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    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween - Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 217. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 218. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 219. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 220. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 221. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 222. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 223. Tense Cinematic - 3:14
  • 224. Terror Ambience - 2:01
  • 225. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 226. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 227. Trailer Agresivo - 0:49
  • 228. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 229. Zombie Party Time - 4:36
  • 230. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 231. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 232. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 233. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 234. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 235. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 236. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 237. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 238. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 239. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 240. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 241. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 242. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 243. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 244. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 245. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 246. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 247. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 248. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 249. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 250. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 251. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 252. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 253. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 254. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 255. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 256. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 257. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 258. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 259. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 260. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 261. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 262. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 263. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 264. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 265. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 266. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 267. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 268. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 270. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 271. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 272. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 273. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 275. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 276. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 277. Noche De Paz - 3:40
  • 278. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 279. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 280. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 281. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 284. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 285. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 286. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 287. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 288. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 289. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 290. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 291. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 292. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 294. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 296. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 297. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 298. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 305. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 307. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 308. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 309. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 310. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 311. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.1  
      1.2  
      1.3  
      1.4  
      1.5  
      1.6  
      1.7  
      1.8  
      1.9  
      2  
      2.1  
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      2.3  
      2.4  
      2.5  
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      3(s) 
      3.1  
      3.2  
      3.3  
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      50  
      55  
    Animar Reloj
    Cambio automático Avatar
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo 1
    Cambio automático Color - Fondo 2
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Estilos Predefinidos
    Cambio automático Imágenes para efectos
    Cambio automático Tipo de Letra
    Movimiento automático Avatar 1
    Movimiento automático Avatar 2
    Movimiento automático Avatar 3
    Movimiento automático Fecha
    Movimiento automático Reloj
    Movimiento automático Segundos
    Ocultar Reloj
    Ocultar Reloj - 2
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TOMAR DE BANCO

    # del Banco

    Aceptar
    AVATARES

    Animales


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    Navidad


    Religioso


    San Valentín


    Varios
    QUITAR

    ▪ Quitar
    Avatar - Posición
    Avatar - Tamaño
    AVATAR - TAMAÑO

    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO
    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
    )


    Avatar 3(
    10%
    )


    Más - Menos

    10-Normal
    QUITAR

    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
    PORCENTAJE

    Más - Menos
    Pausar Reloj
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Prog.R.3

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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
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    ▪1 ▪2 ▪3

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    Cambiar cada

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    Cambiar cada

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    Relojes a cambiar

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    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Almacenar

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

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    EL CONTADOR DE HISTORIAS (Rabih Alameddine) - Parte 2

    Publicado en junio 27, 2010
    Parte 1


    LIBRO TERCERO


    Y en cuanto a los poetas, seguid a aquellos que van a la deriva.
    El Corán

    Si no puedes subirte al mismo árbol al que se subió tu padre, al menos apoya las manos en su tronco.
    AHMADOU KOUROUMA, Esperando el voto de las fieras

    Una vida a la que los dioses no están invitados no merece la pena ser vivida.
    ROBERTO CALASSO, Las bodas de Cadmo y Harmonía



    Capítulo 10

    La portada de The Los Angeles Times informaba de la muerte de Elvis. Debajo del gran titular, NUEVAS INUNDACIONES ASOLAN EL DESIERTO, aparecía otro más pequeño: ELVIS PRESLEY MUERE A LOS CUARENTA Y DOS AÑOS; LA LEYENDA DEL ROCK 'N' ROLL. Yo leía el periódico del hombre situado delante de mí en la cola de la aduana del aeropuerto de Los Ángeles. La fila avanzaba con rapidez, ya que los agentes de la aduana se limitaban a echar un vistazo de compromiso a los pasaportes y a dejar pasar a todo el mundo. Cuando me llegó el turno, el encargado ni siquiera miró el pasaporte: me redirigió a otros dos agentes, un hombre y una mujer, que se hallaban detrás de una reluciente mesa metálica. El hombre, un tipo pelirrojo y con bigote que guardaba un inconfundible parecido con Porky, me pidió que dejara las maletas en la mesa. La mujer, más obesa que su compañero, señaló mi equipaje de mano. Sonreí, con cuidado de no enseñar los dientes. Mis dos dientes delanteros no encajaban. Porky empezó a registrar mis pertenencias, olisqueándolo todo. Estuve a punto de hacerme el gracioso y decirle que no había comida allí, pero me dije que lo más probable sería que no lo encontrara divertido.
    —¿Cuál es el propósito de su visita? —preguntó la agente.
    —Estoy de vacaciones. Es la primera vez que viajo a América. —Me anticipé a la siguiente pregunta y la respondí—. Mi estancia durará diez días. —Odiaba mentir.
    Porky revolvía todo lo que mi madre había colocado con esmero. Se acercó otro agente de aduanas gordo, acompañado de un pastor alemán. El perro empezó a olerme. Me recordaba a Tulipán, que había muerto hacía poco de un infarto. Me agaché para acariciarlo.
    —No toque al perro —ordenó Porky desde detrás de la mesa—. Coloque sus maletas en el carrito y sígame, por favor.
    Mi párpado izquierdo temblaba esporádicamente. Lo tapé con discreción con la mano izquierda y seguí a Porky hasta un despacho pequeño, sin ventanas, en el que sólo había una mesa metálica y una silla de madera. El agente de aduanas del perro vino con nosotros. El pastor alemán husmeaba las maletas.
    —No tengo nada que declarar —dije, nervioso, mientras Porky cerraba la puerta—. Lo juro.
    Me apoyé en un pie y luego en el otro. Tenía la espalda húmeda de sudor. Los desconchones de la pintura blanca de la pared dejaban visibles trozos de cemento gris.
    —Por favor, vacíe los bolsillos y déjelo todo sobre la mesa —dijo Porky con voz seca. En sus frases abundaba el «por favor», pero el tono no era amable en absoluto. Me temblaban las manos. Saqué un paquete de cigarrillos, un encendedor, la cartera, las llaves del apartamento de Beirut, dos púas de guitarra y unos chicles. El pastor alemán me olisqueó la bragueta. Su propietario se mantenía detrás, con los labios apretados.
    —Quítese la chaqueta, por favor —dijo Porky, pillándome por sorpresa. Le di la chaqueta de cuero marrón. La retorció y la acercó al morro del perro—. Y los zapatos también, por favor.
    —Son botas —dije—, no zapatos.
    La precisión era importante. Eran unas botas de cowboy que me había comprado a propósito para este viaje. Hechas a mano nada menos. Hechas a mano en Texas, rezaba la etiqueta. Las había comprado a un vendedor ambulante de Beirut por setenta y cinco dólares. Eran de color marrón y tenían una serpiente cosida con hilo azul. No quería usar los mismos zapatos viejos en mi nueva vida en América.
    —Por favor, quítese la camisa. —El sudor me resbalaba por el pecho. Deseé ser más grande, poseer un pectoral más impresionante—. Y los pantalones. —Porky y su compatriota registraron los tejanos: dieron la vuelta a los bolsillos delanteros, palparon los traseros, metieron el dedo en el bolsillito lateral para las monedas. El perro los husmeó—. Por favor, dé media vuelta y póngase de cara a la pared. —Apoyé las manos en la pared y me abrí de piernas, como si estuviera en un capítulo de Starsky y Hutch—. No, eso no hace falta. Limítese a bajarse los calzoncillos. —De repente Porky había adoptado un tono más amable. En su voz se advertía un deje de vergüenza—. ¿Podría separar las nalgas, por favor?
    Tardé un instante en entender qué quería decir. Me lo imaginé, pero no estaba muy seguro de lo que significaba la palabra nalgas. Sentí su aliento en el ano.
    —Gracias —dijo Porky, ahora en tono vacilante—. Ya puede vestirse.

    Al salir del aeropuerto tomé un taxi. El crepúsculo daba un matiz uniforme al cielo parcialmente nublado. Soplaba un aire denso, cargado de partículas. Respiré hondo varias veces mientras el taxista metía el equipaje en el maletero. Su mano izquierda era más oscura que la derecha y tenía la parte superior de las orejas quemada por el sol. Me llevó por la primera autopista que pisé en América, la 405. Advertí que la calzada estaba húmeda.
    Salimos por Wiltshire Boulevard y nos metimos en un atasco. El taxista soltó un improperio. Miré hacia el coche que llevábamos al lado, un Alfa Romeo Spider negro con la capota bajada. El conductor, vestido con una camisa de colores y unas gafas de sol Porsche, cantaba en voz alta la canción «Oh! Darling» de los Beatles, siguiendo el ritmo con movimientos de cabeza y tamborileando con los dedos sobre el volante. «Please believe me», canté yo también. En ese instante lamenté no haber traído la guitarra.

    Yo no era un campesino de las montañas. No era la primera vez que veía un hotel. Había estado en el Plaza Athénée de París y en el Dorchester de Londres, pero ninguno de los dos me había preparado para la suntuosa extravagancia que se respiraba en el Beverly Wiltshire. El recepcionista, un chico más o menos de mi edad, se hallaba detrás del mostrador: su cabello tenía el color de la arena del desierto, sus ojos azules despedían un destello acogedor y su sonrisa mostraba unos dientes perfectos.
    —Soy Osama al-Jarrat —dije—. Mi padre ya está aquí.
    —Ah, le estábamos esperando señor al-Jarrat. —Su voz era dulce y expresaba seguridad—. Su padre nos encargó que le dijéramos que el grupo volvería sobre las nueve.
    El «grupo» estaba formado por mi padre y el tío Yihad, a quienes les había dado por probar suerte en los casinos de Las Vegas. Habían decidido que me reuniera con ellos en Los Ángeles, donde podría buscar una universidad en la que estudiar. Beirut se volvía más agobiante. La guerra civil, que según todo el mundo debía durar sólo un par de meses, se había prolongado durante casi dos años y no se le adivinaba un final próximo.
    El recepcionista me dio las llaves.
    —¿No quiere ver mi pasaporte? —pregunté.
    —No. Confío en usted. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Si al final resulta que no es el señor al-Jarrat, me habré metido en un buen lío.
    Llevaba traje oscuro y camisa blanca, pero la corbata era amarillo limón, con diminutos Patos Lucas corriendo por ella. Le devolví la sonrisa.
    —Soy quien le he dicho que soy.

    —La suite dispone de dos plantas —dijo el botones al abrir la puerta. Entré delante de él, poniendo todo mi empeño en disimular lo abrumado que estaba—. En esta planta hay dos habitaciones y el dormitorio doble está en la de abajo.
    Llevó las maletas hasta una de las habitaciones. Me quedé junto a la baranda y contemplé el salón del piso inferior. Una lámpara de lágrima de forma esférica colgaba del techo catedralicio hasta el piso inferior. Las cortinas, pesadas como telones de teatro, cubrían ventanas de dos pisos de alto y eran del mismo color y estampado que el papel de la pared: dorado y salpicado de estilizados pavos reales de cachemira azul grisáceo. La moqueta, que iba de pared a pared, era gruesa y de color verde aguacate. Lo estaba interiorizando todo cuando advertí que el botones seguía apostado a mi espalda.
    —Oh, lo siento —dije mientras sacaba la cartera. El billete más pequeño que tenía era de cinco dólares. Me dio las gracias y se marchó. Un punto en contra del hotel. En el Plaza Athénée de París los botones y camareros cumplían con su cometido y se marchaban antes de que tuvieras tiempo de darles propina, lo que denotaba mucha más clase. Entré en la primera habitación: la misma moqueta aguacate y empapelado de color rosa oscuro con un gran estampado floral a conjunto con la colcha y las cortinas. El botones había dejado mi equipaje en esta habitación. El baño era de color amarillo y crema, con dos puertas que se abrían respectivamente hacia cada uno de los dos cuartos del piso superior. Crucé el cuarto de baño y pasé a la segunda habitación; creía que sería la de mi padre, pero en la mesita vi un Patek Phillippe, no uno de los relojes Baume et Mercier que él solía llevar. La colonia era Paco Rabanne, botella negra, lo que indicaba sin duda que allí dormía el tío Yihad: el aroma era demasiado intenso para los gustos de mi padre. Bajé la escalera y me dirigí al salón y al dormitorio doble. Me senté en la cama, acaricié la almohada y apoyé la cabeza. En general me encantaba aspirar el aroma que mis padres dejaban en la cama, pero en ésta percibí algo peculiar. Me incorporé, miré a mi alrededor y vi uno de los relojes de mi padre.
    Salí al balcón de mi habitación con el periódico y me fumé un cigarrillo, seguro de que mi padre nunca me pillaría allí fuera. Contemplé Beverly Hills y América, el desfile de coches que recorrían el interminable bulevar. Anochecía. Las nubes del cielo se habían vuelto más ominosas, amoratadas. Me emocionaba la perspectiva de presenciar una tormenta de verano. Un rótulo de neón del edificio de enfrente marcaba setenta y tres grados con cifras de un rojo brillante. En Celsius veinticinco y algo, pensé.
    Una vez más deseé haber traído la guitarra, pero no podía arriesgarme a que los agentes de inmigración sospecharan que mi estancia era algo más que una breve visita turística. En cualquier caso esperaba comprar una mejor en la nueva vida que emprendería en América. The Angeles Times anunciaba más lluvias para el jueves y temperaturas alrededor de los ochenta y cinco grados. Había publicidad de camisas de ejecutivos de chambray con un toque de clase. ¿Por qué sólo un toque? El secuestrador de un autobús había liberado a los setenta rehenes que mantenía retenidos en un área de servicio Bahaai, no muy lejos de Los Ángeles. Sentí el aire húmedo de una noche cálida, sofocante. Apagué el cigarrillo en el cenicero.

    El fluorescente de la habitación del hospital emitía un zumbido molesto. Me había inmunizado contra él en el primer cuarto que ocupó mi padre, pero en esta segunda habitación llena de monitores, a la que Chapuzas le había trasladado a insistencia de mi hermana, el runrún se me hacía insoportable. Apagué la luz del techo y encendí la de la lamparita de pantalla plateada que había traído mi hermana. Me senté en la cama al lado de mi padre, le observé. Me obligué a mirarlo, a verlo como era. La imagen de una versión más joven de él mismo seguía impresa sobre su semblante. Tampoco estaba muy seguro de que esa versión fuera precisa. Mi padre solía comentar que se parecía a Robert Mitchum en el pelo, la nariz, la boca. «Soy su hermano», nos decía. En realidad no guardaba el menor parecido con el actor —ni en el pelo, ni en la nariz, ni en la boca—, pero no había quien le sacara esa idea de la cabeza.
    Ahora tenía la piel floja y agrietada. La nariz no temblaba, las fosas nasales habían perdido movimiento: otro órgano ineficaz para añadir a la colección. Los párpados caídos, inmóviles; el cabello completamente blanco, incluso el de las cejas. Casi no tenía labios. Lo besé en la frente.
    Qué negro tenías el pelo.
    Debía alimentar sus oídos hambrientos, pero en su lugar rompí a llorar, sin el menor decoro y sin el menor ruido.
    La culpa, aquel pequeño demonio, roedor y debilitador, ladrón de voz.

    Desperté con un doloroso calambre en el hombro al oír entrar a Lina en la habitación.
    —Deberías haber usado una manta y una almohada.
    Brillaba una luz difusa, como si contemplaras el mundo a través de lentes de contacto empañadas. Lina se acercó hasta mi padre. Llevaba el pelo aplastado, no se había peinado al levantarse. La extraña luz temprana le confería un aire desamparado.
    —¿Cómo está?
    Se muere, quise decir. Parecía estar bien hace dos días, ¿o quizá tres? No había querido dormirme. Habría querido pasar la noche a su lado, ser accesible. Habría querido fascinarlo. Me hubiera gustado tanto.

    Oí girar la llave en la planta de abajo, y tras asegurarme de cerrar las puertas del balcón descendí por la escalera de caracol para saludar a mi padre. El tío Yihad preparaba unas copas en el mueble bar.
    —Osama —dijo él en voz alta. Le chispeaban los ojos y sus labios esbozaron una sonrisa deliciosa. Vertió agua en el whisky y consiguió beber un sorbo antes de que llegara hasta él. Me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla. No es que fuera muy alto, pero con mi metro sesenta de estatura tenía que ponerme de puntillas para besar a casi todo el mundo. Arrugas de alegría surcaron su rollizo semblante. El traje azul le sentaba bien: la chaqueta desabrochada mostraba su gran barriga, como si se hubiera tragado una pelota de baloncesto. Oí a mi padre moverse por su habitación—. ¿Quieres beber algo? —preguntó el tío Yihad.
    —Una Coca-Cola —dije mientras iba hacia el cuarto de mi padre.
    Había una joven rubia de pie frente al espejo, pintándose los carnosos labios de un intenso color granate. Sonrió y guardó el pintalabios en el bolso, que estaba encima de la cómoda.
    —Hola —dijo ella, al mismo tiempo que me tendía la mano—. Soy Melanie.
    Mi padre salió del cuarto de baño, ocupado en subirse la cremallera del pantalón.
    Noté la mano del tío Yihad sobre mi hombro.
    —Tu Coca-Cola —me dijo.
    —Elvis ha muerto —anunció mi padre en árabe.
    Se sentó en el sofá con el whisky en la mano. En cuanto al pelo era lo opuesto de su hermano: su cabeza poseía una densa mata de pelo negro y rizado en la que podía perderse una moneda. Como concesión a Melanie, la extraña del grupo, se había puesto unas bermudas de color marrón y un polo Lacoste verde; de no haber sido por ella habría ido en calzoncillos y camiseta.
    Miré de soslayo a Melanie y titubeé antes de responder, también en árabe:
    —Ya lo sé. Lo he leído en el periódico.
    Ni siquiera el atuendo occidental conseguía darle a mi padre un aspecto americano: era demasiado bajo, demasiado rechoncho. Cuando yo era pequeño, mi padre siempre quería que viera con él los combates de lucha libre que echaban por televisión. Antes de que empezara el combate mi padre elegía a un luchador al que apoyar y a mí me tocaba el otro. Nunca me dejaba escoger primero, ni elegir al mismo que él. Su hombre siempre ganaba.
    —Elige al hombre que tiene cara de persona decente —decía él—. Los hombres decentes nunca pierden.
    Como a mí siempre me tocaba el perdedor me entretenía comparando a mi padre, en calzoncillos y camiseta, con los luchadores de leotardos ceñidos. Mi padre tenía las pantorrillas flácidas de un hombre sedentario.
    —Creí que estarías más disgustado —dijo él—. La muerte del rock and roll y todo ese rollo.
    —No estoy disgustado. —Alcé la voz—. Me da igual que Elvis haya muerto. No me gustaba. Era viejo, gordo y estúpido. Ya era hora de que muriera.
    Mi padre soltó un bufido.
    —Mañana tenemos una reunión con el decano de ingeniería de la UCLA. —Seguía hablando en árabe, sin hacerle el menor caso a Melanie, que estaba sentada al otro lado de la estancia—. Dice que la matrícula para este otoño ya está cerrada, pero se quedó muy impresionado por tus notas y tu juventud.
    Melanie leía la revista Time mientras se pellizcaba los labios.
    —No es un juego de niños —dijo mi padre—. Esa entrevista decidirá tu futuro. ¿Lo entiendes?
    —Sí, sí. Estoy listo.
    —La reunión es mañana a las tres de la tarde —dijo él.
    Cogió el periódico y se parapetó detrás de las páginas, señal inequívoca de que la conversación había terminado.
    Melanie seguía tranquilamente sentada en una silla. Parecía joven, no tendría más de veintitrés años, pero sus maneras denotaban cierto aplomo. Era como una versión más mona de Nancy Sinatra, con pechos tan grandes que parecían a punto de reventar el escote de su ajustado vestido negro. El cabello rubio teñido le caía hasta los hombros. Se había depilado las cejas. Me dieron ganas de observarlas de cerca para ver si se las había afeitado y vuelto a pintar con lápiz marrón. Tenía la nariz respingona y la barbilla pequeña. Lo más destacable de su cara era el maquillaje. El pintalabios, aplicado sin medida, era demasiado oscuro para esa piel. El lápiz de ojos parecía cubrirle los párpados y la sombra de ojos era de tres tonos: malva, violeta y azul claro. Era lo contrario de mi madre, que se maquillaba con sensatez. Sabía que Melanie me estaba examinando tanto como yo a ella, pero en su caso lo hacía de forma más sutil.
    El tío Yihad repostaba junto al mueble bar. Seguía vestido con el traje, aunque con el nudo de la corbata aflojado.
    —¿Por qué ingeniería? —preguntó—. Hace un mes me dijiste que querías estudiar matemáticas.
    Miré las muescas y protuberancias de su calva. El sudor se acumulaba en ellas, formando charquitos. Cada pocos minutos se pasaba el pañuelo por la cabeza, lo que servía para mitigar el brillo durante sólo un momento. Siempre que iban a jugar, mi padre besaba la cabeza del tío Yihad para que el gesto le trajera suerte.
    —Me gustan las mates, tío. Se me dan bien. La ingeniería no es más que matemáticas aplicadas.
    —¿Estás seguro de que eso es lo que quieres?
    —Claro que lo está —le interrumpió mi padre desde detrás del periódico—. No puede ganarse la vida con una licenciatura en matemáticas.
    Era casi la una de la madrugada, las once de la mañana en Beirut, lo que significaba que yo llevaba más de treinta y seis horas en pie, pero aún no estaba listo para acostarme. Me repantigué en la silla con el cerebro funcionando a toda máquina.
    —Llueve a cántaros —dije en inglés con la esperanza de incorporar a Melanie a la conversación.
    —No para de llover —comentó el tío Yihad.
    —No es normal —dijo Melanie. Tenía una voz suave, melódica—. No en esta época. Los desiertos de California están sufriendo inundaciones. Ha llovido incluso en Las Vegas.
    —¿Fue allí donde os conocisteis? —pregunté.

    Acostado en la gran cama, con la luz apagada, me puse a pensar. Mi padre se había metido en su cuarto, con ella, y había cerrado la puerta. Hacía una noche húmeda.

    La máquina de diálisis extraía la sangre de mi padre con un resoplido y la vomitaba de nuevo. ¿Una escena podía ser un déjà vu si se repetía de verdad? Era un día distinto. Salwa estaba sentada en la cama y cogía de la mano a mi padre.
    —Esto no durará mucho —le decía ella—. Sólo tres cuartos de hora más.
    Mi hermana, sentada en la butaca reclinable, se echó hacia atrás y se tapó los ojos con el antebrazo. El técnico narcolépsico tenía la cabeza apoyada en el pecho. Yo estaba a los pies de la cama, siguiendo la cuenta atrás en números rojos que aparecía en la máquina de diálisis.
    Alguien llamó a la puerta. Desde mi ángulo de visión yo era el único que podía atisbar hacia el exterior y mi hermana me indicó con un gesto que echara a quienquiera que fuera. Al otro lado distinguí a una mujer bella de edad indeterminada, vestida con un extravagante abrigo de marta cibelina y tacones de aguja. Usaba un maquillaje denso pero elegante que daba a su rostro una blancura tan pura como la del pastel de haloumi. Su cabello, corto y ahuecado, estaba teñido de caoba brillante con mechas rubias trazadas con equidistante precisión. La reconocí después de que esbozara una sonrisa, infantil pero tremendamente picarona. Hacía alrededor de veinte años que no la veía.
    —Nisrine —dije en voz baja mientras caminaba hacia ella. Me sorprendí llamándola por su nombre de pila. ¿Cuántos años tendría? Me besó, mejilla con mejilla, tres veces—. No creo que sea buena idea que entres. No le gusta que le vean cuando está enfermo.
    Mantuvo la mano en mi mejilla.
    —Sólo he llamado para asegurarme de que no había médicos.
    Entró sin más y se detuvo como si se hubiera topado con una valla eléctrica invisible, como si estuviera cara a cara con la guadaña de la muerte. De sus labios salió un pequeño grito y su rostro se contrajo. La primera lágrima excavó un surco en el maquillaje. Nisrine se llevó la mano al ojo izquierdo y se quitó una lentilla con el dedo; luego hizo lo propio con la otra. Sollozó mientras sostenía las diminutas lentillas en la palma de la mano, como si fueran una ofrenda a los dioses del dolor.

    Nisrine y Yamil Sadek se mudaron al tercer piso del inmueble posterior al nuestro en 1967. Al poco tiempo se habían labrado la reputación de ser la pareja más popular del barrio. Ella era guapa, ingeniosa y coqueta, y él era un borracho con gracia. Pocos recordaban que ella fuera madre de tres hijos, ya que en contadas ocasiones se la veía con ellos en público. Eran todavía menos los que podían resistirse al encanto de ese marido deforme y mentiroso compulsivo. El capitán Yamil era el único hombre del barrio al que yo podía permitirme el lujo de mirar por encima del hombro, tanto en sentido figurado como literal. Era más bajito que muchos niños pero sin llegar a ser enano. Su barriga siempre parecía a punto de estallar. Se extendía el poco pelo que tenía en las sienes como si fuera una sábana, hasta lograr cubrirse la calva. Y para colmo no era capitán.
    En torno a él circulaban una legión de historias, pero ninguna tan famosa como sus repetidos fracasos a la hora de ser ascendido a piloto. El se aseguraba de que todos le llamaran capitán Yamil. Era el copiloto más entrado en años de la aerolínea y había suspendido todos los exámenes de capitán, pero nadie lo habría dicho a tenor de sus palabras. Según sus historias, había salvado a vuelos enteros de desastres seguros y los pasajeros le habían dedicado cartas larguísimas en las que detallaban su gratitud. Hablaba del respeto que suscitaba entre los demás capitanes, que le pedían clases de vuelo. Ninguno de sus oyentes le creía, pero todos fingían hacerlo.
    Un día vino a almorzar a nuestra casa. Como regalo trajo una botella de whisky escocés metida en una caja amarilla que mostraba imágenes de caballeros prósperos y bien vestidos.
    —Este whisky se llama House of Lords —anunció—. Lo fabrican expresamente para la realeza y nobleza británicas. Un miembro del Parlamento británico, que es además el mejor amigo de la reina, me lo dio a probar en mi último viaje a Londres.
    Esta fue la única ocasión en que alguien puso en evidencia su mentira en público. Mientras se servía el almuerzo, el tío Yihad se acercó al supermercado Spinney's y regresó en menos de media hora con otra caja amarilla de aquel whisky barato. Tras dejarla sobre la mesa declaró que la propia reina se la había regalado, aunque con una condición.
    —La reina me dijo, en su perfecto acento británico por supuesto, que me quería y me consideraba digno de un whisky tan refinado, pero que esta magnífica bebida sólo debía servirse al mejor de los hombres, al mayor de los amigos.
    Y, después de decir estas palabras, le sirvió un vaso al capitán Yamil.
    Sin embargo era la joven esposa del capitán la que se aseguraba de que la pareja fuera invitada a todos y cada uno de los eventos que se celebraban. Era una mujer que amaba la buena vida, brillante, aunque sin pecar de un exceso de cultura o de sofisticación. En el fondo era una suní inculta de Trípoli muy consciente de que, si quería sobrellevar su paródico matrimonio y medrar en la vida, tendría que confiar en su encanto y en su agudo ingenio. Y desde luego medraba. En cualquier reunión los hombres la asediaban como moscas. Ella los divertía, les tomaba el pelo, los camelaba. Contaba los chistes más verdes y los cuentos más obscenos y divertidos. Era la única mujer que podía reducir a nuestro miliciano particular, Elie, a la figura de un adolescente trémulo: la devoraba con los ojos e intentaba con todas sus fuerzas disimular su excitación cada vez que la veía pasar. Ella y el tío Yihad establecieron una alianza basada en la admiración mutua. Se sentaban en un rincón y se burlaban del resto del mundo. Él le preguntó una vez por qué se había casado con aquel marido cuando habría podido encontrar un partido mejor. Ella le contestó que había sido un error atribuible a su juventud: el capitán Yamil se había plantado en la puerta de su casa montado en un coche deportivo; ella se dejó deslumbrar por el uniforme de piloto. Él le habló de volar, de cómo se sentía cuando surcaba los cielos, de la libertad, la gloria, la huida de la vida mundana. Ella soñaba con alfombras mágicas.
    Un día el tío Akram cometió el error de insinuar a mi padre y al tío Yihad que se había acostado con Nisrine. En una fiesta nocturna que se daba en el balcón de nuestra casa, mientras Nisrine fumaba de su hookah con delicadeza, mi padre le dijo:
    —Nisrine, querida, Akram va diciendo por ahí que se ha acostado contigo.
    Ella dio un respingo y casi se ahoga: el humo le salía de la boca como la erupción súbita de un geiser de las montañas. Un destello de gozo puro apareció en los ojos castaños del tío Yihad.
    —Eh, Akram —gritó ella desde el otro lado del balcón—. Acércate y entretenme durante un minuto.
    Él se apresuró a acudir a su llamada, cual niño que es sacado a la pizarra por su profesora favorita.
    —Dime, cielo —susurró ella—. Me he enterado de que vas contando por ahí una historia estupenda, y ya sabes lo mucho que me gustan. —Sonrió, parpadeó varias veces y dio una profunda calada a la hookah. Luego le echó el humo en su ávida cara con la pericia de una mujer fatal—. Me han dicho que has follado conmigo y quiero saber si estuve bien.

    Me serví un vaso de zumo de uva frío mientras mi padre leía el periódico matutino. Melanie ya estaba vestida con un traje veraniego de color verde claro. Se hallaba junto a los ventanales.
    —Parece que el tiempo se está aclarando —comentó ella—. Al final tendremos un buen día. Tal vez podamos ir a dar una vuelta.
    —¿Adónde vais? —pregunté.
    —De tiendas —dijo mi padre—. Debería comprarle algo a tu madre.
    Mientras mi padre entraba en su habitación para vestirse, yo me senté y telefoneé a mi madre. Se me había olvidado llamarla en cuanto llegué, como le había prometido. Ella tenía ganas de hablar.
    —Ya te echo de menos. —Asentí con un gruñido—. ¿Estás seguro de que sabrás cuidarte solo? —Miré a mi alrededor—. ¿Me llamarás una vez por semana? —Vi cómo Melanie encendía un Kool con filtro y se tomaba el café. Usé la palabra «mamá» para que le quedara claro con quién estaba hablando. Melanie dio media vuelta a la silla y se cruzó de piernas—. No me importa la edad que tengas. Siempre serás mi niño. —Una mancha de pintalabios apareció en el filtro. Melanie usó el dedo anular para desprender la ceniza en un gesto dramático—. No sé lo que haré aquí sin ti. —Volutas de humo le salían de los labios. El pintalabios de aquella mañana era de color rosa—. Eres el único hijo de tu madre.
    Cuando colgué Melanie me brindó una sonrisa exploratoria.
    —¿No eres un poco joven para ir a la universidad?
    —Es que soy de lo más listo.
    —Ya lo veo.
    Su risa incorporaba una mueca muy poco atractiva.

    Mi padre quería ir a Rodeo Drive en el Cadillac de alquiler. El tío Yihad prefería caminar, ya que estábamos cerca. El portero propuso que usáramos el coche del hotel, que nos dejó en Giorgio's, a dos manzanas de distancia. Para cualquier transeúnte, los cuatro debíamos formar un grupo variopinto, una especie de batiburrillo familiar.
    El vendedor se concentró en mi padre y pasó del resto. Debió de ser por el traje de Brioni. Mi padre expuso lo que quería. El vendedor, un joven atractivo que parecía normal de cintura para abajo pero cuyo torso se inclinaba hacia atrás formando un ángulo casi antinatural, tenía el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho mientras con el derecho parecía palpar una sarta de perlas imaginaria. De repente apuntó a mi padre con ambos índices.
    —Tengo algo que puede ser perfecto —exclamó, y salió a toda prisa. Le perdimos de vista. Volvió provisto de un montón de telas de colores subyugantes: rojos, verdes musgo, amarillos que iban del limón al ocre. Las dejó en el mostrador y extendió una—. Chales de cachemira. Irresistibles para cualquier mujer —dijo, mientras su mano dibujaba un gran arco y alisaba la tela—. Sólo tiene que elegir el color.
    —¿Qué opinas? —preguntó mi padre. Yo no estaba seguro de a quién se dirigía la pregunta, si a Melanie o a mí.
    Di un paso adelante y palpé la tela imitando el gran arco del vendedor.
    —Este es precioso.
    —Yo también lo creo —convino Melanie.
    Mi padre revolvió el montón y entresacó un chal de un intenso color siena.
    —¿Crees que a tu madre le gustará? —Asentí. Él entregó el chal al vendedor. Mi padre siguió mirando, escogió otro verde azulado y lo elevó ante los ojos de Melanie—. Y me llevaré este también —añadió.
    Melanie se sonrojó.
    —Quiero que sepas algo —dijo mi padre en árabe—. No es una prostituta.
    Balbucí algo ininteligible. No sabía qué decir.
    —No le pago. —Tenía la mirada puesta en el rincón más alejado de la tienda.
    —De acuerdo. —Yo miraba hacia el rincón opuesto.
    —Quiere ser cantante. No te sé decir si es buena o no. No comprendo esta música. Canta a todas horas, así que escúchala y dime qué opinas.
    Empezaba a lloviznar. El tío Yihad llevaba una botella de colonia y silbaba una tonada libanesa. Escogió un pañuelo amarillo chillón y se lo echó sobre el hombro izquierdo mientras observaba el efecto en el espejo de cuerpo entero. Melanie se dedicaba a examinar un vestido colgado de una percha; sus dedos palpaban la tela.
    —¿Por qué no te lo pruebas? —sugirió mi padre.

    —Le ama —comenté por encima de los rumores que llenaban la habitación.
    Mi hermana se había llevado a Nisrine a la sala de espera. Fátima había vuelto y había reclamado para sí la butaca de mi hermana. Los dígitos rojos de la máquina de diálisis que marcaban la cuenta atrás la hipnotizaban tanto como a mí. Veintidós minutos, trece segundos. Salwa seguía con la mano de mi padre entre las suyas.
    —¿A qué te refieres? —preguntó ella.
    —Es evidente. Nisrine le ama —contesté—. No se puede fingir una reacción así. Verla me ha partido el corazón.
    —Sí —dijo ella—. Durante un tiempo fueron amantes.
    —No —le espeté—. No. Sólo daba esa impresión porque a ambos les encantaba coquetear.
    Mi sobrina se limitó a mirarme; las cejas formaban sendos signos de interrogación en su cara.
    —¿Tú cómo puedes saberlo? —proseguí—. Ni siquiera habías nacido. —Me falló la voz—. No puede ser. Él la cortejaba delante de mi madre. Nunca lo habría hecho si hubiera habido algo de verdad entre ellos. Eran amigos.
    Fátima alzó los brazos con gesto de resignación y suspiró.
    Salwa me miró con los mismos ojos de mi madre: castaños y grandes. Con voz serena afirmó:
    —Ella fue una de sus múltiples amantes.
    —¿Cómo puedes estar tan segura? —pregunté, en una voz mucho más débil que la suya—. No digo que no te crea, pero te basas en lo que dice Lina.
    —Pagó el colegio de su hijo mayor. Lo sabes.
    —Por supuesto —dije—. Eran amigos de la familia.
    —Ya basta, Osama —saltó Fátima, en un tono lo bastante elevado para despertar al técnico—. Fíate de nuestra palabra. Si quieres que te dicte una lista de todas sus amantes, lo haré. Quizá ya es hora de que charles con tu hermana y comparéis notas.
    En el balcón Lina se llenaba los pulmones de humo. Observé las líneas rectas que dibujaban los tejados de los edificios.
    —¿Cómo es posible que no sepas que tuvieron un lío? —preguntó Lina.
    Ambos contemplábamos el pedazo tranquilo del Mediterráneo que asomaba entre dos edificios.
    —Por Dios, Osama. Sabes que se acostaba con otras mujeres. No pudiste estar tan ciego. ¿Por qué crees que ella terminó abandonándolo?
    —Lina, por favor, no soy idiota. Él nunca me ocultó su talante mujeriego. Estaba orgulloso de ello. Sólo digo que no creo que se acostara con Nisrine. No sé por qué. Con ella no.
    Lina se apoyó en la barandilla y dio otra calada.
    —¿Por qué con ella no?
    —No lo sé —mascullé—. Tal vez porque era amiga de la familia. Tal vez porque mamá la conocía. Tal vez porque todos la conocíamos. No sé.
    Estiró el brazo y me atrajo hacia ella. Le quité el cigarrillo de la mano y me fumé la mitad de una ruidosa calada.
    —Mala educación —dijo ella.
    —Sí, eso es —repliqué con brusquedad—. Habría sido una muestra de mala educación. Ni más ni menos, coño.
    Sentí su temblor antes de oírla reír: fue una carcajada sincopada. Tardé unos segundos en unirme a ella. Apagué el cigarrillo con demasiada fuerza y el extremo reluciente cayó a la calle.
    —Joder, no puedo creerlo —dije.
    —Pues, joder, así fue.
    —Pero en algo te equivocas —reflexioné—. Ella no sólo le dejó por sus adulterios. Lo sabes. No fue sólo eso. —Me agarré con ambas manos a la baranda del balcón y respiré hondo—. Él tenía esa forma de mirar a las mujeres con las que coqueteaba, una cualidad expresiva, casi diría que graciosa. Era como si les pidiera con los ojos que confiaran en él, que le contaran sus historias.
    —Sus ojos nunca me invitaron a compartir nada con él —manifestó ella.
    —Ni a mí tampoco.

    Nos sentamos en el comedorcito anaranjado, mi padre, Melanie y yo, a la espera de que el tío Yihad terminara de ducharse. Mi hermana había llamado y, como era habitual, se había dedicado a tomarme el pelo. Me dijo que mi madre me añoraba tanto que había ido a comprarse una hortensia; así ahora ya nadie notaba mi ausencia. Mi padre fumaba, leía el periódico y bebía café. Emitía un gorgoteo con cada sorbo.
    —Tenemos que preocuparnos de tu alojamiento —dijo él—. ¿Dónde piensas vivir?
    —No sé. En los dormitorios de la residencia de estudiantes quizás. —Eché un vistazo a mi alrededor—. O quizá me quede aquí. Es lo bastante grande para mí.
    —Esto no es nada en comparación con la suite de Las Vegas. Teníamos una piscina en la habitación.
    —Es verdad —añadió Melanie.
    —¿En una habitación de hotel? ¿Para qué? ¿Os bañasteis?
    —No —replicó mi padre—. ¿Por qué iba a bañarme en una piscina?
    —No lo sé. Supongo que si hay una en la habitación es para que nades en ella.
    —Menuda bobada.
    Aplastó el cigarrillo en el cenicero y cogió el periódico.
    —Papá, no tienes ni pizca de imaginación.
    Melanie tuvo que contener las ganas de reírse. Mi padre dobló el periódico.
    —¿Por qué no salís los dos a bailar esta noche? Idos a una discoteca y divertiros. ¿Cómo se llama ese sitio del que nos hablaste?
    —My Place —dijo Melanie—. Es el sitio más in del momento.
    —¿Quieres que vayamos a bailar? —pregunté, para cerciorarme de haberlo entendido bien.
    —Sí, salid y pasadlo bien. No me apetece ir a una discoteca. Mis oídos no lo resistirían. A vosotros os gusta la música, chicos. Salid de fiesta esta noche.
    El tío Yihad apareció silbando una polca y siguiendo el ritmo con los pies en la escalera. Vaciló por un instante con aspecto inquieto y su rostro se quedó lívido. Dio la sensación de que le faltaba el aliento, pero se trató sólo de una breve interrupción de la polca, un hipido musical. Bajó la escalera con paso animado. Mi padre se levantó.
    —Vamos, que si no llegaremos tarde a la entrevista.

    En la sala de espera mi primo Hafez se inclinó hacia mí y me musitó al oído:
    —Debo verlo. En serio.
    Sus ojos vidriosos expresaban súplica y me miraban con la misma devoción que si yo fuera un santo y él viviera sólo para obtener mi bendición. ¿O era la de mi padre?
    —Se lo preguntaré a Lina.
    —No, por favor. Sabes que no me lo permitiría. —Dejó caer la mano sobre mi rodilla, como hacía mi padre siempre que reclamaba mi atención—. Te lo pido.
    Era como si le viera por primera vez. Hola, soy tu primo Hafez. Nos hemos criado juntos y hemos pasado horas, días, semanas y meses en compañía mutua, pero no tienes ni idea de quién soy. Permíteme que me presente. Se suponía que sería tu gemelo, pero...
    Hafez titubeó durante un segundo antes de cruzar conmigo la puerta de la habitación. Mi hermana le sonrió. Señalé el balcón con la cabeza y Lina comprendió. Hizo gestos de necesitar un cigarrillo y se levantó; deslizó en silencio la puerta corredera del balcón y salió al exterior.
    Hafez y yo éramos como un estudio de contrastes: yo con zapatillas Nike, téjanos y una camiseta de la UCLA; él con traje y corbata y mocasines italianos. Mi pelo alborotado pedía a gritos un buen corte, el suyo estaba pulcro y engominado. Se parecía más a mi padre de joven de lo que yo me había parecido nunca. Aunque sólo nos llevábamos seis semanas, él era un padre de familia con tres hijos adolescentes mientras que yo no era más que un adolescente rebelde. Siempre fue más de la familia que yo.
    Se paró a los pies de la cama, el espacio que había sido mío.
    Parecía al borde del llanto pero aún no se dejaba llevar. Contempló a mi padre como si quisiera decirle algo, o como si esperara que éste hiciera las paces con él.
    —Creo que su corazón está fatigado —susurró. Respiró hondo. Se mantenía lo más cerca posible sin llegar a tocarlo—. Nunca me imaginé que se nos iría antes que mi madre. Ella ha pasado buena semana, con toda la familia reunida para el Eid al-Adha, pero en cuanto Mona vuelva a Dubai y Munir a Kuwait empezará a empeorar. Ellos...
    Se calló. Sus mejillas enrojecieron y cerró los ojos. La única razón por la que su hermano y su hermana no habían vuelto a sus respectivos hogares en el Golfo era que pronto habrían tenido que regresar al Líbano para el funeral de mi padre.

    El campus de la UCLA era como una ciudad. Las clases aún no habían empezado, pero el campus ya estaba lleno. Mi padre dio a Melanie un par de cientos de dólares para que se entretuviera en la tienda de estudiantes. El departamento de ingeniería ocupaba un edificio entero. El tamaño de su decano era proporcional al lugar: medía un metro noventa y cinco y era grandullón; del almidonado cuello de su camisa asomaba una doble papada. Se presentó como: «Decano Johnson, pero llamadme Fred».
    —Tengo entendido que eres un joven brillante —dijo el decano. Parecía jovial y amable, una persona agradable con una expresión alegre y traviesa en su cara rolliza.
    —Los exámenes se me dan bien. —Tenía muy buen ojo para las preguntas de respuesta múltiple.
    —¿Ya has pasado los SAT? —Se repantigó en la silla.
    —Sí. Todo está en el expediente.
    Fue a coger la carpeta y hojeó los papeles.
    —¿Obtuviste una puntuación de mil seiscientos? —preguntó, de forma retórica, supuse.
    —Tuvimos que llevarle al British Council a que se examinara de GCE —dijo mi padre—. No estábamos seguros de que hubiera bachilleres este año, debido a la guerra.
    —Es impresionante —dijo Fred, moviendo la cabeza—. Ojalá hubierais venido a verme un poco antes. La matrícula ya lleva tiempo cerrada. —Seguía observando mis notas—. ¿Te has planteado estudiar en otra universidad? —preguntó, sin apartar los ojos de los papeles—. Espera. No contestes a eso. Deja que haga una llamada.
    Se levantó y salió del despacho.
    Mi padre, el tío Yihad y yo no cruzamos una sola palabra durante la ausencia del decano, como si cualquier sílaba pudiera desencadenar la maldición del yinni. Pero entonces el tío Yihad se levantó de la silla, fue hacia mi padre e inclinó la cabeza. Oí el chasquido de los labios de mi padre al posarse sobre la calva del tío Yihad. Un beso de buena suerte.
    El decano volvió a entrar en el despacho, con manifiesta excitación. Apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia mí.
    —Quizá pueda hacer algo, pero antes tengo que formularte unas cuantas preguntas. ¿Estás seguro de que la UCLA es la universidad que más te conviene? ¿Has pensado en lo que podemos ofrecerte?
    —Sí. Me gusta la escuela. Me gusta Los Ángeles.
    —Y tu país anda sumido en una guerra, ¿no?
    —Sí —respondí, no muy seguro de adonde quería ir a parar.
    —UCLA es ahora tu única oportunidad para proseguir con tu educación, ¿no es así? UCLA te proporcionará un ambiente tranquilo donde puedas sacarte un título y continuar con tu excelente expediente académico. ¿Cierto o no? —Asentí—. Bien. Entonces está hecho. —Se rió con ganas—. Necesito que hagas algo, jovencito. Me gustaría que rellenaras un formulario de matrícula para la universidad. Tiene que ser ahora mismo, para que pueda llevarlo a la oficina de admisiones antes de que cierre. Eso también incluye una redacción. ¿Crees que puedes hacerlo ahora mismo? —Volví a asentir—. Bien. Josephine te acompañará a un despacho vacío y podrás poner manos a la obra. Yo me quedaré con tu padre, hablando de logística.
    —¿Podré tomar clases de música? —pregunté.
    Oí suspirar a mi padre.
    El decano me miró perplejo.
    —No es habitual que los estudiantes de ingeniería tomen clases de música.
    —¿No debería serlo? —pregunté—. En la Edad Media los departamentos de música y matemáticas estaban unificados. No se podía estudiar lo uno sin lo otro. En realidad se complementan. Fue algo que se mantuvo hasta el siglo pasado. La separación de la música y las matemáticas ha sucedido en fecha reciente.
    —No te hace ninguna falta estudiar música —intervino mi padre en tono severo—. Ya le has dedicado bastante tiempo. No vamos a seguir discutiéndolo.
    —Rellenar el impreso de matrícula puede llevar algún tiempo —explicó el decano a mi padre—. Pueden esperar aquí o podemos buscar un taxi para el chico cuando acabe, lo que más les convenga.
    —¿Está seguro de que puede garantizarnos el ingreso? —preguntó mi padre.
    —No, seguro no. Pero el decano de admisiones está deseoso de echar un vistazo a su expediente, y eso es buena señal. Lo sabré enseguida. En cualquier caso, aquí está el impreso. —Me pasó varias hojas de papel—. Sal a ver a Josephine; ella te encontrará un espacio tranquilo para que puedas rellenarlo.
    Le di las gracias y me dispuse a salir.
    —Recuerda —dijo él—: incluye todo lo que hemos hablado en la redacción. Y no menciones esa teoría de la música y las mates, ¿de acuerdo?
    Mientras cerraba la puerta oí que mi padre expresaba en voz baja:
    —Sólo es un poco inmaduro a veces. No siempre.
    Antes de que me condujera al lugar tranquilo, pregunté a Josephine dónde estaba el servicio de caballeros. Entré, eché una meada, me hice una paja y di un par de caladas al cigarrillo. La redacción que escribí versaba sobre mi teoría de la combinación de la música y las matemáticas, e incluí hasta un gráfico temporal.

    Acababa de salir de la ducha cuando el tío Yihad abrió la puerta del cuarto de baño desde su habitación. Me tapé con la toalla. Empezaba a odiar la idea de un baño con puertas que daban a dos habitaciones distintas.
    —Cualquiera diría que es la primera vez que te veo desnudo —dijo él mientras me anudaba la toalla alrededor de la cintura.
    Inclinó la botella de colonia y vertió un par de gotas sobre su cabeza.
    —También yo te he visto romper botellas de perfume —repliqué. Él se rió.
    El tío Yihad solía contar la historia de un loro, la mascota de un mercader de aceites y perfumes. Durante años el loro entretuvo a clientes con cuentos y anécdotas. Una noche un gato persiguió a un ratón hasta el interior de la tienda, lo que asustó al loro. Voló de estante en estante y en su nerviosismo fue rompiendo botellas. Cuando volvió el mercader, propinó al loro un golpe tal que le arrancó de cuajo las plumas de la cabeza. El loro calvo se pasó varios días cariacontecido hasta que una mañana un hombre sin cabello entró en la tienda y el ave gritó alegremente: «¿Qué? ¿Tú también has roto alguna botella de perfume?».
    El tío Yihad se lavó las manos, produciendo una gran cantidad de espuma.
    —Creo que el decano está muy impresionado.
    Se dirigía a mi imagen reflejada en el espejo.
    —Sí. Supongo que me admitirán. —Me sequé con una segunda toalla—. Mi padre quiere que lleve a Melanie a bailar.
    —Me lo ha comentado. Me parece buena idea. Está convencido de que pasas mucho tiempo estudiando y leyendo. Melanie se divertirá y a ti te sentará bien.
    —Es él quien debería llevarla a bailar.
    —No es de los que bailan.
    Me observó el pecho; es probable que se preguntara por qué aún seguía allí. Fui a mi cuarto y me puse la camiseta de la UCLA que me había regalado Melanie.
    —¿Dónde se conocieron? —pregunté.
    —En la mesa de bacarrá.
    —¿Se ha parado a pensar por un momento que es casi de la misma edad que Lina?
    —Eh —dijo él, regañándome con el dedo índice alzado—. No quiero que vuelvas a decir algo así. Ni siquiera que lo pienses.
    Se plantó ante mí en mi habitación, su cara roja expresaba enfado. Por alguna razón parecía agotado.

    Fumadora empedernida, Lina ya había dado cuenta de tres cigarrillos en el balcón. Con un gesto significativo, el de cruzarse la garganta con el dedo índice, me indicó que me librara de Hafez. Tal vez hubiera salido de la habitación, pero en espíritu permanecía dentro.
    —He oído que has dado una vuelta por el viejo barrio —dijo Hafez—. Estos días yo también voy de vez en cuando, para no olvidar. Puedo llevarte al piso donde vivíais si te apetece.
    —Podría ser interesante.
    —¿Por qué no tocas el oúd para él?
    Vacilé, sorprendido.
    —Hafez, hace unos treinta años que no toco el oúd.
    Entonces le llegó el turno de asombrarse.
    —¿Por qué? Lo hacías muy bien. ¿Qué pasó?
    —Me pasé a la guitarra hace mucho tiempo y luego dejé de tocar. Me aburrí.
    —No lo entiendo. —Su voz se elevó por encima del susurro. Se le veía más animado—. Todo el mundo te envidiaba. La familia solía comentar lo bien que tocabas. ¿Cómo puede uno aburrirse de la música? A mí no me habría pasado. —Me sonrió y sus ojos recobraron un poco de brillo—. Supongo que debo irme, quiero ver cómo está mi madre. Llámame si te entran ganas de volver al barrio. —Di con él los cuatro pasos que nos separaban de la puerta—. Yo habría seguido tocando si hubiera tenido tu talento —dijo—. Sí, estoy seguro.

    Aquella noche mi hermana y yo estábamos en la habitación del hospital. Ya habían bajado las luces del pabellón. Ella se acurrucó en la butaca y yo me senté en el suelo, con la espalda recostada en la cama. Me rozó con el pie, una, dos veces. Vete a casa. Vete a casa. Le cogí el pie con ambas manos, hice presión con los pulgares sobre el talón.
    —Hafez no es el único que se llevó una decepción cuando dejaste de tocar —dijo ella—. Creo que no te he perdonado. Nadie lo ha hecho. Cuando Salwa era niña, solía contarle historias de lo fantástico que eras. Ella nunca ha podido oírte tocar. Intentó aprender oúd, pero no se le daba bien. También debería echarte la culpa de eso.
    —Échamela. —Le pellizqué el pie—. Sólo toqué de pequeño.
    —Y tengo que admitir que la guitarra no despertaba en mí el mismo entusiasmo.
    —Pues fuiste tú quien me hizo aprender.
    Estiró el brazo para coger la botella de agua de la mesita.
    —Puedo contarte una extraña anécdota sobre Hafez. Si quieres, claro.
    —Por supuesto. Los cotilleos avivan el fuego de mi alma.
    —Ja. Bien, ¿por dónde empiezo? Durante los últimos seis o siete años, Hafez ha estado desapareciendo unas cuantas tardes por semana. Lo sabes, ¿no? Le juró a su mujer que no la engañaba, pero no le quiso contar lo que hacía, ni a ella ni a nadie. Yo sabía que no la engañaba: el gilipollas adúltero es Anwar, no él. Pero nadie sabía en qué andaba metido. En fin, hace unos años, Fátima decidió un día que le apetecía ir al zoco de Trípoli, como si fuera una turista, para mezclarse con la gente normal. Consiguió arrastrarme y allí estábamos, en el mercado dorado, cuando le vimos. Hafez llevaba una guía turística del Líbano en inglés, con la cubierta hacia fuera para que todo el mundo la viera. Intentaba aparentar asombro y fascinación, miraba a su alrededor como si lo estuviera visitando todo por vez primera. Justo cuando iba a llamarle, una mujer se acercó a él y le dijo, en inglés: «Bienvenido al Líbano». Se le iluminó la cara, como si se hubiera tragado el sol, la luna y todas las estrellas. Entonces nos vio y se puso rojo como un tomate maduro. Nos dio una explicación, después de hacernos jurar que le guardaríamos el secreto. Resultó que su pasatiempo favorito era hacerse pasar por turista y pasear por diversos lugares. Solía hacerlo sobre todo en Beirut, pero también visitaba otros enclaves típicos del Líbano. Caminaba por el lugar con una guía en las manos en un intento desesperado de ser visto como alguien distinto.

    Retazos de luz recorrían la moqueta de color aguacate. Había dormido mucho. No oí ruido alguno abajo. Descorrí las cortinas: hacía un día magnífico, de luz clara y despiadada.
    Me puse las bermudas y las gafas de sol, y salí al balcón a fumar el primer cigarrillo de la mañana. Me dejé caer en la silla, regodeándome en el calor del sol, y tarareé «California Dreaming».
    —All the leaves are brown. —Sentí una ráfaga fría de pánico. Me sobresalté y escondí el cigarrillo detrás de la espalda. Melanie se asomaba por la puerta del balcón: iba en pantalones cortos y llevaba las gafas prendidas del sujetador del biquini; traía una bandeja provista de una cafetera y dos tazas—. Perdona, no quería asustarte, pero pensé que quizá te apetecía un café. Se han ido de compras. —Su sonrisa tenía un regusto áspero—. Puedes sacarte el cigarrillo del culo.
    No me quedó más remedio que reírme.
    Ella se sentó y sirvió el café para los dos. La parte superior del biquini apenas le cubría los pezones.
    —Por cierto, no tenemos que ir a bailar si no te apetece. Podemos irnos al cine y decirles que hemos ido a la disco.
    —Lo que pasa es que no soporto esos sitios —dije—. Nunca voy a discotecas.
    —Entonces decidido. —Encendió un cigarrillo—. ¿Y qué te gusta hacer? ¿Qué hacías los viernes por la noche en Beirut?
    —Ponía bombas, disparaba a transeúntes desde los balcones, esa clase de cosas. —Ella casi se atragantó con el café de tanto reír, y al final soltó aquel bufido raro—. La verdad es que solía quedarme en casa o reunirme con algún amigo. Tocaba la guitarra. Me colocaba.
    —¿Te apetece colocarte esta noche? —Me examinó con la mirada.
    —Desde luego.
    —En la ciudad tengo un amigo al que podemos ir a ver. Tiene una colección de discos fantástica y una hierba que te mueres. Pasaremos la noche allí. Es un camello decente. Todos los estudiantes universitarios necesitan uno como él.
    Me repantigué en la silla y apuré el café. Miré sus manos, de manicura perfecta. Iba mucho menos maquillada. Admiré su atractivo perfil: el mentón pequeño pero anguloso, la nariz europea, breve y respingona. La de mi madre no podía competir con ésa: era fina, aunque larga y curvada como el pico de un pájaro. Mi madre era célebre por su belleza, pero se trataba de un estilo totalmente distinto.
    —¿Alguna vez piensas en mi madre? —pregunté.
    —No la conozco.
    Contemplé el cielo diáfano, de un azul muy distinto al del cielo del Líbano.

    Cuando mi padre y el tío Yihad entraron en el salón, Melanie estuvo a punto de fastidiar la sorpresa. Iba de un lado a otro como una niña de tres años que se ha metido un chute de azúcar: era incapaz de borrar la sonrisa de la cara. Llevaba mallas negras y una chaqueta tejana sin mangas que le llegaba a las pantorrillas. Yo estaba sentado en el gran sofá, de cara a la puerta, con el pie derecho cruzado sobre la rodilla izquierda, dándome aires de importancia. Mi padre empezó a adivinar que pasaba algo fuera de lo normal.
    —Estáis delante de un alumno de UCLA —anuncié.
    La cara de mi padre reveló una expresión de alegría pura. Cruzó la estancia de un salto, me cogió en brazos y me elevó por encima de sus hombros. Grité, incapaz de contener el júbilo. Melanie no paraba de saltar. Estuvo a punto de abrazar al tío Yihad, pero se contuvo en el último momento.
    —Estoy muy orgulloso de ti —dijo mi padre desde abajo.
    —Pues bájame —dije, sonriente. Lo hizo, pero me abrazó con la fuerza de un oso. Tuve que zafarme de él porque no me dejaba respirar—. Ha llamado el decano Johnson. Me han admitido. Puedo instalarme en la residencia de estudiantes el lunes y las clases empiezan el miércoles.
    —¿Has llamado a tu madre?
    —Sí, ya se lo he dicho. Tenemos que pagar la matrícula el lunes, papá.
    —De acuerdo. Abriremos una cuenta corriente. Y aquí tienes esto. —Me dio una tarjeta American Express expedida a mi nombre—. Es una tarjeta de la empresa. Úsala sólo en caso de emergencia. ¿Lo entiendes? Te daré una paga mensual. Quiero que anotes todos los gastos y quiero ver un resumen detallado cada mes. Quiero saber adonde va a parar cada centavo.
    Vacilé, pero me dije que no habría mejor ocasión para sacar el tema.
    —Quiero comprar una guitarra, papá.
    —Ni hablar. Se acabó eso de las guitarras. Ya te lo dije en Beirut. Estás aquí para estudiar. No quiero volver a oír ni una palabra más sobre el tema. Búscate otra afición.
    —Pero, papá, se me da muy bien. Tengo que ensayar.
    —No protestes, y no hay guitarra.

    Mike, el amigo de Melanie, vivía en un estudio de Pico Boulevard, al oeste de Los Ángeles. Mientras recorríamos el pasillo abierto, distinguí el resplandor azulado de las televisiones que centelleaba detrás de las cortinas corridas y oí la risa enlatada típica de las telenovelas. Fonzi regalaba su buen humor desde la pantalla con «Hey». Todos los apartamentos daban a una flamante piscina. Melanie llamó a una puerta que tenía un número siete de bronce pulido. Abrió Mike; iba con un bañador gris, una camiseta azul y chanclas rojas. Era alto y musculoso, con el cabello negro y ondulado, un poblado bigote, largas y densas patillas y unas gafitas amarillas de montura metálica que se apoyaban en una nariz de ave rapaz. Una cicatriz blanca como el mármol le surcaba el cuello.
    —Tú debes de ser Osama. —Su voz era dos veces más potente que la mía—. Melanie me ha hablado mucho de ti.
    Un cachorro de pelo color canela se abalanzó sobre Melanie en cuanto ella cruzó el umbral. Ella gritó, a punto de tropezar, y abrazó al perro.
    —Bobsie —dijo ella en el mismo tono con que se habla a un bebé—, sigues siendo el perrito más mono del mundo, ¿a que sí?
    El apartamento tenía moqueta verde aguacate, una versión barata de la del hotel. En una pared lucía un grabado de Patrick Nagel provisto de un elaborado marco. Me senté al lado de Melanie en un sofá Herculon amarillo verdoso. Se inició una charla intrascendente. ¿Me gustaba América? La tierra de los grandes, los altos y las dentaduras perfectas. ¿Tenía muchas ganas de vivir en Los Ángeles? Más que de pasarme todas las noches en los refugios antiaéreos de Beirut.
    Melanie abrió una caja de zapatos que había sobre la mesita de mimbre trenzado.
    —Huele —dijo mientras me acercaba a la nariz una ramita de marihuana—. Material de primera.
    —El olor es genial, pero seguro que no es tan bueno como el hachís. En Líbano esto lo tiramos. El hachís es el polen. —Al volver a sentarme casi derribé una lámpara cromada.
    —Pues lo que es yo no tengo la menor intención de tirar esta hierba. —Mike sonreía mientras se dirigía al tocadiscos para poner un disco de Al Di Meola.
    Melanie lió un porro usando un artilugio decorado con motivos de barras y estrellas. Lo encendió y me lo pasó.
    —Esta mierda es buena.
    La primera calada fue directa a mi cabeza. Acaricié al perro, que se subió de un salto al sofá y apoyó la cabeza en mi regazo.
    —Le caes bien —comentó Mike.
    —Tuve un perro maravilloso. Se llamaba Tulipán y murió de un infarto hace un año.
    —Tu padre me comentó que lo había atropellado un coche —dijo Melanie.
    —No, no. Tuvo un infarto. Yo me fui a las montañas y Tulipán se quedó con mis padres en Beirut. La guerra estaba en pleno apogeo, y el ruido lo asustó tanto que le dio un ataque. Me supo muy mal no haber estado allí cuando murió. Pero papá se ocupó de todo.
    Di otra calada; estaba colocado, pero no lograba relajarme del todo. En el sofá había unas monedas. Mike echó unos nachos en una fuente de vidrio azul: fue la primera vez que probé la comida mexicana.
    —¿Vivías en el mismo Beirut? —preguntó Mike entre una calada y otra—. ¿En plena guerra?
    —Sí. Incluso me dispararon en un par de ocasiones. Es de locos. No os imagináis cómo es.
    Sonrió mientras liaba otro porro.
    —Me lo imagino. Di tres vueltas por Vietnam.
    No estaba seguro de haberlo oído bien. Ya estaba colocado y me sentía en las nubes.
    —¿Dices que te reclutaron tres veces?
    Melanie me miraba con una mueca algo repulsiva. Después de pasarme el segundo porro, se levantó y se puso a bailar sensualmente al ritmo de la música.
    —No, me reclutaron sólo una vez. —Mike se tumbó en la silla, con las piernas abiertas—. Volví un par de veces más. —Parecía tan colocado como yo. Observé sus musculosas piernas.
    —¿Por qué hiciste eso? —farfullé.
    —Pues no lo sé, la verdad. —Volvió a ponerse las gafas, se las quitó, echó el aliento en los cristales y los limpió con la camiseta. Melanie desapareció detrás de la cortina de cuentas que conducía a la cocina y volvió con una cerveza y una Coca-Cola en cada mano. Me mostró las dos y escogí la Coca-Cola. Mike se quedó con la cerveza—. ¿Quién sabe por qué elegimos lo que elegimos? —dijo él mientras se inclinaba para abrirme la lata de Coca-Cola—. Tal vez porque la vida allí parecía algo más real que lo que había cuando regresabas a este mundo. —Esbozó una sonrisa amable—. ¿Estás bien? ¿Quieres algo?
    Sonaba «Tubular Bells», pero yo no me había percatado de cuándo habían cambiado la música. Mike decía algo que sonaba como: «Toca Campamento de Fuerzas Especiales». No tenía muy claro que me gustara la música, a pesar de que la había oído numerosas veces antes. «La batalla de la Drang.» La mano izquierda de Mike me daba un masaje en el cuello.
    —Beirut también debió de ser terrorífico. —Arrugas minúsculas aparecieron en su frente—. Sexo y muerte, muerte y sexo, o viceversa. —Me puso otro porro en los labios con la mano derecha y le di varias caladas—. Patrioteros rifles automáticos M-60.
    Empecé a ver la cabeza de Linda Blair rotando sobre sí misma y no pude reprimir la risa. Intenté disculparme ante Mike, pero no conseguía dejar de reír. ¿Cómo podía haber olvidado mi padre la muerte de Tulipán? Me dijo que lo sostuvo en brazos mientras sufría el infarto. Me pregunté si podría perdonárselo. El grabado de Nagel era feo. Me pregunté si alguien en el mundo tenía un original. Bebí un sorbo de Coca-Cola y me llevé un puñado de nachos a la boca. Uno de los cojines tenía un estampado geométrico que me mareaba. Intentaba discernir si se trataba de un estampado negro sobre un fondo blanco o viceversa. Dejé caer la cabeza hacia atrás, miré hacia el techo de color queso. Levanté la cabeza enseguida.
    —He pensado en Hendrix y me he acojonado —dije en voz alta. Estaba solo.
    «Tubular Bells» se repetía. En el cuenco de vidrio quedaban unos cuantos nachos. Empujé el cuenco hasta que se cayó de la mesa y se rompió.
    Melanie salió del dormitorio. Iba abrochándose la falda y cojeaba con un zapato puesto y el otro en la mano.
    —Es medianoche —dijo en tono animado—. Mejor será que no lleguemos muy tarde.
    Mike apareció detrás de ella vestido sólo con calzoncillos.
    Me levanté mientras Melanie se retocaba el pintalabios y se arreglaba el pelo frente al espejo.
    —Ha sido un placer conocerte —dijo Mike.
    Me fui sin contestar.
    Melanie condujo el Cadillac hasta el hotel. Bajé el espejo interior y me miré en él.
    —¿Estás bien? —preguntó ella.
    —Sí —mentí—. ¿Crees que tengo los dientes feos?
    —No, no son feos. Si te lo parecen, puedes arreglártelos, pero yo los encuentro monos..., incluso sexy.
    —No lo bastante sexy como para que te acuestes conmigo —dije, con la vista puesta al frente. Noté su vacilación—. No te preocupes —añadí—. Tampoco quiero acostarme contigo.
    —Ya lo sé —dijo ella, con voz tímida y firme—. No se me había ocurrido que quisieras.

    Mi hermana me hablaba en un susurro tranquilo sobre nada en concreto y al poco rato se le apagó la voz. Incluso dormida se la veía tensa, con el aliento entrecortado. Me incorporé despacio del suelo. Mis lumbares y tendones de corva protestaron con un gemido. Rodeé la cama hacia mi padre. Daba la impresión de que su cuerpo fuera sufriendo un proceso de implosión gradual, como si la piel macilenta fuera devorando sus entrañas poco a poco: su cuerpo acabaría desplomado sobre sí mismo en cuanto se hubiera terminado la comida.
    Yo tenía la esperanza de que, cuando me llegara la hora, todo sucediera de un modo súbito y rápido, como en el caso del tío Yihad. No como mi padre, y no como mi madre.
    Cogí la mano de mi padre y le acaricié el cabello seco, deseando con todas mis fuerzas imaginar un acto reflejo, una señal de que reaccionaba al contacto. Quería creer. Me agaché para darle un beso en la frente y mi camisa rozó el tubo ventilador. Sentí ganas de agarrar una barra de hierro y destrozar la máquina a golpes. La cólera patética de la impotencia.
    Seguí rezando para distinguir cualquier signo de movimiento en mi padre. Incliné la cabeza para que quedara en su línea de visión, con la esperanza de que mi rostro conocido y mal iluminado le supusiera algún consuelo.
    Una vez, cuando tenía ocho o nueve años, mis padres me llevaron a Londres en lo que era mi primera visita a aquella amenazadora ciudad. Mi madre había querido pasear por Hyde Parle. Mi padre, que nunca comprendió por qué la gente seguía caminando décadas después de que se hubiera inventado el automóvil, se ofreció a acompañarnos con la excusa de que no le apetecía quedarse solo en el hotel. Cruzamos las puertas giratorias del vestíbulo y nos vimos azotados por una inmensa ola de transeúntes. Mi madre volvió a entrar en el hotel al instante, pero mi padre se mantuvo allí, fascinado. Me cogió de la mano y observó cómo un mar de piel pálida le rodeaba. Por un momento pareció desorientado, y luego sonrió y dio los buenos días, en libanés, a un hombre con traje que pasaba. El hombre sonrió y le contestó, también en libanés. Inclinó la cabeza hacia delante y la palma de su mano se posó en su corazón en un gesto exagerado. Me saludó con un asentimiento de cabeza y siguió su camino. Aquel rostro libanés, desconocido y a la vez familiar, había amarrado a mi padre. Contento de nuevo, entramos otra vez juntos en el hotel.

    El tío Yihad no contestó cuando llamé a la puerta del cuarto de baño. Di la vuelta para ir hacia su habitación, aún aturdido y recién levantado. No estaba allí. Golpeé su puerta del baño y luego probé a abrirla. No estaba cerrada con pestillo. El tío Yihad estaba sentado en el inodoro, con los pantalones del pijama en los tobillos, la cabeza gacha y los ojos fijos en un punto de la moqueta. El baño olía a mierda. Reprimí las ganas de gritar. Corrí hacia él, y le sacudí por el hombro. Su piel estaba fría al tacto. Retrocedí. Me agaché para verle la cara. Sus ojos estaban inertes. Le busqué el pulso en la muñeca. No había. Rompí a llorar en silencio. Temblando, salí del cuarto de baño hacia el pasillo anaranjado y me agarré a la baranda metálica para sostenerme en pie. Mi padre estaba sentado abajo, tomando café y leyendo el periódico. Tenía enfrente a Melanie, ya vestida y maquillada.
    —Papá —dije con voz distorsionada—. El tío Yihad está muerto en el cuarto de baño.
    Levantó la vista con aire de incredulidad. Vi cómo se le alteraba el semblante poco a poco; sus ojos se volvieron más blancos, se le desencajó la mandíbula. Subió corriendo la escalera seguido de Melanie. Los dejé pasar. Oí sollozar a mi padre. Nunca lo había visto llorar, nunca lo había visto tan destrozado. Se arrodilló en el suelo y meció al tío Yihad en sus brazos. Yo no entendía ni una palabra de lo que decía mi padre. Me quedé en la puerta, en estado de shock. Mi padre no paraba. Lloraba, y el sonido reverberaba en el cuarto de baño. Entre sollozos, mi padre besó la calva del tío Yihad. Melanie, con las mejillas llenas de lágrimas, intentaba en vano calmarlo. Yo ya no reconocía al hombre que tenía delante. Llamé a mi madre.
    —Escucha —dijo ésta—. Pásame a tu padre. Luego vete a su cuarto y busca en su bolsa de viaje. Dentro encontrarás una caja de pastillas. Coge un Valium y dáselo. ¿Me has entendido?
    En el cuarto de baño Melanie abrazaba a mi padre, que a su vez abrazaba al tío Yihad. Acerqué el teléfono del baño a mi padre y observé cómo sus rasgos empezaban a sosegarse. Bajé corriendo y volví con el tranquilizante. Mi padre asentía a las instrucciones de mi madre. Me pasó el aparato. Mi madre me dijo que lo acostara, que ella volvería a llamar en diez minutos, cuando hubiera hablado con la dirección del hotel.
    Melanie y yo ayudamos a mi padre a descender la escalera, sus brazos apoyados en nuestros hombros. Lo metí en la cama y lo tapé con la colcha. Melanie corrió las cortinas y dejó la habitación a oscuras. Le acaricié la cabeza, como tantas veces había visto hacer a mi madre. Se durmió enseguida.
    Volví a comprobar el estado del tío Yihad. No quería que nadie le viera desnudo, con los pantalones del pijama bajados. Cuando entré en el cuarto de baño me tapé la nariz y tiré de la cadena.
    —¿Quieres que lo llevemos a la cama? —preguntó Melanie.
    Asentí. Le estaba subiendo el pantalón cuando me percaté de que tenía el culo sucio. Se lo limpié con una toalla húmeda. Sentí náuseas de nuevo.
    Intenté levantar al tío Yihad por los hombros mientras Melanie hacía lo mismo por los pies, pero pesaba demasiado. Terminamos arrastrándolo despacio. La moqueta se empeñaba en bajarle los pantalones, exponiendo sus genitales a la luz. Cuando por fin lo colocamos en la cama yo sudaba a mares. Lo tapé con el edredón y le cerré los ojos. Su piel ya tenía un tacto áspero.

    El tío Yihad solía contarme una historia iraquí que trataba de a qué muertos había que llorar.
    Al parecer el gran califa Haroun al-Rashid viajaba entre su gente cuando se topó con una mujer sollozante. Le preguntó entonces cuál era la causa de tan amargo dolor y ella le contó que lloraba la muerte de su amado hijo que acababa de fallecer. Él le preguntó qué hacía su hijo cuando vivía. La mujer le dijo que su buen hijo trabajaba para mantenerla, porque eran pobres. Ahora ya no tenía a nadie que cuidara de ella, nadie que le diera de comer.
    —No llores más —dijo el califa—. Te regalaré una mula de carga. Trabajará para ti y te ayudará a sobrevivir. Ya no echarás de menos a tu hijo. Vivirás con la misma comodidad que antes.
    Haroun al-Rashid prosiguió su camino y se encontró con otra mujer que lloraba frente a la tumba de su hijo. El califa le hizo la misma pregunta:
    —¿A qué se dedicaba tu hijo cuando estaba vivo?
    —¿Mi hijo? Solía dar fiestas para nobles y hombres de buena reputación. Les servía los ágapes más deliciosos, los entretenía con las melodías más dulces y regalaba sus oídos con las mejores historias. Terminado el banquete los acompañaba a caballo, haciéndoles compañía hasta que perdían de vista su tienda.
    —Llora pues, madre de tan especial hijo —dijo el califa—. No contengas las lágrimas, ya que nadie, y menos aún yo, puede consolarte ni compensar una pérdida de tal magnitud.
    Y Haroun al-Rashid se unió a su llanto.


    Me senté en la cama, deshecho en lágrimas, y acaricié la cabeza del tío Yihad. Llamó mi madre. En el mismo momento en que me decía que alguien del hotel vendría a la habitación oí que llamaban a la puerta. Mi madre se había puesto en contacto con Air France y había reservado un billete con destino a Beirut para mi padre. Melanie condujo a tres hombres trajeados hasta el cuarto del tío Yihad.
    —Lo único que te pido es que subas a tu padre en ese avión esta tarde —dijo mi madre—. Eso es todo. No te preocupes de nada más. Una vez haya embarcado, la gente de Air France se asegurará de que llegue hasta aquí, pero necesito que lo subas al avión. Cuando el médico y el forense hayan hecho su trabajo, el hotel repatriará al tío Yihad a Beirut. Ocúpate de tu padre. Puedes quedarte en la habitación hasta que te traslades a la residencia de la universidad. Ya está arreglado.
    —Lo subiré al avión —prometí.
    Vi que entraban más hombres en el cuarto del tío Yihad.

    Los amortiguados pasos sonaban raros, más silenciosos que las suelas de goma de las enfermeras. Fátima asomó la cabeza por el umbral de la puerta y atisbo hacia el interior de la habitación. Su melena suelta le enmarcaba la cara. Sonrió y entró de puntillas, con dos almohadas y una manta en un brazo y los zapatos de tacón alto en la otra.
    —¿Cómo has entrado? —susurré.
    —¿Qué quieres decir? Me limité a entrar. Te esperé en casa y al final me dije, a la mierda: no pienso dejar que duermas en el suelo.
    —Pero no deberíamos estar aquí. No podemos meter una cama ni nada parecido.
    —Entonces deberías haber vuelto a casa. Y Lina también —susurró ella.
    Dejó los zapatos y la ropa de cama junto a la butaca, donde mi hermana roncaba suavemente.
    Fátima desapareció hacia el pasillo y volvió con una camilla.
    —Si la usamos de mesa para comer también podemos dormir en ella. Desde luego no pienso dormir en el suelo. —Fátima cogió las almohadas, las ahuecó y se tumbó en la camilla—. Ven aquí.
    Me subí a la camilla y me tendí a su lado. Me rodeó con los brazos y me rozó el cuello.
    —Tu collar se me está clavando en la espalda —expresé en voz baja.
    Ella le dio un giro de ciento ochenta grados.
    —¿Mejor así?
    —Llevar puesto un collar de esmeraldas para venir aquí es absurdo.
    —Ya lo sé, pero es el collar que más le gusta a tu padre de todos los que tengo. Siempre me elogiaba por él. Pensé que tal vez, ya sabes, si...

    Doblé la ropa del tío Yihad y la guardé en su maleta. Repasé la habitación centímetro a centímetro y peiné cada rincón para asegurarme de no dejarme nada.
    Melanie y yo hicimos la maleta de mi padre mientras él estaba sentado, cataléptico, en un rincón. Me arrodillé ante él y le cogí la mano. Tardó un rato en mirarme.
    —Debo vestirte —le dije—. Te vas a casa.
    Me aseguré de ponerle una camisa de algodón fino. Dudé entre darle sus zapatos de hebilla favoritos o los mocasines, que resultarían más fáciles de quitar durante el vuelo. Opté por los de hebilla, ya que la apariencia era algo fundamental para mi padre. Llevaba puesta su mejor corbata, con doble nudo.
    —Ya sabes cómo localizarme —dijo Melanie—. Sólo tienes que llamar a Mike. Siempre sabe dónde encontrarme. Si alguna vez necesitas algo... —Su voz se apagó.
    Llevé a mi padre hasta el aeropuerto en la limusina del hotel. Esperé hasta que llegó una representante de Air France para acompañarlo. Cuando ella intentó pasarlo por el detector de metales él se negó a soltarse de mi mano.
    —Quiero acompañarlo —dije—. Hasta que suba al avión.
    Cuando vino la azafata para escoltarle hasta su asiento, me levanté y lo abracé. Él osciló ligeramente sobre sus talones, pero mantuvo los brazos caídos. Contemplé cómo el Jumbo se elevaba en el aire, llevándose consigo a mi padre.
    * * *
    Fui al Guitar Center de Sunset antes de regresar a la suite del Beverly Wiltshire. Con la American Express me compré una Gibson J2.00, la guitarra más cara que pude encontrar, el mismo modelo que usaba Elvis.

    Capítulo 11
    Fátima sudaba y los loros graznaban. Una criada vertía agua caliente de un aguamanil a una jofaina de porcelana. La mujer se concentró en el vapor que emanaba del cuenco y se fundía con el diseño en arabescos turquesas del aguamanil.
    —Cuac —gritó Ismael.
    —Basta —suplicó Fátima, agarrándose a las sábanas húmedas—. Callaos o marchaos.
    —Respira —dijo Elías—. Concéntrate en la respiración.
    —Me duele mucho.
    Elías empezó a emitir fuertes jadeos que seguían una cadencia militar.
    El resto de loros le imitó enseguida.
    —Inhala —dijo Job—. Exhala.
    Y la respiración de Fátima se ajustó a la del loro Job.
    Ella volvió a gritar.
    —Me duele la espalda.
    —Date la vuelta —dijo Isaac—. Te aliviaré la presión.
    Frenética y despeinada, la ayudante de la comadrona entró a trompicones en la estancia. Se paró ante la visión de Fátima a cuatro patas, con tres loros que caminaban por la parte baja de su espalda y otros cinco que respiraban al unísono.
    —Mi señora pregunta si puedes retrasarlo un poco —dijo la ayudante—. El hijo del emir está a punto de nacer y el parto se presenta complicado. Mi señora no puede venir ahora.
    A pesar del dolor y de la incomodidad, Fátima tuvo ganas de reírse.
    —¿Retrasarlo? ¿Acaso el día puede retrasar la llegada de la noche? Dile a tu señora que no hace falta que se preocupe por mí.
    La ayudante salió corriendo. Los loros contemplaron angustiados a Fátima. Ésta miró de reojo a la criada, que seguía allí, y le dijo:
    —Márchate. No te necesitamos.
    El rostro de Fátima se contrajo por el dolor.
    —¿No sería mejor que volvieras a nuestro mundo? —preguntó Adán—. Este palacio de fornicadores no es un buen lugar para dar a luz.
    La ayudante reapareció en el cuarto.
    —Mi señora me ha dicho que me ocupe de tu parto.
    —No, imbécil —gritó Fátima—. Soy yo quien se va a ocupar de parir a mi hijo.

    Los dos llantos resonaron a la vez. La comadrona cortó el cordón del hijo del emir en el mismo instante en que su ayudante hacía lo propio en la estancia contigua.
    —Es un varón —anunció la ayudante de la comadrona.
    —Lo sé —replicó Fátima.
    —Es un varón —anunció la comadrona.
    —Es oscuro —dijo el emir.
    —Seguramente la piel se le aclarará en cuanto lo lavemos.
    La comadrona puso al bebé en brazos de una criada, que lo llevó a la ayudante para que lo bañara.
    La criada y la ayudante abrieron las puertas al mismo tiempo, cada una con su sollozante hatillo en los brazos. Cruzaron el pasillo para dirigirse a los baños. Los bebés se calmaron en cuanto estuvieron uno al lado del otro. La ayudante los lavó con un poco de jabón y agua, y les frotó el cuerpo con aceite de oliva y lavanda. Fue a por las toallas para envolverlos y se paró a medio camino, atónita ante la visión de ambos bebés. Llevaba dos años trabajando como ayudante de la comadrona y había visto nacer a muchos niños, pero no recordaba haber tenido ante los ojos nunca nada como aquel par de bebés. Uno poseía una belleza sin igual: su cabello era del color del fuego amarillo, de los campos de trigo bañados por el sol; tenía una piel blanca como el calcio y unos rasgos diminutos y perfectos. El otro no podía ser más feo: su cabello era del color del hollín y su piel era aún más oscura; tenía las orejas grandes, la nariz grande, la boca grande, los ojos saltones... Era un horrendo ejemplar humano.
    La ayudante envolvió a ambos niños, entregó al más pálido a la criada y salió con el oscuro en brazos.
    —Aquí está tu hijo —dijo la ayudante—. Se le ve muy sano.
    —Éste no es tu hijo —dijo Ismael.
    —Sí que lo es —replicó Fátima—. Ambos niños lo son.
    Y besó al bebé en la frente.

    Al emir se le iluminó el semblante cuando vio a su pálido heredero. Su esposa extendió ambos brazos para coger al bebé.
    —Es tan bello, esposo mío. El niño más perfecto.
    —Sí, y todo es gracias a mí. Mi mágico relato de Baybars ha funcionado y me encantará regalar sus oídos con el resto de la historia.
    El emir se inclinó hacia su esposa y su hijo.
    —No cabe duda de que es un hijo digno —dijo él—. Brillante como la luz del día, glorioso como el sol, en cuyo honor le impondré su nombre. Bienvenido al mundo que pronto será tuyo, Shams.
    En la otra habitación el diablillo Ismael sostenía en brazos al bebé.
    —¿Cómo te llamarás?
    Besó al niño y se lo pasó a Isaac, quien dijo:
    —Bienvenido, señor.
    Y también le dio otro beso.
    —En la oscuridad y en la luz —dijo Ezra.
    —En la devoción y la veleidad —dijo Jacob.
    —En las tinieblas y la claridad —dijo Job.
    —En el sol y en la lluvia —dijo Noé.
    —En la melancolía y en la pasión —dijo Elías.
    —En la abundancia y la escasez —dijo Adán—. Te seguiremos y estaremos a tu lado.
    —Somos una familia —dijo Isaac.
    Y Fátima susurró al oído de su niño:
    —Hermoso como un ónix, oscuro como la noche más negra, en su honor te impondré su nombre. Bienvenido al que siempre ha sido tu mundo, Layl.
    —Levántate, hijo —dijo Ismael—, y saluda a los tuyos. Y Layl abrió los ojos al mismo que tiempo que, en la alcoba, del emir, Shams abría los suyos.

    El juez del rey, Arbusto, envió una carta a Jodr al-Bohairi, en Giza.
    «Mi querido amigo, deseo informarte de la aparición de un favorito del rey, un detestable esclavo que se mueve bajo el condenado nombre de Baybars, a quien el rey ha confiado poder y honores. Te pido, hijo mío, que me ayudes a desembarazarme del usurpador y a liberar al pueblo del gobierno de este esclavo. Envía a tus árabes a que causen problemas, a que asalten a la gente de Giza, a que roben a los viajeros y causen estragos en tu zona. Siguiendo mi consejo, el rey enviará al esclavo a que controle la situación y podrás matarle en cuanto llegue. Como recompensa, te recomendaré para ocupar el cargo de alcalde de Giza.»
    Después de leer la misiva, ante los ojos de Jodr al-Bohairi se apareció un brillante futuro.
    Aquella noche él y sus hombres tendieron una emboscada al alcalde de Giza y lo mataron. En menos de dos semanas llegaban hasta el rey noticias del caos y la inseguridad que reinaban en Giza: un alcalde asesinado, soldados muertos, recaudadores de impuestos atracados, mercaderes robados.
    —El único hombre capaz de purificar Giza y exorcizar su mal es el hombre que purificó El Cairo. Su alcalde, el príncipe Baybars —sentenció Arbusto.

    El juez supremo de Giza gritó:
    —Ayudadme, príncipe Baybars. Jodr al-Bohairi ha secuestrado a mi virginal hija con la intención de venderla. En Giza no tenemos héroes que puedan enfrentarse a él, si no sois vos. Nadie ha podido dar con el criminal ni con su guarida.
    —No puedo rescatarla ni matar a Jodr al-Bohairi si no sé dónde se encuentran —replicó Baybars.
    —¡Ah, mi pobre hija! —sollozó el juez supremo—. ¡Si no te encontramos esta noche tu vida no valdrá nada!
    —Daremos con ella esta misma noche —dijo Othman.
    —Antes de que amanezca —añadió Harhash.

    Ésta es una historia oriunda de las tribus de beduinos de Arabia. Prestad atención:
    Hubo una vez un beduino sabio e importante que se llevó consigo a su hijo al mercado de camellos. Mientras el hombre regateaba con un comerciante el chico fue secuestrado. A pesar de que el beduino lo buscó por todas partes, no consiguió hallar a su hijo. Contrató a un voceador, que recorrió el mercado gritando: «Mi patrón pagará cien reales a quien devuelva sano y salvo a su hijo». En el corazón del secuestrador floreció la avaricia, aunque decidió esperar a que subiera la recompensa. Pero al día siguiente el voceador gritó: «Mi patrón pagará cincuenta reales a quien le devuelva a su hijo sano y salvo». El secuestrador se dijo que debía tratarse de un error. Al tercer día, la proclama decía: «Mi patrón pagará diez reales a quien le devuelva a su hijo sano y salvo». El secuestrador se apresuró a devolver al chico y a reclamar la recompensa. Preguntó al beduino a qué obedecía aquella drástica reducción de la recompensa y el padre le dijo: «El primer día mi hijo estaba asustado y rechazó tu comida. El segundo día comió algo de lo que le diste para mitigar su hambre. El tercer día es probable que él mismo pidiera la comida. El primer día mi hijo conservaba su honor y su orgullo, y en el segundo el hambre terminó con su honor. Llegado el tercer día, cuando rogó con humildad a su captor para que le diera de comer, su orgullo se había perdido y, por tanto, su valor también había mermado».

    Cuando la luna emergió en los cielos de Giza, Othman y Harhash habían registrado ya ocho casas, irrumpido en cinco tiendas y aliviado a un mercader de un buen puñado de monedas mientras regresaba a casa escoltado por una pareja de guardias incompetentes. Depositaron el botín en manos del juez y volvieron a poner manos a la obra. A medianoche habían asaltado tres comercios más, entre ellos una bodega, donde colgaron o del techo por los tobillos al propietario.
    —Esto es ridículo —dijo Othman—. Son unos inútiles.
    —Ellos son unos chapuceros —convino Harhash—. Y nosotros demasiado listos. Estoy perdiendo el interés.
    Y Othman dijo:
    —Las mujeres. Las mujeres nos van a dar más guerra.
    Asaltaron un burdel. Entraron por la ventana, eludiendo el bullicioso salón principal, y subieron por la escalera de atrás. Mujeres medio desnudas armadas con cimitarras y dagas los aguardaban en uno de los cuartos del piso de arriba.
    —La mayoría de los hombres entran por delante —dijo la cabecilla.
    —Pero eso no siempre resulta satisfactorio —repuso Othman—. Por fin somos prisioneros. Estamos totalmente indefensos a vuestra merced.
    —Las noticias de vuestras hazañas de esta noche os han precedido —dijo ella—. La verdad es que no esperaba que fuerais solo dos.
    —Somos ambidextros —dijo Harhash.
    —Y el doble de listos —dijo ella—. Aun así, debo representar el papel que me ha sido asignado en este drama y llevaros en presencia de Jodr al-Bohairi. Venid a vernos cuando hayáis terminado con ese idiota. Estoy segura de que podremos llegar a acuerdos muy beneficiosos para todos.

    Jodr andaba a grandes zancadas y hablaba con voz atronadora.
    —Debería cortaros la cabeza ahora mismo. ¿Cómo os atrevéis a entrar en mi ciudad sin permiso? ¿Qué os ha hecho pensar que podíais robarme?
    —Supusimos que nadie gobernaba la ciudad desde la muerte del alcalde —dijo Othman—. Acabamos de llegar de El Cairo, y de haber sabido que eras el jefe habríamos venido enseguida a presentarte nuestros respetos.
    —¿Sois de El Cairo? —preguntó Jodr al-Bohairi—. ¡Qué suerte! ¿Conocéis acaso a un esclavo que se hace llamar Baybars?
    —Por supuesto —manifestó Othman—. No es más que un muchacho. Le he robado la paga varias veces y a pesar de ello sigue confiando en mí. Si lo deseas puedo entregártelo en menos de una hora.
    —Qué coincidencia más afortunada —dijo Jodr al-Bohairi—. Traedme al chico.

    Othman y Harhash regresaron a la guarida acompañados de Baybars, los africanos y los uzbecos. El combate apenas duró unos minutos. Los guerreros mataron a cuarenta y tres bandidos, pero dejaron con vida a Jodr al-Bohairi durante un breve espacio de tiempo.
    —¿Dónde tienes retenida a la hija del juez supremo? —preguntó Baybars.
    El jefe de los bandoleros señaló hacia la puerta, y Harhash sacó a la chica, indemne.
    —Debes pagar por los malvados crímenes que has cometido —sentenció Baybars, y le cortó la cabeza al bandido.
    Al día siguiente Baybars puso a la joven en brazos de su padre y el juez devolvió todos los bienes robados a sus legítimos dueños. Y se celebraron tan heroicas gestas.

    Fátima había recuperado las fuerzas. Se levantó de la cama, cogió a su bebé y fue a ver al emir y a su esposa. Las doce hijas del emir se apartaron para que pudiera ver a su prístino hermano, un niño que no desentonaba con la célebre belleza de la familia.
    —Estás divina —dijo el emir a Fátima—, como si volvieras de los baños, como sí nunca hubieras estado encinta.
    Su esposa, fatigada, despeinada y dolorida, preguntó:
    —¿Cómo has perdido tanto peso en cuestión de horas? —Se sentía torpe por envidiar el aspecto de una inferior.
    —Nunca podremos agradecerte lo suficiente nuestra buena fortuna —dijo el emir—, y por ello justo es que recibas una fortuna parecida. Eres desde ahora una mujer libre. Deja que tu hijo se críe con el mío. Recibirá la misma educación y las mismas oportunidades. Y lo que es más importante, contaré a ambos la gran historia del rey Baybars.
    —Fátima, querida —dijo la esposa del emir—, muéstranos a tu hijo.
    Fátima mostró a su hijo. Un gemido de consternación escapó de los labios de todos los presentes.
    —Es tan..., oh... —dijo la esposa del emir—. Oscuro. Sí, oscuro. Qué color tan interesante. Deja que lo vea. Deja que lo ponga al lado del otro guerrero. ¿Cómo le has llamado?
    —Su nombre es Layl —dijo Fátima.
    La esposa del emir sostuvo a Shams recostado en su brazo derecho y a Layl en el izquierdo. Los dos niños se miraron.
    —Asegurémonos de que sean amigos para siempre.
    —Shams y Layl —dijo el emir—. Dos nombres gloriosos. ¡Qué chicos tan fuertes!

    La esposa del emir era incapaz de producir leche mientras que los pechos de Fátima se habían hinchado hasta un extremo ridículo.
    —Puedo alimentarlos a ambos —dijo Fátima. Los diablillos contemplaron la dulce escena. Shams mamaba del pecho derecho y Layl del izquierdo.
    Cuando los partidarios empezaron a desfilar por palacio, la esposa del emir intentó separar a su bebé de Layl, pero el principito rompía a llorar en cuanto perdía de vista el rostro oscuro de su compañero.
    —Vos me conocéis —dijo la esposa del emir a su marido—. No soy una mujer con prejuicios. No me importa que Shams tenga como compañero de juegos al hijo de una criada. Pero el niño es tan repulsivo... Reyes y emires, sultanes y señores hacen cola para presentar sus respetos a mi hijo. No puedo mostrarle a sus iguales en compañía de ese monstruo. Es superior a mí.
    —Oh, querida —replicó su marido—. Me encanta que seas tan sensible. No tengas miedo. Todo el mundo adivinará que el feo es el hijo de la esclava. Y a nuestro hijo le dará un poco de caché el hecho de tener un criado a una edad tan temprana. Esos niños se harán un bien mutuo.
    En una mañana gloriosa y despejada, en el gran salón de palacio, toda la realeza, todos los sabios, jueces y poetas, felicitaron al emir y a su esposa por la llegada del heredero. Ofrecieron regalos al recién nacido: oro y plata, espadas y lanzas, coronas y joyas, sándalo y almizcle, incienso y mirra. El bebé del emir no hizo el menor caso a quienes le agasajaban ni a sus regalos, ya que sólo tenía ojos para Layl.
    —Que Dios sea loado —dijeron los reyes—. Ha llegado nuestro señor.
    —¡Qué niño tan hermoso! —exclamaron las reinas—. ¡Y qué loros tan simpáticos y coloridos! ¿De dónde los habéis sacado?
    Por la noche los loros se transformaron en diablillos y arroparon a la familia —Fátima, Afreet-Yehanam, Shams y Layl —mientras los reyes, reinas, señores y bestias del inframundo venían a presentar sus respetos. El yinn de los siete círculos, los gondoleros de los ríos de la muerte, las sirenas, las arpías, y todos los demonios y diablos se postraron ante Layl. Del suelo surgió una columna de ébano; se elevó por los aires hasta convertirse en un yinn gigantesco que portaba dos cofres sobre sus anchos hombros. El yinn abrió el primero, el cofre de alcanfor, y mostró su interior al oscuro príncipe: venía lleno de oro, piedras preciosas y de incienso; del segundo salió la maravillosa esposa humana del yinn, resplandeciente como el sol, que se arrodilló y, de un bolso que colgaba entre sus cremosos senos, extrajo un anillo y lo dejó en la ropa de cuna del bebé. Ella habló en un susurro muy leve para que su marido no alcanzara a oírla:
    —Es uno de los quinientos setenta y dos anillos que poseo, pero es mi favorito porque perteneció a Shahzaman, el mejor de todos los amantes. No me olvides cuando crezcas.
    Afreet-Yehanam sostuvo a Layl en brazos para que todos le vieran y la multitud allí congregada exhaló un suspiro de adoración.
    —Qué niño tan bello —cantaron los diablillos.
    Escorpiones surgidos de todos los rincones cayeron sobre los bebés y los picaron una y otra vez, ante la hilaridad de los niños. Detrás de los escorpiones vinieron las serpientes y luego un enjambre de mosquitos que les sembró la piel de picaduras. Al final, Fátima sostuvo a un niño en cada brazo y el silencio se apoderó de los habitantes del inframundo. Los ocho diablillos estaban radiantes.
    —Creo que estos niños tienen hambre —dijo Fátima—. Gracias por vuestros regalos.
    Como si la oyera, Layl se pellizcó los labios y Shams le imitó. Layl abrió la boca sin dientes y bostezó. Cuando abría la boca, ésta era tan grande que casi le invadía toda la cara. Fue abriéndola más aún, y emitió un maullido que creció de volumen hasta convertirse en un aullido intenso y creciente, inimitable para cualquier humano. Shams se unió a él, en el mismo tono y la misma intensidad. Fátima miró a su alrededor. Isaac e Ismael habían comenzado a aullar, al igual que Noé, Job y Adán. Afreet-Yehanam gruñía con más potencia si cabe. Todos los diablos, todos los demonios aullaron en una sola voz y se pararon al mismo tiempo. Silencio.
    Layl y Shams dormían.
    —Ha llegado nuestro señor —gritaron los demonios—. Aquí empieza nuestra historia.

    Harhash se acercó a Baybars y le dijo:
    —Príncipe mío, ya sabes que no poseo familia que hable en mi nombre. He dedicado la vida a tu servicio y te considero mi hermano. Deseo casarme con la hija del juez supremo. Es una belleza y su virginidad se ha mantenido intacta. Me sentiría muy honrado si hablaras con su padre y le comunicaras mis intenciones.
    Baybars accedió. Se reunió con el juez supremo y pidió la mano de su hija para su amigo.
    —Será un honor —dijo el juez supremo.
    Y el asunto quedó acordado. La comitiva regresó a El Cairo; un exultante Harhash cabalgaba con su encantadora y flamante esposa. Othman sintió celos.
    —También yo quiero casarme con una virgen —confesó a Baybars—. También yo deseo ser feliz.
    —Y yo quiero que lo seas —repuso Baybars—. Haz que tu madre te busque una esposa. Ella es tu familia.
    Cuando llegaron a El Cairo, Othman pidió a su madre que le encontrara una esposa y ésta accedió. Se puso la túnica y se dirigió al maqâm de la Virgen de Zainab. Entró en la capilla, se arrodilló y suplicó a la Virgen que la guiara a la hora de seleccionar a la novia perfecta para su hijo pródigo. Al abrir los ojos vio que, no muy lejos, había arrodillada una joven de exquisita belleza. La madre de Othman se frotó los ojos, ya que al principio pensó que aquella devota que estaba de rodillas era una aparición de la propia Virgen, pero no era así. La chica rezaba; su entrega confería a su rostro un aspecto angelical.
    —¿Cómo te llamas, hija mía? —preguntó la madre de Othman. La joven le respondió que se llamaba Layla—. La noche, en cuyo honor llevas su nombre, debe esforzarse por competir con tu belleza. Dime a qué familia perteneces, te lo ruego, ya que deseo pedir tu mano para mi hijo.
    —No tengo más familia que mi hermano —explicó Layla—, y él es el juez supremo de Giza.
    Othman corrió a ver a Baybars.
    —Mi madre me ha encontrado una esposa. No es otra que la hermana del juez supremo. ¿Hablarás por favor en mi nombre como hiciste en el de Harhash?
    Baybars accedió de todo corazón y escribió una carta al juez supremo en la que le comunicaba la feliz noticia y le pedía la mano de su hermana para Othman. La respuesta del juez supremo decía así: «No puedo negaros deseo alguno, señor. Aceptaré gustoso la petición de mano de vuestro amigo. Sin embargo no sé nada de mi hermana menor desde hace años. ¿Estáis seguro de que es digna de un hombre tan honorable? ¿No preferiría él contraer matrimonio con una mujer más entregada a nuestra fe?».
    Baybars leyó la misiva a Othman.
    —¿Más entregada? —gritó éste, furioso—. Mi futura esposa estaba rezando en el sepulcro de la Virgen de Zainab. La Virgen la escogió para mí. Mi esposa es una mujer de fe, devota. Escríbele y díselo.
    La siguiente carta del juez supremo contenía sólo dos palabras:
    «¿Mi hermana?»

    La boda de Othman duró tres días, y a ella asistieron el rey Salen y toda la corte. Baybars organizó un banquete que eclipsaba cualquier otro en honor de su amigo, e incluso los africanos y los uzbecos lo celebraron y felicitaron a su compañero de fatigas. Por fin, cuando llegó la noche de bodas, la pareja se despidió de la bulliciosa fiesta y se retiró a sus aposentos.
    —Muéstrate ante mí. —Othman había hincado la rodilla en el suelo, ante su esposa—. Revela tu belleza, vida mía.
    Layla se quitó el velo nupcial y el embelesado Othman lloró de emoción.
    —Aunque dedicara a la oración todos los segundos que me quedan de vida no podría demostrar toda la gratitud que me embarga. Ni mi vida sería suficiente ofrenda. Eres el ser más hermoso que he tenido ocasión de contemplar a lo largo de mi miserable vida. Debo postrarme con humildad ante tus encantos.
    —Y tú, marido mío, posees el don de la elocuencia —dijo Layla—. Ven.
    Le atrajo hacia sí y le besó con una pasión que le sorprendió. Lo desnudó mientras él se esforzaba por deshacer los nudos de su atavío. Lo acostó en la cama, con la cabeza sobre la almohada, y siguió besándole. Él intentó despojarla de la túnica.
    —Relájate —susurró ella desde arriba. No tardó en descender sobre él. El grito de éxtasis de Othman se mezcló con las risas que llegaban del banquete—. Eres mi marido —dijo ella—. Mío.
    Y le acarició y pellizcó en lugares que él ni siquiera sabía que existían. Sus gritos expresaban ahora gozo y dolor a la vez.
    —Espera —balbuceó él, pero ella no lo hizo—. No —gritó él, aunque sin decirlo en serio—. Pero... —farfulló Othman por fin—, ¡no eres virgen!
    El rostro de Layla se tiñó de sorpresa.
    —Nunca he presumido de serlo.
    —No —dijo él—. No. No puede ser. La Virgen de Zainab te escogió para mí.
    —¿Y qué?
    —Sólo los fieles rezan en el sepulcro.
    —No seas idiota —dijo ella—. Llevo toda la vida rezando. ¿Qué tiene que ver la virginidad con eso? ¿No te acuerdas de mí? —Ella se levantó la manga izquierda y le mostró la marca del hierro candente—. Creía que por esto te habías casado conmigo.
    —Oh, no —gimió él—. ¿Qué clase de paloma eras?
    —Lujuriosa —dijo ella, ofendida—. Por favor.
    —Mi vida está acabada. Seré el hazmerreír de todos los hombres de Egipto.
    —Lo que serás es la envidia de todos los hombres de Egipto.
    —Se daba por supuesto que mi esposa debía ser virgen.
    —También se daba por supuesto que tú no lo eras.
    —No se lo digas a nadie —susurró él.
    —Eres mi marido —dijo ella—. Tu deshonra es mi deshonra, y viceversa. Nunca te traicionaré ni tú me traicionarás a mí. Compartimos el mismo honor.
    Othman se tapó los ojos.
    —Esto es un castigo por todas las fechorías que he cometido.
    —¿Un castigo? —preguntó Layla, asombrada—. ¿Consideras que tenerme como esposa es un castigo? Sigue pensándolo y te enseñaré lo que es un castigo de verdad. Si se te vuelve a ocurrir que no soy tu compañera ideal, aunque sólo sea por un instante, convertiré tu vida en una pesadilla. Creerás que te hallas en el séptimo círculo del infierno, casado con Afreet-Yehanam. ¡Un castigo! Soy Layla, tu esposa ideal, tu amor perfecto. Ensaya esas palabras durante cada segundo de tu vida. La Virgen de Zainab te ofreció a mí. Ella nunca se equivoca. Eres el hombre perfecto para mí.
    —Pero tú no eres lo que yo había pedido —protestó Othman.
    —¿Lo que habías pedido? ¿Se te ha pasado por la cabeza que la Virgen respondía a mis plegarias y no a las tuyas? Yo no pedí un marido. Recé para que se me concediera un compañero, un amigo, alguien con quien compartir la alegría. Había abandonado mi profesión y estaba aburrida. Pedí a la Virgen de Zainab que me mostrara a un amigo capaz de hacerme reír, de contarme historias, de proporcionarme una vida de aventuras. Y ella apareció ante mis ojos y me dijo: «Escúchame, hija mía. Me has servido bien y me has proporcionado felicidad. Te recompensaré con un marido ideal. Él sirve a Dios desde antes de dedicarme sus votos. Es un truhán que ha conseguido llevar una sonrisa al rostro de Dios. Si tu futuro marido es capaz de quitarle el polvo al corazón del Señor, no me cabe duda de que logrará que el tuyo brille eternamente».
    —¿Eso dijo?
    —Tu madre se me acercó justo cuando la Virgen terminaba el discurso. Eres la respuesta a mis plegarias. Ignoro si yo soy la respuesta a las tuyas, pero te conviene creer que así es, porque mis plegarias exigen que me ames y me hagas feliz, y así será.
    En la cara de Othman fue formándose, despacio, una sonrisa, pero luego volvió a fruncir el ceño.
    —¿Cómo puedo enfrentarme a la mañana con unas sábanas limpias? —preguntó él.
    —¡Qué infantil eres! —manifestó ella, mientras cerraba los ojos y emitía un suspiro de exasperación—. Tienes mucho que aprender.
    Ella le cogió la mano izquierda. La besó, cogió su daga y la sostuvo ante él.
    —Quieren ver la sangre de una virgen, ¿no? Pues se lo concederemos.
    Él asintió, dándole su permiso. Ella le hizo un corte poco profundo en la muñeca. Le besó.
    —Sangra por mí, marido mío. —Volvió a besarle—. Te marco ahora igual que tú me marcaste.

    La esposa del emir estaba furiosa. Uno tras otro fue estampando contra la pared todos los objetos de vidrio de la estancia, mientras el emir intentaba apaciguarla.
    —Cálmate, querida —decía el emir—. No te estás comportando de una forma racional.
    —¿Racional? —chilló su esposa—. ¿Esperáis que sea racional en algo que concierne a mi hijo? Llamó mamá a esa mujer. Sus primeras palabras, y se las dirigió a ella en lugar de a mí. Mi hijo cree que esa criada es su madre. No lo toleraré.
    —No te agobies, querida. Es algo temporal. ¿Acaso crees que nuestro hijo, o cualquier otra persona, podría pensar que él, una criatura divina, desciende de una esclava? Lo que pasa es que ella pasa mucho tiempo con él. Ten paciencia. Él pronto empezará a entender cómo funciona el mundo y cuál es el sitio de los criados.
    —Ni sus hermanas pueden jugar con él. Se pone a bramar en cuanto una de ellas se le acerca. Prefiere jugar con esos malditos loros. ¡Voy a desplumar a esos bichos uno por uno!
    —Todavía no, querida. Has intentado ya separarlos, ¿y con qué resultado?
    —Fue a gatas hasta esa mujer y su hijo, y no paró de llorar a pleno pulmón hasta estar con ellos.
    —Y no hay quien retenga a ese diablillo —dijo el emir—. Mi hijo ha salido a mí: es fuerte y terco.
    —Envenenaré a esa zorra desgraciada y contemplaré cómo muere. Usaré un veneno que cause una muerte lenta y dolorosa... Veré cómo el sufrimiento se le escapa por los poros.
    —No, querida. Espera un año más, hasta que Shams sea más independiente. Luego envenénala.

    —¿Desplumarme? —chilló Job—. Le arrancaré los ojos.
    Shams gateaba detrás de Layl por la alfombra, con la cabeza casi pegada al trasero del otro.
    —Uno por uno —dijo Jacob—. Eso dijo: los desplumaré uno por uno.
    Fátima descansaba tendida en el diván, con la cabeza hundida entre tres blandos cojines rellenos de plumas de avestruz.
    —Atended, atended —dijo Ismael—. Ésa no fue la mejor parte de la pataleta.
    —Tiene intención de envenenar a Fátima —dijo Isaac.
    La carcajada de Fátima quedó sofocada por los cojines. Los ocho loros graznaron de risa. Job se rió tanto que se cayó del respaldo al suelo y se quedó con las patas en el aire y las plumas temblando de hilaridad. Aquella alegre algarabía sorprendió y divirtió a los gemelos. Miraron a su alrededor y se unieron al jolgorio.
    —Me libraré de ella —dijo Ezra—. La transportaré a otro dominio.
    —No hace falta —dijo Adán—. Un áspid visitará su agujero fornicador esta misma noche. ¿No habla de venenos? Pues eso tendrá.
    —No haréis nada de eso —ordenó Fátima—. Esa mujer es la madre de mi hijo.


    El rey Saleh estaba sentado en su trono, en el salón real, cuando llegó un mensajero que portaba una misiva del alcalde de Alepo al líder del mundo musulmán:
    «Salvadnos, majestad. El malvado rey Halawoon ha reclutado a un ejército que, en el momento de escribir estas líneas, asedia las murallas de nuestra ciudad a corta distancia. Halawoon y su ejército de adoradores del fuego debe ser destruido. Convocad a vuestros ejércitos y conseguid que la verdadera fe se alce victoriosa una vez más».
    Y Arbusto dijo:
    —Enviad al príncipe Baybars. Concededle un ejército formado por cincuenta esclavos. Con la ayuda de Dios, sus espadas vencerán a Halawoon en un periquete y volverán a El Cairo en un par de semanas.
    —¿Cincuenta esclavos? —preguntó el rey—. ¿Para combatir contra el ejército de Halawoon? ¿No es una locura?
    —Bueno, en ese caso doblad el número. Estoy seguro de que un guerrero del calibre de Baybars podría destruir a Halawoon sólo con echarle el aliento. Pongamos a prueba a los nuevos esclavos. Han sido bien adiestrados y no les costará mucho despachar a un puñado de soldados infieles.
    —Cierto. Pero ¿cuántos hombres forman ese puñado de infieles que lidera Halawoon?
    —La carta no lo dice. Pero sinceramente dudo que puedan ser más de unos cientos o ya habrían invadido Alepo. Nuestro ejército de esclavos los masacrará y podremos mantener nuestras fuerzas militares en Egipto.
    El rey meditó la propuesta y dijo:
    —Cien esclavos no serán suficientes. Concede doscientos hombres a nuestro príncipe Baybars.
    —Ciento cincuenta.
    —Trato hecho —dijo el rey—. Ciento cincuenta. El príncipe Baybars y su ejército de esclavos liberarán Alepo y volverán a nuestro lado.

    La esposa de Othman no cesaba de repetir:
    —¿Estás seguro? —Othman asintió de nuevo—. ¿El rey quiere enviar a ciento cincuenta hombres para enfrentarse a un ejército? ¿Se ha vuelto loco?
    —¿Quién sabe? —replicó Othman—. Cuando el príncipe Baybars le pidió más hombres, el rey adujo que no eran necesarios. El príncipe cree que podemos hacerlo. Estoy convocando a mi antigua banda, y lo mismo hace Harhash. Así conseguiremos unos setenta hombres más, aproximadamente.
    —Avisaré a las palomas —dijo Layla.
    —Ni hablar. Bastante me costará explicar a los hombres que mi desquiciada esposa quiere experimentar la aventura de la guerra. Sólo nos faltarían más mujeres.

    El día en que estaba previsto partir, Baybars, los uzbecos y los tres guerreros africanos realizaron una ronda de inspección a caballo de las tropas de esclavos. Harhash y Othman se hallaban al frente de sus respectivos hombres. Los ex bandoleros iban bien armados pero más que un ejército parecían un puñado de lunáticos harapientos. Los esclavos, en cambio, tenían un aspecto y un porte impecables. Baybars estaba satisfecho.
    Decidió dividir el liderazgo de los esclavos entre los africanos y los uzbecos, pero uno de los guerreros esclavos comentó:
    —Somos dos grupos de esclavos, señor, que llevan años entrenando por separado. Distribuir los hombres al azar tal vez no sea una buena idea.
    El príncipe Baybars contempló al guerrero esclavo del rey y dijo:
    —Nuestros caminos vuelven a encontrarse, amigo.
    —Sí, mi señor —contestó Aydmur—. Nuestros destinos se cruzan una vez más. Éste es el grupo con el que me he adiestrado. Está formado por veinticinco circasianos, veinticinco georgianos y veinticinco azeríes. Nos trajeron aquí para convertirnos en la guardia del rey, pero se han olvidado de nosotros.
    —Querido Aydmur, yo no te he olvidado nunca, ni a ti ni a la amabilidad que demostraste conmigo en los baños de Bursa. Sin tu ayuda tal vez seguiría siendo el esclavo de aquel persa. En cierto momento yo debí de formar parte de tu grupo.
    —Mi señor, en nuestros corazones siempre seréis uno de los nuestros.
    —¿Te consideras preparado para dirigir ambos grupos?
    —Sería un honor para mí, señor —replicó Aydmur el azerí.
    —Esto es una señal de buena suerte —proclamó el príncipe Baybars—. Aydmur, hermano, te pido que líderes el ejército de esclavos. Partamos.
    —¿Quién es este hombre? —susurró Othman al oído de Harhash—. Me parece arrogante y pomposo.
    —Pregúntale a tu mujer —dijo Harhash, reprimiendo las ganas de reír—. Conoce a todo el mundo.
    Othman arremetió contra Harhash. Layla no pudo evitar una sonrisa.

    El día de su segundo cumpleaños Fátima condujo a los gloriosos gemelos hasta el salón principal. La realeza de esas tierras se maravilló ante la exquisita belleza de Shams y se asombró al ver a los coloridos loros que volaban a su alrededor. La esposa del emir agarró a Shams y lo llevó al centro de la sala.
    —Observad a mi hijo.
    Los notables se alinearon para presentarle sus respetos. Uno por uno fueron haciendo una reverencia ante el heredero del emir y besaron su mano. Y el día de su segundo cumpleaños Shams realizó su primer milagro. Shams se sintió intrigado por el turbante de la séptima persona que aguardaba su turno, un príncipe llegado de tierras remotas. Cuando el hombre se postró ante él, Shams le quitó el turbante. Avergonzado, el príncipe intentó cubrirse la calva cabeza, pero Shams se mostró aún más intrigado por el cráneo. El niño lo tocó y el príncipe retrocedió de un salto a causa del dolor. La esposa del emir empezó a disculparse, aunque de repente el príncipe dejó de escucharla. Se palpó la cabeza, y allí estaba. El salón en pleno vio cómo una mata de pelo crecía en el cráneo de aquel príncipe que había llegado calvo.
    Otro hombre se apresuró a colocarse el primero de la fila y se señaló su calva.
    —Tocadme —gritó—. Tocadme.
    Otro calvo lo imitó, y pronto fueron tres o cuatro. La cola se había deshecho. Una mujer se abrió paso gritando: «¿Puede curar los granos?». Otra sostenía a su hijo delante y chillaba: «¡Tiene labio leporino!».
    La esposa del emir intentó retroceder pero no tenía escapatoria. La masa de notables la rodeaba por todas partes. Shams rompió a llorar.
    —A todos os llegará el turno —suplicó la esposa del emir.
    —No.
    Fátima alzó la mano y el loro verde, Job, voló por encima del grupo. Alzó la mano por segunda vez, para evitar que el hermano de Job, Adán, se uniera a él. De repente los miembros de la realeza allí congregados empezaron a rascarse la piel con todas sus fuerzas. Los mosquitos se estaban dando un banquete de sangre azul. Elías descendió del techo y se llevó a Shams. En cuanto éste se reunió con Layl, en brazos de Fátima, los mosquitos se esfumaron.
    —No tengáis miedo —dijo la esposa del emir, mientras se rascaba los brazos—. Quedaos, por favor. Ya se han ido los mosquitos y quemaremos salvia para asegurarnos de que no vuelven. No os vayáis. Mi hijo os curará a todos. Hará grandes milagros. Él es el elegido. Y yo soy su madre.
    —Creo que ya hemos tenido bastantes emociones por un día.
    Y, después de decir estas palabras, Fátima se llevó del salón a sus hijos y a sus loros.

    Al-Awwar relinchó, se encabritó y aceleró el trote.
    —Sí —dijo Baybars a su caballo—. Nos acercamos a casa.
    Cuando el comandante Issa, el gobernador de Damasco, se enteró de la proximidad del ejército de esclavos, se vio obligado a reunir a sus tropas a la salida de la ciudad para saludar al nuevo líder del ejército real: el príncipe Baybars. Issa le presentó sus respetos como correspondía, pero en su corazón ardían las llamas del odio y de la envidia.
    —¿Cuándo se espera la llegada del resto de las tropas? —preguntó el comandante.
    Baybars respondió que no estaba previsto que acudieran más. La alegría se abrió un hueco en el corazón del comandante.
    —Estoy muy impresionado. El rey debe de consideraros un gran guerrero, príncipe Baybars, si os ha asignado sólo unos cuantos soldados para combatir a los miles de hombres que componen las filas de Halawoon.
    —Quizá, comandante, seréis tan generoso como para prestarnos la ayuda de vuestras tropas para derrotar a esos adoradores del fuego —dijo el príncipe Baybars.
    El comandante Issa afirmó que nada le complacería más que satisfacer la petición del príncipe, pero que necesitaba a sus hombres para proteger la ciudad.
    Sitt Latifah aguardaba la llegada de su querido hijo a las puertas de la ciudad. En cuanto sus ojos distinguieron al príncipe montado en su caballo de guerra, corrió a su encuentro. Baybars bajó del caballo, se arrodilló ante su madre y le besó la mano, en la que vio dos diminutas manchas atribuibles a la edad que no estaban allí cuando la besó por última vez. Ella le dio un beso en el pelo.
    —Mirad —proclamó ella a los moradores de la ciudad—, éste es mi glorioso hijo, el gran guerrero Baybars. Mi hijo vuelve a casa al frente de un ejército, tal y como predije en sueños. Radiante como el sol.
    Aquella noche Sitt Latifah ofreció un banquete a los hombres de Baybars.
    —Hijo mío —dijo ella—, en mis sueños liderabas un ejército poderoso y vencías a Halawoon, el enemigo de Dios. Así está escrito. No pongo en duda la valía y el coraje de tus soldados, pero esperaba ver a un mayor número de hombres bajo tus órdenes.
    El príncipe Baybars le explicó que el rey había considerado innecesario destinar más tropas a esa misión.
    —Nada más lejos de mi intención que discrepar con los reyes —dijo Sitt Latifah—, pero me niego a enviar a mi hijo al frente falto de recursos. Convocaré a los arqueros. Vendrán de todos los rincones para satisfacer las deudas contraídas con nuestra familia. Dispondrás de un millar de los más expertos tiradores con arco.
    Othman y Harhash se disculparon y abandonaron el banquete. Besaron la mano de Sitt Latifah y dijeron:
    —Perdonad nuestra grosería, pero la luna ya brilla en el cielo. Es nuestra hora.
    Al día siguiente Othman y Harhash se presentaron en compañía de cien individuos con pinta de facinerosos.
    —Estos hombres lucharán por vos, señor —anunció Othman a Baybars.
    Éste preguntó si aquellos hombres se habían arrepentido de sus pecados.
    —Desde luego, de todos sin excepción —respondió Othman—, Accedieron a arrepentirse si yo les ofrecía un milagro. Ayer les mostré el camino que llevaba a los cofres secretos de Issa. Eso les causó una gran impresión, y esta mañana se han arrepentido de todo corazón.
    —Dios sea loado —dijeron los cien al unísono, mientras daban golpecitos a las bolsas llenas de oro que llevaban prendidas de sus cintos.
    —Así crece nuestro ejército —dijo Baybars.
    Mil arqueros a caballo llegaron para unirse al batallón de esclavos. Sitt Latifah los recibió con estas palabras:
    —Sois hombres de honor. Él es mi hijo. Seguidle y yo continuaré proporcionando a vuestros hijos los mejores arcos, generación tras generación. Os estamos muy agradecidos.
    Baybars se despidió de Sitt Latifah y el ejército de esclavos dejó la ciudad. Apenas habían recorrido una legua cuando se percataron de una nube de polvo que se formaba a sus espaldas. Una tropa de mil hombres, procedentes de Damasco, intentaba alcanzarlos. Su líder cabalgaba sobre un glorioso ruano.
    —Os seguiré, príncipe —dijo el sargento Louai—. Mis hombres v yo combatiremos contra los infieles.
    —Tu honor no conoce límites, sargento —dijo Baybars—. Ya saldaste tu deuda con creces cuando me salvaste la vida.
    —Ya casi somos dos mil quinientos hombres —dijo Othman a Harhash—. Ahora soy un hombre honrado, pero en mis venas aún corre la sangre de la codicia. Cuantos más tenemos, más quiero.
    —La codicia está justificada cuando se trata de una buena causa. Iré contigo.
    —¿Codicia? —exclamó Layla—. Querer más hombres es una prueba de cordura. Las mujeres de Damasco tejen chales de luto. Se dice que el ejército de Halawoon está compuesto por al menos treinta mil efectivos.
    El ejército de esclavos se detuvo a descansar en Hamah.
    —No me apetece pasar la noche aquí —dijo Layla a Othman—. Hace demasiado calor y carecemos de comodidades. Llévame a la orilla del mar. Podemos pasar la noche en el Fuerte de Marqab, cerca de Latakia.
    —¿En el Fuerte de Marqab? —gritó Othman—. Eso se aleja mucho de nuestro camino. Nos dirigimos a una guerra.
    —¿Ha dicho comodidades? —se burló Harhash.
    —Me alegro de contar con vuestra aprobación, querido Harhash —dijo Layla—. Informa a nuestro señor de que Othman y yo nos reuniremos con vosotros dentro de dos días, antes de que lleguéis a Alepo, después de que yo haya descansado y respirado las brisas marinas.

    Alepo se alzó ante el ejército de esclavos. Baybars vio el cerco al que las tropas de Halawoon sometían a la gran ciudad. Una división ocupaba cada uno de sus lados: este, oeste, norte y sur.
    —Es un ejército enorme —dijo Baybars.
    —Demasiado grande —añadió Othman.
    —Mejor no luchar contra ellos en las llanuras —sugirió Aydmur—. Debemos entrar en la ciudad. Atacar al flanco sur que tenemos delante, romper su asedio y abrirnos paso hasta las puertas. Las otras divisiones no tendrán tiempo de acudir al rescate. Una vez dentro, elegimos cuándo y contra quién luchar; además nuestros arqueros tendrán más suerte desde las torres.
    —No nos hace falta suerte, señor —replicó un arquero—. Dios guía nuestras flechas.
    —Perdonad que os interrumpa —dijo Layla, ya más fresca gracias al descanso—, pero ese flanco se compone de unos ochenta mil hombres. ¿Con qué medios pretendéis vencerlos?
    —Los esclavos harán una cuña —dijo Aydmur.
    —Y este esclavo que os habla será el punto extremo de esa cuña —dijo Baybars.
    —Y estos esclavos te acompañarán —replicaron los africanos.
    —Yo iré en segunda fila —dijo Layla—. Prefiero enfrentarme a una muerte menos cierta.
    —Y yo debo proteger a mi esposa —dijo Othman.
    Y cuando los historiadores se pusieron a redactar la historia del gran reino de los mamelucos, los reyes esclavos, antes de poder explicar la regla de los doscientos cincuenta años, antes de poder narrar la primera derrota de las hordas mongolas, antes de poder contar cómo los reyes esclavos machacaron a los cruzados, tuvieron que recordar esa primera batalla, que pasó a los libros bajo el nombre de la Batalla de al-Awwar en honor del mejor caballo de guerra de la historia.

    Los rumores sobre los poderes curativos de Shams se extendieron por todo el territorio, de este a oeste, del desierto a las montañas, y creyentes esperanzados caminaron leguas y leguas para presenciar esos milagros. Después de su segundo cumpleaños, el niño empezó a satisfacer muchas quejas de los suplicantes, pero su especialidad siguió siendo el cabello. Su capacidad de dotar de cabello a las cabezas calvas devino legendaria. Sin embargo, sus poderes tenían ciertas restricciones logísticas. Su eterno compañero, Layl, y al menos un loro tenían que estar presentes. Se obtenían mejores resultados —un cabello suave, liso y sin enredos— cuando los dos loros rojos andaban por ahí.
    El horario también resultaba esencial: Shams sólo podía curar durante una hora, antes de la siesta.
    La esposa del emir deseaba que su hijo fuera más maleable. Si sólo pudiera hacerle entender la magnitud y trascendencia de su talento. Si sólo pudiera separarlo de su oscuro ayudante. Las limitaciones en el tiempo también resultaban un problema para los que acudían a palacio. La cola de personas que esperaban a ser tocadas por el Elegido era interminable... y se hallaba sometida a constantes cambios, ya que los devotos con título nobiliario pasaban delante del pueblo llano. Después de dedicar una hora a tocarlos, Shams cerraba los ojos para dormir la siesta y ¡os loros al instante lo sacaban en volandas del salón.
    Al cumplir los tres años los poderes de Shams seguían reducidos a la simple cosmética. A lo largo de aquel año el niño desarrolló la habilidad de ajustar el peso de la gente: su tacto aumentaba el volumen de un hombre delgado y reducía el de un gordo. Los sastres estaban extasiados: aquellos milagros facilitaban mucho su tarea, porque en poco tiempo todos los residentes de las tierras del emir tenían las mismas medidas, y todos, siguiendo la tendencia impuesta por la madre de Shams, empezaron a usar sólo telas de color crudo.
    —Mi hijo me inspira la búsqueda de la simplicidad —decía la esposa del emir—. Ya no me hacen falta las especias de la vida.
    A partir de su cuarto cumpleaños Shams pudo curar los resfriados y la impotencia sexual, lo cual incrementó el número de sus devotos seguidores de forma espectacular.
    —Mi hijo, el especialista en perfeccionar cuerpos —farfulló Afreet-Yehanam a su amante mientras ella contemplaba cómo los dos niños jugaban con viscosas y resbalosas serpientes—. Sus devotos son un hatajo de imbéciles y esa mujer vestida de color crudo está loca de atar. —Rodeó el hombro de Fátima con el brazo y la atrajo hacia él—. Y no es bueno para él que le consideren un profeta.
    Layl se incorporó, cubierto de áspides, y fue hacia los cuervos que volaban juguetones sobre su cabeza.
    —Siempre he tenido problemas con los profetas —prosiguió Afreet-Yehanam—. No entienden de matices ni de sutilezas. No captarían la ironía ni aunque les diera en la cara.
    A los cinco años Shams ya curaba dos enfermedades graves: locura y lepra. Los nombres de Shams y Guruyi —el apodo que dio a Shams un reducido grupo que había ido a verlo desde Calcuta— estaban en boca de todos los habitantes del mundo conocido, desde los páramos de Irlanda hasta los pantanos de China, pasando por las estepas siberianas.
    Y una riada de personas vestidas en tonos crudos se dirigía hacia el profeta.

    Al-Awwar observaba la escena que se desarrollaba ante sus ojos mientras decidía el mejor punto de ataque. Levantó la cabeza, la sacudió y resopló. Relinchó con fuerza, anunció sus intenciones a sus atónitos enemigos y los embistió. Los infieles se apresuraron a ponerse a cubierto y se originó una inmensa refriega. Antes de que al-Awwar alcanzara la primera y confusa fila, un millar de flechas surcaron el aire y fueron a clavarse en los corazones de mil infieles. Y cuando al-Awwar derribó al primer soldado, otras mil flechas cayeron sobre otros tantos. De las gargantas de los soldados de Halawoon asomaban las puntas metálicas de las flechas y los penachos de plumas temblaban en sus cogotes. El ejército de esclavos entró en combate con sus filas dispuestas en forma de enorme cuña.
    —Dejad a algunos para nosotros —gritó Louai, a la cabeza de la segunda fila.
    Othman cabalgaba junto a su esposa con el fin de protegerla, pero ella le alejó. Del cinturón, Layla desprendió un látigo de cuero de múltiples colas, cuyos extremos iban provistos de un afilado gancho metálico, y desató su furia contra el enemigo, dejando un rastro de piel y sangre a su paso.
    —Me das miedo —exclamó Othman.
    —No me gustaría estar en tu piel —gritó Harhash.
    Cuando al-Awwar llegó a las murallas, las puertas se abrieron para dejarle entrar, pero él no lo hizo. Dio media vuelta y volvió a la batalla. Cual torrente de agua que choca contra un muro, la cuña se dividió en dos direcciones y reemprendió el combate. Y en menos tiempo del que tarda un maestro arquero en disparar una flecha al cielo y esperar a que caiga, el ejército de esclavos había masacrado una de las divisiones de Halawoon y entrado en la ciudad de Alepo como héroes gloriosos. Los habitantes de la ciudad salieron de sus casas, agasajaron a los guerreros con una lluvia de pétalos de jazmines y rosas, y se postraron ante su salvador, el príncipe Baybars.

    Desde el parapeto este de la ciudad, el alcalde de Alepo mostró a Baybars y a sus compañeros las posiciones y filas del enemigo.
    —Allí está Halawoon —dijo Othman—. No se le ve muy contento.
    —La visión de su bandera de fuego me hace arder la sangre —dijo Baybars.
    Uno de los arqueros colocó una flecha en el arco y disparó; la bandera quedó partida en dos. El atónito alcalde aplaudió al arquero y preguntó cómo podía disparar a más distancia que cualquiera de los suyos.
    —Usamos los arcos de Sirt Latifah —dijo el arquero—. No los hay mejores.
    La esposa de Othman subió la escalera que conducía a lo alto del parapeto con un hatillo envuelto en los brazos.
    —Si tu flecha puede acertar en la bandera —dijo ella—, ¿no podríais apuntar a unos cuantos de esos adoradores del fuego antes de que se den cuenta?
    —Subid a los arqueros —ordenó Baybars—. Disparad antes de que se retiren.
    Los arqueros se apresuraron a subir y una primera lluvia de flechas descendió sobre las tropas de Halawoon. Se ordenó una retirada rápida y los soldados de Halawoon se dispersaron sin orden ni concierto. Pudo verse a Halawoon usando a uno de sus oficiales como escudo. Los esclavos apuntaron a la roja tienda del rey y éste corrió a refugiarse en ella, huyendo de la línea de fuego. El arquero disparó la flecha y partió el palo principal. La tienda se desplomó sobre su ocupante y Halawoon salió a rastras, como un fantasma escarlata. La gente de Alepo gritaba de contento.
    —Esa dio en el blanco —exclamó el príncipe Baybars.
    Hablando de arcos y arqueros, he aquí una hermosa historia que contaba Saadi, el gran poeta persa: No hace mucho tiempo, un rey de la divina ciudad de Shiraz celebró un torneo de tiro al arco para divertir a sus amigos. Hizo que un joyero forjara el anillo más bello y puro del mundo, sobre el que se encastó una esmeralda de inestimable valor. El rey ordenó que el anillo fuera colocado en el extremo de la bóveda de Asad. Un voceador anunció que cualquiera que atravesara el anillo con una flecha podría reclamarlo para sí como recompensa por su impecable puntería. Un millar de los mejores arqueros de la zona intentaron la gesta sin éxito. Sucedió también que, entretanto, un niño pequeño se entretenía con un arco de juguete en una azotea. Una de sus flechas, disparada al azar, ensartó el anillo. Un grito de entusiasmo se levantó entre la extasiada multitud. El rey, exaltado, regaló el anillo al niño, quien, tras recoger el gran premio, tomó la sabia decisión de volver a casa y quemar el arco, para que la reputación de su hazaña se mantuviera incólume.

    Layla destapó el hatillo, que contenía una pequeña jaula dorada donde una paloma roja zureó al ver a su dueña. Abrió la portezuela y la paloma se le posó en el dedo.
    —¿Has traído una paloma desde El Cairo? —preguntó su marido.
    —Dos —contestó ella.
    —¿Dónde está la otra? —preguntó Othman.
    —Ahora la llamamos. No tardará en llegar.
    Baybars dijo a sus compañeros:
    —Tenemos que decidir cuándo atacar al enemigo. Es cierto que nos superan en número, pero nuestros corazones rebosan coraje. Sumadas a las tropas de la ciudad ahora contamos con cinco mil hombres.
    —A nuestro enemigo le quedan veinticinco mil hombres —añadió Aydmur—. Nuestro arrojo y un adecuado plan de combate compensarán la desigualdad numérica.
    Layla alzó las manos en el aire y la paloma agitó las alas, satisfecha.
    —Ya viene —dijo Layla.
    Un espléndido macho rojo apareció en el aire, voló en círculos y aterrizó sobre el brazo extendido de Layla.
    —¿De dónde viene? —preguntó Othman.
    —Espero que no de muy lejos. —Depositó a ambas palomas en la jaula y retiró un mensaje que llevaba el macho prendido a la pata. Luego, dirigiéndose a Baybars y a los guerreros, dijo—: Renunciad a vuestros planes. El ejército de los hijos de Ismael se acerca con la intención de redimir el honor del reino. Son cinco mil hombres más, y anhelan probar la carne de esos infieles. Si deseáis saborear la sangre de vuestro enemigo, no os demoréis, porque el ejército de Halawoon no durará mucho tiempo.
    En el horizonte floreció un gran torbellino de arena.
    —A los caballos —ordenó el príncipe Baybars.

    Poseída por la ira, la esposa del emir recorría sus aposentos.
    —Son demasiados. Llegan de todas partes y la fila se hace más larga cada día. Ya no puedo ni salir al jardín sin pasar junto a ese hatajo de apestosos. Y para colmo algunos amigos nuestros han renunciado a ser curados porque no quieren mezclarse con esa chusma.
    —Si no quieres que la gente vea a nuestro hijo, podemos negarles el acceso —dijo el emir—. Haremos una proclama y esos peregrinos volverán a sus casas enseguida. Si te soy sincero, tampoco a mí me complace esta situación. Al principio ayudar a los necesitados fue algo grande y entretenido, pero llevamos años de colas incesantes. Ya basta. Tanta súplica, tanto ruego, no son buenos para el alma. Pensaba que te hacía feliz, pero ahora sé que no es así. Pondremos punto final a esta locura.
    —No, ni hablar. Lo que haremos será alejar a esa gente de nuestra casa. Construiremos una capilla, un edificio glorioso provisto de columnas del grosor de veinte hombres, arcos elevados y al menos dos minaretes que toquen el cielo. Shams recibirá a sus visitantes en el templo y las masas se dedicarán a rezar mientras le esperan. ¿No os parece una idea maravillosa?

    El ejército de esclavos salió por la puerta oeste con Baybars a la cabeza y llegó a las líneas enemigas antes de que lo hicieran las filas de los hijos de Ismael. El campo de batalla se llenó del fragor de las espadas y de heroicos gritos de guerra. Los adoradores del fuego cayeron y fueron derribados. Al-Awwar no les prestó la menor atención; buscaba al espectro rojo del rey del fuego. El muy cobarde se escudaba detrás de sus esclavos. Al-Awwar proseguía, implacable, aplastando a un soldado tras otro.
    Los hijos de Ismael se unieron al combate. Al oír sus gritos de guerra, el vil Halawoon se subió a un caballo y ordenó a sus soldados que le protegieran. Huyó al galope, con su séquito y un escuadrón de la guardia. Los esclavos guerreros triunfaron. Sus enemigos terminaron muertos o encadenados. Los victoriosos soldados se reunieron en el campo, entre los muertos y los vencidos. El príncipe Baybars felicitó a sus tropas por la victoria.
    —Ha sido un triunfo valiente —dijo el líder de los hijos de Ismael—. Me llamo Maarouf ben Yamr. Soy el jefe del rey de fortalezas y batallones. Mi gente y yo nos ponemos a vuestro servicio.
    —Gracias, amigo. Vuestra llegada ha sido de lo más oportuna. ¿Cómo os animó el destino a cruzaros con nuestros enemigos en una ocasión tan apropiada?
    —Nos inspiró una elocuente carta escrita por uno de vuestros súbditos, un parte leal que nos pedía que tomáramos las armas para apoyar al fiel príncipe Baybars, el defensor de la fe.
    —¿Dónde vives? —gritó Othman—. Por favor, dime que no es en el Fuerte de Marqab.
    —Pues precisamente allí —respondió Maarouf.
    —¿Por donde anda mi desleal esposa? —exigió Othman.
    —¿Desleal? —preguntó Layla, mientras se abría paso en el círculo de hombres—. ¿Te atreves a calificar de desleal al autor de esa misiva? No critiques lo que no entiendes.
    —Me pediste permiso para visitar a unas damas amigas que vivían en el fuerte, no para ir a ver a su jefe.
    —Y de hecho las visité. Lo que pasa es que residen en el harén.
    —Te has burlado de mí —dijo Othman—. Me has desposeído del honor, no soy más que la cáscara de un hombre.
    —No juzgues a tu esposa, ni a ti mismo, con excesiva severidad —intervino Maarouf—. Conocí tiempo ha a tu encantadora paloma. El reino se hallaba en un brete y las acciones de tu esposa fueron heroicas. El valor de una mujer nunca desmerece el honor de su marido.
    —No sé cómo podré vivir con tal vergüenza —se lamentó Othman.
    —Pues ve acostumbrándote —replicó Layla.

    El ejército emprendió el camino de regreso a El Cairo.
    —Cabalga con nosotros hasta Damasco —dijo Baybars a Maarouf—. Serás mi invitado. Permite que mi madre disfrute de la gloriosa visión de tu ejército. Le complacerá sobremanera que se haga realidad su sueño.
    Y así el gran ejército llegó a Damasco entre grandes celebraciones. Sitt Latifah estaba encantada. La fiesta se prolongó durante tres días, y luego llegó el momento de la separación. Los hijos de Ismael regresaron a sus respectivos hogares y el ejército de esclavos partió hacia El Cairo, donde fueron homenajeados de nuevo por haber liberado Alepo y haberse alzado como los grandes defensores del reino. El rey regaló nuevas túnicas a Baybars.
    Así fue como Baybars se convirtió en el comandante del ejército real.

    El primer beso en público acaeció el día del séptimo cumpleaños de los gemelos, durante la ceremonia celebrada en el templo del sol de los dos minaretes. La esposa del emir llevaba meses planeando el evento, y los devotos habían empezado a congregarse, cargados de presentes, casi desde el inicio de los preparativos. La esposa del emir había esperado que Shams, el profeta del sol, adoptara un aire más místico en el día de su cumpleaños. Los ocho loros habían estado metiendo más ruido del habitual y la esposa del emir había acabado con una jaqueca atroz.
    Los gemelos de la luz y la oscuridad se sentaban hombro con hombro sobre el cojín relleno de plumas de avestruz, y Shams tocaba las cabezas de los devotos que se arrodillaban ante él. Cuando el devoto en cuestión le entregaba el regalo, Shams se lo ofrecía a Layl, que se dedicaba a quitarle el envoltorio. En una ocasión Layl encontró una preciosa talla de madera, un caballo en miniatura, y se lo mostró a un emocionado Shams, que lo besó. No fue un beso de amistad, ni un beso fraternal, sino un beso apasionado de una duración indecente.
    Y la cara de la esposa del emir se tornó tan roja como las plumas de los dos loros ruidosos, Ismael e Isaac, que estaban apoyados en el trono.

    —Lo besó —dijo la esposa del emir—. Delante de todo el mundo, un beso aberrante. No me habría sorprendido si se hubieran arrancado la ropa el uno al otro allí mismo.
    —Sólo tienen siete años, querida —dijo el emir—. Los chicos son muy expresivos a esa edad. No es nada. Como príncipe, puede hacer lo que le plazca. Muchos hacen cosas peores con sus esclavos.
    —Pero no los besan. No entiendo por qué ese niño oscuro tiene que estar rondándolo a todas horas. No consigo ver a mi hijo a solas. ¿Y qué me dices de esos malditos pajarracos? Vuelan a su alrededor constantemente, como si nuestra guardia no fuera suficiente. Esa Fátima ha arruinado a mi hijo. ¿Por qué sólo se me permite verlo durante una hora al día? Solicito verlo, pero si lo hago fuera del horario dispuesto, mi hijo se niega y patalea hasta que no me queda más remedio que ceder y le permito volver a sus aposentos. Contraté a un tutor, pero me dijo que no podía enseñar nada a Shams. Me dijo que mi hijo había nacido sabio.
    —¿Te quejas de que nuestro hijo ya sepa leer y escribir?
    —Por supuesto que no. Ha heredado nuestras mejores cualidades. Lo que no puedo soportar son sus compañías. Esa mujer dirige su feudo dentro del mío. No lo aguanto.
    —Entonces líbrate de ella.
    —Lo intenté. Le comuniqué que prescindía de sus servicios y se rió en mi cara. Y cuando envié a la guardia a que la echara a patadas, Shams se puso histérico. Cree que su madre es ella, no yo. Oh marido mío, estoy desesperada...
    —Qué puedo hacer para aliviar tu sufrimiento? ¿Quieres que te cuente un nuevo episodio de la historia de Baybars?

    Capítulo 12
    Me desperté desconcertado, sin saber muy bien dónde estaba. Aunque llevaba ya dos meses instalado en la habitación de la residencia de estudiantes, todavía no conseguía sentirme como en casa. Todas las mañanas despertaba lleno de ansiedad. En un principio, la idea de vivir por fin solo, independiente, lejos de la familia, me había resultado atractiva, pero la realidad era muy distinta. Durante la primera semana tuve un compañero de cuarto, lo que en su momento me pareció una señal de mala suerte: yo había pedido una habitación individual. Mi compañero era un chico taciturno que apenas decía una palabra ni atendía a las mías y que sentía tanta añoranza de su hogar que la segunda semana hizo las maletas y dejó la universidad. Le eché de menos.
    Ojalá yo también pudiera hacer las maletas, pero no tenía adonde volver.
    Sonó el teléfono y vacilé antes de descolgar. Aunque había pagado un extra para disfrutar de teléfono en la habitación, todavía no estaba acostumbrado a recibir llamadas. Ésta era de Roma.
    —No sabía si te encontraría aquí —dijo Fátima—. Creí que estarías en clase.
    Fátima se había trasladado a Italia con su madre en 1975, cuando empezaba la guerra en Líbano. Mientras estábamos en Beirut no pasaba ni un solo día sin que habláramos, pero desde que nos separamos nos resultó imposible mantener esa frecuencia. Intentábamos llamarnos al menos una vez por semana.
    —Debería haber ido —dije—, pero... —No podía pensar con suficiente rapidez; ¿existía alguna buena razón para no ir a clase?—. Estoy cansado, así que me he tomado la mañana libre.
    Contemplé el ramito de azucenas de seda color ocre esparcidas sin orden ni concierto debajo del sofá, a la espera de que alguien las tirara a la basura. Pertenecían a mi ex compañero de cuarto, que se había olvidado de llevárselas cuando regresó a Fresno. De paso debería tirar también la silla: falsa madera con un tapizado feo de color marrón que provocaba picores.
    Ella me preguntó si seguía siendo desgraciado. Le relaté mis penas. Le conté que aún no comprendía a ninguno de los residentes de mi planta, y mira que eran numerosos: por mucho que me esforzara por conocer a esos americanos, ellos se mostraban invariablemente afables pero esquivos. No es que los estudiantes libaneses fueran ninguna maravilla. Tampoco pertenecía a su grupo. Le conté lo mucho que odiaba mi cuarto.
    —Pero ¿sabes una cosa? —proseguí—. He visto las habitaciones de otros libaneses que viven aquí y son mucho peores.
    La imaginé en su piso de Roma, bellamente iluminado: lo más probable era que estuviera tumbada boca abajo, su postura habitual, con las piernas dobladas a la altura de las rodillas y los tobillos cruzados en el aire. Su teléfono no se parecería en nada al modelo Princess barato que tenía yo.
    —Te acostumbrarás a estar solo —dijo ella—. Como hacemos todos.
    Me contó lo mucho que añoraba el barrio; incluso reconoció echar de menos a su vanidosa, egoísta, irresponsable y desapegada hermana, que se había negado a abandonar Beirut.
    —Ahora que Mariella no está, no tengo a nadie a quien odiar en el día a día —añadió—. Mi hermana se está acostando con todos los líderes de la milicia de Beirut, pero ya no puedo llamarla puta. Echo de menos eso. Estoy preocupada por ella. —Noté que hacía una pausa, titubeaba—. Tu hermana también está tonteando con uno de los líderes de los milicianos.
    —¿De qué hablas?
    —Lina disfruta de la compañía de Elie —dijo Fátima—. Le ha gustado desde siempre. No entiendo por qué. Al fin y al cabo antes de la guerra no tenía donde caerse muerto y ahora es un asesino.
    Todos sabíamos que Elie se convertiría en militar; de joven había vivido un rápido ascenso en las filas de la milicia pero, dado que ninguno de nosotros había considerado la posibilidad de que estallara una guerra civil, nadie pensó tampoco que el chico llegaría a cobrar alguna importancia.
    —No me ha comentado nada de eso —dije.
    El porro se había apagado en el cenicero. Sentí unos intensos deseos de volver a encenderlo y fumar durante mucho rato. Estiré la mano para coger el paquete de Gauloises.
    —Por supuesto que no —dijo Fátima—. Tú eres su familia. Yo soy su amiga.

    La historia va así.
    Era un día de gran belleza; la nieve cubría todo el pueblo bajo una bóveda celeste de inequívoco color azul. Era enero de 1938, y el tío Yihad, que por entonces era un chiquillo, reclamaba la atención de su madre. Le iba dando golpecitos con el dedo en el muslo hasta que ella, harta, le propinó un manotazo.
    —Ponte el abrigo y sal a jugar con los otros niños —dijo mi abuela—. No interrumpas las conversaciones de los adultos.
    —No interrumpo vuestra conversación —dijo el tío Yihad—. Interrumpo vuestro trabajo.
    Mi bisabuela Mona, mi abuela Nayla y mi tía Samia, que a la sazón tenía diecisiete años, estaban haciendo punto sentadas alrededor de la estufa de hierro.
    —Creo que mi hermana no debería encargarse de mi suéter —añadió él—. No sabe hacerlo.
    —Deja de meterte en lo que no te importa —le dijo mi abuela.
    Era la única de las tres que no llevaba mandeel. Mi bisabuela llevaba el suyo alrededor del cabello; el de tía Samia estaba en la mesita, frente a ellas.
    —Sí que me importa. —El tío Yihad volvió a clavar el dedo en la pierna de su madre—. Soy yo quien tendrá que ponérselo.
    —A callar, mi niño. —Mi bisabuela le tapó la boca—. Tienes demasiada energía. Cálmate. En primer lugar, no tendrás que ponértelo. Éste es para Farid. Y es posible que tu hermana no sea tan buena como tu madre o como yo, pero desde luego lo hace mejor de lo que lo hacíamos nosotras a su edad. Eso es lo que importa. Está aprendiendo. Sólo se ocupa de una manga. Así que estate quieto y déjanos trabajar.
    —¿Por qué siempre se le dan tantas explicaciones? —preguntó la tía Samia—. ¿Por qué le tratáis de manera distinta a los demás críos? Decidle que se siente y se calle.
    —Siéntate y cállate —dijo mi abuela.
    Las mujeres reanudaron su tarea y su conversación. Mi bisabuela expresó su preocupación por su hijo Yalal.
    —Se está metiendo en líos. No entiendo por qué lo hace. Escribe esas cosas horribles para el periódico, y los franceses ya le han dicho que lo deje o tendrá que asumir las consecuencias. Todos le están aconsejando mal. El bey le alaba, pero no es él quien está amenazado. Se pasa la vida besando las manos de los europeos, y sin embargo le gusta que Yalal remueva las aguas. Los franceses quieren meter a Yalal ya-sabéis-dónde.
    —¿Qué es ya-sabéis-dónde? —preguntó tía Samia.
    —La cárcel —respondió el tío Yihad—. Los franceses creen que el tío Yalal es una mala persona porque escribe cosas provocativas.
    —¿Provocativas? —inquirió la tía Samia—. ¿Qué significa eso?
    Mi bisabuela y mi abuela intercambiaron una mirada. Mi bisabuela sonrió. Mi abuela negó con la cabeza y envolvió al tío Yihad en prendas de lana: abrigo, gorro, bufanda y guantes. Le llevó hasta la puerta.
    —A jugar. —Señaló hacia la pendiente de la colina, al final de la extensión de pinos—. Allí está Farid. No puedes pasarte el día encerrado en casa. Ve.
    —Hace frío —protestó el tío Yihad.
    —No hace tanto frío. —Ella mostró con un gesto su larga falda negra y el suéter a juego—. Mira, yo no llevo ni abrigo.
    —Vais a hablar de un marido para Samia.
    —Eso no es asunto tuyo —dijo mi abuela—. Vete a jugar y no vuelvas hasta la hora de comer.

    Ah, tantas historias empiezan con tres mujeres que charlan mientras hacen calceta. Ésta es mi favorita...
    Una tarde un rey salió a explorar su ciudad, recorrió los callejones y escuchó lo que decían sus súbditos desde el otro lado de las ventanas de arco. Por casualidad pasó junto a una casa donde tres hermanas se dedicaban a tejer a la luz del hogar.
    —Ojalá pudiera casarme con un panadero —dijo la mayor—. Así podría comer pan blando todos los días. Y pasteles... Podría tomar riquísimos pasteles.
    —Pues yo preferiría casarme con un carnicero —dijo la mediana— para poder comer tanta carne como se me antojara.
    Y la más joven dijo:
    —Ojalá pudiera casarme con nuestro rey. Le amaría y honraría, cuidaría de él, y le despojaría de toda preocupación para que así lograra gobernar con más justicia aún.
    El rey apreció lo que oía. Envió a buscar a las tres hermanas y cuando vio a la menor decidió convertir en realidad el deseo de la joven. Casó a la mayor con el panadero de palacio y a la mediana con el carnicero.
    —Tratad a vuestras esposas con el máximo respeto y dadles de comer todo cuanto deseen —ordenó a los dos novios.
    Y, en una impresionante ceremonia que se prolongó durante un día y una noche, el rey contrajo matrimonio con la hermana menor. El rey colmó a su esposa de regalos y lujos, lo que plantó las semillas de la envidia en el corazón de las otras dos hermanas. Al saberse que la nueva reina estaba encinta, el rey se sintió en el séptimo cielo.
    —Si nuestra hermana da a su marido un heredero, el rey la amará para siempre. No podemos consentir que eso suceda —dijo la hermana mayor a la mediana.
    Así que ofrecieron una recompensa en oro a la comadrona si ésta se libraba del recién nacido. La joven reina parió un varón sano, pero antes de que nadie pudiera verlo, la comadrona le derramó por encima agua mágica y recitó un encantamiento. El bebé se transformó en un cachorro de perro. El rey pidió ver a su hijo.
    —Esto es lo que ha dado a luz vuestra esposa. —La comadrona sostuvo al cachorro en alto.
    El rey, al borde del ataque de apoplejía, dijo:
    —Me niego a ser el padre de esto. —Y con su propia espada decapitó a su hijo.
    La reina volvió a quedar embarazada, y en el momento del parto la comadrona transformó al bebé en un cerdito.
    —Esto es lo que vuestra esposa ha dado a luz —dijo la comadrona.
    El rey, lívido, dijo:
    —Me niego a ser el padre de esto. —Y mató a su hijo.
    La comadrona convirtió al tercer bebé en un ternero blanco. Justo cuando la espada de su padre iba a caer sobre él, el ternero levantó la vista y el rey detuvo el golpe.
    —Me niego a ser el padre de esto —dijo el rey—. Informa al carnicero de que quiero tomar el corazón de este ternero para cenar.
    La reina preguntó, entre sollozos:
    —¿Qué ha sido de mis hijos?
    —Te lo he ofrecido todo y a cambio sólo he recibido dolor y desdén —le dijo el rey—. Ya no lo soporto más. Me niego a seguir siendo tu esposo.
    Prohibió a la reina que saliera de sus aposentos y dejó de frecuentarlos.
    El carnicero vio al ternero y se dijo: «¡Qué espécimen tan magnífico! Sería una lástima matarlo para una simple comida. Mataré a otro ternero y reservaré este impresionante animal para crianza». El ternero demostró que el carnicero entendía de reses, porque creció hasta convertirse en un toro blanco de belleza y tamaño incomparables. El gran toro vivió junto al resto del ganado real hasta que un día apareció por allí una nueva lechera de la que se enamoró. Cuando vio a aquel gran toro que se acercaba a ella, la joven doncella palideció y sintió un escalofrío. Huyó, y él no la siguió ya que no quería asustar a su amada. Ella se unió al resto de chicas que ordeñaban a las vacas, pero seguía observando de reojo a aquella bestia magnífica.
    A la mañana siguiente el toro blanco guió a las vacas hasta una pradera donde florecían numerosas flores de primavera. Al ver las flores, las caras de las lecheras se llenaron de gozo y se dispusieron a recoger narcisos, rosas, jacintos, violetas y tomillo. El toro exhaló un suspiro de placer y se dejó caer sobre la hierba junto a su amada. La doncella se montó sobre el gran toro, y éste se alzó y la llevó sobre su cuerpo. Las otras lecheras se sonrojaron ante la visión de una virgen montada a horcajadas sobre el gran toro. Éste recorrió leguas y leguas, hasta que se cruzaron con una vieja arpía que descansaba recostada en una inmensa roca. La doncella saludó a la anciana y ésta preguntó:
    —¿Él es tu marido?
    La chica contestó que no, y la vieja preguntó:
    —¿Es tu hermano?
    La doncella juró que no lo era.
    —Entonces, ¿por qué no llevas el velo puesto? —se preguntó la vieja.
    —No es más que un animal —dijo la doncella mientras acariciaba el cuello del toro.
    —Es un chico enamorado. Una bruja le convirtió en toro.
    —Eso es horrible —sollozó la doncella—. Habría sido un hombre muy apuesto. ¿Hay algo que podamos hacer?
    —Siempre lo hay. Mudar a un ser de especie es una ardua tarea: requiere magia, habilidad y la ayuda de elaboradas pociones. Pero devolverle a su forma original es mucho más fácil, ya que para ello sólo hace falta el puro y verdadero amor de uno de los suyos.
    —¿Acaso sugieres...? —fue a preguntar la doncella.
    Pero cuando levantó la vista la arpía había desaparecido.
    El toro volvió a tenderse en la hierba y la doncella bajó de su lomo.
    —Te amaré —le dijo, y le dio un beso.
    Hicieron el amor sobre el prado y cuando la doncella abrió los ojos, satisfechos y colmados, vio que sobre ella yacía al príncipe perfecto.
    Al enterarse del milagro las lecheras informaron al carnicero, quien quiso verlo con sus propios ojos.
    —Tu cara me suena mucho... Es casi como si fueras de la familia —dijo el carnicero al chico.
    Cuando su esposa le oyó se puso a temblar y se le arreboló la cara; al percatarse, el carnicero le sacó la verdad a palos.
    El rey escuchó la historia y ordenó que las dos hermanas y la comadrona fueran decapitadas en la plaza pública. Por primera vez desde hacía años fue a ver a su esposa y se disculpó, pero ella le dijo:
    —Te lo ofrecí todo y a cambio sólo he recibido dolor y desdén. No lo soportaré más. Has matado a mis hijos. Me niego a ser tu esposa.
    —Me equivoqué —dijo el rey—. ¿Cómo puedo enmendar tal error?
    —Muérete —replicó la reina.
    Y así fue. La culpa y la pena acabaron con aquel rey desleal. La reina presenció el ascenso de su hijo al trono, y la lechera, ahora coronada, pasó a ser su prometida.

    Yo intentaba contener las lágrimas. Me dolía la rodilla, me dolía el codo, y el moretón que tenía en el antebrazo izquierdo adquiría por momentos una tonalidad más oscura. El tío Yihad estaba arrodillado delante de mí e intentaba calmarme. Había colocado el botiquín sobre la mesa del comedor y a mí sobre una de las sillas.
    —En mi caso también eran mayores que yo —dijo él—. Eran amigos de Wayih. Por eso mi madre se enfureció tanto. Wayih no colaboró, pero tampoco hizo nada para detener a sus amigos. Tenía demasiado miedo. Se limitó a quedarse mirando. Es lo que intento explicarte: esos chicos no te odian; te tienen miedo. Tú eres mucho más listo, posees más talento.
    —Y soy mucho más pequeño —le aseguré—. Y ellos son un montón.
    —Ya lo sé —contestó, mientras aplicaba mercromina en mi rodilla—. Pero esto no durará mucho. Pronto harán corro a tu alrededor. Pronto se dedicarán a dar lustre a tus zapatos y a recoger lo que tires. —Me hizo cosquillas en la barriga—. Eso te gustaría, ¿eh?
    —Ya, pero ¿ahora qué hago? No puedo esperar hasta que llegue ese momento, aunque falte poco.
    —Déjalo en mis manos. No te preocupes.
    —¿No se lo dirás a mi padre?
    Fingió coserse la boca con hilo y aguja. Me puso una tirita en la rodilla y empezó a examinarme el codo.
    —¿Y qué les digo cuando me vean así? —pregunté.
    —Diles que te has caído.
    —¿Me estás diciendo que mienta a mis padres? —Le miré fijamente.
    —Nunca haría una cosa así —respondió el tío Yihad en un tono de burlona seriedad—. Nunca, nunca mientas a nadie, y menos aún a tus padres. Mentir está mal. Pero nada prohíbe ser discreto. Te has caído, ¿no? Tal vez te empujaron, pero lo cierto es que te has caído. Pues les contaremos eso. A tus padres no se lo explicaremos todo por su propio bien. No queremos que se preocupen innecesariamente. —Di un respingo al notar las gotas de agua oxigenada en el codo—. Espera aquí —dijo él—. Creo que nos hemos ganado un vaso de zumo.
    Fue a la cocina y volvió con sendos vasos altos, llenos hasta la mitad de zumo de granada.
    —¿Vas a contarme lo que te pasó aquel día? —pregunté.
    —Estaba mirando a los chicos del pueblo. Era un día frío pero despejado, así que todos los chicos que no trabajaban se deslizaban por la colina. Había nevado durante tres días consecutivos, y el terreno estaba en perfectas condiciones para ello. No tenían trineos, claro: usaban cajas de madera rotas. Vi a Farid con sus amigos y fui hacia él, pero antes de que pudiera alcanzarlos cuatro o cinco chicos mayores saltaron sobre mí. Eran amigos de Wayih, así que debían de tener unos quince años, más o menos. Me cogieron, me metieron en una caja y me empujaron montaña abajo. Por pura diversión. Yo estaba demasiado aterrado para gritar y no tenía ni idea de qué hacer. Tenía los pies y las manos metidos dentro de la caja. El trineo fue ganando velocidad. Incluso los chicos dejaron de reírse. Por fin oí a Farid, que me decía que usara las manos para frenar la caja. Lo intenté, pero fue en vano. Farid bajaba corriendo la montaña, pero yo iba demasiado rápido, directo a un precipicio. Era más bien un desnivel, la verdad, pero aun así suponía todo un salto si ibas metido en una caja de madera. Todos, incluido yo, creyeron que nada me pararía. Y así fue. Llegué al borde y salí disparado en la caja; me elevé por los aires... hasta que un gran pino dobló su mano y me recogió del cielo.
    —¿La mano de un pino?
    —Un poco de imaginación, chico. Cum grano salo. Era la rama de un pino. Noté una mano porque me quedé prendido de la rama en pleno vuelo. La mano de Dios descendió y tomó la forma de una rama de pino. Me pilló del abrigo, mientras la caja seguía volando y acababa estrellándose contra el suelo. Me salvé.
    —¿Cómo bajaste del árbol?
    —Tardé una eternidad.

    Los magnolios chinos estaban cubiertos de divinos brotes de color rosa y blanco; podía decirse que constituían la única vista bonita del terreno que rodeaba mis aulas. A diferencia del resto de la universidad, el campus de ciencias era un horror. Construido en su mayor parte durante la fea década de los sesenta estaba hecho a base de grandes cubos de hormigón cuyas ventanas se abrían hacia arriba, como si los edificios sacaran sus lenguas colectivas al mundo y proclamaran: «Somos feos, pero nos importa un comino».
    —Eh, tío —gritó una voz.
    Me dirigí a la mesa ocupada por mis compatriotas libaneses. Cuatro de los seis estaban jugando a las cartas, y uno devoraba una hamburguesa a pesar de que estábamos a media mañana. No importaba a qué hora del día llegaras al Refugio Antiaéreo, la hamburguesería de la facultad de ciencias: casi siempre tenías garantizado encontrarte al menos con uno de los estudiantes libaneses. En cuanto el número ascendía a dos, lo más probable era que estuvieran enfrascados en una partida de cartas. Creo que yo era el único libanés de la UCLA al que no le gustaban los juegos de naipes.
    —¿Dónde te has metido? —gritó Sharbel. Era, con mucho, el mayor y más corpulento del grupo. Nos pasaba más de una cabeza a todos. Estaba en tres de mis clases—. ¿Dónde está? —Intentaba sonar jovial pero la ansiedad de su voz lo traicionaba.
    Le pasé mi carpeta y al instante se puso a copiar los ejercicios de matemáticas en su libreta. Era tan grande que ocupaba casi la mitad de la mesa; los otros chicos tuvieron que apiñarse mientras jugaban a las cartas para que cupiera.
    —¿Cómo puedes vivir en la residencia? —preguntó Iyad—. ¿No está abarrotada?
    —Tienes que convivir con extraños —dijo Joseph.
    Estaba en dos de mis clases. Todos los libaneses de la UCLA, sin excepciones, estudiaban en la facultad de ingeniería. La única variación era la especialidad: yo estaba en informática.
    —No vivo con extraños —protesté—. Tengo mi propio cuarto.
    —Bueno —repuso Sharbel—, no es como vivir con un amigo.
    Iyad golpeó la mesa con la mano y emitió un grito triunfal. Todos los americanos se volvieron hacia nuestra mesa y nos obsequiaron con una mirada de desaprobación. Yo me puse de espaldas a ellos y retiré un poco la silla, con la esperanza de que nadie que mirara hacia nosotros me asociara con aquel grupo.
    Dos americanos, estudiantes de ingeniería, saludaron a Iyad con un gesto de cabeza al pasar. Él no les hizo el menor caso. Cuando estaba con el grupo, es decir, casi siempre, mostraba un desprecio absoluto hacia todos los no libaneses. En una ocasión, con su novia americana sentada en el regazo mientras él jugaba a las cartas, la había llamado depositaría de esperma. El grupo hablaba en libanés, incluso, o especialmente, cuando había cerca gente que no entendía ese idioma. De haberse hallado en el Líbano habrían hablado inglés o francés, pero en América hablaban árabe. Éramos unos marginados.

    La mañana después de que Dios, el árbol milagroso, salvara a su benjamín, mi abuela se puso dos jerséis negros y se cubrió la cabeza y el torso con un mandeel diáfano que casi rozaba el suelo a su espalda. Vestida a lo druso, de blanco y negro, salió de su casa y subió a trompicones la montaña nevada hasta llegar a la mansión del bey. Era la hora establecida para las visitas. Pedigüeños y suplicantes entraban y salían por la puerta principal, así que mi abuela entró por la lateral. Saludó a todas las presentes en el salón de las mujeres y solicitó audiencia con el bey. Sí, con el bey en persona, no con su maravillosa esposa. Sabía que estaba atareado, muy atareado, pero le agradecería mucho que pudiera dedicarle unos minutos. No, no le importaba esperar. Disponía de todo el día. Bebió café con las demás visitas, departió con las mujeres. Tuvo tiempo de tomar una segunda taza de café.
    —Estoy segura de que te recibirá —dijo la esposa del bey—. Discúlpale: anda muy ocupado con eso de que el mundo se está preparando para la próxima guerra.
    —Su generosidad no tiene límites —contestó mi abuela.
    Por fin un ayudante susurró que el bey recibiría a mi abuela. Ella y la esposa del bey se dirigieron a una sala más reducida, donde el bey mantenía una animada discusión con otro hombre. El bey usó a mi abuela como excusa para poner punto final a la conversación.
    —Es un tema delicado —dijo al hombre—. Me temo que no puede esperar.
    A solas con el bey y su esposa, la abuela tuvo que interesarse por sus hijos, sus nietos, sus primos, la casa, las comidas y las vacaciones, antes de que el bey se dignara preguntar cuál era el motivo de su visita.
    —Ha sido de lo más generoso con mi familia —dijo ella—. Que Dios le conserve muchos años para que nos sirva de guía, protección y de reluciente ejemplo a seguir. Su padre educó a mi padre y a mis tíos, y su amabilidad se ha extendido hasta mis hermanos. Siempre estaremos en deuda con ustedes.
    —Eres muy amable —dijo la esposa del bey.
    —Y muy elocuente —añadió su marido.
    —Nuestra familia sale adelante gracias a su prodigalidad y me avergüenza tener que sacar este tema. Como supongo que sabe, mis dos hijos menores asisten a la escuela local. Les va muy bien, demasiado bien. No estoy segura de que la escuela les brinde suficientes oportunidades.
    La esposa del bey carraspeó.
    —¿Acaso opinas que la escuela no es lo bastante buena para tus chicos?
    —No, desde luego que no. Es un buen colegio. Mis otros hijos estudiaron allí, pero los pequeños son especiales. A mi hijo menor le encanta leer, y en el colegio no hay ni un solo libro.
    —¿Lo has consultado con tu marido? —El bey se repantigó en la silla, como si ya no hiciera falta escuchar nada más—. ¿Quieres que vayan a un colegio mejor?
    —Eso sería ideal, pero costaría mucho más dinero. Estoy dispuesta a trabajar. Mis hijos mayores ya no me necesitan en casa. Devolveré todo el dinero.
    —Los mejores colegios resultan muy caros. ¿Has acudido a tus hermanos en busca de ayuda?
    —Ya tienen bastantes preocupaciones con sus propios hijos.
    —Al igual que yo, amén de muchos más hijos, más obras de caridad y más obligaciones —dijo el bey—. No hay mayor felicidad que conformarse con la vida que nos ha correspondido.

    Abundan los relatos sobre beys: sobre su origen, valor, heroísmo, galantería, ingenio o falta de todo ello. Ésta es la historia favorita del tío Yihad sobre sus orígenes:
    Cuentan que en el siglo XIII, o quizás en el XIV o el XV, un bandolero, un esclavo negro huido de Egipto, sembraba el terror en el valle de Bekaa y el monte Líbano, sin que las autoridades locales o el gobierno otomano pudieran hacer nada para terminar con sus desmanes. Se puso precio a la cabeza del bandolero. Aquel hombre mataba a los inocentes y violaba a las vírgenes. Los otomanos proclamaron que cualquiera que capturase o matase al esclavo recibiría el título de bey. (En algunas versiones de la historia el título que se ofrecía era el de pacha, y para conseguir el de bey hacía falta un acto de heroísmo cargado de intrigas y aventuras.) El bandolero pasó por un pueblo y violó a dos mujeres: una era la hermana del que sería el primer bey y la otra su prometida, su prima hermana. Después de matar a su hermana, y de asegurarse de que el hermano de su novia hacía lo propio con ésta para salvaguardar el honor, el futuro bey recorrió el pueblo y las montañas en busca del maldito esclavo, pero no dio con él. Aquella noche, desesperado y decidido a ahogar sus penas, bajó al sótano de su casa para disfrutar de una generosa ración de la secreta barrica de vino tinto que allí guardaba, y... ¡Oh, milagro! Encontró al esclavo negro, inconsciente, con la cara metida en un charco de vino. Lívido, le aporreó la cabeza hasta partirle el cráneo. La sangre del esclavo se mezcló con el charco de vino. El hombre recibió múltiples honores y reconocimientos y fue nombrado bey.
    Esperad. Una más. Ésta no habla de su origen, sino que ejemplifica su ingenio. A finales del siglo XVIII, o quizás a principios del XIX, el bey ordenó a uno de sus criados que llevara una misiva a un sheij que vivía en Hasbayya, una ciudad que se hallaba a unas horas de viaje a caballo. El criado preguntó si podía esperar a que amaneciera para partir, pero el bey deseaba que saliera de inmediato y le dijo:
    —No temas, porque hay luna llena y yo le ordenaré que te siga e ilumine tu camino.
    El hombre montó a caballo y partió, y cada pocos minutos levantaba la vista hacia el cielo para comprobar que la luna se mantenía allí. Por mucho que se alejara del pueblo, la luna le seguía. Cuando entró en Hasbayya despertó a todos sus residentes.
    —Larga vida a nuestro sabio bey —gritó—. Ordenó a la luna que me siguiera, y ésta obedeció su orden. Mirad al cielo y maravillaos del don que el bey ha concedido a vuestro pueblo. Levantaos, levantaos y contemplad el misterio.
    Los habitantes se levantaron de sus camas, le propinaron una paliza y volvieron a acostarse.

    —Cualquiera diría —se quejaba la abuela mientras cortaba lonchas de queso para hacer bocadillos—. Ni que hubiera mencionado que ninguno de sus nietos asiste al colegio del pueblo.
    El tío Yihad tenía la nariz metida en las páginas de un libro y fingía no escuchar. Mi bisabuela exhaló un suspiro de exasperación. Esperaba a que hirviera el agua de la tetera.
    —¿Por qué acudiste a él? —preguntó mi bisabuela—. ¿Qué esperabas que te dijera ese analfabeto? ¿«Aquí tienes mi dinero porque me preocupo de tus problemas»?
    —Bien ayuda a otras personas. ¿Por qué no a nuestra familia? —La abuela dejó de cortar queso. Suspiró—. No tenía otra opción.
    —Claro que la tenías. Hablaremos con Maan.
    —¡Ya tiene bastantes preocupaciones!
    —Todos las tenemos. Pero esto es un asunto de familia.
    Una historia más sobre la tradición de los beys. Ésta habla de una mujer.
    A finales del siglo XVIII un bey se casó con una mujer de gran relevancia. Como de costumbre, era mucho más lista que él. Se llamaba Amira, que significa «princesa», y el nombre le encajaba a la perfección, no en el sentido de la chica hermosa y tonta que espera ser rescatada sino en el de la mujer destinada a gobernar de forma directa y sin intermediarios. Su marido fue un bey justo, todo lo justo que podía ser un señor feudal en aquellos días, pero nadie albergaba duda alguna de quién mandaba allí. Durante los años que él estuvo en el poder, se eliminaron todas las rencillas internas, los impuestos se abonaron a su debido tiempo y la montaña quedó limpia de bandidos, todo porque al bey le había dado por ejecutar a cualquiera que no obedeciera sus órdenes. Su esposa no tenía compasión. Murió el bey, sospechosamente pronto, dejando a su esposa y a sus tres hijos. Sitt Amira informó a ancianos y sheijs de que sería ella la encargada de gobernar hasta que sus hijos fueran mayores de edad. Ancianos y sheijs asintieron, con gran sensatez, a pesar de que ¡os registros demostraban que el primogénito del bey tenía ya diecinueve años. Sitt Amira fue bey durante veinte años. Departía con sheijs y oficiales y les daba órdenes, aunque cuando ante ella comparecían peregrinos seguía más o menos la tradición: se sentaba detrás de una cortina fina y zanjaba las disputas sólo con su voz.
    No era una persona querida. Se dice que si la mitad de la población detesta a un gobernante, es que éste es justo. Ella no lo era. Instigó el enfrentamiento entre las distintas facciones del Líbano. Azuzó a los otomanos en una guerra contra el pacha de Egipto. Se aliaba siempre con el vencedor de las batallas, pero sólo después de que la batalla hubiera sido ganada. Eliminaba a cualquiera que la contrariase. En 1820 su poder era tal que el Imperio otomano tuvo que tomar cartas en el asunto y envió a un ejército a que acabara con ella. Sitt Amira era una política excelente y tan implacable como un chacal, pero ni siquiera ella podía luchar contra todo un ejército. Huyó a las montañas y se disfrazó de pastora a la espera de que el ejército se retirara. Por desgracia para ella, las pastoras de las montañas caminaban descalzas. El primer día un pastorcillo vio sus blancos y cuidados pies, volvió a la ciudad y se jactó de haber visto los pies más bellos del mundo, sin un solo callo. Los otomanos la detuvieron inmediatamente y no se volvió a saber de ella.

    La abuela y la bisabuela subieron a un autobús y llegaron a casa de Maan, en Beirut, sin aviso previo, como era habitual. Para la abuela, la elección de a qué hermano acudir no había sido difícil. Ninguno de los dos nadaba en la abundancia, así que ésa no era la cuestión. Yalal era el más respetado, el más culto, pero también el más altivo. La abuela creía, además, que la situación de Yalal era más inestable ya que sus escritos estaban provocando bastante revuelo. Desde que los franceses habían perdido el control sobre los acontecimientos que sucedían en Europa, se resarcían ejerciéndolo en las colonias, y Yalal pagaba el pato. Ella se sentía más unida a Maan. Confiaba en él.
    La abuela expuso sus argumentos. De forma sucinta, ateniéndose a los puntos esenciales, informó a su hermano de que sus hijos menores necesitaban asistir a un colegio mejor. Si se quedaban en el pueblo no habría futuro para ellos. No era que mereciesen algo mejor por ser sus hijos, sino porque tenían potencial. Mi tío abuelo accedió sin dudar, lo que permitió que la abuela conservara en su seno el resto de razones que llevaba ensayadas.
    —No vengas pidiendo ayuda, hermana —dijo él—. Dala por sentada. Debería haberme ofrecido yo. Ese diablillo, el pequeño, debería ir a los mejores colegios. Incluso es demasiado listo.
    Y la abuela rompió en un manantial de lágrimas.
    En el plazo de dos semanas mi padre y mi tío fueron separados de sus padres y hermanos. Maan alojó a los chicos en su casa y lo arregló todo para que asistieran a un internado en Beirut. Al principio se acordó que los chicos volverían al pueblo los sábados por la tarde, cuando terminaran las clases, y se reincorporarían al colegio el domingo, pero a medida que ellos fueron encontrando excusas para quedarse en la ciudad, el trato se respetó cada vez menos. Ni mi padre ni el tío Yihad volvieron a considerar el pueblo su hogar. De vez en cuando pasaban una semana o un mes allí. Durante la guerra civil, cuando Beirut ardió en llamas, mi padre incluso se instaló en su casita de veraneo del pueblo durante una temporada. Y el tío Yihad... El tío Yihad opinaba que el pueblo era «pintoresco y auténtico, sin ninguna de las típicas trampas para turistas. Y sin turistas, por supuesto».

    El dormitorio estaba a oscuras y en silencio, salvo por los fugaces sonidos de algunos coches al pasar y el reflejo momentáneo de sus faros en la cortina de la ventana. Yo estaba tendido en la cama, mirando al techo. Me había fumado un porro y me sentía deliciosamente atontado.
    Sonó un leve golpe en la puerta, tan quedo que ni siquiera estaba seguro de haberlo oído.
    —¿Estás dormido? —preguntó en un susurro una voz desde el otro lado de la puerta.
    —Todos duermen —respondí—, pero Yardown está despierto.
    —¿Qué?
    Salté de la cama. Reconocí al intruso en cuanto abrí la puerta: era ese chico lleno de acné llamado Jake, Jack, John o Jim, que ocupaba el tercer cuarto por la derecha a partir del mío. Dijo que había percibido aquel olor efímero pero inconfundible que salía por debajo de la puerta de mi cuarto. Él y su compañero se habían quedado sin hierba, y se preguntaban si me importaría compartir la mía. Me invitaron a su cuarto, a pasar el rato, como ellos decían, y ya encontrarían el modo de devolverme el favor.
    Su atestado y desordenado cuarto estaba iluminado únicamente por una lamparita de mesa, y la falta de hierba debía de ser reciente porque la habitación apestaba a porro. Los dos, ambos vestidos con idénticos téjanos y camisetas, se sentaron en una de las camas con las espaldas apoyadas en la pared, sobre un póster de los tres Ángeles de Charlie y otro de un alto jugador de baloncesto. Jake, Jack, John o Jim encendió el porro que le di. Los dos esbozaban una sonrisa estúpida, y supongo que yo también. No logramos iniciar una conversación fluida. El compañero de Jake me preguntó si me apetecía escuchar música. Negué con la cabeza y cogí la guitarra que había sobre la otra cama. Toqué «Stairway to Heaven».
    —Es bueno —dijo Jake a su amigo, mientras éste daba otra calada. El porro centelleaba en la oscuridad.
    —Toca bien, pero suena frío, lejano —dijo el otro, con una voz que parecía emanar del humo—. Es como si la música estuviera aquí pero él no.
    Me incorporé.
    —¿Qué has dicho? —pregunté.
    Sin embargo no logré que ninguno de los dos repitiera lo que acababan de decir. Tenían los ojos vidriosos, perdidos en algún lugar. No parecían percatarse ni lo más mínimo de mi presencia.

    —Nací en una época en que las tierras tenían menos fronteras —dijo el tío Yihad—. En Beirut había gente de muchas nacionalidades y al colegio venían chicos de todo el mundo. El cambio fue duro para mí, pero tu padre... Tu padre se adaptó al colegio como un gourmet se adapta al foie-gras. Enseguida hizo amistad con otros tres chicos y se convirtieron en inseparables. Siguen siendo amigos a día de hoy. ¿Y yo? Yo anduve perdido durante mucho tiempo. Tardé años en hacer amigos. Puede decirse que me hice amigo de dos árboles, dos árboles inmensos que había en medio del patio del colegio, un algarrobo y un roble de Kermes que no tenían menos de cien años. Me pasaba el tiempo libre encaramado a esos árboles. Todo el mundo me llamaba el Chico del Árbol y el apodo siguió vigente durante mucho tiempo. Al algarrobo lo llamé Chacha y al roble Carlomagno. Prefería los árboles a las personas. Después me pasé a las palomas, pero primero estuvieron los árboles.
    »Mi padre tiene sus historias de palomas y yo las mías, porque la vida, como los buenos cuentos, siempre se repite. Vi la primera bandada de palomas surcando los cielos de Beirut cuando tenía trece años. Supongo que siempre habían estado allí, pero yo, como la mayoría de la gente, vivía ajeno a ellas. Sin embargo, en cuanto te percatas de su existencia, empiezas a verlas por todas partes y a todas horas. En ese momento no tenía ni idea de que mi padre hubiera sido palomero de pequeño, y al parecer un palomero muy malo. Mi padre nos contaba pocas cosas de su infancia. Supongo que se sentía avergonzado por su pasado, o quizá reservaba las mejores historias para contártelas a ti. Vi la primera bandada, y diez minutos después la segunda, y luego la tercera y la cuarta; de repente el cielo estaba lleno de palomas. Una tarde, mientras admiraba a una bandada en pleno vuelo subido a Carlomagno, empecé a advertir algo mágico. Pude distinguir el arte, además de la lógica, de los patrones de vuelo. La conciencia de ello fue a la vez gradual e instantánea. Magia. Y tan pronto como viví esa epifanía, mis ojos comprendieron dónde debían buscar para localizar el origen de ese hechizo. Aunque no podía verlo, el mago tenía que hallarse en uno de los tres edificios viejos de tres plantas que había detrás del colegio.
    »La tarde siguiente corrí al edificio en cuestión y pregunté por las palomas. El tendero de la planta baja me dijo que subiera a la azotea. El hombre de las palomas, un anciano, se percató enseguida de que yo era un chico listo. Me permitió que deambulara por allí y que echara un vistazo a su colección de trofeos.
    »En el suelo había cinco jaulas, cada una de ellas más grande que mi cuarto. Una contenía palomas jóvenes de distintas variedades, otra contenía sólo palomas emparejadas. La tercera estaba vacía porque las palomas que vivían en ella estaban volando en ese momento. Di una vuelta por allí y me enamoré. Quería hacer algún comentario inteligente para congraciarme con el palomero y así conseguir que me permitiera volver a visitarlo, pero tenía el cerebro embotado. No cabía duda de que el anciano era un caballero, pero me pregunté si me dejaría volver una segunda vez, o una tercera. ¿No se hartaría de tener por allí a un crío que quería pasar tiempo con las palomas? Me asusté y dije, tartamudeando: “¿Puedo trabajar para usted?”.
    »El palomero me miró de arriba abajo. Negó con la cabeza, aunque sonriendo. Dijo que yo era demasiado joven y, obviamente, de una familia demasiado buena para trabajar para él. Pasé de ser taciturno a locuaz en cuestión de segundos. Le dije que podía ir todos los días después de clase: el colegio estaba cerca y yo aprendía rápido, y haría lo que me pidiera sin protestar; y que quizá pareciera ser de buena familia por el hecho de ir a un buen colegio, pero en realidad era de las montañas, donde mi familia aún vivía; y que de verdad quería hacer volar las palomas, y merecía una oportunidad. Saltaba a la vista que él hacía esfuerzos por no reírse. Dijo que sólo podía pagarme una lira a la semana: era una fortuna, y él lo sabía. De haberme ido cuando me dijo que no, habría suspendido el primer examen para ser palomero. El siempre afirmó que supo que yo acabaría siéndolo desde el momento en que me vio en la azotea, que lo notó en el parpadeo obsesivo de mis ojos.
    »El hombre se llamaba Ali Itani. Era chuta, y poseía el edificio entero, que, por cierto, era un inmueble viejo y sin ascensor. Aparecí al día siguiente dispuesto a trabajar y lo encontré enzarzado en una discusión a gritos con Kamal Hourani, un hombre que parecía su gemelo idéntico, salvo por el hecho de ser católico. “Tú, hermano de puta, no sabrías lo que es el honor aunque éste te diera en las narices”, decía uno; a lo que el otro respondía: “¿El honor? ¿Un miserable como tú se atreve a hablar de honor?”. Los dos tenían setenta y un años e iban vestidos con idénticas ropas, a excepción de los zapatos: camisas de rayas estilo marinero y pantalones de traje raídos y gastados. Ali calzaba unos mocasines negros mientras que los de Kamal eran de color burdeos, pero ambos pares estaban cómodamente dados por los años de uso. A pesar de que los insultos crecían en intensidad, ellos seguían sentados frente a frente en una postura relajada. Mi mente de Sherlock Holmes dedujo que aquellas discusiones eran el pan de cada día. Al final resultó que Ali Itani y Kamal Hourani eran amigos desde los seis años. Ambos me juraron que habían estado insultándose mutuamente sin parar desde 1898. Habían sobrevivido juntos al colegio, al trabajo, al matrimonio, a la formación de una familia, a la viudedad, a dos regímenes de ocupación, a una Gran Guerra, a numerosas guerras menores, y a conflictos religiosos y de independencia, sin nunca plantearse la posibilidad de poner punto final a sus groseros insultos. Me sentí como si hubiera entrado en el Jardín del Edén.
    »Ésa fue mi primera interacción con la gran ciudad de Beirut. Claro que llevaba siete años viviendo allí, pero daba la impresión de que hasta entonces me había limitado a hacer turismo. Como todas las ciudades, Beirut tiene muchas capas y yo me había familiarizado sólo con un par de ellas. La que conocí aquel día con Ali y Kamal fue la de la gente de Beirut. Coges a diferentes grupos, los colocas a unos sobre otros y los dejas marinar durante mil años, sin dejar de ir añadiendo más y más miembros de tribus extrañas; los dejas reposar durante unos miles de años más, lo salpimientas todo con un poco de religión y obtienes un estofado espeso, que siempre es capaz de sorprenderte con su sabor delicioso y exótico por muchas veces que lo pruebes. Esos hombres parecían haber estado juntos durante millones de años, y como hacía tiempo que se habían quedado sin tema de conversación, lo único que les quedaba era meterse el uno con el otro, intercambiar burlas y repetirse los grandes cuentos.
    »En la primera pausa de aquel falso combate de gritos, Ali se percató de que yo estaba allí y, señalándome, dijo: “Éste es el jovencito del que te he hablado”. Antes de que terminara la frase, Kamal gritó: “Escapa ahora que aún estás a tiempo, cachorro. Pon pies en polvorosa y vete tan lejos como te lleven las piernas. Aléjate de este sinsustancia, cuya única intención es invadir como un gusano las vidas de quienes son mejores que él y nutrirse de sus amores, ya que él no tiene ninguno propio”. ¿Lo ves? Ya te he dicho que de repente había encontrado mi hogar.
    »Como era de esperar, Ali me dijo que no le hiciera caso a Kamal y empezó a hablarme de mis obligaciones. Yo había pensado que me tocaría limpiar las jaulas y dar de comer a las palomas, pero resultó que ya tenía a otro chico para eso. No, él me sorprendió. Quería que sedujera a los pájaros. Una tarea desconcertante, si me permites decirlo. “Haz que se enamoren de ti —dijo Ali—. Quiero que las palomas regresen a casa porque estás tú.” Yo no tenía ni la menor idea de cómo hacerlo. Debí de mirarlo con cara de idiota, porque los dos viejos se echaron a reír como posesos. “Tranquilo, cachorro —comentó Kamal—. Pronto entenderás los discursos de este retrasado mental. Quiere que entres en las jaulas, que estés con los pájaros hasta que ellos se acostumbren a ti. Es otra de esas tareas fáciles que él no consigue realizar.”
    »De manera que mi trabajo consistía en estar con las palomas, pasar tiempo en las jaulas, y cogerlas y acariciarlas si se dejaban. Es lo que entendí, y eso es lo que hice durante los primeros días. Me dejaba caer por allí a la salida del colegio y me encontraba con los viejos discutiendo de temas grandes y pequeños, y montando una tormenta en un vaso de agua. Al principio pensé que nunca se ponían de acuerdo en nada, pero, por supuesto, me equivocaba. Ambos estaban de acuerdo en que burlarse de mí era muy divertido.
    »“¿Ya quieres lo bastante a esos dos pichones?”, preguntaba Kamal, y Ali añadía: “Mira a esa color limón. Parece abatida porque no le haces caso”. Me aturdía tanto que me encaminaba enseguida hacia las palomas que mencionaban y éstas huían para ponerse fuera de mi alcance. Yo creía que nunca conseguiría que me quisieran. Sí, así de crédulo era.
    »Había una pareja de palomas de Estambul a las que yo profesaba gran admiración. Eran hermosas a la vista, con plumas de color gris oscuro salpicadas de blanco y un pecho anaranjado que parecía haber sido hinchado con una bomba de aire. Habían crecido hasta alcanzar un tamaño enorme: parecían pollos. Eran inseparables y el macho parecía totalmente fascinado por su compañera. Le cantaba, y a ella le gustaba mucho. A los cuatro o cinco días de haber empezado, me dediqué a observarlas y mi mundo pareció reducirse al tamaño de esos amantes. Ella caminaba por el suelo, picoteando semillas al azar, y él seguía sus pasos, zureando arrobado. Cuando ella se detenía y se volvía hacia su pretendiente, éste le frotaba el cuello. Luego era él el que emprendía el paso y ella la que le seguía. “Sois preciosas”, les dije un día. Entonces me percaté de que acababa de hablar en voz alta a un par de pájaros. Miré a mi alrededor; los viejos parecían divertidos. “Sabes escoger a los chicos”, dijo Kamal a Ali. Fue la primera vez que oía a uno dirigirse al otro en tono amistoso.
    »A partir de ese momento el volcán se liberó y empecé a hablar con las palomas a todas horas. Se lo contaba todo. Les decía lo maravillosas que eran. Les advertía de los peligros del mundo, las felicitaba por su elección de pareja. Hablaba y hablaba, así que Ali y Kamal habían encontrado al chico que los mantendría entretenidos durante mucho tiempo. Las palomas respondieron. Supongo que no comprendían ni una palabra de lo que les decía, pero empezaron a disfrutar del sonido de mi voz. Cuando me quedaba sin tema de conversación, me limitaba a parlotear. Y puedes imaginar lo que sucedió. Hablaba y hablaba sin cesar, y un día empecé a hacer lo que mejor se me da. Para mi público, compuesto por palomas y humanos, empecé a contar historias.

    Sharbel se sentaba a mi derecha y Ziad en el asiento contiguo, en tercera fila, lo bastante lejos del profesor pero sin ocupar un lugar en las sospechosas filas traseras. Cuando recibí el examen de manos del estudiante que tenía delante, me temblaba tanto la mano que me costó separar mi hoja de papel para pasar el resto. Dejé el examen en la mesa sin mirarlo. Era mi ritual. Debía calmarme antes de cada examen. Si no me tranquilizaba, escribía con una letra ilegible. Una vez tenía los nervios bajo control, era más bien rápido, así que nunca me había preocupado cuánto invertía en relajarme, aunque ese día en concreto andábamos un poco cortos de tiempo teniendo en cuenta que mis colegas tenían que copiar. Sharbel me había asegurado que no me metería en ningún lío, porque yo podía jurar que no tenía idea de que alguien copiaba de mi examen, pero yo sabía que mentía. Si cometía un error, Sharbel y Ziad lo copiarían tal cual. No creía que ninguno de nosotros pudiera declararse inocente, ni tampoco creía que cualquiera de los otros dos fuera lo bastante galante como para no acusarme si los pillaban. Al fin y al cabo eran libaneses.
    Cerré los ojos y respiré hondo. Me concentré en llevar la respiración hasta los brazos y luego a las rodillas. Me imaginé escribiendo con fluidez. Justo mientras me visualizaba con una sonrisa triunfal en la cara, ya en el pasillo y con el cigarrillo de la victoria encendido, una mano me golpeó en el hombro derecho con tanta fuerza que casi me derribó de la silla. Sharbel tenía los ojos de un cordero a punto de ser degollado. Enarcó las cejas, inquieto y aterrado al ver que yo ni siquiera leía el examen.
    Empecé a resolver el primer problema. Contemplé a Sharbel de reojo: él fingía trabajar, acercaba el bolígrafo al papel, pero no hizo nada hasta que yo terminé la primera página y la puse a un lado. Entonces se puso a escribir con furia. Terminé otra página y me dio un codazo. Levanté la vista; había tapado la hoja anterior antes de que él hubiera acabado. Cuando intentaba moverla, sentí un empujón. El estudiante americano que había sentado a mi espalda nos había visto copiar y había propinado una fuerte patada a mi silla. Miré a mi alrededor y adopté un aire de inocencia. ¿Por qué pateaba mi silla en lugar de la de Sharbel? La corpulencia, como siempre: Sharbel medía al menos treinta centímetros más que yo y pesaba veinte kilos más. Intenté recoger las hojas de mi mesa, pero Sharbel me propinó otro codazo. Estaba seguro de que el de la patada nos delataría. Me puse a temblar. Trabajé a toda prisa, esforzándome por controlar el bolígrafo, entregué el examen y salí del aula. Me quedaban veinticinco minutos libres. Sentí los ojos de Sharbel clavados en mi nuca.

    —Está mal que lo diga yo —dijo el tío Yihad—, pero ya entonces era bueno. Recuerdo la primera historia que conté a las palomas. Me hallaba en una de las dos mejores jaulas, donde estaban todas las rashidis, las sharabis y las bayumis negras. Ali no habría aguantado perder a cualquiera de esos pájaros, así que les conté esta historia, sacada de los Cuentos del corazón mensajero.
    «Érase una vez un pobre pastor que vivía en un pueblo de las montañas. Era tan pobre que no podía alimentar a sus hijos y la familia se acostaba en ayunas con harta frecuencia. Una noche, él tenía tanta hambre que soñó con Beirut, la ciudad del pan y de la prosperidad. Decidió que se trasladaría a la ciudad a hacer fortuna. No esperó ni un minuto: preparó un hatillo con sus cosas y se puso en camino hacia Beirut. Anduvo hasta la ciudad, buscó trabajo y para ello habló con todos los mercaderes, constructores, panaderos, cocineros y vigilantes. Suplicó que le contrataran, pero nadie quiso hacerlo. ¿Cómo iba a hacer fortuna? Una semana después aún no había encontrado nada. Tenía el estómago más vacío que nunca y se sentía más solo de lo que podía haber imaginado. Estaba cansado y, al caer la noche, entró en una mezquita y se tumbó en la alfombra con la intención de dormir. Pero en mitad de la noche unos policías lo despertaron, lo golpearon y le metieron en la cárcel. Compareció ante un juez, quien le preguntó por qué había entrado en la mezquita. El pastor le habló del sueño, pero el juez no se impresionó y le condenó a tres días de cárcel. “Los sueños son cosa de tontos —dijo el juez—. Justo anoche soñé con un tesoro enterrado en las montañas, en un campo en el que dos sicómoros, dos robles y un álamo dibujaban sombras que parecían las de hombres danzantes. ¿Acaso ves que abandone mi trabajo y me lance a la búsqueda de ese tesoro soñado?” El pastor cumplió con las tres noches de cárcel. Cuando lo soltaron, emprendió corriendo el camino de regreso a su casa y buscó aquel lugar familiar donde dos sicómoros, dos robles y un álamo dibujaban sombras que parecían las de hombres danzantes: el campo donde había llevado a pastar a sus ovejas durante años. Desenterró el tesoro y se convirtió en un hombre rico. Alimentó por fin a su familia y pudo acostarse todas las noches saciado y satisfecho.

    Jake, Jack, John o Jim y su compañero quedaron conmigo alrededor de una semana después. Ellos ponían la hierba, yo llevé mi guitarra. Fumamos tanto, y tan deprisa, que en cuestión de minutos estábamos flotando como benditos.
    —Déjame ver la guitarra —dijo Jake.
    Yo estaba tan colocado que apenas me tenía en pie, pero no me caí. Me senté a su lado con la guitarra y él contempló el instrumento con admiración, acariciándole el cuello con la mano.
    —Es preciosa —susurró.
    —Es una J200.
    —¿Qué quiere decir eso?
    Sus ojos inexpresivos estaban fijos en mí.
    Quería decirle que era una marca, un nombre, pero las palabras no me salían de los labios. Toqué una nota; sonó mal, porque su mano aún estaba en el cuello del instrumento. Me alejé de él y toqué varios acordes. El compañero me pidió la guitarra. La sostuvo un momento, y luego empezó a producir sonidos extraños: un rasgueo rápido a base de acordes inexplicables que carecían de ritmo o de lógica. Sacudía la cabeza como un punki, como si fuera un péndulo sumergido en metanfetaminas. Cantó con voz áspera y desafinada.
    —Me gusta tocar con pasión —dijo él—. Y me encanta tu guitarra. Me he sentido genial tocando. Me he sentido real.
    —Real —repetí.
    Intenté pensar en algo que decir, algo que causara buena impresión.
    —¿De dónde eres? —preguntó Jake.
    Me pregunté si se estaba burlando de mí, pero la verdad es que estaba demasiado colocado para hacerlo.
    —De Beirut.
    —Beirut. —Jake cerró los ojos—. Eso es Hispanoamérica, ¿no?
    —Sí —dije.
    —¿Puedes tocar algo de tu país?
    —¿Tango o salsa? —Me reí de mi propio chiste. Di una profunda calada y dejé que el humo se filtrara en mis pulmones. Mi cerebro lo agradeció—. ¿No será mejor algo de Bagdad?
    Empecé a tocar un maqâm por primera vez en años, al principio con torpeza. La guitarra sonaba rara y tuve que usar la púa con más fuerza. Mis dedos aún recordaban cómo tocar, pero los trastes obstaculizaban la tarea. Tuve que improvisar. Adopté un ritmo más lento que me permitía más tiempo de ajuste. A lo Count Basie en lugar de a lo Oscar Peterson. Cambié al Maqâm Bayati, que tenía menos cantidad de notas medias o cuartas. Imágenes del gran desierto aparecieron en la parte trasera de mis párpados. Las notas parecían fluir con una lógica natural. Mis dedos tocaban con la languidez de la tarántula.
    Abrí los ojos y vi a Jake boquiabierto: su expresión revelaba sorpresa y encanto. Su compañero parecía fascinado.
    —Eso ha sido distinto —dijo Jake.
    —Solamente deberías tocar eso —añadió el compañero—. Poseía alma.
    Por un instante se me erizó el vello de los brazos. Inicié otro maqâm, intentando perderme en la esencia de la música, en su pasión. Toqué durante diez minutos antes de hacer una pausa y percatarme de que mi experto público se había dormido como un tronco. Reanudé el maqâm, pero no logré que la guitarra produjera los sonidos que oía en mi cabeza. Al final lo comprendí. Supe qué estaba mal. Salí de la sala y me dirigí a la cocina comunitaria. Desencordé la guitarra y la dejé sobre el mostrador de fórmica. Registré los cajones en busca de la herramienta adecuada, pero no encontré nada mejor para eliminar los trastes de la J200 que un cuchillo para la carne. El cuchillo para la carne se reveló demasiado endeble, así que probé con el del pan. Sin los trastes la guitarra sonaría mejor, más personal. El cuchillo del pan tampoco funcionó. Enchufé el cuchillo eléctrico y la corriente le dio vida. Puse manos a la obra. El sonido del motorcito del cuchillo alcanzó cotas ensordecedoras, pero hice oídos sordos. Corté con demasiada profundidad el primer traste, y con menor el segundo. Cuando llegué al tercero y al cuarto ya había decidido cómo actuar, pero me detuve en el quinto. Contemplé el instrumento moribundo que tenía ante mis ojos y lo dejé. Volví a mi cuarto y me tendí en la cama. Me zumbaba la cabeza.

    —Estuve con Ali durante años: todo el colegio, toda la universidad —prosiguió el tío Yihad—. Y deberías saber que esos maravillosos palomeros tienen mucho que ver con la posición de la que disfruta ahora nuestra familia. Había otro... Deja que te explique. Ali detestaba a ese palomero, llamado Mohamed Beaini. Eran enemigos acérrimos, y no sólo porque los Beaini fueran suníes y los Itani chutas. Al parecer el padre de Ali insultó en una ocasión al de Mohamed, y la mala sangre persistió. Ali y Mohamed nunca se habían dirigido la palabra. Se criaron con la ofensa en la sangre, y el uno estaba convencido de la maldad del otro. Un día, dos o tres años después de que yo comenzara a ayudar a Ali, debía de ser en 1948, una de las palomas de Mohamed aterrizó en nuestra azotea. Ali la reconoció al instante y se calló. El pájaro parecía perdido, así que me acerqué a él por detrás, lo cubrí con una red y lo llevé a una pequeña jaula, pero Ali dijo: «No. Retuércele el pescuezo. Mohamed no vendrá a pedirla y yo no se la devolveré». Me quedé atónito. Me negué a hacerlo. «Es por el propio bien del pájaro —dijo Ali—. Para que no sufra lejos de casa. No podemos conservarlo. Es lo más humano que podemos hacer con él.» Se lo entregué: si quería verlo muerto tendría que encargarse él. Kamal acudió a mi rescate. «No puedes obligar al chico a que haga el trabajo sucio por ti. Mátala tú o devuélvela.»
    »“No la devolveré”, insistió Ali. Le dije que ya lo haría yo y él replicó: “Sabe que trabajas para mí. No lo consentiré”. Bueno, si había algo que yo sabía era cómo nadar y guardar la ropa. “Se la devolveré y le diré que tú no estabas cuando cayó aquí.” Las facciones de Ali expresaron alivio. Incluso Kamal sonrió. Llevé el pájaro a casa de Mohamed Beaini. En cuanto me reconoció me lanzó una mirada muy peculiar. Le dije que Ali no sabía nada de esto; no me creyó. Cogió el pájaro y me dio las gracias.
    »Ahora, si esto fuera un cuento, Ali y Mohamed se harían grandes amigos, y sus nietos se casarían y tendrían descendencia común, pero las cosas no fueron así. Mohamed se limitó a dejar de hablar mal de Ali y a negarse a estar cerca de nadie que lo hiciera. Y siempre que alguien felicitaba a Ali por sus palomas, éste decía: “Ojalá mis palomas fueran tan bellas como las de Beaini”. Ambos fallecieron sin haber cruzado una sola palabra. Así pues, te preguntarás por qué te cuento una historia que no tiene un gran final. Pues porque, como en todas las grandes historias, el final nunca está donde uno se lo espera.
    «Mohamed Beaini tampoco fue un gran amigo mío. Pero cuando terminé la universidad y el tío Maan nos instaló a tu padre y a mí en nuestro primer apartamento, empecé a criar palomas en el balcón. Ali me ofreció tres parejas: una rashidi, una turca y una zahr al-fool. Dos días después un niño llamaba a la puerta; traía un valioso regalo de parte de Mohamed, un par de preciosas yehudis. No nos habíamos vuelto a ver desde aquel día, así que fui a su casa a darle las gracias.
    »Lo cierto es que pude devolvérselas enseguida. Las palomas me amaban, ¿sabes? Criaron para mí. En un momento dado es probable que fuera el mejor criador de todo Beirut. Mis yehudis eran todas palomas de premio. Regalé un magnífico par a Mohamed. También le entregué un asombroso par de zahr al-fools manchadas. Por supuesto, me cuidé mucho de dar a Ali parejas similares. Así que, en cierto modo, Mohamed y Ali acabaron teniendo descendencia común. Yo me había convertido en un palomero célebre. Por aquel entonces mi padre se enteró y me ordenó que lo dejara: él odiaba a las palomas. Consideraba que ocuparse de ellas era una profesión indigna. ¿Sabías que el testimonio de un palomero no se acepta en un tribunal de justicia? Te preguntarás por qué. Por ley, la palabra de un palomero no es de fiar porque los palomeros se pasan la vida en los tejados y se les considera, por tanto, unos mirones. La gente es ingenua. Por eso la mayoría de los muecines son ciegos. Tal vez estén en lo alto, pero no ven.
    »Tu padre también quería que yo dejara el tema de las palomas. Fuera justo o no, la sociedad creía que los palomeros eran gente corrupta, y él quería disfrutar del respeto de los hombres de bien. Y algo más importante, ¿qué mujer decente se casaría con él si su hermano era palomero? Desde luego tu madre no lo habría hecho. Tuve que dejarlo y montar una empresa con él. Cuando me llegó el momento, vendí las palomas por una pequeña suma de dinero que nos sirvió para montar la empresa, pero necesitábamos más. Tanto Ali Itani como Kamal Hourani me entregaron todos sus ahorros. No es que fueran ricos, pero no se guardaron nada. Por aquel entonces ya rondaban los ochenta años. Ambos fallecieron antes de que pudiera devolverles el dinero. Kamal fue el primero en morir, y como puedes suponer Ali no lo soportó y le siguió a la tumba diez días más tarde. Te juro que pasé esos días con Ali: su dolor era insoportable y la muerte fue una liberación. Saldé mi deuda con sus familiares.
    «Pero, como estaba desesperado, también pedí dinero a Mohamed Beaini, y éste tampoco se lo pensó dos veces. Resultó ser el más rico de todos. Acabó realizando la mayor contribución al ejército de ángeles.

    Tuve suerte de estar sobrio cuando llamó mi madre. Preguntó por el colegio. ¿Cómo me iban los exámenes finales? ¿Todo bien? Pero noté una nota de ansiedad en su voz.
    —Escucha —dijo ella—, quería decírtelo antes de que te enteraras por otro lado. Tu hermana se casa la próxima semana. No será una gran boda, sólo asistirá la familia y algunos amigos íntimos. No vamos a montar un gran banquete.
    Vi cómo mi mano apretaba el teléfono. Tenía la boca seca, algodonosa. Me dolía la cabeza.
    —¿Qué quieres decir? —pregunté.
    —¿Cómo que qué quiero decir? Boda, matrimonio, tu hermana.
    —¿Con quién se casa?
    —Con Elie, por supuesto. La boda será la próxima semana. Están enamorados. Son felices. Se casan.
    —No lo entiendo. ¿Por qué quiere casarse con él? ¿A qué viene tanta prisa?
    La oí suspirar al otro extremo de la línea.
    —Escucha, cielo. Pórtate como un adulto. No hace falta que te lo explique todo al detalle, ¿no? Piénsalo. —Hizo una pausa—. ¿Por qué iba a haber una boda estando la muerte de Yihad tan reciente? No es una boda de penalti, no, es un gol en toda regla. —Hizo otra pausa—. ¿Por qué si no iba a permitir que se casara con ese maldito cabrón descerebrado? —Otra pausa. Mamá respiró hondo y habló en voz más baja—. Y ahora, cariño, no me hagas más preguntas. Sólo llamaba para decirte que Lina va a casarse, y en cuanto cuelgue me dedicaré a matarla.
    Colgó sin despedirse. Supuse que tenía que haber muchas razones para que ella estuviera enojada en una situación como ésta, pero, conociéndola, el hecho de que fuera a convertirse en abuela a su edad encabezaba la lista.
    Decidí que partiría hacia Líbano el sábado después del último examen final. Podía volar a Nueva York, y de allí a Beirut vía Roma: llegaría justo a tiempo. Con guerra civil o sin ella Llevaban seis días de calma. Podía asistir a la boda, pasar algún tiempo con la familia y regresar antes de que se reanudaran las clases. La boda se celebraría en las montañas. Allí la situación era tranquila. No caían bombas, ni había intercambio de balas al menos desde hacía un tiempo.

    Capítulo 13
    Un día entró en la sala del trono un mensajero que traía una carta del alcalde de Alejandría.
    —Un majestuoso galeón en el que ondeaba la bandera de la paz entró en nuestro puerto y echó el ancla. Del buque salió un caballero que se anunció como el visir del rey de Génova, portador de una carta para el sultán del islam además de muchos regalos para Su Majestad. Desea ser recibido en palacio.
    El rey Saleh respondió al alcalde con una nota en la que autorizaba la entrada del visir. El visir de Génova navegó por el Nilo y cuando llegó a El Cairo se presentó en palacio. Se arrodilló ante el rey y le ofreció una misiva de su señor. El rey Saleh pidió a su juez, Arbusto, que leyera la carta, en la que se decía que el rey de Génova había hecho una promesa cuando su hija Maria cayó enferma. Había prometido a Dios que, si salvaba a su hija, la enviaría de peregrinaje a la ciudad sagrada de Jerusalén. Ahora su hija se había recuperado y el monarca ansiaba cumplir su promesa. Solicitaba permiso para el peregrinaje de Maria y pedía al rey Saleh que controlara su seguridad mediante la asignación de soldados valientes y leales que la protegieran. El rey de Génova pagaría cinco mil dinares a los guardias.
    Los cuerpos de protección quedaban bajo la jurisdicción del jefe de fuertes y batallones, Maarouf ben Yamr, así que el rey Saleh ordenó al príncipe Baybars que llevara una carta al jefe en cuestión para pedirle que asumiera la responsabilidad de proteger a la princesa.
    El príncipe Baybars viajó hasta el Fuerte de Marquab, donde fue recibido con efusivas muestras de cariño por Maarouf. Una vez éste hubo leído la carta, la besó y se tocó la frente.
    —Por ti, querido amigo, y por el sultán, protegeré a la princesa personalmente. No hace falta que me paguéis. Repartid el dinero entre los necesitados, entre las viudas y los huérfanos.
    Maarouf esperó cinco días en Jaffa antes de que el buque genovés arribara a puerto. La princesa y su séquito desembarcaron e instalaron su campamento. Maarouf fue a visitar a la princesa. Cuando Maria vio entrar a su protector, se puso de pie y fue a saludarle. El porte y la gracia del hombre la impresionaron, y en su corazón nació el amor.
    —¿Seréis mi escolta, apreciado señor? —preguntó Maria, y él respondió afirmativamente.
    Ella le pidió que se sentara en su compañía. Pidió a sus sirvientes que atendieran al invitado. Al día siguiente Maarouf guió a la comitiva hasta la ciudad santa. La princesa viajaba en una litera portada por esclavos, y el jefe de fuertes y sus hombres la rodeaban por todos lados. La princesa entró en la ciudad con Maarouf. Visitó los lugares sagrados de Jerusalén, repartió limosna entre los pobres y admiró las maravillas de la ciudad. La mezquita de al-Aqsa la dejó boquiabierta. Preguntó a Maarouf si podía entrar y éste le dijo que podía hacerlo si iba con él, sin más acompañantes ni criados. Maria y Maarouf contemplaron fascinados la arquitectura de Aqsa. Mientras deambulaba por la mezquita, Maria vio a un sabio imam que leía a unos jóvenes estudiantes.
    —¿Este exaltado profesor será capaz de interpretar un sueño? —preguntó Maria a Maarouf.
    Este transmitió la pregunta al imam, quien contestó:
    —Contadme vuestros sueños, joven doncella, y Dios guiará mi interpretación.
    Y Maria empezó:
    —Me hallaba sedienta en un valle desolado. Caminé hasta llegar a un río cuyas aguas eran blancas como la leche y dulces como la miel. Usé la mano para beber un sorbo que sirvió para mitigar mi sed y enfriar el doloroso fuego de mi corazón. Una mosca negra cayó de mis labios al suelo. Una mosca blanca entró en mi boca y se alojó en mi garganta. Por el río navegaba un barco, navegué en él hasta llegar a una tierra nueva, a otro valle frondoso lleno de manantiales y arroyos, rebosante de aves cantarinas y árboles frutales. Me dormí a la sombra de un sauce y un pájaro blanco me picó en la cabeza; de ella salió un pajarito encantador. Un pájaro negro atacó al pajarito y se lo llevó. Lloré por el pajarito secuestrado y entonces me desperté.
    Y el sabio imam dijo:
    —El valle desolado es el lugar de donde procedes, y Dios te ha guiado al frondoso valle del islam. La mosca negra era la oscuridad y la mosca blanca que anidó en tu garganta es la Shahada, el juramento de la fe musulmana: afirmo que no hay más dios que Dios, y que Mahoma es su profeta. El barco es el bajel de la vida. El pájaro blanco es el hombre de honor que te desposará y te amará. Vuestra unión producirá una semilla que florecerá lejos de ti. Dios te ha mostrado el camino. Ríndete a Su voluntad.
    —Me convertiré al islam —dijo Maria, y pronunció el juramento de fe. Besó la mano del imam y éste la bendijo—. No puedo regresar a Génova como musulmana. Debo casarme con un valiente hombre de fe para que me proteja y defienda en mi nueva vida.
    El imam le pidió que trajera a su presencia al hombre elegido y le prometió que los casaría.
    —El hombre que he elegido está aquí —dijo Maria—. No hay otro más digno de ello.
    Maarouf sintió que el corazón le daba saltos de alegría.
    —¿Y cuál será su dote? —preguntó el imam.
    —Ofreceré diez mil dinares —respondió Maarouf—, por mi honor, en cuanto regresemos al Fuerte de Marqab.
    —Que así sea. —El imam desposó a la apasionada pareja y firmó los documentos. Redactó una fatwa en la que establecía que la joven se había convertido a la fe y casado por voluntad propia—. Que Dios esté contigo, hija mía. Cúbrete con el chal. No salgas como has entrado.

    Aún no habían anunciado el embarque. Desde una cabina llamé a Fatima para darle una sorpresa. Estaba en Roma, en el aeropuerto Da Vinci de Fiumicino para ser exactos, pero no la vería. Volaba hacia Beirut para dar una sorpresa a la familia.
    —¿Por qué diablos se casa tu hermana con ese imbécil? —gritó Fátima por teléfono—. Ella no quiere hablar conmigo. Nos evita a todos. Eso no tiene ni pies ni cabeza.
    —Están enamorados —dije en tono dócil.
    —No seas tonto. Ese cabrón no sabe ni qué significa la palabra y Lina se está comportando como una insensata. Le arruinará la vida. Tu madre quiere que aborte. Tu hermana no atiende a razones: quiere al niño y no desea en absoluto criar a un bastardo. Está loca.
    No dije nada. El aparato me pesaba en la mano.
    —Tengo que embarcar —dije.
    —Y si vuelves a pasar por Roma sin venir a verme, te juro que te asaré en un enorme horno italiano.

    A la salida de Jerusalén, Maria viajó tendida en el palanquín, pero descorrió las cortinas y sonrió a su marido, que cabalgaba a su lado. La felicidad hacía que Maarouf montara muy erguido en su silla. Iba radiante, muy cerca de su esposa. Maarouf dejó que la comitiva rebasara el cruce que conducía a Jaffa, y el visir de Génova preguntó adonde se dirigían.
    —Al Fuerte de Marqab —respondió Maarouf—, para que sean mis invitados de honor.
    A su regreso se celebró un banquete en el Fuerte de Marqab. Maarouf visitó a su esposa en la noche de bodas. A la mañana siguiente salió de sus aposentos y se sentó entre sus hombres.
    —Habéis sido muy amable y generoso con nosotros —dijo el visir genovés—. Os estamos muy agradecidos. Ahora debemos seguir nuestro camino.
    —Vuelve a casa y di al rey de Génova que su hija se ha convertido al islam y se ha casado con Maarouf, el jefe de fuertes y batallones.
    El visir palideció.
    —¿Habéis visitado sus aposentos?
    —Desde luego. Es mi esposa.
    El visir gimió, se abofeteó y se golpeó el pecho.
    —Matadme ahora, señor. No puedo regresar a Génova sin ella.
    Los gritos y lamentos del séquito de Maria llegaron a oídos del rey de Génova antes de que éste entrara en palacio. El visir, pálido y afectado, anunció:
    —Majestad, la princesa ha renunciado a su fe y se ha casado con un musulmán. No deseaba volver.
    El rey montó en cólera.
    —Enviad una carta al rey Saleh y matad a este mensajero.
    En el salón del trono, el juez del rey Saleh le leyó la carta.
    —Esto no puede ser, majestad —dijo Arbusto—. El rey de Génova confió en Dios y en vos la protección del honor de su hija. Vos se la confiasteis a Baybars, y él y su buen amigo Maarouf os han traicionado. Nunca había presenciado un escándalo de tal magnitud.
    El rey hizo llamar a Baybars y le pidió explicaciones.
    —He recibido una carta de Maarouf en la que se dice que la princesa escogió la verdadera fe por voluntad propia; nadie la obligó. Dios le hizo ese regalo. Maarouf tiene en su poder una fatwa del imam de al-Aqsa que confirma el regalo de Dios y la decisión de la princesa de tomar a Maarouf por esposo.
    —Es una historia cierta —dijo el rey Saleh—. El islam es un legado del Todopoderoso. Juez, enviad una carta al rey de Génova explicándole lo sucedido. Sed delicado. La decisión que ha tomado su hija de vivir tan lejos de él no será una noticia fácil de escuchar ni de tolerar.
    El juez del rey dejó a un lado la delicadeza en su carta. Ésta rezaba así:
    «El rey Saleh ha permitido que su protegido, el príncipe Baybars, secuestre a vuestra hija para venderla al harén de Maarouf. Si me hacéis llegar un barco hasta Jaffa, un arcón lleno de dinero y un batallón de hombres disfrazados, yo mismo me encargaré de devolveros a vuestra hija a Génova. El rey ha perdido el juicio, y no deseo seguir aquí y presenciar cómo se hunde el reino bajo el poder de sus sucesores.»
    El juez del rey envió la carta a Génova con un mensajero. Recogió luego sus pertenencias y todos los bienes que había robado a lo largo de los años, se quitó los ropajes de juez y abandonó la hermosa ciudad de El Cairo.
    Maria se despertó enferma y Maarouf hizo llamar al doctor.
    —Cura a mi esposa, cirujano —le dijo—. Te lo ruego. Haz que se ponga bien.
    —El clima no le está sentando bien —dijo el doctor después de examinar a Maria—. Llevadla a Deir ash-Shakeef y que descanse allí durante tres meses. No sé bien cuál es su enfermedad, pero un reposo de tres meses debería curarla de cualquier mal que la aqueje.
    Maarouf cogió a su esposa y, acompañados por un escuadrón, se dirigieron a los aires puros de Deir ash-Shakeef. En pocas semanas ella empezó a sentirse mejor, aunque conservaba cierta sensación de gravidez.
    —Marido mío —dijo ella—. No estoy enferma, a menos que estar encinta se considere una enfermedad.
    Maarouf daba saltos de alegría.
    Poco después Arbusto fue a visitar a Maarouf en su residencia de Deir ash-Shakeef. El villano se presentó ante Maarouf fingiendo ser un rico comerciante y le ofreció un buen número de lujosas telas para su esposa.
    —Un regalo precioso, honesto mercader —dijo Maarouf—, pero decidme: ¿qué he hecho para merecer tal generosidad por vuestra parte?
    Arbusto dijo que sólo deseaba una cosa: una carta firmada por el jefe de fuertes y batallones que autorizara a su portador a viajar por el territorio sin que nadie interfiriera en su camino.
    —Vuestra reputación de honestidad y valor es bien conocida por todos —dijo Arbusto—. Con dicha carta en mi poder nadie osará acercárseme.
    Maarouf hizo lo que se le pedía.
    Arbusto pasó la noche a las afueras de Deir ash-Shakeef. Por la mañana se rasgó la ropa, se frotó el cabello con arena y se magulló la cara con piedras. Fue a ver a Maarouf, quien al verlo exclamó sorprendido:
    —¿Qué os ha sucedido, buen mercader?
    —A veinte leguas de la ciudad fui asaltado por una banda de rufianes —explicó Arbusto—. Les mostré vuestra carta y ellos escupieron sobre ella. «El jefe de fuertes y batallones no es más que un fanfarrón tullido, un gato casero desdentado con ínfulas de león», dijeron los bandidos. Me golpearon y me robaron todas mis pertenencias.
    El héroe se levantó y miró al techo.
    —¿Yo, un gato casero? —Salió como una exhalación en busca de su espada—. No te muevas de aquí —dijo al mercader—. Volveré con tus objetos de valor y con las cabezas ensartadas de tus asaltantes.
    Él y su hombre salieron en dirección al norte, dejando a su esposa bajo la protección de dos guardias.
    Arbusto paseó frente a los soldados de guardia, fingiendo estar ansioso. Del bolsillo izquierdo sacó unos bombones y se los metió en la boca. Uno de los guardias preguntó qué era lo que comía.
    —Bombones de dátiles —replicó Arbusto—. ¿Queréis uno?
    Del bolsillo derecho extrajo un montón y se lo dio a los guardias. En media hora el sedante había penetrado por sus venas y los soldados yacían inconscientes. Fue entonces cuando Arbusto irrumpió en los aposentos de la princesa, cubrió a la dormida Maria con un gran saco de arpillera y se la llevó.

    La terminal de llegadas del aeropuerto de Beirut parecía borrosa, con la imprecisión que tienen los paisajes en los sueños. El espacio en sí mismo no había cambiado, pero el aire se había enrarecido: apestaba a alcanfor, cigarrillos y humanidad. Las motas de polvo se escabullían por el suelo de piedra, aterradas de que alguien las pisara. Los ubicuos carteles del presidente de Siria, tan serio él, me obligaron a mantener la vista al frente. Sus agentes secretos, vestidos de poliéster como civiles, eran sólo un poco menos numerosos que sus fotos.
    Negocié la tarifa con el taxista, un hombre tan viejo como mi padre. De entrada pidió una suma exorbitante. Su Mercedes había sido restaurado y reparado. Mire. ¿Lo ve? Ni una rayada, ni un orificio de bala.
    —Míreme —le dije—. ¿Tengo pinta de ser un tipo al que le preocupe en qué clase de coche viaja?
    Bajó veinte. Subí dos. Adujo que el pueblo estaba muy lejos, al menos a cuarenta minutos. Repliqué que podía encontrar otro taxi.
    Bancos de ominosas nubes de pizarra se cernían sobre nosotros mientras avanzábamos por la carretera de la montaña. Los árboles parecían haber menguado.
    —Es por la leña —explicó el conductor. El coche sufría un espasmo con cada bache—. Al menos la zona es segura de momento. Para su gente al menos. Usted es druso, ¿no?
    —Medio druso —dije.
    Se volvió hacia mí con aire inquisidor, como si el concepto le resultara totalmente ajeno. Esperó a que yo le contara más, pero no lo hice.
    —¿Por qué ha vuelto? La gente ya no regresa.
    —Una boda.
    —¿Y viene con las manos vacías?
    —Mi maleta llegará mañana.
    —Antes los emigrantes volvían con sacos y sacos de objetos valiosos, dinero y joyas. Fuera encontraban oro y volvían a casa para ser hombres. Ahora todo el mundo se marcha, pero nadie vuelve. Si yo fuera usted, no habría venido, ni para una boda.
    —Sólo llevo unos meses fuera.
    Negó con la cabeza, incrédulo.
    —Pues parece que lleve años sin estar aquí.
    Me dieron ganas de mirarme en el espejo, de observarme la cara. ¿Tanta pinta de extranjero tenía?

    El rey Saleh sucumbió a los malos vientos de la enfermedad. Los doctores le aconsejaron un mes de reposo en un clima templado. El rey y sus cortesanos se trasladaron a al-Mansoura, donde la brisa fresca había curado más de un desorden de salud. Se recobró y volvió a El Cairo, sólo para recaer. Oyó tañer las campanas de la muerte.
    —Traedme a mi hijo —dijo el rey.
    Baybars corrió al lecho real.
    —Una vez construiste todo un barrio para mí, hijo mío —susurró el rey—. Concédeme ahora una mezquita que albergue mi alma durante toda la eternidad.
    Baybars contrató a arquitectos, constructores y artesanos.
    —No dormiré, ni vosotros tampoco, hasta que esta majestuosa mezquita se alce en honor de nuestro sultán. Empezad.
    En un mes se erigió una mezquita de enormes dimensiones. El viernes posterior a su finalización, el rey visitó la mezquita acompañado de sus criados.
    —Soy un hombre feliz —dijo.
    Al regresar al salón del trono quiso sentarse, pero le resultó imposible. Lo llevaron a su cama.
    —Giradme hacia la Qibla —dijo el rey—. A Dios pertenecemos, y a Él volvemos. —Estaba tendido en el lecho, de cara al este—. Afirmo que no existe más dios que Dios y que Mahoma es Su profeta.
    Y el rey murió.

    Nuestro pueblo centelleaba a la luz del anochecer. Un guardia vestido con traje oscuro y una raída camisa blanca, con un rifle automático colgado al hombro, detuvo el taxi a la puerta de casa de mi padre. Inclinó la cabeza para mirar hacia el interior a través de la ventanilla del conductor.
    —¿Quién eres? —preguntó.
    —¿Quién eres tú? —repliqué yo.
    Se rió.
    —¿Quién eres? No vas vestido para una boda.
    Otro individuo armado y vestido con un traje barato se unió a él y se agachó para echarme un vistazo. Sonrió: no cabía duda de que había comenzado las libaciones temprano.
    —Si el novio mereciera la pena —dije—, me habría vestido mejor, pero dado que no es más que un tonto comunista que ha traicionado la gran causa, no pienso molestarme.
    Ambos hombres estallaron en una carcajada con ecos de embriaguez.
    —Te conozco —exclamó el segundo soldado.
    Intenté adoptar un tono de voz serio.
    —Ve a decirle a tu líder que tales frivolidades están por debajo de sus posibilidades. He venido para echarle una reprimenda.
    —Deja en paz al pobre hombre —bromeó el primero—. No es consciente del lío en que se mete.
    Más hombres nos rodearon. La casa, iluminada, estaba a unos veinte metros del patio, y todo el jardín delantero estaba lleno de soldados que hacían esfuerzos sobrehumanos para pasar por invitados a una boda. Sólo los guardias del bey ya rozaban la treintena. Desde que estallara la guerra civil había empezado a reclutar protección con la misma insistencia con que una perra en celo reclutaba machos.
    —Te conozco —repitió el segundo guardia—. Nos conocimos hace un año. No estás aquí.
    —Por supuesto que no. Soy un producto de la imaginación colectiva. Ahora dejadme pasar. No me hagáis bajar del coche.
    Los hombres resoplaron.
    —Ha llegado el hermano de la novia —gritó uno.
    —Ha llegado el hermano del nuevo jefe —corrigió otro.
    Un rifle automático fue disparado al aire; el susto borró de un plumazo cualquier muestra de alegría de mi sistema nervioso. El disparo fue seguido por otro, y por otro más. A unos metros, los guardias del bey no quisieron ser menos y se unieron a la milicia de Elie en un estático orgasmo de fuego.
    Cuando por fin se calmaron los rifles, el silencio quedó empañado por el generador diesel, un viejo trasto que sonaba como la locomotora de un tren de vapor. El pueblo no tenía electricidad. Mi padre había construido esta casa como lugar de veraneo, pero la guerra había obligado a la familia a instalarse aquí, al menos de forma temporal. Aunque como casa de veraneo era relativamente cómoda, no era lo bastante espaciosa ni estaba suficientemente acondicionada para que la familia viviera en ella a tiempo completo. Y desde luego no era el marco ideal para una boda.
    Mi padre salió de la casa en cuanto oyó las salvas de bienvenida. Los invitados aún no habían empezado a llegar. Al verme bajar del taxi, la expresión de su rostro compensó todas las penalidades del viaje. Vi que deseaba ir hacia mí. Imaginé que los músculos se tensaban debajo del traje, a la espera de una liberación que había tardado en llegar. Subí los cinco escalones que me separaban de él. Su mirada llevó un velo de lágrimas a mis ojos. En cuanto mis labios le besaron las mejillas, me engulló con sus brazos. Me dejé fundir en su abrazo.
    Otra salva de disparos nos sobresaltó. Los hombres, conmovidos por la escena que se desarrollaba ante ellos, el reencuentro de un padre y un hijo, expresaban su aprecio disparando al cielo.
    Mi padre me condujo hacia el interior de la casa. Una primera mirada mostró a la familia y a los amigos íntimos en plena preparación para el recibimiento de invitados: la casa bullía de actividad. Mi primo Hafez fue el primero en advertir mi presencia desde el otro lado del vestíbulo. Bebía un whisky mientras empujaba una mesita a un lado con la pierna. La sorpresa floreció en su cara y apareció una sonrisa. Sin palabras dijo: «¿Qué pasa, hermano?». Le saludé con una sonrisa.
    Mi madre apareció por el pasillo que llevaba a los dormitorios. Siempre que se sentía presionada, siempre que tenía la sensación de estar luchando sola contra el mundo, su reacción instintiva era asegurarse de ir perfecta. Aunque yo no hubiera estado muy al tanto de las razones que explicaban esta boda, sólo con ver su increíble aspecto habría podido deducir que no la aprobaba. Farah Diba habría matado al sha para parecerse a ella. Mi madre llevaba un recogido alto, sujeto de manera informal mediante un buen número de perlas color crema; la parte frontal del cabello aparecía tirante, peinado con la raya en medio. En cada oreja llevaba cuatro perlas: una de color negro rodeada de dos de color crema y una tercera del mismo color que caía del centro en forma de lágrima. El vestido, de escote de barca, era de ese mismo tono crema: ajustado y salpicado al azar de las mismas perlas.
    —Di a esos idiotas que dejen de disparar —le espetó a mi padre—. Esto es una boda, no una bacanal.
    Se detuvo y me miró, atónita. Sonreí. Se llevó la mano a la boca. Tembló, se tambaleó y le falló la rodilla. Oí cómo la tela del vestido se rasgaba por la caída. Mi padre corrió hacia ella. En cuestión de segundos la casa entera la rodeaba.
    —Apartaos —gritó la tía Wasila, mientras empujaba a la gente sin miramientos—. No la agobiéis. Necesita aire.
    El bey, que estaba agachado para atender a mi madre, fue empujado a un lado como los demás, sin ceremonias.
    —Despejad. Los invitados están a punto de llegar.
    —Creí que era un fantasma —dijo mi madre a mi padre.
    —No lo es, querida. Es de carne y hueso. —La preocupación confería a su sonrisa un aire pensativo—. ¿Te encuentras bien? —La ayudó a incorporarse.
    —Estará bien. Concédele sólo unos minutos. —La tía Wasila cogió a mi madre de la mano y la llevó hacia el pasillo—. Tú —dijo, dirigiéndose a mí—, entra a hablar con tu madre mientras se repone.

    Maria despertó en la penumbra. Se sintió mareada y desorientada, hasta que se percató de que la cama sufría una leve oscilación.
    —¿Dónde estoy? —preguntó.
    Al amparo de la oscuridad, Arbusto dijo:
    —En el mar. En dirección a Génova.
    Maria intentó adivinar qué había pasado. Meditó sobre lo que había caído sobre ella: tal humillación después de tanto gozo. Sollozó en silencio y puso su destino en manos de Dios. Durante tres días y tres noches las lágrimas fueron sus amantes, sus compañeras íntimas. Y al tercer día se desató una tormenta.
    El cielo se quebró y soltó sus aguas hasta casi desbordar el mar. La única luz que dirigía el rumbo eran los relámpagos, y los truenos desviaban al barco en todas direcciones. Una galerna despiadada partió el mástil. Tempestades y lluvias azotaron a la solitaria nave durante días y semanas, meses y meses. Los marineros perdieron la cordura y el capitán perdió el control del bajel. El día en que las tormentas amainaron Arbusto se subió a la cubierta del barco, que había encallado a orillas de una isla.
    —¿Dónde estamos? —preguntó Arbusto al capitán, quien respondió que la isla se llamaba Tabish.
    Un monasterio abandonado asomaba por encima de los bosques que cubrían la isla. El capitán envió a los pasajeros a tierra, con sus hombres, que se pusieron a cortar leña para reparar las costillas partidas del barco.
    En la isla desierta Maria se sintió aún más débil y le sobrevino el parto.
    —Debo aliviarme —informó a su secuestrador, y se encaminó hacia el bosque.
    Arbusto no puso objeción alguna ni la acompañó, ya que sabía que en la isla no había escapatoria posible. Ella se internó en la espesura, concentrándose en dar un paso detrás de otro, sin caer en la desesperación. Llegó al monasterio y subió al altar abandonado, donde dio a luz a un varón tan hermoso como la luna nueva. Maria envolvió al bebé con su túnica, le besó y dijo:
    —Si me acompañas tu destino será servir de comida a los peces hambrientos. Te dejo en la casa de Dios, a Su merced. —Cerró los débiles ojos, se arrodilló sobre sus débiles rodillas y rezó—: Prométeme, oh sirviente de este lugar sagrado, en el nombre de Dios y de todos sus ilustres profetas, que vigilarás a este niño y le protegerás de todo mal que aceche a su alma.
    Abandonó al niño y regresó al barco. Una semana más tarde comparecía en Génova ante su padre. Arbusto se dijo que, si había podido hacerse pasar por juez real, también podría fingir ser sacerdote. Se atavió como corresponde a un hombre de Dios y llevó a Maria a presencia del rey. Éste preguntó a su hija:
    —¿Has renunciado a tu fe?
    —He renunciado a mucho más que eso.
    —Debes ser castigada por haberte casado con un musulmán —sentenció su padre—. Vivirás presa en tus aposentos hasta el fin de tus días.
    Una sollozante Maria dedicó su tiempo a mirar por la ventana, a la espera de que Dios le enviara la redención.

    El roto estaba en la cadera izquierda del vestido de mi madre, pequeño pero visible. La tía Wasila se arrodilló para verlo de cerca. Mi madre oscilaba frente al gran espejo mientras con la mano alisaba la tela rasgada.
    —Intentemos pegarlo con cinta por detrás —dijo ella.
    Me pregunté a qué venía tanta colaboración por parte de la tía Wasila. Siempre se había mantenido a distancia de la familia, y dicha distancia se había hecho aún mayor después de la muerte del tío Wayih, unos años atrás.
    —La cinta es un recurso vulgar —dijo la tía Wasila—. Es un desgarrón pequeño. ¿Dónde tienes el costurero?
    —Estás fantástica —murmuré.
    —Tú no —repuso mi madre—. Ve a cambiarte.
    Le expliqué que la maleta aún no había llegado. Me preguntó si tenía problemas en Los Ángeles. Insatisfecha con mi simple no, preguntó por los estudios. La tía Wasila enhebró un largo hilo en la aguja.
    —Creí que me necesitarías —dije.
    Mi madre se relajó a ojos vista.
    —Ha sido un detalle. Al menos péinate. Vas a asistir con tejanos a la boda de tu hermana. ¿Dónde vamos a ir a parar?
    Mi prima Mona llamó y entró, sin prestar la menor atención a la tía Wasila.
    —Lina quiere saber por qué su hermano aún no ha entrado a verla —dijo Mona. Se rió—. Aunque lo cierto es que no ha usado la palabra hermano.

    En cuanto entré en su habitación, Lina echó a todas nuestras primas.
    —Están tan inquietas que al final acabo tranquilizándolas yo en lugar de ser a la inversa. —Se sentó en el taburete y contempló su imagen reflejada en el espejo. Ya la habían maquillado y llevaba el traje de novia. Lo único que faltaba era colocarle el velo—. ¿Intentas robarme el protagonismo?
    —¿Cuándo he podido hacerlo? —Me senté en la cama. Me dolían los pies—. ¿Cómo puedo competir con ese aspecto tan imponente que tienes?
    —¡Qué encantador! ¿Cómo puede ser? ¿Estás sobrio?
    Me tumbé en su cama, hundí la cabeza en su almohada y aspiré su fragancia. Deseé con toda mi alma que pudiéramos tumbarnos allí y escuchar a David Bowie, o los aullidos y sollozos de Led Zeppelin, solos los dos. Ella se puso en pie e intenté ver si había ganado peso. Era la más alta de la familia. Mi madre también lo era, pero se mantenía delgada y huesuda. Lina no estaba gorda, pero llenaba el vestido, lo que complicaba la tarea de calcular su peso. Se sentó en la cama y se apoyó sobre los brazos.
    —Ojalá pudiera tumbarme, pero se me estropearía el peinado.
    Me arrodillé, cogí dos almohadas y las coloqué a los pies de la cama.
    —Túmbate así —dije—. Confía en mí.
    Se recostó con suavidad, con el cuello elevado por las almohadas y el cabello flotando en el aire. Se alisó la parte inferior del vestido, que parecía elevarse como un souflé en cuanto se postraba.
    —Quítame los zapatos. Ahh, mucho mejor.
    Me tumbé de espaldas y tuve un encuentro de cerca con sus pies revestidos de medias blancas. Arrugué la nariz. Ella movió los dedos.
    —No puedo creerme que estés aquí —dijo ella—. Y me alegra tanto que no te pongas a hacerme preguntas estúpidas.
    —Tengo demasiadas. No sabría por dónde empezar. ¿Dónde vais a vivir?
    —No empieces.
    —No pregunto por qué. Me limito a ser práctico. No te pregunto si le quieres ni nada parecido. ¿Dónde vais a vivir? No puedes instalarte en los barracones, o dondequiera que él esté metido estos días. Y desde luego él tampoco puede vivir aquí mientras esté combatiendo.
    —Cuando termine la guerra compraremos algo donde vivir. Por el momento seguiremos como hasta ahora. No durará mucho. Lo superaremos.
    —¿Cómo piensa mantenerte? Tú has dejado los estudios. ¿Por qué? Eres la persona más lista que conozco.
    —Ya los acabaré más adelante. Me he empeñado en que esto funcione. Y ahora cállate. Estoy descansando.

    Maarouf y sus hombres no pudieron encontrar ni bandoleros ni ladrones. Preguntó en todos los pueblos que cruzó en su camino si alguien tenía noticias de una banda de salteadores que había atacado a un inocente mercader. No tardó en sospechar de la mendacidad del hombre. Cuando regresó a Deir ash-Shakeef, descubrió que su esposa había desaparecido.
    —Soy un hombre presumido y bobo —declaró.
    Envió partidas en busca del traicionero villano. Una de ellas siguió el rastro de Arbusto hasta la ciudad de Jaffa, donde se descubrió que había zarpado en un barco con destino a Génova. Maarouf convocó a sus hombres.
    —Partiré en busca de mi esposa y mataré a cualquiera que haya tomado parte en esta pérfida acción. Volved al Fuerte de Marqab y atended a mis obligaciones hasta que yo regrese.
    En Génova, Maarouf se dirigió al palacio del rey. Espada en mano, se preparó para asaltar la puerta, pero un gorrión rodeó su arma dos veces y emprendió el vuelo ante sus ojos. Maarouf siguió el vuelo del gorrión con la mirada y vio que éste se acercaba a una de las torres de palacio, que estaba cubierta por un floreciente emparrado amarillo. A sus oídos llegaron débiles sollozos que le atravesaron el corazón, pues en ellos reconoció el llanto de su amada.
    —Te oigo —gritó él.
    Se encaramó a la torre por el emparrado, ayudándose de las protuberancias y fisuras de la piedra, hasta alcanzar la ventana más alta. A través de ella vio a su esposa sentada frente a un telar, inmóvil.
    —¿Quién anda ahí? —preguntó Maria.
    —Soy Maarouf, tu marido.
    Un escalofrío recorrió el cuerpo de Maria.
    —Has venido en mi busca, Maarouf —gimió—, pero es como si no me hubieras encontrado. Estoy tan viva como este telar roto, tan vacía como este hilo sin alma. Sin mi hijo, no existo, y sin tu hijo tú no eres un hombre. Está en una isla llamada Tabish. Tráeme a mi hijo o nunca saldré de este mausoleo.
    Maarouf se unió al llanto de su esposa. Descendió de la torre, regresó al puerto y zarpó en dirección a Tabish. Registró la isla. Escaló las montañas, movió las piedras, arrancó los árboles. Destrozó el monasterio piedra por piedra, tronco a tronco, pero no pudo dar con su hijo. Maarouf volvió a postrarse de rodillas ante el indiferente mar y lamentó su azaroso destino.
    —En el nombre de mi padre, de su padre, y del padre de mi abuelo, juro por toda la sangre que corre por mis venas que encontraré a mi hijo, mi sangre, mi vida.

    —Ya casi es la hora —dijo mi madre.
    Hizo que Lina se levantara y mostrara su aspecto. Mi madre, la tía Samia y las chicas se aseguraron de que nada se dejaba al azar. Ninguna parecía satisfecha con el vestido. Era hecho a medida, pero no cabía duda de que el diseñador había trabajado con demasiada rapidez.
    —Estás preciosa —dijo la tía Samia—. Estamos orgullosas de ti.
    Lina parecía perpleja, como si no estuviera del todo segura de que la conversación se refiriera a ella.
    —Mírala —dijo la tía Samia a Mona—. Admira su porte. Así es como debería estar una novia en su noche de bodas.
    Una sonrojada Lina, algo que nunca pensé que vería, se materializó frente a mis ojos.
    —Aprende de ella, hija mía. La cabeza siempre alta, desafiante, llena de aplomo. Si mi madre pudiera verte... Estaría orgullosa, igual que yo.
    Mi madre cogió la mano de mi hermana, la llevó a sus labios y la besó.
    —Coge el velo —dijo la tía Samia—. No querrás hacer esperar a tu padre cuando entre. —Sostuvo la tela en la mano y la observó como lo haría un controlador de calidad de una fábrica textil—. ¿Te lo vas a poner de cualquier manera? Venga, chicas. Buscad algo que hacer. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué estás haciendo en este cuarto, muchacho? Sal de aquí. Tenemos que hablar de la luna de miel y no deberías oírlo.
    —Aún no habrá luna de miel —dijo Lina—. Él no tiene tiempo. Ya la celebraremos cuando termine la guerra.
    La tía Samia no pudo evitar que una mueca asomara a su rostro.
    Por un instante dio la impresión de que su energía iba a agotarse, pero la contuvo a tiempo.
    —Pues si me lo preguntas te diré que mucho mejor. ¿Por qué irse de luna de miel y dejar atrás a tus seres queridos mientras se sigue librando una guerra? Yo no lo pasé nada bien durante la mía, así que no las recomiendo. Mi marido se pasó toda la semana en El Cairo durmiendo. ¿No me crees? Ve a preguntarle qué es lo que más le gustó de El Cairo y te dirá que la almohada del Hilton. Es probable que tengas que despertarle para preguntárselo, pero eso es lo que te dirá. Lunas de miel... Las lunas de miel no son para los de esta familia.
    —¿Estás lista? —preguntó mi madre. Echó a todo el mundo del cuarto—. Si queréis ver salir a la novia será mejor que estéis fuera.
    Miré a Lina, que con un gesto me pidió que me quedara. Mi madre anunció desde la puerta:
    —Enviaré a tu padre dentro de un minuto.
    —Madre —exclamó Lina.
    Mi madre se paró y dio media vuelta. Esperó a que Lina dijera algo, pero mi hermana no podía hablar. Mi madre cerró la puerta y se encaminó hacia ella.
    —Quiero besarte —dijo mi madre—, pero no es una buena idea. Sin embargo los besos en el aire no te estropearán el maquillaje. —Mi madre cogió a Lina de las dos manos y se intercambiaron tres rondas de besos en el aire. Mi madre fue hacia la puerta—. Será mejor que no te entretengas.

    Mi padre, apuesto y señorial, tendió la mano a mi hermana. Lina titubeó, se miró una última vez en el espejo y fue hacia él. Cogidos del brazo dieron un paso y tropezaron.
    —Te llevo yo —bromeó mi padre.
    Reanudaron la marcha, pero seguían sin acompasar el ritmo, como si mi padre hubiera ensayado para este momento durante toda su vida y la vida hubiera decidido no colaborar.
    Yo había esperado que mi padre estuviera más emocionado, pero subestimaba su resistencia. No parecía un hombre que acabara de sobrevivir a la muerte de quien había sido su hermano menor y su mejor amigo. Avancé detrás de ellos, me paré y los vi cruzar el oscuro pasillo hacia la luz que emanaba del salón. Estalló una barahúnda de gritos, aplausos, silbidos y aullidos capaz de sofocar la Marcha nupcial de Mendelssohn que sonaba por los altavoces. Alguien, es de suponer que el tío Akram, empezó a tocar el derbakeh. Una mujer entonó una canción de boda típica de las montañas, una loa a la hermosa novia. Cuando por fin llegué al final del pasillo, mi padre había cedido a su hija a Elie, quien hacía todo lo posible por fingir que se sentía a sus anchas enfundado en un traje en lugar del mono militar que solía llevar. Elie contempló a la multitud antes de dar a Lina un beso rápido: un beso breve en señal de compromiso eterno. El tío Akram, visiblemente disgustado con la disonante competencia de Mendelssohn, dio un golpe al tocadiscos con el muslo. Se oyó un crujido y pararon los instrumentos de cuerda, y el tío Akram se puso a tocar el tambor con más fuerza, de forma rápida y sincopada.
    Los recién casados cortaron la tarta. Elie intentó rodear a Lina con el brazo, pero el tenedor no dejaba de interponerse entre ambos. Un pedazo de pastel cayó sobre la manga de Lina, y de allí al suelo. Ella se rió. Mi madre meneó la cabeza. Un par de críos se apresuraron a apropiarse del pedazo caído. El nieto del bey, envuelto en dos jerséis a pesar del calor que reinaba en la sala, se metió el pastel en la boca. Nuestro futuro bey miró a Lina, abrió mucho la boca, sacó la lengua y le mostró el trozo de pastel húmedo que tenía dentro.
    Todo el mundo parecía estar de buen humor, y no era sólo por la boda. Las fiestas en tiempos de guerra siempre son momentos de euforia, libres de inhibiciones. Intenté hablar con Elie pero éste parecía evitarme: tanto a mí como al resto de la familia, la verdad. Resultaba desconcertante ver cómo todo un miliciano con docenas de soldados a sus órdenes, un asesino de hombres, hacía denodados esfuerzos por eludir el contacto visual. Cuando le acorralé para expresarle mis mejores deseos, me interrumpió con este comentario:
    —No ha sido culpa mía. Se suponía que sólo era un rato de diversión.
    Parecía un crío de cuatro años aterrado; tenía los ojos tan abiertos que casi le abarcaban la mitad superior de la cara.
    Tenía los pies hinchados y me dolían los empeines. Los últimos invitados iban desfilando, pero aún no había llegado el momento de romper la fila de saludos. Lina parecía la más cansada de todos, mientras que Elie daba la impresión de cobrar fuerzas a medida que avanzaba la fiesta. La tía Wasila y sus hijos se marcharon con los invitados, al igual que el tío Halim y su familia. La tía Samia se quitó los zapatos y empezó a ayudar a los criados a recoger las mesas hasta que mi madre le pidió que parara.
    —Dame veinte minutos para asearme y estaré lista para salir —dijo Lina a Elie.
    Él carraspeó.
    —Creo que lo mejor es que yo vuelva a Beirut con mis hombres. —No conseguía levantar la vista de los zapatos—. Ellos tienen que estar allí por si pasa algo y... Bueno, no me parece bien que yo no esté si hay algún problema. Podrían atacarnos.
    —¿En tu noche de bodas?
    —Bueno, a esos cabrones enemigos no les importa que sea mi noche de bodas —dijo él, tartamudeando.
    —En ese caso creo que deberías ir —dijo Lina.
    —Sí, sí, creo que sí. —Retrocedió con pasos lentos y faltos de decisión—. Gracias a todos. Ha sido una gran boda. —Lanzó una mirada breve a mi madre—. Ojalá mi familia hubiera podido asistir. Gracias.
    Salió y la emprendió a gritos con sus hombres borrachos. Se subieron a tres desvencijados Range Rovers y partieron a toda velocidad, montaña abajo, hacia la ciudad. A lo lejos, un Beirut envuelto en la más absoluta oscuridad engulló las rojas luces traseras.
    —Creo que será mejor que me cambie de todos modos —manifestó Lina.
    —Sí —convino mi madre. Se sentó en el sofá y apoyó los pies en la pequeña otomana—. Ponte una ropa más cómoda mientras te preparo un buen whisky.
    En cuanto Lina se fue a su cuarto, mi padre dejó que la ira conquistara sus facciones. Se dejó caer al lado de mi madre. La intensidad de su enfado irradiaba calor hacia toda la sala. Yo era consciente de que el vaso de su furia estaba a punto de colmarse.
    —A ti también te sentará bien un whisky —dijo mi madre.
    —Quizá tengamos suerte —comentó la tía Samia—. A lo mejor sufren un ataque esta noche.
    —Ja —replicó mi madre—. Esas cosas no se dicen. —Negó con la cabeza—. Ja —y dirigiéndose a mi padre añadió—: ¿No podríamos llamar a alguien?
    Mi padre soltó una carcajada amarga.

    Quizás os estéis preguntando qué pasó con el niño. Quizás os preguntéis por qué su padre no lo encontró. Escuchad. Resulta que otra tormenta agitó las aguas del Mediterráneo y desvió un bajel donde viajaba Kinyar, el rey de Tesalia, a la isla de Tabish. El rey y su tripulación exploraron la isla y encontraron el monasterio.
    —Es el niño más hermoso que han visto mis ojos —declaró Kinyar. Fue a coger al hijo de Maarouf y Maria, pero un poderoso revés le derribó al suelo. Aterrado, miró a su alrededor. Sus hombres desenvainaron las espadas. No vieron nada—. ¿Por qué me golpeas? —preguntó Kinyar al monasterio—. Soy el padre de este niño y he venido para devolvérselo a su madre.
    De nuevo se dispuso a coger al niño y esta vez nada se lo impidió. Huyó con el bebé en brazos y sus hombres le siguieron, entre exclamaciones y tropezones. Partieron en el barco.
    El galeón de Tesalia se cruzó con un barco que iba en peregrinaje a la Ciudad Santa y lo abordó. El rey subió al barco capturado y dijo:
    —Busco a un voluntario, a una nodriza que alimente a mi hijo. Os mataré si no me concedéis lo que pido.
    Una joven monja se ofreció.
    —Ya he renunciado a mi vida antes y lo haré una vez más. No hace falta que muramos todos.
    Kinyar se la llevó a su barco y dejó que los demás prosiguieran su viaje. La monja mostró el pecho al niño hambriento y la leche brotó de él milagrosamente.
    —El bebé vivirá —afirmó la monja.
    —Lo llamaré Taboush, en honor a la isla que me lo ofreció —dijo Kinyar.

    A la mañana siguiente desayunamos temprano. Mi padre se atragantó con un pedazo de pan. Tosió, se golpeó el pecho y bebió un sorbo de agua. Desde el otro lado de la mesa mi madre le observaba con una expresión de leve inquietud en la mirada. Él carraspeó, encendió un cigarrillo y apuró el café.
    —Voy a ir a echar un vistazo a nuestra casa —anunció.
    —No hay nada que ver. —Mi madre untaba la tostada con mantequilla. Era la única de la familia que lo hacía—. Nos llevamos todo lo que tenía algún valor.
    —Quiero comprobar el estado del edificio. Si no dejamos sentir nuestra presencia, la casa se nos llenará de refugiados.
    —La razón por la que no tenemos gente viviendo allí es que el barrio sigue siendo peligroso. Sé razonable. No merece la pena correr el riesgo, y el hecho de que te dejes caer una vez al mes no detendrá a los posibles invasores.
    —Tendré cuidado —dijo él.
    Un rato después dije a mi madre que iba a dar un paseo y me colé con él en el coche. Si mi madre no aprobaba que mi padre fuera a nuestro antiguo barrio, menos aún habría querido que fuera con él.
    —Emprendamos nuestra próxima aventura —dijo él.
    Pasamos por muchos controles en el camino, cruzamos de una zona militar a la siguiente, sin que nadie nos pusiera problema alguno.
    Cuando llegamos me sentí aturdido. Nuestro barrio no había sido tan castigado como otros, pero las cicatrices eran visibles. También estaba tan deshabitado como un decorado de la Dimensión desconocida.
    Mi padre inspeccionó todos los pisos. En el nuestro los muebles estaban cubiertos con telas polvorientas, pero se había trasladado todo cuanto cabía en un coche. Sólo había una ventana rota. Fui a mi cuarto. La cama, la librería y la cómoda parecían niños enormes y tullidos, disfrazados de fantasmas de Halloween. Mi padre realizó una rápida inspección al piso del tío Yihad. No deseaba demorarse mucho en él. Yo me quedé.
    Deambulé por la sala y el comedor. En este apartamento las telas que lo cubrían todo perseguían una finalidad palpable.
    Las numerosas obsesiones del tío Yihad eran notorias. Era un devoto italófilo, aficionado a Brueghel, amante del cine, de las leyendas populares y un coleccionista de sellos raros, revistas de cine, esculturas diminutas de cristal, cajas de cerillas, cartas de restaurantes y piezas de loza libanesa. Su apartamento solía estar impregnado de su esencia, abarrotado de trastos y cachivaches. Lo habían quitado todo. Tirada en el suelo encontré una postal de un cuadro de Brueghel, Meg la Loca, uno de sus preferidos. Había dos cosas que nunca pude olvidar del cuadro: la mirada decidida de la propia Meg la Loca, la actitud de voy a quedarme con lo que me corresponde por derecho de esta mierda de sitio, y el monstruo gigante que se ayudaba de un palo para vaciarse el culo de sus contenidos mientras la multitud ansiosa aguardaba debajo a la espera de recibir la parte del tesoro que estaba a punto de caer. Cogí la tarjeta y examiné los marrones, los ocres y los rojos; las extrañas criaturas del infierno, las lanzas, los escudos y las cabezas mal colocadas; los anímales, los barcos a medias y los batallones; y la mujer, en apariencia el único ser humano, con una espada en la mano derecha, una cesta con bienes en la izquierda y una bolsa llena prendida de la cintura, caminando protegida por un casco y haciendo gala de una férrea determinación. Había obtenido lo que buscaba y había llegado el momento de irse. Tal y como yo lo recordaba. La guardé en el bolsillo.
    Entré en el despacho, donde el muro de las películas aún seguía intacto. No podía moverse. A lo largo de los años el tío Yihad había ido recortando imágenes de revistas de cine, sobre todo italianas, y había montado un collage que ocupaba toda la pared. Una de las ventanas del despacho se había roto y un trozo de cristal se había alojado en una foto que representaba el carrusel de El tercer hombre. Al arrancarlo me corté el dedo índice. Me llevé el dedo a la boca y succioné la herida.
    Empecé a ver la pared con ojos zen. Las estrellas de cine me devolvieron la mirada. Había al menos tres Marilyns, una de ellas sentada en una típica silla de director, mirando hacia atrás. Jane Fonda en Klute y Barbarella, Bette Davis en Jezabel y La extraña viajera, Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma y Desayuno con diamantes. Warren Beatty en el papel de Clyde yacía sobre Bonnie, Faye Dunaway. Marlon Brando se sentaba junto a Jack Nicholson. Sophia Loren se hincaba de rodillas en Dos mujeres, Anna Magnani destrozada en una de sus películas. Catherine Denueve en Belle de Jour; Julie Christie en Doctor Zhivago. Hedy Lamarr ataviada con un largo traje de noche, con el brazo izquierdo a su espalda y rodeando con la mano el codo derecho: «Disonorata, Il piú grande film per la stagione 1948-1949», rezaba el cartel. Katharine Hepburn compartía una escena con John Wayne, Glenda Jackson se apeaba de un tren, Shirley MacLaine parecía asombrada, Julie Andrews y Christopher Plummer aparecían con los niños de la familia Von Trapp. Una horrorizada Joan Crawford, con el subtítulo: So che mi ucciderai! Shirley Temple, Cary Grant, Clark Gable, Jimmy Stewart. Tres cuartos de una foto de Sissy Spacek y Robert Duvall. James Dean descamisado. Sean Connery descamisado. Tres versiones del bigotudo Burt Reynolds. Natalie Wood corría alegremente hacia su novio, el delincuente juvenil. Maria Callas sentada en una alcoba en la Medea de Passolini. Olivia de Havilland, Twiggy e Ingrid Bergman. Todos los colores se habían desvaído a excepción del pintalabios de Marlene Dietrich, que parecía retocado: el cigarrillo quebraba la línea roja. Un tiburón, Robert Shaw, Roy Scheider y Richard Dreyfuss anunciaban la película Lo squalo. Gene Kelly bailaba, Johnny Weissmuller era Tarzán. Escenas de playa sacadas del Dr. No y de De aquí a la eternidad. Dustin Hoffman con un muslo de mujer y subido en un caballo rodeado de indios. Los Oscars en múltiples fotos. El delicioso antebrazo de Rita Hayworth en Gilda, los sedosos ojos de Elizabeth Taylor en Un lugar en el sol. Mae West, la bella de los noventa. Franco Nero, espectacular en la sombra, Robert Redford y Paul Newman, Steve McQueen en Tom Horn, William Holden y Kim Novak, Dean Martin y Jerry Lewis, Úrsula Andress, Romy Schneider y Dalida. Judy Garland, Judy Garland, Judy Garland.
    Pero en el extremo inferior derecho había un hueco: una foto había sido arrancada y ahora se veía el yeso de la pared. No hacía falta que me dijeran quién la había arrancado ni qué foto era. Después de la muerte del tío Yihad, mi padre no habría querido que nadie viera la imagen de Alan Bates y Oliver Reed besándose con pasión. Mi padre debió de pasarse un buen rato para arrancarla.
    El dedo aún me sangraba. Me pasé la sangre por los labios y besé el hueco de la pared. La marca roja de mis labios podía compararse con la de los labios de Marlene.

    Capítulo 14
    Adán se aburría. El Jardín del Edén era encantador, pero quería a alguien con quien hablar.
    —Querido Dios —rezó—, necesito compañía.
    Dios le concedió una compañera. De la cola de Adán se creó a una mujer, Marwa, pero ésta resultó ser tan traviesa como un mono. Adán no estaba contento.
    —Querido Dios, necesito una compañía mejor.
    Eva salió de la decimotercera costilla derecha de Adán. Las mujeres decentes pueden tomar a Eva como su más remoto ancestro. Todas las chicas malas descienden de Marwa.
    Esta leyenda tiene una contrapartida judía en la de Lilith, que fue creada al mismo tiempo que Adán, a partir del mismo polvo.
    —Soy tu igual —dijo ella—. No me limitaré a yacer indefensa a tus pies. También yo busco realizarme.
    Adán protestó y Dios creó entonces a Eva de su costado para que estuviera a su lado, le apoyara, se sometiera a él.
    ¿Y Lilith? Pues Lilith se apareó con los demonios de las orillas del mar Rojo. Dios renegó de ella.
    No sabría deciros si Fátima desciende de Lilith o de Marwa, pero lo que sí puedo afirmar es que tenía poco que ver con Eva.
    Fátima era celebrada en el rincón del mundo donde vivía, o más bien descelebrada aunque no en el sentido occidental de la palabra. No era una estrella de cine, su cara no salía en las revistas, su nombre no aparecía en los periódicos serios. Era celebrada al estilo árabe, en términos discretos. Ninguna historia tenía el suficiente jugo si la lengua del cotilla de turno no sacaba a colación el nombre de Fátima. Fátima no se emparejó con demonios; prefería a los árabes del golfo, bajitos, ricos hasta la náusea, y de hecho «emparejarse» tampoco sería el término más adecuado. Su reputación quedó asentada con su primer matrimonio: fijaos en la palabra, asentada, porque de hecho los primeros rasgos ya habían quedado apuntados sólo por ser la hermana pequeña de Mariella.
    Esta es la historia de su primer matrimonio. Junio de 1981, yo acababa de licenciarme en la UCLA y entré a trabajar de ingeniero informático y programador en Ellisen Engineering, la única empresa en la que trabajaría. Fátima estudiaba psicología en la Universidad de Roma, aunque todavía no había terminado la carrera. No lo hizo. Al igual que mi hermana había hecho antes, contrajo matrimonio. A diferencia del de Lina, el matrimonio de Fátima duró más que la boda en sí, pero no demasiado. Él era un príncipe saudí increíblemente rico, joven, miembro de una familia numerosa, que no se hallaba en la línea de sucesión aunque tal vez llegara a ministro. La conoció en Roma y se prendó de ella. Declaró que no había conocido a nadie que pudiera comparársele y que lo más probable era que nunca volviera a hacerlo.
    —No estaba mal —dijo siempre Fátima.
    La familia del novio no saltó de alegría, pero tampoco mostró su desaprobación. Al fin y al cabo el chico era saudí, y le quedaban al menos otras tres oportunidades para afinar su gusto. Los problemas empezaron durante la boda, a la que yo no pude asistir por culpa del trabajo. Al parecer la madre y las hermanas del novio se metieron con la novia sin mala intención, exigiéndole que quedara embarazada.
    —¿No sería mejor que esperáramos hasta que acabe la boda? —replicó Fátima.
    Dos meses después, cuando la suegra volvió a interesarse por el posible embarazo de Fátima, ésta enrolló un periódico —un ejemplar del libanés Al-Nahar— y le propinó tres cachetes en la nariz. No —zas— te metas —zas— en mis asuntos —zas—. Por horroroso que fuera, ese adiestramiento de la suegra como si se tratara de un cachorro no fue la causa del divorcio. Para colmo del horror, el príncipe se puso del lado de su esposa. Cuando por fin el padre del príncipe preguntó a su hijo si Fátima le había puesto alguna vez la mano encima, el joven enrojeció hasta la médula, y la auténtica naturaleza de su relación sexual quedó al descubierto. Incluso eso podría haberse silenciado —al fin y al cabo estábamos en el mundo árabe— si el príncipe, profundamente humillado, no hubiera reconocido que, a pesar de que habían estado manteniendo relaciones sexuales desde que se conocieron, él aún no se había ganado el derecho al coito. Aquí el hambre, aquí las ganas de comer.

    ¿Cuál era la reputación de la hermana de Fátima? ¿Quién era Mariella, la gran Mariella?
    Retrocedamos hasta enero de 1975, unos meses antes del estallido de la guerra civil. Mi clase y la de los mayores fueron a esquiar a The Cedars. Con el fin de romper la monotonía de las tres horas de viaje desde Beirut, el autocar se detuvo en Hilmi's, un bar de la ciudad de Batroun donde servían limonada. Eran las seis de la tarde de un domingo y el local estaba abarrotado, repleto de esquiadores que volvían a la ciudad. Con la llegada de nuestros autocares apenas había un hueco libre.
    Un trío de estudiantes del curso superior, los más populares del colegio, se colaron justo delante de donde estábamos Fátima y yo. Uno de los chicos era el capitán del equipo de rugby de la universidad. Fátima decidió que abrirse paso entre tanta gente para un simple vaso de limonada era excesivo y salió a la calle. Fue una salida afortunada porque le evitó encontrarse con su hermana. Oí la risa de Mariella antes de verla a ella. Sostenía un vaso transparente de limonada con una pajita manchada de lápiz de labios.
    —Si este lugar era tan secreto —dijo en voz alta—, ¿cómo puede haber tanta gente?
    Su acompañante no pareció divertido. Alto y moreno, gastaba gesto agrio y uniforme de soldado, aunque no era el del ejército regular.
    —Tal vez no sea tan secreto, pero es la mejor limonada.
    —Está claro que no has estado en Roma. —Mariella se encaminó hacia la salida. No tuvo que abrirse paso entre el gentío, ya que éste se abrió como el mar de Moisés para dejarla pasar. Su vestido de lana de color rojo le habría quedado corto a una niña de diez años. Me distinguió entre la multitud y una sonrisa le bailó en los ojos por un instante antes de que sus labios formaran una mueca inequívoca—. Osama —chilló—. Mi cielo.
    Me alborotó el cabello y besó mis labios atónitos. Esmeralda acariciaba a Quasimodo. Me guiñó un ojo para invitarme a seguirle el juego.
    —¿Dónde te habías escondido, monada? —preguntó. Yo dudaba de que alguien se tragara esa charada, pero supuse que lo haría por algo—. ¿Vendrás pronto a verme? —Su voz era coqueta y habría desarmado a cualquiera—. Te he echado mucho de menos.
    Se alejó, sin dejar de mirarme, y me lanzó un beso desde la puerta.
    —Llámame —gritó ella.
    Su compañero me miró de reojo. Me sacaba una cabeza y media de estatura.
    El capitán del equipo de rugby se colocó rápidamente a mi lado.
    —¿Conoces a Mariella Farouk? —Tenía los ojos de un tono castaño claro, casi garzos, con tres motas sueltas de color granate dispuestas en distintos sitios según el ojo—. ¿La conoces bien? —preguntó—. Er..., ¿sois buenos amigos? ¿Hace mucho que os conocéis? Se presentará al concurso de Miss Líbano y estoy seguro de que ganará.
    —Dicen que hace las mejores mamadas —intervino un compañero—, lo que en cierto sentido es toda una sorpresa. Se diría que una chica con esa pinta no tendría por qué hacerlo. Ya se sabe, a las chicas feas no les queda más remedio que esforzarse, pero en su caso no es así: está buena y encima le gusta. No hay nada mejor.
    Me estremecí y sentí que mis mejillas enrojecían.
    —Es la hermana de Fátima —exclamé.
    El capitán del equipo propinó un codazo a su amigo.
    —No le hagas caso. No sabe lo que dice. Vayamos a por un vaso de limonada.
    Mientras el autocar seguía subiendo por la montaña en dirección a las pistas de esquí, una desconcertada Fátima, sentada a mi lado en el asiento que daba al pasillo, intentaba entender por qué el capitán del equipo de rugby se había apresurado a ocupar el asiento más cercano al suyo por el otro lado e intentaba entablar conversación con ella. Fátima tardó menos de dos minutos en aburrirse y fingir que dormía, con la cabeza apoyada en mi hombro.
    Unos meses después, cuando la guerra llegó al Líbano, el señor Farouk propuso a su esposa que se llevara a las dos hijas a Roma, su ciudad natal, hasta que se volviera a estabilizar la situación en Beirut. Mariella se negó a irse. Se lo estaba pasando demasiado bien. A los diecinueve años ya era una adulta. Tenía una vida y no iba a consentir que unas triviales escaramuzas interfirieran en sus planes.
    El señor Farouk fue el primero en caer muerto, en 1976. Fue secuestrado por una de las milicias, torturado y asesinado. Su cuerpo destrozado apareció en una zanja de la calle Mazra. Era la primera persona que yo conocía muerta por culpa de la guerra civil. Su muerte destrozó a Fátima, pero no a Mariella. El señor Farouk era un hombre querido y respetado, lo que significó que un buen número de personas, entre ellas mi padre, hizo lo que pudo durante un día y una noche para lograr su liberación. Sus esfuerzos cayeron en saco roto, ya que nadie consiguió averiguar qué milicia lo había secuestrado ni por qué razón. Se trataba de un conocido apolítico, cristiano iraquí, sin enemigos conocidos. El pánico a lo irracional, al azar, hizo que surgieran explicaciones de la nada. El señor Farouk era en realidad agente de la CIA. Era un espía israelí. Un espía sirio. Era un periodista que escribía la auténtica historia de los hechos y exponía la conspiración de las grandes naciones en contra del Líbano. Era miembro de la realeza iraquí. Había sido un famoso actor lituano que huyó de la maquinaria de propaganda soviética. Su muerte tenía sentido.
    A pesar de que la muerte de su padre podría haber servido para proporcionarle una pista sobre lo que podía pasarle, Mariella estaba demasiado absorta para captarla. Ella nunca se había visto como víctima; era una jugadora. Cual triste recuerdo de Evita, fue ascendiendo por el escalafón militar (Elie había sido un ensayo en la carrera, una piedra de paso). Pudo cambiar de bando y volver al anterior varias veces. La insignia del uniforme no importaba, el tamaño de la pistola sí. Cualquier otra mujer habría caído en el intento, pero su talento la hizo intocable, al menos durante un tiempo.
    La señora Farouk llamaba a mi madre por teléfono todos los días. Suplicaba, rogaba y la exhortaba a que ayudara a Mariella: la convenciera de que llamara a casa, detuviera esa locura. Mariella no quería ni necesitaba la ayuda de mi madre. De hecho, fue ella la que nos ayudó. En una ocasión en que nuestra familia quedó atrapada en Beirut, Mariella envió un jeep para que nos recogiera y nos trasladara a las seguras montañas: seguras para nosotros, pero todo un riesgo para el chófer y el guardaespaldas que lo acompañaba. Fátima llamaba a su hermana a todas horas, pero Mariella había dejado de escuchar.
    El capitán del equipo de rugby acertó: fue coronada Miss Líbano, pero murió de un disparo antes de que pudiera presentarse al concurso de Miss Universo. Cuando participó en la competición para el título de Miss Líbano, su reputación era tal que un voto en su contra implicaba un triste final para la vida del juez. Ganó a pesar de que no era ciudadana libanesa. Y lo más asombroso, ganó a pesar de no haber superado la prueba de talento.
    Se dice que conservó su carácter y sus rabietas. La historia de su muerte devino infame. Había sobrevivido al abandono de líderes de la milicia ávidos de poder; había sobrevivido a los viajes de este a oeste, y viceversa; había sobrevivido al hecho de que un amante la descubriera en la cama con un subordinado. (El subordinado se ganó el respeto de repente y poco después reemplazó a su predecesor. ¿Era Mariella una maestra del coaching, o fue el simple hecho de acostarse con ella, la novia de un superior, lo que granjeó ese inmediato respeto al subordinado? La pregunta sigue en pie.) Pero lo que resultó fatal fue acusar a su último amante de tener la polla pequeña delante de otros soldados.

    A lo largo de los años Fátima fue invirtiendo una gran cantidad de energía en desmontar la teoría de que ella era como era para oponerse a su hermana mayor. Afirmaba que toda esa charla no era más que basura psicoanalítica, irrelevante hasta el tuétano.
    Pero una vez, cuando éramos niños, Mariella me mostró un colgante que le habían regalado por su cumpleaños.
    —Es una esmeralda auténtica. Es mi piedra de nacimiento, y hace juego con mis ojos.
    Fátima, a pesar de sus ojos castaños, sentía una indecente afición por las esmeraldas.

    Después de cumplir los once años, Shams y Layl empezaron a salir más al mundo. Jugaban en el gran jardín, acompañados y vigilados por los coloridos loros. La esposa del emir los veía tirar piedras contra el tronco de un viejo olmo. Llamó a Shams desde el balcón, pero él fingió no oírla. Ella, en cambio, oía muy bien sus gritos de alegría. Volvió a llamarlo, pero su hijo se limitó a levantar la vista y a seguir jugando. Lanzó una piedra contra el tronco, pero una devota salió de repente y se puso frente al objetivo; la piedra le dio en la frente. Se cubrió la herida con ambas manos, se postró ante su profeta y repitió: «Gracias, gracias». Luego huyó con la pérfida piedra en su poder.
    El loro verde emitió un graznido de advertencia, y los chicos se apresuraron a abandonar el jardín. Tres devotos vestidos de blanco salieron de detrás de los setos, demasiado tarde para disfrutar de una visión de su adorado.
    Y, por séptima vez a lo largo de aquella mañana, la esposa del emir deseó que el oscuro esclavo de su hijo sufriera una muerte ignominiosa. Cortarlo en mil pedazos, asar a los loros y comerlos a todos. El carraspeo de una de las doncellas interrumpió la suntuosa ensoñación; en cuanto la dama se apercibió de su presencia, la criada le entregó una carta.
    —¿De quién es esto? —preguntó la esposa del emir.
    —No lo sé, señora —contestó la criada—. Apareció en una bandeja de plata colocada sobre su cama.
    La esposa del emir palideció al leer la nota anónima.
    «Sus deseos pueden hacerse realidad a base de paciencia y con mi ayuda. Si anheláis la exterminación del oscuro, sentaros debajo del tercer álamo a las doce en punto de la séptima noche de embarazo de la luna.»
    Debajo del tercer álamo, la esposa del emir se removía, inquieta, con la cabeza embozada bajo la capa. Por enésima vez miró hacia la luna para asegurarse de que se trataba de la noche indicada. ¿Por qué siempre tenía la costumbre de llegar pronto? La realeza debía hacerse esperar. Hacía una noche tranquila, sin atisbo de viento, y sin embargo las hojas del álamo susurraban como por voluntad propia. Respiró hondo y se sintió desfallecer. El mundo centelleó, y una mujer del tamaño de un hombre, envuelta en una capa, se sentó frente a ella debajo del segundo álamo. Aunque la luna iluminaba la noche, las sombras de la capa ocultaban los rasgos de la recién llegada.
    —La realeza no se digna hablar con mendigos que ocultan su rostro —dijo la esposa del emir.
    La mujer se rió y apartó la capa, revelando una cabeza y una cara envueltas en una neblina sobrenatural.
    —¿Qué eres? —preguntó la esposa del emir—. No me impresionan tus trucos. Te exijo que me muestres la cara.
    —¿Qué cara le gustaría ver?
    La mujer tenía una voz tan profunda como su risa, áspera y ronca. Chasqueó los dedos y la neblina se disipó. Su cara, deformada, era de una fealdad atroz.
    —¿Acaso puedo elegir?
    —Por supuesto que sí. —La mujer volvió a chasquear los dedos y su cara se transformó en la de la esposa del emir.
    —Eres una bruja. —Aterrada, la esposa del emir se cubrió su rostro—. Despójate de esas facciones ahora mismo.
    —Como deseéis. —La mujer cambió su rostro y adoptó el semblante de una campesina vulgar, sin rasgos destacables.
    —¿Eres una bruja?
    —En cierto sentido. ¿Os interesa lo que soy o lo que tengo que ofreceros? Puedo ayudaros a que os libréis de vuestro enemigo, y el mío, cuando llegue el momento.
    —No veo cómo. Lo he intentado todo. He probado a envenenarlo, al menos cien veces. He usado todos los venenos conocidos, pero el chico sólo sufre un dolor de estómago. He contratado a asesinos para que me libren de él y a cazadores de aves para que den buena cuenta de los loros. Se burlan de mí. El mes pasado ordené a diez arqueros que dispararan contra Fátima, y las flechas cayeron al suelo antes de impactar en el objetivo, que se limitó a echarse a reír.
    —Ella es inmune a los planes de asesinato, y no hay arma que pueda herir al chico porque es un demonio.
    —Oh, no exageres —masculló la esposa del emir—. Es un crío feo, pero ¿un demonio?
    —No es un simple demonio; gobernará su mundo. Es el rey de los yinns. Matarle no será tarea fácil, pero puede lograrse. ¿Es eso lo que deseáis?
    —Claro que sí. Mátalo y te recompensaré con lo que desees. Mi hijo debe quedar libre de su sombra.
    —No puedo matar al oscuro sin vuestra ayuda. Así ha sido, por los siglos de los siglos. Para terminar con la vida de un rey de los demonios, su madre debe destruir sus órganos vitales.
    —Fátima nunca le haría daño.
    La mujer miró a la esposa del emir y titubeó.
    —Pero vos podéis hacerlo. Planteároslo así: ya que él y vuestro profeta son inseparables, el destino lo considera vuestro hijo. Cuando llegue el momento, ¿tendréis el valor para seguir adelante?
    —Sí. Destruiré su corazón.
    —No me refiero al corazón. Es un yinni. Para matarlo, su madre debe destruir sus testículos.
    —¡Por Dios! —La esposa del emir se quedó lívida—. Sólo tiene once años. Ni siquiera les saca provecho aún.
    —Entonces debemos esperar a que lo haga.

    Más cosas sobre Fátima. Avancemos a octubre de 1990. Yo tenía veintinueve años y ya trabajaba, era un miembro productivo de la sociedad; Fátima había cumplido los treinta y andaba por el tercer matrimonio, era una ciudadana del mundo. Comparémosla de nuevo con mi hermana: después de Elie, Lina renunció a volver a casarse, o, mejor dicho, no pensó más en ello. En realidad tampoco pensó más en Elie, ni lo vio de nuevo después de la boda que, según ella, sirvió para abrirle los ojos. Por otro lado, tras su primer matrimonio, Fátima escogió un camino distinto. Ascendió y fue cambiando de marido, siempre por un modelo mejor.
    Ese mes de octubre Fátima y mi hermana decidieron venir a verme a Los Ángeles en un momento de lo más inoportuno. La empresa había escogido a cuatro de los empleados, entre ellos yo, para asistir a un taller de autosuperación que se impartía en el Asilomar Conference, cerca de Carmel. Nuestro jefe, devoto seguidor del director del seminario, opinaba que nuestra asistencia mejoraría el trabajo en equipo. Sólo debía ausentarme de Los Ángeles durante cuatro días, pero ni Lina ni Fátima quisieron quedarse en la ciudad sin mí.
    Lina dijo que me acompañaría y se alojaría cerca. La costa estaba preciosa. Podía pasear por los jardines de Asilomar, montar en bicicleta por las suaves colinas, comprar en Carmel. Fátima... Fátima decidió que debía asistir al taller. Se alojaría en el mismo hotel que Lina, pero dedicaría los días a observar los extraños rituales de las almas perdidas.

    Fátima se soltó el cabello, que se desparramó como un pozo de petróleo burbujeante, antes de caer en mechones por su espalda. Se repantigó en la silla Adirondack, se puso las gafas de sol y se recolocó el collar, asegurándose de paso de que cualquier transeúnte se percatara tanto del collar como de su busto.
    —¿Por qué estamos aquí? —dijo ella—. Me aburro. ¿Has visto a la gente de ese taller? Están todos sanos como mulos y no paran de quejarse. Oh, ayúdame, gran gurú de los cojones: tengo un uñero y las noches de luna llena me provocan insomnio.
    —Tú sigue sacando pecho de ese modo —dije— y todos se enterarán de que eres una zorra.
    Mi hermana, que no sabía muy bien cómo tomarse el clima del otoño californiano, se dirigió hacia nosotros vestida con un fino traje de algodón y una chaqueta de lana. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza con un gorrito infantil. Se la veía absolutamente contenida, sin problemas ni necesidades, y su paso era ligero y alegre.
    Estaba yo entre las dos mujeres, una posición a la que ya me había acostumbrado.
    —Tu hermano cree que soy una zorra —anunció Fátima.
    —Eso no es del todo exacto —dijo Lina—. Eres una puta.
    —No es verdad —dijo ella, distraída y divertida—. Tal vez no sea la más virtuosa de las doncellas, pero las putas lo hacen por dinero.
    —Oh, Dios —resopló Lina—. Te has hecho cien veces más rica con cada matrimonio. ¿Te has follado alguna vez a un tío que no tuviera dinero?
    —¿Follar? —Fátima irguió la espalda y miró a su alrededor con fingida sorpresa—. Moi? —Sus dedos rozaron el pecho—. De verdad crees que soy una puta barata. Yo no me follo a mis hombres.
    —Y desde luego barata no eres. ¿Le has contado al chico lo de tu collar de esmeraldas?
    —Aún no. No me ha dado tiempo, con tanta meditación y tanta curación.
    —No me lo ha contado —dije—, pero se ha pasado el día entero exhibiendo esa cosa.
    —Este no es, bobo —dijo Fátima—. ¿Acaso no puedes distinguir un collar de esmeraldas de otro? Aquél es exquisito.
    —Ostentoso —añadió Lina.
    —Alucinante —dijo Fátima—. ¿Le cuento la historia?
    —Sí —dijo Lina.
    —De acuerdo. Escucha. Así es como descubrí que me gustaba mi marido. ¡Es un cielo! Sucedió en abril. Llevábamos unos meses casados, instalados en Riad porque él no puede irse ni tampoco puede estar sin mí. Yo estoy aburrida, nerviosa. Recibo una llamada de mi ex marido, que está en Doha. Me echa de menos. Tranquilo, le digo. Tiene que verme. ¡Pesado! No puede vivir sin mí. Pues acostúmbrate, le digo.
    —La sensibilidad es parte de su encanto —interrumpió Lina.
    —Cállate —prosiguió Fátima—. Así que él dice que lamenta haberme abandonado.
    —Y sobre todo haberse dejado unos cuantos millones en el proceso —añadió Lina.
    —Es mi historia. Deja que la cuente yo. En fin, no me impresiona. Pero empieza a gimotear, y ya sabes cómo me pongo cuando oigo llorar a un hombre. Dice que ha estado en Nueva York, en Londres, en Berlín, que incluso ha ido a Tailandia, pero nadie ha comprendido sus necesidades tan bien como yo.
    —Eso también me habría conmovido mucho a mí —dijo Lina.
    —Pienso: ¿por qué no? Le dije que se subiera a un avión y viniera a verme a Roma.
    —Pero no es una puta, ¿eh? Te lo recuerdo.
    —Le digo a mi marido que necesito un respiro y que vuelvo a casa. Él dice que es una idea maravillosa, y que también se viene. ¿Qué podía hacer? Le recuerdo las reglas: nadie se aloja en mi casa de Roma. Es mi santuario en este mundo horrible. Dice que reservará una suite en el hotel. Supongo que podré dejarlo en el hotel de vez en cuando con la excusa de que necesito pasar un rato en casa. Nos vamos a Roma. Quedo con mi ex en la Escalera Española. No por mi culpa, es un turista. Empieza a gimotear otra vez: llévame a mi cuarto, llévame a mi cuarto. Decido llevarlo de paseo. Hacerme de rogar un poco más. Bajamos por Via Condotti, y hace un espléndido día de primavera.
    —Ah, y de paso te ofrece un informe completo del tiempo.
    —Calla. Me estoy divirtiendo. Paseamos..., y no es culpa mía que Bulgari tenga una tienda allí, con el escaparate más imponente que te puedas imaginar. Me paro. ¿Qué mujer no lo haría?
    —Yo —replicó Lina.
    —¿Qué mujer inteligente no lo haría? Y en el escaparate, llamándome a gritos una y otra vez, está ese precioso collar de esmeraldas. Se me cae la baba. Mi ex me pregunta si me gusta. Claro que sí. Entra en la tienda. Me veo obligada a seguirlo; no me puedo quedar en la calle sola. Pide que le saquen el collar, me lo pone al cuello: era una joya caída del cielo.
    —También conocido en las Sagradas Escrituras como Bulgari de Roma.
    —Me lo compra. Ciento setenta y cinco mil dólares. Y, claro, me lo llevo a su cuarto.
    —Seguro que aún está en el hospital, recuperándose.
    —Se divirtió. En fin, vuelvo a la suite de mi marido y se me olvida que llevo el collar puesto. Él pregunta. Le digo que estaba dando un paseo, lo vi en un escaparate, y no pude resistir la tentación. Me pregunta cuánto me ha costado y se lo digo. Y entonces afirma que ninguna esposa suya se comprará nunca sus propias joyas. Saca el talonario y me extiende un cheque por valor de ciento setenta y cinco mil dólares. No me digas que no es un amor...
    —¿Sabes que tienes razón? —dijo Lina—. Puta no es la palabra adecuada. No la describe bien.
    —Cierto —convino Fátima—. No da la menor pista de mi talento.
    —Cortesana —propuse.
    —¡Sí! —exclamó Fátima—. Suena mucho más completo. Me he encontrado a mí misma. Y yo que creía que este taller no era más que un ejemplo pueril de masturbación psicológica. Ni siquiera he tenido que soportar una oscura noche del alma. Es una ganga. He mirado fijamente hacia mi interior y he descubierto mi auténtico ser. Esto es lo que soy: una cortesana.
    Apareció una liebre, y luego otras dos. Sus pasos eran lentos, vacilantes.
    Mi hermana bostezó y se desperezó.
    —No me has contado qué ha hecho Fátima hoy.
    —Que te lo cuente ella —dije—. Seguro que disfruta alardeando.
    Fátima se limitó a sonreír. Suspiré.
    —Bueno, una de las mujeres del taller apareció con una colección de cristales distintos, y aquí nuestra amiga preguntó para qué servían. La mujer dijo que uno era para curar, otro para soñar, etcétera. Y la gran dama replicó: «Oh, qué maravilla. Mi pueblo tiene muchas cosas en común con el tuyo. Tú coleccionas cristales, yo esmeraldas».
    Lina se echó a reír, y las liebres, asustadas y astutas, emprendieron la huida.
    —¿Estás aprendiendo algo en ese seminario? —me preguntó mi hermana—. No parece estar relacionado con el trabajo, así que no consigo imaginar por qué tu jefe os ha pedido que participéis.
    —No está mal —dije—. Hay algún fallo de planteamiento. Pero, en cualquier caso, es una reunión social, algo que podemos hacer fuera del trabajo. Habría sido más sencillo sin tener a Fátima dando la lata.
    Fátima se incorporó y se encaró con mi hermana.
    —¿Te imaginas si les pidieras a tus empleados que hicieran algo así? Eres la presidenta de al-Jarrat. Envía una orden a todos los concesionarios. Yo, Lina al-Jarrat, capo di capi, os pido que asistáis a un seminario de crecimiento personal y meditación. Llevaros la baraja del tarot.
    —Cierra el pico. —Mi hermana me sonrió—. ¿Hay algo que pueda hacer para compensar el comportamiento de nuestra querida amiga?
    Me senté muy tieso.
    —Puedes decir a la gran puta que deje de intentar seducir al líder del taller. Todo el mundo se ha quedado de piedra.
    —¿Yo? —dijo Fátima—. Si no he hecho nada. ¿Acaso es culpa mía que ese tío no me haya quitado la vista de encima en toda la mañana sin poder ocultar su excitación? No, no, no, enano. Eso no me lo puedes atribuir.
    —¿Excitación, dices? —preguntó Lina.
    —Durante toda la sesión de la mañana —dije—. Ya la conoces. Tres horas de estiramientos lánguidos, de recolocar el culo cada pocos minutos. Interrumpió la sesión a la mitad para comentar que el suelo no era muy cómodo y pedir una colchoneta. El tipo estaba como una moto. El grupo sólo podía concentrarse en el bulto de su entrepierna.
    —¿Estaba bien dotado el gurú? —preguntó Lina.
    —Por favor —cortó Fátima—. Dios, ¿cuándo nos vamos?

    Un maravilloso día de primavera; los ruiseñores cantaban entre los arbustos y los pinzones dorados competían con ellos desde los árboles. Las gardenias arrojaban al aire su fragancia y los narcisos se pavoneaban. Y, desde el balcón, la esposa del emir contemplaba atónita la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Su hijo de doce años estaba tumbado boca abajo completamente desnudo, con el trasero blanco saludando al cielo y la cabeza apoyada entre los muslos abiertos de su oscuro gemelo. El moreno, desnudo e imberbe, estaba tumbado de espaldas; apoyaba la cabeza en una mano y con la otra acariciaba los rizos rubios del profeta mientras éste le lamía los testículos, en actitud dulce y desenfadada. Los chicos formaban una imagen entrelazada, serena y vigorosa, de alabastro y ónix. Cuando Layl abrió los ojos y se percató del asombro de la esposa del emir, una sonrisa diabólica le cruzó la cara.

    La última historia de Fátima. Avancemos de nuevo hasta marzo de 1996. Yo estaba deprimido. Mi madre había fallecido hacía dos años. Fátima me llevó de vacaciones para animarme.
    Un calor líquido se elevaba del asfalto en forma de olas. Era primavera, pero la temperatura en Riad alcanzaba cotas infernales. Los edificios brillaban y oscilaban al paso de nuestro vehículo. El cristal ahumado les confería un aspecto enfermizo y sometido, a punto de desplomarse por la fatiga. Sentí en la cara el bofetón del aire acondicionado y me estremecí. Fátima se dispuso a colocarse el abayeb negro, que cubría una obscena cantidad de carne. No le costó mucho: ocultó su cuerpo con la experiencia de una profesional. Su cabeza y su rostro siguieron visibles.
    —Estás jodida —dije.
    —Bla-bla-bla. Has venido, así que deja de quejarte. —Cogió un disco compacto del bolso, se pintó los labios de escarlata y me guiñó un ojo—. ¿Acaso puedo evitar que aún confíes en mí?
    Yo flotaba en el asiento trasero del Mercedes, cuyo interior negro era lujoso y lóbrego a la vez.
    —Estás jodida —repetí.
    —Vigila esa boca. —Dejó el disco compacto, sacó un cepillo y se lo pasó por el cabello—. Él no habla inglés, pero seguro que entiende la palabra joder.
    El chófer iba con el uniforme saudí al completo, rematado con un turbante y gafas de sol Gucci. De vez en cuando nos echaba un vistazo a través del espejo retrovisor, pero al parecer no le resultábamos demasiado interesantes.
    —Júrame que no vas a volver a casarte —dije—. Por favor.
    —Oh, no. A la mierda con eso. Ya he tenido bastante.
    —Entonces, ¿por qué has vuelto?
    —Para embaucar —dijo ella.
    —Y yo voy contigo en plan Sancho Panza.
    —¡Ja, ja! No te hagas el listo. —Se inclinó y me plantó un húmedo beso en la mejilla. Moví la mano para secar su rastro pero ella me agarró de la muñeca—. No. Déjalo. —Volvió a guardarlo todo en el bolso y cerró la cremallera—. No seas tan arrogante. ¿Te he fallado alguna vez? Te has pasado un montón de tiempo solo en ese país de pacotilla olvidado de Dios, llorando tus penas y arrastrándote como un gusano. Sé que cuesta, pero llevas demasiado tiempo metido en esto. Allí no me veía capaz de animarte. Pensé que un auténtico cambio de escenario te sentaría bien. Éste es un lugar genial para pasar las vacaciones. Tal vez por fuera te parezca soso, pero cielo, corren unas historias..., joder, no te creerías las historias que esconde este sitio. Mira, escucha y aprende. Confía en mí.
    El coche se detuvo a la entrada de un gran centro comercial. Cogí la manecilla para abrir la puerta, pero ella me detuvo. Se cubrió la cabeza y el velo le cayó por la cara. Ante mis ojos acababa de nacer una mujer misteriosa. El chófer abrió la puerta y salí. Fátima se deslizó en el asiento y extendió la mano, el único fragmento de piel que seguía visible. Dos anillos de esmeraldas embrujaron mis ojos. Ella me cogió de la mano con suavidad, se apeó del coche y caminó por delante de mí, cual cimbreante fantasma negro hinchado por el viento. El ruido de sus tacones altos contra el suelo y la cabeza erguida en gesto altivo la hacían parecer una princesa que viajaba de incógnito.
    Un grupo de tres mujeres con velo volvió la cabeza a su paso. Dos hombres se apresuraron a comprobar el número de la matrícula del coche y uno de ellos marcó un número en su teléfono móvil. Fátima cruzó las puertas de cristal del centro comercial aparentemente ajena a todo, pero a mí no me engañaba. Corrí tras ella.
    No aminoró el paso al entrar, ni volvió la cabeza en sentido alguno. El abayeh negro no era tan informe como parecía a primera vista: sus líneas y pliegues, exquisitamente cosidos, acentuaban su busto y su cuerpo indolente. Los tenderos susurraron en voz baja al verla pasar. Los hombres parecían desconcertados; sus rostros expresaban una mezcla de pura lujuria y miedo. No tenían forma de acercarse a ella. Se limitaban a mirarla de arriba abajo, babeantes y torpes. Ella se subió a las escaleras mecánicas.
    —¿Se supone que debo seguirte? —pregunté.
    —Claro, cielo, si eso te hace feliz, pero también puedes ir a mi lado. Estoy abierta a múltiples opciones.
    Entró en una tienda de discos y miró a su alrededor; sus ojos fueron leyendo los rótulos de las distintas secciones y por fin se dirigió hacia los estantes que contenían los discos de música árabe.
    —Ven conmigo.
    Pasó sus delicados dedos por los discos compactos, algunos de solistas árabes tradicionales, otros de músicos más contemporáneos.
    —No sabía que te gustara esta clase de música —comenté.
    —Y no me gusta. Estoy aquí por ti, cielo. Todo esto es por ti. —Escogió un disco de Umm Kalthoum—. Mira.
    Alguien había separado con sumo cuidado la parte superior del precinto de plástico con la ayuda de una navaja. Introdujo sus dedos de uñas impecables en la ranura y extrajo una nota escrita a mano. Me la leyó.
    —«Si te gusta la música de Umm Kalthoum tanto como a mí, es probable que tengamos más cosas en común. Soy un buen hombre: veinticuatro años, amable, educado y muy respetuoso con las damas. Hablemos. Aquí tienes el número de mi teléfono móvil.»
    —Me tomas el pelo. —Sólo podía imaginar la cara que debía de poner ella: un gesto presumido, divertido; tal vez estuviera desternillándose de risa al mirarme.
    —Hay más. Mira, Kazem al-Saher. Tres discos suyos contienen notas. Estos chicos están tan desesperados. Son tantos.
    Sacó otra nota: estaba escrita por un chico distinto pero la propuesta era idéntica.
    —Qué triste.
    —Lo es —contestó ella en voz baja. Suspiró—. Maldita sea. Tiempo atrás lo encontraba divertido. —Devolvió los discos al estante, arrugó las notas de amor y se dio la vuelta—. Vamos. —Sacó el teléfono móvil y habló con el chófer—. Estoy lista.
    La seguí en su descenso por las escaleras mecánicas.
    —Siempre que estoy triste —dijo ella—, que por cierto no es muy a menudo, intento venir a Riad. Me hace sentir deseada. —Hizo una pausa—. Los valientes me inspiran.
    Se encaminó hacia la salida. Las puertas automáticas nos despidieron hacia el infame calor con un eructo. No menos de veinte hombres, saudíes ataviados con caros ropajes del desierto, aguardaban bajo aquel sol de justicia. En cuanto el pomposo Mercedes dobló la curva, los individuos se pusieron nerviosos; ella era como el timbre de los perros de Pavlov.
    Un hombre alto y apuesto caminó veloz hacia ella. Se deslizó entre nosotros y su mano rozó la túnica de ébano, dejando en su espalda un papelito adhesivo de color amarillo donde figuraba su número de teléfono. Entrecerré los ojos para intentar leerlo, pero otro hombre me tapó la vista al dejar otra nota. Sólo hubo dos valientes.
    Las notas amarillas brillaban bajo el sol mientras ella se dirigía hacia la puerta abierta del Mercedes. Dos solitarias islas doradas en un mar de petróleo.

    La esposa del emir tuvo la ominosa premonición de que la celebración del decimotercer cumpleaños del profeta resultaría un desastre. No se trataba de una premonición gratuita, ya que llevaba un mes presenciando los horrendos cambios que se producían en su hijo. Este se había vuelto más temperamental, más excéntrico. Sus poderes curativos parecían desvanecerse, o tal vez haberse esfumado por completo. Su corazón rebelde ya no se preocupaba de nada. Tocaba a los peregrinos sin provocar milagro alguno. Sólo podía fingir que curaba durante unos diez minutos antes de renunciar, enfurecido, y volver a su cuarto.
    La esposa del emir ya no podía engañarse acerca de lo que hacían los gemelos en ese cuarto. Los había pillado retozando en el jardín en más de una ocasión. Y cuando intentaba razonar con él, Shams la mandaba de malas maneras a que se buscara ella sólita consuelo sexual.
    En un intento desesperado, la mujer abordó a Fátima, quien se limitó a decirle:
    —Todos los chicos pasan por esta etapa. Déjalo en paz. Ya no es la misma persona que era de niño. Los poderes que poseía antaño se han transformado. Ninguno de nosotros se mantiene idéntico a lo largo de las distintas etapas de la vida.
    Y la esposa del emir odió a Fátima más que nunca y se prometió que erradicaría a aquella mujer de la faz de la tierra aunque eso le costara la vida entera.
    La mayor multitud apareció en la mañana del decimotercer cumpleaños para presenciar cómo Shams se convertía en hombre. El profeta y su compañero comparecieron frente a ellos, borrachos de vino, y se rieron.
    —Comed mi mierda, cabrones retrasados —gritó el profeta—. ¿Acaso no tenéis nada mejor que hacer? Idos a casa.
    El eco de las palabras de la vieja arpía resonó en la cabeza de la horrorizada esposa del emir.
    —Ha llegado la hora.

    Capítulo 15
    Me planté delante de la máquina de café del hospital mientras me enfrentaba a mi último dilema existencial: ¿beber ese café nauseabundo era mejor o peor que pasar una mañana sin cafeína? Dejé que la máquina engullera mi dinero. Un líquido oscuro y viscoso cayó de un tubo retorcido. Cogí el vaso de plástico y a punto estuve de derramar el café encima de la tía Wasila y de su hija, Dida. Apoyé la mano que me quedaba libre en el corazón para calmar su desbocado latido. Dida me besó. Intenté no mirarle la nariz, que hacía poco había sometido a una operación de estética que le daba una forma más anglosajona.
    —No te voy a besar —dijo la tía Wasila—. Sé que odias el sentimentalismo falso. —Empujó un paquete de la panadería hacia mi pecho y noté que aún estaba caliente—. Cruasanes recién hechos. Y algo más. —Del bolso de Prada sacó un termo—. Es mucho mejor que ese brebaje que tienes en la mano.
    Habría besado el suelo que pisaba.
    —Pensé que si llegaba temprano podría tener la oportunidad de entrar en su cuarto, aunque sólo sea un momento —dijo ella—. Sé que no le gusta que le vean enfermo, pero ni se enterará de que estoy allí. —Paseé la mirada de madre a hija—. Sólo yo —dijo la tía Wasila.
    Llevé a la tía Wasila hasta la habitación de mi padre y ella se quedó rígida junto a su cama, enfrascada en observar y valorar su estado. Resultaba imposible creer que tenía la misma edad que mi padre. Su aspecto, porte y maneras no coincidían con los de los ancianos. Me asaltó un temor momentáneo; tuve miedo de que el aroma a cruasanes recién hechos perturbara a mi inconsciente padre. Mi hermana sirvió tres tazas de café. Tendió una a Fátima y dio un sorbo a la suya. La tía Wasila hizo un gesto de asentimiento en dirección a ellas y se dispuso a salir. La acompañé a la sala de visitas.
    La tía Wasila era el pararrayos de la familia. Era a nuestra familia lo que Israel al mundo árabe, la única que podía suscitar la unión en un sentimiento común: odiarla. Desde su boda con el tío Wayih había iniciado una prolongada guerra contra la familia, a ratos clandestina, a ratos abierta. Mi madre fue la única que se libró de sus ataques. La tía Wasila nunca la consideró una enemiga porque desde el principio comprendió que a mi madre le importaba un rábano la familia: la tía Wasila incluida, para qué engañarnos. Ambas eran intrusas. A mi madre le encantaba ese papel, ya que nunca tuvo el menor deseo de pertenecer a ellas. La tía Wasila sí, y se vengaba de ser excluida.
    El 6 de agosto de 1945, el día en que los americanos dejaron caer la bomba sobre Hiroshima, mi familia —el abuelo, la abuela, los cinco hijos, mi bisabuela e incluso mis tíos abuelos Yalal y Ma'an— anduvo hasta el pueblo de la tía Wasila, que se hallaba literalmente a un tiro de piedra, para pedir su mano en matrimonio. Según el tío Yihad, que a la sazón tenía trece años, todo fue como una seda. La tía Wasila los recibió rodeada por su madre y un buen número de tías. Resultó evidente que el tío Wayih estaba impresionado por la tía Wasila, y que el sentimiento era mutuo, porque ella empezó a sonreír, a conversar y a relacionarse con nuestra familia. De repente se levantó, cogió una bandeja de refrescos y con ella en las manos se dirigió a los invitados, moviendo la cabeza a derecha o izquierda en función de con quién hablaba. La tía Samia, que ya había cumplido los veinticinco, no se mostró muy benévola con aquella chica de sólo dieciséis.
    —¿Qué le ve? —preguntó a su madre en voz baja—. Se mueve como un lagarto acorralado.
    Por desgracia, el sobrino de la tía Wasila, que era demasiado pequeño para departir con los invitados, estaba escondido detrás del viejo sofá y oyó el comentario de la tía Samia. Al día siguiente nuestra familia recibió la noticia de que la tía Wasila se había decantado por otro pretendiente.
    Me resulta difícil imaginar a la tía Wasila como aquella chica pueblerina. Cuando yo vine al mundo, los hermanos de mi padre se habían instalado todos en Beirut, la empresa iba viento en popa y la tía Wasila siempre llevaba pantalones, salvo en bodas y funerales. La idea de que alguna vez hubiera sido una joven inocente, obligada al decoro y a usar vestidos tradicionales drusos, resultaba incomprensible para cualquiera que la conociera. Comparadas con ella, Margaret Thatcher y Golda Meir eran un par de doncellas ruborosas.
    Al final la tía Wasila cambió de opinión sobre el tío Wayih, y la pareja se casó en 1946. Ella se instaló en la casa de los abuelos, lo que constituyó un clamoroso error familiar. La tía Samia estaba convencida de que fue tía Wasila quien persuadió a su marido para que éste pidiera a sus padres que desocuparan su dormitorio, que era más grande que el de los recién casados. Ésa fue la chispa que hizo estallar la amarga guerra interna entre mis dos tías. En los años venideros, fueron muchos los que intentaron lograr un acuerdo de paz entre ambas mujeres pero todos los intentos resultaron infructuosos. La tía Samia estaba convencida de que Wasila había cometido el pecado más abyecto: haber faltado al respeto a mi santa abuela. En cuanto a la tía Wasila, ella nunca fue capaz de perdonar porque era una mujer que llevaba el odio en los genes.
    Cuando nací yo, la tía Wasila llevaba quince años casada y había cortado casi toda relación con nuestra familia. Aunque vivían en el mismo inmueble, ella y sus hijos apenas se relacionaban con nosotros, para consternación de mi padre y del tío Wayih. Hacia 1947, el año en que murió el tío Wayih, la ruptura fue total y eso perturbó a mi padre. Sus frecuentes intentos de acercamiento se saldaron con fracasos abismales. Una vez, en 1966, se arrastró hasta su casa y le rogó que aflojara la cuerda.
    —Soy viejo —le dijo—. No quiero irme a la tumba dejando a una familia desunida. No te pido que te enamores de la familia, sólo que acortes un poco las distancias. Somos el hazmerreír de la gente.
    —Hago acto de presencia en las ocasiones importantes. No he abandonado a la familia.
    —Te estoy pidiendo que perdones —dijo mi padre.
    —Hay cosas que no tienen perdón.

    A los cuarenta días de la muerte del rey Saleh, el consejo real se reunió en la sala del trono con el fin de elegir al nuevo líder de la fe.
    —Yo debería ser el rey —arguyeron varios miembros del consejo.
    La viuda del rey Saleh, Shayarat al-Durr. envió a un criado con una nota que decía así: «Soy apta para gobernar». Algunos afirmaban que el nuevo rey debía ser árabe, a lo que otros replicaban que debería ser turco.
    Los kurdos se negaron a aceptar sugerencia alguna.
    —No habrá ningún rey que no sea descendiente del rey. El rey Saleh tiene un hijo en la ciudad de Tikrit llamado Issa Touran Sha. Él debe ser el rey.
    El consejo accedió, y una comitiva de kurdos partió con una carta en la que se informaba al pariente del fallecido rey, Issa Touran Sha, de que había sido elegido nuevo sultán del islam.
    La comitiva encontró al nuevo rey en Tikrit, borracho, con la cabeza hundida en los generosos pechos de una esclava etíope, devorando su dulce piel con los labios.
    —¿En qué puedo ayudaros? —murmuró él entre jadeos.
    El mensajero le entregó la carta y, a su vez, Issa Touran Sha se la pasó a la chica.
    —Léela en voz alta —le ordenó—. Mis ojos tienen otras prioridades.
    —El mundo no es eterno —leyó la esclava—. Tu padre ha fallecido.
    —Eso está mal —dijo, mientras gemía de placer.
    —Ahora eres rey.
    —Eso está mejor —añadió, seguido por lo que sonó como el gruñido de un cerdo satisfecho.
    El rey Issa Touran Sha partió de Tikrit y se dirigió a El Cairo. En la gran ciudad, el rey visitó la tumba de su padre, donde besó el suelo, leyó la Fâtiha y pidió a Dios que guiara a Su siervo. Tal vez Dios guiara al rey, pero el vino confundió las directrices. Durante el consejo apenas se aguantaba sobre la silla, y el príncipe Baybars le susurró al oído:
    —Temed a Dios y dejad de beber. Vuestros súbditos merecen un rey sobrio.
    El rey prometió abstenerse, pero al día siguiente se presentó torpe y aún más borracho.
    El príncipe Baybars expresó sus quejas a Othman:
    —Las decisiones de quien gobierna el islam no deberían verse empañadas por el alcohol. Debemos abrirle los ojos.
    —Mi esposa cree que podemos convencerle para que deje de beber —dijo Othman—, pero yo no me fío de él. He visto cómo mira a las mujeres. No lo hace de una forma natural.
    —Si ella es capaz de inculcarle sabiduría, debemos recabar su ayuda —decidió Baybars.
    Layla informó a Othman de que necesitaba introducirse en los aposentos reales.
    —No dejaré que entres en su alcoba —protestó Othman—. Ninguna mujer respetable entra en los aposentos de un hombre que no sea su marido.
    —No iré sola —replicó Layla.
    Layla y sus compañeras, palomas lujuriosas retiradas, esperaron a que el sueño venciera al rey. Se escondieron detrás de la cortina más grande junto a Othman y Harhash, ya que el primero se había negado a dejar sola a su esposa en esa misión. Cuando el muecín despertaba a los fieles para que iniciaran las plegarias del amanecer, Layla sacudió al rey Issa Touran Sha hasta sacarlo de su pesado estupor.
    —Despierta —ordenó ella con severidad—. Es la hora de las oraciones.
    El rey se frotó los ojos somnolientos y se incorporó.
    —Mis plegarias han sido atendidas. Muéstrame tus pechos.
    Layla abofeteó al rey con tanta fuerza que el cuello del monarca estuvo a punto de trazar un círculo completo. Desde detrás de la cortina, Harhash susurró:
    —Creo que no debes preocuparte por tu honor.
    —¿Por qué me pegas? —gritó el rey—. Eres mi súbdito. Compórtate en consonancia.
    Layla volvió a abofetearlo, dos veces: con la palma y con el revés de la mano.
    —Para —sollozó él. Ella alzó la mano, lista para pegarle de nuevo y él se achantó—: Soy el rey.
    —Eres un perro.
    Layla arrojó al aterrado rey contra el suelo y lo agarró del pelo.
    Él intentó zafarse, pero se contuvo al ver salir de las cortinas al resto de palomas. Lo abofetearon, en orden, una tras otra.
    —Eres una vergüenza —advirtió la primera.
    —Eres inferior a los desechos humanos —dijo la segunda.
    —Tu padre sufre en el cielo.
    —¿Quiénes sois? —preguntó el rey.
    —Quítate las vendas de la bebida de los ojos —gritó Layla—. ¿Acaso no puedes ver?
    —Eres el líder del reino del islam. —La primera paloma le propinó un puntapié.
    —Hemos venido a proteger nuestra fe. —La segunda lo lanzó contra la pared.
    —No —gimió el rey—. No puede ser. Las mujeres de Dios son amables y gentiles.
    —Cállate. —Bofetón.
    —Dios no suele ser amable —repuso la tercera paloma.
    —Ni nosotras tampoco —añadió Layla—. Estamos aquí en nombre de los nuestros. Sigue la palabra de Dios, Issa Touran Sha. No te confundas. Nuestros ojos te siguen. Falla y volveremos. Si te atreves a tomar un solo sorbo de vino, te parecerá que en esta visita fuimos amables.
    —Ni un sorbo. No nos falles.
    —Tennos miedo.
    —Tiembla.
    Cada una de las palomas lujuriosas se despidió del sobrio rey con un último bofetón antes de abandonar su alcoba.

    En París, el rey Luis IX soñó con destellos y brillos, y, siguiendo el ejemplo de tantos reyes extranjeros anteriores a él, decidió invadir el reino de los fieles.
    —El rey de los musulmanes es un borracho inepto —dijo el rey Luis—. Mis sueños dicen que los cofres de ese loco están llenos de tesoros nunca vistos. Me enriqueceré hasta más allá de lo que he podido imaginar, y todo por la gloria de Dios. Y Él, en su benevolencia, ni siquiera exige que pague a Su ejército de mis arcas. Informad a los fieles de que se necesitan donaciones para pagar a los soldados de Dios, a las tropas que harán que las lenguas árabes pronuncien Su nombre. Pedimos dinero para propagar Su palabra en el desierto inhóspito. Que así sea.
    Luis consiguió armar un gran ejército con la promesa de que sus hombres se harían ricos. Sus tropas zarparon por el Mediterráneo y llegaron a Egipto, donde iniciaron el asedio de Damietta. La avaricia recorría las venas del rey Luis, que dividió al ejército en dos. Mantuvo el asedio con una mitad y envió la otra a al-Mansoura. ¿Hace falta que os recuerde que la avaricia siempre rompe el saco?

    Al día siguiente de la visita de las palomas, el rey Issa Touran Sha apareció en el salón del trono ojeroso pero con la cabeza despejada. Baybars y los visires del rey suspiraron aliviados.
    —He seguido tu consejo y he eludido el vicio —murmuró el rey a oídos de Baybars.
    El rey gobernó con justicia durante siete días. Al octavo, llegó un mensajero con una misiva procedente del alcalde de Damietta:
    «Oh, príncipe de los creyentes, las plegarias matutinas quedaron interrumpidas en el día de hoy y el aire se ensombreció. Un rey extranjero ha arribado a nuestras costas y ha penetrado en nuestro territorio con su ejército. Ayúdanos y guíanos, líder de la fe, y que Dios te ilumine hacia la victoria eterna.»
    —¿Qué debo hacer? —preguntó el rey.
    —Llevaré al primer flanco de vuestro ejército al combate —respondió Baybars—. Los infieles nos atacan. Declarad la yihad y convocad a los ejércitos del islam. Seguidme con el segundo flanco y juntos destruiremos a ese ejército de langostas extranjeras.
    —Brillante —exclamó el rey.
    Baybars hizo que los campesinos de Egipto desviaran las aguas del Nilo hacia el ejército del rey Luis. Los caballos extranjeros se ahogaron, y los exhaustos soldados tuvieron que vérselas con el potente caudal del río. En esta ocasión al-Awwar no perdió el tiempo y fue directo al rey Luis. El mango de la espada de Baybars golpeó al extranjero, y éste cayó inconsciente. Baybars avanzó hasta Damietta, donde se reunió con el rey Issa Touran Sha y con el ejército del islam, dirigido por el general esclavo, Qutuz el infatigable. El ejército de creyentes entró en combate y los invasores cayeron por doquier. Touran Sha contemplaba la batalla desde lo alto de un promontorio. El príncipe Baybars cabalgó montaña arriba para comunicar al rey su gloriosa victoria. Nuestro héroe vio que el rey celebraba su gesta acercándose una copa de vino a los labios.
    —Que la vergüenza caiga sobre vos, mi rey —le espetó Baybars—. Os habíais arrepentido.
    —Perdóname —dijo el rey—. La alegría de la victoria me hizo olvidar mi juramento.
    Arrojó el contenido sobre una roca y lanzó la copa al aire. Pero la fortuna no le acompañó ese día. La copa fue a dar contra un halcón solitario. Aturdida, el ave cayó sobre la parte trasera del turbante que cubría la cabeza del iluso rey. Cuando el rey, asustado, intentó quitarse de encima al halcón, éste le clavó las garras. El movimiento de sus alas obstruyó la visión del rey, quien se tambaleó hacia delante y cayó de las alturas, precipitándose hacia una muerte ignominiosa.

    La barriga de mi sobrina salió del ascensor antes que ella. Se dirigió a las habitaciones de los pacientes sin mirar en nuestra dirección. La saludé con el brazo. Sonrió al verme. Su semblante se mostró mucho más impasible que el mío: en él no se distinguía ni rastro de sorpresa por el hecho de ver a la tía Wasila y Dida a unas horas tan tempranas de la mañana.
    —Los pies me están matando —dijo ella.
    Dije a mi tía que volvía enseguida y acompañé a Salwa hasta la habitación de mi padre.
    —No hace falta que te quedes aquí —dijo Salwa—. Hovik está aparcando el coche y subirá enseguida. A él le caen bien. No querrás estar allí cuando llegue la tía Samia y se percate de que su rival se le ha adelantado.
    —¿Quieres ahorrarme el mal trago a costa de endilgárselo a tu marido?
    —Hovik nos encuentra fascinantes. Le encantará asistir al espectáculo. Está convencido de que relacionarse con nuestra familia supone una especie de estudio antropológico. —Se detuvo y me miró—. Tú también disfrutas, ¿verdad? Eres como Hovik, un observador contumaz.
    Me encogí de hombros con una sonrisa. Ella retomó su paso lento.
    —Tengo algo para ti —dijo Salwa—. Hovik lo subirá ahora. No me discutas, y no quiero oír ni una palabra de mi madre tampoco. Te lo advierto.
    —¿Discutirte qué?
    Salwa se acercó a mi padre y le tocó la mano.
    —Abuelo —dijo ella—, he visto a la tía Wasila fuera, y preguntaba por ti. ¿No te parece gracioso que esté aquí? ¿Me oyes?

    Hovik y Salwa se conocieron en febrero del año 2000. Ella sufría fuertes dolores de estómago y tenía fiebre. Fue a urgencias, donde la atendió un residente: Hovik. El diagnóstico se reveló simple, ya que esos días corría una epidemia de Helicobacter pylori, pero ese breve lapso de tiempo fue suficiente para que el joven médico encargado de su caso se enamorara de ella.
    Cupido ensartó su flecha de punta dorada en el corazón de Hovik, pero la que se clavó en mi sobrina hasta la médula fue una de punta roma. Él se quedó embelesado a primera vista, y ella se estremeció de disgusto. Al fin y al cabo, era hija de su madre y estaba advertida de los sinsabores que conlleva la locura amorosa.
    Cuando se le preguntaba a qué vino aquella repulsión instintiva, mi sobrina decía:
    —Bueno, mírame. ¿Qué diablos vio en mí? En circunstancias normales ya no soy muy mona, pero ese día tenía un aspecto terrible y me encontraba fatal. Llevaba toda la mañana con vómitos y diarrea. La fiebre me quemaba la frente y el corazón de ese loco ardía de pasión. Pensé que ese tipo era un pervertido. No tuve la menor duda. Me sentía asqueada, nauseabunda, ¿y va el médico y me pide una cita? Me dije que era un pervertido, un chiflado raro, sin la menor ética profesional y demasiado guapo para que fuera decente.
    Sí que era guapo: tremendamente guapo. Era tan guapo que las mujeres desarrollaban dolores imaginarios, palpitaciones, cólicos y severas enfermedades sólo para verlo, y sin embargo él se prendó de la única que no le demostraba el menor interés. La llamó al móvil; ella le gritó y le colgó. Él volvió a telefonear para disculparse, ella amenazó con ponerlo todo en conocimiento del hospital y lograr que lo despidieran. Él envió una nota deshaciéndose en floreadas excusas con una docena de rosas. Mi sobrina se lo contó a su madre, quien fue al hospital y proclamó delante de todo el mundo que diseccionaría los órganos internos de ese médico si no dejaba a su hija en paz. Hovik recobró la sensatez. Paró.
    Pero no se puede burlar al destino. En mayo mi padre tuvo que someterse a la implantación de un nuevo marcapasos. Cuando mi hermana y mi sobrina volvían al hospital después de comer, Lina advirtió la presencia de un par de médicos jóvenes en el vestíbulo. Uno aparecía atontado: allí plantado, boquiabierto, se comía a Salwa con los ojos. Mi sobrina pasó sin mirarlo siquiera, y Hovik siguió ajeno a cualquier cosa que no fuera mi sobrina. Tal vez fuera la mirada de desesperación que había en su cara, tal vez la adoración que se desprendía de ella, pero desde luego era una mirada de manual que mi hermana reconoció sin problemas. Se vio a sí misma reflejada en el joven médico. Él se había ganado a una silenciosa aliada. Mi sobrina acababa de reaparecer en su historia.
    —Entiendo tu problema —dijo a Hovik el otro joven residente.
    Y ese joven residente, con ganas de impresionar, explicó al médico de la unidad cardíaca que Hovik estaba enamorado de la pariente de uno de sus pacientes. No tenía ni idea de que Chapuzas fuera de la familia. Chapuzas se lo contó a mi padre, quien como es lógico pidió una confrontación con aquel bobo descastado. Chapuzas le dijo que el bobo no había hecho nada malo y que hablaría con él en persona.
    Cuando Chapuzas le reprendió, Hovik se quedó avergonzado. Esperó a que mi padre estuviera a solas y entró en su habitación del hospital, aquel condenado día de hace unos años. Hovik se presentó, se interesó por el estado de salud de mi padre y al final le pidió perdón.
    —He cometido un grave error —reconoció Hovik.
    Hizo prometer a mi padre que escucharía toda su historia. Quedaría como un tonto, era culpable, pero si mi padre oía el relato completo podría entenderlo.
    Hovik le explicó cómo había conocido a mi sobrina. Admitió lo mal que se había portado. Estaba poseído por el demonio del amor. ¿Cómo podía explicarse si no? Podría haber destrozado su carrera. ¿Cómo se había atrevido a llamarla cuando ella le había advertido a las claras que no lo hiciera? Pero había parado. Había recuperado el control. El impacto de volver a verla le había confundido por un instante. No la molestaría más. Sabía a qué atenerse.
    —¿Pretendes arrancar a mi nieta de mi lado? —preguntó mi padre.
    —Pretendía —replicó Hovik—. Ya no, se lo aseguro.
    —Imbécil.
    Y entonces mi padre le contó cómo había conquistado a mi madre: cuánto la amó, con qué obstinación la había pretendido y lo mucho que la añoraba.
    —Imbécil —repitió—. ¿Has intentado ganarte a Salwa a base de tópicos? ¿Quién envía rosas hoy en día? Mi nieta detesta las rosas. Es primavera. Envíale azafrán, jacintos y narcisos. Su color favorito es el amarillo. Narcisos. Tendrás que conquistarla con poemas... y que no sean tuyos. Saca brillo a las Erres: Rimbaud y Rilke son sus favoritos. Odia el cine, así que ni lo intentes. Y eres demasiado mono. Córtate mal el pelo. Ponte ropa desaliñada. Nunca, quiero decir nunca, le propongas un paseo por la playa o una cena a la luz de las velas. Es capaz de cortarte el cuello. Y escúchala. Escúchala siempre.

    El ejército enlutado regresó a El Cairo con pocas alharacas. Cuarenta días después del entierro del rey, el consejo se reunía para elegir al nuevo príncipe de los fieles. Los kurdos seguían arguyendo a favor del linaje del rey. Los turcos nombraron a un visir llamado Aybak. Discutieron durante todo un día y desenvainaron tres veces las espadas hasta que Shayarat al-Durr, la viuda del rey Saleh, envió de nuevo a un criado para anunciar que estaba dispuesta a gobernar. Los kurdos y los otomanos llegaron a la conclusión de que era una aceptable solución de compromiso.
    La coronación de Shayarat al-Durr, un evento exquisito, duró sólo un poco más que su reinado. En cuanto la noticia de su toma de posesión llegó a la tierra de Hiyaz, el sharif de La Meca escribió al consejo reconviniéndolo por no seguir las tradiciones que marcaba la fe. Advirtió que, si la reina seguía en el poder, las tribus de Hiyaz no volverían a acudir a las llamadas de El Cairo. La reina leyó la carta y anunció:
    —Abandonaré el trono por el bien de mi reino.
    El consejo se reunió de nuevo. Cada bando expuso sus argumentos. Se asumieron posturas contrarias. Sus miembros estaban agotados. Por fin, mediante una elección a base de pajitas, se escogió al visir Aybak. Para asegurarse de que su reinado duraba más que el de su predecesora, Aybak se casó con ella.
    El plan de Aybak —unir las líneas de dos pretendientes del trono— funcionó aunque no por mucho tiempo. Todos apoyaron su gobierno y se sometieron a sus órdenes. Pero no todos los elementos se alinearon con la ambición de Aybak. El destino no le reservaba ningún papel, no lo soportaba, y se deshizo de él con bastante crueldad poniendo en su camino la fuente de la desgracia de cualquier hombre: el deseo.
    La vio mientras paseaba con sus cortesanos. Era una joven beduina de una belleza que le atravesó el corazón.
    —Oh, gloriosa doncella —exclamó él—, ¿de quién eres hija?
    El rey fue en busca de su padre, recabó su permiso, regresó a palacio y convocó a sus ingenieros a fin de que construyeran un magnífico palacio para su nueva concubina. El rey se pasó un mes en la cama con su amada. No volvió a las reuniones del consejo, ni visitó a Shayarat al-Durr, ni a su primera esposa, Umm Ahmad. El príncipe Baybars fue a ver al rey y le dijo:
    —Estáis descuidando vuestras obligaciones. Debéis volver al consejo y ocuparos de los asuntos de Estado.
    —La reina Shayarat al-Durr está furiosa conmigo —replicó el rey—, y a menos que alguien la apacigüe, no saldré de esta alcoba: no deseo que esa arpía me arranque los ojos.
    Baybars fue a ver a la reina y le suplicó que perdonara al rey. Le dirigió palabras dulces como la miel, alabó su generosidad y rogó hasta que ella se dio por vencida.
    —Decidle que venga a verme —dijo la reina.
    Baybars envió un mensaje al rey en el que le decía que la gran reina le había perdonado.
    A la mañana siguiente el rey apareció en palacio y aquella noche fue a los aposentos de Shayarat al-Durr. Ella le brindó una calurosa bienvenida y lo colmó de atenciones; el rey, feliz, dijo:
    —Revivamos los buenos tiempos. Báñame.
    Shayarat al-Durr condujo al rey hasta el baño, lo desnudó y empezó a quitarse la ropa.
    —¿Esa beduina tiene un cabello más sedoso que el mío? —La reina esbozó una sonrisa coqueta—. ¿Una piel más blanca? ¿Unos labios más carnosos?
    —Esposa mía, eres hermosa. Tribus de los desiertos y los mares ensalzan tu belleza, pero eres vieja. Esa chica tiene catorce años. ¿De verdad esperas competir con eso?
    Shayarat al-Durr, que antaño había gobernado el mundo, se arrodilló para lavarle el pelo a su marido. Lo enjabonó con profusión hasta hacer mucha espuma. Luego sacó una daga y le rajó la garganta de carótida a carótida. Vio cómo la sangre de aquel desleal caía sobre la bañera de mármol antes de clavarse la daga en su propio corazón.
    —El reino debe volver a manos del linaje de los auténticos reyes —dijeron los kurdos—. El rey Issa Touran Sha tenía un hijo. Tiene siete años y su nombre es Aladino. Él será el rey.
    El chico fue proclamado rey y uno de sus primos kurdos asumió la regencia. Pero el destino tampoco reservaba ningún papel para este rey y le envió a los mongoles.

    La cara de Hovik era la de un hombre que lleva varias noches sin dormir. El bigote necesitaba un arreglo. Su desaliño resultaba consolador. Al parecer quería de verdad a mi padre; claro que tal vez las causas de su preocupación había que buscarlas en una esposa embarazada y un hijo en camino. Entró de puntillas en la habitación, cargado con el bolso de Salwa, su abrigo y un saco de gamuza gris que a ojos inexpertos presentaba una forma amorfa. Los míos reconocieron el peligro. Lo que contenía ese saco era nada menos que un pequeño oúd.
    Sentí que me palpitaban las venas de la muñeca.
    Mi hermana reconoció la bolsa y enarcó las cejas.
    —No lo quiero —dijo mi sobrina en voz baja—. No aprendí a tocarlo. Lo he intentado demasiadas veces.
    —Pero es un recuerdo —razonó mi hermana.
    —Es un recordatorio constante de mi falta de talento.
    Mi hermana pidió a Hovik que se quedara en la habitación y nos llevó a su hija y a mí al balcón. Encendió un cigarrillo y exhaló el humo hacia el cielo. Mi sobrina le quitó el pitillo de las manos y lo tiró a la calle.
    —Te compraré un parche —dijo Salwa.
    —No es el momento adecuado —protestó mi hermana.
    —Pues yo diría que no encontrarás momento mejor.
    —Escucha. ¿Estás segura de que quieres dar el oúd a Osama? Tampoco es que él vaya a cogerlo y ponerse a tocar después de tanto tiempo. No sé ni si el instrumento puede tocarse. Todos tenemos una herencia familiar y ésa es la tuya. Ella quería que lo tuvieras.
    —¿Quién quería que lo tuviera ella? —pregunté.
    —La abuela —dijo Lina—. Pensé que lo sabías. Me lo dio en su lecho de muerte para que se lo entregara a mi hija. ¿Cuántos años tenía yo entonces? ¿Siete, ocho...? Ni siquiera podía concebir la idea de que tendría una hija. Es el oúd de tu bisabuela.
    —Dios mío —exclamé—. Ni siquiera conocía su existencia. ¿Todavía suena?
    —Pruébalo —dijo Salwa—. Le hice cambiar las cuerdas. No suena mal, teniendo en cuenta que nadie lo ha tocado en ciento veinte años.
    —Ciento catorce —corregimos mi hermana y yo al unísono.
    Extraje el oúd con delicadeza de la bolsa de gamuza. El diseño superaba cualquier cosa que yo hubiera visto en años: diminutas incrustaciones de marfil talladas como arabescos; valiosa madera de cedro, con una espléndida madreperla en forma de lágrima (auténtica, no esa hermana del poliestireno) bordeando el mango. Y la mujer había renunciado a esta exquisitez por el amor de su marido.
    —Un regalo digno de un sultán —dije.
    —Nunca mejor dicho —comentó mi hermana—. Del sultán a nosotros.
    —No puedo quedármelo —dije a mi sobrina—. Podrías pagar la universidad de tu hijo con esto.
    —Pues ahora mismo lo cambiaría por un masaje de pies. —Intentó levantar un pie del suelo, pero apenas pudo alzarlo lo suficiente como para deslizar una hoja de papel debajo—. Mira, si algún día lo necesito, te lo pediré. Tenía la esperanza de que tocaras para él.
    —No puedo tocar. Hace mucho tiempo que no toco. —Pulsé una cuerda, y luego otra. El sonido del oúd era pésimo—. Uno no coge un instrumento después de tantos años y se pone a tocar. Este no es un cuento de hadas.
    —Él siempre elogiaba tu forma de tocar —dijo Salwa.
    Posó la mirada en la puerta de vidrio del balcón, en la cama de mi padre.
    —No le gustaba que tocara —protesté—. Nunca le gustó.
    —Estás loco —saltó mi hermana—. ¿Cómo puedes decir eso?
    —Tardaría meses en poder interpretar un maqâm sencillo. ¿Debería hacerlo pasar por la tortura de volver a escuchar cómo practico con las escalas?
    El oúd estaba desafinado. Tensé la cuerda superior, y me dolieron los dedos. El sonido era atroz, la madera se había envejecido sin solución. Apreté el dedo anular para obtener una nota fácil y casi se me rasga la piel. ¿Mis dedos serían capaces de volver a aprender lo que habían olvidado? ¿Recordarían mis manos aquello que había sido borrado deliberadamente? Los dedos me hacían preguntas para las que no tenía respuesta. Dolían. Me dolía todo el cuerpo; era como si mis ojos fueran a salir disparados de la cabeza. Me dejé caer apoyado en la barandilla, me senté en el suelo y rompí a llorar. Mi hermana vaciló, pero enseguida se deslizó a mi lado y estalló en lágrimas. Sollozamos juntos, uno al lado del otro, hombro con hombro. Si al menos aquel precioso oúd no sonara como un ukelele...

    Una carta del alcalde de Alepo anunciaba que un ejército había aparecido en el horizonte: mongoles, numerosos como langostas, destructivos como termitas, metódicos como hormigas y crueles como avispas africanas. Unos días más tarde llegó una carta de Damasco en la que se informaba de que el ejército de langostas había tomado Alepo, Hamah y Homs, y se dirigía ahora hacia Damasco. Gracias a los refugiados que entraban en Egipto, el consejo descubrió que la tierra del islam estaba siendo totalmente devastada por las hordas extranjeras. Los mongoles llegaron a Gaza.
    —Han conquistado las ciudades de mi pueblo —dijo un persa—. Ha caído Shiraz, al igual que Isfahan.
    —Los bárbaros quemaron Bagdad hasta los cimientos —exclamó un abásida—. Los ejércitos se rindieron o se dispersaron.
    —El rey Hethun de Armenia ha ayudado al mongol Hulagu —dijo un sirio—. Fue el armenio en persona quien prendió fuego a la mezquita de Alepo, alentado por los mongoles.
    —Que la viruela caiga sobre Armenia —dijo un turco.
    El consejo deliberó durante horas. El único ejército que quedaba en esas tierras era el de Egipto. Los francos se habían aliado con los mongoles u optado por la neutralidad. Los mongoles gobernaban desde Bakú hasta Odessa, desde Basora a Damasco.
    —Nunca me rendiré —dijo Layla a Othman—. Egipto soy yo.
    —Nunca nos rendiremos —proclamaron los guerreros uzbecos y africanos—. Egipto somos nosotros.
    —¿Por qué pierden el tiempo en deliberaciones? —preguntó Aydmur, el guerrero esclavo.
    —El curso de actuación está claro —dijeron los veinticinco circasianos, los veinticinco georgianos y los veinticinco azeríes.
    —Antes morir que rendirse a esos adoradores del fuego —dijo Baybars al consejo—. Ya habéis oído lo que ha pasado en nuestras tierras. Nuestros enemigos matan tanto a los que luchan como a los que se rinden. No podéis entregarles Egipto sin más. No lo permitiré: Egipto soy yo.
    —No podemos enfrentarnos a ellos —dijo el regente del rey—; Ni Dios puede contar cuántos son.
    —Si no podéis confiar en que Dios los cuente, no estáis preparado para gobernar —le espetó Qutuz el infatigable—. Lucharé aunque sea el único que quede en pie en el campo de batalla. Que la vergüenza caiga sobre quien prefiere una vida sin Dios a la muerte con Él.
    —No lucharás solo —dijo el príncipe Baybars—. Yo te seguiré.
    —Todos te seguiremos —gritó el consejo.
    —No serviré a un rey niño —dijo el guerrero esclavo, Qutuz—. Destronadlo.
    El consejo desposeyó al chico del título y eligió al gran general Qutuz, el infatigable, como sultán del islam, príncipe de los fieles, el primer mameluco.
    Milagro. El reino de los magníficos reyes esclavos había empezado. Regocijaos.

    Se convocó la gran yihad. El sheij supremo de la Universidad de Azhar dictó una fatwa. Quienquiera que fuese capaz de empuñar un arma y no luchara contra el enemigo era un infiel que nunca sería enterrado en un cementerio musulmán. Quienquiera que tuviese dinero y no lo invirtiera en asegurar la victoria del ejército de Dios era un descastado.
    Y el gran ejército se formó con bereberes del Sahara, africanos de Sudán, las tribus de Hiyaz y los árabes de Túnez. Los infieles mongoles celebraban su victoria en Gaza, en una juerga rebosante de bebidas y meretrices. Puesto que nunca habían perdido una batalla, no creían que nadie fuera tan tonto como para atacarlos. Y atacarlos fue lo que hizo el ejército de inocentes. Los mongoles saborearon por primera vez el miedo. El ejército de esclavos los embistió con una fuerza atroz: su ataque resquebrajó la ilusión de los mongoles de tener el mundo a sus pies. Los bárbaros se retiraron y el ejército de esclavos los siguió, diezmando las filas de los invasores rezagados. Los mongoles montaron su campamento en las llanuras de Bissan; cavaron trincheras y aguardaron a que se produjera el ataque, pero una nueva sorpresa se cernía sobre ellos. Desde Anatolia hasta Persia, del Cáucaso a Andalucía, llegaron soldados y ejércitos listos para cumplir la fatwa. Arqueros de Damasco, jinetes de Kandahar, lanceros de Bagdad y espadachines de Shiraz se unieron al ejército de esclavos. Estalló la guerra más cruenta de todas. Se desataron tormentas de polvo. Las espadas chocaron contra los escudos, las lanzas atravesaron las armaduras, y muchos héroes cayeron. Los mongoles recibían por todos lados, pero en medio del caos, Hulagu Jan y sus generales se percataron de que algunos batallones del islam nunca rompían filas, nunca desfallecían. Los mongoles, que habían alentado la confusión y la anarquía en la guerra, se veían las caras con sus contrarios: un ejército de esclavos que había sido sometido a un adiestramiento impecable. El orden se impuso al desorden. Los bárbaros habían instaurado el terror con sus correrías, y ahora se encontraban con unos esclavos sin miedo que corrían tras ellos. Los invasores huyeron despavoridos y fueron masacrados; los muertos y los agonizantes que poblaban el campo de batalla sirvieron de alimento para las hienas de las llanuras.
    El ejército de esclavos sufrió grandes pérdidas, pero ninguna tan sentida como la muerte del rey. Una errante flecha mongol mató a Qutuz el infatigable. El príncipe Baybars tomó el mando del ejército y derrotó a los mongoles en Ain Yalut (el Muelle de Goliat). Mató a muchos invasores, y la sangre de éstos se le secó en las manos y en los dedos, que se hincharon y le hicieron sentir el dolor del triunfo. Othman, su siempre fiel servidor, le preparó una jofaina con agua caliente para que el héroe sumergiera las manos en ella y se librara de la sangre y del dolor.

    El príncipe Baybars guió al victorioso ejército en su camino de regreso a El Cairo. Los ciudadanos salieron a las puertas a recibir al héroe antes de que entrara. Los banquetes se extendieron a todas las salas, todas las casas, todos los rincones. La celebración se prolongó sin pausa durante tres días.
    En el consejo hubo unanimidad en el nombramiento del único rey digno de serlo. Fue coronado como al-Zaher Baybars. Finalmente el destino se alineaba con la historia, la realidad estrechaba la mano de la imaginación. El grande había cumplido con su sino. El héroe de mil relatos, el resplandeciente ejemplo de la fe, el señor de señores, se convertía por fin en sultán.
    He aquí al mayor héroe que conocerá el mundo. Este es el famoso cuento del rey al-Zaher Baybars. De ahora en adelante empieza nuestra historia.
    Escuchad.



    LIBRO CUARTO




    El hombre es sobre todo un narrador de historias. Su búsqueda de un propósito, una causa, un ideal, una misión es en gran medida la búsqueda de una trama y un modelo en el desarrollo de la historia de su vida: una historia que, a grandes rasgos, no tiene sentido, ni sigue patrón alguno.
    ERIC HOFFER, The Passionate State of Mind

    No, dicen ellos, no son más que sueños difusos;
    no, se lo ha inventado él;
    no, sólo es un poeta.
    El Corán

    La literatura es la forma más agradable de eludir la vida.
    FERNANDO PESSOA, El libro del desasosiego



    Capítulo 16
    Las mejores historias siempre empiezan con la aparición de una mujer. La historia de la empresa familiar no podía ser menos, y la mujer en cuestión es, por supuesto, mi madre. ¿Qué le contó mi padre a Hovik ese día? ¿Cómo conquistó a mi madre?
    La vio por vez primera mientras ella paseaba con una amiga por la calle Bliss. Él tenía veinte años y trabajaba de contable en una empresa de importación y exportación ubicada en esa calle; mi madre, a sus dieciocho años, estudiaba en la American University. Los compañeros de la empresa, que no paraban de comentar las gracias de las dos universitarias, le habían hablado largo y tendido de ellas: una rubia y otra morena. La morena era mona, pero la rubia tiraba de espaldas. Mi padre tuvo que soportar las descripciones, hechas con todo lujo de detalles y profusión de gestos, de lo que sus colegas harían con la rubia si pudieran. Se enteró de que un día el viento gamberro le había abierto la blusa y revelado un escote espectacular. La morena era mona, mona de verdad, pero la rubia tenía unas curvas para volverse loco.
    Mi padre vio a mi madre, la morena, y se quedó fascinado.
    Pero esperad. No estamos en un cuento de hadas de ese estilo. Él se quedó prendado. De eso no parece caber duda alguna, pero ¿fue amor a primera vista? ¿Fue, de hecho, amor? Los cínicos niegan el amor a primera vista, arguyendo que una persona no puede conocer a otra en un breve instante.
    Con sólo ver a mi madre, mi padre supo un buen número de cosas sobre ella. Supo que era una belleza libanesa clásica. Eso era obvio. Supo que procedía de una familia de clase alta: la forma de vestirse y de moverse la delataban. Supo que si se casaba con ella accedería a un mundo con el que hasta entonces sólo había podido soñar. También supo que ella nunca le miraría dos veces; no a menos que él se convirtiera en otra persona: alguien mejor, alguien importante.
    Mi padre también intuyó que mi madre era más lista que todos sus colegas juntos. Supo de forma instintiva que no se trataba de una mujer que confiara en el azar o en la suerte. Se lo pensaría mucho antes de elegir a un compañero. Ella y su amiga rubia llamaban mucho la atención, sin duda. Uno de los colegas de mi padre incluso llegó a sentir lástima por mi madre porque su belleza no podía compararse con la de la rubia. Aquel hombre era un absoluto imbécil.
    La belleza de la rubia inspiraba ganas de acostarse con ella. La de mi madre le inspiraba a uno a presentársela a la familia. Y ése era precisamente el contraste que buscaba mi madre. La rubia distraía a los moscones y los apartaba de su camino.
    Años después, en 1992, uno de los periódicos más importantes publicó una serie de fotos históricas de Beirut con la esperanza de lograr que los lectores evocaran lo bien que iban las cosas antes de la guerra. Una foto mostraba a la morena y a la rubia, dos jóvenes y sonrientes que caminaban juntas, con los sueños y la curiosidad asomando a sus ojos, y el cabello peinado en sendos moños altos. El pie de foto rezaba: «Madame Layla al-Jarrat (nacida Joury) en 1950 junto a una mujer no identificada».

    Tras ver a mi madre por primera vez mi padre se quedó cautivado.
    El poeta Saadi, el favorito de mi madre, contó una vez una encantadora historia personal sobre el amor y la fascinación.
    Cuando Saadi era joven posó los ojos en una hermosa chica que apareció por un instante en un balcón mientras él paseaba por la calle. El día era tórrido; secaba la boca, hervía la médula de los huesos. Incapaz de soportar los implacables rayos de sol, Saadi se refugió en la sombra que se dibujaba sobre una pared. De repente, la chica apareció en el pórtico de la casa. No hay lengua que pueda describir su belleza: era un imposible, como el amanecer que surge en la oscuridad de la noche profunda. En la mano llevaba un vaso de aguanieve espolvoreada de azúcar y mezclada con el zumo de una uva. Saadi percibió el aroma a rosas, pero no sabía si ella había añadido los pétalos de esa flor a la bebida o si éste emanaba de sus mejillas. Recibió el vaso de su mano atenta, bebió de él y recobró el vigor. Sin embargo la sed del alma del poeta no era de las que podían satisfacerse con un vaso de agua: ni las aguas de ríos enteros podrían mitigarla.
    Aquel que se embriaga de vino
    recuperará la sobriedad en el transcurso de la noche;
    pero aquel que se embriaga de quien le da la copa
    no recobrará el sentido hasta el Día del Juicio.
    Pero ¡pobre Saadi! La hermosa portadora del vaso no estaba destinada a ser su esposa. El destino nunca concedería la felicidad a un hombre de tanto talento: un poeta satisfecho deviene mediocre; un poeta feliz, insufrible. Saadi se casó con una copia de Xanthippe, la fabulosa esposa de Sócrates, que tan mal genio tenía; una mujer de tan mal carácter que transformó lo que en principio era rubor en vergüenza. Y Saadi se vio obligado a componer los poemas más exquisitos lamentando las miserias de su vida marital y a idear otros versos aún más elocuentes preñados de insultos a su esposa.

    El humilde rey al-Zaher Baybars entró en su primer consejo entre los aplausos y gritos de los rendidos nobles y los sabios de la tierra. Escuchó con atención las noticias de su reino y empezó a imponer títulos y responsabilidades a su pueblo. Aydmur fue nombrado príncipe y general del ejército del reino; el sargento Louai, emir de las tierras de Levante. Baybars convocó a turcos, kurdos, otomanos, circasianos, árabes, persas, y a todas las demás nacionalidades, y los instó a proponer hombres que fueran dignos de dirigirlos; luego nombró a esos hombres emires de sus tribus. Los uzbecos y los guerreros africanos pasaron a ser su guardia personal y sus oficiales de confianza. Todos se mostraron satisfechos... Todos excepto Othman, que andaba alicaído y taciturno. Baybars le preguntó a qué venía aquel aciago humor y Othman contestó:
    —Has concedido a estos hombres túnicas nuevas; has dotado de títulos a amigos y extraños, y sin embargo te has olvidado de tu propio hermano.
    Un avergonzado Baybars decretó en público que Othman era ahora emir, y una sonrisa iluminó las facciones de su amigo. Othman regresó a casa, donde Layla le recibió con estas palabras:
    —Bienvenido seas, emir mío. Me alegro de que se trate de un título menor, porque no me gustaría tener que lidiar con tu arrogancia si el rey te hubiera impuesto un título de mayor trascendencia.
    —Ser nombrado emir es un gran honor —dijo Othman.
    —Por supuesto que lo es, querido. ¿Cuántos emires se han nombrado hoy? Y ¿cuántos había antes de hoy? Éstas son las tierras del islam. Los reyes, sultanes y califas abundan tanto como los camellos. ¿Emires? En estos pagos hay tantos emires como varones.
    Al día siguiente Othman se presentó en el salón del trono con un aspecto aún más alicaído y taciturno.
    —¿Por qué te sientes tan infeliz, hermano? —preguntó el rey Baybars.
    —Porque soy un vulgar emir.

    ¿Pero volvamos a Maarouf? ¿Os habéis olvidado de él? ¿De Maarouf, aquel que se pasó semanas, meses y años buscando a su hijo por todo el Mediterráneo?
    La monja... la monja crió al chiquillo Taboush durante dos años en el palacio de Tesalia. El día de su segundo cumpleaños, ella iba cargada con un regalo y resbaló al bajar la escalera: su alma ascendió al Paraíso.
    —Bien —dijo el rey Kinyar—, ahora que la monja nos ha traicionado tendré que buscar a alguien que cuide del chico.
    Escogió a uno de sus hombres al azar.
    —Tú serás el guardián del chico. Edúcalo y cuida de él. Enséñale a ser un hombre. Si fracasas, tú y tus descendientes seréis torturados hasta la muerte.
    El guardián crió a Taboush y se ocupó de él. Todos los días lo llevaba a dar un paseo fuera de las murallas de palacio, a las maravillosas colinas y llanuras de Tesalia.
    Un día Maarouf se cruzó con Taboush por la calle; su corazón de padre tembló y se aceleró. Maarouf saludó al guardián del chico y le preguntó si era hijo suyo, a lo que el hombre contestó que era el hijo del rey. Maarouf miró a los ojos del chico: vio en ellos los de su padre y los de su abuelo, y se dijo: «Es mi hijo. Lo conozco tan bien como me conozco a mí mismo». Maarouf empezó a frecuentar aquel camino todos los días para poder jugar con Taboush. Le daba caramelos y regalos, y Taboush empezó a cobrarle afecto. Maarouf aguardaba el momento propicio para secuestrar al chico e irse con él a la isla, en busca de Maria. Ese día Maarouf susurraría a oídos de su hijo:
    —Eres el honor que desciende del honor. Eres mi hijo y la luz de mis ojos.
    El guardián empezó a sospechar y le habló al rey de ese hombre que hacía esfuerzos por congraciarse con su hijo. El rey ordenó al guardián que no llevara al chico de paseo al día siguiente, y en su lugar envió a un escuadrón formado por cien hombres. Los soldados atacaron a Maarouf, lo redujeron a golpes y lo llevaron a presencia del rey, quien lo encadenó y lo encerró en una lóbrega celda de hierro.
    —Pretendías separarme de mi hijo —dijo el rey—, pero seré yo quien te despojaré de tu libertad y de tu orgullo. Vivirás aquí, a los pies del rey, hasta que te pudras de viejo. Medita sobre tu locura ahora que dispones de tiempo para ello.
    Y al quedarse solo Maarouf se preguntó qué sería de él, del jefe de fuertes y batallones, sin hijo, sin esposa, sin honor.

    Decir que existía una diferencia de clase entre las familias de mi madre y mi padre sería como afirmar que un Rolls Royce es un poco mejor que un Lada. Ni siquiera la familia de mi abuela paterna, los Arisseddine, por muy sheijs que fueran, podrían compararse con los Joury. Por suerte para mi padre, ella pertenecía a una rama menor de la familia que no guardaba relación íntima con el primer presidente de la república. A pesar de eso, ningún hombre sensato se habría empecinado en cortejar a una mujer que llevaba el mismo apellido que el hombre que dirigía el país.
    La tía Samia consideraba que la familia de mi madre estaba maldita.
    —No es culpa de tu madre —decía—. La pobre nunca tuvo la ocasión de comprender a esa familia. La maldición se remonta a mucho antes de que ella naciera. —El padre de mi madre era hijo único, lo que, según mi tía, ya suponía la mayor maldición. Se quedó huérfano y viudo. Mi abuela materna murió cuando mi madre sólo tenía tres años y mi abuelo volvió a casarse con una belga—. ¿Podría existir peor suerte?
    Mi madre tenía dos hermanastros.
    —Pero no cuentan de verdad, ¿no? —preguntaba mi tía—. ¿Acaso visitar las ruinas de los templos romanos durante un viaje al Líbano los convierte en libaneses? Eso no es familia.
    Mi abuelo materno era un hombre inteligente y culto, un triunfador, pero cuando señalabas ese detalle a mi tía —añadiendo que esas cualidades y su cargo de embajador descartaban la existencia de cualquier maldición— ella replicaba:
    —Cierto, pero hablamos de un embajador en Bélgica.
    Mi madre se crió en Bélgica, adonde había emigrado su padre. Cuando tenía catorce años, una prima sugirió que mi madre debía regresar con ella a Beirut. Mi abuelo y su familia belga permanecieron en Bruselas y mi madre se marchó con la prima, básicamente porque mi abuelo admitió que su hija tendría más posibilidades de encontrar un buen marido en el Líbano. La separación de mi madre de su familia directa fue afortunada. Mi padre tendría que convencerla de que se casara con él, lo que suponía una tarea ardua, sin duda, pero no tan imposible como persuadir también al resto de su familia.
    Sin embargo, mi abuelo el hakawati siempre dijo que mi padre y mi madre estaban predestinados a casarse, y, por supuesto, relató una historia: una que se refiere a un improbable encuentro nocturno entre un Arisseddine y un Joury a finales de junio de 1838 durante la batalla de Wadi Baka.
    Sus descendientes se casarían ciento dieciocho años más tarde.

    Un día un hombre entró en el salón del trono.
    —He sido atacado, príncipe de los creyentes. Me han ultrajado. Os ruego, mi señor, que redimáis mi honor.
    Baybars le pidió que expusiera su caso.
    —Soy un mercader sirio, y cada año viajo a Egipto a comerciar. Suelo evitar pasar por al-Areesh, porque el rey Franyeel exige una elevada cantidad en concepto de impuesto, como si los caminos le pertenecieran a él y a sus amigos extranjeros. Este año mi carga consistía en productos perecederos y me vi obligado a tomar la ruta más corta posible. Reservé el dinero necesario para satisfacer esa tarifa injusta, pero cuando mi caravana pasaba por al-Areesh, el ejército del rey confiscó toda mi mercancía, incluyendo camellos, caballos y a una voluptuosa esclava kazak que había comprado hacía sólo dos días. No es justo.
    El relato enojó a Baybars, quien dijo:
    —No estoy contento con estos reyes extranjeros que no respetan los tratados que ellos mismos nos impusieron. Al-Areesh pertenece a Egipto. Ya es hora de que reclamemos nuestra ciudad. Preparad a los ejércitos.
    —No, no, no —gritó el emir Othman.
    —Claro que iré —replicó Layla.

    En el fuerte cruzado de al-Areesh, el rey Franyeel abroncó a Arbusto.
    —Si no fuera por tu atuendo sagrado te cortaría la cabeza ahora mismo. Esto es culpa tuya. Me tentaste con riquezas, y ahora Baybars el bárbaro viene a por mí.
    Un imperturbable Arbusto contestó:
    —No temáis. Sabéis que este fuerte es impenetrable. Cerrad las puertas, que ya me ocupo yo del resto. Pediré ayuda a los otros reyes de la costa. Hablaré primero con el rey de Askalan. Resistid en el fuerte y el ejército de esclavos será derrotado.
    —Te acompañaré —anunció el rey—. Dejaré al comandante del fuerte a cargo. Cerrad las puertas.

    —Ahí —dijo Aydmur mientras señalaba hacia el ofensivo edificio que se alzaba a corta distancia—. El fuerte de al-Areesh es seguro y macizo. A menos que entremos, sufriremos muchas bajas. Y hasta el momento ningún general ha descubierto la forma de penetrar en los muros de al-Areesh.
    —Estoy harta de esta interminable excursión ecuestre —declaró Layla—. Déjanos descansar. Al caer la noche me ocuparé de abrir las puertas. —Desmontó de la yegua y se frotó el trasero dolorido—. Os haré una señal con la antorcha cuando la misión se haya cumplido. He estado hablando con la gente que tengo dentro. No será difícil.
    —¿Gente de dentro? —Othman miró a su esposa, desafiante—. No irás a ninguna parte. No te lo permito. Ninguna esposa mía abre puertas. Lo haré yo.
    Aquella noche, ayudado por su mujer, Othman se vistió con una sotana de cura, se peinó el cabello al estilo de Arbusto, se colgó un tintineante incensario de la muñeca y se encaminó a las puertas de la ciudad. Los guardias, creyendo que se trataba de Arbusto, se apresuraron a dejarlo entrar, postrándose ante él. Othman extendió la mano y aguardó hasta que todos los hombres la hubieron besado.
    —Os estoy muy agradecido por este cortés recibimiento —dijo—. En justa correspondencia, os ofrezco mi bendición.
    Prendió el incienso —mirra mezclada con opio— y dijo:
    —Inhalad mi bendición, respiradla hasta el fondo de vuestra alma.
    Al rato los guardias viajaban en sueños. Othman abrió la puerta e hizo la señal convenida al ejército de esclavos. El fuerte de al-Areesh fue conquistado antes de que sus defensores se percataran de que estaban siendo atacados.
    —Buen trabajo —dijo Layla a Othman.
    —Le inspiras nuevas gestas —comentó Harhash.
    —El cobarde Franyeel no está aquí —masculló Baybars—, ni tampoco Arbusto.
    —Partieron en dirección a Askalan —dijo Layla—. Pretendían traer a un ejército que nos atacara mientras manteníamos el asedio a al-Areesh.
    —Su plan ha quedado frustrado —dijo Aydmur—, y el siguiente está condenado al fracaso.
    —Mientras requisáis el fuerte —dijo Layla—, me adelantaré a caballo y desvelaré los detalles de su siguiente plan.
    Othman dio un puntapié contra el suelo.
    —No, no, no, no, no.

    El primer admirador que tuvo mi madre fue su primo segundo, Karim. El padre del joven y la difunta madre de ella habían sido primos hermanos. Ella tenía quince años y estaba interna en una escuela de carmelitas cuando él decidió que sería una esposa adecuada. Karim lo tenía todo de cara, o al menos eso creía él. A sus veintitrés años, aquel primogénito de una próspera familia había sorprendido a todo el mundo, incluido a sí mismo, aprobando el bachillerato. A partir de su graduación en la escuela superior, su padre empezó a prepararlo para desarrollar su carrera en la política del Líbano.
    Conoció a mi madre en una reunión familiar. Mi madre juraba que ella no le había dirigido ni una palabra y que él ni se había enterado. Ella andaba atareada comiendo mientras él le regalaba los oídos con sus historias y sus planes de futuro. Como ella demostró ser una oyente de primera clase, Karim empezó a cortejarla enseguida: todos los miércoles le enviaba al colegio una única rosa roja y una caja de bombones Harlequin rellenos de almendra. A ella no le causaba la menor impresión, pero a sus amigas del colegio les gustaban los bombones.
    Él escribió una carta a Bruselas en la que declaraba sus intenciones al padre de mi madre, y éste a su vez envió una carta a su hija en la que le preguntaba qué estaba pasando. Mi madre lo tranquilizó al decirle que no tenía la menor intención de contraer matrimonio antes de terminar una carrera universitaria. El cortejo del joven duró cuatro meses y medio, durante los cuales mi madre apenas tuvo que pronunciar una sola sílaba. En una ocasión fue a verla y le llevó una carnosa planta con maceta incluida, una asclepias que le había causado una fuerte impresión. Fue después de esta notable segunda visita cuando él recibió una llamada de Bruselas en la que se le informó de que mi madre no quería volver a verlo ni en pintura, bajo ninguna circunstancia. Y no fue por la asclepias.
    Él se había presentado en esta segunda ocasión, que suponía el tercer encuentro, ataviado con su mejor traje de gabardina, con el bigote engominado con cera y el rostro arrebolado de orgullo. Presumió de mi madre ante la mujer que le acompañaba, una dama de unos treinta años a quien presentó como la prima hermana de la joven esposa de su padre.
    —¿No te parece mona? —dijo él, refiriéndose a mi madre—. Y encima es lista. Terminará los estudios.
    Mi madre estaba a punto de decirle que no estaba dispuesta a ser exhibida por nadie, ni a ser elogiada como si fuera una alfombra antigua o un fino tapiz, cuando de repente se percató de que era a ella a quien él intentaba impresionar. La radiante sonrisa, la estudiada colocación de la mano alrededor de la cintura de esa tía, y la complicidad forzada estaban pensadas para que su joven enamorada captara la idea de que su pretendiente era un hombre de mundo, un hombre que tenía amantes, un hombre deseado. No era un pelagatos. Quería transmitirle la idea de que ella también podía aspirar a ser especial, si se dejaba querer por alguien que lo fuera.
    Mi madre llamó a su padre. Karim dejó de enviarle los bombones Harlequin rellenos de almendras. Las amigas del colegio se quedaron con un palmo de narices; una incluso llegó a quejarse en voz alta: en su opinión, mi madre podría haber esperado al final del trimestre para partirle el corazón a su pretendiente.

    —Habría preferido quedarme para ver cómo pulverizaban el fuerte —dijo Harhash—. Al fin y al cabo, uno no tiene la oportunidad de presenciar un ejemplo de destrucción total todos los días.
    —Cállate —dijo Othman—. Un amigo no se quejaría. Un buen amigo apoyaría a un hombre cuya esposa está empeñada en avergonzarle en público. Un buen hombre no se preocuparía de un fuerte cuando lo que se está pulverizando es el honor de ese amigo.
    —¿Os importa despertarme cuando hayáis concluido con esta fatigosa diatriba? —dijo Layla—. Mi marido empieza a recordarme a un muecín: repite la misma cantinela cinco veces al día. Me parece vergonzoso. Los muecines ciegos son sosos mientras que él había sido una persona interesante, pero ahora sólo sabe hablar de una cosa.
    Cuando hubo anochecido, Layla llamó a las puertas de Askalan.
    —¿Quién va? —inquirió una voz. —Una paloma lujuriosa —respondió Layla. El cancerbero abrió la cancela y su cara de ratón apareció en la abertura.
    —Las palomas lujuriosas se han arrepentido y retirado. Lo sabe todo el mundo.
    —¿Esos feos ojos tuyos me ven retirada?
    —Nunca había visto a una paloma lujuriosa. ¿Por qué debería creerte? ¿Qué traería a una paloma lujuriosa hasta esta ciudad? Creo...
    Más veloz que un áspid, Layla metió las manos por la abertura. Sus dedos se clavaron en los ojos del cancerbero; luego le retorció la nariz y tiró de su cara, estampándola contra la puerta. Mantuvo apretada la nariz mientras él gritaba y finalmente el hombre se avino a abrir la puerta.
    Los tres viajeros entraron en la ciudad.
    —Estos dos hombres son mis médicos personales —dijo Layla—. Informa de mi llegada a las mujeres trabajadoras de la ciudad, y diles que espero que me presenten sus respetos por la mañana.
    Los ojos del cancerbero rezumaban lujuria y deseo. Ella se limitó a esbozar la tercera de sus mejores sonrisas en su honor.
    —Necesitamos un lugar donde dormir. Guíanos, y asegúrate de que alguien atiende y alimenta a mi yegua.


    Baybars y su ejército de esclavos enarbolaron las banderas del reino a las puertas de Askalan. Uno de los guerreros africanos pidió permiso para asumir las funciones de voceador.
    —Escuchadme, forasteros —gritó el africano—. Ha llegado el rey de reyes, y os exige que capituléis. Informad a Brigitte, el rey que ha usurpado el poder en esta ciudad, que debe abdicar. Rendíos y os dejaremos regresar a vuestros países de origen. Resistíos y estos muros caerán sobre vuestras cabezas. Dejad las armas o el fuerte se convertirá en un mausoleo que contendrá vuestros cadáveres por toda la eternidad.
    —Bien dicho —celebró Baybars.
    —Estoy asombrado —añadió Aydmur.
    Cuando la gigantesca puerta de metal se abrió con lentitud, Othman apareció en la entrada y animó con gestos a que el ejército tomara la ciudad. Los hombres de Baybars entraron en Askalan, cogiendo por sorpresa a los soldados de la ciudad que se encontraron a los invasores dentro de las murallas. Las espadas cumplieron su cometido y las mazas descendieron sobre las cabezas de los infieles. Askalan no tardó en caer.
    Baybars preguntó a Othman por el paradero de Arbusto y de los otros reyes.
    —Llegamos tarde —replicó éste—. Arbusto decidió refugiarse en Jaffa, bajo la protección del rey Diafil. El rey Franyeel de al-Areesh comunicó al rey Brigitte lo grande que es nuestro ejército, y ambos decidieron unirse a Arbusto en Jaffa.
    —Cuando hayamos saqueado este fuerte —dijo el victorioso rey Baybars—, nos dirigiremos a Jaffa, ese antro de pecado.
    —¿Eso significa que nos adelantamos? —preguntó Othman a su mujer.


    En la bella ciudad de Jaffa había tres gloriosos faros, tres ansiosos reyes —Franyeel, Brigitte y Diafil—, y tres guardias susceptibles a la seducción que, en la puerta occidental, juraron lealtad inquebrantable a la paloma lujuriosa; pero no había ni rastro de Arbusto, que había partido por mar, en teoría para recabar refuerzos en Europa. Mientras los tres reyes se preparaban para el asedio de su ciudad, Layla adiestraba a los tres porteros que custodiaban la puerta.
    —No, no, no —dijo ella—. Tocad sin permiso y perderéis esa mano ofensiva. Volveré una noche de éstas, y cuando lo haga, abriréis la puerta en cuanto os lo diga. Haréis lo que yo os pida. ¿Está claro?
    Primero el rey Baybars destruyó Askalan, una ciudad marítima que permanece en ruinas a día de hoy. Aplastó las murallas y dirigió al ejército hasta Jaffa, donde recibió una misiva de parte de Othman.
    —La letra es delicada —dijo el rey— y el pergamino desprende una fuerte fragancia. Dice que los tres reyes se encuentran en el interior de la ciudad y nos aconseja que nos acerquemos a la puerta al caer la noche y llamemos.
    —¿Qué clase de nombres tontos son ésos? —preguntó Louai—. ¿Franyeel, Brigitte y Diafil?
    Cuando el sol se ocultó tras el Mediterráneo, el rey del islam apareció a las puertas de Jaffa seguido de su silencioso ejército; llamó y las puertas se abrieron para permitirle el acceso. Por la mañana, los soldados de Diafil despertaron en una Jaffa tomada: las espadas apuntaban a sus cuellos y la ciudad había sido devuelta a su auténtico rey, Baybars, que liberó a sus tierras de extranjeros.

    Dos días después de que mi padre se fijara por primera vez en mi madre y decidiera que era la mujer con quien quería casarse, ella se enamoró. Y sí, eso fue amor a primera vista. Su apellido también era Joury, Nicholas Joury, aunque no pertenecía a su misma familia; ni siquiera era maronita sino griego ortodoxo. Mi madre pensó, complacida, que así no tendría que cambiarse de nombre. Se conocieron en una asamblea juvenil de carácter político que se celebraba en la universidad: ella estaba en primer curso de carrera, él estudiaba medicina. Aquel joven dominó la reunión. Quería cambiar el mundo. Quería que la nueva república se convirtiera en un emblema de libertad y justicia para el resto de árabes. Quería extender la educación por todo el Líbano y el Oriente Medio. Estaba convencido de que modernizar la situación de las mujeres era la tarea más importante que podía acometer un libanés, y, fiel a su credo, pensaba especializarse en ginecología.
    Mi madre se quedó impresionada por su dedicación, su elevada calidad moral y su estatura. En ella, él descubrió a una oyente entregada, una fan que, para colmo, era guapa. Estaba encantado de ser el primer hombre, descontando a su padre, a quien ella admiraba. Creía que sería su compañera perfecta, que le ayudaría a ascender. Empezaron a verse a las tres semanas de conocerse. A los cuatro meses él se había declarado formalmente y ella había aceptado. Él escribió al padre de su amada para pedirle su bendición y la presentó a su familia; ese mismo verano viajaron juntos a Bruselas para que él conociera a la familia de ella. Accedieron a mantener un noviazgo largo, tres años como mínimo, hasta que ambos se licenciaran.
    Como no soportaba estar alejado de ella, el joven la involucró en todas sus actividades cívicas y sociales. Ella asistía a conferencias de política, a reuniones de activistas y a prolongadas tertulias de café. Se ofreció voluntaria en una ocasión para colaborar con una organización de ayuda a Palestina, pero lo dejó enseguida y le hizo prometer a él que dejaría de trabajar con organizaciones que tuvieran una relación tan inmediata con el sufrimiento.
    Mi pobre padre estaba destrozado. Aunque no había llegado a hablar con mi madre, y ella ni siquiera había reparado en él, estaba convencido de que esa mujer estaba destinada a ser su esposa. Ya la había reclamado para sí. Pero allí estaba ese otro hombre que nunca se apartaba de su lado, que respiraba su mismo aire, invadía su espacio íntimo y se apropiaba de toda su atención. A pesar de que mi padre no la vería a solas durante varios años, no se rindió; simplemente esbozó planes de mayor alcance.
    Se dice que el sagrado Corán fue enviado en Laylat al-Qadr, la Noche del Destino, y revelado al profeta Mahoma a lo largo de un período de veintitrés años. Durante la Noche del Destino, Dios atiende las súplicas sinceras, escucha oraciones y perdona los pecados. La Noche cae durante el Ramadán, el mes más sagrado, pero Dios no ha revelado la fecha exacta porque desea que los creyentes Le adoren a lo largo de todo el mes. Hay quien dice que cae en la noche en que los cuernos de la luna completan el círculo, aunque hay otros según los cuales el profeta insinuó que los creyentes deberían celebrarla en las extrañas noches de los últimos diez días del Ramadán.
    Yalal Arisseddine dio una cena una noche de 1953. Era un evento informal, cuarenta invitados más o menos. A ella asistieron algunos políticos, varios escritores y unos cuantos amigos. Nicholas Joury había rogado a un conocido común que le presentara a mi célebre tío abuelo y se había asegurado un hueco en la mesa. Por supuesto, mi tío abuelo invitó a su hermano Maan y a sus dos sobrinos. En aquella ocasión los musulmanes eran minoría, y de los pocos que había presentes menos aún habrían sido calificados de practicantes. A pesar de que estaban en pleno Ramadán, ni uno solo de los asistentes había ayunado, conmemorado, ni rezado. Aun así, a tenor de los acontecimientos que se desencadenaron a partir de ahí, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que fue una noche extraña.
    Fue sin duda la Noche del Destino, porque Dios escuchó los ruegos de mi padre.
    Aquella noche mi madre conoció al hombre que la haría volar, la fascinaría, la seduciría y la encantaría. Conoció al hombre que la amaría y adoraría, y que con el tiempo se convertiría en su fiel compañero. Un hombre cuyo ingenio y talento deslucirían el brillo estelar de su prometido, que a la hora del postre ya habría quedado reducido al de simples cenizas. Fue amor al primer dardo mordaz. Aquella noche mi madre conoció al tío Yihad.
    Un suizo con coleta que aseguraba ser un buen amigo de Jean-Paul Sartre ofendió a casi todos los presentes durante la cena. La coleta en sí misma ya suponía todo un impacto, pero con tanto Sartre dijo eso, Sartre habría hecho lo otro, los invitados se dividieron en grupitos más reducidos con el fin de darle de lado. El tío Yihad revoloteó de un lado a otro hasta tomar asiento junto a aquella joven seductora que había fingido no darse cuenta de sus avances. Con la vista fija en el suizo, cuyo público había quedado reducido gradualmente a una sola persona, su ansioso prometido, ella se inclinó hacia mi tío y susurró:
    —Me pregunto por qué ese imbécil tiene que llevar esa coleta ridícula.
    —Para que así, estirando, puedan sacarle la cabeza del culo de Sartre —dijo el tío Yihad.
    Mi madre había encontrado a su alma gemela.
    Él no tenía ni idea de que ella fuera el objeto de la pasión de su hermano, y, por sorprendente que parezca, no se habían visto nunca, a pesar de que asistían a la misma universidad, estaban en el mismo departamento y tenían la misma edad. Compartían intereses parecidos, pero estudiaban en horarios distintos. El tío Yihad no se mezclaba con la gente de su círculo social. Lo cierto es que tampoco habría tenido tiempo, ya que seguía encargado de sus palomas y de las de Ali. Mi madre y mi tío charlaron sin parar, y simpatizaron tanto que el corazón de mi padre se llenó de esperanza, y el de su prometido de pánico. Nick se plantó al lado de mi madre, la rodeó con el brazo. Mi madre cerró los ojos por un instante para que éstos no revelaran su frustración. Al abrirlos notó que la cara del tío Yihad expresaba una momentánea y descarada sorpresa.
    —Este es mi prometido —dijo mi madre.
    —Me lo figuraba —replicó el tío Yihad, sonriendo.
    A sabiendas de que esa sonrisa dejaba traslucir su desaprobación, mi madre se estremeció, intentando borrar el rubor de la vergüenza de sus mejillas.

    Era una historia que a mi madre le encantaba contar, aunque su versión de los hechos difería un poco de la del tío Yihad. Según el tío Yihad, mi madre se enamoró de él, pero él supo al instante que sería una magnífica esposa para su hermano. Siempre que se contaba la historia en su presencia, mi madre sonreía, negando con la cabeza. Ella decía que aquella noche lo encontró adorable, pero que no se enamoró. No creía en el amor a primera vista.
    La última vez que salió el tema yo estaba con mi madre: fue seis meses antes de su muerte, en un breve período de recuperación. Ella estaba tendida en la cama, apoyada en las almohadas, y yo sentado a su lado. Había pasado una semana terrible, pero de repente pareció rejuvenecer. La palidez y delgadez se alejaron de ella por un tiempo, y las arrugas de tensión se rellenaron de carne nueva. La esperanza, gran mentirosa, la engañó aquella mañana.
    —Recuerdo esa noche como si fuera ayer —dijo ella—. Las velas, los invitados, el extranjero con aquella terrible coleta. ¿Te imaginas lo increíble que resultaba en aquella época? ¡Qué insoportable era ese hombre! ¡Y qué vergüenza ver que el único que se tragaba su parloteo estúpido era el pobre Nick! Aquella noche me sentí horrorizada al percatarme de que no conocía al hombre con quien iba a casarme. Se me cayó la venda de los ojos. La expresión de la cara de Yihad cuando se enteró de que yo estaba con Nick me dio escalofríos. Estoy segura de que se habría mostrado menos sorprendido si le hubiera dicho que estaba prometida con un poste de la luz. Desaprobaba mi elección, y me di cuenta de que lo mismo me pasaba a mí. Pero lo más aterrador era que no tenía el valor de admitir mi error. Aquella noche supe que nunca seguiría adelante con la boda, pero no pude hacer acopio de fuerzas para reconocérselo a nadie, ni siquiera al pobre Nick. Sin embargo mi epifanía no tuvo nada que ver con el enamoramiento. ¿Piensas por un momento que Yihad se enamoró de mí o que yo me enamoré de él? Por favor. No importa lo que tanto Farid como Yihad hayan deseado creer: nadie se llevó nunca a engaño. Reconocí... ¿Cómo expresarlo...? Comprendí su capacidad innata para trabar amistad con las mujeres desde el momento en que vi su diabólica sonrisa desde el otro lado del salón. Dios, ¿cómo podía no percatarme, dado el modo en que cruzaba las piernas o movía las manos? No se comentaba, claro, pero eso no quiere decir que engañara a nadie.
    Nick no se separó de mi madre durante el resto de la velada, y el suizo se vio obligado a seguir a su exiguo público al otro lado del salón. La conversación que mantenían los dos hombres aburrió a mi madre y a mi tío, hasta que el suizo formuló una pregunta:
    —¿Existirá alguna vez un Sartre árabe?
    Mi madre suspiró y miró al techo, y el tío Yihad hizo esfuerzos por controlar las ganas de reírse. Nick se embarcó en un monólogo que justificaba la imposibilidad de un fenómeno tal: la subordinación del contenido a la estética del idioma en la literatura arábiga, la predominancia de elegías y panegíricos como forma de arte, etcétera.
    —Sólo tienes que fijarte —dijo Nick— en la divinización de un perdedor como al-Mutanabbi. Los escritores tratan de emularlo, componen versitos monos que no significan nada ni afectan a nada. Vendió sus servicios al mejor postor, y sus poemas terminaron convertidos en loas a gobernantes corruptos. Las cosas no han cambiado mucho. Hasta que llegue el día en que el brillo no nos deslumbre, estaremos atascados con la banal belleza de al-Mutanabbi.
    El gruñido de mi madre sobresaltó a su prometido. Perplejo, la miró con la boca abierta.
    —La belleza nunca es banal —dijo ella.
    —Al-Mutanabbi es uno de mis héroes —dijo el tío Yihad—. Un loco romántico.
    —¿Romántico? —preguntó mi madre—. ¿Estás seguro de que no lo confundes con Antar? Nunca he oído una historia de amor asociada a al-Mutanabbi.
    —No, no. No es una historia de amor. Es una historia de muerte. Una historia de muerte gloriosa.
    —Cuéntamela —le exhortó mi madre.
    —¿Quieres que te cuente la historia? ¿Aquí? ¿Ahora? No estoy seguro de que pueda.
    Mi madre enarcó las cejas.
    —Pídemelo otra vez. —Mi tío esbozó una sonrisa—. Hazme sentir importante, por favor.
    Mi madre se llevó la mano al pecho. Aleteó las pestañas.
    —Por favor, sahib. Cuéntame una historia que anime la velada. —Sonrió—. ¿Qué te ha parecido?
    —El toque perfecto —dijo el tío Yihad—. Veamos. En los gloriosos días en que los poetas eran héroes y los hombres valientes, cuando el sol brillaba con más intensidad y nunca se decían mentiras, vivió y murió el mayor de los poetas. Dejaré las historias de su trágica vida para otro momento, ya que hoy me concentraré en la historia de su muerte. Al-Mutanabbi murió de camino a Bagdad, pero no iba solo. No era lo que podríamos llamar un individuo integrado. Sabía que era un genio y estaba obsesionado con su inmortalidad. Pocos consignaban nada sobre el papel en aquellos días. Los poemas se memorizaban, incluso el Corán. Bien, al-Mutanabbi no se conformaba con eso. Por lo que se refería a su trabajo no iba a confiar en la memoria ajena. Lo escribió todo, todas y cada una de las palabras, sin dejar nada al azar. Hablamos de papiros, largos rollos de papiro. Cabalgó hasta Bagdad con su hijo, dos esclavos y ocho camellos cargados con la obra de su vida. Por supuesto, si cruzas el desierto con camellos cargados, lo más probable es que atraigas la atención de los bandoleros. Los ladrones atacaron el convoy convencidos de que daban el golpe de su vida y de que pronto tendrían en las manos un gran tesoro. El poeta murió defendiendo su obra, y con su último aliento suplicó a sus asesinos que no la destruyeran. El único que logró escapar con vida fue el hijo del poeta. Vio expirar a su padre y se marchó, pero no llegó muy lejos. Abrumado por haber abandonado la poesía de su padre, regresó a la escena a luchar. Y los ladrones, furiosos al no encontrar nada de valor, torturaron al hijo hasta matarlo.
    —Ay —suspiró mi madre—. Morir por la banal belleza. ¿Qué pasó con los manuscritos?
    —Es curioso que lo preguntes. Al-Mutanabbi era, por supuesto, pobre como las ratas.
    —Como cualquier poeta que se precie. —Mi madre aplaudió y se rió.
    —Descargaron a los camellos y desecharon la poesía sin valor, pero resultó que uno de los malvados bandoleros tenía una naturaleza sensible.
    —¿Y también resultó que sabía leer?
    —Desde luego. Los leyó, y se quedó prendado y embrujado por ellos. Volvió a empaquetarlos y los conservó durante años; los hizo copiar y los distribuyó. Cabe esperar que los guardara todos, sin perder ninguno bajo el azote de los vientos del desierto.
    —Pero ¿y si no pudo? —dijo mi madre—. ¿Y si algún papiro salió volando?
    —Imagina. La poesía todavía sobrevuela los cielos de Bagdad.
    —O se halla enterrada en las arenas del desierto —dijo mi madre—. Alguien excava un pozo en Irak, y de él mana poesía en lugar de petróleo.
    —Pero ¿crees que los descubridores entenderán árabe y además apreciarán la poesía?
    —Para empezar, ése era el principal problema de al-Mutanabbi.
    Nick negó con la cabeza.
    —Sé que todo eso suena muy romántico, pero ¿qué sentido tuvo la muerte de al-Mutanabbi? ¿Acaso su poesía ha salvado una sola vida?
    Mi madre se dejó caer en una silla, cerró los ojos y suspiró con suavidad.
    —Deja que te presente a mi hermano —dijo el tío Yihad.

    ¿Qué fue de Nick, y cómo consiguió mi madre zafarse del matrimonio si era incapaz de decir no? Mi hermana, que había conocido a Nicholas Joury, creía que él y mi madre no se habían casado porque una vocecilla interior debía de haber estado advirtiéndola, si no maldiciéndola, durante todo ese tiempo. Lina no podía imaginarse a mi madre preocupada por ningún tema político. Que mi madre se hubiera prometido a un hombre que creía que la oposición al sionismo no era sólo un objetivo digno, sino una forma de vida, un requisito para ser humano, resultaba impensable para Lina. Mi madre, que había convertido el ser apolítico en una forma de arte, nunca lograría sofocar su auténtico yo por el bien de un hombre.
    —Sé que esa discusión sobre arte y política fue el vendaval que derribó el castillo de naipes —me dijo Lina una vez—, pero ¿cómo se mantuvo tanto tiempo el castillo dados los puntos de vista del individuo en cuestión? ¡Era un hombre que creía en el arte didáctico, por el amor de Dios! Las novelas debían inspirar a la gente y guiarla a una mejor comprensión de las persecuciones a que era sometida. Veía a Trotski, a Sartre, a Lenin, a Orwell y a Huxley como modelos que había que emular, y no era lo bastante brillante como para percibir la contradicción: mamá se estaba sacando un título en artes liberales mientras salía con él. Era una mujer que vistió de luto durante cuarenta días cuando murió Calvino. Todo el mundo le preguntaba qué miembro de la familia había fallecido. Se fue a su lecho de muerte absolutamente convencida de que Anna Karenina era el mayor logro de la humanidad. Ese idiota le decía que Tolstoi era un ejemplo claro de burgués consentido. Le dijo que no asistiera a conciertos de violín porque los mejores violinistas eran judíos, y por tanto alentaban las terribles políticas de Israel. ¿Decirle eso a mi madre? Cuando me lo comentó de pasada casi me desmayo. Tal vez hubiera accedido a casarse con él, pero aunque él no se hubiera precipitado de cabeza hacia el desastre, dudo de que aquello acabara en boda. Sabía que ese hombre era una tragedia.
    El desastre ocurrió el día en que Nick recibió su título en medicina. Mi madre asistió a la ceremonia, y se sentó entre el público con su familia. La madre de Nick no cabía en sí de orgullo. Su padre había deseado con todas sus fuerzas ver la graduación de su hijo, pero no podía abandonar el lecho. Al final de la ceremonia mi madre fingió una jaqueca y dejó al feliz grupo a sus anchas. No le apetecía hablar de futuro.
    Nick, con toga y birrete, volvió a casa a ver cómo estaba su padre, quien sintió tanto orgullo que se ofreció para ser su primer paciente. El padre de Nick llevaba todo el día quejándose de mareos, somnolencia y problemas digestivos. Nick le trató mediante la implantación de un tubo de glucosa intravenoso. Su padre murió antes de que tuviera tiempo de estornudar, en lo que fue a la vez una tragedia y un escándalo. Después del funeral Nick se encerró en su habitación durante dos semanas. La familia entera lloraba.
    El alma humana es resistente; Nick se recuperó, emocional y psicológicamente. La sociedad es menos resistente; el deshonor no se olvida con tanta rapidez.
    Dos meses después de haber matado a su primer paciente, Nick comprendió que nunca podría trabajar en Beirut. Nadie consentiría en ser el segundo paciente. Tendría que irse a un lugar donde nadie hubiera oído hablar de su error. Nick le pidió a mi madre que se fuera con él a Kirkuk. Ella se negó, claro. Y mi padre no perdió el tiempo y empezó a cortejarla.

    Mi padre se propuso hacer de sí mismo alguien distinto, alguien mejor, alguien importante. Convenció a su hermano para que abandonara la cría de palomas y montara un negocio con él. Para eso hacía falta dinero. Siguiendo los mismos pasos que diera su madre tanto tiempo atrás, mi padre y el tío Yihad caminaron por la montaña hasta llegar a la mansión del bey, que siempre presumía de ser el benefactor de la familia. El bey les brindó un caluroso recibimiento y les ofreció café, pero también hizo llamar a su criado: mi abuelo. Nadie supo qué intrincado razonamiento pasó por la cabeza del bey, y de esa historia ni mi abuelo, ni mi tío, ni mi padre desearon nunca proponer explicaciones, ni darle más vueltas.
    Delante de su propio padre, mi padre tuvo que pedir ayuda financiera al bey.
    —¿No creéis que este proyecto os viene un poco grande? —apuntó el bey—. No sabéis nada de automóviles. ¿Cómo vais a vender coches si ni siquiera tenéis uno propio?
    Desalentado, mi padre regresó al lluvioso Beirut, y por primera vez fue el tío Yihad quien tuvo que hacer hincapié en el sueño.
    —Ya verás: en todas las historias, cuando las cosas se ponen muy feas, aparece un ángel para ayudar al héroe —le dijo.
    —Pero aquí no estamos en ninguna historia —replicó mi padre.
    —Claro que no. Esto es la vida. En la vida real puedes contar con más de un ángel. Te tocan dos o tres. Bien mirado, puedes contar con un ejército de ángeles.
    El abuelo renunció a su puesto ese mismo día. Se sintió tan avergonzado por sus hijos que dijo al bey que le era imposible seguir trabajando para él. El bey le preguntó cómo iba a sobrevivir él sin el entretenimiento que mi abuelo le proporcionaba, y éste replicó:
    —Sólo tenéis que pedirlo, señor, y acudiré raudo y veloz a entreteneros. Pero llevo tanto tiempo trabajando para vos que mis historias se han vuelto rancias y añejas. No puedo aceptar vuestro dinero de buena fe y fingir que os doy algo a cambio.
    Aquella noche la abuela regañó a su marido. ¿Cómo iban a mantenerse? Aún tenían una hija por casar. El bey concedió a mi padre dos días de descanso antes de solicitar su presencia en la mansión.
    —Cuéntame una historia —ordenó el bey, y el abuelo obedeció—. Has sido un fiel servidor de mi familia —dijo el bey, y siguió pagándole su salario semanal.
    Y el abuelo permaneció al servicio, y a la disposición, de su señor hasta el día de su muerte; la muerte de mi abuelo, claro, no del bey: cuando muere el señor, su hijo hereda sus posesiones.

    Al-Jarrat Corporation nació oficialmente en 1955. Como todos los recién nacidos, empezó en la vida pequeño y con aspecto peculiar. Mi padre había pedido consejo a un ex compañero de colegio iraquí, Jaled Mathaher, un hombre de negocios en ciernes; o, como el tío Yihad solía autocalificarse cuando empezó, un chico de negocios. La respuesta llegó en forma de una carta procedente de Bagdad que pasó a convertirse en un recuerdo de familia. «¡Automóviles! —gritaba—. Vended automóviles. El futuro está en los coches.» La familia Mathaher tenía un concesionario Renault en Bagdad, y Jaled se ofreció a ayudar a mi padre a obtener la licencia para abrir uno en el Líbano. Y así empezó la historia.
    Siguiendo el consejo de mi abuela en lugar del de mi abuelo, mi padre registró la empresa como negocio familiar y nombró socios a los cuatro hermanos: Wayih, Halim, Farid y Yihad. El detalle de que mi padre hiciera caso al consejo materno y no al paterno no era ninguna sorpresa: mi padre nunca se llevó bien con el suyo, se avergonzaba de él y apenas le escuchaba. Sin embargo, en esta ocasión debería haberlo hecho, ya que el consejo del abuelo se reveló como toda una premonición. El abuelo dijo a mi padre que sus dos hermanos mayores no debían formar parte de la empresa; que los contratara o los ayudara, pero sin darles rango de socios, ya que si lo hacía él y el tío Yihad se verían obligados a soportar su incompetencia durante años. Mi padre no sólo desoyó el consejo, sino que convenció al tío Yihad de que el tío Wayih, al ser el mayor, debía ostentar el cargo de presidente de la empresa. Ver a su familia trabajando junta llenó a la abuela de gozo.
    Mi tío abuelo Maaan ofreció a sus dos acogidos un último regalo: dos pequeños terrenos en Beirut. Uno se convertiría en el lugar de trabajo de la familia, el primer concesionario, y el otro en la casa familiar: el edificio que se construiría no mucho después en cumplimiento de una de las promesas que mi padre hizo a mi madre si ésta accedía a casarse con él. El ejército de ángeles, en forma de amigos de mi padre y del tío Yihad, les concedió préstamos. Sin interés alguno, por supuesto. El concesionario era una simple sala mal rematada en la que apenas cabían seis mesas limpias. En total la empresa abrió las puertas con tres coches, que se vendieron el primer día.
    —Fue todo un impacto —solía decir el tío Yihad—. ¡Abrimos y bum!
    En el transcurso de un año se habían hecho con la concesión de Fiat, y años más tarde obtuvieron la exclusiva en el mundo árabe de Toyota y Datsun. El día en que se firmaban los contratos con los japoneses, mi padre y el tío Yihad se compraron sus primeros trajes Brioni hechos a medida, y mi madre recibió un collar de diamantes cuyo precio nunca se hizo público.

    Mi padre sí que siguió el consejo del abuelo en otro tema: el poético. Sí, sedujo a mi madre a base de poemas. Ella podía ser romántica, pero no tonta. En los dos años que duró el cortejo, después de que mi padre hubiera declarado sus intenciones al tío Yihad y a ella misma, mi madre se había propuesto averiguar de forma objetiva si ese joven sería un buen marido. Lo observó y descubrió casi todo lo que había que saber sobre él: sus perspectivas de futuro, cómo trataba a su familia, su nivel de educación o su falta de ella, su talante mujeriego. Ella declaraba haber confeccionado una lista con los pros y los contras. Lo puso a prueba. Se comportó mal en público para ver cómo reaccionaba. Le hizo esperar cuando iba a buscarla. Lo interrogaba a todas horas.
    Por su lado, mi padre interrogaba al tío Yihad. ¿Qué le gustaba a esa mujer? Nunca compró unas flores sin someterlas antes a la aprobación de mi tío. Mi madre no tenía secretos para Yihad, y enseguida descubrió que éste no los tenía para su hermano. Si mi madre señalaba al tío Yihad un vestido que le gustaba, al día siguiente lo recibía envuelto en su casa. Mi padre sabía quiénes eran sus cantantes favoritos, cuál era su comida favorita y, por supuesto, quiénes eran sus poetas favoritos. Le envió poemas, algo que a mi madre le encantaba. Le envió versos que ella conocía bien, pues estaba muy familiarizada con los occidentales: Rilke, Dickinson o Barrett Browning. También le gustaban los poetas árabes antiguos, al-Mutanabbi o el Muallaqat, sobre todo Amru al-Qais y Zuhair. Mi padre trabajó sin descanso.
    Un día la abuela le preguntó cuándo tenía intención de casarse y él le habló de mi madre, aunque ésta aún no le había dado el sí. Confesó todo su plan de seducción. Y el abuelo, con ese estilo impetuoso que le era propio, lo interrumpió:
    —Pero tú no eres un poeta. —Al ver que nadie le seguía, desarrolló su punto de vista—. Sólo un auténtico poeta es capaz de recitar un poema conocido y hacer que suene como si nunca hubiera sido pronunciado con anterioridad. Sólo un hakawati puede embrujar al público dos veces con el mismo cuento. Tienes que deslumbrarla con algo que no conozca, con un poeta como Saadi. Los enamorados recurren a poetas menores, pero hay pocos que sean mejor que él.
    Mi padre no se quedó muy impresionado cuando el abuelo le recitó unos versos de Saadi, pero más tarde, sentado con la que sería mi madre, no se le ocurrió nada más.
    —Sé que podrías hacerme feliz —dijo ella—. Sé que me cuidarías, pero somos muy distintos. Podría ser un infierno para los dos.
    —Prefiero arder contigo en el infierno que estar en el paraíso con otra —respondió mi padre—. Una hermosa boca que desprende olor a cebolla es más apetecible que una rosa en una mano fea.
    Sorprendida, mi madre buscó una traducción de Saadí, una búsqueda que pareció durar una eternidad. Pasó a ser uno de sus favoritos. Incluso en su lecho de muerte, citaba versos suyos a las enfermeras.
    Mi madre accedió a casarse con mi padre si él le prometía tres cosas: triunfar del todo en la vida, comprarle una casa mejor y poner punto final a sus trasiegos con mujeres. Él cumplió con dos de las tres.

    Ya en El Cairo, Othman se tumbó en el sofá y admiró a su esposa mientras ésta se desnudaba. A la luz de una docena de velas, ella se frotó los brazos con una emulsión de aceite de oliva y verbena.
    —Me alegra que no insistas en la modestia en el lecho —dijo Othman.
    Ella alzó la mirada, despacio; le miró a los ojos para captar el auténtico sentido de lo que acababa de decirle, pero él, avergonzado, bajó la cabeza enseguida. Aunque Layla siguió aplicándose la loción, como quien no le da importancia, a esas alturas ambos ya se conocían demasiado bien. Él vio que ella tenía las orejas alerta.
    —He estado pensando —empezó él.
    A la luz de las velas, ella se pasó la loción por aquellos dos mundos que eran sus senos. Con discreción se aseguró de obtener la reacción esperada antes de pasar al cuello. Él parpadeó con rapidez.
    —He estado pensando que no podemos seguir así. Hace falta un golpe definitivo. —Intentó despejar las retinas de la deliciosa impresión, intentó aclarar la mente para poder expresar en voz alta aquel lúcido pensamiento—. He estado apocado, esposa mía. No he sido yo mismo últimamente. Hemos dejado que Arbusto campara a sus anchas y creara problemas durante demasiado tiempo. Es mi enemigo, y no me he enfrentado a él. Ya ha llegado la hora.
    —Sí, es un canalla digno de tu tiempo.
    —Lo capturaré y lo traeré de rodillas a presencia del rey.
    —Un objetivo de lo más noble, no cabe duda.
    —¿Me ayudarás?
    Ella no levantó la vista de la tarea que llevaba entre manos, pero no le sirvió de nada. Él había notado cómo la sorpresa y la satisfacción le arrebolaban las mejillas.
    —Eso no tienes que pedirlo, esposo mío.
    —Quiero dar caza a ese villano, que debe de estar armando alboroto en alguna ciudad de la costa. No volveremos a El Cairo sin Arbusto encadenado y sujeto con una correa.
    —¿Volveremos?
    —Necesito tu ayuda. —Sonrió a su mujer—. Tú posees muchas correas.
    —¿Tú y yo?
    —Compañeros.
    —Y los enemigos de mi marido maldecirán el día en que nacieron.
    Desnuda, ella se colocó encima de Othman y le besó.
    —Dilo.
    —Partimos mañana —dijo él, sin poder contener la risa.
    Ella volvió a besarle.
    —Dilo.
    —Deberíamos empezar a hacer el equipaje.
    Sus ojos centelleaban como diamantes en el lecho de un río.
    Ella le besó una vez más.
    —Dilo.
    —Eres mi esposa. —Respiró hondo y le devolvió el beso—. Antes prefiero vivir siendo tu eterno esclavo que pasar un solo instante sin ti.

    Capítulo 17
    La primera bala agujereó la puerta trasera de uno de los coches del concesionario, un Toyota azul, en abril de 1976. La guerra —o las «escaramuzas», como todos las llamaban entonces— había estallado un año antes, pero la empresa no había sufrido aún graves consecuencias ya que sus clientes, como el resto de libaneses, estaban convencidos de que el alboroto no duraría mucho, de que tanto los palestinos como la milicia se limitaban a echar humo. En realidad, dentro de nuestra familia hubo quien consideró que la guerra era una prueba más de la suerte que acompañaba a la empresa y del acertado olfato empresarial de mi padre. ¿Acaso no había sido mi intuitivo padre quien había contratado un seguro que cubría cualquier desastre posible, incluida la guerra? Dicha decisión no se debía al simple azar. Mi padre había supuesto que algún día sería tan próspero que los israelíes, en un ataque de envidia, le volarían la empresa. (Algo que de hecho hicieron en 1982, aunque no fue a resultas de un ataque de envidia.) El tío Yihad condujo el Toyota azul hasta casa como recuerdo. El seguro abonaría su coste.
    Hasta el día de su muerte, en 1974, el tío Wayih fue presidente de la corporación, lo que acarreó todos los problemas pronosticados por el abuelo. El tío Halim, en cambio, resultó ser inofensivo. Trabajó para la empresa desde sus inicios, hizo lo que se le pedía y no se molestó en tomar decisiones. Como hermano y socio de pleno derecho se le incluía en la mayoría de discusiones, y él se conformaba con participar en todo lo que sucedía. Ante cualquiera que se parara a escucharle, se jactaba de ser el motor de la empresa, pero no se lo creía ni él. El tío Wayih, sin embargo, sí que se lo creía. Mi padre y el tío Yihad debieron de olvidar mencionar que su cargo de presidente era puramente simbólico.
    Cuanto mayor se hizo la empresa, más creció su obstinación. En los años setenta, cuando el resto de concesionarios del Líbano palidecían ante los éxitos de nuestro negocio, la arrogancia con que abordaba los tratos con extranjeros llegó a cotas insospechadas. El tío Yihad y mi padre tenían que maniobrar a sus espaldas. El tío Wayih se comportaba durante la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando se aseguraba un enfrentamiento con sus hermanos menores para demostrar quién mandaba allí. Mi padre y el tío Yihad tuvieron que ingeniárselas para eludir las discusiones. En los primeros tiempos acudieron a la abuela en busca de ayuda. Tuvieron que desplazarse hasta el pueblo y convencerla de que bajara a la ciudad a hablar con su primogénito.
    La llegada de los japoneses dejó extasiado a todo el mundo excepto al tío Wayih. Con el fin de reunir el dinero necesario para firmar el contrato con los japoneses, la empresa tuvo que vender parte de las acciones a Fiat. Él decidió mantenerse firme y se negó a ceder. Incluso llegó a insultar al ejecutivo nipón que visitó Beirut. La abuela no pudo convencerlo de que cambiara de idea. El tío Wayih también la insultó a ella, insinuando que no sabía nada del mundo empresarial. Como era de esperar, la abuela se quedó horrorizada. Todos asumían que la tía Wasila manejaba los hilos. La tía Samia juraba que tenía que ser eso. Ningún hermano suyo se atrevería a insultar a su madre a menos que su esposa lo alentara a hacerlo.
    En última instancia, el tío Yihad y mi padre recurrieron a la tía Wasila. Le expusieron la situación y les costó poco convencerla. Ella se ocupó del resto. El tío Wayih se marchó un día a casa, y cuando volvió a la mañana siguiente la emprendió a gritos con todo el mundo, instándolos a que trabajaran más y no desbarataran el acuerdo con los japoneses.
    En vida del tío Wayih, ni un solo libanés —ni un solo árabe, por extensión— dio importancia al hecho de que hubiera un inepto de presidente de una próspera empresa familiar. Siempre que compradores o proveedores necesitaban algo, trataban el tema con el tío Yihad o con mi padre, pero los no libaneses no acababan de entenderlo. Los atónitos forasteros descubrían que escuchar al tío Wayih era perder el tiempo.
    Gracias a mi padre y al tío Yihad el negocio fue de éxito en éxito. Harían falta un par de años de guerra para que la división libanesa de la compañía acusara el efecto: fue un receso temporal, pero no supuso una debacle financiera, ya que por aquel entonces la empresa tenía una rentable red de concesionarios extendida por doce países más. Sí que supuso una debacle emocional, ya que en esos días el concesionario del Líbano resultaba esencial para la propia definición de la familia.
    Fue en 1977, después de la muerte del tío Yihad, cuando la empresa empezó a perder el rumbo. Su muerte los desmoralizó a todos, y para mi padre supuso un golpe devastador. Ya nunca volvió a preocuparse de verdad de la empresa. Ni él ni el tío Yihad habían preparado a nadie para que ocupara su lugar. Al fin y al cabo, en 1977 mi padre sólo tenía cuarenta y siete años. Nadie sabía hacer su trabajo, de manera que cuando los bombardeos le dieron un respiro se pasó por el despacho, pero no hizo gran cosa.
    No obstante, la suerte no abandonó a la empresa. Diez días después de la boda de mi hermana, cuando Lina tomó conciencia por fin de que su vida no sería como ella había imaginado, de que lo más probable era que nunca volviera a ver a Elie, y de que tampoco es que tuviera excesivas ganas, decidió reinventarse a sí misma. Conseguiría su primer empleo. Embarazada y un poco abrumada, se presentó en el concesionario e inició el asedio. En cuestión de un par de años dirigía la empresa.

    Othman oteó los vastos cielos mientras sujetaba las riendas de dos caballos.
    —¿Dónde está? —preguntó a su mujer.
    —Allí. —Ella señaló hacia el norte—. Lo verás en cuanto cruce por debajo de la nube blanca.
    El color rojo de la paloma se hizo más intenso bajo la nube. El ave dio dos vueltas antes de posarse en la mano de Layla. Acarició a su compañera y entró en la jaula.
    —Tenemos un destino —anunció Layla después de leer el mensaje que había traído la paloma—. El canalla está en Antioquía.
    Tras la recepción del mensaje la pareja se cruzó con un enviado de Alepo que traía una carta para el sultán de El Cairo. El mensajero se negó a divulgar el contenido del mensaje, incluso a un emir.
    —¿Hay problemas en Antioquía? —le preguntó Othman.
    —¿Cómo lo sabéis? El alcalde de Alepo ruega al rey que envíe un ejército para ayudarle a combatir al rey Fartakamous de Antioquía, que mientras hablamos está asediando la ciudad de Alepo.
    —Nuestro ejército no tardará en ponerse en marcha —dijo Othman a su esposa—. ¿Adónde crees que deberíamos dirigirnos: Alepo o Antioquía?
    —A Antioquía. La lucha no es buen lugar para nuestro talento. Dejémosla para los guerreros.
    Othman y Layla entraron en Antioquía sin problemas. La ciudad se hallaba casi desierta: sin rey, sin ejército y sin Arbusto.
    —Manos a la obra —dijo Othman.
    Aquella tarde, un bello joven de Shiraz visitó a la pareja. Desde la puerta hizo una reverencia ante Layla.
    —Si una paloma lujuriosa manda, yo obedezco. Tengo entendido que buscáis información. Este humilde trasero amarillo se pone a vuestro servicio.
    Al advertir la perplejidad de Othman, Layla explicó:
    —«Trasero amarillo» es el nombre que los hombres sin escrúpulos dan a los chicos de quienes abusan por placer, un insulto que parte del uso del azafrán como lubricante. En algunas ciudades esos muchachos se están asociando en grupos y exigen ser reconocidos. —Devolvió la atención al joven—. Siéntate, siéntate. Cuéntanos qué ha pasado aquí.
    El chico asintió y dijo:
    —El sacerdote Arbusto intentó convencer a nuestro rey de que declarara la guerra al sultanato. Fartakamous se negó, aduciendo que el gran sultán había estado capturando a otros enemigos como un niño colecciona insectos. No albergaba el menor deseo de ser vencido.
    —Sabio rey —comentó Othman.
    —Pero no tan taimado como Arbusto, que se hizo amigo del hijo del rey, Kafrous, mi amo y señor. Hace unos días Arbusto acompañó a Kafrous a dar un paseo a caballo y volvió cargado con un cadáver. Declaró que un destacamento de soldados de Alepo lo había atacado. El rey ordenó al ejército que machacara Alepo mientras Arbusto acudía al rey Francisco de Sis en busca de refuerzos.
    —A cambio de tu ayuda —dijo Layla—, te liberaremos cuando nuestro ejército libere Antioquía. —Con esas palabras despidió al chico—. Partamos hacia Sis.
    Como era de esperar, el gran ejército de esclavos aplastó al rey Fartakamous de Antioquía y éste se unió a sus iguales —el rey Luis IX, Franyeel, Brigitte y Diafil— en las cárceles de Baybars. Baybars derribó las murallas de Antioquía. El héroe de las mil leyendas recibió otra florida carta de su amigo Othman.
    La misiva empezaba así:
    «Dirigid al ejército hacia Sis, y que su fortaleza se derrumbe ante vuestra magnífica llegada. El malvado y melifluo que todos conocemos convenció al rey Francisco de la mentira de que el sultanato planeaba asesinar a monarcas inocentes. El crédulo rey cerró las puertas de Sis y os declaró la guerra. Fue ése su último decreto, ya que enseguida se sintió incapaz de sustraerse al sueño. Lo hallaréis dormido a vuestra llegada, ya que su vigilia aburre a mi encantadora esposa. Sus guardias han registrado la fortaleza; parecen haber perdido al rey. Será mi diligente esposa quien os recibirá y abrirá las puertas en mi lugar. La mala noticia es que Arbusto huyó antes de que llegáramos, y por tanto me he dirigido a Trípoli. El rey Francisco y una docena de oficiales durmientes os aguardan con la respiración serena. Apresuraos, porque mi esposa arde en deseos de reunirse conmigo lo antes posible.»

    Unas semanas después Layla y Harhash cabalgaban por las montañas libanesas en dirección a Trípoli. En cuanto la muralla de la ciudad asomó en la llanura, doce jinetes malcarados les bloquearon el paso.
    —En general suelo matar a mis víctimas al instante y despojo a los cadáveres de sus posesiones —dijo el cabecilla—, pero nunca me había topado con una belleza desprotegida por estos caminos. Podrías convencerme de que retrasara tu muerte.
    —Oh, qué tonto. —Layla sacó el látigo con incrustaciones de nácar y le golpeó a nueve pasos de distancia; el bandolero cayó hacia delante y se desplomó muerto a los pies del caballo. Ella se volvió hacia uno de los secuaces, que parecía menos atónito que el resto—. ¿Qué estás haciendo aquí?
    —¿Qué? ¿Cómo me has reconocido? Voy disfrazado. Acababa de infiltrarme en la banda.
    —¿Un infiltrado? —preguntó uno de los bandoleros en lo que serían sus últimas palabras, ya que Othman le asestó un golpe mortal.
    Harhash meneó la cabeza, confundido.
    —¿Por qué te has infiltrado en una banda de incompetentes aficionados?
    —¿Aficionados? —preguntó otro malandrín, pero Layla sólo tuvo que chasquear el látigo para que éste retrocediera y huyera despavorido, seguido de sus compañeros.
    —No he tenido más remedio —dijo Othman—. Arbusto no logró convencer al rey Bohemundo de Trípoli de que declarara la guerra, así que está reclutando a bandoleros para crear problemas y obligar al sultán a atacar. Esperaba llegar a cruzarme con Arbusto si me unía a ellos. Pero ¿por qué has venido con mi mujer?
    —Ella necesitaba protección —dijo Harhash. Layla y Othman posaron en él sus miradas—. Vale, me aburría. Una batalla, dos batallas..., todas empiezan a parecerme iguales. Prefiero vuestra aventura. Me sentó muy mal que abandonaras El Cairo sin mí. Debería darte vergüenza. Creía que significaba algo para ti; creía que éramos amigos.
    —Queríamos estar juntos —dijo Othman.
    Y Layla añadió:
    —Esta es nuestra luna de miel.

    Anhelábamos la llegada de una tormenta de mayores proporciones, que fuera más poderosa, más destructiva, lo bastante fuerte para que obligara a los combatientes a hacer un alto en la lucha. En el invierno de 1976 la lluvia era suave, los bombardeos no. El garaje subterráneo amortiguaba el ruido de las bombas. La lucha se llevaba a cabo en otra parte de la ciudad, pero mi madre estaba lo bastante preocupada como para llevarnos al refugio. La luz que arrojaban dos lámparas de queroseno e infinitas velas dibujaba trémulas sombras en las paredes sucias. Mi madre encendió un cigarrillo.
    —Me muero, Yihad, me muero de aburrimiento. —Apagó la radio con brusquedad, lo que dejó a la locutora de la BBC a media frase—. Distráeme o sufre las consecuencias.
    —¿Yo? —dijo el tío Yihad—. ¿Por qué no nos cuentas una historia? Habla a tus hijos del gran amor, de cómo escogiste a su padre de entre todos tus pretendientes.
    Lina se apropió del transistor y se desplazó dos sillas de plástico más allá, hasta situarse en la plaza de aparcamiento del tío Akram. Su coche debía de llevar un tiempo perdiendo aceite, porque en el suelo había una gran mancha cuya oscura forma recordaba al continente de África. Lina se sentó, sintonizó una emisora de rock en la radio y apoyó las piernas en una segunda silla. Su culo se cernía sobre Libia y Túnez, y los pies le colgaban sobre el extremo sur del cuerno.
    —Me parece que Lina ya se distrae sola —dijo el tío Yihad—. ¿No te gustaría hablar a tu hijo de ti?
    —Se supone que debes entretenerme —dijo mi madre—. No me falle, caballero.
    —¡Qué mujer más insistente! —El tío Yihad soltó una carcajada—. Muy bien. Os contaré una historia que sucedió en mi traviesa juventud, pero no quiero que saques ideas de ella, ¿eh, Osama? Veamos, ¿por dónde empiezo? Hace mucho tiempo, antes de que yo naciera, ahí es por donde voy a empezar. —Sacó un cigarrillo y se tomó su tiempo para encenderlo; le dio dos caladas antes de iniciar su relato, y una tercera—. A principios del siglo XX hubo un bandolero druso, Yassin al-Yawahiri, que sembró el terror en las montañas. Bien, tal vez terror sea una palabra excesiva. El individuo se creía un Robin Hood druso.
    Robaba al Imperio otomano y a sus oficiales, y repartía parte del botín con los pueblos drusos, y éstos a cambio le proporcionaban cobijo incluso en contra de los deseos de sus gobernantes, los príncipes y sheijs de las montañas. Para los drusos este Yassin al-Yawahiri era un auténtico héroe.
    —¿Al-Yawahiri? —interrumpió mi madre.
    —El mismo.
    —No es justo —dije—. No sé de quién habláis.
    —Conoces a la familia Yawahiri —dijo mi madre—. Yihad nos contará cómo llegaron a ser amigos nuestros.
    —¿Por qué? —pregunté.
    —Porque se trata de una gran historia —dijo el tío Yihad—. Ahora deja que la cuente. Ese tal Yassin era un tipo listo, y se hizo tan popular que incluso se compuso una canción en su honor. Decía así:
    Oh, Yassin; oh, Yawahiri,
    el rifle que te cuelga del hombro,
    se ajusta bien a ese hombro.
    Antes de que parpadee el enemigo,
    esos buitres extranjeros que atacan por la espalda,
    vuélvete, vuélvete y dispara.
    Oh, Yassin; oh, Yawahiri,
    devuélvenos a nuestro héroe.
    —Qué canción más tonta —dije.
    —¿Cómo se puede capturar a un malo tan taimado como Arbusto? —preguntó Harhash.
    —La aprendí de niño. Ya conoces a mi padre. Es probable que se sepa todas las canciones que se cantan en las montañas. Cuando contaba la historia de Yassin, yo siempre pensaba en la canción. En fin, Yassin siguió creando el caos durante muchos años; hasta que estalló la Primera Guerra Mundial y llegaron los franceses. Bueno, los franceses eran más despiadados que los otomanos. Atraparon a Yassin y lo ejecutaron.

    —¿Cómo se puede capturar a un malo tan taimado como Arbusto? —preguntó Harhash.
    —¿Cómo se conquista la maldad? —preguntó Layla.
    —Tendámosle una trampa —dijo Othman—. Despertemos su codicia.
    —Apelemos a su ego —añadió Harhash.
    —Y culminemos con un toque de lujuria —concluyó Layla—. Será una mezcla irresistible. Enviémosle el mensaje de que una paloma lujuriosa ha llegado a Trípoli, atraída por su infame reputación, fascinada por su poder. Añadiremos que arde en deseos de ser su esclava y acatar sus órdenes, de satisfacer todos sus caprichos.
    —Le diremos que ella le ayudará a poner al sultán de rodillas —dijo Othman—. No hay hombre que se le resista, ni siquiera el virtuoso rey Baybars.
    —Es capaz de despojar a los hombres de la razón —dijo Harhash—. Puede abrir cualquier puerta.
    —Acudirá sin pensárselo dos veces. Propagaré el rumor entre los ladrones de la ciudad.
    —Yo me ocuparé de informar a las proveedoras de placer —dijo Layla.
    —Haré lo propio con los bandoleros y los salteadores de caminos —dijo Harhash.
    Y entonces Layla hizo la siguiente promesa:
    —Lo dejaré seco como la paja. No volverá a pegar ojo ni de día ni de noche. Vivirá como un proscrito.
    —Adelante —dijo Othman—. ¿Cuándo volveremos a reunimos los tres?

    Layla aguardaba en su alcoba. Cuando oyó el golpe en la puerta, se tendió en el diván mientras Othman y Harhash se escondían detrás de las cortinas.
    —Entra —exclamó Layla—. Ven a sentarte a mi lado. Te he admirado en la distancia y anhelo verte de cerca.
    Arbusto entró en la estancia vestido con su mejor túnica y emanando aroma a jazmín; aunque intentaba aparentar majestuosidad, le traicionaban los nervios. Tomó asiento en un extremo del diván, junto a los pies desnudos de Layla.
    —Creía que te habías arrepentido —comentó Arbusto, tirando de la mitra para asegurarse de que tapaba la oreja herida.
    —Me retiré del servicio público, no del privado.
    —Esa es una buena distinción en tu oficio —dijo Arbusto.
    —He esperado este momento. —Layla mantenía los ojos clavados en su presa, cuya mirada se desviaba para eludirlos—. Cada vez que oía el relato de tus hazañas, la alegría me hacía estremecer. Al principio me sentí intrigada, luego encantada, luego fascinada. Las historias no paraban de llegar a mis oídos. Has cometido algunos actos terribles.
    Ella le guiñó un ojo, y él se sonrojó.
    —Has sido un chico malo. —Se levantó despacio del diván, asegurándose de que la luz resaltara sus curvas—. ¿Verdad?
    —Sí, así es. —De los labios se le escapó una risa nerviosa.
    —Y por ello debes ser castigado. Dame las manos.
    Arbusto extendió las manos como un dócil muchacho. Ella las ató entre sí y luego al diván. Los ojos lujuriosos del hombre seguían todos y cada uno de sus movimientos. Entonces ella le dio la espalda, y un atónito Arbusto la oyó hablar con las cortinas.
    —¿Lo preferís despierto o inconsciente?
    —¿Ya está? —preguntó Harhash mientras salía de su escondite—. ¿Así de fácil es capturar al malvado Arbusto? Esperaba más movimiento, más tensión.
    —Así de simple y de banal —contestó Othman—. La realidad nunca satisface nuestros deseos; precisamente para ajustar ambas cosas contamos historias.


    —Bueno, así que yo tenía diez años —dijo el tío Yihad—. Sé que resulta difícil de creer, pero seguía siendo un niño bastante apocado. Beirut y el colegio me abrumaban. No era en absoluto desgraciado, pero sí un solitario. Pasaba todo el tiempo leyendo y observando el mundo. Al principio el tío Maan y su familia intentaron sacarme de mi ensimismamiento, pero no lo hacían de corazón. Al fin y al cabo, bastante tenían ya con sus propios problemas. El tío Yalal se pasaba más tiempo dentro de la cárcel que fuera de ella. En 1942 la guerra azotaba Europa y las calles de Beirut eran un hervidero. Los Arisseddine sólo tenían tiempo para ocuparse de los problemas del tío Yalal con el gobierno francés. Mi abuela pasaba largas temporadas en Beirut, pero yo apenas la veía. Ni a ella ni a ningún miembro de la familia. Sólo después de la independencia, al año siguiente, la familia recuperó algo parecido a la normalidad.
    »Mi florecimiento empezó un día en que estaba debajo del roble Carlomagno e intentaba comprender el funcionamiento de un yoyó mientras cantaba para mis adentros la canción de Yassin al-Yawahiri. Un niño me preguntó cuándo había aprendido aquella canción y le dije que la sabía desde que nací. Alardeé de estar al tanto de todo lo que había que saber sobre ese hombre.
    —¿Ese niño era Nasser al-Yawahiri? —preguntó mi madre.
    —El mismo que viste y calza. Nasser fue a pasar el fin de semana a su casa, y el lunes una nube de Yawahiris descendió sobre el colegio. Eran alrededor de un centenar, hombres y mujeres, ancianos y niños, religiosos y seglares: todos de la misma familia. Fue una gran conmoción, y me sorprendió descubrir que habían ido hasta allí para hablar conmigo. Me llevaron a una sala y me interrogaron. Me preguntaron si era druso y se alegraron mucho al enterarse de que mi madre era una Arisseddine. Me hicieron preguntas sobre Yassin al-Yawahiri, y las contesté. Mi padre me había contado la historia, de manera que sabía bastantes cosas; vi la cara de sorpresa que ponían al oír mis respuestas.
    —Dime que no lo hiciste —dijo mi madre.
    —Yo era inocente como un corderito. Lo juro. Además, tardé un buen rato en comprender lo que pasaba. No lo entendía, así que no puedes culparme por cómo empezó todo. Me limité a responder a sus preguntas y a gozar de la atención que me prestaban. Sabía que ésta aumentaba con cada respuesta correcta.
    —Oh, Yihad —exclamó mi madre—. Menudo pillo estabas hecho.
    —¿Qué pasó? —pregunté—. Sigue.
    —Los Yawahiri llegaron a la conclusión de que tu tío era la reencarnación de Yassin al-Yawahiri —explicó mi madre—. La familia había ido a investigar, y Yihad se portó muy mal.
    —Y tu madre es una juez muy severa —intervino el tío Yihad—. No habían venido a investigar sino a confirmar. De haberse tratado de una investigación no habrían venido tantos. Querían conocer al gran Yassin. Yo me limité a contestar todas sus preguntas.
    —Podrías haberles dicho de dónde habías sacado la información —dijo mi madre.
    —No lo preguntaron. Ni una sola vez preguntaron cómo sabía todo eso. Se lo creyeron.
    —¿Cómo se les iba a ocurrir? ¿Qué iban a pensar? ¿Que tu padre era un hakawati chiflado que se sabía al dedillo todas las historias jamás contadas y te las había repetido hasta la saciedad?
    —Lo dicho: eres una mujer severa. Severa y despiadada. No hice nada malo. Me sentía solo. Cuando me dijeron que yo era Yassin al-Yawahiri me puse la mar de contento. Fueron presentándose uno a uno. «Soy fulano de tal, tu sobrino, pero claro ahora soy mucho mayor que cuando te fuiste.» ¿Qué esperabas que hiciera? Me había convertido en el foco de atención. Las historias reverberaban a mi alrededor. Es más, me convertí en lo que siempre había soñado: un héroe a quien la gente admiraba. Y eso sin haber tenido que mostrar ni una pizca de coraje. En un instante me había ganado una nueva historia, una nueva familia, una nueva identidad, y regalos..., muchos regalos. Nada caro: cosas bonitas como chalecos hechos a mano y gorras, montones y montones de comida. Me invitaban a comer a sus casas. Ya no tuve que volver a probar la comida del colegio. Enviaban pasteles para desayunar, pastas sabrosas. Me hicieron un hueco en sus corazones.
    —Y tú les hiciste un hueco en el estómago —dijo mi madre mientras el tío Yihad daba una palmada a su gran barriga—. Deduzco que no abusaste hasta el extremo de su amabilidad dado que conservas la amistad con Nasser.
    —¿Abusar? Cariño, fui la alegría de sus vidas. Nasser se convirtió en un buen amigo. Los Yawahiri me querían. Como he dicho, nuestra familia andaba ocupada. Nadie prestaba mucha atención a mis idas y venidas a pesar de mi corta edad. Las cosas siguieron así durante algo más de un año, hasta el día en que el tío Maan descubrió el pastel. Se puso furioso. Se vistió con su mejor traje y su fez, y me llevó a casa de los Yawahiri a que me disculpara por mi mala conducta. Tuve que sentarme y aparentar arrepentimiento, con la cabeza gacha, mientras todos me miraban. El tío Maan se explayó sobre lo desvergonzado que era yo. Les dijo que yo no era Yassin y que no había forma de que lo fuera. Explicó que yo había nacido muchos años después de que Yassin muriera: la reencarnación es un proceso instantáneo. Si hallaban un atisbo de perdón en sus corazones, él se aseguraría de que no volviera a molestarlos. Yo no era un mal chico. Venía de una buena familia. Lo que pasaba era que no tenía más conocimiento. En realidad afirmó que yo era su sobrino favorito, y que todo esto era culpa suya: había estado muy ocupado y había desatendido mi educación. Fue la madre de Nasser la que me salvó. Dijo que, a pesar de que yo no fuera Yassin al-Yawahiri, me había cobrado cariño y por tanto sería bien recibido en su casa a cualquier hora. Las aguas se calmaron un poco, y dos semanas después Nasser me invitó en nombre de su madre a un almuerzo en honor de un sobrino que acababa de prometerse. No pude negarme. Al fin y al cabo ella era una cocinera estupenda. Durante el almuerzo me sentí incómodo, al igual que la mayoría de los Yawahiri. A pesar de que se trataba de una celebración, el ambiente era más bien fúnebre. Eché de menos lo que teníamos antes. Aunque me encontraba rodeado de Yawahiris, los echaba de menos. Añoraba cómo me había sentido entre ellos, lo especial que me hacían sentir. No sabía cómo mejorar las cosas, ni qué decir. La madre de Nasser sirvió el cordero, y la mesa se sumió en un extraño silencio. La gente hablaba, sí, pero en murmullos. Cuando la madre de Nasser, que Dios la bendiga, servía el postre, me acarició la cabeza y me dijo que no me disgustara demasiado con el tío Maan. Dijo que era un gran hombre, aunque a veces podía mostrarse un poco rígido. Y entonces sí que fui malo.
    Mi madre dio un respingo y sus labios esbozaron una amplia sonrisa.
    —No. ¿Fuiste capaz?
    —Me temo que sí.
    —¿Qué? —exigí.
    —Los al-Yawahiri eran una familia común, sin títulos —explicó mi madre—. Maan Arisseddine era un sheij.
    —Quise contentarlos a todos. Dije a la madre de Nasser que el tío Maan era un gran hombre, honesto y honorable. Tal y como ella había dicho, también era una persona de rígidos principios, sobre todo en lo referente a la posición social de su familia y a sus obligaciones.
    —No lo dejaste ahí —dijo mi madre—. Eso habría sido demasiado sutil.
    —No. Añadí que le había oído decir que un sheij debía conservar su posición en la sociedad a toda costa, que el buen nombre es lo único que tiene una persona. No lo inventé: juro que lo repetía a menudo. Sólo me aseguré de mencionarlo en el momento propicio. La madre de Nasser se puso tiesa. Se le iluminó la cara. Gritó a toda la sala: «Claro. Eso tiene sentido. El sheij nunca querría admitir que su sobrino es la reencarnación de un ser común. El hecho de que el padre del chico no sea sheij todavía le haría insistir más en que su sobrino no tiene nada que ver con nosotros». Un disonante júbilo se apoderó de la familia. Incluso el primo de Nasser, el futuro novio, se levantó y gritó: «Sabía que eras uno de los nuestros. Siempre lo he sabido. El corazón no me miente». El entusiasmo embargó a los presentes: todos se pusieron a cantar, todos estaban contentos.
    El cigarrillo que el tío Yihad tenía en la mano era más ceniza que filtro. Lo tiró al suelo y lo pisó. Había estado alfombrando el suelo de colillas. Encendió otro, lo que marcaba el final de la historia.
    —¿Cuánto duró la nueva mentira? —preguntó mi madre.
    —Me temo que bastante.
    —¿Nunca se lo dijiste?
    —No, no hizo falta. Después de esa comida volví a ser de la familia durante un par de años. Luego me puse a trabajar y también empecé a tomarme en serio los estudios. Ya no los veía tanto, me alejé; la relación cambió y pasamos a ser amigos. Nuestras familias eran íntimas. Lo sabes bien. Diablos, nos acompañaron a recogerte a tu casa el día de tu boda. Llevamos tanto tiempo juntos que creo que ya nadie se acuerda de quién era Yassin, y mucho menos de que se suponía que yo era su reencarnación. Les debemos mucho, y hemos intentado saldar nuestra deuda.
    Miré a mi madre, ella notó mi confusión.
    —Más de la mitad de la plantilla de la empresa está formada por Yawahiris —explicó ella—. Siempre que un Yawahiri necesitaba un empleo, tu padre le buscaba un puesto. Ahora sabemos por qué. Yo creía que se debía al hecho de que fueran amigos de la familia.
    —Es algo más que eso —dijo el tío Yihad—. La verdad es que preferimos no comentarlo. Como no teníamos dinero para iniciar el negocio tuvimos que pedirlo. Nos ayudó mucha gente. Bastantes, pero no precisamente aquellos de quien uno lo habría esperado.
    —Lo sé —dijo mi madre—. Farid los llama el ejército de ángeles.
    —Sí, yo también. —Se rió y suspiró—. Los Yawahiri formaron parte del ejército de ángeles. No tenían mucho dinero, pero tuve que pedírselo. Estaba desesperado. Si no hubiéramos reunido el dinero, Farid se habría matado. Recurrí a ellos, y me prestaron el dinero que tenían ahorrado. Entonces no lo supe, pero la madre de Nasser empeñó sus joyas para obtener el dinero. Yo era de la familia. Creían en mí. Se lo devolvimos, por supuesto. Reembolsamos con creces todo lo que nos prestaron. Si ese bufón encantador de Nasser bajara ahora mismo por esa escalera y dijera que necesitaba un corazón, me arrancaría el mío del pecho y se lo daría.

    Las cárceles de El Cairo estaban repletas de reyes cruzados, y las ciudades tomadas por los cruzados fueron devueltas a sus gentes. El gran Baybars había liberado el territorio.
    Las reinas consortes de los reyes capturados suplicaron al rey Flavio de Roma que intercediera en favor de sus maridos. El rey Flavio envió un emisario al palacio de Baybars ofreciéndole dos cofres llenos de tesoros por cada uno de los reyes liberados. También solicitaba la liberación de Arbusto.
    —No —dijo Baybars—. Accedo a poner en libertad a los reyes, ya que por sus venas corre sangre azul y fueron llevados a la traición mediante engaños. Pero Arbusto es el padre de las mentiras. Le salen de forma espontánea. No le dejaré marchar.
    —Su majestad —dijo el emisario de Roma—, el rey Flavio liberará de buen grado a seis mil esclavos musulmanes si en vuestro corazón halláis el perdón para ese sacerdote.
    Y Baybars buscó en su corazón y aceptó la propuesta.
    Aquella noche Layla preguntó a su marido:
    —¿Arbusto liberado? ¿Qué clase de intercambio es ése? ¿Acaso la vida de un europeo equivale a las de seis mil compatriotas nuestros?

    —¿No se cansarán nunca? —dijo mi madre. Los bombardeos no habían cesado, y ya nos estábamos hartando—. Esta noche infernal es interminable. Haz que pase, Yihad. Haz que termine ya o para esas bombas. Te dejo elegir.
    —¿Os apetece jugar a las cartas? —propuso el tío Yihad.
    —No. Cuéntame otra historia. Distráeme de nuevo.
    El tío Yihad se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.
    —¿Por qué no nos cuentas una historia, Osama? Ya es hora de que contribuyas a nuestra distracción.
    —Las tuyas son mucho mejores —protesté—, y te lo ha pedido a ti.
    Mi madre se irguió.
    —Me encantaría oír una historia, Osama. De verdad, cariño, cualquier historia sirve. Cualquier cosa es mejor que este aburrimiento.
    —Puedo contar la historia de Baybars —dije—. Era una de las favoritas del abuelo.
    —¿Baybars? —Mi madre se volvió hacia el tío Yihad—. ¿El mameluco? ¿Existe alguna historia sobre él que yo no conozco?
    —Esa historia es un clásico —dijo el tío Yihad—. Una de las típicas.
    —¿Por qué?
    El tío Yihad se rió y contesté yo:
    —Porque es un héroe.
    —En realidad ésa es una buena pregunta, Osama —dijo el tío Yihad. Respiró hondo, buscó un cigarrillo en los bolsillos, lo que significaba que era él quien contaría una historia y no yo—. Me río porque tu madre posee la capacidad de ir al quid de la cuestión. Presumo que sabe de quién hablamos.
    —Claro que lo sé.
    —Lo que pregunta es por qué existe una historia sobre él. Verás, la historia de la historia de Baybars es en cierto sentido más interesante. Escucha. En contra de lo que cree mi padre y la mayoría de la gente, el único hecho cierto de toda esa historia, en todas sus versiones, es que ese hombre existió. Todo lo demás ha sido distorsionado en gran medida. Al-Malik al-Zahir Rulen al-Din Baybars al-Bunduq-dari al-Salihi debe su fama a su talento para las relaciones públicas, sin el cual su reinado habría quedado reducido a una nota a pie de página en los libros de historia.
    —Espera —dije—. En Ain Yalut, él...
    —Escucha y aprende, Osama —me interrumpió mi tío—. Aunque es cierto que Baybars derrotó a los mongoles y a los cruzados, en realidad la victoria fue de los mamelucos. Y él no fue su mejor general ni de lejos. Sus victorias sobre los cruzados, como Saladino, fueron temporales, ya que siempre que la fiebre se extendía por Europa, los reyes y papas se ponían nerviosos y convocaban otra cruzada. Hubo muchísimas. Debes saber que cuando los caballeros de la primera cruzada arribaron a nuestras costas, masacraron a toda la población de Beirut sin la menor compasión antes de dirigirse a Jerusalén: todos los habitantes de Beirut sin excepción fueron asesinados. Y después de la Gran Guerra, en 1918, cuando los franceses llegaron con su enorme flota de navíos de guerra, el primer gobernador, el general Henri Gouraud, proclamó al llegar a Beirut: «Saladino, hemos vuelto». Créeme: Baybars no derrotó a los cruzados. Ni él ni nadie. Pero además ni siquiera fue un rey decente. Sus súbditos lo despreciaban por ser un despiadado y mordaz megalómano que llegó al poder a través de la traición y el crimen. Unos cuantos sultanes siguieron a su mentor, al-Saleh, pero sus reinados finalizaron antes de tiempo cuando el ambicioso esclavo los mató. Asesinó a dos abiertamente, a Touran Sha y a Qutuz; la muerte de Qutuz fue lo que posibilitó que Baybars alcanzara el poder, ya que se empeñó en aplicar una antigua ley turca que establecía que aquel que mataba al rey merecía ocupar su trono. También se le despreciaba porque nació con los ojos azules y desarrolló cataratas en uno de ellos. Un ojo azul y otro blanco significaba mal de ojo.
    —¿Entonces no fue un héroe?
    —Lo fue en cierto sentido —prosiguió el tío Yihad. Se rió al verme la cara—. No estés tan decepcionado. Fue sin duda un héroe del marketing. Baybars consolidó su poder y creó un culto a su personalidad pagando, sobornando y obligando a un ejército entero de hakawatis a que divulgaran cuentos sobre su valor y su piedad. A día de hoy pocos pueden distinguir los relatos históricos de los cuentos de los hakawatis. Fue el precursor de todos los presidentes árabes que tenemos ahora. —Extendió la mano y me cogió de la barbilla; la subió hasta cerrarme la boca—. Aquí tienes un dato curioso: en casi todas las versiones que sobreviven de esa historia, el protagonista ya no es Baybars. Verás, el público de los hakawatis se compone de gente del pueblo, incapaz de identificarse de verdad con un héroe de la realeza, casi infalible, así que desde el principio los hakawatis empezaron a introducir a otros personajes con los que el público pudiera sintonizar. La historia, incluso durante su reinado, nunca trató de Baybars sino de aquellos que le rodearon. La historia del rey es la historia del pueblo, pero por desgracia ni los reyes actuales han aprendido esa lección.

    En 1982, un par de meses después de que los infernales israelíes volaran el concesionario de coches durante un bombardeo aéreo, y después de que hubiera terminado su asedio a Beirut, volví a casa a pasar la Navidad. La ciudad estaba inmersa en la guerra civil y ocupada por tropas israelíes, pero eso no impidió a mi madre pedirme que me llevara a la pequeña Salwa, de cuatro años, a dar un paseo mientras ella se hacía la manicura y la pedicura. Una semana de tranquilidad había infundido valor a los ciudadanos, pero no a mí. Si eso era debido a que el valor nunca fue mi punto fuerte o a que ya no era ciudadano de Beirut, no sabría decirlo. Unos meses antes los israelíes habían bombardeado la ciudad sin tregua. Unos meses antes de eso los sirios habían asesinado al presidente del Líbano. Y unos meses antes de esto último las milicias habían masacrado a miles de palestinos que vivían en los campos de refugiados. Hoy, mi madre quería hacerse la manicura.
    —Al menos la OLP se ha ido —dijo ella—. En principio estamos más seguros.
    No es que mi madre fuera la única loca. Los libaneses aprovechaban cualquier alto al fuego. Mientras empujaba el carrito de Salwa, las bocinas de los coches metían un ruido ensordecedor. Los jeeps militares se abrían paso estrepitosamente entre los turismos. La Corniche estaba abarrotada de paseantes.
    Me paré delante del edificio donde a mi madre le hacían las uñas. Debía de estar en algún lugar de la segunda planta. La manicura solía hacerle las uñas a domicilio, pero aquel día mi madre quería una excusa para salir. Me planteé la posibilidad de empujar el carrito por el bulevar hasta la Corniche, pero me sentía paralizado. La gente que disfrutaba del paseo no me inspiraba la menor confianza. Me consideraba más a salvo si no me alejaba del edificio, y a mi sobrinita dormida no parecía importarle.
    En medio de mi ataque de pánico pasivo, oí un silbido que procedía del muro verde, medio derruido por la guerra, que separaba el inmueble del edificio contiguo.
    —Eh, eh.
    Me dispuse a alejarme despacio, tirando del cochecito. La sangre me circulaba tan deprisa que estuve a punto de desmayarme. A mis veintiún años era demasiado joven para morir.
    —Aquí —dijo la voz desde detrás de la pared, en un tono bajo y perentorio.
    No sabía quién era más idiota: si el hombre escondido que esperaba que alguien respondiera a su llamada, o yo por no entrar corriendo en el edificio profiriendo gritos de terror.
    —Osama —gritó el hombre. Una cara barbuda asomó desde detrás de la pared—. Soy yo, Elie.
    Apenas reconocí a mi cuñado, aunque conservaba los mismos rasgos, la misma nariz, la misma boca y la misma frente. No era la barba, o la delgadez, lo que le volvía irreconocible e inquietante. Eran los ojos, que despedían el brillo de la locura. El rasgo más distintivo de Elie había sido su aplomo, pero de eso ahora no quedaba ni rastro.
    —Eh, te veo cambiado. —Di otro paso atrás—. No puedo quedarme porque tengo que llevar a Salwa adentro.
    —No, espera —suplicó. No se movió de detrás de la pared. Sólo se veía la cabeza, ladeada, de pelo mal cortado—. Tampoco yo puedo quedarme. Hay demasiados traidores por aquí..., pero quiero hablar contigo. Te vi desde dos casas de distancia y me escondí aquí; es demasiado peligroso. Tenemos que encontrarnos en un lugar seguro.
    —¿Un lugar seguro?
    —Donde nadie me mate. Reúnete conmigo en Trader Vic's esta noche a las ocho. Tengo muchas cosas que contarte. No me dejes plantado, te lo ruego. Prométemelo.
    Retiró la cabeza sin esperar a que yo accediera. Miré a mi alrededor, me pregunté por qué el aire no parecía distinto, por qué no había quedado prueba alguna de que Elie hubiera estado allí. En el cochecito Salwa se movió. La miré, pero seguía durmiendo. Elie ni siquiera había preguntado quién era.

    La densa película de humo dispersaba al azar la tenue luz del local. Elie estaba sentado en un taburete junto a la barra y parecía a punto de pagar para marcharse. El camarero, un tipo calvo y musculoso vestido con una camisa de poliéster de vivos colores, se inclinó sobre la barra y susurró algo al oído de Elie. Cuando el camarero apartó la cabeza, noté que tampoco es que fuera un ejemplo de sobriedad. La sala gruñía y sudaba, enfebrecida. Me estremecí. El camarero se percató de mí presencia y enarcó las cejas. Me senté al lado de Elie y pedí una cerveza.
    Elie se percató de mi existencia cuando el camarero colocó la botella delante de mí.
    —Mi madre ya no me habla —dijo.
    Exhaló una draconiana bocanada de humo. Parpadeé para evitar el escozor de ojos y di un sorbo a la cerveza.
    —¿Cómo te va? —pregunté.
    —Mi madre no me habla —repitió—. He intentado ponerme en contacto con ella, pero ni siquiera me abre la puerta. Podrían matarme en cualquier momento y le importa un comino.
    Me sentí como si estuviera atrapado en una portentosa película de Godard.
    —Cuéntale por qué —dijo el camarero mientras secaba vasos con un trapo apestoso. Parecía un luchador en plena flexión de brazos antes de un combate.
    —Le tiré un cenicero.
    —Y ahora le sorprende que no le dirija la palabra —apostilló el camarero.
    —Pero no le di, ¿verdad? Arrojé el cenicero de vidrio contra la puerta para que se moviera. No quería dejarme marchar. Hablaba y hablaba, y al final se plantó delante de la puerta, como si eso pudiera detenerme. Ella no es quién para decirme lo que debo hacer.
    No era una película de Godard, era una americana de serie B. De hecho un pesado Don Ho cantaba de fondo.
    —Primero dices que no es quién para darte órdenes —dijo el camarero— y ahora te quejas de que no te habla. No se puede tener todo, tío.
    —Eh —gritó Elie—, ¿de qué lado estás?
    —Del de tu madre. Siempre estoy del lado de una madre. Te educó para que te portaras mejor de lo que te portas. Y sabes que haría cualquier cosa por ti. Díselo. —El camarero movió la cabeza en dirección a mí y sacudió el trapo delante de Elie, que se dio la vuelta y casi se cayó del taburete.
    El camarero suspiró y decidió contarme él la historia. Cuando los israelíes asediaban Beirut, los palestinos y las milicias izquierdistas libanesas se aliaron para el ataque definitivo. Los barcos de guerra bombardeaban la ciudad por el oeste; tanques y lanzacohetes situados en la montañas hacían lo propio por el este, el norte y el sur, y los aviones abrían fuego por el aire. Elie no volvió a casa durante dos semanas; se quedó en el bunker y cuando podía dormía en la playa, donde lanzaba absurdas granadas contra los barcos de guerra israelíes. Durante esas dos semanas, su madre, la mujer del portero, se preocupó hasta el punto de clavarse agujas en los brazos para evitar pensar en su hijo. Por fin, pasada la medianoche, y pese a los fuertes bombardeos, salió de su casa y caminó los tres kilómetros que la separaban del bunker. Su hijo dormía en una esterilla de rafia, descalzo pero completamente vestido bajo una sola manta.
    Cuando él abrió los ojos, vio a su madre enfrente.
    —Sólo quería asegurarme de que estabas bien —dijo ella, antes de darse la vuelta, dispuesta a volver a casa.
    La mirada de Elie estaba clavada en la etiqueta de la botella de cerveza, de la que arrancaba pequeñas tiras de manera sistemática.
    —Son los cristianos —dijo de repente—. Nos han traicionado a todos.
    Deseé que me mirara mientras estaba hablando conmigo, pero, la verdad, quizás era mejor que no lo hiciera.
    —Pero si eres cristiano —dije.
    —Me refiero a los maronitas. No finjas que no te enteras.
    —Elie. Mi madre es maronita.
    —No hablo de todos, sólo de la mayoría. No puedes negarlo. Nos van a matar a todos. Si no nos disparan, nos cortarán el pescuezo. Si no nos cortan el pescuezo, nos envenenarán. Si no nos envenenan, nos atropellarán con sus Range Rovers uno por uno, nos partirán los huesos y nos dejarán en la calle para que nos desangremos.
    —Elie... Mi hermana, tu mujer, es maronita.
    —¡No! Me da igual lo que piense ella. No lo es. Ha salido a tu padre, no a la loca de tu madre. No se puede elegir. Y recibió el bautismo ortodoxo para casarse, así que no me engaña. Ahora sé más cosas, ya entonces sabía más cosas. Yo controlo. ¿Te he dicho que mi madre no me habla? ¿Tu madre podría hablar con ella?
    —Elie —repetí su nombre a ver si eso lo tranquilizaba—. ¿Has dormido bien?
    —Qué pregunta más estúpida. Hace años que no duermo una noche entera. ¿Crees que es fácil? Tú escapaste. Huiste. El resto no hemos podido. No somos como tu familia. Si las cosas se ponen feas os vais a las montañas..., o mejor aún, os vais a París. Os destrozan la casa y os compráis otra. O dos. Yo lo único que puedo hacer es matar, matar, matar.
    Apuré el resto de la Heineken de un solo trago.
    —¿Has atropellado a alguien con un Range Rover estos días?
    —Atropellé a dos, pasé sobre ellos dos veces, pero ojalá tuviera un Range Rover: así estarían muertos en lugar de en el hospital. Si tuviera un trasto de cuatro ruedas otro gallo cantaría.
    Bajé del taburete dispuesto a marcharme, pero Elie me agarró del brazo.
    —Espera —dijo—, tengo una buena historia para ti. —Se lanzó a contarla sin darme ocasión de que le interrumpiera—. No estábamos preparados. Al principio pensamos que sí. Solíamos usarlo de amenaza: los israelíes nos invadirán, los israelíes nos invadirán, pero no nos lo creíamos. También pensábamos que, si se les ocurría hacerlo, los sirios se interpondrían en su camino. Al fin y al cabo, para eso estaban aquí. Pero en cuanto empezó la invasión, los sirios pusieron pies en polvorosa y se escondieron como perros. La lucha quedó para nosotros y los palestinos. La gloria de la izquierda. Por Trotski, el Che y todo eso. Mis hombres terminaron en la playa, intentando detener el desembarco de tropas israelíes. Éramos tan pocos comparados con ellos. Tuvimos que hacer guardias de seis horas. Tener que mantenerse al cien por cien durante una guardia de seis horas es mortal. —Aparté el brazo y le entró el pánico—. Espera, espera, estoy a punto de llegar a la parte más extraña de la historia. Un día, cuando llevábamos un mes así y estábamos agotados e histéricos, terminé mi turno al mediodía; iba a ducharme y a obligarme a dormir un poco cuando apareció un jeep lleno de oficiales palestinos. Un amigo mío me dijo que subiera al jeep. Intenté decirle que quería ducharme y dormir, pero no se lo tragó. Iban a ver una película, y yo tenía que ir con ellos. Una película.
    »Bueno, el único cine que seguía en funcionamiento, gracias a unos generadores, es el Pavilion, que sólo echaba pelis porno. Mi amigo incluso me pagó la entrada. Entramos, y la sala estaba hasta los topes de tipos armados con rifles y ametralladoras. Los que estaban sentados tenían las armas apoyadas contra el asiento de enfrente, y había quizá cien tipos de pie con las armas recostadas contra la pared. En aquella sala debía de haber al menos seiscientos soldados, todos totalmente absortos en las cuatro parejas que follaban alrededor de una piscina de Beverly Hills. Todos, y quiero decir todos, llevaban los pantalones desabrochados y tenían la polla al aire; se la meneaban frente a aquel sueño americano que aparecía en la pantalla.
    Cerré los ojos y negué con la cabeza.
    —Necesito dinero —dijo Elie.
    —Me lo figuraba —dije, pero no me escuchaba.
    —Quiero largarme de aquí. Quiero tener una familia, hijos. Ya me entiendes, una vida normal. No puedo hacerlo en Beirut, así que tengo que marcharme. Tal vez al Golfo, a Brasil, a Suecia..., a algún lugar bonito. Necesito dinero. ¿Puedes prestármelo? Pídeselo a tu padre. Dile que es por los viejos tiempos.
    —¿Por los viejos tiempos?
    —Sí —dijo—. Siempre le he tenido mucho respeto.
    —No serviría de nada. Tendría que pedírselo a Lina. Ella está al cargo ahora.
    —Oh.
    —Ella dirige la empresa.
    —Oh.
    —¿Quieres que se lo pida?
    —No. No me parece buena idea, la verdad es que no. No estoy loco.

    Cuando mi hermana empezó a trabajar, el concesionario se había trasladado a barrios más seguros; y digo más seguros, no seguros del todo. El peligro que acechaba no era físico. La empresa era apolítica, e incluso las milicias necesitaban coches de vez en cuando. La inseguridad radicaba en que la empresa seguía dando beneficios, quizá no tan elevados como antes de la guerra, pero suficientes para tentar a unos cuantos mafiosos sin escrúpulos, también conocidos como dirigentes políticos de Líbano. Durante un tiempo hubo que abonar una cantidad de dinero a varios peces gordos por cada coche que se vendía. Durante uno de los numerosos momentos álgidos de la guerra, el bey entró en las oficinas de la empresa y ofreció protección. A cambio compraría acciones por valor del 20 % de los beneficios netos. Desde luego la suma que podía abonar por su parte no se acercaba ni de lejos a su valor real. ¿Qué se le iba a hacer, con la precaria situación que atravesaba el país debido a la guerra? El bey pasó a ser socio del concesionario libanés. Si mi padre aún se hubiera preocupado de su empresa, ese simple hecho habría servido para llevarlo a la tumba. Por desgracia para el bey, la suya no resultó una sabia inversión. Cuando el bey actual sucedió a su padre, se convirtió en el principal accionista de una empresa que hacía tiempo que había dejado de ser la gallina de los huevos de oro. Su familia había invertido una fortuna en la empresa, y la nuestra la había vendido hacía tiempo. Un mal trato.
    A mi hermana se le daban bien los negocios, pero su auténtico talento radicaba en su comprensión del hambre humana. Todos los miembros de la familia se habían enriquecido, lo que significaba que no quedaba nadie con ganas de seguir llevando el negocio como se debía. Muy despacio, empezó a cancelar inversiones, a romper tratos con concesionarios y venderlos. Vendió el último, el que teníamos en Kuwait, cuatro meses antes de la invasión de Irak. Había muchas razones para vender la empresa poco a poco. Mi hermana intuyó, y no se equivocaba, que otros emularían el acuerdo al que se había llegado con Nissan y Toyota, lo que provocaría una saturación en el mercado. Lo que había sido una mina de oro en la época de mi padre, era plata en la suya. Y se hartó de tener que estar pagando a gente a todas horas para poder llevar a cabo su trabajo. En esencia tenía que sobornar a socios para que le dejaran ganar un dinero que luego iba a parar a sus mismas arcas. No era sólo el bey. El bey era peccata minuta. En cada país la empresa tenía que contar con un socio local que lo único que hacía era hincharse los bolsillos.
    —Mira —dijo ella una vez—, no tengo nada en contra del soborno, pero llega un momento en que hay que decir basta. Decidí que cuando cumpliera cuarenta años quería mirarme al espejo y no sentirme ni culpable ni arrepentida de la vida que había llevado. Sé que suena bobo, pero tenía la sensación de que dirigir la empresa me embrutecía el alma. Esperé al momento adecuado y fui encontrando compradores para cada división. El día en que cumplí los cuarenta, llevaba años libre y fui al espejo a comprobar el efecto. ¿Sabes una cosa? Ojalá hubiera visto algo de culpa o de remordimiento. Eso me habría distraído. El día de mi cuarenta cumpleaños, al mirarme al espejo, lo único que vi fueron estas malditas arrugas.

    Capítulo 18
    Había llegado hacía dos días pero el rostro de mi madre aún acusaba el cansancio; el desfase horario no le sentaba bien. Para un observador inexperto su aspecto era bueno, tal vez el de alguien que necesitara un poco de descanso, pero sólo había que fijarse en los ojos fatigados, en la doble capa de maquillaje que se había echado debajo, para ver que no estaba tan fuerte. Mi padre no le quitó la vista de encima mientras ella se servía un vaso de agua. Y para colmo estábamos invitados a una cena.
    —Si estás cansada no hace falta que vengas —le dije. Estábamos sentados en la cocina de mi casa a media tarde—. Es una cena informal. Clark sólo quiere conocerte. Puedo pedirle que quedemos en otro momento.
    En los quince años que llevaba residiendo en Los Ángeles, mis padres me habían visitado tres veces, pero ésta, en 1992, era la primera desde que me había instalado en la casa nueva. Mi padre ya conocía a Clark, mi supervisor. Se había empeñado en ello. Como no entendía demasiado de ordenadores, para él la programación equivalía a magia, y quiso conocer al mago mayor, al sumo sacerdote del sistema binario. Y ahora a Clark se le había ocurrido dar una cena en honor de mis padres para así conocer a mi madre, de quien tanto había oído hablar.
    —No seas tonto —dijo ella—. Me encontraré bien en cuanto eche una siesta. Es tu jefe. No puede ser una ocasión tan informal.
    Me reí.
    —Aquí todo es distinto, más relajado. No se toman las cenas tan en serio. No estoy seguro de que se tomen nada en serio.
    Ella apuró el café.
    —Bueno, tenemos que ir de todas formas. —Se incorporó y se encaminó hacia el dormitorio—. Al fin y al cabo me hago vieja, y quiero pasar más tiempo con mi hijo. Así que pienso pedirle a ese jefe tuyo, como se llame, que te conceda más tiempo libre. Quiero que viajes a Beirut con más frecuencia. Nos ocuparemos de eso después de la siesta.
    Yo esperaba que mi padre, que no la perdía de vista, expresara en voz alta su preocupación por ella o bien hiciera un comentario mordaz sobre mis escasas visitas, pero se abstuvo de ambas cosas. La siguió hacia su cuarto.
    Mientras mis padres descansaban me quedé en la cocina leyendo El cuento de la doncella. Me distrajo algo que se movía fuera. Al mirar por segunda vez descubrí a un halcón marrón en una de las ramas de mi aguacate. Tenía un pico asombroso, de un rojo antinatural; dobló su expresiva cabeza y arrancó un pedazo de carne emplumada. El halcón había capturado a una paloma. La sangre goteaba del cadáver a la rama más baja. Una franja de color rojo brillante se mantuvo durante un instante, antes de que la madera absorbiera el color tiñéndolo de una tonalidad pardusca. Unas cuantas gotas cayeron en una hoja: una poinsetia de Navidad.
    No sabía qué hacer. ¿Despertar a mis padres? Me entraron ganas de llamar a alguien: a Fátima o a Lina. Eh, estoy viendo a un halcón merendándose a una paloma en Los Ángeles. ¿Quién lo habría dicho? Llamé a Control de Animales.
    —Hola —dije—. Tal vez le suene raro, pero hay un halcón en mi jardín.
    —¿Y qué? —replicó la operadora de Control de Animales.
    —No sé. ¿No le parece raro que haya un halcón en mi jardín?
    —Hay cientos de halcones en Los Ángeles —dijo ella.

    En una ocasión, siendo yo pequeño —debía de tener seis o siete años—, mi padre me llevó en un viaje de negocios a los Emiratos Árabes, donde el socio de la empresa era uno de los príncipes reinantes. El tercer y último día, el príncipe nos llevó de excursión fuera de la ciudad. Ése fue mi primer encuentro con el desierto. Había dunas de arena por todas partes; no podía sobrevivir planta alguna, ningún ser vivo podría en ese terreno yermo.
    Enormes fuegos de petróleo echaban un humo negro que se burlaba de los cielos. Seguimos viajando durante horas, hasta llegar a un puñado de tiendas de campaña que habían sido montadas para alojarnos. Se sirvió una comida impresionante, y mi padre me miró para asegurarse de que no metería la pata pidiendo cubiertos. No comí mucho, porque no se me ocurrió cómo llevarme el arroz a la boca con la única ayuda de los dedos, lo que divirtió bastante a nuestros anfitriones. Después de comer, cuando el sol abrasador empezaba a mitigarse, el príncipe decidió mostrarnos sus habilidades en la cetrería. Colocó a uno de sus tres halcones sobre su brazo, recubierto de cuero. Incluso con los ojos vendados, el animal conservaba un aire orgulloso e imponente. Sus criados soltaron a una paloma y el príncipe retiró la capucha que cubría la cabeza del halcón. El depredador despegó y se lanzó majestuosamente contra su presa. Sus garras se apoderaron de la indefensa paloma.
    —¿Te gustaría saber lo que se siente al tener a un ave tan magnífica sobre el brazo?
    Yo estaba asustado. Mi padre comentó que quizá fuera demasiado pequeño. El príncipe se jactó de que él era aún más pequeño cuando soltó a su primer halcón. Uno de los criados me enfundó la mano derecha en un largo guante de cuero sin dedos. Me iba demasiado grande, demasiado suelto. El príncipe dejó el halcón en mi antebrazo. El halcón poseía una mirada malvada y amenazadora. Me estremecí. El ave clavó las garras, y el guante ofrecía poca protección. Sentí un agudo dolor. El halcón se agitó y salió volando, con un graznido. Al príncipe no le dio tiempo de agarrar la correa. El halcón planeó en los cielos y se alejó.
    El pánico se apoderó de los criados, que salieron corriendo por las arenas del desierto sin objetivo aparente. El príncipe gritaba cosas incomprensibles. Mi padre se arrodilló y me quitó el guante inútil. De las marcas de mi brazo salían brillantes gotas de sangre.
    —Su hijo ha asustado a mi halcón —dijo el príncipe.
    —Ojalá ese halcón se pudra en el infierno —respondió mi padre—. Mi hijo está sangrando.
    Cuando mi padre despertó de la siesta le hablé del halcón y le pregunté si recordaba aquel que vimos en los Emiratos hacía tantos años. No se acordaba de nada. Le narré la historia con todo detalle —el viaje por el desierto, las grandiosas llamas de los pozos de petróleo, las bolas de arroz que hicimos con las manos para después llevárnoslas a la boca—, pero él desechó todos mis recuerdos.
    —No habría podido olvidar algo así —dijo—. ¿Te hiciste daño en el brazo?
    El tío Yihad solía decir que lo que sucede tiene poca importancia en comparación con las historias que nos contamos sobre ello. Los acontecimientos importan poco, son las historias basadas en esos acontecimientos las que nos afectan. Mi padre y yo pudimos haber compartido numerosas experiencias, pero, como no dejaba de averiguar, apenas compartíamos las mismas historias; no sabíamos escucharnos el uno al otro.

    —Ya es hora. —La mujer estaba sentada a la sombra del segundo sauce—. Debemos actuar sin demora. ¿Estás lista?
    La esposa del emir bajó la voz para así conferirle un tono de seriedad y decisión.
    —Por supuesto que sí. El oscuro y su malvada madre han de desaparecer.
    —Así será. Mañana, cuando el sol se apague en el mar, invita a Fátima a tomar el té. Si consigues que se separe del amuleto durante un momento, me aseguraré de que no vuelva a fastidiarte.
    —¿Y el chico?
    —El chico no es ningún problema. Será fácil de manejar.
    —¿Lo único que se me pide es que invite a Fátima a tomar el té y le quite el amuleto?
    —Debes invitarme a mí también.
    —No entiendo.
    —Invítame.
    —¿Te reunirás conmigo mañana a tomar el té? La mujer sonrió, y a pesar de que su cara era la de una vulgar campesina, la esposa del emir no pudo evitar sentir miedo.

    Me equivocaba. La cena no fue lo que se dice informal. Joyce y Clark habían invitado a tres empleados más de Ellisen y a sus parejas a cenar en el patio. Joyce, una gran cocinera, se había superado a sí misma. Cuando anunció que cenaríamos fuera, mi madre exclamó:
    —¡Una cena en el jardín! ¡Qué encanto!
    Y a partir de ese momento todo el mundo se refirió al patio con el nombre de jardín.
    Una calidez húmeda empapaba el aire nocturno. Clark se secó la frente y trasladó su silla al lado de la de mi madre. Por lo general, en cualquier evento social mis compañeros de trabajo y yo delegábamos el peso de la conversación a Joyce y el resto de cónyuges. Nosotros, los programadores, no éramos célebres por nuestra amenidad. Aquella noche, sin embargo, mi madre, aún resplandeciente a sus sesenta años, fue el centro de la fiesta. Con la edad mis padres habían cambiado los papeles que desempeñaban en las fiestas. Mi madre, que solía ser más reservada en las reuniones sociales, se había vuelto más dicharachera; mi padre, más reticente. Antes, en cualquier evento, las mujeres solían revolotear alrededor de mi padre, y él las embelesaba con su atención y escuchaba con fervor todas sus inquietudes. Ahora ya no les prestaba tanta atención. En algún momento mi madre había decidido convertir aquella velada en algo memorable, y se estaba empleando a fondo. Como siempre, los hombres gays —en este caso Luis y su novio— se sentían atraídos por su brillo como si fueran moscas, y ella se dejaba querer. Y además ahora también las mujeres revoloteaban a su alrededor, mientras sus maridos fingían contenerse. Les concedí hasta la tercera copa de vino para dar rienda suelta a la adulación.
    La luz de la noche bajó una octava, y mi madre puso la directa sin moverse de su trono. Su típica risa —una aspiración aguda, ruidosa— llenaba la noche.
    Megan, una compañera mía, se mostró encantada al probar la sopa.
    —Patatas y puerros —exclamó—. Mi favorita.
    —Vichyssoise —corrigió Luis—. ¿Sabías que los esquimales tienen un millón de palabras para la nieve? Pues Joyce tiene un millón de palabras para nombrar a la sopa de patatas y puerros.
    —Eso es una leyenda urbana —dijo mi madre—. Es probable que el inglés tenga tantos lexemas para la palabra nieve como el inuit. El francés tiene más.
    —¿De veras? —dijo Luis—. Siempre lo había dado por cierto.
    —Como hacemos todos, porque suena bonito. —Mi madre apoyó la cuchara en el plato—. La leyenda empezó en 1911, cuando el antropólogo Franz Boas, como todos sus colegas, un liante, escribió que los inuit tenían cuatro palabras para nombrar la nieve. Como en todas las historias, cada vez que alguien la contaba se aumentaba el número, hasta que un periódico mencionó que eran cuatrocientas.
    —Hablando de cientos —dijo Clark—. Ahora que la tengo delante, señora Jarrat, debo hacerle una pregunta. ¿Es verdad que Osama tiene cientos y cientos de primos? No para: mi primo hizo esto, mi primo hizo aquello. Siempre habla de un primo u otro.
    —Me parece que no son tantos —dijo mi madre—. Desde luego no por parte de mi familia. —Cogió la mano de mi padre—. Por la de su padre sí hay unos cuantos. Pero no me extraña que os cueste entenderlo, ya que en inglés a todo se le llama primo. Ni siquiera se puede diferenciar el género. En libanés tenemos distintas palabras para cada clase de primo, según el grado de parentesco con la familia. —Se rió—. Esto no es una leyenda urbana. Puede decirse que el libanés tiene cientos de lexemas para hablar de los parientes. Para los libaneses, la familia viene a ser lo mismo que la nieve para los inuit.
    Carol, otra de mis colegas, llevaba un rato en silencio, con la vista fija en mi madre.
    —Tengo envidia —dijo por fin—. No sé cómo conseguís ese efecto las mujeres europeas. Siempre estáis elegantes sin intentarlo.
    —Supone un gran esfuerzo, no creas —replicó mi madre—. Sólo que parece que no.
    —No, por favor. Mírate ahora. Yo no podría llevar eso ni en un millón de años, ni tampoco podría ninguna de mis amigas. —Miró a Megan, que asintió con la cabeza—. Llevas poquísimo maquillaje. Tu vestido azul me haría parecer una boba. Creo que es la forma en que os movéis. Ojalá supiera cómo. Soy una pobre cateta.
    Noté que mi madre vacilaba, sorprendida por aquella confesión que revelaba una intimidad ilusoria. Posó la mirada en mi padre, y luego en mí. Negué discretamente con la cabeza.
    —No eres una pobre cateta, querida, signifique lo que signifique —dijo mi madre—. Eres guapa. Muy, muy guapa.
    Carol agachó la cabeza, como si hablara consigo misma. El vino había afectado a su dicción y a su locuacidad.
    —No me refiero a eso. Hablo de clase. De aspecto. No importa lo caro que sea el vestido que lleve o cómo me peine. Apuesto a que te ves fantástica y chic incluso en salto de cama. —Hizo una pausa, se hundió aún más en la silla y susurró—: Me gustaría tener ese talento.
    Su marido bebió un buen trago de Cabernet.
    —Vale, ¿y si dejaras de intentar parecer una niña? Ella es una mujer, una dama.
    ¿Era su tercera copa de vino?
    La mirada de horror que apareció en la cara de Carol no podía compararse con las que surcó los rostros del resto de invitados. Mi padre no pudo disimular su sorpresa.
    —Bueno, bueno. Eso ha sido una grosería. —Mi madre concentró toda su atención en Carol—. Muy bien, querida, ¿de verdad quieres un par de consejos?
    Mi madre tal vez se había tomado tres copas de vino, pero mantenía los ojos alerta y su mirada era certera e impasible.
    —Sí, seguro. —Carol apartó de un golpe la mano de su marido.
    —¿Quieres sugerencias prácticas o filosóficas?
    —Las dos.
    —Ve a que te hagan un estudio de colores. Tienes que saber lo que te sienta bien.
    —Pero si ya lo he hecho —se lamentó Carol.
    —Oh, cielos. Eso es una sorpresa. Bien, pues vuelve a hacértelo, querida, y esta vez no en unos grandes almacenes. Ese suéter de Versace no te sienta bien. Una sólo se lo pone si quiere que los chicos cutres de los suburbios de Milán griten y silben cuando te vean pasar. El color está mal, mal, mal. No puedes llevar ese naranja; pocas personas podrían. Con sinceridad, tampoco sé por qué alguien querría llevarlo. Es un color repulsivo..., tan holandés. Ve a hacerte un estudio de colores, querida, prométemelo.
    Sabía qué iba a decir a continuación y es probable que pudiera haberlo repetido con sus mismas palabras.
    —Mira, cuando mi hijo era más joven... ¿Cuándo fue, querido, hace diez años?
    —Doce. —Cerré los ojos.
    —Bien, pues nos fuimos a París juntos. Él aún estaba en la universidad y se presentó con un aspecto desaliñado y andrajoso. Me apetecía comprarle algo bonito, así que me lo llevé a Boss. Había muchas cosas que le encantaban, pero se negaba a probárselas. No paré de insistirle y al final me dijo: «No importa lo que me ponga, nunca me pareceré a él», y me señaló al encantador modelo rubio de Boss. Así que le dije: «¿Y qué más da? Tampoco yo me parezco a Catherine Deneuve, y eso no significa que tenga que ir vestida como esa cantante muerta...». ¿Cómo se llama?
    —Janis Joplin —dije yo.
    —Sí, ésa. Y entonces mi hijo me dijo algo muy inteligente. Dijo: «Aquí todo es demasiado grande para mí. No podré llenarlo». Al principio creí que hablaba de su tamaño físico, así que intenté darle confianza: no debe de ser fácil ser bajito. Pero entonces caí en la cuenta de que se refería a otra cosa. La verdad era que no se veía digno de esas prendas. En su mente el traje de Boss estaba hecho para el modelo rubio, no para él. Y ahí radica el secreto: nunca te pongas prendas de ropa que sean más grandes que tú, a menos que intentes crecer para llenarlas. Si quieres ponerte un traje chaqueta gris, o bien te convences de que te pertenece o parecerás una niña de trece años que se ha puesto la ropa de su madre. ¿No creéis que tiene sentido? Con la vida sucede lo mismo. No viváis una vida que os queda grande. Podéis crecer hasta poneros a su altura o encogerla hasta ajustarla a vuestra talla. Me pregunto qué país inventó eso del encoger para ajustar. Vaya, creo que estoy perdiendo el norte con tanta filosofía. Llamadme Nietzsche... No, no era él. ¿Cómo se llama el que escribió sobre estética?
    —Hegel —dije, aunque sabía perfectamente que mi madre conocía las respuestas de todas las preguntas que me había hecho.
    —Sí, ése.

    La esposa del emir sirvió una taza de té para Fátima, que recelaba de las intenciones de su anfitriona.
    —¿Por qué estoy aquí? —preguntó Fátima.
    —He pensado que podríamos volver a empezar —respondió la esposa del emir—. Sé que no hemos sido uña y carne, pero esperaba que pudiéramos mejorar nuestra relación, de mujer a mujer.
    —¿Cómo propones que lo hagamos?
    —Para empezar, siendo civilizadas. Tenemos que llegar a conocernos como amigas; de igual a igual, sin ser esclava y señora.
    —No he sido tu esclava desde hace años.
    —¿Lo ves? —La esposa del emir se sirvió una taza—. Nuestra relación ya ha dado un paso adelante. Podemos hacer lo que hacen las mujeres civilizadas de todo el mundo: tomar el té, charlar, cotillear, discutir temas importantes.
    —No hace falta que te esfuerces tanto para hacer las paces. No tengo nada contra ti. Estoy dispuesta a concederte lo que quieres sin necesidad de tomar el té.
    —Podemos hablar de los mismos temas que cualquier par de amigas: el tiempo, la moda.
    —Pero tú vas vestida de un solo color.
    —Puedo cambiar. También puedo admirar las cosas bellas. Tus túnicas son preciosas, y ese amuleto que llevas al cuello es de una belleza única. ¿Puedo verlo?
    Fátima titubeó e intentó discernir cuáles eran las intenciones de la esposa del emir, pero se dijo que estaba pisando tierra firme y en un lugar cerrado. Desabrochó el collar y se lo tendió a la esposa del emir. Y entonces la estancia tembló, llenándose de humo y del hedor a carne putrefacta. Apareció un gigantesco monstruo azul con tres ojos rojos y cuatro brazos que sostenían una espada, una porra, una taza y la cabeza de un hombre cogida por el cabello. El único adorno de su cuerpo era un collar hecho a base de cráneos.
    —Loca, ¿qué has hecho? —gritó Fátima a la esposa del emir—. ¿Has invitado a un demonio a tu casa?
    Se abalanzó para coger el talismán, pero fue demasiado lenta. El monstruo lanzó sobre ella una lengua de fuego que la hizo desaparecer.
    —Se pueden hacer muchos regalos a los humanos —dijo el demonio Hannya—, pero ellos nunca parecen dispuestos a renunciar a su ingenua humanidad. Nadie debería poder ser invulnerable. Es poco sano. —Con ayuda de la espada empujó la mano de Fátima por el regazo tembloroso de la esposa del emir—. Esto ya no sirve de nada. Si lo encuentras bonito, póntelo. Será mejor que te prepares para esta noche. No quiero que me falles.

    Un día de febrero de 1993 mi madre notó un fuerte dolor de espalda seguido de unos dolores abdominales aún peores. Durante los dos primeros días el diagnóstico se les resistió, pero con la portentosa aparición de la ictericia se la sometió a una histopatología. Se le comunicó el resultado: cáncer de páncreas, estadio IV B, y una esperanza de vida de dos meses a lo sumo. Cuando recibió la noticia de boca de los médicos, mi madre no lloró; de hecho hizo lo que nadie habría esperado: abandonó a mi padre.
    Después de treinta y siete años de matrimonio preparó una maleta pequeña, muy pequeña. «No voy a necesitar muchas cosas», le dijo a Lina antes de marcharse. Hasta que estuvo en el umbral de la puerta no se le ocurrió pensar adonde iría. No tenía más familia en el Líbano, ni tampoco amigos, ya que todos habían partido durante la guerra y aún no habían vuelto. En aquel momento tomó una segunda decisión que sorprendió a todos cuanto la conocían. Fue en taxi hasta el piso de la tía Samia y se instaló en su cuarto de invitados. Podría decirse que nadie se quedó más de piedra que la propia elegida.
    Las palabras de mi madre al marcharse fueron: «Es mejor que se vaya acostumbrando a no tenerme aquí».
    ¿Fue un escándalo? No tan grande como uno habría pensado. Poca gente ajena a la familia lo supo, y para aquellos que lo sabían, la tía Samia tenía un discurso bien ensayado.
    —Pero desde luego es como si Layla estuviera en su propia casa. Puedo cuidar de mi hermana mejor que nadie. Era más fácil trasladarla a ella que trasladarme yo. En fin, ahora tengo a toda la familia en casa.
    A día de hoy todos seguimos sin comprender qué impulsó a mi madre a hacer lo que hizo. Al principio creímos que pretendía castigar a mi padre, y lo cierto es que su marcha lo dejó abrumado, pero ésa es una explicación demasiado simple. El apenas se movió de su lado durante su estancia en casa de mi tía. En los primeros días le suplicó que volviera a casa, pero no tardó en resignarse a su obstinación. En cierto sentido ella le concedió más acceso a su persona del que le había concedido nunca, pero se empecinó en no volver. Él se convirtió en su mayordomo en una casa extraña. Al principio, mientras ella aún mantenía la movilidad, aunque dopada de analgésicos y exhausta por la quimioterapia, él no permitía que nadie más la atendiera. Llegaba todas las mañanas a las siete, esperaba a que la doncella de mi tía le llevara la bandeja con el café, entraba en la habitación con la bandeja en la mano y la despertaba. Se quedaba a su lado hasta que ella le echaba, algo que al parecer sólo hacía cuando creía que su marido necesitaba un descanso. Incluso cuando se vio confinada al lecho y se contrató a una enfermera, él siguió siendo su cuidador principal. Ella sobrepasó de largo las expectativas de los médicos viviendo nueve meses y medio. Y murió en el hospital, rodeada de toda su familia, y con su marido deshecho en llanto y besándole la mano mientras juraba por la tumba de su madre que había sido la única mujer a la que había amado en toda su vida.

    Mientras los gemelos dormían en su cama, millones de hormigas negras se arrastraron por la alcoba y llevaron al joven oscuro hacia la ventana y de ahí al balcón, desde donde fue izado por quince pequeños yinns. Aún dormido, Layl fue depositado a los pies del monstruo que se sentaba a la sombra del segundo sauce.
    Ante el horror de la esposa del emir, el monstruo no vaciló. Hannya alzó el brazo de la espada y decapitó a Layl. Luego procedió a amputar brazos y piernas, le arrancó el corazón y le cortó los testículos.
    Dio la cabeza a diez hienas.
    —Llevadla a vuestra guarida. Conservadla y protegedla, ya que gracias a su poder produciréis la camada más fuerte.
    Veinte águilas recibieron los brazos.
    —Llevadlos a vuestro nido. Conservadlos y protegedlos, ya que gracias a su poder vuestras alas aumentarán en fuerza y vuestras plumas perderán peso.
    Las piernas fueron entregadas a treinta monos.
    —Llevadlas a vuestros árboles. Conservadlas y protegedlas, ya que gracias a su energía seréis los animales más poderosos.
    Guardó el corazón para sí mismo. Y dio los testículos a la esposa del emir.
    —Destrúyelos, porque mientras existan el rey de los demonios podrá resucitar.
    La esposa del emir contempló atónita los ensangrentados testículos que tenía en la mano.
    —¿Cómo puedo destruirlos? No tengo experiencia en esta clase de asuntos. No soy más que un simple miembro de la realeza.
    —Destrúyelos como se te antoje —ordenó el monstruo con voz sibilante—, pero no me falles.
    La esposa del emir se tragó los testículos. El monstruo sonrió.
    Y el grito de Shams resonó en todo el mundo.

    Me paré ante la puerta de la habitación del hospital con la bolsa de viaje cruzada sobre el hombro; vacilé, como si alguien tuviera que darme permiso para entrar. A bordo del avión había imaginado muchas escenas distintas, pero ninguna encajaba con la visión de mi madre, agonizante e inconsciente, ni con la desesperación que se leía en el semblante de mi padre. La realidad siempre me superaba.
    Mi padre pasó del desconsuelo a la furia en cuanto posó los ojos en mí. No podía hablar; se limitó a mirarme, enojado y lloroso. Esa sí que era una escena que había imaginado. Para él era una traición que yo no hubiera estado a su lado en tiempos difíciles. Cuando vi a Fátima en la sala de espera, ella me dijo que fuera fuerte, y comprendí que no se refería sólo al ocaso de mi madre. Mi padre se sentaba a la izquierda de la cama y Lina a la derecha. Cuando vi los ojos de mi hermana supe que llegaba tarde. Se me doblaron las rodillas y avancé tambaleante como una cría de foca. Los latidos rítmicos del monitor y los picos escarpados de líneas de colores de la pantalla me llenaron de náuseas. La respiración temporizada de mi madre.
    Quería decir que no había sido culpa mía, que había tomado el primer avión y llegado cuanto antes. De mis labios no salía nada. Mi hermana me abrazó, y apoyé la cabeza en su seno. Cerré los ojos para no tener que verle los pechos, ni ver a mi padre, ni a mi madre.
    Mi padre llevaba al menos cuatro días sin afeitarse y en su cara parecía surgir una arruga nueva con cada pitido del monitor. Se cernía sobre la cama, protegiendo a mi madre.
    —No pasará de esta noche —me susurró Lina al oído. Cuando notó que me estremecía, añadió—: Ella lo sabía. Nos dijo adiós. —Me dio un masaje en los hombros temblorosos y luego me condujo al balcón para fumarse un cigarrillo—. Sabía que venías —dijo ella, subiendo un poco la voz para competir con el tráfico de la calle—. No te preocupes. No habría importado. Lleva una semana totalmente sedada a base de morfina, no se enteraba de casi nada, ni intentaba decir nada con sentido. Pero lo sabía, así que siguió despidiéndose y recitando versos.
    Una brisa limpia soplaba por el pequeño balcón. Oí el ruido de dos bolsas de plástico que se hinchaban y estallaban por el viento.
    —Debería volver adentro —dije.
    —Espera. Dale un minuto.
    —No he hecho nada malo. —No podía mirarla, pero oía sus lágrimas. A través de la ventana contemplé la cabeza de mi madre, envuelta en un turbante Hermés, y la figura de mi padre a su lado—. ¿Qué ha dicho ella?
    Lina me rodeó con el brazo.
    —Hace ya bastante que le cuesta hablar.
    —Deberías haberme llamado antes.
    —No me vengas con ésas —dijo ella—. Te he mantenido informado. Las cosas se han precipitado, eso es todo.
    —¿Qué dijo ella?
    —Cuánto nos quería, cuánto te quería.
    —Sé más concreta. —Meneé la cabeza—. Por favor.
    —No lo sé, parloteaba en tres idiomas distintos. No era claro, ni inspirador, ni nada. Recitaba poesía que tenía poco sentido. Creo que mezclaba versos e inventaba otros. Sonreía a todas horas. Juro que dijo que te quería.
    Se me hundió el cuerpo.
    —Quiero entrar.
    —Confundió al enfermero con papá. Yo no sabía si reír o llorar. Miró al enfermero y le regaló ese verso de Saadi: «Antes viviría encadenada a ti en el infierno que pasear por el Jardín con otro». Bien, nuestro padre intentó que le repitiera esas palabras.
    Una risa amarga se le escapó de los labios.

    El dolor de Shams fue tan profundo que sus lamentos se prolongaron sin pausa durante una semana entera. No durmió ni comió, y no había forma de consolarlo ni de interrumpir su llanto. Sus sollozos de tristeza anegaron de lágrimas los ojos de todos los seres vivos. Los diablillos intentaron en vano reconfortarlo, suplicándole que los ayudara a buscar a su gemelo, pero él no los oía. Ellos se deshacían en lamentos y ruegos, pero el llanto de Shams era interminable.
    —Marcharos —dijo Isaac a sus hermanos, con sus mejillas de querubín arrasadas por las lágrimas—. Ismael y yo cuidaremos de él. El resto debéis buscar a nuestra hermana y a nuestro sobrino. Preguntad a todo ser humano, a todo yinni, a toda bestia o insecto. Norte, sur, este y oeste: registrad cada grieta del mundo. Encontradlos.
    La esposa del emir llamó a la puerta de su hijo; llamó una y otra vez. Sus lamentos le partían el corazón y anhelaba abrazarlo. Abrió la puerta, temerosa y tímida, y entró. En el centro de la estancia el profeta se abrazaba a sí mismo; su cuerpo formaba una urbe sobre una silla, tenía la cabeza enterrada en los muslos. El aullido emanaba de su cuerpo. Isaac e Ismael —ahora hermanos demonios y no loros—, ambos de rodillas, ambos más rojos que la sangre, acariciaban y besaban la cabeza de Shams.
    Ella esperó, llorosa, con la esperanza de que Shams advirtiera su presencia. Respiró hondo para serenar su alma. Carraspeó, pero el sonido que salió de su garganta no podía competir con el que emanaba del profeta.
    —Shams —lo llamó ella—. Hijo mío.
    Isaac e Ismael levantaron la vista, pero Shams... Shams fijó en ella sus ojos llenos de odio, unos ojos más rojos que los de los dos demonios. Alzó el brazo, con la palma de la mano vuelta hacia ella.
    —Que la sangre caiga sobre ti.
    De la nada, como salida del aire, la sangre la empapó. Primero fueron las manos: gotas de sangre cayeron de sus dedos al suelo. Creyó que estaba herida, pero no era eso. Notó el cabello pegajoso. Miró al suelo, donde se había formado un gran charco de sangre. El color crudo se tiñó de rojo, y la túnica, húmeda, se le pegó al cuerpo. Las piernas parecían haberse vuelto viscosas y torpes, y sintió la vagina llena. Ardía en deseos de levantarse la falda y observar sus partes, pero lo único que pudo hacer fue gritar y salir huyendo.

    Cuando terminó el funeral de mi madre, mi padre parecía haber pasado por uno de los programas de lavado, aclarado y secado rápido que ofrecen esas pequeñas lavadoras que caben debajo de la encimera de la cocina. Aun así, todavía tenía que hacer acopio de fuerzas para atender a todos los que iban a darle el pésame. Al final del día estaba tan cansado que se durmió en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Por la mañana tuvimos que prepararnos para las visitas. Al día siguiente del funeral teníamos la casa llena de gente, centenares de personas que no se fueron hasta la hora de acostarse: los rituales posmuerte estaban pensados para agotarle la pena a uno. El segundo día fue una repetición del anterior.
    El tercer día después del funeral entré en su habitación. Mi hermana le ajustaba la corbata, preparándolo para la tercera jornada de duelo. Mi padre levantó la vista y me vio, y su cara volvió a ensombrecerse en una mezcla de ira y desesperación.
    —Me alegro de que hayas podido reunirte con nosotros —manifestó, como si yo hubiera estado en otro sitio durante esos tres días.
    —Lo siento. —Esperé un momento, y decidí poner las cartas sobre la mesa—. Me iré esta misma mañana. Tengo que volver al trabajo.
    —Pero si acabas de llegar —dijo mi hermana.
    —No te irás —masculló mi padre.
    —Tengo que hacerlo. —Crucé las manos a mi espalda—. De verdad.
    —¿Por qué te has molestado en venir? —me espetó mi padre.
    —Mirad. Lo siento mucho, pero debo irme. Me necesitan en el trabajo. Vosotros no me necesitáis para los pésames.
    —Te necesitamos —dijo mi padre—. Tu sitio está aquí.
    —He estado aquí. Pero también tengo compromisos.
    —Si te vas, no volveré a dirigirte la palabra. Reniego de ti.
    —No harás tal cosa —le cortó Lina—. Ni hablar. No lo dices en serio.
    —Si te marchas ahora —dijo mi padre—, no eres mi hijo.
    —Soy tu hijo —dije.
    —Ningún hijo mío abandona a su padre.

    Capítulo 19
    Un día, un hombre vestido con extravagantes ropajes entró en el salón del trono. Hablaba un idioma desconocido para el traductor de la corte. Para sorpresa de todos, Baybars contestó al extranjero en su mismo idioma y lo trató con el máximo respeto y hospitalidad. Al leer la carta que había traído el mensajero, el sultán rompió a llorar. Othman se apresuró a ir al lado de su amigo.
    —¿Qué pasa, señor? Cuéntamelo y alinearé al sol y a la luna si eso mitiga la pena que te aflige.
    Baybars tendió la carta a Othman, que no supo leerla.
    —Apenas sé leer árabe, mi rey. ¿Por qué iba alguien a enviarte una carta escrita en este extraño idioma?
    —Para probar si soy el que buscan —dijo Baybars—, y no es ningún idioma raro. Es mi lengua materna.
    Uno de los uzbecos cogió la carta.
    —¿Queréis que la traduzca? Está escrita en una de las muchas lenguas de la vasta provincia del Jorasan, el lugar de donde sale el sol, donde las bajshis tocan el oúd y elevan sus cantos a la gran gloria de Dios. La carta procede del sha Yamak de Samarcanda, y espera haberla dirigido a su hijo perdido: «En el nombre de Dios, el misericordioso y el compasivo. A nuestro hijo, príncipe de los creyentes, sultán de Egipto y Siria, cuyo nombre es Mahmoud ben Yamak y cuya madre es lady Heather. Sabed, hijo mío, que desde el momento en que Dios decidió apartaros de nuestro lado vuestra madre y yo hemos sido incapaces de disfrutar de la comida o del sueño. Vuestra madre vive abatida por la pena, y yo la consuelo y le digo que Dios no permitirá que su sufrimiento sea eterno. Unos días antes de la escritura de esta carta vuestra madre encontró una moneda en cuyo anverso estaba acuñada vuestra imagen; se desmayó al saber que su hijo vivía y se había convertido en sultán del islam. Os escribo para preguntar si esto es verdad. Decidme, os lo ruego. ¿Sois vos mi hijo?».
    Baybars lloró rodeado de sus amigos.
    —Entrega una carta a mis padres. Infórmalos de que pronto iré a verlos. —Se levantó y apoyó el cetro real sobre su corazón—. Di a mi padre quién soy.

    Tardé unos minutos en percatarme de lo que se proponía mi hermana. Ella quería que captara la idea, pero hasta el momento yo no había seguido las pistas que iba dejando caer. En las líneas telefónicas las migas de pan pasan más desapercibidas. Lina se distraía a expensas mías y de mi padre. Mantuvimos nuestra charla banal —las cosas me iban bien, ella no estaba mal— antes de que diera comienzo su perversa seducción.
    —Ven a casa por Navidad —dijo—. Te echamos de menos.
    —No me parece una buena idea.
    Habían transcurrido once meses desde mi última estancia en Beirut, desde la muerte de mi madre.
    —No seas tonto. Claro que es una buena idea. Siempre es una buena idea.
    Prosiguió relatándome las últimas locuras de la familia: que el tío Halim había perdido la razón, las historias que contaba y los escándalos que provocaba; que la tía Samia llevaba un mes sin hablar con su hijo menor después de que ella le dijera que no quería ningún regalo para su cumpleaños y él la creyera.
    —No sabes lo que te pierdes —añadió ella.
    —Bueno, tú me tienes al corriente de todo.
    —No es lo mismo que estar aquí. Vuelve a casa.
    —No puedo. Estoy demasiado deprimido. —Suspiré y, como es habitual, en el momento en que pronuncié esas palabras la tristeza me invadió.
    —Te cuidaremos. Necesitas estar con los tuyos.
    —No me veo capaz de enfrentarme a ciertas cosas en estos momentos.
    —Claro que sí —insistió ella—. Espera un momento.
    No tapó el auricular con la mano, así que de fondo oí las súplicas de mi padre. Lo único que logré descifrar fue: «Díselo, díselo».
    Sentí que los ocho tentáculos del pulpo me estrujaban la médula.
    —No pienso aceptar un no por respuesta —dijo mi hermana—. Incluso te pagaremos el pasaje. Vienes a casa.
    —Él te está dando instrucciones.
    —Ha hecho un tiempo magnífico. Hemos pensado en irnos a pasar unos días a las montañas.
    —Está furioso conmigo. —Distinguí un deje agudo en mi voz, pero no pude controlarlo—. No ha sido capaz de dirigirme la palabra durante casi un año. Las últimas palabras que me dijo eran que no soy su hijo. Sé que no iba en serio, pero aun así se lo podía haber ahorrado.
    —Te extrañamos muchísimo —dijo ella—. Me alegro de que vengas.
    —¿Por qué pide que vaya? Será un infierno.
    —Ah, sí —dijo ella, riéndose—. Seguro que nos divertiremos. Y yo lo disfrutaré a tope.

    Baybars realizó los preparativos para viajar a Jorasan y Turkmenistán.
    —Sería adecuado —dijo Layla— que pidierais a vuestra madre, Sitt Latifah, que se una a nosotros, mi rey. La familia debería conocerse al completo.
    —Por supuesto —reconoció Baybars, emocionado—. Una idea genial. —Se volvió hacia el sargento Louai—. Cabalga hasta tu ciudad natal e informa a mí madre de que necesito de su sabiduría.
    La comitiva se puso en marcha. Un batallón del ejército de esclavos, uniformado de manera impecable, cabalgaba sobre los mejores corceles árabes de esas tierras acompañado de un millar de esclavos ataviados con exquisitas galas. El rey había llenado cien cofres con tejidos de Egipto y Siria, algunos bordados con hilo de plata y oro, otros de seda pura. Llevó consigo bandejas de plata, antigüedades de oro y refulgentes joyas del sur de África. Partieron de la tierra del Nilo y cruzaron el Jordán, el Eufrates y el Tigris. Alcanzaron las tierras de Persia y las montañas de Jorasan. Baybars se quedó en la ciudad sagrada de Mashhad y envió a Othman de avanzadilla a Samarcanda.
    —Adelántate, amigo mío, y comunica a mi padre que su hijo está cerca.
    Y cuando el sha se enteró de la llegada de su hijo, dijo:
    —¡Qué noticia tan gloriosa! Salgamos a recibir al sultán. Anuncia a mi esposa que su hijo está al llegar.
    Baybars vio acercarse la comitiva de su padre y él y sus compañeros montaron sobre sus caballos y salieron a recibirla. El gran caballo de guerra, al-Awwar, trotó hacia el sha, y padre e hijo se fundieron en un abrazo sin desmontar de sus corceles. Los hombres de ambos séquitos contemplaron emocionados la escena que se desarrollaba ante sus ojos, y expresaron su alegría alzando las espadas y profiriendo gritos de júbilo que se elevaron hasta el cielo.

    Mi padre no se levantó para saludarme, ni pronunció una sola palabra. Se limitó a registrar mi presencia con un leve asentimiento de cabeza. Dije hola y le pregunté cómo estaba. Volvió a asentir. Se hundió un poco y estiró los dedos para mirárselos.
    —Espero que te sientas mejor —dije.
    Asintió. Miré a mi hermana con las cejas enarcadas. Ella me acompañó a mi cuarto, donde encontré la maleta encima de la butaca, abierta pero todavía sin deshacer.
    —Se alegra mucho de verte —dijo Lina—. Sólo tiene un poco de sueño.
    —Ni siquiera se ha dignado mirarme —dije.
    —No seas quisquilloso. Claro que te ha mirado. No quiere que sepas que lo ha hecho, eso es todo.

    En el palacio de Samarcanda la reina Heather se abalanzó sobre Baybars con tanta fuerza que estuvo a punto de derribarlo. No paraba de abrazarlo, tocarlo y besarlo.
    —Eres Mahmoud, mi hijo. Lo juraría en el día del Juicio, ante el divino Dios. —Le besó tantas veces que se mareó—. Espera. Déjame descansar. —Se sentó en sus cojines—. Mis ojos han presenciado un imposible sublime. Mi hijo, el sultán del islam. Mientras te llevaba en mi vientre supe que Dios te reservaba grandes planes.
    Baybars se arrodilló a sus pies y le besó las manos.
    —Una madre lo sabe —añadió ella—. Nunca se me pasó por la cabeza que llegaras a ser rey de reyes, pero sabía que eras un elegido. Estaba embarazada del destino.
    —Alégrate, madre. Tu hijo se postra de rodillas ante ti. Para mitigar tus pasadas penas te ofrezco esto. —Baybars abrió los cofres que contenían los deslumbrantes presentes—. Y algo más importante. Ella es la honorable Sitt Latifah, que me adoptó cuando yo no tenía nada y me ofreció todo lo suyo. Ella me crió y me enseñó a respetar a Dios.
    La reina se puso en pie y besó a Sitt Latifah.
    —Una prueba más de que mi hijo ha sido bendecido es que tiene dos madres. Ven a sentarte a mi lado y cuéntame historias de cuando estaba lejos de mí.
    Las dos mujeres hablaron de su hijo y se contaron historias del pasado.
    —También yo tuve dos mamás —dijo la reina Heather—. Mi madre tenía una hermana gemela, y nadie, ni siquiera mi padre, podía distinguirlas. Me criaron como si fueran una sola.

    Intenté obligarme a conciliar de nuevo el sueño. Ni un atisbo de luz entraba por las persianas bajadas. El reloj de la mesita de noche marcaba las cuatro y once minutos. Cerré los ojos y esperé. Me di la vuelta, pero el colchón no parecía querer acogerme, como si supiera lo que era mejor para mí y esperara que pusiera punto final a ese estúpido experimento. Cedí a sus deseos. En el silencio del piso distinguí el rumor del aire caliente del sistema de calefacción. Los radiadores expelían el aire con un sonido que recordaba al largo ronquido de un ogro. También oí al viejo hámster de mi sobrina, un bicho que llevaba allí desde siempre y que parecía inmortal, dando vueltas en la rueda de la jaula que ella tenía en su cuarto.
    Me levanté con las ansias de la luz temprana y tuve que recordarme que debía ponerme unos pantalones cortos y una camiseta. Salí de mi habitación sin tener que andar de puntillas —mis pies desnudos sobre el mármol apenas hacían ruido— y crucé el pasillo, el salón y el comedor principal antes de entrar en la cocina. Abrí la nevera, pero no logré discernir cómo estaba organizada. De repente una luz tenue apareció por debajo de la puerta del cuarto de la doncella. Oí un leve crujido antes de que Felli abriera la puerta: estaba terminando de abrocharse el uniforme, que parecía un pijama de poliéster.
    —Por favor, señor —dijo en un inglés con fuerte acento filipino, sonriendo como si su vida dependiera de ello.
    Le devolví la sonrisa.
    —Intentaba encontrar un poco de zumo.
    —Por favor, señor —repitió ella, encendiendo la luz de la cocina—. Zumo de naranja, café, todas las mañanas, cinco minutos. —Me apartó para dirigirse a una caja llena de pomelos frescos y sus dedos los removieron hasta escoger los mejores; el aire se llenó de perfume de pomelo—. Por favor, señor.
    Felli había trabajado de doncella en la casa durante al menos diez años. Mi madre la había adiestrado. Aquel aspecto suave y sonriente ocultaba a una mujer de voluntad férrea y controladora que reinaba en sus dominios, exactamente la clase de doncella que mi madre y mi hermana querían. La cocina era suya. Ella se encargaría de todo el trabajo; yo debía volver a mi sitio, ella cuidaría de mí. Regresé al salón, puse las noticias del canal satélite en la tele y esperé. Felli apareció con una bandeja de plata: café turco, tetera y taza, un gran vaso de zumo rojo y dos magdalenas.
    —Buenos días, señor —dijo ella, aunque se retiró antes de que pudiera contestarle.
    Oí el ruido de la cisterna del retrete del cuarto de mi padre.
    Salió de su habitación en su atuendo matutino, pantalones de pijama y una bata lisa que no conseguía cubrir la camiseta ni las docenas de pelos del pecho que salían del fino algodón. Se detuvo un momento al verme.
    —Buenos días —dije.
    Se limitó a gruñir. Se sentó en el otro sofá: él, la CNN y yo formamos un triángulo equilátero. No me miraba. Yo seguí su ejemplo y posé la vista en la tele. Felli le trajo el café y el periódico. Antes de desdoblar el periódico y enterrar la cara en él me lanzó una mirada de reojo. Me levanté y regresé a mi habitación. No volví a salir hasta que se despertó Lina.

    Yamak y Heather declararon una semana de festejos en honor de su hijo, el sultán. Samarcanda se unió al júbilo de sus reyes. El primer día se celebró un torneo de tiro al arco, el segundo una carrera de caballos. Y la víspera del regreso a El Cairo llegó aquel sueño.
    Layla se sentó en la cama en mitad de la noche.
    —Despierta. —Dio un codazo a su marido—. Despierta. He tenido una pesadilla horrible.
    Othman se incorporó, la abrazó y consiguió calmar sus temblores.
    —El sueño tenía un principio maravilloso. Tú y yo paseábamos por un prado bucólico en una florida primavera cuando, de repente, una vieja arpía aparecía y anunciaba que yo había traicionado a un amigo. «Se le acaba el tiempo», dijo ella.
    —No te preocupes, esposa mía. Vuelve a dormirte; tal vez así el sueño dará más de sí.
    Y eso hizo. En el sueño, Layla se asomaba a una bahía en forma de hoz cuyos brazos se extendían hacia el mar. Ella se hallaba sobre una orilla de terreno sólido, donde sus pisadas no dejaban huella; la arena estaba limpia de algas y se mantenía firme a su paso. Tenía sed, y se acercó a un pozo. «¿Ya me has olvidado? —dijo una voz—. ¿Tanto tiempo ha pasado?» Ella se volvió, pero no vio a nadie. «Eras mi amiga, y mi espada era la tuya. Siempre que me necesitaste acudí en tu ayuda. Ahora llevo quince años gritando sin que nadie me oiga. He sido borrado de las historias de mis amigos.»
    «¡Maarouf! —gritó Layla—. Perdóname, imaginé que habías muerto. Muéstrate, y cabalgaré sobre las nubes de tormenta para devolverte a casa.»
    Ella dio un respingo al ver que Maarouf, demacrado y enfermo, aparecía encadenado a la pared de una celda lóbrega; su barba descuidada casi rozaba el suelo.
    «Sálvame —dijo él—. Estoy a punto de morir.»
    Y por la mañana marido y mujer se prepararon para partir.
    —¿Estás segura de que sabremos encontrarlo? —preguntó Othman—. Cientos de parientes de los hijos de Ismael le han buscado en vano.
    —Está en Tesalia —respondió Layla—. He contado mi sueño a varios marineros. Todos coincidieron en que esa bahía en forma de hoz es la de Tesalia, y es allí adonde debemos ir.
    —Así sea.

    —Te dije que deberíamos haber partido más deprisa y sin hacer tanto ruido —dijo Othman.
    —No creí que hiciera falta —dijo Layla—. Siempre he pensado que los hombres poseen cierta dignidad. Si alguien me dijera que no desea mi compañía, la dignidad me prohibiría imponer mi presencia. Creía que ése era un rasgo común de la especie humana.
    —Pues no es así, querida. La dignidad es una de las características más escasas en el ser humano.
    —Es gracioso que precisamente tú hables de dignidad —repuso Harhash—. ¿Hace falta que te recuerde tus aventuras previas? ¿Alguien recuerda haber sido colgado y flagelado en un establo? ¿Alguien recuerda haber sido obligado a entrar en una ciudad con la cabeza descubierta, atado y con el culo al aire?
    —¿Alguien recuerda que recibió un testarazo mientras cruzaba una puerta?
    —Nunca he presumido de poseer la menor dignidad —dijo Harhash—. Haría cualquier cosa por una buena historia, incluyendo relacionarme con ingratos como vosotros dos. Un día, cuando sea viejo y esté ajado, podré sentarme con mis amigos y relatar nuestras graneles historias. Un buen contador de historias no puede permitirse el lujo de la dignidad.
    —Bien dicho, Harhash mío —replicó Layla—. Dime, ¿qué hay de esas historias que has mencionado? Nos faltan días para llegar a Tesalia. Cuéntame esa de mi marido atado.

    —¿Cuál es nuestro plan? —preguntó Harhash cuando los tres hubieron llegado a Tesalia.
    —Un momento —advirtió Layla—. Mirad.
    Una anciana de aspecto adusto caminaba por la calle, encorvada y apoyada en un robusto bastón. Todos cuantos se cruzaban con ella la saludaban y ella les respondía con maldiciones.
    —Que tengas un buen día, vieja Sofía —dijo un hombre.
    Y ella contestó:
    —Que la viruela asolé tu casa.
    —Ella será nuestro salvoconducto —dijo Othman.
    El trío siguió a la vieja Sofía hasta el interior de su casa. Ésta, al percatarse de que no estaba sola, exclamó:
    —Que una plaga caiga sobre vosotros. No hay nada que robar, vagabundos.
    —Que las maldiciones recaigan sobre ti, vieja de lengua viperina —contestó Layla—. Cállate o te partiré la mandíbula.
    —Tú, puta descarada. —La vieja blandió el bastón con la intención de golpearla, pero Layla se lo quitó y dejó inconsciente a la anciana.
    —Conque puta, ¿eh? ¿Tan barata me crees?
    Layla, disfrazada de vieja Sofía, se encaminó hacia palacio, con Othman y Harhash siguiéndola a prudente distancia. Los transeúntes la saludaban y ella les respondía con imprecaciones. Mientras sus amigos esperaban fuera, ella entró en el palacio y se cruzó con una criada que llevaba una bandeja de comida en una mano y un candelabro en la otra. La criada saludó a la vieja Sofía, y ésta replicó:
    —Que las paredes de tu casa se desplomen y tus piernas permanezcan abiertas de par en par por toda la eternidad. ¿Adónde vas, niña?
    —Si sólo pudiera morir y librarme de esta tarea —dijo la criada—. Llevo quince años llevando comida al prisionero. Sería mejor que se muriera y se librara así de esta agonía. Se pudre en la celda, y yo me pudro de aburrimiento por tener que ir a alimentarlo cada día del año.
    —Deja que te ayude, maldita sea.
    —Es muy amable por tu parte. Mira. Coge el candelabro y sígueme.
    Dentro de la celda, Layla vio a un inconsciente Maarouf, colgado de unas cadenas. La criada profería maldiciones y le gritaba que despertara. Layla la acalló de un rápido puñetazo. Le quitó las llaves y salió de la celda para ir en busca de Harhash y Othman. Cuando Maarouf oyó las voces de Layla, Othman y Harhash, en lugar de la de la criada, pensó que eran yinns.
    —¿Vais a romper nuestro pacto? —dijo Maarouf—. Prometisteis abandonarme a mi desgracia.
    —Soy yo, Layla. Hemos venido a rescatarte.
    —Si no eres un yinni —dijo Maarouf—, ponte a mi lado y háblame.
    Y Layla susurró a su oído derecho:
    —Vamos a llevarte a casa, amigo.
    Othman desató a Maarouf, y Harhash lo cogió en brazos.
    —Llévalo al barco —dijo Othman—. Nos queda una tarea por cumplir. Os veré a bordo.
    Los guardias del rey Kinyar bebían vino como si se tratara de agua fresca, y Othman los ayudó a acelerar el viaje añadiendo un poco de opio en la jarra. Al poco rato los soldados nadaban en el proceloso mal del sueño inducido. Othman se escabulló hacia los aposentos del rey y encontró a Kinyar roncando en su lecho de dosel. El hombre desenvainó la espada y susurró:
    —Por todo el sufrimiento y la angustia que has causado en un hombre decente.
    Alzó la espada y ésta, en lugar de chocar con la carne, lo hizo con otra espada empuñada por un joven guerrero. Othman embistió al joven, pero éste esquivó su envite con facilidad.
    —Yo no tomo vino —dijo éste—. Tus viles trucos son inútiles conmigo.
    Kinyar abrió los ojos y vio dos espadas que chocaban sobre su cabeza; se le secó la boca y no le salía la voz. Se cubrió con la colcha y gimió. Los golpes del guerrero eran fuertes e insistentes, y Othman no podía hacer nada para vencerle.
    —Mátalo, hijo mío —exclamó Kinyar, que de repente había recobrado la voz—. Venga esta afrenta contra mi persona.
    Taboush, el guerrero que no era hijo de Kinyar, redobló sus esfuerzos y su espada amputó el brazo de Othman.
    —Acaba con él —ordenó Kinyar.
    Fue entonces cuando el chasquido de un látigo cortó el aire, y la espada cayó de la mano de Taboush. El segundo latigazo obligó a Taboush a dar un paso atrás, pero el joven consiguió sacar dos dagas del cinturón.
    —Mátalos —gritó Kinyar—. Los quiero a los dos muertos.
    —Corre —dijo Othman—. No podemos derrotarle.
    —Pero sí demorarle.
    Layla golpeó la cama, y el dosel se desplomó sobre la cabeza del rey. Ella y Othman escaparon mientras Taboush se veía obligado a rescatar al histérico rey de debajo de un amasijo de colchas, doseles y cortinas caídas.

    Estaba tendido en el sofá, enfrascado en El americano impasible. Cuando la luz de la tarde empezó a escasear encendí la lámpara que tenía a mi espalda. Noté cómo me sumergía, tanto en el sofá como en la novela. Mi padre, recién levantado de la siesta, entró en la salita y se sentó en el sofá de enfrente. No dijo nada. Creí que encendería la televisión, pero se limitó a permanecer sentado en silencio, con la cabeza gacha y las manos cruzadas.
    No pude concentrarme en la novela. Seguí en el sofá, fingiendo, mientras la luz dorada de la tarde se volvía más intensa. Le miraba de reojo y lo pillé esquivando mis ojos. Sentado frente a mí, era un pensador abatido, ensimismado y desocupado.
    Años atrás, en una habitación distinta, mi abuelo solía sentarse así. Cuando estaba perdido, aturdido por el mundo, cuando la vida se negaba a plegarse a sus deseos y cumplir su voluntad, cuando mi padre y el tío Yihad lo tachaban de absurdo, se sentaba entre nosotros distante y mudo, marginado y deprimido, cual niño castigado de cara a la pared.
    Me incorporé en el sofá y jugueteé con la lámpara, una reliquia que antaño había pertenecido a la abuela, que después había adorado mi madre. La moví hacia delante y hacia atrás, como si me molestara su ineficacia. Cerré el libro, me levanté y salí a la terraza. Me apoyé en la barandilla, admiré los tonos mandarina del cielo, vi cómo el sol se fundía con un mar en el que centelleaba un archipiélago de pequeñas lanchas a motor y diminutos botes de pesca. El provocativo reflejo del sol en el agua desencadenó toda una serie de emociones. Me perdí en mis recuerdos, con el Mediterráneo que hacía las veces de la magdalena de Proust.
    Mi padre salió al balcón. Se quedó a mis espaldas y tomó asiento en la tumbona. No volví la vista atrás, pero sentí cómo se me estremecía la piel del cuello. No conseguía tener las manos quietas, y en los pantalones de chándal no había bolsillos donde alojarlas. Tras unos incómodos minutos de espera, anduve despacio hacía el salón y encendí la luz de estalactita que ofrecía la lámpara del techo. Me tumbé en el gran sofá, hundí los pies enfundados en calcetines debajo de aquellos cojines que parecían mosaicos. Reabrí el libro y llevé la cuenta de los minutos. A los cuatro minutos y medio mi padre se instaló en silencio en el salón, delante de mí.
    Durante los doce días que duró mi estancia en Beirut, mi padre me siguió por toda la casa: se movía conmigo; seguía todos mis pasos, airado y triste, deprimido y pensativo, y sin decir palabra.

    Othman, Harhash y Layla regresaron a sus magnánimas tierras acompañados por Maarouf, para júbilo del gran sultán y de su pueblo. Pero en Tesalia resonaban enojados clamores de venganza.
    —Arrasaré sus tierras —gritó Kinyar—. Todo esto es obra de Baybars. No descansaré hasta verlo muerto a mis pies. Convocaré a los franceses, a los ingleses, a genoveses y venecianos, a los españoles. Crearemos un nuevo orden mundial. Yo dirigiré ese ejército invencible... No, será mi hijo, Taboush, el gran campeón, quien lo lidere y yo, su padre, le seguiré. Ya es todo un hombre.
    Se enviaron misivas, se prometieron riquezas increíbles, y a su llamada acudieron soldados de todo el continente hasta formar un ejército de cincuenta mil hombres hambrientos. Un ejército de ese tamaño no podía pasar desapercibido para el envidioso Arbusto, quien viajó durante días para alcanzarlo. Buscó al rey Kinyar, que lo trató con la hospitalidad y el respeto que aquel malvado solía recibir de los imbéciles. En cuanto Arbusto puso los ojos en Kinyar, supo al instante que Taboush no era hijo del rey, ya que era obvio que la semilla de aquel monarca no podía engendrar un ejemplar de tal fuerza.
    —Vengo a ofrecer mi ayuda, ya que he pasado muchos años en la tierra de los falsos creyentes —dijo Arbusto.
    Kinyar le invitó a que cabalgara a su lado en la guerra, en calidad de compañero y consejero.


    Taboush contempló los grandes minaretes que se alzaban a lo lejos y ordenó a su ejército que tomara un descanso durante el resto del día.
    —¿Qué ciudad es ésa?
    —La ciudad de Alepo —dijo Arbusto—. No sólo vamos a machacarlos aquí, iremos también a Damasco, Homs y Hamah; luego a Bagdad, Mosul y Jerusalén, y acabaremos tomando El Cairo donde derrocaremos al sultán.
    —Acampemos aquí —anunció Taboush—. Haz llegar una carta al alcalde de la ciudad e infórmale de que hemos declarado la guerra al sultán. Si nos abre las puertas de la ciudad, nadie saldrá herido. Si no, asediaremos la ciudad hasta que llegue el sultán.
    Baybars recibió la noticia a los tres días y partió con el ejército de esclavos en dirección a Alepo. A su llegada, los héroes se encontraron con que las huestes extranjeras rodeaban la gran ciudad. Maarouf entró en el pabellón del sultán y se postró ante su señor. Baybars rogó a su amigo que se sentara a su lado.
    —Mi rey, el guerrero que lidera ese ejército no es otro que mi hijo, Taboush —dijo Maarouf.
    —Glorioso sea —replicó Baybars—. Que Dios tenga a bien infundirle sabiduría para que nos ayude en contra de Sus enemigos.
    Procedió a dictar una carta para Taboush:
    «Ha llegado a nuestro conocimiento que no eres hijo de infieles. Tu padre es Maarouf ben Yamr, un héroe y un modelo de nobleza y coraje. Deja a tus enemigos, que son también los nuestros, vuelve a casa de tu padre y pídele su bendición.»
    En cuanto leyó la carta, Taboush la pasó a manos de Kinyar y de Arbusto.
    —Ese hombre miente —dijeron ambos al unísono—. Dice esas cosas porque te teme. No cedas a su engaño y rétale a luchar.
    —Tomaré el campo al amanecer y lanzaré el desafío —decidió Taboush.
    Fiel a su honesta palabra, la espada de Taboush saludó al sol naciente sobre el campo de batalla, y su grito provocó escalofríos en quienes lo oyeron. Un guerrero uzbeco salió a enfrentarse con él. La lucha duró dos horas, hasta que Taboush derribó de un golpe al uzbeco. Este, tendido de espaldas, levantó la vista hacia el gran Taboush, quien dijo:
    —Has sido un buen contrincante. Vuelve con tu sultán y dile que envíe a alguien más fuerte.
    El uzbeco montó en su semental y fue en busca de Baybars.
    —Ese guerrero no es hijo del rey. Una hiena no engendra a un león. Su juventud le resta experiencia en el campo de batalla, pero si logra ganar la práctica y la sabiduría que comporta la edad, será indestructible.
    Baybars hizo llamar a su mejor guerrero.
    —Aydmur, mi amigo y conquistador. Este chico es un gran guerrero y por tanto debemos eliminarlo. Líbrame de él para que pueda lanzarme a esta guerra.
    Maarouf supo que su hijo no saldría bien librado si se enfrentaba a un héroe veterano como Aydmur. Con cada justa su hijo se haría más fuerte y más listo, y con el tiempo podría llegar a ser igual de bueno que Aydmur, si no superior. Pero ese momento aún no había llegado. Maarouf abordó a Aydmur cuando éste se preparaba para el combate.
    —Te lo ruego, amigo mío —dijo Maarouf—. Cédeme tu lugar. Temo por mi hijo y no deseo que sufra.
    —¿Cómo vas a luchar contra él si no le deseas daño alguno?
    —Hablaré con él —dijo Maarouf—. Retrásate sólo un minuto, y me avanzaré para ver a Taboush. Soy yo, no tú, quien desobedece al sultán.
    Y padre e hijo se reunieron en el campo de batalla.

    —Ha sido una pérdida de tiempo —comenté a mi hermana mientras ella me veía hacer la maleta.
    —Eres tan insensible —replicó ella.
    —No ha sido capaz de hablarme. ¿Para qué quería que viniera?
    —Está triste y desorientado. Sólo han pasado once meses. ¿Qué esperabas?
    —¿Un «buenos días», quizá?
    —Bueno —dijo Lina—, la próxima vez que vengas te dará los buenos días, y la siguiente quizá llegue a articular una frase entera.
    —No pienso volver hasta dentro de bastante tiempo.
    —Eso lo dices ahora. ¿Por qué te empeñas en mentirte? Volverás dentro de dos meses, y para una estancia más larga. Fátima estará aquí. Él tiene que superar esto, y tú debes estar aquí para que pueda hacerlo.

    —¿Acaso el sultán pretende reírse de mí enviando a un viejo? —preguntó Taboush a Maarouf.
    —Mira. Abre los ojos, observa con el corazón. Ante ti se halla tu padre.
    —¡El padre de las mentiras! Mi padre es Kinyar. Desenvaina la espada y prepárate a luchar.
    Maarouf suspiró.
    —¿De verdad crees que de la cobardía puede nacer el valor? Kinyar se esconde en su pabellón mientras arriesgas tu vida. Derrama mi sangre y estarás derramando la de tu padre, la de tu abuelo y la de tu bisabuelo.
    Taboush se enfureció y le embistió con la espada, pero el viejo guerrero siempre había sido ágil y paró el golpe con su propia espada enfundada.
    —Espera —dijo Maarouf, con la mano extendida—. Si quieres luchar, debes aprender la técnica. Me enfrento a ti porque el sultán deseaba enviar al azerí. Eres fuerte, pero inexperto: aún no puedes compararte con el general de los esclavos. El primer golpe nunca debería ser previsible. La forma en que inicias una lucha es de gran importancia. Debes sorprender al enemigo: generar en él miedo e inquietud. Empieza.
    Taboush contempló a su padre. Obedeció.
    —No —dijo Maarouf—. Sigues sin sorprender. Vuelve a probar. Confías demasiado en el músculo.
    Y así el padre empezó a enseñar al hijo el arte de la lucha. Ambos ejércitos contemplaron atónitos la escena que se desarrollaba ante ellos: lecciones enseñadas y aprendidas. Taboush lanzó un fortísimo golpe contra la espada de su padre.
    —Mucho mejor —dijo Maarouf mientras se incorporaba del suelo y volvía a montar en su caballo.
    —Estás fatigado —dijo Taboush.
    —Y tú aún no estás listo para Aydmur. No permitiré que mi hijo luche antes de tiempo.
    —Para —ordenó Taboush—. Tú eres mi padre.
    Maarouf lloró de alegría al oír esas palabras.
    —Espérame aquí —dijo Taboush.
    Volvió junto al ejército de Kinyar y se enfrentó cara a cara con su falso padre.
    —Voy a reunirme con mi familia —declaró el héroe—. Lucharé al lado de mi gente. Vete a casa, o prepárate a morir a mis manos. Recoge tus eximias pertenencias y márchate. No eres bienvenido en nuestras tierras.
    Taboush regresó junto a su verdadero padre y lo acompañó a ver a un agradecido Baybars.
    Maarouf habló al guerrero Taboush de su madre.
    —Es una princesa genovesa. Su padre la hizo secuestrar; fue conducida a esa maldita ciudad, donde vive prisionera. Se negó a ser liberada hasta el día en que te encontrara. Zarparé hoy mismo y la traeré conmigo.
    —No irás solo —dijo el hijo, y los dos hombres zarparon hacia Génova.
    En el salón del palacio, Taboush y Maarouf se enfrentaron al rey de Génova. Éste preguntó quiénes eran.
    —Soy vuestro yerno —dijo Maarouf—, y he venido a reclamar a mi esposa.
    —Tú no eres un miembro de mi familia —le espetó el rey—. Esa esposa que buscas no reside aquí, ya que no reconozco vuestro matrimonio.
    La cara y las orejas de Maarouf se tiñeron del color de la furia.
    —He venido a por mi esposa; no busco vuestro permiso ni vuestra aprobación.
    —¿Te atreves a insultarnos en nuestra propia corte? No eres sólo un infiel, sino un infiel estúpido y arrogante. Tu aliento abandonará nuestra ciudad portuaria antes de que lo hagas tú. —El rey se volvió hacia los guardias—. Arrojad a esos imbéciles a las mazmorras. No quiero volver a oír hablar de ellos.
    Los soldados dieron un paso hacia los hombres, pero se detuvieron al oír la voz de Taboush.
    —Cualquier hombre que ose ponerse al alcance de mi espada tendrá que ir en busca de su cabeza, y después mi espada lo partirá en dos. Salvad vuestra vida y ahorraos el tiempo. Liberad a mi madre.
    —¿Os da miedo un solo hombre? —azuzó el rey a sus soldados—. ¿Mi guardia está compuesta de gallinas? Este hombre no es más que...
    Contempló a Taboush con los ojos muy abiertos. El rey vio la frente y los pómulos de su padre, y del padre de éste.
    —Este hombre es alguien de mi sangre. Temedle. Nieto mío. ¿Por qué no me informaron de que mi hija había tenido descendencia? Preparad un banquete. Iluminad toda la ciudad de Génova. Que ardan los fuegos de la alegría.
    —Libera a mi madre —ordenó Taboush.
    La virtuosa Maria entró en la sala de palacio, con la cabeza alta y el porte orgulloso. Se negó a arrodillarse ante el rey.
    —¿Por qué solicitas mi presencia después de tantos años?
    —Mi nieto ha pedido tu liberación —contestó el rey, señalando al héroe.
    Maria contempló a los visitantes.
    —El tiempo ha sido poco misericordioso con ambos, pero aún te reconozco, esposo mío.
    —Vengo a poner fin a tus penas, esposa —dijo Maarouf.
    —¿Cómo sé que él es mi hijo? —Maria se acercó a Taboush. Cuando lo tuvo delante y le vio los ojos, dijo, antes de desmayarse—: Eres tú.
    Taboush no dejó caer a su madre. La cogió en brazos y la trasladó a un diván.
    Baybars ofreció a Maarouf, Maria y Taboush una bienvenida por todo lo alto.
    —Taboush es un rey que desciende de reyes —decretó el sultán—. Que todos cuantos le conozcan acepten este hecho.
    Un fatigado Baybars descansaba en un diván dispuesto al aire libre, rodeado de sus acólitos, mientras se entretenía viendo cómo el joven desarmaba a todos sus rivales.
    —Es un magnífico guerrero —dijo Baybars—. Deberías estar orgulloso.
    —Lo estoy —contestó un radiante Maarouf—. Es un hijo capaz de llenar de orgullo el corazón de cualquier padre.
    Y Taboush se convirtió en un héroe de esas tierras.

    Capítulo 20
    Sentada en la butaca junto a la cama de mi padre, Lina lloraba tanto que parecía casi feliz, aliviada por descargar sus penas aunque fuera sólo de manera temporal: como quien, perdido en el océano, descansa unos minutos sobre una balsa.
    —¿Estás bien? —pregunté.
    —No, la verdad. —Emitió un potente suspiro. Se la veía doblada y encorvada por la fatiga—. ¿Por qué no te vas a casa a descansar un poco?
    —Creo que lo haré, pero cuando vuelva serás tú la que se tome un descanso. Te irás a casa y te prepararás un baño de burbujas. Voy a dar un paseo. Necesito volver a ver el viejo barrio.
    —¿Por qué ahora? Allí no hay nada.
    Me encogí de hombros.
    —Fue idea de Hafez. Quiero recordar.
    —Y yo quiero tabaco —dijo ella.

    Hace mucho tiempo fui un chico que prometía y rondaba por las calles de este barrio. Hace tiempo éste era un barrio con posibilidades. Ahora yacía decrépito, agonizante. Había un par de edificios en plena construcción. Unas cuantas personas paseaban por allí. La esperanza, sin embargo, brillaba por su ausencia. Hace tiempo solía jugar en estas calles, correr entre estos edificios. Este era a la vez mi santuario y mi lugar misterioso. Debajo de los arbustos de los jardines, en los muros de cemento, detrás de vallas de metal cubiertas de hiedra, me escondía y observaba el mundo que me rodeaba. Ahora todo parecía campo abierto. El barrio había desarrollado nuevos hábitos. Sin embargo, quise encontrar el camino a casa. Quería cruzar el umbral, subir las escaleras —no en el ascensor, que era poco fiable—, subir por el apartamento de la higuera hasta la cuarta planta, y estar allí, existir.
    Pero a mis rodillas les faltaba fuerza. Me quedé en la puerta de la calle, apoyado en el coche negro de mi padre, tal y como había hecho días antes: me limité a mirar, perdido en un mundo del que ya no conocía nada. Era una tortuga que se había equivocado de concha. El mismo anciano se sentaba en el mismo taburete. Su cabello blanco seguía tieso y él seguía atravesándome con la mirada como si yo fuera transparente.
    Siempre había imaginado la depresión como una bacteria gangrenosa, y sentí acercarse aquella tristeza devoradora de la carne. Había que pensar en cosas agradables.
    El sabor agridulce de las moras recién cogidas en la lengua.
    El Maqâm Saba.
    Un abrazo de Fátima. La luz del lago de Como. Fátima con velo.
    El ruido de Via Natale del Grande. Beirut en abril.
    El tío Yihad entrando en una sala. El tío Yihad contándome historias. Mi abuelo bebiendo mate al lado de la estufa.
    El señor Farouk en el cuarto de baño, con el oúd en su seco y redondo estómago, tocando los maqáms de su tierra natal, porque la acústica del baño es fantástica; toca a la luz de las velas que flotan en la bañera, toca para hacer brotar en mí nuevas ganas de tocar.
    La voz árabe de Umm Jaltoum.
    El cabello negro de mi padre, tan denso que mis dedos se pierden en él. El escote de mi madre. El ácido aroma de la laca que usa. Su anillo de rubíes.

    Al séptimo día, Shams dejó de aullar, aunque siguió llorando. Se levantó y salió de su alcoba, seguido de Ismael e Isaac, y abrió todas las puertas de palacio.
    —Layl —gritaba—, ¿dónde estás?
    Entró en los aposentos de la esposa del emir mientras ésta reprendía a una criada.
    —Layl, ¿dónde estás?
    En la cocina vio al personal atareado con la comida, pero ni rastro de su gemelo. Los salones estaban llenos de visires y ministros ocupados en dar órdenes a sus ayudantes. En el comedor trece criados sacaban brillo a la plata mientras cotilleaban y despotricaban de sus patronos, en las cuadras los mozos alimentaban a los caballos, pero en ningún lugar vio ni rastro de su amado. Cruzó las puertas de palacio y salió al jardín. La cola formada por sus adoradores era tan larga como siempre: miles de humanos, enfrascados en sollozos y lamentos, pero Layl no estaba entre ellos. Su ídolo y los diablillos de su guardia se abrieron paso entre la fila, de un lado a otro, y ninguno de los que aguardaban osó tocarlo ni pronunciar una sola palabra. Shams entró en su templo y contempló el trono. De pie ante el altar, soltó un aullido que fue coreado por Isaac e Ismael.
    Volvió a palacio y desanduvo sus pasos; abrió todas las puertas, registró todas las estancias, hasta retornar a la capilla y emitir un nuevo aullido. Durante cuarenta días y cuarenta noches repitió el desesperado proceso, el mismo ritual angustioso, mientras sus pies pisaban sus propias huellas en cada viaje.
    El paso de ser objeto de adoración a ser objeto de burla es muy corto. Aquellos que antaño le rezaban empezaron a reírse de él. El ídolo se había convertido en chiste. Ya nadie le llamaba profeta o Guruyi; se convirtió en Maynoun, el loco.

    La esposa del emir despertó embargada por una sensación de ligereza y de júbilo. Rozó con gentileza a su marido, y éste dio un salto en la cama y gritó:
    —Taboush, el héroe de esas tierras.
    Miró a ambos lados para cerciorarse de dónde estaba.
    —Esta mañana me siento estupenda —dijo su esposa.
    —Estás caliente —dijo el emir.
    —¿De verdad? —Se llevó las manos a las mejillas.
    Él levantó las sábanas y miró debajo.
    —Tu mano está caliente. Mira.
    Ella inclinó la cabeza.
    —Ahora no, querido. Esta mañana me encuentro como nueva.
    —Pero mira la inflamación que sufre mi miembro. Nunca ha alcanzado este tamaño. Estás caliente.
    —Oh —exclamó ella, estremecida por olas de calor.
    Maynoun abrió la puerta del dormitorio. —Layl, ¿dónde estás?
    Entró, con las mejillas arrasadas de lágrimas, seguido por los dos diablillos rojos. Miró debajo de la cama, detrás de las cortinas, detrás de las dos sillas. Salió.
    —He sufrido un cambio trascendental —manifestó la esposa del emir.
    Necesitado de algo que lo distrajera, el emir salió en busca del hakawati. La esposa del emir llamó a su doncella.
    —Vísteme con mis mejores galas. —La doncella contempló abrumada las filas y filas de túnicas de color crudo. La esposa del emir señaló una—. Esa. Y trae los diamantes.
    La cola de devotos no se había movido durante días, pero cuando la madre del profeta entró en el templo, un rumor se extendió entre los creyentes. La esposa del emir ocupó el trono, se alisó la falda y se retocó el pelo.
    —Siguiente.

    A medida que la tierra se llenaba de historias sobre Maynoun, las que corrían sobre su madre no le iban a la zaga. Contaban que él no dormía, ni comía: sólo buscaba aquel amor que se había esfumado tiempo atrás. Los demonios del amor torturaban su mundo inquieto. Sus ojos de color turquesa habían adoptado la tonalidad del rubí.
    Pero su madre... Su madre era increíble. Su fuerte no estaba en los milagros, como los que realizaba su hijo, sino en sus sabios consejos. Al fin y al cabo, era más devota.
    —Hija mía —dijo la esposa del emir a una mujer que sufría un problema de exceso de vello facial—. Arranca, arranca, arranca. No te afeites. Dios no bendice a quienes eluden el trabajo duro. Aún eres joven; no querrás tener tallos de trigo a los cuarenta.
    La cola creció, y los fieles retornaron con fuerza.
    Y a los cuarenta días Maynoun abandonó el palacio y deambuló noche y día por el inhóspito desierto casi deshabitado. Cada tribu nómada con que se encontró a lo largo del camino hacía bromas con su dolor.
    —Ahí va Maynoun, el desquiciado. Se enamoró de un chico.
    —Ahí viene Maynoun, el chiflado. Se enamoró de su hermano.
    Pero los beduinos del desierto lloraron con sólo ver la inagotable pena que abatía a Maynoun.
    A cada paso, Maynoun se arrancaba un mechón de su hermoso cabello y lo lanzaba a su espalda. El pelo volvía a crecerle al instante, sólo para ser arrancado y lanzado una y otra vez. Detrás del desconsolado, Isaac e Ismael dejaron en el desierto un rastro de pelos del color del sol. El viento no movía el rastro, ni alteraba su dirección, y todas las criaturas sollozantes del desierto empezaron a unirse a aquella procesión de dolor. Shams caminó doscientas cuarenta y nueve leguas, y luego se desplomó y se enterró en la arena.
    —Sal de ahí, sobrino —dijo Ismael.
    —Levántate, hombre valeroso —le exhortó Isaac.

    El anciano se desplazó hacia el extremo del taburete y me miró de reojo.
    —Te conozco —dijo de repente. Su mano se infiltró en los escasos y puntiagudos cabellos—. Sé quién eres.
    Y eso me sacó de mi estupor.
    —No me reconoces —prosiguió, aunque no parecía ofendido. Al hablar, daba la impresión de que sólo movía la boca; el resto de la cara permanecía impasible—. Te recuerdo de cuando eras un niño. Recuerdo a la mayoría de críos del barrio, a todos los que jugaban en esta calle. Tú no jugabas mucho.
    Un extraño silencio invadía el barrio. Los coches de la calle principal, que viajaban a tres edificios agujereados por balas de distancia, parecían circular sin el menor ruido; como si en lugar de coches de verdad fueran sólo imágenes.
    —Ya nadie juega en la calle. —El anciano manifestaba algo evidente. Cualquiera que no tuviera interés en acabar bañado en barro evitaría caminar por la calle, y todavía más jugar en ella—. A nadie le importa. —Hizo una breve pausa—. Lo cierto es que entonces yo no vivía aquí. Tal vez por eso no me recuerdes. Mi hermana sí. A ella seguro que la conocías. Me llamo Joseph Hananiah.
    Me sentí tentado de replicar: «Y yo soy Osama al-Jarrat, tu pariente», pero no me habría entendido. Nadie recordaba ya la historia de Hananiah. Menos eran aún los que reconocían la palabra «ananias». Jarrat, Hananiah..., mentirosos del mundo, uniros.
    —¿No te acuerdas? —preguntó él—. Mi hermana era Hoda Salloum, la mujer del portero. La madre de Elie. ¿La recuerdas? Justo lo que necesitaba. Más familia.
    —Mi padre no está bien —exclamé, sin saber muy bien por qué—. Se muere.
    —Lo siento —dijo el viejo Hananiah.
    —Yo también —dije—. Necesitaba salir del hospital, aunque sólo fuera un momento.
    —No lo conocí bien, pero todos lo respetábamos. Era un hombre bueno y decente. No merecía el trato que le dio mi sobrino.
    —Elie también era un buen hombre. Fueron tiempos difíciles.
    —Elie fue un descastado, un cantamañanas, un falso idealista —prosiguió el viejo—. Llevó la desgracia a los suyos, llevó a sus padres a la tumba. Ni su muerte consiguió borrar tanta vergüenza.
    —Ni siquiera sabía que hubiera muerto —contesté. Luego intenté cambiar de tema—. Quería volver aquí a echar un vistazo, subir esas escaleras.
    Él siguió con la vista fija en un punto lejano.
    —¿Por qué?
    —Nunca se me han dado bien las respuestas. —Podía contar historias, pero las explicaciones me eludían: observaba, no exponía; era un cobarde crónico. Me paré por miedo al ridículo. Respiré hondo—. Perdóneme, estoy divagando.
    —¿A eso lo llamas divagar? —Se rió—. No hablas mucho.
    Me senté en la acera al lado del viejo. Era mediodía, y el sol azafranado se hallaba en un punto equidistante de sus extremos. El mundo resonaba en mis oídos, y tuve que dirigir la vista hacia el anciano cuando éste habló.
    —En tu apartamento vive una familia muy agradable, gente del sur. Creo que la mujer y los hijos están arriba, pero yo no los molestaría si fuera tú. ¿Qué sentido tiene?
    —Debo irme de todos modos. Tengo que volver al hospital.
    A lo lejos un muecín sonaba con su débil voz de megáfono; parecía un chico que recita la lección. No conseguí levantarme de la acera. Un Toyota Camri negro aparcó justo delante de nosotros, y Hafez, con su habitual porte de ejecutivo, bajó de él. Con esas gafas oscuras sólo le faltaba el acordeón para parecer un ciego.
    —Hola, Joseph. ¿Cómo te encuentras hoy? Al viejo se le iluminó la cara.
    —Hafez. Me veo obligado a presentar una queja. Tu primo no se acordaba de mí.
    —Perdónale, tío —dijo Hafez mientras tomaba asiento en la acera, a mi lado—. Lleva tiempo viviendo en el extranjero. Ha olvidado muchas cosas. Por eso estamos aquí. —Colocó las manos a su espalda y se recostó—. ¿Has visto tu casa?
    —No —dije—. Llevo un rato aquí sentado.
    —Vamos. —Se levantó y se estiró, como haría un atleta antes de una competición—. Echemos un vistazo.

    E Isaac ordenó a los escorpiones rojos del desierto que desenterraran a Maynoun. Rescatado fue de la arena movediza. Izado sobre miles de aguijones y colocado sobre el sendero de cabellos endurecidos por el sol.
    —Levanta, sobrino mío —habló Isaac—. Levántate a saludar al paisaje cambiante.
    —Levanta, mi héroe —habló Ismael—. Levántate a descubrir el nuevo orden del mundo.
    Maynoun abrió los ojos y suspiró.
    —Deseo volver a ver su rostro —dijo con voz ronca—, tocar su piel oscura y recia, pasar los dedos entre sus encrespados cabellos. Suspiro por lo que fue y nunca volverá a ser. Ya no soy yo quien sujeta el hilo de mi destino. La añoranza está llena de distancias infranqueables. Mi vida, pues, sigue en vano.
    Maynoun, Isaac e Ismael rompieron en sollozos, al igual que todos los animales que los rodeaban; el desierto se tragaba sus lágrimas y dejaba que la sal se mezclara con la arena.
    Las serpientes del desierto levantaron sus cabezas al aire abrasador, y una de ellas dijo:
    —No vivas tu vida en vano. Piensa en todos los placeres que puede ofrecerte, los que ya disfrutaste y aquellos que quedan por llegar.
    —¿Placeres? —gritó Maynoun—. Las visiones impúdicas de mis ratos de placer con Layl se han apropiado de mi alma rota. Mis ojos sólo consiguen ver su lujuria, y lo único que anhelo es su deseo.
    —Espera —le suplicó un camello—. Dios recompensa la paciencia.
    —Redescubre el gozo de la comida —sugirió un buitre—. Piensa en lo que sentías cuando tenías ante ti un gran festín, en el placer de sentirse saciado.
    —¿La comida? —gimió Maynoun—. Era su piel lo que probaba al despertar, y su sabor el que arrullaba mis sueños. Sólo tengo hambre de él.
    —Eres poder que desciende del poder —proclamó un león del desierto—. Eres la criatura más poderosa de la tierra y del submundo. Puedes gobernarnos a todos. Te adoraremos y serviremos. ¿Eso no te fascina?
    —¿Poder? —se lamentó Maynoun—. Preferiría vivir de rodillas ante mi amado que convertirme en el señor de todos los reinos. Por un solo beso suyo sometería a mi alma al tormento eterno de las Furias. Hasta el último de mis poros desea sólo a Layl, porque se ha fundido en mi corazón. El poder no significa nada sí no puedo ver cumplido mi único deseo.
    —Solicito diferir —le interrumpió el búho.
    —Ya era hora —dijo Ismael.
    —¿Recuerdas cómo Psiquis recuperó el amor de Eros cuando ya había perdido toda esperanza? —dijo el búho—. ¿Cómo obró para sobrevivir a la cruel venganza de Afrodita y alcanzar el triunfo?
    —Pero yo no soy una niña indefensa —replicó Maynoun.
    —Lo eres —dijo el búho—. Eres a la vez Psiquis y Afrodita; eres el halcón y la perdiz. También eres Eros. Eres el rey de los demonios.
    —Ese era Layl, no yo.
    —También eres Layl —reflexionó el búho—. Ríndete. El dolor es proporcional al deseo de cambiar el mundo.
    El cabello dorado de Maynoun se erizó y se inflamó, su piel se oscureció y explotó a la vida.
    —Te conozco —dijo él.
    —Claro que sí —se burló Isaac.
    —Quítate la máscara —dijo Maynoun—. Te veo.
    —Y yo a ti —replicó Jacob, el búho amarillo.
    —Levanta, sobrino mío —comentó Isaac.
    —Enfréntate al destino, héroe —dijo Ismael.
    —Pon fin a tus lamentos —dijo Jacob—. Tu madre te llama.

    La esposa del emir se concentró y dirigió la energía del estómago hacia arriba, a través de su mano derecha y hasta la verruga peluda que había en el labio superior de la suplicante.
    —Cúrate —gritó. Alzó los párpados con discreción, comprobando con un suave roce de la mano si aquella odiosa verruga seguía allí; luego, echó el brazo hacia atrás con ademán dramático y proclamó—: ¡Milagro!
    La cola de devotos dio un respingo y prorrumpió en una exclamación. La suplicante se llevó la mano a los labios.
    —¡No está! —anunció, y la cola estalló en aplausos.
    La esposa del emir, llena de orgullo, hizo una reverencia —había dedicado unas horas aquella misma mañana a practicar las reverencias de agradecimiento— y volvió a sentarse en el trono. Esperó a que los aplausos terminaran antes de decir:
    —Siguiente.
    Un hombre robusto se arrodilló ante ella y le besó la mano.
    —Estoy ganando peso, adorada dama —dijo él—. Aún no es excesivo, pero lo será pronto. No desearía volver al estado previo a que vuestro apreciado hijo impusiera su mano sobre mí. No podría soportarlo. Esperaba que vuestra merced pudiera darme un consejo.
    —Por supuesto que sí. —La esposa del emir se adelantó, desplazando al hacerlo el cojín de plumas de avestruz hasta más allá del asiento del trono—. Acércate. No muerdo.
    Ella se rió de su propio chiste, pero de repente se tensó. Una súbita descarga había descendido por su espina dorsal, desde la cabeza hasta el trasero.
    —¿Has sido tú? —preguntó al hombre.
    —¿De qué habláis?
    Ella vaciló, miró a su alrededor. Nadie en todo el templo parecía haber compartido su sensación. Cerró los ojos, recobró la serenidad y volvió a esbozar su más amable sonrisa.
    —¿Por dónde íbamos? Ah, sí: acércate para recibir el consejo.
    Volvió a notarla; esta vez la descarga fue más fuerte, más deliciosa, más desconcertante. Se estremeció, embargada por una alegría momentánea; se preguntó si estaría sufriendo otra agradable metamorfosis. ¿No sería magnífico? Pero ¿y si no se trataba de eso? Tenía que continuar.
    —Anhelamos la perfección —aconsejó a los asistentes—, para así reflejar la de Dios. Él se siente poderosamente complacido cuando adquirimos nuestra forma ideal. Los gordos siempre ganarán menos dinero, y no son agradables de mirar. Es el plan de Dios. Para evitar ganar peso, debes mirar a Dios y rezar. Él te enseñará a amarte, y el amor es la cura de la obesidad.
    Un murmullo de aprobación recorrió la fila. La esposa del emir miró a su izquierda para asegurarse de que el escriba anotaba todas y cada una de las sabias palabras que componían aquel breve pero exquisito discurso. Un movimiento extraño en la cola llamó su atención. Fijó la vista y advirtió que un hombre y su mujer levantaban la túnica del hombre que tenían delante —el décimo tercero de la cola— y le tocaban los genitales. Antes de que pudiera abrir la boca para exigirles que pararan, la oleada la sacudió de nuevo. Esta vez notó que el alma le temblaba. Esta vez no fue la única en sentirlo. La cola se había disgregado; algunos suplicantes parecían confundidos, otros aterrados, pero a otros se les había despertado la lujuria. Una mujer se volvió hacia la puerta del templo y enseñó sus rollizos pechos. El suelo tembló, los pilares del templo se agitaron, y la esposa del emir sintió dos nuevas descargas. Con la piel arrebolada y la vagina temblorosa, vio cómo la puerta del templo estallaba en un montón de diminutos cascotes.
    Ella deseaba pedir calma a los congregados. Deseaba lanzar un grito de advertencia. Pero los labios se movieron por su cuenta, y se oyó a sí misma murmurar:
    —Ya viene.

    Y en el salón del trono entró un mensajero que traía una carta del emir de Bursa dirigida al ilustre Baybars. El emir decía en ella que la reina mongol de Kirkuk, una hechicera hermanastra de Hulagu Kan, había amenazado con destruir la ciudad si no satisfacían los ignominiosos tributos que ella exigía.
    —Devolvamos a esa bárbara al infierno del que procede —decretó Baybars—. Taboush liderará al ejército contra ella. Le nombro rey de Kirkuk, con todos los honores y obligaciones que ello conlleva.
    El mensajero carraspeó.
    —Si me permitís, majestad, el coraje y el valor tal vez no sean suficientes para combatir la brujería de esta malvada reina.
    —Entonces no cabe duda de que debemos contrarrestar sus poderes con los de alguien más malvado —dijo Baybars—. Othman, ¿serías tan amable de pedir a tu encantadora esposa que venga un momento?
    Taboush partió de El Cairo con unos cuantos batallones del ejército de esclavos, acompañados por el grupo de aspecto menos guerrero que pueda imaginarse: Othman, Harhash, Layla, y siete palomas lujuriosas amigas de esta última.
    —¿Por qué viajan con nosotros? —preguntó Othman.
    —No tengo grandes conocimientos de brujería —explicó Layla—, así que me dije que recurriría a Maysoura, cuya habilidad a la hora de leer las hojas de té es insuperable. Pero resulta que ella se niega a ir a ninguna parte sin Lama, de manera que tuve que pedírselo a las dos. Rania cree poder comunicarse con los espíritus de sus amantes fallecidos; algo que podría venirnos bien, aunque resulta difícil imaginar de qué nos podría servir ese hatajo de ladrones muertos. Umm Yihan afirma que es capaz de conjurar al yinn, pero sólo en las noches de luna llena y nunca durante el Ramadán. Roubaia sabe realizar increíbles trucos de cartas y ha estudiado nigromancia. Soumaya jura que puede desplazar objetos poco pesados con su mente, y Lubna es experta en pociones. No sé si alguno de esos poderes nos será de utilidad, pero en cualquier caso suponen una buena compañía, y Lubna prepara una bebida realmente refrescante a base de lúpulos fermentados y agua.
    —¿Debería empezar a preocuparme ya? —preguntó Harhash.
    —¿Por qué esperar? —replicó Othman.

    El poderoso ejército de la reina bruja asediaba las murallas de Bursa. Al oír la corneta de guerra de Taboush, la hechicera dirigió su atención al ejército de esclavos. La reina de los mongoles parloteó, maldijo, gesticuló como una loca y envió a uno de sus soldados a desafiar a los héroes. El hedor a mongol lo precedió unos cien metros. Layla se tapó la nariz.
    —No se bañan —explicó Othman—. Pretenden asustar a los enemigos con esa pestilencia.
    Taboush encaminó el caballo hacia el guerrero mongol.
    —Responderé a la llamada. Acabemos con esto cuanto antes.
    —Espera —dijo Layla. Buscó en sus alforjas y sacó un tarro—. Permíteme. —Metió el dedo en el interior del tarro y puso un poco de crema debajo de la nariz de Taboush—. Es una mezcla de pepino, lavanda, verbena y pétalos de rosa. Sofocará cualquier otro olor.
    Taboush cabalgó al encuentro del mongol. El bárbaro era rápido y fuerte. Sus brazos se movían como ramas de palmera azotadas por una tormenta de arena. Pero Taboush era un gran guerrero, un vástago de guerreros que había sido adiestrado por guerreros, y consiguió parar todas las acometidas del contrincante. Tras una hora de sudor y de golpes, Taboush aprovechó un hueco y de un certero envite decapitó a su enemigo. La cabeza del mongol ardió a cinco caballos de distancia.
    —No me gusta cómo pinta esto —dijo Othman.
    —Ese extranjero no era humano —dijo Harhash—. De no haber visto manar la sangre habría jurado que era un yinni. Debemos descubrir cómo lo han logrado.
    Taboush lanzó un rugido victorioso, mientras otro de los hombres de la bruja, un checheno, cabalgaba hacia él. La justa siguió un patrón parecido. Un exhausto Taboush regresó con su ejército arrastrando ambos cadáveres.
    —Si sigue con la lucha mañana —dijo Harhash—, lo agotarán y lo matarán.
    —Ambos guerreros luchaban con el mismo estilo —dijo Layla—. Han hecho gala de una fuerza y una rapidez inusitadas.
    Othman se acercó a los cadáveres.
    —Me infiltraré en su campamento —anunció—. Seré un checheno más.
    —Sus ropas están demasiado ensangrentadas —dijo Layla—. Tendrás que ponerte las del mongol.
    —Pero no tengo aspecto de mongol.
    —¿Quién te va a mirar a la cara con el hedor tan asqueroso que desprenderás? ¿Crees que vas a sufrir? Esconderé a mi paloma entre tus ropajes y será ella la que tendrá que soportar ese olor.

    Y Maynoun entró en el templo que había sido suyo. Con los ojos de coral relucientes, el cabello erizado e inflamado, avanzó por la sala cual león que revisa sus dominios, cual tigre que acecha a su presa. En su túnica iridiscente resplandecían destellos de los múltiples colores del fuego. Tres diablillos con el aliento en llamas caminaban a su izquierda, tres a su derecha, uno delante y otro detrás. Ni los que estaban a su derecha —el violeta Adán, el índigo Elías y el azul Noé— ni los que lo flanqueaban por la izquierda —el verde Job, el amarillo Jacob y el anaranjado Ezra— poseían aspecto de diablillos. Isaac e Ismael, silbando y echando humo, portaban espadas de ágata y oro. Y cuando Maynoun se detuvo ante la esposa del emir, todas las túnicas de color crudo del templo adquirieron una inimitable y brillante tonalidad.
    —Ha vuelto el profeta —gritó la cola de peregrinos.
    —Hijo —dijo la esposa del emir—. Has vuelto.
    —No soy tu hijo —declaró Maynoun—. Nunca lo he sido. No me llevaste dentro de ti.
    El chasqueó los dedos. La esposa del emir profirió un grito al ver que Ezra, Jacob y Job se abalanzaban sobre ella y registraban cada centímetro de su cuerpo. Job levantó el brazo con gesto victorioso: se había apoderado de la mano de Fátima. Maynoun dio media vuelta y salió del templo seguido de sus diablillos guerreros. La esposa del emir intentó recuperar la compostura. Con tanto registro y tanto toqueteo había sufrido un orgasmo divino, una especie de estigma.

    Al subir la escalera de piedra rota y desportillada me pesaban los pies. Hafez ascendía los peldaños de dos en dos, pero yo apenas podía con uno. Su cuerpo rebosaba vigor incluso en reposo, mientras se paraba a esperarme en cada rellano.
    —Sólo iremos a tu casa —dijo—. No me gustan los ocupas que viven en la nuestra, y a ellos tampoco les caigo demasiado bien. La mujer de tu casa es bastante amable y nos dejará entrar. Se esfuerza por ser amable, con la esperanza de que dejemos que se quede cuando los tribunales empiecen a tratar el tema de este barrio.
    Recuperé el aliento.
    —¿Y lo haremos?
    —Eso depende de ti. Es tu apartamento. Tú decides. —Dio media vuelta, subió el siguiente tramo de escaleras y me esperó en el tercer piso—. Lo que es yo, pienso echar a patadas a los cabrones que viven en el nuestro. —Bajó la voz, como si las paredes oyeran—. Son unos ingratos. He intentado hablar con ellos unas cuantas veces, y ni una sola se han dignado a invitarme a entrar. Igual se creen que voy a robarles algo. No me permiten ver mi propia casa.
    Vacilé al subir el último escalón que conducía al cuarto piso, pero Hafez ya llamaba a la puerta. Abrió una mujer joven, con la cara envuelta en un desmañado pañuelo de colores. Llevaba en brazos a un bebé que lloraba, otro crío se aferraba a su pierna y una niña de unos cuatro años nos observaba a unos pasos de distancia. La mujer parecía perpleja, pero saludó a Hafez con una tenue sonrisa. Nadie se movió, y por un momento la familia pareció estar posando para un mural de Diego Rivera.
    —Mi marido no está —dijo en voz baja, con un fuerte acento del sur.
    —No pasa nada —replicó Hafez—. Debo disculparme por molestarla. Él es mi primo, que ha venido de visita desde América. No querría importunarla, pero me preguntaba si podría dejarle entrar. Será sólo un momento. Esta es la casa donde se crió.
    Ella titubeó; se la veía aún más perpleja.
    —Tengo poco que ofrecer a los invitados —dijo—. Hace varios días que no salgo al mercado.
    —No hace falta que nos ofrezca nada. No podemos quedarnos mucho rato; debemos regresar al hospital enseguida para acompañar a su padre, que está ingresado. Mi primo desea evocar buenos recuerdos antes de su partida.
    —Sí, por supuesto. —Abrió la puerta de par en par—. Pasen.
    La sala ya no era tal. Se había convertido en un almacén lleno de cajas apiladas. Aquella alfombra barata debía de servir para tapar los huecos de las baldosas de mármol, que siempre habían resonado con un ruido propio cuando los tacones de mi madre los pisaban. La mujer nos condujo a una sala que sólo contenía tres sillas de madera y una mesita de jardín oxidada con la superficie de vidrio. No había cortinas en las ventanas, que eran correderas con marco de aluminio barato. Fuera, el balcón carecía de barandilla, adornada antes con rosas metálicas: nada lo protegía a uno de la caída. Vacilé al mirar hacia el comedor, donde Lina practicaba con el piano todos los días. ¿El piano tendría cabida en este mundo?
    —Siéntense, por favor —dijo la joven mujer—. Haré un poco de café.
    —No, por favor —dijo Hafez—. Dénos unos minutos para dar una vuelta y enseguida la dejaremos en paz. No se preocupe.
    Sus mejillas se sonrojaron.
    —¿Pretenden mirar en los cuartos de atrás?
    —No, si eso le molesta. No tenemos por qué ir a la parte de atrás. ¿Y si nos deja ver la primera habitación? Es su cuarto. ¿Podemos entrar un segundo? —Al ver que asentía, Hafez me agarró del brazo y me sacó a rastras del comedor; cruzamos el salón y entramos en mi habitación. Cerró la puerta cuando entramos—. ¿Te acuerdas ahora?
    Estábamos rodeados por columnas de cajas que iban del techo al suelo. Apenas había nada más, sólo un pasillo entre ellas. Las arañas habían tejido intrincados dibujos de desolación en tres de los rincones del techo. Me asomé a la ventana: dos agujeros de bala trazados en las dos esquinas superiores mostraban sus cicatrices torcidas. Hafez me siguió; las cajas nos hacían estar más juntos de lo que yo habría deseado. Me sentía incómodo, descolocado; no sé si por la conducta de Hafez o por el pasado que se cernía sobre mí.
    Cuando éramos niños, la tía Samia solía obligar a Hafez a pasar ratos en mi habitación para así fomentar nuestra amistad.
    —Es tu hermano —le regañaba para acallar sus protestas—, tu gemelo.
    —Me pregunto qué habrá en esas cajas —dije a Hafez—. Son un montón.
    —Papel higiénico —contestó—. Eso es lo que contienen. Lo miré la última vez que estuve aquí.
    El orgullo que desprendía me aturdió. No sabía si se alegraba de evocar los viejos tiempos, de saber algo que yo ignoraba, o simplemente de haber descubierto que una familia almacenaba miles de rollos de papel higiénico en mi cuarto. Estaba radiante.
    —Qué raro —comenté. Me picaba la piel de los brazos.
    —¿Verdad que sí? —Me cogió ambas manos—. Estás triste.
    Se inclinó hacia delante y me abrazó. Retrocedí y me golpeé la cabeza contra una de las cajas de papel higiénico.
    —¿Qué haces? —susurré.
    —No lo sé. —No parecía nervioso, ni mostraba el menor remordimiento—. Estoy contento. —Sonrió y volvió a abrazarme—. No te preocupes. No es nada. Venga, volvamos al hospital.
    Seguí sus pasos hasta la puerta.

    —¿Y dónde está la guarida de la monstruosa Hannya? —preguntó Maynoun.
    —No lo sé —dijo Adán—. He buscado por todo el mundo, en el ático y en el sótano, pero no he hallado ni rastro de ella.
    —Y yo he interrogado a todo humano, demonio y animal —prosiguió Ezra—, y nadie parece saberlo.
    —Quizá no deseaban divulgar lo que saben —dijo Noé—. Una tribu de beduinos asentada en un oasis a trece leguas de aquí se quedó aterrada cuando les pregunté por Hannya, y sus camellos me echaron.
    —Los machacaré —gritó Maynoun—. Les abrasaré la carne, y sus huesos hablarán.
    —Espera —intervino Ismael—. El oro puede proporcionarnos la información.
    —No —repuso Isaac—. Lo hará la lujuria, con un toque místico. Anunciaré a la tribu que este apuesto profeta premiará a quien le ayude con siete besos y una lamida de labios.
    Un niño y una niña se mostraron dispuestos a hablar.
    —Está a un día de camello al noroeste —dijo el niño.
    —Veréis un cráter gigantesco —añadió la niña—. Buscad ocho palmas dispuestas en forma de dos diamantes.
    —¿Puedo recibir mis besos? —preguntó el niño.
    —¿Y mi lamida? —dijo la niña.

    En la entrada de la guarida de Hannya, los diablillos se colocaron en círculo alrededor de Maynoun. Cada uno de ellos apoyó la mano izquierda en el hombro de un hermano y la derecha en el cuerpo de Maynoun.
    —Estamos contigo —proclamaron al unísono—. Ahora y siempre.
    —Encontrarás siete puertas, y cada una de ellas está protegida por un demonio —dijo Ismael—. No puedes cruzarlas sin pagar.
    —Aquí tienes siete monedas de oro —intervino Noé—. Una para cada demonio.
    —Y aquí van dos diamantes —añadió Adán—. Por si acaso.
    —Toma estos dos pastelillos de dátiles —dijo Elías—. Necesitamos uno para pasar ante Cerbero, el perro de tres cabezas, y otro para entretenerlo en el camino de vuelta.
    —Ten paciencia —aconsejó Job.
    —Ten cuidado—advirtió Jacob.
    —Ten imaginación —concluyó Ezra.
    Y Maynoun, con el fuego y la sangre brillándole en los ojos, descendió por el cráter seguido de los diablillos. La luz se desvanecía a cada paso, y una llama surgió del cabello de Maynoun para alumbrarles el camino.
    La primera puerta era de ágata y se hallaba custodiada por un diablo rojo con forma de gárgola y cabeza de lobo.
    —Qué trillado —rezongó Isaac.
    —Debes pagarme —dijo el guardián, con una voz que recordaba al ladrido de un perrito faldero.
    Maynoun sacó una moneda de oro, pero cuando iba a dársela se detuvo.
    —No. No pienso pagar. —Alzó las manos, y una ráfaga de fuego salió de ellas y derribó la puerta.
    —Eso no se puede hacer —gimoteó el tembloroso guardián mientras Maynoun pasaba ante él—. No se puede entrar sin permiso. Debes renunciar a algo.
    Isaac acalló al demonio de un pescozón y se apresuró a seguir a los demás.
    —Tienes un estilo muy distinto del de tu madre —dijo Elías—. Más vesubiano, diría yo, si tuviera que describirlo con una palabra.
    El demonio de la segunda puerta no tuvo tanta suerte. Tomó la forma de una serpiente gigantesca, se enroscó detrás de la puerta esmeralda y escupió veneno a los intrusos. Maynoun lo asó y siguió su camino. Los murciélagos se cernieron sobre ellos después de la tercera puerta. Elías elevó los brazos para conjurar a sus propios murciélagos, pero Maynoun fue más rápido. Exhaló, y su aliento mató a los animales en pleno vuelo. Luego resquebrajó la cuarta puerta con un simple chasquido de dedos. Cuervos y cornejas aparecieron detrás de la quinta: explotaron uno por uno en cuanto él posaba la mirada en ellos, así que Maynoun y su séquito de diablillos avanzaron a través de una nube de plumas negras. Cuando llegaron las hordas de muertos vivientes, justo después de cruzar la sexta puerta, él los despachó con un leve movimiento de muñeca.
    Tras la séptima puerta el camino quedaba obstaculizado por el feroz Cerbero. Era inmenso, más grande que cualquier otro demonio.
    —¿Un pastelillo de dátiles? —preguntó Elías mientras extendía la mano para ofrecerle el regalo.
    Una de las tres cabezas se abalanzó hacia delante, con los dientes apretados, mientras las otras dos ladraban. Con un simple bostezo Maynoun redujo al can a cenizas. El grupo prosiguió su avance.
    —Me gustaría saber quién te ha enseñado todo esto —dijo Isaac—. Desde luego, no fui yo.
    —Ni yo —añadió Ismael.
    Hannya, que había adoptado su guisa más amenazadora, se hallaba en su guarida subterránea.
    —Jura que no me atacarás —dijo el monstruo a Maynoun—. Jura que tú y los tuyos me dejaréis en paz ahora y para siempre, que ninguno de vosotros volverá a molestarme: ni tú, ni Fátima, ni Afreet-Yehanam, ni mucho menos esos muñecotes estúpidos que te acompañan.
    El monstruo, que había adoptado su forma más imponente, estaba sorprendido al ver que Maynoun había entrado en su guarida sin prescindir de su torpe forma de humano adolescente. Sus cabellos rozaban el techo y sus brazos llegaban a ambos extremos de la cueva. Docenas de demonios de variadas formas y clases, congelados y encerrados en urnas ovaladas de vidrio transparente, abarrotaban la guarida. La madre de Maynoun, Fátima, estaba inconsciente en un óvalo medio abierto, y una espada colgaba sobre su cabeza.
    —Si no lo juras —dijo el monstruo—, ella morirá. Si lo juras, vivirá. Dame tu palabra de que no intentaréis matarme y pondré en libertad a tu madre. Todos podemos seguir como estábamos antes, fingir que no ha sucedido nada.
    Los diablillos no podían estarse quietos. Isaac hizo rechinar los dientes. Ismael chasqueó los nudillos. Job gruñó.
    —Libera a mi madre —ordenó Maynoun.
    —Marchaos —rugió el monstruo—. Me conformo con no volver a poneros la vista encima.

    La paloma roja recorrió el cielo oscuro hasta ver a su ama sentada junto al fuego del campamento, rodeada de sus siete amigas.
    —¿Qué dice el mensaje? —preguntó Maysoura.
    —Todas las tardes la bruja prepara una poción que proporciona una fuerza sobrehumana a sus guerreros —dijo Layla—. Los hombres hacen cola junto al caldero por las mañanas.
    —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Soumaya.
    —Bueno —dijo Lama—, contamos con una experta en pociones. ¿Tú qué opinas, Lubna?
    —¿Yo? —preguntó Lubna—. ¿Cómo voy a saber algo de una poción como ésa? Si lo supiera sería rica. Lo único que sé es que para que una poción surta efecto todos los ingredientes deben mezclarse de forma precisa. Si Othman arroja algo en la mezcla, la estropeará.
    —Él no puede acercarse tanto —dijo Layla—. Tal vez nosotras podamos... O al menos nuestras palomas podrán.
    —Genial —gritó Umm Yihan—. He adiestrado a mis palomas para que sean fuertes. Pueden transportar incluso una pequeña rama de olivo.
    —¿Qué deberíamos añadir a la poción? —inquirió Rania.
    —No podemos echar nada grande —dijo Layla—, o se notará. Nada de ramas de olivo.
    —Tengo salvia y cilantro —sugirió Soumaya.
    —Se me ocurre una idea mejor —dijo Lubna—. Mis palomas me odiarán, pero sé preparar una poción especial. De vez en cuando resulta útil.
    —Sin duda una idea inspirada —elogió Layla.
    —Pobres palomas —se lamentó Lubna—. Intentaré explicarles que el efecto no durará mucho y que sus tripas se calmarán al poco tiempo.
    Por la mañana, los soldados mongoles de la reina bebieron la poción del caldero, que sabía rara. En cuanto el primero se puso al alcance de la espada de Taboush, su cabeza decapitada cayó sobre la tierra seca con la mirada de sorpresa inmortalizada en los ojos. El segundo en aceptar el desafío de Taboush no corrió mejor suerte: fue despachado en cuestión de segundos. La hechicera maldijo el caldero.
    —¿No tienes nada mejor? —gritó Taboush—. ¿No hay por allí ningún guerrero digno de sufrir el ataque de mi acero?
    Layla montó en su yegua y bajó al campo de batalla.
    —Permíteme —dijo a Taboush. Y, sin descabalgar, gritó—: Eh, bárbara ignorante. No eres más que una aficionada; un fraude, no una reina. Te insulto y te maldigo. Si te queda una pizca de honor, ven a mi encuentro. Tus esbirros no son dignos de luchar con nuestro guerrero, ni lo serán nunca. Proclamo que eres tan insignificante como tus enaguas. Sal y demuestra lo contrario.
    La reina bruja montó en cólera.
    —Un reino que envía a sus putas a defender su honor es que carece de él. —Se volvió hacia uno de sus mongoles—. Ven conmigo. Debo prepararme. Voy a dar a esa zorra escarlata una lección que le será útil cuando llegue al infierno.
    Entró en su tienda de piel de yak, seguida por el mongol.
    —¿Se atreve a llamarme fraude? Le enseñaré la ira de una auténtica reina. Desataré la fuerza del trueno sobre su cabeza. Por cierto, me gusta toda esa sangre que llevas al cuello. Haré que mis guerreros sigan tu estilo.
    Al ver que la reina cabalgaba al encuentro de su oponente, Taboush advirtió a Layla:
    —Ten cuidado. Es una bruja poderosa. ¿Cómo vas a derrotarla?
    —Por el modo en que alza la cabeza diría que no es ninguna hechicera, y mucho menos poderosa. Es ni más ni menos que mi amado esposo.
    Othman, vestido con el atuendo mongol de la reina, se acercó a ellos.
    —La malvada bruja ha dejado de respirar. Creo que sus hombres ya no opondrán mucha resistencia.
    Taboush hizo sonar el cuerno de guerra, y el ejército de inocentes atacó al enemigo. La batalla duró poco, ya que los bárbaros se rindieron enseguida: habían perdido la voluntad de luchar. El héroe de las tierras viajó a Kirkuk, donde debía gobernar, y Othman, Layla y sus amigos regresaron a El Cairo.

    Fátima abrió los ojos mientras Noé, Elías, Ezra y Job la llevaban en brazos. Vio la musgosa cueva con incrustaciones de mármol en el techo y los restos de una puerta derribada.
    —Parad —ordenó, aún mareada—. Bajadme. —Miró a su alrededor y dirigió la pregunta a Maynoun—. ¿Dónde está tu hermano?
    —Mi hermano ya no está.
    Fátima se zafó de los brazos de los diablillos y se puso de pie. Miró a su alrededor y extendió la mano; Job depositó en ella el talismán. Regresó por donde venían, seguida por los diablillos y por su hijo, que no podía levantar la mirada del suelo.
    Cuando entró como una exhalación en la guarida de Hannya, el suelo se estremecía con cada uno de sus pasos y las paredes temblaban ante su furia.
    —Explícate antes de morir —ordenó Fátima—. ¿Por qué mataste a mi hijo? ¿No te paraste a pensar en las consecuencias?
    Hannya profirió un largo e intenso suspiro.
    —Todos hacemos lo que debemos. ¿Acaso a la vela que se apaga le importa la oscuridad?
    —Ha llegado tu hora —gritó Fátima.
    —No. Estás obligada a cumplir la promesa de tu hijo de no tocarme. Lárgate. Tú y tu hijo podéis ser poderosos, pero no tenéis el menor dominio sobre mí.
    —Estúpida, estúpida mujer. Deberías haberme matado cuando tuviste la oportunidad. —Fátima alzó los brazos en el aire—. La muerte se expía con muerte.
    El monstruo miró al techo con sus tres ojos.
    —No te servirá de nada ponerte histriónica. No puedes arrojar ningún hechizo en mi contra.
    —Lo que has nutrido se nutrirá ahora de ti —sentenció Fátima, y liberó a los demonios que Hannya tenía presos ante la mirada lívida del monstruo.
    —Espera —gritó Hannya—. Espera. Lleguemos a un acuerdo. Tengo algo que ofrecerte. Tengo algo que necesitas. Tengo el...
    Pero los demonios, libres de sus cadenas, se abalanzaron sobre su torturadora. Hannya se zafó de los tres primeros, del cuarto y del quinto, pero enseguida se vio abrumada; fueron devorándola despacio. Su gritó de agonía fue lo primero que se desvaneció; luego las manos y los brazos, las piernas y la cabeza, hasta que de ella sólo quedó el vacío.

    Capítulo 21
    De madrugada, antes de que hubiera suficiente luz para distinguir un hilo blanco de otro negro, Beirut mostraba una imagen prístina y sorprendentemente ruidosa: dos fenómenos que parecían relacionados. Lo único que poblaba las calles vacías eran los gigantescos camiones verdes de recogida de basuras, y me vi atrapado detrás de uno que organizaba un especial estruendo. Existían muchas y extrañas diferencias entre mis dos hogares, Los Angeles y Beirut, pero por alguna razón ninguna parecía tan indicativa como la recogida de basura: en Los Ángeles la basura se recogía una vez por semana; en Beirut, cuatro veces al día. Entre pedos y chasquidos, el camión se detenía cada pocos metros, impidiéndome el paso. Por fin, cuando los basureros de piel oscura saltaron a la derecha para vaciar el contenedor del siguiente edificio, di un volantazo hacia la izquierda y adelanté al camión. El conductor parecía abatido y ajeno a todo.
    La puerta principal del hospital seguía cerrada. Al doblar la esquina, la entrada de urgencias me absorbió con un zumbido apenas audible. El rumor de los fluorescentes de la quinta planta se oía muy bien. Seguí las líneas marcadas en el suelo: pasé por la sala de visitas, por el desierto mostrador del vigilante; crucé la unidad cardíaca y pasé ante las habitaciones, cuyas ventanas eran como peceras de vidrio que exhibían a pacientes dormidos, viejos y asustados.
    Nadie habría reconocido a mi padre. Lo que recordaba de él no se parecía en nada a aquello que yacía ante mis ojos. Quise abofetearme, despertar. Le acaricié la frente. Fátima roncaba tumbada en la camilla. Mi hermana, despierta en la butaca, contemplaba el cuerpo postrado de mi padre. Fui hacia ella, le toqué el hombro.
    —No podía dormir —susurré.
    —Ni yo tampoco. —Me cogió de la mano, ya fuera en busca de consuelo o con la intención de ofrecerlo—. En cuanto daba una cabezada soñaba que él y yo teníamos una tremenda pelea. Él estaba enojado, implacable. —Se apoyó en mi brazo—. Me aterra dormir.

    —Ahora que Hannya ya ha abandonado este mundo —dijo Maynoun—, me quedaré con el suyo. Su guarida será mi hogar.
    Empezó a barrer el suelo con una escoba improvisada mientras tarareaba un canto fúnebre.
    —Tu hijo no se ha encontrado bien —informó Isaac a Fátima.
    —Pero mejora —añadió Ismael—, día a día.
    —Pronto estará sano y listo para seguir, aunque incompleto —dijo Jacob.
    —Habría supuesto una desagradable sorpresa que no se hubiera sentido absolutamente destrozado —dijo Fátima—. Con ayuda del tiempo lo curaremos. Pero también debemos encontrar a su hermano.
    Los ocho diablillos agacharon sus respectivas cabezas.
    —Lo hemos intentado —dijo Noé—. Le hemos buscado por todas partes.
    —Esa diablesa fornicadora, Hannya, lo cortó en pedazos —dijo Adán, y Fátima rompió a llorar.
    Maynoun barrió un rincón con la escoba y notó que un hormigueo subía por el mango. Se agachó a recoger una caja de obsidiana del tamaño de su mano.
    —Madre —gritó desde el otro lado de la espaciosa cueva—. Lo he encontrado.
    Fátima y los diablillos corrieron hacia él. Ella vio el corazón de Layl, lo cogió y lo apretó contra el suyo. Profirió un gemido desgarrador, y los diablillos lo corearon. Pero el vampiro de la pena no se apoderó de Maynoun. Su cara se tiñó de un color rojo brillante y sus cabellos estallaron en llamas una vez más. Cogió el corazón de su amante de manos de su madre. Al contacto con la palma de su mano, el corazón brilló y latió.
    —Podemos reconstruirlo—dijo Elías.
    —Resucitarlo —dijo Adán.
    —En la mano de nuestro sobrino el corazón late —dijo Job.
    —Layl volverá a levantarse —dijo Ezra.
    —Nos harán falta todas sus partes —dijo Fátima—, además de un milagro.
    Con el corazón de su amado contra el suyo, Maynoun dijo:
    —Sé dónde hallar a mi adorado.

    Cuando Baybars supo que Othman y Layla se hallaban ya cerca de las puertas de El Cairo, anunció:
    —Ya es hora de que la ciudad honre a mis amigos. Celebremos la victoria que han conseguido contra la reina de Mongolia. Taboush tiene que ocuparse de los asuntos de Kirkuk. Daremos otra fiesta cuando él llegue. Ahora sorprendamos a Othman y a su esposa.
    Los ciudadanos de El Cairo abarrotaron las calles; gritos y vítores de júbilo surcaron la ciudad.
    Ante miles de testigos, Baybars elogió a Othman y a Layla por su victoria sobre la reina bruja y por sus múltiples servicios al reino. Luego cubrió sus cuerpos de oro y sus cabezas con turbantes de piedras preciosas.

    —No lo entiendo —dijo Taboush, en el salón del trono de Kirkuk—. ¿Cómo puede ser que el sultán me insulte de este modo? Esa mujer con afeites en la cara se ha llevado la gloria de mi victoria. ¿Acaso yo no la merezco? ¿No le he servido con lealtad? ¿Cómo puedo mostrarme en público después de esta afrenta? Dirigí las tropas. Soy yo el héroe de guerra. ¿Por qué honrar a sus amigos a mis expensas? No está bien.
    Y justo entonces un ayudante abrió las puertas de la sala y anunció:
    —Un sacerdote llamado Arbusto os ruega que le concedáis un minuto de vuestro tiempo.

    —Podemos reconstruirlo—dijo Elías.
    —Resucitarlo —dijo Adán.
    —En la mano de nuestro sobrino el corazón late —dijo Job.
    —Layl volverá a levantarse —dijo Ezra.
    —Nos harán falta todas sus partes —dijo Fátima—, además de un milagro.
    Con el corazón de su amado contra el suyo, Maynoun dijo:
    —Sé dónde hallar a mi adorado.

    Cuando Baybars supo que Othman y Layla se hallaban ya cerca de las puertas de El Cairo, anunció:
    —Ya es hora de que la ciudad honre a mis amigos. Celebremos la victoria que han conseguido contra la reina de Mongolia. Taboush tiene que ocuparse de los asuntos de Kirkuk. Daremos otra fiesta cuando él llegue. Ahora sorprendamos a Othman y a su esposa.
    Los ciudadanos de El Cairo abarrotaron las calles; gritos y vítores de júbilo surcaron la ciudad.
    Ante miles de testigos, Baybars elogió a Othman y a Layla por su victoria sobre la reina bruja y por sus múltiples servicios al reino. Luego cubrió sus cuerpos de oro y sus cabezas con turbantes de piedras preciosas.

    —No lo entiendo —dijo Taboush, en el salón del trono de Kirkuk—. ¿Cómo puede ser que el sultán me insulte de este modo? Esa mujer con afeites en la cara se ha llevado la gloria de mi victoria. ¿Acaso yo no la merezco? ¿No le he servido con lealtad? ¿Cómo puedo mostrarme en público después de esta afrenta? Dirigí las tropas. Soy yo el héroe de guerra. ¿Por qué honrar a sus amigos a mis expensas? No está bien.
    Y justo entonces un ayudante abrió las puertas de la sala y anunció:
    —Un sacerdote llamado Arbusto os ruega que le concedáis un minuto de vuestro tiempo.

    Una pálida y serena tía Samia apareció en la sala de espera, escoltada por dos de sus hijos, Anwar y Munir.
    Salwa, sentada a mi derecha, parecía dispuesta a sacrificar al hijo que esperaba con tal de volver a entrar en la habitación de mi padre, o de irse a cualquier lugar que no fuera la sala de espera. Hovik la abrazaba por los hombros. Ella se zafó de él y me cogió la mano. Levanté la suya hasta mis labios y la besé.
    —No tardará mucho en llegar —susurró ella—. Lo presiento. —Confundió mi incomprensión por sorpresa e inquietud—. No te preocupes. No pasa nada. Está dando patadas. Quiere salir.
    —Pero te falta una semana para salir de cuentas, ¿no?
    Se encogió de hombros.
    —Ya sé cuándo salgo de cuentas. No digo que vaya a nacer ahora. Pero sí pronto.
    —Ella lo sabría —intervino la tía Samia—. Yo siempre lo supe, mucho antes de que empezaran los dolores. —Hizo una pausa sin mirar a nadie en concreto—. ¿Cómo vais a llamarlo?
    Hovik se disponía a responder, pero mi sobrina se le adelantó.
    —Aún no lo hemos decidido.
    —Llamadlo Farid —dijo mi tía—. Sería un detalle precioso. Tu abuelo estaría encantado.
    —Imposible —dijo Salwa—. En serio. No podría regañarle. ¿Cómo iba a castigar a un hijo mío que se llamara Farid?
    La tía Samia parecía perpleja.
    —Entonces buscad otro nombre. Pero dentro de la familia. Yihad no sería adecuado. ¿Y Wayih? No le conociste, así que no te supondría ningún problema.
    Hovik creyó que había llegado el momento de empezar a practicar el deporte más popular entre la familia: tomar el pelo a la tía Samia.
    —Estamos pensando en llamarlo Varian, como mi padre —dijo.
    —¡Oh! —exclamó ella—. Un nombre armenio. ¿Crees que es buena idea cargar a tu hijo con semejante peso?
    —Es un gran nombre —se defendió Hovik—. Significa «el que trae rosas».
    —¿En qué idioma? —preguntó la tía Samia.
    —En el gramaticalmente incorrecto —dije sin pensar.
    Hovik se volvió hacia mí para ver si bromeaba. Se rió. Salwa sonrió.
    Entonces fue ella quien se llevó mi mano a sus labios y la besó.
    —Pues a mí me parece un buen nombre —insistió Hovik.
    —¿A los primogénitos no debéis llamarlos Antranig? —pregunté.
    —Ni idea. A mí no me lo pusieron.
    —Ni tampoco te llamaron Hagop o Zaven. Creía que todos os llamabais o Hagop o Zaven.
    —Qué malo eres —dijo Hovik, riéndose—. No tiene ninguna gracia.
    Salwa parecía a punto de estallar en lágrimas de gratitud. Posó mi mano en su barriga y la cubrió con la suya.
    —Lo llamaremos Murad —dijo a mi perpleja tía—. Siempre me ha encantado ese nombre. Cuando era niña, Osama solía contarme historias siempre que venía de visita. —Hizo una pausa para serenar la voz—. Muchas eran historias de tu padre.
    —Ninguna de ellas tenía ni un ápice de verdad —replicó mi tía.
    —No importa. En uno de esos relatos aparecía un precioso derviche joven llamado Murat. Juré que si tenía un hijo lo llamaría Murat para que cuando fuera mayor se convirtiera en un hombre apuesto y amado.
    —Pero no podemos usar el nombre en su forma turca —explicó Hovik—, porque tengo parientes que me cortarían la garganta por pensarlo siquiera. Nos quedaremos con un hermoso nombre árabe: Murad.
    La tía Samia cogió el monedero que tenía en el regazo con ambas manos y dijo:
    —Y crecerá hasta ser apuesto y amado.
    —Que las palabras vayan de tus labios al oído de Dios —dijo Hovik.
    —Ayúdame a levantarme —dijo Salwa—. Deberíamos ir a ver cómo está.
    Pesaba tanto que estuve a punto de caerle encima cuando tire de ella. En cuanto cruzamos la puerta, rompió a llorar.
    —Le contarás historias a Murad, ¿verdad?

    Primero recuperaron el torso. Surcando el cielo montado en la alfombra, Maynoun dijo:
    —Lidiaré con los leones.
    —Son animales poderosos —dijo Jacob.
    —No seas cruel en exceso —sugirió Isaac—. Ellos no mataron a tu hermano.
    —Y cuando los necesitaste, fueron un consuelo —continuó Ismael.
    La cueva se hallaba en un oasis rocoso en mitad del desierto. Estaba custodiada por siete leones que rugieron en cuanto el grupo se perfiló entre la niebla. El resto de la manada fue saliendo de la cueva uno por uno: eran al menos cincuenta. El rey de las bestias anunció su llegada con un potente rugido.
    —He venido a buscar a mi hijo —dijo Fátima.
    —Pues podrías haberte quedado en tu guarida —replicó el rey de los leones—. No renunciaré a nuestro tesoro, cuya presencia ha doblado nuestra fuerza.
    Ésas fueron sus últimas palabras. Maynoun sostuvo el corazón ante él, y el rey de las bestias explotó y desapareció en la nada.
    —Recuperaré a mi amor —dijo Maynoun mientras se encaminaba hacia la cueva.
    Luego fue el turno de las piernas. Viajaron al África profunda, por el Nilo, y más allá de sus siete bocas.
    —Ten cuidado —advirtió Ismael—. Los monos son unos fulleros, y Hanuman es su dios. No podemos dejarnos engañar por sus tretas.
    Maynoun señaló una frondosa alfombra de árboles salchicha y baobabs. Al aterrizar fueron recibidos por un enorme grupo de monos, que intentaban simular amenaza pero que sólo conseguían resultar irritantes. Flotaban de rama en rama con facilidad y sus saltos cubrían distancias imposibles.
    —Todos los viajeros que cruzan mis dominios deben responder a mi adivinanza o morir. —La voz del rey de los monos, como su dueño, viajaba de una rama a otra.
    —Dijiste que eran seguidores de Hanuman —dijo Isaac a su hermano—, no de la Esfinge.
    —Os reduciré a cenizas a ti y a los tuyos —dijo Maynoun—, y carbonizaré vuestros árboles hasta convertirlos en escombros.
    —Pregunta ya —ordenó Fátima.
    —Resuelve la siguiente adivinanza —dijo el rey mono—. ¿Qué criatura tiene una sola voz, va a cuatro patas al amanecer, a dos al mediodía, y a tres al anochecer?
    —Oh, por favor —exclamó Job.
    —Otra vez no —se quejó Isaac.
    —¿A quién le importa? —dijo Elías.
    —Será mejor que me des ya eso que no os pertenece, ni a ti ni a los tuyos —advirtió Fátima.
    —No pienso hacer tal cosa —dijo el rey mono—. Resolver la adivinanza sólo os autoriza a entrar. No...
    El rey mono desapareció.

    Algún día le contaría historias a Murad. Sólo esperaba que me escuchara. Mi abuelo contaba historias a sus hijos, pero el tío Yihad fue el único que le escuchó, e incluso él dejó de hacerlo cuando se hizo mayor. Mi padre se empecinó en no escuchar, ni los cuentos de hadas ni los relatos de familia. «Siento poco interés por mentiras e invenciones», solía decir.
    Una semana antes de que muriera en aquella terrible primavera de 1973, el abuelo me contó una historia en su cuarto: un relato que no me había contado antes. Tal vez fue porque creyó que yo ya tenía una edad, doce años, que me permitía entender más cosas, escuchar mejor. Tal vez supiera que se moría. Estaba de buen humor, sin embargo: bullicioso y con las comisuras de los labios apuntadas hacia los muchos pelillos que le salían de las orejas. Ese día me contó su versión sobre la muerte de Abraham.
    —Y se acercó el final —empezó—, como siempre sucede. Se acercaba cada vez más. Abraham, a sus ciento setenta y cinco años, reconoció las señales, ya que su esposa había fallecido antes que él. En su lecho de muerte murmuró a su hijo: «Necesito tu salud, porque la mía se desvanece. Te ruego que busques a tu hermano. Prometí a tu madre que no intentaría volver a verlo, pero deseo que él me vea». Isaac ensilló al caballo y partió en busca de Ismael.
    »Y en una tierra distinta Agar consultó a su corazón y supo que su amado estaba a punto de abandonar este mundo. Despertó a su hijo y le dijo: “Levántate, Ismael, levántate y busca a tu padre, ya que falta poco para que Dios le acoja en su seno”. Ismael se incorporó y dijo: “Ven conmigo, madre, y ambos podremos despedirnos”. Y Agar se negó: “He pasado una vida entera lejos de casa. Mi corazón lleva demasiado tiempo emparedado. Incluso una leve insinuación de lo que podría haber sido me resulta insoportable”.
    «Mientras se despedía de Ismael, Agar se preguntaba: “¿Estaré haciendo lo correcto?”.
    »Y cuando Isaac se cruzó con Ismael en el desierto, lo reconoció porque, aunque su hermano había partido hacia el exilio cuando él era sólo un bebé, Isaac vio a su padre en los ojos de su hermano. Ismael también reconoció a su hermano al ver a su padre en los ojos de Isaac. Y los hermanos se fundieron en un abrazo, ya que cada uno se vio reflejado en el otro, y cabalgaron hacia la casa de su padre.
    »Pero no llegaron a tiempo porque Abraham, fiel a la promesa hecha a su esposa, murió antes de poder ver a su hijo. Ismael e Isaac, de rodillas frente a su padre, se deshicieron en sollozos y lamentaron sus destinos. “Lo siento tanto”, dijo Isaac. “También yo”, dijo Ismael. “Tu padre deseaba que le vieras”, le dijo Isaac, e Ismael cogió a su hermano de la mano. Ambos lloraron y penaron juntos, y se consolaron mutuamente, ya que los dos habían sufrido la misma pérdida.
    »Ismael e Isaac enterraron a su padre en la cueva de Machpelah, en el campo que Abraham había comprado a los hititas, en lo que ahora es la Tumba de los Patriarcas de Hebrón.

    Los brazos. Las alfombras planearon sobre las montañas del Líbano, por encima de los grandes cedros donde anidaban las águilas. Las aves se alinearon en el aire, prestas al ataque, a las órdenes por su líder.
    —Volved por donde habéis venido —gritó el rey de las águilas—. Los demonios no son bienvenidos en nuestros cielos. Marchad o morid.
    —¿Sus cielos? —preguntó Job.
    —Detesto a las águilas —dijo Isaac—. Son unas criaturas presumidas y pretenciosas.
    Con un chasquido, Isaac desapareció y reapareció montado a lomos del rey de las águilas, arrancándole las plumas una por una.
    —Esta aguilita es presumida —cantó Isaac—, esta aguilita no volará, esta aguilita se cree que dirige el mundo, esta aguilita morirá.
    Isaac no paró hasta que casi no quedó ni una sola pluma en su sitio. El rey de las águilas se precipitó hacia la muerte e Isaac volvió a saltar sobre la alfombra.
    Y luego fueron a por la cabeza. La guarida de las hienas se hallaba en un suave desierto que se extendía entre el Eufrates y el Tigris. Cuando el grupo llegó ahí, no encontró en ella ni una sola hiena y Maynoun recuperó la cabeza de su hermano.

    —El sultán es un mentiroso —dijo Arbusto—. Un hombre cabal concede honores a quien los merece, no a sus seres queridos. Las putas y los ladrones se han apoderado del trono del islam, y el reino ruega que alguien lo rescate de esos gobernantes.
    Taboush, sentado en su trono, meditaba sobre la atractiva petición que le llegaba.
    —No sé qué hacer. Luchar contra mi propio pueblo no me parece una tarea afortunada ni admirable.
    —Un verdadero sultán es capaz de distinguir el bien del mal —dijo Arbusto—, un sultán indigno no. Te deshonra porque te teme. Eres un héroe que desciende de héroes, un rey que desciende de reyes. Él no es más que un esclavo al que la suerte ha conducido hasta el trono; un trono que llora mientras aguarda la llegada de un ocupante más digno. Álzate, mi señor, y reclama lo que te pertenece por derecho, aunque sólo sea para ofrecer a los fieles un líder encomiable y un buen ejemplo.
    —No sé qué hacer —dijo Taboush.
    —Convoca al ejército. Empieza por la ciudad de Alepo. En cuanto el pueblo descubra al héroe más decente del reino, se aliará contigo. Si no lo hacen, destrozaremos sus murallas para que el resto de ciudades aprenda la lección. —Se le iluminaban los ojos, las pupilas se movían en todas direcciones—. No sólo los derrotaremos en Alepo; iremos a Damasco, a Homs y a Hamah; luego a Bagdad, Mosul y Jerusalén. Y por último llegaremos a El Cairo para derrocar al sultán. Síiiii.
    Taboush se portó como un hombre de honor. Escribió una carta al alcalde de Alepo donde le advertía de la inminente llegada de su ejército desde Kirkuk. Taboush pidió a la ciudad siria que se rindiera a su mandato, ya que no deseaba derramar ni una gota de sangre. Y el alcalde de Alepo comunicó la noticia al rey Baybars.
    —Preparad al ejército —ordenó el sultán—. Se acercan días aciagos. Los hijos lucharán contra los padres, y los hermanos pelearán entre sí. Enviad una carta al Fuerte de Marqab, ya que los hijos de Ismael son los soldados que se hallan más cerca de Alepo. Informad de esta desgracia a mi hermano, Maarouf.
    Y al leer la carta, Maarouf se mesó los cabellos.
    —El día del Juicio se acerca.

    —Me duele el corazón. —Taboush, al frente de su ejército, se hallaba ante las puertas de Alepo.
    —La senda del honor pocas veces es cómoda, y el héroe siempre sufre —dijo Arbusto.
    Los defensores de Alepo jalearon a los hijos de Ismael cuando éstos aparecieron en el horizonte, haciendo sonar las trompetas de guerra. Los guerreros formaron y su héroe cabalgó hacia el ejército invasor gritando.
    —Volved a vuestras casas. Defenderé esta ciudad de fieles hasta la muerte.
    Y Taboush reconoció la voz de su padre.
    —Envía a un soldado a matarlo —aconsejó Arbusto.
    —Nadie sino yo se enfrentará a mi padre —dijo Taboush, mientras montaba sobre su semental.
    —¿Qué estás haciendo, hijo mío? —preguntó Maarouf.
    —Pretendo derrocar a un usurpador —dijo Taboush.
    —El traje de la ingenuidad no te sienta bien. El honorable sultán es nuestro señor por derecho propio.
    —Aparta, padre, porque no deseo pelear contigo.
    —No lo haré —replicó su padre—. Nadie pasará por aquí mientras me quede un solo aliento de vida.
    Y ni el padre ni el hijo se movieron: permanecieron cara a cara durante horas y horas, impertérritos y obstinados, hasta que el sol finalizó su peregrinaje diario, ya que no existe día alguno que no termine con la llegada de la noche.

    Ya en la guarida de Hannya, Maynoun, Fátima y los diablillos juntaron las partes del cuerpo de Layl. Adán colocó el torso, Elías puso una pierna y Noé la otra, Job y Jacob se ocuparon de los brazos, y Ezra añadió la cabeza. Maynoun devolvió el corazón a su lugar y vio cómo éste desprendía destellos dispersos hasta recuperar su latido normal. Fátima cerró la herida y la limpió.
    —Le falta algo —dijo Ismael—. No está entero.
    —Tiene pene, pero le faltan... —dijo Elías.
    —Los testículos —concluyó Maynoun.
    —Traedme a esa aduladora —ordenó Fátima—. Ha llegado la hora de lidiar con la madre de la traición.

    Taboush sacó brillo a sus espadas.
    —Debes matar a tu padre —dijo Arbusto—. Es la única forma de que puedas cumplir con tu destino. Es tan obstinado como tú. Estáis cortados de la misma tela rígida.
    Al amparo de la oscura noche, Arbusto se infiltró en el campamento de los hijos de Ismael disfrazado de clérigo musulmán, y por la mañana abordó a Maarouf cuando el héroe se disponía a montar en su caballo.
    Arbusto le ofreció un plato de sopa y dijo:
    —Tomadla, mi señor. Os dará fuerza.
    —Tengo toda la fuerza que me hace falta —replicó Maarouf.
    —Entonces tomadla porque sabe bien.
    Y Maarouf se bebió el veneno antes de ir a reunirse con su hijo.
    —Apártate, padre —le dijo Taboush.
    —Tu deseo se verá cumplido. —Maarouf oscilaba sobre el caballo—. Me han envenenado. Pronto dejaré de respirar, y podrás pasar.
    Taboush vio cómo su padre caía del caballo y moría. Dolor y culpa, los dos hermanos inseparables, embargaron al hijo. Maldijo su estupidez, su orgullo y su talante impetuoso y el día en que llegó a este mundo.
    —Traedme al malvado —ordenó Taboush.

    A su llegada, Baybars no encontró un ejército invasor ni presenció un feroz combate. Vio a un héroe arrepentido de rodillas, con el cuerpo de su padre a su derecha y Arbusto encadenado a su izquierda.
    —He pecado —dijo Taboush.
    El jefe de fuertes y batallones fue enterrado con todos los honores que merecía. El funeral duró tres días. Pasados los días de luto, Baybars convocó al consejo.
    —Ya no puedo ser rey —dijo Taboush—. Ni siquiera debería estar entre los vivos. He fallado a mi padre. Que se haga justicia. No merezco codearme con los hombres de honor. Abandonaré las tierras de los fieles y viviré en el exilio hasta que purifique mi alma.
    —No estés mucho tiempo lejos de nosotros —dijo Baybars—. Tu hogar siempre será éste.
    Y Taboush se alejó. Hacia el este encaminó sus pasos; hacia el perdón y la penitencia, que eran su misión.

    La esposa del emir ya no se atrevía a pisar el templo del sol. No temía la violencia o el ultraje —su pueblo era en verdad amable—, pero la aterraba la posibilidad de verse arrastrada a la bacanal. A partir de la gloriosa aparición del profeta, en el templo había estallado una orgía multitudinaria, que no había parado, ni menguado en intensidad. Alegría, combinaciones, posturas. Ella había intentado detenerla ese primer día, pero cuando dirigió la palabra a los peregrinos, un atractivo suplicante que se hallaba a punto de recibir placer oral le acarició la pantorrilla; la sensación de gusto fue tan potente que ella notó que la túnica le resbalaba por los hombros. Desde ese momento había dedicado todos los instantes de sus días a atisbar el espectáculo desde detrás del altar del sol. Su lascivia florecía por momentos. Alegría, combinaciones, posturas...
    Aquella mañana despertó y no se molestó en asearse. Corrió a ocupar su lugar favorito en el templo, desde el que disfrutaba de una visión panorámica sin ser vista, para reemprender su nuevo ritual diario. Lo observó todo, fascinada, y en su interior fue creándose esa deliciosa presión.
    Los diablillos de colores la abordaron en aquel escondrijo. Elías, Ezra y Job la prendieron, y ella se sintió desaparecer, sólo para resurgir en una cueva, de rodillas ante su enemiga. Al principio no supo decir qué la asustaba más. ¿Tal vez la furiosa Fátima, que mostraba a las claras su intención de hacerle daño? ¿Tal vez su hijo, casi irreconocible, cuyos ojos rojos despedían destellos de odio? ¿O tal vez fuera la visión del asesinado, ahora dormido, obviamente no muerto, pero tan feo como siempre? Tenía que ser por Fátima.
    —No pretendía hacerlo —sollozó la esposa del emir—. No lo sabía.
    —Traicionaste a tu hijo —la abroncó Ismael.
    —Mataste a tu hijo —la acusó Adán.
    —Y te regocijaste en el crimen —dijo Jacob.
    —Era sangre de tu sangre —añadió Ezra.
    —El fruto de tus entrañas —dijo Elías.
    —Por eso y por mucho más, mereces la muerte —sentenció Noé.
    —Pero todavía no ha llegado mi hora —protestó la esposa del emir.
    —Recuperaré a mi amado.
    La mano de Maynoun atravesó el cuerpo de la esposa del emir. Sus dedos penetraron en su estómago y recobraron los testículos de Layl. La mujer dejó de respirar.
    Fátima se arrodilló ante su doble muerta y tocó su herida, para cerrarla.
    —Que en la muerte estés completa.
    Y Maynoun colocó la última pieza del cuerpo de su amor.

    Chapuzas no podía disimular su preocupación.
    —La diálisis no ha funcionado —dijo—, y el hígado empieza a fallar.
    Mi hermana movió desconsolada la cabeza. Era como si quisiera decir algo pero no supiera qué. En mi lengua estalló un amargo sabor a lata y aluminio.

    —¿Y qué hacemos con este hombre odioso? —preguntó Baybars.
    —Deja que mate yo a Arbusto —dijo uno de los africanos—, por todo el dolor que ha causado.
    —Le cortaré la cabeza —dijo un uzbeco—, como castigo a sus traiciones.
    —Lo ahorcaré —dijo Aydmur—, por todas las muertes que ha provocado.
    —Lo quemaré —dijo Othman—, para que no quede ni rastro de él en este mundo.
    —¿Y qué harías tú? —preguntó Baybars.
    —¿Yo? —dijo Layla—. Le arrancaría la piel a latigazos y le crucificaría en el desierto abrasador, para que su innoble alma sufra una larga agonía antes de partir.
    —Que así sea —decretó Baybars.

    La piel que rodeaba los ojos de mi hermana había adquirido una tonalidad de pizarra, y las arrugas manchaban sus mejillas. Su mundo parecía limitarse a la cama donde yacía mi padre, una pietà a la inversa.
    Su aliento era un susurro ronco de tabaco.
    —¿Estás bien? —pregunté.
    Asintió con indiferencia. Fatima, al otro lado de la cama, murmuró:
    —No, no lo está.
    Por fin mi hermana nos miró; en sus ojos se apreciaba la desesperación contagiosa, el dolor.
    —Ya descansaré luego —dijo, y añadió en tono más suave—: No falta mucho.
    —Sal al balcón —dijo mi sobrina—. Fuma. Vete de aquí.
    Me hizo una seña con la cabeza y luego indicó la puerta de vidrio.
    —Voy contigo. —Cogí a mi hermana de la mano.

    Layl abrió los ojos.
    —Amor mío —exclamó Maynoun.
    Layl gimió. Respiró hondo y su cara palideció. Rodó de costado y empezó a vomitar, pero de su boca sólo salía saliva.
    —Cálmate —dijo Fátima—. Tómate tu tiempo.
    —Me duele —dijo Layl—. Éste no es mi sitio.
    —Claro que lo es, querido —dijo Maynoun—. Has estado un tiempo fuera. Tardarás un poco en acostumbrarte.
    —No deseo estar aquí.
    —Ten paciencia.
    —No debería estar aquí —insistió Layl.
    —Por supuesto que sí. Yo te he traído. Tu sitio está conmigo.
    —No. —Layl levantó la cabeza del suelo, y luego el torso. Se detuvo cuando estuvo a cuatro patas, sin poder incorporarse más—. Debo irme.
    Avanzó siete pasos a gatas en una dirección, dio media vuelta y retrocedió del mismo modo.
    —No es el mismo —dijo Ismael.
    —Se repondrá —replicó Maynoun—. Tiene que hacerlo.
    Layl gateó, formando una espiral cada vez más grande. Maynoun lo seguía paso a paso, con los brazos extendidos. Fátima se cubrió la boca con las manos.
    —Te quiero —gritó Maynoun.
    Layl gateó y gateó hasta que por fin se halló sobre el cadáver desnudo de su madre.
    —¿Qué? —preguntó.
    —Amado —suplicó Maynoun—, te acostumbrarás a la vida.
    Layl inclinó la cabeza y besó los labios de la esposa del emir.
    —Despierta —le dijo, y volvió a besarla. Pasó la mano por su frente, le apartó el cabello de la cara.
    —No —exclamó Maynoun.
    Y Layl le hizo el amor a su madre.
    —No —exclamó Maynoun.
    Y Layl se vació en su madre.
    —No —exclamó Maynoun.
    La esposa del emir abrió los ojos, al tiempo que Layl cerraba los suyos y moría por segunda vez.

    Una paloma solitaria se apoyó en la barandilla del balcón que había debajo del nuestro. Lina encendió un cigarrillo. Se la veía triste y digna. Tosió y carraspeó.
    Aguardé a que dijera algo. El sol de la mañana daba a nuestras pieles un matiz tostado.
    —Llevo toda la mañana sin poder quitarme de la cabeza los preparativos del funeral. —Rompió a llorar—. No quiero pasar por esto ahora. Ahora no. —Negó con la cabeza, se secó las lágrimas con un pañuelo de papel usado—. Me siento perdida. ¿Qué le diremos a la gente? No pasará de hoy. ¿Deberíamos decírselo a Samia? ¿Deberíamos hacerla venir?
    Le quité el paquete de cigarrillos y encendí uno.
    —Esperemos.
    —No reacciona a nada. Se debilita por momentos. Da la impresión de estar profundamente dormido. Tenemos que hablar con él. —Suspiró. Su mano avanzó hasta mi cuello y me atrajo hacia ella—. Debemos despedirnos. Tú deberías hacerlo. No llegaste a tiempo de hablar con mamá y sabes cómo te sentiste después.
    —Hazlo tú —dije. No conseguía recordar cuáles habían sido las últimas palabras que me dirigió mi padre—. Yo no sabría qué decir. Esto se te da mejor a ti.
    —¿Qué te hace pensar que se me da mejor? —Lina esbozó una sonrisa fugaz, y un destello de la infancia asomó a su boca por un instante—. No tienes que decir algo perfecto. Sólo..., sólo..., sólo dile que estás aquí, que te preocupas por él. Saldrá bien. Vamos. Hagámoslo ahora.

    Después de un día bajo el crudo sol, incluso la luz de la luna provocaba escozor en la piel de Arbusto. Sin embargo, su corazón se llenó de esperanza al percatarse de que los guardias que tenía asignados se habían marchado. Si pudiera descolgarse de la cruz tendría una oportunidad, pero los clavos eran demasiado hondos y las cuerdas demasiado tensas. Rezó para que alguien le rescatara, y sus plegarias fueron atendidas.
    Un mercader apareció en plena noche, montado sobre un caballo claro y seguido por siete camellos, las bestias de carga, que llevaban sus ingentes pesos con gracia y dignidad.
    —Ayúdame —gritó Arbusto—. Rescátame y te cubriré con más oro del que puedas imaginar.
    El mercader contempló al hombre que sufría.
    —Poseo una gran imaginación.
    —Y yo una profunda gratitud y unos bolsillos aún más profundos —contestó Arbusto.
    —En este caso la noche promete.
    El mercader desmontó del caballo y subió a la cruz. Cortó las cuerdas.
    —Cuidado con los clavos —dijo Arbusto.
    —Siempre tendré cuidado contigo.
    El mercader usó ambas manos para arrancar el primer clavo.
    —Pero... —balbució Arbusto—, estás suspendido en el aire.
    —¿Todavía no me has reconocido? Hace mucho que te busco y no ha sido fácil encontrarte.
    —No eres humano —exclamó un sorprendido Arbusto.
    —¿Alguien lo es?
    —Oh, yinn. No me lleves. Puedo convertirte en el demonio más rico del mundo.
    —Ya lo soy. Soy tan rico que puedo permitirme el lujo de descargar a mis camellos, que llevan las almas de todos aquellos a quienes has causado la muerte.
    —Eres Afreet-Yehanam.
    —Se me conoce por muchos nombres. Yehanam es el de mis dominios, y es allí adonde te llevaré.
    —El infierno será mi hogar.
    —No lo dudes.
    —La muerte, predadora, ha venido a por mí.

    Maynoun se llevó las manos a la cabeza y sollozó. Fátima le abrazó en un intento de consolarlo. Los diablillos rodearon a madre e hijo.
    —No puedo soportarlo —dijo Maynoun.
    —Ni yo tampoco —susurró Fátima—. Pero lo conseguiremos.
    —Estamos contigo —dijeron los diablillos.
    —Me siento fresca y rejuvenecida —dijo la esposa del emir para sus adentros—. Estoy tan viva.
    —Incluso entre vosotros —sollozó Maynoun— estoy solo.

    —Abuelo —dijo mi sobrina—, ¿me oyes? Estamos aquí.
    Éramos cuatro en torno la cama. Yo estaba sentado a su derecha, Salwa y Fátima a su izquierda. Lina, de pie detrás de mí, apoyaba una mano en mi hombro. Las máquinas seguían funcionando con fuerza. El ventilador inhalaba al mismo ritmo. Lina me apretó el hombro.
    —Padre —dije—, soy yo, Osama.
    Por irracional que parezca, la ausencia de toda reacción me decepcionó. Me volví y levanté la vista hacia mi hermana, que sonreía y lloraba al mismo tiempo.
    —Abuelo —dijo mi sobrina—, ¿puedes apretarme la mano? —Movió la cabeza y miró hacia mí—. Abuelo —prosiguió—, ¿te acuerdas de que Osama solía contarme historias cuando era pequeña? Hace unos instantes lo recordé mientras hablaba con tu hermana. ¿Te acuerdas tú? Durante la guerra me ponía muy nerviosa, y él me contaba historias sobre tu padre.
    Fátima trataba sin éxito de llorar en silencio. Lina aumentó la presión sobre mi hombro.
    —Eran historias preciosas —dijo Salwa—. Siempre tuve la sensación de que conocía a tu padre, de que él estaba vivo a la vez que yo. Lo mismo me sucedía con el tío Yihad. Eran dos personajes raros, pero los conocía. Me aseguraré de que mi hijo los conozca también. ¿Me oyes?
    —Nuestra familia es de lo más raro —dijo Lina, y volví a sentir la presión de su mano en mi hombro.
    —Recuerdo muchas cosas —continuó Salwa—. Recuerdo que Osama solía comentar que tú no escuchabas las historias de tu padre. ¿Sabes cómo llegó hasta aquí? Es una historia preciosa. Osama debería contártela. Deja que te la cuente.

    Y el precioso rostro del destino visitó a Baybars en sueños.
    —Hijo mío —le dijo—, has librado tu última batalla. Ha llegado el momento de completar tu vida. Deben florecer nuevos héroes, deben contarse nuevas historias. Vuelve a casa.
    En el salón del trono, Baybars anunció:
    —Amigos míos, necesito descanso. Deseo viajar a Giza.
    —Tus deseos son órdenes —contestó Othman—. Haré los preparativos.
    —Deseo que mis amigos partan antes que yo. Deseo dormir en el pabellón que mis amigos pintaron para mí hace tanto tiempo, para así evocar los mejores momentos de mi juventud.
    Y los amigos y compañeros de Baybars viajaron a Giza y montaron la gran tienda pintada a retazos. Organizaron un gran festín y aguardaron la llegada del héroe.
    Baybars ensilló a al-Awwar en persona.
    —Ya es hora, amigo —susurró al oído del gran corcel de guerra—. Viviremos nuestra última aventura juntos. Estoy, como siempre, agradecido por tu compañía. Contigo nunca estoy solo.
    Baybars y al-Awwar se dirigieron a Giza. Sin embargo, tan pronto como la ciudad de El Cairo se perdió en lontananza, Baybars pidió a al-Awwar que fuera hacia la derecha y se internara en el acogedor desierto. Y el gran rey, el héroe de múltiples relatos, cabalgó hacia el sol inmortal.

    —¿Me oyes? —pregunté a mi padre—. ¿Me oyes? —Intenté concentrarme en sus párpados en lugar de fijarme en el tubo respiratorio que llevaba prendido a la boca—. Ignoro qué historias te contó tu padre y cuáles creíste, pero siempre me he preguntado si llegó a contarte alguna vez la auténtica historia de quién era. O al menos la que parece contener más parte de verdad. ¿Lo hizo? Tal vez lo hiciera, pero, claro, tal vez no.
    Levanté la vista hacia el monitor, con la esperanza de que registrara algún cambio, alguna señal de que me escuchaba.
    —Tu abuela se llamaba Lucine. Es cierto. Lo comprobé. Lucine Guiragossian. Tu abuelo era Simon Twining. Ella trabajaba para él. ¿Ves? Por tus venas corre sangre inglesa, armenia y drusa. Eres un hombre de mundo. Siempre lo hemos sabido.
    Le acaricié la mano con ternura.
    —Tu abuela murió cuando tu padre era aún un bebé. Lo crió otra mujer, Anahid Kaladyian. Tu padre la quería más que a nadie, y ella lo sacrificó todo por él. Él siempre decía que Anahid fue su primer público, la única que se reía de sus chistes. Le hizo partir cuando él tenía once años. Según él, ella le dijo que se dirigiera hacia el sur, que se escondiera en las montañas del Líbano, que se refugiara con los cristianos. Eso fue antes de las masacres que los turcos infligieron a los armenios. Él se marchó antes de que se produjera la primera gran migración de huérfanos armenios al Líbano. ¿Lo sabías?
    No hubo ninguna reacción por parte de mi padre, pero mi sobrina se desplazó sobre la cama y me cogió de la mano durante un momento.
    —Escucha. Esta historia te gustará. Tu padre nació muy pequeño, diminuto como un ratón. Nadie pensó que viviría. Su madre, Lucine, o quizás Anahid, preocupada por su pequeño tamaño, lo llevó al barrio armenio de Urfa aprovechando su día libre. Habló con la gente, preguntó, suplicó, y al final la enviaron a ver a una gran adivina llamada Shoushan. Lucine rogó a Shoushan que la ayudara, pero no podía pagarle. La adivina dijo que no podía hacer nada si no recibía dinero a cambio, porque si corría la voz nadie volvería a pagar por sus servicios nunca más. Lucine juró que nunca se lo diría a nadie. «¿Crees que puedes salir de aquí sin haber pagado y sin que la gente note que has recibido algo gratis? —dijo la adivina—. No, no, todos intuirán que se ha recibido algo gratis. Debes pagarme algo. Deja que piense en una forma de pago alternativa. Espera aquí mientras rezo a la Virgen y le pregunto qué puedo cobrarte.»
    Lina se sentó en la cama detrás de mí.
    —Después de rezar, Shoushan preguntó: «¿Hay alguien en tu casa que haga calceta?». Lucine dijo que su señora solía tejer. Shoushan pidió a Lucine una de las agujas de hacer punto. Ese sería un buen pago. En sus oraciones, Shoushan había oído decir a la Virgen que en casa de Lucine residía un demonio que hacía calceta todas las noches. Shoushan podría aprovechar la aguja de tejer de ese demonio para varias cosas. ¿Sabía Lucine si el diablo poseía también una aguja de zurcir? Ése sería un regalo muy valioso. Shoushan podría usar la aguja de zurcir de un diablo para hacer magia. Lucine prometió llevarle una de cada.
    Lina apoyó la cabeza en mi espalda. Noté el ritmo de su respiración, sólida y cansada.
    —«Te contaré cómo lograr que tu hijo se convierta en un gigante —dijo Shoushan—, así que presta atención. Durante siete días y siete noches deberás bañar a tu hijo en vino caliente. Eso le nutrirá y le hará crecer. Pero hay más: calienta el vino echando en él una herradura candente. Eso le dará la sutileza del vino y la resistencia del acero. Después tendrás que refrescarlo colocándolo en la cáscara de una sandía que no esté madura. Su amargor le dará sabiduría. Vete ya, y asegúrate de traerme las dos agujas que me has prometido.»
    »Lucine salió de casa de Shoushan, y en el camino de regreso encontró una herradura abandonada en la carretera. “Mi suerte está a punto de cambiar”, pensó. Aquella noche buscó vino, pero el doctor había pillado una borrachera y acabado con todas las reservas. Sacó al bebé al jardín, donde halló un cuenco que se usaba para macerar el vinagre. Puso ese líquido casi avinagrado en un mortero de piedra que servía para picar carne. Calentó la herradura al fuego, y cuando ésta adquirió un color rojo, la sumergió en el vino amargo. Y luego colocó al bebé sollozante en el mortero. Pero como no tenía ninguna sandía, ni madura ni no madura, lo enfrió a base de yogur frío.
    Oí que Fátima profería una corta carcajada. Mi hermana movió la cabeza por mi espalda en señal de respuesta. Intenté hacer caso omiso del persistente pitido del monitor.
    —La receta funcionó, desde luego, pero hasta cierto punto. Tu padre sobrevivió, pero no creció hasta alcanzar la talla de un gigante. Como todos nosotros, ni siquiera llegó a ser muy corpulento. No heredó la sutileza del vino, sino la volatilidad del vinagre. El yogur no le aportó sabiduría amarga, sino un talante agrio. Y la herradura pertenecía a una mula, no a un caballo: Lucine no supo distinguirlas. Así que logró conferirle la resistencia del acero, pero también la obstinación de las mulas. Ese es tu padre, y ése eres tú.
    La luz del sol reptaba por el suelo. La habitación se iluminó, pero la cara de mi padre seguía macilenta. Respiré hondo.
    —Tu padre me contó esa historia, una de las mejores de su repertorio, en mi opinión. También me explicó cómo naciste. ¿Quieres que te lo cuente? Me contó toda clase de cosas increíbles sobre ti. —Observé su rostro con la esperanza de percibir alguna reacción—. ¿Me oyes? —Cerré los ojos por un momento—. Sé tus historias.
    Su pecho siguió subiendo y bajando de forma mecánica, sistemática.
    —Y puedo contarte las mías. Si quieres.
    Me paré, esperé.
    —Escucha.


    AGRADECIMIENTOS
    Por naturaleza, un contador de historias es un plagiario. Todo lo que se cruza con él —cualquier incidente, libro, novela, episodio vital, historia, persona, recorte de noticias— es un grano de café que será machacado, mezclado, y al que se añadirá un toque de cardamomo, a veces una pizca de sal, se hervirá tres veces con azúcar y se servirá como cuento humeante y recién hecho. Os hago una breve lista de las fuentes que han proporcionado la mayor cantidad de granos: Las mil y una noches (versión no censurada), las Metamorfosis de Ovidio, el Antiguo Testamento, el Corán; Flowers from a Persian Garden, de W. A. Clouston; Cuentos italianos, de ítalo Calvino; Kalila wa Dimna (versión no censurada); The Delight of Hearts, de Ahmad al-Tifashi; The Ring of the Dove, de Ibn Hazm; Stories and Scenes from Mount Lebanon, de Mahmoud Jalil Saab; la Ilíada, de Homero; The Devil's Larder, de Jim Crace; Las cartas de Abelardo y Eloísa; Maktoob, de Ida Alamuddin; las obras de Shakespeare, numerosos sitios de internet dedicados a las leyendas populares y bastantes libros de relatos tradicionales sirios y libaneses que compré por un penique a vendedores ambulantes.
    Esta es una obra de ficción. Tal vez suene innecesario, una afirmación de lo obvio, pero merece la pena repetirlo. Nada de lo que aquí se cuenta debería considerarse hecho o biografía. La figura de Baybars tiene poco que ver con el personaje histórico, el bey no representa a ningún líder de clan real ni a ninguna familia en concreto, y los elementos religiosos que aparecen son fruto de mi invención y se ajustan a las necesidades narrativas (hasta donde yo sé, Zainab no aparece en las capillas, ni nadie venera a una Virgen de Zainab vestida de azul). El cuento de Baybars está basado en leyendas orales así como en un libro escrito por un auténtico hakawati que llegó a mi poder de manos de Maher Yarrar, de la Universidad Americana de Beirut (un regalo principesco). Los lectores que deseen estudiar la historia de Baybars pueden acudir a: The Lion of Egypt: Sultán Baybars I and the Near East in the Thirteenth Century, de Peter Thorau.
    Guardo una deuda con la John Simon Guggenheim Memorial Foundation por una prolongada y generosa beca. Gracias también a mi extraordinaria editora, Robin Desser, siempre incansable y entregada; a Joy Johannessen, que no paró de sacudir el árbol hasta hacer caer toda la fruta podrida; a Asa DeMatteo, Barbara Dimmick, Jim Hanks y William Zimmerman, unos lectores que nunca se cortaron a la hora de señalar los fallos de mi escritura. Deseo dar las gracias a Lily Oei, Cario Togni y Eric Glassgold por hacerme la vida más fácil.
    Todo lo que sé sobre palomas lo he aprendido de expertos de Beirut que fueron lo bastante amables como para contarme sus historias. Todo lo que sé sobre guitarras lo aprendí de George Peacock, de Peacock Music en San Francisco. Todo lo que sé sobre maqáms lo aprendí escuchando al inimitable Muñir Bashir.
    Y, por último, este libro no sería lo que es sin la colaboración de casi todos los libanéses que conozco, e incluso la de aquellos que no conozco tanto. El Líbano es una nación de hakawatis, y a ninguno hace falta pedirle dos veces que te cuente una historia. En realidad, a la mayoría no hace falta ni pedírselo.
    «He oído que buscas historias. Deja que te cuente una.»
    «¿Quieres historias de palomas? Sé historias de palomas.»
    «Te contaré una historia. Puedes incluirla en el libro, pero no se la puedes contar a nadie. Es privada.»
    «Tienes que escribir sobre mi tía loca. En serio. Escucha...»

    Gracias.
    * * *


    RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
    RABIH ALAMEDDINE
    Rabih Alameddine (en árabe, ربيع علم الدين‎) es un escritor libanés en lengua inglesa, nacido en 1959 en Ammán (Jordania) de padres libaneses. Creció en Kuwait y el Líbano, país que abandonó a los 17 años para vivir en Inglaterra primero y luego en California. Amante de las matemáticas, se licenció en ingeniería en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) e hizo un máster de negocios en San Francisco, pero pronto abandonó la profesión.
    A lo largo de su vida ha trabajado como ingeniero, consultor, camarero, profesor, pintor y escultor. Finalmene, descubrió su verdadera vocación en la escritura. Empezó publicando la novela Koolaids: The Art of War (1988), a la que siguió la colección de cuentos The Perv: Stories (1991). Después apareció I, the Divine (2001) y finalmente The Hakawati (2008), fruto de ocho años de intenso trabajo, que ha recibido el aplauso de la crítica y ha sido traducida a diez idiomas, entre ellos el español (El contador de historias, Lumen, 2008).
    Ha recibido una beca de la Guggenheim Foundation. Vive entre San Francisco y Beirut.

    «Experimenta con cada tono, frágil en algún momento, apasionada y lírica el siguiente, a veces desolada, a veces esperanzada… poco a poco la novela va tomando forma, pero al hacerlo sin un orden lineal, permite puntos de vista insospechados», THE TIMES.

    «Alameddine crea un retrato cultural de asombrosa originalidad y emprende un viaje que nadie debe perderse», MIAMI HERALD.
    EL CONTADOR DE HISTORIAS
    «Escuchad. Dejad que sea vuestro dios. Dejad que os guíe en un viaje hacia, los confines de la imaginación. Dejad que os cuente una historia.»
    Es la voz del hakawati, el cuentacuentos, ese que hechiza a los oyentes poniendo una palabra detrás de otra para crear un relato en el que quepan todos los relatos, los antiguos y los modernos un relato que nos lleve á otros mundos y cuyo final no queremos que llegue...

    Érase una vez un joven llamado Osama que abandonó Beirut y a su familia para marcharse a Estados Unidos en busca de una vida mejor. Allí estudió y trabajó durante mucho tiempo... hasta que llegó a sus oídos la noticia de que su padre se encontraba enfermo, casi agonizante, en un hospital de la ciudad que había dejado tiempo atrás. Fue entonces cuando decidió regresar a su tierra. Allí comprobó que Beirut no era más que un pálido reflejo de lo que había sido tras sus perennes conflictos, pero también que su estrafalaria familia, los Al-Kharrat, conservaba su espíritu intacto: seguían sonriendo, peleando y, sobre todo, seguían contando historias... y es que el abuelo del joven Osama había sido en su tiempo un hakawati, un contador de historias, alguien capaz de endulzar los oídos del emir más escéptico y de despertar la imaginación más aletargada con cuentos provenientes de El Cairo, Damasco o Turquía, protagonizados por los personajes del Corán, Las metamorfosis de Ovidio o la Biblia.
    Es así como el joven Osama recoge el legado de su abuelo y empieza a entretejer la historia de su propia familia, llena de secretos, escándalos y frustraciones; una historia que lo llevará también a sobrevolar en una alfombra mágica el cielo de Oriente Medio, con sus fábulas pobladas de princesas, genios, sultanes y visires a través de palacios y desiertos. Un precioso tapiz que reúne lo clásico y lo moderno, lo mítico y lo cotidiano, que encierra una historia dentro de otra interconectadas casi por arte de magia, hipnotizando al lector desde la primera palabra: «Escuchad...».

    * * *


    © 2008, Rabih Alameddine
    Título original: The Hakawati
    También publicado como as The Storyteller
    Editor original: Knopf Books, Abril/2008
    Traducido por Toni Hill Gumbao

    © 2008, Círculo de lectores
    Primera edición: Diciembre/2008
    ISBN: 978-84-672-3350-6

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