaba que podríamos ir a cenar y releerla juntos después.
—Me gustaría —dijo Brad, —pero me marcho a primera hora de la tarde para ir a Connecticut.
—¿Ah sí? —preguntó Allison. —¿Vas solo?
—Sí.
—Brad. —Allison permaneció callada durante lo que pareció un largo momento. —¿Brad?
—¿Sí?
—Llévame contigo.
El también permaneció callado largo rato.
—Está bien —dijo al fin. —Te recogeré hacia las cuatro.
—Estaré lista.
—Y, Allison.
—¿Sí, Brad?
—Deja el manuscrito en casa. Si quieres podemos hablar de él, pero he tenido una semana de mucho trabajo. Me gustaría descansar este fin de semana.
—De acuerdo —dijo ella y colgó lentamente.
Steve Wallace salió del dormitorio, bostezando. Era una de las pocas mañanas que no tenía ninguna cita y estaba disfrutándola concienzudamente.
—Hola —saludó Steve, rascándose el cuero cabelludo con las yemas de los dedos. —¿Has hecho café?
—Me voy a pasar el fin de semana con Brad —dijo Allison.
Steve empezó a estirar el torso en un ejercicio rítmico infalible para conservar la cintura de avispa.
—Bueno, no te portes como si estuvieras a punto de morirte e ir al cielo.
Allison la miró con ojos cansados y enrojecidos.
—Nunca he pasado un fin de semana con un hombre.
—En primer lugar —declaró Steve, recalcando sus palabras con un índice extendido, —no creo que lo que estás pensando llegue a pasar. Sobre todo si es el señor Galahad Holmes quien está al timón. Y en segundo lugar —esta vez extendió dos dedos, —estoy completamente segura de que no pasará si no duermes un rato y te libras de esos ojos inyectados en sangre..
—He terminado el libro.
—¡Eureka! —exclamó Steve. —¡Albricias! O lo que sea. —Corrió a la mesa de bridge, donde estaba la máquina de escribir de Allison, y miró la hermosa palabra mecanografiada en la hoja de papel blanco. —Fin —dijo. —¡Gracias a Dios! Pensaba que tendrías un colapso nervioso antes de llegar a esto. ¡Oh, Allison, es maravilloso! —Dio unos cuantos pasos de baile, con sus pies descalzos. —¡Has terminado! —Se quedó quieta y miró a su amiga. —Oh —dijo, —por eso se te lleva Brad a pasar el fin de semana con él. Para leer el libro.
—No. Sólo quiere que le hable de él. Y quiere descansar.
—Tonterías —dijo Steve. —Si alguna vez he visto a un hombre enamorado, ése es Brad Holmes. Su problema es que tiene más de cuarenta y eso hace que te doble la edad. —Hablaba desde la cocina y Allison estaba sentada en el salón. —Naturalmente, una bobada como ésta no inquietaría a la mayoría de los hombres, pero Brad Holmes no es como la mayoría de los hombres.
—Yo no creo que la edad tenga nada que ver con el amor. ¿Y tú?
—No, yo tampoco. ¿Por qué no se lo preguntas a Brad?
—Quizá lo haga, después. Ahora me voy a la cama. —Te llamaré con tiempo suficiente para arreglarte para el fin de semana.
Allison se levantó y fue a la ventana de su habitación en Peyton Place.
«¡Qué listas y cosmopolitas nos consideramos Steve y yo aquel día! —pensó. —¡Con qué naturalidad tomamos el hecho de que me fuera a pasar el fin de semana con un hombre! ¡Qué atrevida me sentía yo, y qué mayor, y qué tranquila!»
—¿No te escandaliza saber que me voy a pasar el fin de semana con un hombre? —preguntó a Steve.
—Si el hombre es Brad Holmes, no —contestó Steve mientras metía el pijama de algodón de Allison en una maleta. —El mayor favor que ese tipo te ha hecho ha sido presentarte a David Noyes. Él lo sabe y tú deberías saberlo. No tengo ninguna duda de que el lunes regresarás a la ciudad tan virginal como ahora.
Allison se apartó de la ventana de su dormitorio y buscó impacientemente un cigarrillo entre las cosas de la mesilla de noche. Sus dedos tropezaron con un paquete vacío y lo estrujó en la mano mientras bajaba sin hacer ruido por la escalera. Constance y Tom se habían ido a acostar hacía rato y sólo una lamparita estaba encendida en el salón. Todo se hallaba en calma cuando Allison abrió la puerta principal y contempló Beech Street; la noche era fría, como solían ser las noches de setiembre en Peyton Place. Cerró suavemente la puerta y volvió al salón. La chimenea estaba fría y oscura y Allison formó un pequeño montón de leña encima de los morillos. Cuando el fuego estuvo encendido se sentó en un sillón y se quedó contemplando las llamas.
«Tendría que haber huido —pensó. —Tendría que haber huido de Brad para ir al encuentro de David. Pero ¿era eso lo que yo quería? En el mismo momento que pude dar media vuelta y decir no, ¿qué es lo que quería?» Hasta ahora, Allison se había dado muchas excusas a sí misma. No pude evitarlo, se había dicho. No me di cuenta. Le amaba. Fue culpa suya. El debería haber actuado de otro modo. Allison miró abstraídamente el fuego en el salón de la casa de su madre y por primera vez desde que se enteró del abandono de su madre, se preguntó sobre el corazón y la mente de Constance.
—Le habría pasado a cualquiera —había dicho Constance. —Yo estaba sola y él estaba allí.
«Pero yo no estaba sola. Tenía mi trabajo, y a Steve, y a David. No estaba sola.»
El fuego chispeó cuando un tronco empezó a arder e inmediatamente Allison sintió la presencia de Bradley Holmes. Era extraño; mientras que antes las reminiscencias le habían causado dolor, ahora podía recordar con curiosidad.
El se hallaba frente a la chimenea del salón de su granja de Connecticut y le alargaba un vaso.
—Quizá contribuya a la delincuencia de una menor —dijo, —pero un poco de jerez nunca ha hecho daño a nadie. Toma.
—Por El castillo de Samuel —añadió— y cincuenta y dos semanas en las listas. Si lo has escrito tan bien como me lo has explicado esta noche, tendremos un gran éxito.
«Monetario», pensó ella, acordándose de David Noyes, pero no lo dijo en voz alta. Le miró.
—Mientras a ti te guste —dijo, —no me importaría que fuera rechazado por todos los editores de Nueva York.
—No hables así —dijo Brad, sentándose a su lado en el sofá. —¿Cómo esperas que pague el alquiler del despacho sin un éxito editorial de vez en cuando?
Hubo un largo silencio durante el que ella tomó un sorbo de jerez, se alisó la falda del vestido y encendió un cigarrillo. Permaneció inmóvil y contempló el fuego, tal como Brad hacía, y por primera vez desde que le conoció se sintió incómoda en su presencia.
—No es necesario, ¿sabes? —dijo Brad, y ella se sobresaltó tanto que estuvo a punto de dejar caer la copa. —¿Qué no es necesario?
—Sentirte incómoda. —Se levantó y fue a atizar el fuego, volviéndole la espalda. —Me pregunto si sabías lo que hacías cuando me has pedido que te llevara conmigo, o si me dejabas a mí el trabajo de averiguarlo.
—Y ¿a qué conclusión has llegado?
—He llegado a la conclusión de que una jovencita que quiere pasar un fin de semana con un hombre va, o bien por el sexo, o bien porque no le importa ponerse en ridículo. Me alegro de que hayas sido lo bastante lista para escogerme por compañero. Debías saber que no podía ocurrirte nada malo en compañía de un hombre lo bastante viejo para ser tu padre.
—David Noyes no me considera tan niña —dijo Allison con mal humor. —Hace unos días me pidió que me casara con él. Me gustaría que dejaras de emplear las palabras joven y viejo como si fueran nuestros nombres de pila aunque sólo sea por esta noche.
—No puedo —contestó Brad. —Y menos esta noche. Resultaría muy provocativo pensar que tú y yo tenemos la misma edad.
—Es posible que a mí me gustara insinuarte algunos pensamientos. Pensamientos sobre mí, como persona, en vez de pensamientos sobre mí en relación con mi trabajo.
—No te dejes dominar por el despecho, querida —dijo él con ecuanimidad. —El despecho suele poner palabras en la boca de una mujer que luego lamenta amargamente.
—¡Bueno! —exclamó ella, recalcando su sorpresa. —¡Que repiquen las campanas, que ondeen las banderas, que cierren las escuelas! ¡Bradley Holmes ha dicho que Allison MacKenzie es una mujer!
El se acercó rápidamente a ella y la hizo levantar poniéndole las manos debajo de los codos. Un segundo antes de que la besara, ella pensó que se alegraba de haberse puesto zapatos planos. De este modo, la cabeza le llegaba exactamente a las cejas de Brad.
El apartó los labios, pero no aflojó el abrazo.
—Casi, pero no del todo —dijo suavemente.
—¿Qué?
—Casi, pero no toda una mujer —dijo. —Besas como una niña.
A la luz de las llamas, ella se vio reflejada en los ojos de Brad.
—¿Cómo se hace? —preguntó, sin aliento. —¿Qué?
—Besar como una mujer.
—Abre un poco la boca —dijo, y volvió a besarla...
Brad era un experto que consideraba el acto del amor como un arte creativo. La condujo con pericia a través de los prolegómenos del sexo, desnudándola hábil y rápidamente.
—No lo hagas —dijo, cuando ella desvió la cara y cerró los ojos. Le puso los dedos en la mejilla y la obligó a mirarle. —Si vas a sentir vergüenza, Allison, no te producirá ninguna satisfacción, ni esta noche ni nunca. Dime qué te impulsa a volver la cara, y yo podré disuadirte. Pero no empieces cerrando los ojos para no tener que mirarme.
—Es la primera vez que estoy desnuda delante de alguien —dijo ella, sobre el hombro de Brad.
—No utilices la palabra «desnuda» —dijo él. —Hay un mundo de diferencia entre estar desnuda y estar desvestida. Desvestida es una palabra tan suave como tus caderas —dijo, acariciándola, —pero desnuda sugiere la idea de algo sórdido e inconfesable. Y ahora dime, ¿por qué te avergüenza estar desvestida?
Ella titubeó.
—Temo que me encuentres fea —dijo al fin.
—No voy a decirte nada porque, por muchas seguridades que te diera en este momento, todas te parecerían falsas. Además, esto no es lo que temes en realidad, y tú lo sabes.
—Entonces, ¿qué es?
—Temes que piense mal de ti por entregarte a mí. Es un temor femenino completamente normal. Si te diera una razón convincente para tu proceder, este temor desaparecería. Es extraño, pero la mayoría de las mujeres necesitan tener alguna excusa. A los hombres nos resulta mucho más fácil.
—¿Por qué? —Sonrió al oír sus descripciones de las mujeres.
—Un hombre dice: «Ah, ésta es una preciosa criatura a la que me encantaría llevar a la cama.» Entonces empieza a trabajar para conseguir su propósito. Si tiene éxito, salta con ella a la cama más próxima y fornica con todas sus fuerzas, antes de que ella cambie de opinión y exija que le dé una buena razón para lo que está haciendo.
Ella se volvió sobre la espalda y puso los brazos encima de la cabeza.
—Entonces, tú crees que la relación sexual entre personas que no están casadas es disculpable.
—Nunca he pensado en ello como algo disculpable o condenable. Está ahí, y puede ser bueno si las personas no lo estropean con razones y disculpas. ¿Has entendido alguna palabra de lo que he dicho?
—Sí, creo que sí.
—Entonces, ¿puedo mirarte?
Ella apretó los puños, pero no cerró los ojos ni volvió la cara.
—Sí —dijo.
Él lo hizo lentamente, siguiendo con sus ojos el camino que recorrieron sus manos sobre ella.
—Eres muy hermosa —dijo. —Tienes unas piernas largas y aristocráticas y el busto exquisito de una estatua.
Ella exhaló un profundo suspiro que la hizo estremecer, y su corazón latió con fuerza bajo sus senos. El colocó los labios sobre el lugar de las pulsaciones, mientras le oprimía suavemente el abdomen con la mano. Continuó besándola y acariciándola hasta que todo su cuerpo tembló bajo sus labios y sus manos. Cuando le besó la parte interior de los muslos, ella empezó a gemir, y aun entonces él continuó sus sensuales caricias y esperó a que ella iniciara los ondulantes movimientos del acto sexual con las caderas. Estaba echada con los brazos doblados y levantados por encima de la cabeza, y él la mantenía sujeta a la cama con las manos encima de sus muñecas.
—No lo hagas —ordenó, cuando ella intentó liberarse al sentir la primera acometida de dolor. —Ayúdame —dijo. —No te resistas.
—¡No puedo! —exclamó ella. —¡No puedo!
—Sí que puedes. Aprieta los talones sobre el colchón y levanta las caderas. Ayúdame. ¡De prisa!
En el último momento una brillante gota de sangre apareció en su boca, donde se había mordido el labio, y entonces exhaló un grito de dolor y placer.
Después, cuando ya habían fumado y hablado, él se volvió nuevamente hacia ella.
—La primera vez nunca es tan satisfactorio como debería para una mujer —dijo. —Esta lo será.
Empezó a seducirla de nuevo, con palabras, y besos, y caricias, y esta vez ella sintió el pleno goce del placer sin dolor.
—Pensaba que me estaba muriendo —le dijo, después. —Y era la sensación más maravillosa del mundo.
El domingo por la mañana, fue capaz de andar desvestida delante de Brad, y notar sus ojos fijos en ella, sin experimentar vergüenza o temor. Arqueó la espalda, sacudió su abundante cabellera, apretó los senos contra su cara, y se regocijó de la instantánea reacción que despertó en él.
«Esto es lo que se siente —pensó con alborozo— cuando te entregas en cuerpo y alma al hombre que amas.»
Las horas pasaron con rapidez y, al caer la noche, tomaron la carretera de Merritt para regresar a Nueva York. Brad le cogió una mano y ella se rió con nerviosismo.
—Sería terrible que me quedara embarazada —dijo, pensando que no sería nada terrible, —porque entonces tendríamos que casarnos y yo no podría seguir trabajando. Pasaríamos todo el día en la cama.
Brad le soltó la mano inmediatamente.
—Pero, querida niña —dijo, —he tomado todas las precauciones necesarias contra algo tan desastroso como un embarazo. Ya estoy casado. Pensaba que lo sabías.
Ella sólo notó un entumecimiento que pareció aislar todo su cuerpo con hielo.
—No —dijo, con forzada naturalidad. —No lo sabía. Tú y tu esposa, ¿tenéis hijos?
—Dos —dijo Brad.
Debería haber sentido algo, pero continuó tan vacía como antes. —Ah —dijo.
—Me sorprende que no lo supieras. Todo el mundo lo sabe. David Noyes, también. De hecho, un día coincidió con mi esposa en mi despacho
—No me lo comentó —dijo, como si hablara de alguien que hubiera conocido a una persona cualquiera y no le hubiera dado importancia.
—Bueno —repuso Brad, con una carcajada, —Bernice no es una mujer que impresione a un desconocido en el primer encuentro. —Aparcó hábilmente frente a la casa de Allison. —Mañana leeré la novela. Espero que sea tan buena como me has dado a entender.
—Sí —se apeó del coche. —No, no te molestes en subir, Brad. Ya nos veremos. Buenas noches. Buenas noches —repitió, —y gracias por todo.
Steve Wallace se encontraba con un amigo en el apartamento cuando Allison entró.
—Márchate —dijo Steve a su amigo, y en cuanto la puerta se hubo cerrado tras él, se volvió hacia Allison. —¿Qué? —preguntó. —¿Qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo?
Allison dejó la maleta en el suelo.
—Brad está casado —dijo, con el mismo tono que habría empleado para decir a un desconocido que Brad tenía el cabello negro.
Steve se acercó a la mesa del salón, extrajo dos cigarrillos de una cajetilla, los encendió y le pasó uno.
—Bueno, no es una tragedia, ¿verdad? Quiero decir que no es como si estuvieras enamorada de él o algo así. ¿Allison?
—¿Sí?
—He dicho que no es como si estuvieras enamorada de él o algo así. ¿Verdad?
—Nadie me había hablado de su esposa —dijo ella, con tono de perplejidad. —¿No es extraño? Ni siquiera sabía que Brad estaba casado hasta que él me lo ha dicho hace un rato.
—¡Allison! ¡Contéstame! He dicho que no es como si estuvieras enamorada de él o algo así. ¿Verdad?
—He pasado todo el fin de semana en la cama con él. No creo que una mujer pueda conocer a Brad y no considerarse enamorada de él, o que pueda dormir con él y no darse cuenta de que estaba enamorada de él.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Steve y se sentó en el borde de un sillón y se echó a llorar. —Oh, Allison —sollozó. —¿Qué puedes hacer?
—¿Hacer? Sencillamente, irme a la cama.
Cuando Steve entró en el dormitorio a la mañana siguiente para ver si Allison estaba despierta, la encontró echada sobre la espalda, mirando al techo con ojos secos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ansiosamente Steve. —Tengo una cita a las nueve, pero puedo telefonear y anularla si no te encuentras bien.
—Estoy perfectamente —dijo ella, sintiéndose como si estuviera encajonada en hielo.
—Oh, Allison. ¿Qué vas a hacer?
—¿Hacer? —preguntó, con el mismo tono que la noche anterior. —Pues... creo que iré a dar un paseo. Hace muy buen día.
Alzó las piernas por encima del borde de la cama y se levantó.
—Será mejor que te des prisa si no quieres llegar tarde.
—Oh —dijo Steve, —por poco se me olvida. Tu madre te llamó el sábado. Le dije que habías ido a pasar el fin de semana a Brooklyn, a casa de una amiga. Me dijo que no era nada importante, que sólo quería darte una noticia local que podía interesarte. Le dije que la llamarías cuando volvieras.
—Lo haré. Gracias.
Tomó tres tazas de café y fumó cuatro cigarrillos, pero no comió, y no llamó a Constance. Dejó el apartamento y echó a andar, y anduvo toda la mañana. Hacia mediodía, se encontró en Broadway, cerca de Times Square. Estaba a casi quince metros del quiosco cuando lo que había visto allí se registró en su cansado cerebro. Había visto un periódico doblado, y las grandes letras del titular avivaron algo en su interior. «Peyton Place» eran las letras que había visto. Se abrió paso entre la gente y volvió al quiosco.
—Ese periódico —dijo, señalando.
—Diez centavos —dijo el hombre.
Era un ejemplar del Concord Monitor de hacía cuatro días.
«PARRICIDIO EN PEYTON PLACE», leyó. Después paró un taxi y dijo al chófer que la llevara rápidamente a la dirección que le dio, que estaba enferma y tenía que llegar pronto a su casa.
Cuando entró en el apartamento, Steve le dijo que Brad había telefoneado tres veces.
Ella pasó junto a Steve y entró en el dormitorio. Sacó la maleta del armario donde Steve la había metido la noche anterior.
—Me voy a casa —dijo a Steve.
Allison permaneció inmóvil y escuchó el silencio que de noche formaba parte de Peyton Place. Aún no había abandonado Nueva York cuando Brad la llamó, siguió recordando.
—He leído el libro —le dijo, como si nada hubiera pasado entre ellos durante el fin de semana. —¿Puedes venir a mi despacho?
—No, no puedo, Brad —contestó ella, intentando adoptar el mismo tono que él. —Me voy a casa.
Hubo una larga pausa.
—Escucha, Allison. No seas tonta, por favor. Ven a mi despacho y hablaremos.
—¿Qué opinas del libro, Brad? Hubo una nueva pausa.
—Le falta algo —dijo él al fin. —No parece vivo o completamente real.
—¿Es imposible de arreglar? —inquirió ella.
—No he dicho eso, Allison. Únicamente creo que deberías olvidarlo durante un tiempo. Eres joven. No hay prisa. Escríbeme unos cuantos relatos más para las revistas, y quizá puedas volver a intentarlo dentro de un año.
—Quieres decir que el libro no es bueno, ¿verdad? —No he dicho eso. —¿Puedes venderlo?
Brad volvió a guardar unos instantes de silencio. —No —dijo finalmente. —No creo que pueda venderlo.
Allison se levantó y fue hacia la chimenea. Separó los fragmentos del tronco casi consumido para que el fuego se apagara más rápidamente, y después dio media vuelta y subió a su habitación. Estaba pensando en lo que David Noyes le dijo sobre El castillo de Samuel. «Si te equivocas...», le dijo. Bueno, se había equivocado y el libro no era bueno. Se acercó a la cómoda de su dormitorio y extrajo las cartas que había recibido de David a lo largo del verano. Sonrió mientras las releía, pues cada una de ellas era un milagro de tacto y jovialidad. Tenía que haberse enterado del fracaso de su novela a través de Steve Wallace, pero no la mencionaba en sus cartas. Le explicaba sus actividades cotidianas, los progresos de su nuevo libro, los sitios a donde iba, la gente que conocía. Y en todas las cartas le pedía que regresara en seguida a Nueva York.
«Te echo de menos —escribía. —Tu lengua afilada, o quizá debería decir la falta de la misma, ha dejado un gran vacío en mi existencia cotidiana. Nadie me ha llamado "genio" desde que te fuiste y mi ego sufre.»
Escribía: «Hoy me he sentido asqueado al oír la letra de varias canciones populares. "Tómame. Déjame", dicen estos horrores. "Derríbame de un golpe y dame una patada en los dientes. Afila tus tacones en el puente de mi nariz. No importa. Lo comprenderé." ¿Te imaginas que alguien pueda ser tan estúpido? Yo sí.»
«Oh, David —pensó Allison con desesperación. —Voy a hacerte daño, pero no puedo evitarlo.»
Se sentó a la mesa y escribió una carta a David. Le escribió como si estuviera escribiendo un relato, y le describió su fin de semana en Connecticut con todo detalle. Pero hasta que hubo escrito las últimas frases no empezó a sentirse aliviada.
«La medida de mi vergüenza, David, es que no le amaba —escribió. —Esto es lo peor de todo. Me habría gustado seguir considerándome a mí misma como el tipo de mujer que sólo necesita el sexo para expresar un gran amor. Pero no fue así en el caso de Brad. Antes creía que el hecho de confundir el amor con el sexo era infantil y estúpido, pero ahora sé por qué tantas mujeres lo hacen. Porque después resulta demasiado doloroso, si no se recuerda nada del amor.»
No volvió a recibir noticias de David, y ella tampoco volvió a escribirle. Sin embargo, su silencio le causó una gran aprensión y casi lamentó haberle escrito como lo hizo.
Pero no concebía la posibilidad de ocultar a David lo que le había dicho. Decidió volver a Nueva York a finales de octubre y escribió cortas notas a Steve Wallace y Bradley Holmes para comunicárselo. Consiguió escribir el nombre de Brad en el sobre sin ninguna emoción, con la mano firme y el corazón en calma.
Ya está hecho, pensó, pero no sintió nada de la tranquila satisfacción que generalmente había asociado con el hecho de atar cabos sueltos.
Una tarde, a últimos de setiembre, Allison y Tom subían la colina en dirección al castillo de Samuel Peyton.
—Nunca he estado allí —dijo ella. —Quizá éste sea el motivo por el que no he sabido escribir sobre él. Hace muchos años comprendí que era una pérdida de tiempo intentar escribir sobre algo que no se conoce.
—¿Volverás a intentarlo? —preguntó Tom. —Me refiero a la novela.
—Por ahora, no —contestó Allison. —Creo que seguiré escribiendo relatos durante otro año. Tom... —Se detuvo y se agachó para coger un palo que clavó en el suelo mientras andaba. —Tom, me gustaría hacer las paces con mi madre.
Tom se agachó a su vez y cogió otro palo.
—Me parece una buena idea —dijo con calma. —Pero no lo hagas sin haberlo pensado bien. No lo hagas si no estás convencida, porque sólo lograrías causarle un nuevo dolor, y yo no te lo consentiría.
—Estoy convencida —dijo Allison. —Ahora entiendo cómo pudo ocurrir. Mi madre tuvo menos suerte que la mayoría, eso es todo.
Tom se echó a reír.
—Yo no lo creo así — replicó. —Te tuvo a ti, ¿no? Quizá tuvo más suerte que la mayoría.
—Me pregunto qué diría Peyton Place sobre nosotras si lo supiera —murmuró Allison.
—Te preocupas demasiado por Peyton Place —dijo Tom. —No es más que una ciudad, Allison, como cualquier otra. Tenemos nuestros personajes, pero también los tiene Nueva York y cualquier otra ciudad, grande o pequeña.
—Lo sé —repuso Allison, bajando la cabeza para contemplar a un conejo que se refugió velozmente en el bosque. —Pero no consiguió sentirlo. Me ocurre con muchas otras cosas. Sé que una cosa es de un modo determinado. Incluso puedo escribir sobre ella tal como pienso que es, pero no la siento del mismo modo. Igual que el amor. Mi agente dice que escribo escenas amorosas muy convincentes, pero Tom... —Levantó la cabeza para mirarle. —Tom, ¿qué diferencia hay entre escribir algo, o leer algo, y vivirlo?
—La principal diferencia es que resulta más fácil leer o escribir que vivir —dijo Tom. —Creo que ésta es la única diferencia importante.
Allison se apoyó en uno de los muros grises que rodeaban el castillo de Samuel Peyton.
—Para mí, la principal diferencia siempre ha sido que escribir y leer resultan menos dolorosos. De hecho, cuando volví a casa, casi había tomado la resolución de limitarme a estas dos cosas y renunciar a vivir.
Tom sonrió.
—Pero por otra parte, como suele decirse, la vida es demasiado corta para no aprovechar hasta el último minuto.
—Y, de todos modos, no tenemos elección —añadió Allison y se echó a reír. Era la primera vez que se reía por algo sin importancia en todo el verano. —Será mejor que volvamos —dijo. —Los días empiezan a acortarse. Pronto oscurecerá.
A Constance y Allison nunca les habían gustado los sentimentalismos. Así pues, cuando Constance se dio cuenta, después de cenar, de que la fotografía enmarcada de Allison MacKenzie había desaparecido de la repisa de la chimenea donde había estado durante tantos años, se limitó a mirar a su hija con una expresión sorprendida y esperanzada al mismo tiempo. Allison sonrió, y Constance sonrió, y de no haber sido por Tom no habría mediado ni una sola palabra.
—Escuchad —dijo, —ésta debería ser una gran escena, como en Hollywood. Allison, tú debes echarte y llorar y exclamar, «¡Madre!» Y Connie, tú debes sonreír a través de tus lágrimas y decir, trémulamente, como es natural, «¡Hija!» Después las dos debéis caer una en brazos de la otra y sollozar. Música suave y fin de la escena. ¡Dios mío, qué par de mujeres desabridas me ha tocado en suerte!
Allison y Constance prorrumpieron en carcajadas y Constance dijo:
—Abramos esa botella de coñac que estaba reservando para Navidad.
Las lluvias otoñales empezaron aquella noche. Llovió casi incesantemente durante dos semanas y después, una mañana, Allison se despertó y sin necesidad de levantarse e ir a la ventana, supo que el veranillo de San Martin había llegado.
—¡Oh! —exclamó en voz alta, unos minutos después, asomándose lo más posible a la ventana. —¡Oh, al fin has llegado!
Se vistió rápidamente y apenas se detuvo para tomar el desayuno, y después echó a andar hacia Road's End. Subió la colina de detrás de Memorial Park, y cuando llegó a la cima lo vio allí, esperándola, tal como ella lo recordaba. Paseó por el bosque con su antigua ligereza y donaire, y finalmente llegó al claro oculto en medio del bosque. Las varas de san José se alzaban tan altas, y rectas, y amarillas como siempre, y los mismos arces, embellecidos por los colores del veranillo de San Martín, lo rodeaban todo. Allison permaneció sentada largo rato en su lugar secreto, y pensó que aunque este sitio no fuera tan secreto como en otros tiempos había creído, las cosas que le decía seguían siendo secretas. Sintió la confianza de la inmutalidad que la había consolado de niña y sonrió y tocó la cabeza amarilla de una vara de san José.
Vi cómo brotaba el capullo Tiempo del árbol rutilante Eternidad, pensó, y se acordó de Matthew Swain y de los muchos amigos que formaban parte de Peyton Place. «Pierdo el sentido de la proporción con demasiada facilidad —admitió ante sí misma. —Dejo que todo me parezca demasiado grande, demasiado importante y trascendente. Sólo aquí me doy cuenta de la pequeñez de las cosas que pueden afectarme.»
Allison alzó los ojos al cielo, con el azul profundo característico del veranillo, y se imaginó que era una taza invertida sobre ella sola. La sensación era consoladora, como siempre había sido, pero ahora, Allison comprendió que ya no necesitaba que la consolaran o alentaran como en otros tiempos. Cuando se levantó y echó a andar nuevamente, el sol estaba en su cénit, y cuando llegó al letrero con las letras rojas pintadas en un lado, no tuvo que protegerse los ojos con la mano para mirar hacia el pueblecito minúsculo que era Peyton Place.
—«¡Oh, te quiero! —exclamó silenciosamente. —Te quiero tal como eres. Con tu belleza y tu crueldad, con tu bondad y tu fealdad. Ahora te conozco, y ya no me asustas. Quizá vuelvas a hacerlo, mañana o pasado, pero en este momento te quiero y no te tengo miedo. Hoy sólo eres una ciudad.»
Mientras corría colina abajo en dirección a la ciudad, Allison se imaginó que el árbol le cantaba con las numerosas voces de una sinfonía.
«¡Adiós, Allison! ¡Allison, Allison! ¡Adiós, Allison!»
Siguió corriendo con un caudal de energías sobrantes cuando llegó a Elm Street. Su madre la llamó desde la puerta de la tienda de modas.
—¡Allison! ¡Te he estado buscando por toda la ciudad! En casa tienes visita. Un muchacho que ha venido de Nueva York. Dice que se llama David Noyes.
—¡Gracias! —gritó Allison y agitó la mano.
Apretó el paso, y una vez en Beech Street subió toda la manzana corriendo hasta llegar a su casa.
FIN